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Una infamia de Capelal
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PRISIONES DE EUROPA.
.* TOMO SEGUNDO.
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PRISIONES 7
DE EUROPA, ?**f
PRIMERA OBRA DE ESTA CLASE EN ESPAÑA,
Lk MAS COMPLETA DE LAS PUBLICADAS EN EUROPA.
— La Ciudadela de Barcelona. — La Abadía. — Las cárceles de Corte y
VC* de Madrid. — Loa plomos de Venecia. — La Conserjería. — Cárcel na-
cional da Barcelona. — Los castillos de lf y de Ham. — Spielberg. — El fuer-
sa del Obispo. — La torre de Londres. — Antiguas cárceles de Barcelona. —
Mina* de Silesia. — Santa Pelagia. — Calabozos en Ñapóles y Milán. — £1
Caauilejo. — Las siete torres. — La Inquisición de Sevilla.— La Aljafería de
Xaragoaa. etc., etc.. etc.
SU ORIGEN,
rV—ijii oéttres pe han ¡palie en ellis— Traíicienes.— Costumbres.
fanus notables fie ha tenue ligar en sn recinto.
fm oí «lias se han f orificio.— Criaeaes qie en si interior se ha conetüe.
Tor—tei pe se hii aflisaio. — Vesanias para fie ha senüo.
4o fririowif celebras. — fiduas Jel íuitiíae politice y religioso, etc.
IX f IST1 H tllAS, MCOIDTM T UTOB NMLKHOS,
POR
UNA SOCIEDAD LITERARIA.
TOMO SEGUNDO.
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l
I
BARCELONA:
V LOPBZ BERNAGOS1, ANCHA. 86 y RAMBLA DEL CENTRO, «0.
MADRID: HABANA:
UlREttA ESTAÑÓLA j LIBRERÍA LA ENCICLOPEDIA.
Mrtore*. 10 I O-leHIy. número 90
1803.
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V '*:
fie propiedad del Editor.
- *
' 4
•aroetona: fmt> de Lois Tasso, calle del Arco de) Teatro
oallejoo entre los mira 11 y 15.— 1 8*3.
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PRISIONES
DE EUROPA.
LAS
MINAS DE SIBERIA.
m *■ * j|jg*f»r^T*fc ■
La tosjsrisickm 4*1 Norte.— La Slberta,}uatiQca1a por los rusos.— Misterios de la políüea
rvsa.— La* stfnas.— CotoolaacioB de la Siberla.— NlkJla Demidoff.— Producto de lee mi»
■as del Oural. -Población de las minas- Mentscbikoff.-Su buena estrella, su destier-
ro y « muerte.— B i ron y Munich ae suceden en la prisión que hizo construir el segun-
de pera el primero.— Historia de Lestocq.— Conspiración en favor de Isabel, bija de Pe*
ero el Graede— Sublevación de loa regimientos.— Isabel proclamada emperatriz.- Su-
ptfcto ée la princesa Lapookln.— Deatierro de Lestocq — Su miseria en Siberla.- Su per-
dón.—lecege sus despojos, que se hallaban distribuidos, del poder de susenemigos.- El
pnaooero y el cadáver. -Gregoi lo Or lo f.— Catalina déspota y liberol— Impostura de
Pofaiscberr— Cn rasgo del emperador Nicolás.— Nlexncewiez.— Radlscheff.— Advenl-
> deificólas al irono.- Sublevación de los regimientos.— Tenacidad del Czar.—
i del principe Froobeultri.— Kotiebue.— Prascovle.— Loupoutoff y la novela de
iCoula— Detalles topográficos de la Siberla.— Vida de los desterrados y mine-
ros,—€oe*Jderacion*s generales
Después de la Inquisición religiosa, rica de aquellos horrorosos su-
plidos con que se envanecían los tiempos bárbaros, estamos seguros
qte se leerá con interés la Inquisición ejercida en nombre de una per-
son amas exigente aun que el mismo Dios; pues esa persona, ese hom-
bre es el dnefio absoluto y no puede disponer de sns esclavos sino
durante un espacio de tiempo muy limitado.
Dios, ese Dios cuyo poder llega hasta los inquisidores, tiene para
vengarse de ellos la eternidad, después de las penas temporales; pe-
ro d gran inquisidor que puebla las minas de Stberia, conoce los
TOBOI1. 1
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t PRISIONES
limites de"8a condición humana, y si mata, es después de haber ago-
tado en sus TÍclimas, casi por completo, todos los sufrimientos posi-
bles de la vida, mirados bajo el punto de vista físico y moral.
¡Al solo nombre de la Siberia, tiemblan sesenta millones de vasa-
llos rusos 1
Este nombre, repetido por los lúgubres ecos infundiendo terror,
nos parece odioso á nosotros mismos ; á nosotros, que vivimos lejos
del cielo, de las costumbres y del yugo de la Rusia.
Como en otro tiempo temblaba Europa entera al oir la palabra Bas-
tilla, lo mismo suspira hoy, al solo recuerdo de ese clima terrible
quo ha devorado á tantos millones de inocentes victimas.
¡Triste recuerdo I...
Si los muros de la gran Ciudadela francesa han absorvidoun sin
número de ignoradas penas, ¿quién se atreverá, quién podrá contar
las desdichas y miserias sepultadas en las minas desde hace solamen-
te veinte y cinco afios?
En nuestros dias, cuando escribimos estas lineas, cuando el ocio
transita por los paseos sonriéndose y analizando la política de un pe-
riódico, protestando con mas ó menos dureza contra la marcha del
gobierno; hoy, volvemos á repetirlo, en el siglo de las luces, existe
aun en Europa una Bastilla; una cosa cien veces peor que la Bastilla,
en un pueblo que se le llama: Francés del Norte.
¡Es un hechol
Los rusos tienen las minas de Siberia abierlas para cualquiera que
se atreva & decir que el emperador no es infalible, como lo es el mis-
mo Dios.
¿Cuáles son los dictámenes, las leyes, los aranceles, en fin, de pe-
nalidad que conducen al hombre de la libertad al destierro, del des-
tierro á la muerte, en ese pais maldito por el cielo ?
(Juez, legislador, soberano pontífice... héaqui lo que es el empe-
rador!... (¡No le falta mas que ser verdugo, y aun asi ciertos empe-
radores no han querido pasar por menos! I
Pedro el Grande decapitó por su propia mano á los Strelitz (1)
que se habían sublevado ; y Ali-Pacha, el feroz destructor de los
(I) Antiguo cuerpo de Infantería moscovita.
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DB EUROPA. 8
mamelucos (1), se divertía en hacerlos fusilar, presenciando su eje-
CKÍOD.
La Ten taja siempre queda en favor del salvaje del Mediodía,
Para estudiar, ó comprender este sistema, no solamente de gobier-
no, sino de paciencia, organizado por los dueños para abusar de él,
w por los esclavos para soportarlo, es necesario saber que la Rusia,
mist -nosa hasta en sus padecimientos, lleva el amor propio nacional
•as ailá de los limiies de la razón.
Deseosa de parecer feliz al resto de los europeos, satisface admi-
rablemente de este modo las miras del Autócrata (2), que destruye
j ax.ía á su placer á esa materia vil, dispuesta siempre á sonreirle,
au eo el acto mismo de verter copioso llanto.
Lm Czares (3) han hallado medio de complacer á sus victimas,
mojándolas á Siberia.
B cadalso les hace el efecto de un escándalo temible, propio pa-
ra deshonrar la nación á los ojos de la Europa.
¡Viva la Siberia!.. . muda guardadora de cadáveres y agonfas.
Seguramente los rusos miran como un gran favor el destierro á las
minas de Siberia.
Trataremos de analizar este favor imperial.
Co historiador moderno, viajero de talento, coyas memorias dan
a conocer un gran número de secretos mal aclarados acerca el ca-
rieffr de los rusos, asegura que en Rusia, todo el mundo, desde el
emperador basta el último esclavo, se miente á si propio y á los
demás.
¡Esto también es cierto!...
Cortesanos encañando al soberano, pueblo engallando á los corte-
«asas... ¡He aquí lo que se encuentra en ese país que no será rege-
nerado, si el gobierno despótico no se hunde bajo las ruinas hacinadas
per el!
Cuando Catalina II, á quien Voltaire, sin acordarse acaso de la
parte que había tenido en el asesinato de su esposo Pedro III, llama*
te U Semiramis del Norte, hizo aquel famoso viaje á la Crimea y &
f S 'Ida** de fe «aballo de Egipto
T Soberaae ebaotaio de Ro»ia
%. TUalo del aoberaao 6 emperador de la Ruaia .
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i PRISIONES
la Taurida en 1787, en compañía de Potemkin, favorito suyo, y
que puede compararse coa el viaje de Cleopatra con Antonio; dicen
que la emperatriz desde la rica galera que la trasportaba por el
Dniéster, vio por todas parles en su marcha triunfal, las dos orillas
del rio bordadas de ricas aldeas, de numerosos rebafios y de una
población mas numerosa aun, que vestida con graciosos ropajes se
entregaba á la alegría, inspirada por la presencia de su madre y dig-
na soberana.
En vista de la prosperidad de sus vasallos, el orgullo de Catalina
debió triunfar, y apropiarse para sí la gloria de aquel admirable
cuadro.
[Toda esta pompa no era mas que una mentira!
Aquellas elegantes aldeas eran tablas pintadas de prisa hacia
ocho dias; aquellos ricos rebafios y aquellos aldeanos con vestidos
nuevos para la ceremonia, ganados de un precio igual que los otros
á los ojos de sus dueños, habían sido recogidos en las provincias le-
janas, so pena del knout (1) , para venir á simular la dicha y la
alegría.
AI dia siguiente de esta triste manifestación, todos aquellos mise-
rables tomaban el camino de sus aldeas, para volver á encontrar en
ellas su acostumbrada miseria, acrecentada aun por tan forzoso viaje.
Esta farsa inventada por Potemkin para su regia dama, es la es-
presion exacta del cuidado con que los autores y escritores rusos
ocultan á los estraojeros, bajo una apariencia brillante y mentirosa,
el azote y las miserias de su pais.
En ese vasto reino, cuya estension representa treinta veces la de
Francia, donde un solo hombre reúne en su poderosa mano el poder
temporal y espiritual, ese hombre es el que todo lo puede y el due-
ño absoluto de los demás que nada significan.
Los castigos y las recompensas proceden de una sola voluntad.
|De este modo se comprenderá cuantas veces los caprichos y la ar-
bitrariedad, el favor ó el odio han contribuido al reparto del bien
y del malí
De ahí procede, además, para los historiadores, la dificultad de en-
(1) Latigazos en las espaldas.— Suplicio usado en Rusia.
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DB tUüOPi. o
centrar en los escritores rosos, no decimos la verdad, ni el menor
indicio en la distribución de las penas y en la aplicación de ellas.
Dn terror mudo agobia con todo su peso á ese inmenso imperio y
lo «muiré por completo, sin permitir á la voz humana delinear los
«cándalos y escesos.
Ese pueblo, embrutecido por la esclavitud, se parece á los mine-
ros, que la codicia de sus propietarios ó la denunciado sus ene-
migo*, han encerrado para siempre en el fondo de esas profundas
cavernas llamadas minas.
Esas cavernas son la oscuridad misma, el silencio, la asfixia fi-
y moral.
La palabra Rusia nos ha conducido naturalmente hacia la palabra
Entremos en materia.
El descubrimiento de la Siberia, ó hablando con mas exactitud, su
extenuación por los rusos, tuvo lugar á fines del siglo diez y seis,
bajo el reinado de Juan IV, uno de los tiranos mas feroces que han
ensangrentado los anales de ese imperio.
Antes de esta conquista, los rusos so habían establecido en la
parte de la Siberia que confina con los montes de Ourals.
Entre ellos se encontraban Santiago y Gregorio Strogonof, cuyo
padre fué el primero que estableció relaciones de comercio mas allá
de los montes de Ourals, y se habia enriquecido con el comercio
de tal en la Vouitchegda.
ObUvieron de Juan la concesión perpetua de una parte de estas
vastas comarcas; establecieron colonias y alcanzaron además licencia
para esplotar, durante un tiempo limitado, las minas de hierro, esta-
lla, plomo y azufre que descubrieron ellos mismos.
Loa aventureros de diversas naciones vinieron á acogerse en esta
comarca casi desconocida y después eslendieron sus conquistas has-
la los limites del Asia.
Ea 1585 el Czar Frcdor I publicó un edicto invitando á los maes-
tros mineros de Italia, para que viniesen á esplotar las minas de
oro y plata situadas en sus estados.
Algnos ingleses habían obtenido ya la autorización de fundir mi-
neral de hierro; volvieron á hacer nuevas tentativas, y solamente en
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S PRISIONES
Este castigo no fué en so principio considerado por esos pue-
blos bárbaros, sino como una disminución en la pena; y las víctimas
debian agradecérselo á sn verdugo, á imitación de aquella cortesana
célebre en el reinado de Juan IV, la cual, mutilada por un capricho de
este principe al terminarse una orgia, fué toda cubierta de sangre á
besarle la mano y á darle las gracias por no haberle mandado cortar
mas que una oreja.
Uno de los primeros casos de deportación que encontramos en la
historia, tuvo lugar en el reinado de Boris Godounof.
A poco de subir al trono en 1598, este principe conmutó todas las
sentencias de muerte, pronunciadas por los tribunales, en destierro á
la Siberia.
Esto, según se ve, era ya un progreso.
La sublevación de las tropas, tan frecuentes en tiempo de aquellos
principes bárbaros, era una de las causas principales para que.se po-
blase la Siberia con sentenciados.
Después de la ejecución de una parte de los vencidos y cuando el
verdugo se cansaba de cumplir con su triste misión, se enviaba en
masa el resto de los condenados á los vastos desiertos.
A mediados del siglo XVII, se desterró á Siberia y & la parte mas
inhabitable de ella á un hombre, poco antes muy poderoso en la cor-
te ; Nicon, que en su desgracia pasaba sus ratos de ocio reuniendo
las crónicas imperfectas de esos pueblos bárbaros, para componer la
primera historia verídica de este país.
Se le volvió á llamar en el reinado siguiente y murió cerca de
Jaroslaf, antes de ver á su patria/donde le esperaban nuevos ho-
nores.
En el reinado de Pedro I la Siberia fué dotada de un gran número
de habitantes.
Después de la sublevación de los Strelitz, obligados á rendir la$
armas y á demandar. clemencia, Pedro I fué para ellos su juez y
verdugo al mismo tiempo.
Rodeado de toda su corte, él mismo echó por tierra (as cabezas de
sus subditos revolucionados; sus cortesanos le imitaron; y á duras pe-
nas los estranjeros adictos al Czar, como Lefort y el barón de Blum-
berg, obtuvieron la gracia de no hacer un triste p*ptl ea esta san-
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grienta tragedia; pero entre tito* se dtelingue Ifenüclrikoff por su
embrea y aelmdad.
Los culpables de edad mas avanzada fueron enviados á Siberia de*>
pues de haberles corlado la nariz y las orejas.
La muerte de su hijo Alejo, á quien él hizo condenar, fué para Pe-
dro I un nuevo pretesio de ejecuciones y de ameles deportaciones.
Los mas célebres proscriptos que en tiempo de su poder hablan
aviado á safe enemigos á las profundas cavernas de la Siberia, no
lardaron en unirse con ellos.
El primero fué Menlschikoff, primer ministro bajo el reinado dé Ca-
talina y regentó del reino á su fallecimiento dorante la menor edad
de Pedro II.
Hizo imponer el castigo del knout á sb cufiado y arto continuo le
envió á Siberia.
Una intriga palaciega le derribó.
Primeramente se le despojó de todos sus empleos; no se respetó m
inmensa fortuna, fruto de sus exigencias ; se le asignó como estancia
una ciudad del imperio fondada por él ; y partió sofiando con larri-
Mes venganzas y confiado de volver muy presto.
k algunas leguas de San Petersburgo, una cuadrilla de gente ar-
mada le rodeó ; se le comunicó una orden del Czar ; le quitaron sus
condecoraciones; continuó su viaje; en Jucr recibió nuevas órdenes
mas rigurosas ano que la primera ; le hicieron bajar de su cocho y
te ordenaron que entrase en el lugar de su destierro en una misera-
ble carreta.
Además de cuanto queda dicho, se le formó un proceso.
Declarado culpable por cobrar derechos injustos y obrar tiránica*
mente, se le despojó de todos sus bienes y se le condenó á un destierro
perpetuo, bajo el dima de Berezof, uno de los mas crueles de la Siberia.
Su esposa y sus hijos, qué dividieron su suerte con él, aumentaron
•a suplicio, con la vista de sus padecimientos.
Su inocente esposa á fuerza de llorar, se quedó ciega y murió po-
co después.
Sin duda alguna, Menlschikoff habia merecido este cruel castigo,
pero el valor que ostentaba en su desgracia le enalteció & los ojos de
ledo el mondo.
TOMO II. 1
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u nmom
Sufrió[sin qiejarse y mudó edificar á duras penas, coa las econo-
mías hechas de la pensión que le babian asignado, una iglesia en la
cual trabajaba él mismo.
Murió en su prisión en 1729.
La familia del favorito que le babia reemplazado cerca de Pedro II,
sufrió á su vez en el reinado siguiente de Ana I v ano v na las mismas
desgracias.
Pertenecía á los Dolgorouki, quienes pagaron cruelmente el abuso
que babian hecho de su pasagero poder.
Durante nueve afios permanecieron en la Siberia, sujetos bajo los
mas duros tratamientos, hasta que llegó un dia en que se les comunicó
la orden de su perdón.
Todos abandonaron el país de su destierro, pero fué para espirar
en los mas horrorosos tormentos.
En un mismo dia y reunidos también en un mismo cadalso, padre,
tío, hijo y sobrino fueron enrodados vivos, en presencia los unos de
los otros.
Biron, duque de Curlandia, había sido el favorito de Ana.
Al fallecimiento de esta princesa, que dejaba por heredero de su
corona á Juan VI, á la sacón casi recien nacido, el orgulloso duque,
siguiendo el ejemplo de Menlschikoff, llegó á ser regente ; se entregó
como-él á toda clase de locuras autorizadas con su atrevido poder, y
rodó por tierra igualmente como él.
£1 célebre general Munich á quien él habia rehusado dar el Ululo
de generalísimo de las tropas de mar y tierra, obtuvo la orden de
prenderle y le envió á Siberia á una prisión edificada espresamenle
para él, y de la cual quiso hacer el mismo Munich el plano.
El poder de este último fué muy corlo, y cuando Isabel subió al
trono, á consecuencia de la conspiración de que vamos á hablar, fué
condenado con otros personajes importantes á ser enrodado vivo.
Conducidos al pié del cadalso, estos desgraciados no esperaban
mas que la muerte, cuando una orden de la Czarina (1) vino á per-
mutar la pena en un destierro perpetuo en la Siberia.
(I) Nombre de la esposa del Czar de Moscovia, soberano de la Rusia; ó de la prince-
sa, que es soberana por sí.
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m nmopA. n
Eb el mismo ilutante, Bifon consigue ser conducido á una forta-
faa donde su cautiverio debía aer menos riguroso.
Munich fui quien le reemplazó en la Siberia y en la prisión que el
odio bacía sa enemigo habia hecho edificar; pero la casualidad quiso,
según diceo, que en el mismo instante en que uno salia de la prisión
el otro era conducido á ella.
Los dos rífales se encontraron fraile k frente en el estrecho cami*
no que recorrían.
Había entonces en la corle de Rusia un hombre que, sin ser no-
ble, había goxado de buena Cuna y reputación en el reinado de Pe-
*Ȓ.
ErmLestocq, ó Joan Hermán Estocq.
Habia nacido en Hanover, descendiente de una familia francesa, y
se había refugiado en Rusia k causa de un proceso.
Dolado de un carkler poco constante, y aventurero, habia ido
á la edad de diez y seis afios k probar fortuna en Rusia.
Llegó á ser el cirujano de Pedro I; después, por uno de esos cam-
bios tan repentinos que se veían entre esos dueños y sefores, cayó de
la gracia del soberano y fué desterrado k Kasan.
En 1715, Catalina le bbo venir y le colocó al lado de Isabel, hija
de Pedro I, co clase de cirujano.
Logró ftcilmente la confian» de una mujer aturdida como ól y
pedíante en sus caprichos; pero indolente para todo lo que no era
placer, y de uoas costumbres y una vida licenciosa que estaban lejos
éaoe poderse tachar.
Despertando la ambicien de la princesa, la hiao entrar en una cons-
piración, cuyo fin era colocarla en el trono en el lugar que ocupaba
teanVl.
Los numerosos ejemplos en la historia de este país y los triunfos
obtenidos en veinte conspiraciones semejantes, la animaron á ello;
pero las medidas estaban tomadas con tan poco ügilo, que todos les
miembros de la familia imperial sabían la existencia de la trama.
Isabel habia hecho participes de ella á sus amantes y k sus amigos.
Acto cooiínuo la emperatriz regente biio llamar á Isabel y la pidió
«aplicaciones sobre los rumores que circulaban.
Esta, como verdadera bija de Pedro I, recobró su valor en una sh
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« NUNOMES
tuacioa tan peligrosa» y cuando ia emperatriz acabó de hablar, la
dijo:
—Basta, señora ¡Esas son calumnias que ofenden mi fideli-
dad hacia el emperador!... ¿No basta que mis enemigos. manchen mi
reputación y me imputen toda clase de desórdenes que pueden des-
honrar á una mujer?... Sin embargo ved, sqfiora, si no soy yo la
mas inconsecuente! la mas frivola de todas las mujeres de este reino...
¿En qué paso mi vida? Amo el lujo, la ostentación, las reuniones
ruidosas soy rica, no sé ni una palabra de los secretos del esta-
do.,... y los que me rodean tratan de acomodarse al buen humar de
que disfruto.
— Ese cirujano francés,— repuso la emperatriz, —ese Lestocq que
os sitia con sus consejos ¿no es vuestra instructor y de quien os va-
léis, por pura necesidad, para aprender el camino que conduce al
trono?
— {Infeliz!... ¿Lestocq?... ¡Pobre hombre!... — la dijo Isabel apa*
reatando sorpresa.— ¡El, que no se ocupa mas que en hacerme traer
de Francia nuevos aderezos y en arreglar mis viajes y paseos!...
i ¡Lestocq!!. . Muy bien, señora.... Yed hasta donde llega el rencor
de mis enemigos... Porque ese fiel servidor me distrae, porque satis-
face todos mis caprichos, porque le amo, en fin... ¡quieren alejarte de
mi lado!... Sea... es un sacrificio que me imponen... pues bien, seño-
ra... se lo haré á V. M.
Isabel fingió esta declaración con tanto talento y tanta naturalidad,
apoyó lo que decía con una sonrisa tan seductora, con lágrimas tan
elocuentes, que la emperatriz se retiró convencida y respondió á sus
cGftfqjeros:
—Isabel jamás ha conspirado» no piensa mas que en divertirse...
En cuanto á Lestocq, es un juguete en manos de su dama.
Isabel acaso se tranquilizaría al salir airosa de su empresa ; pero
o» le sucedió lo mismo á Lestocq.
Semeja o los caracteres son de una vivacidad indecible y tratan de
someterse por mil medios á un régimen de vida que anticipadameate
se han trazado.
—Será muy posible,— decía Lestocq,— que la desconfianza de la
emperatriz se encuentre adormecida; pero mi prudencia me hace ve-
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1*
Ur üu conspirador sospechoso está descubierto á medias w... y
pees qae en este momento Dada sospechan de mí, en este mismo ios»*
tule es cosido conviene trabajar.
Acto continuo tóela á casa de Isabel, y la encuentra ocupad* en
las preparativos da una mteta fiesta, completamente satisfecha del
resaltado de sn entreviste con la emperatrix.
Al verle, se sonrió y tendiéndaiela mano le dijo:
— Lestocq, boy be saltado todo cnanto poeeeis; asi* pues, reme
«Are nosotros la mas completa alegría.
— Sefora,— la dijo el confidente,— tos no habéis saltada cosa al»
§am atselutamcate nada... Creéis qiene se traíame» que de perder
wk (nao y tenéis bastante fileeofia pm resignares á ello; per* mi fr»
leaofia no llega hasta poder hacer frente á las consecuencias de taee~
Isa mdiecrecfcn.., Sí han sospechado de toa, á mi me juigarán; si
tea babsis sido reprendida, yo aeró condenado; y en fia, si vos
sais desterrada, yo seré qnemado tito.
babel trocé a* sonrisa en naa alegre carcajada*
- A fiiss graeiea,— dijo ella,— «o ha sido nada... y podeam ti*
tir tranquilos.
— Oirídsñs om cea*, salera. No selameale habéis hablado, sino
qae habaia escrito; no solamente hatais sido denunciada, sino que
seréis cantidad confesa. Vamos, sefiora, ea preciso qie hoy jogue-
meed todo per el todo. *
— iQué decís!... ¿Aun no se ha terminado este asunto?
—Abara empipia ..escuchadme. Os han acusado, y toa, sefiora,
bonreis; pero yo sé lo qne me aguarda. Por eso quiero que dividáis
conmigo lo que me depare mi buena ó mi mala estrella... De noso-
tros des es la tras*, para noaotvos dos serán sus resultados. Ahora,
aeOora, como tentadero nigromántico os haré w loa destines que *
m* están reservadas.
Tomé una pluma y traaé 4 un lado una corona, y en otro «aa
— Eseoged— la «
—¿Qné queras derir?— te contestó Isabel, (toa de al.— |Un tro-
■oy nasupliciel...
—SI, salera... esta noche, si qnoreie, oaeínaaao tai
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14 PMSIOftKS
bir á ubo... Mañana, sí no queréis seguir mis consejos, subiremos
los dos al otro.
Isabel miró fijamente al hombre que se alrevia á hablarla asi.
—Es irrevocable...— dijo Les loe q.
Entonces, la joven hija de Pedro el Grande prescindió de su in-
dolencia y montó á caballo.
Lestocq habia trazado de antemano el plan completo de la insur-
rección y trataba de trocar en una hora la suerte del imperio.
Isabel se dirige acto continuo al cuartel del regimiento de Preo-
brangenski, defensor de su causa.
Arenga á los soldados y se dirigen sin titubear ni un solo instante
hacia el palacio, habitado por el regente, por su esposa y el joven
emperador.
Los dos primeros fueron hechos prisioneros; inmediatamente la
ciudad se rinde; se entrega á discreción, y las principales posiciones
se ven ocupadas por las tropas.
En efecto, Isabel es emperatriz; pero no le falta mas que la con-
sagración hereditaria de esta usurpación que nadie ha tenido tiempo
de prever.
Pero para que herede el trono es preciso que el emperador haya
muerto; y el emperador, de edad de quince meses, duerme tranqui-
lamente en su cuna de púrpura.
Isabel penetra en la regia estancia, y descorre las colgaduras de
la cama.
Su arrugado entrecejo revela la preocupación de esa feroz ambi-
ción; fiebre, cuyos accesos ciegan y enloquecen.
Detrás de La usurpadora se presentan, con -espada desnuda, ó con
puñal en mano, aquellos fieles caballeros que han derribado el trono
en el espacio de algunos minutos.
Gomo Isabel, también los caballeros miran al niño, y le rodean,
dispuestos ¿ degollarle á la mas mioima señal.
Isabel, inmóvil ante él, duda; y el regio niño, á quien habían acos-
tumbrado á hacerse besar la mano, la presenta sonriéndose & su ene-
miga, quien se encuentra desarmada con semejante manifestación y
le concede la vida.
Aunque condenado i un encierro perpetuo, le estaba reservada á
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MOMIA. IS
erta criatura ana maerte, dm horrorosa aun que ia que debió sufrir
es n bis tierna edad.
Bb 1141, foé cuando Isabel subió al trono» conquistado por la an-
dada de Leslocq.
Dno de sus primeros actos fué declarar que durante su reinado na*
die aería sentenciado á la pena de muerte; pero la Siberia existía co-
no siempre, y muy en breve Lestocq debía apercibirse de ello, aun-
que antea que él, una tentativa de conspiración facilitó á los rusos la
aoasioa de saber lo que significaban la declaración de Isabel y su
pretendida clemencia.
A los conspiradores de dicha trama que fueron descubiertos, se
las sentenció á recibir el knout, á cortarles la lengua y á ser tras-
portados ¿ Siberia.
Entre ellos se encontraba una mujer, célebre por su bollen, cuyo
titulo y nombre eran la princesa Laponkin.
Isabel, celosa de la hermosura de esa mujer, la hizo tratar coq
■«cha mas crueldad que al resto de los conspiradores.
A esa desgraciada que basta entonces había pasado toda su vida
m el lajo y la ostentación, y qae solo de esto se ocupaba, la sorpren-
den ca so palacio, y laxonduceo á la plaza de las ejecuciones.
Alti, en presencia del inmenso geolio que la rodeaba, la hicieron
pedazos su vestido; la descubrieron el pecho; uno de los verdugos la
cogió violentamente por los brazos; se la echó á su espalda; la volvió
hacia atrás; se inclinó y espuso su pesada y triste carga á los golpes
de otro verdugo.
Este se adelanta, armado con un látigo de largas y anchas correas
de cuero, cuyas eetre*idades babian sido empapadas en leche y vuel-
tas 4 secar para que fuesen mas cortantes.
Azota sin piedad, desde el cuello hasta la cintura, el delicado cuer-
po de la desgraciada que en breve no era otra cosa sino un calado de
girones ensangrentados.
Termibada esta fatal ceremonia, se la arrancó la lengua y se la en-
vióáSibcria.
Sin «barga, Isabel se había mostrado mu compasiva que sus
predecesores, porque había suprimido el suplicio de la rueda, el
da la barra da hierro por loe lujares, el de ser enganchado por
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16 IWB10MS
ladcostittab, y también el de enterrar vivas i I» mujeres bomicF»
das.
Lestoeq, per su ligereza en tratar los negocies y por la importancia
que supo conquistarse, se creó muy en breve peligrosos enemigos en
la corte.
El mayor de todos y el mas poderoso fué Besfuchef, primer minis-
tro, que poseía entonces toda la confianza de la emperatriz.
Bestacfaef hizo condenar á Lestocq por haber aceptado, con anuen-
cia de Isabel, ona cantidad de manos de un estranjero muy rico, que
había ayudado á colocar la corona en la cabeza de la emperatriz.
Ante bus jueces Lestocq mostró firmeza, ánimo y orgullo.
Eligiéndole Bestuchef qae apreciase el valor de aquella sama:
—No lo sé,— le contestó sonriéndose á medias;— io be olvidado,
pero podéis preguntárselo á la emperatriz.
Su esposa y él perdieron lodos sos bienes y fueron enviados á Si-
baria.
Isabel le libró de la pena del knottt.
El marido y la esposa fueron encerrados en diferentes sitios, negán-
doles al mismo tiempo el permiso de podarse escribir mutuamente.
Se les asignaron doce libras cada dia para su manutención; pero el
ofioial, encargado de vigilarles, no les entregaba cantidad ninguna, y
por consiguiente, los dejaba espuestos á ana miseria desastrosa.
La habitación de Mad. Lestocq consistía en un solo cuarto adorna-
do con algunas sillas, ana mesa, una estafa y una cama sin cortina-
jes, compuesta de un jergón y de una manta.
Las sábanas de su desgraciado lecho no sé mudaron dos veces en
el espacio de un alio, y estaba vigilada por cuatro soldados que dor-
mían en su mismo aposento.
Esta desgraciada, despojada de cuanto poseía, procedente de una
familia distinguida de Livonfe y antigua dama de honor de la empera-
triz, se veia obligada á solicitar que los soldados jugasen con ella á los
naipes, con la sola esperanza de poder ganar algunos sueldos.
Un dia, á consecuencia de las reconvenciones algo duras quizás
que dirigió al primer oficial déla guardia, este infame se acercó á
ella y la escupió en el rostro.
Entre tanto, Lestocq se paseaba de calaboto en calabozo.
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11
PvtMme, Us éee esposos cemigtieren alar r^^
fim estaona especie de fortaleaa, y de ella un peqoeflo jardín y
uías habitaciones fueron puestas i disposición de aquellos.
Mad. Leetocq era la qoe Iraia el agua, amasaba el pan, hacia la
vw y lavaba b rapa.
El destierro de ambos doré catorce alies.
Fedvo m, el desgraciado esposo de Catalina II, les hiio vdver á
m Manborgo, é inmediatamente entró Lestooq en posesión de sos
y de sa palacio; pero sos muebles y sus alhajas hablan sido
i de sos enemigos, quienes, dividiéndoselos entre sí, hablan ador-
i ellas sos estancias.
A «ata época era ya septuagenario, y con el traje de Mougilt (1),
ea decir, eaMerto oen ana piel de carnero, el infeliz anciano volvió á
vnr ta ciudad en que había dispuesto de una corona.
Aagidec* la corle por Pedro III, hablaba libremente de sn desfor-
ra y de loe malea qie habia sufrido en él.
Advirtiéronle los amigos so imprudencia y el peligro 4 que estaba
; pero m hito caso alguno.
obtenido ya del emperador una pensión de 7000 roblos (I),
► oí dta, quejándose de haber sido despojado de sus alhajas y
de sos mo'Mes, y demostrando sumo disgusto al ver á los raptores
orgollosamenle sos despojos á su vista, le dijo Pedro III
—Pues bien ee autorizo para llevaros todo lo que reconozcas
fM pwde haberes pertenecido, en cualquiera parte donde lo encon-
tréis, aooqoe aea en mi palacio.
Léele rq tomé per le serie este permiso» y mas de una vez se le
vié en les palacios de les noMes seQalar como suyos muebles y cua-
dres, y bacerias llevará socase, á pesar de las reclamaciones de sos
Balodié logará varios escándelos; pero con ellos Lestocq dlver-
tiaeq alto grado á so soberano y seSor Pedro III.
A oe— tenencia del relato de una de estas aventuras, el anciano se
i Labrador, aldeano, lugareAo, hombre del campo.
Si ralor de cada rtiWo <* de 18 reates vellón.
u
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ii rwtotm
aprave<A<Mel bnep bflflwde sp duelo, y recordando ow habilidad
la costumbre que habia adquirido de hablar de todas las cosas ow
una libertad que se estragaba en la corte, aüadió con voz conmo-
vida:
—Mis enemigas no dejarán de aprovecharse de la mas mínima
ocasión para enemistarme con V. M. ; pero yo espero que dejareis
chochear y morir tranquilamente 4 un anciano á quien no le quedan
ya mas quo algunos dias de vida.
£n efecto, Leslocq, que há^a lo» últimos, dias de su vida había
cesado de frecuentar la corle, murió en su lecho en 1767, diciendo:
— j Morir es muy fácil.. . cuando se ha vivido en Siberia 1 . . .
Uno de los primeros actos del reinado de Pedro III que sucedió
en 1761 á su lia Isabel, fué perdonar á los desterrados á Siberia;
es decir, á los personajes, influyentes por su importancia y naci-
miento.
Entre (filos se encontraban Munich y Biron, esos implacables riva-
les eu quienes ni la edad ni la desgrana habían podido estinguirci
odio mutuo que se profesaban»
La primera vez que volvieron á verse después de un largo cauti-
verio, no fué copo en otro tiempo á las puertas de una prisión, sino
en medio de la corte, en los salones llenos de cortesanos, y en pre-
sencia del emperador.
Este los llamó y quiso que bebiesen juntos.
Trajeron tres vasos.
Pedro topó uno; hizo una señal & los dos ancianos para que le
imitasen, y obedecieron sin hablar, fijos sus ojos en los de su dueño y
sefior.
JJu esta instante, m acercó una persona al emperador y te habló al
oído; Pedro III, distraído por esta interrupción, se dio prisa el apu-
rar sn vaso y salió precipitadamente para dar una orden.
Los dos rivales quedaron inmóviles y mudos en presencia el uno
del) otro ; y por un movimiento espontáneo, dirigieron sn vista hacia
la puerta por la cual habia desaparecido el emperador.
algunos instantes después, un mismo pensamiento les convenció de
que Pedro III los habia echado en olvido; y entonces, dirigiendo su
vista con fiereza el uno sobre el otro , se cruzaron sus miradas con
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di mor*. 19
de odie y de amenaza, dejando los vasos fíenos y vol-
viéndose las espaldas.
También había vuelto con elfos la desgraciada princesa Laponkin,
deopaes de 00 cautiverio de diez y ocho años ; y aunque se conser-
vaba hermosa, no hizo mas que aparecer en Va corte, porque citando
qaería tartamudear afanas palabras, recordaba et horrible suplicio
impoerto por Isabel.
Solo bajo secreto y con macho misterio, estos desgraciados podían
caabr á aquellos de sos amigos que vívian aun, lo que habían sufri-
do ca la Siberia.
Oto de ellos, Golovkin, que habla gozado en el reinado preceden- ¡
le de cierto favor instantáneo, había sido trasportado con sa esposa '
á la eslremidad asiática del imperio, y encerrados en un calabozo ba-
jo la vigilancia de na carcelero, que tenia orden de no perderlos de
B pesar mató á so esposa en sus brazos, y mostrándole el cadá-
ver al carcelero, este le respondió : '
órdenes qoe tengo son de no dejar entrar ni salir nada, ni á '
Daraata algunos meses,. el cadáver permaneció con et prisionero r
ea el ensoto calabozo, hasta que llegó la orden de San Pefersburgo
para qoe se sacase de allí y se le dieae sepultara.
, ahora hemos visto que el destierro en Siberia era la cense-
continua y natural del favor y del crédito.
■abo aa hombre, para quien ese destierro llegó á ser un maftan-
fial de fortuna. '
K*e hombre era Gregorio Orloff, gefe de esa familia tan célebre
por aa elevado raogo y por sos crímenes, y nieto de un oscuro sóida*
áadelosStrelitz.
Edecán del gran maestre de artillería, Gregorio Orloff había sabi - '
do granjearse la voluntad de la princesa Konrakin, dama de aquél.
Loa amaates fueron engallados alevosamente y Orloff sentenciado
á ir a Siberia á ret eaionar sobre las consecuencias de su Hielte;*1
lo al reíala de esta aventara llegó á oídos de la emperatriz Ca-
li, quien se creyó vencedera y se vanagloriaba por haberle
paitado eoe amale i la hermosa Konrakin.
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Qrloff tenia cuatro hermanos, y todos cuatro eran aeidad+e co*
moól.
De acuerdo con Catalina, conspiraron contra k vida de Pedro 111,
y como todo el mundo sabe, Alejo Orloff, uno de los hermanos, y otro
sugeto llamado Feplof, fueron los que asesinaron al desgraciado prín-
cipe, seis dias después de haber abdicado.
Con este famoso crimen, dio principio el reinado de fea inolvidable
Catalina II.
Inmediatamente después de subir al trono, anulé el edicto dado por
Isabel, en que prohibía la aplicación de la pena de muerte. En los
primeros afies de su reinado tuyo que contener diversas conspira-
ciones, cuyos principales autores fueron enviados h Siberia; y si-
guiendo el uso ordinario en esta corte, se afiatjió al número de ellos
los que habían tenido parte en la elevación de la emperatriz ai trono.
Después que ella misma habia conquistado el poder por medio de
una conspiración y de un asesinato, le irritaban en estonio las ma-
quinaciones trama las contra ella, y puso en juego para ¡«pedirlo
lqs medios mas odiosos de tiranta.
En esta misma época, cuando el imperio se encontraba bajo 4}
terror de espías civiles y militares, cuando el secreto de las cartas era
violado, cuatdo la correspondencia de las potencias extranjeras no-se
respetaba; en una palabra, cuando se practicaba todo aquello que la
desconfianza de una mujer recelosa, oscilada por los numerases fa-
voritos que se sucedían rápidamente, puede imaginar de deshonroso
para sus vasallos, Catalina blasonaba en apariencia de los principios
de libertad y filosofía.
Pensionó á los sabios y & los escritores; compró la biblioteca de
Diderot y la hizo venir á su corte; tuvo correspondencia con Voltaire
y le propuso & Alembert que viniese k continuar en su capital la im-
presión de la Enciclopedia, paralizada en París por la censura de la
Sorben*.
J5n los desiertos de la Siberia y en el interior de sus minas pere-
cían muchos desgraciados, que no solo ignoraban el crimen que no
habían cometido, sino también el protesto dado á su destierro; pero
el nombre de la emperatriz figuraba en primera linea ea las lisias
de suscríciones abiertas en¿f*vor <d# los Calas y de los Sirven.
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9KHMTA. «
partkariar i Votteire pasa esta frase sentimental, que,
> ascrili por n mano y dicha por si boca, no era mas que una
odiosa y repugnante.
! dar áMpréjmo «a poeo de lo que $e tiene én dema+
oim; mmtmi ie temar ftifiíurss, siendo obelado del género fiemume f
defensor de te taonnrio oprimid*.
*, algunas too* loo instintos de generosidad abrían
Di jaren oficial llamado Tschoglokoff, pariente del difunto Ciar,
hatea intentado asrunaria; oontoatóos con desterrarte 4 Siberia, y
m tarde admitió entre ios damas de honor á la hija de aquel ofr>
mol.
Mateo asuntas de Poloaia,d<l)tspo de ftacov*^
faenm enriados por seis ales 4 Siberia, por haker fal$**
condmcUÁlo djfmdad de te Csarina.
peraoe, no habían sido del ansa* parecer respecto 4 la
b época anterior habían aparecido sucesivamente algunos inlrt-
gaalea, que dándose el nombre de Demetrias , quisieron baooree *pa-
sar por arte infortunado príncipe.
Ana viviendo Catalina, un aimpteoosaeo so biso pasar por ot ées~
> Pedro ID, y obtuvo grandes triunfos puesto á la cubeta 4o*
do Jaik, que se habían subiendo,
td Jeurika Pugatacheff, qaa así se Domaba, reunió bqo
• un numeroso ejército, al cual se agregaren también algu-
nas desgraciadas do las minas, y por momentos taa solo hko ten»*
btar 4 Catalina en so regio asiento,
flabia bocho acolar monedas con su busto, donde se Man calas
Pedro lU, mpmvhr 4$ todos tes Jimias.
T ea el rofeno esta inacripoteo:
BedmiomMnUor.
Desde 1713 basta 1775 représenle si papel con bastante doúto;
pero vencido en una batalla decisiva, la traición de Iros da sos te*
átenles lo entregó á la emperatriz
Fué conducido á Moscón en una jaula de hierro; sentenciado 4 cor.
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u nmom
Finalmente, unta tradtooion de Peffendorf sufrió correcciones y
supreeionéf, que el atóme Pedro el Grande en otro tiempo encon-
traba injustas y ridiculas; y el autor de este estúpido rigor era
la majar que sentaba cono principio de administración esta má-
xima:
Vwir, y dejar ucribir.
Ya hemos citado mas arriba el ejemplo del poeta, castigado por
augurar demasiado bien de los sentimientos del emperador Nicolás;
pero ved aquí, sin embargo, un ejemplo mas atroz de despotismo,
dado por Pablo I, padre de ese mismo Nicolás.
La elevación de Pablo al trono dio principio con notables mejoras
y coa sabias y acertadas medidas; aunque á las buenas intenciones
realizadas ya por el emperador » el agradecimiento público tuvo per
conveniente añadir otras.
Se esparció el rumor por la ciudad de que el gobierno pensaba en
fin en mqjorar la suerte de los aldeanos; pero este proyecto, que se
habia tratado de realizar en tiempo de Catalina, babia quedado sin
ejecución, como otros muchos.
Se deoia tambto que iba á publicarse un ücase (1) , poniendo tér-
mino al poder ilimitado de los dueños y señores contra los siervos y
esclavos.
Un joven oficial, que en su entusiasmo se babia constituido prego-
nero activo de esta noticia, fué preso de repente.
Por este hecho fué condenado á muerte por el senado de San Pe-
tereborgu; y este desgraciado debtó sufrir primero la degradación;
en seguida el knout; y por áltimo fué sentenciado para toda su vida
á tas trabajos forzados de las minas, en caso de que sobreviviese al
suplicio del knout
-El fallo fué contornado por Pablo I.
Esta fué la primera sentencia, á la cual se dio la publicidad de
un Uease,~y les rusos debían darse con ella por advertidos.
Desde este momento, Pablo I se entregó á toda clase de exagera-
ciones, hgas de una imaginación capricho» y estrafagante como la
suya.
(1) Edicto expedido por etaobéttAo d* Au»¡«.
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temo*. u
teaesotigoe ia^miste* se eecedtaa 4 la» wxmwm* m mu-
yo; y *i breve do bobo nadie en el imperio qoe se creywe safare
da su tranquilidad y condición.
Cm stioneo meramente da etiqueta cementada* par días» fueron las
causas da castigos los «as atracas*
Doce pdooeses, por haber fallado al respeto y á laf&Udadjwvda
i 5. ií. moscovita; es decir, por no babor sido pródigas en sas sa-
ladas, fueron sentenciados ¿ perder la nariz y las orejas y á pasar el
reste de sos días en lo iolarior de la Siberia.
Algún tiempo antes, babiase visto á Pablo l reunir oon cierta gr*
vedad an consejo de caballerizos en las cabaUeriías mismas da su pa-
lada y hacer qm ellas ufemos sentenciasen* na caballo fcquere-
ri'aasa eaareaU golpes de oanito, por d crimen de baber tropeada
can ¿i.
Bqje d reinado de so sueeaer Alejandro, se hirieron algunas ten-
lalivts para mejorar lasnerle de los siervos; pero en breve fueron
afcandMudat, poique las guairas con Napoleón y con la Francia ocu-
paban la atención dd emperador.
En esto retando haba algunos destérralos i Siberia; pera no se *ió
ya, cama en el siglo anterior, ese gran número de personaos impera
Untes que pasaban iamadjaiamsnte dd rango mas elevado y gotande
degraa favor en la corte, i las mas miserables condiciones y sujetos
4 sufrir todos los tormentos dd destierro.
Sin earimrgo, aon hubo a'gonos, y entre dios une de loa ministros
deAk)iadr»,qne, sdiendo del gabinete dd emperador, quien le habia
hablada con singular afabilidad, fué sorprendida por un Feidjoger (1),
*b*, oía dejarte entrar en sn pelacia, te candujo en detectara á Si-
beria.
Edrak» ¡afd¡ase que durunte cate veiimdofMfM aententiedtt 4
mm destierro, bobo ua gran n Amere de poloneses.
Le estaba reservado al emperador Nicolás inaugurar su reinado
om esta dase de ejecuciones, cuyas vfetiau* viven hoy dia eo el in-
terior da ta Siberia.
A U muerta dd emperador Alejandro, Nicolás subid al trono, i
tu
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consecuencia de la abdicación hecha por m hermano el gran duque
Constantino.
Estalló una violenta revolución.
También era una especie de motín de cuartel, semejante á los que
en el siglo precedente se habían visto varías veces coronados del mas
completo éxito.
* Eeta vez el resultado fué muy distinto.
Al recibir la noticia de la revolución, el nuevo emperador y su es-
posa bajaron á la capilla; y allí, solos y en presencia de Dios, se ju-
raron el uno al otro morir como soberanos, en caso de no quedar co-
mo dueOos y señores de la revolución.
Acto continuo levantóse el emperador; abrazó á su esposa; hizo la
teflal de la cruz y se presentó en medio de la plaza, frente ¿ frente de
los regimientos revolucionados.
A su vista, comenzaron á gritar y entró en las filas el desorden.
El momento era decisivo.
Nicolás se dirige sin vacilar á los soldados, intimándoles que vol-
viesen á sus filas.
Obedecieron y después, en el instante mismo de pasar revista á los
regimientos, el príncipe, con ronca voz y centelleantes ojos, les dijo á
los revolucionados, medio vencidos ya con sus miradas:
—»f De rodillas!
Todos doblaron su cerviz y sus rodillas. <
El motin había terminado.
Los jefes que se hallaban ocultos no se atrevieron á presentarse y
los soldados se dejaron diezmar.
Nicolás volvió al lado de la emperatriz; y á su vista, esta mujer,
que no esperaba verle mas, le abrazó sin proferir una palabra.
Entonces, el emperador ¿ su vez se sintió desfallecer; su valor pa-
recía abandonarle y cayó en brazos de uno de sus servidores, lucién-
dole:
—{Qué principio de reinado!
La emperatriz, á consecuencia de esta terrible escena, adquirió, co*-
mo recuerdo de ella, un temblor nervioso en la cabeza, el cual le du-
ró siempre hasta la hora de su muerte.
La emperatriz Alejandra Foedorowna, esposa de Nicolás y madre
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ti
4H emperador actual de (odas la* Rusia*, fattecid en Ni», ciudad
marítima del Piamonte, el año de 1860.
Cátodo Nicolás paso término al molió de qué acabamos de hablar,
Haróroo los castigos.
El deslierro de la Stberia se encargó de castigar 4 los soldados, y
las mas culpables fueron ahorcados iomediatameftte.
El principe Froubelzkvi, joven aua y ano de los jefes de la trama,
que, Tiéndela frustrada, babia Tenido á toda prisa al oslado mayor á
prestar juramento al noevo emperador, se sintió desfallecerán varias
anéaum; se refugié inmediatamente eo el palacio del ministro d?
¿a*<ria9 donde el conde de Nesselrode le bizo reclamar por orden del
aa^erator; fué condenado á pasar catorce artos en los Irabajos forza-
das del interior de las minas del Oural, y el resto de su vida en una
de laa catatas de la Siberia, poblada por malhechores.
Su esposa, hija de una tamba muy distinguida, consiguió 4 fuera*
de súplicas ir con el principe 4 las minas de Siberia.
Por último, los dos esposos se pusieron en camino.
}SI simple viaje es un suplicio, en el cual sucumbe mas de un
•enlaciado!
Las sen torneados, bajo la vigilancia de un Feldjmger, son traspor-
tados en una Telegn (1).
Asi, caminando con la rapidez del relámpago sobre rodillos 6 Ira-
«úsalos de madera, siendo el piso en doode giran dichas travesados
lúa mieaeos caminos durante una travesía de centenares de leguas, no
tíaua nadada estraio que mas de una vez se hagan pedaios por los
Iraqpees que reciben.
(Juzgúese del estado de los viajeros en ese clima helado y en se-
mejante travesia!
Finalmente, llegaron ambos y descendieron 4 su tumba.
La esposa fué constante hasta el fin en tan sublime sacrificio.
En San Petersburgo, en su palacio, eo medio de los goces que
la riqueza, loa dos esposos habían vivido fríamente y sip
La desgracia ooasigutó reñirlo*.
4. ühcíh ám mueái carro* dtocutotrUi y »io ameUt».
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« tnmmmr
La princesa pasé sus catorce aftas en las minas em so marida
riviendo como puede vivir na esclavo.
El noble sentenciado pasaba el día en cavar la tierra en compa-
ñía de otros desgraciados, cuya vida, lenguaje y costumbres gro-
seras, eran para los do* esposos otro nuevo so pitá o.
En esta tumba, la princesa tu vo cinco hijos, es decir, cinco esclavos,
porque los infelioes sentenciados de las minas no son otra cosa sino
unidades reunidas bajo un solo número, pertenecientes al emperador.
Al cabo de siete afios de semejante existencia, creciendo los hijos
en presencia de este nuevo castigo, que se acrecentaba cada dia
mas, la desgraciada madre se atrevió á escribir á una persona de
su familia que vivia en San Petersborgo, para que implorase la cié*
mencia del emperador, no para ella, si para sus hijos.
Pedia que le fuese permitido enviarlos & San Pefcrsburgo, ó &
cualquiera otra ciudad, con el fin de que fuesen edacados convenien-
temente.
El emperador Nicolás respondió:
— Los forzados de galeras y los hijos de Im forzados 4$ gakrw. . .
saben siempre lo bastante.
Siete afios so pasaron de nuevo sin reclamación alguna, y la prin-
cesa cumplió hasta el fin tan admirable sacriOcio.
El tiempo de tos trabajos forzados había espirado, y entonces co-
menzó para esta familia un suplicio peor aun que el de las minas.
Gomo todos los desterrados que se designan bajo el nombre iróni-
co de Ubres, el principe, con su esposa y sus hijos, fué enviado á ana
de las estremidades mas remotas del desierto, skgida apresamen-
te por el mismo emperador, en un eilie cuyo nombre no existe aun
en los mapas ó cartas geográficas de la Rusia.
(Esto es lo <f*e se llama en estilo administrativo establecer una co-
lonia!
Allf ,á cien leguasdefoda morada, en medio de íes nieves eternas, de
inmensos Iwsqoes, de pantanos helados; debían construir OMcabafle,
y buscarse lo necesario para su subsistencia y la de sis «neo hijos.
Echaban de menos su cavado agujero en lo hrierior de las minas,
y la admiración grosera y muda, pero sincera al menos, de los seres
que les rodeaban.
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ádmkh como esclavos y sentenciados, podían «spqrar que los
raegos de la princesa enternecerían el corazón del ¿nuEr*, como Ha-
w m Rusia 4 su duefto y señor,
Shk confesárselo mutuamente, los do» esposo* lo aguardaban ; pero
arrojados en lo interior de la Siberia, es decir, disfrutando de mejor
satrfe, al valor les faltó y el juate orgullo de la conciencia se estjn*
guió por completo.
¡Los hijos estaban enfermos; no tenían ausilip alguno y era preti*
•o vivir!
Ramee aran bastantes para que la madre paviafe por segunda
ues á su familia una carta dirigida al emperador
En eata carta pedia la vida de sus hijos, y además le dpmaníjal^
é peraiiso para podar vivir cerca de anabólica.
Laprwiaúdad i una de las ciudades que vqjelan bajo e*e auety
glacial, era un favor que no podía esperar.
Su embargo, la desgraciada madre, tomando i Dios por testigo
de su conduela, y dando i conocer su grandeva de alma, terpinab*
«a misiva do este modo:
— |Soy muy desgraciada I... y sin embaiyp, si fuese posible vpk
verio k empemr, lo baria aun
La carta llqgó por fin á su destino.
una persona de su familia se atrevió á hacer el sacrificio de pi$-
Miar la caria al emperador.
Este la lomó, k leyó y dijo:
—¡Me estrada que se atrevan & hablarme de una frplia, cuyo je*
fe ha oeaspirado etnfra mil
Aqoi«¿ fia este drama.
La familia del oandmado es poderosa, freeuopla los bailes de la
certa, y mu 4e nao de los miembros de dicha Camilla se pregunta
—¿Por fué no vuelva la prineasa ¿ San Pelemburgo, puesto que
Mía no ha sido ¿entongada?
El desenlace de este drama está en manos de Dios.
Estos desgraciados existen boy quizás pero no el emperador.
Para probar la sangre fría que circulaba por las venas de dicho
emperador y pasa. dar «aa muestra de los buauos senümi^ilos de que
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«• HtlSIOttBS
estaba dolado, diremos que cuando Nicolás hizo so viaje á Inglater-
ra, algunos poloneses fugitivos, de cuyo número está poblada una
gran parte de los desiertos de la Siberia, ó espían en lo interior de las
minas la audacia de haber querido ser libres, le vieron (ransilar por
las calles do Londres ¡riéndose y en completa tranquilidad!
Bajo el reinado de Pablo I, Kotzeboe fué enviado k Siberia; y lo
que la razón, la justicia de su causa y sus reclamaciones no pudieron
obtener, una mala obra de teatro (i), una simple adulación grosera,
lo consiguió.
También tuvo lugar á últimos del reinado de este mismo principe
un gran acontecimiento que llegó á popularizarse en Francia, por me-
dio de una novela.
Mad. Coltin (2) narraba el arrojo y sacrificio de una joven, que se
atrevió á ir á pié á San Petersburgo, á implorar el perdón de su pa-
dre desterrado á Siberia, y que por último lo consiguió.
Después de Mad. Gottio, el conde Janier de Mavitre ha hecho de
esta aventura un relato mas verdadero y no menos interesante.
El verdadero nombre de esta heroína era Prascovie Loopouloff, hija
de una familia noble de Ukraine ; su padre establecido en Rusia,
había servido con valor y heroísmo bajo las órdenes del emperador.
Se cree que fué deportado á Siberia, á causa de una insubordina-
ción.
Y decimos se cree, porque su proceso, lo mismo que la revisión
que fué hecha después del arrojo y sacrificio de la hija, estaba secre-
tamente instruido.
Vivió en Siberia durante unos quince años, en Jschim, ciudad si*
tuada en las fronteras del gobierno de Tobolsk, percibiendo para vivir
con su familia diez (copecks (3) diarios, cantidad asignada á los sen-
tenciados á quienes no se impone además la pena de trabajes públicor.
Después de haber alcanzado, si no gracia, al menos justicia para so
padre, la joven Prascovie, que durante su piadoso viaje había hecho
voto de consagrarse á Dios si tenia buen éxito su empresa, entró en un
(1) £1 antiguo cochero de Pedro III.
ft) En su novela, Ululada Itabd.
(3) El valor da cada kopec*, es ée d mar a* odisea prúilmatteAie.
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convento, donde no lardó en morir, & consecuencia de una tisis can-
eada por las fatigas que había sufrido en su viaje,
¡El dia de la libertad de su familia fué también el (lia de una sepa-
radon eterna!
Estos detalles eran necesarios, porque modifican algnn tanto el de-
senlace, macho mas satisfactorio, que Mad. Gollin dio i la novela de
Isabel.
Hace algunos afios, el hijo de un maestro de escuela llamado Gui-
bal, fué sorprendido, preso y conducido á Siberia. ¿Por qué? Lo
ignoraba y no lo pudo saber nunca.
Vivía en los alrededores de Ourembourg y quiso la casualidad que
na canción que había compuesto en su destierro cayese en manos
de un inspector.
Este se la llevó al gobernador, quien envió á su edecán para que
se informase del nombre y de la posición del desterrado.
Gnibal logró interesar en su suerte al edecán de tal modo , que
cnaado volvió i ver á su jefe, le habló favorablemente acerca del co-
plero.
En b¿ ave fué perdonado, y volvió a su casa sin haber conocido el
motivo de su arresto.
Para enumerar aun una pequefia parle de prisiones y destierros del
mismo género, era necesario consagrar varios volúmenes y llenarlos,
no de hechos ó de detalles, sino de nombres y de fechas; y aun con
esto no se sabrían sino los casos mas notables, permitida su publi-
cidad por los emperadores.
Toda la Rusia no es otra cosa mas que una vasta prisión, donde»
privados los hombres de toda espontaneidad, viven y mueren bajo el
yugo de la obediencia absoluta, sin tener la conciencia de la libertad
qne les falla, como les acontece k los pájaros colocados bajo la má-
qnina neumática.
fin Eosia la policio es moda.
Las minas, las fortalezas y las prisiooes submarinas de Cronstadt,
están pobladas desde el reinado de Alejaodro y aoo desde mucho an-
tes por hombres qua no se conocen; cuya detención no tiene causa co-
nocida; y que por consiguiente, permanecen allí por no haber razón
alguna para librarlos; pues como dice un ru*o:
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It FHSiOffi*
-—Si se probase que habían hecho mal en prenderlos, eato consta
tairia ana cuestión de decencia.
Después del aspecto de semejante horroroso país, ¿qué podrá decir-
se de la Siberia, es decir, del lugar donde son arrojados esos hombres
reputados como indignos de la dicha de vivir en el imperio mfemo?
Los raros ejemplos de algunas sentencias, cayo misterio ha llegada
hasta nosplros, son los motivos que existen para que se pueda juzgar
de la suerle á que est&n sometidas millares de victimas olvidadas,
que cada dia mueren para ser reemplazadas por otras.
Los escritores rusos ensalzan la buena suerle de algunos senten-
ciados que han llegado á conseguir una vida llevadera en el lugar de
su destierro, á fuerza de industria y perseverancia.
Algunos han hecho suerte; pero eslos ejemplos no se aplican ni á
los desgraciados prisioneros de las minas, enterrados vivos en un ter-
reno glacial; ni á aquellos á quienes se ha condenado á una soledad
absoluta en loda la ostensión de la palabra, y sin relación con el resto
del mundo en los sitios mas desiertos de esa tierra, que toda ella no
es mas que un desierto; ni á aquellos, en fin, sometidos á las mas ri-
gurosas condiciones de un clima mortífero, escogido espresamente por
el emperador ó por sus ministros.
Entre los desterrados repartidos como el ganado en ese árido ter-
reno, se ven algunos encadenados.
El abate Chappe refiere en su viaje á Siberia que, queriendo hacer
cavar la tierra á una profundidad de diez pies para reconocer hasta
donde estaba helado, no podiendo encontrar trabajadores) pidió al
gobierno de ToboUk algunos sentenciados.
Eslos miserables no tenían mas que un sueldo diario para vivir.
El digno abale aumentó sus salarios; y con este dinero compraron
aguardiente, embriagaron al guardia y se escaparon.
El mismo abate Chappe dice en su obra:
—Algunos dias después, encontró los hierros de sbs cadenas en el
bosque.
Y mas adelante añade con (a mayor sencillez:
—El gobierno, no habiendo juzgado oportuno enviarme nuevos tra-
bajadores, me vi precisado & abandonar este trabajo.
Hé aquí lo que pueden despertar en el espíritu de útt lector fmpar-
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niel, Jas palabras dmürto mSihria, sobe» teocintes «ww oimo
•obre an eje, las almas mas ó meoo» dfeiles desasaba nwUeoas ,de
¿No teníamos raion para decir al pmaeipio4e asta Miaría qaela
Shoria haca las raoee da asa iMpisirion infantado par na hodbre
pvaan hambre?
Ocapémooos del depile de esta Inquisición, sin Befar mas lejos los
Lea seatenoiadoe 4 fiibern esüo divididas aatnratasate andes da*
ser. destarados y tezadas.
Pera los primeros, ya sean principes, ya sean condenados protegi-
das, la pena sonaste en ana privación de la patria, gne no es toa
simple y sencilla privación, como se verá, si el laclar sq tama la me*
loslie de leer lo qne ramos 4 narrar. . ..
i del vúge desde la aróeépoli al lagar del deetism, finjo
> qae mncÉns tocos el sentenciado llega moribundo y upe*
racalapriaurasemnaadoen llegada, se le designa oafc fcahüaeioB
a) desterrado; y como Sedas oes bienes han süfrcefiecados^ benefi*
ció del emperador, no posee absolutamente moa que la pensión paga-
da por el principa, para atender con ella 4 las primeras necesidades.
Dooadiaario asta pensiones mosquina, y qe es eiiOeienle nanea, bien
aea por la codicia do los oficiales encargadas de la oastodia dolos ám
Serrados, ó por lucaottanasenfermadadeaqninvafiennlaaefo colono.
La Siberia es na país hámedo y helado i la tas.
Loa ojos se Ten inradidos de inflamaciones; los miearime se cn+
lorpeton y se adqeicren tnmores en loa arlknlacwnes.
Cada infierno el frío desoieodo desde Bft basta 40 grados.
En las estacional menas rigorosas, qoe no nos atrevemos 4 Uamnr
non los nombras de priarafera 4 de Torano, pues oslo seria manifestar
ideas demasiado kalagteéas, las mejores coamroas, los inmensos
pantaass, las inooamonaarables setas, forman «I desterrado na fasta
espalera, frió é implacable como la smierto misma.
Batea desterrados, que deben eotaoiaur la Siberia, tachar esotra los
oaea y el frío, que daban soportar el hambre, ei Tiento del noria; es*
tas desterrados» reiremos 4 repetir, 4 pesar de todo esto, no son libres*
Hay un celador que no los pierde do tittat les enlrqga la miserable
«MIÓ n. 3
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«t AHUMO*
cotila d<*tintóá*>8irf^
^riü^radainieces'^etJttqBlloMiadoj» *un ¿unía nJ ,-•[<> m¡ muío*
Hemos visto prisioneros en Siberia, vigilados como lo poiridineá-
Ur«pbttiaÉ^oapflkl<d^kiift|iMar !) mm\ nawt ,oíni;in«d«//:;
' (Baniosirvi^tab^
construir prisiones, y para aumentar el tormento de^swtvíntiflnai
ddstecrhek» yírntedenantoaéiipirtal -i !>b ■jlkhl» .'•>!. -.•"ii.MnmnO
Los forzados ó mineros agobiados por el palo de los pÉtttyisaja»»
i08)á<fc3em^6fiarlartíaadésUfibwitíasi8Ífi inteUgtncia ^siiihinmawdad,
consumen su vida en las tinieblas y en unafatmáfefem bonltolwne»-
i »íi tía fararfqpeeiaUy «Jue eliemptratfa* >ao ¡es jteédig» *fr>qoBbedtl>,
e* per mitin que *o Sitien ¿do» santenoiadoeivivcrqs^ ffmáéatétm^
Cuando los miserables han Iraiiqvdofcieny^ua^'toieáeÉeataÉ
spficieoteMMte doblegadas obnilo*plpb&iÉecfeid(Mipot bltotlqdtf, el
enparaáteiseaUave A tosdcdo sU'olétaienoMt; ■Éowrcsqunbia M ai-
ner* eaniñ ¿eatetrad* Ub*e,> leeaviaíáioolémiar no rincffide e»
«tortal patay leipavmíto <v« el Mídela ¿¡tarta;: >. / ;•!>...<•)• -.h i .
-i jEi Jolde|aSibqrialu¡. i (,:,•;■' ,.". ••-«: . .»» 1 ¡.,k,.- ;.-n i .1» o¡ »
-Mochos prisioneros foancesies confiscados per J^'"ibop,í después
ée las batalla» de la campaña de Ij&lftj ó- magaripaJea unailiiasiMes-
tas retiradas^ toaron enviados kpobtor Jai Sí betial i;¡ «• « >i.í -i-mi <> "
< .. Bien *e «oooca que » estol es uní medio ide apagar y de *l)eorvbr toa-
dos los rumores y tod&tlasei déideas, ftf»aiparajeUafri!adebi& «ber
raeelo alguüo, 4raláádese deihonlbneslaft'eáárgicos^ baltiqiososl
La Siberia absonreAa sus glaciales fuerais v> Mfétria y/suaftf >dfc
libertad yf es uoá üeztla'hábUuieiitetoónüiinadh de influencias Agi-
tas^ destinadas á; hacer ctogenprar U inflaenctaimeratu < i • -¡ i uA
r Algunas *eoe& habréis leída «n los pertódico^ el relatoicto «áaide
esas íahalorósvneüaj de la t iberia*. ireaUaaéaa |wr algua artAaéode
meshrea aaliguos; ejércitos j yadoqueestaa historia* <•* haastdf
siempre verdadera*, ^algunas, d* eí lasi tíeieü ur> ifbpdo real y .positiva*
^i Ea ¿feria* ^iostptfisiiieraiie^
dala* «sernas de Ja Siberia;. kan vuelto A apahéoer pomoiefepectoofl*
en medio de sus familias, que ya los;habiaik<olvidadayi despaafc 4e
haber llorado por ellos largo tiempo, , «.- /» U
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DI PJIOPA SS
La mayor parle de los rasos consideran como ana necesidad esta
Stberia, que esponemos á la execración del género humano.
Esto es decir el atraso en que se encuentra respecto á la via de la
civilización, que comienza en el bruto y termina en Dios, ese pueblo
dolado de suficientes facultades.
La distancia que existe entre los rusos y el esclavo, es de dos gra-
dos de escala geográfica, en favor de este último.
Un sentenciado minero puede ser castigado de muerte, sin forma*
cíoq de causa, por cualquier cabo, descontento de su juego de nai-
pes, ó de la comida del dia anterior.
¿Hay necesidad de esta barbarie en on país donde la muerte cor-
la la vida con tal prodigalidad, sin que sea necesaria la cooperación
de los hombres?
Si te considera el hilo delicado de que está pendiente el poder de
los Cares, si se quiere reflexionar que los gobiernos fundados sobre
la tierra jamás han sido duraderos, se podrá asegurar lo que puede
prometerse de la Rusia, el imperio del mundo.
jH reinado de los godos y de los vándalos pasó en buena hora I
ri!N DB LAS NINAS DB SIBERIA.
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^
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f
I
<
r
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PRISIONES
DE EUROPA.
CONSERJERÍA.
i.
fmén ét te frase.— Bl juicio de Oíos.— La Begnioa de Hivelle.— Diplomática y pro-
fetisa.—Crímenes de te Brosse.— Su soplido.— Crimen y castigo del preboste Ca-
peUl.— Joordan de Y Isle, pariente del papa por las mujeres.
Lata IX tenia por barbero á un hombre de baja estraccion, llamado
Pedro de la Brosse, que ejercía además cerca del gran rey las fon-
dones de cirujano.
Con poca razón, ó mas bien por defecto de reflexión, se ha repelido
por todos ios escritores, tque era nn hombre levantado del polvo de
la tierra» como dice la crónica. Al contrario; Pedro de la Brosse fué
un superior y cultivado talento, que dirigió con mano atrevida la pe-
ligrosa política de la época, y el cual, si se hito culpable de los crí-
menes que se le han imputado, no recibió el condigno castigo sino á
cansa de esa inferioridad del nacimiento, que bajo el régimen feudal
hubo siempre de paralizar las voluntades mas enérgicas y los mas
poderosos genios. Honrado ó no, la Brosse hubiera campeado indu-
dablemente stn el gran defecto de pertenecer al último de los estados
sociales.
El cirujano de San Luis llegó & ser primer ministro, ó mejor cham-
belán de Felipe ni, hijo y sucesor de su antiguo amo; y reinaba des-
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88 PRISIONES
póiicamente, gracias á su hatolicta} ,en( Jos negocios, en el espirita
del joven monarca, cuando perdió este principe á sn esposa Isabel de
Aragón, de quien en cinco afios de matrimonio había tenido cuatro t
*•• .MQHTJ3" HCl »
A la edad ae veinte y nueve anos, casíTrelipe en segí
nup- ^
cías con María, hermana de Juan duque de Brabante, el cual fué en
persona á conducir á París & su hermana la princesa y asistió, en la
Santa Capilla, á las magníficas ceremonias que para la celebración
del matrimonio tuvieron lugar .*\ -jl
La fiesta fué espléndida. Toda la nobleza brabantesa habia queri-
do servir de escolla } larie^(^ada,7]t^Ja lptpceja acudió á re-
cibir & su nueva reina. María era hermosa; el rey la amó luego, y
como estaba dotada de tanto (aleAto x¡ojno belleza, no tardaron en
apercibirse los cortesanos de la omnipotencia que iba la reina á al-
canzar. •*-
Orgullosa María de su juventud, de sus triunfos, de su poder, ni
siquiera se dignó inquirir si podian tantos destellos haber herido en
lorió suyo alguna* forradas. Góbétnabdá'^ti esposo y 'iéínaba' ttü
Francia; tos negocios no le asustaban^ y lo mi^mo conversaba con
el rey de guerra, que de hacienda y poesía! Felipe III traspasó á la
r?ina tod^ la confianza que ^tes 3U ^hai^dqn le xpereciQi^ ^ r ¡
'.fjas/f entty c^rte. fap.£Qca c$^
llaman el favorí La Brosse notó que se formaba $yon$ .¿iiyp. fli*
(fim vacjto; que Jos yaongeros^ambi^b^psus costumbres .^epliaban
raices, ep las antecámaras de la reina: nj uno splo i^a, yft 4 solicitar
laprpleccio» fj^l qua ■ pooo ba j>arecia ¿\ asjtro.dft tefioftp y el dis-j
. ^cofdóse ^Wes jpjtgsp ^ jju$ (Jos^ ff^gt^^i
so 5¡ d^qastilla,, agel^adp.pl^ip y £f;Astr$poNpt tyafcb^^M
la ^Ufi^a tei:r jble { que le .pregaba Felj ¡$ ,; i j^iepdo. Iqs pl$H$ de j
rey de ^rapcia 3idp v entf $0$. ¿}l ca^tejlanp f , ¿pftys ^rwp^í}9s,u^
lqjos dpÍf»vor dp ^119. 1* Brps^e 4| i gf ru|ato , b^iaB.ínJe^
á amenazarle igual peligro al de que entonces solo de milagro sp-h^
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ir el suyo. Lo que se llama ambi^^tffeiWfeíWtf éé'SiieniidéJt
Ittonpre; :M*l*Mtl^iíti'i¡tM& dfe ttbór ^({{íiftJ ' ° —
Pire atacar convenientemefal** 'Mádafdfe frrIMirte ctóífaffttííife
Bnwe, según se dice, de la calumnia. Era joVfal y Urtt tablea -prin-
wm*vv**A fe» wttes"? pnA#$W\k m p6ÚM. PWnwty azadonado
qie te hallasen ^4^ ^bfc¿h^fatt| tío dc^^de^dfatacrW^'^tb
*rü¥>im*ii%mvoá'& tós'toaa á&kwa, mtó se
*r fe (¡ue agualda* ptw*déi*it^tlñcm!álh*áá 'ho#fr
fc que la llama y el calor se hayan completamente evapórete. "Mo^
alaria k»u«> «»a rfeiaa-dctóafilfldo'Mgd/a^dfeniksiado
para sentarse en el trono de San Luis. Su jotaMdad - háoft
in«fc éntoitafaki t^liaftéUoa^fó^ fc'tan* mgidoa^acer-
—La rana carece de majestad— dijeron los unos. ■ -°' ' ' ^
—Se habla mwho >d*lh ráto^
— Bullía w^quérolnrfrá€iÉt^íl*tte fa ftjr sMfttf^fflzb1^
r*eliBWipé4rBtterii, patienteite Pedidla BM$&. ' ' v>
i tan*m*>fattta wédiéiwte Al 'cincuto* dé bótti éh1 Wü*.
8*1» la***» tosiigvoré, continuando <án sil adtetoiabrtdá iróiifertí
ée.TW¿ £frt(tteiltogé<é¡*«i!Ufti irfegrt corte/ sin1 lioenciti^ con toÜé?
es preciso hacer esta justicia * una1 reina ytt'stiflcSenfe&ftútef ju¿Ufi^
»<dü Ifagedfafoyiie poema* épico* etf a^honor
.. .ii ¡ í' •! ii *•
Nr*«i *ey< i*fo toque sel decto? y lo'sttpoen WflíiAlstá*«6s-que
tiro U ftrosse buen cuidado de escoger favorables á suspfttyictttt. ]
• «Vte'lbcÜi eomoiubatBÉoj^ -y franca como iMá lainW^i ¿cuita-
4* mti*l4«frth»q»e latprüencía de los trwh^<Mi«y 'Hereda-
ros de la corona le causaba: los (res prometían ya por stf aMvo p^
4» y- ii'lméiontaf ailéd, el 'mas1 medpiittb y «curo pbtteuir' b { los
J^nrqoe'uqueHa pedrii fcator de^eNpe, de'eneeÉposottta athtóté y
4Mattad<yj; '■ .*■'' *,J ' ■ ■• ■ ■'■ • ''' n1 -,*
Cierto dia salió la Brosse de la cámara rea!, de lírico ttlatoto, eto
«cuk)i> que stti» fcttpe de su habitación sittíaíd* enante,' oA la
tde'laetoferk ■■■ ' "! i1 l l1.
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40 MISIONE*
-—¿Qué motiva tenéis para estar boy Un f«rm*o, Pedío?-^ dijo
el rey,— ¿Está enfalda la reina?
—¡Oh! nada de esto, k Dio» gracias, querido sefior,~Hrospondió la
Brosse.— Yo solo soy el que esti enojado.
—¿Por qué motivo?
—No me he equivocado, mi querido sefior; quiera Dios quesea
únicamente yo el triste Pero escuchad, escachad...
Oyóse en efecto en la galería que separaba ambas torres y que
caia á la ribera, el llanto de un nifio, á quien talaban varias voces
de consolar.
—Es mi hijo mayor, Luis, k lo qae perece— dijo Felipe.— ¿Si se
habrá herido?
—No me preguntéis nada, amado sefior,— respondió el chambelán
—yo no quiero meter cizaña en los asuntos del rey, pero si aire*
glarlos.
—Hablad, hablad, amigo nuestro, yo lo quiero.
—Pues bien, mi querido sefior, la reina ha dado pruebas da sar
mala madre para con vuestro hijo Luis, Acaba de deeirle que no era
rey todavía y que debía respetarla; luego le ha cogido bastante bole-
camente por el brazo y el nifio ha llorado; porque al fin ól es altivo
y lleva razón, porque ha de ser rey.— «Señora; ha contestado, yo
debo ser rey, es la ley.»— «La ley es injusta» ha replicado la reina.
A su vez frunció Felipe el entrecejo.
—Ya vais, querido sefior ,<— afiedió la Brosse— que he hedió sal
en hablar....
—No; estt bien-f-repuso el rey.~»La reina está pesarosa de no
tenor hijos....
—Aunque los tuviese, sefior, vuestro hijo Luís no deja de ser por
esto el heredero de la corona y reconocido oopo tal por todas Iob
buenos franceses.
El rey suspiré. Amaba mucho & este hijo. Atravesó la galería con
cierta precipitación y presentóse al jóvea principe, quien A si| vista,
lloró mucho mas fuerte, como suelen todos los niños, aun los menos
orgullosos y meaos reyes.
Felipe tomó de la mano 4 su hijo, sacóle de en medio de un grupo
de mujeres y se lo llevó á los jardines. Esto filé en palacio un W-
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DBS010FA. II
¿adero acontecimiento. Hablase oído á la Brosse referir ai rey el orí*
gen de la querella, y la misma larde contaba ya el chambelán en so
cortejo ana veintena mas de cortesanos; pues Felipe se había paseado
aquella tarde entre Luis y la firosse.
Esto finó una nube algo mas opaca esparcida sobre la felicidad de
la Emilia real. Luego fueron acercándose todas las que tenia la Bros-
se prudentemente en reserva, como el dios mitológico. Tantas nubes
reñidas acaban por formar una tempestad.
Pero la bellota de Marta y el amor del rey triunfaron obstinada*
aate. Soplando siempre por su lado la Brosse alguna discordia, la
llegó. Mas seamos primero historiadores; luego tendremos
do ser comentaristas. Después que hayamos descrito la tor-
menta inquiriremos su causa.
Muchos dias después de este paseo, amanece Luis con una violen-
ta calentura. Llámase á los módicos. La Brosse les ausilia con sus
cooocimientos. No tarda en retorcerse el nifio presa de espantosas
convulsiones, y después de una enfermedad asaz corta, pero doloro*
a, espía. Nadie admite en palacio la muerte como una condición
de la naturaleza. La Brosse exige que se abra el cadáver. Ábrese con
>, y se encuentran en la piel y en las entraffas del mismo gran
de manchas lívidas, de aquellas manchas que imprime ordi-
■ariamente un veneno devorador ó un virus mórbido, causa eficiente
de infinidad de enfermedades naturales.
Vente voces se levantan al instante para declarar que el joven
principe ha muerto envenenado. Al esparcir en derredor una mira-
da, no vea los cortesanos otra persona mas interesada en el resultado
de este crimen que la misma reina cuya antipatía por Luis se habia
recientemente manifestado.
— La reina ha envenenado al hijo del rey — dicen los amigos del
rey y en particular los de la Brosse, aprovechándose de esta ocasión
perder á su enemiga. Esclarecida algo larde Maria de Brabante
los efectos de tanta animosidad contra ella levantada, apela al
de su esposo, quien, en el primer momento de su dolor perma-
ISrio y desconfiado. Aconsejada luego de sus amigos ó inspirada
por su odio contra la Brosse, esclama:
—No soy yo quien ha envenenado á Luis; es el chambelán,
TOMO II £
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II MffSKMlft
el cual ha cometido este crimen para hacérmelo atribuir.
Esta nueva acusación sorprende á Felipe; sorprende al propio la
Brosse y á sus amigos A falta de pruebas, puesto que si las hubiese
habido, la reina estaba naturalmente perdida, podía justificarse el
chambelán tan bien por lo menos como la misma María. Alega pues
los logares comunes de la presunción. Marta tenia interés en matar
al príncipe; María quería hacer reinar á sus hijos; Maria quería de-
sembarazarse de los hijos del rey que algún dia sabia bien que ha-
bían de tornarse en sus mas crueles enemigos. María, en fin, aun ado-
rando en Felipe, ¿no podra estar celosa de la difunta Isabel de Ara-
gón que había tenido la dicha de dar cuatro hijos al rey y despertaba
ea él á menudo, del fondo de su tumba, melancólicos recuerdos?
— Si yo hubiese querido matar al príncipe— dijo Maria— me ha-
bría valido de mis amigos. Pues bien, ninguno de ellos ha asistido á
Luis en su enfermedad. El chambelán es quien ha elegido y llamado*
¿ los médicos, quien ha designado á los servidores: él mismo ha in-
dicado con frecuencia los remedios. ¿ Dubiérame espuesto yo á ven-
dar mi secreto delante de gentes interesadas en perderme? nada hay
Blas fácil que descubrir la verdad. Permita el rey que sean puestos
i cuestión de tormento todos los que se hallaron présenles á la ago-
nía del príncipe. Una sola confesión basta para dejarme complete-
mente justificada.
El medio era violento para ser propuesto por una reina poética,
por una mujer. Semejante aplicación de muchos hombres recomen-
dables y sin duda inocentes á la horrorosa tortura de entonces, no
revelaba ciertamente una enorme sensibilidad. Pero era la costum-
bre y el derecho de esa época. Muchos sufrimientos plebeyos no eran
demasiado para salvar una reputación real.
Sabia muy bien la Brosse que el rey amaba menos á la reina,
ñas no para sacrificarla á un antiguo servidor. Trabajó también por
su lado: nadie fué puesto en tormento, y el crimen, ó mejor la acu-
sación, continuó cerniéndose, ora sobre la una, ora sobre la otra de
las dos cabezas rivales.
Qemos dicho que la Brosse era un talento superior. Mas por muy
hábil que una persona sea pertenece á pesar suyo á su siglo y se
encuentra embarazada en los mil y un lazos, que el uso, la
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M EUROFA. 41
preocupación y la ignorancia le tienden á. cada pase que intenta dar
(■era del camino trillado. Vive caáa cual en so época, de la que no
te iale sino por medio de la muerte. No pudiendo la Brome disponer
de tires medio* que los acostumbrados, hizo acusar oficialmente á la
nina por un hombre que le era completamente adicto.
(Jaa acusación capital era entonces un reto. El acusador se pre-
sentaba delante de los jueces armado hasta los dientes y ponia su vida
«o ano de loe plaülos de la balanza. Si el abusado suministraba un
defensor, tenia lugar el combale. Todos sabemos á que atenernos so-
te* e*a especio de pruebas á que se daba el nombre de juicio de Dm>
Avanzó pues el acusador de la reina, sostenido secretamente por
la ¿araotia de su patrono. Vagamente se adivinaba este formidable
ayo i o y el temor de una derrota contuvo á lodos los que hubieran
qnerido defender lo inocencia de María. Después de los tres llama*
minios, si nadie se había presentado. Mana estaba de hecho conde»
auLu La Brosse habia calculado que nadie en Francia tomaría par*
üdo contra él en favor de la brabaaleaa, y en cuanto al resultado de
ente negocio, le tenia sin cuidado.
£1 primer llamamiento del campeón acusador no hubo de ser oido.
£l ¿egundo quedó igualmente sin resultado. Al tercero, del cual todos
«iperaban el mismo éxito, percibióse un gran ruido en la sala de
aadiencia solemne y presentáronse muchos caballeros con la visera
catada. Venia á su cabeza un campeón cubierto de magníficas armas
y cuyo penacho de colores brabanteses sombreaba la dorada cimera
Jkm lanzó ua grito de gozo. La Brosse palideció. El caballero
levantó el guante, descubrió su rostro y dijo:
— Yo, Juan, duque de Brabante, sostengo que ha mentido el que
acusa de asesinato á mi hermana María, reina de Francia, y heme
aquí dispuesto para el corábalo, lieraldo, hablad.
Acercóse uno de los caballeros; era el heraldo. Leyó la fórmula del
tletafio Sonó una trompeta. Jamás pesó un silencio mas profundo
«obre una asamblea Ln diversamente agitada.
El acusador permane ia como fascinado por la imperiosa mirada
áok principa su adversario. ¿No era acaso querer ser antes vencido,
ealrar en liza con semejante campeón?
Comprendiendo la Brosse toda la desventaja de una posición tan
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41 PRISIONES
comprometida, miró á so caballero para darle el valor de uo conti-
nente defensivo. Mas el acosador no veía ya cernerse por cima de to-
do este negocio el poder de la Brosse: su patrono volvía á caer en
un rango inferior. Pelear con la certeza de ser vencido, era esponer*
se primero á las heridas, y á una muerte ignominiosa después. He-
chas por este hombre todas reflexiones durante una segunda procla-
mación del heraldo, bajó la cabeza y no contestó.
—Mi amo me salvará— pensó— cuando se trate del castigo im-
puesto por la ley; pero no me defendería contra la espada del du-
que Juan: no podría impedirle que arrastrase mi cadáver en torno del
palenque.
—¿Respondéis al fin?— gritó el duque con creciente orgullo.
—Si monsefior el duque está seguro de la inocencia de su señora
hermana— contestó el acusador, ¿de qué serviría el testimonio de es-
te pobre y humilde caballero? Tarde ó temprano, el SeOor, cuya jus-
ticia se invocaría, hablaría para descubrir al culpable.
— [Ois!— esclamó Juan de Brabante— rehusael combate! La prue-
ba ha terminado.... La reina de Francia es inocente. ¡Trompetas,
proclamad el triunfo de la reina mi hermana !
Felipe, entonces, cubierto el semblante de febril sonrojo, levantán-
dose sobre sus flores de lis, dio las gracias al duque Juan, tendió su
mano á la reina y dirigiéndose luego al vencido campeón:
— No habiendo perseverado en tu resolución— le dijo— quedas á
nuestro arbitrio. Duque Juan, yo os lo entrego.
Volvió á la Brosse sus ojos el acusador ; pero la Brosse permane-
cía impasible á los pies del rey.
—¿Qué dice á esto el señor chambelán?— preguntóle el duque
con irónica sonrisa, cuya terrible intención hubiera penetrado el mas
torpe.
—Digo, sefior duque, — replicó la Brosse— que el acusador que de-
siste de la prueba es un caballero vencido en el combate y se halla
á merced del vencedor. Acusó antes á la reina y hoy la declara ino-
cente. Si esta confesión procede de arrepentimiento, monsefior, el du-
que y la señora reina examinarán la indulgencia que pueda mere-
cer un culpable arrepentido. Si es el miedo el que ha dictado esta re-
tractación, el vencedor decidirá del crédito que debe merecer la de*
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DE EUROPA. 45
i de un cobarde. Pero, lo repito , el acosador se halla á mer-
ced de monseñor el duque, según nuestras leyes, y según el derecho
reconocido por la Iglesia.
—¿No tenéis mas que decir?— preguntó el rey con interés á la
Volvió este á animarse, sin que hubiese por esto perdido un solo
mstaate la serenidad.
— Estimado señor,— contestó— se había entablado una acúsa-
me y *o ciertamente por parte mía. La reina me ha hecho acusar
y ye no me he defendido eligiendo mi campeón, porque he preferido
ihandonarme á la justicia de Dios. ¿Se ha reconocido la inocencia de
la reina? yo me congratulo por ello: pero no se ha declarado que yo
sea ewlpable. T conjoro á monseñor el duque, á la reina mi señora,
de decirlo en mi presencia: ¿Soy yo culpable de la muerte del prín-
cipe? ¿el ilustre campeón que acaba de sostener la inocencia de su
hermana la reina, arrojaría el guante para mantener mi culpabili-
dad?
la Brosse, ese hombre de baja estofa ó t levantado del polvo de la
tierra,» se había mostrado tan grande por esta audaz iniciativa, que
el valeroeo duque de Brabante llegó á vacilar ante una formal acu-
sación.
— No hemos venido aquí— respondió — para acusar, sino para de-
fender k la reina. Que Dios y el rey hagan lo restante, puesto que
«rio se trata ya de castigar.
La suerte del acusador no era dudosa. El duque de Brabante pidió
que se hiciera justicia con ese desgraciado, el cual sin pruebas con-
tra la reina y sin otras armas que un mal entepdido celo, había cor-
rido k la muerte. El vencido, dice Mezeray, fué condenado á la hor-
ca, y desde entonces hubo de resolverse la Brosse á despachar por
si propio *n* negocios.
Si Felipe hubiese sido uno de esos principes ingenuos á quienes
m hacia creer que nunca yerra la inspiración divina, bastárale la re-
tractación del acusador para absolver plenamente á la reina. Pero
justificado la Brosse por esta singular prueba, tan radicalmente como
María de Brabante, insistió en que, si bien no se habian hallado los
calpablet, el crimen existia, el asesinato era flagrante, puesto que
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46 PRIfWNIS
constaba la presencia del veneno. No juzgó prudente Felipe abrir de
nuevo ios procedimientos, pero se dejó convencer por la Brosse y
volvió á flotar -¡triste condición de los reyes!— entre una sospecha
contra su esposa y otra contra su amigo.
María se apercibió bien pronto de la contramina, de la que habló
al duque de Brabante, el cual, aprovechándose de las ideas supersti-
ciosas de ese siglo, escribió al rey de Francia:
—«Hermano mió: lo que la casualidad oculta á veces á determi-
nados hombres, Dios lo revela á otros. lia y, según dicen, en vues-
tros estados y en les mios muchas santas personas iluminadas por
el espíritu divino. Consultadlas sin escándalo Os importa no tanto
para castigar como para libraros de una dudosa perplejidad. Vues-
tro corazón sabrá comprenderme. No quiero comunicar este aviso á
la reina mi hermana: no lo confiéis tampoco al chambelán, vuestro
fiel servidor; de principe á rey, tratemos en familia de este asunto. »
Acordóse al momento Felipe que tenia la dicha de vivir en una
época, en la cual tres profetas se dividían la veneración y la creduli-
dad de los fieles cristianos. Cierto despreocupado historiador les lla-
ma seriamente tres falsos profetas. Eran el vidame (1) de Laou, un
fraile vagabundo, franceses los dos, y una beguina (2) de Nivelle,
en Brabante. £1 rey no tuvo mas dificultad que la de la elección; pe-
ro era una dificultad enorme, tan enorme que no se escapó á la Bros-
se, cuya atención, según se comprenderá, no estaba aletargada.
— Si el rey no elige — se dijo — 8s menester que elija yo.
Y se ocupó seriamente en fijar la elección del rey sobre uno de los
profetas franceses. Mas la fatalidad ó las sabias combinaciones de
Haría y de su hermano hicieron inclinar á Felipe á favor de la be -
guiña. Era esta subdita del príncipe brabantes, y por consiguiente
fácil de ser influida ó inclinada naturalmente á la hermana de ese
principe, su compatriota. Real era pues la desventaja de la parte ad-
versa.
La Brosse se encargó de redactar una pequeña comunicación del
espíritu divino, para el caso de que Felipe se dirigiese al vidame de
Laou, ó al fraile francés. Conservaba en Francia bastante poder para
f\) Título de honor y de dominio feudal, usado solo en Francia.
I Aaociitoion que 4ló irnicbo que haWar en aquel Uampa.
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DI EUROPA 41
de semejantes profetas una respuesta concluyen le contra sa
ligo. Pero ¿se podría obligar á la beguina á acosar á la reina?
¡Jamás! Era esto tan imposible, aun al espíritu divino, que la Brosse
•e apercibió del peligro y solo se ocupó en evitarlo. Los papeles es-
tabas invenidos: no se trataba ya de perder á la reina, y si solo de
m resultar convicto por la revelación de la beguina, de un crimen del
fie ¿ataba sin duda tan inocente como la misma María.
En tanto que el duque y su hermana aplaudían interiormente la
elección de Felipe y del inevitable triunfo de la prueba, hacia nom-
brar la Brosse comisarios para instruir en este asunto, en Nivel le, fc
Nsttieo, abad de Vendóme, y á Pedro, obispo de Bageux, ó de
Bvreux, su hermano.
Podemos afirmar, sin pecar de temerarios, que nada habia reve-
lado el cielo 4 la beguina sobre el supuesto asesinato cometido en la
panosa de Luis de Francia. Todo lo que sabia le habia sido comu-
lieado por intermediación del dnque Juan. Después de haber reci-
bido los comisarios su declaración, cada uno en particular, con mil
precauciones, para que constase semojanle aislamiento, volvieron
de Felipe, que ya impaciente les esperaba.
— Y bien,— dijo este al abad de Vendóme— que habia sido el prl-
> en regresar á la corte ¿qué respuesta me traéis?
—Ninguna, seflor— respondió el abad— la beguina se ha negado i
airar ea comunicación conmigo, respecto al asunto que tanto á vues-
tra tranquilidad interesa. Mas tal vez se haya espontaneado con el
telar obispo.
Contrariado el rey, aguardó que el obispo llegase.
— V< irnos vaestras noticias, mesire Pedro, ¿ha revelado el secreto
la piadosa beguina?
—Si, señor.
—{Ahí ¡por flnl— esclamó Felipe III, cuya satisfacción fué estre-
gada, Meo que hubiese de temer una certeza funesta á su amor ó tt
n amistad.— Referidme lo que haya.
El obispo se inclinó.
— Impasible, seflor,— dijo, —la religiosa de Nivelleha hablado en
afecto, pero bajo el secreto de confesión; y vos sabéis, seflor, que la
10 puede revelara*.
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48 FUSIONES
Ta do fué la contrariedad, sino el furor lo que brilló en el
triante del rey.
— ¿Os he encargado por ventora que la confesaseis?— esclamó.
— Dijisteisme, señor, que la hiciese hablar, y solo ha querido con
esta Condición.
Al dia siguiente otros dos comisariospartian, á pesar déla Brosse,
para Nivelle.
Eran .un templario y un obispo de Dóle.
O se esplicó la beguina con menos dificultad, á lo que parece, ó
los enviados fueron meóos escrupulosos, puesto que trajeron al rey
la siguiente respuesta:
María de Brabante es inocente. Los que la acusan son unos calum-
niadores.
—¡Loado sea Dios!— dijo el rey;— pero al fin ha habido un cri-
men. ¿Quién es el criminal?
Nada añadieron sobre esto el obispo ni el templario. Pero bastaba
que se hubiese reconocido la inocencia de Maria para que el rey de-
volviese á su esposa todo el amor de antes.
La Brosse perdió desde este momento en prestigio todo el que ga-
naba la reina.
—Soy hombre al agua á la primera ocasión— se dijo.— Mis servi-
cios han venido ya á ser inútiles y además cuento con terribles ene-
migos.
Esa ocasión la estaba acechando el duque de Brabante.
Ya llevamos dicho que Alfonso de Castilla había pretendido conocer
los planes de Felipe por indiscreción de un familiar del rey de Fran-
cia, y que las sospechas se habían hecho recaer sobre el chambelán
por los enemigos que, temiendo el poder del valido intentaban derro-
carle. Incapaz el duque de Brabante de perder á la Brosse por la
acusación de envenenamiento de que con tanto trabajo habia de sacar
ilesa á la reina su hermana, recurrió á otros medios. Abramos ahora
la historia.
La facción de Castilla habia sublevado la Navarra contra el lugar-
teniente del rey Eustaquio de Beaumarchais, y ios rebeldes sitiaban
á este oficial en un cuartel de Pamplona. Tan desagradables noticias
decidieron á Felipe á entrar en el Bearne. Mas el castellano, con in-
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DI1
tttfe daatraitmerai fraacéfr¿ fin de qne-no entrase; iwttbieü tofi*»
pala, pidté abocarse cea Haberlo de Artois, en coya* ceafaitfbaias
Uao perder al de Francia como «coa treinta y cinco precioso* días,
de aserte qne, fallo de tí veres el ejército, decampó de improviso Fe»
upe y ra no pensó sino en regresar cnanto antee & la corte. Enterado
per algu traidor, advirtió desde luego el castellano de lo sucedido
k Roberto, el coal se manifertó tan sorprendido como indignado, t
Aqní cemteaza nuestro comentario.
jinétil traición, la de advertir al castellano de nn sscesb del qae
iba á ser instruido algunas horas después! Ese traidor no podia pro*
mefcrse m gran agradecimiento de Alfonso y vendía á sn rey -por
bien poca cosa. T en cnanto al castellano ¿qué lograba aéririmiub
de m traición á Roberto? Naturales eran en éste ciertamente la sof*
presa y b indignación, pero podia basta cierto ponto Iranqoitizarié
la idea de que el traidor hubiera podido advertir ocho dias antee al
> é inspirarle el pian de cortar la retirada á los franceses; i
se hnbíera de este modo pneslo en situado* de escoger entra
ararir de hambre ó á bienio.
La invención de semejante ale veda no hace mucho bener á la tac*
tica del que hubo de llevarla á «abo. Veamos si será tal vea mu pra»
pin da la imaginación aracanda de los enemigos de tuBrosse.
B castellano Alfsoso, qne en elprimermomeato babea advertido al
de Artoés de las re veteamos del traidor, no pudo declararle ronem-
hre, per ser casa al parecer imposible. Pero na guardó Roberto paral
d leda sn indignedea y so sorpresa» paeebifn proMo ItejóátaÜsi
se en Francia que acababa de ser traicionado el rey paran detona*
etdo. Na hay campo mas vasto para dar curso á las sospechas qttü el
da lo misterioso. Re inútil decir si se harían sobra esto mucho* y di*
ferales comentarios. Volvamos á abrir la historia. '.. *.
Hallándose la corte en Metan, cierto dominico del convento de üin
repon entregó un pliego al rey» en sus propias mano*, que dijo haber
recibido de un hombre fallecido la víspera en su convenio. Nadsa
conecta i era persona, y aun hoy dia se ignoran sa nombre, aaia*a~
loa y calidad, fia cnanto al pliego, contenia una carta cernada ion
d sdlo de Pedro la Brease. Es precien convenir en qee fué singukl!
Jad la que osmisjp»te asante da suerte qne muriese <o)<
tobo n.
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•a rVIBlOftS*
©ertookio y Hega$d^imaD08 del rey usa carta que ato*
átiajtoése. Montan gravemente le compnwetia, que «1 rey palidez
,ckíy permaneció algunos instantes estupefacto, y >eunló un consejo >
La misma casualidad había precisamente, en esta época, traído fr
Matan al dutfue de Brabante, el cual quedé tan sorprendida como él
rey de las monstruosas cosas qne en esa caria se revelaban.
Tratábaae de cierto atfiso comunicado por ti gran chambelán al
rey de Castilla; una nueva traioion de igual Índole que la anterior,
pop teucfao mas criminal, puesto que se había podido Tender un im-
portante secreto.
i ff-Todo está ahora esplicado— dijo entóneos un oficio*) consejero;
«w*»hé aqtá la prueba, no solo de una, sino de dos. felonías mas; los
alisos dados al rey Alfonso en Bearne al comenzarse las boitilida*
dé», pao|Hi del mismo autor, y este es el qqe suscribe la caria que ha
áode ¿«tragada al rey nuestro señor*
i. LaBrosse fué inmediatamente arrestado. No podia esperarse otra
oola. Condújose á Paria, en tanta que la cólera del rey, hábilmente
avivada por los consejeros y hechuras de la reina, meditaba una ee-
taftitosa veagaiia. Parece roas que probable que fué en un principio
ewsrrado en la torre del Loovre y vuelto luego & conducir al casti-
llo de Jaralto en Beauce, á fií de que no perdiese de vista* el mocar*
da htu pridoMco durante su permanencia en el campo.
-. Reunido por fin el tribunal, trasladóse de nuevo k la Brosee al par
lacio de* Parfe, y quedó eacerrado en la Conserjería, casi coma debia
Engtwrando en Vinee&nes, bajo los pies del rey, mientras sa
éste fm los jardines can sus cortesano*.
!> Bt proceso no podía menos de tener un resultado fatal para él acu»
sá&K Latpwfetrodones, las acusaciones de toda clase, la terrible pnie*
ba de la firma, y par cima de todo esto, la pérdida del favor real,
precintaron el fallo. Defendióse la Brosse como diestro y atrevido
qfué era. lias ¿dónde encostrar el testimonio de una persona fallecida
en asé convento de Mirepoix? ¿Qué decir á ese celoso dominico, que
haUa dado -cumplvmietrto k la última voluntad de un moribundo, He*
vunde al rey un pliego cuyo contenido ignoraba? Probó denegarla
Bátase* bu sello; pero era esta una pobre defensa.
- Jfe jpeM* en invocar las revelaciones de ningún profeta, y aunque
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MKBOTA. H
m edo asistiera, no te habría sida tan crédulo en #u fawof ,&>WQ ,«$
i de haberse cftnsudiida par algtm tiempo «a la pqgra.y )mj>j
prisión del palacio, fué pora y simplemente condenado la :&fóf
se á la pena de horca— por aar 4a baja estratwn— oof»(fc|ft, #yun
na la scntoMia* de traición f da joleligeacia coa lot-eafl&MW de la
Friacia, de rabo* de peculado ea ana-palabra, dé waníe f&<aa*
cetario para merecer esa pena. Lo que sobremaaera fto* WflrqRto
es que ni una palabra se dijese labre ri aaoato del vttffl}0< Y—
D doqoe de Brabante quiso asistir á la ejecución Sacado/, Eadro
4s la Brom de la coaaergiaria pdr una eeAfafiia de afquergf juna-
fcrialmeate llevado de los cabezones por el verdugo, Alé optoflfc 4*
tan horcas patibularias eo preeeacia da an ia»easo geatíq*- ampiado
aabie y valerosamente.
Asi terminó esta larga tragedia cnyos actores trataron aUesn^var
méate de preparar á so favor el desealaae.
Mejor ejemplo de justicia habia tenido lagar poco antas; El pro-
baste de Paria, Uaaade Capetal ó Ckapera), íué quien prapfrcionó
la ocasión.
flida el principio de líttt bobo de cometerse en la corteada Fran-
cia ai crimen horrorosa. Con motivo de cierta herencia, una d$ jgf
plebeyos mas opulentos asesinó á su enemigo. Sorprendido e? fra-
granté delito, fuá encerrado el crímiaal en la cárcel del Chilate!, y
estregado & la terrible justicia de aquel tiempo.
Asustados sa mujer y sus parientes de los espoditos prqwfcres
drl preboste, se presentaron á este magistrado. Capetal quería bfcfy
al pueblo» del cual habia salido;- lisonjeábanle las súplicas de jira
aajer de bella apariencia que prometía quedar reconocida, y le a$r?ft
daba laobitu hacerse del servicial.
—Vuestro marido ha sido preso— dijo á la esposa del, rofino-?y
sa le está juzgando en este instante. Si no sale condenado p^s que á
prisión, os prometo que le veréis á menudo.
— ¡Aj! scfior preboste— dijo uno de los parientes del refH-rico
recaudador que se engordaba esperando la horca— el fallo ba.jjdo
ya publicado; nuestro pariente está condenado á morir. - t
—Esto as mas grave de lo que creía— respondió Capetal. -*tyaf)a
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¡fe YMSfÜNCB
fmetftf yo haoer en ello. No ignoráis qae «1 verdugo ge apoderará
mañana, según costumbre, del condenado, le sacará de la circe!, le
botiducirá á los mercados y le colgará de la horca. Es preciso resig-
narse.
Los parientes se echaron á los pies de Capeta).
- -*Biea veo— dijo— que es esto una gran desgracia para una per-
sona rica, y sobretodo para la familia, sobre quien echa ese fallo
una terrible mancha.
—Y ¿no queda esperanza alguna?
-¿-No la sé ver.
—[Oh! jseBor preboste!— ni la familia» ni la esposa perdonaría*
sacrificios ni gastos»
Ocultó el preboste su boca con una de las manos en actitud me~
ditabunda; mas fué en realidad para disimular una sonrisa que em
rife le retozaba.
— Todavía puede haber un medio.
' — ¡Alil señor; j hablad 1 ¡hablad!
" —¿Tiene el condenado buenos amigos.... verdaderos amigos?
— Muchos, sefior.
' — ¿T se hallarán prontos á no retroceder ante ningún obstáculo
para salvar á ese desgraciado?.. .
—Ciertamente. :
' —Seria menester que uno de ellos se sacrifícase por él.
El semblante del interlocutor espresó la admiración mas profunda..
—Yo arreglaré las cosas de manera que la ejecución tenga lugar
muy de mañana ó muy larde, la misma noche...
—¿Y bien, sefior?— dijo el pariente, no comprendiendo todavía
una palabra.
—En este caso, tomandoel verdugo la víctima que se le entregue,
la ejecutará... y Cristo con todos.
—Pero. . .—repuso el pariente;— pero, señor, ¿quién ha de consen-
tir en reemplazar en el patíbulo á un condenado á muerte?
—Esto os concierne & vosotros— contestó fríamente el preboste.
—¡Es Imposible!— esclamó desanimado el colector.
—A falta de amigos, puesto que no los hay tan generosos— prosi-
guió Capetal— quizá.... si bien se buscase.... se encontraría....
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\^
>
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/
(\
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UC HWOTá. IS
— ¿Quién, señor? ¿qnétt? *
— Sis embargo. , . . seria difícil; . . .
, —Decid, decid.
■ —Y sobre lodo muy caro.... pues copo ahora mismo decíais, la
\ es grato y nadie consiente con facilidad en poderla.
—No bagáis reparo en loe gastos, sefior: todo io pagaremos.
— E44 bieo, está bien— dijo Gapetal con centelleante mirada.—
: vuestra promesa para que pueda yo obrar en tonse-
Traapertado de goio el pariente, hincó el acento en la palabra que
acababa de dar; pero sin precisar cantidad alguna.
—Veremos, veremos,— dijo Gapetal conafabilidad -volved luego.
ladreóle las mano» y el eslreme del vesiido los parientes del reo,
y safeeron del aposento andando hacia atrás con todas las séllales de
■a goto y aa reooaooimiento inespücablcs.
Soto ya Cápela!, pidió su mala y se dirigió al Ghátelet. Encontró
atti al condenado en «no de esos horrendos calabozos en donde co*
■ffanbm á formar el suplicio del pactante antes de que llegase el
verdago, los repule* y los insectos de todas clases que en el fango de
aqtella asquerosa sentina hormigueaban.
A semejante maxmorra babia sido trasladado, después del fallo, el
hawoíái, sin qae se hubiesen curado mas de él los carceleros. La
«fecocioo estaba Ajada para el dia siguiente.
Km ka oscuridad donde el miserable se debatía entre espantosos
grita, apercibió Gapetal desde las primera* gradas de la escalera
q*o á ese sepulcro conducía, un segundo rostro, débilineule ilumina*
é» por ti reflejo de la antorcha que sacudía á intervalos el carcelero.
— |AhJ sefior preboste— gritaba el condenado— (libradme! jsocor-
raámat H e dmmto de frío y de miedo.
—Sin embargo, no estáis solo á lo que pareoe— dijo el magistrado.
—Si, entre asesinos, entre malvados— dijo el criminal— olvidan-
do por costumbre que él era también un asesino.
— j Kh! poco á poco— repeso entonces una voz salida como por mi-
tagre del infecto abismo.— Aquí no bay obro malvado ni asesino que
*.
— ¿Quién habla ahí dentro?— preguntó Gapetal, avanzando con
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M PHSKMES
una especie de terror mezclado de curiosMML
— Dacedme el favor de acercaros, señor,— dijo la y&í— y baced
i soy on hombre de
ipetal?
y sin.demostrar la
agitado por la mas
i ese hombre. Re*
quella persona car-
— rareceme conoceros —le dijo.
— Si, para mi desgracia— repuso la voz. — Soy el pobre estudian*
te que dibujó ciertos malaventurados emblemas en la puerta de vues-
tra casa y á quun hicisteis prender En vano me ha reclamad*
á menudo la Universidad, vos habéis sabido ocultar la venganza
y el culpable ¿Quién puede saber queme hallo gimiendo en
tan dura prisión? jila) a un poco de piedad, señor! ¿No he sufrido
ya bastante? ¿No se halla mas que suficientemente espiada una falta
tan leve? Perdonadme, os suplico; y así como esperando siempre en
vos, no he pensado jamás en acusaros, os juro por la cruz del Reden-
tor que como me pongáis en libertad , mis labios no se han de despegar
para proferir contra vos la menor queja.
Gapetal acabó de descender los húmedos escalones, y con la luz en
la mano dirigióse hacia el fangoso ángulo do donde salían tan gene*
rosas súplicas.
En aquel funesto rincón, medio sumergido en corrompido baño de
infecta inmundicia, revolcábase un hombre, joven todavía, un des-
graciado á quien no habia bastado á quitar la existencia el espaatos*
suplicio de largos años do cautiverio.
—Os reconozco— le dijo Gapetal.— Con qué ¿nada habéis dicho
jamás contra mí?
—¡Jamás, monseñor! Jamás; os lo juro delante de Dios.
El infortunado quiso levantar una de sus maní* hacía la bóveda
del calabozo; mas el peso de las cadenas volvió á derribar al suelo
aquel desfallecido brazo.
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WMMM. h
— Y habíais de callaros también en adelante, si o* sacase de esto
— ¡Ah! ¡monsefforNj-esdamó el joven— mi familia me está acaso
aguantando aun, llorando mi anuencia, puesto qne desaparecí de
bario eatrafio modo, arrebatado por vuestros arqueros después de un
motín. Pero yo la diré que para mayor seguridad mia, he viajado;
tiré que no me habéis cansado mal alguno; que no os conozco.»... T
adornas os bendeciré
— Esli bien— dijo Cápela] después de unos instantes de silencio,
qoe empleó en observar atentamente á su pálido y humillado enemí*
go.- Italiana saldréis de esta prisión; pero jurad que no trabéis de
decir nada, sncédaos lo que quiera, sean cuales fueren las formalida-
des que crea yo conveniente llenar..
— lOs lo juro por mi eterna salvación!
— Adiós pues — dijo Capetal.
T se alejó del prisionero cuyas bendiciones parecían ofender su
modestia Luego volviendo hacia él?
—Voy k hacer trasladar & vuestro compaffero, que ha oido la con-
— Entonces tai vez nos comprometa— dijo el estudiante.
— Se baila condenado á muerte y ha de ser ejecutado mafiana.
— ¡Pobre hombre!— murmuró el estudiante, observando á su vea
al sentenciado, á quien aquellas terribles palabras acababan de su-*
mir en un profundo desvanecimiento.
Acercóse Capetal al rico homicida, le quilo el traje bastante decen-
te qne vestía, y se lo dio al estudiante.
Yol viendo & llamar entonces al carcelero, le dró algunas órdenes.
B carcelero cogió al homicida por las espaldas, y le sacó fuera del
calabozo, oyéndose luego el ruido de muchos cerrojos.
—Hasta mafiana— dijo Capetal al estudiante.
— 4Oh! ¡gracias! ¡gracias! ¡monsefior!— esclamó una vez mas el
mócenle.
Montó de nuevo Capetal en so muía, y restituyóse á su casa. B
pariente del homicida le estaba ya esperando con impaciencia.
— r ¿rece que queréis mucho á vuestro deudo— dijole el magistral
do coa una sonrisa de buen augurio.
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«^-¡Obl si, sedar. , < /
—Pues ya podéis daros la enhorabuena. He hallado al hombre que
necesitáis: cierto pobre diablo, disgustado de la victo y del régimen de
una prisión, consiente en morir en lugar del sentenciado; pero quie-
re que se enriquezca á su familia, y sus pretensiones son exorbi*
tantos.
—¿Qué es lo que pide, seOor?— preguntó el pariente enajenado é
inquieto á un mismo tiempo.
—Pide treinta mil escudos. Asi es que le he dicho que era im-
posible que se arreglase el negocio.
—Es mas de los dos tercios de la fortuna de mi pariente.
—Esto arruinaría á su viuda— dijo tranquilamente Cape tal.
— ¿Su viuda, sefior? ¡Ahí
— Quiero decir, su mujer: como tengo, apegar mió, tan fijo el pen-
samiento en esa ejecución de mañana, y mafiana la que es hoy m
mujer será su viuda...
—Nada, nada, sefior; la vida vale mas que el dinero.. Todo se da*
rá para la salvación del sentenciado. ¿A dónde es menester llevar
esa suma?
—Me bailo sobremanera perplejo— dijo Capeta!:— -porque, una vei
pronunciado el nombre, mi secreto es el vuestro. Asi pues, una in-
discreción puede perdernos; á mi por mi escesiva indulgencia; á vos
porque la justicia volvería á prender á vuestro pariente y os castigar
ría además. Solo una persona debe saberlo.
. —Vos, vos, sefior. ¡Obi ¡tenéis mucha rasonl— dijo el crédulo ar-
rendador.
—Si queréis* pues, fiares de mi— interrumpió el preboste~--yo,me
encargo de todo. Mañana, cuando se creerá en París que el cuerpo él
vuestro pariente va á pender en la horca, otro quidam, vestido con
su traje y cubierto con su gorro, pasará por la&.manos del verdugo.
Dé aqui un magnifico resultado ¿no es cierto?
— ¡Es mucho valor el de ese preso!— observó el arrendador— y
demuestra querer entrafiabjemente á su familia.
—Vuestro pariente se alejará de París por algan tiempo; luego,
si llegaba á morir el verdugo en cualquier sedición, podría atribuír-
sele este error.... obtenerse un indtydle**.» , , t
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ü& umuf i. rj
—¡Oh! no pensemos en el porvenir. Gracias, sefior Capetal. Por
■■y empobrecido que quede mi pariente, siempre hallará medio de
manifestaros su reconocimiento por el servicio que nos prestáis.
—No hay que hablar de esto.
—En cnanto á mí, señor, no quedo, á Dios gracias, arruinado—
dijo el arrendador con una sonrisa llena de promesas.
—Por favor
— Ya tendréis ocasión de saber basta que punto estimamos el ina-
preciable beneficio que nos dispensáis,, librando del cadalso á un in-
dividuo de nuestra familia.
T alejóse el arrendador, rebosante el pecho de felicidad.
Al din siguiente— era en invierno— tuvo lugar poco antes de ama-
necer una ejecución, á la luz de hachas de viento, en la plata de los
«creados. Un hombre vestido con un traje de lana bordado, cubierta
la cabeta con una caperuza aforrada, oculto el rostro por una enor-
me mordaza, salió del Chátelet tiritando de felicidad al contacto del
aire puro que no había respirado desde mucho tiempo. El desgracia-
do debió creer, al verse rodeado de arqueros y conducido hacia la
picola, que se trataba de algún honroso castigo, de una de esas in-
significantes formalidades de que le había prevenido la víspera Cá-
pela!.
El verdugo le había puesto la mordaza en virtud de espreso man-
dato, en tanto que algunas horas antes hallaba el homicida abierto
de par en par la puerta de su calabozo, veía romper sus cadenas y
se deslizaba en la oscuridad hasta una puerta secreta, en donde le
estaba esperando su adicto pariente.
Ahorcóse al estudiante á pesar de sa desesperada resistencia y de
sai inarticulados gemidos. Durante este tiempo contaba con satisfác-
ela Capetal los treinta mil escudos en oro que acababan de serle con-
ducidos en dos muías hasta el patio de su casa.
El cadáver del estudiante fué llevado á Montfoucon, de donde es-
peraba hacerle retirar inmediatamente el preboste antes que una mi-
rada indiscreta pudiera reconocerle y probar que no era el del con-
denado. Para semejante operación era indispensable la presencia de
Capetal. Apresuróse, pues, á dirigirse coa dos hombres, al amanecer,
al lugar del suplicio, para descolgar al cadáver que pensaba sepul~
nuQu 8
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58 MSIOMB
tar en un hoyo de cal viva.
A las ocho y níedia (legaba el preboste al pié de la horca. En vano
buscó en ella á sa victima. Solo quedaba allí la cuerda reeientomen-
(e cortada.
El cadáver babia sido arrebatado.
Ninguna estrafieza le hubiera este incidente causado, á ser el cuer-
po que faltaba el del rico villano. Con efecto; frecuentemente acaecía
entonces que las familias de los supliciados se esponian á todo, para
dar sepultura k los desgraciados restos de sus parientes. Mas ¿qué
interés podían tener los del estudiante? Capetal tuvo miedo á pesar
suyo, y regresó precipitadamente á París.
v No había para menos.
Un estudiante, á quien satisfizo poco el espectáculo de la ahorca-
dura, et cuanto le fué imposible admirar el rostro del paciente,
siguió al cadáver basta Montfaucon, esperó que el verdugo se vol-
viera, y encendiendo entonces unas pajuelas, reconoció, no al villano
homicida, sino á uno de sus queridos camaradas cuya estrada de-
saparición lloraba largo tiempo hacia.
¡Ua estudiante! (qué inesperado suceso para la Universidad el de
semejante violación de todos los derechos! No hay que decir si hu-
bo alboroto. Capetal fué sitiado en su casa y preso por una muche-
dumbre furiosa. Las puertas de la Conserjería se abrieron para guar-
dar al preboste hasla que hubiera dado esplkacion de su conducta.
SI criminal evadido se ocultaba. Capetal se prometía arreglarlo
todo, revelando al secreto de su refugio, que le era conocido. Mas el
agradecido pariente contó á los jueces cuanto sabia sobre la integri-
dad y oficiosa cortesanía del preboste, y en medio de los estrepito-
sos aplausos de toda la población, justamente indignada por una de
laa mas horribles iniquidades que hayan jamás aterrorizado á la hu-
manidad, fué estraido Capetal de la Conserjería del palacio, condu-
cido á su vez á tos mercados de París, y por sentencia del parlamen-
to Ahorcado alio y corto, sin que nadie se presentase á sustituirte en
tan triste ceremonia.
Felipe V mandó entregar á la familia del infeliz estudiante toda la
fortuna del preboste, que se había enriquecido impunemente con in-
finidad de crímenes del mismo género.
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N BUBOFA. Si
En cuanto al rico, á quien salvó so dinero de (a muerte, nada mas
■as refiere la historia.
Algunos escritores hacen pasar también en la Conserjería el de-
senlace de una tragi- comedia que ocupó al pueblo y al parlamento 4
mediados del afio 1323.
Cierto señor gascón, llamado Jourdain de I4 Me, que, según el uso
áei tiempo, ejercía en sus dominios el derecho de alia y baja justida,
parece que no se contentaba con asolar jurídicamente su territorio,
sino que, poco amigo de ir á guerrear con'ra los infieles y teniéndole
m nidada los ingleses, era por si solo el mas feroz enemigo (je sus
▼asaltos.
Armado de pies á cabeza, seguido de todos los ladrónos y vaga-
bundos del paisa quienes habia regimentarlo, hacia escorsiones en
sis tierras y en las de sus vecinos mas débiles, poniendo á escote 4
los viandantes, saqueando los conventos y arruinando 4 los merca-
deres ambulantes.
Por lo que toca á las mujeres del pais, no se hallaban con mas se-
guridad en su patria que si se hubiesen idoá morar entre sarracenos.
Siempre que se hacia alguna observación á semejante salteador:
— ¡Baí -respondía— ¿qué queréis que me suceda? No me falta
hierro ni soldados para rechazar toda clase de sorpresas ó violencias*
— Respecto al rey, no puede menos de dejarme quieto en mis domi-
nios, puesto que soy señor en mi casa y buen caballero. Y si se mex-
da conmigo la religión, ya sabéis que soy pariente por mi mujer de
nuestro santo padre el papa Juan XXII.
Después se echaba 4 reír, mandaba nuevos pillajes, cometía nue-
vos homicidios y se restituía 4 su castillo, fuerte comonnbuUre en el
«pació.
Grande era el número de los incendios y asesinatos que habia co-
aelido, cuándo hubieron de acordarse sus vasallos de que, pagando
4 su primer sefior, el rey de Francia, muchos y muy crecidos ip-
fmmías de todas clases, bien merecían que este les protegiese, ppes
de lo contrario, dia vendría en que robado por Jourdain lo poco que le*
quedaba, se habían de ver en el caso de no poder pagar pecho alr
gano.
El bandido estaba muy distante de hacerse semejantes refleaipaes.
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«O FBISlOffES
Pero los habitantes de su malhadado dominio, no pudiendo ó no que-
riendo satisfacer á los colectores de los pechos, elevaron sos quejas
al rey y al parlamento, quienes tomaron cartas en el asunto.
El parlamento ó consejo del rey Garlos el Hermoso suplicó á este
principe que enviase un ugier al bandido para obligarle á comparecer
á la corte del parlamento. ¡Triste comisión para el pobre mensajero!
Recibióle Jourdain con las mayores distinciones luego que supo
que el rey le enviaba; y preguntándole por el objeto que le traia, de-
sarrolló el ugier su pergamino.
—(Obi ¡oh! — esclamó Jourdain— ¿qué es esto? ¿el parlamento?
—El consejo del rey, señor.
—Perfectamente. Pero ¿ignora el rey que soy señor en mi casa?
¿Por ventura he atentado contra una sola de sus prerogativas?
— Es cosa esta que no me concierne, caballero. Os he comunicado
las órdenes del rey y quedáis emplazado.
—(Ir á París! (yo! ¡cuando nada me obliga á ello!
—Seria desobedecer, caballero, si no fueseis.
—¿Pues no me amenaza este bergante? repuso encolerizado el de
l'Isle.
T arrojando la máscara afable que tanto trabajo le babia costado
tomar, llamó á sus criados.
— ¡Hola!— les gritó -azotadme bien á este picaro que acaba de
insultarme.
—¡Temed al rey! ¡temed á mi amo!— esclamó el desventurado
ugier.
— | A mi es á quien has de temer!— dijole riendo Jourdain.— Soy
yo tu verdadero dueño en este instante.
En vano invocó el enviado el nombre del rey, en vano amenazó
y protestó, nada pudo librarle de ser cruelmente maltratado. Muchos
historiadores añaden que perdió la vida á manos de las gentes de
aquel feroz tirano de Gascuña.
Furioso el rey al saberlo, y escitado por el parlamento, escribió á
Jourdain de l'Isle para prometerle tan terribles represalias que el
pais había de conservar de ellas eterna memoria.
—Corriente— dijo Jourdain á sus deudos y amigos— por cima del
rey está el papa, y mi mujer es su prima: con que, soy primo del papa.
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DE BUpFá. «1
— Si— le objetó un prudente consejero— pero el rey de Francia
tiene una nube de arqueros que no son subditos del papa y que Ten-
drán i echar abajo vuestro castillejo, dentro del cual corréis peligro
de perecer achicharrado. Haced lo que el rey os manda: id á París,
y presentaos ante ese famoso parlamento.
— Eso es: [que me arroje yo mismo á la boca del lobo!
—No se os dice que cometáis la locura de presentaros solo. Haceos
seguir de todos vuestros amigos que constituyen la grandeza de la
provincia: con tan respetable acompañamiento lograreis que os res-
pelea el parlamento y aun el rey.
—¡Vive Dios, que tenéis razón! Lo pensaré.
A puro pensarlo, llegó Joordain á levantar un pequeño ejército
de hidalguillos y parientes, al frente del cual se presentó en París,
cufiando que sucedería con él lo de Roberto de Arlois, á quien tan
ftcttmente había el rey perdonado.
Presentóse primero al rey, quien le volvió las espaldas, le hizo
pmder en el mismo palacio y sepultarle en sus calabozos.
Hé aquí por que nos ocupamos en este lugar de su historia.
Joordain debutó en un calabozo de la Coosergeria. Llevado ante el
parlamento, quedó sentado en el registro del Cbátelet.
No se cansó de repetir que siendo villanos sus vasallos, no siguí -
nada: que le pertenecían como cosa propia, y que matarlos
usar de lo que era suyo; y robarles, recobrar su propiedad: mas
d parlamento, que no admitía semejante derecho, le condenó como
al último villano, 4 la pena de maerte.
— ¡Soy hidalgo!— esclamó Jourdain.— ¡Soy primo del papa!
— No nos importa— contestóle el rey.
—Pero la religión
—La religión dice: «No matarás.» Y vos habéis faltado con fre-
cuencia i este mandamiento.
—Solo se condena 4 muerte á los traidores, y yo no he cometido
traición ninguna.
— Vuestros vasallos son subditos mios. Abusando de vnestro de-
recho, habéis hecho maldecir mi cetro que os lo confiere.
Joordain esperaba mucho de sus parientes; los cuales quisieron en
electo abogar mucho mas en favor de los principios que de la perso-
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*• PRISKMfES
na del acusado. Garlos el Hermoso, que se hallaba entonces en sus
buenos instantes de justiciero, permaneció inflexible.
— jVaya! ¡morir por tan poca cosa!— repetía Jourdain.
— jY morir ahorcado! — mormuraba el populacho, escesivamente
halagado con la humillación del sefior gascón, y reempnjándose en el
pretorio.
Es verdad que el parlamento habia condenado 4 Jourdain á la hor-
ca, ni mas ni menos que si se tratara del mas humilde patán.
No dejó de ser conducido Jourdain al patíbulo el dia al efecto
señalado y precipitado en el espacio, en medio de los aplausos del
público que afluyó aquel dia á París para presenciar la buena justi-
cia del digno rey muy honrado y bueno para el pobre pueblo.
Durante el reinado de Luis XI llenáronse á menudo los calabozos
de la Consergeria; pero las justicias de este monarca eran tan estre-
pitosas para los grandes como oscuras é ignoradas para los pequeños.
Luis XI contemporizaba con el pueblo. Este principe tuvo que hacer
frecuente U60 de las prisiones perpetuas, adyacentes á la Consergeria,
y que venían á terminar en las rejas sobre el rio. Mas de una vez en
el decurso de la presente historia tendremos que ocuparnos de tales
prisiones.
Bajo el reinado de Garlos VIII— dice Feltbien — metióse en la Con-
sergeria en primero de diciembre de 1496 á Claudio Chanvreux, con-
sejero clérigo del parlamento, coo motivo de un falso poder en virtud
del <5ual el obispo de Xaintes habia sido resignado en la corle de Ro-
ma en provecho de Pedro de Rochechonart.
El 23 del propio mes se reunieron las cámaras, á consecuencia de
la reclamación que, como clérigo que era, hacia del preso el obispo de
París, siendo despojado Chanvreux por sentencia solemne del indica-
do carácter.
La ceremonia tuvo lugar la víspera de Navidad en el estrado del
tribunal á donde se trasladó al acusado para oir la sentencia, vestido
de un traje de grana y una caperuza aforrada. Púsose allí de rodillas,
descubierta la cabeza, y en presencia de todas las cámaras reunidas,
el primer presidente Juan de la Yacqueria pronunció el fallo, en
virtud del cual, atendidas las muchas falsificaciones por aquél come-
tidas, y el soborno de que se hallaba convicto, con el notario y tes-
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dk «mor a. es
i el asunto del obispo de Xaintes, fué privado de su oficio
de consejero, y de todo otro judicial.
Después de esto, trasladáronle cuatro ugieres sobre la mesa de mar-
sol en donde se le quitó la ropa de grana, asi como su caperuia y ce-
r. Pósesele otro traje con el que fué vuelto á conducir al estrado,
pies y cabeza y sosteniendo en una mano una hacha de
catiro libras. Colocado allí de rodillas, esclamó:
—Doy gracias á Dios, al rey, á la justicia y á las partes intere-
Fueron rasgados en seguida los falsos procedimientos y conducido
al patio del palacio, donde se apoderó de él el verdugo, quien, hacién-
dole subir á una carreta, le llevó al Chátelet, en cuyo punto se pre-
gwó k sentencia, continuando hacia el patíbulo en torno del cual se
le obligó i dar tres vueltas, se le marcó en la frente una flor de lis,
con in troquel de encendido hierro, y se le puso después por dos agie-
res en U puerta de Saint- Martin, para que marchase desterrado del
Carlos VIII inauguró su reinado con un estrepitoso acto de justicia,
verdadero progreso sobre esas pretendidas satisfacciones que los an-
tiguos reyes concedían al pueblo á su festivo advenimiento, como lo
preeban tantas ejecuciones de dilapidadores.
El rey sucesor de Luis U era tan joven que se confió la regencia 4
su hermana Ana de Beaojeau, cuya princesa trató desde luego de
iimpa triar con el pueblo por medio de alguna acción ruidosa.
Luis XI habia perseguido rudamente á los grandes; pero también
había azuzado con verdadera crueldad sus dogos favoritos contra el
desvalido pueblo. Las asustados del difunto rey con los seSores Tris-
la*, le Dain y otros verdugos, no eran mas que sangrientas irrisio-
nes. En estos desgraciados puso antes que todo sus ojos la regente.
Cm ellos se ofrecía al público rencor, á un auvernés llamado Juan
Doyac, elevado i gobernador de Auvernia, con tanto motivo como el
qte tenia el barbero le Dain para calzarse con el titulo de conde de
Muerto el rey, comprendieron perfectamente estos personajes que
om pasados los bienes tiempos de su fortuna. Olivier hizo sus pre-
parativos pan retirarse á sis posesiones, y Deyac no se olvidé de
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«4 PRISIONES
ponerse á cubierto, según sus posibilidades, mientras pasaba la tem-
pestad.
Todo se bailaba ya dispuesto para la retirada del barbero le Dain,
y calculando estaba un dia con su criado Daniel, elevado á la dignidad
de intendente, sobre los sucesos que debían volverle á su anterior en-
cumbramiento, cuando se abrió de improviso la puerta dando paso á
una persona estrafia en la casa; iba en traje de camino, y en el estre-
mado desorden de sus vestidos transparentábase la agitación de una
conciencia por demás perturbada.
—¡Juan Doyacl— esclamó Oiivier— el gobernador de Auvernia..,
¡Ah! sed bien venido á París, amigo nuestro.
— Donde celebro hallaros en estado tan próspero de favor, seffor
conde de Meulan.
—Y mas cerca aun de la mayor dicha que haya jamás esperimen-
tado Estoy de viaje.
— ¡Gómol ¿vais á dejar la corle? {esto es horrible! Nuestros servi-
cios son muy mal recompensados. jAy! Los principes son ingratos...
¡Ola! compadre Daniel. Buenos dias, compadre.
No era Daniel un criado vulgar. El público le acusaba de haber
servido á la vez á su amo de espia y de verdugo, cuando no del mas
rígido de los colectores de impuestos, si era cuestión de algún repar-
to forzoso.
Habia demasiada analogía entre un criado de esta clase y un go-
bernador de Auvernia como Doyac, para que, dejando etiquetas apar-
te, no se aliasen desde luego.
— Sí, — dijo Daniel.— Está decidido. Nos retiramos.
—Viviremos en nuestros dominios— añadió Oiivier— sefior de mu-
chos lugares y aun de una villa: rico y respetado, por mas que por
ahisediga
—Sin duda. Sois temido... Hé aqui el mayor honor que conozco.
Apercibióse Oiivier que semejante descripción de una inmediata
felicidad hacia suspirar á Doyac.
—¿Qué tenéis?— le dijo.— ¿Habéis venido á París á pesar vuestro?
— Por el contrario. La corte quiere satisfacerme los considerables
atrasos que estoy acreditando Se trata también de algunos bono*
res particulares... Pero me pasaré sin ellos; soy modesto...
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Dft ITOOPJL 13
— ¿Os quiere, pues, la regente?
—Soy un hombre necesario; y luego, ya veis, Olivier, mi posición
es magnifica: jamás be muerto ni hecho anadie abiertamente traición,
lie sido diplomático en cuestión de rentas; nadie me atacará. Mis ad-
ministrados están que truenan contra mi engrandecimiento, porque
se acuerdan de haberme visto dejar el país vestido haraposamente;
■us, con lodo, están orgullosos de ser mandados por un compatricio.
En «na palabra, espero mocho del nuevo reinado.
—Tanto mejor, setter Doyac, tanto mejor. En cnanto á mi, nada!
espero.
— ;Ah! m antiguo amigo; es que vos... Pero (bal olvidemos
—¿Qué queréis decir, Doyac? He asustáis. ¿Sabéis algo por ven
ton?
— ¡Oné diablos! amigo mió, coando se han manejado tantos inte*
retes, romo decía nuestro buen amo, es imposible no conservar en
fe pauU de los dedos un poco de tinta 6 de sangre. Decid que no
es asi... Pero no es enojéis de ese modo....
—¡Sangre! ¡sangre! No, amigo, no. El difunto rey sabia que
—Ved que estáis hablando como un nido. ¿Se inquieta acaso á loaj
■■artos cuando sobran vivos á quienes atormentar? ¿Crreis que hai
de ir meatos enemigos á procesar al buen rey que descansa aHá,
bajo la hoja de plata?... ¿Queréis chancearos? ¡\l contrario, un viv#^
bies ¿ordo, un conde de Meluo, un rico caballero! Esto, esto es
baña ptsa, y vos sabéis cuanto se complace en ello el populacho.
— Indudablemente, Doyac, vos sabéis algo— dijo Olivier vivamen-
te agitado.— Vos me contáis ahí cosas del otro mundo que me pare-
en histerias.
—Del otro mundo, es verdad; lo confieso.... ¿Qué queréis? si ten*
g» m tan presente....
—¿El qué? ¡Acabad!
— Oid pues; llego esta maffana á París; me presento en seguida
á h corte. . . era un deber. .. no veo mas que rostros desconocidos.. .
Sin embargo, bascando bien ¿á quién diríais que hallé? ¿4 ver si
rtais?
— Qué sé yo.... Conocemos á tanta gente
n. •
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«« hustohei
—Era en las habitaciones de la regento; atended.... en la§ galas
de audiencia, entre los que aguardaban turno. Adivinad... alguno* ..
del otro mundo, como ahora poco decíais.
Palideció estraordinariamenle Olivier, y mirando coa inquietud
i Daniel:
—¿Quién le parece que podría ser?— le dijo.
—Cavilo, señor, cavilo....
—¡Oh! ¡cnanto es su número! —esclamó Doyac. Pero buscad me*
jar.... Vamos á ver sí os ayudo... Una mujer...
Olivier tembló... Daniel tiritó.
—Ignoro lo que queréis decir— balbuceó el primero.
—Yo también— añadió el segundo.
—Avancemos, pues. Una mujer, joven todavía, hermosa, el rostro
trabajado por el dolor, una mujer & quien he visto á vuestros pióa
mochas veces, cuando tenia el inestimable honor de trabajar oon vos
para hacer feliz á nuestro buen amo.
— 1 A mis pies! ¡una mujer!— continuó Olivier mas y mas cena*
temado.
—¡Qué mala memoria tenéis!— prosiguió Doyac.— ¡Una mujer á
quien amabais y que se arrastraba & vuestros pies para pediros una
gracia!
—¡Obi esclamó Daniel con una espantosa sonrisa.— ¡Tantas son
las mujeres que nos han pedido gracias!
— La de que os hablo era la esposa de un pobre hidalgo acusado da
felonía y etcerrado e» Plessia-les-Jonrs; un bello joven, por cierto.
Amábanse entraflablemente y acababan de casarse. Todos los días la
esposa iba á suplicar i maese Olivier, esto es, al seflor conde de
Meúlan, que implorase del rey la libertad de su marido... Cualquiera
diría <|ue ie podíais olvidar eato...
—Ved, caballero, que no hacéis mas que repetir ese absurda
cuento que han inventado mis enemigos.
—¡Un cuento! ¡Qhl no es & mi á quien debéis contestar de este
modo» pues yo recuerdo bieu vuestra conversación con ella el dia en
que se hablaba de desocupar la prisión embarazada.... Ella pedia
siempre lo mismo, y viéndola tan bella, le pedisteis & vuestra vez un
favor...
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M EUROPA. $1
—Os suplico que no os riáis, sefior gobernador de Auvernia; Vues-
tra risa me cansa un singular efecto.
—Ya veo que os acordáis de la conclusión.... Veo también que sé
fe ihmina poco á poco la memoria al bueno de Olivier. Vencido por
d terror que esparcíais por el castillo, la mujer del prisionero os di*
jo bu día en la escalera estas palabras, que me parecen resofear te-
¿avia en mi oído:— ¿Y si os dijese que $í?...
Otivier sintió espeluznada la cabeza.
—Contestaré yo también que si, y quedará ttbre~-»respondi8t6ls ae»
blando las llaves de la prisión, que colgaban del cinto de Dahiet.—
La noche fué larga, maese Olivier... Tomasteis de la mano á la da-
si que estaba deshecha en HanW, y la acompasasteis á su poéaáá
dupws de haber pronunciado dos palabras al oido dé Dato leí. No
paedo gloriarme de saber qué palabras foeron estas, y éolo sé lo
que lodo París repetía et dia siguiente:— El prisionero se ha suicida*
éo en su prisión.
Esta vez el conde coa sus trémulas ifcanos se cubrió él lívido
—;Ah!— esclamó Doyac con infernal jonrisa—j Aquel era reabnea*
te d baea tiempo! ¡Ya se desvaneció todo como un suelo! ¡oh! (her*
mona horas de poder, deliciosamente transcurridas!... Sin embar-
go, como ahora mismo os decía, este recuerdo me ha sido á la vtó
■as grato y mas penoso al ver en la antecámara de la regento á
■ Goictier, el médico del difunto rey, llamado como yo por la
,. hablando con ella.... con...
— ¿Con quién?... ¡Dios mió!
—Con Blanca de Alemán, la esposa del prisionero que se suicidó...
la mjer que os dijo *(, y 4 qoien contestasteis: Quedará libre.
— lOh cielo!— esclamó Olivier, en tanto que Daniel lantaba u
alarido de terror. —¡Cómo! (vive aun esa mujer! (vive y se encuen*
Ira aquí otra vez! ¡en la corte! Pero si se dijo que había muerto;
que había desaparecido! ¿Qué hacia en palacio?. . . ¿la bau hablado?. . .
¿la habéis hablado vos?...
— ¡Jesos! ¡cuántas preguntas á un tiempo! ¡diaalrel Parece que
tais lomando interés en la historia. . . Por quien soy quena la ha dicho
«ai palabra: la conocía tan poco.... y luego sai relaciones mé pare-
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18 PRISIOiíKS
ciaron poco útiles en aquella ocasión. Hubieran podido perjudicar al
buen acogimiento que me han hecho muchas personas adictas al se-
ñor duque de Or leaos y al señor de Beaujen.... Con todo, he nota-
do que la regente la ha concedido audiencia y ha permanecido coa
esa dama mucho tiempo, hasta la hora de comer. Ya sabéis que se
come á las once en casa de la regente.
Olivier se paseaba visiblemente conmovido por la estancia, lanzan-
do á intervalos inquietas miradas á Daniel, el cual le contestaba con
otras de desesperación.
. —¡Blanca aquí!— murmuraba.
—¿Por esto os alarmáis?— prosiguió Doyac— ¿Qué teméis que se
diga de este negocio?... La mujer os agradaba y parece que también
le gustasteis.... Por lo demás ¿qué tenéis vos que ver con que al ma-
rido le haya dado la gana de ahorcarse? ¿no es verdad?... ¿Qué di-
ce á esto Daniel?... ¿No respondéis? ¿me dais la razón?
—Este hombre se ha propuesto matarme con su lengua— dijo Oli-
vier— Daniel; amigo mió; nu perdamos momentos: el carricoche es-
tá aguardándonos ¿no es así? Pues coloca en él los muebles mas pre-
ciosos.... No olvides los papeles y lacajila negra ¿sabes?— Haz en-
sillar luego mi caballo; mi caballo...
Iba & obedecer Daniel cuando el ruido de muchos golpes dados en
la puerta le hizo retroceder hacia su amo.
— Maese— dijo— hé aquí algunos caballeros
—Visitas— interrumpió Doyac— me retiro Tengo cita en pa-
lacio á la una, y va á dar. Con que, á mas ver, amigos, y buen viaje.
En cuanto á mí, voy á hablar á la regente sobre mis atrasos en la teso-
rería, recibo las felicitaciones de sus altezas y me vuelvo a Clermont-
Ferrant, en donde vivo como un reyezuelo, disputando el paso al se-
ñor de Bourdob, que me aborrece de muerte. Si vais alguna vez por
allá, no dejéis de visitarme. Se pasa el tiempo deliciosamente; ni el ruis -
mo Luis XI; aquí cuelgo á uno, allí robo á otro; en fin, ha#o cuanto
se me antoja. Adiós; mil felicidades, compadre Olivier; adiós, Daniel.
Y Doyac regresó á palacio con la tranquilidad de conciencia que
caracteriza al hombre de bien.
Los caballeros apostados en la puerta le habian dejado espedí to el
paso, uno de ellos bajó de á caballo apresuradamente y siguió de le-
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M£WH>f4 It
jos al digno gobernador, quien marchaba sin desconfianza, llevando
detrás 10 lacayo, piotarrajeado el traje con las armas de aquel pi-
caro. Lo* demás caballeros entraron en la casa. El que parecía sn
jefe se aproximó á Olivier:
— Sefior conde— le dijo— la señora de Beaujen se queja de que
ni» á partir sin despediros de ella.
Qtttdó-e Olivier cortado sin saber que contestar.
— Y vos, digno Daniel— añadió el oficial— ¿no os acordáis ya
éb mi?
—¡Oh! ¡tnaese Felipe de Commines!— esclamó el preguntado—
;Vos aqui! Vedle, maese Olivier, es el mismo seOor de Commines en
aerpo y alma.
Algo mas tranquilo Olivier, saludó 4 su noble huésped.
—¿Sabe, pues, su alteza la regente, mi proyectada escursion á la
caspifia?— preguntó— dispensadme, caballero, me consideraba en
desgracia.
—Ignoro de todo punto si os halláis ó no en desgracia — dijo de
¡■proviso Felipe de Commines con severo rosiro— lo que bay de
ciólo es que se os llama á palacio... sus altezas os están aguardando.
—¡A mí!— balbuceó Olivier. — ¡Tan'o honor!...
— Sacedme el obsequio de seguirme — dijo Felipe de Commines.
— En nombre del rey, mi amo, de ese digno principe que ya no
«rule - esclamó Olivier— y á quien tanta habéis amado, señor de
Commines, decidme que se quiere de mí. Esplicadme porque vos,
cava amistad con el duque de Orleans es ya casi un crimen, sois el
encargado de llamarme de parte de la regente.
— Voy á responderos con franqueza. No es para acompañaros á
palacio para lo que be venido, sino para llevaros allá arrestado. La
sotara d* franjen quería tener la gloria de meter en la cárcel al que
ha merecido atraerse el odio de todo el pueblo; pero el señor duque
de Orleans, mi amo, me ha encargado que le procurase á él este ho-
•or, y le he obedecido. Quiero que quede bien sentado, á los ojos de
Bis conciudadanos, que si he servido á Luis XI ha sido como hom-
bre de bien, no como verdugo. ¿Y qué mejor modo de probarlo que el
de postrar al que toé el principal verdugo de Luis XI? Así pues, Oli-
vier el diablo, data arrestado.
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1# MISIONES
Olivier creia ser presa de ana horrible pesadilla. Vióá Commines
quitarle la espada, apoderarse de la cajita que ya tenia Daniel debajo
del brazo, y ordenar la marcha. Siguió á los guardias maquinal men-
te; atravesó las calles seguido de una comitiva de cariosos que
le maldecían, y llegado 4 palacio, fué introducido en la cámara de la
regente.
—Aquí leñéis al prisionero— dijo Gommines al duque de Orleans.
—Perdonad, sefiora,— dijo el principe,— sí anticipándome á vues-
tras órdenes respecto de este hombre, le he mandado arrestar eu
vuestro nombre.
—¿Deque se me acusa?— preguntó le Dain asustado de semejan-
tes preámbulos.
—Harto lo sabes tú, desgraciado,— dijo la regente.— uno de tus
amigos, un malvado como tú, debe haberte hablado de ello ahora po-
co, el auvernós Doyac, tan gobernador como tú conde, un caballero
de tu misma estofa Yá propósito ¿qué habéis hecho de él?
—Queda en la Consergerfa, señora,— dijo el duque de Orleans.
El picaro reclamaba ciertas sumas. Ya tiene su merecido. La teso-
rería está tan cerca de la Consergeria, que no es diffcil confundir una
cosa con otra.
—¡Doyac preso!— murmuró Olivier.— Pero en fin, ¿qué es loque
me queréis? ¿qué he hecho yo?
—¡Toma!— esclamó la regente haciendo sefial á un ugier.— Miraá
esa puerta, y reconocerás lo que has hecho.
Gomo fascinado por una terrible aparición, miró Olivier, la boca
abierta y erizados los cabellos, la pálida y amenazadora figura de
Blanca de Alemán, en la penumbre del marco que formaba á este
cuadro la puerta del gabinete de la regente.
—No hay que dudar si me conoce, sefiora,— murmuró la victima
—y nadie menos que él ha de protestar de vuestra justicia.
—¿Qué he hecho? ¿qué he hecho?— gritó todavía Olivier.
—Voy á decírtelo— continuó la joven viuda, con vibrante y solem-
ne voz— tú me prometiste la libertad de mi esposo si yo me abando-
naba á tas infames deseos. Yo tenia entonces alguna belleza: te re-
chacé con desprecio. Un dia que se habia esparcido la noticiada una
ejecución general en las prisiones, pude ganar á un carcelero dáu-
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laca le Altai.
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Dfiuion ir
> poseía. Permitióme hablar con mi esposo, á quien confesé,
á sos pies, la infamia con que me amenazabas. Era mi
an hombre de honor, un valeroso guerrero que me amaba con
idolatría. — Si tú rechazas á ese monstruo— me dijo— me hará meter
m los calabozos, y poco tendrá que hacer para lograr por la fuerza lo
de ti. Mas si yo llegase á recobrar la libertad, entonces le
ea combate singular, con el consentimiento del rey á quien
probaríamos su infame conducta. Semejantes palabras, proferidas
por tas leales labios, me decidieron. Fui á tu encuentro y te dije:
(Salva al fin á mi esposol... Y aquella noche, mientras yo sacrifica»
ha mi vida.. . mi honor... un hombre entraba en el calabozo da aquel
t* qaiaD me inmolaba, y con el cinto del prisionero... johl ¡mons-
truo abominable! estrangulaba al desgraciado indefenso, le enoerra*
ha ea «a saco de cuero y le arrojaba al rio, temiendo que si hubiese
mi espose recobrado la libertad; le pidiese el rey cuenta de la oabeta
que se le sustraía.
¡Goade deMeulanl el hombre que entró en la prisión era tu cria-
4» Daniel.
— Iso ee una fábula que necesita probarse— murmuré le Daia.
—Aquí está el testimonio escrito por el carcelero, que me instru-
ye de todo al día siguiente de la muerte del rey.... Ya yo me lo te-
mía, Olivier, pero ¿qué hacer en tanto que alentaba tu protector? Pe-
di coasejo á Dios, y Dios dije que me aguardase. Oculté , pues , mi
doler eaua convento..- Mas hoy esa ti á quien toca palidecer, ro-
gar y sufrir....
Asemejábase Olivier al verdugo de la antigüedad: las vengadoras
(arias le conturbaban con sos amenazas y sus sangrientos látigos.
Tifo miedo á imploré gracia.... Volvió luego á insistir en la nega-
tiva y ofreció probar su inocencia.
—Hacedlo— le dijo la regente —Compareceréis ante la sala del
periammila. Entre tanto id á reuniros en la Ceneergeda con el au-
wnés Do yac. Si el neo es un asesino, el otro es un insigne ladren.
—¿Y el criado? —preguntó el consejero.
— Daniel es ladren y asesino á ua mismo tiempo: vaya á ha-
cer compafiia á su amo. Esos dos hombres deben ser el uno para el
aire aaa agradable competí**
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1t ftWIONBS
La «ala del parlamento pronunció en efecto so fallo. Olivier leDain
faó condenado á muerte y su criado bobo de acompañarle en la sen-
tencia, como le habiaacompafiado en los crímenes, como debia acom-
pañarle al cadalso. Ambos fueron sacados de la prisión, y después
de haber pedido perdón de sus delitos, recibieron la muerte en la
horca común de París. El amo afectó caminar con valor al suplicio;
el criado lloraba y pedia á la muchedumbre que rogase por él; pero
el pueblo le contestaba con imprecaciones é injurias.
La misma tarde de esta ejecución, la desgraciada Blanca dejó la
corte y desapareció, sin que jamás se supiese cosa alguna de ella.
Doyac, el audaz ladrón que había oido salir para el suplicio á
Olivier, su vecino, su amigo, creyóse salvado viendo que no se acor-
daban de 61, y se regocijó con la esperanza de que la pena á que por
sus picardías acababa de ser condenado, era solo una plataforma del
parlamento para intimidarle ó para imponerle 4 lo mas una multa:
asi es que se consideraba libre de lodo peligro.
Mas un escribano que penetró en.su calabozo con lúgubre solem-
nidad, hubo de volverle á mas graves ideas. Leyóle una de las mas
esternas sentencias, por la cual se te condenaba como embustero,
falsario, ladnato...
Temiendo oir Doyac lo restante, se tapó los oidos.
—¡Soy perdido!— esclamó. —¡Oh I ¡los envidiosos!.., ¡Perderá un
diplomático como yo! ¡Oh furor de los partidos!
Los carceleros solo respondieron á tales quejas con carcajadas.
Sin embargo, un hombre que habia permanecido cerca de él, le ha-
blaba con mucha mas cortesía. Volvióse & él impaciente Doyac.
—¿Qué me queréis? ¿quién sois? —le dfjo.
—Caballero— le dijo — soy el maestro de obras altas de la justicia,
vulgarmente conocido por el verdugo de París.
Doyac lanzó un espantoso alarido.
—Concibo la profonda aversión que os inspiro, caballero, — dijo
el verdugo; mas al fin, nosotros obedecemos al rey y á la ley.... es
nuestro deber.
Y diciendo esto, aplicó á la siendo Doyac un hierro helado. Doyac
exhaló «tro grito.
—¿Qué vais á hacer? ¿queréis degollarme?
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01 KüfcOPi. \t
— No, caballero, solo os corto loe cabellos... como está mandado.
— ¡Cómo! ¡Va á decapitárseme! ¡Esto es inicuo! (Oh humana jos-
i! Por fin, soy inocente. . . soy caballero, por esto se me decapita. . .
— Os engalláis; no se os decapita— reposo el verdugo inpacienta*
> y cortándole de golpe todos los cabellos del lado derecho. Luego
ió:
todo, hacadme el obsequio de desnudaros y pasaros este
taje.
—¿Qué quiere, pues9 hacerse conmigo? ¿Se me descuartiza acaso?..
\kmul . . . ¡Esto es abominable!
—Nada de eso, sefior Doyac, sosegaos... asi... paciencia.
T le ató las manos.
— ¡ün confesor! -esclamó el paciente.— ¡ün confesor! {Quiero re*
cota liarme con Dios!
—No es costumbre en semejantes casos.
— ¡Se me trata como reo de lesa majestad! ¡Hay mayor injusticia!
\Gran Dios! ¡decapitado, descuartizado, quemado tal vez... por unos
peces escudos que puedo haber malbaratado!
Jamás el temor y la baja conciencia de un alma atormentada ins-
piró tan elocuentemente ese lenguaje abyecto de los multados que
desesperan. Doyac fué ante todo conducido á la encrucijada de Bussy,
na sñ experimentar por ello una viva sorpresa. A1K fué donde supo
el objeto de la camisa de lana con que le había disfrazado el verdu*
go, luego que, presentándose un criado del atormentador, se la bajé
hasta la cintura, y dos fornidos brazos hicieron caer sobre sus espal-
das una granizada de atoles. Lloraba el paciente, mientras los es*
portadores reian.
Voelta á levantar la camisa, condójosele á la encrucijada da
Saint- Aodré- des -Ares, en donde se repitió la ceremonia.
La misma multitud se precipitaba para verle pasar, siguiéndola
da plaza en plaza, hasta la de la Gréve, en donde se hizo alto.
El cadalso estaba allí. Doyac al verlo fué presa de mortales an-
gustias. La plebe levantaba en torno espantosa gritería.
El reo subió, ó mejor, le subieron al fúnebre tablado, y amarróse*
le á un poste que ea él había, sujeto de cuello y espaldas.
- ¡Diosmio!— esclamó.— | A vos encomiendo mi alms!
Tc»Ol». !•
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14 PHS10NK
—Mejor seria— respondióle el verdugo— que me recomendaseis á
mi vuestra oreja.
Y aplicándole en las sienes su pesada mano, derribó de un solo
golpe y con admirable habilidad la oreja derecha al mise-
rable.
Al grito de dolor que Doyac exhaló, respondió la plebe con alan*
dos de placer y con sarcasmos. Puso inmediatamente el verdugo en
la herida un cierto bálsamo que detuvo casi al momento la hemor-
ragia, y volvió á cubrir la cabeza del paciente con un capuchón.
— ¡Ah! | Dios mió! ¡Gracias, señor!— dijo.— No es mas que un de-
sorejamiento.
—La olra operación, caballero,— le dijo el verdugo— es un poco
mas dolorosa, pero nada larga, sobre todo si sabéis tener buena pre-
sencia de ánimo.
— ¡Todavía mas sufrimientos!— esclamó Doyac horrorizado. —
¡Siempre padecer!
— Alargadme la lengua, si os place.
— ¡Ay! ¡también la lengua horadada!— murmuró Doyac— En
verdad que todo esto es peor que la muerte.
—Calma, calma— repuso el verdugo.
Y tomando la lengua del reo con unas pincitas de acero que la
retuvieron fuertemente con sus erizadas puntas, atravesóla por su
extremidad con un hierro candente que le alargó su criado. Esta vez
fué tal el dolor, que el paciente hubo de desmayarse.
Desde este instante nada mas vio ni sintió el desgraciado: el ca-
dalso, la multitud, el tormento, todo desapareció para él. Al volver
en si, era ya de noche. El aire fresco y un estrado movimiento lla-
maron su atención. Hallábase tendido en un carromato, bajo cuya
vela y como por entre dos cortinas vislumbraba las estrellas en un
cielo sereno.
Un doloroso escozor le trajo bien pronto á la memoria los tristes
sucesos de aquel dia. Sintiendo una sed abrasadora, pidió de beber,
mas un arquero echado cerca de él sobre la paja, no le hizo caso y
continuó durmiendo.
—¡Desterrado!— esclamó— ¡se me expatria del reino! ¡Ay! ¡terri-
ble desventura! T mi oro con lauta prudencia ocultado por mi.-
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M BUMFA. W
prmí, el hombre precavido.... Si pudiera sobornar á este ar-
quero.... pero do, no está solo; y luego me sería imposible au*
dar por mis piernas. Además estoy mutilado; mi aspecto debe ser
horrible; se me reconocería do quiera; seria arrojado de todas par*
leí.... Pero mi tesoro... (desgraciado de mil ¡mi tesoro!
A poro llorar y gesticular logró que se dispertase su guarda.
—¿Sabes cuál es el punto de mi destierro, caritativo soldado?—
pregustó al arquero.
— ¿Vuestrodestierro, decís? yo creo que no vais ahora desterrado.
tais laego nos dirigimos á Monfcrraad. ¿Lo babiats olvidado?
-¡Monferrand! (Justo cielo! ¡Oh! (qué felicidad!
T Doyae empeté una acción gratulatoria que interrumpió el ar-
pn, estupefacto, didéndole:
—¿Parece que os hace gracia? Tanto mejor para vos, si sabéis
Creyó Doyac que aludía el arquero i la vergüenza que debía es-
con la ignominiosa vuelta k su ciudad natal, de donde
poco antes tan rico como temido.
-iatgo mío— le dijo— sé humillarme, porque la mano de Dios
b pesado sobre mi.
— T m poco también la mano del maestro verdugo sucesor de Juan
Cmin -repuso el arquero.
—Volveré á ver mi tesoro— pensó Doyac— y me lo llevaré bieq
vjos.
Algunos dias después, llegó la comitiva á Monferraud. Toda la
población salió en traje de fiesta para gozarse en el abatimiento áe\
mu despreciable tirano que baya pesado jamás sobre una provincia.
Deyac creyó no (ener ya que sufrir sino esas devoradoras miradas y
em puntantes insultos, aguzados por un inveterado odio, cuando las'
piedras y otros vergonzosos proyectiles que entre el lodo se recogían
«mían á caer sobre él.
— Hé aquí el fin de mi martirio— se decia.
No estaba terminado, sin embargo. Levantado aguardábale en el
ceüro de la plaza principal un cadalso semejante al que con tanto
terror le babia servido de escenario en París. Basta entonces no so
arordó el desgraciado de que aun le quedaba una oreja.
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Ti MISIONES
El verdugo de Monfcrrand do estuvo menos feliz que su colega de
la corte. Después de haber sido el sefior Doyac rudamente azotado,
con gran placer de sus compatricios, perdió su segunda oreja. En se-
guida Tué desterrado de la ciudad. Supónese, con todo, que volvió á
entrar en ella por la noche, logrando estraer buena parte de sos es -
condidos tesoros.
Tales fueron, junto con la famosa multa de ciento cincuenta mil
libras, impuesta como restitución á Jaime Coictier, las espiacionee
sufridas por los mejores amigos de Luis XI.
También ocurrió hacia el principio de ese reinado la prisión de Fe-
lipe de Commines, el cual por haber abrazado con demasiado zelo los
intaneses del duque de Orleans (Luis XII), fué arrestado con el car-
denal Jorge de Ambois y otros muchos sefiores descontentos. Ana de
Beaojen se mostró asaz severa con Felipe de Gommines. Hízole en-
cerrar en una cárcel de hierro de un paso y medio de larga, que pudo
ter de cerca el historiador cuando servia á su antiguo amo Luis XI .
Conmines refiere sus sufrimientos en términos demasiado enérgi-
cos para que podamos sustituir nuestra prosa ala suya; pero su bis-
toria es en tal grado difusa, que no nos atrevemos á meter al lector
en un dédalo de intriguillas de corte.
Concluyamos sin embargo este punto con una frase tan solo del
célebre cronista; frase que resume sus penas y caracteriza los acon-
tecimientos de la prisión en que hubo de sucumbir:
t Me hice al mar, escribía, y me ha hecho zozobrar la tempestad.»
Esas cárceles ó jaulas de hierro eran llamadas filete ó fillettes de
Lms XI; las redes ó las chicas de Luis XI.
Al prisionero se le suministraban en ellas los alimentos á través
de los barretes, con una horquilla; y si era hombre de importancia,
se le sacaba una vez por semana para que se fe desentumeciesen las
piernas y pudiese hacer una comida regular.
Commines permaneció ocho meses en una de estas jaulas.
Como se le quería hacer juzgar por el parlamento, trasládesele de
Loches á la Conserjería.
Después de diezjyjocho meses de cautiverio en esta prisión, obtu-
vo, gracias á las activas diligencias de su esposa, que se llevase el
proceso al examen de una comisión preparatoria.
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M lOEOfi 17
i Felibtano, & pesarde la satisfactoria justificación que
> de su actos políticos, fué Commiaes condenado á diez afios de
descerro y á la confiscación del coarto de sus bienes.
Poco es lo que bailamos en la histeria de la Conserjería bajo el
rándode Luis XII, sucesor de Carlos VIH. Aquel príncipe, por quien
habían sido tantas personas perseguidas, no se dignó ocuparse de
■in*iu»a de ellas luego que ascendió al trono. Apellídesele Padre del
pmM*, j ciertamente se cuenta de él algo que atestigua una regia
Mgoaaiaidad. Pero si el rey de Francia olvidó sos diferencias con
é daque de Orleans, preciso es confesar también que el duque de
tatas* no recordó lo bastante al rey de Francia los servicios que
le habia prestado,
ya 4 un reinado del cual se han ocupado con minucio-
pasegiristas y doctores; reinado caballeresco, reinado despó-
tica, sembrado kasta tal punto de triunfos desastrosos, de ruinosos
i, de glorías funestas, de corruptores placeres, que si el
' quiere relatar con franqueza los hechos, puede torilmen-
te pasar por un desatento comentarista.
con todo el método que desde un principio seguimos, con
confianza, en cuanto la historia de una prisión no es jamás
al lado mas bello de la historia de un reinado.
II
ée futiere Saiet-Vallier, Diñe de Poitiers y Fraoeiseo I.— Carlos V pos* en
libertad á los presos de la Coasergería.
Babia en Europa en tiempo do Francisco I uno de los mas activos,
profundos y perseverantes genios que hayan jamás existido: Garlos
V9 rival en todo de aquel monarca, acechaba con avidez la ocasión de
atestarte uno de esos golpes decisivos, de que no vuelven ya á re-
cobrarse los principes.
Sirvióle al intento Borbon, irritado por cierto ultraje que acababa
de inferírsele. Era Borbon un gran general, uno de los príncipes i
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78 PMM0KIS
poderosos de la cristiandad. Bascaba la oportunidad de lomar ana
venganza segura, y Carlos V se la hizo ofrecer.
Cierto día, hallándose retirado en Moulins, el condestable reunió
en consejo secreto á sus Íntimos amigos. Eran dos caballeros de Ñor-
mandfa llamados D'Argonges y Matignon, y Juan de Poitiers, conde
de Saint- Vallier, capitán de un centenar de arqueros de la guardia
del rey.
—Estoy arruinado — les dijo:— la duquesa de Angulema ha saciado
conmigo su odio reciente, y Francisco I su antiguo rencor: no meque-
dan ya bienes ni crédito; solo un titulo estéril es lo que poseo. ¿Creéis
que puede contentarse con tan poca cosa el primer caballero del mun-
do cristiano?
—La justa cólera de vuestra alteza— contestó Matignon — es una
calamidad para la Francia; pero el rey no podrá menos de compren-
der que se ha engañado dejándose arrastrar por el resentimiento de
una mujer.
—Todavía quiere el rey mas— afiadió el condestable.— Bien pron-
to veréis amenazada mi libertad. lié aquí pues lo que me sucede.
Desterrarme de Francia... es querer la guerra, amigos míos, puesto
que no he de ser un proscrito ordinario. Espulsado de mi país, quiero
volver á él como vencedor. El ejemplo de Roberto de Artois me rea-
nima á veces en medio de mis dolores... Ofendido cual yo... y mas
culpable, ha sabido vengarse y hacer espiar sus lágrimas con ríos de
sangre.
—Pero vos no habéis de imitarle, monseñor— dijo Saint- Vallier.—
Roberto de Arlois fué maldecido por sus conciudadanos.
-«No es á la Francia á quien quiero atestiguar mi resentimiento,
sino que deseo herir en su orgullo á la sola persona del rey. Le ar-
rebataré sus mas hermosas provincias, y cuando habré conquistado
un infantazgo, le pediré si quiere devolverme mi patrimonio.
—Contad, monseñor, que no tenéis ni amigos ni apoyo— objetaron
sus amigos.
—Mirad— dijo el de Rorbon:— hé aqui la promesa que me hace
el emperador Garlos V. Me ofrece un asilo en sus estados, sin
condición ninguna... y si quiero ser su general, den mil escudos de
renta en tierras, los mejores cargos de su reino y la mano de su her-
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OB BOtOf A. II
mi Lsonor, viuda de Manuel el Grande, rey de Portugal. ¿Qué og
parees de esta entrada en campaña?
Las tres caballeros permanecieron silenciosos. Nadie mejor que ellos
sabia cuan injusta era la persecución de que era objeto el condesta-
ble; pero ¡animarle á tomar venganza de su rey! ¡aconsejarle á
hacer amas contra su propio paisl
—¿Aprobáis mi idea?— les preguntó.— Has yo no deseo únicamen-
te vuestra aprobación. Pretendo mas; pretendo que nos repartamos
jmtoé asa fortuna que se me ofrece. Vosotros, tfArgonges y Matig-
mu, tecdreis la Normandía, después que la haya entregado al rey de
Inglaterra que entra en la liga. Vos, Saiot-Vallier, seréis mi teniente
en promesa de un bastón de mariscal para cuando firme el rey la paz.
Miráronse con espanto mutuamente los caballeros. Si hubiesen
al condestable, su estupor habría sido de indigna-
dos bailáis todavía muy encolerizado, monseñor -contestó al fin
d fe Saint- Vallier— dad tiempo & la reflexión; no queráis manchar la
gtam fe un nombre que podéis hacer aun mas ilustre.
-ám duda habláis, monseñor, para ponernos á prueba— añadieron
bs fes capitanes normandos.— No es así como pensáis. .. (Unos ca-
WJeros introducirían al enemigo en su patrial penderían sus tierras
y «honor!
-Habláis como gente vulgar— replicó el de Borbon— como esos
qie están siempre contentos y ni tieoen ambición alguna que satis-
facer, ni agravios que vengar. Vamos, contestadme como hombres
fe talento, como amigos adictos...
—Os responderemos como hombres de corazón,— dijo Matignon.
—Si vuestra alteza persevera en sus proyectos, nosotros le suplica*
ms que nos haga asesinar ahora mismo. Será lo mejor y lo mas se-
guro.
—¡Cómo!...— repuso asombrado el de Borbon— ¿por quét
—Porque al salir de esta conferencia, vamos á delataros al rey
Francisco I.
Q condestable prorumpió en una violenta carcajada.
— 4Ohl amigos mios,— les dijo— vuestra amenaza me intimida
peco. No exagerareis la hidalguía de vuestros sentimientos hasta el
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It MUS10RIS
punto de cometer una villanía con un amigo que de ha fiadode vosotros .
—Pues bien» monseñor— le dijeron—no respondáis al emperador,
y permaneced entre los nuestros.
— El condestable no es un nido— repuso con severidad el de Bor-
bon.—Cuando quiere, quiere bien; cuando aborrece, hiere con rodé*
za. Estad conmigo ó contra mí; poco me importa.
Los dos hidalgos tendieron la mano al de Borbon y suplicáronle que
renunciase á su intento.
El condestable permaneció inflexible, y les vio alejarse con cierta
sombría tristeza.
--Os conozco— les dijo— y apruebo todo cuanto habéis de hacer.
Aun cuando me hicierais traición, diré que habéis hecho bien.
—No dudéis, pues, que haremos cuanto hemos dicho, monseRor.
Desde aquí regresaremos á Chambord, donde se halla el rey.
—Podría impedíroslo, pero no temo á nadie, — repuso el condesta-
ble. Partid; las puertas de mi casa están abiertas.
Matignon y D'Argonges retrocedieron todavía para volver á in-
sistir por última vez.
—Os contaba en el número de mis amigos,— replicó el condesta-
ble—pero veo que solo lo sois de Francisco; por consiguiente, no
podéis menos de odiarme. {Marchad!
Apenas les hubo perdido de vista cuando sintió un profundo do*
lor. No habia apercibido á Saint- Vallier, de pié en un rincón de la
estancia y entregado á las mas tristes reflexiones.
—¿Y tú?— le preguntó— ¿me abandonas también?
— Podréis dudar, monseñor, de mi fidelidad; mas no quiero qus
dudéis de mi honor.
—No hay mas— dijo el de Borbon— ¡moriré solo!
Y entregándose sin reserva á su desesperación, ocultó él rostro en*
tre sus manos; y ese hombre de hierro, ese príncipe para quien todos
sus semejantes eran granos de arena rodando á la ventura ante el
soplo de su ambición y de su capricho, ese futuro conquistador ya
dispuesto para las victorias, dejó escapar una lágrima que se deslizó
entre sus enflaquecidos dedos.
No pudo Saint- Vallier resistir á la honda espresion de semejante
infortunio.
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M EQAOPi. 81
— ¡Amigo mió!— esclamó — ¡mi sefior! no os abandonaré. Traidor,
j* es seguiré en la traición; mas no olvidéis jamás que es á la amis-
tad á lo que cedo, no á la avaricia. Mandad; yo os obedeceré.
B de Borbon se arrojó en los brazos de ese fiel amigo, le comunicó
al instante las cifras secretas de su correspondencia con Garios V, y
le «üregó sin reserva la clave de sus operaciones.
—Por vos, monsefior,— le dijo Saint- Vallier— pierdo mi reposo,
m enrienda, y voy i transmitir á mi hija un nombre deshonrado.
Tal vez moriré de pesar, si no perezco en el ejercicio de los deberes
que desde este instante me impongo. Mas juradme, monseñor, no
abttdonar á mi querida hija. ¡Es tan joven aun mi Dianal ¡Me ama
taato! ¡Tiene tanto derecho á esperar un bello porvenir!
— ¡To hija es mi hija! —esclamó el condestable— ¡Será princesa! . .
Coa corona recompensará la fidelidad de su padre.
— ¡Ab! no digáis esto, monsefior, no es el oro ni la grandeza, sino
la tranquilidad y la buena fama, lo que para mi hija deseo. 9
—Es verdad— replicó lentamente el condestable— ¡una bella re-
fMtaooa es un precioso tesoro!
F «aspiró pensando por última vez que era duefio todavía de ese
moro cuyo valor tanto estimaba.
El resto del dia se pasó en proyectos que alejaron las ideas si-
niestras.
Al dia siguiente el condestable habia tomado su resolución y esta-
ba dispuesto á contestar al emperador.
De repente resonó en la casa un estrafio ruido de caballos, armas
y cajas de guerra. Luego se dejó percibir el grito de:
— ¡El rey! ¡A las armas!
Era con efecto Francisco I que venia á visitar al condestable.
Pálido el rostro, aunque sereno, tendió el monarca la mano al prín-
cipe ea cuyo descompuesto semblante se transparentaron el temor y
la vergüenza.
—Primo— le dijo el rey— he dejado apresuradamente á Ghambord
porque he sabido que teniais algunas quejas contra mi. No quiero
que seamos enemigos. Esplicaos, y veré si es posible que nos enten-
damos al cabo.
—Sefior— respondió, ya un tanto repuesto el de Borbon de su sor-
Toaon. 11
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tt MüSIOttS
presa— la desgracia de que me lamento es irreparable y «m crueles
mis sufrimientos.
—Hablemos con libertad, primo, y sobre todo con franqueza
¿Os proponéis dejar el reino?
-HSeflor... ;, —contestó perplejo el de Borbon.
—No lo neguéis...;. Un principe de vuestro nombre, de vuestro
mérito, es el pnnlo de mira de todas las intrigas. Ciertos enemigos
de la Francia quisieran mas en sn campo á nn Borbon que á treinta
mil soldados. T con motivo, primo, no piensan mal. Mas estos em-
baucadores de principes hacen su negocio, se honran con semejantes
cálculos á que se ha convenido en llamar ciencia política; al paso que
los que aceptan esos tratos, sé deshonran por el contrario, primo.
Hé aquí lo que os habréis dicho sin duda ¿no es verdad, condes-
table?
—Vuestra bondad, señor, me anima— replicó el de Borbon — y me
ha# olvidar mis desgracias.
—¿Creéis, por ejemplo, mi primo, que la alianza de Carlos V vale
para un francés la amistad de su rey y una fortuna bien adquirida?
— Sefior— esclamó el de Borbon á quien el recuerdo de las riva-
lidades de familia arrastró mas lejos de lo que hubiera querido— no
hay ya para el condestable de Borbon ni tfeai amistad ni opulencia.
La duquesa de Angulema se ha empeñado en odiarme y me persigue
en todo cuanto me es caro y en todo cuanto me pertenece. Por haber-
me dado algunas noticias sobre mi proceso, acaba de ser encerrado
SemWancay en la Consergeria y se habla deformarle cansa también
á él No teniendo ya, pues, amigos ni hacienda, cedo á la adver-
sidad.
A tan amargas palabras no pudo menos Francisco de permanecer
algunos instantes reflexivo.
— Semblancay— dijo al fin,— no ha administrado la hacienda co-
mo era de desear. El canciller tiene contra él muchos motivos para
ana acusación capital.
*-Sin duda, sefior; puesto que me quería- repuso el condestable
con una siniestra sonrisa.
—Vamos, primo mió,— interrumpió Francisco— hagamos las pa-
ces. Casi somos hermanos, Os prometo la libertad de vuestros amigos,
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dk groo?*. «a
k garantía de todos vuestros bienes en el caso de que perdáis vqps*
tra canse. En cambio, juradme lan solo que no saldréis de Francia;
qac me daréis tiempo para reconciliaros con mi madre y para
mejor entendernos, venid conmigo á Lyon, h menos que no os hayáis
«■prometido ya demasiado con el emperador.
— Seftor,— dijo el condestable— nada me obliga con Garlos Y, cu-
jas ofreeimieatos no trato de ocullar á vuestra majestad; pero por
mas cérea que me haya visto de la desesperación, quiero tomarme
iMpa para reflexionar.
—Dejaos de reflexiones, Borbon, y venid conmigo.
—Ha hallo enfermo, sefior; tantos sinsabores han alterado mi sa-
lad, agotado mis fuerzas; mas yo iré & reunirme 4 vuestra majestad
ka tacgo como los médicos me permitan viajar.
Flor mas dado & los placeres que fuese Francisco I, era con todo
«dato de su palabra y nunca se había fallado en este punto á si
wim* el monarca.
Creyó poder, pues, contar con la promesa del condestable.
toa crie se arrepintió de su facilidad como todos los hombres de
orgullo: creyó haber perdido toda dignidad rindiéndose
i á los ruegos del rey, y volviendo á tomar el papel de
>, que era propio de su humor atrabiliario, desvióse del cand-
as real en el momento en que se le estaba aguardando en Lyon, y
reunió algunos amigos con los cuales fué k encerrarse en una de sus
pinas faertes.
Furioso el rey de semejante felonia, envía tropas al asalto de la
fartaiexa de la cual se escapó Borbon disfrazado de criado, con un
gentil-hombre llamado Pomperan, que le había dado Saint- Vallier
nao partidario fiel.
No tuvo poco gozo la duquesa de Angulema en poder meter mano
i los amigos que el condestable dejaba. Mas culpable que los otros,
Saint» Vallier fué el primero de los aprehendidos.
Dióee tanta mas prisa en este negocio cuanto que el de Borbon
sre pariente ó aliado de las primeras familias del reino, y que el
paeblo, con ese esquisito sentido de que ha dado prueba algunas
veces, adivinaba que el condestable era victima del odio de w*
Nada tenia que decir el rey & su madre, cuyas acusaciones
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84 PBISIONES
contra el condestable se hallaban justificadas por su traición.
Saint- Vallier fué llevado á la Gonsergeria y vigilado con estraor-
dinario rigor. Durante la instrucción de su proceso, ni se le permitió
siquiera comunicar con su familia, y el aspecto del parlamento debió
probarle que el rey quería ser vengado.
Todo el peso de la traición del condestable cayó sobre una sola
cabeza. Después de haber probado vanamente de defenderse contra
los cargos, que le confundían menos que la saña de la duquesa de An-
gulema, Juan de Poiliers, conde de Saint-Vallier, fué condenado ¿
muerte.
Finida la lectura de su sentencia, pidió el desgraciado ver al rey ó
á su hija. Ninguna contestación recibió.
Únicamente, como se tenia compasión en la cárcel á un noble, lleno
de honor, cuyo solo crimen había sido una debilidad para con su
amigo, concediósele el favor de comunicar con un preso cnyo cala-
bozo estaba inmediato al suyo, y el cual, como oyese sus gemidos por
la puerta entreabierta durante la hora de la comida, deseó por su
parte conversar un rato con el que de aquella suerte se lamentaba
Abrió el carcelero el postigo de hierro y dejó entrar al desconoci-
do en la prisión del sentenciado á muerte.
Saint-Vallier, en su fúnebre preocupación, no recibió á su huésped
con toda la atención que este tenia derecho á esperar.
—Miradme bien, conde— díjole el desconocido— y veréis á una
persona que envidia la posición en que os halláis, un hombre que os
cree feliz, muy feliz.
—¿Quién es, pues, el que así se burla del infortunio? — preguntó
Saint-Vallier, levantando la cabeza.— ¡Señor de Semblancay! ¡sois
vos!
Era en efecto el noble anciano. Acercóse á Saint-Vallier, á quien
tomó con cariño una mano.
—Os espanta la muerte,— le dijo.— ¡Ay! la muerte va al encuen-
tro del que la huye y huye del que la llama.
— ¡Ahí señor— repuso Saint-Vallier— vos no tenéis como yo una
hija á quien va á dejar vuestro suplicio huérfana á la vez que infa-
mada.
—Conde— dijo Semblancay— vos^dejais una hija, que hallará ami-
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DE EUROPA. SS
¿os y protectores entre aquellos por quienes perecéis. La infamia no
■ancha el nombre del conspirador que muere por su opinión. Yo sí
fie tito infernado, acosado de robo, y cuando pido jueces, esto es,
rundo invoco la luz sobre mis acciones, responde á mis quejas mi
enemigo, haciéndome bajar algunos pies mas abajo de tierra en estos
calabozos
— Decid, caballero — respondió Saint- Vallier volviendo siempre al
racnerdode su hija — ¿habéis oido hablar alguna vez de otro tormento
mqante al que se me hace padecer? ¿Cuándo se impidió á un reo
4e suerte abrazar á su hija?
—Señor conde— dijo el anciano— medís los momentos con dema-
nda impaciencia. Ved el farol que nos ilumina en esta fúnebre ga-
lería. Aun no ha dos horas que arde. La noche comienza. Los centi-
nelas ¿oís?... aun no dan mas que el primer grito de alerta.
Tenéis tiempo hasta mañana, ó mas todavía quizá, para ver á vues-
trahija.
— ;Mi Diana! ¡Están linda!— esclamó aquel padre en su desespera-
«n.-jQoé habrá sido de ella? Prometedme que cuando salgáis de la
Gnaergeria velareis sobre ella {y decidle cuanto he sentido por ella
perderla vidal Pero la puerta se abre; creo que alguien viene...
—¡Oh! ¡la esperanza!— murmuró Semblan^ay.— Hó aquí este in-
fcfiz que tiene por enemigos á Luisa de Saboya, á Duprat y ¡aun
— Efpero en Dios y en mi hija— replicó el sin ventura Saint- Va-
Bier.
Se acercó en efecto una ronda que separó á los dos presos.
Saint- Vallier se encontró otra vez solo en las tinieblas, sumergido
en esos horrorosos pensamientos que hacen brolar tanto dolor de una
abna aferrada todavía á la tierra.
¡Estar solo, de esta suerte! ¡no oir pronunciar una palabra amiga,
■o sentir el placer de una mirada que se nos dirige en los instantes
en que hay necesidad de todas las fuerzas para vivir, en que el ser
m multiplica, por decirlo asi, por aprehensión de la nadal
Cundo vino el dia á deslizarse por entre los barrotes de la prisión
del conde, fijando sus azulados reflejos en los muros, no habia aun
Snt* Vallier cerrado los ojos.
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86 PRISIONES
—¡El dial— esclamó.— ¡Hé aquí el dia cuyo fin no he de ver!
Al entrar el carcelero en el calabozo, retrocedió horrorizado.
Durante la noche, los cabellos del conde, rubios la víspera, babian
encanecido. Era todavía joven y parecía mas cascado que el mismo
Semblangay.
—¿Nadie ha venido?— preguntó el conde.— ¿No habéis visto á mi
hija?
—Una joven vino ayer— respondió el carcelero— pero se la des-
pidió. Era en ocasión en que el sefior canciller visitaba el palacio.
La señorita lloraba y pedia veros; mas la orden era severa Sin
embargo, por nuestra parte hubiéramos cedido: hasta tal ponto llegó
á enternecernos. jEs tan bella!
Saint- Vallier rompió en copioso llanto.
—¿Y no he de verla ya?— preguntó.
—El sefior canciller ha visto esa hermosa señorita— prosiguió el
carcelero.
— jSeria él! (él! ¡mi enemigo! quien la rechazó.
—Al contrario, caballero, al verla el sefior canciller tan hermosa,
miróla de un modo particular, y acercándose á ella:
—Sois hija del conde de Saint- Vallier— la dijo— ¿y quisierais sal-
var á vuestro padre?
—¡Sí! jsíl— replicó la joven.
—Apelad, pues, al último medio que os queda: id á implorar al
rey su perdón. To os introduciré.
Buena idea— añadió filosóficamente el carcelero— porque el rey
es piadoso para con los bonitos ojos que lloran.
Saint- Vallier se estremeció La mirada de ese hombre, la pre-
sencia del canciller en la Gonsergeria, su consejo tan poco en ar-
monía con su deseo de venganza, todo sumergía al desventurado pa-
dre en un caos de inquietudes y esperanzas.
—¡Oh! (Diosmio!— esclamó de repente— eso seria una véngan-
la peor que un asesinato.
Luego, pensando en el candor de esa niña educada en el regazo
de una tierna madre y recordando los ejemplos de honor, tradiciona-
les en su familia:
—(Imposible!— se dijo— ni el canciller puede haber concebí"
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di nntüH. ti
do la idea de tai infame especulación, ni la aceptada mi hija.
—¿Qué 60 lo que ha respondido?— preguntó temblando el car-
celero.
— flaaoeptado con mil amores el ofrecimiento, y se han ido los dos.
Ib fiesta* lugar esperaría un buen resultado.
Ya no se adhería Saint- Vallier con tanto interés á la vida. Antes
denaba ver á su hija; ahora temblaba de verla aparecer.
H tiempo transcurrió. Un ruido de tambores resonó lúgubremen-
te en la bóveda.
Las puertas del calabozo, abriéndose con siniestro rechinamiento,
daraipasoá una negra comitiva, imagen anticipada del cadalso, des-
pies de haber representado la justicia.
üao de los recien llegados desarrolló un pergamino.
Saint- Vallier volvió á estremecerse.
Parecióle al reo que iba á concedérsele el perdón. Nada menos
qae esto. Era ua segunda lectura de la sentencia, en la que se da-
ka loa detalles del suplicio.
Trwquilo sobre este punto Saint- Vaüier, volvió á sentir todas las
dabdiáadee de la humanidad. ¿Por qué no venia Diana? ¿Por qué si la
labia rechazado el rey, no obtenía al menos el triste favor de ir á
despedirse de su padre?
Saint- Vallier pensó que algún laio la había tendido el canciller,
alejándola de la presencia del rey, para que nada pudiese librar del
cadalso la cabeza que pedia Luisa de Saboya.
Asi transcurrió aquella mafiana. Era á mediados de febrero, y ha-
cía algunas horas que estaba nevando, apagando en su blanca sá-
bana todos los rumores.
B canónigo Jucelin entró en la prisión de Saint- Vallier para «or-
larle á morir. El reo se dio vergüenza de su pasado temor y se acu-
só de cobardía, al ver sorprendido al sacerdote al aspecto de tosca*
bello¿ blancos que atestiguaban una emoción tan violenta.
—La muerte de los campos de batalla no os ha asustado— dijo el
canónigo; pero una muerte sin gloría os encuentra débil, j Ayl recor-
dad al Crucificado, muriendo en un afrentoso suplicio. Su última
noche le habría unido aun mas con su eterno Padre, á haba* cabido
mas amar en sus divinas entrañas. Desprendeos cuteramente de toda
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88 PRISIONES
terrena idea, pues ha llegado el instante en que debéis humillaros
delante del rey y del pueblo.
—¡Oh! ¡de qué crueldad saben los hombres rodear la muertel —
esclamó Saint- Vallier á quien acababa de adornar el verdugo con las
insignias de oficial, después de haberle calzado las espuelas de
oro.
Conducido al salón principal del palacio, colócesele sobre la mesa
de mármol en donde fué degradado de todas sus dignidades por ma-
no del verdugo, el cual repetia á cada objeto que le arrancaba:
—¡Juan de Poitiers, traidor á su rey!
Trasladado luego á la puerta del palacio, halló en ella un caballo
adornado de una gualdrapa negra, recamada de plata, en el que se
le hizo montar, descubierta la cabeza, y sin dejarle la brida, que to-
mó en su mano izquierda el verdugo.
Espectáculo triste ofrecía en verdad ese hombre aniquilado por la
vergüenza, el dolor y la inquietud, paseando una mirada velada por
las lágrimas sobre la inmensa multitud que había acudido para de-
vorar con los ojos los postreros momentos de su agonia, buscando
entre todos esos semblantes una sonrisa amiga, una última palabra ,
de consuelo, y sin oir mas que las exhortaciones del sacerdote que
lentamente á su lado caminaba.
Bien pronto apercibió el funesto cadalso que en medio de la plaza
de Greve se habia levantado.
— Hé aqui, pues, la herencia que dejo á mi hija— murmuró el sen-
tenciado.—¡Un apellido sin honra!... ¡Oh! ¡sefior condestable! ¡qué
deuda vais á contraer para con la hija del malaventurado Saint*
Vallier!...
—Caballero— dijo el verdugo— es menester subir. El momento ha
llegado y debo cumplir mi oficio. Dignaos perdonarme, caballero,
porque siento en gran manera que se derrame así la sangre... pero
obedezco al rey.
— ¡Buenas gentes!— gritó entonces dolorosamente Saint- Vallier—
rogad á Dios por un gentil-hombre qne va á morir en amarga ago-
nía, y por un crimen muy leve... Compadeceos de un padre que no
ha podido abrazar á su hija.
Arrodillóse después de estas palabras, y el pueblo, movido de com-
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recitó «a si mayor parte algunas oraciones acompasándolas
coa lágrimas.
Entre tanto arregló el verdugo loa cabelles del conde, y concluido,
«■pulió la terrible espada.
De repente un movimiento semejante al de las espigas que el gamo
hace ondular á sn paso, se observó en la multitud hacia la estrerai-
h¿ del muelle. Un hombre i caballo agitando cuan alto podía por
«ama de su cabeza un pergamino, avanzaba rápidamente por el
«adero que le abrían los espectadores, repitiendo el grito de:
—¡Perdón! ¡perdón!
lien pronto millares de voces llevaron estas palabras hasta al mis*
m cadalso, como un imponente mugido.
Oyólo el verdugo y contuvo su brazo.
Sintió Saint- Vallier una impresión de inefable alegría. En pre-
sencia de un pueblo que aplaudía gritando ¡Natividadl creyó es-
te hambre esperímentar tangiblemente la protección del mismo
Vea. Escuchó, sin oiría, la felicitación del canónigo y, como presa
éi k mayor estupefacción, se dejó volver á conducir á la Con-
salaria.
Lsyóaele la orden del rey, en que se le otorgaba el perdón, y ya se
; á dar las gracias al enviado de su majestad, cuando aper-
4 Diana, su hija, que bajaba de una litera en la puerta de la
I, pareciendo como avergonzada de ir á abrazar al padre á quien
i de librar del suplicio.
Lm ojos de la joven estaban humedecidos por las lágrimas. Diana
dsjé precipitadamente á los criados que se agolpaban en torno suyo
y volvían á correr las cortinas de la litera adornadas cpn las armas
de Francia.
Cuando el padre y la hija hubieron cambiado sus primeras espre-»
hnnnfl, los carceleros pudieron observar en el semblante de su preso,
en lugar de la tan deseada felicidad que semejante presencia debía
fcoer resplandecer en su fisonomía, una sombría palidez que mor-
tabmeote la cubría.
Entre las cortadas palabras de Saint- Vallier y los gemidos de Diap
na* aolo pudieron recoger estas frases:
— ¡Condenarme á vivir después de lo que acabo de saber, esoas-
tt
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!• PRISIONES
tigarme mas severamente que con la última pena... ¡Adiós, hija
mial ¡adiós, para siempre!
Luego se separaron. Diana lloraba. Saint- Vallier volvió á reco-
brar sus cadenas: habia preferido una perpetua prisión. Dicese que
Fraaciscp I hubo de concederle este supremo favor para evitar el es-
tallido de su desesperación.
Guando volvió á hallarse el conde en presencia de Semblangay:
— Ya veis— le dijo este anciano— cuanta razón tenia de envidiar
vuestra suerte...
—Caballero— replicóle Saint- Vallier— soy yo quien todavía en-
vidia la vuestra. Muerto ó vivo, vuestro honor quedará ileso, pues-
to que á vos solo os pertenece y vuestros enemigos no se ensañan
mas que con vuestra persona. ¡Pero á mi me han arrebatado á la vez
mi honor y mi hijat
Tres afios después, mientras que Saint- Vallier lloraba en su en-
cierro el vergonzoso favor del monarca, sucumbía á su vez Sem-
blangay bajo el odio iracundo de Luisa de Saboya.
Convicto de infiel administrador, fué condenado á muerte como
ladrón el noble anciano, y ahorcado en Montfaucon.
Su suplicio fué el primero de esos actos de justicia real, de que he-
mos hablado á propósito de los arrendadores y contratistas del siglo
decimotercio.
El superintendente marchó como un mártir á aquella afrentosa
muerte, cuya infamia volvió á caer por completo sobre sus asesinos.
La opinión pública no aguardó para pronunciarse ese plazo, bastan-
te corto á veces, que inaugura la posteridad para las victimas de las
inicuas venganzas. Hasta los poetas cantaron la valerosa é inmere-
cida muerte del irreprochable ministro.
En cuanto al condestable de Borbon, perseguido sin tregua por
Luisa de Saboya, habia recibido ya la pena de su traición á la Fran-
cia con las desconfianzas de su nuevo soberano, el emperador, y cfflj
las enérgicas protestas de los españoles, los cuales se oponían á que
se aliase Carlos V con el traidor y aun á que le diese la menor aco-
gida.
No se ignora que, obligado un grande de España por su monarca
i prestar su casa al condestable, respondió:
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DE Et&OPA. »1
—Lo haré, sefior, basta que lo mande vuestra majestad; mas ape-
las haya salido el condestable de mi palacio, mandaré pegar fuego
al edificio en que habrá respirado el traidor.
Otra afrenta mas sensible debia recibir aun el de Borbon, por pro»
ceder del caballero mas leal, del corazón mas francés que haya la-
tido bajo coraza alguna. Bayardo habia de completar la venganza de
Lusa de Saboya.
Era en Romaguano, el dia en que el caballero sin miedo y sin ta-
cha, herido de un tiro de mosquete que le atravesó los ríñones, se
fehta hecho arrimar á un árbol por su escudero y su paje, al objeto
éemóñr de cara al enemigo. El enemigo era el condestable de Bor-
ta, que se ensangrentaba en la persecución de los franceses fugiti-
vas, blandiendo contra sus mismos compatricios su deshonrado ace-
ra. Al pasar en su rápida carrera por delante de Bayardo, recono-
óeado al herido, fué á demostrarle cuanto le pesaba el verle en tan
hmm tibie estado.
—Caballero— le dijo Bayardo desfallecido y conservando todavía
eaire ns manos la espada— no es á mi á quien habéis de compade-
cer, puesto que muero como buen francés y como hombre de bien
qie ha cumplido con su deber... Vos sois quien me inspira ámí com-
pañón; vos, príncipe de sangre francesa, que contra vuestro honor
y vuestros juramentos lleváis hoy en las espaldas la librea de Es-
pala, y en las manos un acero manchado con sangre francesa.
Exhaló el de Borbon un sordo gemido, bajó la visera de su casco
para ocultar su rubor, y desapareció llevando en su pecho el dardo
Mrtal con que Bayardo acababa de herirle.
Tres afios después, bajo los muros de Roma, caia el condestable de
la brecha, pereciendo sin honor. Era el aSo 1627: el mismo de la
suerte de Samblancay.
Se lee en la historia de Francisco I que, habiendo acogido este
principe con sin igual magnificencia al emperador Garlos V, á su pa-
to por los dominios de Francia, fué una de las principales galante-
rías que quiso hacer el rey al emperador, la libertad dada en nom-
bre de este último á todos los presos encerrados en la Gonsergeiia.
Era en 1540. Debe creerse que el conde de Saint- Vallier habia muer-
to ya eo esta época ó debia haber sido trasladado á otra prisión del rei-
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9% PRISIONES
no, pues no hay noticia alguna de que se hubiese aprovechado de
aemejanle favor.
IV,
El caballero de Roquelaure y el marqués de la Taulade.— Amores de cárcel. — Eva-
sión de la Consergería. —Baños de sangre.— Damiens.— Su padre, su hermano, su
hermana, su mujer, su hija y su cufiada en la Consergería.— Horrorosos detalles de
la ejecución del regicida.
Un asunto trágico-cómico va á ocuparnos. La prisión tiene á bien
sonreimos mostrándonos el lado festivo de su historia. Aproveché-
monos, pues, de semejante venero para referir las aventuras del ca-
ballero de Roquelaure.
Era este un caballero de Malta, gran disoluto, gran jugador y el
mas loco de cuantos calaveras han merecido tal denominación. Des-
pués de esto, es inútil afiadir si haria muchas conquistas y si le teme-
rían los hombres, sobre todo los que no se honraban con su par-
ticular amistad.
Había en aquella época muchas probabilidades de morir de una
estocada cuando no se buscaba mas que amorosa correspondencia,
y era de cumplidos galanes optar por el primero de ambos partidos
para complacer mejor á sus respectivas damas, las cuales, pasado el
reinado de Francisco I, no pecaron ya mas de constantes, pero en
cambio se esmeraron en vestir de loto con la mayor gracia por sus
difuntos adoradores.
La muerte de Richelieu acababa de suceder á la de Luis XIII el
Gasto y el Justo. Ana de Austria continuaba en su astuta política ma-
zariniana y los golpes de hacha hacían insensible lugar á los golpes
de estado, el cadalso á la intriga de callejuela.
Aunque destinado el caballero de Malta á una vida ejemplar, era
el mas terrible pagano que hubiese militado jamás en el ejército del
señor conde de Harcourt. Tenia hasta tal punto escandalizados en la
isla de Malta á hombres y mujeres, que hubo necesidad de bajarle aun
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DSEOftOFi. H
poro ptra obligarle á pensar algo bueno antes de ser enfer-
mo en aquella sima. Nunca se hubiese acudido k semejante
! medí*. Comenzó el caballero á echar tales juramentos y blasfemias
/ por aquella boca, que parecía el pozo un infierno; por lo cual fué
preciso perdonarle.
—No le ahogaré en un pozo— dijo el de Harcourt á algunos de sus
amigos— porque mete demasiada bulla, pero descuidad, que en ser
^ae doc hagamos á la mar, le cargo con una bala de sesenta libras
m cada pierna y le envió k denlo cincuenta brazas de fondo. Veré-
■m entonces si se atreve á gritar; y si no se arrepiente, buen pro-
fecha le haga.
Mas *o tratándose el caballero sino con jóvenes, la mayor parte
como él, se captó en la flola bastantes amigos, para que es-
luego enterado de las disposiciones del general. Fingió, pues,
d arrepentido, hasta que hubiese desembarcado, al objeto de evi-
tar las balas y las piadosas reflexiones á quinientos pies bajo el agua.
S* mejor amigo era el caballero de la Taulade, tan calavera como
£, pera menos furioso contra Dios; padre indulgente para con el hijo,
et raaos, según decía, de las uvas que hacen madurar y de las perdi-
ces qae alimentan en las llanuras. La Taulade se habia materialmen-
te comido su patrimonio y empezaba á comerse el de Roquelaure,
m amigo particular.
El no era flaco y pendenciero: era Roquelaure. El otro barrigudo
y cncüiador: era la Taulade. A pesar de semejante desemejanza, vi-
fian ambos en la mejor armonía, no ri&endo mas allá de dos ó tres
mes la semana, lo cual tenia edificados á todos sus amigos, quie-
amdeáan que era preciso conceder á la Taulade un escalente carácter.
Sucedió que al regreso de la espedicion naval en la que Roquelau-
re habia corrido peligro de dejar sus huesos en el fondo del mar, fue-
rea destinados nuestros héroes de guarnición á Tolosa, de cuya ju-
teatod recibieron muy favorable acogida.
No (altaba k Roquelaure imaginación; pero agotados en saraos,
cánidas de caballos, músicas y festines todos sus recursos y su re-
pertorio de distracciones, llegó al punto de no saber ya que hacer
divertir á la ciudad de Tolosa.
Sin embargo, una idea le vino.
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94 PRISIONES
Recurrió á dos hermosos perros que eran la admiración de todo el
mundo. Hizo correr la voz de que iban á casarse sus protagonistas
denfro de ocho dias y que el mismo Roquelaure diría á este objeto la
misa en el lugar destinado para el juego de la pelota, muy en moda
en aquella época. I o vilo á toda la juventud noble de la ciudad y sus
contornos, y preparado el lugar del escándalo, sacó sus perros magní-
ficamente vestidos, dijo la misa y casó á los animales, lo cual era,
no solo una impiedad horrible, si que también una broma del peor
gusto.
No faltaron algunos á quienes ofendió el espectáculo, y acudieron
á delatarlo á la justicia; pero Roquelaure rompió los vestidos y los
huesos, á varapalos, al primer consejero que hubo de presentarse.
—Si quieres que te sea franco— le dijo la Taulade— debo decirte
que te has escedido y que temo nos suceda alguna desgracia. ¡Qué
diablo! ¿No hay bástanle con la manera como vivimos? Tienes dinero
y yo sé gastarlo ¿qué mejor podemos desear? No tentemos al des-
tino.
Estaba hablando todavia, cuando se presentó un piquete de arqueros
que desarmó á Roquelaure y le condujo á la cárcel. En cuanto á la Tau-
lade, supo hacer tan buen uso de su elocuencia, que le dejaron en
libertad de volverse para su casa donde se embauló tranquilamente
la comida, que ya hacia mas de media hora que le estaba aguardando.
La posición del preso era crítica. Una ciudad de provincia tiene sus
privilegios y sus susceptibilidades, y generalmente se conservan en
ella con mayor pureza las costumbres; dedúzcase de ahí si levanta-
ría ampolla el atentado de Roquelaure. El bribón cosmopolita com-
prendió desde luego la suerte que podía esperar. Iostruiase el pro-
ceso, tomándose acta de todo, recibiéndose numerosas declaracio-
nes, y ya adivinaba nuestro caballero el punto mas propio que ha-
bía en Tolosa para hacerse con su persona un auto de fé. No olvidó,
sin embargo, que la Taulade se hallaba gastando su dinero como un
verdadero gentil-hombre.
—Amigo mió,— dijo al carcelero— ¿querrás encargarte de una co-
misión? Se te pagará bien.
—Sepamos primero la paga;— contestó el carcelero— luego medi-
réis la comisión.
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DE EüiOPA. $5
—Se trato de que te llegues á casa de mi amigo el señor de la
Taabde y de pedirle el dinero que üeue mió*
—¿Y nada mas?
—Nada mas; solo que junto con el dinero me traerás la llave de
aria prisión, que está revuelta entre las monedas.
—¿Lo creéis asi, caballero? La llave de vuestra prisión es muy
aballada, y sería preciso que hubiese muchas pistolas para ocultarla
de modo que no baya sido ya hallada....
—¿Sabes, guapo, que entre quinientas pistolas, por ejemplo...
ptoa perderse la llave de una ciudad?
—La llave de una ciudad — dijo el carcelero cuyos ojos brillaban
de codicia— es mucho mas pequeña que la de una prisión.
—Paro no serán necesarias en todo caso mas de seiscientas pisto-
te— replicó tranquilamente Roquelaure.
•estregóse el carcelero las manos, y saludando con respeto al ca-
ballera que estaba tomando un polvo, le dijo:
—Si hay en efecto seiscientas pistolas, señor mió, no hay duda
ftt entre ellas debe encontrarse la llave.
— ftma, pues, este billete; llégale á casa el señor de la Taulade, y
Irado todo junto. Guardarás el dinero para ti y me entregarás la llave.
— finteodido, caballero.
T «4 carcelero se trasladó de un salto á casa la Taulade, el cual es-
taha enfrascado en un opíparo gaudeamus con muchos otros gentil-
hambres, al intento, decía, de ganar amigos al pobre Roquelaure,
■ieitras este, solo en sa encierro, estaba haciendo las siguientes re-
lenones:
— Ué aqui un tunante que me hace pagar mi pellejo mas caro de
lo qie lo estimaba yo mismo Me roba Pero no es esta oca-
non de regatear... Sin embargo, me reservo cierta cosa como una
redamación.
Dio la Taulade, aunque á pesar suyo, el dinero que se le pedia.
Embóneselo el carcelero, quien, volviendo á su cautivo, le anunció
qae la misma noche le abriría las puertas.
— Vos, señor,— le dijo— os dirigiréis hacia el Mediodía y yo em-
prenderé mi viaje hacia el Norte. Tengo algunos parientes en Lion,
donde me estableceré de muy buena gana.
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96 FUSIONES
—Eres an necio— replicó Roqaelaure— sin mí serás arrestado in-
continenü, y yo sin ti me perderé también por ignorar los caminos.
Sonme, pues, indispensables (u compañía y tus perfectos conocimien-
tos del terreno de estos alrededores, y á ti no te es menos útil mi pro-
tección y la de mis amigos. Empieza, pues, por procurarme una bue-
na espada y dos pistoletes. Una vez prevenidos nuestros amigos, po-
demos darnos porseguros.
—Por vida mia, que tenéis razón;— repuso el carcelero— podría
cogérseme y perdería mi dinero.
—Me parece— se dijo Roquelaure— que aun cuando no llegues á
ser ahorcado, te servirá de poco esa suma.
Ambos partieron no bien hubo cerrado la noche; Roquelaure era li-
gero, y el amor de la libertad le daba alas. El carcelero era forni-
do y el temor de la horca doblaba la elasticidad de sus jarretes.
Luego que se vieron fuera de un espeso bosque que ocultaba la
población y que podía muy bien encubrir su retirada:
— Paréceme— dijo Roquelaure— que andas muy pesado. Es que
tu dinero te embaraza... Dámelo.
El carcelero contestó sonriendo que, aun cuando llevara además
otras tantas pistolas, no le había de estorbar lo mas mínimo su peso.
Con todo, no pudo vencer la complacencia de Roquelaure, el cual te-
niendo por conveniente poner término á tan generoso debate, apo-
yó el callón de uno de sus pistoletes en el pecho de su guia, intimán-
dole que le entregase la bolsa.
Palideció el carcelero, y viéndose burlado por el bribón, restituyó
el dinero, profiriendo tardas amenazas.
—¿Todavía no estás contento de que te esté agradecido todo un
gentil-hombre?— dijole el caballero.— ¿Prefieres la suma ó prefieres
pues, que te asesine? decididamente está visto que nos comprende-
mos, camarada; y si quieres creerme, para evitar cualquiera funesta
desavenencia que pudiera suscitarse entre dos compañeros de viaje,
desandarás por tu parte lo andado. . . en una palabra, nos separaremos.
Comprendió perfectamente el carcelero el sentido de estas pala-
bras, y mas aun la persistencia del cañón que amenazaba sus sie-
nes. Echó, pues, á correr hacia la ciudad, desapareciendo bien pron-
to entre los árboles mas corpulentos del bosque.
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DI EUtOtá. 9?
—¿Quién me ¡«pide á mi ahora— se dijo Roquelaure— comprar un
caballo y presentarme al mayorazgo de mi familia que está solazan-
asteen Parirf
T Adeudo y haciendo, comenzó á llevar adelante su propósito.
Pero fué el caso que vuelto el carcelero, como estimó volver, á
Tataa, en donde entró llorando y clamando venganza, puesto que, se*
gm protestó, había sido sorprendido por el caballero y obligado, pis-
tola en mano, á abrir las puertas de la prisión, corrió la bola por la
andad, fué creído, como era natural, y no lardaron en ser despacha-
te en bnaca del fugitivo muchedumbre de ginetes que, guiados por
hi indicaciones del compañero de viaje de Roquelaure, dieron lúe-
§i coa este y le zamparon otra vez en su encierro.
La* lolosaoos se prometían cuanto antes un nuevo espectáculo en
é aekkharramiento del impío calavera, que ya no podía hacerse es-
perar mocho.
He hnbo de verse poco sorprendido y chasqueado al ser encerrado
fKd mismo carcelero, al cual, atendida su conducta, se le había
ransuitdu en su empleo doblando las guardias.
— /Bola! ¡hola! mi querido sefior y gentil-hombre— le dijo este—
«te vez si que vais á veros apurado; ya se acabaron las pistolas y los
i, pero os queda todavía una hermosa pira que se está precisa-
levantando en esta ocasión en el Capitolio,
inre le habría apaleado de buena voluntad; pero hubiera es.
to sido dar muestras de desesperación y el caballero no desesperaba
—Oye,— le dijo con una imprudencia de que él solo era capaz. —
£ mi amigo la Taulade te diese el doble y después de haberme abier-
to la puerta te salvaras tú por otro lado ¿eh?
—Ignoráis sin duda, caballero, ante todo que vuestro amigo la Tau-
lade vació sus cofres y sus bolsillos para reunir la suma que vos me
habéis robado; y después, que ya no está en Tolosael Sr. de la Tau-
lade. Sus acreedores le han acosado hasta en París mismo, y me-
diante un avocamiento, han lógralo encerrarle en alguna de las prí-
stanos de la capital. Esto es cuanto se dice de él: por lo que toca á
vnestra persona, soy de parecer que os van á tostar.
Encogióse de espaldas Roquelaure, y respondió:
is
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9t PRISIONES
—Vive Dios, que lo mismo he de morir yo tostado, que ahogado
—aludiendo al proyecto de M. de HarcourL
Y á fé queel picaro tenia razón. Su familia velaba sobre él, y vien-
do su hermano mayor la inminencia del peligro que al caballero
amenazaba, obluvo una avocación del parlamento de Paris, esto
es, un decreto de no ha lugar que salvó al blasfemo, al bribón, se-
gún se decia entonces.
Mucho le valió el ser genlil-hombre, pues habia motivo para per-
der diez existencias que hubiese tenido.
De las prisiones de Tolosa fué transferido, en apariencia, á las de
Paris; pero Roquelaure se sacudió el polvo luego que hubo andado
una veintena de leguas, abrazó á sus hermanos que escollaban el
carromato en que se le conducía y desembarazado de los arqueros,
que estaban en inteligencia, recibió trescientas pistolas, un caballo,
y se largó.
Nueve dias después, entraba en una de las mejores tabernas de la
capital, en ocasión que estallaba un motin frondista en el que se di-
virtió coma un condenado, hiriendo á diestro y siniestro, pues no
habia aun tenido lugar para decidirse por la Fronda ó por Mazarino.
Gomo se hallaba sin noticias de la Taulade, procuróse Roquelaure
nuevas amistades y cometió en poco tiempo tantas impiedades, lige-
rezas é infracciones de ley contra el duelo, contrajo tantas deudas en
las tabernas, movió tales escándalos en las iglesias, que los mejores
frondistas pensaron seriamente en hacerle prender.
Mas el caballero guardaba para semejante ocasión una determina-
ción heroica, una parada irresistible: se hizo mazarino, pero de los
rabiosos; de tal suerte que la fama de su zelo llegó & oidos del mi-
nistro, el cual sonreía cada vez que en su presencia se pronunciaba
el nombre de Roquelaure. Hasta se le escapó decir una vez en su
francés italianizado, que era un lindo mozo el tal Roquelaure,
Seguro el caballero de semejante protector, no conoció ya freno:
robó mujeres y allanó moradas en pleno dia, como si Paris fuese
para él una ciudad conquistada.
Llegaron quejas á la reina de un escándalo tan deshonroso para
la regencia y amenázasele con la ira celeste si no reprimía las blasfe-
mias é impiedades de Roquelaure; así es, que, sin decir palabra aque-
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DE EUROPA. 99
H* «tora i sa ministro, mandó llamar al preboste de Hila á quien
■ando que diese con el bribón en la cárcel.
Sopólo Roquelaure, y creyendo emanada la orden deMazarino, vol-
tio casaca, y se hizo frondista. Con todo, asaltóle en su casa el pre-
boste coo doce arqueros. En vano reunió el gentil-hombre algunos
de tms amigos, y con ellos y su hermano Birau sostuvo el sitio ma-
tado anchos arqueros; vencido al fin por el número, dejóse prender
y te le encerró en la Consergería en tanlo que se instruía la causa.
Eran de oír entonces las quejas de las buenas fron distas, entre las
coles se distinguía madama de Longueville.
—¡Prenderá un tan gallardo mancebo!— decían — y todo ¿porqué?
¡por «na futesa, una niñería! ¿No se ve aqui un prelesto con el que pre-
mie disimular Mazarino su venganza contra un antiguo partidario?
Kaéa de esto hubiera sucedido si Roquelaure hubiese advertido an-
tes que estaba defendiendo la pasada causa.... ¡Un tan simpático
tadtftta!...
Ea ana palabra: el tumulto fué grande; pero Ana de Austria in-
«ri6,m*lgrado las reclamaciones de Mazarino, cuya conciencia habia
«do eo este asunto sorprendida.
Uoa vez en la Consergería, hizo Roquelaure sus reflexiones. Dijo-
te sa hermano que Mazarino se comprometía á salvarle la vida, pe-
ro oo i dejarle en libertad, mientras le fuese tan contraria la reina.
T liego, se le decía, hay esa evasión de Tolosaque agravaba su
flKrte.
—Logra tan solo que se me saque de esta incomunicación en
qae se me tiene— replicó Roquelaure— y sabré darme una vida mas
soportable mientras tú cuidarás de alcanzarme olra mejor. A propó-
álo; dame dinero.
Permitióse á Roquelaure comunicar con algunos presos por deu-
fas que se hallaban en la Consergería, entre los cuales debutó aquel
pr invitar, sin conocerles siquiera, á toda la cohorte de deudo-
mk una espléndida cena.
El primer abdomen que entró en la sala fué la Tanlade, el cual
abalando un grito de alegría, precipitóse en los brazos del caballero.
Taaiade habia eogordado un tanto á causa del disgusto que es per i -
■cato por la pérdida de su amigo, obiigáudole á lomer mucho para
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toe PRISIONES
distraerse. Hablase anticipado á los demás convidados como atento
y reconocido gentil-hombre qoe era.
—Por vida mía— esclamó Roquelaure — puesto que vuelvo á en-
contrarte, se me han de pasar contigo los dias como en el paraíso.
— ¡Y á mil Porque debes saber que los alimentos que se dan en
la Consergería, son abominables.
—No la I, no tal— replicó Roquelaure— por mi parte no estoy des*
contento.
—¡Me maravillas, querido!... lentejas, buey cocido, arenques y
manzanas; hé ahí la invariable lista. El vino no es de color de vino,
sino de un azul... En fin, es todo tan insustancial que hay necesidad
de procurarse muchos suplementos.
— To soy el que me maravillo ahora, marqués. Hace cuatro dias
que me hallo aqui y se me ha dado una vez perdices, lenguado, bu-
ñuelos, becadas... Otra vez me han servido becerra, salmón. .. y lue-
go buena fruta; pastelería... En cuanto al vino se me da á escoger
entre el Borgofl a-añejo, el Champagne y el España.
—¡Me dejas estupefacto!— murmuró la Taulade— aquí hay algún
genio familiar que vela sobre ti... Tú debes gastar millones...
— ¡To! ni una pistola... y confieso que me impacienta esto de ve-
ras. El alcaide ha venido á verme... le he ofrecido mi bolsa, y no
ha hecho mas que encogerse do espaldas. ..
— ¡Ah! ¡por vida!— esclamó de improviso la Taulade, parándose
á medio apurar un vaso de vino moscatel, que estaba saboreando
echada hacia atrás la cabeza; pues para dar Roquelaure una prueba
de lo que acababa de decir habia ofrecido una muestra del contenido
de su bodega.
—¿Qué es esto? marqués... ¿hay acaso alguna espina de arenque
en el vino?
—¡Oh! ¡qué idea! ¡caballero! ¿serias tú?... Pero, diablo; hable-
mos bajo ¿Serias tú ese preso de quien se nos hablaba ayer, ese
mortal afortunado, á quien nuestra divina carcelera ha distinguido
entre tantos adoradores?
—¿Hay alguna divina carcelera?— preguntó Roquelaure brincan-
do de suerte que no parecía sino que alguna avispa le hubiese pica-
do.— ¡Con qué tenemos aqui una mujer!
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D£ IQftUfA. 101
si, querido amigo— la mujer de nuestro carcelero
«jefe, ¡adorable criatura! ¡tan rubia, tan sonrosada! ¡con unos
ejes azules tan tiernos!... ¡Ab! aqui doude me ves, tengo el corazón
fruptado de amor por ella.
—Mas... pronto, pronto, cuéntame lo que hay. ¿Qué se decía?...
jf*é decías, ahora poco?...
— Dudase que la adorable Dumout se ha prendado de cierto pre-
sa i quien quiere hacer agrable su cautiverio por todos los medios
i. Hablábase de las suculentas comidas que le envia, de los
fuegos que hace encender en su prisión, de los libros que
bramife... de una guitarra...
Volvióle Roquelaure, completamente aturdido, para echar una
sisada al rededor de su aposento, y séllalo con el dedo á la Taalade,
m decir palabra, un fuego espléndido y chisporroteando en el hogar,
ftros «partidos sobre la mesa, una guitarra suspendida en lapa-
red, y el viso de que tenia aun el marqués una botella en la mano.
— ¡Ah! no hay que dudarlo— murmuró el craso amigo — es á tí á
fñea prefiere ¡cuerpo He tal) caballero, si nos hallásemos en liber-
tad, seria cosa de despanzurrarnos.
—Pero hombre, si yo no la conozco— dijo Boquelaure —ni la he
riri» una sola vez.
—¡Hipócrita! No me lo harás creer. ¿Me negarás también acaso
que has oído las canciones que desde su ventana le dirige?
— ¡Góool esas bonitas canciones que oigo todas las noches... ¿Es
dlakafse?...
—Si, hazle ahora el estrafio.... Pruébame, pues, que no la ves
slravesar doscientas veces cada dia por el patio situado debajo de tu
ventana, y que cada vez alza la vista...
— ¿Cóao sabes tu esto?— dijo Roquelaure corriendo precipitada-
mala á la ventana... Yo no he mirado una sola vez por aqui... ¿co-
ma podía pues sospechar?...
— Ls he sabido porque muchos de mis compafieros lo han visto y
me lo han dicho... ¡Ahí si yo hubiese sabido que eras tú el afortuna*
ds preso oculto detrás de estos barrotes...
—Perdona, marqués, perdona; no es culpa mia si... ¡Pobre mu-
j«tita! ¿Es bonita, dices, tratable, joven y adorable?
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lOt PRISIONES
— ¡Hum! No te fies mucho de ella; te lo aconsejo— repaso la Tau-
lade con mohíno rostro... Neseas fatuo. No se inspiran asi tan de
sopetón esas pasiones.
—{Hela aquil ¡hela aqui! — esclamó Roquelaure suspendido á los
hierros de la reja... la veo... ¡oh! ¡hermosa criatura! ¡Cáspila! ¡qué
bellos ojos! ¡qué hermosura de cabello! ¡qué preciosos dientes! Se
sonríe... ¡me ha visto!... ¡Buenos dias, señora!... servidor vuestro
hasta la muerte, señora.. .
—Cálmate, hombre, cálmate— decía la Taulade tirándole del ju-
bón— ¡Cuan pronto le abrasas!...
—¡Se fué! ¡se fué la encantadora visión! ¡Ahí querido, esto es
hecho; no hay mas, yo muero de amor.
—¡Bravo! cuando yo decia que eras loco...
— Tienes razón; estoy loco. ¡Ay! ¡Dios mió, se ha ido!...
— Ha dicho ¡Dios mió! no hay mas, está loco; ¡es un difunto de
taberna!... Ha dicho ¡Dios mió!— repetía la Taulade, sallando y brin-
cando por la estancia hasla hacer retemblar el suelo y rebotar los
muebles.— ¡No le falta ahora sino creer en los*ángeles!
—Y ¿cuando esto suceda?— dijo Roquelaure hundiéndose el som-
brero basta los ojos, y como disponiéndose á sacar la espada.
—Bien está; hagamos uso de los cuchillos— replicó la Taulade—
te mudarán de prisión y perderás á la señora de tus pensamientos.. .
Créeme, pobre caballero, pon mas aceptable rostro, pues ya oigo en
el corredor los pasos de los huéspedes que nos envía la Dumout.
Roquelaure corrió á la guitarra, que ocultó entre los colchones
de la cama, arrojó debajo de ella de un puñetazo los acusadores li-
bros, y como tratase de hacer lo mismo con la botella, vacióla de
un tirón la Taulade, y tomando aliento:
—Ya puedes dejarla— dijo— seguro de que no ha de comprometer-
te su actual estado.
—Y sobre todo — repuso Roquelaure— ¡punto en boca! no hay que
comprometer el secreto de esa digna señora Dumout... (va en ello su
honor!
¡Necio!— repuso la Taulade— ¡antes de ocho dias vas á decirlo á
todo el mundo y á publicarlo á son de trompeta!
En esto llegaron los convidados, gentil-hombres todos, arruinados
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OB EÜ10H. 100
por tas locuras de la paz ó por las desgracias de la guerra. Ni uno
solo ótfó de convenir en que no podia hallarse en otra parte tan bue-
aa sociedad como en la Consergeria. Púsoles insensiblemente la Tan-
tade en el capitulo de la bella carcelera con lal arte, que por ellos
pedo saber Roquelaure toda la historia de esta mujer sin que resul-
tase comprometido en lo mas mínimo su secreto.
Dtjose que era costumbre en la cárcel dar los recien llegados se-
nsata á aquella belleza, y que aun estaba por verse que uno solo
de tas presos hubiese permanecido indiferente á lales encantos. La
fcma era amable, y sazonaba sus gracias con una coquetería capaz
ét desesperar al mas frío.
Otáronse hasta veinte hombres ¿ quienes habia vuelto el juicio; mas
10 pido citarse uno solo á quien hubiese hecho feliz, y eso que en
la pristan suele andar bastante suelta la lengua.
La conversación recavó al fin sobre el misterioso preso que estaba
«toacei en favor. Unos lo negaron, otros estuvieron por la afirmati-
va: ninguno adivinó la verdad.
tatenogado Roquelaure sobre el efecto que habian producido en
so preso los atractivos de la carcelera, contestó que estando enamo-
rado de otra dama, no sabia hallar en la Dumout las gracias que to-
dos estaban acordes en reconocer. Asi es, que á puro insistir en su
opiatan, logró atraerse mochas querellas cuyos resultados, por
falla de aceros, fueron aplazados para el dia de la suelta. Unos y
tiros se separaroo con los bigotes erizados:
—Vas á indisponerte con todos con tus eternas disputas— dijo la
Taalade.
—Crómente es esta mi intención, marqués; no me estorbarían
poco estos picaros en mis intrigas amorosas.
— Entonces yo también te he de estorbar — dijo amostazándose el
uluninoso marqués.— He voy.
— ;Tn! ¡tú! ¡el mejor de mis amigos! ¡tú, que me la has hecho
esaocer! ¡Oh! ¡no, por vida mia, no quiero que nos separemos! To-
aos mis alegrías, todas mis venturas he de compartirlas contigo,
■arques.
—En hora buena. Veré de serte útil. ¡Por otra parte, el marido es
taacetaool...
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104 PRISIONES
—¡Un marido celoso! Si esta Consergería cayo corazón me parecía
tan negro, es por el contrario un bello paraíso...
Desde este momento ya no dejó Roquelaure uno solo la enrejada
ventana. Verdaderamente estaba enamorado. Una mirada de su be-
lla dama le ponía fuera de si de felicidad, y esas miradas se repetían
mas de cien veces cada veinte y cuatro horas.
El caballero escribió mas de mil billetes, compuso sonetos, redon-
dillas y pareados. La Taulade vaciaba las botellas entre tanto que
aquél andaba á caza de consonantes.
Por su parte parecía la Dumout locamente enamorada de ese gen-
til-hombre tan hermoso, tan atrevido, cuyas hazañas de toda clase
babian sembrado el terror por espacio de un tties en todas las con-
versaciones de la ciudad y de la corte.
Gomo era imposible, & pesar de la libertad de que Roquelaure dis-
frutaba, que tuviese lugar una entrevista sin permiso del carcelero,
contentábanse ambos amantes suspirando con los billetes que arro-
jaba Roquelaure: en cuanto á los de la carcelera eran escasos y ade-
más insignificantes; ciertamente valían mas sus miradas y sus besos
lanzados sobre la punta de los dedos.
—En verdad te digo, querido marqués— repetía Roquelaure— que
no se ama realmente sino en la cárcel. Aquí se tiene tiempo para ello,
no hay distracciones... ¡Pardiez! ¡los solitarios deben saber que cosa
es amart
—Ya lo creo— respondía la Taulade— también he observado que
en ninguna parte se come tan bien como en estas soledades. Uno pue-
de disponer de todo el tiempo necesario y no se ve molestado por im-
portunas visitas, ni tiene obligación de devolverlas.
—Permanezcamos siempre en la cárcel— dijo Roquelaure entu-
— Que me place — añadió la Taulade, poco menos que embriaga-
do del todo.
Sin embargo, el proceso del caballero adelantaba á despecho de los
obstáculos.. . . Roquelaure recibió la visita de su hermano, el cual de-
jó entrever las escasas esperanzas que tenia.
—Amigo mió— dijo este al caballero— tienes á Dios por parte
contraria, y es una carga asaz ruda... Dios te perderá.
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Uu aftilm piule ei la Ctnsergeha.
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DE EUROPA. IOS
—¡Bahl— replicó Roquelanre— Dios no cuenta tantos amigos como
yo en el parlamento. Por lo demás ¿de qaé se trata? ¿de mi encar-
celamiento? ¡Pse! No me va en él tan mal... Que se me deje en la
drcd... ¿No es verdad, la Taulade?
—Sí, si; dejemos que hagan lo que quieran.
No tenia, como se ve, Roquelaure ningún deseo de recobrar su li-
hrtad y aun reprendía k sus amigos por los pasos que daban k este
alíelo. Alabóse de semejante abnegaciop en un billete que dirigió i
la carcelera y al que contestó esta en los siguientes términos:
—«Caballero: habéis hecho mal, muy mal: un verdadero peligro
•s imanan. Si vuestras amigos os quieren bien, no impidáis sus
|i»1mms... La justicia es una mano que sabe retener lo qne coge.»
Roquelaure respondió con este estribillo:
€— jAyl (alma mia!
me es menos cara que el verte,
la luz del dia. »
fué cuando se habló seriamente de condenar k muerte
lo. Instruida de los primeros la carcelera, envió á su
amáteoste billete:
t— Caballero: si queréis verme, es preciso vivir, y moriréis sin re-
medio si no tratáis de salvaros.»
Tomó en seguida la pluma Roquelaure, y contestó con el siguiente
« —Lejos de mi el temor, señora mia;
por su patria y su rey muere el guerrero,
por su amado tesoro el usurero,
yo igual gloria ambiciono... etc., ele.»
Clare; se negaba k defenderse ó k salir de la cárcel»
Recurrió entonces la Dumout k una estratagema para vencer la obs-
tinación del caballero y obligarle á salvarse á pesar suyo.
Cierto día recibió Roquelaure por conducto del ordinario mensa*
jare» ó sea, tn bramante que sabia y bajaba k le largo del muro,
11 failleüto cuyo contenido le hizo temblar de felicidad.
Estaba en aquella ocasión la Taulade demasiado ocupada en des-
una caroeta «a salmorejo para reparar en la eaockm de su
tomod. U
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10« PRISIONES
«—Caballero:— decia el billete— puesto que no queréis abando-
nar vuestro encierro, y que por causa mia os esponeis á morir, se-
mejante abnegación merece una recompensa. Acaso me exagero yo
el valor de la que os tengo reservada; pero no conviene estéis en
vuestro derecho rehusándola. El martes á las siete de la tarde, mien-
tras se pase la ronda estraordinaria, dejareis á vuestros amigos, si
los hubiere en vuestra compaflia y dirigios al gabinete que so os ha
dado por guardaropa y biblioteca, una vez allí, llamad vigorosa-
mente en el armario. En él habéis de hallar un medio de verme y de
pasar algunos instantes conmigo.»
Roquelaure pensó enloquecer. Mas de cien veces fué á visitar aquel
armario cuyo fondo era de ladrillo, en seguida volvió á su reja para
enviar á la señora Dumout los mas ardientes besos.
La Taulade decia que su amigo tomaba el camino que conduce
mas directamente á la locura furiosa y le aseguraba que no saldría
de la Gonsergeria sino para entrar en Charenton.
Llegó al fin el martes sefialado para la cita. La carcelera no ha-
bía querido anticipar á Roquelaure ninguna esplicacion. A las nueve
entró en su cuarto la Taulade, según tenia por costumbre.
—Gomamos ya— le dijo Roquelaure— porque siento un apetito
de mil diablos. Veamos ¿qué hemos de comer?
— No es hora todavía— repuso la* Taulade...— Sin embargo, no
me haré de rogar. Cenaremos á medio dia, y á las cinco tomaremos
un bocado.
—Es menester que le achispe— pensó Roquelaure— necesito desem-
barazarme de él.
¥ probólo con efecto; mas la costumbre había convertido al mar-
qués en tan fuerte campeón, que después de las dos comidas, quien
mas bebido parecía no era seguramente el marqués. Recurrió, pues,
á otro medio mas eficaz de distracción, y echando mano á los naipes,
propuso á su amigo jugar una partida á los cientos. De esta suerte
se aproximó insensiblemente la hora en que debía estarle esperando
la señora Dumout.
Las siete dieron en el reloj del palacio. Precisamente en aquellos
instantes se había suscitado una disputa entre ambos jugadores
sobre una jugada dudosa. La Taulade alegaba en su favor la espe-
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DB EÜBOPA 107
riada, Roqoelaure quiso atenerse á las reglas, y se levantó para ir
il lanoso gabinete que le servia de biblioteca en basca de un tra-
ído de los juegos en general, y del de los cientos en particular.
\l llegar al armario vio con alegre sorpresa un boquete oblongo
pnetieado en la espesa pared, en el fondo del cual brillaba, entre
fas bugias colocadas sobre una mesa, el rostro encantador de la
«lora Dumout, sentada en una pieza contigua y acechando con in~
qvetad la llegada de su amante.
Boqnelaure no tuvo necesidad de comentarios. Deslizóse en el
hsquete como una culebra y, ayudándose con pies y manos, fué á caer
las rodillas de la bella carcelera, ruborizada de placer y de es*
No son para contados los ansiosos besos de que inundó el caba-
Bm aquellas hermosas manos que pacientemente hubieron de reci-
bios.
—Al fin, es fuerza, caballero, quedéis oídos ala prudencia— dijo
Vtnattadose la joven esposa.— Veden que sitio os halláis. Este es
el eaario de los porteros, contiguo á esa espesa pared de la Conser-
jería qw he hecho horadar por un hombre fiel. Los porteros, ocupa-
ém ea este instante en la ronda general, han de volver dentro de
vñte minutos; con que solo os queda el preciso tiempo de besarme
mi Tfz mas la mano, recoger vuestra capa, esta espada que os he
peparido 7 huir por la primera calle sin volver la vista atrás.
—¡Huir! — esclamó Roquelaure.— ¡Todavía insistís en que os deje!
;« habíais de huir cuando apenas acabamos de reunimos por pri-
wn vez!
—Según parece, preferís que nos sorprendan, que me delaten, que
■e «arierren también -replicó fríamente la Dumoul.— Pues bien,
•brad como qn ra s, caballero, no os incomodéis por tan poca cosa.
— ¡Oh! ¡generosa amiga! ¡cuan cruelmente me habéis cngafiail >!
Corneóte; volveré, yaqaees preciso, á mi encierro, y á pesar vuestro
o«tÍD8aré viéndoos.
—¡Estáis en vuestro juicio! ¡El parlamento va á pronunciar svn-
taáa capital contra vos, y me será imposible salvaros cuantío os
-olleU eo el calabozo de hs reos da muerte, junto á las prisioues
p*-pétaa*, á 'retn'.a pié* debajo di.1 Sena!— ¡Verme! ¿cómo me ha-
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íes PRISIONES
beis de ver después de muerto, en tanto que libre... ¿quién os impide
yenirme á visitar alguna vez?... ¿Para qué otra cosa sirven las capas
del color de los moros, las señales, los paseos en lagares propios
paralas citas...
—¡Ahí— esclamó tristemente Roquelaure — veo que habéis queri-
do burlaros de mi. ¿Quién sabe si no estáis influida por alguno de
mis amigos, por mi hermano; en una palabra, quién sabe si fingis-
teis distinguirme...
— Decian que erais hombre de talento, caballero; pero harto pro-
báis que no es asi... Se os creia capaz de saber apreciar una fineza,
y vos solo habláis de cosas materiales. Pues bien, no, no corréis pe-
ligro alguno. Va á condenárseos tan solo á prisión perpetua. Yo, yo
que os amo, ¿lo entendéis? creí que este era el mejor medio para
continuar viéndonos, para no separarnos jamás... Me sacrifico para
vuestra dicha; ¡y no sabéis comprenderme! Peor para vos, caballero;
las mujeres queremos que se nos demuestre cierto agradecimiento...
Arrojóse Roquelaure á los pies de su amada, diciéndole con tanto
amor como respeto:
—Perdonadme; os adivino, os admiro, me prosterno delante de
vos. Señora, sois un modelo de nobleza y de gracia. Acepto el bien
que queréis hacerme y el amor que me prometéis... ¿Por dónde debo
partir?
Enagenada de gozo la carcelera, abrió sus brazos al joven, dándo-
le las gracias con tanto trasporte como si hubiese sido ella el preso
á quien se devolvía la libertad.
Al propio tiempo dejóse oir una estrepitosa esclamacion qne so-
bresaltó á ambos amantes, los cuales, volviéndose á la vez, apercibie-
ron en la abertura de la pared el rubicundo rostro y los asombrados
ojos del señor de la Taulade.
—¡Hola! ¡hola!— decia el corpulento marqués— parece que se ce-
lebran entrevistas por ahi sin avisar á los amigos. ¡Yo que esperaba
con» toda paciencia!... ¡traidor! Pues nada; asistiré á tu triunfo
¡malvado!... Ya ves que también he sabido hallar yo el armario.
—¡Silencio!— murmuró la carcelera— no se trata de entrevistas,
caballero, sino de una verdadera y bonita evasión. Retiraos no sea
caso que se nos sorprenda.
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DE KülOfA. 1#»
&!— esclamó la Taulade— jy cuándo se trata defina
it ¡Pardies! ¡aquí estoy yol espérame, caballero, que partiré*
■es junto.
—Está bien, marqués; pero dale prisa..: ¿Queréis permitirlo,
naidi mía?... ¡Haced venturosos á dos amigos!
—Coa mil amores— dijo sonriendo la Dumout - pero no podrá lo*
grado. . Ta tefe; dado que pasen sus espaldas, su vientre no pasará
En efecto, era n espectáculo carioso ver los esfuerzos que hacia
el marqués para enhebrar su cuerpo en aquella abertura de piedra
m qae se había arriesgado. Sus brazos, enteramente sujetos y com-
\ sos espaldas por las puntiagudas piedras de la pared, co*
i á dokrle terriblemente, la sangre hinchaba sus sienes y
copiaio sodor cabria su rostro.
—¡Caballero! ¡caballero!— clamaba— tírame de la cabeza...
—¡Hombre! ¿quieres que te la arranque?
—Empájame, pues, hacia adentro: ensancharé la abertura.
—El tiempo urge— dijo la carcelera.— Partid, caballero, los por-
tara pueden volver de un momento á otro, y todo seria perdido.
— ¡Fot favor!— gritó la Taulade— ¡quitad al menos un ladrillo!
— ¡Roquelaure, partid por Dios!— volvió á insistir la Dumout— ó
ambos nos perdemos. Idos vos, yo me encargo de libertar mas ade*
late á vuestro amigo.
— ¡Por vida del diablo! ¡yo me ahogo!— abultaba la Taulade.—
¡Maldito estorbe! (demonio de idea! ¿por qué huir coando me halla-
ba ya tan bien?
Mas el caballero á quien empujaba su amada hacia la puerta, se
despidió del marqués reventando de risa y desapareció bien pronto,
perseguido hasta la calle por los gritos de la Taulade que gritaba á
mas y mejor:
— ¡Un ladrillo al menos! ¡Quitadme un ladrillo! ¡el cuello se me
hnchal ¡*oy á morir de apoplegia!
Sm atender á s«s exclamaciones, encerróle la Dumout diciendo á
través de la puerta.
—Esperad al menos á que llamegeate, y salvemos las apariencias.
¡Ta vienen! (gritad ahora! ¡gritad fuerte, sefior marqués!
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llt FtCHOm-
bia el rey á su carroza en el patio del palacio, aceroósete un hombre
y le punzó el costado con un instrumento que con la mayor eahna
conservó en la mano, pues no trató de huir.
Acudióse en el acto á arrestar al asesino, de cuyas manos se ar-
rancó un cortaplumas.
Interrogado este hombre, oonfesó llamarse Roberto Francisco Da-
miens, lacayo de profesión, natural de los alrededores de Arras.
A los cargos que se le hicieron contestó que no había sido su in-
tención matar al rey, pues era claro que si hubiese querido matar
& un hombre, no se habría seguramente valido de la hoja de un cor*
taplumas ni asestara su golpe en las costilla*.
— El rey es execrado— dijo— las representaciones del parlamento,
las quejas del pueblo, no logran hacerle variar de conducta ni cor-
regir sus escesos. El castigo podía mas ó menos tarde alcanzarle y
hubiera sin duda sido terrible. Por esto he querido advertir al rey,
obligarle & reflexionar. Mi cortaplumas es el precursor del pufial...
la punzada puede evitarle una muerte cruel, y lo que es mas, la in-
famia.
Estas palabras, ponunciadas sin énfasis, hubieron de producir
honda impresión en los servidores de Luis XV, pero habría sido de
pésimo gusto admitir una advertencia dada en semejante forma.
Luis XV prefirió representar el papel de asesinado, y declaró que
después de Damiens, era un chico de escuela Eavaillac. Por cuyo
motivo, en vez de hacer encerrar al lacayo en Bicetre como á loco,
procedimiento tan común eu aquella época; en logar de manifestar-
se agradecido á la divinidad, por haber librado á tan poca costa co-
mo es un ligero rasgufio, su existencia consagrada al libertinaje,
mandó por el contrario que fuese Damiens severamente juzgado.
No son los corazones entregados al vicio, gastados k fuerza de
placeres, empequefiecidee por las mas bajas pasiones, loe que cobh
prenden la grandeza en la generosidad, en la clemencia, cualidades
propias solo de los, pechos esforzados.
Et pueblo, que meditaba una formal revolución, quedé consternado
en presencia de semejante acontecimiento. Gomo sucede siempre,
todos los partidos se echaron en cara mutuamente ese crimen.
Pe todos modas» es la cierto que aqueUa leve herida fué peí ea ton -
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Mí fUMKi. 113
ees la salvación de la monarquía absoluta; pues la nación entera cu -
ye instinto ee siempre noble y digno por mas que se diga, rechaió
sospecha de complicidad en el asesinato y acallar sopo la exas-
que poco á poco iba levantando contra el trono sus eneres-
olas. La rebelión retrocedió en presencia del regicidio, y Da*
■¡eas compareció ante los Assises del parlamento, en medio del si-
lacio de una paz general.
Damiens no fué lanzado al crimen por ninguna potencia estranje-
ra. Era solo uno de tantos entusiastas como llegan á suscitar las épo-
cas de grandes crisis ó de honda agitación, y á quienes impele á Ye-
ees la oportunidad á descargar el terrible golpe que la acalorada ima-
ginación ideó allá en sus estraviados delirios.
Fíese ó no un loco Damiens, ó el saludable precursor que preten-
día ser ¿podia suponérsele una verdadera intención de atentar contra
la vida del monarca?
JnanChátei, Jacobo Clemente, Ravaillac, no se habían servido
seguramente de un cortaplumas para llevar á cabo su empresa.
n fallo del parlamento se resintió del malestar, de la falsa posi-
eva es que el crimen acababa de colocar al partido del pueblo; su
severidad fué el último estremo de la exageración, llevada á propó-
sito á esta punto.
Has ei el parlamento creyó deber aplicar al culpable el máximum
4s isa penalidad cuya simple enunciación hace estremecer de hor-
ror, fié porque esperaba mucho del buen sentido y de la misericor-
dia de Luis XV. Nuestros lectores van á ver en presencia uno de otro
el espíritu público y la venganza real. El verdugo va á dánoslo á
Damiens heredó el calabozo de Ravaillac, esperando heredar tam-
bién sus tormentos, capitalizados por el miedo y la ferocidad.
Tenia aquel un padre, una esposa, una hija, un hermano y otros
(■rientes en Arras. La sentencia del parlamento desterró perpetua-
mente á los tres primeros y mandó á los otros cambiar de nombre,
debiendo quedar arrasada hasta los cimientos la casa en donde ha-
fea nacido el culpable.
Todos los parientes fueron sitados á prueba de tormento y con-
ducidas á la Convergería.
TOMO II 15
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114 HdSKHdS
En cuanto al regicida, como se lewió que quisiese sustraerse por
medio del suicidio á los refinamientos de barbarie que contra él se
meditaban, encadénesele en nna estrecha prisión sobre una especie
de estrado acolchonado, de modo que no pudiese hacer movimiento
alguno contrario á su seguridad.
Allí fueron á interrogarle los jueces instructores, ordenando algu-
na pequeña cuestión para arrancar á Damiens la confesión de nna
pretendida complicidad, que este persistía en negar.
Dos meses á poca diferencia duró este suplicio, basta que pronun-
ció el parlamento la sentencia en la que se trataba de atenaceamien-
to, descuartizamiento y hoguera.
Guando Damiens apareció en la place de Gréve, después de pedi-
do el perdón, echó una tímida mirada sobre la inmensa multitud que
había acudido á presenciar el espectáculo.
«Las mujeres, dice un testigo ocular, fueron allí en tropel y no
volvieron ciertamente de las primeras la vista ante una escena tan
horrible.»
Damiens, á quien durante la lectura de la sentencia se desnudó de
todos los vestidos, examinó tristemente sus desabrigados miembros
como para consultar consigo mismo si podrían tener bastante vigor
hasta el fin de aquellos suplicios. Este triste sentimiento fué com-
prendido por todo el público.
En seguida se tendió al culpable de boca arriba sobre las tablas
del cadalso; alósele en la mano derecha el cortaplumas con que ha-
bía herido á Luis XV, y cuando se le hubo llenado de azufre, se le
puso fuego en ella para que ardiese lentamente.
El grito que arrojó Damiens á aquella cruel impresión hizo hor-
ripilar á la muchedumbre. Callóse luego: la conclusión de este tor-
mento no le arrancó una queja mas.
Con todo, el verdugo continuó su obra arrancando con cortadoras
tenazas, pedazos de carne de los brazos, de los muslos, de las pan-
torrillas, de los pechos.
Damiens guardó el mismo silencio.
El verdugo llenó luego sus abiertas llagas de plomo derretido,
aceite hirviendo y cera líquida. Tan bárbara operación hubo de ar-
rancar de aquel pecho destrozado los mas desgarradores gritos.
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tiara el regkiéa. (Ctfia fe iu liana le h éf»a.)
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DE EUftOtA. 115
En esto acercáronse los cuatros caballos que habían de descuarti-
arit; eran nuevos y tiraron mal.
Como una hora duró esta parte del suplicio. Lo miembros no se
desprendían.
Dicese que en tales momentos, una dama que contemplaba esta
horrorosa escena desde uno de los balcones de la plaza de Gréve,
▼kado el esfuerzo ineficaz de hombres y animales, esclamó:
—¡Pobres caballos!
Esta exclamación retrata por si sola aquella época.
La noche vino. El pueblo podia hastiarse de horrores. ¡Damiens
tifia aun!
Los inspectores del suplicio ordenaron 4 ios verdugos que córta-
la al páctenle los músculos y los nervios de las articulaciones. Los
verdugos obedecieron. Entonces pudieron los caballos arrancar dos
pinas y un brazo.
¡Damiens vivía aun I
No espiró hasta el desmembramiento del segundo brazo. Sus des-
pojo* fueron arrojados como lefia á la hoguera que estaba prepara-
da i la izquierda del cadalso.
Sin embargo, Luis XV habia curado á los tres días de la herida
cavada por el cortaplumas de Damiens, y ni la menor palabra de
cmpaston por el delincuente llegaron sus labiosa pronunciar. Tanta
carencia de sentimientos no puede hallar escusa en ninguna parte.
Solo los salvajes descuartizan á sus enemigos; pero tienen una escusa:
es que se los comen.
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116 PRISIONES
V.
La reina María Antoniela en la Consergería.— La Consergería en el aflo 93. — El du-
que de Orleans y la reina.— Atenciones de la gente de la casa para con la presa.
— Tentativas de evasión. — Kl clavel encarnado del caballero Rougeville. — Ocu-
paciones de la reina en la cárcel.— El Terror.— Ejecución de la reina — Historia
del cancionero Ángel Pitou.— Sus desventuras.— Girey Dupré y Venancio, ex-ca-
pucbino.— La sala de los muertos.— Desprecio del cadalso.— Hebertistas y Dan te-
nistas.— Camilo Desmoulins.— Robespierre.-- Saint Just.— Couthon. — Simón. — Los
termidorenses. — Historia de la revolución escrita sobre los registros de I09 presos. —
Fauquier Tinville.— Romme, Boorbotle, Duroy, Soubrany.Dnquesnoy.— Goujon.
—El caballero Bastión. — Ceracchi, Arena, Jopineau.— Lebrun.— Gadoudal. — Les-
urques.
El 1 .° de agosto de 1793, la Convención, oido el informe de Bavére,
llenó cumplidamente los deseos espresados á menudo por los Jaco-
binos. Hé aqui en efecto parle de uno de los decretos mas concisos
de ese día:
«Artículo VI: ¿María Antoniela comparecerá ante el tribunal revo-
lucionario, y para ello trasladada á la Consergería.
Art. VIII: Isabel Capelo no podrá ser deportada hasta que se
haya juzgado á María Antonieta.
Art. IX: Los individuos de la familia Capeto que permanecen
bajo la espadadela ley, serán deportados después del fallo, si este es
absolutorio.
Art. X: Los gastos de los dos hijos de Luis Capeto se reducirán
á los indispensables de comer y vestir.»
Y cuenta que en semejante ocasión no era muy segura la exisíen-
cia de la república. El oeste, el mediodía y el norte ardían en guerra
civil. Todas las plazas fuertes capitulaban. El mes de julio solo ha-
bía traído revés sobre revés, desastre sobre desastre. iMercier pedia
con énfasis á la montaña que se quejaba:
* — ¿Por ventura vuestros representantes han hecho pacto con la
victoria?
—¡Con la muerte lo tenemos hecho!— contestó unánime la atre-
vida Montaña por conducto de Bazire.
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DI BROTA. 1*1
Marta Aitooiela, pues, acababa de dejar el Temple subiendo á un
oocfce qae la esperaba en la puerta. Al partir bobo de sentirse cogi-
da par la falda del vestido; era un perro, compañero de prisión ba-
da mas de ua afio y qae parecía pedirle permiso para seguirla.
Los oficiales de la municipalidad alejaron al animal y el carruaje
partió sia que pudiese saber la presa donde se la conducía. Llegada
ti patio de palacio, reconoció la reina la Gonsergeria, bajó del coche
y fué encerrada en virtud de una órdeu del comité de salud pública.
«La primera entrada está cerrada por dos postigos— dice un pre-
so de la época que ha visto la Consergeria con la parcialidad que
inspiran el terror y el cautiverio— Llámase postigo á una puerlecita
alta de uos t**es pies y medio practicada en una puerta mayor. Guan-
do se ealra es menester levantar el pié y bajar considerablemente la
cabexa, de suerte que si uno no se aplasta la nariz con la rodilla, cor-
re peúgro de romperse el bautismo contra el dintel del postigo, lo
qae sude suceder mas de una vez. También se da el nombre de pos-
tigo á la primera pieza que se encuentra en entrando. Los dos posli-
gas esáa casi á distancia uno de otro de cerca (res pies. Guárdalos
i cada uno un llavero. No todos los llaveros son admitidos indistin-
tunena al bonor de abrir y cerrar los mencionados postigos, sino
qn se escoge para ello á los mas vigorosos y de mas perspicaz mira-
da. En la primera pieza, llamada postigo, según llevo espresado, y
al etireme de una gran mesa, se encuentra sentado en un sillón el go-
bernador de la casa ó su respetable mitad, y á veces el llavero mas
aaiiguo.
•Los parieales, amigos ó amigas de los presos, hacendé ordinario
y muy asiduamente la corle al conserge Richard para hacerse en-
treabrir in postigo.
»De su sillón emanan las órdenes concernientes á la policía de la
cata. Ante él vierten todas las disputas entre los porteros entre si
y entre los presos, y á él tienen estos que acudir en todas sus que-
jas, cuando se les dispensa este favor.
•Por lo demás, la esposa Rictíard tiene su casa dispuesta de una
■añera admirable: inútilmente se buscará en otra parte mas memo-
ría, ni mas presencia de espíritu, ni un conocimiento mas exacto de
los menores detalles. »
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118 FUSIONES
La ciudadana Richard, de quien estaban generalmente satisfechos
los presos, fué asesinada por un detenido, desesperado porque se le ha-
bía sentenciado á veinte años de cadena. En ocasión en que esta cari-
tativa mujer le presentaba una taza de caldo, le hundió un cuchillo en
el corazón; espiró á los pocos minutos en elmessidor de 1796, año IV.
a Además del conserge ó su representante hay en el postigo un an-
tiguo llavero sin puesto fijo. Sin que lo parezca, es este el inspector
de las personas que entran y salen. Guando hay distracciones se oyen
salir del sillón estas vigilantes palabras.
—Alumbrad el miston. — Frase de la germania que tanto vale co-
mo: Reconoced el rostro de los que entran ó salen.
»E1 portero las repite á sus camaradas que están de servicio en las
puertas. Guando entra un nuevo preso se recomienda también el
mismo cuidado de alumbrar el miston para que se le reconozca bien
y en ningún caso pueda tomársele por estraüo.
»A mano izquierda del postigo está la escribanía, cuya pieza di-
vide por en medio un enrejado. Dna mitad está destinada á los guar-
das, y en la otra se deposita á los condenados á muerte, algunos de
los cuales han aguardado allí durante treinta y seis horas la fatal
llegada del ejecutor de las sentencias, á quien suelen llamar los
porteros en su germánica gerga el Me.
»De la escribanía, siguiendo el plan terreno, se entra, por medio
de grandes puertas, en los calabozos llamados la Ratonera, que mas
parecen criaderos de ratones. Un ciudadano apellidado Beauregard,
persona tan honrada como amable, libertada por el tribunal revolu-
cionario, gracias sean dadas á su venturosa estrella, fué puesto á
su llegada en este encierro, donde hicieron presa en él los ratones
destrozándole las bragas sin consideración á su parte posterior — gran
número de presos vieron las aberturas— teniendo que cubrirse du-
rante toda la noche el rostro con las manos para salvar al menos la
nariz y las orejas.
»La luz del dia penetra apenas en tales calabozos; la paja de que
solo se compone la cama de los presos se corrompe luego por la falta
de aire y por el mal olor de toda clase de inmundicia, que llega
hasta infectar la escribanía cuando se abre alguna de estas puertas.
Lo mismo sucede con otros calabozos.
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5B KIA0F1. llt
•fterie á la puerta de entrada está el postigo que conduce al pa-
na de las Mujeres, á la enfermería, y en general á lo que se llama,
ígMro per que motivo, el lado de los doce.
»á la derecha, sobre dos ángulos, hay dos ventanas que dan luz
escasa i otros tantos gabinetes en donde duermen los porteros de
guardia durante la noche, y en los cuales se deposita á las mujeres con-
desadas i muerte. Entre ambos ángulos hay un tercero que condu-
oe al patio, para llegar al cual es menester atravesar cuatro postigos.
Dejan» á la izquierda la capilla y la sala del consejo, dos piezas
icialnvHrtf llenas de camas en estos últimos tiempos: la segunda es-
toco ocmpada por la viuda de Luis XVI. A la derecha, entrando en el
patio á la estremidad de una especie de galería, hay dos puertas
jutas, una délas cuales es enteramente de hierro. Estas puertas en-
cierran el calabozo llamado de la Uña nacional después de las ma-
tanzas de setiembre de 1792, según el antiguo estilo. Atraviésase
este calabozo para llegar á las salas de Palacio, á beneficio de una
escalerilla escusada y cerrada en dos ó tres diferentes puntos. Los
ptao* permanecen en las pistolas— zmí se llama á los cuartos de
alquiler— en la paja ó en los calabozos.
■En cuanto á los cuartos de alquiler ó pistolas, están llenos de tan-
tas camas como son capaces de contener. Se pagaba antes por una
cama 21 libras 12 sueldos el primer mes, y los demás 22 libras 10
saldos cada uno. Una misma cama ha devengado frecuentemente
en un solo mes muchos alquileres.
■Durante los últimos tiempos de la urania de Robespierre, cuan-
ta el tribunal enviaba á carretadas sus victimas al verdugo, cada dia
•capaban nuevos huéspedes cuarenta ó cincuenta camas, que, pa-
gándose i 15 libras por una noche, daban al mes un producto de
18 á ti mil libras en asignados, que equivalían á 5 ó 6 mil libras.
•Asi pues la Consergeria, si se atiende á estos beneficios, es la po-
nda mejor provista de París.
•Estos presos son tratados por diferente régimen. Los calabozos so-
la se abren para recibir el alimento, paralas visitas ó para la lim-
ites aposentos donde se duerme sobre paja no difieren de los ca-
labozo* aiiio en cuanto sus infelices moradores deben salir de ellos
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110 PRISIONES
entre ocho y nueve de la mañana, do pudiendo volver á ellos hasta
una hora antes de ponerse el sol. Dorante el dia permanecen cerra-
das las puertas mientras los presos se resfrian en el patio ó se salvan
de la lluvia en los pórticos que lo circundan, en donde les apesta el
hedor de la inmundicia. En sus cuadras no esperimentan, con todo,
menores incomodidades, por la pestilencia en que asimismo se vive en
ellas, faltas de aire y ofreciendo por cama paja podrida. Encovadas
allí cincuenta personas en un mismo hueco, de narices sobre la ba-
sura, comunicanse las enfermedades y la suciedad. Id & visitar los
calabozos practicados en las gruesas torres que se divisan desde el
malecón del Reloj, y á que se dan los nombres de el Gran César, Bom-
bee, Saint- Vicent, Bel- Air, etc., y decid si no es preferible la muer-
te á semejante permanencia.»
Las tres eran de la tarde cuando llegó la reina.
Nada se había dispuesto en la Gonsergería para recibirla, asi es
que hubo de pasar el resto de la noche en el cuarto del conserge Ri-
chard, de quien hemos hablado ya á propósito de las matanzas.
Al dia siguiente se la condujo al aposento que había de ocupar.
No era en verdad ese calabozo infecto y malsano, escogido de intento
para aumentar los sufrimientos de la presa; antes por el contrario
escogió el conserge el aposento mas aceptable que pudo hallar.
Denominábase la sala del consejo, porque en tiempo de la antigua
monarquía se reunían anualmente en ella, en determinadas épocas, los
magistrados de las cortes soberanas para oir las reclamaciones de los
presos. Un contemporáneo que conocía aquellos lugares por haberlos
visto y visitado, como reza la fórmula, describió en estos términos
la sala y su situación.
« Así como os halláis debajo del primer postigo de la Gonsergeria,
encontráis á vuestra derecha un segundo postigo, volvéis á la iz-
quierda después de haberlo pasado, seguís á lo largo de un oscuro
corredor donde jamás asoma el menor rayo de sol, en cuya izquierda
vais encontrando varias puertas de calabozos. Llegáis hasta una re-
ja donde se permite arrimarse á los presos para hablar con las per-
sonas que les visitan. Luego que hayáis pasado esta reja tendréis á
vuestra derecha el gran patio de la cárcel cerrado por una reja; á la
izquierda está la capilla, pero antes de llegar á ella se presenta un
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di auaoaa. tu
i «orado oomo loe demás calabozos por ana puerta fuerte y
baja, proTi&ta de dos enormes cerrojos.»
Allí fué depositada la reina en tanto que el tribunal revoluciona-
ria prenunciaba sa sentencia. £1 aposento estaba dividido en dos
partas iguales por un tabique de tablas, en medio del cual babia una
abertura que servia de puerta de comunicación y en la que se puso
«a mampara. Frente de la puerta habia una ventana enrejada que
caía sobre el patio de las mujeres. La puerta y la ventana estaban
comprendidas en la parte izquierda, ocupada constantemente de dia
y de noche por Francisco Dufresne y Joan Gilbert, gendarmes en-
cargados de vigilar á María Antonieta, y los cuales descansaban de
íocbe en orna cama decampafia.
Ka la parte derecha, especialmente reservada para la presa y en un
de la misma, se hallaba la cama en frente de una segunda
enrejada, que caía también sobre el patio de las mujeres.
Jaaio k eala ventana era donde solía la reina permanecer sentada
dáñale el dia. El techo estaba formado de ladrillos puestos de can-
la. üe mareo de madera corría todo el ancho y largo de la pared, y
da él pendían algunos pedazos de lela de que se había arrancado el
I donde estaban pintadas flores de lis.
se ha hablado diversamente sobre la traslación de María An-
\ á la Coasergeria, citaremos, sin salir garantes de él, un hecho
al que mochos han querido atribuir la decisión de la Convención.
Basa pretendido que durante el cautiverio de Luis XVI, el duque
da Orieans habia penetrado con alguna frecuencia en la torre del
Temple para ver por sus propíos ojos la desdichada situación de su
primo y de ai familia. Después de la muerte del rey habia repe-
lido sus visitas disfrazado con el traje de uno de los criados encár-
galos de eacendet el fuego; de esta suerte babia podido llegar hasta
nadaaa* Isabel, á quien vid orando de rodillas. No atreviéndose á
hablarla, ni sintiéndose con faenas para introducirse hasta cerca de
la peina, habíase tetirado precipitadamente y, dirigiéndose á un guar-
dia aackmal <fe servicio, adicto á la causa de las presas, le pidió un
► da agua, esdamaado faera de si:
Baa mqjet me ha desarmado.
El miimn gnaadta nacional por quien supo el heclu* el autor que lo
ti
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tu PRfSIÓNBS
refiere, añadió después, que debía en efecto tener logar una entre-
vista entre el duque de Orleans y la reina.
Semejante circunstancia, llegada á conocimiento de los individuos
que regían entonces los destinos de la Francia, podia haberles deci-
dido á apresurar el fallo del proceso de María Antonieta y también el
del mismo duque, el cual en este intervalo fué enviado á Marsella
con su joven hijo, pues, como añade el propio autor de esta relación,
meditaba apoderarse de la reina, de quien hubiera dispuesto según su
voluntad.
Compréndese fácilmente que no hayamos aceptado la responsabi-
lidad de una especie semejante, que ha pasado al estado de verdad
en el concepto de muchos de los contemporáneos de la reina.
Según la misma relación de algunos realistas menos obstinados
que los demás en calumniar á la revolución contra la evidencia de los
hechos, la reina no tuvo mas que motivo de agradecer al conserge y
á su mujer las atenciones que les merecía. Sus alimentos eran tan
escogidos como podia esperarse de la difícil posición en qne la reina
se hallaba. Richard recorría los mercados, las tiendas y los puntos
de las fruteras para procurarse lo que mas consideraba seria de gus-
to de su prisionera.
Cierto dia, en el puente de San Miguel, pidió á una frutera el me-
jor de sus melones, cualquiera que fuese su precio. Era á fines de
agosto.
—¿Parece pues que se trata Me alguna persona de importancia?— *
dijo la vendedora, dirigiendo al conserge una mirada asaz desdeñosa
para no ofender á su pobre individualidad.
—Ya se ve que sí — contestó este— por lo menos ha sido muy rica,
si ahora es desgraciada... Es para la reina.
—(La reinal— esclamó la frutera empujando su montón de melo-
nes— j la reinal jah! ¡pobre señora! Tomad, tomad, llevadle este,
y sobre todo no me lo paguéis.
Uno de los gendarmes de servicio cerca de María Antonieta había
fumado durante la noche. Al dia siguiente, supo de los propios la-
bios de la reina, á quien vio pálida y enferma, cuan insoportable le
habia sido el olor del tabaco. No esperó al otro dia, sino que en aquel
mismo, sobre la marcha, rompió su pipa esclamando:
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M BUUOtá. 1*S
— Jure oo volver á fumar jamás.
Ene gendarme era el que encargaba muy especialmente á cuantos
m acercaban á hablar á la reina:
—¡Sobre todo no le habléis de sus hijosl
Según pnede verse en la obra de Uue: Últimos años del reinado
ér Imís XVI, á pesar de los peligros y el terror, no cesaron jamás los
realistas de mantener inteligencias con María Antonieia, siguiendo
ovrespondeocia tirada con la misma, aun en la Convergería.
Varias fueron las tentativas de evasión que se proyectaron, como
W declara la duquesa de Angulema en las memorias que se le atri-
•Perdió una vez mi madre la ocasión de salvarse— dice— porque,
en vez de hablar á la segunda guardia como se le había recomenda-
da se dirigió equivocadamente á la primera.
»En otra ocasión hallábase ya fuera de su aposento y habia pasado
el corredor» cuando un gendarme se opuso á su partida, aunque ba-
hía sido comprado, y la obligó á volver á su prisión.»
Itabo pues varios proyectos de foga, pero ninguno de ellos se llevó
á na Tentadero principio de ejecución. Debíase, para realizar uno de
i, comeozar por el asesinato de los dos gendarmes de servicio;
se previniese á la reina de esta condición, rechazóla con
Día.
—Es Un absurda esta proposición , dice un autor realista, que ha-
ka una verdadera demencia en esperar que prestase asenso una mu-
jv á ese doble asesinato.
Con iodo, no siempre usaban los realistas de la misma delicadeza
rmpeclQ al asesinato, en punto á la salvación y seguridad de las per*
«na* reales. Cierto conde de Barruel-Beauvert osaba escribir en una
skra publicada en 1815, que cuando el arresto de la familia real en
Varanes en junio de 1791, debía haberse levantado la tapa de los
mos i Drouet, Sauce y Guillermo, poniendo fuego además en Varen-»
■es per sus cuatro costados, para obligar á los habitantes á ocuparse
ét sus propios intereses.
En las Recuerdos de la marquesa de Créquy, se refiere que la mar-
peta de Janson, debía, mediante un millón de trancos, divisible en-
tre el oonserge, el diputado Cbabot, Michonis y Jobert, administra-
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til FUSIONES
dores de policía, entrar en la cárcel y quedarse en ella en lugar de
la reina, á quien se parecía en estremo. Esta misma semejanza, libra-
ba de toda sospecha á los cómplices, quedando además la marquesa
en rehenes.
La reina rehusó también, respondiendo en un papel donde en pica-
duras de alfiler se leía:
—«No debo ni quiero aceptar el sacrificio de vuestra vida. ¡Adiós!
¡Adiós!— M. A.»
Añádese en la propia obra que Chabot, que habia recibido ya cien
mil francos, temeroso de comprometerse, denunció á la marquesa de
Janson como igualmente á Jobert y Michonis. Estos últimos, conti-
nua atrevidamente el autor de los citados Recuerdos, fueron conde-
nados á muerte en noviembre de 1793.
Jobert y Michonis parecieron con efecto en esta época ante el tri-
bunal revolucionario, pero se les absolvió.
Enguanto á Chabot, el hecho de los cien mil francos que ocasionó
su pérdida, ninguna relación tiene con el asunto de la reina: perte-
nece á una intriga urdida con Fabre de Eglantine y Delaunay d'Au-
gers á propósito de la supresión de la compañía de las Indias en que
el ex- capuchino fué cómplice y después denunciador. Los detalles
pueden encontrarse en el proceso de Dan ton.
Otro fué el proyecto que tuvo mas probabilidades de buen éxito,
y es el siguiente:
El aposento que Richard habia desuñado al principio á la reina,
se hallaba situado debajo del gran salón de Palacio. Levantando una
de las baldosas de este salón y ahondando con alguna profundidad,
podia llegarse hasta donde estaba la reina. El autor de quien toma-
mos este hecho, oficial municipal que hubo también de comparecer
ante el tribvnal revolucionario junto con Michonis y Jobert, cita, en
apoyo de semejante aserción, una memoria dirigida á la Convención
«por el arquitecto del departamento, Giraud, quejándose de haber sido
destituido.
a Yo apelo, se dice en esta memoria, al testimonio de los represen-
tantes que visitaron conmigo la Consergeria antes de fallarse la cau-
sa de la viuda Gapeto. Ellos recordarán las felices observaciones que
hice respecto al cuarto que á esta mujer se destinaba, y de quepre-
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DB4JMWI*. 119
•¿bife \m deuda. Si no se lis Mame atendido, María An-
ImieU se esoqtoia ¿a noche misma de su trmlacfon.*
Palta hablar finafaaeate de la tentativa del caballero de RoUgevi-
Ha, el oanl envió á la reina mi billete cuidadosamente escondido
ca «a daval eeoaraado. (Jo gendarme se apoderó de la flor y del bi~
Hala. Wehanis foó prese; el gradarme fió fetkáiado por flebert. Al
día sígnala, el adminintrador Fmdure, que ya se había compro-
metido en el asante de la marquesado Ghary y d'Osselin, pasó á leer
ea el ooasejo del cabildo municipal on acuerdo sebero parala guarda
de María Anlonieta.
Mefaard, sa majar y sa hijo fueron separados de sus empleos y ci-
tadas ale el tribuaal, por el cual hubo de absolvérseles.
Piro no teaia la adaúeíslracita muyHtaeaa toano para escoger les
\ mas patriotas. En el puesto de Richard se<5olocó á Baah,
la Puena, ¿ cuyamujer veinoedespues distinguirse coaeo
añade las mas farvmites realistas.
Bé aquí ahora algunos detalles sobre las ¿capaciones de la reina
cata cártel:
Ai la Consergeria acabó de leer la obra de las Revoluciones de I»*
gtatera que había principiado en el Temple, y empero y concluyó la
hetera éá Viqe de Amearm; dio algunos puntos de tapicería, y
trabajó á panto de aguja una liga cea caboa de lana grosera.
A consecuencia de la ley de sospechosos de 17 de setiembre, hicíó-
varias prisiones. El tribunal revolucionario fué.acasado de de*
lento, y á sa presidente Montano se le imputó la falsificación
á» las maulas de los fallos recaídos en los procesos de Cariota €or-
day y de loe asesinos de Leonardo Bevrdon, arrestándosete en conse*
El t8 del propio mes se decretó la ley del máximum, y sub-
el tribunal reveluoietoatfo en cuatro secciones.
palabra, había comensado el reinado del terror.
La Convención, que acababa de procesar de golpe á cuarenta y cin-
es diputados de la derecha y de arrestar á setenta y tres otros fir-
mantes de protestas contra los $1 de marzo y í de junio, demostró
ra t de octubre que no retrocedería ya ante ninguna medida para
assgaiai el triuafó de sus doctrinas.
Ea esta eesioa pidió Kltadd- Várennos que áe afeudase ¿supamer
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m PRISIONES
al duque de Orleans ante el tribunal revoloctottario. Luego folvien-
do á tomar la palabra, anadia:
—Una mujer, vergüenza de su sexo y de la humanidad, la viada
de Capelo, debe espiar por fin todas sus maldades en el cadalso. Cor-
re ya válida la voz entre el pueblo deque ha sido trasladada al Tem-
ple, que ha sido secretamente juzgada y que el tribunal revoluciona-
rio se ha compadecido de ella, como si una mujer que ha hecho der-
ramar la sangre de tantos miles franceses pudiese ser absuelta
por un jurado francés. Pido que el tribunal revolucionario decida
mañana la suerte que debe aguardarla.
Aprobóse la proposición, y María Antonieta pareció ante el tribu*
nal revolucionario el 23 del primer mes del afio II de la república
—14 de octubre de 1793.— Hermand presidia, Fouquier-Tinville
ocupaba el puesto del acusador público. Los principales testigos fue-
ron Lecaintre, de Versalles, diputado en la Convención, que declaró
sobre la orgia de los guardias de corps, causa primera de las famo-
sas jornadas de 5 y 6 de octubre de 1787; Bailly, el almirante d'Es-
taing, Valazé, uno de los girondinos, y Manuel. Hallábanse arresta*
dos los cuatro últimos y veian anticipadamente señalado el lugar en
donde debian sustituir á la reina.
En pos de ellos se presentaron algunas personas desconocidas que
solóse refirieron á meros dichos, y luego compareció el miserable
libelista, Tisset, cuya innoble literatura le babia dado una bien triste
fama.
Parecieron después muchos oficiales municipales, comprometidos
por sus relaciones con la familia real en el Temple; y en seguida He-
berl, conocido por el Padre Duchesne, título de la grosera hoja que
redactaba, cuya infame acusación arrancó á la acusada una res*
puesta que se ha hecho célebre. Reprochábale, refiriéndose al testimo-
nio de su hijo, ese niño á quien el miedo y el cautiverio habían vuel-
to idiota, el haber corrompido su juventud con prematuros escesos.
Como nada respondiese la reina á tan monstruoso cargo, hizolo
observar un jurado al presidente, el cual interpeló á la acusada.
—Si no he contestado— dijo esta, vivamente conmovida— es por-
que la naturaleza se resiste á comprender una inculpación semejante*
Apelo á todas las madres que se haUen presentes.
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ni sonora, ífi
Uf sms ardientes partidarios de la cama del pueblo vituperaron
i Beben n estúpida acusación. Villate, jurado en el tribunal revo-
>, refiere que comiendo en casa de Venna el siguiente día
\ de haber sido juzgada la reina, con Barreré, Robespierre y
Saat-Just, pidiéronaale algunos detalles sobre los debates tenidos
a lávala de la cansa de la Austríaca. No olvidó, dice, lo de la na-
altrajaula y la respuesta dada por la reina. Impresionado
por las palabras de María Antoniéta como por una des-
ala eléctrica, rompió el plato y el tenedor, esclamando:
—{Imbécil Hebertl (No tiene bastante con que sea realmente esa
m/er uaa Mesalina, que aun quiere hacer de ella una Agripina y le
4a eeasoo en ras últimos momentos para alcanzar un triunfo de tan
ato atoré* públicol
Esta respuesta ha sido desnaturalizada por algunos compiladores
coa el nombre de historiadores. Según ellos, habría dicho
«Le he encargado que hiciera de esa mujer una Hesaü-
la y ha hecho de ella una Agripina. » Si esos historiadores hubiesen
> el proceso de la reina, sabrían que nada hay en la deposición de
limitada á los hechos relativos á la prisión del Temple, que
ataque k las anteriores costumbres de aquella señora.
■aria Antoniéta demostró, durante el curso de los debates, una en-
debida mas bien á los sentimientos de cólera y orgullo que la
i, que á un natural valor, sin que se le ocultase cuanto po-
da empeorar su causa aquella su desdeñosa continencia. Gomo pí-
dase al terminarse una de tas sesiones al señor Chauveau, otro de
susdafcamorce, si le hablan parecido bastante dignas sus miradas,
natuliilu el ahogado:
—Siempre estaréis bien cuando seáis tos misma. Pero ¿por qué
«ala pregunta?
—Es que be oído como decía una mujer del pueblo á su vecina!
¿Ya qué orgulloso ata?
Al salir de la audiencia, rendida de cansancio, obligósela á tomar
el brao de un oficial de gendarmes llamado Debusne. Acababa de ser
rualiaarii á muerte. Eran las cuatro de la mañana. Restituida k su
apañes te, se echó vestida en la cama. Un sacerdote llamado Girard,
evade San Laodry,ea la citó, fué introducido cerca de ella á eso de
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i» fusiona
las seis* Mas díjole la reina que no tenia» necesidad de ausüioe espi-
rituales, porque ae lee había procurado per otra medio.
Hay sobre- este per ticulai dos tradiciones relativa* al heohaá que
hacia la reina alusión.
Rícese por nna parte que el cura de San Germán, el abatOeMaigwaa,
había hallado medio de iotroducürse en la Gonsergeria y de dar á la
presa la absolución y la comunión. Esta especie ha sido desmentida
per cierto abate Lafont d'Aussonnes el cual publicó folletos sobre fo-
lletos á este propósito. La moralidad de semejante testimonio queda
ciertamente asaz comprometida porlacompar$cencia del abaleante el
tribunal de policía correccional en 1$27 y por laa numerosas alega-
ciones que atestiguaron la depravación da sus costumbres»
La otra tradición es la que vamos á tener lugar de involucrar ea
la narración de los últimos momentos de Otaria Antonieta.
Las siete serian cuando se presentó en la estancia da la sentencia^
da el ejecutor de las justicias, Sansón.
—Temprano venís, eabaUero-^-le dijo la reina— ¿no hubierais po-
dida retardar un poco?
—No, seOora;— respondió el vetniuge— esta es la hora á que se
me ha mandado venir.
Lareipa Iteraba, ásatela muerto* de su esposo, un traje de rayas
negras, que cambió por otro blanco» Se había corlada ella misma la
cabellara y deseaba ir al suplicio- coa la cabeza descubierta.
Al aalir <te> laConseflgerfat á las once, apercibió la carreta, y su va*
lar eslavo próúmo á desmentiros Esperaba que sa le hubiera oea*
duoido al eadalso<en un coche cerrado, como áLui* XVI. Seta nue-
va humillación la heria en el alma. Apenas puda percibir en tañía
multitud de miradas, de ira ó de curiosidad, el único ser que te fué
adicto; ¿lo diremos? su perro, que la había seguido del Temple * i*
Convergería, y pasaba los dina y las noches junto k las puerta* de la
cárcel, de donde solo se separaba para procurarse* aquí y allá algún
alimento. Algunos meses después de la muerte de la reina, deea-
pareciów
María Antonieta emprendió el último viage, atadas las manos á
la espalda y aniquilada bajo el pesada los leoaordes pasados y déla
presente realidad, JMaota de la carreta marchaba á eabaik» y oen
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Dt KtftOFA. lff
ei sable desmdo Modelos ayudantes del ejército revolucionario,
Grammont, antiguo actor de la Comedia Francesa. La reina no pa-
recía prestar la menor atención á las palabras del sacerdote que la
aosmpaOaba. Sos parpadee, enrojecidos por las vigilias y las lágri-
mas, araban vagamente sobre el mar de cabezas que la multitud
presentaba. Delante del palacio de la Igualdad, iluminóse su mirada
con el postrer destello. El pueblo eslaba silencioso; solo aqui y allí
resonaron algunos aplausos, pero no hubo otras manifestaciones.
Llegada al estremo de la calle Real que confina con la plaxa de la
■evolución, levantó la reina la cabeza, un febril rubor tino de par-
para su* mejillas: buscó algo hacia el lado de la casa de Coislin,
sitaada en el ángulo de la plaza y de la calle; mas volviéndose viva-
mente, airó hicia el opuesto lado y pareció afectarse mucho. En es-
la dirección y sobre algunas piedras amontonadas delante del Tras-
tera, se hallaba de pié un hombre sencillamente vestido, y los ojos,
remachados, por decirlo asi, en la carreta. Su mirada y la de la rei-
m se encontraron: separando entonces por un lado su largo redingo-
te, moetró furtivamente á la reina un objeto que su mano izquierda
i seguida, y con la mano derecha levantada solemnemente por
de la multitud, envió á la reina la absolución postrera.
Bale hombre era el abate Du Pagel, el mismo que, según se dice,
bhia ido á bendecir en la noche del ti al ít de enero de 1798, en
d cementerio de la Magdalena, la mezcla de tierra y cal viva que en*
. el cuerpo de Luis XVI. La reina estaba prevenida de su pre*
aquel sitio.
El abale acababa de absolverla m articulo mortU con indulgencia
piscada sobre la reliquia de la Veracruz.
Tal es la segunda tradición. .
Las doce dabau en el reloj de las Tullerfas cuando llegó la comi-
tiva delante del cadalso.
Era el mismo reloj que había sonado para la reina en otro tiempo
tai gratas horas, cuando esta habitaba aquel palacio con su familia
y tea amigos, tronando en medio de su corte.
María Antonieta se estremeció al lúgubre tañido que el viento le
traía y apresuróse á alcanzar la plataforma del cadalso.
Allí le aguardaba una suprema humillación.
MI. n
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1H FUSIONES
Despojóla el verdugo del pañuelo de grosera muselina que cu-
bría su cuello y sus espaldas.
La víctima pareció querer protestar contra semejante medida, mas
como en el mismo instante apoyó inadvertidamente su pié en el del
viejo Sansón:
—Perdonad, caballero— le dijo— no lo he hecho de propósito.
A las doce y cuarto rodó su cabeza por las tablas.
En seguida movióse la multitud en inmenso oleaje, rompió la va-
lla que oponían los soldados y se precipitó sobre el cadalso para ver
de mas cerca.
Sobre el mismo labiado fué sorprendido un joven que tenia en las
manos un pañuelo teOido en sangre, y á quien se arrestó.
En su lucha con los gendarmes, su camisa destrozada dejó ver
algunos signos estrados trazados en su pecho.
Interrogado por una comisión y acusado de haber querido por fa-
natismo guardar algún recuerdo de la reina, esclarecióse la verdad.
El preso se llamaba Pedro Mingaul, mancebo ropavejero y anti-
guo gendarme. Arrastrado por el gentío basta el cadalso, trataba por
el contrario, según dijo, de borrar con su pañuelo algunas gotas de
sangre impura que le habian salpicado. Las sedales de su pecho
eran figuras trazadas ó pintarrajadas, según costumbre entre solda-
dos. Probado el hecho púsose en libertad á Mingaut por sentencia
del consejo del tribunal revolucionario.
Este insignificante episodio ha dado pié á todas las tradiciones
realistas que hablan de tanto celoso servidor desafiando los mayores
peligros para recoger algunas gotas de sangre real.
Pero celo fué tibio, aquel día por lo menos. Es la historia la que
habla.
Los vestidos de la reina fueron enviados á la Salpetriere, hospi-
cio ó casa de corrección para las mujeres, en virtud de acuerdo del
comité de salud pública que concedía á los pobres de los hospitales
y cárceles los despojos de los ejecutados, y fueron, á lo que se dice,
religiosamente conservados por la persona á quien se hizo el depó-
sito.
No vacilamos en creerlo. El hecho es verosímil. Su negativa nos
sorprendería hasta en el mas ardiente republicano.
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Di EUtOtt. Itl
Ba cnanto á los restos mortales de la reina, fueron, como todos los
de los supliciados de la plata de la Revolución, conducidos al cemen-
taría de la Magdalena.
Era el 104 cadáver que enviaba allí la guillotina desde el 26 de
agosta de 179*.
La suerte de la reina causó poca sensación en París.
María Antonieta Josefa Juana de Lorena, archiduquesa de Austria,
rana de Francia» contaba treinta y siete años, once meses y cator-
ce días.
Yarioe fueron los individuos conducidos á la Consergería por ten-
tativa de evasión en favor de la reina y condenados y ejecutados en
Mande 17t4— 17 de nivoso afio II— el mismo dia que Descourneau,
el preso cancionero, de quien luego nos ocuparemos.
La palabra canción nos recuerda á uno de los mas particulares y
desventurados habitantes de la Consergería.
El 31 da diciembre fué conducido á esta cárcel, procedente de la
ésl Teatro Francés, antes Maret, en la que habia pasado tres meses,
m pobre diablo que habia ejercido muchos oficios sin alcanzar por
eato grandes riquezas: llamábase Luis Ángel Piíou. Destinado al
oslado eclesiástico, educado por una anciana tía, que habia estado
mny lejos de haberlo hecho como una madre, lo cual importaba
fea poco al pobre huérfano, resolvióse este cierta mafiana á dejar
si pais pera trasladarse á París, la ciudad de los prodigios.
Teeia dies y ocho años, y ocho luises en el bolsillo. Entró en Pa-
ria el t* de octubre de 1789, por la barrera de los Campos Elíseos,
daade el primer prodigio que hirió su vista fué la cabeza del pana-
dero Francisco, degollado por la plebe furiosa que le acusaba de
aquí— ae dijo á si propio— una desagradable introducción,
¿fiar qué no hube de elegir otro dia para ver 4 París, ú olra barre -
ra para entrar en él? Has no importa. Aunque haya de vez en cuan*
de en Paría algunos disturbios, no deja por eso de ser la única ciudad
dande pnede hacer su fortuna un muchacho de talento, y gozar de la
vida. jQoé diablo! puesto que soy rico, divirtámonos.
T por cierto que llevaba razón. En París se hace fortuna, se mata
m él per la «afana sin que deje uno de divertirse por la noche. Pi-
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tit husiokbb
tou comprendía admirablemente la vida de la capital. Apresuróse,
pues, á comer y luego fué á tomar ana localidad en el despacho del
Teatro Francés, para aplaudir á Mole y á la señorita Coutat en et
Glorioso y en el Legado.
Allí le soplaron algunos rateros, de que no se apercibió, los tres
luises que le quedaban, con lo cual hubo de pagar su debuto: su
bolsillo había sido cortado con la mayor sutileza. Pilou comenzó una
larga serie de tristes reflexiones.
Algunos dias después su rostro de provincial azorado le atraía
aun la desgracia, y víctima de una nueva picardía, contemplaba el
resto de su hacienda reducida á diez y ocho libras, sobre las cuales
debia treinta y seis al posadero. Este adivinó la verdad en las tris-
tes miradas de Pitón y quiso ser pagado en el acto. Pito», después
de haber vendido su equipaje y pagado sus deudas, se encontró po-
sesor de cuatro francos; pero confiaba en su tía.
La misma tarde recibió de la misma una maldición en debida for-
ma. Mas como la susodicha maldición venida por la posta, costaba
quince sueldos, fué el mas amargo resultado que esperímentó Pitou
de los furores de la encolerizada seflora. Pilou se acostumbró desde
entonces á la sobriedad que convierte á ciertos parisienses en verda-
deros Fabricios. Durante muchos aftas vivió á la manera de loa
espartanos, comiendo poco y raramente, escribiendo mucho en los
increíbles diarios de la época, y cuando no había artículos que en-
dilgar, componía canciones que él mismo iba á cantar en el Puente
Nuevo, con tan buen éxito que le producían con que renovar el
calzado, amen de una comida completa en la taberna de la calle
Delfina.
Pero es preciso decirlo todo; Pitou se había desilusionado de Pa-
ria, y había concebido respecto de esta capital ideas análogas á las de
Boileau Despreaux. Ese sentimiento de mal humor antipatriótico se
desmentía algunas veces en las palabras de Pitou cuando una bote-
lla de dorado vino, la alegre risa de los amigos y el dulce calor de
un I rage menos raido, estilaban su verbosidad de cancionero critico
y satírico.
Un dia, pues, habiendo maese Pitou, en medio de una de esas co-
midas rabelesianas, acompañado de epítetos profano*— -es la es-
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de iuim¿< tu
i— ios nombres de «nuchos- poderoso» corifeo», Cae denuncia-
do, jato con doe amigos que lo habían apoyado coi su facundia,
y el 1/ de octubre de 1793, encerrad* coa ellos en la cárcel del
Teatro Francés, de donde se les trasladó á la Gonsergeriá el 31 de
b menos— se dijo Pitón— comeré todos los días. Mas no le
mas desencantos la cárcel. Ya no era aquella la Gonserge-
riá de que hablaban los buenos parisienses, cárcel de agua de rosa,
, club, sociedad de aristócratas» de artistas, de hombres de
i, que miUooaries anacreónticos, fraternizaban en el encierre,
íes argfaces festine», tan sofladoe de los cancioneros del
Nuevo. Si se deseaba un coarto separada, era menester pa«
prie; caía imposible para Pitea.
Gmdipssle osn sos dos amigos áunaTasla sala en donde esta-
ban echados de cuatro en cuatro sobre jergones de paja separado*
por dea tablas, en forma de altados, sobre trescientos preses.
B 1/ de enero de 1794, haciende na ferie estrenado, se les man-
dé bajar al patio cimbrado de ana vaUa de hierre, sobre el cual
eme la ventana del escribano del tribunal, á través de laque se man
pasar smiatfcas sombras y sanarse algunas mujeres, indicio preonr-
m de Ins lágrimas.
D tribunal se acababa de constituir en sesión.
— flé aqni una perspectiva biea triste—dije Pttou á sis amigos;—
pssses loque nae se divierte en esta cárosl.
A esa de las once se rieren pasar dea presos que acababan de
m esndenados á muerte; un tal Faverolles, ei-noWe, ex-sacerdote,
m iNenisata de infsnteria, y ayudante de campo de Damoariee, y
ágata Jolivet, esposa di wciada de Zacarías Barran, querida de
RavsroUea.
Este pasó rápidamente la mano ea torno de su cuello, cerrándola
m seguida de un moda bastante espresivo, añadiendo:
—No hay mas; se nos despacha para el otro mundo.
Detrás venía su querida, pálida, desmelenada, la vista huraña, las
MpUas ascendidas, ardientes, frebriscitada toda ella, y diciendo
á iss drasás presos:
— Vsnassámorir Acabalaos de ser condenados... Bsos jueces
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III NHSOftfiS
son unos malvados... Todos Tais á morir como nosotros... La misma
suerte os aguarda.
Al ver Pitou desfilar ante sus ojos tan lúgubre fantasmagoría, sin-
tióse desfallecer.
— i Ah! (buen Dios!— esclamó - ¡hay cosa mas horrible! ¿Qué? ¡yo
he de pasar como estos mafiana ó al otro dia, por ese postigo, y los
demás me verán poner ese semblante!... ¡Oh! ¡no quiero verlo! vol-
vamos amigos, vohamos, á los pórticos.
Tan poco tranquilizados como Pitou sus amigos, acompasáronle
debajo de los arcos que daban vuelta al patio. Reinaba alli una espe-
cie de consoladora oscuridad.. . Parecia que se estaba menos de ma-
nifiesto, menos visible que en otra parte.
Mas de repente estremecióse Pitou; cogió del brazo á uno de sus
compafieros y con un dedo envarado por el terror, señalando á la pa-
red, le dijo:
—Mirad, mirad alli... en aquella pared.
Era en efecto el menos tranquilizador de todos los espectácu-
los. Algunos presos desocupados habían pintado alli con ún color
moreno varias escenas del perpetuo drama que aquel recinto veía
representar cada dia. Aqui tropezaba un hombre, esteádia los ba-
zos y derramaba olas de sangre de sus numerosas heridas; era
Montmorin. Allá una mujer desnuda, acribillada á golpes, mutila-
da, espiraba con espantosa mirada: era laramiiletera del Palacio Real.
Debajo de estas pinturas horribles y con un dibujo toscamente verda-
dero, leyó Pitou, trémulo de pavor, las siguientes palabras escritas
por una mano ejercitada:
— t Estas figuras han sido dibujadas con la sangre de las víctimas
degolladas en este lugar el £ de setiembre.»
Huia Pitou ante tan formidable revelación, cuando, oyendo unos
grandes gritos, vio que los daba un preso que, volviendo del interro-
gatorio, se debatía bajo la vigorosa opresión de otro preso que le re-
prochaba su conducta y las crueles medidas propuestas por él contra
los presos políticos. El hombre estrangulado era el famoso Marat-
Manger, el cual falleció á los pocos dias en la enfermería en un es-
pantoso acceso de locura furiosa.
Perdió la cabeza Pitou en medio de esos horrores y cayó enfermo.
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oí mor*. i$s
i la enfermería entre Ioí calenturientos. A los tres días,
habían degenerado en leprosos.
La noticia de la epidemia se propagó, y Fouquier-Tinville ordenó
^■e se abriese nn hospicio para estos enfermos en los edificios del
t; pero el mal hacia tantos progresos que, no hallándose tor-
ios trabajos, envióse á Bicetre á los enfermos el 8 de enero
4 las siete de la noche.
Transportáronlos diez y siete Sacres. Pitón formaba parle de los
cCmndo sobamos al coche— refiere él mismo— nn pueblo ñame-
' lleoaba el zaguán del Palacio. A pesar del Crio, era tan infecto
el alar que exhalábamos, qne no podia acercársenos á treinta pasos.
Hartos en marcha, la nieve salpicaba nuestros labios ennegrecidos
par la enfermedad.»
No había llegado Pilou al término de sus desgracias. En Bicetre,
las ladrones en coya compañía, por Calta de lugar, se le encerró, le
toban* hasta la camisa.
— «El que me la robó— afiade él mismo— »me aseguró que tenia
sama necesidad de ella para ir á presidio, á coya pena estaba conde-
nado per diez afios, y me encargó que no hablase mas del asunto si
■a quería ser estrangulado dorante la noche. Callé,— continua el
bsnrado Pitou— pero no pode contener mis lágrimas qoe derramé
lago con toda libertad »
Con todo, la administración se encargó de proveerle de otra
. Ta se conceptuaba venturoso Pitou con tan preciada
i que miraba y admiraba por todos lados, cuando |oh sor-
»' ve qae está gastada y agujereada por el lado derecho del es-
poco esmero es el qoe se tiene en Bicetre— pensó— y los
pmiionirtai deterioran la ropa blanca de la nación de una manera...
jQoée* esto?— preguntó al enfermero— ¿Por qué estos agujeros y es-
tas desgarros?
— jBahl— respondió el preguntado — todas las camisas déla sema-
aa son como esta. Pertenecieron á los antiguos presos de Bicetre, ya
abéis, 4 los que han sido muertos por la justicia del pueblo en se-
lismfara; y los agujeros que veis han sido hechos por los sables y pi-
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II* NttNONCS
cae... Pero ¿veamos la vuestra?... Mirar*; esto es un hachazo...,, sí;
ud golpe que debió dar en medio del corazón. . .
Pitea lanzó ira profundo gemido, se volvió del otro lado de sv ca-
ma y se echó á llorar de nuevo.
Hasta el 13 de marzo no se le trasladó á la Consergería para ser
juzgado á sa vez. Describir sos angustias y sus sufrimientos, sería co-
sa imposible. En el banco de los acusados volvió á encontrar á sns
amigos, tan poco tranquilos como él. El asunto adquirió proporciones
considerables, gigantescas en el informe fiscal. Tratábase nada me-
nos que de una conspiración subversiva de toda sociedad.
—¡Estamos perdidos!— pensó Pitou acordándose de Faverolles y
su querida, cuando atravesando la escribanía gritaban: — | Vamos á
morir!
La sentencia fué pronunciada inmediatamente: Pitou oyó que se
condenaba en ella á muerte á sus amigos; pero cuando llegó su nom-
bre, yanooia
—¡Vamos á la muerte! — murmuraba. — Ensayemos & hacerme á
mi propio la canción funeraria.
Mas no se sorprendió poco cuando vio cerrarse detrás de él la puerta
de la cárcel. Sus amigos le tendían los brazos desde la escribanía en
que habian quedado; mientras él se hallaba en pleno aire, en pleno
patio, en pleno muelle; mientras él respiraba el aire de la vida, de la
libertad
Acababa de ser absuelto. Era la primera dicha que le sobrevenía.
Por vez primera disponía la casualidad atinadamente las cosas. Pero
¿se creerá por ventura que quedó corregido Pitou con tan terrible ex-
periencia? Nada de esto, Pitou, el incorregible por escelencia, se ha*
bia vuelto, cuando menos, fanático de oposición.
Después del 9 de termidor, cantó al gobierno y se hizo condenar á
deportación por sentencia del tribunal criminal del departamento del
Sena, de 9 de brumario del alto VI:
«Por haber perorado con tendencia al restablecimiento de la au-
toridad real.»
[Oh! ¡republicano Pitou! ¡con que erais tan furibundo orador!
Enviado de nuevo á Bicetre, embárcesele luego para Cayena en
nde permaneció tres afios.
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trmtotá ni
primar consol, fitt&tf «o eu láwíédula de
n 11 defrueWdr^cl afio H— 8 de setiembre de 1803.^
Htoa voltio & Fraabia, escribió bajo la restaaracion y oblato utifc
peAM de eate último gobierno.
Ha hace mocho tiempo que se le veia aun frecuentemente en la
btbiieleca red. Acaso vive todavía; pert de seguro que no cons-
ptaya.
B 1.* de bnsmario del aSo IV, á las cuatro de la mañana, entraba
m la Coasergeria una carreta venida al parecer de muy lejos. Un
tambre, jeteo todavía, descendió de ella, sostenido por el oonductor
v se introduje en la escribanía, no sin haber echado antes utaa enrío-
sangrada defrás de sé. !
— iQoé desgracia!— eaclamó— que do sea mas claré, para Ver tí
meaos algo de Piris.
—¡Bola! ¡eiadadaaoí— dijo el condoctor ^-tá no bás venido aquí
para ver k Parfs; con que asi, despaetémos; apronto! ' •
Apresuróse el joven i obedecer, bien qué con no poco pe*áf suyo;
alrateaé el primer postigo, como atolondrado, pasó por delante del
lemftte sHfon del conserge f fué introducido en la escribanía,' situa-
da i mano derecha del postigo.
Esta sala «mueblada de algunos bancos; por mitad destinada á
servir de aalesala i tes reden llegados y de descanso & los qtre iban
¿ saHr para el patíbulo, condenados por el tribunal revolucionario,
era naturalmente triste, pero lo parecia aun mas si se traían Í4dí me¿
maria las escenas dé que era dia y noche teatro. >
Coa electo; aftí era donde los reos de nfoerté aguardaban al ver-
daga; allí tenia logar la fatal toilette; era la antesala de la muerleá'
fie se daba el nombfe de sala ufe los muerto*.
Ea on rinroo eraban tendidos algunos jergones llenos de paja,
toaba provisional de los vivos. Babia además un armario, que cuan-
do se abría, mostraba á los desgraciados á quienes arrastraba Una
femesta curiosidad, los despojos sangrientos de los ejecutados ^1 día:
anterior, cuyo montón habían de engrosar los suyos del siguiente
dia. Kn él depositaba también el verdugo, de las mujeres ejecutabas,
caras reliquias qoe no siempre podían obtener las familias el favof
de reacatar eon dinero. ' ' l
TOMO U 1S
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IM PUMMtt
Mas la, rop» <fc loa condenado» & »u«rta iban, pft«*4e)#nps Men-
tada, 4 |oa hospicios, cuyo? pofyres babiUfltes 1*, «endiflP -eqfMdQrjp
podían utilizarte. Así fué vendida 1» de DanJpft ydft taflrfli*» <^ya
enorme corpulencia impedia el fácil empleo* t . •.
. Merced i 1» ^fcqrjdftd de ta^ lúgflto ^;ffl»PtÍ^mPMUa
croles eqpiYPfflfiipnes. Un ¿orpb»4P, abweltQ p#r ^itaiü*l, fqó
echado una vez á la carreta por ios criados del verdugo. En v^po r^
clamé, suplicó y gritó. Se había introducido por qurjo^d ei. Ja $pla
4e los muertos.
. En eíU fué donde entró ntestro pre&o* 1$q (t^seoso c^ ver á» Sfyfa
ó Btfjor 4.ichqa ^ ella fué espigado, en ftplo que su cfladaptor* M«ufc*r
do Bourgeois, daba á los empleados las noticia necearías, p»fa que
se la continuase en pl registra. "•„.—
Apenas había entrado en la sala, cuaodo se le pw &!#!# tttyjfc
*PB epft pwA W M"a reparado el provincial, , .—
—I Ahí cabaláronle dijo^par^ce que yepisde^ny^on, s<jg^#
e) pvivp que ci^re vuestra vertido y la, fftpga que T^P^fWWV110
., rrrLIego die Qarpasonft, cabUm... íAyí «$W*Mftmtaff^
disimo8 deseos de verá París, pero na bp podido :vpí *WKla b£$ty
^hora-^ Pero, caballero, perdona4,..yo o»conpíep,f, ¿Se«;i$^ aeaso
pf o^d^dapp (¡ireyrjtypré?... {Vaia á salir (Je I4 cáurcej? s .,\ .,
—Sí;— r^ícó el joven coa triste MMW—rf¡ l»l^,^^W»?^ I
¿yos? ¿ro apis el fyprpttnp Veijaijcip, caballero?; , , f
— E indigno capucbift?, transformado en poeta, ¡gqeqos (lias,
ca^aUeroi... ^^ro patai* singularwpnte vps44P para ¿a^r de la
Girey-Dupré traia coj-jado? lo$ cj$$p$, asi coqw el. cwllft .44 W
traje, y no llevaba porhata, n^i «quiera ouollo dpqnúwu .
—Sin embargo, he hecho m tocador por mis propias pftQoa,
Iba á responder el provincial, cuando culparon en Ja saja alguno*
lumbres á quienes, dirigiéndoap Girpy-Pupíé* 4^9. . ptepentefl*
ícente: , , ,
—Venís demasiado tarde,., os he abonado voq^o tr*b^p..^ VefJ,
s¡, est£ á vuestro «nato. , t
El verdugo, porque era él quien acababa de entrar ¿Oguido 4ft sjy
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M5 EUROPA. 1S»
«rodantes, ge inclinó sin responder; pero uno de sus credos, elegan-
temeaíe empolvado, sé acercó á TeiiáhcR), y te iljo:
— T ¿ros, ciudadano? Es menester prepararos igualmente.
—¡Yo!— esclamó el capucWnó.— ¿Cóiho és eso?
—Os equivocáis— dijo Girey— el setter* llega ahora de Cafaa&ona.
- ¿ÍOr qué, pues, se encuentra aqnif
▼«ando pidió á Girey que le esplicase el significado de tan eslra»
íi pretensión.
—Es moy sencillo. El abuelo Sansón trata de cortaros él cabello
aites de separaros del tronco la cabeza.
Teoaucio reclamó á tiempo y se salvó por esta vez.
Pero hobo de dejarse hacer mas adelante el mismo tocador en la
propia sala de los muertos, en donde se le condujo el 24 de nivoso
M zño II— 13 dé enero de 1794— dos meses después de la ejecu-
dea de Girey- Dupré, qne le había predicho este mal resaltado de su
viaje á París.
Veaocio solo podo ver de la capital el camino por donde se va des-
di k Convergería á la plaza de la Revolución.
Irte loa qne permanecieron largo tiempo en ta Convergería, cítase
i Daetmrneau de Burdeos, cuya canción compuesta el mismo dia de
m voerte, fué cantada por los qne le sucedieron en el calabozo y en
d cadalso.
Lecosllevi, rico banquero de esa época, qne desconfiaba de su elo-
oamcU ó de su causa, habrá logrado; según se dice, para burlar al
tribual revolucionario, obtener á precio de oro que un dependiente
iá escribano fuese colocando siempre debajo de los otros su proceso.
tata saociHa operación- era un verdadero sobreseimiento, y este llegó
á ser ta salvación del procesado, pftes llegado el 9 de termidor, salió
LBConMeux de ia cárcel. Habiendo parecido bueno el medio, em-
pteártmto muchos presos, sobre todo algunos actores del Teatro Fran*
cés9 qne se salvaron igualmente.
Rieuffo en su memoria los juegos de los presos en sus
y la vida interior de esta lúgubre pfisien, en ya moral, si
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laespn&sion nos es permitida, se mejoraba todps los dias en presencia^
de la muerte. No era ciertamente dirruyéndose de la idea delpelí*,
gro, olvidándose de la suerte que les aguardaba, sino, por el contra-
rio, representándosela sin cesar, como habían logrado los presos
elevar sus almas & la altura de su infortunio.
Todos los juegos, todas las chanzas, todas las conversaciones se
referían á la guillotina; á puro reírse de ella se les h&bia hecho tan
familiar, que no parecía sino que se trataba de la cosa iqas naüu^l
del mundo. ,
Las mujeres, tan resueltas como los hombres, las doncellas tran-
quilas y curiosas de detalles, se ejercitaban. en subir graciosamente
á una mesa que hacia las veces de plataforma del cadalso. Un ós-
culo se formaba al rededor de las mismas. Un pliegue indiscreto de,
las sayas, que dejaba entrever el tobillo, un, movimiento de cabera
demasiado vivo, que descubría el pecho ó las espaldas, dabap lugar
á críticas y á lecciones sobre las buenas maneras.
Ocupábanse igualmente del porte que había de tomarse en la car-
reta, de la posición de la cabeza y, de la espresion.tfe la mirada, que
no debia ser ni demasiado vaga, para no dar muestra de debilidad,
ni demasiado enérgica, para no parecer provocativa.
La señorita de Maupeou, niela del conde de Tresenes, preguntaba
ásu madre, en la cárcel, cómo liabiade conducirse en el cadaiso
para sufrir lo menos posible.
. Un niño de diez y siele años, el joven Maíllo ó Mellet, condenado ¿
muerte por haber tirado á la cara de los porteros un arenque podríh
da que se le servia para comer,— era la época del l^wbrft, y í08
presos se quejaban á veces harto amargamente, -ese niño, decimos,,
preguolaba sobre el cadalso á maese Sansón: .
— Caballereóme hará eslo mucho daño?
Pero la ocupación mas común de los presos era la poesía. Lo*
madrigalitos á lo Doral, las Chartreuses á lo Gresset, los paraeadoi
y las estancias ¿lo Bernis, inundaban celdas y refectorios. Las dai
mas se llamaban todas Cloris y Eglaes, siendo bajo éstos nombres
cantadas por sus compañeros do infortunio en lodos ritmos y< airee..
En punto á canciones funerarias habíase generalmente adaptado el
de: Q*e nemas-je h( fovfgre. -Ojalá fuese yo heledlo. --¿Estaba
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tan muy en boga el otro de; ¿($ $of\t touts ees peupUs épqrs?—
¿Made van epoa pueblos dispersos?
EsU<
hCanu
fedev
de Club
bwm qne traían. ^
Las cárceles continuaban llenándose; y no eran solo Jas de París
I» <pe derramaban en la Gonsergería el esceso de su triste pobla-
sen, tino que eran enviados también á ella los conspiradores de las
provincias.
Ocho habitantes de Coulon
Trgges enviaba sus soapec
ét Vadier, miembro del comi
lü rapa y pagaba su tribut
Ademia de loa nebíes y d<
tan k* calaboaos de la Con*
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itao» dé estofen» partid «fu», e» la Oriental y be tí mo>nifr(
1éo dftttfbtt ttrariiésv habt**§e €»capi*Qki**u^
danos esperimentaron, ya fuese por su influeneftl ó porsun^fahÜ)
empelaron 2 temblar jtfr sos per**ns y se ctgitam sordoíaito ^ara
pWfer demoras á la marcha del » nuevo gebtómo,/ el erial' no- /date
utbrgarie», por ser altea; wüa gracia que babi» retasado «oioedqr i
^ más ihritte* Jete. ..* i ....»•'« '
* El soleime reconocimiento rfel Supremo Hacedor, 'maniftfetaieio»
Jqiíe qiíeria oponer Bobespiérre anta la fa* de la Europa euro una
protesta patento contra 4a^ aousáotónes de imfffedádqtie loffeneinfeea
de la Francia teútrígian, llegó é*er el terreno néirtrat en que w
reunieron todos esos hombres para álicar á un góbiettno>qtte(, ctfe-
ttn<to h Virtud 7 amoral i fe érdetí del ^av p»rtda.haHert¿s ana
Sttetiata dfoecto* >1 : *í"^.- .■ ' . *-•'! :¿ . Tíb*--u .¡.-v* /wh
Al dfr siguientes la fiesta íet Set^i^tt< aparató* laufeyíM
22 de primaveral. Suponía las pocas segurid*dé*'4jtfe fctiWtttn a*n
en fartor1 de tes acusados ante ¿í tribunal réveluetártMé ^ daba á
esle éfti rao poder tma éipafattiba! IMitud t»i*te%pftAMí««i:la peiia
de muerte. Los dtfftnsofas» ftetfón srfprhnídofl-fertí e¿f4 tM'fcrttode
q*óé pretendía «ervírsefli*bés(piéfré {>ara anííjéflat* rtpkfatiftfife A tos
que en láttaávention fuellaban sordamente en «*br de 'toa prtncí->
piosdelBébert,ttaumettey DanWú. ' ! ••- < •]
' STaHa tóy pastó, no sitíuna vi va; discusión,! y Abbéspierf*, • herido
dé este golpe, se retiró del comité dé salud púbHóa, dejando eti°fttt¿>
nosde sué enemi&os esa arma de qné no tardaron en lineé* ua ¿diftt
fcHekttouso ftofk odiosa ^sponsabilliárf^arteíáS^n'tnás atfWaUW «*
bre!ttrtcabfe2áy8*bmlsámeiíioWa. -->>. •* •:• i. ; .-'.
Entonces comenzaron las ejecuciones en grafBdei^sbfei;LiBíGéAáéi^
gért* abría dhñiabienw ans plueMas'fclas oaiteBs^fftervettíaníí^Wis-
caí1 "basta cuarenta y (res sentenciadas, como' en ÍB^ de11 ptfftavtetef;
sesenta y siete como en ttdemessidor; y sesenta cmé etügntaite
díafd: * ' l" - • • -: *•<'•■'"' ' ♦: - w' '' " *,;'
Llególe también sfl^eS'fc-B^bébpierr^':' Prdaeblóie 'stti^^tfl*» d**1
figurado Les térdiidorienses tfebian 4errflWdo |>er la ttuidatfa * 'ese
gobierno sostenido pe* la audacia sola/ ' í»!."--íí i «>;.* w .. ., »
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D* SMVtk. 145
pasó también por la calle de San Honorato, por delante de
i casa, ladel carpintero Daplaix, cnyo primer piso habitaba.
Coa Robespierre espiraba la revolución de principios.
Rícese que fué siguiéndole tras la fatal carreta una mujer que no
«é de zaherirle con sos imprecaciones hasta el lugar del . suplicio.
Fiero Robespierre nada oia.
;CM era la imprecación de una mujer para aquél cuya laboriosa
én había venido á interrumpir una muerte vulgar!
Robasptorr e había ocupado, según se dice, en su corta permanencia
es la Coasergeria el calabozo de donde saliera Danton para el su-
Ha eatra en el plan de esta obra la relación de todos los detalles t
ét la terrible política que condujo alternativamente desde la Con-
al cadalso á opresores y oprimidos. Todos los partidos cam-
iluchas veces de papel durante ese periodo de grandes y con-
persecuciones; y ciertamente Robespierre , á cuya muerte
el paisanaje parisiense, llevóse á la tumba el secreto de un
que salvaba á la Francia.
Im fie derribaron á la Montaña ej-an Jos restos corrompidos del
mas antinacional que hubiese amenazado i la revolución,
bien, para ganar popularidad, en castigar á todos los vio-
partidarios de la democracia.
Cortaron, pues, igualmente buen número de cabezas, siempre en
uabre de la nación, mas con la diferencia de que los realistas y los
«trarevolucionarios les tendieron la mano, puesto que ya no se
balaba de la libertad.
La sombra de un poder cualquiera, que en el porvenir empezaba á
tazarte, era vaga todavía, pero á ella se dirigió la ardiente ambl-
an de esos termidorienses que, consagrados la víspera al patíbulo,
enspiraroo para levantarse un trono sobre sos cimientos.
Habíales adivinado Robespierre y apresuraba el castigo que de-
ka caer sobre ellos á la primera manifestación de las traiciones que
m la oscuridad meditaban. Pero ganáronle en prontitud. El resultado
kiha absuelto. Bieieron cesar grandes males; mas inauguraron otros.
Tal de catre los termidorienses que escarneció la memoria de Ro-
y la atribuyó ideas de dictador y aun de rey absoluto, de-
TOMO II 19
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146 PRISIONES
bió temblar después á menudo al reflexionar que < un partido arrui-
nado, desenmascarado, proscrito, había triunfado en una. hora, no
solo de un poder enérgico y omnipotente, sino de un principio por
el cual habían derramado su sangre y sus riquezas aquellos mismos
franceses que apoyaron la reacción termidoriana.
La caida de Robespierre, acusado de haber aspirado á la urania,
fué debida á los mismos á quienes él quería destruir por aspirar á
esa misma tiranía. Solo que los termidorienses han justificado las
sospechas de Robespierre, y nadie puede, en conciencia, apoyar la
acusación de aquellos contra los montañeses.
Dueños de París, pero hostigados por la infatigable resistencia
del partido democrático, á que llamaban la cola de Robespierre,
vieron luego los revolucionarios desmentidas con el hambre las es-
peranzas que de un gobierno mejor que el precedente habían hecho
concebir.
Sintiendo hambre el pueblo, acordóse de que el tirano Robespierre
no habia permitido que faltase en Francia el pan, y hacia guilloti-
nar ¿ los monopolistas.
Los reaccionarios guillotinaron también, pero fué á los hambrien-
tos que pedían harina.
Guando Fouquier Tinville, instrumento de todas las ejecuciones
capitales, fué á poner su cabeza sobre la tabla en donde tantos otros
habían perecido, merced á sus acusaciones fiscales, gritábale en son
de mofa la plebe:
— Ya vas á enmudecer al fin.
— Y tú á morirte de hambre— replicó Fouquier.
Muchos y terribles motines, suscitados por los jacobinos, trajeron
escesos que la Convención no habia visto hasta entonces.
El diputado Féraud fué asesinado en el corredor del palacio nacio-
nal, y como el pueblo de los arrabales quiso librar al asesino con-
ducido al cadalso, la Convención hizo sitiar el arrabal de San Anto-
nio, por Menon, el cual desarmó á los amotinados y recobró al asesino.
Desde entonces la Convención, victoriosa, se lanzó sin escrúpulo
á la contra-revolución. No solo hirió la cola de Robespierre, sino
que inmoló á los republicanos mas puros, mas inteligentes y mas
distinguidos. Robert Lindot fué proscrito; seis miembros de la Con-
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El a limo día de los Girondinos.
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DE KUIOPA. 147
i, Bourbotte, Goujon, Romme, Doroy, Lombrany yDuquesnoy,
faeron enviados á la Consergería y condenados á muerte.
Pero había pasado la época de las muertes automáticas. No se
jaeria morir ya en el cadalso, teñido con la sangre mezclada de los
patriotas y de los enemigos de la nación. El patíbulo parecía haber
vaelto á ser vergonzoso después de esta reacción tan insolentemente
triunfante.
■omine, Duquesnoy y Goujon se hirieron con malas tijeras y un
«chillo que llevaban ocultos, al descender la escalera de la Conser-
gerfa para marchar al suplicio, espirando al momento, murmurando:
— fVnra la república!
Palabra profanada por los mismos que menos la comprendían. El
propio Dan ton había dicho del pueblo:
—Será bastante necio para gritar ¡viva la república! cuando me
vea ir á la guillotina.
Umbrany, Doroy y Bourbotte, se traspasaron igualmente el pecho
cata puñal; pero como sobreviviesen á sus heridas, fueron arroja-
te lia carreta para ser decapitados.
Jfcvbolte debía apurar el cáliz hasta las heces. Guando el verdu-
gok aló sobre la tabla de báscula que quiso hacer deslizar, la ca-
tea de Bourbotte fué á chocar contra el cuchillo de la guillotina,
fM estaba aun levantado. El desgraciado vio de esta suerte prolon-
fme su agonía, y aprovechándose de este intervalo, arengó al pue-
hb hasta la caída del machete.
También envió el Directorio muchos presos á la Consergeria. El
■m conocido de ellos es el caballero de Bastión, emigrado, uno de
fas traidores mas peligrosos, pero también mas felices que hayan es-
opado á las vigilantes represalias de la república.
El caballero de Bastión fué el primero que salió herido en 1792
bajo los muros de Thiauville y cogido por los prusianos durante la
retirada. Hallábase en Holanda cuando hubo de ser vendido y en-
tregado á la compañía de las Indias. Embarcado para Batavia, gra-
das á las enfermedades contagiosas que había contraído, se le de-
sembarcó.
En 1794, salvó con sus noticias los ejércitos inglés y austríaco,
próximos á ser envueltos por la unión de los de Pichegru y Jourdan.
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148 MISIONES
Condenado á muerte en Bruselas por una comisión militar presi-
dida por el general A..., libróse del fusilamiento, permaneció oculto,
pasó luego á París en messidor del año III, denunciado el 3 de ter-
midor, como jefe del atropamiento de trescientos jóvenes en la Ope-
ra, que debian dirigirse á la Convención para asesinar á todos sus
miembros; conducido á las Cuatro Naciones y enviado luego i la
Consergeria, á petición de Delaunay d'Angers en 5 ó 6 de termidor,
para ser llevado ante el tribunal criminal del Sena; revocóse la sen-
tencia que le condenaba, y fué encerrado como emigrado y agente de
Coblrgo.
En efecto, habiasele encontrado un pase firmado por Luis Cobur-
go, en alemán. Cuatro testigos vinieron de Amiens para probar so
identidad á consecuencia de la ley de brumario sobre la emigración.
Los testigos parecieron el 12. de fructidor, una hora antes de ha-
berse dado la orden para la ejecución. Sus cabellos se hallaban ya
cortados. Afortunadamente el acusador público Lefort, que se habia
retirado la víspera al campo, habia aconsejado á su madre y á su es-
posa que pidiesen una próroga á la Convención. Obtenida esta á las
cuatro de la mañana, no fué notificada hasta las nueve y media, es-
to es, una hora y media antes de la ejecución.
Vuelto á conducir á la cárcel y cenando con sus compañeros, acor-
dóse del peligro que acababa de correr al pasar la mano por sus ca-
bellos, que halló cortados, en lugar de la cola. Púsose pálido, tuvo
calentura, cayó sin conocimiento y fué trasportado á la enfermería de
la Consergeria. Durante cuatro meses y medio habitó el cuarto de
María Antonieta.
Trasladado mas tarde á Plassis, pero luego & la Fuerza, luego á
Santa Pelagia, fué vuelto después á la Fuerza y condenado á de-
portación el 18 de fructidor. Dos veces embarcado para Cayena,
llegó á permanecer una vez seis semanas en la rada de Rochefort. A
solicitud de su esposa obtuvo permiso para continuar su destierro
en Constanza, Suiza. Dos aflos después volvía á Francia, y fué
preso como sacerdote.
En el Temple habitó los departamentos de Luis XVI.
Por fin, bajo el consulado, Ceracchi, Arena, Topineau-Lebrun y
Cadoudal, acusados de conspirar contra la vida de Bonaparte, pasa-
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DB IDBOfA 119
m el fetal postigo de la Convergería para ir á morir en la plaza de
ttws.
D infortunado Lesnrques, acosado de asesinato y reconocido ino-
eafc algunos afios después de su ejecución, habia lambien habitado
» calaboio de esta cárcel.
He tetemos necesidad de manifestar nna vez mas cuan difícil es
ekgk entre tantos millones de nombres. Pero ha pasado ya la época
m que hemos visto llenarse de inocentes la cárcel. Grandes cami-
níes Tan á ocupar el puesto que dejaron vado esos hombres emi-
mtts, á los caales debimos echar nna mirada de recuerdo ó de Iris-
tsa. Si esperamos los folios de los tribunales prebostales de la ros-
cón su acompañamiento de lúgubres venganzas, , no po-
drecer al leclor sino causas criminales mas ó menos dignas
VI.
-Ubedoyere.— El mariscal Ney.— El conde de la Valette saltado por sn es-
ssm ■ loóte!.— Detalles sobre so vida en la Convergería.— Historia de los carbono-
ri— Loa sargentos de la Rochela.— Plan de rapto.— La ejecución >-Ooorard.—
B twlcnciado a muerte.— El dia de la ejecución.
B fin del imperio vio intentar y aun casi llevar á cabo felizmente
no de h» proyectos mas atrevidos de la imaginación humana.
Un hombre recluso en una casa de curación, una especie de loco
en quien nadie pensaba, estuvo á punto de derribar en algunas ho-
ras el poderoso imperio que diez afios hacia trataban en vano de
conmover diez reyes coaligados.
El emperador habia partido para Rusia, cuando salió el general
Mallet de la casa de curación en que se hallaba, el 23 de octubre de
1812 á las ocho de la noche, y dirigiéndose á París vestido con el
aifbrme de oficial general, recorrió varios cuarteles, esparciendo en
dios la noticia de que Napoleón acababa de morir en una batalla.
Fácilmente se cree una desgracia cuando se trata de la suerte de
todo un pais. Aprovechándose Mallet del rumor que ya se habia he-
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150 PRISIONES
cbo común, va á sacar de la Fuerza á los generales Gaidal y Labo-
rie, quienes, fuese por credulidad ó complicidad, ayudan á esparcir
la alarma por toda la ciudad. Mallet se encontraba ya á la cabeza de
algunos destacamentos que debían engrosarse, y el abate Lafont,
agente secreto del partido realista, habia hecho tomar las armas á
muchos soldados para sostener la empresa. La prefectura estaba
tomada y habian sido presos muchos funcionarios públicos. Nadie
habia hecho resistencia: tan terrible era el estupor.
Dirígese Mallet al estado mayor para prender al general Hullin,
que mandaba la plaza. Este paso debia asegurar el éxito de la cons-
piración. Cuenta Mallet al general la desagradable noticia. Hullin
le da crédito como todos los demás. Entonces le declara Mallet que
tiene orden de arrestarle y le pide la espada. Ya va á dejarse pren-
der el valeroso Hullin sin oponer la menor resistencia, cuando se U
ocurre de repente pedir que se le muestre la orden.
No vacila Mallet, y le pega un pistoletazo que hiere en la quijada
al general.
Esta violencia fué lo que lo echó todo á perder.
Acudiendo socorro á Hullin, Mallet fué el arrestado.
Tiénese tiempo de reflexionar, de concertarse; piénsase por prime-
ra vez en las autoridades constituidas, y fracasa la conspiración.
Nadie se habia acordado de que el emperador tenia un hijo, on
sucesor.
Esto fué lo que mas le irritó, cuando supo á su vuelta la barra-
basada que estuvo á punto de volcar su trono.
Mallet fué encerrado en la Consergeria junto con sus cómplices,
voluntarios ó no. Lahorie, Guidal y buen número de oficiales fueron
competidos ante un consejo de guerra, que les condenó á ser fusilados.
La ejecución tuvo lugar el 29 de octubre siguiente en la llanura
de Grenelle.
Desde entonces los calabozos de la Consergeria recibieron algunas
nobles víctimas. La restauración trajo de nuevo las proscripciones y
el cadalso político.
Luis XVIII imaginó llamar al regreso de la isla de Elba un aten-
tado cometido por Bonaparíe contra la familia real, merced á cuya
ingeniosa combinación pudo envolver en unas mismas redes á todos
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DE EUROPA. 151
demostrado so adhesión al usurpador, regresado en
ft de mano.
El geoeral Labedoyere, atraído á París por una infame traición,
(hé preso en 1815. Era culpable de haber reconocido á su emperador,
de haber saludado al águila cuyas alas le habían llevado tantas ve-
ees i la victoria.
Mochos de sus amigos le habían prevenido de la deslealtad de
Lais I VIH, de su profundo odio contra los partidarios del imperio,
y habiasele puesto en guardia contra ese tirano cuyo inestinguible
tarar debía estar irritado por la vergüenza de un doble destierro.
Oavrard, el antiguo proveedor del ejército, le aconsejó que partiese
4 los Estados Unidos, y para decidirle á ir á establecerse allí, le ofre-
ció mil quinientos liises de oro y una letra de cambio de 50,000
Pero nada detiene la marcha del destino. Labedoyere debía
Eaoerrfeele en un pequefio aposento de la Consergeria, amueblado
áe u catre gris en cuya madera asegura uno de nuestros escritores
acanalado en esa misma época, haber leído las palabras siguientes,
«entas con lápiz: M de Labedoyere ha dormido aquí en...
Labedoyere fué fusilado en Geneble el 4 de agosto de 1815. Su
■serte pareció un asesinato. Coincidió con las matanzas que ejecu-
taban en el Mediodía los ardientes realistas.
Solo hay una diferencia entre ambas épocas: en el 93 los matadores
eitaban estregados k la anarquía, y en 1815 los alevosos tenían un
rey-
Poco después fué sepultado en el mismo calabozo el célebre Hi-
giel Ney, el valiente entre los valientes, el héroe de Moscovia, de
qiieo había dicho Napoleón:
— Cincuenta millones daría para saber que Ney vive aun.
Ney, par de Francia y mariscal duque, fué condenado por los
parea ¿ ser arcabuceado.
Hay quien asegura que algunos guardias de corps y realistas se
disfrazaron con el uniforme de los veteranos para tener la satisfac-
ción de matar al glorioso soldado del imperio. Es muy sensible
qte b historia, esa grande enseñanza de los pueblos y de los reyes,
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151 FAISfONES
no nos haya trasmitido el nombre de algunos de esos infames ase-
sinos.
El pueblo no tiene semejantes recursos contra la ignominia... y
los nobles gentil-hombres á quienes ha perseguido durante la revo-
lución en represalias de tantas iniquidades sufridas, esas nobles vic-
timas, decimos, conocen bien el nombre de los asesinos de setiembre.
Miguel Ney murió sin jactancia, pero también sin temor. Su mira-
da y su sonrisa deben haber sido un cruel remordimiento para sus
asesinos.
Igual suerte estaba reservada á todos los amigos de Napoleón, ó
á todos aquellos cuya gloría y lealtad ofuscaban la celosa mirada del
muy amado rey, traductor de Horacio.
No ignoraba Luis XVIII que en 1814, un mensaje del conde de
la Valette habia estado á punto de salvar á la Francia de la invasión
estranjera y conducir vencedor á París á Napoleón. Era después del
glorioso combate de Arcis-sur-Aube. Las aliados avanzaban hacia la
capital. Napoleón halló en Doulevant el siguiente aviso del conde,
director de correos:
—«No hay que* perder un instante, seflor, venid & salvar á París,
que podría capitular. »
Contando Napoleón que los parisienses se defenderían, esperó al-
gún tiempo. La traición se aprovechó de este retardo y el aviso del
conde de la Valette fué perdido. Pero de todas maneras era preciso
vengarse de tan buen francés.
Luis XVIII hizo acusar al conde de complicidad en el atentado co-
metido por Bonaparte contra la familia real, y con desprecio de la
fé jurada, á pesar del beneficio de la Convención de París, cuya ca-
pitulación concedía amnistía completa, el conde fué preso, como Ney
y Labedoyere lp habían sido.
Conociéndose perdido, condenado & la última pena, contestó & las
lamentaciones de su abogado:
— ¿Qué queréis, amigo mió? Es una bala de cafion que ha venido
á herirme en mitad del pecho.
Como Luis XVIII estaba impaciente, fijóse la ejecución el Jl de
octubre.
Solo en su calabozo, el sentenciado, preparábase para ir al suplicio
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liad, de La Welle en la Consergcria.
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DE EUROPA. 158
•e le dijo que su esposa había solicitado el favor de abra-
arte por última vez.
i de la Valette era de la casa de Beauharnais y sobrina de
Josefina.
La sangre generosa se inflama siempre en presencia de los gran-
des peligros.
Madama de la Valette llegó la mañana del 20 de octubre á la car-
ctL, neoapafiada de su hija, de doce años de edad, y de nna aya.
Envuelta la condesa en un ancho y espeso witchoura, ahogada por los
■Bonos m voz, conmovió á los guardianes, quienes la introdujeron
• donde su esposo se hallaba. Era á eso de las nueve y solo se les
concedido un cuarto de hora de tiempo.
estuvieron solos ambos esposos, cuando manda la condesa
ák aya que se pusiese de vigilancia, y en dos palabras esplica á su
In atrevida y valerosa resolución que ha tomado.
el conde en el witchoura, oculta su cabeza bajo la cofia
f4nrin de su esposa, sale á la hora prescrita cubriéndose el rostro
canm|*fiuelo y afectando una violenta desesperación, sosteniéndo-
la «A|a y la aya, igualmente desconsoladas.
Lm carceleros respetan tanta aflicción y les acompañan con una
► compasiva. Una silla de posta les aguardaba en el malecón
Plateros. Suben á ella la hija y la aya en presencia de algu-
nts enriónos. En cuanto á M. de la Valette, un cabriolé conducido
par su amigo el coronel Chatenay le habia arrebatado rápidamente
al volver la primera esquina.
Entran luego los carceleros en el calabozo, para ver el efecto que
ka producido en el prisionero esta última visita, y ven á una per-
sea agazapada en el rincón mas oscuro.
— ¿Llora? — se dicen.— Pero no.... ¿Se ha desmayado?
Aeércanse y reconocen á una mujer, cuya tranquilidad en tan te-
ito acaba de completar el cruel engaño. Dase la voz de
búscase en todas direcciones... Alcánzase la silla de posta,
es detenida y registrada; pero el conde no se halla en ella ni se pue-
den descubrir sus pasos.
Ro habiendo salido de París, debia mas ó msnos tarde caer en las
garras de sus enemigos sin el sacrificio de tres ingleses que se ofre-
Tovnn. *0
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151 PRISIONES
cieron á acompañarle fuera de Francia. MM. Hutehiuson, Bruce y
Wilson le escoltaron hasta Mons, á donde llegó sano y salvo.
Madama de la Valetle y su aya fueron procesadas; pero supo aque-
lla defenderse con nobleza, y se las absolvió. El conserge fué destitui-
do con buen número de empleados de la Consergeria, á quienes se
acusó, si no de haberse dejado seducir, por lo menos de falta de vi-
gilancia.
Las sucesivas venganzas ejercidas por Luis XVIII, que volvia á
entrar pacíficamente en sos estados, inspiraron á algunos ideas de
represalias. La policía vigilaba activamente á los conspiradores, bas-
tante numerosos, pero sin esperiencia, desbaratando ó evitando unos
tras otros muchos complots tramados por las sociedades liberales;
mas no pudo evitar que el heredero del trono fuese herido por un
aislado puSal que aguzaba en silencio uno de esos hombres resueltos
como los suelen abortar las grandes agitaciones revolucionarias 6
las grandes iniquidades.
El duque de Berry se había hecho odiar del ejército por sus altivas
maneras, su absoluta ignorancia y la brutalidad de que habia dado
muchas pruebas para con los oficiales que no le eran simpáticos.
Estábamos en 1820. Lo que se llamaba entonces ejército era el
resto de los soldados del imperio. Este resto lo componía un ejército
formidable, poco manejable para un joven disoluto y sin esperiencia,
porque aun se acordaba de la mano imperial cuyo solo gesto tenia
tanto valor como autoridad.
El duque de Berry parecía propenso á resucitar las fáciles cos-
tumbres de otro tiempo, tan poco á propósito para los hombres seve-
ros y laboriosos de la república y del imperio. Así, el odio se diri-
gía mas particularmente á él que á los demás prinoipes, pues él era
el heredero de la corona y teníase derecho á esperar del mas joven
las mayores cosas.
Hé aquí lo que el alcaide de la Consergeria escribía una noche á
la luz de una vela que le tenia un gendarme:
c Ha entrado en la casa. . .
«Louvel (Pedro Luis) mancebo guarnicionero, de treinta y siete
afios de edad, natural de Versalles, habitante en la época de su ar-
resto en esta de París, en las caballerizas del rey, acusado de ha-
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DE SUROFV 158
ber, en 13 de febrero de 18!0 á las once de la noche, herido de una
pafialada á su alteza real monseñor el duque de Berry, que murió
de resultas.»
Débase en la Opera, plaza de Ricbelieu, el Carnaval de Venecia y
Jar Bodas de Camocho. El duque y la duquesa asistían á la repre-
sentación. A las once menos dos minutos, salió el principe del co-
liseo para acompañar á la duquesa hasta su coche, que aguardaba en
ta calle de Rameau, junto á la de Santa Ana; y en el instante en que
valvia 4 entrar, cogióle Louvel por mitad del cuerpo, dándole tan vio-
hato y sibito golpe, que solo creyó haber recibido el duque un pu-
Despoes de muchos interrogatorios tanto en el mismo teatro como
ei el ministerio del interior, fué trasladado Louvel á la Gonsergeria
el 14 ¿ las cinco de la tarde. Habia sido arrestado por un mozo de
cafe llamado Paulmier y un guardia real de apellido Debierre, que
retasó aceptar todos los ofrecimientos que se le hicieron hasta el de
Vi era de honor, y pidió su licencia absoluta.
Oeko oficiales de paz se relevaban cada tres horas cerca de su per-
asea, enriando después de cada guardia el jefe del primer despacho
mn exacta relación de todo lo que habia dicho" y hecho el asesino.
Di brigadier de gendarmería hacia lo propio en el interior, enviando
á su superiores otra relación escrita, de suerte que ambos relatos
ipalsaban uno con otro, al propio tiempo que se vigilaban mu-
Mil doscientas personas fueron interrogadas sobre este crimen, y
par temor de que existiese una conspiración cuyo instrumento hu-
biese sido Louvel.
Ea medio del diluvio de cumplimientos, pésames y otras muestras
de adhesión que de todas partes caían, no podia menos de llamar la
aleación la carta siguiente, dirigida al jefe de la primera división da
la Prefectura de policia por el llamado Lucet, detenido en el depó-
sito de la Prefectura, y de la que hizo lectura M. Decazes en la cá-
mara de los diputados. Déla aqui:
«Caballero,
c Acabo de saber con la mayor satisfacción el asesinato del seffor
de Berry, y he pensado sobre el particular que no vendría mal
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156 PRISIONES
que hubiese el resto de la familia experimentado la misma suerte.
No sería mas que un justo castigo de los males que han ocasionado
á la Francia por su obstinación en querer reinar en un pueblo que
les habia desde mucho tiempo arrojado y olvidado. (Cuánta gloría ha
adquirido el que ha dado la puñalada, y cuánto envidio su acción!
¡Ojalá pueda yo un dia tener ocasión da imitar su valor!»
M. Decaces no leyó mas.
Hablase olvidado de la siguiente frase: ,
« Debe hacerse una observación no poco feliz, y es que el sefior du-
que podrá reemplazar al que en semejante dia se enlierra todos los
años (el buey gordo).
»Tengo el honor de ofrecerle mis sentimientos de que muchos par-
ticipan, etc.»
Recibida esta letra, buscóse una fórmula para castigar á su autor.
Pero una misiva no constituye ni crimen ni delito sino cuando ha re-
cibido publicidad por parte del mismo que la escribió. Lucet se ha*
liaba procesado por vago. El tribunal le condenó á seis meses de
prisión, debiendo quedar después de cumplido el procesado á dispo-
sición del gobierno.
Louvel habia sido soldado. Siguió al.emperador á la isla de Elba
y trabajó para su guarnés. Tan modesto como desinteresado en su
adhesión, asistió á la batalla de Waterloo, y no habiendo podido se-
guir en su nuevo destierro á Napoleón, habia concebido desde en-
tonces la idea de su crimen y comprado en la Rochela el instrumento
de que se hubo de valer para consumarlo.
Era Louvel tan económico que rayaba en avaro. Hallóse en su
cuarto en dinero la cantidad de 165 francos, ropa blanca y buenos y
aseados trajes. Sin embargo, no ganaba mas allá de 2 francos 50
céntimos diarios, y todo lo mas 4 francos.
Tan rigurosas ó inicuas fueron las prisiones á que se procedió, que
llegaron á ponerse arrestadas algunas gentes que cantaban en medio
la calle, y otras porque reían. Un comisario-arrestador estuvo en
un tris como no perdió su empleo por haber dado un concierto el dia
14 de febrero. Fórmesele causa y probó plenamente que solo era
culpable de haber mandado afinar aquel dia el piano de su hija.
Ya no existe hoy dia el calabozo que ocupó Louvel en la Conser-
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DE EUROPA. 1*1
geria: era ui píen embaldosada casi á nivel del plan terreno, ilu-
por ana ventana qne daba al patio, pero tan elevada que no
rse á ella el preso, y tan insignificante qne habia necesi-
dad de conservar día y noche encendido un farol dentro del calabo-
m. Hallábase además separada esa pieza por otra en la que se halla-
ba la oficina. Habia centinela en el corredor, centinela en el patio,
debajo de la ventana y en el interior un oficial de paz y nn brigadier
de gendarmería.
Condújoee á Louvel al Louvre para ponerle en presencia del ca-
dáver. No manifestó el asesino la menor emoción y declaró qne no
lema cómplices. A su vnelta se ocupó mucho de su redingote verde
que («piaba y doblaba con esmero.
Quejábase un dia de frió en la cabeza. Respondióle el gendarme
qae casado se daban tales golpes era menester llevar siempre en la
faltriquera el gorro de dormir. Louvel replicó que hubiera debido de
mucho tiempo desde el dia en que habia resuelto llevar á
plan.
, á menudo de Carlota Gorday, diciendo que ella habia
una heroína en tanto que él se asemejaba á un monstruo,
y qae Áa embargo ese monstruo y esa heroína habían hecho lo mis-
mo, matar á un tirano.
Hacia gran caso de los buenos alimentos, á fin de que no le falla-
ses las fuerzas en presencia de sus jueces. Gomo quiera que se le
pramtiese la vida si descubría á sus cómplices, contestó:
—«Seria esto una cobardía, sien realidad tuviese yo cómplices;
y sitado yo un cobarde, no hubiera hecho lo que he hecho. »
Qaejóse igualmente de la camisa de fuerza que se le habia puesto
para impedir que se matase.
— € No es esta la muerte que deseo: quiero ser juzgado conestrépito. »
Cambióse á menudo el régimen de Louvel; y ora se le daba tan
tolo pan y agua turbia, ora se le servían buenos platos á su elec-
ción. Por lo demás, el conserge le trataba con particular atención, á
lo que le eslavo el preso sumamente reconocido.
Quiso leer, mas como se le enviasen los Sermones de Massillon,
devolviólos, porque le fastidiaban, según dijo. Además no le inco-
modaba poco la camisa de fuerza para volver las páginas.
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IBS PRISIONES
Louvel era de alegre carácter; pero se fastidiaba con todo frecuen-
temente. Tomaba por sus guardas el mayor interés. Su conversación
con ellos giraba siempre sobre política ó sobre asuntos festivos. Ha-
blase encariñado de los dos perritos del conserge; les hablaba; ju-
gueteaba con ellos durante horas enteras y se ocupaba sobre todo de
su peinado, que quería esmerarse en cuidar para el dia de la eje-
cución.
Louvel dejó la Gonsergeria por el Luxemburgo el 5 de junio, vol-
viendo á ella el 6, para volver á salir el 7 para el cadalso.
En el tribunal de los Pares pronunció un discurso cuya publica-
ción en los periódicos prohibió la comisión.
Divirtióse durante la deliberación de los jueces en remedar la vos
de estos y de los abogados. Después se le mandó pasar á la escriba-
nía en donde le fué leída la sentencia, que oyó sin pestañear. Gomo
se le proponía un sacerdote á quien se negaba á recibir, hizole el
escribano un sermón muy conmovedor sobre la necesidad de la re-
ligión en un trance como el suyo.
—Creo ir al Paraíso— replicó— tanto por lo menos como los que
han hecho armas contra la Francia y muerto franceses.
En seguida volvió á continuar su comida, que había interrumpido
semejante escena, añadiendo:
— Bien pudieran haber venido antes ó después de mi comida.
Todavía hubo de sufrir muchos interrogatorios que le fatigaron en
estremo, y volvió á comer alas dos. Bebió, contra su costumbre, vi-
no puro, y luego pidió detalles sobre el traje de los condenados á
muerte. Anunciándosele que le debia ser cortado el cuello de la ca-
misa;
— t|Lá8tima!— dijo— tan buena como es todavía!»
T en seguida mirando su redingote verde:
—¡Qué desgracia!— añadió— j tener que abandonar esta prenda,
en el buen estado en que todavía se halla! To la confeccioné, así co-
mo también mis pantalones, mi chaleco y mis zapatos.
A las cinco le pareció largo el tiempo. Se había puesto muy páli-
do. Guando á las seis menos cuarto se le avisó que era preciso par-
tir, palideció mas aun.
—Estoy pronto, contestó.
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DI EU10WL 151
Condijooele 4 la tale- escribanía en donde el ejecutor le ató las
■anos i la espalda y le compuso para el fatal acto. En seguida se
le hizo subir i la carreta.
Louvel estaba impasible.
Llegado al cadalso, contestó al abate Montos, que le decía:
—Hijo mió; la ocasión es llegada de desarmar al Señor con un
■acero arrepentimiento.
—Padre mió, hay ya bastante, y apresurémonos, porque allá ar-
riba me aguardan.
Lsuvel subió con paso vacilante las gradas. Los ayudantes del
verdugo tuvieron que sostenerle; pero mientras le sujetaban en la
tabla, miró fríamente al rededor de la plaza la enorme abundancia
de espectadores.
Si cabexa cayó 4 las seis en punto.
No quedan de Louvel ni retratos parecidos, ni cartas; pues las
i que escribió son solo de su polio, pero no de su dictado ó
i. Eran cartas de despedida que se le habían compuesto
5, según se dice.
La Eeetauracion, tan violenta, tan rencorosa, igualaba los eece-
sss de loa mas fogosos reaccionarios. Organizóse contra ella una vas-
la asociación, conocida con el nombre de carbonería ó carbonarismo.
Sesgante secta, émula de la francmasonería, toteaba sus alusio-
nes y sus símbolos del oficio de los carboneros. Los carbonarios
sa ocupaban misteriosamente de la regeneración de la Italia opri-
mida por el Austria; y de Italia habían pasado k Francia sus princi-
pios en na época de embriaguez gubernamental.
Los carbonarios de París estaban divididos en pequeñas reunio-
nes, llamadas círculos ó ventas. Habia ventas particulares, ventas
cfBJrafef , altas ventas y por fin una venta suprema , núcleo del go-
bierno destinado k salir de este misterio regenerador.
Rmptriifr*** por la venta particular, en la cual no se entraba sino
i propaeata de muchos carbonarios que respondían del neófito. Era
áe rúbrica que el candidato hiciese profesión de un odio probado con-
tra al gobierno despótico. Babia algunas sociedades preparatorias á
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160 PRISIONES
cuyo cargo corría la educación política de los candidatos sin espe-
riencia, y con los cuales no hubiera podido contarse en caso de ne-
cesidad.
Cada venta particular se componía de veinte carbonarios que to-
maban entre ellos el nombre de buenos ó queridos primos. Luego
que estaba completa una venta, empezaba el escedente & reclutar
para la formación de otra venta, de suerte que pudiesen ser permi-
tidas las reuniones y un solo cuerpo se ofreciese á las persecuciones
de la policía.
Veinte ventas particulares que nombraban cada una un diputa-
do,— era por lo general su presidente— formaban una venta central.
Compréndese el principio de la gerarquia: cada venta central nom-
braba también un diputado cerca de la alta venta, la cual á su vez
tenia un diputado correspondiente en la venta suprema.
La correspondencia estaba, pues, perfectamente arreglada y con to-
do el secreto apetecible: puesto que esas ventas solo estaban uni-
das por un lazo casi imperceptible, un solo hombre, fácil de supri-
mir ó alejar en caso de descubrimiento. De ahi resultaba que cada
miembro de la asociación no conocía sino á los miembros de su ven-
ta y cada diputado dos ventas.
Estatutos rigurosos y sujeción á un juramento terrible, garantiza-
ban la seguridad de la asociación. Uno de los artículos de tales esta-
tutos fulminaba pena de muerte contra todo perjuro que hubiese reve-
lado el secreto de la carbonería. Una simple indiscreción atraía la re-
pulsa de la alta venta y una reincidencia era castigada con la muerte.
Algunos signos particulares de reconocimiento facilitaban las re-
laciones entre unos y otros carbonarios. Tenían sus señas, contra-
señas y fórmulas sagradas. Saludábanse levantando ó inclinando el
antebrazo, ó apoyando el codo en la cadera; algunas veces señalaban
el corazón con el índice, ó se tocaban en la mano formando con el
pulgar y el índice una G, ó doble N.
Entre la multitud podían reconocerse pronunciando las palabras
speranza, á la que respondían los inteligentes con la de féde, es de-
cir, fé y esperanza; ó bien la palabra carita, caridad, de la que arti-
culaban los unos la primera sílaba, y los otros respondían con la se-
gunda y los demás con la tercera.
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DE EUROPA. 161
hr la, loe earbooarios debiaa estar provistos cada cual de un f u-
ri de munición con bayoneta y de veinte y cinco carinchos de cali-
bre. Estaban obligados á instruirse en el manejo de esta arma y en
lü ejercicios militares de la infantería.
Al eotrar en la sociedad deponían cinco francos en la caja gene-
ral j liego un franco cada mes; cantidades que llegaban á repro-
faáne inmensamente por la fructificación delegada & los miembros
ét k venta suprema.
Ei 1821 , el patriotismo enardecido por la opresión, ofendido por
k larga presencia de los ejércitos extranjeros en un pueblo acos-
tabrado á llevar al estertor sus banderas, el bueno y candido pa-
triotismo, si así podemos llamarle, se contentaba con la diversión
ét «a asociación semejante y con estas reuniones en donde cada cual
p*fca dar espansion i sus sentimientos, soñando en alta voz y en
penda de fieles amigos en la libertad y en la gloria de la Francia.
Tin numerosos llegaron k ser los carbonarios, que sin esa honradex
fe qp hemos hablado, sin esa religión de la humanidad, que les
teca arar como sagrada la vida de sus adversarios mas rencoro-
«t héieran podido derribar ciertamente á Luis XVUI y comenzar
■tnera revolución cuyas últimas bases se limitaban para ellos
í k bella constitución del 91.
El su derrota, obtenida tan fácilmente por la Restauración, hállase
huma prueba de esa incertidumbre que constituye la caridad de
pe hadan profesión. Pero habían de haber reflexionado que en ma-
tead* conspiración los juegos de niños van & terminar al verdade-
ra cadalso, y que si ellos se servían de puOales de palo y de armas
i, sus adversarios combatirían con fusiles bien cargados y un
bien afilado en los campos de batalla de Grenelle y de la
Grave. Hé aquí lo que deben tener presente cuantos conspiran fuera
éá colegio.
Michos complots, á los cuales se esforzaba en prestar la Restan-
gigantescas proporciones, acababan de estallar, gracias á al-
agantes provocadores, así en Belfort como en Marsella y To-
ba. Aprovechó la ocasión el ministerio para apresurarse á aniquilar
la carbonería, de la cual poseía desde algún tiempo los registros á
abierta.
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1*t PRISIONES
Nantes, Saumury el general Berton, son nombres célebres en los
fastos de la policía de aquella época. Casi no se ocupaba de otra cosa.
El 18 de abril de 1821, el 45 regimiento de línea pasó de guar-
nición á París. Era un regimiento completamente realista. Con todo,
muchos desús sargentos primeros se afiliaron en la secta de las car-
bonarios. Llamábanse Bories, Pommier, Goubin y Raoulx. Con su
ejemplo entraron á componer una venta, recibiendo los pulíales da
rigor, otros sargentos de la misma clase y varios soldados.
Inocentes puñales, símbolos cuya misma puerilidad debía haber
probado á los jueces que solo se contentaban los conspiradores con
sus emblemas y sus misterios. La conspiración peligrosa es la que
prescinde de semejante fantasmagoría.
Mas la política restauradora evocó, gracias á esos pulíales, todo
el boato de misteriosos terrores, para hacer erizar los cabellos á los
jurados; esos puñales despertaron fantasmas, sombras sangrientas;
un abogado general, pintoresco hasta el fanatismo, desenvolvió una
teoría del contacto de semejantes puñales con la mano del conspira-
dor, y probó que un hombre puede llegar á ser un asesino á la sim-
ple vista, al mero tacto del puñal. ¡Lo que es el miedol Sin embargo
¿no era cosa de risa ver ese puñalito en poder de un soldado, arma-*
do ya de un fusil con bayoneta y de un sable bien afilado?
Si nos estendemos un tanto sobre el descubrimiento de esos puña-
les es porque fueron en realidad el mas sólido eje sobre que giraba
la sangrienta acusación fulminada contra los sargentos de la Rochela.
Estos cuatro sargentos, hechos carbonarios y armados con tea con-
sabidos puñales, parten con el regimiento hacia la Rochela. ¿No os
parece ya que desde que poseen la famosa arma, la Francia está
perdida? Hacen bien en esconder esos terribles puñales en su jergón
y en su mochila; no podia menos de embarazarles su peso.
Rories era un joven exaltado, temible además para el gobierno de
la Restauración; pero al fin conspiraba como un estudiante de retó-
rica. Mediante una buena contraseña, un estrepitoso brindis y el
cambio de un apretón de manos, se daba por satisfecho y hallaba
los negocios de la carbonería en muy buen estado.
Una reunión de la venta de Rories había tenido lugar en París, se-
gún el dicho de un testigo, en la taberna del declarante, el Rey Cío*
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DE KUROrá. I€S
férf « la montafia de Santa Genoveva. Hubo discurso patriótico,
oomneinoracion de los grandes hechos revolucionarios y entusiasmo
sostenido por algunas botellas de Tino, vaciadas en honor de los
ejércitos franceses.
La venta de Bories había sido ya designada á la policía, y durante
el trayecto de Paris á la Rochela, fueron tan perfectamente descubier-
tos lodos los pasos del joven sargento primero, y tan bien se advir-
tió al coronel de su regimiento, que al llegar á la Rochela fué envia-
da Bories k una prisión militar.
Desde este momento lodo le pareció complot al vigilante de los
nutro sargentos del 45.* de linea. Sus esfuerzos para ver á Bories
••ucíaban !a necesidad de comunicar con él, en mayor bien de los
astutos del complot; su entrevista con un individuo á quien no ha
podido todavía conocerse, era un consejo celebrado para la ejecución
de) muño complot; la ilícita salida de Pommier, cierta noche, era
oaa deserción meditada para trasladar algún parte útil al buen éxito
éá GMiplot En una palabra, desde aquel instante los cuatro des*
estaban perdidos á los ojos de la autoridad, sin saber que
otro peligro que el de una condena por la sala de policia.
Pero nao de los iniciados, Goupillon, atormentado por los remor-
iimimtos, va á confesarlo todo al coronel. ¡Todo! jamás seha podido
desabrir que cosa era ese todo, & menos que haya querido hablarse
de los estatutos y de los símbolos de la carbonería.
Goupillon revela un proyecto de arbolar la escarapela tricolor,
confiesa poseer también un puñal, confiesa haber prestado juramen-
to de guardar el secreto, y sin embargo lo revela.
Había mas que suficiente para gentes ya tan bien instruidas. El co-
I, después del toque de silencio do la noche, manda vestirse yar-
coo todo sigilo á la primera compartía de granaderos. Procó-
dese al arresto de los conjurados, húrgase en sus camas y en sus
aochilasy y das* con los famosos pulíales; huíanse también cartas de
reconocimiento usadas entre carbonarios,
Hé aquí descubierto el complot. A propósito de esos puñales va
aban á invocarse el punzón de Louvel.
Cada prueba que surge presenta los mismos detalles. Es siempre
un carbonario á quien se ha recibido en una venta, haciéndosele pros*
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161 PRISIONES
lar juramento sobre un sable ó un pufial. Nadie entre los mas celo-
sos denunciadores, sabe lo que se trataba de hacer; unos creen que
servir á la república; otros á Napoleón II; otros no creen nada.
¡Qué conspiración! Todos repiten se dice, y la acusación queda
reducida á encontrar un jefe para tales conjurados.
Este jefe está designado. Es Bories el que ha distribuido los puña-
les, recibido á los neo filos y dado impulsión á la carbonería militar.
Para hallar una sombra de verosimilitud, un principio de ejecu-
ción á este complot, para evitar que se diga que se entrega á un ju-
rado á algunos hombres acusados de haber cantado canciones patrió-
ticas, bebido en honor de la libertad, maniobrado unos en frente de
otros con puñales de comedia, enlázase el asunto de la Rochela con
la rebelión meditada por Berton en Saumur, y de uno de los dos de-
litos se forja una arma capaz de hacer caer algunas cabezas en París
y en Saumur, en Nantes y en Marsella; en fin, por todas partes.
Matarlo todo, pero reinar; hé aquí el espíritu de la Restauración,
bien poco diferente por ende de las mas ridiculas teorías revolucio-
narias.
El abogado general se atrevió á presentar á Bories como el alma
de la conspiración, como un hombre nacido para conspirar. ¡Reprochó
ai acusado el tener una opinión poco firme!
La ley de los sospechosos, contra la que se ha declamado tanto, no
decía tan audazmente las cosas.
Exigióse al jurado la mas desapiadada severidad en un informe
de á folio en donde se hallan todos los argumentos empleados en
todos tiempos por el espíritu de partido y de venganza. La rópjica de
los procesados á semejante requisitoria ofreció á Bories, acusado de
obrar con exaltación y de jefe del complot, uno de esos movimien-
tos oratorios que pintan con rasgos de fuego la nobleza del alma y
el valor de una generosa indignación.
—Se me quiere presentar como jefe del complot,— esclamó levan-
tándose— como su instigador, como el mismo complot en carne y
hueso; ¡pues bien! yo acepto estas acusaciones con toda la responsa-
bilidad. Si, soy todo cuanto se ha dicho; por consiguiente, pues, mis
coacusados no son culpables, y el sacrificio de mi vida bastará para
salvar la suya.
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DE EUROPA. 165
Este arranque do produjo efecto alguno en unas almas á quienes
se había hábilmente helado por medio del terror.
Bories, Pommier, Goubin y Raoulx fueron condenados por el ju-
rado i la última pena.
Semejante catástrofe esparció el espanto y el terror en las clases
de la sociedad á que los reos pertenecían. Las ventas se reunieron.
Huchas fueron de parecer de que se verificase un le van la miento que,
organizado con valor, hubiera podido acaso tener buen éxito. Al-
guno* miembros mejor inspirados se contentaron con trazar el plan
de un rapto para salvar á los sentenciados.
Hé aquí el pensamiento de ese plan que nos ha sido comunicado,
que indirectamente, por uno de los miembros de una venta pa-
b, y en los propios términos sustanciales con que se nos co-
mmieó.
tLoa diputados de muchas ventas debían reunirse en número de
encanta, hacer llevar aisladamente sus fusiles con bayoneta fuera
4b Varia, y provistos de cartuchos salir de la ciudad por diferentes
terreras, para hallarse por la mañana en el camino de Bicetre, pues
Jos «argentos habian sido trasladados á esta cárcel, de donde debían,
«fin costumbre, ser trasladados á la Gonsergeria la mañana misma
de la ejecución. Reunidos los conjurados en un punto determinado
del camino, y ocultos en las canteras inmediatas, debían hacer fuego
de improviso contra la escolta. Hábiles tiradores como eran casi to-
dos, debían herir ó matar fácilmente la mitad de dicha escolta, por
ns nuMrosa que fuese, que sin duda lo había de ser. En seguida,
vn combate alarma blanca entre gente tan resuelta contra unos sol-
dado» sorprendidos y turbados por lo imprevisto del ataque, no po-
día ofrecer á los primeros desventaja probable. Una vez libertados
los presos, debían ser conducidos al momento á paraje seguro, y en
el caso de sufrir una activa persecución, se habría ejecutado el mo-
vimiento general de los carbonarios parisienses.»
Acaso los mártires de esta sociedad tenían derecho á esperar una
tentativa de parte de sus hermanos; pero la venta suprema se negó
á dar el consentimiento, y el rapto dejó de llevarse á ejecución.
Otro proyecto subordinado al anterior fracasó también por la ti-
i 6 circunspección de los jefes supremos de la carbonería. Sin
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161 PRISIONES
embargo, muchos miembros afiliados se dirigieron á las dos de la
madrugada hacia la plaza de Gréve, para obedecer á la primera se-
dal. El regimiento que montaba la guardia en torno de la plaza y del
cadalso, se componía en parte de buenos primos.
Nada estaba todavía perdido.
El 20 de setiembre de 1822 salieron los reos de la Consergería á
las cinco menos cuarto. Iban tranquilos y sonriendo. Su continen-
te no revelaba orgullo ni petulancia. Su mirada se paseó segura y
penetrante sobre aquella muchedumbre que se hubiera enardecido
al primer soplo. Pero el soplo generoso no llegó.
Llegados los cuatro amigos á los pies del cadalso, abrazáronse con
conmovedora solemnidad, gritando:
—¡Viva la libertad!
Este grito sublime, suspiro el mas glorioso de tío moribundo, no
halló un solo eco.
El terror y la vergüenza oprimían todos los corazones.
Bories fué el último que dobló su cuello bajo la sangrienta cuchi-
lla, murmurando todavía:
—¡Viva la libertad!— mirando en el fondo del fatal cesto las ca-
bezas de sus compañeros de infortunio.
La multitud se escabulló en medio del mas lúgubre silencio. Co-
menzaba á cerrar la noche: al mismo tiempo que se iluminaban las
doradas ventanas del Louvre, y en tanto que las pesadas carretas
conducían á Glamart los mutilados cadáveres de las víctimas de
aquella jornada, Luis XVIII se hacia veslir para la fiesta que daba
en las Tullerias. Esta fiesta fué de una magnificencia escandalosa;
fué un insulto á las simpatías que los reos habían escitado.
Unos versos que se han hecho célebres se fijaron, la noche misma,
en las rejas del Louvre; eran estos:
Luis, ¡qué hermoso dia
para tí y tu cohorte!
mátase en la Gréve,
danzase en la corte.
Falta completar la historia de la Consergería en esa época con la
prisión del proveedor Ouvrard, doblemente célebre por su prodigio-
sa fortuna y por su cautiverio. Todavía existe en esta cárcel el jar-
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BE EUROPA. 117
día que había alcanzado que se le plantase debajo de sos ventanas y
fie i sis espensas hacia cultivar por algunos oíros presos.
Gabriel Juliano Ouvrard, nacido en 1770, cerca de Clisson, en
Bretafia, había comenzado por unos principios nada prósperos. Pre-
vieado en 1788 el reinado de la libertad, un afio después de la lo-
na de la Bastilla, probó que habia acertado. El joven habia compra-
da eo Poilon y Saintonge, por dos afios, toda la fabricación del pa-
pal desd&ado á la imprenta.
Ouvrard habia contado con la libertad de la prensa.
Coando esta libertad llegó, el especulador pudo realizar la suma
de trescientas mil libras. Sus asociados habian hecho su fortuna. En-
Oavrard se hizo banquero y giró por valor de muchos mi-
— Lo mu difícil de adquirir— decía— es el primer millón; en cuan-
to á loa demás, basla con saber impedir que no vengan.
No fué Ouvrard tan feliz en vaticinar la fortuna de Bonaparte, y
fe rebasó un empréstito de doce millones sobre el consulado.
De z\á procedieron entre el rey de los negocios y el rey del genio
varias desavenencias que tuvo que lamentar aquél mas de una vez.
Csa todo, atravesó con bastante tranquilidad el imperio; pero en-
cargado bajo la Restauración de las provisiones del ejército espedí -
¿osario que enviaba Luis XVIII á España, esperimentó en el envió
retraso* y pérdidas que le indispusieron con el ejército. Se le acusó
de imfidelidad en el cumplimiento de sus compromisos, y se le pro-
cesó por el pago de cinco millones.
Ouvrard se negó á satisfacer esta suma y fué condenado á cinco
aloe ¿o cárcel.
Cobo le hiciese entonces el ministro Villele proposiciones para un
nevo contrato de provisión, haciéndole presente que era vergon-
para él permanecer solvente y preso, contestóle Ouvrard:
—Coco millones son los que se me piden y cinco los afios de pri-
i qie debo sufrir por mi insolvencia; con que es un millón por afio
lo que me gano aqui dentro. Proporcionadme una especulación que
me dé un beneficio equivalente á esta suma, y estoy pronto á salir;
délo contrario, dejadme ganar en paz mis cinco millones.
Ouvrard lo tenia todo, escepto la libertad. Todavía repite Santa
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168 PRISIONES
Pelagia el eco de sos suntuosas comidas, de sus escandalosas prodi-
galidades. Recuérdase aun que compró en diez y siete mil francos la
libertad de un sastre, vecino suyo, cuya celda ambicionaba para es-
tar mas ancho, y quitarse de encima á un desapiadado músico que
locaba la flauta y desesperaba á Ouvrard, acostumbrado á mas
suaves conciertos.
En la Consergeria rivalizó Ouvrard con el famoso inglés, que gas-
taba cien mil libras al año dentro de la misma prisión. París se ocu-
pó mucho de ese preso voluntario, de sus prodigalidades y de sus
manías.
Tanto es el poder del dinero, que la terrible disciplina de la an-
tigua prisión llegó á relajarse en obsequio del que tan espléndido en
todo se mostraba. Los barrotes de hierro fueron disimulados con flo-
res y ramaje, y en cuanto á los caprichos, estos iban al prese, no es-
te á ellos.
Solo los acreedores hubieron de quedar tan perjudicados como
antes.
Gomo esta cárcel no es una casa de corrección, sino de prevención,
no se obliga á trabajar á los presos, que pasan el tiempo en una len-
ta y peligrosa ociosidad.
Espectáculo es á la vez siniestro y repugnante el que ofrece en in-
vierno el calefactorio. Bajo esa campana de piedra que fué el cala-
bozo de Ravaillac, se embuten centenares de hombres vestidos andra-
josamente, que ríen, murmujean y suspiran, como una nidada in-
mensa de pájaros dañinos, bajo la inspección de un solo gendarme,
cuya voz es bastante p^ra reprimir todo ruido exagerado, todo de-
sorden proveniente de las disputas ó de los juegos de semejantes
huéspedes de pálido aspecto.
La torre de Bombee ó de Ravaillac sirve de calefactorio á los pre-
sos varones, y está contigua al mismo malecón.
Todas las mañanas, después déla distribución del pan, resuena en
los corredores la lúgubre voz de los carceleros que llaman por su
nombre á los presos á quienes va á juzgar el tribunal de los Assises.
Yéseles pasar entonces en silencio detrás del guardián, y atravesar la
puerta de hierro que comunica con el palacio.
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1>E EUfcOPá. 169
Por la tarde, después de la audiencia, los mismos ecos repiten los
gr-aidos y las maldiciones de los sentenciados coya infamia ha sido
acanelada y fijado el castigo.
Las quejas se pierden y se apagan poco á poco bajo las bóvedas,
viene la noche á arrojar su negro manto sobre nuevos do-
Alguna vez es un hombre pálido, vacilante, el que pasa; los guar-
íate parece que le miran con compasión, sosteniéndole sin atre
i hablarle.
¡Qué diferencia entre estos miramientos y la rudeza con que trata-
ba» por la mafiana al mismo preso!
B hombre avanza lentamente. Todos los demás compañeros de
«•cierro arriman ávidamente sus cabezas á los cristales y á las rejas.
Un espantoso silencio retiene de todos los labios el grito de la curio-
ádadque está pronto á escaparse... Pero, lo han acertado.... el pri-
wmto acaba de ser condenado á muerte.
Neo antes se le había visto hablar, reir todavía. Hablaba de su
esperanzadamente. Preguntaba si el sol es grato también en
l bajo la casaca del forzado. Su mas sombrío porvenir era el
presidio...
Hele ya eliminado del número de los vivos. El guardián que le
precede le conduce por diferente camino y le abre la puerta de la pri-
esa de los condenados á muerte.
E» esta un calabozo de piedra cuya bóveda es bastante elevada.
Du boarda ó lumbrera enrejada lo ilumina á la izquierda. Todo el
apoteolo está acolchado hasta cierta altura. Además vistese al senten-
ciado con una camisa que sujeta sus miembros impidiéndole el mo-
verse. Un gendarme y un guardián están allí queno le pierden de vis-
la. Si el recirso de casación ha sido admitido, es trasladado el reo
4 Bketre dorante los cuarenta dias de la revisión del proceso. Mas
■ ae olvida de llenar esta formalidad, no sale del calabozo sino para
el saplicio.
Sin embargo, raramente se priva un condenado del beneficio de
m nuevo plazo. ¡Es tan grata la vida! ¡Son tantas las cosas que
peden sobrevenir en cuarenta dias!
Ne hay un solo reo qne haya dejado de soñar en este porvenir de
YWOU tt
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no misiones
seis semanas que nuevamente se le abre, en alguna revolución, un
terremoto,[una inundación ó un incendio.
El hombre no quiere creer jamás que la aniquilación de su ser
pueda operarse sin un gran trastorno de la naturaleza.
No obstante, transcurren los dias; el preso los ha confado. Una
mañana se abre la puerta del calabozo. Un portero seguido del direc-
tor de la cárcel viene á anunciar al preso que el escribano del tribu-
nal de los Assjses tiene que hablarle. El reo palidece. Del momento
que va á seguir, depende su vida. Espía en todos los rostros el me-
nor síntoma qu« pueda revelarle su suerte; pero los semblantes,
de todos permanecen impasibles.
Entra el escribano. Lee una larga fórmula, de la cual una sola
palabra, envuelta en veinte frases, hiere como un rayo al reo que la
estaba acechando. El fallo ha sido confirmado.
Después de esta terrible palabra ya no debería parecer cruel el cu-
chillo. Has no es ya ocasión de reflexionar, Los guardianes se apode-
ran del infeliz ajorado, le empujan hacia un carruaje que arranca vo-
lando h^cia París, y entra en el patio déla Consergería áeso de las
diez.
El reo vuelve á su calabozo, cuyas paredes le parecen mas som-
brías. Cada movimiento apresurado de las personas que se le acer-
can le resuena en el corazón y en la cabeza.
—¿Tenéis hambre?— le preguntan. Se le pone la mesa. El reo co-
me alguna vez. Acuérdase luego de que ha de llegar un sacerdote,
algunas personas de su familia ó de sus amigos, cuyas manos desea
estrechar por última vez.
Cuchichease en torno suyo, y se le mira con atención. El desgra-
ciado objeto de semejante curiosidad se pasea con sombría viveza.
Mil cosas son las que tiene que decir. Por un lado es la* religión \\
que le solicita; por el otro las últimas esperanzas. El perdón puede
llegar todavía. Alguna vez ha venido á salvar á los pacientes incli-
nados ya en el cadalso.
Con todo, pasan las horas con increíble rapidez. El reloj de Pala-
cio las va señalando inexorablemente. Algunos crueles indiscretos
sacan el suyo para cerciorarse.
El sacerdote cumple con solemne unción sus supremos deberes.
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M E1A0FA. 111
B reo, distraído algunas veces, le escacha sin oírle. Su pensamien-
to está aun distraído en las cosas terrenas.
Oye» sí, acercarse unas pisadas que involuntariamente le hacen
estremecer; pisadas temidas, que conmueven el edificio entero de la
cárcel.... Es el verdugo, que llega insinuándose con corteses y afec-
tuosas maneras, seguido de sus acólitos, mas corteses aun, pero cu-
ín manos trabajan mientras se enternecen sus ojos. (Manos ocupa-
das « empujar de grado en grado á la víctima, hacia la muerte que
te aguarda!
El director de la Consergería y el jefe de los guardianes se acercan.
—Son las tres— dicen al reo.— «¿Queréis comer? ¿Qué deseáis que
es sirvan?
Apeaas acaba el triste de espresar su deseo que ya ha sido cum-
pMe. {Terrible alusión al valor del tiempo que le queda de vida!
¡m pMde perderse un momento siquiera!
El reo tiene sed: bebe para despegar la lengua del seco gaznate.
i, porque su sed no se estingoe y porque recuerda que ese
> éeque se satisface puede á veces hacer olvidar. Has olra orn-
es la que le domina: la embriaguez de la desesperación y
<H terror.
Da fugitivo rubor colora sus mejillas; el valor reanima su pecho.
De repelle suenan en el esterior lúgubres pisadas y la puerta vuelve
á abrirse. El reo rechaza el vaso en que bebia; deja caer de sus ma-
nsa la torta que estaba comiendo, los cabellos se le erizan á la vista
éb eae hombre que entra saludando y con la cabeza descubierta.
—¡El verdugo! — mormura el sentenciado.
Nnevo saludo por parle del hombre cortés.
—Si deseáis llenar algún acto de piedad en la capilla, caballe-
ra» tendremos el honor de esperaros.— Dice con voz cariñosa ese
Estas palabras significan:
—Daos prisa en rezar vuestras últimas oraciones, porque el tiem-
po apremia.
—¡Oh! {la religión!.... ¡Una oración, si, una oración todavía! Es
n plazo aus; un medio cualquiera de esperar.... ¡Desgraciado! Ig-
que Dios solo puede otorgarle su perdón en el délo.
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n« PRISIONES
Sin embargo, despiértase la desconfianza del reo y prefiere per-
manecer en el calabozo.
Apenas se le ha contestado, cuando se le avisa que está aguardán-
dosele en la escribanía.
Allí encuentra nuevos semblantes. Gendarmes, funcionarios, pe-
riodistas, la mayor parte de los empleados de la cárcel.
Quilasele en seguida la camisa de fuerza que lleva puesta desde
que se le ha notificado el fallo; luego se le conduce á la escribanía
pasando por corredores llenos de guardas y porteros; oblígasele á
sentarse en medio de esta silenciosa hilera, y las tijeras del ejecutor
le cortan la parte de la camisa que cubre el cuello, y luego después
los cabellos.
Quiere el reo hacer un movimiento y se apercibe de que tiene las
manos atadas á la espalda con una cuerda tan delgada como fuerte,
que termina sujetándole igualmente los pies, pero no de manera que
le impida moverlos para andar.
Todo está ya terminado. La vista estraviada, convulsos los labios,
recomiéndase el reo á los jefes articulando á la ventura algunas pa-
labras que no espresan sino el estado delirante del que las pronun-
cia; palabras que correrán mañana de boca en boca, lanzadas al es-
pacio por la prensa, repetidas por todos los diarios.
Un ayudante del ejecutor echa sobre las espaldas del reo la hopa
de los condenados, cuyas mangas quedan colgantes, y va solamente
sujeta por el botón superior debajo de la barba del paciente.
A tan corto momento sucede un silencio general. De improviso es-
tremece las bóvedas un siniestro ruido. Es la carreta que viene á
tomar posición en el patio. Las herradas patas de los caballos de la
gendarmería resuenan mas distintamente sobre el enlosado, y á la
orden que da el jefe, óyese luego el choque de las aceradas vainas
de los sables.
— ¿Tenéis aun necesidad de alguna cosa?— dice al reo el director
de la cárcel.— ¿Queréis beber? ¿queréis hablar á alguien?
—¿Deseáis hacer alguna revelación?— dice el escribano ó el comi-
sario de la ejecución.
—Pensad en Dios— murmura el sacerdote.
—Caballero— dice el verdugo— cuando gustéis. . . Ha llegado la hora.
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DE KURUPA. llt
Este es el único acento que el reo percibe distintamente.
Levántase de so asiento. Un hombre se presenta á cada lado para
sostenerle. Frecuentemente prefiere apoyarse en el brazo del sacer-
dote, coya voz le anima.
La puerta se abre. El aire hiere en el rostro al paciente, el cnal sa-
be aturdido á la carreta por un estribo que desaparece en seguida.
La carreta se mueve, brillan los sables de los gendarmes, los caba-
llos piafan, murmura la muchedumbre como un océano. La Conser-
jería desaparece á la vista del reo que todavía la mira. Así huye su
vida.
Atraviésase el malecón de las Flores, el puente de Nuestra Se-
fionu Por todas partes la multitud, negra, apiñada, inmóvil, los rú-
tilos de las tiendas, las muestras, pasan rápidas por junto el senten-
ciado.
De repente faltan las casas; un rumor inmenso llena el espacio;
la carreta oscila y se detiene.
El reo desciende, y el sacerdote le abraza llorando. Encuéntrase
al pié de una escalera de madera pintada de encarnado; encima su
cabeza se levanta sobre algunos caballetes un tablado del mismo co-
lor que la escalera. MieBtras mira lodo esto, los ayudantes del ver-
dugo le han subido. Ve entonces dos largas vigas perpendiculares
m cuyo estremo busca maqninalmente la cuchilla.
Durante este segundo de tiempo, este siglo, no ha notado una ta-
bla encarnada y que á la altura de su pecho se levanta. Los ayu-
dantes del verdugo le alan contra esta tabla por medio de correas
adheridas á la misma. De repente y por un rápido movimiento de
báscula, la tabla se inclina y antes que pueda proferir estas palabras:
—¡Dios mió! (apiadaos de mi alma!— cae sobre su cabeza una
jtodia luna que se la sujeta, al propio tiempo que obedeciendo el cu-
chillo al resorte que comprime el ejecutor, deslizase con la rapidez
del relámpago por entre sus encajes de cobre.
El desgraciado ha dejado de existir.
T. por A. Blanci.
FIN DE LA COKSiaGERÍA.
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2Í3
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PRISIONES
DE EUROPA.
«artr****»*IA0»ti*m0k*mm n*
SALADERO DE MADRID.
» VU|*fMf« ■« m
U cárcel del Saladero de Madrid no puede, ni podrá nunca, glo-
riarse de la celebridad adquirida por las prisiones de Estado. Pocos
nombra femeeos ilustran sai registros; su historia no está enlazada
intimamente con la de grandes instilaciones; es posterior á las épo-
cas de tenebrosos procedimientos y de implas torturas; ni siquiera
h acompasa el prestigio de una fundación remota.
Bs cárcel formada de desechos, destinada á presos vulgares; sin
loa atractivos de lo desconocido, sin el encanto de la tradición. Hom-
i viven boy que la han visto convertirse en cárcel, y pueden es-
> can fundamento que la verán caer y convertirse en depósito de
i, ó en cuartel, ó cosa semejante.
Para el vulgo, pues, la cárcel del ¿tatabro no ofrece nada notable.
Su aspecto no es el de una fortaleza, sino el de un edificio urba-
m muy moderno; á no ser por las ventanas abiertas en la fachada
al ras del piso de la calle, que se cierran con reja de hierro, enreja-
do de hierro y postigos de hierro; á no ser por las rejas, de hierro
también, que cierran las ventanas del piso segundo; el forastero po-
dría entrar y salir diariamente por la puerta de Santa Bárbara, sin
' que pasaba por delante de la cárcel.
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171 PRISIONES
Y esto seria tanto mas fácil, cnanto que son muy chatas las ven-
tanas abiertas al ras de la acera, de suerte que no las ven todos los
transeúntes; y como el ancho portal está completamente abierto de
dia, y el balconaje del cuarto principal es propio de casa de grandes
y no de cárcel; solo un curioso muy observador podrá conocer des-
de fuera lo que es por dentro el edificio, fijándose en ciertos porme-
nores, y eso porque la desgracia y los grandes padecimientos pare-
cen tener habla y manifestarse á despecho de toda clase de falsas
apariencias.
Digámoslo de una vez: á la primera ojeada, la cárcel del Saladero
se parece á muchos edificios públicos de objeto muy diferente del
suyo y también á muchas casas levantadas en Madrid para comodi-
dad de sus dueños.
En vez de enormes sillares, de torreones aspillerados, de fuertes
almenas, de fosos y murallas, tiene un lienzo de fachada recto, en-
jabelgado y pintado de arriba abajo, ni mas ni menos que el Colegio
Politécnico y el Teatro del Príncipe y el Gasino.
En vez de grandes personajes históricos, muchedumbre oscura á
quien no habrá que oLvidar, porque de nadie es conocida.
Pero detrás de aquellas paredes á otras muchas semejantes, den-
tro de aquel recinto vive un mundo singular.
Allí todas las pasiones, todos los estravios.
La ruda energía, los ímpetus no domados, la codicia insaciable que
ha sido torpe, la imprudente liberalidad, el arrojo que sube hasta
el crimen y la flaqueza que hasta el crimen desciende: todo lo irre-
gular existe debajo de aquel techo, que pesa como si fuera de plomo
y tuvieran que sostenerle continuamente aquellos á quienes cobija.
¡Niños de tierna edad, niños de ocho años, de limpia mirada, de
rubio cabello y sedoso, asoman tal vez por una puerta entreabierta!
¡oh, qué natural, qué bello seria imaginar que á pocos pasos estaba
su madre celándolos, temerosa de que se lastimaran con sus inocen-
tes travesuras!
No. ¡¡Son criminales!!
Cree uno haberlos visto retratados á los pies de la Concepción de
Morillo, piensa otro que seria bien hallarlos al pié del altar espar-
ciendo el suave olor del incienso, cantando al Señor con sus voceci-
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DE EUROPA. 1.1
tu melodía»*... pero ¡ton criminales! No visten el alba nítida, sino
harapos mugrientos, no rezan, blasfeman; sn idioma es jerga; su
oficio el ocio; su placer el mal; su esperanza... ¿qué esperan los po-
brectlos? ¿qué desean? ¿qué piensan?
Están presos.
No tienen voluntad ni discernimiento, pero delinquieron, según
decimos los hombres.
Criados en la miseria y la ignorancia; solicitados por la ostenta-
ción y el fausto, que despiertan ambiciones tempranas; sin pan ni
hneo consejo en el hogar, sin freno ni conciencia, sin miedo; que no
le tienen los inocentes á peligros de que nada saben, van á parar á
la cárcel como otros son llevados al médico que sana, á la atmósfera
qae minea, al sabio profesor que cultiva el entendimiento.
fian vivido en el abandono ¡mas les hubiera valido quizás no co-
nocer padre ni madre!
A lo menos el expósito pasa los primeros afios sometido á un ré-
(Unen que puede hacerle adquirir hábitos de orden; á lo menos si no
halla á quien amar, trata con quien le inspira la idea del respeto; á
lo aesos ai es voluntarioso, se le reprime; si es violento, se le sujeta;
ú es pereíoso, se le estimula al trabajo.
fichará de menos el cariño maternal, si; pero los desgraciados que
tívcd afios de su nifiez en la cárcel ¿qué le deben al amor de la ma-
dre y al amparo del padre, ni qué porvenir pueden ofrecer á los au-
tores de su existencia si comienzan consagrándola al oprobio?
A esos infelices no se les llama nifios. El instinto popular ha ins-
pirado á los moradores de las cárceles un epíteto tan indigno como
expresivo, para designar á sus mas tiernos compa fieros.
Míeosles llaman, sin duda, porque en gestos y ademanes, en modo
de vivir, en juegos y diversiones imitan lo que ven hacer á los hom-
bres. Ese prurito que les mueve á fingir batallas, ceremonias solem-
nes y hechos, cuya magnitud y rumbo convengan al activo movi-
miento de la sangre y á la sed de lo maravilloso, que son peculiares
á la primera edad; ese prurito, decimos, se calma también en ellos
imitando el hurto cauteloso y arriesgado, la valentía y prepotencia
en la pelea, la largueza en gastar y la sangre fría para perder dinero
al juego.
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171 PRISIONES
Todos los estravlos se inoculan con admirable facilidad en aque-
llos desdichados.
Todos quieren parecer audaces, obcecados, pendencieros como tos
presos barbados, y es harto frecuente ver á dos presos de diez afios
denostarse mutuamente ante una niña de su misma edad, como si en
efecto cupiesen éñ ellos el amor al sexo y la pasión de los celos.
Ese prurito de imitación se les desarrolla en la cárcel, en la di-
rección que vamos indicando, hasta un extremo al parecer increíble;
asi se les ve anticiparse en todos los afectos ciegos: en sus semblan-
tes antes que el pudor asoman los indicios de la concupiscencia, pín-
tense los estragos de las bebidas fuertes; y el desenfado de que ha-
cen gala y la dureza de que blasonan para los trabajos que puedan
sobrevenirles, forman un conjunto monstruoso, asombran á quien
los mira y estremecen de escándalo á quien los oye.
Su aspecto no inspira lástima al común de la gente.
La cárcel suele prestarles ciertas prendas de abrigo; pero esas
prendas, blusa ó camisola, camisa ó pantalón, no siempre alcanzan
para todos y suelen andar medio vestidos, nada aseados, rotos, y lo
poco que visten, sobre estar mal tratado, no cuadra al talle ni á las
formas del que lo usa.
Hubo un tiempo, no remoto, en que esos niños vivían confundidos
y revueltos con los presos de mayor edad: imagine el lector los hor-
rores de que serian testigos, victimas y cómplices, pensando en las
vergonzosas miserias de que son teatro ciertos colegios de enseñanza
muy vigilados. v
Personas sensatas, personas de^buen corazón, que de intento ó
por casualidad visitan á los niños presos, salen de la cárcel mas bien
poseídos de horror que de lástima hacia ellos, y si se enteran de sus
fechorías, crece de punto la repugnancia y repulsión que les inspi-
raron.
No es estrafio.
Todos aquellos niños antes de entrar en el Saladero han incurrido
en ciertas faltas. Háseles reprendido una y otra vez, pero no se les
ha puesto en el caso de que les fuera imposible la reincidencia. Incí-
tales la edad; aconséjales dañosamente el mal ejemplo, sóbranles las
ocasiones , sus padres, siempre menesterosos y cegados por la
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DI BUMML 179
ignorancia, cundo no por el vicio, son impotentes para atajar el
dallo.
La impunidad y la ineficacia de los correctivos, los camaradas y
la natural inclinación, dan sus amargos frutos.
De suerte que esos niños cuando entran en la cárcel están ya
acostumbrados k la vida vagabunda, á castigos inoportunos y esté-
rites, i reincidir impunemente, i oir celebrar con admiración rate-
rías ingeniosas, robos atrevidos, navajazos de maestro, burlas san-
grientas, venganzas terribles.
Ellos son parte obligada del escandaloso cortejo que acampada al
Campo de Guardias á los reos de muerte; ellos miran con envidia el
ropaje encarnado de los que tocan la campanilla de la Paz y Caridad;
entran y salen por la taberna donde se reúnen los malhechores de
m barrio; ellos saben de memoria los versos mas gráficos de los ro-
mances de ajusticiado ó de ahorcado, como dicen todavia: al ver su
vida, al conocer sus propensiones, al examinar su conducta, nos con-
velemos de que el crimen tiene gran potencia de atracción sobre el
ocio y la ignorancia.
¿Y se puede culpar á aquellos niños del ocio y la ignorancia en
que viven? ¿Se les puede culpar de que en tan tierna edad no se»
propongan ellos mismos combatir sus malas inclinaciones? ¿Se les
pnede Culpar de lo que se hayan maleado con los espectáculos que
con frecuencia ocupan su atención?
Lo cierto es que el curioso al visitar la cárcel y el departamento de
los Jóvenes, se encuentra con muchachos desmoralizados, duchos en
toda suerte de picardías, que se burlan de la palabra justicia y des-
precian á la sociedad que nada ha hecho por ellos.
Hacen alarde de truhanerías, prefieren el caló al castellano, aguzan
el rabo de su cuchara de madera y se hieren con ella manejándola á
modo de navaja.
Una ó dos veces á la semana les entretiene un par de horas algún
individuo de la compafiia de San Vicente de Paul, que gratuitamente
les espiicacomo Dios es trino y uno y como se pudo verificar la En-
carnación del Hijo.
De cuando en cuando las circunstanciaste aquel especial estable-
amiento consienten que se les dé maestro de primeras letras, y sien-
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180 PRISIONES
do por lo coman corta la estancia de los niños en la cárcel, suelen
recobrar la libertad cuando saben el silabeo.
Los que salen por primera vez libres, son reclamo seguro para los
que todavía no han entrado, á quienes describen el interior de la
cárcel con su pintoresca imaginación. Ellos cuentan cómo vencieron
el disgusto de las primeras horas; cómo se procuraron familiarizar
con las novedades que les rodeaban; quiénes eran sus amigos y sus
enemigos; qué cara tiene el preso mas notable; qué jugarretas se
hacen unos á otros, y mil pequeneces que les dan importancia á los
ojos de los que les rodean.
¡Cuántos niños de esos se habrían salvado sien el seno mismo del
hogar no se les hubieran facilitado los medios de pervertirse!
Es un lugar común de la conversación familiar lo de lamentarse
de los vanos esfuerzos del hombre honrado, completando esla obser-
vación con la prosperidad de I os poco escrupulosos.— Los niños' lo
oyen, no disciernen, pero obran.
Después que han adquirido malos hábitos y peores inclinaciones,
son cogidos en una falta grave y los llevan á una cárcel poblada de
hombres avezados al crimen.
¿Qué pueden aprender allí? ¿Es corrección, es castigo, es justicia
colocar á esos niños en una cárcel? Allí tienen de seis á ochocientos
maestros en todo género de infamias, que conciertan planes, recuerdan
sucesos, ensalzan rasgos abominables, se ríen del arrepentimiento y
envanecen con insensatos elogios á aquellos mismos niños que en
impudencia y temeridad sobrepujan á sus compañeros.
Así los curiosos visitadores de la cárcel no ven en ellos niños como
los demás, sino monstruos.
La independencia y el trato que sostienen redoblan su precocidad;
el amor propio endurece su obcecación; una de las pocas ideas que
les avergüenzan es «ser menos que otro.»
Así, al salir por primera vez de la cárcel, se llenan de vanidad pen-
sando en el prestigio que van á ejercer sobre sus compañeros de tra-
vesuras, y estiman como un beneficio de la suerte la experiencia que
han adquirido y les servirá (apara otra prisión. »
Un amigo nuestro que defendió á uno do esos delincuentes prisio-
neros, después que obtuvo su absolución, trató de impresionarle vi-
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DE EUROPA. 181
ite haciéndole ver la indignidad y las graves consecuencias del
crinen. Comenzábale á ponderar la suerte que le cabria si por des-
gracia llegaba á reincidir, y ©1 niño le interrumpió con viveza di-
deudo: — Otra vez lo negaré todo.
Esta es la medida de la eficacia de la cárcel.
En ese mundo abreviado se encuentran criaturas que ó tienen he-
cha resolución irrevocable de vivir y morir en el mal, ó persisten en
él por la fuerza de algo superior á su voluntad y su conciencia.
No es raro ver entrar en el recibimiento de la cárcel á un mucha-
cho de diez á doce años; preguntar con desparpajo si su amigo Fula-
Kto está en encierros, y encargar que de su parte se le entreguen
viudas, tabaco ó manta para abrigarse, y aun espera que el mozo
Taya y vuelva para cerciorarse de que se ha cumplido con su encargo
y saber si algo pide el preso.
A veces no es un muchacho, es una muchacha quien, desenfadada
ó llorosa, luchando con un asomo de pudor ó sobreponiéndose á toda
taqieza femenil, va á enterarse de la suerte del pobre preso y á of re-
caten miseria.
Ed Ja cárcel del Saladero, los presos que no pertenecen á los Patios
tienen casi todo el dia abierta la comunicación con la gente de afuera.
Lm niños, es decir, los que ocupan el Departamento de los Jóve-
nes, situado en el piso mas alto, van y vienen por los pasillos del
piso principal, ya para el trasiego de paja para los petates (que este
nombre tienen las camas de la cárcel), ya para traer y llevar anea,
cundo los dedican á componer sillas, ya para ayudar á la limpieza
é á las faenas de la cocina, cuando no con alguno de sus infinitos
pretextos; pues son aficionados á tratar con los mayores y servirles,
sobre todo á los de mas nota, y se deleitan oyendo chascarrillos
carcelarios ó las circunstancias de algún delito singular ó reciente.
En este trato adquieren relaciones con gente que puede serles útil
dentro y fuera de la casa; y en efecto, los hay que se encariñan con
un hombre y le buscan al recobrar la libertad y le au si lian en sus
arriesgadas empresas compartiendo la próspera y la adversa fortuna.
Mientras no valen para cosas mayores, son correos, santeros, es-
oías, ojeadores, noticieros: es decir, que llevan y traen recados entre
H gente que concierta golpes de mano; observan á que hora entran
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181 PRISIONES
y salen de su casa las personas contra quienes se trama un delito; se
enteran de circunstancias que el autor principal no debe examinar
por si mismo, ya para no despertar sospechas antes, ya para quedes-
pues el recuerdo de su persona no sirva de indicio; corren con el aviso
cuando repentinamente hay que cambiar de escondrijo un efecto ro-
bado; y se les debe esla justicia: suelen guardar fiel y leal meóle las
prendas de valor que en lances apurados se les confian.
Apostados en la esquina de una calle donde sus maestros y protec-
tores acometen una hazaña, no haya temor de que se pierda por su
falla de advertencia.
El tierno cómplice de aquella maldad, creería deshonrarse si por
torpeza suya dejase de ser robada una familia que ni le da pan ni fo-
menta sus gustos, y que de seguro le miraría con repugnancia, si no
con desprecio, al encontrarle al paso.
Bien guardada está la esquina.
Si aciería á pasar una persona y el centinela no distingue á prime-
ra vista quien sea, se le acercará á preguntarle la hora, á pedirle li-
mosna ó bien lumbre para encender una colilla, hasta averiguar si
es ó no de la casa donde se perpetra el delito.
Tiene convenidas con los perpetradores las señas con que debe dar-
les á entender lo que ocurra.
Para avisar que viene un vecino de la misma casa, pero no del do-
micilio violado, por ejemplo, debe fingir con grandes voces que lla-
ma á un compañero; para avisar cosa distinta finge llamar á una mu-
jer; para indicar otro caso echa una copla, ó media copla, ó grita el
desdichado a ¡madre, madre!»
Los hay entre ellos muy sagaces, muy discretos. Criminales ex-
pertos, al verlos en los pasillos de la cárcel, les saludan como saluda
el veterano á un compañero de armas bien probado.
Los dias de comunicación oficial para los Jóvenes son los domin-
gos. Reciben en su departamento, compuesto de vastas habitaciones,
en verdad poco habitables. Da frió penetrar en ellas.
El enladrillado del piso está echado á perder; las paredes sucias,
llenas de monigotes dibujados (si asi puede decirse), con carbón. La
mayor parte del año sus jergones son como sus vestidos, y no cab*
ponderación mayor.
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DEIÜROFA. 183
Acompásales la miseria al entrar, y no les deja, antes se ásmente
tetro con la de sos compañeros .
Visitantes á algunos sos madres ó parientas; que casi siempre son
■ojcres quien mas cariño les muestra; á la generalidad se les ve ha-
blar con amigos ó novias.
Hemos creído observar que las visitas oficiosas son de lo que mas
enoja á los jóvenes presos. Quizás sea porque la estancia en la cár-
cel crea hábitos y necesidades qae ni son fáciles de esplicar ni de ser
comprendidas, y la conversación egoisla denn carioso irrite al que
uta ó supone en él villana indiferencia ó siquiera ofensiva tibieza
pm el pobre que carece de la preciada libertad.
On ios cómplices , con los compañeros de aventuras sucede todo
lo contrario. Un dia de visita es un dia de grata expansión. El ami-
go le cuenta al preso lo único que le interesa y comparte con él sus
sensaciones. Le dice cómo queda el barrio; qué piensa de su prisión;
quién le murmura y quién le defiende; en qué pasan el dia los de su
caterva; si le han recomendado al escribano; el preso en cambio le
espiic? cómo declaró, qué le preguntaron, lo que experimentó al ver-
se encerrado en un calabozo (y si ba llorado se io calla); qué rancho
le dan; qué costumbres hay en la cárcel, y le entera de cuanto sabe
con tanta minuciosidad, pero con mas animación que los cicerones al
referir al viajero las particularidades de un gran edificio público.
Las muchachas suelen llevar algo que sirva de merienda, y por
regia general una cajetilla de tabaco picado y un librillo de papel de
La Pantera.
unos formando corro disputan sobre quien ha cometido mas ac-
tos diguos de alabanza; otros escuchan atentamente el reíalo de los
hechos de uno que se fugó librándose de una larga condena; otro
grupo solemniza con risotadas una chocarrería feroz, inspirada por la
hopa; obscenidades y violencias, rasgos de malicia y osadía; propó-
sitos dj delinquir, manifestaciones de desprecio á las leyes y á la fa-
milia ¡ninguno de aquellos desdichados tiene mas de diez y sie-
te afios!
Tal vez, sentados en un rincón, lejos de la muchedumbre, hablan
en voz baja uno de los jóvenes y su madre ó su hermana.
Habla un corazón puro, una voz preñada de lágrimas, un gesto es-
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184 PRISIONES
presivo; hablan unas miradas de entrañable cariño; habla ana vehe-
mencia loca; prodigando palabras de compasión, consejos nobles,
consuelos inefables. Evoca el recuerdo degeneraciones honradas; en-
carece la vergüenza de toda una familia; augura temerosa un por-
venir de oprobio y se despedaza el corazón al ver su impotencia con-
tra la mala ventura.
¿Quién sabe lo que pasa en el alma del que la escucha?
Si el encanto de la virtud le rodease de dia y de noche; si aquel
prestigio le dominase continuamente sin consentirle que volviera los
ojos á otra parte ni resonasen en sus oidos otras voces
Pero al caer la tarde se despide á las visitas que no volverán has-
ta pasados ocho días, si pueden; toda la semana la pasará el preso
con los presos, el delincuente con los delincuentes, podrá ser que el
bueno resista aun á la acción de aquella atmósfera; pero es induda-
ble que el pecaminoso se irá pervirtiendo.
Los dias que no son de visita suelen asomarse los Jóvenes á las
rejas de su departamento que caen á la ronda. Desde allí, encara-
mados suelen hablar con sus compañeros que les llaman á voz en gri-
to para que se asomen, cuando tienen recado ó noticia urgente que
darles, y aun mas de una vez llama una muchacha á uno de ellos,
solo para preguntarle cómo está y prometerle volver el domingo pró-
ximo.
En Madrid es extraordinario el número de muchachos callejeros
que dan el contingente al sitio de que tratamos.
Fuera de los muchísimos que compran y venden objetos que nada
valen, hay no pocos que ni siquiera tienen el protesto de una indus-
tria aparente.
Unos pasan el dia y ia noche pordioseando, comiendo las sobras
del rancho á la puerta de los cuarteles, merodeando en los mercados
y plazuelas, abriendo las portezuelas de los carruajes á ja hora de
salir de los teatros, revolviéndose en todo sitio de gran concurren-
cia, durmiendo entre montones de ripio, jugueteando á orillas del
rio y por las afueras de los puentes de Segovia y de Toledo.
Los banqueros de lotería que se improvisan en la alameda de la
Virgen del Puerto, los gimnastas que trabajan al aire libre, los ma-
drugadores que embaucan á los paletos con su habilidad en manejar
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DI EUROFA 185
h baraja; todos los que reúnen á su alrededor á machos cariosos in-
teresando so atención y su dinero, atraen á gran número de mucha-
chos, cuya ociosidad, malamente consentida, les lleva paso á paso á
la cárcel.
Hemos dicho ya que en el departamento de Jóvenes no hay ningu-
no que pase de los diez y siete affos.
En efecto, los presos de mas edad están repartidos entre los de-
más departamentos.
La única división algo racional de la cárcel del Saladero consiste
a la qoe separa á los jóvenes de los hombres.
Na es perfecta esta división, supuesto que todos están en contacto
demasiado frecuente, y en todos los departamentos el simple acusado
vire eo comunidad con el culpable, aunque este haya sufrido una y
condenas de presidio.
Los hombres que ocupan la mayor parte del edificio, son aquellos
iü»s mismos, que crecieron en el abandono y perseveraron en el mal .
¡Qoé mundo tan eslrafio, tan lleno de maravillas!
Allí, aunque estraviados y pervertidos, están vivos todos los no-
bles afectos.
Ta suponemos que habrá quien nos tache de paradójicos; ya sabe-
mos también que hoy se espera con impaciencia que un escritor de-
mócrata asiente la pluma sobre el papel pidiendo justicia para cual-
quier desgraciado, y en seguida se le acusa de preconizador de infa -
■lias, de amparador de malvados.
Nonos importa.
Hemos dicho que en aquel mundo están vivos todos los nobles sen-
timientos, porque los hemos visto manifestarse.
Allí lo que no hay es freno, ni orden , ni continencia.
El exagerado aprecio de si mismo, la pasión del amor, los celos,
venganzas de agravios ciertos, ignorancia y miseria todo eso y
mas puede concurrir á llenar una cárcel mas espaciosa aun que la de
la corte de España.
Todas aquellas enfermedades crónicas podían haberse curado átiem-
po: el paciente nada sabia de su mal; el médico lo veía crecer y apode-
rarse del individuo, y ¿qué hizo para atajarlo? Ponerle entre leprosos.
tomo n 14
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ÍH PRISIONES
Así hace el mundo cuando castiga las faltas de los nifios encerrán-
doles en nna cárcel con criminales endurecidos.
Al entrar un preso en el Saladero, su pelaje es lo que principal-
mente decide de su suerte.
Si no tiene con que pagar tres ó cinco reales diarios por el alqui-
ler de un cuarto, mezquino para un hombre solo, y donde general-
mente tienen que vivir dos, baja á los calabozos subterráneos, cuyas
altas ventanas, son las que, según dijimos al principio, abren en la
fachada principal, al ras del suelo.
En esos calabozos hay unas tarimas corridas á lo largo de las pa-
redes. En ellas coloca cada preso su lio de ropa, si la tiene, y su pe-
tate, todo lo cual debe colgar por las mañanas, al advertirle la cam-
pana que es hora propia para que todo preso deje de tener sueño.
Dentro del calabozo se duerme, se come y se pasa la velada.
Las horas de esparcimiento se pasan en un palio abierto, que no
pueden escalar los presos. Aquellas paredes lisas y áridas no tienen
mas aberturas que las que dan luz á los pasillos del piso principal,
desde donde se puede acechar todo cuanto hacen los que están en los
patios.
En esos palios está la fuente donde se asean y aun se lavan algu-
gunos la ropa, dando su cuerpo al aire y al sol mientras se está se-
cando.
En los patios también juegan á la pelota, á lo? naipes y á las tabas,
y tratan de sus negocios particulares los que no quieren llamar la
atención de los compañeros.
Hay costumbres y particularidades comunes á todas las cárceles,
por cuyo motivo no seremos muy minuciosos en aquello que, por cu-
rioso que sea, podría fatigar al lector con su repetición en un libro
como el presente.
Sabemos, por ejemplo, que en la cárcel del Saladero no transcurre
un mes sin que circule muy acreditada la noticia de que en breve se
va á dar un indulto que comprenda á gran parte de los presos.
El deseo y la necesidad hallan al hombre siempre crédulo para lo
que le conviene; por eso no debe maravillarse nadie de que mil veces
se desmienta la noticia y otras mil veces sea acogida como indudable.
Esta es una de las particularidades que suponemos comunes á to-
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DE EUROPA 187
dos loe asilos de presos, porque en todos hay hombres ganosos de li-
bertad y corazones abiertos á la esperanza de alcanzarla pronto.
Oirá noticia á que aplicamos el mismo criterio es la de una pronta
reforma del Código penal.
No hay preso que no se crea castigado con rigor escesivo; ¡no hay
«no que no sienta amargamente el tiempo que transcurre mientras
él se halla entre rejas, y los affos que le pasan como si él los viviera!
¿Cómo pues no han de imaginar que se les rebajarán las penas y
se abreviará el tiempo de sus padecimientos?
Algunos, de puro arrebatados, sabiendo que han cometido el de-
filo, se creen de buena fe inocentes.
Esos son los que obraron á impulsos de la violencia de la sangre;
cegáronse, y cometieron un delito tan absurdo y tan poco conducente
al logro de sus fines, que se arrepienten cordialmente de haberlo
cometido y se declaran incapaces de volverlo á cometer. T tan grande
es la eficacia de la conciencia, que aun para ellos mismos su sincero
arrepentimiento es como una absolución y se consideran harto casti-
gados con la indignidad en que incurrieron.
Sin embargo, esos hombres reinciden y vuelven á la cárcel; y
caaado después de muchos af os, calmada ya la violencia de las pa-
sosos, son capaces de dominar sus primeros movimientos, ya se han
acostumbrado al ocio y á la cárcel; ya no tienen lazos que les unan á
la sociedad, y hacen pficio del crimen.
Muchos, al llegar á ese periodo, entristecen solo con mirarlos.
Nótase en ellos un decaimiento, una fe tan profunda en la esterili-
dad de la vida que les queda, una persuasión de que solo podrían an-
helar imposibles si algo anhelasen fuera del delito; un cansancio de
■o haber hecho bien; que sería mas criminal que ellos el hombre que
■o se apiadase de tanta desventura.
Aquel es un mundo maravilloso, hemos dicho, y aun podemos
aftadir que no se puede juzgar de lo que en su esfera se verifica, sin
grave temor de equivocarse y de poner tacha en algo muy respetable,
por odioso que sea el delito.
Dentro de la sociedad pasan por absolutos muchos principios que,
no se ponen á prueba, no nos dan á conocer su última conse-
ña: asi no llegamos nunca á conocer que son falsos.
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188 PR1S10MS
Algunas personas tienen conocimiento de ana historia Sen-
tiría que el lector lo llevase á mal, pero yo he de referirla, porque
hace á mi propósito mejor que un tomo entero de reflexiones.
Es reciente.
Vivía no ha mucho en una aldea de Castilla, ó de Aragón, que la
provincia no importa al hecho, vivía, decimos, un hombre ya entrado
en años, casado en segundas nupcias con una mujer, mas joven que
él, á quien quería con extremo.
De su primer matrimonio tenia un hijo á él muy parecido en aire
y semblante, pero no en estatura y robustez, supuesto que el padre
era alto y forzudo, y el hijo pequeño, enclenque y desmirriado.
No aseguramos que este se llamase José, pero así lo nombrare-
mos en este relato, toda vez que un nombra hemos de darle.
Criábase, pues, José afectuoso para con su padre y dócil á su ma-
drastra.
Esta le trataba con cierta indiferencia semejante al cariño, mas
aun eso solo fué en los primeros años de su matrimonio, es decir,
mientras abrigó la esperanza de tener hijos.
La esperanza se fué desvaneciendo, el genio de la madrastra se
fué agriando, y José, que tenia pocos años, comenzó á padecer.
El padre, para no aumentar la pena de su esposa, escaseaba á Pe*
pe sus caricias; el niño bien pronto las echó de menos; pero no se
quejó, aunque le llegaba al alma tan injusto desvio.
Asi transcurrió algún tiempo.
Pepe no había imaginado nunca que pudiese padecer en la casa
de su padre. Llegó el caso de que se pasara un dia entero sin que es-
te le mirase ni le devolviese los buenos dias y las buenas noches, y
el pobre huérfano se escondía para desahogar el pecho del pesar que
le agobiaba.
Ibansele las horas gimiendo y llorando donde nadie le veía; sin
encontrar en el llanto mas que un consuelo momentáneo, y lo mismo
era volver á entrar en casa de su padre, que aquejarle otra vez la
gana de llorar, como si le rebosaran las lágrimas.
Una noche, de vuelta al hogar, sentado silencioso junto á la lum-
bre y contemplando á su padre, que parecía cuidadoso por la salud
de la madrastra, se le vino su madre á la memoria y rompió de pron-
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Dfc KUROPA. 18»
te m tan hondos sollozos y tan copiosas lágrimas, que la madrastra
fttTió la cabeza á mirarle sobresaltada y el padre fué á abrazarle y
le preguntó muy alarmado qué le pasaba.
Jasé no podía dominar sn agitación; corrían las lágrimas hilo á
kilo par sos mejillas, y entre sus frecuentes suspiros no podía hablar
palabra
Al fin, á fuerza de caricias y consuelos, el padre pudo calmarle,
y como no dejaba de preguntarle por qué lloraba, respondió Pepe:
— Porque me acuerdo de mi madre.
SI pobre viejo, en medio de la sorpresa que le causó tan inespera-
b respuesta, agradeció en el corazón un recuerdo tan propio de un
imm hijo, y dióle un sabroso beso que mitigó con su virtud la pesa-
dumbre del niffo.
A todo esto había prestado atención la madrastra.
B padre volvió hacia ella la vista después de abrazar á Pepe, y
«lia hizo un repugnante gesto de desden que lastimó á su marido.
Ea seguida se salió al umbral de la puerta, miró al cielo y se pu-
» i cuitar entre dientes.
Pepe no reparó en esto: su padre sí, y bajó la cabeza y se puso
peuatñro y mohíno.
Pepe oe volvió á sentar sintiendo grande alivio, abierto el corazón
á b esperanza, como si acabase de recibir de su padre la primera
¡Ay! era la última.
Taño volvió á oír de sus labios una palabra afectuosa, ya no vol-
vió A recibir de sus ojos una mirada benévola.
Aquel hombre era débil.
Amaba á su hijo; pero estaba completamente dominado por su mu-
jer y era incapaz de cosa que la desagradara.
Aquella familia era pobre. Desear que Pepe no permaneciese en
la holganza, no era un desvario; hacerle coadyuvar en lo que pudie-
se al alivio de su padre y al suyo propio, no debia achacarse á in-
tención dañada.
Un dif insinuó la madrastra que en mejorando el tiempo saldría
Pepe todas las mañanas al monle por un haz de lefia.
B padre ae calló.
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190 PRISIONES
La madrastra tuvo paciencia y, poniendo freno á sus deseos, dejó
que se templase el rigor de la estación.
Pepe, atónito de ver tan apartado de él á su padre, cuando tan
carifioso creía que iba á mostrársele, sintióse mas apenado que
nunca.
Volvió á caer en tristeza, y ya no solo lloró por él; lloró también
por su madre, á cuyo recuerdo habia debido tantas recónditas alegrías.
Mandósele un día que fuera por lefia; echáronle unas cuerdas al
hombro y obedeció.
En medio de la soledad del monte, se creyó por primera vez mas
acompañado que al lado do su padre.
La tranquilidad del sitio, la grandeza de cuanto le rodeaba influ-
yeron en su ánimo, embargándole los sentidos.
Jamás se tuvo por tan bien hallado como aquel dia.
Ya iba á caer la tarde cuando volvió á su casa; algunos vecinos le
dirigieron por el camino la palabra y no supo contestarles.
Al ver desde lejos la puerta por donde tenia que entrar, se le opri-
mió de nuevo el corazón.
Su padre, que estaba sentado al umbral, se entró al verle detener-
se; su madrastra le vio también y se quedó donde estaba, fingiendo
que no le habia visto.
Pepe siguió su camino, llegó, dejó su haz donde le mandaron, y el
pobre niño ni siquiera se acordó de comer.
Sus salidas diarias al monte duraron mucho tiempo.
El, sin que nadie le dijera una palabra, procuraba llevar á su casa
todo el peso de lefia que podian soportar sus fuerzas, aunque tuvie-
ra que pararse á la mitad del camino para tomar algún descanso.
Un dia iba á salir á su expedición y le dijo su padre:
— José, te llevarás la borrica.
—Bien, padre; contestó él sin atreverse á mirarle.
El viejo prosiguió:
—Cargarás la borrica á la vuelta.
— Está bien, padre.
— Déjala pacer y arriéndala á un tronco, $i necesario fuere. ¿Estás?
—Sí, la arrendaré.
— No huelgues con la confianza de llegar pronto á casa montado
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M IÜ10FA. 111
U borrica. Mientras pace el animal, recoges 7 atas los haces. Des-
se los cargas bien acondicionados.
—Así lo haré, padre.
— Ea pues, arrea y anda con Dios.
—Buenos días, padre.
Asi diciendo, levantó Pepe los ojos entre confiado y medroso.
El Tiejo no le miraba.
Otra Tez, desde la noche del abrazo, sintió movérsele el corazón
el aféelo de la paternidad, y se qnedó perplejo, sin atreverse á
aada, y dejó salir á José con grave sentimiento.
Pepe echó por so camioo acostumbrado.
Cuando iba á entrarse por ana revuelta de la senda, el padre dio
na mirada al rededor y, seguro de que nadie le veia, clavó en el mu-
chacho los ojos y le fué siguiendo, mientras pudo, con la vista.
Pasaban dias y días sin que Pepe oyese hablar ni hablase en su
Cuado su madrastra le dirigió la palabra, fué para decirle que
m «J méate había lefia mejor que la que él llevaba ¿ su casa.
Fado ser muy inocente aquella observación; mas á Pepe le amar-
fé como si hubiese bebido hiél.
Aquella observación penetró en su oido con tono helado y seco, con
un aoeoto sin vibración, sordo como el ruido de una losa que choca
con otra: quizás aquella ocasión fué la primera en que Pepe distin-
guió entre la voz de su madre y la de su madrastra.
En el caló carcelario se llama madrastra á la prisión y también á la
cadena. ¡Cuántas veces pensando José en el origen de sus desdichas
y en el rérmino á que se veia llegado, bajaba la cabeza y cerraba los
ojos creyendo que los sucesos de su vida habían sido guiados por la
mano de la fatalidad inexorable!
Volviendo al dia en que su madrastra le advirtió que no miraba
bien por su casa, Pepe se alejó con la borrica á paso mas vivo que
•olía, pero sin mostrar enojo ni dar una mala respuesta.
Llegó á lo mas hondo de la senda; alli de nadie podía ser visto; mi-
ra para su casa preñado de odio el corazón, y con un suspiro ronco
qie parecía una amenaza y meneando la cabeza, dio á sus ocultas pe-
tas el Énko desahogo que darles podía.
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tu FUSIONES
Iban á saltar ligrimas de sus ojos; pero los comprimió cerrándo-
los inertemente y aplicándoles los pnfios.
El cuadrúpedo, acostumbrado á sus diarias escursiones, había ido
siguiendo el conocido camino.
Pepe volvió en si; recogió del suelo el sarmiento con que solia agui-
jar y llegó al monte abrumado con grave pesadumbre.
En la vida de los desdichados hay acontecimientos muy grandes,
que suelen llamarse puerilidades.
Vamos á introducir aquí un suceso que no consta en el proceso de
Pepe; mas estuvo presente siempre en su memoria; movió su volun-
tad; obró en su entendimiento; modificó, en una palabra, su modo
de ser y fué parte en sus amarguras y crímenes.
Es una puerilidad también en el caló que usa la sociedad cuando
le importa no ser entendida de la conciencia humana.
En cierta ocasión despertó á Pepe un lúgubre tafiir de campanas.
Era todavía de madrugada.
Pepe se habia acostado rendido de cansancio; mas aquellos tristes
sonidos no le dejaron dormir mas.
Salió y vio gente del pueblo que levantaba unos sencillos altares de
trecho en trecho desde una casa próxima á la suya hasta el cemen-
terio. En cada altarcito ponían una imagen entre ramas de ciprés.
A la hora todo el pueblo era altares; las casas habían quedado so-
las y todo el mundo se habia reunido en la de un vecino, cuyo hijo
habia muerto la noche antes.
Guando la gente se trasladó de la casa mortuoria á la iglesia, pa-
seando antes en procesión por todo el pueblo su cuerpo muerto en un
ataúd descubierto, iban delante el párroco y su vicario, con dos mo-
naguillos; detrás de estos y al rededor del ataúd, llevado en andas por
cuatro ancianos, iban todos los muchachos del lugar, ataviados como
!>ara una fiesta por sus madres, y cerraban la procesión los mayores.
Pepe se unió al cortejo.
Primero se colocó al lado délos sacerdotes; después quiso verá los
que llevaban las andas; pero en seguida se avergonzó con las mira-
das que le dirigían sus compañeros, que lodos formaban parte de la
comitiva y fué á confundirse entre los últimos, á cuyo alrededor da-
ba vueltas como un perro.
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DE EURO?*. 113
Pepe fué también al monte aquel dia, y en el monte todo era acor-
de! cuidado con que todas las familias menos la suya babian
Iterado i los muchachos al acto solemne del entierro.
Quería comparar su mala suerte con la de otro desdichado y no
hallaba con quien compararse.
Coando volvió al pueblo con la carga de lefia aun andaban jugan-
do, con muestras de los adornos y prendas de gala que por la mafia-
aa habían usado los niños de su aldea.
H era allí el único menospreciado, el que no tenia amparo ni
carillo.
Pepe era demasiado bueno ^para dejar de querer á su padre, por
mas que le atribuyese algo de culpa en sus desgracias; y por el res-
pelo que á su padre profesaba, cuando sentía germinar en el corazón
el adió 4 su madrastra, hacia el pobrecito grandes esfuerzos para
caotoaerse, para olvidar; porque no se atrevía ni aun á aborrecer lo
qae su padre estimaba.
Vía, por el contrarío, era cada dia mas exigente, mas dura, y lie-
gé katU la crueldad con su hijastro.
Escatimábale el alimento y la miserable paja del lecho. Traíale
■al vestido y la echaba de económica para disimular su impiedad.
Aquella mujer sin duda habría sido una estélente madre ; quere-
mos imaginarlo asi, ya que es siempre consolador atribuir á desvíos
de instintos nobles los delitos de los humanos.
Pero madre ya no podía serlo, y el ver para siempre imposible la
realización de aquella esperanza que largo tiempo había alimentado,
le bada desahogar su ciego despecho en una tierna criatura, bien
iaoceote.
También Pepe era afectuoso y pagaba con usura á los que bien le
querían; también él tenia que renunciar para siempre al cariño ma-
teraal; y sin embargo no por eso habia dado jamás indicio alguno de
tibieza 4 la que tan mala voluntad le tenia, hasta que ella misma
mostró bien á las claras que, no solo las caricias, sino hasta la pro-
seada de Pepe la enojaba.
Poco á poco fué llegando á grave extremo el odio de aquella mu-
jer al hijo de su marido, odio en que, digámoslo de paso, iba inclu-
yfetdo 4 todas sus vecioae que llegaban á tener hijos>
TOMO u 25
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194 PRISIONES
En cierta ocasión, habiendo exasperado á su marido contra Pope
con muchos protestos frivolos que con maflosa insistencia acumulaba,
puso á este en trance muy amargo.
Levantóle el padre la mano; inólinó Pepe la cabeza, dispuesto á re-
cibir sumiso el golpe, y acertó á ver á su madrastra que, con rápido
gesto, incitaba á su padre á que le castigase.
En aquel gesto creyó Pepe descubrir el origen de sus padecimien-
tos y el anuncio de toda una vida de desgracias.
El corazón le decía que aquella mujer le habia robado para siem-
pre el cariño de su padre para dejarle perpetuamente sumido en kt
amargura.
La aldea donde reposaban los huesos de la que dio el ser; los cam-
pos testigos de sus primeros juegos; el hogar donde su cuna se habia
mecido; todo lo que es atractivo para los corazones tierno!, le ha-
blaba en sus soledades aconsejándole que no se alejase del lado de su
padre; mas al propio tiempo, la indiferencia con que este le trataba
cuando no le daba muestras de rigor escesivo, la dureza de su ma-
drastra, que cada dia era mas cruda, le estimulaban á buscar en otra
parte la tranquilidad del ánimo y la buena correspondencia á sus
afectos.
Pepe no conocía mas que algunos pueblos de los alrededores; el
mundo no se estendía para él mas allá de los limites que sus vista al-
canzaba.
Titubeando entre huir de la casa paterna y esperar resignado un
cambio de suerte, iba todos los dias al monte y volvía tan perplejo
como habia ido.
En la aldea se habia hecho público el desden de su padre y el en-
cono de su madrastra; de ambos murmuraban los vecinos; mas era
tal la desdichado Pepe que, aun con mirarle todo el mundo como ob-
jeto de malos tratamientos, nadie hacia cosa alguna por aliviar sus
males, ni de nadie recibía una palabra de consuelo.
Su aspecto no era grato á primera vista. Una fisonomía ordinaria,
una estatura muy baja, un cuerpo pesado, sin asomo de gracia: tal
era Pepe. Cierto que sus ojos azules enviaban miradas llenas de sua-
vidad y de ternura; cierto que sus labios gruesos y de correcto dibu-
jo proclamaban lo sano y lo leal de su carácter; pero los mozos del
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DE EUftOF* 195
tt¿ar no «tendía* sino de llamar hocico á su boca y de ridiculizar-
le por enaao y mal formado.
Cuando ya á los secreios pesares que le abrumaban vino áafiadir-
•e el público escarnio de los estrafios, aquel desdichado tomó una re-
sstaciof}. Era mozo, era fuerte, podia ganar el pan trabajosamen-
te como todos los demás hombres, y una mañana salió de su casa
para no volver á pisar aquella tierra, tan dura para él y tan ingrata.
Había llamado en vano al corazón de su padre, único ser en la
tierra con quien le unia la naturaleza; habia esperado en vano de los4
demás hombres siquiera el respeto debido á la desgracia. El se ha-
bría dejado matar por su padre y este le mataba á pesares; él habría
arriesgado la vida por un amigo, y solo hallaba á su alrededor gente
ñ «•(rafias.
Ta nada tenia que esperar de aquella aldea, y determinó ir ¿f otra'
\ vivía un antiguo amigo de su madre.
Distaba esa aldea dos leguas de la suya, y Pepe emprendió el ca-
ta* como si fuera á otro hemisferio.
Atamsó un arroyo que limitaba el término de aquel pueblo que le
visto nacer, como atravesaban el Océano los primeros nave-
que hacían rumbo á América. Una pequeña colina ocultó á
m ojos el campanario que habia solemnizado el dia de su naci-
y el de la muerte de su madre, y aquella pequefia colina que
\ veces él habia traspuesto, le pareció una montada formidable,
de acceso imposible, que por toda una eternidad habia de pesar sobre
la tierra querida de su nifiez.
Oprimídsele el corazón y se quedó largo rato inmóvil y en triste
riendo. Dos veces hizo ademan de volverse atrás, casi decidido á
volver á la casa de su padre y esperar allí que los golpes de la adver-
sidad acabasen con él. Pero acaso pensó que el suplicio que en casa
de n padre habría de padecer seria harto prolijo para quien nada ha-
bía hecho por merecerlo; acaso pudo mas en él la esperanza de hallar
amparo en el amigo á quien se dirigía.
Volvió á mirar adelante y prosiguió lentamente su camino.
A pecas diligencias encontró ai hombre que buscaba, y refirióle,
mas era estrenuos de dolor que con palabras, lo que habia padecido
T W que á so presencia le traía.
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196 PRISIONES
Aquel hombre rudo, pero bondadoso y conocedor del carácter del
padre y del de la madrastra, recibió á Pepe en su casa para que se
ocupase en faenas de una hacienda que en el pueblo tenia.
Mucho tardó el mancebo en acostumbrarse á ver sin estrañeza
aquellas paredes, que no eran las que al despertar habia visto toda
su vida; los instrumentos de labranza, la cuchilla de partir el pan,
todo al principio le arrancaba suspiros.
Poco á poco el buen trato, el tiempo y la costumbre hicieron su
oficio, y comenzó para José el único breve periodo de calma feliz que
gozó en este mundo.
A todo esto iba siendo mozo; su natural era, como hemos dicho,
muy tierno, y en los bailes domingueros comenzaban á ocurrirsele
ideas peregrinas sobre las gracias de las aldeanas que tomaban parte
en las danzas.
Su talle y su garbo no eran para enamorar, harto lo conocía él;
pero su corazón era capaz de comprender y estimar las virtudes; sa-
bia respetar la delicadeza de la mujer, y cuando apuraba esta mate-
ria no tenia reparo en considerarse tan digno de ser amado como pu-
diese serlo el mas rico y el mejor mozo en diez leguas á la redonda.
Allá á sus solas, en el recogimiento de la noche, Pepe se abando-
naba á la quimera de encontrar recompensa á sus padecimientos en
el amor de una tierna esposa y en los goces de la familia.
Imaginábase una aldeana joven, sencilla, de recto juicio, y decia
para sí: «esa seria mi esposa. Yo seria para su amor el amante; pa-
ra su debilidad el fuerte; yo seria su amparo, yo ganaría el pan de
su sustento y el de nuestros hijos; yo la acompañaría en su soledad;
velaría su sueOo »
Asi pensaba en la oscuridad y el recogimiento de la noche; pero la
luz del dia disipaba tan gratas quimeras. Veíase pobre, contrahecho,
inferior á lodos los mozos del pueblo, y era hasta cobarde ¡él que por
el amor habría llegado hasta el heroísmo!
Ya se habían ido amortiguando los dolorosos recuerdos de los su-
cesos que le obligaran á salir de la casa paterna; ya las ansias de
amores agitándole el corazón daban reposo á su memoria, cuando
una noche quiso su mala fortuna que el patrón, creyéndole dormido,
hablase de él con un amigo y pariente que en la misma casa se hos-
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DE EUROPA. 197
podaba. T no solo le refirió lo que José le había contado para jus ti fi-
ar su resolución, cuando fué á pedirle qne le admitiera á su servi-
cio, sino sucesos que el pobre huérfano ignoraba y hubiera deseado
siempre.
Mas como la mala suerte no se cansaba en su daño, hubo de oir co-
que le martirizaron en lo mas vivo.
Supo que ya en vida de su madre y antes de que él viniera al mun-
do, Ja que entonces era su madrastra habia introducido la discordia
m su familia; que su madre al darle á luz habia estado á punto de
perder la vida con los disgustos que experimentara durante su emba-
razo, y qie todo el tiempo que sobrevivió al parto anduvo triste y en-
fermiza.
Nunca habia sentido José la plenitud del odio como en aquellos mo-
mentos. Con toda la potencia de su juventud, con todo el brío que po-
día comunicarle el apasionado carillo que á su madre profesaba, se
mcorporó en el miserable lecho, y viendo en su imaginación la casa
habia nacido, como si estuviera en ella, y representándose á su
alli en su presencia, le arrojó una maldición acérrima y ca-
fé m fuerzas para ahogar un suspiro semejante al rugir de la fiera.
Aquel relato hecho con la confianza de la amistad por un hombre
redo que no sabia que Pepe le estaba oyendo, causó en el corazón de
éste una herida que no llegó nunca á cicatrizarse.
Tornó á sus melancolías, y se habría creído incapaz de todo alivio
si un suceso inesperado no hubiera vuelto á despertar sus esperanzas.
Habíale llamado muy particularmente la atención una moza de la
aldea, de rostro agraciado y trato apacible.
Potare era la moza; mas su gentileza y su bello carácter eran bas-
tantes á atraerla los mas bizarros galanes; Pepe lo sabia, lo veía y se
alegraba de verla obsequiada como si fuera hermano suyo.
Clara, que asi la llamaremos, no era insensible á los halagos de sus
rondadores; y como no la movía la codicia ni otro afecto bajo, acep-
tó los juramentos del que supo ganar su corazón, desentendiéndose
■obfeauate de los que la aconsejaban que prefiriese á otros mejor aco-
dara creía además que su elegido era tan honrado como ella po-
eta desear: en esto se engañaba la pobre.
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198 PRISIONES
Aquel hombre ruin no sapo apreciar el bien que el amor le depa-
raba. Malicioso, sagaz, hizo por ajustarse á las inclinaciones, á lodos
los inocentes caprichos de Clara; de suerte que cada dia estaba ella
mas contenta con su suerte, y cuando pensaba haber asegurado su
imperio en el corazón de aquel rústico taimado, era precisamente
cuando mas rendida se hallaba á su voluntad.
¿Y qué mucho que una doncella tierna y sencilla cayese en tal en-
gafio, si en su perdición se ocupaba un burlador esperimentado, que
sin vergüenza de sí propio, mentia y perjuraba?
Cautiva quedó Clara de sus embustes y bajezas, que ella tomaba
por verdades ciertas, y quizás ella de propio movimiento hizo la mi-
tad del camino hacia el precipicio de su honor.
De sermones y consejos y de honesta repugnancia venció la caute-
la del galán, y Clara perdió la estimación de las gentes y la paz del
espíritu. Esto bastaba para que fuese para siempre desgraciada; pe-
ro su desgracia fué mayor todavía, porque no pudo dejar de querer
al causante de sus males.
Largo tiempo lloró por el cúmulo de infortunios que sobre ella ha-
bían caído de improviso; mas vino un dia que dejó de llorar por su
deshonra y se le caían las lágrimas hiloá hilo al pensar en que no
era amada del hombre á quien amaba.
Los mozos á quienes habia desdeñado se gozaron en su infortunio,
sus compañeras se alegraron también, acordándose del tiempo en
que ella era objeto de predilección y ellas se veían desairadas y no
tenían mas galanes que los que Clara iba despidiendo ó causando con
su indiferencia; su burlador Antunez salió del pueblo y ella no vol-
vió á presentarse en baile de plaza ni romería.
A la iglesia iba con el alba y se encerraba en su casa con el amar-
go pesar de su abandono y el sabroso recuerdo de sus dichas.
Pepe fué testigo de crueles alegrías délas mozas y de indignos
sarcasmos de los mozos.
Clara, que antes le era simpática, llegó á serle querida desde que
la vio tan desdichada.
Estaba hecho á no ver mas que seres dichosos, y si bien no le
consolaba de sus males el dolor ageno, á lo menos le demostraban
que no era él solo objeto de las iras del cielo.
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DE EBROfA. 19H
Saludaba á la infeliz siempre qae pasaba por debajo de sus venta -
y dtóen pasar muchas veces sin necesidad alguna.
Satisfacíale la complacencia qae mostraba Clara al ver que & lo
una persona del pueblo no se desdeñaba de darle los buenos
y decía para sí: ahora goza quizás ella lo mucho que gozaría yo
ai tuviera quien no me menospreciara.
Acostumbróse fácilmente 4 visitar, aunque de paso, á la triste al*
deaaa: del simple saludo pasó á las conversaciones, y un dia que no
la rió & la reja, entró en su casa á preguntar si estaba enferma.
Enferma estaba en efecto. Enferma de ausencia, de desamor, de
abandono y de desprecio, y José se sentó á su cabecera.
Alli le dijo aquel ser raquítico y estraflo palabras tan dulces, fra-
ses tan ricas de sentimiento y de discreción jamás de ella conocida,
que la pobre muchacha lloró y le bendijo en silencio por el bien que
la hacia.
Era al caer la larde. El cuarto estaba casi & oscuras. El afectuoso
acento de José vibraba de emoción; todo cuanto salía de sus labios
eatabt impregnado de suavidad y consuelo.
Nunca se había hallado en circunstancia tan propicia para dar
na muestra del fecundo manantial de cariño que en su pecho se es-
condía, y en aquella tarde vertió á raudales el sentimiento, trastornó
la imaginación de la enferma con el sublime prestigio de la esperan*
xa y salió de alli con la promesa de volver al siguiente dia, dejan -
déla á ella maravillada de sus eficaces palabras y maravillado él
mismo del cambio que en su espiritu había producido el inesperado
desahogo de su corazón.
Las uoras se le hacían afios mientras no llegaba la de ver á la pa-
eteate, y no faltó á su palabra La buena acogida que en la casa se le
hizo acabó de determinar la inclinación que se insinuaba en su áni-
mo y en breve tiempo pasó de la piedad al amor mas acendrado.
Ni ulara le hablaba del hombre que era origen de su desgracia,
ai él pronunciaba en presencia de ella su nombre; que hasta este
extremo llegaba la delicadeza del inculto huérfano.
Establecióse entre ambos la confianza; Pepe tuvo que compartir
con Clora el peso del menosprecio que sobre ella hacia pesar el
poeblo.
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tH HtISIOlQB
Ella le hizo un día una indirecta observación sobre este particular,
y él, como si estuviera esperando que asi sucediera, se apresuró á
responder, resuelto á llevar la conversación hasta sus últimos tér-
minos:
—Ya sé, dijo, lo que de mi hablan y aun lo que de mi piensan;
pero nó me importa.
A estas palabras dichas en tono grave y sentido, no supo Clara que
añadir, y José, que deseaba oiría y esplicarse, añadió:
— Pesaríame si tú no fueras quien eres; pero ni tienes la culpa de
tu desgracia
— ¡Ay, no! interrumpió Clara.
—Ni lo que yo pierdo con las criticas del pueblo, affadió Pepe,
vale lo que gano con saber que me estimas.
— José, dijo entonces ella con los ojos preñados de lágrimas: tú
eres mas honrado que esos insolentes que me desprecian, suponiendo
que es mi deshonra lo que les inspira repugnancia, después que to-
dos ellos han codiciado el infame lauro de ponerme en el estado en
que me veo. Dios te pague el bien que me haces, José.
— ¿Yo? esclamó él, lleno de grata zozobra.
—Si, dijo Clara, tú, José; tú, que hablas y no humillas; tú, que
consuelas y no avergüenzas. Si supieras.... Tú no sabes aun lo que
yo he padecido y padezco.
Clara bajó la voz.
—Mira, dijo con espansion fraternal; mi madre me ha hecho derra-
mar lágrimas muy amargas ¡yo se lo perdono! pero ha querido mos-
trarme que me quería y lo ha hecho de un modo cruel ¡oh cruel!
Todo lo que pudo decirme antes de mi desgracia me lo ha dicho aho-
ra que no tiene remedio, y nada ha respetado en mi, y con la mejor
intención me ha hablado palabras... ¡como si yo fuera una mujer
perdida! lie ido al confesor buscando consuelo ó siquiera esperanza
de alivio y ¡ay! volvi con el alma quebrantada, mas llena de ver-
güenza y de desesperación que nunca. Allí, de rodillas, llorando,
José, llorando á mares, clamando lástima, abierto el corazón como
si Dios hubiera de leer en él... ¡Oh, lo que oi! ¡lo que pasé... Dios
mió! Vamos, no quiero recordarlo, porque me volvería á dar ganas
de morir. Imagínalo tú, si puedes, que yo no sabría decirlo. Mira,
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DE EUROPA. *0í
vtifi i ni casa, no sé cómo ni por dónde y ¿lo creerás? al verme
tela, te me Égaró que de cuantos me rodeaban el menos malo era
Aatanez. Ahora considera cual yo estaría.
AI oir por primera vez el nombre de Antunez en boca de Ciará/
estremecióse Pepe en lo profundo de sus entrañas. Ella no lo vio
porque estaba llorando á lágrima viva y no hacia mas que llevar una
j ttra Tez el pafiuelo á los ojos.
— ¿Te acuerdas aun de Antunez?
— Me he acordado.
— ¿Le amarías quizás ?
— jYo! esclamó Clara con sorpresa. Aquel acento nada afirmaba,
íada negaba. Si Pepe hubiera sabido traducirlo... no habría muerto
ahorcado. Otro mas experimentado habría comprendido que Clara in*
vahratariamente contestaba que aun vivia en su pecho el amor de Antu-
nez; pero aquel mancebo, tan i n es per (o como enamorado, no entendió'
a» que había hecho mal en dirigir una pregunta intempestiva, casi
mensata, á Clara, y se prometió ser mas prudente en lo sucesivo.
¡8a prudencia consistió en abandonarse por completo á la esperanza
de ha/lar la felicidad haciendo feliz á una desgraciada!
Todo el esmero que pone el hombre en librarse de un gran peligro,
lo pavo José en procurarse el dallo por elcamino toas breve.
Ota tarde que, silencioso y medio cerrados los ojos, escuchaba,
digámoslo asi, sus propios pensamientos, le sacó Clara de aquel es-
tafo pregnntándole:
— ¿En qué piensas, José?
— En ti, contestó él resueltamente y cotí mal reprimido anhelo.
Clara reveló con una mirada la estrañeza que le había causado la
respuesta de Pepe, y antes de que abriese los labios para replicar,
aSadttél:
— Té ao eres feliz; ¿crees que podrás serlo algún día?
Si Pepe hubiera tenido paciencia para esperar contestación y po-
tería bien en claro, quizás se babria librado de las desgracias que
después le sobrevinieron; pero no pudo contenerse; el corazón quería
ottrseto del pecho; temblaban sus labios como si en ellos palpitaran
palabra* llenas de vida, y viendo fijas en su semblante las miradas
de dará, afiadió:
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m PRISIONES
—¿Qnieres casarte conmigp? : i ;.,
Con ímpetu comenzó la pregunta y i* terminó $00 «aa qspeoie fa?
sollozo, con una vibración que fué prolongándose largo rato para,sijsA
propios oídos con una intensidad tal copio si hubiera de resonar por
todo el universo. . -
.Ella quedó, suspensa, atóaitg, mirándole de hita en hito» , -
José prorumpió en una candorosa é incoherente declaración < de /
sus afectos, que hizo volver en sí á Clara para que mas y mas ^ ma-
ravillase.
—¡Si yo pudiera decir cómo te amo! esc lamo; si tú pudiera^ sa-
ber.,, ¡cómo lo haría yo para espresarte las cosas según las siento!
Rudo soy desde que nací; todo me lo ha escatimado ia mala ventura...
Óyeme, empero. Ya seque no soy galán como merecen- tis graoiap
y tus pocos afios; mi pobreza la conoces también; pero loquees
amarle, Clara... jea, seria locura que yo tratase de ponderarlo! Pasa
que veas: desde que te conocí se me antojó que yo era algo tuyo.. Des-,
pues que te hube tratado algún tiempo, llegué á imaginar que me te*
nías enamorado, y por entonces pensaba que ya no era posible amarte
mas que yo. Pero me engañaba- ¡Oh, cómo me engañaba! ,
Mira, añadió inclinándose hacia ella y en voz muy baja; ¿sabes
desde cuándo te amo? Desde que no te quieren los demás j Desde
que yo bien puedo decírtelo, que no te ofendo con el pensamien-
to; te amo desde tR desgracia. ¿Qué sé yo? Te vi tan triste, tan sola,,
tan menospreciada, que amarte á ti era como amarme á mi mismo, ;
Pepe dijo estas palabras estrechando contra su corazón la mapo.de
Clara.
Ella cabizbaja, inmóvil, dejaba correr hilo á hilo lágrimas de doto
y de ternura.
Levantó la cabeza cuando cesó de hablar Pepe y quiso responder;»
pero ahogaron su voz los sollozos, y con la tristeza pintada en e) sem-
blante meneó á uno y otro lado la cabeza.
Pepe se levantó, estendió la mano apoyándola suavemente en el ,
hombro de Clara, y dijo:
—Me voy; quiero dejarte sola. Casarme contigo, ir á otro pue-^
blo, amarte mucho... eso puedo hacer. Piénsalo... descansa... Adiós* •
Como quedaría Clara, no hay para qué decirlo. Pepe, satisfecho de
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s» «ftieno y agitado por el temor de que fuese inútil, do tuvo so-
siego harta que volvió á verla.
Pasáronlos primeros momentos perplejos y turbados; él se sentó
doade soKa, y al cabo de an largo silencio/ no pudo contener cierto
feovimieato de impaciencia.
— ¡José! dijo etla, creyéndole enojado.
— ¥© ya sé que tengo mal aspecto y palabra ruda. Me han hecho
hnrafio y torpe mis desdichas. No he tenido trato con las gentes. Soy
tal que no sabes qué decirme; pero baz un esfuerzo, y por mucho que
me pese, como tú me digas que no vuelva á hablarte, ni á mirarle,
yo te prometo.. ...
Ciara no le dejó concluir. Atajóle la palabra con una mirada llena
de compasión, y le dijo:
— Pepe, yo he amado á un hombre, y tú sabes cuánto. Te he oido
ayer, sobre todo, y me has hecho pensar en lo que no había pensado
anca. Qaiero ser leal contigo: te quiero como si fueras mi hermano;
■eró tu nwjer si quieres. No sé lo que pasa por mi; he dejado da
pmm m mis cuitas por acordarme solo de las tuyas. Porque Dios
ka dwpiesk) que seas desgraciado en la tierra, has venido á amaré
qnen menos te merece. Creo en tu cariño; dices que nos iremos á
vivir á otra parte; si no estás arrepentido, aqui me tienes resuelta,
na como ti dispongas»
José escachó estremecido de zoiobra aquellas palabras.
Clara las habia dicho como si un espíritu ageno á ella las pronun*
dase per sos labios: como si una voluntad superior se las dictara.
iQuien sabe si se iba arrepin tiendo á medida que las pronunciaba
y si, íalia de voluntad y de norte para »üb acciones, consintió después
m camplir sa promesa!
José, ebria de gozo, saboreando un placer jamás conocido y solo
coom> esperanza loca imaginado, se dqó caer aquella noche en su mal
riiflado lecho, incapaz de resistir con firmeza el oleaje de la codi-
ciada dicha entre cuyos vaivenes se agitaba su alma
La felicidad de José era completa.
Tenia en Clara ana esposa agradecida, una amiga simpática, una
léóol.
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MI PRISIONES
Habian pasado & vivir entre gente que, tratándoles con indita**-
cia, no les obligaba á sufrir lo que habían padecido en el puebk),
testigo de la desgracia de Clara.
No se hablaban nunca acerca de lo pasado; ya que no fuese posible
borrarlo ni olvidarlo, fueron ambos discretos y compensaban con el
silencio lo que no podían menos de pagar á la memoria.
Pepe era tan feliz que, aun creyendo gozar de una suerte superior á
sus merecimientos, gozabaademás de la esperanza de verla aumentada*
Su ambición mayor, su mayor anhelo no eran bienes de fortuna»'
ni otros medios semejantes: Pepe soñaba en la paternidad.
No se lograban sus deseos; pero acostumbrado & la resignación y
alentado por la confianza en su buena estrella desde que Clara le die-
ra la mano de esposa, fiaba al tiempo la realización de s^eaper
ranzas.
. Clara no era feliz.
Uabia sometido su voluntad & las exigencias del mundo; había
procurado ahogar va su corazón ciertos afectos y arraigar en él otros;
no quería que palpitase por el amor á Antunez, y sí por el agradeci-
miento á Pepe; mas la flaca mujer no había de conseguir lo que en
rano se propondría el varón fuerte.
No así domina el querer los movimientos del ánimo.
Aquella joven de corazón tierno, cuya memoria se hallaba mny
bien con el pasto de los recuerdos de. Antunez, padecía en ciertas
ocasione^ martirios inesplicables.
Pepe no llegó á sospecharlo nunca, lo cual muestra el cuidado que
ella puso en no menoscabar, ni alterar en lo mas mínimo la tranqui-
lidad del hombre a quien debía nombre y amparo.
Mas si Pepe había nacido para la desdicha ¿qué importaban los
esfuerzos de Clara, ni qué podían significar aquellos r¿ pidos mámen-
los de felicidad? ,
Clara, según hemos indicado, pagaba como podía, con la mayor
lealtad que caber pueda en la gratitud, el cariño de Pepe, y fldea*ia
hizo esfuerzos verdaderamente enérgicos para croar en su corazón el
amor de que le consideraba digno.
Mas sus fuerzas se. agolaron inútilmente en tan penoso ejercicio; y
aunque á veces se forjaba la ilusión de haber alcanzado si impo^Ue,
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peo» Untaba en coaooer el engaño y eu confesarse á si «usiba que
■• nmaba 4 José como había amado á Antunez.
Abandonábase entonces al pesar; caía en el desaliento y era míaen
va ludibrio de las veleidades de su femenil imaginación.
Eo tal estado la sorprendieron loa primeros días de ana apacible
primar era, que la recordó la época de su desgracia; pero se la ret
cardé da suerte que las ligrimas do asomaros á sos ojos, como si en
vw de amonas de dolor le trajera aquella «ilación memorias de
alegrías para siempre perdidas.
Ardía en su corazón la llama del amor vivificada, y cemumiase en
kanda inquietud y agitábase entre angustias crueles.
De ornado en cuando reunía todas sos fuerzas pato* ntraren de*
aesperada lucha con su propio ser; formaba con toda resolución el
proposite de castigar en ellamisiba ia insubordinación de los afée-
los; llamaba al pudor, al agradecimiento para que combatiesen á su
prometiéndose un triunfo decisivo tras el «fue debia
larga serie de días tranquilos, dichosos y él rescate de su
i debilidad; mas, eatenuadade fatiga, «ababa por rendirse-
t de pelear contra el viento, y cuando exánime en su Jeeho de-
la muerte como único término á sus males, la imagen de An«
i arrepentida, enamorado, dispuesto á derramar sobre *us« heri-
daa al bálsamo del amor purificado por la virtud y la desgracia, la
trastornaba da suerte qae temía perder el juicio.
Para cokao de mala. ventara apareció un dia Aftlunezen el pueblo.
Divísele á lo.lqps Clara, que se habia asomado á la ventana al,
desvanecerse lae «embrea de una noche pasada en el insomnio, y. aq
imaginación se lo representaba, ya como una ilusión del deseo, ya:
osas* ua fratesas* de la conciencia.
Medrosa y confusa, acongojada y anhelante, siguió coa la vista lf*
que pasó á corla distancia de la casa, seurisado graciosa-
Fase sin volver tos ojos á la veotaaa; (aquella sonrisa no era paira
la majará quien tantos recuerdos dolorosos debía!
Asi pensó ella también, al conocer que era en efecto Antunei y no
aa aér qnmériao el que había fisto; y afiadió hablando tonsigo mis*,
ma: ¿se acordará de mi?
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ata PtisiWBs
«prierw/ yaique DL»do» tmxsto, na quieitas «fueesa gimvé pesadum-
bre acabe conmigo. Yo no puedo remediar el daflo que te kiee; mas
tú puedas mangar el mal que padezco. Mírame a! rostro, y setena,
tranquila, de todo corazón, de suerte que no me quede la menor dn*
da, dime, Clara, di que me perdonas, que no me aborreces.
Miróle elfo, coitavo un monéate su agitada respiración y, domi-
naodo cnanto púdola palabra, repitió:
—Estás perdonado.
-HjQuóhermosaestásI esclamó en vos baja y apasionada Antuoei,
intentando otra vez acercársele.
Clara le detuvo estendiendo la mano, y apartando de él la mirada,
dijo: >, ;
—Ahora vete.
—¿Ahora? Déjame siquiera mostrarle que no hablaá con un in-
grato, qi con un perverso, cono quisas bayas creído.
*-Si eres agradecido, dijo Clara interrumpiéndole, déjame; sé
agotan mis fuerzas, me «lento desfallecer.
En efecto, Clara había ido palideciendo, y tuvo que dejarse caer
evtfpowj
—¿Qué puedo hacer yo por tff^Qflé puedo Hacer ^b para tranqftri*
Hafcrte? ¡oh, k>< que me peta de verte asi por mi causal
Clamen vea ¡de eontertarte, alarga el brazo indibándole con su
dirección los arbustos por donde había asomado.
-^|Me despides como á un hombre odioso, como si riie guardaras
rencor, y sin embargo^., yo deseaba creer que no es cierto; qué n«
solóme perdonas, sino que me compadeces! • -' ■ '
—Yo, dijo Clara recobrándose, no le abefretco, ni te he engata-
do. Sita- anuientes del dafióque me hiciste, no me causes otro
mayor.
-■ ¿-¿Puedes imaginario? Escáchame....
—Me espera mi marido, dijo Clara con resolución, poniéndose ofirft
vez en pié.
— ¡Tu marido!
i An tunen otav&en Clacr una «irada que» penetré en la pobre joven
hasta el corazón. - '
•— jTu máridd re|pittó: « ' : ; ■<.. . « . : • '
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DB EOUOPA. «Oi
— Te conoce, afiadió ella; me quiere demasiado para que do faera
para él una gran desgracia el Terne contigo.
— Te quiere mucho... murmuró Antunez con envidia.
Ciara dijo que sí con un movimiento de cabeza, y cogió la vasija
para volver á su casa.
—No me niegues á lo menos el agua de que bebes, ni la vasija de
tu ajuar, que ya sabes que eso es gran desprecio en nuestro pueblo.
Dejóle hacer ella mientras Antunez bebia sin dejar de mirarla.
—Gracias por todo, Clara; ahora, sabe que ya no temo tu odio,
porque creo en tu perdón; mas temo otra cosa peor, que es mi amor
y tu indiferencia.
— Déjame ir.
— Escúchame.
—Na puedo.
—Voy á decirte solamente que volveré á verte...
— iNncal
—Si, pues no me escuchas ahora.
— jSite he perdonado! jai te he oidol ¿qué mas tienes que decirme?
—Que le amo.
—¡Dios miel esclamó Clara levantando los ojos con la misma fé
qae ti es efecto viese al Criador en lo alto; {Dios mió! ¿merezco yo
ser tratada asi? Ta es, Antunez, mi desdicha mayor de lo que pensé
has i a ahora. ¡ Ah, bien temia yo que no habían de tener fin mis malesl
Parte, parte satisfecho. Basta eso te perdono también. ¿Quieres mas?
— Quiero que me entiendas, Clara, respondió Antunez con insís-
taocia; quiero que no te des por ofendida...
—Déjame, pues, que harto te he escuchado.
¡Mi casa! mi marido... ¡y yo aquí!
Asió la vasija con ademan resuelto y Antunez se apartó á un lado
para que pasara.
—Ahora mas que nunca necesito desengafiarte, le dijo él entre tan»
te. Alga dia volveremos á vernos. . .
—Prométeme que no lo intentarás.
—No puedo prometerlo.
—¿Quieres perderme para siempre?
—¿Perderte quien daria por ti la vida?
Trmo a ti
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ti* nasionii
— iTú!
— Si te amo, Clara, si ves que te amo...
Miróle ella con semblante donde vacilaban en revelarse por com-
pleto el desden y el enojo, y comenzando á andar sin separar de él la
vista, dijole nn adiós frío y breve.
Antunez la vio dar la vuelta á la senda abierta desde el camino á
lgt fuente, y volvió á meterse entre los arbustos.
Clara siguió su camino pensativa, aun no bien vuelta del asom-
bro que aquella escena le había causado.
Poco trecho le faltaba para llegar á su casa, y vio á su marido
que la esperaba á la puerta con semblante risueño.
Levantó ella la vasija para darle á entender de dónde venia, y
reflexionando que ibaá brindar á José con ella después de haber be-
bido Antunez, la dejó caer al suelo, donde se quebró entre dos enor-
mes piedras.
José celebró el caso con una carcajada juzgándolo inadvertencia!
y lo sazonó con frases de amistosa burla*
—Es lo mejor que has hecfio hoy, le dijo al pisar ella el umbral.
—¿Por qué?
—Porque asi me das un* respuesta para cuando cometa yo una
torpeza y tú me la eches en cara. Hasla ahora he tenido que callar
á tus reprensiones; en adelante cada vez que me riñas, saldré recor-
dándote la vasija.
La inocencia con que José hacia aquella amenaza sobre un asan-
te en que tan gravemente había obrado Clara, fué para ésta objeto
casi de tristeza.
Estuvo á punto de descubrir á su marido lo que le acababa de su-
ceder, á fin de que no incurriese en la indiscreción de volver á re-
novar U memoria de aquella tarde, mas afortunadamente supo com-
prender que mejor era que lo ignorase, y guardó silencio y no dejó
traslucir cosa alguna.
Acaso se nos tache de difusos en lo que hasta ahora llevamos refe-
rido de esta historia; mas cumplía á nuestro propósito señalar dete-
nidamente ciertas particularidades que sirven de antecedentes indis-
pensables para formar juicio de hechos y personas, y sin las cuales
es imposible determinar, por ejemplo, la culpabilidad de un hombre,
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DB EUROPA. 211
nos sucedía en el caso presente, habiéndonos propuesto que el
lector que se interesase por José, pndiese tener ca9i completa segu-
ridad de no equivocarse al condenarle 6 absolverle en su conciencia.
Si la violencia que hemos tenido que hacernos para apuntar hasta
pormenores que podrán llamarse nimiedades, si esa violencia, decí-
aos, ha sido molesta para el lector que busca solo ameno entreteni-
miento, sepa á lo menos, que no ha dejado tampoco de serlo en par-
le para nosotros, y tal vez le hallaremos dispuesto á la indulgencia
con alta declaración y con la promesa de no abusar asi de su pacien-
cia en lo sucesivo.
Anduvo desde entonces Clara pensativa, y aprovechando las largas
horas que permanecía sola en casa, mientras José estaba entregado
i las gratas faenas que le proporcionaban la paz del espíritu, la sub-
sistencia propia y la de su mujer á quien amaba mas cada dia.
Pensaba ella entre tanto si serian ciertos el arrepentimiento y el
de Antunez. En su arrepentimiento había creído al oírle; porp
i, tierna de corazón y no extinguido su carifio, deseaba creer tyue
i, ya que no la amase Unto como ella á él, fuese á 1* metaos)
m hombre digno. Además, ninguna mujer «n el mundo fes ináitei
rento k la duda de que el padre de sus hijos sea ó no ün j mal ral a^
A esta consideración debemos afiadir to que ya otras veéee hamos]
dicho: Clara no olvidaba y quizás no quería olvidar á AnfapM lte*l
liada y sensible, con una inteligencia capa» de desairo! viatieato y?
presintiendo vagamente algo de las esferas sociales superiores» i ühu
saya, necesitaba, siquiera fuese en sttefosrhaUarua8érsitapáücfr,dei
apaesto continente, de voz sonora, de palabra menos ruda quto'láítife
los campesinos. * p »» • >l
Antmez era lo que mas se asemejaba al ideal de Clara; fcorqueíteio
nia 60 si acento vibraciones, eiéngicas á vetes cotoo sí faeta vellorí
dei universo, y k vece* melaotóHcas? tiérüa$PComo!sií*er¿ «ipopí
apasionado. < -J !*»; !• ^ ¡' *i' .-t •<■ :,( ' ,,f -¡! "''i' t>l '"^,!vi suri
El espirita d*C1aito<toriafco m ratauto esmalto* WinaHdbwébeli*;
de corazón; k ella no se le ocultaba, y mil teees'sfe hüAtá wmra&ói
k ú táimk porqti*'*<y dabk i'la toelleta sup¿riór/sdWe tMa^^ide-
k»M,*l pteeiol quedaba á otra» cualidades ;d* uutfar vaftait , > <\> >m\
»*wb a*^ei*aria pob^eiswfhalfhadal cauífK), jqw** & babia'
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«1* PKisioras
educado en ¡re teólogos y moralistas; ni había recibido otra crianza
que el efecto de los objetos esteriores en su corazón y en su entendi-
miento.
Gran muestra de debilidad es la de entregarse á las quimeras que
la hacían ludibrio de sus fantásticas impresiones; mas también seria
gran dureza condenar á Clara por haber sido débil y no haber teni-
do la buena suerte de hallar amparo ni escudo que la defendiese.
Ello es que Clara no había pensado en faltar á su juramento; pero
pensaba siempre en Antunez y es mas, le amaba; sí, le amaba sin
duda, porque siempre que se demostraba á si misma que él esta-
ba verdaderamente arrepentido, sentía en su corazón un grato con-
suelo; y cuando se demostraba también que aquel « yo te amo» dicho
en la fuente, podía ser laespresion de un cariño tan profundo que ni
el tiempo, ni la ausencia ni el ser ella agena, habían podido vencerle,
entonces ¡oh! entonces se sonreía como un niño á quien le prometen
que volverá á ver & su madre en el cielo.
¡Eatraño caso! Clara en la fuente se había llenado de pavor al oir
ciertas frases de Antunez y después, allá en la soledad de su casa,
procuraba recordarlas con toda exactitud y se las repelia renovando
en su memoria el tono con que él las había pronunciado. Clara se
persuadió de que su amor á Antunez era un afecto enteramente dis-
tinto del que debía á su marido, y por mas que al principio tuvo que
vencer algunos escrúpulos, al fin supo vencerlos. ¿No tenemos todos
una teoría completa para justificar nuestras debilidades? Si: en esta,
materia no hay sabios ni ignorantes, tan hábil es el labrador como
el filósofo.
José hubo de notar un dia que Clara padecía frecuentes distrac-
ciones, y el pobre huérfano se equivocó como todos los desgraciados.
Era su sueño dorado la idea de la paternidad, y conmovido por la es*
peranza de una nueva que le habría enloquecido de gozo, hizo á Clara
una pregunta que la ruborizó. El, viendo desvanecida su ilusión, la
aconsejó afectuosamente que mirase por su salud, y no volvió á ha-
blar una palabra del asunto.
* Llegó entre tanto cierta ocasión en que José y otros muchos veci-
nos despueblo tuvieron que ir á trabajar á distanda de mas de tres
leguas, de manera que muchos de ellos trasladaron parte de su
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DE EUROPA til
ajuar al sitio donde se hacían los trabajos» para ahorro de tiempo y
fatiga, y otros, como José, salían de su casa muy de madrugada y
no volvían hasta la noche.
A los dos dias de suceder asi las cosas, hallábase Clara en lo mas
retirado de la casa. Hacia un sol abrasador, nadie transitaba por el
pueblo, y todas las puertas y ventanas estaban entornadas, medio po-
co eficaz, pero el único de que se podía echar mano para no perecer
á los rayos del sol canicular.
Todo era calma y silencio en la vastísima y árida llanura que no
abarcaba la vista.
De pronto llamaron á la puerta, que cedió, y oyó Clara decir al
mtsmo tiempo, t Ave María Purísima.»
Sin tiempo para levantarse ni responder una sola palabra, se pre-
sentó i son atónitas miradas su inolvidable Antunez.
— ¡Tú aquí! esclamó en el colmo del asombro.
— Yo soy, replicó él volviendo á entornar cuidadosamente la puerta.
—¡Antunez, por amor de Dios... I
—Radie me conoce en el pueblo.
— jialunezl
—Nadie me ha visto.
— ¡Sefior! jSefiorl... ¡tú aquil ¿es para perderme? ¿es para vol-
verme loca?
— Por Jesucristo, Clara, que te tranquilices.
— Es imposible. Sal, Antunez, sal de esla casa, que es de mi mari-
do To no tengo nada que oír, nada que saber; ¡déjame si no quieres
verme mas que nunca desgraciada!
— Te juro, Clara, que por mi no volverás á serlo, dijo con acento
de veracidad Antunez; te juro que cuando me recuerdas tu desgra-
cia cuya causa fui, eres conmigo harto injusta y me castigas con una
dureza que no merezco y deque hoy dia no fuera yo capaz para con
•adié.
—Pues bien, déjame, repuso Clara, bajando también la voz; dé-
jase; no sé lo que me digo; no sé lo que me pasa, Antunez; no soy
doefia do mi misma. To te lo suplico, sal de aqui... no importa que
te vean ; con tal que salgas pronto; que recobre yo el juicio que
pierdo.
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til PRISIONES
—¿De verme á mí, Clara?
—De miedo, de zozobra... ¿que sé yo? No ves que soy una pobre
mujer que debo mirar por mf, por mi marido...? ¿No comprendes to-
do lo que te diría, si no estuviese tan turbada? Pero, ¡Dios mió! ¿me
quieres ver morir aquí?
—Serénate Clara, y concédeme un momento. No me achaques in-
tenciones de loco...
—Si, si, ya lo sé) dijo Clara procurando en vano serenarse; pe-
ro ¿qué quieres? ¿qué he de decir yo sino desaciertos mientras no te
vayas?
—Es decir, esclamó Antunez en son de queja, que mi presencia es
para ti un tormento; que tu razón se trastorna solo al verme; mal
has hecho, si tanto me aborreces, en no habérmelo dicho clara -
mente.
— Si no es verdad, Antunez, ¡si no te aborrezco, no! Yo no sé que
temor me asalta; pero, aunque no es por odio, créeme, no debes es -
lar aqui. Ya me hablaste, ya te escuché, ya todo ha concluido entre
los dos.
—¡Todo! Para ti, si, bien lo veo. Para mi... no. No quiero obrar
en (u daño, di me de una vez que me aborreces por mi villana con-
ducta, y me verás salir, y ni tú ni nadie me verá volver. ¿Qué le
importará á la gente que Antunez se arroje de un tajo?
—Mira, Antunez, dijo con alguna entereza Clara; dos veces me
has sorprendido presentándote de improviso á mi vista; me has di-
cho cuanto tenias que decirme y yo á ti también. ¡Me dijiste que me
amabas... Dios te lo pague; de corazón se lo pido! ¿Puedes esperar
mas de mi?
-Sí.
—¡Cómo!
—Que no solo no me aborrezcas, sino que me ames.
—¿Estará loco? dijo Clara estremeciéndose.
— Tal vez. Es locura ofrecerte toda mi vida, todo mi amor, el fru-
to de mi trabajo, mis pensamientos...
—No prosigas, Antunez, ni te ofenda lo que voy á decir, ya que
á ello me obligas. Sola, triste, abandonada y hecha escarnio de la
gente, cubierta de luto y de vergüenza, acepté de un hombre bueno,
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II KJftOFA. 115
■ay buena, lo que hoy Tienes ¿ ofrecerme. Tú lo sabes; ¿á qué vie-
pues, á brindarme con lo que no puedo aceptar?
— Yo sé que si me amaras, no te acordarías de lo pasado, ó podría
en ti el cariño que las demás consideraciones. ¿No las atropellas-
le cuando me querías de veras?
—¿Y has pensado que ahora, como estoy, podía quererte?
—Mas difícil me pareció en algún tiempo que llegases á olvidarte
de mi y casarte con otro. Y al fin lo hiciste.
—¡Ahí qué mal haces Antunez en pensar así! Querrías que arros-
trase eternamente los desprecios délas que habían tenido mejor suer-
te qie yo; querrías que hubiese olvidado, no solo la necesidad que
tenia de amparo, sino tu conducta conmigo, tu burla, tu desprecio,
tu desamor. .. tu desamor que me devoraba de pena, dijo Clara cu-
el rostro con un pañuelo; cuando creía que tu acción era
locura, sobre lodo en tu dafio, porque, Antunez, telo digo como
• se lo dijera á Dios: en vez de maldecirte ó de despreciarte siempre,
te toaia lástima cuando pensaba que ninguna mujer te había de amar
> cmo yo, que, á pesar de todo, no te había de olvidar mientras
—¡Bien se ha visto!
—¡Y no lo cree! esclamó Clara con sentido acento.
Antones quiso leer la verdad en su semblante y lo vio surcado por
el Vasto* Iba á hablar, mas ella se apresuró á decirle:
— Harto imprudente he sido, Antunez, harto te he dicho, harto
kaa «atado aquí. Solo por tí he podido olvidar mis deberes hasta el
fwte de poner á riesgo la tranquilidad de mi marido. Vete ya, pues
■•da tienes que decirme.
—Clara, replicó él, si la pasión no me ha quitado el sentido, creo
qae todavía puedo ser dichoso en la tierra. Hago todo lo que me man-
des si me respondes lealmente á una pregunta. Te estoy mirando á
la cara para que no se me escape un átomo de verdad. Voy á salir
de la casa: respóndeme antes: ¿me amas todavía?
— fro! esclamó Clara turbada.
—¿Me amas todavía? repitió Antunez con la vista clavada en su
wMintfi Contéstame y me verás salir inmediatamente.
—¡Antunez, antunez! dijo ella con voz entrecortada, vete por Dios,
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sil rusroNes
rete.... seguro de que siempre te he amada. No vuelvas á verme,
no vuelvas á hablarme nanea. Soy muy desgraciada [mucho! No soy
ingrata con José; bien lo sabe Dios, que sabe también lo que te amo.
¡Adiós, Antunez, adiós, ten lástima de mi!
Anlunez había seguido ¡jadeando todos los movimientos de Clara;
cruzó las manos, señal del vehemente gozo, cuando la oyó decir que
le habia amado siempre: al terminar ella encomendándose á su pie-
dad» dio un paso hacia la puerta y con gravedad solemne dijo:
—Fuera ó no locura el abrigar esperanzas, yo esperaba que no
me olvidarías. Solo tú lo sabes y mi hermano. Me amas, Clara, pe-
ro no conoces toda la inmensidad de mi amor, quieres que te tenga
lástima y no pides en vano. Adiós. Volveré por ti.
—¿Qué dices Antunez?
— Que no puedes ser feliz con Pepe, ni él contigo. To labré tu
desdicha...
—[Insensato! ¿Quieres labrar ahora la del hombre á quien tanto
debo?
— Yo soto pienso en ti.
— Y yo en ti para que no cometas una villanía.
—Volveré por tí, Clara. Adiós.
—Por la Virgen Santísima, Antunez, ceja en tu temeridad.
«-Si te dejo en esa vida de angustias que estás pasando, quiero que
Dios me castigue: mira si estaré resuelto á hacer lo que te he dicho.
— ¡ Ay! no quieras que nos castigue á los dos, que ya lo meréceteos.
Antunez, Antunez, míralo bien, desventurado. Consolo dar motivo
á José para que sospeche, para que recele .. ¡Dios mió! me horro*
rizo de pensarlo ¡qué infamia seria! [yo, sobre todo yo...!
—Clara...
—¿No es cierto que tú también piensas asi?
—Te amo; volveré. Adiós.
Antunez fué en derechura á la puerta; Clara iba á hablar mas aun,
pero él la abrió para salir, y antes de desaparecer de su vista, repitió:
—¡Te amo!
[Pobre Clara! [Qué confusión la suya! Momentos hubo en que cre-
yó haber soñado otras veces lo que le estaba aconteciendo. No cabía
en su mente que aquello fuera un suceso real y verdadero.
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DE EUROPA. til
Temiendo estaba que de un momento á otro Yol viese Antonez y se
viese envuelta en un conflicto terrible, perdiendo para siempre la es-
tuación que había logrado inspirar á sa esposo, perdiéndolo todo,
hasta i Antonez mismo, á quien amaba quizás sobre todas las cosas
y mas que á sn propia vida.
Presintiendo que no podría mirar & José cara á cara; que su agita-
ción mal disimulada la vendería, no se atrevía á decirle lo que le pa-
saba, y ai mismo tiempo se echaba en cara como un delito su silencio.
Bien imaginaba lo mucho que iba á padecer al verle entrar con
apacible sonrisa, cansado de las rudas tareas y del largo camino;
bieo imaginaba que iba & padecer mucha vergüenza al verle discur-
rir sereno y alegre sobre los asuntos domésticos; al recibir de él una
caricia ¡ella! que acababa de cometer tan grave delito confesan-
do i otro hombre que le amaba Mas ¿qué valían esos recelos,
qué eran esos temores comparados con los que la habrían asaltado si
hubiese podido leer en el libro de su destino?
Uegó José mas tarde que nunca, no risueño y alegre como solía,
ám descompuesto y cefiudo el rostro, torva la mirada, revelando gran
desasosiego.
Sentóse como tenia costumbre frente al sitial de Clara, que, sin ha-
blar palabra, le contemplaba atónita, y en vano intentó calmar la agi-
tación de su pecho.
La pobre y rústica morada de los dos esposos, vulgar y ordinaria
como todas las del pueblo, estaba en aquella ocasión engrandecida
por te solemnidad; el silencio mismo tenia algo de grandilocuente y
la trémula luz de la estancia, cuya débil llama oscilaba á merced del
aire, alumbraba, ora á José t ora á Clara, dejando i intervalos en com-
pleta oscuridad parte de la estancia, de tal suerte que aquellos seres
parecían surgir cada uno á su vez de la nada, como espectros fatí-
dicos.
José esperó que rompiese Clara el silencio, mas no pudo contener-
se, y con voz entrecortada por el sentimiento y la ira prorumpió:
— Antunez ha estado aquí.
Clara se sintió penetrada de un frío glacial.
— |Ha estado aquí! repitió José, y tú no me lo has dicho.
Gara quiso balbucear una escusa: bien lo dio á entender su ade •
ion" n. iS
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SIS PRISIONES
man; poro po hizo mas que mover los labios: no pudo articular pala-
bra alguna.
Por otra paute, tampoco José habría dejado que hablase^ Advirtió
el movimiento de su mujer y siguió: diciendo:
—Sé io que ibas á decirme. Querías buscar un rodeo para no sor-
prenderme desagradablemente; para evitar que mi pripaer molimien-
to fuese de ira ¿no es verdad?
Clara mirándole en los ojos como idiola, hizo un movimiento mar
quinal de afirmación.
Sonó, en medio del profundo silencio un rechinamiento de dientes;
José se había levantado de un salto llevando la diestra á un hacha
que al entrar arrimara á la pared, y agarrándose fuertemente del ca<r
bello coi* la otra mano, esclamó ood voz gutural apena* perceptible:
— (Gomo mientes, infame, cómo mientes!
Clara, al sobresalto de ver la actitud de su marido, levantó de
pronto las débiles manos en alto y qujso dar un paso atrás; Saqueá-
ronle los pies y volvió á caer en su asiento.
José soltó el bacha, aplicó al hombro de Clara su nervuda mano y
sacudiéndole el cuerpo inerte, con los labios pegados á su oido dijo:
— No se ta logrará la infamia que habéis concertado muy despacio,
porque antes morirás á mis manos. Antes que hoy, hace ya días, le
viste, le hablaste, nada me dijiste ¡y él ha vuelto!
¡Aquí! afiadió soltando á Clara y recorriendo la habitación de una
mirada; ¡aquí estuvo hoy Aptunez porque tú has querido; ha veni-
dla verte, como, la otra vez, cuando yo estaba ausente; porque él es
tan ruin y tan bajo como tú! Ahora te callas y á él le dirías que le
amabas; que eras muy desgraciada conmigo ¿no es verdad? que tú
has nacido para él ¿no es verdad? que yo no era digno de tu cariño
¿no.es verdad, serpiente venenosa ? ¡Oh mujer malvada! ¡Oh per-
versa! ¡Yo creía haberte honrado casándome contigo, y no puede
ser; la honra no se te pega!
La risa del sarcasmo entreabrió los secos pálidos labios de José,
que ijadeando, casi convulso, contempló entre tanto de soslayo y con
siniestra mirada á Clara. De pronto bajó la cabeza, y sosteniéndola
con ambas manos, prosiguió como si hablara para si:
— Y yo entre tanto, ¡necio! yo pensando en ella {solo en
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DE KUKOPA SI 9
día, coso todes los dias! Y* queriéndola como á mi propia vida
¡mas qae á mi vida! Yo, ciego, empefiado eo creer que su corazón
era hermoso oomo su fementido semblante; repitiéndome qae era nn
Ángel ¿Qué hacia yo que no fuese para ella? Yo había llegado á
vencer la verdad por ella. La memoria me traia al pensamiento so
primera juventud, sus brutales amores con Antunez, y yo siempre
había dicho: ella no tuvo culpe; pecó por ignorancia ¿qué sé yo?
cómo la amaba tanto Si me hubieran preguntado si creia á mi
madre capaz de haber cometido una falta semejante, yo habría dicho
que sí. ¡Hasta esa locura me'habria llevado mi ceguedad! Y ella
Volviese á mirar á Clara y prosiguió:
— Y tú ¿qué pensabas? ¡infamias! Mira: el pordiosero agrade-
ce in harapo y tú no agradeces la honra que quise darte para cubrir
tes liviandades; ¡mira tú lo que vales! Si fueras capaz de sentimien-
to* tmeao*, ya te habrías muerlo ó no habrías hecho lo que has
hecho conmigo Yo te amaba, yo te compadecía; yo le quería con de-
tirio no me avergüenzo <te lo que voy á decirte, no; la vergflen-
a m para ti: yo te contemplaba dormida y pensaba: ¡si mi madre
viviera y estuviese i tu lado.... I ¿lo oyes? mas bien por tí que por mi
se acordaba de aquella santa mujer. ¡Por ti ! pero ¿sabes quién
ene tú? ¿Qué eres tú al fin y al cabo? una mujer perdida, perdida,
tánica mujer perdida que había en un pueblo; una mujer que des-
honró i ni familia; que no podía salir de su casa, porque nadie la
qveria k m lado, y la señalaban con el dedo á los forasteros, qne la
miraban desvergonzadamente y la escarnecían ¡yo lo he visto! eso
eras tú. Eres hipócrita; fingías gran pesar de verte despreciada:
¡mentira! á ti ¿qué te importaba que te despreciaran ó no? Yo... ¡yo
narf pora desdichas! Te hablé como amigo, te hablé como hermano,
qmise casarme contigo Guando pienso en la mafia con que quisis-
te apa Mular que procurabas disuadirme de mi empello Al fin lie-
goé á ser tu marido, le saqué del pueblo y vivi para ti sola. ¿Ves tú
si eres iníame? pues yo decía tu nombre y el corazón se me llenaba
dedohbra; yo quería trabajar porque mi trabajo era tu descanso; yo
deseaba tener salnd para que no carecieses de nada; yo estaba lo-
co, porque te comparaba con las mujeres mas honradas y buenas y
decía: Mas vale mi Clara. Yo estaba loco sin duda; porque me
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MO PRISIONES
enorgullecía tu fingida bondad y hoy mismo ¿Por qué he sabido
yo hoy lu traición? Porque he hablado de ti delante de un hombre que
te conoce; porque Diego Antunez sabe todo lo que hace su hermano;
él me lo ocultaba; pero es murmurador y beodo y ha oido alabanzas
tuyas en mi necia1 boca, y el vino le ba hecho hablar. ¡Y por ti he
abofeteado la cara de un hombre!..... Por esa mujer, prosiguió vol-
viendo la espalda á Clara y levantando los ojos al cielo, ¡insensato!
¡Y yo querja lener hijos de ella! Y si ella me hubiese dicho: vivamos
como hermanos, yo habría sido tan sandio que me habría dejado ven-
cer con lo mucho que la amaba. Por este esceso de amor puedes cal-
cular cual será ahora mi odio y mi desprecio. No imagines que voy
á hablar en son de queja mujeril; que soy muy hombre para todo;
mas te he decir, para que lo sepas, el daño que has hecho Pero
¿quién seria capaz de saberlo decir ni á que cuento? Me has hecho
odiar las horas que en ti he pensado; me has hecho odiar la existen-
cia; he vuelto á odiar mas que nunca á todos los que me han hecho
padecer en este mundo, cuando ya no me acordaba de ellos; cuando
por ti los había perdonado; me has hecho avergonzar de mi torpeza en
quererte y en haberte tenido en mi casa ¡yo que no tenia nada por
que avergonzarme Todo este daño ya está hecho y aun has he-
cho otros ... porque ¿tú crees que vamos á vivir? ¿Tú crees que has
de salir cautelosamente de casa y huir con Antunez, según el concier-
to que tenéis hecho? No. No, prosiguió con amarga sonrisa y con-
templando el hacha que estaba á sus pies: esto acabará. . . como yo sé.
Levantóse con un hondo gemido el pecho de José que se sentó en
su sitial, y apoyando el codo en la mesa y la mejilla en la mano, se
puso á mirar á Clara de una manera singular.
Al pronunciar las últimas palabras indudablemente pensaba en la
muerte de ambos que su imaginación rodeó de circunstancias horri-
bles. Intimamente enlazado á esta idea, se levantaron en su memoria
los recuerdos de su amorosa vida con Clara, de su plácida existencia,
blandamente mecida por la confianza, acompañada de gratas espe-
ranzas, no interrumpida hasta entonces por sinsabor alguno. Por muy
penetrado que estuviese de la infidelidad de Clara, el pensar en per-
derla y en que habia de acabar á sus manos, sumergió su corazón en
desconsuelo. Acaso en aquel instan'e mismo una voz secreta le repro-
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DE EüfiOPA 121
la crueldad con que se había cebado en una débil mujer, por-
que José, además de so natura! dulzura, respiraba, como ya hemos
dicho, nobles sentimientos.
Clara había pasado por todas las amarguras imaginables durante
la esplosion de ira de su marido. Mas de una vez la habían abando-
nado las fuerzas, y desfallecida en su asiento, solo sentía que le zum-
baban los oídos y que lodo daba vueltas al rededor suyo. Recobrába-
se an poco, y las palabras de José levantaban en su corazón un tu-
■ulto de afectos; lágrimas de vergüenza, amarga hiél, brotaba de sus
atraías sin que hallasen el camino de los ojos; quiso interrumpirle
j bo pudo; quiso arrojarse á sus pies, y no tuvo aliento para mover-
se; quiso morir y en vez de extinguir su vida, los esfuerzos de la vo-
luntad solo conseguían avivar momentáneamente sus sentidos para
q*e oyese los insultos de José y viese su rostro airado contra ella.
Exánime al fin, se resignó ásu horrible castigo, y quedó inmóvil has-
ta nacho después que José hubo dejado de hablar. Poco á poco, cual
á dispertara de una angustiosa pesadilla, fué volviendo en si. Dirigió
m primera mirada á su esposo, y en aquel momento no se acordó pa-
ra aada de las amenazas ni de los improperios que este le había di-
rigido: se acordó solo de que era en efecto muy desdichado y tuvo
Ultima de él. Como si hubiera muerto y desde otra región puramen-
te espiritual viese las cosas de la tierra, irradió su semblante embe-
llecido por una extraordinaria sensación; púsose en pié con un gra-
eaoeo y suave movimiento, y ligera, aunque pausada, anduvo la mitad
de la distancia que de su marido la separaba. Algún prestigia había
ea ella, cuando José se sintió dispuesto á escucharla, sobrecogido de
admiración, de pasmo ó de una curiosidad insensata, que él nunca
se sapo explicar lo que era.
Dejó Clara caer los brazos sin que se separasen las manos ci: \ te-
nia cruzadas, y mirándole á él con piadosos ojos, meneó repelidas
veces la cabeza, que tenia inclinada á un lado.
José se sintió inferior á quella serenidad, á aquella compasión,
% al abandono de la mujer que sin miedo se ponía al alcance de su
— Joaé, comenzó á decir Clara, y comenzaron á corrértelas iágri-
por el rostro. José, repitió, me has llamado infame, hipócrita...
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22* PRISIONES
desagradecida; me has dicho que yo había sido la única que en mi
pueblo hizo avergonzar á su familia... Podías matarme, José; pero
¡hablarme asi...! Al fin lú solo tienes derecho á decirme la verdad
por amarga que sea; pero yo no soy la que has dicho; yo no le he
mentido; si creyeras algún resto de virtud en mi, te juraría por la
madre de Dios que no te engaño.
José amaba todavía; aquellas palabras consoladoras, aquel acento
amado no podían serle indiferentes, aun cuando no hubiese vibrado
en ellos el encanto de la sinceridad. No se habia apaciguado e) ren-
cor de su pecho; pero tampoco habia acabado para siempre en él la
amorosa pasión en que por tanto tiempo cifrara todos sus goces, y
entre la lucha de los opuestos afectos siguió átenlo, ávido, prestando
oído á Clara. ¡Si ella hubiera sabido desvanecer la borrasca que cor-
ría el atribulado espíritu de José!
Por desgracia, cuando él se hallaba en aquel estado de zozobra,
Clara prosiguió diciendo:
—Aquí ha estado Antunez.
José hizo un movimiento de cabeza como si preguntase á alguien
si debía tomar por una provocación aquellas palabras, al propio
tiempo que sentía en su interior como si cayesen estrepitosamente las
esperanzas que se habían levantado en su ánimo al ver la actitud y
las lágrimas de Clara.
—Si, prosiguió ella, en eso no ha mentido su hermano. Otra vez
le vi, también es cierto, uo en tu casa, sino en la fuente una tarde
que le vi aparecer de improviso. Dijoine que estaba arrepentido del
mal que me habia causado; pidióme que le perdonase, y le perdoné.
Aquí Clara cuya respiración se hacia difícil, tuvo que hacer una
breve pausa. Recobró el aliento y prosiguió:
—Nada tengo con él concertado; mintió su hermano, sin duda
porque no era dueño de su palabra; José, no fies mas en el dicho de
un beodo que en el juramento de lu mujer. ¿Puedo esperarlo así?
José no respondió.
— Yo soy una muger, siempre débil, José, que, culpable ó no, te
ha merecido mucho cariño: ¿crees que puedo proponerme hacerte caer
en engaño?
José no interrumpió su silencio.
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DE EUROtA. 2f*
que tuviste lástima de mi desdicha; es verdad que
echaste sobre (i el grave peso de cubrir con tu nombre una falta que
yo había cornudo por esceso de confianza; pero el hermano de Antu-
nex «n doda te ha dicho que yo era una mujer perdida y tú me lo
has repetido. ¿Era yo una mujer perdida en mi pueblo y después has
deseado tú que esa mujer fuera madre de lus hijos? Ya sé yo que no
soy tu juez; pero si hubieses abrigado tan bajo deseo, deberías ser in-
dulgente conmigo, que, aun siendo cierta la falsedad del concierto
que me atribuye el hermano de Antunez,. seria menos culpable
que tú.
No, no es verdad que tú me hayas tenido en tan mal concepto
hasta que tu desdicha te ha obligado á dar crédito á un htmbre
bebido.
Tú sabes que amé á Antunez, sabias que no le aborrecía; la des-
gracia te ha hecho desconfiado, y hoy has creído que bastaba ser
ei tu dalo, para que hasta yo misma te ayudase á perjudicarte.
To creí que si algún dia llegabas á saber que habia visto á Antu-
De* v 10 le habia hablado de él, me lo agradecerías. ¿Para qué te lo
había <* decir? ¿Con qué objeto? ¿Iba á ganar algo con ello la tran-
jrtidad de tu espíritu, la seguridad de tu honra? ¿Debía ser yo la
qto te reeordase su nombre? ¿Sentaba bien ese nombre en los labios
de tu mujer? ó ¿crees acaso que ahora mismo no me cuesta nada pro-
sudar J¡
José continuaba atento, pero inmóvil y silencioso.
Clara le dio tiempo para que pudiese responder, y viendo que no
abría loa labios, prosiguió diciendo:
— Anones no me ha hablado una palabra de amor.
Grande, inmenso fué el esfuerzo que hizo Clara para mentir en
ocasión tan solemne; pero comprendió que no debía levantar entre su
ttarido y su amante un odio que evidentemente habría clamado por
la sangre de uno de los dos*
— Diga lo que quiera su hermano, Antunez vino á confesarme sus
remordimientos y á pedirme perdón. Todebia oírle: en vez de echar-
le de mi lado con recriminaciones, le escuché y le dije que se fuera
perdonado. ¿Qué mas podia hacer?
—Nada, respondió José, rompiendo al fin su silencio, y no pu-
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111 PRISIONES
diendo tú hacer mas ¿á qué ha venido hoy?afiadió con mal encubier-
ta malicia.
—Ha Tenido, respondió Clara sin turbarse, & despedirse de mi.
— No era indispensable su venida.
—Es cierto; pero ha venido. Dijome que iba á partir mañana pa-
ra muy lejos...
—¡Falsedad! To sé por su hermano que tienen tarea para quince
dias.
—Su hermano habló hoy estando beoda.
— No lo estaba cuando me habló de eso.
—Enhorabuena.
—Tan enhorabuena es que te molestas en vano.
—¿Por qué no me crees?
— Porque no te creo; que no es su hermano solo quien le ha oido
hablar de ti.
—¿Y no puedo ser yo la engañada? ¿Tengo yo la culpa de que no
me haya dicho lo que puede haber dicho á otro?
—Imposible. \
—Tú no das crédito á mis palabras; pero comprendo que la pasión
te aconseja. José, tú que has alabado mi discreción muchas veces sin
que yo lo mereciese, dime ahora: si Antunez me hubiese requerido
de amores, ¿habría hecho yo bien en decírtelo?
—Si, respondió José con la ferocidad del tigre que huele presa.
Clara, que no esperaba respuesta tan fuera de lugar, quedó descon-
certada.
—También & mi me parece imposible tal locura. (Qué eso digas,
José, y no reflexiones que solo el trastorno en que te hallas puede
inspirar esa respuesta! En fin, yo no tengo para que ocultarte nada
de lo que pasa por mi. No lo digo para echártelo en cara, pero hoy
me has muerto José. La mujer que te está hablando no es la que era
antes de oírte; deja que desahogue mi pecho, y todo en el. mundo me
será indiferente, lodo, José, repilió con lloroso acento, hasta tu amor
que á veces he considerado como el bien supremo de la tierra y
al llegar aquí su voz tomó un acento lúgubre y pareció que resona-
ba en profundas cavidades subterráneas y dijo: hasta el amor de An-
tunez que en un momento de locura me pareció un bien del cielo.
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IB EOaOti. US
La transición que hemos indicado y el tono de veracidad de aque-
lla audaz declaración de Clara llenaron de asombro á José, y su co-
ra*» se estremeció y se le erizó el cabello. Sall&bansele de las ór-
bitas los ojos y secósele la garganta y faltóle aire que respirar.
Clara por sn parte, al cerrar los labios quedó tan abatida como si
con aquellas palabras hubiese echado la sangre de sus tenas.
—Mira, dijo con desfallecido acento, lo que esperaré de la vida
cuando asi te hablo. To no sé porque sin desearlo he pecado, pero si
creo que lodo pecado lleva consigo el castigo. No he sido contigo in-
grata, José, ni se me ha ocultado lo mucho que me amabas, no. He
deMado en lo mas hondo de mi corazón amarte siempre, no amar á
aadie mas que 4 ti. Puedo jurarlo delante de Dios sin temor á sus
iras, y (álteme su gloría si no he puesto cuanto ha estado en mi para
arraigar y acrecentar en mi corazón el amor que te tenia. Hoy puedo
decírtelo sin rubor: en ciertas ocasiones en que te be vislo lleno de
juta confianza en mi y avivando tu ingenio para complacerme, me
he creído la muger menos digna de tu cariño y tú el hombre mas no-
ble, mas hermoso del universo. Yo no sé lo que ha podido en mi el
agradecimiento que me niegas; hubiera querido ser rica como las
procesas y hermosa como las mas hermosas damas y amarle como
■» se ha amado en el mundo, para hacer descender sobre ti cuanta
felicidad pudiera resistir un hombre. Si no me crees ahora, pronto me
creerás, José, si oyes lo que voy á decirte, pues hoy sería mentirte no
decirte toda la verdad.
Ni tá ni yo sabemos cómo están hechos ni cómo se templan los
i, ni siquiera sabemos cómo se llaman esos impulsos que
de un objeto á otro los afectos.
Te he dicho como te amaba y lo has oido como quien no lo entien-
de; pero lo que yo no sabia es cómo he amado 4 Antunez. Asi como
uta persona se duerme y es cual si estuviera ausente del mundo, y
luego despierta y vuelve i ser como si tal ausencia no hubiera hecho,
asi ae me antoja que el amor de Antunez se había dormido en mi pe-
cho y volvió 4 despertar. Mas tengo que decirte, José, y es que no
por eso dejaba de quererte & ti, ni sentia menguar mi carifio, como si
no de loe dos fuese mi hermano ó mi padre. To no hice nada para
que asi sucediera: antes, por el contrarío, ya te be dicho que mi de-
rovo n is
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tté PRISIONES
geo habia sido que lodo cuanto habióse de amar yo eü el mundo fue-
ras tú.
En fin, que amé á Antunez he dicho, y le he amado hasta que tus
sangrientas iras, hasta que tu sañudo encono se han cebado en mí,
dejándome del modo que me ves, sin amor y sia odio, sin estimación
de mi misma ni de nadie. Tu aprecio me habría alentado; para no
dejar de merecerlo habría encontrado yo fuerzas cada dia mayores
en mi misma; el amor de Antunez habría podido ser mi martirio, pe-
ro no mi deshonra..'.. . Ahora, será de mi lo que Dios quiera; levan-
ta el hacha que tienes al lado y no daré un paso atrás.
La última parte del razonamiento de Clara produjo, como hemos di-
cho, grande efecto en el ánimo de su marido; sin duda porque no solo
era lo mas inesperado y dificil de es pl i car que oyera en su vida, sino
también porque Clara lo dijo todo con acento de profunda verdad y
cual si en efecto tuviera mas bien la obligación, la necesidad, que el
derecho de hablar cosas tan singulares.
¡Que el amor de Antunez se habia vuelto á despertar en su pecho!
¡que á pesar de eso no habia menguado el amor á su marido!
La confusión de todas las ideas, el trastorno del entendimiento eran
para José aquellas revelaciones.
Al principio se habia ido ablandando su corazón á medida que iba
oyendo á Clara; mas entonces se exasperó y sintió una amargura ma-
yor todavia que al oir del hermano de Antunez lo que tan airado le
llevara á su casa.
Hasta la resignación deClara, después de la confesión de sus amo-
res» le irritó mas que pudiera hacerlo su cólera y su resistencia.
Quedóse como si tratase de desembrollar las estrafias ideas que le
habia inspirado el estrado razonamiento, y como si hablase maqui-
nalmente, dijo:
— jNo temes la muerte!
—No, respondió Clara con voz débil, pero segura.
— i Y amas á Antunez!
Clara á su vez guardó silencio.
.—¡Y me aborreces & mi!
—No.
—(Vive el cielo, exclamó José exaltándose, que te has propuesto
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IK HJÍO*A. ni
conmigo obra de brujería, pero ¡vive el cielo! también que ha
de ser en balde. Cuento de gente mala, patrañas de mujerzuelas
para embobar á sandios, son tus palabras. En mi vida he oido sino que
la mujer honrada ama nada mas que á su marido. En esa malaria he
viste ya lo que hay que ver en el mundo.
En suma, tú has visto repetidas veces al hombre que no debías ver
y me lo has ocultado, ahora confiesas que le amas; lo demáa me lo
ha dicho su hermano. Esto es claro porque es verdad, y no es menes-
ter ser sabio para entenderlo. Morirás... ¡y será poco!
No sé porque al entrar en casa, en vez de hablarte y oirte, no he
acabado contigo. Quizás habría sido mejor. No sé quien me ha de-
tenido. ... acaso haya sido el cielo que, para darme colmada la copa
de mis desdichas, no ha querido que terminasen hoy. Tú vives toda-
vía y ye todavía padezco; pero ello ha de tener un término antes de
mucho.
Clara permanecía insensible: ciertamente no le habría importado
morir en aquel instante.
Aquella noche fué de prolijas angustias para entrambos. En Clara
•e operó una reacción espantosa: en el sopremo esfuerzo que había
hecho para manifestar á José el estado de su ánimo, había gastado
gran parle de su vitalidad y al llegar al punto en que el organismo bus-
có de nuevo la armonía, no pudo resistir y cayó desfallecida al suelo.
Joeé, con la cabeza caída entre las manos, dejó pasar horas y ho-
ras sentado junto á un arcon en que apoyaba los codos.
L% luz del sol y el movimiento matinal del pueblo los sacó de aque-
lla situación.
Mientras estuvieron solos José no había pensado en la vergüenza
que tendría que pasar ante sus conocidos; pero en cuanto se empeza-
ron á oír las voces de la vecindad, que sonaban en su estancia como
si partieran de su casa misma, sintió rubor y pensó en sos relacio-
nes con los hombres.
Estufo vacilando entre marcharse inmediatamente á sus ordina-
rias tareas, pero no tuvo ánimo para tanto, y cedió al abatimiento que
le indinaba á no salir de su casa.
Además de esto, no debemos pasarlo en silencio; José no habría
pedido pasar el dia lejos de Clara. Aun cuando estuviese resuelto á
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m musioubs
malaria, aun creyéndole infiel y falaz, la amaba el desdichado como
se ama á una mujer cuando el vicio de amarla se ha arraigado en el
corazón.
Clara volvió en si tiritando de frío; se incorporó apretando los bra-
zos al cuerpo y sumiendo la cabeza entre los hombros, y después de
permanecer mucho tiempo trémula y cabizbaja, se levantó y, apoyán-
dose en la pared, llegó al pié de la cama donde se dejó caer. Dio en
el momento un gran suspiro y cayó en estupor profundo.
José descorrió el cerrojo y abrió las dos hojas de la puerta; colocó
detrás de una de ellas una silla baja y se sentó, ocultándose á la cu-
riosidad de los transeúntes.
Allí se sumergió en mil diversos pensamientos á cual mas tristes y
desconsolado] es acerca del pronto y miserable fin de su amor, que pa-
ra él era la única dicha del mundo.
Pensando en lo que probablemente habia de hacer Antunéz, cal-
culó que el hermano repararía en su ausencia y no dejaría de adver-
tirle para que se apercibiese á eslar sobre aviso. Asimismo calculó
que sabiendo Antunez que él dejaba de ir á trabajar al campo, no se
arriesgaría á entrar en su casa y esperaría una ocasión en que se ha-
llase fuera del pueblo. Esa ocasión resolvió José proporcionársela.
Hacia propósito de precipitar los acontecimientos; de preparar él
mismo uno de aquellos lances en que no hay mas medio que matar ó
morir; deseaba con ansia que ya hubiese llegado el punto de acabar
con todo; pero José babia sido siempre irresoluto, débil, criado en el
miedo, y con el temor de disgustar á los que le rodeaban, pudo mas
su naturaleza que la fuerza de las demás circunstancias: se atrevió á
imaginarlo todo, hasta las cosas mas abominables, y no tuvo resolu-
ción para emprender cosa alguna.
A mayor abundamiento, el amor de José, tan cruelmente contra-
riado, no perdía un ápice en intensidad. ¡Cuántas veces deseó aquel
mismo dia que fuera sueño lo que le pasaba y despertase viendo á
su lado á Clara, bondadosa y apacible como siemprel ¡Cuántas veces
se preguntó á si mismo si habría un medio para que, después de lo
sucedido, pudiese volver á decir sin rubor á Clara que la amaba y pa-
ra que ella lo oyese sin despreciarle!
Asi pasó el dia y la ncebe ensimismado, sin moverse de su asien-
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ük nmopi. ttt
lo, y i la siguiente mafana se levantó y salió para el campo medio lo-
co, dejándose llevar de su debilidad y no atreviéndose ya á hacer co-
sa i qie no le provocase un nuevo acontecimiento.
Contestó con medias palabras á los compañeros que babian esta-
fado no verle el dia anterior, y se lavo por bien hallado fuera de su
casa, hasta que llegó junto á él el hermano de Antunez.
A si vista le dio el corazón un vuelco y suspendió sujtarea porque
la cabeza se le iba.
Nadie, ni el mismo Antunez, notaron nada.
Al volver en si José, sintió su corazón preñado de odio hacia aquel
hombre y se le acibaraba mas y mas el pecho al pensar que si recor-
daba la conversación que habían tenido, seria para él objeto de ludi-
brio. Mas podía en él ese temor que no el de que Antunez le pidiese
satisfacción de la bofetada.
Este, empero, nada dijo, ni paréelo recordar lo sucedido, de suerte
que poco á poco se fué tranquilizando José respecto á aquel punto.
Llegó la hora de regresar á su casa, y habría preferido entonces
vene obligado i emprender un viaje interminable donde pereciese
de cansancio y de hambre y sed.
■egresó, pies, con paso tardo y entró ensimismado en el silencio-
so hogar.
dará no estaba en la primera estancia, con lo cual se sintió ali-
viado de un gran peso.
Así pasaron mucho tiempo, sin verse apenas los dos esposos, sin
hablarse nunca.
A veces despertaba José sobresaltado por un impulso de vehemen-
tes celos; incorporábase echando mano á una navaja, y en medio de
la mas negra oscuridad creia ver un bulto que se movia y en medio
del silencio imaginaba ruidos desusados á aquellas horas.
Asi le sorprendía el primer albor de la mafiana y divisaba el pá-
lido rostro de Clara que, devorada por el insomnio, yacia inerte, can-
sada de luchar con su pena
Desgraciadamente Clara era jóveo; pudo embotarse su sensibi-
lidad por mas ó menos tiempo; mas era natural, era indispensable
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1M MISIONES
que su sangre y su imaginación volvieran i recobrar los bríos, y que
su corazón tomase parte en su propia existencia.
El primer periodo lo pasó Clara anonadada, mas la monotonía del
desprecio, siempre mudo, siempre igual, no pudo matarla y si deses-
perarla.
Clara arrostró largo tiempo todas las penalidades de sn estado, sin
proferir una queja, sin pensar en la venganza; supersticiosa como to-
das las personas ignorantes, atribuyó á castigo de Dios la cosa mas
opuesta que se puede suponer á los designios providenciales.
Pero su debilidad física y su discreción tuvieron término. Joven
aun, buena en el fonda de su corazón y capaz de amar todavía ¿co-
mo no había de recobrar la naturaleza su imperio sobre ella? ¿cómo
se habían de contradecir las leyes del mundo moral en obsequio de
José?
Clara, que había llegado á amar á su marido de la suerte que he-
mos procurado dar á entender; Clara, que en su última entrevista
con Antunez habia descubierto además de cuanto afecto era capaz,
no pedia vivir sin un objeto á quien dedicar su cariño: este era un
imposible que habría sido locura exigirla. La Simple voluntad de una
campesina no alcanza á tanto. ¿Quién podría vivir con los ojos eter-
namente cerrados? ¿quién puede hacerse insensible al calor y al frío?
No menos locura habría sido exigir de Clara que no sintiese, que no
amase.
A José mismo habría vuelto á querer si por algún estrado medio
hubiese podido borrar de su memoria las ofensas que le habia diri-
gido, ó le hubiese dado de ellas una satisfacción; si con algún rasgo
espontáneo hubiese mostrado que la creía digna todavía de aprecio
ó siquiera de lástima; pero José permaneció siempre mudo y seve-
ro con ella: su semblante le estaba recordando á todas horas la no-
che mas dolorosa de su vida.
Clara no pudo acostumbrarse al desprecio en aquel hogar donde
babia sido señora y donde tantas protestas de cariño oyera de su ena-
morado esposo.
Cada vez que recordaba una de las espresiones de amor que an-
tes solia dirigirle José, el sediento corazón se le estremecía y llena-
ba de tristeza.
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m mota, isi
Eatonoss te acordaba de Antones, de su arrepentimiento; creía oir
m voi apasionada y suplicante, y la esperanza criminal se le apare*
cía rodeada de tan gratos atractivos, envuelta éntrelas nubes de de*
•ees tan fagos é inocentes, que sonreía dichosa y llegaba á olvidar
la realidad existente.
Al refleoüooar que era esposa de un hombre á quien debía el no-
ble propósito de restaurar su buena fiama, mas de una vez se volvió
centra si misma reprendiéndose sus amantes desvarios; pero esos
desvarios no acababan nunca, y poco á poco fué siendo mas compiar
oieftle consigo, basta que aprendió á justificarse por completo á sus
propios ojos y á buscar momentos de ocio para entregarse con mas
frecuencia i sis seductoras ilusiones.
Ellas eran el descanse de su espirita; el mundo donde la compren-
dían, la disculpaban y la amaban.
Al fin vino un dia en que ya no la.saUsfacieroo sus quimeras; ya
10 le bastó la imagen de Antones: deseó verle.
Per entonces ocurrió una circunstancia funesta para ella.
tensando solo en sus desdichas, ao se había acordado del mundo;
de las personas agenas á su suerte, que nada tenían de común con
Ta hemos dicho que habla sufrido con resigiacion el desprecio de
si marido por espacio de mucho tiempo; el desprecio de los demás
la mdignó, la irritó en sumo grado.
Aquella gente ¿quien nada debía, á quien ningún daño había
causado ¿por qué hacia alude de menospreciarla? ¿por qué se go-
zaba en su humillaron?
No lo comprendía Clara, y aun su instinto, recto en este punto, le
decía que la conducta de sus vecinos no podía ser inspirada pomo-
bies sentimientos.
Ella tenia la ventaja de no haber humillado jamás á nadie y de
haber socorrido decorosamente á los que la miraban mal.
Bota injusticia la irritó tanto mas cuanto á José no se le ocultaba
y 10 había mostrado el menor disgusto por ello, y también porque
ella ao ae creía culpable.
Mientras ao recibió agravios se echó en cara la adúltera ternura
de si oarara para con Antunez, pero á medida que se fué viendo
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«i FIISÍOHES
contrariada, insultada, abandonada, trató de inquirir si gn pecado
merecía en efecto pena tan grave.
Velase sola contra todo el mundo, y apeló á (odas sus fuerzas exa-
gerando los argumentos en su pro, hasta el estremo de tenerse por
mejor que todos los que la ofendian.
Si José la habia tomado por esposa ¿no habia procurado ella di-
suadirle de semejante propósito? Si al fin habia aceptado la mano de
aquél ¿no sabia ella que su firme resolución era serle fiel eternamen-
te y para ello no creía tener la seguridad de que no habría fuerza
en el mundo que pudiera torcer sus intentos? Si al fin habia confesa-
do á Antunez su cariño ¿no fué después de vencerse á sí misma dos y
tres veces? ¿no cayó en ese funesto error, engaOada por un noble sen-
timiento, enternecida de verle pedir perdón, sometida al encanto
que consigo llevan los recuerdos del primer amor, ganada por las
honestas promesas de respeto con que aquel comenzara? No llevó su
delicadeza hasta ocultar á su marido la entrevista de la fuente y
quebrar la jarra donde Anlunez habia bebido? ¿T por ventura no ha-
bia jurado en lo mas intimo de su alma precaverse contra las ase-
chanzas de Anlunez, aun amándole, devorar á solas sus amarguras y
rodear de cuidados á su marido, consagrándole toda su gratitud, to-
da su estimación y todo el fraternal amor de su pecho?
Asi reflexionaba Clara, y acabó por sacar en consecuencia que era
victima de injustos odios; que ella se habia perdido por compasiva,
y que el negarle á su vez la compasión era abominable.
Cuando se afirmó en estas ideas su mirada fué cobrando altivez,
alzó la fren te provocativa, y una linea característica quedó para siem-
pre trazada junto á su labio superior, revelando el desprecio que los
juicios del mundo la inspiraban.
Un ser habia en el mundo que, en vez de ofenderla, le brindaba
con su amor: era Antunez y á él se volvió su corazón atribulado y á él
consagró todos sus buenos pensamientos.
Antunez era gallardo y fuerte; Antunez era capaz de remordimien-
tos; Anlunez, después de afios de ausencia, habia vuelto á ella mas
tierno y enamorado que cuando su juventud y su doncellez la agra-
ciaban á los ojos de todos; Antunez le habia brindado con amor y
paz, y esto la enorgulleció de modo, que en cierta ocasión no pudo
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D£ EUBOtá. SIS
mms de mirar á so marido y reírse de él con una crueldad que
Jote no merecía y de que ella jamás babia sido culpable.
José dormía profundamente, porque después de la noche fatal
dormía la mayor parte del tiempo que le dejaban libre sus queha-
ceres.
En tal disposición de ánimo se hallaba Clara, cuando comenzó á
dejar el lecho muy temprano para dar largos paseos por un terrero
desde donde se descubría hasta muy lejos el camino del pueblo. Lo
mismo solía hacer muchas tardes, desviándose siempre de los ve-
linos qfte hallaba al paso.
Estaba siempre inquieta, padecií fiebre, su exaltación era cada
▼ex mayor; soñaba en Antunez. y salía con la esperanza de verle si-
quiera á lo lejos.
La gente del pueblo no se engañó acerca de su propósito, y sus in-
discretas murmuraciones llegaron á oídos de Antunez. En el juego
de pelota y en la tienda de vinos se lanzaron en su presencia chocar-
reas indirectas sobre su buena estrella y la desgracia de José.
Clara do interrumpía sus paseos solitarios.
Alarmóse José y salió á acecharla y volvieron á recrudecerse sus
«ios y si ira.
Una mañana, era casi de madrugada todavía, Clara, que había
salido como de costumbre, se detuvo á escuchar atentamente porque
creyó que oía silbar una canción á que era Antunez muy aficionado.
Persuadióse de la verdad y palpitóle con violencia el corazón; pe-
ro de repente, como si temiera que aquel sonido la fascinara, echó á
correr desatentada hacia su casa.
/osé la había seguido de cerca y no pudo evitar su encuentro.
Halláronse los dos esposos uno al lado de otro.
Gara al verle dominó sos sentidos, y acortando el paso y con ai-
re indiferente, siguió su camino.
José la vio dirigirse á su casa y, espiando los movimientos de
Antunez, le vio mirar en todas direcciones, trepar á un árbol por
aitre cuyas ramas podía ver creyendo no ser visto y fijar la vista
ai las ventanas* de su casa.
No se salió de su escondrijo hasta que Antunez hubo desaparecido
por donde viniera, y echó por el mismo camino que su mujer, pisan -
TOHO II 10
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134 FUSIONES
do en sus huellas y coa la mano asida del arma que en la faja lle-
vaba,
Clara á medida que se iba aproximando á su casa, sentía no ha-
ber esperado hasta saber si era Antunez ó no quien había estreme*
cido su corazón, y se avergonzó de la turbación que la había sobreco-
gido; y al pensar que de ser Autunez el viandante se habría privado
de una dicha tan anhelada, acertó á entrar José con semblante tal,
que ella, echándole una mirada rápida como el relámpago, dijo para
sus adentros: él era.
También José al entrar la miró al rostro, y como si fuera el eco .
del corazón de Clara, dijo de modi que ella pudo oirlo:
— El era.
Clara, en vez de acobardarse, sintió que su corazón se dilataba cual
si quisiera saborear holgadamente la buena suerte de haber estado
tan cerca de su amado.
Su fisonomía tomó una espresion tan plácida que exasperó á Jo-
sé, quien añadió en el mismo tono:
—¡No habrá remedio!
Clara se encogió maquinalmente de hombros.
Todo le era indiferente menos Antunez ; no teniendo certeza de
ser suya, poco le importaba lo demás.
—¡Qaiere morir! añadió José entre dientes después de una pausa.
Clara creía á su marido capaz de matarla; pero como todos los que
se pierden por amar imposibles, creia también que un imposible ha-
bia de salvarla.
Aquella misma tarde volvió Clara al terrero, determinada á espe-
rar á Antunez y á no huir de él, y cuando le vio venir desde muy le-
jos, en vez de huir se sentó en una enorme peña caída al pié de un
árbol y en la que quedaba sitio bastante para otra persona.
Antunez trabajaba en las mismas tierras que José y habían po-
dido llegar al pueblo á un tiempo; mas el amante dejó con un pretex-
to el trabajo antes de la hora fijada para los jornaleros, y en alas de
su amoroso deseo recorrió en breve tiempo la distancia que le sepa-
raba del pueblo.
Mirando iba delante de él por la ostensión de los campos con vi-
sible curiosidad, cuando á su lado mismo vio á Clara sentada.
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DE EfltOfá. U5
—¡Coa que eres tú! eeclamó al yerta.
—Veo y siéntate, contestó Clara con dulce y lánguido acento.
Sentóse Antunez; Clara le cogió amistosamente ana mano y es-
tuvo contemplándole largo tiempo.
— ¡daral dijo admirado Antones.
—Signe, replicó ella, ya te escacho, y con la cabeza inclinada á
un lado y mirando de soslayo á Antunez, concentró su atención en
lo que esta iba á decirte.
Sorprendióle á este do ver resistencia en ella, encontrarla es-
perándole y ni sopo como esputárselo, ni porqoe en so voz y en
•as miradas resaltaba mas que nunca la dulzura y la manso-
—He sabido lo mocho que fias padecido desde que no nos hemos
fisto; mi hermano me hizo temer qoe habría cometido ana indis*
crerion tata); he temido mocho por to reposo...
Clara al oir estas últimas palabras meneó repetidas veces la ca-
ben, como si Ankmes con sos palabras confirmase el satisfactorio
concepto qoe de él tenia formado.
—Prosigue, prosigue, dijo al ver qoo Antones se interrumpía
sorprendido por aquel movimiento.
—Al contrario: tú eres la qoe debe hablar. Refiéreme lo sucedi-
do: dime si son ciertas las habladurías qoe á mis oidos llegan de
v« en ciando; qué te pasa con to marido, qué has observado en la
gente del pueblo....
—¿Eso quieres saber? preguntó Clara entre admirada y quejosa;
¿qué bm «porta á mi de mi casa y del pueblo?
—¿Supo tu marido que yo había estado á verte?
—Si.
—¿Qué le dijiste, cómo disculpaste...?
— No me acuerdo... no sé... le dije la verdad... casi toda la ver-
dnd; pero no me hables ahora de esas cosas.
— ¡Cómo! interrumpió Antunez ¿no quieres qoe me interese por un
suceso que podía serle funesto por culpa mia? Harto temo que tu em-
pefio en ocultármelo provenga de que ha sido tan grave el caso como
yo sospecho. Cuéntamelo todo» Clara, nada me ocultes; yo he de sa-
berlo. ¿Es verdad que aquí no te quieren?
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IU PftlSIOKKS
—¿Me quieres lú, Antunez? preguntó ella contemplándole embele-
sada.
—¿Y me lo preguntas, Clara? ¿Si te amo yo? Pues ¿por qué ha sido
mi largo apartamiento sino por evitar que el ser visto cerca de ti pu-
diera redundar en daño tuyo? ¿por qué he venido hoy
— T ayer viniste por mi también ¿no es verdad?
—¿Lo sabias?
—Te oi; oí silbar tu canción favorita.. . y eché á correr.
—Huías de mi.
— Huia sin saber de qué. De ti... no lo creo. He venido (antas ve-
ees it ver si te divisaba á lo lejos... con tan vivas ansias, que tu som-
bra me habría sido de gran consuelo. Ayer me acometió un estreme-
cimiento, un miedo. .. si de repente no me hubiese encontrado con Jo-
sé, me habría caído sin fuerzas.
— ¡Tu marido te seguía los pasos...!
— Sí, y me dijo: él era.
-—Sin duda me habría visto acercarme al pueblo. Con que vives
espiada, aborrecida tal vez. *
—¡Oh! ya no me importa. Todo el pueblo junto no puede aborre -
cerme tanto como yo le desprecio. Aquí todo es canalla, Antunez.
Cuando empecé á conocer quien era esa gente, lloraba yo como si
hubiese perdido algo con perder su amistad; pero en seguida com-
prendí cuan grande era mi engaño... Ninguna de esas mujeres seria
capaz de decir la verdad á su marido, y yo sí ; ninguno de esos hom-
bres se arrepiente del daño que ha hecho, y tú si. Yo no sé qué que-
rían: ¿habia yo de pedirles perdón ó de humillarme en su presencia?
Mucho me hicieron padecer; pero ahora ya no; ni aun me acuerdo de
que existan, y si les hallo al paso les miro de alio á bajo, como han
hecho antes conmigo; y desde que soy altiva con ellos, bajan los ojos
en mi presencia.
-r¡Con que era cierto lo que yo oia! ¡Ni siquiera te ocultan sus
sentimientos!
—Pero ¡Dios mió! ¿qué quieres que hagan? Yo no tengo voluntad
ni tiempo para ocuparme de ellos: yo pienso siempre en ti ¡siempre!
Yo me pregunto qué harás, qué pensarás, si te veré...
—¡Tú, pobre Clara!
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DE £UROFá. MI
—fío; todavía puedo ser muy dichosa. Dime que me quieres, An-
lanez... Es lo único que quiero saber de esle mundo.
Había tanto abandono en estas palabras de Clara, que su amante
la airó con grande atención, maravillado del cambio que en ella ob-
servaba.
Clara siguió diciendo:
— Si tú no me amaras, Antunez, me moriría, ó me volvería loca.
¡Oh, sil Yo he oído hablar de mujeres que se han vuelto locas de
amor, y es imposible que amasen mas que yo. Entonces todo me se-
ria indiferente, los locos dicen que nada sienten. Y si no, me mo-
riría, estoy cierta: me moriría. Pero si tú me amaras, no tanto como
yo; no le pido tanto al cielo.. . con tal que no amaras anadie mas que á
mí. .. Ya ves; yo no tuve miedo ala muerte porque pensaba en que
ti no me habías de olvidar. El decía: ¡morirás! y si.yo hubiese esta-
do cierta de tu amor, le habría dicho: hiere, y no habría pasado lar-
gas horas de amargura; noches eternas sin cerrar los ojos; sobresaltos
y congojas por no saber de ti, & quien él había amenazado de muerte.
—¿Por. mi, esto mas?
—No por tí, por mi; porque yo no hallaba paz ni descanso, y me-
aos desde que volví en mi acuerdo y caí en que había pasado largo
tiempo olvidada de todo, como muerta.
Pero desde que pensé que acaso podrías amarme, recobré el en«
taodimienlo y volvi á ser como los vivos.
Ya ves: todo el mundo me ha abandonado; estoy siempre sola, con
el temor de pasar asi mis días «nía tierra... ya he llorado cuanto tenia
qne llorar; ya he pasado por los insultos y. por el menosprecio
pero ¡ai tú me amaras...!
—¡Sí, te amo, Clara, le amo I
— |Oh (repítelo Antunezl
— |Te amo I
—¡Por piedad, por piedad 1; si supieras lo que en este momento
goza mi corazón... ¿Ves? es imposible que tu amor sea como el mió;
porque... harto se conoce en cosas que no sé yo esplicar.
— Te quiero, por todo el tiempo que anduve descarriado. Clara;
mi primer amor ha renacido tan poderoso y mas leal que antes de
labrar ti desgracia; en amor se ha convertido mi remordimiento; en
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tIS PRISIÓN»
amor la lástima que después me inspiraste; en amor la gratitud que
sentí al recibir tu perdón de mi culpa imperdonable.
—¿No me engañas, Antunez? preguntó Clara con un candor que
llegaba al corazón.
—El cielo me confunda si no digo verdad, amada mia.
—Pues bien, sí, lo creo: no me engañas: tu maldad seria horrible.
Antunez, soy dichosa como nadie puede serlo en el mundo. ¿Conci-
bes mi dicha? verte, hablarte. . . .
—¿Dejarías por mi tu casa, Clara?
—Mi casa es la tuya; tu hermano será mi hermano.
—Pues, aunque no tan pronto como anhela mi impaciencia, Ma-
drid envolverá en su confusión nuestra dicha, viviremos en un paraí-
so de delicias, sin que nadie sepa de donde hemos venido.
—¿Será verdad, llegará á realizarse ese sueño?
—Si, Clara; tú que has esperado la muerte sin desesperación, es -
pera la felicidad que yo te ofrezco y prométeme que no te irritará su
tardanza.
—¡Oh! yo te lo prometo. Tú no sabes el consuelo que encontraré
yo en esperar después de haberte oído. (Qué diferencia entre vivir
sola y olvidada, y vivir con la certidumbre en mi corazón I Las aves
del cielo han sido hasta ahora mis compañeras y desde hoy lo será
tu recuerdo y la esperanza de nuestra próxima ventura.
Las sombras se iban estendiendo por el llano.
Clara no sabia si era de dia ó de noche.
Estaba loca.
Apagábanse los rumores de la tarde y en medio del silencio se dis-
tinguía claramente el gárrulo canto de las ranas y á lo lejos el ladri -
do de los perros vigilantes de los caseríos de los alrededores.
—Vamos á separarnos, dijo Antunez. Ten confianza en mi; sufre
un poco mas, que muy poco será, y saldremos juntos de esta tierra,
que no volveremos á ver.
—¿Te separas ya de mi, Antunez?
—Es forzoso.
—¡Cuál voy á quedar en tu ausencial
— No voy lejos y te llevaré en mi pensamiento, Clara.
—I Mis horas van á ser otra vez eternas! Yo crei que tus palabras
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MHJ10H. MI
me darían n filar extraordinario, y tono ya en el momento de se-
pararnos.
—Animo, Clin, y si me quiera como dices, no me hagas temer
por ti.
— Yo me venceré, replicó ella con entereza al oír esta recomenda-
ción; pero dime antes que no sueño, que puedo creer en la ventura
que me prometes.
— Créelo, Clara, por lo que mas ames.
—Por tí.
—Pues bien, créelo por mi, y esperarás tranquila.
— ¿Y no nos separaremos ya nunca?
— iNuncal
— Ho sé porque creyendo en tu palabra, me parece sin embargo
imposible que nos estén reservadas horas serenas. ¿Quesera el mun-
do cuando yo pueda llamarme feliz? ¿Volveré á ocuparme de los que
no sean tú? ¿Me será mas grata la luz del sol? Oh; no me riñas por-
fíe me detengo á tu lado, dijo Clara bajando la voz y apoyándose
en el hombro de Antunez; quisiera yo decirte cosas que te detuvie-
ran aquí toda la noche como con un sortilegio.
(Clara estaba loca!
—¿No piensas que has de volverá tu casa? le hizo obser-
varé!.
—Si, respondió Clara bajando de pronto la cabeza. ¡Mi casal ¡Sin
til el fastidio... un rostro severo, huraño... unas miradas que es-
cudriñan el corazón... las memorias que pesan y hacen doblegar la
cabeza... ¿Y mañana? dijo, cambiando de tono.
—Mañana, si estuviese ya asegurado nuestro porvenir, seria el
primer dia de nuestra ventura. Ea, amada mia, no me hagas mas
penosa nuestra separación de hoy con tu resistencia, dame una
muestra de docilidad y séante mas llevaderos tus pesares con la
persuasión de que tanto como á ti me afligen.
— El ya estará de vuelta, dijo Clara con la cabeza caida sobre el
pecho; ¡otro dia masl Si fuera el último...
— Adiós, Clara, dijo Antunez con el imperio del cariño; no quie-
ras que me vaya con zozobra por tu Urdan» en volver á tu casa.
—Adiós, contestó ella en la misma actitud.
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¿i# rusroMEs
—Alienta, y mira que para dejarte necesito yo también ir conven-
cido de que te dejo tranquila.
—Pues bien, tranquila estoy. Vete Antunez, que yo veré desde aquí
como te alejas.
Cogióle Antunez las manos que le besó clavando en ella los ojos,
y estrechándoselas y llevándoselas al corazón, se despidió diciendo:
—I Adiós, adiós, adiós!
—Adiós, adiós, repetía Clara que se quedó largo rato como si aun
le tuviera á su lado.
Incorporóse después y se colocó en sitio donde pudiera verle; pero
ya la oscuridad era mucha y bien pronto desapareció de su vista.
Solo de cuando en cuando al atravesar por alguna de las muchas
lomas del camino le veia destacarse un momento en el horizonte y
'ocultarse en seguida en la hondonada.
Suspensa estaba y absorta repitiendo: a ¡Otro dia mas! si fuera el
último...» cuando á muy corta distancia, y por el mismo sendero
por donde Antunez habia ido á buscar el camino, llegó á*toda prisa
José.
Caminaba ligero y en linea recta á donde estaba Clara. En dos sal-
tos que dio al verla se puso á su lado, la asió fuertemente de la ma-
no, y la llevó al pié del peñasco en que habían estado sentados los
dos amantes.
—¡Qué mal aventurados sois! dijo sin soltarla y con voz ahogada.
— [Qué hablas! esclamó Clara á su vez, adivinando que los dos se
habían encontrado en el camino, y temiendo que José no hubiese apro-
vechado la ocasión de vengarse.
—Si, replicó él, limpiándose el sudor que con abundancia caía de
su rostro, bien hice en echar hacia este lado en vez de dirijirme á ca-
sa. (Me lo daba el corazón! Si al verle llego yo á presumir que tú es*
tabas aquí... lo dejo seco.
— (Ahí hizo Clara dando un largo suspiro al saber que su aman-
te iba sano y salvo.
José entendió aquella esclamacion en otro sentido y añadió: No
debe sorprenderte lo que te digo: ya lo sabias. He sido un necio,
pues debia haber adivinado que cuando él andaba por estos andur-
riales, no debias tú estar lejos. jY no le he muerto!
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DE CÜROtA. Ül
— ¡Monstruo! dijo Clara como hablando consigo mismo.
— ¡Di ahora que no estáis de concierto!
—No quiero mentir.
—¡Di que no tramáis nadal
-No lo diré.
—¡¡Di que no eres una mojer infame!!
José con la exaltación de la ira magullaba el brazo de Clara.
— Me estás destrozando las carnes, dijo ella llorando la otra ma-
no al sitio donde sentía el dolor.
José la soltó diciendo:
— ¿Qué vafe el dafio qne te he hecho, si hoy mismo, aquí mismo,
voy á quitarte la vida?
— ¡ Ah! prorumpió Clara ¡morir! ¡morir lejos de él! morir 'ahora...
¡Dios mió!
—«¡Lejos de él!» repitió José, herido vivamente en su amor pro-
pio; • ¡lejos de él!» has dicho; volvió á decir ahogado por la sangre,
saltándole los ojos y empuñando con Ímpetu feroz su enorme nava-
ja ¡asi le amas!
—¡Mas que á mi vida! dijo Clara con íntimo reconcentrado acento.
—¡Oh! muere, piuere... ¡muere á mis manos! esclamó él con voz
¿«toral que parecía mas bien rugido.
Dos anchas heridas abrió en el cuerpo de Clara, la primera; fué
Mortal; habia partido el corazón.
Cayó ella; chocó su cabeza contra el duro pefiasco, y él se arrodi-
llé á su lado con el afán de ver manar la sangre á chorros. Aquel
horrible espectáculo fué para él tan atractivo, que ya el tronco esta-
ba completamente exangüe, y él seguía aun de rodillas esperando
q*e volviese á manar el licor para renovar su goce.
Aplicóle la mano á la* sienes, acercó su oido al corazón, levan-
tóle en alto un brazo y lo dejó caer, y cuando se persuadió de que en
efecto Clara ya no existía, hizo on gesto de disgusto como si le pa- *
rocíese demasiado breve el placer de la venganza comparad con el
padecimiento que la habia provocado.
Echó una mirada á su alrededor; nadie le habia visto; tenia tiem-
po para ir á su casar cambiar de ve<rtído, llevarse lo mas necesario
y huir á la ventara á e*con lerse en un bizque; p*ro después de
T^1»a l! II
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*I2 PRISIONES '
examinar con ojos y oidos el teatro de su tragedia, se sentó ti la-
do del cuerpo de Clara, recostándose en el tronco del árbol y cruzan-
do los brazos sobre el pecho.
Su ropa y sus manos estaban ensangrentadas, y ni siquiera reparó
en ello.
Durante la noche un carretero hubo de pasar por aquel sitio, y en
medio de la oscuridad creyó descubrir un hombre sentado. Dióte las
buenas noches, y como el chirriar de las ruedas y los cascabeles del
ganado le habían sacado de su absorción, devolvió las buenas noches
al carretero.
Asi pasó hasta la mañana siguiente. A su lado, al alcance de su
mano, estaba la navaja llena desangre.
A las primeras horas del dia, dos vecinos suyos que desde una
colina le vieron sentado é inmóvil, se le aproximaron por curiosidad
y retrocedieron llenos de horror al ver que no estaba solo.
Estendióse la voz por todo ei pueblo en un momento, cercaron aquel
paraje acto continuo por si el criminal intentaba escaparse, y por lo-
dos lados le fueron estrechando. El tribunal que, constituido en
regla, se le acercaba por delante, le dio la voz de alto. José levantó
los ojos y no se movió del sitio. El alguacil del juzgado le asió de
un hombro para sujetarlo, pero él obedeció á la primera intimación
deque se levantase. Con asombro de todos contestó breve y esplíci-
ta mente á las primeras preguntas que le fueron dirigidas, sin mirar
nunca á nadie mas que al que le hablaba, y renunciando desde lue-
go á toda esperanza de salvación. Dejóse maniatar y conducir de
un punto áolro, porque lo trasladaron varias veces de prisión por
no haberla á propósito en el pueblo, y al ñn vino á parar á la cárcel
del Saladero de Madrid.
Apenas se supo el molivo de su prisión, esciló la curiosidad ge-
neral, pues su corla estatura y la dulce espresion de su fisonomía no
se avenían bien con lo que se figuraba en su imaginación el que es-
pera ver*l autor de un brutal asesinato cometido á sangre fría en
una mujer. Lo eslrafalario de su porte y su figúrale valieron inme-
diatamente el apodo con que en las cárceles se califica á todos los
notables, y José fué conocido por Pepe Raquitis.
Elpobre pasó plaza de hombre terrible al principio de su estancia;
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Oh RUROPA t4S
porque h ignorancia universal es:á empatiada en que iodos los hom-
bre que comeíen crímenes son monstruos que desde que nacieron
no n-Mis.iron mas que en U ma'anzn de sus seroejan'es.
H'ibia.lle al vul.n le ui hombre quo haya vivitlo cuarenta años
en !a honrad z y la pobreza» p «ro que un diacogió á un enemigo su-
yo y ¡) cosió á puñaladas, y c! vuLco no o<; preguntará porqué, sino
qae enlamará: ¡qué móns'ruo!
Y aquí al decir vulgo no queremos decir solo la gente que carece
de instrucción, <ino además las tres cuarlas partes de los que son
considerados como personas decen'es.
Al cabo de algún lierapo Pepe Raquitis perdió su ropu'acion de
ferocidad, desmentida diariamente por su indo'e, y como en sus ac-
to* no se sospechaba jamás nada de hipocresía, se convirtió para la
muchedumbre en nn enigma indescifrable. Todo el mundo se mara-
rilla de saler qne un hombre de honrados antecedentes y de apaci-
ble carácter haya *ido capaz en su vida de un rasgo enérgico y aun
sangriento, y sin embargo, hace lo monos seis mil años que todo el
mondo está viendo repetirse el mismo hecho.
Pepe Raquitis se hizo mas taciturno y mas hipocondriaco que
nunca. Jamás lomaba parte en las chanzas de sus compañeros, si
bien tampoco mostró oposición á ellas, ni menos disgusto ni envi-
dia por los placeres ágenos.
No parecía sino que su vida hubiese estado en el corazón de Cla-
ra y que se la habia quitado al quitársela á ella.
Manifestaba muy poco interés por las cosas del mundo; no le alar-
maba ningún anuncio de próximo indulto, cosa á que pocos presos
resis'en, y si algún dia espresó alguna vivacidad, fué tratándose de
la lentitud con que proceden los tribunales. Ya por entonces la jus-
ticia humana habia pulido que Joié pagase su crimen con la vida,
y él lo sabia.
Merced i e.*a lentitud de los tribunales y quizás al ingenio de su
mal aconsejado defensor, José pasó dos años en la cárcel, habiendo
•ido prego ai lado del cadáver d? ?u víctima, con el arma de su uso
y pertenencia ensangrentada, convicto y confeso desde los primeros
procedimientos y sin pretesto ninguno para qu<» inmediatamente no
•* le aplicase la pena merecida: la p»*na de muerto. Precisamente
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144 PKISlOWtS
porque oo es pena la anhelaba José: su pena era la vida; so pena
era el mundo que había sido para con él bárbaro, cruel, impío has-
la el último estremo. ,
Pepe Raquitis no llegó á acostumbrarse á la cárcel; antes al con-
trario: cada dia le repugnaba mas el trato forzoso, inevitable con tan-
ta gente de carácter diferente del suyo. Hasta en eso fué desgracia*
do. Si á lo menos la cárcel fuese verdaderamente vivir apartado
del trato de los hombres, José no habría padecido tanto. Mas la
cárcel es otra cosa: es vivir forzosamente obligado al trato de los
hombres mas groseros, menos educados y racionales.
Cuando ya se sintió saciado de hiél, pidió un dia que se le per-
mitiese vivir en un calabozo. Es decir, que el aposento de incomu-
nicación donde se encierra al acusado cuando se cree que á la jus-
ticia conviene que no pueda confabularse con nadie ni borrar las
huellas que haya dejado el crimen que se persigue; el calabozo
oscuro donde por castigo se encierra á otros, era vivienda envidia-
ble para Pepe Raquitis.
Gomo tenia dadas hartas pruebas de mansedumbre y dejaba cono-
cer que sus sentimientos eran buenos por demás y que no era incli-
nado al mal, se le concedió lo que pedia; lanío mas cuanto que so-
lia ganar una miserable cantidad hiiaudo, y solo en aquel sitio es-
taba el cáñamo completamente seguro de raterías.
Desde que el alcaide de la cárcel le concedió el singular favor do
habitar aquel cuarto oscuro, poco ventilado, pestilente y lleno de di-
bujos y escritos que recuerdan penalidades de otros, Pepe apenas se
dejaba ver de los demás presos.
Hallábase allí mejor que en ninguna otra parte, sobre todo porque
podía entregarse con toda libertad á sus pensamientos.
En el silencio de la noche, que tan temprano empieza en los cala-
bozos, repasaba Pepe en su memoria los años de su nifiez, los albo-
res de su juventud, parábase á considerar que había tenido por in-
terminable la dicha que gozó al decirle Clara que estaba dispuesta
á aceptar su mano, y paso á paso iba siguiendo lodos los lances de
su vida, ó mejor dichonas sensaciones de su corazón.
Las primeras escenas del hogar paterno, las mas remotas en el or-
den del tiempo, se reproducían tan vivamente en su imaginación co-
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DI EtilOtA. $45
m si qo bebieren pasado afios Iras ellas, ni otros acontecimientos
■as importantes no le hubieran ocurrido.
Aon en el fondo del corazón lamentaba la debilidad de su padre,
qoe había sido cansa del abandono de so niñez y qne también en so
concepto le había perjudicado á él mismo en su carácter, cuya es-
tremada blandura era de aquel heredada.
¡Qué no meditaría á sus solas aquel hombre, joven todavía, des-
graciado y sensible, en aquel aposento, cuyas paredes muestran lo
■locho que allí se escita la reflexión aun en las mentes menos activasl
¡Qué de encontrados aféelos 1 jquó de opuestas ideas le hicieron ju-
guete de su imperfecto carácter aumentando un martirio, que solo de*
bia coocluir con su existencia!
Mil veces deseó que un poder sobrenatural llevase allí al fondo
del calabozo á Clara para mil veces hundir en su corazón el san-
griento puñal vengador de su honra y de su afecto.
T mil veces llegó también á arrepentirse de aquel momento de
ferocidad en que se engañara con aquella á quien tanto había amado,
afeándose como inhumana su fiereza.
¿Quién sabe, decía para si, quién sabe si el perdón mío la habría
tor:alecii\o contra los embates de su pasión funesta? ¡Quizás al ver-
se sobrepujar los rasgos ordinarios de nobleza y de piedad, habría
venido á arrojarse á mis pies, libre ya de toda repugnancia hacia mi
y de toda inclinación hacia... el otro!
En estos y semejantes pensamientos se le pasaban largos días é in-
terminables noches.
La amargura iba empapando su corazón.
El dia que nosotros le vimos, estaba echado en el umbral del cor-
redor que conduce á los encierros.
Babia determinado dar una vuelia por los departamentos de pre-
ferencia, y después de obtener permiso para ello, no quiso moverse
ni posar adelante del sitio mencionado, contentándose con ver en-
trar y salir gente por la puerta que tenia delante.
Ya vivia allí en so calabozo casi olvidado; recibía el rancho dia-
rio sin decir palabra, sin pedir nada, sin fumar, costumbre que ha-
bia adquirido en la cárcel, creyendo que para él seria una distrac-
ción como para otros mochos.
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U$ PRISIONES
Una mañana muy temprano comenzaron á discurrir azorados los
dependientes del Saladero. Los que presenciamos su ir y venir y su
alurdimiento creímos que quizás se habría fugado algún preso, mas
no era a*i. El mozo que repartía los panes acababa de hallar á José
ahorcado de la reja de su calabozo.
Como José no estaba incomunicado de oficio, el carcelero había
descorrido el cerrojo de su puerta, como otras veces, por si se le an-
tojaba dar ud paseo por el corredor. En aquel momento eslaba levan-
tándose José, y le dio los buenos dias.
Volvió el mozo de servicio á la sala, digámoslo asi, de recibimiento,
donde estaban los serones del pan, y anudado por otro los fueron lle-
vando á rastras de puerta en puerta y dando á cada preso su ración.'
En esta tarea se entretuvieron lo bastante para que al ir á José,
que estaba solo en un corredor, este hubiese tenido tiempo para
amarrar una soga de los hierros y hacerle un lazo corredizo, que se
echó al cuello. Para llevar acabo su idea, se subió sobre el único
utensilio que para necesidades inevitables es permitido en los cala-
bozos además del cacharro del agua, y lo echó á rodar de un punta-
pié dejándose caer con todo su peso.
Así terminó sus dias un hombre bueno, sensible, afectuoso, de
cuyo delito le absolverá todo el que tenga en el corazón humanos
sentimientos, y cuya prudencia, amor filial y afectuosa Índole serian
umversalmente ensalzados si fueran conocidos.
Perdone el lector á quien le haya parecido difusa y poco intere-
sante nuestra historia; bien sabemos que para satisfacer á los aficio-
nados á la lecíura dramática, debíamos haber aglomerado sucesos
imprevistos y escenas animadas; mas esta fría narración á cuyos in-
cidentes nimios hemos dedicado algunas páginas, cuadra al propó-
sito nuestro de presentar un carácter bueno y poner ante los ojos del
hombre el camino por donde llegó al asesinato y al suicidio.
Ese camino de amargura lo han recorrido como José muchos hom-
bres débiles y no depravados. Por este camino pasaron y pasan gran
número de individuos que amanecen 4 la vida sonriendo, Heno el
corazón de buenos sentimientos y de nobles esperanzas; pero que de
una en otra contrariedad, después de mucho amar, de mucho sufrir,
de mucho perdonar, caen en flaqueza y caen sobre una victima que
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Bji catástrofe el el Saladero,
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DE EURO*¿. SAI
se ha cmp >3ado ea morir bajo el peso del bueno para que el bueno
perezca abominado,
Personas que vieron á José en la cárcel, al saber que habia dado
muerte á su esposa, solían esclamar ¡qué monstruo! ¡tiene semblante
de hombre perverso! ¡mira de soslayo! ¡qué repugnante catadura!
¡ Ah! para obten t la compasión agena no le bastaban á José los crue-
les pecares de lóela su vida, las ajusticias que desde el hogar pater-
no habia soportado sin pensar en vengarse, el abandono de su pa -
dre, el odio de su madrastra, la infidelidad de una mujer adorada y
honrada por él, !a mofa de los unos á sus desdichas, la indiferencia
(H muodo entero á sus virtudes... ¡do le bastaba! habría sido me-
nester que tras ose cúmulo de infortunios hubieran conservado sus
ojos el brillo de la primera edad y su tez la ternura de la adolescencia
y que su cuerpo fuera hermoso y arrogante!
José cometió el segundo delito quizás por superstición.
A poco de entrar en la cárcel supo que en el lenguaje de sus ha-
bí tuaies moradores se llamaba la madrastra, y se le oyó decir: «por
madra tra empezaron mis males y por madrastra acabarán.» Esta
ts^resion corrió de boca en boca, porque cuando entra per las puer-
ta* «le k cárcel un hombre acubado de un delito grave, sobre todo si
es de sangr % produce efecto en la muchedumbre con los gestos y pa-
labras mas insignificantes.
Entre las personas menos educadas, aun no habiendo estado pre-
sas, es común el hablar de la horca y del garrote, de manera que las
ideas representadas por esas palabras pierden su virjud terrorífica y
en la exaltación de sus pasiones los menos moralizados suelen conside-
rar como una gran suerte el escapar del verdugo ó del presidio á que
leaen estar por la fatalidad consagrados.
Hay familias numerosas, emparentadas con otras muchas y que
casi todas ellas tienen ó han tenido alguno de su seno en presidio.
Este fuómeno es tan constante como el de las enfermedades físicas
que se determinan también en familias dadas.
Acaso José se crevó destinado á la horca, y para secundar lo que
en su concepto debía ser ley inquebrantable, tomó la desesperada re-
solocka que puso término á su existencia.
No faltará quien nos censure y afirme que no todos los criminales
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tiS » PRISIONES
son como José y diga que hemos exagerado ei tipo á fin de despertar
en pro de los delincuentes la compasión de que solo son dignos los
hombres de bien desgraciados.
Aceptamos ese cargo vulgar que mas de una vez se nos ha dirigi-
do á propósito de otros escritos; pero insistimos en que la mayor
desgracia del mundo es no poseer en dosis suficiente las cualidades
que constituyen la honradez. Decimos mas: si José no se hubiese
visto contrariado en sus buenas inclinaciones; si nadie hubiese lle-
vado la exasperación á su ánimo, él se habría distinguido* entre los
hombres de bien. Ninguno de los que injustamente le burlaron, le
despreciaron y le abandonaron, ninguno fué perseguido por la justi-
cia humana.
Su padre, en vez de avergonzarse y arrepentirse del abandono en
que le habia tenido, se avergonzó de su hijo, en cuya desgracia le
cabia gran parte, y halló quien le consolara.
Su madrastra con cierta satisfacción infernal, en vez de acusarse
de haber agriado desde la infancia el carácter de José, vio llegado el
momento de justificar su malevolencia y dijo: «no en vano me ins-
piraba á mi repugnancia aquel chico: el corazón me decia que habia
de acabar mal. » Antunez mismo quiso dar color de filantropía á sus
adúlteros propósitos y decia: «nunca mereció aquel monstruo la mu-
jer que fué su victima; si yo hubiera sabido »
¡El crimen impune, el crimen triunfante habló por cien bocas!
José... José era un suicida, y á los suicidas no se les concede tier-
ra sagrada.
Dentro del recinto de la cárcel, entre aquellas paredes casi siem-
pre mugrientas, allí alteró los ánimos la triste suerte de nuestro pro-
tagonista.
Muchos de los hombres allí encerrados viven en un apartamiento
tan radical de la sociedad, que son insensibles álos acontecimientos
estertores, y sin embargo dan grave importancia á las vicisitudes de
los que con ellos comparten la falta de libertad y el odio y el des-
precio del mundo.
Nosotros heme* visto á un hombre de corazón endurecido llorar á
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DE EUROPA. U1
lágrima viva el dia en que la vindicta pública (que asi se llama) so
dio por satisfecha con la muerte de otro hombre oscuro, un naranjero
llamado Boendia, que en Incba con un guardia cívico y por defender
4 un hermano sayo, tuvo la desgracia de asestarle un disparo de
fasil. — T (cuántos malvados se arrepintieron de haber hecho burla
átPepe Raquitis al tener noticia de su muerte 1 Precisamente los mas
capaces de sentimientos varoniles dejaron desde aquel dia de lla-
marle Raquitis, y como homenaje de piedad á la desgracia, le volvie-
ran á llamar por su nombre; en lo cual dieron á conocer que todavía
gaardabao algo honrado en sus corazones.
Hemos insinuado que las solemnidades de la cárcel interesan vi-
vameale á los presos, y en efecto, son estraordinarias las sensaciones
qae allí producen los acontecimientos.
Los días que preceden á una ejecución capital, y sobre todo la vís-
pera y el dia mismo de la ejecución, son dignos del estudio del fisió-
logo grave, del legislador y del filósofo.
Las buenas facultades de los presos se escitan en términos tales,
qae algunos parecen haber variado completamente de carácter. Nun-
ca mas dispuestos al bien que en aquellos momentos. Y aquí debe-
mos observar que aquellos mismos hombres, puestos en la calle y
dedicados á sus criminales ejercicios, reciben en semejantes casos
testaciones muy diferentes: todos van á presenciar las ejecuciones
de muerte, gritan y alborotan por la carrera y no tienen reparo en
cometer delitos, si la ocasión se les presenta.
La comunidad de hogar, de vida, de relaciones, de hábitos y de
alimentos y de calificación por parte del mundo, influye muy mucho
ee esas diferencias: se interesan en la cárcel, no por el hombre, sino
por el preso.
La noche que precede á una ejecución la pasan en vela muchos,
qae ni conocen ni han visto nunca á la victima. En el fondo de los
¿amando* calabozos se acogen con avidez las noticias relativas al fa-
tídico protagonista del drama que se prepara; la escitacion de los
ánimos se comunica por un misterio semejante al de la electricidad y
se comentan los actos del reo con el lucido instinto y la pobreza inte-
lectual, propios de aquella clase de gente, pero con la inclinación mas
decidida á justificar honrosamente la piedad que el caso les inspira.
Toaou 3i
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llt PRISIONES
Aquellas rudas naturalezas acogen con admiración y aplauso cual-
quiera rasgo de grandeza que se atribuya al condenado á muerte;
si les cuentan que en una ocasión pegó fuego á un cortijo después de
robarlo, sacrificando inhumanamente á sus moradores, pero que át
propio tiempo salvó de las llamas á un tierno niflo ó á un anciano, 6
que mandó decir misas por sus Victimas con el oro qué les habia ro-
bado; celebran la ternura de sus sentimientos y sü piedad cristiana, y
se lo toman muy en cuesta. T asi los actos de temerario arrojo como
los de la mayor debilidad, si la creen motivada por sentimientos hd*
manitarios, les enardecen en su favor ó les mueven k la compasión
mas noble y tierna.
Los calabozos de encierro contienen revelaciones dignas de ser es-
tudiadas por el que quiera conocer los efectos de la incomunicación
carcelaria.
Contratiempos ocasionados por la política, Sucesos de que no de-
bemos avergonzarnos, nos han llevado mas de una vez h pasar éHá
y noches en aquellos encierros.
No hay uno cuyas paredes no estén llenas de rotólos hechos eort
carbón, grabados con una astilla ó con una punta de tenedor, y hasta
con las uñas.
Relaciones enteras de una causa criminal pacienzudamente escri-
tas en uño ó dos meses de encierro, interjecciones enérgicas, btasfe»
mias horribles, sarcasmos, epigramas, juramentos de perseverar en
el crimen, sátiras contraía ley y sus agentes; espresiones de do-
lor y de venganza... todo esto allí confundido, sobrepuesto, retüelte;
los renglones de un texto se mezclan con los de otro anterior; las
abreviaturas por falta de espacio son á veces tan violentas qfue pare*
cen indicar la convicción del preso sobre la imposibilidad de que na<-
die pudiera equivocarse al leer una cosa que él sabia perfectamente.
Alguno* se satisfacen con poner su nombre y apellido y la fecha
de su entrada en el encierro; ninguno la de su salida; otros, y estos
son muchos, señalan con una raya en la pared los diasf que pasan
privados del trato de los hombres.
Eri el techo de uno de esos calabozos hemos leido una inscripción
que decía:
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« Jfa piden garrote en primera instancia... »
k continuación una fecha que no supimos leer.
En el (estero del mismo calabozo se leia lo siguiente:
« Me coge el indulto de octubre y me c en el juez.»
Por lo que hemos podido observar en esos encierros, creemos que
sería inhumana la prisión celular en un pais como el nuestro, donde
la imaginación es Un viva y activa, y aun opinamos que en los lar-
goe períodos de encierro, no hay preso alguno que no experimente
perturbación en sus facultades.
Desde algunos calabozos se oyen los gritos y las voces de los pa-
tio* y de otros departamentos; de manera que, aunque el preso per-
manezca 4 oscuras noche y día, pueda calcular perfectamente las ho-
ras y presumir con acierto cuando ocurre algo estraordinario en la
ctrcel.
A ona hora dada se oye la campana que manda levantar de la ca-
Mt i los que ocupan departamentos genérale»; el reparto del pan
y de los dos ranchos que se verifican á horas fijas sirven también de
retó; las campanadas de silencio que *e dan al oscurecer para que se
retiren á sus cuadras los que han salido, á los patios y la requisa ó
recuento diario d" todos los presos, sirven lambido para dicho objeto.
La impresión que en aquellos solitarios encierros produce la no-
ticia de que hay un reo encapilla, imagine el lector cual será en el
ánimo de aquellos que se creen en peligro de igual suerte.
. ¡Qué de arrepentimientos sinceros! ¡qué de generosos movimientos
que, bien aprovechados, devolverían á la sociedad y á la familia
ciudadanos para siempre incorruptibles y verdaderos sacerdotes del
hogar doméstico! ¡Qué de lágrimas y de remordimientos arrancados,
no siempre por el miedo á la muerte, no; sino también por la repug-
nancia al mal que en las supremas circunstancias rebosa del corazón
butano!
¡Y en verdad que no son para menos los terroríficos preparativos
de una sentencia de muerte!
Pero la sociedad es cruel consigo misma desperdiciando ese ele-
mento provechoso.
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151 MISIONES
En vez de apoderarse del culpable mientras el suceso tiene escita-
da so moralidad, le deja que se acostumbre estérilmente á aquellas
sensaciones hasta que sus sentidos y su conciencia se embolan, y
después que ha empedernido su corazón por este medio, le dirige
cargos tremendos si le halla insensible á escenas menos conmove-
doras.
I El mundo quiere que los pobres al nacer ya se traigan consigo
el desenvolvimiento moral é intelectual que los demás adquieren por
medio del ejemplo práctico y de la educación y de la atmósfera que
respiran!
En un dia señalado, un dia verdaderamente solemne, se manifestó
con caracteres especiales el efecto que producen en la cárcel las eje-
cuciones de pena capital.
Diez años se han cumplido.
Era en 1852.
En el mas apartado encierro estaba esperando su última hora un
clérigo, de nombre Martin Merino.
Aquel encierro se llama el Arqueten, y lleva este nombre porque
cae delante del arca del agua, y en momoria de otro de análogas
condiciones que hubo en la Cárcel de Corte, cuya tecnología clásica
ha heredado el Saladero.
La singularidad del criminal conato de Merino, el estado á que
pertenecía, el carácter de conspirador temible que por entonces se
le atribuía dentro y fuera de la cárcel, y las imponentes ceremonias
de degradación que respecto á él se preparaban, tenían á todos los
presos bajo el influjo de lo maravilloso.
Si la ejecución de un reo vulgar obra, digámoslo asi, prodigios en
aquel recinto ¿qué no habia de suceder tratándose de Martin Merino?
Day que tener en cuenta además que las imaginaciones estaban
ya trabajadas de antemano. Las circunstancias qu3 habían acompa-
ñado el crimen, la alarma que habia derramado por la península; la
fría serenidad de que Merino habia hecho alarde, las numerosas vi-
sitas que de autoridades y sacerdotes recibiera, su reputación de
hombre dado á los esludios y á la política, sus antecedentes de ex-
guerrillero, cien y cien causas que no acabaríamos de enumerar,
contribuían al estado de escitacion de los ánimos.
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DB KUROPA. til
U imaginación meridional habia exagerado aun las cualidades y
circunstancias del hombre y del suceso, de suerte que el asombro y la
admiracioo reinaban en aquella esfera.
El pueblo habia acudido en inmensa muchedumbre ante los bal-
cones de la cárcel; el del ceníro estuvo abierto durante la ceremonia
de la degradación, y los rumores de la calle que llegaban hasta los
presos producían sacudimientos en la maga de hombres agrupados
oerca de la primera verja, desde donde nada podian ver y quedaba á
su onravillosidad campo ¡ofioito para loda clase de suposiciones.
Aquel dia, como todos los tristes días de ejecución, se espían todos
loe pormenores y se comunican rápidamente de preso en preso.
—Ya llegó el confesor.
— Se resiste á sus consejos.
— Ha prometido reconciliarse.
—Le flaquea el ánimo.
— Boy está mas sereno que ayer.
— El médico ha dicho que no tiene el pulso alterado.
—No tiene apetito.
— Quiere despedirse de fulano
Si el reo s* acuerda de su madre, siempre se dicen los presos con
verdadera piedad:
— |Da dicho que pedia perdón á su madre!
De Merino $*, repetían los dichos agudas coa que en mas de una
ocasión reveló la frialdad de su alma; se hizo mención del diálogo
que enlre el y el sacerdote Puig y Estovo hubo sobre ciertos pasa-
jes de la Biblia; se calculaba lo que estaría haciendo durante el tiem-
po que generalmen^ se suele emplear en el tocador del reo, y al sonar
del dt^.emplado alambor la suspensión de los ánimos fué grande.
Reinó el mas profundo silencio en los pasillos, y nunca habia sido
tan solemne el canto de la Salve de los presos, canto sencillo y la-
mentoso, que desde que comienza hasta que termina, en cada una de
sos frases parece ser el último acento con que pide perdón al cielo
tn moribundo.
Merino, como todos los que salen de la cárcel para el suplicio, se
detuvo ante la imágeh de la Virgen que se coloca al lado de la puer-
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tii tMwmv
ta del piso principal, es decir, precisamente en el limite qu& m le es
licito atravesar al preso.
Eo aquel sitio se detuvo también él y rezó en latín ana Salpe.
El rumor de los pasos, de pronto interrumpido, indicó á los presos
conocedores de esas prácticas lo que estaba sucediendo, y en voz ba-
ja, para no turbar la solemnidad del acto, se lo participaron á le»
que mostraban estrafieza.
Por fin la comitiva se volvió á poner en movimiento, y á medida
que se iba percibiendo menos su ruido, iba también desvaneciéndose
el profundo silencio en lo interior de la cárcel. Desde aquel mo-
mento la agitación, el vocerío y el tumulto fueron aumentando por
la carrera desde la puerta misma de la cárcel hasta el anchuroso
campo de Guardias, que jamás se vio tan concurrido de hombres y
mujeres de todas clases.
Los caleseros que se lucran de esa clase de espectáculo ¿uelen
ofrecer al público la comodidad del trasporte, gritando:
— ¡A dos reales, á dos reales al patíbulo!
Martin Merino es el reo mas notable que ha pasado por las puer-
tas del Saladero, y no podemos dejar de decir algo acerca de m per-
sona.
Según todos los datos conocidos, era aquel hombre de grande
amor propio y poco sesudo, y aun cuando los médicos, que dieron
razón de su estado mental, declararon con verdad que observaban
coherencia y enlace en todos sus discursos é ideas; sin embargo de
que no creemos tampoco que padeciese locura, dio muestras eviden-
tes de flaco entendimiento, de ligereza de carácter, de estimar en
mucho nimiedades despreciables y de gran confusión en las ideas.
En punto á religión él mismo no supo lo que era: en nuestro concepto
participaba de la duda por la índole de su inteligencia incapaz de
formar juicio cabal, y se inclinaba á creer, quizás por la larga cos-
tumbre de vivir en la iglesia, pues recibió muerte á los 62 afios, y
desde la primera juventud había entrado en el claustro vistiendo el
hábito de Franciscano.
Siendo dado al estudio y poseyendo el carácter que s* le ha que-
rido atribuir, se había distinguido en la Iglesia, en su orden» ó en
las armas que empufió en 1808; pero Martin Merino no corrwpon*
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h morí. hi
éé éa ttMgtfto dé sus aefts al concepto tulgá*. Lo único que se
caeftla da él es que en rieíla ocasión arrojó on paliado de paja den-
tro <M carnaje en qae iba Fernando VII; que tuto mas de asa pen-
dencia con personas que no le reintegraban de los préstamos usu-
ntrtasá qué se dedicaba; que había pronunciado desde 1820 á 1823
discursos en público, sin dejar recuerdo alguno de su elocuencia, y
que en 1821, bailando al paso k dicho rey Fernando Vil, le había pre-
seriad* el libro de la Constitución, y señalándoselo con una pistola
fwoon la diestra empaliaba, le habia gritado: «tragarla ó morir.»
Este incidente nos mueve á creer que el propósito ó mas bien la
propensión á dar muerte á algún alto personaje, era lo únicoque coi
verdadera eficacia labró en la imaginación desconcertada de aquel
hombre, deseoso k lo último de singularizarse extraordinariamente.
Martin Merino , que se habia dedicado á prestar dinero & interés,
con tanto ahina) que tuvo, como hemos dicho, mas de un disgusto
por aquel motivo, deja de ser prestamista precisamente en los últimos
afios de la vida, cuando con mas vehemencia se manifiesta la oodí»
cti ea el hombre, y en época en que el interés del dinero iba siendo
mayor cada dia. ¿No hay en este. hecho una contradicción de las le-
yes de la naturaleza? ¿No es necesario que el individuo safra ver-
dadora perturbación para proceder asi?
Ese hombre confesó que, si bien habia leído mucho, también lo
ara qoe habfa digerido mal la lectura; y en efecto, su libro, ó mejor
dicho folleto, titulado La Conciencia, es la prueba mas evidente da
la eenfasien é inseguridad de sus ideas.
En un mismo dia le vemos mostrarse profundamente arrepentido
da s* crinan, refugiarse con toda solemnidad en el seno de una re-
Mgiea que habia servido largos afios, dudando de si era ó no otra
mitología; y euando ha pedido perdón y ha rezado solemnemente y
la creemos entregado por completo á profundas meditaciones, oimoé
hablar H amor propio por su beca, emitiendo su opinión sobra la
túnica y el birrete, pidiendo en vano (y sabiendo que era en vano)
que et patíbulo estuviese muy alto k fio de que le viera todo el mun-
do, y anunciando que iban k ver morir k un hombre con mucho valor.
Si descaes de movimientos y actos tan graves, solo hallamos en
aaa hombre muestras da ligeresa da carácter ¿cómo tobemos de juigaff
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U* PRISIONES
Si aquel corazón hubiera sido capaz de grandeza equivalente á la
magnitud de su atentado ¿por venlura Martin Merino babria dirigido
bromas al ayudaníe del verdugo, ni habría hecho gala de buen gi-
nete, ni habria pensado en si los trigos estaban ó no crecidos?
No: Martin Merino no era un hombre político, ni mucho menos
un hombre grave.
£1 mismo, aquel mismo hombre que había amenazado de muerle
á Fernando Vil, declaró que habia pensado matar al general Narvaez,
¿María Cristina ó á Isabel II y (obsérvese la sustancia del escrú-
pulo! que á esta no quería matarla «por no $er mayor de edad,
aun cuando estaba reconocida por tal.»
¿Cabe en discurso sano tan estravagante desconcierto?
Martin Merino, no solo no creia, sino que no amaba. No se le cono*
ce afecto alguno determinado. Yivia como los que no aman nada en
el mundo; en una casa oscura y hedionda desde el primer peldafio
de la escalera hasta el último rincón de su morada. La calle del
Triunfo se habia llamado antes callejón del Infierno, y quizás ese
recuerdo y lo lóbrego de la casa determinaron su elección al alqui-
larla.
Cuando iba para el patíbulo amenazó al criado del verdugo porque
«no sabia guiar la cabalgadura» y como le reprendiesen por la as-
pereza de sus palabras en momentos en que mas debía ejercitar las
virtudes cristianas, replicó: «¡Si ha sido burlal (Vaya, que aquí todo
se toma por lo serio! »
¿Son menester mas pruebas para dejar mostrado que allí no habia
seso, y si un desordenado afán de hombre vano, frío y perturbado?
Ni cuando se cometió el crimen, ni al leer al poco tiempo su inin-
teligible folleto sobre La Conciencia, ni al repasar después una y
muchas veces cuanto de ese hombre hemos sabido, nunca hemos
formado de él otro juicio que el que ahora indicamos.
Lo único que creemos descubrir claramente en él es un femenil,
inmoderado deseo de hacerse notable por un acto cualquiera, y la
idea de matar á un personaje no repugnante á su frío corazón y
acariciada por su amor propio.
Exhausto de afectos, mezquino de entendimiento, ni emprende en
su vida nada glorioso, á pesar de su movilidad y de su afán por dis-
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W BttOPá. 25*7
tiagu irse, ni se une á nadie por los lazos del carifio, ni la religión le
dice nada.
Martin Merino no tenia, pues, nada que le uniera al cielo ni á la
tierra: quizás si hubiera tenido á su lado hermanos ó madre 9 quizás
si su posición le hubiera permitido sentir los afectos de la paterni-
dad, se habría modificado su carácter para bien suyo y ageno.
El vulgo, sin embargo, y sobre todo el vulgo carcelario, no se re-
signó á ver tan pequeño á Martin Merino y le ha querido considerar
como afiliado á una sociedad tremebunda y hombre de importancia
suprema. Al ver que moria sin delatar á ningún cómplice, supuso la
gente que por fuerza los había de tener, ya fuera entre los jesuítas,
ya entre los republicanos, y admiró á Merino porque se callaba y no
comprometía á nadie.
El gobierno mandó por medida de injustificable precaución que el
cadáver de Martin Merino fuese entregado á las llamas aquel mismo
dia. T al comunicar esta orden al gobernador de Madrid, decía el
ministro Sr. González Romero que se le quemara, entre otros moti-
vos, tpara que no fuese sustraído el cuerpo ó en todo ó en parte so
protesto de estudiar su disposición orgánica, de lo cual no podía
resultar beneficio alguno á la humanidad. »
No queremos hacer comentarios sobre la inusitada orden del go-
bierno, ni tampoco sobre el pretesto con que se trató de justificarla;
bástenos aqui consignar los hechos y recordar que, con aquella dispo-
sición, que se llevó á debido efecto, se dio á Merino una importancia
que jamás había alcanzado.
En cuanto á si había ó no de ser inútil para la ciencia el examen de
la disposición orgánica de Merino, por decoro de la ciencia debemos
oponemos lisa y llanamente á la afirmación del estraviado ministro.
El arzobispo de Toledo, después de la reconciliación de Merino,
alzó su trémula voz, escitando la cristiana piedad de todos en favor
de aquel desgraciado, dijo, que por su parte había hecho cuanto se
le podía exigir.
Nos complacemos en reconocer los nobles sentimientos del ancia-
no arzobispo: mas la historia nos dice que sus palabras de compa-
sión no hallaron eco donde debían hallarlo, y quien mejor debia cor-
responder á ellas fué uno de los que mas pronto las olvidaron. Poco
► u. ss
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*5S nUSIOMES
después de la sentida exhortación del arzobispo, dirigida á los cir-
cunstantes con lágrimas en los ojos, Martin Merino pagó en el ca-
dalso el precio que la sociedad le impuso por su atentado.
Caliente todavía su cadáver, el teniente de Santa Cruz, que habia
estado con él en buenas relaciones y que, en concepto de obra reli-
giosa, le habia acompañado hasta el tablado mismo, levantó la voz
dirigiéndose al público y señalando el cuerpo inerte exclamaba:
« ¡miradle, qué horror! todos hemos pedido que la cuchilla de la ley
cayera sobre la cabeza del regicida...!! ¡Vivan todos los españoles!
Perdonemos al criminal y recemos un Padre nuestro por el descanso
de su alma.»
¿Se puede dar cosa mas contradictoria en un sacerdote que haber
pedido la muerte de un semejante suyo, y, después de alcanzada, pre-
sentarle como objeto de horror y victorear á todos los españoles?
¿Puede darse mayor incoherencia?
Aquel sacerdote murió al poco tiempo. Su muerte acabó de fijar el
sello de lo estraordinario y de lo fabuloso á la figura de Merino. Es
de saber que el pueblo no comprendió por que so habia quemado el
cadáver. No comprendiéndolo, no quiso creerlo; que así procede
siempre el pueblo en las cosas humanas, y no creyéndolo, ideó que
Merino no habia muerto; que vivia aun; que domiciliado en el es-
tranjero, habia hecho y estaba haciendo viajes á España, por cuenta
de una sociedad tenebrosa y tras tomadora, y como su instinto le lle-
vó á enlazar este suceso con el fallecimiento del teniente de cura de
Santa Cruz, supuso á este victima del ajusticiado.
Por muy inverosímil que sea esa fábula popular, nosotros la he-
mos oido referir muy de buena fé á mas de cuatro personas.
El último momento de aquel drama terrible fué señalado por un
prolongado murmullo que, produciéndose unánime en la inmensa
multitud de los espectadores, se fué estendiendo por la Tilla y propa-
gándose y repitiéndose de boca en boca como de eco en eco, serpen-
teando por todas las esferas sociales.
—Ya ha muerto; ya ha muerto; ha muerto... muerto... muer-
to...
No se oia otra cosa por todo Madrid.
Todo el mundo llevaba al regicida en su imaginación. Todo el
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0ft flftOft. «I
se representaba de continuo el semblante, nada simpático, de
aqnel hombre.
Tenia los ojos vivos, la frente deprimida; la nariz formaba nn ho-
yo en su arranque, era corta y levantada; la boca sumida, la barba
saliente y angulosa.
En la cárcel la sensación fué, como bemos dicho, muy honda y
diradera; que, si bien sus moradores no habían tenido con el ajus-
ticiado las relaciones con que otros granjean allí camaradas y sim«-
patías, lo extraordinario de su causa y sus circunstancias personales
esplican bastante el efecto que había producido.
En semejantes ocasiones, á todos los visitadores de la triste man-
sión se les pregunta ante todo:
— ¿Fué sereno?
—¿Desmayó?
—¿Qué dijo?
—¿Miraba?— ¿Saludaba?— ¿Pidió algo por el camino?
Y como Merino fué & morir con la ligereza y la distracción que to-
do el mundo sabe; como parece que quiso hacer alarde de su frial-
dad de ánimo; los presos, interpretando á su modo y con bien poco
acierto aquellas demostraciones, hallaron en ellas abundante mate-
ria á su admiración, que es e! sentimiento que mas desean que les
inspiren los que mueren en el patíbulo.
Al saber que habia replicado á la mujer que en alta voz hiciera la
observación de que su túnica tenia manchas amarillas; al saber que
habia echado de ver la sequía de los campos y el desnivel de la igle-
sia de Chamberí, pasmábanse los desgraciados, creyendo que aquella
pequenez y debilidad mental eran grandeza de espiritu.
Ese favorable concepto, que Merino no merecía, tuvo su compen-
sación en los artículos que al dia siguiente publicaron los periódicos.
Parecía que deseaban sobrepujarse unos á otros en safia contra el
que ya no era criminal; de quien ya ni cenizas quedaban, y apura-
ron en él los dicterios como si aquellas espresiones de odio, lanzadas
contra la nada, hubieran de ser la medida del civismo ó de la pro-
bidad de quien las proferia.
Nosotros, que mas de una vez hemos sido motejados de impios
pÉMieamente, dábamos á luz por entonces El Diario Madrileño y
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260 PRf&ÓftfiS *
•
recordamos, ya que no con orgullo, coa satisfacción á lo menos, que
fuimos los únicos en respetar los verdaderos sentimientos cristianos,
hablando solo de perdón y lástima para el que habia dado su vida
al verdugo y su cuerpo á las llamas
Varias indicaciones hemos hecho sobre el efecto que en las cárce-
les producen los crímenes y los caracteres extraordinarios, y nuestro
modo de ver y de pensar está confirmado, ó mucho nos engallamos,
con lo que pasó recientemente en una doble ejecución cuya memoria
durará mucho.
\ El Carbonerin y Martineja, que estos eran los apodos de los dos
reos de muerte, habian asesinado bárbaramente á un hombre.
Vamos á dar al público algunos interesantes pormenores del suce-
so, advirtiendo que nos consta su exactitud, y no tememos que la
verdad salga adulterada de nuestra pluma.
Era el martes de Carnaval y todo Madrid asistía al tan célebre co-
mo falso entierro de la sardina (1).
Entre la muchedumbre iban un mozo de 28 años (el Carbonerin),
y otros dos, de 31 á 32 afios, que eran sus compañeros, Martineja y
Medina.
El Prado de Madrid en Carnaval, y sobre todo el dia del entierro de
la sardina, es una extravagante y bulliciosa confusión de clases, de
trajes, de voces: es todo Madrid agitándose y revolviéndose en un
punto dado: es iodos los habitantes de una gran capital, empujándo-
se, rechazándose, chillando, atropellando, acometiéndose, huyendo
el cuerpo; lodo gritos, todo vaivenes, todo abigarramiento y locura.
Los hombres que sienten en su ser algo femenil completan aquel
dia sus goces vistiéndose de mujeres; la gente de instiptos groseros se
viste de harapos repugnantes; los jóvenes, ministros de la moda, se
disfrazan con un traje que haya sido de rigurosa moda en otra época,
y entre todos abundan los ricos vestidos, los carruajes lujosos, los
adornos raros y de gran precio.
(4) Dicen los eruditos que se llamó entierro de la cerdiua por celebrarse en primer
dia de Cuaresma, dando á entender que se dejuba de comer carne, en particular la
de cerdo (eerdinaj de que se bacía gran consumo en Carnaval.
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DE EUROPA 16 í
Los tres hombres que hemos mencionado particularmente, fijaron
fn atención en ana serie de carretelas ocupadas por mujeres atavia-
das con deslumbrantes galas.
Los coches y las joyas de las damas llamaron la atención de Medi-
na y le inspiraron unas frases breves y comunes, de donde tomó ori-
gen el crimen que mas adelante corló la vida á sus dos compañeros.
— ¡Qué tengan unos lanío y otros tan poco! exclamó aquél; mira
tú, comparados esos ricachos con nosotros... ílay señor de esos que,
sin saber leer ni escribir, como <juien dice, nos cubre de oro á los
tres con lo que tiene en su casa, y le sobra otro tanto.
--Uno conozco yo, dijo el Carbonerin, que... ya, ya. Mas oro
tiene que pe>a. Como que mi hermano carbonea en su dehesa de
Bio-frio y bueno.; pesos le suelta de cuando en cuando.
—¿Con qué tan rico es? preguntó Medina.
—Tanto, que repartido entre nosotros so caudal, no sabríamos que
hacer con él.
—¿Y tú le conoces?
—Como que voy muchas veces á so casa, y me paso allí ratos con
el criado, charlando y echando un pitillo y, en fin, esas cosas
— Chico... ¡pues cómo yo pudiera meterle mano...!
— ¿Serías tú hombre para ello...?
—Toma, toma, yo.. ..
Entre tanto seguían pasando trenes elegantes ante su vista y brio-
sos caballos y damas de aristocrática belleza y todas las tentaciones
del fausto y todos los incentivos de la codicia.
Olvidados completamente del entierro de la sardina y entregados
con todos sus sentidos á la peligrosa conversación, seguian caminan-
do hacia el Canal, insinuando ora el uno, ora el otro, las probabilida-
des que tres hombres bien avenidos tienen para robar un caudal mal
guardado, hasta llegar á aquel punto crítico en que, sin haber con-
certado nada esplicitamente, cada uno se convenció de que sus dos
compafieros pensaban lo mismo que él.
Llegados al Canal en esta disposición de ánimo, bebieron lo razo-
nable para honrar la fiesta y, escitados por la bebida, acabaron de re-
solverse, se hablaron con claridad y convinieron los tres en dar el
golpe unidos.
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*St PRISIONES
Desde aquel panto, el robo de la casa del sefior Blazquez Prieto
fué so idea constante.
Gomo el Carbonerin solia visitarla con alguna frecuencia con mo-
tivo de llevar y traer recados de su hermano, se valió del protesto de
este para menudear algo mas de lo necesario sos visitas en compañía
de sos cómplices, á fin de que conociesen lo interior de la casa y tu-
viesen el terreno preparado.
Medina les dijo al poco tiempo qne él renunciaba á su propósito y
que si se comprometió en dafles palabra en el Canal, fué porque estaba
bebido. Mas no solo continuó yendo en su compañía sabiendo la reso-
lución que los otros dos habían tomado, sino que se hacia el encon-
tradizo con ellos y se enteraba de cuanto iban tratando en su proyecto.
Un dia, á cosa de las siete de la mafiana, entro e] Carbonerin en
cierta taberna de la Corredera Baja, donde solia reunirse con Marti-
neja; tomó una copa de aguardiente, dejó pagada otra, obsequio con
queá menudo se correspondían Martineja y él, y se fué hacia la Pla-
za Mayor, que era otro de sus puntos de reunión. El que primero
llegaba esperaba al otro paseando por debajo de los relojes. Compa-
reció en efecto Martineja, y fuese casualidad, fuese caso pensado, allí
fué á parar también Medina.
Declaráronle que aquel mismo dia pensaban poner por obra su
arriesgado intento, y le preguntaron si resueltamente estaba decidido
á no tomar parte en el negocio; confirmóse Medina en la negativa,
mas de una en otra explicación les fué acompasando por la calle de
Atocha hastaUa-Plazuela de Antón Martin. Almorzaron allí escabeche
y bebieron vino, fija la mente de los dos arrestados en el golpe que
iban á dar, y tal era la fuerza de su determinación, que á las once
del dia se levantó de la mesa el Carbonerin, pagó todo el gasto y
echaron los treshácia la casa consabida.
A la esquina de la calle del Júcar se quedó parado Medina, y sus
compañeros fueron directamente hacia la casa del sefior Blazquez
Prieto. Cerca estaba el infernal atractivo, desde allí mismo veian la
puerta. Llegaron en efecto á la entrada de la calle de la Esperancilla,
y, sin reparar en lo temprano que era, circunstancia que hacia mayo-
res los riesgos, llamaron bravamente y salió á abrirles el criado José
Menendez, mozo é in esperto.
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01 EUftOtl. US
. Entráronse con el achaque de averiguar si habían visto por allá al
hermano del Carbonerin, qae por honrosos negocios de so industria
entraba y salia siempre con decoro en aquella casa, y habiéndoles
parecido oir voces en las habitaciones interiores, preguntaron al cria*
do Menendez con la confianza nacida del continuo trato, quién estaba
allí. Respondióles este que un hermano suyo; y coligiendo ellos que
la persona con quien aquel hablaba debía de ser el administrador del
señor Blazquez Prieto, hubieron de poner freno á su impaciencia; y
se fueron, despidiéndoles amigablemente el criado.
A la esquina de la calle del Júcar dieron otra vez con Medina, que
como personaje fantástico andaba siempre en torno suyo, recordán-
doles con su sola presencia el empeño en que estaban puestos.
Medina había escitado en ellos los culpables deseos; sin exponerse
i riesgo, i lo menos en su concepto, era dueño del secreto y podía
beneficiarlo á su tiempo, caso de no salir castigada la temeraria ob-
cecación de aquellos hombres, cegados por la codicia.
Preguntóles qué habían hecho, y caminando hacia la estación del
ferro-carril, le dijeron el inconveniente que les había hecho contener
sus ín petas.
El ansia del Carbonerin y de Martineja crecía por momentos. En-
tarado aquél de ciertas costumbres de la casa del señor Blazquez
Prieto y sabedor de que este señor acababa de recibir de su hermano
na bu3na cantidad de dinero, calculaba que en la casa debia haber
considerables existencias en metálico, y asi crecía de punto su fatiga,
temeroso de lener que aplazar el golpe para ocasión menos propicia
y acato remota.
Así contrariados en sus planes, anduvieron mohínos y taciturnos;
empezaba á llover cuando habían ido mas allá de la antigua Puerta de
Atocha, y se volvieron atrás para tener facilidad de ponerse á cubierto
si arreciaba la lluvia.
Andaban á la ventura, luchando entre la esperanza y el desaliento.
La costumbre de menudear las copas y el tener secas las fauces con
la zozobra y la febril impaciencia, conspiraron de consuno y deter-
minaron quizás la perpetración del crimen. Durante su largo paseo
bebieron en varias tabernas. Su descanso consistía en echar una ton-
4a de pié en cada tienda de vinos, ó poco menos. Así lo hicieron en
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**4 PRISIONES
la calle de Atocha, en la de Preciados, en la Plazuela de Santo Do-
mingo y en otros sitios.
Se habían alargado hasta la plazuela de Oriente, y desde allí, como
rechazados por una fuerza superior hacia su funesto destino, enca-
mináronse otra vez á la calle de Atocha.
Eran las cnatro do la tarde, y podia quedar sola la casa, porque
el administrador comia fuera.
Entraron en la taberna que da esquina á la mencionada calle del
Júcar, sentáronse el Carbonerin y Martineja á una mesa, pidieron
baraja y vino, y Medina, colocado junto á ios cristales de la puerta,
atisbaba la de la casa del señor Blazquez Prieto.
Jugando á los naipes y bebiendo estaban como gente estrafia á la
inminente perpetración de un crimen, y entre baza y baza se comuni-
caban por lo bajo lo que se les iba ocurriendo sobre lo que cada uno
debería hacer en los momentos supremos de su peligroso empeOo.
A cosa de las cinco se les acercó Medina como si le moviera á cu-
riosidad el juego, y colocado entre los dos, dijo quedito:
—Acaba de salir á la calle el administrador.
Miróles á entrambos á la cara, miráronse también uno á otro los
dos comensales, volvieron á su juego y volvió Medina á ponerse en
acecho.
Eran las seis de la tarde y Medina se acercó otra vez á la mesa, y
dijo en voz muy baja:
— Blazquez Prieto ha salido ahora. Con que no sé....
Levantáronse los jugadores y tomaron hacia la calle de la Espe-
rancilla.
Caminaban pausadamente, y como si una voz interior les hubiera
hablado á entrambos unas mismas palabras, pasaron de largo y lle-
garon hasta la fuente de la calle de Santa Isabel.
El demonio iba pisando en sus huellas: Medina se presentó á su
vista...
¿Quién sabe si habrían renunciado al crimen á no ser por el funesto
provocador de sus malos pensamientos? ¿Quién sabe si, rendido su es-
píritu por los largos combates de aquel dia, habrían aplazado el logro
de su idea, y entre tanto lajeflexion, la casualidad, un obstáculo in-
superable les habría impedido consumar el horroroso atentado?
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atiuaori «*v
Poro (Medina estaba allil
Miróles detenidamente yaéuno, ya áetro, sonrió ora aire de des*
precio, y dij*
— ¡ Jiun! Tenéis miedo. ¿Y para eso ha sido tanto hablar? ¡Cobar-
des! Na haciéndolo ahora, digo que no soi* hombres para hacerlo
t No sois hombree» dijo, y el Carbonería y Marthuja volvieron la
cara hacia la casa! arrebujáronse en sus capas y sin titubear llama*
milt puerta.
Abrióles José Meneados, y entraron como buscando deseando y on
rato de conversación.
Sentáronse en el despacho según costumbre, y Iteraban ya abier-
tas y escondidas sendas y descomunales navajas.
Marimeja debia sacar el patínelo, ¿coya señal él y si eompaflero,
lanzándose sobre el joven criado, le habían de privar de voz y movi*
mteoío.
Mmrtmeja confesó haberle dada de poflaladas; pero también alrmó
na y otra vez que él no había convenido en derramar sangre sino
ai caso de extrema neeesidad y cuando no bastasen las violada*
qie hemos dicho.
¿Vacilaba ain Martintjato el momeólo crítico? ¿Revelarla tartfa-
ckm que en concepto de su compafiero pudiese comprometeré! golpe
y les hiciese sospechosos para siempre? ó ¿creerte este fue peligra-'
bao mas y mas con dejar correr el tiempo?
Como quiera que fuere, sin haber hecho Martineja sefial alftM,
levantóse el Carbonerin, «oaroóse al diado asmo para ver la hera y
prefinió en efecto:
— ¿Qué hora será?
Dijo, y asió súbito del pelo al mancebo y can grai brío le tiré u
navajazo al cuello.
¡Brotó la sangre!
— ¡Hermano... hermanol gritaba la victima, que na matan...
Ihiyel
A este tiempo Martineja, que no lograba taparle la boca, le hw-
06 la navaja en el coalado.
Oyóte abrir «halcón; la víctima panscia úmtár laénvíe ?m*<
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*0* HUSIOfttf
bió otro navajazo de JUartineja, que cun la oirá maaodaba en el hom-
bro á su compañero para que se fijase en el raido qae se acababa de
oir en el cuarto principal. Él compañero se cebaba con loca crueldad
en, el criado, aeerrfadok el cuello coa la navaja, según esprosion de
Martmja* Agarróle esté de la mu naca para que cesara en acuella
horrible carnicería y atendiera al riesgo comuu, y tales esfuerzos tuw
qae hacer para conseguirlo, que se corló el Índice oon la misma na-
vya.
El cuerpo iuerte cayó, produciendo un ruido pavoroso el choque de:
laiPabeza coa la tarima del despacho y salpicando de sangre inocente
á los asesinos.
patentado* corrieron estos al cuarto principal, dt jando Martineja
tras sí el rastro de su propia sangre, que contra él había de clamar,
y.BiaraiJido entrambos á, tientas las ensangrentadas manos en las
pfrcde&i ..
El balcón estaba abierto; el hermano de la víctima no estaba allí; se
b^ft arrqjido á la calle y pedia auxilio llorando y á grandes veces.
, Los dos cómplices sintieron lo inminente de su riesgo, acudieron
i wpuj&r hacia fuera la puerta de entrada á fin de que no se la
abrieran de golpe y quedasen cercados.
.. Ua /soldado de Barbastro cayo soeorro imploró el hermano del muer-
to y otros dos por entrambos requeridos* se dirigieron 4 la casa y en*
tetaron 4e paso aun guardia urbano que precisamente iba á decir
al seOor Bazquez Prieto que su amo le esperaba para comer en su
<**p*fiía,
Lea i Ir** soldadas echaron mano á las bayonetas; el guardia urba-
no, separándose de su novia, con quien habia llegada hasta aquel
sitio, tiró del machete.
mDióel primero un violento empujón á la puerta, que cedió un po-
co, mas apenas entreabierta, se volvió á cerrar con violencia.
—¡Hay gente denlro! gritaron; ¡ahí están los asesinos! (llamar
fueraa acmadal ,|dar aviso al comisario] ¡á. la. guardia!
Ya se habia formado un grupo de curiosos; ya se confundían las
voces... ..
Ábrese la puerta de improviso; lánzase 4 la calle el Cartonería
navaja en o*», ddiearg* un tronando golpe al guardia y, partién-
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DB RUKOPA 1«7
Me el sombrero, h Iriere profundamente en la cabeza, lo derriba sto
sentido, y corre á todo correr.
Todo esto foé obra de dh momento.
Persiguióle ««o de lo* soldados dando voces; el Carbonerin le tiró
la navaja, sin darle; le tiré la capa sin hacerle caer. Dabia echado pdf
la calle deSan Ildefonso y, alarmados los gastadores que daban guar-
dia ¿ su jefe en el cuartel de Sania Isabel, lo cogieron á la carrera.'
Estaba ensangreotado, como lo estaban también socapa y sn" na-
vaja.
Al tiempo de salir de improviso el Carbonería, habíase (amado éf
la calle en dirección opuesta su cómplice Martineja. Uno de los sol-
dados, amagado de cerca por el arma fatal, dio un salto hacia atrás;*
el otro, acometido á su vez con la velocidad del pensamiento, abrió
paso y huyenád Martineja como su compañero, atravesó la calle de
Santa Isabel, echó por la del Salitre, perdiósele de vista y llegó salvo
á la del Agnila.
Allí vivia sn pobre madre, á quien encontró casualmente en la es-'
calera. La anciana era lavandera; venia del río donde había pasado
el dia dedicada i sn penoso trabajo.
—¡Madre, déme nna camisa limpia! dijo Martineja al verla.
—Sobe conmigo, hijo mió, y te la daré en seguida, que limpita la
traigo.
—Ahora ha de ser y aquí mismo.
La viejedla, acostumbrada quizás á los caprichos de su hijo, sacó'
del talego una camisa. Quitóse Al entre tanto la que. llevaba puesta,
endosó la limpiay v sin hacer advertencia alguna á su madre, se dirigió
i la taberna deja Corredera Baja donde él y el Carbonerin hablan
comenzado aquel horrible dia.
Presumió que si este habia logrado escapar allí le encontraría,
preguntó por él y dijéronle que no le habían vuelto á ver.
Alli estaba, empero, una vecina de aquel barrio; vivia en la trave-
sía de la Ballesta, y su casa era refugio de tas mas desdichadas mu-
jeres Era ella amiga intima dé Martineja y sentía por él gran pre-
dilección, según de público se decía ya entonces. Brindóte primero
con una copa de vino, que él bebió, y dióle además una pésela para
que á su salud la gastase. Martkeja aceptó, y probablemente rio se-
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rja la primera taz que recibía de ella fiabas semqjaatet. La Tecina
se despidió á poco rato.
¡Estraña y poderosa atracción!
Loácriqúoalefcse encuentran síq buscarse. Aquella mujer foé pre-
sa á los pocos días y reprendida al entrar en la cárcel por un sa-
cerdote que le afeaba sus desórdenes y su trato con la gente mal
perdida, rompió á llorar esclamando:
— ¡Es mi sino! ¡es desgracia que me persigue! Yo no teugo la cul-
pa.,, ¡ay I ¡no he puesto los ojos en hombre que no haya muerto ase-
sinado, ó en presidio, ó en garrote)
JEn casa de esa mujer habia sido preso Marrón, cómplice del Cabe»
Mudo y la Bernaola, que habían asesinado recientemente á un pres-
tamista.
Y en casa de esa mujer prendieron á Martwfjv. El entró estando
ausente ella; de suerte que cuando á las doce de la misma noche ae
presentaron los agentes de justicia preguntando quien habia en la
casa, el ama contestó que solo sus huéspedas; y una de ellas que le
habia abierto, sin sospechar que entregaba un hombre al verdugo, re-
plicó:
—No; que estando tú fuera, vino Martineja y se ha acostado.
Penetraron los agentes en la habitación donde estaba Martineja so-
lo, acostado y durmiendo á pierna suelta.
Asi le sorprendieron y llevaron k la corcel, donde negó aquella
noche, pero nada mas que aquella noche. Al dia siguiente confesó.
Habíanle buscado primero en su casa, y su pobre madre, que de
nada estaba advertida, dijo:
-~AquÍ4&luvo; pidióme una camisa para mudarse y volvióse.
—Veamos la camisa que ha dejado.
La desdichada madre ni siquiera la habia mirado. ¡Llena estaba
de manchas de sangre reciente]
.Adivinólo todo como por un relámpago de inteligencia... Adivine
quien pieda su amargo quebranto.
Dirigiéronse ^cto oooünno los aúpales 4 la taberna de la Correde-
ra fltf*> supieron *llí que Jtiabia hablado con su amiga, y MartHUf*
fué descubierto.
El Ca*f>onw¿U*rlmjs y Medina volvieron & reunirse bajo el te-
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de morí |0t
di* común de la oáeoel; este fué condenado i presidio: no§ ocupa-
mos solo da aquellos.
So entrada en el Saladero fué un acontecimiento. Se contaban con
impaciencia las horas, esperando que se les pusiera ea comunicación.
Todo aquel mondo deseaba conocerles.
Su proceso fué breve; mas dio tiempo para que se determinasen
los cespecÜYos caracteres de aquellos dos hombres que habían com-
partido un empefio lan bárbaro y horriblemente consumado.
Era el Carbonaria hombre, como dice el pueblo, de mucho sentí*
do; mas propenso á obras que á palabras; en todo grave y compues-
to, y bien dio á conocer la sobriedad do su lengua y el poder ce*
que sabia dominarse durante su permanencia en el Saladero.
Martincja era vivaracho, moreno, decidor, no falto de gracia y se»
brado de malicia, cínico sobre lodo encarecimiento y no por alarde,
tino de corazón. Aquel joven no habia hecho e*taacias en la cárcel;
había recibido un solo castigo por abandono de la guardia de la Cár-
cel de mujeres, toando sargento en el ejército.
Pero Martinrja, aunque habia vivido ageno al crimen, no mostró
repugnancia al lenguaje, á los pormenores ni á lo nas torpe y bar-
taro del delito: sentíase criminal, como Napoleón I se sentía sobe-
rano.
A primera vista parecía que á él y no á su compafiei* debia atri-
buirte la iniciativa del cruel asesinato; mas en una controversia que
hubo eatre los des, acabó el Carbonerin por confesar que él habia
herido «1 primero sin esperar la sefta convenida, y que Martineja no
m proponía matar sino caso de sor necesario para salvarse.
— Di la verdad como fué, esclamaba Martineja: yo hice tanto co-
me ti; fui hombre para ello y me toca la misma culpa; mas veamos
¿qotÓQ 4ió primero? Tú fuiste.
Martmej^uo quería que allí se creyere que por flojo habia sido
inferior á su compañero; eso repugnaba i su vanidad; mas tampoco
qperia dejar en duda que su propósito no habia sido asesinar sin
peligro de su propia vida.
Esto féé el hombre objeto de admiración en la cárcel, y su memo-
ria será funesto estimulo para muchos.
Mientras las personas honradas se horrorizaban solo al represen-
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no PRISIONES
tarse en la imaginación lo que debía haber ocurrido entre los doi
asesinos y la víctima, él triunfaba del horror y del miedo; y quizás
una voz' secreta le halagaba diciéndole que, para no quedar vencido
en el trance supremo, su naturaleza tenia altos privilegios.
Rodeábanle admiradores, antiguos amigos...
Entre varios de estos encontró allí á un hombre acusado de ha-
ber dado muerte poco antes á una sefiora en la calle de la Justa.
Este hombre gozaba y goza aun hoy (1), pues aun no se ha visto su
causa en última instancia, fama de callado, de discreto y de tener
espaldas para muchas penas. Sabemos de él que, no teniendo mas
que una camisa, ha ido sin ella por la cárcel, reservándola para el
caso en que tuviese que ir al cadalso, pues quería presentarse asea-
do ante la numerosa muchedumbre que asiste á semejantes espectá-
culos.
De este hombre y de su antigua amistad hizo grande aprecio Mar*
tineja, y estando en capilla, quiso celebrar con él la última cena,
después de haberle obsequiado varias veces con algunos de sus man-
jares y con cigarros, recibiendo con placer lo que el otro cortesmen -
U le enviaba de cuando en cuando para corresponderle.
Afortunadamente no llegó á ser un hecho el proyecto de aquella
horrible Pascua. Se hizo presente al reo que no le era licito cenaren
compaflia de aquel amigo, y tuvo que contentarse con enviarle tres
platos de su mesa para memoria suya.
Quiso también obsequiar á otro individuo, acusado de haber dado
muerte á un sereno, y á su mismo compañero el Carbonerin, que,
meditabundo y callado, atento siempre el oído á los sacerdotes, se
diferenció de él muy notablemente.
Mar tineja gozaba con tener relaciones entre los hombres que creía
á su altura en cuantp á temple de alma y á fortaleza para soportar
grandes penalidades. „
Su espirita no decayó un solo momento. Hablaba con animación y
naturalidad, se mostró propenso al gracejo como siempre; comia con
apetito; se acostó media. hora antes de salir al fatal viaje; durmió
tranquilo sin que se le hubiese alterado el pulso, según afirmé el
1) 9 setiembre d« 186J
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OEJtüIOfi «11
sádico y ¡misterios de la naturaleza! ¿quién sabe si taro sue&os gra-
to.,.?
Quejóse mas de una vez de que, siendo él cristiano «desde la púa*
la de los cabellos hasta las ufias de los pies,» no se apartasen de
sa lado los sacerdotes, sabiendo que le irritaban en vez de consolar-
le. Mucha paciencia hubieron menester estos para conllevar su hu-
mor. £1 que mas simpatías le mereció fué el señor Lavilla, capellán
del Saladero, acaso por estar este mas acostumbrado que los otros &
hacer nao de toda la longanimidad que requiere la feligresía carce-
laria.
Martimeja, á pesar de su carácter y de su audacia ante la muerte,
lloró.
¡Arcano recóndito, bello reflejo de los puros afectos del alma!
Acordóse de los últimos momentos de su padre, y lloró.
Acordóse de su anciana madre y... lloró.
Rezó arrodillado cuantas oraciones le indicaron, y cuando ya los
etrcunslantes se iban 4 levantar, dijo él á su vez:
— ¡ \hora, señores, un Padre nuestro por los valientes que murie-
ras en la guerra de Africal
T retó claro y distintameole el Padre nuestro, llamando la aten-
ción por la eficacia que al parecer trataba de comunicar á su rezo.
La vípera de su muerte pidió permiso para despedirse de él UQ
hermano que tenia preso en la misma cárcel.
Por lo que contrasta con la conversación que tuvieron los dos her-
manos, el empefto de la solicitud, ramos á transcribirla integra y
Dice asi:
«Sor Alcayde l.9 de esta cárcel» *
»Mny Sor mió y de toda mi mayor consideración;
•Mucho siento tener que molestar á V. pero me es indispensable
•toerío que hacer y es que me conceda la gracia de dejarme ablar
smm amano José Martines que se halla en encierros á fin de poder*
«le dar el último á Dios por si es su desgracia concluir con su bida
■ó do (Hiedo bolberlo aber. Sor, os suplico encarecidamente por lo
•que uañ en estima tenga no me niegue esta gracia pues no tema ni
sigue nada malo tendré balar y resistiré el dolor de ana desgracia.
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irt MISIONES
»Sor, os suplico rendidamente no me neguéis este mi afán os tendré
»en el frente de mi memoria eternamente no me de V. desconsuelo
Crepito conceda esta gracia y mande á este sü subordinado
«Ramón Martínez.
«Cárcel de Villa patio grande 11 de Abril de 1862.»
En efecto, se concedió á Ramón lo que solicitaba y, al verse juntos
le abrazaron los dos hermanos; mas no se vislumbró afecto en sus
palabras y quizás, por lo que respecto al vivo, pasaríamos en silen-
cio este incidente, si de él no se hubieran ocupado los periódicos de
la corle.
Echáronse en cara uno á otro sus malas costumbres; quiso Marti-
neja encargar á Ramón que dejase de frecuentar tabernas y sitios de
perdición, y este le replicó:
—Si tú hubieras hecho lo que me aconsejas, no te verías ahora
como te ves.
Martineja, que no le habia mostrado mucho cariño, tampoco le
mostró enojo por ese íargo que solo podia dirigírselo un hombre in->
capaz de comprender lo que es tener horas contadas de vida y un
verdugo esperando la última para marcarla.
El mismo Ramoneantes de despedirse de su hermano, le dijo:
—Bien podrás darme los cigarros que tengas. A ti ya no te van &
Servir....
Véase en estas palabras un acto de bárbara crueldad cometido con*
tra tin hermano, acto abominable, que ningún tribunal castigará y
que es obra de Ja ignorancia y de la rudeza de los afectos.
¡T sin embargo, por otras fallas cometidas, también sin voluntad,
pero menos graves que esta, castigan severamente las leyes al indi-
viduo!
No sabemos que Martineja volviese á hablar de su hermano desde
aquel momento.
■ No era desafeólo á la familia, pues hemos visto que le conmovió
la memoria de sus padres. Sabemos también que trató de reconocer
á no hijo habido con una joven á quien quería y ofreció á esta su ma-
no; mas no vio satisfechos sus deseos. Personas agenas á cierto* la*
m, y de bastante autoridad sobre la madre, le aconsejaron que, para
evitar mumurtcioiss 4*1 mundo, dejase al niño sin ^adra eonodia
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DE ECROPA. «II
y oo buscase para él ni para ella un apellido que iba á cubrirse pa-
ra siempre de infamia.
Después üd periódico hizo presente que debía averiguarse qué dis-
tribución se baria de los fondos que se hubiesen recogido en nom-
bre de dicho reo, para que no se abusara de ellos con perjuicio de
tercero, y suponemos que aludiría al huérfano.
No sabemos si se evitó ese perjuicio merced & la publicidad que
se dio al avfeo.
La hora fatal se acercaba y no por eso decaía el ánimo de Martine*
jaf ni salía de su silencio y su profunda atención el Carbonerm.
Notificáronles la triste sentencia; preguntó este al capellán si era
posible apelar, y respondiéndole que no, puso al pié del documento su
firma, con "seguro pulso.
Inmediatamente fué corriendo la notificación de mano en mano; to-
do el mundo quería conjeturar algo sobre el Carbonería por el carác-
ter de su letra y la mayor ó menor perfección de su forma.
MartínejafadL por chasquear á los curiosos, cosa muy propia de
su genio, ya por otra cualquiera causa, se negó afirmar. Preguntá-
ronle por qué, y dijo con indolencia:
—¿Qué se yo?... Pero ya que nada puedo en el mundo, á lo me-
aos no se diga que he firmado mi propia muerte.
Manifestó deseos de salir de la cárcel afeitado y, como era natural,
no se le pudieron satisfacer.
Tratóse de la confesión y dijo:
—Encargo á Vds. que llamen á un sacerdote prudente y que no
sedé voces.
4
Como en la cárcel no hay mas que una capilla y los reos eran
dos, se habilitó como capilla para $1 Carbonería el cuarto del llave-
ro, que á la noche siguiente acaso, rendido de cansancio, quedó dor-
mido al echarse en la cama donde aquel buscó en vano el descanso
por última vez.
¿Pero qué mucho? Ta hemos dicho que Martineja mismo habia
dormido, media hora antes de salir para el cadalso.
Hubo que gritar para despertarle, y no quería ponerse en pié, ni
abrir los.ojos.
El Sr. cura Lavilla llamó al escribano de la causa D. Cándido
tMtt u. S5
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til PRISIONES
Capilla y le rogó que le ayudase, uniéndose los dos para rogarle
que se pusiera en pié y se acordara de su alma.
Híseio así en efecto, y protestando repetidas Teces de ser cristiano,
pidtó que oo le enojasen iantos á la vez, pues le producían dolor de
eabeza, en vez de hacerle pensareo la religión.
Durante los últimos preparativos, díjole una persona que estaba
alli de oficio:
— Ea, ánimo y confia en Dios.
Y él llevándose la mano al corazón, replicó:
— Lo que es este no Me ba de faltar.
Antes de salir do la capilla hizo llamar al juez de su causa seffor
Prída y *l escribano señor Capilla, y lea suplicó que le perdonasen,
con toda la cortesía de que era capaz, súplica que también les hizo el
Carbonerin.
Al abogado D. Garlos Maesa Sanguiuetti, defensor de Medina, le
dijo Martineja:
—Le agradezco á Vd. todo lo que ha hecho por el pobre Medina.
Ta sé que se ha portado V. muy bien.
Al llegar al al tari to de la puerta le hicieron rezar una Salve.
El trascordado comenzó diciendo:
—«Dios te salve, Maria,[llena eres de gracia...»
—No es asi, le interrumpieron, sino: «Dios te salve, rema y ma-
dre de misericordias....»
— Y ¿qué mas da? replicó él con su desenfado de siempre, y ter-
minó la oración que comenzara.
El momento habia llegado. Desde hora muy temprana se había
trasladado medio Madrid al trecho que media entre la puerta de
Santa Bárbara y la pradera de Guardias.
Vendedores ambulantes, artesanos, ociosos, mujeres de todas las
clases sociales y en gran número, no temieron confundirse entre aque-
llas oleadas que levantaba la curiosidad mas torpe, el atractivo mas
inhumano. A cada momento se repelían los ayes arrancados por una
contusión, los gritos de gente que, empujada en dos opuestos sentidos,
se estrujaban unos á otros; que al aproximárseles coches y caba-
llos preferían estrechar las filas á perder una pulgada de terreno.
Salían de los grupos niños llorando, mujeres oon el velo hecho gi-
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MI KIMOPA. Í7S
me», viejos, sacudidos de la miai coman por violentas oteadas.
¿Haría falla en aquel cuadro el grito tradicional de
—¿A dos reales al patíbulo?
De todas partes llegaban á la carrera millares de curiosos á pié y
á caballo.
¡Los reos eran dos!
La sociedad brindaba & la sociedad con un doble espectáculo de
muerte. Lúculo comía en casa de Lúcolo.
Al Uegar el último curto de hora, m estemüé un rumor particu-
lar desde la cabeza de aquella enorme masa de carne tamaña, si**
teda frente i la pierta de la cárcel, hasta sos estremidade* que
llegaban como á, enroscarse en el cadalso.
Mmrtineja babia sido dócil y nada pesado en el tocador. £1 mismo
ayudó i que le virtieran la túnica y de un manotón característica
inclinó el birrete & la oreja.
El rumor de la gente aglomerada era incesante, crecía y tomaba»
caerpo ¿ cada momento. Todos daban codazos al que tenían delante
y se ponían de puntillas para que no se les escapase un incidente,
on ademan, un gesto. Los presos, encaramados unos sobre otros, es-
taban asidos fuertemente de los hierros de las rejas.
Al asomar los reos por la puerta, la inmensa multitud experimentó
inertes vaivenes al tiempo de producir el murmullo con que siem-
pre acoge al desdichado héioe de tragedias semejantes. >
Los que no les veian querían aprovechar el momento y hacían es-
fnenos para colocarse entre los de las primeras filas; los ginetes, co-
locados allí para tener la gente á raya, pasaban por la primera ila
casi rasando con aquella quebradiza muralla el enorme ouerpo
de su cabalgadura.
Mortmeja atrajo toda la atención.
Se presentó despejado, mirando á un lado y á otro; sentóse & ca-
balgar con desembarazo; quería aguijar á la bestia; su espresion na-
tural era la sonrisa.
Ta ana vei montado y al emprender la marcha, por encima del
monótono, solemne y acompasado canto de la Sabe, sobresalió una
voz destemplada diciendo:
—¡Adiós, Martinejal
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171 MUSIOfCES
— i Adiós t chico! contestó esto volviendo el rostro hacía las rejas.
No era sn hermano el que le daba la última despedida: era sin
duda un admirador entusiasta de aquel hombre que, lleno de juven-
tud, no despojado de cierta gracia que recordaba los tiempos de la
manolería y con un porvenir como el que entre los suyos le pro-
metían sus prendas de valiente y rumboso; dejaba el mundo sin pe-
na y como cosa de poco valer, y se encaminaba sonriendo hacia una
muerte inmediata, infalible y afrentosa.
Hubo desalmado que le brindó con una bota de vino, y Martmqa
habría bebido de ella si se lo hubieran consentido.
Martineja fué hasta el postrer momento escándalo de la humani-
dad y sarcasmo horrible de la pena capital. El espectáculo de su ca-
mino al cadalso fué mas desmoralizador que la impunidad de cien
delincuentes.
La sociedad oficial quedó completamente defraudada por el crimen.
La justicia quería mostrar la altivez humillada; y la patentizó triun-
fante; quería que aquel hombre la ayudara á probar su tesis de que
el crimen lleta consigo siempre la vergüenza y el remordimiento,
y el reo le negó su auxilio y se presentó desvergonzado y con el
pulso tan seguro como el qué va á dormir satisfecho de sus buenas
obras.
El Carbonmn iba sereno, pero violento; bebió agua varias veces
por el camino.
El otro iba provocador, sin tener un momento la vista fija en un
punto, volviendo la cabeza en todas direcciones.
Un espectador le llamó por su apodo en la carrera:
— Adiós, le dijo, {soy tu amigo como siempre!
—Adiós, contestó él mirándole, como si no recordase quien era;
y afiadió, de modo que fué oido de cerca: «¡Valiente amigo serás
cuando vas á verme en el palo I»
Ni aun sentado en el banquillo dejó de ser Martineja tal cual ha-
bía sido hasta entonces.
El ejecutor de Albacete, llamado á desempeñar su oficio en Ma-
drid, ajustó mallos terribles aparatos, de suerte que no producían
perfectamente su efecto.
El reo, en vez de enojarse, lo tomó á burla y llegó á cansar al eje -
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ot rara**. ni
calor imposibilitándote de cumplir sus deberes, hasta que sujetándo-
le la cabeza los ayudantes, le impidieron todo movimiento.
El carioso pueblo madrileño imaginaba que allí, en lo alto del ta-
blado, se hacia padecer inhumanamenle>á un hombre, y como la eje-
cución terminó, quedando machos en tan grave error, se les desper-
té algo el sentimiento de la humanidad y no hallaban palabras bas-
tante doras para calificar la ligereza con que se consentía ó daba
margen á que tales cosas sucediesen.
Cuando se averiguó la verdad del caso, la sorpresa fué tan gran-
de como había sido el enojo, y en todas partes se habló de aquel
hombre come de un ser extraordinario, horrible, pero incompren-
sible.
El Carbonería se extinguió del mismo modo con que había em-
pezado á agotarse. Su energía toda la comunicó al brazo, cuando ciego
y obcecado se ensangrentaba en el pobre Menendez; después su vi-
da se fué apagando como un sonido que se aleja.
Mmrtmeja, no hay que dudarlo: es hoy el bello ideal en las re*
gistes patibularias. La gente de su estofa espera que haya una
ejecución para comparar al nuevo reo con el que le ha precedido.
El día que llegue ese lamentable caso, el nombre de Martmeja
correrá de boca en boca por la cárcel y se evocará su historia y se-
rán particularizados sus recuerdos y se formará un torro de oyentes
muy sensibles en torno del que mas sabrosamente sepa narrar los
iltimos pormenores de su vida, que es muy fácil sea alguno de los
que presenciaron de cerca su muerte, después de haber corrido mu-
cho para verle dos ó tres veces por la carrera.
Loque nos atrevemos á asegurar es que muchos criminales, te-
merosos de ser condenados á la última pena, se habrán acordado de
él diciendo:
— (Solo quisiera que Dios me diese igual valor en aquel trance!
Concíbese y esplícase fácilm ote este deseo... difícil de realizar.
A los que van á morir en el cadalso no se les presenta medio de
ejercitar la voluntad, ni compensación de todo lo que pierden, sino
muriendo con valor. Ta han sido ingratos, ofensores, avergonzados,
despreciados, sentenciados... á lo menos evilemosquesediga: «y al
In murió como un cobarde» Asi raciocinan.
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m PüSioras
Sobre toda parólos caracteres vanidosos, impet— sos y dominado-
res es gran tormente la idea de que aquellos á quienes han arrolla*
do puedan hacerles burla, viéndoles temblar ante el suplicio.
< Y sin embargo, así acaban los mas fuertes.
Líbrenos Dios de que se repitiera dos veces seguidas el espectá-
culo de la audacia de Martineja; el instinto de imitación es muy po-
deroso en 1*8 clases menos cultas; todos los ejemplos de actos varo-
niles estimulan extraordinariamente su amor propio, que tienen muy
desarrollado, y nadie sabe los enormes esfuerzos de que serian a -
paces muchos criminales para eclipsar á los que les hubiese» pre-
cedido, escitando la pública admiración con su entereza ó su cinismo.
No es muy de temer, empero, que llegue tan desgraciado caso.
Generalmente hablando, los que van á morir en holocausto k la
vindicta pública, salen de la capilla sin fuerzas ni conocimiento; áge-
nos al mando y á si mismos. Si á la mitad del camino del cadalso
se les devolviera la vida y la libertad, pocos serian loe que recobra-
sen el aso de sus facultades.
La ley condena á un vivo; el verdugo solo magulla á mi muerto.
Hemos hablado' del Naranjero, que pagó con la vida el arrebato á
que le llevara la defensa de su propio hermano.
Ocho ó diez dias antes de su ejecución estaba ya tan abatido, que
parecía presentir su próxima y desgraciada suerte.
Sentado estaba cierta mañana en un banco de la Portería. Un bar
tallón salia por la puerta de Santa Bárbara, y al sonar la música aso-
máronse al balcón principal de la cárcel varios presos y dependientes.
Contemplando estábamos á aquel desgraciado cuando se le acercó
el alcaide diciendo:
— ¿Qué haces ahí, solo? Anda, asomada y te distraerás.
— ¡Ay, D. Miguel, replicó $1 Naranjero, no sé porque se me figu-
ra que ya no volveré áoir música!
T en efecto, notificado muy en breve, se le llevó á encierros, y pue-
de decirse qae dejó de existir.
Vimosle atravesar desde la capilla al al tari to que se coloca junto
á la puerta, y no era sombra de sí mismo.
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m nunou. *n
Pesábanle les párpados carnosos, cotí si taeraa de hierre; so
semblante se había aballado extraordinariamente, sobresaliéndole los
labias, y el cuello ae podía sostener la cabeza. La mirada sin brillo,
los brazos caídos, derribados los hombros, el caerpo vacilante; im-
pasible al vocerío de los curiosos y & las exhortaciones, dejóse meter
eutoe las muios, inútilmente atadas, la estampa de on sallo y, soste-
nido por un lado y otro, hizo su camino
Otros pedeoea antes de morir tormentos peores.
Apodérase de ellos la fiebre; avívenseles ciertas facultades; sien-
ten y perciben con mas delicadeza que nunca; no hallan reposo; se
agitan en continua fatiga y el sueño huye de sos ojos.
b tal estado se poso desde que entró en capilla cierto cochero
que, por la pesien de los celos, dio muerte & un titulo de Castilla, i
Su inquietad no empeló & calmarse hasta después de mucho tiem-
po en que un sacerdote de abundaste palabra, geni o vehemente y lar-
ga práctica, le estuvo ponderando la excelencia y la inevitable ne-
cesidad de la resignación, la incfcMe virtud del arrepentimiento que
recibía inmediatamente en el cielo una recompensa dulcísima y eter-
na, y la inlalibilidad del cumplimiento de esta promeeahecha en nom-
bre Dios.
II encordóle eché & un lado toda idea terrorífica; habló al reo con
la Manduru persuasiva q»e comprendió había de ser eficaz en aque-
lla ocasión, y variando detone al momento en que su sagacidad le
indicaba que era menester producir nuevas emocione*, tranquilizó
peco á pono el espíritu del desgraciado.
fin esto torea agotó el sacerdote su ingenio y sus fuerzas» de suer-
te que cuando aquél le prometió no pensar ya en otra cosa que en la
infinita bondad de Dios, que le perdonaba para siempre, tuve que
acostarse porque su salud se había quebrantado.
Mas de una hora permaneció el Cochero qnieto y meditabundo;
pero la soledad, el aspecto de la capilla, aquella lúgubre tristeza
que por todas partes le rodeaba, comenzaron á insinuar el terror en
sn ¿aúan; le atraían al dominio de las ideas mundanas y, azorado y
lleno de angustia, pidió que sin demora volviese el sacerdote. Con*
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tSO PRISIONES
testáronle que había ido á descansar; que su salud no era muy bue-
na, y replicó que se lo pidieran por Dios.
Volvió en efecto el confesor á su lado, y apenas oyó el preso el
cariñoso celo con que llamándole hermano suyo le reprendía por su
debilidad, prorumpióeu llanto, espresando asi el consuelo que sentia.
Desde aquel instante no cesó de hablar el sacerdote con tal encan-
to para el reo, que se le adhería cuanto le era posible, y de cuando
en cuando le miraba maravillado con una espresion de gozo en el
semblante, como si en efecto estuviera viendo la augusta majestad
del cielo solemnizando su arrepentimiento con prodigios nunca ima-
I Dichoso él como pocos!
Penetróse su alma de eternidad y de esperanzas inmensas, y du-
rante los lúgubres preparativos, estuvo siempre atento á la voz del
sacerdote. Tampoco se distrajo un momento durante la carrera; des-
de la puerta de la cárcel abarcó con una mirada de cristiana con-
miseración á la muchedumbre, y sin temor ni sobresalto se encaminó
á la breve muerte.
Al pié del cadalso, se deslizó en muestras de vivo reconocimiento
á aquél á quien debia la bienaventuranza, y le rogó que le permitió*
ra besarle en el rostro.
El sacerdote puso ante sus ojos un crucifijo, diciendo:
—¿A miserable criatura incierta de su salvación, estimas tanto?
Olvídame en presencia del Salvador del mundo; que si por él no fuera,
pereciéramos tú y yo de muerte eterna.
Besó con efusión el Crucifijo y aplicólo á los labios del reo, que no
se saciaba de hacer otro tanto prodigándole los mas afectuosos dic-
tados, y cuando le avisaron que debia subir la escalera del cadalso,
dirigió una riente mirada al sacerdote como si quisiera decir:
—¿Tan pronto voy al cielo?
Ese hombre que santamente murió después de haber llorado con
honda amargura su estravio; ese hombre que con ayes de vivísimo
dolor pidió perdón al mundo y mil y mil veces se arrepintió del mas
leve pensamiento con que hubiese podido ofender á sos semejantes,
habia sido calificado pocos días antes de ingrato, hasta la perversión,
de malvado, de monstruo de crueldad
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DE fttJftOPA tSI
fií ana éltnas horas reconoció y proclamó la saciedad sus cristia-
nas virtudes y sos bellos sentimientos, y cuando estuvo bien penetra*
da de qne era bueno... le mató
El recuerdo del Cochero no es de los que adquieren carácter de
permanencia en la cárcel.
Para loa presos no era un oo barde, supuesto que habían presea-
ciada actos que mostraban lodo la contrarío; pero como al mismo
tiempo le rieron humilde, resignado, y mas que resignado contento,
ao sabían como juzgarle .
En vano lo habrían intentado; no estaba á su alcance el fenómeno
que en el espirita del rao se verificó en la capilla.
Por otra parle oomo no se sentían capaces de llegar al estado de
aquel hombre, estado que no era de los que llaman la atención en el
teatro del mundo, no le envidiaban gran josa, y hoy no se le cita pa-
ra nada en aquellas conversaciones de calabozo, donde se hace exi-
men de las prendas que poseyeron los ajusticiados.
Iba bien recuerdas la serenidad ioesplioable de un soldado que
•a hace muchas aflos fné á la muerte por haber dado de puñalada* á
h ama en la calle del Barquillo, una noche que la acompañaba á
Este mal aconsejada mozo hito el triste viaje con serenidad, sin
altivez y sin miedo, á lo menos, sin ese miedo que, en trasluciéndose,
desprestigia al que lo experimenta á los ojos de los criminales.
La dJJtma noche le visitaron algunos oficiales de su cuerpo; dije-
reate que era cristiano, y que por lo tanto debia conformarse con su
anorte y poner ka esperanza en Dios; pero que no olvidase que había
sido soldado español y se mostrase digno de ello, muriendo con va-
lor y ageno á toda flaqueza.
Ofreció hacerlo asi el desgraciado y ¿quién sabe? acaso el recuerdo
de sa bandera le prestó fuerzas para cumplir su promesa.
Dorante la cena hizo una observación que, si mucho nos parásemos
en ella, acabaría por distraernos de nuestro propósito.
Aquel hombre, sabedor de que ibaá morir á las pocas horas, noté
en alta voz «que en toda tu vida había tenido una cena tan escótente. »
Bata observación seria de poca importancia en uno de esos erimi-
Tonon ti
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tS£ PRISIONES
nales que hacen alardes de sentimientos groseros; ó en un hombre
cuyos grandes proyectos y sucesos hubieran sido tales, que acostum-
brado á ver la muerte de cerca, no solo no la temiera, sino que la
tuviera en poco, embargada su activa imaginación en pensamientos
gigantescos.
Pero en aquel infeliz, que no se hallaba en caso semejante; en
aquel hombre, que no tenia mas que la vida; que no enunció jamás
una idea propia, no comprendemos ese refinamiento de paladar 7
esa buena disposición de estómago, sino atribuyéndola al trastorno
completo de ciertas facultades.
Muy diferentemente acabó sus dias el cabo Collado.
Reciente está su proceso y lo deben recordar muchos lectores.
Reprendido por su teniente por una falta de policía en que al pare-
cer incurriera ya otras veces, y abofeteado por este, según se dijo,
hubo de concebir el proyecto de vengarse. Aquella misma tárete fué
á ver á su novia y volvió al cuartel aun mas alentado que nunca al
cumplimiento de su venganza. Después de la lista, al atravesar
ton la compañía un pasillo oscuro, se acercó al teniente y le dio un
navajazo en el corazón. Prorumpió la victima en una interjección
terrible y tiró de la espada al mismo tiempo, mas no acabó de de-
senvainarla: cayó exánime.
Diéronse voces: Collado huia, pero fué alcanzado en breve.
Hemos tenido en la mano el arma asesina, cuyo chirrido al abrirse
parece un quejido humano; cuya hoja puntiaguda y estrecha se va
ensanchando hasta llegar á parecer cuchilla. Estaba llena de sangre
hasta la mitad del mango. Armas semejantes no pueden fabricarse ni
comprarse sino con el objeto de derramar sangre humana.
En muy breve tiempo fué condenado aquel hombre á la pena de
muerte.
Reconoció la justicia de la sentencia, y como casi todos los crimi-
nales, decía que estaba muy bien hecho que el que mate muera.
Parecería natural que los hombres que se sienten capaces de qui-
tar á otro la vida, se rebelasen por previsión y egoísmo contra la
pena de muerte, y sin embargo no es asi.
Acaso por saber ó sentir que cuellos no es gran violencia el matar,
consideren que la justicia no se ha de hacer ninguna para lo mismo.
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ÜS BUMft*. ÍM
El desgraciado de quien hablábamos experimentó gran decaimiento
al acercarse al término de so carrera.
listando en la capilla convidó á cenar á dos compañeros de ignal
graduación que él, mas en aquellos momentos todavía estaba soste-
nido por la oscitación de sn espirito y mostraba mas serenidad qne
sus compañeros, los cuales le dijeron que el verle en tan amargo tran-
ce les causaba honda pena y les quitaba todo apetito. Despidiéronse,
pues, en extremo conmovidos, y él cenó bien y tomó café. Dictó con
serenidad su testamento, dejó dinero para misas por su alma y la de
su victima, y durmió. Al dia siguiente hiio muchas exclamaciones
echándose en cara su bárbara venganza, pidió á voces perdón á su
victima cuya vida habia segado en flor; oyó misa y tomé chocolate.
A las once almorzó y tomó café. Salió de la cárcel contrito y recon-
ciliado; presentóse con apariencias de serenidad, y oyó las grandes
voces de perdón que partían de todos lados.
También aquel dia y en aquel momento hubo violentos remolinos
en la muchedumbre, alaridos y desmayos.
Al salir por la Puerta de Sania Bárbara bebió agua el reo y lloró.
A muy corto trecho hubo que confortarle y se le subió á un carruaje
porque desmayaba.
Mientras la multitud procuraba averiguar ó adivinar su estado,
otra escena inesperada y extraordinaria se producía entre los mismos
espectadores, llenando de dolor, de asombro y de piedad á muchos.
La novia de Collado, aquella infeliz á quien el rumor público atri-
buía influencia en la venganza tomada por él, estaba allí, atraída
por un inconcebible prestigio, por una de esas fuerzas desconocidas,
Asestas, pero siempre poderosas en las naturalezas incultas.
Formóse un ancho circulo al rededor de aquella desgraciada que
gritos y se revolvía en convulsiones como una loca furiosa, y
i que dos guardias civiles la llevaban á viva fuerza de aquel
sitio, su desventurado amante se iba aproximando entre desmayos
al berrendo catafalco.
Volvió á brotar el llanto de sus ojos, y al fin, haciendo un esfuerzo
supremo, pareció que habia recobrado el aliento.
De pié sobre el tablado, quiso dirigir la voz al público, y en efecto
comenzó recomendando á todos sus oyentes el cumplimiento de sus
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tU MUS1QRS
habitado, y según costumbre, lo debieron de llevar á la cárcel para el
cumplimiento de ciertas formalidades que han ido cayendo en desaso.
A su tiempo nos ocuparemos de otras particularidades de estos
libros, es decir, de todos los que existen reunidos en el Archivo de la
Cárcel del Saladero, y tendremos ocasión de tratar, ó apuntar, cuan-
do otra cosa no nos sea posible, curiosos datos y observaciones.
Para soportar el horror que inspiran delitos y acontecimientos co-
mo los que nos han dado materia para las últimas páginas que aca-
bamos de escribir, es preciso volver los ojos atrás y contemplar y com-
parar con lo que hoy sucede lo que anteriormente sucedía.
No debemos renegar de nuestro siglo, ni del periodo que alcanza-
mos porque no sea perfecto: vale mas que los que le precedieron, y
necesariamente debe valer mas, porque atesora mayor caudal de ex-
periencia, mayor suavidad de costumbres, lucha con menos incon-
venientes materiales y sus aspiraciones son mas levantadas.
El verdugo y el cadalso fueron un tiempo sacerdote y altar de sa-
crificios; boy hasta sus nombras repugnan; no está lejos el dia en que
solamente sean un recuerdo enojoso
En Madrid ha habido Inquisición, Quemadero; catafalco, horca,
penca, potro, linternas ó jaulas para miembros humanos queda
aun el catafalco, arrojado cada dia de un punto á otro. Antes se os-
tentaba en lugar poblado: en la Plaza Mayor; en la gran Plaza Ma-
yor nada menos, donde se celebraban las magnificas fiestas reales;
en sitio rodeado de numerosos balcones, ventanas y tablados.
Allí se observaba cierto ceremonial minucioso del que solo citare-
mos la particularidad siguiente: cuando el verdugo era llamado para
ahorcar ó degollar, colocaba su inhumano aparato hacia la parte de
las Carnicerías; cuando tenia que desempeñar su cargo dando gar-
rote, la situaba frente á la Gasa Panadería, delante del Portal de
Pafios
En 1790, arrojado lejos de aquel paraje, que era tránsito continuo
de personas cultas, fué á parar á la Plazuela de la Cebada, centro
de vendedores, vecindad de baja estofa y sin duda considerada capaz
de sentir menos repugnancia¿que la de la corte á los espectáculos y
recuerdos de sangre.
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DI WSMÚfk. Ul
AJIi te refugió hasta el alio de 1834 en que el entonces corregidor
de Madrid, marqués rindo de Pontejos, lo lanzó de la capital, rele-
gándolo i las afueras de la Puerta de Toledo. Tampoco estuvo mu-
cho tiempo en tranquila posesión de aquel sitio; hoy dia, á conse-
cuencia de haber desaparecido la Cárcel de Corte, y siendo custodia-
dos los delincuentes en la del Saladero, el ministro de la muerte y
su aparatos van á la Pradera de Guardias, fuera del portillo (me-
jor que Puerta) de Santa Bárbara, y salen de Madrid él y el senten-
ciado y su comitiva, evitando el pasar por delante de morada alguna,
asi como en otro tiempo iban paseando plazas y calles, sembrando el
mas pavoroso horror en los corazones y haciendo ostentación de bár-
baros emblemas.
Las solemnidades de la pena de muerte son también cada día me-
nos frecueotes: todo nos mueve á confiar en que asistiremos á su
abolición.
De dalos oficiales resulta con respecto de la audiencia de Madrid,
que ha condenado á muerte en 1837 á 103 individuos;
en 1839 á 101
en 1840 á 47
en 1841a 13
en 1841 i 10
•n 1843 a ti
en 1845 á 15
No se uallan dalos relativos á los aflos de 1838, 1844 y posterio-
res á 1845; pero tenemos la seguridad de que no serian desconsola-
dores comparándolos con los de afios remotos. Aun hay que advertir
que de las 15 sentencias de muerte pronunciadas en el afio 1845, 9
recayere u en personas contumaces, de manera que no llegarían á
cumplimiento, en su mayor parte á lo menos.
Hoy, que se previene mas que se castiga; boy, que se da publici-
dad á los hechos, escandalizan algunos fanáticos con una supuesta
retajado de costumbres y ponderan la excelencia de los tiempos pa-
sados, de aquellos tiempos en que nadie sabia lo que pasaba á tres
leguas de su casa. Hoy en cambio tiene España para cada delito cin-
cuesta periódicos diarios que á una vez lo publican, lo comentan, lo
discateo y hacen lo posible para evitar que se repita.
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*** rtttiomts
Precisamente nos hemos detenido al hablar de algunos crimínales
últimamente ajusticiados, porque mientras estuvieron sueediéndose
en el cadalso se notó cierta predisposición al delito que contrasta con
oirás épocas mas tranquilas, que por fortuna ó por ley de naturaleza
son las mas duraderas y ordinarias.
Durante aquel periodo, parecía que el crimen estaba en la atmós-
fera. No se hablaba, no se leía, no se trataba mas que de actos orí*
minales.
Madrid estaba ya consternado cuando tuvu noticia de un asesinato
acompafiado de robo é incendio, en una pacifica morada de la calle
de ta Paz. La victima principal fué una jóvon, apenas adulta; hicié»
ronse con aquel motivo numerosas prisiones, y sin embargo nada pu*
do averiguarse. Los autores de aquellos esoesos llevaron á tan alio
grado ta barbarie como la cautela. Al propio tiempo un consejo de
guerra condenaba á pena capital á un soldado de caballería de No-
mancia; otro condenaba á igual pena ¿ un paisano que en lucha oon
un Guardia Urbano le cortó un dedo; de cuyo caso provino la propo*
sicion presentada al Congreso de los Diputados por la minoría pro-
gresista, á fin de que fuese reformado el reglamento de aquel cuer-
po. Una mañana, como si tantos horrores ciertos no bastaran, corrió
con mucho crédito la nueva de que se había asesinado ¿ cuatro per-
sonas en una casa de la calle de la Ballesta, y tan acostumbrada es-
taba la población á los casos sangrientos, que, siendo falsa á todas
luces la noticia, costó gran trabajo persuadir de su falsedad al vulgo.
Por desgracia era cierto en cambio el suicidio de un joven en el
Buen Retiro, y aunque fracasaba en igual propósito una joven, hija de
un militar, corrió grave riesgo, pues se atravesó la barba de un bala»
20; la criada de un tendero disparaba un pistoletazo á su amo; otro
consejo de guerra se reunia para juzgar á un corneta acusado de de-
lito capital; acudía el público á la vista de una causa formada con-
tra cuatro hombres y una mujer, cómplices en el asesinato del espo-
so de esta, cometido dos aflos antes en tierra de Avila; un soldado ma-
llorquín se suicidaba en las Vistillas y todo esto ocurría en Madrid
en pocos dias; no había barrio libre de aquel sangriento contagio.
Pero no solo en Madrid, en toda España se cometieron crímenes ai
mismo tiempo.
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DBRÜMM. •**
En un campo de trigo de Castellón hallaran los guardias dviles mía
niña de cuatro afiosmarihnnda, desnuda, quebrantada*., victima del
mas brutal atentado; en Alicante caía un infeliz, asesinado por cuatro
hombres que acababan de cenar con él; á entro leguas de Sevilla un
Tentero asesinaba entre unos árboles á untnclaao que venia de ven-
der ganado de cerda: la esposa del ventero era sabedora y cómplice
del delito; moría asesinado el cora de Valdepeñas; en Cádiz quedaba
muerto un ladrón y herido otro, sorprendidos en el acto de cometer
un robo; un'capitan del ejército se suicidaba en Valladblid donde es-
taba preso; en Granada era pasado por la* armas un reo de homici-
dio; «o Reas una operaría joven al entrar en la fábrica donde traba*
jaba, retibia de improviso tres puñaladas; ea Murcia pereda un hom«
bre y quedaban heridos otros dos por ana reyerta de muy leve fun-
damento y no qaeremos rebuscar mas sucesos análogos acaeci-
das ea España ea aquel breve espacio de tiempo; que hartos tenemos
qae narrar aun reduciéndonos á la cárcel del Saladero. Sea concia-
•m de las Agresiones nuestras el recuerdo de J. H... (a) Misa, que
habiendo dado muerte á su mujer años antes, se presentó por enton-
ces espontáneamente á los tribunales, para que lo jozgaien.
Pero si las épocas que ponderan los partidarios de lo antiguo
bnhioeen sabido y podido averiguar como la nuestra lo que en su se-
na acontece, ¿no hallaríamos en ellas con muchísima mas frecuencia
largos periodos peores mil veces que el qae acabamos de citar? ¿Qu6
escusa plausible tendrían los hombres de aquellas sociedades si, sien*
do mas pacíficos, mas religiosos, mas humanos que nosotros, hubie-
sen intentado las duras penas, los horrorosos martirios que inventa^
ron y que ooa tanta dureta aplicaron?
Valemos mas y aspiramos á ser mejores: no hay datos oficiales de.
donde tomar nota de las sentencias de muerte pronunciada* ea toda
Bspafa durante to que va de siglo; mas aun creemos que la aetaal
legislación es menos suave de lo que requieren nuestras costumbres.
Consta que en el año de 1843 las sentencias de muerte pronunciadas
en España faeron 111, y nos horroriza esta cifra que dos siglos atrte
habría sido considerada con razón, oomo muy exigua.
Sipnesto que tenemos los datos á la vista, vamos á ponerlos en
estraete á la consideración del lector.
si
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tlO MtfSIONBS
Ed el año mencionado pronunció:
La audiencia de Granada 46 sentencias de muerte;
la de Madrid 24;
la de Albacete 15;
la de Burgos 10;
la de Barcelona 10;
la de Gáceres 4;
la de la Cornfia 3;
" Total llí
Hubo en toda España 24,179 acusados y fueron penados 10,444;
y correspondieron á la audiencia de Madrid 2,464 causas y 4,689
acusados. A la misma audiencia correspondieron en 1845 por delitos
perpetrados en dicho afio 2986 causas y 5257 acusados.
De los acusados por causas sustanciadas en el territorio de la au-
diencia de Madrid, habia 599 ¡que no llegaban á SO aOost ¿Es posi-
ble la perversidad en edad tan temprana? El resultado de los pocos,
poquísimos ensayos prácticos que se han hecho, muestran queno. ¿Ha-
bia labrado la educación cual seria de desear en aquellos jóvenes?
De los 5141 acusados que á la audiencia de Madrid correspondie-
ron por toda clase de delitos, los 2957 no sabían leer ni escribir.
Tratando de esta provincia el tomo X del Diccionario Geográfico'
Estadístico- Histórico del Sr. Madoz, dice en su página 522, colum-
na segunda, lo que vamos á copiar, que espresa perfectamente nues-
tras ideas.
«La educación, primera fuente de moralidad, se halla, desgracia-
cdamente, hablando en genera), descuidada, como sucede en las res*
«tan tes provincias de la monarquía. Apenas salen los nidos de la
«edad infantil, sin haber recibido quilas la menor instrucción, cuan-
«do sé ven dedicados á las faenas del campo ó al oficio que sus pa-
«dres ejercen; surge de aquí, como es natura), aquella libertad en el
«trato con los mayores, la familiaridad con los padres que rompe el
«saludable freno de la obediencia; la prematura costumbre de pala-
«bras mal sonantes, de licores espirituosos, del juego y las otras pa-
«siones que preparan un porvenir desgraciado.* «Hay otra
«clase cuyos jóvenes menoscaban en mayor grado los principios de
«moralidad; hay otra que produce mas fatales consecuencias y es la
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MUQMH. ftll
«que trae sa erigen de familias proletarias que nada debieron á sus
«padres sino la existeneia, quienes se oreen exentos de atender á la
«educación de sos hijos y aun tienen por un mal que frecuenten las
«escuelas. Bwmtmese la historia de esos seres mas infortunados que
•criminales á los ojos de Dios, que terminan en tos patíbulos y en los
•presidios la earrera de sus atentados contra la vida y la propiedad
•de sus conciudadanos y y se verá que corresponden casi todos ellos á
mía apresada clase »
«Son muchos los pueMos que carecen de escuelas; no pocos los que
tías tienen solo temporales y grande el número de las que se hallan
«dirigidas por maestros sio litólo, faltos de instrucción y, lo que es
«mas deplorable, poco aptos para inspirar buenas ideas á sus disd-
«palos.»
«Bl pueblo que tiene un buen cura párroco posee un tesoro inapre-
« dable, y sus habitantes, con su conducta ejemplar, justifican la po*
«derosa influencia de aquél en la educación. Compárese el número de
«delitos perpetrados en dos pueblos, iguales en las demás circuns-
tancias, mas regido el uno por un cura párroco celoso del cumplí-
«aieoto de su ministerio, y el otro que tenga un pastor descuidado
«é ignorante, y se juzgará de la virtud de nuestras reflexiones. Des*
«granadamente el número de los buenos curas párrocos en el punto
«4 que nos referimos no es el que de desear seria; porque las guer-
«ras internacionales y civiles han conducido al desempeño de aquel
«difícil cargo, aun bien á pesar de los mismos diocesanos, que de-
« ploran este mal, á muchos sacerdotes á quienes les falta, por lo
«meóos, la instrucción necesaria».... «Preciso es confesar que el es*.
«tado moral de la nación espafiola seria mucho menos malo de lo
«que actualmente aparece, si la dirección espiritual de todos los pue-
«bios estuviera encomendada á sacerdotes instruidos.»
Ninguna reflexión tenemos que aOadir á las anteriores. Está evi-
deoiemente demostrado que no la perversidad de sentimientos del
individuo, sino su falta de educación, el haberla recibido mala y
otras causas que arrancan de la raiz de la sociedad, llevan á muchos
hombres al delito, dejando á nn lado las circunstancias de clima, re-
laciones de familia, afectos contrariados y otras no menos poderosas.
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«tt JNWOflBi
Antes de dirigir nuestra mira á otro panto y, ya que de educación
hablamos, no estará de mas advertir que la mayor parte de \m de*
uncientes de quienes se dice que saben leer y escribir, lo hacen con
deplorable imperfección. La solicitud al Alcaide del Saladero, es-
crita por un hermano de Martineja (que hemos copiado) puede ser-
yir de tipo para medir el grado de mejoramiento que de lo aprendi-
do en las letras puramente elementales pueden prometerse aquellos
infelices.
El principal aousado en el proceso relativo al crimen de la calle
de la Justa escribió de su puño y letra un documento curioso que
corrobora nuestro* asertos. Por su testo se verá cuan cierto es lo que
acabamos de decir, y al mismo tiempo se sabrá que Montero, cual-
quiera que haya sido su conduela, abriga sentimientos de padre, y
aun en su triste estado piensa en afianzar mas y mas los lazos que
le unen á la sociedad, lazos formados por la naturaleza y que vivi-
rán la vida del hombre sobre la tierra.
Hé aqui la carta á que nos referimos:
ttUustrísima San ti da. Señor Vicario Castrense de Madrid.
«Eugenio López Montero, Sotero de edad de cuarenta y dos años,
«natural de Armería, Parriquia de San Sebastian, de oficio sirviente
«/procesado en esta cárcel de Villa de Madrid, ante su Uustrísima
a espone.
«Que teniendo dos hijos de menor edad, reconocidos, con Ramona
«Rjiiz García, Solera, natural de Reyres, Probincia de Armería, de
«edad de treinta y seis años. Desea contraer matrimonio con dicha Sb-
«Sora, por ser este un acto «de su obligación, y umanidad, y descar-
ago de su conciencia, y descanso de su alma, pues asi nos lo manda
«la sagrada escritura, y nuestra santa madre Iglesia. » y lo que todo
«cristiano está obligado á hacer, y como tal me concreto, quiero
«cumplir con mi dever:
«Gracia, etc.»
Montero contrajo, en efecto, matrimonio con la madre de sus hijos
y no es el único que condenado á la última pena ha procedido asi.
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MMttft. tM
kéeaáé de lo» dias dos»ooocioo, hay otras ocasiones, o* tan tris-
las y sotanas, ei que la oárcel es teatro de escenas muy coupove*
doras.
Daa ?et per semana suele recibir aquella alcaidía una neta en que
el Gobierno Civil espresa los nombres de los presos que, condenados
su última instancia, deben salir al siguiente dia á cumplir sos con-
denas, eo los presidios y reclusiones que seles designan.
Los oficios se reciben generalmente por la tarde; se toma nota de
los nombre* y apellidos para comunicar la triste nueva A los intere-
sados, y esia epemeion se practica al anochecer, de suerte que los
que confian en el indulto ó siquiera en los buenos oficios de un pro-
tector para que les alcance la gracia de prolongar su estancia en la
cárcel, ae bailan encímente sorprendida!, sin haber hecho prepa-
rativos, mu recursos les mas, sin tiempo para avisar á su familia y
deapedine de ella.
Aquella noche lo es de afanes y congojas para ellos y sos eamarar»
das y íes indudable que la vanidad halla atractivos hasta en el cri-
men! hemos visto á un moio de veintidós afios callarse en semejante
ocasión las alpargatas que tenia dispuestas para el camino, como
pudiera un romano vestirse la toga viril. Qeeria ser lumbre; y en
determinadas esferas sociales solo puede el ambicioso distinguirse
siendo andas, pendenciero y dominante, y el haber estado en presi-
día en la primera juventud da derecho á ser respetado
Prosigamos nuestro relato.
Al otro dia al amanecer, acuden amigos y parientes de los rema-
lodos dotante de la oárcel.
Es un cuadro desconsolador, sobre todo para el que vive ageno 4
preocupaciones y persuadido de lo que podrían dar de si las buenas
cualidades que entre sus defectos poseen aquellos infelices.
A pesar de fríos y de tormentas, Ja viejecita, acabada por la edad»
la potaren y las desgradas, ta A abrazar al hijo de sus eatrafias pen-
sando que ya no le volverá A ver.
Allí de lágrimas y alaridos, allí de exclamaciones al cielo que mas
de una ves responda con el horrísono estampido del trueno ó mués*
tn inalterable la alegre luz de una aurara serena.
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»*4 pftumnis
Ellos creen todos que aquel es el momento en que deben hacer
prueba de temple de alma, y procura contener las lágrimas y men-
tir entereza el que mas conmovido se halla.
Saben que los guardias civiles los están contemplando y no quie-
ren parecer débiles en su presencia.
El último momento de la despedida va acompañado de las voces
que les dan los presos asomados á ciertas rejas; que no á todas es
licito asomarse.
Madres y hermanas hay que no se resuelven á separarse del que
va á pasar trabajos y y corren cuanto alcanzan sus fuerzas siguiendo
desde cierta distancia el paso militar que lleva la cuerda, despidién-
dose y volviendo á despedirse á cada momento, conjurando al pena-
do á que se encomiende á Dios y sea buen cristiano, basta que, ren-
didas de fatiga, prorumpen en amarguísimo llanto viendo que ya no
pueden mas y que la cuerda se aleja... se aleja, ¡llevándose al esposo,
al hermano ó al hijo!
Los que quedan en la cárcel y están ya rematado*, piensan tris-
temente en la escena que acaban de presenciar, temerosos de que on
breve tengan que ser ellos r los que partan, y muchos permanecen
largo rato ensimismados, asidos délas rejas desde donde vieron \ ar-
tir á sus compañeros.
Los parientes y amigos que han acompañado á aquellos, vuelven
tristes y silenciosos, y al pasar por delante de la cárcel dirigen las
miradas mas compasivas á los presos, y nunca dejan de esclamar:
(desgraciados! ¡pobrecitos!
Sin embargo, si á las^pocas horas se presenta en un patio el car-
tero y lee el sobre de una carta destinada á alguno de los que aca-
ban de salir para presidio, nunca falta un zumbón que le contesta
á gritos: « ¡Ha ido al colegio. »
Para avisar á los rematados que se dispongan á salir á la mafia-
na siguiente (como es ya anochecido y los presos de departamento
general están encerrados ep sus cuadras) salen de la alcaidía un de-
pendiente que lleva un farol y otro que lleva la lista.
Acércanse á la puerta de un calabozo y dan en ella un fuerte gol-
pe con el manojo de las llaves, y acto continuo se oye dentro al vo-
ceador que con una cantilena peculiar y tradicional en la cárcel gri-
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oí mora, tn
ta: jsilenciol Este grito se prolonga dt manera que al terminar ya
no chiste ningún preso. Levanta el moio el farol para que el otro
pueda lev cómodamente, y en efecto, el de la lista va diciendo uno
por uno les nombres.
Si el preso nombrado se encuentra en aqnella cuadra, el calabo-
cero ó 61 mismo contestan: «Aquí está» y el leyente séllala una croa
con lápiz al lado de sn nombre. Después que ha Jeido toda la lista»
dice levantando la voz: « todos esto*, preparados para mafiana.» Le-
vántase rumor; fórmanse corrillos; deplórase la prontitud en haber
enviado la lisia, se mandan recados á las familias y á los amigos
mas Íntimos de dentro y fuera de la cárcel.
Baylos, empero, ó amigos de echar bravatas ó verdaderamente
cansados de prisión, que prefieren salir de allí, pisar la calle, respi-
rar aire libre, aunque para ello tengan que arrostrar la vergüenza da
llevar colgando la cadena de hierro.
Oíros juran vengarse del juez ó de la torpeza de su consorte, ó del
delator ó del escribano, «aunque sepan (esta es su fórmula) que han
i* r al palo.*
Y ganos presos de departamento general, que tenían su estancia
en el Solón, calabozo preferido y á donde suelen ser destinados los
de trato mas decente ó recomendados, que no pueden pagar alquiler
de cuarto, han pasado la noche que precedió á su salida para presidio,
bebiendo vino alegremente ó con objeto de disipar su melancolía,
ayudados por los presos de su mas estrecha confianza que les alen-
taban á sobrellevar con buen ánimo los reveses que la suerte pudiera
tenerles reservados.
En 1888 una mujer que tenia cuatro ó cinco parientes presidiarios
y un hijo en vísperas de vestir el traje que les distingue, acudió el
domingo antes de la salida de este con una cesta repleta de suculen-
tos manjares y un enorme pellejo de vino, á la cárcel del Saladero. Ob-
tuvo permiso para que su hijo saliese por toda la tarde fuera del «Sa-
fen y pudiese recorrer los departamentos y pasillos del cuarto prin-
cipal, sin llegar empero á la verja de hierro que cierra la portería ó
recibimiento, y en el primer cuarto del departamento de presos po-
líticos, ocupado por los dos celadores de limpieza, celebraron una
fiesta incalificable.
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Había en aquella mujer la costumbre de la cárcel, de su lengoa-
je; parecía criada aquella eu atmósfera; leerán familiares los di*»
chos y hechos de mil delincuentes. En este concepto era la vieja mas
repugnante que hasta entonces habíamos visto. Por otra parle, mí-»
maba tanto á su hijo, habia en sus palabras, en su acento, en sus
miradas (tanto carillo! Le llenaba el vaso á cada momento; le pre-
guntaba á cada paso si quería pan; si le gustaba la comida; le espli-
caba porque no habia podido poner el guisado bien en su punto
«Esta carne, le decía, hay que cocerla á fuego lente, añadiéndole
«agua de cuando en cuando á medida que la va chupando (no creas
«que no sé cómo se guisa); y cuando ya está de suerte que no absor-
«ve mas caldo, se aparta de la lumbre, se deja que pase el hervor y
«queda que sabe á gloria. Pero, hijo, yo estaba sola, tuve que ha-
•cerlo todo por mi mano, estuve atendiendo á tres hornillas á un tiem-
«po (uf qué inflernol y no lo he podido hace mejor. Por ti lo siento.»
Levantóse aquella mujer veinte veces durante la comida con la agili-
dad de una moza de quince años; á cada servicio se bajaba al suelo,
revolvía la cesta, ponía los platos; tiraba á un rincón del pasillo los
huesos; iba por agua, y no paraban un momento su imaginación, su
lengua ni sus piernas. Después de comer hizo locuras, verdaderas lo*
curas con su hijo. Le hizo tocar la guitarra, le hizo cantar y bailar
con ella; le quiso hacer dormir sobre sus rodillas y le besaba y le
abrazaba como si tuviera cuatro afios. Hombres avezados á la cárcel
que conocían á ella y á su familia, dijeron que desde la mas tierna in-
fancia habia querido á su hijo sobre todo encarecimiento y que su
mimo y su culpable complacencia le habían perdido á él, mas que su
inclinacáonalmal.
Aquella mujer pertenecía al número de los que oreen destinados
á ios suyos á los presidios, y aceptaba aquella fatalidad como los de-
votos dicen al esperimentar otra desgracia cualquiera: «cúmplase la
voluntad del Sefior. » Siempre fué de genio muy vivo y alegre, y care-
ció de reflexión para todo.
Los presos se entretienen en industrias de mucha paeiencia. La-
bran corcho, hacen cestitas de papel rizado de' varíes coleros, y de
cascara de huevo; á lo mejor sale uno del calabozo con permiso para
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DE IU!H*»A t»1
rifcr un barco en que ha estado trabajando seis meses y mas, ó una
tiatorna mágica, hecha de retazos de países de abanico, 7 de objetos
despreciables ciidadosamente restaurados.
Muchos se entretienen en labrar una naranja en cuya cascara hacen
mil géneros de labores y casi siempre hay uno que tiene la mania de
domesticar un ratón que suele Iterar guardado entre la camisa y las
Mas no todos pasan el tiempo en tan honestas diversiones. Algunos
se dedican á la fabricación de delitos con mayor ahinco que antes de
estar presos. De uno sabemos que entró en la cárcel acusado de una
estafa, y mientras se le formaba el proceso y se fallaba en él, se le for-
maron nueras causas, hasta trece, todas por delitos de igual Índole.
Laicas de ingenio amafian muchos presos que, si no tuvieran su
objeto inmoral, serian justamente celebrados.
Algunos se ponen en oonnivencia con gente de afuera y sacan buen
partido de sus estaba; «Aros obran por si solos y parece imposible
que obtengan tan fecundos resultados de sua criminales y artificio-
sas estratagemas.
Todos ellos suelen habitar departamentos generales y benefician con
sagacidad las frecuentes entradas y salidas de presos.
Cono el primer dia se paga el piso y se bebe, se procura granjear
amistadas ó cuando menos no escitar antipatías, el novato escompla*
cicuta, satisface & cuanto le preguntan, habla de sa familia, de su
pnebio y de sus relaciones.
Apareóte un dia en el patio grande un joven Ingarefio, torpe y
gigantesco, receloso de malos tratos y no desprovisto de dinero.
Convidé á la primera indicación que se le hizo, brindáronle con su
amistad dos ó tres de los hombres mas curtidos en las malas arles, y
esa su discreción y su buena mafia se enteraron de pormenores tan
preciosos para sus fines, que resolvieron convertirlos en sustancia
apenas se presentase coyuntura para ello.
El presa salió á los pocos dias por tránsitos de justicia á respon-
der anle la audiencia de Granada á ciertos cargos que se le dirigían
por hurto de ovejas, y los diestros en urdir tretas comenzaron á tra-
bajar en su oficio.
fintra ias inocentes esplicaciones que acerca de sus negocios y f*>
as
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SIS PU0IOHS
mil ¡a había dado á los presos, dijo que tenia padre y dos hermanos y
que en un pueblo no distante de Madrid vivía un lio materno suyo
que desempeñaba un curato, estaba bien acomodado y siempre le ha-
bía profesado cariño de tal suerte que hasta la edad de nueve aSos
habia vivido en su compañía y solo habia consentido en separarse del
sobrinilo, aunque con grave sentimiento, por exigirlo asi su padre,
que no quiso que aprendiera latín, y si que se dedicase á las faenas
del campo. Añadió otros pormenores referentes á ia época en que vi-
vió con dicho cura, entre oirás cosas, que todas las noches rezaban
juntos por el alma de su hermana (madre del narrador) muerta al
darle á él la vida y á quien el cura no nombraba nunca sin decir la
Bubita.
Un cura bien acomodado, con cariño á un sobrino á quien no ha
visto en veinte años, supuesto que el preso dijo haber cumplido vein-
te y ocho, el pueblo de su residencia, su nombre y apellido y
las demás particularidades que los presos sabían, todo eso fué para
ellos la armazón de roa-máquina de embustes y estafas.
Cierto individuo de aquella terna, que se habia distinguido mas
de una vez por su travesura en lances de aquel género, escribió al
sacerdote una carta en que fingía ser su propio sobrino; le recordaba
sus primeros años, el amor que á él y á su madre la Bubita habia
profesado, le pedia consejos para disipar su tribulación, pues era nue-
vo en cosas de cárcel y de justicia, y muy maliciosamente dejaba in-
terpretar que tenia reparo en hablar de su delito y que no carecía de
lo preciso para subsistir. Este era el cebo para el caso en que el cura
resultase ser interesado.
El buen cura contestó á vuelta de correo, y aunque la caria lleva-
ba en el sobre el nombre de un individuo que ya no se hallaba en el
Saladero, no estrafie el lector que llegase á manos del falso sobri-
no. Esta es una de las suertes mas comunes y menos fáciles de evi-
tar, según están las cárceles en España.
Contestó el cura en una carta larga y amorosa con mil expresiones
de vivo afecto y tierna compasión, y entre párrafo y párrafo su deda-
dila de Job y de Kempis en latín, que eran verdaderos latines para
expreso. Ofrecióse á servirle en cuanto pudiese, pidióle contestación
pronta, preguntóle por el resto de su familia (que vivía en Audujar)
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DI ItJROFl 119
y la cacito áqie le pidiese sin reparo cnanto pudiera hacerle falta, y
sobre todo ¿que le decíanse porque se hallaba preso entre gente cri-
minal él que tan bueno era. Exhortábale á la resignación y & la con-
fianza en el Todopoderoso, y despedíase dos ó tres Teces al final, de
manera qne no dejaba dada alguna acerca de la facilidad (natural
ciertamente) con que se había dejado prender en las redes de aquel
revolvedor de negocios, que se comió las manos tras la correspon-
dencia.
El giro que fué tomando esta hizo que el cura llegase á creer que
su sobrino era poseedor de grandes cantidades, que un enemigo sayo
le acosaba de haberlas adquirido por malos medios; pero que como
él las tenia puestas á buen recaudo y nadie podía demostrarle que las
había adquirido mal, ni siquiera que en su poder las tuviese, el tér-
mino de sus desgracias habia de ser pronto y feliz, y entonces (decía)
hablaremos con detenimiento en mi casa, para lo cual habré menes-
ter de sus luces, probidad y experiencia.
El cura se interesó de todo corazón por el sobrino, y ya no solo el
afecto que le tenia, sino la oscuridad misma de la adquisición del
eandal y los rodeos con que el sobrino se espresaba al tocar en sus
cartas aqnel punto, movieron su ánimo tan por estremo que menu-
deaba como bendiciones las epístolas.
—El timo y dijo el preso, está bien dado: vamos ahora á que $ude el
cara.
A este objeto ideó insinuarle que era llegado el momento de pedir-
le algo mas que consejos, como era suplicarte que, haciendo un es-
fuerzo se viniera á Madrid; porque su causa presentaba buen aspee*
to, y puesto ya el negocio en el punto mas delicado, no tenia á nadie
de quien valerse y una mala voluntad ó falla de discernimiento po-
día frustrar sus esperanzas.
Contestó el engallado cura anunciando su próximo viaje, y recibió
instrucciones sobre la hora en que debía ir á verle y sobre el modo
de hablarse por la raja de comunicación, haciéndole presente que no
debía preguntar por el, sino por el nombre que el mismo sobrino le
enviaba escrito al pié de la carta, único modo de que no se pusiera
en riesgo el logro de sus deseos.
Llegó el tio desalado á la cárcel á la hora fijada, dirigióse al locu-
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toe miaroms
torio soto entendido, pregaató por el nombre qae en la carta le habían
puesto y vio 4 un mozo qoe en tono dramálico y levantando los bra-
zos en alio gritaba:
—¡Tio Nicanor! jTio Nicanor!
El pobre hombre, aturdido por aquella confusión de voces que to-
das á una vez y descompasadamente se levantan preguntando y res*
pendiendo, molestado además por los manotones de los que á su lado
estaban, y conmovido de verseen aquel sitio y de tener ante su vista
al que creia ser su sobrino» acabó por soltar el llanto, á lo que cor-
respondió el preso llevándose un pafiuelo á los ojos y tendiéndole la
mano por entre los barrotes de las dos empalizadas que separan al
preso de los visitantes, enlre las que pasea el calabocero ó celador en*
cargado de que por allí no se introduzcan mas objetos que tos permi-
tidos por el reglamento.
Diéronse un fuerte apretón, que fué cordial por parte del cura, y el
preso con gran dificultad y con muestras de profunda pena le hizo en-
tender que era imposible ponerse de acuerdo en aquel sitio. Pidióle
las sefias de su posada y dijole que le escribiría y además le enviaría
á un escribano muy suyo, á fin de que concertasen el modo como él
saliera pronto y el cura volviera á su pacifica y tranquila mo-
rada.
Al dia siguiente, en efecto, recibió el cura en su posada la carta
del sobrino y la visita del escribano.
Este era un bribón, cómplice del estafador y de otros varios.
El sobrino decia en la carta á su tio que se le presentaría el es-
cribano, hombre que le habia servido y en quien tenia confianza, pero
encargaba al tio que, á pesar de todo, se fuera á la mano con él, por-
que, según estaba oyendo todos los dias, laclase á que pertenecía
aquel sugelo no gozaba de muy buena reputación, á lómenos entre
sus compañeros de desgracia.
En suma, el escribano, que no era lerdo, satisfizo al cura diciendo
que el mozo tenia fondos, aunque nadie sabia donde; que dentro de
pocos dias se habia de mandar auto poniéndole en libertad, y que si
su acusador no ponía pies en polvorosa, muy en breve se habia de
ver á la sombra.
—¿Y no se le podría poner en libertad en seguida? preguntó el
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w itftoruk 101
AqlnHa casa es horrible. (Qoé hombres! ¡qué mujeres! jqeé
gritería! ¡mi pobre sobrino entre aquella gentozal
—¡Qué quiere Vd. 1 replicó el escribano, y gracias que él está bien;
digo... comparado con otros. Sobre todo está tranquilo...
—¿Tranquilo allí? No es posible.
— Quiero decir... en cuanto á la conciencia. Comprendo et ansia
de Vd. por verle faena de aquel sitio; pero su sobrino de Vd. que,
para no inspirar sospechas de que tiene dinero no ha querido ocu-
par habitación de pago, tampoco quiere hacer ciertos gastillos... ¿me
cutiendo Vd.? En cosas de curia, amigo mío, ya se sabe; el que M
suelta la mostt... Ya ve Vd.; á mi no me está bien insistir mucho
porque, aunque á Dios gracias, tengo la reputación bien sentada,
podría figoraree.... ¿qoé sé yo? Y, ya digo, no quiero hablarle mas
del unto; que si no fuera por eso... jbah! ¡bah! ¡bah! ya lo habría
puesto yo en la calle á primeros de mes.
—¿De veras?
— Como Vd. lo oye; mas... póngase Vd. en mi lugar. Si por ser-
virle á él me espongo á que vaya á figurarse que trato de lucrarme. . .
— jAh! pero... setter mió. Vd. no tiene que entenderse con él para
nada. Yo comprendo esa delicadeza que le honra á Vd. sobremanera;
mas póngase Vd. en mi lugar. ¿Podemos dejarle entre aquellos de-
iQué caras! ¡qué voces! (repetía el cura recordando su
i visita á la comunicación). Vamos á ver: sin que él sepa nada;
eesa nuestra: ¿qué bay qué hacer para sacarle de alli?
-Eso...
—Hable Vd. sin reparo: es mi sobrino predilecto. Al fin y al ca-
bo ya estoy en Madrid, no quiero haber venido en balde. ¡Pobrecito!
■o Me ha pedido nada, nada, nada. Con que... hable Vd., hable Vd.;
•e lo ruego por N. S. Jesucristo.
—{Caramba! También tiene Vd. un modo de pedir las cosas....
Al ia hará Vd. de mi lo que se le antoje, y eso que yo siempre he
procurado evitar ciertos compromisos... Mas tratándose de personas
oomo Vd. y su sobrino... vacilo, (laqueo... sucumbo: no puedo mas.
OigaVd.
El aupuerio escribano acercó su sillón al del cura, miró curiosa*
á una y otra puerta do la posada, se inclinó hacia su inlerio-
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SO* FUSIONES
calor, y poniéndole en la rodilla el índice de la mano derecha, le dijo
en voz baja:
--Oiga Vd. lo que hay. La administración de justicia en España
está... como todas las cosas.
(Y guilló el ojo).
To puedo hablar, recomendar el negocio... hacer la apología de su
sobrino de Vd. y obtener su pronta libertad. PERO.... ahí está el
quid: ¿de qué sirven mis buenos oficios si no van acompañados de
una cigarrera de plata, ó digamos, de una escopeta, ó de una ben-
gala etc., etc., etc.? ¿Me ha entendido Vd.?
—Sí. ¿Hay que... dar?
— jAjal eso es. Su sobrino de Vd. no suelta un ochavo. ¿Lo he
de poner yo de mi bolsillo?
—No seria justo, ni yo lo había de consentir. Vamos á cuentas,
porque... no puede Vd. imaginar cuanto deseo verme libre de esos
enredos. ¿Vd. cree que dando esa cigarrera ó esa escopeta...?
—Se hace camino: no lo dude Vd., se hace camino.
—Pues vamos á mandarla fabricar.
— Las venden hechas.
— Vamos, pues, á comprarla.
En resolución, el cura y el escribano fueron á comprar una peta-
ca de plata dorada á la calle de la Montera. El lugareño se escanda-
lizó de los precios á que se vendían en Madrid los objetos de lujo: en
ello veia la gran prueba de la inmoralidad de la corte; y el escriba-
no, que era socarrón como él, solo le decía:
— ¡Ah, eso está muy corrompido, muy corrompido]! No lo sabe
Vd. bien. Verdad es que... ¿Ve Vd.? Ahora mismo acaba Vd. de gas-
tar un dineral en una petaca, y cualquiera de esos moralistas super-
ficiales, que tanto abundan, podría creer que había Vd. malgastado
su dinero en una fruslería; sin embargo, Vd. lo ha empleado con ob-
jeto de realizar una obra misericordiosa, como es procurar la liber-
tad de un encarcelado. Otros compran objetos semejantes para mos-
trar agradecimiento á un bienhechor, el cual les llamaría ingratos y
miserables si no le obsequiasen con un objeto caro por ferias, ó el dia
de su santo. Y créame Vd.; las personas que por su posición gastan
dinero en las joyerías, son las mismas que hacen celebrar suntuosos
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M KUIOPA. 8*3
Amérales y sostienen debidamente el decoro del culto. El pobre que
tolo tiene lo preciso para comer ¿qué diantres ha de dar?
Asi discurriendo acabó de persuadir al cura de su ingenio y dis-
creción el escribano, y al separarse quedaron en verse al dia siguien-
te para entretener siquiera el rato hablando del asunto que á entram-
bos los (raía ocupados.
Y por cierto que el escribano no se hizo esperar. Dióle cuenta al
sacerdote del resultado de su comisión, y dijo para mejor contestarle:
— Por cierto que se me ha ocurrido una cosa y me dejó llevar de
la corazonada. Vd. dirá si he hecho mal.
Yo recibí esta mañana un cajón de ricos tabacos imperiales, y di-
je para mi: voy á llenar de ellos la petaca; mas como no cogían por
ser muy largos, los envolví muy bonitamente en un papel charola-
do, átelos con una cintila, y con esos pertrechos me fui al jpzgado.
Admírese Vd. Lo primero que me dijeron al entrar fué que el asunto
de mi recomendado iba á las mil maravillas y tocaba á su término.
To me fingí muy enterado, y dirigiéndome á una persona muy . im-
portante... á la que allí mangonea; ¿está Vd.? le contesté que me
conslab* su buen celo y actividad y que le estaba muy agradecido.
Hkcie cuatro cumplidos, repetlle que en él confiaba, y me fui sin dar-
le nada; pero voló á su casa, y con una targeta mia, dejóá su criado
la petaca y los tabacos. ¿Qué le parece á Vd.?
— D^o, respondió el cura, que me parece discretamente pensado
y hecho y ¡ojalá que la cosa resulte como deseamos todos! Yo no soy
ingrato; créalo Vd., yo no soy ingrato, comprendo lo que Vd. se mo-
lesta y... no digo mas.
— ¡D Nicanor! esclamé el escribam> torciendo la cabeza y cruzan-
do los brazos, ¡D. Nicanor! ¿quiere Vd. callar? ¿quiere Vd. que ri-
femos?
Dos días después se volvió á presentar en casa del cura el taima-
do agente, limpiándose el sudor (era en invierno) fingiendo gran
cansancio, y se dejó caer en un sillón apenas hubo entrado en el cuar-
to de la victima.
Mirábale el cura con ansiedad y rompió él á hablar diciendo:
— Vamos ¿no me da Vd. la enhorabuena? No dice nada esa cara
traigo?
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SOI mSIONBS
— ¡Cómol ¿hay por fin tramas nuevas?
—Pero ¡qué buenas!
—De Yaras está en líber...
— PsiL... casi. So sobrino de Vd. está á dos dedos, á dos dedi-
tos de la calle. Y pierdo mi escribanía y el nombre que tengo si no
lo tiene Vd. aquí mismo, en este cuarto; alegre como unas pascuas,
libre como el aire y rico... como un milord... el jueves.
— ¿El jueves? Iones, martes, miércoles, jueves... decia el cura
contando con los dedos; ¿con qué el jueves?
—Y no digo el miércoles.... por no aventurar nada. Amigo mió,
afladió el escribano levantándose y poniéndole la mano en el hom-
bro; aqui hay que hacer una muy gorda. Ya lo tengo ideado: el mar-
tos son los dias del hijo segundo del juez que ha de fallar en la cau-
sa: j mucho ojo! ¡Qué ma! le vendría, supongamos, recibir un rega-
lito de coraza, unos porta-pliegues y sable, ó bien un teatro de cartón
con sus decoraciones y sus monitos, todo muy cuco y moy... si, se-
ñor; ¿eh?
— ¿Vd. cree...?
— (Galle Vd. por Dios! dijo. Me presento yo con los trebejos á pri-
mera hora, dejo mi tárjela además, y me largo. El va á almorzar á
las doce menos cuarto; le enseñan todas aquellas monerías; vuelvo
yo poco después; le cojo recien enternecido; le presento los autos; y
le digo de cierto modo: «no vengo á hablar al respetable amigo, sino
al juez recto, amparo4el bueno: aqui solo falla la firma de Vd. para
devolver la paz del espirito, la buena fama y la libertad á su padre
de... no, á un hijo de familia; á la rectitud de Vd. apelo; ¿tendré que
volverme sin esa firma que ha de atraer las bendiciones de Dios y de
los hombres sobre esa frente venerable..?» Aqui agito los papeles, se
los pongo sobre el pupitre, le présenlo mi caja de rapé, le alargo una
pluma... ¿y Vd. cree que me resiste? (Quiá! hace allí el garrapato de
cajón, voy al escribano, pone su a ante mí,» vamos á la cárcel y no-
tifica, sale pitado el chico... y á vivir. Al escribano de la causa se le
dará una propineja... ¿qué quiere Vd.? ¡no hay otro medio!
— Amigo mió, esdamó e) cura mareado; á la voluntad de Dios y
al ingenio de Vd. lo abandono todo. Estoy en un mundo desconocido
para mi, como Vd. puede comprender. Quiero que se lleve Vd. el
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H «MI* SOS
dinero qae pueda costar ese regaKte; Vd. decidirá en que ha dé coa*
sistir; á mi no me importa gastar todo cuanto tenga* con tal de ver
fibra á mi sobrinow
—Iremos juntos á hacer la compra. ¿Vamos i casa de Sehropp?
—Vaya Vd. donde gasto.
—No; loe dos juntos.
—Yo no; dispénseme Vd. Las agías de Madrid, ese roído de co*
etes, ia mochedombre de las calles; aqttella gente de la cárcel y el
ver llorar á mi sobrino metido entre criminales, me trastornaron eb
términos que no soy hombre para nada. Háganos Vd. el favor por
¿sóplelo y corra Vd. con todo. No repare Vd. en el gasto. Asi como
asi, lo que yo tengo es todo para mi sobrino. ¡Pobrecita Bubiél quién
le babia de decir
Por fin, el escribano dijo que primero se informaría dei importe de
les jogueles y después vería al cura y hablarían sobre el particular,
En efecto» al siguiente día fué á ver á la victima» le dijo que había
retidlo comprar para el hijo del juez un cosmorama, que era la úl-
tima novedad recibida en Madrid, y el buen cura le dio para ello mil
reales, que, como es de suponer, se partieron entre el fingido sobrino
y so agento, lo mismo que el valor do la petaca, revendida á poce de
comprada.
Utg4 el martes y al caer la tarde se presenté otra vez el eicriba-
no, dio ao fuerte apre'on de mano al cura, y mirándole con aire da
gravedad y satisfacción, le dijo:
— Mafiana somos tres á almorzar.
— ¡CémelAlfin .. conque.,. |Aa* alabado sea Dio* I Couquemaflana.
Todo está hecho. Serénese Vd. jquó dianlre! ¡ensanche Vd. ese pe*
cbol Ello tenia que ser, y ha sido, á pesar de Satanás. Válganos lo que
be peleado para comprometer al escribano de la causa. Al fin y al ca*
bo al bribón se acordó de ciertos favores que uno ba podido hacerle,
alia en otros tiempos y es cosa corriente. Ahora acuérdese Vd. de
qae m setter sobrino, con mas dinero que Júcar, está hecho un Adán:
No tiene mas que un mal chaquetón, un chaleco de campo y anda á
la chichi ala cabeza. Hay que vestirle.
— Bieu... *¡í...
— En la calle Mayor ó en Santo Tomás, es decir frei.leá Santo To-
tumo u 39
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•oí PMsioms
más, lo vistea de pies á cabeza por una friolera. Le- mandaremos su
tevitilla ó mejor su gabán dé abrigo, ana capita torera (que á él le
gasta lo majo); su pantalón justo de peslaña y uü chaleco decente.
Ah: un par de camisolines de la calle del Carmen, y, [andando! Eso
será mañana por la mañana. ¿Quiere Vd. que vayamos ahora mismo?
Ande Vd. ¿qué ej eso de estar encerrado en casa sin distraerse ni
hacer ejercicio? (Vaya vaya! [Ea, animarse!
—Si fuere para verle á é\ iria por mi pié» á pesar de qoe sigo to-
davía algo delicado; mas para esas compras, sea Vd. bueno hasta el
fin, que pronto terminarán, á Dios gracias, esas molestias; yo no en-
tiendo de compras, ni de trajes. Nada, nada; Vd ha hecho lo mas,
haga Vd lo menos y... Dios se lo pagará. Tome Vd. dinero, y, [osa*
Sana! mañana empezaré mi alivio.
—¡Canastos, canastas! con ese buen señor que se acoquina y no
quiere dar un paso fuera de este cuchitril. .. Pero déjelo Vd.; que si
hasta ahora ha hecho lo que bien le ha parecido, desde mañana sere-
mos dos contra Vd. y, por vida de sanes, que ba de cambiar de cei^
duela.
Llevóse el dinero; dejó al cura encantado de su complacencia y sus
trazas de hombre listo y bonachón, h feo le la higa desde la escalera al
despedirse y no volvió á parecer.
Al dia siguiente se cortó el pelo, afeitóse todo menos una tirita de
patilla, y anduvo por Madrid con chaquetón, faja y polainas de cue-
ro, como un lugareño recien llegado.
En vano le esperó el cura, que tenia dispuesto un almuerzo extraor-
dinario para celebrar la libertad desu sobrino. Pasó el dia enlre la es-
peranza y la zozobra, y ya á última hora de la noche se arrojó en la
cama lleno de inquietad y de temores sobre la suerte del hijo de la Ru-
bia. No pudo cerrarlos ojos ni hallar descanso; resignóse á esperar,
mas, agotada su paciencia y no queriendo que le sorprendiese la noche
en tan grande agitación, resolvió ir á la cárcel.
Dirigióse con gran repugnancia á 1a empalizada por donde habia te-
nido la entrevista con su sobrino y no vio mas que una gran puerta
cerrada. Una mujer que en medio de la oscuridad estaba arreglando
una cesta llena de cacharros le gritó:
—La escalera esfá á la derecha, sefior cura.
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DE EUROPA SOI
— Pues y ¿el... locutorio?
— Está cerrado; no se abw mas que dos horas al dia.
Subió el cara por donde le habían indicado, diciendo entre sí:
— Pero, Señor; en momeólos tan críticos y ni el escribano ni el so-
brino ponerme ana mala carta... ¿Qué será, Dios mió, qué será?
Asi pensando y viéndose en aquella lóbrega escalera, se le repre-
sentaron en la imaginación los que por ella habrían bajado para ir
al suplicio, y comenzó un rozo. Trémulo de pies y de lengua, llegó á
la última meseta; tentó la par d; dio con la puerta, y viendo que no
daba con el llamador (porque no le hay), £olp?óla con la mano.
Preguntóle al portero de golpe donde estaba el jefe de la casa, é in-
troducido en la alcaidía, donde le hicieron sentar, manifestó, turbado
aon, qu* deseaba saber si habia salido en libertad aquel dia un joven
que se llamaba Fulano. Supo con dolor que no, y con muestras de
títo interés insinuó sus deseos de verle.
So carácter sacerdotal y la visible agitación de su espirita intere-
saron al alcaide, quien mandó registrar el libro de asientos. El encar-
gado halló en efecto el nombre del preso, pero ese preso habia salido
para Granada por tránsitos de justicia. Entonces el alcaide preguntó
al sacerdote si sabia el departamento en quo á su entender debía ha-
llarse el individuo de quien se trataba, y el cura le respondió qne en
d Patio grande, por cuya reja le habia hablado una vez y de donde
estaban fechadas las cartas que de él habia recibido. Examinaron la
lisia de presos del Patio grande y no constaba allí el nombre; hizose lo
mismo con la de los que estaban en et patio chico, y tampoco estaba
entre ellos; hizose lo mismo con l^s d* Corrección y los de cuarteli-
llos, con los del patio df transeúntes, con los de ambas a'caidfas y
los de encierros, y no se halló dato alguno.
El a'cakle, barruntando que el cura pndia ser victima de un enga-
to, le preguntó que de dónde era su sobrino; contestó el lio, y exa-
minado otra vez el libro de regislro, resultó que ciertamente un joven
de la edad, nombre y patria quo el cura decía, cuyos sobrenombres
y apellidos paterno y materno coi-firmaban la identidad de la persona
del sobrino, habia estado pn so; mas ya habia salido de Madrid el dia
en que el ru^a decia haberle hablado á la hora de comunicación, y tam-
poco podía ser el que posteriormente le hal;ia*esn ito desde la cárcel.
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Pregante el alcaide si aquel preso había, pedido y obtenida dinero
en concepto de anticipo ó cosa semejante; resistióse el cura pop deli-
cadeza á declarar la verdad; mas oyendo que en caso de haberle fiado
algo era víctima de una estafa, replicó que si babia dado dinero, pe-
ro graciosamente, y porque el preso era su sobrino mas querido.
Ei alcaide, conocedor de las mañas carcelarias, suplicó al cura que
le enseBasa siquiera e) sobre de las carias que el sobrino lo bab& es-
crito, y apenas vid la letra dijo:
— Ha sido Vd. estafado: ya sé por quien voy k ver si me equivoco.
Dos presos se hall ban muy cerca del sitio donde pasaba esta es-,
cena, y upo de ellos, cómplice, conocedor ó adivinador de la traiga,
al oirías últimas palabras del alcaide echó á correr hacia el Palio
grande á enturar al fingido sobrino de lo que ocurría.
Es de advertir que casi siempre muchos empleos de lo interior do
la casa estuvieron confiados á presos que gozaban de corlas fr»n*
quieias, entre otras las de no ser encerrados á loque de campusa,
poder ir y venir por todos los departamento* etc. (4).
— A ver: ¡Uno! gritó el alcaide.
«Uno» quiere decir que se presente el empleado que primero oigs
el llamamiento.
Presentóse en efecto un demandadero y el akaide le dijo:
—Baja al Patio grande; llama á U... (2) y que suba contigo.
A poco volvió á subir el demandado™ solo.
— U..., dijo, está enfermo y no puede subir.
— Pues ahora digo, replicó el alcaide, que no solo es él quien se
ba fingido sobrino de Vd., sino que ya le han dado el soplo de la
conversación que hemos tenido. ¡Oh! no sabe Vd. loquees la cárcel.
¡V ver! afiadió hablando con el demandadero; «visa al portero que
baje contigo: si U... no está enfermo, que suba p?r su pié; si lo es-
tá, súbanle entre cuatro y sea trasladado al hospital.
\i) Desde tace muy poco tiempo los demandadoras «e dentro y fuera, los escribien-
tes de la alcaldía y demás empinados no sou presos». Los demamladeros lleva/» hoy
uniforme. Gabán ceniciento con listas oscuras y vivos encamados y hongo negro con
chapa de metal.
'X S'¿£un nuestro* informes, el autor do psIa farsa vuelve ó bailarse preso actual
tualmente y en otro de sus varios encarcelamientos hizo pedazos muchas hojas de un
libro de registro, donde constaban sus antecedentes.
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da maja*, ioi
E4«ar*«a y miraba lleno «te aaombro. Hablóle el atoantes tér-
micos generales de los ardides de que se valen mueboa presos par»
sostener sus victo y satisfacer m propensiop al fraude, y ontre tapio
soateaido por caakro robustos motos, se dejó llevar á la oficina el que
había despertado las sospechas del alcaide. Dejaba caer la cabeaa,
ota o si no pudiere eon si* peso, y arrojaba de cuando en cuaqdo
preterios suspiras.
-~Vta Vd, si es ese, aefier eora, dye el alcaide. Traadle ac¿,
acercaos.
Miróla el o«ra, y (enliadole la frente esclamó:
—¡Sobrino mió!... ¡él esl ¿Qué tienes? ¿qué te ba dado?
E' preso ao contestaba. Mandó el alcaide que lo seo (aran en qna
silla y le dijo muy seria urente:
— U... ¿«mocea 4 eale caballero? ¡Vivo! ó te haré yo recobrar
los sentidas muy pronto.
El preso vio qoo era peligroso prolongar su eafermedad, y abrien-
do los ojos, los fijó en el cura.
—¡Dijo mol eselamó este acercándotela*
— ¿Qué respondes? presunto el alcaide.
-r¿Yo? replicé el preso con voz dolíanle, en mi vida le he vfeto.
Díjolt ooa na aplomo que al sacerdote se le quedó helada la san-
gre eo lasvetai.
—Ya lo oye Vd., dijo el alcaide. ¿Me be eQaifootdft?
—Pero, ¡Dios mió! per* sobrino, ¿sahw I* qué dices? ¿<l$í reqie-
gas de la lio que te ha favorecida?
— ¡Valiente lio estará Vd.; mas na pa,ra mil dijo con desparpajo el
presa. Ni yo le coooico ¿ Vd* ai ese es el camino. ¿C^&oto va que
dice que le debo dinero?
—r¡Bahrí pillastre! decia par? si el alcaide convencido de qva no
ara otro al inventor del engallo.
—Paro ¿no me citaste? ¿no he veoHo yo? ¿no he Iralado con el
ercribano amigo? ¿no me has eteríto cien veces? ¿no debías salir ayer
en libertad? ¡Jesús, Jasas, Jesusl ¡eslo es para volverse loco]
*-Paes á mi tome vuelve Vd. ¡Uabrá lunol Ni yo langa (ios cu-
ras, ai amigos escribanos, ni escribo carias á nadie. Con que no fas*
Miar á los pobres. Si Vd ba perdido aUo, báaquelo #n otra pjtri».
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810 PRISIONES
Ea, y deje Vd. ya que me vuelva 4 acostar, sefior alcaide, que se
me abre la cabeza.
El cara estaba lao sorprendido como escandalizado.
— I Jesús, Jesús, Jesusl esclamaba cruzándolas manos y apretán-
dolas contra el labio inferior.
Por último, diese orden de volver el preso á la cuadra, y el cu*
ra refirió C por B cuanto le habían urdido entre aquél y el supuesto
escribano. Para completar sus conocimientos le refirió el alcaide
otros sucesos no menos ingeniosos ni de mejor intención, ocurridos
con otros encarcelados y las dificultades que se oponían á la refor-
ma de los hábitos y usos carcelarios.
El cura se retiró verdaderamente afectado, perdida la grata ilu-
sión de haber hecho bien á su sobrino, la esperanza de verle pronto
libre y Ja de recobrar su dinero, y desde la cárcel á su casa anduvo
admirando mas y mas cada uno de ios pormenores del engafio y es-
clamando á cada recuerdo:
— ¡Jesús, Jesús, Jesús!
El lance fué celebrado en la cárcel, como uno de los mas felices. .
No es este género de estafas el mas común, sino el que se llama de
los entierros, cuya invención, aunque de fecha muy remota, produce
todavía buenos resultados á los que á él se dedican, los cuales tienen
nombre de enterradores.
Hace algún tiempo que no oímos hacer mención de ningún entier-
ro; mas en esto sucede lo que con los crímenes sangriento?, que sue-
len repetirse en nn breve período, y calma después casi por completo
el furor homicida. En cuanto á los entierros, como produjeron es-
cándalo y se enteró ya gran parte del público de que eran una estra-
tagema culpable para estafar dinero, podría ser que se hubiesen lo-
mado algunas medidas para ponerles coto ó que sus autores creye-
sen que convenía dejar correr tiempo y no renovarlos hasta que se
hubiera desvanecido el recuerdo de esta clase de engaños.
Vamos á esplicar brevemente en qué consisten.
El enterrador tiene averiguado ó procura averiguar que en tal ó
cual pueblo vive una persona que posee algunos bienes de fortuna,
y, según el concepto que de su juicio y esperiencia poete formar, le
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DIIOIOPA su
escribe unacarla qme, despojada de ambajes, viene á decir: «en el tér-
mino da esa poblacioo hay uo tesoro enterrado hace algún tiempo. Yo
sé dónde; no he podido recogerlo porque (ave que emigrar de Espafia,
y ahora á mi regreso me hao encarcelado por una calumnia. Si Vd.
me anxilia con fondos para lograr mi libertad, yo le daré á Vd. parle
del tesoro.»
Casi siempre se supone que el dinero enterrado era de la caja de
na partida carlista que, obligada á desbandarse, quiso salvar el me-
tálico, y que de las dos ó tres personas que lo escondieion, únicamen-
te sobrevive ana: el autor de la carta.
Encargan el mayor sigilo al individuo á quien se dirigen y suelen
preguntarle, como cosa que tienen grande interés en averiguar, pero
al mismo tiempo fingiendo que tratan de disimular ese interés mismo,
•i está en pié todavía una encina que á la entrada del pueblo, á ma-
lo izquierda y á 44 pasos (por ejmplo) del portazgo existia en el
alio 18, ó si se ba levantado algún nuevo edificio en el terreno que-
brado que habia entre la heredad de Fulano y la de Mengano.
Con estas y otras preguntas análogas dan 4 entender que por aque-
llos alrededores debe hallarse el tesoro enterrado y mueve á codicia
al incauto.
Si este solo muestra tibia incredulidad ó falta de confianza en las
garantas que pueda ofrecerle el preso, le piden por favor que, ya
qae no quiera entrar en el negocio, se sirva hacer una pequefia ex-
cavaciao al pié de la peSa que está en tal sitio y remitirles una lla-
ve y nn*¿ planos que se hallarán metidos dentro de un puchero ó de
n botf de hoja de lata á media vara del suelo, y en ese caso es in-
dudable qae an individuo, puesto en connivencia con el preso, ha ido
poco antes á enterrar llave, puch ro y planos, cuyos planoi consisten
en un dibojo que représenla la entrada del pueblo, la situación de la
iglesia, la de otro paulo notable como la fuente, la casa consistorial ó
el fuerte, y muchas lineas, números y letras, que significan indica-
dones lomadas para dar infaliblemente con el tesoro.
Mochos han caído en el lazo, muchísimo?; y después de anticipar
cantidades para que el preso pudiera salir en libertad, viendo que el
negocio no llegaba á realizarse, ban mostrado enojo y han cerrado la
hulea; pera apanalados per su cómplice de que, si no les ayudaba
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Bit tttfeioftg
baste verse libre, hartan pública so coudiwta y rebelarían so «erres-
pondeocia donde coiwtaba que habían intentado apoderarse de un di*
nert) qoe «o les pertenecía; hato apurado todos mis rtcursos. A noee-
ihi vista ba estado una persona rlea, de un pueblo arcano á Madrid,
persona que ocupaba entonces una posición muy visible, y vino re-
suelta á entregar á un preso nada menos que ocho mil reates, Como
primer anticipo, llevada de la codicia de lucrarse de cierto enti&ro.
Afortunadamente hubo de enterarse de so propósito Cierto amigo que
era sabedor de aquella clase de amaffos y pude disuadirle de su in-
tento, aunque no sin grandes dificultades: de tai manera habría pin-
tado las cosas el enterrador en *u correspondería»
Hay también en la cárcel quien se dedica á enterarse de los esta-
blecimientos que fuera de Madrid se anuncian pnr primera v*« al pá~
blfco. Estríbenle* haciendo pedidos y encargando q*e ae les ponga
£1 genero barato en atención á sfer principiantes, y ofróctnles en
cambio á bajo precio otros objeto* que dicto ser de los qie se fetbri-
can en su casa.
Varios son los establecimientos qtke han contestado inmediatamente,
enviando el género pedido. El estafador tos manda recoger por un
cómplice que paga los portes y realiza en seguida al precio que pue-
de. Manías de Falencia, papel de imprimir, fósforos, armas de fue-
go y oíros tai I artículos han sido estafados por este medio, y aun ea
cierta ocasión realizó en preso cuarenta mil reate*, producto de la
venta de cierta remesa de bacalao adqairidaea un negocie señera*-»
te, lo cual averiguado el mismo dia, fué causa de que se practicara
trt minucioso registro en su habitación, que llegó basta descoserle
tos colchones de la cama y revolverle toda la lana; mas no se eneon*
Trócosa alguna.
Esta clase de estafa* no se hacen en la cárcel con precauciones y
sigilo; sino de manera que muchos presos se enteran sin querer de
las ocupaciones de su vecino. Sin reparo ninguno se anda allí pro*
guntando quién tiene una cédula de vecindad, y sin ocultarse de
nadie borran con el ügba regia las señas que contiene, y escriben en
ella las de la persona que se ha de presentar & re<*ger el género es-
taftdo.
Eétf y recoger del ttrrtrt carta* cottenfcnd* tetras, libramieaíe*
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n mot*. si*
W Gira Mutuo y sellos de franqueo ha sido muy común y ha debi-
do aer muy productivo, según parece por los muchos que se han de-
dicado á hacerlo.
. Hemos hablado de derlas ocasiones en que es digno de observa-
ción el espectáculo de los presos. Mas nada hemos dicho de uno de
los mas frecuentes que no deja de ser curioso por ser ordinario.
Loe domingos hay numerosas visitas en los departamentos de pago,
y algunos de los visitantes se presentan con vino y postres 6 con co <•
mida para tres ó cuatro personas, y comen con el amigo preso.
En la alcaidía alta, que ocupa el piso segundo y solo tiene diez y
ocho habitaciones, no es tan animada la escena, como en el principal,
compuesto de Corrección chica, (convertida hoy en salas de despa-
cho), Corrección grande, Cuartelillos, Cuarto de oficios, Salón y Al-
cmüUa política.
Loa presos de todos estos deparlamentos circulan por el cuarto
principal, escoplo los del Salón y Cuarto de oficios que están encer-
rados en sus respectivas cuadras, si bien los domingos alcanzan algu-
nos permiso para comer y pasar la tarde fuera de su departamento,
y además suben á esparcirse también uno que otro de los que es-
tán en los patios y varios de sus calaboceros y ayudantes.
Fórmanse corros en los pasillos donde comen sentados en el suelo.
Alli acuden novias, queridas, padres, hermanos y amigos. Toda
la tarde se pasa comiendo, bebiendo, conversando y cantando á gran-
des voces. Al caer el sol se disuelven los grupos y se comienza á pa-
sear; muchos discurren en voz baja sobre el estado de su causa y
otros se acurrucan en los rincones mas oscuros, y en aquella atmós-
fera hedionda, entre los vapores del vino, las canciones libres y los
dichos en caló de la gente alegre, hablan de amor, de esperanzas, de
porvenir risuefio.
En cierto sitio donde comienza la oscuridad muy temprano, no ce-
sa la entrada y salida de amorosas parejas, que escondiéndose á to -
das las miradas, aprovechan breves momeólos para decirse lo que
han estado pensando por espacio de ocho días.
Bi medio del bullicio nunca falla alli quien vierte lágrimas. Siem-
touo ii 40
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114 PRISIONES
pre hay la familia que por primera vez visila al hijo preso 6 la que
envidia á otra que goza la dicha de verle y no lo llora en presidio,
expuesto á mil peligros, y con el temor de no volverle á ver.
Al fin suena la hora de silencio, despfdense los visitantes, retirase
cada preso á su departamento, corren con agrio chirriar1 los cerra-
jos, y el silencio, la soledad, el aturdimiento -pesan sobre el pobre
encarcelado, que, si no está hecho aun á aquellos contrastes, ima-
gina si habrá sido pura quimera lo que ha visto aquella tarde.
Ese tránsito del gran tumulto al profundo reposo produce sensa-
ciones que no se olvidan, como no se olvida el momento de recibir
la primera visita después de la incomunicación.
Tiene la cárcel su vida propia y especial y no podía carecer de su
colección de cantares. Así como hay objetos que por la paciencia que
su elaboración requiere suelen llamarse «trabajos de preso:» así co-
mo hay modos de hacer las cosas que pertenecen sola y esclusiva-
mente á la cárcel, asi también los cantares, que revelan siempre ideas
y estados de ánimo y sentimientos y llevan consigo lo que en su for-
ma esterior ha labrado la vida carcelaria.
El cantar mas conocido en este género dice:
«A la reja de la cárcel
no me vengas á llorar;
ya que penas no me quitas,
no me las vengas á dar. »
¿No es cierto que en estos versos parece adivinarse el enojo de un
preso de carácter desabrido, brusco, y de fisonomía dura, así como
la figura déla mujer amante que espresa con prolijo llanto, y solo
con llanto, el pesar de su corazón?
Otro cantar parece esclamacion del que por primera vez reflexio-
na en la dureza de la cárcel:
«¿De qué le sirve al cautivo
tener los grillos de plata,
la cadena de oro y perlas...
si la libertad le falta?»
La libertad ha inspirado lambien ese quejido arrancado del alma:
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DBKUftOPA. m SU
«Salí al patio de la cárcel;
miré al cielo y di un suspiro:
¿dónde está mi libertad,
dónde está que la he perdido?»
En efecto, no todo el mundo tiene conciencia de los sucesos que
acompasan á la pérdida de la libertad, y los cuatro versos anteriores
representan perfectamente al que, turbado y enflaquecido el entendi-
miento, despierta en la cárcel donde permanece largo tiempo absorto
hasta que recobra los sentidos, y al verse encerrado esclama: jdótítie
etlá mi libertad!
t Veinticinco calabozos
tiene la cárcel real;
veinticuatro tengo andados. . . .
¡uno me falta que andar ! »
¡Cuánto de sombrío y pavoroso se encierra en este último verso!
«I Un o me falta que andar! »
|Es la antesala del patíbulo; es la capilla!
El lector apreciará lo sentido de los demás cantares que reprodu-
cimos á continuación como muestra, advírtiendo nosotros que los he-
mos elegido entre muchos, toda Tez que los limites del presente Ira-
bajo no consienten amplitud en esta materia.
a Estas rejas son de hierro
y estas paredes de piedra;
mis amigos son de vidrio:
por no quebrarse, no llegan. »
«Preso en la cárcel estoy,
amarrado con cordeles,
¡y no me Tienen á ver
lassefiorilas mujeres!»
¿No parece esta voz la del Hijo Pródigo, joven aun y, mas que
criminal, inesperto y confiado?
«A las doce de la noche
me cogieron prisionero,
y para mayor dolor,
ime ataron con tu pañuelo!»
¿Se quiere uu ra?go de socarronería, que indudablemente deba
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«i « . fRte!0HE5
pertenecer al preso mas villano y curtido en cárceles? Paes dice un
cantor:
«¿En qué casa me han metido
que no veo mas que llaves,
mas que puertas y cerrojos,
demandaderos y alcaides?»
¿Se quiere la revelación de aquellas ideas que súbitamente asal-
tan al que, después de un largo cautiverio, recapacita en el estraño
modo de existir del preso? Pues manifiesta se halla en el sencillo cantar:
«Cuando estaba yo en prisiones,
jen lo qué ule entretenía!
en contar los eslabones
que mi cadena tenia. »
Citaremos para concluir un bellísimo arranque, no sujeto á metro,
pero que aplicado á esa música caprichosa, tan propia de nuestras pro-
vincias del Mediodía, enternece en boca délas buenas cantadoras. Pa-
rece que habla una viejécita con voz entrecortada y lastimosa, y dice: -
«Sefior oficial de guardia,
pida usted, por Dios,
¡ayl ique saquen á los pob recites presos
un ratito al solí»
Volvamos á ocupamos dé sucesos.
uno de carácter especial, poco frecuente, ocurrió en la cárcel del &i-
ladero en 1854. Con esta ocasión nos permitiremos asentar, aunque
someramente, las circunstancias do doj procesos en que figuraron al-
gunos amigos nuestros, que llamaban y aun hoy llaman con justa cau-
sa la atención pública.
El primero de estos procesos se formó en enero de 4852. uno de
los acusados fué preso al parecer á instigación de un visionario que
imaginaba bailarse en peligro por causa de aquél. Registrado el preso,
se le encontró una correspondencia que trataba de asuntos políticos y
citaba los nombres de personas conocidas por sus ideas democráticas.
La ocasión debió de parecer escelenle para prestar un servicio, y en
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Ilfi BlfcÚPX. 817
efecto, se dieron órdenes de prisión contra todos los que en aquellas
cartas eran mencionados.
Asi, aquella misma noche, á launa, fueron presos en Madrid D. Ni-
colás María Rivero, D. Francisco González Hernández, que habitaba en
su compañía, y al dia siguiente, D. Andrés Goiamet. At propio tiem-
po se mandaba prender á D. Julián Pellón y á D. Joan Antonio Fé de
Sevilla, á D. Romualdo Martínez en Bujalames, á D. Francisco Valero
en Villarobledo, á D. N. Merla en Falcet, á D. Florentino García en
Gerona y á D. José María Orense, marqués de Albáida y D. Pedro
Romero Pérez; todos los coales, á escepcion de los dos últimos, fueron
á parar ala cárcel de Madrid, con grave y universal escándalo, pues,
en efecto, era de suponer que su prisión indicaba proyectos ó intentos,
si ya no conatos ó comienzos de algún enorme delito político.
Formóse la causa por conspiración á la rebelión, y aun, si no estat-
uios equivocados, se habilitó y creó entonce' en el Saladero el depar-
tamento de presos políticos, antes no conocido, declarándose libres de
pago ras habitaciones.
La causa siguió sin tropiezo aparente el curso ordinario, hasta qoe
d juez á quien estaba encomendada, señor Sola, salió de Madrid, en-
cargándose de ella el Sr. Aorioles. No quiso este recibir de los acu-
sados las confesiones con cargos, y se esperó á que regresara el Sr. So-
la, y hallándose este de vuelta, coando se creia que las iba á recibir,
manda prender al escribano, que era U. Amonio Moreillo y á su ma-
yor, y vuelve á poner incomunicados á D. Nicolás Rivero y D. Fran-
cisco Díaz Quintero. ¿Por que?
Decía el juez que de aquel proceso se babian sustraído documentos
importantes, y que la sustracción se habla hecho en beneficio de Rive-
ro, si bien este alegó fundadamente después, que caso de haberse ve-
rificado tal sustracción, habría redundado en beneficio de todos sus
consortes y no de él solo.
Entre tanto volvió al calabozo de incomunicación, donde habia pa-
sado ya 89dias. Harto hemos dicho de aquellos encierros para que*
insistamos ahora en ponderar las amarguras, el trastorno que produce
una estancia tan prolongada en un oscuro seno.
En este estado la causa, ocurrió un incidente singular, y bien pode-
decir nunca visto.
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818 MISIONES
Recusó Rivero al jaez, acusándole dei delito mismo que á él le atri-
buía, y se fundaba principalmente, para acusarle, en que los documen-
tos habían permanecido siempre bajo llave en poder del juez.
Couviene advertir, de paso ya, que interesa mucho para el juicio
del lector, que del contenido do los documentos que el juez decía echar
de menos, no se había hablado una sola palabra á los presos, y no
porque se hubiesen abreviado las declaraciones, pues solo las de D. Ni-
colás Rivero ocupaban 49 pliegos.
El juez se negó á la recusación y se dio un acompañado; apeló el
recusante y, después de un largo debate, se dio el rarísimo caso de
proveer la sala 2/ que se entregase el espediente á las partes para
instrucción (siendo asi que la causa se hallaba en sumario) y se per-
mitía á Rivero hacer su defensa como letrado, aun estando preso, pre-
via la seguridad de su persona, confiada al alcaide del Saladero.
El gobierno previo entonces el escándalo que iba á resultar de una
defensa, en causa política, hecha por Rivero, que, además de hallarse
preso, circunstancia jamás conocida en semejantes casos, tenia una
gran significación en el partido mas joven, mas entusiasta y mas avan-
zado. Tampoco dejaba de hacerle mella el saber que á D. Francisco
Diaz Quintero y á D. Francisco González Hernández iban á defender
los jurisconsultos y oradores, tan famosos y simpáticos como D. Joa-
quín María López y D. Juan Bautista Alonso. Era de temer que, reu-
nidos lodos estos elementos en un proceso político, llegasen las cosas á
un extremo gravemente perjudicial para aquella situación ya inse-
gura.
Lo mas cuerdo era evitar que las cosas dieran un solo paso mas
por aquella malhadada senda, -y el gobierno tuvo la cordura que el co-
nocimiento de su situación le inspiraba, «resolviendo, á instancia del
«Tribunal Supremo, en uso dejas facultades que le concedía el Re-
«glamento provisional, y atento á que los procesados vivían en distin-
«tos barrios, que el Sr. juez Sota y su promotor cesasen en el cono-
acimiento de la causa y de ella se encargasen el Sr. Montemayor y
«el promotor de su juzgado.»
A esta resolución siguieron inmediatamente las confesiones con car-
gos, y entregó á poco la causa el Sr. promotor, opinando que «reco-
« nocida por el gobierno la legalidad del partido democrático y de su
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DE EUROPA. 3'*
t pública organización, y siendo legal la correspondencia sorprendida,
«debía sobreseerse en el proceso. »
No opinó asi el juzgado; mas á medida qne se iban haciendo las
defensas, salían en libertad los acusados. La vista de la causa fué no*
labilísima; duró Ires dias y siempre con gran concurrencia, como era
de suponer, conocido el fundamento de ella, sus singulares incidentes
y las circunstancias de los coacusados. Por el interés y la agitación
que la vista produjo, pudo calcularse con acierto loque habría suce-
dido á no tomar el gobierno la resolución de que hemos hecho mérito
en el párrafo antepenúltimo.
Era el 20 de enero de 1853, cuando, elevada la causa á la superio-
ridad, empezaron á salir ¿ la calle los procesados; á mediados de
aquel año, se hallaba en 2.a instancia, siguiendo trabajosamente sus
trámites como no podía meóos de suceder en un espediente que com-
prendía por lo menos 3000 folios.
Llegó noviembre de 4854; mandóse sobreseer en todas las causas
políticas, y D. Nicolás María Rivero protestó pidiendo que la suya si-
guiese todos sos trámites hasta declararse la inocencia de los proce-
sados; mas la Sala no accedida su petición, y se cumplió la orden del
gobierno. *
Sin embargo, la causa formada aparte, por sustracción de docu-
mentos, no era política y seguía su curso, y en el año antedicho se de-
claróla inocencia délos acusados, con todos los pronunciamientos favo-
rables; subió á la Sala, y nuestros amigos, porque no se llegase á pro-
testar que intentaban sacar partido de sus buenas relaciones con la
nueva situación, abandonaron por completo su suerte á la acción de
los Irib ialesf basta que por fin, en 1857, apurados lodos los trámi-
tes, se confirmó el fallo del inferior.
La otra causa política también de que hemos dicho que nos ocupa-
ríamos, interesa también á amigos nuestros, que por tan desagrada-
ble motivo asistieron á la terrible escena de la cárcel en 1S5Í, que nos
proponemos narrar para terminación de este punto.
El 5 de febrero de 1854 se hallaban en una casa de la calle de Jar-
dines, á cosa de las tres de la tarde, varias personas conocidas por sus
opiniones políticas. Eran estas el duefio de la casa D. Manuel Becerra,
D. Nicolás María Rivero, D. José Ordax Avecilla, D. Francisco Sal-
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aao PRISIONES
meroo y Alonso, D. José ViHasante, D. Ezequiel del Campo, D. Pe-
dro Oller y Cánovas, D. Fernando Erausqui, D. Manuel Casado To-
llo, D. N. Hoyuelos, D. Antonio del Riego, D. Santiago Avifio y
D. Florencio García (el consorte de Rivero en la causa anterior), que
entonces se le declaraba muy agradecido y le llamaba en todas parles
su Providencia, no sin motivo.
El inspector de policía Sr. Cruz mandó abrir, les preguntó qué ha*
cian, y contestándole que amistosamente trataban de asuntos de mine-
ría, les mandó darse presos. Trasládeseles al Saladero, se les puso en
calabozos de incomunicación, y al salir de ella supieron que se les ha-
bía delatado como conspiradores.
En aquella época todo el mundo conspiraba: era cuando el general
O'Donnell allegaba amigos con promesas de libertad; era cuando casi
de público se citaba á muchos personajes de la actual situación como
resueltos á verificar un cambio de dinastía que debia ir unido á la
unión Ibérica bajo el cetro de un Braganza, y aun se ha dicho que de
esos personajes se remitió á Palacio por conduelo elevado y fidedigno
una lisia acompasada de datos muy curiosos. Ello es que la conspira,
cion era cosa muy verosímil.
Al salir de sus encierros los acosados vieron que no estaba en la
cárcel el Florentino García; preguntaron por él y se les dijo que, al
ser conducido desde la calle de Jardines al Saladero, se había escapa-
do. Alegráronse de saberlo algunos que no desconfiaban de aquel
hombre que, además de lo que debia á Rivero, babia sido favorecido
en su adversa suerte por otros de sus compañeros de cárcel; mas no
faltó* quien concibiera sospechas que después se confirmaron, pues se
obró con tal imprudencia, que mientras los tribunales estaban persi-
guiéndole en rebeldía, el gobierno le empleaba en un fielato de Bar-
celona. Este empleo no podía ser mas que el premio de su delación.
ISo queremos volver á ocuparnos de ese hombre, que harto caro debe
de haber pagado su feo delito. Al cabo de muy poco tiempo fué decla-
rado cesante y volvió á encontrarse sin medros de subsistencia y per-
dida la única prenda que podía haberle hecho recomendable para sus
amigos. Durante el bienio, personas que ocupaban altas posiciones
preguntaron á Rivero si quería que se procediese contra su delator;
mas ni aquel ni los demás demócratas que habían seguido su suerte
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DE EUROPA. 321
quistaron líber nada de Garda. Últimamente inquirimos lo que de éi
había sido y, según nuestros informes, boy dia se baila en Ceuta. Las-
timoso término de un hombre que tantos estímulos había hallado en
so camino para obrar bien.
Ocho días duró la incomunicación de los presos, escepto la del se-
flor Rivero, que duró treinta y siete, ¿por qué? Vamos á decirlo. De
un hombre preso en Reos por delitos comunes se recibió una carta
dirigida á Rivero. Apoderóse de ella el juzgado, y viendo que encer-
raba a'gunas lineas escritas en cifra, la tuvo por feliz hallazgo y útil
comprobante de los cargos. Pero la carta no podía estar mas torpe-
mente ideada. Contenía, como hemos dicho, párrafos en cifra, que
Tersaban sobre asuntos de escaso interés, y al propio tiempo llevaba
escritas en letra común, sin ningún género de recato, otras espe-
cies, que á ser ciertas, ellas y no lo cifrado habian sido comprome-
tedoras por extremo.
El sefior Rivero adivinó (al saber que el autor de la carta era un
preso) que lo que este se proponía era ser trasladado á Madrid con
pretexto de hacer revelaciones y buscar durante el tránsito la ocasión
. de burlar á sus guardas y escaparse. Dízolo asi presente al juez se-
fior Valero y Soto, mas este envió sus órdenes para que el preso fue-
se interrogado y él que otra cosa no esperaba, dijo que en verdad él
era autor de la carta sorprendida, que conspiraba de acuerdo con
Rivero, dijo que tenían depósitos de armas y todo lo bastante para que
lo condujeran ¿ la corte por tránsitos de justicia. Una vez aqui, hizo
oso grande ahinco empeños para ver y hablar á Rivero, mas este
naca quiso recibirle.
Llamado á declarar el nuevo encausado, no supo inventar nada y,
sin ulterior efecto para la averiguación del delito que se perseguía,
fué remitido otra vez á la cárcel de Reus; mas ya que á la venida no
se le había presentado ocasión de escaparse, se le presentó á la vuel-
ta y no dejó de aprovecharla. ¿Abusaría este hombre de su buena
suerte ó la tendría en adelante tan escasa como antes? No lo sabemos.
Sabemos si que algún tiempo después murió fusilado en Melilla, y en
su confesión declaró que la caria escrita á Rivero desde Reus, fin-
giéadose cómplice de este en una conspiración, babia sido ardid todo
sayo para escaparse, contando ya eon que probablemente habia de ser
>u 41
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nt nusrom
interceptada su correspondencia y llamado él á Madrid para declarar,
como efectivamente había sucedido.
Seguía la cansa su curso ordinario, y i poco fueron puestos en li-
bertad como enfermos los señores Salmerón y Alonso y Arillo; des-
pués salió también á la calle por ignal concepto el sefior del Campo;
solicitólo mas adelante el sefior Rivera, y ¿ pesar de que el dictamen
de los facultativos era favorable á sn petición, no faé atendido.
Bi promotor fiscal acusaba de conspiradores á los acusados y pe-
dia sobreseimiento en la causa para Campo y Vülasanle y cuatro
años de presidio para todos los demás, escepto Rivero que, considerado
jefe de la conspiración, merecía ocho altos*
No hay exigencia igaal á la de los fiscales en ciertos periodos de
agitación política* Al autor cte estas lineas, habiéndosele procesado i
protesto de que tenia en su poder ciertos impresos subversivos, im-
presos que un periódico reaccionario, habia dicho que también tos le*
*ia en su poder, sin qae & ningún tribeña! se te hubiera ocurrido
procesarle. Después de esta singularidad ocurrió que se lo impaste*
ron siete afioe de presidio, no por la posesión de dichos documentos,
sino por pertenecer á una sociedad secreta, acerca de la cual, darán- .
te el largo curso de la causa, soto le habían dirigido dos sencillas pi**
guatas, á saber: si la oanecia y si pertenecía & ella. Afof taradamente
de aquellos siete afios de presidio fué muníficamente indultado sia so-
licitarlo. Para ilustración da las personas que no conoetn lo qoe
son procesos, haremos constar que en este nuestro se incluyó ni nú-
mero de un periódico americano, periódico que habíamos reoibMo
por conducto del gobierno mismo, y no á hurtadillas ni bajo Carpeta,
sino envuelto en una estrecha faja fue dejaba leer gran parte de la
primera plana y lodo el titulo; asi toé qoe cuando tolmos pregunta-
dos por sü procedencia hubimos de contestar, que si allí habia dela-
to, lo habíamos cometido á medias con el gobierno de S. M.
Perdónesenos esta digresión que nos parece del lodo agena al
asunto en que nos acopamos, y continuemos con la cansa de 1854,
Habían salido en libertad todos Iob acusados» menos don Nicolás
Rivéro. Ito mes llevaba de soledad, cuando tuto una peligrosa calda,
que le cansó la fractura del pié izquierdo* Con tan poderoso metivo
y con et de hallarse muy quebrantada su salud, volvió A pedir la es*
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oí anuo**, iti
y... hé aqui otro do los caracteres do las causas políticas.
Loa facultativos apoyaron tambiee la solicitud do Rivero; convino con
otta el fisoal; mas el jaez prognato: «¿Morirá mañana el preso si no
se le escarcela hoy?» T al responderle que no,* replicó que siguiese
en la cárcel el procesado. A oíros muchos presos, á algunos consortes
de Uvero mismo, con meóos motivo y sin mas que la sencilla afirma-
dea del facultativo, se les había escarcelado.
Entra tanto iban ingresando en el Saladero otros presos políticos.
El malogrado Cerrera, Escosura(D. Narciso), Madoz(D. Fer-
neade), D. Agustín Algarra, D. Jaime Vicente, D. Tomás Nuffez
Amor, D. Manuel Mas Asensio y otros estaban fugitivos, persegui-
das i sublevados; ardiaa los ánimos en toda la península, y en la no-
che del 14 de julio, á poco de estallar la revolución, una muchedum-
bre numerosa, mal armada, pero resuelta, se dirigió al portillo de
Saula Bárbara, pidiendo á voces la encarcelación de les presos po-
líticos.
Ta antes de que el tumulto llegara al pié de la cárcel, se habían
tsauds ea su interior las precauciones indicadas para casos de peli-
gre. Cerráronse patíos, puertas y rejas, separóse cuidadosamente á
las presas de modo que cada cual estuviese en su propio departa-
meato, sin mas comunicación entre ellos que la inevitable, redoblóse
la vigilancia y buscóse, por si acaso la habia, una autoridad que pro-
tegiese el ediicio.
Entretanto se iba acercando la muchedumbre y cuitados los que
ea aquaUaa momentoe recobraban la grala esperanza de obtener la
libertad, confabulábanse, discurrían medios de romper las robustas
puertas, convertían en armas y ea instrumentos toda dase de obje-
tas, hasta que estallaren sus pasiones estremeciendo con espantosos
rugidos aquellos espaciosos ámbitos.
Desde las rejas que al nivel de la acera caen al paseo de Santa
Bárbara, pedían oir algo de lo que pasaba en la calle los presos de
dertos calabozos.
De cuando en cuando, pues, quedaban todos en silencio y aplica-
ban atentamente el oido; mas aquel fatigoso estado de ansiedad no
era soportable por mucho tiempo, y volvían á prorumpir ferozmente
ea horribles gritas, imprecaciones y blasfemias; revolvíanse unos can
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324 PBISIONES
otros dando vueltas al rededor del calabozo como ñeras bravas en-
jauladas, golpeaban impotentes y frenéticos las recias paredes, y po-
nían Trio miedo en el corazón mas animoso solamente con lo que
desde afuera se oia.
Figúrese el lector una cuadra oscura ocupada por sesenta ú ochen*
la hombres, endurecidos en el trabajo y robustos, agitados de conti-
nuo por pasiones vehementes, amagados los mas de grandes casti-
gos, y entreviendo la esperanzado recobrar la libertad si entre todos
hacen un esfuerzo gigantesco. Entregados por completo á tan poderoso
atractivo, sintiéndose capaces en aquella suprema ocasión de luchar
con un número diez veces mayor y faltos enteramente de medios si-
quiera para intentar lo mas leve ¡cómo no habían de mostrarse todos
en el colmo de la desesperación, cómo no habian de maldecirse y
morderse los puños de iral
En uno de aquellos calabozos, llegaron á introducir un fuerte bar-
rote entre un breve resquicio que quedaba entre el suelo y la ferrada
puerta. Acudieron los mas á apalancado y . á una voz le levantaban
para conmover los goznes, y entre tanto los que no podían ayudarles
por no hallar sitio donde poner las manos, los estimulaban con voz y
movimiento. La puerta permanecía inmóvil y su irritación tocaba ya
en la locura. ¡Qué mucho! {Se trataba de la libertad, que es el ma-
yor bien de la tierral
¿Quién sabe de qué dependió que todos aquellos hombres, que se-
rian seiscientos á lo menos, no saliesen libres y triunfantes? Temible
era que si, por un azar cualquiera, llegaban á salir de un departamento
una docena de presos arriscados, soltasen á todos los demás, saciando
en el acto sus pasiones en quien primero se les pusiera por delante.
Temible era también el mismo conflicto, si el pueblo se impacientaba
y rompiendo y alropellando por todo, invadía la cárcel. La revolu-
ción se habia estendido por Madrid y el tiempo apremiaba. Resolvióse
en consecuencia abrir las puertas á los presos políticos, haciéndoles
prometer que nada intentarían para dar libertad á los demás, y to-
mando precauciones para impedirlo, caso que lo intentaran.
El pueblo los recibió ala puerta con verdadero jubila y con gritos de
entusiasmo, sin pararse en la circunstancia de que salian dos presos
que ellos no habian reclamado. Uno de ellos era el célebre don Enri-
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DB EUROPA Sil
qae Tettex Lacea, boy secretario del ex-infcnte D. Juan, que volvió
& ser preso mayen breve y en breve también puesto otra vez en li-
bertad, y el otro D. N. Cantero, que mas adelante se sinceró del de-
lito de que se ie babia acosado.
La cansa de los conspiradores pasó á la superioridad en 1856 des-
pués de absoeltos todos los procesados, y en 1857 opinó el señor
Cáceres, fiscal de la audiencia de Madrid, que nodebia llevarse ade-
lante, sino que, atento á su especialidad, á los hechos ocurridos y &
las resoluciones del gobierno, debía darse por terminada. Su opinión,
espero, no prevaleció; y le fué devuelta la causa mandándole que
acusase en debida forma. Hizolo asi proponiendo la confirmación del
tilo del inferior, con todos los pronunciamientos favorables, y la
sala lo confirmó.
Además de la notable particularidad que acabamos de citar, hubo
olra en esta causa y fué la siguiente: que D. Nicolás Rivero, uno de
los procesados, estando pendiente de fallo, desempeñó el cargo de go-
bernador deVailadolid y el de diputado á cortes en las Constitu-
yentes.
Hemos dicho que trataríamos algo de los libros que se bailan hoy
archivados en la cárcel de Villa. Comienzan estos en 1761, y en el
de 4859, en que se ordenó el archivo, ascendían á 265 tomos de
partidas, cuyo to'al de páginas era 72,604.
Imagine el lector ¡cuan las fechas tristes, cuántos nombres de lú-
gubre recuerdo estarán sefialados en semejante biblioteca!
Hay además 14 tomos de Índices de presos, que forman 5024 pá-
ginas infolio, y otros 15 tomos de detenidos con 5460 páginas mas.
En los libros de partidas está averiguado que fallan 1171 páginas:
tal ba sido el descuido con que en cierto tiempo se miraron aquellos
documentos, tan útiles para la estadística como para la buena admi-
nistración de justicia. El mismo descuido revela un tomo de Índices
que se ba tenido que formar de hojas sueltas, por no saber á que li-
bros pertenecen
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816 PRISIONES
Huta el aflo 4836, no aoompafia copia de los autos 4 las partidas
respectivas; después de algunos afios, vuelve á echarse de menos
dicha copia. Ahora, desde el arreglo del archivo, se inserta siempre
donde corresponde.
De estos libros se ha formado un carioso estricto estadístico que
empieza desde el afio 1800 y comprende hasta el de 1859.
Este trabajo fué encomendado al Sr. D. Salvador Andreu Dam-
pierre, y bajo su dirección lo desempeñó muy brillantemente, por cier-
to el entonces único oficial de la secretarla de la Junta de Cárceles,
D. Miguel Clavero y Gomei, en cinco grandes estados, qqe no se han
dado á luz. Tres afios empleó este laborioso joven en el desempeño
de su tarea, dedicando áelia muchas horas diarias y teniendo qie
valerse del auxilio de presos poco aptos, circunstancia que le hace
doblemente recomendable.
De estos libros (que no comprenden mas que lo relativo á las cár-
celes de Corte y de Villa) resulta que en el espacio de las dos épo-
cas citadas entraron en ambos establecimientos 125,647 presos y
136,629 detenidos.
Como los datos estadísticos son poco conocidos y menos los que
se refieren á los establecimientos penales y de seguridad, vamos á
continuar aqui algunos que creemos interesantes y que tienen la ven-
taja de ser completamente exactos é inéditos, debiendo entenderse
que todos ellos se refieren solo h las dos cárceles de Corte y de Villa
y á los afios 1800 hasta 1859, ambos inclusive.
De aquellas tristes moradas han salido para la horca 188 individuos;
para el garrote 207 »
para ser fusilados SO »
y para sufrir un
género de muerte qie no está espresado 86 *
Total. . rUí
Hay un resumen comparativo entre los que han sido presos y ajus-
ticiados durante los 27 afios de régimen absoluto y el número de
aquellos que corresponden al gobierno conáitaeional, cnyo resultado
es como sigue:
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m mor*. tai
lamí de ajusticiados donóte el régimen abnloto. . . 181
ídem donóte el régimen constitucional.. 439
Diferencia de mas eo tiempo del absoioltaoo 182
Total de presos dorante el régimen absoluto 50487
Ídem dorante el régimen coosiilocioBaL . . 751 C0
Diferencia de mas en tiempo constitucional 24673
De modo que si por desgracia han sido mas las prisiones verifica-
das bajo el imperio de los principios liberales, por fortuna .fueron
menea lea Secaciones.
Otra cariosa noticia detallada se encuentra en los estados á que
ana referimos, y es el número ds presos que 4 cada arte corresponde.
1800- 735 1820— 468 1840—1880
1801—1002 1821-1066 1841—1842
1802-1184 1822-1601 1842-2155
1803-1505 1823-1214 1843-2500
1804—1021 1824-2046 1844-3048
1805-1124 1825-3151 1845—2720
1800— 878 1826-2131 1846—2623
1807— 717 1827-2423 1847-3338
1808-1139 1828-3009 1848-3165
180O-2806 1829-2404 1849—3760
1810—2397 1830—2745 1850—2961
1811—2089 1831—2843 1851-2780
1812—2330 1832—2717 1852-2689
1818—1848 1833—2979 1853-2417
1814—1199 1834—3321 1854—2028
1815—2581 1835—2350 1855-2252
1818—1330 1836—2208 1856-2034
1811—1078 1837—2660 1857-1943
1818—1273 . 1838-2767 1858—1834
1818—1190 1839—2064 1859—1793
Uno de los ntédos comprende el pormenor del número de Índices,
«tea que cade uno abran y partidas de que constan, detallado por
libras y fechas, y también el número de folios de cada ano.
El 1. • se refiere 4 los libros de la cárcel de Corte, á lea del Sdu-
Are, cartel de dafenidos» vagos y junan» y pñsieoeB del gobierno
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3tt misiones
civil, que estuvieron eo el antiguo convento de San fifartin y fueron
seguramente lo peor que podía imaginarse, según tuvimos la desgra-
cia de experimentar prácticamente en tres meses que permanecimos
encerrados en aquel sitio inmundo.
Respecto á otras particularidades que no constituyen el fondo de
eslos libros, tendremos ocasión de citarlas al tratar de la Cárcel de
Corte.
Recientemente se ha mejorado indudablemente el ramo de cárceles,
y aunque sus condiciones y orden interior dejan todavía muchísimo
que desear, ni puede lograrse mocho mientras no haya siquiera edi-
ficios á propósito, ni puede tampoco negarse que estamos ya muy
distantes de la barbarie que aun á principios del siglo subsistía.
Desde el 20 de agosto del presente afio se ha hecho un arreglo por
el cual se ha ascendido á oficial \ • de la Junta de cárceles al que lo
era único, D. Migoel Clavero, y se ha aumentado con una nueva pla-
za aquella oficina, que hasta ahora estaba servida solo por dos em-
pleados.
De esle arreglo ha resultado el siguiente estado de empleados y
sueldos en la cárcel pública:
Un alcaide. . .
. con . . ,
16000
Un capellán. . .
»
6000
Un oficia! de libros..
» .
6500
Un ausiliar. . . .
» .. •
5400
Un escribiente 1 .°
»
¿300
Otro2A . . .
A . . .
1000
Un portero 4\ .
»
5000
Tres idem segundos
. á . .
4500
Un llavero 1/ . .
con . .
4000
Dos idem segundos
. á . .
3500
Diez celadores. .
. á . ..
3000
Dos mandaderos. .
á . .
. 3000
Una mandadera. .
con . . .
2190
Un cocinero que no consta en el presupuesto por consideraciones
qne no nos parecen muy atendibles y recibe el sueldo en concepto de
gratificación.
Además del presupuesto municipal, cuenta la Junta de Cárceles coa
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dc gimo** u»
dos fundaciones piadosas, pero segaramcnle las dos no darán mas de
unos 7000 re. al afo.
La organización definitiva de la Junta, tal como hoy se halla cons-
tituida, data de 1856. So cargo es puramente honorífico.
El rancho que hoy se da á los presos es también mocho mejor que
en otro tiempo, y en épocas no muy remotas hallaríamos con frecuen-
cia el caso de segarse aquellos desgraciados á admitir la comida que
ae les daba; ¡tan repugnante debia ser!
Hoy, según consta del último suministro, se compone del pormenor
que & continuación copiamos:
DOMINGOS.
Por la nudUma. Por la tarde.
Tres onzas de judias. Onza y media de garbanaos.
Cuatro id. de patatas. ídem id. de judias.
Seis adarmes de tocino. Dos id. de arroz.
Seis adarmes de tocino.
Para cada 50 plazas.
Cinco cuarterones de sal.
Media libra de pimentón.
Cuatro cabezas de ajos.
Dos cebollas.
LUNES, MIÉRCOLES T VIERNES.
Pmr la mafiam. Por la larde.
Tres onzas de judias. Tres onzas de garbanzos.
Cuatro id. de patatas. Dos id. de arroz.
Seis adarmes de tocino. Seis adarmes de tocino.
Para cada 50 picoas.
Cinco cuarterones de sal.
Media libra de pimentón.
Cuatro cabezas de ajos.
Dos cebollas.
TOBO O. 41
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m mnom
MARTES, JUEVES Y SÁBADOS.
Por la mañana. Por la tarde.
Ocho onzas de patatas. Tres onzas dejadlas.
Onza y media de arroz. Seis id. de patatas.
Seis adarmes de tocino. Seis adarmes de tocino.
Para cada HO plazas.
Cinco cuarterones de sal.
Media libra de pimentón.
Cuatro cabezas de ajos.
Dos cebollas.
Cada preso recibe además diariamente libra y media de pan, mo-
reno, pero sano y de seguro mejor que el que se da á la tropa.
Este articulo en'parlicular había llegado á ser objeto de inmoral es-
peculación en la cárcel.
Al hacerse cargo de su alcaidía el Sr. Orozco, que la desempefió
muy breve tiempo, recibió por la mañana un gran serón lleno de pan
escelente, tal como no lo habian comido ni lo comen aun los honrados
artesanos que ganau un escaso jornal con grandes fatigas.
Preguntó el nuevo alcaide qué significaba aquello, y con una ino-
cencia singular le fué respondido que era pan sobrante de los presos
que no lomaban el rancho de la casa y que la costumbre era que
aquel sobrante se repartiese entre el alcaide y otro empleado. Si el
Sr. Orozco hubiese mostrado alguna curiosidad, inmediatamente le
habrían instruido acerca del modo mas eficaz para realizar en nume-
rario y sin quebranto aquel articulo. Pero no quiso enterarse de esa
operación mercantil y lo que hizo fué disponer las cosas de manera
que en lo sucesivo fuese imposible que resultasen sobrantes á repar-
tir entre los empleados de la cárcel. También desde entonces, y fué
resolución acertada, se rebajó la calidad del pan, de manera que sin
dejar de ser sano, no fuese mejor el del criminal gravoso que el del
ciudadano útil y probo.
Pedir; por ejemplo, que en esta cárcel, ó en la que se dice Ya ale-
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01 BUtOPA. 881
vaatarse, se ensayasen las mejora^ propuestas por los filántropos y
teóricos mas adelantados, sería perder miserablemente el tiempo. Los
hombres de ciencia y de corazón recomiendan prácticas may sanas,
mny humanitarias; mas todos ellos al referirse á los presos, parlen del
supuesto de que antes el Estado haya atendido al hombre probo; de
qoe el ciudadano sea Ubre, de que la igualdad sea el fundamento so-
cial y político del pais. Partiendo de este punto, consideran que la »
cárcel no debe ser lugar de venganza sino de seguridad y óorreccion,
y suponen, por último, un código sin penas infamantes y un interés
mny grande en las leyes y en los tribunales con respecto & la desgra-
cia de loa presos.
La realidad está muy lejos de esos supuestos.
En Madrid las cárceles han sido objeto de muchas y muy variadas
disposiciones; mas (con vergüenza lo escribimos): hasta el afio 1848
no tuvieron un Reglamento fijo para su gobierno interior.
De los graves males producidos por tan reprensible incuria nos ocu-
paremos al tratar de la Cárcel de Corte. Cúmplenos ahora decir algo
tabre el Reglamento de que bemos hecho mérito, que no podía menos
de ser defectuoso, tanto por ser el primero, como por tener que ajus-
tarse 4 las condiciones de nuestras carche*.
Recoaooemos con satisfacción lo que ha mejorado el régimen de la
cárcel del Saladero eo los últimos veinte afios; pero, doloroso es con-
fesarlo, no ha llegado ni con mucho & lo que podría ser, aun dentro
de sas pésimas condiciones.
El JU§lammto9 que debería facilitarse á todos los presos, recomen-
dándoles su lectora, & fin de evilar que incurriesen en graves faltas,
es u misterio, es un secreto; la mayor parte de los desgraciados que
alii se albergan no saben una palabra de su contenido y hasta ignoran
que exista.
Nada mas natural que el deseo de asomarse por curiosidad á una
reja ó salir ¿ un pasillo cuya puerta no esté cerrada. Pues bien; esa
inocente curiosidad puede costar la vida á un hombre, porque los cen-
tinelas interiores tienen orden de disparar en casos semejantes, y sin
embargo, ¿ loa presos no se les advierte de oficio tan grave riesgo.
En 4854 se hallaba preso por causas políticas un joven periodista,
D. Gaspar Nuüez de Arce; se asomó á una ventana, habiendo ya os-
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331 PftISIOlffES
carecido, y, antes que el aviso, oyó el disparo de un fósil. La bala
dio en la pared á dos dedos de so cabeza.
Esto hecho por si solo, ya que no la razeo natural, debería haber
bastado para mandar á los alcaides bajo su mas esbrecha reponsabili-
dad, que diesen lectura del Reglamento á cuantos hombres tuviesen á
su cargo; mas las cosas han seguido en el mismo abandono y ¡qué
mucho si alcaides ha habido que con dificultad habrían alcanzado á
comprender lo que dicen aquellas sencillas páginas! [qué mucho, si
ha habido muchos do ellos procesados á pesar de la impunidad con
que su cargo les ampara 1
Qué tal seria su conducta, lo deja entender, además de otros docu-
mentos, el Capitulo II, que encarga á los alcaides la vigilancia para
que «no te maltrate á los presos ni hagan exacciones indebidas.*
El mismo capitulo les faculta para suspender á los dependientes qué
desmerezcan su confianza y no obstante, posteriormente á esta dispo-
sición, han sido dependientes interiores de la cárcel hombres reinci-
dentes en delitos feos, sin ningún género de educación, respeto ni te-
mor; los cuales han impuesto su voluntad á simples acusados, inocen-
tes cuyo decoro ha padecido mucho con recibir (amafio castigo antesde
que se ! esjuzgara; porque castigo es, y muy duro, obligará persona»
de estimación, no yaá la obediencia, sino al inevitable trato de la ca-
nalla que ha privado ea las cárceles hasta hace muy poco tiempo.
El mismo capitulo manda que en cada departamento se fije en una
tablilla «el régimen interior establecido para el gobierno de las cár-
celes;» pero ¿saben nnestros lectores qué es lo que suple á esta dispo-
sición? El precio de los alquileres y el aviso de que deben pagarse
por quincenas adelantadas, sin mas plazo que el de í i horas. Esta es
h única noticia que se ha creído interesante para dar muestra del sen*
timiento que los presos inspiran.
Prohibido está que se introduzcan navajas ni otra clase de armas ó
herramientas; pero no hay cárcel donde carezca de navaja el que la
quiera, y en todas se hace alarde público de su posesión.
En ciertas ocasiones criticas se ha registrado á los presos después de
una riña sangrienta y no se ha hallado ni uñ alfiler. En otras ocasio-
nes, sin duda por convenir á particulares intereses, se han hallado na-
vajas á docenas.
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Dt rotor a sis
¿Ka posible evitar que los presos reciban armas ofensivas? No, co-
bo no se hiciera un escrupuloso registro diario y ¿quién sabe? quizás
tampoco asi se conseguiría mientras subsistiesen las malas condiciones
de las cárceles actuales. Lo mismo decimos de los vinos y licores cuya
introducción eslá absoluta y tiránicamente prohibida en los departa*
meólos de presos pobres; pero merced á la connivencia, al soborno ó
ai ingenio, en dichos departamentos hemos visto introducir siempre
los objetos prohibidos.
El Reglamento fija en ocho maravedises el pago de cada recado que
los presos encarguen á los mandaderos, prohibiéndoles exigir mas.
¡Pero si el preso se queja mil y mil veces en vano; si está cometi-
do i la dura ley de la necesidad! jSi ha habido mandaderos cuyo úni-
co oficio conocido era el robot ¿De qué babia de servir sino de escar-
nio para el mandadero la candorosa prohibición del Reglamento! No
echo maravedises, sino ocho reales y mas ban podido hacerse pagar
muchos dependientes por un recado. El Reglamento pide imposibles.
En la desobediencia que encuentra lleva el castigo de los absurdos
que contiene y de sos graves defectos.
Las habitaciones de pago, dado que sean bastante capaces para al-
bergar á un hombre solo, no lo son para dos personas de decoro; y
sin embargo, ciando un simple acosado que paga cinco reales diarios
se ve obligado á sufrir en su cuarto la wmpafia d<* uno 6 dos delin-
cuentes desconocidos, no por eso goza de rebaja ninguna en el precio
del inquilinato, sino que sigue pagando cinco reales, como si no fuera
bastante desdicha la de las malas compañías á que de orden superior
le someten.
Be enero de 1855 hubo hasta cioco individuos en un solo cuarto.
Una disposición no hemos podido esplicaruos jamás y es la que á los
que ocupan departamento de segunda clase les concede una hora me-
nos de comunicación que á los de 1/ Durante nues!ra larga permanen-
cia en el Saladero nos propusimos en vano averiguar el porquéde esa
distiocion y no la hallamos jusüflrada. No quisimos preguntárselo á
quien debía saberlo, temerosos de que nos respondiese: «los de 1.*
clase pagan mas dinero. »
Escasado nos parece advertir que el Reglamento proscribe los jue-
gos da arar; Un escusado tal vez como dar la noticia de que desde las
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SS4 FRISiONBS
primeras horas de la mañana no hemos oido por ios patios sino voces
de ¡Al queso, al queso! Esta frase sirve de reclamo á los jugadores
que entretienen sus ocios sentados alrededor de ana manta, sóbrela
cual el prestigiador de oficio conmueve á los circunstantes con las ma-
ravillosas vicisitudes del albur y el gallo.
¿Deseará saber algún curioso si el juego es ocasión de riñas yodios
y venganzas? La historia de todas las cárceles le satisfará respecto al
asunto.
En el Reglamento trasciende algo del espirita de nuestra ley electo-
ral. Que así como para elegir diputados se declara que la mejor ga-
rantía de acierto es el dinero, así también el Reglamento supone que
la mayor parte de los presos que pagan dinero, son personas de buena
educación. Sin duda también por igual concepto manda á los preses
pobres que oigan misa en las fiestas de precepto, y guarda silencio con
respecto á los que pagan.
El artículo 124 prohibe que los presos pobres cambien entre si su
ración Tampoco podemos darnos cuenta del objeto que se propo-
ne tan raro mandamiento.
Pero, á propósito de ración, debemos hacer notar que en la cárcel
misma, hasta en el sobrio raochodel preso, halló materia para fundar
categorías aristocráticas el egoísmo apoyado en la fuerza.
De 40 á 11 por la mañana y de 4 á 6 por la tarde está mandado
distribuir los ranchos.
Hay en cada calabozo dos hombres capaces de imponer á los demás,
los cuales se llaman calaboceros. A su fuerza física unen la fuerza mo-
ral que les comunica el ser nombrados por el jefe de la casa. Estos
hombres señalan á cada preso el sitio que debe ocuparen su deparla-
mento; perciben las primicias de lo que el novato paga á su entrada,
dirimen contiendas del único modo que les enseñaron á hacerlo en sus
escuelas; y si hay barato que cobrar, no se desdeñan de desempeñar
este cargo, y si un preso les opone resistencia, la vencen por el mis-
mo método con que dirimen las contiendas.
En la cárcel no se dice bastón, palo ni tranca; se dice el código.
» Estos, pues, calaboceros son los primeros que se presentan á reci-
bir el rancho; sus amigos íntimos, sus auxiliares en los casos belico-
sos ó en las empresas de su industria, se presentan después; inmedia-
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DI 1ÜI0P4. SSft
lamento les sigue el pariente, e! marido de la amiga, el acreedor, el
respetado por valeroso que ha sabido conquistar posición, el que
aquella semana tiene que percibir dinero de un entierro, el vocea-
dor, etc., etc., etc., de suerte que cuando ya el caldero no contiene nn
ápice de la grasa que al principio sobrenadaba, matizando de azafrán
y pimentón la superficie, entonces reciben su ración los pobres de es-
pirito y de materia, los que coando juegan pierden, los que ni por
oficio, por deudo, ni simpatía tienen lazo alguno con los fuertes. Ofén-
danse algunos de verse en tan Ínfima degradación, y procuran trabar
amistad y tener mano con el calabocero ó hacer gracia al valiente ó
regalar on juego de naipes al que soele distinguirse por el dicho de:
«yo con la baraja en la mano á ningún hombre le temo.» Por estos y
semejantes medios salen de su miserable estado algunos infelices, y al
cabo de cierto tiempo llegan á comer on rancho, cuyo caldo mani-
fiesta al ojo perspicaz ciertos caracteres que revelan la presencia de
la grasa, como diría el químico. Para comprender lo que en materia
de valimiento y ascensos sucede en los calabozos, no es menester ha-
berse bailado preso: todo el que viva en una sociedad donde imperen la
fiera y el oro, puede hacer una composición de lugar y formarse idea
de aquellas regiones.
Los presos pobres tienen que cuidar de la policía interior de sus
respectivos departamentos; de cuyo servicio les exime el Reglamento
si abonan por una sola vez cuatro reales; pero (qué de abusos hemos
visto cometer en eslo, lo mismo que al variar un preso de departa*
mentó, en cuyo caso está prohibido que los celadores exijan cantidad
alguna bajo ningún pretexto!
(Ahí es que al preso que no saciaba la rapacidad de aquellos
móostruos, se le recomendaba al celador ó al calabocero de su nuevo
departamento; y el calabocero le colocaba en el sitio mas pestilente y
le dirigía insultos y denuestos, y áello le ayudaban sus mas leales ca-
marade. T si el preso decía: eme quejaré á los sefiores jueces el dia
de la visita de cárceles, » se le amenazaba con venganzas crueles, po-
sibles, muy fáciles; y el alcaide le mandaba llamar para decirle que
traía sublevado el deparlamento y que no insultase á sus dependientes,
ai tokiera á alíerar el orden, ó lo pasaría mal.
Todo eslo y algo mas lleva consigo una cárcel hecha para se-
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m rasión»
guridad de los presos y unas reglas para amparo de sin personas.
Verdad es qoe está prohibido maltratar de obra ni palabra á los
presos; pero ¡á cuántos infelices ha costado cara la confianza en esa
ilusoria protección!
Nosotros les hemos visto caer rendidos, ensangrentados, exánimes
á puros golpes, y sns bárbaros martirizadores hacían alarde de tan
impía conduela. Hubo muchos testigos presenciales del caso, que Ito-
góá hacerse público, y nadie les llamó, ni autoridad alguna puso em-
peño en averiguar la verdad. £1 desgraciado fué conducido al hospi-
tal á las tres de la madrugada.
Personas muy conocidas y nmy respetadas por su talento y cono-
oimientos han «ido atropelladas con el mayor desenfreno y arbitrarie-
dad en nuestros dias, y como sobre los dependientes de la cárcel pesa
una responsabilidad enorme, que naturalmente debe autorizarles y en
efecto les autoriza para ciertas medidas de necesaria precaución y de
vigor, y como los jefes del establecimiento pueden colocar á los pre-
sas donde les parezca que los tienen mas seguros, y como el preso
que se queja hoy sabe que queda á merced del mismo que le ha
agraviado...
Para que no se crea que exageramos, comprobaremos con un hecho
nuestras observaciones.
Hallándonos presos no hace muchos afios, resolvimos con otros
compañeros de desgracia quejarnos á la visita de cárceles de la desa-
tención y la injusticia con que se procedía respecto á nosotros.
Asi en efecto lo hicimos, y enterada la visita, viendo cuan justa era
nuestra demanda, ordenó inmediatamente que fuésemos atendidos. T
como desgraciadamente ya tentamos entonces alguna experiencia de
las cotas de cárcel, suplicamos á los jueces que hicieran responsables
á todos los empleados de cualquier atropello que con nosotros se co-
metiera en venganza de la queja que hablamos dado. Llamóse en
efecto á todos ellos, y el presidente de la visita nos dejó perfectamente
satisfechos. Gracias sin duda á esta precaución, no fuimos molestar
dos; mas la arbitrariedad se llevó al punto de no cumplir la orden del
juez hasta la víspera de la siguiente visita.
Del conjunto de estos pormenores podrá sacar el discreto una noti-
cia casi cabal de la verdadera situación de las cárceles á pesar del
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DE EUROPA. 331
Me§lamento y de los innegables progresos realizados por la Sociedad
creada pora la mejora del sistema penitenciario (de que nos ocupa-
remos á so tiempo), por algunos alcaides que, no acostumbrados á tanta
inmoralidad y aboso, acometieron la noble y difícil tarea de ponerles
coto, y por la Junta de Cárceles.
Hoy á lo menos los dependientes son todos libres, y si bien los calar
boteros y sus ayudantes siguen siendo presos, y si bien la fuerza bruta
sigue imperando é imperará siempre en las grandes cuadras, lo cierto
as que no se cometen ciertos abusos horribles ni dejan los alcaides de
participar mas ó menos de la suavidad introducida en las costumbres.
Importa, empero, que las mejoras lleguen en breve á mas alto punto;
que dejen de existir los calobozos subterráneos y las grandes cuadras,
y la confusión de acusados penados y reincidentes, y la de los que
kan cometido leves fallas con los grandes criminales; importa mucho
que el preso en lugar de pervertirse inevitablemente, como sucede hoy,
se mejore en lo posible.
La mayor parle de las reincidencias son debidas á nuestras pésimas
costumbres en materia de cárceles: la sociedad es quien abre el cami-
no del crimen á muchos desgraciados que no habrían sabido llegar á
él si en la cárcel no lo hubieran aprendido.
Es sobre todo encarecimiento abominable lo que pasa con los po-
bres jóvenes. No nos cansaremos de hablar de un punto que tanto in-
teresa á lo presente y al porvenir de la patria y la familia.
Consiéntanos el lector que volvamos la vista á la inesperiencia des-
valida, al hijo del pobre, infamado, desmoralizado, pervertido en nom-
bre de la virtud invocada.
En 1855 y 1856 tuvimos hartas ocasiones de reflexionar sobre la
triste soerle de los niños presos, y de formar nuestro juicio respecto
al calamitoso sistema que con ellos se observa.
En 1858, encarcelados otra vez, volvimos nuestra consideración á
se departamento, deteniéndonos algo mas en sus pormenores.
Entonces, aunque encarcelados, dedicábamos algunas horas diarias
á nuestras constantes tareas periodísticas, y dimos á luz en La Dis*
cmsion las siguientes lineas:
«Hay aula cárcel de Villa (Saladero] un departamento ocupado
«por presos nifios y adolescentes.
ííL 43
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M8 PRISIONES
« Esle depai lamento contiene boy día (1) 48 acosados, cuyas eda~
«des variao entre los 10 y los SO afios inclusiva,
«De estos 48 acusados los 28 tienen padre y madre; loa 7, solo
«madre, loa 11, solo padre, y loa 7 restantes se dicen huertanos.
«Los que saben leer y escribir son 18; entre oslas los hay muy
«aprovechados. La mayor parle han aprendido dentro del estabtaei-
« miento,
«La gran mayoría do las acusaciones que pesan sobre estos desgra-
«ciados son por hurto y robo; las demás cansas puede decirse que son
«escepcioqes.
«Sus delitos cometidos sn las márgenes del Manzanares, en el Has-
« tro, en las plazuelas, tienen por objeto prendas de mny pono valor,
«generalmente hablando. Por ejemplo, entre los que hoy citamos se
«encuentran cuatro jóvenes de 13 ál7 afios, consortes en el harto de
«una funda de almohada, y & que lo son en el de un portamonedas
«conteniendo 16 reales. La causa de robo mas considerable es por la
«cantidad de 8,000 reales.— Los densas están acusados de robos y
«hurtos tales como una silla vieja, un par de botas, do lio de ropa,
«un pafiueto de algodón, unas camisas usadas, 8 ra., una arroba da
«carbón, hierro viejo, unos pantalones, 6lo¿, etc.
«Dos jóvenes de 14 afios de edad, asturianos, están acusados de
«estupro.
«Entre los acusados de robo hay • reincidentes. Uno de ellos, de
«14 afios, cuenta con la actual 8 prisiones; otro de la misma edad,
«6; otro de 18 afios, 5; y los restantes i y 3.
«Entre los de hurto, son 8 los reincidentes; 3 por tercera vez; t
«por segunda, y 3 por primera.
«Naturales de la provincia de Madrid hay 23; de I a de Oviedo, 8; de
«la de Logo, 3; los demás son de Murcia, Toledo* Guadalajara, San
«Sebsstiaa, Cuenca, Ciudad-Real j Valencia y Valladolid; «*q eses-
« tranjero, natural de Praga.
«La mayor parte demuestran á primera vista viveza ó ingenio; son
«apasionados; se ve en algunos una precocidad estraordinaria. Pocos
«son los de Índole mala; pero hay entre todos tres ó cuatro que pue~
I (1) 16 de lelleabre de 18BS.
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WEIUIOFA 889
den considerase ya divorciados de la sociedad para siempre. Con
impttot que so razón do uasta á contener; entregados á una vida
qu* estimóla sos sentidos; desprestigiada 4 sos ojos toda idea de
moralidad; atraídos por la influencia de las escenas y los caracteres
que están al alcance de su inteligencia y en armonía con sos mcli-
naciones, se pervertirá en ellos el órgano de la imitación, siendo su
gala el delito, s* porvenir la infamia. El número de reincidencias
ée q*e hemos hecho mérito, nos induce & creer que no solo ame-
naza tan triste suerte á los que ya nacieron con funestas disposicio-
nes, tino á ios que, destinados al bien, viven en el abandono y se
entregan á la fuerza de la necesidad y del mal ejemplo que los ha-
cm esclavos del crimen.
«En la cárcel, aun cuando hoy dia se les enseña á leer y escribir y
la doctrina del P. Ripalda, no pvede formarse su difícil educación,
que debería ser objeto del asiduo cuidado de los gobernantes. Des-
pués que los jóvenes que hoy dia se encuentran presos recobren la
libertad, volverán á donde sus instintos, relaciones y costumbres los
han llevado hasta hoy, y olvidarán bien pronto lo que se haya po-
dido ensenarles en la cárcel. ¿De qué servirá repetirles la lección
cuando una reincidencia los devuelva á lan triste albergue?
«No queremos llevar adelante nuestras consideraciones, que son
para mas despacio si han de producir algon saludable efecto; pero no
terminaremos sin manifestar que, visto el abandono en que vive el
hijo del pobre, y la desenvoltura con que se permite obrar al mal
inclinado, nos parece moy lejos de lo justo exigirle mafiana la res -
«poosabílidad del dafio que haya podido hacer á sus semejantes. »
Nos lamentábamos entonces del funesto encarcelamiento de los ni-
flos en ta prisión pública y mostrábamos temor por el mal ejemplo...
¡y aun no lo sabíamos todo!
No sabíamos, como sabemos hoy, qoe se había llegado á lo nefan -
do con ellos; no sabíamos qoe, bajo el preieslo de la religión y sus
misterios, habiao padecido insultos en su honestidad, ¡única virtud
que acaso conservaban integra (1 ))
J) Aludimos* ud becbo ocurrido á principios de 1855, que do se hito público por
eoosideranoo al esledo «oclal del culpable, »\ bien tuvo conocimiento del atontado h
autoridad civil y lo oomumcd á la del fuero compélanle.
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OÍO PRISIONES
Se ba intentado algo en favor de los nidos presos, y cúmplenos re-
cordar para deseogafio de los que todo lo esperan del Estado, que los
primeros esfuerzos hechos con tan laudable objeto partieron de la
iniciativa privada.
Datan de aquella época memorable en que se crearon las escuelas
municipales gratuitas; de aquel breve periodo en que el partido pro-
gresista, dueño del poder, de la fuerza y del público entusiasmo, pudo
atreverse á todo y do supo ó no quiso, y murió de miedo á so único
remedio, que era la revolución.
Sin olvidar los errores de aquel periodo, agradezcámosle, empero,
la fundación de dichas escuelas y otros benéficos propósitos, como fué
la creación de un establecimiento especial páralos niños y adolescentes
presos.
Al tratar de la Cárcel de Corte haremos á los autores de este pen-
samiento la justicia que por otros conceptos merecen; ahora nos refe-
riremos únicamente al punto que nos ocupa.
El dia 2 de enero de 4810 se inauguró solemnemente en Madrid una
Sociedad para la mejora del sistema carcelario. Su junta directiva,
nombrada por aclamación, se compuso de los señores: Presidente,
Marqués de Pontejas; Yice-presidentes, D. Salusliano Olózaga y ge-
neral Manso; Vocales, Sres. Taran con, Puche y Bautista, Drument,
Egafia, Aribau, Cobo de la Torre, La Sagra y Asnero; Secretarios, se-
ñores Pastor y Madoz (D. P.); Vice-secrelarios, Sres. Beltran de Lis y
Moreno; Tesorero, Sr. Acebal y Arralia; Secretario de Estadística,
Sr. Arias; y Arquitecto, Sr. Alvarez.
Vastas y laudables eran las miras de la Sociedad; grande apoyo
merecía haber hartado; mas vióse casi del todo abandonada á los re-
cursos de sus individuos, y malogróse lastimosamente la semilla de
sus nobles propósitos.
Concibió la idea de apartar á los jóvenes presos del trato de los cri-
minales ya experimentados; y el municipio secundó el pensamiento,
habilitando para el objeto la casa números 7 y 9 del Paseo de Santa
Bárbara. El mismo ayuntamiento costeó las obras indispensables para
la posible conveniencia del local, y muy en breve, el 16 de febrero, se
abrió la nueva cárcel, cargando el gobierno con el leve gasto de un
director, un celador y dos dependientes. Púsose escuela, organizaron-
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01 EUROPA. 841
te talleres de zapatería y otros oficios, hiciéroose dormitorios separa-
dos, y dióse cómodo y aseado uniforme á los 46 jóvenes, que faeron
los primeros habitadores de la nueva cárcel.
Asistieron á la inauguración las autoridades, un ilustrisimo prela-
do, que pronunció un discurso, y varios personajes notables. La Real
orden que se leyó autorizando el aclo ofrecía á la noble empresa la
p.oteccion de la reina y sus auxilios positivos en cuanto lo consintie-
sen los recursos del Tesoro; los P.P. Escolapios prometieron enviar
diariamente á noo de sus hermanos á regentar la escuela y los días
festivos á decir misa y dar educación moral y religiosa á los jóvenes.
Desde luego condenamos por absurdo el sistema de ensefiar seis
días seguidos á un preso el oficio de zapatero, y un solo dia la mora-
lidad.
Aquellos jóvenes, ¿acaso estaban presos por haber hecho malos za-
patos? No, sino por actos inmorales; ¿no era, pues, mas lógico e aso-
larles mas moralidad y menos obra prima?
No queremos amenguar en lo mas mínimo la gratitud que á la So-
ciedad es debida y que siempre le hemos tributado; mas duélenos vi-
vamente que no se separase á tiempo de la antigua y estéril rutina ," y
en vez de poner tanto ahinco en sacar buenos zapateros (lo cual nada
tíeoe que ver con la conciencia), no lo pusiera en sacar hombres hon-
rados. Su fin debia ser la corrección de las malas inclinaciones; lo de*
más era accidental.
Dentro de la familia se concibe que el padre pobre se desviva para
dar oficio al hijo, porque ya se presupone que antes comenzó la tarea
de moralizarle; pero en la cárcel precisamente se presupone todo lo
contrario.
Lastima profundamente ver el tiempo que se desperdicia por la ilu-
sión de que lecciones de moralidad recibidas de seis en seis dias por
nifios maleados, puedan servir de algo. Esa enseñanza intermitente es
lo mas insípido, lo mas estéril que pueda imaginarse: menos malo se-
ria hacer zapatos todos los dias sin distraerse en moralidades domin-
gueras, pues á lo menos así no se interrumpiría nunca la práctica y
se tendría la seguridad de adelantar en el oficio.
Los cuidados de la Sociedad no faltaron á los jóvenes; pero todo el
aparato oficial de la inauguración quedó convertido en muy poca co-
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m pusionss
8a. Sin dada los apuros del Erario debieron ser muy graves, pues la
protección ofrecida en la real, orden do llegó á tener realidad. La So-
ciedad, para arbitrar recursos, hizo sacrificios pecuniarios y dedicó á
los niños á empajar sillas, á fin de que con el fruto de su trabajo ma-
terial contribuyesen con algo á so sustento, y asi las cosas, fué disuel-
ta la Sociedad en 4843.
Prescindiendo de otras consideraciones, quizás agenas del presente
trabajo, y que nos obligarían áser muy prolijos, es seguro que en va-
no se fatigan los filántropos en moralizar á los jóvenes, mientras es-
tos entren y salgan de la cárcel con la frecuencia que hoy; porque en
un momento pierden todo un afio de sermones.
Para esos jóvenes no hay mas remedio que la constante tutela del
Estado, hasta que, capaces de responsabilidad, adoctrinados y educa-
dos, salgan, no de una cárcel donde por fuerza han de perder decoro
y horror al crimen, sino de una casa de enseñanza donde haya com-
pasión á su desgracia y respeto á su ser de hombres; donde nadie se
atreva á menospreciarles, bajo las penas mas severas, porque su
suerte es digna del mas alto respeto.
¿Qué estimación ha de cobrar el que desde los primeros altos oye
que en todas partes le motejan con escarnio de inclusero, de hospicia-
no ó de mico? ¿Por qué se le ha de avezar á tareas bajas y repugnan-
tes antes de merecerlo? ¿Asi se elevará la mente? ¿Asi cobrará bríos
el corazón? ¡Levantemos el espíritu de la nifiez desvalida, si queremos
tener una juventud que nos valga á lodos; estimulemos sus aspiracio-
nes á lo bello y á lo noble si queremos que se esfuerce por salir de la
miseria; pero abatirla, menospreciarla; obligarla á elegir oficia sin li-
bertad de elección entre objetos que no conoce; sin poseer los cono-
cimientos mas elementales....!
La Sociedad á que nos referimos no era gobierno: harto hizo, y lo
hizo en gran parte con fondos de sus individuos; no podía mas ni es-
taba en su mano acabar con las prácticas rutinarias con que se con-
dena á los infelices acogidos ó sometidos al bárbaro régimen de los
establecimientos llamados piadosos.
La Sociedad fué disuelta en 1843, y á su disolución no fué ageno el
espíritu de partido.
Pasaron los jóvenes á ocupar las habitaciones altas ó, mejor dicho,
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oí Etmon. tis
desvanes del Saladero, donde habían estado las mujeres presas y han
pasado macho tiempo sin maestro de primeras letras y dedicados á
empajar sillas y otras veces á doblar sobres de cartas. Hoy día
tienen escuela fija en so deparlamento.
Antes de entrar en pormenores acerca del estado en que hoy se ha-
llan los demás departamentos, vamos á reunir los datos estadísticos
qie nos parecen mas dignos de fijar la aleuden pública, con respec-
to ala Cárcel del Saladero.
Cuando existían al par las cárceles de Corte y de Villa, y parti-
cularmente poco antes de refundirse en una sola, aquella dejaba esce-
so de productos, mas esta los aprovechaba para cubrir su déficit cons-
tante, ocasionado por el mayor número de presos y aun de presos
pobres que contenia , por cuyo motivo también tenían que apli-
carse al propio objeto los fondos de la Penitenciaria llamada Mo-
delo.
Tenia la Cárcel de Villa los empleados siguientes:
Un alcaide. .
Un capellán. .
Tres porteros.
Cinco demandaderes
Dos demandadme»
Un llavero. .
Un escribiente.
Dn enfermero.
Da cocinero. .
Dn mayordomo
Un médico. .
Dn cirujano. .
con
»
con 7
con 3
con i
con
con
»
10 rs. diari
*
21
15
8
5
5
S
6
8000 rs. al
3300
S300
ios.
año.
Cuyo? tres últimos empleados desempeflaban también sus respec-
tivos cargos en la Cárcel de Corte, sin mas sueldo que el menciona*
do. Los productos de las habitaciones de pago se calculaban en 10,000
reales al afio, y procedían de los departamentos de Corrección, Cuar-
tel* y cuartelillos.
Los precios del alquilar diario eran:
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941 PRISIONES
Corrección 4 rs.
Cuarteles 2
(1) Cuartelillos 1
Hoy dia cuestan
Alcaidía alta 5 rs.
Corrección 8
(2) Alcaidía política 3
Coarto de oficios. ... 4
Volvamos á los últimos tiempos en que subsistieron las dos cár-
celes. Desde 1 843 á 1847, cuyos gastos y productos pueden verse en
las cifras siguientes:
AÑ08.
PRODUCTOS.
GASTOS.
1843
1844
4845
4840
4847
TOTALES.
42,494 rs.
8,553 »
47,400 »
46.898 »
19,858 »
26.689 rs.
29,228 »
28,764 »
31,098 »
32,017 »
75,769
147,77»-
Como en los Estados que antes reprodujimos del Archivo carcela-
rio, están comprendidos indistintamente los presos de ambas cárce-
les, vamos á presentar, á falta de otros datos relativos esclusivamen-
(4) ün año después, en 1848, se publicó el primer reglamento fijo para el gobierno
interior de las Cárceles de Madrid, que en su artículo 94, tratando de los departamen-
tos dice; «En los del .• clase, establecidos únicamente en la (cércel)de Corle, se abona-
ban por estancia 5 rs.; en los de 2.a, 3 rs. en la de Corte y 4 en la de Villa; en los
«de 3.a, 1 >/i. *n el pspresad > cuarto de oficios, 1 rs.»
El mismo reglamento señalaba al Alcaide 30 ra. diarlos, á los porteros0/, ¿ los llaveros
y encargados de libros, 6; é lo mandaderos y mandaderas 4 */t
En lo» datos relativos a 4847 no vemos citado el cuarto de oficios, si bien es sabido
que existía.
(5) Este deparlamento fué destinado 6 presos políticos durante el ministerio San Lula
y sus habitaciones se daban gralis.
En 1855 hicieron los presos políticos (que se hallaban confundidos con toda suerte de
delincuentes) vivas reclamaciones para que de nuevo se rehabilitase conforme estaba
peros! bien te les concedió el departamento, fué pagando 8 rs. diarios, y asi continua boy.
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DE EUftOPÁ. 345
te ¿ la cárcel de Villa (en tiempo en que existía la de Corté), el por-
menor de 1847.
Existencia en l.9 de enero en la Cár-
cel de Villa 454 presos de ambos sexos.
Entraron dorante el afio 3608 »
Salieron en libertad 1925 »
Por tránsitos & sos pueblos. ... 917 »
Al hospital, donde fallecieron. ... 21 »
Murieron en la cárcel. 2 »
Salieron á presidio 198 »
á la Galera 46 »
trasladados á la de Corte. . 576 »
Total de entrados y salidos. . . . 3685 »
Existencia en l.9 de enero de 1848. .377 »
Otra noticia curiosa debemo^ reproducir, aunque solo en resumen,
losándola, como oirás varias, del escelente articulo Madrid del Dic-
cionario de D. Pascual Madoz.
Refiérese al quinquenio de 1841 á 1845, y comprende el suminis-
tra de raciones para una y otra cárcel.
Resulla de los datos cuyo pormenor tenemos á la vista, que en di-
cho quinquenio se consumieron 1 .088,258 raciones de pan, correspon-
diendo al afio ordinario 217,651 raciones, y 18,137 al mes ordinario.
El importe de dicho articulo, mas el de garbanzos, judias, lentejas, fi-
deos, arroz, patatas, carnero, tocino, lefia y carbón, que componían el
suministro, ascendió durante el quinquenio á i 276,917 r>. 32 ms.
correspondiendo al afio ordinario. . . . 255,383 » 20 »
y al mes ordinario 21,281 » 33 »
Del afio 1847 esclusivaiüente podemos dar otros pormenores.
El gasto de la Cárcel de Villa importó por manutención de presos
pobres la cantidad de 375,363 rs. 33 tus.
El gasto de la de Corte, por igual concepto. 105,574 » 21 »
Total. . . U0,93S » 20 »
En dicho alio se recaudaron
TUMO
14
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34C PRISIONES
DeJosjoz^os, por cárcel segura. . . . 209^8.
Por alquileres de local en ambas cárceles. . 2,18(0 *
Por censos, mandas y otras 1,322 »
Reintegro de raciones del presidio modeló: . 6,56& » 20f ms*
Librado de las arcas diunicipales. . . . 462,000»
Total (1) 472,186 » 20 ms.
Decimos pues al total de ingresos . . . 472,187 rs. té ms.
Saldo que resalló en fin dé 1¿46. . . . 790' » 2 »
Id. á favor que pasó á la cuenta de 1848. . 7,861' » 2 »
Total igual. . . 480,938 » 20 »
Cubríanse estos gastos, lo mismo que hoy, con el próÜucto de los
alquileres de Alcaidía, Corrección y Citárteles, denominaciones que
sin gran fundamento tomó la Cárcel de Villa dé la de Corte.
Hoy día existen en la Cárcel del Saladero 658 presos (2)..
La Alcaidía alta, que se compone de 18 habitaciones contiene 24 presos.
La Corrección grande tiene habitaciones y .- . . . . 3f »
El coarto de oficios 14 »
La Alcaidía política está felizmente desocupada. ...» »
El Salón continua. » »'
Los calabozos que abren al Patio grande » »
Lo que dan ál Patio chico » »
Los del patio de detenidos » »
El departamento de jóvenes » . »
. - Total. . . . 70 »
(1) Por algún* fácil omisión en el total del Diccionario hallamos la cantidad del mo-
do siguiente; 471,187 rs. 16 ms.; es decir con 16 ms. mas, errata de poca monta, pero
que nos cenviene apuntar ya que tenemos que admitirla para el balance que sigue en
el texto.,
9) En estedia (5 de octubre 1861) el número de mujeres presas es 4 58. Ocupan al
edificio que fué de Misiones de San Vicente de Paul, y en nuestros días también presi-
dio modelo, situado en la calle del Barquillo, con vuelta a la del Almirante, donde tie-
ne también la secretaria la Junta de Cárceles.
Tres departamentos generales tiene la prisión: dos para presas y uno para detenidas.
Los departamentos de distinción son des, capaces para seis individuos cada uno. En
lugar de:ios camastros del Saladero, tienen las presas camas de hierro. En 1817, ocupa-
ban todavía las habitaciones altas de esta cafeol, y merced 6 la Sociedad para la mejora
dby VJ(
ob nmofá. 141
Los «oradores habituales de la ca$a tienen, como es notorio,. ona
esfera propia y casi esciosiya, coando se hálito en libertad. Hay ca-
sas púdicas, ceñiros de concurrencia y gran tránsito, y aun distri-
tos donde es seguro bailarlos siempre.
Desde fecha muy remota ha sido señalado el Rastro de Madrid co-
mo centro de contratación de ladrones, no solo por venderse y com-
prarse allí objetos robados, sino por verificarse en so recinto la dis-
tribución de puestos que á cada cuadrilla de tomadores corresponde,
según lo combinan los jefes y maestros. «Especie de Corte de, los
milagros» llama al Rastro el Señor Mesonero Romanos.
T asi como de la Plaza de Armas de Palacio salen distribuidas las
guardias para todos los puntos de Madrid, asi salen del Rastro cua-
drillas para la estación del ferro-carril del Mediterráneo, para la igle-
sia donde se celebra una función solemne, para la Puerta del Sol,
para las ferias en su época, para los puntos mas convenientes en dias
de gran gala ó det regocijos públicos, páralos teatros, sin olvidar
los sábados el santuario de Atocha, ni los domingos la Casa de fieras,
«líos estos, si no de cosecha rica, á lo menos de cosecha segura. Mien-
tras estuvo en pié la iglesia del Buen Suceso, hubo una numerosa
ctadrilla dedicada á los devotos de las últimas misas; ahora menu-
dean mas los hurtos en la iglesia de San Luis los dias de fiesta, y en
todas durante los jueves y viernes santos.
del sistema carcelario, fueron colocadas en departamentos distintos, aunque en al
salamo plao, las pendientes de causa y laa penadas.
En 1852 pasaron de la Cáretl d% Villa al edificio que boy ocupan, y á ocupar au' local
eeiraroo los presos jótt¡\«$.
Hasta el ano IWO solo se sabe que laa recluaas vivían en loa calabosoa de lo que
entonces era cárcel pública. Entonce* ae mandó nacer una habitación para ellas en la
de Corle con el fondo de las multas. En 1638 fueron trasladadas a otro sitio, del cual no
hallamos iodlclo. Bn 1614 volvieron á la Cárcel de Corle, de la que fuerou separadas
otra ves enlotS. En 4714 ae resolvió trasladarlas al Hospicio (donde vivían confundi-
das con los pobres acogidos; mas se fugaron en gran número, saltando tapias y des-
colgándose por las ventanas. Al ano siguiente, so ordenó el planteamiento de una Ca-
sa-Salera Inmediata á dicho Hospicio, y allí permanecieron las reclusas basta 1750. De
allí pasaron á un edificio que se habilitó en la calle da Atocha, pero con tanto aban-
dono que no babia fondos destinados a la manutención do las desgraciadas y solo con-
taban con la caridad pública. En 1818 se laa llevó a la casa que habla sido Inclusa, en
la calle del Soldado, que aun hoy es conocida por la Oalerm Vitja. Entonces se arbitró
levantar 8 maravedises por cada entrada que se espendia en los dos teatros de Madrid,
con lo cual ae atendía á los gastos de las 40 ó 50 presas y al pago de los empleados de
Ja casa, y aun pasaron de allí al convento de Monserrat, icalle/de Atocha.
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818 MUSIORES
Eo el Rastro es donde se averigua quien fué el tomador de, un ob-
jeto ó de la pieza, como dicen los doctos.
Durante algún tiempo la Plaza Mayor ba sido también sitio pre-
dilecto para sus pláticas y conciertos, si bien en este último punto
acudían principalmente los capataces para tratar, no miserables hur-
tos, sino atrevidos golpes de mano.
Además de estos sitios al aire libre, hay y ha habido siempre otros
que han merecido la particular afición de los malhechores.
x\ntes de la última transformación de la Puerta del Sol existia en
la esquina de la calle de la Montera, á la derecha, una taberna de
entrada muy angosta y de aspecto ciertamente indigno del punto
mas céntrico y concurrido^de la corle de España. El piso de la ta-
berna era mas bajo que el nivel de la calle; su atmósfera estaba siem-
pre cargada con el humo del tabaco y el de la carne que se asaba
en un gran fogón colocado junto al umbral. Durante el invierno asen-
taba su tenderete una castañera á la puerta misma de la casa.
Esta pues fué señalada por la voz pública como una de las mas
frecuentadas por la gente de mal vivir y etapa indispensable para
todo oficial de justicia que iba en perseguimiento de acusados.
Otra guarida mil veces huroneada con igual motivo fué un café
que esle año mismo ha desaparecido de la calle de Santo Tomás,
cuya proximidad á la Cárcel de Corte nos hace presumir que ya de-
bía haber alcanzado fama antes de que los presos todos fuesen des-
tinados al Saladero.
Cerca del mismo sitio hubo también una taberna que perteneció á
una mandadera de la Cárcel de Corte, mujer que alcanzó celebridad
por su gracia y su donaire. Su doble carácter de mandadera y ta-
bernera y su atractivo personal y la circunstancia de tener el esta-
blecimiento á muy corta distancia de la cárcel, eran motivos mas que
suficientes para que los visitadoras de los presos y aun estos at salir
en libertad, echasen al pié de su mostrador la ronda acostumbrada.
Los que han estado presos cobran agradecimiento al sitio que es tes-
tigo de sus primeras expansiones al recobrar la libertad, y solo por
esle concepto es indudable que el café y la taberna mencionados, re-
cibirían frecuentes visitas de numerosos malhechores, siendo como
eran, numerosos los que entraban y salían de la cárcel. También los
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DI BU10P4 3 IB
que salen para pruebas ó para la vista de so cansa, aprovechan la
ocasión de lomar una copa de vino en la taberna de sns contertulios,
aunque les haya de traer á la memoria los tristes recuerdos de su
libertad perdida, aunque quizás les acusen sus paredes de que allí
tramaron el delito que los ha deshonrado y perdido para siempre.
Aun no hace diez afios que un café, muy céntrico y concurrido de
dia por personas decentes, llegó á ser á las altas horas de la noche
famoso punto de reunión de gente perdida. En aquella época la calle
del Clavel y sus alrededores se convertían desde media noche en los
sitios mas peligrosos de Madrid y, con la costumbre de apagar los fa-
roles á las dos, tenían los ladrones seguridad de sorprender y ro-
bar al incauto transeúnte. Cien veces entraron en el café los ladro-
nes después de haber cometido un robo á cuatro pasos de la puerta,
y con el reciente fruto de su delito se entregaron á todo género *de
escesos en compafiia de sus camaradas y de las muchas mujeres per-
didas que solían pasar la noche entera con ellos.
El escándalo con que se robaba por aquellas cal'es solo puede com-
pararse con lo que de tiempo muy antiguo se refiere d« Puerta Cer-
raja, y de tiempo mas próximo se sabe acerca de la Red de San Luis,
siendo mercado.
A tal punto llegarían las cosas que la autoridad mandó cerraf el
caté y, en efecto, sus puertas no volvieron á abrirse en un largo pe-
riodo.
El mismo carácter tuvo una taberna muy conocida que se cerró el
afio pasado en la calle de las Urosas y se atribuye hoy dia á otra de
la calle de Hortaleza; y en varias buñolerías, no muy apartadas de la
Puerta del Sol, es seguro siempre que el malhechor bulle un amigo.
En su tiempo gozó la calle de San Antón del triste privilegio de
albergar á mucha gente non sancta; pero se nos figura que al tomar
el nombre de Pelayo que hoy lleva y habiendo mejorado mucho con las
casas nuevamente edificadas, ha variado la especie de sus moradores.
Hace también pocos afios que la calle de Jardines y algunas otras
fueron públicamente denunciadas á la autoridad como albergues de
malhechores, y aun tenemos entendido que no foé vano el aviso y se
libró al vecindario honrado de las malas compañías, con averiguar el
modo ó el pretesto de vivir de mucha gente del barrio.
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sso phiuoto
H^y (Va el carioso historiador de HJbdrid cita en el mpmo con-
cepto el distrito comprendido entre las. Vistillas y la calle de Toledo,
mencionando expresamente las de San Isidro, San Ventora, las
Aguas, Oriente, Luciente, la Paloma y Mediodía, donde viven ade-
más millares de honrados artesanos, corredores y chalanes. En la
misma categoría se hallan las calles del Rosario y algunas otras.
Tales son los punios de partida, de tránsito y de atractivo para los
moradores del Saladero, y no hablamos de los que fuera de puertas
son también campo de sus tramas y fechorías, porque seria prolija
cuanto ociosa tarea enumerar los merenderos, posadas y demás al-
bergues de la gente á que nos referimos.
Su modo dé vivir en la cárcel hemos procurado darlo á conocer en
lo que nos ha parecido mas digno de la atención del leyente.
Mas aun podemos afiadir el recuerdo de un suceso que no debe
ser olvidado.
En 1855 se celebró en toda España el aniversario del pronuncia-
miento del año anterior, pero se celebró de una maneja singular en
. la, Cárcel del Saladero, donde á grandes voces resonaban de rejas
adentro los vivas á la libertad.
El departamento llamado Salón, que no es de pago, si bien suele
albergar á presos pobres dignos de alguna deferencia, se convirtió
en .el mas estrado cuadro que pueda imaginarse. Levantóse á la mi-
tad de su largo un arco trasparente, de varios colores, iluminado con
gran número de \asos y globos de papel; colgáronse del .techo varias
arañas, también de papel, ingeniosamente labradas por los presos mis-
mos; cubrióse todo de entusiastas leyendas y figuras alegóricas, des-
collando sobre todo el retrato de Espartero, rodeado de verde rama-
je, y celebróse con baile, música y cantares la patriótica fiesta. Los
presos todos solicitaron ser admitidos siquiera á ver el espectáculo
de tanto júbilo, y durante la noche todo fué ir y venir por aquellos
pasillos, y ponderar los adornos, las luces y la gala del Salón, cuya
puerta estuvo abierta, mas no mal guardada, por lo que pudiera
ocurrir. ,
Diez y nueve años tenia el mozo que entonces tenia á raya á la
muchedumbre encerrada en aquella estancia: con lo cual decimos lo
bastante para que se juzgue de sus varoniles cualidades.
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Df EUROPA. 351
Entregáronse los presos a! placer aquella noche; sucediéronse en
competencia los cantadores y bailadores mas afamados, no se dio pon-
to de reposo & las guitarras y circuló por aquellos ámbitos bastante
cantidad dé vino y aguardiente para que, sin trastornar los sentidos,
comunicara la oscitación necesaria ala general alegría.
De cuando en cnando en medio del bullicio alzaba un preso la voz,
y acompañándose con la5 guitarra y secundado por otros tocadores,
cantaba una estrofa alusiva á la gloria dé la patria, yel grito general
que se levantaba de ¡viva Espada! era tan sincett1 y ardiente que
obligaba á meditar sobre lo complexo y contradictorio del desenvol-
vimiento en las facultades humanas.
ReuniÜbs entre recias paredes, ferradas puertas y triples inque-
brantables rejas, victoreaban aquellos hombre* á la libertad, como si
de ella1 recibieran el aliento, como si no se hallasen condenados á vi-
vir en un calabozo.
Estamos seguros de qée muchos de ellos al preguntarnos después
sí creíamos que, atento á aquella celebración, seles indultaría, obra*
bao con la mas candorosa buena fé.
Sin duda con aquellos actos habiaft cumplido en *u corioépío un
gra* dfeber social; habían rendido homenaje de todo corazón á lo
mas bello y grande: á la patria, á la libertad, á la feKcidad de lo*
espadóles todos. Habían hecho un acto de contrición á su manera, y
si en medio de su entusiasmo se les hubiese presentado el ser de pres-
tigio, él duque de la Victoria y en nombre de Espada les hubiera
eligido eft mayor sacrificio, lo habrían hecho gozosos, hasta el de la
vida, para mostrar con noWe orgullo que sus buenas cualidades su-
peraban á sus defectos.
Va* fay! el júbilo fttiga y cuando viene á contrastar con la vida
ordinaria de! preso, que desea aprovechar los fugaces momentos con-
sentidos al desahogo de su corazón, la fatiga rinde al mas fuerte!.
La uoche pasó; verdes hojas y tiernas ramas estaban mustias y aja-
das; solo ardia sin alumbrar una que otra luz vacilante; el buen or-
den exigía que otra tez girase sobre sus recios goznes la ferrada
puerta, y d cerrojo coto su áspero rumor recordase al preso la vani-
dad de sus breves alegrías.
Descolgóse el impasible retrato; derribóse & toda prif» el arce de
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33* M0SION1S
gloría; despojóse de emblemas y galas la morada del dolor, y volvie-
ron á aparecer los negros camastros; los miseros petates, el número
de cada preso y el carcelero que, coa la lista y el manojo de llaves,
iba á convencerse de la presencia real y positiva de los presos que
habian dado vivas á la libertad agena.
¡Doloroso contrastel
Algunos de los que aquella noche se entregaron á las gratas espe-
ranzas y á los sanios propósitos, permanecían aun en la cárcel el dia
5 de mayo de 4 856, y vieron atónitos y medrosos salir por aquellas
puertas al naranjero Buendia, que había sido su leal amigo, su va-
leroso compañero de armas. £1 que entre ellos temiese que la seve-
ridad de la ley pudiera condenarle á igual pena, sin tener en cuen-
ta sus arrebatos de bondad y sus esfuerzos para triunfar del vicio,
¿qué pensaría al recordar los sentimientos que había esperimentado
su corazón la noche del 16 de julio anterior?
A uno de aquellos hombres afectuosos y arrebatados, todo cora-
zón é instinto, que por celos había dado muerte á un cufiado suyo,
le hemos sorprendido mil veces á la madrugada, desvelado, solo, .
sombrío, recostado entre los huecos de las ventanas de corrección
chica (1), fijos los ojos en la reja de la capilla que daba al estremo
del pasillo de aquel departamento.
Pensaba en la muerte. Por fortuna ó por desgracia escapó á esa
llamada última pena, gracias á la mediación de una caritativa seño-
ra, ¿uyas virtudes han ilustrado una merced de marquesado que
heredó de su familia. El preso á quien aludimos vio á sus auxiliares
(sus propios hermanos) condenados á cadena perpetua, y cuando su-
po que se resignaban á tan horrible pena sin apelar de ella, presin-
tió que su sentencia seria de muerte y, como atraído por el destino,
se encontraba delante de la capilla todos los días, absorto, ensimis-
mado, pensando quizás horas y días enteros en el momento terrible,
en el último momento de la vida.
Su valedora, que le había conocido niño y le quería entrañable-
mente, alcanzó para él el indulto, y fué llevado á Melilla.
(1) Corrección chica se llamaba el primer departamento abierto en el cuarto principal,
cuyas ventanas daban al Palio grande. Recientemente ha desaparecido para dar espa-
cio a salas de reunión, Indispensables en la cárcel, por cuyo motivo se ha trasladado
de sitio también la capilla.
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DI EtftOPA. 353
El reo partió triste y desconsolado, modo y abatido.
Le habíamos oido decir que si hubiera muerto so esposa, á quien
adoraba, le seria indiferente la vida y son moriría tranquilo y contento.
Dijese también que babia sollado la espresion de que si él supiese
que ella se babia de volver á casar después de su muerte, la asesina-
ría para que no perteneciese á otro. Sin dada por este motivo se tomó
m la cárcel la acertada resolución de prohibir á los que ocupábamos
departamento de pago, qne ni un momento le dejáramos en nuestras
respectivas habitaciones á solas con su esposa.
El, sin embargo, fué condenado á vivir cargado de hierro y ausente
del bien que mas quería (qué vida para aquel joven enamorado y
celoso!
Llevaba, es verdad, consigo la esperanza de que á fuerza de afios,
de moralidad y de servicios se le hiciese gracia y recobrara la liber-
tad. iTrisle porvenir! ¡So juventud, la edad viril consumidas en un
presidio, contaminado, depravados quizás corazón é inteligencia, ago-
tadas las fuerzas, infamada la memoria, volver al mundo para buscar
á ana mujer cuando ya el amor ha moerio; para buscar una familia
qie alio tras afio ha ido entregando sois miembros á la sepultura; para
hallar solo una sociedad recelosa del presidario á quien desprecia co-
mo si hubiese pasado su vida abusando del poder, del prestigio, de la
¡aleligeocia, como si con largos afios de pesares no hubiese pagado
harto caro un momento de arrebato ó tal vez las colpas del abandono
paternal!
Y es lo cierto qne muchísimos presos, si no se esplican claramente
las iajttsticias sociales, sienten perfectamente lo que esas injusticias
llevan consigo.
Desgraciadamente esos hombres no sienten asi las cosas sino en los
solemnes momentos de meditación, cuando se encuentran al borde del
abismo, eotre una vida pn- fiada de recuerdos, de cuya esperiencia no
percibí* ron nunca la eficacia, y el sacerdote que espera, el verdugo
que les pide prdon y U Paz y Caridad que les ofrece sepultura. La
Paz y Caridad asiste á los reos de muerte desde que entran eu capi-
lla. le< acompafia ai sup icio y cuida de sus enterramientos. Antes se
verificaban estos en la parroquia de Santa Cruz, el de los degollados, en
Sao Miguel el de los agarrotados, y en San Ginés el de los ahorcados.
• U 15
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m FUSiWKS
' Guando se exponía! inhumana y asquerosamente al público en las
jaulas ó linternas los miembros de los ajusticiados, los recogía la Pax
y Caridad el sábado de Ramos de cada año, y antes de sepultarlos, los
colocaba en el altar que levantaba en la plazuela de Santa Cruz.
Esta cristiana asociación, protesta viva contra la barbarie de la
Edad media, se instituyó en 1411 en la iglesia de la Concepción del
Campo del Rey. Tuvo también asiento en el Hospital de Antón Mar-
tin, y por último compró terrena en Santa Cruz el aüo de 1590. Su
primer propósito fué desempefiar con tos ajusticiados la buena obra
de dar sepultura á los muertos; mas en 1 500 se estendió á mas por
haberse unido con otra cofradía establecida por la célebre Latina
(maestra de Isabel la Católica) cuyo cargo era asistir á los ajusticia-
dos, desde el momento de entrar en capilla basta el patíbulo. lan
pertenecido y pertenecen & esta sociedad' personas distinguida* por
su posición, saber y virtudes. En setiembre del presente afio ba di-
rigido un llamamiento á todos los eclesiástico* de Madrid que desee*
inscribirse como hermanos espirituales deísta familia, para auxiliar
ú los reos de muerte.
Mas entre los cuidados de tan cristiana asociación y las oroeiOM*
del sacerdote se interpone el ejecutor de justicias.
Personaje sombrío, que parece mas bien evocación de antiguas
leyendas que persona real y ser palpable después de 48 siglos y me-
dio de cristianismo.
El ejecutor de sentencias de Madrid lleva consigo la heredada
mancilla, como otros graban sobre el portal de sus casas un glorioso
timbre de sus antepasados, sin haber hecho nada por merecerlo.
Dentro del arte rutinario y esclavo de las preocupaciones tradi-
cionales, no se concibe un ejecutor de justicias sino fornido, nervu-
do, de encrespado cabello y faz odiesa.
La verdad, empero, es superior á todo, y el ejecutor de Madrid no
sirve pora corroborar las ficciones de aquella* tiempos en que la pe-
na de muerte era considerada como un remedio.
La nueva sociedad cristiana no supo romper con la fatalidad del
paganismo: asi condenaba al noble á trasmitir sus bien ganados Ma-
sones al hijo indigno y cobarde; como condenaba al hombre delicado
y cristiano á heredar de su padre el horrible oficio de matar á sus
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155
henéanos; y al ofeadide que quería perdonar al asesino, le conde-
naba al impotente dolor de no verle vivir en el arrepentimiento: con-
toábale k saber que la ley le había dado muerte; condenábale k
aceptar cerne satisfacción el mayor daño que la ley podía cansarle.
No es de estrañac que nobles y plebeyos buscasen un refugio con-
tra loe vicios de la organización social en los conventos, en las co-
fradías, donde quiera que, sin esponerse k graves perjuicios, pudie-
sen protestar en nombre de Dios contra los actos de la justicia ofi-
cial, con actos de piedad, abnegación y buenas obraa.
El ejecutor de Madrid heredó también de su padre el cargo qne
koy desempeña por mandato de la justicia; que todavía retoñan ba-
jo nuestros pies las raices de las poderosas instituciones sembradas
de rautas épocas.
Antonio Pérez Sastre es personaje que debe tener un lugar al fi-
nal de nuestra penosa reseña.
Fué carpintero en su primera mocedad y su afición mas decidida
era la guitarra, instrumento que no le ha sido ingrato y ha hecho de-
sear su presencia en las reuniones por él frecuentadas, cuando el her-
mr de la sangre le hacia olvidar ó no le dejaba pensar en su futura
En 4851 cayó enfermo su padre José Pérez Sastre (que había he-
redado también el duro oficio) y se le autorizó á él para que cum-
pliese la ejecución de la última pena en un desgraciado que la pade-
ció en el pueblo de Brihoega y se llamaba Hilario Sánchez.
En <8 de enero del siguiente año 1853 falleció el José Pérez Sas-
tre, de una caries, siendo todavía joven, pues no contaba mas de 15
ajk*. Eslaba casado en terceras nupcias, y de los cinco hijos que de-
jó, el mayor pasó k ocupar su puesto y abandonó del todo la carpin-
tería.
El hombre de quien hablamos parece haber heredado con el oficio
las dolencias de sus antecesores.
Parece como que ha salido de una generación fatigada de muer-
tas. En 1824 su abuelo, qne también se llamaba Antonio, solicitó
del Ayuntamiento (que entonces proveía las plazas de ejecutor) que
en atención k sus dolencias habilitase k su hijo para sustituirle, con
opción k la vacante. Asi le fué concedido, y en 8 de febrero del si-
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35Ó PRISIONES
guíenle afio 1825, falleció aquél, siendo declarado so hijo propietario
del cargo á los nueve dias.
Ya hemos dicho que este había solicitado lo miemo y por igual
motivo que su padre, y que falleció también á principios del afio si-
guiente y á los dos meses de presentar su solicitud.
Los propietarios de este cargo vivieron hasta enero de 1851 en
un local de la cárcel de Corle y dieron sh nombre al callejón que cae
á la izquierda de dicho edificio. Enajenada la antigua carcelería,
que compró D. Francisco Fernandez de Casariego, pasó el ejecutor
á la calle del Rosario, número 19, entresuelo de la izquierda.
En 1853 vivia en la calle de San Cayetano, numero 6, cuarto í .%
y su descendiente actual vive en la calle del Mesón de Paredes, nú-
mero 60, cuarto 2.*. Su sueldo es de 30 rs. diarios ó sea 10,950 ra.
al afio.
En mas de una ocasión se ha temido que no pudiese desempeñar
convenientemente su cargo por el mal estado de su salud» y ya cuan-
do el último suceso de los que hacen indispensable su oficio, hubo
que llamar ai que lo ejerce en Alicante.
La presencia del ejecutor de justicias esparce en derredor soyo al-
go de fatídico, de horrible, ya no tiene para el vulgo ni para el ar-
tista nada de aquel horror santo ó bello que pudieron afectar su ima-
ginación y paralizar ó desviar so juicio acerca de aquel personaje.
El barrió y la casa donde reside producen hoy una repugnancia
inevitable, pero repugnancia toda prosaica y material, que se espli-
ca y se justifica. Pesa su vida en la memoria de los que fueron sus
compañeros de escuela; el que se asoma á la ventana en una be-
lla mañana de primavera, diviga "desde lejos la del hombre de justi-
cias.
Llegará dia en que se extinga su raza; en que no se encuentre
hombre que concierte el precio de la muerte dada á mansalva y á
sangre fría; mas ¿cuándo...?
Antes la sociedad, que es quien propone el contrato, debe renun-
ciar á tan horrible negocio. ¡Millones de hombres que tienen de su
parte la fuerza, quieren hoy dar ejemplo de moralidad asesinando
á un indefenso, maniatado, aherrojado, encerrado en un calabozo...
¡ah, no es asi como se acabará con las solicitudes de ciudadanos es-
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di morí. ni
pilóles que profesan la religión de Cristo y el dogma católico, y se
ofrecen á matar todo el año por un joroal miserable!
¡Y donde quiera que rigen costumbres semejantes, se admiran y
horrorizao los hombres de orden de que, en un momento de revolu-
ción, la muchedumbre criada* entre semejan es espectáculos, haga
lo que ha visto hacer y copie la justicia que ha visto aplicar! . .
Demos manifestado en el curso de nuestro relato que la cárcel de1
Saladero, si bien no era ya comparable con la tenebrosa cárcel de
Corle, dejaba mu:ho que desear, sobre todo y ante todo por el edifi-
cio, dentro del cual es imposible aplicar las mejoras reconocidas y
sancionadas por la experiencia en materia de cárceles.
L¿ actual Junta de este ramo elevó en 18C0 una exposición al go-
bierne, en que razonadamente encarecía la necesidad de una nueva
cárcel pública.
La sol.citud, apoyada desde largo tiempo en la prensa y en la opi-
lion pública, fué atendida y hace ya algún tiempo que se compró
terreno bastante para el objeto. Después lo hemos visto labrar en
vez de nivelarlo para echar los cimientos del nuevo edificio, que de-
be levantarse frente al Hospital de la Princesa, hacia San Beroardino,
y donde ojalá no penetrase nunca el terrible ejecutor de sentencias.
Damos por terminada nuestra tarea con respecto á la Cárcel del
Saladero; otro escritor mas curioso y de mejor criterio que el nues-
tro habría quizás intentado abarcar la historia de la Cárcel de Villa
desde tiempos mas remotos y escudn fiado mejor los sucesos y por-
menores notables que en su recinto hayan ocurrido. Dudamos, empe-
ro, que enriqueciera su narración con datos pertenecientes á épocas
lejanas, por varias razones.
Ni se encuentran en las oficinas y archivos oficiales empezados &
ordenar de muy poco tiempo acá, y sumidos hasta ahora en olvido
y confusión increíbles, ni aun las noticias recogidas y ordenadas se
comunican sin repugnancia por las dependencias á que pertenecen.
Se suele echar en cara á los españoles el meoosprecio con que miran
los objetos de mas interés; y es lo cierto qne el que trata de enco-
mendar á la memoria pública los hechos registrados en las oficinas
del Estado, tropieza á cada paso con grandes obstáculos.
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tit nusjomi
Volvieodo á U cárcel que fué de Vilk> hoy por hoy repetimos que
poco podría averiguar la ñas celosa diligencia.
El infatigable y erudito historiador de Madrid, D. Ramón de Me-
sonero Romanos, conjetura que en el siglo XVI debió de estar la Cár-
cel de Villa en la manzana de casas, número 172, que desde la Pla-
zuela de San Miguel «daba frente á las Platerías y formaba los dos
«callejones laterales de la Chamberga y de San Miguel* y cita al
maestro Doyos(que lo fué de Cervantes), quien, narrante el recibi-
miento hecho el 86 de noviembre de 1569 á la reina Ana, dice que
al llegar á dicho sitio y antes de las Platerías y áe la PUxtela del
Salvador, «se oyeron los lamentos de los presos,» que pedían grama
á los reyes.
{Rara coincidencia, si aquel fué realmente, como parece, el lugar
que ocupé la cárcel de Villa, que, al cabo de largo tiempo, tuviese la
de Corte al lado una calle, llamada también del Salvador!
¡Cuántas veces habrá sido este nombre consoladora esperanza del
que entraba inocente á padecer en prisiones, cuántas seria impío
saroaamo del que inocente iba á morir e* el patíbulo!
Roberto Robert.
riN DEL SALADERO DE MAD11D.
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El wplirw ei secreto.
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PRISIONES
DE EUROPA.
LA
TORRE DE LONDRES.
'»#«»
L
Si eriges. -So descripción. — Coodestable de la Torre.— Historia de la Torre dorante
la revuelta de loa comuneros capitaneados por Wat-Tyler.— Ef pueblo toma la Tor-
ito iawraa del obispo de Cantocbery.— La eaoar» de la ariocesa de Gaita- eotrew
gasa al pilláis.— tes eijos da Bdoardo en la Torre.
SI erigen de la fundación da es la Torre esttaua sujeto i discusión.
No falta quien, apoyado en documentos, atribuye á las róñanosla
ottatrocten da ib editcio situado sobre el larrea* ejae ocupa el que
bey eaiste. Bu 1777 se encontraron en su suelo algunos sellos da
oro; uno de Honorio, emperador, y otro de Arcadio, objetos que dejan
sjatrowir la existencia del edificio anterior; pero la opinión mas acre-
ditada es: que deseando asegurarse el rey Guillermo I de la obedien-
cia de aas nuevas subditos, levantó la Torre en el principio de si
reinado, puso una respetable guarnición de normandos, y se estable*
cié en ella con la mayor seguridad posible, según la costumbre de
loa conquistadores y los reyes, de guardarse de sos subditos vigi-
lindolos.
Sala Torre es un compuesto de torres y de edificios de una estén-
sion considerable. El espacio comprendida entre los fosos es da tres
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••• KISIOHBS
millas ciento cincuenta y seis pies ingleses. La Torre está separada
del Támesis por ana plataforma á cuyas extremidades eslán los ca-
minos para ir al castillo principal. Las avenidas están fortificadas
con gran cuidado. Los fosos han debido contener mucha agua otras
veces; mas hoy soto tienen una pequeña cantidad, y están llenos de
establecimientos útiles.
Dentro de la Torre hay almacenes de armas y municiones, de los
que nos ocuparemos en detail cuando hablemos de la Torre moderna.
Del lado del Támesis hay una entrada bajo un arco, que se llama
la Puerta del Traidor (Traitor's Gate). Por allf, de noche, y condu-
cidos por agua, eran llevados á la Torre los prisioneros de Estado, á
fin de eviur toda publicidad. La torre mas cercana á esta puerta se
llama la Torre de sangre. Este nombre le fué dado bajo el reinado de
Isabel, mas no se sabe con qué objeto ó por qué causa.
Los aposentos reales están situados en el ángulo sudeste, y sonde
un estilo digno de atención por su sencillez.
La Torre Blanca (White Tower) es un edificio de tres pisos, con
azoteas cuyas vistas son inmensas. Esta torre fué levantada en 1070
por Gandolphe, obispo de Rochester. En el primer piso hay dos vas-
tas galerías que encierran, hoy, el museo de marina y armas para
equipar treinta mil hombres. Se cita como una curiosidad.
La capilla, que se llama de San Pedro, encierra (os cuerpos de las
ilustres victimas condenadas á muerte, y ejecutadas en la Torre ó
sobre las esplanadas vecinas.
La Torre de Wakefield tomó su nombre de la batalla de Wakefield,
después de la cual fueron encerrados en ella los prisioneros. En esta
torre fué asesinado Enrique VI.
El salón de las joyas es una estancia sombría de piedra, en la que
están depositadas las joyas, ó la imitación de las joyas de la corona
de Inglaterra. Volveremos á ocuparnos de esta galería al hablar de
la historia moderna de la Torre.
En la Torre de Campo- bello fueron encerradas las dos reinas Ana
Bolena y Juana Grey. En ella se ve la sala de ceremonia (mess-
house), ocupada por la primera.
Eduardo IV levantó una torre que se llamé desde luego el Bou-
levard, y á la cual mas tarde, dedicada á usos domésticos, se la dio el
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Dft E0MPM. JW*
ée: forre áe he Leones, Está sitoada cerca de lá entrada
principal de la Torre.
Esta entrada está al oeste, y la forman dos puertas que dad al to±
»,yiD piante de piedra, por el que puede pasar na earrnejé* que
conduce á ellas. Estas pierias sen abiertas y cerradas oén cierta ce-
momia. Uguai4a de las llares esláconftada imparten
y á mi sargento y seis hombres, durante el dia; mas por la noche
aon estregadas al gobernador.
Esta gobernador, llamada condestable de la Torre, es el oficial que
ea los días de coronación ó en las grandes ceremonias, es autorizado
para la ¿tarda de las insignias reales. Es m destile miy honroso.
El lector se contentará, por ahora, ooa esta árida nomenclatura.
Mas adelante, y en ocasión aportan, tendrá los detaUes necesarios
sóbrala Tmrre de Landres.
Durarte la menor edad de Ricardo, el parlamente había decretado
una capitación extraordinaria de trote groáis, poco mas de dos rea-
les, exigiWe á toda individua de mas de quince afios de edad. La
cobran» del impuesto fié confiada á recaudadores insolentes, que
hicieron el impuesto mas odioso aun de lo quera por si mttmo.
Existía paréate tiempo no predicador llamado Joan Ball. qie se
bm célebre por sos predicaciones religioso»poli tico-sociales. Sos teo-
ría* eran contra la o^aoiiack>D de la propiedad de aquellas dias, y
en í^for de los pobres. Las circunstancias no podían ser asas á pro-
pósito para la predicación de Juan Ball.
Jamás gobierno alguno, por feroz qie haya sido, k* dejado de rfer
aobrepajado por sis agentes. El perro del pastor qw muerde loa car*
ñeros es la imagen maa bella de su ejecuciones.
Los recaudadores interpretaron, como se comprende bien, la ley y y
jugar» arbitrariamente la edad de loa contribuyentes.
Los colectores llegaron en la Tilla de Essex, á la casa de un herrero
llamado Wat- Tyler, que trabajaba en aquellos momentos en sn her-
rería, manejando con nervudo braxo los pesados martillos sobre la
Tigornia.
—¿Qué, quién? les dijo; ¿es qae.no he pagado ya mi capitación?
—Tú has pagado, le dijo uno de ellos; mas tu hija no, y sin em-
bargo ella es inglesa como tú inglés, ¿suponga yo?
tono a. -41
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—Sí, dflo el herrero, ella es inglesa y baena inglesa; mas como
no tiene quince afios, y no se paga sino'á esta edad, vosotros tendréis
por justo que ella guarde su dinero. £1 afio que viene allá veremos.
— ¡Cómo! tu hija no tiene quince afios, ¿una t chica tan linda? es
increíble, y tan increíble que yo no lo creo.
—Vayan á ver, contestó riendo el herrero: ella debe estar inscrip-
ta en la parroquia.
Los recaudadores cambiaron una mirada entreellos, y, fijando sus
ardientes ojos en la joven, que estaba trabajando al lado de la fra-
gua
—Nosotros vamos á probarte, dijo el jefe, que tu hija tiene quince
afios, y para esto no iremos á la parroquia.
Y diciendo estas palabras, que acompañó con indecentes rodeos,
cogió á la joven, y, riendo y amenazando 4 la vez, sus miserables
acompasantes se prepararon á ayudarle en su infame violencia.
Wat-Tyler comprendió el odioso pensamiento de aquellos bandi-
dos, y vio á su hija luchando en medio de ellos: el furor le llevó 4
su encuentro, y su martillo silbó en el aire y cayó sobre el cráneo del
mas audaz de los esbirros.
Inundados de sangre,, y á favor de la multitud que acudía á los
gritos de la joven, los agentes de la iniquidad pudieron escapar; mas
ya no eran temibles. El gentío incitó al ofendido padre, convertido
en héroe, para qup le diese la libertad como había salvado el honor
de su hija.
Wat-Tyler llamó á las armas á todos aquellos que aprobasen su
acción, y quince días después el herrero se encontró jefe de cien mil
hombres; pero no estando este pueblo en sazón para comprender la
libertad, solo conquistó la licencia.
Caminando hacia Blackheath los sublevados encontraron á la prin-
cesa de Gales, madre del rey, que volvia de una peregrinación á
Gantorbery, atacaron su comitiva, y algunos de entre ellos, dice un
historiador (1), deseando poner todos los rangos al mismo nivel, obli-
garon á la princesa á qne les abrazase.
Habiéndose encerrado el rey en la Torre, Wat-Tyler y Juan Bal!,
(1) Hume, Historia di íngtúkrra.
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MNtOtá. III
jefes de las revolucionarios, le pidieron una entrevista. Consintió el
rey, é iba ya 4 atravesar el río en ana barca para ir 4 ellos; cuando,
cediendo 4 los consejos de sus cortesanos, 4 quienes horrorizaban las
demostraciones populares, ♦volvió 4 la Torre sin haber terminado la
conferencia. La desesperación y el furor se apoderaron del pueblo,
que entró en Londres, quemó el palacio dé Saboya, y dio muerte 4 un
gran número de gentiles-hombres, queriendo, por fuerza, atraer al
rey 4 tratar las condiciones de libertad, objeto del levantamiento.
Froissart cuenta que Wat-Tyler hizo matar en este dia un caba-
Ikro llamado Ricardo Lyon, del cual había sido criado en las guerras
de Francia, quien le habia pegado una vez y al que había prometi-
do vengarse; mas Froissart ha escrito con una parcialidad marcada
en favor de la aristocracia inglesa, y este hecho puede no ser de una
exacta verdad, tanto mas cnanto que muchos historiadores ingleses
no hacen de él referencia.
En vista de tales excesos cedió el rey y prestóse 4 la entrevista
qie le habían pedido.
SI conde de Sallabery aconsejó al rey este partido, diciéndole:
— Sefior, vos podéis apaciguarles con buenas palabras: sin esto,
acabar4n con todos nosotros.
B rey hizo saber que los que deseasen verle y hablarle debían sa*
Kr de Londres y dirigirse 4 Miles'End. La noticia de esta resolución
se esteadió por la ciudad, y una gran parte de los sublevados se alejó
de la plaza de Santa Catalina donde habían acampado para tener la
Torre ea jaque, y te fué al lugar de la cita, donde compareció el rey
delaate de su pueblo para saber lo que este deseaba.
— La amnistía general, respondieron los oradores de aquellas tur-
bas, la abolición de la servidumbre, la libertad de comercio en las
ciudades mercantiles, sin derecho ni impuesto, y una renta' sobre las
tierras de los vasallos en lugar de los servicios y correas debidos por
vasal laje.
Esto era bien poco, sin duda, según el derecho humano, pero do
dejaba de ser bastante para aquellos tiempos de embrutecimiento y
esclavitud. '
El rey accedió 4 todo, 4 condición de que los peticionarios se re-
tirasen 4 sus ciudades y villas, dejando tres hombres por cada una
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Mi % MUMQWI
de ellas, 4 toa que seria entregada l» carta sellada con sillo real Mr
teniendo los privilegio* acordados ea este día.
Eslas palabras apaciguaron al pueblo, y machos de 16* insurgen?
fes hioieroD sus preparativos de marcha; mas esto no estaba ea el in-
terés dp algunos» y no pocos quedaron ocultos como en toda revela-*
cíoq, para aprovecharse de la revuelta y recoger los beneficios Hó
aquí lo que ocurrió en la Torre de Londres después de La partida del
rey papa MUesXnd.
Wat-Tyler, Juan Ba)l, Jacabo Strav y mas da cuatrocientos ham-
bre? forzaron las puertas de la fortaleza, penetraron ea varios depar-
Úntenlos, y epcoptrando & Simón Sudbury, arzobispo de Canterbery,
primado y canciller del reino, le cortaron la caleta: hicieron otro
tanto coa Roberto Hall, tesorero de Inglaterra, así como aun médico
del duque de Laacestre, y 4 Legg, uno délos mas odiosos percepto-
res del impuesto extraordinario.
Elias cqalro cabezas., después da haber sido llevadas en triunfo
por Londres, fueron colocadas sobre el puente, ea el sitio donde eraa
colocadas las de los condenados por. alta traición.
No conleatos aun los«suhlevados, entraron en los aposentos de la
princesa de Gales, hicieron pedazos su leobo, y la causaran tal espan-
to que perdió el sentido, que no recobíó sino cerca del rey su hi-
jo, cuando este volvió de la conferencia de Miles'End. Los criados y
doncellas de la princesa la habían salvado del furor de los subleva-,
dos haciéndola salir por una poterna.
$i Wat-Tyler y sus compañeros hubiesen conocido el veladero ob-
jeto de los reformadores, es decir, la mejora de suerte de los pueblos,
ladicha de la Inglaterra hubiera quedado aseguraba bajo un rey joven
y susceptible de recibir impresiones favorables á las necesidades de
sus subditos; mas como estos hicieron degenerar la cuestión ea una
cuestión de pillaje y de venganzas particulares, como ellos subleva-
ron contra sí el buen sentido de los mas moderados de su mismo par»
tido, los comuneros perdieron completamente su causa y dieron ra-
zón & la nobleza y al partido real, qoe tanprontameatehabian hecho
capitular. Esta es la historia de todas las conmociones populare*, que
lafta^tfwfo da nnjjefe», pc4erjwioa daJas «asa* j* ha, ¿tarad* i
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«mor*. MI
— N#4# fceuys hecho, «jo Wat-Tyler i «na hombres, que creían
haber ganado mucho. Las franquicias que el rey dos ha acordado,
son bien pequefia cosa: coreamos á Londres antes que nuestros amigos
los condes no lleguen, y saqueemos la ciudad ios primeros, si quere-
mos "tener alguna cosa, pues si aguardamos & que los otros entren,
ellos lo lomarán todo y no nos dejatán nada (1).
En la plaza de Sqüthfield fueron pronunciadas estas palabras por
Wat-Tyler á la cabeza de pas 4o taime y cinco mil hombres, y en
los momentos en qqe el rey Ricardo acertó á pasar por ella.
El jóveí) principe queria, se cree, dejar & Londres y marchar á
Wiftdsor acompaMo de unos seseota caballos. Este es el relato del
solo historiador que da algunos detalles sobre este punto.
Cuando hubo llegado delante de la Abadía de San Bartolomé, vien?
do todo este pueblo reunido y tumultuoso, (fijo:
-robora bien: no partiré sin preguntar aulea á esas gentes qué
QUiereí) (fe mi; porque ya he accedido á sus fíeseos, y e& preciso que
esto termine de una manera ó de otra.
Asi diciendo, paró su cahallu. Su escolta le imitó.
Wat-Tyler, recaaocieado 4I rey y apercibiéndose de este moti-
taiento, dijo i los suyos:
— Hé aqui el rey. Aguardadme: yo quiero hablarle. No os motáis
hasta que yo os llame; mas si me teis levantar la mano por encima
de la cabeza, acudid y dad muerte á lodos, escoplo al rey: el rey es
jóteo, le lletaremos por toda Inglaterra» y donde él esté, nosotros
seremos tan reyes como él.
Y asi diciendo picó espuelas y fué á pararse tan cerca del prin-
cipe que la cabeza de su caballa tocaba con la del de Ricardo.
—Bey, le dijo: ¿tes todos esos bratos que están allá?
-t-Sí; contestó el rey; ¿mas por qué me haces esa pregunta?
—Lo digo porque todos me obedecen y me han jurado obediencia,
—Sea en buen hora, contestó el joven principe: yo no digo que no.
—Ahora bien, prosiguió Wat-Tyler, ¿crees tú que tanta gente
rauúUaqní para obtener las cartas de Ubertamiento, se tol verán
sia Uewarla*? No: lw Hewewoa ora no*Mro*.
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tu MiMorai
—Hagamos como está dicho, respondió Ricardo. To he prometido
esas cartas, y cada pueblo tendrá la saya; mas, enjre tanto, retiraos
buenamente de Londres. Estamos convenidos.
Wat-Tyler parecía bascar querella, y no quedó contento con las
tranquilas palabras del joven rey.
Detrás del rey estaba un escudero, que le llevaba la espada.
—Dame tu daga, dijo Wat-Tyler al escudero.
El rey ordenó á este que diese la daga al herrero.
No contento aun Wat-Tyler continuó en su empeño.
—Ahora, dijo, dame esa espada que tienes en las manos.
— Es la espada del rey, contestó el escudero, y no te la daré: tú no
eres digno de llevarla. Tú no eres mas que un hombre como yo, y
si estuviésemos solos en la plaza, tú no hubieras dicho lo que aca-
bas de decir.
—{Ira de Dios! que no vuelva á entrar pan en mi boca si no te
corto la cabeza, gritó Wat-Tyler, y al mismo tiempo se lanzó contra
el escudero.
El alcalde de Londres llegó en estos momentos delante del rey, y
enterado de la cuestión, indignado, dijo á Wat-Tyler:
—Mozo: ¿cómo tienes la osadía de pronunciar tales palabras delan-
te de tu rey? eso es demasiado.
Irritado Ricardo y viéndose sostenido por este refuerzo, por pe-
queOo que fuese, y juzgando que habia llegado el momento de morir
. gloriosamente ó de reconquistar todo lo que habia perdido en autori-
dad, dijo:
— Alcalde: poned la mano sobre ese hombre.
—¡Hola! dijo Wat-Tyler al magistrado, ¿qué te importa á ti que
yo haga ó diga tal ó tal cosa? Sigue tu camino. *
—¡Miserable! esclamó el alcalde, vas á pagarme todas esas inju-
rias.
Y al mismo tiempo le asestó un tan rudo golpe de maza en la ca-
beza, que el herrero cayó sin sentido á los pies de los caballos.
Los hombres de la escolta del rey rodearon en seguida el cuerpo
de Wat-Tyler para ocultarlo al genlio reunido en la Plaza, y el escu-
. dero, nombrado Juan Standwich ó Growdich, acabó de darle muerte.
Mas el pueblo se habia apercibido ya de este golpe de mano y gri-
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di mor*. ni
toba:— ¡Nuestro capitán ha sido asesinado! j Vamos! {vamos! y cada
uno preparó su arco y sus flechas.
El momento era critico: un minuto mas y todos los partidarios del
rey serian muertos, con su jefe, sobre el cadáver de Wat-Tyler.
Ricardo, que no tenia mas que diez y seis afios, se condujo como
un hombre de genio: hizo retroceder á los suyos y avanzó solo y con
la mano abierta hacia los rebeldes, dispuestos 4 tirarle.
—Buenas gentes, dijo, ¿qué os hace falta? ¿un capitán? ¿mas no
soy yo vuestro jefe? ¿Encontraras uno mejor que yo? Teneos en paz.
El furor de los insurgentes bajó la cabeza delante de este valor y
esta calma que presentó á los ojos de la multitud la majestad real.
Ricardo se hizo seguir de estos veinte y cinco mil hombres y les con-
dujo al campo, á fin de dejar fe Londres libre lo mas pronto posible.
Habiaalli un número considerable de tropas aguerridas, y los se-
ñores de la corte aconsejaron al principe lanzarlas contra esos des-
graciados paisanos, á fin de exterminarlos todos.
Se ve que la revancha pudo ser ampliamente tomada, y esta idea
justifica en alguna manera los excesos de Wat- T y ler, que tuvo que
obrar contra enemigos tales; mas el rey, joven y generoso, dej<ür li-
bres á los paisanos; pero suprimió ó hizo suprimir por medio del par-
lamento, todos los favores acordados á los municipios durante la in-
surrección: las cartas de manumisión fueron revocadas, y el pueblo
cayó en un» esclavitud mas dura que aquella de que habia intentado
libertarse.
Este mismo.dia, se hizo un pregón en Londres y publicó un ban-
do» diciendo: que todo estranjeroque fuese encontrado en Londres al
levantarse el sol del dia siguiente, y no pudiese justificar un afio de
permanencia en esta ciudad, sería juzgado como traidor y condenado
¿muerte.
Estos desdichados comenzaron, no á retirarse, sino 4 huir; pues no
se fiaban de la palabra real, y en verdad no sin razón, pues, lejos de
salvarse, Juan Ball y Jacobo Straw fueron cogidos en unas ruinas
donde se ocultaron. Eran necesarias al rey y ¿ los nobles ingleses
cabezas para reemplazar sobre el puente de Londres las que Wat-
Tyler habia hecho poner. Juan Ball y Straw fueron decapitados, asi
como el cadáver de Wat Tyler; y sus cábeos reemplazaron las del
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at rtft£tft)f<W
arzobispo y de les otras víctimas del encono popula. Asi aóábó la re-
vuelta de los comuneros, que sepultó la Inglaterra en la esclavitud y
la barbarie, en lugar de darla libertad é ilustrarla. Así to pervierten
todo con sus pasiones egoístas, los hombres que no tienen masque una
aspiración instintiva hacia el derecho, y no principios fijos, ni cari-
dad, ni religión.
Eduardo IV el usurpador morid en 1482, & la edad del cuarenta y
titt afios> habiendo reinado veinte y tres, y dejando cinco hijas y dos
hijos, Eduardo, príncipe de Gales, dé trece aficto de edad, y Ricardo,
duque de York, de siete años.
Muerto el rey, cada uno se volvió hacia el nuevo sol de la corte:
era este el duque de Glocester. El rey era anft demasiado joven par*
esperar sus favores.
Eduardo residía entonces etí Ludlow, en los confines del principa-
do de Gales, y el conde de Rivers, su tio, personaje completo bajo to-
dos punios de vista, guardaba este precioso depósito con todo el éui*
dado que la nación debia esperar de un hombre de corazón y talento.
Una facción había levantado la cabeza después de la muerte del
rey: lord Haslings era el jefe. Era este ef eftemigo de la reiúat y de su
familia, que había acaparado, sin pudor, (oda la autoridad, todo ef
dinero y todo el favor bajo el reinado de Eduardo IV.
El pueblo simpatizaba con esta facción, protectora de sus dere-
chos, y el duque de Glocester no se había ocupado, durante quince
afios, sino en Mantenerse en el favor del rey y en las simpatías de
éste partido; mas, una vez libre del temor del rey, abandona el par- v
(ido de la reina y se alió estrechamente con Hastings y los suyos, tú
para sostener la cansa popular, sino para abrirse un camino mas cor-
to para subir al trono.
Era preciso, sin embargo, no despertarlas sospechas de la reina f
apoderarse diestramente de los príncipes, sus competidores. Isabel,
madre del joven rey, quería que este hiciese su entrada en Londres
en compañía de un poderoso ejército, & fin de alejar todo intento en
la facción Haslings, y destruirla, caso de necesidad, si levantaba la
cabera. Hastings declaró que si se desplegaba un fal lujo de fuerza,
lo cual era poner en duda su fidelidad, se retiraría á su gofcierno dé
Calais con todos tos de s'n partido: esto era la ¿tierra civil. Gfocester
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di rm<m- mí
ajKPb¿ J* e*«ttpn)oa4e ftatiqgs,, y poca ájaco hpo *er A ,1a reina
qoe teles medidas eran ofensivas é inútiles. Isabel, confiando 0M»
amistad de sn cufiado, cedió é hito decir á lord Rivers que searo-
tenUse con traer #1 joven rey coniuna.escolto oonventoutoi to ma-
jestad del soberano.
Gloceeter .reunió nn acompañamiento iinpqnepte 7 salió de ,York
para conducir, dijo él, el rey á Londres; mas lord Rivera, temiendo
que tonto «efior y .gente de armas no fuesen nn obstáculo, hizo, lomar
la delantera ,al rey y le envió por otro camino á Stony*Straflbrd, y él
mismo *e presentó en Nort-hampton, .donde .estaban Qlqceeter y el
dnqne de Budkingham prontos á reunirse con el cortejo xeal.
pensóse lord Jtivecs con el dnqne acerca de sn determinación,, y
«legó algunas rabones, que fueron bien acogidas ppr Gloceater,,
quien ,pasó una grap.pai^e de la noche con Riñere y Buckingham.
Altdia siguiente por la mafiaua, entrando con estos principes en
Stony-Strafibrd,donde fueron á reunirse con el re,y, Rivers fné arres-
tadp por orden de.Glocester. Arrestóse también a Ricardo Gray, «no
de los hijos que tenia la reina de su primer matrimonio con lord
Gay, aei «pmp.a «ir Thomfw Vangham, uno dolos Primeros oficiales
déla /paae.del rey.
Am«olP Polaco mé hábil: esos hombres habían sido señalados
al encono del pueblo por el partido Baalings, y su ruina cansó una
verdadera alegría en Londres, donde Gloeester fué recibido cqn uni-
Tjvsales aclamaciones.
Isabel, desengañada por la conducta de sn pérfido cufiado, com-
pendió de una vez todas aus esperanzas, y segura de que aquél no
ae coAleataria con lo hecho, huyó con sus hijas y el joven duque de
I«rt, áU abadía de Westminster.
Ceta residencia M¡a «>do eiempre nn asilo sagrado; mas Glocee-
ter pretendió que la retirada de la reina era una ofensa hecha al go-
bkcnp, y que el.duqne de York debia ser dado á la pación,, como su
hermano, en vetde^sUr en tos manos de un.partido anii-nacional;
g lfegp.haato decir que si Jsabel no entregaba de bnen grado al joven
jK<nc¡ne,,el rgobierno lo lomarte por fuerza. ,Sin embargo, Glocester
no empleo ninguno de estos medios extremos, y, poniendo enjuego
su «alucia, fura persuadir i cada uno deja pureza de sus intencio-
"
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MO PRISIONES
nes, comprometió á los dos arzobispos de Londres y de York para
obtener de la reina que diese su hijo.
Dejáronse engañar esos dos prelados, y decidieron á la reina, des-
pués de muchas instancias. Isabel no cedió sino al temor de ver á
Glocester emplear la violencia; y cual si presintiese el porvenir, no se
separó del joven duque de York sino después de haberle cubierto
varias veces de besos y lágrimas.
Glocester tenia, pues, en su poder á los dos hijos de Eduardo, que
eran un obstáculo á sus designios; mas de este primer paso hasta la
realización de lo que se proponía el sanguinario protector, ¡qué dis-
tancia, si un crimen no la hacia desaparecer!
El protector habló con Buckingham del porvenir, mostróle la ne-
nesidad de satisfacer el encono del pueblo contra el partido de la rei-
na, y el asesinato de Rivers, de Ricardo Gray y de Vangham fué acor-
dado, teniendo lugar en el castillo de Pomfret, donde habían sido lle-
vados después de su arresto.
Buckingham habia consentido en esta ejecución; mas él no era el
solo personaje importante del partido: el acuerdo de lord Hastings
era también necesario á los deseos del protector; mas Hastins no tra-
bajaba contra la reina con el objeto de servir un interés personal, y
protestó que nada le baria faltar á la fidelidad debida á los hijos del
soberano, que habia sido su amigo.
Glocester midió de una sola mirada los resultados de esta repulsa,
y se decidió prontamente á perder á lord Hastings, antes que viniese
á ser, para él, un poderoso obstáculo.
Se acababa de asesinar en Pomfret á los tres señores amigos de la
reina. El consejo se citó por disposición de Hastings en la Torre de
Londres, y los consejeros fueron llegando uno después de otro, sin
que se pudiese sospechar la mas leve sombra de resentimiento en el
corazón de Glocester. El protector estuvo alegre y cariñoso con to-
dos, y cumplimentó á Morlón, obispo de Elly, sobre la calidad de las
fresas tempranas que cultivaba en su jardín de Holborn.
— Milord, están á vuestra disposición, dijo el obispo, y yo quiero
que antes de una hora pueda vuestra gracia comer las mejores y mas
hermosas.
—Con mucho gusto, dijo Glocester con espansion. Mas, escusad*
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ni rotor*. m
me, milores: un correo me aguarda en mi despacho: vuelvo dentro
de algunos minuto.
T asi diciendo salió de la estancia.
Los consejeros hicieron tiempo ocupándose de sns negocios ó de
sos placeres.
Lord Hastings fué el último que llegó al consejo, é invitó á varios
de los asistentes, amigos suyos, á una partida de caza que habia
proyectado en su casa de campo, con su querida Juana Shore. Esta
dama, que habia estado en relaciones íntimas con el rey difunto, se
habia dado después á lord Hastings, y, aunque rival de Isabel, era
no obstante del partido real, con las modificaciones de opinión que
lord Hastings habia introducido en este bando.
Aguardábase, pues, en la sala del consejo la vuelta de Giocester,
cundo se presentó de repente, con la frente sombría y los ojos infla-
mados. Cambio tan brusco no era mas que la máscara que aquel si-
niestro actor acababa de hacer adoptar á su semblante para represen-
tar el papel que se habia propuesto.
—¿Qué castigo, esclamó, merecen aquellos que han concertado
darme muerte, á mi, jefe del Estado y lio del rey de Inglaterra? Hé
aqii la cuestión que yo vengo á someter al consejo: bien merece que
nos ocopemos de ella sin pérdida de tiempo.
Hastings fué cogido en el lazo: se figuró que el duque acababa de
saber alguna conspiración tramada contra su persona.
—Esos criminales, dijo, merecen el castigo que se impone á los
traidores: deben ser castigados con la muerte. ¿Quiénes son, milord?
—Esos traidores, respondió Giocester, con un furor cada vez mas
creciente, son la hechicera Isabel, esposa de mi hermano, y otra he-
chicera, Juana Shore, querida de mi hermano. Sos encantamientos y
sortilegios han producido el miserable estado en que me veis
¡Mirad!
T el pérfido, abriendo ona de las mangas de su jubón, mostró des-
nudo uno de sus brazos, seco, disecado como el brazo de un esquele-
to. Esta era una de las deformidades de ese monstruo, deformidad de
nacimiento y de la cual, en (acorte, lodos tenían conocimiento.
Cuando le oyeron hablar asi, los miembros del consejo le creyeron
loco ó en estado de embriaguez. En Hastings, el nombre de so qne-
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3 i * PuffiluRlv
rl*fl, mwbiadb etf twfrsibg*ai< aMiriltf; fcáttfe despertad* *nfhtffcDtW
mas dolorosos.
—¿Llamáis vos á eso ana resfrtWetttf eadamótf plWOMW. ¿Creéis
qrtíe me satfefflré' con» vtíOWfa* patabraar EsUtó beetiícaraa tSmm cóm-
plices, de los cuales vos sois el principal. El primer traidor sofe< vos,
y, por satí Pablo, que tío me salaré á> cflttfer si'a&tos m» me* traen
vuestra cabe»*.
Baritittg^ do to«s»o tiempo para responder. Bl protector, gotyyBÓ'fae*"
tementfc'la mfesa del' consejo, y á esta* sefiat e) saftm toé invadid* por
gente de arma». Lord' Stanley, que hifcé>dn movimiento, riecibtf utf
hachare étt la cabeza y hubiera sido' muerte di no» se hnbiefce* oculta^
do debajo de la mesa. Efcstítigs; preso por tos» soldados, faé arrtfetra^
cToha^á él palto dtflaTonre', 4onde sobre uoirotrt»i de árbol; queha-
btof alH por casualidad» le toó cortada la cabeza1. Dos horas* <te*pM>
se pttMteó eflíLóndrafc' ana alocución^ esteno y en w entilo eéoogiito,
etí la cual, todos tos- crímenes* de lor* Hasiiofcs, contados enfátioamen-
te, justificaron una ejecución que* no debió1 agraria* at púbiieo; mw
nadie4 seJ dejó1 engallar poret protector, y un comerciante dtf ía Citó
pronunció esitf frase, que hiao fortuna ed Lóodireái
* El1 autor de esta mamfeslaoiofl es un¿ profeta, porque- tai debido
empezar ayer la relación del asesinato que do ha tenido togar haMif
bOy.*
Lord Stanley, el arzobispo dé Yorfe, y Morton, obispo de Bely, et
misfiío cuyas1 fresas habla elogiado tanto el protector, fawon paestos
en prisión en diverso* departamentos de la Torre.
luana Shore, llevada delante del consejo para responder do los he-
chos de sortilegio que se la imputaban, respondió fácil y victoriosa-
mente, aun en esar época de groseras supersticiones, á la ridicula acu-'
sacien del protector. Cambió entonces éste de pifen; y reprocbéndola
sus adulterios y sus excesos, la llevó delante del tribunal eclesiástico,
el cual la condenó á hacer penitencia, en camisa», en la iglesia de San
Pablo, y 4 la confiscación de todos sus bienes, Juana Shore, reducida
al oprobio y á la mayor miseria, murió sola y siA socorros, en la ciu-
dad donde tantos amigos la habían adulado en el tiempo de su brillan-
te fortuna.
La conduela del protector no era tan obscura que do déjase etf-
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aie
o^sl*Masr*H*riag»yaa<^bbanfclo*h^
do mas qae enemigos implacables y sin generosidad, ó deCenmos* tí-
midos y débiles; perol» mspHhdr ranl lea sostsaia; aan* ysn madre
vtbfae*po* ellos.
Sloéeeter alaeó>eates do» puntos de un solo golpe, comprando ha
ooofeeieneade no pretal*, Sliliingten, obispo de Balb, el. cual declaró
qao antes* decaeame kabeb Gray, enamorado Eduardo IV de Eleonora
Talbot, de la qae no pndo vencer la resistencia,, se había, casado,
elaadoaliaameele esa eUay dataste de él. Isabel Gaay no era, pees,
la mojar legítima, sida ti oeneabma de Edgardo: losdb» principe*
osea bastarte*
Ea eie<ri»& los> hipa del daqaed* Ciareocey osadeBadb i macule
por so hermano, á loaoaale* wlwa la eonoite, coa eaoloaien de<sos
parientes, GHoeastet b» establecer qae ei bíU de proscripción lanudo
osota* Clttenc* heci* á los bijos d» esto inhibiles* para reinar en In-
gtatecr». No* quedaba ya,.paeev ccmpalider iGlocester.élera ánioo
y Ibgilima heredero de la oas* de York.
Sin embargo, haciese precie* pitaba* ptenesnent* esto matrimonio
ctodcsiiae de Eduardo IV ooa BleoDora Talbot, y también* ola» naeor*
sano consagrar la exhereriecien deles hijos te Clárente, y lodo esto
era- largo y dificü, por lo oaal Glooeater recurrid á otro expediente.
Hmo córner la ?oa de qae si madre, ladaqaest do York, madre tan*
bisa ddldtfaota rey y de Cíatenos babia tenido anuales, y qne
Bdnardo IV y Clarence habían nacido de estas, relaeionet adúlteras;
pao qpe é!y Gloeeeler, Ank» trotar de la legita* anión* era sealmea-
ledaqae de York. Este insolenta* y asíjaeroea. mentira, con la coalel
infamo dwhonraba i sa madre, mojar de ana virtad intachable» faé
proclamada e» ptaaa> cátedra por un predicador ai servicio do Glece*
ter, preparando, para dar resaltado 4 este sacrilegio* ana tersa* <pe
ai ana Meo siqaier*el valor dsl afeólo escénico»
H predicador dato* contar ai peabio lodo le qae aoabamoa*de de*
cir, y ca el mamante qae preñándose el nombre de Gloosstér,. qae se
Mamab* Bicaiffc, esto debfe cabmr en la iglesia, oaaao por carnalidad,
ain de qae el aaditorio, biea preparado, grítase: ¡Yira aaeairo rey
Ucardoi
Héaqai como flsé la escena.
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114 P1M0HRS
El doctor Shaw, el predicador comprado, había tomado por texto
este pasaje:
« Los ingertos bastardos no serán de provecho. »
Después que hubo trabajado en pomposos términos la memoria de
Eduardo IV y de su hermano, y el honor de la duquesa de York, que
Tivia aun, pasó al panegírico de Glocester, y juzgando que ya era la
hora de preparar el terreno al protector para que entrase en escena ,
comenzó á esclamar:
— ¡Ved ese hombre de genio, ese principe ilustre, la vita imagen
del valiente Ricardo, su padre, que fué vuestro héroe, vuestro ¡dolo!.. .
¿No reconocéis al padre en el alma y en la figura del hijo?... Hé aqui
aquél que debéis amar y respetar: á él es k quien es preciso obedecer,
y no & todos esos bastardos, á todos esos intrusos.
Sbaw no cesaba de mirar á la puerta de la iglesia: el protector no
aparecía. Habia faltado á su entrada: el efecto estaba perdido , El pre-
dicador comenzó de nuevo su prosopopeya. El principe entró esta vez;
mas nadie dio el grito que se aguardaba, y fué preciso que los cría-
dos de Buckingham y de Glocester excitasen el celo de algunos hom-
bres del pueblo bajo , para que prorumpiesen en una aclamación
helada y mezquina de: ¡Viva el rey Ricardo!
Esto pareció suficiente á Glocester: aceptó loque el voto nacional le
daba, y desde este momento, se abrogó el titulo y la autoridad de rey.
Después de esta elección, Glocester, ó mas bien Ricardo III, no te-
nia que temer sino la ofensiva del partido real, mas era hombre
prudente y digno principe, y amaba mucho la tranquilidad. ¿Cómo
vivir y reinar peniblemente, con la perspectiva de una guerra civil qae
tarde ó temprano encenderían las pretensiones del joven Eduardo y
de su hermano? Ricardo III siguió la impulsión de su política y de
especial humanidad.
Los dos nifios, arrancados á su madre, aguardaban, confinados en
la Torre, el fin de todas estas traiciones, el uno para ser vuelto á su
madre, el otro para subir al trono de su padre. Ricardo mandó á
Sir Robert Brakenbury, gobernador de la Torre, dar muerte á los dos
principes que tenia bajo su guarda; mas Brakenbury , hombre de ho-
nor, se negó á manchar sus manos con sangre inocente. Ricardo III
salvó bien pronto el obstáculo.
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MIOMtt. m
Tenialieardo «roa de ti 4 un hidalga arruinado, llamado Juan
Tyrrel, dispuesto á lodo por rehacer su fortuna. Llamóle Ricardo y
prometióle oro y honores si se encargaba del asunto. Tyrrel se negó
al pronto: después escuchó las proposiciones.
—Has, señor, dijo, la Torre está bien guardada, y si Brakenbury
se desvia de vuestra majestad, no dejará que nadie se aproxime á los
principes.
— Yo te daré una orden para Brakenbury. ¿Cuánto tiempo necesi-
tas para la operación?
—Eso depende, seüor Mas es necesario estar en completa li-
bertad, y...
Tyrrel temía que Ricardo, después del asesinato, se deshiciese de
su cómplice.
—¿Supongo que irás solo? dijo Ricardo.
—Eso depende, sefior...
—¿De los niños?
—¡Oh! sefior, pueden gritar
— Prakenbory te dará esta noche las llaves de la Torre: entra á la
hora que quieras.
—¡Hoy bien! ¿y seré duefio absoluto durante el tiempo necesario
para el cumplimiento de vuestro proyecto?
— «.
Tyrrel, tomadas estas precauciones, escogió tres hombres en los
eualespodia contar. Estos fueron: Slater, Dighton y Forrest. No les
ocultó ni el nombre de las victimas ni el del asesino supremo, y les
hiio ver la importancia de asegurarse la retirada después de la ejecu-
ción, ¿sos dignos asociados pusieron sus condiciones y se prepararon.
Cuando llegó la noche, Tyrrel fué á casa de Brakenbury con la or-
den convenida. Es costumbre que las llaves de la Torre sean remitidas
por la noche al gobernador, quien las guarda hasta el dia siguiente.
Tyrrel, introducido en casa del gobernador, le encerró en sus apar*
lamentos, se apoderó de las llaves, y dio entrada ásus cómplices. Los
dos infartes dormían profundamente, y los asesinos pudieron oír, de-
trás de la puerta del dormitorio de estos, su respiración acompasada
y tranquila.
Tyrrel, asaque retrocediese delante de tan horrible ejecución, sea
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que no quhfeae contar ágatie el cuidado dem propia jegorilad,
sea que ¡juzgase masdeshonroso^l^to material «que laidwecdioode
<la empresa, es el hecho que ¡introdujo á'Jos tres>as6Sin<K!en>lacáma«a
de los infantes, y que él qnerióiueraihaoieade centinela fin ^evitar
'teda eorpnesa.
Los 4*eaoes*e arrojaron eebre los Jechos, y abogaren 'bájelas al-
mohadas á sus víctimas, porque tuvieron miedo de verter la sangre
-nal, ú vas bien de despertar con los fritos ios «eos de la Torre.
Consumado el asesinato, los asesinos llamaron A Tyrrel y tamoatoa-
ron lostoadáveres. Examinóles ¿este, »y seguro de que su mandato ba-
bia sido ejecutado, conduciendo á sus cómplices al pié de.la escalera
-y mostrándoles -unos escombres y piedme amontonadas, que hábia
alli, les dijo:
—Apartad esas piedras y 'tarad «debajo unaibea.
Obedecieron estos, y los dos cadáveres fueron arrojad** en Ja -fosa
y cubiertos á la ligera.
Tyrrel salió de la Torre con sua hombres, *in hftber etda mqpiela-
4o un sotoiustante.
Las particularidades de este crimen fueron conocidas ep el remado
«¡guíente por las. declaraciones áe losflrimos «sesiopa.
Enrique VI, sucesor de dtieardo <III, nocastigdá fyml niáeus
cómplices, seguramente, dice un historiador, porque ese príncipe,
«uyas márimas <de gobierno tendían «1 dqspotiamo, quiso .establecer
fonprindpio: que tes órdenes. del soberano reinante justifican á los
quclas lejaoitan, sea «1 que faore ao resoltado.
Se deoia también que Ricardo III, no contento de: una sepulUwa
tan poco conveniente para sua sobrinos, los biso desenterrar ipor su
capellán <y deporitar en tierra sagrada; mas que habiendo muerto
este oapellan, poco tiempo después, el lugar de Ja «epultora «quedó
desconocido, á pesar délas pesquisas que el rey Enrique VII mand0
bailar sobre osle punto; mas. estas creencias han perdido <su fundamen-
to después «del minado def Cavíos II, emeleual solevantaron ilpman
piedras de la * escalena yeeoecavéipor^l jilioen que los dos prin-
cipes habían aidoionterrados'por Tyroel, dondetfueron encontradas te
osamentas de dos cuerpos cuyas proporciones correspondía* parfeo-
éamettte &ia edad «de Eduardo y de su bemano. Cartea II oaoó en
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Lm hijti it Ediardt.
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01 NOfif*. II?
i qoe loe «lámelas encontradoa orí» de tal de* jóvenes
príncipes, y q«e #1 capellán de Ricardo 111 murió, aio duda, antea da
hacer la eihomactoo que ae le habla encomendado.
Se esplica la inulilidad de las pesquisad hechas per Enrique VII por
la razón de que, creyeodo eo la traslación de loa cuerpos, eale rey lea
Uso buscar por todas partea escoplo eo el sitio donde Tyrre) los habia
depositado. Una toad» de mármol fué levantada por Garlos II & loa
hgos de Eduardo, donde reposan aun loa restos de estos malogrado*
príncipes.
Pero lo qoe no se podía creer, lo qae sobrepuja, pqede ser, la foro*
calad de Ricardo, ea la cobardía y la bajeia de Isabel, cuyo hermano
é hijos habia asesinado aquel monstruo.
Viendo Ricardo III á sos paludarios sable? adoa contra él, i causa
de sos crímenes, y pesarosos de haberle dado asistencia, loa que
uniéndose á la reina viada, podían producir conflictos; trató do hacer
toa reconciliación con Isabel; y la biso tantas protestas de amulad,
4 maa bien ella fué tan olvidadiza y cobarde, qae consintió en presen-
tarse een sos hijaa en la corte del tirano. Has esto no era anas qoe ba*
jen, y la estaba reservado cubrirse de infamia.
So hija prúoogénito era solicitada por el conde do Riokmond, jefe
del partido sublevado contra el sanguinario Ricardo. Esta alienta dft»
bia asegurar el triunfo de la causa que dorante tanto tiempo y too le*
gitimaoMote había sostenido Isabel. Ricardo proyectó quílar al copde
Richmood ese elemento de victoria y casarse él mismo con la joven
babel, legitimo heredera de la corona de Inglaterra,
Maa para llegar & esto eran preciso dos cotas: el eonsentiipieBfc) de
la reina, cuyos hijos habían sido asesinados, y la ruptura de un ma«
Irimeoio que Ricardo habia contraído con Ana de Warwick, v inda del
principe de Gales, su víctima. Ricardo no se sintió esta vez mas osero»
palooe qoe anteriormente: hizo envenenar 4 *u wijer y rompió asi
al malrüoooio.
En cuanto al consentimiento de Isabel.... 41 lo obtuvo.
fisto princesa, cansada de vivirán el airamiento, deseaba entrar el
los privilegios de reina viuda. Esta mUerable ambicien la hizo olvidar
laa ñus sanias leyes da lo humanidad, y promolié 4 Ricardo la mano
do ooo princesa 4 lo cual él habia asesinado tres hermanos y un lio.
isusu IS
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3*71 ntisroms
Una tez aliada esta princesa con Ricardo, escribió á ras partida-
rios para que abandonasen al conde Richmond, y se asociasen coa el
usurpador. Mas Dios faó justo, y Ricardo III, habiendo sido obligado
á levantar un ejército para rechazar al de Richmond, fué á encontrarse
con su enemigo en Bosworth, cerca de Leicesler.
Lord Stanley, que después del golpe de hacha recibido en la Torre
el dia del asesinato de Hastings, terminada su prisión en la fortaleza,
había vuelto á la gracia de Ricardo, disimulando hábilmente su de-
seo de venganza, en la batalla de Bosworth mandaba, por Ricardo, un
cuerpo de siete mil hombres.
Es verdad que Ricardo, al dar el mando á Stanley, habia guardado
el hijo primogénito de este en prueba de su fé, y Stanley, contenido
por este freno, tenia que obrar con una circunspección fácil de com-
prender.
Colócese Stanley, con sus siete mil hombres en una situación á pro-
pósito para poder pasar á su gusto del uno al otro campo.
Ricardo adivinó su plan, y, ciego de cólera, hubiera hecho matar
sobre el campo al hijo de Stanley, si no hubiese temido dará este se*
flor razón bastante á hacerle traición caso qne no estuviese decidido
ann, asi como descorazonar á sus tropas haciéndoles entrever que po-
dían perder la batalla.
El combate se empelló bien pronto.
Ricardo mandaba el centro de su ejército, y Richmond el centro del
suyo.
Tan luego como Stanley vio á su hijo libre, por el movimiento de
los cuerpos del ejército real, se puso en marcha y pasó al campo de
Richmond.
Esta maniobra hizo dar gritos de alegría á los soldados del conde,
y sembró la consternación en las tropas de Ricardo.
Este, juzgando que era preciso decidir la partida por un golpe de au-
dacia , se lanzó en la pelea para encontrar al conde de Richmond y ma-
tarle ó hacerse matar. Hizo caer en tierra al porta-estandarte del con-
de, desmontó á otro caballero, y habia desafiado á Richmond á un com-
bate singular, cuando Stanley llegó con sus tropas y circundó á Ricar-
do. El usurpador, ahogado bajo el número, encontró la muerte del sol-
dado, en lugar del cadalso que ie aguardaba después de su derrota.
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MIOROTá Si*
9u CMrpo, cubierto de sangre y casi destrozado, feo arrastrado por el
campo de batalla por eolre los cadáveres de los enemigos á quien él
había dado muerte. Después se le atravesó sobre no caballo y fué con-
ducido al convento de los Hermanos de Leicester, donde fné enterra-
do en medio de las maldiciones déla multitud.
U.
Aenoioe de Ana de Boleo* y ruina del cardenal Wolsey.— Jacobo Beiobao en la
Torre.— fcisher, obispo de Rocbester y Tomás Moro encerrados eo la Torre y eje-
colados. — Diforcio de Boriqae VIII y Catalina de Aragón.— Ana de Bolena silbe
al trono. — Boriqoe VIÜ enamorado de Joana Seymoor. — Rompe su matrimooio con
Aoa de Boleos y la hace poner presa en la Torre.— Ana de Bolena es condenada
t ■ncrte y decapitada.
* Las crueldades de Enrique VII, verdaderas necesidades políticas,
habían servido para mantener á este principe sobre el trono, desde el
caal babia reioado largo tiempo tranquilamente, á pesar de la sórdida
avaricia que le había hecho odioso á su pueblo.
Tuvo este rey por sucesor á su hijo Enrique, cuya legitimidad como
monarca no foé contradicha.
Enrique VIII fué, como Francisco I su rival, nno de los hombres
de Europa.
Casado a la edad de doce afios con la viuda de su hermano Arturo,
Gataliaa de Aragón, había murmurado contra esa alianza que le en*
cadenaba con una princesa de seis afios mas de edad que él.
Enrique VII, su padre, que habia hecho este matrimonio atendien-
do» conveniencias políticas, le había recomendado romperle, tan pron-
to como le fuese posible, siu perjudicar los intereses de su corona.
Enrique VIII vivió veinte afios siendo esposo de Catalina, de la qne
tuvo varios hijos, y foé al cabo de veinte afios cuando se apercibió de
que la alianza de un cufiado con su colada tenia ciertos caracteres de
ilegitimidad, buenos de examinar por una conciencia escrupulosa.
Esta idea le vino una larde que eo el jardín del palacio de York,
«matado par el cardenal Wolsey, su fovorilo, vio las bellas jóvenes
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0«* PtMIOfBS
quetrnátan ti corté. Wdeey, «1 ^n<*rdenal,b<»ltte elevada, por
lu genis de ia nada «1 favor de Enrique VIII, es decir al mas alto
poder, do descuídate el procurar á su señor edos espectáculos, ¿ los
que era muy aficionado.
—Dé aquí rostros encantadores, candeaal, dijo Enrique VIH, y
que, si los veis con frecuencia, deben distraeros de la política. Mis
negocios sufrirán, Wolsey, si todas estas jóvenes pasan muchas horas
aqui.
— Señor, dijo el cardenal, ellas son aquí como esas flores que se
abren cuando aparece el sol: vuestra majestad las atrae y hace exhalar
perfume; mas una vez ausente el rey, este palacio volverá á estar ett
calma, desierto: la política reinará sola.
—¡Qué aturdida es esta juventud!... dijo Enrique pensativo.
—Es que desea que se fije la atención en el ruido que haoe, sefior;
mas este ruido os fatiga ya... ¿Quiere vuestra Majestad que pasee-
mos en otro jardin?
—No... Ab, ellas cantan... en finalices,
— EHas cantan y ellas ríen... son locas en verdad.
—Una voz, dijo el rey, domina todas las otras, se me figura.
— Si, sefior, vuestra majestad no se engaña: es la franoesa que
OMta* es ella la que siembra la alegría donde quiera que está: es pre-
ciso que se mueva ó que se ría.
—¿La francesa, decís? dijo el rey con una ligera etoaocion, que no
escapó á la mirada de Wolsey. ¿Cuál es?
—Es Ana de Bolena, señor, á quien llaman así áoausa de la larga
permanencia qie hice en Francia cuando sirvió á Claudia, esposa de
Francisco I.
—¡Ahí jes verdad... Tía llaman la francesa... ¿y es muy risueña?
El rey no quitó los ojos del grupo de las jóvenes, y Ana, sobre to-
do, fué el constante objeto de sus miradas.
Wolsey no se apercibió á tiempo para dejar de decir:
— ¡Cabexa local corazón ligero... verdaderamente francés, señor.
El rey sintió colorear sus mejillas.
—No la conozco, dijo: mostradme esa alborotadora criatura.
—Ved, sefior: esa linda* esa encantadora cabeza rabia, de ojos azu-
les, de labios rojos y dientes finés y blancos... Ved como mira y ria»
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rus aunar* t*i
la aria twieÉo TmWre la cabe».. . ¡Qué admirable cuello de náoar!
— Es agradable, dijo gravemente el rey,, cayos ojo* «s totea Uenoe
de melancólica simpatía.
Algaaes segundos después Enrique VIH salió del j ardió.
Cuando montó á caballo para volver al palacio, en la fila de corte»
sanos qoe le saludaban á su paso, vio los mismos ojos azules, los mis-
mos dientes blancos, en que se había fijado, puestos en juego por el %
entusiasma, gritar mas alio que todos los otros:
— (Dios sal ve ai rey!
Enrique VU1 volvió la cabeza de otro lado; usas no se sintió enro~
jeoer esta vea, sino que palideció como el bueno de Enrique IV cuan-
do vio á la de Montmorency repetir ese baile en que lanzaba con tan-
ta gracia una azagaya de madera dorada.
Algunos días después de esta escena, la melancolía del rey era
mayar, y Wolsey, & quien un gesto, una mirada de su sefior intere-
saba mas que todos ios secretos del mundo, aun no había podido dar
coa la causa.
fiáoste estado, un dia la dijo el rey de improvise:
—Cardenal, soy bien desgraciado.
Esta declaración era estrafia y sin venir k propósito; mas para
Wolsay fué la espiosíea de una tempestad qoe ya había adivinado.
— ¡Vos, mi rey, desdichado! ¡el principe mas poderoso del man-
do! esclamó con una desesperación admirablemente representada.
—Soy desdichado, repitió Enrique... Tranquilizaos, cardenal: no
es culpa vuestra.
—Man, sefior, confiad i vuestra humilde sábdíto...
—Es un negocio de conciencia.. .
— Yo soy de la iglesia, sefior, y versado en asas materias: baMad,
pues, sefior.
El rey lanzó un gran suspiro, y apoyó sa frente sobre las manos.
—Es un gran peso la corona, ¿no es verdad, sefior?
— No le fatigues, Wolsey, mi buen servidor, en descubrir mi se-
cméo. Tú morirías, yo lo sé, por salvarme do la aflicción.
—¡Oh, sefior, mil veces, si fuese preciso!
—Mi conciencia es mi verdugo, cardenal; yo soy criminal por vi-
vir con la mujer de mi hermano.
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SSf FUSIONES
La caída dé un rayo do hubiera sorprendido mas en tal monéate
al cardenal que esta declaración hecha después de veinte años.
— ¿Qué dices? ¿No tengo razón, teológicamente?
Wolsey reflexionó al instante que si el rey tenia conciencia, esta
no debía hablar sino á otra buena conciencia.
—Yo no oso deciros mi manera de pensar, señor, contestó.
—Hablad siempre, cardenal.
—Es verdad, señor, el caso es grave. Mas, se asegura, que el
principe Arturo vuestro hermano, de quien es viuda la reina, no ha-
bía consumado su matrimonio, y esto es público, ó al menos...
El rey levantó tan vivamente la cabeza, que el cardenal compren-
dió su imprudencia. Luego dijo: Evidentemente, Enrique, hay que
estar equivocado.
— Yo digo que esto es público, es decir: que el público lo cree,
continuó Wolsey; mas, en fin, señor, vuestra conciencia ha podido
vivir tranquila duranto largo tiempo; Dios ha parecido bendecir esta
unión por las dichas que os ha acordado
— iDichasi esclamó Enrique VIII, ¿y sois vos, cardenal, quien ha-
bla asi? Mirad mi vida íntima: ¿dónde encontráis vos en mi casa las
dichas de Dios? En cuanto á mí, yo no veo mas que su cólera. Todos
mis hijos muertos sucesivamente, ¡mi hijo sobre todo! Una sola
hija me resta como por mostrarme que Dios me niega un heredero
varón... Es la maldición, cardenal, es la mano de Dios, es, en fin, la
realidad de este versículo de la Escritura: « ¡Maldito sea aquel que
se casa con la mujer de su hermano. Que viva mal con ella, que no
tenga jamás hijos varones, y que si los tiene por casualidad, mueran!»
Enrique VIH pronunció estas palabras con tal vehemencia, que el fa-
vorito comprendió cuan difícil era la discusión sobre este punto. Se*
guramente Enrique había tomado ya su resolución.
Wolsey se poso á reflexionar y, dando á su inteligente semblante la
espresion mas sombría, dijo:
—En efecto, señor, me amedrentáis.
Y en su interior se preguntaba con que objeto y después de tanto
tiempo el rey era tan escrupuloso de conciencia.
— ¡Yo consultaré á los doctores, al Papa! esclamó Enrique; porque,
en fin, yo no quiero vivir en pecado mortal.
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M RÜIOFA. SSt
* — |Ok cielo! ¡será esto posible! dijo Wolsey. Se&or, yo voy i bus-
car lo mas pronto posible Yo enviaré hoy mismo á Roma
— Muy bien esto no impide que se reúnan los doctores.
—Se les reuoirá. Oiremos la opinión del famoso Tomás Moro, la
de TUher, el obispo de Rochester
To conozco un hábil teólogo: es el decano de los jesuítas de Cam-
bridge, un hombre muy sabio
—Que se llama
— Cranmer.
—Nosotros le consultaremos... Enviad de todas maneras A Roma.. .
Wolsey se alejó repitiéndose que el rey tenia ciertamente alguna
cosa. Esta cosa era aun un secreto que Wolsey debia descubrir mas
tarde, pagando bien caro su descubrimiento.
Siguiendo alternativamente el hilo de las ideas del rey, el cardenal
se convenció de que Enrique deseaba romper su matrimonio. La im*
paciencia con la cual aguardaba los correos de Roma, y la frialdad
mas que cruel que guardaba con Catalina de Aragón, eran indicios
suficientes. Ha» su inquietud y el particular cuidado que se tomaba
en su compostura, dejaban entrever otra cosa: el rey estaba, puede
ser, enamorado.
Esto dejó de ser bien pronto un misterio. Enrique VIH dijo una no-
che i Wolsey:
—Cardenal, he pensado en el gran inconveniente que se levantará
si los doctores me aconsejan el divorcio.
—¿Cuál, sefior?
—Hay una bula decretal del Papa aprobando mi matrimonio.. ...
está, pues, consagrado por la curia romana... es, pues, irremisible.
—No tanto, majestad. Roma no hace jamás nada que no pueda
deshacer. Un Papa os ha casado... un Papa os separará de la reina.
Para anular una bula, es suficiente que se pruebe que ha sido arran-
cada ú obtenida con capción. Es suficiente que se pruebe error en el
Pontífice que la ha firmado.
—Vos sabéis esto mejor que yo, Wolsey, puesto que sois car-
denal... Mas decidme: ¿sabéis qoe esa joven francesa, de la cual me
hablasteis el otro dia, es una excelente inglesa?
—¿Qué francesa, sefior? dijo Wolsey con curiosidad.
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SSI NtUKHIKS
—Y de troa de las mejores familias de Inglaterra. Su padre es pa-
riente de les Hastings, y su madre es Norfolk.
—Mas, ¿quién? pregante impaciente Wolsey.
—Ana de Bolena.
El cardenal se guardó bien de mostrar la menor sorpresa: acaba-
ba de descubrir el secreto.
—¡Qué encantadora mujer!
—Sí, j verdaderamente encantadora! Mas... ¿ligera, loca, habéis
dicho?
—¿Te lo be dicho? preguntó el cardenal con inquietud; pues me
he equivocado, sin duda. ¿Se puede juzgar de una mujer con solo
verla?
Wolsey se prometió vigilar esta pasión naciente, y no dejarse
reemplazar en el corazón del dueño; mas las coqueterías de la joven
y su deslumbrante belleza habian hecho ya una impresión profunda
sobre Enrique VIII.
Después de haber admirado tanta belleza, el rey la deseó, y el car-
denal supo bien pronlo que Enrique VIII habla encontrado medio de
visitar á Ana de Bolena.
—Capricho, pensó Wolsey, que se acabará con la satisfacción. El
rey es inflamable, y ella orgullosa: querrá bacer en la corte de En-
rique VIII el papel que ella ha virio jugar en Francia á las queridas
de Francisco I; pero encontrará un cardenal mas celoso que Duprat,
y mejor informado de lo que se trama en las alcobas reales.
Enrique VIH no pensaba mas que en dos cosas: Roma y Ana. Su
pasión se traducía en miradas y en consideraciones extraordinarias.
La verdadera corte estaba en casa de Ana de Bolena: la verdadera
reina era esta joven, que mas risuefia, mas loca que nunca, ofrecía
á loe cortesanos un enigma indescifrable.
Wolsey se convenció bien pronto, sin ningún género de duda, de
que la joven francesa, aunque ligera en apariencia, resistía al rey
con una tenacidad desconocida en la corte; de que esta resistencia
inflamaba mas y mas á Enrique, y de que el rey no aguardaba con
tanta impaciencia sino el fallo de Roma por reemplazar á Catalina de
Aragón con Ana de Bolena.
Bien pronto llegó á Londres el parecer de la Santa Sede. Ciernen-
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DEBUBOftL S85
te YH, contento de disgustar á Carlos V, su enemigo, quitando la co-
rona de Inglaterra á Catalina su tía, permitía al rey contraer un ma-
trimonio provisorio, y anunciaba el envió de dos legados, para tra-
tar en presencia de la reina y del rey las cuestiones del divorcio (1).
En cuanto á Catalina, babia recurrido, viéndose amenazada, &
su poderoso pariente Carlos V, y este principe, celoso de la alianza
de la Francia y la Inglaterra, amenazó á Enrique VIH con la guerra,
4 menos que este no rompiese sus tratados con Francisco I. Median-
te esta concesión, el emperador debia dejar llevarse á cabo el divor-
cio; y su tía, de la que él habia tomado tan calurosamente la defen-r
•a, debia quedar sacrificada en el acuerdo de los dos soberanos.
Wolsey odiaba mortalmeote á Carlos V, porque este principe, por
atraerse el apoyo del ministro, le habia ofrecido varias veces la tia-
ra, y no habia sostenido sus promesas. Carlos temia al enemistad de
Wolsey, mas no quería sobre el trono de San Pedro un hombre de su
temple. La guerra era inevitable.
Una escena de las mas chocantes ocurrió en Londres. Los dos le-
gados, nombrados para entablar las conferencias, citaron delante de
su tribunal al ivy y la reina, quienes se presentaron en persona.
El rey respondió á su nombre cuando fué llamado; mas la reina,
kjos de imitarle, se levantó de su silla y fué á arrojarse k los pies
del rey, vertiendo un torreóle de lágrimas.
— Sefior, dijo, yo no conozco otra autoridad que la vuestra,
porque yo soy vuestra esposa legitima, iy mis hijos no tienen otro
protector que vuestra majestad! Durante veinte afios he llevado el ti-
tulo dulce y glorioso de esposa vuestra, y yo no lo repudiaría aun
cuando hubiese sido para mi la causa de grandes desdichas. Doy vos
me dejais... ¿Qué he hecho yo? Se me reprocha mi primer matrimo-
nio con vuestro hermano; mas vos lo sabéis, sefior; cuando vos fuis-
teis mi esposo ninguo otro que vos habia tenido el derecho de tomar
osle nombre: ese matrimonio político no fué cumplido mas que por
nuestras firmas colocadas sobre el pergamino. Nuestros padres fueron
prudentes cuando ordenaron nuestra alianza; ¿por qué hacer 4 su
memoria esta afrenta, que traerá consigo grandes males? Sefior, yo
(I) 1*16 4*1 (MUi nonio provisorio no* parece puré invención
TOHOB. **
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S9* PRISIONES
me dirija k m rey, á «i «poso, y no á etros.. . Se me kabla de nú
tribunal reunido: yo do le reconozco*.. Yo veo delante de mi enemi-
gos que quieren perderme, y no jueces. No, la bija del rey da Espa-
8á, inocente y revestida de una doble majestad real, no admitirá la
suerte de una decisión que puede estar dictada por la parcialidad.
Después de haber pronunciado estas palabras, que produjeron una
viva impresión, la reina saludó al rey, y saltó del salón, & p&ar de
las insfancias que le hicieron para que permaneciese.*
Esta conducta hizo mas difícil la posición del rey.
. Enrique V1U tuvo que convenir en que la reina no le habia dado
un motivo de queja, confesar que la reina ofrecía la reunión, casi
perfecta» de las mas preciosas calidades, y que ninguno, aun el mas
escrupuloso, podría encontrar «na tacha en su vida de angelical pía*
rezaw Pero la principal causa del divorcio estaba en el corazón del
rey; un metimiento hablaba en él y era preciso escucharle. ¿La con-
ciencia de un principe no es el mas segure de los oráculos?
Enrique VIH, después de hecha esta confesión, hito, con la suti-
leza de un teólogo* la enumeración de los casos de conciencia que
presentaba su matrimonio con Catalina de Aragón.
Era importante que la palabra enemigos, pronunciada tan hábil-
mente por la reina, recibiese algunas espiraciones^ y el monarca
orador se encargó de este cuidado. Disculpó i Weleey de tener lame»-
tor parle en sus resoluciones respecto al divorcio, dijo que el cardenal
no sabia nada de su voluntad en este asunto, y pidió el arbitraje de
los legados, según la severidad de su conciencia.
Wolsey comprendió que era preciso ebtener á todo precio una sen-
tencia conforme á los deseos del rey. Sabia bien lo que valen las
lágrimas de una mujer, los sufrimientos de una familia; pero sabía
también lo que pueden las solicitaciones de una querida, y se encen-
traba cogido entre la cólera de la reina si se (N-onunciaba el divorcio,
y la venganza de Añade Boleta si no se pronunciaba. Wolsey trabajó
con vigor sobre sus amigos de Roma; pero Garlos V trabajó con mm
actividad aun, y Roma declaró, por la voz del Pontífice, que el matri-
monio de Enrique VIH con Catalina de Aragón era bueno y válido.
Lo que Wolsey habia previsto, se realizó. Catalina, furiosa contra
él por el celo que habia desplegado para obtener el divorcio, estimuló
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DB IULQH $87
contra el favorito & todos los amigos que la quedaban; y Ana de Bole-
ta, descontenta del resultado de sus agentes, acusaba á estos por su
falta de celo. Wolsey qaedó mal en este asunto con la reina, con la
querida del rey y con el mismo Enrique VIH, que, teniendo entera
confianza en la habilidad del ministro, viéndole engañado, no le miró
ya mas que como á un hombre ordinario
Enrique encontró mas talento en Granmer, decano de los jesuítas,
el cual le dio un medio de pasarse sin el Papa. También encontró que
Tomás Moro era un hombre superior á Wolsey, y esto, porque en
vea de adular al rey en el negocio del divorcio, se habia puesto en
trente, y picado asi su curiosidad. Este es, muchas veces, un medio
mucho mas seguro que la adulación, para medrar cerca de los princi-
pes* Tomás Moro no puede ser sospechoso de haber tenido e§te cál-
enlo, mas esta fué la causa de su rápida elevación.
Wolsey presintió su desgracia, y fué en busca de Ana de Bolena
para justificarse delante de ella; mas la favorita no tuvo piedad del
favorito, le recibió fríamente y concluso por amenazarle.
— Sefiora, dijo el cardenal que habia agotado todos los recursos
de su talento para atraer á su partido á4a folora reina de Inglaterra,
al cielo os inspira mal al tratarme tan duramente. Yo he servido
vuestra causa con un celo que no podréis menos de reconocerme al-
gnu día. Aquel que no perdona una desgracia, se pone en el caso de
no ser perdonado á su vez S guid, sefiora, seguid el camino a¿cen-
deaie de vuestra fortuna: algún dia pensareis en el cardenal Wolsey.
Ana de Bolena le volvió la espalda.
En el mismo dia de esta escena, Wolsey recibió la visita de los du-
ques de Norfolk y Soffolk, que le pidieron los sellos, de parle del rey.
El cardenal rebasó entregar los sellos sin recibir algunas letras
de mano del rey, y este le escribió al momento. Wolsey hizo la en-
trega. Los sellos fueron dados á Tomás Moro.
Hay aun otra razón mas poderosa de este capricho de Enrique VUI
por Tomás Moro: el monarca se ocupaba con ardor en los estudios
teológicos: Moro habia contribuido por sus negociaciones á la paz de
Cambray, y profesaba contra los heresiarcas tanta animosidad cerno
el mismo rey, lo cual probó en 1534 cuando persiguió á los refor-
mistas üe Inglaterra/
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388 PRISIONES
Tomás Moro trizo arrestar aun caballero del Temple, llamado Jaco-
bo Beinham, acusado de favorecer las opiniones de la reforma, y
quiso interrogarle él mismo.
Este caballero no había cometido otro crimen que poner en duda
la eficacia de algunas prácticas de la religión romana.
Moro le mandó que nombrara sus cómplices, á lo que él replicó que
no los tenia, ó mas bien, que eran demasiados para poderlos nombrar.
Tomás Moro mandó entonces que le azotaran en su presencia y
que después fuese conducido á la Torre. Guando lo tuvo en este ba-
luarte de piedra, el canciller pudo ejercer á su gusto el rigor. Bein-
ham fué puesto en el tormento y torturado cruelmente, basta que,
vencido por el dolor, abjuró lo que el canciller llamaba sus errores
criminales.
Tomás Moro reunía, dice un historiador, á un talento luminoso
un gran conocimiento de los antiguos. El estudio babia engrandecido
la esfera de su inteligencia, y él mismo, en su juventud, habia sos-
tenido opiniones atrevidas; mas el demonio del fanatismo sopló sobre
este espíritu, emponzoñó su corazón, y todos los furores, todas las lo*
curas invadieron el uno y ehotro. De todas las enfermedades mora-
les que eslá sujeto á sufrir el hombre civilizado, la fiebre religiosa
es la mas terrible. Nunca el amor propio toma mayor fuerza y des-
plega mas energía que en las cuestiones en que el hombre se imagina
que debe vengar á Dios.
El desgraciado Beinham, destrozado por la tortura que Tomás Mo-
ro le habia hecho sufrir en la Torre, tan pronto como se vio fuera
del tormento, horrorizado de su verdugo y dé si mismo, hizo llamar al
canciller, quien se le presentó orgulloso de la aposlasia arrancada
por tan bárbaro medio.
— Milord, le dijo el torturado, aun no habéis acabado vuestro ofi-
cio: es al verdugo á quien yo he respondido. Sus hierros encendidos,
sus tenazas desgarradoras, me bao hecho hablar un lenguaje desco-
nocido para mi. Ya he despertado, milord, y, gracias á Dios, vedme
otra vez en razón: recibid, pues, la declaración de un hombre en sa-
no juicio, como habéis recibido la de un desgraciado, ciego por la
locura del dolor. Yo persisto en mis opiniones y apelo de vuestras
crueles persecuciones ante el tribunal de Dios,* y os pido me enviéis
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DE SUBOFA. 9*9
aate el primero, á fin de decirle todo el horror que siento por los hom-
bres que cometen tantas atrocidades en su nombre.
Tomás Moro, este sabio, amamantado en Séneca y Patón, este
filósofo de dulce sonrisa, que admiraba á Sócrates, se llenó de
furor viendo la legítima rebelión de Beinham, y respondióle como
los prefectos romanos respondían á los mártires del cristianismo. El
desgraciado preso fué entregado á un tribunal, como herético obsti-
nado, relapso, y quemado en Smith Field. Este acto fué el preludio
de infinitas persecuciones, de las cuales el canciller fué el mas enér-
gico instrumento.
Mas vol Tamos á Wolsey.
Ana de Bolena se inquietó poco de las predicciones del destronado
favorito.
Una vez Wolsey en desgracia, fué bien pronto puesto ante el poder
judicial, y condenado en la cámara Estrellada, por abusos de poder.
Como Enrique VIH no se podía decidir á borrar completamente de
su corazón al hombre que durante tanto tiempo le había cautivado
por su acierto, Wolsey pudo esperar que el rey le volviese su amis-
tad; pero no fué asi. Ana de Bolena se babia aliado con los enemi-
gos del cardenal, y en cambio del apoyo de este, ellos le habían pro-
metido el suyo contra Wolsey. Érale preciso sucumbir. El rey le des-
terró de¿de luego á Uampton Court, después á Gawood, en Yorkshire;
pero como esto no satisfacía aun los violentos enconos, Ana obtuvo que
Wolsey fuese» arrestado como culpable de alia traición, y juzgado en
Londres, sin miramiento á su carácter sacerdotal.
El cardenal sucumbió ante este último golpe.
Cuando se presentó ante él el mensajero enviado para arrestarle,
Wolsey le contempló largo tiempo como queriendo leer en sus ojos
hasta que puolo se babia convertido el rey en su enemigo.
—Caballero, le dijo tímidamente, yo no os conozco ¿cómo os
llamáis?
—Mi lord, replicó el enviado, yo soy Williams Kingston, goberna-
dor de la Torre, y la persona de vuestra Eminencia me está confiada.
— (Gobernador de la Torre] esclamó Wolsey. ¡Yo prisionero!
¡Yo i la Torre como un criminal! ¡Obi No... ¡Dios no lo querrá
qué digo, murmuró con lúgubre acento, ¡Dios! ¡no he pensado en él
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M PIIÓONCS
sino en la desgracia! (Este poder supremo que yo invoco, lo he nega-
do ó desdeñado desde que me acerqué á los poderosos de la tierral...
¡A la Torre! ¡Y no moriré antes de entrar en tal prisión!
—No temáis nada, milord, dijo Kingston: el rey, que hace arres**
tar á vuestra excelencia, no impide se tengan los miramientos...
—¡Oh! gracias, señor Kingston, no tengo necesidad de nada sobre
la tierra, sea que me aguarde el cadalso, sea que
—Tened valor... ¿Un alma como la vuestra se deja abatir basta
ese punto?
-—Cuanto mas alto subió el hombre, mas dura es la caida, respon?
dio Wolsey. Mas... yo he olvidado que en otro tiempo, cuando yo
daba órdenes, quería que fuesen prontamente ejecutadas Estoy
pronto, señor Kingston... ¿Dónde me conducís?
— A Londres.
Wolsey se puso en camino con sus guardias.
£1 cardenal estaba enfermo, y la enfermedad agravada con la pe-
na, tomó un carácter tan serio, que Wolsey tuvo que pedir dete-
nerse. Entonces se le condujo á la abadia de Leicester, donde el ca-
bildo salió á recibirle con el ceremonial de costumbre para las vía-
las de los cardenales.
—¡Qué de honores, dijo Wolsey con triste sonrisa, para un hom-
bre que viene á morir en medio de vosoirosl
En efecto, una vez en el lecho, la enfermedad se hizo mortal. En
su última hora, este hombre ilustre, que había llenado la Europa con
su nombre y su poder, pensó aun una vez en el principe por ouyo
capricho moría.
— €i yo hubiese servido á Dios con tanto celo como he servido al
rey, dijo, no seria en este momento tan desgraciado ni estaría tan
próximo á mi fin. Decid al rey, milord Kingston, que se acuerde de
su antiguo amigo, y que se pregunte que crimen he cometido. Vos
viviréis, milord, y veréis si he sido fiel y si he dado buenos consejos.
Wolsey murió aborrecido del pueblo, abandonado del rey, como
los favoritos que no han tenido otro móvil de conducta que el egoís-
mo.
No han fallado panegiristas á Wolsey, y varios historiadores mi-
nan su administración como una de las mas gloriosas de Inglaterra.
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US BOROfA. tt 1
Miarte Wolsey, Enrique VIII acordó otro lavar & Ana de Bolean:
ae casó con ella. Esto era el precio que Ana habia puesto 4 su
amor.
Enrique VIII no quiso aguardar á que las indecisiones de Rouaa
hubiesen cesada ai 4 que la enfermedad que consumía 4 Catalina
de Aragón la hubiere hecho su victima y vuelto de e6ta masera la
libertad 4 su verdugo: la pasión «andaba y él obedecía. Ana de Bo-
leen, creada marquesa de Pembroke, recibió la fé del rey en presen-
cia del duque de Norfolk» tio de la desposada, de su padre/ de sn
Madre, de m hermano y del doctor Cranmer, teólogo que habia
dado tan bien consejo al rey. Rooland Lee, nombrado obispo en
«¡mí tiempo, celebró secretamente este matrimonia, qae hizo 4 Ana
de Botena reina de Inglaterra.
Enrique VIH se ocupó en ?egiida, con mas arder qte nunca, en
romper su matrimonio con Catalina de Aragón; pero Rama ae oponía
tentaléale y el em¡>erador sostenía 4 Roma.
Eorique confió la prosecución de este negocio 4 Cranmer, que
por mediación de Ana de Bolena habia ascendido 4 arzobispo de
Caatorbery, y> fecundo en expedientes, ae constituyó juez del matri-
amia de Catalina y le declaró nato.
En seguida el rey envió 4 decir 4 la ex-reina qae deWa contentar-
te coa el titule y rango de princesa viada de Galea; pero Catalina
persistió valerosamente en decir: que los hombres no podían desha*
eer lo qae Dios habia hecho, queeila era y continuaría siendo reina de
Inglaterra* y qiiao qae ai servicio continua» con al mismo eeremo*
nial que en la casa real.
Ana Je Boto* tuvo ana hija 4 la q» pusieron per nombre Isabel.
Brtaíoé nombrada princesa de Galea, y sa nacimiento excluyó del
trono 4 Haría, hija del rey y de Catalina. Este golpe fué tan aerisible
4 la reina, que removió cielo y tierra para obtener venganza. Roma
la eecvndó, declarando nulo el segundo matrimonio de Enrique, y
amenazando excomulgar 4 Cranmer y aan al miamo rey, ai persistía
m desconocer los derechos de Catalina.
Batanees fué cuando el monarca, viendo la tempestad, respondió 4
loa ataques da Rama oan una declaración del parlamento en favor
del segundo matrimonio, en la que quedó testado, qae loa hijee
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39» PRISIONES
de este matrimonio y en su defecto los herederos del rey, serían los
herederos de la corona, hasta la última generación.
Y se mandó, bajo pena de prisión, cuyo límite fijaría el rey, y de
confiscación de bienes, prestar juramento sobre la observancia de es-
ta ley de sucesión. La pena establecida contra los criminales de trai-
ción y de lesa majestad debia ser aplicada á cualquiera que pronun-
ciase discursos injuriosos al rey, á la reina ó á sus hijos.
Este acto del parlamento dio principio en Inglaterra á una escisión
manifiesta entre tas diversas clases del estado. £1 pueblo lomó parti-
do por el rey contra el Papa; los graBdes se unieron con ciertas res-
tricciones; mas los hombres inteligentes, comprendiendo el detesta-
ble ejemplo que dariaesta licencia del rey, se afiliaron valerosamente
contra el reglamento de sucesión. A la cabeza de estos figuraban To-
más Moro y Kischer, obispo de Rochesler.
Estos dos nombres hicieron reflexionar á Enrique VIII.
Kischer había brillado por sus talentos en la cuestión de contro-
versia religiosa; Tomás Moro era querido del rey por su pasión con-
tra los heréticos, y era además de un gran talento, un hombre res-
petado por la integridad de sus costumbres y su rectitud.
Tomás Moro había dimitido su cargo de canciller desde qoe su
oposición á las ideas de Enrique había debido manifestarse, y, te-
miendo su influencia, le fueron hechas proposiciones conciliadoras
de parle del rey.
—Con mucho gusto, contestó Tomás Moro, prestaré juramento de
fidelidad á los herederos del rey, á los mismos que él designe; mas
como apoya la trasmisión de esta herencia sobre la nulidad de so
matrimonio con Catalina, es decir, sobre una injusticia y un absur-
do, ye no puedo jurar una cosa injusta y absurda. Que el rey se ca-
se con quien quiera, mas que no baga pesar sus amores sobre su
pueblo.
Cranmer fué el enviado de Enrique en este mensaje. Adulacio-
nes, ruegos, promesas, amenazas: todo fué inútil.
— Ved, milord, dijo el arzobispo de Cantorbery; el rey os envía
un secretario de estado y un primado, es decir: dos embajadores,
como á una testa coronada. Esto es para mostraros el aprecio que
hace de vuestra opinión.
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DI IIJ10P*. m
—Si él hace caso, que la siga, respondió Moro.
—Tenéis enemigos, milord; y se aprovecharán de la ocasión para
hacer ver al rey que os rebeláis con ira él, para decirle que vuestro
castigo satisfará á muchos, como expiación de vuestras severidades
con ciertos culpables.
— ¡Oh! ¿Quién os ha dicho, mi querido Cranmer, que Tomás Mo-
ro no está contento de expiar?... Vuestras palabras son una amena-
xa, ¿no es eso? yo la acepto...
—No puedo oíros hablar asi, milord, sin recordaros el edicto del
parlamento. Es una ley, caro sefior: vos debéis obediencia á esta ley,
sino...
Tomás Moro miró al arxobispo con tranquila sonrisa.
—¡apostamos, querido Cranmer, que vos no osáis acabar la frase,
y que yo la adivino!
—Hablad, milord.
—Vos queréis decir que hay abajo un condestable de la Torre, y
una escolta para conducirme á prisión.
Cranmer bajó la cabexa.*
—Estoy pronto, esclamó Tomás Moro. ¿Y Kisher, qué ha hecho?
—Kisher ha sido obstinado también; mas nos ha dado esperan-
xa de curación: él hará lo que vos hagáis.
— Entonces, ¿yo hago arrestar también á Kisher?
—Si, milord.
—¡Sea! El digno obispo de Roohester me servirá de compafiero en
la Torre... y en otra parte, si es necesario. Este será el castigo de
todas sus pequefiuelas intrigas.
Tomás Moro y Kisher fueran, en efecto, oonducidos á la Torre en
Tirtud del estatuto del parlamento.
Transportémonos á esta prisión, que va á ser el teatro de los dra-
nas sucesivos que vamos á exponer.
En un aposento bajo, húmedo, y cuya enrejada ventana deja ape-
nas esteoder la mirada basta el muro esterior, dos hombres se mira-
bu con sombría curiosidad.
El ano era calvo, pálido, y tenia barba blanca; estaba cubierto de
un sayo que dejaba casi al descubierto sus estenuados miembros; y ti-
ritaba en un rincón de la prisión, con la mirada tija eo su interlocutor.
TOBO II. 50
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301 fWHoms
Este estaba vestido de una loga de terciopelo negro ornada de pie-
les: un grneso diamante brillaba en su mano. Sentado sobre ana de
las miserables sillas de la estancia, interrogaba, y escribía las res-
puestas por so propia mano.
El primero era Kisher, obispo de Rochester: el otro era el so-
licitador general Rich, encargado de instruir el proceso de esta
causa.
— Ya os he manifestado, dijo Kisher, que no responderé á nada
sin que Tomás Moro no esté presente.
—¿Para qué puede serviros Tomás Moro, milord?
—Para oirme.
—Vuestro negocio no tiene nada que ver con ese preso. Vos estáis
acusado de relaciones con impostores, con sacrilegos.
— Hé ahi porque yo quiero ser oido de Tomás Moro, milord. Es
preciso que haya alguno que ría para consolarme de todo lo que vos
me diréis.
El solicitador se mordió los labios.
— Milord, dijo este, lo que me pedís es imposible.
— Bueno: arreglaos como os agrade; mas yo no os responderé. Ta
os veo pensar en alguna buena tortura; mas verdaderamente esto
sería inútil: para un anciano, para un sacerdote acostumbrado á una
decente y dulce vida, ya estoy bien torturado después de estar un
afio aquí sin fuego, sin vestido, apenas con pan. Estad persuadido
de . que si yo hubiese de ceder, lo haría desde ahora, á fin de
acabar.
—Milord, esto no depende mas que de vos.
— Hacedme ver á Tomás Moro.
— ¿Y responderéis?
— Responderé.
El solicitador reflexionó durante algunos minutos.
—Veréis á Tomás Moro, le dijo al fin.
En efecto, una hora después, fué abierta la puerta de la prisión y
Tomás Moro, conducido por dos soldados, entró, radiante la mirada,
como si se tratase de hacer en su residencia una visita de placer al
obispo.
Al fin les dejaron solos.
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m nmopA. m
—Bien pobre estáis, dijo Moro. ¿Estáis enfermo?
—Padezco mucho, y se me acaba el valor; mas he querido Teros,
amigo mió, para recobrarlo un poco. ¿Tenéis algunas noticias?
—Si: sé que se quiere formaros un proceso, como á mi, locante á
nuestra resistencia respecto al reglamento de sucesión.
—¡Oh! ¡si no fuera mas que eso! dijo Kisher.
—¿Qué hay, pues?
—Hay que él Papa, sabiendo mi prisión, se ha apresurado á dar-
me una muestra de estima: me ha nombrado cardenal. Mi confesor
me lo ha dicho.
—¿El Papa quiere, pues, haceros matar? esclamó Tomás Moro.
Ellos se hacen la guerra sobre vuestra desgraciada persona, queri-
do amigo. ¡Cómo! ¿el uno se venga del otro honrándoos, y no ve
que el otro se vengará de vuestros honores con una condena?
— ¿Creéis que me condenarán?
— Sabedlo todo. Si vos estáis instruido en las cosas religiosas, yo
lo estoy en los negocios poli lieos. Me han hecho dar una memoria
sobre todo lo que ha pasado y está pasando después de un afio. El
parlamento; por libertar á Enrique VIII de toda obediencia respecto
al Papa, le ha declarado jefe supremo de la iglesia anglicana, y con*
fiádole la persecución de toda herejía, ofensa, abuso, profanación y
crimen. Será considerado como traidor cualquiera que maquine, píen-
se ó hable contra el rey, la reina y los herederos. Piense ¿Qué
decís? ¡Oh libertad de conciencia!
—¿Entonces vos estáis perdido también? porque ese bilí del parla-
mento parece estar hecho teniéndoos presente.
—Yo lo creo también, dijo riendo Tomás Moro.
— ¿Vos resistiréis?
— Seguramente. ¿Y vos?
— Yá tengo bastante para perderme con mi resistencia pasada.
—¿Qué quiere decir eso? preguntó Moro con sorpresa.
—¿Habéis oido hablar de Isabel Bar ton, la santa joven de Kent?
—Si, ¿esa pretendida profetiza?
— Una mujer que ha tenido visiones.
—¿Una mujer histérica y nerviosa ec quien vos tenéis confianza?
¡Pobre Kisher!
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996 NU9KMES
— ¡Oh! Si: ella entra en éitosis: el pueblo I* cree. Ella habla de
revelaciones que la hacen la Vlrgett y el Espirita Santo, y como es-
tas son en favor de Catalina de Aragón, yo creo.
—¿A fin de que los otros crean también?
—Puede ser; mas no hay un crimen tan pequeño como la credu-
lidad.
—Nada de eso, mi querido hermano en teología, nada de eso.
Creer es nn crimen, toda ves que el rey no quiere qtfe se crea, mas
esa joven es una loca.
—Se la juzga... y ella se apoya en mi protección. El solicitador
general dice que no ha obtenido crédito sino por mi causa; y quie-
re que yo descubra sus intrigas, sus deslices; porque esta Isabel,
mirada como una santa, no tiene éxtasis sino en los accesos de la en*
fermedad, ni mas relaciones místicas que citas con sus amantes y
cómplices.
—(Innoble y triste negocio! dijo Tomás Moro moviendo la cabe-
za. ¡Hé ahi lo que es el fanatismo, milordl
—Si, respondió Kisher mirando lijamente á Moro, el fanatismo
trae la desgracia tarde ó temprano.
— Lo sé, milord, y no he pronunciado esta frase sin intención;
porque yo habito en este momento un calabozo en cuyos muros está
escrito: Jacobo Beinham, mártir, asesinado por Tomás Moro, can-
ciller de Satán. Ved que yo no puedo hacerme ilusión, milord, y
que tengo el derecho de deciros: el fanatismo pierde á los hombres:
es la espada de fuego. .. el que se sirve de ella se quema. Mas vol-
vamos á vos, querido señor. ¿Qué pensáis hacer?
— ¿Reconoceréis la supremacía de Enrique como jefe de la Iglesia?
—Rehusar es morir.
—Es morir Escuchadme, milord: sois anciano y habéis sido
probado con sufrimientos crueles: no deshonréis vuestro carácter de
sacerdote y de filósofo por un ridiculo terror ¿Es vivir habitar en
esta prisión? Pasad de este miserable estado á la vida inmortal.
— Milord, yo no tengo vuestro valor: soy un hombre debilitado.
Prefiero morir poco á poco en un oscuro rincón... el rey no me lo
negará.
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!)K BOIOPA $rt
— Acordarle «hora lo qué os pide: Mgad «o un dia todo lo que
habéis hecho y dicho dorante diez afios.
~-¿Q«é haréis vos, mi lord?
—Mostraré al rey que yo sirvo á Dios antes qne á los demás. Tan
ardientemente le he servido, qne he cometido crímenes: eipiaré es-
tos crímenes con el castigo que tenga á bien enviarme.
Kisher conocía la firmeza de Tomás Moro, y no dudó un instante
de que seria coofirmada con el hecho. El obispo de Rochester, im*
pulsado por tan digno ejemplo, tomó su resolución, y, delante del
tribunal encargado de juzgarle, se mantuvo firme.
No sacriQcar á Catalina de Aragón, negar la supremacía del
rey como jefe de la iglesia, era mas de lo necesario para granjearse
la muerte. Kisher fué agobiado aun con el proceso de la santa joven
de Kenl. Se probó, en plena audiencia, que esta pretendida santa era
una mujer pervertida, cuyos accesos de inspiración eran dirigidos
por tres ó cuatro miserables amantes suyos.
Kisher cayó en la imputación de una complicidad secreta, y que-
riendo Enrique VIII que su victima fuese deshonrada antes de subir
al cadalso, se condenó á este anciano al suplicio de los traidores y
de los sacrilegos.
Kisher salió de la Torre despuee de haberse despedido de Tomás
Moro, el cual, abrazándole, le dijo á media voz:
—Pues que somos filósofos, amigo, nos es grato pensar que nos
encontraremos después de la muerte, lo cual será bien pronto, por-
que el hacha que os va á dar el golpe, amenaza ya mi cabeza. Morid
con valor, querido sefior, á fin de que el pueblo comprenda bien que
la nobleza no está hoy del lado de los reyes, y que el jefe supremo
de la iglesia no es el amo de hombres como nosotros.
Kisher murió sin fanfarronería, sin mostrar debilidad, como con-
venía á un anciano; y la simpatía de los espectadores le siguió
durante toda la duración del suplicio.
Tomás Moro no se habia equivocado. Enrique VIII, que decia
amarle por los servicios que de él babia recibido, por su carácter y
por sus talentos, envió de nuevo al filósofo á Cromwell, Cranmer y á
otros personajes influyentes.
Moro continuó inflexible.
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ate raisiofiis
—Decid al menos vuestra opinión, le dijeren.
— ¿Para qué? dijo el prisionero... Vosotros me preguntáis si el rey
es Dios... y me hacéis observar que el parlamento ha decretado la pe-
na de muerte contra el que no deiflqne al rey. Por otro lado, Dios es
celoso de sus derechos, y no se conforma conque los trasporten al rey
de Inglaterra. Resulta, pues, que vosotros me presentáis una espada
de dos filos: del uno yo mato mi cuerpo, del otro yo doy muerte á
mi alma.
Llevaron esta respuesta al rey, quien, indignado, furioso, es-
clamó:
— ¡El niega, pues, la supremacía, puesto que él duda y pretende
poder dudar! ¡Su conciencia le dice, pues, que yo no soy el jefe su-
premo de la iglesia, yo á quien el parlamento ha investido del dere-
cho de condenar á muerte á cualquiera que no admítaosla supre-
macía!
Con esta sutileza en la que un rey menos teólogo y sanguinario no
hubiera sodado, Tomás Moro, que no había hablado bastante para
ser acusado de negar, fué llevado delante de sus jueces. Guardó
el mas completo silencio sobre esla cuestión, y se dejó condenar co-
mo si hubiese sido culpable; porque, dice el historiador Hume, los
juicios, en este reinado, no eran mas que pura forma.
Habia obtenido Tomás Moro el permiso de recibir en la Torre las
visitas de su familia. Después de dada su dimisión de canciller, ha-
bia vivido como un simple ciudadano, frecuentando su casa y ocu-
pándose de la educación de su hija Margarita, y tranquilizando con-
tinuamente á su mujer, que preveía la desgracia y oscilaba á su
esposo para que la previniese con un poco de sumisión. Mientras que
pensaron contar con él para hacer ceder á Kisher, se le trató huma-
namente; mas después de la muerte de este último, le hicieron sen-
tir los rigores del rey. Se le quitaron sus libros, y se le prohibió la
visita de su mujer y de sus hijos.
—Esta separación de mi corazón y de mi cuerpo, dijo Tomás Mo-
ro, me acostumbrará poco á poco á la separación de mi cuerpo y de
mi cabeza.
Guando estuvo condenado, se hizo aun una tentativa sobre él. Se
le dijo que un arrepentimiento tardío vale mas que una persistencia
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di mera, m
eterna; y ge le quiso hacer ver cuanto era su orgullo al inscribirse
«rio contra la opinión del gran consejo de Inglaterra.
—Si yo estuviese solo contra el parlamento de Inglaterra, dijo él,
desconfiaría de mi mismo, y puede ser que cambiase de opinión;
mas yo tengo conmigo toda la iglesia, que es el gran consejo de los
cristianos. A un obispo de vuestro partido yo puedo oponer ciento que
gozan de la gloria celestial. El número de mártires y confesores, de
coya opinión soy, Tale mas que el de la nobleza de hoy; y el poder
de lodos los concilios generales equivale sin duda al del parlamento.
Ved como tengo razón en ser obstinado en mi modo de pensar.
Entonces, para doblegar este espirito indomable, se dirigieron al
corazón. Se hizo entrar en la prisión del ei-canciller á su mujer y á
su hija, y la primera, desolada y llorosa, se precipité á sus plantas,
suplicándole no la abandonase y dejase huérfanos á sus hijos.
Moro, conmovido, tuvo que llamar en su apoyo toda la fuerza de
su alma.
Al fin, levantando á su desgraciada mujer y abrazándola con ter-
nura, la dijo:
—Veamos: ¿cuánto tiempo pensáis que yo viviría aun cerca de
vosotros, en la dicha que tenemos? Tengo cincuenta y cuatro aft s,
el trabajo me ha fatigado mucho, tengo penas calculad.
—¡Oh, milordl, ¡qué estrafia pregunta!... replicó la desventurada
esposa.
—Responded.
—Puesto que me forzáis, calculad vos mismo. ¿No creéis que nos
quedan aun veinte afios, á lo menos?
—Ahora bien, respondió Moro sonriendo, decid si vos, que me
amáis, me haríais sacrificar á una dicha de veinte afios la eternidad
dichosa que me aguarda, puesto que moriré por mi religión y mi
conciencia. No lloréis más: dad gracias á Dios por el favor que me
hace. V¿df mi hija Margarita üo Hora, y con todo me ama también.
Ella sabe bien que de una vida miserable y agitada pasamos á un
mundo lleno de una dicha inalterable. Veamos, Margarita, hablad:
¿qué haréis vos por mi?
—Padre mió, yo os sostendré basta el cadalso, si me lo permiten,
y rendiré los Altamos honores á vuestros restos mortales.
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m pttwoHw
— Bi«sr dijo Moro: he sembrado en un buen terrón© mi filosofo y
mis consejos. Es una gran dicha saber, al morir, que do se deja des-
pués de si la desesperación ciega y el dolor sin consolación.
En fin, Tomás Moro fué sacado de la Torre en un dia magnifico,
el 6 de julio de 1535, y en medie dé un concurso inmenso de espec-
tadores. Guando llegó al pié del cadalso, saludó á los asistentes con
ana sonrisa llena de nobleza y serenidad.
—La escalera es mala, dijo él, y mis piernas se han debilitado en
la prisión; ¿no me ayudará nadie á subir?
Uno de los asistentes le dio el brazo, y Moro subió tranquilamente
al cadalso.
— «Es preciso arrodillarse, ¿no es eso? dijo al verdugo. Está bien,
amigo mió. Dejadme á mi mismo acomodarme, y no me toquefe, si*
no para cortarme la cabeza.
— -¡Ahí Mí lord, dijo el verdugo, no me miréis con cólera, y per-
donadme... Es un triste deber el mío, y lo cumplo con gran dolor.
—Pobre hombre, dijo Moro, ¿por qué no te he de querer yo? Tú
no eres culpable, y yo no tengo contra ti ninguna cólera; pero yo
quisiera que adquirieses mas gloria al dar tu golpe de hacha.
—¿Por qué, milord?
—Porque no te puedes equivocar dando el golpe: mi cuello es tan
corto que no puedes dar sino en buen lugar.
Entonces puso la cabeza sobre el madero.
—¿Está bien? dijo.
—Sí, milord; ¿mas es preciso dar el golpe?... Aguardo vuestras
órdenes.
-*Un momento, un momento; no quiero que decapites también mi
barba: ella no ba cometido traición, como dicen que yo he cometido.
Dame tijeras para que yo la corte.
En efecto, se corto la barba, la envolvió en un pedazo de tela, y
encargó que fuese enviada á sus hijos*
Después recitó una oración é hizo un signo al verdugo, que corló
la cabeza.
Bien poco después murió Catalina de Aragón, que no había queri*
de jamás renunciar al titulo de reina, y que desde el fondo de su re-
tiro habia tenido alguna influencia sobre los mas poderosos amigos
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1* IBMiM. 101
de Ana de Bolea*. Era que respetaban en Catalina la desgracia y la
virtud; era que se sabia que esta princesa había sido sacrificada á
un nuevo amor, y que los caprichos de los reyes, si encuentran adu-
ladores, constituyen justicia de sos mismos abusos por abusos mas
irritantes aun. Ana de fioleoa debía pagar un tributo á eela verdad
cruel: debía verificar la profecía de Wolsey, este favorito que babit
reconocido tan tarde la instabilidad de las afecciones mates,
Catalina se había retirado i Kinabolton, eo el condado de Huq~
tingdon.
Viéndose cercana á la muerte, escribió á Enrique VIII una de las
cartas mas conmovedoras y mas cristianas que han sido jamás dicta*
das por el umor de perder la vida y la esperanza de uua vida mejor.
«Mi querido señor, mi rey, mi esposo querido, decia; se aproxüpa
la hora en que la que ha sido vuestra amiga y vuestra esposa, va &
entrar en (a eterna mansión. Viéndome tan cerca de Dios, os pido
qie penséis lambían en que la vida es corta, en que la gloria huma-
na es bien poco, en que los placeres del mundo sonxlespreciable co-
sa. Pensad, si, rey mió, vos á quien el amor á los placeres ha arras-
trado imprudentemente á turbaciones indignas de la esencia del al-
ma; vos, que habéis sido la causa de tantas desgracias, que yo os
perdono con la esperanza de veros perdonado también por Dios.
«Nada tengo que demandaros, Enrique, yo qne tanto he sufrido:
nada es ya para mi. Un solo ser... un solo nombre os recuerdo
mi luja, María, la bija de nuestro amor: no la olvidéis.
«No sufráis que mis servidores, abandonados después de mi muer-
te, recuerden amargamente la desgracia de su duefia.
«Enrique: delante de ese Dios que me oye y que va á recibirme,
ye os protesto que en el momento en que mis ojos van á cerrarse
para siempre, mi solo deseo seria dirigirlos sobre vos. »
Esta carta llegó á WhiteUall al mismo tiempo que la noticia de
la muerte de Catalina.
En el momento de recibir la nueva, se entregó Ana á los transpor-
tes de una alegría indigna de (oda alma honrada, y fué basta la cá-
mara del rey^ara hacerle participe de esta dicha; pero encontró á
Enriqíe can la frente apoyada sobre la mano derecha, el billete de
Catalina en la mano izquierda, y vertiendo lágrimas, lágrimas que le
TUMO II Bl
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m pusiom»
había arrancado el adiós de Catalina, tan tierno y doloroso.
Ni el destierro de esta desdichada rival; ni su deplorable fin, ni e1
sentimiento, tan natural en los nobles corazones, de una piedad com-
prada con la desdicha, detuvo á la joven reina en medio de su inde-
coroso triunfo. Implacable con esta enemiga como lo había sido con
Wolsey, dio nuevas armas á sos propios contrarios.
Enrique VIII era uno de esos hombres en quienes una vez satisfe-
cha la pasión, se cambia en saciedad. Babia encontrado al rededor
' de Ana de Bolena obstáculos de lodo género: desigualdad de condi-
ción, intrigas de la corte, matrimonio anterior, rayos romanos, opi-
nión pública, y todo lo había derribado con su voluntad poderosa;
mas después que habia hecho pronunciar el divorcio por los parla-
mentos, después que hubo abatido á Roma, destruido los disidentes y
sentado orgu liosamente sobre el trono, en calidad de esposa legitima,
á la que amaba como querida, Ana de Bolena vino á ser para él una
mujer vulgar. Una vez desvanecido el prestigio, se puede juzgar de
los grados dfe enfriamiento de Enrique por su esposa, como se podría
apreciar el enfriamiento progresivo de la lava que ha salido canden-
te del cráter.
Ana de Bolena habia tenido á Isabel, y el nacimiento de esta hija
habia colmado de gozo el corazón del rey. En 1536 Ana tuvo un hijo,
muerto; y Enrique imputó esta desgracia á la madre, y la hizo sen-
tir vivamente su despecho por esta mala ventura.
Todo cuanto fué dicha y admiración para él , en el carácter
de Ana; su vivacidad, su gracia petulante, que él adoró; su charla
seductora y caustica, calidades que habia encontrado preciosas, vi-
nieron á serle insoportables, miradas como defectos. Gustaba mucho
Enrique de llamarla la risueña francesa y concluyó por reprocharla
el carácter francés, y fruncir el entrecejo á cada una de sus bromas.
Esta ligereza desconocida en la corte de Inglaterra, y este desprecio
de la pesada etiqueta británica, no habian sido mas que un contras-
te agradable al rey; mas bien pronto criticó esta ligereza, y acriminó
la familiaridad que llevaba á su esposa á tratar como iguales á los
que habian venido á ser sus inferiores después de su matrimonio.
En el número de los enemigos peligrosos de la reina habia una
mujer, lady Bochefort, su cufiada, una de las personas sobre las coa-
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m mota. 4M
les «lia había aglomerado mas favores, y que se había casado con
el vizconde de Rochefort, hermano de Ana de Bolena. Esta mujer no
había perdonado jamás ¿ la reina su elevación, la cual había, puede
ser, ambicionado. El amor del rey por Ana era su tormento, y no
había aceptado la mano del vizconde de Rochefort sino para estar mas
al corriente de los secretos de la casa real, en la cqal esperaba sem-
brar el desorden y el dolor.
La vizcondesa veía con frecuencia al rey, y le hablaba con liber-
tad. Un día empecé por felicitarle de sus dichosas cualidades, que, se-!
pa ella, eran la paciencia y la caridad.
— ¿Por qué? dijo el rey.
—Porque el rey, dijo ella, que es el jefe de todos los hombres,
debe ser también el amo de su casa.
— Y bien: ¿no soy yo el amo? dijo Enrique.
—Para serlo, señor, es preciso saber todo lo que pasa en vuestra
casa; mas yo sé bien que vuestra majestad no lo sabe.
—Decidme, pues, respondió el rey con inquietud.
— Yo soy desgraciada, sefior, y no lo sabéis.
—¿Cómo, señora?
—Desgraciada en mi matrimonio... El vizconde de Rochefort me
hace cruel una existencia que \o quiero consagrar á su dicha.
— Es un crimen, dijo el rey, y es preciso que os quejéis á la rei-
na: ella hablará á su hermano de manera que él no os dará mas
motivo de queja.
—{Oh! tyo me guardaré bien, sefior!
—Habláis por enigmas. To no comprendo porque no queréis...
—Porque, sefior, quejándome á la reina, la haría regocijarse, y
soy demasiado altanera. ..
—Esto es menos comprensible aun, señora, dijo el rey, picado de
estas confianzas á medias.
— Señor, la reina ama demasiado á su hermano para no alegrarse
de mi desgracia para con él; y.. . yo no puedo explicarme mas clara-
mente sin hacer sufrir á mi corazón tormentos superiores á mis fuer-
zas. Hay una persona á quien vuestra majestad puede consultar so-
bre este punto, una persona de gran mérito, de un talento superior,
y á quien vuestra majestad ha hecho varias veces el honor de sus
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40i misma
consulta*: consultad á iady Juana Seymour, y estonces
— ¿Lady Juana Seytnour? dijo el rey, sonrojándote*
Juana Seymour era dama de honor de Ana de Bolena, como esta
lo había sido de Catalina de Aragón.
—Está bien, dijo el rey; nosotros sabremos eso.
Enrique consultó en efecto k Juana Seymour, joven de una gran
belleza, de un talento que él encontró superior, como le habia dicho
la astuta vizcondesa. Juana Seymour, de quien lady Rochefort se ha-
bía hecho amiga ¿ fin de inculcarle sus ideas respecto á Ana de Bo-
lena, respondió al rey mejor que lo hubiera podido hacer la misna
vizcondesa en su propio interés.
Híiole saber al rey que en el palacio se ocupaban con frecuen-
cia de la viva amistad de Ana por su hermano, y de la negligencia
que tenia este por honrar como debia á su mujer, £sta amistad era
tal, que, según Juana Seymour, las personas mas estrañas á todo
sentimiento de envidia, se habían apartado, y murmuraban de un
favor que el rey, á saberlo, no podría menos de condenar.
El rey tuvo gran placer al ver herir á su esposa por la joven que
le habia enviado lady Rochefort. Juana era tan bella, tan casta, tan
adorable con su frescor virginal, que pareció á Enrique el colmo de
la perfección en comparación de las vivacidades temerarias de Ana de
Bolena. Y con todo habia, otras veces, llamado á estas vivacidades el
colmo de la perfección, cuando las habia comparado con la frialdad
majestuosa de Catalina de Aragón.
Parecióle dulce al rey hacerse compadecer por esta joven de su
desgracia matrimonial, y, reiterando sus conversaciones, bajo pretes-
to de enterarse bien, vino á quedar enamorado de Juana, con esa ar-
diente pasión que tenia en lodos sus caprichos, y que hacia de ellos
otras tantas locuras, muchas veces sangrientas.
En este asunto encontróse muy ayudado de lady Rochefort, la cual
le representaba á Ana enamorada de su hermano, y forzada, por te-
ner confidentes, á tolerar los amores de varios de sus gentiles- hom-
bres.
Ante estas narraciones, Enrique VIII sentía hervir su sangre, y pe-
dia pruebas; no por retardar el instante de la convicción, sioo por
llegar á un rompimiento espantoso.
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DE K0BOPA étl
—Observad, sefior, le dijo un dia ladf Bochefort, el celo de ras
servidores y sos miradas ardientes para con su señora. A la menor
palabra vuelan por obedecer: no es una, sino diez pasiones las que
corren á sa alrededor. Ved, Norria, vuestro primer gen til- hombre;
¿pierde nunca la ocasión de encontrarse con ella? Ved Weslon y Bre-
reton, como se precipitan cuando ella ha dado una orden, como ha-
rían de galgos celosos de dejarse alcanzar los unos por los otros. Exa-
minad si Marck Smeaton, su caballero de cuarto, llena cerca de ella
las funciones de un servidor: admirad su brillante toilette, ese lujo
que desplega, esos presentes que él osa hacerla y que ella le vuelve
oon usura: ¿estáis vos servido así, vos que sois el señor?
—Está bien, dijo el rey con sombrío acento; yo sorprenderé toa-
das las miradas, yo haré vigilar sus pasos: ni una palabra, ni
bd gesto se les escaparé sin dejarme un indicio de su pensamiento*
Ayudadme, vizcondesa: yo os volveré el corazón de vuestro espo-
so.....
—Jamás, señor, dijo ella con fingido dolor: mi esposo no tiene ya
corazón que darme.
Enrique representaba esta comedia como hombre que está seguro
de ser aplaudido por sus cortesanos. No amaba ya á Ana y si á
Juana Seymour, es decir: deseaba á la una y huía de la otra; y co-
mo este principe tenia por excentricidad la manía del matrimonio, que-
rer á Juana era querer hacerla su esposa, esto es: el divorcio ó la
muerle de Ana de Bolena. Esta enormidad pareció muy natural «I
vetdogo de Catalina de Aragón.
—Yo te ayudaré, p< nsé lady Bochefort, y antes que tú crees.
Ana de Bolena vivía tranquila en el seno de esta nube que enne-
grecía eo torno de ella y que amenazaba aplastarla. Nunca habia
sospechado que el amor del rey por ella pudiese extinguirse ó debi-
litarse: tenia tanto orgullo como insensibilidad. Jamás esos siniestros
precursores de las grandes catástrofes, que se llaman presentimien-
tos, se habian hecho sentir en ella para revelarle algo de su horroro-
so destino.
Habia torneo y espléndida fiesta en Greenwich.
La rema estaba colocada sobre el trono, debajo del cual, en una
tribuna, sus servidoras principales y sus oficiales miraban la liza, y
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ÍH PRMiOHIS
aplaudían cuando las bellas manos de sn soberana habían dado la
sefial.
En frente, en una tribuna paralela á la de la reina, Enrique VIH,
rodeado de las mas bellas damas de la corte y de lo mas selecto de
la nobleza, miraba, no el torneo, mas si á su mujer.
— Sefior, le había dicho lady Rochefort: hoy mismo vuestra ma-
jestad tendrá á que atenerse sobre la conducta de la reina: desde hoy
no creeréis ya en que ella os ama, á vos solo, y que os respeta sobre
todo.
Ana, risueña y bella, se entregaba sin reserva á su carácter exal-
tado. Reina por el rango, por la belleza, se embriagaba ella misma de
lá embriaguez que hacia nacer.
Yiósela mirar algunas veces á la tribuna que estaba debajo de la
suya, y aun responder, por un signo de cabeza, á las miradas de los
servidores que estaban en aquella.
—Ved á Norris, dijo lady Rochefort al rey: no le perdáis de vista,
sefior. Ved como la demanda una dulce mirada: él tendrá mil... Es
verdad que esas mil miradas será preciso dividirlas con mi digno
esposo, su vecino y su rival; y con S mea ton, que está cubierto de pe-
drería; y con Brereton y Weslon, que parecen dos gallos dispuestos
á despedazarse si el uno es mas favorecido que el otro.
* Estas palabras caian en el oido del reycomo los venenos de la ca-
lumnia que Shakspeare hace destilar de la boca de Tago sobre el co-
razón del Moro de Venecia.
—Son dichosos, en efecto, dijo Enrique con rabia mal comprimida.
— Son dichosos públicamente, añadió lady Rochefort, y la
dicha es doble por la audacia misma del hecho: la una desafia á su
esposo y sefior, el otro desafia á su esposa, mal protegida por la pre-
sencia y la vecindad de vuestra majestad.
— ¡Hé aquí las señas, dijo Enrique, reparando que la reina habia
llevado el pañuelo á los labios! ¿Se ha visto jamás olvido tan inde-
cente de la dignidad?
T diciendo estas palabras, el monarca miraba las rosadas mejillas
y los modestos ojos de Juana Seymour.
Lady Rochefort lanzó de improviso una esclam ación,
—¿Qué hay? dijo el rey.
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011010*1. 4*7
— ¡Oh! Bato pasa ya de toda creencia, y realmente el rey debe cui-
dar de su propia majestad. . . Ved, sefior, lo que hace el conde de Ro*
chefort en este momento.
—(Dios me asista! murmuró el rey, ¡tiene el pañuelo de la rei-
nal...
—Que su majestad ha dejado caer de sus propias manos, y que
Norria, Smeaton y los otros devoran con sus muradas.
— Lo besa con respeto... con embriaguez...
Enrique, devorado por las furias, se levantó en el instante, y sin
•otra formalidad que una terrible mirada dirigida sobre la reina, sa-
lió de la tribuna, dejando interrumpido el espectáculo y & la multi-
tud palpipanle de inquietud 7 sorpresa.
Norris, su primer gentil-hombre, acudió en el instante y le pidió
órdenes.
—Id á llamar, dijo Enrique, mordiéndose los labios hasta hacerse
sangre, á Smeaton, Brereton y al hermano de la reina.
Los tres llegaron al instante.
—Norris, Rochefort, Smeaton y Brereton, idos inmediatamente á
la Torre, sin justificación, les dijo el rey.
Los cuatro infortunados se miraron sin comprender nada, y salie-
ron, en medio de guardias, precisamente en el mismo instante en
que la reina, inquieta de la desaparición del rey, venia á saber la
—Vos, seBora, la gritó Enrique desde lejos, id á vuestros aposen-
tos y no salgáis de elios sin orden mia.
Ana pareció no haber entendido estas palabras: tal fueron su es-
tupor y su inmovilidad. Fué preciso que la repitiesen la frase de En-
rique. Entonces volvió atrás, pensativa, y sin comprender qué mo-
tivo podía haberle eoagenado asi el corazón de su marido.
¿Quién la hubiera advertido? A la primera palabra de su desgra-
cia, s*atió que las picaduras de sus enemigos habían sido heridas
pretendas. Sola, amenazada, no tenia otro recorso que la bondad de
Enrique... la bondad de este hombre que babia dejado morir de pe-
na á Catalina de Aragón.
El ilia corrió para Ana en una horrible perplejidad. Súbito, una
idea consoladora vino á su mente: Enrique era desoonflado, fcntás-
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M PRISIONES
tico, y quería, sin duda, someterla á ana prueba. La apariencia de
una desgracia la imputaría lal vez á revelar un carácter altanero, la
conduciría á algún esceso. Lo que le ocurría era una prueba: no po-
día ser otra cosa. Ana recobró so serenidad, prometiéndose no dar
ocasión á que se formase de ella un juicio inconveniente. El dia si»
goiente esperó la reina el fin de la comedia, y, en efecto, llegó el
desenlace. Un condestable del palacio vino á buscarla en medio de
sus damas.
Ana se había vestido, esperando una visita del rey, ó un mandato
para ir á su presencia.
—¿A dónde me lleváis? dijo, esperando oir: ante el rey.
—A la Torre, seffora, respondió el condestable.
— jA la Torre!... ¡yoá la Torrel.... ¡Qué be hecho yol
— Señora , puedo decíroslo , respondió el magistrado : habéis
ofendido al rey, vuestro esposo y vuestro señor, en su doble cualidad
de sefior y esposo. Primero, diciendo á varias personas que vog no
habéis amado jamás al rey, lo cual es atentatorio á la majestad real,
crimen previsto por el estatuto del parlamento, que declara criminal
de estado á todo el que hable en contra del rey, la reina ó su poste-
ridad; después, violando la fé jurada, guardando en el fondo de vues-
tro corazón otros amores, y alimentando el pensamiento de incesto y
de adulterio.
—[De incesto! ¡De adulterio! esclamó la infortunada en el colmo
del estupor... ¡Cómo! ¿nadie se subleva conmigo contra estas infa-
mias? ¿nadie grita conmigo: venganza contra los calumniadores?
Un profundo silencio acogié estas palabras, hijas de la desespera-
don de la reina.
—¡Juana! ¡Juana! dijo ella, tú me conoces; responde: ¿me crees
tú incestuosa, adúltera? ¿Dónde estás, Juana?
— Lady Juana Seymour está con su majestad, respondió el condes-
table.
Ana dejó caer sus manos inertes, y, sin exhalar una queja mas,
marchó á la Torre, en medio de los oficiales y condestables que for-
maban su cortejo.
Una vez en la Torne, encerráronla en la sala de ceremonias, her-
mosa estancia, mas triste por los recuerdos que traía á la memoria:
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DE EUROPA. a$
m ella había Ricardo III, duque de Glocetter, hecho asesinar á Has-
UngsyáSlanley.
La luz del sol en l raba en esta estancia, sombría y descompuesta, al
través de los peque&os vidrios guaroecidos de plomo y empatiados
del polvo.
—¡Yo, adúltera!... ¡Yo incestuosa!... esclamó Ana de Bolena
cuando el horror de aquellas palabras hubo llegado hasta el fondo de
su corazón.
Y la desgraciada, después de algunos accesos de violentas convul-
siones, cayó fria é inanimada sobre el pavimento.
Volviéronla bien pronto á la vida; mas delirante, casi loca.
'¡Se mata aquí, se mata! esclamaba; ¡y yo no quiero mo-
rir!... Yo no soy culpable: ¡nada tengo que echarme en cara!
—No alcanzareis el perdón del rey, la dijo uno de los tenientes de
la Torre, si persistís en negar de esa manera.
—Tenéis razón, sefior: un alma como la mía puede presentarse
desnuda delante de sus jueces... ¿Quién no ha cometido faltas? Yo
he cometido muchas. . interrogedme: yo responderé.
— Se trata del amor criminal que tenéis por vuestro hermano.
¿Tenéis ó no este amor?
—¡Oh! esclamó con horror; amo á Rocheforl, mas como una her-
mana.
— ¿Y á Norria, primer gentil-hombre del rey?
—Seré franca... He gastado familiaridades con él. Un dia le dije,
riendo, que había adivinado el porque no se casaba.— ¿Porqué, seño-
ra? dijo él. —Es, le dije yo, porque vos pensáis casaros conmigo, cuan-
do yo sea viuda.
Esta confesión , escrita con avidez , pareció horrible k aque-
llos que no buscaban mas que un protesto para deshonrar k la
reina.
—¿Y Weston? la dijeron.
—He andado ligera con él. Lo encontraba constantemente cerca de
na de mis parientas y frío con su esposa, y se lo bice observar re-
prendiéndole dulcemente.— tSefiora, me dijo él, vuestra majestad es-
tá equivocada: no es esa la mujer que yo amo .. es... vuestra ma-
jestad. » Mas ye le respondí tas duramente, que el pobre hubiera que-
Tb«0 II 51
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410 PRISIONES
rido de buena gana retirar las palabras que había dicho por pura
galantería.
Esta referencia sable? ó también la indignación.
— ¿Y Smealon? la preguntaron. Vos le ¿abéis recibido en vuestros
aposentos, le habéis tolerado sus asiduidades...
— Smeaton ba sido mi caballero de cuarto; mas á pesar de esto,
no ha entrado jamás en mis aposentos. No, me equivoco: ha esta-
do dos veces. Esto fué para tocar en el clavicordio algunos aires que
habian traido de Italia y que yo no podia comprender bien.
—Buscad bien en vuestra memoria: Smeaton ha sido mas dichoso.
—Ahora me recordáis una frase de este gentil-hombre. Un dia le
pregunté porque me servia (an fielmente:— «Es porque soy bien pa-
gado.» Admíreme de esta respuesta, porque Smeaton no ha tenido
mas que muy poca parte en mis liberalidades.
«No me pagáis en dinero, dijo, y una sola de vuestras miradas
me hace mas rico que los reyes de la tierra.»
Tal fué la candida confesión de Ana de Bolena; en ella no había,
verdadera ó falsa, una tacha que arrojar sobre su conciencia, que
muchos no osan interrogar abiertamente; mas sus ligerezas parecieron
suficientes al rey, que no pedia mas que un protesto, y lejos de ad-
mirar la buena fé de su mujer, tomó acta de estas declaraciones
como testimonios suficientes contra ella.
Todo el mundo abandonó á la reina desde que entró en la Torre:
su desesperación fué tal que no puede describirse. Sus mismos pa-
rientes rehusaron Verla, y su tio, el duque de Norfolk, que la debia
su elevación, fué el primero en fomentar contra ella el encono y el
furor del rey.
Un solo hombre tuvo piedad de ella en estos momentos: Cran-
mer, ese teólogo que, merced á su apoyo, había subido hasta
las primeras dignidades eclesiásticas. Granmer era un hombre de na-
turaleza bondadosa. Babia sentido la suerte de Tomás Moro y no
gustaba de ver abatidas en torno suyo todas las hechuras levantadas
por el capricho del rey, pensando sin duda que le estaba reservada
la misma suerte.
Granmer fué una tarde á la Torre, para ver á Ana de Bolena.
Su dignidad le hizo posible la entrada.
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M EUBOFA ill
Ana había visto tanta traición, después de su caida, que pudo creer
eo una nueva traición de parte del prelado.
—¿Vos también, Granmer? le dijo.
— Yo rengo á consolaros, señora, contestó, y no á aumentar vues-
tra desesperación. Vuestra causa es perdida, sin que vos tengáis nada
que reprocharos. Mi visita tiene por objeto daros la tranquilidad,
quitándoos toda esperanza.
—¿Qué decís, Cranmer? ¿Cómo conciliar ese contraste?
— Fácilmente. ¿Sabéis bien, sefiora, por qué eslais en la Torre?
—Porque alguno de mis epemigos ha persuadido al rey de que yo
soy culpable de adulterio y de incesto; porque Norris, Rochefoi t, Bre-
reton y Smeaton pasan por haber sido favorecidos con mi amor.
— Es eso lodo lo que vos sabéis, ¿no es eso?
— Absolutamente todo... ¿No es bastante aun?
— Si no fuese mas que eso, sefiora, habría alguna esperanza; pero
vos seréis condenada, aun probando que estáis inocente.
— ¿Qué decís?
— Recordad, sefiora... Mas ante todo juradme por Dios que no re-
velareis jamás una palabra de la conversación que vamos á tener.
—Lo juro, amigo mío; ¡mas decid pronto, por piedad!
—¿Cómo ha procedido el rey cuando quiso catarse con vos, estan-
do casado con Catalina de Aragón?
—Vos lo sabéis como yo. Me amaba, y me pidió que le corres-
pondiese. To le respondí que si él estuviese libre, no seria la ambi-
ción la que me hiciese desear el trono. El se empeñó en romper ¿a
matrimonio con Catalina, sobre un protesto cuya frivolidad mi«ma
probaba toda la violencia de su amor, y un sacerdote nos unió, á pe-
sar de toda la oposición de la reina.
— Deteneos aqui, señora... A pesar de existir vos, y de toda oposi-
ción por vue¡<tra parte, sobre un pretexto coya frivolidad misma prue-
ba la violencia de su pasión, el rey quiere romper su matrimonio con
Ana de Boleoa, porque ha dicho á otra mujer: yo os amo, y osla le
ha respondido bajando los ojos: si estuvieseis libre, spfior, no seria la
ambición lo que me baria desear el trono.
Ana de Boleoa cogió la mano á Cranmer. Una idea brilló en sus
ojos: un grito se escapó de sus labios.
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41* MtWOKES
-r-r¡Qu¿ torpe t*e estado, dijo, en no haber visto eso que acá-
bais de decirme! El ama... ¡Oh! Race tiempo que esta herida está
abierta en mi corazón y do la be sentido. Es Juana Seymour la que
él am?, ¿no e* eso? esclamó de repente.
—Sí, seflóra.
Ana ocultó su rostro en sus manos, y la palidez de la muerte se
estendió sobre su frente y sobre su bellísimo cuello.
Poco después, sin embargo, se levantó tranquila y sonriendo.
—El golpe h$t &ido rudo, dijo; mas, en fin, ya se acabó. Gracias,
mi bueno y digno amigo. Ta no sufriré mas: ya sé porque seré con-
denada, y que ruegos, lágrimas, nada apartará de mi este cáliz. ¡Oh!
¡Qué desgraciada soy! ¡la desdicha que causé recae sobre mi cabeza!
—No os acuséis, señora. To os he advertido como amigo fiel.
Mostrad á vuestros enemigos que sois un alma escogida: sed mas
grande que vuestro infortunio.
— Granmer, yo sé bien ya lo que mo está reservado. . . El rey no es
un hombre como olro cualquiera, es un teólogo, un escrupuloso; él
no quiere tener queridas, esto seria incurrir en la condenación; le son
precisos amores legítimos. Me dará muerte por legitimar á Juana
Seymour. Queme mate; pero que sepa al menos que no soy engasa-
da por su grosera astucia, y si él me ha dado la corona por uq ca-
pricho, no reconozco que á su capricho tenga el derecho de hacerla
pasar sobre otra cabeza.
—¿Qué haréis, señora?
—Escribiré al rey... ¡Oh! Catalina le escribió también antes de
morir... ¡Miserable! ¡qué miserable he sido!
—Señora, acordaos de vuestro juramento: nada debéis revelar de
nuestra conversación. No perdáis á vuestros amigos.
—Nada temáis, amigo mió: yo hablaré tan dignamente, que los
que me han sido fieles so alegrarán de haberme amado. Idos: os doy
gracias, por segunda vez. Nos volveremos á ver, ¿no es eso?
—Señora...
— Será preciso. . . Yos sabéis bien que el rey no puede levantar el
trono de su esposa futura sino es sobre un cadalso.
—¡Oh! ¡Qué ideal... No lo creáis: el divorcio será suficiente, se-
ñora. Yo lo creo asi en mi alma y conciencia.
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$Ie .
DHUMt*» 418
—Vos me bebéis fortalecido eeatra todo, Granmer, y la muerte
me será mas dulce que el divorcio: venga, pues, la muerte*
Craamer salió de la prisión de la reina.
Alguaos momento* después entró en ella un enviado del rey, el
amigo mas querido de lady Rochefort y de Juana Seymow.
Esb* personaje iba encargado de ofrecer gracia á la reina, en
cambio de oaa confesión detallada y que estableciese su culpabilidad,
como adúltera, con los coacusados.
Ana sonrió con desden, despidió á aquel hombre, y haciéndose
llevar lo oecesario, escribió una caria para Enrique VUI, notable
por su sencillez y nobleza.
En las pocas lineas de esta carta está encerrado todo el dolar del co*
razón, lleno de amargura de la infeliz reina, sacrificada ¿t una rival.
ttSeñor. son tales y me causan tal estrañeza la cólera de vuestra
majestad y mi prisión, que no sé como escribiros ni de qué justifi-
carme.
«Mi dificultad es lauto mayor cuanto que vos me pedis declarar la
verdad, para obtener gracia, y el mensajero que me enviáis es, voa
lo sabéis, mi cru<l, mi antiguo enemigo. £1 envía de este mewajero
es suficiente para hacerme comprender vuestras disposiciones re*pec«
toa mi.
«Sin embargo, puesto que sinceras manifestaciones pueden salvar-
me, voy á obedecer vuestras órdenes con alegría y sumisión; mas
no creáis, señor, que vuestra desdichada esposa puede ser compla-
ciente hasta confesar una falta de la que no ha tenido jamás ni el pen-
samiento. Esta es la verdad. Jamás piincipe alguno ha tenido una
mujer mas apegada á sus deberes, ni mas tierna, que lo ha sido para
vos Ana de Bolena.
« To me hubiera contentado con este nombre y hubiera continuado
oscura en mi puesto, si Dios y vuestra majestad no hubiesen decidi-
do otra cosa; mas yo no me he olvidado sobre el trono, k donde vos
me habéis hecho subir, tanto de lo pasado, que no baya previsto la
desgracia que me cerca. Me be hecho la bástanle justicia para decir-
me, que no t slando fondada mi elevación mas que sobre un capricho
del amor, piro amor podía á su turno seducir vuestra imaginación
y quitarme vuestro corazón.
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ii4 raisioms
«Vos me habéis sacado de un estado oscuro para decorarme con el
titolo de reina y del mas precioso aun de vuestra compañera; el uno
y el oiro están sin duda por encima de mis deseos y de mi mérito;
mas, pues me habéis encontrado digna de este honor, haced que
una ligereza ó el capricho de mis enemigos do me priven de vuestras
bondades, que la mancha, la odiosa mancha de ser considerada como
sospechosa de haber hecho traición á vuestra majestad, no enlode el
nombre de vuestra fiel esposa y de la princesa, vueslra hija. Haced-
me juzgar, señor, yo lo consiento; mas por un tribunal legitimo, por
jaeces, no por enemigos; y entonces se verá palpable mi inocencia,
vuestra inquietud y conciencia satisfechas, y la calumnia forzada al
silencio; ó mi crimen será probado.
«De esta manera, sea cual fuere mi suene, vuestra majestad no
quedará expuesto á ningún reproche, y cuando mi falta eslé jurídica-
mente probada, seréis libre, no solamente de castigar á una mujer
perjura, sino de seguir vuestra nueva afección; pues que vuestra ma-
jestad está ya resuelto á reemplazar mi persona por el amor de aque-
lla que me ha reducido ai estado en que me veo.
a Si habéis tomado ya vuestra resolución respecto á mi, si es pre-
ciso, no solamente que yo muera, sino que una infame calumnia os
asegure la posesión del objeto al cual miráis unida vuestra dicha, yo
deseo que Dios os perdone un crimen tal, asi como á mis enemigos,
instrumentos de tan gran delito.
«¿Podrá Dios dejar de pediros cuenta de vuestras crueldades para
conmigo?
«¿Me será dado sufrir sola los golpes de vuestra cólera?... Dad
libertad á mis servidores, que se me ha dicho están presos como
•cómplices mi os: son inocentes. Esto es el único y último ruego que
oso dirigiros. Si alguna vez he tenido valia delante de vos, si alguna
vez el nombre de Ana de Bolena ha sido agradable á vuestros oídos,
acordadme ole favor que os pido, y no os impoi tunaré mascón que-
jas y con haceros saber los ruegos que elevo al cielo para que os lo-
me bajo su guarda.
« Desde mi triste prisión, en la Torre, hoy 6 de mayo.
«Vuestra leal y siempre fiel esposa,
Ana de Bolena.»
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DE EUROPA. 415
La naturaleza de Enrique era tan feroz en el deseo como en el has-
lío. Ana do era ya amada, y debia ceder la plaza á Juana Seymour.
Poco importaba que fuese ó no culpable, toda vez que fuese condena-
da. El proceso se instruia velozmente.
Se llegó hasta ir en busca de confidencias de una mujer muerta
hacia ya afios. Algunos testigos habían oído algo, y otros habían
oído decir que habían oído.
El rey tenia, pues, necesidad de algún testimonio mas sólido. De
ingrato y de feroz, llegó á ser bajo é innoble: hizo ofrecer la vida á
Smeaton, á condición de que declarase su crimen y el de la reina.
Smeaton, de espíritu débil y vanidoso de su belleza, creyó en las
promesas reales, y, por escapar á la muerte, aceptó el vergonzoso
oficio de calumniador; y declaró: que la reina le había concedido sus
favores, y que sus relaciones amorosas para con ella se remontaban
á algunos años, y que habían continuado sin interrupción. Mas claro,
declaró cuanto quisieron que declarase.
Supo Ana de Bolena esta nueva infamia, y pidió ser puesta frente
k frente del miserable: estaba bien segura de confundirle y de
probar su cobardía. Los enemigos de la reina no consintieron esta
confrontación.
Smeaton descubrió bien pronto el lazo en que le habían cogido:
fué sacado de la Torre con Weston \ Brereton, y entregados á los
verdugos. Conducidos al suplicio, los tres fueron colgados.
Norria era un caballero de la mas alta nobleza y había gozado
gran favor con el rey. Su testimonio pareció á este de tal importan-
cia que resolvió comprarlo á cualquier precio, y le hizo también ofre-
cer la vida si quería declarar la culpabilidad de la reina; mas Norris,
que era el que acaso amaba mas noblemente á Ana, no quiso com-
prar su vida con una infamia.
—¿Qué me pedís? dijo: esplicaos.
— Ljl voz pública os acusa de relaciones criminales con Ana de Bo-
lena.
— (Las pruebas!
—El testimonio de la misma reina... que ha declarado que vos la
amaif , que tos aguardáis la muerte del rey para casaros con ella.
— ¡Eso es biso! La reina ha dicho esas palabras bromeando, y
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116 PRISIONES
aun cuando las hubiese dicho con formalidad ¿cual es la ley, cual es el
capricho de tirano que impide á un hombre el amar á una mujer, y
encerrar su pensamiento en su corazón, y aguardar, sin decirla nada,
el momento en que esta mujer sea libre? Mas yo os lo digo, nada de
eso está en el corazón de la reina ni en el mió.
—En fin, estáis acusado y os aguarda una condena, pues el honor
del rey no puede sufrir la mas ligera sombra. Sois joven, rico, y vues-
tra familia quedará desesperada con vuestra muerte: libertad vuestra
vida con la franqueza: confesad vuestro crimen y viviréis.
Norris miró desdeñosamente al consejero encargado de negociar
este asante.
— En verdad, dijo, bé aqui una lógica incomprensible ó una infa-
me perversidad... Que me declare culpable y seré libre, que me de-
clare inocente y seré decapitado... que yo mienta diciéndome culpa-
ble, es decir, que cometa un crimen, y el rey me mirará favorable-
mente. El rey quiere echar su crimen sobre la conciencia de otro. ..
mas está no será la mia. Rehuso: la reina es inocente y yo tan ino-
cente como ella. Llamad á los verdugos.
Era preciso ahogar las enérgicas protestas de Norris, y fué deca-
pitado.
Hé aquí los cómplices ejecutados, pensaron los enemigos de la
reina, mas es poco aun: no basta con que el rey haya recobrado su
libertad por la muerte de Ana de Bolena, es necesario romper este
matrimonio tan penosamente llevado á cabo, á pesar de Roma y del
imperio, y para no rodear el trono de pretendientes, es preciso decla-
rar ilegitimo el hijo de la última reina, de la misma manera que se
hicieron declarar bastardos los hijos de Catalina de Aragón.
Esto parecía dificil después de todos los trabajos que el rey se ha-
bía tomado por legitimar á Isabel, hija de Ana de Bolena. Sin em-
bargo, el rey, como hábil en estos asuntos, salió del paso con una
sutileza.
—Es imposible, se decía, qne una mujer tan corrompida y tan
perversa, no haya dado algunos signos de su inmoralidad antes de
casarse.
Entonces fué cuando Cranmer volvió á la Torre á ver á la reina,
la cual, cada dia mas desgraciada, sentia acercarse' el fatal término.
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OB EUR0F4. 417
Esto visita foé para ella como una dicha inesperada.
El primado, despees de alejar todo testigo, se aproximó á la rei-
na, y la dijo:
— Ya veis como os be servido, y cuanto me he espuesto por ha-
ceros un bnen servicio. Heme aqui otra vez porque un nuevo pe-
ligro amenaza, no vuestra cabeza, sino vuestro honor. To no puedo
olvidar que vos me habéis hecho lo que soy, grande, rico y podero-
so: el honor de mi protectora ha venido á ser mi honor.
—Ya no me habláis de mi vida dijo Ana con una dolorosa
sonrisa.
— Mas larde, señora, respondió Granmer con algún embarazo.
Mas, ahora, se trata de vuestra dignidad. El rey quiere anular
vaestro matrimonio, y hacer ilegitimo el nacimiento de la princesa
de Gales, vuestra hija.
Ana levantó las manos al cielo.
— {Deshonrar á su propia hija! ¿Esa hija que tanto ha deseado, que
ha amado con locura? íes imposible!
— Es lan posible, sefiora, que será, si vuestra majestad lo deja
hacer, y si un hombre, en cuyas manos etík vuestro honor en este
momento, es un cobarde como Smeaton.
—¿De quién me habláis? no os comprendo. Yo tenia servidores y
les han dado muerte; tengo una hija y la ban manchado. ¿A quién
pueden dirigirse? no me quedan mas que enemigos.
—En vuestro pasado, seflora, se puede encontrar el pretesto que
vuestros enemigos buscan para perderos. ¿Conocéis al conde de
Northumberland?
— Milord Pierey, el amigo de. mi juventud, mi compañero cuando
vivíamos dichosos en Francia.
Y la desdichada sintió inundarse de lágrimas sus ojos al recuerdo
de un pasado tan dulce.
—¿Vos le conocéis?
— Generoso, bueno, leal...
—¿Habéis tenido amistad con él?
—Sincera, á toda prueba.
—¿Y él por vos?
—El me ha querido siempre, como un hermano.
TOSO 11. ss
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118 HtlSIONRS
— Ahora bien, señora: el conde de Northumberland está en este
momento con el rey, que le pide cuentas de esta amistad de la in-
fancia, que le llama á declarar si en algún tiempo ha existido entre
él y vos algún compromiso mas serio; si, en una palabra, el conde
ha pensado alguna vez en ser vuestro esposo.
—¡Ojalá yo no me hubiese casado! Mas, amigo mío, ¡ese tirano
está loco! ¿cree, pues, que mi vida ha debido comenzar el dia que le
he conocido? ¿Cómo no tolera que mi corazón haya amado el cielo
y que mis ojos se hayan fijado sobre criaturas vivientes? ¿No hay,
pues, otro ser que él en la creación?
—Es rey, señora, y quiere tener razón en todos sus caprichos.
—Pero no deja de ser una locura interrogar los 'sentimientos de
un hombre que me es completamente extraño después de mi matri-
monio. Eso es demostrar claramente que, no encontrando liada en mi
vida de esposa, se busca algo en mis pasatiempos jíveniles. ¿Por
qué no indagan mis sueños?
—Si el conde de Northumberland ha obtenido de ves una promesa de
matrimonio, vos no habríais tenido el derecho de casaros con el rey;
y, por tanto, vuestro matrimonio será Bulo, y bastardo vuestro hijo.
—Responda Northumberland lo que quiera, dijo la reina; veré*
mos como el tribunal acogerá la razón que yo le daré.
«-Vos no tenéis en este negocio mas juez que yo: á mi será lleva-
da la causa. Sostened que ningún compromiso ha mediado entre el
conde y vos, que libremente os habéis enlazado con el rey; y la co-
rona no caerá de vuestra cabeza.
—Sino cuando la cabeza caiga, dijo Ana con un* amarga sonrisa.
—Vais demasiado lejos, señora.. Ya os he advertido; adiós. Pre-
paraos á defenderos sobre este punto.
En efecto, por esta anulación de matrimonio fué por donde quiso
empezar Enrique VIH; mas Northumberland, como hombre de co-
razón, declaró que no habia mediado jamás compromiso algono en-
tre él y Añade Bolena, y sus relaciones deínfanefano habían dado
otro resultado que una amistad, cada vez mas respetuosa, á medida
que la joven habia ascendido en años y dignidad.
—Entonces, dijo el primado, es preciso confirmar d matrimonio,
puesto que esta declaración parece franca y leal.
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DK BÜHOPA 41 1
— Es preciso que el conde preste juramento entre las manos de
dos arzobispos, dijo el rey, de que jamás contrato, promesa, ú otra
clase de compromiso le ha ligado con Ana de Bolena.
— Estoy pronto ajorar, dijo el conde.
— ¿Y comulgareis después de baber hecho este juramento?
— Comulgaré, repitiendo cuanto acabo de decir.
Fué preciso sobreseer sobre este punto.
El rey quiso también que la acusada compareciese con su herma-
no delante de una asamblea de Pares del reino.
El' vizconde de Rocheforl, inmolado al encono de su esposa, tuvo
que responder á la acusación de incesto entablada contra él y su
hermana.
La asamblea estaba presidida por un tio de los acusados, el duque
da Norfolk. Estas venganzas judiciales de que usa la hipocresía de
ciertos tiranos ofrecen siempre ejemplos de increíbles* absurdos.
Toda la acusación basaba sobre este cargo: se habia visto un dia
al vizconde de Rochefort sentado cerca del lecho de la reina, ha-
blando con ella, que tenia el codo apoyado sobro él. ¡Horrible fami-
liaridad! También se apresuraron ¿ comprar algunos testigos, me-
diante amenazas ó dinero, y de esta manera quedó establecida la
culpabilidad.
Enrique VIH no se preocupó por estos manejos; con poco tenia
bastante: la negación misma lo hubiera sido suficiente.
El rey se contentó, pues, con lo hecho, el Iribuoal pareció quedar
convencido, y declaró á Rochefort y á Ana de Bolena culpables de
adulterio y de incesto. La sentencia de esta decía: que la culpable
seria decapitada ó quemada viva, según la voluntad del rey.
A estas palabras, pronunciadas por el duque de Norfolk, Ana se
levantó. Durante el curso del debate se habia defendido con un ta-
lento y un vigor tal, que varias veces habia hecho palidecer 4 sus
acusadores; mas viéndose condenada, esclamó:
— Hilores: ¿sabéis lo que habéis hecho? condenáis á una ipujer
inocente. Buscad la verdad de ese crimen que me conduce & la muer*
te, y no encontrareis en él lo bastante para que ocupe formalmente
k uo juez ¡Morir por haber sido una mujer poco cuidadosa de
las cuestiones de etiqueta! .. ¡Ob Creador mió! ¡Oh padre mió! vos,
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410 PRISIONES
que sois la justicia, la verdad, la vida, dejad á estos hombres aho-
garse en la ignorancia y en la sangre! Yos sabéis, mi Dios, que soy
inocente... ¡que no he merecido esa muerte! Milores, pensadlo bien:
¡la posteridad va á conservar vuestros nombres en la memoria, y os
deshonráis matando una mujer á pesar de la voz de vuestra con-
ciencia!
T fatigada por tan terribles emociones, cayó sobre su asiento.
Los miembros del tribunal se alejaron: habian cumplido su mi-
sión, y el rey debia estar satisfecho.
Hecho esto, di ose prisa Enrique á dar fin á la anulación de su
matrimonio, é hizo comparecer á Ana y á Northumberland delante
de Cranmer.
Sabia éste harto bien la influencia que sus consejos tenían sobre la
reina, y contaba con la firmeza de esta para persistir en la declara*
cion de la validez del matrimonio.
Desde que Cranmer oyó á Northumberland afirmar bajo juramen-
to, que ningún compromiso le había ligado con Ana de Bolena, di-
rigióse á esta, y la dijo:
—Señora : acabáis de oir la declaración del conde de Northum-
berland. ¿Nada os ha ligado con él, nada os ha impedido contraer,
legal mente matrimonio con el rey de Inglaterra? ¿Estáis de acuerdo
con esta declaración?
Ana, en vez de levantar altivamente la cabeza, como lo habia he-
cho en el otro tribunal, ocultó, avergonzada, el rostro entre sus
manos.
—Estabais libre, ¿no es eso? dijo Cranmer.
—No, replicó ella, mas tan en voz baja, que apenas se la en-
tendió.
Granmer hizo un movimiento de sorpresa: el conde, fijando sobre
la reina una mirada terrible, aguardó á que esta se esplicase mas
claramente.
—¿Cómo? dijo el primado, ¿no estabais libre?. .. ¿teníais un com-
promiso?...
—Sí.
—¿Con el conde? El conde habrá mentido al rey: ¿tendrá un cri-
men sobre sí?
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ÜB EUROPA 411
Esto era advertir & la reina del peligro que so declaración ines-
perada hacia correr al conde de Northumberland.
—No, eso no, replicó ella vivamente : el conde no tiene nada qué
ver en este compromiso de que yo hablo: no es con él con quien yo
lo había contraído.
— ¿Entonces, replicó el primado, declaráis por vos misma que
vuestro matrimonio con el rey debe ser mirado como nulo y anu-
lado?
-Sí.
—¿Que vuestra hija, legitima por este matrimonio, reconocida
princesa de Gales, y heredera de la corona, puede ser degradada de
sus dignidades y declarada ilegitima?
Ana hizo un violento esfuerzo, comprimió la angustia que des-
garraba so pecho, y quiso responder; mas no pudo.
El primado repitió la pregunta.
— SI, murmuró al fin.
Terminó la sesión.
Ana acababa de ser arrojada del trono, y su hija deshonrada des*
de su nacimiento. En un segundof Ana de Bolena acababa de sacri-
ficar el solo medio que la quedaba de morir como reina de Inglaterra.
Cranmer no sabia como explicarse este súbito cambio. Su inquie-
tud no conoció limites cuando vio á Ana sucumbir al dolor, y tener
que llevarla desmayada á la Torre. Al instante fué á verla, merced á
la posibilidad que de hacerlo le daba su cargo.
— (Cómo! la dijo, ¡vos! ¡una reina! ¡habéis hecho el sacrificio de
vuestra dignidad y quitado el trono k vuestra hija!
—Escuchad, milord, replicó la infortunada: vedme aun helada por
el terror. Yo estaba dispuesta 4 persistir en mi declaración, cuando
un hombre entró en este aposento y me leyó el proceso -verbal de
una ejecución en la hoguera, y tuve miedo: este suplicio me ha pa-
recido superior k mis fuerzas. Milord, yo soy una mujer débil, que
ae espanta del dolor: he tenido miedo de morir en las llamas. Esle
hombre, ó mas bien esle demonio, no he visto su rostro, me ha co-
gido en medio de este terror y me ha prometido que se dulcificaría
*¡ suplicio, si consentía en declarar que tenia compromisos anterio-
res & mi matrimonio. En el caso contrario, me aseguró que se pro-
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m PRISIONES
longarian mis sufrimientos, y que los dolores me arrancarían ana
declaración mas vergonzosa y cobarde. He aceptado, he hablado co-
mo han querido, y añadió con una especie de alegría que martirizó
el corazón del primado, moriré de una muerte mas dulce.
Granmer se levan (ó y se fué, ahogando un suspiro, y repitiéndose
que era indigno del perdón de Dios el que así torturaba el alma de
su víctima.
Enrique sostuvo la promesa hecha á su esposa, y para cumplirla
hizo llamar al verdugo de Londres, hombre experto y cuya reputa-
ción estaba bien establecida.
—Veamos, le dijo, maestro: ¿das el golpe como quieres y donde
quieres?
— Algunas veces, señor, contestó el verdugo.
—¿Cómo, algunas veces? ¿y por qué no siempre?
— Porque la imaginación entra por mucho en la operación, y mi
mano está firme ó tiembla, según que mi espíritu desea ó teme el
golpe que va á lanzar.
—Para cortar un cuello ilustre, ¿qué dirá tu imaginación?
— Señor, temblaré...
—¿Pero darás la muerte?
—Puede ser que no del primer golpe.
Enrique frunció el entrecejo.
— Ese no es mi negocio, dijo: yo quiero que la ejecución se haga
sin escándalo.
—Es posible que yo acierte, señor.
—¿Pero también es posible que equivoques el golpe?
—Sí, señor.
— ¿Todos los verdugos son escrupulosos ó inciertos como tú?
—No, señor: hay hombres mas hábiles los unos que los otros, y
ciertas manos dan cien golpes de hacha en la misma raya marcada
en el madero.
—Señálame una de esas manos.
—El verdugo de Calais, mi compañero, señor. Tiene el ojo tan se-
guro, que su cuchillo hiere el objeto fijamente: y tiene el brazo .tan
fuerte que su hacha se enclaya en el madero de manera que no se
la puede sacar otra vez.
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DE EUROPA. M3
— Eae es «1 hombre que me bace falla... Que bagan venir al ver-
dugo de Calais .
Ana de Bolena supo estas horribles particularidades con osa ale-
gría que pareció estrada 4 lodos aquellos que la habían visto tem-
blar delante de Cranmer, por algunos sufrimientos mas, y abdicar
su dignidad y la de su hija por tener el derecho de elegir suplicio.
El lugarteniente de la Torre fué á prevenirla que el día de la
ejecución estaba fijado, que todo estaba pronto, y que no le quedaba
sino dar sus últimas disposiciones.
— Helas aqui, dijo alegremente : tengo un mensaje que enviar al
rey.
—Apresuraos, señora, si queréis, y elegid vueslro mensajero.
— Ya está escogido, caballero: el mensajero seréis vos. Id á ver
al rey, mientras que se terminan los preparativos, y decidle, que le
estoy reconocida hasta el último punto por todo lo que ha hecho y
continué haciendo por mi. De simple particular que era, me hi-
to marquesa de Pembroke; de marquesa me ha hecho reina, y co-
mo no hay nada por encima de una reina en esle mundo y no ha po-
dido hacer mas por mi, se ha apresurado A hacerme salir de aqui,
y me hace santa y mártir, procurándome el cielo, que puede ser me
hubieran quitado mis faltas, si yo hubiera vivido mas tiempo.
— Señora, dijo el lugarteniente, esas palabras...
— Pensáis que yo bromeo, dijo ella. Yo bromeo» puede ser; mas
¿qeó importa al rey que mi última frase sea una broma? ¿No vale mas
para él qae yo muera riendo, que verme subir desmelena Ja y lamen-
tándome, al cadalso que me prepara su bondadosa majestad? Va-
mos, caballero, tranquilizaos: id á decir al rey lo que os he encar-
gado de decirle; y si vos no lo osáis, dadme lo que os preciso para
escribir, y yo le escribiré.
—Prefiero eso, sefiora, dijo el oficial, que no encontrando opor-
Uma U broma, temia que el rey no se vengase en el mensajero, no
pudiendo hacerlo con la autora del measaje.
Ana escribió á Enrique lo que acabamos de decir, y después se
desapañó con baen apetito para tener foerxas, dijo, y morir bien.
Se Rabian hecho grandes preparativos, y el pueblo acudió en
gran multitud al derredor del cadalso.
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4*4 PRISIONES
Aoa pregante cuanto tiempo podían dorar los preparativos de la
ejecución, desde el momento en que acabase de subir al cadalso bas-
ta el momento del golpe fatal.
—Eso depende lanto del paciente como del ejecutor, sefiora, la
respondieron. Hay verdugos que, por mal entendida humanidad, col-
man de miramientos á sus victimas.
— Si eso depende de mi, dijo Ana sonriendo, os pido que creáis
que no deseo prolongar mi agonía, y que el espectáculo no dura-
rá largo tiempo. Has... si hablo mucho aqui es para no tener nada
que decir cuando estaré allá. Si la brevedad depende, como habéis
dicho, del ejecutor, estoy tranquila, pues que el verdugo ha sido es-
cogido expresamente para mí. Se dice qué es un hombre de rara ha-
bilidad, y mi cuello es tan delgado... mirad... que sin esfuerzo lo
corlará en dejando caer el hacha.
Guando Ana fué sacada de la Torre y conducida al cadalso, tomó
un continente grave. Comprendió que una reina, una mujer inocen-
te, debe morir con nobleza, no solamente por ella misma, sino por el
triunfo de la mujer y de la majestad real, y se abstuvo de manifes-
taciones escandalosas, de recriminaciones acerbas, como dé gemidos
y llantos.
Su último pensamiento fué para su hija, de la cual la habian se-
parado.
Previo que esta hija, reemplazada bien pronto en las afecciones
del rey por otros hijos nacidos de su nuevo amor, sufriría la pena
de las resistencias de su madre á la voluntad del rey. Ana de
Bolena se acordaba de cuanto la obstinación de Catalina de Ara-
gón en llamarse reina de Inglaterra, después de su divorcio, ha*
bia perjudicado á los intereses de su hija María, suplantada por
Isabel.
— Ya he hecho bastante dafio á mi hija renunciando á su legitimi-
dad, dijo Ana: no le quitemos, por un vano orgullo, el poco amor
que queda aun por ella en el corazón de su padre.
T arrodillada sobre el cadalso, dijo:
— Declaro que no acuso á nadie de mi muerte: la ley me ha con-
denado. ¿Es justo? el rey lo sabe. Es un principe clemente: es mi me-
jor juez.
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DS 1UR0FA. 4t5
T dicho esto se entregó al verdugo, el cual, en efecto, separó de
in solo golpe el cuerpo y la cabeza.
El cuerpo de Aoa de Bolena fué metido en un ataúd de encina y
llevado sin ceremonia á la Torre, donde fué enterrada la desdichada
victima.
Asi murió Ana de Bolena, castigada cruelmente por haberse enor-
gullecido en su prosperidad. Murió inocente, pues Enrique, á pesar
de su furor por acusarla, no pudo encontrar pruebas contra ella. Ade-
más, el rey la justificó casándose, al dia si guien le de la ejecución,
con Juana Seymour, á la cual la habia sacrificado.
El mismo alio 1536, las puertas de la Torre se cerraron detrás de
Tomás Howard, hermano del duque de Norfolk, acusado de haber
querido casarse con Margarita Douglas, sobrina del rey. Los dos
amantes fueron encerrados en esta sombría prisión. Margarita salió
bien pronto. Mas Howard murió en ella. El carácter de Enrique VIII,
franco hasta la ferocidad, no permite asignar á esta muerte una
causa criminal.
También fué encerrado en la Torre Tomás Cromwell, gran perse-
guidor de los católicos romanos , y favorito del rey; pero Enri-
que VIII mataba á sus favoritos como á sus mujeres, cuando se habia
cansado. Tomás Cromwell, juzgado y condenado, pereció en Tower*
Bill, sin otro crimen que sus largos servicios y la necesidad que
sintió el rey de tener un nuevo ministro.
Este principe, que varios historiadores han mirado como un gran
político, fué con frecuencia un loco, á quien nuestras leyes condena*
rían á la reclusión y á la interdicción. Cuando despojó los conventos,
por hacer la guerra al Papa, dio, una vez, las rentas de uno de esos
conventos á una mujer, en casa de la cuál habia entrado, durante la
caza, y que le sirvió un plato de morcilla que encontró muy de su
gusto.
Estas eran las liberalidades de Enrique VIH... sus justicias ya las
visto.
aaaMAAAAAAAa/w*-—
II.
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m PRISIONES
111.
Eurique Vlll se enamora de Catalina Howard.— Se casa con ella.— Se sabe que esta
princesa deshonra el tálamo real.— Sa proceso. — Es encerrada en la Torre. — So
ejecución.— Intrigas y muerte de Lady Rocheíort. — Historia de Ana Ascue, teóloga
disidente.— So martirio.— Prisión de lord Sarrey y de Norfolk, sa padre;- El hijo
es decapitado. — El padre escapa del cadalso por la muerte de Enrique VIH. -«-Re-
gencia de Somerset.— Reinado de Eduardo VI. —Lord Seymour envenenado en la
Torre. — Somerset envenenado y ejecutado.— Juana Gray reina diez días. — Enve-
nenada con su marido lord Guilfort en la Torre, es decapitada después de él.—
Reinado de María. — Los leñadores de Smilhfteld.
Lady Seymour habia muerto.
Esta fué la mas querida de las infortunadas mujeres que casaron
con Enrique VIH.
Enrique se apresuró á casarse con Ana de Gléves; mas como tuvo
la ocasión de ver á Catalina Howard, sobrina del duque de Norfolk,
y de enamorarse de ella, se ocupó de divorciarse con Ana de Gléves
para casarse con su nueva amada.
Catalina era bella: Ana de Gléves era mas bien fea que soporta*
ble; mas, fria y paciente como buena alemana que era, no se ofen-
dió lo mas mínimo por el desprecio qué el rey la hacia. No ignora-
ba, sin duda, á que atenerse respecto á los medios corrientes de su
majestad británica, cuando quería desembarazarse de una esposa;
y la dolorosa muerte de Catalina de Aragón, y la catástrofe de Ana
de Bolena, compensaron bastante á sus ojos el privilegio de sentarse
sobre el trono. Desde el momento que vio al duque de Norfolk in-
trigar por hacer agradable al rey á su sobrina Catalina Howard y
valerse de su reciente favor para hacer caerá Tomás Cromwell
(pues fué á Norfolk á quien este favorito debió su ruina), Añade
Cléves prescindiendo de todo amor propio, aguardó tranquilamente
que la hiciesen bajar del trono para entrar en una condición modesta.
Enrique se esperaba algún suceso ruidoso, y había preparado, sin
duda, su arsenal de combinaciones matrimoniales, y la pobre reina
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DiwmorA. m
se creyó ver encima alguna buena acusación de adulterio ó de he-
rejía: la Torre de Londres le pareció amenazadora, asi como el cadal*
so de Tower-Hill. Pero, bien aconsejada, sea por amigo* prudentes,
sea por el instinto de la conservación, dobló la cabeza y no pro-
nunció palabra, como hacen los pájaros al oir los rugidos de la tem-
pestad.
Enrique VIU, ardiendo en deseos de poseer á Catalina Howard y
de instalarla sobre el trono de Inglaterra, decidió expulsar á Ana de
Oévcs.
Para esta no fué una sorpresa: estaba ya prevenida.
— Sefiora, le dijo el rey, con un fruncimiento de cejas olímpico en
un todo: debéis haberos apercibido de que no podemos vivir por mas
tiempo unidos.
—¿Habré incurrido yo, sin saberlo, en la desgracia de vuestra
majestad? le contestó la reina con dulzura.
— Sefiora... he querido declararos por mí mismo y con franqueza
mis sentimientos de esposo... Gomo rey, caso de necesidad, usaré
otro lenguaje. ¿Creéis que una separación amigable no sea el medio
mas digno?
—Como mas os agrade, sefior.
Enrique hizo un movimiento de duda y sorpresa, creyendo haber
entendido mal.
—¿Vos consentís? dijo él.
—Vuestra majestad manda, y yo obedezco.
—¿Aceptáis, pues, el divorcio, y convenís en que es jos lo?
— To no me ocupo de eso, dijo la alemana. Si vue¿lra majestad
lo hace, es que habrá justicia para hacerlo.
—¡Muy bien I respondió Enrique, mas dichoso que si el cielo se
hubiese abierto delante de él.
—Mas yo no desmereceré, ¿no es eso, sefior? nosotros cedemos á
la razón de Estado...
—Habéis desmerecido tan poco, sefiora, que del rango de mi es-
posa, quiero haceros pasar al de hermana mia. Vos seréis mi her-
mana querida, y nunca mujer alguna gozará, como vos, de mas
consideración en mi corte.
—Sefior, tanta bondad...
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m musiom»
—Permitid : esceptuo á la nueva reina y & mi hija Isabel: la una
reinante, y debiendo reinar la otra, su rango será superior al vues-
tro, mas vos tendréis el lugar inmediato.
—Quedaré muy honrada aun, dijo Ana de Clóves.
— Me colmáis de alegría con esta muestra de talento y de cari-
dad, señora. Para sostener vuestro rango, quiero asignaros una pen*
sion anual: tres mil libras, ¿es bastante?
—Es suficiente, señor.
—Me falta daros las gracias y dirigiros una súplica. Vuestro her-
mano, el Elector de Sajonia, podrá no comprender tan bien como no*
sotros la necesidad que nos conduce al divorcio... los príncipes tie-
nen con frecuencia un amor propio fuera de lugar; y yo tendré un
gran disgusto si me veo comprometido á sostener una guerra con el
que ha sido mi cuñado, que, pues vos seréis mi hermana, será mi
hermano querido... Yo espero de vuestra bondad
— Os comprendo, señor, y vais á tener la prueba.
Ana se sentó delante de una mesa, y escribió al Elector de Sajo-
nia, su hermano, la siguiente carta:
«Hermano mió:
a El rey y yo nos hemos convenido, con sincera amistad, en romper
los lazos del matrimonio que nos une. Nuestra dicha, nuestra digni-
dad exigen que el divorcio se haga sin escándalo.
«En cuanto á mi, se me trata tan bien y me veo tan honrada por
el rey, que tengo todo en poco con tal de vivir en buena inteligen-
cia con este generoso y buen principe. Imitadme: yo or lo pido. Mi
deseo es continuar viviendo en Inglaterra donde se me asegura una
suerte digna de envidia Sin embargo »
— Aqui, dijo ella, interrumpo la carta, si vuestra majestad lo jux-
gaá propósito.
—¿Qué hay? preguntó Enrique, que acababa de recorrer la arta
con indecible satisfacción. ¿Qué deseáis?
—Puede ser, dijo ella, que fuese conveniente que yo hiciera una
visita á mi hermano; mas, si vos no lo juzgáis á propósito, no la
haré.
—Nada de eso, mi querida hermana, nada de eso: yo os autorizo
á hacer esa visita.
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DI UJMNL 4tt
aiadiré, replicó ella con Impasibilidad, las palabras
que suspendí basla saber vuestra voluntad: %
«Sin embargo, tendré el placer de ir & haceros ana risita. Esperad*
me, os lo ruego, y creedme siempre vuestra apasionada hermana.»
«Anide Cléves.»
Partió la carta, y Ana, con una rapidez, que no se hubiera debi-
do esperar de su apatia, hizo sos preparativos de marcha para ir A
hacer la visita prometida al Elector, i fin de alejarse de Inglaterra;
al mismo tiempo, con mensajeros fieles, envió otra caria á su her -
maoo instruyéndole del peligro en que la pondría la menor sospe-
cha de desconfianza.
El Elector respondió, pues, que no juzgaba conveniente esta
vuelta* Alemania, porque los pueblos podrían creer en nna desgra-
cia, mientras que no so trataba sino de no cambio de condiciones en
el tratado.
Ana de Cléves se retiró A sus tierras, en los alrededores de Lon-
dres, y vivió pacifica é ignorada, teniendo por lodo séquito algunos
busos servidores, y por consuelo el ejemplo de las ambiciosas que
la habían precedido y de las que debían sucedería en el trono.
Enrique VIII nadaba en la alegría: adoraba & Catalina y sabo-
reaba su dicha con tantas delicias, que compuso una oración, que
su capellán recitaba diariamente, & fin de dar gracias á Dios por
la felicidad conyugal que le había deparado.
Sin duda parecería extraordinario á los que creemos en la interven-
ción de la Providencia en las cosas de este mundo, que el rey fuese
perfectamente dichoso con una mujer, después de haber sacrificado
varías á sus caprichos.
Cranmer, el mismo 4 quien hemos visto deplorar tan vivamente la
mierte de Ana de Botana, su protectora, acechaba la ocasión de pro-
bar al rey que las apariencias son engafiosas; mas, diestro cortesa*
ao, hombre de buenas costumbres, quería evitar el ruido, deseando,
sin embargo, la pena del talion para aquellos que habían perdido k
Ata de Boleaa.
Dea lartie, k la hora en que se recitaba por la dicha conyugal del
rey la oración que él se había lomado el trabajo de componer, u
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41*
hombre que de tiempo atrás estaba al acecho en una callejuela, en
los alrededores de la píaza de Santa Catalina, cerca de un jardín, se
escondió en una esquina, para dejar pasar, sin ser visto, á dos per-
sonas envueltas en sus mantos.
En su pequeña estatura y en su tímido andar, reconoció & dos
mujeres.
Dejólas entrar en el jardín, por la pequeña puerta, y cuando esta
fué cerrada, esclamó:
—¡Dios me asista! son ellas, ellas mismas. He reconocido á la mas
alta: es mujer á quien he visto mas de cien veces. La mas pequeña
es ese monstruo de mujer que reia lan fuerle el dia que decapitaron
á Ana de Bolena. ¡Ah serpiente: te tengo por la cabeza! Ta verás si
la mano de Lascelles es dura y si su talón es fuerte.
Otros pasos sonaron en la calleja.
El hombre que acechaba se perdió en la oscuridad.
Oculto no dejaba de correr riesgo, si hubiera sido visto, porque
el que avanzaba miraba con atención en torno suyo, y llevaba una
espada desnuda en la mano. Al fin llegó á la puerta, y volvió á
mirar aun, hasta que no viendo cosa alguna, tocó la madera de un
modo particular. La puerta se abrió y el hombre desapareció per la
abertura.
—¡Y un hombre] dijo el escondido: ¿mas será este solo?
Al cabo de diez minutos, que le parecieron un siglo, otros pasos
resonaron á lo largo del muro.
Lascelles habia tenido tiempo para buscar un sitio mejor, y lo ha-
bía encontrado debajo de un largo banco dé piedra, colocado cerca de
la puerta, en el logar de la sombra; y pudo distinguir aun caballero
con (raje de oficial, bajo la capa. Dna larga y pesada pistola pendia
de su brazo y una larga espada batia sobre su muslo, distinguién-
dose perfectamente en su mano izquierda uno de esos puñales que
se llamaban de misericordia.
— Hé aqui el segundo, pensó Lascelles. Entra en la red, buen
amigo.
El caballero dio tres golpecitos en la pequeña puerta, que fué
abierta también para él. Después todo quedó en el mas profundo
silencio.
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DE EUROPA. 431
Entonces Lascelles, siguiendo el muro con gran precaución, ganó
la boca de la callejuela, atravesó la plaza y filé & San Pablo, donde
vivía, en nn suntuoso piso, el Primado Cranmer, rico, honrado, po-
deroso como el rey.
Lascelles, después de haber mostrado á los oficiales un pase, fir-
mado por el mismo arzobispo, fué introducido delante de este.
Cranmer, ya viejo, mas Heno de vigor y de presencia de espirita,
trabajaba á esla avanzada hora, como un joven auditor que quiere
llegar á ser ministro.
— ¿Estas ahí, vagamundo? le dijo el arzobispo.
—Si, monsefior, héteme aquí, y después de haber hecho buen
negocio.
— ¿Qué quiere decir eso?
— Mi hermana no ha mentido: es, en efecto, cerca de Santa Catalina
donde nuestras palomas hacen su nido cada noche... cada noche que
•) milano duerme fuera de la ciudad.
— ¿Lo has visto tú?
—He visto dos mujeres, la una alta y vestida de azul, bajo su
manió negro, y la otra de amarillo, bajo su manto blanco. La prime*
ra es lady Sochefort, esa enemiga jurada de la pobre reina decapi-
tada, la otra...
—¿Y bien! dijo Cranmer... no vaciles.
— Sea, milord: es la reina en persona.
—I Desdichado! esclamó Cranmer como si se hubiese sobrecogido
de terror, ¿osas tú pronunciar ese nombre venerable?
—Si es venerado, milord, es preciso convenir en que las gentes
de esta nación son bien estúpidas.
—¡Cómo! ¿qué dicas? Aun cuando eso sea cierto; aun cuan-
do la reina y lady Roche fort hayan estado en el sitio que tú dices
¿qué probaria esto? La reina hace obras de piedad, y su modestia te-
me siempre...
—Lascelles se echó á reir.
—{La modestia! ¡ahí bé aqui una palabra que engalla i mucha
gente La modestia de lady Boche fort..
— Ma3 la de la reina...
— Yo he visto, sefior, y por tanto puedo hablar.
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48* MISIONES
—¿Sabes que te espones á la horca? Hay un edicto del parlamento
que manda, bajo pena de muerte, respetar de palabra, de hecho y
con el peosamieoto á la reina y á sus hijos, si los tiene. Tu brutal
espansion te perderá.
— Yo creo al contrario, mi lord, que hay mucho que ganar para
mi, si arriesgo el escándalo. Su majestad gusta cambiar de mujer;
y yo voy á darle la ocasión.
—¿Estás tú seguro?... Piensa en lo que te he dicho: recompensa-
do de tu celo si es verdad; en la horca, si te has equivocado.
— Acepto.
~-Cuando me hablaste de tu designio, no lo he combatido espe-
rando que la apariencia te hubiese equivocado y que caerías de tu
error; mas has insistido y te he colocado de centinela: tú aseguras
un hecho, á lu riesgo y peligro.
—Un momento, mi lord: el cuello de un pobre diablo como yo es
siempre poca cosa para un nudo escurridizo, y solo á nada me atare*
vo. Vos comprendéis que me importa poco, después de todo, el que
la reina corra una noche como una ñifla enamorada: corre en buen
hora, y el rey se arregle como pueda. Si, al contrario, yo soy sosleni*
do, sea en buen hora también; yo iré de levante, codo diera los
marinos en los puertos.
—¿Tienes una prueba que dar?
—¡Ya lo creo! la mejor de todas. *
—¿Cuál?
—Yo os procuraré e) placer que he tenido: tos veréis á la reina
y á su amiga salir de la casa , como yo las he visto entrar.
— Si es asi, acepto.
— ¿Y partiréis la responsabilidad?
—Si tienes razón, si; mas no, si le has equivocado.
— Entonces, milord, ¡listel una capa sobre vuestras espaldas, apo-
yaos en mi brazo y partamos.
— Un momento... no es bastante un testigo... veamos, te lo repi-
to: ¿estás seguro? Hé aqui ai memento de tu fortuna 6 de tu muerte.
— Milord, yo estoy seguro de mi; mas si vos aguardáis hasta ma-
ñana, los pájaros se habrán ido. Pasadas dos horas, yo no respondo
de nada.
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nmori. us
Leñatee Granmer con mía ligereza que no era de esperar en su
edad, hiae dar on caballo á Lascelles, montó en w litera y se diri-
tió al palacio del canciller. Este magistrado sopo por Craamerel ob*
jeto de la visita, tembló á su torno, y amenazando á Lascelles ai ha-
bía mentido, se apresuró á seguirle al sitio designado.
una hora no había transcurrido cuando vieron salir de la casa á
«na de las dos dama*, acompafiada de un hombre*
Craaaer recoooeió fácilmente á la reina.
Poco tiempo después, lady Bochefort salió con el otro caballero y
tomó el camino de su palacio.
El primado y el canciller habían reconocido á las dos damas y á
los dos hombres. Eran estos Derham y Manooc, oficiales los dos de
la vieja duquesa de Norfolk, tia de Catalina Howard, reina de Ingla-
terra.
I Los dos dignatarios puestos en acecho por el triunfante Lasoellés,
se fueron á la casa del arzobispo, y la noche se pasó en planes impo-
áUes de realizar, y en quejas sombre su desventurada suerte/ Pura
hipocresía: el hecho es que los dos deseaban ardientemente volcar él
crédilo de Norfolk, y que la ocasión era propicia.
—Es preciso ir en busca del rey, dijo el canciller*
—Yo no osaré jamás... dijo Granmer, y sin embargo el servicio
de si majestad. lo exige. Nosotros no podemos permitir la continua-
ción de este atentado contra la majestad de nuestro señor.
—Ni ocultar el adulterio flagrante, dijo el canciller. Mas el pri-
var impulso del rey será terrible, y yo estoy lejos de estar en gracia
con él como vos. Instruidle: yo os apoyaré.
— Né, no. Es negocio de estado: habladle vos mismo, dijo Cran~
■ar: yo me encierro en mis negocios eclesiásticos.
—Hay un medio diplomático que lo couciliará todo, dijo elcan-
oiller,.. la policía.,, a
—Eso no és conveniente.. . Escuchad: yo me sacrificaré, yo escri-
biré al rey el relato de esta aventura; esto será casi un anónimo, y
el rey no le dará la importancia que tendría un paso oficial de cual*
qniera da nosotros dos.
—Escribid, poes, milord, dijo el cancilla1.
En afecto, Cranmsr escribió la carta.
>u *t
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134 .PRISIONES
Enrique acababa de llegar, altare y apasionado, cerca de su queri-
da esposa, cuando recibió el mensaje de Granmer. Su primer movi-
miento fué de indignación contra Catalina, el segundo lo fué contra
Granmer, cuyo estilo y letra reconoció.
El primado recibió la orden de venir á palacio.
—Veamos: ¿qué significa esta odiosa calumnia contra la mas para
de las mujeres? Sois un anciano bien poco caritativo, sefior arzobis-
po: la tolerancia, primera virtud del sacerdote, no es seguramente
la vuestra. %
—Sefior, contestó Granmer, que se aguardaba este recibimiento,
yo no soy el inventor del relato: he prestado mi pluma á fin de
que un estrado no fuese sabedor de un secreto de familia. En cuanto
á ver... vos os convencereis, por vos mismo, si es que deseáis...
—Si, ciertamente, dijo Enrique.
—Está bien, sefior, yos veréis...
—Es un complot contra lady Rochefort. *
—Tanto mejor para ella, sefior, si de la pesquisa sale resaltada
su inocencia.
—Puede no haber crimen: ser un paseo.. .
—Si vuestra majestad declara que no hay crimen, rompamos la
acusación.
—Un momento... me habéis dicho que yo vería... pues bien: yo
quiero ver.
El rey dispuso ir á Wentsminster á pasar dos noches.
Lagcelles se puso en acecho, y pudo mostrar á su rey, á la misma
hora que la vez anterior, á su virtuosa esposa formando pareja con
Derham ó Mannoc, oficiales, buenos mozos, de los que lady Roche-
fort elegía uno para conversar, en tanto que Catalina tomaba
el otro.
Enrique no conocía medidas á medias. Al momento hizo arres-
tar á Mannoc y Derham, los cuales, en presencia de las torturas y de
la sombría justicia de la Torre, declararon punto por punto la histo-
ria de los amores secretos de Catalina Howard.
Los presos fueron tan sinceros, que el esposo descubrió mas secre-
tos de los que quería saber. Lady Rochefort habia llevado su compla-
cencia por la reina, hasta tomar por su cuenta y sobre su reputación
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DE BimOf A. 435
otro amante llamado Colepeper, que do era otra cosa que ud ter-
cer favorito de Catalina. Guando los tres jóvenes venían al palacio ó
á la casa secreta, Catalina escogía entre sus damas de honor una ó
dos, fieles, que desagraviaban á los menos favorecidos por la prefe-
rencia acordada al favorito del dia Estos horrores hicieron erizar los
cabellos del rey, y derramar lágrimas, según pretende un escritor.
Catalina fué también conducida á la Torre.
Lady Rochefort, cobarde como todas las almas verdaderamente
corrompidas, dio el asqueroso espectáculo de un egoismo que acepta
toda vergtenza, toda mancha, por conservar la vida. Acusó á tanta
gente, creyendo salvarse, que su nombre cayó en la execración pú-
blica, que, antea de su castigo, vengó suficientemente á la desdicha*
da reina á quien ella habia perdido.
Enrique tenia dos buenos vengadores de sus querellas domésticas:
el uno preparaba el trabajo del otro. Eran estos el parlamento y el
corlador de cabezas.
Encargó Enrique al parlamento instruir el proceso, y sus magis-
trados recibieron la declaración de Catalina. Derham, Mannoc y lady
Rochefort habían dicho tanto, que la reina no (uvo nada que decir.
El parlamento rogó al rey que no se afligiese ppr un accidente al
que están sujetos todos los hombres casados; y después, para hacer
bien la cosa, lanzó un acta de proscripción contra la reina, sus tres
amantes conocidos, lady Rochefort, la vieja duquesa de Norfolk, el
üo de Catalina, lord Williams Howard, y, en una palabra, contra to-
do* aquellos que habían debido conocer los desarreglos de la reina
antes de su matrimonio y que no los habían revelado... La Torre
quedó bien pronto llena de desgraciados.
El absurdo de estas adulaciones no paró aquí. El parlamento deci-
dió que recaería pena capital contra todos aquellos que, sabiendo
ó sospechando cualquiera irregularidad en la conducta de la reina,
•o la revelasen al rey ó al consejo, en el espacio de veinte dias. La
pena sería la misma si revelasen sos sospechas en público ó entre
particulares. Además: seria decapitada también toda mujer que, ca-
sándose con el rey, tenida por casta no siéndolo, no le hubiese pre-
venido, antes de casarse, de que tenia algo que reprocharse.
Coando el parlamento hubo terminado sus monstruosas fechorías,
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43< PUStOWS
para satisfacer en algún lanío el resentimiento del engañada marido*
procedió á decapitaciones de hecho, esperando, entre tanto» las
que prometían los decretos. Catalina Howard y su cómplice lady Ro-
chefort, fueron llevadas de la Torre ¿ Tower-IIill, donde el verdugo
las cortó la cabeza» no sin gran aprobación del pueblo* que detestaba
á la Rochefort por la parle que hahia tenido en el asesinato jurídica
de Ana de Bolena.
Enrique, para consolarse» se ocupó mas que nunca de 1» teología
activa» y como babia nacido para matar mujeres» se dirigió des-
de luego á una joven y bella protestante» llamada A«a Ascüe,
que no admitía la presencia real en la eucaristía» herética creencia,
que el rey no podia sufrir ni aun en simple teoría.
Ana Ascfie» amiga de la nueva reina Catalina Parr, viuda de La»
tímer, gozaba» gracias & su mérito» á su riqueza y & su belleza, de
gran consideración en la corte.
En esta época era de moda que cada cual dogmatizase» y ella se*-
tenia su creencia con franqueza y energía. Irritóse Eerique de esta
resistencia, y sospechando que su nueva mujer participaba de la he-
rejía de Ana Ascüe, entendióse con Cranmer y con el canciller
Wriotheseley, para hacer decapitar & su esposa.
El canciller era todo un cortesano: se ocupó en seguida de com-
placer á su señor, y la desgraciada Catalina Parr hubiera sido con-
ducida á la Torre» sin el talento que tuvo de olvidar todo amor propia
delante del hacha. Se convirtió al dogma peal, é hizo bien: el
ejemplo de Ana Ascfie era bastante i convertir á los mas rebeldes.
Enrique envió á esta jó ven uno de sus mas feraces adeptos» el
obispa Bonner» para obtener de ella una retractacioo de sus here*
jías. Cedió Ana» mas con restricciones que sentaba la teóloga Éar-
mante. Bonner dio cuenta al rey del resultado de su comisión, y este
envió á la Torre á Ana Ascüe.
Esta» llena de cólera y desprecio contra un hombre que abüsafc*
tan cruelmente de su debilidad, le escribió que se complacía e*
creer todo aquello que Jesucristo habia enseSado á su Iglesia; mas,
que no queria ir mas allá, por un celo mal entendido. Entonces envió
el rey su canciller á esta oveja descarriada, y para hacerla entrar en
razón» la pusieron en tortora.
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DEWMftL U1
Ana Asaüa M atada «otare un caballete, eo* k» brazos separados
y laa piernas apartada! por resortes que ua molinete hacia mover, y
que abriendo loa brazos del caballete, dislocaban ka miembros del
paciente.
El verdugo aplieó la tortura ordinaria; mas coma la valerosa jó-*
▼en no habia dicho palabra, ao había comprometido ¿«adíe; Wriot-
beaely, llevado de au aelo, eoolaató:
~-No ha sufrido bastante: apretad maa aaa, y ella hablará.
Estaban allí el teniente de la Torra, el verdugo*, varios aacerda*
tea y el canciller que era quien presidia.
El verdugo declaró que le estaba prohibido traspasar el grado de
separación fijado por el reglamento»
-Solor teniente, dijo Wrietheseley, ¿queréis, yo es lo pido, dar
orna vuelta i la rueda del caballete?...
— Milord, replicó el teniente, lleno de compasie* en presencia de
lea sufrimientos saponadas por la jóvon, olvidáis, safior, que yo no
soy el verdugo, sino el carcelero.
w~fE*& bien! yo lo barí» pues, per mi mismo eu servicio del rey,
dije el fcioz magistrado.
T aproximándose al torniquete , le ¿ió tan rudo oprimiente,
que las piernas de la victima, separadas mas allá de su medida,
efujioron centra la madera, y rotos los vasos y dislocados lea hue-
sos, dejaron escapar la sangre.
En ten deplorable estado, la desventurada, siempre firme en su fó,
Ué llevad* á la hoguera, donde espiró.
El ¿a&a* Wriotheseley habia llevado su cinisaw hasta ofrecerla
gracia, en el potro mismo, después que rotos aua miembros era ya
medio cadáver. Ana rehusó valerosamente, y murtá mártir.
Setos pasatiempo* no ocupabas lauto los ocios del rey que no pu-
diese pensar un poco en sus favoritos.
El duque de Norfolk habia caido en desgracia después del des-
cubrimiento de los crímenes de Catalina Uoward, su sobrina; mas
laque le perdió mas seguramente fué ia gloria y ei crédito de su hi-
jo, el joven lord Surrey, célebre, i los veinte afios, per su talento
poético, su valor, su belleza y su fortuna.
Tuso la desgracia de hablar ligeramente de la gordura desmesurada
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4*8 Misiones
del rey, y de do quererse casar con la hija de lord Hertford, que En-
rique le habia destinado por esposa; y el rey dedujo de lodo esto que
este joven era un conspirador, un rebelde, an hereje; y qne no era
él solo culpable, pues qne su padre habia dirigido su educación. Los
dos fueron arrestados y molidos en las prisiones de la Torre.
Los crímenes de Surrey fueron estos: el parlamento, tribunal ordi-
nario del rey, le consideró sospechoso de tener espías á su servicio;
de haber puesto sobre su escudo de armas las armas de Eduardo el
confesor, por lo que era sospechoso de aspirar á la corona; y por úl-
timo de haber rehusado la mano de la hija de lord Hertford, por. lo
cual era sospechoso de haber puesto los ojos en la princesa Haría,
hija primogénita de Enrique VIII.
El proceso no duró mucho tiempo. El parlamento declaró á Surrey
culpable de todos estos crímenes, y, á pesar de su admirable drfensa,
le condenó al suplicio de los traidores.
El joven Surrey fué decapitado, por decirlo así, á los ojos de su
padre, en Tower-Hill.
• En cuanto á Norfolk era mas criminal aun; era, no sospechoso,
sino que estaba convencido de haber dicho que el rey no tenia buena
salud, y que no le quedaba mucho que vivir. ¿No merecía mil su-
plicios por esta sola maldad?
Enrique deseó seguramente hacer matar al padre, como habia he-
cho decapitar al hijo; mas cayó enfermo. Su excesiva grosura habia
traído consigo grandes desórdenes en la economía de su cuerpo. Sus
piernas, ulceradas, se abrían: llagas cubrían su espalda y sus brazos.
JLos médicos veían aproximarse la muerte, mas no osaban hacérselo
saber, porque varias personas habían sido castigadas como traido-
res por haber previsto la muerte de este rey tan benigno.
Uno de ellos se arriesgó al fin. Enrique recibió la fatal nueva con
bastante tranquilidad; mas no por esto dejó de mandar que no se
perdiese tiempo para librarle de m gran enemigo Norfolk.
Este debia ser ejecutado sobre la plataforma de la Torre, en Ja
mañana del 29 de enero de 1547; de lo cual habia sido prevenido,
aunque con muchos menos rodeos que el rey; pero un mensajero
acudió por la noche á despertar al teniente de la Torre, para anun-
ciarle que el rey habia espirado en les brazos de Cranmer, el solo
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DI IU10K. 439
amigo que do taro tiempo de hacer juigar y decapitar, lo cual do ha*
biera dejado de hacer si la muerle le hubiera dejado la facultad de
hacerlo.
Socedió á Enrique on consejo de regencia, y los consejeros, do
queriendo inaugurar el ejercicio de so autoridad con una condena-
ción capital, mejoraron la suerte del duque de Norfolk.
.Eduardo VI, hijo de Enrique VIH, subió al trono, bajo la regencia
del conde de Qerlford, que tomó el litólo de duque de Somerset.
Esta regencia fué borrascosa: Somerset y Seymour, tío del rey, se
hicieron una guerra que condujo á ambos á dos, el uflo después del
otro, á la Torre y al cadalso.
Murió Eduardo VI de diez y seis afios de edad, y los ambiciosos se
levantaron en presencia de su ataúd y encendieron la guerra civil
en Inglaterra.
Dos hijas quedaban de Enrique VIII: María, hija de Catalina de
Aragón, é Isabel, hija de Ana de Bolena; mas los singulares capri-
chos de ese monstruo, asesino de sus mujeres, habia hecho ilegitimo
ai nacimiento de las dos princesas, y el parlamento, tan ciego en su
baja sumisión, se veia fonado A dejar entronizarse la anarquía
por no poder declarar legitimo uno solo de los herederos del
trono.
El duque de Northumberland , que gobernaba, después de haber
hecho caer á Somerset, buscaba elevarse sobre las ruinas de este y
sobre la debilidad de su rey. Se oponía mas que todos los demás
k las pretensiones de María y de Isabel, queriendo, caso de morir el
rey, crear un fantasma de soberano, que hizo aparecer y desapare-
cer A su gusto. Habia persuadido al joven Eduardo de que Maria, la
protestante, renovaría en Inglaterra, si reinaba, las querellas de re-
ligión; de que la reina de Escocia estaba excluida por disposiciones
del rey difunto; y de que Isabel, hija de Ana de Bolena, era bas-
tarda, y que por consecuencia el v rdadero heredero del trono era
la marquesa de Dorset, hija primogénita de la reina viuda de Francia
y del duque de Soflblk. La próxima heredera de esta señora era Jua-
na Gray, mujer de ciencia y virtud.
El duque casó A su hijo Goilíord Dudley con Juana Gray. Este ma-
trimonio taé celebrado en medio de la agonía del rey Eduardo, lo cual
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41» PRIttOKES
indispuso al pueblo oolilra Northumberland, detestado ya por otras
razones.
Este hábil político habia ocultado con el mayor esmero las dhpnei<>
«iones dadas por Eduardo i causa de sus consejos, y aguardaba pa-
ra hacerlas públicas el que Maria é Isabel estuviesen en su poder.
- Ta les habia prevenido que el rey estaba enfermo y dichota que sq
presencia en Londres era indispensable; y ya ellas se dirigían á ésta
ciudad, cuando el conde de Arundel hito dar un aviso secreto á Ma-
ría; por lo cual esta princesa se retiró en el instante á Suffoik, decidi-
da á sostener sus derechos por medio de la guerra.
Entonces Northumberland se quitó la careta, y, en vei de hacer
lod preparativos del coronamiento de Maria, como le habla recomen-
dado esta princesa, marchó con gran séquito á Sion-Hous0don*
de Juana Gray vivia con su marido, sin pensar en la fortuna que lá
aguardaba.
De improviso Vio llenarse su casa de noble*, de guardias; flo-
tar los estandartes, llegar las cabalgadas obsequiosas y en montón; y
§a oyó saladar con el título de reinar, Northumberland venia á traerle
nna corona, de la cual su hijo Guilford seria el verdadero poseedor.
La joven reina* se encontró sorprendida basta el último ponió, y
asustada de esta ceremonia. Era una bella y espiritual mujer, celebré
por su nacimiento y sus cualidades, que la hacían «na de las mara-
villas de Europa. Conocía á fondo el griego y el latín, hablaba varias
leagvas vivas, y todas sos ocupaciones tenían un objeto noble y útil.
Guando Northumberland llegó, leia á Platón, sola en so oratorio:
los demás de so casa habían calido para cazar al vuela.
La respuesta que dio al ambicioso Northumberland fué;
—Esta corona no puede perlenecerme, pues q» están delan-
te de mí, en el camino del trono, Maria é Isabel, hijas legitimas, á
ptt&r de lo que se ba dicho, del difunto Enrique.
— •Seiora, replicó Northumberland, levantad vuertro distinguido
talento á la fritara de la situación. La voi del pueblo inglés y vues-
tros derechas incontestables, os llaman á gobente* la Inglaterra.
— Yo no seré una reina amada ni una mujer dichosa, nrtord; rea**
pondü Juana ,Gray, pues heriré interesas de mocha «ente y tendré
remordimientos. No me babfeis de esa vida toda ostentación; al
j
DE KUBOPA 441
detesto: be nacido para el estudio, la poesía, la calma y la oscuridad.
Antes de hacer la dicha de Inglaterra, debo hacer la ventora de
mi familia; á pesar de esto, preguntad & mi marido, vuestro hijo, si
consiente en cambiar su dulce medíanla por la posición brillante de
un usurpador, constantemente combatido.
—Consiento, señora, dijo Northumberland, en interrogar á lord
Guilford. lióle aqui que vuelve de la caza, hablad con él sin forzar
en nada su voluntad, pues ella lo puede todo sobre nosotros, que
componemos vuestra familia, como ella lo será ma&ana en toda In-
glaterra, si vos aceptáis la corona que se os ofrece.
Juana Gray secreia amada de su marido por ella misma. Gnüford,
en efecto, no podia dejar de querer á aquella mujer prudente, de quien
los mas grandes reyes de la tierra hubieran deseado el amor; mas el
esposo, sumiso al padre, y ambicioso también como él, vio de otro
modo que su esposa la dulce medianía que tanto amaba el poé-
tico espirito de Juana Gray, é hizo que esta se rindiese á sus razo •
nes, y sacrificase su tranquilidad al seductor porvenir que la ofre-
cían. Juana cedió, mas por bondad de alma, que por debilidad de
carácter, mas por complacer á su marido que por obedecer á una
convicción.
Northumberland espió su primer signo de asentimiento para com-
prometerla solemnemente. Una vez obtenido, la hizo conducir á la
Torre, acompañada de un cortejo real, sitio donde los reyes de In-
glaterra lenian costumbre de pasar los primeros días de su adveni -
miento á la corona. También la hizo tomar el titulo de reina y firmar
edictos, y la rodeó de uoa corte, esperando ser el verdadero rey.
Sin embargo María no perdió la esperanza.
Esta princesa estaba sostenida por la opinión pública, favorable á la
legitimidad y á la raza de Enrique VIII, mientras que los Dudley
habían sembrado odios mortales.
Obedecíase en Lónd.es y en sus alrededores á Juana; |>ero María
reinaba en Suffolk.
Levantó un ejército, y Norihumbei lan J levantó también tro-
pas por Juana Gray; mas bien pronto la defección entró en estas, y
aun en la misma Torre, donde ella mandaba. Juana Gray, prisio-
fué entregada á su rival Haría, á quien subditos celosos
TOMO n. 5C
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441 PRISIONES
habían abierto las puertas de Lóudres, y preparidola un tttrada
triunfal.
Juana Gray había reinado diez días.
Maria quiso mostrarse clemente, para hacer presagiar bien de su
reinado, y se contentó con hacer condenar á muerte y ejecutar á Nor-
thumberland y á algunos de sus cómplices. En cuanto á Juana Gray
y á su marido, que no reunían treinta y cuatro años entre los dos,
consintió en perdonarles la vida; mas, por precaución, les hizo
condenar á muerte, á fin de que el crimen no quedara impune, & lo
menos en la apariencia.
El reinado de María debía ser uno de los mas odiosos que la Ingla-
terra tenia aun que soportar. Esta princesa era digna hija de Enri-
que VIII: tales fueron sos celos aplicados á todo, su sed implacable
de venganza, su impudor en el crimen de estado.
A causa de una revuelta que tuvo lugar en la provincia de Kent*
llegó á serle sospechosa su hermana Isabel, y la hizo poner presa en
la Torre. Después llegó el turno á Juana Gray, á quien una revuelta
de lord Suffolk condujo á su ruina. Maria, contenta de tener un pre
testo para desembarazarse de esa rival, dio orden de continuar has-
ta su terminación el proceso de Juana Gray y su marido.
En efecto, había llegado la hora para esta desdichada princesa, de
apagar el efímero relámpago en que habia brillado. Warming fué
encargado por María de prepararla á la muerte.
—No dudaba yo de que esto acabaría así¿ dijo Juana Gray. Desde
mi infancia he presentido siempre que me estaba reservada una
muerte violenta: estoy pronta.
— No creáis, sefiora, la dijo el prelado, que la reina se arriesgue á
malar vuestra alma dando muerte á vuestro cuerpo. La intención de
su majestad es que recibáis, durante varios días, las exhortaciones de
un ministro y de todos ios doctores que deseéis consultar, para llegar
& una convicción profunda de los dogmas que os importa adoptar pa-
ra la salud de vuestra alma.
—Está bien, respondió Juana Gray, yo seré la que, durante el
término que s», me acuerde, ensayaré de convertir á los doctores,
los ministros y los teólogos. Pero una cosa, añadió, me llama mas
la atención que todos los dogmas posibles, y es la suerte de mi man*
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0* fiUAOFá. 443
da. ¿Condenan también á lord Guilford á sufrir tres diae las discu-
siones de algún fanático? . . .
— Sefiora, vuestro esposo está lleno do buena voluntad.
—¿Pira morir?
—-Para entrar en noevas ideas.
—Dejadme hablarle: ¿habita también la Torre? Tanto dá, pues
sa nos inmola, que se bos inmole jnntos.
—¿Qué diréis tos á lord Guilford? la preguntó el gobernador de la
Torre.
— I/> recomendaré morir en la fé de sns padres, y no cuestionar
con los teólogos.
Juana Gray llegó á saber que lord Guilford estaba enfermo á al-
gunos pasos de ella, y pidió con instancia verle. Temia de la ju-
ventud de este desgraciado alguna debilidad, alguna cobardía; no
porque le tuviese por limido, sído porque sabia que estaba dolorosa-
mente afectado por las desgracias de que era él la causa, él, á quiea
la ambición había conducido á apoderarse de la corona. Las órdenes
de María eran precisas: estaba vedado el que se vieran los jóvenes
Nada es tan interesante como la suerte de estos dos niños, tan be-
llos, tan nobles, tan preocupados el uno del otro. Guilford lloraba todo
el dia pensando en las desgracias en que babia precipitado k Juaua;
esta pedia á cada instante noticias de su esposo, y se informaba del
estado de sus faenas, queriendo que atravesase con honor ese terri-
ble momento que, antes de la eternidad cerca de Dios, consagra en
bien ó en mal el recuerdo del hombre que se va, m la memoria de
loe que se quedan.
El gobernador de la Torre, sir Jaan Gage, no había podido asistir
á este espectáculo cotidiano sin quedar conmovido de sincera pie-
dad. Conocía bastaata á luana y su intrepidez natural, para estar
seguro de que no le comprometería si le concedía algún favor, y
vioo á encontrarla en su aposento, inclinóse delante de ella, y la
dijo:
—Me tendría por un hombre sin en I rafias, señora, si os dejase pa-
lmer por mas tiempo el deseo fue tan ardientemente os agita. Veréis
4 lard Goilfsrd cuando vos queráis. Me fio a vuestro honor (ura no
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414 FlIffiQKES
perderme; pues si la reina sabe que he desobedecido, mi cabeía
acompasará la vuestra sobre el cadalso.
—Contad con mi discreción, esclamó Juana con una alegría que
no pudo disimular; contad sobre el honor de lord Guilford. Nadie sa-
brá que los dos cautivos han podido apretarse la mano un segundo,
gracias á vuestra generosidad.
— Ahora bien, eefiora: fijar! vos misma el momento de la entrevis-
ta, y daos prisa.
—¿Y daos prisa?... repitió /uaná Grayconuna inquietud bien
perceptible á su pesar. ¿Qué significa?... ¿Es que el plazo acordado
por la clemente reina de Inglaterra espira ya? Yo no creo...
—En cuanto á vos, señora, no.
- ¿En cuanto á mi?... ¿Y en cuanto á lord Guilford?
El gobernador bajó la cabeza.
—¿No pereceremos juntos? preguntó Juana con acento del mas
vivo dolor.
—No, sefiora.
— lOhl Si: lo concibo. Tan cobarde como cruel, la reina teme el
efecto que haría sobre el pueblo el espectáculo de dos niños degolla-
dos el uno en los brazos del otro, sin que se pueda sacar en claro
que crimen han cometido.
—Sefiora...
— ¿Yquédia?...
— Hoy mismo.
Palideció Juana, y llevó sus manos al corazón.
—¿Está ya preveoido el desdichado?
— Si, señora: lo sabe todo y se prepara llorando, porque os llama
creyendo no volver á veros. Su desesperación me ha conmovido en
estremo.
—Vamos, dijo Juana con una firmeza de la que nadie la hubiera
creído capaz, si mi esposo siente la desesperación y acusa la injusticia
desús verdugos y los mios, él morirá como hombre de valor, sosteni-
do por la desesperación misma. El alma tiene necesidad de estimulan-
tes; el dolor que nace de la indignación es un aguijón eficaz; mas el
que nace de la lernura y del pesar ablanda el corazón. Gracias por
vuestra geuwosa oferta, gobernador: ya no veré hoy á lord Guilford.
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OH fiWO*A. 445
—Mas-., señora, pensadlo bien: ya no le veréis mas.
— En esta vida, sí, es posible; mas le veré en la otra.
— Sefiora, dad este consuelo al desdichado príncipe que tanto
— Yo debo hacerle ilustre y digno de veneración por sus últimos
momentos. Escuchadme, señor Juan Gage: puesto que sois tan bueno
para con nosotros, haced me el favor do procurarme lo necesario para
escribir.
— Imposible, imposible, sefiora: no me pidáis eso, pues me reducís
al pesar de no poderos complacer.
— Yo tengo mis tablillas: mostrad á lord Guilford lo que voy á es-
cribir. Esto es permitido.
—Obedeceré, señora.
Juana Gray tomé sus tablillas y escribió:
«Amado esposo mió: mis ojos os verán dos veces aun: hoy, cuando
paséis para ir á la muerte, levantad los vuestros hacia la ventana
de la estancia donde estoy encerrada, y recibiréis mi adiós. Veros,
amado mió, hablaros, es esponernos el uno y el otro á emociones que
poeden debilitar nuestro corazón, y tenemos necesidad de fuerzas
para hacer el viaje fatal. Nuestra separación durará menos tiempo
que la claridad de un relámpago, y nos volveremos á encontrar en
el lugar donde nada turbará nuestra felicidad. >
Juan Gage llevé al desgraciado Guilford las tablillas.de Juana
Gray. Ya era tiempo: los preparativos del suplicio estaban terminados.
Bien pronto, Gel á su promesa, aproximóse Juana Gray á su ven -
tana, al sentir el ruido de los guardias que llenaban la galería, y de
las cadenas del puente. El triste corojo avanzaba, y Guilford, desde
lejos, miraba á esta ventana doode Juana, vellida de fiesta, sonreía
á su joven esposo y le tendia los brazos.
Le hizo un signo con la cabeza y miró al cielo. El miró también
al cielo, dándola ácuíeuder que había comprendido su caria.
— Adiós, Dudley, dijo Juana, adiós sobre la tierra: te envió mi úl-
timo beso.
Y llevó la mano á sus labios y la estendio en la dirección del jó •
veo esposo, que, á su vez, hizo la misma acción.
Después, coaio olla le vk-se próximo á enteroeoerse, le hizo otro
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H6 Pft£lOI£S
signo con el dedo: este signo quería decir lo que dijo mas (arda Gar-
los I sobre su cadalso:
— jAcordaos!
Guilford apoyó la mano sobre el corazón, y se alejó entre los guar-
dias que sostenían sus vacilantes pasos.
Juana le siguió con los ojos, inquieta y desolada, y coando las
puertas de la Torre fueron cerradas, cayó inmóvil y silenciosa so-
bre una silla, aguardando con febril impaciencia que nuevas noti-
cias viniesen á dulcificar el horror de su situación.
Las nuevas llegaron bien pronto. Un ruido sordo resonó sobra el
enlosado de las galerías de la fortaleza, acudieron algunos soldados,
y las puertas fueron abiertas y después cerradas de nuevo.
Juana asomó su rostro á los barrotes de su ventana y vio ni carro
tirado por dos caballos negros, en que descansaba bajo una cubier-
ta gris un objeto informe salpicado de grandes manchas de saagre.
— ¡Señor Gagel esclamó: ¿cómo ha muerto?
—Gomo hombre de valor, señora, replicó el gobernador, lleno da
admiración por este heroísmo. Ha muerto como príncipe, como rey
que cae, no como paciente que sufre su pena.
—¡Dios sea loado I dijo Juana. Vamos, quiero sostener mi prome-
sa. Señor Gage, haced esto por mi: que descubran un poco el carro.
—¡Oh! señora...
— He prometido á mi esposo verle dos veces antes de morir, y
no le he visto mas que una.
O estas palabras fueron pronunciadas en un tono que no admitía
réplica, ó los guardias fueron impulsados por el sentimiento de curio-
sidad que lleva al espectador indiferente á medir tas fuerzas del pa-
ciente por sus dolores. El sanguinolento paño fué levantado, y Juana
Gray pudo ver, tendido, el cuerpo del joven y desgraciado príncipe.
El ejecutor le había corlado la cabeza tan hábilmente, y vuéltoia á
colocar con tan religioso cuidado en el fondo del carro, que, se hu-
irica creído, salvo la efusión de sangre y la palidez del cadáver,
que Guilford dormía un sueño ligero.
—¡AJIos, adiosl murmuró Juana hincándose de rodillas: tú me
has conducido al martirio, y te perdono: tú me has dado ejemplo de
valor, y le bendigo.
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DE BUIOrV 447
Bien prwto la llegó su lamo.
Sopo que la reina, temiendo la conmiseración del pueblo, con-
movido ya por la ejecución de Guilford, quería que el cadalso fuese
levaulado en el interior de la Torre, á fin de que hubiese menos es-
pectadores, es decir, menos compasión al rededor de la victima. Sitt
embargo, desde su estancia basta el sitio donde se levantaba el ca-
dalso, la distancia era bastante considerable para que se pudiese
lamer que ella se fatígate, después de tantas emociones como la ha-
bían combatido.
—Mi qierído Gage, dijo al gobernador, vos sabéis que no soy
urna majer débil, y que sé conducirme como hombre de valor coando
es preciso. Iré á pié, y valientemente: lo veréis.
— Sefiora, dijo Gage; no es piedad, ni respeto, ni admiración lo qoe
vea me inspiráis: es un sentimiento semejante á la adoración. Dios
me es testigo que sí mi vida fuese bastante á salvaros, la sacrificaría;
mas esto no serviría de nada. Creed que vnesiro recuerdo me será
siempre sagrada como el de una santa, y permitidme besar el pié de
la Calda de vuestro vestido. Si además queréis darme un recuerdo
que yo pueda adorar como una reliquia, os juro que haré de ella
el objeto de mi culto en taale que viva.
— Seior Gage, mi ultime amigo, me habéis devuelto mis ta-
blillas: yo os las doy, y añadiré algunas lineas que tendrán á vues-
tro* ejes el precio de ser las últimas trazadas por mi mano.
T escribió esta frase de Platón:
t U vida del hombre es el pasar de una sombra.»
* Y eaie latea de Job haciendo alusión á su joven esposo:
«Ha pasado la flor: se ha secado oomo la yerba de los cam-
pos s
T per éltimo, ea Inglés, estas palabras que reasumían su propio
destile:
cMi cuerpo pertenece á la justicia de los hombres; pero mi alma
ea de Dios. Te espero eu su misericordia. Mi suplicio es á los ojos de
loa primeros ua castigo suficiente del impulso de orgullo que me
ha eitraviado: -mi arrepentimiento y mi juventud abogarán por mi
delante le Dios, asme debute de la posteridad.»
Devolvió sus tablillas al gobernador, que las besó, llorando,
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418 PRISIONES
y la siguió con mal seguro paso hasta el sitio donde, forrado de ne-
gro, se levantaba el cadalso.
Era costambre en Inglaterra que los condenados pronunciasen
algunas palabras en presencia del pueblo, sea para manifestar su
dolor, sea para excusar su conduela, y los gobiernos, aun los mas
despóticos, no rehusaban esta compensación á los desdichados & quie-
nes se iba á dar muerte.
Juana Gray, antes de entregarse al verdugo, arengó al pueblo con
voz firme y modesta.
— Que nadie se equivoque sobre mi conducta, dijo, y me atribuya
una ambición que jamás ba estado en mi corazón. Mi crimen no es
haber aceptado la corona, sino el no haberla rehusado con perseveran-
cia. Me pareció demasiado pesada, y tenia razón, puesto que me
lleva la cabeza. Nacida cerca del trono, debía saber el respeto que
se debe al soberano legítimo; mas tengo un gran fondo de obediencia
para con mi padre y para con mi familia: me han rogado, y be cedi-
do. Todos nosotros hemos sufrido la pena. Vosotros sabéis como lord
Guílford ha pagado su falta: vosotros vais á ver como yo expió la mia.
Quiero que, viéndome sumisa á mi suerte, la Inglaterra apren-
da lo que yo misma ignoraba: que la pureza de las intenciones no
justifica los crímenes de hecho, cuando el bien del estado está inte-
resado en estos crímenes.
Nada mas tengo que decir: deseo que mi ejemplo aproveche á
mi país.
Después se inclinó graciosamente hacia sus doncellas, y las dijo:
—Amigas mias: aguardo de vosotras mi último toilette. Vamos:
servidme mas activamente que en los días de mi esplendor, porque
estoy mas de prisa que nunca. Se trata de no sufrir mas.
Una de sus doncellas se desmayó, y fué preciso alejarla de allí.
— Valor, dijo entonces á las otras: alestiguadme vuestro cariño por
medio de la prontitud.
Sus doncellas, inundadas de lágrimas, la desnudaron lo mas mo-
destamente que les fué posible, en presencia de todos aquellos hom-
bres que tenían sobre ella fijos los ojos. La aflojaron el cinluron
y el jubón del vestido, y la quitaron el cuello bordado que llevaba
sobre él.
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DE EUROPA. 449
Entonces dirigiéndose al verdugo, le dijo:
—¿Han hecho ellas lo que es preciso?
—Si, sefiora, con tostó aquél; mas es preciso que yo os vende los
ojos, porque al resplandor del hacha puede suceder que se haga al-
gún movimiento con la cabeza, y mi golpe podría ser en vano.
— Poaedme la venda, dijo Juana á sus doncellas.
La venda fué atada.
Entonces la faé preciso despedirse de sus damas, que rompie-
ron en sollozos, cubrieron de besos sus manos y comenzaron á des-
mayarse; por lo cual se las llevaron.
Juana quedó sola con Warning sobre el cadalso.
—¿SI madero está lejos?... le dijo. ¿No es sobre un madero donde
se coloca la cabeza?
—Si, sefiora, murmuró aquél.
—Ahora bien: como yo no veo, hacedme arrodillar, y colocadme
Mea en frente...
La hizo arrodillar teniéndola de la mano , y ella se bajó gradual-
mente hasta que con la mano izquierda tocó el madero, que estaba
bien bajo.
—Helo aquí, dijo ella... adiós...
T colocó su cuello sobre el pedazo de encina, diciendo:
—¿Es asi?
En el momento en que volvia ligeramente la cabeza, como para
entender mejor la respuesta, el ejecutor la contestó:
—SI, sefiora: no habléis.
Y de un golpe de hacha separó la cabeza del tronco.
Después de Juana Gray, fueron juzgados, condenados y decapita-
dos en la Torre ó en Tower-Hill, el duque de Suffolk, autor de la re*
vuelta que costó la vida á ambos esposos: murió acusándose de ha-
ber causado la muerte de su hija, y su dolor conmovió á los asisten-
tes. Después lord Tomás Gray pereció en el cadalso, y la Torre se
llenó de multitud de partidarios de Juana Gray, que María custodió
en esta fortaleza como un rehallo destinado 4 holocaustos.
Después de estas prisiones políticas, vinieron las condenaciones
por cansas de religión. María ganó desde entonces el sobrenombre
bajo el eáal aa la distingue de las otras reinas de Inglaterra, liaría la
5*7
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ISO PRISIONES
sangrienta encendió en Smithfield las hogueras, sobre las que es-
piraron todos los protestantes que negaban la presencia real de Jo-
sas en la eucaristía. Latimer, Hooper y Ridley, ilustres prelados,
murieron en el cadalso, después de haber eslado presos en la
Torre. Los verdugos tuvieron piedad da dos de estos ancianos, y les
ataron, ya sobre la hoguera, un cinluron de pólvora que hiro explo-
sión, y mató á Latimer en el mismo instante.
A Cranraer llegó también su turno. Fué condenado á expiar sobre
las llamas una herejía, que habia abjurado un momento por temor
al suplicio. Mas, vergonzoso de su debilidad, y adivinando que sus
cobardes perseguidores no dejarían de matarle después de su retrac-
tación, pero que le matarían deshonrado, dio en vez de la retracta-
ción, una nueva profesión de fé mas clara y extensa qne la primera,
tal que al salir de la audiencia le condujeron á la muerte.
Una vez llegado á la hoguera, en medio de los golpes y gritos del
populacho católico, puso en el fuego la mano con que habia firmado
la retractación, y comenzó por ella el suplido, repitiendo: Ella ha
pecado. Después las llamas le consumieron, & escepcion del corazón,
que quedó, dicen, intacto.
Anegada en sangre, consumida por enfermedades, devorada por
los celos, María espiró en fin de una fiebre lenta, después de un rei-
nado de cinco afios, cuatro meses y once días, que es la vergüenza
de Inglaterra y de la humanidad.
Esta reina no tuvo mas que una cualidad, la del tigre, la franque-
za en el crimen; era esta una virtud de su padre Enrique VIH.
IV.
Carlos I.— Los jaeces de Carlos I.— El coronel Blood quiere robar las joyas de la Tor-
re.—Complot papista.— Russel.—Bl conde de Essex se degüella en la Torre.—
MoDlmonth.— La Torre de Londres en el siglo XIX y después del incendio.
Podríamos escribir varios volúmenes sobre la Torre de Londres, y
puede ser que al lector no le disgustase, porque nada es mas simpático
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mi rotor*. 451
i los talentos elevados como la contemplación de las alternativas de
la fortuna; pero las grandes catástrofes que tenemos que registrar
son del dominio vulgar de la historia, y nosotros las mencionaremos
solamente para ser exactos.
En 1641, Carlos I, segundo'Stuart, sacrificó á la opinión pública á
su ministro Strafford, instrumento enérgico de esclavitud contra el
pueblo ioglés; pero hombre de corazón y de talento, y digno de los
elogios de la posteridad, si se considera al individuo en si mismo,
y no con relación á su época y á sus contemporáneos.
Strafford sufrió un largo cautiverio en la Torre, y su muerte fué
un golpe de hacha dado á la corona de Carlos I, antes del que le cor*
tó la cabeza.
Carlos I mismo, al decir de algunos historiadores, habitó un de-
partamento de la Torre durante su enjuiciamiento; mas este hecho
no está bien probado. Es, como se sabe, por una ventana de Wbite-
hall, á la altura de la cual estaba levantado el cadalso, por donde
salió, para ir k la muerte, el rey condenado por sus subditos.
Once altos después, Carlos II, su hijo, restablecido sobre el trono
por la habilidad é hipocresía del general Monk, hizo buscar á los
jueces que habían condenado i su padre. Harrinson, Scot, Carew,
Clément, Jones y Strope, fueron presos, encerrados en la Torre y
decapitados después de haber sido juzgad 09. Algunos otros lograron
escaparse y pasaron los mares.
Berwood, Oket y Cobet, regicidas los tres, habían ganado á Delf,
en Holanda, y se creían en seguridad. El residente inglés Downing
pidió su extradición, y los estados acordaron esté favor al rey, mas
después de haber prevenido á los fugitivos. Esta buena voluntad de
los estados fué nula, merced á la activa ferocidad de Dowoing; pues
antes de que los tres hubiesen podido huir, él los hizo meter en una
fragata, que los condujo á Lóndref , donde fueron ahorcados y des-
cuartizados, después de haber estado presos en la Torre.
El mismo alto fué puesto en prisión, en la Torre, y decapitado, el
consejero Vane, uno de los ardientes perseguidores de Strafford .
Uno de los acontecimientos mas curiosos concernientes á la Torre
de Londres, es la tentativa hecha en 1671, por un aventurero llamado
Blood, para robar, de la misma Torre, las alhajas de la corona.
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451 PRISIONES
Esta» alhajas son de un gran precio , y están perfectamente
guardada*.
La dificultad de la empresa no, arredró al ladrón, Recluta algunos
compañeros decididos, que puso eo los alrededores del edificio, y so*
lo, entrándose en el guarda-joyas, entabló conversación con; el oficial
que custodiaba las alhajas. Súbito le echa por tierra, le ata fuerte-
mente, y Tiendo que gritaba y se resistía, le dio varias pufialada*.
Cargado de alhajas, estaba ya fuera de la Torre; mas se estendió la
alarma, y Blood fué cogido con su botín.
Garlos II, contento de recobrar las joyas y admirado de un golpe
de mano tan atrevido, hizo gracia á Blood, y le dio una, finca de 500
libras de renla. Entonces se vio una cosa rara, original: el aaesino
de los guardias, el ladrón de las alhajas fué recompensado, recibido
en la corte, y acariciado por el rey: el guardián que había vertido su
sangre por defender el depósito confiado á su cuidado, fué olvidado,
dice Hume, y murió antes de haber tocado un dinero de las 200 li-
bras que le fueron acordadas por el rey, para pagar su fidelidad.
El 12 de agosto de 1678, un químico llamado Kirby se aproximó
á Carlos II, que se paseaba por su parque.
— Sefior, le dijo, tened cuidado, pues seréis herido hoy de un tiro,
estando en vuestro paseo.
El rey hizo arrestar á Kirby, que pidió se tomase esta medida
á fin de dar sus pruebas, y citó á un tal Tito Oates, hombre que es-
taba sumergido en una gran miseria y que vivía de uw limosna co-
tidiana que le daba Kirby. Oates reveló una gran conspiración de
los jesuítas de Inglaterra y de Francia, con objeto de destruir los pro-
testantes de Inglaterra y asesinar al rey. Nombró á los conjurados, de-
talló sus planes, y se mostró satisfecho de haber hecho eete servicio
á hombres de alta posición, quienes jamás hubieran sospechado que
podían tener necesidad de él. El resultado de esta revelación fué el
proceso del jesuíta Goleman y de varios de sus cómplices. La Torre
recibió á los altos conspiradores: el cadalso puso fin á la vida de los
pequeños.
El jefe, aparente, de este complot, fué lord Stafford, el cual fqá
puesto en prisión en la Torre, y comprometido por revelaciones» cu-
ya verdad no quedó suficientemente establecida. Lord Stafford era
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oí raer*. ios
andato* débil, é incapaz de obrar enérgfeamente; mas, fio embargo,
fué condenado á muerte y murió con (al dignidad, que conmovió al
pueblo y le llegó hasta i bendecir, sobre el cadalso, al viejo sefior.
Hacia frío, dice el historiador Hume, cuando Stafford fué condeci-
do al suplicio, por lo cual pidió un abrigo, y dijo estas palabras, que
•Ira victima de nuestras guerras civiles, Bailly, repitió ciento trece
aAos después:
— Puede ser que yo tiemble de frío; mas no de temor.
El verdugo se turbó tanto, que por tres veces levantó el hacha sin
poder dar el golpe.
El reinado de Garlos II es una cadena de conspiraciones deshe-
chas á golpes de hacha. En la historia de este principe se ven los
parientes, los subditos , los estranjeros, ejercitarse en volcar un go-
bierno que despreciaban.
Después de la ridicula conspiración del tonel de harina, y la de los
jesuítas de Francia, Monmouth, Rye y Russel, son entregados & la
muerte. Jeffiries dirigíala justicia en Inglaterra: este sangriento nom-
bre recuerda asesinato y violencia dondequiera que se encuentra. Es-
sez, cómplice de Rnssel en esta nueva conspiración, cuyo objeto era
destronar á Carlos U, fué encerrado en la Torre. Sus amigos le babian
prometido facilitarle la fuga, mas temiendo comprometer k Russel
con ella, continuó en la prisión, y habiendo pedido á su esposa un
cortaplumas para limpiarse las ulias y enviádole esta una navaja de
afeitar, se degolló, el mismo dia de la vista del proceso de Russel,
encontrándosele muerto en so estancia.
Brnnet, ano de los amigos de Essez, que refiere asi etfte hecho,
declara que la muerte del prisionero fué un suicidio y no un ase-
«Dalo.
Lo que Essez habia temido de su buida, ocurrió con su muerte.
Era ua argumento contra Russel, quien fué enviado al cadalso.
Una de las mas ilustres victimas que devoraron los muros do la
Torre de Londres, es el duque de Monmouth, hijo natural de Carlos II
y de Lucia Walters, nacido en Rotterdam, en 1649.
El duque de Monmouth formó el proyecto de destronar á su her-
mano Jacobo II, y marchó contra él á la caben de un ejército. Ven-
cido en la joraada de Bndge*Water, por lord Fcwaham, fué hecho
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ftttl FUSIONES
prisionero, conducido á Londres, y condenado á muerte el 15 de ju-
lio de 1685.
Era un príncipe de una figura y de un carácter que merecían mejor
suerte.
Cuentan algunos historiadores que, no podiéndose resolver el rey
Jacobo á hacer morir á su hermano, fué él mismo, acompasado de
tres hombres, á sacarle de la Torre, cubierto con un capuchón y en
una carroza.
Esta visita, si tuvo lugar, fué al dia siguiente de aquél en que so-
bre la esplanada de la Torre habia sido decapitado un hombre, que e*
pueblo creyó ser el duque de Monmoulh. Asi lo creen los comentado-
res del famoso misterio de la máscara de hierro y los novelistas his-
toriadores. Parece mas verosímil el relato siguiente:
Después de su derrota, Monmoulh perdió el valor con la libertad.
Preso ya, escribió á la reina viuda para obtener de ella que le pro-
porcionase una entrevista con el rey. Fuéle acordada su petición; mas.
Monmouth no pudo conseguir nada mas del rey, quien, con lágrimas
en los ojos, le dijo: que se creía obligado á dar este ejemplo.
En efecto, después de esta conferencia, Monmouth fué conducido á
la Torre, donde su esposa vino á verle por úlüma vez. Jacobo firmó
la sentencia de muerte, y al dia siguiente, 18 de junio de 1685, Mon-
mouth, que habia recobrado toda su firmeza, fué invitado por el te-
niente de la Torre á subir á una carroza de duelo que le condujo á
Tower-Hill, donde fué recibido por los jerif.
Eran de nueve á diez de la mañana.
El cadalso estaba guarnecido de terciopelo negro y el verdugo ves-
tido de luto.
Desde lo alto del cadalso, Monmouth declaró que moría arrepen-
tido de sus pecados.
Los obispos y los j-rif le hicieron algunas preguntas, á las cuales
respondió:
—Basta: yo no he venido aquí sino para morir:
Después, volviéndose al verdugo, le dijo:
— Toma esas seis guineas, y no me hagas sufrir.
El verdugo turbado, no acierta el gtlpe. Vuelve á darle una y otra
vez; mas con desgracia: el hierro resbala sobre las espaldas, y Mon-
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bpBát de HtuiHlk.
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DB BOIOPA. 4W
mouth, todo ensangrentado, vuelve la cabeta y mira al ejecutor, co-
mo para implorarle que termine de ana vez, y aquél horrorizado tira
el hacha, diciendo:
—No sé: estoy loco.
Sin embargo, se le tranquiliza, se le obliga: coge el arma por
cuarta vez, da dos golpes, y no acaba aun su horrible misión...
Fué preciso, repugnante detalle, que separase, con su cuchillo, ese
trozo de carnes palpitantes.
El mismo historiador osa decir que el verdugo no obró asi por tor-
peza ó por emoción, sino por órdenes que habia recibido: es una su*
posición que causa horror. Verdad es que la misma escena habia te-
nido lugar en el martirio de lord Russel.
A las nueve de la maOana y delante de quinientos mil especiado -
.res, todo otro que no hubiese sido Monmouth hubiera sido reconocido
por el pueblo. Monmouth no fué, pues, el hombre de la máscara de
hierro.
Creemos poder cerrar con este nombre ilustre, que recuerda la
Bastilla de Francia, la lista de las victimas de esta Bastilla de In-
glaterra.
Ahora bien: en una noche se ha desmoronado ese gigantesco mon-
tón de piedras y armas: el incendio ha hecho en pocas horas lo que
no habían podido hacer diez siglos.
Esto foé el sábado 80 de octubre de 1841, á las diez de la noche.
De improviso oyóse este grito: ¡La Torre está ardiendo! Entre las
numerosas centinelas que vigilaban en diversos lados, ni una se ha-
bía apercibido aun de las llamas.
— ¡Ai faegol jal fuego! jen la Torre hay fuego! gritó un centinela
que estaba en la puerta de la moneda, y al mismo tiempo disparó un
tiro, para dar la alarma.
Al llamamiento, los quintos fusileros de la guarnición escocesa to-
man las armas, se envian partes al duque de Wellington, y á los diez
cuerpos de guardia de los bomberos.
Las llamas salían ya de la Torre Redonda, con terrible vio-
lencia.
Nueve bombas habia de reserva en la Torre, y los soldados ensa-
yaron á maniobrar coa ellas ; mas no pudieron encontrar agua sino
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m PftlAOÜBS
para una sola; y esta» de poca filena, no arrojaba el «horro á la al-
tura de la Torre Redonda.
Bien pronto llegaron cuatro bombas; mas la puerta del oeste estaba
barricada, y el oficial que mandaba el puesto, no queriendo romper
la consigna sin orden espresa, rehusaba la entrada.
A las once, el viejo monumento feudal, envuelto en llamas, ofrecía
un horrible espectáculo: la Torre Redonda no existia ya.
Por un instante se pudo creer que el incendio no kia mas lejos;
mas arreciando de improviso, se vid que las llamas habían invadido
la sala de armas. Bien pronto cruje la bóveda, apenas tienen tiempo
para huir los trabajadores, y la sala entera se convierte en un horno.
Entonces, torrentes de llamas lo invaden todo y llegan hasta lo alto
de la Torre del Reloj, inmensa luz ilumina el horizonte, la multitod
corre, y todo un populacho , cubierto de andrajos, se precipita *
aullando hacia el monumento inflamado, menos por dar socorro
que por entregarse al pillaje. Trescientos hombres de policía y cua-
trocientos soldados tuvieron harto trabajo para contenerle.
Pero lo mas siniestro en medio de esta horrible confusión, es el
lúgubre ruido de los gongs indianos, que anunciaba la llegada de
las grandes bombas flotantes de Sonthwark y de Botherite, por el Tá-
mesis. Llegadas á su destino fueron desembarcadas cerca déla puerta
de los Traidores.
k inedia noche la Torre semejaba el cráter de un volcan en
erupción.
La Torre del Reloj se quebranta y derrumba con espantoso ruido.
Entonces todos los socorros son llevados del lado do Wkite Tower
y de la iglesia de San Pedro, para preservar á estos edificios de una
completa destrucción.
Entre tanto el plomo de los canalones se funde y cae á torrentes,
.y con frecuencia» cosa horrible y singular, los torbellinos de llantas
cambiaban de color y se hacían azules, rojos, verdosos, de color vio-
leta, y ge destacaban claros y fantásticos sobre el fondo de oír cielo
negro y humoso. Era el depósito de armas que encerraba muni-
ciones de toda especie, y cuyos diversos metales se fundían y mez-
clabaa en esta ardiente y colosal fragua, produciendo todas esas va-
riedades caprichosas y lúgubres.
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DE EUtOPA. 451
Dos mil hombres trabajaban en las bombas, que vomitaron
contra los encendidos muros verdaderas cataratas, mientras que los
soldados de artillería, envueltos en mantas mojadas, penetraron va-
lerosamente en las coevas de la Torre Blanca, para extraer ana gran
cantidad de barriles de pólvora qne habia en ellas. De momento en
momento, se esperaba alguna espantable detonación: toda la noche
se pasó de esta suerte.
Aquellos que creen en la autenticidad de las joyas de la corona di-
cen que el guardián de estas tuvo cuidado de trasladarlas & casa del
gobernador de la Torre, y desde alli á casa de los joyeros Rundel y
Brídge. La chusma qne aullaba á las puertas de la antigua fortaleza
no esperaba, entre tanto, mas que una brecha para precipitarse al
pillaje.
Los testigos de esta gran catástrofe hablan de ella aun con es-
panto. La atmósfera rojiza, cabiente; el toque de alarma; el silbar de •
las bonabas y el mormullo del Támesis mezclado á los gritos de la
multitud estacionada en las calles vecinas... ¡Oh! (Qué horrible cua-
dro! ¡qué orquesta tan infernal! Hubo un hecho bien singular y
bien siniestro. En lo mas fuerte del incendio, un inmenso relámpago
azulado iluminó el rio, la ciudad, y se pudo ver, durante algunos
segundos , á este livido y fosfórico resplandor, á los marineros sobre
los mástiles de los navios, y por todas parte», sobre las azoteas y te-
jados de las casas, y sobre las torres de las iglesias un gentío inmen-
so y Heno de temor.
Después todo volvió á caer en la oscuridad, escepto la Torre Boy-
wer, que lanzaba aun, de vez en cuando, torbellinos de llamas.
El viento cambió de nord-este á sur, y se salvó la Torre Blanca,
que es la mas estimada del pueblo inglés.
Según toda apariencia, el incendio comenzó en la sala de inspec-
ción, que ocupaba lodo el largo de la Torre, aunque estaba dividida
por delgados tabiques. El otro salón estaba á prueba de bomba. En-
cima estaba situada la célebre sala de la mesa, en la que fué ahoga-
do el duque de Glarence dentro de un tonel de malvasia.
De los doscientos mil fusiles depositados en el arsenal, apenas fue-
ron salvados cuatro mil. Se valúa la pérdida sufrida en este incendio
en un millón de libras esterlinas, veinte y cinco millones de francos.
TOHOU. 58
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U» jftdagMionei m? nunuciosa^n* hw podidp dflcnfepir ntfa
d# powAivo sota? la causa da este incendi», y por tynto todo «op cojjr
jeturas,
Se (jrafl, geoetaluwüe, que á las cinco d$ la forte, Ql fa««o Wla-
Ity y* w el interioj de la To&re; was u?t obrara y gty mujer, fue vi-
vía^ en la veciwlftd^ $fo jparep bAJter vi&to p%sapt 4 las seis de 1»
noche, por los talleres, que debían estar cerrados, 4 up bojpbrQ con
una luz eft I» wno, lo cu^l pqede Ij^cer presumí* qu# ¿pte fuese un
incendiario. A posar do eslo, parece lo mas probado qne esle desas-
tre e# simplemente el efecip de alguna imprudencia. Sea lo que fue-
re, la loglaíarf4 no se ba consolado aun de lo que perdió en esta fy-r
tal ooch? del 30 día octubre de 1841. Los belicosos trofeos que decor
raban los muros de la Torre de Londres quedaron en ella reducjdop
iescoptatt*.
Trtdnoido ñor A. Cubero.
fifi PE U TORAK DE LÓNDHBff.
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He. Chira.
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PR1SI0NB9
DE EUROPA.
FOR-L'EVÉQÜE.
ftision eclesiástica del obispado.— Jaslicia episcopal.— Tratado entre feltye-Angosto
y él obispo de Parto. —Veinte libras parisienses al otispo, y ctacdtnt* átteMos al
capitulo.— •Fandack» de Forl/Bréque— Or%eo de este nottbre.^SiliBeieB topo-
gráfica de est* prisión.— So descripción. —Conflicto* jodieiale*. <>-BI obispado dt
Parts, erigido en arzobispado.— Reconstrucción de For-L'Evéqoe por el primer ar-
zobispo de París.— Segando tratado con el rey Lois XIV.— Dacado-Paivia de Saint-
Cloud.— For-L'Evéque convertido en prisión secular.— Órdenes arbitrarías del rey.
—Prisiones por deudas.— Alborotadores. — Comediantes. — ÉaximiÜano de Ba viera.
—Cartucho y sw cómplices. — £? aska de tres abate*.
Fer-L'Bvéque tiene des épocas diferentes. •
La primera fué aquella durante la cual la jurisdiciea wlesiástiea
del obispo de París reioaba cea omnímoda potestad en esta prisión.
Esla época, es poco conocida, y en la historia casi se halla olvidada.
En la segunda, los reyes se hicieron ceder este dominio, llenán-
dola á medida de su capricho.
Una parle de esta segunda época es muy conocida* y la prisión
k que nos referimos presentaba en ella un cierto aspecto de alegría,
pues al nombre de For-L'Evéque se unen los de «mediantes, actri-
ces célebres, periodistas, regalones cargados de deudas, mosquete-
ros de todos colores, que se entretenían en apalear k les vigilantes
de noche, arrancar las muestras de los sitios donde en aquella épt>
ea las había, y romper los reverberos de las principales caUes de
París.
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160 PRISIONES
En esta prisión, un 'deudor que entonces era duque reinante, y
mas tarde fué rey, dio espléndidos festines. En la misma escribió
Frerón sus mas mordaces sátiras. Lekain declamó, Veslris bailó,
Clairon amó, y por último, en ella se refugió la poesía del des-
potismo.
Procuraremos hacer un reíalo fiel de todos estos hechos, y seria-
mos por cierto afortunados si nuestra misión se concretase á pintar
este oculto rincón, dominio de la arbitrariedad, donde el capricho de
los reyes y de los .grandes solo hacia derramar lágrimas de despe-
cho. De esta prisión como de las demás, diremos puramente la ver-
dad, pero esta se halla bien lejos de la única tradición que de For-
L'Evéque ha quedado.
En primer lugar, no existe historia alguna particular de esta pri-
sión. Algunos artículos que ni siquiera llegan á ser noticias formales,
es la sola cosa que se halla entre las obras escritas en nuestros dias.
Los autores contemporáneos hablan de ella, como nosotros lo ha-
cemos de la Gonsergeria, que todo el mundo conoce. Hemos debido
por lo tanto entregarnos á un trabajo largo y formal para alcanzar
el resultado que nos proponíamos, y creemos haberlo logrado.
Los obispos de París y el capitulo metropolitano, ejercían en esta
villa el derecho de justicia alta y ¿aja sobre las tierras que les per-
tenecian.
Esta jurisdicción temporal era muy temida, y empezó á «ser la
base de la Inquisición.
En 1161, el obispo Mauricio de Sully, que hizo construir en lí-
nea paralela á Nuestra Sefiora de París el palacio episcopal, no se
olvidó de los edificios necesarios á su jurisdicción temporal, de la
cual se mostraba muy celoso, y que de dia en dia iba adquiriendo
mas incremento.
Sobre una doble capilla mandó construir una alta torre para que
sirviese de campanario. Los pisos abovedados de esta torre sirvie-
ron de prisiones eclesiásticas, y las cuevas de la iglesia fueron con-
vertidas en calabozos. Desde aquella época, estendió su jurisdicción
temporal, y por los recursos que esta iglesia sola poseía alcanzó don-
de quiso á lodos los parisienses que le plugo castigar con la justicia
de su tribunal.
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DE BUBOPA. MI
Luis el Joven, que reinaba á la sazón, vio con indiferencia qne la
jurisdicción del obispo se eslendia al elevar la torre mencionada; pe-
ro Felipe Augusto, su sucesor, mas celoso que él de la autoridad
real, comprendió los peligros que tal dominio llevaba consigo, y re-
solvió poner término á éi. Desde la muerto de Mauricio de Sully,
se habian sucedido tres obispos; Endco de Sully, Pedro II de Ne-
mours, y Guillermo II de Seignelay. Los tres, y sobre lodo, el últi-
mo, habian sostenido los derechos de justicia que: declaraban no es-
tar escritos en parte alguna, pero que resultaban de la tradición y
del uso y costumbre jdejiempo inmemorial, procediendo direclamen-
te de Dios. Felipe-Augusto, que por su parle no reconocía entera-
mente tal origen, buscaba el medio de disminuir la autoridad del
prelado haciéndola recaer en pro de la corona.
La cerca del obispo, además del radio del obispado, se componía
entonces del antiguo arrabal de San Germán y del cercado de Bru-
neau, que hoy forman los barrios de San Honorato, San Germán
L'Auxerois, San Eustaquio, etc., etc.
La jurisdicción de la Torre del Louvre, que lindaba con las tierras
del obispo, daba margen cada dia k conflictos de consideración.
Al principio el rey y el obispo se disputaron la corta de maderas;
luego las multas y la confiscación de bienes, y por último, la sangre
y la vida de los hombres.
Cuando llegaron á este caso, Felipe-Augusto creyó triunfar fácil-
mente del obispo oponiéndole este principio: Eclesiaabhorret á sam-
guine (La Iglesia tiene horror al verter sangre). Pero Monsefior de
Seignelay eludió la cuestión declarando que satisfaría al precepto,
no mandando que se ejecutase ningún culpable en las tierras epis-
copales.
Con efecto: desde aquella época, mandó que se ejecutasen las sen-
tencias en las afueras de París, sosteniendo que no violaba el princi-
pio referido, porque no salpicaba cu sangre humana las tierras de la
iglesia.
A tal interpretación se siguieron largas contestaciones, hasta
que por último en 1222 se acordó un tratado entre el rey y el obis-
po. Dicho acuerdo, inscrito en las cartas -patentes firmadas en Me-
lón, fué l lamado por ambas partas charta pacis, tratado de par
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m raisioittfc
En este documento se restringía* tos Hmites de las tierras del
obispo, á cansa del palacio de Louvre y sus dependencias. Se reser-
vaba al rey el conocimiento de causa en rapios y asesinatos, y se
dejaban al cuidado especial y justicia del obispo< los hoüickiios y
demás asuntos criminales ó civiles en el arrabal de San Germán y en
el cercado Bruneau.
L*s sentencias de muerte debían ejecutarse «n las afueras de Pa-
rís, y los castigas corporales que pudiesen ocasionar efusión de san-
gre, ftítfa dá cultivo del obispo, to cual nos prueba que las inter-
pretaciones de monseñor de Seigeetay fueron adoptadas. Se formé
una jurisdicción temporal, compuesta de un preboste especial, y de
varios oficiales de justiéia; y « para indemnizar al obispo y al capitulo
metropolitano, decía el tratado, de los demás derechos y pretensio-
nes, concede el rey al obispo veinte libras parisienses, y al capitulo
cincuenta sueldos parisienses , que cobrarán cada año sobre el prebos-
tazgo de Paris.»
Una vez concluido este tratado, el obispo de Seigneby quiso es-
tablecer su preboste y oficiales de justicia en medio del cultivo de
mas consideración, escogiendo para colocarle el sitio que le pareció
mas conveniente y mas próximo á determinar claramente los limites
del palacio del Louvre, cuya invasión de dominio le podía haber sido
muy perjudicial.
En la fecha referida se pusieron tos cimientos de un palacio, que
ddMa contener habitaciones para el preboste, sala de justicia, prisio-
nes y calabozos para los reos, en el espacio que media entre la calle
de San Germán- L'Auxerois y el muelle de la Miseria, hoy dia mue-
lle de la Méftisserie. Tal es el origen de Fer-L'Evéque.
Guillermo de Seignelay murió el 23 de noviembre de 122$, an-
tes de que For-L'Evéque estuviese enteramente concluido. Bartolo-
mé 111, que le sucedió, terminó su obra.
Ahora que conócenos el origen de su fundación, nos resta aclarar
el de su nombre. For-L'Evéque deriva positivamente deForum lipis
copi; sitio cercado, ó cultivo del obispo. Además de la opinión de
gran número de autores, con los cuales nos hallamos perfectamente
de ácfterdo, añadiremos como prueba de 'ello lo que sigue: Adriano
de Vftlois es de opinión que se escribía Fow-UEvique, derivado de
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Furntm Bpiwpi peco oada legitima esta aflereujn, ni el paprfcho
de haber establecido el obispo eo sus tierras d en su palacio un
horno.
Tampoco hay razón fundada para llamarte Fert-LKvéque, orto?
grafía que no se ba hallado eu ninguno de los escritos referentes á
dicha época, y que además oo tenia apariencia ni carácter alguno de
cindadela, ó íorlaleía.
« For-L'Evdq^ie, dice Lebeul, no era ni un homo, ni un fuerte, si*
no u? sitio d&stioado para pleitear.» De las tres opinípne* qw acar
bamos de formular , adoptamos la primera como la mas pro-
bable.
Este palacio fué primeramente construido sobre el terreno que hoy
ocupa la casa núm. 65 de la calle de San German-l'Auxerois, g»r
gun queda dicho, esteadiéndose hasta orillas del Sena. Su puerta
principal daba á la espresada calle, y la descripción que U06 ha de-
jado Lebeuf es la siguiente:
«Encima de la puerta principal se veía una escultura de piedra,
qne representaba á un rey y & un obispo arrodillados, el uno frente
del otro, delante de un* imagen de Nuestra SeBora, símbolo dpi tra-
tado concluido entre Felipe- Augusto y el obispo de Parí*. A la dere-
cha estaban las armas de Francia representadas por numerosas flore*
de lis, atravesando todo este cuartel un báculo. En el otro extremo,
también ie relieve, había un juez con toga y capuchón, varios ase-
sores y un notario vestido en traje eclesiástico. »
Por esto medio habí» querido eternizar loa obispos el pacto ople-
brado oon el rey de Francia, á quien trataban de igual á igual. Por
lo demás, nada se habia olvidado para hacer digna á esta miftsion
de la jurisdicción cruel que en ella se ejercía.
Las prisiones eran estrechas y sombrías, y los caUboup w llam%-
fon ofot<foi, porque de los desgraciados que entraban en ellos, nadie
ae volvia á acordar. Profundamente abiertos debajo de tierra, se e*-
ttnüan por todo el edificio, y por su disposición y lobrqgUM podiap
compararse á los calabobos blancas de Bicélre.
Aun se ven en el dia algunos restos de los citados calabozos en la
parte que ocupan las cuevas ó bodegas de la casa número 68 de la
enUe de San Germán- L'Auíerqis.
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464 PUflOMES
En aquel tiempo existía también una sala del Tormento, artísti-
camente confeccionada.
El suplicio del Tormento artísticamente aplicado, rara vez hacia
correr la sangre, quedando do este modo los obispos en el circulo de
la estricta observancia de su regla, hasta tocar en el ridiculo.
De modo, qne todas las Teces que se condenaba á corlar las orejas
á alguno, castigo que en aquella época estaba muy en boga, era con-
ducido el paciente á la frota du Trahoir, hoy dia extremidad de la
calle de San Honorato, y allí se ejecutaba la sentencia, para que la
sangre que corriese no pudiera caer en las tierras pertenecientes á la
iglesia. Eo seguida, se encerraba al paciente en alguno de los cala-
bozos del olvido, donde lentamente espiraba, á menos que el tor-
mento no hubiese puesto fin á su existencia. ¡Infame hipocresía! como
si las lágrimas vertidas por tantos y tantos infelices no equivalieran
á otras tantas golas de sangre, y la cruel y prolongada agonía no
fuese un suplicio mil veces mas cruel que la misma muerte!
De todas las victimas oscuras é ignoradas que fueron entregadas
á la jurisdicción eclesiástica, la mas cruel de todas las justicias, pues
la inquisición se calcó sobre ella, no nos ha quedado ni un solo nom-
bre que Merezca citarse. Las sentencias, los procedimientos judicia-
les de esos tiempos, secretos la mayor parte, han desaparecido en
tiempo de la revolución, ó foeron destruidos por el furor popular, ó
por los mismos eclesiásticos, que quemaron los registros haciendo
desaparecer así aquellas actas acusadoras.
Los únicos documentos formales que podríamos haber hallado se
los llevaron las aguas del Sena el dia del saqueo del arzobispado
en 1881 . y nos creemos muy felices al consignar solamente en este li-
bro la seguridad de las mencionadas crueldades, sin estar obligados
á dar sus detalles.
Sin embargo, á pesar del tratado de 1222, continuaron los con-
flictos entre la justicia real y la eclesiástica. Y fueron tales, que
Francisco I formuló una ordenanza real que ponia coto á los abusos
de la justicia episcopal, sin atreverse sin embargo á publicarla.
El número de los acuerdos del consejo real y del parlamento rela-
tivos á este asunto, es incalculable. El rey y el obispo se disputaban
las victimas; pues, según ya hemos manifestado, además del acto de
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Dfi EOtOPA. 465
autoridad qae ordenaba ud castigo cualquiera, se imponían multad
y ae confiscaban bienes, y la avaricia, uniéndose á la competencia de
poder, hizo aumealar las consecuencias de la lucha. Mientras lanío,
el obispado de París, sufragáneo hasta entonces del arzobispado de
Sens, fué erigido también en arzobispado el 20 de octubre de 1622
en favor de Juan Francisco de Gondi, lio del cardenal de Relz.
£1 nuevo arzobispo, orgulloso con el titulo que se le habia conferi-
do, solo pensó desde aquel momento en consolidar y aumentar su
poder temporal, pero el cardenal Richelieu, que imperaba en esta
época, no solo le contuvo con su mano de hierro en los limites de su
autoridad, sino que se los circunscribió, hasta el punto de quedar el
For-L'Evéque por algún tiempo sin presos, procesos ni sentencias.
Solo á la muerte de este ministro pudo el nuevo arzobispo empezar á
erguir la cabeza, ayudado de su coadjutor el abate de Gondi.
Siguiéronse los disturbios de la Fronda, cuya ocasión aprovechó
el arzobispo para estender su poder temporal, y en tanto que su so-
brino, envuelto en todas las intrigas de la época, era aprisionado en
Vincennes, secundado por el capitulo metropolitano; hacia él demoler
y reconstruir en su mayor parte su For-L'Evéque arreglado al uso
que habia de hacer de la nueva potestad que esperaba. Semejante re-
construcción tuvo lugar en 1652.
Construyéronse las nuevas prisiones en mayor número y mas es-
trechas y sólidas, respetando las perpetuas, siempre útiles en aque-
llos tiempos, como también la puerta en donde estaban esculpidos los
derechos del arzobispado.
Joan de Gondi murió en 1654, después de haber visto levantarte
la nueva fábrica que dejó en herencia á su sobrino el cardenal de
Retz. Sabido es de que manera hizo éste dimisión. Sucedióle en vir-
tud de la misma Pedro de Marca, antecesor de Hosdouin de Pérefixe
de Beaumoot, preceptor de Luis XIV, que murió en 1.* de enero de
1671. Esta vacante sentó en la silla arzobispal de París á Francisco
de Harlay de Champvallon.
Mucho tiempo habia que gobernaba por si propio Luis XIV. Mas
absoluto y mas despótico que otro rey alguno presente ni pasado, no
podia soportar en medio de su buena ciudad de París una jurisdic-
ción igual en autoridad á la suya en determinados casos; una prisión
TOMO ■. 51
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4*ft MUSIONtó
que orgtóloéamfcnte se alzaba rival de la Bastilla y que no llenaba k
su buen placer. Como era el arzobispo de París su antiguo preceptor,
110 se atrevió á contrariarle abiertamente, y si solo limitóse á hacerle
presentir el proyecto que llevaba de acabar con su jurisdicción tem-
poral. Mostró el arzobispo la mas viva resistencia á las pretensiones
reales, y Luis XIV esperó su muerte para obrar. Llegada esta ocasión
suprimió pora y simplemente por un edicto de febrero de 1674 la ju-
risdicción episcopal que reunió al Cbátelet, apoderándose al mismo
tiempo del For-L'Evéque y declarándote desde este dia mera por-
Bton secular.
Habia tomado el rey esta determinación sin prevenir al arzobispo,
que era entonces monsefior de Harlay, cuya jurisdicción habia con-
fundido con otras diez y ocho eclesiásticas, abaciales y señoriales,
reunidas igualmente al Ghátelet por el mismo real edicto.
Por mas que quiso dar Luis á semejante acto el carácter de una
disposición general á fin de evitar toda resistencia, no pudo por esta
vez realizar su propósito.
Los sefiores se sometieron sin murmurar, y los sacerdotes y abates
protestaron amenazando con una formal declaración de guerra si do
era revocada la medida.
El arzobispo y particularmente ei cabildo metropolitano, se levan-
Ürdn con energía y mostraron las esculturas de la puerta del íor-
L'Evéque, qm no sin motivo habian allí dejado perseverar.
Luis XIV venció durante su reinado todos cuantos obstáculos se
opusieron á su buena ó mala voluntad, escepto únicamente los «que le
itaeron suscitados por los curas y por las majeres. Los primeros lle-
varon en esa ocasión la ventaja. De tal suerte fué la aclifod que tomó
el arzobispo, que el Tey se halló en idéntica posición que Felipe Au-
gusto en ocasión del tratado de 1222. Viese, pues, obligado á comprar
por medio de concesiones ese girón de poder temporal que arreba-
taba la arzobispal justicia, esa prisión del Fer-L'Evéque, que le era
necesaria, puesto que la Bastilla y las demás prisiones de estado ve-
nían atondo de por dia mas estrechas para contener el gran néoiero
de prisioneros de que iba atestándolas el gran rey.
Con todo, esas concesiones no podían reducirse como en 1ÍSÍ á
veinte Hbras parisienses por afio.
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M lUtOTA. 467
AoctdUtal arzobispo en dqjarae quitar de oca mano lo que por la
otra se le daba, y por de pronto, ana seganda ordenanza, interpreta-
tiva de la primera, salió k luz en abril de 1674.
Por semejante disposición se devolvía el derecho de alta y baja
josticia en las iglesias, claustros y tribunales de la residencia, al ar-
zobispo, á la abadía de Sainl-Germain des Prés, áSan Joan de Lelran
y al gran prior del Temple.
En seguida, por cláusula particular con el araobispo, que era de lo-
dos el mas temible, erigió Luis XIV en ducado con titulo de par, pa-
ra monseñor de Harlay y sus sucesores en la silla arzobispal, el terri-
torio de Saint Gloud , al cual reunió Maisons, Greteil, Osoir, La Per-
riere y Armentiéres. «Unida va— dice la ordenanza— á la justicia
de la temporalidad del arzobispado, de que gozarán monseñor de
Harlay y sus sucesores en lodos derechos, la justicia y jqrisdiccion
de par, bajo la inmediata inspección del parlamento, escepto en los
casos reales. »
La propia ordenanza estipulaba el sitio del ducado con titulo de par,
en el arzobispado.
Este edicto, k que puede darse igualmente el nombre de tratado de
paz, dejó satisfechas á entrambas partes. El arzobispo vio aumentar-
se sus dignidades, sus rentas y sus dominios; bien es verdad que
perdía todo su cultivo en París; pero adquiria el doble en el rastro, y
el preboste del arzobispado podía sentarse aun en esa forre, debajo
de la cual continuaban existiendo los profundos calabozos que servían
dt prisiones eclesiásticas.
Semejantes mazmorras no llegaron á atestarse hasta el año 1793,
en ocasión del derribo de la torre.
Luis XIV aniquilaba en el seno de París una jurisdicción inde-
pendiente de su autoridad real, somelia la nueva, que concedía fue-
ra de la capital, á su parlamento y quedaba en posesión del For-
L'Evéqne.
De tal suerte se verificó el trueque de un manto de par, por las
llaves de una prisión.
El For L'Evéque fué después destinado especialmente á los có-
micos; y cierto, no es una de las particularidades mas singulares que
ofrece esta historia la de ser una prisión erigida por los obispos,
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m fushhus
transformada en morada de gente herida entonces con el rayo d? la
excomunión.
c?Tales son las diferentes faces que ofrece el primer periodo de la
historia del For-L'Evéque: vamos á dar algunos detalles sobre el
segundo.
H.
Freroo.— El Alio literario.— la sefioríta Oairoo.— Excomunión de los cómicos. — La
seflorita Araoax.— Retrato de la sefioríta Oairoo por Freroo.— Bl sitio de CaUtii.
— Tumulto eo la Comedia Francesa. — Arresto de la sefioríta Cía ¡roo.
El aflo 1763 terminaba en Francia sin ningún acontecimiento no-
table en el estudio de la literatura ó del teatro. Ningún libro digno
de critica, ninguna producción dramática se presentaba. Ypltaire y
los demás literatos dejaban completamente en paz á Freron.
El Año literario, periódico que este escribía con tanta gracia como
mala intención, y que era el único en la época á que nos referimos;
enemigo de toda doctrina nueva, y también de los que nuevamente
aparecían en la arena literaria; critico acerbo, y á veces brutal; solo
opuesto contra todo el mundo y con ánimo fuerte, veia que por mo-
mentos su periódico iba á palidecer careciendo de lucha é interés,
pues su gran talento consistía mas en la defensa que en el ataque.
Guando no podía contestar directamente, hallaba un motivo en la
cosa mas insignificante. Si un literato decia una sola palabra contra
él, era ya suficiente causa para dar asunlo á un articulo. Si Vollaire
se levantaba de la cama una hora mas tarde que de costumbre, ha-
bía ya motivo para lanzarle una sátira.
Si la señorita Glairon volvía á encargarse de un papel, aunque le
hubiese representado cien veces, era suficiente causa para que su
critica se ensañase contra la grande actriz.
Todo para él era artículo de utilidad y le servia de preleslo, in-
dispensable cosa para su naturaleza, esencialmente incisiva, y si
bien carecía de invención, sobre un grano de arena habría construido
un mundo de fábulas.
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OB tmOtk 419
So éltima reyerta con la señorita Glairon había concluido brus-
camente.
Esta actriz tenia por protector ostensible á un principe ruso ex-
tremadamente enamorado de ella, y que, según Freron decía, se con-
tentaba con besarla la mano, y era lo mejor que hacer podía, míen -
tras el caballero de Valbelle era sn amante secreto.
Este último habia hecho á Freron nna visita de pura educación, y
do hallándole en casa, le dejó una targela en la cual puso á continua-
ción de su nombre: «& ha presentado m casa de Freron para darle
ymacosa.*
Freron vio y comprendió el escrito, y por lo tanto desde este dia
dejó de ocuparse de la vida privada de la actriz, esperando el pri-
mer papel nuero que representase, para hacer de ella anatomía.
Ninguna hablilla contra la actriz pululaba por entonces, y la fa-
talidad hacia que las demás personas tampoco le ofreciesen motivo
para morder y desahogar su bilis.
Freron parecía un ser abandonado de todo el mundo, y esto le de-
sesperaba. Para él podia decirse que comenzaba á apareoer la pos*
teridad, y la posteridad era el olvido»
Si hubiesen empleado este medio contra él sus enemigos, induda-
blemente habría dado el resultado apetecido, y Freron y su Año lite-
rario habrían sido enterrados vivos.
Pero el excesivo amor propio de los literatos y comediantes no po-
día contenerse en los limites de lo conveniente para su interés, y no
comprendiendo que al responder á los ataques de Freron, daban im~
portanciaá su periódico ofreciéndole armas, cayeron en la red.
Tal es el secreto de la existencia de muchos periódicos, como lo
fué el de la del Año literario de aquella época. Freron, hombre frío,
cuya perspicacia veia claramente el porvenir de su hoja, se desespe-
raba en silencio de la imperturbable calma que reinaba, y que sin
conocerlo era consecuencia precisa de la ignorancia de sus enemigos,
de una parte, y efóblo de la casualidad, de la otra.
El dia en que debía aparecer el número 34 de su pe, i ód ico se
acercaba, y Freron no tenia ni una sola cuartilla de original que dar
á la imprenta; y lo que es peor aun, ni asunto qu motivase el mas
leye suelto.
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470 raüiot»
En van* procuraba atacar con sátiras mordaces i Voltaim, 4 Joan
J. Rouseau, á Thomas, á los enciclopedistas, á los comediante* ni á
los autores; cuanto respecto á ellos habla escrito, le parecía pálido y
sin fuerza ni vigor. Solo producía su pluma lo que había ya dicho
repetidas veces; y tanto mas temia el repetirse, cuanto mayor era su
temor de que le aplicasen el dicho del peluquero de VolUire.
Este periodista, ordinariamente frío é impasible en su* mordaces
sátiras y en sos ¡ajarías, te encontraba por la vez primera de su vi-
da en tal estado de «paciencia y despecho, que arrojé kjos de sí la
pluma.
Afortunadamente para él llegó en el momento una carta de letra
desconocida. Se trataba en ella de una familia que bajo la protección
del ministro, pasaba á Cayena para formar parte en la nueva colo-
nia, y que durante la larga travesía se vio abandonada por el gobier
no que faltó á sus promesas dejándola morir de hambre.
Esta carta le fué dirigida para que se la diese publicidad, y esta-
ba escrita en el verdadero lenguaje de la desesperación. Freron la
leyó dos veces, y corrigiendo algunas palabras, la aumentó y comen-
tó, enviándola después á la imprenta.
«Esta vez, decía, no se me acusará ni de injusto ni de mordaz; de-
fiendo á la desgracia, y haciendo una buena obra, completo perfecta-
mente mi número.»
Pero la insistencia de Freron en insultar á lodo el muftdo, era me-
nos peligrosa en esta época que la misión que adoptaba al decir la
verdad.
El número 34 del Año literaria pareció, y fué leido con avidez por
toda otase de personas. Grande y general fué la sorpresa al hallar la
mencionada carta q«e tanto ruido hacia, y nadie sabia á que acha-
car la nueva conducta del periodista, que, esla vez al menos, no des-
garraba y destrozaba desde la primera á la última linea de su pe-
riódico.
El Año literario se recibía en la corte : Luía XIV le leyó, y no
hallando en él cosa notable por lo mordaz, le tiró debajo de la mesa.
Poco le importaba á este rey por cierto, que sus vasallos muriesen
de miseria; pero la verdad es que si bien al rey no le hizo efecto el
número, no sucedió lo mismo en las oficinas del ministerio, donde
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DfiMtefe. m
foé Afttiftciado él periódico al duque de Choiseul. Dicen las Memo-
rias Secretas, que al oir hablar este ministro del periódico ei cues-
tión, dijo:
—¿Y se atreve ese piHastre á InMar de Cayena?
Queme traigan el numero 84.
Dorante la cena, el dnque de Choiseul lo leyó atentamente, y se lo
hizo leer á sus convidados, y al llegar al reíalo de los padectmientoa
de aquella familia desgraciada, exasperado por la ira, interrumpió
la lectura diciendo: «Freron dormirá esta noche en For-L'Bvéqm. »
Al ver el geslo y el aire indignado del ministre, los convidado* se
esperaban otra sentencia mas dora aun para los verdaderos culpa-
bles. Pero el duque de Choiseul, uno de los menos males ministros
de Luis XIV, no podiendo soportar que se pusiesen de manifiesto de
tal manera las perfidias de sn administración, se contentó con lanzar
contra Freron el tremendo entredicho.
Si nn solo momeóte esperimentó el ministro sentimiento alguno
dorante su cena, solo fué efecto del atrevimiento del periodista
audaz que se atrevía á divulgar la verdad.
La miseria y los padecimientos, la familia tan indignamente enga-
llada, no le hicieron perder, ni siquiera retardar un solo bocado de
los delicados manjares que en su opípara mesa abundaban*
las carpetas de tos ministerios estaban Menas de órdenes de en-
cierro; no se tardó en llenar el nombre y en mandar á un exento de
poKcfa á casa de Freron. El publicista fué arrestado en el acto.
Serian las once de la noche cuando se presentó el polizonte en casa
de Freron; esta noche el escritor había cenado y bebido excesiva-
mente.
Largo tiempo hacia que Freron había contraído la costumbre de
ahogar tn vino Um disgustos, como vulgarmente en aquella época se
decía, y al parecer, había bebido demasiado.
Trabajo costó despertarle, y al lograrlo solo balbuceó algunas inin-
teligibles palabras, rol viendo á caer aplomado sobre su almohada. En
vano el polizonte le sacudía por el brazo con notable fuerza; el sueño
de la borrachera era superior á todo, y venció esta vez & la policía.
Cansado ya de vanes esfuerzos el exento, empetóá gritar, dicien-
do que la fuerza armada lograría arrancarle de su letargo, y eoodn-
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471 PRISIONES
cirle bien seguro á For-L'Evéque eo cumplimiento de la orden de
encierro.
A tan horrible palabra, nueva en un todo para él, Freron se sentó
sobre su lecho, se restregó los ojos, y sacudiendo, como decirse sue-
le, las orejas, repitió con voz bien clara: «Una orden de encierro para
ForL'Eveque...!» Esta palabra había disipado completamente la
borrachera.
En seguida pidió se le enseñase la orden del rey, que por gracia
especial le fué presentada, en la cual leyó la causa que motivaba su
arresto, también consignada por gracia especial.
En el primer momento, una sonrisa de satisfacción cruzó por los
labios del publicista, pues se le ocurrió que «el negocio metería rui-
do, y no podía menos de hacer que so hablase de él y de su periódico.»
Pero á este primer rayo de satisfaccioo, sucedió la justa reflexión
de que hallándose Mr. de Ghoiseul irriiado contra él hasta el puoto de
mandarle á For-L'Evéque, nada de estraño tendría que mas tarde le
enviase á la Bastilla.
A tal idea, el terror se apoderó de su alma y de su corazón, y re-
cordando los motivos que le habian impulsado á insertar la malha-
dada carta, esclamó:
«¡Tratarme de este modo por haber escrito la verdad!—
—Ved lo que trae el desviarse de su camino, le contestó el polizonte,
tarde ó temprano, suele acarrear desgracias.
Conmovido por la contestación, fijó Freron sus ojos en su interlocu-
tor con aire de marcada sorpresa, que denotaba lo estraño que le pa-
recía hallar á un hombre de ebíspa bajo el uniforme de un exento de
policía.
Obligado por la imperiosa necesidad, se levantó con la mayor su*
misión, vistiéndose y dejándose conducir áFor l'Evéque, donde, gra-
cias á una buena cantidad de oro, obtuvo una habitación ó encierro
bástanle decente.
Su primer cuidado fué escribir al duque de ghoiseul.
Su carta, por supuesto, era cáustica y mordaz ; la volvió á leer y
tuvo por conveniente rasgarla , reflexionando que el primer ministro
no era ni un Yol taire, ni un autor , ni comediante sometido á su
férula.
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Inmediatamente escribió otra, que si bien era amarga, era á la par
gamita y digna al propio tiempo.
También e¿la sofrió igial suerte, acordándose de lo que le dije et
policía, y que le pareció justísimo en extremo.
La tercera que escribió era hipócrita y llena de bajeza, según di
cen las Memorias store tas, y en ella representaba al roimslro «cuas
ageno estaba de merecer semejante trato de parle de un hombre que
siempre le habia honrado con su protección.» Esta le pareció conve^
niente en todos cooceptos, y adaptada á su situación. Cerrada y se-
llada, la envió á su degino.
Sin embargo, para escribirla habia necesitado violentar ¿ su ca-
rácter y contener la pluma que involuntariamente vettia hiél.
Quiso por lo mismo vengarse en el momento y tomar la revancha
sobre todos los que impunemente podia morder , poniendo incesan-
temente manos á la obra.
Sin tregua ni descanso, empezó el n 6 mero 35 de su Año literario,
pasando el resto de la noche en escribir y anotar cuanto podia esoitar
su rabia y su mordacidad su envidia y sus celos.
Habia hallado por fin el pretexto qie hartaba parra escitar su bi-
liosa locuacidad , y las págioa* enteras se iban Henáddo sin que su
pluma, rápida como el pensamiento, hallase obstáculo alguno.
Al ver su rostro satisfecho , nadie habría creído que Preven coá-
feccionase una sátira morda* en la cual vertía tanto venase. So acti-
tud apacible y tranquila le daba mas bien el aire de un hombre ocu-
pado en una honrosa disertación.
Freron era uno de esos hombres, q»e malos en su índole por natura,
afilan fríamente el pufial con que deben herir á sus enemigos, calculan,
do los golpes aun en medio de los mas atroces actos de violencia que
cometen, haciendo á*l rencor y de la calumnia un oficio y mercancía.
Al siguiente dia le fué permitido ver á cuantas personas se pre-
sentaron en Por-l'Evéque. Después de su esposa, solo una persona
solicitó baMarle Freron no tenia amigos. Era el tal, su correo ó cor-
redor en busca de noticias que pudieran interesarle y con las cuales
llenaba el periódico.
Se presentó á su vista alegre y con aire satisfecho. Nunca ha-
bia logrado recoger tantos datos interesantes.
>u m
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474 PRISIONES
üLa prisión de Freron era el motivo de todas las conversaciones del
dia y de todos los comentarios en cuantos círculos había en París.
Los unos mostraban su alegría, y los otros con aire de mentida com-
pasión decían, compadeced le.
Los comediantes sobre todo, eran los que mas gozaban con su ar-
resto, y la señorita Glairon había propuesto á sus compañeros dar
en corporación un voto de gracias á Mr. Choiseul , que tan oporlu-
nameote se había encargado de la común venganza.
Freron escuchaba todos estos detalles con avidez, y á medida qoe
su agente daba nombres propios , iba tomando notas y haciendo
apuntes.
— ¿Y Voltaire? dijo Freron, ¿nada me decís de él?
—Le guardaba para los postres,— contestó el agente. — Hé aqui los
versos que ha remitido á la señorita Glairon , y que esta misma se
encargó de hacer circular ayer mismo por todo Paris en el momento
en que se verificaba vuestro arresto.
Y le entregó la siguiente cuarteta :
Un dia, lejos de la sacra fuente,
Una serpiente á Juan Freron mordió; ^
Queréis que os diga lo que sucedió; . . .
Pues se murió al instante la serpiente.
Una sonrisa amarga apareció en los labios de Freron , pero sin
manifestar en lo mas mínimo ni indignación ni cólera.
Tomó este nuevo ataque como consecuencia precisa de su posición
del momento, ó mas bien como cosa que esperase con impaciencia; y
en el acto se puso á escribir con la mayor calma un articulo contra
Voltaire, reservándose el pagar su deuda á la señorita Glairon mas
tarde, y en momento mas oportuno, á fin de hacerlo con mayor es-
cándalo.
Al siguiente dia recibió una larga epístola de Mr. Choiseul en
contestación á la suya. Esta era por cierto una muestra de la desmo-
ralización que reinaba en los asuntos en que los ministros se mezcla-
ban, contrario en un todo á lo que la dignidad y posición de aquel
personaje se merecía ; no porque el ministro contestase á un prisio-
nero, sino porque este, dependiente de) primero, adquiría grande im-
portancia, euando solo la mas leve orden del ministro bastaba para
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DE EDIOrA. 415
scprimir el periódico contra el cual se había adoptado el castigo que
Freron sufría.
En la susodicha carta manifestaba Mr. de Ghoiseul & Freron la
enormidad del crimen que habia cometido denunciando de tal modo
la negligencia de su gobierno. Creía dudar del motivo que habia pro-
vocado su determinación , y terminaba prometiendo interceder con
Mr. de Sartines á fin de que le fuese cometida solo & éi la jurisdic-
ción en la causa contra Freron, sustanciándola pronta y favorable-
mente.
No quedó esta carta sin contestación, y envalentonado por la es-
pecie de condescendencia que mostraba el ministro, le escribió otra
carta llena de elogios y de alabanzas, en la que le aseguraba que se
habia abusado de su confianza, engañándole indignamente.
«Toda esta correspondencia, dicen las Memorias secretas, es de lo
mas risible ; y tan ignoble de una parte, como de la otra. »
En resumen: Freron obtuvo su libertad el 15 de diciembre f al
quinto dia de su arresto. Su primer cuidado fué hacer una visita á
MM. de Ghoiseul y de Sartines para darles gracias por haberle con-
cedido la libertad.
Ambos magnates le prohibieron volver á ocuparse en su periódico
de ninguno de los actos del gobierno, bajo pena de prohibirle la pu-
blicación. Freron lo prometió, conformándose con hacer sufrir el peso
de su venganza á los autores y comediantes, sus victimas predilectas.
Renunció también á atacar á los grandes, ni á quejarse de sus injus-
ticias, cuidado que legó completamente á su bijo.
Este niño, que aun en los brazos de su madre habia llorado al ver
á su padre preso en For l'Evéque, no olvidó las lágrimas vertidas; y
cuando *ü halló en edad de comprender, esta circunstancia se grabó
de tal modo en su mente, que sin cesar lo aparecía adornada de to-
dos los abusos del mas odioso despotismo.
Este fué el germen de su rencor contra los reyes y los grandes de
latit-rra; y formó el propósito de perseguirlos tan constantemente
con su venganza, como babia perseguido su padre á los autores y á
los comediantes. Su nombra llegó á hacerse tan célebre como el de su
padre; y si el periodista uejó e! suyo escrito con hiél , el conven-
cional le dejó tbCíiio con san¿ie.
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41* fifiMQJIBS
Por lo deaás, la prohibición hecha 4 Freron de ocuparte de poli-
lica bajo pena de encierro en Por l'Evéque, se prohibe también á los
periódicos en nuestros dias bajo pena de maltas pecuniarias de con-
sideración, y & veces con castigos corporales, no menos daros qae los
inflingidos á los detenidos en la antigua prisión clerical.
A juzgar por la disposición de ánimo en que hemos dejado á Fre-
ron, ya se puede presumir la cruda guerra que debia hacer en lo su-
cesivo á cuantos, & su modo de entender, le habían dado molivo de
queja.
De lodos ellos había hecho cuidadosamente una lista, sin olvidar á
ninguno, ocupándose un año entero en arreglar con ellos sus cuentas,
©o quedándole al cabo de este tiempo mas que un solo deudor; el mas
importante de todos ellos, pues era la señorita Clairoo.
Esta célebre actriz se hallaba en la época referida en el apogeo de
su talento y valia, que una irresistible vocación había desarrollado
por eompleto, unida á un estudio profundo del arte y de la natura-
leza.
Hija de una pobre mujer, la señorita Glairon llevaba sin embargo
un nombre noble é ilustre, pues se llamaba Leyria de Latude; pero á
pesar de este nombre , se hallaba como otras muchas víctimas de la
ligereza de los hombres, en el caso de no tener padre conocido, y
tiendo para su pobre madre una pesa ja carga. Obligada mas tarde á
separarse de su madre por causa del mal trato que la daba, llegó un
dia en que fué al teatro, naciendo en ella la afición como por encanto.
A fuerza de empeños y de constancia, logró por fin debutar en el
teatro de la com* dia italiana en La Isla de las Esclavos de Marivaux,
en un papel de graciosa.
A pesar del triunfo que oblovo, se vio obligada al poco tiempo 4
separarse de la compañía á causa de las intrigas de bastidores , age*
ñas á su carácter, y para ella enteramente nuevas.
Después de esta fecha, se dedicó 4 actuar en los teaíros de pro-
vincia, recorriendo con notable buen éxito los del Havre, Lille, Gand,
Dunkerque y Rouen. Durante su permanencia en este último la ocur-
rió, que habiendo desechado con desprecio las pretensiones de uno de
sus cantaradas llamado Gaillard de la Bataille, este se vengó publi-
cando contra ella un libelo titulado: Memorias de la señorita Freti-
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OK «MOFA. 411
Uonf en el oial , en medio de cosas ciertas , pero considerablemente
envenenadas, de mentiras y de calumnias, se veia pintada la actriz
de tal modo, que era de todo punto imposible desconocerla*
El tal libelo obtuvo un éxito escandaloso , y con él el honor de
verse reproducido en varias ediciones bajo el nombre 6 título de His-
toria de la señorita Cronail (anagrama de Clairon), llamada Freti-
Uoo, cuyas impresiones se hicieron en La Uaye.
De (al modo la ultrajó este libelo , que en medio de sus sueños de
gloria futura, juró que si su talento la, elevaba k la altura que ambi-
cionaba, había de rehabilitar k los actores ante la sociedad , recon-
quistando para ellos el titulo de ciudadanos que habían perdido.
Al herirla profundamente esta circunstancia, no hizo mas que au-
mentar su valor y su firme resolución. La señorita Clairon se habia
ensayado en lodos los géneros del arte dramático , buscando con
ahinco el que mas la podia convenir.
Bailaba, cantaba, declamaba en la tragedia, y hacia la comedia.
Su voz era fuerte, extensa y grave. Esta cualidad la valió una orden
para poder debutaren la Academia Real de Música, donde creó va-
ríos papeles con notable éxito.
En este intervalo siotió renacer su talento, revelándosele secreta-
mente, y á fuerza de constancia y estudio, obiuvo al cabo do algún
tiempo otra orden para poder debutar eo La Comedia Francesa.
Cosaestraña y en extremo ¿[curiosa ; en esía orden se consignaba,
k pesar de sus protestas y objeciones, que debería suplir á la señorita
DangevUle en los papeles de graciosa.
Constante en m propósito, se sometió á todas las condiciones con el
fin de llegar á lograr su objeto en el Teatro Francés. Por el pronto solo
alcanzó, como fav(r especial, y casi como cordicion derrisoria, que
podría en los dias inhábiles de entre semana suplir en alguna que
otra tragedia.
No tardó mucho tiempo en llegar á hacer valer esta cláusula por
primera vez, con notable asombro de sus compañeros, que se creían
rebajados al teoer que secundar semejante seto de locura.
La señorita Clairon debutó con el papel de Phédra. éEo esta obra
había obtenido *u mas brillante triunfo la señorita DumesniL
La señorita Clairon la oscureció completamente. Jamás se habían
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418 MISIONES
oído en el Teatro Francés aplausos mas unánimes ni frenéticos. El
pueblo entusiasmado la acogía á su salida con bravos y gritos de
verdadero entusiasmo, y las ovaciones de todas las clases en general
casi tocaban ya en el fanatismo. Cada noche era conducida en triunfo
á su cuarlo del vestuario, y á la salida, la nobleza á porfía la obse-
quiaba con inequívocas muestras de aprecio y consideración. La no-
che de su debut, abrumada bajo el peso de su alegría, perdió el co-
nocimiento duraule largas horas.
La grande actriz acababa de aparecer.
Desde este momento, se vio colocada enlre los primeros artistas de
la Comedia Francesa, y poco tiempo después, por sus esludios, por su
tálenlo y por sus brillantes creaciones, llegó á ocupar el primer rango.
La señorita Clairon era pequeña, pero hermosa y de imponentes
maneras; majestuosa en su acción, y viva y brillante en su dicción.
Todo en ella es verdad; hasta el arte,
decía Dorat de esta célebre actriz en su poema sobre la declamación,
y generalmente ha quedado reconocida esta verdad, proclamada por
una autoridad contemporánea.
La señorita Clairon no se concretaba solamente á verter su in-
menso talento en la creación de sus papeles, sino que hacia extensi-
vos sus conocimienlos y constante estudio á procurar la unión y ver-
dad escénica en la dirección de las obras. Ella fué quien, de acuerdo
con Lekain, hizo en el teatro la primera reforma de los trajes y de-
coraciones, que Taima continuó después hasta nuestros días.
Una vez llegada á la altura de talento y de fortuna que había so-
fiado, puso todo su conato en realizar el proyecto de que antes nos
hemos ocupado, y que tan grandes dificultades ofrecía.
Con extremo cuidado logró reunir en su casa cuanto notable
había en la corte y en la villa. Los hombres se apresuraban á lle-
nar sus salones, pero esto no bastaba á la reformadora actriz; quiso
también que su casa fuese el centro de reunión de las mas nobles se-
ñoras de la corte. Quiso á todo trance recibirlas, y ser recibida por
ellas. Costosa larea por cierto, y empeño difícil de lograr.
Sin embargo, ligada en estrecha amistad con algunas de las prin-
cipales señoras, y entre ellas, con la señorita de Sevigny, esposa del
intendente de París, logró eo parle su objeto. Cuantas veces era re-
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D8 EUROPA. 479
cibida en la alta sociedad, veía con asombro que, despees de consi-
derarla como un objeto carioso, las se&oras se separaban de ella, y
por fin la dueña de la casa la rogaba recitase algún trozo de trage-
dia como para pagar la hospitalidad que la babian dado.
La señorita Clairon, orgollosa en extremo, se negaba, teniendo que
salir de aquella casa disgustada con la dueña de ana manera barto
visible.
Varías veces consultó ¿ su amiga la señorita Arnoux, su compañe-
ra de la grande ópera, y nada pudo sacar en limpio que la pudiese
hacer desaparecer la insuperable barrera que la separaba de las de-
más mujeres, que la suerte ó el nacimiento babian colocado á mayor
altura.
Una sola cosa entristecía á la señorita Clairon, y era la conducta
que observaban generalmente las demás actrices.
cTemo decía á su amiga, con el tono de dignidad que empleaba aun
eo las cosas mas intimas, que las mujeres honradas rehusan tratarse
con nosotras en razón á los desórdenes de que se nos acusa.»— En-
tendámonos, la contestó la señorita Arnoux,— ¿qué entiendes tú por
mujeres honradas?
No es por cierto en la corte de nuestro bien amado Luis XIV don-
de se deben buscar las mujeres honradas , y esto no es un secreto
para tí.
He consta que pública ó secretamente, cada dama de la corte tiene
uno ó varios amantes; pero como es cosa ya adoptada, de esto no se
murmura, y eo cambio todo el mundo se ocupa de nuestras peque-
ñas intrigas.
Al hablar de nosotras, las cosas se exageran, y la lista de nues-
tros defectos aparece considerablemente aumentada. ¿Quién forma,
pues, nuestra reputación?— ¿Conoces á fondo la mia?
—Si, querida mía, y se asegura que tenéis mil amantes á lo me-
nos.—
— No se debe creer mas que la mitad de lo que se dice. —
— Siempre estáis de buen humor. —
— Os aseguro que hablo formalmente.—
— De todos modos, esas señoras puedeo guardarnos rencor por-
que las robamos el amor de tus maridos.—
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480 PRISIONES
—¡Rencor!... muy al contrario. Deben damos mil gracias. Como
hay Hios, que son muy divertidos sus dichosos maridos. Si son con
sus mujeres lo mismo que con nosotras, son por cierto cosa curiosa
y apreciable.—
—A propósito, cuando corté mis relaciones con Mr. de Laraguais,
¿sabéis cuál fué la persona que nos hizo hacer las paces?... Su mu-
jer. Y si consentí, fué por pura compasión hacia ella, que es una
excelente mujer.
Habría tenido que soportar durante (oda su vida el mal humor de
su marido á consecuencia de nuestra ruptura. Al principio, hasta
tanto que hubiese adquirido otra querida, le habría tenido todo el
dia cosido & las faldas, y no hay ser en el mundo mas fastidioso que
el tal sefior.
Por esto, cuando Mr. Bertin vino en nombre de la sefiorita de Lara-
guais á suplicarme que volviese á unirme con su marido, cuando me
contó detalladamente las molestias que la pobre mujer tendría que so-
portar, me enternecí á pesar mió... Soy tan tonta, que cualquier eo-
sa me hace llorar, y por eso me volví á sacrificad noblemeite, vol-
viendo & relacionarme con Mr. de Laraguais.
Con tes ojos arrasados en lágrimas, le dije: vuestra forluna es
tener ana esposa tan linda y tan buena; si no fuese así, no os habría
vuelto á ver en toda mi vida.
Pues bien: todas esa* sefioras son lo mismo. Mientras tienen ne-
cesidad de verse libres, nos hacen el lindo regalo de cedernos sus
maridos; pero esto no quita que nos abrumen con so desprecio des-
pués de sacrificarnos por ellos... ¡ingratos!
¿Qué necesidad tenia yo de ser la victima de Mr. de Laraguais?
—Por momentos* amiga mía, te he viato razonable en medio de tus
locuras, la contestó la sefiorita Clairou, pero hoy has estado en en
todo desacertada.
Juzgas á esas sefioras con demasiada ligereza, y mas aun cuando
á esta cuestión va unida la honra de los actores y actrices.
Entre nosotros hay perdonas de coraron, de honor, de gario y de
talento. ¿Por qué se han de ver desheredadas de la estimación geáeral
ó al menos de una parte muy interesante de la sociedad? ¿Por qué,
cuando Lekain, tú ó yo, salimos & la escena, y durante una hora te-
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DE BÜROfA. 4S1
nemos al público ataorto y pendiente de nuestros labios , y sujeto 4
los sentimientos que le queremos inspirar, hemos de caer en la es-
clavitud que pesa sobre nosotros por medio de la opinión pública al
salir de teatro?...
¿Porqué, la que sobre la escena pinta con vivos y verdaderos co-
lares los ma¿ nobles y bellos sentimientos, no debe ser llamada & ejer-
cerlos ella misma en la sociedad?
¿Por qué no debe haber entre nosotros buenas madres, esposas fie*
les, hombres honrados y apreciares ciudadanos?—
— ¡Sí; yo no me opongo, mí querida Cía i ron! T tal cual tú me ves»
habría sido una casta esposa.
Si , amiga mia. Lo conozco; creo que había nacido para hacer
la felicidad de un solo hombre; pero la suerte me ha destinado á hacer
la dicha de muchos, bien á pesar mió, pues esto la da á una muchos
quebraderos de cabeza.
Arregla las cosas de modo que las que no» reemplacen puedan ca-
sarse legítimamente, cuidar de sus casas y de sus familias, y te con-
cedo que babras hecho un gran bien 4 nuestra mal mirada clase; no
solamente la rehabilitarás á los ojos de la sociedad, sino que á la
par la evitarás una gran molestia. —
- Si, esclamó Glairon, como acometida por una idea repentina, y
tomando la actitud de una meditación profunda.— Si, tienes razón;
este es el medio.
Quiero pensar en ello de nuevo, y consultar á Lekain y Brizan!,
que me comprenden también. Ta sabia que hablando contigo, debia
aprender algo ouevo.
—Como hay Dios, afiadió riendo la señorita Amoux, no me creía
bastante ilustrada para poder enseffarte cosa alguna.
Después de este coloquio, la sefiorita Glairon mandó á llamar á su
casa á los amigos Lekain y Bnzard , dándoles parte del pensa-
miento á que babia dado lugar la contestación de la señorita Ar-
noux.
Semejante pensamiento, y las causas que lo habían motivado, in-
dudablemente eran de ridiculizar en aquella época ; pero aquellos
artistas comprendían lodo su valor, y se sentían dignos de poder
mantener en la sociedad un puesto honroso, tanto mas, cuando se
TOVO II 11
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ISt PtKIOfftt
hallaban dispueMés 4 baeer cua^ier oaerifieioooa tal de conquis-
tarlo para si y para sos compañeros.
Tal idea era noble y grande, y sensible os tener que manifestar
que las personas que debieron secundarla, los escritores, que depen-
dían directamente del teatro y de los actores , no hiciesen mas que
ridiculizóla con la sátira y el sarcasmo.
La señorita Clairon y sus compañeras creyeron con mitcfaa razón
qufeei mejor medio de rehabilitar á los actores, era el introducirlos
poco & poco en la sociedad, á fin de fie, recompensad** por una parte
mm ha nuervas ven tejas de que goaarian, pudiesen por la otra mos-
trar á esa misma sociedad que no eran «dignos de su interés y de su
estimado*.
Las preocupadles desaparecerán tan luego como empezasen á
verificarse matrimonies con personas de fuera del teatro y de antece-
dentes limpios de toda mancha.
La exeomuntén á las gentes de teatro databa desde el tiempo en
que los papas lalaaaaban por cualquier motivo hasta á los reyes; y
naturalmente, aunque disminuía cada día la preocupación religiosa,
existia la moral.
La conducta de los comediantes, la costumbre de verlos asalaria-
dos por los nobles casi como bufones, y el capricho del público, que
solo bailaba en ellos doblez y sumisión, por aquello de ejercer un de-
recho comprado á la puerta, habían contribuido á establecer esta de-
cadencia.
La excomunión, causa de la cual partían todos estos males, ana
tan grave, cuanto que los curas llevaban entonces los registros dela-
tado civil, y por consiguiente, rehusaban admitir á loe comediantes
en el seno de la iglesia, y seto con tas mayores dificultades se
les concedían los matrimonios legítimos, los entierros y los bau-
tizos.
Esta perpetua y encarnizada guerra habia sido causa de los de-
sórdenes que se achacaban á los últimos; al conducirse bien no ha»
liaban recompensa en la pública opinión, y la sociedad se empeñaba
siempre «en desconocer las virtudes de que alguno de eUos estaba
adornado.
El conciii&tek> celebrada en casa da la sefiertta Clelnen no hallé
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481
mejor medio para podar lograr su objete, que el de entrar en 1* so-
ciedad, pasanda antee por la iglesia.
Una estrada coincidencia venia á ofrecer mayores dificultades , y
era, que ios adores de la ópera , Mamada como hoy , Acadmia Real
de múiica , se hallaban excluidas del anatema de excomunión que
sobre los demás pesaba, porque do eran considerados loa cantantes
del mismo modo que los cómicos.
De aqui resultaba que la iglesia exeamaJgaba solo el nombre, y no
la cosa.
fit verdadera motivo de esla pobre interpretación era, qoe tanto los
reyes como los papas, sacaban sos cantores de entre los artistas dala
ópera, siendo preciso concederles la entrada en* el reino do ka iglesia;
pera como el nombre de eómice solamente aparecía castigado por las
¡ras clericales, se resolvió cambiarla, para con ól hacer desaparecer á
la par la excomunión.
Resaltó que la igleri a se vio cogida en sos propias redes, y la ee~
fiorila Glairon lavo la feliz idea de pedir al rey para el Teatro da la
Comedia Francesa el ti lulo de Academia Real de declamado*.
Adoptado este pensamiento, se redactó la solicitud, presentándola
inmartiilamoite Krizard fué la parsooa encargada de participarlo &
los éimás compafieros , encargándoles que secundasen la solicitud
procediendo con decoro y buena conduela.
Tan luego como circuló en París la noticia de la pretensión de loa
actores, un grita unánime so tevmntt contra la saforila Clairon, acu-
sándola da orfallosa é «apódenle, y se elevaron al rey multitud de
nedamaoones en contra del citada proyecto, tanto por los nobles y
seflorea de la corto, como por los genlUes-bombres de cámara , que
veían escaparse á los cómicos de su tiránica y absoluta dependencia.
1* señorita Clairo» aceptó la locha, sosteniéndola con tesón.
La easnalídad la efoeeió una feliz circunstancia para hacer una
nueva tentativa harto significativa, la oual, como es de presumir, no
4qó escapar la célebre eelria*
Habiendo fallecido el dia f 8 de junio de 1762 Mr. Crevillao, biza
Clairon que se decidiese por los actores de la Comedia Francesa que
& so cosía se celebrase un magnifico funeral por el reposo de fu al-
ma, al cual deberían asistir todos los adoro?.
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i msumtt
Prevenido del proyecto el arzobispo de Paria, prohibió á todos ios
párrocos que accediesen á la demanda de los excomulgados.
En vista de esta prohibición se dirigieron los actores á la iglesia
de San Juan de Lelran, situada fuera de la jurisdicción arzobispal de
Parí-», y dentro de los muros del Temple, que, perteneciente al capí-
lulo de la Orden de Malla, era completamente independiente.
El cura de S. Juan de Lelran accedió á la demanda, y el oficio fú-
nebre se celebró el 6 de julio con gran pompa y solemnidad.
Se dijeron misas de réquiem de media en media hora desde las
ocho de la mañana hasta el medio dia, y á las diez hubo gran misa
cantada.
Los actores invitaron á esta solemne y fúnebre función á todos los
artistas dependientes de la Academia Francesa, los cuales enviaron
una comisión. Todos los actores franceses é italianos concurrieron al
acto , vestidos de luto. La señorita Glairon , vestida igualmente de
luto y envuelta en un aneho manto de crespos negro con crespón pía
teado, asistió al oficio y puso cien loises en la bandeja.
Aquella noche estuvieron cerradas las puertas del Teatro Francés
y al dia siguiente se representó ñhadamisto y Zenobia.
Esta ceremonia los autores contemporáneos la trataron de farsa,
demarcando la asistencia & ella del Arlequín italiano, haciendo en
todo París gran ruido y excitando extraordinariamente la cólera
de) arzobispo y de los señores de la corle.
La señorita Glairon empezaba á triunfar; los comediantes habían
sido recibidos en el seno de una iglesia, y esperaba que este primer
paso daría lugar á otros mas importantes; pero el arzobispo, furioso
por haber visto desatendida su autoridad, se quejó al capitulo de los
caballeros de Malta. Estos, reservándose sin embargo el derecho que
tenia su iglesia de sustraerse á la autoridad y jurisdicción episcopal,
declararon al cura de San Juan de Letran culpable por haber dado
canónicamente un escándalo en la iglesia de París comunicando con
histriones anatematizados todos los dias por el brazo de la justicia
eclesiástica, ) le condenaron á dos meses de encierro en un semina-
rio, y á doscientos francos de mulla en favor de los pobres.
Es'a sentencia hizo decaer en parte las esperanzas de los come-
diantes; pero la señorita Clairon, lejos de desanimarse, persistió en
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DE EUBOPA 415
solicitar de nuevo el titulo que deseaba, y respecto al cual no había
obtenido aun contestación alguna.
Es de presumir que puso en juego lodo su crédito y buenas rela-
ciones, no dándose tregua ni descanso para lograrlo, añadiendo á la
demanda el proyecto de hacer qoe se cediese el Hotel-Gonti á la Co-
media Francesa, para hacer edificar un hermoso teatro, estableciendo
en él una escuela real de declamación para formar sus discípulos.
Fuese expresamente, ó bien por casualidad, Freron escogió estos
momentos para estampar en su periódico un articulo terrible contra
esta actriz , á fin de vengarse de los agravios que de ella pretendía
haber recibido.
Sin embargo, temeroso de recibir una nueva visita del caballero
de Valbelle, tuvo buen cuidado de no nombrar á la señorita Glairon
escribiendo de una manera capciosa, para poder negar en caso de
necesidad.
Para lograrlo se valió del siguiente medio, aprovechando la co-
yuntura de un madrigal que Faavart babia dirigido á la señorita
Arnoux.
¿Por qué, bella encantadora
me turbas con tu armonía,
causándome una alegría
que el alma feliz adora?
Si antes de ahora á mi amor,
el tuyo unido se hubiera,
fugaz el tiempo corriera
sin desvelos, ni dolor.
Mas no cantes voluptuosa
cadencias de esa armonía;
y espirará el alma mia
en su calma venturosa.
Los anteriores versos fueron publicados por Freron en el núm. t
del mes de enero, haciendo á continuación on retrato y biografiado
la sefioriía Arnoux, cuya vida galante era en extremo conocida, y
poniéndola además en paralelo con otra actriz que no nombraba, á
la cual se echaban en cara menor número de excesos, babieudo co-
metido mucho* mas.
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411 MSftOftlS
Esto aotrá era la saíorita Ctairm»; <UMN* ta* al vivo, y coa
tales colores, que era imposible desconocerla
Además, para mayar claridad, producía \*&Hemrm <k Fr$-
tülon, cte que ya tierna hablado, dando también v^riqa o*lra?los co-
mentados de este lítalo.
£1 artículo ora cruel é iutame. Cruel, porque presentaba a)guna&
verdades congeniada* wn la mas refinada perWia; infame* porque do
se atrevía á alaoar á la personalidad frente i frente, y hería, no so-
lamente á. (a aeífiz, sino también á la mujer, cuya vida privada no
pertenecía al dominio del público, ai mucho menos al capricho y
mala f¿ del periodista.
A la indi^oaeioft que sufrió la qctriz al wse atacada de este mo-
do» se unía U circunstancia de $ar en womootos tales, en que solicii
talia ura reforja radical para el oslado civil d# log actores, decele-
rándola verse coharlada eo su colosal empresa por la influoQQia.qno
el artículo pudiera ejercer en la opinión pública, y sobre ttxjtp, en el
taimo» de loa nwuiairos y aun 4el mismo rey,
Desolada la señorita Clairon, fué en seguida á ver á su protector
Mr. Duras, gentilhombre de cimara, que $a hallaba de servicio en
la Comedia Francesa, el cual, la profesaba, siugulai aprecio y estima-
ción, y conmovida y desesperada le du®*'
«Monseñor; cuando su majestad puao i los actwes bajo la inme-
diata protección y autoridad d# los gentiles-hombres de su real cá-
mara, es de suponer que no quorw imponeros Quedos y señores que
ejerciesen en ellos toda clasa de djoutiuio sjn 4arles toda su protec-
ción. ¿Esas!, Monseñor?»
S. M. ha querido lo uno y lo otro, U qojgAegtf el duque.
—En ese caso, repuso la actriz, vengo á demandar vuestra protec-
ción. Ese miserable de Freron en su última número ha hecho de mi
un retrato infame y calumnioso, atacándole con mentiras y urdien
do contra mí un lytfo de iniquidades,—
— Acabo de leer el número á que baceis referencia, y no veo quo
qd él se os aluda, señora.—
Al oír estas palabras, dictadas por la mas crédula buena fé, ó tal
vez por la mas refinada ironía, la actriz quedó confundida; pero so-
brepujándose á si misma repuso:
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M EOtOFA #S1
Ya comprendo» Mooselior, q«m no nombrándome, puedo hacerme
i* ilusión deque no se trata de mi. Sé también, que al quejarme, doy
4 mis enemigos «el derecho de ensatarse nuevamente, diciendo, que
una Tez que me reconozco en el retrato, me confieso culpable de cuan-
tas infamias me acusa ese loco pérfido; pero sin embargo, no desisto,
Monsefler, le acuso como calumniador y os pido venganza.—
— Ta sabéis, hermosa mia, cuanto me intereso por vos, y que mi
estimación es superior á cnanto mal de vos se quiera decir; pero
siento que tos (al importancia á una bagatela, -
— Señor Duque: cuando se ataca i mi honor oomo intger; cuando
eee miserable saca de nuevo á taz el terrible líbete* que ha sido causa
de la desgracia de toda mi vida; coando me envilece á les ojos de to-
dos, y me insulta cobardemente, ¿queréis que me «rea demasiado sus-
eefftiMe y lo lene par «na nifieria?
¡En qué momento, ese reptil venenoso vierte su ponzofia sobre mi!
Ciando mas necesaria es para los artistas la rehabilitación que
con lauto empelo solicite; cuando aspira á entrar en contacto con la
sociedad, por medio de la vil calumnia me deshonra pintándome o»»
mo una mujer impura, para qne la sociedad entera me rechace de
su seno.
Bu «na palabra; redado vwsfc-á justicia, Moneeior.—
—No os la niego, amiga mia, puesto que tanto interés mostráis;
pero creo <jw el desprecio sotomeote debería ser vuestra venganza.—
—¿Irá Preron á Ftr-L'Evéqoe?—
—Ya fca estado una vez, pero fué par motivo mas grave. El honor
de un ministro.. .—
—¿V meis que al mió valga Meaos?—
— [Oo mio&rol...—
—Se «acaevha en todas partes, Monseñor, y otra Clairon tarda-
ras largo tiempo en encontrarla. Concluyanlas; si en el tiempo que
m neo. si la para espedir tas ordenen, no se encierra á F reren en For-
L'Bvéque...—
— ¿Q«é harnirf—
—Me retiro cM teatro.—
— Eío es imposible*— fistais loca.— No haréis semejante cosa. —
(Miniad el compromiso ea que nos ▼eriamas. —
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US PfUSfONKS
— Pensad vos en la injuria que se me ba hecho.—
— El Teatro de la Comedia no puede marchar si vos salis de él.—
— Os aseguro que no saldré de este sitio sin una orden de encierro
para Freron. —
— Pensad. —
—Nada tengo que añadir, sino que para obrar contra nosotros,
pobres actores, no sois tan indecisos. —
—Yo no puedo usar de estas órdenes mas que contra los actores.—
Calmaos, señora; cualquiera os creería capaz de cumplir vuestra
amenaza; ¿seriáis capaz de abandonarnos? —
—En este mismo instante, si no me dais la orden que solicito.—
—Pues bien; voy á escribir al duque de la Urillere. —
— Yo llevaré la carta.—
—Desconfiáis sin razón. Ya sabéis que bago cuanto se os pone
en la cabeza.—
El duque de Duras escribió apresuradamente la carta , que la se-
fiorila Clairon le arrebató de las manos , y que ella se apresuró á
mandar á su deslino.
Pocos momentos después, entraba la señorita Clairon triunfante y
orgu llosa en la Comedia Francesa , donde anunció oficialmente el
buen resultado de su empresa. Al propio tiempo que esto sucedía,
recibía Freron la noticia del peligro que le amenazaba.
Según hemos manifestado , Freron carecía de amigos ; pero en
cambio tenia á su disposición á multitud de personas que le temían,
y por lo tanto se hallaban á su servicio, sin mas retribución por ello
que el no ocuparse de ellas en el año literario.
Habiendo recurrido & las mencionadas personas, pudo por su me-
diación contrapesar el crédito de la actriz, obteniendo se aplazase su
prisión, por estar en cama atacado de la gota, sin poder moverse.
Durante este intervalo, ambos partidos volvieron k renovar sus
gestiones ; los unos para que se cumpliese la orden de prisión, y los
otros para lograr que se revocase.
Los escritores, por espíritu de corporación» se afiliaron al partido
del periodista, influyendo poderosamente contra la actriz.
Leemos en las Memorias secreta*: c Toda la prensa unida á la li -
teratura protestó contra semejante medida, por razón de que la co-
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■anida faina del teatro, maque perfectamente pareatáa** pi retrato»
do era nombrada. »
Eotre ellos, el abale de Votseoen escribió ' al duque de Darás una
tarta muy sentida, en la que pedia la gracia de Freron, y á la eoal
contestó el duque, qoe era la única cosa que creía deber rebasarle;
y q«e et perdoa solo se podia conceder á instancia de la se Gorila
Cüairoa.
Inmediatamente escribió el duqae á la actriz, participándola lo
ocurrido, diciéndola: «Me acosasteis de tomar con demasiada frial-
dad vuestros negocios ; poro juzgo qoe por mi proceder , veréis que
be ido mas tejos de lo qoe os podíais imaginar. A vuestra disposi-
ción se baila la saerte de ese tan mortal enemigo, y si guslais pedéis
perdonarle. »
Freron, por su parte, contestó á su amigo en vista de la determi*
nación del doqne: «Prefiero que me lleven á trabajar á tas cantoras. *
La cosa estaba decidida , y á su restablecimiento, que se hallaba
próximo, debia ir Freron á For l'Eveque, coando á fuerza de tocar
todos los resortes imaginables, concluyó por interesará la reina en su
favor.
Oscurecida y aira olvidada esta, por la conducta que observa!»
fu marido, rara vez hacia «o de su crédito.
Ignoramos la razón por la cual quiso en esta ocasión usar de d.
Coaatas veces interponía S. M. su valimiento en 4avor de alguna
persona, ai las queridas de Luis XIV no se oponían , se apresuraba
el rey á acceder á sos deseos.
Temerosa esta vez de que, tratándose de una actriz, no faese su
influjo bastante poderoso para con sn marido, se dirigió al duque 4e
Gboiseol pidiéndole qoe perdonase á Freron.
Bl ministro no tenia interés en negársela, y la orden de arresto
quedó ramada en A instante.
Al recibir esla noticia la sefiori (a Glairon, altamente ofendida, es*
cribió una carta á los señores gentiles-hombres de cámara , en la
cual ponia *»n ejecución la amenaza que hizo á Mr. de Doras, solici-
tando retirarse de la escena.
«Os ruego, se flores, tengáis la bondad de manifestar 4 S. M. el pro-
fundo sentimiento qoe me aqueja de qne mi pobre talento no aea ya
tomo n SI
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m msioifts
de >n real agrado. Al meóos tengo el derecho de creerlo asi , pues
consiente%e]rae insulte impunemente. »
No tardó esta caria en llegar á conocimiento del rey, el cual, sin
informarse mas que por el rumor que había llegado á su noticia
acerca de lo sucedido, encargó á Mr. Choiseul que lo arreglase.
Este ministro, por su parte, mandó llamar á la señorita Cl ai ron á
su despacho, procurando hacer que desistiese de su empeño ; pero la
actriz contestó que jamás accedería, reprochando al ministro porque
no habia castigado á Freron.
En tal estado de cosas , y picado altamente en su amor propio
Mr. Ghoiseul de que una actriz no hubiese accedido á su indicación,
la dijo :
«Señorita, vos y yo actuamos cada cual sobre nuestro teatro; p&~
ro con la diferencia de que vos escogéis vuestros papeles y siempre
os veis aplaudida del público , y no hay mas que un corto número
de personas de mal gusto , como ese desgraciado Freron , que se
resista á admiraros.
Yo, al contrario, me veo frecuentemente obligado á hacer papeles
harto desagradables, y por mas que ponga toda la buena voluntad de
que soy capaz, me critican, me condenan, me silban, sacan partido
de mi, y sin embargo no doy mi dimisión.
Inmolemos ambos á dos nuestros resentimientos en las aras de la
patria, y sirvámosla del mejor modo posible , cada cual en nuestro
estado relativo ; y puesto que S. M. la reina ha perdonado , debéis
vos por vuestra parte hacer lo mismo, imitando á tan alta persona. »
Semejante salida indignó de tal modo á la actriz, que, sin contestar
ni una sola palabra, salió inmediatamente de casa del ministro.
A su llegada al Teatro de la Comedia, contó á sus compañeros
cuanto acababa de pasar, y del modo que el ministro la habia tratado.
Las primeras partes se decidieron en el acto en favor suyo, y mani-
festaron al duque de Duras, que se hallaba presente en la escena, que
todos se retirarían del teatro si la señorita Glairon no obtenía la de-
bida satisfacción por el ultraje que de Freron habia recibido.
Asustado el duque de Duras con semejante amenaza, pasó inmedia-
tamente á casa del duque de la Drillere á darle parte de lo que ocurría.
El primer ministro de París , que frecuentemente habia tratado
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DI EOftOfA 191
ooq los actores, participó del fundado tenor de Mr. Doras, y ambos
acordaron uoir gas esfuerzos para detener el tremendo golpe que
amenazaba i la Comedia Francesa , cosa la mas importante para la
nobleza de París en aquella época.
Imposible les Toé obtener resultado alguno.
El único paliativo que se pudo adoptar fué hacer que el ministro
diese un plazo para resolver, tratando de potencia á potencia con los
actores.
Durante este tiempo, partidarios y enemigos de la señorita Clairon
continuaron engaitándose mes y mas, combatiendo con un encarniza-
miento sin igual.
Garrick , famoso actor inglés , que, al debutar la sefioríla Clairon
predijo su claro talento; al sabar la guerra que se la hacia, mandó
grabar un medallón que distribuyó en todo París.
Dicho medallón representaba la imagen de la actriz con todos los
atributos de la tragedia, y apoyando uno de sos brazos sobre ana
pila de libros, en cuyo lomo se leian tos nombres de Hacine, Cornei-
He, Crebillon, Vollaire, etc., y Melpómenela coronaba.
Debajo habia la siguiente inscripción:
« Profecía cumplida. »
A loa pocos dias de conocerse en París eite grabado, se instituyó
la orden del medallón, y profusión d* medallas fueron grabadas,
que sus partidarios llevaban en el ojal, cual si fuese una condecoración.
Los caballeros do la nueva orden no tenían reparo en ostentarla
hasta en la misma corte, y las mas locas demostraciones se hacían
cada d:a, llegando hasta el extremo de ser la cuestión del escritor y
de la actriz el negocio de mas importancia de la época.
El duque de Id Urillere escribía entonces : « El asunto es de tal im-
portancia, que hace largo liempo no ¿e ha agitado otro semejante en la
corle ; y que á pesar del profundo respeto con que acataba las órde-
nes de la reina, dudaba de si seria preciso desestimarlas para obede-
cer 4 la del rey. »
La carta del duque de la Urillere era del 24 de febrero.
Desda el dia 1 2 del mismo mes, la señorita Clairon habia obtenido
un nuevo triunfo con la creación do la nueva tragedia de Mr. Du Be-
Hoy, titulada El sitio de Calais
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El' autor dtebia «dudablemente se triunfo á te actriz , te cual *&
había declarado protectora suya.
Anteriormente, eo 1762, hizo también aceptar y representar en la
Comedia Francesa la Zelmira, tragedia en 5 acto*, (fue el mwmo au-
tor habia escrito, y que también habia sido muy aplaudida.
Da Belloy, halagado por los triunfos escénicos, habia abandonado
eMoro, su carrera primitiva, para hacerse actor, según consejo do
Lekain, su amigo.
Pfrco tiempo después, sintiéndose capai de escribir comedias, ¿tejó
de representarla».
Protegido por la seflorila Clairon, cuyos proyectos y talento habia.
comprendido mejor que otro alguno, se dedicó á secundarlos orm au
fecaada pluma é ingenio. En cambio la actriz le habia allanado «an-
tas dificultades puede hallar un autor novel en el teatro, haciéndose*
la patrena de Et sitio de Calai*.
Animado por los consejos de la actriz ; unidos para la direeoton de
escena, autor y artistas babian obtenido un triunfe, cuyo* ejemplos
son raros en los anales teatrales.
Además de las bellezas que encerraba esta obra dramática y del
perfecto desempeño por parte de los actores, había en ella nn pode-
roso elemento puesto en juego, y era la lucha entre la Inglaterra y
la Francia , en provecho del patriotismo de la segunda.
Sensible es confesar en nuestra época que la obra k que aludimos y
que se representó en Versalles delante de la corte , tuviese por prin-
cipal efecto y mérito el va cüado ante».
Entonces, »i el pueblo estaba sujeto, al meno» se te permitía y aun
ge le animaba al entusiasmo nacional y patriótico , sin temor que los
ecos llegasen á deportar la susceptibilidad do nuestros vecinos de
ultramar.
Tal foé el entusiasmo en la corte por los actores y por el autor, que
eV duque de Brisar dijo k Brizard: «Podrás hallarte indispuesto
siempre que te acomode, en la persuasión de que yo desempeñaré tu
papel.»
El duque de Ayeu únicamente criticó esta obra, y respondió al
rey cuando le dijo que no era buen francés el que no gustaba de
aquella tragedia: «Por mi vida, setter, yo me alegraría deque lo*
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DB IÜHOPA. ISO*
versos de esta cbra fnesen tan buenos franceses como m senador
deV. M»
La sefiorita Clairon, Lekata, Mole y Brisard, principales actores ea
la tragedia citada, habían sido festejados y obsequiados á porfía leci-
biendo mil cumplimientos del rey y de la corte entera; y como todos
eran del partido de la sefloríta Clairoo, creyeron con algún f anda-
meato fue el negocio de su interés , que entonces se agitaba, se vol-
vería en favor suyo.
Alprvnos dms despnes se recibió una real orden para dar gratis al
pueblo una representación de El sitio de Calais, y el pueblo entu-
siasmad* había recibido, á los actores y la pieza con fanatismo,
gritando ¡Vina el Rey y Mr. Da Befloyl y cuando la señorita Clairon
salió, terminada la primera obra , á echar monedas al público se-
gun costumbre, la habían acogido gritando ¡Viva Clairon! ¡Viva
nuestra gran actriz!*
Al retirarse de la esc na la setisrita Clairon aquel la noche, entró lie*
na de esperaaaa y de alegría, por ser la vez primera que en el teatro
sa habían proferida semejantes aclamaciones.
El duque de Duras escogió el momento en que había mas perso-
nas en el foyer para entregar áDu Belloy, de parte del rey, úname-
dalla dramática aculada hacia tres años , para darse en premio al
autor ée la pieía mas notable.
El sitio de Calais habia sido la agraciada.
Este regalo iba acompasado de una letra de cambio de mil escu-
dos, y de cartas de la villa de Calais, concediendo á Du Belloy el
titula de ciudadano.
La mayor alegria y felicidad se retrataban en el semblante del
autor ; pero en medio de su entusiasmo, no olvidó el reconocimiento
y gratitud, y arrodillándose delante de la seáorita Clairon % la dijo:
«A vos, sefora, os debo tantos honores; permitidme que los pon-
ga á vuestros pies. »
La sefiorita Clairon levantándole, le contestó:
«Ayudadme en la gran obra de regeneración que he emprendido*
y á mi vez os será yo deudora de toda la felicidad que puede encer-
rar mi alma.
Dedarad públicamente qae saUs da nnestraa filas ; qua también
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4*4 WIS10NES
vos habéis sido actor, y cooperad á la rehabilitación de vuestros ca-
ntaradas asi como habéis sabido vos rehabilitaros. Que sea adoptada
la Academia de Declamación, que Preron sea castigado por sus in-
famias, y nuestro triunfo equivaldrá al que tan noble y dignamente
habéis alcanzado.»
—«Os juro consagrar toda mi vida á tan noble y digno objeto, la
contestó Du Balíoy ; siempre me hallareis á vuestro lado dispuesto &
combatir.»
Tan diversas y favorables circunstancias parecía que debieran
apresurar el feliz resultado que esperaba la so Gorila Clairon, cuando
una última circunstancia vino aecharlo todp por tierra, conducían-
dota ¿ For l'Eveque en lugar de Freron, á quien ella quería hacer
encerrar.
Entre los comediantes franceses habia un actor bastante mediano
llamado Dubois , el cual había llegado & formar parle de la com-
pañía, gracias á las intrigas y empeños de su hija, joven, galante y
linda muchacha, que por exceso de amor filial se habia hecho la que-
rida del duque de Fronsac, hijo del mariscal de Richelieu, que ya
ejercía el cargo de su padre en vida.
Esta joven, tan amante de su padre, habia hasta entonces podido
mantenerle en la parle que se conoce en Francia bajo el nomine de
gran utilidad, ó súplelo todo, y que en el argot de entre bastidores
se llama tapa agujeros , nombre mucho mas significativo que el
otro.
El consentimiento que Dubois daba á la causa que motivaba su
empleo en el teatro, daba clara muestra de lo que tal hombre podia
ser.
A esta desfavorable condición unia la de tener una conducta de*
(estable, que por fin le acarreó una enfermedad bastante grave.
Puesto en manos de un médico inteligente, logró restablecer su
salud, pero coando este llegó á reclamar sus honorarios, Dubois se
hizo el sordo, pretendiendo como pretexto de que le habia pagado
ya, haberle dado cantidades á cuenla.
En vista de semejante contestación, el médico le citó ante los tribu-
nales. Llegó el caso de citación, y Dubois compareció sosteniendo lo
ya expuesto por él, pero sin determinar ni las cantidades que habia
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DBBUROFA. 495
pagado, oi las fechas en que lo había verificado, pidiendo se le dis-
pensase del juramento.
El médico, por su parte, no queriendo verse privado de su haber,
escribió una memoria ea la que probaba en cierto modo que el deu-
dor menlia, y le acusaba al propio tiempo de contradicción , pues ni
probaba !as cantidades que había dado á cuenta, ni estaba pronto
tampoco á jurar que había satisfecho ya su deuda.
Esta memoria, esparcida con profusión en lodo Parts, produjo un
efecto terrible en contra de los comediantes, pues también afiadia el
médico en ella que, en calidad de comediante, el señor Dubois no po-
día prestar juramento.
Los periodistas y publicistas de la época acogieron este escrito
con cuanto sarcasmo es posible imaginar en contra de los actores y
de la Comedia Francesa , tratando el honor de los artislas como al
humor de Polichmella , y que el honor no crecía como las uñas , y
puesto que largo tiempo hacia que le habian perdido los comedian*
tes, era cosa extremadamente difícil que lo pudiesen encontrar. La
señorita C 'airón y sus compafieros, que esperaban con mayor ansie-
dad que nunca el buen resultado de su solicitud , calcularon desde
liego las consecuencias de este mal, y hasta adonde les podía con-
ducir.
La cuestión de ser admitido un cómico á prestar juramento ha-
bría sido resuella en su favor, pero no convenia resolver esla cues-
tión, y mucho menos aun , tratándose de Dubois , persona conocida
por su mala conducta y peores antecedentes.
Por consiguiente se resolvió, á fin de contener el escándalo, rogar
á los gea tiles- hombres de cámara les ilustrasen en este asunto ; pues
si Dubois debia aparecer ante el tribunal como perjuro, era mas
conveniente el abandonarle, y con él á su causa, antes de tiempo, ó
bien, en caso contrario, sostenerle con todo su valer é influencias.
La señorita Clairon fué la persona encargada de presentar este es-
crito á los gentiles-hombres de cámara de servicio.
El comisionado por estos, en aquella semana, era el mariscal de
Hchetieu.
Este la oyó con la indiferencia de un hombre gastado ya en toda
dase de asuntos, y negándose á amelarse en cosa alguna, ladijeqne
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196 PRIMORES
era negocio ie personas de poco valer, y que valía mas dejar á loa
comediantes que lavasen en familia sus trapillos.
La sefiorita Cía i ron, satisfecha con semejante contestación, se dio
prisa en reunir á sus compañeros, anunciándoles que se hallaban en
el caso de proceder como mejor les pareciese.
No contenta con so parecer, suplicó al duque de Duras que presi-
diese la reunión, 4 la cual debia indispensablemente asistir Dubois.
El dia y hora prefijada se presentó Dubois aeompafiado de un ca-
ntarada suyo como testigo, y ambos sostuvieron, el uno, que habla
dado el dinero, y el otro, que lo había visto entregar, jurándolo so-
lemnemente ; pero pocos dias después se desdijeron de ello.
De allí á pocos dias fueron citados de nuevo á comparecer ante sus
compañeros, y fueron de nuevo convictos y confesos de perjurio y de
fals» juramento.
Indignados tos>aetera del modo de proceder de sus malos cama-
radas, por unanimidad resolvieron despedirlos de la compafiia, di*
rigiendo en el acto esta deliberación definitiva á los gentiles-hom*
bres de cámara, los cuales expidieron las reales órdenes oportunas al
efecto.
Al recibir Dubois semejante noticia, alarmado justamente, recur-
rió á su hija para hacer que revocase la sentencia dada, por cuantos
medios estuviesen á su alcance.
Entre las causas que se le achacaban, Dubois establecía «na dife-
rencia digna de anotarse, según se verá.
Su hija, como era natural, se resintió vivamente de la i nj aria he-
cha á su padre, y se apresuró, como era justo, á darle nuevas prue-
bas de respeto y amor filial.
Inmediatamente se presentó en casa de su amante é doque de
Fronsac, y le pidió una reparación ruidosa.
Contrariado el duque por la decisión de su padre y por las órde-
nes que al propio tiempo se expedían, dado al pronto, concretándose
á calmar á su querida.
La señorita Dvbois, coqueta experimentada, eonocia toda la fuerza
y poder que ejercía sobre su amante , libertino novel , é inmfió,
mandó y concluyó por decirle : qoe si el duque de Pronsac no era
«bastante poderoso para obtener fa qne «on tanta anhelo (deseaba , ¿e
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1>B fcUOML 1.^
dirigiría á otro gentil-hombre de cámara, que babia desechada por ét.
El amor propio, aun mas que los celos, fué mas activo agente en el
corazón del joven arisiócraU, y cayó á los [Jes de su querida jurán-
dola que la adoraba, y que baria cuanto estuviese en su poder para
obtener la reparación exigida.
La sefiorila Dubois, conocedora del mundo y de los hombres , le
contestó majestuosamente que hasta nueva orden no volviese á pa-
recer por su casa sin llevarla la reparación pedida ; á lo cual respon-
dió el duque, sumamente compungido, qoe le parecía esta condición
injusta y cruel.—
— cNoestros enemigos invocan contra nosotros el pundonor, señor
duque, yo también invoco en mi favor el vuestro; ya que sin público
desdoro no podéis ser el amante público de la hija de un hombre
deshonrado. » —
T desprendiéndose de entre sus brazos, se fué á su casa, dando
inmediatamente la orden de que no se recibiese á nadie, escepto á eu
respetable padre.
La sefiorila Dubois había elegido el mejor medio para conseguir su
objeto apresurando su solución.
Si bien es cierto <joe el padre y la hija Dubois se entendían per*
ledamente respecto al desorden y mala vida, también lo es que el
duque de Richelieu y su hijo estaban aun mas acordes en lo relativo
á inmoralidad.
El vetusto mariscal, al oir hablar á su hijo de la cólera de la se-
fiorila Dubois, temeroso de la venganza con qoe le había amenazado,
no pudo menos de sonreírse. También era gentil-hombre de cámara
de los mas influyentes, y no habia renunciado aun, á pesar de so edad
avanzada, al libertinaje.
Sin pretender suplantar á su hijo en esta circunstancia, le prome-
tió francamente lodo su apoyo á fin de reconciliarle con su que-
rida.
Esto, sin embargo, no satisfizo del todo al duque de Fronsac, y
por otro lado, impaciente por poder penetrar en el gabinete de su
querida, creyó deber presentarse aquella misma noche en el teatro de
la Comedia Francesa, con el objeto de conferenciar con los demás gen-
tiWhombres da cámara, poniéndolos de parte suya, excepto al duque
vottou is
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111 MMSIOffBS
deDutts, «1 cnal'ítgrtióíteBdo M & la atotítafl to ta^dr¡la€Mnm.
Enterada por la voz pública esta de cuánto (Asaba, no fte descuidó
tampoco de reunir á todos sus protectores y amigos.
Varias escaramuzas tuvieron efecto durante aquellos dras, siu que
ofreciesen ventaja notable á una ni á la otra parte.
Multitud de escritos en favor de unos y de otros vieron la luz pú-
blica, y era el asuolo que estaba pdr entonces mas tn boga, tanto en
París cotilo* en la misma corte, ocupándose también <en él S. M. el rey
Luis XIV, y por último, qtfedó ootoo olvidado el asunto ttlativo á
Freron.
Los •aétóres y laiseBOrim ClaironWtabttn én su derecho.
La cuesiicta de ratón, «y aun de legalidad, s^gtm la primitiva <teci-
4ion<del(ttbqtié ^e RteheWeo, tes 'era íavdhibte, «sí eotto también el
segundo acuerdo y sentencia dada por el duque de -Bnfts *, ptíflo la
^efloriia Cfairtm hábia 'pasado ya la primera juventud, *y por (o tfcnlo
testaba 'adherida Men gran modo á su sefior^uflO y'al'cahaltero dfe 'Viti-
belle, que deseaba casarse con ella.
En la reforma qtoe'intóbirta, para lucbdUan ventaja, se babia
rodeado mas bien de admiradores y dejttrtitisfrito, \que Hb adora Jofts.
La señorita Dubois era jóVén, cotjtiéla é incitánfe ; bdemfo, queri-
da del fcOMibfe Mas libertino de ftancto, déspues(dé su padre, 7 por
consiguiente eran acérrimos partidarios fciíytw todos *te fceitfiles*
hombres mas libertinos de la época.
Luis XfV'tira rey, y Ib señóte Dubarri su favorito. La causa de la
«feficírifa Ctefrtwera porlo fefetodMrsa pérdida, porsenflfctey juate,
cuanto repugnadle^ inmoral la de la teefiof ita Dubois.
fista debía salfr triunfante.
Al cabo de pocos días, el duque de Fromtocpado |ton4iter<&i el
-apartamento (de tío ¿futrida para Itevaria personalmente tfna orden del
Hey pttra<sü padre, á fin de ^que se volviese á encargar dW ptípél dfe
Mauny que había creado en El sitio de Calais f y que se habia ofetii*-
do á Beltecour durante la expresada contienda
Este golpe de estado aterró á los comediantes.
Al llegar á su noticia se reunieron todos^ presentándose en ¿asa'de
la señorita Clairtft paca decidir lo que deberían tocar.
fil foulfedb de erta sesión artística' (toé acortar que'tflgunte de
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Dft «AUPA. 199
e§treel»pfi se presentasen,^ dufjne de Darás, su protectonen aquella
lacha, á fio de interesarle para que interpusiese todo su valimiento
y regarle qie sostuviese su causa,
«Los diputados , dice Collé eo sus Memorias* después de haber
fastidiado á monsefioj* duran e hora y media , volvieron asa sanado,
sio mas respuesta que los aignilicajivos gestos de monseñor , con los.
cuales se concretó á manifestar que estaba sumamente incomodado
de que le iocomodasen, y que solo les podía decir que era de todo
pantp indispensable obedecer y callar.»
— ¡También él nos abandona! exclamó la señorita Clairon.
Pues bien, combatiremos sin su apoyo. Es preciso de todo punto
mantener firme nuestra resolución.
Duboi* es un canalla al pretender que nosotros volvamos, k traba-
jar con él. Esto seria igualarnos, & él en vileía* y deshonor, y estoy
bien segura de que entre nosotros no hay uno siquiera que quiera
rebajarse hasta tal extaenp.—
—Asi es, exclamó Lekain. Respecto á este pqnto, estamos todos
abordes.—
—Pero, y si de real órdeB entw entre baslidoi$s, ¿qué haremos?
dijo Dauberbal.—
—Si no podamos echarle, volveremos todos la espalda cuando se
vos acerque, sin dirigirle la palabra ni volverle contestación. —
—¡Muy bien I repuso Mole.
— ¿Y si viene á nuestras reuniones? —
— Todps nos levantaremos. Los hombres honrados deben huir de
qn bpbon, como si frese de un hombre contaminado por la peste.—
— ¿Pero, y si de real orden se nos manda trabajar coa él?—
—¡Desobedeceremos!
K esta pa'abra, pronunciada por la sefioríta Clairon con la energía
de una rera, siguió un. momento de duda y de angustioso silencio.
Los aderes, acostumbrados á la mas estricta disciplina y á obede-
cer como soldados pasivamente, no pudieron menos de calcular las
consecuencia* de semejante determinación, desobedeciendo por ella á
una orden de procedencia tan elevada como lo era , emanando dfj
yÚBPW rey de Francia, y mas aun, ppiuémdose en abierta y notoria
Offmcm om.H público, soberano sefion. .
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noo msioras
Comprendiendo la señorita Glairon la lucha que se agitaba en el
ánimo de sos compañeros, repuso:
— ¿Y qué? ¿Precisamente en el momento en que lan próximos nos
hallamos á alcanzar nuestra rehabilitación , esa rehabilitación lan
deseada y que tantas penas y disgustos nos habrá costado, hemos de
retroceder ante el último esfuerzo que debe decidir la tremenda lucha
fxi favor nuestro? Se nos trata de semejante manera porque nosotros
mismos nos hemos constituido en esclavos y servidores de la gran-
deza de Francia y del público; y como á entes degradados , se cree
justo dber negarnos el derecho de prestar juramento en fé pública,
asimilándonos á los seres mas viles de la sociedad.
Debemos respeto y consideración á S. M. y al público, pero al te-
nor la obligación de consagrarles todos nuestros desvelos , no hemos
contraído la de sacrificarles hasta nuestro mismo honor.
La cuestión de que ahora se trata, no es de la obediencia á órde-
nes injustas, sino de puro amor propio respectivo al hombre, y no al
actor. Proceded como ciudadanos dignos y honrados si queréis que se
os trate como á tales, y haréis ver á la sociedad entera que bajo los
trajes y disfraces que usáis para divertirles y para ilustrarlos, exis-
ten rostros d> hombres á quienes la vergüenza puede hacer sonrojar.
El público está ya demasiado instruido del negocio que nos ocupa,
y espera con ansia vuestra decisión. Mejor dicho : espera de vosotros
un acó de bajeza y de cobardía; moslradle que sois sus iguales por
un acto digno y valeroso.
Nuesira negativa no deberá asombrarle; mas tarde conocerá los
motivos, y los sabrá apreciar justamente. Estáis llamados , amigos
mios, k ser los primaros que corten el tremando nudo de las preocu-
paciones sociales. Por mi parle, declaro solemnemente que no habrá
pod«*r humano capaz de hacerme reconocer por compañero á Dubois;
y si llegase el caso de que se anunciase función en la que debiera ac-
tuar conmigo, no trabajaré en modo alguno.» —
— En semejante caso tampoco oí abandonaré, repuso Lekain ; se-
guiré vuestro ejemplo, como igualmente todos nuestros cantara-
das.
Vuestras palabras han acabado de decidirnos ; y en el acto mismo
prestamos todos juramento formal de imitar vuestro noble ejemplo,
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DEBUROtA. 501
y podéis estar bien segara de quesera mas verdadero y sincero que
el del perjuro Dobois. —
— jSf , lo juramos! contestaron todos; y después de haberse felici-
tado mutuamente por la decisión que acababan de adoptar, se sepa-
raron, dejando á lá señorita Glairon feliz y satisfecha de su triunfo
en perspectiva.
El siguiente día, 15 de abril, se anunció El sitio de Calais.
Toaos los actores que lomaban parte en la obra , Lekain, Dauber-
val, Mole, Brizard y la señorita Glairon, se reunieron por la lardeen
el teatro con el objeto de preguntar al director de escena ó autor,
quien de los dos ejecutaba el papel de Mauny, si Bellecour ó Dubois,
á lo cual se les contestó mostrándoles una orden del rey, en que se
disponía volviese Dobois á encargarse de su papel.
A semejante contestación, to Jos los actores, uoo después de otro,
fueron devolviendo sus papeles, declarando que no querían trabajar
con él, y que se retiraban.
La hora de empelar el espectáculo se acercaba. La concurrencia
era numerosa, pues el éxito te la obra era cada dia mayor.
Grande era el compromiso del autor, y mayor aun por hallarse
ausentes los señores gentiles- hombres de cámara , no atreviéndose á
disponer cosa alguna en vista de la numerosa concurrencia que lie*
naba todas las localidades del teatro.
No tardó el reloj en marcar la hora de empezar , y los gritos de
impaciencia que el público soberano lanzaba iban cada vez en au-
mento.
Todos los demás actores que no se habían negado á trabajar , es-
taban vestidos y dispuestos, aunque en la mayor ansiedad, y no sa-
biendo á qué atenerse faltando sus superiores.
Solo Dubois, vestido con su (raje de Mauny, se paseaba tranqui-
lamente por el escenario, oyendo las maldiciones de sus compañeros,
á las cuates formaban coro los gritos desaforados del público im-
paciente.
Tanto él como su hija eran sabedores anticipadamente de) tumul-
to que debia efectuarse en la platea.
En estas circunstancias, llegó al teatro el duque de Biron, general
de la Guardia Francesa, que si bien no era gentil-hombre de cama*
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m msKms
ra , sus soldada* daba» la gmmlia tqqella wche en el («tro.
Los actores, que deseaban encontrar alguna. peraoitt&JaiWaA aflp*
gerse, le rodearon al instante para consultarle.
Deseoso el duque de que el tumulto cesase cuanJo¡ ante» , acpnsvjó
i loa actores que ofreciesen al público otro espectáculo
En cumplimiento de su deber, el señor Bouretle, autw del teatro,
se adelantó al proscenio para dar coqocimieatQ al público d^ lo que
ocurría, diciendo:
t Señores ; estamos desolados...., n-r
—*Mtnos desolación, y mas Sitio de. Calais, contestó un circijns-
taa!e.
¡El sitio de Calais! gritaron; por todas partes, sin que durmtacinoo
minutos pudiese el buen Bourettebaceve oir: bastan que aprovocfeaii-
do un momento de silencio forzoso, participó, al público que. por ají-
senoia de ais caparadaat no se podia representar la obra aiw>cjftda,
viéndose precisados á suplantar El sitio de Qalais , dandot en su lur
gar El Jugado*.
Los gritos y los silbidos estallaron, entonces con* mftyon faema por
todas parles, ¡Mole, Brizará, LeJcain y Dauberval á ForAk Eveque, y
Fretillon á los inválidos! con este nombre designaba* á la sefiojrilft
Glairoo.
La guardia estuvo ya á punto de servirse de las amas paw hacer
desalojar al público» poro el duque do Biron les dio por orden; qu,e.no
se mezclasen en cosa alguna.
Viendo que no había medios de hacer callar al público, aconsejó,
de nuevo el duque á loe adores que levantasen el telón, y que diesen
principio k El Jugador , esperando sin dada que esta determinación
bastaría para acallar aquel motin ; pernea vano Previlley la* señora
Bellecour procuraron hablar en la primera escena.
Cada vez mas furioso el publico, renovó, sus gritos, y silbidos» y,^
parterre* eo. masa, levantado, amenazaba invadir el escenario.
Los actores se vieron entonces precisados á guarecerse enlrq, basr
tidores. Como medida de .precaución, el general Binw mandó át un
sargento de policía que saliese á maullan al público qiw se U», ¡H
proceder k devolverles; su dinero.
Poco satisfechos de sementé delermiesfiio», iolegtprQn re^püraev
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qtofo 4e#geárttisa, paco 'áf^ftte, lograron despojar eMaairo oooipUa-
mente.
Haití la d de personaste las que fcabtao dado óiden á sen cocheros
para que lee fuesen á tascar concluido, el espectáculo, se vieron
obligadas á esperar en el peristilo largas horas, mientras al rededor
del teatro se iban formando grupos bastante considerables, Ocupan -
«toe en «orneo tar k insolencia de ios adores que de (al toodo se ha-
bían burlado del públido, pnerumptendo en voces injuriosas contra
ellos, del mismomodo que poco antes lo habían hecho dentwdel local.
Tal Jué el tauhado de lo ocurrido aquella noche, qae tardó
por cierto cortos mmente* en llegará noticia de la corte á Yersalles.
Varios de los sefores de ta corle salieron inipediaAemenle para
París, yendo unos á casa de la señorita Dubois , y los otros á
casa dcCtairon , qae, aparte de los gritos pronunciados contrasella
pagados por la Dabais, y del outl humor del público indiferente , vio
crecer considerablemente el número *de *us fwrtidaríos.
Al verse ufares db tan grande compromiso , Preville y au segundo
se fueron á casa del superintendente de policía Mt. Sarlioes, para
dartecaanta de lo ocurrido.
•Bate magistrado les fcüoipalente el sentimiento qae lena de terse
obligado á castigar semejante acto de desobediencia.
<Ptw? ¡lie, al salir <fc caaa del superintendente , corrió é avúar á
sos camaradas Lekain, Motó, Dauberval y Brizard de la delei*mina-
cm del ministro, y de cuan «urgente necesidad tenían de acollarse.
La sefiorita Clairoo, sin acceder á los ruegos de sus hmigos, et-
ptíó Ja tsÉapeatsU á pié firme y can énitíio tranquilo.
Cantado tkgó ata toba Previle, la encentró rodeada de su 4>ri^
liante corte como una reina.
Detrás de la butaca de la adrw,*d6 pié, sileheieeO'é inmóvil ^omo
ana estatua, estaba el señor ruso, concretándole 4 mirarla respetuosa
y tHtüuiesenwnte, mientras el caballero de Valbelle, dando el brazo
á Du Belloy, que saoeionaba con su presencia el anterior acto de re-
be Non, la hacia señas, para la mayar parte ininteligibles.
Uo grupo de oficiales, que parecía hallarse alii de servicio, iba y
tetia Jesde casa de 4a Ibfiorita Glairon huta «I Palaok) Real, pam
dar cuenta de todo lo que por aUá*rarria.
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Dichas noticias do eran lo mas satisfáctorías'para la cansa de
Clairoo, pues patentizaban el descontento del público.
Uno de los oficiales que acababan de llagar se permitió hacer á la
señorita Clairon algunas observaciones acerca de so resolución, cre-
yéndola peligrosa para la actriz, á lo cual contestó aquella:
—«Y Tosolros, señores, ¿no procederíais de igual modo en vuestro
regimiento? Si algún compañero hubiese cometido una bajeza, ¿no le
obligaríais á separarse de vuestra compañía?
Si la corte misma os quisiera obligar á que alternaseis con un in-
fame, ¿no presentaríais al instante vuestra dimisión?—
—Indudablemente, señora; pero no lo hartamos mundiade titio. »
En este momento entró Previlla, dando cuenta de la resolución de
Mr. Sartines.
La indignación que mostraron los circunstantes fué general.
La señorita Clairon solamente permaneció impasible y sin mani-
festar en su roslro sorpresa alguna.
—Ya me lo esperaba, contestó, y estoy decidida á sufrir las con-
secuencias, cualesquiera que sean.—
— Señora, dijo el señorVuso con la mayor sumisión, si me permi-
tís daros un consejo, me aU-everia á indicaros que escribieseis á
Mr. de Sartines, abandonando una causa que.. ..—
—¡Callad! le contestó la actriz, sin lomarse siquiera la molestia
de volverse hacia él.
El principe ruso volvió á ocupar su primitiva posición de perfecta
inmovilidad.
— Mi causa es justa, añadió la señorita Clairon. Jamás la abando-
naré , y vuelvo á jurar, que, aun sola, la defenderé por todos mis
compañeros, suceda lo que suceda. —
—¡Pero la prisión!... añadió Preville.—
— ¡Iréá laprisionl —
—Debo advertiros, que á estas horas Lekain y nuestros compañe-
ros habrán salido de París, huyendo de ella. —
— Señora, volvió á repetir el principe ruso inclinándose profun-
damente detrás del silloo ; ¡poseo un inmenso castillo , seis villas y
diez mil siervos en mi país ; seguidme á Rusia, y reinareis en mis
dominios como reináis en mi corazón!
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DB¡fiUftOFA. ra
— ¡Yohuirl dijo la señorita Clairoo; ¡hnir ante ata amenazal
¡ante una persecución qoe me honra!... {Jamás! T acojo coa entu-
siasmo las palabras Je los señores oficiales. Este es mi dio de sitio, y
do desampararé mis banderas.
El príocipe tqso bajó la cabeza en señal de perfecta sumisión, y
volvió á tomar su inmóvil y silenciosa postara.
—Además; hnir, sería declararme vencida, y aun no lo esíoy ; no
quiero estarlo. Confesaría tácitamente que he faltado , y creo por el
contrario estar en mi derecho.
En este momento, la nomerosa corte de la actriz se agrupó en tor*
no de ela admirándola, y jurando ser todos fieles á su causa.
Algunos de entre ellos la presentaron á la vista lo duro y penoso
de una forzosa cautividad. Otros la presentaban como peligrosísima
en su carrera la desgracia de incurrir en ei desagrado del soberano,
viendo por tal razón comprometido su porvenir.
Entre ellos hubo también algunos que la aconsejaron retirarse del
teatro casándose, puesto que el caballero de Vallbelle y e! principe
ruso la solicitaban con tal empeño.
En medio de semejante tumulto entró un lacayo con una carta que
decía ser urgentísima.
Rompió el nema , y exigiendo silencio de su numeroso auditorio,
leyó en alta voz lo que sigue:
«Hermosa ?efiora: acabamos de reunimos en consejo en casa de
el señor superintendente y ministro de la policía. No he podido evi-
tar el golpe que se os ha asestado, pero vos debéis y podéis evitarle.
Una sola palabra vuestra, diciendo que estáis pronta á trabajar en
unión de Dobois, lo arreglará todo. Yo, por mi parte, me encargo de
retener por algún tiempo las órdenes de prisión basta tanto que haya
recibido vuestra contestación, que espero sea lo roas pronto posible.
De otro modo, esperad ser presa cuando menos lo penséis.
Duque de Duras.
—Contestad al señor duque , dijo la señorita Clairoo, que le doy
mil gracias por el interés que me manifiesta , pero que nada tengo
qie contestar, y que espero.
T volviéndose hacia el sitio que ocupaba el principe, le dijo:
— Haced que nos sirvan la cena inmediatamente. Seria cesa muy
Toaon. 14
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4t* nmoims
triste por cierto, tener que ir i la «Artel sin cenar ; y si es la última
Tez que tengo la dicha 4e ver al rededor mió tan brillante reunión,
quiero al menos honrarme haciéndoos los honores de la casa digna-
mente.
A los pocos momentos de haberse retirado el principe , fué avi-
sada de que la ceoa estaba servida.
La cena, como era de suponer, fué en extremo alegre y divertida.
La señorita Clairon parecía querer olvidar ei golpe que la amena-
zaba, pero los convidados no pudieron menos de recordársele repe-
tidas veces , proponiéndola quedarse , haciéndola compañía hasta
tanto que llegasen á prenderla, ó al menos para tener, si era posible,
el gusto de escoltaría hasta la prisión.
—-Señores , ainguno de nosotros tiene derecho para poderse opo-
ner á las órdenes de S. M., pero todos jautos tenemos el de protestar
con nuestra presencia en esta casa de la medida adoptada contra la
señora que en tan alto grado posee nuestras mayores simpadas, como
perfecta dama, y como actriz admirable. Colocados á las portezue-
las de so carruaje, la acompañaremos basta tanto que se nos ordene
separarnos de ella.
Las palabras del autor de El sitio de Calais fueron acogidas con
entusiasmo.
Varios de los convidados se ausentaron instantáneamente para ir
en busca de otros amigos y partidarios de la señorita Clairon , ha-
ciendo de este modo la cempafiia tan numerosa, que apenas se cabia
en tas habitaciones de la célebre actriz.
Empezaba á rayar el dia, y aun estaban á la mesa los convidados
de la señorita Clairon.
Por indicación de la dueña de la casa , se pusieron mesas en el
gran salón, y la tertulia empezó entonces á jugar.
Orgullosa de su triunfo la señorita Clairon y por la constancia y
cariño de stts amigos, no cabia en si de puro gozo.
Pasados algunos instantes , y mientras sus tertulianos jugaban
trató de retirarse á su gabinete para descansar algunos momentos, lo
cual efectuó ocultamente ; pero cual fué su sorpresa al haHar á m
hombre sentado tranquilamente en n sillón, el cual, al vería entrar,
se levanté, saludándola corlesmenle.
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IlfartefcH
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M lUBOfA «07
— ¿Qué hueste aquí, caballero? le preguntó la señorita Clairoo.
¿De qoé modo os habéis introducido? —
—Mí oficio, seflsra, es penetrar en todas las parles en que se me
ordena, contestó el desconocido; en cnanto á lo qoe hago, ya lo veis,
•aflora mía, os espero con tanta impaciencia como oíanlos tienen la
dicha de penetrar en este santuario. Pero, os espero... para comuni-
caros las órdenes de) rey. —
— ¡Ah! ¡sois nn policial...—
— Señora, tengo ese honor, para serviros, si de tal mecreeis digno.—
— ¿Porqué no habéis entrado mi los salones, y delante de todos mis
convidados...
—Porque no he querido turbar vuestra alegría. Además, estaba
segure de que tarde ó temprano vendríais á este sitio. Do* horas mas
temprano ó mas tarde, el superintendente de policía sabrá tomar su
revancha.-*
--Os advierto, caballero, contestó la señorita» Glairon picada del
tono que tomaba el exento con ella, que os pagan para que me arres-
téis, pera no para que vengáis á divertirme con vuestras gra-
cias.—
—Señera, añadió el exente con tono enfático y serio; en virtud de
la presente carta de prisión que veis, voy á tener el honor de con-
duciros á Por l'Evéque, si es qué no leñéis empelo en desobedecer
las órdeoes de S. M.—
—Caballero, le dijo con tono de reina la señorita Glairon, estoy
pronta á obedecer; y decid á las personas que os envían, que S. M. el
rey tiene a) derecho de disponer de mi persona, de mis bienes, de mi
libertad y de mi vida, pero no de mi honor.
—Señora, añadió el exento inclinándose profundamente, decís
bien; al que no teme, el rey le hace libre.
— ¡losetate! gritó la señorita Clairon volviéndole la espalda y pre-
cipitándose en el salón, al cual la siguió el policía sin turbarse lo
mas mínimo.
—Caballeros, dijo á los concurrentes la señorita Clairon ; acaban
da prenden», y voy á ser conducida á Por l'Evéque.
Al oír estas palabras, se levantaron todos los convidados, y loa
primeros qaa se colocaron ai lado de la señorita Clairon fueron el
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S08 PRfSkhNKS
señor roso y el caballero de VaHbelfe, ofreciéndola simultáneamente
la mano.
— Mi carruaje os espera, dijo el principe, lanzando una mirada de
desconfianza al caballero.
— Me he inscrito el primero para tener el honor de acompañar á la
señora, y he hecho venir también mi carruaje , contestó Vallbelle.
—Nadie tiene aqoi tantos derechos como yo, repaso el ruso.
—Ante el infortunio de la señora, lodos los derechos son iguales,
señor mió, y los derechos qne yo...
—¿Qué tenéis que decir de vuestros derecho?, exclamó furioso el
principe...
—Que deben ceder á los mió», dijo el exento adelantándose al cea-
tro del salón tranquilamente y en medio de los dos rivales, cuya ce-
losa rabia estaba á punto de estallar.
La s ñora no irá á For l'Evéque ni en el coche del principe, ni en
el vuestro, y si en el fiacrc de la policía, que yo he Iraido expre-
samente.
— ¡Un fiacre!... ¡en ijn flacre!... exclamó la señora de Souvigny
llenando de besos las mejillas de la señorita Clairon.
—Caballero, dijo entonces la gran dama. Yo soy la esposa del In-
tendente de París, y espero que me permitiréis conducir á mi amiga
á For l'Evéque en mi carruaje.
—Acabo de ver vuestro carruaje á la puerta, repuso el policía; es
un vis-a-vis, y no caben en él mas que dos personas; como yo no
puedo separarme de mi prisionera, será muy difícil...
La señorita Clairon se sentará sobre mis rodillas, y vos iréis á
nuestro lado, si queréis, repuso la intendenta.—
— Señora, acepto tan noble compañia.
— Venid, venid, amiga mía. Quiero que sea público en lodo París
el testimonio de mi aprecio y estimación, Caballeros, seguidnos, si
gustáis.
— No os abandonaremos hasta For-l'Evéque, si nos rehusan la en-
trada, dijo Du BeHoy.
—¡Amigos mios! Vosotros convertís en un verdadero triunfo la
vergüenza y el desdoro que mis enemigos creían prepararme. Os doy
mi) gracias por esas demostraciones de aprecio que me llenan de or-
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di meta, Mt
gallo, y á tal precio quisiera que cada dia me condujesen á una pri-
sión. Caballero, dijo volviéndose al policía, estamos á vuestras ór-
denes.
Abriendo la marcha el exento, bajaron hasta el portalón, donde el
vis- a- vis déla señora de Souvigny los esperaba.
Dicha sefiora subió la primera, y tomando á la sefiorita CLiron
sobre sus rodillas, teniendo cuidado de hacer abrir antes las ven-
tanillas para ser vista de todo el mundo.— | A For-1'Evéquol— dijo á
su cochero.
—La presencia de espiritu es uno de los primaros dotes que deben
adornar á todo buen policía. Si me hubiese faltado, dijo este, ¿dónde
se hallariao en este momento el priocipe y Mr. de Vallbelle? ¿qué se-
ría de vos, sefiora?
Era el mismo exento que tuvo la comisión de prender á Freron.
El carruaje se puso en marcha, seguido de todos los tertulianos;
y esta larga fila que nada podía romper, atravesó de tal modo todo
París, hasta llegar á For-l'Evéqne, por medio de la muchedumbre
que á su paso se detenia, y á la cual gritaban los partidarios de la
actriz: tEs la sefiorita Glairoa á quien llevan á For-l'Evéque porque
no se ha querido deshonrar. »
Por fin llegaron á la puerta de la prisión, y apresurándose á apear-
se todos los caballeros que formaban la tertulia de Clairon, se aba-
lanzaron á ofrecerla su mano.
El principe ruso y Mr. de Vallbelle volvieron 4 encontrarse de
nuevo frente á frente; pero haciéndolos separar el agente de policía,
les dijo:
t Yo solo tengo ahora el derecho de dar la mano á la sefiorita Clai-
ron, pues me hallo en mis dominios, y nadie puede continuar acom-
pañándonos. Solo por medio de una orden del superintendente de po-
licía se podrá adquirir el derecho de atravesar estos umbrales.»
La sefiorita Clairon besó á la sefiora de Souvigny, y saludando con
la mano á sus numerosos amigos, entró triunfante en la prisión lla-
mada For-l'Evéque, cerrándose la puerta detrás de ella.
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m.
La señorita Clairon eo la prisión de For-PEvéque. — La sefiorila irooox eo casa de Mr.
Sartioes. — Uo . olo hombre, y ana sola mujer. — Se engaQa á Mr. de Sartines.—
Lekaio, Mole, Briza rd y Da u verbal, presos. — Reuniones y fiestas en For-l'Evéqoe.
-r-Relractacioo délos actores. — Kl gran Vestris. — Última tentativa acerca de Ja 0e-
fioríta Coirón. — Sa negativa.— Sa enfermedad. — Sale déla prisión.— Exposición al
rey. — Es desechada su solicitud — La seflorita Clairon se retira del teatro. — iekaio
y sus compañeros salen de la prisión. — Registro particular de Mr. de Sarünes.—
La señora Mole. — Correspondencia curiosa . — Queda abolido como prisión For-1'Evé-
que. — fis demolido.
Cuanta* personas acompafaron á la setenta Clairon á Por-1'Evé-
que, se dirigieron inmediatamente á cosa de Mr. de Sartioes, solici-
tando el permiso de poder visitar á la actriz.
Pero por mas instancias, por mas empeños que se pusieron en jua-
go, lauto coa los escríbanos como con los ugieres, solo faeren recibi-
dos despaes de haber entrado el exento por la paerta secreta para dar
parle de todo lo ocurrido.
La pública demostración que se había hecho á la actriz pichen ex-
tremo el amor propio de Mr. Sarlines, y esta vez quiso castigar á la
actriz y á sus amigos por el desaire que había recibido, si bien es
cierto qie ceoocia, que en tales circunstancias no podía haoerto em-
pleando nedidas de rigor.
—Si monseñor me permile darle un consejo, me atrevería á dár-
selo, dijo el policía.—-
— Hablad , le contestó Mr. Sartines, conocedor del lumbre con
qaien conversaba, y su capacidad en tales materias.
—El mejor medio de castigar á todas esas genios , es rehusarles
eh permiso de visitar á la actriz.—
—Sin dada alguna. Además, la soledad y el aiáamieBlo reduciráa
bien pronto á esa toquilla de Clairon á su deber. Faro en medio de
todo, veo con disgusto que demasiadas personas de posición se ocu-
pan con sobrado interés de los negocios de la actriz, para que pueda
yo, sin comprometerme, tenerla tan aislada como quisiera.
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DIEUtOPi. 811
A pesar mió, me wé precisado ¿ dulcificar para con ella toda me-
dida de rigor.
—Vea» señor, podéis Hevarto 4 efecto, al menos, dorante algunos
dias; y si las puertas Je For-l'Evéque permanecen cerradas, la ánioa
escopeten que sea al meaos en favor solamente de dos personas.
Do amigo, y una amiga que ella sola designe. De esle modo, la se-
ñorita Clairon se verá obligada á elegir entre el principe ruso y el
Sr. de Vallbelle, pues no podría dar la preferencia á otros, y os ose-
guro que «ate será el mas tremendo compromiso en que la podáis
poner.
—Me parece bien. En cuanto á la amiga que tendrá solo el dere-
cho de ir á visitar á la señora Clairon.. .
—Seré yo, contestó una señora que entró de repente en el gabi-
nete del ministro de la policía —
— (Señorita Arnoui! exclamó Sartines asombrado.—
—Si, yo soy , conteeló esta —
— ¿Conque, sois tos quien hace encerrar á las actrices notables en
For l'Evéque, y para huir (oda clase de compromisos, negáis la en-
trada á vuestra estancia hasta á las mas intimas personas? Me río de
eso, pues conozco perfectamente todas las entradas y salidas de vues-
tra casa.
Bastantes veces he penetrado por ellas para venir k cenar con vos.
Hoy, un motivo mas poderoso me ha hecho valerme de este me-
dio, y estaba segura de salir airosa en mi empeño.
Solo me ha costado dar un abrazo á vuestro cancerbero, y mien-
tras que él trataba de darme un beso, le he hecho dar una pirueta,
y, como veis, he entrado.—
—Me agrada vuestro sistema, dijo Mr. de Sartines.—
—¡Callad, mal oabaHeroi ¿No os avergonzáis de haber hecho
prender & esa pobre Clairon? ¿No os remuerde la concieocia de ha-
ber sido tan cruel con una artista notable, ¿y todo por qué? ¿Por que
trata de hacer de nosotras mujeres honradas y personas de algún
valer?
Pero á lo que veo, eso 4 vos no os agrada, ¿no es verdad? En ftn:
ya quiero ver á Clairon, y no podéis negármelo, puesto que estau de-
cidido 4 oiMeder este permtsp á au mas intima amiga. Esa soy yo.
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81 1 PBISIONES
Dadme pronto esa orden, pues tengo mucha prisa.—
—Yo no sé si debo...—
— Concedédselo, monseñor, dijo el policía. La señora Superioten-
denta será capaz de morirse de rabia.—
— ¡Concedido! añadió Mr. de Sartines. Ahí tenéis la orden Un de-
seada; y decid á la señorita Glairon que me participe inmediatamen-
te quien es el caballero á quien desea ver, y también tendrá otra or-
den igual.—
—¡Un solo hombre! repuso la señorita Arnoux. (Qué queréis que
haga con un solo hombre!..—
—Lo que la dé la gana, añadió el ministro. —
— Vos no tenéis la facultad de impedir...
Yo tengo el derecho de hacer encerrar á todo el mundo, y mas
estrechamente aun que lo hago con la señorita Glairon.
—Sea; pero no á las prisioneras; os desafio á que lo hagáis.
¡Guardar un secreto, y encerrar á una mujer! ¡Monseñor, no sa-
béis lo que os decís! Vaya, poneos un momento en el lugar de la po-
bre Clairoo, y pensad lo que seria de tos si no os permitiesen ver
mas que á una sola mujer; ¿qué haríais?—
— ¡Ya sé que la señorita Glairon!..—
—¡Oh! con vos, ya procedería de distinta manera.
--No hablemos mas de eso. .
—¡Si, señor, hablemos! Sois un tirano. Esta es la pura verdad.—
Abora , permitidme ; ¿cuánto tiempo pretendéis que dore seme-
jante régimen?—
—Lo ignoro. —
Deberéis empezar por calmarla, y hacerla conocer que ha falta-
do. Si cede, saldrá de la prisión al momento. —
—No es eso lo que os pido. Lo que deseo saber, es si pensáis tra-
tarla mucho tiempo de un modo tan bárbaro.—
— Voy á entenderme con ¡os geni iles- hombres de cámara, y á to-
mar las órdenes del Rey... Los demás pájaros se han escapado; cuan*
do todos se hallen encerrados entre lo* muros de For-IUvéque, vere-
mos lo que se resolverá. —
—¿Tiene acaso Glairon la culpa de que no los hayáis cogido? ¿No
se ha negado á huir, coando con loda la seguridad del mundo podía
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0* EUfcOFA 61 3
haberío verificado?... En todo pierdo el tiempo en convenceros, cuan-
do estáis bien persuadido de vuestra injusticia.
— A vuestro lado se me pasan las horas, y no hago mas que ha-
blar, cuando Unta falta hago en otra parte, cerca de mi pobre Clai-
ron, á quien mis consuelos son tan necesarios.
Adiós monseñor ; los ministros de la policía se parecen en todo
á las mujeres y á los caballos. Son caprichosos como las primeras y
testarudos como los segundos. —
T sin esperar contestación salió corriendo de la estancia, dirigién-
dose en seguida á Por-l'Evéque.
Durante este tiempo, Mr. de Sartines dio audiencia á los numero-
sos amigos de la sefioríta Clairon, anunciándoles la determinación
que habia adoptado.
Algunos de entre ellos, alarmados, creyeron que la conducta de su
amiga iba á ser tratada como acto de desobediencia al mandato real,
llevando consigo las consecuencias de haber producido un motín, y
que el asunto no fuese mucho mas grave de lo que creian.
Al saber la señora de Souvigny el permiso que se habia concedido
4 la señorita Arnoux, se qoedó asombrada y confusa; y en cuanto al
amigo que obtendría la elección, no hubo duda alguna, pues lodos
creyeron de la mas buena fé que recaería en el caballero de Vallbelle
ó en el príncipe ruso.
Estos, viéndose otra vez colocados frente á frente, se lanzaron una
colérica mirada por la tercera vez.
Habiendo tomado ya su revancha Mr. de Sartines, despidió á todo
el mundo, y se ocupó en seguida con los gentiles-hombres del gran
asunto del dia; de la Comedia Francesa.
La señorita Arnoox llegó presurosa á For-1'Evéque, y tirándole á
la cara al conserge el permiso que habia obtenido, hizo que la con»
dujesen inmediatamente al lado de su amiga.
Esta se hallaba ocupada en tomar sos medidas para arreglar la
especie de apartamento que se la habia designado.
Era este el menos feo de toda la prisión y se componía de tres pie-
zas, de las coales pretendía hacer antecámara de la una, salón de la
otra, y de la tercera dormitorio.
El conserge conocía demasía lo la clase de gente con que tenia que
rovo ii II
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su rtimm
habérselas, y no escaseó oferta* y cumplimientos, procurando feeüt-
lar á la sefiorila Clairoo todo cuanto oslaba 4 su alcance.
Solo habían transcurrido doB horas desde que la sefiorila Clairon
habia entrado en For-l'Evéque, y ya habia empezado á esperimentar
el fastidio de la soledad y el abandono.
Los minutos la parecían horas, y creía que sus amigos habiao te-
nido mil veces mas tiempo del que se necesitaba para procurarse
ios medios de poderla ver.
Eo medio de su impaciencia, habia roto el abanico que tenia en la
mano al salir de su casa.
El llanto habia humedecido también sus hermosos ojos, enjugán-
dose las lágrimas con su propia mano, y habia tratado de distraerte
ocupándose en el arreglo de su encierro.
Tan luego como vio entrar á su amiga , corrió presurosa hacia
ella, diciéndola:—
«{Gracias, mil gracias, querida amiga mia! Sin embargo de que
no habéis asistido á mi wirét, ¡sois la primera que viene á visitarme
en la prisión!...—
— Si no asistí á vuestra fiesta, no fué por cierto culpa mia... un
asunto que no podia demorar; una cita con un paje... porque habéis
de saber que son ahora mis pasiones predilectas... porque no traen
ninguna clase de consecuencias, y esto es sumamente agradable : en
fin, ya os lo contaré todo mas tarde.
Ahora, decidme cual es el hombre á quien deseáis ver. —
— A lodos mis amigos.—
—Absolutamente lo mismo que yo. Asi se lo he dicho al ministro
de la policia; pero no es posible.
No se os permite ver mas que á uno solo , y estáis en el terrible
compromiso de tener que elegir. —
—¿Quién ha dispuesto semejante atrocidad?—
—El ministro de la policia, Mr. de Saetines. Ahora mismo salgo
de su casa, y acaba de concederme el permiso de veros, pues tam-
poco podéis ver mas que á una sola mujer,... y me be dado la pre-
ferencia yo misma.—
—¿Es decir, que se me trata lo mismo que á un reo de estado?—
—Asi parece. Escuchadme; queréis dar una vuelta regeneradora al
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DBIWOPA. 815
mudo conocido; queréis que las comedíanlas sean mujeres casias y
piras, y los comediantes hombres honrados...—
— No es esto momento el mas á propósito para chancearse» amiga
mi a... tal vez no las podría soportar, j Cabiendo paesto tantos es-
fuerzos de mi parte; sufrido tantas y tales contrariedades ; asistién-
dome tanta justicia, y tener que sucumbir!...—
—No habéis luchado con armas iguales, ¡pobre amiga! Habéis
opuesto la virtud al vicio, la franqueza á la intriga , la iglesia á los
mas inmundos lupanares... debíais sucumbir.
Lo mas sencillo, en estos momentos, es resignarse; salir pronto de
aqui, y ceder, confesando que os habéis equivocado.—
— ¡Jamás! No lo be hecho antes de ser conducida á este sitio, y
menos lo haré una vez que me encuentro ya en la prisión. —
—Pues no sé mas que un medio en este caso, y es el de renunciar
al teatro y hacer la mas triste figura que puede hacer una mujer...
casaros... esto será daros por el gusto. Las delicias de la vida do-
méstica...—
—¡Callad, por Dios! ¿No estáis viendo el mal que me hacéis?
—No os incomodéis por tan poca cosa. ¡Tal ves no llenaría eso
vuestros deseos, si es que pretendéis entrar en un convento!—
—¡Religiosa!... repuso la señorita Glairon con aire meditabundo.—
— Taoto vale lo uno como lo otro. ¡El matrimonio es un claustro,
y no deja de parecerse á una tamba! T sin embargo, es una idea
bastante original. ¿La hermosa Glairon, la grande actriz tomando el
velo? Mas gente asistiría á semejante ceremonia que á la mejor re-
presentación.—
— ¡Loquilla! de todo sacáis partido; aun en medio de loa buenos
consejos que dais casi siempre.
—Si, afiadió la señorita Clairon después de un momento de sileocio.
¡Algunas veces he pensado cuan hermoso debe ser el ver á aquella á
quien la iglesia ha desechado y maldecido, ir á concluir su vida en
el seno de la iglesia, siendo un modelo, y probar & la sociedad entera
que en el teatro no muere completamente en nuestro corazón todo
germen de virtud ; que la excomunión, en fin , con que se dos con-
funde y se nos aterra, no impide que alcancemos algún dia la gloria
de acercamos al altar!
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Sífi riWSlONES
Tal vez la actriz religiosa llegará á abrir para los actores las
puertas de la iglesia, que no les es dado hoy traspasar.
jNo hay duJa que esle seria un magnífico espectáculo!... Pero
semejante acción exige la abnegación de que aun no me creo capaz. ..
¡Seria preciso entregarse á Dios!... ¡á Dios solamente, y yo no le amo
aun lo bastante para verificar semejante sacrificio!... —
—No debemos decir, de esta agua no beberé. Si Dios se hiciese
hombre por segunda vez, seguramente le amaríais. —
— Es de todo punto imposible hablar con vos. —
—Eso consiste en que vos os queréis subir al cielo, y debéis eslar
como nosotros en la tierra.
Y puesto que es asi, hablemos de ella y de sus habitantes. Esto es
lo mas razonable.—
—¿Qué noticias hay de Lekain y de nuestros compañeros? —
—Ninguna —
—¿Qué se hace en la Comedia Francesa?—
—Nada. Es de todo punto imposible formar un espectáculo acep-
table sin vuestra cooperación, para volver á abrir sus puertas. —
— ¡Es decir, que mi prisión no ha pasado desapercibida! —
—Al contrario. Todo el mundo se ocupa de vos. No se habla de
otra cosa. Es la novedad á la moda, y se teme que al tratar de fun-
cionar estando huérfano el teatro de joya artística, haya un conflicto
con el público, ya harto disgustado. Amigos y enemigos están to-
dos en completa conmoción. Las mujeres descuidan á sus aman-
tes y...—
— Vuestras palabras me vuelven á la vida, pues veo claramente
qoe desde mi prisión alcanzo una gra« parte del triunfo que tanto
apetecía. Ahora solo me falta saber si la Comedia Francesa se so-
meterá...—
— No os puedo contestar á oso.—
—Es imposible que cedan los pocos que allí quedan , al ver que
nosotros sufrimos por su causa. Seria por su parte un acto de bajeza
el desertar nuestras banderas, y mas aun viéndose libres. ¿No lo
creéis así?—
—Amiga mia, tengo la costumbre de no responder de nada ni de
nadie mas que de mi, cuando creo que puedo hacerlo. La verdad es,
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DI OTtOFA 5H
que en toéo el día de hoy no se decidirá nada , y que pasareis aqui
la noche.
Ahora que reparo ; ¡esto es detestable , sombrío y feo!.. . ¡Oh! (es
preciso ocultar esas feas paredes y esos terribles cerrojos!... ¡Jesús!
¡qué techos!... Dejadme disponerlo á mi modo. —
— ¿Qué queréis decir?—
—Que necesitáis distracción, y voy á proporcionárosla. Hasta tan-
to que Lekain y los demás compañeros vengan á haceros forzosa*
"úñente la tertulia, no podréis ver á nadie mas que á mi, y al amigo
qoe elijáis. To por mi parte, vendré á menudo, á pesar de que me lo
impedirán mas de lo que yo quisiera dos obstáculos; los ensayos y
las sesiones de fastidio que tengo qoe regalarme al lado de Mr. de
Lauraguais^ Sin embargo, no quiero qoe os quedéis aqui sola; eso
hace mucho mal y da tristeza.
Con que, decidme cual es la feliz persona del sexo feo á quien
concedéis con preferencia el honor de visitaros.—
—No deseo ver mas que á un solo hombre, y ese es el caballero
de Valbelle.—
—¡Torpe! ¿y el principe?—
—Me fastidia.—
— Ta lo sé. Pero ¡qué pensará!...—
—Piense lo que quiera. Estoy cansada de sus ruegos y lamenta-
ciones. Valbelle es el hombre á quien amo , y quiero verle á todo
trance.—
—El amor del principe es moneda corrienle; ¡y coando llegue á sa-
ber vuestra determinación, después de lo que ayer ocurrió !... —
— ¿Qué me importa? ¿Puedo yo misma saber cómo saldré de este
compromiso?—
—Por eso mismo es preciso proceder con cautela, y procurarse
ua cuartel de invierno en... Rusia.—
— ¡To quiero ver á Valbelle! —
— ¡Hace un momento que me habéis dicho que yo estaba loca!... —
— ¡Quiero ver á Valbelle!—
—Está bien. Le veréis al momento. Voy corriendo á casa de
Mr. de Sarünes , y os traeré á Valbelle; ¡no os impacientéis por
Dios!...—
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51 8 MISIONES
La señorita Arnoui salió de la prisión, ligera como ana certa per*
seguida, y & ios pocos momentos entró en casa de Mr. de Sartines.
Algunos de los amigos de la señorita Glairon estaban aun hacien-
do antesala, esperanzados de poder alcanzar el permiso de visitar k
la prisionera.
Enlre estos, como podrá presumir nuestro lector, se hallaban el
príncipe Ruso y el caballero de Val bel le.
La señorita Arnoux, que esta vez penetró en casa del ministro por
la puerta principal, anunció á los presentes que acababa de ver á "
Glairon, y que llevaba á Mr. de Sartines el nombre del caballero ele-
gido, cuyo nombre no podía por entonces publicar.
Luego, llevando aparte al caballero de Valbelle, habló con él en
secreto durante largo rato, apretándole misteriosamente la mano, y
se separó de él haciéndole varios signos de inteligencia, para entrar
en los apartamentos del magnate.
El caballero de Valbelle desapareció en seguida.
Ninguna duda quedó ya á las personas alii presentes de que él era
el mortal preferido y afortunado, pues todos presumían que se diri-
gía á For-1'Evéque.
Las miradas de todos se dirigieron en seguida hacia el sitio que
ocupaba el principe ruso, que por su parte no se cuidaba de ocultar
su mal humor, gesticulando y hablando solo.
Du Bello y, que fué uno de los últimos en retirarse, dijo en'onoes:
—Señores, es inútil esperar aqui mas largo tiempo. Ya no nos pue-
de quedar duda ninguna respecto i la persona que la sefiorita Glai-
ron ba elegido. Vamonos.
Ta se dirigían todos hacia la puerta , cuando la del gabinete de
Mr. de Sartines se abrió, y llamando un ugier al principe ruso por
su nombre, le dijo: —
—La sefiorita Glairon desea veros en For-l'Evéque. Ved aqui el
permiso que monsefior me encarga os entregue. —
Todos los concurrentes se quedaron asombrados al oir semejantes
palabras.
El principe, loco de alegría, y con el permiso en la mano» recibió
las unánimes felicitaciones, y se lanzó en su carruaje ligero como una
flecha.
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DB SUiOflL 511
Cuando el conserge de la cárcel subió á participar á la sefiorila
Clairon la vigila de la persona que deseaba ver, sin dejarle concluir,
la actriz se adelantó presurosa 4 echarse en sus brazos.
Cual seria su asombro al bailarse frente á frente con el príncipe
ruso, que á su vez se quedó petrificado.
Indudablemente so equivocaría este del movimiento repentino de
la actriz, que por vez primera le daba tal muestra de aprecio, y no
cabía en si de puro gozo.
Entusiasmado por el exceso de su felicidad, cayó anonadado á los
píes de la sefiorila Cl airón, haciéndola las mas vivas protestas de
amor eterno y de arrepentimiento por las infundadas sospechas que
respecto al caballero de Valbelle habia concebido, pidiéndola perdón,
y ofreciéndola de nuevo su amor, su vida, su fortuna y su nombre.
En semejante postura, fué sorprendido por la sefiorila Arnoux, la
cual penetró presurosa en la estancia.
— No os incomodéis, sefior mió, le dijo: perdonad mi indiscreción;
pero tal era la prisa que tenia y el deseo de dar parle á mi amiga de
que babia cumplido el encargo que me dio... —
— Según el modo que habéis tenido de cumplir mi encargo, os
agradecería que no hubieseis vuelto; la contestó esta con marcado
disgusto. —
—Si, ya veo que he escogido un momento poco 4 propósito; y por
eso ha sido el haber entrado sola, dejando en la escalera 4 la persona
que me acompafia. —
— iCómoI ¡Mr. de Sartinea ha dado permiso para que alguno ...—
— ¡Obi eso no tiene nada que ver con vuestros asuntos. Es mi
amanto.—
—¿Mr. de Laraoguak?—
-No.-
—Pues yo creí que Mr. de Larauguais tenia la dicha., dijo el
ruso.—
—También lo creía yo, añadió la actriz, y aun algunas veces lo
creo.—
Pero no es para él para quien me ha concedido el permiso Mr.
de Sai unes. —
—Pues entonces, no sé para quien... —
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5f0 fRIliONBS
— Ya os lo he dicho. Para mi amante. T el ministro, que ha com-
prendido perfectamente que no puedo ir sola á (odas horas y por to-
das partes, no ha cometido la indiscreción de preguntarme su nom-
bre. Por lo demás, os aseguro que lampoco yo se lo habría dicho, en
razón de que es un secreto; y si Mr. de Larauguais á quien todo el
mundo cree mi amanle, creyéndolo él también, llegase á saber...—
—Podéis contar con mi discreción, dijo el principe. —
— Cuento con ella sobre todo, pues Glairon conoce ya mi secreto y
protege mis amores.
— Así lo creo, hermosa dama. Eso prueba mas y mas su discre-
ción y su prudencia extremada.—
—Y decis que yo sé... añadió la señorita Glairon. —
—No hay para que hacer mas misterios, puesto que consiento en
que el principe sea sabedor de mi secreto. Inútil es ya disimular de-
lante de él. Voy á presentárosle, y tendréis la llave del enigma.—
Y dirigiéndose á la puerta del cuarto, que abrió de repente, apa-
reció la noble Bgura del caballero de Valbelle.
La eslraffa sorpresa que se reflejó en el semblante de la señorita
Glairon y del principe marcaba cuan distintos sentimientos se agi-
taban en su pecho.
Loca de alegría la señorita Arnoux y gozosa con su sorpresa, des-
pués de llevarse al principe aparte para que pudiesen los amantes
cambiar algunas palabras, le dijo:
— No creo conveniente repetir nada de lo que aquí hemos hablado
delante de Valbelle; y os ruego, principe mió, que me confeséis que
he dado una admirable sorpresa. —
— ¡Sorpresa! ¿y por qué? —
— {Porque tenéis el defecto mas tremendo!... los celos mas...—
— Tenéis razón. El caballero frecuentaba con tal asiduidad su
casa; tenia constantemente el empeño de hablarla...
—¡Pues; de mí!— Solo con el objeto de participarme, por conducto
de ella, secretos en los cuales no podíamos hacer intervenir á otras
personas.—
—Es que además , un dia sorprendí en sus manos un billete de
la señorita Glairon. —
-Ciertamente. Ese billete era también para mí.—
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DBRUIOt*. 521
sin embargo, que ella m¿ ha jurado mil Teces que
jamás habia ocurrido semejante cosa. —
—Eso os dirá mas claramente el temple de su alma fiel y deli-
cada ..
—El mismo día qae sorprendí aquel billete, me lo arrancó inme-
diatamente de las manos, y lo echó al fuego.—
—¡Querida amiga!... ¡exponerse á perderos por mi amistad!...
|oh , señor principe , no podéis imaginaros qué dase de mujer es
Clairon!
—Bien decía yo qae aquella carta era del Sr. de Valbelle. Figu-
raos si conoceré yo su firma. |No me podia equivocar!—
—¿Y quién serta capaz de engallaros, monsefior?—
— Esta mafiana estaba el tal se Cío rito tan triste como yo por lo
ocurrido,... y aun me parece que hablaba de sus derechos...—
—I Vaya si los tenia! Los de un amigo. ¿Qué queríais que hubiese
hecho sin la venturosa mediación de nuestra común amiga?
¡De qué medio habríamos podido valemos para continuar nuestras
relaciones!... Su empeño al mostrar tan vivos deseos de acompañarla
á esta prisión, quedan esplicados sabiendo que deseaba hablarla de
ciertas medidas que era preciso Homar , y que no podíamos confiar á
nadie.
Esta es la razón por la cual profeso tan profundo carillo á nuestra
buena amiga; y el empello que he tenido al hacer venir aqui al se-
üor de Valbelle, ha sido impedir que el conde de Laraguais...—
— ¡Pobre Sr. Laraguais!... que ageno estará de...—
—Imposible es de todo punto que pueda sospechar...—
—¿Con que, el engaito dura mucho tiempo?...—
— Ta lo creo; y si fuese él solo el que.. . —
T no pudiendo contener la risa por mas tiempo la señorita Ar-
noux, soltó una estrepitosa carcajada, tan prolongada y contagiosa,
que también el príncipe la imitó, riendo á mas no poder.
Luego, acercándose á los amantes , cuya conversación habia in-
terrumpido aquella inesperada hilaridad , les dijo con palabras en-
trecortadas :—
—Reimos á todo reir de la credulidad de ese pobre Laraguais...
Valbelle y la señorita Clairon prorumpiem también en alegres
TOMO a. 16
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m NttsioraB
carcajadas, y los cuatro, dorante algunos minutos , formaron alegre
coro.
Algonos días despnes llegó esta noticia á los oidos de Mr. deSar-
tines, y no pudo menos de repetir las siguientes palabras, que tan*
tas oirás veces habia proferido : «Mientras solo se ejerza la policía
por medio de hombres, no me queda duda alguna de que será bur-
lada siempre, si ias mujeres llegan á mezclarse en algo.»
Al siguiente día todos los amigos de la Clairon, advertidos por la
señorita Arnoux, se dieron prisa en enviar muebles á For l'Evéque,
pinturas, telas, cuadros, espejos y cuanto habia en París de mas rico
y elegante, para adornar aquella alegre prisión.
Feliz la señorita Clairon por tales muestras de aprecio y de
atención , obtuvo fácilmente permiso del conserge para que fuesen
mozos y tapiceros á ocuparse en tan interesante trabajo.
La misma célebre actriz se entretuvo, en compañía de su amiga,
en clavar clavos y colgar cortinas.
Valbelle y el príncipe, que ni un solo momento se separaban de su
lado, arreglaban los techo* y colgaduras que debian ocultar los tris-
tes muros y los cerrojos de aquella prisión tan favorecida.
Al siguiente dia se hallaba la señorita Clairon rodeada de cuanto
lujo y elegancia habia disfrutado en su hotel.
Habiendo sabido Lekain, Mole, Brizard y Dauberval que su com-
pañera y amiga se hallaba en la prisión, acudieron presurosos á pre-
sentarse en For l'Evéque para participar de la suerte de la señorita
Clairon,
Desde este dia, la señorita Arnoux exigió1 de Mr. Sarlines la pro-
mesa que anteriormente la habia hecho, y asediado por todas partes
por los numerosos amigos de la actriz, se vio en la precisión de te-
ner que ceder, abriendo las puertas de For l'Evéque á cuantas per-
sonas solicitaron el permiso de visitar á la señorita Clairon.
Aquí empezó su triunfo.
A todas las horas del dia y de la noche recibía numerosas visitas.
Hasta su propio criado dé confianza obtuvo permiso para estar allí
sirviéndola, y de este modo pudo dar cenas y festines á sus tertulia-
nos, cual si estuviese en su propia casa.
Innumerables carruajes llenaban constantemente aquella calle y
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DE «mOFA. $11
sos avenidas, hasta el ponto de tener que establecer ana guardia
permanente para evitar los accidentes que pudieran ocurrir.
Uno de los días en que la sefiorita Glairon se hallaba rodeada de
sn inmensa y lucida corle, se oyeron ruidosas carcajadas en la an-
tecámara, y vieron penetrar, conducido en triunfo delante de la ac-
triz por algunos de los concurrentes, á un hombre pequefiito y riza-
do como una mujer, andando sobre las puntas de los pies, el cual,
después de saludar á la sefiorita Clairon tres veces y en repetidas
posiciones, levantando orgullosamente su cabeza, la besó la mano.
Era nada menos que el ser privilegiado, que solo reconocía en el
mundo á tres grandes hombres; él, Mr. Voltaire y el rey de Prusia.
En una palabra : era Yestris , el dios del baile, ó mejor dicho, de
¡a danta. Disimulando sus penas bajo el disfraz de su mas graciosa
sonrisa, le dijo la sefiorita Glairon:
— Bien venido seáis á mi prisión, queridísimo señor Yestris. Mu-
cho os agradezco el honor que me hacéis. —
—Es una visita forzada ; la contestó en mal francés: Me envían á
esta prisión del mismo modo que con vos lo han hecho. —
— jEs posible que al gran Yestris!... ¡alo mas sagrado que el
teatro encierra!... dijo la sefiorita Arooui ; ¡con que no hay ya nada
en el mundo que merezca respeto y consideración!!!—
—Pero, ¿cukl ha sido la causa? afiadió la sefiorita Clairon.—
—La reina tenia un deseo de mujer embarazada por verme bai-
lar una danza nueva, lo cual en niogun modo me pudo sorpren-
der... ni tampoco oí parecerá estrafio á vos; pero yo tenia un dolor
de cabeza tan fuerte, que me era imposible tejer limpio cou mis pier-
nas; y como ella no ha querido creer nunca que el dolor de cabeza
pueda tenor influencia en los pies, me ha invitado por medio de una
carta de encierro á tomar alojamiento en Por l'fivéque.
Lo siento por ella y por mi.
Es la vez primera que la casa de Yestris ha tenido una cuestión
con la casa de Borboo, y por cierto no es esta última la que hace el
mejor papel.
— Amigo mió, ya veis la importancia que se nos da en la socie-
dad. Nos tratau como á esclavos... Quien dice comediante...—
— Uelerios ¿ vos, sefiora. Yo soy de la Academia üeal de baile.
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Mi nttSIONRS
Vos oo sois toas que una adriz trágica, mientra? yo soy m bailarín.
Por lo demás, creo que vuestro asunto se va á arreglar, pues aca-
bo de encontrar 6 Mrs. de Sartioes y de Duras, los cuales me kan
dicho que venían á haceros una visita.
—¡Es posible! contestó la señorita Clairoo.
—Posibilísimo, señera mía. Yedlos; acaban de entrar.
Con efecto , Mr. de Sartioes y el gentil-hombre de cámara se
adelantaban por entre una doble fila que se abrió para darles paso,
y seguidos de multitud de personas, deseosas de saber lo que allí
iba á pasar.
Al acercarse aquellos señores, la señorita Clairon se levantó de
su asiento, manteniéndose de pié delante de ellos, y teniendo á su
lado los demás compañeros de prisión.
Tal era el aspecto de majestad y de grandeza que revelaban sus
maneras , que Mrs. de Sartines y de Duras, aunque acostumbra-
dos á verla, no pudieron menos de admirarla un momento á pesar
suyo.
Mr. de Sartioes tomó la palabra, y dijo:
c Señores, y vos sobre todo, señora, que parece estáis á la cabeza
de todo. El señor duque y yo , por el interés general que hacia todos
vosotros tenemos, hemos querido dar el último paso oficiosamente, á
fin de conduciros al punto de cumplir con vuestros deberes antes de
usar del rigor que con vosotros 9e nos ha prescrito usemos.—
— Señores, contestó la señorita Clairon ; hemos cumplido nuestro
deber, y de ello damos una prueba palpable, y mas aun de la nobleza
de nuestros sentimientos, al estar padeciendo lo que vosotros nos
hacéis padecer.—
— Sin embargo, las cosas no pueden durar mas tiempo de seme-
jante manera, dijo Mr. de Duras. —
— También es esa mi opinión, repitió la actriz. Y aun me parece
que han durado demasiado tiempo, para honor vuestro y de vues-
tra notoria justicia.—
— Ni debemos, ni queremos discutir con vosotros, añadió con tono
Acó Mr. de Sartines. Lo que hemos hecho, es lo que debíamos ha-
cer, y aun con mayor rigor. Por eso sobre nosotros solamente pesa
toda la responsabilidad.
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DftltJtftn. 6M
Lo que únicamente queremos saber de vosotros eo este momento,
63 si queréis trabajar mañana en la Comedia Francesa, según ts
vuestro deber.—
—¿Está fuera del teatro Duboist dijo vivamente la señorita Clai-
ron. ¿Ha sido ya rechazado de la Comedia Francesa , según decidi-
mos en junta; fué aprobado por tos, Mr. de Duras , y firmado por
el mismo re;?**
— No es esa nuestra pregunta, ni se trata de eso.
—Para tosotros no puede haber en esto otra solución. —
— Ta podéis comprender, dijo el duque de Duras, que S. H., por
una rencilla de comediantes, no ha debido crear un conflicto de fa-
milia haciendo revocar órdenes dadas por personas de alta valía.
Eso seria exigir del rey un acto de debilidad imperdonable...
— Lo será para nosotros, si consentimos en presentarnos en escena
al lado de un camarada que ha sido reconocido como un solemne bri-
bón, y como á tal excluido de nuestro seno.
El rey con todo su poder no puede hacer que sea un hombre
honrado, y sin esta condición, de todo punto indispensable, no pode-
mos volver atrás de lo ya hecho y dicho.
Demasiado sé que, según la costumbre que habéis tomado de
tratar á los actores del mismo modo que á vuestros lacayos y los del
público, semejante modo de pensar y de obrar os parece exagerado,
y nuestra justa resistencia un acto de punible rebelión. Pero vos sa-
béis que no soy por cierlo la primera actriz que haya reconocido la
noble misión del arle que profesa, pero si la primera que ha querido
que la sociedad entera lo reconozca.
Esta es la razón por la cual he llamado á cooperar á mi idea á lo-
dos los adores que veis aqui reunidos, y que gustosamente han que-
rido contribuir & la grande obra.
Ellos, del mismo modo que yo, tienen grabada en su alma la deli-
cadeza que inspira los nobles sentimientos.
No trabajaremos con Dubois , y desde ahora protestamos mani-
festándoos que por ningún concepto nos rebajaremos ante el público,
solicitando el perdón de fallas que ni hemos cometido ni podremos
nunca cometer, pues nuestra conducta es el mas limpio salvo -con-
ducto á sus propios ojos. —
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Itt PRISIONES
—Ya se le ha suplicado la indulgencia para con vosotros, dijo Mr.
de Doras; no nos ocupemos mas de esto. —
— ¿T quién os ha autorizado para pedirlo en nombre nuestro? —
— Ninguna palabra inconveniente se ha usado, dijo Mr. de Sarli-
nes, ofendido en lo mas vivo de su amor propio.—
— ¿Es posible que hayáis encontrado un solo actor, un hombre tan
bajamente vil, que las haya pronunciado? ¿Un público que sin rubo-
rizarse por si mismo jas oyera?
— Señora, repuso Hr. do Sarlines, cuya cólera estaba pronta á es -*
tallar; sabed que también se ha usado de vuestro nombre en este
acto.—
—Yo os juro, señores, que protestaré con toda la fuerza de mi in-
dignación, y de mi justo amor propio ofendido. Si, protestaré públi-
camente. Sabedlo, señores; necesito indispensablemente hablar con el
público. Necesito decirle: en la innoble é inmunda farsa que ante vo-
sotros se ha representado por personas no autorizadas, nada hemos
tenido que ver ni yo ni mis compañeros, pues han sido despreciable-
mente pronunciadas con el lenguaje de que nunca nos hemos nosotros
servido. Semejantes palabras son el inmundo lenguaje de la po-
licía.—
—¡Señora! exclamó Mr. de Sartines en el colmo del furor.—
—Tal diré. Lo repito, y ya sabéis que jamás he faltado á mi pa-
labra.
Verificado semejante acto, me retiraré del teatro para no volver
nunca á aparecer en esa escena que yo he ilustrado, y que vosotros
habéis envilecido para que en mi vida comparezca mas en ella.
La* señorita Glairon había pronunciado las anteriores palabras con
una aparente calma y sangre fría, que contrastaba notablemente con
el calor y animación con que dijo las últimas , y que fué (al cual
nunca le había usado en el teatro.
Todas las personas que concurrieron á esta escena, se quedaron
mudas de sorpresa y estupor, no atreviéndose á interrumpir á la ac-
triz en medio del acalorado discurso que la perdía, estando bajo la
mágica influencia de su acento fascinador.
Suio el incomparable Veslris se atrevió á decir en voz muy baja á
los que estaban cerca de él:
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Chin i ei el'iertec'e' •b¡t[t.
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DEBÜROPA 5tt
«]Qoe l&stimal ¡Haber dejado el baile esa Uigicalü |Y mucho
mas ahora que en la grande ópera necesitamos una buena bailarina
del género noble!...»
En cuanto & Mr. de Sarfines, ciego de cólera por las palabras que
acababa de oir, cogió del brazo á Mr. de Doras, llevándole consigo
fuera de aquel recinto; acción que imitaron la mayor parle de las per-
sonas que se hallaban presentes, procurando en vano calmar su furor.
Rodeada de corto número de personas la señorita Clai ron, en vez de
hallar la calma que era de supoaer, estalló de nuevo en el mas atroz
sarcasmo.
Ni las súplicas de Val bel le, ni los ruegos de la señora ce Souvigny,
ni los oportunos chistes de la señorita Arnoui, lograron apaciguarla.
Presa de una excitación nerviosa á que la arrastraba su delicado
temperamento, profería sin cesar palabras incoherentes, con los ojos
fijos, el seno palpitante y próxima á un gran delirio.
Su voz vibrante recitó durante largo ralo las imprecaciones de Ca-
mila, terminándolas con aquella risa nerviosa, que por primera vez
se habia oido en el teatro.
Pero aquella risa, en vez de terminar al final del parlamento, con-
tinuó mas fuerte y rápida.
En tal estado, la señorita Clairon estaba sublime en medio de su
espantoso y notable acceso de locura.
Agoladas al fin sns fuerzas, cayó sin sentido al suelo, inmóvil y
moribunda.
Todas las personas allí presentes la rodearon, prodigándola los mas
asiduos cuidados.
El principe ruso, subiendo apresuradamente á sa carruaje, fué á
buscar á su médico favorito, el cual la volvió á la vida mediante una
abundante sangría; pero al accidente sucedió una gran debilidad,
continuándola el delirio.
El parecer del facultativo fué, que semejante estado podia prolon-
garse, y ser extremadamente perjudicial, prohibiendo á todo el mun-
do el acercarse á la actriz enferma.
Desde el siguiente dia, la noticia de lo ocurrido se propaló de tal
modo en lodo París, qne no quedó una sola persona notable que no
se presentase á inscribir su nombre en el registro de visitas, que se
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5*8 PRISIONES
abrió en Por-1'Evtqiie; tal fué el interés que generalmente eecitó Qai-
ron al público parisiense, desde entonces decidido en su favor.
El dia pasó por fío sin otra novedad de interés qne la referida.
El dia 20, se notificó á Mole y k Brizard que se presentasen á eje-
cutor El Glorioso y Zeneide.
Los actores celebraron consejo entre si para decidir lo qne debían
Uacer, viéndose precisados, á tener qne prescindir de los consejos de
la señorita Glairon, cayo estado alarmante continuaba ofreciendo las
mas serias inquietudes.
Resaltó de la deliberación que, visto el estado de cosas, era lo mas
prudente decidirse á obedecer.
En su consecuencia, aquella misma noche representaron, siendo
conducidos cada uno de ellos al teatro por un agente de policía, qne
no les dejaba solos, ni en su cuarto ni entre bastidores, mas que el
tiempo preciso en que se presentaban solos en escena, permiso que
difícilmente lograron obtener; tal era el miedo que tenían de que se
escapasen.
El público, por su parte, se encargó de vengarlos de tan humillante
vigilancia, llenándolos de bravos y de aplausos cuantas veces apare-
cían en el escenario, y llamándolos al proscenio al caer el telón*
Terminado el espectáculo, fueron conducidos de nuevo & For-
l'Evéque, y en lo sucesivo continuaron unos y otros procedien-
do de igual modo basta, el 9 de mayo, que fueron puestos en li-
bertad.
No sucedió lo mismo con la señorita Glairon.
Su enfermedad cada dia hacia mayores progresos, y llegando k
presentarle en extremo grave, Mr. de Sartines, á pesar de su ren-
cor, consintió en que se la trasladase á sü casa, donde podia mejor y
mas fácilmente restablecerse.
Únicamente se contentó coa limitar á cinco el número de las per-
sonas que podian visitarla. Su médico, el principe ruso, Mr. de Val-
belle, la señora de Souvigny y la señorita Arnoux.
No contento con semejante determinación, colocó además en casa -
de la actriz á dos agentes de policia, con el encargo especial de hacer
cumplir sus órdenes.
Esta concesión fué debida también á la influencia de la señorita
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Dt BWtOPA. 519
Claireo las aeneíotadaa determinaciones, parecié eenataftle en ella
m anterior decisión sin cambiarla en lo mas mínimo.
«Lo que aol^s de mi enfermedad pretendí por crearlo justo , no
puedo después de ella renunciarlo por injusto; por consiguiente, sigo
exigiéndolo, y no cederé. De jurado que no volvería á parecer de-
lante del público hasta que se hubiese retirado de la escena á Du-
boig, según por nosotros fué decretado y sancionado como cosa jus-
ta por la supenoridad. Me refiero en un todo á lo qne ya he tócho.
Además, se me anuncia que se nos ha negado el titulo de Acade-
mia Real de Declamación, y os ruego creáis que semejante deter-
minación no me desanima en modo alguno.
Pretendía llegar por medio de la iglesia á la rehabilitación de núes*
tra clase; pues bien: ahora cambiaré el orden de las cosas. Lograré
hacer levantar la excomunión religiosa, haciendo levantar la exco-
munión social.
Se nos castiga con la prisión > con menosprecio de toda ley y de-
recho, y tan solo por nna torpe costumbre datada de un tiempo en
que el arte no habia aun llegado á la escena, y que la sociedad de
hoy reprueba altamente , y solo por el capricho de los nobles ó de
cualquiera influyente advenedizo: pues bien , me rebelo contra toda
injusta ley, y protesto una y mil veces de cuanto con Lekain y mis
demás compafieros se ha hecho, solo por el empeño de igualarlos con
los degradados y envilecidos histriones de anlaffo.
To he sido la primera victima, y por lo tanto no quiero pertene-
cer mas á una clase tan abyecta y sujeta h toda suerte de vejaciones
y de desprecios.
De hoy mas exijo formales garantías.
Preseotaré una súplica á S. M. T si me atiende, si Dnbois es re-
chazado para siempre de la escena qne deshonra con su inmunda
presencia , volveré á cumplir con mi deber con mayor fé y con ma-
yor celo aun , si posible fuese.
Si mi súplica es desechada, pediré mi jubilación ; y si se me re-
husa, me iré por mi sola y exclusiva voluntad.
No volveré á comparecer ante el público sin una rehabilita-
ción personal , que deberá indudablemente reflejarse en todos mis
compafieros ; aunque debiera pasar mi vida bajo nn lecho de do-
Tovon
KM PRISIONES
lor , ó sumida para siempre en For-1'Evéque ó en la Bastilla.»
Con efecto, la señorita Glairon dirigió al rey una doble instancia,
conteniendo cnanto habia ya manifestado.
La amenaza de retirarse de la escena ponia á los señores gentles-
hombres en un gravo conflicto, y habian agotado ya todos los medios
de persuasión que estaban á sa alcance.
Imposible era volver á empezar, conduciéndola de nuevo á Por-
l'Kvéque.
Estaban por demás convencidos de que por semejante medio nada
obtendrían de ella.
El partido de la señorita Glairon era cada vez mas influyente y
considerable en la corle y en la villa.
Por otro lado, ceder de sus derechos , renunciando á poder tratar
á los adoros como esclavos y cosa suya, les parecía un atentado
enorme contra sus derechos y antiguos privilegios.
Retirar de la escena á Dubois contra ¡a voluntad de su hija, siem-
pre galante y coqueta con los señores gentiles-hombres; es decir,
poderosa y temida, era otro obstáculo no menos poderoso.
Sin embargo, si la señorita Glairon se retiraba de la escena, mul-
titud de personas creerían ya perdido el arte escénico , á pesar del
talento de la señorita Dumesnil , que no podia tampoco representar
toda clase de papeles, ni satisfacer al público y á los autores.
En una palabra, este asunto, del cual todo el mundo se ocupaba,
y del que se hablaba aun mas que de la política de la época , harto
en decadencia; cada di a se complicaba con nuevas y mayores difi*
culta des, por mas que se hacia, pareciendo de imposible solución.
Por lo tanto, se resolvió pasar al consejo la instancia de la señorita
Glairon, para resolverla en lo concerniente á la prisión de los actores,
á fin de darle al negocio un viso de particular atención é interés.
Una vez decidido esto , sus amigos mostraron tal actividad que
circuló prontamente por todo París la noticia de que el consejo ha-
bia acogido la instancia de la actriz, y que volvería á presentarse al
público, adornada con el título de dama de honor de la reina.
También los gentiles- hombres recibieron la orden de arreglar el
asunto de Dubois de tal modo que satisfacer pudiese á la señorita
Glairon, sin humillar hasta el extremo á este último.
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M EUlOfá. 511
La señorita Dubois, como es de suponer, redoblé lodos sos esfuer-
zos; Mr. de Sartines y los gentiles-hombres sus intrigas, y el partido
de la actriz Glairon triunfó solo por un momeóte.
El 9 de mayo fué desechada la instancia de la actriz por el Con-
sejo real.
Al mismo tiempo se decidió también el retiro de Dubois ; pero
gracias á las instancias de su hija , se le concedió una pensión de
mil y quinientas libras ; y como al tenor de los estatutos, no tenia
derecho á semejante pensión hasta haber cumplido treinta afios de
servicio, y solo contaba veinte y nueve, se acordó que continuaría
en el teatro durante otro afio, pero sin actuar.
Además, se le concedían quinientas libras de pensión extraordina-
ria, en el concepto de haber creado un discípulo: su hija.
Esta determinación se comunicó oficialmente á los actores deteni-
dos en For-l'Evéque, los cuales, á trueque de que se retirase de la
escena á Dubois, cualquiera que fuese la manera , consintieron en
volver á prestar sus servicios.
En su consecuencia se les dio suelta inmediatamente.
Acto continuo se pasó á notificar á la señorita Glairon este decreto
en la parte relativa á Dubois, y participándola al mismo tiempo que
su solicitud había sido desatendida.
Firme en su resolución, pidió inmediatamente el retiro. Pero el
duque de Richelieu, encargado por el rey de participarla estas noti-
cias y de tratar con ella al propio tiempo , no se la quiso admitir,
anunciándola asimismo que dentro de dos dias se anunciaría al pú-
blico su salida.
No la quedé, pues, otro remedio que meterse en cama fingiéndose
enferma.
No queriendo el duque ceder por su parte, duró aun varios dias
esta situación , con igual tenacidad mantenida por ambas parles,
hasta fin de junio.
Sin embargo, esta vez debia la actriz salir vencedora , pues, se-
gún lo había jurado, no volvió á comparecer sobre la escena fran-
cesa.
Para disimular el mal efecto que esto podía producir, se la conce-
dió un permiso para pasar á Genova á restablecer su salud, pasando
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5U MUSIÓME*
á disfrutar de él e» F«raey ¿ti sü amigo Voliaire ; y en el mes de
abril de 17*6 faé preciso concederla decididamente su retiro.
Generalmente no han podido ser apreciados en su justo valor los
honrosos motiTos que obligaron á la señorita Giairon k retirarse de
la escena, precisamente en la época en que mas florecía su preclaro
talento artístico.
La maledicencia, ó mejor dicho, la vulgaridad, lo ha achacado
siempre & su excesivo amor propio, ofendido por la rivalidad que
exislia entre ella y la señorita Dumesnil , ó iambkn á su desmesu-
rado orgullo.
Nada de eso existió, sin embargo, y según acabamos de manifes»
tar, podemos asegurar á nuestros lectores que ia señorita Giairon
fué uno de esos seres privilegiados, en los cuales la nobleza de sen*
timientps se halla á la altura de un inmenso tal uto.
La rehabilitación de los actores, ó mejor llamados, comediantes,
que en esta época se hallaban en una humillante posición , fué el
sueño constante de su vida.
\ ella consagró todos sus esfuerces, no dudando comprarla á eos»
la del sacrificio de su fortuna y de su existencia.
Ninguno mas imitó su ejemplo.
Desde el dia en que se retiró, tuvo un cuidado tan especial en estu-
diar el método de vida (fue debia seguir, que nada hubo que poderla
reprochar.
De este modo quiso probar á la sociedad entera que era digna dé
la estimación que para las actrices habia redamado.
Arruinada durante el ministerio del abate Terray, marchó en 1773
á Alemaniai, á fin de reunirse al margrave de Anspach y Boreuth, el
cual mas tarde la nombró ama de gobierno y aya de sus hijas.
En esta pequeña corte gozó de inmenso crédito durante largo tiem-
po, con igual tren que el primer ministro, y cuidando de hacer re-
caer las bendiciones del pueblo sobre el reinado del margrave.
De vuelta á Francia el año 1186 perdió de nuevo su fortuna du-
raato la revolución, y se vio precisada k vivir modestamente del so-
corro ó pensión de 2400 francos, que la concedió el ministro Chapla! •
La célebre actriz, la señorita Giairon, marió en París á la edad od
ochenta años.
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M BUMfá SSS
late fié él mes «oMbto suceso ooarrido en For-l'Evftque relatitt-
meale á los comediantes. Además, se han hallado las órdenes relati-
vas á esta clase de prisioneros en un registro que coaliene mes por
mes las órdenes particulares, dadas por Mr. de Sartiaes. Copiamos de
una dada en ai mes de abril, la siguiente remisión.
«Lekam, Mole, Dao verbal, Brizard, la sefioríla Glairon, cómicos,
presas per haberse negado á trabajar en la Comedia Francesa. Li-
bres, el 9 de mayo.»
Otros varios actores fueron también encerrados en esta época en
Fer-rEvéque, pero su cautividad no era rigorosa, per le que hemos
visto.
Lo mas ridiculo era la importancia que se daba á semejantes ac-
tos, en les coalas los gentiles-hombres querían figurar y proceder
como dueños absolutos, y déspotas sin ninguna clase de traba.
Se nos ha manifestado reservadamente una correspondencia muy
cariosa, relativa á esto, concerniente á la señorita Mole.
Habiendo incurrido esta actriz en el desagrado del duque de Ville-
qnier, gentil*hembre de cámara, fué conducida á For-PEféque.
Amelot, secretario de Estado de la real casa, con este motivo es-
cribió la siguiente caria al teniente d* policía Lenoir, con fecha tt oc-
tubre de 1778.
«Presumo, sefior mió, que, según costumbre, encargareis á un ofi-
cial de policía para que conduzca al teatro á la sefiorita Mole cuantas
veces tenga que representar, volviéndola él mismo después á su en-
cierro.
Pero como la orden de S. M. que con respecto á esta actriz os be
dirigido esta maflana, sea de condición mas rigurosa que las que se
estienden para los demás actores á quienes se quiere castigar, podéis
presumir que se la ha prohibida actuar; y per esta razón tengo el
honor de preveniros que, para ir á cumplir con sus deberes, cuando
se la ordene, la bareis acompafiar como se acostumbra ordinaria-
mente.»
«Tengo el honor, etc.»
Al día siguiente 23 de octubre, se expidió otra carta fechada en
Marly, y dirigida por Mr. de Entelles á Mr. Lenoir.
•El Sr. duque de Villequier acaba de tomar nuevas órdenes de
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534 MtKIOftSS
S. M. el rey respecto á la señorita Mole, y S. M. ha ordenado que, des-
pués de trabajar esta noche, sea conducida de nuevo á For-l'Evéque.
«Parece que deberá quedar en secuestro .hasta macana por la no-
che, en atención á que, debiendo representar El Jugador, S. M. ha di*
cbo que si trabajaba bien, y pedia perdón, se le podría conceder.»
« El señor duque de Viílequier me encarga tenga el honor de es-
cribiros esta decisión real, á causa de no poder hacerlo personalmen-
te, por tener que asistir á la cámara á primera hora.»
«Soy vuestro, etc.»
Esto será suficiente para poder juzgar la minuciosidad con que se
ocupaba la corte de semejantes cosas, y la importancia que se las
daba.
Eu fin, la última carta escrita á Mr. Lenoir es de la misma fecha,
y relativa también á este asunto, dice:
«El señor duque de Viílequier me encarga tenga el honor de par-
ticiparos que la señora Mole sea puesta inmediatamente en libertad. »
Des Entelles.
Indudablemente la señorita Mole trabajó aquella noche á gusto de
la corte, y habiendo pedido la gracia antes referida, se le concedió.
Este edificio, desde que por orden deS. M. Luis XVI, de fecha 30
de agosto de 1780, fué suprimido como prisión, y derogadas sus pre-
rogalivas, quedó sin destino especial, y su demolición se verificó por
completo á principios de este siglo.
De él solamente han quedado las cuevas que antes hemos mencio-
nado en la casa núm. 65 de la calle de San Germán de L'Auxerois,
y que componían en otro tiempo los calabozos llamados del Olvido,
sobre las cuales basaba la parte principal del edificio llamado For-
l'Evéque.
T. por Santiago Figüeras de la Costa.
PIN DE FOR I/EVIQUE
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PRISIONES
DE EUROPA.
EL CASTILLO DE SAN JUAN,
DE TORTOSA.
I.
¿zod ÓZoda.— Sao Joan.— La Crinada. — Sitio. — Empréstito. —Pone© de Corven.
— DoAa Mabalta — Bausia. — El perdón.
Sobre un elevado monte que dentro del amurallado recinto de la
antiquísima ciudad de Torlosa se encierra, ábrese un vetusto casti-
llo, renovado en diferentes épocas y rico en tradiciones gloriosas.
Llamáronle los árabes Axud 6 Zuda, y boy se conoce con el nom-
bre de castillo de San /non.
Aunque puede albergar en sus pabellones una regular guarni-
ción, ocúpalo boy escasa fuerza de artillería, y monta su guardia par-
te de la del batallón de linea acuartelado en la ciudad.
Del lado de esta presenta la Punta del Diamante, en la que true-
nan en dias de salva los callones sobre la Catedral y edificios inme-
diatos, cuya cristalería se estremece y se quiebra no pocas veces al
estampido del bronce atronador; y no pocas son las casas que de la
misma parte se encaraman por el monte arriba basta cerca del ras-
trillo de la enhiesta fortaleza.
Hacia la parte del recinto de la población está despejada la ver-
tiente.
Forma el castillo la parte principal del escudo de armas de la ciu-
dad, pues se ostenta en ellas timbrado con nna imágeo de Nuestra
Señora y un mote que dice: Ampáranos á la sombra de tus alas.
Cuatrocientos treinta y dos años ocuparon los moros este punto
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351 ÍMSIONBS
fronterizo, desde el 716 hasta el de 1148, en que tras Tanas tentati-
vas quedó definitivamente por el conde de Barcelona Don Ramón Be-
renguer IV, apellidado elSaute, y que luego poseyó el reino de Ara-
gón por su enlace con Dofla Petronila, hija y sucesora del rey Don
Ramiro el Monge.
La reconquista de Cataluña, suspendida por algún tiempo con mo-
tivo de los disturbios de Aragón, volvió á acalorarse tan luego como
qI active conde de Barcelona se vio desembarazado del cúmulo de in-
tereses á que le era necesario acudir.
Ofrecía en verdad la empresa del recobro de Tortosa obstáculos
tanto mas serios, cuanto fueran desgraciadas las expediciones que
contra aquel punto habian las cristianas armas dirigido.
No arredró, sin embargo, al Santo Berenguer la magnitud de la
empresa, con cuya importancia corrieron parejas sus aprestos.
Ya desde antes de partir para la guerra de Almería, de cuya ciu-
dad se había traído las puertas como la mas gloriosa presea, llevaba
obtenido del papa Eugenio III los honores de Crnzada para la espe-
dicion intentada.
Este grande impulsador de las espediciones católicas había agra-
ciado á los que para la reconquista de Tortosa se cruzasen, con los
mismos beneficios que dispensaba el tesoro de la Iglesia á tos que pa-
saban á hacer armas contra los infieles en los Santos Lugares, es-
tendiendo la remisión de sus pecados á los que falleciesen por el ca-
mino, y declarando que las esposas, los hijos y bienes de estos cru-
zados quedaban bajo la protección de la Santa Sede.
A la toma de esta bula acudieron de todas partes barones y caba-
lleros ganosos de alcanzar renombre y espirituales mercedes. Tampo-
co fallaron, para justificar lo sagrado de aquella guerra, el arzobispo
de Tarragona y el obispo barcelonés; ni los caballeros Templarios,
centinelas constantes contra la raza mora. El buen Arnaldo de Mirón,
heredero de los valerosos condes de Pallare, seapresló también para
probar que no en vano se habia encomendado á su familia la guarda
de Amposta.
En dos flotas catalana y genovesa se embarcó en el puerto de Bar-
celona el grueso de la espedicion, el 29 de junio de 1447, yendo lo
restante de la hueste por tierra.
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. Tras próspera navegación fondearon las naves cristianas en el
Ebro> delante de Tortor y sallando en tierra el ejército, estendije
luego por «1 campo y, cifiendo estrechamente la ciudad, la puso ri-
goroso asedio.
Obstioada faé la defensa que opusieron los sitiados; pero los inge-
nios del conde aportillaron los muras, y los castillos movibles entra-
ron á sembrar la muerte y el estrago eu el mal parado recinto.
La población cayó al fin en poder de los cristianos, mas la fuerte
Zuda ó Alcázar no se habia rendido, ni aun á fines del año.
Palto de recursos se hallaba ya Berenguer; los ausiliares le de-
samparaban, y el obispo de Barcelona Guillermo, agotado su caudal,
tenia que acudir al metropolitano para que pudiese tomar el conde
cincuenta libras de plata labrada de la sacristía ó tesoro de la Cate-
dral barcelonesa, dando en hipoteca el dominio de Viladecans y obli-
gándose á devolverlas en su peso y hechuras.
Con tal ausilio combatióle nuevamente y con verdadero furor el
castillo, cuyos defensores se habían con los de la ciudad aumentado.
C rcado de profundos fosos, hadase dificilísimo el asalto; pero
mandó cegarlos el conde y fabricar otro castillo eminente, que guar-
neció con trescientos soldados escogidos, los cuales combatieron con
tanto valgr y arle, que lograron con sus máquinas y ti abacos abrir en
la muralla una brecha considerable, tras de lo cual lanzó Berenguer
sus huestes al asalto, que fué, aunque desgraciado para los aliados,
sumamente sangriento por ambas parles.
En este puoto interviene la tradición con la relación de un hecho,
per demás amoroso y caballeresco.
Peleaba entre los aventureros del ejército cristiano un caballero de
esforzado valor y robusto brazo. Su voz á todos alentaba; su intrépi-
da rayaba en temeridad,
El era quien con mas entusiasmo entonaba el belicoso eanto de la
gok, propio de les soldados catalanes y aragoneses; y donde él com-
batía, por mgfttones se contaban los cadáveres de los enemigos.
Sin embargo, su visera permanecía constantemente calada, y ni
per su figura ni por sus armas era de nadie conocido.
—¿Quién puede ser ese aventurero?— preguntó Ramón Berenguer
al castellano de Amposta, Mirón, que se hallaba á su lado.
TOMO II II
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las FUSIONES
—Lo ignoro de todo panto, señor,— contestó Arnaldo— Soto os
diré que nadie puede gloriarse de haberle precedido un solo momen-
to en lóela esta campada.
—¿Ni vos?
— Ni yo, señor.
El conde se quedó un momento pensativo, y como si tratara de
desvanecer una idea penosa que cruzó rizando ligeramente ia super-
ficie de su majestuoso rostro, añadió:
—¿No es verdad que quien asi se conduce, debe de ser un leal ca-
ballero?
—De seguro.
— ¡Ahí ¡ved le allá espuesto á perecer! ¡Corramos á sostenerle! jA
ellos! ¡á ellos!
T el conde, que con la velocidad del rayo habia descabalgado á pe-
sar de la armadura que le cubría, trepó por la cuesta arriba, seguido
de Mirón y otros caballeros y empujando olra vez hacia adelante á
los que, fatigados de pelear inútilmente, se retiraban.
El desconocido caballero pugnaba, encaramado en el adarve, por
enarbolar sobre la almena la bandera que con la mano izquierda
oprimia, arrebatada poco antes de manos del moribundo alférez; mas
tanto era el tropel de moros que se oponia á su intento, que- lo pasa-
ra muy mal, si no le hubiesen sacado de aquel trance los que con el
conde acudieron á socorrerle.
Repetido con nueva pujanza el asalto y temiendo ya la morisma,
vínose encima ¡anoche, durante la cual mandó Berenguer IV suspen-
der la pelea para retirar los heridos y dar sepultura á los cadáveres.
El pendón catalán habia tremolado por algunos instantes en lo
alto de las enemigas murallas. Un esfuerzo mas y la Zuda hubiera
caido en poder del barcelonés. Este esfuerzo debía ser la tarea del
siguiente dia.
Mas los sitiados, viendo inminente su pérdida y creyendo que iban
á ser pasados á cuchillo apenas luciese la nueva aurora, apresurá-
ronse á pedir una tregua de cuatro días, que les fué concedida
Era aquél el ti de noviembre de 1148. Si el 15 no habían sido
socorridos los defensores por los moros de Valencia, la rendición es-
taba firmada.
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D5 BQftOfá. U»
Sin duda que á este resoltado había contribuido poderosamente el
valor del incógnito aventurero.
—Buscedle por todo el campo— dijo el conde de Barcelona— y
traadle á mi presencia, porque quiero estrechar la mano de ese va-
liente.
Presentáronle con efecto tras largo rato en la tienda de Ramón Be-
lenguer. Su armadura estaba por varias partes abollada. Sendas
manchas de sangre empaliaban su anterior brillo. Un escudero arma-
do y encubierto también el rostro, le seguía.
Al verle el conde se apresuró á estrecharle afectuosamente la mano,
y después de elogiar su valor y la parte que le habia cabido en el
éxito de la jornada, preguntóle con amable interés quién era y por qué
causa persistía en ocultar con su rostro su nombre y su linaje.
—Bien está, señor, que los ocal le, quien no puede de otro modo
combatir bajo vuestras órdenes.
—¿Por qué causa?
— Por la de mis pecados.
Sonrióee Ramón Berenguer y observó:
— Bien perdonados los tienes, si recuerdas las promesas que por la
bula del santo padre Eugenio III ofrece la iglesia á todos cuantos en
esta cruzada toman parte.
Resplandecieron á esto inusitadamente á través de los hierros de
la visera los ojos del aventurero, el cual respondió:
—Pues á ellas, tanto como á vuestra gran clemencia, me amparo,
sefior.
T quitándose con una mano el abollado capacete, descubrió con la
otra el rostro de su escudero, manifestándose ambos radiantes de ju-
ventud y gallardía.
El primer movimiento del coode fué llevar la mano á la espada,
pero contúvole el arzobispo de Tarragona, que á su lado se hallaba,
inclinándole con evangélicas palabras al perdón y al olvido.
— (Es culpable d*3 bauiía! murmuraba Berenguer IV, desentendién-
dose de las reflexiones del arzobispo, y arrojando coléricas mirad is
al caliallero y escudero, que á sus plantas se habían dejado caer do
hinojos.
El caballero era el joven Ponce di; Cervera, y el escuderc la pro-
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nía
pin hija del eowte de Barcelona , dofla M aballa, robada por aquel
mal aconsejado amante; á cayo crimen, cotuda la robada era bija de
señor feudal, se daba «rtortces en el pais el nombre de tafffev
No en rano fuá implorada la clemencia del conde; no en vano ha si*
do este apellidado el Sanio. Poncede Cervera alcanzó el galardón que
con so valor habla merecido, probando que si era en amor desaten-
tado y ciego, en el combate sabia aventajar i los mejores caballeros.
Pallando á lee cuatro días el socorro que esperaban los moros»
rindiéronse conforme se había pactado. Pobló D. Ramón de gente de
su ejército la ciudad, y tomó el titulo de marqués de Torteas.
IL
Nuevo sitio — Determinación sangrienta de los defensores — Heroica resolución de
las mnjeres. — Victoria. — Distinciones y prerogativa9.— PásatiHnfto.
Viene aqui del caso consignar la defensa qtte de los Moros veden
conquistados supieron hacer, no ya los hombres, sino las mojares de
esa Ínclita ciudad.
Refiere la historia que, ansiosos los moros de Valencia por vengar
la humillación de sus arma», vencidas en Tortosa , intentaron el si-
guiente año 1149 recobrar esta ciudad, acudiendo á sitiaría con uu*
merosas fuerzas y grande entusiasmo.
No podia socorrerla en aquel entóneos el conde de Barcelona por
hallara comprometido su ejército en la ¿¿pedición contra las ¡tazas
de Lérida y Fraga ; asi que veíanse reducidos los tortosines & sos
propios y efímeros recursos.
La rendición de lo que tanta sargre habia costado recftbrar, se
presentaba inminente.
En tan apurado trance juntáronse los prohombres en las almenas
del castillo, desde donde se descubría á una y otra parte de) rio la
nube de infieles que les asediaba, provocándoles con descompasadas
é insulianles voces.
— ¿Veis? — iijo á los qne lo rodeaban uno de los principales de*
fensores— ¿Y sufriremos que asi se nos denuesto impunemente? ¿Y
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oí mor* ni
bufará á acobardamos la superioridad de s» número y de mi» ar-
mn ée destrucción? Snlgnum todos á la vez, y como devastador
torréate hiramos es la morfema hasta perecer 6 arrollarlos.
—[Sí, si!— con talaron macha* voces en toreo con el mayor en*
tusjasmo.
— Termine lodo de ona vez,— añadieron otro* guerreros.
-~¿\ q*ó esperar mas?— exclamaron los qne mayor aliento den-
tro de sos pechos sentían.— Salgamos fuera.
En esto abrióse paso por en medio de todos basta colocarse en el
cesta», un anciano militar en cuyo grave semblante so reflejaba el
valor del soldado curtido en ios combates, y la madarez del hombre
esperinscnlndo en el conseje.
—¿Qué vais á hacer?— les preguntó con acento seguro. —¿Queras
qie os acorrale allá el moro con su a Amero» mientras una parte de
su pujante hueste ganará nuestros desamparados muros, haciendo
abominable destrozo en nuestras propiedades, en nuestros tesoros, y
sobre todo en nuestros ancianos padres , ea nnestres mujeres y et
nuestros bifes? ¿Tan segaros estáis de que4a victoria be de coronar
Mostrea eafaeraós?
Estas palabras dejaron in Bsameato suspenso 1 á lados loe circo w-
tantea.
—¿Qué beaaos de hacer, pues?— preguntaren al fia varios, mi-
diendo en toda sa ostensión la realidad del peligro.
No faltó también qoin murmurase algunas palabras ofensivas pe*
ra el que asi había quebrantado la valerosa resolución de los demás.
Oyéndolo el anciano guerrero, y palideciendo algún tanto, afiadió
con majestuosa calma:
— Yo no tengo ya padres; pero tengo esposa y tres bijas á quienes
como las ñiflas de mis ojos quiero. Pues bien, antes que dejarlas es-
pnestas al desenfreno del afortunado enemigo , hundiré en sus pe-
chos mi afilndo pufial, y me lanzaré, luego al campo á ve. der cara
mi entonces enojosa vida. Solo haciéndolo asi todos, después de ha-
ber destruido cuanto de algún valor poseamos, es como podemos
abandonar al enemigo este recinto, en el cual le habrán precedido la
mina y la muerte. Sea en todo caso ei premio de su triunfo un vasto
cementerio cubierto de sangre y de desolación.
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54t PRI2I0NSS
Esta vez retrocedieron horrorizados los mas animosos.
— ¿Tembláis ante esta suprema determinación? Ved pues que es-
peranza nos qaeda. Allí está el moro disponiéndose para el asalto;
aqní nuestras murallas, escasas de gentes y armas, y detrás de noso-
tros nuestras mujeres y nuestras hijas en que no dejará de cebarse
el vencedor... Y ¿lo sufriremos?
— |Nol ¡no! — clamaron lodos. — Mueran antes á nuestras propias
manos.
—Enhorabuena,— respondió el anciano.
Apenas acabara de tomarse por los del castillo semejante determi-
nación, cuyo secreto se encomendó guardar, para que ignoraran
hasta el último momento las mujeres la suerte que les estaba reser-
vada, cuando hubo de traslucirse por alguna de ellas, la cual jun-
tando á cuantas pudo de sus infortunadas compañeras, las dirigió en
estos términos la palabra:
— Pocos son los instantes que nos quedan dt vida ; como misero
rebaño vamos á ser pagadas todas acuchillo: y ¿por quién? por nues-
tros padres, por nuestros mismos esposos, que están dispuestos á sa-
lir á hacerse matar después en el campo por el poderoso enemigo qie
cerca estos muros. Ya que aun es tiempo de conjurar la horrorosa
muerte que nos amenaza, armémonos de valor, imitemos en él á
nuestros padres y esposos, vayamos al castillo donde los principales
de ellos están disponiendo cómo se ha de efectuar tan abominable
matanza y por qué lado deben luego verificar su salida, y afeémos-
les su cruel determinación , pidiéndoles armas para guardar estos
muros, mientras ellos combatirán en el campo ; demostrémosles que
no somos tan débiles que no sepamos defender, con nuestra ciudad y
los tesoros que encierra , el honor y la castidad que mas que todo
esto vale.
Aprobada unánimemente tan heroica resolución, nombróse á las
mas discretas para que se presentasen á esponerla á los del castillo.
—Dadnos armas, — les dijeron— y veréis si merecemos ó no morir
cobardemente, con la muerte ignominiosa á que acabáis de conde-
narnos.
Acogieron con entusiasmo los del castillo la valerosa resolución de
sus compañeras é hijas, y repartiendo entre ellas cuantas armas
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DI tOWfA S4S
quedaban almacenadas , corriéronse las heroínas por lodos los
pontos délas murallas que habían de defender , mientras abriendo tos
hombres las poternas y abatiendo los puentes, salían como tronada
arrebatada por el huracán y hendían en las huestes enemigas qne no
esperaban tan vigorosa acometida, y menos quedando los muros co-
ronados de tantísima genle de armas.
El choque fué terrible ; la pelea por demás sangrienta.
Destacóse entre tanto para (ornar la ciudad una nube <¡e enemigos,
que arrimaron escalas y llegaron hasta los adarves. Mas las flechas,
dardos y piedras que sobre ellos llovieron como asoladora granizada,
les obligó á desistir, tras varias tentativas, de su porfiado intento.
Animados mas y mas los hombres por las voces, y sobre todo por
el valor de sus mujeres, pelearon con tal denuedo, que al fin, ce-
jando la morisma, aturdida y descalabrada, levantó el cerco reti-
rándose sin parar hasta Valencia.
Después de haber triunfado D. Ramón Berenguer en un mismo día
de las plazas de Lérida y Fraga, avisado de la victoria que los tor-
losines y sos mujeres habían conseguido de los moros, pasó á Ton
tosa, entró en ella gozoso, concedió á sus moradores grandes escen*
y privilegio?, y en memoria de la hazafia de la mujeres, formó
legión militar de lodas ellas, decorándolas con un escapulario y
sobre él una hacha de armas de color carmesí, llamándola PauUimr
po. Caooedió además la precedencia en los casamientos á las novias,
sin distinción de clases ni privilegios; las libertó del pago de derechos
por sus tocas y aderezos, y les concedió que, si sobrevivían á sus
maridos, quedasen con todas las joyas y vestidos.
-*»*¿*$5*?'W—
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544 PftIStOflES
III.
El conceller en cap de Barcelona, Galceran de Naval— So llegada á Tortosa.— Impí-
dele el paso esta ciudad.— Besolucion del conceller.-- Embajada del Consejo de
Ciento.— Sebastian Massa relies. — Pasa por fin el conceller.
Vamos ¿ referir on hecho notable en los anales de Cataluña que
tanto demuestra los celos y rivalidades que la preeminencia de la
ciudad de Barcelona escitaba aun en el mismo principado, y el
enérgico tesón de su Consejo de Ciento para mantener ilesa esa mis-
ma supremacía de qne por tantos títulos la antigua ciudad de los
condes se había hecho digoa.
Era por el mes de febrero de 1588, cuando con motivo de ciertos
agravios que tenia recibidos Barcelona del virey de Calalufla , salió
diputado para la corte de España el conceller en cap Galceran de
Naval, á fin de exponer al poderoso Felipe II las quejas que contra
aquella autoridad había necesidad de aducir.
Sabido es que en tan solemnes ocasiones partían los concelleres
catalanes cubiertos con su gramalla y precedidos de dos m&ceros 6
wguen con las mazas altas , en cuya disposición eran admitidos y
atravesaban por en medio de las ciudades , villas y pueblos del
tránsito.
Así habia atravesado Naval por Zaragoza, asi habia sido recibido
en la corte de Madrid, y asi al regresar por Valeseia habia cruzado
por la noble ciudad del Cid, con gran respeto y admiración de sus
habitantes.
Mas al presentarse ante los muros de Tortosa , en vano fué que
enviara por delante un heraldo anunciador de su llegada. Habia de
ser una ciudad catalana y la primera de este territorio á que volvía,
la que se resistiese á lo que tantas otras sin dificultad habían permi-
tido.
La respuesta de los procuradores de la ciudad fué categórica:
—Decfd al canceller en cap de Barcelona que nada debfrTorlOaa,
y que no vale esta menos que aquella, ó acaso vale mas, por ser la
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M BUlOtá. US
primera del territorio catalán, para sufrir ana humillación semft-
janle.
Por lo visto esa humillación consistía en la solemnidad de la en-
trada y paso de nna autoridad, cuya sola presencia parecía menosca-
bar las prerogalivas del municipio de Tortosa.
Celoso en extremo de las de Barcelona, aposentóse en nna casa
extramuros, resuelto á no pasar adelante, á menos da accederse, buen
grado, mal grado, á sn pretensión, y despachó acto continuo un cor-
reo á la ciudad condal, dando parte al consejo del conflicto en que
se hallaba, y déla determinación que acababa de lomar.
Reunióse al instante el Consejo de Ciento (era ya el 9 de julio) y
acordó enviar de embajador á Tortosa al comerciante conceller se-
gundo, Sebastian de Massarelles, para hacer la intimación conve-
niente á lo9 tortosines con amenazas de enviar contra los mismos la
hueste de la ciudad.
Sacóse al propio tiempo la bandera de Santa Eulalia, y, expuesta
tres dias en una ventana de la casa consistorial, fué trasladada al ca-
bo de ellos á la puerta de San Antonio, por el gonfalonero mayor ó
alférez á caballo.
Con tiempo supieron los de Tortosa tan belicosa determinación;
mas dudando tal vez de que se llevase á efecto, ó demasiado engreí-
dos con la consideración de su propia valía, enarbolaron también su
bandera en lo mas alto de las almenas de su castillo, resueltos á no
abatirla ni á consentir que por nadie lo fuese.
Llegado allá Massarelles, bien observó flamear sobre los muros
del encumbrado alcázar la orguliosa bandera; mas sin detenerle un
momento tal demostración, siguió adelante su camino hasta llegar al
pié de las orgullosas murallas, en donde manifestó con enérgica dig-
nidad la misión qoe le traia.
— Abata el castillo— afiadió— esa orguliosa bandera, y ábranse las
puertas de la ciudad para dejar espedito el paso al representante de
Baroetona; pues en verdad os digo que vais á tener mucho que hacer
con la hueste que contra vosotros está preparada, esperando solo
para partir la respuesta que vais á darme.
Macho tardaron los tortosines en resolverse. Un partido favorable
á la pretensión de los concelleres se había entre lanío formado entre
it
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mi rasmias
aquellos. Esta división disminuyó el aliento de los mas resuellos en
sostener enhiesta la bandera de la cindad sobre el mas empinado ba-
luarte del antiguo castillo, y todo se volvía subir y bajar, del caserío
al alcázar y de este al caserío, ritiendo y argumentando en la mayor
confusión.
Por último , mas sosegados los ánimos, prevaleció el respeto al
concejo barcelonés, contribuyendo la socorrida filosofía á inventar
un razonamiento, una fórmula, mediante la cual los que cedian pa-
reció que otorgaban gracia y dejaban en buen lugar la dignidad del
municipio.
Torlosa, pues, aunque conservando enarbolada su bandera en las
almenas de su morisco Azud, franqueó sus puertas al conceller en
cap de Barcelona, el cual atravesó la ciudad , ostentando la majes-
tuosa gramalla y precedido de las mazas altas de los dos veguera ó
maceros.
IV.
La ¡pasión.— Rendición odiosa.— El conde de Alacha.— Ardid frustrado.— El general
Robert.— Guerras civiles.
Gomo la historia del castillo de San Juan de Torlosa está enlazada
con la de la ciudad de que constituye uno de sus baluartes, prolija
tarea seria detenernos en referir una larga serie de acontecimientos,
entresacados de los patrios anales y cuyo relato podría carecer de
verdadero interés.
Apuntaremos, sin embargo, algunas de las fechas mas notables,
insistiendo en la que mas parezca exigirlo.
Los franceses ocuparon este ponto en 4 G47, recuperándolo en 1650
las armas del rey D. Felipe IV, y en 1711 intentó el general Stram-
berg sorprenderlo, á cuyo efecto envió desde el campo de Tarragona,
en donde se hallaba, al general Vezel con un fuerte destacamento y
2,500 voluntarios, en la noche del 25 de octubre; mas alarmados
los centinelas con el ruido de la operación, acudieron á tiempo de re-
chazarla los defensores.
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MUMfi. 141
Invadida la España por las huestes de Napoleón, no debía Tortosa,
como plata fronteriza , dejar de atraer poderosamente las miras
del enemigo de nuestra independencia, y el 4 de julio de 1810 se
presentó la primera división imperial sobre la derecha del Ebro, pa-
ra establecer el bloqueo.
Logró con todo penetrar en la plaza, el 31, el capitán general del
principado D. Enrique O'Donéll, quien, situándose en el castillo, dis-
puso una vigorosa salida, cuyos movimientos debían dirigirse por
medio de las señales que darían los cañones del espresado fuerte, co-
mo asi se verificó.
EM5 de diciembre, reunidos los ejércitos de Sucbet y Macdonald,
quedó completamente cerrado el bloqueo y, empezados los trabajos
del sitio, se adelantaron con prodigiosa actividad.
Mandaba en la plaza et conde de Alacha, que en un principio se ha-
bía manifestado dispuesto á llevar la defensa hasta el heroísmo; mas
amilanado ya antes de terminar diciembre, vérnosle en el castillo, des*
pues de nombrar para suplirle por enfermo ¿ su segundo el coronel
Uriarte, dictar órdenes contrarias á las de este, y que solo servían
para entorpecer la actividad que la defensa exigía.
Militares había sin duda en la plaza, de habilidad y energía. Con-
saltóles el segundo gobernador, opinando la generalidad que, pedida
y alcanzada una tregua de 20 días, si al cabo de ellos no se recibía
socorro, era indispensable rendirse.
Aunque algunos contrariaron fuertemente semejante parecer, pre-
valeció el voto de la mayoría y enarboló el castillo bandera blanca el
día 1 * de enero de 1811.
Suche! desechó con enojo la proposición, y mandó continuar los
trabajos para el asalto, al que iba á lanzar sus tropas en la madrugada
del í, desentendiéndose de las tres banderas blancas que, no bastán-
dole una, había mandado enarbolar el gobernador, el cual envió á
decir á Sucbet: «que, relajados los vínculos de la disciplina, le era
imposible concluir estipulación alguna si no le socorría con buen re-
fuerzo de tropa.» [Indigna humillación!
No dejó de correr el francés, acompañado solo de algunos oficia-
les, & reunirse con Alacha en el castillo. Harto confirmaban tan atre-
vido paso las inteligencias que dentro de la plaza el enemigo tenia.
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54* rasión»
Con todo, aun dentro del castillo Súchel, renovaran los valerosos
soldados espafioles la resistencia, como lo estaban amenazando, á no
apresurarse aqnél á activar la llegada de sus tropas.
Mandada escribir y firmada la capitulación sobre la cureña de una
de las piezas del castillo, desfiló la guarnición espadóla entregando
las armas y quedando toda prisionera de guerra. Su número era to-
davía de 4 ,000 hombree.
El conde de Alacha fué luego condenado y ejecutado en est&taa
por los espafioles, como traidor á la patria.
Mas (arde, á principios de 1814, bloqueaba á Tortosa el brigadier
D. Juan Antonio Saoz, cuando, presentándose inesperadamente en la
linea el barón de Eróles, acompañado de varios ayudantes, entre ellos
uno que vestía el uniforme del estado mayor de Súchel, púsose en re*
lacion con el gobernador de la plaza, general Robert, por medio de
bien falsificados documentos que se so ponían espedidos por el cuar-
tel general francés para instar la entrega de aquel punto.
Dejóse sorprender Robert al principio, contestando desde el castillo
en donde le retenia un ataque de gota:
—«No siéndome posible pasar á arreglar personalmente en el cuar-
tel general español infinidad de asuntos relativos á la guarnición, me
comprometo á enviar después de la una de la tarde de mañana (4 de
febrero) al coronel barón de Plicque, y para probaros mi exactitud en
llenar fielmente las condiciones de un tratado, os enviaré también
mafiana & primera bora tres soldados del regimiento de la Ruja, que
han tenido la imprudencia de acometer á mis guardias en el acto de
llevar el rancho á sus compañeros: ya que me había sido notificado
el armisticio cuando cayeron prisioneros, no deben ser en rigor con-
siderados como tales; no lo son legítimamente. »
Tratábase, como se ve, de un supuesto armisticio, la guarnición
engañada debia salir de la plaza el dia 6, camino del Perettó, en donde
pernoctaría seguramente, podiendo encontrarse á las diez de la ma-
fiana siguiente sobre el Coll de Balaguer, en cuyo punto debia ser
atacada por las fuerzas allí reunidas, y hecha prisionera.
Salió con efecto el dia y hora señalada el barón de Plicque para el
campo español, con poderes para su comandante general, por cayo
conducto se llevaba á cabo la trama.
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DE IQMfA» 14»
Mu aquella misma noche hubo de introducirse en el castillo un
paisano que pidió con viva instancia hablar al gobernador.
Hallábase esle postrado por el dolor; mas recibióle sin embargo en
el pabellón qoe habitaba.
—¿Que se ofrece?— preguntó desde luego y con bronca voz al
recién llegado.
— Vengo á solicitar mi perdón en cambio de un importante serví-
ció— contestó en baen francés el paisano.
—Habla.
— Desertó al principio de esla guerra , pero vengo á borrar mi
falta salvando á toda esta guarnición.
Robert se sonrió desdeñosamente.
El paisano continuó presentándole unos arrugados papeles llenos
de borrones y rasgos:
— Ved si os dice esto algo.
Eran ensayos de las letras y rúbricas que se habían presentado á
Robert para engañarle, y entre ellos estaba el borrador de la si-
puesta orden de Súchel, que conservaba en su poder.
—{Ira de Diosl— exclamó el general después de compulsar aten-
tamente la fingida orden de Suche! con los papeles que te acaban de
presentar.— ¿Con qne quieren engasarme esos cobardes, no atrevién-
dose á vencerme? Esperad; veremos ahora quien engalla á quien.
Contestó al día siguiente Robert , que era indispensable , yaque
babia Sais de posesionarse de la plaza, tener una entrevista con las
personas que en el articulo 10 del convenio se nombraban, y que si
la evacuación no se verificaba á las cuatro horas de firmado el com-
promiso* seria la colpa del jefe español; designóle para la entrevista
la casa extramuros llamada id Camarer, y • finalmente— afiadió—
si á las entro de la tarde no me habéis enviado á persona alguna,
tengo el honor de deciros que me veré obligado á no creer en la con*
duston de un armisticio, y mandaré r*oovar las hostilidades.» •
Tan repentina mudanza obligó á Eróles á abandonar un proyecto
que por todos lados aparecía contrariado , pues el general inglés
Clinton acababa de escribirle que, habiéndose retirado del Llebregat
laa tropas enemigas le convenia disponer de la primera división y
de la fuerza de la Mallorquína, que le tenia el barón entretenidas.
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»Q0 PRISIOMS
Sin embargo, logró Eróles completamente su objeto en Lérida, Mon-
zón y Mequinenza.
Posteriormente, en dias no menos azarosos en que, peleando espa-
ñoles contra españoles, se desgarraban de dolor las maternales en-
trañas de la patria, apareció una noche coronado el castillo por uno
de los bandos contendientes, quedando en consecuencia la dudad en
poder suyo.
Corramos un denso velo á esa larga época de desdichas , lamen-
tando una vez mas la suerte de los desgraciados que encerró el casti-
llo de San Joan y sepultó sabe Dios que miserable pedazo de tierra.
Insurrección del general Ortega — Elío. — Los ex-iofanles. — Proceso. — Últimos mo-
mentos de Ortega. — Sa mnerte.— Prisión de los ex-infantes. — Libertad de los pri-
sioneros del castillo de San Juan. — Caballerosidad de Elío.— Inconsecuencia de
D. Carlos y D. Fernando.
Entre las insurrecciones militares que por desgracia Uene que re-
gistrar la moderna historia de nuestro país, ninguna tan calificada-
mente de desatentada y aviesa como la del capitán general de las is-
las Baleares, D. Jaime Ortega.
Recuérdense épocas, nombres y banderas políticas; solo en tiem-
pos muy remolos podrá hallarse algo á que con fundamento compa-
rar esa descabellada intentona, fruto que nos complacemos en atri-
buir, mas á los desbarros de una imaginación acalorada, que á
verdadera perversidad de corazón.
La nación espafioía estaba á últimos de marzo de 1860 compro-
metida aun en una guerra de peligros, pero también de honra na-
cional. Los preliminares de la paz no habían sido firmados, ó por lo
menos se ignoraba en aquellas islas. ¿Qué mejor ocasión para llevar
al seno de la madre patria la muerte y el estrago? Parece imposible
que se titularan españoles y caballeros los que asi trataban de apro-
vecharse de unos' momentos en que no había mas que un solo inte-
rés para todos ios españolos, porque era cuestión del honor de
todos, para venir á renovar antiguas y ya olvidadas querellas.
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m mota. MI
De algunos dita á aquella parle, misterioso* rumores se propala-
ban, como el soplo vago y funesto que precede á la tempestad. Igno-
rábase á punto fijo de qué lado debía sobrevenir la tormenta. Mas
¿quién no había do sonreír á tales presagios, cuando los mas contra-
rios partidos deponían sus armas en aras de la gloria de la nación;
cuando una era la voz, uno el deseo que ¿ lodos electrizaba?
Sio embargo, la nolicia del desembarco de San Carlos de la Rápita
no tardó en comunicarse con la rapidez de la centella por todos los
ámbitos da la monarquía. «Con el rubor en la frente y henchido el
pecho de la mas justa indignación — exclamó la prensa— tenemos el
triste deber de comunicar la nolicia de una reciente rebelión : te-
nemos otro D. Julián, tenemos un hombre que, hollando sus mas sa-
grados deberes, faltando á la confianza que en él depositaran su rei-
na y su patria, arrojando una mancha al honroso uniforme espafiol,
que por desgracia vestía, estando España en guerra con una nación
eslranjera y la Europa gravemente perturbada, se ha pronunciado en
rebelión.»
Autoridades, corporaciones y particulares se apresuraron á mani-
festarse mas unánimes, si cabe, que en la cuestión que acababan de
decidir felizmente nuestras armas en los campos africanos.
Veamos ya cual fué el principio y ei desenlace de un atentado que
podía ser para la nación de tristísimo resultado.
Hacia algunos meses, cuando se declaró la guerra entre Espada y
Marruecos, que se habia escrito desde París, dando noticia de haber
el conde de Montemolin hecho en Inglaterra un empréstito de medio
millón de libras esterlinas, qu<) debia ser pagado por cierta casa de
la capital del vecino imperio. Trasladóse al poco tiempo á París el
proscrito conde, y empezó entonces á notarse cierto movimiento en la
«Migración carlista.
Comenzada la guerra, viendo el espíritu del país, y conociendo sin
duda que habían de encontrar oposición entre los mismos hombres
de sus opiuiones. que mirarían cualquier tentativa de esta naturale-
za como un crimen de lesa-nacion en los momentos en que nuestras
tropas estaban peleando en pais eslranjero, se desistió del propósito,
ó si continuaron sus trabajos fué mas encubiertamente y entre un
mas reducido número de personas.
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Iftt rtUJNOMS
No transcurrió macho tiempo sin que se verificasen algunas reu-
niones en Madrid y en casa de un célebre personaje: á ellas asistie-
ron los representantes de determinadas Tracciones políticas que com-
batían al gobierno, y un número de jefes carlistas. En ellas manifes-
taron algunos de los concurrentes que no querían entrar en la alianza
que se les proponía, y se retiraron.
Poco después, el que los habia convocado, y que era, como suele
decirse, el alma del negocio, salió para París, donde tuvieron lugar
algunas reuniones parecidas 4 las de Madrid, en las que se acordé
que habia llegado la hora de obrar, y se convino en que se verifica-
ría un movimiento por la parle del alto Pirineo, simultáneamente con
un desembarco en la costa de Valencia. En este punto debía tomar
tierra el conde de Montemolin con algún otro jefe carlista.
De estos proyectos parece que tuvo noticia el gobierno español por
conducto de la policía francesa. Lo que es probable no supiese el
gabinete de Madrid, hasta que ya no era tiempo de impedirlo, ó si lo
supo no quiso creerlo, es que en semejante combinación mitrase el
general Ortega. Con todo, el mismo dia en que se verificó la rebe-
lión, habia noticias de que debían enviarse á Ortega dos vapores de
Marsella para embarcar las tropas de las Baleares, y que en ellos iba
algún carlista de importancia.
En efecto, llegó á Palma primeramente un buque inglés con una
persona joven, y que hablaba perfectamente dos ó tres idiomas es-
traojeres, el español y el catalán, quien se hizo pasar por agente de
una casa inglesa para allegar un cargamento de vino. A loe pocos
dias llegó al mismo punto un vapor francés.
El 27 de marzo envió el general Ortega al vapor español D. Jai-
me II y al vapor francés Naveaune á Mahon, con su ayudante Ca*
vero, que llevaba un pliego para el general Bassols. En este pliego
parece le decía que embarcara en los dos vapores los batallones de
provinciales de Lérida y Tarragona, que necesitaba para hacer los
honores al príncipe de Baviera á quien esperaba , y que á la vuelta
del mismo vapor enviaría á Mahon el provincial de Mallorca.
No debia estrafiar esto al general Bassols , pues parece estaba ya
convenido que se habia de verificar semejante cambio de tropas por
razones del servicio. Lo que si hubo de infundirle algunas sospechas,
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DEEUtOH S5S
feé* que habiendo quedado una partida de trapas sin embarcar por
no caber en el buque , hizo Bassois observar al capitán del vapor
francés qoe por tan corta travesía podía colocarte de cualquier ma-
nera que faese la poca tropa que quedaba, á fin de no separarla de
so cuerpo ; & lo que contestó el referido capitán que no quería tomar
mas gente á bordo porque ignoraba si la travesía babia de ser corla
ó larga.
- Por fin, el groase de la faena partió de Mabon 4 las seis y media
de la tarde del 30, y las cuatro compañías que restaban lo verifica-
ron á la maüana sigílente. Dos vapores ulai, que se habían presen-
tado también en aquellas aguas, habían ya desaparecido á las ocho
de la noche.
Nadie podia en aquella isla comprender como por un asunto como
el que suponía, se verificaba un derroche tal en los fondos del Esta-
do, pues el mismo capitán del vapor francés confesó que se le salisfa*
eian 30 francos por el pasaje de cada soldado. El vapor Inglés City-of
-Noraiwoh, que también había embarcado tropas, no dijo nada sobre
al particular, y era de presumir que el eapafiol, como buque nacio-
nal y perjudicado & la fuerza en sus intereses, debiera recibir tanta
cantidad como el mas favorecido. Afiádase á eslo la mdemniíaoion
de loa perjuicios! y se tendrá una suma considerable.
Hé aqui como se embargaron los vapores Jaime I y II. Iba aquel
á batanea la mar para Barcelona el día SO, cuando, detenido por ór*
éso del general, tuvieron qw volver 4 tierra los pasajeros y desem-
barcar sus equipajes, Poco después, se dio orden de aligerar por
completo el buque, operación qoe verificó la tropa, y después de ha*
ber tomado carbón para cmeoenta horas, partió el Jaime 11 coa rum-
bo hacia Cabo Manco, derrota de Mahoo.
El día siguiente quedó embargado, en virtud de otra orden del ge-
neral Ortega, el vapor Jaime I recien llegado de Valencia. La tropa
permanecía en loa euartt4es hasta que, embarcadas por ia noche en ua
jabeque armae, entre ellas 4 causaos, municiones, raciones de pan,
embarcóse también el provincia1 de Mallorca haciéndose á la mar con
el geaeral; mas k las pocas horas retrocedió entrando otra ves en el
Al amanecer del 81, había en el puerto de Palma cualaof vapores,
► a. 70
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854 MISIONES
todos ellos cargados de tropa basta los topes, y al anochecer entró
otro con tropas igualmente. Por fio, en la madrugada del dia l.# par*
lió con ellos el general dejando á la población en la mayor ansiedad,
y confiada la custodia de la isla á unas pocas docenas de quintos,
qué sin otro uniforme que su chaqueta amarilla y gorra de cuartel
cubrían el servicio.
Puede después de esto calcularse cuan frió seria el recibimiento
que se hizo al príncipe de Baviera que, con la infanta su esposa, lle-
gó el mismo dia 1.* de abril.
Falta añadir que antes de su salida, había Ortega, entre otras me-
didas, prohibido la circulación de los periódicos y suspendido espe-
cialmente la publicación de El Isleño. Al embarcarse en el Jaime II
dijo al capitán del buque que debia hacer rumbo al Tangar; mas no
teniendo este en su carta el espresado sitio, bajó otra vez á tierra pan
ra tomar informes en la Gapitania del puerto sobre aquel fondeade-
ro. Desempeñada esta comisión y puestos eú marcha los vapores, se
dio la orden para dirigirse á San Garlos de la Rápita, en donde debían
quedar solo los vapores inglés y francés, volviendo los demás á su
destino.
El general Ortega quiso llevarse ciento cinco mil duros que había
en la caja de la Tesorería de Palma; pero como Je observase el go-
bernador de la provincia que no podia quedarse sin fondos, por cuan-
to habia allí varios depósitos que de un momento á otro podían ser
reclamados, se limitó á tomar cuarenta mil duros. Estos no entraron
en la caja de los cuerpos, sino que se los llevó el general en su equi-
paje, cuyo hecho corona la fealdad de su conducta;
Entre los papeles de Ortega se hallaban las siguientes cartas:
Octubre 45 de 4860.— Mi estimado... Llegó el portador que me ha
esplicado cuanto le tenia encargado, y además lo que ha averiguado
y eiamioado en su camino. Volviendo por el mismo, te dirá como se
resuelve la cuestión, en la cual yo no (altaré, reunidas que sean las
condiciones necesarias, y que como no depende de mi, no puedo
asegurar. Estoy impaciente por ver el término de este asunto, que
al inmenso interés general, reúne el de mi posición personal. ftatre
tanto y como siempre, te repite el particular afecto que te profesa.
—Carlee Luía.
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01 EUROPA. S53
Bruselas 18 de febrero de 4880— Las distancia* se estrechan, mi
estimado general; todo lo que se deseaba por aquí está arreglado;
(pedan algunos detalles que se arreglarán y para los que Morales Ya
encargado y te los dirá, asi como todo sn viaje. Te volveré á escri-
bir, ó sino lo hará Elio para confirmar la época, qne, como te dirá
Morales, será lo mas pronto posible. El momento decisivo está may
cercano y en él vamos á jngar la suerte de nuestra país; un porvenir
brillante y glorioso se te ofrece; mi confianza en ti, asi como la de mi
familia, no puede ser mayor; y espero que responderás de un modo
digno de ti y de la grande empresa que nos mueve. Mi reconocimiento
será proporcionado á tus eminentes servicios, y de todos modos men-
ta siempre con el particular aprecio de tu afectísimo. —Carlos Luis.
Llegada la expedición á San Carlos de la Bápita entre siete y ocho
de la noche del dia 4 .*, principié el desembarco que no terminé has-
ta la mafiana siguiente. Salieron unas compañías á Vinaroz por ra-
ciones y, hallándose de regreso sobre las cuatro é cinco de la tarde,
emprendieron la marcha á Amposta todas las fuerzas.
Hasta entonces, no se había ocurrido á la tropa ningún asomo de
desconfianza; pero al salir de San Carlos, como viesen corlados los
alambres del telégrafo, preguntáronse unos á otros oficiales y solda-
dos, quien había hecho aquello, no fallando quien respondió:
—El general.
Observaron además dos tartanas que precedían á respetable dis-
tancia á la columna.
Tampoco falté quien notara que al acercarse el general á una de
ellas, aunque con cautela, se descubría con todas las sedales de la
mas profunda reverencia.
Habiendo los oficiales pertenecido á distintas guarniciones, no
existía entre ellos la intimidad suficiente para espontanearse, y esto
biso que en los primeros momentos, recelosos unos de otros, ahoga-
sen todas sus dudas.
Sobrado fundamento lenian; pues al momento de pisar Ortega la
plaza de San Carlos de la Repita, había pedido que se le presentara
el alcalde del pueblo, cuya autoridad, no habiendo podido cumplir
per bailarse ausente, apersónese en su lugar el teniente de alcalde, á
quien dijo el general^:
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5S6 PRISJOMS
«-Designar* V. las dos easas ma» cómodas y visibles de la poWa-
cion para alojamiento de ana persona de categoría que va á desem-
barcar, y para el mío.
SI alcalde designó cof* la* was á. propósito la saya y U que ser-
via de fonda.
Gooteslóle en seguida el general:
—Queda reservada la primera para enalto personaje. Tacen
mis ayudantes pasaré 4 la segunde. Entre tanto disponga V. el em-
bargo de eoarenJa carros.
T espidió diferentes oficios para allegar hasta 10* carras, cap
amenaza, al que no cumpliera, de enviar no piquete de caballería y
traer presos k iodos los Ayuntamientos. Díó también orden para que
loa centinela* colocados en las avenidas de la población ae impidie-
sen 6 nadie la entrada, pero si la salida A la tropa se la proveyó de
sei# paquetes de cartuchos por plaae.
41 poco rato, cuando «alió de á bordo el ultimo soldado y apare-*
cieron en la plaza las cuatro piezas de artillería, desembarcó el per-
sonaje en cuestión, sugeto de poca estatura y de ojo» apegados, que
calzaba una* enormes botas de mentar, sin aira particularidad en el
traje, y pasó á ocupar su alojamiento.
La voz pública desigqó á este individuo con el nombre de Monte-*
molin. Acompasábanle otras tres personas.
A la mañana siguiente fuese h oir el Santo Sacrificio 4e> la inisay y
al saludarle después el celebraole, le entregó una cantidad de dinero
diciéodplft:
— Celebre V. seis misas al objeto de que Dios proteja con su gra-
cia el movimiento que vamos á iniciar.
Verificada la marcha, como dejamos apuntado, en la mañana del
dia 3, dirigióse la columna compuesta de unos 4,000 hombres por el
camino de Torloea Las piezas y lps equipajes habían salido con an-
ticipación.
«—¿Quiénes son esas personas desconocidas y misteriosas que pa-
rece que nos huyen y nos siguen?— continuaba preguntando la en-
gañada tropa.
Sobre las once de la ma&ana hizo alto la división en el punto del
Coll de Crcu, dictante de la Rápita como cosa d& wa legua, y dwdft
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d* muirá os?
defaia tomarse una bar* de descanso. A*, aproximados los que poce
antee apenas se conocían, y puestos de acuerdo, las armas en pabe-
llones, reunidos en grupos oficíales y soldados, resolvióse lo que de-
bía hacerse, mientras bien a*eao al general de lo qoe sucedía, *e
hallaba abromado á alguna distancia adelaatado del camino.
Si Ortega, que llevaba en su cartera reales órdenes falsas para to-
mar A mando de la capitanía general de Valencia, las hubiese dado
k conocer i sus tropas, habriaias podido conducir á donde quiera
que fuese; pero tuvo el poco acierto de ocultarlas, y algunas severas
amonestaciones que dirigió á los que deseaban estar enterados del
movimiento, añadieron á la desconfianza el enojo.
Antes del toque de llamada, impacientes ya algunos soldados, se
habían puesto las mochilas. Señó por fin la cometa. Entonces el jefe
mas caracterizado, que lo era el teniente coronel del provincial de
Tarragona, Rodrigue* Vera, ae encaré oon el general, preguntándole
ai podían saber á donde iban.
La respuesta fué:
—A V. nada le importa, y le advierto que lo mismo Ensilo á un
coronel que á un soldado.
T longo afiadió dirigiéndose á la tropa:
— ¡Soldados! (Viva Narrase!
Mas la tropa permaneció muda.
En seguida volví* 4 gruir:
-{Viva Carlos Vil
toro el mismo elocuente silencio recibid este segundo grito que finé
k perderse en les ecos de las vecinas montadas.
Entonces el mismo Rodríguez Vera, arrancando de la vaina el ace-
ro, y temando la bandera del provincial de Tarragona, que enarboló
poseído del mas ferviente entusiasmo:
— {Hijos! |V«mes vendidos!— exotansó.— jViva la Reinal ¡Viva el
gobierno mMÜlnido!
Dn grito unfcaime, general, ardoroso, repitió la palabra ¡Viva! pe-
ro un viva á I* vez siniestro, amenazador para el desleal.
Al conocer este el entusiasmo de las fuerzas que trataba de sedu-
cir, abrazó de un golpe de vista el peligro que le ameoazaba, corrió
biela ra cabaUo y, maulando en él con presteza, salió al escape, sal-
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158 piisiunes
lando por encima de los callona y dando al miaño tiempo la vez á
la escolta para qae le siguiese.
Mas la escolta, en vez de seguirle, retrocedió á la carrera, salvando
este incidente al general, porque, creyendo la infantería que era ala -
cada por aquella, tanto que la hiciera algunos disparos, tuvo tiem-
po, mientras esta equivocación se cor rigió, para alejarse.
Iban delante á largo trecho y á pié los embozados personajes, al
pasar cerca de los cuales como una exhalación, gríteles el general, no
sin descubrirse como siempre coi* respeto:
— I A las tartanas! já las tartanas! ¡Somos perdido*;! ¡apretar hasta
que revienten!
Y, seguido de sus ayudantes y algunos paisanos, se encaminó por
Santa Bárbara, Mas Barberans y collado de Suca, al puerto de Bi-
ceite.
Los ex -infantes y oficiales carlistas que habían salido de Tortosa
para incorporárseles, tomaron distinta dirección. Las tropas tuvieron
que avanzar todavía un buen espacio para apoderarse de las piezas y
de los equipajes que precedían, como se ha dicho, á la división, des-
pués de lo cual se encaminó hacia Tortosa.
El gobernador militar de esta ciudad, que ningún parte oficial ha-
bía tenido del desembarco de Ortega, tan pronto como tuvo conocí*
miento del suceso, & la media noche del 2 telegrafió al gobierno su-
perior, y llamó á los jefes de los cuerpos para poner en estado de
defensa la plaza, en la cual solo había una pieza de á 8, en el ba-
learte de la cabeza del puente que enfila la carretera de Yalencia;
una de 16 en el del Temple sobre la de Barcelona, y una de á 24 en
el fuerte de la Tenaza.
Artillaban el castillo de San Juan 6 piezas montadas, que sirvea
para instrucción y para salvas.
La fuerza de artillería era escasa. Pero la necesidad y el entusias-
mo suplieron la falta de recursos, y lo primero que se hizo fué poaer
& disposición del jefe del arma todos los soldados de Segorbe que ne-
cesitó y hasta 14 matriculados, mas aptos que aquellos para el servi-
cio de las piezas.
Desde luego principió á cargarse cartuchería de todos calibres. Es-
ta operación tan difícil, aun en momentos de caima, tan estremada-
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DÉ iOiOFi. S5t
m¿ate peligros*, catado los momentos son horas, fué ejecutada con
tanta celeridad como acierto; de suerte, y esto es verdaderamente
pasmoso, que al anochecer del 3 se hallaban construidos y al pié
de sus baterías 3t0 tiros de & 14, 3SO de á 16; 3t0 de á 12; 240 de
á 8; 320 de obús de i 9, y 240 de obús de ¿ 7; esto es, 1760 tiros,
sin contar 160 granadas de á 9 y 7.
A la media noche existían ya colocadas y provistas de lo necesario
10 piezas montadas, y de reserva una pieza de tntalla de á 8 para
picar al enemigo si se retiraba, ó para resistirle en las calles de la
población, caso de lograr entrar en ella.
Llegada la noticia á las primeras horas de la madrugada de que
se acercaban tropas, publicóse la ley marcial y encendieron los arti-
lleros las mechas. A la media hora llegó á la carrera un oficial se-
gaido de dos ordenanzas; pidió que se le franquease la entrada y9 con-
. d acido á presencia del gobernador, dijo pertenecer i la división de-
sembarcada y venir en nombre de la oficialidad á depositar en él el
homenaje de su fidelidad á la reina y á pedir que se la abrieran las
puertas.
Temiendo un amafio el gobernador, detuvo al oficial y envió al
Mayor de plaza i decir i las tropas que necesitaba conferenciar con
los jefes, de los que solo uno se presentó. Segundo viaje al sitio don-
de estaban aquellos. Últimamente, eran las 6 de la 'arde, cuando
presentándose toda la oficialidad, pudo conocer en el entusiasmo que
la animaba, cuan injusto su recelo habia sido.
El gobierno no habla perdido tampoco uomentos en participar al
digno jefe militar de Tortosa lo siguiente:
— cLa reina nuestra sefiora confia al valor y pericia de V. S., al
denuedo de las tropas de su mando, y á la lealtad de los habitantes,
la defensa de esa plata.— Resista V. S. á toda costa el ataque del
enemigo.— Fuerzas numerosas marchan en ausilio de la plaza. »
Tarragona hito i sus provinciales e! recibimiento mereciüo & su
lealtad y á la valerosa conducta de su jefe. El Ayuntamiento salió á
recibirles con su música fuera la puerta de Francoli, en cuyo punto
se pronunciaron entusiastas discursos y se dieron enérgicos y nutri-
dos vitas á la Reina, & la Constitución, al gobierno, * la unión de
loa espafioles, y mueras 4 loo traidores. Seguidamente y precedido de
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sao misieras
la música municipal y de la banda del regimienéede flema, hizo an
entrada el batallón recorriendo la* principales callet de la ciudad f
basta su alojamiento en el cuartel del Carrj). Juntamente con él lie*
garon también diez y odio soldados de caballería que formaban la
escolta de respeto del general Ortega.
Al mismo tiempo que se declaraba éste en manifiestitébeUsB, al-
gimas partidas facciosas se levantaban en distintos puntos; ma* re-
ducidas y disueltas instantáneamente, solo sirvieron para acatar de
demostrar la ninguna simpatía que el desvalido bando esoitdba en la
nación española.
Elio y so ayudante ó secretario, fueron capturados cerca de Vina-
roe el día 5. Estaban durmiendo en una miserable casucha junto al
río de la Cenia, en ocasión que Negaron cinco individuos del sornas
ten organizado por el alcalde de Vinares, y cerno hiciesen estos algmi
ruido, el dueSo de la casa les advirtió que no lo hiciesen, que arriba
dormían dos señores que hablan llegado hacia un rato fatigadismos.
Esta inesperada revelación ensotó á aquellos buenos espalóles la
determinación que debían tomar. Armados solo de cuchillos, subieron
i la habitación superior é hicieron prisionero sin resistencia al que
babia mandado na ejército. Conducidos los presos á Vinrot, fueras
trasladados al castillo de PeftUcola por la guardia civil, y luego al de
San Juan de Tortosa, por no haber en la cárcel de este ciudad lugar
& propósito.
El 6 fué preso Ortega, destituido por la reina de sus grades, hono-
res y condecoraciones; los que con él iban, reventando los caballos,
llegaron á Calanda, pensando que nada sabriai en esto pueblo» Allí
tenia el general un primo, por el que preguntó al alcalde, á quien al
paso encontró. Mjole este, que no se hallaba en el pueblo la persona
que decía; pero que si gustaban, podían hospedarse en su casa. El
objeto del alcalde era detenerles, porque ya sabia todo to ocurrido,
y sospechaba quienes eran. No aceptó Ortega el ofrecimiento y se fué
& la posada; mas notando luego ciertos oorrillos, consideróse aili po-
co seguro, y se marchó cautelosamente del pueblo. En el Ínterin dio
parte el alcalde k la guardia civil y salió en seguida un cabo con cua-
tro soldados á tomarle la delantera por un atajo. Llegado allí Ortega
con los sayos, salieron de improvise leagaaidiasv inUmtoMes la
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DE MJtVPk 6CI
rendición de ao modo muy enérgico, y, dn oponer la menor resis-
tencia se desmontaron todos y dejaron amanillar por los aprehen*
sores.
Aoompafiado de on oficial de la misma arma, entró Ortega en Tor-
tora el día 11, en nn carro, y en otro carro detrás venían sns compa-
ñeros. Vestía aquél de capa madrileña ¿on vivos blancos y gorra.
Foé conducido al castillo de San Joan, donde pidió ana camisa
para mudarse Sns compañeros pasaron á la cárcel.
Puestas en movimiento, desde el primer instante de la noticia de
la descabellada insurrección, las faenas regulares de los puntos mas
inmediatos al teatro de los acontecimientos, y, levantados en somaten
multitud de pueblos, fuerza era que los ilusos vinieran á caer en
manos de los subditos leales.
Durante las primeras noches fondearon en aquella costa algunos
baques estranjeros, haciendo señales con farolillos de colores, mas
pronto hubieron de retirarse viendo la inutilidad de sus maniobras.
El capitán general de Cataluña juzgó deber trasladarse á Tortosa
la noche del dia 7, por mar en el vapor Dertosense, para activar la
pronta terminación de tan desagradable drama.
Alegróse Ello al ser conducido á Tortosa de saber que estaba mili
Dulce, pues esperaba de esta antoridad mejor tratamiento del que de
otras inferiores había recibido. Manifestó durante el camino que Or-
tega le babia engañado completamente; que le preguntó odio veces
en Mallorca si se podia contar con los tropas, y que Ortega le babia
dado mil seguridades de ello, añadiéndole que todo el país estaba
preparado. Al saber la captura de Ortega no manifestó pesar, antes
dejó comprender un sentimiento contrarío. Los oficiales que le custo-
diaban le hallaron siempre muy sereno, afectándole verse objeto de
la curiosidad de los pueblos del tránsito. 8in embargo, nadie sopo
que llegaba á Tortosa hasta que ya se hallaba en el castillo. Asi que
quedó solo en su cuarto, se le ofreció una cena, que no aceptó. Ves*
tía de paleto color de botella, pantalón gris con una tira negra y gor-
ra con visera. Por la tarde del 7 subió á verle el general Dulce.
La madre y hermana de Elfo, la esposa de Ortega y la familia del
ayudante de esto, Cabero, acudieron á la reina para obtener la gra-
da de loe nu) aconejados -insurrectos; mas el bondadoso comaon de
T9VO II. 11
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&tt FBISlOífES
Isabel tuvo qae contener los impulsos generosos que lo conmovieron
por exigir la gravedad del delito un ejemplar escarmiento.
El infortunado hijo de Ortega, alférez de caballería en el ejército
de la reina, acudió también á S. M. implorando el perdón del autor
de sus dias.
— Señora:— decia en su respetuosa esposicion.
— D. Leopoldo Ortega, alférez de caballería, hijo del ex-general
Ortega, llega humilde y reverentemente á los reales pies de V. M. y
espone: Que, teniendo la gloria y la fortuna de pertenecer desde sus
mas tiernos afios al ejército de V. M., solicitó espontáneamente al
principio de la guerra con Marruecos tomar parte en ella, cuyo favor
alcanzó, y dejando su puesto de ayudante de su padre por el de ofi-
cial á las inmediatas órdenes del general D. Antonio Ros de Olano,
pasó á África, donde ha permanecido cerca de cinco meses, habién-
dose encontrado en doce acciones y obtenido por ellas da la real mu-
nificencia de S. M. el grado de teniente y la cruz de S. Fernanlo.
De vuelta á su patria el capónente ha sido quizás el último en sa-
ber la tremenda desgracia que había caido sobre su familia y lado-
torosa catástrofe que la amenaza. Hoy ya lo sabe todo... Permítale
V. M. que no nombre ni analice lo ocurrido: que no lo piense, que
no lo juzgue. Solo protesta aquí de su ardiente amor á V. M., de su
adhesión á su trono como español y como militar. ¡El que llora ar-
rodillado á los pies de V. M. no puede hablar de otra manera! ¡Es
su padre, señora! ¡Es su adorado padre!
Por eso no dirá mas acerca de él, limitándose á hablar de su ma-
dre, de su hermana y de sí mismo:
Señora, Y. M. es al par que magnánima Reina, dulce y cariñosa
madre, tierna y amantlsima hija. ¡Oh! si... V. M. es hija y puede
comprender toda mi angustia, toda mi desesperación. Yo no acuso,
yo no defiendo á mi padre: yo pido por su vida, y V. M., que alcan-
zó desde el principio de su glorioso reinado el dictado de «generosa»
y «clemente;» V. M , que es tan buena, tan misericordiosa, que es la
madre de los españoles desgraciados; que es piadosa y eminente-
mente cristiana; que tiene en sus augustas manos el poder de per-
donar, y en su hidalgo corazón la grandeza de sus antepasados;
V. M., que es soberana, que es católica, que es española , sabrá ol-
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DE EUROPA •**
▼idar las injurias, compadecer al delincuente, enjugar el llanto de
una esposa y de unos hijos que demandan gracia... V. M. aplacará
el rigor de la justicia y perdonará la vida á mi padre.
Señora: No hace muchos días que entre el humo de los combates
gritaba yo en África ¡viva la Reina! es la migic* voz era siempre la
señal del triunfo. To la he oido á los moribundos, á los vencedores
en los hospitales, en las almenas de Teluao, eo medio de las priva-
ciones y las tormentas; á todas horas y en todas partes. To lo repe-
lía entonces; yo lo repito ahora; yo lo repetiré toda mi vida. Allí he
aprendido á adorar á Y. M.; su augusto nombre me recuerda los
momento mas grandes de mi existencia. Todo mi ser, toda mi san-
gre serán eternamente de mi Reina. Esta lealtad que la he jurado
tantas veces, y que hoy confirmo con las lágrimas en los ojos, sirva
en cierto modo para salvar la vida á mi querido padre.
Señora: V. M. es midre de un excelso principe, á quien ama so-
bre todas las cosas. El dia Í3 de enero celebraba sus dias el ejér-
cito de África en las llanuras de Tetuan, ganando una bandera á
los marroquíes, y yo alcaozaba el grado de teniente en recom-
pensa de lo que pude hacer allí en nombre del heredero del trono
de V. M.
Ta antes, como he dicho, V. M. me había honrado con la cruz de
San Fernando, también como premio de mis oscuros servicios en los
campamentos de Sierra de Bullones. Pues bien, señora; con el mayor
respeto yo pongo á los reales pies de V. M. esas dos gracias que he
debido á su munificencia, y le pido en cambio la vida de mi padre.
¡Sea su adorada existencia el único galardón que yo reciba por lo
que pueda haber merecido en África! ¡No me niegue V. M. tanta
gloria, tanta fortuna! ¡Que el hijo redima al padre! [Que el Ortega
de África haga olvidar al Ortega de las Baleares!
Soy muy joven, tengo diez y nueve años, y sin la desventura de mi
padre nada seria yo á su lado : tampoco compensan mis pobres me-
recimientos la indignación que ¿i haya podido escitar eo V. M.; pero
mi dolor, los profundos afectos que despierta eo mi coraron, la con-
goja en que me hallo, las solemnes protestas de vivir y morir por
Y. M. con que acompaño mis súplicas; la voz de mi desolada mapire
y de mi infeliz hernuaa, uniéndose á la mía, todo esto, señora, y la
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501 PRISIONES
indulgente bondad del ángel protector á quien acudo, me infunden
ánimo para hablar asi á V. M.
¡Qoe do se vierta la sangre de mi padre! Este es mi último roe*
go. ¡Harto desgraciado será ya toJa su tidal ¡Harto lo somos todos
los que le queremos!
¡Piedad, sefiora! Dios y ta nación aplaudirán su misericordia: Dios
y la nación que la han ungido soberana bendecirán, yo lo espero,
tan dulce ejercicio de su real prerogativa.— Dios guarde muchos
años la interesante vida de Y. M. para felicidad de los espa&oles.—
Madrid diez de abril de mil ochocientos sesenta.— Leopoldo Ortega y
Ballesteros.» •
La causa, sin embargo, seguía instruyéndose con la diKgencia que
su gravedad exigía.
A las siete en punto de la mañana del 47, después de oida por
loe miembros del consejo de guerra la misa del Espíritu Santo, cons-
tituyóse el tribunal en una grande habitación ó cuadra del castillo
de San Juan. Componíanlo seis capitanes presididos por el brigadier
Alcayde, con su asesor D. Manuel de Córdoba y el fiscal mayor de la
plaza, teniente coronel Rodríguez Termens.
Anunciado por el presidente que quedaba constituido el consejo y
su objeto, hizo el fiscal relación del proceso, del cual resultaba Or-
tega confeso y convicio. Descubríase en las declaraciones del proce-
sado mucha lealtad, pues á nadie en ellas delataba, cohonestando su
coafeston con la creencia de que habia abdicado la Reina.
— « El ex -general Ortega— dijo el fiscal— resulta confeso y con-
victo porque asi consta por sus propias declaraciones , por las de
los testigos y por los documentos que figuran en la causa: 1.° de ha-
liarse desde mucho tiempo atrás en connivencia con el conde de
Montemolin y su familia, y con el emigrado general carlista D Joa-
quín Ello, para colocar á dicho Montemolin en el trono de España en
sustitución de la Reioa nuestra señora doña Isabel II (Q. D. G) y de
sus legítimos sucesores en arreglo á las leyes que nos rigen , con-
forme asi lo aseveran con sus respectivas declaraciones los mismos
Ortega y Ello, y se confirma por las dos cartas de Carlos Luis á fo-
lios 124 y 124 vuilo; 2.° de haber dispuesto sin autorización supe-
rior para ello, ni moiivo legal al efecto, de la cantidad de ochocien-
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tos mil reales vellón procedentes de fondos públicos, para destinarlos
despnes á los gastos de una sublevación contra el gobierno conclui-
do; 3.9 de haber embarcado la mayor parte de las tropas que guar-
necen las Baleares, material de guerra, armamentos y municiones,
que el gobierno de S. M. la Reina dofia Isabel 11. le había confiado
para la seguridad y conservación de aquellas importantes posesiones,
dejándolas asi abandonadas, para conducir aquellas fuerzas al conti-
nente, sin conocimiento ni menos consentimiento de* general eu jefe
de quien dependía, desembarcando ea un distrito militar que no era
el suyo y con intento de emplearlas en contra de la fidelidad que te-
nían jurada á la Reina y á su patria, y en gran detrimento de los in-
tereses nacionales; 4.° de haberse unido y formado causa común con
los enemigos del trono de dona Isabel II y de sus legítimos herederos,
como igualmente de las vigentes instituciones, habiéndose rodeado asi
que llegó á San Carlos de la Rápita de una infinidad de jefes carlis-
tas procedentes de la pasada guerra civil , con indicios vehementes
de que llevaba consigo y rendía pleno homenaje al mismo Montemo-
ün. — Otros cargos de mas ó menos gravedad aparecen también en la
causa; pero hallánJose los cuatro espuestos muy terminantes y pro-
bados, atendiendo al propio tiempo á las críticas circunstancias que
la nación atravesaba, hallándose empellada en una guerra de honra
y porvenir nacional, considero plenamente justificado el delito de se-
dición y;'
Concluyo por la Reina : que el acusado D. Jaime Ortega sea con-
denado á sufrir la pena de ser pasado por las armas , con arreglo al
articulo 26, título 10, tratado 8.* Je la* Ordenanzas generales del
ejército : como asimismo á pagar de sus bienes habidos y por haber
la cantidad que falta del total reintegro de los ochocientos mil reales
velloo, arriba citados, deducidos los que en esta constan depositados,
los que produzcau vendidos que sean los efectos pertenecientes á Or-
tega que se hailau inventariados, y las cantidades que aparezcan le-
galmente iuvertidas; inutilizando los dos cuúos que esptesa la dili-
gencia de folio 22.
Toibsaá 15 de abril de 1860.
O» Lega había pedido que media hora antes de la defensa se le avi-
sase, llecho a¿i opoi tunanteóte, se le pasó recado que podía prosen-
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M PAIS10MES
tarse ya, y acompasado de so defensor D. Félix de Wenetz, entró en
la sala con mucho desembarazo, y tomó asiento en el fatal banquillo.
El defensor, afectado profundamente, y mas por la mala causa
por que abogaba, leyó una bella defensa en que hizo cuanto pudo
para aminorar los delitos de que era acusado su defendido, y pro-
testó de la incompetencia del tribunal con esforzadas razones.
Durante esta lectura, se mantuvo Ortega sereno é impasible y solo
dejó traslucir alguna afectación y enternecimiento en el párrafo en
que, para interesar el defensor al consejo, recordó la interesante y
sentida esposicion que babia su hijo dirigido á la Reina, haciendo
verter lágrimas á todos los españoles. Las de Ortega estaban á punto
de correr, pero se repuso en seguida, y el padre volvió á ser hombre.
Terminada la defensa, levantóse Ortega, y con voz muy entera pi-
dió permiso para hablar. Concedido, dejó caer sobre su asiento el ca-
pote de caballería que llevaba puesto, y se espresó en estos términos:
— «Setteres: no vengo á pediros mi vida; esto no seria digno de
mi: los hombres de mi temple no se paran en eso. Tampoco vengo á
defenderme, pero si i protestar con todas mis fuerzas contra la com-
petencia del consejo. Señores: cuando se me quiso tomar mi prime-
ra declaración, dije al sefior fiscal presente, que no la rendiría si no
se me aseguraba que seria juzgado por un consejo de oficiales gene-
rales. Se me dieron todas las seguridades, y declaré. Ahora veo que
hice mal. Yo no puedo ser juzgado mas que como paisano ó como
militar. Como paisano y aprehendido por requirimiento de una auto-
ridad civil como lo es el alcalde de Calanda, debo ser juzgado por el
tribunal ordinario, según se dispone en la ley de 17 de abril de 1821.
Si se me juzga como militar, era mariscal de campo cuando cometí
los delitos, y como tal debo serlo. Mas en la real orden en que se me
exonera de todos mis títulos, empleos y condecoraciones, se dice que
sea juzgado según Ordenanza, y esta está bien terminante á favor de
mi pretensión. Protesto nuevamente de que no pido perdón de la vi-
da. Me siento con fuerzas para ir sereno á sufrir mi pena.»
En seguida sacó un papel y pidió al presidente que recibiese la
protesta que hacia por escrito y que la continuase en el proceso. Asi
se hizo, y después de algunas conlestaciones con el presidente, se sa-
lió de la sala con el mismo aire y serenidad con que había entrado.
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Orlfga en la capilla del casillo de Tórtola. (Rt trato copiado de lia fotografía*)
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DB KÜIOfA 517
Acto continuo se despidió al auditorio y quedó el conejo en sesión
secreta.
A las cuatro de la tarde profirió el consejo senetocia de muerte
contra el ei-geoeral Ortega, condenándole á ser pasado por las ar-
mas y al reintegro de los 800,000 reales que estrajo de la Tesore-
ría de Palma, abonándole lo que de esta cantidad se eocontró ó en
adelante se encontrare.
El capitán general, oido su auditor de guerra, aprobó la senten-
cia una hora mas Urde.
Púsose, en consecuencia, encapilla á las ocboal ex -general. Al en-
trar el fiscal á leerle la sentencia, estaba escribiendo á su familia. Pi-
dió permiso para acabar una carta, y concluida, oyó con la mayor
sangre fría el terrible fallo. Preguntó cnanto tiempo le quedaba, por-
que le convenia saberlo para arreglar sos intereses, y encargando que
los pocos objetos que tenia en la prisión los envifcsen á su madre, dijo:
—La pobre los apreciará mucho.
T luego añadió:
— Mi reloj que lo den á mi hijo, y de todo lo demás ya dispondré.
En seguida se levantó, y con voz muy firme dijo:
—Cuando Vds. gusten, sefiores.
Gomo al salir de la prisión para trasladarse á la capilla estuviese
oscuro el camino:
—Será menester que traigan un farol— dijo— porque sino vamos
á rompernos la cabera.
Al entrar en la capilla se puso un rato delante del crucifijo y otro
delante de la Virgen, y pidió después un confesor. Llegado este, le
• instó para que cenase mientras él se preparaba y dictaba su I w la-
mento al escribano de guerra que había mandado llamar.
Dejemos hablar en este punto al exacto y minucioso crooista de los
últimos momentos del ex-general.
•Aln* once de la noche. — Sale el escribano de la capilla con la mi-
nuta del testamento que por encargo de Ortega estenderá esta noche,
para que lo pueda firmar mafiana antes de las cinco. En seguida ha
entrado un sargento de los del piquete y ha pedido permiso para re-
gistrarle. Esta operación le ha afectado mucho y ha exclamado:
— i Esto solo me Callaba para humillarme mas! ¡Dn sargento regts-
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m¡8 patsiíms
trar á ira general! ¿Tría yo ahora á cometer el atentado que temen?
¡Eso no! yo quiero morir como cristiano.
A las once y media de la noche.— Sq quita ana medalla de la Vir-
gen con ana fina cadena de oro que lleva puesta, y encarga á su pri-
mo D. Ramón Blasser q«e la entregue k su desconsolada madre.—
Dispone su entierro y encarga que sea sin pompa alguna. —Llega
muy oportunamente su confesor Dr, D. Benito Sans y Torés y entra
en seguida para tranquilizarle del disgusto que le ha ocasionado el
registro del sargento. — Va á empezar su confesión ; llama al co-
mandante del piquete, y con ia sonrisa mas natural le dice:
—¿Tendría V. la amabilidad de mandar retirar algunos pasos los
centinelas, para poder hacer mi confesión con mas desahogo?
Se retiraron, como pedia, los centinelas , y queda con su confesor.
A la una de la mañana. — Hora y medra ha durado su confesión, y
en este momento sale el sacerdote muy satisfecho y casi absorto de
la cristiana resignación y conformidad con la voluntad de Dios que
manifiesta el desgraciado Ortega. Hasta le ha dicho :
— Estoy tan conformado y consentido con mi suerte, que si provi-
dencialmente me venia ahora el perdón. . no sé si me alegraría.
Ha anunciado á su confesor que quería dormir y lo hace del modo
mas tranquilo y natural. Se le observa su suefio varías veces, y es
profundo y reparador. El hombre que la nación entera mira pequeño
y miserable en ptíitica, empieza á presentarse como un gran cristia-
no. Solo la religión deja dormir tranquilo en la capilla. El suefio so-
segada y profundo no se finge. . .
A las dos y media de la mañana. — Acaba de despertar y dice tener
el frió natural que se siente después de haber dormido vestido y en
un sillón. Entran á estar un rato con él su primo nombrado ya y su
amigo D. Francisco Aysa, á quienes pregunta con interés é insisten-
cia por la hora de su ejecución , y contestándole estos que no está
aun fijada, exclama:
— ¡Vayal ¿A qué tanto misterio por una tontería?
Se le anuncia que una señora le ha enviado unas medallas de la
Virgen del Pilar, y pide con alegría y con mucho favor que se las
den en seguida. — Las recibe, las besa y se las pone en el cuello, y en-
carga se den gracias á esa amable y crwtíena sefiora.— Entra de
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DBBeiOH. IM
nuevo su confesor, con quien se pasea por la capilla un gran rato con
paso firme y grave continente.— Se sienta en un sillón , y en otro su
confesor, y encargándole éste que ore un momento, se mantienen los
dos callados y sale el sacerdote, diciendo sorprendido:
—Duerme otra vez profundamente.
A las cinco de la mañana. — Se hace necesario despertarle para
anonciarle que se disponga á recibir la comunión que se le dará an-
tes de la misa.— Se levanta al momento de su sillón , pide quedarse
solo y se arrodilla apoyado en el ara del altar, permaneciendo una
hora en esta posición, que interesó y conmovió á cuantos allí estaban.
A lat$$is de la mañana. — El sacerdote le previene que le va á ad-
ministrar el Señor, cuya noticia I* da una grande alegría. —Recíbelo
tan compungido y contrito que deja escapar dos lágrimas, las pri-
meras y únicas que se le han observado. ¡Sutyime influjo de nuestra
religión! ¡Bálsamo saludable del cristianismo que asi enternece á los
grandes corazones!— Oye en seguida misa arrodillado, y concluida se
queda solo un momento dando gracias al Sefior «por haberse digna-
do entrar en su cuerpo para fortalecerle mas y ma».» Son sus pa-
labras. En seguida se le sirve un chocolate y nn tó al sacerdo-
te, y entablan durante este desayuno una alegre y amena conversa-
ción. Ortega no había probado comida ni bebida alguna desde ayer
á las seis de la tarde, porque dijo que, á mas de no necesitarlo, que-
ría recibir al Sefior en ayunas.
A las siete de la mañana. — Pide recado de escribir, y escribe tres
cartas á su familia con pufio firme y hermosa letra. — Entrega las
carias á su primo con quien está un rato, dándole instrucciones sobre
sus asuntos domésticos, y pide de nuevo á su confesor, cuya compa-
ñía apetece estimadamente.
A las nueve déla mañana. Se queda solo y se le oye rezar.
A las nueve y media de la mañana.— Enlra á verle un oficial pai-
saoo suyo, y sale llorando de verle tan sereno. — Está con el cape-
llán del provincial de Segorbe, y al salir este se le oye recitar una
oración á la Virgen de los Dolores para la hora de la muerte.
A las din de la mañana.— Entra D. Mariano García, sabio y vir-
luoeo miskraista, y sale á la media hora admirado de la buena dis-
posición cristiana en que sigue Ortega.— Se le ofrecen unos biico-
>B 1%
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$70 MIIS40WES
chos y vino; mas dice que el vmo do ie prueba y que tomará mks
de salir uoa laxa de sopa con un huevo desleído en ella.
Pregunta Gira vez por la hora de sm fusilamiento , y habiéndotele
contestado qne 4 las tres de la tardo, esclama:
— ¡Pues bien tardan!
A las diety media de t* mañana.— Pregunta si está prepárala la
sopa que tiene pedida, y se le sirve: la come oob apetito y pide ai ha
quedado mas.— Ruega al «édioo de la eapilka, D. Ángel Litó, que
aa* no le había hablado, que entre en la eapiHa. Le alarga la nabo
muy afectuoso, y sondándose le dice:
—Doctor, me siento lo mismo que si nada pasara por ni. Tengo
la conciencia muy desahogada y este fortalece mucho mi espirito.
Estoy muy contento del sefior canónigo D. Benita Sanz. ¡Es un án-
gel! ¡qué tálenlo tan despejado tiene! {ojalá tuviera yo sus virtudes!
Este sefior me ha consolado completamente; me ha puesto en el ca-
mino de la gloria; á mi solo me toca seguirlo.
El médico sale enternecido.
A las doce de la mañana. — Está con el capellán de Segorbe, &
quien escucha con atención y recogimiento, y en un momento que
este cesa de hablarle, leda un abrazo. Pide un craeifije, y al dárselo,
lo abraza cordíalmente, diciendo:
— Bies y Sefior mió, nada me será el morir, si muero en tu reli-
gión y salvo mi alma. ¿De qué me habrán servido las glorias de este
mundo y mi ya pasado engrandecimiento, si por mi desgracia me
condeno?
A las doceymedia.*-Des¡>ue* de haberle permitido desabogar sus
sentimientos religiosos, y fijos sus ojos en el crucifijo, que besaba y
estrechaba con la mas tierna efusión contra su pecho , han entrado el
Sr. Sanz y Forés, y oiro sacerdote, á quienes ha dicho:
— Señores, estoy tan tranquilo, sieeto tanto consuelo en mi alma,
que miro la muerte como el mayor beneficio, tanto, que abora el
morir ya no es para mi un sacrificio. Prefiero esta muerte á cual-
quier otra que Dios me hubiera reservado, casi la deseo. Para no-
sotros los militares > que por lo común vivimos distraídos, Be hay
muerte como esta que sea mas provechosa para nuestra alma.
A la una de la tonta— Ha quedado solo y se le oye leer en un li-
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M BWOtt 171
hro eepiriiaal Toma m calda y encarga que no se le sirva otra cosa,
ó otando «as otra caldo antes de salir.
A las dos de la tarde. —Con la mayor sangre fría se entera del
ponto donde debe ser ejecutado, pregunta por el trecho y calles qne
ha de recorrer y si han llegado machas tropas. Ta no se separan de
sn lado los sacerdotes quo le han de acompaftar. No lo hará el sefior
canónigo Sanz, porque su temperamento y organización no le permi-
ten íaerlee sensaciones Ha pedido este sefior á Ortega que le dis-
pensase de pasar por semejante prueba, qne, k su pesar , le es irre*
sistiMe , y Ortega sonriéndose y muy amable solo ha contestado:
—Lo comprendo perfectamente, sefior canónigo; retírese Y. cuan-
do lo crea oportuno.
Alas dos y tres cuartos de 'a fonfo.— Se le anuncia que es hora
de marchar, y contesta:
—Cuando Vds. gesten, señores.
Se ha arreglado sa capote de caballería, que no ha dejado, y con
paso firme y grave é interesante coatinenlo se coloca en el piquete.
Sigue el paso sin notarlo. Pasan por una poterna del castillo y allí se
quila el capote, qae encarga de nuevo lo den á su daefio, qne lo era
su ayudante Moreno. »
Esperábanla ya formando el cuadro dos bala! Iones de infantería y
ina sección de húsares en el espacio que media entre la ciudad y el
arrabal de Remolinos, debajo de la muralla del castillo. El gentío lle-
naba las avenidas del camino cubierto que desde la puerta del arra-
bal sube á la fortaleza.
Ta erao mas de las tres cuando el redoble del tambor anunció i la
multitud que el reo caminaba hacia el lugar del suplicio. En efecto,
al poco rato se vio aparecer por el camino cubierto el pendón do la
Congregación de la Virgen de los Dolores, cuya bermjtndad precedía
can un Santo Grieto al piquete, en me4íe del cual marchaba el ex -
general Ortega.
No tardó en llegar al glacis la fúnebre comitiva. Un momento aa~
tes el sargento mayor habia publicado el bando de costumbre, impo-
niendo pena da muerte á cualquiera que apellidare gracia en favor
del reo.
ipor toda? parles un silencio sepulcral, interrumpido sola*
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B71 PRISIONES
mente por las consoladoras palabras que los sacerdotes dirigían ai
reo. Las miradas de los espectadores, en cuyos semblantes se veia
piolada la compasión , se fijaban en ese joven simpático, tan feliz
quince ó veinte dias atrás, tan desgraciado en aqoel momento. Ese
hombre que, aun al principiar el mes ocupaba una elevada posición
en el ejército, que mandaba uoas islas que constituyen una provincia,
con una guarnición numerosa, caminaba aquella tarde al suplicio, es-
coltado por un piquete de veinte soldados. Sin embargo, el qoe ha-
bía sido antes su jefe conservó su dignidad hasta el último instante.
Ei ex-general Ortega iba vestido con elegancia: bolinas de charol,
pantalón de paulo Legro, chaleco del mismo color, levita azul turquí,
de hechura militar, corbata, kepis del color de la levita, enteramente
liso y ajustados guantes de color de paja. Su continente era sereno
sin afectación y síl quq alterase el color de su rostro. Llevaba suel-
tos bs brazos y tenia en las manos un crucifijo al que besaba de
vez en caando con tanta naturalidad como verdadera devoción, repi-
tiendo con claridad y entereza las palabras de los sacerdotes, y hasta
se notaba en su voz una sonora y agradable entonación.
Al entrar en el coadro y ver el considerable gentio que en torno
de él se apiñaba, esclamó:
—Señor, tú también permitiste que contemplase tn suplicio la
plebe.
Luego se arrodilló bajo de la bandera para oir de nuevo su sen-
tencia y, conducido al punto de la espiacion, preguntó á los que le
acompañaban:
—¿Cómo me pongo, señores?
Habiéndosele contestado que de frente, colocóse en esta disposición,
y dejándose vendar los ojos, se arrodilló ante las fatales armas. Una
esplosion sonóá los pocos segundos... ¡Ortega yacía cadáver!
Terminado el terrible drama, encargáronse del destrozado cadáver
los hermanos de la Congregación de Nuestra Señora de los Dolores, y
colocándole en un coche fúnebre, fué acompañado por doce capellanes
al Campo Santo.
Una modesta tartana en que iban tres ó cuatro amigos de la fami-
lia Ortega lo acompañó hasta aquel silencioso lugar, en donde ua po-
bre ladrillo en el cual la punía de una navaja grabó el nombre de
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M KUtOtá 171
Jame Ortega, debajo del número 25B, por encargo especial del fina-
do, dirá al que lo visitare que allí descansan los restos del malogrado
ex-capitan general de las islas Baleares.
La mafiana del día siguiente se eucontró en el suelo de la capilla
un papelito, escrito por Ortega, el día 14, que decía:
— «Pronóstico de lo que sucederá: Dia 15, indagatoria; 16, nom-
bramiento de defensor y confesión con cargos; 17, consejo; 18, apro-
bación y capilla; 19, ejecución.»
El desgraciado vivió un dia menos de lo que esperaba.
A las cinco y media de la tarde del 19, recogió la familia de Orte-
ga, por medio de un apoderado, los efectos que habían pertenecido
al ex-general.
Cuatro diasantes de la muerte de esie mal aventurado militar, pe-
recia por la misma causa en Palencia otro de los que, como jefes, ha*
bian secundado el movimiento per aquella parte de España.
El martes 40 á las tres de la tarde llegaba á aquella capital, ten-
dido en un carro, vestido de militar, aunque sin galones, pero con
una croz de S. Fernando en el pecho, el coronel retirado D. Epifanio
Carrion, que pocos días antes había levantado una partida carlista y
que, perseguido y acosado por diferentes fuerzas , fué alcanzado por
la guardia civil en el pueblo de Villasendino. La misma columna que
le había aprehendido, le escoltaba.
El hijo de Carrion, que quiso defenderse, cayó muerto en el encuen-
tro. Su padre entró en una casa que rodearon los guardias, á quie-
nes, después de preguntar si le daban cuartel, se entregó.
Dirigióle un oficial en aquellos momentos algunas observaciones
sobre su proceder; mas interrumpióle Carrion diciéndole:
— Sefior oficial, ¿no tiene V. opinión? Pues yo también tengo la mía.
Atravesando por medio de un inmenso gentío, que se agrupaba
para verle, entró en la ciudad en doode ya en 1854 babia escitado
contra su persona las iras del pueblo que ahora respetaba su desgra-
cía, y fué conducido á la casa-cuartel de la Guardia civil.
En la misma tarde se empezó el sumario con la major actividad
por un fiscal venido expresamente de Valiadolid, y al día siguiente
á las tres da la larde se reunió el consejo de guerra presidido por el
brigadier Campuzauo, gobernador militar de la provincia.
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174
La lectora del proceso duró poco rato.
Llamó la atención la circunstancia de que en un principia na pu4o
el procesado declarar por estar afectado 4 por verdadera ineobereur
eia de sus ideas y palabras. Pero pasado ese trastorno, ó remnoian*
do á su fingimiento, se presté luego á declarar.
Comparecido el reo ante el tribunal, manifestó que no intentaba
disculpar su falla, que solo venia á pedir demencia, á implorar mi-
sericordia.
— ¡Grande ha sido mi falta —afiadió con entereza y dignidad;— pe-
ro ya es grande también la espiacion; mi hijo mayor, mi pobre ino-
cente hijo..-, inocente, sí, porque solo venia para acompañar y de*
fender á su padre , ha muerto! ¿No basta su sangre para desafiar
la justicia? Tengan pues VV. SS. lástima de mi dilatada fe mi lía;
soy esposo, soy padre de muchos hijos; todos dependen de mí; que
se me envié por tolos los dias de mi vida á Filipinas ó al punto mas
remoto de las posesiones de Espafia, pero piedad para mí esposa, pie-
dad para mis hijos; que no se derrame mas saogre.
Esta escena fué verdaderamente conmovedora para cuantos la pee*
soletaron.
Al retirarse de la sala el procesado, preguntóle un vocal si tenia
inconveniente en citar á la persona á que había aludido en sus decla-
raciones, diciendo que había obrado según sus instrucciones.
En pié ya Garrion y puesto á la puerta, se volvió y dijo:
—No la he nombrado porque nunca he sido delator y aborreteo la
delación; pero si se duda de la veracidad da mis palabras, ei se me
exige que le nombre, lo haré-
—Está bien,— dijo entooces el presidente— se ampliará la indaga-
toria de V. y podrá entonees declarar con toda libertad cuanto tenga
por conveniente.
Retirado el reo, mandóse desocupar la sala al público y quedó el
tribunal en sesión secrete.
Al volver á ser introducido Garrion nombró á las dos personas, que
según dijo, sin ofrecer prueba alguna de.este aserto, 1* habían escrito
para que levantase uaa partida. Sin duda lo que se proponía era ga-
nar tiempo para que lo tuviese su esposa para lograr de nuestra mag-
nánima reini una nueva gracia, puea ya otra vez había aula indultado.
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DE BOTLOti. SIS
Sentenciado á marte y aprobada la sentencia, fué pasado por las
armas en la mafiana tiel 18, despots de haber oido por última vefc el
Mío, de rodiflafl> delante de la bandera del provincial de Ciudad Ro-
drigo qoe formaba el cuadre, y rogado al público que reíase por su
alma ana salve.
Entre tanto, proseguíase en Tbrtosa la instrucción de las diligen-
cias contra los demás presos, en piexis separadas. En la primera figu-
raban Ello y Morales; en la segunda los ayudante» del jefe que se pu-
so á la cabeza de lar rebelión, y en la tercera los restantes abusados.
Al mismo tiempo continuaban recorriendo el pais diferentes partidas
de tropa y somatenes en busca del pretendiente que se suponía escon-
dido en algún punto inmediato á la cosía, acechando la ocasión de
embarcarse sin peligro. Mas vigilaba aquellas aguas el vapor de
guerra Galo*, el cual éió caza el W á un buque sospechoso qae huyó
á su aproximación, variando de rumbo y sin querer detenerse á pesar
de las seBas que se le hicieron.
La deladon de los ei-tafentes estaba tasada en diez Mil dures.
Be aqui la lista de las veinte y dos personas encausadas basta en-
tonces:
D. Joaquín EHo, gentil4ottfbrede Montemoün, preso en el castillo
de S. loan.
D. Antonio Moreno, comandante de ¿aballarla graduado, ayudante
de Ortega, preso en el ¿artillo.
D. Francisco Carero, alférez, ayudante de Ortega, preso en et
casHHo.
D. Pata» Morales, abogado, preso en el principal.
D. Tomás Ortega y Ortega, magistrado, preso en el principal.
D. Zacarías Gaspar, criado de Ortega, en el principal.
D. Epifanio Pérez, empleado cesante en rentas, prese en la cárcel.
D. Ramón Bdo, propietario, teniente de alcalde de la Fresneda,
natural de Fausto, en la cárcel.
D. Fabián Aziíanss , teniente coronel graduado, retirado, en ka
cárcel.
D. Manuel Ruis, ayuda de cámara de Ortega, en la cárcel.
D. Fermín Martin Nieto, músico del regimiento de Bateos, en la
caran.
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m prisíohes
D. Mauricio Montañés capitán retirado, en la cárcel.
Todos estos, menos Morales, vinieron de las Baleares.
* En el pais fueron aprehendidos y puestos en la cárcel:
D. Domingo Sanz, confitero, de A m posta.
D. Joaquín Ferré, propietario, de la Galera.
D. Juan Alegret, hornero, de las Roquetas.
0. Juan Torta, labrador, de A m posta.
José Salvador, jornalero, de la misma.
José Ventura Subirats, de la misma.
Cayetano López, jornalero, de la misma.
Abdon Altabella, molinero, de Ulldecona.
Mus y Quintanilla, no aprehendidos, completaban el total del nú-
mero que dejamos apuntado.
Por fin, dos días después del fusilamiento de Ortega, cayeron en
poder de las autoridades Montemolin y su hermano.
Después de haber andado errantes dos noches, hubieron de ser re-
cibidos con mucho sigilo en una casucha de Ulldecona, situada en la
manzana mas esterior del pueblo, y calle de S. Cristóbal , de cuyas
dos puertas la una da al campo ó á una tapia que circuye la villa y la
otra á la citada calle. Habitábala un anciano de sesenta afios con su
hija de mas de treinta, pobres ambos, pero de proverbial reputación
de honradez entre el vecindario.
Algunos dias ignoraron estos quiénes eran sus huéspedes; solo sa-
bían que corrían peligro de muerte si llegaba á saberse su retiro.
La sencillez del buen Cristóbal Raya, alias tío Tofol, que asi el
campesino pe llamaba, era tal, que hallándose un dia de paso un mú-
sico callejero francés con su organillo, cuyo instrumento quizá oia
por primera vez en su vida, fuere corriendo á anunciar á sus hués-
pedes la novedad, y les dijo:
—Vayan Vds. á oir esa música que de seguro les gustará.
Un poco mas tarde, hízóse necesario que supiese el labrador á
quien albergaba en su casa, para dar mayor importancia al sigilo
que debia guardarse.
¡Aquí de las congojas y sustos del bueo hombre! Su honradez le
vedaba delatar á los perseguidos proscritos; pero su miedo le im-
pedia también continuar teniéndolos en su casa. Con todo, mas hon-
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DE EUROPA. 571
rado qte cobarde, conformóse con su comprometiJa situación, de la
que, do obstante, intentó salir algunas veces, diciendo á Montemolin:
—¡Por Dios, señor rey! Vayase V. pronto. ¡V. me compromete!
I Yo no les echo á Vds. de mi casa, pero les pido que se vayan tan
pronto oott3 puedan!
Para alejar sospechas, la hija no podía comprar en la plaza mas
que lo que tenia de costumbre y la situación financiera de sn padre
permitía. Cabalmente la de los labradores del pais no era aqnel alio
de las mas ventajosas, y desde lnego se hubiera notado alguna com-
pra estraordiaaria para dos solas personas y pobres. Semejante cir-
cunstancia fué altamente perjudicial para los ex-infantes, qnienes
pasaron diet y ocho ó diez y nueve dias de rigurosa privación.
Conocido por el capitán general el paradero de los proscritos
principes, llamó al teniente coronel Rodríguez, mayor de la plaza y
fiscal dorante aquellos sucesos, y le dijo, que aquella noche debía
proceder á la captura de Montemolin y D> Femando. En consecuen-
cia, salió Rodríguez de Tortosa antes de la media noche, acompañado
de su secretario García y del oficial comandante de la Guardia civH
Loeches, con algunos individuos de la misma arma y dos tartanas,
llegando á la ana y media al pneblo de Ulldecona. Circunvalada la
casa de Cristóbal Raga, penetró en ella el fiscal y, al requerir al due-
fio de la misma, confesó este desde luego que albergaba realmente en
su casa ádos caballeros cuyo nombre y posición ignoraba.
Entró, pues, Rodríguez en las habitaciones que ocupaban en aque-
llos momentos los ex-infantes D. Carlos y D. Fernando María de
Dorbon, con su criado Manuel Maria Echarrí, k quienes participó la
comisión que le traia para coaducirles bajo so custodia á Tortosa.
Rindiéronse los intimados, dejándose trasladar k la casa-cuartel de
la Guardia civil de Ulldecona. En este punto dispuso Loeches que se
les sirviese chocolate. Como ignorase Montemolin que la Guardia ci-
vil no puede recibir recompensa alguna de los particulares, dejó so-
bre la mesa una moneda dea cuatro duros y partió en una tártara
después de las tres, junto con D. Fernando y el criado, escoltados por
la misma fuerza aprehensora y unos cuantos caballos con que la
ausilió el gobernador militar de la provincia de Castellón, que se ha-
bía presentado á saludar á los presos .
tomo n. 7S
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HS FUSIONES
Los cuatro duros fueron repartidos á los pobres en presencia del
alcalde de Ulldecona.
Durante el trayecto de esta villa á la ciudad de Tortosa, y aun
después, el conde de Montemolin habló de varios asuntos , en partí*
cular de los ejércitos estraojeros, que parece conocía bastante; elogió
mucho á nuestros soldados , particularmente la institución de la
Guardia civil. Demostró tener mucha instrucción y se espresó con
lucidez. Su hermano habló muy poco. Ambos, sin duda á causa del
traje y de ir enteramente afeitados, presentaban un aspecto poco en
armonía con la empresa belicosa que habían acometido. Al decírse-
les entre otras cosas que Ortega había sido fusilado, afectaron mucha
indiferencia, lo cual nada tenia de estrafio, si es verdad que al des-
embarcar no quedaron muy satisfechos de las promesas y disposicio-
nes de aquel ex -general.
Aun que conducido también Raga á Tortosa, fué dejado otra vez
en libertad al llegar á este punto.
Hablase ya preparado para alojar interinamente á los ex-infantes,
la casa del brigadier gobernador de la plaza, quien los recibió y
trató con todas las consideraciones debidas á su alta posición, mien-
tras se les preparaba por la municipalidad el primer piso de una casa
bastante bonita que hay al estremo del paseo, perteneciente al jefe
de ingenieros. Dispúsose esta de manera que sirviese al propio tiem-
po de prisión, á cuyo efecto se tapiaron las salidas de la parte de
atrás y se pusieron candados en los balcones. En la puerta de la
calle se poso guardia de oficial, colocándose algunos centinelas inte-
riores, de manera que los presos, aunque vigilados, pudiesen estar
en libertad. Las habitaciones se componían de dos dormitorios y un
espacio suficiente y cómodo. Además podían salir á un mirador que
da sobre el rio y desde el cual se divisa un bello paisaje. Solo se les
permitió comunicar con el gobernador y el fiscal. Dulce les visitaba
diariamente, guardándoles las consideraciones debidas.
Lo primero que hizo Montemolin al llegar á casa del gobernador
fué pedir permiso para enviar un telegrama á su esposa. El capitán
general dio la autorización inmediatamente y el conde se limitó á de-
cir á su señora:
— He sido cogido, y asi yo como mi hermano estamos buenos.
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DB BIAOFA ' r/70
Montemolin no habia sabido de su familia desde so salida para
Empalia.
La tarde del 21 manifestaron al brigadier alcaide su deseo de oir
misa el dia siguiente por ser domingo, y á las nueve de la mañana
de este dia, en no altar, que se improvisó en la sala de su habitación,
celebró e! capellán del provincial de Segorve con asistencia del go-
bernador y un ayudante de la plaza.
A las doce se recibió un despacho telegráfico de la condesa de
Mootemolin en contestación al que se le enviara el dia antes, pre-
guntándole al mismo tiempo si era necesaria su presencia en Tortosa.
Respondióle el conde que no, que estaba bueno y que saludase á
su madre.
El 23 formalizaron los principes su renuncia, concebida en estos
términos:
—«Yo, D. Carlos Luis de Borbon y de Braganza, conde de Monte-
molin, digo, y á la faz del mundo pública y solemnemente declaro:
que intimameote persuadido por la ineficacia de las diferentes tenta-
tivas que se han hecho en pro de los derechos que creo tener á la
sucesión de la ccrona de Eepafia, y deseando que ni por mi parte ni
invocando mi nombre, vuelva á turbarse la paz, la tranquilidad y el
sosiego de mi patria, cuya felicidad anhelo, de moto propio y con la
mas libre y espontánea voluntad, para que en nada obste la reclu-
sión en que me hallo, renuncio solemnemente ahora y para siempre
i los enunciados derechos, protestando que este sacrificio que hago
en aras de mi patria, es efecto de la convicción que he adquirido en
la última fracasada tentativa de que los esfuerzos que en mi pro se
hagan, ocasionarán siempre una guerra civil, que quiero evitar á
costa de cualquier sacrificio.
« Por tanto, empeño mi palabra de honor de no volver jamás á con
sentir que se levante en España vi en sus dominios mi bandera , y
declaro que si por desgracia hubiera en lo sucesivo quien invoque
mi nombre para este fin, lo tendré por enemigo de mi honra y fama.
Declaro asimismo que al instante que vuelva á gozar de plena liber-
tad, renovaré esta voluntaria renuncia , para que en ningún tiempt
pueda ponerse en duda la espontaneidad con que la formulo. ¡Que la
dicha y la felicidad de mi patria sean el galardón de este sacrificio!
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380 " MtISKWISS
Dado en Tortosa á 13 de abril de 1860.— Firmado, Garios Luis de
Borbon y de Braganza. »
La renuncia de D. Fernando estaba concebida en términos aná-
logos.
Según se ve, no contenia este escrito el reconocimiento de la lega-
lidad de la reina de España, sino solo una renuncia de los derechos
que creia el pretendiente tener.
Portador de ella y de dos cartas autógrafas de los mismos ex-in-
fantes para sus augustos primos la reina y el rey, salió de Tortosa
para la corte el gobernador de acuella plaza.
El dos de mayo se resolvió en consejo de ministros sobre la suerte
de los prisioneros de Tortosa que continuaban semi-incomunicados.
No habían hablado aun mas que con el capitán general, que seguia
visitándoles diariamente, con el gobernador militar, con el alcalde, y
lo preciso con los oficiales de su guardia. Si alguna otra persona,
por elevada que su categoría fuese, manifestó deseos de visitarles, no
hubo de ser complacida.
Las causas de los demás presos se hallaban ya próximas á ser
elevadas á plenario.
A medida qoe llegaba á algunos puntos la noticia de la captura
del pretendiente, se echaron á vuelo las campanas de la parroquia,
se lanzaron infinidad de cohetes, se encendí ero a fogatas en las plazas
y atronaron las calles numerosas músicas.
Parece que, desesperanzados Mus y Quintanilla de hallar sitio se-
guro donde ocultarse, pudieron hallar una pequefia lancha y, acom-
pasados del único marinero que la tripulaba, se lanzaron á merced
de las olas con la esperanza sin duda de tropezar con algún buque
que los llevase á puerto de salvación. Por lo Visto su arriesgada ten*
tativa tuvo el feliz éxito que se proponían.
Un mes justamente hacia del desembarco de S. Carlos de la Rápi-
ta, cuando sorprendió agradablemente á la nación , satisfaciendo sis
deseos, la noticia de la amplia y generosa amnistía concedida á todos
los complicados en los acontecimientos que se acaban de detallar»
Actos como estos hacen por si solos la gloria de un reinado y de
los hombres que supieron aconsejarlos. Bien merecen, pues, conti-
nuarse los documentos que los consignan.
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db «mera. 58i
— «Sellara:— espusieron á S. M. los ministros.— Guando V. M.,
después de comunicar el mas vivo y eficaz impulso á la prosperidad
pública, y de asentar sobre sólidos cimientos la tranquilidad interior,
enviaba sa heroico ejército á defender en el eslranjero la honra del
país lastimada; cuando la nación agradecida aplaudía con universal
regocijo, y la Europa admiraba los nobles esfuerzos con que aquel
levantaba el nombre espafiol; pasiones que se creían apagadas, inte-
reses que no tienen raices en este pueblo leal, vinieron á llenar de
amargura á los subditos de V. M. y de asombro á los estranjeros que
contemplaban con satisfacción el desarrollo constante y progresivo
que una política previsora imprimía á todos los elementos que cons-
tituyen la prosperidad nacional.
Tentativa tan insensata merecía un castigo para siempre ejemplar;
pero el Gobierno, inspirado por los nobles y magnánimos pensamien-
tos de V. M., ao quiere que la ley, al cumplir el fallo inexorable de
la justicia, lleve el luto á ningún punto de la Península en vísperas
de celebrarse el aniversario de uno de los hechos mas gloriosos de
nuestra historia, y cuando la nación se prepara á saludar con entu-
siasta gratitud al ejército vencedor en tantos combates, modelo siem-
pre de valor, de constancia y de disciplina.
V. M. quiere cubrir con el veto de su bondad inagotable atenta-
dos que, si son indignos y altamente criminales, solo han servido
para demostrar una vez mas la unión intima que existe entre la na-
ción y el Trono.
Los Ministros que suscriben creen que Y. M. puede abandonarse k
sus elevadas y generosas inspiraciones sin peligro de ningon interés
ni de Mguu principio, y dar esta nueva prueba d* la confianza que
tme m los sentimientos de su pueblo y en la fuerza y solidez de la
dinastía.
Por estas consideraciones, el Consejo de Ministros propone á V. M.
el adjunto pto yerto de decreto.
Aranjuos 1/ de mayo de 1860.— SeQora: A L. R. P. de Y. M. -
El Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra, Leo-
poldo O'Donnell.— El Ministro de Estado, Saturnino Calderón Co-
llantes.— El Ministro de Gracia y Justicia, Santiago Fernandez Ne-
greta.—El Ministro de Hacienda, Pedro Salaverría.— El Ministro de
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:,ft PRISIONES
Marina, José Mac-Crohon.— El Ministro de la Gobernación, José de
Posada Herrera.— El Ministro de Fomento, Rafael de Bastos y Cas-
tilla.»
Y S. M., en atención á las razones espuestas por so Consejo de Mi-
nistros, firmó el siga ¡ente decreto:
Articalo 1.° Se concede amnistía general, completa y sin escep-
cion á todas las personas procesadas, sentenciadas ó sujetas á res-
ponsabilidad por caalqaiera clase de delitos políticos cometidos desde
la fecha del Real decreto de 19 de octubre de 1856.
Artículo 2.° Se sobreseerá desde luego y sin costas en los proce-
sos pendientes por estos delitos, y las personas que por ellos se ha-
llaren detenidas ó sufriendo alguna condena serán puestas inmedia-
tamente en libertad sin nota alguna, dejando libres sus bienes de todo
embargo ó secuestro.
Art. 3.* Los que se hallen espatriados podrán volver á España
desde luego, haciendo previamente ante los respectivos Enviados y
Cónsules españoles el juramento de fidelidad á mi Persona y autori-
dad y á la Constitución del Estado.
Art. 4.° Los que se hallen detenidos por haber Lomado parte en
actos ostensiblemente contrarios á la dinastía ó á las instituciones,
prestarán el mismo juramento antes de ser puestos en libertad.
Art. 5.* Los artículos 3.° y 4/ no comprenden á los que por le-
yes especiales se hallen privados de residir en los dominios de Es*
palia.
Art. 6 * Por los Ministros respectivos se me propondrán las me-
didas necesarias para la ejecución de este decreto.
Dado en Aranjuez á primero de mayo de mil ochocientos sesenta.
—Está rubricado de la Real mano.— El Presidente del Consejo de
Ministros, Leopoldo ODonnell.
A él acompañaba la real orden siguiente:
Por consecuencia de lo prevenido en el Real decreto de esta fecha
y en la ley de 27 de octubre de 1834, dispondrá V. E. que los ex-
infantes D. Carlos Luis de Borbon y su hermano D. Fernando sean
trasladados en un buque del Estado, que designará el Ministro de
Marina, al puerto del estranjero que los mismos señalen.
De Real orden y por acuerdo del Consejo de Ministros lo comuoi-
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D£ BlftOFA. «SS
od á V. K. para su cumplimiento. Dios guarde á Y. E. muchos afios.
Aranjuez I.* de mayo de 4860.— O'Donnell.— Sr. General en Jefe
del segundo ejército y distrito.
Recibido el telegrama en que lal generosidad se anunciaba, á las
diez y media de la noche del t dispuso el capitán general que acto
continuo se hiciese saber á todos los prisioneros. A las doce de la
misma noche se mandó retirar lodos los centinelas y vigilantes que
poco antes tenían una rigurosa consigna.
Los ex-infantes recibieron la noticia con marcadas muestras de
sincero agradecimiento.
Ello, cuyo corazón quizás no se habia conmovido aun en las fuer-
tes escenas porque acababa de pasar, sintió humedecerse sus ojos de
gratitud.
Los demás presos manifestaron todos una indecible alegría. Al-
guno de ellos hubo de esclamar, enternecido al recibir la nueva que
le devolvía á su libertad, á su familia:
— I Ah! El mejor florón de la corona de España es el corazón de la
reina.
Asi un grande acto de clemencia que, emanada del trono, vino á
enjugar las lágrimas y á terminar los padecimientos de unos cuan-
tos ilusos, celebró de una manera la mas digna el quincuagésimo se-
gundo aniversario del memorable i de mayo de 4808.
En el Saladero de Madrid se hallaban presos' por la misma causa
doña Victoria Menendez, hermana de D. Leandro, uno de los mas ac-
tivos conspiradores; D. Agustín Pacheco, capellán de la Orden Ter-
cera; D. Agustín Cadenas, fabricante de chocolate; D. Lucio Dueñas,
presbi.oro; D. Francisco García Ramírez, auditor de guerra, de reem-
plazo; D. Jasé Grajal, antiguo oficial y D. Mariano Rodríguez, capi-
tán retirado.
Además, existían otros complicados, presos en diferentes puntos.
Todos ellos se hallaban ya en libertad, y embarcados para el ee-
tranjero los ex-infantes, cuando aun el castillo de San Juan de Tor-
tosa guardaba dentro de su amurallado recinto, á uno de los princi-
pales personajes, al que mas simpático y mas interesante de todos se
habia hecho.
Nos referimos al general carlista Elio.
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&H\ PRISIONES
Motivo* de honra le impedían prtslar un jaramente que, hecho en
ana prisión, no podía parecer espontáneo ni digno.
D. Joaquín Elío había manifestado á algunas personas que la ge-
nerosidad de la reina le había muerto moral mente para su partido, y
que jamás podría ya dar un paso en contra de una señora que acaba-
ba de salvarle la vida; pero, anadia al mismo tiempo, que deseaba
declarar eslo cuando pudiese ser patente que solo le impulsaba el
mas verdadero y profundo reconocimiento.
Tal fué lo que espuso á S. M., y comprendida perfectamente por
el gobierno la idea, so dispuso que por un oficial de Guardia civil
fuese Elio acompañado hasta la frontera.
Eran las siete de la mañana del 19 de mayo, cuando al llegar á
Tortosa la diligencia que de Valencia se dirigía á Barcelona, descen-
dieron de ella el conde Barrolte, cufiado del prisionero y un hermano
del mismo, dignidad de la catedral de Pamplona.
Subieron en seguida al castillo á noticiar al adalid carlista que de-
bía partir con ellos á Francia en el carruaje en que acababan de lle-
gar, en el cual se le habia reservado asiento.
Presentados ala autoridad judicial los documentos necesarios para
que no pusiese estorbo á su marcha, emprendióla Ello para Barcelo-
na á las ocho y media de la propia mañana.
Al despedirse dijo con firme convicción:
—Escriba V. que me voy muy contento del gobierno deS. M., y
que este lo quedará completamente de mi.
T cumplió Elio, en efecto, su palabra como buen caballero.
Apenas pisó el vecino territorio francés, apresuróse á dirigir una
carta tan atenta como digna á la reina de España, y otra al presiden-
te del consejo de ministros.
Ella respondía por sus sentimientos de españolismo y completa ab-
negación á la magnanimidad del trono respecto de su persona.
No se condujeron con la misma hidalguía los malhadados preten-
dientes. Una escisión profunda se había producido entre D. Garlos y
D. Fernando de una parte, y D. Juan de la otra.
Este, que no se habia descuidado de recoger el derecho que preten-
día traspasársele con la renuncia de Tortosa, entendió que podía di-
rigir á las cortes españolas la siguiente manifestación:
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DI lOftOf*. 0*5
»La renuncia de los derechos que tenia á la Corona de Espala ni
hermano Garlos Luis, consignada en sn manifiesto, focha en Tertosa
á f 3 de abril de este afio, me obliga á reclamar los derechos de mi
familia y los que personalmente tengo al trono de mis mayores.
» Decidido á sostenerlos, asi como el principio de legalidad en que
descansan, no permitiré que para obtener el triunfo se apele á las ar-
mas y corra una vei mas la noble sangre de los espadóles.
»Lo espero todo de la Divina Providencia, de la rectitud y patriotis»
mo de los espafioles y de la faena de las circunstancias.
»No quiero subir al trono encontrando cadáveres en las gradas,
quiero ascenderlas apoyado por la convicción general de que con la
legalidad se establece el orden, y con él el pais prosperará y marcha-
rá de acuerdo con los progresos y la ilustración del siglo.
iT hago esta manifestación á las Cortes para que asi lo tenga en-
tendido la nación.
•Landres 1 de junto de 1860.— /non de Borbon.*
Mas el senado, haciendo el caso que tal documento merecía, decla-
ró por unanimidad que se daba por no recibido.
Acudió, no obstante, á los periódicos el último de los hijos del ti-
tulado Carlos V, con un segundo manifiesto dirigido asimismo á los
cuerpos colegisladores, pidiendo la anulación de la ley de estrafia-
miento de la rama á que pertenecía y su instalación en el trono. El
malaventurado solo consiguió ponerse mas en ridiculo.
Por último, la anulación de la renuncia que habían hecho en Ter-
tosa D. Carlos y D. Femando de Borboi vino á poner á tan humi-
llante escena como estaba representando el partido carlista, el sello
de la deslealtad y del escándalo. Hé aquí la famosa protesta que se
recibió en la corte de Madrid el 15 de junio, bajo un sobre dirigido á
S. M. la reina:
— i Yo, D. Carlos Luis de Borbon y de Braganza, conde de Monto»
molió, considerando que el acta de Tortosa de veintitrés de abril del
presente afio de mil ochocientos sesenta, es el resultado de circuns-
tancias escepcionales y estraordinarias; que, meditada en una prisión
y firmada en completa incomunicación, carece de todas las condicio-
nes legales que se requieren para ser válida; que por esto es tula,
ilegal, é incalificable; que los derechos áque se refiere no pueden re»
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BH fRISlONBS
caer sino en .los qne los 'tienen por ta ley fundamental de donde «ma-
ma f que por la misma son llamados ¿ejercerlos en su lugar y dia;
ateniendo al parecer de jurisconsultos altamente idóneos que he Con-
sultado, y á la reprobación reiterada que fine han maaifeslado mis
mqjores; servidores; vengo en retractar la dicha actadeTortosade
veintitrés de abril del présenle afio de mil ochocientos sesenta, y la
declaro nulaen todas sas partos, y como no avemda.*-iDndo en Co-
lonia á 15 de jimio de 1860.— Caries Luis de Borben y de.Bragatoza,
conde de Montemotin.-^Lngar »de un sello con Jas ferinas <te España
y carona real «n laoie.»
Lfcde H. Femando estaba concebida en ios /siguientes . lérminos:
^-hcYo, D. Fernando María de Borben y de Braganza, infante de
España, hallámdoiM en plena libertad y conila independencia legal
qne se leqiiete, Me retracto ¡por Jais cismas razones qne ha «tenido
para hacerlo mi muy caro y amado hermano el conde de Aionlemolin,
del acta qne firmaren Tttrtosa«i>dia T*í«lilree«de abril "del prestante
afio 4e mil echomentos sesenta, y 'la tieclero<naia y como no avenida.
—Colonia 15 de junio 4e 4860— Fernando Hada de Borben y de
Bsagahza9 intente *de Jfepafla.— Lagar de «n sello con las artesa de
Etpafia »y corana real 4n lactfe. »
Joco tietnpo después, Eüo acogido i á< la general amnistía, vstviétá
su país natal , mientras, apartados de<ól los mal avisado^I). Carlos y
D. Fernando, feUeoian casi en nn nmmo dia, iterando acaso al se-
pnldrofan jostb remordimiento.
B* ten desastrada áuertehnbo detetmibar la flllüía mtos tanatear-
lidia, ásoyos principies héroes 'encerraron per algmntiempo los<mu-
ras de Tortosa, especialmente toe'delcastWo de San Jnfln 4n donde
morirán el mas ealpébfe «te todos, y el mas cabaUeross y el ans
digno, Orlega, que pagó con su existencia su imperdonable eiioita,
y filio, <3u ya palabra de cíball ero 'fué trnis fuerte que en ottts una
fbntól rewDcta ponaadie exigida ni solicitada.
4l\ visitar el castillo de San Joan de Tortosa,* no rpuede menos de
sentirse oprimido el corazón al recuerdo de los tristes acontecimien-
tos queseábamos de narrar, entresacando nu«elro8 datos de los doou-
meatos oficíales, correspondencias particulares y pnblicaeiones pe-
riédioas. Sensible es que hubiera de verterse aun mas sangre por
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Di KtmOtt. MI
üd partido ya muerto por olvidado; pero mas lo es por la clase de
las victimas que debieron ser sacrificadas; paos militares de gradua-
ción como eran Ortega yCarrion, sus grados, prescindiendo de algu-
nas fallas de que con mas ó menos verdad pueda acusárseles, fueron
ganados con la punta de la espada, que equivaled decir, que repre-
sentaban oíros laníos servicios prestados al pais y á su reina cuya
causa abandonaron por su desgracia mas (arde; y es bien seguro
que la misma mano que hubo de castigar al criminal, acompañó con
lágrimas de compasión á la tumba al iluso partidario.
Adolfo Blauch.
fin del castillo de san jo an db tobtosa.
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PRISIONES
DE EUROPA.
CASTILLO DE LAS SIETE TORRES.
•m fctjmiriri ■* *
I.
U jostida eo TbrqoSa.— Orlgeo del castillo.— La Puerta-Dorada.— Predicción.— Ha-
li^nel n.— David Comneoo y so familia.— So prisión. — So soplido.— El poto de
sangre.— Selm !.— Los dos hermaoos.— Comirioo para hacer asesinar á sos hijos.
—El Oran TWr les da aviso.— So soplido.— Feriad.— «aban* m.— Sos dies y
nueve hermanos son estrangulados.-- Dies odaliscas, predpiladaaal mar.— Caida
de Herbad.— Deseos de venganza.— Juramento de so hijo.— El eordou.— Alli-As-
s».— Los Spahis.— Los Genliaros.— Sublevación de los Spabis.— Boossdn y Ma-
mootla mandan.— Las cabexas de dos Bonocos.— Piden la de Alli-Aasao.— Yoelta
de Alli-Assan.— Triunfo de los Spahis— Numerosas victimas en Las Siete Torres.
— Bl lortaofi.— -Lossellosdd totado.— Hoosseio venga la muerte de so padre.—
UcnbesadeAili-Assaaapacigoahí
Las prisiones de un imperio son el reflejo de su justicia y de la
Urania de loe soberanos.
Las de Turquía, sobre todas taa demás, llevan eee último sello, que
por particular coincidencia se aplica perfectamente 4 la* costumbres
Con efecto, las leyes de la Turquía escritas en el Koran , evangelio
de los musulmanes, son justas, equitativas, y con particular leuden-
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W PRISIOHiS
cía á la fuerte represión del crimen sin distinción de personas ni de
rango.
Estas sabias leyes, aplicadas por los Fotos da Los Maphtis y los
demás Ulemas9 jefe» de la reí i groa, forgian ana justicia severa, y cu-
ya ejecución se lleva á cabo con tal rapidez, que es ya proverbial en
el resto de la Europa.
Ningún pueblo del mundo mostró jamás tanto respeto á las leyes
como el de Turquía, ni es posible que haya habido jueces tan severos
en su aplicación como los musulmanes; y sin embargo, de ahí mismo
ha nacido la tiranía y caprichosoy sangriento despotismo que durante
largo tiempo ha dado lugar á que se considerase á los turcos lo mismo
que ajes bárbaras. Esto íene,rij espRcacion verdad*» pies el vicio
no está en las leyes, sino en su aplicación.
Basta por si sola esta peqnefia resella para conocer lo que eran la
justicia y las prisiones en Turquía en los primeros siglos de este im-
perio.
Pero al lado de las (Misiones legales, existían otras varias que
eran la espresion del despotismo y capricho de los grandes.
Estas se hallaban en varios castillos de los Dardanelos, y algunas
se habían también construido en el seflo del serrallo mismo.
El afio 1000, £en*i* puso la primera piedra da m* puerta de
CoQfttaQtiftopla eftd tBlreufto oriental de la Propootide ó mar da Már-
mara»
Esto edifteto se concluyó completamente en 1182 por el empera-
dor Manuel Comneno, qui hizo construir cuatro torres en medio de
esta fortaleza.
El.cttadQ ediftGi* t<m4elDwnbr« d& Cydobioi», y lfLpwlft el de
Puerta-Dorada, á causa de la muürtudfdei ornamentas de esteoekr
que en ella lucían, igualmente que los que había en el arco de triunfo
de Coüstaatmoy cuya vislt (temaba inmediatamente la aiwcien»
Desde este día, la puerta citada fué la primera de la ciudad. Por
ella entraban ka monarcas y los príncipes, y en ella tenían iguala
menta lagar laa ceremonias y magnificas fiestas* de aquellas: tiempos.
Por la Puerta-Dorada, el Papa Juan, primero de su nombre, bisa
su entrada en.Conataalmopta Mando fié para arreglar' antiguas di-
sidencias entre arríanos y satúreos oee el emperador Justino el Viejo.
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M NMTA MI
<A1 primer paso que 4ü por aquella puerta, vió*á >un pobre viejo
que entraba á te par de él, haciendo el milagro de rotarle iomedia-
tamente la rosta.
Entusiasmado el pueble, salvóla valla que loe guardias le opo-
nían, Uevó al «Papa aa triunfo, besando ais ropas y oolmáudole de
bendiciones.
De uno de los grupos se levantó *epeotinameotetuna voz siniestra
é inesperada, que esclamó:
—¡Insensatos! En vez de adorar á un hombre, ibumiHaos ante
Dios, púas la verdad os la revela mi labio.
Por esta misma «peería entrarán un dia los bárbaros .que 'echarán*
de Constan tiooplaá los hijos de vuestros hijos, y «a apoderarámde
so trono.
Estas terribles palabras .llenaron al pnebloide terror, y en vano
buscaron durante largo rato niquelas. había .pronunciado.
El fatal presagio pasó de generación en i generación, hasta «1 dia
en qne la gran ciudad se vio sitiada por las4vopas de MahometlI.
Eran »los primaros días de abril de 1453.
La predicción oslaba á ponto decumplirse.
En vano intentó Constantino combatir el efecto que^pitdujopor
otro oráculo qne anunciaba que un ángel llegaría para defender á Ja
ciudad.
El pueblo y los soldados sentianfhelame su «señan al repetirías en
voi<bsjaoi fatal vaticinio.
Los musulmanes, psrel contrarío, cataban llenos deesperaaxa,
porque se- apoyábanlo otra predicción de su profeta, que dijo:
«Sea/odererán dOiGonstantinopia. El mejor (principe será el. que
haga su ceoquisl*, y el mejor ejército será también el suyo. »
Conocedor Mahomet de la creencia supersticiosa del pueblo de
Constantino, eooteitró tedas sos faenas sobre la Pa»rta+Derada, en-
cangándose él mismo de dirigir el asalto.
Constantino, por su parle, aoudió también á la defensa de aquel
punto» y el cómbale fué allí en «tremo enearnkaéo.
Según se cuenta, los turcos habían ya perdido doce mil hombres,
y su valor empelaba á ceder, ciando, herido mortahneute Cons-
tantino, caeyó sobróla brocha.
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IM MISIONES
Su muerte desanimó por completo al pueblo y i los soldado*, que
fugitivos» fueron á refugiarse en la inmensa iglesia de Santa Sofía,
porque, según la predicción contraria, de la cúpula de esta iglesia
debería descender el ángel salvador de la ciudad.
Durante este tiempo, Hahomet hizo pedazos la Puerta-Dorada pa-
gando al galope por debajo de un arco para ir al palacio imperial,
que halló completamente desierto.
En aquel momento pronunció un dístico persa que oyeron sorpren-
didos sus guerreros.
«La arafia ha tejido su tela en el palacio de los Césares; la lecha-
za hace resonar la bóveda de Efrasiad con su canto nocturno.»
Los anteriores versos declamados en medio de la soledad de aque-
llos vastos y ricos aposentos, tan animados antes, parecían anunciar
al monarca filósofo, que procuraba no envanecerse con la victoria y
aprendía en el infortunio de Constantino una útil lección.
Sin embargo, no fué asi.
Lejos de temer los reveses de fortuna evitándolos, y con ellos los
peligros y conmociones de los imperios, Mabomet, conquistador am-
bicioso y temerario, llevó sus armas á todas las partes que su amor
propio, su política, ó el deseo de una vana gloria ó capricho le em-
pujaban.
Cruel y generoso á la par; pérfido y leal, guerrero y poeta, héroe
y tirano, fué su reinado un mar flotante de grandes acciones y de
grandes crímenes, que le impelían tan pronto al bien como al mal,
sin que por su parte procurase vencerse nunca.
Su reinado fué maldecido por unos, y admirado por otros.
El nombre de Mahomet fué escrito por él mismo con letras de san-
gre sobre el castillo cuya historia relatamos, y del cual es fun-
dador.
Al dia siguiente de haber entrado triunfante en Conslantinopla, fué
al sitio do se hallaba ia Puerta-Dorada y por la cual había entrado de
incógnito, realizando de este modo la antigua predicción.
En lo alto de un pilar que hizo construir en el momento, mandó
que se colocase la cabeza de Constantino.
En seguida, entró en la fortaleza, visitándola por completo, y com-
prendiendo cuan importante era este punto para la defensa de la
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OK KUROPA. Mi
ciudad mandó añadir á las cuatro torres existentes otras tres mas.
De este modo se operó la construcción del famoso castillo de
Las Siete Torres, en idioma turco Jadde Kule, nombre que hasta ei
dia ha conservado.
Al derrotar Mahomet el imperio de Coustantino, mandó publicar
que desde aquel dia Gonstantinopla sería la capital del imperio tur-
co y su propia residencia.
Pero se acordó que en 1204, al dividir el imperio de Oriente, los
principes de la casa de Comneno fueron á Trebisonda á establecer
un nuevo trono.
Ansioso de conquistas y celoso de aquel vecino poder, quiso apo-
derarse del solo fragmento que del antiguo imperio le faltaba.
Para lograrlo, empezó por amenazar á Uzum Asgan rey de los per-
sas, del cual temia mandase socorros á Comneno, emperador de Tre-
bisooda.
Uzum le prometió conservar la mas posible neutralidad, y Maho-
met puso sitio á aquella capital, embistiéndola por mar y por tierra.
Corría el aOo 4461.
El temor de las armas, mas aun que el número de los soldados,
aterrorizó á sus enemigos.
Sin embargo, David Comneno sostuvo un sitio de treinta días, al
cabo de los cuales se vio en la forzosa necesidad de entregar la ca-
pital de su imperio á Mahomel, bajo la promesa de hacer gracia de
la vida, con él, ¿ toda su familia y vasallos, y que su hija fuese la es-
posa del sultán.
Mahomet joro solemnemente este tratado, llevándose consigo la
mayor parte de las familias griegas de Trebisonda para poblar Cons-
tantinopla, saliendo para esta ciudad con David Comneno, su esposa
y sus nueve hijos.
Para mas satisfacer & su orgullo de emperador, empezó por insta-
larlos en el hermoso palacio imperial que había hecho construir, y
que hoy se conoce bajo el nombre de Serrallo-Viejo.
Rodeados de los mayores cuidados y de los miramientos y hono-
res debidos á su propia familia, prometió á Comneno hacerle so*
berano de una provincia cuando se hubiese efectuado su enlace con
su hija.
Tun u ll
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Itl MU5I0NES
Mahomet, m embargo, no pensó jamás en cumplir semejante pa-
labra.
Una mañana se presentó ante el emperador caído, con las mas vi-
sibles muestras de cólera y de furor pintadas en su semblante, acu-
sándole de manejos secretos y de intrigas con los embajadores de
Dntm Assao, rey de Persia.
Gomneno negó con la fuerza de la inocencia, pero insistiendo Ma-
homet, dio orden á los genizaros para que fe llevasen preso con toda
su familia al castillo de las Siete Torres.
Esta orden fué ejecutada inmediatamente, y los nueve hijos y el
padre atravesaron públicamente las calles de Constantínopla, atados
de pies y de manos en medio del dia y rodeados de guardias, vién-
dose insultados por el pueblo, en el cual se había esparcido la voz de
que una horrenda traición fraguada por ellos obligaba al emperador,
mal su grado, á reducirlos á prisión.
Apenas llegados al castillo de las Siete Torres, hallaron al Gran
Visir que les esperaba.
Este les indicó con la mano la segunda torre de mármol donde an-
ticipadamente se había preparado todo para recibirlos.
Una puerta de madera se abrió para darles paso, conduciendo á
un corredor de doce pies de largo por cuatro de ancho.
DetrásVle esta puerta estaban colocados en espera dos cappigis, ó
carceleros, con antorchas para alumbrar aquel recinto, enteramente
privado de la luz del dia.
David Gomneno instintivamente quiso volver atrás, pero fué bru-
talmente empujado hacia adelante á una sefial del Gran Visir, y en-
tró en otro corredor llevando por la mano al mas pequeño de sus
hijos.
Al final del corredor habia dos escalones, sobre los cuales se en-
contraba una doble puerta de hierro.
Al dar en ella un golpe losCappigis, aquella puerta rodó sobre sus
goznes y aparecieron otros dos hombres de siniestra ligara, también
con hachones en la mano.
La oscura galería que recorrieron era semi-circular, y al final de
ella habia una tercera puerta de hierro.
Allí se repitió igual ceremonia, y otros dos Gappigis se presenta-
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roo. Después de haber andado como unos doce pasos, se detuvieron
ante otra puerta baja, construida de gruesos maderos.
Dejaron i la derecha la puerta indicada, y tomando una escalera
practicada en la izquierda, subieron cincuenta escalones, al final de
los cuales hallaron otra puerta de hierro que 4 su llegada se abrió,
dando paso á la luz del día.
Se hallaban en una prisión donde daba la claridad por la techum-
bre, que tenia algunas troneras practicadas en forma vertical.
El local era espacioso y se hallaba adornado con groseros mue-
bles de madera, sobre los cuales se veia una escasa y pobre comida.
— Tomad fuerzas, les dijo el Visir, que bien las habéis de menester.
—¿Qué es lo que trata de hacer con nosotros el emperador? le di-
jo Gomneno.
—Lo que se hace con los traidores, le contestó este.
—Yo no soy traidor, repuso: las intrigas y manejos que se me
imputan con los ministros del rey de Persia, no han existido jamás, y
Mahomet lo sabe bien.
Le he cedido mi imperio confiando en su lealtad y en su palabra,
después de mil seguridades que me ha dado de tener para con mi fa-
milia los miramientos debidos á su rango y dignidad, y por la prome-
sa formal de casarse con mi hija, bajo la fé sagrada del juramento.
Si hoy no quiere violar la fó jurada á la faz del mundo, no necesita
inventar para evadirse de tu promesa un crimen imaginario.
—Mahomet sigue de ese modo tu ejemplo. Acuérdate de que man-
daste degollar k un nifio para usurparle el trono.
—También Mahomet asesinó á sus dos hermanos con el mismo fin.
—Galla, perro. Solo be venido aqui para darte órdenes y no para
discutir contigo. Para colmo de la clemencia imperial, y para que la
raza de los Comneno no pierda su prestigio al recibir la muerte, el
emperador os concede una hora para prepararos 4 morir. Empleadla
bien, pues no se retardará el suplicio uo solo momento mas.
—¡Todos!... ¡todos!... ¿estas criaturas también?... ¿También la
virgen que debió compartir su lecho?... Si algún culpable existe entre
nosotros, soy 70... estas infelices criaturas en nada le han podido
ofender. . . Mahomet no podrá nunca. . . '
—Mahomet sigue por máxima el adagio que tú también cono-
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Stl PIMOIItS
oes. «Para que ira trono se consolide completamente, es preciso aten-
tarle sobre la tumba del último hijo de la raía reinante.» Adiós: le
qoeda nna hora.
El Gran Visir salió de la prisión.
Al quedarse solo con sus hijos David Comneno, se entregó al mas
desesperado dolor. Sos hijos se besaban unos á otros, sin que se oye-
sen mas que sollozos, llanto y gritos.
Separada de aquel grupo, muda é inmóvil, la que debió ser esposa
del sultán, los miraba sin que en sus ojos brotase el llanto; pero sa
hermoso semblante pintaba la majestad del mas profundo dolor, ala
par que el valor y la firmeza; y después de contemplar dorante algo-
nds instantes aquel cuadro, tomó de repente la palabra exclamando
con voz firme y acentuada:
—Basta de llanto, hijos de Comneno. Se acerca la hora en que
nuestras cabezas deben caer al filo de la cimitarra de los infieles. Ho-
ra es ya de volver al cielo nuestros ojos.
A estas palabras, las miradas de todos se fijaron en ella con sor-
presa, y continuó en estos términos:
—La emperatriz nuestra madre falta á este sacrificio de familia;
y puesto que se halla lejos de nosotros, á mi me toca ocupar su pues-
to. A mi, que tengo su corazón, su alma y su valor, me toca deciros
lo que ella os diria si estuviese aqui: emperador de Trebisonda, es-
te es el solo momento que el cielo ba marcado para sacudir vueftra
debilidad. Bendecidle por la merced que os hace, y que vuestro va-
lor al morir baga decir á vuestros enemigos: era digno de mandar á
los demás. [Hijos del emperador, antes que ser esclavos de un bár-
baro, debéis aceptar con alegría una muerte que os hace libres!
A estas palabras desaparecieron las lágrimas de todos los sem-
blantes.
El emperador, que consintió en dejarse despojar de su corona ca-
si sin oponer resistencia, y que en tiempo de su poder no tuvo valor
para morir al frente de su ejército; desposeído, y á la vista de una
muirte cierta, recobró en el infortunio el valor deque habia carecido
en la prosperidad.
Aquellos niños, que en la aurora de la vida iban á ser separados
del resto de los vivientes por una muerte infamante y en el mas ver-
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MIÜIOfA 517
gomoso suplicio, viendo la calma y serenidad de su padre y de su
hermana, levantaron la cabeza con orgullo, reflejándose en sus mira-
das el deseo de recibir ana muerte que los libraba de la mas vergon-
zosa y humillante esclavitud.
Unos á oíros se miraban en silencio, y ninguna palabra parecía
bastante elocuente para traducir el pensamiento que en su corazón
germinaba.
Luego, por un movimiento simultáneo y eléctrico, se lanzaron los
unos en brazos de los otros, besándose cariñosamente, pero esta vez
las lágrimas no asomaron á sus inocentes ojos.
En esta posición se hallaban, cuando se abrió repentinamente la
puerta.
El Gran Visir apareció seguido de sus guardias, y les ordenó que
le siguiesen.
Enlazados el uno con el otro, emprendieron la marcha yendo á la
cabeza David Comneno con el menor de sus hijos de la mano.
Bajaron cincuenta escalones, y se hallaron en írente de la puerta de
madera que habian encontrado poco antes.
Esta se hallaba abierta, y dejaba ver un oscuro calabozo sin
ninguna abertura que diese paso á la luz del dia, ni por donde se pu-
diese ver el claro sol de Oriente.
En medio del calabozo había un ancho y profundo pozo, cuya hu-
meante boca parecía aguardar solamente á las victimas para engu-
llirlas.
Cuatro hombres de siniestra catadura se hallaban sentados en otros
tantos baocos de piedra con antorchas en la mano, cuya vacilante luz
alumbraba solamente aquel sitio de horror y de agonía.
Eran cuatro mudos. c
La luz d<) las antorchas reflejaba de un modo siniestro en una
larga y ancha cimitarra que tenia sobre el hombro otro sayón de
desmesurada talla, vestido todo de color de sangre.
Era el verdugo.
El fúnebre paseo terminó allí, y á una señal del Gran Visir, todos
se arrodillaron al rededor del horrendo pozo.
— El Gran Mohamet les dijo, os concede la gracia de hacer vuestra
última oración.
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&** rwsiow*
Todos se humillaron entonces» golpeando su pecho. Pero el ver-
dugo, que se hallaba colocado detrás del circulo, empezó su san-
grienta maniobra con la destreza y rapidez que solo se conoce en
Oriente.
Eu menos de cinco segundos, dice la historia, cayeron nueve ca-
bezas; y ya se disponía á separar la décima de su tronco, cuando
una voz que salió de en medio de los soldados, le gritó: ¡detente!
Esta sola palabra turbó el mortal silencio que reinó durante la
ejecución.
La décima victima qoe iba á ser sacrificada era la princesa , la
cual volviendo en torno suyo la mirada, vio con espanto las cabezas
de sus hermanos unidas á la de su padre, rodando en medio de aquel
lago de sangre, de la que sus vestidos se hallaban salpicados.
Dn involuntario movimiento de horror se pintó repentinamente en
su hermoso semblante, pero, repuesta al momento, exclamó con voz
firme:
-¿Y yo?
—Te perdono la vida, dijo Hahomet adelantándose por en medio
de sus sol dados.
Has debido participar de mi lecho. Eres sagrada para mí. Te con-
cedo la vida, pero irás al serrallo con mis demás mujeres.
—(Infame! exclamó la princesa; ¿yo tu esclava? ¿yo tu querida?
¿Con qué derecho me condenas á vivir?
¿Por qué usas solo conmigo de tanta crueldad, cuando tan clemen-
te te has mostrado con los otros?
El acto mas manifiesto de tu clemencia ha sido el librar á mi fa-
milia de tu vista, de tus leyes, de tu reinado y de la vergüenza de
vivir sin asesinarte.
—Encerrad á esta mujer en el serrallo. Guando Hohamet ha dicho
una cosa, se debe cumplir en el momento ; su palabra es inmutable
como la del profeta cuyo nombre lleva. Sois mi esclava, como lo son
mis demás mujeres ; lo quiero, y asi será.
— Mi esclavitud no durará largo tiempo; contestó la princesa. Ge-
do á la fuerza, y te maldigo.
Después, inclinándose sobre ia cabeza inerte de su querido padre,
la besó con respeto, dejando tranquilamente que la pusiesen el velo
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Dt ftUMtt. SM
que cabria k las mujeres en aquella época, y siguió con paso lento
4 los geftisaros, que la cotdujeron al serrallo.
Mahomet volviéndose hacía el verdugo, le dijo:
— Lanza al pozo esas cabezas, y cierra la abertura basta que te
ordene se abra de nuevo para otra ejecución.
De hoy en adelante, aquf recibirán su castigo cuantos esciten mi
cólera y yo destine á una muerte oscura y oculta.
Sin cabezas rodarán al fondo de ese pozo, y de este modo, Dios,
mi grandeza y tú, seremos los únicos guardadores del secreto.
Los cuerpos se echarán al rio lejos de los muros de la ciudad, y
cualquiera que sea osado á darles sepultura, recibirá la muerte.
£1 verdogo picó con su cimitarra las nueve cabezas haciéndolas
menudos pedazos, y las echó al pozo.
Los mudos se acercaron entonces, y levantando del suelo las an-
chas losas que servían de tapadera á la horrible gola, volvieron á co-
locarlas cuidadosamente sobre la abertura de aquel abismo, bailando
sobre ellas para que se adaptasen mejor.
El verdugo exclamó entonces:
—¡Este es el pozo de sangre!
Su nombre se ha conservado hasta nuestros dias.
De este modo inauguró Mahomet II el castillo de Las Siete Torree.
Los cadáveres de Gomneno y su familia fueron lanzados al rio,
según se había ordenado.
La misma noche que esto aconteció, se vio á una mujer ocupada
en unión de dos esclavos en lavarlos y revestirlos, ayudando en se-
guida ella misma á trasladarlos á una fosa que con sus propias ma-
nos ha! ¡a abierto. Doa vez sepultados, se arrodilló sobre la tierra re-
cientemente movida é hizo una oración.
Esta mujer era la emperatriz. En el momento en que fueron á pren-
der á su marido y á sus hijos, se hallaba en el bafio. Advertida de la
catáslrcf \ huyó sin que nadie pensase en detenerla, pero volviendo
atrás al llegar la noche, se dedicó á dar sepultura á su querida fa-
milia, con peligro de su vida.
Prevenido Mahomet de lo que ocurría, contestó:
—Es digna esposa de un emperador, y honrada madre de prin-
cipes.
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«00 PRISIONES
No permitió, por lo tanto, que se la molestase en so piadosa tarea.
Ta no le quedaba á la emperatriz mas que un cadáver por enter-
rar, cuando yendo hacia los muros de Coostantinopla, en vez de un
cadáver halló dos.
£1 segando era el de la princesa.
U.ia ancha herida cerca del corazón atestiguaba la causa de su
muerte.
La princesa en calidad de prometida del sultán, reclamó el pofial
que tenia derecho de llevar.
Le fué entregado; y habiendo esperado el segundo dia inútilmente
á Mabomet á quien habia pedido una cita, sin duda con el objeto de
quitarle la vida, se dio la muerte ella misma, lanzando contra él las
maldiciones que antes habia ya pronunciado.
En 4512 Selim I subió al trono de Turquía. Su padre Bayaceto II
depuesto por los genizaros, de los cuales habia intentado la destruc-
ción, después de haber abdicado el trono en mano de su hijo, murió
envenenado por su orden.
A Selim le quedaban dos hermanos, Acmelh y Korcut. Acmeth era
mayor que Selim; pero asi este como Korcut habían renunciado to-
dos sus derechos á la herencia de su padre, declarándose ambos los
primeros vasallos de su hermano Selim.
A su elevación al trono imperial, los dos hermanos le acompasa-
ron á Constantinopla á fin de que el pueblo viese y le constase su en-
tera sumisión.
Esta noble determinación de sus hermanos no satisfizo del todo á
Selim.
Usurpador arbitrario y violento, temia á cada instante las empre-
sas de sus hermanos.
Vanamente su Gran Visir Mustafá intentó tranquilizarle dando i
su alma los convenientes sentimientos de amor fraternal.
Selim. que no retrocedió ante la muerte de su padre, creía positi-
vamente necesaria también la de sus hermanos, para gozar del trono
con entera libertad.
Sin cesar repelía al Gran Visir la estrañeza que le causaba se pu-
diese renunciar al trono; y que para reinar con placer y satisfacción,
era preciso reinar tranquilamente.
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DB EUROPA. €01
A pesar de los consejo* de Muslafá, meditó y fué cosa decidida la
pérdida de sos hermanos.
Prevenidos estos de los intentos de Selim por los nomerosos ami-
gos que teniao en la corte, salieron ocultamente de Constantinopla.
Acmeth se refugió en las montadas de la Armenia , y desde allí
solicitó el concurso de los demás soberanos y aun del mismo rey de
Persia para defenderse contra los ataques de Selim.
Menos fogoso y mas indiferente su hermano Korcut, ocultaba su
oscura existencia errante de caverna en caverna , y no cuidándose
en nada de su persona.
Poco trabajo le costó á Selim el descubrir su retiro, y fué inme-
diatamente mandado estrangular.
A este primer asesinato se permitió el Gran Visir hacer al sobe-
rano algunas observaciones que fueron mal recibidas, y con dolor
vio que Selim marchaba rápidamente contra Acmeth, cuya persona
reclamaba sin cesar á los demás principes le fuese entregada.
Antes de llegar á este punto, babia ya enviado comisionados á
Amaría para que se apoderasen de los hijos de Acmeth, aun en la
infancia, residentes en aquella ciudad , y confiados al cuidado del
gobernador.
A esta noticia, Mustafá, compadecido do aquellas criaturas, en-
vió por su parte á prevenir al gobernador del atentado que de or-
den del emperador se tramaba, encargándole huyese con los prín-
cipes.
Este último no tuvo el tiempo suficiente, pero le bastó para po-
nerse en espectativa.
Llamó en su ayuda á varios amigos y servidores de su padre, y
cuando el Pacha, encargado de tan triste ejecución, llegó, en lugar
de sorprender, fué sorprendido y condenado á muerte.
Al llegar lo ocurrido á noticia de Selim, fué tal su cólera, que,
adivinando la traición de que babia sido juguele, se informó, averi-
guó la verdad á fuerza de oro, y mandó llamar á Mustafá, que in-
terrogado, negó el hecho y fué conducido á las Siete Torres donde
estuvo encerrado un dia.
Llegada la noche, se presentaron los guardias, y trasladándole
al primer departamento en altas horas, se halló eatre los mudos
rovo n 7«
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m tmsiofiis
y e! verdugo, qne ya le esperaba, siendo ahorcado en el mismo ins-
tante.
El verdugo, computado ooo su terrible oficio, separó la cabeza del
tronco, y llevándola á uno de los sitios destinados para colocar esta
clase de trofeos en la muralla, la colgó poniendo encima esto ins-
cripción : Suplicio de los traidores. En aquel punto quedó tres días
espuesta á la vista del pueblo, y después fué á unirse con los demít*
despojos de que estaba lleno el pozo de sangre.
Siguiendo la costumbre, las riquezas del visir fueros confiscadas á
favor del tesoro del serrallo.
Los sultanes se han enriquecido siempre por este medio,
Ferhad habia sido dos veces Gran Visir durante el reinado de
Amurat III.
Al fallecimiento de este principe, acaecido en 1595, ota fcostaogi-
baohi, esto es, gobernador del palacio y del serrallo y comandante
de la guardia del gran señor; roa de las cuatro grandes dignidades
del imperio.
Ferhad fué el primero qne llevó á Mahomet III la noticia de stt
advenimiento al trono, y este, para recompensarle , le nombró cai-
macán, dignidad mas elevada, que rivaliza en poder con la del Gran
Visir, pues comprende el gobierno de Conslantiftopla, y da entrada
en el diván.
Ferhad esperaba haber obtenido su antiguo empleo, pero ceütísuaba
en élSiaius, su rival, que le habia reemplazado en el reinado anterior.
Conformado, en la apariencia, resolvió captarse la asustad de su
soberano sirviéndole en todos sus caprichos.
Durante el ejercicio de sus funciones en el reinado anterior, habia
ya demostrado su facilidad en plegarse á la voluntad y capricho del
gran señor, y su crueldad hacia sus rivales, á los cuales habia he-
cho morir por medio del cordón.
Mahomet III era de un carácter naturalmente irascible y cruel k
Casi al principio de su reinado, babia hecho dar muerte á una
de las mujeres de su harem, ejemplo de severidad bastante raro;
y en su palacio la menor falta era castigada con un solo suplicio; la
muerte.
El nuevo caimacán se dedicó k halagar las pasiones de si amo, y
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Crueldad de in Salla.
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DI KflftOtt •<>*
este por su parte le confió todos sus secrítos y los proyectos que
había concebido.
Ferhad le dio la seguridad de hacerlos cumplir.
En efecto , cuando Mahomet III ciñó la espada consagrada de
Olhmao qae le presentó el Muflí, se fué en seguida al serrallo, A la
puerta del cual le esperaba ya el caimacán, y penetraron los dos en
uno de los apartamentos donde se hallaban reunidos todos los her-
manos del nuevo emperador.
Estos eran diez y nueve.
Quince de ellos estaban aun meciéndose en el regazo de sus nodrizas.
El mayor de los otros cuatro apenas habia cumplido quince aOos.
Mahomet, negligentemente apoyadlo sobre el hombro de Ferhad ,
los mandó estrangular á su propia vista.
En el bolsillo del mayor de ellos, llamado Mustafá, fué hallado un
papel cuyas frases se creia hacian referencia A una conspiración, y
de ello se tomó conocimiento en el acto.
Eran versos árabes.
Este joven principe presentía la muerte que le esperaba, y la hafcia
predicho anticipadamente.
La barbarie de Mahomet no se detuvo allí. Diez odaliscas que se
hallaban en cinta, de Amurat, fueron á su vez mandadas comparecer,
cosidas en sacas de cuero y arrojadas al mar.
La sultana Validé, es decir, la madre del emperador que le acon-
sejó tan atroz ejecución, tomó sobre él un absoluto imperio.
Ferhad, por consiguiente, se hizo su mas asiduo cortesano ; y co-
mo la pasión de aquella princesa fuese una insaciable sed de rique-
zas, la facilitó la posesión de aquellas copas llenas de oro que Amu-
rat habia recogido dorante su reinado. Aquella avaricia fué el defecto
mas perjudicial al reinado de Amurat
Conátantioopla no se hallaba abastecida, y la miseria y el hambre
no tardaron en hacer sentir sus terribles efectos.
Encargado Ferhad en su calidad de caimacán de atender A evitar
este mal, logró felizmente salir de su empeOo.
Dorante este tiempo, el Gran Visir Siaius se hallaba al frente de
los ejércitos de Hongria, y solo esperimenló reveses y pérdidas en
aquella región.
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C i PRISIONES
Voradge, Lippe, Turgowilz y el fuerte de Sao Jorge fueron des-
amparados por los turcos, apoderándose de ellos el conde de Mans-
feld, general del emperador, y el vaivoda Segismundo Batlori.
Los enemigos ganaron además dos batallas campales, y por últi-
mo, los austríacos se apoderaron de Vingrado, que Siaius no supo
defender.
Irritado Mahomet con la noticia de tales desastres, llamó á Cons-
tantinopla al Gran Visir.
Su pérdida estaba ya resuelta, pero Siaius conocía tan bien á la
corte como su rival Ferhai, y pronto á dimitir su honroso cargo con
tal de conservar la vida, adoptó este sistema deponiendo sus insig-
nias en manos del emperador.
Además, numerosos y considerables presentes precedieron su lle-
gada á Constan tinopla, y el jefe de los eunucos blancos fué el encar-
gado de ofrecerlos á la sultana Validé, implorando su protección,
y ofreciéndola además la mitad de sus riquezas si le conservaba
la vida.
Halagada aquella en su ambición y en su orgullo, interpuso su po-
derosa influencia para con su hijo, é hizo recaer la falta del visir en
las ordinarias y frecuentes vicisitudes de la guerra; recordó los nu-
merosos é importantes servicios que Siaius habia prestado, y logró
conservar al visir la vida y los tesoros que debia partir con ella, evi-
tando que fuesen á aumentar el considerable número de riquezas que
el serrallo encerraba.
Mahomet se contentó con despojar á Siaius de sus dignidades, en-
viáodole la orden de entregar los sellos del estado.
Cuando ya los tuvo en su poder; mandó llamará Ferbad, y con el
asentimiento de su madre se los entregó.
De este modo se vio Ferhad elevado por tercera vez á la dignidad
de Gran Visir, que aceptó con sin igual audacia.
La primera orden de Mahomet fué que se encargase Ferhad del
mando de los ejércitos de Uungría para vengar los reveses que su
predecesor habia sufrido.
El Gran Visir partió al momento para su deslino, con un ejército
de seseóla mil hombres y numerosa artillería.
Su llegada al campo se vio precedida de las mas hábiles combina-
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OE EUROPA €0"
dones; pero á poco tiempo después, y en el momento en qie en me-
dio de una noche oscura iba á emprender su marcha, se encontró con
los cationes clavados.
Jamás se pudo saber cuales fueron los enemigos que le prepararon
tan funesto golpe.
Al siguiente dia sus almacenes fueron incendiados, y el mas atroz
peligro amenazó á su armada.
Ferhad se multiplicaba en todas partes á fin de evitar ta: funestos
golpes, pero la desanimación, y lo que es peor aun entre los turcos,
el presentimiento de una derrota se apoderó de ellos, y nada podían
sus multiplicados esfuerzos.
El vaivoda le obligó á retroceder.
En fin, perseguido hasta Neopolis, perdió una batalla delante de
esta ciudad, y á su vista fué tomada y pasada á sangre y fuego.
A su vez fué llamado Ferhad á Gonstaotinopla; pero del mismo
modo que su predecesor pudo comprar su vida por medio de consi-
derables presentes.
Las dos caídas del poder durante el reinado anterior, habían dis-
minuido considerablemente sus tesoros, babian malgastado los que
Amurat dejó, y la sultana Validé no se acordaba ya de que había re-
cogido la mayor parte.
No poseyendo ya bastantes riquezas Ferhad para comprar de nuevo
el poder, decayó cuanto subió de punto el valimiento entre los gran-
des de la corte del poderoso Alli-Assan.
Además, la influencia de este último sobre el cuerpo de geoizaros
era inmensa, y sos magníficos presentes persuadieron fácilmente á la
Valtfé de que era el único hombre capaz de ser Gran Visir.
El débil Mahomet. que pasaba la vida en su harem en medio de los
mas vergonzosos excesos, se dejó convencer, y firmó sin leer las ór-
denes, para poder cuanto antes volver á sus placeres.
Muellemente sentado en el fondo de su palacio, se felicitaba Ferhad
de la buena acogida que le hizo el mismo dia el gran Mahomet. A su
lado se hallaban su amuo Mamoulh, uno de los grandes oficiales del
imperio, y su hijo natural ilusseio, que era oficial y jefe de los Spahis.
Los tres se hallaban en la mas perfecta seguridad creyendo apaci-
guada la tempestad que sobre sus cabezas rugía, cuando abriéndose
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606 PRISIONES
una puerta secreta, dio paso i un hombre que penetró por ella aló-
nese y pálido de terror.
Era este el Jeram-bachi, ó primer cirujano del gran señor, que en
calidad de tal podía á todas horas penetrar en los apártameos del
Gran Visir, al cual debía prestar iguales servicios que al emperador
su amo.
—¡Estáis perdido! le dijo con presurosa voz. El gran sefior acaba
de firmar la orden de vuestra destitución y de vuestra muerte,
A estas palabras los tres amigos quedaron aterrorizados. El Jeram
-bachi continuó:
—Vuestra desgracia es debida á la solicitad del poderoso cuerpo
de genfzaros y á la sultana Validé, gatada por los magníficos pre-
sentes de Alli-Assan, vuestro temible rival. Huid si tenéis tiempo. To
no puedo seguiros ni quedarme aquí un solo momento mas. Ta he pa-
gado la deuda de gratitud que con vos tenia contraída dándoos este
aviso, adiós.
A estas palabras el Jeram-bachi desapareció.
Guando se qaedó solo con su hijo y su amigo, pensó huir en el
momento, y cuando se preparaba para ello, se presentó uno de
sus oficiales delante de él, anunciándole un mensajero del empe^
rador.
—¡Tan pronto! exclamó Ferhad. Apresurémonos, y podré huir por
lo» jardines.
—La casa se halla rodeada de tropas, repuso el oficial.
-r-¿De qué cuerpo son?
~-Genízaroa.
—No hay remedio para mi, repuso Ferhad. Es culpa m¡a.
Habiendo logrado escapar con vida dos veces que caí en desgra-
cia, nunca he debido esponerme por tercera vez. Forzoso es ceder á
la ley inmutable del destino.
T^-Padre mió, yo no me separo de vos, dijo Houssein; si es preciso
moriremos juntos.
—¡Tú, morirl repitió el Gran Visir. ¿Y quién me vengará? ¿Quién
dará muerte á Alli-Assan, que es la causa de mi péidida?
—Viviré, añadió Houssein después de un momento de silencio.
Adiós, padre mió; allá arriba nos encontraremos.
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DE KU&OPA. €01
—(Adiós, áewsein! Maaouth, os le recomiendo. Quiero que sea
mi vengador, pero sin exponer su vida.
-"-Quedad tranquilo, dijo Mamón th; yo le guiaré.
Hamouth y Houssein salieron por la misma puerta que apareció
el Jsram-bachi, y Ferhad kizo seña al oficial para que introdujese
al mensajero del emperador.
Dorante este tiempo, y después de haber consultado su librito
de memorias, el Gran Visir exclamó en alta voz cayendo de hi-
nojos:
—Hoy es el anhrergario del dia en que Mahomet III cilio la espada
de Othman. Aquel día asistí yo también al suplicio de sus diez y nue-
ve hermanos; en este mismo dia debía yo morir.
I Allah! yo me resigno. |Que se cumpla la voluntad del Sefior, y
que yo sea vengado!
El Agá de los genizaros apareció en la puerta principal.
—Su Alteza ordena que me entregues los sellos.
—Délos aquí, dijo Ferhad, presentándole el cofrecito de oro que
los contenta.
SI té eres la persona encargada de entregárselos á Alli-Assao, dile
de mi parte que no tendrá el honor de recibirlos y entregarlos per
tercera vez, como Ferhad lo ha hecho con notable gloria suya.
—Sigúenos.
—¿Piara qué? Aqui mismo puedo recibir el cordón que el empe-
rador me envía.
—Te será entregado en el castillo de las Sute Torree,
-"(Marchemos!
T con firme paso atravesó las calles de Constantinopfo, recitand*
en alta vez loe versículos del Coran, que estaban ea armonía con su
actual posición.
Llegados al vestíbulo de las Siete Torres, se detuvo delante de loa
mudos que le presentaron el cordón en una bandeja de plata; se puso
de rodillas, le besó respetuosamente, y dijo:
—El que ha hecho estrangular á sus diez y nueve hermanos y
arrojar al mar á diez mojares embarazadas, debía castigar al que
presenció tan horrendo sacrificio sin asesinarle. Aqui eetá mi cuelo,
ahorradme, y que al recibir mi alma, Allah se encargue de vengar-
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608 PRISIONES
me.— Aud proferían sus labios la última silaba, cuando espiraba en
medio de una espantosa convulsión.
Un instante después, Álli-Assan recibía ios sellos por mano del
Agá de los gen izaros, el cual le repitió las palabras de su predecesor.
El nuevo Gran Visir las acogió con una sonrisa de desprecio, y lle-
no de confianza en su feliz estrella, fué inmediatamente á tomar
asiento en el diván, deseoso de celebrar el primer consejo, en uso de
su dignidad.
No tardó Mahomet en ordenarle que fuese á ponerse al frente del
ejército, batido ya bajo el mando de loa dos anteriores visires.
Con tanta habilidad como sutileza, logró Alli-Assan persuadir al
gran señor que fuese á mandarlo él mismo en persona, y cansado
este de la enojosa y muelle vida del harem, consintió, saliendo al po-
co tiempo para el ejército.
De este modo el Gran Visir evitó el peligro al cual habían sucum-
bido sus predecesores.
El emperador hizo aquella triste campaña, marcada por la batalla
de Agria, tan funesta para él como para sus enemigos. La guerra le
disgustó, y se dio prisa, por consiguiente, en volver á su harem, á fin
de buscar en las delicias del ocio y do los placeres un aliciente á su
fastidio y saciedad.
Durante este tiempo la sultana Validé y sus favoritos los eunucos
gobernaron á su antojo el imperio, excitando en todas partes el des-
contento por medio de sus exacciones é injusticias.
Avergonzados los Pachas de obedecer á una mujer y á hombres
degradados del ser de tales, se pronunciaron en unión con los de las
provincias, negándose á pagar los impuestos.
Uno de ellos, Serivan, Pacha de Caramania, marchó sobre Gons-
tantinopla, no dándole tiempo á Mahomet mas que para ponerse al
frente de un nuevo ejército y salirle al encuentro.
AI mismo tiempo, en todos los puntos del imperio los demás Pa-
chas imitaron el ejemplo de Serivan.
La guerra de Huogría no habia terminado aun.
El imperio se hallaba amenazado por todas partes.
Gonstantinopla se hallaba sin tropas y sin recursos, y solo queda-
ban en la inmens i ciudad un cuerpo de Spahis y otro de geaízaros.
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DE EUROPA. 809
Mamoulh y Honssein eligieron este momeólo para preparar la caí-
da de Alli-Assan y vengar la muerte de Ferbad.
Los Spahis era el primer cuerpo de caballería del imperio otoma-
no, y los Jenízaros el primero de infantería.
Algunas veces se babian hallado frente á frente, y sus luchas eran
la cansa de las rivalidades que por su influencia y predominio con
el emperador podian tener.
Los genizaros, mas numerosos» y poseedores de mayores privile-
gios, habían salido casi siempre vencedores.
Su audacia habia llegado al eslremo de exigir que el emperador
fílese inscrito como individuo de su cuerpo, y en este concepto reci-
bía la paga de siete genizaros.
Estos dos cuerpos fueron la causa de guerras intestinas en el im-
perio turco y de multitud de revoluciones.
Divididos unos y otros en regimientos, tenían el derecho de resi-
dir constantemente en la capital del imperio, y sus cuarteles eran
inviolables.
Entre los Spahis habia una clase llamada Timariotas.
El fimar era una especie de derecho , del cual el gran sefior ha-
cia regalo á los Spahis. Este derecho, mas ó menos considerable se-
gún los servicióse el capricho del monarca que le concedía, sometía al
Spahi dotado & la obligación de facilitar cierto número de soldados.
Todos los oficiales tenían Ti mar 8 mas ó meóos considerables.
A consecuencia de la revolución é invasión en el interior del im-
perio, sucedió que los oficiales ausentes de sus Timar s tuvieron el
sentimiento de verlos caer en manos de sus enemigos, los cuales per-
cibían las rentas, mientras ellos se hallaban en el ejército ó en Cons-
tantinopla.
Este fué el motivo de la revolución á la cual Houssein impulsó k
los suyos, y que por bajo de mano favorecía Mamouth.
El caimacán Zaadi, encargado de ejercer las fuociones de Gran Vi-
sir dorante la ausencia de Alli-Assan, fué el primero que sintió los
efectos de esta revolución.
Los amotinados cercaron su palacio, pidiendo se les pusiese en po-
sesión de sus Timar», ó que en cambio de esto se les diesen sus
rentas.
TOMOB 11
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61* PRISIONES
A consecuencia de las guerras y i¡e las depilaciones Je la Validé,
ei tesoro se hallaba exhausto, y el caimaeaa do pudo acceder á es la
pelicioo.
La tropa amotinada, en visla de la contestación, amenazó insurrec-
cionarse, y el caimacán, sobrecogido de temor, se apresuró á mani-
festar al emperador que no había medio posible de apaciguar el tu-
multo, y que renunciaba su cargo.
No atreviéndose en tales circunstancias Mahomet á condenarte á
muerte, le mandó encerrar por el pronto en las Siete Torres.
En tal apuro, Mamouth fué nombrado caimacán en su logar, por ser
solamente la persona que en aquel momento se hallaba mas á la mam.
Semejante medida contribuyó en gran manera á aumentar la au-
dacia de los amotinados, y asi sucedió.
Habiendo llegado á noticia de los revoltosos que Serivan babia to-
mado la ciudad de Presse y su territorio, trataron de hacer recaer la
culpa sobre Alli-Assan, y el mal gobierno de la Validé y de los eu-
nucos que sostenían á aquel ministro; fundados en estas razones, pe-
dían con desaforados gritos las cabezas de los culpables, oro para
compensar las rentas de sus tierras, sitas en aquellos países, y que-
rían, toda vez que el tesoro público se hallaba exhausto, que se les
entregase el oro que había en las mezquitas.
Semejantes pretensiones le parecieron exageradas al muphti, jefe de
la religión musulmana, el cual, habiendo jdoá avistarse con el empe-
rador, le aconsejó que se resistiese y castigase cruelmente á los re-
beldes.
La Validó y sus secuaces le dieron igual consejo, y Mahomet or-
denó al Agá de los genizaros que rechazase á los Spahis.
Los genizaros en aquella sazón eran en menor número y declara-
ron que permanecerían inactivos en aquella cuestión, rehusando to-
mar parte en ella.
Mahomet se vio, por lo tanto, reducido á tener por únicos defenso-
res á sus Bost&ngís ó guardias de Gorps, tropa endeble y puramente
de parada.
Durante este tiempo Houssein animaba mas y mas á los sedicio-
sos, y pedia que los oficiales de los Spahis faesen admitidos á ia
presencia del sultán para exigir justicia.
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DB EUROPA «11
Paro Tiendo que no se abría puerta alguna y que do se contestaba
á sus viólenlas reclamaciones, propusieron incendiar el serrallo.
La propuesta fué aceptada con entusiasmo por los Spabis; una
parte de ellos fué á buscar antorchas para si y para los que se
quedaron aguardándoles.
Ta se preparaba Houssein con la suya á poner fuego á la puerta
principal, cuando se abrió de repente, dando libre entrada á treinta
oficiales que el gran señor consintió recibir.
El caimacán Mamouth, habiendo secretamente penetrado cerca del
sultán, le previno del aspeelo que presentaba la sedición y las conse-
cuencias que podia tener, por lo cual Mahomet consintió en recibir á
los rebeldes.
Los treinta oficiales de Spahis con Houssein á la cabeza, fueron
admidos & Ja presencia del gran sefior, y después de haber besado el
suelo, en término precisos manifestaron las condiciones que imponían
los Spabis.
Empezó manifeátaodo con sentidas palabras el cuadro desolador
que presentaba ti imperio, siendo causa de ello el Gran Visir, la sul-
tana Validé, los eunucos y los demás Visires inferiores, y pidiendo
el castigo de todos los culpables.
El discurso de Houssein se concretaba á solos dos punios. A que se
restituyesen á los Spahis sus Timar*, ó á falta de esto, so valor en
efectivo ó en alhajas «*e las mezquitas, y las cabezas de los culpables
Alti-Assan, los eunucos y la del último caimacán, que por seguir las
instrucciones del Gran Visir, había causado tantos males en el im-
perio. Houssein dio fin á su arenga, manifestando que los Spabis no
cederían el puesto mientras no se colocasen á sus oiés las cabezas que
pedían y el dinero que con tanto derecho reclamaban.
Temeroso y conmovido Mahomet, ordenó que fuese conducido in-
meliatameote á su preseacia ti último caimacán Zaadi que se halla-
ba preso en las Siete Torres.
Creyó, sacrificando esta victima, apaciguar la revolución, pues era
la que meno3 le importaba.
No lardaron los bostaogis en conducir á Zaadi ¿ los pies del tro-
no, y Mahomet con voz y faz severa le hizo cargo de sus actos pasa-
dos, deciéndole que se preparase á morir; pero mas hábil que él su
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r,'l PRISIuNES
prisionero, y mocho mas audaz de lo que se habría creído» conocien-
do el carácter que la rebelión presentaba, se discnlpó presentando las
órdenes firmadas por el emperador, por AIli-Assan y por el moflí.
Asustado Mahomet, mandó que al instante se abriesen los tesoros
de las mezquitas, pero el mufti trató de oponerse.
Si su persona era sagrada para el sultán, no lo era en cambio para
los amotinados, y oyendo la tempestad que rugía en torno suyo, con-
sintió en todo, enviando á buscar una parte de los tesoros sa-
grados.
En este tiempo el kislar-agassi, jefe de los eunucos negros y go-
bernador del harem, y el capi-aga$$if jefe de los eunucos blaocos,
gobernador de los pajes del gran señor, comparecieron delante de
aquel terrible tribunal.
A cuantas exacciones se les reprochaban, daban por contestación
la orden de la sultana Validé.
Semejantes escusas no fueron oídas esta vez, y á una sefial de Ma-
homet fueron estrangulados á los pies del trono.
A este tiempo llegó el dinero de las mezquitas, y preguntando Ma-
homet & los Spahis wsi estaban satisfechos, le contestaron estos; «no
del todo.» Para nuestra cuenta falta una cabeza, y es la.de Alli-As-
san; el Gran Visir es el mas culpable de todos.
Que se le ordene dejar el mando del ejército, donde no esperimen-
ta mas que reveses, y vendremos á pedir su cabeza, del mismo modo
que lo hemos hecho con los demás.
Asi quedó amortiguada la primera revolución, que no esperaba
mas que la vuelta de Alli-Assan para estallar de nuevo, pues so cre-
yó que el gran sultán le llamaría á Gonstantinopla.
Alli-Assan, por el contrario, se presentó en Gonstantinopla volun-
tariamente, y llamando al Agá de los gen iza ros, le reprendió agria -
mente so inacción en la pasada revuelta, diciéndole, que si no por
afección hacia él, por conservación del cuerpo que mandaba y en su
propio interés, no debió permitir qoe los Spahis osorpasen una in-
fluencia que solo y desde largo tiempo era debida á los gen izaros, y
que su vuelta tenia por objeto el hacer que se les restableciese en sus
justos y antiguos privilegios.
En efecto, al siguiente día, y habiéndose afirmado en su poder des*
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DE IÜR0P4 61 1
pues de haber visto al saltan y á la saltana Validé, empezó la lacha
contra los Spahis.
Estrafiándose estos al ver la inacción del sallan, obtuvieron del
nuevo muflí, amigo del caimacán y de Houssein, un fofla, por el cual
pedian al gran señor la cabeza del Visir Alü-Assan.
Este tuvo la habilidad de quitar su deslino al mufti, y de obtener
al propio tiempo la sentencia de muerte para Mamoulh; pero esta or-
den no se podo ejecutar.
Prevenido á tiempo el caimacán, se refugió en casa de Housseinen
el cuartel de Spahis. Estos no lardaron en invadir las calles de Cons-
tantinopla, mientras que los genizaros, reforzados con nuevas odas, la
invadieron por su parle. Declaradas las pretensiones de los dos cuer-
pos rivales, se armaron oportunamente, viéndose ya colocados el uno
frente del otro.
El primer dia, estas milicias se contentaron solo con amenazarse.
Al segundo, el Gran .Visir obtuvo de Mahomet un firman para disol-
ver los Spahis, mandándoles además que entregasen catorce de sus
jefes, condenados á muerte.
A la cabeza de aquella lista se hallaban Mamouth y Boussein.
Los Spahis rehusaron recibir á los diputados que les eran en-
viados, y obedecer al gran seOor.
Entonces Alli-Assan hizo marchar á los genizaros.
A semejante determinación una parte de los Spahis cedió á las ór-
denes del sultán; pero las tropas que mandaban Houssein y Mamoulh
aceptaron el combato.
Fué sangriento y terrible en medio de aquellas populosas calles, al
través de sus casas y de sos monumentos, cada uno de los cuales era
un parapeto.
Millares de inocentes viclimas sucumbieron, y en el colmo de su
rabia, mandó Alli-Assan que jugase la artillería para desalojar á los
Spahis de las casas donde se hacían fuertes.
Las casas eran de madera, y el eslrago que las balas hicieron en
ellas fué atroz.
En fin, cediendo á la fuerza del número, los Spahis fueron venci-
dos, y se hizo gracia de la vida á los que se sometieron á implorar
el perdón del vencedor.
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614 MSTQNES
Seis de ios principales jefe*, cogidos con las arma* en la mano,
fueron conducidos á las Siete Torres, decapitados y sus cabezas co-
locadas en las almenas del castillo.
Houssein y Mamoulh combatieron con la rabia de la desesperación,
sosleniendo casi solos los alaques de los genízaros. De repente, Jtta-
mouth cayó rnorlalnente herido á los píes de Houssein y decayendo en
este el valor, dijo:
— ¡No me cogerán vivo!
Ta asestaba el puSal contra su propio, pecho, Guando deteniéndole
Mamoulh con su desfallecida mano, exclamó:
— Ta padre ordenó que vivieses para vengarle de Alü-Assan ; yo
muero sin haberlo podido conseguir; á li te toca sobrevivirme para
lograrlo. En bogar de una muerte tendrás dos que vejagar.
Y espiró.
Houssein quedó algunos instantes de rodillas al lado de su amigo,
y levantándose con ánimo resuelto, fué á buscar entre los cadáveres
el vestido que mas se adoptase á su figura. Mutiladas la* facciones
de uno de aquellos, para impedir le conociesen por conjeturas, aban-
donó el campo de batalla, logrando escapar á cuantas pesquisas se
hicieren.
El siguiente dia, los pregoneros anunciaban en Coustautinopla al
son de trompeta que el caimacán Mamouth y el jefe de los genizaros
Houssein habían sido hallados muertos en las callea.
Estos sucesos consolidaron el poder del gran Visir Alli-Assan, pero
su favor con el sultán llegó á envanecerle hasta tal punto, que ha-
llando insoportable el yogo de la sultana Validé, al cual estaba obli-
gado á someterse, resolvió desprenderse de él.
Al propio tiempo, habia contratado obligaciones de reconocimiento
con otros grandes personajes que le habían ayudado á triunfar de
la revolución contra los Spabis, y esta deuda de reconocimiento le
pesaba en gran manera.
Por lo tanto, resolvió también deshacerse de ellos.
Tan ingrato como cruel, inventó crímenes de los que acusó á
aquellas personas y las hizo condenar á muelle.
Sus cabezas rodaron hasta el abismo del pozo de sangre, siendo
una de las primeras la de Timachi Pacha , segunde Visir, uno de ana
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DE CGftOPA. «13
mas efectos servidores en tiempo de su desgracia, en mira de la del
Agi de los genlzaros que le había salvado la vida.
El vicioso y desordenado Mahomet vio con indiferencia estos su-
plicios. Pero prevenida su madre de ios proyectos del gran Visir, que
varías veces habla pedido su destierro, quiso hundir de una vez ¿ un
tirano subalterno y ambicioso enemigo.
Alli-Assan, por su parte, preparado á combatir, buscó mas y mas
su apoyo en el cuerpo ée los genizaros.
Esta vez no le sirvió aquel recurso.
La sultana Validé le atacó de frente, y como mujer astuta y resuel-
ta, le perdió por el mismo medio que habia elegido para salvarse.
Secundada por el mafii, losdemás visires y el Kislar Agá, enemi-
gos del gran Visir, persuadió á su hijo de que á imitación de Sen van,
quería Allí- Assan hacerse independiente, y que para lograrlo protegía
en tan gran manera & los genizaroe.
Esta declaración de indepeodencia, valiéndose del cuerpo de genl-
zaros que bacía y deshacía emperadores, no podia ofrecer otro resul-
tado que usurpar el tfono imperial y dar la muerte á Mahomet.
Por vez primera en su vida, Mahomet al anunciarle el peligro que
le amenazaba, salió de su apatía, y conociendo su madre sobrada-
mente su carácter, adoptó el único medio que hay para dar vaftorá
los pusilánimes.
Rodeada de todos los altos personajes que la eren adictos, se pre-
sentó á su hijo, desaflándele á que se atreviese á tocar al gran Visir
rodeado de sus ge trizaros.
Esto le pii90 de mal humor pues humillaba su orgullo herido en lo
mas vivo, y comenzó á decir que entre sus servidores no habia uno si-
quiera tan resuelto que se atreviese á librarle de aquel mortat ene-
migo, ni á recogerle los sellos; tan temido y poderoso habia llegado
i ser.
Fueta de si por el exceso de la cólera que le dominaba, llamó al
primer Bostangi que vio pasar por sus jardines, y te dijo:
—¿Eres amigo del gran Visir Allí- Assan?
— Sefior, le odio mortalmente.
—¿Te atreverás á ir á pedirle los sellos en nombre rulot
—Al instante, si me lo ordenáis, gran sefior.
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CI6 MISIONES
—Vé pues.
El bostangi salió, y volviéndose Mahomet hacia su madre y tas
consejeros, les dijo:
—Ya veis el temor que me inspiran los genizaros, pues envió al
último de mis soldados, cuyo nombre ignoro, con el encargo de que
humille la altivez del gran Visir.
—Por eso mismo , ese soldado no cumplirá tus órdenes.
—La voz de aquel soldado era temblorosa al hablar del odio que
profesaba al gran Visir, y por eso le he enviado.
Al cabo de una hora, se presentó delante de Mahomet aquel bos-
tangi.
Sus manos estaban bailadas de sangre y sus vestidos en el mayor
desorden.
—Que ha sucedido, le preguntó el gran señor.
— Aquí tenéis los sellos del imperio, le dijo el bostangi, entregán-
dole una cajita de oro.
—¿Ha consentido en entregártelos?
—No ; pero se los he arrancado á viva fuerza.
—¿De qué modo?
— Se resistía, estábamos solos, y echándome sobre él, le he atado
á un mueble de su habitación; le he puesto un paOuelo en la boca
para ahogar sus gritos, y buscando por todas parles, he logrado en-
cofltrar el cofrecillo que os he entregado.
— ¿Pero esa sangre, ese desorden en tus vestidos?
— Habiendo descubierto los genizaros el estado en que dejaba á
Alli-Assan, me han dado caza, y arrestado por ellos, he conseguido
escaparme.
— ¿Con qué empieza ya la revolución?
—Nosotros la cortaremos, dijo el mufti.
—Has cumplido perfectamente tu comisión, dijo el emperador al
bostangi; ¿qué quieres en recompensa? ,
— Una sola cosa.
—¿Cuál es?
—La cabeza de Alli-Assan.
—Te la doy.
-Gracias.
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oí Buten e ti
T el boehagi beéó per tres veces el polvo del trono.
Eq este momento, ni emisario llegó con la noticia de qne en la
ciudad reinaba e) mayor tamalto. Los genizaros formados en batalla
en todas las plazas, cerraban las avenidas del palacio.
El saltan palideció; sn madre y tos demás oficiales que le rodeaban
se esforzaron en animarle, y por via de ejemplo, le citaron la compri-
mida revttocion de los Spahis, por la sola fuerza del poder supremo.
A estas palabras, la frente del bostangi se oscureció de repente,
pero nadie reparó en ello.
—Si cedéis esto vez, vuestro trono cae sm remedio, le dijo la Va-
lidé.
Al instante mismo el Capi-Agá y algunos de los oficiales del pa-
lacio se presentaron dehmte del gran sefior, diciendo que los Odas
pachas de los genizaros le enviaban á decir, que si no restablecía en
su poder 4 Ali-Assan, su trono se hallaba en peligro.
— Respondadles que dentro de fresdias sabrán la voluntad del em-
perador, dijo la sultana Validé, y durante este tiempo podremos to-
mar medidas enérgicas.
—Solo queda una, dijo el bostangi, que se atrevió á tomar la pa-
labra; es la muerte de Ali-Assan. Guando no exista la causa que
promueve la revolución, todo entrará en su estado normal.
—¿Pero y si por vengar su muerte se enfurecen mas? observó Ma-
boaet. *
— Cea la cabeza de Ali-Assan en la mano les obligaré & entrar en
sus otárteles. v
—El bostangi tiene razan. Mostraos fuerte y terrible, dijo el mufli.
Voy i redactar una fefta contra el Gran Visir.
— Y yo, afiadió Mahomet, vencido por sus consejeros, voy á daros
un firma*.
—A mi me toca coger su cabeza, repuso el bostangi, ya que V. A.
me la ha dado
Tres dias se pasaron en Gonstantinopla en la mayor consternación.
Los genizaros habian ofrecido esperar este tiempo, pero no por eso
dejaron de tener con su fuerza armada cercado todo el palacio; y por
las noches vivaqueaban, encendiendo hogueras con profusión.
El bostangi, armado do su irme voluntad, y con el fefta y fír -
TU» U. 18
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6)8 PRISIONES
man del sultán en el bolsillo, guio, y sin necesidad de ayada de nadie,
habia desaparecido. Ninguno había vaelto oír hablar de él.
Al amanecer del tercer dia, una tropa vestida del uniforme de
los Spahis, atravesaba á todo galope las calles de Constantinopla,
conduciendo tras de si una litera cerrada.
Esta comitiva se dirigió al castillo de las Siete Torres.
Al llegar á la puerta, el jefe de la escolta llamó, y presentó en se-
guida al Agi que mandaba la fortaleza el firman, ante el cual se
arrodilló aquel.
La litera y la escolta penetraron en el castillo hasta el primer ves-
tíbulo.
— Aquí, dijo el jefe de la escolta 9 debe tener lugar la ejecución.
Al punto hicieron salir de la litera á Ali-Assan, y aproximándose
á él el bostaogi, le dijo:
—En este mismo sitio han perecido por tu orden multitud de
ilustres víctimas; en este mismo lugar hiciste perecer al venerable
Ferhad á quien deseabas reemplazar... aqui mismo vas á morir.
—Pero, añadió Alli-Assan con voz temblorosa; no veo el cor-
don ni á los mudos.
—•Es que tú debes perecer como el mas vil de los esclavos.
—Eso es imposible que suceda; no veo el verdugo...
—El verdugo soy yo, interrumpió el bostangi. Yo á quien debe-
rías reconocer. Yo, el hijo de Ferhad, mi padre, & quien he jurado
vengar. Yo, Houssein, á quien creíste muerto en el campo de batalla,
y que vivo aun para cumplir mi juramento. De rodillas, Alli-Assan,
de rodillas. Por sola la satisfacción de dar muerte al verdugo de mi
padre, consiento en ser tu verdugo.— El terror obligó & Alli-Assan á
doblar la rodilla, y en el mismo instante Houssein hizo volar por el
aire su cabeza de un golpe de cimitarra. Al momento mismo la alzó
del suelo, monló á caballo, y atravesando al escape por frente de las
filas que formaban los genizaros armados, iba repitiendo:
—Esta es la cabeza de Ali-Assan, asesino de Ferhad y de otros mil.
Yo le he dado muerte por un fefta del mufti y por la justicia del em-
perador.
En efecto, los genizaros retrocedieron con horror á la vista de
aquel sangriento espectáculo, y durante aquellos dias, los amigos de
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DBKHUm. 119
U Validé y enemigos de Ali-Assan habían influido de tal modo sobre
sos jefes que, silenciosos y cabizbajos» se retiraron á sus coárteles.
Houssein se hizo abrir las puertas del serrallo, y penetrando has-
ta la ostaocia doode se hallaba Mahomet, depuso su sangriento tro-
feo á los pies del trono.
Tales eran las disensiones intestinas que agitaban & cada momento
el imperio otomano.
Bajo este concepto, la historia de Turquía es digna de estudio, y si
hemos dado algún desarrollo á estos episodios, ha sido solo para pro*
bar que tanto las conmociones interiores de los distintos reinados,
como las revoluciones, todas venían á terminar mas tarde ó mas tem.
prano en el castillo de las Siete Torres.
II.
lustaft.— Libra al embajador dePersia.— El príncipe Coreskl.— El pastel.— La esca-
la de cuerda.— Evasión.— Fraoceses sometidos á Ja prueba del tormento.— El ba-
rón de Sane— Reparación pedida. — Turquía manda a Francia una embajada con
este fin.— Mabomet estrangulado por orden de su hermano Osman. — Su oración y
su maldición. — Revolución contra Osman. — Mustafá libertado.— Su prisión. — Os-
man en el calabozo sangriento.— Su muerte. — Una oreja cortada.— Darud asesino
de Osman. -Muere este en el mismo sitio que Osman.— Segunda cautividad de
Mnstafa.— Bostangi decapitado.— Caimacán conducido á la muerte por sus rique-
sas.— Prisión del embajador de Venecia y de un francés. — Suplicio del gancho,
establecido en las Siete Torres— Prwioo de Ibraim. — Suplicio deGumir.— El capi-
tán Pacha vencedor de Gandía.— Su desgracia.— Su muerte. — Su sepulcro en las
Siete Torres.— Crueldad de Ibraim.— La sultana Fauna. — Quiere usar de violen-
cia.—Ella le amenaza con su puñal. — La bija del mafti.— Ibraim abusa de ella.—
Venganza-de su padre.— Prisión y muerte de Ibraim.
Presintiendo el emperador Acmet I el próximo fin que le indica-
ba su mal estaito de salud, hizo llamar á su hermano Mustafá, de-
signándole para su sucesor en el trono después de su muerte.
Sin embargo, aquel monarca dejaba tres hijos, que eran Osman,
Mehemet é Ibraim, pero aun no tenían la edad necesaria para rei-
nar, y Acmet (emia en gran manera los desórdenes en su imperio.
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CSO PRISIÓN»
Además, Muetaft nmea bafbia tenido hijos, y era probable que efe
el porvenir no los tuviese; tan grande era la aversión que k las mu-
jeres profesaba.
Acmet murió á les U* afios de edad, en 4*17, y Mustafá le soce-
dlo en el trono.
La aversión que á las mujeres tenia, continuó manifestándose en
su reinado.
Durante largo tiempo retasó penetrar en su harem, y hacia apli-
car á sus odaliscas caprichosos castigos; mochas veces á su vista y
en medio de sus jardines en el serrallo, pasaba largas y largas
horas entretenido en echar á un estanque el oro y la plata que se
destinaba en sus gastos á la manutención del serrallo y renuevo 4e
sus mujeres, por lo cual el pueblo decia que el dinero del tesoro se
lo echaba á los pescados.
La sultana Validó, su madre, no tardó en verse confundida por su
rencor con todas las demás mujeres, siendo por último relegada al
viejo serrallo.
Pero proveyendo su muerte, y usando>de la inevitable '¡afluencia
que la había quedado del reinado anterior, pudo obtener de Mustaíá
que concediese e! viziriato á un hombre de su hechura.
En el puesto que ocupaba Halil, gran militar y rígido administra-
dor, hizo nombrar á su yerno Mehemet, confidente suyo.
El emperador se apoderó de los bienes de Halil, segou era costum-
bre, y Mehemet, á pesar de la rigurosa cautividad de la saltana Va-
lidé, se entendía perfectamente con ella para poder llegar á lograr la
destitución del emperador.
Mustafá, de carácter débil, indolente, y á veces caprichoso , con-
tribuyó en gran modo á su propia caída.
Sus facultades intelectuales habían degenerado de tal modo duran-
te los catorce afios de cautividad que habia sufrido, y con la constan-
te amenaza de la muerte que sobre él pesaba, que muy á menudo da-
ba señales marcadas de verdadera demencia y locura.
Además, cuando gozaba de perfecta lucidez en sus sentidos, come-
tía acto* de tal estravaganeia, que couduyeneo unánimemente por ca-
lificarse de pura demencia, lo cual determinó radicalmente su caída
cnatro meses después de ser elevado al treno.
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DB MJMftL 6tt
Dorante ede corlo iliterato, pasaron tales coste, que preciso es
convenir qae conciernen especialmente á esta historia.
Cuando durante eí úttmo remado ocurrió la guerra coi la fereia,
ftcmet, según la interpretación turca del derecho de gentes relativo á
los embajadores, había hecho arrestar y conducir á las Siete Torres
al embajador persa.
Ifedaft le devolvió la libertad & su advenimiento al trono, y no
ftlé por cierto este acto e! qae menos se calificó de locura, puesto que
10 obstante la guerra continuó aun.
En aquella época se hallaba prisionero en las Siete Torres el prin-
cipe foreste, techo prisionero en la guerra de Moldavia.
Su caogcbabiasido tasado en una cantidad tan elevada, que leerá
imposible poder pagar, y por esto gomia en tan (tara y estrecha
prism.
M\ barón de Saocy era en aquella saxoo embajador de Francia, y
en calidad de tal, protegía á todos los cristianos, libres ó esclavo»,
que habitaban en Constaatiaopla.
No atreviéndose él mismo á ir á visitar al principe Goreski, obtuvo
el permiso de que fuese á hacerlo en su nombre su secretario llama-
do Martin, el cual, como era de su deber, le ofreció socorros y cuanto
neonitar pudiese.
Martin halló al príncipe Goreski en el fondo de un oscuro calabo-
10, sin muebles, sin vestidos y fuertemente encadenado.
Movido de compasión al verle, corrió á casa del embajador din-
dolé parte de lo que ocurría.
Mr. de Sancy ee dirigió al Gran Visir, y por medio de enérgicas
representaciones obtuvo se mejorase la situación del principe.
Al cabo de pocos días, el principe Goreski fué trasladado á una de
las prisiones superiores de las Siete Torres, que daba á la playa con-
tigua al mar.
Largas ventanas le permitían allí respirar la fresca brisa del mar,
ver el puro y claro cielo de oriente, y disfrutar del delicioso panora-
ma que á su vista se estendia.
Además obtuvo el permiso de poder pasear algunas horas del día.
Mr. de Saocy le envió ropas, vestidos, libros y dinero; y como, en
la prisión no se daba mas alimento que el usual á todos los prisiooe-
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6t2 PaiSIONBS
ros, hizo el embajador que se le llevase cada dia la comida condi-
mentada en su propio palacio.
El príncipe de Goreski do cesaba de demostrar su reconocimiento
al humanitario embajador y á su secretario Marlin, que apreciando
las nobles cualidades de aquel estranjero, contrajo con él la mas tier-
na amistad.
Las visitas de Martin eran diarias, y en ellas no cesaba de conso-
larlo, pero desanimado el principe, su espiritu física y moralmente
decaía de dia en dia, atacado por el marasmo de los desterrados y
por el dolor y sentimiento que da los prisioneros se apodera.
Ninguna esperanza le quedaba de salir de aquella prisión por me-
dio del cange en numerario que para él se habia señalado, pues ex-
cedía en mucho á la fortuna que poseía.
A esta idea, sus ojos se llenaban de lágrimas, no tardando en se-
carlos la rabia y la desesperación, concluyendo por hablar de darse
él mismo la muerte.
Coa tarde qne los dos amigos se hallaban en la prisión mirando la
hermosa Propóntida, dijo el principe de repente:
—Hace algunos dias que se me ocurre que debo aventurarme pre-
cipitándome al mar desde aqui.
— ¿Es posible que tal penséis?— dijo Martin; ¡mas de cien pies de
altura! Aun cuando tomaseis tal empuje que la misma fuerza os lle-
vase al mar en vez de estrellaros sobre la tierra, el mismo aire os
ahogaría antes de llegar.
— De ese modo dejaría de padecer. ¡Al menos habría intentado pro-
curarme la libertad, huyendo de esta horrible y eterna prisión, donde
se consume mi juventud lejos de mi pais natal, de mi soberano, de
mis afecciones las mas caras I...
—¿Tendríais valor para intentar una evasión si se os presentase
una probabilidad cualquiera de resultado favorable?
— Me atrevería á intentarlo todo, seguro de que, si hallaba en cam-
bio la muerte, esta me libraría al menos del martirio que estoy su-
friendo.
— Hasta mañana, le dijo Martin.
T salió de allí precipitadamente.
Al dia siguiente recibió el principe una carta de Martin, que fué
leída con gran ansiedad.
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So alegría estallaba á cada frase.
Era la continuación de la conversación que tuvieron el dia anterior.
Algunos dias después, el principe se hallaba enfermo, y el médico
de la embajada francesa fué ¿ visitarle.
Kl facultativo sufría cada vez que penetraba en la prisión un es-
crupuloso registro, al cual también se hallaba sujeto Martin cuantas
veces entraba, y era seguido por el dragomán, que debia traducir al
Agá cuanto allí se decía y cuanto se hacia.
El médico cumplió concienzudamente su comisión, y halló al en-
fermo en tal estado, que necesitando alimentos mas ligeros de los que
tomaba ordinariamente, debia alimentarse solo por algún tiempo de
pasteles y alimentos á la italiana.
Aquel mismo dia se le envió de las cocinas de la embajada un
enorme pastel de macarrones, artísticamente arreglados y confeccio-
nados.
Todo fué visitado según costumbre. El pastel fué abierto. Los ma-
carrones visitados, y despnes de todo, el famoso condimento fué lle-
vado á la prisión del principe moldavo.
No tardó este en dar principio á su comida; y al verse solo, regis-
tró el fondo del pastel, hallando una escala de cuerda, que ocultó
cuidadosamente.
El médico ordenó se continuase el sistema prescrito, el cual debia
dar pronto la salud á su enfermo, y la remisión de pasteles se suce-
día cada dia hasta tanto que la escala fué bastante larga para alcan-
zar al pié de la torre.
Cierta noche, á una hora convenida, Martin se ocultó en la parte
exterior de una de las torres contiguas á la que el principe moldavo
ocupaba. Un paquete cayó á sus pies y de él se apoderó en el ins-
tante.
Era una escala de cuerda.
A la escalera afiadió otras cuerdas mas gruesas, y á su estremo
una piedra mayor que la que habia servido para arrojar la escala; y
apoyando en el estremo todo el peao de su cuerpo, impidió que la es-
cala balancease desde la prodigiosa altura que habia que recorrer.
No tardó el principe en 6jar su planta sobre el primer escalón, y
animado por el poco balance que la pendiente escala ofrecía, deseen-
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ti4 PAISIOIOS
dio hasta el suelo, echándose lleno da ategria en lo* btttes da su
amigo Martin.
Ta estaba libre.
Dirigiéndose en seguida hacia una barca, Martin etnABJe á ella al
príncipe, le besó de nuevo, y deslizándose blandamente en el silencio
de la noche, la débil nave desapareció, llevándose consiga al principe
moldavo.
Al siguiente dia fué notada la evasión deGoreski, y no quedé casa
con cosa que en la prisión no se registrase.
Furioso el Agá, se encaminó inmediatamente á casa del (¡tan Vt-
sir Mehemet, quien mas furioso aun que el Agá, le dio á este solo una
hora de tiempo para descubrir cuales toaran los autores déla evasión
del principe, respondiéndole de ello coa su cabeza»
El Agá volvió á la prisión, y después de un minuciosa registro*
encontró la carta de Martin, en la cual esplicaba al principe todo d
plan de evasión.
Apoderado el Agá de este precioso documento, volvió á casa del
Visir, el cual, al leer en él el nombre de Martin, ordenó que fuese
preso en el acto mismo, como también el dragomán, pues le era eos
pechoso de haber tomado parte en aquella evasión.
Los genizaros violaron el sagrado asilo de la embajada fraaoesa,
apoderándose brutalmente de Martin y del dragomán, conduciéndolos
bien atados al castillo de las Siete Torres.
A su llegada, el Agá les tomó la consiguiente declaración acer-
ca de la fuga del principe, sin que pudiese contestar uno de ellos la
mas minima cosa: este era el dragomán, que nada acerca de ello
sabia.
Martin lo confesó todo; pero al preguntarle donde se hallaba el
principe, se negó á contestar; bien es cierto, que aun cuando hubiese
querido vender el secreto de su amigo, no habría podido hacerlo, ig-
norando donde la suerte le habría podido llevar.
Ciego de cólera el Agá, y siguiendo las órdenes de Mahomet, maja-
do que se aplicase el tormento á los dos prisioneros.
Esta excesiva medida de rigor, esta violación bárbara del derecho
de gentes, se ejecutó en el mismo instante.
Los dos prisioneros fueron conducidos al calabozo de sangre.
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DÉ EÜEOPA. MI
Los veringos y los mudos les aguardaban ya con los instrumen-
tos necesarios para la tortora.
£1 acto del tormeoto tuvo efecto, haciéndoles sufrir cuantos dolo*
res puede imaginar la mas ingeniosa crueldad.
i: No dijeron una sola palabra, y ni siquiera profirieron el mas
pequefio grito de dolor.
Creyendo entonces el Agá que podían morir en el acto, los mandó
desatar haciéndoles tomar algún aliento, y conduciéndolos á un ca-
maranchón, donde por medio de cordiales lograron reanimarlos.
Sin embargo, para dulcificar en algo sus padecimientos, se les
anunció que dentro algunas horas serian empalados.
En el momeólo en que toé invadida la embajada violando el terri-
torio protegido por el pabellón francés, el embajador so hallaba au-
sente.
A su vuelta supo cuanto habia ocurrido.
Indignado por lamaOo insulto, é ignorando la causa que lo pudo
motivar, se presentó inmediatamente en casa del Gran Visir pidién-
dole esputación del hecho y la reparación debida.
Mehemet le recibió oon brutal insolencia, declarándole cómplice
de sa secretario, y diciéndole que, si no confesaba el sitio donde se
hallaba oculto el principe, le aplicaría también el tormento, mientras
á su vista eran empalados Martin y el intérprete.
La indignación del barón de Sancy al oir estas palabras, llegó á su
colmo; y después de haber protestado que nada sabia, hizo respon-
sable al Visir á los ojos de las naciones europeas de la muerte de su
secretario y del dragomán, asi como también de la violencia coma*
tida en so persona.
Luego, viéndose rodeado de esbirros á los coales Mehemet daba
órdenes contra él, en poder de aquellos bárbaros á los cuales no ple-
gaba ni la razón ni el deber, protestó de nue\o en nombre de su so-
berano, cruzó sus brazos sobre el pecho, y se negó á contestar á una
sola mas de las preguntas que se le dirigieron.
Conocedor de la majestad de su rango y de la dignidad de su
persona, se propaso hacer el sacrificio de su vida, sin pensar sola-
mente en sacar la espada para defenderla de los asesinos ; lucha in-
digna que mal habría sentado á un embajador de Francia.
tMOD 79
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m NHSIONtS
Bl Visir, furioso, salid drt aposento, dejando al barón deSaoey en
manos de los esbirros, los cuales, en ciunplimíeüta de la fatal qtt
se les hato dado , I» oondqeron, también ai millo de las &Bte
Torres.
Su encierro fcé en el último piso de la tome de mármol, donde se
hallaba colocado el calabozo de sangre, con Marte y el dragóme*
destrozados aun por el tormenta que habían srindov
El jefe de los esbirros al oir las upmao»Mi del «dignado em-
bajador, se retiró diciendo, pata Iraoqiilizaffie, que ék no seria puesto
á la prueba del tormente hanla el sigiiente dia, dejándole coi tan
consoladoras palabra».
Desesperado per erario nw y ota» el barón de Sawy concibió el
preyede de sacrificara*, pare que si mwrte al menos , eseftaedo la
indignación de toda la Europa, pusiese á cubierto de tan barbar*
atentados á los demás embajadora.
*~Antes me haré asesinar qne consentir en que se me apKfua el
tormento , decía el embajador. Coger* al Visir por la barba, lo cual
es el mayor ultraje que se pueda inferir á n musulmaa, y de este
modo lograré que me dé la muerle; estoy seguro de ello. Petfo al
menos mi sacrificio redundará en bien de la humanidad. Mi inerte
será la sedal del esterminio de estos bárbaros. Moriré son gloria. la»
molándome al sagrado derecho de gentes, habré cumplido con el de»
ber de embajador.
—¡Monseñor! [Si supieseis lo que se sufre en el tormento!. .. P*ro
yo no podia decirles donde se halla el principe. jTo oe lo sabia!...
[Be protostado de tnestra inocencia, y no me han querido creer!...
—(Calmaos, monseffor! dijo á su ves el dragomán» Calmaos, y si
qttereis vencer á esos bárbaros, no debáis emplear la generosidad ni
él pundonor. Todos los nobles sentimientos les son desconocidos.
Emplead el oro, y nada mas que el oro; asi podre» libraros basta de
la prisión. Solo el oro los corrompe: ante labajeza> la craeldad; arte
la crueldad, la avaricia.
—¿Y qué? ¿habré de obtener á fuerza de oro la reparación de n
atentado tan monstruoso?
—Consentid, monseñor* reposo Martin.
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To he sido el causante de todo. Yo he fraguado la etasion del
príncipe sin daros de ello aviso. Mi imprudencia sola es fa causa. Os"
he engañado, monseffor, perdonadme; perdonadme noblemente ha-
ciendo lo que el dragomán os acooseja; os lo ruego en nombre de to-
dos los franceses que habitan en Turquía. ¿Qué será de ellos si su-
cumbe el embajador?
—¿Y podré dejar impune semejante tropelía?
—No, monseñor; reposo el dragomán; pero llegareis á obtener una
satisfacción mas brillante empleando el medio que os propongo.
No tardareis en veros libre, podréis escribir al rey de Francia; él
se encargará de vengar las injurias que habéis recibido, y durante
este tiempo los franceses vuestros hertnanos no quedarán á merced
de estos turcos insolentes, pues no se atreverán á violar por segunda
vez el sagrado de la embajada.
¡ Monseñor , en nombre de nuestros compatriotas os lo áu-
plkol
—Consiento, puesto que tanto insistís. ¿Qué he de hacer?
—Con protesto de buscar antecedentes del principe de Coreski, en-
viad á vuestro palacio á que reúnan todo el oro de que pMais dispo-
ner; se hacen dos partes, y se entrega una al muflí y otra al misme*
Mehemet; por et oro vendió ya una vez á su emperador. Estad áegtf-
ro de que en seguida se nos pondrá á todos en libertad.
En tanto, Dios me dará fuerzas para escribir al mufli, que os ama
cuanto un turco puede amar á un cristiano. Podre}» firmar la carta
sin comprometer vuestra reputación, y el mufli se encargará de ha-
cer lo demás.
El barón de Sancy siguió el consejo del dragomán punto por pun-
to, forzado á someterse á tan imperiosa necesidad.
Rl mufti empezó por amenazar al Visir, lanzando conflra él un Af-
ta, y concluyó por ofrecerle la mitad del oro.
Asi como asi, lanzado en ana vasta conspiración, necesitaba usar
de toda la influencia del mufli.
Su orgulto se satisfizo con poder mostrar al sultán qué si él había
cedido en una cuestión con el embajador de Venecia, él por su parle
habrá sabido también atropellar por todo, encarcelando y vejando el
orgullo nacional de la Francia en la persona de su embajador. Por (o
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I2S PRISIONES
tanto, el barón de Sancy, su secretario y el dragomán, Nerón pues-
tos inmediatamente en libertad.
Solo estuvieron siete días en el castillo de las Siete Torres.
Una vez libre el barón de Sancy, escribió á su rey Luis XIII, ins-
truyéndole de cuanto había pasado.
No tardó en llegar un enviado extraordinario del rey de Francia
con el encargo de exigir reparación del insulto que se había hecho al
barón de Sancy, pero á su llegada, todo había cambiado de faz.
El Gran Visir, el mufti y la sultana Validó se habian coaligado
contra Mustafá, quien irritado contra ellos, habia ensayado á gober-
nar solo, no mostrando por resultado mas que su incapacidad y &
veces s¿i locura.
La elección de varios grandes oficiales que entresacó del pueblo;
los timars de que se apoderó para dar sus rentas á los paisanos, y
mas que todo su aversión á las mujeres, excitaron contra él el furor
de los Spahis y de los genizaros.
El mufti, la Validé y el Gran Visir ayudaron á la revolución, é hi-
cieron que en ella tomase parte el pueblo.
En tal estado de cosas, por .medio de una de las frecuentes revo-
luciones que en el imperio turco se operaban, fué depuesto Mustafá,
pero esla vez no se atrevieron á atentar contra su vida.
El gran respeto que á los dementes tienen los turcos, cuya per-
sona les es sagrada, fué la cansa de que librase su vida.
. La prisión del Serrallo fué el sitio que se le destinó, y su cuidado
quedó encomendado á las esclavas viejas.
Su sobrino, el hijo mayor de Acmet, Osman, segundo de este
nombre, fué colocado en el trono por los genizaros y los Spahis.
Este joven príncipe solo tenia qniocet aiJos á su advenimiento al
trono; era hermoso hasta la perfección, de una destreza extraordina-
ria, y de valor que rayaba en temeridad.
.Su elevación fué saludada por el pueblo con entusiastas gritos de
aclamación, y se hallaba ya sentado en el trono, cuando se presentó
el enviado extraordinario del rey de Francia Luis XIII á pedir repa-
ración del ultraje cometido en la persona del barón de Sancy.
El enviado extraordinario fué magnífica y benévolamente acogido
por el mismo Mehemet, que}rno había dejado de ser Gran Visir, el
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H MAOTA. SU
cotí hito recaer toda la culpabilidad en las órdenes emanadas de
Mastafá; pero ni el barón ni el embajador se contentaron con seme-
jante esplicacion, exigiendo olra mas solemne y satisfactoria á los
ojos de la Europa entera.
La sublime Puerta se sometió á cuantas condiciones la fueron im-
puestas.
En consecuencia, el sultán envió en calidad de embajador extraor-
dinario cerca del rey de Francia á Houseio-Tehaouch, con una caria
para Luis XUÍ, en la cual el emperador le anunciaba los sucesos que
le habían colocado sobre el trono, desaprobando la falta cometida por
su predecesor, y dando poder al embajador para jurar en nombre de
S. A. la fiel ejecución de los tratados y la fé, el respeto y los honores
de que en adelante gozarían en el imperio otomano los embajadores
de Francia.
Esta curiosa carta es tal Tez la única que de aquellos tiempos seqou-
serva, y lleva por inscripción: Al mas poderoso principe de los cre-
í/entesen Jesús, arbitro entre los cristianos, y emperador de Francia.
El barón de Sancy por lo demás,no- pudo resolverse á permanecer
en un pais donde habia sido tan cruelmente ultrajado, y en el cual de-
bía indudablemente hallarse muya menudo frente á trente con el Gran
Visir, tan bárbaro en algún tiempo, y tan vilmente bajo entonces.
Habiendo pedido su retiro, se le concedió, y fué á poco tiempo
reemplazado por el conde de Gesy.
Tal fué la terminación de este asunto en el cual los turcos, no
solamente se atrevieron á violar de la mas violenta manera, el dere-
cho de gentes, sino empleando la mas brutal fuerza, desconocida
hasta de los pueblos bárbaros.
Sin embargo, la historia de las Siete Torres contiene páginas aun
mas sangrientas, y en su curse verán nuestros lectores que la san-
gre de un emperador llegó por colmo del despotismo é incivilizacion
á enrojecer el suelo de la prisión deque se trata.
La Validé, el muflí y los genizaros, que habían colocado á Osman
sobre el trono, contaban con sus pocos afíos para reinar en su vez;
pero el joven emperador quiso gobernar el estado por si mismo, y
no tardó en despojarse de la influencia que sobre él pretendían
ejercer.
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sas MISIÓN»
Úricamente Mohemet eensenrt tina parte do su foflueoML
flaco despees obtuvo el mando del ejército, que le envié ¿ <
contra los persas, y allí murió.
Su sucesor obluvo de este principe mas afecto que ti favorito
de ios genízaros, io cual empezó & indisponerles ootftra si empe-
rador.
Además, por seguir Osman puntualmente los consejos del gober-
nador, á quien únicamente se confiaba, prohibió en lodo el imperio
el uso del vino y del tabaco, condenando á la pena de muerte á todo
infractor de este edicto.
El sultán acostumbraba por mera distracción á disfrazarse, seguí
nos pintan á los príncipes de este pais ero los cuentos de las mil y tina
noches, y de tal modo recoma las calles á fin de observar si sus ór-
denes eran fielmente ejecutadas.
Frecuentemente hallaba misulmaiie* que infringía» la ley y bebían
vino, y la mayor parte de las feces los culpables oran genizaros, que
inmediatamente eran degollados en su presencia.
Semejante conducta le acarreó la animosidad de esto temiMe cuer-
po, y se acreció aun mas por ana nueva crueldad.
Mohamet, uno de los hermanos del emperador, de un afio menos
que él de edad, era hermoso, diestro y valiente como ót , f ci amar
que por él tenían los genizares rayaba en delirio.
Aficionado á la caza y á los ejercicios gimnásticos que te juveirtué
de Goostanlinopla ofrecía á los ojos del puebk> en el hipódromo, no
faltaba en acudir allí cada día.
A su vista, los genizaros y el pueblo entusiasmado llenaban los ai-
res con aclamaciones y vivas al joven príncipe.
Semejantes triunfos Regaron á caasar & Osimb cierta inquietad; y
cada vez que 4e referían las proezas de m hermano, s» aire sombrío
y taciturno ¿recia de punto.
No pudiendo resistir & su curiosidad, quiso saber hasta donde ra-
yaba su popularidad, y disfrazado, se mezdó entre la muchedumbre
para ver y oir las muestras de afecto que á su hermano se prodiga-
ban cada* vez que salía vencedor en algo do de los ejercicios.
Al volver & su palacio consultó la historia de sos mayores, y vien-
do que muchos de ellos habían dado la muerte á sus hermanos por
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m wmotk 131
prudencia ó por teaor, resolvió que el suyo toete sacrificado, con
denándole á muerte en el mismo instante.
El di» 12 de enero de 1821 se cumplió tan horrendo crimen.
Antee de morir, pidió Mohamat permiso para hacer su oración en
alta voz, y fué como signe:
— Osman, ruego 4 áUah que corte tu existencia, y que tu imperio
sea tan sangriento y su fia tan (atesto como el que me has reservado.
Esta maldición no lardó en verse cumptida.
Osmaa, cuyo taneramo ardor uo conocía limites, quiso hacer una
guerra 4 todo trance, emprendiendo la impopular con la Polonia.
Para día ordenó levas y levantó nuevos ejércitos, teoieudo un cui-
dado especial en hacer que eu uniforme fuese mucho mas brillan-
te que ei de los geoizaros, dándoles & todos una marcada preferencia
•obre estos.
Llegado el punto de entrar en campafia, la emprendió con la teme-
ridad propia de un j¿vea ardoroso é inesperto, atacando al enemigo
según su capricho sacrificando á sua soldados y sufriendo á cada
paso una derrota.
A tal punió llegaron las cosas, que varia* vaca* rehusaron loa ge-
abaren obedecerle.
(teman lea trata con sumo desprecio, y el rencor de este cuerpo
hacia » emperador creció de todo punto, al ver que solo trataba de
desacreditarlo* y destruirlos.
De vuelta á Gonstanlinopla después de ana paz poco honrosa, debi-
da mas aun que á las victorias que sus armas habían conseguido, i
las fiebres y enfermedades qm habían diezmado al ejército enemigo,
ordenó otra leva para levantar un nuevo ejército, á pesar de hallarse
en completa paz.
Esta circunstancia digustó en gran manera & los geafzaros, que
solo vieron en la mediJa adoptada el deseo de tener fuerzas suficien-
te* para destruirlos.
T parecía tanto mas probable que asi fuese, en cuanto al contrario
de ana predecesores había privado á los geoizaros del derecho de
acompasarle cuando se presentaba en público* haciendo que forma-
sen su guardia y escolta loa bostangis, que solo por sus estatutos
debían eer loe guardias de la persona del sultán, dentro- del palacio.
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63* PRISIONES
A la sazón contribuyeron á ser causa de un fuerte motin dos cir-
cunstancias.
La primera fué el matrimonio íU Osman con la hija de' ana salta-
na, h Tmana del emperador Mahomet IIÍ, y de un pacha, esposo de
aquella princesa.
El citado matrimonio se contrató contra todas las leyes de aquel
país, que solo conceden al emperador el derecho de tener concu-
binas.
La segunda circunstancia fué un proyectado viaje á la Meca.
El matrimonio acabó de irritar á los gen izaros, y el viaje á la Me-
ca les hizo sospechar que solo quería ausentarse de Gonstantinopla
para ponerse á la cabeza de las fuerzas que había reunido en Asia
para destruirlos.
En tal estado de cosas, el mufti publicó un fefta manifestando al
pueblo que el matrimonio del sultán debia ser disuelto, pues asi lo
reclamaba la religión mahometana, y que el viaje á la Meca era inú-
til en razón de que los sultanes se hallaban dispensados de ha-
cerle.
No por eso desistió Osman.
Veinte miembros de los mas considerados del ülemase presentaron
& él, manifestándole cuan imprudente é inoportuna era la medida re-
lativa & la disolución de los Spahis y de los genízaros, recordándole
las numerosas conquistas y proezas de aquellas antigaas instilacio-
nes, consagradas especialmente á Dios por el profeta, y terminando
por ponerle de manifiesto los peligros á que se esponia si llegaba á
estallar una revolución.
—Yo esterminaré á los Spahis y á los genízaros, le contestó Os-
man; pero eso lo verificaré después de haberos mandado machacar
en un mortero.
Los Ulemas se retiraron de su presencia humillados, y dando par-
te á los genízaros délo ocurrido, estalló la revolución amenazadora y
terrible.
Uno de los jefes de los genízaros, llamado üarud, se poso á la ca-
beza de ella, y armados, se dirigieron á la casa del preceptor de Os-
man, que hallaron desierta, contentándose con saquearla.
Desde allí se dirigieron al Serrallo, y las puertas cayeron hecha*
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DI EÜIOfA 6SS
mil pedazos; pero al penetrar en el primer patio les sorprendió la no-
che, y temiendo ana emboscada se retiraron,
i Aquella noche se pasó en preparativos para empezar el combate si
faese menester.
El dia anterior se presentaron delante del serrallo, armados sola-
mente con palos blancos, y no pidiendo mas qoe las cabezas del pre-
ceptor y del Gran Visir.
Al dia siguiente concurrieron & la revolución en mucho mayor nú-
mero, llevando sus cationes y armados de todas armas, prontos & en-
tablar un sitio si necesario fuese.
La pretensión de los amotinados habia subido de punto, y pedían
las cabezas de seis grandes dignatarios del imperio.
Durad continuaba mandando la revolución, y era su jefe nato.
Gomo el dia anterior, penetraron en el patio del palacio, sin hallar
á nadie que á su paso se opusiese. Llamaron, golpearon á las puer-
tas, pero nadie contestó.
En el palacio reinaba un silencio sepulcral.
Haciendo después avanzar su artillería, lograron i cañonazos abrir
las puertas que habían permanecido cerradas. Atravesaron las es-
tancias interiores y llegaron al segundo palio.
En aquel sitio redobló la gritería pidiendo las seis cabezas apete-
cidas.
Igual silencio contestó i su demanda. Los callones les abrieron pa-
so hasta el tercer patio, y los primeros que penetraron en él, fue-
ron hombres del pueblo armados de maderos y garrotes.
T llamando con fuertes golpes á la puerta del diván, se abrió por
fin, apareciendo en su umbral el Gran Visir seguido de los bostangis.
Generalmente eslimado del pueblo, y sabiendo que iba delante de
los genfzaros; ensayó probar su influencia, procurando calmarlos con
palabras, pero no le quisieron escuchar, y tan luego como apareció,
fué asesinado.
Una voz salida de entre el tumulto gritó:
—Queremos que Nustaft sea sultán. Que se presente y que em-
piece en este momento su reinado.
Estas palabras corrieron de boca en boca. Se pregunta á los bos-
tangis, que permanecían inmóviles al lado del cuerpo destrozado del
TOMO, SS
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is4 fusiones
Gran Visir, donde estaba él encierro de Müstafc, y aquellos indicaron
temblando un peqaefio edificio redondo y fnuy bbjo , que ée hallaba
contiguo ál harbm, cubierto cób una fherté cúpula.
Los genizaros penetran en el patio y el nombre de Muslafá rekuena
en aquellos ámbitos.
Pero á aquellas aclamaciones solo contestó una doliente voz, pi-
diendo la muerte por compasión.
Era lá voz tífe Mustaífá.
Eb vano procuraban péüettbr etn aquella prí&ion (fctietoó tenia puer-
ta alguna. Estaban todas tapiadas.
Por o&edíb dé escafas Hubieron ébbre él Vichó, y echando fcbajo la
cúpula á fuerza de achazos para levantar lá capa de plomo que la
cubría, descendieron á la prisión, hallando al principe feb medio de
cuatro esclavas negras, sufriendo los horribles padecimientos del
fiambré.
Hacia dos días que no había comido.
Tan luego como el príncipe pérbibtdlá claridad del dia, pueis en
su calabozo no podía penetrar, pudo apenas revolverte eh el jergón
que le servia de lecho, pidiendo dé nuevo latnuerte para acabar de
padecer; pero inclinando átate él la rodilla, toé ártludado |íor todtácó-
ino empéfadór.
Mustafá logró incorporarse creyéndose victima de un engaño, y su
Vago mirar mostraba la mayor desconfianza.
Colocándose Darud & su lado, te repite qufe 'cuánto ve y oye e&
verdad, y entonces el desgraciado príncipe éon dettlMIécitfa Voz ape-
gas inteligible por el sufrimiento, csclaftaa:
—¡Dadme agua en vez del trotad que me ofrécete! [Hace trts dito
ii|ue no he bebidol
Con presteza todos acuden á dir le cuantos Socorros sota íífeoesa-
rios,ly ál tooúienlo le sacan dé la prisión.
Al recibir la impresión del aire, su desfallecimiento le hizo caer, y
al volver á la vida, halló al mofti y á los Uletoais que habían ido á
pedir ¿ Osman la retractación de sus desmanes, colocados & su lado,
ofreciéndole el imperio otomano.
Sentándole después sobre el Caballo del títafli, fué coxMtuoido á la
mezquita, y ciñó por fin la espada de Othman.
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M WtOH 63$
U sultana Validé, apodándote del ánimo de su hijo, en el mismo
instante le exigió que Darod foese nombrado Gran Visir.
Al saber Osman el nombramiento del nuevo emperador, la deses-
peración se apoderó de su alma, dando rienda suelta á los mayores
excesos y violencias.
El Agá de los genizaros, que no tomó parte en la revolución, se ka-
bia quedado á su lado.
Seducido Osman al último extremo, imploró su socorro para poder
apoderarse de nuevo del trono que había perdido, pero el Agá, des-
pués de haberle echado en cara la conducta que babia observado con
el cuerpo que él mandaba, se concretó & decirle que iría á hablar con
la tropa para ver si podía atraerla & su partido.
Dirigiéndose al momento á la mezquita, al verla llegar, la aren-
gó enérgicamente, pero apenas había pronunciado las primeras pala-
bras, cuando A una sefial de Darod fué asesinado.
Pocos momentos después llegó Houssein, el fiel amigo de Osman,
y al ver que se acercaba la comitiva, gritó:
— I Rebeldes] aquí está vuestro amo. ¡Prosternaos ante su poder y
pedidle perdón!
Pero los que se hallaban mas cercanos á él, no tardaron en hacer-
le mil pedazos, mientras los demás geoizaros entraban en la mezquita
con Mustaüá.
Impaciente y desesperado Osman, no había podido contenerse, y
saliendo de su palacio, se puso en camino para ofrecerse á la víala de
sus soldadas, contando con la cooperación que el Agá de los geniza-
ros !e había prometido. Pero al llegar á la plaza del hipódromo halló
|ps dos cadáveres de sus amigos, y exclamó con el mas profundo
dolor:
—¡Esta es la justicia de los genizaros! ¡Los infelices no babian ce-
sado de hablarme siempre en favor de esa soldadesca ingrata!
V rechazando los consejos de algunos amigos que le babian segui-
do con objeto de impedir que continuase en su funesta determinación,
y que se pusiese inmediatamente en faga, con rápido paso se dirigió
al punto en que se hallaba reunida la comitiva.
1>o luego como fué reconocido, le rpdcó la multitud desgarrando
su? vesiidos, golpeándole y arrastrándole en medjpde furiosa grileya.
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6M PRISIONES
—¡Que Osman sea depuesto del tronol {pero que se le conceda la
Tidal
De este modo atravesó por el centro de la mezquita, y fué conduci-
do á un apartamento donde Mastafá, que faabia ya cefiido la espada
de Osman, se hallaba descansando después de la ceremonia.
A su llegada, Muslafá creyó que, habiendo ganado á las tropas su
sobrino, se dirigía á él para darle muerte.
Poseído de es!a alucinación, se echó á sus pies anegado en llanto y
pidiéndole la vida, visto lo cual por Osman, se volvió hacia el pueblo
diciéndole:
— ¡Ved aquí el hombre á quien dais la preferencia! ¡Este es el su-
cesor de tantos conquistadores que deberá haceros temidos de las na-
ciones inñeles! ¡El que preferís á mi! ¡El que llora y se arrastra á
mis pies, como un débil niflo ó como una mujer!!!
Pero Darud y la Validé, alzando del suelo á Muslafá y calmándole,
operaron una repentina reacción. El nuevo Visir lomó entonces la
palabra y contesto á Osman:
—Esos conquistadores de quienes hablas, han ganado su imperio
con el filo de la espada, y no con las tropas que buscaron, cual tú lo
has hecho, en el Egipto.— A estas palabras se renovaron los gritos
del pueblo, y aprovechando la ocasión, hizo Darud una señal á uno de
sus secuaces, que intentó ahorcar á Osman; pero lleno este de vigor
y de energía, le arrancó el cordón de las manos.
—¡Perro! le dijo á Darud: si te hubiese mandado degollar tañías
veces como has merecido la muerte, ni con mil vidas habrías paga-
do, y no me viera ahora en este peligro.
—Si no hubieses mandado asesinar á tu hermano, á quien todos
amábamos, no te verías en este estado, le contestó Darud.
—Tenéis razón, repuso Osman, acordándose de la maldición de
su hermano. Perdonadme. ¡Ayer era poderoso; hoy soy infeliz! Sír-
vaos esto de ejemplo, y aprended en mi las vicisitudes á que esláu
sujetos los hombres.
Estas palabras causaron gran sensación en los concurrentes. Darud
se apercibió de ello, é hizo una nueva sefia á Mohamed Agá, que in-
tentó por segunda vez ahorcar á Osman, pero también esta vez pudo
apoderarse del cordón; y diciendo con atronadora voz que se atentaba
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de mota, m
oenlra su vida oponiéndose á la tolanlad del pueblo, todos los pre-
sentes protestaron.
Al oir esta protesta, á la cual contestaron millares de voces de los
geilfzaros que se hallaban aun en la mezquita, á la cual daban dos
grandes ventanas de la pieza en que estaban los dos emperadores, se
lanzó á ellas Osman, y mostrándose á los soldados, les dijo:
—Mis Agás de Spahis, y vosotros, los mas antiguos de mis geni-
zaros , mis padres! errores juveniles me condujeron & oir malos con*
sejos, pero me arrepienlo de ello, y os pido perdón. Reconoced la voz
de vuestro emperador, moslradme obediencia, ó dadme la muerte an-
tes de exponerme á sufrir por mas largo tiempo la afrenta que sufro.
—Nada de insultos, le contestaron millares de voces. No qoere-
mes que sea emperador, pero que se respete su vida.
— Eocerradme, pero que no presencie por un solo momento mas
semejantes iniquidades.
—Asi será, exclamó Muslaft, que pareció recobrar la razón. Que
se le encierre en la misma prisión en que yo he estado cautivo du-
rante cuatro años.
—Seréis obedecido, repuso Darud. To me encargo de ello.
T haciendo atar á Osman fuertemente, le condujo á la pieza inme-
diata, mientras que Mustaft, bajando á la mezquita, entró en el pala-
cio imperial.
Darod habia concebido ya sus planes respecto á Osman, y por lo
tanto se guardó muy bien de conducirle á la prisión designada.
En una litera perfectamente cerrada fué conducido en el acto &
las Siete Torres, donde nadie, ni aun los genfzaros podían entrar sin
orden suya. Cuantos crímenes se cometían en esta prisión, quedaban
ignorados para el resto de la Turqoia.
El calabozo destinado & Osman fué el llamado de la sangre, don-
de no habia muebles ni enser alguno. Allí, casi desnudo y sin ali-
mento*, pasó todo el dia buscando el medio de poder evadirse.
Cosa imposible de lograr. Aquel calabozo se cerraba como una
tumba.
Al siguiente dia, Mohamed Agá, Darud y Kalander-Ogri y los
mudos, se presentaron á él.
Temiendo que hiciese resistencia, Darad procuró distraer su aten-
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m pí
eira, habiéndole 7 qwriMdo formular qm apa** de iateirtgatori*.
Osman rehusó contestarle.
Pero en el momento en qae menos lo esperaba, lanxándose sobre
él los mudos, le echaron el cordón al cuello. Fuerte y decidido Os-
man, le asió con ambas manos, impidiendo su propósito. En vista de
tan tenaz resistencia, se echaron todos sobre él, y despqes de una lar-
ga lucha, quedó sujeto y sin poder hacer el menor movimiento, pero
habiendo mordido al Gran Visir y causádole fuertes y profundas he-<
ridas.
No lardaron los mudas en pasarle al cuello el fatal cordón, y ma-
nó ahorcado. Darud le hizo cortar una oreja, y dentro de yaa caja
le fué enviada á Mustafá. Esta cqa llevaba la siguiente inscripción:
— Presente al sublime emperador, que su primer ministro 1$ sirve,
i pesar suyo*
Osman solo tenia diez y nueve años, y había reinado cuatro.
Pero esta sangre imperial que en l¡p Siqfe Torrqs se acababa de
verter, debia hacer correr mucha mas pqr reprewU* en el mismo si-
tio ; pues en la historia de este pueblo la justicia divina parece ha*
ber querido establecer la balanza que los emperadores y los genizaros
habían dispuesto hacer pesar & su capricho, sirviendo á sus forcees
instintos.
(Ciegos los emperadores y el pueblo de Turquía , que no la ha
▼¡sto suspendida sin cesar sobre sus cabezas!
No pudo Darud ocultar durante mucho tiempo la muerte de Os-
man. Al saberse, el pueblo y los genizaros se indignaron contra él.
Sin embargo, babia sido tan miateriosamonte ocultada, que no ae
sabia á quien acusar como causante de ella.
No se descuidó Darud en tomar sus precauciones para ?lqar de si
toda sospecha.
Generalmente se acusaba & los genizaros. Estos echaban U culpa
sobre Darud, y por último, se vio precisado & entregar los sellos y 4
escarpase de Constantinopla.
No pudo ocultarse durante largo tiempo.
La sultana Validé acababa de darle por esposa á una de sus hijas,
y por consiguiente, mediaba entre ellos la mas estrecha confianza.
A fuerza de oro consiguió la sultana acallar los resentimientos que
por la muerte de Osman se babia granjeado Darud, y no pasó mucho
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tiempo sin que le hiriese volverá Gonsthntiiepla, tratando de re*
vestirle de la dignidad de capitán Pacha.
Para lograrlo, era preciso hacer destituir á Calid, que ocupaba esta
dignidad, desempeñándola ooo general satisfacción de todos.
Además, era Galid un hombre firme y valiente, á qoien no se po-
día atacar por medio de la ealsmnia. Estas fueron las armas de que
se valió ©and.
£1 capitel Pacha toé acosado de estar en inteligencia ybombinacio-
les secretas con tos pachas da Alepó y E nerum, que en la actualidad
se Miaban en cempleta revolocion, y llevó Darnd la calumnia al-ei-
tremo de hacer correr la voz por loe cuarteles de que, por consejo «•
yo, se había dado en Asia muerte á la mayor parte de losgentaarbs,
á fíleles generalmente se creta culpables de la muerte de (teman.
Ai apoyo de «tas calumnias ffccilitó Darud una correspondencia del
capitán Pacha, tuya letra estaba hábilmente contrahecha.
fil banrtao 10 tardó en estallar.
Varias odas de grabaros te pusieron tn marche hacia el Serrallo,
pidiendo bl divaa que se juigase en el -acto al capitán Pacha.
Bra cuanto deseable Darud y 4a Validó. El'div* sé «ewió, pera
en el momento en que mandaban i buscar al capitán Pacha» este eom»
pareció, pidiendo él mamo que se le jugue.
fil acusado solamente deseaba qrié 4 *u proceso se lidíese toda
laiolemoidad posible, y pan lograrlo llevaba consigo á todas los
principales jefes de los geoimros, teniéndolos reunidos en -les patios
del Serrallo, á fin de qoe fuesen testigos de si justificación ó de su
culpabilidad, entregándose de todas modos en las manos de la jieticia.
Exigió que se presentase Darnd en careo con éi, y esle tuvo lugar.
Dartad presentó las cartas del capitán PacM, lo cual 'indignó al di-
ván en gran manera, pero Calid pidió que se oyese como testigo á un
esclavo.
Esto llegó por fin, y declaró que, seducido per Darud, había hecho
las cartas y falsificado la letra y firma del capitán Pacha.
En vano negó Darud á la vista del diván: falsificó el esclavo las
cartas otra vez. fiotolcas Calid, tomando la palabra y cambiando de
aoisado en ansador, dije:
—Ahora me toca á mi amsir á Darud como «sesmo de su amo el
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ele rwsiofre»
emperador, contra la voluntad del gran sefior reinante y de los geoi-
zaros, que le confiaron á Osman con la condición de que respetase so
vida.
Darud es el culpable, cansante de todos los disturbios de qoe me
ha querido hacer responsable á mi, pues á todo ha servido de pretexto
la muerte de O*mao, y por lo tanto cansante del odio que k losSpa-
his y á los geoizaros tienen los gobernadores y soldados del Asia.
Acuso al KalanderOgri, presente, de haber cortado una oreja al ca-
dáver de Osman por orden de Darud, llevándola en una caja á
Mustafá; en prueba de lo cual, aquí os la presento con la inscripción
que el mismo asesino trazó en ella.
Con efecto, el capitán Pacha habia tenido la mafia de proporcio-
narse aquella preciosa prenda , que colocó sobre la mesa del diván.
En aquel ponto la general indignación estalló como una bomba.
Los oficiales de los geoizaros pidieron la muerte de Darud, y que
al instante leí . fuese entregado, mientras el emperador firmaba so
sentencia; pero el Gran Visir y los demás Visires del consejo, amigos
de la Validé, no quisieron consentir en ello, entregando fácilmente en
su logar á Kalander-Ogri, mientras Darud quedaba como prisionero
en el Serrallo.
—Sea asi, exclamó el Agá de los geoizaros ; nos contentamos por
ahora con que nos entreguéis á Kalander-Ogri, mientras bajo vues-
tra guarda queda Darud en el Serrallo, pero desgraciados de vosotros
si traíais de sustraerle á nuestra venganza!
Y echando mano á sos alfaoges todos los geoizaros alli presentes,
gritaron delante del diván aterrorizado:
—¡Juramos por el Profeta que mafiana mismo morirá Darud!
Inmediatamente salieron del Serrallo, llevando consigo á Kalan-
der Ogri , qoe, entregado al populacho, fué hecho pedazos al mo-
mento.
Darud se vio perdido; pero la sultana Validé tentó un medio es-
tremo para salvarle.
Este medio fué el hacer firmar á Mustafá una orden de fecha muy
atrasada, en la cual le ordenaba dar muerte á Osman.
Fortificado con este documento, sembró el oro á manos llenas en-
tre los genizaros, según tenia por costumbre.
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01 EUROPA. «41
Al «¡guíenle (lia (odas las odas de Spahis y genizaros invadieron
el Serrallo pidiendo la cabeza de Darod.
Los boslangis le condujeron al patio de las ejecuciones , situado
dentro del mismo serrallo, pero en el mismo instante en que el ver-
dugo iba á ejecutar en él su sangriento oficio, tomó Darad la pala-
bra, presentando como justificativo de su conducta la orden del em-
perador que le debia salvar.
Un espantoso tumulto estalló en aquel momento. Aquellos á quie-
nes el oro de la sultana habia comprado, gritaban que Darud era
inocente, cuando llegó apresuradamente un torpachi á la cabeza de
cuatrocientos genizaros, y atravesando por en medio de la multitud,
se colocó al lado de Darud, diciendo:
—Este hombre es culpable. La orden ha sido arrancada á viva
fuerza al débil emperador. Además, si Darud la tenia en su poder,
¿por qué no lo dijo ayer?
To me hallaba en el diván cuando el capitán Pacha nos presentó la
tapa de la caja, y la inscripción que contiene es de letra del mismo
Darud.
El mismo confiesa allí haber asesinado al joven sultán á pesar de
la orden del emperador.
Este hecho no lo ha podido negar.
Ayer debió presentar esa orden. Hoy ya es tarde. (Os digo que es
culpable y debe morir!
jGeolzaros! al tercer asesino le traigo conmigo. Aquí está Moha-
mel Agá; en la misma litera en que condujo á 0¿man á las Siete
Torres. Pongamos á Darud frente á frente con Mohamet Agá ; sean
ambos conducidos al calabozo de sangre donde cometieron el crimen,
y allí mismo sean castigados.
A nuestras manos deben morir; tal es la justicia de los genizaros.
Tal la venganza del pueblo.
Eslas pa'abras. entusiasmaron de tal modo al populacho, que lan-
zándose sobre Darud y apoderándose de él, le colocaron en la misma
litera que á Hohamet.
Llegados á las Siete Torres, buscaron cuidadosamente el sitio donde
se suponía haber sido estrangulado Osman , y sin cuidarse de sus
súplicas, fueron degollados en el acto.
TOtfOH. ti
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112 PRISIONES
El pozo de sangre se abrió á su vez para recibir tas cabezas de*
Darud y Mohamet, y los genízaros recorrieron la ciudad gritando:
— jLa justicia se halla satisfecha! La cabeza de Darud ha rodado
hasta el abismo.
Con estos caracteres de sangre ha quedado escrita en el castillo de
las Siete Torres la historia del emperador Osman y de sus asesinos.
Encadenados los unos á los otros, estos crímenes eran una conse-
cuencia precisa del carácter de la época y del distintivo de este
pueblo.
A consecuencia de los actos de imbecilidad de que cada dia daba
marcadas señales Mustafá, después de diez meses de reinado, fué re-
legado por segunda vez á la prisión de donde ya había salido.
El 10 de setiembre de 1623 subió al trono musulmán Amurat IV,
sobrino de Mustafá.
Este principe, joven, valiente, desordenado y cruel , empezó su
reinado como la mayor parte de sus predecesores, haciendo degollar
á su hermano Ba y aceto.
Después tomó por amigos inseparables á dos hombres llamados
Beeri y Gumir.
Ambos poseían una cualidad para él altamente recomendable, y era
la de poder secundarle dignamente en las continuas orgias & que se
entregaba diariamente.
Jamás musulmán alguno hizo semejante abuso del vino.
Durante este reinado merecen ser citadas dos victimas que fueron
sacrificadas en las Siete Torres.
La primera fué un bostangi, diputado del ejército que combatía
contra los persas, el cual recibió el especial encargo de ahorcar al
Gran Visir Mehemet, que mandaba las operaciones.
Descontento el emperador por el retardo que sufría aquella cam-
paña, le envió el cordón.
Este argumento era irresistible. Era la ultima ratío de los sul-
tanes.
De la muerte de Mehemet resultaba un gran provecho al empera-
dor, pues aquél era inmensamente rico, si bien también era astuto
en gran manera.
Amurat habia trasmitido la orden dada contra el Gran Visir, al
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PK KÜItOPA C43
general que mandaba el ejército en segundo logar, pero Mehe-
met supo evadir aquella para él tan grave cuestión, haciendo
que el ejército entero certificase cnal habia sido su intachable con-
ducta.
El bostangi volvió á la presencia del emperador con esta misiva,
en vez de llevarle la cabeza del Gran Visir.
En vista de esto, el bostangi fué conducido á las Siete Torres, y
decapitado por no haber sabido obedecer al emperador.
Con respeto á Mehemet, se le impuso tan fuerte mulla que quedó
reducido á la mayor miseria.
La segunda victima fué inmolada de una manera mas franca.
El caimacán acusó al vaivoda de Valaquia ante el emperador, y
pidió que fuese depuesto.
El vaivoda se justificó al instante.
Amurat envió al caimacán á las Siete Torres. Al cabo de pocos
dias estaba fallada su causa. Solo so contentó con destituirle de sus
funciones; pero cuando el defterdar, que habia hecho el inventario de
los bienes que el caimacán poseía, se lo presentó al emperador, y vio
este que se elevaba á la enorme suma de tres millones de piastras, sin
contar los diamantes y demás riquezas, Amurat cambió la orden que
habia dado, y para heredar tranquilamente aquel tesoro , envió el
cordón al infeliz caimacán.
En esta misma época hubo también una brutal violación del dere-
cho de gentes con el embajador de Venecia, k quien to ios los demás
embajadores pudieron al fin librar.
Multitud de franceses, ingleses y demás europeos fueron encerra-
dos en las Siete Torres, y solo debieron su libertad á considerables
regalos ó á la influencia de sus embajadores.
Amurat habia concebido por los cristianos un odio profundo, y en
medio de las frecuente* borracheras que todas las noches tomaba,
daba contra ellos las órdenes mas estradas y crueles.
Amurat fué, por fin, el inventor del famoso suplicio llamado de los
ganchos.
Consistía en precipitar al paciente desde un sitio bastante elevado
y sobré grandes ganchos de fierro sujetos al muro ; el infeliz
precipitado se hallaba detenido por las agudas puntas de los garfios
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Mi PRISIONES
qoe desgarraban sus carnes hasta que de uno de ellos quedaba sujeto,
y allí moría.
El castillo de las Siete Torres era uno de los mas & propósito para
este suplicio.
Allí tuvieron lugar los primero» y allí llegaron al último grado de
perfección.
Aun en el dia se ven sujetos á las murallas los enormes ganchos
que recibían á los cuerpos palpitantes.
Paseándose por la fortaleza y viendo algunos de los cuerpos sus-
pendidos, cuyos huesos empezaban á desprenderse de! tronco para ir
á aumentar la famosa muralla de huesos humanos, se le ocurrió á
Amurat un famoso dicho que la historia nos ha trasmitido:
«Las venganzas no envejecen, lo que hacen es blanquear.»
Amurat murió el 1.° de marzo de ICiO á causa de una borrachera
á la cual Gumir le habia incitado. Tenia treinta y un afios de edad,
y habia reinado siete, gobernando por si mismo, y haciendo grandes
cosas cuando la borrachera no obstruía su inteligencia.
Kiosem, la sultana Validé, su madre, fué relegada al Serrallo viejo
cuando Amurat subió al trono, y allí vivió sin autoridad ni influencia.
A la muerte de su hijo, el emperador pensó en colocar sobre el
trono á su segundo hijo Ibraim, que su hermano habia hecho encer-
rar en un calabozo.
esperando reinar en su vez, se entendió la Validé con el mnfti y
el Visir, y yendo á sacar de la prisión á Ibraim, le hallaron casi mo-
ribundo.
A pesar de sus temores, Ibraim fué colocado en el trono y procla-
mado emperador, con perjuicio de Mohamel, hijo de AmuraL
El Gran Visir y la Validé Kiosem se apoderaron de las riendas
del gobierno.
El primer acto de la sultana fué condenar á muerte á Gumir, acu-
sado de haber sido el causante de la muerte de Amurat.
Conducido á las Siete Torres, pereció en el suplicio del gancho, in-
ventado en gran parte por él mismo.
En el reinado de Ibraim tuvo lugar en las Siete Torres una ejecu-
ción cuya memoria se ha conservado por un monumento que aun
existe.
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M EUROPA. S45
Joussouf, capitán Pacha, hizo la primera expedición contra la isla
de Gandía á la cabeza de la escuadra naval.
Tomó la isla, se cubrió de gloria y volvió & Constantinopla, donde
se le habia preparado una magnifica entrada triunfal.
Reconocido el emperador por sus servicios, quiso que pudiese entrar
en su familia, y para lograrlo le dio en matrimonio á su propia hija.
Además del anterior motivo, existía otro mas poderoso, y era la
inmensa fortuna del capitán Pacbá.
Tan luego como se terminaron las bodas, Ibraim ordenó á Joussouf
que condujese á Gandía otra flota con socorros de hombres y dinero.
Érase en el corazón del invierno.
El capitán Pacbá advirtió al emperador cuan imprudente era em-
prender uca larga navegación en la estación aquella, y sobre todo
con bajeles construidos mas bien para poner sitio á una plaza que
para hacer una travesía.
Asombrado Ibraim de que se hubiese atrevido á hacerle una ob-
servación, reiteró la orden con mas vigor.
Joussouf contestó con mayores detalles, procurando convencer á su
amo, y diciéndole que era exponer la vida de las tropas á una muer-
te casi cierta.
Irritado el emperador por aquella audacia sin ejemplo, exclamó
lleno de furor:
«Cuanto yo deseo, debe ser posible, y hacerse en el propio instante.
Es preciso obedecer ó morir. »
—Prefiero morir, contestó Joussouf, á conducir á la muerte ácien
millares de valientes.
Esta generosa y noble contestación no hizo mas que aumentar la
cólera del emperador.
En el mismo acto fué preso el capitán Pacbá y conducido á las
Siete Torres.
En seguida, á pesar de la manifestación del Gran Visir, presente á
aquella escena, firmó el emperador una orden mandando ahorcar á
Joussouf.
El Gran Visir, esperando poder reducir á Joussouf á la ciega
obediencia, se presentó inmediatamente en las Siete Torres, querien-
do obligarle á que pidiese perdón al emperador.
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«46 PRISIONES
Semejante humillación de parte del reciente vencedor de Gandía,
unida á los ruegos de la hija de Ibraim, debían indudablemente sal-
var al capitán Pacha; pero este se negó tenazmente á hacer semejan-
te bajeza en aquellas circunstancias.
—He dicho la verdad, respondió; tanto peor para aquel que no la
quiera oir. Ibraim puede pisar el suelo manchado con mi sangre, si
quiere pagar con mi muerte la conquista de Gandía, inmolando á la
par al esposo de su hija. El vencedor de los infieles, el que ha mere-
cido el honor de emparentar con él, no puede retractarse de sus justas
y dignas palabras, sin faltar á lo que se debe todo buen musulmán.
— Pero él es nuestro amo, dijo el Gran Visir, y á nosotros nos toca
soportar sus iras , cualesquiera que ellas sean, y si vos queréis ha-
cer lo que os aconsejo, os prometo hacer retirar la orden sangrienta
que contra vos ha dado; pero ya podéis comprender que no puede
dignamente retirarla, sin que por vuestra parte hayáis hecho un acto
formal de sumisión á sus órdenes. En nombre de vuestra esposa, ca-
pitán; una sola palabra, y voy al momento...
En el propio instante se presentó un bostangien aquella habitación
y dijo:
— Vengo de parte del emperador á saber porque tardáis tanto tiem-
po en ejecutar sus órdenes. Su Alteza espera impaciente la noticia de
la muerte del capitán Pacha
—Ya lo veis, dijo Joussouf. Ese sultán que Vos tratabais de pre-
sentarme sintiendo haber dado una orden injusta, envidia hasta los
cortos momentos de vida que me quedan.
Sordo á la voz del reconocimiento y de la naturaleza, desea la
muerte del que le ha conquistado á Gandía, despreciando las lágri-
mas de su hija.
El que ha nacido mahometano y vasallo de Ibraim, debe esperar
la muerte con rostro sereno. Los que me sobrevivan son mas dignos
de lástima que yo, pues se hallarán obligados á vivir al capricho de
semejante dueño. Ellos serán testigos de los crímenes y desórdenes
que este vergonzoso reinado llevará consigo.
Hubo un corto momento de silencio después de estas palabras. Al
cabo de él, el Gran Visir se vio obligado á presentar al capitán Pacha
la orden de muerte que el sultán había firmado.
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DE fiUHOFA. S47
Joussouf la lomó, escribiendo debajo de ella que la bendecía y
también el momento en que su alma debia ir á unirse al Ser Su-
premo.
Añadió además, que rogaba al emperador que tuviese presente á
su esposa, y que diese autorización para separar de su caudal setenta
y cinco mil libras de la inmensa fortuna que debia pertenecer á su
esposa, las cuales destinaba á un hijo que hacia poco habia nacido
de una esclava que él habia preferido.
Después firmó esta especie de testamento, y entregándolo al Gran
Visir, le dio también un grueso diamante que llevaba, para que le
sirviese de memoria.
Se puso de rodillas, dijo una plegaria, y ordenando le pasasen al
cuello el cordón fatal, cayó á los pies de los asistentes, conmovidos
de sentimiento y piedad á la vista de tal valor y resignación.
El embajador de Yenecia, preso entonces en las Siete Torres, vio
desde sus ventanas el cadáver del que habia vencido á sus compa-
triotas, y que de tal modo habia sido recompensado.
La obra de Mr. Pauqueville contiene sobre la tumba de Joussouf,
que el mismo vio cuando se hallaba prisionero en las Siete Torres
durante la guerra de Egipto, la inscripción siguiente:
t En este sitio, y bajo la segunda torre de mármol, se ofrecía k
nuestra vista un motivo de alta consideración. Era la tumba del con-
quistador de la isla de Gandía, y los de sus hijos y de su mujer. Pre-
cipitado de repente de la altura de su grandeza, cayó este príncipe
en el calabozo de sangre, donde fué ahorcado. Sus hijos y su esposa
obtuvieron el permiso de poder mezclar sus restos con los de su ama-
do padre y esposo, á quien tanto amaban.
Estas tumbas se cuidan con especial esmero. Los turcos han afia-
dido una verja dorada, sobre la cual se apoyan altos jazmines y al-
gunos arbustos odoríferos.
Una e pada desenvainada y una sencilla inscripción recuerdan los
servicios del padre y las virtudes del esposo, unidas á las del hijo que
murió en temprana edad, ofreciendo las mayores esperanzas.
Nada se dice allí de la causa de su muerte; pero el buril ha gra-
bado en distintos caracteres sus servidos y sus conquistas.»
Ibraim, príncipe cobarde, receloso y cruel, no cejó un instante en-
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648 PRISIONES
tre hacer rodar por el suelo las cabezas de los que do se humillaban
yil y bajamente ante él. Déspota y tenaz, no oía jamás ninguna ob-
servación, y cualquiera desobediencia de retardo era castigada con la
muerte.
Dos circunstancias apresuraron su caída. Do dia vio á una sultana
de su hermano Amurat, llamada Fatma, de notable hermosura, y
quiso á todo trance poseerla.
La Validé, su madre, le hizo varias reflexiones sobre este punto,
demostrándole que la ley prohibía á los emperadores tomar por mu-
jeres á las de sos predecesores.
Estas coosideracirnes no bastaron á contener los lúbricos deseos de
Ibraim, que mandó encerrar á parte á Palma, con el objeto de lograr
su intento, hasta el punto de emplear la violoocia si necesario fuese.
A los gritos de Fatma llegó la Validé, y tratando de impedir el
desmán de Ibraim, este la rechazó bruscamente, amenazándola con
ser encerrada en el Serrallo viejo.
Fatma, que llevaba en la cintura un pufial, contuvo con él los de-
seos de íbraim, atemorizando á los sicarios que este llamó para que
la desarmasen, y lanzando una mirada de desprecio sobre Ibraim, le
dijo:
«¡La viuda de Amurat IV se ha acostumbrado á no conceder sus
favores mas que á un hombre de valor, y el sultán Ibraim es un co-
barde!»
La sultana Validé tuvo la fortuna de ver unirse á su partido á un
hombre poderoso; este era el gran tnufti.
Una de las proveedoras del Serrallo vio en los baños públicos á la
hija de este alio dignatario, y tan seductor fué el retrato que de ella
hizo al sultán, que e>te resolvió poseerla á cualquier precio.
Para empezar su plan, mandó llamar al anciano padre, y sin mas
forma de ley, empezó por pedirle su hija.
El mufti le contestó que su hija no habia nacido para esclava ni
concubina, y arrastrado Ibraim por la pasión, ofreció hacerla su
esposa.
La bija del mufti rehusó semejante honor, pero impaciente y te-
naz como todos los libertinos, hizo el emperador que, sorprendiéndo-
la al ir al bafio, la condujesen á su harem, donde después de re-
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LlfttüUi le lis «marra.
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Dfi EUUOfi. Sil
etotir por largo tiempo al emperador, hubo tobosamente de ce-
der.
Muerta de dolor, no cesaba de echar en cara so crimen á Ibraim,
quien, cansado de lágrimas y accesos de furor, dispuso que se la
devolviese á sa padre.
El mufti juró odio y venganza, y uniéndose para logrado á la sol*
tana Validé, solo esperaron ana ocasión para obrar.
El 6 de agosto de 1648, Baky Bey, hijo del Gran Tisir, filé pw-
metido esposo á la hija del emperador, y con esto motivo se dio ana
gran fiesta en el palacio; pero mientras Ibraim y sns secuaces goza-
ban de las dalzuras de la mas espantosa orgia, los oficiales de los
Spafeis y de los genizaros, aprovechándose de la ocasión, é instados
por el mufti y la Validé, se apoderaron de su persona y fué conduce
do al antiguo Serrallo en medio de las esclavas viejas.
No satisfecho el mufti con su prisión, ordenó su suplicio, y fié
ahorcado en la prisión del Serrallo, que, según muchos historiado-
res, existe aun en el día.
En ningún pais se aprisiona tan fácilmente como en Turquía, pero
tampoco le hay donde con igual facilidad se dé suelta á un preso, ó
se le declare mócenle.
En el primer caso, un rapto de cólera del emperador ó de un mag-
nate basta para hacer redar por el suelo cien cabezas, asi como tam-
bién la recomendación ó fianza solamente de palabra de un magnate,
4e un pariente ó de un amigo, bastan para atenuar la pena, á menos
que no sea un delito demasiado público y de consideración.
De esta facilidad resulta que hay muchos prisioneros, vulgarmen-
te llamados en olvido, que mueren en su prisión sin que nadie sepa
de eHes, ni aua el gobierno mismo que los mandó encerrar.
Mr. Blacbi ha citado varios detenidos de esta especie, encerradas
mas de ocho afios, sin haber sufrido siquiera un mal interrogatorio,
habiendo sido conducidos á Constantinopla de orden de un pacha de
la provincia, y encerrados bajo la calificación de mala gente.
En GoBsiantinopla hay cuatro grandes prisiones. La primera es el
«tssmI ó presidio, la segunda la cárcel del Seraskier, llamada asi
por estar situada al lado del palacio del nmmtre de la guerra, en-
cargado de la policía. Esta prisión corresponde al depósito de la casa
TOVO II. SI
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4S0 PI1SI0NIS
de la ciudad. La [prisión llamada de la puerta, y la Topana, que
lleva el nombre del coartel ó distrilo donde se halla colocada.
Las prisiones militares son anexas á cada uno de los cuarteles.
Las generales se parecen macho por su régimen y personal, y aun
por sus localidades, á la del Seraskier, que las reasume todas.
Vamos á dar una idea exacta de ellas.
Todas por lo general comprenden cinco patios irregulares, cuya
.porquería ó insalubridad son asquerosas.
A lo Jargo y ancho de estos patios hay dobles hileras de encier-
ros cavados en el suelo, los cuales apenas reciben luz, y solo tienen
un agujero en uno de sus ángulos, para dar salida á las aguas.
Los prisioneros no tienen cama, ni cosa que lo equivalga, ni aun
.siquiera paja, y deben dormir sobre el suelo.
Uno de estos calabozos era destinado para piscina en otro tiempo,
y no recibe mas luz que la que penetra por una claraboya ó abertu-
ra practicada en el techo.
Hoy se halla destinada solamente á los grandes culpables.
Estos se hallan atados á la pared por medio de una gruesa cadena
de hierro.
Su alimento se compone diariamente de pan negro y habas duras.
Tal es la categoría exclusiva de prisioneros que se hace en esta
cárcel; los demás están mezclados en los patios, y sin cuidado algu-
no por su alimento y policía.
Todos los condenados á la prisión, afiadeMr. Manqui, niños é an-
cianos, que se hallan en los patios, tienen que acostarse en el duro
suelo, mezclados los unos con los otros, y el repugnante aspecto que
aquellas cloacas tienen es imposible de describir.
Los presos por deudas están precisados á vivir en medio de esta
gente.
«Ya he contado, dice, mas de doce ancianos de venerable figura,
que se veían obligados á guarecerse en los rincones, prpduciendo un
aflictivo contraste en medio de aquella horda d¿ miserables.
Tal es, sin embargo, Ja influencia del sentimiento de justicia sobre
el espíritu humano» que en este mismo abismo, doode los hombrease
hallan abandonados como .bestias feroces, hay establecida una especie
de gerarquia entre ellos.
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os tenor*, en
Loí presos por desdas estaban todos colocados á mi lado, los ni-
ños en otro, y los asesinos en el tercer lugar, de común asenti-
miento.
Solo se bailan exentos de esla clasificación metódica los vendedores
por estafa en el peso ó la medida, los cuales siempre están expuestos
á la agresión general de sos compañeros de infortunio, como muestra
del profundo desprecio que inspira el delito de que se hicieron cul-
pables.
Tal es el aspecto de la principal prisión de Constaotinopla, que
para la Turquía pasa por ser la prisión modelo, pues los demás sitios
de reclusión en el resto del imperio están en mucha inferior categoría
de localidad y trato.
Las prisiones generalmente están situadas en las cuevas é en los
entresuelos, sobre el nivel del suelo.
Solo reciben el aire y la luz por pequeñas y estrechas troneras
practicadas, al rededor de las cuales se agrupan los prisioneros para
poder respirar.
Frecuentemente acontece que hay riñas de consideración, ocasio-
nando á veces muchas muertes para poder lograr esta ventaja, pues
no existe régimen alguno, ni regla, para que á su vez puedan todos
respirar el aire, que tan necesario les es para poder vivir.
La fuerza brota es la que en estos casos sale siempre vencedora.
Los presos están de continuo á merced de los carceleros que se con*
creían á guardarlos con extremada vigilancia, importándoles poco
que estén los unos riSendo con los otros.
La fortaleza de Widen, que contiene una prisión de esta especie,
no tiene patio alguno, y sin embargo, se ha pensado en el estado de
salubridad que puede proporcionar á los presos, y se les permite sa-
lir á paseaf durante el dia.
Para este caso se les carga de cadenas, y bajo buena escolta son
conducidos al paseo público, donde se hallan expuestos á las mira-
das de los transeúntes y á los insultos de los chiquillos.
La prisión de Sofía, en la Bulgaria, es una verdadera cueva igual
á las que en Francia se usan. Para llegar á su seno es preciso bajar
veinte escalones, y solo hay una abertura por donde apenas cabe la
mano. Esta es la sola luz y respiradero.
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«t£ PRISIONES
Por tal ratón ha sido preciso establecer on régimen para que los
prisioneros puedan vivir en ella. Cada uno á su vei y por tomo vaa
á lo alto de la escalera á respirar el aire qne penetra por la abertura
de la puerta. Esta es de hierro y en forma de claraboya.
El alimento guarda proporción con lo demás, y la prisión b* da
vestido de ninguna especie, de modo que los presos están literalmen-
te desnudos, si su familia ó sus amigos no les proporcionan con que
cubrir sus carnes.
Por la descripción del estado material de los prisioneros se puede
juzgar le que será su estado moral, comprendiendo, sin que nos me-
tamos á explicarlos, los padecimientos, las miserias y 1 09 tormentos de
toda clase en semejante estado.
Este es el colmo de la barbarie turca; excede á toda crílioa y á la
general reprobación.
Por esto, la generación prepeate del pais que citamos, del mismo
modo que destruyó á los genizaros para formar un ejército regular,
guiado por el progreso y la civilización, acabará por destruir también
esos aatros de tortura, de lulo y muerte, para en su lugar hacer
prisiones soportables á los desgraciados que giman en ellas.»
T. por Santiago Figueras de la Costa.
FIN DE LAS SIETE TORRES
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PWSIOlfÉS
DE EUROPA.
CLICHY.
PRISIONES POR DEUDAS.
■H>Wf*r*^-
Resumen de los registros de esta prisión.— Los desdores en Saota Magia.— Crevae*
ceor, maestro de armas.— La sociedad del embodo.— James Swao.— Veinle y dos
aRos de cautiverio — Ir. Ocorard.— BI príncipe de Kaanitz.— El patriarca de Je-
rnsafen.— Evasión de diei presos.— El guardia nacional. — La gruesa flamenca. *—
El Seftor fuera y el SeSor dentro.— Efectos de) cólera en la prisión por deodas.—
Desgracia del doctor Bernier.— El 18 de joHo.— Eattewig.el lermoao sote*.— Co-
rabit, el gato de Magaüon.— Mistificados de Ullra-tomba.— Bobtrti y la aotrix.—
El noble DálmaU y el sastre.— El escribano y el deudor.— Ensgenacioo menta).—
El doqnede Riscbtadt.— El emperador de la China.— Tretas de qoe se valen los
deadores.— La llave echa ascoa.— El barril vacío.— Los hombres rojos.— Tretas de
qoe se valen los alguaciles del comercio.— Una carrera en cabriolé.— El viaje en
cam» de hierro.— La eHa de amor.
Loa registros de Clichy se llevan con perfecta legalidad.
El registro mas antiguo qie eiiato en aquella pristo es el de nn
individuo llagado Pedro Noel, vendedor de vinos, prao por la can-
tidad de quíntenlas cinonenta libras y diea eneldos, el día 16 floren!
del aflo VL
El mas antiguo de las mojetes nade fecha SI de maj» de 4té)7«
de una tal Gaerrier, vendedora & voi pública.
Preciso será decir, que si la ley con todo su rigor también se ha**
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«54 PRISiOHES
ce extensiva á las mujeres, el niñero de las detenidas por este con-
cepto nunca ha excedido de trece, y algunas veces ha bajado has-
ta tres.
Si recorriésemos los registros hasta nuestros dias, hallaríamos in-
finidad de nombres1 de personas de todas clases y oficios, y de algu-
nos indudablemente nos entristecerían.
En 1818 había encerrados por deudas ciento cincuenta y un pre-
sos, de los cuales noventa y nueve eran nobles, y personas distingui-
das las mas de ellas.
Tal vez se hallarían presos per el afán de conservar antiguos usos
y costumbres entre los de su clase.
Uno en pos de otro veríamos el nombre de un ministro, de dos pa-
res de Francia, en tiempo de la restauración, de tres generales de di-
visión, multitud de artistas, hombres de letras y gran cosecha de lo
mas ilustrado del tiempo del imperio.
Eptre lodos eslos nombres aparece uno respetable y venerado; el
de un miembro de la academia de ciencias, profesor en el colegio de
Francia y examinador de la Escuela Politécnica.
¿Por cuál motivo aquel personaje se hallaría encerrado en Glichy?
El sabio en cuestión se había hecho comerciante. Esta fué la
causa.
Durante su encierro se le declaró en clase de retirado; pero sus
discípulos, lejos de sancionar la medida adoptada con su profesor, se
apresuraban á ir á recibir sus lecciones al sitio mismo de su reclu-
sión, pagándole generosamente, y viéndose él muy feliz con poder ga-
nar con que vivir cómodamente.
Los prisioneros por deudas ocupaban entonces en Santa Pelagia la
parle de edificio que ha conservado hasta nuestros dias el nombre de
La Deuda.
Esta se hallaba situada en el centro, y su local no era tan vasto
cual hubiera sido menester, pues forzosamen!e se habían tenido que
colocar cuatro ó cinco deudores en cada cuarto ó encierro.
Cada departamento tenia una especie de hornillo para hacer la co-
mida, lo cual tenia ios inconvenientes de mantener en mal estado de
salubridad los departamentos, y en extremo sucios todos sus alrede-
dores.
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M imori. ew
Solo se tai permitía pasear desde las doce hasta tos cuatro de la
tarde en un patío estrecho y empedrado.
Por la mafiana, los presos políticos del corredor rojo disfrutaban
los primeros de este beneficio.
Eo este estado se trató de hacerles mas llevadero el cautiverio,
dulcificando cnanto fué posible el reglamento y condiciones del local.
Para legrarlo se estableció on restaurant, nn gabinete de lectora,
un café y una biblioteca, constantemente abierta i disposición de los
presos.
Sobre uno de los cuartel ó cuartelillos se leía la siguiente inscrip-
ción, altamente característica.
t Creeeeceur, primer maestro de armas de la grande armada. Aquí
se aprende en solas quinte lecciones á matar en m momento á su
acreedor. »
Toda clase de visita era admitida en los departamentos de los dele*
nidos, y por cierto no era lo qne faltaba en aquel local.
Un dia el hijo de un par de Frauda, preso por deudas en tiempo
de la restauración, escribió i Mr. Franchel, prefecto de policía, la ri-
guíente epistolar
«Ruego al sefior prefecto de policía se sirva enviar una orden ó
permiso para poder visitarme, á la llamada N...»
La condición de aquella mujer iba apresada eo la citadeeerta, y
antes de transcurridas las veinte y cuatro horas, recibió el permiso
para ella solicitado. Pero no lardaron los mismos prisioneros en que-
jarse de las visitas de aquella clase, hasta el puto de que al recono-
cerlas, se las negaba la entrada.
Por último, en aquella prisión llegó k establecerse la llamada 5o-
dedad del embudo.
Varios letrados y escritores fueron los fundadores. La expresada
sociedad tenia su correspondiente reglamento. Las visitas partid*
paban muchas veces de las comidas mensuales, y las estancias de los
presos retronaban con las alegres canciones qae cada uno de los con*
vidados debía cantar á su vez.
Cada socio llevaba si correspondiente decoración en el ojal, y con-
sistía en un pequefio embudo pendiente de una cinta de color de vina.
£1 28 de julio de 1808, fué encerrado por la cantidad de 6!8,«4*
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•M «HURONES
francos id temosa James £wan, negociante americano. T no podiendo
en su calidad de estranjero disfrutar del plazo de cinco aloe, que se
coDoedia i loa nacionales, dio con en humanidad en aquella prisión,
donde estovo durante veinte y dos afios.'
Al cabo de este tiempo, cea lado dia por día, salió, el 28 de julio de
1830, osando las puertas de la prisión se abrieron por la raaon que
mas tarde diremos.
Janea Swan poseía tres ó cuatro millones de fortuna y podía s»
privaciones pagar la deuda que motivó su encierro; pero decía que
no debía mas que seis ó siete mil francos, y se negó por lo tanto á
pagar poruña sentencia, que bajo todos conceptos creía «juila, pre*
finiendo serse enserando durante toda «a vida si necesario fuese.
Consecuente en su -idea, h\m saber ásu mujer y 4 sus hijos, que sí
pagaban la deuda, los desheredaba, y tomó cuantas medidas le pa*
rtcierea convenientes para vivir en la prisión.
Desde luego, empezó por alquilar una magnifica habitación en la
aatta de la Ua*e, en frente (|e ta prisión, donde habia cuantas depen-
dencias eran necesarias , tal como cocina, cuadras i cocheras y
demás.
Allí biza habitar áous amigos y queridas, poniendo á su disposi-
ción dos carruajes pana que an ellos se presentasen en los paseos,
dando grandes convites, en las cuales su puesto se reservaba cons-
tantemente.
El por su parle» cabierte de harapos, dejó crecer su barba y pa+
recia desafias á Ja oamatancia y tenacidad de su acreedor y de sai
jueces.
Constarte sé se propósito, salió el dia 28 de julio para votar á
constituirse prisionero al cabo de tres dias, coando por afecto de an
aceideqte apoplético, murió de repente en una humilde casa de la
calle L'Echiquier, donde momentáneamente se habia refugiado.
Aliado de James Swan colocaremos por memoria á Mr. Oovrard,
encerrado también en La Comer jeria, y que durante algún tiempo
habitó en esta prisión.
En /ella pagó la deuda de un sastre, su vecino, por no verse dotan-
tamas tiempo molestado por tos soaidos de su Anota, y poder <
dharaljniamo tiempo su habitación.
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Bota* los célebres personajes eslraojeres qoe han oslado en isla
prisión, citaremos al príncipe de Kaonitz, cufiado de M. de Metter-
nich, cayo registro consta dándole entrada el 27 de setiembre de
1830, por la cantidad de 400,000 francos, á instancia de m vende-
dor de juguetes.
Este principe, á quien se veia frecuentemente en los principales
círculos y teatros de París, estuvo dorante seis afios encerrado, hasta
que en SO de noviembre de 18*0 salió por falta de consignación de
alimentos.
Citase además otro personaje, al cual no debería nanea haberse
hecho extensiva la prisión por deudas, y á qnien su acreedor no de-
bió hacer encarcelar. Tal faó H. Angosto Dante , conde de Foseólo,
patriarca de Jerusalen.
Preso k instancias de on cora de París, por la cantidad de 100,000
francos salió de la prisión por falta de pago de aumentos. Al verse
libre , podiendo osar de sos recursos, pagó integra la cantidad que
debía, perdiendo el cora los gastos.
De los cuatro presos que acabamos de citar, des de ellos lo foeron
voluntariamente, por decirlo asi, y por no querer osar de los medios
qoe poseía;;, ó de so astucia, para evadirse de la prisión ; pero otros
k quienes la estancia en aqael sitióles era insoportable, hallaron me*
dio para poderse evadir.
En 1808, diez presos por medio de una cuerda que se pudieron
procurar, y ayodados los anos de los otros, pudieron sallar al jardin
donde hallaron la libertad.
La cnerda qoe osaron era nueva, y como no tuvieron la precao-
áon de hacerla nodos, al llegar al suelo tenían las manos horrible-
mente desolladas.
Sin embargo, no dejaron oir ana exclamación ni on grito de do-
ta, por miedo de qoe la alarma impidiese so evasión.
Quince dias después se supieron todos estos detalles por ano de los
evadidos, qoe foé habido de noevo.
Nanea pudo hablar sin estremecerse de ios horribles dolores qoe
había sofrido, añadiendo qoe k semejante precio no querría obtener
otra ves so libertad.
En 1831 tuvo lugar' otra evasión. Mr. Sharerer, vestido de
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«51 PifSIOMBS
guardia nacional, fié á visitar á so hermano, qne se bailaba preso.
AJgiftas boma después, el guardia nacional se presentó en la pner-
ta eligiendo su permiso para salir, el ooal le fué entregado; y mar-
ché al momento.
Era el detenido quien acababa de salir. Habiendo cambiado de
toqje coa sn hermano, ocupó este su lugar.
Hasta el momento en qne los presos se retiraban á descansar, na-
die se apercibió del fraude. Mr. Sbarorer reclamaba su libertad, es-
tableciendo como principio la identidad de su persona, y contando lo
qne acababa de hacer.
El director del establecimiento no quiso acceder sin consultar, y
conservó pveso al hermano del togitívo hasta el signiento día, qne se
presentó aquél para dar suelta á su hermano.
Pidas horas de libertad le bastaron para poner al corriente sns ne-
geeioo, lo ooal prueba qne no ob el encierro el modo mas fácil do lo-
grar que an deudor pagae á sus acreedores.
Por causa de la citada evasión se ha puesto en los estatutos de Cli-
chy na articulo qee prohibe las visitas eon cierta dose de trajes, co*
üo guardias nacional** y otro* disfrace*.
Al caer la noche del 28 de febrero de 1834, fué preso el doctor
Bofeeis por la cantidad de 12,000 franco*.
El doctor, como todos los nuevos inquilinos de aquella casa, se pré-
senlo con aspecto somaoente triste y compungido, ocultando la cara
eoa su petado.
El director del establecimiento se hallaba ausente, y loa emplea-
dos, por su parte, respetaron el dolor que afligía al preso.
Apenas se halló este instalado en sn cuarto, se encerré, rehusan-
do ver á ninguno de sus compañeros de infortunio.
Al dia siguiente una gruesa flamenca se presentó solicitando per-
miso para ver k su amo, y la dejaron entrar.
Poco tiempo trascurrido, reclamó el permiso do salida, y después
de buscarle por todas partes, no le pudieron hallar, y por lo tanto
hubieron de dejarla salir sin él.
Por la noche el doctor faltó & la lista. Babia salido él el primero
con el traje de su criada, que llevaba esta por duplicado, y eon él se
fué también el permiso.
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Di UKOfA «81
Mr. Lep«*ixt; director de la cárcel, ie apresuré á dir parle del
hecho al prefacio de pulida, el caá! le contestó que gaya era la res*
ponsabilidad, y desde allí se faó á participar al aprisienador la tríate
nueva.
—Mocho me alegro, le contestó este. Era un mal deudor qae yo
teaia: ahora tengo uno mache mejor y coa bacila garantía.
Desesperado Mr. Lepreux, corre de na lado á otro, trasca por todas
parles, se informa, y consigne al fia saber que no hombre, qw se
cree ser el doctor, se ha retirado á Ghatou con so mujer, bajo nombre
sapees to.
Llega por fia á la casa qae le han indicado, sube, llama, y en-
cuentra á no sefior que se disponía á salir á paseo.
—¿En qué puedo servir ¿ V., caballero? le dijo este.
—Doctor Dubois, le contestó el alcaide, tengo el honor de sata-
dar áV.
—Caballero, repuso, V. se equivoca, yo no me llamo Dubois. To
say el Sr. Fuera.
—Con efecto, haoe ya eche dias qnese halla V. fuera; pero yo ven-
go á ponerle á V. dentro. Yo soy el director de la prisión por deudas,
—Caballero, peí consideración i esta eefiora, sírvase V. oeaoeder-
me diez minutos.
—Con mimo gusto. Haré por V. cuanto V. quiera, menos pagar
los 11,400 francos.
El doctor, después de haber presentado ásu señora el caballero di-
rector de la cárcel como uno de sus mejores amigos, procuré sus-
traerse, aunque en vano, & la vigilancia de Mr. Lepreux.
Esto le seguía de cuarto en cuarto y de habitación en habitación,
como si fuese su sombra, haciendo aquellas dos personas constante-
mente la escena de la comedia titulada El amigo intimo.
Al cabo de media hora el doctor se vié obligado & seguir á Mr. Le.
preex, en m cabriolé á la prisión, de la cual oo salié hasta después
de tres afios.
El mismo afio aconteció otra evasión, que fué fatal al que de ella era
responsable.
El doctor Beroier, que tenia su casa en la calle de Tory, fué el hé-
roe de la fiesta. , .,„
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1*0 MUSIONBS .
El dia 10 de abril de 1831 estallaron en la priiion per deudas
varios casos de cólera. Cinco ó seis detenidos fneron trasportados al
hospital de la Caridad, y allí acabaron sos días.
El mas espantoso pánico se apoderó de los presos, y uno de entre
ellos, el mas rico, y algunos oíros de buenas familias, obtuvieron que
se les trasladase á varias casas de convalecencia. Todos los demás
presos reclamaron igual beneficio, y esto ocasionó grandes dificulta-
des que vencer, poes la trasferencia de cada preso costaba anos cua-
trocientos francos.
En situación tan triste todo el mondo desplegó un celo que debe*
mos consignar aquí.
Mme. Debelleyne se encargaba de dia y de noche de la custodia de
los detenidos, permitiendo que se la tomase residencia por diez ó do-
ce á la vez.
Los ugieres, los escribanos, empleados, guardas de comercio y de-
más, recurrieron á la consideración de los acreedores. „
El rey envió una cantidad de consideración, y por estos medios
se logró hacer una obra de caridad, quedando la prisión por deudas
casi vacia.
Una cosa memorable en los fastos de aquella prisión sucedió en-
tonces. Un guarda del comercio, aprovechándose de aquel interregno,
logró penetrar en la prisión para visitarla, á pesar de la prohibición
que tienen de entrar en ella, á causa de serles tan sagrada como lo es
para los eunucos el serrallo del gran sefior.
La mayor parte de los presos, una vez fuera todos ellos de la
prisión, no quisieron aprovecharse de la libertad que se les
concedía de poder salir por París; pero entre ellos, doce se es-
caparon, sin que pudiese por ningún medio averiguarse su para-
dero.
Entre estos doce se hallaba un tal Leroy, ex-notario, preso por
una deuda de tres ó cuatrocientos mil francos, el cual fuá á dar con
su cuerpo en Bélgica.
Leroy se hallaba en depósito en casa del doctor Bernier. El acree-
dor reclamó de este la responsabilidad, y le hizo pagar con su es-
tablecimiento, que le fué forzoso vender, quedando completamente
anuinado.
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01 EWOTÁ MI
No tardó por consignante Mr. Bernier en verse reducido á prisión
por deudas.
La revolución de julio abrió las puertas de esta prisión, que el dia
17 contenía doscientos cincuenta y seis presos.
El dia 18 los combatientes atacaron á la faena, qae se hallaba
en la guardia exterior, y los presos en el interior se revolucionaron,
rompieron las puertas, y se vieron por fin en libertad.
Ciento sesenta y ocho detenidos obtuvieron aquel dia tal fortuna,
y los restantes salieron el dia siguiente.
Veinte y dos, poco curiosos de saber lo que pasaba en París, y
faltos de medios, prefirieron quedarse en la prisión.
El dia 31 se presentaron 49 voluntariamente. Quince fueron nue-
vamente detenidos por decreto del nuevo prefecto de policía, y ciento
y uno se vieron capturados en distintas fechas por los guardias ó
agentes de policía del tribunal de comercio. De modo que solo no-
venta y seis quedaron en libertad.
Fáltanos consignar en estas páginas otra anécdota, y la tomamos
de Mr. Barthelemy Haurice.
«Deludas las leyendas de acreedores, dice, la mas interesante
es la de Kallewig, y vamos á contarla tal cual se refiere en el mismo
Clichy.»
Kallewigera un noble sueco, hijo de un chambelán de Bernadotte.
Su padre, al enviarle á París, le asoció á un hombre poderoso y
ventajosamente conocido en el cuerpo diplomático.
Desgraciadamente logró agradar á la mujer de su asociado, qte
era joven y hermosa.
«Vengaaia de marido, dice un proverbio italiano, el mismo dia-
blo no es capas de inventarla, pues nunca fué casado.»
Ahora bien: el marido le preseotó al joven un balance de cuen-
tas, en virtud del cual resultaba en deberle 150,000 francos, y el
dia 40 de octubre de 1819 le hizo encerrar en la prisión por deudas.
Muchas lágrimas le costó al joven sueco, pero el dia 28, á que an-
tes hemos aludido, le dio la libertad.
Durante dos afios estuvo constantemente en el estranjero sin se-
pararse mucho de la frontera de aquella Francia, do quedaba la me-
jor parte de su corazón, sus primeras ilusiones, sus primeros amores.
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MI PMSiONgS
üb dia, por #a, llegó carta de la mujer aderada.
Era aquella carta una infame traición, á la cual se había Tiste
obligada aquella desgraciada.
¿Era esto cierto? Lo ignoramos.
En la cilada epístola le decia que ardía en deseos de ferie; qte
todo se babia olvidado ya, y que podía volver.
En efecto, el joven sueco volvió.
El noble conde, so enemigo, le convidó á comer al palacio Real, &
fin de poder mas á man -salva ponerle en poder de los agestes del
triboo»l de comercio.
El 3 de noviembre de 1832 entró de nuevo en (a prisión.
Trece meses después salió en n ataad.
Kallewig no tuvo mas que un pensamiento de libertad y de
amor.
Despees de largos esfuerzos, logró in dia obteier «na cuerda.
Habia limado uno de los hierros de su ventana, situada en un coarto
piso, y desde allí, se debía arrojar á la calle. Todo se descubrió, y
sin decirle nada, fué trasladado de encierro.
El, por so parte, tampoco se dio por entendido; pero al pasar teta,
inquieto el vigilante por su ausencia, se trasladó ¿ la prisión, donde
fueron inútiles cuantos esfuerzos hizo para despertarle.
Sus manos contraidas estrechaban un retrato, fia sus ojos britfc-
bao aun dos lágrimas; á sus pies babia un brasero casi apagado.
Kallewig, el hermoso sueco, no había podido dejar de amar, pero
había dejado de existir.
A esta triste historia, tan sencillamente referida, Mr. Barthelemy
añade la siguiente:
«Esta anécdota ha sido objeto de una carta, pretendida rectifica-
ción, en los periódicos Le droit, y Le commerce, y sin embargo, «rao-
tros la coméntateos con toda la religiosidad posible. »
Podríamos haber añadido que el noble encarcelada hizo se le
entregase en la depositaría de la cárcel alguna cantidad, que no
llegó á emplear; que rehusó reconocer un adelanto de treinta francos
hecho por el depositario á Kallewig, y que por fin de cuento, se irritó
contra el director del establecimiento, amenazándole con quejarse á
la autoridad superior, porque se habia permitido proceder á la in-
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DB BOftOPi. MI
humacton del cadáver lia darle aviso, privándole del derecha de po-
derse persuadir de si estaba bien muerto ó mal muerto.
{Qué acreedor tan original!
Ea la noche del 3 al 4 de enero de 1836, fueron trasportados los
detenidos en Santo Pelagia á Glichy, y el traslado se hizo en los car-
ruajes, llamados cestos de msalada.
Un suceso del cual se ha conservado la tradición, mareó este viage.
En Sania Pelagia había un gato, que Magallon había eosefiado y
criado dorante su cautiverio, quedando adoptado por todos los pre-
sos cerno hijo de la casa, pues loa comprendía á todos y se amoldaba
k sos menores insinuaciones.
El referido gata tenia por temporadas sus favoritos entre los pre-
sos, tomándoles gran cariño. Vivía en los encierres, y lograba mu-
chas veces distraerlos con las habilidades que le habían ense fiado.
Era el pensionista, el huésped, el amigo de todos los deadores.
Guando llegaron lee prisioneros á la orilla del rio, se apercibieron
de que se les habia olvidado su compa&ero.
Allf fueron los gritos, los clamorea y las súplicas; hasta tal punto
que, cediendo á saa instancias, volvieron ¿ Sarta Pelagia, hicieron
sabir & Conkit en un carraco , y sin otra novedad llegaron á
Gliehy.
Los deudores hallaron un paraíso por prisión, comparativameate
entre esta y laqaa acababan de dejar.
Talésbíaser, y tal fué en efecto.
Un solo huésped quedó descontento, y este fué Carabit.
Na hallaba el pobre gato ea aquel vasto jardín y en aquellos en-
cierre*, sus viejas paredes, sus negros y estrechos corredores, ni sus
muebles carcomidos.
Sabida casa es que loa gatea toman mas oarifio i la localidad que
habitan, que á las personas que les dan el alimento.
Caiabit no pudo renunciar á Santa Pelagia, y por lo tanto, tres
dina después, mas felix que sus compafieroa de prisión, á pesar de los
cerrojos y rejas que le guardaban, se escapó de Glichy, cuyo trato y
paredes le parecieron sin duda insoportables* Atravesó toda Parto y
ce votwtáShnta Pelagia.
Los carceleros, una maflana, le hallaros tranquilamente instalado
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m PRISIONES
en el cuarto llamado de Josefina, la última habitación que había #1*
gido, y donde murió de pnro viejo poco tiempo después.
El personal de Glichy se compone de un director, dos escribientes
vigilantes, no brigadier ó portero mayor, seis carceleros, cuatro mo-
zos de servicio, ocho pobres, auxiliares del depósito de Saint Denü,
una mujer encargada del registro personal, una costurera, un párro-
co, un médico y sus ayudantes.
La fuerza que guardaba el edificio se componía de treinta hombres,
mandados por un oficial.
A pesar del poco tiempo que cuenta esta prisión, han ocurrido en
ella anécdotas bastan te interesantes, de las cuales referiremos algunas.
El conde de Monte-Albano hacia trece meses que se hallaba preso
por deudas, cuando le sorprendió la muerte en la prisión el 7 de.
mayo de 1835.
Este sugeto pasaba por personaje misterioso y místico á la vez.
Las personas á quienes concedía toda su confianza, oyeron de él
que era hijo natural de Garlos IV, rey de España.
Dos dias antes de su fallecimiento, y cuando se hallaba en la ago-
nía, no cesó de repetir á las personas que le rodeaban:
—Amigos mios, cuando haya muerto, regístrese mi cuerpo con
detención, y se hallará en él una cosa que revolucionará al mundo
entero.
Había pronunciado aquellas palabras con tal acento de convicción
y de verdad, que el director creyó de su deber dar parte á la autori-
dad superior, la cual ordenó se hiciese la autopsia.
Este acto se verificó en presencia de varios presos, excitados por
la curiosidad, pero nada notable resultó, con gran defección de los
asistentes.
El cuerpo del conde de Monte -A I baño era en. todos conceptos igual
al de los demás hombres, y en vano se ha buscado en Glichy hasta el
día la causa ó causas de esta mistificación de Ultratumba.
El 27 de noviembre de 1837 fué encerrado en la misma prisión un
noble estranjero, cuya majestuosa melancolía llamó la atención de
todo el mundo.
Este hombre era el conde Francesco Roberti, hijo de un general
italiano, muerto al servicio de la Francia.
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oí tmotk. «*s
Roberli, reden llegado á París y perdidamente enamorado de nna
actriz francesa, qne mas tarde llegó & ser su esposa, era una persona
en todos conceptos recomendable; pero el litólo de esposa qne había
dado á sn querida, nnido al de condesa, no satisfizo & la ambi-
ción de aquella.
AI contrario de sus compañeras de clase, generalmente reconocidas
á semejante beneficio, continuó tratando á su marido como si fuese un
amante, al cual debía de plomar á fuerza de estravaganles caprichos
y locas coqueterías.
Roberli contrajo deudas de consideración, y por consiguiente fué á
parar & Clichy; pero en medio de su desgracia, le quedaba el consue-
lo de haber probado á la mujer que amaba, qne por ella se había sa-
crificado hasta el punto de perder la fortuna y con ella la libertad.
La melancolía que se pintaba en su noble semblante tenia por cau-
sa lo ya referido, y el dolor de no poder continuar viviendo, aun ha-
ciendo sacrificios, al lado de la mujer adorada.
Triste y pensativo, á cada momento esperaba la visita de aquella
por cuya causa sufría, pero asi como no fué el primer dia, tampoco
Ariel segundo.
¡No fué jamás!
Entonces aquella alma ardiente que no sabia mas que amar ó abor-
recer, no podiendo dar alimento á su corazón amante , sufrió todos
los tormentos de los celos mas acendrados.
Roberli creyó que su mujer tenia un amante. Buscando en su men-
te motivos y personas, á fuerza de cavilar llegó por fin á pronunciar
un nombre. El nombre de un ri?al preferido.
Cree que aquellos dos seres, burlándose de su desgracia y de si
miseria, gozan en libertad de la facilitad que su ausencia les dá para
entregarse á su culpable pasión.
Cree mas aun. Una idea infernal atraviesa por su mente, y es que
su misma esposa ha instigado al amante á que compre los valores,
con cuya ayuda se le ha encarcelado.
Desde aquel momento Roberti se entrega á la mas extrañada de-
sesperación, hasta el punto de infundir serios temores á sus compa-
fieros de infortunio.
Unas veces sombrío y pensativo, pasaba días enteros encerrada en
tu. 84
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IfG FUSIONES
4 u cuarto, evitando el contacto de las gentes y sin contestar á las
gf$guq|as qpp se le dirigían.
Oirás, por el contrario, corriendo del uno al otro, les Cfígia del bra-
io, y llevándolos 4 un fritio retirado, les contaba cqp I4 natural vive-
za italiana, espantosa á veces, su desgracia, con los ma? mioifciosos
pprroenor^, y pronunciando el nombre dpi que crefy *u rival, deta-
Ityufy sos ofrecimientos, pintando la tortnra que su agitado espirita
j$dpc¡jft, y saboreando con extremado gozo ta efper^ttft (je sq terrible
venganza, que sola le hacia soportable la vida.
Al fio, Ijpfó ^ retraerse flel cqntac^o con $\i$ c^m^daa, qo saljen-
jty dq sq cp^lo ma? qup pfira ir á cad* instante ^ la cantina, en t)us-
I£n ól yef tifi ensoto epcerrafa $u corazón. En fus tumultuosos no-
yjtpieploq pasaba 4 ty rabia y á 1^ desperación, y flareciéqdole es-
casa }^ dógi* del yepeoft que «ac^rr^a» Wi 4 punto d* macarla á
su esposa, la hacia pedazos, y vqlvia á e^qbjr.
ty\ situación no podía pcajtyrw ^ |fls jai?*} dq l& c^, y Rofeerti
m objeto de ajia, vigUap^i^ espfifW.
El dia 3 de agosto se apercibieron de que con la ayuda de un cu-
chillo, habia logrado romper ana parle del (echo de su «ncierno, y que
¡yfiijL pasado la nophe procurando qnemajr ana biga.
Conjpl^meAl^ fóstyd?, la wfy qufl s» Je. t^Jtua puesto atestiguaba
el hecho.
Colocado ftfl engorro en qn coarto piso, creyA #cü, rompiap# la
fgftwntórq Rodjfr^ e*papiar poj los Ugadqs.
Cortos momentos de libprta4 fo babri&n sido suficie^es para sor-
prender ^ los ojióles y cpspnM $ puOaladas.
$s|ft sola qtft U\ causa» por I4 cual quería, á todo tnwpe , obtener la
libertad.
Cptppad^pídft (Ja au espado el director de la prisión, rehusó al de-
^eoUo qa$ tepia de podóle castigar, contentando^ con trasigarle al
segando piso.
En el <$ao en que allí intentase de muevo evadirse, lanío los del
pisp superior comfl lps del inferior, trataban de impedirlo, persuadi-
dos de que su evasión le causaría la muerte.
Sombrío fué el aspecto que Boberti puso al ver las preoau-
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1 neoido ina mijcr lloraba sobre iqiclla lomba.
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DE KÜIOPA SS?
eiofles pttrámehte humanitaria* que contra 41 se tomaron.
El día 5 de agosto, y en el momento en que se distribuía el áfi-
mento á los presos, logró, siü que nadie lo viese, acoderarse de un
largo y ancho enchilo de cocina, y ocultándolo bajo sas vestidos, se
fné inmediatamente al entierro, donde á solas se hirió, sin proferir
un grito ni nna sola palabra, muriendo pocas horas despnes á pesar
de los coidados que se le prodigaron.
Profundo fné el sentimiento que esta muerte cansó á todos sos com-
pañeros de infortunio, los cuales obtuvieron del director el permiso de
hacerte las exequias, según en su país se acostumbraba.
Su cuerpo fué lavado y perfumado, colocándole después sobre oír*
especie de túmulo circuido de hachas, que no cesaron de ardor, y
carenaron su frente de flores, como emblema el mas adoptado de te
alegría y consuelo de una existencia mejor.
Pásate la noche velando al cuerpo presente en tnedio de las plega-
rias, sus compatriotas le trasladaron á la capilla.
Pantaleon canió la misa de Cberobini, y Grazhmi le acompefié.
Tristes y pensativos todos sos compafleros, asistieron á la ceremo-
nia, vertiendo lágrimas por aquel extranjero su hermano en el infor-
tunio, muerto lejos de su pais y de su familia, victima de m amor
tan precioso como desconocido, y de una ley mal aplicada, por no de-
cir injtsla.
Boberti era joven, y un hermoso porvenir le estaba reservado.
Todo lo devora en pocos meses la prisión por deudas.
Has triste ann fué la iltima ceremonia. Sus compasare* dieron
convoy al cadáver hasta la verja de la prisión, donde tuvieron el do-
lor de separarse de él sin poderle aoompafiar ai cementerio.
Aquella verja se abrió para dar salida al muerto, q*e poco tiempo
antes, lleno de vida y salud habia recibido; y al cerrarse pareció que
una siniestra predicción les anunciaba que solo en aquel estado lo-
grarían ya salir.
La caridad de los presos bastó para comprarle un sitio modesto en
la última morada.
Frecuentemente se ve á nna mujer anegada en llanto qae ruega
por él, y cubre de frescas y lozanas flores acuella tumba lodos los
\ del alio.
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6éS flJSIONIfl
A esta leyenda, que nos entristece, sigue otra en extremo alegre y
original.
El conde de Bojowich, noble dálmata, fué encerrado en la prisión
por deadasá instancias de su sastre, que vivía en la calle de Helder,
el 3 de mayo de 1838, por la cantidad de 60,000 francos.
En esta prisión estuvo el conde cinco afios meóos quince dias, pues
logró salir el 17 de febrero de 1843.
El noble dálmata pasó el tiempo de su encierro sin salir de su cuar-
to ni parecer por el jardín, sin hablar con sus compafieros ni leer li-
bro alguno, ni periódicos, ni cosa alguna, mas que la Toilette mas
minuciosa.
Por las mafianas se vestía cual si debiese asistir á un baile, y des-
pués se colocaba en su ventana, donde pasaba silencioso todo el resto
del día.
Si por casualidad alguno de sus compafieros le dirigía la palabra,
contestaba cortesmenle, pero de tal modo, que dejaba entrever sus
pocas ganas de entrar en conversación.
Se pudo notar que durante los cinco afios, el conde de Bujowích
no había tomado ni un solo baño, que había recibido dos visitas y
escrito dos cartas, ambas para su acreedor.
Al cabo de dos Jaños llegó á faltarle la ropa blanca, pero en
cambio todo» los dias se hacia charolar las botas por un preso, al
cual pagaba puntualmente, cual si debiese salir aquel mismo
día.
Poco mas ó menos fué en esta época, cuando un dia fué llamado á
la secretaria por su acreedor, pues estos nunca pueden entrar en la
prisión, y allí tuvo logar el siguiente diálogo:
— Sefior conde, me habéis hecho el honor de llamarme, y deseo
saber en que os puedo servir.
— Sefior mió, le contestó este: he agotado mis recursos personales,
y un hombre de mi clase no puede vivir con ochenta y cinco cénti-
mos por dia.
Ta que V. cree que le puedo pagar 60,000 francos, debe tam-
bién suponer que del mismo modo le pagaré mayor cantidad cuando
venda mis dominios en Dalmacia.
—Es muy justo, sefior conde, ¿cuánto quiere V.?
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n tutor* ss*
—Quisiera cincuenta francos mensuales, además de la consigna-
eioB part alimentos.
«-Los recibirá V. T me creo muy felii en poder serle útil. ¿Desea
V. algo mas?
—Absolutamente nada, y doy 4 V. un millón de gracias.
—No hablemos de eso, señor conde. To soy siempre su humilde
servidor.
T el acreedor y eí deador se separaron, después de saludarse con
la mayor política.
El deudor continuó su vida uniforme y contemplativa, y el acree-
dor cumplió fielmente lo que había ofrecido, dando mensualmente
cincuenta francos además del gasto de consignación.
El 17 de febrero de 4843 se presentó de nuevo el acreedor en la
oficina de la prisión, llevando consigo dos moros cargados con un
enorme baúl.
Era la contestación á la segunda carta del conde.
Llamado este al recibimiento ó portería, le dijo el acreedor:
—Señor conde, he recibido la honrosa carta de V., y aoepto sus
proposiciones.
Os concedo la libertad, y al propio tiempo os entrego un baúl lleno*
de ropas, dignas de vuestro rango y calidad.
A dichos efectos he aOadido relojes, joyas, cadenas, anteojos, sor*
tijas, y cnanto he hallado de mas gusto y elegancia.
En esta bolsa hallareis quinientos francos en oro, para pasar quin
oe días en París, según deseáis, para cortar la monotonía de la vida
que aquí lleváis, ó mejor dicho, para pasar vuestro carnaval.
Os debo advertir que los quinientos francos son solamente para
atender á vuestros pequeños gastos, pues me he tomado la libertad
de pagar anticipadamente la habitación y el criado que tendréis en el
Hotel de los Principes.
Mi notario vendrá al momento, y seesteoderá el documento, por lo
cual me debéis asegurar el reembolso de todos mis adelantos, que hoy
montan á ocho mil francos, á los coales deberemos añadir tres mil
mas, que entregaré á mi dependiente, que es el mismo que dentro de
quince días saldrá con vos en posta, pagando el gasto en todas par-
les, y llevando la comisión especial de traerme mi dinero.
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t?t raisioras
Con efecto: el notario llegó* se eetendtó el acta, y el ermtátío se
cumplió fielmente; es decir, el noble dálmata pasó losftfínce diatett
Paria, gastando escrupulosamente ras quinientos franco 8, y al que
hizo diez y seis, salió de París en posla camino de Dalmacia»
El viaje fué sumamente divertido, y al cabo de algunos dias , el
comisionado se presentó en París muy satisfecho del buen trato que
se le había dado, de la noble hospitalidad que había recibido, asegu-
rando al sastre, su jefe, que el conde de Bojolowich poseía admirables
propiedades; pero vino con las manos vacias y con la formal seguri-
dad y convicción de que á causa de los mayorazgos é hipotecas, difí-
cilmente lograría el acreedor sacar quinientos francos, por Id» veiifé
y un mil que al acreedor había adelantado.
Aun tenemos que referir otra historieta toafc curiosa.
El 15 de diciembre de 1843 fué encerrado en Clichy un mercader,
por la cantidad de ciento setenta y seis francos.
La escena pasa en la secretaria de la prisión.
El desgraciado mercader lanzó mil inv&tivas centra el inoportuno
guardia del comercio que le había aprisionado.
—No tiene V. razón, le decía este. En este asunto no tengo culpa
alguna, y soy tan inocente de lo que os sucede, como el presidente
que ha firmado el acta de prisión. No lo puedo remediar. Este es
mi oficio.
—No ppdró liacer la venta en el día 1 •* del año, qué es tan produc-
tiva, decía el mercader con el mas acendrado acento de desespera-
ción. De seguro, que estando libre habría podido pagaf. Yo wf un
hombre honrado.
—Mucho que si, le contestaba el guardia; pero yo soy el respon-
sable. ¿Creéis que me ha hecho mucha gracia el tener que arrestaron
Dadme una buena fianza, y os pongo al momento en libertad.
—¿Dónde diablos queréis que vaya' yo á buscar un fihdor?
Guando se baila uno en la desgracia; no tiene amigos. Y sin em-
bargo, yo habría pagado & estar libre para la venta . del dia primero
del año. ¡Diosmio! ¡Dios mió!...
En la pieza misma habia un hombre ocupado en escribir, y que no
daba seQal alguna de enterarse de lo que se había dicho.
El individuo, e^cuesüoo, era un notario que acababa de hacer
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oti umon. m
1* QOtjfiqtcipn ft un preso, y estaba acabando de tormaliiula.
AI oir la última exclamación del tendero, dejó la pluma «obre lame*
sa, y dirigiendo la palabra al oficial del tribunal de comercio, le dijo:
—Sefiftr mió. Si este buety bombee os ofreciese un fiador, ¿qté tiem-
po le daríais de plazo?
— ÜR m$s, atiesto «qfól
— Ity e$ bagóle. Si mi firqpa es agrada, concedadle tres, y paead
t cobrar á pai estudio tyieptras os firmo la garenUa.
— Vuestra sw'^ra es suMeuto. El hambre que procede como fue
lo Ipceta, 09 necesita finpar documento aJj ano.
El tangen} se creyó, ppesa de una agradable ilusión, y lawtedose
«obre el notario, cpp las mas fervientes palabrea le demostró so afra-
decimionto.
—Basta, basta; mas bajo, le decia el notario. Procurad cumplió, y
tabre todo no digáis fc nadie qq* palabra de cuanto acabada suceder
aqui, pues si esto se supiese, quedaría arremedo.
Dicbaft lw *oteriore*. palabras, se puso otra ves á escribir tranqui-
lamente.
No nombraremos i ninguno de los actores de esta asceta, y soto
;*f9rírem<p H soIqcíoq que tawt, para b»cer 4 cadf anal la juatfeia
fue le wreepopde*
Esta ?ez, fué en los dos oficiales de justicia donde se vi&ma» bon*
pdeiycorawt
E) creedor, no queriendo acoger & en nuew plazo soticüado,
se dirigió al fiador, y á la fecha en quede este hecho nos ocupamos,
eiui no h^bi^ correspondido el tendero al noble proceder que coa él
usó el iptarjp.
Ua hecho menos c*raicierieco, pero que en algo «o parece al qua
acabamos de referir, tufo lugar en 1814.
U* asigno no^aifia £ué conducido á Glicby en dicho tfio.
Su c:ajer acababa de dar á luz un oifio, y el desventurado padre
apeóse tuvo el tiempo necesario para darlo un beso. Jújgueae cual
seria su dolor.
E*la situación interesó vivamente 4I director de Clicby, que de su-
yo era bueno y honrado , y se dirigió al cuerpo sindical de notarios*
reclamando un socorro para su afligido cofrade.
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n* * AISIOMIS
La bandeja pasó de mano en mano; cada cual depositó en ella su
ofrenda, y al siguiente dia se tío libre el notario.
Solo estovo odio días en la prisión.
El afio 1843 murió en Clichy Prosper de Lassalle, cayo nombre
se ha hallado repelido en tantos periódicos.
La cansa de su muerte ocurrida á los tres meses de prisión, fué
una hidropesía de humores que padecía ya al entrar en la cárcel.
Al igual que todos los presos, al verse enfermo, no quiso que le
llevasen á la enfermería, y dio el postrer suspiro en su prisión.
Se le hicieron dignas exequias, y á beneficio de una suscripción,
que entre los presos se hizo, fué inhumado en un sitio particular.
• En el afio 1844 sucedió el estrado caso de haber cinco presos ata-
cados de enagenacion mental en Clichy.
Uno de ellos habia estado ya en cura, y era letrado.
Su locura consistia en creerse el duque de Reichstad, y general-
mente se daba el nombre de Francisco Napoleón.
Nunca quiso persuadirse de que se le habia aprisionado por deu-
das, pretendiendo que la causa de su cautiverio era el titulo y el nom-
bre que llevaba.
Generalmente pasaba el dia escribiendo, y á veces lograba que sus
cartas circulasen fuera de la prisión. La mayor parte de estas iban
dirigidas á sus proveedores.
Copiaremos integras dos de sos cartas. La primera consignada i
Mr. Botterel, á causa de creerse que existia aun el restaurant-om-
nibus.
«Be sabido que acostumbra V. á enviar fuera de su casa algunas
comidas, cuando se trata de servir á personas que no pueden aban-
donar la suya, y que á esta circunstancia unen la de ser ya conoci-
das de ese establecimiento.
Por lo tanto, espero que cada dia me remitirá T. á las cuatro y
media en ponto, á la calle de Clichy, núm. 68, antigua prisión por
deudas, una comida para dos personas, de cuarenta francos cada cu-
bierto, comprendiendo en esta cantidad todo el servicio.
Ta comprenderá V. que yo no debo ocuparme de ningún detalle
para este caso.
Si su mayordomo quiere venir cada dia á lomar órdenes, le reci-
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m «mora. «13
Mré por la mafiana á la hora que gaste ó mejor le convenga.
De todos modos, haga Y. que no me falle el servicio, si es que pue-
do contar cod él, y que sea del todo completo y digno.
Queda sentado y bien entendido, que la comida será sana y ahon-
dante, que los platos seria suficientes para que la cantidad sea re-
gular mas bien que excesiva, y que el vino será puro.
De ves en cuando se me servirá una botella de vino de postres, y
el ordinario será Burdeos. Comunmente, después de la sopa, quiero
una copa de madera, y media botella de Champagne (vino de Cham-
pagne espumoso de Montebello).
Lo* servidores vestirán sin insignia ni uniforme, pues me hallo en
•ta casa donde no quiero parecer lo que soy, ni llamar la atención;
sin embargo, llevo mi ilustre nombre, y preguntando Francisco por
mi, Mr. de Leveille le permitirá libremente la entrada.
Tengo el honor de saludar á V. S. afmo. S. S.
Francisco Napoleón. »
La segunda carta iba dirigida á un sastre.
* t Muy seflor mío:
Necesito alguna ropa de calle, y confio en que me servirá V. á sa-
tisfacción.
No dudo que tan luego como reciba V. este aviso, se apresurará á
traerme ropas decentes hechas á mi medida, y para dio se dirigirá
V. á la calle de Clichy, nám. 68, antigua casa prisión por deudas,
alsefioretc.»
Al final de la carta habia las siguientes palabras escritas' con
lápiz.
t Yo no tingo ninguna Imita disponible, y S. A. no meta puede por
ahora facilitar.*
Oiro preso á quien la pérdida de su fortuna habia hecho enfer-
mar de esa dolencia, poseia una locura llevada al extremo. Se creía
hijo del emperador de la China, y entablaba correspondencia con
Dios.
Una de sus cartas, que tenemos á la vista, dice asi:
c A la divinidad de Dios Padre, el primero de los tres de que la Tri-
nidad se compone, en su palacio del Cielo.»
Bata carta es de seis páginas, y enpiexa asi:
»«. 85
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i74 misione
«Degptee de hatera*, hablado vos de vuestros proyectos respecto
ida felicidad de los mortales eto. *
Cree qoe Dio» le ha elegida para cambiará loahomlms y «asmciar-
ies su voluntad, y acepta esta misión; pero «na sola coea ls estorba,
y es «I modo de hacerse comprender da lodos les pueblos del moade,
cayos idiomas no conoce.
En sa consaoueoeia, le pide á Dios le conceda el dea de poseer
tedas las lenguas, lo mismo qae á los apóstoles.
Laego le pide dos dms de tiempo para ir á LénAree á fin de con-
cluir un negocio de entidad, antes de dedicarse i I» graade obn.
El groa negocio que tanto le interesa es te nuera ínveaciea de
ihimaaeas sin tubo para dejar salir el aira, lo anal evitaría lea aoca-
denteo que paedon ocurrir si -el aire llega á htcer caer los mencte-
nados tubos sabia las «entes qae pasan por la calle.
«Es cosa pasmosa, dice, las oantidades que recogeremos en quince
dias. En Londres, cinco miHenes aeíscientoa veinte y cinco mil fran-
cos, é igual cantidad la siguiente quincena. Bi segando mes doble, y
& los quince meses llegaremos á poseer seiscientos millones-, satamen-
te en Lóndwe, y seis ciudad* de las principales de Inglaterra,
Vos, mi divino maestro, juzgareis mejor que yo de un nagndo
qaanos proporcionará aaa inmensa fortuna* aro la cual podramos
hacer felices á tantos miliares de desgraciados; y as aseguro 400 las
cartas ausencias que me veré precisado & hacer de Londres, en nada
retardarán los cambios que en la humanidad debo operar,»
Y termina así:
«Espero, en la confianza de que vuestra divina bondad mecatéela
jwato I4 persoaa qae me dahaaaanciar queá las siete y medía me
sacareis de esta prisión, 6 si me lo ordenáis, haré que. W rayo 00-
ietfe Ja destoga- y deje de existir «cata prisión por deudas, etc.»
JBaepiies.de escribir esta carta* cuya eootesteciea esperaba impa-
mente, ful MUo por los guardias qae hacían Jas roadas , oeetto
entre las dahlias, y queriendo aquellos obligarle á retirarse á sn.ee-
cierro, tuvieron que llegar al caso do emplear la fuerza, no sin qae
autos, echándose á los piésde ano de ellos, le dijera ai oído y miste-
riosamente:
«Amigo mió, dejadme* aqoi por algnn tiempo. ¿Veta eea pared?
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Oi gtJMttA f)S
Baas taca* é kauchay dm minutes debe saltar per ella ua áagel,
encargado de llevarme con él por los aires. La divinidad me prestará
un trueno pan destruir esta prisión, y si sois eemptarieotecoami-
go, eesalvaré de bcatáslrefs que se prepara.»
Como es de presumir, el guardia no le dio oídos y fué encerrada*
en su cuarto, quejándose amargamente de la fatalidad, que bao» que*
les tagetes no le pudiese» ir á bastar hasta las ocho y coarto de la
noche, bera ea qae se hallaba ya «o sa retiro.
Tan loego como en Clichy se apercibieron de qne las setales de
locara qae daba» aquellos eiaoo prisioeerosy en ves de disminuir
aumentaban cada dia, y qne el mal se iba haciende contagioso , se
dio parte k la autoridad espertar, la cual dispaso qne fuesen condu-
cidos ka dementes** Charata ó k Btcetre, poniendo asi i oabierl»
la respoasahiHdad del director de nuestro esAableetnmntD.
Hoy día easi ledas los qae se baMaa en esto caso, están erestable-
ciarieatsa de «ración y á expensas de sus familias.
Debemos añadir, qne cuando algno enoaroetador se presealaba en
CKchy, tenia qae quedarse fbraosamanteea la enfermarla para evitiur
los míos tratamientos y desmanes de los presos.
Un hecho reciente lo atestigua, y otro mas reciente aun, perece*
conducir las casas á aa resallado camptetassaate diferente.
Baee peoatiempofaé encerrado aa GUehy uno de esos sugetes, y
pocos días despoes lo fné aquél 4 quien antes habia hbebo encar-
celar*
La administración previno al anteriormente encarcelado qae la
hacia responsable de coante llegase á suceder al acreedor.
El enoarceledo no contestó una sola palabra, y aquellos dos hom-
bres, qae se hallaban bajo el peso de la misma desgracia, obligados
i vivir el uno al lado de otra, y en igualdad de circunstancias, des-
pués de «vitar encontrarse juntes los primeros días, han concluido
per acercarse y entenderse entre si, buscando el medio de cumplir
con* sas acreedores, ayudados el uno por el otro, logrando* de este mo-
da verseen libertad,
Bn lugar déla Sociedad del embudo, da qae antes hablamos, y qne '
existia en Santa Pelagia, en esta prisión se formó entre las presea
otra demanieadaí Sumdvd fiiantrópie*.
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«**« PR1SI0HB8
Los deudores han seguido en esto el progreso del tiempo y de la
razón.
Algún dia reunidos cantaban para olvidar sus penas. Hoy tienen
suficiente valor para mirar cara á cara su desgracia, y en lugar de
aturdirse para olvidar, procuran por todos los medios imaginables
mejorar so posición.
Tal es el objeto de esta sociedad filantrópica, & la cual contribvye
cada uno de los presos con sus intereses, y á cuyos reglamentos se
hallan sujetos todos.
Cada año nombra la sociedad un comité que administra, dirige y
hace todos los gastos.
Su objeto esencial es mantener los derechos de cada uno y de todos
en general. Luego concurre de común acuerdo á la mejora material
de la vida de la prisión, cuidando en interés de todos, de lo que á to-
dos general é individualmente interesa. Por esto la sociedad filantró-
pica mantiene el gabinete de lectora, paga el abono á los periódicos,
y mantiene el fondo de la casa.
Uoo de los encarcelados por deudas se halla al frente del gabinete
literario, pero solamente en calidad de empleado, pagado para servir
4 todos.
Los sanitarios pagan una módica cantidad por leer los periódicos
y alquilar los libros, y aquella renta ó retribución va á aumentar el
fondo general.
La sociedad ha comprado también baños; de modo que costando-
Íes antes i los presos cada bailo treinta y cinco sueldos, los indi-
viduos de la sociedad los tienen hoy en Glichy por quince sola-
mente.
En medio del jardín, y fijo sobre un alto poste de madera, se halla
el reglamento en lo que concierne á este sitio.
En él se advierte á las visitas y habitantes de Glichy, que no cojan
ni estropeen cosa alguna.
Los detenidos tienen cierto derecho á considerar el jardín como
cosa propia. T con efecto, al ser trasladados desde Santa Pelagia &
Glichy, el actual jardín solo era un gran patio ó corralón con algún
árbol que otro.
Los mismos presos han plantado con sus propias manos cuanto en
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DtKQlOFA ni
él «lisie, dibujándolo, cultivando lis flores y plantas, y cuidando
ood parlicolar esmero de so conservación.
No es eslrafio que tal cuidado tengan de aquel sitio, pues entre
sus bosqnecillos, y rodeados de sos arbustos, sueñan cod la apetecida
libertad.
Uno de los presos, pagado por sos compañeros, es el encargado es-
pacta! del jardín.
T á propósito de estof debemos consignar qoe al hacer nuestra últi-
ma visita á aquella localidad, no había en ella, como en algún tiempo,
artesanos ejerciendo cada uno so oficio, según notamos al principio.
En cambio, se nos habló con detalles de otra industria y comercio,
que en vano intenta destruir la administración: tal es el descuento,
ó la usura.
¿Quién lo creería? En Clichy se hacen negocios, en proporción, lo
mismo que en París y. en la Bolsa.
Los pagarés y letras de cambio circulan entre las personas que
visitan á las presos, y entre estos cuando se hallan necesitados, ó van
de mala ft; pues es sabido ya que la letra ú obligación firmada den-
tro de Clichy es nula bajo todos conceptos.
Para evitar esta contrariedad todas las fechas son anticipadas.
¿Qué les importa?
A su vencimiento aun se hallarán encerrados. Hay ejemplos de que
algunos de los mismos presos se constituyen en banqueros dentro de
la prisión, haciendo operaciones á su modo.
Esta dase de detenidos no nos inspiran la menor compasión, y por
esto, volviendo á otro lado la vista, nos dirigimos á los que merecen
nuestras simpatías.
fiemos visitado dos encierros, el de un proletario y el de un artista.
El del proletario, que da al camino de la rooda , solo contenia
loa muebles que el establecimiento da; es decir, un catre de hierro,
cosa indispensable para evitar que de ellos se apoderen los chin-
ches; dos sillas de paja, una mesa de pino, y un pequeño armario
que tiene cada prisión.
Todos los muebles eran sencillos, pero limpios y de buena calidad,
pues salen de los talleres de San Lázaro, donde se conserva el mate*
rial para las prisiones.
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•7S MIMO**
Las ropas y telas de que se componen sen fifias, y Im corredera
y pertenencias se lavan una vez cada mes.
El encierro ó cuartelillo donde habitaba et artista, coyas ventanas
dan al jardín, era digno de verse y sumamente agradable.
Sos muebles elegantes, y los cuadros y objetos de arle de pierio
y delicado gusto.
Uo estante bien arreglado, cubierto de terciopelo carmesí, contal»
gran número de obras escogidas, esculturas y objetos de China de
gran valor.
Los cortinajes y porliers, asi como todos los demás muebles, cor-
respondían al resto, y podemos asegurar que eran en todo dignos del
finísimo personaje que habitaba aquel recinto.
Sus elegantes modales, unidos á la escogida conversación qw po-
seía haciéndonos los honores de la recepción, contribuyeron á qpe
saliésemos de la estancia con el corazón oprimido y la mente oootur-
bada por la diversidad de ideas que nos ocurrieron.
Et anterior huésped de aquella estancia, que era «a original, tu**
la ocurrencia de vestirlo todo de terciopelo negro- con bajjas de oro t
poniendo en la cama adornos, que figuraban b*esos tamaños, tambie*
dorados, entremezcladas de lagrimas de plata.
La última cosa que existe en Glichy, y de la cual debemos ocupar-
nos, es el sistema de castigos.
El castigo mas leve consiste en la privación de tener ninguna dase i
de relaciones con el exterior de I* prisión. El segundo, él ooofina-
miento dentro de su cuarto; el tercero, el traslado á un euartedeeas-
tigo, y el cuarto el traslado i otra prisión de carácter mas.seveve.
Las fases que presentan las distintas clases de presos. snit en ledo
iguales á cuanto en las demás prisiones tenemos á la vista; Unos
rien y cantan para olvidar sus penas, y generalmente no son lee que
mas sufren. Oíros en familia, y formando núcleo & parte entre lee de
su clase, se consuelan mutuamente, y* los mas desgraciados en roe"
dio de la soledad y aislamiento sufren en silencio los mayores tor-
mentos.
Et tribunal de comercio tiene diez guardias dentro de París* y es-
tos son los encargados de ejecutar las prisiones. Estas se efeotuaa
por lo general con algunas dificultades, y frecuentemente estén w<li~
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4B NAOM 4VS
oh* las instancias de loa acreedores con la astucia y mafias deque se
valen los desdores.
No queda medio alguno que no se emplee por faite de los unos
para apresar, y por los otros para evadirse.
Les guardias de comercio no se pueden introducir en las casas sin
ir precedidos de un jaei de peí, y estas por su parle poco dispuestos
á verificar tales excursiones, las «vitan del mqjor modo posible, é las
bacán de mala gana.
En algún tiempo los deudores tenían varios sitios qne les servían
de asilo, y entre estos se podían contar el Palacio Real, las Tiritarías
y el Loiemburgo. Hoy día han dejado de ser sagrado asilo para los
deudores lates sitios.
La jurisprudencia haoe algún tiempo que ha fijado su opinión
acerca de este punto.
Un particular, cuyo nombre es muy comido* habitaba en lacalle
de Rivoli, y hallándose bajo el peso de un mandato de prisión por
deodas, bajaba todas las mafiaoas antes de amanecer al cafetín de
las Tallarías, donde le daba «airada onode los moros. Allá tomaba un
café y hacia su comida leyendo los periódicos, fumando sendos cigar-
ros, jugando al pifuet 6 al biHar, y daba cita & sus amigos, ó trata-
ba de sus negocios, no saliendo de aquel sitio hasta la puesta del sol.
Cansados de esperarle los guardias ¿el comercio, y no viendo una
prohibición formal, resolvieron echarle el guante mientras hacia sa
digestión en el Jardín.
Pero la persona citada, ó mejor dicho, uno de sus amigos que ca-
taba cea él, biso resistencia y llegaron & darse de golpes. No tarda-
roa los contendientes en verse rodeados de un inmenso gentío, al cual
se unieron, como es de suponer, los guardas de aquel sitio real, pero
Ios-esbirros del tribunal de comercio no por eso quisieron soltar su
presa, y ambos fueron conducidos ante el comandante de las Tulle- '
rías, quien ordenó le soltasen al momento, declarando que en lo su-
cesivo podrían efectuar cualquiera prisión en el jardín, siempre que
tuviesen antes su permiso.
Desde aqoeUaépooa, y temiendo que la facilidad acordada por
aquel ¿uceeo, les fuese perjudicial» creyeron poco seguro aquel sitio
los deudores, no atreviéndose & guarecerse mas en él.
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ttt MISIONES
Al poco tiempo de haberse creado los guardias de comercio, tuto
uno el encargo de capturar á tro comerciante en Tinos, y logró
apoderarse de él mientras dormía.
Viéndose ya preso, el comerciante le dijo al guardia, me es de todo
punto imposible seguiros antes de haber bebido del blanco; y si V. es
tan amable que me permita llenar esta formalidad, tendremos el gus-
to de brindar á su salud con un buen vaso de chablis.
—Con mil amores, le contestó el guardia. Mucho me alegraré de
poder complacerle.
—Pues tenga Y. la bondad de seguirme á la cueva.
— ¿A la cueva? repuso el polizonte asombrado.
—Si, señor. Nada tema V. De parte de V. está la fuerza tísica.
Además, aquí le entrego las llaves, y de este modo no podrá V. temer
que le encierre.
Acto continuo ambos bajaron á la cueva. El guarda abrió las puer-
tas y se metió las llaves en el bolsillo.
El negociante en vinos, fiel á su palabra, sacó de una pipa dos
sendas copas de buen vino blanco, y trincó alegre y contento con el
que trataba de encerrarle en la prisión.
—¿Qué tal, le dijo; qué le parece á Y. ese vinillo?
— Excelente.
— Pues vale poco, comparado con el que probaremos ahora mismo.
Acabo de recibir un tonel de moscatel de Lunel, y según los informes
que de él tengo, es un vino de primera. Y. va á probarlo, y me dirá
que le parece.
Acabada esta corta apología, se acercó á otro tonel. Se colocó m
su sitio, y en el momento en que le iba á destapar, exclamó colo-
cando el dedo en el agujero de la espita:
— I Ay, Dios mió! no tengo tapón, y si saco el dedo, se va á verter
este néctar.
—¿Dónde hay un tapón? le preguntó el guarda.
—Allí, allí... búsquele Y. bien, porque si se vierte me arruino.
En vano buscó el policía, el (apon no pareció.
—Espere Y., exclamó de repente el astuto comerciante. Yo sé don-
de hay uno en la bodega, pero Y. no le sabrá encontrar. ¿Quiere Y.
poner el dedo en este agujero durante dos segundos?
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ük EUROPA. Cftl
—Cotí machó gusto, dijo él gnaYda.
—Cuidado, qü6 m> *8 caiga.
— Nada tema V., ya le aprieto bien.
—Bravísimo. Voy á bascar el tapón... ¿Calle? pues no está aquí...
I Ahí... ya me ácuerdH: los hé puesto al lado del mostrado^... voy k
buscar uno.
— Péh) diga V., sitiadlo él ¿erro de ptósa, queriendo seguirle.
— Mi vino» por aáor de Dios, repuso el otro; no haga V. de modo
qtfe se me vierta toda la barrica. Machísimo cuidado que e* mosca-
tel de pritóera y tale un diheral, yo vuefvo en seguida.
El comerciante salió como un rayo, y no queriendo arruinarle él
gdáVdiá del triburiál de comercio, tuvo durante largo tiempo puesto el
dedo en el agujero, hasta que, viendo trascurridos algunos minutos y
que su hombre no volvía, dijo:
— Tanto peor paré él si se vierte el vino. No puedo esponefíne k
cfúb sé éteape, después de haberme costado tanto echarle la manó en-
cima.
Sacó el dfédodel agujero dé la espita, y criid&ndose poco de que se
vériiéfee el vino, que habría preferido beberse ¿1, se dispuso á seguir
al prójitoo que Ib puso en aquel caso. N
Nada salió de la recomendada barrica... estaba vacia. T mientrtft
el complaciente guardia del comercio cuidaba de su vino, él tbm¿ t&
de villa- diego.
Otro caso se cuétíta dé un mosquetero, quieto ulalá ¿ábezá y ' .gaita-
do)* cota* todos los de aquel cuerpo, cuya tradición querían jüstitf-
car, contrajo deudas de entidad. Luis XVÍII, en la épocit & <)ue nóA
referimos, no disponía de la renta en Frattcia como sus antecesores',
y por mas que el mosquetero fuese hijo de un noble, qué1 contribuyó
ett gran mábert á la restauración, no pudo pagar sus deudas, f el
joven ófibiál se vio perseguido por todas partes, teniendo que ocul-
tarse por no ir á purgar sus calaveradas & la prisión de Clichy.
Una ifoehe dormía en uo punto, y otra noche en otro, hasta qta,
bteti1 informados los sabueso* de la astuta policía dé que se tiallaíiá
en una casa <tel arrabal de San Germán, se pusieron eri acecho junto
ata puerta.
El mosquetero, que este dia se había levan lado mas tatde de lo'qdé
*OVO TI. 8C
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«Si PRISIONES
traía por costumbre, y que acostumbraba mirar por la ventana an-
tes de salir á la calle, vio que le esperaba un guardia de comercio,
seguido de cuatro ayudantes.
Consultando su reloj, vio que apenas le quedaba tiempo para ves-
tirse, y que la hora falal iba & sonar; por lo cual imaginó un medio
para evadirse del encierro.
El sistema mas espedí lo que se le ocurrió, fué echar al fuego la
llave de la puerta y hacerla completamente ascua, cosa sumamente
fácil, y que sin trabajo alguno consiguió. Sacándola luego de la lum-
bre, la volvió á colocar en la cerradura, cerró la puerta y esperó tran-
quilamente.
Al dar las cinco en el reloj, subieron los esbirros á paso de lobo,
creyendo pillarle aun en el primer suelto; pero en el momento en que
el primero colocó la mano sobre la llave, se vio obligado á retirarla
dando un grito agudísimo. El segundo, sin comprender lo que á su
compañero le habia sucedido, se acercó & su vez por no perder tiem-
po, y la escena anterior se volvió á repetir.
El tercero, el cuarto, y hasta el quinto, que era el mismo guardia
del comercio probaron á su vez, obteniendo el mismo resultado que
los anteriores. Entonces, como si un terror pánico se hubiese apodera-
do de su ser, se pusieron todos precipitadamente en fuga, abando-
nando i su preso, y sin poderse esplicar lo que les había sucedido.
El mosquetero también logró escaparse esta vez.
Podríamos multiplicar hasta el infinito las relaciones de casos aná-
logos; pero nos detendremos aquí, después de citar, sin embargo, dos
proyectos que no se llegaron á poner en ejecución, y que indudable-
mente eran el medio mas fijo para coger frecuentemente á los guar-
dias del comercio, dejándolos siempre burlados.
Uno de ellos, concebido por un preso en Clichy, fué sometido á la
general aprobación de varios individuos que se hallaban en el mismo
caso, y á todos les pareció excelente medio de evasión.
El caso consistía en abrir una suscricion para alquilar diez hom-
bres, con la ayuda de los cuales , vistiéndolos de encarnado, y ha-
ciendo que constantemente acompasasen á los diez guardias del co-
mercio, bastaría el reclamo para dar el alerta á los interesados, pre-
caviendo el peligro
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Lkfé It MM á b Uro, j bué u grite.
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DI KUKOfA «63
En el momento en que se hallaba, como quien dice, en via de eje-
cución, fué arrestado de impróvido el autor del proyecto, y por con-
siguiente, abortó dentro de los muros de Clichy.
El otro medio era mas seguro para el que debia ejecutarle. Duran-
te algún tiempo, Mr. Ouvrard dudó si compraría ó no los diez ofi-
cios de guardias del comercio con sus atribuciones y privilegios, ha-
ciéndolos ceder á nombre de personas supuestas, y de esta manera
evitaba el ser preso.
La única contra que este cálculo tenia, era que el capital invertido
en los diez destinos de guardias del comercio, aunque de buena renta,
no le produciría tanto como en cualquiera otra de sus especulaciones.
' Réstanos solo referir dos casos bien sencillos, de los cuales el pri-
mero acaeció con un cochere deudor, aprisionado fácilmente, y con*
duciéndose él en su mismo vehículo á Chichy.
Otro consiste en la finura y delicada atención de un guardia del
comercio, que valiéndose de todas las astucias imaginables, consi-
guió saber que su presa se hallaba distante de París, y que debia re-
gresar en el tren de *
Astuto el buen lebrel, se anticipó á presentarse en la estación de
partida, y tomando asiento para París, acompafió á su victima, hacién •
dolé el camino sumamente agradable por sus atenciones y buen trato.
Llegados á París, el desconocido se ofreció servirle de cictrone, y
por último, con inusitada galantería le convidó k comer, aceptando
de muy buena gana el deudor, cautivo de las atenciones que con él
usaba el forastero.
Cuando después de haber subido en uno de los mil carruajes que
se encuentran á cada esquina en París, dijo el guardia:
—¡A Clichy!
Estupefacto el deudor, no volvía de su asombro, á lo cual manifes-
tó el policía, que el deslino que qjercia no estaba reñido con las bue-
nas maneras.
En prueba de lo cual, y conociendo que si el deudor no pagaba era
por vicio de deber, y no por carecer de medios, le suplicó cortesmen-
te le evitase el disgusto de tener que encerrar en la prisión i una
pertona digna, y que pagase su deuda, ¿lo cual accedió el prójimo
en cuestión al verse ya tan cerca del encierro.
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684 PSIMONES
Un (Jeudor enamorado era de los mas finos y expuestos en bqrtar
las asechanzas de los sabuesos del comercio, y el ^mor, ^1 fin y al ca-
bo, dio con él en la prisión.
Dia y noche peq^ba en su ornada, que era una actriz de laJtorj/B-
Saint-Martin, ocultándose de dia, y saliendo épicamente de noche á
espiar los pasos de su amada, viéndola durante la representación, y
acompasándola al retirarse á su casa, lo cual se amoldaba perfecta-
mente á la vida que forzosamente debía llevar para huir de la pri-
sión.
La constancia y asiduidad del joven concluyó por ablaudar el em-
pedernido corazón de la joven, y una noche por fin, le dio esperanzas
de corresponder á su amor
Al siguiente dia recibió un billete en el cual, en términos reserva-
dos, le citaba para el café del Teatro á las once en punto de la mañana.
Enajenado con su dicha, besó mil veces el billete, y partió como pn
rayo á colocarse en sitio oportuno para ver entre los cristales del café
á cuantas personas pajpban por el bulevart.
Un cuarto de hora después de la citada, y en el momento en que
nuestro héroe empezaba á desesperar, apareció en el café un mozo
que? después de mirar detenidamente uno á uno á todos los circuns-
tantes, se paró delante del joven, diciéndole á media voz:
—Es V. el señor N...
—Sí, amigo mió. ¿Qué hay?
—Sígame V. Vengo de parte de la señorita A.
Levantóse prontamente, salieron ambos, y atravesando el bule-
vart, subieron ep un fiacre que les esperaba á la 'esquina, y que mar-
chó rápidamente,
—¿Vamos muy lejos?
—Sí, señor. Hay un buen paseito, contestó el jaiozo. Vamos á
Clichy.
— ¡A Clichy! esclamó el deudor, queriendo abrir la portezuela del
coche.
—No se moleste V. inútilmente, le dijo el esbirro. En la zaga del
coche y en la delantera van mis sabuesos, y le será á V. imposible
escapar.
Mucho siento no poder conducir á V. á la cita con la señorita A,
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DBBUBOfá 185
pero como do ha «ido ella la que le ha escrito á V. , no tema que le
espere.
No vayan Vds., amados lectores, á creer qne la joven de qne se
trata tomó parte en la prisión. Esto sería calumniar á una de las mu-
jeres mas apreciables de París.
El guardia del comercio asistió muy de cerca á la última entrevis-
ta que lovieron los amantes, y pudo sorprender algunas palabras de
esperanza, el apretón de manos y las miradas significativas. El guar-
dia supo aprovecharse de aquella circunstancia, y escribiendo la carta
de que antes hemos hablado, logró tender el lazo al incauto y enamo-
rado joven.
Aquí termina el reíalo de la prisión por deudas , asegurando á
nuestros lectores que cuanto interesante hemos podido hallar en ella,
ha sido fielmente consignado.
T. por Santiago Figuras de la Co»ta.
riN DE LACLíCnV.
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PRISIONES
DE EUROPA.
LAS
TORRES DEL TEMPLE.
El tt de octubre del alio 1788 el recinto del Temple habia
biado completamente de aspecto.
Los escasos vestigios que quedaban del tiempo del feudalismo, pa-
recía como que quisieran desaparecer uno á uno.
La antigua muralla que le cercaba se iba convirtiendo en ruinas,
sin que nadie pensase en volverla k levantar.
La guardia de aquel distrito, abierto ya por todas partes, se halla-
ba col fiada á algunos veteranos.
Nuevas calles habían ido naciendo, y por orden del bailio de frus-
to! se levantaba debajo la tierra una rotonda, sobre los parterres del
principe de Gonli.
El corado del Temple de dia en día tomaba ya el carácter de
una población, en el seno de la cual se elevaban, como únicos restos
del feudalismo mas antiguo, el palacio de los grandes priores de
aquella orden y las torres adheridas á él.
El referido palacio, embellecido por el caballero de Orleans y por
•1 principe de Conti, tenia una hermosa fachada que daba i la ca-
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«88 PAIS10MES
lie del Temple, en la cual lucían, esculpidas, varias alegorías reli-
giosas del mejor gusto.
El jardín del priorato, mas Tasto aun que anteriormente, había sido
plantado de hormonnrárifflleyf dilfdjttlfélB srfEÍ gtfsK.
Los bosquafifios, A ábaftdtnáa d*pllttáts y'ácle^ f el agua bu-
lliciosa que serpenteaba por infinitos arroyuelos y graciosas casca-
das, le daban un aspecto de frescura y de alegría.
En medio de aquellos árboles seculares, las torres del Temple se
elevaban orgullosas del centro de un montículo de verdura, y el in-
terior de aquellas antiguas señoras del recinto se hallaba adornado
rica y profusamente al gusto de la época.
El principe de Conti, últimtf gwfa pribr de la orden, se había insta-
lado allí, haciendo su residencia de aquel delicioso sitio, al cual se
habían* ttasportade enalto* objetos y t»ebles pffdfel ícftiriWfflK al
regalo di la vidk <^ta^e)ílrei*allanlelk# lujosa c|bí llefaAí.
En la época á que nos referimos, fué nombrado al nacer gran prior
de Francia Luis Antonio, duque de Angulema, sobrino carnal de
Luis XVI.
Mientras llegaba á la edad de ejercer por si mismo aquel alto des-
tino, fué nombrado administrador M priorato el Memo bflüo de
Crussol, de quien acabamos de hablar;
El padre del joven gran prior de Francia, el duque de ArWis,
acostumbraba ir á menudo ah Temple. Las torres le parecía» w sitio-
de delicias, al cual se apresuraba á ir eircompafifa der algunos seño-
res de la Corte, sus amigos,» á pslsár alegres temporadas.
Los días ea que tal acontecía reinaba en el palacio un tumulto
extraordinario.
Los infinitos servidores de todas clases y distiifas1 categorías, iKan
y venían desde el interior & las calles, á cumplimenta* las ordene*
que el bailio de Crussol les daba con la importancia1 y el misterio de
UB secreto de Estado.
A cosa del medio dia* se dejó oír ¿pan* raído de caballo*1 y car"
majes.
Dos correos, vestidos con la lftrafcdelcondsde Arlois, dpsroclefOV
al poco rato en 1* poerfe <M pdatHo, qo* se abrid téi&kttá*-
mente.
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OR lUIOtA «**
El bailio de Crussol y ia servidumbre salieron á recibirlos, y á
poco un elegante caballero, vestido en traje de caza, el brillan le con"
de de Artois, seguido de numeroso acompañamiento de gentiles-hom-
bres, llegó á los umbrales, diciendo al bailio de Crussol:
—¿Está lodo dispuesto? Dentro de una hora estará ella aqui.
Por toda contestación, el bailio hizo uoa respetuosa reverencia, y
el conde de Artois, seguido de su corte, entró al galope en el patio
del Priorato, cerrándose detrás de él las puertas.
Entre la inmensa concurrencia que se agrupó á la llegada del
conde, habia dos hombres colocados el uno al lado del otro, los cua-
len examinaron cuidadosamenle aquel espectáculo.
Eran dos individuos que habían buscado un asilo en el Temple.
—¡Otra orgía mas á costa nuestra! dijo el mas joven.
— ¿Qué me importa? mis negocios con eso ni ganan ni pierden;
contestó el de mas edad.
—En los mios influye de una manera prodigiosa, affadió el prime-
ro impetuosamente.
Mi padre se halla declarado insolvente por haber hecho las mol-
duras del carruaje para el dia de la consagración , y aun no ha po-
dido cobrar su cuenta. *
Esa es la causa de haber tenido que refugiarnos en el Temple, y
no puedo ver á sangre fría el modo que tiene el rey y los principes
de gastar el dinero, mientras que al pobre trabajador no se le paga
siquiera su salario.
—Pero el conde de Artois no os debe cosa alguna.
—Es cierto; pero él es el que gasta el dinero que debia servir para
pagarme, y es lo mismo.
— El conde no puede disponer de la caja del rey; al menos no tie-
ne derecho alguno para hacerlo.
— Y sin embargo lo hace.
— Eo eso obra mal.
—Admiro vuestra sangre fría.
—Y yo vuestra exaltación de ideas.
—Por lo visto, ¿creéis que se debe sufrir y callar , suceda lo que
suceda?
—Lo que digo y lo que creo es, que no debe decirse nada mas que
YMon. S7
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190 MUSIOPCKS
lo que á golpe seguro se pueda evitar, y ni vos ni yo fiamos en es-
te caso.
— [Si hubiese siquiera doscientos hombres de mi modo de pensar,
y pudiésemos obrar por nosotros mismos!...
— No tardaríais en ser ahorcados, y harían muy bien en hacerlo.
La ley estaría de su parte.
— Entonces fuerza será estacionamos, y haciendo cual tos lo ha-
céis, no proferir ni siquiera una queja.
— Eso ^s lo mas prudente. Por lo que hace á lo que llamáis mi
indiferencia, debo deciros que es equivocáis muy mucho. Ese senti-
miento de indiferentismo no radica en mi mente ni en mi corazón.
Reflexionp mucho, y me preparo para ver venirlo que indudablemen-
te deberá suceder.
—Yo, por mi parte, os aseguro que no cqparé de apresurar los
sucesos, tanto con mis palabras, como con mis acciones.
— Vos no tenéis mujer ni hijos, y yo los tengo, y los amo tierna-
mente. Por ellos solamente, y por arreglar mis asuntys, he consentido
en separarme de mi adorada familia, viniendo £ buscar un asilo ep el
Temple, de donde espero salir para crearme un porvenir duradero y
feliz.
—No dudo que con vuestro carácter y temperamento impasible lo
logréis. De seguro que no os esponfireis á dar un mal paso.
—¿Qué queréis decir?... No se puede asegurar nada en esta vida,
ni juzgar de las cosas y de los hombres que no conocemos. Pprlo
demás, mi objeto es cumplir fielmente lo que me he propuesto, con
calma y conducta. ¡Ojalá pudieseis vos decir y hacer piro tanto¿ con
vuestro carácter arrebatado y locas ideas!
—Cuando el horizonte se presenta nebuloso y amenazando tempes-
tad, como hoy se presenta el porvenir de la Francia, es preferible.
Vale mas el arrojo y las locas ideas, según vos decis, que la inacción
y el indiferentismo que tanto me irritan, y que impiden ir adelante.
Si los Estados generales, si los gremios pumplen con su deber cuando
se abran las sesiones, fácil será dar un avance, y entonce* veremos
quien de nosotros dos...
—Entonces veremos quien habrá dado mas resoltados á I* CVJM
común.
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01 HISOPA (II
Al taraf oír estas palabras, nuestros dos interlocutores sb adraron
fijamente.
La mirada del uno era imr mirada dé foego; en la del otto se lela
la convicción.
El mas joven de ellos era Priecer, el mas ardiente vocal del tribu-
nal revolucionario; el otro era Fouquier-Tainville, acusador público
en tiempo del Terror.
Sn amistad, que empezó en el Temple, continuó en el sangriento
tribunal, terminando eú la guillotina, k la coal subieron juntoseF 6
de judío de 1795.
A la hora en que acaeció lo qae acabamos de referir, empezaba el
tumulto y animación en la calle del Temple.
Los suizos hacían formar dos filas al pueblo, que se agrupaba cer-
ca del gran priorato, y pocos instantes después se vio correr á todo
el galope de seis fogosos caballos el carruaje que conducía á Haría-
Antonieta, reina* de Frauda, acompañada de la princesa de Lam-
ba»*.
El coche entró en el palacio, y el conde de Artois salió presuroso
k dsr su mano i la reina.
No era la primera vez que Maria-Antonieta iba al Temple, ' pues
dtrante el riguroso invierno de 1776 se habí* presentado en un tri-
neo, para asistir k una gran fiesta que en aquel sitio daba el conde1
de- Artois.
En 4188 volvió, después de un parto, y en la ocasión que referi-
mos, fué al salir de la iglesia de Nuestra Sefiora, k donde habia ido
k dar gracias k Dios con motivo del aniversario del nacimiento de su
primer hijo, que poco después murió eo 4789, habiendo aceptado un '
almuerzo que el conde de Artois la habla ofrecido.
Al bajar del coche la reina, dijo al conde de Artois: «;A las torres!
á fot torres! ya sabéis, hermano mió, que es el sitio que mas me agra-
da,* y se dirigió al sitio indicado tomando el brazo del principe.
Atravesaron rápidamente el palacio del gran prior, encaminándose1
al primer piso de las torres, donde todo estaba de antemano prepa-
rado para recibirla.
Allí pasaron algunas horas, durante las cuales las paredes de las
torres remoarou con las alegres risas y algazara.
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•92 piusioiras
Después del desayuno la reina se sentí detalle del cíate, y. el ios*
truniento vibró bajo la presión de sus dedos, acompaOando al conde
de Arlois, que cantó el aria de Zcmiray Azor, entonces muy de moda.
Luego subieron á la galería á admirar el hermoso panorama que
á su vista se estendia, y la reina dijo;
— ¡Qué hermosa vista! ¡Qué bellísima situación la de estas altas
torres en medio de tan delicioso jardín I ¡Qué poro y bienhechor es
el aire que aqui se respira! ¡En este sitio se debe vivir cien afioslll
—¿Por qué venís tan de tarde en tarde, hermana mía? la contestó
4l conde de Artois.
—No por falta de deseo, dijo la reina. Muchas Teces en Ver-
salles pienso en las antiguas torres del Temple, y me ha ocurri-
do, que si Dios me privase de mi esposo, y mi hijo reinase en Fran-
cia tranquilamente, este sería el sitio donde pasaría gustosa el resto
de mis dias, hallando en él el reposo y la salud.
— Yo no sépreveer las desgracias tan anticipadamente, dijo el con*
de de Artois. Quédaos en el brillante Versalles, donde sois digna so-
berana y señora; en el lindo Trianon, del cual hacéis las delicias;
pero únicamente deseo que os acordéis de vez en cuando do visitar
este dominio, ya que os agrada; y cuando llegue la época de que poco
há os ocupabais, venid á vivir en las torres, y yo pediré á vuestro
hijo me deje habitar en el palacio.
—Es tosa convenida, hermano mió. Pasaremos nuestra vejez en
•1 Temple, y nos servirán de grato recuerdo las horas que hemos
pasado en medio de estas alegres fiestas, que tan galantemente me
habéis ofrecido. Pero el tiempo pasa muy ligero, y es preciso que yo
vuelva á Versalles.
— ¿Podré esperar que volváis pronto á las torres?
— I Lo mas pronto que pueda! le contestó alegremente la reina,
Maria-Aotonieta no volvió á aquel sitio hasta el 12 de agosto, para
ser encerrada en él con el rey su esposo y con sus hijos.
Una concurrencia mas numerosa de la que acostumbraba á asistir
& aquellas fiestas, se hallaba reunida á las puertas del Temple duran*
le el tiempo que la reina estuvo dentro.
Aquel pueblo, en el cual fermentaba ya la cercana revolución, se
ocupaba murmurando de las reales orgías, vituperándolas, y ere-
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de nmotA sos
yeldo que de etto nacían la mayor parte de los nales que ¿ la Fran-
cia aquejaban en aquel entonces.
Engatada la reina, como lo serán siempre todos los soberanos de
la tierra, creyó qae aquel pueblo se agrupaba á tu paso entusiasma-
do por sa carillo hacia ella, y quiso atravesar todo París haciendo
que abriesen la carretela que la conducía.
Por lo tanto, salió del Temple despacio, y dirigiendo graciosos sa-
ludos y amables sonrisas k la multitud.
— jQió hermosa es! esclamó Priecer á pesar suyo.
— Prefiero á mi mujer, le contestó fríamente Fooquier-Tainville.
En este momento, uno de los caballos delanteros, fuese por descui-
do del cochero, ó por otra cualquier causa, se encabritó, y por poco
atropella i Fouquier-Tamville, que se hallaba en frente de la puerta
y en la primera fila del círculo que el pueblo formaba.
La reina y la princesa de Lamballe dieron un grito agudo, y Fou-
quier, con la sangre fría que nunca le abandonó, sujetó al caballo por
la brida. La reina se volvió hacia él, y al pasar le saludó graciosa-
mente.
I El hombre qae debía hacerla condenar por el tribunal revoluciona-
rio, acababa de Terse libre de una muerte derla.
Sin embargo, los Estados ó asambleas generales se habían reunido
ya9 y tanto estos como la nacional y la legislativa, habían contribuí*
do i arrancar una piedra del terrado del Temple, que i la tea era ju-
risdicción monástica y feudal.
La abolición de los bienes de la iglesia y la de las órdenes monas*
ticas y militares se había proclamado, cayendo de lo alto de su an-
tiguo poderío la orden de Malta y todos sus comendadores.
El conde de Artois y su hijo habían emigrado. El duque de Angu-
lema, destituido de su cargo de gran prior de Francia, bahía Tendido
todas sus haciendas al mejor postor, y la asamblea legislativa por su
parte se habp apoderado del dominio del Temple.
Todo había ya desaparecido en Francia con los privilegios, los pa-
lacios de los grandes y las iglesias. Solo el palacio del gran prior y
las torres del Temple se mantenían en pió, y pertenecían al Estado.
En estas torres se rió en Francia por segunda ves & un rey cauti-
vo, desarrollándose el drama íntimo de Luis XVI y de su familia, cu*
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«•4 P*WQNf&
ya rela|<v vewa A empezar. Librea & la pnur que imparcialos , tendré*
mos, al escribir estos hechos, compasión* de loa padecimientos' del
hombre» reprobación hacia la crueldad, justicia para las faitea de un
rey, é imparcialidad para con sus jueces.
II
U 10 de agosto.— El cachorrillo do la reina*— Consejado Roederar.— Lacaida iU la
hoja.— El terrado de los Feuillante.— La pica del hombre da los braios deanados.
—El refrán provenzal. — Palabras del rey á la asamblea. — El cuarto del Lológraib.
—La familia real se relira.— Ataque de las Tul lerf as.— Destitución del rey pro*
ouDciada eo so presencia.-— La familia real en los Feuillants.— lealtad de los no-
bles.—Se les obliga ¿ retirarse.— Palabras de Luis XYI y de María-Antonieta.—
Salida de la familia real para las torres del Temple*— ¡Todo ata aceto/ ¡B$tút** y
poéerJ— Llegada al Temple. —Primera comida.— loátalacioo provisional en las
torres.— El hombre de la barba larga.— Precauciones que tomó la diputación del
distrito.— Compañeros de cautiverio despedidos.— Cincuenta hombres de guardia
interior. — Consejo de los municipales.— Nuevas disposiciones en el arreglo déla
localidad.— Severa vjgilaocia.— Medios de los presos para sustraerse ¿ ella.— Ul-
trajas que se las hacían.— El carcelero Roeker.— Iaserípeioaes.— Gasto de la me-
sa para dos meses.— La familia real va a habitar los departamentos que sania des*
finan,— Descripción de los mismos.- Método de vida de la familia real.— El rey
lee doscientos cincuenta tomos.— Informes á la municipalidad acerca de su modo
da vivir.
Al amanecer el 10 de agosto de 1792, todo estaba diapMsto
dar el ataque al palacio de las XuUerlas.
Nqptas masaa de irritado pueblo seguían 4 los marseUesee* y los
Bretones iban i te <cataia.de aquella columna.
Las, inmensa* avenidas del Carrusel estaban llenas de «oMadM
improvisado*; la artillería coa, mecha encendida .estaba apostada, ea
el palacio, y el prusiano Westerman, que dirigía el movimiento mi-
litar de defensa, acababa de dar sus disposiciones esperando la lle-
gada de Saatorre, que estaba en el Hotel de Yule.
Los suizos, en el patio y jardín de las Tulleríaa,i se mantenían eo
buen orden dispuestos k todo ¿taque; los guardias nacionales esta-
ban indecisos,. y los ariilleroa oslaban mas dispuestos par» volver bs
pieaas.qua.para-ametrallar alpueblo.
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M SüBOfA. I9S
Tatos eran las faenas con qne contaba 4a corona para so extrema
Kd las cámaras del palacio había alguno* centenares de nobles,
dispuestos á sacrificar la Tiéa en defensa del rey.
Lois XVI y su familia bebían pasado la noche entre las mas dolo*
•rosas angustias. La reina habia tratado varias Teces de infundir ahí*
no 4 so esposo,- y solo encontró en él resignación.
En Taño tomó un cachorrillo, que llevaba pendiente del cinto el añ-
ono Aofiry, presentándoselo al rey en el momento en que bajaba al
patio, diciéndole:
—¡Ánimo, sefiorl (este es el momento de presentaros tal cual sois!
El rey, rechazando el armaqte se le ofrecía, bajé sin temor, pero
también sin energía.
Sigaiendo á todo lo largo del terrado, en lo cnal no dejaba de ta-
mbor pdigro, habia oído gritar por «H tocos, « ¡abajo M veto!*
Acababan de dar las seis en el reloj de las Tallarías, cuando el
rey entraba en so alcoba, desoaniando del porrear, é indeciso «ser-
ie del «partido qoe debía adoptar.
Agobiado por el cansancio, se sentó. Sns Testidos y #tt peleado de-
caía bsiqae laneebe se habia pasado en la mayor agitación.
La reina, el delfín, las princesas, Elisabeia, de Toorzell, ama de
gobierno del tierno principo, y la princesa de Lembelte, le rodeaban
esperando qne saliese de sos labios ona palabra de consteló; ovando
se abrid h poerta, y Hooderer, procurador sindico del ayuntamiento,
qos ea aqnelias cbnctattaneias baeia las Teces di* maire ó afealde
mayor de París, Petion, 4 qoien hacia guardar cnidadosamente en so
casa, entró en la cámara real, reTestido con la faja municipal.
Aquel magistrado, desde la media noche, no habia cesado de tí-
gilar en el palacio, leyendo á las tropas la orden de defensa en caso
de ataque, firmada por Petion, y qne jamás se ha podido hallar.
Los artilleros, por toda contestación, habían apagado las mechas.
— tSeéer, le dijo al rey.— El peligro es mocho mayor de lo qne Je
puede expresar, y la defensa es imposible. En la guardia nación
solo hay no corto némero con el cnal se pueda contar.
Los demás, ó Tendidos ó medrosos, se onirán al pnblo al empe-
zar el ataque. Befogiaoa ai el seno del eoeipp tegUatfro. La f ida
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$U PRISIONES
de V. M. y de su real familia no pueden hallarle seguras mas que
entre los representantes del pneblo. Salid de este palacio, no hay que
perder nn solo instante.»
Con efecto, este medio era el mas prudente que se podía adoptar.
Con la retirada del palacio» evitaba la familia real la eftision de
sangre, quitando á los sitiadores todo pretexto; y si se quedaban aHi
durante el asalto, cuyo resultado no era dudoso, se entregaban 4 la
cólera del pueblo irritado, que esta vez solo deseaba verter sangre.
Persuadido Luis XVI de la verdad de aquella opinión, se levantó
del asiento para secundar el consejo de Roederer; pero la reina, po-
niéndose delante de él, le dijo:
—¡Nunca! antes me clavarán 4 las paredes de este palacio, que
salga yo de él tan necia y fácilmente.
— jSefioral esponets la vida de vuestro esposo, y con ella la vues-
tra y la de vuestros hijos. ¡Pensad en la responsabilidad que pesaría
sobre vosl
A estas palabras siguió una acalorada discusión entre el rey, el
magistrado y la reina, que terminó, por la exclamación de Luis XVI:
—Marchemos.
—Caballero, dijo la reina á Roederer, ¿me respondéis vos de la vida
del rey y de la de mis hijos?
—Señora, la contestó este; doy palabra de morir 4 su lado, pero
de nada: respondo.
Luis XVI abrió la puerta de su cuarto, y saliendo el primero,
anunció 4 los gentiles-hombres, que esperaban en la antesala, que
iba ala asamblea. Acordes todos en la misma opinión, quisieron
acompañarle, pero Roederer los detuvo.
Viendo feu insistencia, pues decían que les era de todo punto im-
posible separarse de la persona del rey, Roederer les dijo:
— ¿Queréis que le asesinen?
Roederer tenia razón. De tal manera desconfiaba el pueblo de
aquellos nobles, pues la mayor parte habían salido ya de Francia
para unirse á los ejércitos aliados, que por la mañana manifestó la
guardia nacional que se retirarían todos sus individuos, si ios veiai
entre sus .filas.
La reina, para contenerlos, hubo de decir:
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DilütOfA. C97
— Granaderos; estos son vosotros compa fieros, qoe desean com-
partir el peligro que os amena».
El rey continuó so marcha al través de las habitaciones, y al lle-
gar a! Qjo-de-Boey, se apoderé del sombrero de no guardia nacional
que se hallaba á su derecha, poniéndole el sayo adornado con pía»
mas blancas.
El guardia nacional, no atreviéndose á conservarle puesto, se le
eolooé debajo del braio.
Al llegar 4 la escalera Luis XVI y la familia real, se separaron de
los gentiles-hombres, 4 los cuales dijo la reina con voz temblorosa
por la emoción:
— (Señores, ya nos veremos!
Triste y desolado el acompañamiento real, continuó por el jardín,
dirigiéndose h4eia el terrado de los Feaillants, frente del cual tenia
so reunión la asamblea legislativa, en la escuela de equitación, aitón»
da cotonees en la calle de Rivoli.
Únicamente el rey hablé algunas palabras con Roederer, y para-
da como si dudase aun de lo inminente del peligro. Le hiio notar
que apenas se veían grupos, y qoe los qoe había no eran conside-
rables, asi como también qoe no se proferían gritos subveniros.
Luego, 4 las observaciones qoe le hño el procurador sindico, con»
leste encogiéndose de hombros, y aigoieron so camino.
Se hallaban en frente del calé de los Feaillants, y en aquel sHift se
veían multitud de bojas caldas de los árboles, amontonadas de tre-
cho en trecho, y en algunas parles llegaban hasta la rodilla.
— jVed cuan temprano han caído las hojas este afiol dijo Lab IVI
4 Roederer.
Al concluir de pronunciar las anteriores palabras, el semblante del
rey se cubrid de ona palidez mortal. Recordé en aqoel momeólo on
articulo célebre de Manuel, que había sido leído en toda la Francia,
y en el cual decía qoe no llegaría el monarca hasta la caída de la
hoja.
Oprimido sin doda por aqoel presentimiento, se volvió para echar
la iltima mirada sobre aqoel recinto, qoe en tan malas circunstan-
cias abandonaba, cuando vio 4 su hijo qoe, conducido de la mano por
la mina y la seferadeToorael, sonreía con el candor de sus juveniles
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m PMSIONlg
afios, y se divertía en amontonar las bijas con los pies ^«ra impedir
á su madre y á Mr. Dobouchage, minis^^iagqeraa, W6 laúdete
el brizo, q*e le siguiesen oo el paso que llevaba»
Tales son las diversas fosee de la vida tamaña. M amargo pese
Sarniento para el padre suele á veces ser el objeto de d*v*iv¡Da pan*
el hijo.
Per fia, llegaron al pió del terrado de los Fetillaate, dbade lews-
peraba ana diputación de la asamblea, compuesta de doq&MtefthM>
que Be adelantaban para ofrecer al ^ an ¿aile en su san*.
Apena» la numerosa concurrencia q» Uenabaaqtot lerfffeáo epw>
cibió al real acompañamiento, cuando estallaron por tod*a>pfffltffar
riosas maldiciones y gritos amenazadoras. ,
. ¡La presencia é* I* reina, sobre todo,. pareció rodoWar so fttor.
«¿foja la austrmco,» faene» las palabra» q«e dumata l**gOiWto*e
pudiere» «ir solamente.
Eo vano procuró Roederer areogar al pueblo.* Millares de votos Mr
soltaba* aoallatau ao^esfuarzo*. finaqadlaapfemo iartMto**} el
otíaMajaeoeí indecisión le podiaperdar, fcibió sota* el testudo, y
mostré al pnebto laiasigaia;Jpkolor>
Us hombre .son loa hsasoa 'desnudos y de rówwatia oaí^tar*^«|lW
blandía *aa enorme pies, exotetod eon atronadora <t#a*
—¡Abajo! /ahajo/ ¡•eabmws con elbsfama teñí.. .
Heodeoep^ aceren y apoderándoí* de <s» tpida, la etfcAtieglro
da) jardín.
A tan inesperado arranque do audacia, dw/nbk se coo*«yo sué#
(ffDrpfttépdo.
Luego, á una sefial de mando del procurador sindico» tóso^ui
imaímiaMo la- gnanti* nacional, el pueblo ee«epar4<p*ro dar pw> á
Luis XVI y á su familia, y da aquel .modo llégalo* basla la pan**
dftipattje de los feuillants.
En aquel aitio estaba formada la guardia de la asamblea. H&
tranquilo el rey, se adelantaba en medio de dos filas de guardias*»*
dónales, pero *> por este cesaran los guatas y uttetfas k la mil».
Ua provenía!, vestido de uniforme, viepdo el efecto foe aqttfUt
escena pradaciaenel semblante del re?, se abarcó ¿ ól y leídjjte
—Nada temáis, señor. Nosotros somos anas bielas gentes» pe*
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MfttmOPA «!♦*
MqiMfeatoe quenas engallen ni nos vandan por mas tiempo. Sed un
buen ciudadano, sefior, y a* es olvidéis de limpiar de ratas el pa-
lacio.
fttederer* 4 qaien debemos esle relato, afiade:
—«¡No os olvidéis!,.. Ta era hora de apercibirse y tenerlo pre~
«Ata*»
firta lahütofindeLoig XVI dorante su reinado.
La familia real logró por fin penetrar en la sala de la asamblea.
Un guardia nacional, de alta estatura, se apoderó del del fio, y le
«atoó dotare la nasa del secretario. La reina le siguió apresurada-
mente, pero tranquilizada al poco ralo, fué á sentarse al lado del rey
en el banco de los ministros.
tos guardia* nacionales que habían escoltado al rey, se retiraron
al extremo de la tala, pero k las vivas interpelaciones de Henriol y
de Cambio, hubieroa de salir á eolooarse en loa corredores.
Luis XVI tomó la palabra, y dijo:
~-<IIp venido aqni para evitar uo gran crimen, y creo que en oía-
gana parte me hallaré mas seguro que en medio de vosotros.
Vergaiánd, que presidía ta asamblea, le contestó la ambigua y si-
fluiente frase:
— Podéis contar con la firmeza de la asamblea. Sus miembros han
jérado aerir en defensa del pueblo, de sus derechos y de las autori-
dades canatituidas.
Al terminar Vergaiaid estas palabras, el rey fué á colocarse i su
lado.
Ghabat entonces manifestó que ta asamblea no podía deliberar de-
lante del rey, y fué preciso rogarle que se retirase al gabinete del
Este recinto se hallaba colocado detrás del sillón del presidente.
Era on hocos eskeoho é incómodo, de dkz pies do ancho por seis de
afta, donde apeoaa podía una persona mantenerse en pié.
Un verja de hierro le separaba de la sala, y fué forzoso hacerla
desaparecer, á fin de que si el pueblo invadía aquel recinto, pudiese
hallar el rey aa m\W eo el seno de la asamblea.
hm XVI, que entendía en cerrajería, ayudó á los trabajadores i
arsatear la veija. y despees se colocó allí con su familia. Desde aquel
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100 PRISIONES
antro hablaba sin cesar con Vergniaud y otros varios diputado*, en-
iré los cuales se hallaban Contard y Colon.
Roederer dio entonces el informe de lo ocurrido, presentando al
pueblo como llegado ya al último grado de irrilack». Acto continuo
se nombraron veinte diputados para ir á arengarle.
Al mismo instante el estampido deí cañón se dejó oir. Todos los
circunstantes se sobrecogieron al oírle; era el ataque de las Tulle-
rías.
El rey tomó la palabra, y dijo:
— Por conducto de Mr. Dervilly he enviado á los suizos la. orden
de retirarse.
Los veinte diputados salieron á cumplir su comisión. Roederer sa*
lió con ellos, y en seguida fué prudentemente á ocultarse ea la casa
de campo de un amigó suyo, distante algunas leguas de París.
Sin embargo, el ruido del cafion continuaba; los diputados vuel-
ven manifestando que nada han podido alcanzar; en la asamblea rei-
na el mayor desorden, y en vano se cubre el presidente, y procura
restablecer el orden y la calma.
Por fin, á las once cesó de repente el ruido de la fusilería, y se
oyeron lejanos gritos de victoria, que poco á poco se reproducían
mas cercanos.
£n un abrir de ojos, las puertas se abrieron de par en par, y la
muchedumbre invadió el pretorio, conduciendo á varios suizos pri-
sioneros, y poniéndolos á la disposición de la asamblea* Esta les dio
libertad, y la calma se volvió á establecer.
Desde el fondo de su escondite Luis XVI había presenciado aquel
espectáculo. Eran los restos de su trono hecho pedazos por el pue-
blo, y ofrecidos en holocausto por este último á la asamblea, que
aun le codiciaba el poder.
Por una estrafia coincidencia, la orden del dia marcaba la discu-
sión sobre la destitución del monarca. Luis XVI la oyó toda entera.
Esta se verificó con la mayor calma, y el rey se|mostró durantejella
Después, Vergniaud levantándose de¿su sillón, fué á la tribuna en
nombre de la comisión revolutionariaXproponer¿:la¿suspension pro-
visional del jefe del poder ejecutivo, y la formación de una con vea*
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1, motivada por ios peligros que corría la patria, y por
la justa desconfianza inspirada por la conducta del rey.
Esta medida, por acerba y dura que parezca en este libro, en el
que ue hemos podido presentar al pueblo mas que en medio de su
ira y desconfianza, se hallaba justificada por la situación de las co-
sas y por los antecedentes.
La multitud de emigrados guiada por los príncipes, se hallaba en
las fronteras atondando reacciones y venganzas, la muerte de la li-
bertad, y el restablecimiento del despotismo en toda su fuerza y
viger.-
Loe reyes de Europa coaligados marchaban con ellos, y amena-
zaban diezmar la Francia. Su generalísimo, el duque de Brunswich,
había dado 4 luz aquel famoso manifiesto, en el cual se hacían pre-
sentes á cada paso y ee cada página sus culpables intenciones.
El rey se enteodia con ellos, y de esto se tenían repetidas pruebas,
daba sus órdenes; es cierto que estas diataban mucho de ser sangui-
narias; pero adulterándolas y llevándolas al extremo, estaban segu-
res de complacerle.
En semejante posición Luis XVI, de suyo débil é indeciso, estaba
maniatado en su maoera de obrar, y solo presentaba á la Francia
poco 4 peco alguna garantía de las que se tenia el derecho de espe-
rar del jefe del estado, y mas cuando las fortunas, la vida, ó la li-
bertad de los ciudadanos se hallaban comprometidas.
Sea por su orden, ó sea por la impericia ó traición de sos minis-
tros, las fronteras se hallaban abandonadas, y solo á fuerza de valor
y de energía defendían el territorio francés los generales y soldados
palmo á palmo.
El pueblo y la mayoría de la asamblea atribuían á Luis XVI este
estado de cosas que su situación particular parecía motivar, y que t>u
huida á Várennos justificaba*
De aqri se seguía la guerra ruda, pero leal, que las diversas asam-
bleas le habían hecho, y la lucha perpetua del hombre honrado con-
tra las apariencias y forzoso hábito de liberticida, arrancándole á
veces conatos de traición, que un clérigo tenia el derecho de absol-
ver, tranquilizándole y fortaleciéndole en el tribunal de la peat-
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70£
La reprobación de la nación héeia tos- dérigasi ante ion
Loig XVI ge prosternaba sin cesar; la altanería y léeos arraáq*s de
la reina, lo* periódicos realista* contando victoria y pidiendo veb-
ganza y ttti€Wo¡ en fin, cuantos nobtes habían quedado ed Paiis;
conspirando á la par contra el poder legal; tales eran \m motives
qne apresuraron la destilación.
En cfrcnnstaneias tales como las que por entonces atravesaba' la
Francia desde tos estados genérate, habría neeeshaé» Luís XVI el
valor de un hombte y la dignidad de en rey, y «oto tenca en cambes1
la debilidad de un hombre honrado y la resignación de un cristiana.
Fué adémte por na* consecuencia que parecía fatal, y que £n
emtttffgn ^era muy natural, la misma vot da Vergniaud, que, preá-
dfebdo la tonvenfeíoti nacional1, proouoctó el decreto de muerte $*
Luis XVI, en *n caHdad de presidente de la asamblea Ie¿Mtativ»ha>-
bia <prdneneiado sn destiftmtoa.
La familia real debía qoedarse eir el soso de la asamblea y bajo su
satoguárdia hasta nueva orden, aegun el decreto.
Las proclamas y edictos fijados en París deáanqUe lai
gnftrdaba en rehenes á la familia réak
tais XVI y s« familia no salieron del cuartito del logógmfeH
las dos y media de la ffládmgade, en el momento de («vastarse la
sesieé.
Desde allí fueron tíondneMoral antiguo convento de loe Fe#ileeU>
colocándolos pam pasar la noehe *n la habitación del arquitecto, qne
era una sala conígoa al corredor, donde en algún tiempo Átala el
dormitorio de los fraBes.
La citada habitación constaba de cuatro celdas, que se cantonea*
bán eáfr¿ si. La primera sirvió de ante-cámara: el rey se taottó'en
la seguud», la reina y (^princesa en la torcera* y adelfa y lanefa-
ra de Tourzel fueron instalados en la cuarta. ■
0*ru habitado», separada de las anteriores, día asila 4 ta infanta
Elisabeth y á laprincesa de Lamballe.
Efa las cercanías del convento se colocó una numerosa g«ardk, y
n* se pefmtlla^ntrar ni salir sin un pase firmado por el inspector de
aquel distrito.
Allí quedó confinada la familia real mientras duraron las
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fttlQMtá. W
da Ja amafrlea» haHa eliiaaftsatem^JfléttiulttMaal Temple.
c Habiendo podido escapar con vida, dice Hoe, de los peligros dea
1A4» egastPv ydeapimdt Jbator salvada loa innitmerables obslteu-
10*410 a i«U p«>w*t#0 *e oponía* *«cada pwo, poda a) 6n peaeUar
4» la JmlubKMa d«l ny.
Al iV^ac4ornw*, y tea» cubierta U<*be» ea*, u» mal pedaw <fe
Jala» S« pMarjuMtfa fritad* aa tyd an. mi, «# bao apjroiiAW i éA,
y aW/wlléwlp** Ja «upa» pa pmgaató coa viva interés la*,d*taito>
da cwaIo -ocwrló^ Qalawd^P^euaalida»,
,ga 4a oprawa dfil profundo dato fl«e uja .a<w«pdb# , y «melada?
«wÁwbflrpto* peíate** te #oUows, ¿Raro {Mida coactada. *
>Ka a4w4:8íHo bftbi* auareaaído un cpd» ¿táparo degaatUe*-
bertrn*,? <te ¿m*** leeonJeacomo yo, á fegna da4*wto« taK*-
roD peueuy {«raedor afires ww»r
co y postrer homepw 4p I» fidelidad pan «» la daegmnt! ttjgoa
iptWftJttda, ? jlcr, maa loarte ana que la d* bafeer espapado p»ra de-
ffpd4r.au lHfiro»|ecaa¿ su* sqbacanae. ¡Ka ai eraTaMftda J¿% ftw>
llanto solo se padia hallar la persecución y la muerte!
Ub*<^^r#*lJb#^ TuMffWlesdió
tnmto.pam l'aw amgo «na atenué 4* fwdoflwa cocían ^so-
IntMMpte.basta. da la* ***** um iadupenfflbies.
Un oficial *u*<v,da.la a*uuua,íKr^ leauvi^ algoo^^aoa. l#
rtyaa¿wtyi$ ^ larfafyrií* 4a GnHamqat aiffW'TWa MftfW Y* J*8-
ttyps, J^dy ^tfeeplqtf, efp«Mel auttawfo (kl^gUtarra, y %w
fué la ónica persona que pasó con la soberana la ¿lUtaa W$0 ei),b|#
TflMu»> al 8 <i? agoito, 1» wwó para *> <Wfa dignaos veaMifai de
su hijo, de la misma edad que el principa.
^.tantarán mu* Mwpo Jwwraonaa quetjwmptfatai la,r»i
ftpifr a%racibir lerdeo 4a reUrarae, y 4a asamblea k^isUliva^l nu-
lificar al rey esta decisión por condooto jfel impaotor» le panfeelaba
gna. eu al adatada eniiacumen que al puaWo «a bailaba, «aliante
ann ppr *4 fflfeÁW cqmbaledaíea Tftllerias, ara el hacino <w*WW
ap^l^ roblan 4 su jaíja aa pni taxia» prewi£^r/tepHav#s4Wíniflas.
A^jqpoüMr psi* noticia, tais XVI aclamó:
— j^4acir wama hallapiwol iGtflos fué mu feto va WrftW
sos amigos le acompasaron hasta fll.wpjicia!
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7#{ MUSION**
Tal era el modo que Luis I VI tenia de jutgar de las ooeas ea aque-
lla situación.
Había oído los cañonazos de las Tullerias; y al pueblo, veocedoi'de
sus soldados, que pronunciada so destitución delante de él, acusando*
le á la par de débil y traidor. En aquel momento mismo podía oir les
gritos de muerte que el populacho proferia contra él y los suyos. So
hallaba rodeado de guardias por todas partes; en poder de una asam-
blea severa, á dos pasos de su palacio, cuyo destrozo y pillaje atesti-
guaban las iras de todo un pueblo. Millares de picas y sangrientos tro-
feos circuían la entrada de aquel recinto; se hallaba reducido i vivir
en una cloaca con toda su familia, y aun se estrellaba de hallarse
prisionero!... Aquellas pocas palabras atestiguaban la manera como
habia apreciado Luis XVI los grandes sucesos por que su funesto rei-
nado había pasado, y de lo que le servia tan severa lección.
La reina no se había equivocado desde el principio. *
— ¡Ahora, dijo á aquellos nobles, sentiremos mas que nunca el
vernos privados de vuestra competía, tan dulce en esta triste si-
tuación!...
— I Adiós, seflores! ¡Quiera el cielo que nos volvamos á ver!
Aquellos últimos servidores' de la caída monarquía, ofrecieron á
sus amos como última muestra de su adhesión cuanto oro, plata y
asignados poseían, pero los reyes no aceptaron su oferta.
Visado aquello Aubier, dejó sobre una mesa cincuenta luises, tra-
tando de ausentarse prontamente; mas la reina le detuvo» obligán-
dole i recogerlos, y le dijo:
—Tomad vuestro oro, pues lo necesitareis mas que nosotros.
Vuestra vida será mas larga.
La cena tocaba ya & su fin, y durante ella, siguiendo la etiqueta,
los gentiles-hombres de cámara la servían. Debía ser la última ves
que aquella ceremonia tuviese lugar.
Al terminarse, los nobles se retiraron por temor de ser presos, y
la soledad y el dolor se apoderaron de aquella desolada familia.
El principa de Poix habia ofrecido & Luis XVI establecer su resi-
dencia en el Hotel de Noailles, pero el rey no podia ya elegir; I»
asamblea legislativa habia puesto ya al debate la cuestión del sitio
donde se debería alojar el ex -monarca.
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Dft ENLOPA. 70B
i se habían propuesto el pilado de la Cbancilteria y
el Luxemburgo, del cual se habían visitado minuciosamente los sub-
terráneos, asi cono también el palacio del Arzobispado.
Al mismo tiempo se indicó el lindo palacio de Beaumarchais, si-
tiado en el boulevard de la Bastilla.
El distrito, encargado de la familia real, declaró que no aceptaba
ninguna ciase de responsabilidad si no se la conducía al Temple, que
por su posición aislada ofrecía toda seguridad.
Manuel hito la proposición , añadiendo que Luis se debería con-
fiar exclusivamente 4 la lealtad del pueblo y 4 la vigilancia de las
autoridades.
Acababa de recibir Luis XVI el día 43 de agosto, por conducto de
una mano amiga, el manifiesto de los principes y las cartas que le
dirigían, cuando le anunciaron la visita de Petion, alcalde de París,
viéndose precisado 4 ocultar apresuradamente aquellos paj eles, que
vistos, habrían agravado su situación.
Petion y Bourdon se presentaron 4 su vista, notificándole que eran
los encargados de conducirle al Temple.
A las cuatro en punto se pusieren en camino.
La familia real atravesó por medio de un inmenso gentío, agrupa-
do en las habitaciones y patios de los Feuillants.
Los carruajes dispuestos eran dos inmensos coches tirados por dos
caballos cada uno.
En el primero se instalaron el rey, la reina, sus hijos, la sefiora
Blisabeth, la princesa de Lamballe, la sefiora de Tounel y su hija
Paulina.
Petion y Manuel se colocaron también en este coche.
En el segundo iba el acompafiamiento del rey y dos oficiales déla
t municipalidad.
Los carruajes fueron escoltados por numerosa guardia nacional de
infantería, lo cual , unido al impedimento que ofrecía el numeroso
pueblo que obstruía todas las calles, esplica el por que se tardó tanto
tiempo en recorrer la distancia que mediaba hasta el Temple, sin que
demostrase ser cosa de antemano concertada entre Manuel y Petion.
Aquel mismo día se hicieron pedasos por el furor popular todas
las estatuas de los reyes de Francia; y tal erad estado de exaltación
st
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70C tSMGNES
del pmUo en aquellos mementos, que habiéndotele asenptd* alga-
bu palabras imprudentes acerca de «tía mutilación al pomai nitrito
de la gendarmería Mr. Guingerlot, al pasar per la plaza de las Vic-
4arias, Aié hecho pedazos por el populacho.
La comitiva real atravesó por la ptea de Vanee**, donde taes-
4¿ftui£de Luis XI Y ae veía en el suelo, rodeada de la mneheduiHbre
que la observaba coa curiosidad, asombrándose de qm aquellos tan*
ees no fuesen macizos.
Alguno* decían:
—jCaltó (estaban vacíos!
—Sí, lodo vacio, dijo nn diputado, que se hallaba confundido w-
4tete<auehedumbro; ¡todov&oio! ¡pod* yetftátea!
Luis XVI, desde el fondo del carruaje, íaé testigo de «te especia*-
culo, y tal vez llegaron á sus oídos aquellas palabras.
Además, duraMe Ja caminata, pudo ver repelidas veces el furor
con que el pueblo destrozaba cnanto podía retardar el poder real.
Sin embargo, no apartó la vista de aquel espeotáculo, como «i hu-
biese querido familiarizarse oon él, ni dio una señal siquiera de im*
paciencia, y constantemente se mostró «recogido y sileaeieso.
La reina, per el oontrario, parecía asustada de cuanto veía, y so-
bre todo'del tumulto y de lis vocels del pueblo. Petion, qubriend»
tranqniliiarla, la dijo:
—Nada temáis, sefiora; el pueblo es bueno, y á pesar de su dss-
«entonto, no os hará ningún mal.
— rSolo hará su deber, asi como vos también, le contestó dara-
mente la reina, sin dignarse mirarle.
Aquella escena era na recuerdo fiel de lo ocurrido m Várennos.
Entonces como en aquel momento, Palian fué el encargado de con-
ducirla \ París.
Los caches llegaron al Temple á las siete de Ja noche.
Santerre, recien nombrado comandante de la guardia nacional pa-
risiense, los esperaba en el patio, y acompañó i la real familia hasta
el palacio deque anteriormente nos hemos ocupado, y que tan radi»
cálmente debia cambiar de aspecto desde la revolución.
Los ricos muebles y tapicerías habían desaparecido, y no quedaba
ya traza alguna del aparato que había ostentada elgran priec, y dei
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di mar*. w
lqp ton fie «I caída de Artou, le había ¿atorado. Sin duda este
debió ser el mas amargo recuerdo de cuantos á la reina debieron
acudir, al acordarse de la» brillantes totee que alU la habiw dado.
, Al entrar en las torres, sns recueras debieroa ser mas dotamos
aun, pues no debería olvida** que allí le dijo al conde de Arlois, cuanr
da Uk pregnaJó si volvería, prejg#> A aquel sitio, y le contesté:
— ¡Lo mas pronto qoe pueda!
\4 suerte y el destino de los reyes y grandes de la tierra también
se halla bajo la mano d* Dios, y el inflexible poder del destino.
La primera comida la hizo la familia real en el palacio, y Manuel
asplM dís pié al lado del rey.
A media noche fueron trasladados los prisionero* á las torree, don-
de, oadft estaba dispuesto para recibirlas.
Al entrar allí, triste recinto do por largo tiempo debia habitar
acuella desolada familia, oprimido el corazón de sus amigos y fieles
qervirtore#, el detcoasnaio llegó al colmo, y da caenia Bue de sus
impresiones del modo siguiente:
tfy municipal, llevando en la mano una linterna, eranoeslrogaia.
A la débil lw que producía» procuré descubrir el sitio que se des-
tinaba ^ la familia real , que era el cuerpo del edificio donde, por su
estenróo y vasta local, las sombras de la noche producían un efecto
*A* mas aterrador.
Sin poder ver nada, me parecía notar algo que demostraba una
diferencia potable entre esta parte del edificio y el palacio de donde
acabábamos de salir.
El altísimo techo, cerca del cual se ostentaban altas venían**, es*
taba lleno de troneras cerca de las cuales habia colocados faroles de
trecho en trecho, y & su escasa luz no me pude dar cuenta exacta de
la parte de edificio donde nos hallábamos, y que me era totalmente
desconocida.
tSubi algmos escalones, que me condujeren 4 una escalera baja y
estrecha, construida en forma de espiral y á la que se entraba por
una paertecita, también baja y estrecha.
Al final de esta escalera, hallé otra mas pequeña, que me condqjo
al segundo piso: pode convencerme de que me hallaba en una de
ta* torres, y penetré en una estancia á la cual le daba luz una sola
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i#s maroma
ventana, y donde no había mueble alguno, mas que ana mala cama
y tres sillas viejas.
—«Aquí dormirá tu amo, me dijo el municipal. »
Chamilly me había seguido de cerca; ambos nos miramos el uno
al otro, y no pudimos proferir una sola palabra.
Como por caridad, nos echaron encima un par de sábanas, y salie-
ron dejándonos solos algunos instantes.
Una alcoba pequeña y húmeda contenia una mala cama, y á juz-
gar por lo que pudimos ver, anunciaba estar cuajada de insectos, que
nos dimos la mejor mafia posible en extinguir.
Cuando Luis XVI, so familia y las personas que quisieron parti-
cipar de su desgracia entraron en la torre, lo primero que se presen-
tó á su vista, fueron los harapos pertenecientes al conserge, que es-
taban colgados.de una cuerda para secarse.
Era la una de la noche. La señora de Tounsel á cosa de las once
había acostado al defin, que tardó poco en dormirse, rendido por el
cansancio, en brazos de los que le conducían.
Al entrar en el cuarto que se le había destinado, vio Luis XVI al*
ganos cuadros colocados en la pared, cuyos asuntos no le parecieron
convenientes, y descolgándolos, dijo:
—No quiero que semejantes cosas estén k la vista de mi hija.
La señora Elisabelh tuvo que acostarse en un cuarto que había
servido de cocina, y según consta de un dicho de la duquesa de An-
gulema, el mismo Manuel se avergonzó de conducirla á aquel sitio.
Una estrafia circunstancia llamó aquella noche la atención de to-
dos nosotros, y fué, que un hombre de larga barba y de siniestra fi-
sonomía, que durante el trayecto había ido al lado del coche gri-
tando:
— «¡Muera el tirano! {libertad ó muerte!» fué la persona encarga*
da de hacer los honores de la recepción en aquel sitio, distinguién-
dose por su asiduidad y esmero en acudir á todo y 4 todos.
Sin que nadie supiese como ni de que manera, se había inlrodaci-
do en aquel sitio, ofreciéndose á trasladar los muebles y arreglar los
cuartos, no consintiendo en retirarse hasta que la familia real estuvo
instalada y acostada.
¿Seria un celoso ciudadano que velaba por el exacto cumplimiento
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DB «OMITA. H*
de la voluntad popular, desconfiando de las autoridades del distrito,
ó tal vez un partidario de la familia real disfrazado? Es cosa que ja-
ato se pudo descubrir.
Los delegados por su parte, tomaron cuantas precauciones son
imaginables para cubrir so responsabilidad, sin que descuidasen la
El dia 4 5 de agosto lograron que se despidiese á todas las personas
que por abnegación y carifio habían seguido á los principes, pero este
decreto no se puso en ejecacion hasta el dia 19, gracias á la in-
fluencia de Manuel. Esta orden se ejecutó por la noche.
La princesa de Lamballe, la señora de Tourzel y su hija Paulina,
la sefiora de Navarra, y las damas de honor de la reina, fueron des-
pedidas da aquel sitio, en compañía de Hue y de Cbamilly.
Reunidos en la misma pieza de la torre, esperamos en silencio y
aterrorizados nuestra ulterior suerte. Al cabo de largo rato se abrió
1* puerta; & la luz de algunas antorchas nos hicieron atravesar el
jardín, y cruzando la puerta principal del palacio nos obligaron 4 su-
bir en unos coches de alquiler.»
Al siguiente dia, supieron los prisioneros que aquellas personas
no debían volver mas. Solamente Hue volvió por la noche, y algu-
nos días después pusieron á su lado, para el servicio del rey, á un
antiguo empleado en el resguardo llamado Tison, el cual en compa-
ñía de su mujer, debía encargarse de las faenas mayores del servicio.
Igualmente manifestó la comisión encargada su celo en la vigi-
lancia interior de la torre, además de los guardias exteriores, colo-
cando dentro un reten de cincuenta hombres.
Estos, para maye»1 seguridad, debían ser elegidos entre todas las
legiones de la guardia nacional, y obligados á estar dentro de la tor-
re veinte y cuatro horas, sin poder salir. Su manutención era de cuen-
ta del Estado.
Cierto número de oficiales de la municipalidad debían formar un
consejo permanente, que también debería residir en la torre, y ser
renovado cada veinte y cuatro horas.
Dos de entre estos, y después mayor número, y en los casos en que
la familia real se separaba, debían seguirlos constantemente á su la-
do, sin perderlos de vista ni un instante.
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71* MUSJÚMB
Bl 47 se decretó que se hiciese un mvo y un and» f eso ai re-
dedor de la torre, coa »a puente levadizo para el case necesario.
Estos trabajos se confiaron i Palloy, el arquitecto encargado déla
demolición de la Bastilla.
Para mejor lograr este objeto, se derribó una gran parte del pela*
ció, y todos los edificios adyacentes á él é inmediatos á la terne, ¿fia
da dejarla aislada.
La parte de jardín que debía servir de paseo á ios prisioneros, bé
cercada también por un alio muro, evitando de este mode que las
vecinos les pudiesen ver cuando saliao. La mayor parle de las iwh
tanas se tapiaron, y las restantes fueron guarnecidas de gruesas bar-
rotes de hierro, ocultándola* por la parte exterior cea anchas y lar-
gas pantallas, que 10 permiten á los prisioneros, ver desde el intorier
le que pasaba por fuera.
La escalera que conducía á los pisea superiores tenia seis puerto
de hierro, guarnecidas con g ruesoa cerrojos, y no se podi* abrir la
una hasta que la anterior se había cerrado cuidadosamente. A la
entrada de la escalera habia la séptima puerta de hierro, tan fuerte
y gruesa, que, según dice un contemporáneo, se Decantare* cincuenta
hambres para poder colocarla sobre sus goznes.
Segnn Hue, esta puerta era procedente Ue las prisiones de Cha-
teleL.
Tal Cae la nueva transformación que sufrió la tare del Temple.
A esla innovación siguieron las medida* de precaución que adop-
tó la municipalidad, y que por cierto eran sumamente molestas para
la familia real, á la par que crueles las mas de las ve$es.
Además de la grosería de algunos oficiales municipales para con
el rey y con las princesas, habia otros que las hacían extensiva* has*
ta la Urania.
Varios otros seguían al rey basta su mismo retrete, en el eaal
apenas eabian dos personas. Unos se sentaba» i su lado; otros se
contentaban con esperar en el gabinete inmediato, dqande, empero,
1& puerta abierta.
No faltó alguno que no qniso sepárame de la rema mientras ha-
cia su toilette,
, Estas precauciones, llevada* al fittJWM, y 4 veflesJHtf* ú ridfo»*
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DiKWlOfA 111
lo, «elütateiá la «ai familia ¡nffeitamaale, y J* entonto, las so-
portaban era paciencia.
En parte, el rigor antedicho se justificaba, poca á pesar de toda»
las manifestaciones de los realistas se repelías een frecuencia, y es-
tos no dejaron de tener siempre relaciones con los presos.
EslaoiroBBstaacia es digna de espüearse detenidamente. AI pria-
cipio de su prisión, las reuniones de tres ó cuatrocientas personas
eran frecuentes» y se revelaban por medio de gritos y voces subver-
sivas.
JE1 dia 25, dia del rey, la reamas exterior aumentó en doble Da-
ñera, y £né aun mocha mas significativa, y par último, el dia $8
fueron detenidos varios individuos dentro del patío del Temple, fe-
aanlando planos del adifirio
En el interior habitaba Clery , ayuda de cámara «del rey, al cual,
por medio de las visitas semanales que su esposa le hacia, tenia co-
nocimiento de cuanto sucedía ea París y «a teda la Francia, siempre
que el aamisaria <se descuidaba en la mas mínimo.
La sefiora Clery conducía como acompaOaata á una de sos ami-
ga a. qm jasaba tpor pariente cercana, ora el solo objeto de distraer
la vigilancia del Argos.
Petate mado Clery reotbta periódicos y cartas, que desptoes^o-
monicaba al rey.
Un tal Tuugy, mato de cocina y furibundo realista, >se entendía
ara Clery, y siéndole permitida eatner y salir en el Templa, aenria
de correo para las inteligencias secretas del rey can sos partidarios.
La familia real tenia también relaciones directas cea un guardia
anciana!* limando Zoulaa, y nueve compaieros sayos, los días en que
sn hallaban de guardia ea el Temple, instruyéndola de cnanto sa-
bían, y desempeñando les encargas que se les daban.
Por este medio tuvieron lagar las relaciones de la reina con Ha-
noel, de las anales haremos referencia mas tarde.
Lamayerdifiouliadqaese ofrecía era oemunioar al rey cual*
lesquiera de las noticias gue deutoo de la torre se reoibian.
Clery, mas qne alna peraona algana, por ser el natural menssffero
antas al rey y sn familia, asparimentaba estas dificultades, y algunas
veees pasaba días enteros sin podesle decir al rey unaaola palabm,
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7ii Nusioms
en razón de que al levantarse ó al acostarse el rey, sus guardianes se
hallaban constantemente en la pieza inmediata, y tenían la puerta
abierta.
Preciso era recurrir á mil ardides para llamar la atención de les
municipales. Las mas veces era la señora Elisabeth la encargada dé
esta comisión, por ser la menos vigilada, ó bien los dos nifios, por
medio de sus juegos y alegres risotadas, haciendo que no se pudie-
sen oir las palabras proferidas en el interior de los apartamentos.
Los sufrimientos y la persecución de la real familia no quedaban
ahí, y por motivos que referiremos, llegaban á veces los guardias á
ejercer con ellos medidas de violencia y ultrajes, que no podemos
menos de vituperar.
Los artilleros, cuando la familia real sabia á su prisión, cantaban
el siguiente estribillo:
Madama va á la torre;
no sé si bajará.
En las paredes y puertas de la torre se veian constantemente ins-
cripciones groseras y crueles.
Una vez halló el rey escritas en la puerta de su cuarto las siguientes
palabras:
—«La guillotina está levantada, y espera al tirano Luis XVI.» El
rey dio orden á Glery para que no las borrase.
Algunos de los escritos decían: «La señora "Vetó tendrá que bai-
lar. Nosotros arreglaremos la pitanza del cerdo mayor, y estrangu-
laremos á los lobeznos. »
Además de los escritos había también algunos diseños represen-
tando una horca, de 1* cual pendía un hombre con un escrito al pe-
cho, que decía: «Luis tomando un baño de aire.» Una guillotina con
las siguientes palabras: «Luis escupiendo en el saco.»
Entre los carceleros y demás empleados del Temple se distinguían
RÍ8berg y Rochen este último, que mas larde se distinguió arengando
á la convención en Lyon, al conducir á Marat después de su proceso,
era un ente singular y de aspecto atroz.
Vestido de zapador, con largos bigotes y una gorra de pelo, arras-
trando un largo y pesado sable, y pendientes de su cintura un gran
manojo de llaves, no abría la puerta nías que en el momento en que
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UetreekrtlilabnliarfaL
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DlgUMTA. ~l*
los prisioneros galian á paseo, procurando siempre hacerles esp< rar.
El referido personaje confesaba orgulloso cuantos recursos se le
ocurrían para hacer mas penosa la prisión á la familia real, por
cuantos medios estaban á su alcance, y decía: cAntonieta estaba muy
orgallosa al principio, pero la he hecho bajar su orgullo; sa hijo y
Elisabeth, á pesar suyo, me hacen la referencia; es tan baja la puerta,
que al pasar por ella se veo obligadas á inclinarse delante de mi, y
cada ves que pasan, á la tal Elisabeth la echo á la cara una bocanada
de hamo de la pipa.» El otro día le dijo á uno de nuestros comisa-
rios:— «¿Por qué (tama siempre Rocher?»
—Sin duda porque le agrada; contestó el municipal.
Tal lenguaje, tales inscripciones, asi como los cánticos y toda da-
se de leas acciones que contra los prisioneros se cometían, las cree-
mos dignas de toda censara y reprobación •
El trance en que se hallaba la municipalidad del distrito era en
extremo peligroso. Al conducir al Temple á Luis XVI, el partido re-
volucionario habia roto completamente con el pasado, y la lucha, en-
tablada entre el partido realista exterior é interior en medio de los
ejércitos coaligados, no podia dar otro resaltado que la destrucción
de ano de los dos partidos.
La municipalidad era responsable de los prisioneros confiados á sa
custodia, y por lo tanto debía asegurarse de los amigos exteriores
tanto como de los enemigos que tenia en el interior de la torre.
Temerosa é inquieta, ejercía una vigilancia tiránica dentro, derra-
mando por fuera el oro que no permitía entrar en la prisión por te-
mor de la corrupción.
Desde el 13 de agosto al 30 de noviembre gastó 33,000 francos
para el gasto ordinario; y para el de la mesa, en el que se com-
prendían trece personas, empleaba 28,745 libras cada dos meses. Una
sola de las trece personas podia penetrar en la torre, y esa era Tur-
gy, que tanto sirvió á la familia real, lo cual demuestra que aun á
pesar de su vigilancia, era engallada la municipalidad.
A fin del mes de octubre, el rey y la reina fueron trasladados á sos
nuevas habitaciones. La del rey se halló preparada macho antes, y de
sa distribución daremos caenta inmediatamente.
El entresuelo se hallaba dispuesto para el servicio de los oficiales
rao a. t#
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11 i fftttlONKS
de. municipio. El pito principal servia de cuerpo de guardia.
El segando p«ra habitación del rey y del delfin. La lorreí cfla-
Arada se habia dividido en cuatro departamentos pot medio de ta-
blones.
t La primera pie» de su habitación, dice Ciety éfc das inetnoKtó,
era dna antecámara, coyas tres pttmte conducía* á Id» Ireé ólrofc
departamentos. En Chente de la puerta de entrada Se hallaba la habi-
tación M rey, y en esla sé posó la cama del delflfi. La íiiá estaba
á la derecha, como también el comedor. En la habitación dtil rey
habia una chimenea, y otra mayor, colocada éft lá piézá de entrada,
calentaba las demás habitaciones.
Cada una de estas tenia nna ventana con fcrtiesos barroteá de hier-
ro ¿ la parte de afuera, y pantallas qi$ hñpedián lá cirtíufácion del
aire. Las repisas de las ventanas tenian nneVé pié* de ancho» y está
circunstancia hacia la luí aun mas escasa.
Otra torrecilla, que daba al gabinete del rey, servia de cuarto fle
tocador.
En la tercera pieza se habia habilitado un guarda ropa, y §ü ti
cuarta estaba el depósito de leña para las estufas, poniendo allí tárt-
bien de dia los catres en que dormían los guardianes del rey.
Las cüátrd piezas tenían un techo pofetizo de felá , y lá¿ patedes
Id habiln cubierto dé papel dé poco precio. El de lá antecámara
representaba una prisión , y entre los lienzo* de 14 mifcmá sé ha-
llaban escritos en gruesos caracteres el edicto y lá declaración del
decreto acerca de los derechos del hombre, en medio de una franja
tricolor.
Una cOíÜóda, un pequeffo escritorio, cuatro Mllás de tapi&ríá, un
sillón, algunas Sillas de paja, una mesa, un espejo pequeffo colocado
etóma de la chimenea, y ana cama tapizada de damasco Verde,
componfah todos los muebles de aquella habitación, que se habían ta-
cado del palacio del Templé. Lá cania del rey tora lá qüft servia para
el capitán de guardias de taotóefior el conde dé Artóis.
I& reiua habitaba eü el tercer piso, y la distHbucioh *rá, póCoínas
ó menob, la misma que la del segundo. Ttssoá y su mujer fáeroh
colocados debajo de lá alcoba del rey.
Sotóte el reloj, que estaba en fa cbítaénéa tfeieúárto dbl ifey, se
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DE lUHOfA TIB
leía: «Lepante, relojero del rey.» Lea dos últimas palabras fueron
borradas» poniendo en sa lagar *de la república.*
£1 rey $e levantaba lodoa los días á las seis; se afeitaba él mis-
mo, y pasaba después á su gabinete, dejando la puerta abierta para
que mejor se pudiese ejercer sobre él toda clase de vigilancia. Se
ponía de rodillas, y en esta postura hacia su cotidiana oración, le-
yendo el oficio tifi los caballeros del Santo-Espíritu.
A las nueve le venían á buscar con el delfín jwura desayunarse, y
subiendo á la habitación de la reina, almorzaban en familia.
Después del desayuno, Clery peinaba á las princesas, y la sefiorita
Efalt por orden de su madre, aprendía á peinar.
Durante este tiempo, el rey jugaba una partida al ajedrez, á las
dmoes ó 2*1 trictrac, con la niña que se hallare ya libre del peinado.
A las diez el rey daba lección al deifln, y la reina á su hija, y
terminada esta operación, traducía para si algunos autores latinos, y
con preferencia 4 Horacio.
Daba lección de historia á su familia en general, ó bien de geogra-
fía ó de cálculo, y en esto le ayudaban la reina y la sefiorita Real.
Clery data á los príncipes sa lección de escritura, y las princesas
después se entretenían en varios trabajos de aguja , quedándose el
rey leyendo, adentras el delfín y su hermana jugaban al volante.
Si el tiempo era bueno, á la ana daban su paseo por el jardín, .es-
collados por cuatro guardias municipales; y allí, ya que en el inte-
rior solo recibían insultos y malos tratamientos, recibían en cambio
el .consuelo que dan las muestras de simpatías é interés de parte de
las personas que se agrupaban A verlos desde sos ventanas.
A las dos entraban á comer, y á esta hora iba diariamente al Tem-
ple Santerre, con el objeto de hacer un minucioso examen de todas
las habitaciones.
JB1 rey eolia hablarle alguna ves; pero notamos que la reina jamás
le dirigió la palabra.
Las .lecciones, la lectora y los juegos, continuaban hasta las cua-
tro, y á dicha hora el rey ae acostaba un rato. Al caer el dia, la fa-
milia real se colocaba al rededor de ana mesa; la reina ó la sefiorita
Blisabeth tomaban un libro, y en alta voz leian algún pasage de la
historia deFrancia, ó alguna obra dramática de los principales autores.
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716 PRISIONES
Generalmente aquellas lecturas eran una alusión al actual estado
de ia real familia. A las ocho daban de cenar al delfín , que era el
primero qne se iba á acostar. Dorante aquella cena, el rey para dis-
traerse, se divertía en poner acertijos escogidos entre la colección del
Mercurio de Francia.
Una noche propuso uno que pareció i todo el mundo difícil.
Los mas aptos desistieron, y como el rey se empellase en aclarar-
lo, dio algunas esplicaciones al efecto, pero fué inútil, viéndose
precisado á decir:
— tSin embargo, hijos mios: es lo que debemos tener presente no-
che y dia, pues el hado adverso nos lo impone.» Es la palabra «5o-
•crificio.*
A las nueve el rey cenaba en familia, refirándqpe á su cuarto, don-
de leia hasta media noche. Las obras de su preferencia erao la imi-
tación de Jesucristo; todo el teatro clásico; El Tasso, en italiano; to-
dos los autores latinos; Montes quien, lodo3 los viajes; la historia de
Francia, y la de Inglaterra, por Hume. En este libro estudiaba, so-
bre todo, el cautiverio y proceso de Garlos I. Durante su prisión, le-
yó Luis XVI doscientos cincuenta tomos, sacados de la biblioteca de
la orden de Malta, que existía aun en parte.
Cuenta Hue que la primera vez que entró en aquella biblioteca
acompañando al rey, le dijo éste al ver allí las obras de Yol taire y de
Rousseau:
— t Esos dos hombres han perdido á la Francia.»
A las doce de la noche, cuando el rey se quería acostar, colocaban
los municipales sus camas contra la puerta del cuarto del rey.
En la prisión Luis XVI, daba cada dia muestras de devoción y
piedad, ayunando y comiendo de vigilia los viernes. Los domingos
y dias festivos leia con suma atención el sacrificio de la misa , y su
caima y resignación denotaban el plan que se había propuesto seguir
hasta que se consumase su sacrificio.
La reina, por el contrario, experimentaba algunas veces raptos de
cólera y de mal humor, que procuraba inútilmente contener.
Como prueba irrecusable de la verdad de nuestro relato, daremos
en seguida ios estrados de los curiosísimos informes que daban cada
dia los comisarios á la municipalidad.
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«42 de setiembre. — Luis pasa ana grao parle del dia eo familia,
ó se pasea leyendo. La seOora Elisabeth hace otro tanto.»
t20 de setiembre.— Luis XY1 se ocupa de literatura en su torre,
y toma varías notas con su lapicero. Esplica á sus hijos algunos tro-
ios latinos, y procura escoger los mas análogos á sus circunstancias.
Haría Anlooiela les hace leer, y á veces recitar diálogos de memo-
ría. La seSorita Elisabeih enseña á su sobrina las cuentas y el dibujo.
•Después de comer, se pasa el tiempo entre alguna que otra parti-
da de piquet, ó en la lectura ó en conversación, y procuran por todos
los medios imaginables hablar á los comisarios. A cosa de las cinco ó
las seis, si el tiempo es bueno, se pasea; y si no, vuelta á la lec-
tura.
•Por las noches se lee en alia voz, y ordinariamente se escogen las
cartas de Cecilia. Después de esta lectura, que suele llevar tras de si
largas explicaciones, á las cuales presta la familia grande interés,
se proponen enigmas. Se adivinan los del mercurio , se juega á los
naipes, etc. Entre día, las ocupaciones sueleo ser iguales, y este
pasatiempo se reproduce á cada hora constantemente.
•Los comisarios de la municipalidad han creído notar que se pro-
ponían hablar en cifra, empleando delante de ellos un lenguaje gero-
glífico y misterioso. »
Esta vida uniforme no se interrumpió mas que por los inci-
dentes de que vamos á dar cuenta , y se creerá estrado por cierto
el ver la conformidad é indiferencia con que parecía que veía al rey
cuanto él y su familia sufrían en la prisión , reservándonos respecto
á esto hacer las reflexiones que el profundo esiudio de los hechos
y cosas nos ha sugerido: por el pronto nos concretaremos á pro-
seguir la relación de los hechos.
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718 l'fttSIOfWS
ni.
Entrada d* Clety en el Temple.— Hae sale para no volver.— Kl i de setiembre.
—Primera visita de Manuel. —Grao tumulto al pié de la torre.— Dipotoowo
del pueblo cerca de los prisioneros. — Se anuncia á la reina la muerte dt
la princesa de Lamballe. — La cabeza de esta priocesa colocada en ana pica,—
firmeza de los oficiales del municipio. — La cinta tricolor. —Cuarenta y cinco <
sueldos.— Conducta de Manuel.— Se entiende con la reina. — Se declara 1a abo-
lición del poder real, proclamando la república. — Lubin.— Voz de estentor.—
fiebert t llamado El Padre Duchesne.— Calma del rey y de la reina.— St fes
quita á los prisioneros todo madio de poder escribir, y las armas de cualquiera
clase.— Mal humor de la reina.— Separación del rey y de sq familia.— Llanto dt
las princesas .^Enternecimiento de Simón— Les es permitido verse y vivir jun-
tos.—Segunda visita de Manoel al Temple.— Armando íde la Meóse).- Dos
desconocidos.- Le obligan al rey á quitarse sus condecoraciones.— Movimiento de
impaciencia de Luis XVI.— Palabras de Manuel á Armando.— Informe de Manuel
al Común.
Clery, ayuda de cámara del del 60, habiendo sabido el cautiverio
de ta familia real en el Temple, escribió á Petion ofreciéndose á conti-
nuar sus servicios cerca del principe durante su cautiverio. Preciso
era tener un valor 6 toda prueba para dar semejante paso en aquella
época, y por lo tarto, la historia coloca á Clery en el contó número
de los Seles y constantes servidores que por la noble é infortunada
femilia se sacrificaron.
El 26 de agosto, alas ocho de kt noche, fué introducido en ei
Temple. Pocos dias después, el 2 de setiembre, fine fué preso por el
municipal Mathieu, y conducido al Hotel de vi lie, donde Manoel le
pudo salvar de la degollación que tuvo lugar en las prisiones aque-
llos dias.
Hue volvió á recobrar la libertad, pero no consiguió por eso .en-
trar de nuevo en el Temple.
Desde entonces fué solamente Clery el encargado de todo el ser-
vicio de la familia, escepto, como dejamos dicho, de las faenas ma-
yores, de que se cuidaban Tisson y su mujer.
Sin embargo, entonces se dejó oír en el interior del Temple el
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m mor* iu
raid» de ha armes, les vooee del pueUo y él fctroi tanralte. Loi
municipales parecían inquietos y preocupados, y á la víspera anun~
«aro» ya que se habían Datado eefialee de derla agitación popular,
diciendo:
~^-« Harnee hecho mal at encarte* hoy á pasear.»
Bor la maf ana vine Mantel á anunciar id rey que Hue no pedia
folver á entrar á su servicio, y le propeso otro criado que le reem-
plazase; pero el rey ae negó i admitirle. Después procuró Manuet
tranqiulimr á la tedia sobro lo qw por fuera sueedia, sin matri-
fcetar la caita* y dijo i la reina que te princeea de Lamballe esfc-
ba en perfecta «alud.
Despees de esto seKó del Temple; pero loa prisioneroa tío tuvie-
ren permiso para dar m cotidiano pasea.
Ifieetrae comían se oyó tal tumulto en las calles, y lea mintot*
palea demoetraban ana agttamon tal, qne la rea) familia se levanté
de Mi mesa retirándote á la habitación de la eefiorita Ellsabeth. Bl rey,
pera darles ánimo, se poao & jugar nna partida de trio-trac oon la
rana; pero tan luego como la empezaron, redobló el tumulto y lea
grttoa, y Glery, pálido y deaeneajádeee presentó delante de Luis XVI.
—¿Qué os sucede? le dijo el rey al terle en aquel estado.
—Nada, contestó Glery, balbuceando delante de loa comiaarioe.
Me siento indispuesto
En aquel instante se presentó otro municipal, y dio principio
entre ellos k nna conferencien de frasea entrecortadas y en tos
baja.
—¡Nos amenaza algn peligro, señoree! [hablad! (calamón dis-
pteatoa 4 todel dije Luis XVI.
üdo de los comisarios, llamado Daujon, y que llevaba par «obre
nombre El ñbtte de seis pus, por toda contestación se fué á cerrar
las ventanas y correr las cortinas. Esta acción contribuye á inquie-
tarles znh mae* Uno de loa municipales, despees de haber consul-
tado con atas cofrades, tomé la palabra» y dijo:
—El pueblo cree que vos y vuestra familia ye no estáis en la
torre, y pide que salgáis 4 la ventana para ceratorarae, pero
te oonftufeemee «aaoMa. SÉpmHisatá obligado á
confianza en ana magistrados.
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•»• PtlSKNflS
Durante aquel diálogo aumentó el tomulto, y te oían clara y dis-
tí píamente injurias y voces contra la reina.
Pasos apresurados se dejaron oír en la escalera, y á poco apareció
en el umbral de la puerta Rocher con asqueroso traje, acompañado
de oficiales'del municipio, conduciendo en medio de ellos á cuatro
hombres comisionados por el pueblo, que iban á cerciorarse de si
estaba allí aun la familia real.
El rey se levantó, la reina y las princesas continuaron en sus
asientos cerca de él; los gritos amenazadores proseguían i la parte
exterior, pidiendo que se asomase el rey ¿ la ventana, á lo cual se
oponían los guardias municipales con todo su poder.
En aquel trance uno de los diputados, que vestía el traje de guar-
dia nacional, y llevaba pendiente de su cintura un sable, lo mismo
que Rocher, se acercó á la reina, y la dijo con voz que denotaba el
placer de la venganza: t quieren ocultaros la cabeza de la princesa
de Lamballe que os traemos para que veáis como trata el pueblo á
los traidores. Os aconsejo que os asoméis á la ventana, si no queréis
que el pueblo suba aquí.*
La reina solo oyó las primeras palabras, pues cayó al suelo des-
fallecida.
El rey respondió con aparente calma:
— Estamos dispuestos á todo; pero creo que podíais haberos esca-
sado el dar parte á la reina de tan atroz desgracia. •
Los oficiales del municipio obligaron al guardia nacional i que
saliese de allí inmediatamente y la familia, real se retiró á la habi-
tación de la sefiorita Elisabeth; llevando consigo á la reina.
C'ery, que se quedó solo, vio la cabeza de la princesa. Esta histo-
ria pertenece á otra prisión.
El hombre que la llevaba en lo alto de una pica, se había subido
sobre un montón de piedras que habia al pié de la torre.
Aquel tumulto duré cerca de seis horas, y por espacio de mas de
una, el pueblo furioso intentó romper las puertas de la torre y pe-
netrar donde se hallaban los prisioneros.
Solo, la firmeza que en aquella ocasión mostraron les oficiales mu-
nicipales pudo impedir los crímenes que indudablemente se habrías
cometido.
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ruttcmivulitlkmr
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Uno de ellos ¿Detuvo el medio de contener ai pueMA> pariendo al
través de la puerta te banda tricolor que Iteraba pendiente.
¡Cosa eslrafia! aqoel pueblo enfurecido respetó la débil barrera
que la autoridad le opuse, sin atreverte á atrepellarla» Mat estrado
aun parecerá que el que tuvo aquel pensamiento, digno de les tiem-
po» antiguo*, exigiese á Clery cuarenta y cinco sueldos por cuenta
del rey, en pago de la cinta que le salvó la vida.
La repentina noticia de la muerte de la princesa de Lambalh hizo
mas efecto aun á la reina, en razón de que por la mañana Manuel la
habia asegurado que vi vi a. Así lo creia al menos, y para consegrar-
lo habia tomado infinitas precauciones. Habia tfido engañada él
mismo.
Dorante el tiempo en que Manuel fué procurador sindica, no cesó»
bajo su exterior de austera severidad 9 de proteger á los prisioneros
cuanto le fué posible. Por él tenia noticia la reina de cuantas nievas
la podían interesar, siendo también el intermediario de las relaciones
que mantenía ota sus amigos del exterior.
La carta que respecto á esto mismo le escribió la reina, asi come
también la contestación de Manuel, fueron recogidas por un abogado
llamado Roussel, secretario de la comisión encargada de encantarse
de los papeles hartados en las Tullerias después del 1* de agento, y
fueron á su tiempo publicadas en unión de otros varios detamentos
curiosos.
Por esta razón la conducta que Manuel siguió entonces es un ha»
cho incontestable.
El tremendo golpe que recibió la reina la hirió mortaimenle en él
corazón; pero no debian por entonces agotarse las ligrimas de María
Ailtnieta, cuyo porvenir estaba sujeto á pruebas mucho mas tor-
nums.
El H de setiembre, á las cuatro de ta tarde, Lubin , miembro del
común, se presentó delante de la torre á leer un edicto con toda la
pompa y solemnidad posible.
Este edicto era la abolición del poder real y el estaUeeimieate de
la república. La voz de estentor de Lubin, escogida expresamente en-
tra aut colegas, penetró dentro de les mures del Temple, hediendo
retemblar sus bóvedas en medie del sítetelo que allí retaftt .
toro n ti
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m PRISIONES
Los dos oficiales municipales de servicio aquel dia eran Hebert,
generalmente conocido por el nombre del padre Duchesne, y Des-
tournelles, que luego foé ministro de las contribuciones.
Ambos observaron cuidadosamente la fisonomía del rey durante ia
terrible declaración que llegaba clara y distintamente á sos oídos.
Luis XVI tenia un libro en la mano, y continuó leyendo sin levan-
tar la vista un solo instante.
Duefia de si misma en aquel supremo instante la reina, tampoco
manifestó la menor emoción , y sin embargo, aquellas palabras la
anunciaban terribles y mayores desgracias.
Desde el dia 29 de setiembre, el común publicó no decreto en el
cual ordenaba que todas las personas empleadas en servicio del rey
y su familia, no podrían volver á salir de la torre, privándoles ade-
más de papel, plumas, lápiz y de toda clase de armas.
Anticipadamente le habían quitado al rey su espada, lo cual habia
sido para el ex-monarca la mas atroz afrenta. El rey, la señorita Eli-
sabeth y la demás familia se sometieron con resignación; pero la
reina no pudo menos de manifestar su mal humor diciendo:
—Si no es mas que eso, me parece poco, pues debian quitarnos
también las agujas, porque también pinchan.
Este no era mas que el principio de las penas que les aguardaban.
Seguidamente se dio la orden para que el rey fuese separado de su
familia. En efecto, el dia 10 por la tarde, se le obligó á subir á la
gran torre donde estaba casi concluida ya su habitación; y al pedir
bajar un momento á reunirse con sus hijos, se le rehusó con dureza.
Hizo algunas reflexiones acerca de la crueldad de tal determinación,
pero no fueron atendidas.
La reina, las princesas y el delfin suplicaron repelidas veces álos
municipales les concediesen esta gracia, y vencidos por sus lágrimas
y ruegos, accedieron á que comiesen juntos.
La circunstancia mas notable de la escena que acabamos de refe-
rir, es que el famoso Simón, que mas tarde fué nombrado guardias
del delfin, mas enternecido que sus cofrades, exclamó:
— Creo que esas b... de mujeres me harían llorar.
—Un momento después le dijo á la reina el mismo Simón: «Cuan-
do asesinabais al pueblo el 10 de agosto, no llorabais por cierto.»
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nsioaor*. 7ft
—El poeblo se ha equivocado, acerca de nuestros sentimientos, le
contestó la reina.
Sin embargo, todas las formalidades para el establecimiento de la
república, no se habían llenado aun. Las órdenes y condecoraciones
estaban abolidas en Francia, y Luis XVI continuaba llevándolas den.
tro de la prisión del Temple.
Respecto á esle punto se dio un nuevo decreto, y Manuel fué el en-
cargado de la ejecución. Se ha creído por algunos que él lo solici-
tó, con el objeto de lograr que el rey le diese una carta para el rey
de Prusia, en la que debía pedirle retirase sus tropas del condado de
Champagne. Nunca se pudo probar esle aserto, y tampoco le hemos
visto consignado en ninguna parte.
Un joven llamado Armando (de la Mease), silencioso miembro de
la convención; por curiosidad é interés, solicitó de Manuel el permiso
de poderle acompañar al Temple para ver á la familia real, y á este
debemos los detalles de la visita en cuestión, pues los publicó en
un minucioso folleto.
El 2 de octubre, á las diez de la mafiana, dos hombres subían á
un fiacre en la calle de S. Honorato cerca de la plaza de Vaodoma,
y se dirigieron al Temple. Al llegar á la calle de S. Martin cerca
de la de S. Nicolás, se detuvo el carruaje. Otras dos personas que
parecían esperarles, se acercaron á él, la portezuela se abrió, subie-
ron, y emprendieron de nuevo su marcha: solo se detuvieron en la
puerta del Temple.
Una de las personas que iban allí era Manuel; el otro Armando,
y los dos restantes, eran de todo punto desconocidos. Gomo solo
podían entrar en el Temple los oficiales del municipio, todos lleva-
ban su correspondiente faja tricolor, escoplo Manuel, que era dema-
siado conocido en todas partes.
Durante el trayecto reinó dentro del coche el mas profundo silencio.
Las tres personas desconocidas se observaban silenciosamente, ó
estaban sumidas en tristes reflexiones.
No importándole gran cosa á Manuel lo que aquellas personas
podían pensar, se recostó en el fondo del carruaje, procurando para
no incomodarles con sus miradas, llevar la vista fija siempre en la
ventanilla, y observar lo que pasaba en las calles.
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714 PRISIONES.
Par fia llegaron al Temple, y fueron introducidas inmediatamente
Al entrar, el delfín estaba de pié sobre las rodillas de su padre,
que le colocó después sobre un taburete, A la derecha del rey„ la
reina, su hija y la señora Elisabeth formando semicírculo, se halla-
ban ocupadas en bordar. Delante del rey habia una mesa pequeña
cubierta con un tapete verde, un plano geográfico, un mapamundi y
varios libros.
Manuel se delante hacia el rey, el cual, de pié, parecía esperar le
dirigiesen, la palabra, mirando de vez en cuando y con sumo disi-
mulo á los desconocidos, que no cesaban de hacerle señas casi im-
perceptibles.
Fijos en ellos sus ojos, parecía evocar algunos recuerdos; y cuan-
do Manuel pronunció la primera palabra, se sobrecogió involuntaria-
mente, volviendt hacia él una mirada cuya espresion y dignidad
parecía agena del monarca caído.
Pero aquel relámpago pasó fugaz, y su fisonomía volvió á expresar
la calma y resignación que en él parecían un deber, ó mejor dicho
. una costumbre* El rey habia desaparecido bajo los hábitos del cristiano.
— ¡Caballero! habia dicho Manuel causándole al rey aquel involun-
tario terror; y después de un instante de silencio, añadió con visible
esfuerzo:
—Caballero: la nueva calificación que acabo de daros os estrafia
sm duda, porque ignoráis que ha sido abolido en Francia el poder
real; que decretada la república, ha sido promulgada, y que no exis-
ten ya las dignidades ni condecoraciones.
Por efecto de un movimiento tan rápido como el pensamiento,
echó el rey una mirada sobre su casaca, en la cual llevaba la or-
den* de S. Luis y el toisón de oro. La del Espíritu-Santo no la lleva-
ba desde que fué suprimida por la asamblea constituyente. Tan
pronto pálido por la emoción, como enrojecido su seinblante por la
vergüenza, procuró evitar que sus miradas se encontrasen con las
de la reina, á fin de evitarla un nuevo dolor.
Los dos desconocidos que se habían quedado detrás de Manuel
expresaban al rey por medio de sus ardientes miradas la parle que
lomaban, en su. sentimiento, y los deseos que tenían de sacrificarse
por él.
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CU lUftUf A TU
Dorante el corto silencio que siguió á las palabras de Manuel, Ar-
mando se acercó á la mesa, donde había un libro abierto y vuelto
del revés.
Aprovechándose del momento en que el rey, vuelto de cara hacia
Manuel, no podia apercibirse de su acción, volvió el libro. Era Ho-
racio, con la traducción en verso, abierto en la oda que empieza:
Rectius vives.
— Prestadme vuestras tijeras, dijo el rey á su esposa, y sin con-
testar á Manuel, empezó á descoser un bordado; pero como no lo lo-
grase fácilmente, tiró las tijeras y gritó impaciente:
—¡Clery! iClery!
Clery se presentó en el umbral de la puerta, y Luis XVI le dijo:
— Que todo esto desaparezca mañana.
T recobrando su calma habitual, se volvió hacia Manuel, afia-
diendo:
—¿Estáis contentos, seffores? Mucho me alegro. Ta era tiempo de
qpe todo esto concluyese, y lo deseaba mas que vosotros tal ves,
siempre que pueda por este medio ser la Francia folia; pero lo dudo.
Nada contestó Manuel, y el rey afiadió:
— ¿Qoó se ha hecho el juramento del mes de junio?
Aludía al juramento que hizo la asamblea legislativa pocos meses
antes, proscribiendo el sistema republicano, y jurando mantener el
poder real en la familia reiíaate.
—La soberanía del pueblo , contestó Manuel.
—¿Y seréis con ella mas felices? Mucho lo deseo, pero lo dudo.
Atti concluyó la conversación y la visita. Manuel, sombrío y preo-
cupado, salió llevándose consigo á los fingidos comisarios, sin qie
durante el camino que media desde el Temple hasta la Convención ,
se prenunciase una sola palabra.
Cada uno de ellos, arrollando la faja, la guardó en su bolsillo, y
sin pensar en dar las gracias á Manuel, se fueron por distintas partes.
Ai encontrarse al dia siguiente en la Convención Armand y Ma-
nuel, dijo este último, como si continuase un pensamiento del día an-
terior:
—¡No han conocido á aquel hombre!
La relación que de esta escena hace Clery en sus memorias, diflo*
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7*1 MUSIONIS
re en algo de la de Armand, y la supone en distinta fecha. Sin em-
bargo, creemos mas exacto lo que acabamos de referir, sin dudar
por eso de la veracidad del relato de Clery.
En la citada relación del ayuda de cámara de Luis XVI se presen-
ta á Manuel como habiéndose atrevido á usar con el rey de una inde-
cente familiaridad, añadiendo que la escena á que se refiere pasó el
7 de octubre en vez del 2 del mismo mes.
En prueba de nuestra aserción, referiremos lo que Manuel dijo en
la Convención: c Los signos del absolutismo y órdenes abolidas se
hallaban en todo su vigor en el Temple. El mismo Luis de la Torre
ignoraba que ya no era rey, y por lo visto, no se le había notificado
el decreto. Yo le he hecho una visita, y entre la conversación he
creído deber participarle la fundación de la república.
»Ya no sois rey, le dije. Esta es ana buena ocasión que se os pre-
senta para ser buen ciudadano. t •
»No me ha parecido que esto le afectase sobremanera. He dicho á
su ayuda de cámara que quitase las condecoraciones de sus vestidos;
y si se ha puesto un traje real al levantarse, es muy probable que al
irse á acostar se halle con la bata de un humilde ciudadano.»
«Ya sabemos que es culpable; pero como no se ha reconocido asi
por la ley, le hemos prometido usar con él de indulgencia . Es muy
posible que con el tiempo sea un completo ciudadano.»
»Parece que Luis de la Torre no se halla mas afectado ni envane-
cido por hallarse preso, que por desempeñar el papel de rey.
t Le he hablado de nuestras conquistas, participándole también la
rendición de Ghambery, Niza, etc., etc., anunciándole la caidadelos
reyes, tan próxima como la de la hoja.»
Parece que la comparación de las hojas y de ios reyes era el
lema favorito de Manuel. Una sola verdad bien clara y manifiesta
dice en su relato, y es: que el rey no mostraba sentimiento ni dolor
por el amargo porvenir suyo y de su familia.
En los Fenillants le participaron que todas las personas de su
séquito se debían retirar, y dijo solamente:
—¿Con que estoy prisionero?
Poco deipues, como si hubiese tomado ya su formal decisión,
añadió:
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oí ratón. iv¡
—Garios I fué mas feliz que yo, pues sos amigos lo acompañaron
hasta el cadalso.
Desde los Feoiliants fué conducido al Temple. Le encerraron en
ana torre, despees le anunciaron qoe se construían habitaciones pa-
ra él y para so familia, y no preguntó «quiera cnanto tiempo pensa
bao tenerle en la prisión.
Le quitan su espada, sos armas, cuantos medios puede tener pa-
ra escribir, y se somete á todo con resignación.
Qoeda abolido el poder real; se proclama la república, van á
anunciárselo oficialmente; le arrancan las condecoraciones, y un solo
movimiento de impaciencia, del que poco después se arrepiente, deja
entrever que siente aquella demostración ultrajante; y en vez de pro-
testar enérgicamente, se contenta con decir estas tímidas frases:
—¿Qué se ha hecho el juramento del mes de junio? Deseo que
seáis mas felices, pero lo dudo.
Las consecuencias de estas observaciones hallarán mas tarde su
aplicación.
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7*t tmmm
IV.
St decreta que comparezca el rey á la barra ante la Convención.— Precauciones quft
•toman Clery y la señorita Eliaabetb.— Partida de Siam.— El número diex yseit
está en desgracia. — Dos horas de espera. — Palabras éeLuis ITl despoesdela
. lectora del decreto.— Se presenta á la Convención. — Un movimiento de im-
paciencia.— El pedazo de pan de Cbaomette. — So cena, —Reflexiones de los
periódicos. — La miga de pan del rey. — Conversación con Cbaomette. — Cartas de
los partidarios del rey.— Lamoignon de Malesh erbes.— Palabras qoe le dirige
Barreré.— entrevista del rey y de Mslesfaerbes.— Contestación de este ulti-
me á Treilhard. — De 8exe.— Calma del rey. — Inquietudes por su familia.—
Carla del rey á Kaleeherbes.— Lab I¥I es condenado á la pena de muer-
te.—Mr. de Malesberbes se lo anuncia.— Reflexiones del rey respecto á su
condena.— Le leen la sentencia.— Actitud del rey dorante este tiempo.— Es-
crito que entrega el rey.— El abate Edgewonth de Firmont. — Proposición de
Hebert.— JacquesRoox y Jacqoes Bernard. —Dicho del rey acerca de su muer-
te.—Primera entrevista con el abate de firmont.— Ultima entrevista de Luis
XVI con so familia.— Relación qoe haee la duquesa de Angulema.— Luis se
acuesta, y duerme.— Su comunión. — Ultimas disposiciones. — Entrega so. tes-
tamento.—Dicho de Jacqoes Roux.— Carrera del Temple hasta la plaza de la Re-
volución.—El rexojde los agonizantes.— Luis XVI llega delante de la guillotina.—
Detalles. — Cólera y resignación del rey.— Sus últimas palabras.— Redoble de los
tambores.— Bendición de su sepultura.— Reflexiones.
El diario titulado Las revoluciones de Prudhom, en su Rumo-
ro 479, decia:
—«Desde el fondo de la torre, el ex-rey impune, es la espada de
Damocles suspendida de un cabello sobre la cabeza del pueblo. Mien-
tras exista Luis XVI, juzgado ó no, se titulará rey, y hallará gentes
que lo crean.»
Esta opinión que en otros términos emitían la mayor parte de los
periódicos revolucionarios de la época, apresuró naturalmente el pro-
ceso del rey. Los largos y pesados debates que tuvieron lugar para
determinar las formas del proceso se hallan fuera del cuadro de esta
historia. Por lo tanto, creyendo deber concretarnos á relatar los su-
cesos de la torre del Temple, empezamos por sentar que el decreto
de la Convención ordenaba que el dia 11 de diciembre de 1792
compareciese Luis XVI á la barra.
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Dt mor a. i*»
Preiwédo anticipadamente Clery de esta detenftiuack», pudo dar
conocimiento á la sefiorita Elisabeth, la cual la comunicó al rey. Pe-
ro la Convenció?, mas cruel aon, había adoptado otra medida, y era
que dorante el proceso no comunicaría el rey con su familia. En vis-
ta de aquella determinación, de acuerdo Ciery con la sefiorita Elisa*
beth, concertaron les medios de establecer una correspondencia por
medio de Turgy y de un ovillo de hilo. Además, tomó un pañuelo
de la princesa, y acordaron que si el rey se hallaba enfermo, se le
remitiese como olvidado en sus habitaciones, y que el modo con que
fuese doblado significaría la clase de enfermedad que padecía.
El día 11 por la mañana subió el rey á almorzar con su fcmUia*
El ruido de los tambores y los relinchos de los caballos se dejaban
oir en los patios y avenidas del Temple. Instruidos ya los prisioneros
de la separación que debia verificarse, pudieron contener delante de
loe municipales sus ligrimas y acerbo dolor, sin manifestar en lo ñus
mínimo por sus costumbres ni hábitos que tenían ya oouocimiente
de lo que iba á suceder.
El rey descendió á su coarto con el delfín á la hora acostumbrada,
y solo por medio de algunas miradas furtivas, cambiadas entre sl9
ae dieron mutuamente un tierno adiós.
Cuando se hallaron en su cuarto, en vez de la lección ordinaria»
pidió el delfin á su padre que jugase con él una partida de Siam, á
lo cual accedió Luis XVI. El delfin perdió todas las partidas y nunm
podo pasar del número diez y seis.
—Cuantas veces tengo ese punto üe% y $ei$, dijo con mal humor,
otras tantas pierdo la partida. El número iiet y mi es muy desgra-
ciado.
—Hace tiempo que lo sé, contestó el rey.
A las once se presentaron los comisarios á buscar al delfin para
llevarle con su madre, anunciando al propio tiempo á Luis XVI la vi*
sita del nuevo alcalde, Chambón.
Luis besó á su hijo y esperó al funcionario péblico, preparado ya
para comparecer ante la Convención.
El tiempo corría con lentitud, y dos horas mortales se pasaron sin
que pareciese la visita anunciada. Cansado y rendido por el fastidio;
se acababa de sentar el rey, cuando apareció Chambón, y dio prio-
91
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iso rtmoras
cipio á la laclara del decreto que ordenaba á km Capeta etmpatoer
á la barra ante la Convención.
—«Yo no me llamo Capelo. Ese es el nombre de «no de mis ante-
pasados. Habría preferido qoe me bubtesen dejado á mi hije loe ce-*
misario* dorante las dos horas que be pasado esperándoos. Sin m~
bargo, esta conducta no me estrafia, pues es ia canaecueoeia prensa
d» todas las vejaciones que sufro hace cuatro meses. Me preparo i
seguiros, no por obedecer á la Coaveucion, amo porque la fnetjaeatt
en las manos de mis enemigos. »
Son notables estas palabras de Luis XVI- Por la primera fiase rtr
látiro h m bija, demostraba la cansa de sn abatimiento durante las
dos boras qie tato que esperar; y por la segunda protestaba por prir
mera fea desde que se hallaba en el Templa.
" Sil embargo, no volvió á protestar delante de la Convaactoa. 8b
{Huseotó en la barra eon la calma y la serenidad qne habip mostrada
donante m eaitiverjo ; y por una estrafia coincidencia fué á ocupar
el mismo sitio y el mismo sillón en qoe se «oteé cuando juróla
ooMtitaoion.
Barrare, que era el presidente, le interrogó con mesara y buea»
modales. El proceso empezó por la lectura del acia de aousaeioQ, y i
nada artículo se le hicieron las pregantes convenientes, fin al acta
indicada se ponían de manifiesto todas lp íallas comelldae dnoantf
ra orinado, acosándole de las que su partido bebia cometido.
Las contestaciones de Luis XVI fueron breves, precisas, y digMf
)aa mas de l*p vocea: solo ob momento salió dal orden y de ai calma
a*esu*mbrada: eata fué ouaodo jo le achacó pi haber dwMnadftl*
sangre del pueblo el 10 de agosto:
—No, señor, no ; yo no be sido, exclamó con vos fuerte.
Luís indio una copia del acta, y ia (acuitad de elegir un conjejo
par* gft «Jetan». Ambas cosas le fueron concedidas.
La sesión concluyó tarde, y Luis XVI pe habia lomado nada desda
por la macana temprano. Viendo á un granadero que partía un trf*>
de pan con el procurador Ghaumette, le pidtá un pedam, qw ChMh
met|p w apre^nró jt entregarle. Solo comió el rey la corten, y al ta-
tuar en el carnaje no sabia que hapar de la miga; ppr lo oaal cea*
sultó 4* Colombeau, escribano del como* lo que debia hacer deeUfc>
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m mor*. 911
Este le lomó de las manos del rey, y la tiré por la porgúela.
«Hanais nal en tirar aéi el pan, cauda va tao escasa.
—Y ffiém sabéis tos que escasea el pan? le pregmtó Chaamette.
—Porque el que yo como huele á húmedo.
Después da alguoae moneólos de reffeiioa, anadié Chanmetle:
—Ib abuela me dada algunas veces: cNifto, no desperdicies ni
ana sola miga de pan, paes te serta imposible al poder prodaotr té
otra tanto igual.»
—Ai parecer, vuestra abuela era una mujer de muy baso talento,
le dijo Lais XVI.
Estas circonstancias y otras tanas menee importantes, fucroeíoter-
preladas por la prensa desfavorablemente para el rey. El periódico de
¡as revoluciones, <jue ya hemos citado, deoia: «Ha perdido algnaas
camas; y esto unido k tener la barba algo crecida, le daba en la si-
tuación capital de su vida un aire de desprecio que contribuyó i des-
truir cempletaqftnte la buega disposición en que el pueblo, bueno por
natura* se bailaba con respecto á él. Pero m cara parecía decir;
«¡Y bien! ¿Qué hay? Aquí estoy. Hagáis la que queráis, yo soy
vuestro rey, y por mucho que baya hecho contra vosatras, no os
atreveréis k tocar ni k un solo cabello da mí cabos*. La áaiooque
babrais logrado» habrá sido el tratarme afeo mal; pero Uegarfc la
primavera y temaré la revancha.»
tyia dase de reflexiones, hechas por Prudbome, parecían lanío
mas sinceras, cuanto que en el mismo artículo clamaba fuerleoMPte
contra la crueldad de los comisarios, tragadales de crueles por las
das horas eu que indebidamente te privaron de su hijo.
Pasa probar cuan fatales k Lais XVI leerán talas artículos, debe-
mos referir lo siguieute que decían con referencia al inferan de At-
bertic» oficial municipal de servido en el Temple. «He oboervade que
la m«sma noche» al llegar el rey da la Coaveaeien, había croado seis
chufetas, varios podases de aves bastante voluminosas y huevos, y
que se hafcia bebido dos vaso* de vino blanco y ano de Alicante.»
Sin embargo, al llegar pidió el rey que le llevasen k m hqo, ya
que no le fuese permitido ver á su famlia, y ambas casas le fueron
negadas. « Uaoed mía demanda oficial*» le dijeren; y habiéndola ve-
rificad *a le untaste, qne al acceder k su demanda, era con U onur
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7St FNSIObKS
(Hcíod de que sus hijos no podriao volver á e slar al lado de su na»
dre. Lo cual, visto y meditado por Luis XVI, no quiso privar i la
reina de este consuelo, sometiéndote resignado á Bifrír aquella pri-
vación.
No volvió el rey á comparecer ante la Convención hasta el dia 16
de diciembre, y empleó aquel tiempo en revisar el acta de acusación
y preparar su defensa.
Luis XVI habia elegido por defensores á MM. Troochet y Tar-
get. Tronchet aceptó sin titubear. Target se negó con un vano pro-
testo.
Una comisión de la Convención fué á anunciárselo al rey, y al
propio tiempo le enseñaron tres cartas de varias personas que pre-
tendían el honroso peligro de defender á Luis XVI.
Estas eran MM. Sourdat, Huet y Lamoignon de Malesherbes, sa
antiguo ministro.
La carta de este último le fué presentada, y Luis XVI la leyó en-
ternecido, quedando después consignada en la historia como un mo-
numento de valor y fidelidad.
Luis XVI eligió á este venerable magistrado.
Malesherbes había ido á ver á Barreré después de escribir su carta,
y aquél le recibió con respeto, inclinándole, no solo á que defendie-
se al rey, sino también manifestándole que si sus funciones como di-
putado no se lo impidiesen, él mismo se ofrecería á servirle de con-
sejero.
A pesar de todo, como juez, votó la muerte.
Algunos aflos después, ya próximo á bajar á la tumba, haciéndote
-referencia á aquellos sucesos, repitió que tenia la conciencia de ha-
-ber cumplido con su deber.
La entrevista del rey con M. de Malesherbes fué en extremo tier-
na. Bl anciano se arrojó á sus pies bafiado en lágrimas, y el rey Is
levantó estrechándole en sus brazos. Malesherbes le trató con igual
respeto que si se hubiese hallado en el trono, llamándole seOor y
magestad delante de todo el'mundo, y nadie creyó deber ofenderse
del tono ni de las palabras del anciano.
Preilhard, únicamente, el 26 de diciembre en la Convención, mien-
tras Lilia y sus defensores conversaban esperando el momento de
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r, habiendo oído servirse de aquellas calificaciones á Ma-
lesherbes, le dijo:
— ¿Quién os autoriza para senríros dentro de este recinto de es-
presumes prohibidas por los representantes del pueblo?
~~£l desprecio de vas yde la vida; te contesté el anciano con calma.
Como adjunto á Troncbet y Malesherbes, se designó al abogado
Bésese, qoien por ser mas joven, debía llevar la palabra.
Desde aquel momento, los defensores de Luis XVI fueron todos los
días á conferenciar con él. M. de Malesherbes le Hevaba los periódi-
cos, y el rey los leía ocultamente, sin que las espresiones que usa-
ban contra él excitasen su cólera ó indignacioo.
Algunos comisarios se presentaron en distintas ocasiones para que
reconociese varios papeles bailados en el armario llamado de hierro,
en las Tallarías. Las sesiones se prolongaban hasta muy tarde, y
Luis XVI, con las buenas maneras y elegante galantería que habría
empleado en su propio palacio, les ofreció refrescos, que ellos por
su parte aceptaren.
forzosamente se habían visto obligadas á devolverle las plumas,
papel y tintero, y no desperdiciaba el rey la ocasión de servirse de
aquellos elementos para corresponder con su familia. El dia qne los
convencionales cenaron en el Temple, fué inmediatamente á pregun-
tar si aquello había retardado la cena <!e su familia.
El dia lt, aniversario del nacimiento de su hija, lo recordé en el
momento que iba á comer, y dijo con los ojos bailados en llanto:
—{Ser hoy el aoiversario de su nacimiento, y bailarme privado de
verlal
Aquel mismo dia se acordó que era dia de ayuno, y no quiso al-
morzar.
A pesar de aquella resignación, no cesaba Luis XVI de pensar en
el resultado de su proceso, y llegó un momento en que un rapto da
dignidad verdaderamente regia se reveló en una carta dirigida á
M. de Malesherbes. Esta carta es poce conocida.
«No hallo palabras, mi querido Malesherbes, para demostraros
cuan gratas me son las (mafias de adhesión que me dais. EUasbaa
ido mucho mas allá de cuanto podia desear sai agitado espirita.
Vuestra mano octegaaaria se ba estendido hacia mi, para recbaiar el
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784 pimoms
cadalso que ya tocaba á mi cuerpo. Si fuese aon peseedor de ni lw
do, creedlo; debería compartirlo con tos para hacera» digna (tola
mitad mia.
»Hoy solo tengo cadenas, y estas so» meto* ponstiM*! levantar!»
con vuestras manos venerables. En el mío bailareis la jwta recom-
pensa, y i él, solo á él ruego os responda por.mi.
»No creáis que me engañe acerca del porvenir qo* la suerte ae
destina. Los ingratos que me han dtstronado, ao se detendrán k la
mitad de su carrera; tendrían que avergonzarse muy 4 menuda Tien-
do á cada instante k sus víctimas. La suerte de Garlos I meeMá des*
tinada, y mi sangre correrá por no habar querido nunca verter la de
mi prójimo.
»¿No seria posible ennoblecer mis últimos instantes? La asamblea
nacional encierra en su atoo á lee devastadora* <fe la aogVrqria,
pis denunciadores, mis jueces, y probablemente mi* verdugo**
•Cosa imposible es el tratar de iluminar la mente *i el comea de
tales hombres. Imposible también el inculcarles ideas de jtsliaa< y
menos aun el poderles enlerneoer.
»¿No creéis que mi defensa ganaría siendo vigorosa , persuadida
como ya U> estamos, de que la dulaura y debilidad no condueeuá em~
gun buen resultado para con tales seres?
»No á la Convención ; i. la Francia entera seria preciso dirigirse
pe1* que jmgase ¿mis jueces, volviéndome taparte de drifio de gis
puebtoe> que nunca be querido perder. En tal caso*, oh poaúion gana-
ría, y.á la» par qne podría reehaaar k mis juecos* solo la feem me
obligaría á comparecer. Guardaría profundo silencio, digno y dable,
y al condenarme los hambres que a*, titulan mfe Jueces, solo spáan
mis asesinos.
. »fia fin; tos, mi qaeriéo Matesherbes*> asi oemo también Twnclet,
compañero en vuestra abnegación, adoptareis el mejor medio.
»Besad eu la balanza de vuestra ilustración mm rasoues* . pues sa-
béis que suscribo anticipada y ciegamente cuanto hagáis*
»Si lográis salvar, mi vida, la conservaré pra haceros reottdar
loa beneficios que es debo; y si me la paitan* nos wemo*algun día
mu? tranquilos en I* mansión de la inmortalidad.
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ütEüfeOtA 135
hspipede por la feotón del prometo de Caries I, haftia visto
Una JLVi que aquel asonarea rehoyé ai defenderse y reconocer á sus
jueces. Semejante conduela fe fcabia parecido digaa y noble, y que-
ría segofr su ejemplo.
Al asmpaieoer á la barra en la Convención, contestando 4 las va-
rias preguntas, y semetfeadese á todos los actos del procedimiento,
había reconocido ia competencia de aquel tribunal.
Sia duda por este motive, y esperando salvar al rey por medio de
una defensa moderada creyó su defensa no deber admitir este sistema. <
Causa fué también la citada carta de que el joven Désete se atre-
viese delante de la Convención a pronunciar aquella atrevida frase,
qap fné escachada per la asamblea coa honrosa calma:
«Par toda* partes busco á los jueces, y no encuentro mas que acu-
sadores» »
Bá día II debía «¡aparecer ai rey ante la Convención, y el 45,
dia de la Natividad de K. S., too su testamente.
Este documento es demasiado canecido para que le copiemos en
asta sitia.
Coa efecto, nidia £6 ee presenté* ras jueces, acompalado de wm
defensores, y no volvió al Temple hasta las cinco de la tarde, ees-
pues de haber ¿Mera Musa, ala cual afcuíó algunas palabras
aoa se sangre fria habitual.
Basta al 11 de enero no ofreció el proceso novedad alguna, y eoa-
tiaoé <ri viendo cerno Jmela entonóse, asesorándose cada dia oen Ma«
lesherbes.
tt dia l.9 del afie, asieCfery fe cumplimentó , uniendo ¿ esto acto
éa las casi— brea francesas» su deseo per el fin de la perseoacion que
su amo infria. Las de su tamllia los recibió por «I conducto interme-
dio de un guardia municipal.
Na creemos deber relajar en este Itbro las tumultuosas sesiones
que fevkron lugar eq fe Gonreeneloa hasta el momento en que se de*
adió la suerte de Luis XVI.
Lu difareeiec histerias de la wrelaefen francesa oeatfenea los
osiasraos éa algunos «ovcnotouuies para salvar i Luis, loe de la mul-
iM pam periferia, las torpes y mal dirigidas demostraciones de los
asentares y éá partido realista» y m fin,-todos los delaUes queesHn
ligados á este gran suceso.
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Solo diremos qoe habí* empezado la India eatve un priodpio y un
hombre, y qae el terrible tribual había dicho: Pereuq* mmtrt
meqwrias, pero que sea Ubre la Frcmcia.
Según estas ideas dominantes, debía sacrificar á Luis XVI.
Luis XVI fué condenado á pena de muerte, y el 17 per la mafiua
Je comunicó tan infausta nueva H. de Malesberbes»
La escena que turo lugar fué desgarradora por el dolor y las li-
grimas del anciano, mientras por la serenidad y principios religiosos
del rey fué noble y digna.
AI salir M. de Malesherbes de la habitación* Luis XVI le dijo i
Clery: «el dolor de ese buen anciano me ha conmovido.»
Después encargó que busca**» e& la biblioteca el tomo que
contenia la relación de la muerte de Cartas I, leyéndole todos los
dias.
.; Sin embargo, ML de Malesherbes confiaba en el llamamiento al
pueblo, que habia ya propuesta y Clery, qae tenia algunas noticias
de lo,que ocurría en París, le decía al rey:
—El público murmura altamente. Dumouriez está en París, y se
«segura que trae el veto de censura de su ejército costra el proceto
formado áV. M.
La indignación del pueblo costea la infame conducta que ha se-
guido M. de Orleans ha llegado ai colmo, y corre muy válida la vos
da que los opinistros y embajadores de las naciones extranjeras se
iwnirán para presentarse i la asamblea. En fin, se asegura que los
convencionales temen que el pueblo se alborote.
, —Mucho sentiría que tal sucediese ; contestó el rey. Esto produ-
ciría nueras victimas. No temo á la muerte ; pero no puede mirar sia
espanto ja suerte cruel y desgraciada en que voy á dejar á mi fami-
lia, á la reina y á mis desgraciados hijos.
¿Qué será de los fieles servidores que no me han abandonado* ds
tantos ancianos sin mas apoyo que las médicas pensiones que les su-
ministraba. ¿Quién les socorrerá?
, Entregado el pueblo, á la anarquía, será victima de todas las fao-
cippes. {Los crímenes ¿e sucederán en gran número, y largas disen-
siones interiores y en el estranjero destrocarán á Vfá pobre paísl ¡Oh
i míoj Era esle jal premio que ,n^ eateba reservado desposa áe
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oí waofA. #i
laníos sacrificios? ¿Bto había procurado por tax}qt la» ¿pe^jtoi ¡imagi-
nables la felicidad de la Francia?
M. de Malesherbes le habia prometido volver , y trana^rrierpp sin
embargo ¿res dias sin verle.
En vano hacia pregnnlas A los municipales respecto ^1 ^pciaoo;
ninguna de ellas tenia contestación. Por lo tanto, se vio en el <$so de
escribir á la Convención. La contestación fué ordenar que# lejHtyie*
sen entínelas de vista noche y dia.
El SO de enero á las dos y media de la tarde, *p abrió lapierfft de
repente, y apareció Santerre ordenando á Clery qne anuncie al
consejo ejecutivo, compuesto de Garat, ministro de justicia; iebrun»
encargado 4e negocios estrenaros; Grouvelle, secretario general fiel
consejo, el presidente, el procarador sindico, el maire y varias
otras personas.
Al raido qae oyó Lais XVI se levantó de su asiento dando al-
gunos pasos; pero á la vista de los convencionales se detuvp ep 0
mismo umbral del recibimiento.
Su aspecto era noble, imponente y lleno de dignidad.
Garat se acercó con la cabexa cubierta por su sómbrete, y dijo:
—Luis, la Convención nacional ha encargado al consejo ejecutivo
y provisional que os notifique los decretos del 15, 16, 47, 19 .y tO
de enero. El secretario del consejo os los leetfi en este mismo instante.
Grouvelle leyé cw vnz temblorosa el decreto que declaraba &
Luis XVI Qolpfrhle de conspiración contra la libertad de la nación*
condenándole á la pena de muerte, debiendo esta ejecutara dentro
del término de veinte y cuatro horas.
El llamamiento al pueblo, hecho por los defensora, quedaba deses-
timado, y sin efecto.
El rostro de Luis no presentó sefial alguna de la menor emoción.
Solamente k la palabra cojupwáo», una sonrisa de desprecio é
indignación apareció tn sus labios. Dio un pasotteia Grouvelle, to-
mó el decreto que aquél tenia en sus manos, y después de doblarle,
le metió en su cartera. Luego, sacando un papel de su bolsillo, dijo
á Garat:
— Sr. ministro de la justicia, qs mego que entreguéis al instante
esta carta á la Couveaeion nadoqal.
ts
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1H PRISIONES
T come parecía dudar Garat eo tomarla, añadió el rey:
—Voy á leérosla.
cPido un plazo de tres días para prepararme á comparecer anle
la presencia de Dios; y para esto solicito poder elegir libremente la
persona que me ha de ayudar, no dudando que se la pondrá i cu-
bierto de lodo temor é inquietad por el acto de caridad que ya i
ejercer conmigo.
t Pido que se me libre de la perpetua vigilancia que el consejo ge-
neral ha establecido á mi alrededor hace algunos días.
«Pido en este intervalo poder ver á mi familia cuando lo solicite,
y sin testigos. Tapbien quisiera que la Convención nacional se ocu-
pase inmediatamente de la suerte de mi familia, permitiéndola reti-
rarse donde juzgue á propósito.
«Recomiendo á las bondades de la nación á todas las personas que
se ban sacrificado en mi servicio fielmente. Entre estas hay ma-
chas que han gastado su fortuna en los distintos puestos que bao
ocupado, y que, sin sueldo ni emolumento de ninguna especie, deben
hallarse en la mayor miseria.
« En los asilos de beneficencia y hospitales hay muchos ancianos,
mujeres y criaturas, que solo tenían este apoyo y el- de la divina
Providencia. »
En la torre del Temple á SO de enero de 1793.
Firmado: Luis.
tiarat tomó el papel de las manos del rey, y dijo que iba á entre-
garle en el momento á la Convención.
— Caballero, le dijo el rey; si la Convención accede á mi demanda,
ved aquí las sefias de la persona que deseo me ausiiie.
«Monsieur Edgeworth de Firmoní, calle de Bac, número 183.»
La autenticidad de este relato es incontestable, pues así lo atesti-
gua la irrecusable autoridad de Hebert (El padre Duchan*) que qui-
so también asistir á aquel espectáculo.
Mas tarde, dijo Hebert, que la dignidad y comedimiento del aeu-
sado le habían arrancado lágrimas de indignación y de rabia.
Al salir de la torre se fué á la Convención á proponer, que yaqoe
dos curas, habiendo votado la muerte del rey, formaron mayoría, era
necesario que se eligiesen dos, que á guisa de verdugos 6 de gtadar-
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M BOiOf A 1%%
mes, condujesen al rey al cadalso. Con efecto, Jacques Bernard y
Jacquet Ron fueron los dos caras que llenaron aquella misión.
El mismo Hebert, el dia que murió el rey, lloraba siu consuelo; y
al preguntarle la causa de su llanto, dijo:
—El Urano quería mucho á mi perro, y le hacia fiestas. De eso
es de lo que ahora me acuerdo.
También publicó entonces uo articulo en El padre Dúcheme, titu-
lado: «Oración fúnebre de Luis Capelo, último rey de los franceses,
pronunciada por el padre Duchesneen presencia de los valientes des-
camisados de todos los departamentos.»
El plazo de tres diae que Luis XVI pidió, le fué rehusado, y todo lo
demás concedido. A las seis de la tarde recibió la noticia por con-
ducto de Garat, que fué á llevársela personalmente.
Desde aquel momento, el rey se preparó para recibir la muerte
con la misma sangre fría que cualquiera puede prepararse á un su-
ceso vulgar y de poca importancia.
Con la presencia del abate de Pirmont esperimentó el mayor con-
suelo que podia aguardar en la tierra. Sin embargo, á las lágrimas
del sacerdote respondieron las del rey, por lo cual se apresuró á de-
cirle:
—Perdonad esta muestra de debilidad, si asi puede llamarse.
Hace largo tiempo que vivo entre mis enemigos, y la costumbre
me ha familiarizado hasta cierto punto con ellos; pero la vista de un
vasallo fiel habla de distinto mado á mi corazón.
Es un espectáculo al cual mis ojos no se ban acostumbrado.
T enjugándose las lágrimas, le condujo á su gabinete, donde des-
pués de haberle hecho sentar, le dijo:
— Vamos á tratar de la única cosa que debe ocuparme ya en este
mundo. ¡Ciertamente! La única cosa importante ¿pues qué es lo que
las demás significan comparadas con esta*
Os ruego esperéis un momento, pues mi familia vaá venir.
' Mientras tanto, ved este escrito, que me alegro infinito poderos
participar.
Entonces leyó con voz fuerte y segura su testamento dos veces.
«Su voz era firme y natural, diae el abate Pirmont; y solo al nom-
brar á los objetos queridos se notaba alguna alteración producida por
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740 ttlBIONBS
el eúternéchnieato. Entonces descubriéndose toda lá ternura que sa
corazón/ encerraba, de veía obligado á detenerse; las lágrimas eorriai
á pegar fluyo. Mas al trattf se de si propio y de sus desgracias, no
parecía mas conmovido que puede estarlo un hombre al oír referir
las desgracias de otro.»
Al fin, le anunciaron la visita de su familia, con la cual débia te-
ner la última entrevista.
Había obtenido permiso para verla dn testigos; pero los munici-
pales convinieron que tuviese lugar en el comedor, desde donde al
través de los cristales no los perderían de vista.
Sin hacer la menor observación, se sometió á este último rigor,
teniendo la precaución de decir á Clery que colocase á la mano ana
botella de agua, por si la reina se sentia indispuesta.
Los detalles de esta entrénala son absolutamente ignorados, y so-
lo podemos referirnos á una relación que nos ha dejado la ditcpieaa
de Angulema, que dice asi:
cLa sentencia pronunciada contra mi padre llegó & nuestra noti-
cia el dia 20, por los vendedores públicos que se colocaron debajo de
nuestras ventanas, anunciándola á voz en grito.
A las siete de la noche, un decreto de la Convención nos permi-
tió bajar á verle, y corrimos presurosos á tener este consuelo.
¡Qué cambiado estaba su noble semblante! Sumido en el mayor
dolor y deáconsuelo, contó á mi madre todas las fases por qae rt
proceso habia pasado, disculpando á los vendidos que le asesinaban
En seguida dio algunos consejos religiosos á mi hermano, encar-
gándole sobre todo que perdonase á los que le hacían morir, y nos
dio & ambos su bendición.
Mi madre quería que pasásemos la noche en su compañía, pero mi
padre no quiso consentirlo, diciendo que necesitaba descansar. Ins-
tando para que pudiésemos verle al dia siguiente, no pudo menos de
acceder; pero al salir nosotros, dio orden á los guardias para qae too
nos dejasen bajar, porque nuestra vista le haría gran daño.»
Durante este tiempo el grupo que formaban los prisioneros era el
siguiente: el rey estaba sentado; la reina colocada á la izquierda;
la toltoríta Elisabeth á la derecha; la señorita Real casi en frente, y
el delfín de pié entre las piernas de su padre.
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DI IUUOFA. 141
La entrevista diré siete cuartos de hora.
« A la* diez y coarto, dice Clery , se levantó primero el rey, y los
denoto le imitaron. To abrí la puerta; la retaa llevaba al rey del
brazo, y el rey llevaba al delfio de la mano. La señorita Real, colo-
cada á la izquierda, tenia abrasado al rey por medio del cuerpo. La
sefiorita Elisabetb al mismo fado, pero un poce mas separada, había
cogido á sa adjunto hermano por el brazo izquierdo, y en esta posi-
ción dieron algunos pasos hacia la puerta, lanzando los m%¿ deloro*
sos gemidos.
—Os aseguro, dijo el rey, que os veré maffana por la uriana á
las odio.
—¿Nos lo prometéis? le ooatestarmí todos.
—Si, repuso el rey.
—¿Porqué no ha de ser á las siete? afiadió la reina.
—Bien. A las siete. Adiós.
Este último adiós fué pronunciado con tan particular acento, que re-
doblaren los gemidos. La sefiorita Real cayó desvanecida á les pies del
rey; yo la levanté, y ayudé á que la sostuviese la sefiorita Elisabeth. »
Queriendo Luis poner fin 4 tan desgarradora escena, después de
darles los mas tiernos besos, tuvo el suficiente valor para arrancarse
de entre sus brazos. *
— | Adiós! ¡Adiós! les dijo, y entró en su cuarto.
El abate de Firmont le esperaba. Se dejé caer en un sillón, y en
medie de su enternecimiento, empezó á disponerse para cumplir con
los deberes de cristiano.
Per conseje de su confesor se acostó un rato, y ciando Clery se
disponía para arreglarle el cabello, le dijo:
—No merece la pena que te molestes.
A las cinco, según le había ordenado el rey, entró Clery á encen-
der la chimenea, y despertándose al instante, entabló osn él un corto
diálogo, manifestándole que habia dormido bien.
Después se levantó, y como los municipales habían dado permiso
para que llevasen los ornamentos sacerdotales, el ayuda de cámara
dispuso un altarcito encima de la cómoda; el abato de Firmont dijo
una mise y dio la comunión á Luis XVI. Al tentar la oerumoote se
dirigió al confesor y le <tyo:
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M rtiiSIOWB
—¡Cuan feliz soy en haber eonsenrado mis principios! ¡Qué seria
de mi sin ellos! La muerte me parecerá muy dulce. Sí, allá arriba
exisle un juez incorruptible .'que me hará la justicia que los hombres
me han rehusado en la tierra.
Durante mas de una hora continuó Luis XVI haciendo sus últi-
mas disposiciones con la misma sangre fría.
—Os ruego que entreguéis este sello á mi hijo, Clery, y este ani-
llo ala reina. Decidles que me «ansa mucha pena el dejarlos. Este
paquetito contiene cabellos de toda mi familia; también se lo entre-
gareis. Decidles á todos que les habia prometido verlos hoy, pero
que he querido ahorrarles la pena de una separación tan cruel. ¡Dios
mió! ¡cuánta pena me causa separarme de ellos sin recibir un último
beso!
Después pidió unas tijeras, y le preguntaron para qué las quería.
— Son para que me corte el pelo Clery.
Las tijeras se le rehusaron.
En aquel momento se oyó en el Temple un ruido extraordi-
nario.
—Probablemente será á causa de que la guardia nacional se está
reuniendo.
Pocos instantes después se oyeron distintamente pisadas de caba-
llos, pero el rey continuó con igual tranquilidad:
—Ya parece que se acercan.
A las 9 se presentó Santerre, seguido de los gendarmes y de algu-
nos guardias municipales. Jacques Roux y Jacques Bernard, antiguos
curas juramentados, iban también, y con ellos Hebert, que lo habia
pedido á la Convención.
El rey salió en seguida de su gabinete, y dirigiéndose á Santerre.
le dijo:
— ¿Venís á buscarme?
—Si, le contestó este.
—Os ruego me concedáis un minuto, afiadió Luis, y entrando en
su gabinete cerró la puerta; luego poniéndose de rodillas ante el
abate de Firmont, dijo:
—Todo ha concluido. Dadme vuestra última bendición, y rogad
al Sefior que sostenga mi espiritu hasta el fin.
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DI tUftOfA 14$
Al entrar en la sala, cono Jacques Roox se hállate mas próximo
á él, le dijo:
—Hacadme el obsequio de entregar este papel á la rana mi
esposa.
—Eso no me incumbe, le contestó. Solo he venido aqai para con-
duciros al cadalso.
Entonces dirigiéndose á Goleeao, repaso:
—Os ruego qoe entreguéis estos papeles á mi esposa. Podéis en -
(eraros de su contenido, pues hay disposiciones que. deseo tenga de
ellas conocimiento el común.
Clery se preparaba para ponerle el sobretodo, y afiadió:
—Na le necesito para nada. Dadme mi sombrero únicamente.
—Señores, quisiera qne Clery continuase al servicio de mi hijo,
pues esti acostumbrado á su trato. No dudo que ia Convención acce-
derá á esla demanda. Y dirigiéndose á Santerre, le dijo:
— Marchemos.
A la entrada de la escalera encontró á Malhey, conserge del Tem -
pie, y le pidió no le guardase rencor por un momento de mal humor
que tuvo con él pocos dias antes.
En el segundo patio había un coche de alquiler. El rey snbió
acompafiado de su confesor, y dos gendarmes ocuparon los asientos
de la delantera.
Aquellos dos gendarmes, armados de pulíales, debían asesinar al
rey en caso de que por cualquier medio se tratase de salvarle la vi-
da; pero las demostraciones de los realistas se concretaron á una
pequefia reunión que tuvo lugar á la altura de la puerta de S. Dio-
nisio, que logró romper por un momento el ala que formaba la tropa
en la carrera que debía el rey seguir.
Al salir del Temple, el abate de Firmont ofreció al rey su brevia-
rio, y durante todo el camino no dejó de leer en él las plegarias de
los agonizantes.
Cuando hubieron llegado á la plaza de la Bevolucion, se detuvo el
carruaje en una gran plazuela formada al rededor del cadalso. Nu-
merosa artillería guardaba las avenidas. Uno de los verdugos abrió
la portezuela del carruaje, y al bajar al rey, dijo á las personas qn*
le rodeaban:
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744 MWONIS.
— rSeffores, os suplico que después de mi miarte do te taca nin-
gún insulto á este digno sacerdote. Os lo recomiendo encarecida-
mente.
En seguida los tres verdugos se acercaron á él para quitarle la
ropa, y Luis los rechazó desnudándose él mismo. Se quitó la cor-
bata, se arregló el cuello, y entonces trataron los ejecutora de atarle
las manos.
—¿Qué pretendéis hacer? les dijo retirándolas apresuradamente.
—Atároslas, le contestó uno de ellos.
—{Atarme á mi! les dijo el rey, en estreno indignado. Jamás lo
consentiré. Haoed Jo que os han ordenado, pero w conseguiréis
atarme
Los verdugos insistieron, y el rey dirigió después so «irada al
abate de Firmont para consultarle.
—Señor, le dijo, eo este muevo ultraje no veo mas que otra wm-
blanza entre V. M. y el Dios que le ya á dar su recompensa.
luis levantó los ojos al cielo como para buscar en él la resigna-
ción qpe le habia abandonado, y contestó;
—Ciertamente que se necesita pensaren imitarle para que qae
pueda someter á una afrenta semejante. T volviéndose hacia los ver-
dflgttl, les dtfo:
—Haced lo que queráis. Beberé hasta las heces el oálii 4* 4* Mnar*
guau
Us abatanes M jwtibulo eran mny Altos, .y *1 rey *e «poyó en
al abafe.de Finmont, creyendo que le faltaba «l ánimo; pero tan lue-
go como subió, por un brusco movimiento se desprendió de loa
#ue le softteoiap, y con paso firme se adelantó haata el borde del pa-
tíbulo, diciendo con voz sonora y fuerte:
—¡Muero ¿nocente de todos los crímenes que se me imputan! Per-
dono á los autores de mi muerte, y mego á Dios que la sangre que
van á verter, no recaiga sobre la Francial Logren los frwceses
A estas palabras, un redoble, general de tambores abogó su voz y
M> se le,pudo entender una sola palabra mas. Los verdugos se apo-
deraron.de él, y en el .momento en que sonó el golpe latid, habiendo
.aseado »sus lágrimas el abate de Firaont, dijo:
— ¡Hijo da san Luis, subid al eiatot
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•EBUIOFA. li-
Sa cuerpo se depositó en el cementerio de la Magdaleoa entre tas
sepa I la ras de los ciudadanos muertos en la fiesta que se dio en 1770,
al verificarse su matrimonio, en las cuales pereció tanta gente, y las
de ios suizos muertos el 10 de agosto.
Los periódicos revolucionarios hicieron notar que el dia de la
muerte del rey era el aniversario de )a gran fiesta que se le dio en la
plaia de Greve, el SI de enero de 1782.
La noche del 22 al 23 de enero, el abale de Puget, oculto en Pa-'
ris, fué misteriosamente á bendecir la fosa en que reposaba el cuerpo
de Luis XVI.
La ejecución tuvo lugar á las 10 y 10 minutos de la mañana.
Luis XVI tenia la edad de treinta y nueve años, cinco meses y tres
dias y habia reinado diez y nueve afios, no contando los cinco meses
y ocbo dias que estuvo prisionero.
Tal fué el gran hecho llevado á cabo por la Convención nacional,
y tal el fio que tuvo Luis XVI , rey de Francia.
Siglos de opresión habían hecho sentir á la Francia su férreo yugo.
Tiranos y reyes inhábiles se habían sentado en aquel trono que
Luis XV habia comprometido, y que por último concluyó de despres-
tigiar la prensa.
Luis XVI subió al cadalso para pagar con su sangre las (altas y
crímenes que habían cometido otros reyes.
tono n »4
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: i* rafsioMKS
De qué modo sopo la familia real la muerte de Lois XYI. — Objetos que antojo
Toolan á la comisaría del Temple.— Se coocede vestir de loto á la familia.—
Toolan y Lepitre. — Intriga: para entrar de servicio juntos. — Romance de Lepitre
cantado por el príncipe.— Primer proyecto de evasión. — Se cierran las barreras.
— Proyecto frustrado.— Segnoda tentativa.— La reina por medio de una carta se
niega á secundar los proyectos del caballero de Jarjayes. — Tonlan y Lepilre * n
denunciados. — Proyecto de Domonriei para hacer huir de la (orre á Luis XYI.
—Detalles desconocidos hasta el dia.— Carta de la seBoríta Blisabeth 4 Hergy.—
Predicción del ¿toro admtrtble.— Tercer proyecto de evasión.— El barón de Bateo.
—So astucia.— Sos ramificaciones.— Su audacia.— Sale frustrado su proyecto.—
Locura de la se fio rita Tisson. — Nueva información del Común. — El príncipe es
separado de su familia.— Delirio y desesperación de la reina. — Trato del príncipe
tn poder de Simón. — Traslación de la reioa 4 la consergería.— Traslación de la
seBoríta EKsabetb— TisHa de Robespierre á la infanta.— Lamentable estado del
príncipe.— El 9 de Termidor dulcifica su suerte.— Informe de Cambaceres 4 la
Coovencioo. — Relación de la visita de Armando de la Mease 4 la torre.— Enferme-
dad y muerte del príncipe.— Cange de la princesa con varios prisioneros, y w
viaje 4 Vieea.
A la muerte de Lois XVI, la torre del Temple se halló huérfana
de udo de sus habitantes, y lo mismo debia suceder con tres mas; de
modo, que de los cinco que hemos visto entrar, solo sobrevivió i
este cautiverio la infanta hoy duquesa de Angulema, que conti-
nua en el extranjero, después de la tercera emigración de su familia.
El dia de la muerte de Luis XVI, la familia real se levantó á las
seis de la maffana. La reina pasó la noche vestida sobre su lecho.
A las seis fueron á buscar un libro de misa, para servir en la que
debia decirse la última vez á Luis XVI.
A cada instante esperaba ser llamada la real familia, pero las ho-
ras pasaban lentas y crueles, y solamente á las once las salvas de la
artillería y los multiplicados griios del populacho hicieron saber á
la reina que era viuda, y á sus hijos que se hallaban huérfanos.
En medio de su inmenso dolor, María Antonieta reclamó varias
veces que se presentase Glery. Aquel servidor leal había presencia-
do los último* instantes de su amo, y la reina adivinó que debia su
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DI BUIOPA 141
espoto haberle confiado algún encargo para ella y para sos hijos.
Con efecto; sapo que el rey le había encargado la remitiese nn ani-
llo, los cabellos de su familia, y un sello para su hijo; pero aque-
llos objetos habían sido secuestrados por los comisarios, los cuales los
sellaron. El sentimiento de la reina fué moy grande, pues para ella
aquellas prendas era de inestimable valor.
Enternecido Toulan por el dolor qne aquejaba á la noble viada,
nn dia rompió los sellos, y llevó los objetos á la reina. En él Temple
se creyó que habian sido robados, á causa de su valor en plata y oro.
La señorita Elisabeth y María Antonieta confiaron aquellos objetos
al caballero Jarjayes, con el cual habian podido ponerse en comuni-
cación, y el depósito fué puesto por él en manos del infante, después
Luis XVÜI.
María Antonieta pidió para si y para su familia vestidos de luto,
y la Convención se los envió.
Desde el dia de la muerte del rey se negó á bajar al jardín, di-
ciendo que la causaría mucha pena el pasar delante de la habitación
donde se habia hallado su esposo.
Temerosa sin embargo de que se alterase la salud de sus hijos, so-
licitó se la concediese pasearen las torres, y esta gracia la fué con-
cedida.
Algunos dias después de la muerte del rey, la vigilancia en las
torres se hizo menos severa, y algunas veces entre los comisarios se
hallaban personas adictas á la real familia.
Lebeuf, Moilé, Vincenl, Jobert, y sobre todo Toulan y Lepilre,
llegados á la categoría de municipales, procuraron por su parte dul-
cificar en lo posible la suerte de los prisioneros.
La primera vez que la familia logró ver á solas á Toulan y 4 Le
pitre, se entregó sin temor ni recelo al llanto y 4 la desesperación.
Luego su ávido dolor le indujo á preguntar todos los detalles acer-
ca de la muerte de Luis XVI, y aquellos leales amigos accedieron á
su deseo, entregándoles algunos de los periódicos.
La reina y la sefiorita Elisabeth continuaron ocupándose de la edu-
cación de su familia, y para ello se les facilitaron los libros que pi-
dieron.
Por aquella época Lepilre escribió una romanía en la cual ponia
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, lis rtistoNcs
de manifiesto, por la sencilla idea que taro por iospiracion, todo el
valor y resignación que al principe le deseaba, y la sefioríta Clery,
may buena profesora, compaso la música sobre aquellas palabras.
De modo que, habiendo alquilado un piso que se hallaba en frente
de la torre, cantaba ó locaba á menudo aquella romanza.
A la sefial entre ellos convenida contestaban los prisioneros can-
tando, y un dia que Lepitre y Toulan estaban de guardia, la reinales
condujo á la habitación donde se hallaba calocado su clave, y allí hizo
que cantase el del fin la romanza, acompañándola su hermana la infanta.
No satisfechos aquellos amigos con los servicios que hadan á la
desgraciada familia, trataron entre sí un proyecto de evasión, enten-
diéndose para llevarlo á cabo con el caballero de Jarjayes, por orden
de la reina.
La reina y la sefioríta Elisabeth debían salir de la torre disfrazadas
de oficiales del municipio, con papeletas de paso que aquellos las de-
bían proporcionar.
La evasión de los principes era mas difícil, pero al cabo lograron
combinarla.
Habían notado que el hombre que encendía los quinqués en el
Temple conducía consigo dos niños de la misma edad que el delfín
y su hermana. Se procuraron vestidos iguales, y Toulan logró sobor-
nar á un empleado que consintió en fingirse el alumbrante en cues-
tión, llevándose consigo á los infantes fuera del Temple.
Todo estaba dispuesto, cuando llegó la noticia de la defección del
general Dumouriez, excitando un gran tumulto en Parte.
Al mismo tiempo, el artículo de Harat sobre el temor del hambre
que preveía, condujo al pueblo á una asonada, y por consiguiente se
cerraron las barreras, suprimiéndose á la par los pasaportes que ha-
bía en circulación.
Desecho aquel proyecto, mas tarde pudieron volver á hacerle re-
nacer con visos de lograr por lo menos la evasión de la reina; pero
la víspera del dia prefijado escribió al caballero de Jarjayes negán-
dose á huir, tanto por no comprometer á sus amigos, como por no
creer en los medios de posibilidad para lograrlo.
Maria Antonieta estaba menos resignada que Luis XVI, pero en
cambio amaba á sus hijos mucho mas.
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DI KJftOTA 71»
Toulfn y Lepilre llegaron á excitar sospechas entre sos cempa-
fieros por algunas imprudencias que de moy buena íé cometieron.
Toulan había enseñado á varios una caja de oro que le dio la rei-
na; y por las sospechas de Tisson y su mujer, empleados incorrupti-
bles, fueron denunciados á la municipalidad.
Hebert, procurador sindico en aquel entonces, propuso que se les
formase espediente de purificación, y ambos salieron absueltos.
El proyecto concebido por Dumouriez r"*pec'o á la evasión de
Luis XYI de la torre, no era una fábula ni un falso temor, según se
dijo. Hemos tenido la prueba á la vista. .
El marqués de Fre#eville, qne hace algunos afios murió en París,
de teniente general, y que en aquel entonces era coronel del regi-
miento de húsares de Chambo rao, sirviendo & las órdenes de Dumou-
riez, recibió la atrevida y peligrosa misión de sacar por fuerza i
Luis XVI de la torre. Para lograrlo debía acercarse á Paris i cortas
jornadas, bajo pretexto de equipar á su regimiento. Una vez cerca
de París, debia avanzar sobre él á marchas forzadas, llegar al Tem-
ple, entrar por fuerza, y cooducir al joven principe al ejército de
Dumouriez, escalonado en el camino de la capital hasta la frontera.
Aquel proyecto llegó á ejecutarse en parle.
Guando llegó con su regimiento á la primera ciudad francesa y
todos se preparaban á obedecer, oyeron gritar en la plaza pública la
gran defección de Dumouriez y desús ayudantes. El coronel se detu-
vo al oir aquellas palabras, y después de haberse convencido de que
era cierta la noticia y de que Dumouriez se habia pasado al enemigo,
quemó delante de todos los oficiales la orden que habia recibido y que
podía comprometerles á todos, renunciando k ejecutar el proyecto.
Además de la relación que nos hizo aquel valiente general, hemos
tenido en nuestras manos una carta de Dumouriez relativa á este
hecho, y otra de Luis-Felipe, entonces duque de Chartres, el cual se
habia asociado á la idea.
Luego las sospechas de la Convención no eran del lodo infun-
dadas.
Turgy habia quedado cerca de la familia, can el encargo de ser-
virles a la mesa, y entre sus memorias hemos hallado varias ins-
trucciones de las que entonces le fueron dadas»
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■?*• PRISIONES
El barón de Batí, que el día de la muerte de Luis XVI no pudo
dar el golpe que tenia premeditado, era objeto de continuas perse-
cuciones; pero intrépido y firme en sus designios, é infatigable en los
recursos que no cesaba de buscar para huir de la policía, del comité de
salud pública y del común, continuaba conspirando con la esperanza
de lograr la evasión de la real familia. Sin embargo, descubiertos
por Simón todos sus planes, solo logró empeorar la situación de los
prisioneros, atrayendo sobre sus cabezas mayor número de desgracias.
La locura de la mujer de Tisson habia llegado al estremo, y su
odio á la reina y á su familia era tal, que no podía soportarles y solo
su vista agravaba su dolencia hasta el punto de la desesperación. La
municipalidad tuvo que mandarla al hospital de dementes, dejando
la custodia de los presos al solo cuidado de Tisson.
Los incesantes proyectos (Je evasión que á cada paso se descu-
brían, y el fundado temor de que entre los municipales hubiese per-
sonas interesadas en que se llevasen á efecto, dieron margen á que se
decretase en el comité de salud pública la separación del joven princi-
pe del resto de su familia. Este decreto se publicó el 1/ de julio, y se
puso en ejecución el 3 á las diez de la noche.
Tan luego como la familia real tuvo noticia de esta decisión por
los oficiales del municipio encargados dé llevarla á efecto, estalló la
mas violenta desesperación en ludas las habitaciones.
El principe se echó en brazos de su madre, anegado en llanto, su-
plicándola le conservase á su lado y le defendiese de los que se le
querían llevar.
La reina, al oirías palabras de su hijo, no volvió á verter una sola
lágrima, y le estrechó contra su corazón, declarando que de ninguna
manera consentiría que la separasen de su hijo; y que solo lo logra-
rían arrancándola la vida.
La 8efiorita Elisabeth y la princesa también unieron sus súplicas
á las de la desconsolada madre, pero todo fué inútil. La orden debía
ejecutarse inmediatamente.
En su delirio y amarga desesperación, la reina profirió ihil ame-
nazas, y parecia resuelta á defender á su hijo hasta la muerte; en
vista de lo cual los municipales decidieron mandar llamar á la
fuerza armada para hacerse obedecer.
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La rata j el delíi.
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di wion in
Pero la familia, temiendo que aquella escena produjese aun mayo-
res desgracias, concluyó por convencerla, y solo accedió & condi-
ción de que se obtendría que el común daría su consentimiento para
que le pudiese ver una vex al dia.
Mas tarde se negó aquella demanda.
El príncipe fué conducido á la habitación de su paire, donde se le
encerró solo, dejando á Simón por único guardián.
Entonces dio principio la serie de malos tratamientos que Simón le
hizo soportar. Estos son demasiado conocidos para que nosotros que-
ramos reproducirlos aqui.
Por mas feroces que fuesen los instintos de Simón, no podía á la
vista de los comisarios ejercer sus atroces (iranias en aquella criatu-
ra sin que de ellas se apercibiesen: pues esto daría por resoltado, que
los numerosos comisarios habrían igualado á Simón en ferocidad.
Lo cierto es qoe Simón tan pronto obligaba al príncipe á" cantar
canciones contra so padre, como le obligaba á lanzar gritos de muer-
te contra su familia, concluyendo por hacerle firmar una declaración
contra su madre á (berza de amenazarle con un palo.
Aquella criatora, nacida con las mas felices disposiciones, acabó
por embrutecerse á efecto del mal trato de Simón, que le visiió con
una caramafiola y un gorro colorado, haciéndole beber hasta perder
completamente la razón.
Al principio el principe se resistía, pero su débil ánimo y su esca-
sa edad concluyeron por ceder á la fuerza bruta.
Imposible parece que semejantes actos de barbarie se hayan co-
metido contra una débil criatura, debiendo ser participes de ella mas
de sesenta comisarios, que turnaban para hacer su servicio en el
Temple; y mas difícil aon de creer es que pudiese Simón ejercer
ses atrocidades ocultándose á la vista de todos.
Es cosa sabida que cuando Simón se cansó de desempeñar aquel
odioso cargo, fué nombrado municipal.
Desde entonces el joven principe fué relegado i un encierro, en
el cual nadie entraba y donde reinaba una noche eterna.
En la puerta del encierro se hizo un agujero, por el cual se le
echaba la comida, no ocupándose nadie de él mas que una ves eada
veinte y cuatro horas para darle el esease alimente.
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711 PBISIONBS
La sola idea de semejante trato basta por si sola para enternecer
al corazón mas empedernido, sin qae queramos llevar las considera-
ciones mas adelante.
La familia prisionera preguntaba frecuentemente por él , pero
nunca recibía contestación. Habiendo sabido la reina que algunas
veces solían sacarle á paseo por las torres, pasaba noche y dia co-
gida á las rejas de su prisión, y alguna que otra vez logró verle.
Aquel triste consuelo era para la desconsolada madre un manan-
tial de alegría y desesperación á la par.
La Francia se hallaba entonces en el siguiente estado: el ejército
austríaco por el norte se apoderó de Conde, Valenciennes y otras va-
rías plazas. Caen, y. las ciudades del oeste, sublevadas por los dipu-
tados proscriptos el 31 de mayo, no reconocían á la Convención. En
la Vandeé ardía una guerra asoladora, y en el mediodia , Burdeos
amenazaba cruelmente al poder constituido. En Lyon se puso fuera
de la ley á todos los que pertenecían al partido de la montada, y To-
lón se entregó á los ingleses.
A tao amenazadora situación contestaron los convencionales por
medio de un decreto, que ordenaba que la reina compareciese ante el
tribunal revolucionario.
El t de agosto, á las í de la madrugada, entraron los municipales
en la habitación de las princesas, y leyeron á la reina el decreto de la
Convención, mandándola se dispusiese para seguirles á la Consergería.
La reina obedeció en el acto sin verter ni una lágrima.
La separación de su hijo parecía que había muerto lodos los sen-
timientos en su corazón. Abrazó y besó á su hija, y recomendando á
su hermana el cuidado de sus hijos, siguió á los municipales.
Al pasar por la habitación dónde se había hallado su esposo, vol-
vió la cara por no verla, y esto dio margen á que se diese un fuerte
golpe contra una puerta.
La preguntaron si se había hecho mal, y contestó:— *no, ya nada
puede hacerme mal.*
Estas fueron las últimas palabras que pronunció dentro de la torre
del Temple.
Desde alH fué conducida á la Consergeria. El fin de su historia
pertenece á aquella prisión.
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K BÜOPA. 1*3
Solas en la torre las dos princesas, quedaren larga tirapo presa
de la incertidumbre acerca de la suerte de la reina.
El día 8 de octubre las hicieron bajar para interrogarlas por se-
ptraio.
Aquellas declaraciones debían servir para el proceso de la reina.
Algunos días después supieron por las voces de los Tendedores sa
condena, pero ouca llegaron á creer que ftiese ejecutada.
* La duquesa de Angolesa en la relación de su cautiverio se es-
plica de la siguiente manera:
cihnrante largo tiempo noe creíaos abandonado* de todo el mundo,
& pesar de los serios temores que nos causaba el encono que el pue-
blo demostraba contra todos nosotros. En aquella duda cruel, y m
saber cual tase Ja suerte de mi madre, estuvimos durante un alio y
medio, y aole al cabo de esto tiempo supimos la nueva desgracia
que nos babia ocurrido con la suerte de mi respetable y querida
madre.»
De aquel modo continuaron viviendo los prisioneros, viendo regu-
larmente tres veces al día & loa municipales que iban ¿visitar la
prisión y á inspeccionar (os barrotes de las ventanas y los cerrojos
de las puertas, sin que jamás les dirigiesen la palabra.
Turgy, Tosían y Lspitre, asi como todos loe demás, habían desa-
pareado, y no teman medio algno paca recibir noticia del príncipe.
Solamente el It de enere de 4794 oyeron gran ruido en su habita-
ción; miraren por la cerradura, y vieron que se Nevaban algunos
objetos.
(feto les dW margen para creer que saHa del Temple, ocasionando
que se entregasen á nuevas conjeturas. Con efecto, Simón cambiaba
efe alejamiento.
Por lo demás, nada pudo tutor la triste monotonía de aquel cau-
tiverio, basta el • de mayo, dia en que i osea de las efies fueron
á buscar á la señorita Bisabelb para conduciría i la Gonsergeria , y
deade aUl antee) tribunal reyoluetouarKk
La señorita Bisabeth siguió á su guardias con la misma tranqui-
lidad que su benune» Besó* su sobrina, la recomendé el santo te-
mor de Dios y el recuerdo de sus parientes, y coa una especie ida
> de la prisión para ir al eadalso.
ts
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7SI FUSIONES
los nfmdnot de la familia Capelo, y hay mocho, por el contrario,
expulsándolo?. >
Aquel dictamen fijó definitivamente en el actual estado de cosas
la suerte del principe y de su hermana,, y so cautiverio por lo tanto
continuó, poro mas humano, y sobre todo soportable.
Sin embargo, la salud del principe empeoraba de dia en día. Sas
miembros contraidos le impedían poder dar un solo paso sin esperi-
mentar padecimientos, y un perpetuo silencie hacia mas triste tan
penosa situación.
Informada la municipalidad, dio parte al comité do seguridad pú-
blica á últimos de febrero de 4 795, y este comisioné á tres individuos
de su seno, Malhieu, Reverchon y el mismo Armando de la lleuse,
para que diesen un informe detallado acerca del estado del joven
Luis, los cuales le produjeron á su tiempo, y dice así:
« El principe estaba sentado cerca de una mesita cuadrada, sobre
la cual había muchas cartas esparramadas; algunas dobladas eo
forma de cajas y otras formando castillos. Estaba tan ocupado en su
entretenimiento, que ni aun reparó en nuestra presencia. Su traje
se componía de un vestido á lo marinero, y tenia la cabeza descu-
bierta. El cuarto estaba limpio y bien alumbrado. La cama era de
madera, sin cortinas, pero las ropas nos parecieron en extremo lim-
pias y finas.
■Habiéndome acercado al principe, le dije que, instruido el go-
bierno del mal estado de sn salud y de que se negaba á hacer ejer-
cicio, asi como de su negativa de prestarse á hacer los remedios con*
venientes y recibir las visitas de un facultativo, nos había autorizado
para que renovásemos las proposiciones que se le habían hecho an-
teriormente, y para que sus paseos se pudiesen estender mucho mas,
y ásu gusto, aconsejándole lo hiciese asi, y que en caso necesario
le reconviniésemos dulce y convenientemente si se negaba é nuestras
súplicas, obstinándose en guardar silencio, T que, como era muy na-
tural, le facilitásemos todos los objetos que juzgase necesarios para
distraerse.
«Durante el tiempo que inverti en esta corta arenga, estuvo mirán-
dome fijamente sin cambiar de posición, / parecía escucharme aten-
tamente, pero no me vélvió contestación alguna.
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DE EUROPA 157
«Entonces volví á repelir lo ante dicho, recalcando y detallando
mas cada cosa de por si, pues creía que no me hubiese entendido.
•Tal fw me habré esplicado mal, le dije, ó no me habréis enten-
dido; pero tengo el honor da preguntaros si ¡deseáis un caballo, un
perro; ó pijaros, ó juguetes de cyalesquier clase que sean; ó si lo
deseáis, uno ó varios nifios de vuestra edad, que os serán presenta-
dos antes de instalarlos aquí. ¿Queréis salir ahora á dar un paseo al
jardín, ó subir á las torres? ¿Queréis dulces ó pasteles?
»En vano agoté toda la nomenclatura de cuanto á su edad podía
desear. Ni una sola sílaba salió de so boca, ni tampoco me hizo la
menor setal de asentimiento ó de negativa, á pesar de que continua-
ba mirándome de hito en hito, con tal fijeza, que demostraba la ma-
yor indiferencia.
•Aliando entoAces la voz, le hice algunos reproches acerca de su
obstinación en no querer contestar, y tampoco merecí respuesta al-
guna. Persistí, le amenacé con mandarle que me contestase. El mis-
mo silencio, igual obstinación.
«Esperando lograr mas por otro medio, me acerqué á él, y le dije
que me diese su mano. Inmediatamente me la presentó, y pude no-
tar que tenia un tumor en la mufieca y otro cerca del codo. Parece
qoe aquellos tumores no le debían causar ningún dolor, pues no lo
demostró.
—La otra mano, fe dije.
«También me la dio, y eo eUa no tenia nada de lo que en la otra
pode notar.
—Permitid que registre vuestras piernas y rodillas.— Inmedia-
tamente se levantó y noté las mismas protuberancias en las do* ro-
dillas.
«Colocado en aquella posición, el principe tenia las señales fijas
de un ser raquítico y mal formado. Los musios y las piernas eran
muy largas y en extremo delgadas, é igualmente los brazos. Su bus-
to era muy corto, los hombros estrechos y el pecho muy saliente Su
cabeza era hermosa en todos los detalles, y su color btamco, pero des*
colorida. Sus cabello* de color castaño claros eran muy largos y
hermosos.
— Tened la bondad de andar un poco, añadí.
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iDió alguno» pasoB hacia fe piuría que separaba las dos habita-
ciones, y voltiza sentarse* inmediatamente.
—¿Y creéis qoe sea eso hacer ejercicio? ¿Na Tefe que te apatía
en que os hadáis sumido es ta» sota causa de vuetftro mal4 y de ku>
accidentes que estáis espuesto & padecer? Os eatiaremo» tu faculta-
tivo, y no dudamos que le contestareis. Haced al meaos algm»seflal
que no» demuestre que no os desagradará.
»Ni una palabra, ni siquiera una scftal me dio por respuesta.
»Ei aquel momearte entraron la comida del principe.
»€on efecto, era muy mala. Los comisarios dieron las órdenes
oportunas para que es lo sucesivo se cambiase, y quisieron que te
diasen frutas, y particularmente uvas. Al poco rato volvieran coa al-
gunos racimos, y los comió sin hablar palabra.
»En fin, los- comisario» hubieron de retirarse sin haber pedida ob-
tener de él ni una palabra, ni tan solo una señal de aprobación ai
de desaprobación.»
Armando de la Meuse asegura que loa guardas da la torre* le di-
jeron que el mutismo del principe databa desde el día cuque Simón
le obligó á dar una declaración contra kt ratta su* madre. Esta asar-
don nos parece algo exagerada; Eckart la combato en sus Memorm
sobre Luis XV f, y asegura que el principe sabía distinguir perfecta-
mente entre aquellos á quienes castigar con el silencio de sutáespr**
ció, como enemigos de su familia, y los que se ibleresafctn por ella,
con loa cuales tenia subo guato en conversar.
El 31 de marzo de 1795 fué relevado Laurent de la ggarda del
principe y reemplazado par un- tal Losnes, hambre bueno y humano,
que le prodigó los mas tiernoB euidados; pero todo fué inútil. El mal
empeoraba de dia en dia. El marasmo y la consunción habian agota*
do sus débtlea fuerzas.
tAfortunadamente, su enfermedad na le hacia sufrir mucho, dijt
la duquesa de Angulema; mas bien era una estíacion que no uaa
enfermedad produciendo dolor alguno.»
El mea de maj*o enriaron loa comités» al famoso cirujano Dessaat,
el cual empaaó á curarle, aunque con ninguna esperauaa de buen
resultado. El enfermo era muy dócil; pero Dessaut murió el dia I.*
de junio.
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1*1
MI . Nielen y ftumangin le roemplawon, pero su buen celo y
«umoeida «iencia no fuero «ufioientos para conservarte la vida, y
murió el día 8 de ¡junio de 1796 á las des de la tarde, sin padecí-
mieertos ni agonía.
La noticia fué -dada en seguida 4 1a Convención , y el presi-
dente «ntíó «mediatamente al Temple 4 sn secretario, paramsegurar-
ae del hecho.
El (Ha sigílenle se presentaron cuatro individuos det comité y
dieren les órdenes para la inhumación; pero como se manifestase
que 4a cafa no saldría del Temple sin que se abriese á la puerta, los
comisarte* hicieren sabir 4 los oficiales, sargentos, cabos y soldados
de la guardia, para reconocer el cuerpo del principe. La mayor parte
de ellos le habían visto ya y te oonoefen, siendo ftoil entender el
acia.
Aquel mismo dia MM . Betteten y Dutnangm procedieron 4 la au-
topsia, de la cual resulte 4e siguteite: «Todos los desórdenes, de los
cnales^aax» les detaHes, son evidentemente efecto de nn vicio «*•
crufuloso qoe debía existir hacia largo tiempo, y al que se ha de
atribuir la muerte de aquel niño. »
El mismo dia, el diputado Semestre hits en nombre de los comi-
tés sn informe 4 la Otmnáeo aceita de este «ceso.
El 10, 4 \m oche de la noche, el comisario Duaser, aoempafiade
dedos comisarios civiles, ae presentó en el Temple para proceder 4
sacar el cadáver, que en su presencia se puso en la caja y fué tras*
portado ai nenaanteno de Santa Margarita en el Faubourg de San An-
tonio, donde foó enterrado en la fosa coman, em ningún dase de ce*
El Jqe dé Luis XVI tenía diec afios y dos mesen.
Esta muerte es tal vm la mas triste que hemos podido mencionar
en esta historia, puestee seguro no ae halló jamás un prisionero mu
¡nocente.
La princesa real quedé la totea de toda su frmília en ctfta torre,
donde habían entrado cinco personas, de las «nales cuatro habían ya
dejado de eyiatir.
Su cautiverio mejoraba visiblemente, tanto á causa de la situación
de la Francia, como por 4a poca importancia qoe daban 4 su persona.
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760
Tenia cfftpleta libertad para pasear en loe jardines del Déüple
durante algunas horas del dia, como también por los. patios y demás
dependencias, lo cnal restableció perfectamente su salud.
Gomo medio de distracción, habia comprado nna cabra. que la se-
gnw á todas partes, y cuya compafiia le era sumamente agradable.
Poco Jiempo después, se la permitió recibir visitas. La sefioriíade
Manau, su primera aya, la señorita Laurent, su nodriza, y sobes
todo la señorita de Toijrzel y su bija obtuvieron permiso para visi-
tarla á tftdas las horas del dia, y comían con ella frecuentemente.
Durante una de aquellas visitas, la sefiorita de Tourzel puso al
corriente & la hija de Luis XVI de las desgracias de su familia, que
aun ignoraba, así como la muerte de sus parientes. Nuestros lectores
puedan juzgar cuantas lágrimas costaría á la princesa aquella triste
revelación.
DQtde *qpel momento la fué mucho mas insoportable continuar vi*
viendo en, Ifs torres del Temple, hasta el punto que la salud que ha-
bia imperado á recobrar se alteró visiblemente; pero : poco «después
de hftber llegado á su noticia aquel cúmulo de desgracias, obtuvo b
libertad.
Estafuéanode los primeros actos del directorio, consintiendo eo
el cange de la prisionera contra los representantes del pueblo Que*
nette, Camas, Bancal y Lamarque, entregados por Oumouriez al
principe de Coburgo; Drouel, otro representante del pueblo hecho
f^wffro m la& frpntera* de FJandes; Maret y Simón vük, embaja-
dftreSt^e la república francesa, detenidos en Italia por tes austriaow
cont»iael,de?flcMpdeg¡entWii, . ..
Una noche el ministro de la guerra condujo á la princesa <W braio
hasta una silla de posta que la esperaba en frente de la Ópera, hoy
Pwrtftídft^TOíMftrtin, aja cual subió acompasada del fiel flue, lase-
ffyrita¡dflSop<c$7 y GgmÁn, partiendo de Parte hacia la cortó de Viena.
La princesa salió de la torre del Temple á media noche, el dia M
de diciembre de HW, aniversario de su nacimiento,
/ Cumplía aquel dia 4m y siete afios.
T. por Santiago Fiwbras be la Costa.
■ i ,. N|i DE LA TORNE OBL.TiMPL*.
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PRISIONES
DE EUROPA.
ii ■
CÁRCELES DE BARCELONA.
Mareo fordo Catón.— Edifica U primera cárcel.— Vestigio* qoeqoedia de ella.—
Dadas respecto de so autenticidad. — Los cristianos. — Daciano. — Inlalia.— Crttl-
dad del gobernador romano.— Valor de la mártir.— 8a suplicio.— HaBasgo de sa
caerpo.— Prooesioo.— Cripta.— Tradicioii qoe existe respecto al cadávor de k sauta.
Roma había tendido la mirada por sobre la faz de la tierra, y ga-
nosa de imperar en el mando conocido, habia dicho á sos legiones:
—A lodo precio sojuzgadme al mondo.
T las legiones de Roma, qoe servían á nn pueblo que tenia la pre-
tensión de llamarse libre y de parecerlo, habían cumplido la orden
de su metrópoli; y atando con cadenas al vencido, habían arrastrado
á sus presos, sujetándolos al carro de marfil y oro de sus vencedores.
Pero con dificultad muere la nacionalidad de un pueblo; y cuando
este es el pueblo espafiol, la dificultad pasa & ser un imposible. Es-
pada luchó contra la reina del mundo; y unas veces derrotada, otras
victoriosa, sojuzgada algunas, hecha esclava nunca, se inmortalizó &
fuerza de hazafias, tantas y tan buenas que apenas puede sintetizarlas
la homérica catástrofe de Nomaocia.
Cuando Roma se apercibió de que la península no se avenía con
las cadenas de oro de la tanosa metrópoli del mundo, meditó deteni-
damente acerca la clase de cónsules ó gobernadores que debía bm«
tomo n ti
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7f2 PftiSiOMK*
dar á España para obtener qd resultado mas favorable á sos intere-
ses; pero el hecho siempre resultó ser el mismo: bien bajo el mando
del generoso Seipim¿ bien bajo el del topéenla Gatba, bien bajo el del
sanguinario Vitelio, jadías éoñoció 1.a República ni et imperio de Ro-
ma medio hábil para resignar á los hispanos á una obediencia que
lenia para ellos la inmensa contra de la pérdida de su nacionalidad.
Buscando, pues, un hombre que á (rueque de enriquecerse en la
península, como lo habían hecho sus predecesores, se aviniese á im-
poner la ley del fuerte, ya que era inútil hablar de resignación á los
que nunca *e Ubtesen rerfg&ado con Ser esclavos; vino & España el
cónsul Marco Porcio Calón, famoso por sus talentos militares, como
también por la energía de su carácter y rigor de su gobierno.
El cónsul logró cuanto la república podía prometerse; un momen-
to de tranquilidad á fuerza de infundir el terror entre sus enemigos.
Para ello, según dice el concienzudo historiador D. Modesto Lafoen-
le, desplegó como guerrero tal crueldad y violencia, que dejó muy
atrás en fama de terrible á cuantos desgraciadamente habían dejado
la suya harte bien sentada.
A los prkrionéroi vendía como esclavos ó entogaba al filo de la
espada, y de él se cuenta que en trescientos días hizo demoler coa-
troftiebUfc* poblaciones. No hizo tantdet terrible A tila, y se le dtá co-
mo «I maá fttmoso de todos los destructores. Sin embargo, elfo? de
los hunos gobernaba falanges de bárbaros, t él cónsul romano era
delegado de la rfepéblica que pretendía marchar al frente de la liber-
ad* de la civilización y del progreso.
Un gobernante del temple de Porcio Catón no podía menos dé
idear cuántos medios aseguran á los hombres la imposibilidad de
Mr contrastados por otros hombres. A él, pues, se debe la constrttc-
ctoto de la cárcel mas antigua da que hay memoria y quedan vesti-
gios en Barcelona.
Construyóse esta cárcel en el espacio, hoy día edificado, que ocu-»
pa la calle de la Boqueria, junto á las del Cali y de los Bftflos nue-
vos, sitio que por aquel entonces limitaba la ciudad por medio de la
antigua muralla. Cualquiera de los naturales de Barcelona ó foras-
teros que hayan visitado detenidamente esta ciudad, habrá podido
apercibirse en el interior de una de las travesía» que ponen en <MM-
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db «uaw* i«a
oic^cion las calles de la Boqwfc y de Feriado, llamada Arco del
Remedio, los vestigios de una construcción ¿ntiquisim?, que de tal
la abonan el color de sus piedras y el orden, ya casi percUdp, d£ sa
arquitectura.
Esos vestigios debieron pertenecer á la cárcel rooMpa, pues varios
son lo* amtores que afirman haber existido en el edificio leyantydo
por el consol Marco Porcio Galón, w arco qqe tenia salida á lo que
on día fué plazuela de la Trinidad y hoy queda comprendida en la
mencionada calle de Fernando.
Opinan, empero, otros anticuario?, que el cónsul romano no pudo
haber oopstruido su cárcel en semqanie Ipgar por 1* razón de yne
formando parte, ó estando enclavada en el muro <te defensa de la
citdad, hobierasido imprudente la designación de este lugar pitra
contener 4 gente perseguid» por la justicia, de cualquier modo que
Barcelona hubiese tenido que ponerse b?jo pié de defensa.
Esta razón que pudiera serlo entre los estratégicos, no basta en
nuestro concepto para negar la existencia de aquel edificio en el pa-
raje que hemos indicado. Los romanos, lo mismo que los árabes, in-
siguiendo la ¡de» general que ba presidido constantemente al levan-
tar muros de defensa en torno de las ciudades, tenían costyunbre d*
edificar en puntos convenientes algunas torre?, que frecuentemente
fueron aprovechadas como prisiones, no solo en la época de sy re-
mota <onstrucciop, sino cpn mucha posterioridad, ó sea en nuestros
mismos dias. Todos recuerdan en Barcelona la época en que las tor-
ris llamadas vulgarmente de Canaletas, pegadas al murp, eran des-
tinadas á prisión militar.
Una coincidencia, bija de la necesidad, hizo que la actual cárcel
pública de Barcelona se halle asimismo ser lindante de la muralla
de (ierra.
Confirma, además , la existencia de la cárcel romana en el pa-
raje indicado, el hecho de ta distribución de aquel local y las pre-
cauciones de seguridad que se notaban en sus apartamentos., consig-
nadas por varios autores.
La* cárceles construida* en afios aotiguos tenían un aspecto tan
característico que difícilmente podían ser confundidas con otra date
de edificios ó establecimientos. No parecía sino que hubiese doipina-
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114 FUSIONES
do en aquellos tiempos la bárbara máxima de cierto autor, que pre-
tende que las condiciones de una prisión deben ser tales, que con tal
que no maten á los presos, son muy bastantes para que estos do ten-
gan derecho de queja, Y aun asi, mucho podríamos decir de esa
muerte causada por la prisión, pues si bien no puede asegurarse que
haya existido una pena de muerte que se llamara encarcelamiento,
no es menos indudable que la humedad, la falta de ventilación, la
lobreguez y el mal trato, que eran las condiciones del encarcelamien-
to en tiempos no muy remotos, constituían un suplicio injusto que
desgraciadamente fué mortal en repetidas ocasiones.
¿Acaso la tristeza no puede dar la muerte aun hombre? ¿Acaso do
se le puede matar haciéndole contraer alguna de aquellas enfermeda-
des indispensables cuando se encierra á una criatura en sitios privados
de luz y de aire, helados en invierno, abrasadores en verano, ver-
daderos tormentos, mucho mas crueles que el potro y las tenazas y
la garrucha, que á lo menos mataban á los hombres en pocas horas?
Volviendo ahora á la cárcel romana, atestiguan su existencia lo
macizo de los muros en sus estancias, las condiciones de sus aparta-
mentes, muchos en número y todos pequeños, abovedados y á pro-
pósito para encerrar prisioneros, y también cierta torre cuadrada,
obligada en casi todas las construcciones romanas de esta naturaleza ,
en cuya cima se veia un calabozo, que la tradición supone haber sido
habitado por Eulalia, la insigne mártir de los cristianos de Barce-
lona.
T la tradición vale mucho, cuando no hay argumento de mayor
fuerza que la contradiga, antes por el contrario concuerda con otros
hechos que, ó secundan esta tradición, ó la corroboran, como en el
presente caso tiene lugar. La tradición que ha hecho dar el nombre
de arco de Santa Eulalia al callejón en cuyo estremo se supone cons-
truida la torre que aprisionó á la joven mártir, ha sido bastante po-
derosa para que se llamara asimismo bajada de Santa Eulalia la
cuesta que desde la calle de San Severo conduce á la de los Bafios, y
por la cual se supone fué arrojado el cuerpo de la ilustre cristiana
metido dentro de una cuba erizada de garfios y puñales. Ahora bien,
en el espacio que media entre el arco de Santa Eulalia y la bajada
del propio nombre, existia por aquel entonces el palacio del gober-
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DC BROTA 115
Dador romano. ¡Siempre el tirano junio á los oprimidos; siempre el
verdogo pegado á sus victimas!
Ahora bien, nada mas natural que Eulalia fuera conducida de su
prisión al inmediato palacio de su juez, y desde este palacio al cer-
cano logar á propósito para consumar el suplicio á que se la sometió,
si ya no es que existía un camino secreto y subterráneo «que unia lote
dos edificios, prisión y palacio, como se observa algunas veces en
casos análogos.
Poco ó nada sabemos del uso que Marco Porcio Catón y sus suce-
sores hicieron de la cárcel que aquél mandó construir. Aseguró, al
hacerlo, que el edificio estaba destinado á prisión de criminales, .pero
¿á quiénes llaman criminales los cónsules del temple de Porcio
Catón?
Cuando calculamos que este romano vino á Espada á tiempo que
la península empezaba á sacudir el yugo de la metrópoli del mundo,
y cuando nos hacemos cargo de los inmensos cuanto espontáneos sa-
crificios que hacen los pueblos en semejantes casos ; nos entristece el
uso que el cónsul sanguinario y cruel, enviado por Roma para some-
ter á lodo trance la provincia, baria de aquel antro oscuro, espresa-
mente construido para atormentar álos hombres en una época en que
el vencido era un esclavo y el esclavo era conceptuado una cosa, es de-
cir, on objeto que puede romperse, aniquilarse á voluntad de su
duefio.
Es seguro que dentro del sombrío recinto padecieron entonces mul-
titud de héroes de la indepeadencia espadóla, buenos patriotas que»
entonces como ahora, en nuestro pueblo como en los pueblos todos
del mundo, comprendieron que no era vida la vida sin libertad, la vida
sin patria. Hoy, que los países cultos hacen alarde de sus simpatías
por las naciones que van en busca de su autonomía reganda coo san-
gre los campos de batalla en que sus hijos se dejan acuchillar por
una empresa santa; hoy, que al grito de Polonia sacrificada y resuel-
ta á romper el yugo que Rusia le tiene impuesto, palpita el corazón
de todos los hombres honrados y lloran de despecho todos los valien-
tes al presenciar las estériles é hipócritas evoluciones de la diploma -
cía; hoy pedimos un recuer !o para los abuelos de nuestros abuelos»
para los pasados de nuestros pasados, que en la cárcel de Barcelona
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7if rftisjwsa
padecieron bajo el poder de Marco Porcio Cateo y sos sucesores.
¡Noble epopeya, sublime elegía, digna de cantarse con la citar» que
inmortalizó ¿1 heroísmo de Nwnancial Esas piedras que tenemos á
nuestra vista, ennegrecidas por el tiempo, al igual que las de la ciu-
dad inmortal de todos los siglos, tienen escrita ina palabra que llega
alalina.
¡Desesperación! dicen las ruinas de Numanci*.
¡DolorI dicen los vestigios de la cárcel de Catón.
Dominante en la mayor parte del mundo conocido «1 yugo de lio-
rna, nación que para legitimar la guerra que bacía á todos los pue-
blos,, se valia del trampantojo de sus ídolos, haciéndoles hablar por
la boca de sus sacerdotes sin corazón; nació el Dios Hombre. Treinta
y tres afios duró su permanencia entre los mortales, y la mayor parte
de ellos empleó en la predicación de aquella sublime doctrina, qoe
se reasume ea estas divinas palabras, que por aquel entonces única-
mente un Dios podía proferir:— Amaos los unos á los otrps como her-
manos...
.Esta máxima destruía todo el sistema de (a política romana. Der-
rumbaba los sanguinarios idelos de sus pedestales, proscribía las ca-
denas de la esclavitud, rehabilitaba á la mejer, ennoblecía. al villa-
no, castigaba el orgullo de los poderosos, anatematizaba las guerras
y la efusión de sangre, y hacia á todos los tambres igoates ante la
ley del amor y del perdón.
El nacimiento del Redentor y Fnjtdador de tan heruxw doctrina
debía lener lugar durante el minado de un monarca asaz justo cuan-
to lo permitiera la civilización de ia época: por esto coincidió con el
gobierno de Octavio Augusto. Mas por lo mismo que la nueva doc-
trina era la condenación de todas las Uranias, el Salvador debía ser
inmolado imperando , un modelo de déspotas. Tal fué el ominoso Ti-
berio.
Pero la semilla de la libertad del mundo habia sido sembrada, y
al regarla la sangre del Justo, era de obligatoria necesidad que el
árbol de la regeneración echara raices en todos los climas.
Espafia, la nación que tau decididamente se había alzado en pro
de su libertad contra la opresión romana, había por fuerza de acep -
tar los principios de la religión del Crucificado, que devolvía al
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01 lUROfA. 117
hombre so dignidad, casi det toda perdida. La ínter* doctrina que
Santiago vsaaá pmdisar á Eipnfia, hixo muy prmo trooMrosos pro-
¿etilos, y tentado loma, coa harto fundamento, perder sus con-
quistas, empezó aquella locha sin piedad de las armas contra la pre-
dicación, de la faena contra la fe, de tos suplicios contra los milagros.
Barcelona presenció rasgos de abnegación cristiana dignos de ci-
larse con elogio en si lio mas á proposite que esta obra, y la cárcel
del cónsul Cata» encerró numerosos prisioneros, que con heroísmo
siogalar se sacrificaron por sns creencias, con asombra de les domi-
nadores, con espanto de los tiranos.
Una tos convencidos estos de qoe la locha habla de traer irremi-
siblemente la caída det imperio, agotaran los hombreé y los recursos,
las amenatas, las sedaciones y los toteólos de toda suerft de tortu-
ras, para disuadir á los creyentes de sn empefio. Del mismo modo qne
en lodos los tiempos se ha cebado mano de los gobernante* mas ter-
ribles para aterrorizar á los pueblos mas dispuestos á hacer frente á
sos opresores, asi Roma envió á sns generales mas feroces á aquellas
provincias donde la nueva idea germinaba con mayor lozanía.
£ntoncas fué cuando Daciano vino á Barcelona. Ta nadie hace ca-
so alguno de este ea fiado del imperio, que sin embargo es digno
do eclipsar los nombres de los tiranos lodos que han existido y existi-
rán sobre la tierra. Jamás se han hallado tantos y tan bárbaros re-
corsos para amedrentar á los pueblos, y sin embargo jamás la resis-
tencia ha producido tantos y tan titánicos adalides. Mucho se ha ha-
blado posteriormente de grandes déspotas; muchos nombres se citan
aun hoy dia como modelo de grandes tiranos; muchas biografías se
popularizan para execración de otros tantos azotes de la humanidad.
Pero ¿qué suponen cada neo de ellos, ó lodos juntos, esos Luises on-
cenos, esos Enriques octavos, esos Torquemadas, esos condes de
EspaBa, comparados con un solo hombre, si este hombre se llama
Decíate?
Para comprender hasta donde es cierto lo qne venimos diciendo,
citaremos un solo hecho acaecido en la cárcel romana de Barcelona, •
y dejamos á nuestros lectores el encargo de averiguar inútilmente
qne o 10 rasgo de a>ayor crueldad registran los anales de las cárceles
de Europa.
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Ta hemos dicho que Dadano gobierna por Roma en la dudad de
Amilcar. Las instrucciones que trae de la ciudad eteraa toa de ester-
minar á todo trance cuantos partidarios haya hecho la doctrina nue-
va y do se apresaren á quemar incienso en las aras de los dioses
gentílicos. Aquí podemos repetir también: ¡siempre lo mismol ¡siem-
pre los falsos apóstoles y los políticos hipócritas empuñando la segur
de Nerón ó el alfánge de Mahomal
Una mafiana de invierno, ona de esas mañanas en que el délo
parece mas diáfano, la atmósfera mas transparente, salía furtiva-
mente de cierta quinta situada en el llano de Barcelona, una dama
que por su porte y traje revelaba pertenecer á una principal familia.
Era joven, muy joven, pues apenas contaba catorce afios de edad; y
era hermosa cuanto cabe serlo si la realidad se encarga de dar for-
ma al idealismo.
Por las miradas que reiteradamente dirigía al camino que dejaba
á su espalda y por la súbita palidez que invadía su semblante cada
vez que se cruzaba con algún viajero, comprendíase sobrado bien
que aquella niña temía ver descubierto su propósito y ser devuelta al
logar que voluntariamente abandonaba.
T sin embargo, este lugar era una quinta deudosa de la cual la
ñifla gozaba como duefia, pues daefia era del acendrado amor de sus
padres, á quienes pertenecía la deudosa casa de campo. No eiislía
manera de alegrar á la joven doncella que los autores de sus dias no
pusieran por obra, y la única pena de los ancianos consistía en no
poder adivinar los deseos de su hija antes de que el pensamiento los
formulase, para cumplírselos sin apetecerlos.
A pesar de todo la nifia huía, era indudable, del hogar paterno, y
por ningún bien de este mundo hubiera desistido de su inesplicable
propósito. En una revuelta que hacia el camino que estaba siguiendo,
perdiéndose de vista desde aquel punto la mansión que venia aban-
donando, sentóse la ñifla fatigada; y dirigiendo su vista á la quinta,
un hondo suspiro levantó su pecho. La contemplación duró algunos
minutos, y mal contenida la pesadumbre, estalló en lágrimas que
corrieron libremente por las hermosas mejillas de la joven.
En seguida se repuso de su abatimiento, llevó la mano al labio de
coral, y envió en dirección de la casa de campo uno de esos besos io-
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Dt «MOTA. 16%
fútiles que un padre compraría á cualquier pctoio menos al de la se-
paración de su bife.
8a «archa, desde aquel ponto, faé menos rápida, pero en cambio
§■ semblante revelaba mayor tranquilidad.
A menudo se detenia calculando el camino qne debía seguir, pves
se bailaba preocupada por ia impresión estrafa qne cansa ánna don-
cella recatada, la primera vez qne emprende nna caminata, sola y
abandonada á sn propio impulso. De este modo, y empleando en et
camino triple tiempo del necesario, llegó á las puertas de Barcelona.
La ciudad se bailaba cuidadosamente defendida y sus puertas vi-
giladas con mucho rigor; pero ¿quién babia de hacer caso He aqoeHa
niña tímida é inofensiva sino era para admirar sn belleza?
(loa vez dentro del murado recinto, el rubor de Yt-rse sola, sin du-
da, la obligaba á caminar con los ojos clavados en el suelo; pero falla
de práctica y dominada indudablemente por un pensamiento fijo, per*
dita en el laberinto de sus estrechas calles y hubo de dirigirse á al*
gun transeúnte para enterarse de la dirección que debía tomar y que
de antemano seguramente no conocía.
T lo eetrafio era qne cuantos fueron interrogados por la herniosa
ñifla, quedaron maravillados de la pregunta y se detenían para con*
templar ai realmente emprendía el camino qm la indicaban.
Nuestra joven preguntaba por (a vivienda del procónsul Daciano,
y tal era aquella y 4al el gobernador de Barcelona, que menos se hu-
biera* estragado algunos de otr á un cordero solicitando las eefias de
la guarida del lobo.
Era, con efecto, tan estrafia la resolución de ir al encuentro del
tirano, se necesitaba tanto valor para presentarse ante el hombre que
nunca se dejaba ver en público sino acompañado del verdugo; que
algunas gentes echaron á andar tras de la joven, deseosas de ente-
rarse del resultado de tan peligrosa entrevista.
Daciano hacia justicia, ó mejor atrofiaba & la justicia, en el
pretorio de su palacio, > donde eran admitidos cuantos deseaban pre-
senciar escenas repugnantes ó conmovedoras, que desgraciadamente
siempre han tenido aficionados en el pueblo. Además, bien fuera para
adular al tirano, bien se rindieran é su voluntad los barceloneses,
de que el proefasul gustaba de hacer presenciar sus actos
tono n. II
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«na PRISIONES
por la muchedumbre, á la coal sojuzgaba por medio de terribles
ejemplos; ello es que generalmente se haHabamny concorrido el
pretorio del gobernador. La joven penetró tímidamente entre la mu-
chedumbre, seguida de gran número de curiosos que presentían un
espectáculo nada común.
El procónsul se hallaba rodeado de augures, guardias y Helores:
ardia un ara á poca distancia de su camilla, y junto á los Helores
veíanse con horror numerosos instrumentos de suplicio.
Lo que pudiéramos llamar vista de las eausas se llevaba acabo de
una manera tan breve como repugnante para cuantos creen quenada
98 tan difícil como administrar justicia con acierto. Generalmente los
presos eram acusados, ó de conspiración contra Roma, ó de partida-
rios de la ley nueva. Los primeros era encerrados en lóbregas maz-
morras ó desterrados á lejanas provincias del imperio, donde se les
dedicaba á trabajos penosos y viles. En cuanto á los segundos, el di-
lema era mucho mas breve: ó la apostaste ó el martirio: la apostada
apenas encontraba un prosélito, cualesquiera que fuesen las prome-
sas con que se ofrecía galardonar á la traición.
Cada vez que el gobernador tenia que juzgar á algún partidario de
la nueva doctrina, suscitábase un nuevo escándalo entre los sacerdo-
tes que rodeaban á Daciano: todo se volvían gritos, amenazas, mo-
vimientos descompasados y un cúmulo de improperios como no se
hubiesen dirigido contra el mayor de los criminales.
Semejantes escenas presenciaba el pueblo, acobardado ó embru-
tecido, y con el pueblo las presenció la tímida doncella que desde la
quinta de sus padres había venido á Barcelona expresamente para
ver á su gobernador.
Pero fué el caso que cuando todos los presentes iban á retirarse,
terminada la audiencia, y cuando algunos adoladores sin corazón
gritaban estentóreamente: ¡Gloria á Daciano, el amigo de los dioses
y de Roma! la modesta doncella se adelantó resuelta por medio de
los guardias, y deteniendo al gobernador por la orla de su manto de
púrpura, le dijo con resuello acento:
—¡Para, y óyeme!
El estertor de la joven había cambiado en un instante: á la pali-
dez del temor había reemplazado el carmín del enojo; á la debilidad
de la doncella, la energía de la matrona.
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DB EUfiOJ»* T¡i
Volvióse el pretor pasmado de lanía osadía, y 4 la rota de la ni-
ña sofrieron un vuelco sus coléricas intenciones. Contemplóla u
momento embelesado, y sonriendo con insolente lubricidad, la dijo:
—¡Hermosa eres por cierto!... ¿Qué me pides?
—Justicia— respondió la doncella sin inmutarse.
—Mal he de haeer que lo pase el que baya provocado tu cólera.
¿Quién te ofende?
—El procónsul Daciano— contestó la joven» fijando con entereza
su mirada en el gobernador.
Esta se hizo ud paso airas y contempló 4 los que le rodeaban cual
si les demandara una explicación de tamafia maravilla. Pero ninguno
pudo decirle sino que debía estar loca la criatura que de tal suerte
suscitaba su venganza; esplicacioo que no satisfacía al procónsul,
pues la mirada de la atrevida ñifla en nada se parecía 4 la de los de*
meotes que arrostran el peligro sin tener la conciencia de él.
— Mucho me sorprende tu audacia;— dijo el procónsul — sin em-
bargo Daciano está dispuesto 4 oir su acusación, como salga de tai
hermosos labios. ¿En qué le he faltado? ¿qué pretendes de mi?
—Óyeme, procónsul:— dijo la ñifla— no ignoras ciertamente que
hay bajo tu dourioio unos hombres que predican amor y reconcilia-
ción á los humanos, y que abiertos sus ojos 4 la luz, adoran al Dios
que murió en el Gólgotha.
— Esos hombres— replicó el romano— son unos conspiradores que
atenían contra el emperador.
—¿Cómo puede ser ¡oh procónsul! cuando su maestro les dijo:
dad al César lo que es del César y á Dios lo que es de Dios?
—Vanos subterfugios... Roma quiere que no ezisian otros dioses
que los suyos; los dioses que siempre han protegido 4 la ciudad eter-
na. Cuantos se resisten 4 obed'icer las órdenes del imperio, traidores
al imperio son, y como tales serán tratados.
Un aplauso resonó en aquel momento: nunca falta 4 los tiranas
quien los remate y pierda, aplaudiendo sus escesos.
—¿Y que lograrás con ello?— preguntó la joven con sencillez es <
l remada— ¿Qué resultados obtendrás de tu rigor?
— Aniquilar la causa de los cristianos, destruyendo a estos; aca-
bar con el veneno aplastando hasta la última víbora.
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m PRISIONES
—Te engallas, procónsul;— repaso la niña— si el fundador deesa
religión murió por ella, dando el ejemplo de como se arrostra! los
mas grandes martirios, ¿cómo pueden sis discípulo^ no libar las *o-
tas que han quedado en el ealiz? Destruir, aniquilar... ¿Se destruye
acaso una idea?... ¿Qué ba sucedido después que tus predeoesores
sacrificaron al primer cristiano? Que se han presentado otros ciento
reclamando el derecho que tienen á ser tratados con igual rigor.
¿Qué paedes decir ií\ mismo de los resultados que has obtenido dic-
tando tau continuadas sentencias de muerte, inventando tantos horro-
res para hacerla mas espantosa?. .. ¿Por ventura no es mayor el núme-
ro de los cristianos que hoy existen, que do era antes de haber llegado
tu persooa al gobierno de esta provincia?... Créeme, procónsul: la
idea del amor y de la libertad vertida queda desde lo alto de ana
cruz gloriosa: sacrificaras á la humanidad entera, y la idea santa flo-
taría en el espacio para que se apoderase de ella otra humanidad
nueva, si á Dios le parecía bien crearla nuevamente. No intente Ro-
ña destruir, antes bien quiera aprender, y será salva. De otra suerte
jay del imperio! jay de los cesares! Rodarán en el polvo confundidos
con los destrozos de sus dioses.
Un grito de indignación resonó en torno del procónsul, los sacer-
dotes amenazaron rasgar sus blancas vestiduras, y los lictores diri-
gieron una significativa mirada á los instrumentos del suplicio.
Dactano luchaba por primera vez entre el asombro y sus instintos
sanguinarios, contenidos por la inusitada sorpresa.
—¿Quién eres— dijo— que me has ofendido y no te he castigado;
que has insultado á Roma y no he hecho pesar sobre ti ei poder del
imperio; que has hecho escarnio de nuestros dioses, y estos no te han
destruido con sus rayos?
—¿Quién soy?... Me llamo Eulalia, y ya lo ves, soy una débil
criatura. Y, á pesar de todo, tan débil como te habré parecido, be te-
nido valor sobrado para dirigirme á tí y decirte, como te digo: D&-
ciano, date prisa á desocupar la cárcel que en mal hora construyera
tu predecesor Marco Porcio Catón; date prisa en rasgar los sangí ion-
ios edictos que tienes publicados, dale prisa en permitir que los hom-
bres adoren según sus creencias al Dios del amor y de la esperanza;
poi que tal pudiera ser el enojo del que está en el cielo, que no te
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w mota. m
diera ni aun tiempo de reparar el dafio que has hecho.
Escuchando estas ratones dirigía el procónsul furtivas miradas á
sos cortesanos y temblaba de coraje, y se perdía en conjeturas bus-
cando la clave de aquel enigma asombroso que le abismaba. Duran-
te su carrera militar había baciano vencido á grandes generales,
había trabado relaciones con hombres ante los cuales habían tembla-
do do miedo millares de otros hombres; y siendo gobernador de dis-
tintas provincias, había llegado á infundir respeto á los mas arrogan-
tes y temor en los mas valientes. ¡Y era una ñifla, una débil ñifla, la
que venia á desafiar su cólera!
—Ilusa criatura,— esclamó batallando con sus sanguinario* im~
pul**— ¿quién te ha infundido.el alíenlo bastante para decir lo que
has dicho, para hacer lo qee has hecho?
—¿Quién?— respondió Eulalia sin titubear— mis creeodas, pro -
cónsul. Yo soy cristiana.
Tanto hubiera valido que la joven hubiera pronunciado el insulte
mas horrible contra el César, pues se levantó acto continuo tal grite-
ría y tempestad de alaridos y amenazas, que no parecía sino que
todos los amigos del gobernador hubieran sido atacados de hidrofobia
en aquel mismo acto. Precipitáronse los ga ardías encima de Eulalia
apuntando sus espadas al pedio de la cristiana, los lictores empuña-
ron sus haces, los sacerdotes eslendieron hacia ella los brazos conju-
rándola con toda suerte de castigos, y basta la muchedumbre de es-
pectadores hicieron un movimiento en hostil dirección á la tierna
criatura, esclamando:
—¡Al suplicio, al suplicio la cristiana!
Un momento mas de irresolución de parte del gobernador, y hu-
biera sido inútil la sentencia. Pero Daciaoo, que aun no había podido
desprenderse enteramente de la estrada influencia que sobre él ejercía
Eulalia, y que á fuer de gran tirano no gustaba de que ninguno le
impusiera su voluntad, ni le (razara tan solo la linea de su conducta,
siquiera estuviese conforme con su preconcebida resolución; hizo un
ademan fiero, aterró á toda la concurrencia con una mirada sola, y
esclamó con voz de trueno:
—¡Galle la' ¡asoleóte turba! ¿Quién osa levantar la voz cuando
Daoa&o no 4a permiso para ello?...
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711 PRISIONES
—Gobernador,— dijo tro viejo sacerdote — hay ana ley que pena
de muerte á los cristianos que no queman incienso á nuestros dioses:
ante esta ley todos los cristianos tienen que someterse; yo la invoco...
— Ya be dicho— repuso el procónsul temblando de coraje— que
donde gobierna Daciano, nadie tiene derecho á formular en público
un pensamiento solo, si antes el procónsul no ha otorgado su per-
miso. Yo represento al César, y ante el César todos sois esclaves.
¡Silencio, he dicho! Yo haré justicia.
En seguida se adelantó hacia la joven, única que permanecía se-
rena en medio de aquella tempestad desencadenada sobre su cabeza,
y mas blandamente de lo que en él era costumbre, dijola:
—Ya lo has oído, mal aconsejada doncella: adorar, ó morir. Oye,
empero, lo que yo puedo disponer tocante á tu persona. Eres joven,
no hay duda; eres hermosa, no me equivoco: los dioses apetecen el
incienso que las criaturas de tus condiciones queman en sus aras. Yo
tengo un palacio con columnatas de mármoles y pavimentos de mo-
saico; con muebles de marñl y nácar incrustados de oro; con jardi-
nes que se pierden en el horizonte, y en ellos flores mas aromosas
que las de Alejandría y pilas donde nadan los mas vistosos pececitos,
rociados por una lluvia que parece de piedras las roas preciosas.
Tengo esclavas que apuran los recursos del arte para hacer eterna la
juventud y la belleza de las mujeres, y tesoros con que comprar una
provincia y crear un reino bastante poderoso para ser respetado hasta
por el César. Pues bien, Daciano lo pone todo á tu disposición: que-
ma incienso ante los dioses, y serás la esposa del procónsul.
— Gobernador, — respondió Eulalia— hoy por hoy te compadezco;
mas si hicieres lo que yo te he indicado , si dieras la libertad á mis
hermanos, si permitieras que en Barcelona se rindiera culto al Dios
del amor purísimo; pudiera aun mirarte al semblante sin avergonzar-
me por ti, que bas pronunciado semejantes palabras, y por mí, que
he podido escucharlas.
La repulsa no podía ser mas completa, y Daciano cometió la bajera
de apelar al medio opuesto.
—También tengo — replicó con ira reconcentrada— una mazmor-
ra basta cuyo fondo jamás penetran los rayos del feol; y tengo á mis
órdenes verdugos tan diestros y refinados en su eficio, que saben dar
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mi flmon. m%
muerte á los criminales en mucha* horas, Ptí mochos días de no pa-
decer nunca interrumpido. Escoge de mis dos proposiciones la que
mas te cuadre.
Eulalia, qae había palidecido ligeramente al escuchar estas pala-
bras del procónsul, se repuso con presteza, y dijo:
— Daciano, cuando hablaste desde la altura de tu orgullo, pude
teoer'e compasión; ahora que hablas desde el pedestal en que te co-
loca lu pretendida incontrastable fuerza, digo que desprecio esta fuer-
za tuya otro tanto que te desprecio á ti.
Rl gobernador se hizo repetir la última frase, porque en verdad no
había acertado á comprender su significación. ¡Tan ofuscado le tenia
su orgullo! Mas cuaodo la joven le repitió sus palabras con la misma
tranquilidad con que pudiera un adulador de oficio recrear los oidos
de un déspota, sonrió el procónsul de una manera feroz, porque la
herida abierta en su amor propio le causaba mas dolor qne la hecha
en sn entusiasmo patriótico y en sus gentílicas creencias.
—Bien está... —murmuró con voz sombría.— No haya miedo qne
la púrpura de los procónsules se arrastre por el lodo, que tanto 6
menos vale ponerla bajo los pies dt una cristiana. A cada uno su
turno: ahora es el mió.
T apenas hizo un ademan significando que había dejado de tomar
bajo su protección á Eulalia, resonó nuevamente el grito unánime y
aterrador de la muchedumbre, azuzada especialmente por los sacer-
dotes, que esclamaba:
—¡Al suplicio, al suplicio la cristiana!
Daciano ocupó de nuevo su asiento presidencial y dictó algunas
órdenes, que fueron transmitidas á los Helores.
Estos se precipitaron sobre la victima, poniendo sos sangrientas
manos en aquel delicado cuerpo.
Eulalia se estremeció al ominoso contacto: era estremecimiento de
rubor, v,o de miedo.
Un momento después las carnes de la tímida doncella eran mate-*
mímente despedazadas á azotes. Los verdugos agotaron sus fuerzas
y los instrumentos del martirio: lo que no consiguieron agotar faé la
resignaron de la victima.
Ni una queja, ni una reconvención salió de los labios de esta última.
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774 rtmioiw
El procónsul Jemió que la aifia moriría en el stplicio, y esto wa
un VieDciiweulo para el romano.
— ¡Conducidla ala prisión!— esclamó mandando suspender si nar
tirio, - y aguzad el ingenio torturador de que los ¿toses os han dolido
para su desagravio.
Entonces fué cuaado .la tierna criatura fué airastradaá la otad
de Marco Porcia Galón, y una vez en ella, encerrada en un calaboi*
de la torre central, abovedado, estrecho, hediondo, y que la tradicioft
se encargó de hacer respetable hasta tanto que el pico y el martillo,
menos compasivos que el tiempo mismo, vinieron i destruir el ves-
tigio y con este «na gran parle del interés que inspiraba el recuerdo
de la heroína, que tan claramente reveló basta donde llegaba la bar-
barie en el enjuiciamiento y en el suplicio, de parte de unos hombres
que abrigaban la peregrina creencia <le ser los civilizadores del mas-
do. Veamos el desenlaee de esta historia que retrata perfectamente las
costumbres de aquella época.
Ni tas libros ni )a tradición nos dicen cnanto tiempo permaneció
Eulalia en la prisión romana: sin embargo, es probable que fresa
muy pocos dias, pues se supone qee milagrosamente sanó de las he*
ridas que la causaban los tormentos á que sin interrupción foé so-
metida. Y fueron esos martirios los «guíenles, que copiamos de un
autor 4e nuestros dias, qvte ciertamente nunca ba sido faohadode fa-
aplico, ni incaútamete crádulo. Dice asi:
tftfandó el procónsul que la ataran en el ecnleo, y amafiaran 001
unas de hierro, abrasaran so* gestados con hachas ardiendo y la en-
volvían^ ,eoica) viva* ficharon sobre su cabezo aoeite hirviendo y
plomo derretido, y moaiaza desleída en vinagre por las aarices y por
tas llagas que tenia en lodo el cuerpo, las cuales le fregaron «on pe-
dazos agudos de guijarro de vasijas quebradas, y quemáronle los
ojpsion velas encendidas... Qrdeoó Daoiaoo que, desnuda y desfigu-
rada como estaba, la llevaran por la ciudad, para confesión de la
Santa y espanto de los otros cristianos, y que después (a degollaran
en el jüempp. Lo fué, cpn Afecto, la pura y ejemplar doncella, en 4 1 de
Eehrero de 304.»
Hé aquí el sistema que se venia siguiendo contra los partidarios
deja nueva doctrina» béaquí e¡ modelo de los casos qae frecuente-
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aa mora. 111
> tenían lugar en la cárcel romana dé Barcelona. T ahora ¿ne
aoa es lidio preguntar ti es posible que la historia de todas las tire-
alas presente tan multiplicados y mas horribles casos de persecución
y crueldad?
La tradición ha embellecido la muerte de Eulalia, y es moy eomoa
k creencia de que la tierna mártir cristiana murió enclavada en la
cruz de aspas, y que protegiéndola el Sefior contra Jas miradas las*
dvas de los gentiles, permitió que una espesa capa de nieve cubriera
si desnado cuerpo.
Sin embargo, como las buenas causas triunfan tarde ó temprano,
es natural, asimismo, que los mártires obtengan á su debido tiempo
los honores del triunfo para compensación de los horrores del supli-
do. Pocos triunfos de este género pueden igualarse al que fué des-
cernido al cadáver de Eulalia: verdad es que otro tanto debía suceder
para igualar al valor de la ñifla y á los tormentos de que fué rodea-
da su muerte.
Babia caído el imperio Romano: aras, templos y tronos, Ídolos,
cesares y augures todo había sido engullido por las olas de la san*
gre cristiana, y la ley de Cristo, hecha la religión del mundo des-
pués de la victoria obtenida por Constantino, recibió grande .impor-
tunan en España con la abjuración de Itoaredo.
Erase en esto el afio 878, y Frondoino gobernaba la diócesis da
Barcelona. Por varios conductos tenia noticia el prelado de que el
cadáver de Eulalia se hallaba enterrado en terreno sobre el cual sa
había construido la iglesia de Santa Marta del Mar. Celebróse en esta
templo una gran fiesta, y terminada la misa, el prelado, vestido da
pontifical, hirió el suelo con so báculo y observó por el sonido que
al suelo se hallaba hueco en aquel sitio. Entonces se dispuso la es-
cavacion, hallándole el arca que tan ansiosamente era buscada por
loe ilustres compatriotas de la insigne y valerosa mártir. Depositada
en la Catedral y habiendo ocupado en esta basílica dos distintos sitios,
según las modificaciones qne ha sufrido so fábrica, fué definitiva-
mente colocada en su actual cripta el dia 10 de julio de 1839. Pan
solemnixar ette neto, tuvo logar una prooesion tan magnifica, que
quizás nunca se ha celebrado otra con asistencia de tantos y lao ele-
vados personajes.Beetará decir que entre estos se contaban dos reyes,
?un u IS
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711
4o¿ rote*, éuatro kije* dé neyea, doto princesas, «a cérdéwl, ásts
obispe*} dees abades raitradoe, nueve oagmteede CataloUa* semle
y cuati* barebes y nobles, y mechas otra» pataea» de k primara
distinción eo lodos los ramos.
Ornato ato curiase, y para qvemeMrbs lectores tsbgan una idea
dé las precesiones de aquel tiempo* creemos útil reeefiur el érdetí
qie guardó dicha precesión* que toé el sigoicote, tat coma se hiHi
descrito en la notable obra Bartelona antigua y moderna.
tCabalgaban delanle Bernardo de Tous, veguer de Dercdtaa y dd
Valléis Pedro de Tous m hermane* Pedro de Fivalkr, eotMegeirde
Bareelooa, Pedro de Seat €iimenf y Pedro ftessott obreros de la de-
dad, eúiaimiDdt los puntos y calles del curso que debia seguir lá
proéeaioti, prefiniendo los encuentras y ««delaciones de la mUche*
dmtae qefe haMa acudido i esta capital de los puebles de ta provn*
cía y reiste de árago»* Valencia y Mallorca, para -pneeeeoiartae
suntuosa fiesta. Seguían á los dichos los nifios de las escuelas* áesi*
eUldro de las iglesia* perrofufetesy tastamunldadwdelasórdwe*
reglares, de la Merced, los canbeüfes calzados creados coa hs
ago&tioor, de 1a misma manera tos demíotoos y frencwca&és, toi
molges de la congregación benedictina del Colegio de San ftbtM
los frailes del de Sania Ana; iomédJMameMe la comendadora <W*
Mferma de la Torre» y las rellgioa* del utóiitoterio de Sania María
le Junqueras; la vertereWe Cadena eéBera Ricarda ? rtligieeas 4i
dé Sai Pedro de íes Puertas, y las «el de YaflIdooesHa; loa moog«
dé Pébiet, tto Santa* Circes, de VaWigoa, eUlefoy cabildo de*
flfctetfraK él prior y Pavordes de aun Cucéfrte del Vedes, toa prisrai
de$a* Pablo del Campo, dé Sana Eulalia del Campo, de Stofé Ife*
ría de Footrooh, y -de Sénta María dé Gaierres, vestidos con capa le
púrpura. ftéz y siete hombres vestidos de «rana i'e^abato enceró*
dée odie tirios dé dos quíteles de peso cada uoo. Los prelados ver*
tídos de pontifical iban por «Me érdefe: los abades de San Lereéso éá
Motil, Santa Marte del Eetany, Santa «feria de Camprodon, Saolsi
Cruées^íbbltet, el prior leí Santo Sepulcro, los prelados ároeMs,
antebispe de Tarragona; Guido, ebiapo de fitea; Oion* de Cuenca;
Seleerin, de Vich-, Anialtto, de Urgei*, y *ehw, de Lérida. A«W
seguían loa Magnates y nobtei D. Bernardo, tnfeoa*» Hle €abrtü,
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na uñera. n§
D. Jofre de Rocabertf, vweonde de Rorabsrti, D. Bernardo Dogo de
leoebertf, vizconde de Cabrenys, D. Pedro de FaoeUfl, Yircoftde.de
Illa, D. Juao de So, viiceode de B*el, D. Ramos de Gaaet, viaoende
de Caoet, D. Rameo de Bexador», Procurador general de Calalufia,
D. Otón de Moneada, eefier de Aylona, D. Rameo de Cardona, seior
de Tora, y otros vizcondes, barones, caballr pos, nobles y ciu4adaaef
de varios logares y reíaos, y demás empleados da las corte de Ara*
goo y Mallorca. Entre las damas nenian las nqbles «afloras dofia
Beatriz, condesa viuda de Cardona, deSa ftUfia, vizcondesa de Narbo*
na, doia Hada, vizcondesa de Illa, dolía María, viaooadosa de Caoet,
y dofia Isabel, vizcondesa de Evol. Cerraban la comitiva los reyes y
principes, el cardenal, el arzobispo y el obispo de eda ciudad. Ca-
balgaba detrás Guillermo de Torrellas, canónigo de la Catedral, con
capa de graos, llevando ea la mano esquíenla la bandera con la mi
de dicha Iglesia y la imagen de Santa Entalla, y ea la derecha «na
palma »
(as personas roples, presentes en el acto, fueron el rey de Aragón
D. Pedro IV, 40 esposa dofia María, ej rey de Mallorca D. Jaime y
su esposa dofia Cooalaas*, dofia Eliaead» de Mofleaba, viuda del r¿y
D. Jaime II, los infantes D. Pedro, conde de Ribagana, D. Ramón
Berenguer, conde de Prades y sn esposa dofia María de Alvares, el
mitote D. Jaime, hijo del rey D. Alfonso IV, y el infante D. Fernan-
do, hermano del rey de Mallorca.
Tales foeron las honras que se tributaron a) oadáver do Eulalia, f
sin embargo, la insigne mártir había sido otra de tantas victimas eos-
cerradas por la barbarie de un procónsul y la política de un pueblo,
ea la cárcel erigida, como se dice siempre en tales casos, para en-
cierro y custodia de criminales.
Con esto aprenderán los que se hallan en el inste deber ó en<el
difícil derecho de encarcelar á los hombres, qoe no basta que las pri-
meoes aean tales que no matm á los hombres, cuando en todos tiem-
pos ha «ido harto frecuente que la malicia ó la ignorancia, eldsspo*
tierno ó el error han atestado las cárceles da victimas inocentes.
El edificio romaoo de Marco Porcio Calón d*jó da ser utilizado oe*
motaren) cunado d er grandecimienlo de la ciudad rompió el dique
que la circundaba, lo cual ha acontecido varios venes en Barcelona,
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III PMSKHUS
hasta el último derribo de muraHas verificado en 1814, dupm del
cual ha gido aprobado un proyecto de ensanche que no impone á la
ciudad mas limites que los indicados por la naturaleza: al frente la
cordillera de sus moolafias y á derecha é izquierda dos ríos.
Cuando este inmenao espacio llegará á ser llamado ciudad de Btr-
eelooa ¿dónde se bab^á quedado la cárcel existente? ¿Qué .descubri-
mientos, qué adelantos habrá hecho la ciencia y el arte para cons-
truir una prisión que, cumpliendo para los objetos á que debe ser
destinada, guarde, corrija, mejore y secunde bajo todos conceptos
las mira* del legislador, del filósofo y del hombre humanitaria?
O.
Tribunal del Tegoer.— Sitio donde administraba justicia.— Cáred pública déla ata
dtt rey. — Reforma* que esperimenló.— Sos condiciones. — Cuarto del tormento.—
Pozo. — Bandos de Barcelona. — Juan de Serrallonga. — Organiza una coadrilladt
bandido*.— Hechos en que toma parte.— Es preso— Proceso. — Es ajusticiado.—
Movimientos populares en tiempo de Felipe IV.— TdmarU.*— Vergós.— Serra.— Son
encarcelados como autores de la pública agitación.— El pueblo de Barcelona aa ta-
ranta y liberta á sos representantes.— Bl Corpus de sangre.— Bpeen francesa.—
Bl conde de España.
Guando dejó de utilizarse la prisión del procónsul romano, noexM-
tió propiamente eárcel en Barcelona, pues se destinaron probable-
mente á tan triste uso algunos fuertes y sitios especialmente indica-
dos por la solidez de so construcción, aunque no con el carácter de
permanencia y generalidad que constituye propiamente un estableci-
miento de esta naturaleza. Existió, si, un encierro llamado la cárcel
nueva, situado en lo que ahora es prolongacioo de la calle de Fer-
nando; pero no es nuestro ánimo alargar esta obra con noticias que
están mejor en una historia, y mocho menos cuando la mayor parte
de ellas no tienen mas carácter de verdad que la tradición que un
dia las popularizó, pero que sin duda, ó no era del lodo oerla, 6
nada tenia de curiosa, cuando el pueblo, el único gran libro y en-
ciclopedia local antes de la invención de la imprente, ha dejado per-
der aquellas memorias, que en otros casos ha conservado con <
pulasidad y transmitido eon «actitud.
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di tutor* m
P«rt nuestro objeto cumple hacemos cargo desde luego de la pri-
sioo, verdaderamente tal, qoe sin embargo de remootarae á regalar
antigüedad, se ha conserv ado hasta nuestros dias, y ha sido de lodos
conocida bajo la denominación de Prisión del Rey. Este nombre pu-
do habérsele dado, bien porque en la época de so construcción lodo
lo que respiraba autoridad tomaba nombre de rey; ó bien porque
ei istia el edificio junto á la plaza del Bey, suprimiéndose por brete-
dad algunas palabree, y sustituyendo por cárcel ó prisión del Rey lo
que debiera haberse llamado prisión de la plaza del Rey.
T en verdad que ninguna otra plaza ni. si lio de Barcelona está mas
lleno de recuerdos notables que ese espacio, que al presente no es
plaza, ni es calle, y apenas es pasadizo, donde la vista nos está
acusando constantemente de incuria y de abandono y de desprecie
per los histéricos monumentos que aun le circuyen.
Existen en ella, si existir es tenerse en pié, el palacio de los reyes
de Aragón, el monasterio de Sania Clara y la capilla real de Sania
Águeda; y existieron en otro tiempo parte del palacio de la Inquisi-
ción y la cárcel del Bey. Estos des últimos edificios, ni eran muy be-
llos, ni recerdadan objetes muy gratos; pero esto no impide que la
plata del Bey sea na plaza histórica, que existan en ella monu-
mentos muy dignos de consejarse, y que sea un lunar para Barce-
lona y un ridiculo para sus autoridades locales el estado en que la
mencionada plaza se encuentra.
Sin embargo, como esto tampoco pertenece á nuestro dominio, en
este ubre al menos, volvamos á la prisión ó cárcel del Rey. Dallaba-
se esta situada en el mismo lugar donde antiguamente exisiió el Tri-
bunal del Veguer, Juez real ordinario, que en nombre del monarca
administraba justicia en lo civil y criminal á los moradores de su
distrito jurisdiccional, gozando por ello varios privilegios que real-
zaban su dignidad.
81 citado autor de Barcelona antigua y moderna da cuenta de este
edificio ó cárcel en los siguientes términos: «De muy reducidas pro-
porciones al principio, como que estaba limitada al trozo correspon-
diente á la mentada pía» del Rey, recibió sucesivamente aquella
casa varios ensanches, entre los qae fué sin duda el mayor y mu
mteresaafe el qie se llevé á cabo cea las crecidas sopas que eedié
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ist Ntraoms
la llanlrípica liberalidad de D. José Climent, obispo dt lacees*.
Cowtroydse el arao que estaba sóbrela bajado, el cual fué dorribido
en 1823, y se levantó la obra que todavía existe (1850) en ta pina
det Ángel. Aquél fue reconstruido después y por último demolido.»
Nada mas triste, mas sombrío, mas horrible, digámosle de una
vez, que esla cárcel. Su estertor ya daba indicios cía ros de lo queeo
so interior contendría. Figúrense nuestras lectores un edificio lieos,
desde los subterráneos al Toso, de calaboao* estrechos, húmedos, sia
luz ni aire; corredores abovedados, iluminados apenas por una que
otra aspillera, y en todas partes la ausencia de ta humanidad y de la
tfempasioo; la carencia total de cuanto pudiera llamarse salubridad
y decencia. Agregúese* este que el edificioera estremadamentopeqae-
*o para el gran número de -presos que debía cooteMí», que eomun-
mente era cuadruplo del que la higiene ordeaa ó permite; siendo tato
tus malas condiciones, que en el ufio 48H , y en ocasión de haberse
desarrollado en la ciudad la epidemia de la fiebre amarilla, tuvieron
que 'ser trasladados los presos al Fuerte' Pió primero, luego h lacio
dad <fe Vid), y finalmente al convente de San tedro de las Paella*
>m Barceloaa, no solo por cempaston que inspiraban ka reclusos, sim
para evHer el amenazador conflicto emanado de existir tel foca de
corrupción en el interior y centro de la ciudad.
Construida la cárcel, en una época en que la barbarie de las pros*
bas no habia aun sido destruida por los adelantos de la oiencia jurí-
dica, es natural que «o faltase en el interior del edificio ka consabida
estancia del tormento. Bailábase esta estancia en el interior de 4*
"prisión, y resguardada por gruesos muros, no tanto pana impedir
una faga imposible, como para sofocar los gritos, los rugidos mejor
aremos, del rtffeKz sometido á las bárbaras praebaadel tormento er-
dmario y extraordinario. Pfo hace muchos >afios tuvo tugarla demoli-
ción de esla parte del edificio: algunos pudieron penetrar en la estan-
cia que habia sido teatro de tantos «barreré» y «laminar los vestigios
de ios aparatos que se empleaban para arrancar muchas veces á os
inocente la confesión de crímenes que nuvta habia cometido. Cuan-
do dejó de utilizarse el edificio para cáircel, ninguno tuvo la precau-
ción de hacer desaparecer aquellos tesümooioe incontro vertibles de
noa batfh*riv<|tf* sino se concibe en tiempopde ignorancia é áe
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MEUtOfi 1ü
abaso, era m atetado» un arimea en nía épeca inqn la taz se
habia hecho paso á trates de (odas las reacciones y da ledos les os*
oureali*moe« Mochos pidieron ver y tocar los garfios, las garro-
chas, las argollas, las cadenas, los instrumentos de suplicio, que
durante siglos cauros habían sido empleados por los hombres contra
los hombres; y anta este cuadro, en el interior de Un horribles en-
teucias, i la vista de aqadlos instrumentes de anos suplicios lentos
empleados todos los dias; debieron por fuer» sentir el hedor de la
sangre recientemente vertida, el eco de las ayes proferidos poco tiesa*
poaoles, la fraseada de cien faolasmas clamando al cielo por tea»
gaasa contra los hombres que habían permitido, ordenado y tolerado
que tales abusos se perpe «asen hasta «I mismo mg\o XIX Tambie*
pudiere* verse entonces las Hedidas adaptadas contra los preses, no
par precaución, sino por hijo de crueldad. On hombro encerrad en»
tro coairo paredes ¿morísimas de piedra siNeriu, cerrado con dobles
y triplas puertas de hierro, metida en el interior de un edificio donde
apenas podía penetrar el aira á través de ios gruesos barrotes de tri-
ples rejas; eastodtedo por wmerosos oeotinelus, vigilado por caree-
teros perspicaces, y mas que ledo debilitado forzosamente por las
enfermedades <jw irremediablemente se contraían al poco tiempo
de habitar en aquel lóbrego recinto ¿qué podía intentar para fugarse,
méiime caaodo la cincel estaba simada de manera que i ta menor
tentativa hecha en el caleriar, el vecindaria en masa bahía de «per»
atarse de ta tcntvaria empresa? Pues é pesar de tantee seguridades,
tareera al celeboxo donde el iefoHz preso no estaba sujeto con cade-
na*, tpe amarraban mi pescaeio por medio de una argolla ó collar,
ai «a» ni menos que el de un perro. Y si eso se tafia por vis de
precaución geoerai, ¿qué na debía hacerse por vio de castigo?
feta cátcel airvié asimismo en varias ocasiones de lugar para tas
Sfetiaeiones de muerta. En tales casos, Ráelos bel Jaríamos oio re*
meolaioos 4 grande antigüedad, ao hay que deonr que las sentenciaa
sefjeciriabaa enacérete. Y «i las partidarias de la pena de muerta
defienden ea<tae*fcii©ta baje el panto de vista de toejumplmr4eso ptt»
bheidad, ¿qaé dintoas de Jas- amarles ejecutadas secretamente e* ai
iaHeríet demoa'Okeel, riño qnan en inmensamayorte podrta» cati-
tearse de iniquidades, tan glandes qae iú siqtasi* raiatir lta erada»
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W4 ttlSIOMff
Me §0 esencial carácter de espectáculo ptra escamisoto di casales
lo prese ociasen?
Cosndo esta ocasión llegaba, es decir, cátodo tenia logar ana di
osas ejecuciones secretas, es probable que se empleara el suplicio di
la asfixia por medio del agua, 6 sea en lenguaje catalán auftgcr, pa-
labra que se encuentra en algunas sentencias insertas en antiguos
proceros, constando la diligencia de haberse llevado á cabo. Este su-
plicio ofrecía á los inhumanos jueces, ó al gobernante qoe lo orde-
naba, varias ventajas. En primer lugar se llevaba á cabo sin qoe el
paciente pudiera proferir grito alguno, pues una ves sumergido en el
agua, los mismos efectos de la asfixia apagaban su voz: en segundo
lugar no dejaba séllales visibles para los profanos en el cuerpo de la
victima. La hinchazón, consecuencia del suplicio, se hacia desapare*
oer promoviendo una evacuación de agua; y á la mafiana siguiente,
después de dado el preso como muerto por enfermedad natural, se le
hacia baja en la cárcel y era enterrado, al igual qoe los demis pro-
sos en la fosa destinada para estos, sin qoe ni sepultureros, ni sos
ciertcsguardianes, y mocbo menos el público sospechasen el arinca
cometido en el interior del infierno llamado cárcel. Casos de aufegatt
hay muchos que poder citar, todos ocurridos en la prisión de la plmu
del Rey.
Otro descubrimiento ocasionó el último derribo practicado en esta
prisión, que por no corresponder á la primitiva fábrica, demueitra
qoe desgraciadamente los actos de barbarie y las misteriosas iniqui-
dades no son esclusivas de los tiempos antiguos, llamados con rases
Ignorantes. Ese descubrimiento consistió en un poso seco, de grande
profundidad, en cuyo foodo se encontraron con abundancia restos
humanos. Con mucha dificultad pudiéramos designar el oso qoe*
hacia de este verdadero pozo del olvido; pero atendiendo á que ni e|
sitio era cementerio, ni los cadáveres de los que morían eo tan lóbre-
go recinto eran enterrados en él, debemos suponer qoe los restos ha»
manos en estado de osamentas ó calaveras encontradas en el foodo
del indicado pozo, pertenecieron á varios infelices sacrificados en se-
creto y de una manera tan inicua, que ni aun sos jueces quisieron ar-
rostrar Jas consecuencias de qoe se hiciera pública so muerte. ¿Qoiái
sabe los horrores do qoe fué eata rodeada? ¿Quién sabe el nombre
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dc ifjtori. iss
de los infriases que de tal tuerte sucumbieron? ¿Quién sabe, tan solo,
ti en aquel horrible pozo fueron arrojados llenos de vida ó en estada
de cadáveres? Desgraciadamente el descubrimiento se verificó en épo-
ca en que ningún testigo presencial podia esplicar el destino del hor-
rible pozo; pero la semejanza de esta obra con otras de la misma Ín-
dole, halladas en establecimientos de igual naturaleza, nos induce á
creer que fué instrumento de sangrientas venganzas y que el mejor
epitafio que hubiera podido ponerse en dicho sitio era la palabra
Envuelta en las misteriosas tinieblas de la noche, ó efectuada de
suerte que nadie se apercibiese de ella, se llevaba á cabo la prisión
de un hombre. Vanamente le buscaban sus parientes y amigos, va-
namente le aguardaban, contando los días y las horas, afios enteros;
vanameiite, sospecbaodo la verdad, demandaban á los adustos car-
teleros por el hombre secretamente introducido en la cárcel: su de-
saparición no tenia término, como no la tenia la inquietud de su fa-
milia: el pozo del olvido habla recibido otro cadáver, y nadie hubiera
sido capaz de revolver el fondo ensangrentado del lóbrego abismo pa-
ra encontrar en él al destrozado testimonio de una desgracia verda-
dera. T nada quedaba de aquella ejecución, nada, ni una sentencia,
ni siquiera la nota en un registro de que semejante preso hubiera en-
trado en la cárcel.
Un régimen de tal naturaleza, unos actos de (amafia iniquidad,
debían por fuerza corresponder á una sociedad muy corrompida ó
bien á un gobierno muy poco ilustrado. No tenemos la absurda pre-
tensión de creer que aquellos tiempos pudieran ser tan adelantados
como les nuestros, ni achacamos á los juzgadores de entonces la res-
ponsabilidad absoluta de lo absurdo de sus leyes y prácticas de enjui-
ciar; pero no es menos cierto que las injusticias notorias han sido
tales en todos tiempos ante los hombres de sana razón, y que las ini-
quidades cometidas precisamente en personas, puestas con el carác-
ter de presas, bajo la salvaguardia de la ley, acusa á los gobernantes
de aquella época de poco humanos y de nada respetuosos con los
principios de la justicia, que si es justa no puede ser mas que una.
Los hábitos inquisitoriales cuadraban mal al pueblo de lodos los
paioes: en Cataluña eran aborrecidos. De los efectos pasaron á las
fOUOU. ft
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causa*; (oroMurpa^9pipHO«M coatwia*, a^piraéoüg apastas, pa*-
tylp*, e« nea, paJabra; y como wi& ayflrtgwdaqie con» gnanfss pro*
duce?» & v^fl efectos paqqeOas, y cosas peqaefias 100 eaisa á veces
d^ gradas eCsplos, bó aquí q*e Cataluña quedó muy prottadrridM»
en bswdQft, de tal suerte que lentamente se fué preparaodo aquella
<^let|r* jon^d* del Coicas en que U vina retante, produciendo
qpmpetente ataluda y causando los inevitables estragos en tales
Semejante estado de cosas secundaba perfectamente los planes de
egopllos que, resido». cpn la ley y coo l&$pGiadad, la battM deoJa-
racty p^ gqerra, acosante, Bípq fuer^coa un plan político, canesú*
pqw&n pocos, bjep coq la oclusiva «urade vengar egrawflflipersiner
1$, <$m a^rn^A varips; bisa para, ba<#n 1* vida, del bandolero, qia
q\ todw tifingas H^w4o. qec»a<$?,. comp es lo i&aa probable; alto
e^ci^o que e| paíg <fc C^M* se h^lUsb^ iüfeg^a^ da criqodnales*
I^llálWtyBe algunos da esloq. afiliad* en lo* toando* cwKtftók» P^
<?<wW& Y Narros 6, Gnerros, qpa t^nlo wta com cachorro? y teto
ng^nombrqg denigrativos slq dfl¿U> aloque n^ftwran motiva hae-
tagfc pa^a impedir qqe mupbps nohle* tyroacap partido en una ó sa
otéelas facciones, yunque gein&raJ<n€*le abundaban mas ea la de
lftft tydejfo, [fin. eftfi?ps. qu^ con e*U} wotjw óc^^ tombre *
cometieron, do tienen cuenta. Entráronse pueblos á aafio, GO§earo¿~
r^^iftultit^ <^ hftwi^dios^ pftso^ el, rofco dpscaradammtaft la
4f4w del d¡fr y no hubQ hqiya respetada,^ cpojplidit, ni sentonn
cia quQ infundiera temor ó hiedra escarmienta de, tales. bandojeso*.
P^ra que nuestros lectores formen, concepto, d$ e^do( dfl alarma ee
que tajes hombres tendrían, a^l principado,, bastará decirles que» sen
gun el autor de los Anales de Cataluña, «á 10 de;diciejpbre <fo l&tt
se publicó un jubileo plenísjojo concedido ppr Raulo V át petíoj»
dp los diputados de la provincia, y en desagravio da las ofenaw
y desordene^ ejecutados en ella por los bandoleros y parcialidades
(je lps Narros y Cadells, quietados .ppr el celo, y gránete aftUcacien
d^l (Nae 4e 4'bjirquerqpe, ^nlpjyaat vire^y detf principada Be*
díjose la provincia, hiciérpnse prqcjesiaufls é imploróse al íawsü
misericordia del Sefior en el decurso (ieLdo3,8^n^n^q^ áxfgó el jn-
bileo, para que ua?tse de píedag conla,p^vifl$a. * ;
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01 fOMfá. 7lt
A pesar <M jubileo y de tas bendiciones pgrete to cierto qtfe Vos
bandolero* do degistieron de su tropelías y qae el quietiltno pnVpór-
ctonado por el duque de Alburquerque, *i Realmente alcanza está
ventaja, filé de muy corta duración, pues las grandes partidas de
bandoleros continuaron subsistiendo mucho d&pttes del afio 1616,
puesto que el mas célebre capitán de todas elfos, llamado Pedro Ro-
cha Guinaida y por el vulgo Roque Guinart, parece, eegun respetable
autores, haber tomada parte con su cuadrilla en el célebre matin y
alzamiento acaecido en Barcelona el dia del Corpus del afio 1*40.
Be Roque Guiuartno consta que hubiera estado en la cárcel del Rey
en Barcelona, pues acogido á un Multo ventajoso que se le propuso,
murió guerreando por Espada en tierras estranjeras; pero no tufó
tan buena suerte el famoso bandolero Juan de Serratlofcga, cuya fil-
ma criminal vivirá en el principado de Catalana mientras no de-
saparezca por completo la gente de mal vivir, lo cual no estü muy
cercano por desgracia.
Juan de Serrallonga no era por eiérté un hombre vulgar. Por su
cuna era noble, pues descendía de casa solariega en Can», y hasta
so padre inclusive no se tiene memoria de que fodhridub alguno <te
la familia hilriera manchado su escudé, que contenía sobre campo
da ere un castillo de atur, media puerta de plata cerrada y por la
otra medí* asomando un leen de oro. Consta, además, que Gílaberto
ó Gwtert Serrfcllonga se distinguió en las guerras que Vifredo el Ye-
lioso hizo á los moros de Cataltffia. Su nobleza era, portante, mecha
y antigua.
Como vino k descender tan bajo que se asociara á una cuadrilla de
baa4aierea, no se sabe á punto fija, aanqtfé se supone si empitoudié
esta vida azarosa á causa de pesar sobre él una condena corporal,
por muerte dada 4 na caballera de Barcelona, primo de cierta dada
Joaaa de Torrellas, prometida esposa ó simple amante de nuestro
O. Jeaa- Ealooce» es fácil que se pusiera al frente de una cuadrilla,
qae se añade ser la que hasia allí habia comandado el llamado
Fadri de San, empezando desde aquel punto la serie de fechorías que
algún tiempo después debían dar coa él en lo alto de on oadatoo.
Veamos ahora cual fué su sistema de obrar, y como aconteció et
caerán manea de sus pereeguktores. i
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ni Pftisfoms
La partida comandada por Serrallonga pertenecía al bando de ios
Narros, y como el virey y autoridades de Catalufía destacaban con-
tra los bandoleros nnmerosas tropas y cuadrilleros de la Santa Her-
mandad, especialmente creados para destruir á los malhechores; no
siendo posible bajar al llano sino por sorpresa, estableció D. Juan lo
qne podríamos llamar su cuartel general en los montes llamados las
Guillarías.
Este sistema era seguido por todos los capitanes de cuadrilla: Bo-
que Goinart so hallaba establecido en el áspero y casi inespugnable
Monseny. En las gargantas de las montañas, dominando los estrechos
desfiladeros, con la costumbre y conocimiento que tenían del terreno
que pisaban, poseedores esclnsivos del secreto de muchas cueras y
pasos dificilísimos de ser descubiertos por el azar; fácil les era á los
bandoleros hacer frente unas veces, y otras veces desaparecer á ¡a
vista de sus enemigos. Batir á los de Serrallonga en sus guaridas era
punto menos que imposible: de aqui su audacia y los frecuentes gol*
pes de mano de que las autoridades habían noticia.
La gente que tenia á sus órdenes era resuelta y á toda prueba,
pues no solo luchaban como verdaderos valientes que eran los ban-
doleros, sino que les ponia en la precisión de vencer la íntima seguri-
dad que tenian de que, una vez hechos prisioneros, habían de daros
espectáculo al pueblo desde lo alto de la horca. Con estos anteceden-
tes y con el valor natural de Serrallonga, no es de estatuar que pron-
to te hiciera temible el capitán de las Guiilerías.
Dn dia llamó á los suyos y les ordenó disfrazarse la mejor que pi-
dieran y ocultar sus armas debajo de su traje: en seguida les dio cita
para el sigoiente dia en Barcelona y se despidió de ellos tranquila-
mente.
Se necesitaba la obediencia pasiva y la costumbre de arrostrar el
peligro, propias ambas de aquellos hombres, para obedecer semejan-
te orden; pues Barcelona era el silio donde, mas temprano ó mas tar-
de, les aguardaba á todos la muerte por mano del verdugo. Sin em-
bargo, la consigna estaba dada, y al siguiente dia nuestros hombres
se hallaban reunidos en el sitio que de antemano tenian sefialado.
Quien hubiera1 visto 4 tan grandes criminales recorrer tranquilamente
les groóos de máscaras,jpues era dia de Carnaval, ó entregarse con-
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wb wtmoik. vas
fiadamente á los placeres de la danza, les bebiera creído honrado»
ciudadanos de la ciudad condal, incapaces de dar el menor trabajo á
la justicia, qne tenia puesto precio á las cabezas de todos.
Andando distraídamente las calles, llegan á reunirse frente una
casa de grande apariencia, en cuyo interior se oye rumor de fiesta:
es la casa de Torre lias. Serrallonga tiene qne hacer en esta casa: hay
dentro una mujer á quien ama y de quien es correspondido; y ya
que no le es posible ser el marido de dolía Juana de Torrellas en
Barcelona, lo será en las fragosidades de las Guillerias. Juana lo sa-
be, y está decidida á todo: convengamos en qne esa dama babia na-
cido es presamente para semejante galán.
Llega la hora del crepúsculo vespertino: los objetos empiezan á lo-
mar cierto tinte confuso: las fisonomías no se distinguen sino vaga-
mente: ha dejado de ser dia, pero no ha llegado aun la hora de la
noche.
Entonces algunos de los bandolero* se destacan del grupo princi-
pal y aproximan indiferentes á la casa, mientras el grueso de la fuer-
za, sin llamar la atención, se sitúa en las mas próximas bocacalles,
pronta á impedir el paso 4 una seial convenida. No se hace esta de
agnairdar mucho tiempo.
Besuena un silbido, y Serrallonga al frente de seis hombres de sin
igual arrojo, entra decidido en la casa de Torrellas. A favor del des*
cnido eo qne están sus dueños y criados, aprovechando el rumor
mismo de la fiesta que tiene lugar en su recinto, llega basta dofia
Juana, la toma en brazos en presencia de sus parientes y amigos, á
quienes el estupor priva de movimiento durante algunos instantes, y
se lanza á la calle, teniendo la sin igual audacia de pronunciar su
nombre á guisa de reto.
. — No me la habéis querido dar,— esclama— y hé aqoi que vengo
á tomárosla.
Al eir el nombre de Serrallonga, rómpese el encanto que sujeta á
los deudos y huéspedes de Torrellas, que espada y daga eo mano se
echan eo persecución de su enemigo, el robador de su hermana y de
su honra. Trábase el combate eo el interior de la casa, cejan ante
el número los bandoleros basta juntarse con sus camaradas en ia ca-
lle, recuperan entonces el perdido terreno, y unas veces avanzando.
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itt pímohis
José de Footanellaa hizo un movimiento de sorpresa, per» no de
temor.
—Tenias razón— dijo— cuando ponderabas este servicio. Iré con-
tigo: esplicame tus planes.
— :Ün leal servidor de la buena cansa me ha revelado que Sern-
llonga se trasladará mafiana al pueblo de Can». Sabedores de ni
paradero, debemos intentarlo todo á trueque de apoderarnos de sn
persona.
—Siendo cierta la uolicia, no dudo del éxito, antes bien no reo que
el peligro sea cual pudiera temerse. Nuestros soldados se bailan
acostumbrados á hacer frente á los bandidos, y si por asegurar A
golpe aumentamos nuestras fuerzas, vivos ó muertos daremos caen-
ta de los individuos de la cuadrilla todos.
—Ir á esta espedicion con mas gente de la que se necesita , sera
disminuir la importancia del servicio: además, si buenos es{flas te-
nemos, buenos espías tienen nuestros enemigos. Cualquier movi-
miento inusitado de tropas, pondría á Serrallonga en el caso de aban-
donar su propósito. Luchemos como leales y valientes adversarios;
y si hay peligro, conjurémosle. Dicen que Serrallonga es el mismo
diablo: le pondremos por delante la cruz de nuestra espada, y os
probable que le mandaremos de nuevo á los infiernos : no me cabo
duda. Oye, sin embargo, cual es el verdadero peligro.
—Del diablo se encargará la Inquisición y nosotros del hombre,
hermano mió. Lucharemos de potencia á potencia.
—¿Y cómo lo haremos para luchar contrae! pufial de les asesinos,
que vendrá á clávame en nuestro pecho cuando mas descuidados es-
temos? Serrallonga tiene amigos y partidarios que le soa adictos de
un modo ciego: cuando se habrán convencido de que es inútil salvar
á su capitao, se propondrán vengarle, y entonces bé aqui como lle-
varán á cabo su propósito. La fama de nuestro hecho de armas los
revelará el nombre del aprehensor de Serrallonga: con este dato se
reunirán una noche en las Guillerias, y sobre las hojas desnudas do
sus pulíales jurarán darnos muerte á traición, como en semejantes
casos acontece: lo jurarán y lo cumplirán, hermano; porque esas
gules elevan el asesinato á la apoteosis, y el que verdaderamente
cometa un crimen, aquel tendrá derecho al respeto de sus cantaradas.
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oí tutor*. vis
—Por vida mia, hermano, qoe estás hablando cobo pudiera ni
práctico.
—Escacha el final y Dios quiera que tú seas quien pueda confron-
tar la verdad de cuanto te digo. Una noche, en medio de la oscuri-
dad, ganará un hombre la distancia que le separa de su albergue*
De repente una sombra mas densa se destacará de entre las sombras
de la noche; resonará un grito, se oirá el rumor confuso de un cuer-
po que cae pesadamente, y en Seguida todo volverá á quedar en si-
lencio.'A la mafiana siguiente la voz pública pregonará que ha sido
hallado, con una sola puñalada, el cadáver de uno de los hermanos
Fontanellas, que concurrieron á la aprehensión del bandido Serrallon*
ga.— ¡Dios le haya perdonado!... —dirá la multitud— debió habér-
telo figurado en el acto de acometei* su empresa...
Callé en este punto D. Salvio, y el silencio se prolongó durante un
largo espacio.
— Y bien, hermano— dijo por último el otro de los Fontanellas—
¿qué resuelves?
—Lo tengo resuelto hace ya ralo. Iré á Garot.
—tiremos!— añadió no menos decidido el menor de los des her-
manos.—Dios dispondrá loego después.
Estrecháronse la mano y se separaron como dos valientes á quie-
nes la idea del peligro no puede preocupar por mucho tiempo.
Al siguiente día se aproximaron con algunos soldados al pueblo de
Caroi. Los alrededores se hallaban desiertos, el mismo pueblo pare*
cia abandonado. Dn solo hombre apareció detrás de unas tapias y
reunióse con los hermanos Fontanellas; hablóles algunas palabras y
designóles un caserón antiguo, de grande aunque triste apariencia.
—Está bien,— dijo D. Salvia— podéis retiraros: lo demás corre de
nuestra cuenta.
—Repito que ha venido solo— dijo el campesino.
— Hé aqui lo que mas me pesa;— respondió Fontanellas— yo de-
seaba habérmelas con una cuadrilla de desalmados y no con ma res
qne ha caido en una trampa. En fin, allá nos veremos.
Retiróse el confidente, y D. Sal vio dispuso sus soldados de manera
qoe nadie pudiera entrar ni salir del pueblo sin ser descubierto. Dfé
órdtt de prender ó hacer fuego sobre cualquiera que no se detuviese
TOMO O. !••
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7*4 NIS10NB
á la primera intimación, y se adelantó hacia las Yieja§ carachas del
lugar sin mas compañía que la de su hermano D. José.
La presencia de dos apuestos caballeros cruzando las fangosas ca-
lles del pueblo de Garoz apenas llamó la atención de dos ó tres Viejas
que rezaban al sol, ó de media docena de chiquillos mas sucios que
el pavimento en que se revolcaban. Por lo demás, el lugar parecía
completamente deshabitado, pues cuantos mancebos y mozas se al-
bergaban en él, que no eran en gran número, hallábanse á la sazón
ocupados á distancia eo las labores del campo.
Asi llegaron los hermanos Fontanellas hasta la casa solariega de
Garoz. Era este edificio de construcción antigua y por distintas evi-
dentes muestras estertores se revelaba el abandono en que de mucho
tiempo á aquella parte se le debia tener sin duda. Ni en balcón ni eo
ventana había cristal alguno, ni tejas en el terrado, ni otra cosa mai
en las paredes que la yerba asomando por entre las profundas grie-
tas y dibujando toscamente las grandes piedras de sillería. Puertas y
postigos no se hallaban en mejor estado, y seguramente muchas fue-
ron las casas de nueva construcción que se aprovecharon de los des-
pojos de su compañera la solariega, abandonada completamente des-
de la muerte del penúltimo de sus dueños. Esta casa, vivo ejemplo
del descuido y la acción del tiempo, era el solar de Serrallonga.
Salvio Fontanellas hizo una seña á su hermano, empujó la entor-
nada puerta, llevaron ambos la mano á espada y daga, y echaron 4
andar casa adentro, investigando aposento por aposento y rincón por
rincón.
Aquellas estancias desnudas que repetían por medio del eco el mai
mínimo rumor producido por los dos hermanos, infundían cierto pa-
vor, hijo del respeto profundo que en los hombres de corazón pro-
duce la vista de las grandes ruinas. En el interior de aquel recinto
había muerto algunos años antes un anciano bien nacido y honrado
por sí y por sus mayores; cubierto, empero, de oprobio nada meaos
que por su hijo muy querido. Al presente este hijo se hallaba lal
vez en el mismo punto donde resonó la voz de su padre maldiciendo-
le, si es posible que un* padre maldiga á su hijo, aun cuando se lla-
me Serrallonga.
Los Fontanellas, á todo esto, con el objeto de sus pesquis
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01 EUROri. 1%%
habían registrado la casa de arriba abajo, y D. Joan do parecía.
Únicamente les faltaba recorrer la capilla y panteón de la familia.
k la capilla y al panteón se dirigieron.
La capilla estaba desierta.
Las imágenes habían sido removidas de so sitio: también la pro-
fanación babia invadido el lugar sagrado.
D. Salvio se apercibió, empero, de dos circunstancias notables.
En el interior de la capHIa lendian el vuelo muchas de esas aves que
únicamente de noche abandonan sus nidos. Luego alguien habia in-
terrumpido recientemente su quietud.
La segunda circunstancia era una losa sepulcral removida de sn
sitio: debajo de esta losa estaban los sepulcros de la familia. D. Sal*
vio sospechó que debajo de ella encontraría al bandido.
Descendieron ambos hermanos tomando las debidas precauciones,
y á los pocos pasos dados en el interior de aquel lúgubre recinto, se
apercibieron de un hombre que permanecía inmóvil, junto al sepul-
cro del padre de Serrallonga, contemplando los movimientos de
nuestros dos capitanes.
Aquel hombre era el temido bandolero de las Guillarías. Iba ar-
mado de todas armas, y nada le hubiera sido mas fácil que dar cuen-
ta de sus enemigos: el valor temerario de estos les ponía propiamente
en manos de aquél á quien venían persiguiendo. Pero aqoí entra sin
duda lo mas asombroso.
D. Salvio de Fontaoellas preparó un pistolete y dejando á so her-
mano al pié de la escalera para cortar el paso de Serrallonga, dio un
paso hacia este, encaróle el arma, y dijo:
— En nombre del Rey daos preso.
El Carnoso bandido arrojó pacificamente todas 6us armas, dirigió
ana mirada al sepulcro de su padre, y sonriendo tristemente, se en-
tregó sin resistencia al capitán, que no acertaba i volver de m
asombro.
¿Cómo se esplica semejante conducta de parte dé un hombre de
los antecedentes de Serrallonga? Verdaderamente no tiene explicación
plausible. Es indudable que ninguna oscuridad podia caberle con
destino á su futura suerte: metido en empresas temerarias, muchas
veces babia luchado son mayor desventaja huyendo peligros
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III FfUSIOKES
ciertos Y sin embargo, se dejó prender como pudiera un niflo ó
el mas cobarde de todo* los hombres.
El pueblo que siempre trata de esplicar maravillosamente cnan-
to se escapa á su imaginación, dio á este hecho el giro fantástico,
que tan bien concuerda con la ignorancia de la época. Corrióse,
pues, la voz de que estando D. Juan recorriendo los panteones de
sus progenitores, se le apareció el alma de su padre y le ordenó
entregarse sin oponer obstáculo, ni hacer armas contra sus ene*
migos. Serrallonga cumplió el mandato como buen hijo, aunque
sea dicho francamente, su padre tuvo en tal caso una ocurrencia bien
poco en armonía con las tendencias del bandolero. Ello, empero, ¿
bita de mas sana esplicacion, hay que buscar un punto de analogía
entre la tradición y la verdad. Ese punto nos parece que pudiera ser
el siguiente:
Ta hemos dicho que Serrallonga no era un hombre vulgar. Man-
chado con cien crímenes, de cuya perpetración la naturaleza parece
le habia alejado; deshonrado por sus hechos que infamaban pan
siempre mas los timbres que un dia habia sido escrupuloso por man-
tener en toda su pureza; D. Juan tuvo un dia el capricho, la auda-
cia, el deseo de visitar los sitios que habían sido testigos de loi jue-
gos de su infancia, de las ilusiones de su adolescencia. Arrostrando
peligros sin cuento, llegaría en tal caso al lagar de Garoz.
La vista de su casa solariega produciría en él una sensación es-
trada: mil recuerdos de otros tiempos asaltarían en tropel su mente
acalorada, y en presencia de sus ilustres progenitores creería oir, y
resonarían seguramente en el interior de su conciencia, amenazado-
ras voces, terribles anatemas contra el indigno miembro de una fa-
milia noble y honrada. De la comparación de su presente con su pa-
sado nacería algo parecido al remordimiento: la conciencia le menti-
ría fantasmas airados amenazándole con la execración de sos mayores
y conjurándole para cambiar de vida; sentiría entonces un vértigo
estrado, un temor ageno á la natural altivez de sus alientos; y si do-
rante estos instantes de zozobra, de lucha, de visión, de arrepenti-
miento, fué cuando le sorprendieron los hermanos Pontanellas, se con-
cibe el sacrificio voluntario de Juan Serrallonga. Tal es, á lo menos f
la única manera de es pilcarnos y esplicar medio satisfactoriamente
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un hedió Tenladero que tiene, no obstante, todo él wrieter.de lita-
verosimilitud.
Reducido 4 pristo el bandido, fué entregado por loe hermanos
Fontaoellas á los ministros reales, que dieron con él en la cárcel del
Rey de Barcelona. Su proceso no fné laigo, ni difícil de instruir:
4 pesar de esto se comprobaren en él nn gran número de hechos cri-
minales de aquellos que importaban 4 la sazón pena de muerte. Ade-
más, su cabeza se hallaba pregonada, y por lo tanto la simple iden-
tificación de su persona bastaba para condenarte, siquiera toese, como
fné, al último de los suplicios.
No hay para que ponderar el efecto que causaría en todo él prin-
cipado la prisión de Serrallonga. Sin embargo, tampoco se etpKca
como un bandido tas célebre por sus fechorías, pudo dar margen 4
una canción catalana que entre otras cosas dice:
Las ninelas ploran
Ploran de tristó,
Perqué Serrallonga
N'ee 4 la presó.
Que tanto Tale como decir en idioma castellano*
Lloran las doncellas
Uoran de dolor,
Porque Serrallonga
: Gime en la prisión.
Las simpatías de las doncellas por el hombre de las Guilleries, jus-
tificadas por esos Tersos insertos en una canción que debió escribirse
estando aun recientes los sucesos, prueba tal Tes que Serrallonga era
hombre de figura asaz apuesta para interesar 4 esas doncellas en sufe-
tot, ó bien qae las noticias que se tenían de loe desgradados amores
de D. Juan y dofia Juana habían influido en el pecho naturalmente
compasivo de las mujeres, que siempre se sienten inclinadas 4 tomar
partido por los buenos amadores, cualquiera que por otra parle sea
su rida, y mas aun cuando esta es un tejido de aventures nonreteseas
y románticas.
Serrallonga fué tratado en la c4rcel como es de suponer de parte
de unos carceleros avezados al trato de criminales y en una época e*
que no en la humanidad el carácter general de las costumbres. Bk-
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716 HUSMO»
cerrósele en el calabozo mai profundo, cerráronse tras de él puertas
y mas puertas; todo sin perjuicio de habérsele cargado de hierro, de
suerte que entre grillos, esposas y cadenas se hallaba privado de ha-
cer movimiento alguno.
Recibiéronse muchos testigos, sufrió el preso distintos interrogato-
rios, y por fin fué condenado, como era muy natural, á la pena de
muerte. Una circunstancia, empero, de esta sentencia vino á llamar
la atención con fundamento.
Todo el mundo se esperaba que el hombre de las Guillerias seria
condenado y ejecutado á la pena ordinaria de los bandoleros, ó sea
la horca. Sin embargo, el pueblo de Barcelona, y muchas gentes que
de Cataluña toda habían acudido á la capital con el objeto de pre-
senciar la ejecución, vieron alzar un elevado cadalso que se cubrió de
bayetas negras y en cuyos frentes brillaba el escudo de armas de una
familia ilustre.
Este aparato, únicamente empleado cuando se trataba de ejecutar
á un noble, debia servir para la muerte del bandolero de las Guille-
rias. ¿Qué pensamiento pudo presidir en este aparato, en este res-
peto por una nobleza que Serrallonga habia manchado, había per-
dido, habia avergonzado con su conducta?
Hecho es que se ha interpretado de distintas maneras. Supónese
generalmente que la desgracia de Serrallonga llegó á interesar al mis-
mo vire y de Catalufia, el cual, ya que no podia hacer al bandolero
gracia de la vida, quiso al menos hacerle gracia de la afrenta que
imprimía la pena de horca.
Podría ser también que en una época en que la nobleza se hallaba
aun en posesión de muchos de sus antiguos fueros, aprovechase á
Serrallonga la circunstancia de haber nacido noble para que, ni aun
después de convertido en gran criminal, permitiesen sus iguales de
otros tiempos que un hijo de casa solariega muriese en un patíbulo
afrentoso: en este caso el orgullo de clase hubiera evitado á Serra-
llonga el último de los sinsabores por que debia pasar en este mundo.
Finalmente, no seria del todo imposible que el virey de Catalufia
hubiera introducido la referida circunstancia en la sentencia de don
Juan, para dar una lección de rigor á la nobleza catalana, ó para bt-
cerla pasar por el bochorno de ser representada en lo alto de nn ca-
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oí lunori. nt
diiio por un hombre como Serrallonga; puesto que ya por aquella
época empezaba á manifestarse el descontento de los catalanes por las
cosas de Castilla, descontento de que los nobles no se ocultaban ni
retraían, como veremos luego. De todos modos, lo cierto es que Ser-
rallonga murió decapitado.
Falta, empero, el epilogo de tan sangriento drama, y vamos & re-
ferirle en breves palabras.
Dofia Juana de Torrellas no renunció á la azarosa vida que lleva*
ba dorante la de su esposo. Heredó de este el mando de la cuadrilla,
y dicen que comelrt toda suerte de escesos, que unos llaman hazañas
y crímenes otros.
A la verdad las mujeres no han nacido para ese género de vida.
Es de admirar v. g. que la viuda de Padilla se aprovechara del pres-
tigio que aun tenia el nombre de su esposo, para acaudillar á los to-
ledanos después de la muerte del jefe de los comuneros; pero al fin y
al cabo dofia liarla Pacheco no capitaneaba cuadrillas de bandidos,
ni utilizaba su posición para ensangrentarse personalmente en los
combates. El fin de la viuda de Serrallonga nos es desconocido: no
seria difícil que fatigada de aquellas lachas estériles, cebada y harta
de venganza, hubiera pasado al eslranjero, y aprovechando el incóg-
nito se hubiera retirado al fondo de un claustro. Si asi lo hizo, no le
habia de faltar motivo para rogar i Dios, poesto que, asi ella como
su esposo, habían pecado mucho en este mundo.
Algún tiempo después de la muerte de Serrallonga, y al amanecer
de un dia de verano, un grupo de curiosos interceptaba el tránsito
por una de las calles de Barcelona, formando corro en torno i un ob-
jeto que era imposible ver, por causa de la caterva de mirones, á ca«
da momento engrosada. Hablábase de un asesinato cometido durante
la última noche, y los ministros del tribunal se hallaban en aquel
momento procediendo al levantamiento del cadáver.
Pertenecía este, á juzgar por su uniforme é insignias, á un capi-
tán de tercios; y alguaciles, corchetes y soldados juraban y volvían
i jurar tomar de (amafio atentado el mas completo desagravio. Los
que tal escuchaban, gritaban á su vez, si eran mozos; ó rezaban si
vif jas, produciendo de por junto el mas infernal concierto*
A todo esto, un bizarro galán, capitán de tercios como el difanío,
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t«o PRisioms
penefcó á viva fuerza en el centro del corro, levanté el sudario que
había sido arrojado ya sobre el cadáver, examinó loe sangrientos
despojos con una sola ojeada, y palideciendo de una manera espan-
tosa, cayó sin sentido en brazos de la atónita muchedumbre, escla-
mando:
— [Ira del cielo 1... |Mi hermano!
El que asi se lamentaba era D. José de Fontanellas: el cadáver per*
taneoiaá su hermano D. Salvio.
El sangriento pronóstico de este último* empezaba á cumplirse de
una manera aterradora. Los secuaces de Serrallonga habían sacrifi-
cado una victima ilustre á los manes de su antiguo capitán. José de
Fontanellas fué mas afortunado, pues pudo ¿onjurar los peligros que
- en igual sentido le amenazaron durante mucho tiempo.
No fueron los bandos y cuadrillas las mayores calamidades qoe
por aquel entonces habían de sobrevenir á Cataluña.
Babia llegado para Espada la época del desgobierno, y el conde
duque de Olivares, célebre ministro de Felipe IV, parecía ser el Ha-
dado por la Providencia para evidenciar cuanto dafio puede causar
á mi estado un mal ministro.
El principado de Catalufia había merecido de los reyes de Espafe
varias franquicias ó fueros, que harto bien se comprenderá no eral
dádiva de poderoso, sino premio escaso, si bien que honroso, de grao-
des servicios prestados.
Por esto mismo se mostraba celoso de unos privilegios, que los
soberanos de la nación juraban antes de ser jurados á su vez por loe
catalanes. Era una especie de pacto noble celebrado entre dos poten-
cias de primer orden.
Olivares aconsejó al rey atentar á esos fueros, y Olivares era el
dueño de Felipe IV.
Los fueros se conculcaron, y tales escesos ftaeron cometidos en el
principado, que el mal llegó á hacerse insoportable. No parecía sino
que Castilla se había propuesto tratar á Catalufia como un pal» de
conquista: sistema antipolítico á todas laces, porque si al fin y al
caba hubiera sido inconveniente mantener al principado en la pose-
non desús privilegios, no era el mejor medio para hacerle renunciar
i ellos, poneale en el caso estoemo de redamarlos á toda costa.
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h nmonL sti
Mas t i es cierto qae el conde daque tenia dóciles instrumentos de
st desacertada política, no lo es menos que el principado encontró,
entre los individuos qoe componían sos antoridades, personas ver-
daderamente á la altara de las circunstancias.
Mientras no se pierda en el país de Vifredo el recuerdo de las glo-
riosas tradiciones de todos los tiempos, es imposible qoe perezca el
nombre de Pablo de Claris, y de laníos otros como se alzaron al grito
de la patria, demostrando ana vez mas qae es imposible hacer trian-
far las demasías en pueblos qae no han perdido un átomo solo de su
nunca desmentida dignidad.
Consignemos ahora en este punto una de las notables escenas ocur-
ridas en la cárcel de Barcelona por aquella época, advii tiendo á
nuestros lectores que cuando tuvo lugar aquella, las relaciones entre
Madrid y el principado se hallaban en tal estado de tirantez que al
poco tiempo se rompió la cnerda del arco y partió la flecha á datar-
se en el pecho de la nación espadóla, que al fin y al cabo era y es la
nación coman de castellanos y catalanes.
Gobernaba por aquel entonces (1640) la Cataluña, en calidad da
virwy, el desdichado D. Dalmacio de Qoeralt, conde de Santa Colo-
nia. Era por su naturaleza catalán; pero al poco de haber inaugura-
do su mando, se echó de ver harto claramente que, bien fuera ig-
Boranda, ambición ú orgullo, el conde era uno de los principales
tiranos de su palria, y hechura completa del odiado Olivares. Al
mismo tiempo era Santa Coloma bastante débil de carácter para no
poder contener aquellos trabajos de zapa que percibía debajo de sus
pies, todos los dias y á todas las horas, y que debiao dar por resulta-
do un abismo hasta cuyo fondo habia de rodar el conde.
Era diputado por el brazo militar de Cataluña el joven D. Fran-
cisco de Tamarit, de noble cuna, de fuerte brazo, de carácter fran-
co, de lengua suelta, de corazón recto, y tan completo en todo, que
jamás, en paz ó en guerra, habia dejado de cumplir con el rey y con
la patria. Buen español, y por ende buen catalán, no escondía cier-
tamente sus opiniones contrarias al gobierno del conde duque, y co-
mo otro tanto sentían los catalanes lodos, de ahi que el diputado
Tamarit fuera verdaderamente lo que se llama un Ídolo del pueble.
Francisco de Tamarit, diputado militar, Pablo Claris, diputado
toM a. íti
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as* mismas
ectesiústmo, y José Miguel Quintana, diputado real ó papilar, com-
PQUian Ja diputación catalana, cuerpo que siempre habia sido muy
respetado porque /en ningún tiempo había dado motivos para dejar
de serlo.
Existia también en Barcelona el célebre Consejo de ciento, ceepo-
ración popular de cuya gloriosa historia van llenas las crónicas toda*
del principado; y de ese Consejo de ciento formaban parte en 1640
Francisco Juan de Yergós y Leonardo Serra, honrados ciudadanos
que tenían el alma & prueba de amenazas y que jamás habían escon-
dido al pueblo su resolución formal de sacrificarse y «aerificarlo la-
do, antes que consentir que sufriera» menoscabo los fueros deCatalu»
fia. Y es de advertir, porque en nuestros tiempos empieza á ser cosa
eptrafia é incomprensible, que en aquellos tiempos había unos hom-
bres de raro temple, que se decían patriotas, y que lo eran verdade-
ramente.
JJegó un punto en que las discordias civiles empezabas á producir
resultados ostensibles: el volcan de las iras populares no había esta-
Uadp an#; sin embargo comenzaba á echar hamo. El conde de Santa
Cotona, sabedor de lo que pesaba en Cataluña, conetié ana impru-
dencia muy común en los gobernantes: tal fué ordenar la prisión de
Tamarit, Yergós y Serra.
Semejante paso ni era prudente, ni había de producir otra cosa
que grandes males. Apenas cundió la noticia, el descontento público
W manifestó de una manera descubierta y osada. Se había cometida
el último de los atentados contra el respeto debido & las autoridades
populares de Barcelona y de Cataluña, y era llegada la hora de no
resistir por mas tiempo no yugo vergonzoso, que en el principado ma-
nos que en ninguna provincia espafiola estaban dispuestos k tolerar.
Pablo de Claris se había dirigido inútilmente al conde de Santa
Gftlpma: el pueblo había elevado su última petición al rey: convenci-
dos todos de que por medio de súplicas únicamente conseguirían des-
precios y malos tratamientos, dieron la voz de alarma y, como no
podía menos de suceder, millares de otras voces repitieran el grito
<fc libertad que partió de Barcelona.
la lucha estaba ya empellada. Veamos ahora uno de sus mas in-
mediatos resultados.
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é DE EffltOf*. SOS
Tamarii* Vergés y Secr* te halUbao ea la cárcel tac» y* atgBWt
días, y aunque no era dable tratarles cerno criminales deofido, tam-
poco permitía el establecimiento dispensarles grande» alendóte*.
Ello es que permanecía» bajo ltore ni mas ni menos que les demás
presos, y qoe al cabo del tiempo que sa prisión doraba, nadie se ha-
bía cuidado de instruirles ninguna causa. Dios sabe lo que esta si*
toacion se hubiera prolongado, & no haber sobrevenido acontedmien-
tos tao estraordinaríos que llegaren á fijar la atención de toda Es-
palia, y aun de Europa.
Es de advertir que el conde de Santa Coloma no tenia, ni con mu-
cho, la sagaddad qoe requiere el tomar medidas tan despóticas como
la prisión de unas autoridades tales como un diputado y dos indivi-
duos dd Consejo de dentó. Cuando se oondbe un tirano, es común fi-
gurarse un hombre del temple de Fdipe II ó Luis XI, que todo lo
preveo, que en todo atina, que para todas las eventualidades se halla
dispuesto. Pero d vírey de Cataluña era un tirano de segundo ó ter-
cer orden, un déspota tonto como los de melodrama, y como diplo-
mático sq hallaba en el caso de estudiar los primeros rudimentos de '
la ciencia. Confiado en demasía, creyó buenamente que coi una me*
dida de rigor tan inusitada como la prisión de las autoridades, apenas
habría en Barodona quien osara respirar dn su permiso.
T sin embargo, se respiraba, y se obraba, que es mas.
Seguro por ende, no cuidó d conde de adoptar medida alguna de
precaución, y ni aun siquiera se aseguró de hacer guardar la cárcel
en que yacian los ilustres presos de modo que estuviese á cubierto de
cualquier gdpe de mano.
El 11 de mayo se organizó de improviso una columna de catalanes,
al frente de la cual marchaba un hombre enarbolando un Crucifijo y
profiriendo toda suerte de vivas y de mueras. Ski embargo, los que
mas á menudo repetía la multitud eran los de: (Viva la Igfeeial ¡Viva
el rey Felipe IV! ¡abajo d mal gobierno! y aqadlos otros en que
el pueblo mostraba sus simpatías por los tres preses de la cárcd
del Rey.
Ignoramos á que venia victorear á la Iglesia eu aqueUos momen-
tos; pero es indudable que las esdamactones que hemos transcrito
fueron verdaderamente los lemas de la revolución, y siendo ad no
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804 ranonts
comprendemos cerno se llamó rebelde y enemigo del rey á un pueblo
que se levantaba al grito de ¡viva Felipe IV!
Nadie en Barcelona conocía los propósitos de la tarba amotinada;
pero como todo el mando aguardaba la ocasión de amotinarse á m
vex, ello es que los del Crucifijo, que empezaron por ser un grupo,
se engrosaron hasta formar una multitud, y muy pronto podía decirse
que eran todo un pueblo. Su intención fué conocida luego.
Recorrieron los sublevados algunas calles, y sin dar tiempo para
que se tomaran medidas estraordinarias, aparecieron delante de la
cárcel y empezaron por ponerla un sitio en regla, apoderándose de
las contiguas bocacalles.
En seguida intimaron al alcaide les entregase las personas de Ta-
marit, Vergós y Serra; pero á la intimación fuá unido el apoderarse
de la guardia estertor del edificio.
El alcaide, que era naturalmente un perro de presa del virey, se
denegó á las exigencias de los sitiadores; pero estos se hallaban pre-
parados para tal respuesta y decididos á no quedarse en mitad del
camino.
Vístala negativa del alcaide, le intimaron por primera y única vez
que se rindiera.
El cancerbero de aquel sombrío edificio creeria buenamente que
se trataba de una broma popular, que ni siquiera merecía la pena
de ser contestada á mosquetazos. Pero la cosa se iba poniendo de
cada vez mas seria, y cuando el alcaide lo creyó asi, dispuso que la
fuerza de su mando ocupase los puntos mas débiles, mientras llegaba
el socorro que mandó á buscar á la Atarazana. Mas como los suble-
vados se hallaban resueltos á prescindir de fórmulas y á llevar á cabo
su propósito sin contemplaciones, apenas observaron el movimiento
operado por la escasa guarnición de la cárcel, profirieron este grito:
—I Al asalto !
T como lo profirieron, tal lo ejecutaron. La cárcel del Rey no era
esteriormente ningpna fortaleza: ya hemos dicho que en su principio
el edificio se hallaba destinado para tribunal del Veguer; de suerte
que la parte verdaderamente resistente era la interior, ó sea la ocu-
pada por los presos. La verdad es que medíanle que existiera la se-
guridad de que desde los calabozos no se pudiese salir á la calle, ja-
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m nmofi. ioi
más te había tenido que á nadie pudiera ocurrlrsele que desde la
calle se pretendiera llegar ó penetrar en los calabozos. El asalto, por
lo tanto, no era difícil, ni con mocho.
Apenas dado el grito de combate, salieron á relucir las espadas y
cuchillos, hachas y pistoletes, al propio tiempo que los mas vigoro-
sos estremecían la puerta y la desquiciaban por medio de la acción
colectiva.
El resoltado de aqoel imprevisto empeño fué de apreciarse desde
el primer momento. No habia en los defensores de la cárcel medio
esperanzado de resistencia, y era de temer que si el pueblo penetraba
en ella de viva fuerza, podía entregarse á ciertos actos de violencia,
de qoe en definitiva tendrían qoe acosarse aquellos que le provocan
con resistencias impertinentes.
Esto sin perjuicio de que en la cárcel existían muchos presos so-
metidos ala acción de la justicia ordinaria, que podían recobrarla
libertad merced al desónien y crear mas tarde un verdadero con-
flicto. Pesaba, por lo tanto, sobre el alcaide una responsabilidad
muy grande: era imposible pedir instrucciones á Santa Coloma; no
menos imposible resistir por mas tiempo el empuje de los sublevados,
cada vez mas numerosos y mas decididos
En este duro conflicto tuvo el alcaide un momento de feliz inspi-
ración. Detuvo á los asaltantes, que ya habian puesto los pies en el
interior del edificio, y les propuso la entrega de Tamarit, Vergóe y
Serra, mediante que ninguno de los sublevados promoviera el menor
trastorno en la cárcel y que seria respetada la prisión de los restan-
tes detenidos.
La proposición fué admitida con gran contento, y el alcaide se retiró
para cumplimentarla. A los pocos instantes aparecieron en lo alto da
la escalera el diputado y los dos individuos del Consejo de ciento, cuyo
rescate fué celebrado con grandes aclamaciones patrióticas y gritos
de alegría, verdaderamente infantil.
T decimos infantil, porque el pueblo ha sido, es y será siempre,
por su manera de obrar, un verdadero ni fio.
Rescatados sus representantes, quiso, no abusar desu triunfa, pero si
gozarse en él de un modo verdaderamente inútil , siquiera por de pnuto
produjera el apetecido resultado de eseitár la bilis á los castellanos.
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•••
Tamarit, Vargfe y Serr^foeron paseados en triunfo por Barce-
lona.
Esto era una especie de reto, y el virey, que estaba de Dios había
de cometer ana (ras otro desacierto, en lagar de transigir honrosa-
mente sos diferencias con los representantes del pueblo, permaneció
mas retraído de ellos y mas dispuesto que nunca á secundar en. todo
y por todo los desconcertados planes de Olivares.
De aqai provino el famoso Córput de sangre de 4640, preludiado
por el, asalto de la cárcel del Bey.
Todo el mundo sabe que durante la terrible jornada, alzáronse los
segadores que en gran número habían acudido á la ciudad; y siem-
pre al grito de (Viva el Eeyl ¡Abajo el mal gobierne! empezaron la
sangrienta venganza del principado en la persona de aquellos que
ciertamente no eran causa de los males que lamentaba Cataluña.
La primera y principal víctima designada por el furor del pueblo,
era el Conde de Santa Coloma.
Dwnarit, Vergós y Serra, olvidando reciente? agravios, se propn-
sieronioúlilmente salvarle.
Después que le hubieron custodiado basta la Atarazana, tuvieron
el disgusto de verle desfallecer, al tiempo de huir, en las rocas de
San Beitran, ahorrándole la muerte por angustia otra muerte que le
aguardaba inevitable.
Sus desalmados perseguidores, entre los cuates se dice figuraban
losbaadidos de Roque Guinard, se ensañaron lastimosamente en el
cadáver. Al siguiente día se le dispuso un pomposo funeral á espen-
sas de la ciudad.
Siglo y medio transcurrió luego, durante cuyo largo periodo de
tkttpo se resolvía con la caída de Barcelona el famoso problema de
le* fueros de Catatada. La ciudad condal, que había tomado decidi-
damente 1m armas eu defensa de los derechos del archiduque Carlos,
no quiso deponerlas ni aun después que esto pretendiente remudé á
sus justos títulos en razón á haber heredado el trono imperial. Para
Cataluña nunca fué la guerra de sucesión empello de personas, sino
cuestión da derecho y de sacar á salvo los fueros tan sangrientamen-
te disputados.
Quiso entonces la Providencia que se perdiera la causa de los ca-
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tálanos. Despose de un «tío muy largo, las tropas do Felipe V pe-
netraron de viva faena" en la ciudad, y aun coando dorante largas
horas la lucha continuó palme i palmo en el interior de «pulla,
cedió la desesperación ante el número, y poco tiempo después el
principado tuvo que pasar por la afrenta da que sis fieros tan ve-
nerados fuesen arrojados & las llamas por las manos del verdugo.
Doefios los reales de la ciudad, atestóse de presos la cárcel áel
Bey, pero ni constan sus nombres, ni se sabe de que Felipe V enssm-
grentaae su triunfo, que harta sangre había ya castado de una y de
otra parte.
Llegó, por fin, el afie 1808, y nadie ignora porque traidores me-
dios se apoderaron los franceses de España, siendo de notar que
Barcelona, por ser una de las capitales menos dispuestae 4 recibirles,
mereció la honra de presenciar la mas clara é innoble de tas traioie-
íes. Los barceloneées hubieron de pasarse bien ó mal eon el gebier»
no de Felipe V, que al fin y al cabo tenia en sus tenas sangre «pa-
llóla y había sido jirado monareade la peoiosila por voluntad den
antecesor y de una gran mayoría de los pueblos: pero ciando se tra-
tó del ambicioso corso que sin respeto á las nacionalidades ae propu-
so hacer de todas ellas una solaoorona, para que, arrebatada esta por
el águila imperial, viniera ¿ colocársela sobre si cabera; minees
Barcelona repitió el grito de les héroes del l de mayo, y dijo al ejér-
cito francés:
—Todos los triunfos obtenidos en cien campos de batalla no bas-
tan á amedrentar á un pueblo iudepeadinte. ¡Fuera de Barcelona los
traidores! ¡Fuera de Espada les franceses! ¡A tris el estranjem! -
Pero hs franceses, que estaban acostumbrados á semejantes red-
húmenlos, aunque no tan decididamente oomo en Espala, poseían
un medio de represión terrible: ese medio era la policía, Sw efectos
debían ser tanto mas seguros, en cuanto se trataba de un pueble qie
no los c nocía antes de entonces: de fuera debía Teñirnos, y de pro-
cedencia de un conquistador, ese ramo odioso, no tasto por su misión
natural, como por la misión que le han dado los hombres qw tienea
la desgracia de desvirtuarlo lodo, da corromperlo todo, de hmri*
odioso todo.
Entono* empeió u Uroo estufo* y 4 mnudo saigrinte.
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IOS HUMOMtt
Los barcelonés* conspiraban sin tregua ni descanso contra los
franceses.
La policía francesa conspiraba infatigablemente contra los conspi-
radores.
Pero la partida era muy desigual, y la soga, como dice el refrán,
se quebraba siempre por lo mas delgado. Las prisiones menudeaban
todos los día?, porque bastaba ser sospechoso de desafección para
hallarse sometido al capricho ó á la codicia de un polizonte de mal
género. ¡Y cuántos no podrían ser los sospechosos cuando los verda-
deramen e desafectos eran la inmensa generalidad!...
Nada tiene de estrado, por lo tanto, que las cárceles no pudieras
entonces contener el gran número de presos que diariamente eran
enviados á ellas; aunque la malicia de los dominadores discurría que
los llamados grandes criminales, que no eran sino los mas ardientes
•n su patriotismo, debían ser trasladados á los fuertes de Monjuich
6 á la Cindadela, donde ningún temor podía abrigarse tocante á la se-
guridad en que el conquistador quería tenerles. Además, el fuerte di
la Cindadela tenia para los franceses la ventaja de hallarse contiguo
al campo de las ejecuciones.
Todos saben en Barcelona que una de las conspiraciones mejor
tramadas contra los franceses fué aquella á cuya cabeza se pusieron
el doctor Pou, el padre Gallifa, el joven Mas sana, Anlet y el sar-
gento Navarro. Estaba todo tan bien dispuesto y eran tantos y tan
bien organizados los que entraban en el movimiento libertador, qoe
á haber sido secundados los de dentro por las tropas que habían de
maniobrar en el estertor, casi podía asegurarse que aquel día hubiera
sacudido Barcelona el yugo francés.
La infame traición de un capitán italiano al servicio de los impe-
riales fué causa de que abortase un plan tan admirablemente com-
binado; y presos los cinco personajes arriba mencionados, fueron
condenados ¿ muerte por un consejo de guerra.
Presentóse, sin embargo, una grande diflcullad para llevar ¿ cabo
el tremendo fallo, y fué que no se encontró al verdugo, ni quien n
prestara i obtener la vacante de la horrible plaza. En vano se ofre-
cieron grandes cantidades; ningún espafiol quiso ejercer aquel san*
griento ministerio en la persona de cinco ilustres ciudadano»! curo
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Di KROFA. SO
único delito consistía en haber querido libertar á la patria del yugo
francés. Ciertamente la inesperada dificultad no era fácil de ser
vencida.
Existía por aquel entonces en la prisión de Barcelona nn céle-
bre ladrón, de cayo nombre iba llena la ciudad toda. Llamábase por
apodo Tetus, y era hombre de tantos lances como dias contaba en si
azarosa existencia.
Referíanse de él empresas que por lo temerarias parecían fabulo-
sas. Hallábase pendiente de infinidad de condenas, y aun asi se le es-
taban de continuo formando nue?os procesos. Uabiase acogido á sa-
grado en la Catedral, asilo impenetrable para la justicia, y ocupaba
en dicho templo un cuartucho colocado encima de una de las puertas
del claustro. Pero aun asi, y sin saberse la manera, no solo dirigía
todos los robos que en la capital se come lian, sino que él en persona
se escapaba de la Catedral todas las noches y daba toda suerte de
golpes, sin que pudieran nunca haberle los numerosos corchetes que
incesantemente rodeaban aquel asilo.
Dotado de arrogante figura, su poní ásele en amorosas relaciones
con un sinnúmero de fregatrices, las cuales le proporcionaban ino-
centemente cuantas noticias le eran útiles, ó bien á sabiendas se
constituían en cómplices suyas.
Contábanse de su fuerza hercúlea verdaderas maravillas. Una ma-
fiana se hallaba colocado en el dintel de la puerta de Santa Lucia en
la Catedral, limite del asilo en cuyo interior se hal'aba á salvo de las
persecuciones de la justicia. Acertó en esto á pasar por aquel sitio
un muchacho de pocos afios conduciendo del cabestro á una cabala-
ría menor, que, ó por su mucha carga, ó por sus pocas fuerzas, de-
jóse caer eu el snelo con la resolución, al parecer, de exhalar allí
mismo su postrimer suspiro. Tiraba el niflo de la cuerda, restallase
el animal á levantar la carga ó tal vez no podía con ella: lo cierto es
que al convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos, echó el niflo á
llorar abundantemente y á pedir ausilio con vez bien conmovedora.
Desgraciadamente para el joven y apurado conductor nadie para-
da compadecerle. Decimos mal: el ladrón de la puerta de Santa Lu-
cia había manifestado impulsos de salir en ayuda del niño; pero sus
buenos deseos eran coartados por la presencia de dos mozos de la
TOBO II. 101
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SI O PRISKHOSS
escuadra que contemplaban la escena desde el portal del palacio del
Obispo, aleólos 4 que el Telas desamparase el sagrado para apo-
derarse de so persona. El ladrón comprendió la idea de sm vi*
guaníes , y permaneció ea su puesto mirando anas teces i los
mozos y otras al nifio, que continuaba gritando cada vez mas deses-
peranzado.
La violencia que Telus se estaba haciendo comprendíase 4 la m*
pie vista de su semblante* Resistió cuanto pudo; paro vino ui pyato
en que la misma soma da sus vigilante» acabó de estimular su amor
pjcopio, para dar uno de aquellos golpes aUrevidos, que equivalían k
qn reta dirigido con una desigualdad evidente para el retador. ,
$ali¿ del templo, pisó la calle, levantó con un simple esfuerzo de
su nervudo brazo k la reacia caballería, y cuando se disponía pam
ganar da un sola brinco laa gradaa de la puerta de Santa. Lucía, se
b*U4 cogido por ouatro robustas manos, al mismo, tiempo qpa una
vqi estentórea gritaba i su oído:
—¡Date preso!
Toda esto babia pasado en mwho manos tiempo que se necesita
pare, contarlos
Al oír aquella intimación, meneó el Tetua la cabeza cea mto
despecho reconcentrado, y no hay porque decir que tropezó coa el
roaiffo, nftda grato para él, de los dos mozos de la escuadra aposta-
dos en el portal del palacio del Obispo. Radie ignora en Calalato
qpa los individuos del cuerpo de las. escuadras son uno por uno tt>~
colones muy templados y de fuerzas físicas, acreditadas en mas de
un encuentro personal con los facinerosos mas temibles.
Un mozo de la escuadra es muy bastante para cualquier hombre;
dos mozos aon temibles hasta para una cuadrilla.
Sin embargo, el Telus manifestó por de pronto menos desespera-
ción qjue coraje porque sus enemigos habían aprovechado para pren-
derle la circunstancia de haber el ladrón abandonado su. nulo per»
hacer una obra buena.
Dirigió la mirada á uno y otro de sus.aprohensorea, y reprimifa-
doee bastante mal, dijo :
—Vamos á ver, compañeros; ¿pretendéis con efecto reducirme ¿
prisión?
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0B BOtOPA 811
— Toma— respondió ano <to les motos^ne otra cosa pretendemos
hace mucho liempo.
—PreckAmeoto— añadió el otro eprehenaor— hace michas horas
estábamos aguardando la ocasión qee ha llegado. T por sofito que
mitaca pudimos pensar llegase tan pronto, ni qtie tan neciamente te
l^siefas en nuestras manos.
—De suerte es— replicó el ladrón— qoe os vanagloriáis de esta
captura y llamáis necedad al acto de socorrer á on pobre niño, que
llorando pedia un socorro qoe vosotros no le prestabais... No es eat*
moy cristiano, qoe digamos.
—Será lo qne sea; pero ello es qitoto hallas prisionero ttééstro.
Vamos á la cárcel.
T el mozo hiio ademan de querer arrastrar al preso. Peto este per-
maneció clavado en el suelo como una roca en el fondo de los mares.
Al propio tiempo sonrió de una manera siniestra, qne hito poner eu
guardia á los dos moros.
—Menos palabras; —dijo el Tetas— ó ne dejais penetrar de nftevo
en mi asilo, ó no respondo de mi comportamiento.
Los des aprehensores soltaron una carcajada: tan intempestiva y
ridicula les pareció la amenaia del bandido.
—Lo dicho, dicho:— prosiguió este— ¿queréis soltarme, puesto que
en rigor no me habéis prendido por vuestros méritos? ¿No?... Ved
que me estáis poniendo en el caso de hacer nna barrabasada... ¿Os
burláis de lo qué os digo?... Pues á la prueba.
Y haciendo de pronto un hruscomovimiento, desprendióse de uno
de los mozos, sacudióle coi rapidez suma un terrible pufietazo; y sin
dar tiempo á qoe el otro de sus aprehensores volviera en si de su
asombro, cargó con él, parándole de (oda acción, iotrodijose de nue-
vo en la Catedral por la puerta de Santa Luda; desde la capilla de
esta Santa se dirigió al claustro, y encaminándose hacia el estanque
que hay en dicho sitio, manifestó harte claramente su intento de su-
mergir al moao y ahogarle dentro del agua. Los ojos del bandido
despedían Mamas, su aspecto era amenazador, espantoso... El motfé
aprisionado entre sus robustos brazos parada condenado á unattuer*
te cierta.
Afortunadamente apareció un canónigo en el sitie de la catástrofe'
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811 PRISIONES
y al enterarse de la intención del bandido, salió á su encuentro, gri-
tando:
—¿De esla suerte haces lagar de muerte el sitio que te presta asi-
lo contra las persecuciones de la justicia?
Al oír estas voces detúvose el bandolero, dudó un momento, luchó
entre su deseo y la influencia que en él produjo aquella reflexión
oportuna; y libertando á su victima, murmuró con sombrío acento:
—Parle, y asegura á tus compañeros que hoy es el dia de lo se-
gundo nacimiento.
Y en seguida añadió, cnal si hablara consigo mismo:
—¿Quién sabe si en un dia no muy lejano, este hombre á quien
doy la vida, me conducirá al cadalso?
En seguida se cruzó de brazos, dirigióse á su camaranchón enci-
ma de la puerta, y no se le vio hasta el siguiente dia, aunque á mo-
chos cupo la convicción de que aquella misma noche, según tenia de
costumbre, había salido á cometer una de sus habituales fechorías.
En otra ocasión tuvo noticia de que otro de tantos procesos como
se le venian siguiendo, se hallaba en casa del juez á punto de qoe
este diclara su fallo. Llegada la noche, abandonó su retiro, inlrodü-
jose sin saberse como en la casa del tranquilo magistrado, descubrió*
se á este, apoderóse del proceso que se hallaba en el despacho, saltó
sin temor alguno de la estancia, de la estancia á la calle, y una hora
después, de aquel voluminoso proceso apenas quedaban algunas ceni-
zas. Tanta era la audacia y serenidad de este hombre, tipo de los
ladrones de habitaciones y personas, que parecía tener en su bolsillo
las llaves de todas las puertas de la capital.
Telus, sin embargo, habia tenido una hora tonta, y la justicia se
habia apoderado de él en ocasión en que no tenia á mano algibe
ó surtidor alguno en que poder sumergir á la justicia. Metiéronle es
la cárcel, y como de todos eran harto conocidas sus fechorías y la
asombrosa facilidad con que se evadía de todo sitio de reclusión, te-
níanle guardado en el calabozo mas hondo, mas lóbrego, mas moles-
to y mas inhabitable de cuantos en la prisión podían llamarse tales,
que no eran pocos seguramente.
La suerte del bandido para nadie era dudosa: en el supuesto de
que ninguno de sus muchos crímenes mereciese ser castigado con la
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DB KOtOPA. til
peoa de muerte, no habría tenido bastante con mil afios de vida para
satisfacer tantas y tantas deudas como tenia contraídas con los pre-
sidios del reino. T la vida en el presidio, la perpetuidad de una pena
de semejante naturaleza, la existencia del presidario sin término,
transcurrida en los mas penosos trabajos, bajo la dirección, ó mejor
dicho, bajo el palo de un capataz endurecido, encadenado á otro hom-
bre como el genio malo que á todas partes sigue al infeliz encargado
de perder; con un pasado lleno de recuerdos horribles, un presente
horrible también y un porvenir en que la desesperación infunde los
consejos mas terribles y atormenta el alma basta perder la espe-
ranza; la pena de cadena perpetua se eos figura mas cruel, mas in-
soportable que la de muerte, especialmente para ciertos hombres que
bao entendido la independencia social y la libertad individual de una
manera salvaje.
Tetus debió creerlo asi cuando en el interior de su calabozo pasaba
los dias rugiendo de coraje y profiriendo toda suerte de amenazas,
de que se reían sus guardianes, que estaban cerciorados por la es-
porteada de la eficacia y solidez de los grillos que habian echado al
león de aquella sombría jaula. Sin embargo, la comparación no es
bastante exacta: el león puede revolverse dentro de su encierro, rugir
cual en la selva, agarrarse á las rejas de su jaula que cimbran al
empuje del fiero animal; y entonces el público se aparta involunta-
riamente porque ve en el león enjaulado algún rastro de! poder del
rey de las selvas. Pero con Tetus no acontecía de este modo: la ca-
dena que le sujetaba i la pared apenas le permitía andar unos pocos
pasos, y cuando la curiosidad atraía á alguna persona á contemplar
al preso desde el lado opuesto de la ferrada puerta, al curioso se re-
tiraba no bien se sentía satisfecho de aquella esposicion de un hom-
bre convertido en alimaña, cuyas blasfemias y amenazas á nadie
causaban el menor espanto.
El bandido padecía verdaderamente un suplicio tal como difícil-
mente se concibe por el público, que con la mayor indiferencia y sin
darte importancia alguna, pasea cuando quiere, como quiere y por
donde quiere.
En semejante disposición el bandido vid entrar por la puerta de
su calabozo i un comisario de policía. Ante aquel hombre se aeur-
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114 Huttoms
meó el Tetas lo mejor que pido y sé propaso no soltar espfesioA al*
guna que pidiera comprometerle 01 lo mas mínimo, batiendo como
aquellos prudentes tiradores fte armas que permanecen simplemente
en la defensiva, y por éste medio llegan á ser invulnerables.
El comisario se acercó al preso, contemplóle un rato en suénelo, y
en seguida, locando ligeramente con la punta de su bastón la espalda
del bandido, le dijo:
—Oye, buen mozo: el general francés y el juez de ttt causa me
envían para darte una buena noticia y hacerte una proposición, muy
ventajosa sin duda. ¿Estás dispuesto á enterarte de lo que te con*
viene?
—Jamás he desoido proposición alguna que se me haya dirigido.
Lo malo ha sido que generalmente siempre me han hecho perder el
tiempo en balde. Mas como en la cárcel todo el tiempo que se pasa es
perdido, me tiene muy sin cuidado perderlo en una cosa ó perderlo
en otra.
Y con gran displicencia se revolvió en su petate y prestó tído á
su interlocutor.
— Lo que vengo á decirte es muy grave. Tamos á ver, ¿cuánto da-
rías por recobrar tu libertad?
El bandido púsose de pié bruscamente al escuchar tan inesperadas
palabras. La magia de estas pudo mas en él que los hierro* que
aprisionaban sus miembros.
^-Por recobrar mi libertad— respondió-^daria la mitad délos días
que me restan de vida.
—Debiendo pasar las dos mitades en uno de los mas duros presi-
dios, no es mucho dar seguramente.
—Me convertiría en el perro fiel y sumiso del hombre i quien de-
biera favor tan insigne— añadió el bandido, que ante la idea 4e rom-
per su cautividad no habia sacrificio que le pareciese exagerado.
— Ya esto es otra cosa — dijo el polizonte sonriendo cíen satisfac-
ción.-*Un perro cumple las órdenes de su amo sin meterse á exami-
nar su conveniencia, y cuando le dicen : ladra, ladra ariamente por-
que le azuzan.
— Esto mismo estoy dispuesto á hacer, y es de advertir que cuan-
do yo ladro, amedrento.
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Di IliOPi SlB
—I cuando el ame de un perro diee á este: muerde; ek perro
muerde desde luego...
«-Por mi parte le prometo á V, que donde yo hinque el dieoté,
sacaré sangre y mascaré carne.
—Perfectamente: casi caá puede* tetcr per seguro que ha» reco-
brado tu libertad.
~«¿Qué hay que hacer?— preguntó el preao oemo hombro á quien
tardaba ganar aquella recompensa.
—Trabajo de una hora.
—Au&cpM fuera do un afiot coo tal que sea al aire libre.
—¡Y tan Ubre!... Has no debo ocultarte que se neoeeiUsu parlo
de valor para cumplir lo que de U se exige.
—Jamás ha habido quien aa atreviera k dudar detmfc al grano,
Sr. comisario , al grato.
—En ouaato á fuerza bruta, ereo tendrás la necesaria.,.
—Una vez levanté con el simple ausilio de mis hombros un carro
argado haslai el tope, que se había alasoado en la eallo del Obispe—
respondió el bandido con cierto orgullo, hijo del convfiustmisnio de
sus artéticas condiciones.
—Finalmente, se necesita algo de despreocupación.., ea decir, o»
qw se llama sin vergüeña...
—Comprendo, y no le repugne i V. pronunciar semqaute palabra
delante de mí. Mas perdida la vergüenza de lo que yo la tengo, en
verdad que no se hallará mortal alguno que la tonga. Hablarme k
mi de despreocupación... ¿Coa quióo. oree V. que está hablando?...
Lo mismo me importa á mi que digan: el Tetas es a* bandido, que
puede importarle al guardián de los capuchinos que digan do él: es
un sanio hombro... '
—Tengo lo que buscaba— esclamó el polizonte satisfecho.— JÉo-
fiana mismo serás libra» pero antes de conseguir tu suspirada liber-
tad, kadrás que dar muerte á cinco hombres.
—No son pocos; pero atienda Y. ¿ que sin recobrar la libertad no
puedo hacer lo que se me ordena.
—Esos cinco hombres serán puestos en taimónos y uinguta dé0
ellos t¿ opondrá la menor resistencia.
—Con todo, Sr. comisario, si doy muerto á esos cinco hombrea,
me ahorcarán luego como asesino.
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Si* PWSIOMfS
Nada de esto sucederá, pues verificarás dichas muertes de orden
de la autoridad competente.
El bandido empezaba á no ver claro en el asunto. Matar de orden
de la autoridad... Dé aquí lo que nunca se le hubiese ocurrido. Per-
maneció un instante reflexionando, pero sin duda no acertó con la
solución del enigma, pues dijo:
—Vamos claros, Sr. comisario, porque yo no gusto de acertijo!.
¿Qué hay que hacer?... [En plata!
—Muy poca cosa: el consejo de guerra ha condenado á muerte i
cinco hombres, los cuales tienen qoe ser ajusticiados mañana sin
falla; dos sacerdotes á quienes hay que dar garrote y tres mancebos
á quienes hay que ahorcar sencillamente...
El preso no acertaba aun con la verdad del caso: un momento la
sospechó, pero en seguida la rechazó como imposible.
— Y que el consejo pronuncie cinco sentencias ó quinientas ¿qué
tengo yo que ver en ello?
—Es que las ejecuciones no pueden efectuarse mañana en razón i
que el verdugo ha desaparecido.
—¿Y qué?— preguntó Tetus, que de repente palideció y se puso i
temblar como un niño.
—Que mañana por la tarde obtendrás tu cara libertad, si antes
consientes en desempeñar el oficio de ejecutor de la justicia.
Por un momento permaneció el bandido sin acertar á dar una res-
puesta: tanta era su sorpresa.
Mas cuando pudo su lengua hacerse paso por entre las dificultades
tojas de su asombro, esclamó:
— jYo libre á semejante precio! ¡Yo verdugo! Dígame V, Sr. co-
misario: ¿es cierto que V. me ha propuesto que yo desempeñase la
plaza de verdugo? ¿He oido bien, Sr. comisario?
—Pues no has de haber oido bien... ¿Y qué tienes que decir i
ello?... ¿Cuál es tu respuesta?
Tetus tuvo que hacer un esfuerzo visible para contener la impo-
tente esplosion de su coraje.
—Mi respuesta es— dijo con voz ahogada— que una proposición de
semejante naturaleza no debía V.* habérmela hecho, sino disponiendo
que redoblasen antes los hierros que me aprisionan. -
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DiraOFA 817
—¿Por qué razón?— pioguntó el comisario i quien á su vez le lo-
caba no comprender las cosas.
—Porque es muy probable que á no disponerlo V. de este modo,
rompa grillos, esposas y cadenas, y arrojándome sobre V. le ahogue
como á uno de esos perros de que hablaba V. hace poco.
—¡A mi!— esclamó el polizonte retrocediendo algunos pasos y cre-
yéndose poco seguro en el calabozo.
—¡A V., ya qne no me es dable hacerlo con aquellos que á V. le
enrían!... ¡Yo verdugo!... ¿T de quién? ¿De cinco compatriotas, de
cinco españoles bravos, que han conspirado para arrojar á los france-
ses del suelo que han conquistado traidoramente?... Jamás, Sr. co-
misario, ¡jamás! aun cuando debiera hacer comparta al P. Gallifa en
el banquillo de los ajusticiados. ¿Lo entiende V. bien? To puedo ser
ladrón, es cierto; podré hasta ser asesino mañana... Pero verdugo,
téngalo V. por seguro, nonca; y verdugo de conspiradores españoles,
aunque Napoleón et persona me lo pidiese de rodillas.
El comisario se hallaba sin saber que cosa era lo qoe le estaba pa-
sando. Había creído de tan buena fe que el bandido aceptarla el en-
cargo con júbilo estremado, que no acertaba á volver de su asombro.
—¿Lo has meditado bien?— decía.
—No lo he meditado bien ni mal: proposiciones de esta naturaleza
ge rechazan sin meditar.
—Va en ello tu libertad. . .
— Vengan cadenas.
—Tu vida, tal vez...
—(Prefiero mil muertes!
—Recibirás, á mayor abundamiento, una suma considerable: tu
pasión es el dinero...
—Por todo el oro del mundo no se deshonraría Tetus hasta tal
es tremo. |Y basta ya! que me da coraje el pensar tan solo que para
esto ha venido Y. á la cárcel. Vayase V., y procure que en la vida
baga yo memoria de esta escena.
El polizonte conocía demasiado el temperamento de) bandido: po-
seía este en alto grado la obstinación y una vez hecho un propósito,
era inútil querer disuadirle de él. Sin embargo, sin duda al comisa-
rio le interesaba salir airoso de aquel mensaje, pues antes de tras-
TOBO 11. ItS
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81 g HUM0M8
poaer la puerl* del calata», dio alguno* patas e» dirección al pre-
go, aun con riesgo de que este cumpliera sus ameaazas, y le dijo:
—Vamos, Tetas: ¿no hay medio deque te resuelvas á deseopefiar
el oficio que le he dicho?
El bandido reflexionó algunos instantes, y al cabo de dios, daaio
un cambio 'á la espresion de su rostro, dijo:
—Si, hay un medio.
El comisario se detuvo, y sonriendo con grande satisfacción, se-
guro de salir airoso, dijo:
—Bien sabia yo qoe á la libertad no renuncia tan fácilmente «d
hombre como ti. Venga ese medio.
—El medio es que, en lugar de ahorcar al P. Gallifa y ásus com-
pañeros, les sustituyan en el cadalso: V. y los vocales del consejo.
No hay que decir el efecto que el nuevo medio causó al poli-
zonte.
Hizo un movimiento agresivo, contra el cual se puso el preso es
guardia, y profiriendo toda suerte de amenazas, salió del calabozo
como perro coa caldero. x
Desgraciadamente la sentencia se llevó á cabo, á pesar de la nega-
tiva honrosa de Tetus. En el presidio de la Cindadela fué dabte ba-
ilar dos ^infames que se prestaran á desempeñar el inicuo papel de
verdugos.
Sin embargo, la esperiencia demostró que el preso de la cártel del
Rey de Barcelona había obrado con harta cordura.
Es cierto que los presidarios recibieron su libertad, contorne seles
habia prometido; mas al poco tiempo cayeron en poder de las tropas
españolas, y conducidos á Tarragona, fueron sometidos al fallo de on
consejo de guerra, que sin escrúpulo alguno les condenó á la pena
de horca, con otros accesorios harto crueles, que demostraban bien
claramente el horror que en toda Cataluña habia causado, sa infame
acción.
Por el contrario, mas adelante, cuándo eclipsada la estrella de Na-
poleón, tuvo este que retirar las tropas de la península y Espalia wl-
vio i recobrar su cara independencia, Tetus solicitó se le tuviera es
cuenta lo que él llamó su patriotismo, y con efecto esperimeató 1<*
benéficos efectos de un indulto.
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01 NNM. SIS
Esto espero, no se petó mucho tiempo siolqueel baadide espiara
da qdi manera triste sis muchos delitos.
Restablecido el gobierno espafioi, nadie ignora que empecé muy
pronto la lucha, quizá* aun no terminada del todo, entre los conrti-
tacionales y los absolatistas. Hubo enlonoes grandes peripecias, y
ooas veces parecía estar afirmado para siempre en España el régi-
men liberal, y oirás veces desesperaban sus partidarios de ver triun-
fante un principio que tan rudamente era combatido por mny pode-
rosos contrarios.
En uno de tantos vaivenes como ha sufrido en nuestra patria la
suspirada libertad, tocóle venir á mandar en Catalofiaal célebre con-
de de España; y en verdad no se necesila decir mas para que todo el
mundo comprenda que durante el gobierno de aquel hombre no es-
taría muy desocupada la cárcel de Barcelona.
Quien mal anda, mal acaba, dice el refrán; y tan mal hubo de in-
dar el mortal enemigo de ios liberales, que Dios permitió que, al fin y
al cabo, viniera á morir á manos d* sus propios compañeros de des-
potismo, hien así como las fieras acosadas por su instinto matador,
se devoran las unas á las otras.
Durante el gobierno del conde de Espala en Barcelona no fué la
cárcel del Rey el edificio que representó el principal papel entre las
prisiones de la capital. Generalmente les presos eran conducidos á la
Cindadela, desde donde harto á menudo el estampido aterrador del
cafion anunciaba á los barceloneses que nuevas victimas habían sido
lanzadas á la eternidad, frase muy en boga por aquel entonces. Sin
embargo, como á la sombra de un gran tirano siempre pululan tira*
nuelos, y como en empezándose á abusar de la autoridad por los
encumbrados, hasta los mas ruines se creen con derecho para atrope-
llar los fueros de la justicia, de aquí que la cárcel de la plaza del
Bey no pudiera contener el número inmenso de presos que diaria-
mente eran á ella conducidos. En ninguna otra época seguramente
los infelices que habitaban, mal de su grado, la lóbrega mansión, ha-
bían padecido mayores suplicios materiales y morales.
Faltaba en el interior de la cárcel luz, aire, vida, sol, y final-
nauta «m ningua paraje mqjer que en sus puertas podían haber sido
eocritas aquellas célebres palabras del poeta italiano:
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8*0
« Los que penetráis en este alio dejad filtra toda esperanxa...»
Añádase á esto que por aquel tiempo la mayor parte de 1» pri-
siones se hacían de la siguieate manera:
Un honrado padre de familia tenia la desgracia de hacerse sospe-
choso, ó bien era mirado «on enojo por alguno de tantos infames qie
pagan los beneficios con toda suerte de ingratitudes.... Nádale ara*
saba su conciencia, y por tanto se despedía ana noche de su familia
para entregarse i una hora de solaz en casa de un pariente ó de ua
amigo...
Transcurría una y otra hora, y llegaba la de su habitual regreso
al domicilio. Pero el regreso no tenia lugar, y de nuevo pasaba una
hora y otra hora, y llegaban las de la inquietud y la desesperación.
Despachábanse emisarios á todas las casas de amigos y deudor»
ninguno daba cuenta del desaparecido;
Preguntábase 4 las patrullas, á los serenos, á los transeúntes...
Igual ignorancia.
Sospechábase por último la verdad, y se llamaba á las puertas di
la cárcel... Mas las puertas de la cárcel no se abrían sino para lo»
infelices que en lóbregos calabozos renegaban de los hombres y este*
bao á punto de desesperar hasta de Dios. En la cárcel no respondían
de noche, y de dia nada sabían, ni aun siquiera los nombres de htf
personas que durante la noche anterior habían sido conducidas al de-
pósito común de las victimas. Todo era misterioso, inquisitorial: «n
verdad que hubo ocasiones en que los presos habrían preferido b*
hogueras del Santo Oficio: bajo el yugo de los inquisidores se cono*
•ia á lo menos un medio seguro para perder la vida de una vez.
El hecho que las desconsoladas familias ignoraban era, sin em-
bargo, muy sencillo.
Cuando nuestro hombre habia salido de casa de un su amigo, ie
le habia acercado un esbirro intimándole que se diera preso: la re-
sistencia era inútil: en pos del esbirro caminaban los mozos de la
escuadra; la presa se hallaba perfectamente asegurada. Lo único que
se le ocurría al desdichado era preguntar el motivo de su prisión.
Curiosidad inútil: el esbirro que le prendia lo ignoraba; el juez ó
autoridad que la ordenaba, lo ignoraba también. T qué mucho si lo
ignoraba asimismo el que era victima de ella....
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ot ratopi ni
Conducido 4 la cárcel , pedia como & un favor supremo que le de-
jaran escribir á su familia, participarla siquiera la desgracia que le
habia sobrevenido... Tan inútil era pedirlo como dejarlo de pedir.
— ¡Silencio!— respondía el adusto carcelero.
—Es que la inquietud asesinará á mi esposa. . .
—(Silencio! repito.
-—No puedo tener silencio cuando se me niega una cosa tan justa,
un favor tan sencillo.. .
—Pues si no poede V. guardar silencio, de sobra tenemos aqui
mordazas para los parlanchines.
T sin mas razones, aunque siempre con malos tratamientos, se
condecía al preso á un lóbrego calabozo, se le dejaba á oscuras en
comparta de no sabia quien, y durante la primera noche de su re-
clusión hadan coro á sus gemidos y lamentaciones, bien las la-
mentaciones y gemidos de sus compañeros de calabozo, bien las im-
precaciones y carcajadas de los bandidos, en cuya ignoble compañía
se le había colocado. T téngase en cuenta que los hechos deísta na-
turaleza no constituían eseepdones, antes bien eran tan comunes que
ninguna persona honrada se creta segura de no representar tan triste
papel á la vuelta de algunas horas. En verdad, en verdad que en es-
ta Europa que viene jactándose de su civilización hace tantos siglos,
han tenido lugar escenas dignas de un país de cafres.
Nuestros lectores querrán tener noticia del desenlace de esos lú-
gubres dramas: es muy fácil darles cuenta de él. Supongamos, y es
mocho suponer, que el preso no acababa por representar un papel
principal en una tragedia de patíbulo: en tal caso, al cabo de mas ó
menos tiempo de permanecer en la cárcel, sin qne nadie se hubiera
tomado la pena de recibirle siquiera una declaración, oia llamar á
deshora de una noche en la puerta de su calabozo. Un secreto pre-
sentimiento le hacia presumir que se hallaba abocado á una catás-
trofe.
Sacado de su encierro, era conducido á una estancia, cuya puerta
é inmediaciones eran ocupadas militarmente. Eo el interior de la es-
tancia se reunían en pocos momentos numerosos cautivos, y todos
juntos, á una orden del jefe de la escolta, eran fuertemente alados y
con malos modos echados tara de la prisión. En la calle aguardaba-
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SU PBIS109ES
lee ana escolta da soldado* con las bayonetas caladas, y entre Blas
eran conducidos por la calle de la Platería y la plaza de Palacio al
fuerte de la Ciudadela. Entrar en él, era ponerse en capilla; y ce*
mo nadie decía á los presos cnal iba á ser su suerte, permanecían
algunas horas padeciendo el suplicio de la mas horrible incerH-
dumbre.
Por fin, apenas rayaba el alba eran conducidos con igual aparato
á bordo de un buque que tenia el ancla levada, y sin permitirles
tomar dinero, ni equipaje, ni siquiera despedirse por escrito áa su
familia, eran enviados á Filipinas ó á otros puntos de Ultramar, den-
de el que moría pronto á impulsos del clima, de la miseria y de los
malos tratamientos, era á un tiempo llorado y envidiado por sus com-
Hé aqui el desenlace de las tragedias que el genio de la destruc-
ción inspiraba al conde |}e España.
Guando el poder absoluto cayó bajo el peso de sus propios vicios,
se dijo que faltaban muchos capítulos últimos en la. biografía de va-
rias de sus victimas; es decir, que se pidieron inútilmente noticias
de muchas personas que constaban como entradas en la cárcel y ca-
yo paradero se ignoraba. ¿Qué había sido de esos infelices?
No continuaban presos, no constaba su njuerte, nadie les había
visto ni tratado en punto alguno de los generalmente habilitados para
los destierros... ¿Habríase utilizado para ellos el antiguo pozo ¿d
olvido?
Quien sabe: la época durante la cual la boca de aquel abismo dtf
paso á distintas victimas, no era ciertamente mas bárbara ni huele
mas á sangre en la historia, que la del poderlo del conde d* España*
Por fortuna no es probable que tales escesos se connotan <fc nueva:
la civilización y el progreso han destruido los alcázares qu* levanté
el despotismo y consintió la ignorancia.
Si algún dia se intentara restablecerlos, estamos en la íntima per-
suasión de que el pueblo iluminaría con la tea de su venganza aque-
llos lugares que, como, la antigua prisión de la plaza del ftey, fuero*
anttoa de lobreguez y escándalo de la humanidad.
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DE ETJI0PA. W3
m.
Cecilia Bosell y Francisco AlmiraU, los parricidas.— Asesinato del marido de la pri-
mera.—Sospechas.— Los onlpables soo reducidos á pristoo.— frimeras declara-
riooes.— Acúsense los reos mutuamente.— Declárase el embarazo de Cecilia.— Los
reos soo condenados & muerte.— Medidas adoptadas con respecto á Ja Bosell. —
Da á los ana ñifla. — Confirmase la sentencia.— Separación de la hija y la madre.
— BjecoeioD. — Ceremonia ejecntada con los cadáveres.
Vamos á dar cuenta á nuestros lectores de uno de los hechos mas
notables que presenció la cárcel de que venimos ocupándonos; he-
cho que entonces adquirió mucha celebridad y en el cual concurren
circunstancias Terciad era mente extraordinarias.
A últimos del alio 1837, cuando la guerra civil se hallaba en todo
su apegoo, vivían en el pueblo de Gélida, provincia de Barcelona,
Cecilia Bosell y so esposo, matrimonio poco feliz, aun cuando pare-
cía tener condiciones á propósito para que ocurriera todo lo contrario.
Bosell era joven, de gallarda presencia, aplicado al trabajo, y úni-
camente se le tachaban sus opiniones carlistas, si tacha puede ser,
mientras arde una guerra, tomar partido por una de las partes bel*»
garantes. Cecilia era joven asimismo, y verdaderamente hermosa.
Había casado muy ñifla, pues á la edad de vétate y cinco aSos tenia
ya an niño de siete.
En el propio lugar de Gélida inoraban Francisco Almiralt, viudo,
de 64 afios de edad y su hija Francisca, respectiva padre y herma-
na menor de Cecilia. Francisco Alrairall babia sido preso dos veces
distintas por los facciosos, y atribuía la cansa de su desgracia á su
yerno Bosell, siquiera no pudiese dar pruebas de su dicho, ni tam-
poco hubiese esperimentado grandes dallos de parte de los secuaces
de D. Carlos.
Ello, empero, es indudable que entre suegro y yerno existia una
enemistad sorda y profonda, que babia dado logar á algunas renci-
llas domésticas, pero no protesto • sospechar que podía sobrevenir
una catástrofe.
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S34 MUSKHUS
U enemistad del padre de Cecilia hacia Rosell se propagó á esta
última, que en todas las disputas tomaba parte contra su esposo,
dando en el lugar de so residencia algunos espectáculos lastimosos.
La joven Francisca Almirall intervenía poco en esas contUndaB;
pero á menudo aconsejaba á su hermana que guardase otro compor-
tamiento con su marido, pues no era este digno de la mala vida que
se le daba.
Lo que no consta es que Cecilia Hostil hubiera dado logar á que
su esposo tuviera de ella celos, pues ni se la suponía amante, ni an-
tes de su matrimonio había dado que hablar por sus liviandades.
Era, si, de carácter irascible y con dificultad desistia de un empeño
ó reconocía una sinrazón.
Una macana* la del 25 de octubre de 1837, recorriendo un nillo
las afueras del pueblo de Gélida, hubo de lanzar un grito de espanto
al descubrir junto á un barranco el cadáver de un hombre, de? cono-
cido á causa de la mucha sangre que ocultaba su rostro. Verdad es
que ese nifio, de pnce afips de edad solamente, no se entretuvo es
practicar reconocimiento alguno, pues echando á correr cuanto so
miedo le permitía, penetró en Gélida y dio la voz de alarma á m
vecinos y autoridades.
Trasladáronse alcalde, fiel de fechos y testigos al lugar indicado
por el nifio José Gol, y encontraron el cadáver que se les había de-
signado; pero tan lleno de heridas y algunas de ellas, las de la ca-
beza, tan grandes, que con dificultad pudo de pronto identificarse li
persona. Sin embargo, examinado detenidamente, resultó aar «I cadá-
ver del infeliz Rosell, esposo de Cecilia y yerno de Francisco Almirall.
Al cundir la nueva de esta desgracia en el pueblo de Gélida, on
grito de indignación se exaló de todos los pechos, y la generalidad
de los habitantes, con ese instinto propio de las colectividades, desig-
nó como á asesinos de Rosell á su esposa Cecilia y á su suegro Fran-
cisco Almirall.
Por repugnante que fuese dar asenso á semejante parricidio, el
tribunal se constituyó en la casa donde era de suponer se había co-
metido el delito, según la voz pública. Cecilia se presentó tranquil*»
serena, mucho mas serena de lo que con venia á su desgracia, es-
tando tan reciente la muerte desastrosa de su marido.
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9» «W»4- «tt
Los que tienep pn poco de práplica en la instrucción de diligencias
criminales saben perfectamente por qué raras circunstancias se viene
muchas veces en descubrimiento de muchos delitos ocultos. Pregun-
tó el alcalde á la jóvem Cecilia por el si lio en que, doripia habitual-
mente la victima, y habiendo aquella designado el duro suelo dé
cierta estancia, volvió á preguntarla el alcalde, diciéndola:
—Pero ello es que tu marido debió dormir en alguna cama, ó
cuando menos sobre un colchón.
■t
—Cierto:— respondió Cecilia— en un colchón dojrmia.
—¿Dónde se halla pnes el colchón ese?
La joven permaneció un instante pensativa, y en seguida desjpn¿
cierta casa, la primera que le vino á las mientes.
Practicóse un reconocimiento en el paraje indicado, y no dio re-
sultado alguno.
Cpcilijt manifestó entonces que no tenia presente el sitio donde se
jenqofltraba el colchón, que sin embargo debía convertirse en princi-
pal instrumento $e su cargo. Reconvenida por su falta de me-
moria en una cosa tan sencilla y acerca de un objeto tan difícil de
OCflllarse ppr su uso constante y mucho volumen; detúvose un mo-
¿nenfo p$ra reflexionar, y cual si no pudiera resistir por mas üetopo
Los impulsos de su conciencia, esplicó el hecho del modo siguiente:
Lf vida de los dos esposos no era para envidiada : su hogar do-
méstico era de continuo teatro de escenas lamentables: Rosoli babia
perdido lodo ascendiente sobre sp esposa, y esta po conservaba
resto algqqp del aiqor que pudo haber sentido por aquél en otro tiem-
po. Cecilia se quejó á su padre, y de aquel conciliábulo, verdadera-
fpenleinferpalt. nació la decidida resolución deponer fin ¿la vida
del desgraciado esposo.
Padre é hija, convertidos en asesinos, en parricidas, se encamina-
ron á la casa y estancia en que descansaba Rosell, bien ageno de que
tp tranquilo suefio fuera el sueño de la muerte; encerraron antes en
su cuarto á Francisca Almiral!, hermana menor de Cecilia, que can-
didamente se creyó narcotizada por los asesinos , y colocados estop
(Jftljftpte de su victima, con pulso Grme y mano vigorosa le destroza-
ran (a ($lpza á golpes de hacha. En seguida vistieron el cadáver co-
mo mejor pudieron, y aprovechando la» tinieblas de la noche, Carga-
TWO II. 104
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816 mSfONBS
ron con el ensangrentado cuerpo, y filáronle á arrojar en el barranco
donde fué hallado por el nifio Gol. En seguida hicieron desaparecer
las huellas del crimen, y el colchón fué escondido en la casa nueva,
de propiedad de Almirall, donde, con efecto , fué encontrado , man-
chado por completo de sangre.
Aclo continuo fueron reducidos á prisión los presuntos reos.
Cuando llegó el caso de recibírseles la confesión con cargos, dili-
gencia odiosa que en este concepto ha sido últimamente suprimida
por la ley, apeló Cecilia á un sistema de negativa tan inadmisible
como ridiculo.
Retractóse de cuanto había declarado en perjuicio propio, y adju-
dicó la perpetración del delito á su padre. Dijo, además, que este la
había hechizado, no pudiendo indicar porque medios, y habiéndose
hecho manifiesto el hechizo cuantas veces trató de acusar eselusiva-
meóte á su padre, en cuyo caso sentía la lengua entorpecida, y qw
únicamente se le ponía espedí ta cuando se comprendía á si misma *
la acusación. Todo lo cual no podia tener lugar sino por arte de bru-
jería, concluyendo por negar toda participación en el hecho.
¡Pobre Cecilia! No comprendía la desdichada que aquel entorpe-
cí mien lo de lengua era su conciencia, que no la permitia hacer pesar
esclusivamente sobre la cabeza nada menos que de su padre, on de*
lito en que ella había lomado una parte activa y principal. A P^
de lodo, se ve en esta retractación el carácter de refinado egoísmo^6
constituía el fondo de la joven. Acababa de ser mala esposa y no re-
paraba en ser mala hija: después de haber asesinado ¿ BoselJ, p<tf'
naba por enviar á un patibulo á Almirall.
Este, por su parte, no se mostró mas generoso ni mucho mejor p**
dre, pues negó siempre haber tenido noticia del hecho hasta despn*
que su hija lo hubo consumado.
Desde aquel punto partieron aquellas mutuas acusaciones del pa-
dre á la hija y de la hija al padre, acusaciones interminables y re-
pugnantes, que separando en vida á unas personas tan unidas p#
los vínculos de la sangre, debía reunirías un dia encima de &
mismo cadalso. Es, con efecto, lastimoso, repugnante, ver ^
bregando con las ansias de la muerte en la plenitud de su vida, *
padre acusa de homicidio á su hija primogénita, haciendo desespO'
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BB OtOfA *tl
rudas esfaerm para que caiga lodo el rigor do la ley «obro aquella
pereona que á mis ojos representó algunos días antes el mayor de los
carillos, el mas desinteresado de los afectos. T de contra Temos é
ana hija que, sin compañón ni respeto hacia so anciano padre, arroja
serena la acusación capital sobre el autor de sos di as, y agena á
toda idea generosa, á todo pensamiento magnánimo, á todo senti-
miento dnlce, pone por obra el mas egoísta de todos los principios, in-
tentando su salvación á costa de la mqerte de la persona á quien
debía mayor respeto y gratitud. ¡Tal es el instinto de conservación
que rompe cuantos vínculos fuertes, santos, han inventado de consu-
no el hombre y la mujer!
La causa se instruyó con actividad por el juzgado de San Felio,
á coya cárcel foeron trasladados los presuntos reos; pero ya hemos
dicho que este hecho criminal habla tenido lugar en el apogeo de la
guerra civil: el pueblo y la cárcel de San Felio ofrecían poquísimas
garantías de seguridad: podían entrar en él los carlistas y dando
suelta á los presos, ó contribuyendo á qne estos se fugaran durante la
confusión, ser causa de que se imposibilitara la acción de la ley, que
pendía sobre la cabeza de dos parricidas, por medio de un cabello
mas delgado que el de Damodes.
Entonces fué cuando el juez de primera instancia, haciendo mérito
de esa falta de seguridad, pidió permiso para trasladar á los reos á
la cárcel de Barcelona, y hé aquí porque medio se encontraron Fran-
cisco Almirall y Cecilia Rose 1 1 en los calabozos de la prisión de la
plaza del Rey.
Hasta aquí ningún incidente particular había sobrevenido en esta
causa; cuando de pronto Cecilia, la mujer criminal, parricida, ec-
secrada por su crimen, halló medio de escitar las simpatías públicas,
no poniendo para ello cosa alguna de su parte. La viuda del in-
feliz Roséll declaró haber quedado en cinta y sentir los efectos del
estado anormal en que su naturaleza se hallaba. El publicóse intere-
só por ella: la criminal desapareció tras de la madre, y ni uno solo
dejó de comprender que empezaba para la rea un suplicio mas largo
y mas terrible que cuantos en definitiva podia ordenar el tribunal
mas severo; suplicio del alma, suplicio de lodos los dias é instantes.
Calculen nuestros lectores el estado en que se encontraría Cecilia*
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818 MUSIÓ»
esperimentaitdo tos ¿Momas de so «atarazo y catariaado «Iponre*
nir que á ella y á la criatura que llevaba ea su sene aguardaba pro-
bablemente en este mondo... ¿T cuál no era también el desloo de
ese póstame, bijo de no padre asesinado por so esposa, y de mía ma-
dre ajosticiada como parricida?
La infeliz nifia Tire aun: se halla albergada en on santo asilo de
beneficencia, y basta hace poco tiempo ha ignorado la desgraciada
los autores de sos dias. Una persona imprudente se lo rételo, bl
tes sin intención de caasarla daño: sin embargo el daño ha sido can-
sado, y la joven qoe fatalmente había heredado las consecuencias de
las inquietudes maternas, ha visto agravados sos males con la nata-
ral pasión de ánimo que debía sobrevenida coa la inesperada rete-
lacion de unos hechos tan terribles, verificada precisamente en una
edad en que la imaginación influye tan poderosamente en la Datura-
leía física.
No llores, pobre nifia inocente: vives en un siglo en que se has
itte aquellos lazos ó cadenas que constantemente vinculaban la des-
honra en una familia. Hoy dia, el individuo es lujo de sus obras; al
código no reconoce pena alguna infamante, y la sociedad ha prohi-
jado aquel gran principio: Odia al delito y compadece al delincuente»
Enterado el tribunal del nuevo estado de Cecilia, ordenó que
esta fuera reconocida y asistida por dos profesores de medicina, te
coates adveraron al poco tiempo que la procesada se hallaba real-
mente en cinta.
En esto aconteció un hecho que prueba las malas condiciones déla
oárcel que nos ocupa.
Hallábanse presos en ella dos individuos precedentes de las fiiae
carlistas, i quienes por sentencia definitiva sé imposo la última pena,
y el alcaide de la prisión dio parte al tribunal de que, atendidas las
circunstancias de localidad, era imposible (levar á cabo los prepara-
tivos de la ejecución sin que Cecilia Rosell se enterase de ellos , lo
cual era temible produjera un funesto resultado en la procesada por
la comparación que indudablemente establecería entre su posición y
la de los infelices que iban á ser puestos en capilla. Esta reflexión
era tanto mas motivada, eñ cuanto Cecilia se hallaba espuesla á las
naturales contingencias de una mujer que se halla en cinta. La ba-
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MNlbFi. 8ft
inanidad aconsejaba tomar «na medida eitraordinarfa para éste caso
extraordinario asimismo, y Cecilia fué trasladada desde la cárcel á
h casa galera 4 penitenciaria de mujeres, donde permaneció hasta
que el director del establecimiento hizo presente que, habiendo cesado
las camas qne habían motivado el ingreso en él de la procesada,
creía prudente su wwva traslación á la cárcel, pues el edificio
galera no tenia condición alguna de seguridad para ana recinto de
la importancia de la procesada Rosell.
Asistida en dicho asilo por los mismos facultativos qne la visitaban
en la cárcel, foé preguntada acerca de si se hallaba bien en él, á lo
cnal respondió qne indudablemente la estancia qne se la babia desti-
nado era mncho mejor qne el calabozo qne se la hacia habitar en la
Cárcel; pero qne en cambio la cansaba una impresión muy desagradable
la presencia del mozo de la escuadra que se la babia puesto de guar*
dia de vista, pues cambiando de individuo todos los dias, obligábanla
de continuo á ver caras nuevas, cosa que la disgustaba hasta el eslfe»
mo de qne, á trueque de no pasar por ello, casi prefería que s# la
restituyera al calabozo de que se la habia estraido.
Asi se hizo con efecto, y devuelta Cecilia á la cárcel, agnardó en
ella la sentencia qne debía recaer en el proceso.
Las declaraciones recibidas á los reos eran para mutua inculpadas;
mal medio de evitar el castigo que la ley tiene sefialado para un
delito de la enormidad del que se les acusaba. Cuando la causa llegó
al periodo de defensa, Cecilia eligió para abogado al doctor D. Vi-
cente Mus y Roca, y Almirall al letrado Sr. Torrecilla de ReMet, loa
cuales, cumpliendo el sagrado deber que se impusieron al aceptar una
causa de tanta importancia, cumplieron como buenos y entendidos la
misión de disputar al verdugo dos presas que de antemano la habia
designado la opinión ptMka.
Todo, empero, fué en vano: la ley inexorable pudo mas qne la de*
fonsa, y el juez de primera instancia profirió sentencia , condenando
á los padre é hija, Francisco y Cecilia Almirall, á la pena de los par»
riadas, nato es, á muerte en garrote vil, llevándose en seguida á cabo
con sus cadáveres la formalidad dispuesto para con las autores de tan
horribles delitos; formalidad singular qne luego describiremos y que
recordaba indudablemente una época de costumbres asaz endurecidas.
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*** FtKUMES
Llegó el cago de la notificación de la sentencia, y el juez inferior,
atendido el estado de Cecilia, qoe continuaba en cinta, consultó con
la Audiencia del territorio acerca del comportamiento que en tal caso
debia guardar.
Pidió la Audiencia dictamen al Fiscal de S. M., y este lo evacuó ma.
nifestando que ninguna ley impedia que se notificase el fallo á la pro-
cesada, pues únicamente prohibía la ejecución de la sentencia de muer-
te en persona de mujer que se hallase en cinta. Sin embargo, la Au-
diencia, de acuerdo con lo manifestado también por el Fiscal óe
S. M., previno al juez de primera instancia que en el acto de la no-
tificación tomase todas aquellas medidas que la humanidad aconseja,
advirtiendo á la procesada Cecilia Rosell que aquella sentencia no era
ejecutoria ó decisiva, pues la causa debia ser fallada á su vez por é
Tribunal superior del principado.
Efectivamente, tomáronse aquellas medidas é hiciéronse á Cecilia
aquellas advertencias en el acto de notificársela el primer fallo; pm
aun asi pueden nuestros lectores figurarse el efecto que una noticia
tan terrible debia causar en el ánimo de una mujer joven, llena de
vida, y que á mayor abundamiento iba á ser madre.
Previendo tristemente el desenlace de tan sangriento drama, los
defensores de los reos tentaron el último recurso.
La ley era harto terminante y el delito y los delincuentes de sota*
manifiestos, para alimentar esperanza alguna en los encargados to
aplicar los disposiciones de los códigos: pero la corona posee una
atribución hermosa, cristiana, la mas bella sin duda de las preroga-
tivas que se la alcanzan; cual es la de indultar á los reos de muerte.
Lo que no podía esperarse de la justicia intentóse obtenerlo de la
gracia; y los defensores de los procesados se dirigieron á la Reina
Gobernadora solicitando indulto de la vida á favor de sus dos
patrocinados, en el caso de que la Audiencia confirmara el fallo de
primera instancia. Por de pronto se percibió un punto de esperanza.
S. M. dictó una Real orden comunicada á la Audiencia de Barcelona,
prescribiendo qoe de confirmarse el fallo del inferior, se suspendiera
la publicación de la sentencia hasta tanto que la Reina Gobernadora,
visto el informe que diera el tribunal respecto de la causa, resolviera
acerca la solicitud de indulto.
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DI MfEOfi. SSl
Dorante este tiempo ocurrió un hecho singular que demostraba
con cuanta razón se Tiene diciendo que es imposible la existencia de
on ser racional, de cayo corazón se haya escapado el último de los
buenos sentimientos.
Para atender á las resultancias de la cansa, como también para
sufragar los gastos estraordinarios que cansaba el embarazo de Ce-
cilia, procurándola al propio tiempo algunos recursos para comprar
pafiales y una poca de ropa al postumo que llevaba en su seno, mandó
el tribunal proceder al embargo y venta de los bienes de padre é
hija Almirall, asaz mezquinos ciertamente. Estas diligencias se prac-
ticaron con sama lentitud, al igual que las pruebas de la causa, en
razón á qae la guerra civil impedia á meando las comunicaciones en-
tre la cabeza del partido judicial de Saa Felio y el pueblo de Gélida,
domicilio de los procesados, conforme saben nuestros lectores.
Por razón de esas diligencias pudo Cecilia averiguar que su hi-
jo, de edad de unos siete afios, abandonado por sos parientes, falto k
un tiempo de padre y de madre, sin tener quien satisfaciera sus nece-
sidades, sin hallar quien le compadeciera ni saber la manera de ha-
cerse interesante, si de esto habia de saber quien se hallaba en situa-
ción tan precaria; habia desaparecido de Gélida y únicamente se sa-
bia de él qae, abandonado á sus propios impulsos ¡un nifio de siete
afios!... se mantenía de la mendicidad, que es cuando menos el mas
peligroso de todos los recursos.
Cecilia se estremeció al enterarse de la suerte de aquel su hijo,
huérfano prematuro, á quien una esposa culpable y una ley terrible
habían simultáneamente privado de padre la primera y de madre la
segunda. Asi es que en este ponto de la causa se encuentra un es-
crito de la procesada en que pide al tribunal disponga lo conveniente
i fin de que sea buscado su bijo y no se permita que por mas tiem-
po continuo espueslo á los azares del abandono y de la mendicidad.
El lr¿unal superior comunicó el escrito al juez de primera instan-
cia para que en su vista tomara las disposiciones oportunas, pero
del proceso no consta que se consiguieran los deseos de la infeliz
Cecilia.
Esta descubrió, por lo tanto, un punto sensible: la maternidad ha-
cia vibrar aquel pecho que en un momento de tentación no había re-
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83f HtiUMIlB
IfOOedwte ante el pawicidio; y el Seior kobo do castigada pr donde
mas sensible debú sari*.
Llegó el día 5 de julio de 1838» y á las anoo y media déla larde
dio á luz Cecilia una niña: el parlo fué completamente Mis, y la
triste procesada pudo *onroir á la v ista de aqudla inocente criatura,
que tan en mal hora venia al mondo. Mal decimos que Cecilia Mu-
rió... ¿Cómo podía sonreír la pobre mujer á quien la hija de aui en-
trañas empujaba involuntariamente futra de este mundo?
Porque una vez libre de su peligroso estado, nada se oponía á qso
se notificase y ejecutase la sentencia que recayese en la causa; óti-
camente la esperanza del indulto. Profirióse el fallo definitiva, peso
dejó de publicarse insiguiendo lo prevenido por la fteal arden aata
citada: la Audiencia, llamada á informar acarea la Índole de li
causa, remitióla al fiscal para que emitiera dictamen, y «1 ministe-
rio público, con terrible justicia, hubo de decir que no hallaba mé-
ritos para apoyar solicitud alguna de indulto, tratándose de uno <h
los crímenes mas abominables, en el cual habían eonevrrido las ár*
cuastaocias agravantes de obrar con entera premeditación, sobre *
gnro, con alevosía y ensañamiento. La Audiencia informé seguad
dictamen del ministerio público, y la Reina Gobernadora desestimó
las pretensiones de los procesados.
Quedaban estos bajo la cuchilla de la ley: la sentencia, no bay
para que decirlo, era de muerte. Gomo es sabido, las sentencias ej*-
cutorias de ista naturaleza importan llevarse á cabo inmediatamente
después de la publicación y notificación; pero antes tenia la justicia
necesidad de cumplir otra deuda de humanidad.
Cecilia criaba su niña: día y noche velaba por aquella infeliz cria-
tura, nacida en una cárcel, sin mas amor que el de su madre, qa*
debía durar *uy poco. La procesada sabia perfectamente que mien-
tras permaneciera al lado de su hija no había llegado la certidumbre
de su pertenencia al verdugo. Calculen, pues, nuestros lectores con
cnanto afán velaría la pobre mujer & fin de que no la separasen do
aquella tierna niña, que representaba á sus ojos todo el amor y toda
la esperanza que podía abrigar en este mundo.
Por las mismas razones era temible que si se notificaba 4a sentencia
á Cecilia en presencia de su bija, la desesperación de aquella la in-
dujera á cometer algún atentado.
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di ratón SSS
Un deber de humanidad aconsejaba estraer la ñifla antes de decir
á la madre: ninguna esperanza le resta en el mondo; échate en bra-
108 de la religión, la cual, á so vez, tendrá fie depositarte en los
del verdugo.
Verdaderamente la separación de madre é tija debía ser uno de
aquellos espectáculos que conmueven á los actores y espectadores
mas endurecidos.
Para llevarla á buen término se emplearon los medios si-
guientes:
Era el dia Í7 de agosto de 1838: todo se hallaba dispuesto para
la notificación de la sentencia. El tribunal se hallaba en so sitio, los
ministros del altar esperando la hora de salvar el alma, ya qoe no
el cuerpo de los reos, los hermanos de la Congregación de los De-
samparados dispuestos ^ cumplir los iltimos deseos de los sentencia-
dos, los carceleros en disposición de aprisionar mas estrechamente á
los dos infelices, los mozos de la escuadra prontos á incorporarse de
aquellos dos personajes de cuya custodia eran responsables desde
que fueran puestos en capilla hasta que la tierra guardara sos cadá-
veres; finalmente, el ejecutor de justicia también se hallaba presente
para empezar con su simple presencia el mas terrible de I os ministerios.
Entonces penetró un mozo llavero en el coarto de Cecilia: la des-
dichada mujer se hallaba amamantando á so hija, y al mismo tiem-
po contemplándola con una mirada bien triste. Tal vez un fatal pre-
sentimiento la hacia entrever la triste realidad que muy en breve
iba á empezar para ella.
En la puerta del calabozo quedóse un mozo de la escuadra.
El llavero se aproximó á Cecilia, y del modo mas natural qoe po-
do, la dijo:
—¿Qué tal?... ¿Cómo está ese valor?
—Mi \alor— respondió la joven— podéis figurároslo. Mi valor es
tal como puede el de una mujer que de un momento á otro será con*
denada á muerte. Creed qu*> lo mas estrafio para mi es como la pe-
sadumbre me ha dejado con vida. Pero decidme: ¿qoé se sabe de
mi solicitud de indulto?
—Nada noevo— respondió el llavero, qoe no acertaba con las pa-
labras.
tomo n 105
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834 PRISIONES
—Me tienen en tal carencia de noticias que parece que no se trata
asunto de mi interés. Yo no sé en qué consiste: hasta hace pocos días
he recibido visitas de personas amigas, y todas ellas me daban espe-
ranzas... De pronto me han dejado sola, abandonada... Nadie me
habla de Madrid, nadie- me dice que la reina Cristina se complace en
indultar á los desgraciados que pueden ser condenados á muerta...
—Tienes razón, Cecilia; pero ya ves, la guerra arde encendida
como nunca... —dijo el llavero por decir algo.
—¿Y qué tiene que ver la guerra conmigo?... No parece sino que
se trata de ganar una batalla. Además, esa sentencia del tribunal que
nunca acaba de proferirse: ¡Jesús, y qué jueces tan pesados!
Cecilia estaba en la creencia de que el fallo no se habia proferido,
siendo asi que en realidad únicamente le faltaba ser publicado; er-
ror en que se la habia dejado para no aumentar sus dolores.
— Verdaderamente;— murmuró el carcelero; — pero al fin y al ca-
bo... una salida ú otra hallaremos. Esto no puede durar mucho tiem-
po: la muerte misma es preferible á semejante estado de incsrti-
dumbre.
Estremecióse Cecilia al oir la palabra muerte, y se abalanzó al lla-
vero esclamando:
—¡Habéis dicho muerte! ¿Cómo se entiende?... ¿SabeU algo? ¿Ha
sido negado mi indulto?
En la agitación, en el semblante, en el terror de Cecilia, se echa-
ba de ver el efecto terrible que la idea de la muerte producía en sa
espíritu: el tosco llavero, enternecido contra toda costumbre, procuró
reparar su imprudencia, y la desdichada joven se dejó caer abatida
encima de una silla, murmurando:
— Parece mentira que se hable de la muerte con tanta indiferen-
cia: si á todos les hiciera el mismo efecto que á mí esa sola pala-
bra... Vivir, vivir es lo primero; y macho mas cuando se tiene una
hija como la mia.
Y apoderándose de la tierna criatura que dormia en la cana, I*
estrechó contra su seno y empezó á besarla de tal modo que, al pa-
recer, la faltaba tiempo para espresar torto su amor maternal.
— No te agites de tal suerte, mujer; — dijo el llavero— cuidado
que acabarás por impacientar á la pobre criatura... ¡Qué bonita eal-
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La mayor desesperación.
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titf MmOfA 835
¡Y qué ojos lau traviesos tiene!... Por vida mia que do me pesa de
haberla sostenido en las faenles bautismales... Mira, mira, compa-
ñero, qué muchacha tan guapola para dentro de veinte afios... Y lo
gordilla que se ha puesto en pocos dias... Tómala en brazos y verás
lo que pesa.
Estas palabras iban dirigidas al mozo de la escuadra qoe se había
quedado junto á la puerta del calabozo, y que ptnetró en él hacién-
dose el distraído y el perezoso.
Fingiendo aceptar la invitación de! llavero, cogió en brazos
á la íieroa ulna, y dándola un beso y haciendo que la acariciaba, se
dirigió hacia la puerta, cual si q asiera enseñarla á alguna persona
que permanecía á la parte do fuera.
Al llegar el mozo al dintel de la puerta, un horrible presentimien-
to se apoderó del ánimo de Cecilia.
— ¡Mi bija! j De volved me á mi hija!— esclamó en el colmo de la
desesperación.
Pero todo fué inútil: la hija de Rosell y de la joven Almirall podia
conceptuarse huérfana desde aquel instante.
En vano la desolada madre pugnó un momento con sus guar-
dianes, en vano suplicó, amenazó, luchó á un tiempo mismo y en el
espacio de unos breves instantes: la aparición del tribunal y de los
sacerdotes en la puerta del calabozo la reveló harto claramente la
mas triste de las verdades.
Seguidamente ia fué leida la sentencia. La desdichada Cecilia no
oyó una sola de las palabras que pronunció el escribano: llamaba
á grandes voces y con acento desgarrador á ¿u hija, y luego fué
presa de una grande congoja.
En esta situación fué conducida á la capilla. Francisco Almirall
era conducido también á su última morada en este mundo, habilitan*
dose al efecto una habitación distinta de aquella en que era colocada
su hija.
Una ley, bien poco humanitaria por cierto, disponía quo los reos
sentenciados á ia última pena debieran permanecer parle de tres
dias eu la capilla. Figúrense nuestros lectores cuales serian las an-
gustias de esos desdichados durante aquedas horribles hora*, tan
largas y tan breves al propio tiempo.
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8$| HUS10NSS
Cecilia y su padre debían §er ajusticiados en la maftana del día 29,
«0 el glacis de la Ciudadela, junto á la Es planada, sitio destinado
para tan tremendos actos, hasta tanto que, habilitada la actual cárcel,
se creyó mas á propósito el glacis déla muralla, á mano derecha, sa-
liendo por la puerta de San Antonio.
El anliguo sitio de las ejecuciones adolecía de mucha distancia de
la cárcel: ios reos se veían obligados á hacer una grande caminata
para ir al suplicio, al paso que un gran número de vecinos de la ciu-
dad se veían condenados á presenciar el paso del fúnebre cortejo,
bien poco agradable para las almas sensibles.
La permanencia de los dos reos en la capilla no fué causado hecho
alguno estraordioario. Entrambos, muy abatidos por \$ dura suerte
que les aguardaba, hallaron únicamente un consuelo y una parte de
sus perdidas fuerzas, en los buenos sacerdotes que en nombre de Dios
les ofrecían una nueva vida de paz y de perdón. [Benditas sean las
creencias cristianas! El Dios del Gólgotha es mucho menos inexora-
ble que los hombres. El pesa el arrepentimiento que los jueces ne
tienen en consideración.
Durante el intervalo de la notificación de la sentencia á la ejecu-
ción de la misma, ocurrió un hecho de esos que no tienen esplica-
cion, á pesar de que no sea desgraciadamente el único de su natu-
raleza.
El verdugo de Barcelona se hallaba sin ayudante, é hizo presente
al tribunal que por si solo no podia cumplir su obra mortal eo los
dos distintos reos. En medio de esta dificultad, que ¡ojalá nunca
pudiera ser fácilmente vencida! se presentó un memorial, cuyo fir-
mante suplicaba al Juez se le permitiera desempeñar espontáneamente
la plaza de ayudante del verdugo, pues teniendo pensado solicitar
mas adelante la de verdugo en propiedad, le servirían sin duda de
recomendación, asi los servicios prestados, como su práctica en el
oficio.
No hay que decir que el firmante del memorial hacia la petición
desde el presidio: seres de esta naturaleza únicamente pueden engen-
drarlos el vicio y el crimen, y es una verdadera lástima que salgan
nunca de las cárceles donde generalmente han sido educados y de
las cuales, como de los presidios, también hacen su habitual morada.
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i Ellos, únicamente ellos, podrían justiScar la pena de muerte: el
que espontáneamente se ofrece á desempefiar la plana de verdugo, el
que la solicita con empeño, es un hombre de corazón empaazoAado,
de gangrenado cuerpo: árbol podrido de la sociedad, debe ser arran-
cado de suene que sus raices no relofien.
La propuesta del miserable aspirante fué aceptada, porque la nece-
sidad lo exigía asi y porque de esta suerte se evitaba que lunera
que desempeñar por fuerza dicha ayudantía algún infeliz presidario,
menos feroz que su compañero.
Por 6o llegó la hora de la ejecución.
El tribunal, insiguiendo las prescripciones de la humanidad, qui-
so evitar al padre de Cecilia el espectáculo de la muerte de su hija,
y aun á esta el tormento de acompañar á su padre al cadalso.
Asi fué que, en lugar de ser conducidos los reos por un solo pi-
quete, según es costumbre, cualquiera que sea el número, se orga-
nizaron dos escoltas, incorporándose la una de Francisco Almirall y
la otra de Cecilia Rosell.
Aquel salió el primero de la cárcel: á distancia de cincuenta ó se-
senta pasos caminaba su hija hacia la muerte. Por el mismo orden
fueron ajusticiados.
üd gentío inmenso presenció el imponente castigo: la estúpida cu-
riosidad de la muchedumbre se hallaba oscilada por la circunstancia
no muy frecuente de ser una mujer la condenada á muerte. ¡Come
si por lo mismo que se trata de un ser mas débil, no debiera ser ma-
yor la compasión que inspirara!...
Cumplida ya la sentencia de muerte, faltaba completar una fór-
mula legal, hoy suprimida del coligo, como se suprimirán con el
tiempo todos esos restos de tiempos bárbaros. Disponía la legislación
antiguamente que el reo parricida sufriera una pena de muerte,
lenta, cruel, y que probaba por sí sola dos cosas: el horror que loa
antiguos tenían al delito de parricidio, verdaderamente el mayor que
puede cometerse contra las personas; y la rudeza de las costumbre»
que, no dando por satisfecha á la sociedad con matar á quien contra
sus fueros atentó en mal hora, exigía que aquella muerte fuera ro-
deada de todos los horrores imaginables. Ideóse, puea, encerrar á los
parricidas dentro de una cuba, en compañía de un gato, un mono, un
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m ttmam
gallo y una serpiente, y que de esta suerte fuesen ir rejados titos al
profundo del mar. Cualquiera comprenderá eual había de ser la ago-
nfa del hombre á quisa se imponía semejante suplicio. ¡Horror cau-
sa en nuestros días el idearlo tan solamente!
lias tarde se suprimió la parte material de la pena; pero continuó
rigiendo la fórmula. A tenor de esta, los cadáveres de Francisco Al-
mirall y de Cecilia Rosell fueron metidos en una cuba que tenia pin-
tados encima los susodichos cuatro animales, y por los presidarios
fueron arrojados al mar, donde los-recogieron, según piadosa costum-
bre, los hermanos de la Cofradía de los Desamparados, que al efecto
aguardaban en una lancha. Los propios hermanos, que son quienes
sirven y atienden á los reos en capilla, depositaron los cadáveres de
padre é hija en sus respectivos ataúdes, procediendo á darles acto
continuo eclesiástica sepultura.
Repetimos con cierto orgullo, que el código actual ha suprimido
hasta la fórmula de la cuba: la ley, que poco antes había ya unifor-
mado las penas, suprimiendo la diferencia entre nobles y plebeyos,
y sustituyéndola por el de honrados y criminales, puesto que ante la
ley na debe haber pergaminos ni títulos que valgan; la ley, decimos,
sentó el gran principio de que la sociedad puede verse alguna vez
precisada á matar; pero precisada á vengarse nunca.
La tragedia de los padre é hija Almirall fué una de las últimas
que presenció la cárcel de la plaza del Rey.
Hoy día no quedan ni aun vestigios de esta.
En los solares donde tantas víctimas padecieron toda suerte de tor-
mentos, se elevan edificios de nueva y elegante construcción, con no-
toria ventaja del ornato público.
Nuestros hijos no han visto aquella negra ó inmensa mole de pie-
dras,- salpicadas de rejas desde las cuales á menudo los reos bajaban
un cestóto donde los transeúntes depositaban una limosna.
Tanto mejor para nuestros hijos: ellos no han participado de la
repugnancia, del odio que hacia ciertos tiempos y hacia ciertas insti-
tuciones inspiraba la simple vista de los macizos muros de la cárcel
que hemos descrito.
Ya es hora de que (a ilustración destruya hasta el recuerdo de se-
mejantes sitios.
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U «HOPA ttt
Sin embarga, oo seamos egoístas del toda.
Llegará no dia, es indudable, en qne nadie se acordará de la cár-
cel del Rey en Barcelona. Al leewe laa noticia» qne hemos podido
recoger respecto de ella, se formará un pobrísimo concepto de la ge-
neración que la consintió cnaado no sea sino hasta el alio 39 del si-
glo XIX.
Pero, seamos francos: ¿k la prisión antigua ha reemplazado una
buena prisión?
¿Nos hemos desquitado de la obligación que tiene todo pueblo cul-
to de establecer una cárcel bien montada?
¿Estamos seguros de que cuanto nosotros echamos en cara á las
generaciones pasadas, las Teñidoras no lo echarán en cara á la
nuestra?
Esto es lo qne vamos á analizar en el capítulo inmediato. T tenga*
se en cuenta que si resultamos ser deudores á la humanidad en esta
punto, nuestra responsabilidad será mayor que la de nuestros pro-
genitores.
No olvidemos que, al paso que tachamos á los pasados siglos lla-
mándolos bárbaros é ignorantes, designamos pomposamente al nues-
tro con el titolo de siglo ¡lastrado y siglo del progreso.
Esta denominación ¿qué prueba, justicia 6 fatuidad?. . .
IV.
Cartel mera - Sos condiciones como edificio.— Crímenes en los patios. — DistritM-
cion.— Organización.— Costumbres.— Cansas célebres.
Vino un dia en que la sociedad se apercibió de que, tentado los
delitos una pena señalada en el código, no era justo que, á mayor
abundamiento de la pena, se aplicara á los procesados la de cárcel,
entendiéndose en este sentido un sobrecargo de sufrimientos en los no
pequeños de la pérdida de la libertad.
Cier! • es que la ley no ha podido permitir que todos cuantos se
hallan bajo su acción, puedan eludirla en su día, como lo tendrían á
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*H tUSIONtt
la mano si pudieran escapar desde el momento de haber sido descu-
bierto el delincuente; pero esto no impide que una prisión sea un si-
tio de segvridad, y no un lugar de tormento. No pretendemos con
esto que una cárcel sea un lugar de recreo; pero si que en ella se
concilio la mira del legislador con los derechos de todo encarcelado,
que si resulta inocente, tiene un crédito contra la sagacidad social, y
si culpable, pagará su delito con una pena de la cual generalmente
no se descuentan los dolores y perjuicios que siempre trae consigo
el emprisionamiento.
Animadas de estas sanas ideas las autoridades de Barcelona, cre-
yeron indispensable suprimir la antigua cárcel de la plaza del Rey y
habilitar para los efectos de prisión un edificio distinto. Obsérvese
que decimos habilitar y no construir, porque la actual cárcel no se
hizo de j)ié con dicho objeto; pues se aprovechó el convento de San
Severo y S. Garlos Borromeo, llamado el Seminario, de sacerdotes de
la congregación de la Misión, evacuado después de las ocurrencias de
julio de 1835 , y que el gobierno cedió para los usos á que la muni-
cipalidad quería emplearle.
El primitivo destino del edificio es, por lo tanto, causa de ciertos
vicios irreparables de que adolece la actual cárcel y que no (faedeo
desterrar ni aun los mismos individuos que constituyen su junta di-
rectiva y administrativa, á pesar de cuantos laudables esfuerzos vie-
nen haciendo desde su instalación.
Guando en la noche del 16 al 27 del mes de mayo de 18S9 fueron
trasladados los presos desde la prisión antigua á la últimamente ha*
bilitada, pudieron aquellos comprender y apreciar desde luego las
inmensas ventajas que les proporcionaba la nueva localidad; sin em-
bargo, aun asi creemos que falta mucho para llegar á lo que puede
y debe ser una cárcel, para atender cumplidamente á la seguridad y
y á la moralización del detenido, é impedir á todo evento que se
contagie con la enfermedad endémica de la* cárceles, que es el vicio
y el crimen.
La distribución del local es cual podía ser, pero no cual debe ser
en edificios de esta clase, y para demostrarlo citaremos dos ejem-
plos, acontecidos á poca distancia el uno del otro.
En une de los patios de la cárcel, que tiene tres de ellos, separa-
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01 HR0HL 14!
do§ ánicameote oto de otro por na tapia de nos tres metros da
elevación, fe albergaba un preso, que aunque procesado por delito
grave costra las personas, había merecido la confianza del alcaide
por su conduela, hasta el punto de conferírsele el cargo de vigilante
é capatai de sn departamento. Tal ves con este carácter hubo de
poner en noticia del jefe del establecimiento algún desmán de
ciertos presos, tal ver alguno de estos que sofrió alguna corrección
creyó qne era debida á denuncia ó soplo del susodicho vigilante; ello
es que este fué amenazado por algunos de los presos, á los cuales
tuvo que separarse del palio para evitar una catástrofe. Verificada
dicha separación, vio un diacomo por encima del patio en que se
hallaban sus provocadores aparecía un cartelon, con el nombre del
provocado, á quien se tildaba de soplen ó espía. Al pié de las letras
había pintarrajeadas unas navajas, y de por junto comprendió el pr*
so aludido que se le dirigía aquel insulto para obligarle á entrar en
uoa liza, que le repugnaba, siquiera fuese hombre de armas tomar.
Resuelto, empero, á no interrumpir el orden en el establecimien-
to, limitóse á poner el hecho en noticia del alcaide, el cual impu-
so un castigo correccional á los que creyó autores del desmán. Pao
el castigo de cierta especie, aplicado á algunas gentes de índole es-
pecial, lejos de calmar la ardtencia de las sangres, la irrita y apíñen-
la de una manera extraordinaria. Hé aquí las consecuencias del he*
cho, al parecer sencillo, que venimos narrando.
Un día hallábase el provocado picando tranquilamente un cigarro
con una navajita de uso no prohibido, aunque en la cárcel lo están
toda clase de armas; cuando se apercibió de que dos presos desde el
departamento contiguo escalaban las tapias divisorias de los dos pa-
tios. Aquellos dos presos eran sus provocadores, sus enemigos, sin
saber porqué, mortales.
Instantáneamente pudo ver desaparecida hasta la última de las
dudas que pudiera haberle cabido respecto de las intenciones de
aquellos dos hombres. Apenas se dejaron caer en el patio que no era
suyo, se desataron en denuestos contra el objeto de sus odios, y ar-
remetiendo contra él, armados de grandes navajas, manifestaron su
decidida intención de darle muerte. El preso amenazado tuvo única-
mente el tiempo indispensable para desviar el golpe, y asestando su
ios
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141 FUSIONES
pequeño cuchillo contra uno de ios agresores, tuvo lal suerte ó tal
desgracia que aquél vino al suelo cadáver, sin proferir una sola pa-
labra. En presencia de este resultado, huye por donde vino el compa-
ñero del agresor, apartanse los demás presos del sitio de la catástrofe,
y únicamente el matador permanece junto al cuerpo inanimado de su
víctima hasta tanto que llegan los empleados de la cárcel. Todo ha-
bía pasado en pocos minutos de tiempo y á presencia de un gran nú-
mero de testigos que podían justificar la agresión. Estimando esta
circunstancia, el tribunal absolvió de la instancia al matador , decla-
rando que había hecho uso racional del legítimo derecho de defensa.
Bien hubiera podido este ejemplo servir de aviso para apreciar la
mala índole de la separación de palios en la cárcel; sin embargo, ta-
les son las condicione^ de ésta que, aun conociendo el mal, ha tenido
que dejársele subsistente.
¿Cuál ha sido el resultado? El mas triste que pudiera esperarse.
Reciente aun la sentencia, ha tenido lugar un hecho análogo. Hallá-
banse presos en esta cárcel algunos de esos hombres que sostienen su
holgazanería á espensas de las casas de juego, de las cuales son á un
tiempo mismo, guardianes, vigilantes, barateros y espantajos. Dos
de ellos se hallaban en uno de los patios, y hallaron medio para po-
nerse en relaciones con otro preso del patio contiguo, al cual, después
de dirigirle iodo suerte de insultos, retaron á singular combate. Ello
es que el provocado saltó las tapias; mas antes de tocar al pavimento
del patio de sus provocadores, estos se arrojaron sobre él y le dieron
muerte, asestándole, con feroz ensañamiento, un gran número de ca-
chilladas.
Arrestados inmediatamente y conducidos al departamento de inco-
municados , siguióseles causa por el juez del distrito, y á los pocos
días los dos matadores se hallaban condenados i muerte en primera
instancia.
Ignoramos que sentencia recaerá en definitiva sobre esos dos infe-
lices: tal vez Barcelona tendrá que presenciar nuevamente el espec-
táculo de una ejecución, hace aQos no visto felizmente. No seremos
nosotros quienes hagamos la contra al fallo terrible que tal vez la
justicia del tribunal superior se verá en el easo de confirmar; pero si
decimos que no hubiera tenido que levantarse el cadalso por esta
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de fctmon. tu
motivo si los patios de la cárcel hubieran estado dispuestos de suerte
que no fuera tao ftcü á los presos el trasladarse de udo á otro, lo
cual nunca se verifica con piadosa intención.
Hay en la cárcel departamentos de preferencia para los presos que
satisfacen una pequefia retribución que ingresa en los fondos de la
junta administrativa; pero falta en esos departamentos la separación
debida entre unos y otros delincuentes, de suerte que todo se reduce
para el detenido á mejorar de estancia, pero no de compafifa.
Dominando los tres patios y con facilidad de ser vista desde las
cuadras y pasillos, hay una capilla cubierta de cristales, en la cual se
celebra el Santo sacrificio de la misa los dias de precepto. No es este
el único lugar en la cárcel donde llegado el caso se conmemora el
divino holocausto. En el piso superior del edificio y á poca distancia
de los calabozos para los incomunicados, junto á la meseta de una
escalera que ningún preso recorre sino es desfalleciéndose y con las
angustias de la muerte retratadas en el semblante, se halla una puer-
ta guardada con especial esmero: esta puerta conduce á la capilla
donde los sentenciados á la última pena aguardan la hora fatal de
despedirse del mundo.
No se crea, empero, ni se finja la imaginación un aposento oscuro»
sombrío, cuyo aspecto aterrorice el ánimo. Ni es oscuro, ni causa
impresión alguna desfavorable, ni nadie creyera que á tan tristes
usos se halla destinado, si asi no se espresara en letras negras en*
cima de la puerta. Tiene este aposento una forma de ángulo recto, y
en el vértice de él se halla colocado un pequeño altar con la imégen
del Crucificado y de la Dolorosa, es decir, del mas grande de los sa-
crificios y del mayor de los dolores. En la primera parte de la pieza,
que no se alcanza á ver desde la segunda, se coloran los mozos de
la escuadra y cuantos tienen que contribuir á la seguridad ó al ser-
vido del reo.
En la segunda parte se hallan los sentenciados, tendidos general-
mente sobre colchones, pues la disposición de las argollas á que se
hallan amarrados por un pié, no les permite elevar el cuerpo. Gene-
ralmente no se toma mas precaución que la indicada para asegu-
rar la persona del sentenciado: sin embargo, cuando hay ftindameulo
para ello, se le aplican grillos y esposas.
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U4 HUSIOKES
La capilla puede contener k un mismo tiempo hasta cuatro senien-
ciados. A pesar de esto, si alguna ve» ha llegado el caso de tan gran
número de ejecuciones, se ha procurado separar á los reos, ya para
impedir el espectáculo de sos mutuas reconvenciones ya para no dar
lugar á distracción con la presencia de tanta gente como es necesaria
para atender á cuatro reos de muerte, evitándose de esta suerte la
confusión inevitable en tales casos y tan poco conforme con el pia-
doso recogimiento del cristiano que va á morir.
Enfrente de la puerta que da entrada á la capilla hay otro apoatn-
to destinado á cuerpo de guardia, especial para la custodia de les
reos de muerte. Prestan el servicio en tales casos, si el sentenciado
lo ha sido por el tribunal ordinario, los moios de la escuadra, y si lo
ha sido por consejo de guerra, los soldados de la guardia de la cárcel.
Durante las horas de capilla, el reo se halla asistido por los herma*
nos de la Cofradía de los Desamparados, quienes cuidan de facilitarle
las comidas que apetece, del mismo modo que la Congregación de
la Sangre se halla encargada de recoger los donativos del público y
acompañar al infeliz reo hasta las gradas mismas del cadalso. El
acto de agitarse el pendón por el hermano que se coloca al frente de
la lúgubre comitiva, indica que la sentencia queda cumplimentada,
y entonces la campana de Nuestra Señora del Pino, doblando por el
alma del reo, anyncia al vecindario de Barcelona que ha terminado
el fallo de los hombres y empieza el de Dios. Del entierro del cadá-
ver se halla encargada la Cofradía de los Desamparados.
A la entrada de los presos en la cárcel sufren invariablemente un
minucioso registro, y cuantos papeles, dinero ó armas se les encuen-
tran, quedan depositados, bajo fé de inventario, en las oficinas de la
Alcaidía. A pesar de esta precaución y de lo terminantes que son en
este punto los reglamentos de la cárcel, la generalidad de los presos
se asurten de cuanto estiman hacerles falta. No hay que decir que
muchos de ellos creen que ante todo les es indispensable una navaja
y un juego de naipes.
En vano se vigilan las entradas y salidas, en vano se practican to-
da suerte de registros; siempre se recogen objetos prohibidos y siem-
pre los presos se hallan provistos de ellos al siguiente dia. Decía con
suma gracia y exactitud un empleado de esta cárcel, que si fuera,
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Bfi naorá u*
portMe tender ana red por encima de los patios, se obtendría mejor
pesca que echándola en el fondo de los mares. T en verdad que ne se
esplica ese afán por delinquir ann dentro de los araros de la cárcel.
La ocupación habitual de loe presos es no ocuparse en cosa algu-
na: el que mas hace, arma á hurtadillas una partida de cañé, ó juega
á la pelota, ó se tiende á la bartola. Una disposición, que respeta-
mos, pero que no por esto es menos absurda, prohibe aplicar á los
presos k trabajo alguno. No se concibe porque el legislador, á quien
consta que la holgazanería fomenta todos los vicios, convierte k todos
los presos en holgazanes forzosos.
La Junta de cárceles proporciona á los presos pobres, que son los
mas, traje* convenientes y uniformes y dos ranchos diarios, sanos y
bastante abundantes: el pan, en especial, creemos sea mejor que el
que se suministra al ejército, y tal vez no sea mas costoso.
La limpieza de la ropa corre á cargo de las presas, y los niflos tie-
nen algunas horas diarias de escuela elemental.
El estado sanitario del establecimiento es satisfactorio por lo co-
mún; circunstancia debida en mucha parte á su gran ventilación y á
la esmerada limpieza que en él reina. En este punto, la cárcel de Bar*
celoaa puede citarse como un modelo.
En cambio, no hay en ella manera alguna de aplicar las disposi-
ciones del código vigente: toda pena impuesta en definitiva cuya du-
ración sea mayor de seis meses, tiene que cumplirse en presidio: es-
to no tan solo es un inconveniente, sino un atentado contra el código
que ha establecido distintas penas para distintos delitos, y en la men-
te de cuyos ilustrados autores jamás pudo caber que prisión y pre-
sidio fueran palabras sinónimas para los efectos de un castigo.
La parte del antiguo convento que correspondía á la iglesia, ha si-
do habilitada hasta ahora para salón de consejos de guerra, en causas
instruidas contra paisanos. Grandes é imponentes escenas ha presen-
ciado aquel recinto: sentencias bien terribles se han proferido en él.
Verdad es que durante muchos artos los consejos de guerra vienen
conociendo esclusivamente de aquellas causas que mas frecuentemen-
te proporcionan victimas al ejecutor de la justicia.
Allí ha visto el público comparecer á esos grandes criminales, la-
drones en cuadrilla especialmente, que cara á cara con el castigo
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NI PRISIONES
que iba á serles impuesto, buscaban anos en el cinismo de sns res-
puestas, otros en la franca confesión del crimen, otros con alardes de
tardío arrepentimiento, una rebaja en la pena, que raras Teces podia
el juzgador concederles. T en aquel mismo presbiterio, al cual se
habian aproximado tantos penitentes absueltos en nombre de Dios,
gran número de hombres han oido temblando el fallo de un tribunal
mas inexorable que el de la justicia eterna.
Varios han sido los personajes que han dejado un lúgubre recuer-
do de su estancia en la cárcel de Barcelona. En ella ha permanecido
el tristemente célebre Jaime Batlle, condenado á la última pena en
virtud de sentencia que contenía once fallos de muerte, cumplimen-
tados todos en tres dias consecutivos.
Jaime Batlle reunia cuantas desgraciadas condiciones deben con-
currir en un hombre para hacer de él un bandolero célebre; al paso
que la naturaleza le habia dotado de algunas circunstancias, que bien
empleadas, hubieran podido dar ásu nombre una fama megps repug-
nante. Su figura ara apuesta y simpática, su valor á toda pífteba, su
fuerza verdaderamente atlética, su serenidad probada en muchos
lances.
Después de haberse dedicado al contrabando, al frente de algunas
gentes de mar y de tierra, habia aprovechado los desórdenes de la
guerra civil para hacer la campada de guerrillero de mal género, ó
sea en este sentido, la campada á lo Boqaica. De este perioda de su
azarosa existencia hemos oido referir el siguiente lance.
Hallábase pregonada su cabeza, y debia eslar en la firme seguri-
dad de que apenas identificada su persona, seria conducido á la
muerte, sin mas preámbulo que el dejarle algunos breves instantes
de vida á fin de ponerse bien con Dios. Con tales antecedentes fué
capturado por una partida del ejército liberal, y puesto en capilla á
las pocas horas para ser ejecutado al siguiente dia. Sumido se halla-
ba en un profundo calabozo, aguardando su hora postrera; pero aun
en tan angustioso trance no le faltó su habitual serenidad.
En la oscuridad que le rodeaba creyó Batlle distinguir una sombra
y luego se oyó llamar por su propio nombre. Incorporóse en su dura
cama, y entre él y el recien venido á la lúgubre estancia , se entabló
el siguiente diálogo:
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uwmoik. ai
—Jaime BatUe, te hallas condenado á Muerte y la sufrirás dentro
de muy pocos instantes.
—Lo sé, y me tiene muy sin cuidado: no es la primera yes que la
muerte y yo nos hallamos á punto de estrecharnos la mano.
—Es que por esta vez no te escaparás como lo has conseguido ya
en otras. To soy quien te ha hecho prisionero, y conociendo tus ma~
fias, debes suponer que no me cogerás desprevenido.
— Psó... ¿Quién sabe?... En lances muy comprometidos me he
fisto... Sin embargo, si es que Dios asi lo dispone, sacudiremos la
carga, y nos haremos cuenta de que hay que cenar en el cíelo ó en
el infierno.
—¿Tan poco estimas la vidat
—¿Quién le ha dicho á Y. semejante cosa? Si no la estimase, nun-
ca la hubiera defendido. Y sin embargo, san muchos aquellos á quie-
nes consta que sé dar cuenta de mis enemigos. Pregúntelo Y., sino, á
sus soldados.
— ¿Qué dieras por vivir?
—Por vivir simplemente ninguna cosa. Por vivir en libertad...
tampoco daría nada puesto que nada tengo. En el acto de ser hecho
prisionero, me han decomisado hasta los tuétanos.
—Oye una proposición. Cn digno émulo de tus fechorías me jugó
en otro tiempo una mala pasada : yo he jurado darle caza y pagarle
su hazaña conforme merece. Pero hasta ahora ha burlado mis pes-
quizas, y él se ríe de mt y yo continuo alimentando hada él un odio
ineslinguible. ¿Puedes ayudarme á encontrar & ese hombre?
—¿Cómo se llama?
El a¡ i ehensor de Batlle pronunció el nombra de otro guerrillero,
igualmente célebre por lo sanguinario.
—Puedo hacer mas que ayudarle á Y.; puedo entregarlo en sus
manos.
— ¡Como!...
—Con las mías: yo conozco el terreno donde opera su enemigo de
Y.: le buscaré en sus guaridas, daré con él, y aun respondo de in-
ducirle preso al punto que Y. me indique.
—¿En cuanto tiempo?
—En seis días.
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14* PfÜSfOUlf
—¿Por qué precio?
—Por el de mi libertad.
—¿Con qué medios?
—Sin mas ayuda ni compaffia que la de mis habituales armas: en
éste país hay un refrán qoe dice: al son de timbales no se cogen
liebres.
—¿Y si se resiste?
—Le mataré como á nn perro y le traeré á V. sn cabeza. Para V.
será enteramente igual.
El jefe aprehensor permaneció nn momento indeciso: sin duda bus-
caba nn modo de vencer sus últimos escrúpulos.
— Y si no te es fácil dar con ese hombre, ó si no se te présenla
otfarion para apoderarte de su persona ¿qué sucederá?
—Que Vendré de nuevo á encerrarme en este calabozo, entregán-
dome por completo á merced de V.
—¿Quién me responde de tu lealtad?
Batlle se puso en pié con un movimiento brusco, y dijo con mu-
cha entereza:
' —¿Me cree V. tatt cobarde qoe por temor á la muerte quebrante
mi palabra empeñada solemnemente?
< Y el bandido hablaba en este punto plenamente seguro de si mis-
mo: es otra de tantas anomalías presentadas por la vida de ciertos
grandes criminales. Batlle, en medio de sus fechorías, era esclavo
de su palabra.
—Me han asegurado, con efecto,— dijo el militar— que se puede
contar con la promesa que una vez haces.
—Y cuando asi no fuese— respondió el bandido — ¿no existía la difi-
cultad que V. me indica antes de que hubiera Y. entrado en este cala-
bozo? ¿Qué garantía puede darle á Y. un hombre condenado á muerte?
La reflexión no podía ser mas oportuna: el militar lo comprendió
asi; y aquella misma noche Jaime Batlle, que algunas horas antes
tenia apenas esperanza en Dios, caminaba al paso de buen anda-
dor, embonado en sn manía, debajo de la cual traia ocultas sus ar-
mas, tarareando una canción, con la misma tranquilidad del que aban-
dona el hogar doméstico para irse á entregar á una ocupación hon-
rosa con que ganar el pan de sus hijos.
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it SUMÍA. S4t
Todo aeoaleeiócenfcrme i los prvnóslioes del hundido, hasta el
memento de dureonsu colega y de rebocarlo Aprimen. Hoereel
prisionero tímido uifio por cierto; de suerte que oaa vei pésale la
sorpresa primera, y calentado que la aventura no podía tenor sfao
era un desenlace desastroso pera él; A lo mejor que iban andando y
departiendo como dos amigos, echó á correr eon tal ligerena que no
parecía tocar en la tierra. ;
Profirió Batlie nna terrible blasfemia y apuntando sn trabuco oon-
tra el fegitivo, biio fdego velounente. Pero el coraje iafinyó en la in-
seguridad de so pulso, y el fugitivo se libró de la descarga.
Entonces aconteció nna escena desgarradora, repugnante: des hom-
bros huyendo de la muerte» pedían A sus pimías la salvación de «na
▼ida que empezaba A parecerías hermosa osando en mas inminente
riesgo estuvieron de perderla. La carrera veloz dolos dos bandidas
iba acompaiada de gritos y maldiciones y de rugidos semejantes A
los de dos fieras que se acosaran oca feroz encarnizamiento.
Batlie, sobre todo, estaba espantoso; su prisionero tuvo miedo por-
que sentía el rumor de los pasos de aquél, cada ves mas próximos.
Ciego de terror, sin saber á donde dirigir los pasos, encuéntrase al
borde de un barranco» ó mejor diremos de un abismo. Mu ni aun
por esto se detiene: á vida ó 4 muerte se precipita en Al: Jaime Ent-
ile que había estendido la mano para apoderarse nuevamente del pre-
so, ve desaparecer A este, y no menos ciego se arroja en pos de sa
victima al precipicio; tiene la buena suerte de no recibir lesión al-
guna, y poniéndose de pié con la velocidad que le inspira ei deseo de
venganza, roza con la punta de su cuchillo le garganta del infetis
guerrillero, y le dice.
—Aquí mismo no te doy muerte como al mas vü de todos los
hombres, por tener el gusto de ver como se prolonga tu agonía. Pero
no haya cuidado de que por esta ves puedas de nuevo borlarme.
T atando rápidamente con la faja 4 su aturdido enemigo, le incor-
poró brutalmente y le dio la órdea de ponerse en marcha. Al dia
siguiente hacia entrega del prisionero al militar que lauto empello
había puesto en su captura, y Batlie recibió su libertad al mismo
tiempo que el preso recibía la muerte.
Tal era el hombre que vino á parar en la cárcel <fe Barcelona,
>o»o n isi
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WO PMMONES
acusado y sentenciada por uno de aquellos Mitos que mas severa-
mente pena» tas leyes y del cual, sin embargo, parecía que Baülese
. rodaba, según el cinismo eon que lo llevó á cabo. Entérense, sino,
nuestros lectores, del siguiente breve relato.
AFdia de nuevo la guerra civil en Gatalnia: el gobierno babia
aglomerado numerosas fnerzas del ejército en el principado, y el pue-
blo de Saos, que casi puede llamarse un barrio de Barcelona, se ba-
ldaba de continuo ocupado por cuerpos del ejército, sin perjuicio de
que monta* y llantos estuvieran inoesantemenle balidos por las tropas.
Erase en- plano sol del media día: la una de la larde.
El café del pueblo de Sana se bailaba muy concurrido, y eaire los
consumidores que hacían gasto sentados delante de las mesas, veíase
á ha hombre, joven aaa, de tes algo curtida, de fisonomía fuerte-
mente pronunciada, vestido eon el traje que acostumbran á usar tos
jornaleros, ocupado al parecer en saborear unataia de cierta pócima
que le había* servido como café. De vez en ciando contemplaba
-marcadamente k alguna de las personas de la concurrencia, y en se-
.gttkda dirigía la vistea la puerta, aunque sin manifestar impaciencia,
ni tampoco inquietud.
Uafevefc acertaron. 4 entrar dos paisanos que pasaron á situarse en
ana de las mesas inmediatas á la puerto, y ninguno de los concur-
rentes se apercibió de que cambiaban una mirada eon el solitario
persónate que continuó sorbiendo su taza. Al cabo de un buen rato,
sacó nuestro hombre un pedazo de papel, leyó en él y en ven baja
algunos nombres, pareció reconocer á varios de los individuos que
se bailaban en el café, y en seguida dejó su sitie y se aproximó al
mostrador, siempre con el papel en la mano. A medida que nuestro
hombre verificaba estos movimientos, los dos concurrentes vecinos
de la puerta, se colocaron en frente de esta, interceptando disimu-
ladamente la entrada ó salida* Ninguno de los parroquianos biio ca-
se ó reparó en semejantes evoluciones, hasta tanto que el del mos-
trador repitió en alta voz los nombres que tenia escritos en el papel.
Varios de los concurrentes levantaron la cabeía, á medida que
impensadamente se oian llamar por el desconocido.
Guando este se hubo asegurado de que se bailaban en el caíé los
sugetos nombrados, dijo muy tranquilo:
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DKSUMtá. 851
—Na se alarmen Vdg , sofiones: 68 osa Mía queme ha sido comu-
nicada por la autoridad, de parte de la cual suplico á Vds. tengan la
bondad de seguirme.
Las personas aludidas permanecieron un instante indecisas: todas
ellas eran bastante acomodadas y muy visibles en la población; de
suerte que hasta cierto ponto nada tenia de particular que en aoa
época de disturbios y guerra la autoridad quisiera celebrar ron ellos
una entrevista. A alguno se hizo estrada la singlar manera de
hacer la autoridad aquella convocatoria, mas como la hora y el si-
tio no eran ciertamente para favorecer intento alguno sospechoso,
ninguno de los llamados dejó de acudir á la voz del hombre á quien
tomaron buenamente por un agente de la policía.
Ese hombre, sin embargo, era el terrible Jaime Baille. Gomo siem-
pre, la serenidad era la base de sus operaciones y la circunstancia
en que fundaba el buen éxito de sus temerarias empresas.
Coando el uandide y los parroquianos del café Hegaroa ¿ la puerta
del establecimiento, juntáron^etes loa doe individuos que junto á
aquella habían permanecido, y una vez en la calle, tropezaron con
nn pelotón de hombres armados, que colocando en su centro A los
vecinos de Sans, emprendieron la «archa atravesando la calle mayor
del pueblo en dirección á Espiuga*.
Entonce* sospecharon las victimas de los bandoleros si en lugar de
ser llamadlos por la autoridad, irían tal ves presos -de su mandato;
mas como ninguno de los aprehendidos era enemigo del orden de co-
sas establecido, trataron de averiguar el melivo que pudo haber dio*
lado semejante medida; pero el jefe de (a cuadrilla contesté brusca-
mente al primero que trató de hacer semejante interpelación:
— (Silencio! Nada tenemos que decir á Vds. ¡Sigan y callrtí! De lo
contrario, su muerte es inevitable.
Al escuchar semejante lenguaje, ninguno de los prisioneros dudó
de la desgracia que les había sobrevenido. Todos comprendieron que
eran viciimas de un secuestro y que únicamente podían salvar su vi-
da mediante poner su fortuna á disposición de lea bandidos. No que-
remos dar cuenta á nuestros leriores de los tormentas que espéranos
lamo aquellos desgraciados.
Viciimas de mil penalidades, amenazado* do muerte coattauamen-
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tM nmon$
te, acerrados en un estrecho espacio abierto en la* parad* de un
posa! obligado» á suscribir toda suerte de reclamaeiones dirigidas k
sus familias para que de lodos modos reunieran la cantidad que les
bandidos habían exigido por su rescate; permanecieron dorante oía
porción de dias inciertos respecto de los minutos que les restaban de
vida. Finalmente vino el dinero, y el rescate se efectuó conforme ha-
bía prometido el capitán de la cuadrilla, que ya bemos dicho era
hombre para cumplir una palabra empellada.
Este delito fué el último que 4 Batlle le fué dable cometer en este
mundo. Descubiertos los autores del secuestro, se les siguió la pista
muy de cerca, á fin de proceder en un momento dado á la captura de
todos ellos.
Asi pudo conseguirse: la captura mas difícil fué la de Batlle: 10
dftdaba del castigo que le seria impuesto, ni era hombre para dejarse
prender impunemente. Encontrábase en el pueblo de Arenys de Mar,
y mientras la policía y la fuerza armada llamaban á la puerta de su
c*sa apenas llegada la hora del alba, el célebre capitán de ladrones se
escapaba por la azotea, procurando ganar la puerta de un terrado que
i él le constaba encontraría abierta, y por cuya escalera contaba salir
& la rieradel pueblo: una vez en campo raso, la ventaja estaba de parte
de Batlle, que en ligereza de piernas no conocía ciertamente igual. Mas
el bandido habia echado la cuenta sin la huéspeda: las azoteas se ha-
llaban ocupadas por los agentes de la autoridad y no pudo tomar to-
da la delantera que en otro caso le hubiera casi garantido la impuni-
dad. Aun asi atravesó la riera y una parte del pueblo hasta llegar 4
una cuesta que hay en el camino de Mataré, en cuyo punto, y por e 1
mucho temor que existia de que se escapara, se le hizo fuego por sus
perseguidores. Alcanzóle una de las balas, creemos que en una pier-
na, y dando con él en el suelo, pudieron los mozo» de La escuadra
y polizontes asegurar su persona, aunque no sin que el herido les
hubiese hecho espeiimentar algún descalabro, Herno» oído asegurar
que uno de aquellos murió en el hospital militar de resultas de una
patada que recibió en el pecho, descargada por el herido y con la
pierna herida, á mayor abundamiento.
La cuadrilla entera, autores, cómplices y encubridores del secues-
tro de Sana, ingresó en la cárcel de Barcelona.
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m nmott mi
Jamás, no duda, se haa lomado ton tiro pro* las precaoeienet
da seguridad que con Batlle se lomaron, pues de él decía la tana, y
él mismo hacia alarde de ello, que había de escaparse aun de «áci-
ma del cadalso. Pusiéronle en un calabozo especial y separado desús
cempafieros, con centinela de vista y cargado de grillos y esposas por
añadidura, Injo de rigor que debe emplearse fañosamente en (oda
cárcel que no tiene garantías de seguridad.
La causa de Balite y sus cómplices no fué de larga duración, como
no lo son generalmente las que se confian á la instrucción y Mío de
los Consejos de guerra. El que se constituyó al efecto, celebró el arte
público de la vista en el local qae hoy ocupa el Banco de Barcelona.
Balite se presentó ante sus jueces eon incomprensible serenidad: sa-
ludó á varios conocidos que tenia entre la concurrencia, y á pesar del
mocho hierro con que se le había tenido en su encierro, parte del
cual continuaba usando, caminaba con mucha soltura y al terminarse
el consejo subió de un solo brinco á la tartana en que fué restituido
á la cárcel, acompañado por un gran número de agentes de policía.
E1 (alio del tribunal ya le hemos indicado antes: once individuos,
Jaime Batlle á la cabeza, fueron condenados á la última pena, que
debían sufrir y sufrieron cuatro en Barcelona, cuatro al dia siguien-
te en Saos, por s*r el pueblo donde se verificó el secuestro, y loa tres
restantes en Badalona, por encontrarse en su término la casa de cana*
po junto á la cual existía el pozo en que los secuestrados sufrieron la
mas terrible de las calamidades, el mas cruel de los suplicios.
Todo el mundo se figuraba que la muerte de Balde seria acompa-
ñada de muchas circunstancias que la harían célebre. Hombre había
que cootaba desde luego y hubiera empeñado una apuesta en su fc-
vw\ con que la victima se agarraría á brazo partido con el verdugo,
en cual caso nadie sospechaba que le correspondiera ¿Batlle la par-
te de la derrota. Esto hizo que acudiera un gentío inmenso al campo
de las ejecuciones, y que el afán por conocer á Batlle se tradujera c*
el hecho repugnan le de alquilarse sillas y bancos en la carrera que
debía recorrer el fúnebre cortejo.
T sin embargo, todos los curiosos, incluyendo en eete número el
de los aatigoe de la tragedia real de la sociedad humana, se llevaron
un solemnísimo chasco. Batlle fué al cadalso como pudiera el mas
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154 «USlONiS
cobarde de los hombres. Generalmente no son los ladrones y aseemos
de profesión los qae descuellan por su serenidad en tan angustiosos
momentos.
Habíanse tomado medidas eslraordinarias respecto al capitán de les
bandoleros. Fué conducido al suplicio en una silla de raqueta, á la
cual se sujetó tan fuertemente su cuerpo que apenas quedábale mo-
vimiento en la cabeza, la cual traía caida sobre el pecho, con mues-
tras de grande abatimiento. Para subir ai cadalso tuyo que ser au-
siliado por los acompañantes y su muerte no fué acompafiada de acto
alguno de valor ó de desesperación.
El vulgo, que no podía acostumbrarse á semejante decepción y que
habia acudido al sangriento espectáculo muy creído de que cuando
menos presenciaría un temblor de tierra ó una lucha parecida á la
de los perros que en la plaza sujetan al furioso loro, buscó una razón
estraordinaria para esplicarse aquel desengaño.
Entonces empezó á cundir la voz de que Jaime Bal I le había sido
narcotizado antes de ir al suplicio.
No era necesaria semejante precaución: el gran narcótico que le
tenia aterrado era el peso de sus muchos crímenes, que le hacia do-
blar la frente, sobrecargada por el remordimiento. £1 pasado de Jai-
me Batí le se levantaba completo ante sus ojos, lleno de espectros
ensangrentados que le maldecían en aquella hora suprema. ¿Se nece-
sitaba mas para aterrar á un hombre que ni aun de su arrepenti-
miento podia estar seguro?
También ha presenciado la cárcel de Barcelona actos de evasión
que sorprenden por lo arriesgados.
Ta hemos dicho que los cuartos de incomunicados se hallan en el
último piso, es decir, á unos cien palmos de elevación sobre el nivel
de la calle. Consisten en unas habitaciones cuadrilongas, cerradas con
una puerta muy maciza y una reja que defiende la ventana por don-
de recibe la estancia luz y ventilación. Gomo es natural, cada preso
incomunicado ocupa una de estas estancias, y las que se encuentran
desocupadas se hallan algunas veces con ia puerta abierta. La pared
esterior de esos cuartos de incomunicación es de piedra sillería y de
un espesor de mas de dos palmos. A mayor abundamiento se ejerce
una gran vigilancia sobre los reos que se hallan en el primer período
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DE EUROPA. 188
del sumario de sus causas, practicándose en sus aposentos continuos
registros y uo permitiéndoseles retener instrumento alguno de nin-
gún género. Un llavero de la circe! tiene á su cargo la especial vi-
gilancia de este departamento, y de noche uno de los serenos de la
prisión vela de continuo por la seguridad de los incomunicados.
Ahora bien: en uno de los aposentos que hemos descrito se baila-
ba un procesado acusado de un del i (o de poca importancia. Era hom-
bre de mediana edad, de cuerpo enjuto, y de fisonomía que hubiera
podido respirar bondad si no hubiese sido fácil sorprender en ella los
signos característicos de la hipocresía
Cuando en hora avanzada de la noche se practicó la última requi-
sa, el preso te hallaba al parecer durmiendo. Al siguiente dia, cuan-
do tuvo lugar la primera visita de la mañana, hecha apenas el sol
despunta, el pájaro había abandonado la janla. La evasión era mila-
grosa por lo estraordinaria. ¿Cómo tuvo lugar? Vamos á decirlo.
El procesado formó ante todo la firme resolución de escaparse , y
empezó por designar el punto que debia ofrecerle una salida del
calabazo. Reconociendo la pared esterior de este echó de ver que
una de las piedras de que aquella se hallaba construida» er* tan gran-
de que formaba por si sola lodo el espesor del muro: separando esta
piedra de su sitio, la salida estaba franqueada. La empresa era ar-
dua, y aumentaba las dificultades el tenerse que llevar á cabo en
pocas horas, ó sea entre las que mediaban de una á otra requisa,
pues si al verificarse la primera de la mafiana el preso no había con-
seguido fugarse, era imposible que los guardianes de la cárcel no se
apercibieran de aquel trabajo.
El i^reso no desistió, sin embargo: faltábanle instrumentos; pero
á lodo suple el ingenio, la perseverancia v sobre todo la inmensa
fuerza de la voluntad. El preso se apercibió de que una de las visa-
gras de la ventana se hallaba algo desclavada: arrancóla con un pe-
quen» esfuerzo, y respiró satisfecho. Ta tenia el deseado instrumento.
Con una ligereza «in igual empezó acto continuo la operación de
descalzar la gran piedra, y reduciendo á polvo la cal de las junturas
con una destreza particular, en breves horas de trabajo removió la
piedra de su sitio, y empujándola con fuerza, la separó del muro, de-
jando espedilo el boquete por donde debia deslizar su cuerpo.
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9%$ nUfflONSS
Hiaolo asi, con efecto; pero aun cuando tuviera conseguida la ope-
ración mas larga, no tenia vencida la mu difícil y amagada: los
coartes dt incomunicados abren sobre no terrado de la altura que
antes hemos dicho: ¿cómo descolgarse á la calle sin escala, sin me*
dios, sta cnerda siquiera?... ¿una cnerda? Nuestro hombre la encon-
tró en breves instantes, es decir reunió los materiales y fabricó la
indispensable soga en pocos momentos. Hé aquí la manera.
Penetró en los calabobos vecinos que halló abiertos, y apoderándo-
se de dos ó tres petates ó felpudos, qne allí se encontraban á dispo-
sición de los presos que pasaran á ocupar el departamento de ínco-
la anteados, hizo tiras de ellos, y anudándolas magistralmenta, obtuvo
una cuerda decaparlo batflanle larga, si no para llegar al suelo, á lo
menos para disminuir considerablemente la altura desde la cual es-
taba resucito á precipitarse.
Entonces ató un estremo de esa soga á uno de los ángulos del ter-
rado, y agarrado á ese endeble medio de salvación, salió al lado que
constituye el frontis de la cárcel y quedó suspendido á cien palmos A»
elevación.
Dn minuto después, un siglo para el fugitivo, daba este un salto
desde el estremo de la cuerda al suelo, y aunque desolladas las ma-
nos y desgarradas las vestiduras, tomó tierra sin lesión alguna de gra-
vedad, y lo que es mas raro, sin haber llamado la atención del cen-
tinela, colocado junto á la puerta de entrada de la cárcel.
Al descubrirse la evasión, nadie hubiera atinado en los medios, á
no ser porqué los vestigios permanecían de manifiesto.
Esta evasión y la que veriQcó Tarros desde lo alto de la torre de la
cindadela, son ciertamente las mas arriesgadas que han acontecido
sin duda en las prisiones de Barcelona. Pero la de Tarrea tiene una
esplicacion: el procesado arriesgaba la vida en defensa de la vida
^ misma; al paso que el preso de la cárcel lo era por un delito de mu-
<cha mas escasa importancia.
¿Cómo se esplica, pues, que corriera sin necesidad tan inminente y
mortal peligro?
Se esplica de una manera muy fácil. El fugitivo se hallaba real-
mente procesado por un delito de escasa importancia; pero se hallaba
temeroso de que viniera el tribunal en descubrimiento de un cúmulo
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MfcWOTA. W¡
de (tetarlas por él obradas y que un no constaban en el proceso.
El descnbrióndoee la verdad, lo ñas temible para el preso era iue
recayeras eoitra él un sin fn de sentencias qae le privasen jimias
de libertad para el resto de sos días.
Sin embargo, la escapatoria, tan peligrosamente llerada 4 cabo, no
impidió que aqael temor se realizase. El fugitivo cayé Meramente
en manos de la justicia, y conducido de nievo á la cárcel, instruyé-
ronse sucesivamente contra él una porción de sinarios. T fué lo mas
particular del caso, que este hombre, casado y con un hijo, segnn en
que cansas era reconocido por sis parientes, y en otras causas era
negado por estos, obedeciendo sin duda á las instrucciones del preso,
ubre quien debía ejercerse ma especial vigilancia, pues harto había
demostrado de que empresas era capaz á trueque de recobrar si li-
bertad.
El éltea de los personajes notables q^e ha salido de la cárcel de
iarcekma para el cadalso es el llamado José Barceló. Su importancia
no nace verdaderamente del delito por el cual fué penado, sino del
ascendiente que ejercía sobre las masas obreras de la ciudad , de las
cuales era otro de los representantes, y además capitán de uo$ de los
batallones de la Milicia nacional á la sazón organizada. La ejecución
de este procesado toé in verdadero acontecimiento en los anales del
cadalso.
José Barceló era de oficio hilador: durante las triste* épocas en que
ames de fábricas y operarios habían permanecido divididos á cont-
enencia de ciertas condiciones del trabajo, Barceló habia figurado en
primera linea, hasta el punto de creérsele una potencia por su influjo
entre sus compañeros. Esto le habia vslido la amistad de unos y la
animadversión de otros; al pa»o que una popularidad bastante para
que se conociera en teda Gatalufia la existencia del humilde hilador.
En estas circunstancias ocurrió un hecho de esos que escandalizan
á la humanidad y exigen de la ley una represión enérgica y pronta,
se pena de que la sociedad alarmada &e sien la conmover en sus ci-
mientes.
Una partida de malhechores penetró de noche en la ma*f a de San
Jaume, término de Olesa, y asaltando á sos moradores, cometió el
acio bárbaro de poner al fa^o k lo* padre > hijo Sanan ja, & fin de
TOMO U. K» H
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*«s muñóme*
obligarle* á Mear cuanto dinero apetecían los bandidos. Llevóse acabo
el robo, murió de resaltas de las quemadoras el hijo Sanauja, llegó el
padre alas puertas de la muerte, y ana familia honrada; pocos dias
antes feliz y contenta, se vio de repente cubierta de lato, con la alie-
do* retratada en el semblante y el dolor mas acerbo en el como*.
Para verificar dicho crimen valiéronse los bandidos de un medio
harto segare. Procuráronse trajes y armas iguales á las usadas por
los mozos de la escuadra, y fingiéndose tales, penetraron fácilmente
en la casa que pretendían robar.
No hay que decir que los mozos déla escuadra verdaderas, al
vera mistificado* con tan perversa intención, pusieron de su parte
««antas medidas emplean en semejantes casos para apoderarse de tes
criminales.
A los pacas, días y á tiempo qae un hombre bien puesto sfcKa de
uno de ios calés de la eatte del Conde del Asalto, aproximáreneele
dos desconocidos, cogiéronse^ del brazo con lodo disimulo, y le di-
jeron al oído: \ '• ' ] ■ j
— Slgaias V;, y si se registe * profiere la- menor tez, sepa que te-
nemos orden de matarle.
Los dos desconocidos eran dos motos de la escuadra; el concur-
rente deleafé era loan Poyo¿ caudillo de les ladrones que robaron y
asesinaron en la masía de San Jaume.
El Mo de la trató* estaba en froder de* comandante de loa toó-
les, j sucestt&rneMe fueron presos cuántos taditidues habían con-
currido al hecho crimina) que habla consternado y eseaudalfeade i
cuantos de él tuvieron noticia.
Los presos fueron entregados k la comisión militar, que procedió
contra ellos según ordenanza. Veinte y tres dias después de cometido
el delito y siete días despuéé de verificadas las üfttmas prisiones, el
consejo de guerra profería sentencia de muerte contra luán Poyo,
Matías Valdepente, fe&é Duran, Francisco Arquer, Jaime Iteras,
Antonio Agüitó, y Antonio Geis. El ptiopio día ti de abril en que se
dictó la sentencia, trié pasada la causa al capitón general para su
aprobación: dióla aquella autoridad el 2J, y el 18 toé notificada á
los reos, que fueron ajusticiados, cuatro el día M en Barcelona y fres
en Olesa do Montserrat.
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ni mota su
Paro ano no bahía terminado asta femase proceso. Siete sstttaaeies
de muerte no eran bastantes para ejemplar castigo. Faltaba castigar
á nao de los que se decían principales anteras: la confidencia le ka*
bta designado como tal antes de perpetrarse el crimen» y mies de
los conreos le bebían deaoneiado en el trance horrible de hallarse en
la áMiam capilla.
Entonces le tocó el torno de llamar la atención péWica al llamado
JoséBaroekfr.
So culpabilidad se demostraba priaeipalaMUe por las declaracio-
nes prestadas por alguna de los oonreos y ratificadas por satos es-
tando en capilla, aunque á decir lo que hemos oido cantar k perso-
na qne intervino mny direoiamenle en4 descabrimienlo y aprehensión
de los malhechores, desde mucho antes de perpetrarse al dalils se
teoia noticia de qne Batéelo había sido nao de los principales ms-
tigndorss. Durante al proceso» el acosado negó constantemente haber
tenido relacionen de amistad cea Joan-Poyo, y este negativa perlinas
fué lal vei la principal cansa de su desgracia, pues justificadas ple-
namente aquellas relaciones* no podo dar aspücacion pknstble de
su negación.
Bauidos los antecedentes qne se creyeron bastantes para sospechar
la culpabilidad de Barcal*, as did* contra él «ule do ¿optara, eem-
pliéndose de la manera siguientes
Era una alta hora do la noche; dos» personaje* nenian departiendo
por la calle denominada Arco del Teatro, ciando apreatrnáadeseles
algnnos ageetes de policía, dijo uno de estos:
—¡Alto por la Reioal
Al oírte estas palabras, las personas i quien*» iban dirigidas echa-
ron k correr precipitadamente, y al llegar junto á la calle da la Pata-
cada, se separaron tomando ana de ollas la dirección de la calle de
San Olegario, y la otra la de la caite de Barbará. El primero do estos
dos personajes nunca be podido averiguarse quien era: el segoado y
mas tenasamnte perseguido por la pálida, era José Baroeló, quien
al parecer tenia mny poderosos motivos para no darse preso.
Viendo los agentes qne le daban casa qne Barceló ganaba cada ves
mas terreno, se vieron en la precisión de hacerle fuego, y aunque
no le alcansaron los proyectiles, bastó el estampido para llamar Ja
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«** KlitOWtt
atención, del setena del bemo.de dicha caitey quien se ttra*etfea«l
cajniaodel fugitivo. Este se déte** rcpaofamente, y tirad» tajos
de «i upa aau^a de rasarla, qae fué eoupada par les aféales, seaa-
tragó 4 dicho serena, dicieado:
— |Ne me maíetsl jqp soy ladro*!
Pocos días después comparecía Barceló ante el consto* 4a gaeica
que debía decidir de sa suerte.
Nosotros presenciamos el acto, y aun se nos figura estar vicaria al
procesado* mozo da anos treinta afta» de edad* de figura siaq>6tiea,
vestido contei tr-aja habitud y afeado de tageaeralidad de nuestras
obreros, y dominada, 4 pe#ar de a» grande serenidad, por la natural
impresión que causa en un hombre la comparec*&eta ante el tribu-
nal que ha.de -decidir de su suerte. A ese temblor no se 1% puede lla-
mar miedo, 6 de olio modo el maodoestá Heno de oaberdes.
Barcelé sostuvo el iaJerrogatarfrqae ae te brzo sufrir 000 semai-
dad y hasia con verbosidad, á pesar de qoe se le conocía qoe obser-
vaba cierta» dificultades pata producirse; ea castellana, y pwcanó ex-
culparse lo mejor que supo y le meno*. mal qoe pide*
Ua gentío inmenso había invadido la porte del salón destinada al
fábljeo, y los «retenes de la» Milicia nacional que daban légserdia
de la barra para afuere, se vetea muy apurados para ceatoner á la
molíilud, no menos numerosa en lo» patio» y alrededores de la cár-
cel* Yak) hemoe diebfr: Barceló era una' persona muy popular, si-
quiera él mismo entendí per esia palabra uaa cesa muy distinta
de la que significa..
£1 fiscal pedia contra él la pena de muerte: el oonsqe de guerra
se la impuse per uoMumidad y et capitán general aprobé inmedia-
tamente la senteaeia^ Bilioho dio esto que hablar en aqoel entonces;
mucbotcomeutaeio^ae hiñeron acerca de sí el realmente ajusticiada
era elqémplwe de los bandidos del manso San Jaume, ó etagtiadar
de \m turbas de Gatalufia; pero todos eses cátol loe, por 110 decir ha-
bladurías, se espliean atendido, el estado de les ánimos en el perlada
político á que nos referimos. Además, todos sabemos que an conseja
de guerra tolla de una manera muy distinta qoe un tribunal de justi-
cia ordinario: la ordenanza es mocho mas severa y tata qae la ley de
enjuiciamiento criminal vigente: per aquella la convicción moral se
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N^nVI mnWV OH MRMw) y ím UaBrlCeíOV BMH w MPimn
pura imfmm la titea peea» tejan de nueefi» áalmfroponemeaai á
la» pruebes qae amujabael pvemuo,ni tachar deeaeataaMite rifí*-
pan la sentencia del tribual militar: pwpeteewetle sobra la aetori-
dad de le cesa juagada para qae nuaca mi veNamos aeatra eHa;
pero lo que sf deriato» ea que por lea setos méritos que arrojaba a)
proceae, es muy probable qoe tro tribunal ordinario ao hubiese cee-
deoado á Barcal 4 la ¿Urna pana. {Terrible ley de la aeeesidad so-
cial, que «i ciroanstaaciae dadaa deja e& auepeaeelae garantan* lega-
les del indiridoo, & trueque de evitar malea nayorea y de eooeegufar
que el prenle y ejemplar caluro ata va dique para las faaeetae pa-
stease qne se timeluoea pe* loa graadcs crfaeneet
La sentencie traía la feoba del 4 de junio de 18BB, y el 5, 4 lea
siete de la amilana, fué notificada al rao, que acto coolinuefo¿puee'
to-en capilla* Bi indecible la inquietad y el iaterée qae «apiro eala
ejecución.
Hambre habta que Nevaba su necia credulidad beata al posto de
creer qae con este mativo habría na ottiaociaa popular ea Barce-
lona, y qne bien arrancándolo 4 viva faena del peder da iva gaar-
diaaes, bien obligando al cepita» general i anspendar la eeatenom
para evitar u&cenAielo, Barerió ae aaría ajusticiado.
La primera parte de eala eapcfanan era verdaderamente anaqai~
mera. Be la manera eon qne loa reo* son oooducMoe al ütiaie aaptt*
do, ¿ateamente ladrieociea da ana ¿aardaderee pedria eritarlee la
muerte, y en cúnalo á dcáeccionee de eata naturaleza eat4 per aee»~
teoer la primera. Rl rea camina entre loa meaaa de la eaeaadra qae
tienen drdaa da acabar coa Al ea cnanto tensa Inflar te menor tenta-
tiva de libertad. Ade<náe, hay qne distinguir entre delitoa de una
claee y otra. Bl seateadade par na ctíbmi ordinario na puede po-
ner ra eeperaan come no aea en Dios, qne riendo su arrepentkaien»
to, prenuncia la palabra perdón, al recibir en av sean el alaaa del
qne ha pagado con su rida la deuda qne tenia contraída coa le se-
Ea cnanto á que la sentencia de BeroeW produjera na eoaliota
popular, aa era tampace teamMe* Cualquiera qae habieee oído ha-
blar al pábKoo del reo, desde que ae supo el delite per el cual ae le
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sct runoflts
procesaba; cualquiera que en el acto del consejo de guerra hubiera
examinado el aspecto que presentaba el auditorio, como también los
michos y numerosos corros que atraídos por la curiosidad se reunie-
ron junto á la cárcel; hubiese comprendido qne el honrado puebfe
de Barcelona repugoa asociar ni aun sus simpatías al hombre sobre
quien pesa una acusación por un delito monstruoso.
A pesar de todo, dicese que Barceló alimentaba una esperanza y
que hasta tuvo la debilidad imprudente de manifestarlo asi una vez
puesto en capilla. Aun en este penoso trance no le abandonó del todo
su serenidad.
Oyó con bastante calma la lectura de la fatal sentencia y se dejó
conducir sin resistencia á su última morada. En ella sufrió varias
alternativas: unas veces su calentura le impulsaba á creerse salvado
por los que él creia aun amigos suyos; otras veces comprendía lo
imposible de su loco pensamiento, y desfallecía á un tiempo su espe-
ranza y su cuerpo.
El capitán general de Barcelona, no por temor á ningún conflicto
popular, sino para evitar un disgusto en el caso de que algunos acér-
rimos partidarios del reo quisieran intentar un golpe de mano inútil,
ó que á la sombra de la sentencia se tratase de alterar el orden pú-
blico, en aquella ocasión amenazado diariamente y sin mas necesi-
dad que la de un protesto cualquiera; tomó precauciones verdade-
ramente estraordinarias. Junto al cadalso levantado en el sitio de
costumbre, formaron mayor número de fuerzas que de ordinario, y
desde la puerta de Sta. Madrona hasta el portillo de Isabel II se ha-
bía desplegado un aparato militar imponente.
La ejecución debía tener lugar á las siete de la mafiana ¡del dia
seis de junio.
Barceló comprendía que nada se habia intentado para libertarle,
por mas que zumbidos continuos en sus oidos le remedaran los gritos
de libertad proferidos por todo un pueblo, que se preocupaba muy
poco de su muerte.
Reinaba en la capilla de la cárcel aquel movimiento propio de la
terminación de uno de estos dramas.
En seguida penetró hasta el reo nn hombre vestido de negro, con
chaqueta y calafiés.
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Kirceld saliendo pira el cadalso. (Capilla de la cartel, copiada del Datara).)
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JK EUAOPá. MI
Aquel hombre era el verdugo que venia para vestir á Barató su
postrar traje, la horrible hopa.
El reo se inmutó qd instante, pero se recobré eo seguida: tema
necesidad de creer que aun do se había perdido toda esperanza: ea
ei tránsito desde la cárcel hasla ei campo de las ejecuciones había
que recorrer varias calles, alguna de ellas estrecha y tortuosa, á
propósito para intentar un golpe de mano. Allí le aguardaban sil
duda sus amigos.
Pocos ejemplos encontraríamos de un reo que se hallase tan deci-
dido á vivir, y sobre todo tan confiado.
Terminado el acto de vestir al reo, atado codo con codo, y coloca-
do en sus manos el Santo Cristo, el verdugo se arrodilló á sus pies
y dirigió á Barceló la acostumbrada pregunta:
—Hermano, ¿me perdonas?
El reo sonrió de una manera triste, y la acostumbrada respuesta
afirmativa espiró en sus labios.
Luego el jefe de la espedkion hiiouna sefia y la Hgubre comitiva
se puro en marcha.
Barceló contempló por la última vez la imigen del Cristo y de la
Dolorosa: iba á llegar el momento critico y quizás en su interior se
acosaba de haber estado pooo fervoroso durante las postreras horas
de su vida.
Sin embargo, la convicción de la muerte no había aun penetrado
hasta su corazón.
Bajó la escalera peocupado, sin ver á los que de él se despedían
con una ligera inclinación de cabeza, sin oir tampoco á los que le
hablaban en la tierra la palabra de Dios. Lo que Barceló deseahe
ver es el aspecto que presentaba el pueblo.
El pueblo invadía, con efecto, las casas y calles por donde se su-
ponía había de pasar el reo. Colocado este en la puerta de la cárcel
donde ie aguardaban los hermanos de la Congregación de la Sangre,
no pudo contener un movimiento de orgullo ó de esperanza. Aquella
gente podía haber acudido para salvarle, y el trecho que tallaba re-
correr hasta el patíbulo era largo. A la vuelta de cada esquina, al
paso i!a cada calle, era, á juicio del pobre sentenciado, muy ftctl
arrebatarle del poder de los soldados. En una palabra, Bartuló ju-
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*64 MtI5K>ffi$
gaba imposible que se le dejase Morir como á un critónal migar.
Así fué que al llegar a) dintel de la puerta, tordo el reo maqui-
mímenle á mano derecha para seguir el corso ordinariamente recor-
rido; pero advirtiéronle que debia torcer á la izquierda y seguir una
carrera mucho mas breve.
£1 capitán general, por Tía de precaución é impedir que unos
enantes ilusos se comprometieran U\ vez imprudentemente, había
dispuesto que en lugar de recorrer el fúnebre cortejo las calles nece-
sarias para salir de la ciudad por la puerta de San Antonio, salieran
directamente por el boquete que permitía abrir las derruidas mura-
llas junio A la cárcel, de suerte que en dando unos muy pocos pasos
se salia al campo directamente.
Guando Barceló se hubo apercibido de este cambio, esperüftentó
una sensación imposible de definir. Era el desvanecimiento de la úl-
tima esperanza que le unía á la vida. Desde aquel punto se dio por
muerto.
I Misera condición de la humanidad ! Aquel hombre que, aun en-
cadenado dentro de la última capilla se suponía asaz influyente para
ser protesto de una conmoción popufar, no habia sabido comprender
que los encargado* de llevar á cumplimiento la sentencia tomarían
por su parto las medidas necesarias para impedir la esplosion de un
descontento que en realidad no existía. Semejante creencia era la ne-
gación de su propia importancia.
Una vez en el campo, una vez enterado de las precauciones de se-
guridad que se habían tomado, Barceló ya no vio otra cosa que el
cadalso. En este momento se confundió con la generalidad de aque-
llos de sus predecesores que han tenido la desgracia de recorrer tan
sangrienta vía. En semejante caso no hay valor alguno que valga:
hay una calentura que recorre el cuerpo como pudiera una llamara-
da, y que unas veces se revela por medio de involuntarios actos de
cinismo y de falsa entereza, y otras veces causa un abatimiento pro*
fiando, un desfallecimiento que priva de toda sensibilidad y hasta de
formular un simple concepto con precisión. El alma parece haber
abandonado antes de tiempo al cuerpo, la inteligencia se atrofia; que-
da únicamente el instinto y el movimiento, material algunas veces.
Barceló no recayó en estremo alguno: prosiguió su marcha sin ha-
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DI SUSOFA. MI
cene notable en cosa alguna, y al pié del cadalso recibió los postre-
ros ansilios de la religión, que nunca había rehusado, ni aun coando
abrigaba quiméricas esperan xas.
En seguida subió al fúnebre tablado, sentóse en la falal banqueta,
hizo ademan de querer ayudar al verdugo en los terribles preparati-
vos de su ministerio, y un momento después había dejado de existir.
Ningún movimiento estraordinario, ningún grito subversivo se oyó
doran lo la < jecucion de la sentencia. Nada tampoco con posterioridad
á ella que pudiera justificar las esperanzas del reo. La importancia
de Barcf ló el hilador había desaparecido cuando el público vio en él
á un mero cómplice de unos criminales ordinarios.
Aquí debemos terminar la historia de la cárcel actual de Barcelo-
na. Cnanto ha acontecido en ella posteriormente, tiene muy poco in-
terés para el lector. En la actualidad existe dentro de sus muros un
preso que durante algunos dias consiguió escitar la atención pública
de una manera prodigiosa. Nos referimos á la persona que se halla
procesada por suponérsela autora de usurpación del estado civil de
D. Claudio Fontanellas,
Falla qoe en esla causa recaiga una sentencia definitiva : he aquí
el motivo porque no queremos ocuparnos de ella.
Lo único que podemos decir es que el acusado dista mucho de ser
un hombre estraordinario bajo ningún concepto. Inocente ó culpable,
que esto no lo sabremos hasta definitiva, ninguna circunstancia per-
sonal reúne que pueda justificar la fama que un delito le ha hecho
adquirir. Vendrá por último una sentencia, y es muy probable que
no por esto rectificarán gran cosa las opiniones: para unos siempre
será Feliu, para otros será Fontanellas siempre.
¿Y para nosotros?...
Lo diremos francamente.
Para nosotros, hasta tanto que Dios se tome el trabajo de dictar
por si mismo los fallos, diremos que la sociedad debe respetar, sope-
ña de general trastorno, las semencias dictadas por los tribunales de
la nación.
Máruil Angelo*.
MN Mt LA» CAaCBLBS DS SARCSLORA.
íes
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T eaj< á \* pies de apella Mjer..*.
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PRISIONES
DE EUROPA.
SAN LÁZARO.
fan Lázaro, convento.— Casa de correeek».— Cáreel revolucionaria.-- Registros. —
Causis geoerales de encarcelamiento. — Número de presos eotrados basta el 11 llu-
vioso.— Pormenores sobre la traslscioo. —Trasladados de Bieetre. — Sublevación. —
Arenga de flenrict. — Descripción de la cárcel.— Régimen. — Cange, encargado de
San Láiarj— Ronsin.— Deffienx.— Vincent.— Anacarsis. Ckxrts.— Conspiración de
las cárceles. — Medidas severas. — Complot en San Lásaro.— Toobert, Mamáis,
Coqnery, Pepio.— Desgrooltes. — Robioet, denuncia dores.» El barón de Trenck
Roocher. — So correspondencia. — Andrés Chénier. — La verdad sobre m cautiverio
y muerte. — Los hermanos Tradaiae.— La señora Laudáis.— fin de la cárcel re-
volucionaria.
El convento de San Lázaro, establecido en el mismo sitio en que
actualmente existe la cárcel del mismo nombre, en el eslremo del
arrabal de Saint- Den is, servia á la vez de hospital y escuela á los
enfermos, de casa de corrección á los jóvenes y de asilo á las perso-
nas piadosas. Todo el espacio que ahora abraza aquel bello y nievo
cuartel, que se levanta en la plaza de Lafayette, en el estremo de la
calle de Hautevil.e, aquel inmenso espacio que todavía conserva el
nombre de cercado de San Lázaro, dependía de aquella rica comu-
nidad.
El 13 de julio de 1789, dia en que el pueblo parisiense asaltó las
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Stt PIISIOHES
cáreeleB en busca de combatiente entre loe presos politices, ó per
deudas; acudió también al convento de los lazaristas en demanda de
trigo. Resistiéronse los religiosos bajo el pretexto de que únicamen-
te tenían trigo para su consumo; mas el pueblo, sin dar oídos á se-
mejante escusa, invade aquella vasta morada, encuentra grandes al-
macenes de trigo, carga cincuenta y dos carros, y los conduce á los
mercados. Excitado al propio tiempo por la resistencia de los religio-
sos, saquea las repletas bodegas de los buenos padres, entrégase á la
embriaguez é incendia sus trojes. No tardó en estinguirse el fuego;
mas desde aquel dia, temorososlos lazaristas, evadiéronse de su con-
vento esperando la victoria de uno de los bandos en la empeñada lo-
cha del pueblo contra la monarquía. Sin embargo, no se mantuvie-
ron del todo impasibles espectadores; puesto que, k pesar del decreto
de 13 de febrero de 1790, continuaron viviendo en comunidad, según
se vé en el periódico de Proudhomme, Las Revoluciones de París, ea
el número 142, de fecha del 24 al 31 de marzo de 1792, en el artí-
culo siguiente:
Aristocracia permanente de los lazaristas de París.
«Al denunciar á la indignación pública á ésos frailo tes lazaristas
del barrio de Saint-Denis, creemos haber cumplido con un deber de
oonciencia: la bendecida casa es una guarida de aristócratas. Uno de
estos días esos buenos padres echaron á la calle, á las doce de la
noche, á una porción de jóvenes sacerdotes de su comunidad, eo cas-
tigo de haber leído juntos el periódico Las Revoluciones de París, y
de titularse amigos de la constitución, instigados por el club de los
jacobinos. No obstante, los expulsados, casi desnudos, sin asilo ni
recurso alguno, fueron acogidos por un posadero de ia calle Beurg-
l'Abbé, el cual no se condujo según sus deseos; puesto que al siguien-
te dia dirigióles á un fuldense, empleado subalterno, que no dio oí-
dos k sus reclamaciones.»
Los lazaristas viéronse después forzados á desocupar el convento:
la nación se apoderó de él, luciéronse precipitadamente algunas re-
paraciones, y la municipalidad lo habilitó para cárcel. Este edificio
reunía ya en si todas las principales condiciones que un estableci-
miento de semejante naturaleza exige; de suerte que apenas esperi*
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DI WU0T4 Mt
manió cambio alguna; oeldaa, refectorio, patio, todo estaba ya cons -
traído» baria «alabara para castigo de los detenidos en la casa de
oorreeetoft.
No vamos á ocuparnos de San Láxaro bajo este aspecto.
Considerado como cárcel, su verdadero origen se remonta 4 la
época revolucionaria del 26 nevoso, affo 2.\ época desde la cnal lo
vamos á tomar.
En los archivos de la prefectura de policía existen dos registros
completas de la cárcel revolucionaria de San Lázaro.
El primero, pequefio y sin columnas en sus hojas, menciona el
nombre del preso, su calabozo, la fecha de su entrada, la de su sa-
lida, y la érden en virtud de la cual consta en el registro. Cada
asiente lieva su número de orden que comienza el dia 29 nevoso,
alio 2.*, con el némero t, y concluye con el 878. Con este mismo
número de orden de los asientos se encabeza el gran registro, que
contiene todas las indicaciones comunes de las columnas impresas:
está foliado y rubricado, y además, hay un resumen diario de los
presos existentes hasta la fecha 24 brumario, alio 3/, época en que
se la destinó á un objeto particular.
Si no hemos hallado en los asientos del primer registro, que solo
doró dos mese», tantos datos como en el secundo, no debemos echar
4 menos este vacio, puesto que ya podemos dar exacta cuenta del
número de presos y de su suerte, duranto el periodo revolucionario.
Los motivos de encarnamiento mas comunes en el grao registro
son: por sospechosas,— por muy sospechosas,— por ser pariente de
algún emigrado,— por la tranquilidad generalf—por causa descono-
cida,— hasta nueva arden.
Estos son los motivos que han servido de pretexto á los que han
escrita acerca la cárcel de San Lázaro, para hacer ver la arbitrariedad
y facilidad con que se encarcelaba en aquella época.
Bajo ningún concepto pretendemos justificar el excesivo rigor d<*
aquellos tiempos de encarnizada lucha, si bien debemos haeer notar
que la columna de las órdenes no está llena como la de los motivos
que acabamos de mencionar. Todos ios presos estaban registrados
en virtud de órdenes legales, constando en la mayor parte la larga
enumeración de las causas de encarcelamiento resumidas por el al-
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S70 PMSKMffiS
caide con estas palabras: por $osp*cko$o, por $er parimte de algm
emigrado. , etc. , y cuando se menciona por carnea desconocida, es por-
que habia faltado tiempo de hacerlo constar en la orden, le que se
suplía mencionándola en el acta de acusación, ó poniendo en liber-
tad al preso.
El primer registro no contiene mas que los motivos de la apre-
hensión; pero casi todos los encarcelados que en él están inscritos
habían sido trasladados de otras cárceles á la de San Lázaro, y se
limitaban á mentar la traslación, refiriéndose al asiento de la cárcel
de que habían salido.
Vamos á referir, por orden de fechas, de qué modo se llené la eár-
eel de San Lázaro, desde el día de su fundación, hasta el 12 lluvioso*
día en que entraron en ella mayor número de presos:
El 29 nevoso entraron
49
El 80 »
20
El 1.* lluvioso. . .
2
El 2 »
10
El 3 »
29
El 4 •
18
ti S »
14
El 6
8
El 7 »
3
El 8
4
El 9 »
14
ti 10 »
39
El 11
24
El 12
391
Tolal. . .
625
£1 número de los tres últimos d.as y singularmente el ciarte,
ninguna estrañeza causará sabiendo que todos estos presos fueron
trasladados de diferentes cárceles á la de San Lázaro.
La Forcé, las Madelonneltes y la Plessis pagaron su contingente;
y en especial Saint-Pélagie y Bicétre. Este número de 625, que for-
mé el núcleo de la cárcel después, poco aumentó, según veremos.
Ahora para saber de qué modo se verificó la traslación, copiare*
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UB SURUCA ni
mos ooa correspondencia de Roucher, de la que ya hemos dado al-
gunos trozos en Saint-Pélagie.
Se va á pasar lista, exclama el concejal.
Al oir eslas palabras, póngome mi cartera debajo del braio, caló-
me en mi cabeza, cubierta ya coa el gorro de dormir, aquel som-
brero viejo, empolvado, mugriento y agujereado, como la orden del
día exigía; y envuelto en mi hopalanda, salgo de mi celda y la cierro
oon el cerrojo. No sin pesar sali de ella.
Sé de donde salgo, dije para mi, pero ignoro 4 donde voy.
Mi excelente amigo estaba solo y triste, cerca de la estafa y jnntoá
so puerta: doile un abrazo y le entrego on p^quefie billete en el que
anunciaba mi traslación á mi madre; luego que este buen hombre me
prometió que lo mas pronto posible mi billete sería entregado, me
incorporé con los setenta y nueve presos que iban á ser trasladados
Todos estaban en aquel largo y angosto corredor, amontonados, mez-
clados, confundidos, apilados y alumbrados con la lúgubre luz de
una lámpara clavada encima de la puerta, y con dos hachas encen-
didas que se veían desde la rqa.
«Ciudadanos, continua el magistrado municipal luciendo su banda,
á medida que os vaya llamando colocaos todos uno al lado del otro,
formando dos hileras á lo largo de este corredor, comenzando á co-
locarse los dos primeros cerca de la puerta y en seguida los demás.
[Silencio! ¡Silencio!»
Todosjcallan y se comienza á pasar lista.
Colocados veinte y uno en sus respectivos lepras, llama á I. A.
Boucber, y héteme allí pegado en la pared. M... me sigue; estaba
triste, ensalivo, y yo procoré distraerle.
Hé ahí, le dije, el buen pastor que cuenta su ganado.
Examinado el ganado, nos manda formar de dos <>n dos, de ocho
en ocho, entre las dos puertas de los corredores, y nos vuelve á
contar
Ahí van ocho, por el momento, dicen los porteros.
Y se nos abre la tercera galería que da al patio, donde veo al
ciudadano Boachette, de pié y triste, que no* está mirando en el mo-
mento le pasar.
¡Adiós, ciudadano alcaide! Muchas gracias por la amabilidad y
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87* NIIS10NES
bondad con que nos habéis tratado. Y al decir esto, le tendí la mano,
estreché la soya y segal 4 mis oompafieros: llegamos á la última
puerta que da ¿ la calle, ae nos cuenta nuevamente, y salvamos
el umbral de nuestro primer infierno, para entrar en el segundo.
Ahora ai que no sé si dable me será espresar qae linaje de ideas
y sentimientos despertó en mí la escena que se desplegó ante nues-
tra vista hasta el estreno de la calle de la Clef, á la luz de dos é
tres tenebrosas hachas, sobre las cinco de la madrugada. Vetase una
especie de carro, ó carromato, vacio, tirado por cuatro caballos, pre-
cedido de otros dos que habían dejado su carga; y tras estos otros
siete que estafen esperando se les cargase. Una desvencijada silla
nos sirve de estribo para subir en ese carro de siniestro augurio. M...
me sigue; B... sigue á H. ..; ayudo á subir á B... que cuenta mas de
sesenta años. Ni una silla, ni una tabla para sentarse, solo un poco
de paja mojada y sacia de la niebla, que cubre la atmósfera, Tese
esparcida en este infame carruaje. Vémonos obligados & sentarnos
en las adrales y 4 encogernos uno sobre «tro para evitar que el me-
nor traqueo nos eche de espaldas; un valiente descamisado sube:
es el nono» y en vo* alta se dice á los conductores.
(Marchad!
Los dos primeros carros se ponen en movimiento, y el nuestro los
sigue: dejamos el siü* desocupado para el cuarto, y la comitiva de
delante se detiene después de haber dado diez pases. Estamos en*
frente de una calle que safo & la de la Clef, expuestos al frió, á la
niebla y at viento que está soplando. Voélvome hacia Sainte Pela-
gie para contemplar la morada que acabo de abandonar, pues no me
había sido dable examinarla la triste noche en que cuatro meses hace
se me encarceló. A mis anchuras contemplo aquella masa de altas
paredes que ¿ duras penas atraviesan estrechas aberturas, bajas y
angostas, hundidas debajo del piso.
Asi debe de ser, dije para mí, el frontispicio del infierno: hé ahí
quien lo anuncia.
Sin embargo, algunos gendarmes ¿ caballo, que con hachas en
sus manos iban y venían, nos permitieron descubrir en el inclinado
piso de esa angosta calle toda la estension de la espantosa proce-
sión que se preparaba.
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DK IQftOfá. t78
Después de haber cargado lodos los carros, adelantamos algunos
pasos, y nos detuvimos otra vez, basta que por fin estiTÍmoa todos
fuera de Saiote-Pélagie dentro nuestros carros, formados en hilera,
y marchando juntos: y volviéndonos & la derecha, hacía la calle Co-
pean, tomamos la calle de Seint-Victor. Al llegar delante de la calle
eo NeuveSaint-Etienne acordéme de aquellos dias de la hermosa es-
tación, que con mi querida Mioelte, (su hija,) nos volvíamos con tanta
alegría por el mismo camino, ¿ nuestras gratas lecciones de botánica.
¡Ah! ¡4 la saion estaba en libertad, era feliz! Mi bija era como yo, y
entrambos respirábamos el puro y benéfico ambiente del jardín dalas
Plantas: mas ahora estoy cautivo, ya no veo á mi hija, y salgo de la
infecta almósfera de un encarcelamiento de cuatro meses, para ir á
respirar, á una legua de distancia de mi familia, un aire quitas no
menos infecto.
Confiésote, mi querida Minette, que este recuerdo me canea
un penoso, un desgarrador sentimiento; mis ojos báfianae de ligri-
mas y siéntome desfallecer.,, y en el momento que invoco toda mi
filosofía para separarte de mi mente, me apercibo de ello.
Pero al llegar i la calle de Saint- Víctor, con indecible rápidos se
me presentan á mi imaginación todas las circunstancias de mi vida,
que en mi mente grabó la imagen de esta calle. Delante de la calla
de Perrio, esclamé:
Aq ui, aqoi es donde durante dos dias de conmociones populares bus-
qué un asilo con mis hijos y mi mujer: un poco mas abajo, me Aje:
aquí, treinta afios hace, durante los primeros dias de mi llegada 4
París, déjeme llevar de la esperanza de una feria divertida y no
encontré mas barracas de alejin. Has abajo, dije entonces; allí
estaba el cabriolé de Laíguet, para ir juntos á Coudrai, á ver á
mi familia, y un choque que tuvimos con otro coche destrató el
nuestro.
En frente de la calle de los Noyen dirijo la vista hacia el lugar eo
que nuestra casa está situada. Quitas eo este momento mi familia
duerme. ¡Tan cerca de ella y no poder darla un abrazo!
Sin embargo, tanto me quebrantan los aírales y la forzada postu-
ra en que me hallo, que mi cuerpo se me parte: tomo el partido de
estar en pié, y. luego con una mano me agarro del cuello de M . y
n US
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su msroitts
con la otra al de B... sosténgame firme en mis piernas y w me
muevo de esta posición.
Continuamos marchando: insensiblemente amanece, las «altos etf*
tan ya concurridas y todos cuantos pasan dirigen la vista hécia mh
sotres; y yo, fl mi vet, estoy observándolos, y 00 trasloo» en edes
mas que curiosidad.
En efecto, ¿no es cosa esirafia que óchenla presos cogido* por sos-
pechosos y escoltados solamente por cinco ó seis gendarmes, sift gri-
lletes ni cnerdas, se dejen conducir como corderos, en donde y como
se quiere, sin quejarse y sin tener la mas remota idea dr querer
huir; y que dóciles á la ley, porque es ley, la respeten ett todo sil
rigorismo?
Si algun dia la historia quiere trazar ese cuadro, ooefaii trtfbijd
creer la verdad de esta relación, ó antes bien dirá: « No, esos de*gr*<>
ciados no merecían la calificación con que se les ha manchado. »
Ett la caite de Saint-Martíri ya era dia; ana revendedora de frutas
acurrucada en un recodo nos ha saludado con tina palabra, qtteie
sugirió, no me cabe duda, el aspecto de nuestros carruajes y la vis-
ta de tos gendarmes á caballo, con las hachas encendidas.
1 ¡Que se les todos á la gillotraa! ¡todos! j lodos!
Muchas gracia*, sedera mia: se puede ser buen patrióte, f sin em-
bargo menos cruel.
Estamos yá en pierio dia, dan las siete y llegamos á San Ltaaro.
Se abre la primera puerta, y entramos: mas allá de la segunda bey
el mismo municipal que con nn papel en la mano pasa lisia pot» últi-
ma vez; no encuentra que falte ninguno.
Ante él desfilamos uno tras otro, y hé ahí el ganado encerrado.
Entramos en una vasta cuadra que servia de refectorio y que ai
menos media unos sesenta ó setenta pasos de longitud. Ea ella per-
manecimos cosa de una hora hablando unos con otros de esa especié
de triunfo de nuevo enfio, que tuvimos que soportar at Atravesar
las caites de París: se nos anuncie por fin nuestra salida del piso bajo
para subir al tercero, donde nuestros alojamientos nos estaban espe-
rando. Se nos abrió utja puerta, y encontramos irta espaciosa eses-
lera coa tres puertas en cada uno de sos tres pisos.
Ya tes, mi querida Minette, que el arle ha agotado se ingenie
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M £810*4 «71
pasa esperar tos iostmasentas de eeeta vitad sobre aaestra libertad ,
per tearor quisas de que no echásemos al olvido aaaetra cautividad:
por catato á los desgraciados es neoeeario teaerios continuamente en
íatobra; si tafierfainio *e bay que darle na instante de repeso. Ja-
sas ei arlisla ha akeniado mejor su meta
Al llegar al tercer piso, se ofrece á nuestra vista un «meder
biea ¡laminado, largo, anche, ligflbre y nuevamente emblanque-
cido. Todas los caarlos están abiertas y encima de sus puertas vea*
se naos letreros, escritos coa creta, que espresan el adato de pre-
sos qae en cada ano de ellos debe alojarse. El aúaero 1 no se ve ea
ninguno de eses letreros, el número í may poce, el 3 «s el mas co-
mún, el 4, 6, y 7 e¿lán en loria* partes.
Yo dije para mi; ninguno de esios últimos Dameros tue locará;
vey, vuelvo y basco; peco Chabroud base apoderado ya de na caer-
le con el ornaere 3, de bueno* aires y hermosa vista, paes da al
palio interior y se ve el jardín, la ciudad y el cunpo: yo y U nos
jnnltmsn con él, y aoestra vivienda queda instalada: en ella, que-
rida Minette, le escribo, y de ella aa saldré jamás sino para pasar á
San Lauro.
fiante informado may bien, qaerida Minelie; en las ventanas no
hay barrotes, asas en cambio bay grandes y hermosos veataaales: ea
las poertas aa hay cerrojos, pero hay cerraderas iataríooes; la bers
de aooatarse ne está fijada, paro (eaemos libertad coa las vecinos, toda
la soche, en el mismo corredor, aerante el día es permitida la coma-
aioacioo entre todas los pises, y dentro cortes días se podrá disfrutar
de no grande y vasto patio qaa aa la actualidad satán apisonando y
euareueado.
Doy panto aqaí: paes si bien es verdad qae mi carta es basiaate
larga, aa be querido omitir aiagana (*reun*tancia, persuadido de
qae igual interés en todas haUará ta temóte.
(Adiós! beeoes días, dayle an abraso. »
A esa traslación de presos siguieron otras mochas procedentes da
la Furos, de las MadelonaeHes y del Ptessis etc., pero la mas ana»
rosa feé la de BieeUe. Hasta ea este reinare estableciaa*alo produjn
cierta confusión, y para hacer la rotación iaarfúen ios valdremos de
fiauoher, oopiáodekxxHi toda eiaetitod.
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Sil FMSIOM&
cMientras estábamos aquí, en nuestro corredor germinal, lamse-
tándonos del hambre, de la sed y de la fatiga; oímos en el «femó
patio en que pocos dias antes nosotros habíamos estado, un reído de
carros que marchaban uno tras de otro; Salimos á la ventana y vi*
mos otra porción de desgraciados destinadas á sufrir nuestra mis*
ma suerte.
¿De dónde vienen? De las Madelonnettes. Gomo nosotros han re-
corrido todo París, toda la eslension de los bulevares y también bao
visto rostros impasibles. Su impasibilidad, ¿era hija de temor é de
indiferencia? Macho da esto que pensar,
Ta eslán aqui esos hombres sospechosos, aquí, entre nosotros,
escogiendo su habitación en los cuartos que los pelagistas no haa
querido.
Apenas estos acababan de alojarse, cuando llega otra partida. |Ah!
estos sí que nos ofrecen un espectáculo mas triste. Atados de dos en
dos, y por los brazos á las atrales del carro, parecen grandes cri-
minales, pues de este modo se conduce á los asesinos, ladrones é
incendiarios, ¿Lo son? ¿de dónde salen? De Bicetre:se les manda
bajar del carro y luego los eligen: á unos, plaga de la sociedad por
sus fechorías, echan los desordenadamente á la paja del piso bajo; á
otros, ex-nobles y ex-sacerdoles, los confunden con nosotros: de es*
tos últimos conozco i njochoa por haber estado con ellos en Sainte-
Pélagie; les tiendo la mano, doyles un abrazo y les suplico me espli-
qaen su traslación: he ahí lo que he oído de su boca.
Reuniéronlos á todos en la nave, que en otro tiempo servia de igle-
sia; en ella se estaban esperando, puesto que nadie les había dicho
que se les debiese trasladar. Mientras ellos estaban allí, pensando
con horror en el famoso 2 de setiembre, entra un oficial, que
saca des pistolas de su ciato y las prepara, y varios gendarmes y
porteros alan á los desgraciados con cnerdas de dos en dos: á medi-
da que los iban atando, se les conducía al palio y se les hacia su-
bir al carro, atándoles en él.
Cargados ya todos los carros, marchan y atraviesan todos los
patios; cuando al llegar á la puerta esterior, el convoy ve á unos
veinte hombres de sospechosa traza. ¿Están alli adrede 6 por casua-
lidad? Esta es la pregunta que todos se hacen para si, dándose eHos
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n mam tn
mismos la contentación, según su modo de pensar. Esos falsos é ver-
daderos cariosos acompañan la comitiva que se dirige á París.
No de otra suerte se hubieran conducido si hubiesen tenido que
poner por obra algún proyecto á una señal convenida; mas felizmen-
te no sucedió asf. Si se hubiese debido dar alguna señal, ¿quién la
hubiera dadoTQoe lo acierte quien quiera, ó que hable quien pueda.
Por f o, al llegar á la barrera esos acompañantes se detuvieron, y
un momento después ya no les vimee mea. Es en pleno dia que se
muestran á todo París los presos, y mayor parte de ellos están
manchado* de triména*, que la sociedad en toda clase de gobiernos
sacrifica á la muerte: de modo que todo París sabrá que San Lá-
zaro es una de las sentina? de la república. Sea lo que sea, pa-
sado el dia Ilesa la noche, y gran número de nosotros la pasa sin col-
chonos, sin cama, ni cobertores.
Sin embargo, en el piso bajo aquellos hombres que en lenguaje
de cárcel llamamos pajosoi, y en otro término los bandidos,
aquellos hombres que trabajan de pies y manos para atravesar las
paredes y pegar fuego á los enmaderados de la gran cuadra en que
están depositados, abren uo boquete, y algunos de ellos logran eva-
dirse k la vista de los centinelas, á quienes engañan Se nota por fin
su evasión, que produce tomólo* y roido; se les perdigue y al cabo
se les coge á todos. Pftr otra narte & estingue el fuego, y al siguien-
te dia se esparce la noticia que los presos de San Lázaro se han in-
surreccionado: y cuando se habla de este hecho no se hace distinción
de personas. \l dar las doce, mientras el comandante se halla en el
patio, el relevo de la guardia llega y se forma en batalla con la sa-
liente. Benriot la arenga, y toda su elocuencia contfrte en señalar*
nos á todos noeotros como enemigas de la república.
No cabe duda que volverán á probar, d»ce, si todavía pueden eva-
dirse. Pues bien, voy á mandar que se distribuyan cartuchos y balas,
y al menor. movimiento que hagan, disparad las armas, maladles,
que la muerte ya les espera. Nosotros estábamos en la ventana y
otamos perfectamente la vez del comandante, y ya puedes compren-
der, querida hija, el efecto que este discurso produjo entre los presos
que le oían. Beinaba el mas profundo silencio. Heoriol qnizás se
arrepintió de le que acababa de decir, puesto que de súbito conti-
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011 NUSiORBI
nuó diciendo, que entre nosotros podría haber algunos patrífta* vic-
timas del error ó del odio; mas tos verdaderos n&puWicaiUoe aata»
ya soportar, sin lamentarse, lo* pasajeros rigores, y sacrificar su
libertad individual para el afianzamiento de la libertad ppáblioa.
¡AhJjcuánta razón tenia el comandante] $í,*nlre nosotros kay
hombres de bien, un gran número, al cual mebowo deperl*-
necer.
La ley lo quiere; ante ella inclino la cabeza, y te aseguro que, aun-
que ahora las puertas de San Lázaro se abrieeen á despecho del vote
de los legisladores, yo no baria uso de mi libertad: yaque la autori-
dad me encarceló, la autoridad es quien me la hade dar; de otra
suerte, acabaré mis días lejos de ti.»
£1 régimen interior de la cárcel de San Lázaro, en el primer parió-
do que acabamos de describir, era humano é indulgente; no fué asi
en el segundo; pues los presos antes de alcanzar semejante régimen,
tuvieron que sufrir mil al i er nativas, ya de esperanza, ya de temor.
Dos partidos se disputaban el poder del comité de salud páblies*
y á la vez deseaban apoderarse de él, ei partido moderado y el d*
los furibundos
Los primero* por el órgano de Camilo Desmoulin*, que ya habi*
dos meses que publicaba su Vieux Cordeliery decía, que había llaga-
do el momeólo en que la revolución se podía mostrar indulgente, y
que en su consecuencia reclamaba un comité clemente.
El segundo, que tenia por jefes á Rosin, general del ejército revo-
lucionario, Hébert, llamado el padre Ducbesne, (Jramont, el antiguo
actor del Teatro Francés, á quien ya conocemos, Yinceat, secretario
de los comités de la guerra, Anacarsis Cloolz, que en sus »r las se
firmaba enemigo personal de Jesucristo, etc., solo hablaba de vio»
lencias y movimientos populares. Durante la noche habíase visto en-
trar á Rosin en los vastos corredores de San Láiaro, con el uniforme
de general de la revolución, el penacho rojo en el sombrero y su
gran sable rozagante.
De su boca no saiian mas que terribles amenazas y pedia al akai*
de listas que sigilosamente se llevaba.
Estas visitas infundían espanto á los presos, por temor de quo no
se repitiesen los asesinatos de setiembre, mas. la misma noche se
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leyenda m 1o§ periódico* la enérgica locha sostenida
por Dantoo y Camilo Desmoulins. Creían ver real indas so» esperaos
na viendo que se encarcelaba 4 los jefes del partido furibundo, par-
le de loa coales fueren llevados á San Lázaro: estos eran Rosto,
Cloots, Vioceut y Defteai. Entre los presos caos* osa alugria gen*-
ral tener 4 esos compañeros de caativi<1ad qae habiaa sido sos per-
eeguidoree. No obstante sa infortunio tué respetado, únicamente las
amenazas de los recien llegados no cesaron hasta el último momento.
Pacos días después, eouducidos al tribunal, fueron ejecutados en la
plaaa de la Revolución: entonces loa del partido moderado, tanto loa
presos como los otros, creyeron afianzado so triunfo. Los encarcela-
dos y ios parientes felicitábanse mutuamente, creyendo que pronto
ae les pondría en libertad; cuando de repente el comité de salud pú-
blica tomó severas medidas.
Prohibióseles toda clase de comunicación con cuantos les visita-
baa, destituyóse á Naodé, que fué reemplazado por, un tal Semé9
inspector de policía; 4 la par que Gagnaal, el administrador de San
Lázaro, y del partido furibundo, fué metido en la misma cárcel,
en que tanto terror había él mismo introducido; eipuesto ahora
al odio de sos campaneros de infortunio, que él arrostraba con
nadada. Sucedióle Bergot, que se mostró celoso del bienestar de loa
Sin embarga el mismo dia del filio de Danlon denuncióse 4 la
Convención una conspiración tramada entre los presos, eo el Luxem-
burgo, para evadirse y hacer armas contra el gobierno.
Eata fué la primera acusación qtie se hizo de este género, y siendo
daspn i vietimaa de ella otras cárceles de París, dio mucho que ha-
oar al tribunal revolucionario y eo consecuencia al cadalso. Uno
de las inmediatos resoltados de esos proyectos, falsos ó simulados,
de algunas de los presos, fué que se desplegó contra todos una
créetele severidad. Las comunicaciones hiciéronseles mas dificul-
tosas: de un dia á otro sucedíase una alternativa de blandura y ri-
goríemo, que para ellos fué un manantial de esperaota ó temor, una
especie de termómetro da los acontecimientos políticos que se prepa-
raban > realizaban.
Ofrecíanse cada din nuevas versiones, y 4 menudo la imprudencia
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«80 PRISIONES
misma de los presos proporcionaba 4 los administradores de policía
una razón plausible de desconfianza y rigor.
Un preso escribió una carta áotro del Luxemburgo, acerca los
acontecimientos de actualidad, y como esta carta paró en manos del
gobierno, prohibióse desde aquel dia á los presos tener correspon-
dencia con sus familias.
A la sazón, los parientes de los presos se presentaban de v«t
en cuando en la calle de Pa radia, desde donde podían ver á es-
tos por una gran ventana que daba á la citada calle, único consuelo
que les había quedado; pero habiéndolo notado el gobierno, bien
pronto les opuso obstáculos.
Sin embargo, anuncióse como una noticia cierta la próxima liber-
tad de un gran número de presos, y que para llevar á cabo la ejecu-
ción de esta medida decíase que un decreto de la Convención esta-
blecía comisiones populares para examinar las causas de encarcela-
miento de los presos, y poner en libertad á todos los que no tuviesen
acusaciones graves.
Este Tuó un dia de alegría y esperanza para los de San Lázaro:
todos preparaban sus medios justificativos y de defensa, y á media*
dos del floreal, se anunció en la cárcel la visita de lá comisión po*
pular; mas fué precedida por actos de rigorismo hasta entonces
desconocidos. Desde el 17 prohibióse nuevamente toda especie de
comunicación, hasta la qué tenían en los corredores: pasiéronse (Ar-
rojos en todas las puertas de los cuartos, encerrando en ellos & los
presos: paróse el reloj, quizás por temor de que no señalase la hora
de la revolución: en todas partes del edificio situáronse centinelas, y
los jefes de policía comenzaron los registros personales. De esta
suerte se llevó á debido cumplimiento la medida de que hemos ha-
blado durante el transcurso de esta obra, que consistía en apoderarse
de todas las armas, joyas y dinero de los presos: euconlráronaeles k
lo mas unas cincuenta libras.
Dosdias duró este registro, y según la correspondencia de Reí-
cher, verificóse con humanidad y benevolencia: siguió después la
ejecución del decreto sobre las masas comunes, cuya historia ya fie-
mos hecho; mas, según parece, en San Lázaro los alimentos, mas
que en otras partes, estaban descuidados y la comida era muy mala.
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DB tt*OftL SOl
No obstante, la comisión popular , establecida en el Moteo, había
comenzado sos trabajos, condenando algunos presos á la deportación,
medida qoe fué aprobada por el comité de salod pública y de segó-
rídad general; otros habiao sido remitido* al tribunal revolockma-
rio; y otro número, por cierto bastante considerable y mas afortuna-
do, fué puesto en libertad.
Doranteeste tiempo la administración de la cárcel estaba so-
metida á la voluntad del alcaide y A la del jefe de policía, y ora era
permitida, ora prohibida la comunicación. Una orden del jefe pres-
cribió qoe saliesen de la cárcel lodos los qoe estaban en ella con ca-
rácter de presos: todos los muchachos pertenecían á esta dase.
Ronchar tenia á so lado á so hijo Emilio, qoe dentro de la cárcel
gozaba de entera libertad; y para qoe no se lo quitasen de so comr
pafiia, tuvo qoe hacer una solicitud escrita al jefe de polida.
El 16 predial no se permitió qoe los presos tuviesen los en sos
coarlos; así es qoe todos riéronse obligados á acostarse á oscuras;
pero» si hemos de dar crédito á Roucher, esta orden no se observó
fielmente; él, según dice, se sometió voluntariamente á ella por te-
mor de no llamar la aleación de los administradores hacia él.
«Oculta tu vida, » escribía con tristeza; frase qoe debiera haber
sido inventada por los encarcelados. Poco tiempo despoes fijóse en
los corredores oua orden qoe prohibía la recepción de los perió-
dicos, y hubieron de transcurrir mochos días antes de qoe se nos pro-
porcionasen los de la tarde, cosa qoe ya ofrecía alguna ventaja. «Al
menos, escribía Roocher, sabíamos la marcha de la Convención y la
del tribunal revolucionario.» Después, dice: «qoe le evitaba todos los
calcólos y combinadones de temor. »
Paciencia era la palabra de lodos los presos, afiade el mismo Roo-
cher; mu, como dice un proverbio inglés, la paciencia es una planta
qoe no brota en todos los jardines.
En efecto, en San Lázafo había una porción de presos qoe se
desahogaban en qoqas y amonaras» siendo el barón de Trenck el
primero de ellos, puesto qoe iba de on coarto á otro vociferando, en
bastante mal francés, contra los gobernantes.
Entre los mismos'presa* siempre habia algonos miserables, prontos
á especular con la desesperación de sos compafieros, dando áaque-
111
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882 PRISIONES
tíos imprudentes discursos el colorido dé una conspiración. Se habían
formado listas y hecho denuncias; y en San Lázaro habla también de
lener lugar una conspiración como en él Luxemburgo, los Carmeli-
tas y Bicétre. Además de los verdaderos sufrimientos, hijos de las
severas medidas que contra ellos se habian tomado, ora por la bru-
tal importancia de un ávido alcaide, ora por la ignorancia de un jefe
de policía, uníase la rabia de una esperanza Jferdida aL reconoci-
miento del Ser Supremo, y de la memorable fiesta qué se contirtü
en la manifestación oficial ante la nación y el mundo entero. En las
cárceles habia corrido el rumor de que él gobierno, que unos meses
antes habia llevado al cadalso á los moderados por haber pedido qtie
el reinado de la clemencia sucediera al del terror, creía haber Haga-
do el momento de poder mostrarse, sin riesgo aiguAo, mas blando,
é inaugurar, abriendo Tas cárceles, el nuevo reinado déla moral y te
virtud bajó la protección del Ser Supremo; eb consecuencia, se espe-
raba una amnistía. Por esta razón fué grande la sorpresa, por esta
razón fué Terrible el espanto de los presos y de sus familias, al ver
que dos di as después de la fiesta del ' SSt Supremo, Coutbon hiciese
decretar por la Convención aquella célebre ley del II pradial, que
ya hemos explicado.
Como se ve, al presentar ésta ley diósé ancho campo & hacer pa-
sar por conspiradores & irritados desgraciados, que la mayor parte
eran presos por pretextos ó frivolas sospechas. Después de haber
formado listas y designado las victimas, los denunciadores, cuyos
jefes eran Jaubért, Belge, Manini y Coquery, salieron de San Lázaro
é luciéronse trasladar á otras cárceles. Semé, por demasiado tonda-
doso, fué reemplazado por un tal Verney, primer alcaide del Luxem-
burgo: á su llegada hizo cerrar todas las puertas de los calabozos,
prohibió la comunicación de los corredores y fijó en tai paredes de
la cárcel este
Aviso: se advierte á todos los ciudadanos y ciudadanas que des-
de él 5 (ermidor, todos los días, esceplólos de fiesta, solo dé diez á
doce do la mañana se podrán entregar y recibir los lios dé la ropa
blanca.
Firmado: ftrwy, alcaide.
Desde este dia comienzan las grandes hornadas en San UÍzaro.
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ui ttmori. mi
Ed Saola Pelagia ya hemos dicho los motivos de la aprehensión de
Boucher. Ahora diremos que soportó so largo y cruel encarcelamien-
to con grao filosofía y admirable resignación. Poeta, esposo y pa-
dre, como tal, bajo los cerrojos, vivió de esta vida. Poeta y cantor de
las flores, compuso versos, y continuó el estudio de la botánica en su
correspondencia con so hija, á la cual daba lecciones: buen espo-
so daba todos los dias á su mujer manifiestos testimonios de i< mu-
ra: buen padre, tenia á su lado á su hijo Emilio, que le abreviaba las
horas de su encierro.
Estos distintos sentimientos respiran los dos volúmenes de *uí car-
tas, publicadas por so yerno, en 1797; las miomas que escribió en
Santa Pelagia, ó en San Lázaro, aquetas mismas que están empapa-
das de sus impresiones del momento y que mejor de lo que nosotros
podríamos hacerlo, repelidas veces por el estilo, y siempre por la
verdad, reproducen los diversos sentimientos que agitaron el ánimo
del autor de las Meses.
El 9 germinal escribe de esta manera á su hija:
«En tanto que mi pluma se de-liza de esta ^uerl<> por li, umvdro
Emilio, mi querido hijo, duerme profundamente á mi izquierda so
bre su colchón doblado, entre las seis hojas de mi biombo colocadas
en tres hileras.
|Cuán bien le sienta &*!a a< litud! Al baño, que llenó sus magníficos
cuadros de hermosa- mujeres y lindas ñiflas, si ahora viviere preso
en San Lázaro, Albano hubiera copiado el lecho, 1a postura j loa
contornos de tu hermaLO. Ayer Monsago y yo, antes de acostarnos,
permanecimos largo tiempo de pié con la luz en (amano, conlemp án
dolé ) doliendo entrambos ignorar el arle de la pintura ó del dibujo
Dormía el nifio tendido sobre sus espaldas con una f. ano fuera de su
lecho, y la otra sobre su mejilla izquierda: imponible es tener n uni-
do» mas lirios y rosas. Soy un padre poseído de todo so gozoso or-
gullo.»
El 14 escribe á su mujer:
• Pero, mi buena amiga mia, todo ese desaliento, toda esa despe-
ración, lejos de ablandar mis males, agra\áulos. Núes ¡ros hijos nece-
sitan desús padres, y necesitándolos, lomas esencial en este momento,
ya para mi como para tí, e* vivir por ellos. ¿Por qué quererles usurpar
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884 MISIONES
ásuspadrescon el pesar, con lasinrazon?Bien necesitamos que lleguen
los bonancibles días. ¿Qué seria de esas pobres y queridas criatura*
si tú les faltases? Tanta necesidad tienen de tí como de su padre.
Tú eres el eje de la familia. ¿No es rara cosa que el consuelo salga
de la cárcel, en q«e seis meses hace estoy consumiéndome, siendo
asi qae yo debiera recibirlo de tí? ¿Qué frutos esperas, pnes, si ms
lanzas á tan tristes pensamientos? Sepamos sufrir: en la república hay
gente aun mas desgraciada que nosotros.»
El siguiente día 15 escribe de nuevo á so hija:
«Tu mamá pierde el ánimo, mi querida hija; ella, que portan lar-
go tiempo se ha conducido como yo deseaba, luchando con el infor-
tunio, hela ahí en vísperas de descender de si misma, y en inminente
riesgo de abismarse para no realizarse mas. Anda con tiento, mi bue-
na Mine (te, con toa cuidados, con tu ternura has de combatir aquel
desaliento: por lo que á mí (oca, muy poca cosa puedo hacer en esa
desgracia; por cnanto las palabras, que solo se pueden escribir, pro-
ducen un leva efecto.
Por otra parte, ¿qué es lo que puedo decir á tu mamá que ella no
lo haya ieido mil veoes en mis precedentes cartas? ¡El consueto del pa •
peí cuan débil esl mas los asiduos cuidados, la solicitud de una hija
tierna, las conversaciones intimas de todos los dias, de todos los ins-
tantes, os cuanto la esperanza puede aceptar, ora sea en las cir-
cunstancias, que en torno suyo tiene, ora en su razón ilustrada y
con el buen deseo que se siente de alejar las pesarosas ideas, algu-
nas veces exageradas, por un exceso de sensibilidad. (Ahí todos esos
remedios tienes á mano, tú puedes aplicarlos con fruto. Ea, mi que-
rida Minotte, toma á tu cargo su curación; el éxito es infalible.
Di, repite y persuade á tu mamá, que solo se (rata de correr con el
tiempo, puesto que el tiempo será el que á si mismo se reparará; que
cuando seré libre, pnes necesario es que lo sea; no nos follarán re-
cursos que nos repararán tos males presentes. «Es necesario, dice mi
amigo Séneca, es necesario amoldarse á la suerte, aguantarla sin
lamentarse; y si nos suelta alguna merced, procurar apropiárnosla
para lo venidero.*
Hé aqui el esposo poseído de toda su tierna solicitud.
Pero á menudo, mal de su grado, soguzgalo por la desespera-
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de «mor*. sss
don, revelábase el preso con lodos sos sufrimientos, cono aparo*
ce en «tacarla, de! 1/ florea!, á su mujer: «Bien proBlo hará
cuarenta y ocho horas que ai una señal de vida he visto de ti ni de
mis hijos.
Encuentro tan largos los días de fiesta, que las horas pasadas, en
ves de acortarlos, tos prolongan. T después al retorno déla primavera
vuelvo á mis habituales sentimientos. jCián sensible es tener que
pasarla en la cárcel , sin poder correr por el campo , ai estudiar, ni
recoger, ni secar las plantas! Si ha habido el designio de hacerme
consumir j ah ! certero ha sido el tiro. Sin embargo, esfuériome en
amortiguar del mejor modo que me es dable, la inquietud que me
agita. Paso la mafiana componiendo algo en francés ó inglés y tam-
bién en italiano: acuésteme antea de las once de la noche, y antes de
las seis siempre estoy en mi mesa de escribir. Es cuanto puedo hacer
para pasar la enojosas y largas horas del día.*
Algún liempo después el 6 predial escribía i su hga:
«¡Qué viaje (an largo y qué entrevista tan cortal Atravesar lodo
París para obtener una aparición tan rápida como el pensamiento.
(Ahí mi querida hija, jamás he sentido mejor (mejor aquí quiere decir
mas cruelmente) el fastidio de mi detención. Estar en un perfecto en-
cierro, teniéndoos nqui, cerca de mí, sin ni siquiera poderos hacer una
seffal. ¡Pobres desgraciados! creéis daros algún esparaauento cuando
emprendéis esa peregrinación, creéis hacerme bien á mi mismo; |ay!
lejos estáis de obtener rehilado semejante. Tras esa puerta que se
cierre precipitadamente entre nosotros, me queda una inquietud, una
tristeza, que con todo su peso cae sobre mi mismo, y vosotros mismos
no os lleváis mas gratos sentimientos.»
Después temeroso de haber dicho demasiado, y de haber entriste-
cido á sn familia, prosigue en esta misma carta ele esle modo: «Ocu-
póme tn reanimar mi espíritu, y para elloteogo un buen medio: adi-
vínalo, mi querida Minette: la mar no necesita agua. Tu corazón ¿no le
ha dictado la palabra del enigma? no me cabe duda, ya la has pronun-
ciado. Pues bien; yo pienso en ti, en los buenos resultados que mi
cautividad habrá producido en tu alma y en tu espíritu. Minette ha
encontrado la verdadera riqueza en mi desgracia, que también es la
suya: ella se cria de cada día en la escuela del infortunio.
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tai misara
Un día «in duda nos volveremos á encontrar, padre, madre, hi-
jos, lo los juntos; y á la sazón mi alegría será grande. »
El 5 termidor supo qne constaba en la lista de los conspiradores
en calidad de jefe. Annqne estaba bien lejos de esperar semejante
noticia, recibióla con resignación y calma. Envió su hijo Emilio á so
mujer, y sin osar darle ninguna esperanza, limítase 4 encargár-
selo verbalmente por no fiarse de su pluma» Ronchar mantúvose
animoso, y especialmente en el momento de separarse de aquel nifio,
que él creía no volver á ver: dióle el adiós con la sonrisa en los la-
bios y sin que en sns ojos asomase lágrima alguna, ni en su rostro
se notase ningún síntoma de dolor.
«Lo que mas temo, dijo después, son sos lágrimas. » Retiróse in-
mediatamente á sn cuarto, y entretúvose, durante el dia, en quemar
sus papeles inútiles y en arreglar aquellas plantas que hacia secar
y le habían servido de distracción: después hizo un paquete de
las cartas de su querida Minólo, y las encargó á uno de sus com-
pañeros de la cárcel para que después de su muerte las e frega-
se á su familia. El dia siguiente, 6 termidor, á pe*ar de que á ca-
da momento temia que le trasladasen á la Conserjería, aprove-
chóse del ofrecimiento que le hizo el señor Leroy, discípulo de Su-
vée, de hacer su retrato, para legar ese recuerdo á su familia y -
pmigos. Cuando el retrato fué acabado, él mismo escribió debajo uoa
Poco tiempo después de escritos estos versos, fué trasladado i la
cuarteta.
Conserjería. El dia siguiente, á las once, compareció con sus com-
pañeros ante el tribunal revolucionario, y á las einco ya no existía.
Roucher fué condenado como jefe de los conspir?dores de San Lá-
zaro: en calidad de lal fué el que primero salió de la cárcel y el úl-
timo ejecutado, en cumplimiento á la ley: fué el trigésimo^octavo
que murió en esta jornada.
Hemos copiado el asiento de este preso del registro de San Lázaro,
y es como sigue:
Núm. 2094. -Del 12 pluvioso, año 2*.— Juan Antonio Roucher,
literato, de edad 48 años, natural de Montpeller, departamento del
Herault, residente en la calle Noyers, núm. 24: estatura cinco pies
y cuatro pulgadas, qjos y cejas negras, frente despejada, aariz re-
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dí nmopA. asi
guiar, ojos pardos, boca grande, barba redonda y cara oval: tras-
ladado de Santa Pelagia.
Andrés María Cbenier nació en SO de octubre de 1762, en Cons-
tantinopla, donde su padre Luis Ghenier era consol general de Fran-
cia: su madre toé una griega, célebre por su belleza y talento.
t Así por una feliz casualidad, dice un biógrafo, el qne debía apa-
recer entre los modernos como un discípulo de las musas griegas, sus
más queridos amores, nació enfrente de la margen célebre en que
Homero caotó sus obras inmorUles, y en un clima parecido al que
inspiró á Teócrito. A los diez y seis afios era un hábil helenista y to-
dalia era alumno cuando tradujo una oda de Safo, llena de sentimiento
y bellezas poéticas. El amor á las artes, el sefialado gusto de Andrés
Chantar por el estadio, el encanto de una alma candida y pura, atra-
jeron btóa él la estimaekm y afecto de Pallbsot, de David, el pintor
de tos Horados, y de Lebrtin, que ya presintió en él un poeta. Esci-
tado por sus dictámenes, dedicóse al trabajo con tanto ardor, que bien
pronto cayó enfermo. Sus amigos, los hermanos Trudaine, llevaron*
sde á viajar por Suiza: á la sazón Ghenier tenia veinte y dos afios.
A la vueHa de esa comarca pintoresca, cuyas bellezas, ora risueñas,
ora silvestres y sublimes, habían exaltado su imaginación, se agre-
gó con el conde de la Luzerue, embajador en Inglaterra.
Desfrutándotelas ocupaciones diplomáticas que no se avenían
non las ilusiones de su imaginación, abandonó la Gran Bretaña, y tor-
io á París en 1790 al comenzar la revolución. Apoderáronse de él,
A la faz, la poesía y tu libertad, como dos genios familiares: entonces
hté cuando empezó á erigirse el editcio de su reputación.
Bosquejó diferentes poemas sobre distintos asuntos elevados ó li-
geros, que atestiguan sus esfuerzos para alcanzar la gloria. Cuando
eatá verdaderamente inspirado, la melodía de sus versos encanta,
na la ?os de una doftoella, que canta con el corazón y voz de un ángel.
Rada diremos de Cbenier como poeta, sus obras son conocidas de
lodo el modo; y boy en día se eatá trabajando para la publicación
de una edición completa: en los límites que nos hemos sefialado,
Andrés solo noa pertenece en calidad de preso, y considerado de
este stit-rto, es el mu interesante que i nuestra pilma se ofrece.
Jévtn lleno de talento, de seatiarienlo y fluidas, había ya dado ¡nía-
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m nmonps
libios prenda de que en el porvenir ofrecería un gran poeta .4 le
Francia. Su muerte fué por dos circunstancias fatal: la wa per pe*
recer dos días antes del 9 termider, y, según se dice, las ¡Balancias
que hizo su padre para salvarle perdieron al que tema eqperaua
de que se le olvidase; y la olra, el interés real que se une & esta ca-
tástrofe; esas circunstancias, del todo dramáticas, debían escitar
i varios escritores á dar á Ipz toda especie <}e narraciones. Esto es
lo que ha acontecido. Andrés Chenier es el héroe d? vn dramk, Anr
drés Ghenier es el héroe de una novela.
En Nádame Rtland y en Stello, figura jnuy distinto de lo qm fué»
en mengua de la historia contemporánea: en M adame Bekmd se
consigna que él y esta mujer estuvieron en una miema cárcel, en la
que jamás han estado; hácesele sentir un amor que él , el amante de
Delie, en verdad no eeperimentó por un marimacho* En SteUe, se
disfraza á toda su familia; sin el mqaor empachóle viste á si vene-
rado padre de lacayo; y por fin en otras producciones de menor impor-
tancia ban#e cometido errores involuntarios. Dn solo hombre, here-
dero de los Ghenier, el hyo del. general Sa^vm» el sobrino de An-
drés y de Varia José, con documentos en la mano ha aliado la vep
en este combate y puesto en su lugar la verdad d* los bobee»
A sus escritos, á sus noticias, que ha tenido á bien darnos por el
respeto que su tio y su familia le inspiran, y á los nuevos datos que
nosotros hemos adquirido, sernos deudores de la relación que á dar
vamos.
Componíase la familia de Ghenier, en tiempo de la revolución, del
padre, antiguo cónsul general en Conslantinopla, anciano respetable
de setenta y do* afios de edad, y de sus hijee, Salvador, María losé
y Andrés, que en su esfera todos han figurado: Salvador, después de
haberse distinguido en clase de ayudante general en el ejército del
Norte, mandado por Cuttine, fué deninemdocemo noble y destituido.
Retiróse á jBreteuil donde tuvo ocasión de prestar un servicio á un
tal Doby, advirtiéndole del proyecto de Andrés Demen, representante
del pueblo, que tenia el encargo, en Oise, de prenderle. Sálvese Do-
by en París protegido por la señora Laudáis, hermana suya, joven
viuda, que siendo amiga en su nifiez de la seíora del representante
Isoré, este pudo oponerse á los designios de Doaoni Desde esta
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DI BÜftOfi SSt
dia estes, los dos representantes declaráronse en abierta lacha, y de-
fendiendo sos doctrinas, persiguiéronse mfttuamente sos adeptos. Yso-
ré se marcha á Breteoih cela la conducta de Dnmon y escita á Sal-
tador Chenier y á la municipalidad á que hagan ana representación
acerca fas de persecuciones de que se lamentaba. Saltador Chenier la
redactó y la remitid á París; viola Damon y logró la aprehensión de
Salvador, con la prevención, dice el registro, de haber dicho, que /to-
mo* i Ysoré no tardaría* en subir al cadalso, prevención ftlsa, á lo
menos por lo que á este último hace, que era so protector. Salvador
feé encarcelado en la prisión de*Beseovais. María José, poeta nado*
nal de «u época, aplaudido en tos teatros y en las plazas públicas,
tiene un canto qne puede competir con la Marsellesa y fué tam-
bién representante del pueblo en la Convención.
Hemos be*qoe}ado la vida de Andrés hasta él momento en que
nos encontramos. Amante de la fiberUtd, y siempre poeta en sus sen-
timientos, y poeta cual Cálalo, su dechado, no aprobó el grande acto
de la Convención, la sentencia del monarca. Ardiente y generoso,
ofrecióse para cooperar á la defensa de Luis XVI, que le inspire!*
como particular simpatías y Mstima; y escribió una carta, oon la
cual el rey apeló al pueblo del (alio de la Convención. Muerto el mo-
narca, ora creyera estériles sus esfbersee en la política, ó qie la pru-
dencia le dictara ese proceder, llevó una vida oscura y retirada,
entregándose al estudio con Unto ardor, que su salud se alteré do
nuevo. Trasladóse á Versalles para recuperarla, mas apenas vuelto!
taris, donde vivía coa su padre, y convaleciente uun, supo la apre-
hensión deM. Pasloret: marcha precipitadamente á Passy, donde
vivia la mujer de so amigo, prodígala sos consuelos y la ofrece to-
dos sus servicios. Mientras estaba tislttedola, preséntase un tal Gué-
not, portador de órdenes del comité de seguridad general, con un man-
dato de arresto contra Mad. de Pastoral, que Guénot quería cumplir
e» aquel mismo momento. Andrés se esfoena por disuadirle y defleo-
do I la sefiara oon un ardor, imprudente en aquellos tiempos de tanta
efervescencia. Escudado Guénot con las órdenes que tenia en su poder
del comité, tealttndole para la aprehensión de todas las personas
sospechosas de I* casa de Pastoral, prende á Chenier. Le hacen un
interrogatorio que por sus muchas inexactitudes él no quiso irmar:
maou. ni
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después Guénot obtiene mu orden del comité de Paesy y manda lle-
var el preso á Loiembnrgo castodiado por Duchesoe.
No creyendo el alcaide de esta cárcel suficientes las distintas ór-
denes que Guónol presentaba, no quiso admitir 4 Andrés. Duchóme
lo entrega entonces á Guénot, que lo mandó conducir á San Lá-
zaro, donde fué admitido, pero sin hacerle constar en el registro.
Aqni acontece an hecho estrano, primer eslabón de la fatalidad
que ha pesado en el destina del preso.
Su padre, M. de Cheoier, al saber la aprehensión de so hijo, vise
precipitadamente & San Lázaro y anticua verle; el alcaide le contesta:
—Entre los que eniraroo ayer, este nombre no está.
M, de Chenier, lleao de esperanza, se va al comité de salud públi-
ca, declara esta circunstancia que manifiesta la ligereza con que te
procedió á la aprehensiva, y suplica la libertad de su hijo. Encuentra
á Barriere y se dirige á él, quien le recibe con aquella cortesía fuese
hiao proverbial, y le promete la libertad de Andrés. Dos dias des*
pues IL de Ghenter vuelve á San Lázaro, y cuando el alcaide le re-
conoce, dfcele estas crueles palabras:
—¿Es vuestro hijo? buen paso habéis dado: «abo de recibir laór*,
den de sentarle en el registro.
M. de Chenier queda anonadado» En «iscle, las cosas habían cam-
biado de aspecto: solo un mandato del tribunal revotacianario pedia
borrar este asiento.
A estas •oticias, tomadas de un folleto de M. Ghenier, lobrinoy
nosotros en so corroboración afiadiremos otras: beatos copiado é
asiento de Andrés, que tiene la fecha del 19 ventoso en vez déla del
17, día de su «prehensión,
Este «siente consta en el pequelo registro de este moda:
19 ventoso, alo l.*«-W!~- Andrés Cheoier, 31 afios, aataal de
Genstantinepla, ciudadano residente en la calle Cléry, ndm. $7; es-
tafara cinco pies dos pulgadas, cabellos y cejas negros, frente ancha,
ojos pardos azules, nariz regular, boca mediana, barba redonda,
cara oval: conducido aqui en virtud de una érden del costóte revo-
lucionario de la municipalidad de Passy y preso por medida de se-
guridad general. — Firmado: Bondon, Cramoi$m y Guéwt, comisa-
rio, portador de órdenes del comité de seguridad general.
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me naota. su
Mientras tonto, Dofcy, que Unto debía 4 Salvador, pagó la deuda
de gratitud, saltado inmediatamente de Paria i encontrar á su her-
mano, M. Laudáis, & fin de que por intercesión de Ysoré se empá-
ñate por el encarcelamiento que aqnél sufría en Beauvais. H. Lau-
dáis, Ysoré y Haría José ya se habían reunido para ocuparse de los
dos hermanos. Marta José había manifestado la intención de su pa-
dre de dar algunos pasos cerca los miembros del comité, mal de su
grado. Los tres fueron á encontrar k la hora designada al anciano,
al objeto de que desistiese del medio que ellos creían imprudente y
escitaríe i que se hiciesen gestiones mas eficaces; mas como en la
víspera había sabido que su hijo ya constaba en el registro, encon-
tráronle entregado á la desesperación. Su mujer, la medre de los dos
hijos presos, con todo su afecto se eiforsaba en consolarle. Las tres
personas que llegaron reiteraron sus instancias para que evitase toda
gestión. Gollot d'Herbois era conmigo de Andrés y con su in-
fluencia debía paralizarlo todo en el seno del comité. — Salvador ha
provocado et odio de Andrés Dumon, que personalmente me quie-
re tanto como á un hermano, decia María José; Ysoré lo sabe:
pero yo creo que toda gestión que se baga al gobierno lo echará
todo i perder.
- ¿Pero qué es toqúese debe hacer? preguntaba M.de€henierf padre.
—Nada, contestaban María José é Ysoré.
—Nada, repelía el padre: eso es terrible. En ningún país civilizado
se prohibe la defensa de los acusados, ni la prueba de su inocencia
ante el tribunal, que sea el que fuere, no puede negar la evidencia,
pues la conciencia de los jueces existe; y aun cuando el o lio de los
miembros del comité de salud pública persiguiese á mis hijos, el dic-
tamen de los jueces no los condenará. No hay, pues, inconveniente
alguno en acudir | los miembros del gobierno, puesto que por mal
que el asunto vaya, su mismo odio no haría isas que precipitar la
sentencia, y no existiendo otro medio para obtener la libertad que
una lucha judiciaría, no veo tampoco peligro en acelerar la hora.
—Esta lucha, esclamaron juntos, María José é Ysoré, es la que á
lodo trance se debe evitar.
fil padre no dejó por eso de insistir: su alma, recta y leal, y la
convicción de la inocencia de sus hijos, infundíanle valor para afroe-
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su nimios
tar ti tribunal revolución vio, cuyo* joeqas en» P?ur»ól suíetole
garantía.
Madame de Cbenier, al contrario, inspirad^, por su suspicaz ternu-
ra, se adhirió al parecer de María José y de Ysoré, é hizo que su es-
poso lo adoptase. Acordóse, pues, en esta entrevista, que todos los
esfuerzos tendiesen á hacer que los procedimientos del proceso se re-
trasasen. A este fin, María José é Tsoré debían hablar con fouquier
Tipville y convenirse con algunos empleados del tribunal, al objeto
de que el proceso de los dos hermanos se pusiese debajo de los lega*
jos. Pero al propio tiempo, los dos presos que participaban da la mis-
ma franqueza y valor que su padre, instaban su comparecencia ante
el tribunal. Andrés, en sus arranques violentos, disculpables en su
situación, desahogábase sin cesar, con la energía de la independencia,
contra los gobernantes. Salvador desde su cárcel pedia se le trasla-
dase á la Consergeria.
t Si soy culpable, escribía, que se me castigue; si inocente, no de-
bo estar en la cárcel.» Este deseo de Salvador hien poco tardó en
realizarse, puesto que el 3 pradial ya constaba en el registro de la
Consergeria.
Es de suponer que en esta época, á pesar de la secreta inteligen-
cia de la familia con los empleados subalternos del tribunal» eL pro-
ceso de ambos hermanos siguió sus trámites, pues el de Andrés,
en especial, se regularizó.
En efecto, encontramos una señal muy notable de lo que hemos
indicado, acerca de los registros de entrada: al margen del que he-
mos citado hay la siguiente nota:
«Véase al folio núm. 1095, en que el mencionado Cbenier consta
como vuelto á entrar en el gran registro, en la hoja del 18 pradial.»
Y en el gran registro á la hoja citada, encobramos en la fecha
precitada del 18 pradial un nuevo asiento, en un lodo semejante al
primero, con la diferencia de estas palabras, escritas en la columna
de los motivos, por medida de seguridad general , que han sido es-
critas cerca de las que había debajo, que han sido raspadas; y en las
de las órdenes hay mencionado Mandato de arresto del 7 pradial.
Esta última cita es muy importante en corroboración de lo que he-
mos tentado acerca de la regularizaron del proceso.
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d£ uaota. ss*
Eñ el primer amontono consta bm que nía pura y limpie Arden
del oomilé revolucionario de la municipalidad de Passy, en el cual
el alcaide del Lnxembargo no encontró bastante legalidad para poder
admitir inpreeo y sentarlo en el registro. El alcaide de San Liiaro no
hay dada qae admitió & Cbenier entre otros machos presos, y no se
•percibió de él, por cnanto dtfo & sa padre que no tenían ningna
preso de sa nombre. Dos dias despaes se le pasó la órdea de que
estendiese el asiento, y lo rerilcó haciendo constar en él las órdenes
en virtnd de las cuales se encarcelaba al preso y enviando, como de
costumbre, la copia de sa registro, dia por dia, al comité de salud
pébttca. Cuando Saltador fué trasladado i la Convergería, el t pre-
dial, la igaaldad de nombres llamó la atención délos miembros del co-
mité; se examinó el asiento de Andrés, y como no estaba en debida
regla, segan las órdenes, cuatro dias después, el 7 pradial, se repi-
tió el mándalo de arresto, en virtud del cual se ordenó al alcaide
qae hiciese na nuevo asiento: y esto es tan probable, como que el
alcaide para evitar que se creyese duplicado, escribió al margen dal
asiento del gran registro la siguiente nota:
«El llamado Chenier,» qne consta despaes del 19 ventoso, no es-
tando sino registrado en esta hoja, no figura en la recapitaiackm. •
Esta Alé también ana de tas circunstancias fatales que contribuye-
ron en el fallo de Andrés. Sin embargo, la impaciente tornara de
M. Chenier, padre, no se satisfacía con las solas garantías qne le
daban los empleados del tribunal, no veia suficiente eegnridad ea
este medio, y asi es que en todas las conversaciones con sa Cunilia
manifestaba sus recelos.
—Pero, padre mió, le decía María José, hágase V. cargo que no
hay otros. Estos empleados tienen la suerte de los presos en sus ma-
nos: de ellos depende poner un a»unto en estado de someterlo al tri-
bunal revolucionario: ellos son los qae establecen e! orden para qae
los procesos sean clasificados por el tribunal; ellos pueden, fingiendo
qae lo hacen sin motivo, poner siempre debajo de los demás el pro-
ceso de un preso cuya vida no quieren poner en peligro: V. ve. qae
Ysoré le dice k V. lo mismo. Le suplico encarecidamente qae nos
escache V., que nos deje V. hacer.
—Mi querido hijo, respondía M. de Chenier, tú hablas como uajó-
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m rusMKUB
ten que do vé mas que un medio que le sonríe, sm atender que mil
circunstancias pueden hacerlo ilusorio. ¿Puedes negarme que si Bar*
rere hablase en favor de tos hermanos al fiscal, seria cierta su li-
bertad?
—No hay duda, contestó Ysoré, si se dirigiese & Fouquier-Tinvi-
Ite, pero no habiéndole en favor de sos hijos de V., sino haciéndole
y reiterándole una petición formal: y esto no lo hará.
—No puede hacerlo, atedió Maria José, puesto que Collot d'Her-
bois no consentirá jamás en soltar su presa.
—No se trata de este hombre, dijo M. Chenier.
—Dispense V., padre mió, replicó María José, V. echa en olvido
que si la aprehensión de Salvador y el encarcelamiento de Andrés
proceden de una orden del comité de seguridad general, el comité
nada hace sin las órdenes del comité de salud pública, y Barreré no
puede pedir como particular una cosa contraria á lo que ha mandado
como miembro del comité.
—Sin embargo ¿quién le obligó á decirme que mi redamación era
fundada, y que daría prisa á fa salida de Andrés?
— jAhl ipadre mío! ¡padre mió! en nombre del cielo no haga V.
cosa alguna.
También esta vez accedida que se procediese secretamente por
sus dosjrijos, evitando por su parte todo paso ostensible.
La señora Laudáis sé habia encargado particularmente de la cau-
sa de Salvador: asi es, que ella, por medio de un portero, habia enta-
blado con él una correspondencia en la Gousergería, y entendién-
dose solo con los empleados del tribunal, logró salvarlo; de mo-
do que el 9 termidor se le puso en libertad: y ahora no podemos
menos de decir que Salvador pagó esta deuda de gratitud casándose
con ella.
Por lo que hace á Andrés, M. de Chenier le comunicó el plan de
su hermano, y obtuvo de él mas circunspección y prudencia en su
conducta.
Desde este dia dedicóse al estudio y á la poesía: su padre le envió
su Cátalo y su Popercio y pasó los días en San Lázaro con estos dos
amigos: otros dos amigos también le distraían en su encarcelamien-
to: eran los hermanos Trudaine, compañeros en su viaje á Suiza,
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Andrés apenas dejaba su sociedad y se rosaba muy pecóos* loaolroa
presos. Por otra parte, como la mayor parte del tiempo la dedicaba
ai estadio» casi habia logrado echar en olvido so encierro. En efecto,
la prueba evidente de so aislamiento es qne en la multitud de me-
morias de los presos, ninguno habla de él, y si alguno le menciona,
es de una manera vaga, siendo asi que Andrea en todas parles debía
hacerse notable.
Es una cosa sorprendente que ni Roucher ni él se hubiesen conoci-
do en San Láiaro, pues de otro modo Roucher hubiera hablado de él
á su hija, en su voluminosa correspondencia, singularmente en la
carta en que haMa de las estancias de María losé. Andrés, pues,
resignado con su profunda oscuridad, veía deslizar los dias en la cár-
cel entre la poesía y la sociedad de sus amigos Trudaine.
No obstante habían transcorrido tres meses y las cosas se halla-
ban en igual estado» Bastante se habia alcaaiade sustrayendo el pro-
ceso de la vista de sus acusadores; temíase que los empleados no po-
drían hacer mas de lo que habían hecho, y que alguna de los susti-
tutos no denunciase el proceso. María José é Tsoré volvieron por su
parte & hacer gestiones, mas las de María José no tuvieron buen éxi-
to. Un dia habló á su colega Dopin, que guiaba de gran crédito en
loa comités, pidiéndole la libertad de los presos.
—Tú pide» la libertad de tos hermanos, respondióle bruscamente
Dupio; si fueses un verdadero patriota, tú mismo los entregarías
al tribunal revolucionario.
Crueles faeronestai palabras para María José, no por temor del
choque coa Dupio, sino por ver en ellas cuan sospechoso era al par-
tido doiüinanle. En efecto, las oosas llegaron á tal punto, que María
José veíase amenazado todos los dias de verse encarcelado como
sus hermanos: el mismo Tsoré ya le consideraba perdido.
Cbenier, padre, abrumado por esta situación, esclamaba en sa de-
sespera ion:
—De mis tres hijos ni uno solo me dejarán: todos me los devorarán.
Y desde este día, no podiendo contar con las gestiones de María
José, se concretó á defenderse él mismo y á obrar directamente, vol-
viendo ¡x su primitivo proyecto. Parecióle este tanto mas eficaz ha-
biéndote promulgado recientemente la ley del ti predial, y y* que
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m mmosisi
M. de Chétofcr no vél* otro medio sino (fué Andrés evítate tos debates
judicial**, bhrfgitt, pues, á te comirfon encargada dá etámen de lis
•prehensiones, que no era otra que las comisiones populares de que
heñios hablado, un escrito justificativo acerca de la conducta de Su
hijo.
Por este medio esperaba promotor una decisión pftHmfiar, sin
ningún peligro momentáneo; mas no sucedió asi, pues ninguna con-'
testación obtuvo á su escrito.
En tanto que el tiempo pasaba, las aprehensiones hacíanse toas te£
ribles. María José é Ysoré metiéronse en la conspiración que quería
derribar á ftobespierre, y á este Hn M. de Chenier habia recibido to-
das las cofiAdienciag de su hijo; mas temía esta lucha y dudaba de
su éxito.
Era el dia 4 termidor, y H. Laudáis fié á ver á TsoM en el
momento en que este se iba á la Convención. En su ademan y en
tus actitudes vetase cuan turbado y agitado estaba: coge un basto»
de estoque, que desenvaina hasta la mitad, y dice AM. Laudáis:
—Si dentro de tres 6 cuatro chas no se ha acusado á RobMpiette,
ved ahi 16 que me servirá en la Convención.
— ¿Y los presost esclama H. Laudáis, Heno de terror.
—Jamás han estado mas seguros; nuestras discusiones no noe per*
miten ocuparnos de ellos.
H. Laudáis se vá inmediatamente á casa de H. dé Ghenier:
mili encuentra á María José y le cuenta lo que beaba dé pasarle, f
aquel se va apresuradamente á reunirse con Ysoré.
M. de Ghenier queda solo con M. Laudáis y le comuriicá sus te-
mores acerca el malí éxito del golpe de estado que se intentaba.
—Si Robespterre vence, decía, hará otra mortandad de prisioneros.
—Muy fácil será que engallen á Ysoré y á Sus eoátigados, puesto
que han de tratar con los hombres mas traidores y mas pérfidos del
mundo: en todo eso María José juega su cabeza, pero está tan en-
colerizado con esos miserables, que no hay medio de poderle contener.
—Los acontecimientos que van preparándose me espantan. Ayer
be querido ir á ver á mi hijo á San Lázaro: me han rechazado bru-
talmente, y á fé que no he ido muy á menudo; [pero esta deneg*-
cton es horrible!
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de naorA. it7
En efecto, lo hemos dicho ya, está prohibida toda espede de co •
monicacion con los presos. Andrés se valia de la ropa sucia para es-
cribir i su familia: metía en medio de ella «dos pedacitos de papel
rollado, escritos con «na letra muy menuda: es neoesario haberlo fis-
to como nosotros, para formarse ana idea de lo poco qne abultaban
esos pequeños billetes. De este mod¿ entregaba sus yambos, y no
pasándolos por debajo la pieria y confiándolos á un preso, para en-
tregarlos i su familia, despies del 9 lermidor. No bay duda de que
9u padre recibió este dia algunos versos que inundó de lágrimas.
Viendo que la situación iba empeorando en su impaciente solicitud, y
enteramente desconfiado del plan de María José» vuelve precipitada-
mente á casa Barreré, le pide noticias de su solicitud y la libertad
de su hijo. Barreré le contesta con palabras comunes, mas el des-
graciado padre manifestóte exigente; y no se contentó, como la pri-
mera vea, con vagas promesas. Barrare tuvo que hacerle una for-
mal.
Dentro tres dias, le dijo, vnestro tayo saldrá. M. de Chenier, con
grande esperanza, volvió á su casa sin hablar palabra anadie del pa-
so que sabia que todos le vituperarían, y que él creía tan bueoo para
Andrés. Pero la consecuencia de aquella entrevista fué el traslado
de la solicitud del padre, de los comités de salud pública y de segu-
ridad general, al fiscal, con la orden de someter con toda urgen-
cia el proceso al tribunal de la revolución. Esta orden tan repentina
infundió espanta á los empleados del tribunal, sobornados por María
José. Temiendo que se les hubiese denunciado, estaban tan turbados,
que al buscar el proceso de Andrés, unieron impensadamente con el
de este el de Salvador, que contenia la denuncia de Andrés Dumon.
Fouquier-Tinville, á quien no se habia enterado de los dos asun-
tos, evitando hablarle de ellos por no despertar su celo, al redac-
tar precipitadamente la acusación oonfundió á los dos hermanos y los
hechos de que se les hacia cargo.
Andrés compareció al tribunal revolucionario el 7 lermidor: el 6
habia sido trasladado á la Goosergeria, como hemos visto. Su her-
mano Salvador, ignorando que estuviese en la misma cárcel, no pudo
tener el consuelo de despedirse de él. Solo en la vista y en el inter-
rogatorio que se hito á Andrés se apercibieron de la confusión que
tts
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899 PRISIONKS
habia en la acusación entre los dos hermanos. Promovióse una dis-
cusión acerca la profesión de Andrés, que se dijo era ayudante gene*
ral. Pero el segundo fiscal,, trazó una diagonal en los párrafos déla
acusación que no pertenecían á Andrés, y se continué la vista. Así
al menos consta en el proceso que se conserva ea el archivo de la
Audiencia.
Estando en el tribunal Andrea, en el acto de pronunciarse su sen-
tencia, dándose una palmada en la frente, eiclamé.
¡Y sin embargo algo tenia yo aquil
No pronunció otras palabras, como gratuitamente se ha supuesto*
ni tampoco se confundió coa esta idea al desenvolverla; fué una es-
clamacion del poeta que se abstraía del tribunal político, que no veia
mas que un porvenir de gloria roto por el hacha revolucionaria; fué
so única queja arte los jueces, fué su adiós 4 osla tierra*
. Seutimps vivamente que la tradicitn popular de la primera esc*
na de Androm^ca, declamada en el carro por Andrés Chetíer y Ron?
cher, ae seamos que una fábula* Ea efecto, la muerte de Ion dos
poeta* declamando los tallos verwsi <te Bacift^ ai machar al cadal-
so, ea poética y admirable. Fácilmente concebimos quehaya brotado
del pico de la plum* <ta Lwpiradea escritores, mas nos Tenes obli-
gados, aunque 1149 cueste trabajo, á eeasigpar ep este tíbns que se-
meja c te hecho es un puro invento» A este fia vamos á publicar una
caria de AL de Chenier, mas interesado que nadie, por su respeto y
afecto filial* A corroborar esta tradición en su familia. Esta carta ma-
nifiesta adeqaás el motivo porque no hayamos creído de nuestro deber
estendernos mas acerca de Andrés Chenier, ya que sua obras no sos
enteramente cqaocidas.
París 20 de setiembre 1845.
Muy sefior mió: contestando Ala pregunta que V. se sirve hacerme,
acerca del objeto de los biógrafo*, que dicen de mi lio Andrés y de
Roucher que al encontrarse en el carro fatal, declamaron hasta el
pié del cadalso la escena de Afldromaoa:
¡Ahf ya que encuentro un amigo tan fiel, efe., tengo el honor de
decir á V. que este hecho creo es una pura invención. Además, aun*
ca he oido decir á mi familia que Roucher y mi lio se hubiesen
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DI lütOPA III
conocido en este mando, ni meóos en Sao Lázaro durante so encar-
oelamiento.
En la noticia que tengo escrita, sobre mi tío, he explicado el moti-
lo porque me parece inexacto este hecho: esta noticia todavía es iné-
dita, pero la publicaré en ona obra que titularé Estudios $obre An-
drés Chemer: en ella habrá noticias históricas de mi abuelo Luis Che*
nier, de mi padre y de mi tio María Jos¿; muchos son los hechos ig-
norados, ó mal conocidos, que en ella consignaré.
Hé ahi en resumen, por lo que hace á la pregunta que V. me diri-
ge, lo que me ha demostrado la inexactitud de la escena declamada.
Andrés, como hemos notado en la conrersacion de anteayer tar-
de, no estuvo unida con ningún lazo con Roucher; nada consta que
pruebe qne trabasen amistad en San Lázaro. Después, cuando sen-
tenciados á una misma pena , faetni conducidos á la barrera del
Trono, sitio eo que tuto lugar ta sentencia, eo tomo suyo no tenían'
mas qne sus compafferos de infortunio, y ninguno de ellos se esca-
pó del suplido: los moldados que les escoltaban, el conductor del car-
ro fatal y la multitud qm hatritualmente se «pifiaba en esos borri-
bles espectáculos, toda esa gente era seguramente demasiado igno-
rante para saber lo que las dos victimas hubiesen podido declamar;
y por otra parte, aunque en esa multitud hubiese habido personas
suficientemente enteradas de nuestra literatura, para conocer y rete-
ner en su memoria tes Tersos declamados, daré es que estando la
misma multitud á cierta distancia del lúgubre carro, con el ruido de
este, no les hubiera sido posible oir la declamación, á no ser que se
hubiesen declamado los versos con tos estentórea.
Respecto á la frase: ¡Y sin embargo algo tenia yo aqtd ! la he oído
repetir, no solamente á mi familia, si que también á una persona que
asistió al tribunal revolucionario; pero no la pronunció en el carro,
sino al salir del terrible tribunal, cuya sentencia era sin próroga ni
apelación. Era una reflexión que parecía se hacia á si mismo. Esta
es, caballero, la solución que puedo dar á V. á la contestación que V.
me ha propuesto. Si V. cree de alguna utilidad la publicación de esta
larga carta, le faculto h V. para ello, ano ser que por la precipita-
don con que está escrita, la crea V. indigna de ver la luz públiea, etc.
DeChenier
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•00 PUSIOMB
Mas si nos yernos obligados á do dar crédito á osla tradicioa , al
menos podemos atestiguar el hecho del envió de sus yambos eo los
últimos dias de sa encierro» que verificó, según hemesdiobo, cob
sn ropa sucia. El papel en que están escritos es muy delgado, do
tres dedos de ancho y ana longitud, poco mas ó menos, de uoa cuar-
ta. Los versos no pueden leerse sin el ausilio de un lente.
En nuestras manos hemos tenido esta reliquia y oteas del malo-
grado Andrés, de las, cuales M. de Ghenier ha formado un piadoso
museo, y que gracias á su celo, no serán perdidas para ia posteriásd.
Los versos de que hemos hablado constituyen el testamento del poeta,
su último aliento, su último pensamiento, como fué su última qieja
la palabra que pronunció después de su sentencia. Estos versos pis-
tan con la mayor fidelidad el estado de so alma, pues no cabe dado
que fueron hechos después de la priptera traslación en eUgomealoea
que se estaban pregonando las listas en lacera! y en qneel peli-
gro era real. , /
Aquí enmudecen lodos los que han dado noticias de «rio* yambos,
mas no asi el poeta, puesto que «igw*4 vía* de cíen los primeros,
tan bellos, tan armoniosos como tríales, Andrés Ghenier tenia 31
afios, 8 meses y i6 dias. Suedad y loa venes q*e hemos citad* has-
tan para su oración fúnebre,
II.
Dictamen de Paganel. — Decreto de la Contención.— Migelli, Mamada Aspasia.— Su
paaran por un nobJe*-~6o abandono.— So locura.— Asesinato de Ffrand.— Ijeco-
cion de áspasia.— Jaaia Marta Marín, viada de Morin y sn tija. — Crimea meéitada
en lasBati^aolles.— El escotillón.— Ajaenaias de lamerte»-— Apwoeoaion.—aoJrt
— La poetisa en S. Lázaro.— Su muerte.
En la sesión de la Con vención del 25 frimario, año 3* (15 de di-
ciembre de 1 794) Paganei presentó un dictamen acerca las mujeres
condenadas á reclusión y presas en Vincennes, en la Forcé y en Bicclre.
Este di el amen señalaba una multitud de abusos de todo linaje, come-
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D81UR0PA 101
lides en estes distintas cárceles, la falta de disciplina y la dificultad
de poder establecerla entre las presas. Consideraciones, qne se expli-
can fácilmente, conducían fácilmente al autor del dictamen á mani-
festar qne las mujeres debían estar en ana sola cárcel en vez de tener-
las encerradas en un lagar en qie había hombres. San Lázaro estaba
desocupado desde la víspera, según hemos visto, y como Paganel pe-
dia que esta cárcel se destinase, desde aquel dia, para las mujeres,
la Convención publicó un decreto adoptando esta medida. En su con-
secuencia, y pasados algunos dias, que se consideraron necesarios
para arreglar el edificio al objeto para que se Te destinaba, se verifi-
có inmediatamente la traslación de las mujeres detenidas en Vmcen-
nee, Bicetre y la Forcé.
De esta época datan en Francia las cárceles especiales para las mu-
jeres: esta medida faé un gran paso para el sistema penitenciario.
Encargóse á la administración de policía la redacción de un regla-
mento, que rigió muy poco tiempo, ya porque se hizo precipitada-
mente, como por resentirse de la época en qne se hizo. Cada dia la
experiencia les impuisaba é afiadir nuevos artículos, pero hasta que
se eslaMeciem calegotfas no se entró en la buena senda, y perse-
verando en ella, creáronse tas casas centrales de mujeres, hasta que
por fin se llegó á la actual organización, qne, después de habef pa-
sado por distintos ensayos y diversas fases, es una de las institucio-
nes de que podemos estar satisfechos.
No vamos á seguir paso á paso á la administración en todos los
cambios ó ensayos, que ha esperímentado ó hecho, limitarémonos
á presentar un cuadro fiel de la actual organización al fin de este
capitulo. Tampoco haremos la historia de las majares presas, por los
motivos que varias veces hemos explicado; no obstaste, tomaremos
una de cada época para dar na idea del personal de esta cárcel.
La última mujer célebre que durante la revolución se encarceló en
San Láiaio, fué Carlola-Migelli, llamada Aspasia.
Esta joven muchacha, de notable belleza, era hija de un batidor de
la casa del príncipe de Conde. Al comenzar la revolución, esta jóveo
concibió una violenta pasión por un noble, que á menudo veía siem-
pre que iba á casa del principe, y en el cambio político qup oonmo-
via á la Europa, no veía mas que la igualdad de clases y coudiáo-
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SOt MUSIOÜBS
nes para poder pertenecer al que en secreto amaba. Eo efecto, e¿te
noble lardé poco en sufrir las persecuciones de que eran objeto todos
los de sa dase.
Carlota-Mígelli celábale sin cesar y le sustrajo de lodos tos peli-
gros; sin embargo, no se atrevió todavía á declararle todo el amor
qne por él sentía. E! noble fué el que primero le habló de amor,
pites al verla siempre delante de él, sintió por ella uno de esos ca-
prichos de gran sefior, de que tantos ejemplos nos han ofrecido los
antecesores de su clase/ Al oir esas palabras tan dulces y esperadas,
Migelli, cnal otra virgen, bajó sus ojos, mas luego alzándolos con
todo el ardor de una pasión largo tiempo comprimida, fe declaró ¿1
secreto amor que la abrasaba. Franca y enérgica en su declaración,
rechazó al noble que la tenia en sus brazos, y nó quiso dar oídos i
sus palabras hasta que la prometió casarse con elta.
—Hasta ahora os he salvado, le dijo ella; rio ha sido pof un seo-
ttmientode egoísmo, por cuanto ningún reconocimiento 'esperb/
El pensamiento solo deque vos Vivís, y que vivís por mí, básta-
me para quedar diurnamente recompensada. Wa otro tiempo hubiera
quizá consentido en ser querida vuestra, puesto que con mi amor y
mis anidados hubiera estado segura de que nó es habríais separado
de mí. Ahora "vos no podéis permanecer mucho tiempo en Francia,
mas tf tóenos (arde tendríamos que separarnos, y yo no me aienfo
con fuerzas bastantes para sobrellevar, á la vez, algunos remonfi-
mientes y vuestra ausencia. Si creéis como yo, qne lá nueva época
que se espera os permite casaros conmigo, sin que osavergonoeis, de-
cídmelo, que yo seré vuestra para siempre. Hubiérame resignado eo
otro tiempo, pues pertenecíais á una clase mas elevada; abora yo me
siento mas fuerte y poderosa que vos, no temo imponeros esta con*
dicion. Hablad, mas hablad con franqueza: si nó queréis, no dejaré
por ello de salvaros.
—Noble y hermosa afoiga, esclamó el gran sefior, ¿<&ómo e* posi-
ble no amarte y admirarte á la vez? Yo me envanecería dé tí si fue-
ses mi esposa. ¿Qué soy yo en este momento sino un proscrito que
pide la vida, que tú has preservado hasta ahora? Por otra parte ¿no
te pertenezco quizás? Cede á mis votos, y te juro á la faz del eielo
que tú sola serás mi esposa.
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DIXUKOpA. tos
Dichosa Migalli con esta promesa, consintió en ser su querida y
continuó en sustraer al noble i todas las pesquisas. Algtn tiempo
después logró on pasaporte para él y salieron para el eslranjero, con
el propósito de casarse y vivir allí esperando. La última noche de-
tuviéronse i dormir i dos leguas de Espafia, en los montes del Piri-
neo. Al siguiente día despiértase Migelli y ge encuentra sola; una
carta que ve encima de su cama la entera de la salida del noble que
la babia abandonado: su lectura la sumerge en nna desesperación
tan violenta, que la acomete un vértigo. Se levanta, á la ventora re-
corre las montadas; da inarticulados gritos, siente que sus peosa-
miento* se desvanecen y vase hacia la frontera de Espafia en busca
del que ella llamaba su seductor. Se babia armado de un cuchillo y
vagaba i la ventura. Por la Urde naos pastorea la encuentran mo-
ribunda, y al siguiente dia la conducen al pueblo.
Durante el camine ni una sota palabra pronunció; parecía estar
completamente absorvida. Ante las autoridades pronunció algunas
incoherentes palabra*, y entre eUas el nombre del noble y de aus
proyectos de vénganla. Migelli estaba loca* Lleváronla á un hos-
pital, y allí debidamente cuidada, recuperó su salad y su razoo,
pero sentía su dolor mas vivamente. Vuélwe 4 París al lado da
su madre, mas allí de resultas de lo que le había pasado, se apoderé
de el<auna exaltación febril. Una intermitente locara la acomete, y
en sos momentos de delirio recorre las calles arrojando de su boca
imprecaciones árnica los nobles y pidiendo su muerte. De vet ea
cuando, acordándose de la opinión de su amanta* interrumpa sus
maldiciones para efreoe* al rey sus ligrimas y pesares; pero las mas
de las veces eea joven muchacha se presentaba con todo el brillo da
su bellota, ante la admirada multitud, «adamando:
«—¿No as verdad que soy hermosa? T sin embargo, jnn noble me
ha engallado; un noble me ha vendido, un noble me ha despreciado!
¿El 4U¿ de vosotras quiera vengarme, me tendrá por querida!
¥ luege escogía «aire la multitud al que le parecía mas esforzado
y huía coa él. Por esta raxoa la Mamaron Aspasia, nombre que ha
quedado consignado *a loe'festot revolucionarios.
Abasia e§ la mas terrible obrera de las tribunas: en todos loa mo-
tines, en todas las juntos revolucionarias tiene su sitio sefialado.
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Mt mstoms
En lo mas recia del lerror, de resultas de unas dispute que tivo
con su madre, sobre su conducta, la dénmela como c*nlrare*&tacio-
oaria. Después que la hubo cesado su delirio y tié que las puertas
de la cárcel se cerraban (ras de ella, la desesperación se apodera Hue-
ramente de su alma, y recorre las calles á los gritos de / fiva el Jbyf
A su Tez la prenden, y presentada al tribunal, la pos» en liber-
tad atendida su locura.
Después del 9 termidor continuó figurando en todos los motila
revolucionarios fomentados por la Mentada. Iba principalmente de-
trás de los diputados Gamboulas y Boissy d'Anglas, á quienes quena
matar, bajo el preteito de que la faltad* pan procedía deeHos.
Ella fué la que motejó á Boissy d'Anglas Bmty-hambre. El tt ven-
toso, alio 3.f (17 marzo 1795) condujo al pueblo darlos arraba-
les á la Contención para baoer derogar el decreto que restringía la
distribución de víveres. El 12 germinal, alio 8.9(1.° abril 1795)
llevaba la bandera con el letrero de Pan y emtitocitnde 1798. En
fin, en la famosa jornada del !.• pradiat, alio 8.* (80 mayo 1798)
estaba en el grupo que asesinó 4 Perraud. Herido este por primera
vea, y tendido en el suelo, el grupo iba á abandonarle; no hay duda
que se hubiera sábado, pero Aspasia se lauta sobro él y con retum-
bante voz esclama:
—[Té quieres k los nobles y quieres que vuelvan: eras un traidor
como ellos!
T cogiendo sus- mecos, le golpea con ellos la cabeza hasta que es-
pira. Después, en tanto que se llevaba el sangriento trofeo delante fe
Boissy d'Anglas, quien «ó en esta ocasión aqueHa prueba de valor
que le ha inmortalizado, recorre el salón de sesiones, pufialen
mano, pidiendo á voces á Combantes para asesinarle; sube á la me-
sa del presidente y le amenaza. Obligada ella y el pueblo á evacuar
el salón, no desiste de sus proyectos: algunos diasjdespues, con el
mismo puñal acechaba á Combadas para matarle.
Presa por este hecho, condujéronla á San Lázaro el 8 del mismo mes.
Su aprehensión dio lugar 4 la formación de un largo proceso, eo
razón también del lenguaje y actitud de Aspasia en la cárcel.
Encerrósela inmediatamente en un calabozo, vigiláronla <
mujer peligrosa, y se apresuraron á interrogada.
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UB gütOFA SSG
Pero «1 marasmo de que se botaba poseída y el sitado en que se
cueei>ró, i tal poete llegaren, que á <*ums peste contestó á lee pre-
guntas del interrogatorio. Visitada por el Médico, justificó este el mal-
eetado de su esbeaa, y que para reeotmr su rasen Decasílaba estar
en libertad y al aire Ubre. Desde este día se le permitió pasear por
loe dormitóme y |oe patios. En efecto, algnn tiempo después para-
do qae había recuperado so razón, puesto que no tardó en tomar
aquel fono braco y resuelto que le era tan característico. Repetidas
veces se euooleriiaba con loe administradores y el alcaide porque le
tenían entre ladronas.
' Miraba á eelas ooa gran desprecio, y muchas feces, con riesgo
de su vida» paeabaá vias de hecho can eltas. Siempre estaba dicien-
do que tenia derecho de estar en el mismo calabais de Cariota Cor-
da?, per cuanto había intentado cometer el mismo crimen que ella:
' y reclamaba este celabeso, creyendo esta reclamación justa y por se-
pararse de sus eeatyafaree de San Lázaro.
El poder de aquella época, á pesar de loa precedentes que tenia de
que bahía sido puesta en libertad por Atlta de juicio, creía que As-
pasia desempeñaba el papel de loca, siendo en realidad agente de un
complot. De toda suerte, y sin cesar, eetrechábasela para arrancar-
le alguna declaración, mas todo fué en vano. Aspasia solo declaró
que los realistas y las iogteses la habían esoitado para asesinar i
Camboolas y Boissy d' Anglas: no quiso citar jamás á nadie:
Viendo qoe no se la podía arrancar otra confesión, íné juzgada el
' lt predial, afle IV; y condenada á muerte; su sentencia se verileó cio-
oo días después. Fué al cadalso con valor arengando ai pueblo y mal-
diciendo á las nobles: pocas horas antes de morir pidió flores, y con
eNas se tejió una oerona; con eHa quería subir al carro fetal, mas no
le feé permitido. Carlota-Migelli, llamada Aspasia, solo tenia véate
y cinco ates, y se hallaba en lodo el esplendor de su belleza.
La segunda que vamos á mentar es la viuda Moría, célebre por el
crimen que concibió.
luana Haria Merin, viuda de Morí o, y su hija, cuya beltaa se hi-
ao notable en todo París, atrajeron á las Batignoiles á M. lagoulet,
rico propietario.
femó tas BaügaoNee en nqueNa época un lugar desierto, con algta-
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m matóos
sas casas aisladas de trecho en trecho. Posesora la viuda torio de
una de ella*, allá lavo logar la cita que dio al rico propietario: llega
este, siéntase en el comedor y de súbito húndese un escotillón i sy
pies, que al efecto ya se había preparado, y cae al fondo <W sélftM.
Sorprendido de este golpe, apenas se levanta ye qqe las im a*jw
Morin le apuntan dos pistolas al pecho, en tanto qoe anonadóle
apnnta otra: obligase á firmar dos letras por i alor de cien mjl frít-
eos, y como ya estaba todo preparado de antemano, M. Rageulot le-
ma la ploma y firma; mas en el mismo momento se abre la puerta
del sótano, y del fondo de sus oscuras cavidades aparecen agentes de
policía, se arrojan sobre las dos mojeres y el criado, y los preaden.
Receloso Bagoulot de la cita que se le había dado, da parte de ella
i la policía. Esta, que largo tiempo vigilaba á estas dos mnjeies ii-
frnclnosameote, sin poder encontrar pruebas materiales contra ellw,
induce á M. Ragoulol á comparecer á la cite, ofreciéndole la protec-
ción de sus agentes. M. Eagonlot tuvo valor de hacerlo, y aconlseió
lo que hemos explicado.
Conducidas estas dos mujeres á San Lázaro, se las procesó. La ota-
dla de este crimen y sus circunstancias especiales conmovieron A todo
París. La madre y la hija comparecieron ante el tribunal de Assise*
todo el mundo las contemplaba, pero la belleza y la corta edad de la
hija atraían especialmente las miradas.
Declaradas culpables, la viuda Morin fué condenada por la vid* i
trabajos forzados y á la argolla: fué 1& primera mujer que sufrió <*
París este castigo previo, después de la restauración de nusslip
leyes.
Por una condescendencia, que especialmente en otros tiempos**
toleraba, la viuda Morin y su bija alcanzaron poderse quedares U
cárcel de San Lázaro: estas fueron las prisioneras que mas largo
tiempo permanecieron en ella, pero con todo el lujo y comodidsdW10
su situación permitía: la hij* concluyó allí su educación.
Por mucho tiempo fueron las prisioneras que mas escitarou 1* <*~
riosidad, pero después ya nadie se acordó de ella**' en JÍ89 06 b*
hizo gracia del tiempo que les quedaba su cendsna, y atar» fiw
en la oscuridad.
Ya nos es dable revelar ug* de las triste» rateos* de San Utwo
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B ptriaetU m aktf ty# ni pb.
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Dt KJlOfA 9S7
que oon preferencia hemos escogido entre otras de circunstancias co-
munes que volveremos i encootrar en las otras cárceles. Nosotros he-
me conocido, como muchos oíros, i la joven, cuya historia vamos á
coalar.
Adela P... nació con pasiones tanto mas ardientes cnanto que
en si llevaban el germen de aquella enfermedad fatal de que la caída
de las hojas señala el fin con la muerte.
En efecto, parece que á aquellos á quienes aqueja esa enferme*
dad, y cuya existencia es tan breve, la naturaleza les ha sometido
á una vida mas agitada por no mermar nada de sus derechos en la
miserable raza humana.
A los diez y seis afios, á pesar de ser hija de una familia honrada
y de estar adornada con una brillante educación, Adela fue seducida
y robada de su casa paterna. Sin madre desde su niñez, su primera
falta fué hija de esta circunstancia. No obstante, siguió á su se-
ductor con la buena fó de una primera y ardiente pasión, le siguió
bajo la formal promesa de que se casaría con ella, siendo arique no
podía comprometerse contra la voluntad de sus padres: después vie-
se abandonada antes de llegar á la edad en que sin ningún consenti-
miento podía contraer esponsales. Entonces conoció toda la ostensión
de su falta, y volviendo los ojos hacia su casa paterna, semejante á
los desgraciados que en sus penas dirigen la vista al cielo, quiso lla-
mar á la puerta de su padre, que ya habia muerto.
Sola en el mundo, sin familia, sin amigos, quiso reparar su falta
llevando una vida pora, exenta de toda critica. Emprendió con brío
su propósito, mas en ella todo fracasaba. Sus fatales antecedentes
ni perdón, ni indulgencia hallaron en el mundo. Las personas á quie-
nes se dirigía en busca de trabajo, confesándoles so íalta con candi-
dez, prometiéndoles un verdadero arrepentimiento, rechazábanla sin
ni siquiera escucharla; mas como ya hemos dicho que era hermosa,
confesaremos que habia, á la par, oüa clase de gentes que querían
atraérsela y la ofrecían un asilo. Al principio siguió con constan-
cia la honrosa senda que habia emprendido, sufriendo todas las hu-
millaciones y desprecios que sobre ella se arrojaban; mostrábase sor-
da i las proposiciones fáciles y seductoras que se la hacían: mas se-
mejante lucha no podía ser duradera. Aquella cabeza exaltada, loca
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m
y poólfea, no pudo concebir que te exptaoioft de su pasado y seguri-
dad de su porvenir necesitase la fuerza de incesantes driores. Adela
sintió espirar so conciencia ante aquella geste del mando sin «¿ser
ricordia, y asa vez, rechazando á lodos los que la despreciaban, se
entregó á los que la solicitaban y acogían con la sonrisa en los liá-
baos.
Joven, de imaginación brillante, graciosa y bella, fué poralgtu
tiempo una de las mujeres mas de moda de París, cuando vivía enw
hermosa casa de la calle de la Paix, y daba bailes y reunieres coa
el postizo nombre que había adoptado. En aquella época comentó á
darse á conocer con algunas ligeras poesías, en las cuales la facili-
dad del lenguaje compite con la imaginación»
Ella tuvoi su corle, sus lisonjeadores y una brillante sociedad;
mas bien pronto estraviironla su cabeza y su corazón. Presa de una
loca pasión por un hombre qne. carecía de los medios del que la ha-
bía colocado en tan hermosa posición, todo lo abandonó, por segur
al que amaba. Al principio soportó con amor y brío las privación
i que se había expuesto, mas después» vivamente impelida perla ne#
cesidaddel lujo, se entregó á una.de esas existencias eqaiveoas,
enyos recurso» no es dable explicar sin enrojecerse.
De la primera falta pasó al desorden, del desorden al vicio y del
vicio al crimen.
En 1838 entró por primera vez en San Lázaro per una saealifc
mas devolvió su valor, y retiróse la demanda. Volvió á la sociedad,
cambió de nombre y vivió oscura y espantada, con el recuerdo k
haber gemido aquellos dias en la cárcel. Pero, ¿cómo.datenetse ea
la pendiente en que se veía arrastrada? Estaba perdida, el vicio de
la cabeza había penetrado en su corazón.
Sin embargo, por medio de honrosas recomendaciones obtuve una
colocación de confianza en casa de un general del ejército otoueano,
residente en París, quien la tuvo en su casa como ama de gobierno.
Colocada allí, el fausto que la rodeaba recordóla su antigua poatáoa,
la escitó la envidia. Los diversos medios de que tuvo que echar ma-
no para alcanzar un especie de estado civil, que ocultara la mujer de
San Lázaro, las hábiles estratagemas de que tuvo que valerse para
escitar el interés de muchas personas de importancia, hietóroalaoon-
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DI
traer deudas, por las cautos te veía instigada, al pato que tema no se
la descubriesen. No tafeé dable aguantar semejante estado mucho
tiempo, y para salir de él 9 no se lo ofreció otro medio que el robo de
ua adorno de diamantes, regalo que un grao seflor había bocho al
geueral musulmán,
Las sospechas recayeron sobre ella; sin embargo, el general !a
mandó decir que lo ilaria quinientos francos, si ella, que conocía me*
jor que él las costumbres de la policía francesa, lograse la devolu-
ción de la alhaja, que él en mocho estimaba. De seguHa habló ella
de valerse de Vidocq para esto 6n: acompañó al secretario del gene-
ral á casa de un hombre, i quien ella llamaba su hermano, siendo
en realidad su amante. Bste dijo qne Vidocq se encargaría del asun-
to, meditóle la suma de mil francos, y de que se retirase la deman-
da. A todo s^ avino el general, y \dela se apresuró á escribir una
carta que hito firmar á su amo, y por medio de la cual la demanda
debía quedar anulada. Adela y el secretario vuelven á casa del fin-
gido hermano, quien en cambio de los mil franco* le entrega la mon-
tura del adorno, y promete que dentro algunos días dará los día*
maules; mas como el secretario del general se había hecho seguir
por un ageote de potiria, este prende i Adela y á su {amante. Pre-
sentados entrambos al tribunal de Assises, acusáronse mutuamente,
pero se justificó que el hombre había vendido el adorno 4 un plate-
ro: entonces el amanta dijo que él obré por orden de Adela, quien
se lo había entregado de parte del general, porque en aquel momen-
to neeesitaba dinero.
Negé Adela el hecho, y sostuvo que era inocente del robo. En va-
no la justicia quiso conocer su vida; ella decía que era natural de
un país donde no existia su té de pila, que era casada con un em-
pleado, cuyo nombre llevaba, y que este la reclamaba en los pe-
riódicos; el acia de casamiento tampoco se eucontró en el lugar que
ella había indicado. Si bien es verdad que algo mas podríamos sa-
ber para escribir esta historia con la reserva que ella exige, no
lo hemos hecho, en raxon de que no nos ha sido posible descubrir la
verdad entre las conversaciones que hemos tenido con Adela y sus
papeles, que están en aoertro poder. Por lo demás la joven, apareció
aub» el tribunal con la aureo'a de poetisa. Poco antes de so apre-
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916 MJSOfUB
hension todos los periódico* habita publicado ana poesía tierna y me-
lancólica, trato de su imaginación. El Iribooal absolvió á su uña-
te y condenó á Adela á tres afios de prisión.
Por condescendencia se la permitió qoe cumpliese su condena ea
San Lázaro: por segunda vez volvió á ver aquellas paredes, qae te-
to espanto la produjeron, si bien con lanía prontitud se dsevensció
de so alma. En los primeros dias de su encierro derramó abaadenleí
y amargas lágrimas.
Adela estaba en cinta: por su estado la pusieren en el esrredsr
de las nodrizas.
Allí, entre (os dolores del parlo, compaso un himno á la Virgen,
qoe sus compañeras repetían por lo bajo en lorao de su cama, para
calmar sns sufrimientos.
En nuestras manos tenemos este himno,, escrito de propia pito.
Son versos de una pureza admirable y pintan el estada de se
alma.
Después de su parto trasladáronla al departamento de las conde-
nadas, sometidas todas al régimen común»
Parecía resignada con su suerte, y tomó la firme resolución de
emprender una nueva vida y borrar ledo su pasado luego de asaba*
da su condena.
Con semejante esperanza consagrábase á la poesía todo el tiempo
que sustraía al trabajo feriado. En sus ilusiones no veía sus reja*,
sus cerrojos; era libre, era feliz. Durante las horas de paseo forma*
base en el patio un corro, en torno de ella, para escuohar sus coa-
posiciones. Sus compafieras admiradas repelían insUativarneute sa
armoniosa poesía y vertían lágrimas cuando ella, refiriéndose asa
propia situación, les recitaba la primera estrofa de un romance tita*
lado La huérfana. Al ver que la escuchaban con lanío gusta, Adela
compaso una deprecación, que ella misma les enseñó, y que se com-
placían después en repetirla. Estaba también dedicada á la Virgo»*
á la Virgen, tipo de santidad y de poesia.
El respeto que naturalmente inspira el talento, y especialmente á
la geule sin instrucción, inspirábalo Adela.
La mayor parte de las condenadas que ao sabia» escribir, la rogt*
ban que lo hiciese por ellas; y de esta suerte se tonvirtié en seere*
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M lülOfi 911
lana áe todo el departamento. Cono escribía cea tanta facilidad en
prosa cono en vana, generalmente redactaba en esta forma los me-
moriales y redamaciones
Mientras aslnve en San Litare, encontróse inundada de compoei-
áones en verso sobre acantos triviales. Muchos empleados de aqaella
etoel ana conservan "versas, que ella les había dedicado. Llámesela
desde entonces la poetisa de San Latero.
Adela no permaneció tres afios en San Lázaro, (mesáronla en li*
birlad antes de concluir sa condena. Al salir de la cárcel quiso cum-
plir el vola que se había impuesto de llevar una nueva vida y bar-
rar sa pasado. A este fin necesario era, ante todo, cambiar su nom-
bre; en efecto asi lo hito. Retirada en un bairie apartado, exigió de
sa pluma los medios de su subsistencia, sin contar con los obstácu-
los cea qae tropiezan todos los nuevos escritores. Ski embargo, no
tajó sa paciencia: dio maestras tales de perteveranda, que so
estrechez tocó los límites de la caridad. No sucumbió, sin embarga,
á esa última prueba que le deparó el cielo.
Una noche salió de su casa después de haber pasado veinte y cua-
tro horas sin haber comido: salió é la buena de Dios, á probar
si el aire, despejando so abrumada cabeza, le sugería algan noUe
pensamiento.
Decidida & morir antes que tender la mano i un amigo, ó desco-
nocido, iba 4 las dos de la madrugada divagando por las calles.
Preocupada, ni se apercibe del tiempo, n; de las solitarias calles en
que se halla. De repente se detiene, acometida de un mal que ja-
más habia sentida con tanta intensidad; sus piernas no pueden sos-
tenerla, la voz se le apaga, y vacilante, se apoya en un recantón
para poder sostenerse; mas de súbito ve un hombre que se le acerca,
sin poder distinguir ni su traje, ni sus facciones; le coge el brato
y puesta i sas pies coa vos apagada, le dice:
«-¡Caballero me muero de hambre!— Quince di as despoes Adela
vivía en una modesta habitación, y no la faltaba nada para so snb-
sntaMia: asta pasieioa debíala al mismo hombre que la habia en-
contrado espirando: era un viejo libertino, que cu vez de cumplir
oso loa deberás que su edad eaigia, esto es, da socorrer y salvará
una mncbaoha que la Providencia le habia deparado, la impuso ver-
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tlt Htfettlftt
gomosa* condiciones, que la desgraciada aceptó. Adela «yóqiedel
vicio á la virtud la transición era demasiado violenta, y dio n pw
hacia la buena senda: de ladrona pasa k wr querida de un viejo;
mas no consideró este paso sino como un medio para alcanzar
60 fio. Al amparo de esta posición, que la avaricia del viejo la kaeia
de cada dia mas insoportable, intentó crearse un porvenir con su ta-
lento.
El viejo se avino por respeto humano en apropiarse un titilo que
le nnia con ella, y que á los ojos del público era respetable: el me*
vo nombre que ella misma se habia tomado, estaba exento de toda
mancilla y de equívocos antecedentes: todo parecía sonreír ea esa
atmósfera que respiraba Adela. Aprovechóse de ella para pnWictr
sus obras y darse á conocer. Con sú postizo nombre, pubKeóen al-
gunos periódicos poesías notables, algunas de ellas dedicadas i
nuestras eminencias literarias, que todas ia contestaron alentando
y lisonjeándola: otros escritores trabaron amistad cofa ella.
Persuadida estaba Adela de que iba á tocar el límite de en rehabi-
litación.
Sepultado su secreto, no creta que jamás pudiese descubrirse,
como, en verdad, hubiera sueedido por lo que hace i las personas
que le rodeaban, puesto que apreciaban su talento y su persao*;
pero los primeros síntomas de una enfermedad mortal, que en sn se-
no existía, forzáronla á suspender sus trabajos, agravóse sn enfer-
medad y se vio sepultada en sn lecho.
Desde aquel dia algunos de sus amigos la abandonaron. El viejs,
que la encontró buena para querida, viendo en ella no mas que on
prematuro cadáver, dejó de visitarla, y sordo á las peticiones que
ella le hacia desde su lecho de dolor, implorándole el éKftno socor-
ro para morir en paz, mostróse el mas refinado egoísta y el cínico
mas empedernido.
Solo tres amigos permaneciéronla fieles, sin contar con el médico,
que también la prodigaba sus cuidados asiduos y desinteresados.
Habiendo estos tres amigos sabido por el médico su miserable
estado, con el ausilio de una suma que reunieron entre dios, hirié-
ronla llevar á la casa real de salud del barrio de Saint- Deois, don-
de espiró pocos días después.
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DB EOftONL til
U casualidad hito que muriese enfrente de la cárcel de San Lá-
zaro.
Al eer trasladada á so coarto, que estaba á la parte de delante,
hiso las mu vivas instancias para que la llevasen i la de detrás.
Sos amigos y los de la cana insistieron en que debía quedarse en el
qae estaba, porque lo creían mejor paradla; asi es que hubo de
ceder á sus deseos. También creyeron que so insistencia era un
capricho de eofermo, mas después de so muerte» cuando supie-
ron su historia, comprendieron cuan doloroso debia ser para ella la
vista de la puerta de la cárcel de San Lásaro, que desde su lecho se
podia ver.
Antes de morir tuvo conversaciones intimas con su confesor, y se
le administró la sagrada hostia. El temor de que sus amigos no la
abandonases en sus últimos momentos, rebajóla de hacer una con-
fesión completa de su vida, que contó, omitiendo el crimen que ha*
bia cometido y la peoa9 á que en su consecuencia, había sido con-
denada. El mismo día que murió, durante la visita que le hizo un
poeta, que por rason de ausencia habia hasta entonces ignorado su
estado, se incorporó en su lecho con gran trabajo, y escribió con tré-
mula mano unos versos, que'fueron los últimos que compuso.
Tal fué la existencia de Adelaida: su primera falta, demasiado co-
mún en nuestros días, arrastróla á cometer aquellas faltas que la
ley tarde ó temprano castiga. Si nuestra organización social no fuese
tan corrompida, ni tan severa; si la sociedad la hubiese perdonado
por su arrepentimiento, la mujer seducida no se hubiera vuelto cri-
minal, mas una ves cometido el crimen, separóla Dios de la socie-
dad, «Mesándonos una ves mu que solo él es misericordioso y bue-
no: tan imperfecta y débil es la especie humana, que ni siquiera sabe
rehabilitar al culpable arrepcsUido.
rm ni san uatao.
ns
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PRISIONES
DE EUROPA.
CÁRCEL DE CORTE.
¡La Cared de Corte! Despertador efees de sangrientos recuerdos,
de horribles iniquidades, de odios y venganzas formidables, cubiertos
con el Basto de la justicia, que estremecen el coraxon y conturban la
mente mas serena.
Únese á la historia del edificio la de un largo periodo i cuyas
grandcus y glorias permanece ageno; solo responde á las fechas de
lúgubre y odiosa memoria; la imaginación nos le representa como
shnbolo donde quiera que pensemos en el triste ohrido, en el amargo
aislamiento del preso, en las grandes traiciones, en la inocencia sa-
crificada per la Urania.
Asi, al pensar en su significación sombría, pavorosa la mirada del
entendimiento, no puede ceñirse al espacio que ocupó; sino que va-
ga aiorada buscando afanosa un punto en que repose el fatigado es-
píritu, que en todas parles encuentra selales de argollas y cadenas y
oye el eco de ayes lastimeros resonando por los siglos: toda casa es
prisión (1), toda estancia lugar de tormentos. ¡Si! Al nombrar la Cár-
cel de Corte, no hay quien no remonte de memoria el curso de los
I. L^vaouda y establecida la CáreU 4* Cor1t% aun sirvieron de prisión U* i»?*s par-
ticulares, que antiguameule reabiao y custodiaban a loa preso* coum» boy ae recibe y »o-
oorre en lúa pueblo* a loa soldados que en el loa *e aloja.
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tiempos; y una vez llegado por entre miseria* y lobreguece! al origen
de aquel tristísimo albergue, se siente mas y mas impulsado el tai-
me á penetrar en el misterio de los sucesos anteriores. ,A cada paso
?e agrandarse el espacio de la cárcel; la Tula coronada se convierte
al fin en una prisión inmensa y se oprime el espíritu como si sobre él
pesaran todas las injusticias sociales consumadas durante muchos si-
glos.
Todo Madrid es cárcel.
Desde el soberbio alcázar hasta la humilde morada del acogido i
la caridad, no hay techo que no cobije al hijo del hombre llorando
perdido el mayor bien de la tierra; los sitios mas famosos por sus fes-
tivas solemnidades son lealro de escándalos sangrientos.
El antiguo alcázar, palacio y fortaleza á un tiempo, hasidopruioa,
no solo de Francisco I de Francia (¡ojalá que solo hubiese guardado
cautivos á enemigos de ¡a patria!) sino también de la desdichada do-
fia Juana, esposa del rey Impotente, y de su alcaide Munzares, en
1465. Enlre sus severas pompas lloró preso también el principe Car-
los, hijo de Felipa U.
Prisión de Antonio Pérez, cómplice y victima al fin del mismo Fe-
lipe, fué su propia casa la de la plazuela del Cordón y fuóle igual-
mente la inmediata Jel cardenal Cisneros(l), y en ella padeció tor-
mento y á ella fué arrastrado después de haberse acogido al asilo *
la iglesia. Habíanle preso ¿1 28 de julio de 4579 yiras onceafio**
prisiones» tormentos y safiudo encono, huyó el 18 de marzo de 1JM
amagado de muerte inminente, debiendo la salvación á su propio ar-
rojo y al ánimo varonil de so esposa. Prisión. del mipmoee dice tas*
bien que fueron las casas del duque de Granada, frente á Santo Do-
mingo el Beal,y prisión de Francisco 1, además de alcázar, la
eélebre torre de los Luanes en la plazuela de la villa.
En la calle de S. Bernabé, donde hoy está el hospital de la Or-
den tercera, vivió y murió preso el magnifico duque de Osuna,
D. Pedro Girón, de quien dijo su ilustre amigo:
«Diéronle muerte y cárcel las Espadas
de quien él hizo esclava la fortuna.»
(4) Aun tubiist* hoy día.
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M tUIOFi. tu
Aquel ilustre amigo era D. Francisco de Quevedo, gloría délas le-
tras y de la filosofía, acabado á prisiones y amargaras, coya casa filé
también cárcel una y otra vez de so persona misma.
También el célebre valido D. Rodrigo Calderón estovo preso en
so propia casa de la calle de la Flor Alta, y la última vez que atra-
vesó sus umbrales fué el 11 de octubre de 1621, para ir á la plaza
Mayor, donde fué públicamente degollado.
¿ A qué cansarnos en citas especiales si ya hemos dicho que pri-
sión había sido todd?
Pero además de las moradas que por un accidente fueron conver-
tidas en cárcel temporal de un individuo, parece como que recor-
riendo á Madrid vemos surgir por todas partes edificios destinados i
aglomeraciones de presos, edificios cu o fatídico influjo se esliendo
á una dilatada zona, llenándola de tristeza, de horror y de infamia.
Ski esforzar la memoria y partiendo del siglo XVI hasta núes*
Iros dias, se nos van representando la cdrcet de Villa en la pía*
tóela de San Miguel, después en el Ayuntamiento y por último en el
Saladero; la cárcel de la Corona primero en la calle de la Cruz, en
la de la Cabeza y en los Pauta; Galera en la calle del Soldado y en
la ancha de S. Bernardo, y en la de Atocha, y en el Hospicio; pri-
siones militares en S. Francisco, prisiones civiles eo S. Martin; pri-
sión de jóvenes en Sía. Bárbara; presidio modelo y después cárcel de
mujeres en la calle del Barquillo Lá Inquisición eo la calle de
su nombre (hoy de Isabel la Católica) y su tribunal en la calle de To-
rija, y su Quemadero fuera de la puerta de Fu* ocarrah
T los recuerdos de los pasados siglos se despiertan á ca la momen-
to aun hoy, porque existen vivos basta en elceotro de la corte.
Todavía cerca de la casa de la Villa, en la que es calle del Cordón,
solemos pensar que fué calle de Azotados, y al salir de ella encon-
tramos la del Rollo, donde tantas veces se colocaran los miembros
humanos, arrancados bárbaramente y ostentados para oprobio de
una sociedad que se decia cristiana.
Todavia los nombres de calle de La Amargura y callejón del /*-
/ierno, que desembocan en la Plaza Mayor, parecen decirnos lo qué
alli temieron y lloraron y gimieron en vano los que entraban para
morir en la Plaza, y los que de ella salian para ir al Quemadero.
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$11 PftlSIOWS
La Pkua Mayor ha sido testigo de numoroaos «orificios hana-
nos; allí ha resonado el golpe del hacha en el tajo para -decapitar á
un vivo y despedazarle muerto; allí el cuchillo ha penetrado en la
garganta haciendo chorrear sobre el verdugo la sangre déla victi-
ma; allí el cruel ejecutor ba sacudido y pisoteado al honrado pea*
diente de la horca, á fin de minorar la crueldad del instrumento ma-
tador elegido por la ley: 50,000 almas han asistido á tan horrenda
espectáculos, á que el pregonero llamaba justicias. ¡Cincuenta mil
almas que con silencio de pavor oian la larga relación en que un mi-
nistro daba cuenta de delitos imposibles, y los acusados callaban
también ó confesaban en falso, por miedo al tormento, á aquel tor-
mento horrible que splo dejaba la vida necesaria para sentir el pa-
decimiento!
Autorizaban tales espectáculos los grandes del reino, los consejes»
los frailes de todas órdenes, los familiares del llamado Sonto Ofm
y hasta el rey mismo, como sucedió en el auto solemne, celebrado «a
4632 por la Inquisición de Toledo. {Treinta y tres fueron las vfcli*
mas aquel di a!
De Santo Tomás acostumbraba salir la fúnebre comitiva con &n
aparato de pendones y levantando en alto la cruz verde y la cruz
blanca, como si fuera la cruz símbolo de venganzas implacables.
En aquella plaza, entre -Iros notables, acabó D. Rodrigo Calderón,
conde de la Oliva y marqués de Siete Iglesias; allí también los her-
manos, D. Juan y D. Carlos Padilla, por traidores al rey en 1648, y
si salvó la vida el duque de Hijar, D. Rodrigo de Silva, €U cómpli-
ce, tuvo que pagar diez mil ducados de multa y fué condenado i
prisión perpetua; y si no murió allí también 0. Domingo Cabral, otro
cómplice, fué porque murió en !a cárcel; y los demás que de aquella
trama escaparon con vida, debiéronlo á su fortaleza de ánimo que
les consintió no confesar en medio del duro tormento que padecieron.
En aquella misma Plaza lucia galas y hacia pomposos alardes lo
mas principal de la monarquía.
Y á veces mediaba muy poco espacio entre una fiesta de regocijo
y otra de sangre.
En 11 de agosto de 1623, grandes fiestas celebrando una solem-
nidad de la familia real; en SI de enero y en 14 de julio del ato si*
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DE EtJtOfi tlt
guíente autos de fé. El el primero se quemó un hombre tito; en el
segando se dié garrote i otro y después se quemó un cadáver.
Eu 12 de octubre de 1629 fiestas reales por el casamiento de la
tabula Margarita; y eo 168t el grande auto de fé de que hemos ha-
En 13 de enero de 16M se celebró con fiestas estraordinarias el
casamiento del rey Carlos con Maria Luisa de Or leaos, y la Plaza
Mayor, donde se corrieron toros, fué teatro de las mas alegres y bu-
lliciosas escenas; el 30 de junio del mismo afio, uno de los mas so-
lemnes y terroríficos autos de fé. Las ceremonias de esta abominable
función empacaron á las 7 de la mafiana, y k media noche duraban
aun los suplicios. Reinaba la majestad del rey Cirios II El Hechiza*
do, que con su joven y tierna esposa se digoó asistir á aquel acto hu-
manitario. Mas de ochenta fueron los acusados; (veintiuno fueron
fmmimvkot!
Como si la naturaleza protestara contra la profanación de hacer si-»
tío de regocijadas danzas y gallardías, aquel recinto, regado con san-
gre humana, el fuego hizo varias veces presa en sus edificios, ame-
nazando halla á tos mismos reyes con su devastadora potencia y
causando grandes estragos.
Un lienzo entero de la Plaza desapareció en 1631; tres días duró
al incendio, mas de cincuenta casas quedaron arruinadas; un millón
trescientos mil ducados costó el siniestro.
Otro incendio ocurrió en la Plaza en 1672, que solo dejó escom-
bros de la Real Panadería y de otras muchas casas. En el afio 32, en
medió de una gran función, había ocurrido, ya que no incendio, re-
pentino y vehemente terror de que lo hubiera", y se alarmaron de tal
modo los innumerables concurrentes, que precipitándose despavori-
dos y atrepellándose unos á otros, y hundiéndose bajo su enorme
pene las escaleras, resultaron muchas muertes, fracturas de huesos y
erómadades.
Por iltimo, en 1710 se'dedaré en la Plaza otro incendio que de-
voré todo un lienzo, y ocasionó pérdidas y desgracias enormes.
Aquella fué la ¿I Lima catástrofe semejante ocurrida en la Plaza, y
aquel alio fué el último en que se ejecutó en la Plaza Mayor. En la
platuda de la Cebada se celebraban en el siglo pasado las famosas
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M* MISIONE*
ferias de Madrid; mas sus recuerdos mas fitas y duraderos daba
de 1790, época en que se cómeme á ajusticiar es aquel sil* i ka
sentenciados á horca y garrote.
Desde entonces ¡qué diferencia entre una vispera de las alegres y
bulliciosas ferias y la vispera de una ejecución! Levantábanse en mi-
tad de la anchurosa plaza los instrumentos de muerte; preparativa
que ahuyentaban de aquellos alrededores á todo hombre cuyo cora-
zón fuese capaz de humanos sentimientos.
Volvamos ahora á nuestro principal asunto.
Tratar podemos, con mas órnenos detención, déla Cártel de Cor*
te; mas no hacer su historia. Ni noticias, ni espacio material ten-
dríamos para ello.
Oigamos al Sr. Mesonero Romanos á este propósito.
*Un tomo entero, dice, no bastaría á consignar los recuerdos lá-
«gnbres ú ominosos de esta funesta mansión durante la última «rilad
«del siglo anterior y primera del presente, en que ha servido de ea-
« cierro á tantos célebres bandidos ó malhechores y en que también vio
«penetrar por sus ignominiosas puertas y á consecuencia de los dis-
« turbios y conmociones políticas de 1814 y 1823, á tantos ilustres
«proscritos injusta é indecorosamente confundidos con aquellos gran*
«des criminales. Guando eran conducidos á eipiar en el patíbulo si
«delito ó su desdicha, el fúnebre acompañamiento los esperaba en b
«mezquina puerleciHa que salía & la callejuela del costado, que fr
«vaba el nombre nefando del Verdugo (boy de Santo Tomás), fot-
«mando antitesis con el del Salvador, que apellidaron 4 la otra pa*
«ratala.»
Porque hace á nuestro principal propósito, repetiremos aqoi las
palabras del Sr. Madoz en su articulo Madrid, que refiriéndose al
afio 1810, dice «que la Cárcel de Corte, mas que depósito da
«hombres sujetos á la acción de la ley, era una lóbrega mansioD,
«/foco permanente de ismoralidad, en la que, confundidos los presos
«de distintas clases, categorías y edades, se-ostentaba en toda su faer-
«za la desnudez, la miseria, la confusión, la corrupción y toda oíase
«de vicios.»
T mas adelante afiade:
«Las alcaidías (estaban) enagenadasá sugelos que no sir-
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M BOtOTA. 111
«viéndolas por ti, las arrendabas en un sabido precio, de lo qte re-
cluitaba qoe los alcaides ó mas bien colonos, no tomaban sobre si
«el trabajo y responsabilidad del cargo por servir al pábHoo, sino
«para sacar, especulando con la desgracia; la mayor nulidad posible
«de la granjeria que se les daba en arrendamiento: consistían sns
«prodnctos en los derechos de carcelaje y aposentos de pago; pero
«como estos no podían bastar para el de la renta y la ganancia qne
«el arrendador se había propuesto, se habían ido aumentando de tal
«modo las exacciones que en diferentes conceptos se hacían i los
« presos, qne, á no haberío visto, parecería imposible creer los innu-
merables abasos que existían; en Taño leerá al ayuntamiento su-
«ministrar á los presos pobres la ración consignada, pues anas vo-
cees no les llegaba integra y otras, por la mala calidad de las vitua-
«Uas, 6 so peor condimento, no podían comerla; en vano les era á los
•jueces poner en comunicación i los presos; qne no la obtenían si
«carecían de medios con qne gratificar i sus inhumanos guardadores
«ó no gratificaban los qne acudían á verlos: si algún infeliz preso se
« v«ia en la necesidad de tomar algún alimento, i parte de la ración,
«tenia qoe comprarlo en la cantina establecida en la misma circe!,
«donde se les vendían los géneros, no al justo precio, sino al qie
«acomodaba al vendedor. Larga y penosa tarea seria la narración de
«los abasos qoe existían »
No se olvide el lector de que los pirrafos anteriores aladea al alio
de 1840.
¿Qué seria, pues, la cárcel pública anterior i la que mandara cons-
truir Felipe IV? Ya que no lo sepamos, deducirlo podemos tomando
por base la autoridad mas respetable en Ja materia que hablando de
aquella época, encuenira á Madrid metquioo «como una pobre aldea
«en cuanto i lo general del caserío; escasos y mal dispuestos los es-
«tablecimienlos de beneficencia, de instroccion y de industria y con
«dos miseros corrales para representar los inmortales dramas de Lo-
«pe y de Calderón.» T añade también: «las calles tortoosas, desigua-
«les, costaneras y en el mas completo abandono, sin empedrar, sin
«alambrar de noche y sirviendo de albafial perpetuo y barranco
«abierto 4 ledas las inmundicias »
No es de estrafiar qoe el rey mismo al mandar, con bien poca cor*
>n US
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dora, que se Levantas* ana cerca alrededor de Madrid (tf !B)t * V**-
jara de que por do haberla se librasen los delincuentes «de so ser
«presos por las justicias, que teadrian mas mano en sa prisiso si las
«salidas (de la villa) fuesen ciertas. »
lias de un aiglo después, en 4746, á pesar de las grandes nejara
que Madrid había recibido de Felipe V, se quejaba on discreta «*crt-
tor de que las calles estaban á' oscuras é inundadas de rateros par
la noche, y ciertos sitios de tránsito público eran mas bien derrum-
baderos y precipicios.
Malas eran en general las costumbres de la época; malo et ré-
gimen económico, malo el estado de la administración de justicia;
¿qué habia de ser la cárcel?
El señor rey disponía que para aviso y memoria de los criminal*
se repartiesen miembros de ahorcados por los caminos, sin conside-
ración á los sentimientos del pueblo honrado, á la delicadeza y al
decoro de las personas; pero en 1678 tuvo que salir el setter ley
por la puerta de Alcalá y los alcaldes de la sala dieron un auto para
que se quitasen de dicha puerta los miembros de los ajusticiado». Re-
solución que vemos repelida en los años 1789 y 1711, por igual
mptivo.
. De vez en cuando parece como que los instintos de humanidad se
revelaban contra el continuo espectáculo de suplicios y miembro
humanos que se corrompían & vista de la corte, y en ciertas ocasio-
nes se aminoraba el horror de aquellas exposiciones. En I7M se
mandó quitar del suplicio el cuerpo de un ajusticiado en una tarde
de rogativa,
En 1721, pidió la villa que se ocultasen á la vista del público la
mano y la cabeza de otro ajusticiado.
En 1723, el convento de Santa Bárbara reclamó también para que
desapareciese la mano de otro que frente á su morada estaba patela
en una jaula.
También en 1728, los embajadores de Francia y Veoecia reclama-
ron que no pasara por delante de sus puertas un hombre que iba á
padecer muerte, pero se les contestó que su inmunidad da embaja-
dores solo se extendía hasta la línea que en la calle oeialahta lw
goteras y que de esta no se pasaría.
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DtlUROtt. tía
Ka ITlt, 1114 y 1749, ge dieron algunas licencias para quitar de
los caminos los curtos de algunos ajusticiados.
T si con ios yasailos probos se tenia el poco miramiento de obli-
garles al asqueroso espectáculo que el rey no podía soportar, siendo
al fin el mas interesado y obligado á sufrirlo, ¿qué cuidado se ten-
dría con los presos, ni quien había de cuidar de ellos?
Asi se fiaba su rida á un codicioso arrendador, que en efecto, no pen-
saba mas que en despojar al infeliz qoe pasaba por aquellas puertas.
T que cometían abusos escandalosos sobre toda ponderación, lo
demuestra la frecuencia con que la sala de alcaldes les manda que se
atengan al arancel, y les repite los derechos que han de cobrar, pro-
hibiéndole* lambieo tomar dinero por ciertas gabelas Incrativas para
la alcaidía y consideradas como derechos por la fuerza de fa cos-
tumbre.
De tal manera estaba oscilada la insaciable codicia de los alcaides,
que hasta cobraban un tanto de lo* solicitadores de pleitos y causas
que acudían á la cárcel, llegando al extremo de tener que mandar
la sala de alcaides que no diesen entrada á dicho* solicitadores en
el ala 1600, y en 1640 hallamos igualmente repelido el mandato
Respecto al abono de recargar el pago de derechos 4 los prosos,
era tan frecuente, que bien podemos calificarlo de constante y no in-
terrumpido. En 1611, 1661, 1670, 167», 1687, 1704, 1721, 1713,
1773 y 1778 es indudable que se repitieron los autos para que se
cumpliera el arancel del cobro de tales derechos.
Al mismo tiempo, había que advertir á los subarrendadores de la
alcaidía que dejasen de exigir derecho á los presos mandados compa-
recer; que no eligiesen cantidad alguoa por razón de pateóte; que
no exigiesen carcelaje de los presos que voluntariamente sentasen
plaxa de soldados; y en 1636 hubo que mandarles que no soliaseu á
nadie llevándole diaero, ni tomasen seguridad, ni pudiesen n*pel»r
las condenaciones que por ello se les impusieren.
Bu cuanto al bueu orden que reinaiia en lo interior, calcúlese por
lo que llevamos dicho y sobre todo sabiendo que en 1616 hubo que
mandar que sentasen en el libro de registro á los pronos todos que
entrasen en la cárcel , y en 1 63t se añadió que no los soltasen, sin mas
orden, por escrito del alcalde. ¿Qué diremos de la higiene y del aseo
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9t4 PMflOÜIS
sino que en 1617 y 1782 se mandó que no permitiesen que nin-
gún preso compareciere ante la visita con gmdqas ni copete?
Las órdenes relativas á sentar los nombres de los presos y ¿no dar
suelta á estos sin autorización competente, nos inclinan á creer que
mientras el rey se quejaba de que por carecer Madrid demuraUai
borlaban los malhechores la prevención de la jasticia, sin dada por
mas que cien veces los cogiese la ronda de los alcaldes y los entrega-
se a) carcelero, este negociaría sin empacho so libertad.
Otra de sns estratagemas Incrati vas consistía en quitar y poner ésa
capricho los grillos á los presos; lo cual dio lugar á otra resolución,
previniéndoles que á ninguno se les quitaran ni pusieran sin orden del
juez. Desgraciadamente todos estos mandamientos solían ser vanos,
y hubo época en que todos los dias so hizo la operación de quitarlo*
y ponerlos, merced á lo cual percibía de cada preso de pago diei
reales el alcaide y dos el moio que verificaba lo material del acto ó
aliviaba de hierro, según decían ellos, por. mas que, en vez desagra-
decerles el alivio, hubiese que censurarles el recargo (1).
Para tener idea del abandono con que miraba la cárcel el indivi-
duo á cuyo favor estaba enagenado el oficio de la alcaidía, haremos
notar que se dieron muchos autos, intimándoles que fueran á desem-
peñar su oficio ó nombrasen persona que lo hiciera en lugar suyo;
asi como también se les intimé varias veces que asistiesen á la vi-
sita de cárceles é nombrasen quien lo hiciera ea su nombre, oomo su-
cedió en 1617 y en otras ocasiones.
Las disposiciones relativas á la Cárcel de Corte , que han llegado
á nuestro conocimiento, prueban todas á una voz que el estado ét
aquel establecimiento era de lo mas deplorable.
(1) En 24 de setiembre de 1824 compró el oflcío de alcaide de la Cárcel de Corle el
señor don Fermín Muftoz, y si no estamos mal Informados, fué su último propietario
Entonces los presos pudientes que pagaban por un tanto alzado ios derechos de al-
caidio, satisfacían 1500 rs.
Por ocupar el departamento de corrección 800 »
Por el de ornártela grande* 300 »
Por el de medio» cuartete*. 480 »
Por estar entre puerto» 110 »
Por no llevar grillos se pagaban 30 reales diarios al alcaide y dos al llavero encar-
do de ponerlos y quitarlos.
Los presos que pagaban esos derecho», tenían que mantenerse á sus expensas.
Las mujeres que ocupaban el departamento de cuarteles pagaban dos reales diarios.
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k anota sis
Baila hubo qne prohibir qne las Mujeres de los presos se queda-
ran á dormir oon ellos; esto fué en 164*; en otra ocasión se prohi-
bió qie no entrase absolutamente ea la cárcel mujer alguna, y mas
adelante te permitió la entrada solo á las que eran mujeres de algún
preso, pero qie saliesen todos los visitantes, hombres y mujera, á
las siele de la tarde en invierno, y á las • en verano.
Sépose de algunos presos que salían á la calle y era con permi-
so del alcaide; de seguro que á conceder semejante lioencia no le
movería solo el espíritu de caridad, sino el de granjeria» y la sala de
alcaides hubo de prohibirle en 4691.
Ea muy repetidas ocasiones se quitó el destino á porteros y grille -
roe» se les multó, se formó causa al alcaide; pero en seguida vemos
que se toman otras disposiciones, siempre encaminadas á poner coto
á sus demasías, mas ineficaces siempre por lo que vienen á revolar
los autos sucesivos.
Puede decirse que el tribunal tiene que hacer en cierto modo de
alcaide, descendiendo á minuciosidades tales como algunas que hemos
citado y además á otras, cual es la de seffalar los sitios en quedebia
tenerse de din á los presos, esto es, dentro de la segunda puerta «en
el patio, en los caiaboios y aposentos, según sus delitos y no fuera
de dicha segunda puerta. »
Imposible parece que basta nuestros dias hayan llegado esoesos y
desórdenes tan graves.
Ta hemos dicho al tratar del Saladero lo mucho que en nuestro
concepto había que mejorar en aquella cárcel; conocido es también
lo mucho que ha ganado en lodos conceptos de diea afos á esta par*
te; ahora para encarecer debidamente lo que seria la Cárcel de Corte,
óigase á un autor ya citado que, aludiendo al Saladero antes de re-
cibir esas reformas y según estaba en 1848, dice: «Aorta cierto
*pw*to se ha conseguido que las cárceles sean unos verdaderos de-
« pósitos de seguridad para custodia de los detenidos, en vez de lugo-
*re$ de tonmemto que antes eran.»
Doloroso es que tal baldón sea cirio, mas ya que loes, tenemos
á dicha que existan de éi testigos, para que puedan estimular el celo
publico en favor de las ansiadas mejoras.
Coa respecto á lo* alcaide de otro tiempo, no era la gravedad del
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Mt
delito ni el recelo que inspiraba el preso, el regulador <M tala q«e
á este se había de dar, sino que lo regalaban el capricho y la codicia
de aquellos hombres á quieoes la superioridad bobo da mandar que
tomasen mas seguridades con los galeotas y ladrones famosas, man-
irás que con un desdichado pobre cometían todo género de crueldades.
¿Qué vale comparada con la de estos la maldad del qae, desafian-
do el rigor de la justicia y la cólera de los mares» navega á i
climas y roba patria, familia y libertad á los negros?
Aquellos arrendadores de alcaidías, amparados de privilegies,
mados de todas armas, no se esponian á riesgo alguno y no eran i
blandos que los dueños de esclavos, para con hombres de su propio
color y raza, de su misma patria, de su misma religión... ya que de
religiosos blasonaban.
En resumen: la ley mandaba poner en comunicación 4 un preso :
es decir, le consentía ei tratar con otros criminales sin salir, empero,
de un reducido espacio mal saao, infecía, abominable; pero ei preso
era pobre, y no saciando la feroz codicia del alcaide, á pesar de la
ley seguía condenado á la soledad, al aislamiento, á la oscuridad, i
la desesperación... porque sus clamores no iban mas allá de las pa-
redes del calabozo.
Jueces habia entonces y visita de cárceles... mas, jay del pobre
que pidiese por justicia lo que no quería 6 no podía comprar pororó!
Maqoiavelo se jactaba de que en cuatro lineas escritas del paflo y
letra de cualquier hombre, hallaría él protesto para hacerle ahorcar.
Sus discípulos le dejaron muy rezagado y no necesitaban de nada
para condenar al preso pobre á los mas duros tormentos.
Hasta hace muy poco tiempo los alcaides se hacían auxiliar por
individuos presos en la custodia y buen órdm de la cárcel. No basca-
ban en aquellos auxiliares doctrina ni consejo, sino devoción y brazo
fuerte; ¿dejarían de encontrarlos? Para remachar unas grillos, para
imponer á los presos amotinados, para luchar á brazo partido contra
un preso robusto y desesperado ¿de quién se habían de vaterí De
hombres cargados de crímenes, endurecidos, dignos de grandes con*
denas, que en caso necesario no reparasen en cometer un nuevo de-
lito contra un desgraciado débil é inerme. Después se achacaba á
aquel desgraciado un conato criminal; se hacia mención honorífica
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di tutor*. tu
del perrera agresor, «aponiendo que habia impedido la consumación
del Mitayo, y tra siempre de esperar que en consideración k su ser-
▼icio te le rebajase la pena, ó que habia puesto cnanto estuvo de sn
parte para impedirlo.
No está am tan remota la época 4 que nos referimos para que no
baya muchísimo que desear todaria en el ramo de cárceles, ni es casi
posible que desaparezcan en largo tiempo sus defectos, pues aun su-
poniendo en los alcaides el mas acendrado celo, poco, muy poco po-
drían hacer por su parle. Mas teniendo en cuenta lo que ayer mismo
pande dedrse qoe sucedía, faltaríamos k nuestro deber de escritor
imparcial si no reconociéramos las mejoras ya realizadas, si bien de-
bemos insistir en que sin cárceles á propósito, sin separación de acu-
sados y culpables, de reincidentes y no reincidentes, sin renunciar á
la impía introducción de tiernos nifios en las prisiones y sin otras
medidas semejantes, tan racionales como evidentes, serán estériles y
aparentes, nada mas, los progresos en la materia.
Ya lo hemos dicho: solo hace ü aflos que el preso á quien el car-
celero robaba los alimentos, no podia enviar á comprar otros donde
la pareciera, tenia que comprarlos en la cantina de la cárcel á precios
eierbétaales, porque el alcaide podia negociar con su salud (1).
galonees loa juegos prohibidos eran pública y constante ocupación
de los ocios del preso, y tal habia sido encarcelado por jugador, que
na ?et puesto entre rejas podia dar rienda suelta á so vicio con la
seguridad de no ser castigado por reincidente, mas no con la de no
ser robado literalmente por los mismos que fomentaban su inclinación
funesta, so pretexto de guardarle. Asi pululaba la familia de los ba-
rateros (¡ue sintiéndose con autoridad y fuerzas bastantes» exigían,
acero en mano, el mas odioso tributo. ¿Quién habría sido capaz de
averiguar los crímenes por este y otros conceptos análogos cometidos
en la lobreguea de aquellas hediondas mazmorras, si la declaración
del preso ofendido era para él seguridad de mayores daños y quizás
peligro de muerte?
(1) Algo de eso hemos tUIo nosotros respecto á la venta de y loo y aguardiente en la
actual oarcel de Villa, y de sigue presidios sebeóme que sooede otro lento, é petar de les
probioickoues de la Dirección general del ramo y é pesar de les reclassaeioaea de lee
penados que pocas feces llegan é su destino.
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oís pu&ohes
La Cárcel de Corte quedó extinguida el 31 de diciembre de 1ÍW
Harto fué subsistir hasta terminar la mitad del siglo XII y pemane-
cer con todos sus vicios é inconvenientes después de tantos eBsayos
revolucionarios que poco á poco habían mejorado las costumbres pú-
blicas y privadas, la organización administrativa y el carácter gene-
ral de las instituciones todas. T aun gracias á los esfuerzos de la w-
ciedad creada para la mejora del sistema carcelario.
La Cárcel de Corte estaba situada en la calle de la Gonoepctoi
Gerónima, detris de la Audiencia, á ella adherida y en comunicado*
interior con ella, por medio de una escalera abierta en un patío á qoe
daba paso la cocina de los presos.
Vamos á ocuparnos de su disposición interior tal como Até desde
tiempo muy remoto, quizás desde su establecimiento hasta nuestros
días.
A la derecha de la escalera principal estaba situada la capiHi de
los reos, de suerte que tenían muy poco que andar al ser sacados
para el patíbulo. Frente á la escalera un largo oorredor cerrado en su
extremo por un rastrillo: formando ángulo recto con este, había otro
á la derecha que daba paso á ciertas habitaciones del alcaide. El ob-
jeto especial de este rastrillo era cerrar una escalera que conducía á
la comunicación de un patio que caia hacia la Concepción fiero-
nima.
Debajo de las piezas que daban 4 la Concepción estaba el celabo»
de La Tristeza.
Otro rastrillo formaba también ángulo recto á la izquierda con el
espresado corredor y cerraba el paso priocipal abierto entre las habi-
taciones de Mandaderos y Porteros, que caian hacia la calle de San-
to Tomás, siguiendo su línea, lo mismo que la sala de declaraciones
y el cuarto del alcaide, que estaban á mano derecha.
Debajo de esta linea de habitaciones caia el calabozo llamado R
Dragón.
Pasado el rastrillo de la derecha y á la mitad ó el primer tercie
del corredor que conducía al paso principal, habia una gran ventana
& donde se asomaban los presos á cantar la triste Salve de los ajusti-
ciados. Al último tercio de la misma pared y poco antes de llegar i la
cocinase veia otra ventana cerrada.
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En este piso bajo de la cAwt efe Corto se hallábala Abotiia, lla-
mada baja. Cala 4 noo de los pasillos, donde estovo también la enfer-
mería, en el propio sitio que habia sido coro de la iglesia del Novi-
ciado de Jesuítas. Este pasillo era el que, según hemos dicho, daba 4
la capilla de reos y 4 la puerta del palio grande.
Los aposentos de tosta Alcaidía eran siete en el alio de 1848; no tan
grandes como los de la actual Alcaidía del Saladero, bastante osea-
ros, aunque con ventanas á la calle de la Concepción Gerónima. Los
dos aposentos mas claros daban al patio etico.
El pasillo que referimos, tenia una puerta por donde se iba 4 otros,
asegurados con tres puertas mas: la tercera abría 4 la parte del pa-
tio donie se trabajaba el esparto, precisamente donde se halla hoy el
local que sirve para despacho del Juzgado de Lavapiés. En dicho pa-
lio solían trabajar de sesenta 4 ochenta presos.
Por aquellos pasillos y por dicho patio se fago dorante el invierno
<!e 1848 un célebre bandido conocido por El Portugués, de nombre
Santiago Rodríguez, preso por cierto robo de importancia hecho en la
casa de D. N. Cano, que vivía en la plazuela del ángel. Lo robado
consistía en i i tu los al portador y oíros efectos públicos, y se dice que
el criminal intento se logró empleando por primera vez en España el
cloroformo.
En la misma planta baja del edificio estaba la poterna y, (como he-
mos dicho ya, 4 un lado y 4 otro del gran rastrillo y siguiendo la li-
nea de la calle de Santo Tomás) la habitación del alcaide, el cuarto
de los porteros y el de les mandaderos. El llavero solía dormir en el
departamento de encierros de los presos incomunicados que se lla-
maba de Casulla. Frente 4 la puerta de la Sala de declaraciones caía
una escalera lóbrega que conducía al rastrillo de comunicación de los
patios chico y grande.
En este patio había dos calabozos, llamado el uno San Antonio y el
olro Soledad, que no tenían mas luz ni ventilación que la que pres-
taba la respectiva puerla Je entrada, por cuyo motivo últimamente
solían esUr ambas abiertas durante el dia y, j sabe Dios cuando co-
menzó 4 cesar la inhumana precaución de tenerla cerrada so pretex-
to de mayor seguridad! Las paredes del edificio que hoy es Audien-
cia conservan todavía sefiales de aquellos calabozos que 4 ella estn-
TQMI. 117
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980 MUSIWCES
vieron pegado». Udo y otro eran capaces para cuarenta presos con la
falla de comodidad con que se les aglomera en las cárceles; pero en
ciertas ocasiones llegaron á encerrar hasta cien hombres en ca-
da uno.
El camastro corrido á lo largo de aquellas paredes era de obra de
fábrica y levantaba sobre media vara del suelo.
VX patio chico tenia (res calabozos. Llamábase el uno San José y ca-
recía igualmente de toda ventilación. En cambio los otros dos, llama-
dos Tristeza y Dragón eran, como hemos dicho, subterráneos y tenían
un ventanillo enrejado en lo alto del techo que correspondía con el ni-
vel del suelo de la calle ; cayendo á la de Santo Tomás este, y á la
Concepción Gerónima aquél.
En este patio había una fuente escasamente dotada. Sus aguas eran
recetadas por ciertos médicos. No comprendemos lo que pudieran te-
ner de medicinales, siendo del mismo viaje que las de la fuente cer-
cana de Santa Cruz, que jamás fueron recomendadas como curati-
vas, ni aun en aquellos tiempos en que todo lo que tenia relación, si-
quiera nominal, con cosas santas, era considerado á priori como re-
medio.
Ello es que las aguas de la Cárcel de Corte llevaron fama de me-
dicinales y las bebió mucha gente. Quizás algún médico discreto,
juzgándolas ó conociéndolas inofensivas, las receló á esos enfermos de
aprensión que no quieren curarse como no se les mande tomar algo,
y también es cierto que, extinguida la Cárcel de Cortef pasó á la del
Saladero esa fama de la virtud curativa de sus aguas, y nosotros he-
mos visto á muchos beberías con una fé digna de mejor causa. Per-
sonas hay que jamás desperdician la ocasión de beber un vaso de
aquella agua al visitar á un preso y otras van de propósito á la cár-
cel con pretexto de visitas y solo por beber agua, siendo quizás la
única que beben en todo el año. Calcúlese lo que sucedería en tiempo
de la Cárcel de Corte.
Volviendo á los calabozos, el de San José era capaz para 30 pre-
sos y los otros dos nombrados para 70 cada uno.
¡Misterio raro! Los criminales mas notables preferían El Drago*
y La Tristeza, siendo peores que los otros. ¿Seria acaso para hacer
alarde de dureza? Seria en algunos motivada esta preferencia para
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DE EUIOPA. 931
igualarse eu algo á los hombres temibles que en aquellos encierros
los precedieran? Lo que no tiene duda es que cuando un mal cala-
bozo, una faena penosa están ilustrados por alguna celebridad car-
celaria, tienen ya un doble atractivo para el hombre Tuerte , y antes
de gozar de esa ilustración tienen ya el de lodo lo que es extraordi-
nario y requiere ánimo para sufrirlo, entereza para arrostrarlo ó ar-
rojo para acometerlo. Hombres hay que solo son criminales porque
no supieron escoger un medio honrado para demostrar que en el
mundo no habia cosa bastante ¿ ponerles miedo: este vehemente de-
seo de probar á la gente esa extraordinaria virtud que en ellos existe,
no suele hallar muy á menudo ocasiones propicias para patentizarse,
y el desgraciado que sucumbe á tal pasión, una vez preso y aun no
satisfecho ¿qué otra cosa puede hacer sino escoger voluntariamente
el calabozo mas incómodo y sombrío y cantar y reír en él á carcaja-
das, para que vean que es superior á la peor suerte que pueda ca-
berle á un hombre? Asi adquieren muchos consideración en el mun
do carcelario ya que á vivir en él se les condena.
En la planta principal del edificio estaban situadas las habitacio-
nes llamadas de Corrección, pues aunque el Reglamento las convirtió
en departamento de segunda clase, prevaleció la denominación tra-
dicional y habría prevalecido un siglo entero si tanto hubiera perma-
necido en pié por desgracia aquella cárcel.
Siete eran las habitaciones ríe aquel departamento, algo mas pe-
queras aun que las de Alcaidía, como que habian sido celdas del
Noviciado de Jesuítas.
En la misma planta se hallaba el departamento de Cuartelillos,
que consistía en dos salones, el uno muy espacioso. Solían ocuparlo
cuarenta ó cincuenta presos, no todos <¡e pago, pues era costumbre
trasladar allí á presos de otros departamentos, á fin de tenerlos mas
seguros. Muchos mas presos podían albergarse en Cuartelillos, que
se extendía por la calle 4# Santo Tomás, encima de la Portería, Sala
de declaraciones, habitación del alcaide y cuartos de mandaderos y
porteros.
Deeste deparlamento, á pesar de ser tan seguro, se fugaron cierta
noche varios criminales, aprovechando la circunstancia de haberse
mandado retirar un centinela, colocado siempre en aquel sitio.
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También había en la misma planta varia* habitaciones de Alceidíay
y encierres resenrados para los que podían pagar la mayor comodi* .
dad, abiertos en siiio que desde fecha may antigua era designado
con el nombre de enfermería vieja.
El piso segundo contenia unos dieziocho encierros qne última-
mente servían para la generalidad de los presos incomunicados. So-
bre la puerta tenia cada ano un pequeño tragaluz y el largo corredor
estaba abierto por grandes ventanas qne caían á la calle de la
Concepción Geróoima. Este deparlamento se llamaba Costilla.
También ocupaba el mismo piso el deparlamento titulado Ándak-
cía, que sirvió para presas incomunicadas, las cuales, en los últimos
años al ser puestas en comunicación, pasaban á la cárcel del Salade-
ro donde hoy están los Jóvenes.
Los encierros de Andalucía eran poco mas ó menos como los de
Castilla.
El piso tercero se llamaba la Torre. Contenía tres encierros para
presos incomunicados que quisieran costear la habitación, que se
cedía á cinco reales diarios.
Otro encierro habia también en la Torre, que llevaba el triste
nombre de Olvido ¡Olvido y cárcel I ¡Olvido en cárcel! ¡qué asocia-
ción de ideas tan lúgubres! Estar encerrado y olvidado en lo alto de
aquel odioso edificio, como han estado muchísimos miélicos y sobre
todo cuando esos infelices no eran criminales,....
Porque en el calabozo del Olvido estuvieron custodiados, quizás
esperando por momentos muerte afrentosa, muchos hombres cuyo
único delito consistía en haber nacido en el siglo XIX. Allí Espron-
ceda, allí Cortina, allí Fueute Taja, allí Escosura, allí Pérez del Aya
y oíros muchos, que no habían sido capaces de lomar ejemplo de los
perjurios del rey y tenían la desgracia de sentir dentro de sí la agi-
tación que producen la corrientes revolucionarias.
El Olvido era un calabozo apartado de todos los demás y como re-
legado al punto mas remolo é inaccesible de aquel antro de amargu-
ras y ferocidades.
Hemos hablado de una ventana á donde se asomaban los presos á
cantar la última Salve al que iba á ser ajusticiado.
En la misma portería habia una puerta que caia á un patio may
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reducido eo el cutí había la cocina doméstica del alcaide, el retrete
de loe dependiente* y la escalera por donde tejaban deede la conti-
gua Audiencia loe Magistrado* que iban 4 pasar la vigila.
Ta que de lo interior de la Cárcel de Corte habíanos, antee de
pasar á otro punto nos parece que no será inoportuno poner á la vis-
ta del lector los escasos datos que respecto á la última época de di-
cho edificio hemos reunido en lo que hace relación á su economía.
En 1 .* de enero de 4 847 habia en la Cárcel .de Corle 8t individuos
de ambos sexos.
Dorante el alo ingresaron 8043 individuos.
Total M95 »
Durante el alio salieron:
En libertad . 118* individuos.
Por tránsitos 154 »
Al hospital, donde fallecieron. ... 18 »
A la cárcel de Villa 457 »
Total 1844 »
Al comenzar el afSo 1 848 existían presos 184 individuos.
El producto que dejaba el pago de éereckot estaba calcetado en-
tonce* en 39000 rs. va. anuales.
Los ^atos de este género relativos á las cárcel?* de Madrid son es*
casos, v si reproducimos algunos ya publicados, como los presentes
insertos por el Sr. Mario* en su Diccionario, es porque no hay que
escoger, ni novedad alguna qne presentar *>n la wateria.
Para en adelante esperamos confiadamente que no suceda asi, pues
al tratar del Saladero ya han visto nuestros lectores como la Juma
de Cárceles mostraba sus buenos deseos de establecer la estadística
de lo que á sus itribucion^s pertenece.
El estado que á continuación reproducimos coni^ne el pormenor
de productos y gastos ordinarios de la Cárcel de Corte durante los
años 1843 ba>ta 4817 ambos inclusive; datos que existen quizás por-
que una Sociedad popular, y no el gobierno, se encargó de recogerlos.
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934
PRISIONES
AÑOS.
PB0DUCT08.
6A8T08.
1
i 1843
1844
1845
1 1846
1847
I ■
47431 rs.vn
55110 »
64080 >
37816 »
37879 »
34857 rs.vn. 23m.¡
36882 » !
35843 11 »
33997 »
34740 «
¡Total 14Í316 »
176320 »
De modo que resultó á favor del fondo la cantidad de 65,996 rg.
Aquel mismo año el importe de gastos por los mismos conceptos eo
la cárcel de Villa fué 375,363 rs. vn. 31 mrs.
El número de empleados de la Cárcel de Corte y sus sueldos dia-
rios eran entonces:
Un alcaide 20 reales.
Un capellán 6 »
Tres porteros á. . . . . . 7 cada uno.
Seis demandaderos á 3 »
Una demandadera 4 »
Un llavero 5 »
Unjescribiente 5 »
Un enfermero 3 »
Un cocinero 6 »
Un mayordomo que percibía 8,000 rs. al año; un médico con 3,300
y un cirujano con igaal dotación, desempeñaban sus respectivos car-
gos en las cárceles de Corte y de Villa, según hemos dicho ya al tra-
tar del Saladero.
La Sociedad para la mejora del sistema carcelario, además de lo
que pagaban sus individuos para contribuir al mayor beneficio de los
presos en general y de los pueblos en particular, contaba también coa
el rendimiento de los deparlamentos de pago, que eran tres y pro-
ducian diariamente por cada preso:
Alcaidía 7 rs. diarios.
Corrección 4 »
Cuarteles 3 »
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w mon. m
U radon diaria de los presos pobres 'se componía de lo siguiente:
Libra y media de pan, tres onzas de garbanzos ó jodias y seis de
patatas» para la comida; al temando para el almuerzo con dos onzas
de fideos, otro con cuatro de lentejas y otro con once de patatas y una
cantidad relativa de tocino y especias.
La ración de la enfermería era: libra y media de pan Manco, dos
onzas de garbanzos, media libra de carnero y una onza de tocino, ra-
ción que se daba también á las infelices presas que se hallaban emba-
razadas ó criando.
El primer reglamento fijo, que pertenece á 1848, alteró en los si-
guientes términos los empleos y sueldos de la Cárcel de Corto:
Un alcaide 80 rs. diarios.
Tres porteros 9 » cada uno.
Oo llavero 6 »
Un encargado de libros.. . . 6 »
Cinco mandaderos 4 » 17 mrs. cada uno.
Una mandadera* 4 » 17 »
Decía el Reglamento que ninguno de los referidos cargos pudiera
ser desempeñado por presos y que dichos empleados debiesen tener
su habitación dentro de la misma cárcel y no se ausentase de Madrid
sio licencia de sus respectivos comisarios; mas asi en esto como en
otras cosas importantes el Reglamento careció de todo vigor y pres-
tigio.
Alteráronse entonces también los títulos y los precios de los depar-
tamentos.
Desaparecieren, á jo menos oficialmente, las denominaciones de Al-
eaidk, comedón, etc., y seoonenzaron 4 llamar de l.\ t.* y 3.*
clase. A este propósito débanos hacer mención de un rasgo de ino-
cencia del Reglamento; que declara que deparlamentos de 4 •• clase
solo existen en la Cárcel de Corte. De suerte que, do existiendo en la
de Wi, comenzaba á contar por lo segundo, lo mismo que en los
bailes de cierto pueblo citado por Larra.
Esos departamentos de tres clases rentaban por estancia diaria:
Los de 1/ S rs.
Loa de !• 8 »
Los de •/ 1 > 17
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I3« PIÍSfONfeS
No sabemos porque se etigia qae se llamasen segundas to pri-
meras habitaciones de la Cárcel de Villa, siendo asi que costaban na
real mas cada dia que las segundas de las Cárcel de Corte.
Entonces, lo mismo que ahora, se satisfacían los alquileres por
quincenas adelantadas.
Los presos de 1 • clase ó mas bien ¡aquilino* de 1.a clase, goza-
ban el beneficio de tener comunicación con sus visitantes hasta lis
10 de la noche en invierno y basta las 11 en verano: una hora mas
que los otros presos.
En cambio los mquilmos de 3.a clase fueron sometidos al dore ré-
gimen de los departamentos generales. En efecto, un preso de 4 real
y medio al dia, aun cuando fuera un simple acusado, aun cuando la-
viera á su favor los mejores y mas notorios antecedentes, no merecía
lo que gozaba el" criminal reincidente y sujeto á condena jporqae pa-
gaba 8 reales diarios!
Mas {qué mucho! Entonces fué cuando en Madrid se arrojaba del
paseo del Prado á los hombres que vestían chaqueta, mientras se
encumbraban á elevadas posiciones oficiales otros hombres perpetra*
dores de los actos mas feos y premeditados.
Por fortuna también por entonces fué alcaide de la Cárcel de CorU
el Sr. Orozco, y puso de su parte cuanto era posible para contribuir
á la mejora del establecimiento que mas la necesitaba.
Ya en el Reglamento á que nos referimos dejó de incluirse ai coci-
nero, al enfermero, al médico, al cirujano, al capellán y al mayor-
domo; pero después hace expresa mención de ellos y sus honorarios.
La causa de esta distinción consiste sin duda en que los emplea*
dos de que primero hicimos mención, expresando sus sueldos, teoían
un origen, y otro aquellos que echábamos de menos.
El alcaide era nombrado por el Gefe político á propuesta de la
comisión, y los porteros, llaveros etc., eran nombrados por la comi-
sión á propuesta del alcaide.
Los empleados de que no se hizo mención en la lista eran nombra-
dos por el ayuntamiento y percibían los sueldos que á continuación
se expresan:
Dn mayordomo 8006 rs. anuales.
Un cocinero. ..... 6 rs. diarios.
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M EIMOfi.
ÜB
ün medie*. .
Dn cirujano.
Do capellán.
••i
3 n. diarios.
300 ducados amules.
300 > »
too » »
Por aquel Beglamento correspondía la capellanía de la Cárcel de
Corte al párroco de Santa Cruz, en cuya feligresía estaba situada.
Otro carioso pormenor es el importe de las raciones suministradas
el afio de 1847 á los prosee de la Cárcel de Corte, raciones de enfer-
mos y so costo con et de otros gastos, que es como sigue:
Raciones de pan. . . . 49,274
t de menestra. . . 43,892
» de enfermería. . 1,463
El importe de las raciones comunes fué:
Pao 63017 rs. vn. 18 mri
Garbanzos.
Judias. .
Lentejas..
Fideos. .
Arroz. .
Patatas. .
Tocino. .
. . 7363
. . . 2319
. . . 3450
. . 2814
. . 2696
. . 3537
. . . 4885
Especias 1334
Lena 4242
95M1
1
6
30
19
3
17
18
17
17
10
Importe de las raciones de
Pan
Garbanzos. . . .
Camero
Todito
Carbón
1851 rs. vn. 17 mrs.
227 . 21 »
1330 » 2 »
254 »
920 » 13 >
4583
49
lis
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•18
fRISIOftJte
9 de gastos diversos:
Enfermería. . . .
603 rs.
vn. 16 mrs.
Rasura. . , , .
1250
» 12 .
Botica
514
» 17 •
Lavado de camisas..
636
„
Aceite para luces. . .
1040
» 15 >
Estraordinarios.
1285
5329
1S
Goyo total importe asciende á 105,574 rs vn. ti mrs.
Si no abundasen los testimonios y noticias de lo que foé la Céral
de Corte, especialmente én los siglos XYII y XVIII, bastaría el oo*
cimiento de lo qne era Madrid entonces y aun de lo que fué mocho
despnes, para juzgarla muy desfavorablemente.
Mas no nos hallamos en el caso de tener qne fiarnos de cálcate é
' inducciones, sino qne en efecto consta de un modo cierto qie aqw&
cárcel era y tenia que ser merecedora de las terribles calificación
con que siempre se acompaña su nombre.
Correspondía perfectamente á la administración de justicia, embro-
llada, de manera que hoy nos parece inverosímil qne pudiera sub-
sistir con ella una sociedad llena de poder y de vida; era como I*
policia urbana, como la corte misma de España; en fin, quilas la mi*
fea, revuelta y abandonada.
Las casas de los simples particulares eran en Madrid menos ki-
bitabfes quizás que derlas cárceles que existen hoy dia en ciertos
pueblos cultos;' «las calles (dice el autor de El antiguo Madrid) tor-
tuosas, desiguales, costaneras y en el mas completo abandono, sio
alumbrado de noche, sin empedrado; sirviendo de albafial perpetuo y
barranco abierto á todas las inmundicias. La salubridad, la comodi-
dad del vecindario y el ornato de la población, desconocidos absolu-
tamente; la misma seguridad amenazada de continuo en medio de in
pueblo belicoso, altanero, y siempre armado, que en tedas ocasfoaea
fiaba al acero y al valor la razón mas concluyente. *
No se comprendería á no ser asi, nuestro antiguo teatro, qne siem-
pre que nos ofrece la vista de una calle de Madrid, es ananciáadonoe
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0B fülOfA. t*$
que al momento han de salir cuando menos dos personajes á darse
de estocadas. Las costumbres de la ó an-
ta) convenía levantar nna cárcel, sobr ir á
los caballeros y gente de pro, porque teñ-
iros con la justicia y siendo forzoso p lle-
var á una morada común á todos lo silo
en las iglesias ó se amparaban de lai aja-
dores; mas á pesar de eso ¿obrabaí reos
bastantes para que se les hiciera cárcel.
Y téngase en cuenta que la inferioridad de Madrid, no solo era muy
notable cuando se le comparaba con las demás residencias de perso-
nas reales en Europa, sino aun comparándole con ciudades esf-aflolas
de mucha menor importancia.
El alumbra li», las alcantarillas, la vigilancia pública, puede decir-
se que son de ayer; y algunas de esas rujo; as y otras semejantes han
hallado grande oposición en el público: lanío puede el dominio de las
malas costumbres y tanto le repugna , al pueblo castellano las cotas
| nuevas, aun siéndole necesarias, m ha de hacer algún esfuerzo para
alcanzarlas.
Mendigos, rateros, encubridores, fusteros, hidalgos de trampa ade-
lante, ociosos curados en toda suerte de picardías y vanidades: todo
eso abunda en la época á que nos referimos y es material que tiene
mucho que ver coa la cárcel.
El hombre mas honrado y pacifico no podia salir de su casa sin
armas para atravesar á hora avanzada las calles de la corte, y si el
hombre de bieo sabia que oo le amparaba la justicia, ¿qué h¿bia de
suceder con el desdichado puesto en la cárcel y sometido á la dis-
creción de bandidos?
Aun la misma justicia s¿ bastaba tan poco á si propia que la ron-
da de los Alcaldes se veta obligada á huir muchas veces pidiendo
favor al rey, y no solo por que la acometiesen malhechores, sino por-
que solia dar coa caballeros de ardiente sangre y carácter desabrido
que oo querían reconocer mas autoridad que la suya propia cuando
de su propia querella trataban, y los mismos caballeros que arreme-
tían contra la ronda en semejantes casos, quizás habrían considerado
como sagrada obligación acudir al grito de favor al rey y auxiliar á
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»iO PRjJMONBS
la ronda con peligro de sos vidas, si la hib&mi víalo «apellada et
perseguir á una tarba de villanos.
Salir para una diversión por las calles de Madrid no era entonces
cosa lan sencilla como es hoy que tanto se clamorea contra la rela-
jación de costumbres y la desmoralización del pueblo. Era menester
para ello tomar precauciones casi como para viajar por despoblado.
Aun á mediados del siglo XVIII escribía un curioso muy enten-
dido:
«En nuestra corte mas que en ninguna otra son frecuentes le» ro-
bos y los insultos y la lobreguez ayuda mucho para ellos; también
favorece á la lascivia y nuestra corte está en este vicio lastimosa.»
Afiade el autor que Madrid no se distinguía de una aldea en cuan*
to a) alumbrado, y que los muchos bandos que para remediarlo so ha-
bían puesto, fueron burlados por la inobediencia. El mismo asegura
terminantemente: «Madrid es la corte mas sucia de Europa.»
En los momentos en que estas lineas escribimos, todavía, & pesar
de lo mucho que so ha ganado, quedan resabios de lo que Madrid ha
sido. Todavía no se ha eslioguido la fea costumbre de convertir ea
retrete de todo transeúnte las aceras de las calles mas principales y
hace bien pocos afios que al dar las dos de la noche se apagaban to-
dos los faroles, si es que se habian encendido; porque las noches de
luna no se lomaba. esa incomodidad el municipio.
Cárcel de Corte suele llamarse aun hoy dia la Audiencia, que Cae
Sata dé Alcaldes de Casa y Corte y cárcel al mismo tiempo, si bien
esta quedó reducida al edificio adherido á su parle posten, r, que ha-
bía sido Oratorio de los padres del Salvador, de lo cual hemos he-
cho mención indirecta al decir el oficio que anteriormente habían te-
nido algunos departamentos de los presos.
La inscripción conmemorativa, que aun conserva la fachada de la
Audiencia, dice que se levantó en 1634 para comodidad y seguridad
de los presos. El edificio es bueno; mas contiene hoy los juzgados de
Madrid en locales que fueron departamentos do la antigua cárcel y
están allí como de prestado por falta de espacio, de luces y aun de
decoro.
Al recorrer el distrito aquél, es imposible no remontarse al siglo
XVII y considerar coal seria el aspecto de aquellos alrededores.
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DB EttOFA 9(1
La cárcel estaba flanqueada por toe mezquinos callejones del Yer-
(kgo (hoy de Santo Tomás) á la izquierda, y de! Salvador á la dere-
cha. Por la poerlecilla de aquel callejón salían los qne iban á pade-
cer afrenta ó moerle.
El verdugo tenia un palio v con el el privilegio de cobrar uo lanto
por las caballerías que en él depositaran los arrieros que acudían allí
á aprovecharse del módico precio.
Pocos pasos hacia la izquierda estaba el convento de dominicos,
dedicado á Santo Tomás, de donde salían las solemnes y terribles
procesiones que iban á los autos de fé, sembrando maravilloso pavor
con sus lúgubres cánticos, sus simbólicos pendones y el espantoso
objeto á que su presentación en público daba molivo (1).
Corto es el trecho de Santo Tomás á la Plaza M.iyor donde con
terrorífico aparato proclamaba sussení^nciasel Santo Oficio, y donde
tantas veces asentó el verdugo sus üendas; y con ser tan corto el
trecho, tenian nue pasar por leíanle de la iglesia de Sania Cruz, en
cuya plazuela encontraban un altar don te estaban colocados los
miembros de los hombres despedazados por \ t Justina, espectáculo
tan repugnante á la humanidad como á U civilización v que l davia
recuerdan hoy mucha* personas.
El mismo templo abrigaba y abriga ^un ho\ día á ios cofrades de
la Pa% y Caridad que asista á 'os condenados á muerte y ampara sus
restos hasta darles sepultura, y celebra mKas por su alma. En otro
tiempo los mismos cofra.X recogían el sábado de Ramos los miem-
bros de los ajusticiados repartí ios por las \¡as pú'i.icas \ cuidabau
también le su sepul:ura después de coló arios **n el ai tr ó mesiia de
la plazuela de Santa Ouz. Al p>opio tiern o que las ' iiradias r iza-
ban por el sentenciado, procuraban editar en fav r s yo !a pública
piedad, solicitaban limosna* parí él y í.»>m \on y levantaban el cru-
cifijo que loda\ía vemos en aquella p'azu-da d* * ie que se notifica
una sentencia de muer.e, así eonio se fija á a puerta de la i^* i» a el
cuadro de las indulgencias concedidas á los que rezan por el sen-
tenciado.
No etí nuestro ánimo tachar de estériles esos estuarios en favor de
4» El «oovenio, hoy itfloMa de Sio. lom ^ \tué ruar (el de nackmnio* m»ll< inno<* v «*n
IS44 * ir tío de prtaion á D Diego León y otro*
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»** rtUSlONES
la humanidad, hechos en nombre del sentimiento religioso; pero sí
estrañaocs que se maestre hoy tan grande encarnizamiento contra
los que combatimos la pena de muer le, cuando la oposición del siglo
actual es hija, no solo del progreso de las ideas políticas, sino tam-
bién del predominio adquirido por los sentimientos verdaderamente
religiosos.
Ninguno de nuestros adversarios en esta materia ha combatido
nunca los sentimientos y el objeto de las asociaciones semejantes á
las de la Paz y Caridad; pero en cuanto han estado á pique de tra-
ducirse en hechos esos sentimientos, se han levantado á impedirlo los
que mas blasonan de cristianos. ¿Creían acaso, es por ventora posi-
ble que una aspiración justa y racional, y por lo tanto práctica, per-
manezca eternamente en estado de aspiración y no se conyierta en
voluntad eficaz, fecunda y universal? ¡Grosero absurdo! En nombre
de la religión se habia de predicar siglos y siglos el respeto á la vida
humana, el pii don de las injurias, el amparo al cuerpo del ajusticia-
do; la creencia de que la vida viene de Dios y á Dios vuelve; sin que
Ikgara el momento en que de esta predicación resultase el horror á
los que b'ujo cualquier preteslo, á sangre fría, cortan la vida humana
y el deseo de evitarlo.
Volvamos, empero, á nuastro asunto.
De algunos espectáculos que se verificaban en la Plaza Mayor ya
hemos procurado dar una ligera idea; y como si no basiara ver allí
con lanía frecuencia el tajo, la horca y el aparato de la Inquisición,
como si aquella plaza estuviese condenada á pagar con suplicios la
celebridad que gozaba por sus galas, todavía se dio en 1746 un auto
para que además se colocara en su recinto una argolla que fuese
amenaza constante y castigo de los vendedores que pesaban mal.
Una de las entradas á dicha plaza se llamaba calle de la Amargu-
ra, otra, del Infierno.
Poco mayor era la distancia entre la gran plaza y la plazuela de
San Miguel, detrás de la cual estuvo la Cárcel de Villa. Y lo que se-
ria la Cárcel de Villa, puede calcularse considerando primero: que
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m mmotk. si*
60 su tiempo la abominable Cárcel de Corte fué destinada á perso-
Das de distinción, y segundo, que siendo por demá* inmunda en estos
últimos tiempos, no había de ser mejor en otros anteriores.
Dentro de aquella misma región se bailaban también calles infa-
madas con el nombre del Bollo (picota) que aun la damos, y con el
de Azotadoe, qae boy es del Cordón.
En la gran Plaxa Mayor se celebró el 30 de junio de 1680 el
grande auto de fé á que asistió el señor rey don Carlos II y su tierna
esposa; una de las grandes embriagueces del ya caduco Santo Oficio.
Ningún dia ba celebrado un pueblo cristiano fiesta mas repugnante
y magnifica. Además de los señores reyes, de los ministros, de los
embajadores, de los magnates y de los representantes de la justicia,
asistieron también mas banderas ó pendones, mas familiares, mas
devotos y mas elementos de aparato y ostentación y mas espectadoras
de dentro y fuera de Madrid, que nunca. La ceremonia comenzó á las
siete de la mañana y uo terminó hasta la noche oscura.
El rey y la reina no se retiraron por cansancio, ni por horror, ai
siquiera por fastidio, hasta la consumación del arto.
Ochenta eran los reos, las cansas varías, y allí se refirieron todas
después de celebrada la misa y pronunciado el sermón, cuya cris-
tiana preparación de los ánimos, fortalecidos con el recuerdo da las
palabras de Jesús recomendando el amor al prójimo y el perdón de
las injurias, dieron un fruto bien raro.
A veinte y uno de ios acusados se les sentenció á la hoguera; á
ser quemados vivos. Y á la media noche todavía estaban ardiendo
los buenos de aquellos infelices, fuera de la puerta de Fuen carral»
sitio llagado Quemadero (1), si bien no fué único, pues de tan impla
preeminencia disfrutaron también alguna vez las afueras de la puerta
de Alcalá.
T sio duda alguna aquellos espectáculos, autorizados con la pre-
sencia (i los reyes y magnates y dado* en nombre de Dios, sin du-
da alguna pervirtieron muy mocho al pueblo y iras loro a ron las no-
ciones de justicia y de humanidad, basta el punto de saborear como
un goce delicado la muerte y la vergüenza del prójimo. Eclipsadas las
glorias patrias, decaídas las artes, perdida la industria, parece que
4) Sitio <*»• hoy ocupa el BotpiUlde la trioceaa.
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•41 FTOK/M5
lo único que pedia halagar la imaginación y dfetttcr al puebla
drílefio era todo lo mas estragado. Quitas para mejor entretenerle se
ideó el medie de hacer vistoso como nanea el acompaflamisnU) de
loa reos mas comunes y hacer participar de tan -grato placer á loe
habitantes de todas los barrios, basta que llegó el dia eaqne la Sala
de Alcaldes, (1708) dio orden mandando que «á los reos q«e se saca*
« ba á ajusticiar se les escasasen ios pasees de caUeque se les daban,
cy se lea condujera en derechura desde la cáreri al suplicio, tío He -
«vando mas clérigos que los qae les asistieran ea la capilla, cea
« cinonenta soldados y sus cabos. »
Pero a* se redada á los alrededores de las cárceles el otar á (Mi»
to y á miseria; no solase estendía en dirección al Quemadero déla
puerta de Fuencarral, sino que impregnaba la atmósfera toda de la
Corte,
En la calle dé la Cruz eiisüa en el siglo I¥f la €ériul «fe*i Co-
rona, cuyos archivos, que sqpamoe* conservasen ewmpreuaespre-
sivo recato (I). , , , .
En la de Isabel la Catolicé (antes de Hacía Crirtma), ei TríkmuA
éá Sonto Oficio; no hallándose aun k süsaarine en aqiel afeeho
espacio, lo dedioó¡á c&roet casi todo, y pora su Conseje sote, levanté
el palacio de 4a calle de Toritja. Los calafetase de aquella cárcel iban
minando á Madrid: todo el mando edtaba aipseeto á que hundién-
dose repentinamente el suelo bajo la planta, se hallase suido en las
cárceles de la tenebrosa Inquisición.
Y donde no babia cárcel, ó jauta para miembros Iranianos, ó homi*
iladeros, ó mancebías ó conventos de largas y sombrías tapias, no
hubo durante largo tiempo mas que casuebás, malicia, mendici-
dad, fulleros, asesinos alquilones, holganza general y cuestas empi-
nadas y pasadizos oscuros, de que todavía se conservan abundantes
muestras en muchos distritos, por ejemjtfo, inmwfialartente detrás
de la plazuela de la Villa y en las calles del Toro, de h Redondilla,
del Aguardiente y demás del Madrid viejo.
Aquel tiempo no se respetó ni se entendió á sí mismo: de lo que
hada la justicia con los hombres á nadie le queda duda; de lo que
(1) fio 4821, cuando fué asaltada la cárcel y muerto el célebre cura de Tamajon, don
Matías Vlnue&a, ya se hallaba, como hoy*dta, situada en la calle <te la Cabeza.
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msreeia agasl* jasUsia y ásl aeaespto gao gsssts> paco Ismusos
qie aa miguar»
Loe escritoras de las siglos XYD y XVII» ipenrdi k b^wsi*
cíoi y la masara, pudieron imprimir nms délo qae hibiernos meae*»
ter pire formirjaioto sobre la materia, y lo qae ao pafettearoa, dr-
cité secreta—a ts y llegó 4 auestrs astieia.
Cuando la oonrapcéoo llagó hasta toe titeos agentes, «ool» tiem-
po habría astado filtrando las eapas superiores, y lodos los escritores,
graves ó alegra*, nos haa dejado cuadros por cierto bien poco edu-
cantes. Conocidas son las diatribas de Qaevado contra los alguaciles
aquellos qae echaban ¿perderá los deamnios; Francisco Santos pi*
ca si poce nasallo en canato al objeto, y habla tenamastemente de
tos magistrados; Cenantes de todas.
Dn ¡lastrado religioso, el hombre damas sentido coman de sa épa»
ca, se lamentaba amargamente á mediados del agio X VID, defrau-
des males, cayo reeaerdo haoe & nuestro propósito.
Abandabaa aaa por entonces los fingidos energúmenos y afanada»
baa también los esoreisfas, eterigmHos ó fáaátms y sapemtieiosss
6 preladas de laa poseía ignorancia como de malicia, y en ano y
0*0 concepto huestes ai Estada. Abundaban igualmente tos qae, aa
colar de conserrar ermitas, hacer peregrinaciones ó tratar do «age»
nesy da todos modos asando medias propios para enoabrir maldades,
Titila al «aparo de las leyes, ascorridas y atontadas por loe
4 qaieaes mas perjudicaban. Tampooo escaseaba eatoaaes el i
desaludadoiueymlisries, el de los qae eofa^ Jas corte
bU algunos qae hallaban crédito en el valgo cea la tantadara <
de eoafertir ea oro materias despreciables
BstoreUgioso (el padre Blaestro Feijeó), apuntaba cea
noticia tos diversos gáaeros da ociosidad qae carcomíanla mpábliea
y entre sas mas notorios efectos iaolaia al sobaran y el achocho á gao
daba lagar entra mnchisimos encargados de la admiaiatracioa de
justicia Sos declamacíooes van derechas y sin rodeos al Uaaea da
sas propósitos, circunstancia notable en varón tan ctreaaspecto qae,
siendo may temeroso del escándalo, no habria tomado aquel camino»
si na habíase visto qae mayores dafioe resultaban de ocultar el coa-
•icto, qae da ponerlo en toda ondeada.
va» a. nt
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14* rWSlOWti
Traía cM largdütmpofae (hmibeo los pr^cefloi, jémt
«La experiencia maestra que las fagas de los reos sen muchas, y
«de estas, sí no todas las mas, se evitarían acelerando el procese. »
Pasa á las iojasticias notorias que, pervirtiendo el' sentido moral,
se cometían, y afiafie:
«En otareota aios que viro en este pafc, foeron oteehírifaes los
c casos qne oí de testigos perjuras y de escribanos infieles; pero nun-
*ca por ello vi condenar á asóles ni galeras á nadie. Tal vez sucedió
t descubrirse la falsedad de cuatro escribamos en una misma causa y
« lodo el castigo se redaje á snspenderlosde ejercicio por nn afe. Gsn-
«enrriewm en otra cansa en qae se interesaba muy altamente el honor
«y ia conveniencia de una mujer noble, veintidós testigos fie con jo*
«rameólo depusieron de la faooencia de nn caballero -que» debajo (te
«palabra de casamiento, la habia violado, y el castigo no pasó de una
« multa qte de tiiagnnode ellos minoraba sensiblemente la oomodi-
«dad. De Relatores también vi varias <pwfas; pero nunca qne sedra-
« biese bocho con ellos demostración capaz de escarmentarlos.
«Los rompimientos y fugas de las prisiones se repiten... > ele.
Y no- bay que sospechar que fueaen {afondadas esas queja», sino
muy al contrario, qne era imposible tari materialmente que dejasen
de acontecer las cosas qne 4 dichas quejas daban motive.
Ademán de las pintaras qne del estado de la sociedad encontramos
en los escritores de aquéllas épocas, además de lo qne podría acaso
taoharse de faga declamación ó de exageración apasionada, etisten
documentos oficiales bastantes en número y bastantemente autoriza-
dos para desarraigar teda desconfianza del ánimo mas escrupuloso.
Descendamos á lo mínimo, á aquellas pequeneces qne no suelen
figurar ni deden tenercaWda en las páginas de las historias escritas
con miras muy dilatadas, peno que no estafan fuera de sn logar en la
presente ojeada á la Cárcel ée Corte.
Si bajo la fé de nuestra palabra asegurásemos haber sucedido con
frecuencia qne los hombres de bien eran vejados y robados; qne el
robador, amparado con autoridad de justicia, llevaba su victima á la
cárcel ; que aHi se le tenia incógnito hasta exprimirle el bolsillo, y
que al recobrar la libertad, ningún jaez ni corregidor ni alcalde ha-
bia tenido noticia del hecho ni constaba en escrito alguno qne tal hu-
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DtKHOH 117
biera oeorrido; muchos lectores poco venados en la materia imagi-
narían quizás que había grave error en nimlros informes, si ya no
bos atribuían *1 propósito de dar» á expensa* de la verdad, mayor in-
terés á nuestra retefia carcelaria.
Ahora bien, los Ínfimos agentes de justicia eran de costumbres por
lo general desordenadas; cometían muchísimo» abusos y coa los lla-
mados de Corle hubo que tomar resoluciones qae serían ridiculas
en otro gremio, pero que son verdaderamente graves tratándose de
ana corporación qne tan i mano luvo la suerte de las personas.
Respecto á los alguaciles de Corte» se dio en 1608 un auto para que
los taberneros de Madrid presentasen al secretario Enriquez las cuen-
tas que aquellos les debían y para que en lo sucesivo ao les fiasen
cantidad alguna, y le mismo se encargó k los tratantes en comes-
«bies.
Dos afios después hubo que mandarles que de tingan* matera pu-
sieran preso i nadie sin mandato de le* jueces, y so lea prohibió que
comieran y bebieran en las tabernas,
En 1616, y en otros afios, hubo que mandarles que cuando quita-
sen espadas, las entregaran al día siguiente á los señores de la Sala.
Al mismo tiempo había qae prohibirles los juegos en los bodego-
nes; se les castigaba por abusos; y después de mandárseles que no
fueran á los mercados cuando no tuvieran obligación de asistir al re-
peso, fué necesario mandarles qne ni ellos ni sus mujeres pudiesen
ir á comprar nada á los mercados: de tal manera abusarían de su
facilidad eu perjudicar al público (1).
T esa facilidad salta k la vista en un sinnúmero de prohibiciones
que no apuntamos ahora por no ser prolijos, pero que implícitamente
van entendidas en las que dejamos mencionadas.
Desde esta dase para arriba sucedía que, con menos apariencias
de desdoro, el todo correspondía á la parte y lo mayor á lo menor.
No solo el abandono en que se tenia al pueblo, sino también las
ideas dominantes influían en ello: es decir, que el mal estaba en la
inteligencia y en la conciencia misma de la época.
En 1631 el Sr. D. Pedro Díaz se quejaba , como alcalde mas aa-
I Rnue las noiicias mas bien risiWee que seria* respecto a aquellos alguaciles, baila*
m«e la tfe que en MIS le fué prohibido al alguacil Coalrers* el Jtasr tnirtmtm.
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lis njarartis
tiguo, de que sus computaros no hrifan qierhto rattBtoer el jna-
gado de vagamundos que antes existia, y él imaginaba que imnca
fuera mas necesario qoe entonces el juzgado (fecho, «por «adir á
«Madrid mocha gente de Castilla om achique de fe eseam de pan. »
Hoy dia, aunque tan calumniados por los ciego* amadores de lo anti-
guo, si por escases de pan acudiese mucheduníbre de los puéUos i
las capitales, las diputaciones y los ayuntamientos tratarían con mas
ó menos ahinco de prometer obras públicas; idearían algnn arbitrio
para acallar su hambre; mas de segnro no se ocurriría i nadie esta-
blecer un juzgado que penase por vagamundos á los hambrientos, no
habiendo otros motivos para dio que los manifestados por el alcalde
Sr. D. Pedro Díaz.
Siendo entonces tal el estado de las cesar eiteriofes que utas in-
mediatamente atafiian á la Cárcel de Corte, llano es suponer mal
seria su interior.
¿Bastará para dar ina idea general el saber que aHi entraban y sa-
lían los presos sin mandato competente, que no se les sentaba en re-
gistro alguno, de suerte que un quedaba dato en qoe affcyar reda-
mación alguna; que los ladrones y galeotes andaban toa libertad
demasiada; que era extraordinaria la frecuencia de nwertesy rifiast
¿Qué había de suceder para que una vez se prohibiese lili la en-
trada de las mujeres, constando como consta que en 1646, al permi-
tir las visitas de las esposas de loe encarcelados, ge averigüé que du-
rante la noche entraban y se quedaban allí mujeres de todas dase»?
Precisamente entonces habia bodegón en la cárcel y de afta pro-
ductos se lucraba el que tenia subarrendada la alcaidía, el cual es-
taba interesado en que aumentase el consumo de sus ponzoñas.
De riñas de muyeres, vino y juego, no podríamos decir cosa equi-
valente á su importancia, y aunque se tomaron muehas resotaoienes
para evitarlas, como castigar á los que escondían armas y no permi-
tir desde 1651 que todo el que ciñese espada la dejase á la puerta al
entrar en la cárcel, bien podemos decir que entonces y aun mucho
después fué todo en vano, como lo ha mostrado lo que en nuestros
días hemos visto.
Los que eran conducidos á la cárcel, no como presos, sino por ha-
ber senjado plaza de soldados voluntariamente, eran tratares detna-
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N «MOTA $11
aiaáo Hmú tsriaadinmo, y harto mal simio tortea: de suerte que
faé preciso mandar que ni a* le* «rigiese el tarto que pagábanlos
encavados, ni seles dejase salir sin total compelerte para eHo. -
¿Seria osaandalosa y abanta la conduela de los alcaides para que
m 16M se los mandase terminante y espüeítameate qne «no soltasen á
•nadie Dolándoles dinero?» El codicioso afán de aqneHos hombres no
sesatnfsria nuca; lodo se les vnhrta preteitos para llenar sn bolsi-
llo por malos medios. Ciando en 4685, después de reiteradas tas-
que al alcaide de la Cártel efe Corté** le diesen tO
i para prisiones, atedióse en el escrito: «y qne no pi-
«daya mas. » T cuando en 16M se les mandó qne no dejasen salir á
los presos, micho debieron de haber abusado para qne la noticia lle-
gase 4 conocimiento de la Sala ée áleaHes y no se contentase esta con
manes q»con escribir él «oto.
Ya qne la Índole de la presente pnblicacion consiente y hasta exi-
ge mas-bien lo carioso y capas de distraer, qne no lo qne sea única-
mente enoaauaado al examen grave y detenido del régimen carcela-
rio, no serta embarazo al propósito del editor torios accidentes qne
•os han salida al paso mientras recogíamos materiales para tratar
de la Cár$d é$ Corte.
Botre los pormenores qne nos han Hamado la atención, vamos á
apartar algunos del todo desconocidos qne por la época y el «sonto &
qae e* refieren, nos parecen snmamente idóneos para nuestro objeto.
8oc MtMas sueltas, correspondientes todas al siglo pasado.
Es la primera correspondiente al alio 17W, y se refiere al arto
que se dio á fin de qie los presos qne de la Cárcel de Villa fnesen
trasladados á la de Corte, no hicieran el tránsito de dia, sino de no-
che; y aunque no hallamos expresado el fundamento del auto, sin
dada se dio con objeto de evitar el escándalo y el repugnante espec-
táculo qie habla de resultar en eaHes muy públicas.
Mucho mas curioso 6 interesante es lo ocurrido en tí de marzo de
1708. Pidieron las cirujanos de la reina que, si no habla inconve-
niente, les fnesen entregados los cuerpos de dos hombres ajusticiados
para hacer en ellos anatomía. Opuso á ello resistencia la autoridad, á
quien se dirigía la pefidon, y si solo hubiese mostrado las rasónos
erideUsstque para resistirse tenia, nada tendría de particular el caso
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«las espaldas y pacha, osa las danés tnsigaias da atftyasadí» y can
«pregonero delante que pregonaba su delito j con el vcntaga Ai-
«tonio Sastre (1), faé sacado de la espesada Metí Cárcel * Gorfe
«azotándolo y pasándolo por las callea.
«T estando intransitable la calle Mayor, ana de las acostúmbra-
telas para conducir á las personas sentenciadas á vergüeña pública,
«se sacó al reo por la bajada de Santa Cnue á la puerta del Sol dan-
«do vuelta por delante de la fuente, de allí á la calle de las Carretas,
«plazuela del Ángel, calle de Atocha y de ella á la misma real Gir-
«eeh»
Otro itinerario de reos hallamos en un documento que data de
1778. Era el ordinario y lo siguieron unos infelices condenados ««V
pena de fuego, después de morir en infamia por monederos frisos. »
Cuatro fueron los que salieron de la Cárcel de la Corte. Los tres
culpables en primer grado, y otro que tuvo que presenciar la ejecu-
ción amarrado á la argolla.
Salieron á morir el 17 de maya de dicho afio, alas diez y media
de la mafiana.
Los cuatro reos iban «en igual número de burros, vestidos las
tres primeros con sacos y demás insignias. Caminaron por la plaza
Mayor, puerta del Sol, calle de la Montera, calle de Fuencarrat has-
ta salir por la puerta de los Pozos de la Nieve y sitio aosstumhado,
y llegados á él, «por el ejecutor de justicia se las dio muerte.»
* •
(4) Uno de lo* Antecesores del actutl.
Como do llegan al público ciertos documentos, vamos & eoplar uno que pertenece i le
segunda mitad del presente siglo y de cuya autenticidad respondemos*
«Excmo. Sr. Regente de la Audiencia de Madrid.
«N. N.f de estado casado, edad 3f anos, natural de C. empadronado en L, i V. I. con
«el mayor respeto expone:
«Que el suplicante es el que presentó el dia de lunes Santo una solicitud i ▼. E. pi-
diéndole la plsza de ejecutor de sentencias y mandóme que volviese al poco tiempo A
«saber el resultado, do he podido verificarlo por haber estado fuera, el motivo de soHd-
«tarto ha sido porque tengo por noticias de que el que hay ha renunciad*, perqué stne,
«do me propasarla á molestar la atención de Y. B.
«Suplico á 8. E. se digne agraciarle con dicha plaza de ejecutor de esta Corte ó de otr#
«puoto que se halle vacante, pues cumplirá con mi obligación y lo haré eer mm$t fes
+tro fe hú§a en virtud de bailarme muy afligido, sin poder socorrer á mi pobre famltfa,
«esperando que 8. 1. será mi protector en esta ocasión, de lo que quedará rogando A
«Dios por la salud de V. B.— Madrid SI de Julio de 4S...»
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El doflMuüo oipfteea que, entregados loo cuerpos al feago, qw
doren retí y efeoü vamsote osa vertidas, en «sama.
Fueron condenados par monedaros 7 eapeadedores de moneda
falsa.
Ciertos tradiciones, cierto» tipas de üempe remoto se alteraren
macho é se perdieron det todo al desaparecer aquella ctroel* coa
tanto mas motivo, caanle queso desaparición puedo decirse <fue ooia-
cidió ooo la traosformodon do lo sociedad espolióla.
De romances de ahorcados estaban llenas las librerías: todo eri-
miaal moorta 4 manos de 1* justicia tenia la ssgaridad de hollaron
cronista, y tanto era asi, 400 con referencia i uno de nuestros aati»
goes romos, ann^yjerecperda 900 alli no sp dona 00 tal aOo ma-
tason á íflla»o, si»; en tal ato U rqmmcfanm.
Y los porasgaUtys por Injusticia, 400 daban amostras de valor ex-
traordinario, de temeridad singular ó de eualqniora otra cualidad
que á los <gos del vulgo leaoagraodeowe* no* solo ocupaban 4 laía-
ma con sos hechos, sino que eran pública y gastosamente telefera-
dos, baataol ponto do ser par*}aig{U¥roh4aj& tfm fffltoeooo román-
00 de bandido terrible, como ano do «osito mfrjgpoao» oaposta qae
Ano nos quedan mooboaromanGe* de los qoa D* Agustín Doran
recopilé titaU*delea de* valentías, guapezas y <fcsafaet*e» y son sus
Mroes eolre otros dolia Victoria de Acebedo, dofia Josefa Bamires,
Espinela, Francisco Estoban el Guapo* Ftanoisoo Corroa, loan Me
rtoo, Pedro Salinas, Bodulfo de Pedrajas, Bernardo del Montijo y
Pedro Cadenas.
Huir de sus padres, matar por desdicha á un amigo en riña, aco-
gerse al monte, formar partida de bandoleros, tenor pregonada la ca-
beta, presentarse personalmente al Corregidor» pasmarte de audacia,
arrebatarle el procedo y salir atrepellando media ciudad y atravesan-
do las calles en to brioso caballo; oslo y las póteos do «no ooatre
diex, en que aquél vence siempre, y asaltos de conventos con su re-
mordimiento si canto, ara lo que privaba y lo que ha de dar idea do
aquella clase del pueblo y del bello ideal del encarcelado.
Después de aquella época y apagada la pasión por lo grandioso
>n liS
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114
en el crimen, el tipo ideal se fué rebajando, y desde qie «icMenzó
i suceder, adquirió caracteres mas análogo* al resto comía de la
sociedad.
Aon boy día se habla de cierto lio Trevifio ó Trivifio, que al pare-
cer bizo ana ó mas estancias en la Cárcel de Corte, y según la tradi-
ción oral, pasaba de los sesenta afios cuando comió nvas de una par-
ra qoe el mismo había sembrado en el patio grande de dicha cárcel.
Estoqae parece ponderación encamina a á dar á entender el largo
tiempo qoe estovo preso el tio Trevifio, ó como se llamara, sostienen
algunas personas qoe es materialmente exacto, y aún se refiere qne
la parra crecia en dicho patio grande junto al calabozo de Son Joti.
Según se pinta á este hombre, no solo era ladrón famoso que capi-
taneaba cuadrilla, sino que desde la cárcel misma dirigía grandes
golpes de mano y nunca carecía de dinero, siendo no solo muy res-
petado de los presos, sino tan considerado por los dependientes déla
cárcel, que solo á él le consintieron tener cama colgada, relej de pa-
red y mesa de despacho dentro del calabozo.
Por lo que de este hombre se cuenta, tenia relaciones numerosísi-
mas dentro y fuera de la cárcel, y so lista dril estaba mas asegun-
da que la de cualquier monarca europeo.
Es preciso que, además de un grande ingenio, Mvieae el tio Tre-
vifio condiciones de carácter ; pues fué calabocero de San José y so
autoridad era omnímoda, no solo entre sus subordinados, sino tam-
bién sobre los demás calaboceros de la cárcel. El dirimia contiendas
con la autoridad de su palabra en ciertos casos y Con la fuerza del
garrote cuando se hallaba flojo de dialéctica. El era quien autorizaba
los duelos á navaja entre los encarcelados, y si alguna vez le pareció
que dos contendientes no tenían motivo bastante para reflir, declara-
ba prohibido el juicio de Dios, y seguro estaba que nadie se atrevie-
se á contradecirle.
Los desafíos se verificaban en el patío grande. Presenciábalos
cierto número de amigos de los campeones y necesariamente el tio
Trevifio. A los demás presos se les encerraba durante el combate
en el otro patio, en donde esperaban curiosos el resultado.
(Catorce 6 quince afios de prisión se atribuyen al tio Trevifio, qw
es como decir la mitad de la vida!
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ABBOMFA. til
Lo que se contaría de sai aventar**, de su* hazañas, de ras ex-
traordinarias vicisitudes, imagínelo el lector al ver que no hay im-
posible que no acepte como verdad el coman de la gente, tratándo-
se de personas que hayan adquirido celebridad, de cualquiera que
ella sea.
Otros hombres verdaderamente extraordinarios hemos alcanzado á
ver en nuestros días, hombres á quienes sus hechos ciertos bastaban
y aun sobraban para llenar de maravilla el ánimo de los demás; y sin
embargo, la desenfrenada pasión por lo maravilloso alteró de tal ma-
nera las narraciones populares de las circunstancias de su vida,
que hoy son mas bien conocidos por hechos apócrifos que por sus
verdadc^- ^^^^
No ¡i
rir al a
«o, iqi
tienen i
vida y i
de Cor l
loperd<
bre y al edificio.
Candelas es un tipo: su nombre sirve hoy de término de compara-
ción. Guando dos madrileños dicen de uno que es ladrón y añaden
«mas que Candelas,» ya han apurado los términos del encareci-
miento.
Candelas siguiGca en el lenguaje vulgar ladrón ingenioso, fecun-
do en recursos, audaz, activo, capitán de banda.
Todas estas condiciones reunió en efecto el desgraciado Luis Can-^
délas: pero no esias solas, sino otras muchas que le distinguen, en ^
efecto, de los delincuentes vulgares, y fueron gian parte á que desde
sus primeros hechos hasta hoy dia baya acompañado á su nombre
un prestigio que agraciadamente aun tardará en desvanecerse.
Candelas lleva adheridos á su nombre otros muchos consagrados
por el crimen y la desgracia. Candelas no se concibe separado de
Mariano Balseiro y Francisco Villana (a) Paco el Sastre, si bien hay
en aquel la notable circunstancia de que, siendo jefe de desalmados
bandoleros, nunca manchó sus manos en sangre. Otra circunstancia,
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9«i retamos
no menos digaa de atonden» se neta en la vida de La» Candela* yes
que, dado á tes vicies, confundido en la sociedad mas grosera y se-
parado de su esposa, se le ve fijar su cariño en una joven oscura y
humilde, débil y tierna, y casi se puede decir que por ella abandona
su vida á las persecuciones de la justicia y la sociedad, tantas veces
per él ultrajadas. Per estas razones Luis Candelas habría sido poe~
litado si hubiera nacido en otra época: su aversión al derramamiento
de sangra, sus condiciones de mando, su ingenio y tu valor, acompa-
ñados de la ternura que consagró i la joven de que hemoa hablado,
serian «unto para leyendas donde campease kt imagmackm de nues-
tros poetas.
Sucede hoy con Luis Candelas que, según hemos indicado, se le
atribuyen infundadamente mucho* robos inverosímiles y se le sopo -
ne héroe de hurtos que solo han sido verdad en la imaginación insa-
ciable del pueblo: esta e% la suerte de todos los hombres eitraontina-
ríos, sobre todo si con sus hechos conmueven al valgo. A Que vedo ,
á Esprencoda se les achacan verdaderos despropósitos; ¿ José Bona-
parte se le creyó tuerto y dado con esceso á la bebida, sin que fuese
postMe desarraigar esta felsa opiata de la muchedumbre.
Descartando empero de la vida de Candelas lo que no se baila jus-
tificado, todavia, lo repetimos: todavía te sobran por desgracia cuali-
dades de notable.
Su nombre se halla repetidas veces escrito en los libros de la cár-
cel y su existencia fué compendio de todas las vicisitudes del crimen.
El recorrió todas las sendas y revueltas que llevan inevitablemen-
te á la perdiciop; desde el ocio con su cortejo d<> desórdenes, hasta
la muerte afrentosa.
Era de hermosa presencia, de pocos años, de generosos, aunque uo
refrenados, impulsos, cuando sentó el pié en el camino del crimen. Do-
tado de prendas simpáticas, amigo d<j los placeres, y habiendo here-
dado algunos bienes de fortuna en edad temprana, bien pronto tuvo
aventuras ruidosas, amigos y gorrones que ensalzaran sn mérito y
le arrojaran por la mala pendiente. El corazón humano es compara-
ble á un instrumento músico. Dejad desafinadas tas cuerdas de la li-
ra mas sonora, y jamás la experta mano sabrá producir cou ella las
gratas armonías; dejad una sola en desacuerdo ó no la pulséis á tta-»
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MttftOtA. m
p#, y no podra» dar nada completo. Candelas estaba dolado de
cierta delicadeza: praébaalo su repugnancia á derramar sangre y la
simpatía que le atrajo á aquella desgraciada ju vea, cuyo nombre aun
hoy inspira cierto respeto, & pesar de que su memoria vire unida á
Ja de un ladrón Carnoso.
Pero los primeros movimientos de Candelas fueron producid**
por cualidades que en él predominaron sobre esas otras de que aca-
bamos de hacer mérito. Encontró siempre quien fomentara y aan ala-
bara de cerca sos malas inclinaciones» y pocas ueoea halló quien tra-
íase de combatirlas y de desenvolver aquella parte de su ser inaeti- '
va y supeditada por la fuerza de las mas vehementes pasiones.
El nombre de Candelas, como el de todos loe hombres de acción,
va siempre acompañado de una larga lista de criminales de quienes
fué capitán y maestro.
Ayudáronle en ans tropelías Mariano Baleeiro, Francisco Villeoa
(a) Paco el Sastre, Leamhro Pertijo, Ramón y Antonio Ausé, Juan
Merida, Joaé Sanchos (a) el del Peso, Ignacio Giróla (a) Igaaeito, Pa-
blo Luenga (a) Mafias, y Pablo Mostré.
A esta caterva iban anidas también Jaseis Gomes Caro, querida de
Babeiro, Josefa de Castro, que lo era de Villooa,ydecModoeacuau-
do, como nna tenue vislumbre de serena claridad entre la tormenta,
asoma en la tenebrosa historia de esos hombres el nombre de la aman-
te de Luis Candelas.
Narrar la vida azarosa de este hombre, sus rasgos de ingenio y de
arrojo, seria prolija tarea; poner en claro coales son hechos ciertos y
cuales falsos entre los infinitos que se le alritmyeo, siria imposible.
Importa, empero, saber que descolló entre todos m* oompafiero*, y
que en la esfera carcelaria brilla coa luz propia y se distingue como
el astro comparado con los satélites.
En liberta!, no hubo empresa difícil que ¡e arredrase; puesto en
prisiones, no hubo hombre mas seguro de si mismo, mas couveoci-
do del buen éxito y pronto término de la mala ventora.
Para él no hubo cárcel segura, ai presidio capaz de retooerle.
Ec la CáreH de Carie aparece por ves primera en 1812, y desde
aquel Jia hasta el de su temprana roerte no hay registro crimiaal
que no guarde su nombre.
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m msioms
Gomo preso volvemos á encontrarle en los libros de dicha cárcel
en 1826, dos veces; en 1831, eo 1833, en 1834 otras dos veces en
1835 y otras dos veces en 1837.
Duran le los espresados años cometió mil escesos, borló cien veces
á la justicia, fué condenado á penas severas, obtuvo indultos y que-
brantó sus prisiones, para caer ai fin en el estada mas triste á que
puede llegar un hombre.
Por la inseguridad que, según hemos dado á comprender, habia
en las cárceles, no eran de estrafiar las repelidas fugas de los proce-
sados; pero que tan avanzado ya en su carrera el presente siglo, se
fugaran fácilmente y aun tuviera certeza casi evidente de fugarse no
malhechor tan famoso y conocido como Candelas, es cosa que llama
la atención muy singularmente.
En la última relación que de su proceso se ha hecho, ajustada á
dalos oficiales, dice el autor hablando de él y de un compafierosoyo:
tY era tal la seguridad que tenían de evadirse, que aun hallan -
«dose presos ó siendo conducidos á presidio, formaban cálculos y pla-
«nes de nuevos delitos para un dia fijo y determinado, como si goza-
«ran de la libertad mas completa. Asi Candelas , al salir de la corte
«fuertemente amarrado en una cadena de presidarios, con una sen-
«tencia de diez años de presidio á los trabajos mas duros y con una
«terrible conminación de incurrir en pena de muerte por el hecho de
«evadirse,* como divisara por una calle á varios de su cuadrilla que le
«recordaban no dejase de hallarse en Madrid para el lí de febrero» en
«que tenían proyectada la perpetración del robo de ¡a modista de la
«reina, dijo con la mayor seguridad en voz alta y llena de convicción:
«no tengáis cuidado, que no haré falta.»
£1 robo se consumó en efecto, bajo la dirección de Candelas,
cuando lodo Madrid le creía en presidio. Fué suceso notable por mu-
chos conceptos, por cuyo motivo debemos dar acerca de él algunas
noticias*
El 12 de febrero de 1837, Candelas y sus cómplices, de largo
tiempo tenían amafiado el robo de la modista, merced á las relacio-
nes que dentro de la cárcel misma habían contraído con un criado
de aquella. A poco mas de las cinco de la tarde entraron tres hom-
bre* en la casa que habitaba, calle del Carmen. Entraron sin violen*
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H
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II robo de la modista.
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me mora t»t
cía, porque llamó uno solo, vestido cod trtje militar, y anunciándose
como amigo de cierto correo, de quien la señora solía recibir, y esta-
ba esperando, noticias de una hija que tenia en Francia.
A las pocas palabras, el florido amigo del correo le dijo que no
había ido á darle noticia alguna, sino á registrar so habitación y cor-
respondencia, de orden del Jefe político. La señora lo tomó á risa
creyendo que en efecto equivocadamente podia haberse dado aquella
orden y contestó que su casa no se registraría y que en todo caso iba
á mandar que llamasen al alcalde, para que presenciase el regís' ro.
— Ea, señora, replicó el Andido militar, importan aqui poco los
alcaldes. Doce hombres hay en la escalera: tres somos dentro
— |Mas que hubiera cientol esclamó la modista. ¡Nicoiásl trae tin-
tero y pluma.
Sentóse á escribir, sin sospechar todavía del peligro que la amaga-
ba y apenas comenzaba á redamar el auxilio de la autoridad, intro-
dujéronle súbitamente un pañuelo en la boca y quedaron cerrados los
balcones de la sala.
La pobre mujer en un momento se hizo cargo de cuál era su si-
tuación. Dio á entender por sellas y con voces entrecortadas que
aquel pañuelo la estaba abogando, y prometió no gritar si se lo qui-
taban, y entonces la tendieron en el suelo, atándole antes las manos,
y le echaron mucha ropa encima.
DiéroLse entonces á registrar la casa y como conocían bien su dis-
posición y los sitios donde se guardaban las alhajas y el dinero, se
apoderaron de todo.
En monedas de oro se llevaron noventa y dos mil reales; en alha-
jas, relej tt y otros objetos de oro, plata y pedrería y ropas, un cau-
dal considerable.
¿Creerán nuestros lectores que mientras se cometía el robo en una
calle tan céntrica, entraron en la casa mochas personas, á quienes
•e abrió la puerta en el acto, sin que los ladrones suspendieran por
in momento su tarea?
Llamaba alguien á la puerta, y dos de ellos iban á abrir ; hacían
pasar adelante á la visita, cerraban la puerta, é imponiéndole silen-
cio, tapándoles la cara y atándoles sucesivamente, los tenían metidos
á mmrm m m alcoba.
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Afortunadamente m se presentaron mas que mujeres. Quiite si
aquella tarde y en aquellos momentos la oasuaKdad hubiese Hatada
¿ un hombre á aquel sitia, quilas, decimos, habría corrido sangre.
Una hora llevaron los ladrones en aquella horrible faena, cuando
oyeron una seña que desde la calle se les hizo, y abandonando ya lo
poco qne quedaba, cargaron con el botín y se fueron silenciosamente.
Inmediatamente se mandó prender á Candelas, Mérida, Sánchez,
García, los dos Villena, Luengo, Balseiro, Maestre y Postigo; y el í
de abril se prendió en efecto á Balseiro y Postigo, y además á Del
Campo y Ausó, muy ginetee y muy provistos de armas, junto á Me-
dina de Rio Seco.
Entre tanto se habia averiguado que Candelas anduvo por Vafta-
dolid y por Oviedo mientras debia estar en el presidio. ¿Con que fué
preciso que Candelas cometiera un nuevo robo? ¿uno decimos? {para
que la justicia supiera que otra vez habia quebrantado una condena
que llevaba consigo conminación de muerte! Pero, ¡qué mucho! El II
de junio Balseiro y su querida volvían también & escaparse de la cár-
cel de Valladolid en donde se les habia encerrado por la misma causa.
El 18 de julio fué preso por fin Candelas y entristece el coraron
ver á aquel hombre tan osado entregarse, é poco menos, conducida *
la moerte por el tínico afecto generoso que se le conoce.
Antes, empero de hablar de sus últimas dias, vamos á referir algo
del no menos célebre robo, hfecho también por Candelas á cierto sa-
cerdote.
Este robo fué anterior al de la modista, como que toé perpetrado
en 28 de enero de 1837,de suerte que entre este y aquel solo mediaron
quince dias, y aun dos dias antes, es decir, el 10 de enero, habiaa
cometido otro en una espartería de la calle de Segovia los hombres
de la misma cuadrilla.
El robo del cura fué, como hemos dicho, el t8 de enero ¿ las sie*
te y media de la mafiaaa.
Estaba él en la cama, en la suya el ama y en la compra la criada.
Saltaron mas bien que no entraron dos hombres en la alcoba de
aquél, el uno con una navaja abierta en la mano.
Aláronte las manos á la espalda y pidiéronle el dinero y las llaves
con amenazas de muerte. Entregó las llaves el cura* Meto d&frtoo
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mura*. mi
Ü60é i sa oohao ti ver entrar «I ut ceodacida per otros dos hom-
bres, que la alaron á los pies de (• cuna y la cobrierou cea ropas,
segan costumbre da aquella gente. La mismo hicieron con la criada
otando entró al volver de la compra, cuidando entre tanto nao de
vigilar á aquellas espantadas victimas, mientras qae les oíros tres
recogían cnanto bailaban á mano.
El robo íoé oensiderable y se consumó en medio del mayor si-
lencio.
De cuando en cuando alguno de los ladro»* hacia una observa-
ción, pero siempre en vox baja. Al dar eon tres relojes de oro, dge
ano de ellos:
— (El padre cora! ¿Te paec$ i lit
Dos mil reales fin peses duros y otra cantidad do diaero encontrar*
rao en un talegnito, y el que los guardó dijo guiñando el ojo:
— «¿Serian de las ánimas? Pnes vuelvan á las ánimas.
Lleváronse do mili también una docena de cubiertos de plata coa
otros macbos objetos del mismo metal, sortijas y afros objetos de
oro y piedras preciosas, gran aémere da caasisas de Dolanda, seis
mantillas de blonda del ama, manteses, vestidos, capas, ropa de ca-
ma, mantelerías, y ensarna, cnanto de atgan valor iMontraron, qw
no fué poco.
Caando el cara se atrevió á removerse tío poco y rió que no ola
cerca ninguna vox que le amenazara, Uso la resolodoo de asomar la
cabeu y no vid á nadie, y entonces (babia transcorido bora y media)
determinó llaaaar en sa auxilio á los vastóos.
Candelas babia salido libre de lodos aquellos atentados; podía sa-
lir da Espala, la deseaba, ae le propaso; mas ya bemos dicho qne
aasabaá aaa mujer y... prefirió amir, porque si muerte era se* •
gura.
El 18 de jalio del mismo alie fué cogido cerca de Ofmedo en una
pasada. Dormía el desventurado coando le prendieron.
Condenado á la Aliima pena el dia 4 de noviembre de 1837, es*
eribtó desde la capilla de la Cároei de Corte ana solicitad á la reina,
fechada á las 12 del dia.
iEl qae expone (dice entre otras cosas) es, selorm, acaso el pri-
' en sa oíase qae no acode á V. M. con las manos ensangrente-
mos* ist
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tst
t das. se fatalidad le cartujo k rcfcar, paro no te minia, berf<fc, 11
t maltratado k nadie: el hijo jm ka podado huérfeio, ni viuda lees-
«posa por sa culpa. ¿Y es pasible, sefiora, que haya desafrir la mia-
sma pena qoe los que perpetran estos crímenes 1 Ha combatida, se-
«Hora, por la causa da vuestra bija y ¿00 le merecerá 00a airada de
«consuelo?»
A ios dos dias, el 6 de noviembre, Candelas había perdida loda
esperanza, pero no perdió el valor. Acordóse mucho del Sr. D. 8a-
Instiano da Olózaga, qnemuy repetida* teces, y aun podemos decir
mi diariamente, asistía á la Circe! de Corte, y eaelamó:
— ¡Ahí ¡me van á dar garrote porque D. Salusiiano ee embajador,
que si él fuera abogado ahora, no me matarían boy I
A presenciar la muerte de hombre tan famoso, acudió una muche-
dumbre inmensa. Momentos antes de expirar y ruando ya sentía la ai*
golla, pidió permiso par* depir algunas palabras al público y, en efec-
to, con voz entera, que mostraba gran entereza, dijo:
—«He sido pecador porque soy hombre; pero nuaca na manché
1 con Ja sjmgre de mis semejantes; digolo porque me oye el que n
«á recibirme en sns brazos. Adiós, patria mia, sé feliz.»
Catorce cansas crimínalos se le habían formado; dea veces yeado
de tránsito para presidio, una vez de la Cárcel de Corte, otra de I*
de Segovia, otra del «anal de CaatiMa, se haUa fugado, y aun sa últi-
mo proceso sa Uevó á cabo con cierta precipitaron por temor que *>
botasen guardia*, rejas» puertas y grilles para tenerte seguro.
Francisco Villena (a) Paca el Sastre, que fué otro da los compaá*
ros de Candelas, alcanzó casi igual celebridad.
Sabíase fugado dos veces de la Cárcel de Corte, una de aUas rom-
piendo el piso de cuartetos é hiriendo al guardián; otra vez de la
cárcel de Valladolid, con su cómplice BaUeiro.
El hecho mas célebre de Villena fué el presentarse un dia en el co-
legio de San Antón, fingiéndose mayordomo del Sr. Gavina, y ti*w-
se robados á dos hijos de este, que sin repárele fueron entregados,
marcad & una carta fingida en que, baja la firma suplantada de un tío
de los nifios, se autorizaba al director para que los entregase. Con
ellos fué Villena m un coche haala flortaleza; allí ae les entregó á
otros dos hombres meniadosyeon escopetas, y 41 se velvtóáMednd.
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dk rotor a. lis
Les offfcw fueron Iterados á on sitio que se llama Lea Pedrizas, en
ta sierra, y allí se Íes obligó á firmar tina carta en qoe decían á su
padre que si no enviaba con el dador ona persona que entregase
3,000 onzas de oro, padecerían muerte
A las once de la noche, la mocha gente qae habia salido en sa
bosca recociendo la sierra en Tanas direcciones, dio con el escon-
drijo. Guando los des centinelas vieron llegar á sos perseguidores,
montaron á caballo y metieron espuelas, despoes de decir á los niBos
que huyesen, qne se acercaban ladrones á matarlos, y qae foesen k
reunirse con ellos en el ponto donde desde allí se veía nna hoguera.
Los niños se disponían 4 hacerlo y sin doda habrían hnido á poder ve-
rificarlo, porque se creían en efecto amagados de muerte, más lle-
garon los amigos de so familia, y les salvaron de un peligro que
•o conocían.
Fraocisco Villena, por esto y otros hechos, estaba condenado h
machos afios de presidio.
Eo 17 de julio se le condené k ocho afios por haberse hallado en el
robo de la espartería de la calle de Segovia, en el de la modista de
la reina y en el del sacerdote de que hemos hablado; pero no se le
notificó esta sentencia por haber sido puesto en capilla el mismo dia
por otro robo cometido en la calle de Atocha.
Su ejecución se verificó al mismo tiempo que la de Mariano Bal*
seiro, de quien vamos á hablar, y era tal el renombre adquirido por
aquellos malhechores, qoe aquel día (el dia tfi julio de 1839), se
mandó fijar á la entrada de la Cárcel de Corte un cartel en la dispo-
sición siguiente:
«El alcaide y los algoadle?, encargados de la custodia de los reos,
«no permitirán bajo su mas estríela responsabilidad otras personas
«que las qoe se hallen de servicio, ni que los presos de los cuartos
«de atoeidia, ni las personas que vayan á verlos, se detengan en los
«pasillos bajo ningún pretexto.»
VHtena fné á morir con taimo muy decaído.
Balseiro, fugado del Canal de Castilla y de la cárcel de YalladoHd,
M otro de loa tres hombres que, con todos los demás, capitaneados
por Candelas, se haWan hecho mas famosos y temibles.
Ara hijo lie Madrid, de Impetuoso carieter y atiesas pastaos. Es-
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tu nubiohs
tuvo preso y* en 1818 por rifias, y lo estuvo después en 1830, 1833»
1834, 1835, 1836, 1837 y 183». Momeólos hubo en que se hallé
perpetrando nn robo después de escaparse de presidio y de la cárcel,
k que se le creía ya de nuevo reducido, y en tanto que se le senten-
ciaba por nn proceso peodiente ya se le abría otro.
{Qué existencia la de aquellos hombres! Balseiro, últimamente
procesado, se escapó, en efecto, de laciroel en 21 de marzo de 1839,
y foé condenado k garrote vil en rebeldía. A mediados de julio vol-
vió á caer preso y en el mismo cadalso y el mismo día que Villata
acabó de vivir.
Hablante atribuido algunos periódicos el robo de ioa nif os del se-
ñor Gaviria, y él sin duda por desahogo, preseotó una solicitad al
regente de la Audiencia, solicitad bien oficiosa por cierto, supaesi*
que en ella solo pedia á los magistrados que no dejaran que en su
resolución influyera ningún rencor calumnioso.
Hay en este documento un trota notable, si se considera la situa-
ción y costumbres de sa autor: lamentándose Balseiro de que la
prensa le hubiese comparado con Ginesillo de Pasamente y Mallas
Hispano, previniendo así en contra soya el ánimo del público,
y quizás acosado por un resto de «estimación propia qne le mo -
viera á decir osa verdad, ó siquiera k indiear que, á pesar de
sus crímenes, no habían muerto en él lodos les sentimientos nobles,
esclama:
«Deploro en el fondo de mi alma qne nn hombre mas crimiaii
«que pudiera yo ser, me haya imposibilitado empuñar las armas m
«defensa de la patria y libertad, para borrar la memoria de nn nom-
* bre que periodistas imprudentes hicieron execrable. Hoy me ba-
diana en las filas rebeldes si no hubiera jurado rencor yenemW*!
«eterna á los traidores, Si muero en un cadalso, deberá saber ia na-
«cion entera que su felicidad y su ventura son mi único consuelo.»
El nombre de aquel desgraciado era ya harto execrable antes de
que periodista alguno le tratase con mas ó menos dureía; peí* ¿quién
sabe? ya que en este punto no tuviese razón Balseiro, acaso la ten-
dría al llamar criminal sobre toda ponderación al que le entregó k la
justicia: acaso estaba resuelto k dar suelta á sus impetuosas pasión*
en el campo de batalla y abandonarse á sus instintos sobre segü**
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MftmOfA tu
, matando y robando á los que podían ser robados y muerto*
sin incurrir en las iras de la ley , que continuamente le habia perae-
giido.
Balaeiro mostró serenidad mientras le leyeron la sentencia y la
conservó basta el último momento. Protestó, como su compañero Vi-
llena, de que Injusticia cometía con él un asesinato, y fué espectáculo
notable ver al pueblo entero de Madrid, que el dia 20 de junio de
1839 acudió á las afueras de la Puerta de Toledo á presenciar la
doble ejecución.
Los demás camaradas y cómplices de Candelas padecieron graves
condenas, de tal suerte que entre la muerte de los principales mal*
hechores y las sentencias de los demás, la banda quedó exterminada.
Daos fueron á acabar sis días á los presidios de África; otros á los
de la peniotula, y si no estamos mal informados, uno de ellos me
todavía, y vive libre.
No negaremos, ni está en nuestro ánimo amenguar en un ápice la
gravedad de los delitos cometidos por aquellos hombres facinerosos;
pero tampoco vacilamos en asegurar que la inseguridad do las cár-
celes, la pésima organización de nuestros presidios y la corrupción
introducida en la policía, facilitaron mas de una ocasión á aquellos y
otros desgraciados para que perseverasen en el camino del mal, cau-
sando tan graves perjuicios á la sociedad.
¿Por ventura tiene explicación satisfactoria el tener á delincuentes
temibles y arrojados como Villena de tal suerte y con tan poca vigi-
lancia que, agujereando un dia el piso primero de la Cárcel d$ Cor!»
de Espala, ooasiguieran fugarse, teniendo además que vencer el in-
conveniente de poner fuera de combate al salvaguardia que vigilaba
ala puerta?
¿La tiene el ver que Candelas, siendo ya ladrón muy famoso, pro*
meta pébUcamente romper sus cadenas, y lo consiga en efecto y viva
tan seguro que solo después de perpetrar un enorme delito se averi-
guo que en efecto se ha escapado de presidio?
¿Ni qué mas prueba de culpa en los agentes de la pública seguri-
dad que el saberse de cierto, como se sabían, sus relaciones intimas
con delincuentes proteges, cómplices de atentados graves; de manera
que algunas veces rucedlo ir á prender á un malhechor y tener que
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MI HtfílOffES
renunciar á ello porque á la gasón estaba Matando á otros malhe*
chores?
Asi sucedía que, con tal de prender á un reo, se consentían los de-
litos de otro: asi hornos visto no hace mochos afios á in gobernador
de Madrid tener que abandonarse cargo, escandallado de los repug-
nantes y reprobados medios empleados en la averiguación de cierto*
delitos que, sin embargo de ser notorios á los encargados de j*rse*
gnirlos, quedaban impunes.
El deseo de aprovechar las notas recogidas á medida que las nece-
sidades de esta publicación periódica lo eligiesen, nos ha hecho alte*
rar el orden cronológico de nuestro desatufado retato, y tratar asuntos
de fecha qoe podemos llamar reciente, con anterioridad á otros re-
motos.
Mas no por eso damos al olvido sucesos relativos á )A Cárcel de
Corte, que tienen verdadera importancias mas de un concepto y not
hemos comprometido á referir en estas páginas.
A este género de compromiso pertenece la narración que vamos á
emprender sobre un delito que por muchas de sus circunstancias
produjo gran sensación en la Corte y aun en toda Espada, y cuya no-
ticia voló y escitó el mas vivo interés aun mas allá de nuestras fron-
teras.
Para mejor cumplir con el objeto de este libro, que requiere prin-
cipalmente la amenidad, no nos ceñiremos á la fria exposición de loe
hechos ni haremos un extracto del proceso; sino que, sin alterar en
lo mas mínima la Índole del delito y tas condiciones sociales de nues-
tros personajes, daremos á estos los caracteres y los sentimientos <f*e
en nuestro concepto mejor se acomoden y se presten á la consuma-
ción de los actos que motivaron su delito y su trágico fio.
Estamos á fines del siglo XVIII. Estamos eO la Corte de las 80P*~
fias, que es una villa de hermoso cielo y el cielo es lo único qw ti**
ne de hermoso, porque los errores de los hombree no han logrado
afearlo á pesar de su querer
Todo está decaído: moralidad, buenas costumbres, lazos de fa**'
Ha, y hasta ha comentado á relajarse el espíritu patriótico, q* ***'
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di nmm. m
todavía, si; que au* ha de brillar esplendor**) en 1808; pero que
ha menester udos sentimientos, unas ideas y unos móviles descono-
cidos, porque loe antiguos ya no bastan i la plena potencia indispen-
sable á su vida.
Hace casi un siglo que el nieto de Luis XIV nos hiio admirar el sitio
de la Granja con el vano io lento de que formáramos idea de Versalles;
estableció academias á es i i lo de las fraacesas; y alteró nuestros hábitos
tradicionales, asi en lo público como en lo privado. No hace tanto
que ino de los ministros del señor don Garlos 111, del rey católico
por escelencia, se carteaba amigablemente y regalaba vinos españo-
les á árooel ^e Veltaire, á an ateo, al primer impío do Europa, al
encielopedisU, al autor de Zmra y de Mahomt, al hombre, en Ai,
que había obligado al rey cristianísimo di Francia:
«Les pratres ne son pas ce qu'un vain penpie pense;
tMétre superstüíon fait tóete leur scienee. *
T este hombre se alaba de so amistad con el ministro del rey ca-
tólico y lo sube el mundo entero menos España.
El puebla vive oo.ae adormecido; la dase media aoeiisle; la Cor*
le es la Corte de Garlea IV.
El principio primero de moralidad os no tener ninguno, únioo
modo de no ser inducido k error. El entendimiento teme que cada
idee aoera tea una asechania del demonio revolucionario. El indivi-
duo se espanta hasta de si mismo. Algún osado so atrevo i discurrir
sobre algún punto bien inofensivo y ¡cosa rara! todo discurso le lleva
á la revolución. Moratia va dentro do so buen sentido como en una
camisa ¿lo faena; se propone regenerar oí leatro español, y las co-
medias y las tragedias lo salen á la francesa. Desconfía de si mismo;
busca en el mundo teatral un modelo autoriíado para efreotrlo á la
imitación do sus compatriotas, y tiene que apelar al teatro francés.
Nadie esa satisfecho coa la España que goia; nadie ve sin horror la
transformación verificada ea Francia; y sin embargo lodo el que
trata de tranquilizar su espíritu, de darle pasto, de precaverse
ceñir* la enfermedad que lo aqueja, tiene que poner loe qjos á la
atraparte del Pirineo.
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Wf fusioiuut
Las mujeres no saben oí deben saber leer: ¿escribir? escribir ya
es casi pecado.
Los hombres do saben si piensan y procuran malar todo lo que
tienen de grave y positivo, porque la virilidad encaminada á na fin
cualquiera, les espanta.
Algunos son tan dichosos que han alcanzado un grado de estupi-
dez preciosísimo, porque el demonio no sabia que hacer de ellos
aunque los sorprendiera dormidos y atados de pies y manos; media
seguro, infalible de gozar la gloria eterna, después de un conliaao
reposo en la tierra.
Nadie se atreve á alegrarse: hay miedo á sentir; lo insípido se
llama honesto; el aburrimiento en la iglesia, siendo constante, es un
don del cielo, porque predispone al sueBo; el hartar de chocolate
con bollos á un fraile grosero, es acto de religión. El fraile aconseja
el color que ha de tener el vestido de la doncella, coal el de la casa-
da y cual el de la viuda, según las veces que haya contraído nup-
cias; el fraile facilita los remedios y los guisos, es decir: la recela,
no los materiales para hacerlos; el fraile es con razón reverenciado
y admirado porque es el que ignora mas, el mas indiferente; y hasta
hace el sacrificio de agitarse pornn rato cuando le mandan á un
hijo do familia para que lo azote, siquiera el azotando tenga veinte
años y bigotes en la cara, como suele decirse.
Aquella generación, en resumen, no quiere inclinarse á nada; ¿
algo hace es por error; de suerte que al individuo lo único que pue-
de sucederle es tropezar, caer.
AI fervor religioso ha sucedido el lujo y aparato eclesiástico: á la*
ideas, á los sentimientos, á lo belfo ideal, nada.
Asi no lo hay en la moralidad pública: asi la relajación escanda-
liza; pero k lo menos la prostitución y la frialdad de los corazones no
son los principios abominables del 93; no son los abominables dere-
chos del hombre; no son el abominable nivel de los jacobinos.
t ¡Ignoremos, ignoremos!» Esta era la exhortación mas sana que
un buen vasallo podía dirigir á sus hijos.
El rey cazaba.
D. Manuel Godoy habia llegado al mas alto punto de su privanza.
En una iglesia de Madrid se colocó sobre un altar el retrato del
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DC tQMM. %m
frvoritoy un religase topresertt* á los leles como ttorm digno de
allá alftbtftza y respeto, y explicaba loa ponfos de comparado» qne
tenia ron el Espíritu Serte.
¡Oh! pero Lucia era una infame, en monstruo espantoso.
¿Sabéis quién era Lacia, sabéis lo que hixoT Yo os lo airé, si le*
neis ánimo para escucharme hasta el fin.
Ante todo condenadla; no importa para ^eeo que aun no sepáis
quien era; odiadla de todo corazon9 saturad de animadversión mee-
tras entradas: ta castigó la justicia dándole muerte, nada mas que
una muerte; ¡con que lodavfa podéis contribuir en algo á los fines
para que fuimos creados, dedicando cada uno uq poquito de odio á su
execrada memoria...!
T era hermosa ¡la infame!
Era una hermosura de lineas pérfidamente bellas.
Uoa tez morena, fina, transparente; una frente ancha y poco lena*
tada, una nariz recta, de atrevido arranque, un poco angosta y levan-
tada por la punía; ventanas dilatadas y movibles; unos ojos no gran*
des, pero do forma almendrada, negros, salientes, limpios, poblados
de pestafias y colocados debajo de unas cejas delgadas qne hacia las
sienes se iban levantaodo de manera que no tenían figura de arco; la
boca mas bien ancha qne estrecha, carnosos y colorados los labios, y
el superior, muy ondulante y algo levantado, dejaba ver unas perlas
que, si eran dientes, solo los merecía la reina ó la mas honesta mujer
de todo el reino. Pero ¿á qué detenernos en una enumeración inútil
de sus bellezas, si yo no sabría dárselas á comprender á mis lectores?
¿Queréis tener una idea de su hermosura? pues atended á su histo-
ria, y pensad después que fué tan hermosa como perversa.
En coanto á daros á conocer fielmente su histeria, yo prometo ha-
cerlo, advírtiendo antes, para garantía del público, qne me coloco en
el punto de vista mas sensato y que pienso no atenuar ni exagerar
ninguno de los defectos de Lucia (1).
Era hija de padres no pobres, pero si honrados, supuesto que no
se les formó proceso alguno.
'V No llamaremos por su nombro propio á ninguno de los perteoaftes d> osle rel*f>
qne, ademas de ser verídico en el modo, Uene perfecta analogía con nn hecho histórico
de la misma época, según se verá mas adelante.
► u. Itt
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17* MUSIONU
Educáronla en el mas santo temor de Dios y en el respeto é sos su-
periores. Ella miraba siempre al suelo, ella bordaba y hacia merme-
ladas, ella era llevada á los oOcios divinos, ella estaba acostum-
brada á cumplir con el precepto pascual, desde que tuvo obligación
de hacerlo.
Sus padres nunca le dieron el mal ejemplo de murmurar de las
personas encumbradas, ni de las disposiciones del gobierno; ni si-
quiera pulieron inspirarle pensamientos remotamente livianos, por-
que su continente era siempre severo, y su señor padre, en presencia
de la familia jamás dirigió á su esposa uno de aquellos requiebros
que, sin dejar de ser honestos, son cariñosos.
También tuvieron buen cuidado de proveerla de ciertas reglas de
conducta, por ejemplo, le decían con frecuencia: las doncellas bien
criadas piensan de tal manera; las doncellas cristianas no experimen-
tan tales ó cuales sensaciones.
El único error que cometieron aquellos discretos padres fué ense-
ñarla á leer y escribir; error boto mas lamentable cuanto contribuyó
á perderla, como veremos después, si Dios nos da vida.
En resumen: á Lucia no se la inc'inó mal, porque se le permitían
todos los gustos que sus honrados padres se daban; se le permitía el
trato con los amigos de la casa, todos abonados por una larga expe-
riencia; no se le consintieron amistades con chiquillos de su edad
que quizás hubieran podido pervertirla; pero ella quiso ser malí-
porqué es indudable que quiso, y aunque quiso querer serlo, se sa-
lió con la suya.
Cumplió Lucia los diez y seis afios, criada en el mayor recogimiei-
to y con siete papeletas de comunión reunidas en un macito que tenia
alado con un listón de seda blanco, regalado por su propia madre. Su
hermosura había llegado á un punto de esplendor que no podría en-
carecerse; tanto que sus paires, como prudentes y previsores, la fue-
ron sujetando mas, y mas; la sacaron menos que antes á los paseos
públicos, y su buena y piadosa roalre en particular, deseosa de su
mayor bien, le encargaba que se cubriese bien el rostro con el velo,
á fin de excitar menos la curiosidad de los pisaverdes; porque, «no
viéndola, decía, no les llamará la atención. »
Piro al paso que iban siendo mas visibles las funestas gracias de
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DE EüftOfá. ftll
Luda, experimentaba an malestar, ana honda é inexplicable inquie-
tad que, si al principio vaga é intermitente, llegó mas adelante á ser
continua y á tomar an carácter determinado y temible.
Súbitos momentos de desasosiego, antojos insensatos, deseos es-
pantosos, si, espantosos, porque su satisfacción habriadado al traste
con el recato y el honor de la doncella. Mas inclinada sin duda al
mal por libre elección propia, Lacia, en vez de combatir los estragos ,
que la pasión iba haciendo en su pecho, no hizo nada, nada absolu-
tamente.
El mal iba siendo mayor cada dia, y no era posible ya que se ocul-
tase al buen juicio y al amor de sus paires. Ilusos lo vetan y se ate-
morizaban en gran manera al pensar en las terribles consecuencia*
que podría traer consigo el estado de ánimo de so hija; nada se di-
jeron de pronto porque cada cual temia el pesar de que aquella re-
velación había de ser causa en su consorte; hasta que ya viendo que
la niña, en vez de mejorar, empeoraba, resolvió la madre ver si se
podia atajar el dafio á tiempo , librar & su hija de las garras del de-
monio y librarse á si misma del peso con que estaba expuesta á car*
gar su conciencia.
Levantóse, en efecto, Ja madre ana mafiana muy temprano para
oír misa, y la oyó con mas fervor que nanea, porque jamás habían
sido mas vivos sos recelos y sobresaltos.
Dabianla desvelado por la noche los gemidos que en sueflos ex-
halaba su hija; babiase levantado de la cama para ver si estaba des*
pierta y la vio agitarse dormida, pronunciando entre dientes palabras
no inteligibles, y de cuando en cuando, cosa que notó con asombro
la madre, sonreír con espresion de intimo placer, mas interrumpir
de pronto su sonrisa y poner la cara muy trisie y compungida y ar-
rojar an ¡ay! bajito, prolongado, y como si al despedirlo los labios,
foese serpenteando por todo el interior de la doncella el pesar que lo
producía.
La madre, absorta, se paso sobre si, llamó en sa ayuda todo so
Hano entendimiento, y acercándose de puntillas al lecho de Lucia,
mojó los dedos en la pila de agua bendita, queá la cabecera estaba,
y roció dos y tres veces la frente de la doncella.
Aqui toé so dolor mu grave: en vez de influir en la moza la vir-
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lud mística del agua bendita, sucedió que solo le cansó sewaeioa y
sensación desagradable la frialdad del agua, y con un gesto que tenia
algo de satánico, sacudió enérgicamente la cabeza á un lado y como
reproba retembló súbitamente toda á un tiempo con uo* especie, de
estremecimiento de diablo.
Cuál seria el desconsuelo de la madre, imagínelo el lector piado-
so. Volvióse al lecbo conyugal con espantados ojos, y haciendo mil
veces la señal de la cruz, pasó el resto de la noche rezando, y apena*
amaneció, se fué muy callandito á aprovecharse de los primeros di-
vinos oficios.
De vuelta á su casa, que íué en cuanto salió de la iglesia parro-
quial, se retiró á su cuarto y por uno de los mancebos envió recado
á su marido (que era mercader y se hallaba en la tienda) para, que
entrase á hablar con ella sobre un asunto de importancia.
El marido era hombre de orden, y de tal modo lo tenia en stu caga
establecido, que jamás bahía dejado la tienda á las horas de hacer ne-
gocios, ni estando en ella se habia distraído un momento para nada,
como no fuera para rezar la oración de medio día y de la tarde y para
ponerse eo pié y descubrirse si por su casa acertaba á pasar el viático*
. Sorprendióle, pues, singularmente el recado de su, consorte y sus-
pendió el ei ojarse porque, convencido de so mucha discreción, ima-
ginó que no sin motivo de importancia debía de llamarle.
Subió de punto su sorpresa al ver la alteración del semblante da
su esposa, y acercándose á ella, sin poder ocultar su azoraraienio»
solo pudo exclamar con voz insegura:
—Di, habla.
La mujer levantó las manos en alto, las dejó caer sobre sus hom-
bros y con la cabeza baja, que movia á uno y otro lado, mpoaáió
entre sollozos;
— ¡Pobres de nosotros! siéntate Fermín , siéntate.
—Vamos á ver, explícale, que me tienes en brasas.
— ¡Ay! no sabes tú como estoy, deja que me tranquilice un poco.
—Gran desgracia, pensó y aun dijo con voz sorda el marido. Kilo
es cosa muy seria. Prisca no me daría ese mal rato sin fundamento.
¿Se habrá muerto el arcediano su tío? ¿Nos habrán robado lo de la
tinajita? ,
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DE EUH0F4. 91%
La Sefiora Frisca acercó su silla á la de su marido y dijo:
—Ármate de valor para oír lo que voy á decirte.
D mercader abrió los ojos, contrajo las orejas, y mas medroso que
nunca se puso á escachar con atención.
La madre afiadió con ana mirada fija y dando un suspiro;
—Tenemos á Lacia may mala.
Precisamente aquella semana el mercader, honrado y puntual como
siempre, había estado trabajando asiduamente en un negocio de la*
Qd8 que tenia en comisión, y como tenia el compromiso moral de en-
viar el saldo de las cuentas al qoe habia puesto en él su confianza,
y como eran mas de veinte las diversas personas con quienes habia
tenido que ver y hablar para presentar sos cuentas con la pulcra
lealtad que era debida, el hombre habia olvidado momentáneamente
las pequeneces de la casa. Pero al oirá su esposa, recordó en seguida
sus tristes observaciones anteriores, y se alarmó mas y mas viendo
que sin dada las cosas debían de haber ido muy allá, cuando tan
sobresaltada tenían á Frisca.
Estendió el brazo en ademan de imponer silencio, y di jando la silla
con un «vuelvo al instante, » bajó á la tienda. Antes de entrar en
ella hizo por sobreponerse á su turbacioa, y con el tono grave y lla-
no con que solía hablar á so dependiente mayor, le dijo:
—Voy á tratar de asuntos domésticos con mi mujer; si no fuere
indispensable, no me llame V. para nada y entiéndase con los parro*
quianos y corredores.
Volvió á so cuarto y sentóse silencioso basta que su mujer acabó
de rezar la oración que al salir él habia comenzado.
Luego que hubo cumplido la madre con este deber, le dirigió una
lastimera mirada y dio otro suspiro.
El honrado mercader estendió el brazo derecho, formó una o oou
el dedo pulgar y el Índice y dijo:
— Prisca: ya conoces mi experiencia en las cosas del mundo : tú
vas ¿ decirme algo alarmante respecto á nuestra hija única. Coootco
también tu ¿urna discreción y, no me cabe duda, has hecho observa*
dones semejantes á tas que yo, por no darle pesar, me he callado
hasta ahora.
-{Couque» ti lambieu...!
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•74 PRISIONES
—Sí, Prisca, si, replicó el mercader deshaciendo la o y haciendo
la i con el dedo índice, que agitó un rato. Yo, como era nataral, he
observado antes que tú; porque si bieo las madres sois mas tierna-
mente amantes de los hijos, los padres lo somos mas prudentemen-
te, como has oido no ha mucho eo el último sermón de las Descal-
zas. Ahora bien: yo digo como tú: Lucia está mala. Y ¿cuál es
su mal?
Tú, ya se ve, no has caido en la cuenta que yo llevo con ella ha-
ce mucho tiempo, mas es lo cierto que no he dejado de poner cuanto
estaba de mi parte para lograr su mayor bien, en cuya operación, lo
digo satisfecho, me has secundado tú del modo mejor que yo podia
desear, no oponiéndote nunca á lo que yo disponía, para que no se
malograse el fruto de mis afanes.
La satisfacción de haber cumplido con nuestros deberes nadie nos
la puede quitar. Desde sus primeros años la hemos criado eo él
mayor recogimiento, lejos del trato peligroso del mundo y sin negar-
le ninguno de aquello» honestos pasatiempos compatibles con su edad,
su sexo y la honrada clase á une pertenecemos. De suerte que ni las
diversiones la han tenido distraída de las prácticas religiosas, ni por
esceso de celo le hemos t>ega<lo el justo y conveniente desahogo. La
educación que ha recibido de sus maestros es la que le convenia:
sabe coser, sabe bordar, y aunque jamás me propuse permitirle el
inmoderado uso de libros frivolos, sabe leer y escribir correctamente
como lo ha demostrado desde muy niña, leyendo de corrido en el devo-
cionario y copiando con muy buena letra las oraciones mas necesarias
al buen cristiano y las fábulas morales del libro que le regaló mi her-
mano. Ya desde que fué mayoreila, tú lo has visto y el Seflor lo sa-
be: poca comedia, poco Prado y al fio nada de tertuKa ni merienda
bulliciosa. Ya recordarás que cuando hace tres meses el médico nos
aconsejó una prudente recreación para disipar ciertas melancolías,
la llevamos dos noches á ver el elefante que estaba eo la plazuela
de Sanio Domingo, y una noche si y otra no, por espacio de quince
días, bajaban esas buenas sf floras del cuarto segundo á jugar á la
peregila. Y yo se lo agradecí mucho á las honradas vecinas, porque,
bien lo sabe Dios, creí que nuestra hija ya estaba curada, de mane-
ra que con el discreto pretexto que lú sabes, lo arreglé de modo que
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DE EUBOPA. 115
no siguieran adelante sus tí si las y volvimos, á restablecer iraotras
antignas costumbres.
Todo lo que te acabo de decir lo he creído conveniente para que
recobres la calma, pensando quo tenemos co favor nuestro lo princi-
pal: esto es: que como padres cristianos no puede remordernos la
conciencia por habernos apartado un solo punto del mas estricto
cumplimiento do nuestros deberes.
Durante este minucioso eiáinen y relato de D. Fermín, la madre
estuvo haciendo señales de asentimiento á lo que oia y llevando á
menudo el pañuelo á los ojos porque la cegaban las lágrimas.
—Ahora habla, añadió el mercader, dando por terminada su re-
lación.
Prisca, con voz balbuciente y con ligrimas que en vano procuraba
contener, refirió la escena de la noche anterior, con los terrores pro-
pios de una madre como ella criada.
D. Fermin quedó consternado. Permaneció largo rato como si me-
ditara en algún punto Geológico muy recóndilo, pero en verdad que
do sabia cosa a'guna sobre que meditar en aquel caso, porque no era
médico, ni teólogo, ni cosa semejante, sino un mercader práctico en
su ramo, y nada mas. Y como este ramo no consistía en el conoci-
miento de los fenómenos de la naturaleza humana, ni nada tenían que
ver las calidades de las lanas con la afecciones del organismo de
Lucia, be estuvo quieto hasta que se fué desvaneciendo su asombro.
Su mujer, afligida en el alma, levantaba hacia él los ojos y los
volvía á bajar resignada y murmurando el nombre de Jesús.
Por fio el mercader levantó á su vez la vista, y posándola on buen
rato en !a consternada madre, dijo:
—¿lias consultado el caso con el padre Nolasco?
—Quise hacerlo esta maflana, mas no le vi en la iglesia.
—¿lias consultado con el médico?
—No quise hacerlo sin tu parecer.
—Pues es preciso. Dime, ¿hace ya tiempo que observaste madama
en nuestra bija?
— Daii cosa do mes y medio.
—¿Mes y medio?
-a.
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sis FUSIONES
—Antes \6 notaste tú que yo.
—{Oh! las madres
— Tienes razón: las madres... es decir; á veces las madres Ven
ciertas cosas antes que los padres: lo doloroso del suceso es que no
por baber sido tú mas perspicaz, has acudido antes á poner remedio.
—Como tú nada me decías...
—Ya, pero...
— Y como yo esperaba en Dios que la mudanza de Luda no llega-
ría á ser cosa mayor, dejé pasar el tiempo
— ¡ Jum! Pues ahi tienes. Hay ciertas cosas que no tienen espera.
—¡Dios mió! Me espantas, Fermín, con esas espresiones.
— No, no digo... pero asi como ahora, á Dios gracias, no debemos
¿esesperar, lo mismo habría podido suceder en materia mas impor-
tante. Pero... vamos á ver; tú ¿qué has resuelto?
—¿Yo? tomar tu consejo. Ya ves, como una no se atreve á... ¿Qué
piensas tú que hagamos?
—Yo, á la verdad. ..si he de hablar francamente, mi sentir es
que el médico...
—Y ¿el padre Nolasco?
—También, también. El médico del cuerpo y el del alma.
— Pues Fermín, cuanto antes mejor, es decir: si á ti te parece.
— Me parece tanto, que voy yo mismo á verle ahora. Veris lo que
Be me acaba de ocurrir en este momento. Voy á su casa y le entero
antes para que pueda formar concepto; después le enterarás tú de lo
que por tu parte has observado, y por último ver¿ á la ñifla cuando
ya tenga el fundamento de nuestras noticias. Ya ves como este debe
ser el modo de hacer que el resultado de la visita sea el mejor. Des-
pués del médico, veremos al padre Nolasco, no porque yo presuma
que la enfermedad de Lucia tenga relación inmediata con su sagrado
ministerio; sino porque siendo él A director espiritual de la familia
desde tantos afios, parecería descortesía y desconfianza ocultarle
nqestra tribulación; á mas de que el sentir de una persona tan vir-
tuosa y entendida puede iluminar nuestro entendimiento en aquellas
cosas que no son de la esclusiva inteligencia del médico. ¿(Jué dices?
—Que conforme tú hagas, estará bien hecho.
—En esto, amada Prisca, das como siempre muestra de tu mucho
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Di UJHOfá. t:?
«ñor 4 kt marido y de tai bven entendimiento. Alio á la obra, je
me voy, tranquilízale y confia en Dios.
Fuese D. Fermin á ver al doctor, tenieadc cuidado de bajar por
la escalerilla que correspondía con las habitaciones altas de la casa.
Asi, oo viéndole salir por la tieoda los maoceboa, no harían comen-
tarios sobre un hecho tan desusado.
A la inedia hora estaba de vuelta con el Galeno, que besó las ma-
nos á D/ Prisca y oyó de sus labios la relación de lo que en Leda
había observado, y después, como si fuera visita de cortesía, llamaron
á la ñifla para que saliera á saludarle.
Entonces con mas inieré* que arte, hicieron redar la conversación
sobre el estado de la atmósfera y las enfermedades dominanfes en
aquel setenario, y el médico indirectamente hizo las preguntas que
creyó necesarias.
Dora y media dnró la visita, y cnando ya él mélico llegó al dintel
de la puerta, la madre indicó á Lucia que podía retirarse.
Hizo ella la revereocia, siempre con los ojos bajos y con aquella
compostura que le habían ensefiado sus padres, y se retiró saludando
con una falsa dulzura que encubría perfectamente la maldad do rt
oorazon.
Volvieron pies atrás el médico y los padres, retiráronse á un apo-
sento, y sentados aquél en el canapé y estos en sendos sillooes á sn
indo y muy cerca, comenzaron á hablaron voz baja.
Fermin y Prisca estaban con tanta boca abierta. La madre tenia
loa dedos clavados en un diez do sn rosario, para oo perder la cuenta
de los Padre-Noestros que le faltaban rezar, según propósito que ha*
bia formado al volver déla iglesia.
Ei médico les ofreció rapé húmedo y oloroso con sonrisa muy
traequiliíadora, y después de enumerar minuciosamente cuanto habia
observado en Loria, terminó con un jtolpe breve y de efecto, asegu-
rando que no era cosa de cuidado. Disecciones, paseos matinales,
ceoa ligera y algún refresco, si no repugnaban i U niOa. Esto dijo que
bastaba y aun sobraba para que» Dios mediante, se calmase aquella
agitación á que el carillo paternal habia atribuido extraordinaria y
no merecida importaseis
Al marcharse el médico, volvieran Prisca y Fermín 4 encerrarte
Tsnsu. ltS
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I1S MUSKMTCS
eo el retirado aposento y después de cerradas las dos hojas de
la puerta, se miraron al mismo tiempo el ano al otro.
—Ya lo has oído, dijo Fermín.
— Si, replicó Prisca.
—Y ¿qné dices?
— Que estoy mas tranquila. Y ¿tú?
—Yo también. Sin embargo, para qne seas testigo de lo mucho
qne me desvelo por la salud de nuestra hija única, te participo qne
voy á llamar al padre Nolasco, á fin de que no nos quede el meoor
escrúpulo de no haber hecho cuanto estaba en nuestra mano, ¿Se te
ocurre á ti alguna idea mejor?
—No, por cierto.
—No tengas recelo; si tienes otra idea, sepámosla.
Fermin injuriaba á su esposa suponiéndola capaz de tener ideas.
Nunca aquella mujer había incurrido en defecto semejante. Su marido
y su confesor eran para ella númenes y entendimiento, y si es posible
ser buena madre de familia siendo honesta, guisandera regalar, plan*
chadora, cosedora, limpia y esclava de las disposiciones del marido,
Prisca era escelente en su clase.
Con la diligencia mostrada en llamar al doctor procedió el bueno
de D. Fermin al tratarse del religioso. En menos de una hora hubo
ido por él, le hubo hallado, y enterado del negocio, lo llevó á su casa.
Eotre tanto aquella Lucia, llena de malicia para el mal, aun<pe
no había empezado á cometerlo, ni siquiera sospechaba loa desvelos
y las angustias que ocasionado había y tenia que causar k sus hon-
rados padres.
Poseída de no sabemos qué maligna influencia, estaba la pérfida
tan desasosegada como solía.
Su imaginación sin freno la brindaba con atractivos á que ella ce-
día sin miramiento ni cautela; sus nervios se escitaban con extraor-
dinaria frecuencia; ninguno de los tranquilos placeres domésticos
era pasto grato á su espíritu; presentimientos de placeres torpes cuan-
do no llevan consigo la sanción de la religión, las leyes y la familia»
trastornaban su naturaleza; toda pasión era en ella mas poderosa que
el razonamiento; y el monstruo lo consentía, y se dejaba vencer sin
hacer uso de aquella noble resistencia que á tantas doncellas ha in-
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Dt WtOfA. $71
mortalizado, y pagaba asi coa tan negra ingratitud los desvelos de
sos amorosos padres, que d^«d* el instante de sa nacimiento retaban
por ella todos los días y basta la habían ensefiado i leer y escribir sin
saber de cierto si con esto le hacían an bien ó nn mal.
Peroá bien qne en el pecado llevaba Lucia la penitencia. Sa vida
era nn contiouo anhelar cosas desconocidas; sus deseos, bizarrías,
sn reposo, la fatiga, ni el descanso hallaba en el snefio reparador que,
ó bien hnia da sus ojos, ó bien la fatigaba mas y mas con quimeras
que no se atreven con las almas buenas.
¡Ah! sus pobres padres tenían razón. Ellos habían hecho cnanto
debían. Si antes no repararon en el desarreglo de los sentidos de Lu-
da, no tenían ellos la culpa; ella ai la tenia, no de su temperamento,
de su educación, de las sensaciones que le causaban los objetos este-
rtores, pero si de no ejercitar su voluntad y so entendimiento en lu-
char contra las imperfecciones de la naturaleza; porque buenos diezi-
8cis afios tenia para distinguir lo bueno de lo malo hasta cierto punto
y bien mostraba que le sobraba malicia para emperifollarse y para
haber ocultado sus inclinaciones hasta entonces; porque indudable-
mente las había ocultado.
Et padre Nolasco era un fraile con cara de buen sugeto, de conver-
sación y figura agradable, d*í gran práctica en el mundo; conocía
muy bien su época, trataba al menestral de las lanas y estaba en las
recónditas interioridades de las familias. El padre Nolasco no fingia
un celo religioso ri lículo como otros muchos, no se complacía en dar
pábulo i supersticiones; pero el hecho es que él tenia sos puntos y
ribetes de supersticioso y aunque mas de una vez, en sus mocedades
había tratado de sacudir una flaqueza que tenia por vergonzosa,
nunca llegó á atreverse, y cumplió los 45 afios sin haber acabado de
desechar ni admitir tampoco ciertas creencias en los malos espíritus.
A los cuarenta y cinco afios, empero, comenzó á apagarse la energía
de su espíritu; relajáronse las fuerzas que hasta entonces le habían
asistido para sostener á la razón en la lucha contra las preocupacio-
nes y se quedó en cierto estado de indiferencia; sujeto á continuas
vacilaciones, cuando hay energía en el alma, y ageno por el contra-
rio á to lo vaivén cuando la actividad de la materia predomina en el
desenvolvimiento del individuo. El padre Nolasoo, pues, no sabia si
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99) MISIONAS
creía ó do en duendes, en brajas y en espiritas maligno*; pero si *l-
gnna vez tenia que (ornar resoluciones respecto á este posto, obraba
prudentemente como si real y efectivamente existieran (rasgos, ener-
gúmenos y toda la caterva de endemoniados, de coya invisible exis-
tencia tanto abundaban los testigos de vista.
Fuera de esto, no carecía el padre Nolasco, según ya hemos dicho,
de sagacidad, discreción y don de gentes, y...
Pero ya bace rato que hablamos cooforme á nuestra manera de
ver y de sentir: el bien parecer y la justicia social exigen que valía-
mos á adoptar el modo con que habíamos ido haciendo esta verídica
y molesta relación; volvamos pues áél para que lógicamente podames
llamar malvada á una niña de 16 años, educada en la corte de&rloa
IV por dos mercaderes pusilánimes é ignoramos.
¡Válganos Dios, qué infame era Lucia! Llegó S presencia delpadn
Nolasco sin estremecerse, sin caer en la cuanta de que allí iban i
pasar por un examen severo sus mas recónditos secretos.
— jllola, hola! dijo el Padre, y cómo creció la perla de esta casa.
¡Dios la bendiga!
Y al mismo tiempo alargaba su blanda mano á Lucía, que se la
beaó como le habían ensefiado.
—Es lo primero que se le ha ocurrido al señor doctor que esU
maffana subió á visitarnos de paso, dijo D. Fermín.
—Y ¿qué tal, qué tal? la salud parece buena.
—A Dios gracias, contestó en coro la familia.
—A Dios sean dadas, replicó el padre Nolasco. Y damos gusto ál*
padres amándolos y reverenciándolos después de Dios, ¿no es eso? Ti
lo sé, ya lo sé. ¡Oh, lo que se mama no se pierde! Bien se conoce es
ese modo que tal madre (ovo.
Lucia, según prescripción de la ordenanza, tenia las manos ¿mu-
das sobre el pecho y los ojos bajos.
— Y en la educación que ha recibido, se descubre también que la
ilustración y prudencia de los padres es la piedra fundamental (W
porvenir de los hijos. A ver cómo me lees un poquito en presencia
de tus seflores padres, si dan para ello permiso.
—¡Con mil amores! [Vaya!
El padre se levantó á buscar na libro por un lado; la madre bas-
caba por otro; atolondrados no daban con él.
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NI
— jQuél en el rayo, en el rayo; abriendo wn página á te easuatt-
dad, no va 4 examinarse de doctora.
—Toma, dijo á este tiempo la madre: lee en este y perdone el padre
Nolasco; que teniendo este la letra mas pequero, será vencida diücul-
tad mayor.
'Vamos, pues, sea; dijo el padre Notases.
—Vamos, leet bija mia9 afiadió la madre.
m Luisa, ascendido el roslto, dijo en voz baja y temblorosa: ¿en
déadeleot
—A tu gasto, hija; toma ahí en e»ta página que se ha abierto sin
querer. Cogió Laoia el libro, pásese la lengua por les labios, que te-
nia secos y ardientes, y comenzó:
•Oración para alcanzar del Señor la gracia indispensable para
•lirir conforme á sus móndalos.
«¡OA Seüor, Trino y uno, infinitamente lueno, que castigas al
malo.. M*
—May bien, perfectamente, dijo el padre Nolasco. Señores,
lee me y de corrido y con el sentido que el asunto requiere. (Yara,
▼aya con la ñifla! Muy satisfechos deben estar vuestras mercedes
con tal joya.
—En punto á educación, dijo el mercader, no podrá decir nadie que
debamos cosa alguna á nuestra hija, y vea su paternidad, afiadió re-
volviendo los bobillos: también he procurado que se familiarizare
non la letra de mano, porque ¿quién sabe si mafiana ó el otro dia po-
drá serle conveniente?
V poniendo ante los ojos de Lucia una carta de su pariente el ar-
cediano, se la dio á leer á la ñifla, que k> bizo muy á gusto de lodos.
Entretanto y en lo restante de la visita, el fraile, ya directa, ya in-
directamente, estuvo observando á Luda, y los padres de esta, que le
observaban á 61, adquirieron poco apoco confianza al verqoeel
sagú y entendido religioso no daba muestras de cosa que pudiera
alarmarles.
Rn resumen, después de la visita se celebró nuevo consejo de fa-
milia, y el padre Nolasco declaré se reservaba darles consejo, por-
que en su concepto el estado de n hija no tenia nada de grave; pero
que á su pareeer y sin otro ánimo que el de responder 4 sv consulta,
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m nusünon
no sería malo que, después de alguno* días de preparación, se pre-
sentase Lucia en el tribunal de la penitencia.
Parecióles muy bien á los mercaderes el consejo, y determinaron
que á los ocho días se pusiera en práctica.
Lucia, acostumbrada al cumplimiento de aquel deber religioso, hizo
su exámeft de conciencia, acompañado de ayunos y lecturas piadosas,
y se arrodilló ante el padre Nolasco.
Volvió la doncella á su casa acompañada de su señora madre, y en
su semblante se conocía que por su interior habia pasado algo ex*
traordinario. Sobre esto y sobre lo largo de la confesión, anduvieron
cuchicheando todo el dia sus padres. Ella fué en busca de la soledad,
deseosa sin duda de que nadie pudiera leer en su rostro.
Lucia habia sido veraz en su confesión; nada había ocultado; á
pesar de que en mas de una ocasión la verdad había salido con repug-
nancia de sus labios. Aquel monstruo tuvo que revelar allí vergon-
zosos movimientos que, según dijo, la acometían involuntariamente;
confesó también que ignoraba los medios de librarse de las angustias
con que sentía oprimírsele á veces el ánimo; dijo que habia ocultado
á sus padres los primeros desvarios de su imaginación, so pretexto
de que tenia miedo de que la avergonzasen, porque desde muy niña
le habían repetido mil veces que las doncellas cristianas y las hijas
bien criadas no pensaban ni sentían, según ella habia pensado y sen-
tido. En aquel tribunal solemne declaró con lágrimas qoe le arrancaba
su propia miseria, todo lo que habia de mundano en su alma, aquella
hija, vergüenza de dos honrados vasallos.
Ninguna cosa mas parecida á la lealtad que aquella confesión; mas
no debemos calificar de leal un acto verificado merced á la eficacia
del sacramento y de ningnn modo debido á la espontánea voluntad
de Lucia, pues ya hemos dicho que mas de una vez hizo por resis-
tirse á declarar ciertas verdades.
D. Fermín y D* Prisca esperaban impacientes y algo azorados al
padre Nolasco, cuando aquel recibió por un mandadero una carta del
confesor en que le decía que la entrevista debían tenerla ellos dos á
solas, á cuyo efecto le suplicaba que se sirviera ir averie á su celda
y buscase un pretexto eficaz para que su esposa no cayera en sospe-
cha de que importase ocultarle lo que tratar debían respecto á su hija.
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DE EUftOFÁ. 9*3
Mas y mis se azoró el mercader de lanas al enterarse del eooto-
nido de la misiva; mas y mas se conturbó al bascar medio de verse
con el padre sin qoe Prisca trasluciese so secreto; y con toda su dis-
creción no podo evitar que Prisca adivinase ó barruntase loque ocur-
ría, ni evitó tampoco el trastorno que en ella produjo la revelación
que le hizo de que la conferencia con ei padre debia de ser secreta
entre los dos.
Culpa todo de Lucia; que si ella hubiera sido buena, su padre no
habría tenido ocasión de caer en la debilidad de hacer revelaciones
temerosas á D.' Prisca.
El fraile y el mercader pasaron mas de dos horas en la celda. Se
habló un poco, muy poco (y siempre en sentido condicional) del in-
flujo de los espíritus malignos; se habló bastante de temperamento,
de las consecuencias de la vida sedentaria en ciertas imaginaciones;
de la fuerza de las pasiones en la juventud; de la flaqueza de la carne,
y por último, k cada periodo de los muchos en que se dividió la
conversación, el padre Nolasco formulaba su dicttmen brevemente
diciendo
— D. Fermín, cásela Vd.
El mercader propuso á la aprobación del fraile los medios que ae
le presentaban á la mente para precaverse de los males que le ame-
nazaban, y el fraile, que aprobaba unas veces y no aprobaba otras,
volvia á terminar sus réplicas con la misma frase:
— D. Fermin, cásela Vd.
No hay para que encarecer lo que sucedería en la casa de D. Fer-
mín á si llegada, y durante la secreta cooferencia que tuvo con su
esposa. Lo que antes eran recelos, se con virtieron en terrores, y espe-
cialmente para la pobre madre, todo lo mas terrible le parecía cierto
é infalible.
Aquella noche, mientras Luda estaba entregada al suefio ó mas
bien al reposo qne necesitaba después de los esfuerzos que había he-
cho en la confesión, su madre le cosió muy ocultamente un escapu-
lario de la Virgen del Carmen en lo interior de la falda del vestido; y
al otro dia y los ocho siguientes hizo que la acompañara á la Virgen
de la Paloma, á cumplir una novena. T aun haciendo el sacrificio da
togir que trataba de premiar su obediencia y buen comportamiento,
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m
b colgó M c«d!o m relicario, traído efpreasawnle <k Romafor
u amigo den lio d arcediano.
No se volvió á llamar al módico, i pesar de qae ad parecía ana-
nejarlo hasla el padre Nolasco mismo, coo so insistencia aa h^Uir
del temperamento y de la edad y de la imaginadoa j del góaero da
vida de Loria, y ana tal vea por eso mismo no se le llamó; parque
entre las dichas indicaciones del fraile y las cosas que (sin romper
el secreto de la cocieron) dio á entender, resoltaba en concepto de
D. Fermín, y no te encañaba, que habría de serle muy penoso y k
había de llenar de vergüenza el tratar con el doctor de ciertos por-
aseñores de la dolencia El respeto y la reverencia que al merca-
der rasuraba el director espirioal de la familia, no se la inspirabas!
doc'or, hombre al fin mundano, lego y solterón por añadidura.
La resolución do casar k Lucia, ¿ pesar de sus pocos alas, prera-
leció, y foé cosa hecha des le luego.
¡Grande apuro el del padre! Para él era evidente que sa bija tenia
su entendimiento y voluntad para saber qné clase de paciones eraa
las su) as y vencerlas; mas no la creía dolada de enkndimieott oi
experiencia bastante para elegir esposo ni para cumplir como era de-
bido coa d que le mandasen lomar. T en esto no se apartaba del co-
man stntir el buen mercader de lanas.
{Dieiiseis afios y casarla! Cierto que le habían eosefiado yacÉauti
ensefiarle podían; f-ero, con ledo, Prisca y Fermín opinaban que un*
afios mas de vida seden' aria, de obediencia filial y de buenas prác-
tica* n6 podían serla siao fáuy provechosos.
El fraile, empero, habla ce hado hablando coa D. Fermín m pana*
fe en que, 4 mellas de mil salvedades, hizo presente los pHigrosqus
ctrre la honestidad de ciertas doncellas cuando el demonio las tiesta,
y las amararas que pa?an los padres de estas doncellas Cu*dt h
carne es tan flaca qne cede á la tentación.
A la idea de que el pecado, la deshonra y el escándalo podieraa
un día profanar aquel asilo de largas generaciones virtuosas, se to
helaba á ambos esposos la médula de los baesos; y convinieron ea
que, para cerrar la puerta a) pecado, (o mejor era dar su hija i ü
marido que viviera ea otra parle.
D. Fernán no era pobre; dotó con larguen á su hija, msslraadi
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M IWOFi SS«
«si el mocho amor que como padre le tea»; diéee i bascar yerno y
como so natural discreción se fué ideando con el móvil qoe le im-
pulsaba, no tardó mocho en dar con oo bellísimo sugeto. mer-
cader también y acomodado, hombre qoe ni había dado nunca pí-
talo á murmuraciones, ni ora tibio en sn amor i Dios y 4 las
reales personas.
Lacia estaba triste sin dada, porqie el pecado que germinaba en
sn corasen no daba entrada en él á la atarla qoe tóele ser compa-
fiera de la inocencia. T Luca en medio de so malignidad no ocul-
taba so tristeza, sin doda porqoe Dios no consiente á los malos la fa-
cultad de poder ocultar todo lo qoe pasa en so alma.
Escosado nos parece advertir qoe sus padres habían sido harta ex-
cesivamente compasivos para oon ella, pues no le dieron i entender
nada da cnanto había ocurrido.
Cuando ya tuvieron en buen ponto el trato matrimonial con el
mercader D. Gervasio de la Torre, procuraron explorar el ánimo de
la doncel. a, y vieron que se mostraba como siempre habla hecho en sn
perfidia, esto es: sumida á so paterna volotead y dócil á sos indica-
ciones. Al fin, después de aquellos prudentes rodeos oon qoe se sue-
len preparar los caminos para llegar á (toes análogos, le anunciaron
que lenian prometí la so mino á on honrado amigo de la familia, ad-
virtieodo, empero, qoe por nada del mondo forzarían so voluntad,
y qoe si bien ellos verían con gusto aquel matrimonio, so compromi-
so no tenia nada de inquebrantable.
¿Qué pasó por Lucia al oir aquel anoncio y al recibir aquella
muestra de consideración de sos padres? j Misterios insondables del
alma humanal
Pareció recibir la nueva moy á placer; opuso con respetuosas apa*
riendas el reparo de serle descooecido el novio; mostró una sorpresa
confundida con mil otras sensaciones <n vista de qoe sin empeño ni
cosa parecida por su parte se hubiera tratado de casarla; haita se
atrevió k admirarse de que, apenas campillos diez y seis afios, sos
padres le brindaran con on e*tado qoe, según les bahía oido decir, era
para mayor edad y entendimiento; y todo e*to de ona manera tan tí-
mida y con caracteres aparentes de ona inocencia tan grande qoe, si
na nos detoviera el temor de disculparla, diríamos qoe el mismo de-
is*
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ttt tftJAOMSS
moaio hablaba por su boca. Pero no; era ella, ella, i* fiborana; en
ella, la encarnación de la perversidad.
Por fin, se le contestó cono fué posible y se sefialó dia para la en-
trevista de los novios, que fuá en domingo y en la mesa, pues D. Ger-
vasio fué convidado á comer para que tuvieran ocasión de verse y
apreciarse.
Era D. Gervasio nn mercader de baeaa constitución; color sano,
temperamento bueno; costumbres ordenadas, de aseo en la persona y
crédito en la plaza.
Parecióle bien Lucia, como parecía bien á todo el mundo; no aba-
só de la confianza que se le dispensaba ; pero sin traspasar el límite
de lo honesto, sopo referir dos chascarrillos de novios que ameniza-
ren muy macho la conversación y trató con tan respetuosa amabili-
dad 4 sos futuros suegros, que los dejó encantados de sus buenas
prendas. Tuvo también para Lucía espresiones de grande afición
y fino aprecio, y se retiró ea momento tan oportuno que no pudieras
lacharle de indiscreta pesadez ni de carácter arisco y falta de trato.
Aquel hombre honrado na prodqo ninguna profunda sensación en
el ániasw de Lucia qw sin duda debía ser insensible para el bien.
. Lo que se iba labrando en ella era la idea de lomar estado, quizás
-y sin quices presintiendo que no padecería al lado de sa esposo la
saludable sujeción en que la mantenían sus padres. Por oso se fo¿
disipando su túatesa que» desvanecida como por encanto al tratar ée
las joyas y las galas con que debía solemnizarse el matrimonio, ali-
vió en gran manera el áome de sus padres.
. Poco oartfio mostró al novio á los comienzos; pero él que con la fl-
uía de D. Fermín, la de 0/ Prísca y el buen agrado de Lacia, co-
menzó á visitarla diariamente, se hizo poco á poco buen, lugar, de
suerte que al c*bo de qn mes, si algún dia retardaba por ventara ua
cuarto de hora la de su visita, Lucia era la primera en exclamar:
>—¿Qué le habrá pasado?
, Llegaba Gervasio y se le daba cuenta de como habían pasadoquia-
ce minutos de inquietud y él la agradecía y se disculpaba con buen
mado y aquella noche les dejaba mas satisfechos que nunca.
Poco á poco fué desapareciendo entre ellos la etiqueta, y cerno era
necesaria cierta familiaridad para tratar el asunto, de la boda, se die-
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DE EUIOPA. m
ron mafia todos, cada «no por su lado, y no moa antea de consumar-
se el hecho, ae trataban ya todos como de una misma famiKa.
Cagáronse. Lloró mncho D.f Prisca; lloró la pérfida Lacia; pero ai
fin los padres hallaron el justo alivio á sn dolor en el desahogo que
experimentaban al considerar que dejaban á sn hija casada con un
mercader honrado.
Gervasio había observado siempre la mayor honestidad: llegaba al
matrimonio, no como otros, rendidos ya por los vicios ó siquiera es*
tragados por la repetición de ilícitos placeres.
Este mismo concepto formó ó! de la que el ciclo le deparó por esposa,
y en cuanto á lo material, creemos que no se engallaba. Vivieron algín
tiempo entre gra'as satisfacciones, y biep puede asegurarse qie mas
de un mercader severo censuró como exageradas las muestras de ca-
rillo que Gervasio daba á su esposa eo ocasiones en que los deberes
de su tienda deberían haberle atraído k otros pensamientos.
Luda adquirió eo breve tiempo el complemento de aquel ¿enero de
belleza, mas peligroso para los sentidos.
Aquellos hermosos ojos que le diera el cielo resplandecían mas;
parecían haberse agrandado • sus gracias naturales todas tenian el
poder da la seduccioo, llevado ¿ un punto irresistible. Si boca pro-
vocaba aun en medio del suefio, cuando mas agena debia creérsela de
intentos ni ideas seductoras.
T es el caso que, siendo su belleza tanta, escitó extraordinariamente
el amor material de su marido, y aquel hombre, basla entones sensa-
to y de bien ordenados afeólos, llegó k hacer locaras, verdaderas lo*
curas por las gracias de su espora, que con sn funesta heraaosuim
convirtió en insensatez lo que hasta entonces babia sido bueii juicio
en su marido.
El maligno encanto de Lucia no desaparecía nunca; producía una
sed espantosa, brindaba con la reparación y era como todas las rosas
del demonio: en vez de saciar, escilaba; en vez de refrescar, abrasa*
ha; ofrecía consuelo y daba desesperación. T estaba sin dada en ella
el demonto, porque no experimentaba fa'iga, sino alivio, y cuanto mas
se perdía Gervasio, mas ganada parecía ella, y cuando él amanecía
macilento y cetennado, ella gentil y rozagante.
Al fin y al cabo, fuese por sus desórdenes, feeee por la maligna
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tSt MUSI0K1S
influencia, enfermó Gervasio y eslavo á la muerte. Dos ó tres dias
anduvo la familia ya encomendándole á Dios, hasta que por fortuna
qoiso la Providencia.... ó mas bien por desgracia suya sanó, como
veremos k so tiempo.
Sanó, y apenas convaleciente, salió de Madrid y fué á pasar ana
temporada á la costa meridional del reino.
Lloró Lacia so ausencia, como había Horado por el peligro en que
viera sos dias.... ¡llanto de cocodrilo, llanto de engafio y perfidia! Si
no hubiera sido por ella y por so funesta hermosura, Gervasio no
habría cometido los escesos que acabaron con la buena salud qiia
hasta entonces había gozado.
A bien qte..*. ¡Dios la castigó!
Si elia no hubiera sido capaz de vicios, el pobre Gervasio no bu*
biera podido caer en ellos.
Pero su alma su palma.
Que ya volvió el buen mercader Latorre al lado de su esposa, qw
volvió no restablecido, porque era irreparable el detrimento que su
salud había padecida; pero, en fln, había recobrado fuetzas y podía
atender á mis negocios, aunque tampoco con aquel despejo y aquella
asiduidad de que babia sido capaz hasta entonces.
Mas ¿qué creía ella? que tras aquellos disgustos y aquella ausencia
iban á volver los desórdenes; y cuando el pobre Gervasio mostraba en
el semblante el acabamiento de su vitalidad, día aparecía como sien-
pre bizarramente briosa, sonrosadas las frescas mejillas, colorados
los ondulantes labios,, tan anhelante de actividad y movimiento como
de reposo y sosiego su pobre victima.
T entonces fué cuando comenzó á descubrirse la profunda perversi-
dad de Lucia & quien, si mal no recordamos, ya hemos calificado de
monstruo.
Gervasio, bien aconsejado por su médico y su confesor, llevaba una
vida muy ordenada; procuraba huir del bullicio; evitaba toda agita-
ción: su único placer era el paseo por lugares solitarios y saludable*.
las fiestas ruidosas, la charla, las comedias, tertulias y merieodas no
le ocuparon un solo momento.
Esta conducta trascendía hasta lo mas intimo de su persona, porque
asi lo ezigia el estado de su salud.
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M BOftOPA. til
Llevábalo Lucía muy i mal y do la ocultaba, aumentando asi loa
padecimiento* de su esposo. Amábala este y tanto por su amor como
porque aun no estaba bastante desengañado , una Tez volvió á abrir
el pecho á la esperanza de gozar en brazos de Luda las delicias del
lícito carífio ; mas ¡ay! ya no era tiempo, y el desdichado hubo de
convencerse de que el haberse dejado arrastrar por los infernales en-
cantos de su compañera, le babia cerrado para siempre la fuente de
la felicidad.
El único consuelo que le quedaba en su desventura era contemplar
aquella belleza causa de sus males, y aun su consuelo mismo se con-
vertía en pena, porque le recordaba su perdición.
La tranquila existencia del hogar doméstico no era del gusto de
Lucia y su esposo tuvo la complaciente debilidad de consentirle cierta
soltura en que jamás debió haber cooseoido.
Le permitió que tuviera trato con amiga* ; qnefrrcuehtara el Cor-
ral de la Cruz en todo tiempo, dejó que asistiera á terfnUas de no-
che, y elh, en vez de [Jarrar con el debido agradecimiento tantas bon-
dades, ¿cómo correspondió á ellas? con la roavor ingratitud.
Introdújose en el domicilio conyugal un pisaverde, un miserable;
que solo un miserable podía hallar gracia á los ojos de Luda. Aquel
hombre, dócil y bien criado en la apariencia , no ge hizo sospechoso
ni podia serlo k los ojos del esposo; firgiase poseedor de un mediano
caudal, era bien nacido, y en su ameno trato babia mas parte para
hacerle bienquisto que para que le rechazaran.
Sin respeto á loa vínculos conyugales y contando con la fla-
queza de Lucia y sus naturales propensiones , concibió un infernal
proyecto, y poco tardó en llevarlo á cabo.
Encendió en vergonzosos deseos á su amiga, que poco necesitó pa-
ra inflamarse.... y aqui debemos hacer mención de una circuns-
tancia que no carece de valor.
Luda se dejó trastornar por e! pisaverde, que D Juan Carrillo se
llamaba; pero vaciló, casi podemos decir que se resistió, mas no fué
ciertamente por virtud, sino por cálculo. Espantóse ante la idea, no
del vicio, sino del escándalo. Ya cuando se babia dejado dominar por
la incontinencia, tuvo la audacia de volver á su marido, pensando que
mas le valia tener por cómplice de sus liviandades al esposo» que al
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n* WNoras
galanteador. El pobre (terrario fié objeto de bu mu vergonzosas pro-
vocaciones: Lacia quiso atraerle 4 la mala senda con locuras, m li-
grimas, con iras, con súplicas, y lauto podía con él que basta le hizo
desear la posibilidad de satisfacerla, aunqae fuera á eos la de stt vida;
mas Dios no permitió que tan honrado varón se condenara cumplien-
do tan mal deseo: Gervasio era un marido cadáver.
El escándalo que con este motivo bobo en so casa y llegó á <ados
de mancebos y dependientes, le causó mucha vergüenza.
Ella irritada coa el estado del marido y con las continuas exigen-
cias del amante, rompió el freno al pudor, llamó á la infamia á ve-
ces y ya no atendió á la razón, ni tuvo en cuenta el decoro para
nada.
No pensaba, no veia, no trataba cosa que no fuera Carrillo. El era
con frecuencia y escándalo convidado á la mesa del marido; con él
conversaba lardes enteras; con él paseaba cuando debiera estar es-
tragada á sus quehaceres domésticos; con él sofiaba: para él vivía.
El vicio no tiene limite: con la honra snya y la de su marido llegó
Lucia á entregar al amante basta el dinero de la gabela, para lo cusí
hubo de mandar sin duda que forjasen llaves falsas.
Ya las personas de respeto habían ido retrayéndose de visitar la
casa. Has eso no era bastante.
Después de la falta de estimación en que Luda tuvo á su marido,
vinieron los desprecios no disimulados; de suerte que* Gervasi,
haciendo un esfuerzo supremo, hubo de recobrar el imperio per-
dido , cerró la puerta de su morada al seductor y redujo otra veii
su mujer á la sujeción de que nunca debió haber salido.
Contenidos tan repentinamente en sus vicios, los dos amantes pa-
saron algunos dias de asombro y de perplejidad que era de esperar
les hicieran volveren si y reconocer sus abominables acciones; ma*
los perversos no se enmiendan así, porque no quieren.
Lucia se quejó unas veces blandamente, otras con terrible enojo; tu-
vo la desvergüenza de llamar necio tirano al hombre que por honor
de entrambos se proponía atajar su desenfreno, y se entregó á actos
de desesperación escandalosos y que se nos resiste apuntar eo el
papel.
¿& qué no se atrevería aquella mujer para que, trascurrido cierto
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M SQtOfA. MI
espacio de tiempo, Gervasio volviese á admitir al seductor en su mo-
rada?
Si; Gervasio, el desdichado Gervasio, el esposo infamado, consintió
en admitir de nuevo en su casa al hombre que le robaba sos mas car
ros intereses, ofuscado, atemorizado tal vez; cediendo, esta es la ver-
dad, á algún poderoso resorte que no dos es m fué de nadie cono-
cido.
lAy> cuan castigada quedó su debilidad!
Ta Lucia y su cómplice, seguros é impunes, confiando principal-
mente en la inercia de aquél de quien mas debieran haber lemido, se
lanzaron desatentados por la pendiente de las pasiones. Un vértigo,
una locura era su vida. Ciegos, frenéticos, exasperados por la priva-
ción que habiau experimentado, no se saciaban de vida licenciosa, ni
de alropellar todas las leyes y consideraciones divinas y humanas.
Para ellos la razón no tenia fueros, ni el deber imperio, ni la so-
ciedad prescripciones dignas de acatamiento.
Asi lo pagaba el marido, que padecía en silencio congojas y amar-
guras que no son para, referidas.
Y en medio de aquel delirio y de aquella obcecación, llegó á pa-
recerías tan enojoso todo lo que les era obstáculo, que hasta se les
hizo insoportable el amparo y la seguridad que hallaban en el si-
lencio del marido.
El deseo de continuar por aquella senda sin dependencia de nadie,
libres y duefios de si mismos como los brutos, les inspiró el pensa-
miento de verter la sangre del honrado mercader.
¿Lo meditaron mucho? si; mucho lo meditaron antes de ponerlo
en práctica; primero porque eran cobardes como todos los malvados;
también porque el cielo no consentía que de pronto viesen llano y
fácil el camino del crimen, dándoles asi tiempo y lugar para la re-
flexión, el arrepentimiento y la enmienda.
Pero en lugar de suceder asi, su ceguedad iba cada día en au-
mento; su impaciencia les ofuscaba cuando mas necesidad tenían de
luz; ni entraron en si mismos para conocer el dafio y evitarlo, ni
una sola vez se les ocurrió pedir al cielo fuerzas y consejo.
El mal era dueño de sus almas, y por último determinaron quitar
la vida al inocente.
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*2 NUUM0NA0
Las congojas y sobresaltos que comenzaron á experimentar desde
el panto en que concibieron Un mal propósito, fueron castigo iHlid-
pado á sn maldad; mas no castigo bastante, supuesto que, á pesarde
todo, perseveraron en «a criminal demencia.
Un terrible allercado que hoto entre les dos esposos acabó de in-
clinar la ba'anza y quizás precipitó y completó lamina de todos.
Carrillo al saber que Lucia habia recibido injuria» de Gema»,
se entregó á actos y profirió palabras de desesperación verdadera, i
fingida, y en presencia de su cómplice exclamó que aquel hambre f
él no cabían juntos en la tierra y que supuesto que Gervasio en d
marido de cayo poder no le era dado arrancarla, él no veia otro (ir-
mino que la muerte.
Lucía, al oírle hablar asi, se arrojó en sus braxos pidiendo come
un beneficio que antes la matase á día; y el resultado fué acordar
para an día fijo la muerte da Gervasio en su propia casa.
Ella tuvo buen cuidado de disponerlo dé manera que ti asesinato
fuete inevitable; y todas las dudan, todos los1 obstáculos, todas I*
vacilaciones desaparecieren aate aqneUas do* voluntades resuellas!
y puestas en abominable armenia.
El debia hallar paso franco; herir A traición y escapar sin riesgo.
Ella debia hacer como que casualmente descubría el delito dftpuei
de cometido, y puesto ea salvo su cómplice, fingiendo gran seo*
mieUo y conmoviendo i todo él mundo 6n su favor por medio 4
desmayos y alaridos. Asi lo dispusieron.
Ocurrió, pues, la mafiana del (lia fijado para el crimen, que Ger-
vasio se sintió mal, y determinó de no bajar, á la tienda y guardar ti-
ma. Tuvo necesidad de la asistencia de su mujer, y ella te asistió
fingiendo un celo impropio de su carácter.
Era quizá* que el remordimiento roia ya sus entradas, y la visto
de aquel hombre débil, inofensivo, enfermo y postrado, que al fia y
al cabo era su marido, la turbaba de tal modo que todos sus* sentidos
parecían trastornados.
El bueno de Gervasio, al verla tan solícita y turbada, creyó que
aquellas sefiales eran de lástima y arrepentimiento..... ereyóiw
todavía.
Gomo á cada momento se seatía desfallecer, imaginó que Ib «j*
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ot motA. tes
le conoció en el rostro que estiba próximo i morir y se hallaba pro-
fnidamsnto enternecida y deseosa de pagarle en cuidados, estima-
cica y atenciones, el dato qte hasta entonces le había hecho.
Asi pensando» recapacitó aquel hombre y, aquejado de m debili-
dad, echó sobre si parle de colpa de sos sinsabores domésticos, y
parteado de tai piádseos sentimientos, basta se acosó en cierto modo
del desarreglo de las pasiones de su esposa.
Ta esta babia entrado y salido tanas teoec de la alcoba para
atender 4 lo que la enfermedad exigía, cnando i la postre Gertaito
no podo resistir mas 4 aquel semblante hermoso cnanto melancólico
y desencajado y, (Uñándola con débil acento, le snpücó que se sen-
tase 4 salado.
Estremecióse Luda recelando si per tentara se había descubierto
algún indicie de sus criminales prepósitos, y el crédulo marido la
compadeció pensando que la babia cttremeride su tus doliente.
Miróla cou ternura, indicóte un asiento puesto á la cabecera de la
cama y, después que la tié sentada, sHeueiooa, bajos los ojos y tré-
molos loa labios, laoxóun poetando suspiro.
LudaUoraba y dejó correr largo ralo hito 4 hilo tk ttanto que sin
duda su maldad le arrancaba.
Entonces Gertamo asomó una mano per la séfcaua j la extendió 4
su pérfida esposa que, con abogados soHoma «y apoyando su impura
frente eaaqacllamauo honrada, hisn tules muestras de doler que
hubiera conmotido 4 las piedras.
Si aquel llanto era tentadero ¿porqué no osrria 4 destruir los pre-
parantes dispusstos pura el crimen, per qoó no so acusó de su felta
y de sus delincuentes intencionen Mas todo era falso eneDay en
taño se empefiaria en disculparla el ingenio mus agudo.
tiertasio le dijo auto lodo que la perdonaba, y le regóoou cristiana
humildad que ele también le perdonase*
Refirió seguí sus faerms se lo permitían lo mucho que había pa-
decido por ella, lo mucho que la babia amado y el sentimiento que
en aquella hura sotoane le amargaba ei csrnsonpor oonsiderarae
hasta cierto pontocelpable del estratio de sos sentidos. Se acusé
de sus arrebatos; declaró el bondadoso mercader que si él hubiera
tenido mas experiencia, habría encaminado los gustos de su
nmm its
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tu rtuuoms
por otra senda, ó do U habría temado por mijar, á pesar da sa ce-
rillo, cediendo este gloría & otro que hubiera podido haeerisi esaqrf*
tamenle dichosa.
Lacia do podia permanecer impasible ante aquella lealtad, aqiála
veracidad acendrada y aquellas indisputables Maestras de bondad
y ternura; así que, de vez ea cuando la negra culpa saltaba ea su
pecho á impulso de las palabras del marido, y comenzaba á temblar
iodo sa cuerpo, tiritando reciamente* y rompiendo el silencio oon
abogados solloiosde terrible angustia. Estrechaba eetre las suyas
oon violencia las manos de sa marido, y al oír ciertas frases, sel»
apretaba sábila y convulsivamente cual si quisiera rompérselas
Por fin, interrumpiendo á Gervasio, echó á llorar con grande aboa-
daecia, mesóse los cabellos desesperada, empezó á echar ayes cono
ana eiperta comediante, y retoráfedose las manos, agitaba la cabéis
á uno y otro lado sin articular raí» Alguna*
Be pronto se irgutó como «na tatabra, extendió toa cnspadoi
brazos y, sallándosele les ojes y abierta la boca, permaeeeté un mo-
mento inmóvil.
El reloj de la sala daba has cinco.
¡Era la hora!
Quiso é aparentó Lucia querer dar m grito, mas en medio del
fliknoio solo se oyó nn .rugido soréa.
$n tino, vacilante, bamboteáadosey saltó de la aleaba. Chocó c*
los muebles de la sala y llegó á un pesMo y alH se encentróos*
cómplice que, puntual y silencioso, iba á coasumar el crimen.
Lucia hiao ademan de sujetarle, mas su brazo cayé sin haberle
detenido; hiio ademan da hablarte como hubiera hecho la que be-
biese tratado de disuadirle de su criminal intento, y su cómplice ao
favo quien le detuviera, y ella, en vea de volar á colocarse entres*
esposo y el puñal homicida, se alejó de la alcoba y se diqó eser su
bsaios de sua criadas que se hallaban ea un aposento retirado.
Estas que la vieron pálida y sin sentido, acudieron á socorrerle? y
entre tanto Carrillo despedazaba el pecho del honrado mercader, ce*
hándose como fiera en su inocente sangre.
Luda no volvió en si basta que hubo dado tiempo al ssatador psrs
eoosumar el horrendo delito y ponerse en salve. T ouetdola alto**
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aaraoti. tu
atrajo alas gentes á la alcoba, tolo hallaren en alia aa cadáver so-
sangrentado.
En le* pineros momentos nadie sospechó, nadie se atrevió 4 sos-
peohar que ana espesa cristiana, hqa de tan honrados padrea» fuese
cómplice ni meaos instigadora de tan airoi delito. May al contrario:
compadecíala todo el miado, y al ver guafliccioa, en vea de atribuirla
al miado del castigo, la atribuían á cansas á cual mas honrosas.
Saoárenla de aquella casa, qne solo horror y lástima inspiraba» y
compitieren & porfia los amigos de si familia en prestarle todo géne-
ro de consuetos.
La justicia bascaba al matador, y le bascaba en taso.
Luda» para mayor disimulo y seguridad, no hablaba ce* nadie:
siampre qae fué interrogada tngió la mas completa ignorancia.
Sin embarga, al cabo de atgoa tiempo de infroctaeeas pesquisas,
cemenié á susurrarse que Lueta quizás ao fuese agsna al espantoso
crimen, qae lanía canaiarnadoaá cuantos da él eran sabedores.
Lacia, qae ya había empando 4 goxar de la oonfiaata en na ser
descubierta, habo do sospechar algo de loa páblicos roaotoree y ae
alarmé gravemente, aonqae sapo ocultarlo.
Salió ana mañana de la casa donde vivia, so pretexto de ir á la
iglesia, mas encaminó ana pasos nada menoa que á la casa donde vi-
vía encubierto su cómplice.
—Es tonase partir, le dijo; me miran coa recelo; sospechan de
mi; ¿para qné abrigar necias esperanxas? sospecharán de ti mafiaaa
y estaremos perdidos.
—Nadie lo sabe; replioó Carrillo con vea aorda y lansande ana
torva mirada al rededor sayo.
— ¡Ay, qae lo sabe nuestra conciencia! «aclamó Lacla, devorada ya
por el remordimiento.
—Yo preso, callaría..... T ¿tu?
—Galla, calla; no añadas dolor á mi dolor. Yo ao sé Tamo qae
involuntariamente ae escape de mis labios el terrible secreto. No hay
ramar qae no me alarme, ni recuerdo que no me esparte, ai consi-
deración qae no me trastorne el juicio. No les en mis flacas faenas,
qae al ia soy mujer, mira que temo volverme loca; qae á cada paso
se paraca oír voces do moribundo y ver sangre en mi* ornaos» y en
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ttt M«ON0
medio del silencio de la noche me da voces, yo no sé quien, dentro de
mi misma, acusándome á grito herido, de suerte que me parees im-
posible que do me rodeen las gentes y me arrojen al verdugo.
|Ob! jcuitn cierto es que la Providencia deja caer enormes casti-
gos sobre los malvados, sin que uno solo escape á sn justicial
Carrillo, á quien ya tenia harto atemorizado la memoria de sa re-
ciente delito, se atemorizó aun mas con la sospecha de que Lucia en
medio de sus terrores, pudiera delatarle, y prometió huir de Madrid
pronta y secretamente y esperar en país estranjero que su cómpKee
fuese 4 reunirse con él.
La Providencia, empero, lo había dispuesto de otro modo. Apenas
se despedían los dos culpables, cuando ya la justicia recibía aviso de
que dofia Lucia, flogiendo ir á la iglesia, había entrado en una casa
donde se recelaba que viña encubierto un criminal conocido.
On hombre honrado, en efecto, un hombre temeroso de que algo
inocente pudiese correr peligro con motivo del asesinato de Latón*,
cayó en sospecha de que Lucia era culpada y, habiéndose propuesto
espiar sn conducta, permaneció constantemente en acecho y la sigutf,
desde lejos al verla salir de sn casa. Era bastante conocido de U fa-
milia y pudo aotes preguntar que á donde había ido.
La justicia fué diligente, y se presentó ante Lucia que, helada de
espanto, no se atrevió á negar que hubiese ido ¿ ver á Carrillo.
No se atrevió á negar ninguno de los cargos que se le dirigieron
muda, abatida, abrumada por el peso de la culpa, no pudo sustrarf-
se á su imperio.
Carrillo fué cogido también, y dentro de su casa fueron encontra-
dos sos vestidos y su alevoso pufial, manchados de sangre.
Dno y otro fueron llevados á los encierros de la Cárcel de Corto,
y la voz pública se levantó unánime para acusarles.
Contra ella se levantó principalmente la animadversión general;
Carrillo, aunque justamente odiado, no inspiraba tanto encono, tanta
safia á la culta corte de los católicos reyes.
Por todas partes se hablaba del parricidio de Lucia; su crimen era
objeto de todas las conversaciones; durante largo tiempo* se inter-
rumpieron en las tertulias de confianza los juegos inocentes, para
tratar esclusivamente de aquel horrihle suceso. Los ponnenowf &
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di nmofi tai
asesinato, It fea pasión de sus autores, sus costumbres, los anteen
denles de sas familias; todo se revolvía entre los comentadores de
Madrid, 7 no solo de Madrid, sino de toda Espada.
El proceso y la prisión de los culpables duraron macho tiempo;
cansa de que las personas honradas se impacientaran, porque era
unirersal el deseo de qne se hiciera con ellos una justicia ejemplar
que corrigiera al siglo, dado á todo género de liviandades y olvida-
do por completo de la sana moral.
Ya muchos varones prudentes habían clamado contra la relajación
de las costumbres y aun los gobernantes habían hecho lo posible pa-
ra que renaciera la antigua probidad, Masón de otros siglos; paro ni
los medios discurridos por el bondadoso Carlos IV, ni las medidas
aconsejadas por el duque de Alcudia, ni el buen ejemplo de toda tá
corte, fueron dique suficiente al público desenfreno. Asi era muy na-
tural imaginar que, dando muerte solemne y afrentosa á la hija del
mercader, volvieran en si los vasallos del rey y encaminaran aus ac-
ciones por el sendero de la virtud.
1 Llegó un momento en qne la indignación y el vehemente anheló
del castigo no consintieron tregua k los jueces. El vulgo, inclinado
siempre á la malicia, andaba diciendo sin reboto qne se trataba de
salvar i los culpables, eludiendo el cumplimiento de las leyes mas
bienhechoras; murmuraba que las influencia* de parientes acomoda-
dos y el oro del padre habiao ganado i los jueces, y estas sospechas
se arraigaron tanto, que con dificultad se podo persuadir to con-
trario.
En los barrios bajos se cantaban coplas sobre la impunidad, que
se daba por cierta, de los asesinos; aparecían todas las mafianas pas-
quines contra los magistrados.
Luda y Carrillo tenían hecha cumplida y espontánea confesión de
«us delitos; habia transcurrido un lapso de tiempo bastante largo
para ultimar la causa; no habia escusa alguna que jbttificase aquel
entretener las ansias del pueblo; de suerte que las personas honra-
das, aun las mas discretas y menos suspicaces, ie preguntaban coa
fundamento: «¿por qué no los matan?»
Por fin se señaló día para la vista pública. Asi el abogado defen-
sor como el ministro fiscal eran hombres de recoooddo talento é Uut-
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*M l*MMU
tracto*, y «maulando su justa fama el interés del suoeso, se despo-
bló Madrid para asistir 4 aquel acto.
La sala de la Audiencia, los pasillos, la* escalera» estabas Hanaa
de ma cariosa muchedumbre de todas las clases sociales, qae rebo-
saba por la Plazuela de Provincia y se dilataba por la entrada de la
calle de Atocha á un lado, y por la Plaza Mayor del otro. Por entre
les espectadores circulaban los naranjeros, cañamoneros, aguadores
y buhoneros ambulantes.
A oada párrafo de efecto que en el sagrado recinto se pronuncia-
ba, la conmoción y los murmullos de los espectadores mas próximos
al tribunal se comunicaban rápidamente hasta los últimos eslabones
de aquella cadena, por donde iban circulando las exclamaciones y las
miradas espresivas.
A doa pasos de aquel centro de movimiento, agitación y ruido y,
vocerío; en aquel edificio mismo, pero rodeados de sordo silepcio,
coa el hielo en el alma y el justo remordimiento en el corazón, se ha-
llaban Lucia y Carrillo, ágenos á las pasiones que por su causa es-
citaban á tantos millares de personas.
Ya ni lágrimas les quedaban; su atroz delito les había ido despo-
jando de sentimiento y de razón: hasta los sentidos materiales, á quie-
nes habían sacrificado la honra propia y la agena, les abandonaban
también; no veían, no oían; para que se cumpliera el justo castigo,
salo faltaba que se extinguiera en ellos por completo un resto de vida,
asi como ellos habían apagado la del infeliz Latorre.
icidez el delito; lo expuso k
Caridad, lo pintó con los co-
ovidencia, del bien del reino
i muerte en garrote,
o produjeron ni una queja,
mente y como idiotas el cas-
¿a que en nombre de Dios y
se camplió en la miserable
inocencia no temiera en ade-
lante la repetición de otro atentado.
A presenciar el suplicio acudió un gentío inmenso: el atractivo de
aquel espectáculo movió á muchas personas á visitar por primera vez
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M
desde puebles lefruos la eetto de I» Bméss, y«l
do de aquel ejemplar escarmiento, debió
las buenas costumbres dorante el reato 4» aq»M Mil Niñada
Después de esta narración, cuyo coméalo, si es que lo tiene, deja-
mos al arbitrio de los lectores, ramos á proseguir con el suceso mas
conocido y célebre, ocurrido también á fines del siglo pasado, siendo
D. Manuel Godo y, duque de Alcudia, quien dirigía los negocios del
reino y lloraba k todos los altos deslinos k hechuras suyas, á quie-
nes no se ocultaba el origen á que debia el favorito su encumbra-
miento.
Dolía Maria Vicenta de Mendiela estaba casada desde 1788 con
don Francisco Castillo, hombre honrado, ilustrado, muy bien acomo-
dado y no menos laborioso.
• Contrajo relaciones ilícitas con unD. Santiago San Juan, y esa
funesta pasión fué causa de amargas querellas, de desatónos sin
cuento y de rifias entre los esposos.
ün di a llegaron las cosas á tan mal término, que marido y mujer
se agarraron en presencia de testigos, los cuales declararon á su
tiempo que en el ardor de la ira dolía María Vicenta había exclama-
do: t dejad me, que yo basto para acabar con este hombre.»
Sin embargo, en medio de estas reyertas, el marido, según consta
del proceso, solía dar pruebas de amor acendrado á dolía Vicenta, la
trataba bien, le permitía las llaves y todo el gobierno de la casa; re-
cibir gente y vis i la* en ella, concurrir i diversiones y tertulias y, en
suma, afiade el fiscal de la causa: cnanto pudiera desear para lia*
marse feliz una madre de familia honrada, virtuosa y digna de tan
buen marido, el cual socorría generosamente al amante en sus nece-
sidades, le daba su mesa y aun «desconfiado y receloso ya de su de-
lincuente pasión, llegó hasta el punto de transigir ooo él sobre su
«trato inmoderado, permitiéndole, si me es dado decirlo, una visita
«diaria i su mujer: cosa increíble, si así no resultase de las declara-
«dones del proceso.»
El fiscal de esta causa Alé el célebre Melendez Valdés, que en 18
de marxj de 1798 pronunció la acusación de los culpados en una ora-
ción modelo de elocuencia» admirable por su estructura, que eocan-
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1*N MUSMU»
ta como obra artística, y horroriza al considerar que Húmenlo y
tan alias cualidades se empleasen eo pedir vengawa contar» una po-
bre mujer, y venganza de muerte.
Volvamos al ponto principal.
» la riffa qae hemos mencionado, dolía Marta y Santiago
muerte del esposo; para ello se la ve á ella salir de casa
á buscar á su cómplice á su posada; vagar por las ea-
d, detenerse á hablar en los portales y por último, al
cabo de seis días, puestos ya de acuerdo y preparados con perfecto
concierto los pormenores del crimen, consumarlo inexorables uno y
otro.
El marido estaba en cama aquel día: no se sabe lo que hablarías
él y su esposa, que se hallaron juntos varias veces en la alcoba; los
criados estaban alejados; dio la hora funesta, salió ella que acababa
de darle una medicina; entró el pérfido amante enmascarado; rié-
ronse los dos al paso; ella no le detuve y él, abalanzándose á su vic-
tima, le dio once puñaladas, de las cuales cinco eran mortales de ne-
cesidad.
Castillo dio voces; llamó con repetición «¡María Vicenta! jMarfa
Vicenta!» pero en vano: María Vicenta estaba fingiendo un desmayo,
para que la atendieran todos á ella y pereciese él.
Al principio se compadecía á la viuda; pero esta compasión doró
poco. Viendo la actividad de la justicia, escribió una carta i 0
amante bajo un nombro supuesto entre ambos convenido, y con mi-
cho recato se la dio á cierto criado para que la echase al correo.
El criado no lo hizo asi, sino que abrió la carta receloso y se la
dio á leer á un D. Antonio Castillo, amigo intimo del muerto.
La perdición de los culpables fué cierta, porque la carta decía*
D. Santiago: •permanece retirado en tu cata i salte fuera y aléjat*
del peligro» y en breve se hallaron presos los dos, convictos y con-
fesos.
El escándalo fué grande dentro y fuera de la corte; los ánimos se
exaltaron; pedíase á voces el castigo de los culpables.
Al ver que pasaba mucho tiempo sin darles muerte, se dijo, en efec-
to, que se iban á salvar, merced á buenos valedores, y se cantó por
Madrid la copla, que decía:
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U de Castillo.
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0fc'l0ft<fft. :f«H
t£i no sale á la horca
la de Castillo,
ya, pueden las mujeres
matar maridos (1).
Por Bu wfM la causa ul día que liemos mencionado, enmedkrde
la nmyor curiosidad, agitación é impudencia, debidas tanto áiaee-
"lebridad del crimen como 4 la del fiscal Métodos Valdés, qaoselo
tuvo cuarenta y ocho horas para enterarse del prooteo.
En sn acusación hay párrafos verdaderamente magftffloos. Es un
documento osn raxon incluido como modelo en sn gtoenren la tCo-
hcámie mures sstectos, latinos^ «fáltanos, » que de >tual dritau
se publica en lMt.
Al referimlMerideiVaMés al memento de la perpetotffei del mi»
ssen, dice?
fPerrtita V A que en este instante le trasporte yo <*u Ia4dca4
«aquella alerta, funesto teatro de desolación y maldides, paraje
títere y se estremezca sobre la escena tte sangrey honor que tlHse
«representa. Un hombre dcbten,en la flor de sin días y Heno de las
*m*t nobles esperansas, ncometitioy muerto dentro de sn casa; #o-
«samado, desnudo, revolcándose en sn sangre j arrojado del lecho
«conyugal por el mismo que se lo manchaba ; herido en eslc-techu,
•asilo del hombre ti mus seguro y sagrado , rodeado de su fcmiMo y
ten las agonías de la muerte, sin que nadie le 'pueda taoortur, dn-
«marido i su mujer, y esta feriárosle monstruo, estu mujer impla, ha*
«riendo espaldas al parricida, y mintiendo uu desmayo paralar tieot-
epo dehnir al alevoso : tute inléHi, el puftal en la mano, corriente 4
«recogerá* losdedoaénsangiwtadosnl'rilpremiotfeMinfcmeMH
^clon; la desesperación y tos farias^ae lo cercan ya y *m opademn
«tfe su alma criminal, mientras escapa temblando y azorado entra la
«oscuridad y las tinieblas 6 ponerse en» seguro; el clamor y la «gritoria
«'de las criadas, su correr despavoridas y sin tino, en angustia, tus
(4) Bala copla aa ba plagiado «ata año con moltoo da olro procaao, largo y celebra
tafttbtan, tolo que an sn aplicación aa hbo ana *• ríanla qua coaalMa «a Oetftr
« •
ya pueden loa oaarkloa
valar najara* *
710H 1t«
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lMt «MttOMS
t«troe, y causarles con ellas su estremecimiento y agonías. Así empe-
rna el briso vengador de la eterna justicia á descargar sobre ellos
« una parle délas gravísimas penas á que es acreedora su maldad. •
. En no libro cuya índole lo coosimiera, examioariamos detenida-
meóle esta oración, después de copiar otros muchos pasages; mas ya
.que en estas páginas no nos sea dado hacerlo asi, reproduciremos la
peroración final en donde Melendez Valdós, recordando lo que anti-
guos Legisladores exigieron para satisfacer en casos semejantes to
uleros dé la. ley, termina diciendo:
«Y vosotros, sabios ejecutores de ella, rectísimos ministros déla
calla justicia, ¿podréis á so vista dudar un solo instante en imponer
t la gravísima pena que aefiala á los dos desgraciados parricidas dofia
«María Vicenta de Mendiela y D. Santiago San Juan? Olro os dijera,
«arrebatado de su celo, que el fatal cadalso se levantase enfrente de
da «asa, teatro del horrendo delito. El es tan atroz en sí mismo, y por
«sus funestas consecuencias en el orden social, que merece que le deis
«el mayor apáralo judicial para que imponga y amedrente i los mal-
«vados. Los grandes atentados exigen muy crudos escarmientos; este,
t señores, el mas grave que pudo cometerse. En esta perversión y
«abandono brutal de las costumbres públicas ; en esta funesta disolu-
ción de los lazos sociales; en esta inmoralidad que por todas partes
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os auaon. m*
«cunde y se propaga con la rapidez de la peste; en este fatal egoísmo,
tcaosa de tantos males; en este olvido de Iodos los deberes; cuando
tse hace escarnio del nado conyugal; coando el torpe adulterio y el
ccorrompido celibato van por (odas partes descarados y como en
ctrínofo apartando á los hombres de so vocación universal y procla-
c mando altamente el vicio y la estéril disolución; en estos tiempos
«desastrados; este lujo devastador qne marcha rodeado de los desdr-
cdenes mas feos; estos matrimonios qoe por todas partes se ven in-
cdiferentes ó de hielo, por no decir mas, on delito contra esta santa
cnnioo elige toda vuestra severidad; nn delito tan horroroso la me-
crece mas particularmente; y esas ropas acuchilladas qne recuerdan
esa infeliz doefio; esa sangre inocente en qne las veis teñidas y em-
«papadas, clami ndoos por sn justa venganza; la virtud qne os las pre-
csenta cubierta de luto y desolada ; ese pueblo qne tenéis delante,
«conmovido y colgado de vuestra decisión; el rumor público que ha
«llevado este negro atentado hasta las naciones extrallas ; la patria
«consternada qne llora á no hijo suyo malogrado, y hundidas con él
«mil altas esperanzas; el Dios de la justicia que os mira desde lo alto
«y os pedirá algún dia estrechísima cuenta del adúltero y del parricida;
«vuestra misma seguridad comprometida y vacilante sin un ejemplar
«castigo; todo» «eflores, os grita, todo clama , todo exige de vosotros
«la sangre impla de estos alevosos. Fulminad sobre sus culpables ca-
chazas en nombre de la ley la solemne pena por ella establecida; y
«paguen con sus vidas, paguen al instante, la vida que arrancaran con
«tan inaudita atrocidad. Sean ejemplo memorable k los malvados y
. «alienten y reposen en adelante la inerme inocencia y la virtud, es-
piando vosotros para velar sobre ellas, 6 i lo menos vengarlas.»
Con el respeto debido al grande orador, debemos declarar qne fué
impio al suponer que la inocencia sea capaz de querer ni necesitar
venganzas; ni mucho menos puede la venganza ser objeto de las
leyes.
En cuanto i su razonamiento, no es para nosotros inteligible: no
sabemos qué filosofía moral puede ser la que considere al delincuen-
te con toda la responsabilidad imaginable, después de decir una y
muchas veces que estaba ciego.
Maleados Yaldésen algunos párrafos acosa á los dos reos de em-
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ion
pederotd**» fien otees fptá w que . i*w «godos reroordiimfr U*;
atribuye á efecto de su libre voloaiad lo malo» y lo qpe puode acwo
atenntr so. colpa loalriboye exclusivamente i la Pnmdeaeia« Ei
misma insinúa que acaso la, complacencia del marido djtó Iqgfur al
crimen, y después da iwinnar on ponfo tan graie, pasajiwr encima,
do él y signe pidiendo J&mowte de loscolpadw* Pues si el manden
so concepto facilitó, aunque, fuera inyoloniaria é ia^reclajwepte, la
perpetración del crimen; si ellos obraron ciegos; ¿cómp luqgo qqiere,
yt pide pena tan enormtf
Mas jayj Su discorso eetá lleno de citas de Zoroaatre, daMpiséi,
d^Solon, de B4moto> y da actores lodos 400 miraban l&s <**>a£<k
muy djvema manera que los siglos, modarnoa, {(loando «afc.qnefe.
de las edades btoharas enoBestromo(MeÍpag!W,e!MW^^
tambre», en la ciencia misma, tadaria dqamos en lo* códigos 1?.
npaerte y e* ei concepto, de la ley la idea de leogan»!
Despnes del larrjble. wp^táculo qu^ se día al poeWo de Madrid
con la sentencia de D.a Alaria Vicenía de Mwüela. y IK Santiagp
SaMowu, coaorto pareció y* no haber ppiwto para eLewwnow
aon para la murmuración, sucedió laque otra* veces ha, sucedido.
Elp oeb)*, lenia formado unconcepto dp la integridad de lajotá-
cia¿ el popbta sabia Jo qoapuode el dinero, y come había dado *fc
soppecbar que las dilaciones del proceso no tenían me* (jft que dsjar
impones i los euJlpabto, o» creyó, aunque, lo vi$* *p la, muerte de
D * María, y se intentaron mil cooptes absurdos gojip Iqe medí»
empleados en librarla dal patíbulo.
Decían entre otras cosas, que el dogal se había colocado de modo
que no apretase; qoe sigilosamente so tabia qpitado el c^dAwr de'
cadalso, y que D.1 María* se había ido ápais extranjero 4 gozar de
sos bienes de fortuna; pensamiento i qoe ya, hemos dichfl qn^soiar
clioa coa foeeoeocia la muchedumbre, 4 qu¿oa baqa ea estpaw
desconfiada ana sola experiencia y qoe no halla en los hechos roa1**
y fMiaiAívoa 1M# tq anfifiltfitd 4 a« iiRiMfUwom^
La primera mitad del siglo actual, último periodo ty lfc<JAr«í <J&
Corle, no fo¿ por, <tes«W 9«W fewdfcfiwa !•* <W¿Í*4# *$#*
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I
m mota, tt»B
y sobre, ledo de) crimen eoojra la sociedad, copo de lodos esWft
tosi nuib^ sordamente ¿lambió de ideas que al fio hixo surgir
eq todftp parles revoluciones politizas, y la Jucha entre ios antiguos
priDqpjkp y las idpaf nuevas np podi* ajenos que trascender 4 la
Cárcel de Cork, ouaodo la corle. llegó k ser su palenque.
Alcpmfonzo de est^p pinnas, cuando á un texto m^y autorizado,
h?mos dicho qqe ep 1814 y ei} 1823 había sido extraordinario el
número de, presos notables que entró en la terrible operada de que,
nos ocupamos.
T {<¡n$ mucty) si k principios de este si^lo todavía la virtud era
infamia y rebelión facciosa el patriotismo!
t El espectáculo que la corte ofrecía (dieq el señor Otótaga, de
«acardo con todos los pensadores que han historiad*) aquel pe-
triodo) lastimaba el decoro y la pureza de nuestras costo sobres, has-
tia el punto de tener que condenar al silencio de las personas I109-
cnidaft los appibres de los personajes que map dispuestos estaban i,
«respetar Parece imposible que llegara hapt) tai punty el aban-
tdonq def esposo y del monarca.»
Vino la forzosa abdicación del soberano; entró i reinar el joven,
Fernando Vil, y si aptes las virtudes privadas. habían sido la conde-
nsan dfl la corte» (uéron)o entonces las virtudes cívicas.
Mieqtnm el espirita nacional se levantaba h librar k la patria de la
opresión estrapjera; mientras nuestros padres derramaban si sangre
sosteniendo desiguales peleas con las huestes de Napoleón é invo-
cando el nombre de Femando^ Fernaqdo escribía á Napoleón:
tSefipr: ei placer que he tenido viendo en los papeles páblicns las
• victorias con que la Providencia corona nuevamente la augusta fren-
« te de Vuestra Magostad Imperial y Real, y el grande interés que to-
rnamos mi hermano, mi tio y yo en la satisfacción de Vuestra Ma-
tgestad Imperiaf y Real, nos estimulan i felicitarle con el respeto, el
• amor, la sinceridad y el reeqaocimieato en que vivimos bajo la pro-
«teocioode V. M. I. y R.»
Usta c^rta la, escribió Femando en Valencey el 6 de agosto de
180».
La k)e$ de ¡patria era U qo^ mas ri uníate respondía al sentiiqien-
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IMS FEÍSIOPÍE8
to de los espafioles: ellos continuaban defendiendo á costa de sus Ti-
dal y de las de sos hijos y esposas el suelo sagrado. T entre tanto á
los ocho meses de la carta anterior, el 16 de abril de 1810 Fernando
en otra carta solicitaba pública y oficialmente, como objeto del mayor
interés para él, el ser hijo adoptivo del emperador Napoleón, á quien
llamaba c nuestro soberano.» Y en SI de marzo del mismo afio, en
otra carta humilde, melosa y no digna por cierto de un español en
ningún tiempo, solicitaba del mismo Napoleón permiso para pasar i
París y ser testigo de su matrimonio, «para probar (decía) á toda
t Europa el amor sincero que profeso á vuestra augusta persona y
«que permanezco y permaneceré siempre fielmente adicto á V. M.
ti. y R.»
En esta misma carta Ferrando VII llamaba á Napoleón mí por
dre, mi protector y mi soberano jah! (cualquier hombre de la
plebe madrileña era mas digno de reinar que él! ....
T sin embargo, él volvió á Espada y le aclamó el pueblo, y como se
habia llamado grande k Felipe IV y bondadoso k Garlos IV, ae llamó
deseado k Fernando Vil.
(Cuántas victimas costaron sus veleidades políticas; sus promesas
mil veces quebrantadas, su jurar y perjurar la Constitución, sus pa-
labras que fueron hoy halagos y mafiana sentencias de muerte!
{Imposible parecería á no verlo constantemente afirmado por la
experiencia que puedan salvarse las virtudes de un pueblo, cuandt
los poderes organizados conspiran lodos con la idea, la acción y el
ejemplo, el consejo contra todo género devirlud!
Volvamos, empero, al interior de la cárcel.
Hechos que son públicos y por su extraordinario interés pertene-
cen á la historia general del país, podemos aqui algunas yeces pa-
sarlos en silencio ó indicarlos de pasada solamente. El que nos pro-
ponemos referiros mas propio para mencionado en este lugar, por
cuanto pertenece á la época de que hablábamos, y su índole y acci-
dentes le hacen del dominio exclusivo de la circe)» y especiaknenieds
la Cárcel de Corte.
Ta sabe el lector que entonces, no solo estaban confundidos jóve-
nes y viejos, sino que, como ahora también, acusados y reos político*,
penados y reincidentes se hallaban confundidos ,y lo único qne poA*
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m rotofi. ie«i
llamarse separación era la de los dos seíos, auqie hombres y mi-
jeres había en todas las caréeles (1).
Isidro Feraaadei do sabia nada de esas cosas ai creía que le
importasen cuando á la edad de trece afios andaba jugando k la tolla
y á la pelota por el Campillo de Manuela.
Hablase criado en la casa misma donde nacieran sos padres, al
estremo de la calle de Lavapiés; suelto le dejaban todo el dia y si
algo querían de él ó daba la hora de comer y no se había presenta-
do, salían á la puerta de la calle, daban nca voz, y sus compañeros
de jaego, los vecinos y los mozos de la esquina repetían el llama-
miento, hasta que el dichoso Isidro comparecía.
Volvía á sus juegos con el ardor de la nifies en cuanto se veía
libre, y asi se pasaba los dias y los afios.
Á pesar de esa excesiva libertad, Isidro Fernandez (raro milagro!
jamás hizo travesuras que pudieran llamarse vituperables, compara-
tivamente con las de sus camaradas.
Era de buena Índole; pacifico, aunque travieso, y sufrido mu de lo
que parecía. Con lodo y ser bajito de talla y algo enjute de carnes y
no tener grandes fuerzas físicas, acompañábanle las del ánimo, y eso
bien lo sabían los chiquillos de Lavapiés, que le vieron mas de coa*
tro veces descalabrarse y recibir en el pecho nn bravo pelotazo, pero
no le vieron llorar nna vez sola. Tal era su carácter que en cierta
ocasión, á consecuencia de unas coplas que los del barrio hablan can*
tado en son de mofa á los habitantes de Maravillas, hubo reyertas
desagradables entre las personas mayores de uno y otro extremo de
Madrid, y los chiquillos que se enteraron perfectamente del caso,
acorda/dn celebrar grandes pedreas en la Era del Mico y regiones
adyacentes.
Isidro era muy amigo de sos amigos, y por nada del mundo había
querido caer en bita para con ellos; mas la idea de apedrear á mu-
chaches desconocidos, madrilefios y de quienes no sabia que hubiese
(1) HorT»^»«T*SeíW, •#D«HrtWpÉfiwl«J»iJUSeCérotHHbt r*««-ll»<t^-
poaar uo departámoslo dootlnido á lo* pr oao* do amato moaor pora qoo do viran ootr
madtdoa. como haola •hora, coa loa paoadoa por delito* muy grava».
No opontoadoo» alafa* taooorooteala, a* da aapaaér qoa an U cereal proyoctada aa
i é loa acatado* da la* popado», ya qoo ao aa aara para aguaito» oaa priatoa pro-
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KMtS FRISIONKS
recibido agravio, rtpugnába i'la rectitud de su raxtfb y & sus'dát-
cadog sentimientos. En su casa, además, ño había visto qie nadie se
acalórase con motivo de'las coplas cantadas las noches de Pascua de
navidad; antes al contrario: había oido ensatar la agudeza de tito-
chas de ellas, inventadas para satirizar á los de nn barrio lo miaño
que á los del otro, y como aquello era ya de costumbre antiquísima,
le echaban lodo á broma. Isidro no pensó, pues, en ir á la pedrea y
vio con sentimiento que todos sus compañeros andaban atolondrado*
y fuera de si, haciendo coraje y abriendo fe! pecho & la esperanza del
destrozo que confiaban hacer eo sus enemigos.
Llegó el dia del combate, y el buen Isidro, que ya fcabia dicho que
no se contara con él, entretuvo sus horas lo mejor que pudo con el
corto número de vecinos de su edad, también disidentes.
Tino la noche y con ella dos ó tres con la cabeza rota, otros coi
los vestidos despedazados, otros llenos de arañazos, pero todos satis*
fechos de su comportamiento y deseosos de dar y tomar revancha el
próximo domingo.
Durante toda la semana, no se habló en el barrio dé otra cosa qué
de la victoria obtenida sobre los chicos de Maravillas y dé la derro-
ta que en el nuevo encuentro les esperaba.
Estilaron varias veces á Isidro para que fuese de la partida, y
se negó siempre á ello; hasta dos ó tres grandullones que le acom-
pañaron á su casa le brindaron con la dirección de una batida si »
resolvía á ser uno de tantos, y sin embargo, ruegos y ofrecimietifts
fueron vanos y no vencieron la entereza de Isidro.
Ta la víspera del combate, aumentada la hueste de Lavapíés con
muchos individuos, provistos de hondas en su mayor parte, celebra-
bao en corro su próximo triunfo y esperaban impacientes él nuevo
foa y sobre todo las primeras' horas de1 la tardé en que debían abKr-
se tas hostilidades.
"Preguntó uno de los caciques si Iría coi ellos Isidro, y contá-
ronle algunos que no.
-*Pero ¿porqué? ¿oo te^deja *u pudre?
—Porque no quiero, respondió llanamente y sin mal humor Isidro.
*-Puessi te dejan y no vas, insistid el* interpelante... ¿perqué?
¡Toma! ¡si ya be dicho que no quiero!
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SÍ pefpatoe, qeé «o mHbím<s (#íimIi porto I»' respee»»
del veo»o, y een oo reiofa y nw ie«vmoeiMy m toailieamoM-
lado, pNpiMUdflMtMiTa de Ltfapiés, dije:
— |Mktó qee nMtMimo/ 1 And» y qee te dea moreilta; qee ee
yteíoV ¿ir «whiéw gome keearto el aUnntol (Ande V.á pe-
leo cee dea Miedo, ei eatá deetool Di qoe ú.
-Yo K) team) miedo, dijo todro awomodado y ««re la» rima de
— Di qoe á, éqém por 1* perito. Ni le te geerae fcalmltiree
aoettros joegos yo, por galtiaa.
--Galliaa le, grita eqaeleMeeieoeiíto, peto de meem qoe to-
dos toe oyootos es parieron gravee.
— A mi, replicó el proveeodor, á mito dm mime ó n a eeber
eooi aofelóao.
^■F^mj^mj ^ew^pmj^m^mmmmmmjV
— iCamoesial
Soso un chaafaide estupendo.
Isidro había mudo la acción á la palabra y « contendiera se ha»
bria caído al suelo si al tambalearse uon al golpe ao le hubieran
aoudide loa oyentes.
Isidro que, ooa cierta repugnancia y sota par ao tener atoo media
de libran* de la afrenta, había aWeieadei au ceuspaaeea y vecino,
aiaiió eo el alma el date que le bahía beaba, y mtairae eKperia>ea-
fcba aquel noble dolar, se había quedado talo. El lastimado daba
tocos de oorsge y forcejeaba para desasirse de lee demás muchachos
que querían contenerle; mas al fia Isidro, qae la *ié, dijo con urna
ieaperativo:
—¡Dejadle.
Soltaron ellos, y el muchaoho, desesperado, ciego de enojo, acó*
metió rngiendo y con la cabeta baja á Isidro que, finne en eu pacato
y sorteándole, le bise lado, aplicándole al pasar otra bofetada no
msoea senara, y carnada cea él en seguida, le aplicó una cachetina,
no solo aoeva para los circaastantes, sino superior á cuanta padka
crear su imaginación en el ramo de cachetes.
Por compasión libraran aquellos muchachos al imprudente y es-
carmentado ?eoinof y que quieras que no, *e lo lloraren á su cuse, ne
sin que por el camino ?oi viera U caben ciea Teces y se lasjurueeá
tras a. tai
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tai*
Mfco,UiM<tetQa0MM*l^ «mere
laseeetas. Asi y con In chaqueta haehu gfceusu faé é deeettMr,!»
que no descansó Isidro en teda la aeche ; tan* porque en priuter tu-
gar le doiia haberse visto obligado á mostrar na enteran y una
alergia de qoe jamfce quise hacer alarde, entele parque toe demhe
camareras que con él quedaban» uegurareu que ai dia efguitMe el
vencido no estaría endiapeeiotoo de mandar et banda en tu pedrea
ni de presentarse en ella,daado asi ventajes 4 sus enemtgee.
Mdre creyé de se deber que ai día siguiente y por una arfa va
debía tomar parte en la pedrea, ocnpoado el puesto vacante por el
maguUaaMeitede su vícliaea y dejando perfectamente dMSMtrade
que no era cobarde.
Asi tópense y asi le hko.
T cuando mas ágenos de ello se baHaban los apedwuderas y
cuando apenas comenzaba el combate, le vieron llegar * mié bien le
vieron disparando su honda en el sitióme doaamparede y ufeudjeado
él solé 4 \m que «notos y jar ledos lados le acometía*.
Algunos pausante domingueros se huMau cerride fcáfllu el lugar
de la refriega, contemplando el espectáculo curioso y snotund**!**
4 lee embuebes. Otroe baMaa dadepartedol suceeoy oofteigeie-
roe que geutede juaticia fcer» A dispersar 4 la turbamulta de chique
Usa que precia taotar de lee tereenee.
Des alguaciles habían avuuaade pardeftrtede isidro, que ul W
hwr 4 eue cotararteeae regocijé en el alma, tmagiaaade que aote*
valsr y touetanda lee hacia «mpeender la lega.
T cuando mas gotoso saboreaba esta satisfacción, suspMHeüdétl
disparar las dos piedras que en las maoos tema, sintió el gotpé qae
le daba el alguacil oen su vuru gril4udete:
-~{Data, bribeol
Volverse Isidro y disparar ai bulto eon ímpetu, loé lodo une. DWto
el alguacil su larabeea, mas ceaso solo fió que este ctrp tea )***»•
tela airado la vara» dispárale la segunda piedra y dtóle ©n en* »*
no con tal fuerza que le Une caer la eentaódsute insignia, y cogt*-'
dote y eoarbelaadola, pees el acoawttfláeate » cesaba, le dfótaro-
bien«metluuuaele golpe, porque se le reoipíé al primero.
fin eete llegaren 4 punto efroo des compúteles del elgueoBd*
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1*11
■m gcate qae te habiaido aoeitaaéo i aqad sHto, y sajelaron al in-
fatigable sunbacho, qae agité sas faenas ea le breve resistencia qae
hizo catira lautos.
Ueatoalede iosaltoe y dodesvergleans loo tmalgteeilee á per-
la; replica él algunas palabras qae ellos no entsadieroa, porque ha-
blabea todos á la tos y á gritos; pero habefatstaate eoo que hubiese
reputado paim qae le áierao ée baratadas y osees que lo irrtlaroa bas-
ta baeerle verter lAgriaias; paos ea so earAeter podía la sinrasoa atas
q*e el dolor suáarial.
UevAroacelo caire démoslos y Bulos tralaaüeatos é la Candi*
Corte, y por el camiae oye qae la geste al ferteyal terqae le i
paflabaa iresalgaaeilee, deeiaa:
— lAlgan ladroesoelol
— iMirea y qaé leaqaraao!
eso parsa héoslas i
Gteo llegaría isidro * la cArcei, ao hay para qaé decirlo.
Eatrar por aqaellas pachas qae dahaa honor, peaetrar por aqae*
líos pasillos létrioos y aeassabaados, eqaivocaado siempre el lado á
que qaeriaa qae seeacasiiaase; ér el Aspen sea do los eenrsjos; ver
aqaelles ¿eiaMaalas, y por alteo , haUarae sia saber oéao ea aaa
grao coadra oseara, eatr* gritos, oaacioaof , jarsasoatoc y solo y pea*
saadoeasacaas y ea sao padres.....
El terror se había apoderado dodtcaaado soto paso dolaatoaa
bearire qae le ssetió aay Mslo loo ssoaos ea los boldMct y qae a) pri*
sur ttomHooto de iastiatita repagaaaoia qae Uso Isidro, le dijo
coa voi broaca y dáodote aaa Caerte sasadida:
— |...Taleqaietol
Isidro so paso k tiritar.
Bl hsasbro ooatíaad oa rogHtrot ynoade qae do la eaooatraba ih-
aero ai cosa gao lo fattess, lo esateaplé aarato ooa dssdsa.
Ta parecía gao iba A dejarle oaaado, $Aadooe calos Uraates do
Isidro (qae iba eadeoMagade), so los desabroché ea aa saaliaatfa, y
faéécoateayiarioi A la escasa las de aDBM^rieato feral.
Isidro lo ssgais esa la testa. Al votar aqaet hossbre el watso, so
y le
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i«4i nmmm
. —Ta tienes padres?
— Sí, dgo Isidro ahogando no suipiro.
—¿Y qué hacen? ¿De qué trabajan?
-*-Mi padre ea /sastre.
—¿Pero tiene tienda?
—Es oficial y trabaja con un maestro.
El hombre dobló loa tirantes, se los metió en on bolsillo del pañi**
loo, y escupiendo lejos, aftadió;
—A ver si les dices que te manden algo qne comer* y non manto
y anos coartes.
Isidro sudaba de angustia.
Sacó su paflaelo para limpiarse el sudor y cono andaban cérea 4o
él dos muchachos dando brincos, nao de ellos se toquilo al vuelo y
sin dejar de saltar se sonó con él las naricea.
Isidro en medio de su asombro vio que el tambre. Hamo al robador
y que le quilo el pañuelo de las manos; mas en lugar de deyd vér-
selo, como él creía, lo cogió por las doó puntas, lo esteodtó delante de
la luz, y haciendo ud gesto de satisfacción, se lo guardó en el bolsillo
añadiendo:
~-~¿Tú, mea nuevo, cómo te llamas?
—Isidro..,.
—Pues avisa también que le traigan pañuelos.
En esto sonaron dos golpazos en la puerta, que retumbaron per I*
ámbitos del calabozo, y el pobre nifio se asombró de nuevo al venpe
se levantaban y se ponían en movimiento gran número de hombr*
que él no había visto y se colocaban todos en hilera. Ajw no habí*
vuelto en si cuando le empujaron diciéndole:
— jEhl & tu puesto.
Volvió la cabeza á todas partes, y vio que dos ó toes hombres con
un farol en la mano y un papel en la otra iban numerando á los pre-
sos formados en hilera y puestos de pié sobre el camastro.
Segnia atento el curso de aquella operación sin menearse, y el hem*
hre que le habk quitado los tirantes se le aoercó y, cogiéndole del
pescuezo, le levantó en alto y le poso en fila donde estaban losdemto*
qne por un lado y otro le recibieron á empujones, porgue les b*U
perder el equilibrio.
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Di fCAOTA ^tl
Pfcsó Isidro la noche llorando, presa de terrores , Heno de ana ad-
miración tan grande que ni aun le consentía hacerse cargo de lo hor-
rible del sitio «i qne se hallaba.
No hablaba, lomaba la comida y no probó un solo bocado porqae
su olor le daba náuseas y estuvo á ponto de enfermar gravemente.
A loa tres días, su familia, á fuerza de diligencias, averigüé que
estaba preso y fué á visitarle, produciendo en él una alegría tan pro-
Cunda como el sentimiento que experimentó al despedirse.
Estaba Isidro acusado de haber hecho desprecio de la autoridad,
de haber apedreado á la justicia , rompiendo sus venerables
insignias y ensafládose con tres alguaciles hasta el punto de causar
k uno de ellos lesiones graves que produjeron en el acto derrama-
miento de sangre.
Un hermano del padre de Isidro, que era bonetero, se propuso Ir
k visitar á algunos parroquianos suyos que podían tener mano con la
justicia, y la familia toda andovo desalada para recobrar al pobre
ni fio.
Pero entre tanto Isidro no tenia mas remedio que pasar por lo que
en la cárcel había; y como le repugnaba en estremo lo que estaba
obligado á pasar, lo que presenciaba y lo que ola; como no le era
dado acostumbrarse á la Índole y á las costumbres de los que habían
podido ser sas carneradas, padecía mucho y tenia que violentarse
continuamente para no desesperarse y provocar contra si bárbaros
castigos.
n sufrió en silencio que se le robaran las prendas y pobres rega-
los que de su frailía recibía; él callaba cuaodo le imponían recargos
en ¡as faenas mecánicas, y en este constante ejercicio se fué templan*
do sa carácter hasta un ponto extraordinario..
Había en aquel calato» dos hombres de mas de cuarenta altos, qui»
seHan dormir á su lado.
Al cabo de algún tiempo Isidro observó que aquellos dos hombres
paseaban, comían y bebían juntes, partían el dinero ó mas bien tenían
bolsa coman y cuando se jugaba, nunca apostaban uno contra otar*.
Kl inocente les llegó á cobrar cierto carifio porque le, ofrecían *J
feries espectáculo da buen csmpaleriam» y de afectamos lasos entre
lautos malvados, y no sapo ó no quiso ocaltar lo que aserta de alies
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Ifli
bres le comenzaran á dar maestras de pertieolar
Desde entonces traió con ellos casi asdusivaaieate, servíales ee I*
goe le era posible, pues además respetaba so ellos la edad y a» afri-
boyó grande importancia ni meaos significación q«e debiera nvergon*
sarle, á las iodireclas con que machos presos, y sobre lodo loa mucha-
chos, satirizaban sos buenas relaciones consta tecinas de ceunastíe.
Estos por su parte le avisaban con tiempo de las travesó*** qae
contra él preparaban ios micos, y no le fueren del fcodeinilifeseu pro-
tección y sus consejos.
Un día al caer la tarde estaba* paseando perel peie todoeloe pie»
sos del calabozo. Los dos hombres de qae vamos habiendo estaban sa
an rincón jugando á la brisca, y puesto de rodillas entre las dos, mi-
raba Isidro el juego.
Comenzó i lloviznar, retiráronse á la eeadra lea demás, y ano de
los dos hombres f después de guilar si «¿o ai competeré, sotaventé
también diciendo que estaba cansado y aburrido y que se iba á acostar
un rato. Hizolo asi en efecto, y quedaren setos bidrey el otro rocino.
Este se entretuvo an rato haciende juegos de manos con la baraja,
maravillando con su destreza al inesperla amiga; mas per éltimo ti-
ró los naipes con desden, y dando un gran bostezo, se toíiiékmmt
á Isidro, quejándose .del mal tiempo y de las iaosmedídades de la ser-
cel. Preguntóle en seguida la causa de su pristen y poraaeuews *
su familia, y al enternecerse Isidro con el relato, le pasó un braae p*
el cuello y le prodigó mU afectuosas expresiones, consuelos y
sas» Todo lo recibía agradecido Isidro, y cada día
dose mas y mas aquello* lazo*.
Asi andaban sus sucesos cuando una maiana llamaren á declara*
á aquel hombre, y apenas salid del calábale para sabir á la sale de
declaraciones, cuando el otro se le acercó muy oficioso y te dijesl si-
do que desconfiara de sa compañero; qae bebía descubierto de * #>'
sas enormes y que, sin darse por entendido, andavieracoa mnebapw
caución.
Suspenso y turbado el ánimo* escitada si certeaidnd y émperte-
dae mil vagos recelos, no veía Isidro llegada la hora de averiguar lo
qt se encerraba ea aquel aviso.
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*or la acebo, airead 4 le tafeada de tn tam baadtdo, bobo
grao selemaidad ca dcelebeso, hube comida y bebida en abundan-
cia, cantares y baile y juego largo.
Hito qeiea ee pado coaettiar el tino y el estar despierto, y entre
Ua qaa se cayeron asas bien qae se echaroa en el camastro, fué ano
el hooebre do qmo bidro MU desoeafiar.
fil otro» por el «airarte: mu animado, moa atondado qoe tonca
y oeciledoo aaa brótate» iaatialos por el viao, boceó ¿ Isidro, lo apar-
té del bollicio qae rafeaba ea el centro de la cuadra y estimalado por
oate , dije qae había eecojido aqaella baeoa oaioo para explicarte el
aeatide do oaa aatorioroa adfcrteaoias. t ero deapoee do mocho ha-
blar la esplicaoieo ao llegaba y todo solo folfia al hombre jaramen-
tos y blasfemias mcttledes con m/ñ protostasde afecto enlrafiaWe á
Isidro, qae ao oompraadia la oportaoidad do ellos.
ál fia aqaol bárbaro losiaié lo qae nunca se habla atrevido á creer
al taeeaato maahacha. MH voeeo dad* de la tardad y otras mil disipó
aaa dados el iefame piteo, y caando ya no podo negar crédito ata
evtdeaoia, sintió coa saola indignación despertarse sos afectos t aro-
niles y, poaaids do aseo, bpriaMre qae iateatd faé separarse de
aqael hooabro y aetter al grapa del Jaege.
Cortóle la aocica el hoaabre y le asid de la camisa con (berta y ae
quedó con aa giroa catre loo dedse coa la <rie)eacia que hito Isidro
posa iflapcQflr qae «o aajomre*
Bl hambre dsóan salto y ▼ohríók cogerlo y letanté la toa y levan-
tóla taortriea Isidro. Aacmaroa 4o pronto eatoacee ateto A ocho Hilos
y maesa, qae hada baea ralo oiaa y teta» acarracadoe aqaella
ascoaa y 4 Isidro le diaroa naeree brioa las ademanes do borla de
mm omweoo.
Asiaifcrteediáaepaasteaoai qae teteafc sajetoy lehliocaer
áa espaldas, eatro loa griteo de loo mirones qae celebraron el golpe.
El brutea oaMó á lenaüarae y echó t correr detrás de Isidro, pe-
ro aatea da alaeaaaite babe do tropeear coa el bandido anfitrión, qoe
por sa parto la dio aa faerta pnfctaio en el pecho.
Pea graadallaaoo oagieroo A isidro al paso, y le aseguraron para
qae el honabre padtam ejercer oa él oa fcaganse, pero oate coa el alar»
i del pipo aa pedia valoree y se acató oa el aaolo reeoetle-
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ton refctorms
dose al pié del camastro y conteniéndose toa tomates la afeita.
Quisieron algunos enterarse del origen de la reyerta y al ser ¡otar*
mados y al saber que Isidro había derribado á sa perseguidor , tra-
bo para él vitorea y aplaosos y brindis á su salad, obligándole el te-
moso bandido á aceptar un vaso de vino, distinción que fué de lodos
envidiada y dio desde aquel momento prestigio al hijo del sastra.
Este no las tenia todas consigo, y ya coando todos se habían acó*
tado, escoplo los mas granados del calatoxo, q&e le dirigían wá pre-
guntas, pidió que aquella noche le dejaran dormir en otro laido, paa
temía qoe mientras durmiera se rengara del golpe su vadoo.
El bandido biso burla de los temores de Isidro, y le preguntó:
—¿Pues no estás vestido?
Isidro le contemplé admirado: no le entendía.
—¿El chavó no liabüUla serdtftt dijo el bandido volviéndose al
oorro.
Respondiéronte que no, y metiéndosela mano «i el peeho, eaeáuns
navaja y se la alargó á Isidro con un movimiento lleno de gracia y
de trahaneria.
Isidro, al ver tan cerca el arma, kne un morimente de repula
apartando pecho y manos, y los ciroanateales se echaropá reir de*w
delicados escrúpulos.
—[Tómala, bruto! le decían unos.
—Pues si conmigo fuera... decian otros mozalbetes coa enridfr
El bandido, torciendo la cabeza y alargando la mano mi que W%
k navaja, le gritó entre grave y risueño:
—(Acá, muchacho!
Desabrochóse fácilmente con la surda la mal cerrada cawsSi y
mostrando el pecha velludo y lleno de cicatrices, añadió:
— ¡Ojo, pipiolot Guando tengas un decummto como el presento, p0"
drás dormir tranquilo entre tunantes; pero hasta entonces , daerfl*
con un ojo abierto y ponió en el hierro. Anda ¿qué sabes t&t
Animaron todos les demás á Isidro y obligáronle á que fuese á dor-
mir á su sitio acostumbrado, diciendo algunos á su agresor:
—Anda, «si quieres algo para el pelo,» y «ráscale» con el sastre-
cico del Lavapiés; verás que viaje te larga.
Toda la noche la pasó Isidro en vela, oyendo* murmurar y *&**
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oa aaaer*. \tn
át dhéafa»faehaslaeal<moeese había lagido sa amigos II otro
se durmió «ti el vina, Desde entóneos uingaae da los dos voMé á
provocar sa enoje dí á bascar sa
Dos años llevaba ladro en la Cártel 4$ Cor*. Sa podre
muerto.
So madre, enferma y pobre, había sido flotada al hospital.
El muchacho era sabedor de si desgracia y bien iba conociendo
qoe do lo quedaba amparo. So üo el bonetero lo había «andado de-
cir que te habían comido mochos doblones con promesas de librar-
le; pero que ya no podía hacer mas en favor sayo.
Dos afios á la edad de Isidro paedea atoar macho.
n se habla bocho ya á la vida do oáreol.
Comenzaban é oscurecerse sos primeras nociones sobro las cesas
del mando; sa carácter se agriaba, sas pensamientos, sas afeóles lo-
maban ana ponía do amargo.
Solo, desnado, triste, revuelto entro la numerosa tarta, aecosimbi
de macha resignación. Phra soportar semejante eaátasei*, star iuoat-
aento peligro, habría sido menester qoe sa aadsralou sedeMUlara, y
y por desgracia saya, Isidro iba siatieado do dbefc <fla que tomaban
incranento sas caahdados Taronüeo.
Los demás presos leaian amigos, redbum visitas, gaslabaa ea ti-
no y en juegos.
Isidro permanecía agono á todo: sa carácter retraído y severo era
poco k propósito para crearle simpatías en aquel sitio.
Reconocíanle valor; pero eso valor iba aooaipafiado do aa instinto
de justicia tan evidente y de toa hoarados escrúpulos, qae para nada
podia servirle.
Sin embargo, á modMa qae ganaba en robastes y viriftdad, per»
dia otro tanto en dolkadenu Algo sombrio parecía empalar sa lím-
pida mirada. La jerga carcelaria oomoasaba á allorar la ssaoülaaa»
taraKdad de sa leagaege; ao podh mirarse á si núuno sia ver sa»
miserables barapor, de saorto qae pooo á pecosa iba aooatambraado
k su propio menosprecio. La práctica de loo principies do moral os
imposible, shoslataamate imposible al qae, oomo Isidro, se va oa
lis
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me
Un tierna «dad eaoat estado y hito de h» «wat leeenriat i la vida
en medio de las mu abominables depravaciones. T no seto ea impo-
sible la práctica de esos principies, sino que so olvido llega á ser
completo á la larga, después de lo cual viene naturalmente la adop-
ción de noas ideas y aoa conduela egoístas. El instinto de la propia
conservación se sobrepone á todo y en lugares semejantes solo por
malos medios se logran las satisfacciones.
A pesar de todo, Isidro «eolia vagamente la superioridad de su na-
turaleza. Todavía hubiera podido salvarse del naufragio que amaga*
ba á su conciencia. Aun después de haber entrado en su triste trans-
formación, quedaba en él bondad suficiente á redimirle. Aun eo cier-
tas épocas del año los recuerdos de su vida anterior revolvían el fon-
do de su corazón, tierno y sensible.
Un día, el dia de san Isidro, patrón de Madrid y especial suyo,
experimenté una tristeza tan profunda, recordé tan amargamente iui
perdidas alegrías, que en toda la roche pudo cerrar los ojos. Allí fué
el desesperado empeño de explicarse la causa de «u largo encarcela-
miento, causa que el desdichado no pudo justificar, por mas que
apelé 4 toda sn npble imparcialidad al detenerse en el examen del
malhadado suceso que k tal extremo lo tenia reducido. Otro dia, el
dia de San Cayetano, cuya verbena le recordaba laa horas mas llenas
de encanto que había gozado en el mundo, lloré amargas ligrimas al
considerar que para él ya habian acabado aquellos gratos placeres.
Sucedió en cierta ocasión que en su calabozo mismo encerraren
un ropavejero que h^ia sido vecino suyo, el cual le refirió porme-
nores de la muerte de su padre y aun le dio noticias de la enferme-
dad que su madre padecía. El ropavejero hablaba como hombre cur-
tido ya en la mala vida, no mostraba muy grave sentimiento por ü
prisión y daba á conocer que estaba bien seguro de recobrar la liber-
tad en breve. Isidro le oyó hablar con algunos camarade* y de su*
propio» labios escuché la confesión y la relación circunstanciada de
mil infamias por aquel hombre cometidas, inclusa la que entonces le
tenia preño en la cárcel. El relato del ropavejero pareció muy ameno
y muy curioso & gran número de presos que oon frecuencia le inter-
rumpían con grandes risotadas; man en Isidro produjo un efecto ter-
rible.
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fL ftlt
Aquel hombre tenia amigos, tenia la mas comptoianonflania en el
próximo y favorable despacho de un proceso de robo cometido con
violencia y abaso de oootania; tenia dinero y dormía tranquilo. En
sus palabras dejaba conocer qne otras veces había estado preso. |Mu-
cho dafio le hiio á Isidro la presencia de aqnel hombre en la cárcel!
' El mismo declaró al hijo del sastre qne debía mocho agradecimiento
4 sn difunto padre y él mismo también le confesó qne nada babia he-
cho por su madre antes ni después de llevarla al hospital.
Sn duda la prisión del ropavejero acabé de determinar la trans-
fcrmacion que en Isidro se estaba verificando.
El ingreso de! ropavejero y de otro individuo de muy buen hu-
mor comunicó al calabozo nna animación que comentaba al rayar
el dia y no decaía hasti las últimas horas de la noche. Apenas en-
viaba el sol sos primero* reflejos á lo alto de las paredes á4 patio,
cuando comentaba á oírse el grito tradicional de: «¡Al queso, a) que*
sol» y en seguida se formaba un numeroso corro do jugadores y mi-
rones que se reemplazaban según los echaba de alli la mala suerte ó
al cansancio.
Isidro veis, no con baja envidia, mas si con gran pena, circular el
oro entre aquellas impuras manos, y se acordaba de la miseria de
su madre olvidando entonces la suya propia.
Dn dia que se le había roto el énico tirante que usaba, eché por
primera vet mano á la navaja para abrirse un ojal en la tira de ori-
llo, y, después de hecha esta ooeracion, ce quedó largo rato suspenso,
sin mirar el arma, aunque era la Antea cosa que en su interior con-
templaba. Cuando salió de aquel estado de contemplación c*rr¿ poco
á poco y casi maquinalmente la navaja, haciendo un gesto como si
acabara de ponerse de acuerdo concibo mismo.
Anduvo dos días mas apartado aun de lo que solía, v muchos rato*
los pasaba sin quitar los ojos del feo rostro del baratero.
Una larde que el bandido le brindaba con dinero para qw» jogase,
le preguntó Isidro si I* permitirían hablar con los aflores de !n visi-
ta, y cuando se persuadió d<> que en efecto nadie le pondría obstáculo
á *u proposito, se enteró detenidamente de cómo debía snlieitar que
le oyesen lo mas pronto posible. Como el negocio era tan llano, á
pono estuvo Wdro inscrito eo la lista «de los que padian visita, y
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xm - ruiéuiits
volviendo á ti rincón, se dio á revolver «isa anta las cosas que
defrtfia das» á tes jueces para moverle* al corasen oon al miserable
estada de ao madre y estimularles i hacer pronta juettoia.» SI hate-
ra deseada poder tablar en aquel momealemisa&e; estaba seguro ée
que no le bahía de quedar nada que decir ea prwachude so nrteaia;
«as ya que se veía obligado á poner diqoe 4 su «paciencia hasta
el día de la próxima visita, pasaba el lardo tiempo reeapacilind» ea
lo que había de decir al llegar la ocasión oportuna. De cuando ea
cuando interrumpía involuntariamente sus meditaciones y Toteia á
fijarse en el baratero, que por cierto estaba may kjes de i
objeto de atención tan asidua .
A alguno* presos que preguntaron á Isidro qné se {Wfwua
¿ la visita, les respondió sencillamente, mostrando las etfraantae qta
fundaba ea aquella diligencia, y los ya duchos en la vida se le ríe-
ron de su peregrina simplicidad»
Isidro no se desalenté del todo y esparé el sábado coa creciente
impaciencia.
Entonces el dinero y la clase tenían como tienen ahora euapreeoH-
noncías entre los presos no incomunicados. Los joras se toman toda-
vía la molestia de visitar en su propia habitación al preso que paga
deparlamento, aunque esté condenado, aunque baya reincidido tres
y cuatro veces, aunque ea su concepto sea el hombre mas indigno.
Pero si el preso no paga dinero, aunque sea un nitto simplemeoíe
acusado de un delito levísimo y tenga los mejores antecedentes, es
tunees no es visitado, sino que tiene que solicitar penmeo para pre-
sentarse ante la visita, que se verifica en un local destinado al electo.
Guando el voceador llamó con su acostumbrada cantinela á Isidro,
este, que no esperaba otra cosa, se puso i temblar y 4 sudar, y abra*
veso con un llavero los pasillos sin ver por donde andaba: tal atar -
dimiento le causó la idea de que iba á ponerse debato de tos jaeces.
Llegado á su presencia, apenas acertaba á hablar ai se atrofia á
levantar los ojos del suelo. De todo lo que en sus soledadss había
discurrido para manifestarlo en aquella solemne ocasión, apenaste
quedaba un confuso recuerdo.
Mientras acababa de hablar, otro preso que antes que él había en-
trado, pudo reponerse un poco. Cuando el prawásaie de la wsftnle
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dirigió te patebm, yaca* se belteba bastante tranquilo parí eoenii ~
Mr hasta cierto punto sus ideas; pero se desconcertó de protte «i
ver que cíes seftores» le miraban coo estrada curiosidad y procura-
ban, Moque en vano, contener la risa.
Al fio, cuando el presidente reiteró la pregunta, Isidro sopo decir
conato tiempo llevaba encarcelado, que sn honrado padre había
muerte; qne so ■adre estaba en el hospital; que él era mocmto.
Ri se aguaba que diciendo de todo ccrason csoy mócente» hnWn
de afectar vivamente el ánimo de aquellos boenos segares, qne i le
menos habrían oído mil Teces decir otro tanto á loe pillastres mas
redomados.
El jnei habló nn momento con nn hombre qne estaba detrás de sn
stlte non un gnm legajo de papeles; el hombre volvió dos ó tres pá-
ginas y contestó en vos baja mny br^e^ palabras. Entonces el prest*
dente, pasándose la mano por la barba y volviendo la cabera á isidro,
le dijo:
—Está en sumario.
T tocó una campanilla.
Isidro imaginaba que el juez le iba á preguntar pormenores de su
delito y de su familia y se preparaba á responderle; pero se abrió la
puerta, se asomó sin entrar el llavero qu* le había acompañado i la
sala de deetesaeteues, y dándole con la nano en el hombro, le dijo:
El pobre moto creia estar soñando; iba á replicar, pero el llavero
insistió, y repicando repitió:
—Vamos, anda.
Isidro volvió los ojos á los jueces imaginando qne no le dejarían
ir sm hablar de lo qne ¿leo sn imaginación <e forjaba; pero vio qne ya
no le miraban siquiera, y decayó su ánimo como si desde alli fueaa
á encaminarse á la fosa.
Volvió á entrar en el calabozo casi desfallecido; dos ó tres presos
al volverle á ver se rieron de ¿I como lo? jueces, y el bandido que
seguía mostrándosele aficionado, le quitó de la espalda un rabo de
papal que tes grandullón* I* habían prendido á hurtadillas con un
alfler y había sido después causa de te hilaridad que él había nota-
do en la sala de visita.
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íott mato»
La*pérdida de sus esperanzas le abromaba con oa paso enorme, y
buscó en el lecho carcelario on reposo que eo todo el dia podo goar.
Al caer la tarde vio al bandido que paseaba solo, y se fué á ¿I re-
suelto.
— Quiero saber ana cosa, le dijo.
El bandido se paró dirigiéndole una mirada interrogativa, y sor-
prendido agradablemente al ver el resuelto ademan y al notar la
voluntad con que había sido pronunciado aquel quim>, repuso ir-
guiendo la cabeza:
—Chimulla, chavó.
—Quiero saber ana cosa del murciano
El marciano era el baratero.
—El murciano, saltó el bandido, es un giU, pero bravo; el mando
entero le ha visto el hierro. (Lástima de hombre! El marlea le des-
pediremos.
—¿Se va?
—No; lo lletan.
— ¿AwrdP
— Gabalito, y por culpa de un mala nmg.
Isidro bajó la cabeza pensativo.
El bandido prosiguió:
—¿Quieres algo de él? Pide, que es mi amigo y me servirá.
— Ya no, replicó Isidro; supuesto que se va T dígame vuetf)
merced, dijo de pronto; ¿tiene vuestra merced en esta cuadra alfUü
otro amigo tan íntimo como el murciano?
—Gomo ese no le tiene nadie; y los amigos que yo tengo aqui no
valen para gran cosa. No lo digo por ti, que ya sé que tienes corazón
—Y quiero que se vea, exclamó en voz baja y eon sombría mira-
da el joven.
— ¿De qué suerte? le preguntó el bandido con interés.
— Mi madre se va á morir, respondió Isidro, yo no voy á salir de
aqui en mucho tiempo; los jueces me han hecho burla; si voy á pre-
sidio, quiero que sea por algo. Yo he de tener dinero para mi madre;
yo he de hacer que hablen k uno de esos que tienen mano para las
causas y los indultos. En cuanto se vaya el murciano, cobraré yo
barato.
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MIDIOffi 1*1*
— ¡Clúquiltol esdamó el tendido lleno de asombro y de goto.
—¿Querría acaso vaeeameroed cobrarlo?
—¿Me lo estorbarías tú? preguntó el bandido con seriedad.
—A vueeamerced no, porque le estoy obligado y tengo entra-
fias de agradecido; pero al padre de vnesamerced y á mi aboelo que
bajara ¡vive Dizque se lo babiade estorbar! El martes cobraré yo,
si vuestra merced no manda otra cosa.
— (Mochas gracias, hijo mío! por mi parto, agradecco la cortesía;
pero si quieres armar jaleo, «aprepárate» porque hoy mismo te dis-
putarán la plata.
—¿Hoy mismo?
— ¿T4 no sabes lo que pasa?
—No sé nada.
—Pues oye paseando. El Mmvmo ha enviado al jwa un anóni-
mo, delatándose & si mismo de un delito falso.
—(El mismo ba hecho eso!
—Sí; para que le poogan incomunicado. Tiene preparado un es-
calo en compafiia de otro cantarada, y como el cantarada está en en-
cierros, esta noche tratarán de su negocio.
—{Cómo!
—Se hablarán por el conducto de las aguas sacias. Ahora bien,
té eres bragado; pero no tienes paladar para la sangre; peor para ti.
Si quieres cobrar, tienes que diñar.
A Isidro en efecto todavía la espaotaba, á sangre tria, la idea de
derramar la sangre de un hombre. Iba á confesar su repugnancia al
bandido, cuando se hizo gran tumulto y vocerío á la puerta del calabo-
10. Su oompafiero le dio un apretón de mano, le guiOó el ojo y, apar-
tándose de su lado, acudió con fingida curiosidad á ver la ocurrencia.
La ocurrencia era que acababan de llamar al Mmekm para po-
nerle incomunicado, conforme á'su deseo.
En aquellos momentos empezaba á oscurecer.
El murciano se dejó llevar aparentando tanto enojo como sorpresa,
volvióse á cerrar la puerta y en seguida se formaron corros donde
se comentaba el inesperado suceso.
—Ahora, el hierro; dijo con disimulo y con autoridad el bandido
á Isidro.
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Isidro sentía cierto teeiplicable respeto y verdadero afecto por
aquel hombre; á lo coal contribuía también el concepto de valiente
con que el bandido le habia autorizado en la cuadra, concepto caya
realidad era ovidente para Isidro y que tenia para él macho de ha-
lagAeffo, sobre todo en aquel sitio.
A pesar de esto, empero, al ver que se acercaba la ocasioode osar
de la navaja, vacila. Miró á su interlocutor sin atreverse á arrostrar
lá imperiosa mirada de este, que volvió á separarse de él para fue do
sospechasen lo que trataban.
Isidro volvió i acercársele, y con acento'eotre resuelto y tembit-
roso, en que se traslucía el estado de su ánimo, le di)o:
—Me da... no sé qué la navaja; pero aHí hay un barrote de hierro,
y con él no temo á nadie.
—Si coges el barrote eires perdido: te mataré cualquier chiquillo
á la primera suerte. Plántate con el corte, créeme, y solo de verte
tendrán miedo.
* Isidro volvió á hallarse solo. Volvió á pensar en su triste suerte,
en la pérdida de toda esperanza; en su madre... La desesperado!
se apoderó de él y en su interior juraba guerra sangrienta á todo el
que le impidiera salir de tan triste é inmerecida suerte; cuando ano
de los desocupados, viendo que era llegada la hora del juego sin que
nadie se menease y deseoso de ver cómo se verificaría el reemplatf
del baratero, se dio á gritar en tono de broma:
—(Al queso, al queso!
Isidro se extremeció.
Tres ó cuatro de los jugadores mas constantes fueron maquinal*
mente á reunirse en el sitio donde era costumbre eolocar la manía y
las barajas, y en seguida hubo á su alrededor un grupo numeroso y
ruido de dinero.
Uno de los presos se fué introduciendo con cierta indolencia y tf~
guridad hasta colocarse en medio del grupo y, tendiendo una manta,
guilló el ojo al calabocero, y mientras melia una mano en el bolsillo
del pantalón, dijo como entre dientes:
—Barato.
— ¡Ptor mil aclamó Isidro echando su navaja abierta en la manta.
El asombro cundió instantáneamente por el corro. Todas las mira-
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MIUMPA. 1115
da* te volvieron á Isidro primero y después á su contrincante.
Esta miró á so ves al ssstrecko empajando los labios coa gasto
desdefioso, y se bajó en ademan de coger la navaja de la manta y ti-
rarla.
Isidro o >n un rápido movimiento le poso el pié encima, antas que
el otro la Icamara con la mano, 7 grité con enteren:
— jBaí .lo I
El lia üdo no pudo contener on movimiento de satisfacción al ver
el denuedo de sa ahijado.
El hombre de la manta levantó el brazo para sacudir con toda
sa fuerza k Isidro; este evitó el golpe con on quiebro, recogió al
paso la ncvsja y enarbolándola y poniéndose de no salto fosca del
corro, gritó con los ojos inyectados en sangre:
—¡Mandria, acá te llamo!
— 1 Afuera! dijo el hombre irritado, abriendo los breaos para apar*
lar á los que le rodeaban; ¡voy á curtirle!
Al mismo lienyo se quitó un sapalo, escupió en la suela y Asé á
embestir á Isidro.
Isidro, rápido como el relámpago, clavó sn navaja de punta en el
camastro, sorteó la acción de su adversario, le dio «na ruidosa bofe-
tada y con gran agilidad volvió acoger la navaja y esperó poesía en
guardia.
Al chasquido siguió el pasmo y el silencio.
Isidro estaba lleno de gallarda flerexa en aquella actitud.
El calabocero, vuelto en sí, fué á tirar de la campanilla para dar
aviso y pedir auxilio, á tiempo qoeel abofeteado echaba mano á s»
navaja.
El bandido los cogió de un braio á cada uno, y llamando la atención
de todos, dijo en voz alta:
— ¡Caballeros! una palabra. Aqui se ha hecho un agravio y se
busca una satisfacción: es muy justo. Me parece á mi que no se to-
que la campana por ahora; que callemos todos y dejemos que se vean
el hierro estos dos hombres.
—¡Dos hombres! grafio ¡jadeando el abofeteado.
— Yo sé de uno, replicó volviéndose á él gravemente el bandido, y
creía que erais dos: tú dirás si me engañaba
ID ftt
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1M*
Paf^bieaátodeskpitpesícionyelmododelbaa^ yMÉlo
dieron k entender á vooes. El calabocero aunóme algunas paUta*
en ?oi baja y aquél ie replicó:
— ¿Yáií...qué?
Encogióse de hombros el jefe y feo á mirar por la rejilla díte
puerto. Volvió desde allí el rostro y en Medio dai atoado se le oyó
decir: «al avío,» acompasando esta frase con in incitante mef untan-
te de cabeía.
Formóse en ancho circulo al rededor de Isidro y de su advenaria
El bandido btxo con ambas manos señal de que dejaran mas espa-
cio. Permaneció un breve ralo con el índice en ios labios y rompí*
een un jeal que toé obedecido per les dos combatientes, lanzan**
uno contra otro.
La lucha, cuerpo i cuerpo, en aquel lóbrego sitio y en medie del
pavoroso silencio, era terrible» A cada momento se estremecí* de sú-
bito alguno de los espectadoras que, alargando el cuello y contenien-
do el alíenlo, no perdian on golpe ni un amago.
De cuando en cuando se oia chocar el hierro contra el hierro, pro-
duoiend* un estridor siniestro; á veces uno de los contendiente**
lañaba sobre el adversario produciendo un rumor gutural aenwjsafc
al de* Mador cuando hace un grande estaerto para hendir un áurt
tronco.
Isidro, que acababa de tirar dos lijos á su contrario, dio en ta-
lento salto atrás echando una rápida ojeada á su mano derecha, f *
quedó inmóvil en actitud defensiva. El otro preso levantólos bri**>
iaqoeironle las piernas, y cayó de espaldas, sin exhalar un geatifo
El bandido y el calabocero corrieron á él, entre tanto que el tyt-
daote de este se colocaba de centinela al tentanillo. Eiamtoérehk
rápidamente; miráronse uno á otro y se levantaron.
—(Todo el mundo á los petates! gritó el bandido.
— jAqaí nadie ha visto aadal añadió como admonición el cabe-
cero cogiendo una tranca.
Isidro estaba herido en un hombro y en una mano. Bu un mMMt*
le vendaron, ocultaron su camisa y le pusieron otra.
— j Vivo! gritó el calabocero, que se había parado en mitad de la
cuadra.
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»A. lOtl
— |Ya está! le replicaron les qee eompeeiaa el tr^je de Isidro me-
tiéndose ce su $ama$.
El calabocero dio un trancaio al farol, tiró de la cnerda de la eam*
pana y, asomando el rostro al ventanillo, comentó á dar voces desfo-
ndes de ¡tronca! ¡irtmett
Inmediatamente se oyeren remores precipitados i lo lejos, encima
del ealaboto, á los lados, por ledas partes.
—Ya Tienen, dijo con tranqiilidad el calabocero, escupiendo por
■n sistema particular sayo.
— (Ana tengo aqai la navaja mendtafe; dijo de pronto Isidro in-
corporándose con gran aaoramientot
B calabocero le arrojé ana maldición terrible, corrió á quitársela
de las manos y volvió 4 colocarse junto á la paerta, sin dejar per
eso en reposo la campana.
El tnmnlto se iba acareando á la peería del oalaboao.
Loo ayudantes se bebían colocado á ¿erecto éiaqi^^ les ca-
mastros con sendos garrotes.
Sonó al enorme cerrojo y penetró en la onadra gran número de de-
pendientes con palos y Curóles. A la peería se quedaren dos soldados.
81 alcaide no se bailaba en la cárcel ni solfa parecer nanea por
semejante sitio. El qee le tenia sebaircndadas las infame* granje*
rías se adelantó el primero preguntando al jefe de la cnadra:
— ¿Qoó bay?
—Qee km roto un farol mando todo el mando dormía traaqailo,
y en fcmbre está tendido en mitad del calaboio.
—¡ Adelantel dijo eUnbnrrendador dirigiéndose á los qoellevebee
los faroles.
Adelantáronse estos y á los pocos posos gritó eoo de ellos:
— |BI hombre! ¡sangre! {navaja!
Rodeáronle lodos los que acababan de entrar.
Las presos se ineerporaroe eo sos petates.
— (El médico! gritó el subarrendador, y aOadió acto continuo:
—¿Dónde dormía el preso?
— Aqai, contestó el calabocero. Miniando el sitio.
—[Hambre! pees el petate está coal si no se bebiera aoesiado.
i A ver! (Todo el mando al seelo!
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102S FÍ18I0NSS
Loa presos saltaron de loe oamaatrot.
Varios dependientes so dieron á registrar km petatea, mirando si
hallaban manchas de sangre, y después revolvieron lodo el calabno
en basca de navajas. La operación fué inútil. Una vez terminada, el
subarrendador mandó abrir el pasillo que servia da oamaafeaám
con la gente de afuera, y dije á voces:
—¡Al cocheo!
Hicieron entrar á los presos ano á ano en el pasillo; alié los fueren
registraodo, y también inútilmente.
Coando le tocé el tarno al bandido, dijo en voz baja al qae le re-
gistraba:
—Cachea id al saatrecioo qne vendrá datrte de mi. Ten cnidaáo
coa «atrojarte la muñeca.
— ¿Cod qaé lo ha hecho él?
—Y con mocho garbo.
— ¡Otro! gritó el que estaba registrando.
Presentóse ea efecto Isidro. El dependiente la contempló con cierta
curiosidad que le cansó escalofríos; pero en breve se tranquilizó al
conocer qae aquel hombre solo por mera fórmula le pasaba las ma-
nos suavemente i lo largo del cuerpo y qae, Ungiendo no haber des
cubierto nada de particular, le apartó á un lado con los que ya ha-
bían ido adelante, y repitió:
— iOtro!
Terminado el registro, el subarrendador mandó que durante elfld°
de la noche permaneciesen en pié cuatro vigilantes, y fué 4 dar parle
de la ocurrencia.
Transcurrieron muchos días sin que se tomase otra medida.
Entre tanto, á U mañana siguiente, se dio como de costumbre la
voz de ¡al queso! y ol calabocero avisó espontáneamente á Isidro pa-
ra que ocupara su puesto.
Por la noehe el bandido luvo la delicadeza de pagar de su bolsillo,
diciendo qae era en calidad de anticipo, el alboroque que Isidro de-
bía por su estreno de baratero.
El proyecto de escalo, meditado y aun intentado por el rmreitmo y
otros dos presos, fracasó.
Fué un acontecimiento horrible.
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DtMMTfe 10ÍS
tapias de limar, á henaje Itompo y de pnoianeia, tr*s graeeos
barrates de hierra, después de espenersoen peligro inminente de amar-
te antes de hállame loe tres reunidos, latieron que hacer esfuerzos
casi sobrehumanos para doblar loa barrotes le bastante para poder pa-
sar por el hueco que dejaban «a curva y el alféizar de 1a renlana. Lle-
vaba cada uno una soga con un lazo oorrediio ee un estremo y u
garfio de hierro en el otro. Uno de los tres á quien le había locado
por suerte, se colocó, descalzo como todos, de espaldas á na ángulo
entrante del patio y, encogiendo primero los codos, encogiendo las
piernas, apoyándolas á nao y otro lado y volviendo á hacer lo mismo
con los codos, fué ascendiendo llevando la soga pasada por el cueUo
y el estremo del garfio metido en un bolsillo, para que ooa la oscila-
ción no diese en. la pared, produciendo un ruido que les perdiese en
el momento mas critico y después de tantas dificultades vencidas.
Sos dr< camaradas le contemplaban silenciosos. La noche era os-
cura y callada; ellos expertos y resaeltos. Entro una larga condena
y la probabilidad da una peligrosa fuga, nunca habían vacilado. La
esperanza le* sonreía en medio de las tinieblas y el sobresalto de su
espíritu.
Ya los dos que eraban abajo no distinguían al que iba subiendo.
Üe cuando en cuando an rumor leve y periódico les decía que el
otro continuaba m penoso ejercicio. Ellos, que estaban átenlos, ob-
servaron que el rumor cesaba. Era que el compañero habia llegado
á lo alto. A poco oyeron que á uaa grande elevación la cuerda pen-
diente azotaba á la pared, v en seguida quedó colgando á sus pies el
lazo corredizo El que estaba arriba dehia avisarles de que podían
subir recogiendo la cuerda y colgándola al otro estremo, v esperaron
con ansia esta sefial, aplicando ei oído í ia pared, encorvados y fu-
tiendo palpitar apresuradamente sus corazones.
El que estaba arriba habia fijado el garfio. Para conseguirlo tuvo
que restregarsede lado contra la pared, hasta que el garfio y el anUíoo
prendieron en un hierro saliente fragm-¡ntodel que en otro 'tempe ha-
bia servido para engañar una polea. Subió un poco raa> arriba hasta
que pudo posar un pié en el hierro, y aquella postura le pareció su -
mámente cómoda, y lo eraen efecto, después de lo que se habia fali-
. a l«> ea U difícil ¿«combo. Paco pidia, empero, gozu* d* aqiwl solaz.
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Su deber era subirse de pife á te pared, recorrería hfcia te iaqntorda
huta el estreme, donde formaba el edificio otro cuerpo. AHi había
ana bufeardítte, depósito de todo géoero de deseches. Enlro ettas,
separados en un rincón, había machos barretes de «adera. Coa es*
barretee debía hacer un lio y atarte ai estreno de te cuerda (sin ssl-
t*r él el garfio) para bajárselo á sus eompafieros. Entonces estos te-
alan que ir meNeade ios barrotes ea los nados qae llevaban hechas
en eas reepectiTas cnerdas y atar el estremo de esa eeeala á te soga
del oaflapafiero9 el caal debía irla recogiendo y Ijarla en lo alto, cui-
dando ellos de fijarla abajo, formando túgate oon te pared, 4 fin de
no rozarse con ella; paes el raido qoe había de producir el roce per
aquel lado pedia atenuar á sos guardianes, por cnyo motivo habían
renunciado de antemano á sabir, Tallándose de nna sote cnerda con
nodos de trecho en trecho, como suelen hacerlo otros.
El hombre que descansaba eon un pié en el garfio, taranto el otro,
veWéodoae penosamente de lado y apoyando no hombro soto en la
angosta pared que tenia á te espalda; poco á peco alcanaé con la
pierna el borde, y merced 4 no supremo esfuerzo, consigaió poneras
á horcajadas, apretando pies y maoos. Apenas se recobró de la vio-
lenta sacudida, se paso en pié. El borde de te pared era muy estre-
cho: solo consentía nna doble hilera de tejas, inclinadas, formaari*
na lamo. Despreadió el garfio, votvMselo 4 meter en el bolsillo y
eché á andar 4 tientas con los breaos es tendí dos.
Los de abajo percibieron el raído del garfio al salir del hierro f
se indicaron ano 4 otro te soga qoe iba apartándose del ángulo f
avanzando hacia el otro extremo. Seguían anhelantes el tardo moli-
miento de aquella guia, midiendo el breve trecho que recorría en sos
oscilaciones y abriendo el pecho 4 la esperanza 4 cada paso qoe daban.
El que 4 tan grande elevación agitaba sos ánimos, caminaba sin
atreverse 4 mover la eabesa por no perder el equilibrio, lachando
oon '30 mismo por desechar te idea de la distancia 4 qoe se hallaba
del suelo, para no sucumbir 4 un vértigo.
Asi, seca 1a garganta, tirantes los másenlos, engarabitados los de*
dos, sabiendo qae 4 cada paso qne daba arriesgaba te existen***-
prosegnte el mecánico movimiento de sus piernas.
Casi había recorrido la mitad de la tapia , cuando sintíé hijo ta
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tá. ieet
plante na teje mi cagara y per todo él onerpe n» téhito «dar Mo.
Un ia^alee rosteaüvoie hilo lesnnter el pié y ponerlo mu adelante,
fWToWióádaroaa U^igoalmeatesaofediíat. Procuró reponerse
oonnerToodoel oqnilibrio, apelóh toda sa serenidad y anduvo deeó trae
pasos aosiaadepeaerlórBttno breve á fteota angas*»; paro las tejas
estebendeoprendidasdelaargaaiaeaea lodo aqnel brocho y Mego
ya, perdido el tino, á aa ponteen qne sn propio peao ka hiio reabe-
lar y caer al hondo patio, arrastrándole 0000190.
Con el golpe que dio aa onerpe al pié de sea dea compilase, qneda
roa ealoa helados de terror, yooa la alarma qne se produjo y candió
por leda la cárcel, ao apoderó de elloa la deeeoperaeioo.
3 Las tejas qne habían caído indicaban el sitio qne mas orgia regie-
trar, y en efecto, gran golpe de gente neadió al patio donde nneaüan
dos hombres se haHabaa.
8* primar meviaúeate había sido echar mano alas navajee; piro
al ver el rostro y el ademan afcetaooo del calabacera que, nrrsjsndo
Iqfoo el garrote ae colocó merme entro loa dea y elargándeles las me-
•00 te* dijo qoe so dieran, no opnsieron roofali noia, B miami cnlaba
cero Im agarró á cada oso de no bmao, lea quité lna aanyae y en
on abrir y cerrar deojoo ae las encendió en el pocha y loa Ucvóá en»
da cnal 4 so encierro*
Coande lea sacaron para destarar si osoodaa al qne se babin así'*
do, leoia este la cabe» tan dssteoasd» qne bien pmMoron decir qne
ignoraban de qofcn Ame aqnel cnerpo amorte.
8n ineomonicaoion dnró poco. El wmrckm qoioo volver b sn mt-
tfgoe oolafroto, asea no loeoosignió.
lakiro se había coofenddo de qne atU lo primero ero el valar. T*
nia carácter, habla bethetrase propósito de privar en asedio do aqoe-
llaterba, y ya en moypoooodiu, teniendo la raen deán parta, ha*
bia pneote á raya á dea andantes Mostreo dohqoeMas bajas regiones.
Bn brote tato dinero, plaoa amyor y rote decisivo. No babia ha*
cho moa qae ana voleada qne mersciese el nombro do Ul, para te-
dos le jotgaban capas de repetirla.
Avisáronlo de qne el mora— soücünbn anisar boohrnr el basóte
entre * Iba, y repUoó qne 00 la pcrmltiooca entrar ai na
ene dolos
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tssa rtwows
En cambio de las ventabas de sa posición, hidra tuvo qo* transi-
gir con las picardías que sus amigo» y allegados cometían; paco i
poco dejaron de repugnarle ciertas bajexas qae eran condición inelu-
dible de sa existencia, y por último le sucedió lo qie debía «ceder-
te en aquel mundo: lealtad ooBsistió en sacrificar sin raion el indife-
rente al amigo; honor fué no permitir que nadie se alabase de ser
mejor de lo que él tasaba; coraion fué que la entraña llamada ni
llegara casi á osificarse. «
Isidro socorrió ¿ so madre, porqne ni ana entre aquella gente ei
debilidad el amar tiernamente á su madre. Mas la pobre mujer su-
cumbió al fin, y cuando Isidro lo supo, fué cuando se creyó separado
del mundo por completo y para siempre Dojó de pensar en la liber-
tad, en el porvenir: el universo para él era la cárcel , era su cala-
bozo.
Hizose codicioso, exigente, tiránico. Sus mas intimes amigos te-
nían ocasión de censurarle á cada paso.
Un día fió entrar 4 un preso de quien se había dicho que tenia
dinero y se arrojó á registrarle y á despojarle con peijuicio del
celabooero, cuyos d$r*koi arrollaba, y aquél acto le enagenó mo-
chas simpatías y entibió i muchos secuaces suyos.
En otra ocasión llenó de improperios á dos individuos presos con
motivo de la reacción comentada á intentar por el genaral Egaia, po-
co antes de la entrada del rey en Madrid (1814). Pocos días antes ha-
bían sido reducidos á prisión los dos regentes Agar y Ciscar», vari*
ministros, ciertos diputados, en resumen , muchas personas de todtf
categorías, entre quienes se hallaba aquél que en tan alto grado sapo
adivinar el arte
«que los alectos acalora y catea;»
el eminente Isidoro Maiquea.
Los realistas presintiendo su próximo triunfe, no contentos con di-
rigir insultos á las personas y las casas de los liberales, se dirigieron
á las puertas de la cárcel, vociferando y amagando con asesinar á sus
adversarios presos.
No fallaron encarcelados que simpaiisaron can la ira que, rugiendo
en pechos ruines excitaba desde la calle las violentas pasiones, siem-
pre fáciles de excitar en aquel funesto recinto.
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DE HBOTA. 105»
Si embargo, en la mayor parte lo mas poderoso fié el sentimiento
de la desgracia comió, y el proceder de Isidro fié censurado y com-
batido por sis compañeros de calibo».
¡Ahí el desgraciado Isidro no había nacido para ser menos gene*
roso qne los hombres eodorecidos en el crimen; pero tos sicaaos fia-
ron para él todos adversos , y se fió, sm desearlo, enemigo del
mundo y de si vida.
Cuando la muerte de Richard y de Gutiérrez, ajusticiados por ha-
ber tratado de asesinar al rey (1816), Isidro tenia pendiente dos pro-
cesos por heridas y otro por nno de esos delitos contra la naturaleía,
delito de qne ya hemos indicado que otros habían querido hacerla
victima, y que tan frecuente era en aquella época en que nifiosy hom-
bres vivían confundido* en una misma cuadra y poco menos que con-
fundidos en una misma cárcel con las mujeres.
Desde aquella época no vuelve á saberse de Isidro. ¿Moriría en
aquella lóbrega mansión sin dejar ni siquiera recuerdo de si fin en
el libro de registro? ¿Acabaría en uno de nuestros horribles presidios?
¿Pagaría tributo á la horca con nombre supuesto, como ha sucedido
con otros? No lo sabemos. Sabemos qne habría caminado al bien si
no le hubieran apartado de él, y que so historia es la de i
miserables, merced al atraso en que aun hoy dia vivimos.
El ciertas épocas, como por ejemplo en los alos 1844, 1815 y
1816 y después de la reacción de 4828, no es raro encontrar en los
libros de la cincel partidas relativas á individua que padecieron
muerte, sin que conste qué tribunal les sentencié ni qué género de
muerte se les impuso.
Los que en semejante caso se hallan, puede decirse que son todos
hombres políticos. El ser liberal era delito bastante para merecer ipso-
facto el suplicio mas atroz y oprobioso.
Asi, por ejemplo, podemos citar las partidas siguientes:
«El alcalde D. José Manuel de Arjona, acompafiado del oficial de
«Sala Manuel Alvarez, trajeron en 18 de febrero de 1816 á la Cár-
«cel ue Corte dos presos rmmmit* (1), uno D. Antonio Cuesta, que
(I) Preeoe rmtnaém abundan en la* época* eo que, no Imperando la* leyét tino el
capricho de loa gobernante*, ee delataba por nimia* eoepeoha* ó por mal querencia i
TOS*) n. 180
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10*4
*fué pópalo m libertad, y alelí*, que era D. Diego Las», st(Ké»p«a
«dp horca en, que bahía aidoiseatenoiadopor coa^dag^^
«cíales generales y entregado pana 8aejeeue¿on»eo *4e jolíodetW*
« al ayudante, de plaza* D, losé María Lopen »
Gl muwMUia, y siqqaeíCoq^^taa^^sndeiito^faeroe^iHlufli-
dQA m 4«to autoridad k la Corcel de Corte, B. Vicente Hai% de
38 afios, natural de Giosco de la Torre, y FranciscoiBsbny-, (te 34afl#s
n^uraAde Vajeada, y el. mitins 5 ¡de julio detl8*6 feensoejecataxto.
Conforto de loa aaleriorea dfebiéde «ei> sin dada» eKcapitan d* r*
guw*Rta4ft Valeneay, D. José Varga*, de M afios, saliere y natuwl
dfr Jaree délo» Caballeros, Desde San Jnan.de Dios fué traitadado il
lifflnpo^neaqwUos ila misma Cdrod y subió pena de horca.
Bl 31 da diciembre da 4819 entrafeukport aquellaatenerosa* pu*fc
las nn joven de SI afios* natural de Málaga, quesea loe libros salta*
ma Q. AnlopioCartifieyraf y otro- de 3& alies, natural detBeniearié,
de qambre Bamon Angles. Alli fuera» neoibidos sin saber cuales»
sqtculpat y i lea cinc* deeaero signienle faeoon entogados y fa*
sitodoe,
BCaiiafiepa debe ser sin dada pariente da nn buen amigo mes*
üro> co,ya familia ha pactecido mnehp por la causa de la libertad.
El afio de 182ft contiene* uno de los actaa mas satame* de> n»*
Ira historia. A primeros de marzo candió por los ánimos nna agita*
cjoiipoflerpia^ vehemente» enérgica» k oufto imputo fuenm derrita
d?¿ la* ppwtaa del tribunal vm odioso cu» han cmocidolos homlw»1
Tres dia* consagré el, partido liberal i solemnizar aquel aeooteó-
nwnta, y al ver forzad», la* pueril de laaiprisioaee inquisitorial*
¡qué de esperanzas! jqné de arrojados proyectos no^mcebinaa-lef p^
soadplas.daw&acéRceles! ¡Cérna,*» escitaría s* actividad ptr*68'
ÜBUUivi.su* amigo* da fuera i qua rompiesen sos cerrojos, seboro
nasená sns carceleros, interesasen en favor «suyo »á los iwelucie*
narios!
E|, historiador! de El ÁntigueMadrid dica^ae las prisioDesdala
Inquisición «faeron forjadas por? el pueblo, ávida de eoostfrir en
«ellas laa horrenda» sedales deiloa,toít«eates*y- lai victímase desái»-
un honjbre honrado, se le encarcelaba sin votivo , y ie condena** sin ótelo nn-eo*01*0
personal, 4 .veces desposeído de autoridad.
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INI BUtOTA. tttlS
«chadas de aquel Cuneólo tribunal; pero (alude) en honor de la ver-
t dad debemos decir que solo se hallan» en las habitación altas que
«dabaa al .patío, doe ó tres presos ó detenidos políticos, ano de ellos el
«padre D. Lais Ducós, cura del hospitalito de los franceses, bien co-
«nocido por so realismo exagerado; y en los calabozos subterráneos,
«que corrían largo trecho en dirección de la píamela de Santo Do-
«mingo, nada absortamente ($%e) que indicase sedales de suplicios,
«ni aun de haber permanecido en ellos persona alguna de «ocho
«tiempo atrás.»
El Sr. D. Salutiano OMzaga había publicado un alio antes que
el Sr. Mesonero Romanos un escrito en que se refiere al mismo asun-
to y diee que mó las cosas de muy distinto modo.
Véase como se expresa:
«¡Ahí ¡si yo fuera capaz de decir algo de lo que mis ojos vieron
«aquel éa que toé el último de la Inquisición en Eapafiat Penetra-
«han violentamente eo oonfose tropel ciudadanos de todas clases por
«sus vastos y tortuosos subterráneos; las taces que algunos lloraban
«servían apenas para ver su inmensa oscuridad, mas no bastaban
«para distinguir ia entrada de los calabozos; del fondo de estos sa-
«lian las voces de los presos que, alarmados y temerosos de tanto es-
«trapito, servían, sin saberlo, de guia 4 sus libertadores: suenan los
«golpes que echan por tierra las últimas puertas; la vista de las vio-
* timas enciende al pueblo en ira, pero ¡loado sea Dios! á nadie se le
«ocurre descargarla sobre los verdugos inquisidores y se templa y
«se calma la furia popular solo con destrmr las variadas j diabóli-
*cas formas de tormentos fue por espacio de mas de tres siglos ha-
«bian estado inventando y perfeccionando.»
De estos dos autores citados el une «firma en honor de la verdad
que ni en la Inquisición había tormentos ni rastro siquiera de ellos,
ni presos en los subterráneos. El «tre afirma que sus ojos vieron las
victimas y las diabólicas y variadas formas inventadas para ator-
mentar, y mas adelante a fiade que aquellos presos fueron paseados en
triunfo por frente del Palacio y par las principales calles de la Corte,
seguidos de inmensa muchedumbre y arrancando por todas partes
lágrimas da compasión y de ternura.
Bn le que «jadíe puede equivocarse es en el desaliento y en la de-
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1036 PRISIONES
sesperacion que se apoderaría de los presos de las demás cárceles al
ver que, después de lanto entusiasmo en aquellos dias, ellos seguían
presos, olvidados, como si no pertenecieran á la humanidad. Es ne-
cesario verlo para comprender el efecto que en los presos causan su-
cesos semejantes, y nosotros lo hemos visto.
Por lo demás, aquel fué un grande acto de voluntad del pueblo
español y su voluntad fué hecha. ¡Quince años tardó en acordarse de
que solo queriendo podia realizar otro acto no menos grande!
Recorriendo los libros de la cárcel se tropieza harto á menudo cm
páginas, donde el signo de la cruz despierta ideas lúgubres; pero al-
gunas veces estas ideas se confunden con una excitación producida
por la noble piedad, por la ira santa; y el corazón se enardece al ver
que la muerte ignominiosa es aun premio de la lealtad y del heroís-
mo en nuestro siglo.
En el libro 59, folio 8 vuelto, se lee una nota de «D. Rafael del
«Riego, de 39 años, natural de Tuna en el Consejo de Tineo, casado.
«En 5 de noviembre de 1823 , conducido desde el Seminario de No
«bles (á la Cárcel de Corte) por el escribano D. Julián García Huerta
«y el alguacil Domingo Hernández, á disposición de la Real Sala»
Al pié de las lineas anteriores hay una cruz que ocupa el tercio
de la página. Tiene á la cabeza el I. N. R. ], al pié una calavera y
debajo una base con R. 1. P.
A continuación dice:
«El alguacil que abajo
«firma se entregó del
«preso D Rafael del Riego
«para conducirle á sufrir la
«pena ordinaria de
«Horca á que ha sido sen ten -
«ciado por la Rl Sa-
cia de Sres Alcaldes.
«Madrid 7 de
t Noviembre de 1823
«—Manuel Casado.»
De esta sangrienta página vuela el pensamiento á la plazuela a
Cebada, dondo acabó el infortunado Riego ¿y cómo? en una
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M WtOfA 1037
ca infame, después de ser escarnio de aquella plebe que victoreaba á
Fernando VII, á aquel mismo Pernando que había escrito á Napoleón
las abominables frases que en otro logar hemos transcrito.
Desde el 7 de jolio de 4822, dia memorable, Fernando YO parecía
eslar impaciente por ver muerto á Riego. Pero Riego habia salido
vencedor en aquella jornada; el rey temando llamar al dia siguiente,
y el mal aconsejado general, al salir de Palacio, fué á arengar á la
milicia y en su discurso aseguró que el rey era amante leal de la
Constitución. Errores semejantes, si errores pueden llamarse, se pa-
gan siempre muy caros: justo es que caros se paguen para ensefianza
y experiencia de los pueblos, mas á pocos han costado el enorme
precio qne á Riego.
Muy ferot se mostró la corle y el clero y el populacho en aquellos
días de baldón para España. Cometieron toda clase de crueldades
conlra los insensatos liberales que, sin duda por el miedo pueril á
conflictos momentáneos, no solo retrasaron el advenimiento de la li-
bertad, sino que sacrificaron estérilmente su vida, sin tener siquiera
el consuelo de morir peleando. En las calles y plazas fueron objeto de
ludibrio y de escenas asquerosas y sangrientas ellos y sus símbolos;
en los presidios, á donde fueron á parar no pocos, eran tratados
peor que los mas bajos criminales; en las cárceles fueron inhumana-
mente asesinados algunos.
Apenas hacia tres años que Riego habia hecho su entrada triunfal
en Madrid; en julio del aflo anterior su retrato, paseado procesional-
mente por las calles de la Corte, habia sido símbolo de protesta con-
tra los manejos reaccionarios.
El rey no olvidaba ni perdonaba, y gracias á la intervención fran-
cesa, Riego perseguido, vendido traidoramente por unos rústicos,
fué traido á Madrid, encerrado en un calabozo, trasladado del Semi-
nario de Nobles á la Cárcel de Corto, materialmente atormentado y
condenado á muerte. Exánime, quebrantado de espíritu y de cuerpo,
fué escarnecido, escupido y llevado al suplicio arrastrado, metido
en un innoble serón.
T mientras la tétrica campana de San Millan anunciaba el lastimo*
so fin de aquella brillante y efímera existencia, D. Fernando VII de
Borbon se frotaba los manos diciendo: «Je, je, ¡viva Riego!»
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1038 TR1S10KIS
En octobre del afta 93 faeron condenados á muerte 73 realistas
entre mas de 100 procesados y presos, y el partido liberal, no solo
rechazó toda idea de venganza, sino que fué piadoso basta el extre-
mo laudable de aconsejar su indulto y abogar por ello hasta alcan-
zarlo.
En aquel turbulento periodo fueron muy frecuentes las prisiones.
Conocidas son las vicisitudes de muchas victimas de aquella épo-
ca, porque alguna vez les colocó la fortuna en puesto eminente é
donde llegaron las miradas de todos. Mas hay muchos, muchísimos,
que padecieron en silencio y poco menos que en oscuridad, sin go-
zar del consuelo del público agradecimiento.
Nosotros no podemos recordar aquella época y aquélla cárcel sin
volver la memoria á uno de nuestros amigos. Llamóse Luis Pérez del
Aya; fué hombre enérgico y resuello, amante caloroso de la libertad,
muy bienquisto de tos liberales madrilefios y víctima temprana de
la reacción.
fin 1823 fué condenado á muerte, como otros muchos.
Sus carceleros averiguaron que Pérez del Aya no padecería acue-
lla pena, porque Fernando VII habia prometido á su padre que le
indultaría, y ya que hubieron de renunciar al gozo de ver acabar ea
manos del verdugo aquella noble energía y varonil enftereza, «ven-
taron para él una serie de tormentos, cual fué obligarle á hacer ow-
paflia & cada uno de sus amigos presos, la noche antes de ser pies-
tos en capilla. No es difícil imaginar cuanto costaría al corazón i*
Pérez del Aya aifuel continuado suplicio.
La gracia del indulto consistía en ir condenado por 1$ afiós y f*~
tmcion k un presidio de África, y allá feé, en efecto, Pérez del Aya»
destinado á los trabajos mas duros, como gastador. Era en Alhuce-
mas. Anhelando morir ó redimirse de aquella penosa vida, «e deci-
dió & aceptar el mando de 40 ó 50 hombres, partida que se Hamata
de la estacada y cuyos individuos eran capaces de todo.
£1 punto encomendado á su defensa era una roca escarpada* «a'"*1"
te, socavada. Los moros pasaban la noche disparándoles desde atojo,
y se cree que la pólvora <que gastaban se ia habían vendido po* 1*
mafiana los empleados de la plaza. Para entrar en ella viniendo de
la pefia, era menester hacerlo por una larga y empinada cuesta, de*
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Di BütOTA 1W
cubierta «loan su eitension ti fuego del enemigo; de suerte qie to-
dos los dta caía herido ó muerto uno de los de la partid*.
Sucedía entonces que si ao presidario mataba á otro- que tratase
de pasarse al campo moro, alcalizaba la redención de su pena. Este
poderoso estímalo movió á algunos malvados, que se pusieron, de
acuerdo para arrojar violentamente de la linea á Pereí del Aya» dis-
parar sobre él y presentarse luego á pedir el precio del asesinato, afir*
mando que el muerto habia querido escaparse. Afortunadamente
aquellos hombres no eran del todo malvados ó lo eran de una mane-
ra tan singular, que creyeron hacer un acto de justicia salvando la vi*
da á Pérez del Aya y quitándosela al que habia concebido*! bárbaro
proyecte.
Mas si no pereció en aquel accidente; si hubo malhechores que re»»
petaron los dias del hombre honrado, leal y valeroso, 1» reacción no
olvidaba que Peres del Aya era negro, y eo este concepto ocupaba el
peor catibo») y le tenia eneolkraéo con uu presidario» dea leees
reincidente en el delito de asesinato.
Por im momento pareció sooreirle la suerte...
El gobernador de Alhucemas supe que Peres del Aya era hambre
de educación y de carrera, se enteró de su conducta y de sua pren-
das personales y tuvo- con él miramientos, que bien pueden llamarse
extraordinarios. En poco estuvo que esta muestra de humanidad no
costase oara al gobernador, cuya destitución fué acordada en Madrid
y llegó hasta la Capitanía General de Málaga
Pérez del Aya era joven y apasionado; en I* casa misma del go-
berneder conmovió su corazón una joven de la tunéüa de este, que
correspondió á su carifio. (Funesta ternura! El presidario fió enria-
do al Pellón* de la Gomera, y la enamorada joven, no pidiendo so-
portar su ausencia, la consideración de sus desgracias y los rigores
da que eHa misma era objeto, se arrojó al mar.
No llegó Pérez del Aya á cumplir su sentencia en el presidio , ¿por
qué? Porque llevó á cabo un heroico hecho de arma* que era impo-
sible ocultar ni amenguar eo isqwtaacia. Por los años de 1828 ó
18ttf el día de la Virgen del Carmen, sostuvo 8 horas de combate
contra lo* moros, y <meepa acuerpo peleó oon cuatro de elloa y les dio
muerte por su brazo.
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1044 PtlSIOHES
Entonces le faé permitido volver al seno de su familia, mas no po-
ner fin á sus desdichas, porque tampoco había logrado extinguirse
en su pecho el amor á la libertad.
¡Admirable constancia la de aquellos liberales que se habían visto
tratados peor que los mas temibles malhechores!
Entonces era una ventaja salir para presidio confundido entre la-
drones y asesinos; porque el populacho dejaba pasar una cuerda de
estos sin molestarles y, por el contrario, insultaba y golpeaba á
tos negro$.
Ta mientras estaban presos, se reunían diariamente ciertos realis-
tas en la taberna de la Concepción Gerónima, desde donde se veían
las rejas de las prisiones, y allí cantaban á grito berido canciones con-
tra la libertad y sus secuaces, y á ningún negro le era permitido aso*
marse á las rejas so pena de gritos, silbidos y pedradas.
A muchos, y también á Pérez del Aya, no se les permitía durante
el camino subir á los carros de transporte, cuya comodidad no se ne-
gaba á los criminales.
T á pesar de todo, Pérez del Aya vivió fiel á sus principios.
Cuando algunos ftfios después los acontecimientos de Galicia fueron
causa de varias prisiones, Pérez del Aya fué encerrado en las milita-
res, donde no se le permitía ni aun abrir las ventanas.
T después aun fué vuelto á encarcelar y se le suspendió en su ofi-
cio de procurador y se le acusó de haber desertado de presidio {cuan-
do su libertad habia sido el premio de tan raro heroísmo!
A lo menos en las últimas ocasiones en que estuvo preso le acoft-
pafiaba el carino de su hijo, que algunas veces ni aun le abandonó en
el calabozo de incomunicación. Sin embargo, aun en una de estas
ocasiones le colocaron en un calabozo inmediato á la capilla, donde
habia un desgraciado esperando su última hora.
Por cierto que el dia señalado para su ejecución, entró á las 5 de
la mañana el duque de San Carlos á participarle que estaba indultado
y el preso le contestó sin mostrarse conmovido:
—Muchas gracias; dé Vd. espresiones á esa señora.
Trasladado acto continuo á la enfermería, pidió de comer y comió
con apetito, y el -médico Sr. Cubillos dijo que su pulso no revelaba al-
teración alguna.
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MnmofA. mi
Pera del Aya murió hace poco rodeado de uní familia que le qaa-
ria entrañablemente y acompañaron «a cuerpo á la última morada
hombree deseosos de continuar las glorias de aquella libre generación,
aunque para ello tengan que correr la misma suerte qne sus predece-
sores.
Antes de renovar en nuestra memoria el recuerdo de este ilustre li-
beral decíamos que en el periodo reaccionario que siguió á 1815
fueron numerosas las prisiones, y es oportuno recordar que nunca se
vio al partido liberal abusar de su posición, coando á su vez fué
duefio de imponer su voluntad á los que le habían maltratado.
El afio de 1831 fué descubierta una conspiración, y con este mo-
tivo la Cárcel de Corte volvió á recibir en sus lúgubres calaboios k
muchos hombres político».
En la noche del 17 de mano fueron presos el rico comerciante
Brtngos, de quien aun conservan el nombre ciertos famosos portales
de la Plata Mayor; el laborioso é inteligente librero Miyar, el acau-
dalado Arango, el osado oficial de artillería Torrecilla, que se había
distinguido brillantemente la noche del 7 de julio de 18ít, y el se-
ñor Olózaga (D. Salustiano).
Milagrosamente puede decirse que se salvaron otros, como el her-
mano de Torrecilla y Marcoartá (padre del entendido ingeniero don
Arturo) que se arrojó de un balcón de su casa mientras prendían á
Miyar, que en ella estaba. En cambio fueron presos otros muchos
que no citamos y, tratados brutalmente por lodos, desde los tribuna-
les hasta los carceleros.
El Sr. Olózaga tenia la antigua costumbre de visitar casi diaria-
mente la Cárcel de Corte, donde nunca faltaban presos liberales á
quienes consolar y dar aliento. Por esta circunstancia y por su pro-
fesión que empezaba ya á darle nombre, era muy conocido de (odos
ios carceleros. A esto fué debido qne cuando le prendieron, en vez de
conducirle a aquella Cárcel, le condujeran á la do Yiüa, en donde se
creyó que no era fácil encontrase relaciones que utilizar, ni tal vez
probabilidades de escaparse. Por fortuna en esta ultima parte se en-
gañaron, pues de la Cárcel de Villa, situada entonces en las Casas
Consistoriales, se escapó el Sr. Olózaga de la manera mas peregrina,
después de vencer mil obstáculos y en medio de circunstancias que
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1141 FUÑÓME*
gastosos referiríamos (á cayo efecto hablamos procurado conocerias)
si los límites de que podemos disponer dos lo consintieran (1).
£1 desgraciado Miyar murió en la horca el 11 de abril. La policía
le había visto entrar en casa de Marcoartú á una hora dada; Miyar
fué acusado de haber escrito qq papel, que ni lo estaba de su letra»
tenia tiempo para escribirlo desde que le vieron entrar basta que le
prendieron. Esto en cuanto á la justicia con que se procedía.
Contra Marcoartú ausente pedia el fiscal también la penado muer-
te y decia en su discurso: « Este Marcoartú ó Malcuarto...» {Imposi-
ble parece que, traláodose de la vida de un hombre en proseada de
los jueces, se hiciese alarde de esa falta de decoro!
El día de la ejecución de Miyar t no satisfechos aun con su muerto
los salvajes y dignos vasallos de Fernando VII de Borbon, apedrea-
ron ia casa de Olózaga, impacientes por verle en la horca.
Prisiones políticas se hicieron también eMO de enero y el 26 de
octubre de 1834; el 11 de mayo del año 1835... y ya que del alto
1885 hablamos, no debemos pasar en silencio que en las ocurrencias
de agosto de aquel afio, entre las turbas que recorrían las callea de
Madrid dando vivas á Carlos Y, había muchas mujeres, y que una
de ellas alcanzó la triste celebridad del patíbulo por formar parte de
un grupo que en la mañana del 17 asesinó á un tambor de la gaar-
día urbana que tocaba generala por el barrio de Maravillas.
I Aquella mujer tenia 60 afios y se lato las manos en la sangre <W
tamborl Llamábase Mari a de la Trinidad y tenia el apodo de lia ft-
tilla.
Con ella y por el mismo horrible suceso murieron dos hombres q»
según el registro de la Cárcel de Corte, eran:
«Juan Alvarez Garda, de 23 afios, soltero, de oficio labrador, na-
«tural de Turégano.
«Cayetano Sieteiglesias, natural de Colmenar Viejo, de 31 afios.'
(1) No podemos menos de referir que cuando el Sr. Olózaga, en medio de la callada
noche atravesó el pasillo donde estaba su calabozo, fué visto por un preso común qn*
desvelado, le oyó sio duda abrir la pueita. II preso que con dar una voz tenia la t*!*"
rldad de prestar un servicio que le habría aldo recompensado, aplicó el rostro al venia*
nlllo y dijo muy bajito: «Dios le lleve a Vd. con bien, D. Saluatiano.»
¿N© es verdaderamente caballeroso este rasgo de un delincuente eWper?
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DI RDIOM. MI*
Ramón y Manuel Pérez, sus cómplice*, fueren oondenados á 6 afioa
de presidio en el Canal de Casulla.
El a a lo dice qae es «atendiendo á las sospechas tan fondadas é
indicios qae contra ellos resoltan de complicidad en los atroces aten-
tados que han dado mfcrgen á la formación del proceso.»
A la madrugada siguiente fueron presos también, y puestos inco-
municados el célebre orador D. Antonio Alcalá Galiano y D. Miguel
Chacón, que, arrostrando todo género de peligros, habia contribuido
no poco á restablecer la tranquilidad pública. Verdad es que á los po-
cos dias fueron puestos en libertad uno y otro; pero todavía no se ha
podido esplicar nadie la causa de su prisión, á bien que poco ha he-
mos fisto la rareza de prender súbitamente al marqués de Albayda,
por la poderosa razón de haberse descubierto en la Rápita la inten-
tona de los ex-principes de Borbon.
Por setiembre del mismo afio 1835, apenas entró en el ministerio
D. Juan Almez y Mendizabal se abrieron las puertas de las cárce-
les á los presos que en ellas padecían por causas políticas, y fueron
mas de 600 los que en Madrid recobraron la libertad.
Otros la perdieron por las mismas causas en noviembre de 1838 y
en febrero de 1840, á consecuencia de la agitación que ya reinaba y
se acabó de excitar en la cámara, merced á un discurso pronunciado
por D. Joaquín María López.
No nos detendremos en las prisiones verificadas en 1841 con mo-
tivo déla conspiración moderada, que costó la vida al general León;
porque nos apartaríamos de nuestro propósito.
No hace mucho, en el último periodo de la legislatura (le 1863,
uno de nuestros amigos hubo de recordar á un imprudente ministro
de la corona, qae los autores y guias de aquella rebelión armada dis-
pararon sus armas contra el Real Palacio y dejaron sus ardientes ba-
las clavadas en el sagrado de las regias habitaciones. Los que á tanto
osaron fueron los que tanto celo muestran por la regia prerogativa y
se llamaban Concha, Pezuela, Qoiroga y Trías, Norzagaray, Córdo-
ba, Noovilas, Fulgosio, León, BnrU».. y eran generales, y mas de
uno de ellos ha castigado después con pena de muerte faltas leves,
que no delitos tan enormes en sus subordinados.
El l.# de febrero de 1844, después de declarada en estado de si-
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im fusiones
lio toda la monarquía, fueron encarcelados D. Pascual Madox, don
Juan Antonio Garnica, D. Manuel Cortina, D, Joaqpin Garrido, don
Joaquín Berdú y D. Mames Benedicto. Eran todos hombres notables,
eran diputados, ¿qué delito habían cometida? ¿pertenecer al partido
entonces mas avanzado? Sin duda era esta la causa de encerrarles
entre ladrones y asesinos, porque al cabo de 104 dias fuerpn pues-
tos en libertad y mas adelante los tribunales proclamaron su ino-
cencia.
En aquel año otra celebridad, aunque de distinta Índole, entaó por
última vez en la Cárcel de Corte.
La fama del Pardon nos dispensa de referir generalidades acerca
de sus delitos.
El Pardon se hallaba preso en el Saladero y complicado en graves
procesos. liarlo sabia él que sus dias estaban contados, y se deter-
minó i intentar la fuga, mas no le secando Ja fortuna. Descubierto
en el acto de poner en planta el escalo, fué agarrotado, metido en ut
calabozo y desde alli trasladado á la Cárcel de Corte el ¥1 de julw
de 1844(1).
Dijo llamarse José Gómez, ignorar su edad y el pueblo de su na-
turaleza, ser soltero, y de oficio trajinero. El 5 de marzo del alo
siguiente, el juez D. Benito Serrano y Aliaga dictó auto declarando
que el José Gómez resultaba ser Manuel Sastre, conocido por SI
Pardon, y eJ 11 de abril del mismo año fué ejecutado en garrote vü
-una mano piadosa comenzó á dibujar con tinta común una crtu ^
pié de la nota, qn* da cuenta de haber sido entregado el reo al aJpfr
cal Mariano Luaces; pero aquel hombre, que de tantos habia sido
azote, no alcanzó, después de muerte, que el signo de redención am-
parase su memoria. La cruz se quedó sin concluir.
En 1846, con ocasión del reciente sistema tributario del). Alejan-
dro Mon, hubo ciertas demostraciones populares que sirvieron de
pretexto para volver á Madrid al istaio de sitio, bello ideal de aque-
lla administración, eternamente funesta, y se hicieron también pri-
siones políticas. Nuestro amigo Pérez del Aya volvió á ser rejado y
M) El mismo año de 1844 hubo reñida pe¡ea en una de las cuadras de la Carel se
Corte, de la que resultaron Ires heridos de navaja, y fué imposible de lodo punte averi-
guar judicialmente quien habia *ido el agresor. Los presos se cubrieron y dlsculp»*
>oo unos á otros, cou admirable benevolencia y discreción.
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DI «BOTA 1M9
encarcelado en aquella época, como lo volvió á aer eo 1848. Madrid
no ha olvidado ni olvidará al desgraciado Gil, artesano muy querido,
cayo fusilamiento consternó á la población, y aun á toda Espada.
El 26 de mano de 1848 ocurrió la sublevación qne al dia siguien-
te fué caa^a de que se volviera á declarar en estado de silio toda la
monarquía, y de que gran número de hombres políticos ingresaran
en las caréeles. Muchos fueron condenados á muerto por consejos de
guerra, después de cuya sentencia se les indultó; pero el 7 de mayo
del mismo afio retoñó la sublevación en que entraron dos batallones
del regimiento de España. En la puerta del Sol cayó herido el general
Folgosio, qne sostenía al gobierno, y que murió de sus resultas; no
lejos de aquel sitio cayó muerto D. Ramón Joaquín Domínguez, ar-
diente Ifteral y autor de un diccionario de la lengua española y de
otro francés-español, que es de los mas completos. Pudo el gobierno
vencer la sublevación, no porque el pais la prestara apoyo de buena
voluntad, sino porque los intereses egoístas se alarmaron, y muchos
adversarios del general Narvaez no se le pusieron de trente entonces,
por miedo de que el calor de la gloriosa revolución francesa se co-
municase á España y llevase los sucesos mas allA de donde ellos
querían.
El partido Narvaizta se ha alabado mil veces de que su conducta
en aquellas circunstancias había salvado la patria y la sociedad; pero
lo ciarlo e4 que el recuerdo de aquellos actos ha sido causa de que
Narvaez no hiya vuelto al poder est* mismo afio de 4863. Qni-
zás si en 4857 no hubiese demostrado que conservaba viva su afi-
ción al estado de sitio, & las deportaciones ilegales y á la absorción
de todo poder constitucional, quizás, decimos, ya este año habríamos
vuelto á la desdicha de gemir bajo su yugo.
Catorce individuos fueron fusilados é consecuencia de los sucesos
del 7 de mayo de 4848, val mismo tiempo comenzó una sañuda
persecución cintra l<>« liberales quelleoó las cárceles comunes, los ca-
labozos de la jefatura política y todo silio bastante inmundo para
causar padecimientos.
No hay para qué hablar de si abusarían de sus facultades arbt -
trarias los mas ínfimos agentes del poder en aquellas circunstancias.
¡Cuántos padecieron amargamente en oscuras mazmorras sin mas
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ion nuaom
delito que haberles puesto la casualidad al alcance de un esbirro
malhumorado!
Por espacio de dos meses se estuvo prendiendo, desterrando, cas-
tigando, sin motivo, sin pretexto, sin identificar la persona. ¿Qa¡éo
podrá olvidar nunca la inhumanidad con que fueron enviados á Fi-
lipinas tantos hombres inocentes, sin que ningún tribunal les hu-
biera oido, sio permitirles ver & su familia? ¡Oh! si hubiera justicia
¡qué estrecha cuenta se habría eligido á aquella administración que,
á pretexto de evitar delitos imaginarios, cometió tantos y tan odiosos!
A la vista tenemos una relación nominal de los presos que exis-
tían en la Cárcel de Corte en primero de enero de 1849, y á pesar
de los que antes habían salido para las lejanas tierras donde halla-
ron muchos la muerte, ascendía el número de presos á 515. Entre
ellos se contaban 25 mujeres.
Posteriormente al día 26 de marzo habían entrado en la Cárcel di
Corte 385 presos, y aunque no todos estos eran parte délos muchos
que debian á acontecimientos políticos la pérdida de la libertad, bue-
no es advertir que de dicho número hay 73, que fueron presos sin
auto de juez y estaban á disposición del Jefe superior de policía.
En el documento que nos ocupa encontramos los nombres do
D. Felipe Zurbano, D. Juan Eloy Bona y D. Juan de Dios Cruz,
Presbítero.
D. Joan Eloy Bona había resistido á la fuerza armada que iba i
prenderle, dándose un nombre que no tenia autoridad alguna reco-
nocida, y después de preso no quiso siquiera que el nombre de «&
madre constara en aquellos archivos.
El Presbítero D. Juan de Dios Cruz, que ya era entonces conocido,
no menos por su talento natural é ilustración que por su vehemeD'
cía, fué después objeto de un ruidoso proceso con motivo de un ser-
món que pronunció en San Isidro el Real en una función del 2 d*
mayo.
¿En este grupo que debemos calificar de presos políticos, se cuen-
teo cuatro personas del sexo femenino, que, seguu el registro ofi-
cial, son:
María Badillo, de 60 afios, natural del Puerto de Sta. María;
Antonia Albandea, de 24 afios, natural de Manzanares;
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oí rotor* mi
Teresa Miguel, de 10 afios, natural de Boa, y D.* Juana Robredo,
de 42 afios, natural de Madrid.
De las 25 presas existen les en aquella fecha en la Cárcel de Corte
esta es la única que lleva el tratamiento de 0.a, tratamiento que lie-
tan también 71 presos varones del mismo grupo.
De dicho estado resultan los dalos siguientes:
Presos menores de 20 afios 411 (1).
de 21 á 30 afios 227
de 31 á 40 afios 109
de 41 á 50 afios 39
de 51 á 60 afios 11
mayores de 60 afios 4
Total 512
(4) Después de publicado* nuestros apuntes sobre El SsiéaVo, la Junta de Cárceles
ba mandado abrir un regtsiro donde se especifiquen tas circunstancias de los presos )ó-
▼•ose, • 3 Is misma manera que nosotros lo bebíamos hecho eo 1861, según lo repredu»»
clmo* eo los diados apuntes.
A principios de este ano el estado era como sigues
Presos de 0 afios 4
» de 10 » 3
• de 14 • S
» de IS • 43
• de 43 » *
• de 14 • 1t
• de 46 » 40
• de 46 » 3
de 17 » %
• de 48 » 1
» de edad desconocida. . 1
Total 61
De estos 48 jóvenes presos habla: T7 con ^adre y madre; 19 sin padre; 40 sin madre, y
6 huérfanos. Mese leer y escribir 30; leer solamente 8 y carecían de toda Instrucción 16
De al . inos no se conocían los antecedentes; pero sun ssí, el total de 63 arrojaba 9
relnctdentes; de los rúales lo eran por 4.a ve¿. 44; por t* vez, 8; por 3.* vez, 4; por
*.* vez, t; y per 6.* v*s uno de 43 afio*. «m podre m «istfrr, natural de Madrid, de oficio
carpintero, que tenia formados ocho procesos por hurto.
Otro de csiorce anos, sin padre conocido, que i • ñora ó dice Ignorar el pueblo de su
naturaleza, estaba preso por tercera ves y habla eotrado eo la Cárcel con nombre su-
Le procedencia de estos jóvenes era; 30 de Madrid; 6 de Oviedo; 3 de Toledo; 3 de
Orense; S de Sevilla; t de Segovia; t de Palencia; t de la Corana y uno de cada uno de
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ItftS !*IS!OKBS
De ios dichos eran:
Solteros 829
Casados 158
Viudos t6
Total.. . . . 513
El lector habrá observado que ninguno de los dos totales anterio-
res da la cifra de 515 presos que hemos dicho existían en primero de
enero de 1849; pero esta diferencia, siempre leve, resulta deque,
constando los nombres de todos, no constan igualmente las edades <to
3 ni el estado de otros dos.
Es de advertir también que entre los presos políticos se halla re-
gistrado un í). Alejandro Espino, natural de Roa, de once afios de
edad; un Manuel Regidor, natural de Madrid, de catorce y un Eulo-
gio Sánchez, de Madrid, también de doce aflos.
Entre los presos comunes los habia de 14 años y uno de once.
El individuo de mas edad era de 69 afios.
El primer preso de la lisia era el Sr. barón Augusto Hugo de Wo-
loot, natural de Arroni y de edad de 54 afios, que era el mas antiguo
en la Cárcel, pues habia entrado en ella en abril de 1845. .
El barón de Wulout alcanzó cierta celebridad, no solo por el pro*
ceso que le condujo i la Cárcel de Corte y por el cual fué condenad
sino también por otra causa que se le formó estando en la Cárcel, *
la cual estuvieron también complicados el ex-alcaidede la cárcel n^
ma, D. Julián Pérez, D. Juan Bautista Giménez, Pelichy y otro*.
Dabian simulado la existencia de una conspiración* cuyas víctima*
debían ser nuestro amigo Pérez del Aya, D. Manuel Toco y P^J3»
D. Francisco Huerta, dos hermanos Video, D. Juan Pablo Roda»
D. José Campoy, D. Tomás Ciríaco Izquierdo, D. Manuel topex
jos puntos siguientes: Cuenca. Valencia, Valladolld, Málaga, Logo, Guadal ajar». t<*r0"
flo, Pontevedra y Ciudad Real. Los tres restantes dijeron ignorar el pueblo da *■ ■*1-"
raleza.
Procedente de la Inclusa de Madrid, habla 1.
De loa que sabían leer y escilbtr, solo uno habla aprendido dentro de la Cárcel
Uno de once aflos, natural de Madrid, reincidente por 2.' vez, tenia la madre pr*11
en la Cárcel de Mujeres, y el padre y el hermano en e! Saladero mismo con los f**°*
meyoree.
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M IimOFA. ISIS
Pristado, D. Pedro Antonio de la Arena y D. Manuel Martinei Del-
gado. Para lograr §ns ffees habiaú falsificado firmas, supuesto co-
munitiaelones é introducido furtivamente papeles subversivos éfa las
cagas de las personas objeto de sos malévolos proyectos, que no se
lograron, si bien fueron parte bástante k cansar graves inquietudes
7 perjuicios á los que por sus maquinaciones tuvieron que justifi-
carse ante los tribunales.
La Cárcel de Corte estaba próxima á desaparecer cuando albergó
en su seno i dos desgraciados, cuyo crimen llenó de consternación
i Madrid. No parecía sino que el Altrmo periodo de aquel lóbrego
asilo había de ser marcado con un suceso sangriento, ruidoso, donde
no fuera una sota la victima, ni uno solo el criminal, para que mas
difícilmente se borrara de la memoria de los hombres.
Es el último suceso que tenemos que referir de la Cárcel de Corte,
y nos proponemos ser breves (1).
Clara Marina tenia 30 años (!); era natural de San Juan del Mon-
te (Burgos), soltera y criada del sastre D. José Lafoeote, que vivia
en la calle de la Montera, núm. M y 58 (frente á la Red), cuarto se-
gundo de la derecha.
9u hermano Antonio tenia £3 afios, era del mismo pueblo y esta-
do y vivía en la Corredera Alta de San Pablo, núm 8, cuarto se-
gundo del corredor.
La noche del 8 de octubre de 1848, á cosa de las once, el seffor
D.Santos de la Mata, huésped del cuarto segundo déla izquierda
de dicha casa de la calle de la Montera, estaba llamando á la puerta
de la calle. Llegó D. José Lafoente, abrió con su llavin y subieron
junios Al llegar i la mitad de la escalera se encontraron con el cria-
do del Sr. Mata, que bajaba á abrir, y su amo le dijo que acabase dé
bajar & ver si en efecto quedaba la puerta bien cerrada.
Mientras el criado lo hacia asi, se despidiere* los dos vecinos y
entraron en sus respectivos cuartos.
Muy poco tiempo había trascurrido, cuando desde algunas habita-
tt U relackm de etle mmmd la na publicado el Sf. Lop*t BerttMotteft fc» crtmt
ms $Uibn$ ttpaécUt {Barcelona J y («obten el Sr. O. PernejMto Gaapar en k» ÁnmUé
ÉnmétiiM 4U mrimm (Madrid 1tfS).
4) ají dice ella ea el Inlerrofaiorto En •* reeVtro di» la ^trcel dijo 1S atea
TOVOU. 1S1
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10*0 PR1SIQMBS
ciernes de la casa y lambienfdesde la calle se oyeron grita de «¡la-
drones! {que me ahogan! » y ladridos, aunque pocos.
En el techo del cuarto principal que caía debajo del de Lafoeate
sonaron como pasos precipitados y violentos.
Los serenos del comercio y de la Villa que oyeron las voces, inme-
diatamente echaron á correr hacia la casa; el Tocino del cuarto prin-
cipal echó por el balcón la llave del portal á uno de ellos. Otro se
dirigió á una tienda de al lado á ver si por allí se podía penetrar
mas pronto en la habitación donde habían sonado las voces, y entre
tanto que sonaban los pitos, acudía la guardia del principal, si
agrupaban los curiosos y iodo era movimiento en la calle y en la
vecindad, el coarto segundo de la derecha había vuelto k quedar
sumido en el mas profundo y sospechoso silencio.
Al sereno que se había dirigido á la tienda de al lado le aconse-
jaron que entrase en el patio y no permitiera salir á nadie. Asi lo
hizo en efecto, y junto á él se colocó la tendera, que, llena de temor y
sobresalto, no se bailaba bien sino al lado de quien, en caso necesa-
rio pudiese darle amparo, y en medio del silencio, que duró buen ra-
to, oyeron un leve ruido en lo alto, levantaron ambos la cabeza, y por
una ventana, que pertenecía al domicilio del sastre, vieron ir saliendo
un bulto que sonó como cuerpo humano al caer en el patio inmediato,
separado del que ocupaban ellos por una tapia no muy alta. El ptú*
pertenecía á la tienda de al lado; penetraron en él y encontrara
efectivamente un hombre muerto.
Entre tanto los demás serenos subieron al cuarto segundo; llamaros
repetidas veces y nadie respondía, hasta que al fin , al cabo de tt
cuarto de hora, cuando ya había llegado un celador, dieron por den-
tro vuelta á la llave, descorrieron el cerrojo, quitaron dos clavos coa
que solía asegurarse mas la puerta y, abriéndose esta, aparecieron lo*
dos hermanos Marina manchados de sangre, con tranquila aparien-
cia, diciendo:
— • Ta se han marchado los ladrones. »
Con estas palabras en los labios les cerraron los agentes el paso de
la escalera que ambos iban á bajar; penetraron con ellos en la habi-
tación y á pocos pasos, al pié de una ventana, dieron con un charco
de sangre. Sangre habia también en la pared y en las hojas de 1*
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Chaco j Bisterít.
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M fOIOfA. JtSf
ventana misma, la única que en la casa se hallaba abierta y daba al
patio donde babia caído ruidosamente el cuerpo que yacía exánime.
Siguieron adelante, y en olro cuarto bailaron al sastre Lafuente,
caído en el suelo, con apariencias do haber sido asfixiado por fuerza.
Inmediatamente se constituyó el juzgado en la casa, y los hermanos
Marina fueron trasladados a la cárcel, en medio del numeroso gentío
que se había ido agrupando en la calle de la Montera.
A las cuatro y media de la madrugada se comenzó á tomar decla-
raciones á los vecinos del sastre, celadores, serenos y curiosos, des-
pees de lo cual se procedió al reconocimiento de los presos.
Aquí es importante incluir una noticia que da muestra del aban-
dono de nuestras cárceles. Clara Marina traíalos vestidos ensangren-
tados; solicitó que lasangrasen al entrar en la cáicel, y lo fué sin pre-
caución alguna.
Antonio, su hermano, tenia siete grandes manchas de sangre en el
lado derecho de la pechera de su camisa de algodón y otras dos al iz-
quierdo; otras en ambas manos y otras en el pantalón.
Su hermana Clara las tenia también en el pañuelo de la cabeza, en
el mantón, en la Calda del zagalejo, en las sayas: en todas partes.
Todas eran recientes, y como recientemente también se le babia hecho
la sangría, los médicos no pudieron afirmar si aquella sangre era su-
ya ó agena.
¿Cómo se babia cometido el doble crimen?
Antonio dijo que había acompasado á su hermana á la casa de su
amo, por encargo de este y según costumbre ; que en la casa no
había nadie con su hermana, que él estuvo primero en la cocina, y
después en el comedor; y que estando en la cocina, después de haber
ido Clara á abrir la puerta á su amo, la vio entrar ensangrentada y
se agarró á ella, manchándose también; al oír que le decía que al
abrir les habían sorprendido unos ladrones y que la iban á malar.
Del hombre arrojado al patio, de las voces «¡que me ahogan!» v
del mucho llamar á la puerta, dijo que nada sabia.
Clara declaró también que al abrir á su amo, les habían sorprendi-
do tres hombres, arrojándose dos sobre él y uno sobre ella; que á ella
la echaron en la cama de la alcoba, arrojándole colchones encima y
atándola
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test
Sin embargo la cana estaba inalada, y la ¿«graciada, al batáne-
lo así presente, no podo decir sino que ella misma la había vaelle á
arreglar, y añadió que después de estar na coarto de hora amarrida
en la cama, había conseguido desatarse y había ido á abrir la puerta.
No había visto á su amo ni aun al tiempo de abrirle la puerta, no
sabia por doade se habían marchado los tres hombres, ai qoiea ka-
bia vuelto á cerrar la puerta coa todaslas precauciones ordinaria!.
Sus manchas de sangre eran resultado de un bofetón que le habían
dado los ladrones, haciéndosela arrojar por boca y narices.
Ella misma afirmó que coando la entraron en la alcoba, su herma*
estaba eo el comedor, que le agarraron y le arrojaron al suelo y que
cuando le dejaron comenzó á gritar: «ladrones, ladrones.»
Su hermano, según la misma Clara, no pudo socorrerla cuando ella
dio voces de «ay que me matan,» porque estaba atado en el soeto
las manchas de sangre de este no las esplicaba como él, sino que di-
jo que sin duda se las habría hecho resbalando y cayendo en el char-
co grande, en términos que dio deboca, y para levantarse tnvo qafl
apoyar una mano en la pared.
Se había encontrado una navaja manchada de sangre y ni am ti
otro sabían de quien era.
Se había encontrado una foja, empleada quizás en asfixiar á La-
fuente, y no la conocían; se habían encontrado unos zapatos de tes*
bre, que podían ser del arrojado al patio, y tampoco sabían (te*'
Veinticuatro horas se dieron al abogado D. José María Na^r0
para que contestase & la acusación fiscal , que también había ¿4°
producida en igual plazo.
El muerto del patio era amigo de Antonio ; achacábanle ser queri-
do de Clara, haber sido su cómplice primero y después su victo».
ya porque riñesen sobre el reparto del betin, ya parque al verse des-
cubiertos quisiera él abrir inmediatamente la puerta y entregarse, coa
esperanzas de que esta conducta le fuese tomada en cuenta por lo9
tribunales.
En cuanto al sastre Lafuenle, la opinión pública y el tribuna* opi-
naron que habia muerto, cuando menos, á manos de los Marina, codi-
ciosos de su dinero.
Estas fueron las hipótesis, las presunciones, los indicios velen*0"
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Usimo* e» qne se feudo la sentencia de loe hermano* Marina*
Probárseles suficientemente los delitos de que se las acusaba, no
se consiguió.
El prooeso se llevó adelante cod celeridad extraordinaria.
inmediatamente se ocupó ia prensa de aquel horrible drama, dan*
do pábulo á mil diversos comentarios. £1 público *n general eeude-
naba á los hermanos Marina.
Clara habia observado siempre buena conducta, Antonio también,
sqguu resultaba de la canilla firmada por dos distintas personas que
le habían tenido bajo su dependencia.
&i* horas fueron concedidas para prueba á los procesados.
Clara apeló á personas que do declararon conformes. Unos djjeron
haber oído quejas á Lafuente sobro el caruc^r de Ciara, que le ser-
via mal. Otros aseguraron haberle oido al mismo Lafuente hacer
elogios de *u cruda. Hubo quien hizo présenle que, babieodo echado
de menos algún dinero Lafuente, hizo confesar á un oficial de su ca-
sa que *e lo quilaba de acuerdo con Ciara, y por último olra persona
aiadtó quo el mismo Ufaeotu no creyó que Ciara fuese oámplice de
aquel hurlo.
Los crímenes habian sido cometidos la noche del 6, y á las ocho de
la noche del 10 se celebró ia vista.
loneosQ tropel de geote acudió á la puerta de la Cárcel para ver
salir á los acosados, \ otra muchedumbre aguardaba k la puerta déla
Audiencia para verlos entrar. Además, por la carrera iba y veoia y
se agrupaban centenares de curiosos, á pesar del frió y de la lluvia.
Aparecieron los reos en la sala del juzgado del Barquillo, y a ellos
se votvioroo todas las miraJas. Procuraron sostener la apariencia de
serenidad con que habian entrado, y saludaron k la concurrencia.
Presciodióse de la lectura del proceso, y lomó la palabra el se^
Sor promotor fiscal, diciendo lo siguiente, que recomendante á la
alendo» del lector:
«La hora en que el juzgado se halla reunido, y la antisdad en que
«el publico se encuentra, muestran la necesidad que hay de que ai
«delito que está llamado a juzgar, se le imponga un castigo fuerte,
«grave y ejemplar.»
Parece que la mayor necesidad era averiguar quién había come-
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1054 MUSIOPES
tido, no el delito, sino los delitos; pero el fiscal opinó, como saeteo,
que mas urgente era el castigo que la averiguación.
¿Para qué averiguar? El promotor fiscal lo tenia, ó mejor dicho, lo
daba todo por averiguado.
«La verdad está clara, anadia, la verdad está manifiesta, palpable,
y demostró la necesidad de que al delito se le imponga on casti-
go ejemplar. La historia dei hecho confirma mas y mas esta necesi-
dad, y en ella hay pruebas suficientes para convencerse de la crimi-
nalidad do los procesados y de la urgencia del castigo que la vindic-
ta pública reclama. »
Ninguna prueba tenia sin embargo el promotor fiscal para demos-
trar la culpabilidad de los Marinas; y él mismo patentizó que no
las tenia; pues en lugar de producirlas, apeló á repetidas conjeturas,
á hipótesis mas ó menos verosímiles, pero no á pruebas.
Entiéndase que nosotros aquí no tratamos de abogar por la ino-
cencia de los Marinas: al contrario, opinamos que eran culpables;
pero creemos que el tribunal tampoco pudo hacer mas que opinar, lo
mismo que nosotros, y sostenemos que para pedir la imposición de
la última pena y para imponerla, se necesita una prueba clara y
resplandeciente.
Oiga el lector las pruebas suficientes del fiscal.
«& indudable que (el delito) se cometería con la idea de cometer
«un robo, porque nadie comete un asesinato sin tener algún aliciente.
« Probable es que ese aliciente fuese el robo, porque se encontraros
c algunas señales. Se halló una escalera que habian fijado al pié de
«un desván, con el objeto de sacar et dinero, donde creian que lo te*
tnia escondido el sastre Lafuente. La recompensa que pensaban ob-
« tener en premio de su delito, no seria bastante para los tres é *-
a dudablemente trataron de aumeutarla con un doble crimen.»
Digamos por de pronto que parece imposible que, después de do
probar nada, después de no haber dicho sino indudablemente, &
probable, seria, no seria, tuviese aplomo el promotor fiscal par*
continuar diciendo:
«Puesto que hay una prueba completa *
Además ¿de dónde sacó el fiscal que el único aliciente que puede
tener una mujer para matar á un hombre, haya de ser el robo? Por
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DI KffltOPA. 1fSS
último, oo consta en parte alguna, ni bay indicio siquiera para suihh
ner que los Marinad creyesen que el sastre tenia el dinero en el dea-
van, ni es verosímil que riñesen ron el otro por el reparto, antes de
apoderarse del dinero, ni saber donde estaba.
Bl promotor con tan abundantes pruebas pedia la pena capital, y
repetía: «las pruebas son terminantes.»
De la circunstancia (qne efectivamente es de mucho peso) de no
hallarse en la casa mas que los hermanos Marina, deducía lógica-
meóte el promotor que ellos y solo ellos podían ser loa delincuentes.
Antonio al oírselo repetir exclamó:
—I No sefior, no es cierto!
Bl tribunal le impuso silencio, y mientras el promotor proseguía,
iba desfalleciendo hasta caer desmayado, por lo cual fué necesario
sacarle al aire y rodarle el rostro con agua.
Clara trae, según su fisonomía y su conducta durante la prisión, no
debía enternecerse fácilmente, prorumpió en abundantes lágrimas.
Aquel movimiento del ánimo de Clara produjo un fenómeno digno de
atención.
El puulieo horrorizado del crimen, é indignado contra los dos her-
mano*; aquel público que durante cuatro días había pedido con ve*
demencia la muerte de Clara y de Antonio, al verla llorar se enter-
neció noble y piadosamente, y volvió k ella preñados de cristiana
benevolencia los ojos que momentos antes solo expresaban odio
inhumano.
Clara era mas varonil por su fibra que Antonio. Recobróse en bre-
ve y se cubrió el rostro con la mantilla.
Bl fis?il prosiguió hadándose cargo de las contradicciones en que
habían incurrido los acusados; pero tomando pretexto de aquellas
contradicciones y sin aducir ningún otro argumento, repitió:
«Estos hechos están probado* hasta la evidencia, como también
«que los autores de tan horribles atentados son \ntonio Marina y
«su hermana Clara, á loa cuales este ministerio no puede menos de
«pedir que, con arreglo al articulo 3t4 del Código penal, se les im-
«ponga la pena de muerte, ya se les considere como autores del ase*
««nato, ya se lea considere como autores de un conato do robo con la
«circunstancia de haberse cometido 'homicidio, puesto que el artí-
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«culo 415 impone la pena capital á esta clase de delitos. Asi lo elige»
c la vindicta pública y etc. »
El ¡lastrado defensor de los Marinas procedió con una gran dis-
creción, con verdadero celo por la justicia y por la humanidad.
Es deber nuestro reproducir aqui algunos breves párrafos que jus-
tifican el anterior concepto.
«La sociedad, decía, tiene tanto interés, y aun mayor, en que se ab-
« suelva al inocente, como en que se castigue al culpable. Yo no diré
«que resulte al presente la completa inocencia de mis defendidos;
«pero, según la ley, el juzgado debe estar mas preparado para áb-
«solver al acusado, que para acriminarlo. Y toda vez que no hay esa
«prueba plena y completa, no puedo menos de hacer présenle al juz-
«gado que no debe imponer la pena capital.
«Debo hacer presente también el poco tiempo por que se m hato*
tmwicado la causa; se me ha entregado por un término de vedUcua-
ulro horas, suficiente apena* para formar mi convencimiento propio.»
Dea poderosos argumentos adujo el abogado seflor Navarro: pri-
mero, que en la habitación del sastre habiaquedado abierta una ven*
tana por donde pudieron salir sin ser vistos los tres hombres á que
Clara se habia referido; tanto que, habiendo examinado por sí mismo
la ventana, vid que un nido de cinco aflos podía subir y bajar por ala;
segundo, que no se sabia de cierto si la asfixia producida en Lafuente
le habría causado necesariamente la muerte, caso de acudirá socor-
rerle; pues no constaba que le hubieran dejado cadáver sus agresores.
Gomo consideración oportirta y discreta afladié también:
«En el año de 1799, un gentil-hombre del rey toé condenado como
«ladrón, y pereció en el patíbulo; y á tos quince dias de ejecutada la
«sentencia, resultaron los verdaderos delincuentes, y el consejo pro*
«clamó la inocencia del ajusticiado. ¡Inútil declaración osando se
«trata de una pena de esta clase!
«Yo no dudo, sefior, de que para condenar á una persona de tan
«alta categoría babria pruebas, y pruebas inequívocas (eos* qtíe no
«sucede en el presente caso); y si á pesar de esas pruebas se proclamó
«su inocencia, es necesario tener presente que es indispensable! con-
«céder al tiempo ef descubrimiento de la verdarf y no esponerM* á
«castigar á un inocente. »
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DI EUROPA. 1W
La vista terminó con eldiscurso del abogado, y á las once y cuarto
de la misma coche se pronunció ia semencia, que fué de muerte.
Clara salió para la Cárcel con la misma entereza que había mos-
trado al entrar.
El dia 1 2, á las diez de la mafiana, fué devuelta por la audiencia la
eausa que en consulta se le habia elevado, y se señaló la víala para
el dia siguiente.
El fiscal de S. 11. era entonces D. José Fernandez de la Hoz y opinó
que, aun cuando el ab gado habia dicho que ti horas que había te-
nido la causa apenas le habían permitido formar su convicción, á pe-
sar de esto, decimos, opinó que no se habia prescindido de la mu
pequefia de las garantías que otorgan las leyes para la defensa de los
procesados y para el acierto en el fallo.
También el fiscal de S. M, vio «en todas las páginas del proceso
resaltar la iniquidad de los procesados. »
Una observación curiosa.
De no haberse visto salir á nadie do la casa de Lafuente cundo
las voces de ladrones, deduce el fiscal que los Marinas le mataron, y
de no haberles visto nadie malar á Lafuente, deduce también que le
mataron ellos.
En cuanto al muerto del patio dice que cera m éUla oo-reo de
los otros dos.»
Un poquito de Providencia y otro poquito de vengadora espada en
nombre del Dios, que prohibe la venganza, se encuentran también en
este proceso.
El dignísimo defensor Sr. Navarro (4 quien no (enanos el gusto
de conocer) insistió en que fallaba para la imposición de la pena de
muerte, pruebas claras y concluyentes, ó confesión de los acosados,
ó testigos, ó documentos.... ¡fué en vano!
El defensor solicitó además una prueba esencial. Una prueba del
mayor interés.
En efecto, si resoltaba que, habiendo lardado loe celadores media
hora en llegar al sitio de la catástrofe, los hombros mencionados por
Clara habían podido tener tiempo de escapar, el proceso tomaba otro
aspecto.
Si resultaba que examinado el cadáver de Látanle, la muerte no
tonos. tas
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isas pwsioíies
había sido producida inmediatamente por la asfixia, otra variación
radical en el proceso.
Si examinado el cadáver del desconocido resaltaba qae la herida
que tenia en el cuello no era mortal por necesidad, otro paso en fa-
vor de los procesados.
Admitida la prueba, había motivo para creer que no habria que
quitar la vida á dos criaturas humanas El fiscal no consideró
procedente la solicitud ; la sala denegó la prueba ; la causa se dio
por conclusa.
El 20 del mismo octubre se vié en última instancia, y á ella asis*
. liaron loa procesados y un gentío inmenso.
Antonio comenzó á sollozar desde las primeras frases de la lectora
del proceso y á poco rato se deshizo en llanto y volvió A desmayarse.
Clara lo Mxilid y le dio agua con admirable presencia de
Animo.
El fiscal seOor Fernandez de la Hoz repitió que la prueba dé la
criminalidad de los Marinas era tan perfecta y de tal modo acabada,
que no pedia quedar la menor duda en el Animo de los juzgadores de
que aquellos eran los aséanos.
Termioada la tarea del fiscal y A la pregunta del juez A los acosa-
dos sobre si tenían algo que alegar en su defensa, contestó Clara
con energía:
—Nosotras no hemos visto al difunto que dicen que estaba en el
corredor, y que le arrojamos al patio, ni sabemos nada de eso.
Antonio, que desde su desmayo permanecía abatido y reclinado en
él pecho de nn carcelero, se levantó, anduvo hasta el pié de la mesa
y con un esfuerzo de voz y de gesto dijo:
—Yo tengo buena conducta; soy tan honrado como cualquiera y A
ninguno de mi familia hay que echarle nada en cara.
—¡Nos quieren mal! (quieren perdernos! replicó si hermana...
¡Dios me perdone!
Atif terminó la vista.
La sala confirmó la sentencia .
En la de vista, estando muy exacerbadas las pasiones, se había
sentenciado que el patíbulo se colocara en la Red de S. Luis, en uno
de toft cfcntroB mas cultos y transitados de la corte. El i» ya los áni-
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DE fUROTA. ISIt
mos estaban menos sedientos de matanza y de escindí)*, y vino
bien que la sala ordenara que la ejecución se verificase en el higwr
acostumbrado, afueras de la Poerta de Toledo.
Clara oyó impasible la lectora de la sentencia. Antonio* volvió á
llorar, enfermo estovo en la capilla, silencioso, estúpido y por último
convulso y aquejado por ataques nerviosos hasta tal extremo, que se
temió no llegase vivo al patíbulo. Allí recobró por breves momento*
ms facultadas, se confesó y murió.
Clara rezó con fervor y besó repetidas veces la estampa de lesna.
Pocas veces ka acudido mas gente á ver matar á la justicia.
El consejo de sanidad solicitó las cabezas de los Marina, y le fueren
otorgadas.
Registrando las tristes páginas de los libros carcelarios, hamos en-
centrado al pié de las partidas de Antonio y Ciara las siguientes lineas:
«Con el cuerpo de reptil «Hermana del que subió
«y el coraxoa de chacal, «al cadalso eo este día,
«bobo un hombre caníbal «la huella soya seguía
«que no se hallara entre mil. «con vida del mal que obró.
«Alevoso como vil «Se crimen, que cíteteme
«Antonio Marina abogó «é un poeblo aterrorísado,
«a su victima, y mató «no dejará desechado
«al que fu cómplice fuera; tel recuerdo tan aína
«boy la justicia severa «del que vio á Clara Marina
«al cadalso le arrastró. «morir del hermano al lado.»
Nosotros vemos algo de profanación en el manoseamiento grosero
de asuntos tan graves. Gomo espadóles, nos bemos avergonzado de
ver las anteriores lineas al pié de un documento de muerte ; lineas
que forman impio contraste con la sencilla cruz que suele colocarse
al pié de las páginas que eneros mismos libros recuerdan alguna vic-
tima de las miserias humanas.
El historiador, el filósofo, el poeta, el periodista no pueden visitar
un archivo sin obtener antes real permiso, y sin embargo ¡asi se
consiente que se manchen los libros archivados, como acaban de ver
nuestros lectores! Imaginen cual quedaríamos al ver qoe k nosotros
no se nos permitía examinar los libros de la circe! sin un permiso en
regla, y que esos libros se habían franqueado i quien era capuz de
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1 OÍS FMSIOlfKS DE EUROPA
afearlos con Unto escasez de entendimiento como de afectos cris-
tianos
Un alto después dejó de existir la Cárcel de Corte.
Hoy existe en sa logar, en la calle de la Concepción Gerónima,
una elegante manzana de casas, y entre ella y la actaal Audiencia
queda ana calle poco transitada.
La sala de Alcaldes está convertida en Audiencia y conserva en dos
medallones de la fachada la leyenda: Reinando la magestad de Fe-
lipe IV, año de 1634, con acuerdo del Contejo te fabricó etta Cárcel
de Corte para comodidad y seguridad de los presos.
Ta hemos procurado dar idea del género de seguridad y comodi-
dad de esa Cárcel, aon en nuestros días.
En tiempo de Felipe IV, por las ventanas con rejas que daban al
ras del suelo, asomaban los presos una calla, con un sombrero en el
estremo, solicitando limosna de los transeúntes. Qoy aquel sitio está
ocupado por numerosas macetas de dores, espueslas á la venta pú-
blica.
' Los madrilefios todavía llaman Cárcel de Corte al trozo que ocu-
pa en la Concepción Gerónima y callejón del Verdugo á la calle de
Sto. Tomás; pero á la simple vista nadie puede creer que aqu*l ha-
ya sido por espacio de siglos un lugar de tormentos.
Roberto Robirt.
FIN 01 U CAUCRL dr cowr.
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PRISIONES
DE EUROPA.
PONTONES.
No ha exigido ni existe un hombre que una sola Tez haya sido
encarcelado, y no se crea asistido de baria razón pan maldecir las
paredes dentro de las coates ha sufrido el mayor de los tormentos,
la pérdida de so libertad. Nuestros rotores han recorrido en este li-
bro la historia de las principales cárceles de En ropa: todas ellas se
hallan escritas con sangre y con lágrimas; y algunas veces el cora-
zón seles habrá estremecido, sugiriéndoseles la idea de cuan impo-
sible parece qne los hombres hayan discurrido tanto para atormentar
á sos semejantes.
T sin embargo, todavía no conocen otra especie de cárceles, den-
tro de las coales se padece tanto ó masque en el interior de los plo-
mos de Venecia y en las profundas mazmorras de la Inquisición de
Sevilla.
Nos referimos á los pontones, ó cárceles sobre el agua.
Es el pontón un buque de gran porte, generalmente de guerra,
que declarado inservible para viajar, se desarbola y limpia hasta el
primer puente, y de esta suerte, estacionado en las cercanías de algún
puerto, sirve de prisión militar y algunas veces de presidio.
Examinemos su distribución. En el primer puente, sobre cubierta,
se hallan los guardianes de los presos. Estos se encuentran hacinados
en los puentes inferiores, privados de aire, de luz y de vcatilactoa,
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1*1 mSKMBS
pues para atender i la seguridad de tos prisioneros, se enclavan las
puertas cañoneras y únicamente se deja nna que otra aspillera, insu-
ficiente para dar entrada al aire indispensable para la salubridad de
las victimas amontonadas en tan breve espacio. Cada puente es nna
cuadra, cada cuadra sirve para todos los usos de la vida del penado.
Nada mas triste que nna prisión de este género. La idea del mun-
do que se agita en torno á una cárcel común, puede molestar al preso
que establece una comparación entre su desgracia y la inefable dicha
de los hombres libres; pero en cambio tiene la idea consoladora de
que vive en el mundo, cerca de sus semejantes, que alguna vez pen-
sarán en los pobres encarcelados al pasar por delante del edificio que
les encierra; no se cree solo, olvidado, abandonado mi un desierto,
faera de la comunidad de los hombres, perceptible apenas para el
ojo de la Providencia.
El pontón no tiene este consuelo: la victima que gime en sus pro-
fundidades no pertenece á la tierra: debajo de su planta ruge el
océano, encama de su cabesa truena el cielo.
Además, no hay prisión tan bien guardada, muros tan impenetra-
bles, rejas tan duras, vigilancia tan rigurosa, que priven al preso de
toda esperanza de libertad. La idea de romper sus cadenas, de atra-
vesar las puertas que le sujetan al régimen carcelario, podía ser
quimérica, podrá tener mas de halagüeña que de factible, podrá ser
un suelto de prisionero; pero al fin y al cabo no son pocos los hom-
bres que viven de ilusiones, y mas si esos hombres son desgraciados.
Varios ejemplos justifican aquella esperanza.
El barón de Trenck se fugó de la prisión de una manera milagro-
sa. Latude escaló la Bastilla y se evadió de sus guardianes de una
manera inconcebible; pero lo cierto es que en estos y parecidos casos
el hecho ha venido á confirmar la posibilidad, y en consecuencia ha
sancionado la esperanza.
En un pontón nada de esto acontece: la idea de la faga es inpepa~
rabie de la catástrofe, al pensamiento de la libertad va indispensa-
blemente unido el de la muerte. Con efecto, cuando fuera posible
agujerear el pavimento, burlando la vigilancia de los guardianes, el
buque haría agua rápidamente y el mar sepultaría en su seno á una
infinidad de desgraciados, si no bien avenidos con 4U4uert*9 rosig-
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DI sonora. IOSS
nideo con ella. Cundo hubiera uu medio para pasar él cuerpo á
través de los tragaluces, al pié de la cárcel flotante hallaría el fagi-
üvo on abismo insondable, nna muerte horrorosa y una tamba sn
cni y sin epitafio.
En tales sitios la vigilancia es un alarde de faena ó un motivo de
crueldad: la naturdeía por si sola podría responder de los prisione-
ros, y estos se guardarían muy bien de poner los pies fiera do si
cárcel, aun cuando no fueran retenidos por otros medios menos
blandos, sino mas eficaces.
Sin embargo, semejante descuido ó libertad dentro de la prisión, no
eiiste, ni con mucho.
Al menor sintoma de insurrección, al menor conato de insubordi-
nación, los guardianes emplean indefectiblemente el recurso de loa
hombres enteles: palo é hierro ; el golpe que lastima el cuerpo y el
alma, la cadena qae es el suplicio del odio aplicado á un objeto que
nunca nos abandona, que nunca deja de proferir sonidos torturado-
res pira quien h arrastra. El prisionero en los pontones está i
tido á la ordenanta marítima, y sabido es que esa ordenar» as i
d» mas rigurosa, cruel y saiguinaria que la terrestre.
Por via de ejemplo citaremos un solo hecho, prescindiendo luego
de tortor» el ánimo de nuestros lectores con la narrado! do sucesos
que á la verdad olaman á Hos centra el hombro que loo ordena y el
puoMo que losan loria.
Sabido es que á bordo de los buques ingleses el rigor es ejemplar
entre los ejemplares.
Loo ingleses ion los hombres de loo pontones : su «utíverio en li-
les sitio* no guarda proporción ni aun con el do los esclavos de Amé-
rica, sometidos al cuero del cápalas mas bárbaro é impliosUe.
Ckrto día un desgraciado cometió um de esas follas, que aunque
ligeras á primera vista, tienen marcada en la ordenaum de marina
una pena vergonzoso y cruel. El jefe lo condenó á un número eooest-
vo de palos.
Conducido el mfolif al soplido, sufrié el martirio prerumpieudo
en desgarradores gritos, que sin embargo 10 penetraron en d con-
loo de «u inexorable joes. Mas llegó un polo en que d cuerpo fué
mas débil que d ánimo: d potro apaleado so dosmiyó á impilsss
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iM4 matura»
del lolor, 7 el médico declaró que no pdia terminarse el soplido ea
todas sos parles, síd causar antes la muerte del sentenciado. El jefe
ordenó la suspensión de la sentencia.
Es de advertir que esta era de cien palos, y que el infeliz había re*
cibido la mitad solamente.
Conducido en tan deplorable estado al hospital , hizosele una de
aquellas dolorosas curaciones que eqnivalen á otro igual ó peor su-
plicio ; pero ello es que, sin perjuicio del nuevo dolor, recobró la sa-
lud y llegó por sus pasos contados al periodo de su convalecencia. El
infeliz no podia recordar sin estremecerse la escena de su martirio,
y aseguraba á sus compañeros que merecía la pena de sufrir todas
las incomodidades del servicio con resignación, antes que esponerse
i una sentencia tan terrible en sus disposiciones y en su ejecución;
¡Poco podia presumir el desgraciado cual iba á ser su suerte den-
tro de unas horas!
Durante su suplicio el dolor le impidió hacerse cargo del número
de golpes recibidos : por sus aterradores recuerdos parecíale que de-
bían pasar de la cantidad designada en la sentencia.
T sin embargo, ya lo hemos dicho, apenas se había consumado la
mitad del sacriGcio.
Guando el jefe tuvo conocimiento de que el paciente se hallaba en
el periodo de su convalecencia, ordenó impasible que continuara el
suplicio hasta aplicar al reo el número total de palos que había de
recibir.
Parece mentira que el corazón humano sea. susceptible de tanta
crueldad ; mas no podemos dudar dó ello , pues tenemos esas noti-
cias de un testigo presencial, i quien nunca se borró de la memoria
aquella escena.
£n vano el infeliz se arrastró por ei suelo implorando piedad ; en
vano protestó de su enmienda, en vano pidió, por último, que se le
diera muerte de un pistoletazo ó se le permitiera arrojarse al mar...
Su juez fué tan inexorable como su verdugo : la sentencia no se ha-
bía cumplido del todo, y era menester que se aplicase hasta el último
palo, so pena de quebrantar la rigidez de la ordenanza inglesa.
La victima fué conducida al suplicio arrastrando, aullando, re-
sistiéndose por cuantos medios le sugería su desesperación. Al red-
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DK EUROPA. 1065
bir los primeros golpes profirió toda suerte de maldiciones; en segui-
da bajó de tono ó invocó el nombre de Dios ; luego profirió algunas
palabras incoherentes, dejó de forcejar, estremecióse de larde en
tarde y al cabo de un rato dejó de quejarse, de moverse, de dar sín-
toma alguno de vida.
A pesar de lo cual, continuaron los palos con igual vigor hasta
completar el número.
Por fin tuvo término el suplicio.
£1 médico se aproximó al inanimado cuerpo del páctenle y le reco-
noció durante un gran rato.
—¿Qué hacemos con esa hombre?— preguntó uno de loe ejecuto-
res.—-¿Se le conduce i la enfermería?
—Es inútil:— respondió el físico— podéis arrojarle al mar sin es-
crúpulo: hace unos cinco minutos que ha muerto.
Levantóse el cuerpo de la victima, y con efecto, era ya cadáver.
Do rasgo de esta naturaleza, lo repetimos, define á nú hombre y
á un pueblo.
Ta hemos dicho que las prisiones en un pontón empiezan propia-
mente en el segundo puente. El buque se halla completamente de-
sembarazado y los prisioneros ocupan esa sala, que si bien parece
muy grandiosa á primera vista, no es sino muy raquítica y mezquina
atendido el número escesivo de individuos que contiene.
Un simple petate constituye su cama, su asiento, so ajuar com-
pleto.
Guando llega la estación de verano, es insoportable el calor y he-
dor que despide aquella inmensa cuadra destinada á todos los
usos de la vida. Muchos son los que conocen los rigores de los viajes
durante el calor, aun contando con la facilidad do la renovación del
aire y las horas que se pasan sobre cubierta. La exigua elevación del
techo, el calor que despiden los maderos, ios infinitos bichos que en
ellos se crian, los insalubles miasmas que se exbalan del interior de
los buques faltos de ventilación, constituyen una porción de elemen-
tos incómodos, que frecuentemente son ocasión de tristes consecuen-
cias.
Pues ¿qué comparación guardarán esas incomodidades con las de
una cuadra en un pontón? Si son conocidos los miasmas que se exha-
>u. 1*4
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10€€ PftUIOffKS
Un do un hospital, de un presidio, de un sitio (festinado 4 usos cor*
porales en comunidad de mucbos iodividuos ¿qué no resultara en
aqoel si lio que de todo eso participa y no reone una sola de las cir-
cunstancias que se procura proporcionar á cualquiera de aquellos
lugares?
Generalmente los prisioneros se hallan exentos de trabajo; pero es-
ta misma circunstancia hace mas triste y monótona su existencia,
tanto mas en cuanto se hallan privados de todo trato estertor, lo cual
aumenta de una manera grande ios padecimientos qpe en tal sitio
aquejan á sos moradores.
Cuando llega la noche, la turba de prisioneros se tiende en desor-
den por el suelo, una sola lúa alumbra el tenebroso recinto, y un
guardián recorre medio á tientas la inmensa sala flotante, k menudo
acontece que pues no cuida de observar donde imprime la planta, el
talón de su ferrado zapato viene á cargar sobre algún mimbro del
dormido prisionero* Lo mas natural es que el herido lance un grito;
pero como está prohibido dar voces á bordo después de la hora del
silencio, el vigilante las emprende & golpes con el vociferador ó al-
guno de sus vecinos, pues en la identificación de la persona re-
para muy poco ó nada.
El aspecto de los presos en los pontones no puede ser vm lastime-
ro: en primer lugar sus ropas se desprenden frecuentemente del cuer-
po hechas girones, bien por lo viejas, bien por lo sacias. A mayor
abundamiento la sofocación en^ verano y en invierno el frió y la hu-
medad hacen que aquellos penados contraigan en su mayor número
enfermedades que matan lentamente y cuyos síntomas salen al ros-
tro de los infelices, victimas de una pena cruel y muy superior i la de
prisión que sus jueces les han impuesto. Rostros macilentos, figuras
demacradas, hé aqui el aspecto general de aquellos prisioneros: mu-
chos salen del pontón para morir al poco tiempo en un hospital.
No hay que decir que en tales sitios, como en todos los de su es-
pecie, reina el vicio de una manera ladinas descarada. Allí el imperio
perlenece al mas fuerte, y no es sino muy común que se cometan
delitos gravísimos por causas insignificantes muchas veces, y gene
raímente & consecuencia de rifias en el juego.
Porque también en los pontones se juega, pues á folla de dinero
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DI BUIIOFA. 1061
cuando do hay medio de obtenerle, ge envida al azar el rancho, el
petate, y hasta los girones del uniforme.
T hay entre los prisioneros tratos y contratos crimmato, y si al-
gún infeliz tiene la desgracia de ser mal fisto por sus compañeros,
no tiene necesidad de otra cosa para formarse nna idea exacta del
purgatorio.
A él se achacan unánimemente las faltas de disciplina, los des-
perfectos y cnanto dentro de los pontones es punible por ley ó por ca-
pricho; y de esta suerte sobre él recaen invariablemente los palos, el
cepo, al mayor encierro, y los suplicios del hambre y de la sed, em-
pleados de ana manera infame.
Por turno se emplea á los prisioneros en el baldeo del buque, y
esta operación, que por lo común va acompasada de algunos palos y
que en todas las embarcaciones se tiene por fatigosa, es apetecida
por los penados, pues no tienen otro medio para subir de tarde en
tarde sobre cubierta á respirar el aire libre.
No es difícil tampoco que el condenado á prisión se crea algunas
veces condenado á muerte.
Diremos como.
Los buques destinados á este servicia son generalmente cascarones
viejos y abandonados como inservibles.
Guando el mar empieía á rugir en torno de los prisioneros en los
pontones, estos empiezan á crujir, á hacer aguas algunas veces, y en-
tonces el pobre encerrado teme morir olvidado de Dios y de los hom-
bres. A cada sacudida que el mar imprime al buque, á cada trueno
que retumba en el espacio, á cada rayo que se desprende de la altu-
ra y se estingue en el seno de las aguas, k cada onda qne se levanta
como una montafia que en su caída quiere aplastar al pontón y á sus
moradores; creen estos llegado el último instante de su vida, puesto
que el buque no tiene gobernalle, ni uno solo de sus jefes, oficiales
6 tripulantes se preocupa poco ni mucho de la suerte que cabrá á los
prisioneros. Muchos de estos se preocupan también muy poco: han
padecido tanto y tanto, que ya la idea de la muerte les aparece re-
vestida con cierto encanto, como la del oasis al peregrino, como la
del claustro al filósofo cansado del mundo.
En el interior de los pontones un hombre es un número; y este nú-
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10«* PRISIONES OR fcüíOPA.
mero es una especie de cosa sajela á una pared por medio de ana
cadena, qae no es ana garantía de seguridad, pero si es la seguridad
de qd tormento.
A estas prisiones flotantes acostumbran á ser conducidos los mari-
nos, militares y prisioneros de guerra. Coando hay temor de insur-
rección á bordo, se vigila el pontón desde un buque de guerra inme-
diato, que liene apuntados conlra aquél sus cañones. Al menor sín-
toma de alboroto la bala del buque rompe la pared del pontón, este
empieza á hacer aguas, y los infelices cuanto desesperados prisione-
ros, imploran de rodillas el auxilio de, sus verdugos para reparar la
averia que de oiro modo seria mortal muy en breve. Si, por al con-
trario, la insurrección continua, si la sumisión no es completa, si la
desesperación es mayor que el instinto de la vida; en este caso el bu-
que guardián manda bala iras bala al pontón guardado, y muy en
breve, desquiciado, roto, abrasado el viejo casco, vense á prisioneros
y cárcel hundirse á un tiempo mismo en el fondo de los mares.
Tal son los pontones: ¿cuándo será que la civilización haga con
ellos lo que con los calabozos del Santo Oficio y los instrumentos de
tortura? Aquel dia la humanidad merecerá del Seüor una mirada
complaciente, y los ángeles oirán de sus labios, en tanto su mente se
fije en el hombre:
—Verdaderamente: esta es mi obra
M. A.
FIN DE LAS PRISIONES DE EUROPA.
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ÍNDICES
DE LOS CAPÍTULOS Y MATERIAS QUE CONTIENE ESTA OIRÁ.
TOMO PRIMERO.
BICETRE.
I —Lo» presos:— Lo* gitanos del monte Seuris.— Los colono* forzados - Lis mujeres
(te Cirtuche.— Augeard Guindon.— Nicolás Gulllot — Duebatelet. ....... •
II.— Abolicioo de lee reales órdenes de prisión.— Weetre eu 17».— Visita de allre-
heau, Burrére, Freteau y Centellane á Bicetre.— Fray Luis.— El hijo de la señoril*
de Branteaa.— Delsunay y Lafresnaye. 1*0
III —Establecimiento de un modo uniforme de suplicio.— gnssyo de Is guillotina en
Bicetre.— Historia de le guillotina 136
lf— La matanza de setiembre de 1791 en Btoelre. -Conspiración de los presos.—
Visiu de Fouquier-Tinville — Valagnos— Gulllot, aumentativo de Guillotie . 146
V - Bicttrt bajo la rtpúbiica, ú tmjMrie, la retfauraeüm y é*d* 483$.— Poissey.— El
abate Pournler.— Cadoodel y »u¿ ayudante* de campo.— Evasión y mstsnzsen 1806
—Rervagault, el falso LuisXTII.— El conde de Santa Elena.— Cootrafatto -afoll -
lor.— Partida de uns cuerda de galeotes.— Los condenados I muerte.— Reflexiones
generales.— Bicetre en 1845 1«4
IL SANTO OFICIO DE LA INQUISICIÓN DE SEVILLA.
í^pítulo 1.— Brevo noticia acerca del reinado de ios Reyes Calóreos Don Fernando
y Done Isabel— Persecuciones centre los judíos.— Establecimiento de Is Inquisi-
ción.-El tribunal de Sevilla.— Auto de Fé.—Torquemada.— Edicto de espulaion
contra los judíos Ifl
Csp II.— Victimas de Torquemada.— Fray Diego Deza.— llanera de procesar .—Fami-
liares —Sacrilegio cometido en San Juan de la Palma. -Suceaoa mas notable» en
tiempo de Deza y Manrique 14*
Cap. III. — Sibioi que padecieron bajo el poder de la Inquisición.— El inquisidor
Veídé» 171
Cap. IV.— Los luteranos de Sevilla.— Causa* contra el doctor Constantino. -I- alna
delación cotitrs el Licenciado dúo Luia 8 u mea o de Purras.— Celebre Auto verifl-
cado el treinta de diciembre de 1614.— Inútiles gestiones del Conde-duque de Oli -
vares pera amenguar el poder de la Inquisición HO
Cap. V.— Heiegis de Domingo Vécente.— Estrato case ocurrido •* ano 1460.— Auto
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1010 ÍNDICE.
particular da fe, celebrado la mafiana del diez de julio de 4689 en el castillo de
Triaca.— auto variflcado en julio de 1790, contra fray José Díaz Pimienta.— Auto
celebrado el dia treinta de noviembre de 17**, en el Real convento de San Pa-
blo, orden de predicadores.— La Beata Dolores. *tt
Cap. VI.— La junta magna.— Trasládase el Samo Oficio del castillo de Triana, al
colegio de las Becas.— Inquisidores generales que sucedieroo ¿ Portocarrero.
—Auto de prisión.— Invasión francesa y supresión del Tribunal en 481*.— Vuelve
a aparecer en 1BU.— Incendio de la Inquisición.— Su definitiva abolición en 1831. . 34o
LOS PLOMOS DE VENECIA.
Capítulo I —Descripción de los Voxpo*^ft*irilf ea» supjiaaos que sufrían lo» pri-
sioneros.—Los Piornos antiguos.— Los Plomos modernos 343
Cap II.— Marino Fallero.- Conspiración del Dux.— Revelación de la trama al Conse-
jo de los Diez,.- Ejecución, de los culpables.— Muerte de Msrino£aiiero 316
Cap. 111.— El conde Carmagnola.-Su buena y su mala estrella.— Se le sacrifica por
celos de los patricios.— Es preso al volver á Venecia —Su prisión.— Ks conducido
al suplicio con mordaza.— Su carácter. '355
Cap. IV.— Historia del Dux Fóscari, y desgracias de Jacobo Fosear i, su postrer hijo.
-Desastrosa política de Venecia 361
Cap. V.— La Inquisición política de Venecia.— Organización y operaciones del con-
sejo de los Diez. -Prisión de Andrés Venier, hijo del Dux.- Los cuernos del pa-
tricio 383
Cap Vl.-Femosaconspiraoion española.— Sangrienta ejecución en Venecia*— San-
tiago Plerre y Henaull.— Prisión de Gaaanevaien. tos Plomos.— Su luga. . ... 389
Cap. VIL— Silvio Pellico.— El Inoendk*— Los Plomos modernos 1*5
LA ABADÍA.
Origen de ella.— Casa de corrección para los hijos de familia.— El sobrino del '
general Wurinser.- Trágico acontecimiento.— Reflexiones sobre la desmoraliza-
ción de los antiguos soldados franceses.— Pruebas en apoyo.— Rebellón del vir-
conde Dffárembure— Los gendarmes Dessaignes y Desforges.— Doble tentativa de
evasión.— El suplicio.— Querella A consecuencia de un retrato. —Desenlace i-an-
griento.- Período revolueionario.— Principio de la revolución de la Abadía.- Los
guardias franceses puestos en libertad.— El marqués de Pavras.— Los diputados
de la Asamblea Nacional.^3azzotte.— Sombreuil.— Reding — D'Epremenil .— Beau •
marcháis.— Matanzas en esta prisión.— Jouruiac Saint-Méard.— Imparcialidad y
circunspección del tribunal de los asesinas.— Ma,us*sbré. -M ootmorin.— Número
exacto de victimas.— Madama Roland.— Carlota Corday.— La Abadía durante el
Terror.- La reacción Thermidoriana.— La Abadía durante el imperio.— La Abadía
moderna 417
LA CIUDADELA DE BARCELONA.
I.— Guerra de sucesión.— Toma de Barcelona —Fueros de Cataluña.— El barrio de
la Ribera.— La Ciudadela.— La torre de Santa Clara, ó de la Ctudadela.» . . . 49$
II -La* sorpresa.— Evolucionan la» tropas francesas en la Esptanade»— Ardid de
Lecchi.— Invade la Ciudadela.— Sautilly.— Enojo de los barceloneses 499
III.— La conspiración.— Los gremios.— Preparativos.— El general Vives.— Impacien-
cia de ios conjurados.— Noche del *áv— Fracasa la conspiración.*- Vuélvese a
tramar.— Ei Patoj -Peu de la Laya-Acoplo de armes.— El 7 de mano— Nuevo
desengaño.— D. Juan Claros 808
IV.— Ei suplicio de Jes patrioiae,-Nuevas «aaejuinactonei*.— Noche de la Aaceajalon.
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tNDICB. 1071
41 de mayo.— Prisión de los conspiradora*.— Comparecen ante la comisión militar
reunida en 1a Cindadela— Defensas.— Sentencia de mnerte— ftjecuclon.- toque
de somaten en la Catedral.— Nuevas víctimas— El notarlo Alslna.— Envenenamien-
to por medio del pan. -Desafío del general Clementy el comisario ordenador
Dubols.— Bl fingido arzobispo de Toledo, sargento Mayoral. . 516
V.— Los liberales.— Muerte de Lacy.— El ex-tintorero Bessierea.— La tartana de Rol-
ten.— La descubierta.— Las víctimas 543
Vl.-EI desafio. 566
Vil — Bl Conde de 'Espala 568
VIH.- Los Carlistas.— El coronel D. Juan CDonen.—Rscalamiento y asesinatos del 4
de junio de 4896 5^8
IX.— Derribo de la Cindadela.— Prisión de las hijas del capitán general.- Puga de
Van-Halen.— Reedificación a costas de la ciudad 590
X.— Noche del 88 de octubre de 4841.— Atentado de la Junta de vigilancia. -El obispo
de Barcelona, Martínez de San Maflin y sos veinte y siete ccmpafieros.— Bl resca-
te.—Amenazas de muerte.— Libertad de los presos 686
XI.— Ataque déla CludadeTa en 184S 808
Xll.— Conspiración de López Vázquez 60T
XHI.— Conspiración de los estudiantes.— Cipriano Munné.— Inscripciones 610
XlV.-Oerónlmo Tarros 618
XV— Sublevación multar 88S
XVI.— Bl coronel Durana •*
Conclusión 686
1L CASTILLO DB 8P1BL8BRO.
Bl valle de Brunü.-BI Sptetberf 6 H Beatilla austríaca. -Política del Atlitrla.-Los
carbonarios italianos.— Bl conde Porro, Coofalonleri y Silvio Pellico.— Arreato de
Confalonier!.— Régimen del cmrctrt aero.— Loe «al abozos— Régimen y costumbres
de los presidarios del Spielberg.— Andryane.— Muerte del conde Orboni.— Cemen-
terio de la fortaleza.— Encarcelamiento del barón de Trenck.— Trenck, jefe de loa
Tártaros —Trenck y los Harumbachas.— Sus guerras de esterminio.— Trenck es
acusado lie traidor á te emperatriz.- Alternativas de se proceso — 8eHncdoH y
rapto de nna joven etrfBulde á Trenck.— Traición de este á su primo Pederlco de
Treeok.— Su condena á reclusión perpetua en el Splelfterg— Evasión abortada
por su avaricia.— tt diablo en conferencian con Irenct:.— Comentarios historióos
acerca de ao muerte.— S. Trenck el Pandar o. Asesinato de su confesor.— Suicidio
de Treook.— Aparición de la liebre nanea en e« Splelbert; y muerte de Tilla— fn-
neraies *ul Spielborg.-4leroo Portinl, Moneri, y el coronel Iferettl.-Correspün-
dencia de Silvio Pellico con Anéryene —Modo de Conceder 6 loe presos noticias
de sus familias.— Visita éosnkHiaria en toe célenosos.— erecta cccJccaWa por el
clemente emperador de Austria -tos oenveocéonalea franceses,— ftan de eva-
sión— Cante de toa convencionales oso María-Teresa (duquesa dé Angsllesua). -
Libertad de los prisioneros túllanos. 641
SANTA PRLA01A.
I.-Puodacloo de Santa Peíanla.— La señora de Beanbarntnr.^n convertid denterto.
-8u habilitación para cárcel —Abolición de loa conventos.— Santa Pelagla, prisión
por deudas.— Un deudo de Dentón— Libertad de toa presos antea del degüello.—
CárooJ potinca pera enanos sesos entente el Terror .-**s i*rtacio*ee con f* Con-
vencaon.-Levaatasnietiio de un eessino de renda.— Aspecto de 8*8 cdrceT-frro-
cesos célebres.— Meáesne Buten d. Sen mcsnorUs escritas en Santa Pet*g«.— Dt*~
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1071 INDO
criación del departamento de mujeres —HiuiMuiriad de U mujer del conserge.—
Mad. Dubarry.— Su negro Zamora.— Mi señora e» bella aiempre.— Pamela ó la vir-
tud recompensada.— Denuncia a loa Jacobinos.— Arréalo de adrice*.— Su*
proceaoa.— Numeroso» intercesores de eetss.-Su?exialencia en la cárcel— Su li-
bertad.—Brror público acerca el encarcelamiento de la emperatriz Joaefloa en
Saota Pelagia.— Orden para su arreato —Su proceso en las Carmelitas. -Departa-
mento de hombres.— Su descripción —Lapltre 7 Lebouf.— Sus pregarlas —Bou -
cher 7 Roberü.— Sus versos 7 ¿us cuadros.— Negocio de Merino.— Convenio entre
los prisioneros lucomunicados.— Primera noticia del 9 thermidor.— Vete á acos-
tar, Robe«pierre.— Arresto de la familia Duplalx.— Suicidio de la madre &fí
11.— Prisioneros de eatsdo.— Prlsiooeros políticos.— Carlos Nodier . - Se denuncia. -Su
ioacripcion en el registro.— Su cautividad — Sesenta 7 cuatro prisioneros pues-
tos en libertad por lo* aliados.— Presos administrativos durante la Restauración.—
Desertores rusos — El alfiler negro.— Mina y Yoreao. -Bis loria del general Boo-
naire. U lera loa y editores.— El corredor rojo.— Edificio nuevo destinado a los pri-
sioneros políticos —Sus escuelas de moral.— Rapto de las Sabinas.— Jscobceus ase-
tinado.— Suicidio de Zaooff J-Evaalon de )8 detenidos.— Detalles Interesantes- II
conde de Ricbmood, duque de Normaadia.— Rosignol 7 Candare.— Los tres abale*.
—Una visita é Santa Pelagia— Su división —Dormitorios.— Enfermería.— Sala pri-
vilegiada de visitas.— Cálanosos.— Patio 7 Capilla —Categoría de tos prisioneros.
—Sala de juicios menores.— Edificio del Este.— Trabajadores.— Precio 7 reparto
de su salario.— TI veres.— Qsslos permitidos.- Población de Santa Pelagia. . . . 716
LA AUAFER1A DE ZARAGOZA 711
tomo n
LAS M1NA8 DE SUERlA
La inquisición del Norte.— La 8iberla, justificada por loa rusos.-Misterios de la
política rusa.— Laa minas.— Colonización de la Slberla.— Ntklta DamMot.- Pro-
ducto de las mloas del Oural.— Población de las minas.— Mentscbikoff— Su bue-
na estrella, su destierro 7 su muerte.— Biroa y Munich se suceden en la prisión
que hizo construir el segundo para el primero.— Historia de Lestocq.— Conspi-
ración en favor de Isabel, hija de Pedro el Grande.— Sublevación de los regimien-
tos*—Isabel proclamada emperatriz.— 8upl Icio de la princesa Laponklo.*- Deatierre
de. Lestocq. • -Su miseria eo Slberla.— Su perdón.— Recoge sus despojos, que aa ba-
ilaban distribuidos, del poder desús enemigos.— El prisionero 7 el cadáver.— Gre-
gorio Orlof.— Catalina déspota 7 liberal.— Impostura de Pugatacheff.— Un/rasgo
del emperador Nicolás.— Niemcewiez.— Bediscneff.— Advenimiento de Nicolás al
trono.— Sublevación de los regimlentos.-TeoscIdsd del Czar.— Hlstorla'del prin-
cipe Froobetzkvt.— Kotzebue.— Prascovie.— Louponlotf 7 la novela de madama
Cotilo.— Detalles topográficos de Is Slberla.— Vida de tos desterrsdoa 7 mineros.
— Conslderaciooes generales
LA CONSERGERIA.
I.— Pedro de la Brosse.— El Juicio de Dftoe.— La Begoina de ítrvelle.— Diplomática 7
profetlea-— Crímenes de la Brosse.— So suplicio.— Criasen y castigo del preboste
Canetel. -Jourdan de l'Iele, pariente del pana por las mujeres
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NOKS. 1OTS
IL— JúáA de Boitiera Saint- Val liar, Diana de Poniera y Ftancisco l.—Castoa V pont-
ón libertad 6 los presos de la Consergerís 77
IV.— El caballero de Roquelaure y el marquóa de la Taulade.— Arooree de cárcel.—
Bvaaioa de la Consergerís.— Baños de sangre —Damleus.— Su padre, au hermano,
>u beroiana, au mujer, su bija y au cufiada en la Conaecger ía.-Borroroaoa de-
talle* de la ejecución del regicida.' . . . . , ft
V.— La reina María AntooietA eo la Convergería.— La Gooaergería en el ato 98. —El
duque de Orteaua y la reina— Atenciones de la gente de la caaa para con la pre-
st.—Tentativa* de evasión.— El clavel encarnado del caballero Bougevllle.— Ocu-
paciones de la teína eo la cárcel.— Bl Terror.— Ejecución de la reina.— Historia
del cancionero Ángel Pitou.— Sus desventuras — Girey Dupré y Venancio, ex-ca-
pucbino.— La «ola de lo$ etiierret.— Deeprecto del cadsleo.— Oebertistas y Danto-
nistas.— Camilo Desmouilns.— Bobeepierre.— Saint Just.—Coutbon. -Simón — Los
termidorenses.- Historie de la revolución escrita sobre los registros de loa presos.
— Fauquler Tlnvllle.— Romme, Bourbottet Doroy, Soubrany, Duuuesnoy.— 6oujon
-II caballero Bastión.— Ceracchi, Arena, Joplneau.— Lebrnn. CadoudaL— Le-
surques H6
VI.— Mallet.— Labedoyere.-El mariscal Ney.— Bl conde de la Valetta salvado por
su esposa.— Louvel.— Detal lea sobre su vida en la Cooaergeria.— Historia de loa
oarbenari.— Los sargentos de la Rochela.— Plan de rapto.— La ejecución.— Ono-
rsrd.— Bl sentenciado á muerte.— Bl día de la ejecución 149
BL SALADERO DB MADRID 175
LA TORRE DB LONDREo.
I.— Su origen.— Su descripción.— Condestable de la Torre.— Historia de la Torre du-
rante la revuelta de toa comuneros capitaneados por Wat-Tyler— El pueblo
toma la Torre.— Muerte del obispo de Canlorbery.— La cámara de le princesa de
Galea entregada al pillaje.— Loa lujos de Eduardo en la Torre 3»
II.— Elevación de Ana de Boleca y ruina del. cardenal WoJsey.— Jaoobo Beinban en
la Torre. -Ilsher, obispo de Rocbeeter y Tomas Moro encerrados en la Torre
y ejecotadoa.— Divorcio de Enrique VIH y Catalina de Aragón.— Ana de Botana
sube al truno.— Enrique VUl enamorado de Juana Seymour.— Rompe su matrimo-
nio con Ana de Boleos y la haré poner presa en la Torre.— Ana de Bolena es
coodeoada á muerte y decapitada 379
1U.— Bnrique VUl se enamora de Catalina Hownrd.— Be caaa con ella.— 8e sabe que
ests princesa deshonra el tálamo real.— Su proceso.— Es encerrada en la Torre.
—Su ejecución.— Intrigas y muerte de Lady Bocnefort— Historia de Ana Ascoe,
teóloga disidente.— Su martirio.— Prisión de lord Sur re y y de Norfolk, au padre.
— El bljo es decapitado.— El padre escapa del cadalso por la muerte de Enrique
VUL*- Regencia de Somerset.— Reinado de Eduardo VI —Lord Seymour envenena-
do en la Torre— Somerset envenenado y ejecutado.— Juana Oray reina dlex días
—Eo venenada con su marido lord Gullfort en la Torre, es decapitada después de
él.— Relnsdo de María —Loa leñadores de Smilbfleld Mtf
IV.— Carlos 1— Loa jueces de Csrtos 1.— El coronel Blood quiere robar tea joyas de
Is Tone. -Complot papista.— Russel.— El conde de Bssex se degüella en la Torre.
-Mootmouth.— Le Torre de Londres en el ligio XIX y después del Incendio. . 4.1O
rOB-L'BVIQGE
Prisión eclesiástica del obispado.— Justicia episcopal. -Tratado entre Felipe-Augu*
to y al obispo de París —Veinte libras parisienses si obispo, y cincuenta sueldo»
) B. 115
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ir?4 mwci.
aJ oapituio— Tuodack» de Por-rBvéque. - Origen «de este nombre.— Situados
topográfica da esta prisión -Su descripción. -Conflictos judiciales.- El obispado
de Paría, erigido en arzobispado.— Reconstrucción de For-l'Rvéque por el primer
arxobiapo de Parí*.- Segundo tratado con el rey Luis XIV.— Ducado-Paivia de
Saint-Ckrad.— For-lBvéque convertido en prisión secular.— Órdenes arbitrarias
del rey.— Prisiones por deudas.— Alborotadores.— Comedíanles.— Maximiliano de
Bavlera.— Cartucho y sus cómplices.— Evasión de tres abates 469
ÍI.— Prerun.— El Año literario.— La señorita Clairon. —Excomunión de los cómicos.
— Laaeftoríta Arnoux.— Uetrato de la señorita Clairon por Freron.— £/ *tíio di Calais.
—Tumulto en la Comedia Francesa.— Arréalo de la señorita Clairon 468
III.— La señorita Clairon en la prisión de For-VEveque.— La señorita Arnoux en
easa de Mr. Sartines — ün solo hombre, f una sola mujer -Se engaña á Mr. de
Sartines.- Lekaln, Molo, Brlzard y Dauverbal, presos— Reuniones y fiestas en
Por-ilEvéque.— Retractación dalos aciores.-^fcj.gran Vestrís.— Última tentativa
acerca déla señorita Cialrt>h,fc~Su negail^.— Su enfermedad.- Sale de la prisión.
—Exposición ai rey.— Bs d^eqi^dasufollcitud.— La señorita Clairon se retira del
teatro.— Lekaio y sus compañeros salen dyA pr islon . —Registro particular de
Mr. de Sartines.— La seño/a Jtola),<«-CorrespondencÍa curiosa.— Queda abolido co-
mo prisión Por-rBvéque.—Ea,. demolido 540
EL CASTILLO DE SAN JUAN DE TOBTOSA.
1. -Azud ó Zuda,— San Juan.— La Cruzada.— Sitio— Empréstito — Ponce de Cerrera.
— Doña Mahalta.— Bautia.- El perdón 581
11.— Nuevo sitio.— Determinación sangrienta de loa defensores.— Heroica resolución
de las mujeres —Victoria —Distinciones y prerogatlvaa.— Paaoffonpo 040
III.- El conceller en cap de Barcelona, Galceran de Naval —Su llegada é Tortosa.
—Impídele el paso esta ciudad.— Resolución del conceller.— Embajada del Conse-
jo de Ciento- Sebastian Massarelles.— Pasa por fin el conceller SU
IV.— La invasión.— Rendición odiosa.— El conde de Alacha.— ardid frustrado -El
general Robert. -Guerras civiles. ¿46
▼.-Insurrección del general Ortega— Elío— Los ex-lníantea.— Proceso— Últimos
momentos de Ortega.— Su muerte.— Prisión de loa ex- i ufantes.— Libertad de loa
prisioneros del castillo de San Juan.— Caballerosidad de Elío.— Inconsecuencia
de D. Carlee y D. Fernando *M
EL CASTILLO DI LAS SIETE TORRES.
1— La justicia en Turquía •— Origen del castillo.— La Puerta-Dorada.- Predicción.—
Mahomet IL— David Comneno y au familia.— Su prisión.— Su suplicio.— El poto
de sangre.— Selim I.— Los dos hermanos.— Comisión para hacer asealnar á sus
hijos— El Gran Visir les da aviso. -Su suplicio.— Ferhad.— Mahomet III.— Sua
diez y nueve hermanos son estrangulados.— Diez odaliscas, precipitadas al mar-
Calda de Ferhad. r- Deseos de venganza.— Juramento de su hijo.— El cordón.—
Alli-Assan.— Los Spahis.- Los Genízaros.— Sublevación de los Spahis.— Houssein
y Mamout la mandan. -Las cabezas de dos Eunucos.— Piden la de Alli-Assan.—
Vuelta de Alli-Assan.— Triunfo de los Spahis.— Numerosas victimas en Las Siete
Torres.— El Bor tangí- Loa sellos del Estado.- Houssein venga la muerte de su
padre.— La cabeza de Alli-Assan apacigua la revolución M*
11.— Muelafa.— Libra al embajador de Persla.— El príncipe Coreskí -El pastel.— La
escala de cuerda.— Evasión.— Francesea sometidos á la prueba del tormento.— El
barón de Sauc— Reparación pedida.— Turquía manda a Francia una embajada con
este fin.— Mahomet estrangulado por orden de su hermano Osman.— Su oración y
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Iudicb. iru
•u maldición.— Revolución contra toman.— Murtal* libertado.— tu prisión.— Os-
bmu en el calabozo sangriento.— Su muerte.— Una oreja cortada.— Darud aaealno
de Osman.— Muere este en el mismo sitio que Osman.— Segunda cautividad de
Muslafa.— Boetangl decapitado.— Caimacán conducido a la moerte por ana rique-
zas.—Prisión del embajador de Veoecia y de un francés.— Suplicio del gancho,
establecido en las Siete Torres.— Prisión de lbralm.— Suplicio de Gumlr.— Bl capi-
tán Pacha, vencedor de Gandía.— Su desgracia.— Su muerte.— Su sepulcro en lea
Siete Torrea.— Crueldad de lbralm.— La sultana Palma.— Quiere usar de violen-
cia.-Ella le amenaza con su puñal.— La hija del mufti — lbralm abusa de ella —
Venganza de su padre.— Prisión y muerte de lbralm #W
CUCHY. -PRISIONES POR DEUDAS.
Resumen de loa registros de esta prisión.— Loa deudores en Santa Pelagta.— Cre-
veeceur. maestro de armas.— La sociedad del embudo.— Jamea 8wan.— Veinte y
dos anos de cautiverio.— Mr. Ocurard.— Bl principé dé taunitx.— El patriarca de
Jerusalen.— Evasión de diez presos.— Bl guardia nacional.- La gruesa flamenca.—
El Señor fuera y el Seftor dentro.— t^ctoa del cólera en la prisión por deudas.—
Desgracia del doctor Bernler.-EI M de julio.— KaNewtg, el hermoso sueco— Co-
rabit. el gato de Maga 1 Ion.- Mistificación de Ultra - tumba .— Boberti y la actriz.—
Bl noble Datmata y el sastre.— El escribano y e) deudor.— Enajenación mental.—
El duque de Rischtadt.— El emperador de la China.— Tretas de que se valen loa
deudores.— La llave echa ascua - -El barril vacio.- Los hombres rojos.- -Trotee de
que se valen los alguacil as del comercio.— Una carrera en cabriole.— El viaje en
camino de hierro.— La cita da amor en*
LAS TORRES DEL TEMPLE.
n— El 10 de Agosto -El cachorrillo de la reina.— Consejo de Roederer.-Ls calda
de la hoja. -El terrado de loa Feui llanta.— La pica del hombre de loa brazos dea-
nudo».— El refrán pro venial— Palabras del rey é la asamblea.— Bl cuarto del Lo-
lógralo '-La familia real se retira. -A taque de las Tullerias.— Destitución del rey
pronunciada en su presencia.— La familia real en loe Feutllents. -Lealtad de lo*
nobles— Se les obliga á retirarse —Palabras do Luis XVI y de María-Antonieta.—
Salida de la familia real para la» torro* dol Temple —.Tais **té vacíe.' ; Estatua y
p*d0r'— Llegada al Templo.— Primera comida.— Instalación provisional en las tor-
res—Bl hombre de la barba larga. -Precaucione» que tomó la diputación del
distrito. Compañeros de cautiverio despedidos. --Cincuenta hombres de guardia
interior. -Consejo de loa municipales.- -Nuevas disposiciones en el arreglo de la
localidad. -Severa vigilancia. ~M odios délos presos para sustraerse a ella — Ul-
trajes que ae les hacían.-- El carcelero Rocker --Inscripdooea.— Gasto de la roe-
*a para dos mese».— La familia real va a habitar los departamentos que se la dea-
unan.- -Descripción de los mismos. --Método de vida de la familia real.— El rey
lee doscientos cincuenta tomo*.- Informase la municipalidad acerca de su modo
de vivir M>t
III —Entrada de Clery en el Temple.— Rué sale para no volver. -«Bl 1 de setiembre.
—Primera visita de Manuel -Gran tumulto al pié de la torre. - -Diputación del
pueblo cerca de loa prisioneros. --Se anuncia á la reina la muerte de la princesa
de Lamballe -La cabeza de esta princesa colocada en una pica. —Firmeza de le*
od cíale» del municipio.- -La cinta tricolor. -Cuarenta y cinco aueidoa. —Conducta
d« Manuel --Se entiende iwn la roine —Se declara la abolición del poder reel.
proclamando la república -Labio —Voz deesteotor — Bebert, llamado El Padre
r>o«~hesne. - Caima del rey y d«la reina -Se fe» quita a los prteíoneros iodo me-
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dio de poder escribir, y las armas de cualquiera clase.-- Mal bnmor de la reta*.--
Separación del rey y de sa familia. -Lian lo de las princesas. -Emernecimienio
deSfmon.— Les es permitido verse y vivir jautos. -Segunda visita de Manuel al
Temple.- Armando (de la Meóse).— Dos desconocidos -- Le obligan a) rey á qui-
tarse aus condecoraciones.— Movimiento de impaciencia de Luis XVI.- -Palabras
de Manuel * Armando— Informe de Manuel al Cqraun .718
IV.— Se decreta que comparezca el rey á la barra ante la Convención —Precaucio-
nes que toman Glery y la aefiorita Elisabetb.-Partlda de Slsm.— El número diez
y seis esté en desgracia.— Dos horas de espera —Palabras de Luis XVI después
de la lectura del decreto —Se presenta ¿ la Convención.— Un movimiento de Impa-
ciencia.--II pedazo de pan de Chaumette.— Su cena. --Reflexiones de los perió-
dicos. -La miga de pan del rey.— Conversación con Chaumette.— Cartas de toa
partidarios del rey.— Lamotgnon de Matesherbet». -Palabras que le dirige fiarre-
re •— Entrevista dei rey y de Malesherbes.— tonteetacfonde este último á TreH-
hard* -Be Sene.— Calma delré> — Inquietufleb por su familia.- Carta del rey á
Maleakerbee.- • Luis XVI es condenado á Ja pena*1M)tterte.— Mr. de Malesberbee
se lo anuncia. —Reflexiones del rey respecto ^Jfk condena. —Le leen la sentencia.
—Actitud del rey durante esté*tieuifo ••Eacrito -que entrega el rey.— El abate Ed- s
gewonito de Firmonl. -Proposición dé Hebert- Jaiques Roux y Jacques Beruerd.--
Dicho del rey acerca de bu muerte.— Primera entrevóla con el abale deFirrooot,—
Ultima entrevista de Luis XVI con su familia.- Delación qne hace Ja duquesa de
Angulema.-- Luis se acuesta, y duerme, -*-8u comunión.— Ultimas disposiciones.-
Entrega au testamento. -Dicho de J seques Roux.-Carrera del Temple basta la pieza
de la Revolución. -El rezo de los agonizantes.— Luis XVI llega delante de U gui-
llotina.—Detalle?.- Cólera y resignación del rey.— Sus últimas palabras —Redoble
de loa tamborea.- -Bendición de su sepultura— Reflexiones 7*8
V.— De qué modo supo la familia real la muerte de Lula XVI.— Objetos que sustra-
jo Toulau á la comisaría del Templo.— Se concede vestir de luto á la familia —
Toulan y Lepitre — Intrigas para entrar de servicio juntos.~Romance de Lepitre
cantado por el príncipe --Primer proyecto de evasión. --Se cierran las barreras.
—Proyecto frustrado.— Segunda tentativa.— La reina por medio de una carta se
niega á secundar loa proyectos del caballero de Ja rjay es. --Toulan y Lepitre son
denunciados. --Proyecto de Dumouriez para hacer huir de la torre I Luis XVI.
—Detalles desconocidos hasta el dia.— Carta de la señorita Ellsabeth á Hergy.—
Predicción del Libro admirabU.— Tercer proyecto de ovasion.— El barón de Baten
—Su astucia.— Sus ramificaciones.— Su audacia.— Sale frustrado su proyecto-
Locura de la sefiorlta Tisson.— Nueva Información del Común.— El principe es se-
parado de su familia.— Delirio y desesperación de la¡relna.— Trato del principe en
poder de Simón.— Traslación de la reina é la Conserjería. -Traslación de la seno
rita B I iaabeth.— Visita de Robesplerre 6 la infanta.— Lamentable oslado del prin-
cipe.— El ° de Terraidor dulcifica su suerte.— Informe deCambaceres á la Con-
vención—Relación de la visita de Armando de la Meuse á la torre. --Enfermedad
y muerte del príncipe.— Cange de la princesa con varios prisioneros, y su viaje
a Viena 7W
CÁRCELES DE BARCELONA.
I.— Marco Poroto Catón.— Edifica la primera cárcel. — Vestigios que quedan de elle.—
pudes respecto de so autenticidad. -Los cristianos.— Daclano.— Eulalia-.-Crueldad
del gobernador romano. -Valor de la mártir.— Su snpl icio.— Hallazgo de su cuer- *
no —Procesloii.. -Cripta. —Tradición que exlate respecto al cadáver de la santa. ?tf
II.— Tribunal del. Veguer. -Sitio donde. administraba justicia. -Cárcel pública de
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ÍNDICE. 1017
la plsza del Rey.— Reformas que esperimentó.--8us condiciones -Cuarto del tor-
inento.—Pozo. -Beodos de Barcelona. -Juan de Serrallonga.-- Organiza una cua-
drilla de bandidos.— Hechos en que toros parte. -Es preso.— Proceso.- -Es ajueU-
cisdo.— Morimlentos populares en tiempo de Felipe IV.— Tsmarit.— Vergóe.--
Sorra.-- Son encarcelado» como autores de U pública agitación —El pueblo de
Barcelona se levanta y liberta á'sus represontsntes. — El Corpus de sangre.— Épo-
ca francesa.— Bl conde de España < 780
III —Cecilia Bosell y Francisco Almirall, los parricidas.- Asesinato del marido de
la primera.— Sospechas. —Los culpables son reducidos á prisión.- -Primeras de-
claraciones.— Acússnse los reos mutuamente.- Declárase el embarazo de Ceci-
lia.—Loa reoa son condenados á muerte.— Medidas adoptadas con respecto s la
Rosoli.- -Da á luz uns niña. -Con firmase la sentencia. -Separación de la hija y
la madre - Ejecución.- Ceremonia, ejecutada con los cadáveres OT3
IV.— Cárcel nueva.— 8ue condiciones como edificio.» -fjrimenes en los patios.-Dis-
trtbuck>n.--Oiganlzaclon.--Costumbres.— Cauaaa célebres 8St
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láXaro.
I— San Lázaro, contento.- Casa de corrección.- -Cárcel revolucionaria.- Registros. -
Causas generales de encarcelamiento.— Número de presos entrados basta el It llu-
vioso.— Pormenores sóbrela traslación.— Trasladados de Blcetre.— Sublevación -•
Arenga de HeonoL— Descripción de la cárcel. -Bégimen — Csnge. encargado de
San Lázaro -Housln —Deffleux - ViDcenl.--Anacar»isCk>oU.— Conspiración délas
cérceles. --Medidas severas. -Complot en San Lázaro. -Toubert, Mamuts, Coque
ry, Pentn.-- Desgrouttes.-- Robinet. denoncladores.-EI barón deTrenck Boucher.
--Su correspondencia.- Andrés Chénier.— La verdad sobre su cautiverio y muer-
te —Los hermanos Trudaine.— La aeAora Landsis -Fin de la cárcel revolucio-
naria M7
II. -Dictamen de Psganel — Decreto de la Convención —Migelll, llamada Aspasls -
Su pasión por un noble.— Su abandono— Su locura. -Asesinato de Féreud— Eje
cucion de Aapaeia.- -Juana María Marin, viuda de Morin y su bija —Crimen medi-
udo en las Batignolles.— El escoiillon.— Amenazas de muerte. -A prehensión.—
Robo --La poetisa en S. Lázaro .--Su muerte. ." °»o
LA CABCBL DE CORTE !H.s
PONTONES 1061
riff NI IKMCR.
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PAUTA PARA LA COLOCACIÓN DE LAMINAS.
TOMO PRIMERO/"
Portada de edificios 8
Una escapada de Carloucbe I
Jorge Cadoadal 164
Sacrilegio cometido por los judíos en Sepúlveda 101
Jadas vendió á Jesucristo por treinta dineros de plata . . . ¿ Piensan vues-
tras altexas venderle por tilinta mil dacados? 141
Juan Diego en el tormento 161
El hallazgo inesperado 184
una intentona 461
Dna fdga de los plomos 4tt
Mme. Rolland en un calaboso de la Abadía 411
Massana y Aulet, sorprendidos en la habiUcion del capiun Probana. . . 311
Un desafio en la Cindadela de Barcelona 551
▲sesin;') de los prisioneros carlistas 581
Paga de Gerónimo Tarrés 611
El coronel Darana en la Torre de la Cindadela de Barcelona. (Calaboso co-
piado del natural ) . 614
Silvio Pellico en Spielberg 641
Mme. UUand 164
Mme. de Barry y el negro Zamora "01
Muerte de Pedro Arboes 181
El Inquisidor Molina negándose á estregar los presos 818
Disparó sa pistola entre las mnnicionee, y desapareció entre las minas. . 841
TOMO n.
Portada de escenas 8
Calaboao de tos ratones en la Consergerla 81
Ona inf mía de Capetal 88
Manca de Alemán 18
Sos cabellos habían encanecido en ana noche 86
Dna aventara galante en la Consergerta 484
Damiens el regicida. (Copia de ana lámina déla época) 114
El óJtii; j día de los Girondinos til
MiUet, el asesino del geoeralMiflia 480
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Ma!. <ie LavaJette enja Consergena ma
La sorpresa de la silla. irȒ
£1 Saladora H5
Departamento de los micos m
Pepe : r' ¿42
Una catástrofe en el Saladero '.\-^ * ¿i«
Crimen concertado. . . . T\. ... \ . J ..*..... ¿«4
Bn víspera de ir al presidio 295
El suplicio en secreto 358
Los hijos de Eduardo ;.>;: . . . . 37G
La ejecución. /. . /... , '. 4JM
Suplicio de Monmout. . . %.; %í. . . .454
Mlle. Clairon ; .V. /. ..}.'. . >v «59
El fuerte del Obispo. . . *!\¿¿-* • t^0':' '* ¿J^1
Clairon en el fuerte del Obispo^, .'v*, '>$ffl&¡\' * '4&1
Ortega en la capilla del eastílftle Jgrtosa.* ( Retrato copiado de una fbto-
grafía) . *. [■ <*\ . . . . v 567
Crueldad de un Sultán ;a • *w
El castillo de las SietejTorres. *,\x.' vis
i menudo una mujer lloraba sobre ájuelíá tumba tín
Llevo la mano á la llave y lanzó un grito .581
Beranger 681
El carcelero de la familia real 113
Una escena durante el terror * 720
La Reina y el delfin 750
La mayor desesperación 8S5
Barceló saliendo para el cadalso. (Capilla de la cárcel, copiada del natural). 86$
Y cayó á los pies de aquella mujer hbi
El pavimento se abrió bajo sus pies m
El robo de la modista 959
La de Castillo . 1000
Crimen y misterio. 1050
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