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Full text of "Prisiones de Europa : primera obra de esta clase en España, y las mas completa de las publicadas en Europa"

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Una  infamia  de  Capelal 


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PRISIONES  DE  EUROPA. 


.*   TOMO  SEGUNDO. 


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PRISIONES  7 

DE  EUROPA,  ?**f 


PRIMERA  OBRA  DE  ESTA  CLASE  EN  ESPAÑA, 


Lk  MAS  COMPLETA  DE  LAS  PUBLICADAS  EN  EUROPA. 


— La  Ciudadela  de  Barcelona. — La  Abadía. — Las  cárceles  de  Corte  y 
VC*  de  Madrid. — Loa  plomos  de  Venecia. — La  Conserjería. — Cárcel  na- 
cional da  Barcelona. — Los  castillos  de  lf  y  de  Ham. — Spielberg. — El  fuer- 
sa  del  Obispo. — La  torre  de  Londres. — Antiguas  cárceles  de  Barcelona. — 
Mina*  de  Silesia. — Santa  Pelagia. — Calabozos  en  Ñapóles  y  Milán. — £1 
Caauilejo. — Las  siete  torres. — La  Inquisición  de  Sevilla.— La  Aljafería  de 
Xaragoaa.  etc.,  etc..  etc. 

SU  ORIGEN, 

rV—ijii  oéttres  pe  han  ¡palie  en  ellis— Traíicienes.— Costumbres. 
fanus  notables  fie  ha  tenue  ligar  en  sn  recinto. 
fm  oí  «lias  se  han  f orificio.—  Criaeaes  qie  en  si  interior  se  ha  conetüe. 
Tor—tei  pe  se  hii  aflisaio. —  Vesanias  para  fie  ha  senüo. 
4o  fririowif  celebras.  — fiduas  Jel  íuitiíae  politice  y  religioso,  etc. 


IX  f IST1 H  tllAS,  MCOIDTM  T  UTOB  NMLKHOS, 

POR 


UNA  SOCIEDAD  LITERARIA. 


TOMO  SEGUNDO. 


'  oa  o 


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I 


BARCELONA: 

V  LOPBZ  BERNAGOS1,  ANCHA.  86  y  RAMBLA  DEL  CENTRO,  «0. 

MADRID:  HABANA: 

UlREttA  ESTAÑÓLA  j  LIBRERÍA  LA  ENCICLOPEDIA. 

Mrtore*.  10  I  O-leHIy.  número  90 

1803. 


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V    '*: 


fie  propiedad  del  Editor. 


-    * 

'     4 


•aroetona:  fmt>  de  Lois  Tasso,  calle  del  Arco  de)  Teatro 
oallejoo entre  los  mira   11  y  15.— 1 8*3. 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 


LAS 

MINAS  DE  SIBERIA. 


m  *■  *  j|jg*f»r^T*fc  ■ 


La  tosjsrisickm  4*1  Norte.— La  Slberta,}uatiQca1a  por  los  rusos.— Misterios  de  la  políüea 
rvsa.— La*  stfnas.— CotoolaacioB  de  la  Siberla.— NlkJla  Demidoff.— Producto  de  lee  mi» 
■as  del  Oural. -Población  de  las  minas- Mentscbikoff.-Su  buena  estrella,  su  destier- 
ro y  «  muerte.— B  i  ron  y  Munich  ae  suceden  en  la  prisión  que  hizo  construir  el  segun- 
de pera  el  primero.— Historia  de  Lestocq.— Conspiración  en  favor  de  Isabel,  bija  de  Pe* 
ero  el  Graede— Sublevación  de  loa  regimientos.— Isabel  proclamada  emperatriz.- Su- 
ptfcto  ée  la  princesa  Lapookln.— Deatierro  de  Lestocq  —  Su  miseria  en  Siberla.- Su  per- 
dón.—lecege  sus  despojos,  que  se  hallaban  distribuidos,  del  poder  de  susenemigos.-  El 
pnaooero  y  el  cadáver. -Gregoi lo  Or lo f.— Catalina  déspota  y  liberol— Impostura  de 
Pofaiscberr— Cn  rasgo  del  emperador  Nicolás.— Nlexncewiez.— Radlscheff.— Advenl- 
>  deificólas  al  irono.- Sublevación  de  los  regimientos.— Tenacidad  del  Czar.— 
i  del  principe  Froobeultri.— Kotiebue.— Prascovle.— Loupoutoff  y  la  novela  de 
iCoula— Detalles  topográficos  de  la  Siberla.—  Vida  de  los  desterrados  y  mine- 
ros,—€oe*Jderacion*s  generales 

Después  de  la  Inquisición  religiosa,  rica  de  aquellos  horrorosos  su- 
plidos con  que  se  envanecían  los  tiempos  bárbaros,  estamos  seguros 
qte  se  leerá  con  interés  la  Inquisición  ejercida  en  nombre  de  una  per- 
son  amas  exigente  aun  que  el  mismo  Dios;  pues  esa  persona,  ese  hom- 
bre es  el  dnefio  absoluto  y  no  puede  disponer  de  sns  esclavos  sino 
durante  un  espacio  de  tiempo  muy  limitado. 

Dios,  ese  Dios  cuyo  poder  llega  hasta  los  inquisidores,  tiene  para 
vengarse  de  ellos  la  eternidad,  después  de  las  penas  temporales;  pe- 
ro d  gran  inquisidor  que  puebla  las  minas  de  Stberia,  conoce  los 

TOBOI1.  1 


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t  PRISIONES 

limites  de"8a  condición  humana,  y  si  mata,  es  después  de  haber  ago- 
tado en  sus  TÍclimas,  casi  por  completo,  todos  los  sufrimientos  posi- 
bles de  la  vida,  mirados  bajo  el  punto  de  vista  físico  y  moral. 

¡Al  solo  nombre  de  la  Siberia,  tiemblan  sesenta  millones  de  vasa- 
llos rusos  1 

Este  nombre,  repetido  por  los  lúgubres  ecos  infundiendo  terror, 
nos  parece  odioso  á  nosotros  mismos ;  á  nosotros,  que  vivimos  lejos 
del  cielo,  de  las  costumbres  y  del  yugo  de  la  Rusia. 

Como  en  otro  tiempo  temblaba  Europa  entera  al  oir  la  palabra  Bas- 
tilla, lo  mismo  suspira  hoy,  al  solo  recuerdo  de  ese  clima  terrible 
quo  ha  devorado  á  tantos  millones  de  inocentes  victimas. 

¡Triste  recuerdo  I... 

Si  los  muros  de  la  gran  Ciudadela  francesa  han  absorvidoun  sin 
número  de  ignoradas  penas,  ¿quién  se  atreverá,  quién  podrá  contar 
las  desdichas  y  miserias  sepultadas  en  las  minas  desde  hace  solamen- 
te veinte  y  cinco  afios? 

En  nuestros  dias,  cuando  escribimos  estas  lineas,  cuando  el  ocio 
transita  por  los  paseos  sonriéndose  y  analizando  la  política  de  un  pe- 
riódico, protestando  con  mas  ó  menos  dureza  contra  la  marcha  del 
gobierno;  hoy,  volvemos  á  repetirlo,  en  el  siglo  de  las  luces,  existe 
aun  en  Europa  una  Bastilla;  una  cosa  cien  veces  peor  que  la  Bastilla, 
en  un  pueblo  que  se  le  llama:  Francés  del  Norte. 

¡Es  un  hechol 

Los  rusos  tienen  las  minas  de  Siberia  abierlas  para  cualquiera  que 
se  atreva  &  decir  que  el  emperador  no  es  infalible,  como  lo  es  el  mis- 
mo Dios. 

¿Cuáles  son  los  dictámenes,  las  leyes,  los  aranceles,  en  fin,  de  pe- 
nalidad que  conducen  al  hombre  de  la  libertad  al  destierro,  del  des- 
tierro á  la  muerte,  en  ese  pais  maldito  por  el  cielo  ? 

(Juez,  legislador,  soberano  pontífice...  héaqui  lo  que  es  el  empe- 
rador!... (¡No  le  falta  mas  que  ser  verdugo,  y  aun  asi  ciertos  empe- 
radores no  han  querido  pasar  por  menos! I 

Pedro  el  Grande  decapitó  por  su  propia  mano  á  los  Strelitz  (1) 
que  se  habían  sublevado ;  y  Ali-Pacha,  el  feroz  destructor  de  los 

(I)   Antiguo  cuerpo  de  Infantería  moscovita. 


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DB  EUROPA.  8 

mamelucos  (1),  se  divertía  en  hacerlos  fusilar,  presenciando  su  eje- 

CKÍOD. 

La  Ten  taja  siempre  queda  en  favor  del  salvaje  del  Mediodía, 

Para  estudiar,  ó  comprender  este  sistema,  no  solamente  de  gobier- 
no, sino  de  paciencia,  organizado  por  los  dueños  para  abusar  de  él, 
w  por  los  esclavos  para  soportarlo,  es  necesario  saber  que  la  Rusia, 
mist -nosa  hasta  en  sus  padecimientos,  lleva  el  amor  propio  nacional 
•as  ailá  de  los  limiies  de  la  razón. 

Deseosa  de  parecer  feliz  al  resto  de  los  europeos,  satisface  admi- 
rablemente de  este  modo  las  miras  del  Autócrata  (2),  que  destruye 
j  ax.ía  á  su  placer  á  esa  materia  vil,  dispuesta  siempre  á  sonreirle, 
au  eo  el  acto  mismo  de  verter  copioso  llanto. 

Lm  Czares  (3)  han  hallado  medio  de  complacer  á  sus  victimas, 
mojándolas  á  Siberia. 

B  cadalso  les  hace  el  efecto  de  un  escándalo  temible,  propio  pa- 
ra deshonrar  la  nación  á  los  ojos  de  la  Europa. 

¡Viva  la  Siberia!.. .  muda  guardadora  de  cadáveres  y  agonfas. 

Seguramente  los  rusos  miran  como  un  gran  favor  el  destierro  á  las 
minas  de  Siberia. 

Trataremos  de  analizar  este  favor  imperial. 

Co  historiador  moderno,  viajero  de  talento,  coyas  memorias  dan 
a  conocer  un  gran  número  de  secretos  mal  aclarados  acerca  el  ca- 
rieffr  de  los  rusos,  asegura  que  en  Rusia,  todo  el  mundo,  desde  el 
emperador  basta  el  último  esclavo,  se  miente  á  si  propio  y  á  los 
demás. 

¡Esto  también  es  cierto!... 

Cortesanos  encañando  al  soberano,  pueblo  engallando  á  los  corte- 
«asas...  ¡He  aquí  lo  que  se  encuentra  en  ese  país  que  no  será  rege- 
nerado, si  el  gobierno  despótico  no  se  hunde  bajo  las  ruinas  hacinadas 
per  el! 

Cuando  Catalina  II,  á  quien  Voltaire,  sin  acordarse  acaso  de  la 
parte  que  había  tenido  en  el  asesinato  de  su  esposo  Pedro  III,  llama* 
te  U  Semiramis  del  Norte,  hizo  aquel  famoso  viaje  á  la  Crimea  y  & 

f     S  'Ida**  de  fe  «aballo  de  Egipto 

T    Soberaae  ebaotaio  de  Ro»ia 

%.    TUalo  del  aoberaao  6  emperador  de  la  Ruaia . 


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i  PRISIONES 

la  Taurida  en  1787,  en  compañía  de  Potemkin,  favorito  suyo,  y 
que  puede  compararse  coa  el  viaje  de  Cleopatra  con  Antonio;  dicen 
que  la  emperatriz  desde  la  rica  galera  que  la  trasportaba  por  el 
Dniéster,  vio  por  todas  parles  en  su  marcha  triunfal,  las  dos  orillas 
del  rio  bordadas  de  ricas  aldeas,  de  numerosos  rebafios  y  de  una 
población  mas  numerosa  aun,  que  vestida  con  graciosos  ropajes  se 
entregaba  á  la  alegría,  inspirada  por  la  presencia  de  su  madre  y  dig- 
na soberana. 

En  vista  de  la  prosperidad  de  sus  vasallos,  el  orgullo  de  Catalina 
debió  triunfar,  y  apropiarse  para  sí  la  gloria  de  aquel  admirable 
cuadro. 

[Toda  esta  pompa  no  era  mas  que  una  mentira! 

Aquellas  elegantes  aldeas  eran  tablas  pintadas  de  prisa  hacia 
ocho  dias;  aquellos  ricos  rebafios  y  aquellos  aldeanos  con  vestidos 
nuevos  para  la  ceremonia,  ganados  de  un  precio  igual  que  los  otros 
á  los  ojos  de  sus  dueños,  habían  sido  recogidos  en  las  provincias  le- 
janas, so  pena  del  knout  (1) ,  para  venir  á  simular  la  dicha  y  la 
alegría. 

AI  dia  siguiente  de  esta  triste  manifestación,  todos  aquellos  mise- 
rables tomaban  el  camino  de  sus  aldeas,  para  volver  á  encontrar  en 
ellas  su  acostumbrada  miseria,  acrecentada  aun  por  tan  forzoso  viaje. 

Esta  farsa  inventada  por  Potemkin  para  su  regia  dama,  es  la  es- 
presion  exacta  del  cuidado  con  que  los  autores  y  escritores  rusos 
ocultan  á  los  estraojeros,  bajo  una  apariencia  brillante  y  mentirosa, 
el  azote  y  las  miserias  de  su  pais. 

En  ese  vasto  reino,  cuya  estension  representa  treinta  veces  la  de 
Francia,  donde  un  solo  hombre  reúne  en  su  poderosa  mano  el  poder 
temporal  y  espiritual,  ese  hombre  es  el  que  todo  lo  puede  y  el  due- 
ño absoluto  de  los  demás  que  nada  significan. 

Los  castigos  y  las  recompensas  proceden  de  una  sola  voluntad. 

|De  este  modo  se  comprenderá  cuantas  veces  los  caprichos  y  la  ar- 
bitrariedad, el  favor  ó  el  odio  han  contribuido  al  reparto  del  bien 
y  del  malí 

De  ahí  procede,  además,  para  los  historiadores,  la  dificultad  de  en- 

(1)   Latigazos  en  las  espaldas.— Suplicio  usado  en  Rusia. 


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DB  tUüOPi.  o 

centrar  en  los  escritores  rosos,  no  decimos  la  verdad,  ni  el  menor 
indicio  en  la  distribución  de  las  penas  y  en  la  aplicación  de  ellas. 

Dn  terror  mudo  agobia  con  todo  su  peso  á  ese  inmenso  imperio  y 
lo  «muiré  por  completo,  sin  permitir  á  la  voz  humana  delinear  los 
«cándalos  y  escesos. 

Ese  pueblo,  embrutecido  por  la  esclavitud,  se  parece  á  los  mine- 
ros, que  la  codicia  de  sus  propietarios  ó  la  denunciado  sus ene- 
migo*, han  encerrado  para  siempre  en  el  fondo  de  esas  profundas 
cavernas  llamadas  minas. 

Esas  cavernas  son  la  oscuridad  misma,  el  silencio,  la  asfixia  fi- 
y  moral. 

La  palabra  Rusia  nos  ha  conducido  naturalmente  hacia  la  palabra 


Entremos  en  materia. 

El  descubrimiento  de  la  Siberia,  ó  hablando  con  mas  exactitud,  su 
extenuación  por  los  rusos,  tuvo  lugar  á  fines  del  siglo  diez  y  seis, 
bajo  el  reinado  de  Juan  IV,  uno  de  los  tiranos  mas  feroces  que  han 
ensangrentado  los  anales  de  ese  imperio. 

Antes  de  esta  conquista,  los  rusos  so  habían  establecido  en  la 
parte  de  la  Siberia  que  confina  con  los  montes  de  Ourals. 

Entre  ellos  se  encontraban  Santiago  y  Gregorio  Strogonof,  cuyo 
padre  fué  el  primero  que  estableció  relaciones  de  comercio  mas  allá 
de  los  montes  de  Ourals,  y  se  habia  enriquecido  con  el  comercio 
de  tal  en  la  Vouitchegda. 

ObUvieron  de  Juan  la  concesión  perpetua  de  una  parte  de  estas 
vastas  comarcas;  establecieron  colonias  y  alcanzaron  además  licencia 
para  esplotar,  durante  un  tiempo  limitado,  las  minas  de  hierro,  esta- 
lla, plomo  y  azufre  que  descubrieron  ellos  mismos. 

Loa  aventureros  de  diversas  naciones  vinieron  á  acogerse  en  esta 
comarca  casi  desconocida  y  después  eslendieron  sus  conquistas  has- 
la  los  limites  del  Asia. 

Ea  1585  el  Czar  Frcdor  I  publicó  un  edicto  invitando  á  los  maes- 
tros mineros  de  Italia,  para  que  viniesen  á  esplotar  las  minas  de 
oro  y  plata  situadas  en  sus  estados. 

Algnos  ingleses  habían  obtenido  ya  la  autorización  de  fundir  mi- 
neral de  hierro;  volvieron  á  hacer  nuevas  tentativas,  y  solamente  en 


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S  PRISIONES 

Este  castigo  no  fué  en  so  principio  considerado  por  esos  pue- 
blos bárbaros,  sino  como  una  disminución  en  la  pena;  y  las  víctimas 
debian  agradecérselo  á  sn  verdugo,  á  imitación  de  aquella  cortesana 
célebre  en  el  reinado  de  Juan  IV,  la  cual,  mutilada  por  un  capricho  de 
este  principe  al  terminarse  una  orgia,  fué  toda  cubierta  de  sangre  á 
besarle  la  mano  y  á  darle  las  gracias  por  no  haberle  mandado  cortar 
mas  que  una  oreja. 

Uno  de  los  primeros  casos  de  deportación  que  encontramos  en  la 
historia,  tuvo  lugar  en  el  reinado  de  Boris  Godounof. 

A  poco  de  subir  al  trono  en  1598,  este  principe  conmutó  todas  las 
sentencias  de  muerte,  pronunciadas  por  los  tribunales,  en  destierro  á 
la  Siberia. 

Esto,  según  se  ve,  era  ya  un  progreso. 

La  sublevación  de  las  tropas,  tan  frecuentes  en  tiempo  de  aquellos 
principes  bárbaros,  era  una  de  las  causas  principales  para  que.se  po- 
blase la  Siberia  con  sentenciados. 

Después  de  la  ejecución  de  una  parte  de  los  vencidos  y  cuando  el 
verdugo  se  cansaba  de  cumplir  con  su  triste  misión,  se  enviaba  en 
masa  el  resto  de  los  condenados  á  los  vastos  desiertos. 

A  mediados  del  siglo  XVII,  se  desterró  á  Siberia  y  &  la  parte  mas 
inhabitable  de  ella  á  un  hombre,  poco  antes  muy  poderoso  en  la  cor- 
te ;  Nicon,  que  en  su  desgracia  pasaba  sus  ratos  de  ocio  reuniendo 
las  crónicas  imperfectas  de  esos  pueblos  bárbaros,  para  componer  la 
primera  historia  verídica  de  este  país. 

Se  le  volvió  á  llamar  en  el  reinado  siguiente  y  murió  cerca  de 
Jaroslaf,  antes  de  ver  á  su  patria/donde  le  esperaban  nuevos  ho- 
nores. 

En  el  reinado  de  Pedro  I  la  Siberia  fué  dotada  de  un  gran  número 
de  habitantes. 

Después  de  la  sublevación  de  los  Strelitz,  obligados  á  rendir  la$ 
armas  y  á demandar. clemencia,  Pedro  I  fué  para  ellos  su  juez  y 
verdugo  al  mismo  tiempo. 

Rodeado  de  toda  su  corte,  él  mismo  echó  por  tierra  (as  cabezas  de 
sus  subditos  revolucionados;  sus  cortesanos  le  imitaron;  y  á  duras  pe- 
nas los  estranjeros  adictos  al  Czar,  como  Lefort  y  el  barón  de  Blum- 
berg,  obtuvieron  la  gracia  de  no  hacer  un  triste  p*ptl  ea  esta  san- 


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grienta  tragedia;  pero  entre  tito*  se  dtelingue  Ifenüclrikoff por  su 
embrea  y  aelmdad. 

Los  culpables  de  edad  mas  avanzada  fueron  enviados  á  Siberia  de*> 
pues  de  haberles  corlado  la  nariz  y  las  orejas. 

La  muerte  de  su  hijo  Alejo,  á  quien  él  hizo  condenar,  fué  para  Pe- 
dro I  un  nuevo  pretesio  de  ejecuciones  y  de  ameles  deportaciones. 

Los  mas  célebres  proscriptos  que  en  tiempo  de  su  poder  hablan 
aviado  á  safe  enemigos  á  las  profundas  cavernas  de  la  Siberia,  no 
lardaron  en  unirse  con  ellos. 

El  primero  fué  Menlschikoff,  primer  ministro  bajo  el  reinado  dé  Ca- 
talina y  regentó  del  reino  á  su  fallecimiento  dorante  la  menor  edad 
de  Pedro  II. 

Hizo  imponer  el  castigo  del  knout  á  sb  cufiado  y  arto  continuo  le 
envió  á  Siberia. 

Una  intriga  palaciega  le  derribó. 

Primeramente  se  le  despojó  de  todos  sus  empleos;  no  se  respetó  m 
inmensa  fortuna,  fruto  de  sus  exigencias ;  se  le  asignó  como  estancia 
una  ciudad  del  imperio  fondada  por  él ;  y  partió  sofiando  con  larri- 
Mes  venganzas  y  confiado  de  volver  muy  presto. 

k  algunas  leguas  de  San  Petersburgo,  una  cuadrilla  de  gente  ar- 
mada le  rodeó ;  se  le  comunicó  una  orden  del  Czar ;  le  quitaron  sus 
condecoraciones;  continuó  su  viaje;  en  Jucr  recibió  nuevas  órdenes 
mas  rigurosas  ano  que  la  primera ;  le  hicieron  bajar  de  su  cocho  y 
te  ordenaron  que  entrase  en  el  lugar  de  su  destierro  en  una  misera- 
ble carreta. 

Además  de  cuanto  queda  dicho,  se  le  formó  un  proceso. 

Declarado  culpable  por  cobrar  derechos  injustos  y  obrar  tiránica* 
mente,  se  le  despojó  de  todos  sus  bienes  y  se  le  condenó  á  un  destierro 
perpetuo,  bajo  el  dima  de  Berezof,  uno  de  los  mas  crueles  de  la  Siberia. 

Su  esposa  y  sus  hijos,  qué  dividieron  su  suerte  con  él,  aumentaron 
•a  suplicio,  con  la  vista  de  sus  padecimientos. 

Su  inocente  esposa  á  fuerza  de  llorar,  se  quedó  ciega  y  murió  po- 
co después. 

Sin  duda  alguna,  Menlschikoff  habia  merecido  este  cruel  castigo, 
pero  el  valor  que  ostentaba  en  su  desgracia  le  enalteció  &  los  ojos  de 
ledo  el  mondo. 

TOMO  II.  1 


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u  nmom 

Sufrió[sin  qiejarse  y  mudó  edificar  á  duras  penas,  coa  las  econo- 
mías hechas  de  la  pensión  que  le  babian  asignado,  una  iglesia  en  la 
cual  trabajaba  él  mismo. 

Murió  en  su  prisión  en  1729. 

La  familia  del  favorito  que  le  babia  reemplazado  cerca  de  Pedro  II, 
sufrió  á  su  vez  en  el  reinado  siguiente  de  Ana  I v ano v na  las  mismas 
desgracias. 

Pertenecía  á  los  Dolgorouki,  quienes  pagaron  cruelmente  el  abuso 
que  babian  hecho  de  su  pasagero  poder. 

Durante  nueve  afios  permanecieron  en  la  Siberia,  sujetos  bajo  los 
mas  duros  tratamientos,  hasta  que  llegó  un  dia  en  que  se  les  comunicó 
la  orden  de  su  perdón. 

Todos  abandonaron  el  país  de  su  destierro,  pero  fué  para  espirar 
en  los  mas  horrorosos  tormentos. 

En  un  mismo  dia  y  reunidos  también  en  un  mismo  cadalso,  padre, 
tío,  hijo  y  sobrino  fueron  enrodados  vivos,  en  presencia  los  unos  de 
los  otros. 

Biron,  duque  de  Curlandia,  había  sido  el  favorito  de  Ana. 

Al  fallecimiento  de  esta  princesa,  que  dejaba  por  heredero  de  su 
corona  á  Juan  VI,  á  la  sacón  casi  recien  nacido,  el  orgulloso  duque, 
siguiendo  el  ejemplo  de  Menlschikoff,  llegó  á  ser  regente ;  se  entregó 
como-él  á  toda  clase  de  locuras  autorizadas  con  su  atrevido  poder,  y 
rodó  por  tierra  igualmente  como  él. 

£1  célebre  general  Munich  á  quien  él  habia  rehusado  dar  el  Ululo 
de  generalísimo  de  las  tropas  de  mar  y  tierra,  obtuvo  la  orden  de 
prenderle  y  le  envió  á  Siberia  á  una  prisión  edificada  espresamenle 
para  él,  y  de  la  cual  quiso  hacer  el  mismo  Munich  el  plano. 

El  poder  de  este  último  fué  muy  corlo,  y  cuando  Isabel  subió  al 
trono,  á  consecuencia  de  la  conspiración  de  que  vamos  á  hablar,  fué 
condenado  con  otros  personajes  importantes  á  ser  enrodado  vivo. 

Conducidos  al  pié  del  cadalso,  estos  desgraciados  no  esperaban 
mas  que  la  muerte,  cuando  una  orden  de  la  Czarina  (1)  vino  á  per- 
mutar la  pena  en  un  destierro  perpetuo  en  la  Siberia. 


(I)   Nombre  de  la  esposa  del  Czar  de  Moscovia,  soberano  de  la  Rusia;  ó  de  la  prince- 
sa, que  es  soberana  por  sí. 


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m  nmopA.  n 

Eb  el  mismo  ilutante,  Bifon  consigue  ser  conducido  á  una  forta- 
faa  donde  su  cautiverio  debía  aer  menos  riguroso. 

Munich  fui  quien  le  reemplazó  en  la  Siberia  y  en  la  prisión  que  el 
odio  bacía  sa  enemigo  habia  hecho  edificar;  pero  la  casualidad  quiso, 
según  diceo,  que  en  el  mismo  instante  en  que  uno  salia  de  la  prisión 
el  otro  era  conducido  á  ella. 

Los  dos  rífales  se  encontraron  fraile  k  frente  en  el  estrecho  cami* 
no  que  recorrían. 

Había  entonces  en  la  corle  de  Rusia  un  hombre  que,  sin  ser  no- 
ble, había  goxado  de  buena  Cuna  y  reputación  en  el  reinado  de  Pe- 
*Ȓ. 

ErmLestocq,  ó  Joan  Hermán  Estocq. 

Habia  nacido  en  Hanover,  descendiente  de  una  familia  francesa,  y 
se  había  refugiado  en  Rusia  k  causa  de  un  proceso. 

Dolado  de  un  carkler  poco  constante,  y  aventurero,  habia  ido 
á  la  edad  de  diez  y  seis  afios  k  probar  fortuna  en  Rusia. 

Llegó  á  ser  el  cirujano  de  Pedro  I;  después,  por  uno  de  esos  cam- 
bios tan  repentinos  que  se  veían  entre  esos  dueños  y  sefores,  cayó  de 
la  gracia  del  soberano  y  fué  desterrado  k  Kasan. 

En  1715,  Catalina  le  bbo  venir  y  le  colocó  al  lado  de  Isabel,  hija 
de  Pedro  I,  co  clase  de  cirujano. 

Logró  ftcilmente  la  confian»  de  una  mujer  aturdida  como  ól  y 
pedíante  en  sus  caprichos;  pero  indolente  para  todo  lo  que  no  era 
placer,  y  de  uoas  costumbres  y  una  vida  licenciosa  que  estaban  lejos 
éaoe  poderse  tachar. 

Despertando  la  ambicien  de  la  princesa,  la  hiao  entrar  en  una  cons- 
piración, cuyo  fin  era  colocarla  en  el  trono  en  el  lugar  que  ocupaba 
teanVl. 

Los  numerosos  ejemplos  en  la  historia  de  este  país  y  los  triunfos 
obtenidos  en  veinte  conspiraciones  semejantes,  la  animaron  á  ello; 
pero  las  medidas  estaban  tomadas  con  tan  poco  ügilo,  que  todos  les 
miembros  de  la  familia  imperial  sabían  la  existencia  de  la  trama. 

Isabel  habia  hecho  participes  de  ella  á  sus  amantes  y  k  sus  amigos. 

Acto  cooiínuo  la  emperatriz  regente  biio  llamar  á  Isabel  y  la  pidió 
«aplicaciones  sobre  los  rumores  que  circulaban. 

Esta,  como  verdadera  bija  de  Pedro  I,  recobró  su  valor  en  una  sh 


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«  NUNOMES 

tuacioa  tan  peligrosa»  y  cuando  ia  emperatriz  acabó  de  hablar,  la 
dijo: 

—Basta,  señora ¡Esas  son  calumnias  que  ofenden  mi  fideli- 
dad hacia  el  emperador!...  ¿No  basta  que  mis  enemigos. manchen  mi 
reputación  y  me  imputen  toda  clase  de  desórdenes  que  pueden  des- 
honrar á  una  mujer?...  Sin  embargo ved,  sqfiora,  si  no  soy  yo  la 

mas  inconsecuente!  la  mas  frivola  de  todas  las  mujeres  de  este  reino... 

¿En  qué  paso  mi  vida? Amo  el  lujo,  la  ostentación,  las  reuniones 

ruidosas soy  rica,  no  sé  ni  una  palabra  de  los  secretos  del  esta- 
do.,... y  los  que  me  rodean  tratan  de  acomodarse  al  buen  humar  de 
que  disfruto. 

— Ese  cirujano  francés,— repuso  la  emperatriz, —ese  Lestocq  que 
os  sitia  con  sus  consejos  ¿no  es  vuestra  instructor  y  de  quien  os  va- 
léis, por  pura  necesidad,  para  aprender  el  camino  que  conduce  al 
trono? 

— {Infeliz!...  ¿Lestocq?...  ¡Pobre  hombre!... — la  dijo  Isabel  apa* 
reatando  sorpresa.— ¡El,  que  no  se  ocupa  mas  que  en  hacerme  traer 

de  Francia  nuevos  aderezos y  en  arreglar  mis  viajes  y  paseos!... 

i  ¡Lestocq!!.  .  Muy  bien,  señora....  Yed  hasta  donde  llega  el  rencor 
de  mis  enemigos...  Porque  ese  fiel  servidor  me  distrae,  porque  satis- 
face todos  mis  caprichos,  porque  le  amo,  en  fin...  ¡quieren  alejarte  de 
mi  lado!...  Sea...  es  un  sacrificio  que  me  imponen...  pues  bien,  seño- 
ra... se  lo  haré  á  V.  M. 

Isabel  fingió  esta  declaración  con  tanto  talento  y  tanta  naturalidad, 
apoyó  lo  que  decía  con  una  sonrisa  tan  seductora,  con  lágrimas  tan 
elocuentes,  que  la  emperatriz  se  retiró  convencida  y  respondió  á  sus 
cGftfqjeros: 

—Isabel  jamás  ha  conspirado»  no  piensa  mas  que  en  divertirse... 
En  cuanto  á  Lestocq,  es  un  juguete  en  manos  de  su  dama. 

Isabel  acaso  se  tranquilizaría  al  salir  airosa  de  su  empresa ;  pero 
o» le  sucedió  lo  mismo  á  Lestocq. 

Semeja  o  los  caracteres  son  de  una  vivacidad  indecible  y  tratan  de 
someterse  por  mil  medios  á  un  régimen  de  vida  que  anticipadameate 
se  han  trazado. 

—Será  muy  posible,— decía  Lestocq,— que  la  desconfianza  de  la 
emperatriz  se  encuentre  adormecida;  pero  mi  prudencia  me  hace  ve- 


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1* 

Ur üu  conspirador  sospechoso  está  descubierto  á  medias  w...  y 

pees  qae  en  este  momento  Dada  sospechan  de  mí,  en  este  mismo  ios»* 
tule  es  cosido  conviene  trabajar. 

Acto  continuo  tóela  á  casa  de  Isabel,  y  la  encuentra  ocupad*  en 
las  preparativos  da  una  mteta  fiesta,  completamente  satisfecha  del 
resaltado  de  sn  entreviste  con  la  emperatrix. 

Al  verle,  se  sonrió  y  tendiéndaiela  mano  le  dijo: 

— Lestocq,  boy  be  saltado  todo  cnanto  poeeeis;  asi* pues,  reme 
«Are  nosotros  la  mas  completa  alegría. 

— Sefora,— la  dijo  el  confidente,— tos  no  habéis  saltada  cosa  al» 
§am  atselutamcate  nada...  Creéis  qiene  se  traíame»  que  de  perder 
wk  (nao  y  tenéis  bastante  fileeofia  pm  resignares  á  ello;  per*  mi  fr» 
leaofia  no  llega  hasta  poder  hacer  frente  á  las  consecuencias  de  taee~ 
Isa  mdiecrecfcn..,  Sí  han  sospechado  de  toa,  á  mi  me  juigarán;  si 
tea  babsis  sido  reprendida,  yo  aeró  condenado;  y  en  fia,  si  vos 
sais  desterrada,  yo  seré  qnemado  tito. 

babel  trocé  a*  sonrisa  en  naa  alegre  carcajada* 

-  A  fiiss  graeiea,— dijo  ella,— «o  ha  sido  nada...  y  podeam  ti* 
tir  tranquilos. 

— Oirídsñs  om  cea*,  salera.  No  selameale  habéis  hablado,  sino 
qae  habaia  escrito;  no  solamente  hatais  sido  denunciada,  sino  que 
seréis  cantidad  confesa.  Vamos,  sefiora,  ea  preciso  qie  hoy  jogue- 
meed  todo  per  el  todo.  * 

—  iQué  decís!...  ¿Aun  no  se  ha  terminado  este  asunto? 
—Abara  empipia  ..escuchadme.  Os  han  acusado,  y  toa,  sefiora, 

bonreis;  pero  yo  sé  lo  qne  me  aguarda.  Por  eso  quiero  que  dividáis 
conmigo  lo  que  me  depare  mi  buena  ó  mi  mala  estrella...  De  noso- 
tros des  es  la  tras*,  para  noaotvos  dos  serán  sus  resultados.  Ahora, 
aeOora,  como  tentadero  nigromántico  os  haré  w  loa  destines  que  * 
m*  están  reservadas. 
Tomé  una  pluma  y  traaé  4  un  lado  una  corona,  y  en  otro  «aa 


— Eseoged— la « 

—¿Qné  queras  derir?— te  contestó  Isabel,  (toa  de  al.— |Un  tro- 
■oy  nasupliciel... 
—SI,  salera...  esta  noche,  si  qnoreie,  oaeínaaao  tai 


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14  PMSIOftKS 

bir  á  ubo...  Mañana,  sí  no  queréis  seguir  mis  consejos,  subiremos 
los  dos  al  otro. 

Isabel  miró  fijamente  al  hombre  que  se  alrevia  á  hablarla  asi. 

—Es  irrevocable...— dijo  Les  loe  q. 

Entonces,  la  joven  hija  de  Pedro  el  Grande  prescindió  de  su  in- 
dolencia y  montó  á  caballo. 

Lestocq  habia  trazado  de  antemano  el  plan  completo  de  la  insur- 
rección y  trataba  de  trocar  en  una  hora  la  suerte  del  imperio. 

Isabel  se  dirige  acto  continuo  al  cuartel  del  regimiento  de  Preo- 
brangenski,  defensor  de  su  causa. 

Arenga  á  los  soldados  y  se  dirigen  sin  titubear  ni  un  solo  instante 
hacia  el  palacio,  habitado  por  el  regente,  por  su  esposa  y  el  joven 
emperador. 

Los  dos  primeros  fueron  hechos  prisioneros;  inmediatamente  la 
ciudad  se  rinde;  se  entrega  á  discreción,  y  las  principales  posiciones 
se  ven  ocupadas  por  las  tropas. 

En  efecto,  Isabel  es  emperatriz;  pero  no  le  falta  mas  que  la  con- 
sagración hereditaria  de  esta  usurpación  que  nadie  ha  tenido  tiempo 
de  prever. 

Pero  para  que  herede  el  trono  es  preciso  que  el  emperador  haya 
muerto;  y  el  emperador,  de  edad  de  quince  meses,  duerme  tranqui- 
lamente en  su  cuna  de  púrpura. 

Isabel  penetra  en  la  regia  estancia,  y  descorre  las  colgaduras  de 
la  cama. 

Su  arrugado  entrecejo  revela  la  preocupación  de  esa  feroz  ambi- 
ción; fiebre,  cuyos  accesos  ciegan  y  enloquecen. 

Detrás  de  La  usurpadora  se  presentan,  con -espada  desnuda,  ó  con 
puñal  en  mano,  aquellos  fieles  caballeros  que  han  derribado  el  trono 
en  el  espacio  de  algunos  minutos. 

Gomo  Isabel,  también  los  caballeros  miran  al  niño,  y  le  rodean, 
dispuestos  ¿  degollarle  á  la  mas  mioima  señal. 

Isabel,  inmóvil  ante  él,  duda;  y  el  regio  niño,  á  quien  habían  acos- 
tumbrado á  hacerse  besar  la  mano,  la  presenta  sonriéndose  &  su  ene- 
miga, quien  se  encuentra  desarmada  con  semejante  manifestación  y 
le  concede  la  vida. 

Aunque  condenado  i  un  encierro  perpetuo,  le  estaba  reservada  á 


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MOMIA.  IS 

erta  criatura  ana  maerte,  dm  horrorosa  aun  que  ia  que  debió  sufrir 
es  n  bis  tierna  edad. 

Bb  1141,  foé  cuando  Isabel  subió  al  trono»  conquistado  por  la  an- 
dada de  Leslocq. 

Dno  de  sus  primeros  actos  fué  declarar  que  durante  su  reinado  na* 
die  aería  sentenciado  á  la  pena  de  muerte;  pero  la  Siberia  existía  co- 
no siempre,  y  muy  en  breve  Lestocq  debía  apercibirse  de  ello,  aun- 
que  antea  que  él,  una  tentativa  de  conspiración  facilitó  á  los  rusos  la 
aoasioa  de  saber  lo  que  significaban  la  declaración  de  Isabel  y  su 
pretendida  clemencia. 

A  los  conspiradores  de  dicha  trama  que  fueron  descubiertos,  se 
las  sentenció  á  recibir  el  knout,  á  cortarles  la  lengua  y  á  ser  tras- 
portados ¿  Siberia. 

Entre  ellos  se  encontraba  una  mujer,  célebre  por  su  bollen,  cuyo 
titulo  y  nombre  eran  la  princesa  Laponkin. 

Isabel,  celosa  de  la  hermosura  de  esa  mujer,  la  hizo  tratar  coq 
■«cha  mas  crueldad  que  al  resto  de  los  conspiradores. 

A  esa  desgraciada  que  basta  entonces  había  pasado  toda  su  vida 
m  el  lajo  y  la  ostentación,  y  qae  solo  de  esto  se  ocupaba,  la  sorpren- 
den ca  so  palacio,  y  laxonduceo  á  la  plaza  de  las  ejecuciones. 

Alti,  en  presencia  del  inmenso  geolio  que  la  rodeaba,  la  hicieron 
pedazos  su  vestido;  la  descubrieron  el  pecho;  uno  de  los  verdugos  la 
cogió  violentamente  por  los  brazos;  se  la  echó  á  su  espalda;  la  volvió 
hacia  atrás;  se  inclinó  y  espuso  su  pesada  y  triste  carga  á  los  golpes 
de  otro  verdugo. 

Este  se  adelanta,  armado  con  un  látigo  de  largas  y  anchas  correas 
de  cuero,  cuyas  eetre*idades  babian  sido  empapadas  en  leche  y  vuel- 
tas 4  secar  para  que  fuesen  mas  cortantes. 

Azota  sin  piedad,  desde  el  cuello  hasta  la  cintura,  el  delicado  cuer- 
po de  la  desgraciada  que  en  breve  no  era  otra  cosa  sino  un  calado  de 
girones  ensangrentados. 

Termibada  esta  fatal  ceremonia,  se  la  arrancó  la  lengua  y  se  la  en- 
vióáSibcria. 

Sin  «barga,  Isabel  se  había  mostrado  mu  compasiva  que  sus 
predecesores,  porque  había  suprimido  el  suplicio  de  la  rueda,  el 
da  la  barra  da  hierro  por  loe  lujares,  el  de  ser  enganchado  por 


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16  IWB10MS 

ladcostittab,  y  también  el  de  enterrar  vivas  i  I»  mujeres  bomicF» 
das. 

Lestoeq,  per  su  ligereza  en  tratar  los  negocies  y  por  la  importancia 
que  supo  conquistarse,  se  creó  muy  en  breve  peligrosos  enemigos  en 
la  corte. 

El  mayor  de  todos  y  el  mas  poderoso  fué  Besfuchef,  primer  minis- 
tro, que  poseía  entonces  toda  la  confianza  de  la  emperatriz. 

Bestacfaef  hizo  condenar  á  Lestocq  por  haber  aceptado,  con  anuen- 
cia de  Isabel,  ona  cantidad  de  manos  de  un  estranjero  muy  rico,  que 
había  ayudado  á  colocar  la  corona  en  la  cabeza  de  la  emperatriz. 

Ante  bus  jueces  Lestocq  mostró  firmeza,  ánimo  y  orgullo. 

Eligiéndole  Bestuchef  qae  apreciase  el  valor  de  aquella  sama: 

—No  lo  sé,— le  contestó  sonriéndose  á  medias;— io  be  olvidado, 
pero  podéis  preguntárselo  á  la  emperatriz. 

Su  esposa  y  él  perdieron  lodos  sos  bienes  y  fueron  enviados  á  Si- 
baria. 

Isabel  le  libró  de  la  pena  del  knottt. 

El  marido  y  la  esposa  fueron  encerrados  en  diferentes  sitios,  negán- 
doles al  mismo  tiempo  el  permiso  de  podarse  escribir  mutuamente. 

Se  les  asignaron  doce  libras  cada  dia  para  su  manutención;  pero  el 
ofioial,  encargado  de  vigilarles,  no  les  entregaba  cantidad  ninguna,  y 
por  consiguiente,  los  dejaba  espuestos  á  ana  miseria  desastrosa. 

La  habitación  de  Mad.  Lestocq  consistía  en  un  solo  cuarto  adorna- 
do con  algunas  sillas,  ana  mesa,  una  estafa  y  una  cama  sin  cortina- 
jes, compuesta  de  un  jergón  y  de  una  manta. 

Las  sábanas  de  su  desgraciado  lecho  no  sé  mudaron  dos  veces  en 
el  espacio  de  un  alio,  y  estaba  vigilada  por  cuatro  soldados  que  dor- 
mían en  su  mismo  aposento. 

Esta  desgraciada,  despojada  de  cuanto  poseía,  procedente  de  una 
familia  distinguida  de  Livonfe  y  antigua  dama  de  honor  de  la  empera- 
triz, se  veia  obligada  á  solicitar  que  los  soldados  jugasen  con  ella  á  los 
naipes,  con  la  sola  esperanza  de  poder  ganar  algunos  sueldos. 

Un  dia,  á  consecuencia  de  las  reconvenciones  algo  duras  quizás 
que  dirigió  al  primer  oficial  déla  guardia,  este  infame  se  acercó  á 
ella  y  la  escupió  en  el  rostro. 

Entre  tanto,  Lestocq  se  paseaba  de  calaboto  en  calabozo. 


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11 
PvtMme,  Us  éee  esposos  cemigtieren  alar  r^^ 


fim  estaona  especie  de  fortaleaa,  y  de  ella  un  peqoeflo  jardín  y 
uías  habitaciones  fueron  puestas  i  disposición  de  aquellos. 
Mad.  Leetocq  era  la  qoe  Iraia  el  agua,  amasaba  el  pan,  hacia  la 
vw  y  lavaba  b  rapa. 
El  destierro  de  ambos  doré  catorce  alies. 
Fedvo  m,  el  desgraciado  esposo  de  Catalina  II,  les  hiio  vdver  á 
m  Manborgo,  é  inmediatamente  entró  Lestooq  en  posesión  de  sos 
y  de  sa  palacio;  pero  sos  muebles  y  sus  alhajas  hablan  sido 
i  de  sos  enemigos,  quienes,  dividiéndoselos  entre  sí,  hablan  ador- 
i  ellas  sos  estancias. 
A  «ata  época  era  ya  septuagenario,  y  con  el  traje  de  Mougilt  (1), 
ea  decir,  eaMerto  oen  ana  piel  de  carnero,  el  infeliz  anciano  volvió  á 
vnr  ta  ciudad  en  que  había  dispuesto  de  una  corona. 

Aagidec*  la  corle  por  Pedro  III,  hablaba  libremente  de  sn  desfor- 
ra y  de  loe  malea  qie  habia  sufrido  en  él. 
Advirtiéronle  los  amigos  so  imprudencia  y  el  peligro  4  que  estaba 
;  pero  m  hito  caso  alguno. 

obtenido  ya  del  emperador  una  pensión  de  7000  roblos  (I), 
►  oí  dta,  quejándose  de  haber  sido  despojado  de  sus  alhajas  y 
de  sos  mo'Mes,  y  demostrando  sumo  disgusto  al  ver  á  los  raptores 
orgollosamenle  sos  despojos  á  su  vista,  le  dijo  Pedro  III 


—Pues  bien ee  autorizo  para  llevaros  todo  lo  que  reconozcas 

fM  pwde  haberes  pertenecido,  en  cualquiera  parte  donde  lo  encon- 
tréis, aooqoe  aea  en  mi  palacio. 

Léele rq  tomé  per  le  serie  este  permiso»  y  mas  de  una  vez  se  le 
vié  en  les  palacios  de  les  noMes  seQalar  como  suyos  muebles  y  cua- 
dres, y  bacerias  llevará  socase,  á  pesar  de  las  reclamaciones  de  sos 

Balodié  logará  varios  escándelos;  pero  con  ellos  Lestocq  dlver- 
tiaeq  alto  grado  á  so  soberano  y  seSor  Pedro  III. 
A  oe— tenencia  del  relato  de  una  de  estas  aventuras,  el  anciano  se 


i     Labrador,  aldeano,  lugareAo,  hombre  del  campo. 

Si  ralor  de  cada  rtiWo  <*  de  18  reates  vellón. 


u 


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ii  rwtotm 

aprave<A<Mel  bnep  bflflwde sp duelo,  y  recordando  ow habilidad 
la  costumbre  que  habia  adquirido  de  hablar  de  todas  las  cosas  ow 
una  libertad  que  se  estragaba  en  la  corte,  aüadió  con  voz  conmo- 
vida: 

—Mis  enemigas  no  dejarán  de  aprovecharse  de  la  mas  mínima 
ocasión  para  enemistarme  con  V.  M. ;  pero  yo  espero  que  dejareis 
chochear  y  morir  tranquilamente  4  un  anciano  á  quien  no  le  quedan 
ya  mas  quo  algunos  dias  de  vida. 

£n  efecto,  Leslocq,  que  há^a  lo»  últimos,  dias  de  su  vida  había 
cesado  de  frecuentar  la  corle,  murió  en  su  lecho  en  1767,  diciendo: 

— j  Morir  es  muy  fácil.. .  cuando  se  ha  vivido  en  Siberia  1 . . . 

Uno  de  los  primeros  actos  del  reinado  de  Pedro  III  que  sucedió 
en  1761  á  su  lia  Isabel,  fué  perdonar  á  los  desterrados  á  Siberia; 
es  decir,  á  los  personajes,  influyentes  por  su  importancia  y  naci- 
miento. 

Entre  (filos  se  encontraban  Munich  y  Biron,  esos  implacables  riva- 
les eu  quienes  ni  la  edad  ni  la  desgrana  habían  podido  estinguirci 
odio  mutuo  que  se  profesaban» 

La  primera  vez  que  volvieron  á  verse  después  de  un  largo  cauti- 
verio, no  fué  copo  en  otro  tiempo  á  las  puertas  de  una  prisión,  sino 
en  medio  de  la  corte,  en  los  salones  llenos  de  cortesanos,  y  en  pre- 
sencia del  emperador. 

Este  los  llamó  y  quiso  que  bebiesen  juntos. 

Trajeron  tres  vasos. 

Pedro  topó  uno;  hizo  una  señal  &  los  dos  ancianos  para  que  le 
imitasen,  y  obedecieron  sin  hablar,  fijos  sus  ojos  en  los  de  su  dueño  y 
sefior. 

JJu  esta  instante,  m  acercó  una  persona  al  emperador  y  te  habló  al 
oído;  Pedro  III,  distraído  por  esta  interrupción,  se  dio  prisa  el  apu- 
rar sn  vaso  y  salió  precipitadamente  para  dar  una  orden. 

Los  dos  rivales  quedaron  inmóviles  y  mudos  en  presencia  el  uno 
del)  otro ;  y  por  un  movimiento  espontáneo,  dirigieron  sn  vista  hacia 
la  puerta  por  la  cual  habia  desaparecido  el  emperador. 

algunos  instantes  después,  un  mismo  pensamiento  les  convenció  de 
que  Pedro  III  los  habia  echado  en  olvido;  y  entonces,  dirigiendo  su 
vista  con  fiereza  el  uno  sobre  el  otro ,  se  cruzaron  sus  miradas  con 


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di  mor*.  19 

de  odie  y  de  amenaza,  dejando  los  vasos  fíenos  y  vol- 
viéndose las  espaldas. 

También  había  vuelto  con  elfos  la  desgraciada  princesa  Laponkin, 
deopaes  de  00  cautiverio  de  diez  y  ocho  años  ;  y  aunque  se  conser- 
vaba hermosa,  no  hizo  mas  que  aparecer  en  Va  corte,  porque  citando 
qaería  tartamudear  afanas  palabras,  recordaba  et  horrible  suplicio 
impoerto  por  Isabel. 

Solo  bajo  secreto  y  con  macho  misterio,  estos  desgraciados  podían 
caabr  á  aquellos  de  sos  amigos  que  vívian  aun,  lo  que  habían  sufri- 
do ca  la  Siberia. 

Oto  de  ellos,  Golovkin,  que  habla  gozado  en  el  reinado  preceden- ¡ 
le  de  cierto  favor  instantáneo,  había  sido  trasportado  con  sa  esposa ' 
á  la  eslremidad  asiática  del  imperio,  y  encerrados  en  un  calabozo  ba- 
jo la  vigilancia  de  na  carcelero,  que  tenia  orden  de  no  perderlos  de 


B  pesar  mató  á  so  esposa  en  sus  brazos,  y  mostrándole  el  cadá- 
ver al  carcelero,  este  le  respondió :  ' 
órdenes  qoe  tengo  son  de  no  dejar  entrar  ni  salir  nada,  ni  á ' 


Daraata  algunos  meses,. el  cadáver  permaneció  con  et  prisionero r 
ea  el  ensoto  calabozo,  hasta  que  llegó  la  orden  de  San  Pefersburgo 
para  qoe  se  sacase  de  allí  y  se  le  dieae  sepultara. 

,  ahora  hemos  visto  que  el  destierro  en  Siberia  era  la  cense- 
continua  y  natural  del  favor  y  del  crédito. 
■abo  aa  hombre,  para  quien  ese  destierro  llegó  á  ser  un  maftan- 
fial  de  fortuna.  ' 

K*e  hombre  era  Gregorio  Orloff,  gefe  de  esa  familia  tan  célebre 
por  aa  elevado  raogo  y  por  sos  crímenes,  y  nieto  de  un  oscuro  sóida* 
áadelosStrelitz. 

Edecán  del  gran  maestre  de  artillería,  Gregorio  Orloff  había  sabi  -  ' 
do  granjearse  la  voluntad  de  la  princesa  Konrakin,  dama  de  aquél. 
Loa  amaates  fueron  engallados  alevosamente  y  Orloff  sentenciado 
á  ir  a  Siberia  á  ret eaionar  sobre  las  consecuencias  de  su  Hielte;*1 
lo  al  reíala  de  esta  aventara  llegó  á  oídos  de  la  emperatriz  Ca- 
li, quien  se  creyó  vencedera  y  se  vanagloriaba  por  haberle 
paitado  eoe  amale  i  la  hermosa  Konrakin. 


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Qrloff  tenia  cuatro  hermanos,  y  todos  cuatro  eran  aeidad+e  co* 
moól. 

De  acuerdo  con  Catalina,  conspiraron  contra  k  vida  de  Pedro  111, 
y  como  todo  el  mundo  sabe,  Alejo  Orloff,  uno  de  los  hermanos,  y  otro 
sugeto  llamado  Feplof,  fueron  los  que  asesinaron  al  desgraciado  prín- 
cipe, seis  dias  después  de  haber  abdicado. 

Con  este  famoso  crimen,  dio  principio  el  reinado  de  fea  inolvidable 
Catalina  II. 

Inmediatamente  después  de  subir  al  trono,  anulé  el  edicto  dado  por 
Isabel,  en  que  prohibía  la  aplicación  de  la  pena  de  muerte.  En  los 
primeros  afies  de  su  reinado  tuyo  que  contener  diversas  conspira- 
ciones, cuyos  principales  autores  fueron  enviados  h  Siberia;  y  si- 
guiendo el  uso  ordinario  en  esta  corte,  se  afiatjió  al  número  de  ellos 
los  que  habían  tenido  parte  en  la  elevación  de  la  emperatriz  ai  trono. 

Después  que  ella  misma  habia  conquistado  el  poder  por  medio  de 
una  conspiración  y  de  un  asesinato,  le  irritaban  en  estonio  las  ma- 
quinaciones trama  las  contra  ella,  y  puso  en  juego  para  ¡«pedirlo 
lqs  medios  mas  odiosos  de  tiranta. 

En  esta  misma  época,  cuando  el  imperio  se  encontraba  bajo  4} 
terror  de  espías  civiles  y  militares,  cuando  el  secreto  de  las  cartas  era 
violado,  cuatdo  la  correspondencia  de  las  potencias  extranjeras  no-se 
respetaba;  en  una  palabra,  cuando  se  practicaba  todo  aquello  que  la 
desconfianza  de  una  mujer  recelosa,  oscilada  por  los  numerases  fa- 
voritos que  se  sucedían  rápidamente,  puede  imaginar  de  deshonroso 
para  sus  vasallos,  Catalina  blasonaba  en  apariencia  de  los  principios 
de  libertad  y  filosofía. 

Pensionó  á  los  sabios  y  &  los  escritores;  compró  la  biblioteca  de 
Diderot  y  la  hizo  venir  á  su  corte;  tuvo  correspondencia  con  Voltaire 
y  le  propuso  &  Alembert  que  viniese  k  continuar  en  su  capital  la  im- 
presión de  la  Enciclopedia,  paralizada  en  París  por  la  censura  de  la 
Sorben*. 

J5n  los  desiertos  de  la  Siberia  y  en  el  interior  de  sus  minas  pere- 
cían muchos  desgraciados,  que  no  solo  ignoraban  el  crimen  que  no 
habían  cometido,  sino  también  el  protesto  dado  á  su  destierro;  pero 
el  nombre  de  la  emperatriz  figuraba  en  primera  linea  ea  las  lisias 
de  suscríciones  abiertas  en¿f*vor  <d#  los  Calas  y  de  los  Sirven. 


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9KHMTA.  « 

partkariar  i  Votteire  pasa  esta  frase  sentimental,  que, 
>  ascrili  por  n  mano  y  dicha  por  si  boca,  no  era  mas  que  una 
odiosa  y  repugnante. 

!  dar  áMpréjmo  «a  poeo  de  lo  que  $e  tiene  én  dema+ 
oim;  mmtmi  ie  temar  ftifiíurss,  siendo  obelado  del  género  fiemume  f 
defensor  de  te  taonnrio  oprimid*. 

*,  algunas  too*  loo  instintos  de  generosidad  abrían 


Di  jaren  oficial  llamado  Tschoglokoff,  pariente  del  difunto  Ciar, 
hatea  intentado  asrunaria;  oontoatóos  con  desterrarte  4  Siberia,  y 
m  tarde  admitió  entre  ios  damas  de  honor  á  la  hija  de  aquel  ofr> 
mol. 
Mateo  asuntas  de  Poloaia,d<l)tspo  de  ftacov*^ 

faenm  enriados  por  seis  ales  4  Siberia,  por  haker  fal$** 
condmcUÁlo  djfmdad  de  te  Csarina. 
peraoe,  no  habían  sido  del  ansa*  parecer  respecto  4  la 


b  época  anterior  habían  aparecido  sucesivamente  algunos  inlrt- 
gaalea,  que  dándose  el  nombre  de  Demetrias ,  quisieron  baooree  *pa- 
sar  por  arte  infortunado  príncipe. 
Ana  viviendo  Catalina,  un  aimpteoosaeo  so  biso  pasar  por  ot  ées~ 
>  Pedro  ID,  y  obtuvo  grandes  triunfos  puesto  á  la  cubeta  4o* 
do  Jaik,  que  se  habían  subiendo, 
td  Jeurika  Pugatacheff,  qaa  así  se  Domaba,  reunió  bqo 
•  un  numeroso  ejército,  al  cual  se  agregaren  también  algu- 
nas desgraciadas  do  las  minas,  y  por  momentos  taa  solo  hko  ten»* 
btar  4  Catalina  en  so  regio  asiento, 
flabia  bocho  acolar  monedas  con  su  busto,  donde  se  Man  calas 


Pedro  lU,  mpmvhr  4$  todos  tes  Jimias. 

T  ea  el  rofeno  esta  inacripoteo: 

BedmiomMnUor. 

Desde  1713  basta  1775  représenle  si  papel  con  bastante  doúto; 
pero  vencido  en  una  batalla  decisiva,  la  traición  de  Iros  da  sos  te* 
átenles  lo  entregó  á  la  emperatriz 

Fué  conducido  á  Moscón  en  una  jaula  de  hierro;  sentenciado  4  cor. 


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u  nmom 

Finalmente,  unta  tradtooion  de  Peffendorf  sufrió  correcciones  y 
supreeionéf,  que  el  atóme  Pedro  el  Grande  en  otro  tiempo  encon- 
traba injustas  y  ridiculas;  y  el  autor  de  este  estúpido  rigor  era 
la  majar  que  sentaba  cono  principio  de  administración  esta  má- 
xima: 

Vwir,  y  dejar  ucribir. 

Ya  hemos  citado  mas  arriba  el  ejemplo  del  poeta,  castigado  por 
augurar  demasiado  bien  de  los  sentimientos  del  emperador  Nicolás; 
pero  ved  aquí,  sin  embargo,  un  ejemplo  mas  atroz  de  despotismo, 
dado  por  Pablo  I,  padre  de  ese  mismo  Nicolás. 

La  elevación  de  Pablo  al  trono  dio  principio  con  notables  mejoras 
y  coa  sabias  y  acertadas  medidas;  aunque  á  las  buenas  intenciones 
realizadas  ya  por  el  emperador »  el  agradecimiento  público  tuvo  per 
conveniente  añadir  otras. 

Se  esparció  el  rumor  por  la  ciudad  de  que  el  gobierno  pensaba  en 
fin  en  mqjorar  la  suerte  de  los  aldeanos;  pero  este  proyecto,  que  se 
habia  tratado  de  realizar  en  tiempo  de  Catalina,  babia  quedado  sin 
ejecución,  como  otros  muchos. 

Se  deoia  tambto  que  iba  á  publicarse  un  ücase  (1) ,  poniendo  tér- 
mino al  poder  ilimitado  de  los  dueños  y  señores  contra  los  siervos  y 
esclavos. 

Un  joven  oficial,  que  en  su  entusiasmo  se  babia  constituido  prego- 
nero activo  de  esta  noticia,  fué  preso  de  repente. 

Por  este  hecho  fué  condenado  á  muerte  por  el  senado  de  San  Pe- 
tereborgu;  y  este  desgraciado  debtó  sufrir  primero  la  degradación; 
en  seguida  el  knout;  y  por  áltimo  fué  sentenciado  para  toda  su  vida 
á  tas  trabajos  forzados  de  las  minas,  en  caso  de  que  sobreviviese  al 
suplicio  del  knout 

-El  fallo  fué  contornado  por  Pablo  I. 

Esta  fué  la  primera  sentencia,  á  la  cual  se  dio  la  publicidad  de 
un  Uease,~y  les  rusos  debían  darse  con  ella  por  advertidos. 

Desde  este  momento,  Pablo  I  se  entregó  á  toda  clase  de  exagera- 
ciones, hgas  de  una  imaginación  capricho»  y  estrafagante  como  la 
suya. 

(1)    Edicto  expedido  por  etaobéttAo  d*  Au»¡«. 


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temo*.  u 

teaesotigoe  ia^miste*  se  eecedtaa  4  la»  wxmwm*  m  mu- 
yo; y  *i  breve  do  bobo  nadie  en  el  imperio  qoe  se  creywe  safare 
da  su  tranquilidad  y  condición. 

Cm stioneo  meramente  da  etiqueta  cementada*  par  días»  fueron  las 
causas  da  castigos  los  «as  atracas* 

Doce  pdooeses,  por  haber  fallado  al  respeto  y  á  laf&Udadjwvda 
i  5.  ií.  moscovita;  es  decir,  por  no  babor  sido  pródigas  en  sas  sa- 
ladas, fueron  sentenciados  ¿  perder  la  nariz  y  las  orejas  y  á  pasar  el 
reste  de  sos  días  en  lo  iolarior  de  la  Siberia. 

Algún  tiempo  antes,  babiase  visto  á  Pablo  l  reunir  oon  cierta  gr* 
vedad  an  consejo  de  caballerizos  en  las  cabaUeriías  mismas  da  su  pa- 
lada y  hacer  qm ellas ufemos  sentenciasen*  na  caballo  fcquere- 
ri'aasa  eaareaU  golpes  de  oanito,  por  d  crimen  de  baber  tropeada 
can  ¿i. 

Bqje  d  reinado  de  so  sueeaer  Alejandro,  se  hirieron  algunas  ten- 
lalivts  para  mejorar  lasnerle  de  los  siervos;  pero  en  breve  fueron 
afcandMudat,  poique  las  guairas  con  Napoleón  y  con  la  Francia  ocu- 
paban la  atención  dd  emperador. 

En  esto  retando  haba  algunos  destérralos  i  Siberia;  pera  no  se  *ió 
ya,  cama  en  el  siglo  anterior,  ese  gran  número  de  personaos  impera 
Untes  que  pasaban  iamadjaiamsnte  dd  rango  mas  elevado  y  gotande 
degraa  favor  en  la  corte,  i  las  mas  miserables  condiciones  y  sujetos 
4  sufrir  todos  los  tormentos  dd  destierro. 

Sin  earimrgo,  aon  hubo  a'gonos,  y  entre  dios  une  de  loa  ministros 
deAk)iadr»,qne,  sdiendo  del  gabinete  dd  emperador,  quien  le  habia 
hablada  con  singular  afabilidad,  fué  sorprendida  por  un  Feidjoger  (1), 
*b*,  oía  dejarte  entrar  en  sn  pelacia,  te  candujo  en  detectara  á  Si- 
beria. 

Edrak»  ¡afd¡ase  que  durunte  cate  veiimdofMfM  aententiedtt  4 
mm  destierro,  bobo  ua  gran  n Amere  de  poloneses. 

Le  estaba  reservado  al  emperador  Nicolás  inaugurar  su  reinado 
om  esta  dase  de  ejecuciones,  cuyas  vfetiau*  viven  hoy  dia  eo  el  in- 
terior da  ta  Siberia. 

A  U  muerta  dd  emperador  Alejandro,  Nicolás  subid  al  trono,  i 


tu 


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consecuencia  de  la  abdicación  hecha  por  m  hermano  el  gran  duque 
Constantino. 

Estalló  una  violenta  revolución. 

También  era  una  especie  de  motín  de  cuartel,  semejante  á  los  que 
en  el  siglo  precedente  se  habían  visto  varías  veces  coronados  del  mas 
completo  éxito. 
*  Eeta  vez  el  resultado  fué  muy  distinto. 

Al  recibir  la  noticia  de  la  revolución,  el  nuevo  emperador  y  su  es- 
posa bajaron  á  la  capilla;  y  allí,  solos  y  en  presencia  de  Dios,  se  ju- 
raron el  uno  al  otro  morir  como  soberanos,  en  caso  de  no  quedar  co- 
mo dueOos  y  señores  de  la  revolución. 

Acto  continuo  levantóse  el  emperador;  abrazó  á  su  esposa;  hizo  la 
teflal  de  la  cruz  y  se  presentó  en  medio  de  la  plaza,  frente  ¿  frente  de 
los  regimientos  revolucionados. 

A  su  vista,  comenzaron  á  gritar  y  entró  en  las  filas  el  desorden. 

El  momento  era  decisivo. 

Nicolás  se  dirige  sin  vacilar  á  los  soldados,  intimándoles  que  vol- 
viesen á  sus  filas. 

Obedecieron  y  después,  en  el  instante  mismo  de  pasar  revista  á  los 
regimientos,  el  príncipe,  con  ronca  voz  y  centelleantes  ojos,  les  dijo  á 
los  revolucionados,  medio  vencidos  ya  con  sus  miradas: 

—»f  De  rodillas! 

Todos  doblaron  su  cerviz  y  sus  rodillas.  < 

El  motin  había  terminado. 

Los  jefes  que  se  hallaban  ocultos  no  se  atrevieron  á  presentarse  y 
los  soldados  se  dejaron  diezmar. 

Nicolás  volvió  al  lado  de  la  emperatriz;  y  á  su  vista,  esta  mujer, 
que  no  esperaba  verle  mas,  le  abrazó  sin  proferir  una  palabra. 

Entonces,  el  emperador  ¿  su  vez  se  sintió  desfallecer;  su  valor  pa- 
recía abandonarle  y  cayó  en  brazos  de  uno  de  sus  servidores,  lucién- 
dole: 

—{Qué  principio  de  reinado! 

La  emperatriz,  á  consecuencia  de  esta  terrible  escena,  adquirió,  co*- 
mo  recuerdo  de  ella,  un  temblor  nervioso  en  la  cabeza,  el  cual  le  du- 
ró siempre  hasta  la  hora  de  su  muerte. 

La  emperatriz  Alejandra  Foedorowna,  esposa  de  Nicolás  y  madre 


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ti 

4H  emperador  actual  de  (odas  la*  Rusia*,  fattecid  en  Ni»,  ciudad 
marítima  del  Piamonte,  el  año  de  1860. 

Cátodo  Nicolás  paso  término  al  molió  de  qué  acabamos  de  hablar, 
Haróroo  los  castigos. 

El  deslierro  de  la  Stberia  se  encargó  de  castigar  4  los  soldados,  y 
las  mas  culpables  fueron  ahorcados  iomediatameftte. 

El  principe  Froubelzkvi,  joven  aua  y  ano  de  los  jefes  de  la  trama, 
que,  Tiéndela  frustrada,  babia  Tenido  á  toda  prisa  al  oslado  mayor  á 
prestar  juramento  al  noevo  emperador,  se  sintió  desfallecerán  varias 
anéaum;  se  refugié  inmediatamente  eo  el  palacio  del  ministro  d? 
¿a*<ria9  donde  el  conde  de  Nesselrode  le  bizo  reclamar  por  orden  del 
aa^erator;  fué  condenado  á  pasar  catorce  artos  en  los  Irabajos  forza- 
das del  interior  de  las  minas  del  Oural,  y  el  resto  de  su  vida  en  una 
de  laa  catatas  de  la  Siberia,  poblada  por  malhechores. 

Su  esposa,  hija  de  una  tamba  muy  distinguida,  consiguió  4  fuera* 
de  súplicas  ir  con  el  principe  4  las  minas  de  Siberia. 

Por  último,  los  dos  esposos  se  pusieron  en  camino. 

}SI  simple  viaje  es  un  suplicio,  en  el  cual  sucumbe  mas  de  un 
•enlaciado! 

Las  sen  torneados,  bajo  la  vigilancia  de  un  Feldjmger,  son  traspor- 
tados en  una  Telegn  (1). 

Asi,  caminando  con  la  rapidez  del  relámpago  sobre  rodillos  6  Ira- 
«úsalos  de  madera,  siendo  el  piso  en  doode  giran  dichas  travesados 
lúa  mieaeos  caminos  durante  una  travesía  de  centenares  de  leguas,  no 
tíaua  nadada  estraio  que  mas  de  una  vez  se  hagan  pedaios  por  los 
Iraqpees  que  reciben. 

(Juzgúese  del  estado  de  los  viajeros  en  ese  clima  helado  y  en  se- 
mejante travesia! 

Finalmente,  llegaron  ambos  y  descendieron  4  su  tumba. 

La  esposa  fué  constante  hasta  el  fin  en  tan  sublime  sacrificio. 

En  San  Petersburgo,  en  su  palacio,  eo  medio  de  los  goces  que 
la  riqueza,  loa  dos  esposos  habían  vivido  fríamente  y  sip 


La  desgracia  ooasigutó  reñirlo*. 

4.    ühcíh  ám  mueái  carro*  dtocutotrUi  y  »io  ameUt». 


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«  tnmmmr 

La  princesa  pasé  sus  catorce  aftas  en  las  minas  em  so  marida 
riviendo  como  puede  vivir  na  esclavo. 

El  noble  sentenciado  pasaba  el  día  en  cavar  la  tierra  en  compa- 
ñía de  otros  desgraciados,  cuya  vida,  lenguaje  y  costumbres  gro- 
seras, eran  para  los  do*  esposos  otro  nuevo  so  pitá  o. 

En  esta  tumba,  la  princesa  tu  vo  cinco  hijos,  es  decir,  cinco  esclavos, 
porque  los  infelioes  sentenciados  de  las  minas  no  son  otra  cosa  sino 
unidades  reunidas  bajo  un  solo  número,  pertenecientes  al  emperador. 

Al  cabo  de  siete  afios  de  semejante  existencia,  creciendo  los  hijos 
en  presencia  de  este  nuevo  castigo,  que  se  acrecentaba  cada  dia 
mas,  la  desgraciada  madre  se  atrevió  á  escribir  á  una  persona  de 
su  familia  que  vivia  en  San  Petersborgo,  para  que  implorase  la  cié* 
mencia  del  emperador,  no  para  ella,  si  para  sus  hijos. 

Pedia  que  le  fuese  permitido  enviarlos  &  San  Pefcrsburgo,  ó  & 
cualquiera  otra  ciudad,  con  el  fin  de  que  fuesen  edacados  convenien- 
temente. 

El  emperador  Nicolás  respondió: 

— Los  forzados  de  galeras  y  los  hijos  de  Im  forzados  4$  gakrw. . . 
saben  siempre  lo  bastante. 

Siete  afios  so  pasaron  de  nuevo  sin  reclamación  alguna,  y  la  prin- 
cesa cumplió  hasta  el  fin  tan  admirable  sacriOcio. 

El  tiempo  de  tos  trabajos  forzados  había  espirado,  y  entonces  co- 
menzó para  esta  familia  un  suplicio  peor  aun  que  el  de  las  minas. 

Gomo  todos  los  desterrados  que  se  designan  bajo  el  nombre  iróni- 
co de  Ubres,  el  principe,  con  su  esposa  y  sus  hijos,  fué  enviado  á  ana 
de  las  estremidades  mas  remotas  del  desierto,  skgida  apresamen- 
te por  el  mismo  emperador,  en  un  eilie  cuyo  nombre  no  existe  aun 
en  los  mapas  ó  cartas  geográficas  de  la  Rusia. 

(Esto  es  lo  <f*e  se  llama  en  estilo  administrativo  establecer  una  co- 
lonia! 

Allf  ,á  cien  leguasdefoda  morada,  en  medio  de  íes  nieves  eternas,  de 
inmensos  Iwsqoes,  de  pantanos  helados;  debían  construir  OMcabafle, 
y  buscarse  lo  necesario  para  su  subsistencia  y  la  de  sis  «neo  hijos. 

Echaban  de  menos  su  cavado  agujero  en  lo  hrierior  de  las  minas, 
y  la  admiración  grosera  y  muda,  pero  sincera  al  menos,  de  los  seres 
que  les  rodeaban. 


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ádmkh  como  esclavos  y  sentenciados,  podían  «spqrar  que  los 
raegos  de  la  princesa  enternecerían  el  corazón  del  ¿nuEr*,  como  Ha- 
w  m  Rusia  4  su  duefto  y  señor, 

Shk  confesárselo  mutuamente,  los  do»  esposo*  lo  aguardaban ;  pero 
arrojados  en  lo  interior  de  la  Siberia,  es  decir,  disfrutando  de  mejor 
satrfe,  al  valor  les  faltó  y  el  juate  orgullo  de  la  conciencia  se  estjn* 
guió  por  completo. 

¡Los  hijos  estaban  enfermos;  no  tenían  ausilip  alguno  y  era  preti* 
•o  vivir! 

Ramee  aran  bastantes  para  que  la  madre  paviafe  por  segunda 
ues  á  su  familia  una  carta  dirigida  al  emperador 

En  eata  carta  pedia  la  vida  de  sus  hijos,  y  además  le  dpmaníjal^ 
é  peraiiso  para  podar  vivir  cerca  de  anabólica. 

Laprwiaúdad  i  una  de  las  ciudades  que  vqjelan  bajo  e*e  auety 
glacial,  era  un  favor  que  no  podía  esperar. 

Su  embargo,  la  desgraciada  madre,  tomando  i  Dios  por  testigo 
de  su  conduela,  y  dando  i  conocer  su  grandeva  de  alma,  terpinab* 
«a  misiva  do  este  modo: 

— |Soy  muy  desgraciada  I...  y  sin  embaiyp,  si  fuese  posible  vpk 
verio  k  empemr,  lo  baria  aun 

La  carta  llqgó  por  fin  á  su  destino. 

una  persona  de  su  familia  se  atrevió  á  hacer  el  sacrificio  de  pi$- 
Miar  la  caria  al  emperador. 

Este  la  lomó,  k  leyó  y  dijo: 

—¡Me  estrada  que  se  atrevan  &  hablarme  de  una  frplia,  cuyo  je* 
fe  ha  oeaspirado  etnfra  mil 

Aqoi«¿  fia  este  drama. 

La  familia  del  oandmado  es  poderosa,  freeuopla  los  bailes  de  la 
certa,  y  mu  4e  nao  de  los  miembros  de  dicha  Camilla  se  pregunta 


—¿Por  fué  no  vuelva  la  prineasa  ¿  San  Pelemburgo,  puesto  que 
Mía  no  ha  sido  ¿entongada? 

El  desenlace  de  este  drama  está  en  manos  de  Dios. 

Estos  desgraciados  existen  boy  quizás pero  no  el  emperador. 

Para  probar  la  sangre  fría  que  circulaba  por  las  venas  de  dicho 
emperador  y  pasa. dar  «aa  muestra  de  los  buauos  senümi^ilos  de  que 


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«•  HtlSIOttBS 

estaba  dolado,  diremos  que  cuando  Nicolás  hizo  so  viaje  á  Inglater- 
ra, algunos  poloneses  fugitivos,  de  cuyo  número  está  poblada  una 
gran  parte  de  los  desiertos  de  la  Siberia,  ó  espían  en  lo  interior  de  las 
minas  la  audacia  de  haber  querido  ser  libres,  le  vieron  (ransilar  por 
las  calles  do  Londres ¡riéndose  y  en  completa  tranquilidad! 

Bajo  el  reinado  de  Pablo  I,  Kotzeboe  fué  enviado  k  Siberia;  y  lo 
que  la  razón,  la  justicia  de  su  causa  y  sus  reclamaciones  no  pudieron 
obtener,  una  mala  obra  de  teatro  (i),  una  simple  adulación  grosera, 
lo  consiguió. 

También  tuvo  lugar  á  últimos  del  reinado  de  este  mismo  principe 
un  gran  acontecimiento  que  llegó  á  popularizarse  en  Francia,  por  me- 
dio de  una  novela. 

Mad.  Coltin  (2)  narraba  el  arrojo  y  sacrificio  de  una  joven,  que  se 
atrevió  á  ir  á  pié  á  San  Petersburgo,  á  implorar  el  perdón  de  su  pa- 
dre desterrado  á  Siberia,  y  que  por  último  lo  consiguió. 

Después  de  Mad.  Gottio,  el  conde  Janier  de  Mavitre  ha  hecho  de 
esta  aventura  un  relato  mas  verdadero  y  no  menos  interesante. 

El  verdadero  nombre  de  esta  heroína  era  Prascovie  Loopouloff,  hija 
de  una  familia  noble  de  Ukraine ;  su  padre  establecido  en  Rusia, 
había  servido  con  valor  y  heroísmo  bajo  las  órdenes  del  emperador. 

Se  cree  que  fué  deportado  á  Siberia,  á  causa  de  una  insubordina- 
ción. 

Y  decimos  se  cree,  porque  su  proceso,  lo  mismo  que  la  revisión 
que  fué  hecha  después  del  arrojo  y  sacrificio  de  la  hija,  estaba  secre- 
tamente instruido. 

Vivió  en  Siberia  durante  unos  quince  años,  en  Jschim,  ciudad  si* 
tuada  en  las  fronteras  del  gobierno  de  Tobolsk,  percibiendo  para  vivir 
con  su  familia  diez  (copecks  (3)  diarios,  cantidad  asignada  á  los  sen- 
tenciados á  quienes  no  se  impone  además  la  pena  de  trabajes  públicor. 

Después  de  haber  alcanzado,  si  no  gracia,  al  menos  justicia  para  so 
padre,  la  joven  Prascovie,  que  durante  su  piadoso  viaje  había  hecho 
voto  de  consagrarse  á  Dios  si  tenia  buen  éxito  su  empresa,  entró  en  un 


(1)   £1  antiguo  cochero  de  Pedro  III. 

ft)    En  su  novela,  Ululada  Itabd. 

(3)   El  valor  da  cada  kopec*,  es  ée  d  mar a*  odisea  prúilmatteAie. 


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convento,  donde  no  lardó  en  morir,  &  consecuencia  de  una  tisis  can- 
eada por  las  fatigas  que  había  sufrido  en  su  viaje, 

¡El  dia  de  la  libertad  de  su  familia  fué  también  el  (lia  de  una  sepa- 
radon  eterna! 

Estos  detalles  eran  necesarios,  porque  modifican  algnn  tanto  el  de- 
senlace, macho  mas  satisfactorio,  que  Mad.  Gollin  dio  i  la  novela  de 
Isabel. 

Hace  algunos  afios,  el  hijo  de  un  maestro  de  escuela  llamado  Gui- 

bal,  fué  sorprendido,  preso  y  conducido  á  Siberia.  ¿Por  qué? Lo 

ignoraba  y  no  lo  pudo  saber  nunca. 

Vivía  en  los  alrededores  de  Ourembourg  y  quiso  la  casualidad  que 
na  canción  que  había  compuesto  en  su  destierro  cayese  en  manos 
de  un  inspector. 

Este  se  la  llevó  al  gobernador,  quien  envió  á  su  edecán  para  que 
se  informase  del  nombre  y  de  la  posición  del  desterrado. 

Gnibal  logró  interesar  en  su  suerte  al  edecán  de  tal  modo ,  que 
cnaado  volvió  i  ver  á  su  jefe,  le  habló  favorablemente  acerca  del  co- 
plero. 

En  b¿  ave  fué  perdonado,  y  volvió  a  su  casa  sin  haber  conocido  el 
motivo  de  su  arresto. 

Para  enumerar  aun  una  pequefia  parle  de  prisiones  y  destierros  del 
mismo  género,  era  necesario  consagrar  varios  volúmenes  y  llenarlos, 
no  de  hechos  ó  de  detalles,  sino  de  nombres  y  de  fechas;  y  aun  con 
esto  no  se  sabrían  sino  los  casos  mas  notables,  permitida  su  publi- 
cidad por  los  emperadores. 

Toda  la  Rusia  no  es  otra  cosa  mas  que  una  vasta  prisión,  donde» 
privados  los  hombres  de  toda  espontaneidad,  viven  y  mueren  bajo  el 
yugo  de  la  obediencia  absoluta,  sin  tener  la  conciencia  de  la  libertad 
qne  les  falla,  como  les  acontece  k  los  pájaros  colocados  bajo  la  má- 
qnina  neumática. 

fin  Eosia  la  policio  es  moda. 

Las  minas,  las  fortalezas  y  las  prisiooes  submarinas  de  Cronstadt, 
están  pobladas  desde  el  reinado  de  Alejaodro  y  aoo  desde  mucho  an- 
tes por  hombres  qua  no  se  conocen;  cuya  detención  no  tiene  causa  co- 
nocida; y  que  por  consiguiente,  permanecen  allí  por  no  haber  razón 
alguna  para  librarlos;  pues  como  dice  un  ru*o: 


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It  FHSiOffi* 

-—Si  se  probase  que  habían  hecho  mal  en  prenderlos,  eato  consta 
tairia  ana  cuestión  de  decencia. 

Después  del  aspecto  de  semejante  horroroso  país,  ¿qué  podrá  decir- 
se de  la  Siberia,  es  decir,  del  lugar  donde  son  arrojados  esos  hombres 
reputados  como  indignos  de  la  dicha  de  vivir  en  el  imperio  mfemo? 

Los  raros  ejemplos  de  algunas  sentencias,  cayo  misterio  ha  llegada 
hasta  nosplros,  son  los  motivos  que  existen  para  que  se  pueda  juzgar 
de  la  suerle  á  que  est&n  sometidas  millares  de  victimas  olvidadas, 
que  cada  dia  mueren  para  ser  reemplazadas  por  otras. 

Los  escritores  rusos  ensalzan  la  buena  suerle  de  algunos  senten- 
ciados que  han  llegado  á  conseguir  una  vida  llevadera  en  el  lugar  de 
su  destierro,  á  fuerza  de  industria  y  perseverancia. 

Algunos  han  hecho  suerte;  pero  eslos  ejemplos  no  se  aplican  ni  á 
los  desgraciados  prisioneros  de  las  minas,  enterrados  vivos  en  un  ter- 
reno glacial;  ni  á  aquellos  á  quienes  se  ha  condenado  á  una  soledad 
absoluta  en  loda  la  ostensión  de  la  palabra,  y  sin  relación  con  el  resto 
del  mundo  en  los  sitios  mas  desiertos  de  esa  tierra,  que  toda  ella  no 
es  mas  que  un  desierto;  ni  á  aquellos,  en  fin,  sometidos  á  las  mas  ri- 
gurosas condiciones  de  un  clima  mortífero,  escogido  espresamente  por 
el  emperador  ó  por  sus  ministros. 

Entre  los  desterrados  repartidos  como  el  ganado  en  ese  árido  ter- 
reno, se  ven  algunos  encadenados. 

El  abate  Chappe  refiere  en  su  viaje  á  Siberia  que,  queriendo  hacer 
cavar  la  tierra  á  una  profundidad  de  diez  pies  para  reconocer  hasta 
donde  estaba  helado,  no  podiendo  encontrar  trabajadores)  pidió  al 
gobierno  de  ToboUk  algunos  sentenciados. 

Eslos  miserables  no  tenían  mas  que  un  sueldo  diario  para  vivir. 

El  digno  abale  aumentó  sus  salarios;  y  con  este  dinero  compraron 
aguardiente,  embriagaron  al  guardia  y  se  escaparon. 

El  mismo  abate  Chappe  dice  en  su  obra: 

—Algunos  dias  después,  encontró  los  hierros  de  sbs  cadenas  en  el 
bosque. 

Y  mas  adelante  añade  con  (a  mayor  sencillez: 

—El  gobierno,  no  habiendo  juzgado  oportuno  enviarme  nuevos  tra- 
bajadores, me  vi  precisado  &  abandonar  este  trabajo. 

Hé  aquí  lo  que  pueden  despertar  en  el  espíritu  de  útt  lector  fmpar- 


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niel, Jas palabras dmürto mSihria, sobe»  teocintes  «ww  oimo 
•obre  an  eje,  las  almas  mas  ó  meoo»  dfeiles  desasaba  nwUeoas  ,de 


¿No  teníamos  raion  para  decir  al  pmaeipio4e  asta  Miaría  qaela 
Shoria  haca  las  raoee  da  asa  iMpisirion  infantado  par  na  hodbre 
pvaan  hambre? 

Ocapémooos  del  depile  de  esta  Inquisición,  sin  Befar  mas  lejos  los 


Lea  seatenoiadoe  4  fiibern  esüo  divididas  aatnratasate  andes  da* 
ser.  destarados  y  tezadas. 

Pera  los  primeros,  ya  sean  principes,  ya  sean  condenados  protegi- 
das, la  pena  sonaste  en  ana  privación  de  la  patria,  gne  no  es  toa 
simple  y  sencilla  privación,  como  se  verá,  si  el  laclar  sq  tama  la  me* 
loslie  de  leer  lo  qne  ramos  4  narrar.  .     .. 

i  del  vúge  desde  la  aróeépoli  al  lagar  del  deetism,  finjo 
>  qae  mncÉns  tocos  el  sentenciado  llega  moribundo  y  upe* 
racalapriaurasemnaadoen  llegada,  se  le  designa  oafc  fcahüaeioB 
a)  desterrado;  y  como  Sedas  oes  bienes  han  süfrcefiecados^  benefi* 
ció  del  emperador,  no  posee  absolutamente  moa  que  la  pensión  paga- 
da por  el  principa,  para  atender  con  ella  4  las  primeras  necesidades. 

Dooadiaario  asta  pensiones  mosquina,  y  qe  es  eiiOeienle  nanea,  bien 
aea  por  la  codicia  do  los  oficiales  encargadas  de  la  oastodia  dolos  ám 
Serrados,  ó  por  lucaottanasenfermadadeaqninvafiennlaaefo  colono. 

La  Siberia  es  na  país  hámedo  y  helado  i  la  tas. 

Loa  ojos  se  Ten  inradidos  de  inflamaciones;  los  miearime  se  cn+ 
lorpeton  y  se  adqeicren  tnmores  en  loa  arlknlacwnes. 

Cada  infierno  el  frío  desoieodo  desde  Bft  basta  40  grados. 

En  las  estacional  menas  rigorosas,  qoe  no  nos  atrevemos  4  Uamnr 
non  los  nombras  de  priarafera  4  de  Torano,  pues  oslo  seria  manifestar 
ideas  demasiado  kalagteéas,  las  mejores  coamroas,  los  inmensos 
pantaass,  las  inooamonaarables  setas,  forman  «I  desterrado  na  fasta 
espalera,  frió  é  implacable  como  la  smierto  misma. 

Batea  desterrados,  que  deben  eotaoiaur  la  Siberia,  tachar  esotra  los 
oaea  y  el  frío,  que  daban  soportar  el  hambre,  ei  Tiento  del  noria;  es* 
tas  desterrados»  reiremos  4  repetir,  4  pesar  de  todo  esto,  no  son  libres* 

Hay  un  celador  que  no  los  pierde  do  tittat  les  enlrqga  la  miserable 

«MIÓ  n.  3 


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«t  AHUMO* 

cotila  d<*tintóá*>8irf^ 

^riü^radainieces'^etJttqBlloMiadoj»  *un  ¿unía  nJ  ,-•[<>  m¡  muío* 
Hemos  visto  prisioneros  en  Siberia,  vigilados  como  lo  poiridineá- 
Ur«pbttiaÉ^oapflkl<d^kiift|iMar    !)  mm\  nawt  ,oíni;in«d«//:; 
'  (Baniosirvi^tab^ 

construir  prisiones,  y  para  aumentar  el  tormento  de^swtvíntiflnai 
ddstecrhek» yírntedenantoaéiipirtal -i  !>b  ■jlkhl»  .'•>!.  -.•"ii.MnmnO 

Los  forzados  ó  mineros  agobiados  por  el  palo  de  los  pÉtttyisaja»» 
i08)á<fc3em^6fiarlartíaadésUfibwitíasi8Ífi  inteUgtncia ^siiihinmawdad, 
consumen  su  vida  en  las  tinieblas  y  en  unafatmáfefem  bonltolwne»- 

i »íi tía  fararfqpeeiaUy «Jue  eliemptratfa* >ao ¡es  jteédig»  *fr>qoBbedtl>, 
e*  per  mitin  que  *o  Sitien  ¿do»  santenoiadoeivivcrqs^  ffmáéatétm^ 

Cuando  los  miserables  han  Iraiiqvdofcieny^ua^'toieáeÉeataÉ 
spficieoteMMte  doblegadas  obnilo*plpb&iÉecfeid(Mipot  bltotlqdtf,  el 
enparaáteiseaUave A tosdcdo sU'olétaienoMt;  ■Éowrcsqunbia M ai- 
ner*  eaniñ  ¿eatetrad*  Ub*e,>  leeaviaíáioolémiar  no  rincffide  e» 
«tortal  patay  leipavmíto  <v«  el  Mídela  ¿¡tarta;:  >.  /  ;•!>...<•)•  -.h  i . 
-i  jEi Jolde|aSibqrialu¡.    i  (,:,•;■'  ,.".  ••-«: .  .»»  1 ¡.,k,.-  ;.-n  i  .1»  o¡ » 

-Mochos  prisioneros  foancesies  confiscados  per  J^'"ibop,í  después 
ée  las  batalla»  de  la  campaña  de  Ij&lftj  ó-  magaripaJea  unailiiasiMes- 
tas  retiradas^  toaron  enviados  kpobtor  Jai  Sí betial  i;¡  «• «  >i.í  -i-mi  <> " 
< .. Bien  *e  «oooca  que » estol es  uní  medio ide  apagar  y  de *l)eorvbr  toa- 
dos los  rumores  y  tod&tlasei  déideas,  ftf»aiparajeUafri!adebi&  «ber 
raeelo  alguüo,  4raláádese  deihonlbneslaft'eáárgicos^  baltiqiososl 

La  Siberia  absonreAa  sus  glaciales  fuerais v>  Mfétria  y/suaftf  >dfc 
libertad  yf  es  uoá  üeztla'hábUuieiitetoónüiinadh  de  influencias  Agi- 
tas^ destinadas  á;  hacer  ctogenprar  U  inflaenctaimeratu  <  i  •  -¡  i  uA 
r  Algunas  *eoe&  habréis  leída  «n  los  pertódico^  el  relatoicto  «áaide 
esas  íahalorósvneüaj  de  la  t  iberia*.  ireaUaaéaa  |wr  algua  artAaéode 
meshrea  aaliguos;  ejércitos  j  yadoqueestaa  historia*  <•*  haastdf 
siempre  verdadera*,  ^algunas,  d*  eí lasi  tíeieü  ur>  ifbpdo  real  y  .positiva* 
^i  Ea  ¿feria*  ^iostptfisiiieraiie^ 

dala* «sernas  de  Ja  Siberia;. kan  vuelto  A  apahéoer  pomoiefepectoofl* 
en  medio  de  sus  familias,  que  ya  los;habiaik<olvidadayi  despaafc  4e 
haber  llorado  por  ellos  largo  tiempo,  ,  «.-  /» U 


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DI  PJIOPA  SS 

La  mayor  parle  de  los  rasos  consideran  como  ana  necesidad  esta 
Stberia,  que  esponemos  á  la  execración  del  género  humano. 

Esto  es  decir  el  atraso  en  que  se  encuentra  respecto  á  la  via  de  la 
civilización,  que  comienza  en  el  bruto  y  termina  en  Dios,  ese  pueblo 
dolado  de  suficientes  facultades. 

La  distancia  que  existe  entre  los  rusos  y  el  esclavo,  es  de  dos  gra- 
dos de  escala  geográfica,  en  favor  de  este  último. 

Un  sentenciado  minero  puede  ser  castigado  de  muerte,  sin  forma* 
cíoq  de  causa,  por  cualquier  cabo,  descontento  de  su  juego  de  nai- 
pes, ó  de  la  comida  del  dia  anterior. 

¿Hay  necesidad  de  esta  barbarie  en  on  país  donde  la  muerte  cor- 
la la  vida  con  tal  prodigalidad,  sin  que  sea  necesaria  la  cooperación 
de  los  hombres? 

Si  te  considera  el  hilo  delicado  de  que  está  pendiente  el  poder  de 
los  Cares,  si  se  quiere  reflexionar  que  los  gobiernos  fundados  sobre 
la  tierra  jamás  han  sido  duraderos,  se  podrá  asegurar  lo  que  puede 
prometerse  de  la  Rusia,  el  imperio  del  mundo. 

jH  reinado  de  los  godos  y  de  los  vándalos  pasó  en  buena  hora  I 


ri!N   DB   LAS   NINAS   DB   SIBERIA. 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 


CONSERJERÍA. 


i. 


fmén  ét  te  frase.— Bl  juicio  de  Oíos.— La  Begnioa  de  Hivelle.— Diplomática  y  pro- 
fetisa.—Crímenes  de  te  Brosse.— Su  soplido.— Crimen  y  castigo  del  preboste  Ca- 
peUl.— Joordan  de  Y  Isle,  pariente  del  papa  por  las  mujeres. 

Lata  IX  tenia  por  barbero  á  un  hombre  de  baja  estraccion,  llamado 
Pedro  de  la  Brosse,  que  ejercía  además  cerca  del  gran  rey  las  fon- 
dones de  cirujano. 

Con  poca  razón,  ó  mas  bien  por  defecto  de  reflexión,  se  ha  repelido 
por  todos  ios  escritores,  tque  era  nn  hombre  levantado  del  polvo  de 
la  tierra»  como  dice  la  crónica.  Al  contrario;  Pedro  de  la  Brosse  fué 
un  superior  y  cultivado  talento,  que  dirigió  con  mano  atrevida  la  pe- 
ligrosa política  de  la  época,  y  el  cual,  si  se  hito  culpable  de  los  crí- 
menes que  se  le  han  imputado,  no  recibió  el  condigno  castigo  sino  á 
cansa  de  esa  inferioridad  del  nacimiento,  que  bajo  el  régimen  feudal 
hubo  siempre  de  paralizar  las  voluntades  mas  enérgicas  y  los  mas 
poderosos  genios.  Honrado  ó  no,  la  Brosse  hubiera  campeado  indu- 
dablemente stn  el  gran  defecto  de  pertenecer  al  último  de  los  estados 
sociales. 

El  cirujano  de  San  Luis  llegó  &  ser  primer  ministro,  ó  mejor  cham- 
belán de  Felipe  ni,  hijo  y  sucesor  de  su  antiguo  amo;  y  reinaba  des- 


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88  PRISIONES 


póiicamente,  gracias  á  su  hatolicta}  ,en(  Jos  negocios,  en  el  espirita 
del  joven  monarca,  cuando  perdió  este  principe  á  sn  esposa  Isabel  de 
Aragón,  de  quien  en  cinco  afios  de  matrimonio  había  tenido  cuatro      t 

*••     .MQHTJ3"  HCl  » 

A  la  edad  ae  veinte  y  nueve  anos,  casíTrelipe  en  segí 


nup-        ^ 

cías  con  María,  hermana  de  Juan  duque  de  Brabante,  el  cual  fué  en 
persona  á  conducir  á  París  &  su  hermana  la  princesa  y  asistió,  en  la 
Santa  Capilla,  á  las  magníficas  ceremonias  que  para  la  celebración 
del  matrimonio  tuvieron  lugar .*\  -jl 

La  fiesta  fué  espléndida.  Toda  la  nobleza  brabantesa  habia  queri- 
do servir  de  escolla  }  larie^(^ada,7]t^Ja  lptpceja  acudió  á  re- 
cibir &  su  nueva  reina.  María  era  hermosa;  el  rey  la  amó  luego,  y 
como  estaba  dotada  de  tanto  (aleAto  x¡ojno  belleza,  no  tardaron  en 
apercibirse  los  cortesanos  de  la  omnipotencia  que  iba  la  reina  á  al- 
canzar. •*- 

Orgullosa  María  de  su  juventud,  de  sus  triunfos,  de  su  poder,  ni 
siquiera  se  dignó  inquirir  si  podian  tantos  destellos  haber  herido  en 
lorió  suyo  alguna*  forradas.  Góbétnabdá'^ti  esposo  y  'iéínaba'  ttü 
Francia;  tos  negocios  no  le  asustaban^  y  lo  mi^mo  conversaba  con 
el  rey  de  guerra,  que  de  hacienda  y  poesía!  Felipe  III  traspasó  á  la 
r?ina  tod^  la  confianza  que  ^tes  3U  ^hai^dqn  le  xpereciQi^  ^  r  ¡ 
'.fjas/f  entty  c^rte.  fap.£Qca  c$^ 

llaman  el  favorí  La  Brosse  notó  que  se  formaba  $yon$  .¿iiyp.  fli* 
(fim  vacjto;  que  Jos  yaongeros^ambi^b^psus  costumbres  .^epliaban 
raices,  ep  las  antecámaras  de  la  reina:  nj  uno  splo  i^a,  yft  4  solicitar 
laprpleccio»  fj^l  qua  ■  pooo  ba  j>arecia ¿\  asjtro.dft  tefioftp  y  el  dis-j 

.  ^cofdóse  ^Wes  jpjtgsp  ^  jju$  (Jos^  ff^gt^^i 
so  5¡  d^qastilla,,  agel^adp.pl^ip  y  £f;Astr$poNpt  tyafcb^^M 
la  ^Ufi^a  tei:r jble  { que  le  .pregaba  Felj ¡$ ,;  i  j^iepdo.  Iqs  pl$H$  de  j 
rey  de  ^rapcia  3idp  v entf  $0$.  ¿}l ca^tejlanp f , ¿pftys  ^rwp^í}9s,u^ 
lqjos  dpÍf»vor  dp  ^119. 1*  Brps^e  4|  i  gf ru|ato ,  b^iaB.ínJe^ 

á  amenazarle  igual  peligro  al  de  que  entonces  solo  de  milagro  sp-h^ 


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ir  el  suyo.  Lo  que  se  llama  ambi^^tffeiWfeíWtf  éé'SiieniidéJt 

Ittonpre; :M*l*Mtl^iíti'i¡tM&  dfe  ttbór  ^({{íiftJ '  ° — 
Pire  atacar  convenientemefal**  'Mádafdfe  frrIMirte  ctóífaffttííife 
Bnwe,  según  se  dice,  de  la  calumnia.  Era  joVfal  y  Urtt tablea -prin- 
wm*vv**A  fe»  wttes"?  pnA#$W\k  m  p6ÚM.  PWnwty  azadonado 
qie  te  hallasen ^4^ ^bfc¿h^fatt| tío  dc^^de^dfatacrW^'^tb 
*rü¥>im*ii%mvoá'&  tós'toaa  á&kwa,  mtó  se 
*r  fe  (¡ue  agualda* ptw*déi*it^tlñcm!álh*áá  'ho#fr 
fc  que  la  llama  y  el  calor  se  hayan  completamente  evapórete. "Mo^ 
alaria  k»u«>  «»a  rfeiaa-dctóafilfldo'Mgd/a^dfeniksiado 
para  sentarse  en  el  trono  de  San  Luis.  Su  jotaMdad  -  háoft 
in«fc  éntoitafaki  t^liaftéUoa^fó^  fc'tan*  mgidoa^acer- 

—La  rana  carece  de  majestad— dijeron  los  unos.  ■  -°' '  '  ^ 

—Se  habla  mwho  >d*lh  ráto^ 

— Bullía  w^quérolnrfrá€iÉt^íl*tte fa ftjr sMfttf^fflzb1^ 
r*eliBWipé4rBtterii,  patienteite  Pedidla  BM$&. '    ' v> 

i  tan*m*>fattta  wédiéiwte  Al  'cincuto*  dé bótti  éh1  Wü*. 
8*1»  la***»  tosiigvoré,  continuando  <án  sil  adtetoiabrtdá  iróiifertí 
ée.TW¿  £frt(tteiltogé<é¡*«i!Ufti  irfegrt corte/ sin1  lioenciti^  con  toÜé? 
es  preciso  hacer  esta  justicia  *  una1  reina  ytt'stiflcSenfe&ftútef  ju¿Ufi^ 
»<dü  Ifagedfafoyiie  poema*  épico*  etf  a^honor 

.. .ii  ¡  í'  •!  ii *• 

Nr*«i  *ey<  i*fo  toque  sel  decto?  y  lo'sttpoen  WflíiAlstá*«6s-que 
tiro  U  ftrosse  buen  cuidado  de  escoger  favorables  á  suspfttyictttt. ] 
•  «Vte'lbcÜi  eomoiubatBÉoj^  -y  franca  como  iMá  lainW^i  ¿cuita- 
4*  mti*l4«frth»q»e  latprüencía  de  los  trwh^<Mi«y 'Hereda- 
ros de  la  corona  le  causaba:  los  (res  prometían  ya  por  stf  aMvo  p^ 
4»  y-  ii'lméiontaf  ailéd,  el  'mas1  medpiittb  y  «curo  pbtteuir'  b { los 
J^nrqoe'uqueHa  pedrii  fcator  de^eNpe,  de'eneeÉposottta  athtóté  y 
4Mattad<yj;  '■  .*■''     *,J     '  ■  ■•  ■  ■'■  • '''  n1  -,* 

Cierto  dia  salió  la  Brosse  de  la  cámara  rea!,  de  lírico  ttlatoto,  eto 
«cuk)i>  que  stti»  fcttpe  de  su  habitación  sittíaíd*  enante,'  oA  la 
tde'laetoferk   ■■■  '  "!  i1  l   l1. 


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40  MISIONE* 

-—¿Qué  motiva  tenéis  para  estar  boy  Un  f«rm*o,  Pedío?-^  dijo 
el  rey,— ¿Está  enfalda  la  reina? 

—¡Oh!  nada  de  esto,  k  Dio»  gracias,  querido  sefior,~Hrospondió  la 
Brosse.— Yo  solo  soy  el  que  esti  enojado. 

—¿Por  qué  motivo? 

—No  me  he  equivocado,  mi  querido  sefior;  quiera  Dios  quesea 
únicamente  yo  el  triste Pero  escuchad,  escachad... 

Oyóse  en  efecto  en  la  galería  que  separaba  ambas  torres  y  que 
caia  á  la  ribera,  el  llanto  de  un  nifio,  á  quien  talaban  varias  voces 
de  consolar. 

—Es  mi  hijo  mayor,  Luis,  k  lo  qae  perece— dijo  Felipe.— ¿Si  se 
habrá  herido? 

—No  me  preguntéis  nada,  amado  sefior,— respondió  el  chambelán 
—yo  no  quiero  meter  cizaña  en  los  asuntos  del  rey,  pero  si  aire* 
glarlos. 

—Hablad,  hablad,  amigo  nuestro,  yo  lo  quiero. 

—Pues  bien,  mi  querido  sefior,  la  reina  ha  dado  pruebas  da  sar 
mala  madre  para  con  vuestro  hijo  Luis,  Acaba  de  deeirle  que  no  era 
rey  todavía  y  que  debía  respetarla;  luego  le  ha  cogido  bastante  bole- 
camente por  el  brazo  y  el  nifio  ha  llorado;  porque  al  fin  ól  es  altivo 
y  lleva  razón,  porque  ha  de  ser  rey.— «Señora;  ha  contestado,  yo 
debo  ser  rey,  es  la  ley.»— «La  ley  es  injusta»  ha  replicado  la  reina. 

A  su  vez  frunció  Felipe  el  entrecejo. 

—Ya  vais,  querido  sefior ,<— afiedió  la  Brosse— que  he  hedió  sal 
en  hablar.... 

—No;  estt  bien-f-repuso  el  rey.~»La  reina  está  pesarosa  de  no 
tenor  hijos.... 

—Aunque  los  tuviese,  sefior,  vuestro  hijo  Luís  no  deja  de  ser  por 
esto  el  heredero  de  la  corona  y  reconocido  oopo  tal  por  todas  Iob 
buenos  franceses. 

El  rey  suspiré.  Amaba  mucho  &  este  hijo.  Atravesó  la  galería  con 
cierta  precipitación  y  presentóse  al  jóvea  principe,  quien  A  si|  vista, 
lloró  mucho  mas  fuerte,  como  suelen  todos  los  niños,  aun  los  menos 
orgullosos  y  meaos  reyes. 

Felipe  tomó  de  la  mano  4  su  hijo,  sacóle  de  en  medio  de  un  grupo 
de  mujeres  y  se  lo  llevó  á  los  jardines.  Esto  filé  en  palacio  un  W- 


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DBS010FA.  II 

¿adero  acontecimiento.  Hablase  oído  á  la  Brosse  referir  ai  rey  el  orí* 
gen  de  la  querella,  y  la  misma  larde  contaba  ya  el  chambelán  en  so 
cortejo  ana  veintena  mas  de  cortesanos;  pues  Felipe  se  había  paseado 
aquella  tarde  entre  Luis  y  la  firosse. 

Esto  finó  una  nube  algo  mas  opaca  esparcida  sobre  la  felicidad  de 
la  Emilia  real.  Luego  fueron  acercándose  todas  las  que  tenia  la  Bros- 
se prudentemente  en  reserva,  como  el  dios  mitológico.  Tantas  nubes 
reñidas  acaban  por  formar  una  tempestad. 

Pero  la  bellota  de  Marta  y  el  amor  del  rey  triunfaron  obstinada* 
aate.  Soplando  siempre  por  su  lado  la  Brosse  alguna  discordia,  la 
llegó.  Mas  seamos  primero  historiadores;  luego  tendremos 
do  ser  comentaristas.  Después  que  hayamos  descrito  la  tor- 
menta inquiriremos  su  causa. 

Muchos  dias  después  de  este  paseo,  amanece  Luis  con  una  violen- 
ta calentura.  Llámase  á  los  módicos.  La  Brosse  les  ausilia  con  sus 
cooocimientos.  No  tarda  en  retorcerse  el  nifio  presa  de  espantosas 
convulsiones,  y  después  de  una  enfermedad  asaz  corta,  pero  doloro* 
a,  espía.  Nadie  admite  en  palacio  la  muerte  como  una  condición 
de  la  naturaleza.  La  Brosse  exige  que  se  abra  el  cadáver.  Ábrese  con 
>,  y  se  encuentran  en  la  piel  y  en  las  entraffas  del  mismo  gran 
de  manchas  lívidas,  de  aquellas  manchas  que  imprime  ordi- 
■ariamente  un  veneno  devorador  ó  un  virus  mórbido,  causa  eficiente 
de  infinidad  de  enfermedades  naturales. 

Vente  voces  se  levantan  al  instante  para  declarar  que  el  joven 
principe  ha  muerto  envenenado.  Al  esparcir  en  derredor  una  mira- 
da, no  vea  los  cortesanos  otra  persona  mas  interesada  en  el  resultado 
de  este  crimen  que  la  misma  reina  cuya  antipatía  por  Luis  se  habia 
recientemente  manifestado. 

— La  reina  ha  envenenado  al  hijo  del  rey — dicen  los  amigos  del 

rey  y  en  particular  los  de  la  Brosse,  aprovechándose  de  esta  ocasión 

perder  á  su  enemiga.  Esclarecida  algo  larde  Maria  de  Brabante 

los  efectos  de  tanta  animosidad  contra  ella  levantada,  apela  al 

de  su  esposo,  quien,  en  el  primer  momento  de  su  dolor  perma- 

ISrio  y  desconfiado.  Aconsejada  luego  de  sus  amigos  ó  inspirada 

por  su  odio  contra  la  Brosse,  esclama: 

—No  soy  yo  quien  ha  envenenado  á  Luis;  es  el  chambelán, 

TOMO  II  £ 


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II  MffSKMlft 

el  cual   ha  cometido  este  crimen  para  hacérmelo  atribuir. 

Esta  nueva  acusación  sorprende  á  Felipe;  sorprende  al  propio  la 
Brosse  y  á  sus  amigos  A  falta  de  pruebas,  puesto  que  si  las  hubiese 
habido,  la  reina  estaba  naturalmente  perdida,  podía  justificarse  el 
chambelán  tan  bien  por  lo  menos  como  la  misma  María.  Alega  pues 
los  logares  comunes  de  la  presunción.  Marta  tenia  interés  en  matar 
al  príncipe;  María  quería  hacer  reinar  á  sus  hijos;  Maria  quería  de- 
sembarazarse de  los  hijos  del  rey  que  algún  dia  sabia  bien  que  ha- 
bían de  tornarse  en  sus  mas  crueles  enemigos.  María,  en  fin,  aun  ado- 
rando en  Felipe,  ¿no  podra  estar  celosa  de  la  difunta  Isabel  de  Ara- 
gón que  había  tenido  la  dicha  de  dar  cuatro  hijos  al  rey  y  despertaba 
ea  él  á  menudo,  del  fondo  de  su  tumba,  melancólicos  recuerdos? 

— Si  yo  hubiese  querido  matar  al  príncipe— dijo  Maria— me  ha- 
bría valido  de  mis  amigos.  Pues  bien,  ninguno  de  ellos  ha  asistido  á 
Luis  en  su  enfermedad.  El  chambelán  es  quien  ha  elegido  y  llamado* 
¿  los  médicos,  quien  ha  designado  á  los  servidores:  él  mismo  ha  in- 
dicado con  frecuencia  los  remedios.  ¿  Dubiérame  espuesto  yo  á  ven- 
dar mi  secreto  delante  de  gentes  interesadas  en  perderme?  nada  hay 
Blas  fácil  que  descubrir  la  verdad.  Permita  el  rey  que  sean  puestos 
i  cuestión  de  tormento  todos  los  que  se  hallaron  présenles  á  la  ago- 
nía del  príncipe.  Una  sola  confesión  basta  para  dejarme  complete- 
mente  justificada. 

El  medio  era  violento  para  ser  propuesto  por  una  reina  poética, 
por  una  mujer.  Semejante  aplicación  de  muchos  hombres  recomen- 
dables y  sin  duda  inocentes  á  la  horrorosa  tortura  de  entonces,  no 
revelaba  ciertamente  una  enorme  sensibilidad.  Pero  era  la  costum- 
bre y  el  derecho  de  esa  época.  Muchos  sufrimientos  plebeyos  no  eran 
demasiado  para  salvar  una  reputación  real. 

Sabia  muy  bien  la  Brosse  que  el  rey  amaba  menos  á  la  reina, 
ñas  no  para  sacrificarla  á  un  antiguo  servidor.  Trabajó  también  por 
su  lado:  nadie  fué  puesto  en  tormento,  y  el  crimen,  ó  mejor  la  acu- 
sación, continuó  cerniéndose,  ora  sobre  la  una,  ora  sobre  la  otra  de 
las  dos  cabezas  rivales. 

Qemos  dicho  que  la  Brosse  era  un  talento  superior.  Mas  por  muy 
hábil  que  una  persona  sea  pertenece  á  pesar  suyo  á  su  siglo  y  se 
encuentra  embarazada  en  los  mil  y  un  lazos,  que  el  uso,  la 


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M  EUROFA.  41 

preocupación  y  la  ignorancia  le  tienden  á.  cada  pase  que  intenta  dar 
(■era  del  camino  trillado.  Vive  caáa  cual  en  so  época,  de  la  que  no 
te  iale  sino  por  medio  de  la  muerte.  No  pudiendo  la  Brome  disponer 
de  tires  medio*  que  los  acostumbrados,  hizo  acusar  oficialmente  á  la 
nina  por  un  hombre  que  le  era  completamente  adicto. 

(Jaa  acusación  capital  era  entonces  un  reto.  El  acusador  se  pre- 
sentaba delante  de  los  jueces  armado  hasta  los  dientes  y  ponia  su  vida 
«o  ano  de  loe  plaülos  de  la  balanza.  Si  el  abusado  suministraba  un 
defensor,  tenia  lugar  el  combale.  Todos  sabemos  á  que  atenernos  so- 
te* e*a  especio  de  pruebas  á  que  se  daba  el  nombre  de  juicio  de  Dm> 

Avanzó  pues  el  acusador  de  la  reina,  sostenido  secretamente  por 
la  ¿araotia  de  su  patrono.  Vagamente  se  adivinaba  este  formidable 
ayo  i  o  y  el  temor  de  una  derrota  contuvo  á  lodos  los  que  hubieran 
qnerido  defender  lo  inocencia  de  María.  Después  de  los  tres  llama* 
minios,  si  nadie  se  había  presentado.  Mana  estaba  de  hecho  conde» 
auLu  La  Brosse  habia  calculado  que  nadie  en  Francia  tomaría  par* 
üdo  contra  él  en  favor  de  la  brabaaleaa,  y  en  cuanto  al  resultado  de 
ente  negocio,  le  tenia  sin  cuidado. 

£1  primer  llamamiento  del  campeón  acusador  no  hubo  de  ser  oido. 
£l  ¿egundo  quedó  igualmente  sin  resultado.  Al  tercero,  del  cual  todos 
«iperaban  el  mismo  éxito,  percibióse  un  gran  ruido  en  la  sala  de 
aadiencia  solemne  y  presentáronse  muchos  caballeros  con  la  visera 
catada.  Venia  á  su  cabeza  un  campeón  cubierto  de  magníficas  armas 
y  cuyo  penacho  de  colores  brabanteses  sombreaba  la  dorada  cimera 

Jkm  lanzó  ua  grito  de  gozo.  La  Brosse  palideció.  El  caballero 
levantó  el  guante,  descubrió  su  rostro  y  dijo: 

— Yo,  Juan,  duque  de  Brabante,  sostengo  que  ha  mentido  el  que 
acusa  de  asesinato  á  mi  hermana  María,  reina  de  Francia,  y  heme 
aquí  dispuesto  para  el  corábalo,  lieraldo,  hablad. 

Acercóse  uno  de  los  caballeros;  era  el  heraldo.  Leyó  la  fórmula  del 
tletafio  Sonó  una  trompeta.  Jamás  pesó  un  silencio  mas  profundo 
«obre  una  asamblea  Ln  diversamente  agitada. 

El  acusador  permane  ia  como  fascinado  por  la  imperiosa  mirada 
áok  principa  su  adversario.  ¿No  era  acaso  querer  ser  antes  vencido, 
ealrar  en  liza  con  semejante  campeón? 

Comprendiendo  la  Brosse  toda  la  desventaja  de  una  posición  tan 


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41  PRISIONES 

comprometida,  miró  á  so  caballero  para  darle  el  valor  de  uo  conti- 
nente defensivo.  Mas  el  acosador  no  veía  ya  cernerse  por  cima  de  to- 
do este  negocio  el  poder  de  la  Brosse:  su  patrono  volvía  á  caer  en 
un  rango  inferior.  Pelear  con  la  certeza  de  ser  vencido,  era  esponer* 
se  primero  á  las  heridas,  y  á  una  muerte  ignominiosa  después.  He- 
chas por  este  hombre  todas  reflexiones  durante  una  segunda  procla- 
mación del  heraldo,  bajó  la  cabeza  y  no  contestó. 

—Mi  amo  me  salvará— pensó— cuando  se  trate  del  castigo  im- 
puesto por  la  ley;  pero  no  me  defendería  contra  la  espada  del  du- 
que Juan:  no  podría  impedirle  que  arrastrase  mi  cadáver  en  torno  del 
palenque. 

—¿Respondéis  al  fin?— gritó  el  duque  con  creciente  orgullo. 

—Si  monsefior  el  duque  está  seguro  de  la  inocencia  de  su  señora 
hermana— contestó  el  acusador,  ¿de  qué  serviría  el  testimonio  de  es- 
te pobre  y  humilde  caballero?  Tarde  ó  temprano,  el  SeOor,  cuya  jus- 
ticia se  invocaría,  hablaría  para  descubrir  al  culpable. 

— [Ois!— esclamó  Juan  de  Brabante— rehusael  combate!  La  prue- 
ba ha  terminado....  La  reina  de  Francia  es  inocente.  ¡Trompetas, 
proclamad  el  triunfo  de  la  reina  mi  hermana ! 

Felipe,  entonces,  cubierto  el  semblante  de  febril  sonrojo,  levantán- 
dose sobre  sus  flores  de  lis,  dio  las  gracias  al  duque  Juan,  tendió  su 
mano  á  la  reina  y  dirigiéndose  luego  al  vencido  campeón: 

— No  habiendo  perseverado  en  tu  resolución— le  dijo— quedas  á 
nuestro  arbitrio.  Duque  Juan,  yo  os  lo  entrego. 

Volvió  á  la  Brosse  sus  ojos  el  acusador ;  pero  la  Brosse  permane- 
cía impasible  á  los  pies  del  rey. 

—¿Qué  dice  á  esto  el  señor  chambelán?— preguntóle  el  duque 
con  irónica  sonrisa,  cuya  terrible  intención  hubiera  penetrado  el  mas 
torpe. 

—Digo,  sefior  duque, — replicó  la  Brosse— que  el  acusador  que  de- 
siste de  la  prueba  es  un  caballero  vencido  en  el  combate  y  se  halla 
á  merced  del  vencedor.  Acusó  antes  á  la  reina  y  hoy  la  declara  ino- 
cente. Si  esta  confesión  procede  de  arrepentimiento,  monsefior,  el  du- 
que y  la  señora  reina  examinarán  la  indulgencia  que  pueda  mere- 
cer un  culpable  arrepentido.  Si  es  el  miedo  el  que  ha  dictado  esta  re- 
tractación, el  vencedor  decidirá  del  crédito  que  debe  merecer  la  de* 


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DE  EUROPA.  45 

i  de  un  cobarde.  Pero,  lo  repito ,  el  acosador  se  halla  á  mer- 
ced de  monseñor  el  duque,  según  nuestras  leyes,  y  según  el  derecho 
reconocido  por  la  Iglesia. 
—¿No  tenéis  mas  que  decir?— preguntó  el  rey  con  interés  á  la 


Volvió  este  á  animarse,  sin  que  hubiese  por  esto  perdido  un  solo 
mstaate  la  serenidad. 

— Estimado  señor,— contestó— se  había  entablado  una  acúsa- 
me y  *o  ciertamente  por  parte  mía.  La  reina  me  ha  hecho  acusar 
y  ye  no  me  he  defendido  eligiendo  mi  campeón,  porque  he  preferido 
ihandonarme  á  la  justicia  de  Dios.  ¿Se  ha  reconocido  la  inocencia  de 
la  reina?  yo  me  congratulo  por  ello:  pero  no  se  ha  declarado  que  yo 
sea  ewlpable.  T  conjoro  á  monseñor  el  duque,  á  la  reina  mi  señora, 
de  decirlo  en  mi  presencia:  ¿Soy  yo  culpable  de  la  muerte  del  prín- 
cipe? ¿el  ilustre  campeón  que  acaba  de  sostener  la  inocencia  de  su 
hermana  la  reina,  arrojaría  el  guante  para  mantener  mi  culpabili- 
dad? 

la  Brosse,  ese  hombre  de  baja  estofa  ó  t levantado  del  polvo  de  la 
tierra,»  se  había  mostrado  tan  grande  por  esta  audaz  iniciativa,  que 
el  valeroeo  duque  de  Brabante  llegó  á  vacilar  ante  una  formal  acu- 
sación. 

— No  hemos  venido  aquí— respondió — para  acusar,  sino  para  de- 
fender k  la  reina.  Que  Dios  y  el  rey  hagan  lo  restante,  puesto  que 
«rio  se  trata  ya  de  castigar. 

La  suerte  del  acusador  no  era  dudosa.  El  duque  de  Brabante  pidió 
que  se  hiciera  justicia  con  ese  desgraciado,  el  cual  sin  pruebas  con- 
tra la  reina  y  sin  otras  armas  que  un  mal  entepdido  celo,  había  cor- 
rido k  la  muerte.  El  vencido,  dice  Mezeray,  fué  condenado  á  la  hor- 
ca, y  desde  entonces  hubo  de  resolverse  la  Brosse  á  despachar  por 
si  propio  *n*  negocios. 

Si  Felipe  hubiese  sido  uno  de  esos  principes  ingenuos  á  quienes 
m  hacia  creer  que  nunca  yerra  la  inspiración  divina,  bastárale  la  re- 
tractación del  acusador  para  absolver  plenamente  á  la  reina.  Pero 
justificado  la  Brosse  por  esta  singular  prueba,  tan  radicalmente  como 
María  de  Brabante,  insistió  en  que,  si  bien  no  se  habian  hallado  los 
calpablet,  el  crimen  existia,  el  asesinato  era  flagrante,  puesto  que 


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46  PRIfWNIS 

constaba  la  presencia  del  veneno.  No  juzgó  prudente  Felipe  abrir  de 
nuevo  ios  procedimientos,  pero  se  dejó  convencer  por  la  Brosse  y 
volvió  á  flotar -¡triste  condición  de  los  reyes!— entre  una  sospecha 
contra  su  esposa  y  otra  contra  su  amigo. 

María  se  apercibió  bien  pronto  de  la  contramina,  de  la  que  habló 
al  duque  de  Brabante, el  cual,  aprovechándose  de  las  ideas  supersti- 
ciosas de  ese  siglo,  escribió  al  rey  de  Francia: 

—«Hermano  mió:  lo  que  la  casualidad  oculta  á  veces  á  determi- 
nados hombres,  Dios  lo  revela  á  otros.  lia  y,  según  dicen,  en  vues- 
tros estados  y  en  les  mios  muchas  santas  personas  iluminadas  por 
el  espíritu  divino.  Consultadlas  sin  escándalo  Os  importa  no  tanto 
para  castigar  como  para  libraros  de  una  dudosa  perplejidad.  Vues- 
tro corazón  sabrá  comprenderme.  No  quiero  comunicar  este  aviso  á 
la  reina  mi  hermana:  no  lo  confiéis  tampoco  al  chambelán,  vuestro 
fiel  servidor;  de  principe  á  rey,  tratemos  en  familia  de  este  asunto. » 

Acordóse  al  momento  Felipe  que  tenia  la  dicha  de  vivir  en  una 
época,  en  la  cual  tres  profetas  se  dividían  la  veneración  y  la  creduli- 
dad de  los  fieles  cristianos.  Cierto  despreocupado  historiador  les  lla- 
ma seriamente  tres  falsos  profetas.  Eran  el  vidame  (1)  de  Laou,  un 
fraile  vagabundo,  franceses  los  dos,  y  una  beguina  (2)  de  Nivelle, 
en  Brabante.  £1  rey  no  tuvo  mas  dificultad  que  la  de  la  elección;  pe- 
ro era  una  dificultad  enorme,  tan  enorme  que  no  se  escapó  á  la  Bros- 
se,  cuya  atención,  según  se  comprenderá,  no  estaba  aletargada. 

— Si  el  rey  no  elige — se  dijo — 8s  menester  que  elija  yo. 

Y  se  ocupó  seriamente  en  fijar  la  elección  del  rey  sobre  uno  de  los 
profetas  franceses.  Mas  la  fatalidad  ó  las  sabias  combinaciones  de 
Haría  y  de  su  hermano  hicieron  inclinar  á  Felipe  á  favor  de  la  be  - 
guiña.  Era  esta  subdita  del  príncipe  brabantes,  y  por  consiguiente 
fácil  de  ser  influida  ó  inclinada  naturalmente  á  la  hermana  de  ese 
principe,  su  compatriota.  Real  era  pues  la  desventaja  de  la  parte  ad- 
versa. 

La  Brosse  se  encargó  de  redactar  una  pequeña  comunicación  del 
espíritu  divino,  para  el  caso  de  que  Felipe  se  dirigiese  al  vidame  de 
Laou,  ó  al  fraile  francés.  Conservaba  en  Francia  bastante  poder  para 

f\)    Título  de  honor  y  de  dominio  feudal,  usado  solo  en  Francia. 
I    Aaociitoion  que  4ló  irnicbo  que  haWar  en  aquel  Uampa. 


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DI  EUROPA  41 

de  semejantes  profetas  una  respuesta  concluyen  le  contra  sa 

ligo.  Pero  ¿se  podría  obligar  á  la  beguina  á  acosar  á  la  reina? 
¡Jamás!  Era  esto  tan  imposible,  aun  al  espíritu  divino,  que  la  Brosse 
•e  apercibió  del  peligro  y  solo  se  ocupó  en  evitarlo.  Los  papeles  es- 
tabas invenidos:  no  se  trataba  ya  de  perder  á  la  reina,  y  si  solo  de 
m  resultar  convicto  por  la  revelación  de  la  beguina,  de  un  crimen  del 
fie  ¿ataba  sin  duda  tan  inocente  como  la  misma  María. 

En  tanto  que  el  duque  y  su  hermana  aplaudían  interiormente  la 
elección  de  Felipe  y  del  inevitable  triunfo  de  la  prueba,  hacia  nom- 
brar la  Brosse  comisarios  para  instruir  en  este  asunto,  en  Nivel  le,  fc 
Nsttieo,  abad  de  Vendóme,  y  á  Pedro,  obispo  de  Bageux,  ó  de 
Bvreux,  su  hermano. 

Podemos  afirmar,  sin  pecar  de  temerarios,  que  nada  habia  reve- 
lado el  cielo  4  la  beguina  sobre  el  supuesto  asesinato  cometido  en  la 
panosa  de  Luis  de  Francia.  Todo  lo  que  sabia  le  habia  sido  comu- 
lieado  por  intermediación  del  dnque  Juan.  Después  de  haber  reci- 
bido los  comisarios  su  declaración,  cada  uno  en  particular,  con  mil 
precauciones,  para  que  constase  semojanle  aislamiento,  volvieron 
de  Felipe,  que  ya  impaciente  les  esperaba. 

— Y  bien,— dijo  este  al  abad  de  Vendóme— que  habia  sido  el  prl- 
>  en  regresar  á  la  corte  ¿qué  respuesta  me  traéis? 

—Ninguna,  seflor— respondió  el  abad— la  beguina  se  ha  negado  i 
airar  ea  comunicación  conmigo,  respecto  al  asunto  que  tanto  á  vues- 
tra tranquilidad  interesa.  Mas  tal  vez  se  haya  espontaneado  con  el 
telar  obispo. 

Contrariado  el  rey,  aguardó  que  el  obispo  llegase. 

— V<  irnos  vaestras  noticias,  mesire  Pedro,  ¿ha  revelado  el  secreto 
la  piadosa  beguina? 

—Si,  señor. 

—{Ahí  ¡por  flnl— esclamó  Felipe  III,  cuya  satisfacción  fué  estre- 
gada, Meo  que  hubiese  de  temer  una  certeza  funesta  á  su  amor  ó  tt 
n  amistad.— Referidme  lo  que  haya. 

El  obispo  se  inclinó. 

— Impasible,  seflor,— dijo, —la  religiosa  de  Nivelleha  hablado  en 
afecto,  pero  bajo  el  secreto  de  confesión;  y  vos  sabéis,  seflor,  que  la 
10  puede  revelara*. 


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48  FUSIONES 

Ta  do  fué  la  contrariedad,  sino  el  furor  lo  que  brilló  en  el 
triante  del  rey. 

— ¿Os  he  encargado  por  ventora  que  la  confesaseis?— esclamó. 

— Dijisteisme,  señor,  que  la  hiciese  hablar,  y  solo  ha  querido  con 
esta  Condición. 

Al  dia  siguiente  otros  dos  comisariospartian,  á  pesar  déla  Brosse, 
para  Nivelle. 

Eran  .un  templario  y  un  obispo  de  Dóle. 

O  se  esplicó  la  beguina  con  menos  dificultad,  á  lo  que  parece,  ó 
los  enviados  fueron  meóos  escrupulosos,  puesto  que  trajeron  al  rey 
la  siguiente  respuesta: 

María  de  Brabante  es  inocente.  Los  que  la  acusan  son  unos  calum- 
niadores. 

—¡Loado  sea  Dios!— dijo  el  rey;— pero  al  fin  ha  habido  un  cri- 
men. ¿Quién  es  el  criminal? 

Nada  añadieron  sobre  esto  el  obispo  ni  el  templario.  Pero  bastaba 
que  se  hubiese  reconocido  la  inocencia  de  Maria  para  que  el  rey  de- 
volviese á  su  esposa  todo  el  amor  de  antes. 

La  Brosse  perdió  desde  este  momento  en  prestigio  todo  el  que  ga- 
naba la  reina. 

—Soy  hombre  al  agua  á  la  primera  ocasión— se  dijo.— Mis  servi- 
cios han  venido  ya  á  ser  inútiles  y  además  cuento  con  terribles  ene- 
migos. 

Esa  ocasión  la  estaba  acechando  el  duque  de  Brabante. 

Ya  llevamos  dicho  que  Alfonso  de  Castilla  había  pretendido  conocer 
los  planes  de  Felipe  por  indiscreción  de  un  familiar  del  rey  de  Fran- 
cia, y  que  las  sospechas  se  habían  hecho  recaer  sobre  el  chambelán 
por  los  enemigos  que,  temiendo  el  poder  del  valido  intentaban  derro- 
carle. Incapaz  el  duque  de  Brabante  de  perder  á  la  Brosse  por  la 
acusación  de  envenenamiento  de  que  con  tanto  trabajo  habia  de  sacar 
ilesa  á  la  reina  su  hermana,  recurrió  á  otros  medios.  Abramos  ahora 
la  historia. 

La  facción  de  Castilla  habia  sublevado  la  Navarra  contra  el  lugar- 
teniente del  rey  Eustaquio  de  Beaumarchais,  y  ios  rebeldes  sitiaban 
á  este  oficial  en  un  cuartel  de  Pamplona.  Tan  desagradables  noticias 
decidieron  á  Felipe  á  entrar  en  el  Bearne.  Mas  el  castellano,  con  in- 


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DI1 

tttfe  daatraitmerai  fraacéfr¿  fin  de  qne-no  entrase;  iwttbieü  tofi*» 
pala,  pidté  abocarse  cea  Haberlo  de  Artois,  en  coya*  ceafaitfbaias 
Uao  perder  al  de  Francia  como  «coa  treinta  y  cinco  precioso*  días, 
de  aserte  qne,  fallo  de  tí  veres  el  ejército,  decampó  de  improviso  Fe» 
upe  y  ra  no  pensó  sino  en  regresar  cnanto  antee  &  la  corte.  Enterado 
per  algu  traidor,  advirtió  desde  luego  el  castellano  de  lo  sucedido 
k  Roberto,  el  coal  se  manifertó  tan  sorprendido  como  indignado,  t 
Aqní  cemteaza  nuestro  comentario. 

jinétil  traición,  la  de  advertir  al  castellano  de  nn  sscesb  del  qae 
iba  á  ser  instruido  algunas  horas  después!  Ese  traidor  no  podia  pro* 
mefcrse  m  gran  agradecimiento  de  Alfonso  y  vendía  á  sn  rey -por 
bien  poca  cosa.  T  en  cnanto  al  castellano  ¿qué  lograba  aéririmiub 
de  m  traición  á  Roberto?  Naturales  eran  en  éste  ciertamente  la  sof* 
presa  y  b  indignación,  pero  podia  basta  cierto  ponto  Iranqoitizarié 
la  idea  de  que  el  traidor  hubiera  podido  advertir  ocho  dias  antee  al 
> é  inspirarle  el  pian  de  cortar  la  retirada  á  los  franceses;  i 
se  hnbíera  de  este  modo  pneslo  en  situado*  de  escoger  entra 
ararir  de  hambre  ó  á  bienio. 

La  invención  de  semejante  ale  veda  no  hace  mucho  bener  á  la  tac* 
tica  del  que  hubo  de  llevarla  á  «abo.  Veamos  si  será  tal  vea  mu  pra» 
pin  da  la  imaginación  aracanda  de  los  enemigos  de  tuBrosse. 

B  castellano  Alfsoso,  qne  en  elprimermomeato  babea  advertido  al 
de  Artoés  de  las  re  veteamos  del  traidor,  no  pudo  declararle  ronem- 
hre,  per  ser  casa  al  parecer  imposible.  Pero  na  guardó  Roberto  paral 
d  leda  sn  indignedea  y  so  sorpresa»  paeebifn  proMo  ItejóátaÜsi 
se  en  Francia  que  acababa  de  ser  traicionado  el  rey  paran  detona* 
etdo.  Na  hay  campo  mas  vasto  para  dar  curso  á  las  sospechas  qttü  el 
da  lo  misterioso.  Re  inútil  decir  si  se  harían  sobra  esto  mucho*  y  di* 
ferales  comentarios.  Volvamos  á  abrir  la  historia.  '..  *. 

Hallándose  la  corte  en  Metan,  cierto  dominico  del  convento  de  üin 
repon  entregó  un  pliego  al  rey»  en  sus  propias  mano*,  que  dijo  haber 
recibido  de  un  hombre  fallecido  la  víspera  en  su  convenio.  Nadsa 
conecta  i  era  persona,  y  aun  hoy  dia  se  ignoran  sa  nombre,  aaia*a~ 
loa  y  calidad,  fia  cnanto  al  pliego,  contenia  una  carta  cernada  ion 
d  sdlo  de  Pedro  la  Brease.  Es  precien  convenir  en  qee  fué  singukl! 
Jad  la  que  osmisjp»te  asante  da  suerte  qne  muriese  <o)< 

tobo  n. 


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•a  rVIBlOftS* 

©ertookio y  Hega$d^imaD08  del  rey  usa  carta  que  ato* 
átiajtoése.  Montan  gravemente  le  compnwetia,  que  «1  rey  palidez 
,ckíy  permaneció  algunos  instantes  estupefacto,  y  >eunló  un  consejo  > 
La  misma  casualidad  había  precisamente,  en  esta  época,  traído  fr 
Matan  al  dutfue  de  Brabante,  el  cual  quedé  tan  sorprendida  como  él 
rey  de  las  monstruosas  cosas  qne  en  esa  caria  se  revelaban. 

Tratábaae  de  cierto  atfiso  comunicado  por  ti  gran  chambelán  al 
rey  de  Castilla;  una  nueva  traioion  de  igual  Índole  que  la  anterior, 
pop  teucfao  mas  criminal,  puesto  que  se  había  podido  Tender  un  im- 
portante secreto. 

i  ff-Todo  está  ahora  esplicado— dijo  entóneos  un  oficio*)  consejero; 
«w*»hé  aqtá  la  prueba,  no  solo  de  una,  sino  de  dos.  felonías  mas;  los 
alisos  dados  al  rey  Alfonso  en  Bearne  al  comenzarse  las  boitilida* 
dé»,  pao|Hi  del  mismo  autor,  y  este  es  el  qqe  suscribe  la  caria  que  ha 
áode  ¿«tragada  al  rey  nuestro  señor* 

i.  LaBrosse  fué  inmediatamente  arrestado.  No  podia  esperarse  otra 
oola.  Condújose  á  Paria,  en  tanta  que  la  cólera  del  rey,  hábilmente 
avivada  por  los  consejeros  y  hechuras  de  la  reina,  meditaba  una  ee- 
taftitosa  veagaiia.  Parece  roas  que  probable  que  fué  en  un  principio 
ewsrrado  en  la  torre  del  Loovre  y  vuelto  luego  &  conducir  al  casti- 
llo de  Jaralto  en  Beauce,  á  fií  de  que  no  perdiese  de  vista*  el  mocar* 
da  htu  pridoMco  durante  su  permanencia  en  el  campo. 
-.  Reunido  por  fin  el  tribunal,  trasladóse  de  nuevo  k  la  Brosee  al  par 
lacio  de*  Parfe,  y  quedó  eacerrado  en  la  Conserjería,  casi  coma  debia 
Engtwrando  en  Vinee&nes,  bajo  los  pies  del  rey,  mientras  sa 
éste  fm  los  jardines  can  sus  cortesano*. 

!>  Bt  proceso no  podía  menos  de  tener  un  resultado  fatal  para  él  acu» 
sá&K  Latpwfetrodones,  las  acusaciones  de  toda  clase,  la  terrible  pnie* 
ba  de  la  firma,  y  par  cima  de  todo  esto,  la  pérdida  del  favor  real, 
precintaron  el  fallo.  Defendióse  la  Brosse  como  diestro  y  atrevido 
qfué  era.  lias  ¿dónde  encostrar  el  testimonio  de  una  persona  fallecida 
en  asé  convento  de  Mirepoix?  ¿Qué  decir  á  ese  celoso  dominico,  que 
haUa  dado  -cumplvmietrto  k  la  última  voluntad  de  un  moribundo,  He* 
vunde  al  rey  un  pliego  cuyo  contenido  ignoraba?  Probó  denegarla 
Bátase*  bu  sello;  pero  era  esta  una  pobre  defensa. 

-  Jfe  jpeM*  en  invocar  las  revelaciones  de  ningún  profeta,  y  aunque 


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MKBOTA.  H 

m  edo  asistiera,  no  te  habría  sida  tan  crédulo  en  #u  fawof  ,&>WQ  ,«$ 

i  de  haberse  cftnsudiida  par  algtm  tiempo  «a  la  pqgra.y  )mj>j 
prisión  del  palacio,  fué  pora  y  simplemente  condenado  la  :&fóf 
se  á  la  pena  de  horca— por  aar  4a  baja  estratwn— oof»(fc|ft,  #yun 
na  la  scntoMia*  de  traición  f  da  joleligeacia  coa  lot-eafl&MW  de  la 

Friacia,  de  rabo*  de  peculado ea  ana-palabra, dé  waníe f&<aa* 

cetario  para  merecer  esa  pena.  Lo  que  sobremaaera  fto*  WflrqRto 
es  que  ni  una  palabra  se  dijese  labre  ri  aaoato  del  vttffl}0<     Y— 

D  doqoe  de  Brabante  quiso  asistir  á  la  ejecución  Sacado/,  Eadro 
4s  la  Brom  de  la  coaaergiaria  pdr  una  eeAfafiia  de  afquergf  juna- 
fcrialmeate  llevado  de  los  cabezones  por  el  verdugo,  Alé  optoflfc  4* 
tan  horcas  patibularias  eo  preeeacia  da  an  ia»easo  geatíq*-  ampiado 
aabie  y  valerosamente. 

Asi  terminó  esta  larga  tragedia  cnyos  actores  trataron  aUesn^var 
méate  de  preparar  á  so  favor  el  desealaae. 

Mejor  ejemplo  de  justicia  habia  tenido  lagar  poco  antas;  El  pro- 
baste de  Paria,  Uaaade  Capetal  ó  Ckapera),  íué  quien  prapfrcionó 
la  ocasión. 

flida  el  principio  de  líttt  bobo  de  cometerse  en  la  corteada  Fran- 
cia ai  crimen  horrorosa.  Con  motivo  de  cierta  herencia,  una  d$  jgf 
plebeyos  mas  opulentos  asesinó  á  su  enemigo.  Sorprendido  e?  fra- 
granté delito,  fuá  encerrado  el  crímiaal  en  la  cárcel  del  Chilate!,  y 
estregado  &  la  terrible  justicia  de  aquel  tiempo. 

Asustados  sa  mujer  y  sus  parientes  de  los  espoditos  prqwfcres 
drl  preboste,  se  presentaron  á  este  magistrado.  Capetal  quería  bfcfy 
al  pueblo»  del  cual  habia  salido;- lisonjeábanle  las  súplicas  de  jira 
aajer  de  bella  apariencia  que  prometía  quedar  reconocida,  y  le  a$r?ft 
daba  laobitu  hacerse  del  servicial. 

—Vuestro  marido  ha  sido  preso— dijo  á  la  esposa  del,  rofino-?y 
sa  le  está  juzgando  en  este  instante.  Si  no  sale  condenado  p^s  que  á 
prisión,  os  prometo  que  le  veréis  á  menudo. 

— ¡Aj!  scfior  preboste— dijo  uno  de  los  parientes  del  refH-rico 
recaudador  que  se  engordaba  esperando  la  horca— el  fallo  ba.jjdo 
ya  publicado;  nuestro  pariente  está  condenado  á  morir.        -  t 

—Esto  as  mas  grave  de  lo  que  creía— respondió  Capetal. -*tyaf)a 


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¡fe  YMSfÜNCB 

fmetftf  yo  haoer  en  ello.  No  ignoráis  qae  «1  verdugo  ge  apoderará 
mañana,  según  costumbre,  del  condenado,  le  sacará  de  la  circe!,  le 
botiducirá  á  los  mercados  y  le  colgará  de  la  horca.  Es  preciso  resig- 
narse. 

Los  parientes  se  echaron  á  los  pies  de  Capeta). 
-   -*Biea  veo— dijo— que  es  esto  una  gran  desgracia  para  una  per- 
sona rica,  y  sobretodo  para  la  familia,  sobre  quien  echa  ese  fallo 
una  terrible  mancha. 

—Y  ¿no  queda  esperanza  alguna? 

-¿-No  la  sé  ver. 

—[Oh!  jseBor  preboste!— ni  la  familia»  ni  la  esposa  perdonaría* 
sacrificios  ni  gastos» 

Ocultó  el  preboste  su  boca  con  una  de  las  manos  en  actitud  me~ 
ditabunda;  mas  fué  en  realidad  para  disimular  una  sonrisa  que  em 
rife  le  retozaba. 

— Todavía  puede  haber  un  medio. 
'   — ¡Alil  señor;  j hablad  1  ¡hablad! 
"  —¿Tiene  el  condenado  buenos  amigos....  verdaderos  amigos? 

— Muchos,  sefior. 

'  —  ¿T  se  hallarán  prontos  á  no  retroceder  ante  ningún  obstáculo 
para  salvar  á  ese  desgraciado?.. . 

—Ciertamente.  : 

'  —Seria  menester  que  uno  de  ellos  se  sacrifícase  por  él. 

El  semblante  del  interlocutor  espresó  la  admiración  mas  profunda.. 

—Yo  arreglaré  las  cosas  de  manera  que  la  ejecución  tenga  lugar 
muy  de  mañana  ó  muy  larde,  la  misma  noche... 

—¿Y  bien,  sefior?— dijo  el  pariente,  no  comprendiendo  todavía 
una  palabra. 

—En  este  caso,  tomandoel  verdugo  la  víctima  que  se  le  entregue, 
la  ejecutará...  y  Cristo  con  todos. 

—Pero. .  .—repuso  el  pariente;— pero,  señor,  ¿quién  ha  de  consen- 
tir en  reemplazar  en  el  patíbulo  á  un  condenado  á  muerte? 

—Esto  os  concierne  &  vosotros— contestó  fríamente  el  preboste. 

—¡Es  Imposible!— esclamó  desanimado  el  colector. 

—A  falta  de  amigos,  puesto  que  no  los  hay  tan  generosos— prosi- 
guió Capetal— quizá....  si  bien  se  buscase....  se  encontraría.... 


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UC  HWOTá.  IS 

— ¿Quién,  señor?  ¿qnétt?  * 

— Sis  embargo. , . .  seria  difícil; . . . 
,        —Decid,  decid. 

■         —Y  sobre  lodo  muy  caro....  pues  copo  ahora  mismo  decíais,  la 
\  es  grato  y  nadie  consiente  con  facilidad  en  poderla. 
—No  bagáis  reparo  en  loe  gastos,  sefior:  todo  io  pagaremos. 
— E44  bieo,  está  bien— dijo  Gapetal  con  centelleante  mirada.— 
:  vuestra  promesa  para  que  pueda  yo  obrar  en  tonse- 


Traapertado  de  goio  el  pariente,  hincó  el  acento  en  la  palabra  que 
acababa  de  dar;  pero  sin  precisar  cantidad  alguna. 

—Veremos,  veremos,— dijo  Gapetal  conafabilidad  -volved  luego. 

ladreóle  las  mano»  y  el  eslreme  del  vesiido  los  parientes  del  reo, 
y  safeeron  del  aposento  andando  hacia  atrás  con  todas  las  séllales  de 
■a  goto  y  aa  reooaooimiento  inespücablcs. 

Soto  ya  Cápela!,  pidió  su  mala  y  se  dirigió  al  Ghátelet.  Encontró 
atti  al  condenado  en  «no  de  esos  horrendos  calabozos  en  donde  co* 
■ffanbm  á  formar  el  suplicio  del  pactante  antes  de  que  llegase  el 
verdago,  los  repule*  y  los  insectos  de  todas  clases  que  en  el  fango  de 
aqtella  asquerosa  sentina  hormigueaban. 

A  semejante  maxmorra  babia  sido  trasladado,  después  del  fallo,  el 
hawoíái,  sin  qae  se  hubiesen  curado  mas  de  él  los  carceleros.  La 
«fecocioo  estaba  Ajada  para  el  dia  siguiente. 

Km  ka  oscuridad  donde  el  miserable  se  debatía  entre  espantosos 
grita,  apercibió  Gapetal  desde  las  primera*  gradas  de  la  escalera 
q*o  á  ese  sepulcro  conducía,  un  segundo  rostro,  débilineule  ilumina* 
é»  por  ti  reflejo  de  la  antorcha  que  sacudía  á  intervalos  el  carcelero. 

— |AhJ  sefior  preboste— gritaba  el  condenado— (libradme!  jsocor- 
raámat  H  e  dmmto  de  frío  y  de  miedo. 

—Sin  embargo,  no  estáis  solo  á  lo  que  pareoe— dijo  el  magistrado. 

—Si,  entre  asesinos,  entre  malvados— dijo  el  criminal— olvidan- 
do por  costumbre  que  él  era  también  un  asesino. 

— j  Kh!  poco  á  poco— repeso  entonces  una  voz  salida  como  por  mi- 
tagre  del  infecto  abismo.— Aquí  no  bay  obro  malvado  ni  asesino  que 

*. 

— ¿Quién  habla  ahí  dentro?— preguntó  Gapetal,  avanzando  con 


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M  PHSKMES 

una  especie  de  terror  mezclado  de  curiosMML 
— Dacedme  el  favor  de  acercaros,  señor,— dijo  la  y&í—  y  baced 

i  soy  on  hombre  de 
ipetal? 

y  sin.demostrar  la 
agitado  por  la  mas 

i  ese  hombre.  Re* 

quella  persona  car- 

— rareceme  conoceros —le  dijo. 

— Si,  para  mi  desgracia— repuso  la  voz. — Soy  el  pobre  estudian* 
te  que  dibujó  ciertos  malaventurados  emblemas  en  la  puerta  de  vues- 
tra casa  y  á  quun  hicisteis  prender En  vano  me  ha  reclamad* 

á  menudo  la  Universidad,  vos  habéis  sabido  ocultar  la  venganza 

y  el  culpable ¿Quién  puede  saber  queme  hallo  gimiendo  en 

tan  dura  prisión?  jila) a  un  poco  de  piedad,  señor!  ¿No  he  sufrido 
ya  bastante?  ¿No  se  halla  mas  que  suficientemente  espiada  una  falta 
tan  leve?  Perdonadme,  os  suplico;  y  así  como  esperando  siempre  en 
vos,  no  he  pensado  jamás  en  acusaros,  os  juro  por  la  cruz  del  Reden- 
tor que  como  me  pongáis  en  libertad ,  mis  labios  no  se  han  de  despegar 
para  proferir  contra  vos  la  menor  queja. 

Gapetal  acabó  de  descender  los  húmedos  escalones,  y  con  la  luz  en 
la  mano  dirigióse  hacia  el  fangoso  ángulo  do  donde  salían  tan  gene* 
rosas  súplicas. 

En  aquel  funesto  rincón,  medio  sumergido  en  corrompido  baño  de 
infecta  inmundicia,  revolcábase  un  hombre,  joven  todavía,  un  des- 
graciado á  quien  no  habia  bastado  á  quitar  la  existencia  el  espaatos* 
suplicio  de  largos  años  do  cautiverio. 

—Os  reconozco— le  dijo  Gapetal.— Con  qué  ¿nada  habéis  dicho 
jamás  contra  mí? 

—¡Jamás,  monseñor!  Jamás;  os  lo  juro  delante  de  Dios. 

El  infortunado  quiso  levantar  una  de  sus  maní*  hacía  la  bóveda 
del  calabozo;  mas  el  peso  de  las  cadenas  volvió  á  derribar  al  suelo 
aquel  desfallecido  brazo. 


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WMMM.  h 

— Y  habíais  de  callaros  también  en  adelante,  si  o*  sacase  de  esto 


— ¡Ah!  ¡monsefforNj-esdamó  el  joven— mi  familia  me  está  acaso 
aguantando  aun,  llorando  mi  anuencia,  puesto  qne  desaparecí  de 
bario  eatrafio  modo,  arrebatado  por  vuestros  arqueros  después  de  un 
motín.  Pero  yo  la  diré  que  para  mayor  seguridad  mia,  he  viajado; 
tiré  que  no  me  habéis  cansado  mal  alguno;  que  no  os  conozco.»...  T 
adornas  os  bendeciré 

— Esli  bien— dijo  Cápela]  después  de  unos  instantes  de  silencio, 
qoe  empleó  en  observar  atentamente  á  su  pálido  y  humillado  enemí* 
go.-  Italiana  saldréis  de  esta  prisión;  pero  jurad  que  no  trabéis  de 
decir  nada,  sncédaos  lo  que  quiera,  sean  cuales  fueren  las  formalida- 
des que  crea  yo  conveniente  llenar.. 

— lOs  lo  juro  por  mi  eterna  salvación! 

— Adiós  pues — dijo  Capetal. 

T  se  alejó  del  prisionero  cuyas  bendiciones  parecían  ofender  su 
modestia  Luego  volviendo  hacia  él? 

—Voy  k  hacer  trasladar  &  vuestro  compaffero,  que  ha  oido  la  con- 


— Entonces  tai  vez  nos  comprometa— dijo  el  estudiante. 

— Se  baila  condenado  á  muerte  y  ha  de  ser  ejecutado  mafiana. 

—  ¡Pobre  hombre!— murmuró  el  estudiante,  observando  á  su  vea 
al  sentenciado,  á  quien  aquellas  terribles  palabras  acababan  de  su-* 
mir  en  un  profundo  desvanecimiento. 

Acercóse  Capetal  al  rico  homicida,  le  quilo  el  traje  bastante  decen- 
te qne  vestía,  y  se  lo  dio  al  estudiante. 

Yol  viendo  &  llamar  entonces  al  carcelero,  le  dró  algunas  órdenes. 
B  carcelero  cogió  al  homicida  por  las  espaldas,  y  le  sacó  fuera  del 
calabozo,  oyéndose  luego  el  ruido  de  muchos  cerrojos. 

—Hasta  mafiana— dijo  Capetal  al  estudiante. 

— 4Oh!  ¡gracias!  ¡gracias!  ¡monsefior!— esclamó  una  vez  mas  el 
mócenle. 

Montó  de  nuevo  Capetal  en  so  muía,  y  restituyóse  á  su  casa.  B 
pariente  del  homicida  le  estaba  ya  esperando  con  impaciencia. 

— r  ¿rece  que  queréis  mucho  á  vuestro  deudo— dijole  el  magistral 
do  coa  una  sonrisa  de  buen  augurio. 


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«^-¡Obl  si,  sedar.  ,    <  / 

—Pues  ya  podéis  daros  la  enhorabuena.  He  hallado  al  hombre  que 
necesitáis:  cierto  pobre  diablo,  disgustado  de  la  victo  y  del  régimen  de 
una  prisión,  consiente  en  morir  en  lugar  del  sentenciado;  pero  quie- 
re que  se  enriquezca  á  su  familia,  y  sus  pretensiones  son  exorbi* 
tantos. 

—¿Qué  es  lo  que  pide,  seOor?— preguntó  el  pariente  enajenado  é 
inquieto  á  un  mismo  tiempo. 

—Pide  treinta  mil  escudos.  Asi  es  que  le  he  dicho  que  era  im- 
posible que  se  arreglase  el  negocio. 

—Es  mas  de  los  dos  tercios  de  la  fortuna  de  mi  pariente. 

—Esto  arruinaría  á  su  viuda— dijo  tranquilamente  Cape  tal. 

— ¿Su  viuda,  sefior?  ¡Ahí 

—  Quiero  decir,  su  mujer:  como  tengo,  apegar  mió,  tan  fijo  el  pen- 
samiento en  esa  ejecución  de  mañana,  y  mafiana  la  que  es  hoy  m 
mujer  será  su  viuda... 

—Nada,  nada,  sefior;  la  vida  vale  mas  que  el  dinero..  Todo  se  da* 
rá  para  la  salvación  del  sentenciado.  ¿A  dónde  es  menester  llevar 
esa  suma? 

—Me  bailo  sobremanera  perplejo— dijo  Capeta!:— -porque,  una  vei 
pronunciado  el  nombre,  mi  secreto  es  el  vuestro.  Asi  pues,  una  in- 
discreción puede  perdernos;  á  mi  por  mi  escesiva  indulgencia;  á  vos 
porque  la  justicia  volvería  á  prender  á  vuestro  pariente  y  os  castigar 
ría  además.  Solo  una  persona  debe  saberlo. 
.  —Vos,  vos,  sefior.  ¡Obi  ¡tenéis  mucha  rasonl— dijo  el  crédulo  ar- 
rendador. 

—Si  queréis*  pues,  fiares  de  mi— interrumpió  el  preboste~--yo,me 
encargo  de  todo.  Mañana,  cuando  se  creerá  en  París  que  el  cuerpo  él 
vuestro  pariente  va  á  pender  en  la  horca,  otro  quidam,  vestido  con 
su  traje  y  cubierto  con  su  gorro,  pasará  por  la&.manos  del  verdugo. 
Dé  aqui  un  magnifico  resultado  ¿no  es  cierto? 

— ¡Es  mucho  valor  el  de  ese  preso!— observó  el  arrendador—  y 
demuestra  querer  entrafiabjemente  á  su  familia. 

—Vuestro  pariente  se  alejará  de  París  por  algan  tiempo;  luego, 
si  llegaba  á  morir  el  verdugo  en  cualquier  sedición,  podría  atribuír- 
sele este  error....  obtenerse  un  indtydle**.»  ,  ,   t 


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ü&  umuf  i.  rj 

—¡Oh!  no  pensemos  en  el  porvenir.  Gracias,  sefior  Capetal.  Por 
■■y  empobrecido  que  quede  mi  pariente,  siempre  hallará  medio  de 
manifestaros  su  reconocimiento  por  el  servicio  que  nos  prestáis. 

—No  hay  que  hablar  de  esto. 

—En  cnanto  á  mí,  señor,  no  quedo,  á  Dios  gracias,  arruinado— 
dijo  el  arrendador  con  una  sonrisa  llena  de  promesas. 

—Por  favor 

— Ya  tendréis  ocasión  de  saber  basta  que  punto  estimamos  el  ina- 
preciable beneficio  que  nos  dispensáis,,  librando  del  cadalso  á  un  in- 
dividuo de  nuestra  familia. 

T  alejóse  el  arrendador,  rebosante  el  pecho  de  felicidad. 

Al  din  siguiente— era  en  invierno— tuvo  lugar  poco  antes  de  ama- 
necer una  ejecución,  á  la  luz  de  hachas  de  viento,  en  la  plata  de  los 
«creados.  Un  hombre  vestido  con  un  traje  de  lana  bordado,  cubierta 
la  cabeta  con  una  caperuza  aforrada,  oculto  el  rostro  por  una  enor- 
me mordaza,  salió  del  Chátelet  tiritando  de  felicidad  al  contacto  del 
aire  puro  que  no  había  respirado  desde  mucho  tiempo.  El  desgracia- 
do debió  creer,  al  verse  rodeado  de  arqueros  y  conducido  hacia  la 
picola,  que  se  trataba  de  algún  honroso  castigo,  de  una  de  esas  in- 
significantes formalidades  de  que  le  había  prevenido  la  víspera  Cá- 
pela!. 

El  verdugo  le  había  puesto  la  mordaza  en  virtud  de  espreso  man- 
dato, en  tanto  que  algunas  horas  antes  hallaba  el  homicida  abierto 
de  par  en  par  la  puerta  de  su  calabozo,  veía  romper  sus  cadenas  y 
se  deslizaba  en  la  oscuridad  hasta  una  puerta  secreta,  en  donde  le 
estaba  esperando  su  adicto  pariente. 

Ahorcóse  al  estudiante  á  pesar  de  sa  desesperada  resistencia  y  de 
sai  inarticulados  gemidos.  Durante  este  tiempo  contaba  con  satisfác- 
ela Capetal  los  treinta  mil  escudos  en  oro  que  acababan  de  serle  con- 
ducidos en  dos  muías  hasta  el  patio  de  su  casa. 

El  cadáver  del  estudiante  fué  llevado  á  Montfoucon,  de  donde  es- 
peraba hacerle  retirar  inmediatamente  el  preboste  antes  que  una  mi- 
rada indiscreta  pudiera  reconocerle  y  probar  que  no  era  el  del  con- 
denado. Para  semejante  operación  era  indispensable  la  presencia  de 
Capetal.  Apresuróse,  pues,  á  dirigirse  coa  dos  hombres,  al  amanecer, 
al  lugar  del  suplicio,  para  descolgar  al  cadáver  que  pensaba  sepul~ 
nuQu  8 


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58  MSIOMB 

tar  en  un  hoyo  de  cal  viva. 

A  las  ocho  y  níedia  (legaba  el  preboste  al  pié  de  la  horca.  En  vano 
buscó  en  ella  á  sa  victima.  Solo  quedaba  allí  la  cuerda  reeientomen- 
(e  cortada. 

El  cadáver  babia  sido  arrebatado. 

Ninguna  estrafieza  le  hubiera  este  incidente  causado,  á  ser  el  cuer- 
po que  faltaba  el  del  rico  villano.  Con  efecto;  frecuentemente  acaecía 
entonces  que  las  familias  de  los  supliciados  se  esponian  á  todo,  para 
dar  sepultura  k  los  desgraciados  restos  de  sus  parientes.  Mas  ¿qué 
interés  podían  tener  los  del  estudiante?  Capetal  tuvo  miedo  á  pesar 
suyo,  y  regresó  precipitadamente  á  París. 
v  No  había  para  menos. 

Un  estudiante,  á  quien  satisfizo  poco  el  espectáculo  de  la  ahorca- 
dura, et  cuanto  le  fué  imposible  admirar  el  rostro  del  paciente, 
siguió  al  cadáver  basta  Montfaucon,  esperó  que  el  verdugo  se  vol- 
viera, y  encendiendo  entonces  unas  pajuelas,  reconoció,  no  al  villano 
homicida,  sino  á  uno  de  sus  queridos  camaradas  cuya  estrada  de- 
saparición lloraba  largo  tiempo  hacia. 

¡Ua  estudiante!  (qué  inesperado  suceso  para  la  Universidad  el  de 
semejante  violación  de  todos  los  derechos!  No  hay  que  decir  si  hu- 
bo alboroto.  Capetal  fué  sitiado  en  su  casa  y  preso  por  una  muche- 
dumbre furiosa.  Las  puertas  de  la  Conserjería  se  abrieron  para  guar- 
dar al  preboste  hasla  que  hubiera  dado  esplkacion  de  su  conducta. 

SI  criminal  evadido  se  ocultaba.  Capetal  se  prometía  arreglarlo 
todo,  revelando  al  secreto  de  su  refugio,  que  le  era  conocido.  Mas  el 
agradecido  pariente  contó  á  los  jueces  cuanto  sabia  sobre  la  integri- 
dad y  oficiosa  cortesanía  del  preboste,  y  en  medio  de  los  estrepito- 
sos aplausos  de  toda  la  población,  justamente  indignada  por  una  de 
laa  mas  horribles  iniquidades  que  hayan  jamás  aterrorizado  á  la  hu- 
manidad, fué  estraido  Capetal  de  la  Conserjería  del  palacio,  condu- 
cido á  su  vez  á  tos  mercados  de  París,  y  por  sentencia  del  parlamen- 
to Ahorcado  alio  y  corto,  sin  que  nadie  se  presentase  á  sustituirte  en 
tan  triste  ceremonia. 

Felipe  V  mandó  entregar  á  la  familia  del  infeliz  estudiante  toda  la 
fortuna  del  preboste,  que  se  había  enriquecido  impunemente  con  in- 
finidad de  crímenes  del  mismo  género. 


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N  BUBOFA.  Si 

En  cuanto  al  rico,  á  quien  salvó  so  dinero  de  (a  muerte,  nada  mas 
■as  refiere  la  historia. 

Algunos  escritores  hacen  pasar  también  en  la  Conserjería  el  de- 
senlace de  una  tragi-  comedia  que  ocupó  al  pueblo  y  al  parlamento  4 
mediados  del  afio  1323. 

Cierto  señor  gascón,  llamado  Jourdain  de  I4  Me,  que,  según  el  uso 
áei  tiempo,  ejercía  en  sus  dominios  el  derecho  de  alia  y  baja  justida, 
parece  que  no  se  contentaba  con  asolar  jurídicamente  su  territorio, 
sino  que,  poco  amigo  de  ir  á  guerrear  con'ra  los  infieles  y  teniéndole 
m  nidada  los  ingleses,  era  por  si  solo  el  mas  feroz  enemigo  (je  sus 
▼asaltos. 

Armado  de  pies  á  cabeza,  seguido  de  todos  los  ladrónos  y  vaga- 
bundos del  paisa  quienes  habia  regimentarlo,  hacia  escorsiones  en 
sis  tierras  y  en  las  de  sus  vecinos  mas  débiles,  poniendo  á  escote  4 
los  viandantes,  saqueando  los  conventos  y  arruinando  4  los  merca- 
deres ambulantes. 

Por  lo  que  toca  á  las  mujeres  del  pais,  no  se  hallaban  con  mas  se- 
guridad en  su  patria  que  si  se  hubiesen  idoá  morar  entre  sarracenos. 

Siempre  que  se  hacia  alguna  observación  á  semejante  salteador: 

— ¡Baí  -respondía— ¿qué  queréis  que  me  suceda?  No  me  falta 
hierro  ni  soldados  para  rechazar  toda  clase  de  sorpresas  ó  violencias* 
— Respecto  al  rey,  no  puede  menos  de  dejarme  quieto  en  mis  domi- 
nios, puesto  que  soy  señor  en  mi  casa  y  buen  caballero.  Y  si  se  mex- 
da  conmigo  la  religión,  ya  sabéis  que  soy  pariente  por  mi  mujer  de 
nuestro  santo  padre  el  papa  Juan  XXII. 

Después  se  echaba  4  reír,  mandaba  nuevos  pillajes,  cometía  nue- 
vos homicidios  y  se  restituía  4  su  castillo,  fuerte  comonnbuUre  en  el 
«pació. 

Grande  era  el  número  de  los  incendios  y  asesinatos  que  habia  co- 
aelido,  cuándo  hubieron  de  acordarse  sus  vasallos  de  que,  pagando 
4  su  primer  sefior,  el  rey  de  Francia,  muchos  y  muy  crecidos  ip- 
fmmías  de  todas  clases,  bien  merecían  que  este  les  protegiese,  ppes 
de  lo  contrario,  dia  vendría  en  que  robado  por  Jourdain  lo  poco  que  le* 
quedaba,  se  habían  de  ver  en  el  caso  de  no  poder  pagar  pecho  alr 
gano. 

El  bandido  estaba  muy  distante  de  hacerse  semejantes  refleaipaes. 


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«O  FBISlOffES 

Pero  los  habitantes  de  su  malhadado  dominio,  no  pudiendo  ó  no  que- 
riendo  satisfacer  á  los  colectores  de  los  pechos,  elevaron  sos  quejas 
al  rey  y  al  parlamento,  quienes  tomaron  cartas  en  el  asunto. 

El  parlamento  ó  consejo  del  rey  Garlos  el  Hermoso  suplicó  á  este 
principe  que  enviase  un  ugier  al  bandido  para  obligarle  á  comparecer 
á  la  corte  del  parlamento.  ¡Triste  comisión  para  el  pobre  mensajero! 

Recibióle  Jourdain  con  las  mayores  distinciones  luego  que  supo 
que  el  rey  le  enviaba;  y  preguntándole  por  el  objeto  que  le  traia,  de- 
sarrolló el  ugier  su  pergamino. 

—(Obi  ¡oh! — esclamó  Jourdain— ¿qué  es  esto?  ¿el  parlamento? 

—El  consejo  del  rey,  señor. 

—Perfectamente.  Pero  ¿ignora  el  rey  que  soy  señor  en  mi  casa? 
¿Por  ventura  he  atentado  contra  una  sola  de  sus  prerogativas? 

— Es  cosa  esta  que  no  me  concierne,  caballero.  Os  he  comunicado 
las  órdenes  del  rey  y  quedáis  emplazado. 

—(Ir  á  París!  (yo!  ¡cuando  nada  me  obliga  á  ello! 

—Seria  desobedecer,  caballero,  si  no  fueseis. 

—¿Pues  no  me  amenaza  este  bergante?  repuso  encolerizado  el  de 
l'Isle. 

T  arrojando  la  máscara  afable  que  tanto  trabajo  le  babia  costado 
tomar,  llamó  á  sus  criados. 

— ¡Hola!— les  gritó -azotadme  bien  á  este  picaro  que  acaba  de 
insultarme. 

—¡Temed  al  rey!  ¡temed  á  mi  amo!— esclamó  el  desventurado 
ugier. 

— |  A  mi  es  á  quien  has  de  temer!— dijole  riendo  Jourdain.— Soy 
yo  tu  verdadero  dueño  en  este  instante. 

En  vano  invocó  el  enviado  el  nombre  del  rey,  en  vano  amenazó 
y  protestó,  nada  pudo  librarle  de  ser  cruelmente  maltratado.  Muchos 
historiadores  añaden  que  perdió  la  vida  á  manos  de  las  gentes  de 
aquel  feroz  tirano  de  Gascuña. 

Furioso  el  rey  al  saberlo,  y  escitado  por  el  parlamento,  escribió  á 
Jourdain  de  l'Isle  para  prometerle  tan  terribles  represalias  que  el 
pais  había  de  conservar  de  ellas  eterna  memoria. 

—Corriente— dijo  Jourdain  á  sus  deudos  y  amigos— por  cima  del 
rey  está  el  papa,  y  mi  mujer  es  su  prima:  con  que,  soy  primo  del  papa. 


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DE  BUpFá.  «1 

— Si— le  objetó  un  prudente  consejero— pero  el  rey  de  Francia 
tiene  una  nube  de  arqueros  que  no  son  subditos  del  papa  y  que  Ten- 
drán i  echar  abajo  vuestro  castillejo,  dentro  del  cual  corréis  peligro 
de  perecer  achicharrado.  Haced  lo  que  el  rey  os  manda:  id  á  París, 
y  presentaos  ante  ese  famoso  parlamento. 

— Eso  es:  [que  me  arroje  yo  mismo  á  la  boca  del  lobo! 

—No  se  os  dice  que  cometáis  la  locura  de  presentaros  solo.  Haceos 
seguir  de  todos  vuestros  amigos  que  constituyen  la  grandeza  de  la 
provincia:  con  tan  respetable  acompañamiento  lograreis  que  os  res- 
pelea  el  parlamento  y  aun  el  rey. 

—¡Vive  Dios,  que  tenéis  razón!  Lo  pensaré. 

A  puro  pensarlo,  llegó  Joordain  á  levantar  un  pequeño  ejército 
de  hidalguillos  y  parientes,  al  frente  del  cual  se  presentó  en  París, 
cufiando  que  sucedería  con  él  lo  de  Roberto  de  Arlois,  á  quien  tan 
ftcttmente  había  el  rey  perdonado. 

Presentóse  primero  al  rey,  quien  le  volvió  las  espaldas,  le  hizo 
pmder  en  el  mismo  palacio  y  sepultarle  en  sus  calabozos. 

Hé  aquí  por  que  nos  ocupamos  en  este  lugar  de  su  historia. 

Joordain  debutó  en  un  calabozo  de  la  Coosergeria.  Llevado  ante  el 
parlamento,  quedó  sentado  en  el  registro  del  Cbátelet. 

No  se  cansó  de  repetir  que  siendo  villanos  sus  vasallos,  no  siguí  - 
nada:  que  le  pertenecían  como  cosa  propia,  y  que  matarlos 
usar  de  lo  que  era  suyo;  y  robarles,  recobrar  su  propiedad:  mas 
d  parlamento,  que  no  admitía  semejante  derecho,  le  condenó  como 
al  último  villano,  4  la  pena  de  maerte. 

— ¡Soy  hidalgo!— esclamó  Jourdain.—  ¡Soy  primo  del  papa! 

— No  nos  importa— contestóle  el  rey. 

—Pero  la  religión 

—La  religión  dice:  «No  matarás.»  Y  vos  habéis  faltado  con  fre- 
cuencia i  este  mandamiento. 

—Solo  se  condena  4  muerte  á  los  traidores,  y  yo  no  he  cometido 
traición  ninguna. 

— Vuestros  vasallos  son  subditos  mios.  Abusando  de  vnestro  de- 
recho, habéis  hecho  maldecir  mi  cetro  que  os  lo  confiere. 

Joordain  esperaba  mucho  de  sus  parientes;  los  cuales  quisieron  en 
electo  abogar  mucho  mas  en  favor  de  los  principios  que  de  la  perso- 


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*•  PRISKMfES 

na  del  acusado.  Garlos  el  Hermoso,  que  se  hallaba  entonces  en  sus 
buenos  instantes  de  justiciero,  permaneció  inflexible. 

— jVaya!  ¡morir  por  tan  poca  cosa!— repetía  Jourdain. 

— jY  morir  ahorcado! — mormuraba  el  populacho,  escesivamente 
halagado  con  la  humillación  del  sefior  gascón,  y  reempnjándose  en  el 
pretorio. 

Es  verdad  que  el  parlamento  habia  condenado  4  Jourdain  á  la  hor- 
ca, ni  mas  ni  menos  que  si  se  tratara  del  mas  humilde  patán. 

No  dejó  de  ser  conducido  Jourdain  al  patíbulo  el  dia  al  efecto 
señalado  y  precipitado  en  el  espacio,  en  medio  de  los  aplausos  del 
público  que  afluyó  aquel  dia  á  París  para  presenciar  la  buena  justi- 
cia del  digno  rey  muy  honrado  y  bueno  para  el  pobre  pueblo. 

Durante  el  reinado  de  Luis  XI  llenáronse  á  menudo  los  calabozos 
de  la  Consergeria;  pero  las  justicias  de  este  monarca  eran  tan  estre- 
pitosas para  los  grandes  como  oscuras  é  ignoradas  para  los  pequeños. 
Luis  XI  contemporizaba  con  el  pueblo.  Este  principe  tuvo  que  hacer 
frecuente  U60  de  las  prisiones  perpetuas,  adyacentes  á  la  Consergeria, 
y  que  venían  á  terminar  en  las  rejas  sobre  el  rio.  Mas  de  una  vez  en 
el  decurso  de  la  presente  historia  tendremos  que  ocuparnos  de  tales 
prisiones. 

Bajo  el  reinado  de  Garlos  VIII— dice  Feltbien — metióse  en  la  Con- 
sergeria en  primero  de  diciembre  de  1496  á  Claudio  Chanvreux,  con- 
sejero clérigo  del  parlamento,  coo  motivo  de  un  falso  poder  en  virtud 
del  <5ual  el  obispo  de  Xaintes  habia  sido  resignado  en  la  corle  de  Ro- 
ma en  provecho  de  Pedro  de  Rochechonart. 

El  23  del  propio  mes  se  reunieron  las  cámaras,  á  consecuencia  de 
la  reclamación  que,  como  clérigo  que  era,  hacia  del  preso  el  obispo  de 
París,  siendo  despojado  Chanvreux  por  sentencia  solemne  del  indica- 
do carácter. 

La  ceremonia  tuvo  lugar  la  víspera  de  Navidad  en  el  estrado  del 
tribunal  á  donde  se  trasladó  al  acusado  para  oir  la  sentencia,  vestido 
de  un  traje  de  grana  y  una  caperuza  aforrada.  Púsose  allí  de  rodillas, 
descubierta  la  cabeza,  y  en  presencia  de  todas  las  cámaras  reunidas, 
el  primer  presidente  Juan  de  la  Yacqueria  pronunció  el  fallo,  en 
virtud  del  cual,  atendidas  las  muchas  falsificaciones  por  aquél  come- 
tidas, y  el  soborno  de  que  se  hallaba  convicto,  con  el  notario  y  tes- 


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dk  «mor a.  es 

i  el  asunto  del  obispo  de  Xaintes,  fué  privado  de  su  oficio 
de  consejero,  y  de  todo  otro  judicial. 

Después  de  esto,  trasladáronle  cuatro  ugieres  sobre  la  mesa  de  mar- 

sol  en  donde  se  le  quitó  la  ropa  de  grana,  asi  como  su  caperuia  y  ce- 

r.  Pósesele  otro  traje  con  el  que  fué  vuelto  á  conducir  al  estrado, 

pies  y  cabeza  y  sosteniendo  en  una  mano  una  hacha  de 

catiro  libras.  Colocado  allí  de  rodillas,  esclamó: 

—Doy  gracias  á  Dios,  al  rey,  á  la  justicia  y  á  las  partes  intere- 


Fueron  rasgados  en  seguida  los  falsos  procedimientos  y  conducido 
al  patio  del  palacio,  donde  se  apoderó  de  él  el  verdugo,  quien,  hacién- 
dole subir  á  una  carreta,  le  llevó  al  Chátelet,  en  cuyo  punto  se  pre- 
gwó  k  sentencia,  continuando  hacia  el  patíbulo  en  torno  del  cual  se 
le  obligó  i  dar  tres  vueltas,  se  le  marcó  en  la  frente  una  flor  de  lis, 
con  in  troquel  de  encendido  hierro,  y  se  le  puso  después  por  dos  agie- 
res en  U  puerta  de  Saint- Martin,  para  que  marchase  desterrado  del 


Carlos  VIII  inauguró  su  reinado  con  un  estrepitoso  acto  de  justicia, 
verdadero  progreso  sobre  esas  pretendidas  satisfacciones  que  los  an- 
tiguos reyes  concedían  al  pueblo  á  su  festivo  advenimiento,  como  lo 
preeban  tantas  ejecuciones  de  dilapidadores. 

El  rey  sucesor  de  Luis  U  era  tan  joven  que  se  confió  la  regencia  4 
su  hermana  Ana  de  Beaojeau,  cuya  princesa  trató  desde  luego  de 
iimpa  triar  con  el  pueblo  por  medio  de  alguna  acción  ruidosa. 

Luis  XI  habia  perseguido  rudamente  á  los  grandes;  pero  también 
había  azuzado  con  verdadera  crueldad  sus  dogos  favoritos  contra  el 
desvalido  pueblo.  Las  asustados  del  difunto  rey  con  los  seSores  Tris- 
la*,  le  Dain  y  otros  verdugos,  no  eran  mas  que  sangrientas  irrisio- 
nes. En  estos  desgraciados  puso  antes  que  todo  sus  ojos  la  regente. 
Cm  ellos  se  ofrecía  al  público  rencor,  á  un  auvernés  llamado  Juan 
Doyac,  elevado  i  gobernador  de  Auvernia,  con  tanto  motivo  como  el 
qte  tenia  el  barbero  le  Dain  para  calzarse  con  el  titulo  de  conde  de 


Muerto  el  rey,  comprendieron  perfectamente  estos  personajes  que 
om  pasados  los  bienes  tiempos  de  su  fortuna.  Olivier  hizo  sus  pre- 
parativos pan  retirarse  á  sis  posesiones,  y  Deyac  no  se  olvidé  de 


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«4  PRISIONES 

ponerse  á  cubierto,  según  sus  posibilidades,  mientras  pasaba  la  tem- 
pestad. 

Todo  se  bailaba  ya  dispuesto  para  la  retirada  del  barbero  le  Dain, 
y  calculando  estaba  un  dia  con  su  criado  Daniel,  elevado  á  la  dignidad 
de  intendente,  sobre  los  sucesos  que  debían  volverle  á  su  anterior  en- 
cumbramiento, cuando  se  abrió  de  improviso  la  puerta  dando  paso  á 
una  persona  estrafia  en  la  casa;  iba  en  traje  de  camino,  y  en  el  estre- 
mado desorden  de  sus  vestidos  transparentábase  la  agitación  de  una 
conciencia  por  demás  perturbada. 

—¡Juan  Doyacl— esclamó  Oiivier— el  gobernador  de  Auvernia.., 
¡Ah!  sed  bien  venido  á  París,  amigo  nuestro. 

— Donde  celebro  hallaros  en  estado  tan  próspero  de  favor,  seffor 
conde  de  Meulan. 

—Y  mas  cerca  aun  de  la  mayor  dicha  que  haya  jamás  esperimen- 
tado Estoy  de  viaje. 

— ¡Gómol  ¿vais  á  dejar  la  corle?  {esto  es  horrible!  Nuestros  servi- 
cios son  muy  mal  recompensados.  jAy!  Los  principes  son  ingratos... 
¡Ola!  compadre  Daniel.  Buenos  dias,  compadre. 

No  era  Daniel  un  criado  vulgar.  El  público  le  acusaba  de  haber 
servido  á  la  vez  á  su  amo  de  espia  y  de  verdugo,  cuando  no  del  mas 
rígido  de  los  colectores  de  impuestos,  si  era  cuestión  de  algún  repar- 
to forzoso. 

Habia  demasiada  analogía  entre  un  criado  de  esta  clase  y  un  go- 
bernador de  Auvernia  como  Doyac,  para  que,  dejando  etiquetas  apar- 
te, no  se  aliasen  desde  luego. 

— Sí, — dijo  Daniel.— Está  decidido.  Nos  retiramos. 

—Viviremos  en  nuestros  dominios— añadió  Oiivier— sefior  de  mu- 
chos lugares  y  aun  de  una  villa:  rico  y  respetado,  por  mas  que  por 
ahisediga 

—Sin  duda.  Sois  temido...  Hé  aqui  el  mayor  honor  que  conozco. 

Apercibióse  Oiivier  que  semejante  descripción  de  una  inmediata 
felicidad  hacia  suspirar  á  Doyac. 

—¿Qué  tenéis?— le  dijo.— ¿Habéis  venido  á  París  á  pesar  vuestro? 

— Por  el  contrario.  La  corte  quiere  satisfacerme  los  considerables 

atrasos  que  estoy  acreditando Se  trata  también  de  algunos  bono* 

res  particulares...  Pero  me  pasaré  sin  ellos;  soy  modesto... 


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Dft  ITOOPJL  13 

— ¿Os  quiere,  pues,  la  regente? 

—Soy  un  hombre  necesario;  y  luego,  ya  veis,  Olivier,  mi  posición 
es  magnifica:  jamás  be  muerto  ni  hecho  anadie  abiertamente  traición, 
lie  sido  diplomático  en  cuestión  de  rentas;  nadie  me  atacará.  Mis  ad- 
ministrados están  que  truenan  contra  mi  engrandecimiento,  porque 
se  acuerdan  de  haberme  visto  dejar  el  país  vestido  haraposamente; 
■us,  con  lodo,  están  orgullosos  de  ser  mandados  por  un  compatricio. 
En  «na  palabra,  espero  mocho  del  nuevo  reinado. 

—Tanto  mejor,  setter  Doyac,  tanto  mejor.  En  cnanto  á  mi,  nada! 
espero. 

— ;Ah!  m  antiguo  amigo;  es  que  vos...  Pero  (bal  olvidemos 

—¿Qué  queréis  decir,  Doyac?  He  asustáis.  ¿Sabéis  algo  por  ven 
ton? 

— ¡Oné  diablos!  amigo  mió,  coando  se  han  manejado  tantos  inte* 
retes,  romo  decía  nuestro  buen  amo,  es  imposible  no  conservar  en 
fe  pauU  de  los  dedos  un  poco  de  tinta  6  de  sangre.  Decid  que  no 
es  asi...  Pero  no  es  enojéis  de  ese  modo.... 

—¡Sangre!  ¡sangre!  No,  amigo,  no.  El  difunto  rey  sabia  que 

—Ved  que  estáis  hablando  como  un  nido.  ¿Se  inquieta  acaso  á  loaj 
■■artos  cuando  sobran  vivos  á  quienes  atormentar?  ¿Crreis  que  hai 
de  ir  meatos  enemigos  á  procesar  al  buen  rey  que  descansa  aHá, 
bajo  la  hoja  de  plata?...  ¿Queréis  chancearos?  ¡\l  contrario,  un  viv#^ 
bies  ¿ordo,  un  conde  de  Meluo,  un  rico  caballero!  Esto,  esto  es 
baña  ptsa,  y  vos  sabéis  cuanto  se  complace  en  ello  el  populacho. 

— Indudablemente,  Doyac,  vos  sabéis  algo— dijo  Olivier  vivamen- 
te agitado.— Vos  me  contáis  ahí  cosas  del  otro  mundo  que  me  pare- 
en histerias. 

—Del  otro  mundo,  es  verdad;  lo  confieso....  ¿Qué  queréis?  si  ten* 
g»  m  tan  presente.... 

—¿El  qué?  ¡Acabad! 

— Oid  pues;  llego  esta  maffana  á  París;  me  presento  en  seguida 
á  h  corte. . .  era  un  deber. ..  no  veo  mas  que  rostros  desconocidos.. . 
Sin  embargo,  bascando  bien  ¿á  quién  diríais  que  hallé?  ¿4  ver  si 

rtais? 

— Qué  sé  yo....  Conocemos  á  tanta  gente 

n.  • 


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««  hustohei 

—Era  en  las  habitaciones  de  la  regento;  atended....  en  la§  galas 
de  audiencia,  entre  los  que  aguardaban  turno.  Adivinad...  alguno* .. 
del  otro  mundo,  como  ahora  poco  decíais. 

Palideció  estraordinariamenle  Olivier,  y  mirando  coa  inquietud 
i  Daniel: 

—¿Quién  le  parece  que  podría  ser?— le  dijo. 

—Cavilo,  señor,  cavilo.... 

—¡Oh!  ¡cnanto  es  su  número!  —esclamó  Doyac.  Pero  buscad  me* 
jar....  Vamos  á  ver  sí  os  ayudo...  Una  mujer... 

Olivier  tembló...  Daniel  tiritó. 

—Ignoro  lo  que  queréis  decir— balbuceó  el  primero. 

—Yo  también— añadió  el  segundo. 

—Avancemos,  pues.  Una  mujer,  joven  todavía,  hermosa,  el  rostro 
trabajado  por  el  dolor,  una  mujer  &  quien  he  visto  á  vuestros  pióa 
mochas  veces,  cuando  tenia  el  inestimable  honor  de  trabajar  oon  vos 
para  hacer  feliz  á  nuestro  buen  amo. 

— 1 A  mis  pies!  ¡una  mujer!— continuó  Olivier  mas  y  mas  cena* 
temado. 

—¡Qué  mala  memoria  tenéis!— prosiguió  Doyac.— ¡Una  mujer  á 
quien  amabais  y  que  se  arrastraba  &  vuestros  pies  para  pediros  una 
gracia! 

—¡Obi  esclamó  Daniel  con  una  espantosa  sonrisa.— ¡Tantas  son 
las  mujeres  que  nos  han  pedido  gracias! 

— La  de  que  os  hablo  era  la  esposa  de  un  pobre  hidalgo  acusado  da 
felonía  y  etcerrado  e»  Plessia-les-Jonrs;  un  bello  joven,  por  cierto. 
Amábanse  entraflablemente  y  acababan  de  casarse.  Todos  los  días  la 
esposa  iba  á  suplicar  i  maese  Olivier,  esto  es,  al  seflor  conde  de 
Meúlan,  que  implorase  del  rey  la  libertad  de  su  marido...  Cualquiera 
diría  <|ue  ie  podíais  olvidar  eato... 

—Ved,  caballero,  que  no  hacéis  mas  que  repetir  ese  absurda 
cuento  que  han  inventado  mis  enemigos. 

—¡Un  cuento!  ¡Qhl  no  es  &  mi  á  quien  debéis  contestar  de  este 
modo»  pues  yo  recuerdo  bieu  vuestra  conversación  con  ella  el  dia  en 
que  se  hablaba  de  desocupar  la  prisión  embarazada....  Ella  pedia 
siempre  lo  mismo,  y  viéndola  tan  bella,  le  pedisteis  &  vuestra  vez  un 
favor... 


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M  EUROPA.  $1 

—Os  suplico  que  no  os  riáis,  sefior  gobernador  de  Auvernia;  Vues- 
tra risa  me  cansa  un  singular  efecto. 

—Ya  veo  que  os  acordáis  de  la  conclusión....  Veo  también  que  sé 
fe  ihmina  poco  á  poco  la  memoria  al  bueno  de  Olivier.  Vencido  por 
d  terror  que  esparcíais  por  el  castillo,  la  mujer  del  prisionero  os  di* 
jo  bu  día  en  la  escalera  estas  palabras,  que  me  parecen  resofear  te- 
¿avia  en  mi  oído:—  ¿Y  si  os  dijese  que  $í?... 

Otivier  sintió  espeluznada  la  cabeza. 

—Contestaré  yo  también  que  si,  y  quedará  ttbre~-»respondi8t6ls  ae» 
blando  las  llaves  de  la  prisión,  que  colgaban  del  cinto  de  Dahiet.— 
La  noche  fué  larga,  maese  Olivier...  Tomasteis  de  la  mano  á  la  da- 
si  que  estaba  deshecha  en  HanW,  y  la  acompasasteis  á  su  poéaáá 
dupws  de  haber  pronunciado  dos  palabras  al  oido  dé  Dato  leí.  No 
paedo  gloriarme  de  saber  qué  palabras  foeron  estas,  y  éolo  sé  lo 
que  lodo  París  repetía  et  dia  siguiente:— El  prisionero  se  ha  suicida* 
éo  en  su  prisión. 

Esta  vez  el  conde  coa  sus  trémulas  ifcanos  se  cubrió  él  lívido 


—;Ah!— esclamó  Doyac  con  infernal jonrisa—j  Aquel  era  reabnea* 
te  d  baea  tiempo!  ¡Ya  se  desvaneció  todo  como  un  suelo!  ¡oh!  (her* 
mona  horas  de  poder,  deliciosamente  transcurridas!...  Sin  embar- 
go, como  ahora  mismo  os  decía,  este  recuerdo  me  ha  sido  á  la  vtó 
■as  grato  y  mas  penoso  al  ver  en  la  antecámara  de  la  regento  á 
■  Goictier,  el  médico  del  difunto  rey,  llamado  como  yo  por  la 
,.  hablando  con  ella....  con... 

— ¿Con  quién?...  ¡Dios  mió! 

—Con  Blanca  de  Alemán,  la  esposa  del  prisionero  que  se  suicidó... 
la  mjer  que  os  dijo  *(,  y  4  qoien  contestasteis:  Quedará  libre. 

— lOh  cielo!— esclamó  Olivier,  en  tanto  que  Daniel  lantaba  u 
alarido  de  terror.  —¡Cómo!  (vive  aun  esa  mujer!  (vive  y  se  encuen* 
Ira  aquí  otra  vez!  ¡en  la  corte!  Pero  si  se  dijo  que  había  muerto; 
que  había  desaparecido!  ¿Qué  hacia  en  palacio?. . .  ¿la  bau  hablado?. . . 
¿la  habéis  hablado  vos?... 

— ¡Jesos!  ¡cuántas  preguntas  á  un  tiempo!  ¡diaalrel  Parece  que 
tais  lomando  interés  en  la  historia. . .  Por  quien  soy  quena  la  ha  dicho 
«ai  palabra:  la  conocía  tan  poco....  y  luego  sai  relaciones  mé  pare- 


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18  PRISIOiíKS 

ciaron  poco  útiles  en  aquella  ocasión.  Hubieran  podido  perjudicar  al 
buen  acogimiento  que  me  han  hecho  muchas  personas  adictas  al  se- 
ñor duque  de  Or leaos  y  al  señor  de  Beaujen....  Con  todo,  he  nota- 
do que  la  regente  la  ha  concedido  audiencia  y  ha  permanecido  coa 
esa  dama  mucho  tiempo,  hasta  la  hora  de  comer.  Ya  sabéis  que  se 
come  á  las  once  en  casa  de  la  regente. 

Olivier  se  paseaba  visiblemente  conmovido  por  la  estancia,  lanzan- 
do á  intervalos  inquietas  miradas  á  Daniel,  el  cual  le  contestaba  con 
otras  de  desesperación. 
.  —¡Blanca  aquí!— murmuraba. 

—¿Por  esto  os  alarmáis?— prosiguió  Doyac— ¿Qué  teméis  que  se 
diga  de  este  negocio?...  La  mujer  os  agradaba  y  parece  que  también 
le  gustasteis....  Por  lo  demás  ¿qué  tenéis  vos  que  ver  con  que  al  ma- 
rido le  haya  dado  la  gana  de  ahorcarse?  ¿no  es  verdad?...  ¿Qué  di- 
ce á  esto  Daniel?...  ¿No  respondéis?  ¿me  dais  la  razón? 

—Este  hombre  se  ha  propuesto  matarme  con  su  lengua— dijo  Oli- 
vier— Daniel;  amigo  mió;  nu  perdamos  momentos:  el  carricoche  es- 
tá aguardándonos  ¿no  es  así?  Pues  coloca  en  él  los  muebles  mas  pre- 
ciosos.... No  olvides  los  papeles  y  lacajila  negra  ¿sabes?— Haz  en- 
sillar luego  mi  caballo;  mi  caballo... 

Iba  &  obedecer  Daniel  cuando  el  ruido  de  muchos  golpes  dados  en 
la  puerta  le  hizo  retroceder  hacia  su  amo. 

— Maese— dijo— hé  aquí  algunos  caballeros 

—Visitas— interrumpió  Doyac— me  retiro Tengo  cita  en  pa- 
lacio á  la  una,  y  va  á  dar.  Con  que,  á  mas  ver,  amigos,  y  buen  viaje. 
En  cuanto  á  mí,  voy  á  hablar  á  la  regente  sobre  mis  atrasos  en  la  teso- 
rería, recibo  las  felicitaciones  de  sus  altezas  y  me  vuelvo  a  Clermont- 
Ferrant,  en  donde  vivo  como  un  reyezuelo,  disputando  el  paso  al  se- 
ñor de  Bourdob,  que  me  aborrece  de  muerte.  Si  vais  alguna  vez  por 
allá,  no  dejéis  de  visitarme.  Se  pasa  el  tiempo  deliciosamente;  ni  el  ruis  - 
mo  Luis  XI;  aquí  cuelgo  á  uno,  allí  robo  á  otro;  en  fin,  ha#o  cuanto 
se  me  antoja.  Adiós;  mil  felicidades,  compadre  Olivier;  adiós,  Daniel. 

Y  Doyac  regresó  á  palacio  con  la  tranquilidad  de  conciencia  que 
caracteriza  al  hombre  de  bien. 

Los  caballeros  apostados  en  la  puerta  le  habian  dejado  espedí to  el 
paso,  uno  de  ellos  bajó  de  á  caballo  apresuradamente  y  siguió  de  le- 


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M£WH>f4  It 

jos  al  digno  gobernador,  quien  marchaba  sin  desconfianza,  llevando 
detrás  10  lacayo,  piotarrajeado  el  traje  con  las  armas  de  aquel  pi- 
caro. Lo*  demás  caballeros  entraron  en  la  casa.  El  que  parecía  sn 
jefe  se  aproximó  á  Olivier: 

— Sefior  conde— le  dijo— la  señora  de  Beaujen  se  queja  de  que 
ni»  á  partir  sin  despediros  de  ella. 

Qtttdó-e  Olivier  cortado  sin  saber  que  contestar. 

—  Y  vos,  digno  Daniel— añadió  el  oficial— ¿no  os  acordáis  ya 
éb  mi? 

—¡Oh!  ¡tnaese  Felipe  de  Commines!— esclamó  el  preguntado— 
;Vos  aqui!  Vedle,  maese  Olivier,  es  el  mismo  seOor  de  Commines  en 
aerpo  y  alma. 

Algo  mas  tranquilo  Olivier,  saludó  4  su  noble  huésped. 

—¿Sabe,  pues,  su  alteza  la  regente,  mi  proyectada  escursion  á  la 
caspifia?— preguntó— dispensadme,  caballero,  me  consideraba  en 
desgracia. 

—Ignoro  de  todo  punto  si  os  halláis  ó  no  en  desgracia — dijo  de 
¡■proviso  Felipe  de  Commines  con  severo  rosiro— lo  que  bay  de 
ciólo  es  que  se  os  llama  á  palacio...  sus  altezas  os  están  aguardando. 

—¡A  mí!— balbuceó  Olivier. — ¡Tan'o  honor!... 

— Sacedme  el  obsequio  de  seguirme — dijo  Felipe  de  Commines. 

— En  nombre  del  rey,  mi  amo,  de  ese  digno  principe  que  ya  no 
«rule  -  esclamó  Olivier— y  á  quien  tanta  habéis  amado,  señor  de 
Commines,  decidme  que  se  quiere  de  mí.  Esplicadme  porque  vos, 
cava  amistad  con  el  duque  de  Orleans  es  ya  casi  un  crimen,  sois  el 
encargado  de  llamarme  de  parte  de  la  regente. 

— Voy  á  responderos  con  franqueza.  No  es  para  acompañaros  á 
palacio  para  lo  que  be  venido,  sino  para  llevaros  allá  arrestado.  La 
sotara  d*  franjen  quería  tener  la  gloria  de  meter  en  la  cárcel  al  que 
ha  merecido  atraerse  el  odio  de  todo  el  pueblo;  pero  el  señor  duque 
de  Orleans,  mi  amo,  me  ha  encargado  que  le  procurase  á  él  este  ho- 
•or,  y  le  he  obedecido.  Quiero  que  quede  bien  sentado,  á  los  ojos  de 
Bis  conciudadanos,  que  si  he  servido  á  Luis  XI  ha  sido  como  hom- 
bre de  bien,  no  como  verdugo.  ¿Y  qué  mejor  modo  de  probarlo  que  el 
de  postrar  al  que  toé  el  principal  verdugo  de  Luis  XI?  Así  pues,  Oli- 
vier el  diablo,  data  arrestado. 


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1#  MISIONES 

Olivier  creia  ser  presa  de  ana  horrible  pesadilla.  Vióá  Commines 
quitarle  la  espada,  apoderarse  de  la  cajita  que  ya  tenia  Daniel  debajo 
del  brazo,  y  ordenar  la  marcha.  Siguió  á  los  guardias  maquinal  men- 
te; atravesó  las  calles  seguido  de  una  comitiva  de  cariosos  que 
le  maldecían,  y  llegado  4  palacio,  fué  introducido  en  la  cámara  de  la 
regente. 

—Aquí  leñéis  al  prisionero— dijo  Gommines  al  duque  de  Orleans. 

—Perdonad,  sefiora,— dijo  el  principe,— sí  anticipándome  á  vues- 
tras órdenes  respecto  de  este  hombre,  le  he  mandado  arrestar  eu 
vuestro  nombre. 

—¿Deque  se  me  acusa?— preguntó  le  Dain  asustado  de  semejan- 
tes preámbulos. 

—Harto  lo  sabes  tú,  desgraciado,— dijo  la  regente.— uno  de  tus 
amigos,  un  malvado  como  tú,  debe  haberte  hablado  de  ello  ahora  po- 
co, el  auvernós  Doyac,  tan  gobernador  como  tú  conde,  un  caballero 
de  tu  misma  estofa Yá  propósito ¿qué  habéis  hecho  de  él? 

—Queda  en  la  Consergerfa,  señora,— dijo  el  duque  de  Orleans. 
El  picaro  reclamaba  ciertas  sumas.  Ya  tiene  su  merecido.  La  teso- 
rería está  tan  cerca  de  la  Consergeria,  que  no  es  diffcil  confundir  una 
cosa  con  otra. 

—¡Doyac  preso!— murmuró  Olivier.— Pero  en  fin,  ¿qué  es  loque 
me  queréis?  ¿qué  he  hecho  yo? 

—¡Toma!— esclamó  la  regente  haciendo  sefial  á  un  ugier.— Miraá 
esa  puerta,  y  reconocerás  lo  que  has  hecho. 

Gomo  fascinado  por  una  terrible  aparición,  miró  Olivier,  la  boca 
abierta  y  erizados  los  cabellos,  la  pálida  y  amenazadora  figura  de 
Blanca  de  Alemán,  en  la  penumbre  del  marco  que  formaba  á  este 
cuadro  la  puerta  del  gabinete  de  la  regente. 

—No  hay  que  dudar  si  me  conoce,  sefiora,— murmuró  la  victima 
—y  nadie  menos  que  él  ha  de  protestar  de  vuestra  justicia. 

—¿Qué  he  hecho?  ¿qué  he  hecho?— gritó  todavía  Olivier. 

—Voy  á  decírtelo— continuó  la  joven  viuda,  con  vibrante  y  solem- 
ne voz— tú  me  prometiste  la  libertad  de  mi  esposo  si  yo  me  abando- 
naba á  tas  infames  deseos.  Yo  tenia  entonces  alguna  belleza:  te  re- 
chacé con  desprecio.  Un  dia  que  se  habia  esparcido  la  noticiada  una 
ejecución  general  en  las  prisiones,  pude  ganar  á  un  carcelero  dáu- 


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laca  le  Altai. 


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Dfiuion  ir 

>  poseía.  Permitióme  hablar  con  mi  esposo,  á  quien  confesé, 
á  sos  pies,  la  infamia  con  que  me  amenazabas.  Era  mi 
an  hombre  de  honor,  un  valeroso  guerrero  que  me  amaba  con 
idolatría. — Si  tú  rechazas  á  ese  monstruo— me  dijo— me  hará  meter 
m  los  calabozos,  y  poco  tendrá  que  hacer  para  lograr  por  la  fuerza  lo 
de  ti.  Mas  si  yo  llegase  á  recobrar  la  libertad,  entonces  le 
ea  combate  singular,  con  el  consentimiento  del  rey  á  quien 
probaríamos  su  infame  conducta.  Semejantes  palabras,  proferidas 
por  tas  leales  labios,  me  decidieron.  Fui  á  tu  encuentro  y  te  dije: 
(Salva  al  fin  á  mi  esposol...  Y  aquella  noche,  mientras  yo  sacrifica» 
ha  mi  vida.. .  mi  honor...  un  hombre  entraba  en  el  calabozo  da  aquel 
t*  qaiaD  me  inmolaba,  y  con  el  cinto  del  prisionero...  johl  ¡mons- 
truo abominable!  estrangulaba  al  desgraciado  indefenso,  le  enoerra* 
ha  ea  «a  saco  de  cuero  y  le  arrojaba  al  rio,  temiendo  que  si  hubiese 
mi  espose  recobrado  la  libertad;  le  pidiese  el  rey  cuenta  de  la  oabeta 
que  se  le  sustraía. 

¡Goade  deMeulanl  el  hombre  que  entró  en  la  prisión  era  tu  cria- 
4»  Daniel. 

— Iso  ee  una  fábula  que  necesita  probarse— murmuré  le  Daia. 

—Aquí  está  el  testimonio  escrito  por  el  carcelero,  que  me  instru- 
ye de  todo  al  día  siguiente  de  la  muerte  del  rey....  Ya  yo  me  lo  te- 
mía, Olivier,  pero  ¿qué  hacer  en  tanto  que  alentaba  tu  protector?  Pe- 
di  coasejo  á  Dios,  y  Dios  dije  que  me  aguardase.  Oculté ,  pues ,  mi 
doler  eaua convento..- Mas  hoy  esa  ti  á quien  toca  palidecer,  ro- 
gar y  sufrir.... 

Asemejábase  Olivier  al  verdugo  de  la  antigüedad:  las  vengadoras 
(arias  le  conturbaban  con  sos  amenazas  y  sus  sangrientos  látigos. 
Tifo  miedo  á  imploré  gracia....  Volvió  luego  á  insistir  en  la  nega- 
tiva y  ofreció  probar  su  inocencia. 

—Hacedlo— le  dijo  la  regente —Compareceréis  ante  la  sala  del 
periammila.  Entre  tanto  id  á  reuniros  en  la  Ceneergeda  con  el  au- 
wnés  Do  yac.  Si  el  neo  es  un  asesino,  el  otro  es  un  insigne  ladren. 

—¿Y  el  criado? —preguntó  el  consejero. 

— Daniel  es  ladren  y  asesino  á  ua  mismo  tiempo:  vaya  á  ha- 
cer compafiia  á  su  amo.  Esos  dos  hombres  deben  ser  el  uno  para  el 
aire  aaa  agradable  competí** 


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1t  ftWIONBS 

La  «ala  del  parlamento  pronunció  en  efecto  so  fallo.  Olivier  leDain 
faó  condenado  á  muerte  y  su  criado  bobo  de  acompañarle  en  la  sen- 
tencia, como  le  habiaacompafiado  en  los  crímenes,  como  debia  acom- 
pañarle al  cadalso.  Ambos  fueron  sacados  de  la  prisión,  y  después 
de  haber  pedido  perdón  de  sus  delitos,  recibieron  la  muerte  en  la 
horca  común  de  París.  El  amo  afectó  caminar  con  valor  al  suplicio; 
el  criado  lloraba  y  pedia  á  la  muchedumbre  que  rogase  por  él;  pero 
el  pueblo  le  contestaba  con  imprecaciones  é  injurias. 

La  misma  tarde  de  esta  ejecución,  la  desgraciada  Blanca  dejó  la 
corte  y  desapareció,  sin  que  jamás  se  supiese  cosa  alguna  de  ella. 

Doyac,  el  audaz  ladrón  que  había  oido  salir  para  el  suplicio  á 
Olivier,  su  vecino,  su  amigo,  creyóse  salvado  viendo  que  no  se  acor- 
daban de  61,  y  se  regocijó  con  la  esperanza  de  que  la  pena  á  que  por 
sus  picardías  acababa  de  ser  condenado,  era  solo  una  plataforma  del 
parlamento  para  intimidarle  ó  para  imponerle  4  lo  mas  una  multa: 
asi  es  que  se  consideraba  libre  de  lodo  peligro. 

Mas  un  escribano  que  penetró  en.su  calabozo  con  lúgubre  solem- 
nidad, hubo  de  volverle  á  mas  graves  ideas.  Leyóle  una  de  las  mas 
esternas  sentencias,  por  la  cual  se  te  condenaba  como  embustero, 
falsario,  ladnato... 

Temiendo  oir  Doyac  lo  restante,  se  tapó  los  oidos. 

—¡Soy  perdido!— esclamó.  —¡Oh I  ¡los  envidiosos!..,  ¡Perderá  un 
diplomático  como  yo!  ¡Oh  furor  de  los  partidos! 

Los  carceleros  solo  respondieron  á  tales  quejas  con  carcajadas. 
Sin  embargo,  un  hombre  que  habia  permanecido  cerca  de  él,  le  ha- 
blaba con  mucha  mas  cortesía.  Volvióse  &  él  impaciente  Doyac. 

—¿Qué  me  queréis?  ¿quién  sois? —le  dfjo. 

—Caballero— le  dijo — soy  el  maestro  de  obras  altas  de  la  justicia, 
vulgarmente  conocido  por  el  verdugo  de  París. 

Doyac  lanzó  un  espantoso  alarido. 

—Concibo  la  profonda  aversión  que  os  inspiro,  caballero,  — dijo 
el  verdugo;  mas  al  fin,  nosotros  obedecemos  al  rey  y  á  la  ley....  es 
nuestro  deber. 

Y  diciendo  esto,  aplicó  á  la  siendo  Doyac  un  hierro  helado.  Doyac 
exhaló  «tro  grito. 

—¿Qué  vais  á  hacer?  ¿queréis  degollarme? 


i 


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01  KüfcOPi.  \t 

— No,  caballero,  solo  os  corto  loe  cabellos...  como  está  mandado. 

— ¡Cómo!  ¡Va  á  decapitárseme!  ¡Esto  es  inicuo!  (Oh  humana  jos- 

i!  Por  fin,  soy  inocente. . .  soy  caballero,  por  esto  se  me  decapita. . . 

— Os  engalláis;  no  se  os  decapita— reposo  el  verdugo  inpacienta* 

>  y  cortándole  de  golpe  todos  los  cabellos  del  lado  derecho.  Luego 

ió: 

todo,  hacadme  el  obsequio  de  desnudaros  y  pasaros  este 
taje. 

—¿Qué  quiere,  pues9  hacerse  conmigo?  ¿Se  me  descuartiza  acaso?.. 
\kmul . . .  ¡Esto  es  abominable! 
—Nada  de  eso,  sefior  Doyac,  sosegaos...  asi...  paciencia. 
T  le  ató  las  manos. 

— ¡ün  confesor!  -esclamó  el  paciente.— ¡ün  confesor!  {Quiero  re* 
cota  liarme  con  Dios! 
—No  es  costumbre  en  semejantes  casos. 

—  ¡Se  me  trata  como  reo  de  lesa  majestad!  ¡Hay  mayor  injusticia! 
\Gran  Dios!  ¡decapitado,  descuartizado,  quemado  tal  vez...  por  unos 
peces  escudos  que  puedo  haber  malbaratado! 

Jamás  el  temor  y  la  baja  conciencia  de  un  alma  atormentada  ins- 
piró tan  elocuentemente  ese  lenguaje  abyecto  de  los  multados  que 
desesperan.  Doyac  fué  ante  todo  conducido  á  la  encrucijada  de  Bussy, 
na  sñ  experimentar  por  ello  una  viva  sorpresa.  A1K  fué  donde  supo 
el  objeto  de  la  camisa  de  lana  con  que  le  había  disfrazado  el  verdu* 
go,  luego  que,  presentándose  un  criado  del  atormentador,  se  la  bajé 
hasta  la  cintura,  y  dos  fornidos  brazos  hicieron  caer  sobre  sus  espal- 
das una  granizada  de  atoles.  Lloraba  el  paciente,  mientras  los  es* 
portadores  reian. 

Voelta  á  levantar  la  camisa,  condójosele  á  la  encrucijada  da 
Saint- Aodré-  des  -Ares,  en  donde  se  repitió  la  ceremonia. 

La  misma  multitud  se  precipitaba  para  verle  pasar,  siguiéndola 
da  plaza  en  plaza,  hasta  la  de  la  Gréve,  en  donde  se  hizo  alto. 

El  cadalso  estaba  allí.  Doyac  al  verlo  fué  presa  de  mortales  an- 
gustias. La  plebe  levantaba  en  torno  espantosa  gritería. 

El  reo  subió,  ó  mejor,  le  subieron  al  fúnebre  tablado,  y  amarróse* 
le  á  un  poste  que  ea  él  había,  sujeto  de  cuello  y  espaldas. 

-  ¡Diosmio!— esclamó.— | A  vos  encomiendo  mi  alms! 

Tc»Ol».  !• 


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14  PHS10NK 

—Mejor  seria— respondióle  el  verdugo— que  me  recomendaseis  á 
mi  vuestra  oreja. 

Y  aplicándole  en  las  sienes  su  pesada  mano,  derribó  de  un  solo 
golpe  y  con  admirable  habilidad  la  oreja  derecha  al  mise- 
rable. 

Al  grito  de  dolor  que  Doyac  exhaló,  respondió  la  plebe  con  alan* 
dos  de  placer  y  con  sarcasmos.  Puso  inmediatamente  el  verdugo  en 
la  herida  un  cierto  bálsamo  que  detuvo  casi  al  momento  la  hemor- 
ragia, y  volvió  á  cubrir  la  cabeza  del  paciente  con  un  capuchón. 

— ¡Ah!  | Dios  mió!  ¡Gracias,  señor!— dijo.— No  es  mas  que  un  de- 
sorejamiento. 

—La  olra  operación,  caballero,— le  dijo  el  verdugo— es  un  poco 
mas  dolorosa,  pero  nada  larga,  sobre  todo  si  sabéis  tener  buena  pre- 
sencia de  ánimo. 

—  ¡Todavía  mas  sufrimientos!— esclamó  Doyac  horrorizado. — 
¡Siempre  padecer! 

— Alargadme  la  lengua,  si  os  place. 

— ¡Ay!  ¡también  la  lengua  horadada!— murmuró  Doyac— En 
verdad  que  todo  esto  es  peor  que  la  muerte. 

—Calma,  calma— repuso  el  verdugo. 

Y  tomando  la  lengua  del  reo  con  unas  pincitas  de  acero  que  la 
retuvieron  fuertemente  con  sus  erizadas  puntas,  atravesóla  por  su 
extremidad  con  un  hierro  candente  que  le  alargó  su  criado.  Esta  vez 
fué  tal  el  dolor,  que  el  paciente  hubo  de  desmayarse. 

Desde  este  instante  nada  mas  vio  ni  sintió  el  desgraciado:  el  ca- 
dalso, la  multitud,  el  tormento,  todo  desapareció  para  él.  Al  volver 
en  si,  era  ya  de  noche.  El  aire  fresco  y  un  estrado  movimiento  lla- 
maron su  atención.  Hallábase  tendido  en  un  carromato,  bajo  cuya 
vela  y  como  por  entre  dos  cortinas  vislumbraba  las  estrellas  en  un 
cielo  sereno. 

Un  doloroso  escozor  le  trajo  bien  pronto  á  la  memoria  los  tristes 
sucesos  de  aquel  dia.  Sintiendo  una  sed  abrasadora,  pidió  de  beber, 
mas  un  arquero  echado  cerca  de  él  sobre  la  paja,  no  le  hizo  caso  y 
continuó  durmiendo. 

—¡Desterrado!— esclamó— ¡se  me  expatria  del  reino!  ¡Ay!  ¡terri- 
ble desventura!  T  mi  oro  con  lauta  prudencia  ocultado  por  mi.- 


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M  BUMFA.  W 

prmí,  el  hombre  precavido....  Si  pudiera  sobornar  á  este  ar- 
quero.... pero  do,  no  está  solo;  y  luego  me  sería  imposible  au* 
dar  por  mis  piernas.  Además  estoy  mutilado;  mi  aspecto  debe  ser 
horrible;  se  me  reconocería  do  quiera;  seria  arrojado  de  todas  par* 
leí....  Pero  mi  tesoro...  (desgraciado  de  mil  ¡mi  tesoro! 

A  poro  llorar  y  gesticular  logró  que  se  dispertase  su  guarda. 

—¿Sabes  cuál  es  el  punto  de  mi  destierro,  caritativo  soldado?— 
pregustó  al  arquero. 

— ¿Vuestrodestierro,  decís?  yo  creo  que  no  vais  ahora  desterrado. 
tais  laego  nos  dirigimos  á  Monfcrraad.  ¿Lo  babiats  olvidado? 

-¡Monferrand!  (Justo  cielo!  ¡Oh!  (qué  felicidad! 

T  Doyae  empeté  una  acción  gratulatoria  que  interrumpió  el  ar- 
pn,  estupefacto,  didéndole: 
—¿Parece  que  os  hace  gracia?  Tanto  mejor  para  vos,  si  sabéis 


Creyó  Doyac  que  aludía  el  arquero  i  la  vergüenza  que  debía  es- 
con  la  ignominiosa  vuelta  k  su  ciudad  natal,  de  donde 
poco  antes  tan  rico  como  temido. 

-iatgo  mío— le  dijo— sé  humillarme,  porque  la  mano  de  Dios 
b  pesado  sobre  mi. 

— T  m  poco  también  la  mano  del  maestro  verdugo  sucesor  de  Juan 
Cmin  -repuso  el  arquero. 

—Volveré  á  ver  mi  tesoro— pensó  Doyac— y  me  lo  llevaré  bieq 
vjos. 

Algunos  dias  después,  llegó  la  comitiva  á  Monferraud.  Toda  la 
población  salió  en  traje  de  fiesta  para  gozarse  en  el  abatimiento  áe\ 
mu  despreciable  tirano  que  baya  pesado  jamás  sobre  una  provincia. 
Deyac  creyó  no  (ener  ya  que  sufrir  sino  esas  devoradoras  miradas  y 
em  puntantes  insultos,  aguzados  por  un  inveterado  odio,  cuando  las' 
piedras  y  otros  vergonzosos  proyectiles  que  entre  el  lodo  se  recogían 
«mían  á  caer  sobre  él. 

— Hé  aquí  el  fin  de  mi  martirio— se  decia. 

No  estaba  terminado,  sin  embargo.  Levantado  aguardábale  en  el 
ceüro  de  la  plaza  principal  un  cadalso  semejante  al  que  con  tanto 
terror  le  babia  servido  de  escenario  en  París.  Basta  entonces  no  so 
arordó  el  desgraciado  de  que  aun  le  quedaba  una  oreja. 


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Ti  MISIONES 

El  verdugo  de  Monfcrrand  do  estuvo  menos  feliz  que  su  colega  de 
la  corte.  Después  de  haber  sido  el  sefior  Doyac  rudamente  azotado, 
con  gran  placer  de  sus  compatricios,  perdió  su  segunda  oreja.  En  se- 
guida Tué  desterrado  de  la  ciudad.  Supónese,  con  todo,  que  volvió  á 
entrar  en  ella  por  la  noche,  logrando  estraer  buena  parte  de  sos  es  - 
condidos  tesoros. 

Tales  fueron,  junto  con  la  famosa  multa  de  ciento  cincuenta  mil 
libras,  impuesta  como  restitución  á  Jaime  Coictier,  las  espiacionee 
sufridas  por  los  mejores  amigos  de  Luis  XI. 

También  ocurrió  hacia  el  principio  de  ese  reinado  la  prisión  de  Fe- 
lipe de  Commines,  el  cual  por  haber  abrazado  con  demasiado  zelo  los 
intaneses  del  duque  de  Orleans  (Luis  XII),  fué  arrestado  con  el  car- 
denal Jorge  de  Ambois  y  otros  muchos  sefiores  descontentos.  Ana  de 
Beaojen  se  mostró  asaz  severa  con  Felipe  de  Gommines.  Hízole  en- 
cerrar en  una  cárcel  de  hierro  de  un  paso  y  medio  de  larga,  que  pudo 
ter  de  cerca  el  historiador  cuando  servia  á  su  antiguo  amo  Luis  XI . 

Conmines  refiere  sus  sufrimientos  en  términos  demasiado  enérgi- 
cos para  que  podamos  sustituir  nuestra  prosa  ala  suya;  pero  su  bis- 
toria  es  en  tal  grado  difusa,  que  no  nos  atrevemos  á  meter  al  lector 
en  un  dédalo  de  intriguillas  de  corte. 

Concluyamos  sin  embargo  este  punto  con  una  frase  tan  solo  del 
célebre  cronista;  frase  que  resume  sus  penas  y  caracteriza  los  acon- 
tecimientos de  la  prisión  en  que  hubo  de  sucumbir: 

t Me  hice  al  mar,  escribía,  y  me  ha  hecho  zozobrar  la  tempestad.» 

Esas  cárceles  ó  jaulas  de  hierro  eran  llamadas  filete  ó  fillettes  de 
Lms  XI;  las  redes  ó  las  chicas  de  Luis  XI. 

Al  prisionero  se  le  suministraban  en  ellas  los  alimentos  á  través 
de  los  barretes,  con  una  horquilla;  y  si  era  hombre  de  importancia, 
se  le  sacaba  una  vez  por  semana  para  que  se  fe  desentumeciesen  las 
piernas  y  pudiese  hacer  una  comida  regular. 

Commines  permaneció  ocho  meses  en  una  de  estas  jaulas. 

Como  se  le  quería  hacer  juzgar  por  el  parlamento,  trasládesele  de 
Loches  á  la  Conserjería. 

Después  de  diezjyjocho  meses  de  cautiverio  en  esta  prisión,  obtu- 
vo, gracias  á  las  activas  diligencias  de  su  esposa,  que  se  llevase  el 
proceso  al  examen  de  una  comisión  preparatoria. 


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M  lOEOfi  17 

i  Felibtano,  &  pesarde  la  satisfactoria  justificación  que 
>  de  su  actos  políticos,  fué  Commiaes  condenado  á  diez  afios  de 
descerro  y  á  la  confiscación  del  coarto  de  sus  bienes. 

Poco  es  lo  que  bailamos  en  la  histeria  de  la  Conserjería  bajo  el 
rándode  Luis  XII,  sucesor  de  Carlos  VIH.  Aquel  príncipe,  por  quien 
habían  sido  tantas  personas  perseguidas,  no  se  dignó  ocuparse  de 
■in*iu»a  de  ellas  luego  que  ascendió  al  trono.  Apellídesele  Padre  del 
pmM*,  j  ciertamente  se  cuenta  de  él  algo  que  atestigua  una  regia 
Mgoaaiaidad.  Pero  si  el  rey  de  Francia  olvidó  sos  diferencias  con 
é  daque  de  Orleans,  preciso  es  confesar  también  que  el  duque  de 
tatas*  no  recordó  lo  bastante  al  rey  de  Francia  los  servicios  que 
le  habia  prestado, 
ya  4  un  reinado  del  cual  se  han  ocupado  con  minucio- 
pasegiristas  y  doctores;  reinado  caballeresco,  reinado  despó- 
tica, sembrado  kasta  tal  punto  de  triunfos  desastrosos,  de  ruinosos 
i,  de  glorías  funestas,  de  corruptores  placeres,  que  si  el 
'  quiere  relatar  con  franqueza  los  hechos,  puede  torilmen- 
te pasar  por  un  desatento  comentarista. 

con  todo  el  método  que  desde  un  principio  seguimos,  con 
confianza,  en  cuanto  la  historia  de  una  prisión  no  es  jamás 
al  lado  mas  bello  de  la  historia  de  un  reinado. 


II 


ée  futiere  Saiet-Vallier,  Diñe  de  Poitiers  y  Fraoeiseo  I.— Carlos  V  pos*  en 
libertad  á  los  presos  de  la  Coasergería. 


Babia  en  Europa  en  tiempo  do  Francisco  I  uno  de  los  mas  activos, 
profundos  y  perseverantes  genios  que  hayan  jamás  existido:  Garlos 
V9  rival  en  todo  de  aquel  monarca,  acechaba  con  avidez  la  ocasión  de 
atestarte  uno  de  esos  golpes  decisivos,  de  que  no  vuelven  ya  á  re- 
cobrarse los  principes. 

Sirvióle  al  intento  Borbon,  irritado  por  cierto  ultraje  que  acababa 
de  inferírsele.  Era  Borbon  un  gran  general,  uno  de  los  príncipes  i 


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78  PMM0KIS 

poderosos  de  la  cristiandad.  Bascaba  la  oportunidad  de  lomar  ana 
venganza  segura,  y  Carlos  V  se  la  hizo  ofrecer. 

Cierto  día,  hallándose  retirado  en  Moulins,  el  condestable  reunió 
en  consejo  secreto  á  sus  Íntimos  amigos.  Eran  dos  caballeros  de  Ñor- 
mandfa  llamados  D'Argonges  y  Matignon,  y  Juan  de  Poitiers,  conde 
de  Saint- Vallier,  capitán  de  un  centenar  de  arqueros  de  la  guardia 
del  rey. 

—Estoy  arruinado — les  dijo:— la  duquesa  de  Angulema  ha  saciado 
conmigo  su  odio  reciente,  y  Francisco  I  su  antiguo  rencor:  no  meque- 
dan  ya  bienes  ni  crédito;  solo  un  titulo  estéril  es  lo  que  poseo.  ¿Creéis 
que  puede  contentarse  con  tan  poca  cosa  el  primer  caballero  del  mun- 
do cristiano? 

—La  justa  cólera  de  vuestra  alteza— contestó  Matignon — es  una 
calamidad  para  la  Francia;  pero  el  rey  no  podrá  menos  de  compren- 
der que  se  ha  engañado  dejándose  arrastrar  por  el  resentimiento  de 
una  mujer. 

—Todavía  quiere  el  rey  mas— afiadió  el  condestable.— Bien  pron- 
to veréis  amenazada  mi  libertad.  lié  aquí  pues  lo  que  me  sucede. 
Desterrarme  de  Francia...  es  querer  la  guerra,  amigos  míos,  puesto 
que  no  he  de  ser  un  proscrito  ordinario.  Espulsado  de  mi  país,  quiero 
volver  á  él  como  vencedor.  El  ejemplo  de  Roberto  de  Artois  me  rea- 
nima á  veces  en  medio  de  mis  dolores...  Ofendido  cual  yo...  y  mas 
culpable,  ha  sabido  vengarse  y  hacer  espiar  sus  lágrimas  con  ríos  de 
sangre. 

—Pero  vos  no  habéis  de  imitarle,  monseñor— dijo  Saint- Vallier.— 
Roberto  de  Arlois  fué  maldecido  por  sus  conciudadanos. 

-«No  es  á  la  Francia  á  quien  quiero  atestiguar  mi  resentimiento, 
sino  que  deseo  herir  en  su  orgullo  á  la  sola  persona  del  rey.  Le  ar- 
rebataré sus  mas  hermosas  provincias,  y  cuando  habré  conquistado 
un  infantazgo,  le  pediré  si  quiere  devolverme  mi  patrimonio. 

—Contad,  monseñor,  que  no  tenéis  ni  amigos  ni  apoyo— objetaron 
sus  amigos. 

—Mirad— dijo  el  de  Rorbon:— hé  aqui  la  promesa  que  me  hace 
el  emperador  Garlos  V.  Me  ofrece  un  asilo  en  sus  estados,  sin 
condición  ninguna...  y  si  quiero  ser  su  general,  den  mil  escudos  de 
renta  en  tierras,  los  mejores  cargos  de  su  reino  y  la  mano  de  su  her- 


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OB  BOtOf  A.  II 

mi  Lsonor,  viuda  de  Manuel  el  Grande,  rey  de  Portugal.  ¿Qué  og 
parees  de  esta  entrada  en  campaña? 

Las  tres  caballeros  permanecieron  silenciosos.  Nadie  mejor  que  ellos 
sabia  cuan  injusta  era  la  persecución  de  que  era  objeto  el  condesta- 
ble; pero  ¡animarle  á  tomar  venganza  de  su  rey! ¡aconsejarle  á 

hacer  amas  contra  su  propio  paisl 

—¿Aprobáis  mi  idea?— les  preguntó.— Has  yo  no  deseo  únicamen- 
te vuestra  aprobación.  Pretendo  mas;  pretendo  que  nos  repartamos 
jmtoé  asa  fortuna  que  se  me  ofrece.  Vosotros,  tfArgonges  y  Matig- 
mu,  tecdreis  la  Normandía,  después  que  la  haya  entregado  al  rey  de 
Inglaterra  que  entra  en  la  liga.  Vos,  Saiot-Vallier,  seréis  mi  teniente 
en  promesa  de  un  bastón  de  mariscal  para  cuando  firme  el  rey  la  paz. 
Miráronse  con  espanto  mutuamente  los  caballeros.  Si  hubiesen 
al  condestable,  su  estupor  habría  sido  de  indigna- 


dos bailáis  todavía  muy  encolerizado,  monseñor -contestó  al  fin 
d  fe  Saint- Vallier— dad  tiempo  &  la  reflexión;  no  queráis  manchar  la 
gtam  fe  un  nombre  que  podéis  hacer  aun  mas  ilustre. 

-ám  duda  habláis,  monseñor,  para  ponernos  á  prueba— añadieron 
bs  fes  capitanes  normandos.— No  es  así  como  pensáis. ..  (Unos  ca- 
WJeros  introducirían  al  enemigo  en  su  patrial  penderían  sus  tierras 
y  «honor! 

-Habláis  como  gente  vulgar— replicó  el  de  Borbon— como  esos 
qie  están  siempre  contentos  y  ni  tieoen  ambición  alguna  que  satis- 
facer, ni  agravios  que  vengar.  Vamos,  contestadme  como  hombres 
fe  talento,  como  amigos  adictos... 

—Os  responderemos  como  hombres  de  corazón,— dijo  Matignon. 
—Si  vuestra  alteza  persevera  en  sus  proyectos,  nosotros  le  suplica* 
ms  que  nos  haga  asesinar  ahora  mismo.  Será  lo  mejor  y  lo  mas  se- 
guro. 

—¡Cómo!...— repuso  asombrado  el  de  Borbon— ¿por  quét 

—Porque  al  salir  de  esta  conferencia,  vamos  á  delataros  al  rey 
Francisco  I. 

Q  condestable  prorumpió  en  una  violenta  carcajada. 

— 4Ohl  amigos  mios,— les  dijo— vuestra  amenaza  me  intimida 
peco.  No  exagerareis  la  hidalguía  de  vuestros  sentimientos  hasta  el 


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It  MUS10RIS 

punto  de  cometer  una  villanía  con  un  amigo  que  de  ha  fiadode  vosotros . 

—Pues  bien»  monseñor— le  dijeron—no  respondáis  al  emperador, 
y  permaneced  entre  los  nuestros. 

— El  condestable  no  es  un  nido— repuso  con  severidad  el  de  Bor- 
bon.—Cuando  quiere,  quiere  bien;  cuando  aborrece,  hiere  con  rodé* 
za.  Estad  conmigo  ó  contra  mí;  poco  me  importa. 

Los  dos  hidalgos  tendieron  la  mano  al  de  Borbon  y  suplicáronle  que 
renunciase  á  su  intento. 

El  condestable  permaneció  inflexible,  y  les  vio  alejarse  con  cierta 
sombría  tristeza. 

--Os  conozco— les  dijo— y  apruebo  todo  cuanto  habéis  de  hacer. 
Aun  cuando  me  hicierais  traición,  diré  que  habéis  hecho  bien. 

—No  dudéis,  pues,  que  haremos  cuanto  hemos  dicho,  monseRor. 
Desde  aquí  regresaremos  á  Chambord,  donde  se  halla  el  rey. 

—Podría  impedíroslo,  pero  no  temo  á  nadie, — repuso  el  condesta- 
ble. Partid;  las  puertas  de  mi  casa  están  abiertas. 

Matignon  y  D'Argonges  retrocedieron  todavía  para  volver  á  in- 
sistir por  última  vez. 

—Os  contaba  en  el  número  de  mis  amigos,— replicó  el  condesta- 
ble—pero  veo  que  solo  lo  sois  de  Francisco;  por  consiguiente,  no 
podéis  menos  de  odiarme.  {Marchad! 

Apenas  les  hubo  perdido  de  vista  cuando  sintió  un  profundo  do* 
lor.  No  habia  apercibido  á  Saint- Vallier,  de  pié  en  un  rincón  de  la 
estancia  y  entregado  á  las  mas  tristes  reflexiones. 

—¿Y  tú?— le  preguntó— ¿me  abandonas  también? 

— Podréis  dudar,  monseñor,  de  mi  fidelidad;  mas  no  quiero  qus 
dudéis  de  mi  honor. 

—No  hay  mas— dijo  el  de  Borbon— ¡moriré  solo! 

Y  entregándose  sin  reserva  á  su  desesperación,  ocultó  él  rostro  en* 
tre  sus  manos;  y  ese  hombre  de  hierro,  ese  príncipe  para  quien  todos 
sus  semejantes  eran  granos  de  arena  rodando  á  la  ventura  ante  el 
soplo  de  su  ambición  y  de  su  capricho,  ese  futuro  conquistador  ya 
dispuesto  para  las  victorias,  dejó  escapar  una  lágrima  que  se  deslizó 
entre  sus  enflaquecidos  dedos. 

No  pudo  Saint- Vallier  resistir  á  la  honda  espresion  de  semejante 
infortunio. 


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M  EQAOPi.  81 

— ¡Amigo  mió!— esclamó — ¡mi  sefior!  no  os  abandonaré.  Traidor, 
j*  es  seguiré  en  la  traición;  mas  no  olvidéis  jamás  que  es  á  la  amis- 
tad á  lo  que  cedo,  no  á  la  avaricia.  Mandad;  yo  os  obedeceré. 

B  de  Borbon  se  arrojó  en  los  brazos  de  ese  fiel  amigo,  le  comunicó 
al  instante  las  cifras  secretas  de  su  correspondencia  con  Garios  V,  y 
le  «üregó  sin  reserva  la  clave  de  sus  operaciones. 

—Por  vos,  monsefior,— le  dijo  Saint- Vallier— pierdo  mi  reposo, 
m  enrienda,  y  voy  i  transmitir  á  mi  hija  un  nombre  deshonrado. 
Tal  vez  moriré  de  pesar,  si  no  perezco  en  el  ejercicio  de  los  deberes 
que  desde  este  instante  me  impongo.  Mas  juradme,  monseñor,  no 
abttdonar  á  mi  querida  hija.  ¡Es  tan  joven  aun  mi  Dianal  ¡Me  ama 
taato!  ¡Tiene  tanto  derecho  á  esperar  un  bello  porvenir! 

— ¡To  hija  es  mi  hija!  —esclamó  el  condestable— ¡Será  princesa! .  . 
Coa  corona  recompensará  la  fidelidad  de  su  padre. 

— ¡Ab!  no  digáis  esto,  monsefior,  no  es  el  oro  ni  la  grandeza,  sino 
la  tranquilidad  y  la  buena  fama,  lo  que  para  mi  hija  deseo.      9 

—Es  verdad— replicó  lentamente  el  condestable— ¡una  bella  re- 
fMtaooa  es  un  precioso  tesoro! 

F  «aspiró  pensando  por  última  vez  que  era  duefio  todavía  de  ese 
moro  cuyo  valor  tanto  estimaba. 

El  resto  del  dia  se  pasó  en  proyectos  que  alejaron  las  ideas  si- 
niestras. 

Al  dia  siguiente  el  condestable  habia  tomado  su  resolución  y  esta- 
ba dispuesto  á  contestar  al  emperador. 

De  repente  resonó  en  la  casa  un  estrafio  ruido  de  caballos,  armas 
y  cajas  de  guerra.  Luego  se  dejó  percibir  el  grito  de: 

— ¡El  rey!  ¡A  las  armas! 

Era  con  efecto  Francisco  I  que  venia  á  visitar  al  condestable. 
Pálido  el  rostro,  aunque  sereno,  tendió  el  monarca  la  mano  al  prín- 
cipe ea  cuyo  descompuesto  semblante  se  transparentaron  el  temor  y 
la  vergüenza. 

—Primo— le  dijo  el  rey— he  dejado  apresuradamente  á  Ghambord 
porque  he  sabido  que  teniais  algunas  quejas  contra  mi.  No  quiero 
que  seamos  enemigos.  Esplicaos,  y  veré  si  es  posible  que  nos  enten- 
damos al  cabo. 

—Sefior— respondió,  ya  un  tanto  repuesto  el  de  Borbon  de  su  sor- 
Toaon.  11 


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tt  MüSIOttS 

presa— la  desgracia  de  que  me  lamento  es  irreparable  y  «m  crueles 
mis  sufrimientos. 

—Hablemos  con  libertad,  primo,  y  sobre  todo  con  franqueza 

¿Os  proponéis  dejar  el  reino? 

-HSeflor... ;, —contestó  perplejo  el  de  Borbon. 

—No  lo  neguéis...;.  Un  principe  de  vuestro  nombre,  de  vuestro 
mérito,  es  el  pnnlo  de  mira  de  todas  las  intrigas.  Ciertos  enemigos 
de  la  Francia  quisieran  mas  en  sn  campo  á  nn  Borbon  que  á  treinta 
mil  soldados.  T  con  motivo,  primo,  no  piensan  mal.  Mas  estos  em- 
baucadores de  principes  hacen  su  negocio,  se  honran  con  semejantes 
cálculos  á  que  se  ha  convenido  en  llamar  ciencia  política;  al  paso  que 
los  que  aceptan  esos  tratos,  sé  deshonran  por  el  contrario,  primo. 

Hé  aquí  lo  que  os  habréis  dicho  sin  duda  ¿no  es  verdad,  condes- 
table? 

—Vuestra  bondad,  señor,  me  anima— replicó  el  de  Borbon — y  me 
ha#  olvidar  mis  desgracias. 

—¿Creéis,  por  ejemplo,  mi  primo,  que  la  alianza  de  Carlos  V  vale 
para  un  francés  la  amistad  de  su  rey  y  una  fortuna  bien  adquirida? 

— Sefior— esclamó  el  de  Borbon  á  quien  el  recuerdo  de  las  riva- 
lidades de  familia  arrastró  mas  lejos  de  lo  que  hubiera  querido— no 
hay  ya  para  el  condestable  de  Borbon  ni  tfeai  amistad  ni  opulencia. 
La  duquesa  de  Angulema  se  ha  empeñado  en  odiarme  y  me  persigue 
en  todo  cuanto  me  es  caro  y  en  todo  cuanto  me  pertenece.  Por  haber- 
me dado  algunas  noticias  sobre  mi  proceso,  acaba  de  ser  encerrado 
SemWancay  en  la  Consergeria  y  se  habla  deformarle  cansa  también 
á  él No  teniendo  ya,  pues,  amigos  ni  hacienda,  cedo  á  la  adver- 
sidad. 

A  tan  amargas  palabras  no  pudo  menos  Francisco  de  permanecer 
algunos  instantes  reflexivo. 

— Semblancay— dijo  al  fin,— no  ha  administrado  la  hacienda  co- 
mo era  de  desear.  El  canciller  tiene  contra  él  muchos  motivos  para 
ana  acusación  capital. 

*-Sin  duda,  sefior;  puesto  que  me  quería- repuso  el  condestable 
con  una  siniestra  sonrisa. 

—Vamos,  primo  mió,— interrumpió  Francisco— hagamos  las  pa- 
ces. Casi  somos  hermanos,  Os  prometo  la  libertad  de  vuestros  amigos, 


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dk  groo?*.  «a 

k  garantía  de  todos  vuestros  bienes  en  el  caso  de  que  perdáis  vqps* 
tra  canse.  En  cambio,  juradme  lan  solo  que  no  saldréis  de  Francia; 

qac  me  daréis  tiempo  para  reconciliaros  con  mi  madre y  para 

mejor  entendernos,  venid  conmigo  á  Lyon,  h  menos  que  no  os  hayáis 
«■prometido  ya  demasiado  con  el  emperador. 

— Seftor,— dijo  el  condestable— nada  me  obliga  con  Garlos  Y,  cu- 
jas ofreeimieatos  no  trato  de  ocullar  á  vuestra  majestad;  pero  por 
mas  cérea  que  me  haya  visto  de  la  desesperación,  quiero  tomarme 
iMpa  para  reflexionar. 
—Dejaos  de  reflexiones,  Borbon,  y  venid  conmigo. 
—Ha  hallo  enfermo,  sefior;  tantos  sinsabores  han  alterado  mi  sa- 
lad, agotado  mis  fuerzas;  mas  yo  iré  &  reunirme  4  vuestra  majestad 
ka  tacgo  como  los  médicos  me  permitan  viajar. 

Flor  mas  dado  &  los  placeres  que  fuese  Francisco  I,  era  con  todo 
«dato  de  su  palabra  y  nunca  se  había  fallado  en  este  punto  á  si 
wim*  el  monarca. 
Creyó  poder,  pues,  contar  con  la  promesa  del  condestable. 
toa  crie  se  arrepintió  de  su  facilidad  como  todos  los  hombres  de 
orgullo:  creyó  haber  perdido  toda  dignidad  rindiéndose 
i  á  los  ruegos  del  rey,  y  volviendo  á  tomar  el  papel  de 
>,  que  era  propio  de  su  humor  atrabiliario,  desvióse  del  cand- 
as real  en  el  momento  en  que  se  le  estaba  aguardando  en  Lyon,  y 
reunió  algunos  amigos  con  los  cuales  fué  k  encerrarse  en  una  de  sus 
pinas  faertes. 

Furioso  el  rey  de  semejante  felonia,  envía  tropas  al  asalto  de  la 
fartaiexa  de  la  cual  se  escapó  Borbon  disfrazado  de  criado,  con  un 
gentil-hombre  llamado  Pomperan,  que  le  había  dado  Saint- Vallier 
nao  partidario  fiel. 

No  tuvo  poco  gozo  la  duquesa  de  Angulema  en  poder  meter  mano 
i  los  amigos  que  el  condestable  dejaba.  Mas  culpable  que  los  otros, 
Saint»  Vallier  fué  el  primero  de  los  aprehendidos. 

Dióee  tanta  mas  prisa  en  este  negocio  cuanto  que  el  de  Borbon 
sre  pariente  ó  aliado  de  las  primeras  familias  del  reino,  y  que  el 
paeblo,  con  ese  esquisito  sentido  de  que  ha  dado  prueba  algunas 
veces,  adivinaba  que  el  condestable  era  victima  del  odio  de  w* 
Nada  tenia  que  decir  el  rey  &  su  madre,  cuyas  acusaciones 


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84  PBISIONES 

contra  el  condestable  se  hallaban  justificadas  por  su  traición. 

Saint- Vallier  fué  llevado  á  la  Gonsergeria  y  vigilado  con  estraor- 
dinario  rigor.  Durante  la  instrucción  de  su  proceso,  ni  se  le  permitió 
siquiera  comunicar  con  su  familia,  y  el  aspecto  del  parlamento  debió 
probarle  que  el  rey  quería  ser  vengado. 

Todo  el  peso  de  la  traición  del  condestable  cayó  sobre  una  sola 
cabeza.  Después  de  haber  probado  vanamente  de  defenderse  contra 
los  cargos,  que  le  confundían  menos  que  la  saña  de  la  duquesa  de  An- 
gulema, Juan  de  Poiliers,  conde  de  Saint-Vallier,  fué  condenado  ¿ 
muerte. 

Finida  la  lectura  de  su  sentencia,  pidió  el  desgraciado  ver  al  rey  ó 
á  su  hija.  Ninguna  contestación  recibió. 

Únicamente,  como  se  tenia  compasión  en  la  cárcel  á  un  noble,  lleno 
de  honor,  cuyo  solo  crimen  había  sido  una  debilidad  para  con  su 
amigo,  concediósele  el  favor  de  comunicar  con  un  preso  cnyo  cala- 
bozo estaba  inmediato  al  suyo,  y  el  cual,  como  oyese  sus  gemidos  por 
la  puerta  entreabierta  durante  la  hora  de  la  comida,  deseó  por  su 
parte  conversar  un  rato  con  el  que  de  aquella  suerte  se  lamentaba 

Abrió  el  carcelero  el  postigo  de  hierro  y  dejó  entrar  al  desconoci- 
do en  la  prisión  del  sentenciado  á  muerte. 

Saint-Vallier,  en  su  fúnebre  preocupación,  no  recibió  á  su  huésped 
con  toda  la  atención  que  este  tenia  derecho  á  esperar. 

—Miradme  bien,  conde— díjole  el  desconocido— y  veréis  á  una 
persona  que  envidia  la  posición  en  que  os  halláis,  un  hombre  que  os 
cree  feliz,  muy  feliz. 

—¿Quién  es,  pues,  el  que  así  se  burla  del  infortunio? — preguntó 
Saint-Vallier,  levantando  la  cabeza.— ¡Señor  de  Semblancay!  ¡sois 
vos! 

Era  en  efecto  el  noble  anciano.  Acercóse  á  Saint-Vallier,  á  quien 
tomó  con  cariño  una  mano. 

—Os  espanta  la  muerte,— le  dijo.— ¡Ay!  la  muerte  va  al  encuen- 
tro del  que  la  huye  y  huye  del  que  la  llama. 

— ¡Ahí  señor— repuso  Saint-Vallier— vos  no  tenéis  como  yo  una 
hija  á  quien  va  á  dejar  vuestro  suplicio  huérfana  á  la  vez  que  infa- 
mada. 

—Conde— dijo  Semblancay— vos^dejais  una  hija,  que  hallará  ami- 


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DE  EUROPA.  SS 

¿os  y  protectores  entre  aquellos  por  quienes  perecéis.  La  infamia  no 
■ancha  el  nombre  del  conspirador  que  muere  por  su  opinión.  Yo  sí 
fie  tito  infernado,  acosado  de  robo,  y  cuando  pido  jueces,  esto  es, 
rundo  invoco  la  luz  sobre  mis  acciones,  responde  á  mis  quejas  mi 
enemigo,  haciéndome  bajar  algunos  pies  mas  abajo  de  tierra  en  estos 
calabozos 

— Decid,  caballero — respondió  Saint- Vallier  volviendo  siempre  al 
racnerdode  su  hija — ¿habéis  oido  hablar  alguna  vez  de  otro  tormento 
mqante  al  que  se  me  hace  padecer?  ¿Cuándo  se  impidió  á  un  reo 
4e  suerte  abrazar  á  su  hija? 

—Señor  conde— dijo  el  anciano— medís  los  momentos  con  dema- 
nda impaciencia.  Ved  el  farol  que  nos  ilumina  en  esta  fúnebre  ga- 
lería. Aun  no  ha  dos  horas  que  arde.  La  noche  comienza.  Los  centi- 
nelas   ¿oís?...  aun  no  dan  mas  que  el  primer  grito  de  alerta. 

Tenéis  tiempo  hasta  mañana,  ó  mas  todavía  quizá,  para  ver  á  vues- 
trahija. 

— ;Mi  Diana!  ¡Están  linda!— esclamó  aquel  padre  en  su  desespera- 
«n.-jQoé  habrá  sido  de  ella?  Prometedme  que  cuando  salgáis  de  la 
Gnaergeria  velareis  sobre  ella  {y  decidle  cuanto  he  sentido  por  ella 
perderla  vidal Pero  la  puerta  se  abre;  creo  que  alguien  viene... 

—¡Oh!  ¡la  esperanza!— murmuró  Semblan^ay.— Hó  aquí  este  in- 
fcfiz  que  tiene  por  enemigos  á  Luisa  de  Saboya,  á  Duprat y  ¡aun 


— Efpero  en  Dios  y  en  mi  hija— replicó  el  sin  ventura  Saint- Va- 
Bier. 

Se  acercó  en  efecto  una  ronda  que  separó  á  los  dos  presos. 

Saint- Vallier  se  encontró  otra  vez  solo  en  las  tinieblas,  sumergido 
en  esos  horrorosos  pensamientos  que  hacen  brolar  tanto  dolor  de  una 
abna  aferrada  todavía  á  la  tierra. 

¡Estar  solo,  de  esta  suerte!  ¡no  oir  pronunciar  una  palabra  amiga, 
■o  sentir  el  placer  de  una  mirada  que  se  nos  dirige  en  los  instantes 
en  que  hay  necesidad  de  todas  las  fuerzas  para  vivir,  en  que  el  ser 
m  multiplica,  por  decirlo  asi,  por  aprehensión  de  la  nadal 

Cundo  vino  el  dia  á  deslizarse  por  entre  los  barrotes  de  la  prisión 
del  conde,  fijando  sus  azulados  reflejos  en  los  muros,  no  habia  aun 
Snt* Vallier  cerrado  los  ojos. 


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86  PRISIONES 

—¡El  dial— esclamó.— ¡Hé  aquí  el  dia  cuyo  fin  no  he  de  ver! 

Al  entrar  el  carcelero  en  el  calabozo,  retrocedió  horrorizado. 

Durante  la  noche,  los  cabellos  del  conde,  rubios  la  víspera,  babian 
encanecido.  Era  todavía  joven  y  parecía  mas  cascado  que  el  mismo 
Semblangay. 

—¿Nadie  ha  venido?— preguntó  el  conde.— ¿No  habéis  visto  á  mi 
hija? 

—Una  joven  vino  ayer— respondió  el  carcelero— pero  se  la  des- 
pidió. Era  en  ocasión  en  que  el  sefior  canciller  visitaba  el  palacio. 

La  señorita  lloraba  y  pedia  veros;  mas  la  orden  era  severa Sin 

embargo,  por  nuestra  parte  hubiéramos  cedido:  hasta  tal  ponto  llegó 
á  enternecernos.  jEs  tan  bella! 

Saint- Vallier  rompió  en  copioso  llanto. 

—¿Y  no  he  de  verla  ya?— preguntó. 

—El  sefior  canciller  ha  visto  esa  hermosa  señorita— prosiguió  el 
carcelero. 

— jSeria  él!  (él!  ¡mi  enemigo!  quien  la  rechazó. 

—Al  contrario,  caballero,  al  verla  el  sefior  canciller  tan  hermosa, 
miróla  de  un  modo  particular,  y  acercándose  á  ella: 

—Sois  hija  del  conde  de  Saint- Vallier— la  dijo— ¿y  quisierais  sal- 
var á  vuestro  padre? 

—¡Sí!  jsíl— replicó  la  joven. 

—Apelad,  pues,  al  último  medio  que  os  queda:  id  á  implorar  al 
rey  su  perdón.  To  os  introduciré. 

Buena  idea— añadió  filosóficamente  el  carcelero— porque  el  rey 
es  piadoso  para  con  los  bonitos  ojos  que  lloran. 

Saint- Vallier  se  estremeció La  mirada  de  ese  hombre,  la  pre- 
sencia del  canciller  en  la  Gonsergeria,  su  consejo  tan  poco  en  ar- 
monía con  su  deseo  de  venganza,  todo  sumergía  al  desventurado  pa- 
dre en  un  caos  de  inquietudes  y  esperanzas. 

—¡Oh!  (Diosmio!— esclamó  de  repente— eso  seria  una  véngan- 
la peor  que  un  asesinato. 

Luego,  pensando  en  el  candor  de  esa  niña  educada  en  el  regazo 
de  una  tierna  madre  y  recordando  los  ejemplos  de  honor,  tradiciona- 
les en  su  familia: 

—(Imposible!— se  dijo— ni  el  canciller  puede  haber  concebí" 


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di  nntüH.  ti 

do  la  idea  de  tai  infame  especulación,  ni  la  aceptada  mi  hija. 

—¿Qué  60  lo  que  ha  respondido?— preguntó  temblando  el  car- 
celero. 

— flaaoeptado  con  mil  amores  el  ofrecimiento,  y  se  han  ido  los  dos. 
Ib  fiesta*  lugar  esperaría  un  buen  resultado. 

Ya  no  se  adhería  Saint- Vallier  con  tanto  interés  á  la  vida.  Antes 
denaba  ver  á  su  hija;  ahora  temblaba  de  verla  aparecer. 

H  tiempo  transcurrió.  Un  ruido  de  tambores  resonó  lúgubremen- 
te en  la  bóveda. 

Las  puertas  del  calabozo,  abriéndose  con  siniestro  rechinamiento, 
daraipasoá  una  negra  comitiva,  imagen  anticipada  del  cadalso,  des- 
pies  de  haber  representado  la  justicia. 

üao  de  los  recien  llegados  desarrolló  un  pergamino. 

Saint- Vallier  volvió  á  estremecerse. 

Parecióle  al  reo  que  iba  á  concedérsele  el  perdón.  Nada  menos 
qae  esto.  Era  ua  segunda  lectura  de  la  sentencia,  en  la  que  se  da- 
ka  loa  detalles  del  suplicio. 

Trwquilo  sobre  este  punto  Saint- Vaüier,  volvió  á  sentir  todas  las 
dabdiáadee  de  la  humanidad.  ¿Por  qué  no  venia  Diana?  ¿Por  qué  si  la 
labia  rechazado  el  rey,  no  obtenía  al  menos  el  triste  favor  de  ir  á 
despedirse  de  su  padre? 

Saint- Vallier  pensó  que  algún  laio  la  había  tendido  el  canciller, 
alejándola  de  la  presencia  del  rey,  para  que  nada  pudiese  librar  del 
cadalso  la  cabeza  que  pedia  Luisa  de  Saboya. 

Asi  transcurrió  aquella  mafiana.  Era  á  mediados  de  febrero,  y  ha- 
cía algunas  horas  que  estaba  nevando,  apagando  en  su  blanca  sá- 
bana todos  los  rumores. 

B  canónigo  Jucelin  entró  en  la  prisión  de  Saint- Vallier  para  «or- 
larle á  morir.  El  reo  se  dio  vergüenza  de  su  pasado  temor  y  se  acu- 
só de  cobardía,  al  ver  sorprendido  al  sacerdote  al  aspecto  de  tosca* 
bello¿  blancos  que  atestiguaban  una  emoción  tan  violenta. 

—La  muerte  de  los  campos  de  batalla  no  os  ha  asustado— dijo  el 
canónigo;  pero  una  muerte  sin  gloría  os  encuentra  débil,  j  Ayl  recor- 
dad al  Crucificado,  muriendo  en  un  afrentoso  suplicio.  Su  última 
noche  le  habría  unido  aun  mas  con  su  eterno  Padre,  á  haba*  cabido 
mas  amar  en  sus  divinas  entrañas.  Desprendeos  cuteramente  de  toda 


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88  PRISIONES 

terrena  idea,  pues  ha  llegado  el  instante  en  que  debéis  humillaros 
delante  del  rey  y  del  pueblo. 

—¡Oh!  ¡de  qué  crueldad  saben  los  hombres  rodear  la  muertel — 
esclamó  Saint-  Vallier  á  quien  acababa  de  adornar  el  verdugo  con  las 
insignias  de  oficial,  después  de  haberle  calzado  las  espuelas  de 
oro. 

Conducido  al  salón  principal  del  palacio,  colócesele  sobre  la  mesa 
de  mármol  en  donde  fué  degradado  de  todas  sus  dignidades  por  ma- 
no del  verdugo,  el  cual  repetia  á  cada  objeto  que  le  arrancaba: 

—¡Juan  de  Poitiers,  traidor  á  su  rey! 

Trasladado  luego  á  la  puerta  del  palacio,  halló  en  ella  un  caballo 
adornado  de  una  gualdrapa  negra,  recamada  de  plata,  en  el  que  se 
le  hizo  montar,  descubierta  la  cabeza,  y  sin  dejarle  la  brida,  que  to- 
mó en  su  mano  izquierda  el  verdugo. 

Espectáculo  triste  ofrecía  en  verdad  ese  hombre  aniquilado  por  la 
vergüenza,  el  dolor  y  la  inquietud,  paseando  una  mirada  velada  por 
las  lágrimas  sobre  la  inmensa  multitud  que  había  acudido  para  de- 
vorar con  los  ojos  los  postreros  momentos  de  su  agonia,  buscando 
entre  todos  esos  semblantes  una  sonrisa  amiga,  una  última  palabra  , 
de  consuelo,  y  sin  oir  mas  que  las  exhortaciones  del  sacerdote  que 
lentamente  á  su  lado  caminaba. 

Bien  pronto  apercibió  el  funesto  cadalso  que  en  medio  de  la  plaza 
de  Greve  se  habia  levantado. 

— Hé  aqui,  pues,  la  herencia  que  dejo  á  mi  hija— murmuró  el  sen- 
tenciado.—¡Un  apellido  sin  honra!...  ¡Oh!  ¡sefior  condestable!  ¡qué 
deuda  vais  á  contraer  para  con  la  hija  del  malaventurado  Saint* 
Vallier!... 

—Caballero— dijo  el  verdugo— es  menester  subir.  El  momento  ha 
llegado  y  debo  cumplir  mi  oficio.  Dignaos  perdonarme,  caballero, 
porque  siento  en  gran  manera  que  se  derrame  así  la  sangre...  pero 
obedezco  al  rey. 

— ¡Buenas  gentes!— gritó  entonces  dolorosamente  Saint- Vallier— 
rogad  á  Dios  por  un  gentil-hombre  qne  va  á  morir  en  amarga  ago- 
nía, y  por  un  crimen  muy  leve...  Compadeceos  de  un  padre  que  no 
ha  podido  abrazar  á  su  hija. 

Arrodillóse  después  de  estas  palabras,  y  el  pueblo,  movido  de  com- 


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recitó  «a  si  mayor  parte  algunas  oraciones  acompasándolas 
coa  lágrimas. 

Entre  tanto  arregló  el  verdugo  loa  cabelles  del  conde,  y  concluido, 
«■pulió  la  terrible  espada. 

De  repente  un  movimiento  semejante  al  de  las  espigas  que  el  gamo 
hace  ondular  á  sn  paso,  se  observó  en  la  multitud  hacia  la  estrerai- 
h¿  del  muelle.  Un  hombre  i  caballo  agitando  cuan  alto  podía  por 
«ama  de  su  cabeza  un  pergamino,  avanzaba  rápidamente  por  el 
«adero  que  le  abrían  los  espectadores,  repitiendo  el  grito  de: 

—¡Perdón!  ¡perdón! 

lien  pronto  millares  de  voces  llevaron  estas  palabras  hasta  al  mis* 
m  cadalso,  como  un  imponente  mugido. 

Oyólo  el  verdugo  y  contuvo  su  brazo. 

Sintió  Saint- Vallier  una  impresión  de  inefable  alegría.  En  pre- 
sencia de  un  pueblo  que  aplaudía  gritando  ¡Natividadl  creyó  es- 
te hambre  esperímentar  tangiblemente  la  protección  del  mismo 
Vea.  Escuchó,  sin  oiría,  la  felicitación  del  canónigo  y,  como  presa 

éi  k  mayor  estupefacción,  se  dejó  volver  á  conducir  á  la  Con- 
salaria. 

Lsyóaele  la  orden  del  rey,  en  que  se  le  otorgaba  el  perdón,  y  ya  se 
;  á  dar  las  gracias  al  enviado  de  su  majestad,  cuando  aper- 
4  Diana,  su  hija,  que  bajaba  de  una  litera  en  la  puerta  de  la 
I,  pareciendo  como  avergonzada  de  ir  á  abrazar  al  padre  á  quien 
i  de  librar  del  suplicio. 

Lm  ojos  de  la  joven  estaban  humedecidos  por  las  lágrimas.  Diana 
dsjé  precipitadamente  á  los  criados  que  se  agolpaban  en  torno  suyo 
y  volvían  á  correr  las  cortinas  de  la  litera  adornadas  cpn  las  armas 
de  Francia. 

Cuando  el  padre  y  la  hija  hubieron  cambiado  sus  primeras  espre-» 
hnnnfl,  los  carceleros  pudieron  observar  en  el  semblante  de  su  preso, 
en  lugar  de  la  tan  deseada  felicidad  que  semejante  presencia  debía 
fcoer  resplandecer  en  su  fisonomía,  una  sombría  palidez  que  mor- 
tabmeote  la  cubría. 

Entre  las  cortadas  palabras  de  Saint- Vallier  y  los  gemidos  de  Diap 
na*  aolo  pudieron  recoger  estas  frases: 

— ¡Condenarme  á  vivir  después  de  lo  que  acabo  de  saber,  esoas- 

tt 


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!•  PRISIONES 

tigarme  mas  severamente  que  con  la  última  pena...  ¡Adiós,  hija 
mial  ¡adiós,  para  siempre! 

Luego  se  separaron.  Diana  lloraba.  Saint- Vallier  volvió  á  reco- 
brar sus  cadenas:  habia  preferido  una  perpetua  prisión.  Dicese  que 
Fraaciscp  I  hubo  de  concederle  este  supremo  favor  para  evitar  el  es- 
tallido de  su  desesperación. 

Guando  volvió  á  hallarse  el  conde  en  presencia  de  Semblangay: 

— Ya  veis— le  dijo  este  anciano— cuanta  razón  tenia  de  envidiar 
vuestra  suerte... 

—Caballero— replicóle  Saint- Vallier— soy  yo  quien  todavía  en- 
vidia la  vuestra.  Muerto  ó  vivo,  vuestro  honor  quedará  ileso,  pues- 
to que  á  vos  solo  os  pertenece  y  vuestros  enemigos  no  se  ensañan 
mas  que  con  vuestra  persona.  ¡Pero  á  mi  me  han  arrebatado  á  la  vez 
mi  honor  y  mi  hijat 

Tres  afios  después,  mientras  que  Saint- Vallier  lloraba  en  su  en- 
cierro el  vergonzoso  favor  del  monarca,  sucumbía  á  su  vez  Sem- 
blangay bajo  el  odio  iracundo  de  Luisa  de  Saboya. 

Convicto  de  infiel  administrador,  fué  condenado  á  muerte  como 
ladrón  el  noble  anciano,  y  ahorcado  en  Montfaucon. 

Su  suplicio  fué  el  primero  de  esos  actos  de  justicia  real,  de  que  he- 
mos hablado  á  propósito  de  los  arrendadores  y  contratistas  del  siglo 
decimotercio. 

El  superintendente  marchó  como  un  mártir  á  aquella  afrentosa 
muerte,  cuya  infamia  volvió  á  caer  por  completo  sobre  sus  asesinos. 
La  opinión  pública  no  aguardó  para  pronunciarse  ese  plazo,  bastan- 
te corto  á  veces,  que  inaugura  la  posteridad  para  las  victimas  de  las 
inicuas  venganzas.  Hasta  los  poetas  cantaron  la  valerosa  é  inmere- 
cida muerte  del  irreprochable  ministro. 

En  cuanto  al  condestable  de  Borbon,  perseguido  sin  tregua  por 
Luisa  de  Saboya,  habia  recibido  ya  la  pena  de  su  traición  á  la  Fran- 
cia con  las  desconfianzas  de  su  nuevo  soberano,  el  emperador,  y  cfflj 
las  enérgicas  protestas  de  los  españoles,  los  cuales  se  oponían  á  que 
se  aliase  Carlos  V  con  el  traidor  y  aun  á  que  le  diese  la  menor  aco- 
gida. 

No  se  ignora  que,  obligado  un  grande  de  España  por  su  monarca 
i  prestar  su  casa  al  condestable,  respondió: 


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DE  Et&OPA.  »1 

—Lo  haré,  sefior,  basta  que  lo  mande  vuestra  majestad;  mas  ape- 
las haya  salido  el  condestable  de  mi  palacio,  mandaré  pegar  fuego 
al  edificio  en  que  habrá  respirado  el  traidor. 

Otra  afrenta  mas  sensible  debia  recibir  aun  el  de  Borbon,  por  pro» 
ceder  del  caballero  mas  leal,  del  corazón  mas  francés  que  haya  la- 
tido bajo  coraza  alguna.  Bayardo  habia  de  completar  la  venganza  de 
Lusa  de  Saboya. 

Era  en  Romaguano,  el  dia  en  que  el  caballero  sin  miedo  y  sin  ta- 
cha, herido  de  un  tiro  de  mosquete  que  le  atravesó  los  ríñones,  se 
fehta  hecho  arrimar  á  un  árbol  por  su  escudero  y  su  paje,  al  objeto 
éemóñr  de  cara  al  enemigo.  El  enemigo  era  el  condestable  de  Bor- 
ta,  que  se  ensangrentaba  en  la  persecución  de  los  franceses  fugiti- 
vas, blandiendo  contra  sus  mismos  compatricios  su  deshonrado  ace- 
ra. Al  pasar  en  su  rápida  carrera  por  delante  de  Bayardo,  recono- 
óeado  al  herido,  fué  á  demostrarle  cuanto  le  pesaba  el  verle  en  tan 
hmm tibie  estado. 

—Caballero— le  dijo  Bayardo  desfallecido  y  conservando  todavía 
eaire  ns  manos  la  espada— no  es  á  mi  á  quien  habéis  de  compade- 
cer, puesto  que  muero  como  buen  francés  y  como  hombre  de  bien 
qie  ha  cumplido  con  su  deber...  Vos  sois  quien  me  inspira  ámí  com- 
pañón; vos,  príncipe  de  sangre  francesa,  que  contra  vuestro  honor 
y  vuestros  juramentos  lleváis  hoy  en  las  espaldas  la  librea  de  Es- 
pala, y  en  las  manos  un  acero  manchado  con  sangre  francesa. 

Exhaló  el  de  Borbon  un  sordo  gemido,  bajó  la  visera  de  su  casco 
para  ocultar  su  rubor,  y  desapareció  llevando  en  su  pecho  el  dardo 
Mrtal  con  que  Bayardo  acababa  de  herirle. 

Tres  afios  después,  bajo  los  muros  de  Roma,  caia  el  condestable  de 
la  brecha,  pereciendo  sin  honor.  Era  el  aSo  1627:  el  mismo  de  la 
suerte  de  Samblancay. 

Se  lee  en  la  historia  de  Francisco  I  que,  habiendo  acogido  este 
principe  con  sin  igual  magnificencia  al  emperador  Garlos  V,  á  su  pa- 
to por  los  dominios  de  Francia,  fué  una  de  las  principales  galante- 
rías que  quiso  hacer  el  rey  al  emperador,  la  libertad  dada  en  nom- 
bre de  este  último  á  todos  los  presos  encerrados  en  la  Gonsergeiia. 
Era  en  1540.  Debe  creerse  que  el  conde  de  Saint- Vallier  habia  muer- 
to ya  eo  esta  época  ó  debia  haber  sido  trasladado  á  otra  prisión  del  rei- 


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9%  PRISIONES 

no,  pues  no  hay  noticia  alguna  de  que  se  hubiese  aprovechado  de 
aemejanle  favor. 


IV, 


El  caballero  de  Roquelaure  y  el  marqués  de  la  Taulade.— Amores  de  cárcel. — Eva- 
sión de  la  Consergería.  —Baños  de  sangre.— Damiens.— Su  padre,  su  hermano,  su 
hermana,  su  mujer,  su  hija  y  su  cufiada  en  la  Consergería.— Horrorosos  detalles  de 
la  ejecución  del  regicida. 


Un  asunto  trágico-cómico  va  á  ocuparnos.  La  prisión  tiene  á  bien 
sonreimos  mostrándonos  el  lado  festivo  de  su  historia.  Aproveché- 
monos, pues,  de  semejante  venero  para  referir  las  aventuras  del  ca- 
ballero de  Roquelaure. 

Era  este  un  caballero  de  Malta,  gran  disoluto,  gran  jugador  y  el 
mas  loco  de  cuantos  calaveras  han  merecido  tal  denominación.  Des- 
pués de  esto,  es  inútil  afiadir  si  haria  muchas  conquistas  y  si  le  teme- 
rían los  hombres,  sobre  todo  los  que  no  se  honraban  con  su  par- 
ticular amistad. 

Había  en  aquella  época  muchas  probabilidades  de  morir  de  una 
estocada  cuando  no  se  buscaba  mas  que  amorosa  correspondencia, 
y  era  de  cumplidos  galanes  optar  por  el  primero  de  ambos  partidos 
para  complacer  mejor  á  sus  respectivas  damas,  las  cuales,  pasado  el 
reinado  de  Francisco  I,  no  pecaron  ya  mas  de  constantes,  pero  en 
cambio  se  esmeraron  en  vestir  de  loto  con  la  mayor  gracia  por  sus 
difuntos  adoradores. 

La  muerte  de  Richelieu  acababa  de  suceder  á  la  de  Luis  XIII  el 
Gasto  y  el  Justo.  Ana  de  Austria  continuaba  en  su  astuta  política  ma- 
zariniana  y  los  golpes  de  hacha  hacían  insensible  lugar  á  los  golpes 
de  estado,  el  cadalso  á  la  intriga  de  callejuela. 

Aunque  destinado  el  caballero  de  Malta  á  una  vida  ejemplar,  era 
el  mas  terrible  pagano  que  hubiese  militado  jamás  en  el  ejército  del 
señor  conde  de  Harcourt.  Tenia  hasta  tal  punto  escandalizados  en  la 
isla  de  Malta  á  hombres  y  mujeres,  que  hubo  necesidad  de  bajarle  aun 


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DSEOftOFi.  H 

poro  ptra  obligarle  á  pensar  algo  bueno  antes  de  ser  enfer- 
mo en  aquella  sima.  Nunca  se  hubiese  acudido  k  semejante 
!         medí*.  Comenzó  el  caballero  á  echar  tales  juramentos  y  blasfemias 
/         por  aquella  boca,  que  parecía  el  pozo  un  infierno;  por  lo  cual  fué 
preciso  perdonarle. 

—No  le  ahogaré  en  un  pozo— dijo  el  de  Harcourt  á  algunos  de  sus 
amigos— porque  mete  demasiada  bulla,  pero  descuidad,  que  en  ser 
^ae  doc  hagamos  á  la  mar,  le  cargo  con  una  bala  de  sesenta  libras 
m  cada  pierna  y  le  envió  k  denlo  cincuenta  brazas  de  fondo.  Veré- 
■m  entonces  si  se  atreve  á  gritar;  y  si  no  se  arrepiente,  buen  pro- 
fecha le  haga. 
Mas  *o  tratándose  el  caballero  sino  con  jóvenes,  la  mayor  parte 
como  él,  se  captó  en  la  flola  bastantes  amigos,  para  que  es- 
luego  enterado  de  las  disposiciones  del  general.  Fingió,  pues, 
d  arrepentido,  hasta  que  hubiese  desembarcado,  al  objeto  de  evi- 
tar las  balas  y  las  piadosas  reflexiones  á  quinientos  pies  bajo  el  agua. 
S*  mejor  amigo  era  el  caballero  de  la  Taulade,  tan  calavera  como 
£,  pera  menos  furioso  contra  Dios;  padre  indulgente  para  con  el  hijo, 
et  raaos,  según  decía,  de  las  uvas  que  hacen  madurar  y  de  las  perdi- 
ces qae  alimentan  en  las  llanuras.  La  Taulade  se  habia  materialmen- 
te comido  su  patrimonio  y  empezaba  á  comerse  el  de  Roquelaure, 
m  amigo  particular. 

El  no  era  flaco  y  pendenciero:  era  Roquelaure.  El  otro  barrigudo 
y  cncüiador:  era  la  Taulade.  A  pesar  de  semejante  desemejanza,  vi- 
fian  ambos  en  la  mejor  armonía,  no  ri&endo  mas  allá  de  dos  ó  tres 
mes  la  semana,  lo  cual  tenia  edificados  á  todos  sus  amigos,  quie- 
amdeáan  que  era  preciso  conceder  á  la  Taulade  un  escalente  carácter. 
Sucedió  que  al  regreso  de  la  espedicion  naval  en  la  que  Roquelau- 
re habia  corrido  peligro  de  dejar  sus  huesos  en  el  fondo  del  mar,  fue- 
rea  destinados  nuestros  héroes  de  guarnición  á  Tolosa,  de  cuya  ju- 
teatod  recibieron  muy  favorable  acogida. 

No  (altaba  k  Roquelaure  imaginación;  pero  agotados  en  saraos, 
cánidas  de  caballos,  músicas  y  festines  todos  sus  recursos  y  su  re- 
pertorio de  distracciones,  llegó  al  punto  de  no  saber  ya  que  hacer 
divertir  á  la  ciudad  de  Tolosa. 
Sin  embargo,  una  idea  le  vino. 


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94  PRISIONES 

Recurrió  á  dos  hermosos  perros  que  eran  la  admiración  de  todo  el 
mundo.  Hizo  correr  la  voz  de  que  iban  á  casarse  sus  protagonistas 
denfro  de  ocho  dias  y  que  el  mismo  Roquelaure  diría  á  este  objeto  la 
misa  en  el  lugar  destinado  para  el  juego  de  la  pelota,  muy  en  moda 
en  aquella  época.  I  o  vilo  á  toda  la  juventud  noble  de  la  ciudad  y  sus 
contornos,  y  preparado  el  lugar  del  escándalo,  sacó  sus  perros  magní- 
ficamente vestidos,  dijo  la  misa  y  casó  á  los  animales,  lo  cual  era, 
no  solo  una  impiedad  horrible,  si  que  también  una  broma  del  peor 
gusto. 

No  faltaron  algunos  á  quienes  ofendió  el  espectáculo,  y  acudieron 
á  delatarlo  á  la  justicia;  pero  Roquelaure  rompió  los  vestidos  y  los 
huesos,  á  varapalos,  al  primer  consejero  que  hubo  de  presentarse. 

—Si  quieres  que  te  sea  franco— le  dijo  la  Taulade— debo  decirte 
que  te  has  escedido  y  que  temo  nos  suceda  alguna  desgracia.  ¡Qué 
diablo!  ¿No  hay  bástanle  con  la  manera  como  vivimos?  Tienes  dinero 
y  yo  sé  gastarlo  ¿qué  mejor  podemos  desear?  No  tentemos  al  des- 
tino. 

Estaba  hablando  todavia,  cuando  se  presentó  un  piquete  de  arqueros 
que  desarmó  á Roquelaure  y  le  condujo  á  la  cárcel.  En  cuanto  á  la  Tau- 
lade, supo  hacer  tan  buen  uso  de  su  elocuencia,  que  le  dejaron  en 
libertad  de  volverse  para  su  casa  donde  se  embauló  tranquilamente 
la  comida,  que  ya  hacia  mas  de  media  hora  que  le  estaba  aguardando. 

La  posición  del  preso  era  crítica.  Una  ciudad  de  provincia  tiene  sus 
privilegios  y  sus  susceptibilidades,  y  generalmente  se  conservan  en 
ella  con  mayor  pureza  las  costumbres;  dedúzcase  de  ahí  si  levanta- 
ría ampolla  el  atentado  de  Roquelaure.  El  bribón  cosmopolita  com- 
prendió desde  luego  la  suerte  que  podía  esperar.  Iostruiase  el  pro- 
ceso, tomándose  acta  de  todo,  recibiéndose  numerosas  declaracio- 
nes, y  ya  adivinaba  nuestro  caballero  el  punto  mas  propio  que  ha- 
bía en  Tolosa  para  hacerse  con  su  persona  un  auto  de  fé.  No  olvidó, 
sin  embargo,  que  la  Taulade  se  hallaba  gastando  su  dinero  como  un 
verdadero  gentil-hombre. 

—Amigo  mió,— dijo  al  carcelero— ¿querrás  encargarte  de  una  co- 
misión? Se  te  pagará  bien. 

—Sepamos  primero  la  paga;— contestó  el  carcelero— luego  medi- 
réis la  comisión. 


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DE  EüiOPA.  $5 

—Se  trato  de  que  te  llegues  á  casa  de  mi  amigo  el  señor  de  la 
Taabde  y  de  pedirle  el  dinero  que  üeue  mió* 

—¿Y  nada  mas? 

—Nada  mas;  solo  que  junto  con  el  dinero  me  traerás  la  llave  de 
aria  prisión,  que  está  revuelta  entre  las  monedas. 

—¿Lo  creéis  asi,  caballero?  La  llave  de  vuestra  prisión  es  muy 
aballada,  y  sería  preciso  que  hubiese  muchas  pistolas  para  ocultarla 
de  modo  que  no  baya  sido  ya  hallada.... 

—¿Sabes,  guapo,  que  entre  quinientas  pistolas,  por  ejemplo... 
ptoa  perderse  la  llave  de  una  ciudad? 

—La  llave  de  una  ciudad — dijo  el  carcelero  cuyos  ojos  brillaban 
de  codicia— es  mucho  mas  pequeña  que  la  de  una  prisión. 

—Paro  no  serán  necesarias  en  todo  caso  mas  de  seiscientas  pisto- 
te— replicó  tranquilamente  Roquelaure. 

•estregóse  el  carcelero  las  manos,  y  saludando  con  respeto  al  ca- 
ballera que  estaba  tomando  un  polvo,  le  dijo: 

—Si  hay  en  efecto  seiscientas  pistolas,  señor  mió,  no  hay  duda 
ftt  entre  ellas  debe  encontrarse  la  llave. 

— ftma,  pues,  este  billete;  llégale  á  casa  el  señor  de  la  Taulade,  y 
Irado  todo  junto.  Guardarás  el  dinero  para  ti  y  me  entregarás  la  llave. 

— finteodido,  caballero. 

T  «4  carcelero  se  trasladó  de  un  salto  á  casa  la  Taulade,  el  cual  es- 
taha  enfrascado  en  un  opíparo  gaudeamus  con  muchos  otros  gentil- 
hambres,  al  intento,  decía,  de  ganar  amigos  al  pobre  Roquelaure, 
■ieitras  este,  solo  en  sa  encierro,  estaba  haciendo  las  siguientes  re- 
lenones: 

— Ué  aqui  un  tunante  que  me  hace  pagar  mi  pellejo  mas  caro  de 
lo  qie  lo  estimaba  yo  mismo Me  roba Pero  no  es  esta  oca- 
non  de  regatear...  Sin  embargo,  me  reservo  cierta  cosa  como  una 
redamación. 

Dio  la  Taulade,  aunque  á  pesar  suyo,  el  dinero  que  se  le  pedia. 
Embóneselo  el  carcelero,  quien,  volviendo  á  su  cautivo,  le  anunció 
qae  la  misma  noche  le  abriría  las  puertas. 

— Vos,  señor,— le  dijo— os  dirigiréis  hacia  el  Mediodía  y  yo  em- 
prenderé mi  viaje  hacia  el  Norte.  Tengo  algunos  parientes  en  Lion, 
donde  me  estableceré  de  muy  buena  gana. 


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96  FUSIONES 

—Eres  an  necio— replicó  Roqaelaure— sin  mí  serás  arrestado  in- 
continenü,  y  yo  sin  ti  me  perderé  también  por  ignorar  los  caminos. 
Sonme,  pues,  indispensables  (u  compañía  y  tus  perfectos  conocimien- 
tos del  terreno  de  estos  alrededores,  y  á  ti  no  te  es  menos  útil  mi  pro- 
tección y  la  de  mis  amigos.  Empieza,  pues,  por  procurarme  una  bue- 
na espada  y  dos  pistoletes.  Una  vez  prevenidos  nuestros  amigos,  po- 
demos darnos  porseguros. 

—Por  vida  mia,  que  tenéis  razón;— repuso  el  carcelero— podría 
cogérseme  y  perdería  mi  dinero. 

—Me  parece— se  dijo  Roquelaure— que  aun  cuando  no  llegues  á 
ser  ahorcado,  te  servirá  de  poco  esa  suma. 

Ambos  partieron  no  bien  hubo  cerrado  la  noche;  Roquelaure  era  li- 
gero, y  el  amor  de  la  libertad  le  daba  alas.  El  carcelero  era  forni- 
do y  el  temor  de  la  horca  doblaba  la  elasticidad  de  sus  jarretes. 

Luego  que  se  vieron  fuera  de  un  espeso  bosque  que  ocultaba  la 
población  y  que  podía  muy  bien  encubrir  su  retirada: 

— Paréceme— dijo  Roquelaure— que  andas  muy  pesado.  Es  que 
tu  dinero  te  embaraza...  Dámelo. 

El  carcelero  contestó  sonriendo  que,  aun  cuando  llevara  además 
otras  tantas  pistolas,  no  le  había  de  estorbar  lo  mas  mínimo  su  peso. 
Con  todo,  no  pudo  vencer  la  complacencia  de  Roquelaure,  el  cual  te- 
niendo por  conveniente  poner  término  á  tan  generoso  debate,  apo- 
yó el  callón  de  uno  de  sus  pistoletes  en  el  pecho  de  su  guia,  intimán- 
dole que  le  entregase  la  bolsa. 

Palideció  el  carcelero,  y  viéndose  burlado  por  el  bribón,  restituyó 
el  dinero,  profiriendo  tardas  amenazas. 

—¿Todavía  no  estás  contento  de  que  te  esté  agradecido  todo  un 
gentil-hombre?— dijole  el  caballero.— ¿Prefieres  la  suma  ó  prefieres 
pues,  que  te  asesine?  decididamente  está  visto  que  nos  comprende- 
mos, camarada;  y  si  quieres  creerme,  para  evitar  cualquiera  funesta 
desavenencia  que  pudiera  suscitarse  entre  dos  compañeros  de  viaje, 
desandarás  por  tu  parte  lo  andado. . .  en  una  palabra,  nos  separaremos. 

Comprendió  perfectamente  el  carcelero  el  sentido  de  estas  pala- 
bras, y  mas  aun  la  persistencia  del  cañón  que  amenazaba  sus  sie- 
nes. Echó,  pues,  á  correr  hacia  la  ciudad,  desapareciendo  bien  pron- 
to entre  los  árboles  mas  corpulentos  del  bosque. 


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DI  EUtOtá.  9? 

—¿Quién  me  ¡«pide  á  mi  ahora— se  dijo  Roquelaure— comprar  un 
caballo  y  presentarme  al  mayorazgo  de  mi  familia  que  está  solazan- 
asteen  Parirf 

T  Adeudo  y  haciendo,  comenzó  á  llevar  adelante  su  propósito. 

Pero  fué  el  caso  que  vuelto  el  carcelero,  como  estimó  volver,  á 
Tataa,  en  donde  entró  llorando  y  clamando  venganza,  puesto  que,  se* 
gm  protestó,  había  sido  sorprendido  por  el  caballero  y  obligado,  pis- 
tola en  mano,  á  abrir  las  puertas  de  la  prisión,  corrió  la  bola  por  la 
andad,  fué  creído,  como  era  natural,  y  no  lardaron  en  ser  despacha- 
te  en  bnaca  del  fugitivo  muchedumbre  de  ginetes  que,  guiados  por 
hi  indicaciones  del  compañero  de  viaje  de  Roquelaure,  dieron  lúe- 
§i  coa  este  y  le  zamparon  otra  vez  en  su  encierro. 

La*  lolosaoos  se  prometían  cuanto  antes  un  nuevo  espectáculo  en 
é  aekkharramiento  del  impío  calavera,  que  ya  no  podía  hacerse  es- 
perar mocho. 

He  hnbo  de  verse  poco  sorprendido  y  chasqueado  al  ser  encerrado 
fKd  mismo  carcelero,  al  cual,  atendida  su  conducta,  se  le  había 
ransuitdu  en  su  empleo  doblando  las  guardias. 

— /Bola!  ¡hola!  mi  querido  sefior  y  gentil-hombre— le  dijo  este— 
«te  vez  si  que  vais  á  veros  apurado;  ya  se  acabaron  las  pistolas  y  los 
i,  pero  os  queda  todavía  una  hermosa  pira  que  se  está  precisa- 
levantando  en  esta  ocasión  en  el  Capitolio, 
inre  le  habría  apaleado  de  buena  voluntad;  pero  hubiera  es. 
to  sido  dar  muestras  de  desesperación  y  el  caballero  no  desesperaba 

—Oye,— le  dijo  con  una  imprudencia  de  que  él  solo  era  capaz. — 
£  mi  amigo  la  Taulade  te  diese  el  doble  y  después  de  haberme  abier- 
to la  puerta  te  salvaras  tú  por  otro  lado ¿eh? 

—Ignoráis  sin  duda,  caballero,  ante  todo  que  vuestro  amigo  la  Tau- 
lade vació  sus  cofres  y  sus  bolsillos  para  reunir  la  suma  que  vos  me 
habéis  robado;  y  después,  que  ya  no  está  en  Tolosael  Sr.  de  la  Tau- 
lade. Sus  acreedores  le  han  acosado  hasta  en  París  mismo,  y  me- 
diante un  avocamiento,  han  lógralo  encerrarle  en  alguna  de  las  prí- 
stanos de  la  capital.  Esto  es  cuanto  se  dice  de  él:  por  lo  que  toca  á 
vnestra  persona,  soy  de  parecer  que  os  van  á  tostar. 

Encogióse  de  espaldas  Roquelaure,  y  respondió: 

is 


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9t  PRISIONES 

—Vive  Dios,  que  lo  mismo  he  de  morir  yo  tostado,  que  ahogado 
—aludiendo  al  proyecto  de  M.  de  HarcourL 

Y  á  fé  queel  picaro  tenia  razón.  Su  familia  velaba  sobre  él,  y  vien- 
do su  hermano  mayor  la  inminencia  del  peligro  que  al  caballero 
amenazaba,  obluvo  una  avocación  del  parlamento  de  Paris,  esto 
es,  un  decreto  de  no  ha  lugar  que  salvó  al  blasfemo,  al  bribón,  se- 
gún se  decia  entonces. 

Mucho  le  valió  el  ser  genlil-hombre,  pues  habia  motivo  para  per- 
der diez  existencias  que  hubiese  tenido. 

De  las  prisiones  de  Tolosa  fué  transferido,  en  apariencia,  á  las  de 
Paris;  pero  Roquelaure  se  sacudió  el  polvo  luego  que  hubo  andado 
una  veintena  de  leguas,  abrazó  á  sus  hermanos  que  escollaban  el 
carromato  en  que  se  le  conducía  y  desembarazado  de  los  arqueros, 
que  estaban  en  inteligencia,  recibió  trescientas  pistolas,  un  caballo, 
y  se  largó. 

Nueve  dias  después,  entraba  en  una  de  las  mejores  tabernas  de  la 
capital,  en  ocasión  que  estallaba  un  motin  frondista  en  el  que  se  di- 
virtió coma  un  condenado,  hiriendo  á  diestro  y  siniestro,  pues  no 
habia  aun  tenido  lugar  para  decidirse  por  la  Fronda  ó  por  Mazarino. 

Gomo  se  hallaba  sin  noticias  de  la  Taulade,  procuróse  Roquelaure 
nuevas  amistades  y  cometió  en  poco  tiempo  tantas  impiedades,  lige- 
rezas é  infracciones  de  ley  contra  el  duelo,  contrajo  tantas  deudas  en 
las  tabernas,  movió  tales  escándalos  en  las  iglesias,  que  los  mejores 
frondistas  pensaron  seriamente  en  hacerle  prender. 

Mas  el  caballero  guardaba  para  semejante  ocasión  una  determina- 
ción heroica,  una  parada  irresistible:  se  hizo  mazarino,  pero  de  los 
rabiosos;  de  tal  suerte  que  la  fama  de  su  zelo  llegó  &  oidos  del  mi- 
nistro, el  cual  sonreía  cada  vez  que  en  su  presencia  se  pronunciaba 
el  nombre  de  Roquelaure.  Hasta  se  le  escapó  decir  una  vez  en  su 
francés  italianizado,  que  era  un  lindo  mozo  el  tal  Roquelaure, 

Seguro  el  caballero  de  semejante  protector,  no  conoció  ya  freno: 
robó  mujeres  y  allanó  moradas  en  pleno  dia,  como  si  Paris  fuese 
para  él  una  ciudad  conquistada. 

Llegaron  quejas  á  la  reina  de  un  escándalo  tan  deshonroso  para 
la  regencia  y  amenázasele  con  la  ira  celeste  si  no  reprimía  las  blasfe- 
mias é  impiedades  de  Roquelaure;  así  es,  que,  sin  decir  palabra  aque- 


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DE  EUROPA.  99 

H*  «tora  i  sa  ministro,  mandó  llamar  al  preboste  de  Hila  á  quien 
■ando  que  diese  con  el  bribón  en  la  cárcel. 

Sopólo  Roquelaure,  y  creyendo  emanada  la  orden  deMazarino,  vol- 
tio casaca,  y  se  hizo  frondista.  Con  todo,  asaltóle  en  su  casa  el  pre- 
boste coo  doce  arqueros.  En  vano  reunió  el  gentil-hombre  algunos 
de  tms  amigos,  y  con  ellos  y  su  hermano  Birau  sostuvo  el  sitio  ma- 
tado anchos  arqueros;  vencido  al  fin  por  el  número,  dejóse  prender 
y  te  le  encerró  en  la  Consergería  en  tanlo  que  se  instruía  la  causa. 

Eran  de  oír  entonces  las  quejas  de  las  buenas  fron distas,  entre  las 
coles  se  distinguía  madama  de  Longueville. 

—¡Prenderá  un  tan  gallardo  mancebo!— decían — y  todo  ¿porqué? 
¡por  «na  futesa,  una  niñería!  ¿No  se  ve  aqui  un  prelesto  con  el  que  pre- 
mie disimular  Mazarino  su  venganza  contra  un  antiguo  partidario? 
Kaéa  de  esto  hubiera  sucedido  si  Roquelaure  hubiese  advertido  an- 
tes que  estaba  defendiendo  la  pasada  causa....  ¡Un  tan  simpático 
tadtftta!... 

Ea  ana  palabra:  el  tumulto  fué  grande;  pero  Ana  de  Austria  in- 
«ri6,m*lgrado  las  reclamaciones  de  Mazarino,  cuya  conciencia  habia 
«do  eo  este  asunto  sorprendida. 

Uoa  vez  en  la  Consergería,  hizo  Roquelaure  sus  reflexiones.  Dijo- 
te  sa  hermano  que  Mazarino  se  comprometía  á  salvarle  la  vida,  pe- 
ro oo  i  dejarle  en  libertad,  mientras  le  fuese  tan  contraria  la  reina. 
T  liego,  se  le  decía,  hay  esa  evasión  de  Tolosaque  agravaba  su 
flKrte. 

—Logra  tan  solo  que  se  me  saque  de  esta  incomunicación  en 
qae  se  me  tiene— replicó  Roquelaure— y  sabré  darme  una  vida  mas 
soportable  mientras  tú  cuidarás  de  alcanzarme  olra  mejor.  A  propó- 
álo;  dame  dinero. 

Permitióse  á  Roquelaure  comunicar  con  algunos  presos  por  deu- 
fas  que  se  hallaban  en  la  Consergería,  entre  los  cuales  debutó  aquel 
pr  invitar,  sin  conocerles  siquiera,  á  toda  la  cohorte  de  deudo- 
mk  una  espléndida  cena. 

El  primer  abdomen  que  entró  en  la  sala  fué  la  Tanlade,  el  cual 
abalando  un  grito  de  alegría,  precipitóse  en  los  brazos  del  caballero. 
Taaiade  habia  eogordado  un  tanto  á  causa  del  disgusto  que  es  per  i - 
■cato  por  la  pérdida  de  su  amigo,  obiigáudole  á  lomer  mucho  para 


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toe  PRISIONES 

distraerse.  Hablase  anticipado  á  los  demás  convidados  como  atento 
y  reconocido  gentil-hombre  qoe  era. 

—Por  vida  mía— esclamó  Roquelaure — puesto  que  vuelvo  á  en- 
contrarte, se  me  han  de  pasar  contigo  los  dias  como  en  el  paraíso. 

— ¡Y  á  mil  Porque  debes  saber  que  los  alimentos  que  se  dan  en 
la  Consergería,  son  abominables. 

—No  la  I,  no  tal— replicó  Roquelaure— por  mi  parte  no  estoy  des* 
contento. 

—¡Me maravillas,  querido!...  lentejas,  buey  cocido,  arenques  y 
manzanas;  hé  ahí  la  invariable  lista.  El  vino  no  es  de  color  de  vino, 
sino  de  un  azul... En  fin,  es  todo  tan  insustancial  que  hay  necesidad 
de  procurarse  muchos  suplementos. 

— To  soy  el  que  me  maravillo  ahora,  marqués.  Hace  cuatro  dias 
que  me  hallo  aqui  y  se  me  ha  dado  una  vez  perdices,  lenguado,  bu- 
ñuelos, becadas...  Otra  vez  me  han  servido  becerra,  salmón. ..  y  lue- 
go buena  fruta;  pastelería...  En  cuanto  al  vino  se  me  da  á  escoger 
entre  el  Borgofl a-añejo,  el  Champagne  y  el  España. 

—¡Me  dejas  estupefacto!— murmuró  la  Taulade— aquí  hay  algún 
genio  familiar  que  vela  sobre  ti...  Tú  debes  gastar  millones... 

— ¡To!  ni  una  pistola...  y  confieso  que  me  impacienta  esto  de  ve- 
ras. El  alcaide  ha  venido  á  verme...  le  he  ofrecido  mi  bolsa,  y  no 
ha  hecho  mas  que  encogerse  do  espaldas. .. 

— ¡Ah!  ¡por  vida!— esclamó  de  improviso  la  Taulade,  parándose 
á  medio  apurar  un  vaso  de  vino  moscatel,  que  estaba  saboreando 
echada  hacia  atrás  la  cabeza;  pues  para  dar  Roquelaure  una  prueba 
de  lo  que  acababa  de  decir  habia  ofrecido  una  muestra  del  contenido 
de  su  bodega. 

—¿Qué  es  esto?  marqués...  ¿hay  acaso  alguna  espina  de  arenque 
en  el  vino? 

—¡Oh!  ¡qué idea!  ¡caballero!  ¿serias  tú?...  Pero,  diablo;  hable- 
mos bajo ¿Serias  tú  ese  preso  de  quien  se  nos  hablaba  ayer,  ese 

mortal  afortunado,  á  quien  nuestra  divina  carcelera  ha  distinguido 
entre  tantos  adoradores? 

—¿Hay  alguna  divina  carcelera?— preguntó  Roquelaure  brincan- 
do de  suerte  que  no  parecía  sino  que  alguna  avispa  le  hubiese  pica- 
do.— ¡Con  qué  tenemos  aqui  una  mujer! 


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D£  IQftUfA.  101 

si,  querido  amigo— la  mujer  de  nuestro  carcelero 
«jefe,  ¡adorable  criatura!  ¡tan  rubia,  tan  sonrosada!  ¡con  unos 
ejes  azules  tan  tiernos!...  ¡Ab!  aqui  doude  me  ves,  tengo  el  corazón 
fruptado  de  amor  por  ella. 

—Mas...  pronto,  pronto,  cuéntame  lo  que  hay.  ¿Qué  se  decía?... 
jf*é  decías,  ahora  poco?... 

— Dudase  que  la  adorable  Dumout  se  ha  prendado  de  cierto  pre- 
sa i  quien  quiere  hacer  agrable  su  cautiverio  por  todos  los  medios 
i.  Hablábase  de  las  suculentas  comidas  que  le  envia,  de  los 
fuegos  que  hace  encender  en  su  prisión,  de  los  libros  que 
bramife...  de  una  guitarra... 

Volvióle  Roquelaure,  completamente  aturdido,  para  echar  una 
sisada  al  rededor  de  su  aposento,  y  séllalo  con  el  dedo  á  la  Taalade, 
m  decir  palabra,  un  fuego  espléndido  y  chisporroteando  en  el  hogar, 
ftros  «partidos  sobre  la  mesa,  una  guitarra  suspendida  en  lapa- 
red,  y  el  viso  de  que  tenia  aun  el  marqués  una  botella  en  la  mano. 

— ¡Ah!  no  hay  que  dudarlo— murmuró  el  craso  amigo — es  á  tí  á 
fñea  prefiere  ¡cuerpo He  tal)  caballero,  si  nos  hallásemos  en  liber- 
tad, seria  cosa  de  despanzurrarnos. 

—Pero  hombre,  si  yo  no  la  conozco— dijo  Boquelaure  —ni  la  he 
riri»  una  sola  vez. 

—¡Hipócrita!  No  me  lo  harás  creer.  ¿Me  negarás  también  acaso 
que  has  oído  las  canciones  que  desde  su  ventana  le  dirige? 

— ¡Góool  esas  bonitas  canciones  que  oigo  todas  las  noches...  ¿Es 
dlakafse?... 

—Si,  hazle  ahora  el  estrafio....  Pruébame,  pues,  que  no  la  ves 
slravesar  doscientas  veces  cada  dia  por  el  patio  situado  debajo  de  tu 
ventana,  y  que  cada  vez  alza  la  vista... 

— ¿Cóao  sabes  tu  esto?— dijo  Roquelaure  corriendo  precipitada- 
mala  á  la  ventana...  Yo  no  he  mirado  una  sola  vez  por  aqui...  ¿co- 
ma podía  pues  sospechar?... 

— Ls  he  sabido  porque  muchos  de  mis  compafieros  lo  han  visto  y 
me  lo  han  dicho...  ¡Ahí  si  yo  hubiese  sabido  que  eras  tú  el  afortuna* 
ds  preso  oculto  detrás  de  estos  barrotes... 

—Perdona,  marqués,  perdona;  no  es  culpa  mia  si...  ¡Pobre  mu- 
j«tita!  ¿Es  bonita,  dices,  tratable,  joven  y  adorable? 


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lOt  PRISIONES 

— ¡Hum!  No  te  fies  mucho  de  ella;  te  lo  aconsejo— repaso  la  Tau- 
lade  con  mohíno  rostro...  Neseas  fatuo.  No  se  inspiran  asi  tan  de 
sopetón  esas  pasiones. 

—{Hela  aquil  ¡hela  aqui! — esclamó  Roquelaure  suspendido  á  los 
hierros  de  la  reja...  la  veo...  ¡oh!  ¡hermosa  criatura!  ¡Cáspila!  ¡qué 
bellos  ojos!  ¡qué  hermosura  de  cabello!  ¡qué  preciosos  dientes!  Se 
sonríe...  ¡me  ha  visto!...  ¡Buenos  dias,  señora!...  servidor  vuestro 
hasta  la  muerte,  señora.. . 

—Cálmate,  hombre,  cálmate— decía  la  Taulade  tirándole  del  ju- 
bón— ¡Cuan  pronto  le  abrasas!... 

—¡Se  fué!  ¡se  fué  la  encantadora  visión!  ¡Ahí  querido,  esto  es 
hecho;  no  hay  mas,  yo  muero  de  amor. 

—¡Bravo!  cuando  yo  decia  que  eras  loco... 

— Tienes  razón;  estoy  loco.  ¡Ay!  ¡Dios  mió,  se  ha  ido!... 

— Ha  dicho  ¡Dios  mió!  no  hay  mas,  está  loco;  ¡es  un  difunto  de 
taberna!...  Ha  dicho  ¡Dios  mió!— repetía  la  Taulade,  sallando  y  brin- 
cando por  la  estancia  hasla  hacer  retemblar  el  suelo  y  rebotar  los 
muebles.— ¡No  le  falta  ahora  sino  creer  en  los*ángeles! 

—Y  ¿cuando  esto  suceda?— dijo  Roquelaure  hundiéndose  el  som- 
brero basta  los  ojos,  y  como  disponiéndose  á  sacar  la  espada. 

—Bien  está;  hagamos  uso  de  los  cuchillos— replicó  la  Taulade— 
te  mudarán  de  prisión  y  perderás  á  la  señora  de  tus  pensamientos.. . 
Créeme,  pobre  caballero,  pon  mas  aceptable  rostro,  pues  ya  oigo  en 
el  corredor  los  pasos  de  los  huéspedes  que  nos  envía  la  Dumout. 

Roquelaure  corrió  á  la  guitarra,  que  ocultó  entre  los  colchones 
de  la  cama,  arrojó  debajo  de  ella  de  un  puñetazo  los  acusadores  li- 
bros, y  como  tratase  de  hacer  lo  mismo  con  la  botella,  vacióla  de 
un  tirón  la  Taulade,  y  tomando  aliento: 

—Ya  puedes  dejarla— dijo— seguro  de  que  no  ha  de  comprometer- 
te su  actual  estado. 

—Y  sobre  todo — repuso  Roquelaure— ¡punto  en  boca!  no  hay  que 
comprometer  el  secreto  de  esa  digna  señora  Dumout...  (va  en  ello  su 
honor! 

¡Necio!— repuso  la  Taulade— ¡antes  de  ocho  dias  vas  á  decirlo  á 
todo  el  mundo  y  á  publicarlo  á  son  de  trompeta! 

En  esto  llegaron  los  convidados,  gentil-hombres  todos,  arruinados 


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OB  EÜ10H.  100 

por  tas  locuras  de  la  paz  ó  por  las  desgracias  de  la  guerra.  Ni  uno 
solo  ótfó  de  convenir  en  que  no  podia  hallarse  en  otra  parte  tan  bue- 
aa  sociedad  como  en  la  Consergeria.  Púsoles  insensiblemente  la  Tan- 
tade  en  el  capitulo  de  la  bella  carcelera  con  lal  arte,  que  por  ellos 
pedo  saber  Roquelaure  toda  la  historia  de  esta  mujer  sin  que  resul- 
tase comprometido  en  lo  mas  mínimo  su  secreto. 

Dtjose  que  era  costumbre  en  la  cárcel  dar  los  recien  llegados  se- 
nsata á  aquella  belleza,  y  que  aun  estaba  por  verse  que  uno  solo 
de  tas  presos  hubiese  permanecido  indiferente  á  lales  encantos.  La 
fcma  era  amable,  y  sazonaba  sus  gracias  con  una  coquetería  capaz 
ét  desesperar  al  mas  frío. 

Otáronse  hasta  veinte  hombres  ¿  quienes  habia  vuelto  el  juicio;  mas 
10  pido  citarse  uno  solo  á  quien  hubiese  hecho  feliz,  y  eso  que  en 
la  pristan  suele  andar  bastante  suelta  la  lengua. 

La  conversación  recavó  al  fin  sobre  el  misterioso  preso  que  estaba 
«toacei  en  favor.  Unos  lo  negaron,  otros  estuvieron  por  la  afirmati- 
va: ninguno  adivinó  la  verdad. 

tatenogado  Roquelaure  sobre  el  efecto  que  habian  producido  en 
so  preso  los  atractivos  de  la  carcelera,  contestó  que  estando  enamo- 
rado de  otra  dama,  no  sabia  hallar  en  la  Dumout  las  gracias  que  to- 
dos estaban  acordes  en  reconocer.  Asi  es,  que  á  puro  insistir  en  su 
opiatan,  logró  atraerse  mochas  querellas  cuyos  resultados,  por 
falla  de  aceros,  fueron  aplazados  para  el  dia  de  la  suelta.  Unos  y 
tiros  se  separaroo  con  los  bigotes  erizados: 

—Vas  á  indisponerte  con  todos  con  tus  eternas  disputas— dijo  la 
Taalade. 

—Crómente  es  esta  mi  intención,  marqués;  no  me  estorbarían 
poco  estos  picaros  en  mis  intrigas  amorosas. 

— Entonces  yo  también  te  he  de  estorbar — dijo  amostazándose  el 
uluninoso  marqués.— He  voy. 

— ;Tn!  ¡tú!  ¡el  mejor  de  mis  amigos!  ¡tú,  que  me  la  has  hecho 
esaocer!  ¡Oh!  ¡no,  por  vida  mia,  no  quiero  que  nos  separemos!  To- 
aos mis  alegrías,  todas  mis  venturas  he  de  compartirlas  contigo, 
■arques. 

—En  hora  buena.  Veré  de  serte  útil.  ¡Por  otra  parte,  el  marido  es 
taacetaool... 


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104  PRISIONES 

—¡Un  marido  celoso!  Si  esta  Consergería  cayo  corazón  me  parecía 
tan  negro,  es  por  el  contrario  un  bello  paraíso... 

Desde  este  momento  ya  no  dejó  Roquelaure  uno  solo  la  enrejada 
ventana.  Verdaderamente  estaba  enamorado.  Una  mirada  de  su  be- 
lla dama  le  ponía  fuera  de  si  de  felicidad,  y  esas  miradas  se  repetían 
mas  de  cien  veces  cada  veinte  y  cuatro  horas. 

El  caballero  escribió  mas  de  mil  billetes,  compuso  sonetos,  redon- 
dillas y  pareados.  La  Taulade  vaciaba  las  botellas  entre  tanto  que 
aquél  andaba  á  caza  de  consonantes. 

Por  su  parte  parecía  la  Dumout  locamente  enamorada  de  ese  gen- 
til-hombre tan  hermoso,  tan  atrevido,  cuyas  hazañas  de  toda  clase 
babian  sembrado  el  terror  por  espacio  de  un  tties  en  todas  las  con- 
versaciones de  la  ciudad  y  de  la  corte. 

Gomo  era  imposible,  &  pesar  de  la  libertad  de  que  Roquelaure  dis- 
frutaba, que  tuviese  lugar  una  entrevista  sin  permiso  del  carcelero, 
contentábanse  ambos  amantes  suspirando  con  los  billetes  que  arro- 
jaba Roquelaure:  en  cuanto  á  los  de  la  carcelera  eran  escasos  y  ade- 
más insignificantes;  ciertamente  valían  mas  sus  miradas  y  sus  besos 
lanzados  sobre  la  punta  de  los  dedos. 

—En  verdad  te  digo,  querido  marqués— repetía  Roquelaure— que 
no  se  ama  realmente  sino  en  la  cárcel.  Aquí  se  tiene  tiempo  para  ello, 
no  hay  distracciones...  ¡Pardiez!  ¡los  solitarios  deben  saber  que  cosa 
es  amart 

—Ya  lo  creo— respondía  la  Taulade— también  he  observado  que 
en  ninguna  parte  se  come  tan  bien  como  en  estas  soledades.  Uno  pue- 
de disponer  de  todo  el  tiempo  necesario  y  no  se  ve  molestado  por  im- 
portunas visitas,  ni  tiene  obligación  de  devolverlas. 

—Permanezcamos  siempre  en  la  cárcel— dijo  Roquelaure  entu- 


— Que  me  place — añadió  la  Taulade,  poco  menos  que  embriaga- 
do del  todo. 

Sin  embargo,  el  proceso  del  caballero  adelantaba  á  despecho  de  los 
obstáculos.. . .  Roquelaure  recibió  la  visita  de  su  hermano,  el  cual  de- 
jó entrever  las  escasas  esperanzas  que  tenia. 

—Amigo  mió— dijo  este  al  caballero— tienes  á  Dios  por  parte 
contraria,  y  es  una  carga  asaz  ruda...  Dios  te  perderá. 


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Uu  aftilm  piule  ei  la  Ctnsergeha. 


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DE  EUROPA.  IOS 

—¡Bahl— replicó  Roquelanre— Dios  no  cuenta  tantos  amigos  como 
yo  en  el  parlamento.  Por  lo  demás  ¿de  qaé  se  trata?  ¿de  mi  encar- 
celamiento? ¡Pse!  No  me  va  en  él  tan  mal...  Que  se  me  deje  en  la 
drcd...  ¿No  es  verdad,  la  Taulade? 
—Sí,  si;  dejemos  que  hagan  lo  que  quieran. 
No  tenia,  como  se  ve,  Roquelaure  ningún  deseo  de  recobrar  su  li- 
hrtad  y  aun  reprendía  k  sus  amigos  por  los  pasos  que  daban  k  este 
alíelo.  Alabóse  de  semejante  abnegaciop  en  un  billete  que  dirigió  i 
la  carcelera  y  al  que  contestó  esta  en  los  siguientes  términos: 

—«Caballero:  habéis  hecho  mal,  muy  mal:  un  verdadero  peligro 
•s  imanan.  Si  vuestras  amigos  os  quieren  bien,  no  impidáis  sus 
|i»1mms...  La  justicia  es  una  mano  que  sabe  retener  lo  qne  coge.» 
Roquelaure  respondió  con  este  estribillo: 
€— jAyl  (alma  mia! 
me  es  menos  cara  que  el  verte, 
la  luz  del  dia. » 
fué  cuando  se  habló  seriamente  de  condenar  k  muerte 
lo.  Instruida  de  los  primeros  la  carcelera,  envió  á  su 
amáteoste  billete: 

t— Caballero:  si  queréis  verme,  es  preciso  vivir,  y  moriréis  sin  re- 
medio si  no  tratáis  de  salvaros.» 
Tomó  en  seguida  la  pluma  Roquelaure,  y  contestó  con  el  siguiente 


«  —Lejos  de  mi  el  temor,  señora  mia; 
por  su  patria  y  su  rey  muere  el  guerrero, 
por  su  amado  tesoro  el  usurero, 
yo  igual  gloria  ambiciono...  etc.,  ele.» 
Clare;  se  negaba  k  defenderse  ó  k  salir  de  la  cárcel» 
Recurrió  entonces  la  Dumout  k  una  estratagema  para  vencer  la  obs- 
tinación del  caballero  y  obligarle  á  salvarse  á  pesar  suyo. 

Cierto  día  recibió  Roquelaure  por  conducto  del  ordinario  mensa* 

jare»  ó  sea,  tn  bramante  que  sabia  y  bajaba  k  le  largo  del  muro, 

11  failleüto  cuyo  contenido  le  hizo  temblar  de  felicidad. 

Estaba  en  aquella  ocasión  la  Taulade  demasiado  ocupada  en  des- 

una  caroeta  «a  salmorejo  para  reparar  en  la  eaockm  de  su 


tomod.  U 


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10«  PRISIONES 

«—Caballero:— decia  el  billete— puesto  que  no  queréis  abando- 
nar vuestro  encierro,  y  que  por  causa  mia  os  esponeis  á  morir,  se- 
mejante abnegación  merece  una  recompensa.  Acaso  me  exagero  yo 
el  valor  de  la  que  os  tengo  reservada;  pero  no  conviene  estéis  en 
vuestro  derecho  rehusándola.  El  martes  á  las  siete  de  la  tarde,  mien- 
tras se  pase  la  ronda  estraordinaria,  dejareis  á  vuestros  amigos,  si 
los  hubiere  en  vuestra  compaflia  y  dirigios  al  gabinete  que  so  os  ha 
dado  por  guardaropa  y  biblioteca,  una  vez  allí,  llamad  vigorosa- 
mente en  el  armario.  En  él  habéis  de  hallar  un  medio  de  verme  y  de 
pasar  algunos  instantes  conmigo.» 

Roquelaure  pensó  enloquecer.  Mas  de  cien  veces  fué  á  visitar  aquel 
armario  cuyo  fondo  era  de  ladrillo,  en  seguida  volvió  á  su  reja  para 
enviar  á  la  señora  Dumout  los  mas  ardientes  besos. 

La  Taulade  decia  que  su  amigo  tomaba  el  camino  que  conduce 
mas  directamente  á  la  locura  furiosa  y  le  aseguraba  que  no  saldría 
de  la  Gonsergeria  sino  para  entrar  en  Charenton. 

Llegó  al  fin  el  martes  sefialado  para  la  cita.  La  carcelera  no  ha- 
bía querido  anticipar  á  Roquelaure  ninguna  esplicacion.  A  las  nueve 
entró  en  su  cuarto  la  Taulade,  según  tenia  por  costumbre. 

—Gomamos  ya— le  dijo  Roquelaure— porque  siento  un  apetito 
de  mil  diablos.  Veamos  ¿qué  hemos  de  comer? 

— No  es  hora  todavía— repuso  la*  Taulade...— Sin  embargo,  no 
me  haré  de  rogar.  Cenaremos  á  medio  dia,  y  á  las  cinco  tomaremos 
un  bocado. 

—Es  menester  que  le  achispe— pensó  Roquelaure— necesito  desem- 
barazarme de  él. 

¥  probólo  con  efecto;  mas  la  costumbre  había  convertido  al  mar- 
qués en  tan  fuerte  campeón,  que  después  de  las  dos  comidas,  quien 
mas  bebido  parecía  no  era  seguramente  el  marqués.  Recurrió,  pues, 
á  otro  medio  mas  eficaz  de  distracción,  y  echando  mano  á  los  naipes, 
propuso  á  su  amigo  jugar  una  partida  á  los  cientos.  De  esta  suerte 
se  aproximó  insensiblemente  la  hora  en  que  debía  estarle  esperando 
la  señora  Dumout. 

Las  siete  dieron  en  el  reloj  del  palacio.  Precisamente  en  aquellos 
instantes  se  había  suscitado  una  disputa  entre  ambos  jugadores 
sobre  una  jugada  dudosa.  La  Taulade  alegaba  en  su  favor  la  espe- 


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DB  EÜBOPA  107 

riada,  Roqoelaure  quiso  atenerse  á  las  reglas,  y  se  levantó  para  ir 
il  lanoso  gabinete  que  le  servia  de  biblioteca  en  basca  de  un  tra- 
ído de  los  juegos  en  general,  y  del  de  los  cientos  en  particular. 

\l  llegar  al  armario  vio  con  alegre  sorpresa  un  boquete  oblongo 
pnetieado  en  la  espesa  pared,  en  el  fondo  del  cual  brillaba,  entre 
fas  bugias  colocadas  sobre  una  mesa,  el  rostro  encantador  de  la 
«lora  Dumout,  sentada  en  una  pieza  contigua  y  acechando  con  in~ 
qvetad  la  llegada  de  su  amante. 

Boqnelaure  no  tuvo  necesidad  de  comentarios.  Deslizóse  en  el 
hsquete  como  una  culebra  y,  ayudándose  con  pies  y  manos,  fué  á  caer 
las  rodillas  de  la  bella  carcelera,  ruborizada  de  placer  y  de  es* 


No  son  para  contados  los  ansiosos  besos  de  que  inundó  el  caba- 
Bm  aquellas  hermosas  manos  que  pacientemente  hubieron  de  reci- 
bios. 

—Al  fin,  es  fuerza,  caballero,  quedéis  oídos  ala  prudencia— dijo 
Vtnattadose  la  joven  esposa.—  Veden  que  sitio  os  halláis.  Este  es 
el  eaario  de  los  porteros,  contiguo  á  esa  espesa  pared  de  la  Conser- 
jería qw  he  hecho  horadar  por  un  hombre  fiel.  Los  porteros,  ocupa- 
ém  ea  este  instante  en  la  ronda  general,  han  de  volver  dentro  de 
vñte  minutos;  con  que  solo  os  queda  el  preciso  tiempo  de  besarme 
mi  Tfz  mas  la  mano,  recoger  vuestra  capa,  esta  espada  que  os  he 
peparido  7  huir  por  la  primera  calle  sin  volver  la  vista  atrás. 

—¡Huir! — esclamó  Roquelaure.— ¡Todavía  insistís  en  que  os  deje! 
;«  habíais  de  huir  cuando  apenas  acabamos  de  reunimos  por  pri- 
wn  vez! 

—Según  parece,  preferís  que  nos  sorprendan,  que  me  delaten,  que 
■e «arierren  también  -replicó  fríamente  la  Dumoul.— Pues  bien, 
•brad  como  qn  ra  s,  caballero,  no  os  incomodéis  por  tan  poca  cosa. 

— ¡Oh!  ¡generosa  amiga!  ¡cuan  cruelmente  me  habéis  cngafiail  >! 
Corneóte;  volveré,  yaqaees  preciso,  á  mi  encierro,  y  á  pesar  vuestro 
o«tÍD8aré  viéndoos. 

—¡Estáis  en  vuestro  juicio!  ¡El  parlamento  va  á  pronunciar  svn- 
taáa  capital  contra  vos,  y  me  será  imposible  salvaros  cuantío  os 
-olleU  eo  el  calabozo  de  hs  reos  da  muerte,  junto  á  las  prisioues 
p*-pétaa*,  á  'retn'.a  pié*  debajo  di.1  Sena!— ¡Verme!  ¿cómo  me  ha- 


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íes  PRISIONES 

beis  de  ver  después  de  muerto,  en  tanto  que  libre...  ¿quién  os  impide 
yenirme  á  visitar  alguna  vez?...  ¿Para  qué  otra  cosa  sirven  las  capas 
del  color  de  los  moros,  las  señales,  los  paseos  en  lagares  propios 
paralas  citas... 

—¡Ahí— esclamó  tristemente  Roquelaure — veo  que  habéis  queri- 
do burlaros  de  mi.  ¿Quién  sabe  si  no  estáis  influida  por  alguno  de 
mis  amigos,  por  mi  hermano;  en  una  palabra,  quién  sabe  si  fingis- 
teis distinguirme... 

— Decian  que  erais  hombre  de  talento,  caballero;  pero  harto  pro- 
báis que  no  es  asi...  Se  os  creia  capaz  de  saber  apreciar  una  fineza, 
y  vos  solo  habláis  de  cosas  materiales.  Pues  bien,  no,  no  corréis  pe- 
ligro alguno.  Va  á  condenárseos  tan  solo  á  prisión  perpetua.  Yo,  yo 
que  os  amo,  ¿lo  entendéis?  creí  que  este  era  el  mejor  medio  para 
continuar  viéndonos,  para  no  separarnos  jamás...  Me  sacrifico  para 
vuestra  dicha;  ¡y  no  sabéis  comprenderme!  Peor  para  vos,  caballero; 
las  mujeres  queremos  que  se  nos  demuestre  cierto  agradecimiento... 

Arrojóse  Roquelaure  á  los  pies  de  su  amada,  diciéndole  con  tanto 
amor  como  respeto: 

—Perdonadme;  os  adivino,  os  admiro,  me  prosterno  delante  de 
vos.  Señora,  sois  un  modelo  de  nobleza  y  de  gracia.  Acepto  el  bien 
que  queréis  hacerme  y  el  amor  que  me  prometéis...  ¿Por  dónde  debo 
partir? 

Enagenada  de  gozo  la  carcelera,  abrió  sus  brazos  al  joven,  dándo- 
le las  gracias  con  tanto  trasporte  como  si  hubiese  sido  ella  el  preso 
á  quien  se  devolvía  la  libertad. 

Al  propio  tiempo  dejóse  oir  una  estrepitosa  esclamacion  qne  so- 
bresaltó á  ambos  amantes,  los  cuales,  volviéndose  á  la  vez,  apercibie- 
ron en  la  abertura  de  la  pared  el  rubicundo  rostro  y  los  asombrados 
ojos  del  señor  de  la  Taulade. 

—¡Hola!  ¡hola!— decia  el  corpulento  marqués— parece  que  se  ce- 
lebran entrevistas  por  ahi  sin  avisar  á  los  amigos.  ¡Yo  que  esperaba 
con» toda  paciencia!...  ¡traidor!  Pues  nada;  asistiré  á  tu  triunfo 
¡malvado!...  Ya  ves  que  también  he  sabido  hallar  yo  el  armario. 

—¡Silencio!—  murmuró  la  carcelera— no  se  trata  de  entrevistas, 
caballero,  sino  de  una  verdadera  y  bonita  evasión.  Retiraos  no  sea 
caso  que  se  nos  sorprenda. 


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DE  KülOfA.  1#» 

&!— esclamó  la  Taulade— jy  cuándo  se  trata  defina 
it  ¡Pardies!  ¡aquí  estoy  yol  espérame,  caballero,  que  partiré* 
■es  junto. 

—Está  bien,  marqués;  pero  dale  prisa..:  ¿Queréis  permitirlo, 
naidi  mía?...  ¡Haced  venturosos  á  dos  amigos! 

—Coa  mil  amores— dijo  sonriendo  la  Dumout  -  pero  no  podrá  lo* 
grado. .  Ta  tefe;  dado  que  pasen  sus  espaldas,  su  vientre  no  pasará 


En  efecto,  era  n  espectáculo  carioso  ver  los  esfuerzos  que  hacia 
el  marqués  para  enhebrar  su  cuerpo  en  aquella  abertura  de  piedra 
m  qae  se  había  arriesgado.  Sus  brazos,  enteramente  sujetos  y  com- 
\  sos  espaldas  por  las  puntiagudas  piedras  de  la  pared,  co* 
i  á  dokrle  terriblemente,  la  sangre  hinchaba  sus  sienes  y 
copiaio  sodor  cabria  su  rostro. 

—¡Caballero!  ¡caballero!— clamaba— tírame  de  la  cabeza... 

—¡Hombre!  ¿quieres  que  te  la  arranque? 

—Empájame,  pues,  hacia  adentro:  ensancharé  la  abertura. 

—El  tiempo  urge— dijo  la  carcelera.— Partid,  caballero,  los  por- 
tara pueden  volver  de  un  momento  á  otro,  y  todo  seria  perdido. 

— ¡Fot  favor!— gritó  la  Taulade— ¡quitad  al  menos  un  ladrillo! 

— ¡Roquelaure,  partid  por  Dios!— volvió  á  insistir  la  Dumout— ó 
ambos  nos  perdemos.  Idos  vos,  yo  me  encargo  de  libertar  mas  ade* 
late  á  vuestro  amigo. 

— ¡Por  vida  del  diablo!  ¡yo  me  ahogo!— abultaba  la  Taulade.— 
¡Maldito  estorbe!  (demonio  de  idea!  ¿por  qué  huir  coando  me  halla- 
ba ya  tan  bien? 

Mas  el  caballero  á  quien  empujaba  su  amada  hacia  la  puerta,  se 
despidió  del  marqués  reventando  de  risa  y  desapareció  bien  pronto, 
perseguido  hasta  la  calle  por  los  gritos  de  la  Taulade  que  gritaba  á 
mas  y  mejor: 

— ¡Un  ladrillo  al  menos!  ¡Quitadme  un  ladrillo!  ¡el  cuello  se  me 
hnchal  ¡*oy  á  morir  de  apoplegia! 

Sm  atender  á  s«s  exclamaciones,  encerróle  la  Dumout  diciendo  á 
través  de  la  puerta. 

—Esperad  al  menos  á  que  llamegeate,  y  salvemos  las  apariencias. 
¡Ta  vienen!  (gritad  ahora!  ¡gritad  fuerte,  sefior  marqués! 


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llt  FtCHOm- 

bia  el  rey  á  su  carroza  en  el  patio  del  palacio,  aceroósete  un  hombre 
y  le  punzó  el  costado  con  un  instrumento  que  con  la  mayor  eahna 
conservó  en  la  mano,  pues  no  trató  de  huir. 

Acudióse  en  el  acto  á  arrestar  al  asesino,  de  cuyas  manos  se  ar- 
rancó un  cortaplumas. 

Interrogado  este  hombre,  oonfesó  llamarse  Roberto  Francisco  Da- 
miens, lacayo  de  profesión,  natural  de  los  alrededores  de  Arras. 

A  los  cargos  que  se  le  hicieron  contestó  que  no  había  sido  su  in- 
tención matar  al  rey,  pues  era  claro  que  si  hubiese  querido  matar 
&  un  hombre,  no  se  habría  seguramente  valido  de  la  hoja  de  un  cor* 
taplumas  ni  asestara  su  golpe  en  las  costilla*. 

— El  rey  es  execrado— dijo— las  representaciones  del  parlamento, 
las  quejas  del  pueblo,  no  logran  hacerle  variar  de  conducta  ni  cor- 
regir sus  escesos.  El  castigo  podía  mas  ó  menos  tarde  alcanzarle  y 
hubiera  sin  duda  sido  terrible.  Por  esto  he  querido  advertir  al  rey, 
obligarle  &  reflexionar.  Mi  cortaplumas  es  el  precursor  del  pufial... 
la  punzada  puede  evitarle  una  muerte  cruel,  y  lo  que  es  mas,  la  in- 
famia. 

Estas  palabras,  ponunciadas  sin  énfasis,  hubieron  de  producir 
honda  impresión  en  los  servidores  de  Luis  XV,  pero  habría  sido  de 
pésimo  gusto  admitir  una  advertencia  dada  en  semejante  forma. 

Luis  XV  prefirió  representar  el  papel  de  asesinado,  y  declaró  que 
después  de  Damiens,  era  un  chico  de  escuela  Eavaillac.  Por  cuyo 
motivo,  en  vez  de  hacer  encerrar  al  lacayo  en  Bicetre  como  á  loco, 
procedimiento  tan  común  eu  aquella  época;  en  logar  de  manifestar- 
se agradecido  á  la  divinidad,  por  haber  librado  á  tan  poca  costa  co- 
mo es  un  ligero  rasgufio,  su  existencia  consagrada  al  libertinaje, 
mandó  por  el  contrario  que  fuese  Damiens  severamente  juzgado. 

No  son  los  corazones  entregados  al  vicio,  gastados  k  fuerza  de 
placeres,  empequefiecidee  por  las  mas  bajas  pasiones,  loe  que  cobh 
prenden  la  grandeza  en  la  generosidad,  en  la  clemencia,  cualidades 
propias  solo  de  los,  pechos  esforzados. 

Et  pueblo,  que  meditaba  una  formal  revolución,  quedé  consternado 
en  presencia  de  semejante  acontecimiento.  Gomo  sucede  siempre, 
todos  los  partidos  se  echaron  en  cara  mutuamente  ese  crimen. 

Pe  todos  modas»  es  la  cierto  que  aqueUa  leve  herida  fué  peí  ea ton  - 


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Mí  fUMKi.  113 

ees  la  salvación  de  la  monarquía  absoluta;  pues  la  nación  entera  cu  - 
ye  instinto  ee  siempre  noble  y  digno  por  mas  que  se  diga,  rechaió 
sospecha  de  complicidad  en  el  asesinato  y  acallar  sopo  la  exas- 
que  poco  á  poco  iba  levantando  contra  el  trono  sus  eneres- 
olas.  La  rebelión  retrocedió  en  presencia  del  regicidio,  y  Da* 
■¡eas  compareció  ante  los  Assises  del  parlamento,  en  medio  del  si- 
lacio  de  una  paz  general. 

Damiens  no  fué  lanzado  al  crimen  por  ninguna  potencia  estranje- 
ra.  Era  solo  uno  de  tantos  entusiastas  como  llegan  á  suscitar  las  épo- 
cas de  grandes  crisis  ó  de  honda  agitación,  y  á  quienes  impele  á  Ye- 
ees  la  oportunidad  á  descargar  el  terrible  golpe  que  la  acalorada  ima- 
ginación ideó  allá  en  sus  estraviados  delirios. 

Fíese  ó  no  un  loco  Damiens,  ó  el  saludable  precursor  que  preten- 
día ser  ¿podia  suponérsele  una  verdadera  intención  de  atentar  contra 
la  vida  del  monarca? 

JnanChátei,  Jacobo  Clemente,  Ravaillac,  no  se  habían  servido 
seguramente  de  un  cortaplumas  para  llevar  á  cabo  su  empresa. 

n  fallo  del  parlamento  se  resintió  del  malestar,  de  la  falsa  posi- 
eva  es  que  el  crimen  acababa  de  colocar  al  partido  del  pueblo;  su 
severidad  fué  el  último  estremo  de  la  exageración,  llevada  á  propó- 
sito á  esta  punto. 

Has  ei  el  parlamento  creyó  deber  aplicar  al  culpable  el  máximum 
4s  isa  penalidad  cuya  simple  enunciación  hace  estremecer  de  hor- 
ror, fié  porque  esperaba  mucho  del  buen  sentido  y  de  la  misericor- 
dia de  Luis  XV.  Nuestros  lectores  van  á  ver  en  presencia  uno  de  otro 
el  espíritu  público  y  la  venganza  real.  El  verdugo  va  á  dánoslo  á 


Damiens  heredó  el  calabozo  de  Ravaillac,  esperando  heredar  tam- 
bién sus  tormentos,  capitalizados  por  el  miedo  y  la  ferocidad. 

Tenia  aquel  un  padre,  una  esposa,  una  hija,  un  hermano  y  otros 
(■rientes  en  Arras.  La  sentencia  del  parlamento  desterró  perpetua- 
mente á  los  tres  primeros  y  mandó  á  los  otros  cambiar  de  nombre, 
debiendo  quedar  arrasada  hasta  los  cimientos  la  casa  en  donde  ha- 
fea  nacido  el  culpable. 

Todos  los  parientes  fueron  sitados  á  prueba  de  tormento  y  con- 
ducidas á  la  Convergería. 

TOMO  II  15 


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114  HdSKHdS 

En  cuanto  al  regicida,  como  se  lewió  que  quisiese  sustraerse  por 
medio  del  suicidio  á  los  refinamientos  de  barbarie  que  contra  él  se 
meditaban,  encadénesele  en  nna  estrecha  prisión  sobre  una  especie 
de  estrado  acolchonado,  de  modo  que  no  pudiese  hacer  movimiento 
alguno  contrario  á  su  seguridad. 

Allí  fueron  á  interrogarle  los  jueces  instructores,  ordenando  algu- 
na pequeña  cuestión  para  arrancar  á  Damiens  la  confesión  de  nna 
pretendida  complicidad,  que  este  persistía  en  negar. 

Dos  meses  á  poca  diferencia  duró  este  suplicio,  basta  que  pronun- 
ció el  parlamento  la  sentencia  en  la  que  se  trataba  de  atenaceamien- 
to,  descuartizamiento  y  hoguera. 

Guando  Damiens  apareció  en  la  place  de  Gréve,  después  de  pedi- 
do el  perdón,  echó  una  tímida  mirada  sobre  la  inmensa  multitud  que 
había  acudido  á  presenciar  el  espectáculo. 

«Las  mujeres,  dice  un  testigo  ocular,  fueron  allí  en  tropel  y  no 
volvieron  ciertamente  de  las  primeras  la  vista  ante  una  escena  tan 
horrible.» 

Damiens,  á  quien  durante  la  lectura  de  la  sentencia  se  desnudó  de 
todos  los  vestidos,  examinó  tristemente  sus  desabrigados  miembros 
como  para  consultar  consigo  mismo  si  podrían  tener  bastante  vigor 
hasta  el  fin  de  aquellos  suplicios.  Este  triste  sentimiento  fué  com- 
prendido por  todo  el  público. 

En  seguida  se  tendió  al  culpable  de  boca  arriba  sobre  las  tablas 
del  cadalso;  alósele  en  la  mano  derecha  el  cortaplumas  con  que  ha- 
bía herido  á  Luis  XV,  y  cuando  se  le  hubo  llenado  de  azufre,  se  le 
puso  fuego  en  ella  para  que  ardiese  lentamente. 

El  grito  que  arrojó  Damiens  á  aquella  cruel  impresión  hizo  hor- 
ripilar á  la  muchedumbre.  Callóse  luego:  la  conclusión  de  este  tor- 
mento no  le  arrancó  una  queja  mas. 

Con  todo,  el  verdugo  continuó  su  obra  arrancando  con  cortadoras 
tenazas,  pedazos  de  carne  de  los  brazos,  de  los  muslos,  de  las  pan- 
torrillas,  de  los  pechos. 

Damiens  guardó  el  mismo  silencio. 

El  verdugo  llenó  luego  sus  abiertas  llagas  de  plomo  derretido, 
aceite  hirviendo  y  cera  líquida.  Tan  bárbara  operación  hubo  de  ar- 
rancar de  aquel  pecho  destrozado  los  mas  desgarradores  gritos. 


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tiara  el  regkiéa.  (Ctfia  fe  iu  liana  le  h  éf»a.) 


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DE  EUftOtA.  115 

En  esto  acercáronse  los  cuatros  caballos  que  habían  de  descuarti- 
arit;  eran  nuevos  y  tiraron  mal. 

Como  una  hora  duró  esta  parte  del  suplicio.  Lo  miembros  no  se 
desprendían. 

Dicese  que  en  tales  momentos,  una  dama  que  contemplaba  esta 
horrorosa  escena  desde  uno  de  los  balcones  de  la  plaza  de  Gréve, 
▼kado  el  esfuerzo  ineficaz  de  hombres  y  animales,  esclamó: 

—¡Pobres  caballos! 

Esta  exclamación  retrata  por  si  sola  aquella  época. 

La  noche  vino.  El  pueblo  podia  hastiarse  de  horrores.  ¡Damiens 
tifia  aun! 

Los  inspectores  del  suplicio  ordenaron  4  ios  verdugos  que  córta- 
la al  páctenle  los  músculos  y  los  nervios  de  las  articulaciones.  Los 
verdugos  obedecieron.  Entonces  pudieron  los  caballos  arrancar  dos 
pinas  y  un  brazo. 

¡Damiens  vivía  aun  I 

No  espiró  hasta  el  desmembramiento  del  segundo  brazo.  Sus  des- 
pojo* fueron  arrojados  como  lefia  á  la  hoguera  que  estaba  prepara- 
da i  la  izquierda  del  cadalso. 

Sin  embargo,  Luis  XV  habia  curado  á  los  tres  días  de  la  herida 
cavada  por  el  cortaplumas  de  Damiens,  y  ni  la  menor  palabra  de 
cmpaston  por  el  delincuente  llegaron  sus  labiosa  pronunciar.  Tanta 
carencia  de  sentimientos  no  puede  hallar  escusa  en  ninguna  parte. 
Solo  los  salvajes  descuartizan  á  sus  enemigos;  pero  tienen  una  escusa: 
es  que  se  los  comen. 


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116  PRISIONES 


V. 


La  reina  María  Antoniela  en  la  Consergería.—  La  Consergería  en  el  aflo  93. — El  du- 
que de  Orleans  y  la  reina.—  Atenciones  de  la  gente  de  la  casa  para  con  la  presa. 
— Tentativas  de  evasión. — Kl  clavel  encarnado  del  caballero  Rougeville. — Ocu- 
paciones de  la  reina  en  la  cárcel.— El  Terror.— Ejecución  de  la  reina — Historia 
del  cancionero  Ángel  Pitou.— Sus  desventuras.— Girey  Dupré  y  Venancio,  ex-ca- 
pucbino.— La  sala  de  los  muertos.— Desprecio  del  cadalso.— Hebertistas  y  Dan  te- 
nistas.— Camilo  Desmoulins.— Robespierre.-- Saint  Just.— Couthon. — Simón. — Los 
termidorenses. — Historia  de  la  revolución  escrita  sobre  los  registros  de  I09  presos. — 
Fauquier  Tinville.—  Romme,  Boorbotle,  Duroy,  Soubrany.Dnquesnoy.— Goujon. 
—El  caballero  Bastión. — Ceracchi,  Arena,  Jopineau.— Lebrun.— Gadoudal. — Les- 
urques. 

El  1 .°  de  agosto  de  1793,  la  Convención,  oido  el  informe  de  Bavére, 
llenó  cumplidamente  los  deseos  espresados  á  menudo  por  los  Jaco- 
binos. Hé  aqui  en  efecto  parle  de  uno  de  los  decretos  mas  concisos 
de  ese  día: 

«Artículo  VI:  ¿María  Antoniela  comparecerá  ante  el  tribunal  revo- 
lucionario, y  para  ello  trasladada  á  la  Consergería. 

Art.  VIII:  Isabel  Capelo  no  podrá  ser  deportada  hasta  que  se 
haya  juzgado  á  María  Antonieta. 

Art.  IX:  Los  individuos  de  la  familia  Capeto  que  permanecen 
bajo  la  espadadela  ley,  serán  deportados  después  del  fallo,  si  este  es 
absolutorio. 

Art.  X:  Los  gastos  de  los  dos  hijos  de  Luis  Capeto  se  reducirán 
á  los  indispensables  de  comer  y  vestir.» 

Y  cuenta  que  en  semejante  ocasión  no  era  muy  segura  la  exisíen- 
cia  de  la  república.  El  oeste,  el  mediodía  y  el  norte  ardían  en  guerra 
civil.  Todas  las  plazas  fuertes  capitulaban.  El  mes  de  julio  solo  ha- 
bía traído  revés  sobre  revés,  desastre  sobre  desastre.  iMercier  pedia 
con  énfasis  á  la  montaña  que  se  quejaba: 

*  — ¿Por  ventura  vuestros  representantes  han  hecho  pacto  con  la 
victoria? 

—¡Con  la  muerte  lo  tenemos  hecho!— contestó  unánime  la  atre- 
vida Montaña  por  conducto  de  Bazire. 


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DI  BROTA.  1*1 

Marta  Aitooiela,  pues,  acababa  de  dejar  el  Temple  subiendo  á  un 
oocfce  qae  la  esperaba  en  la  puerta.  Al  partir  bobo  de  sentirse  cogi- 
da par  la  falda  del  vestido;  era  un  perro,  compañero  de  prisión  ba- 
da mas  de  ua  afio  y  qae  parecía  pedirle  permiso  para  seguirla. 

Los  oficiales  de  la  municipalidad  alejaron  al  animal  y  el  carruaje 
partió  sia  que  pudiese  saber  la  presa  donde  se  la  conducía.  Llegada 
ti  patio  de  palacio,  reconoció  la  reina  la  Gonsergeria,  bajó  del  coche 
y  fué  encerrada  en  virtud  de  una  órdeu  del  comité  de  salud  pública. 

«La  primera  entrada  está  cerrada  por  dos  postigos— dice  un  pre- 
so de  la  época  que  ha  visto  la  Consergeria  con  la  parcialidad  que 
inspiran  el  terror  y  el  cautiverio— Llámase  postigo  á  una  puerlecita 
alta  de  uos  t**es  pies  y  medio  practicada  en  una  puerta  mayor.  Guan- 
do se  ealra  es  menester  levantar  el  pié  y  bajar  considerablemente  la 
cabexa,  de  suerte  que  si  uno  no  se  aplasta  la  nariz  con  la  rodilla,  cor- 
re peúgro  de  romperse  el  bautismo  contra  el  dintel  del  postigo,  lo 
qae  sude  suceder  mas  de  una  vez.  También  se  da  el  nombre  de  pos- 
tigo á  la  primera  pieza  que  se  encuentra  en  entrando.  Los  dos  posli- 
gas  esáa  casi  á  distancia  uno  de  otro  de  cerca  (res  pies.  Guárdalos 
i  cada  uno  un  llavero.  No  todos  los  llaveros  son  admitidos  indistin- 
tunena  al  bonor  de  abrir  y  cerrar  los  mencionados  postigos,  sino 
qn  se  escoge  para  ello  á  los  mas  vigorosos  y  de  mas  perspicaz  mira- 
da. En  la  primera  pieza,  llamada  postigo,  según  llevo  espresado,  y 
al  etireme  de  una  gran  mesa,  se  encuentra  sentado  en  un  sillón  el  go- 
bernador de  la  casa  ó  su  respetable  mitad,  y  á  veces  el  llavero  mas 
aaiiguo. 

•Los  parieales,  amigos  ó  amigas  de  los  presos,  hacendé  ordinario 
y  muy  asiduamente  la  corle  al  conserge  Richard  para  hacerse  en- 
treabrir in  postigo. 

»De  su  sillón  emanan  las  órdenes  concernientes  á  la  policía  de  la 
cata.  Ante  él  vierten  todas  las  disputas  entre  los  porteros  entre  si 
y  entre  los  presos,  y  á  él  tienen  estos  que  acudir  en  todas  sus  que- 
jas, cuando  se  les  dispensa  este  favor. 

•Por  lo  demás,  la  esposa  Rictíard  tiene  su  casa  dispuesta  de  una 
■añera  admirable:  inútilmente  se  buscará  en  otra  parte  mas  memo- 
ría,  ni  mas  presencia  de  espíritu,  ni  un  conocimiento  mas  exacto  de 
los  menores  detalles. » 


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118  FUSIONES 

La  ciudadana  Richard,  de  quien  estaban  generalmente  satisfechos 
los  presos,  fué  asesinada  por  un  detenido,  desesperado  porque  se  le  ha- 
bía sentenciado  á  veinte  años  de  cadena.  En  ocasión  en  que  esta  cari- 
tativa mujer  le  presentaba  una  taza  de  caldo,  le  hundió  un  cuchillo  en 
el  corazón;  espiró  á  los  pocos  minutos  en  elmessidor  de  1796,  año  IV. 

a  Además  del  conserge  ó  su  representante  hay  en  el  postigo  un  an- 
tiguo llavero  sin  puesto  fijo.  Sin  que  lo  parezca,  es  este  el  inspector 
de  las  personas  que  entran  y  salen.  Guando  hay  distracciones  se  oyen 
salir  del  sillón  estas  vigilantes  palabras. 

—Alumbrad  el  miston. — Frase  de  la  germania  que  tanto  vale  co- 
mo: Reconoced  el  rostro  de  los  que  entran  ó  salen. 

»E1  portero  las  repite  á  sus  camaradas  que  están  de  servicio  en  las 
puertas.  Guando  entra  un  nuevo  preso  se  recomienda  también  el 
mismo  cuidado  de  alumbrar  el  miston  para  que  se  le  reconozca  bien 
y  en  ningún  caso  pueda  tomársele  por  estraüo. 

»A  mano  izquierda  del  postigo  está  la  escribanía,  cuya  pieza  di- 
vide por  en  medio  un  enrejado.  Dna  mitad  está  destinada  á  los  guar- 
das, y  en  la  otra  se  deposita  á  los  condenados  á  muerte,  algunos  de 
los  cuales  han  aguardado  allí  durante  treinta  y  seis  horas  la  fatal 
llegada  del  ejecutor  de  las  sentencias,  á  quien  suelen  llamar  los 
porteros  en  su  germánica  gerga  el  Me. 

»De  la  escribanía,  siguiendo  el  plan  terreno,  se  entra,  por  medio 
de  grandes  puertas,  en  los  calabozos  llamados  la  Ratonera,  que  mas 
parecen  criaderos  de  ratones.  Un  ciudadano  apellidado  Beauregard, 
persona  tan  honrada  como  amable,  libertada  por  el  tribunal  revolu- 
cionario, gracias  sean  dadas  á  su  venturosa  estrella,  fué  puesto  á 
su  llegada  en  este  encierro,  donde  hicieron  presa  en  él  los  ratones 
destrozándole  las  bragas  sin  consideración  á  su  parte  posterior — gran 
número  de  presos  vieron  las  aberturas— teniendo  que  cubrirse  du- 
rante toda  la  noche  el  rostro  con  las  manos  para  salvar  al  menos  la 
nariz  y  las  orejas. 

»La  luz  del  dia  penetra  apenas  en  tales  calabozos;  la  paja  de  que 
solo  se  compone  la  cama  de  los  presos  se  corrompe  luego  por  la  falta 
de  aire  y  por  el  mal  olor  de  toda  clase  de  inmundicia,  que  llega 
hasta  infectar  la  escribanía  cuando  se  abre  alguna  de  estas  puertas. 
Lo  mismo  sucede  con  otros  calabozos. 


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5B  KIA0F1.  llt 

•fterie  á  la  puerta  de  entrada  está  el  postigo  que  conduce  al  pa- 
na de  las  Mujeres,  á  la  enfermería,  y  en  general  á  lo  que  se  llama, 
ígMro  per  que  motivo,  el  lado  de  los  doce. 

»á  la  derecha,  sobre  dos  ángulos,  hay  dos  ventanas  que  dan  luz 
escasa  i  otros  tantos  gabinetes  en  donde  duermen  los  porteros  de 
guardia  durante  la  noche,  y  en  los  cuales  se  deposita  á  las  mujeres  con- 
desadas i  muerte.  Entre  ambos  ángulos  hay  un  tercero  que  condu- 
oe  al  patio,  para  llegar  al  cual  es  menester  atravesar  cuatro  postigos. 
Dejan»  á  la  izquierda  la  capilla  y  la  sala  del  consejo,  dos  piezas 
icialnvHrtf  llenas  de  camas  en  estos  últimos  tiempos:  la  segunda  es- 
toco  ocmpada  por  la  viuda  de  Luis  XVI.  A  la  derecha,  entrando  en  el 
patio  á  la  estremidad  de  una  especie  de  galería,  hay  dos  puertas 
jutas,  una  délas  cuales  es  enteramente  de  hierro.  Estas  puertas  en- 
cierran el  calabozo  llamado  de  la  Uña  nacional  después  de  las  ma- 
tanzas de  setiembre  de  1792,  según  el  antiguo  estilo.  Atraviésase 
este  calabozo  para  llegar  á  las  salas  de  Palacio,  á  beneficio  de  una 
escalerilla  escusada  y  cerrada  en  dos  ó  tres  diferentes  puntos.  Los 
ptao*  permanecen  en  las  pistolas— zmí  se  llama  á  los  cuartos  de 
alquiler— en  la  paja  ó  en  los  calabozos. 

■En  cuanto  á  los  cuartos  de  alquiler  ó  pistolas,  están  llenos  de  tan- 
tas camas  como  son  capaces  de  contener.  Se  pagaba  antes  por  una 
cama  21  libras  12  sueldos  el  primer  mes,  y  los  demás  22  libras  10 
saldos  cada  uno.  Una  misma  cama  ha  devengado  frecuentemente 
en  un  solo  mes  muchos  alquileres. 

■Durante  los  últimos  tiempos  de  la  urania  de  Robespierre,  cuan- 
ta el  tribunal  enviaba  á  carretadas  sus  victimas  al  verdugo,  cada  dia 
•capaban  nuevos  huéspedes  cuarenta  ó  cincuenta  camas,  que,  pa- 
gándose i  15  libras  por  una  noche,  daban  al  mes  un  producto  de 
18  á  ti  mil  libras  en  asignados,  que  equivalían  á  5  ó  6  mil  libras. 
•Asi  pues  la  Consergeria,  si  se  atiende  á  estos  beneficios,  es  la  po- 
nda mejor  provista  de  París. 

•Estos  presos  son  tratados  por  diferente  régimen.  Los  calabozos  so- 
la se  abren  para  recibir  el  alimento,  paralas  visitas  ó  para  la  lim- 


ites aposentos  donde  se  duerme  sobre  paja  no  difieren  de  los  ca- 
labozo* aiiio  en  cuanto  sus  infelices  moradores  deben  salir  de  ellos 


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110  PRISIONES 

entre  ocho  y  nueve  de  la  mañana,  do  pudiendo  volver  á  ellos  hasta 
una  hora  antes  de  ponerse  el  sol.  Dorante  el  dia  permanecen  cerra- 
das las  puertas  mientras  los  presos  se  resfrian  en  el  patio  ó  se  salvan 
de  la  lluvia  en  los  pórticos  que  lo  circundan,  en  donde  les  apesta  el 
hedor  de  la  inmundicia.  En  sus  cuadras  no  esperimentan,  con  todo, 
menores  incomodidades,  por  la  pestilencia  en  que  asimismo  se  vive  en 
ellas,  faltas  de  aire  y  ofreciendo  por  cama  paja  podrida.  Encovadas 
allí  cincuenta  personas  en  un  mismo  hueco,  de  narices  sobre  la  ba- 
sura, comunicanse  las  enfermedades  y  la  suciedad.  Id  &  visitar  los 
calabozos  practicados  en  las  gruesas  torres  que  se  divisan  desde  el 
malecón  del  Reloj,  y  á  que  se  dan  los  nombres  de  el  Gran  César,  Bom- 
bee,  Saint-  Vicent,  Bel- Air,  etc.,  y  decid  si  no  es  preferible  la  muer- 
te á  semejante  permanencia.» 

Las  tres  eran  de  la  tarde  cuando  llegó  la  reina. 

Nada  se  había  dispuesto  en  la  Gonsergería  para  recibirla,  asi  es 
que  hubo  de  pasar  el  resto  de  la  noche  en  el  cuarto  del  conserge  Ri- 
chard, de  quien  hemos  hablado  ya  á  propósito  de  las  matanzas. 

Al  dia  siguiente  se  la  condujo  al  aposento  que  había  de  ocupar. 
No  era  en  verdad  ese  calabozo  infecto  y  malsano,  escogido  de  intento 
para  aumentar  los  sufrimientos  de  la  presa;  antes  por  el  contrario 
escogió  el  conserge  el  aposento  mas  aceptable  que  pudo  hallar. 

Denominábase  la  sala  del  consejo,  porque  en  tiempo  de  la  antigua 
monarquía  se  reunían  anualmente  en  ella,  en  determinadas  épocas,  los 
magistrados  de  las  cortes  soberanas  para  oir  las  reclamaciones  de  los 
presos.  Un  contemporáneo  que  conocía  aquellos  lugares  por  haberlos 
visto  y  visitado,  como  reza  la  fórmula,  describió  en  estos  términos 
la  sala  y  su  situación. 

« Así  como  os  halláis  debajo  del  primer  postigo  de  la  Gonsergeria, 
encontráis  á  vuestra  derecha  un  segundo  postigo,  volvéis  á  la  iz- 
quierda después  de  haberlo  pasado,  seguís  á  lo  largo  de  un  oscuro 
corredor  donde  jamás  asoma  el  menor  rayo  de  sol,  en  cuya  izquierda 
vais  encontrando  varias  puertas  de  calabozos.  Llegáis  hasta  una  re- 
ja donde  se  permite  arrimarse  á  los  presos  para  hablar  con  las  per- 
sonas que  les  visitan.  Luego  que  hayáis  pasado  esta  reja  tendréis  á 
vuestra  derecha  el  gran  patio  de  la  cárcel  cerrado  por  una  reja;  á  la 
izquierda  está  la  capilla,  pero  antes  de  llegar  á  ella  se  presenta  un 


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di  auaoaa.  tu 

i  «orado  oomo  loe  demás  calabozos  por  ana  puerta  fuerte  y 
baja,  proTi&ta  de  dos  enormes  cerrojos.» 

Allí  fué  depositada  la  reina  en  tanto  que  el  tribunal  revoluciona- 
ria prenunciaba  sa  sentencia.  £1  aposento  estaba  dividido  en  dos 
partas  iguales  por  un  tabique  de  tablas,  en  medio  del  cual  babia  una 
abertura  que  servia  de  puerta  de  comunicación  y  en  la  que  se  puso 
«a  mampara.  Frente  de  la  puerta  habia  una  ventana  enrejada  que 
caía  sobre  el  patio  de  las  mujeres.  La  puerta  y  la  ventana  estaban 
comprendidas  en  la  parte  izquierda,  ocupada  constantemente  de  dia 
y  de  noche  por  Francisco  Dufresne  y  Joan  Gilbert,  gendarmes  en- 
cargados de  vigilar  á  María  Antonieta,  y  los  cuales  descansaban  de 
íocbe  en  orna  cama  decampafia. 
Ka  la  parte  derecha,  especialmente  reservada  para  la  presa  y  en  un 
de  la  misma,  se  hallaba  la  cama  en  frente  de  una  segunda 
enrejada,  que  caía  también  sobre  el  patio  de  las  mujeres. 
Jaaio  k  eala  ventana  era  donde  solía  la  reina  permanecer  sentada 
dáñale  el  dia.  El  techo  estaba  formado  de  ladrillos  puestos  de  can- 
la.  üe  mareo  de  madera  corría  todo  el  ancho  y  largo  de  la  pared,  y 
da  él  pendían  algunos  pedazos  de  lela  de  que  se  había  arrancado  el 
I  donde  estaban  pintadas  flores  de  lis. 

se  ha  hablado  diversamente  sobre  la  traslación  de  María  An- 
\  á  la  Coasergeria,  citaremos,  sin  salir  garantes  de  él,  un  hecho 
al  que  mochos  han  querido  atribuir  la  decisión  de  la  Convención. 

Basa  pretendido  que  durante  el  cautiverio  de  Luis  XVI,  el  duque 
da  Orieans  habia  penetrado  con  alguna  frecuencia  en  la  torre  del 
Temple  para  ver  por  sus  propíos  ojos  la  desdichada  situación  de  su 
primo  y  de  ai  familia.  Después  de  la  muerte  del  rey  habia  repe- 
lido sus  visitas  disfrazado  con  el  traje  de  uno  de  los  criados  encár- 
galos de  eacendet  el  fuego;  de  esta  suerte  babia  podido  llegar  hasta 
nadaaa*  Isabel,  á  quien  vid  orando  de  rodillas.  No  atreviéndose  á 
hablarla,  ni  sintiéndose  con  faenas  para  introducirse  hasta  cerca  de 
la  peina,  habíase tetirado  precipitadamente  y,  dirigiéndose  á  un  guar- 
dia aackmal  <fe  servicio,  adicto  á  la  causa  de  las  presas,  le  pidió  un 
►  da  agua,  esdamaado  faera  de  si: 
Baa  mqjet  me  ha  desarmado. 
El  miimn  gnaadta  nacional  por  quien  supo  el  heclu*  el  autor  que  lo 

ti 


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tu  PRfSIÓNBS 

refiere,  añadió  después,  que  debía  en  efecto  tener  logar  una  entre- 
vista entre  el  duque  de  Orleans  y  la  reina. 

Semejante  circunstancia,  llegada  á  conocimiento  de  los  individuos 
que  regían  entonces  los  destinos  de  la  Francia,  podia  haberles  deci- 
dido á  apresurar  el  fallo  del  proceso  de  María  Antonieta  y  también  el 
del  mismo  duque,  el  cual  en  este  intervalo  fué  enviado  á  Marsella 
con  su  joven  hijo,  pues,  como  añade  el  propio  autor  de  esta  relación, 
meditaba  apoderarse  de  la  reina,  de  quien  hubiera  dispuesto  según  su 
voluntad. 

Compréndese  fácilmente  que  no  hayamos  aceptado  la  responsabi- 
lidad de  una  especie  semejante,  que  ha  pasado  al  estado  de  verdad 
en  el  concepto  de  muchos  de  los  contemporáneos  de  la  reina. 

Según  la  misma  relación  de  algunos  realistas  menos  obstinados 
que  los  demás  en  calumniar  á  la  revolución  contra  la  evidencia  de  los 
hechos,  la  reina  no  tuvo  mas  que  motivo  de  agradecer  al  conserge  y 
á  su  mujer  las  atenciones  que  les  merecía.  Sus  alimentos  eran  tan 
escogidos  como  podia  esperarse  de  la  difícil  posición  en  qne  la  reina 
se  hallaba.  Richard  recorría  los  mercados,  las  tiendas  y  los  puntos 
de  las  fruteras  para  procurarse  lo  que  mas  consideraba  seria  de  gus- 
to de  su  prisionera. 

Cierto  dia,  en  el  puente  de  San  Miguel,  pidió  á  una  frutera  el  me- 
jor de  sus  melones,  cualquiera  que  fuese  su  precio.  Era  á  fines  de 
agosto. 

—¿Parece  pues  que  se  trata  Me  alguna  persona  de  importancia?— * 
dijo  la  vendedora,  dirigiendo  al  conserge  una  mirada  asaz  desdeñosa 
para  no  ofender  á  su  pobre  individualidad. 

—Ya  se  ve  que  sí — contestó  este— por  lo  menos  ha  sido  muy  rica, 
si  ahora  es  desgraciada...  Es  para  la  reina. 

—(La  reinal— esclamó  la  frutera  empujando  su  montón  de  melo- 
nes— j la  reinal jah!  ¡pobre señora!  Tomad,  tomad,  llevadle  este, 

y  sobre  todo  no  me  lo  paguéis. 

Uno  de  los  gendarmes  de  servicio  cerca  de  María  Antonieta  había 
fumado  durante  la  noche.  Al  dia  siguiente,  supo  de  los  propios  la- 
bios de  la  reina,  á  quien  vio  pálida  y  enferma,  cuan  insoportable  le 
habia  sido  el  olor  del  tabaco.  No  esperó  al  otro  dia,  sino  que  en  aquel 
mismo,  sobre  la  marcha,  rompió  su  pipa  esclamando: 


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M  BUUOtá.  1*S 

— Jure  oo  volver  á  fumar  jamás. 

Ene  gendarme  era  el  que  encargaba  muy  especialmente  á  cuantos 
m  acercaban  á  hablar  á  la  reina: 

—¡Sobre  todo  no  le  habléis  de  sus  hijosl 

Según  pnede  verse  en  la  obra  de  Uue:  Últimos  años  del  reinado 
ér  Imís  XVI,  á  pesar  de  los  peligros  y  el  terror,  no  cesaron  jamás  los 
realistas  de  mantener  inteligencias  con  María  Antonieia,  siguiendo 
ovrespondeocia  tirada  con  la  misma,  aun  en  la  Convergería. 

Varias  fueron  las  tentativas  de  evasión  que  se  proyectaron,  como 
W  declara  la  duquesa  de  Angulema  en  las  memorias  que  se  le  atri- 

•Perdió  una  vez  mi  madre  la  ocasión  de  salvarse— dice— porque, 
en  vez  de  hablar  á  la  segunda  guardia  como  se  le  había  recomenda- 
da se  dirigió  equivocadamente  á  la  primera. 

»En  otra  ocasión  hallábase  ya  fuera  de  su  aposento  y  habia  pasado 
el  corredor»  cuando  un  gendarme  se  opuso  á  su  partida,  aunque  ba- 
hía sido  comprado,  y  la  obligó  á  volver  á  su  prisión.» 

Itabo  pues  varios  proyectos  de  foga,  pero  ninguno  de  ellos  se  llevó 
á  na  Tentadero  principio  de  ejecución.  Debíase,  para  realizar  uno  de 
i,  comeozar  por  el  asesinato  de  los  dos  gendarmes  de  servicio; 
se  previniese  á  la  reina  de  esta  condición,  rechazóla  con 
Día. 

—Es  Un  absurda  esta  proposición ,  dice  un  autor  realista,  que  ha- 
ka  una  verdadera  demencia  en  esperar  que  prestase  asenso  una  mu- 
jv  á  ese  doble  asesinato. 

Con  iodo,  no  siempre  usaban  los  realistas  de  la  misma  delicadeza 
rmpeclQ  al  asesinato,  en  punto  á  la  salvación  y  seguridad  de  las  per* 
«na*  reales.  Cierto  conde  de  Barruel-Beauvert  osaba  escribir  en  una 
skra  publicada  en  1815,  que  cuando  el  arresto  de  la  familia  real  en 
Varanes  en  junio  de  1791,  debía  haberse  levantado  la  tapa  de  los 
mos  i  Drouet,  Sauce  y  Guillermo,  poniendo  fuego  además  en  Varen-» 
■es  per  sus  cuatro  costados,  para  obligar  á  los  habitantes  á  ocuparse 
ét  sus  propios  intereses. 

En  las  Recuerdos  de  la  marquesa  de  Créquy,  se  refiere  que  la  mar- 
peta  de  Janson,  debía,  mediante  un  millón  de  trancos,  divisible  en- 
tre el  oonserge,  el  diputado  Cbabot,  Michonis  y  Jobert,  administra- 


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til  FUSIONES 

dores  de  policía,  entrar  en  la  cárcel  y  quedarse  en  ella  en  lugar  de 
la  reina,  á  quien  se  parecía  en  estremo.  Esta  misma  semejanza,  libra- 
ba de  toda  sospecha  á  los  cómplices,  quedando  además  la  marquesa 
en  rehenes. 

La  reina  rehusó  también,  respondiendo  en  un  papel  donde  en  pica- 
duras de  alfiler  se  leía: 

—«No  debo  ni  quiero  aceptar  el  sacrificio  de  vuestra  vida.  ¡Adiós! 
¡Adiós!—  M.  A.» 

Añádese  en  la  propia  obra  que  Chabot,  que  habia  recibido  ya  cien 
mil  francos,  temeroso  de  comprometerse,  denunció  á  la  marquesa  de 
Janson  como  igualmente  á  Jobert  y  Michonis.  Estos  últimos,  conti- 
nua atrevidamente  el  autor  de  los  citados  Recuerdos,  fueron  conde- 
nados á  muerte  en  noviembre  de  1793. 

Jobert  y  Michonis  parecieron  con  efecto  en  esta  época  ante  el  tri- 
bunal revolucionario,  pero  se  les  absolvió. 

Enguanto  á  Chabot,  el  hecho  de  los  cien  mil  francos  que  ocasionó 
su  pérdida,  ninguna  relación  tiene  con  el  asunto  de  la  reina:  perte- 
nece á  una  intriga  urdida  con  Fabre  de  Eglantine  y  Delaunay  d'Au- 
gers  á  propósito  de  la  supresión  de  la  compañía  de  las  Indias  en  que 
el  ex- capuchino  fué  cómplice  y  después  denunciador.  Los  detalles 
pueden  encontrarse  en  el  proceso  de  Dan  ton. 

Otro  fué  el  proyecto  que  tuvo  mas  probabilidades  de  buen  éxito, 
y  es  el  siguiente: 

El  aposento  que  Richard  habia  desuñado  al  principio  á  la  reina, 
se  hallaba  situado  debajo  del  gran  salón  de  Palacio.  Levantando  una 
de  las  baldosas  de  este  salón  y  ahondando  con  alguna  profundidad, 
podia  llegarse  hasta  donde  estaba  la  reina.  El  autor  de  quien  toma- 
mos este  hecho,  oficial  municipal  que  hubo  también  de  comparecer 
ante  el  tribvnal  revolucionario  junto  con  Michonis  y  Jobert,  cita,  en 
apoyo  de  semejante  aserción,  una  memoria  dirigida  á  la  Convención 
«por  el  arquitecto  del  departamento,  Giraud,  quejándose  de  haber  sido 
destituido. 

a  Yo  apelo,  se  dice  en  esta  memoria,  al  testimonio  de  los  represen- 
tantes que  visitaron  conmigo  la  Consergeria  antes  de  fallarse  la  cau- 
sa de  la  viuda  Gapeto.  Ellos  recordarán  las  felices  observaciones  que 
hice  respecto  al  cuarto  que  á  esta  mujer  se  destinaba,  y  de  quepre- 


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DB4JMWI*.  119 

•¿bife  \m  deuda.  Si  no  se  lis  Mame  atendido,  María  An- 
ImieU  se  esoqtoia  ¿a  noche  misma  de  su  trmlacfon.* 

Palta  hablar  finafaaeate  de  la  tentativa  del  caballero  de  RoUgevi- 
Ha,  el  oanl  envió  á  la  reina  mi  billete  cuidadosamente  escondido 
ca  «a  daval  eeoaraado.  (Jo  gendarme  se  apoderó  de  la  flor  y  del  bi~ 
Hala.  Wehanis  foó  prese;  el  gradarme  fió  fetkáiado  por  flebert.  Al 
día  sígnala,  el  adminintrador  Fmdure,  que  ya  se  había  compro- 
metido en  el  asante  de  la  marquesado  Ghary  y  d'Osselin,  pasó  á  leer 
ea  el  ooasejo  del  cabildo  municipal  on  acuerdo  sebero  parala  guarda 
de  María  Anlonieta. 

Mefaard,  sa  majar  y  sa  hijo  fueron  separados  de  sus  empleos  y  ci- 
tadas ale  el  tribuaal,  por  el  cual  hubo  de  absolvérseles. 
Piro  no  teaia  la  adaúeíslracita  muyHtaeaa  toano  para  escoger  les 
\  mas  patriotas.  En  el  puesto  de  Richard  se<5olocó  á  Baah, 
la  Puena,  ¿  cuyamujer  veinoedespues  distinguirse  coaeo 
añade  las  mas  farvmites  realistas. 

Bé  aquí  ahora  algunos  detalles  sobre  las  ¿capaciones  de  la  reina 
cata  cártel: 

Ai  la  Consergeria  acabó  de  leer  la  obra  de  las  Revoluciones  de  I»* 
gtatera  que  había  principiado  en  el  Temple,  y  empero  y  concluyó  la 
hetera  éá  Viqe  de  Amearm;  dio  algunos  puntos  de  tapicería,  y 
trabajó  á  panto  de  aguja  una  liga  cea  caboa  de  lana  grosera. 
A  consecuencia  de  la  ley  de  sospechosos  de  17  de  setiembre,  hicíó- 
varias  prisiones.  El  tribunal  revolucionario  fué.acasado  de  de* 
lento,  y  á  sa  presidente  Montano  se  le  imputó  la  falsificación 
á»  las  maulas  de  los  fallos  recaídos  en  los  procesos  de  Cariota  €or- 
day  y  de  loe  asesinos  de  Leonardo  Bevrdon,  arrestándosete  en  conse* 
El  t8  del  propio  mes  se  decretó  la  ley  del  máximum,  y  sub- 
el  tribunal  reveluoietoatfo  en  cuatro  secciones. 
palabra,  había  comensado  el  reinado  del  terror. 
La  Convención,  que  acababa  de  procesar  de  golpe  á  cuarenta  y  cin- 
es diputados  de  la  derecha  y  de  arrestar  á  setenta  y  tres  otros  fir- 
mantes de  protestas  contra  los  $1  de  marzo  y  í  de  junio,  demostró 
ra  t  de  octubre  que  no  retrocedería  ya  ante  ninguna  medida  para 
assgaiai  el  triuafó  de  sus  doctrinas. 
Ea  esta  eesioa  pidió  Kltadd- Várennos  que  áe  afeudase  ¿supamer 


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m  PRISIONES 

al  duque  de  Orleans  ante  el  tribunal  revoloctottario.  Luego  folvien- 
do  á  tomar  la  palabra,  anadia: 

—Una  mujer,  vergüenza  de  su  sexo  y  de  la  humanidad,  la  viada 
de  Capelo,  debe  espiar  por  fin  todas  sus  maldades  en  el  cadalso.  Cor- 
re  ya  válida  la  voz  entre  el  pueblo  deque  ha  sido  trasladada  al  Tem- 
ple, que  ha  sido  secretamente  juzgada  y  que  el  tribunal  revoluciona- 
rio se  ha  compadecido  de  ella,  como  si  una  mujer  que  ha  hecho  der- 
ramar la  sangre  de  tantos  miles  franceses  pudiese  ser  absuelta 
por  un  jurado  francés.  Pido  que  el  tribunal  revolucionario  decida 
mañana  la  suerte  que  debe  aguardarla. 

Aprobóse  la  proposición,  y  María  Antonieta  pareció  ante  el  tribu* 
nal  revolucionario  el  23  del  primer  mes  del  afio  II  de  la  república 
—14  de  octubre  de  1793.— Hermand  presidia,  Fouquier-Tinville 
ocupaba  el  puesto  del  acusador  público.  Los  principales  testigos  fue- 
ron Lecaintre,  de  Versalles,  diputado  en  la  Convención,  que  declaró 
sobre  la  orgia  de  los  guardias  de  corps,  causa  primera  de  las  famo- 
sas jornadas  de  5  y  6  de  octubre  de  1787;  Bailly,  el  almirante  d'Es- 
taing,  Valazé,  uno  de  los  girondinos,  y  Manuel.  Hallábanse  arresta* 
dos  los  cuatro  últimos  y  veian  anticipadamente  señalado  el  lugar  en 
donde  debian  sustituir  á  la  reina. 

En  pos  de  ellos  se  presentaron  algunas  personas  desconocidas  que 
solóse  refirieron  á meros  dichos,  y  luego  compareció  el  miserable 
libelista,  Tisset,  cuya  innoble  literatura  le  babia  dado  una  bien  triste 
fama. 

Parecieron  después  muchos  oficiales  municipales,  comprometidos 
por  sus  relaciones  con  la  familia  real  en  el  Temple;  y  en  seguida  He- 
berl,  conocido  por  el  Padre  Duchesne,  título  de  la  grosera  hoja  que 
redactaba,  cuya  infame  acusación  arrancó  á  la  acusada  una  res* 
puesta  que  se  ha  hecho  célebre.  Reprochábale,  refiriéndose  al  testimo- 
nio de  su  hijo,  ese  niño  á  quien  el  miedo  y  el  cautiverio  habían  vuel- 
to idiota,  el  haber  corrompido  su  juventud  con  prematuros  escesos. 

Como  nada  respondiese  la  reina  á  tan  monstruoso  cargo,  hizolo 
observar  un  jurado  al  presidente,  el  cual  interpeló  á  la  acusada. 

—Si  no  he  contestado— dijo  esta,  vivamente  conmovida— es  por- 
que la  naturaleza  se  resiste  á  comprender  una  inculpación  semejante* 
Apelo  á  todas  las  madres  que  se  haUen  presentes. 


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ni  sonora,  ífi 

Uf  sms  ardientes  partidarios  de  la  cama  del  pueblo  vituperaron 
i  Beben  n  estúpida  acusación.  Villate,  jurado  en  el  tribunal  revo- 
>,  refiere  que  comiendo  en  casa  de  Venna  el  siguiente  día 
\  de  haber  sido  juzgada  la  reina,  con  Barreré,  Robespierre  y 
Saat-Just,  pidiéronaale  algunos  detalles  sobre  los  debates  tenidos 
a  lávala  de  la  cansa  de  la  Austríaca.  No  olvidó,  dice,  lo  de  la  na- 
altrajaula  y  la  respuesta  dada  por  la  reina.  Impresionado 
por  las  palabras  de  María  Antoniéta  como  por  una  des- 
ala eléctrica,  rompió  el  plato  y  el  tenedor,  esclamando: 

—{Imbécil  Hebertl  (No  tiene  bastante  con  que  sea  realmente  esa 
m/er  uaa  Mesalina,  que  aun  quiere  hacer  de  ella  una  Agripina  y  le 
4a  eeasoo  en  ras  últimos  momentos  para  alcanzar  un  triunfo  de  tan 
ato  atoré*  públicol 
Esta  respuesta  ha  sido  desnaturalizada  por  algunos  compiladores 
coa  el  nombre  de  historiadores.  Según  ellos,  habría  dicho 
«Le  he  encargado  que  hiciera  de  esa  mujer  una  Hesaü- 
la  y  ha  hecho  de  ella  una  Agripina. »  Si  esos  historiadores  hubiesen 
>  el  proceso  de  la  reina,  sabrían  que  nada  hay  en  la  deposición  de 
limitada  á  los  hechos  relativos  á  la  prisión  del  Temple,  que 
ataque  k  las  anteriores  costumbres  de  aquella  señora. 
■aria  Antoniéta  demostró,  durante  el  curso  de  los  debates,  una  en- 
debida  mas  bien  á  los  sentimientos  de  cólera  y  orgullo  que  la 
i,  que  á  un  natural  valor,  sin  que  se  le  ocultase  cuanto  po- 
da empeorar  su  causa  aquella  su  desdeñosa  continencia.  Gomo  pí- 
dase al  terminarse  una  de  tas  sesiones  al  señor  Chauveau,  otro  de 
susdafcamorce,  si  le  hablan  parecido  bastante  dignas  sus  miradas, 
natuliilu  el  ahogado: 

—Siempre  estaréis  bien  cuando  seáis  tos  misma.  Pero  ¿por  qué 
«ala  pregunta? 

—Es  que  be  oído  como  decía  una  mujer  del  pueblo  á  su  vecina! 
¿Ya  qué  orgulloso  ata? 

Al  salir  de  la  audiencia,  rendida  de  cansancio,  obligósela  á  tomar 
el  brao  de  un  oficial  de  gendarmes  llamado  Debusne.  Acababa  de  ser 
rualiaarii  á  muerte.  Eran  las  cuatro  de  la  mañana.  Restituida  k  su 
apañes  te,  se  echó  vestida  en  la  cama.  Un  sacerdote  llamado  Girard, 
evade  San  Laodry,ea  la  citó,  fué  introducido  cerca  de  ella  á  eso  de 


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i»  fusiona 

las  seis*  Mas  díjole  la  reina  que  no  tenia»  necesidad  de  ausüioe  espi- 
rituales, porque  ae  lee  había  procurado  per  otra  medio. 

Hay  sobre- este  per ticulai  dos  tradiciones  relativa*  al  heohaá  que 
hacia  la  reina  alusión. 

Rícese  por  nna  parte  que  el  cura  de  San  Germán,  el  abatOeMaigwaa, 
había  hallado  medio  de  iotroducürse  en  la  Gonsergeria  y  de  dar  á  la 
presa  la  absolución  y  la  comunión.  Esta  especie  ha  sido  desmentida 
per  cierto  abate  Lafont  d'Aussonnes  el  cual  publicó  folletos  sobre  fo- 
lletos á  este  propósito.  La  moralidad  de  semejante  testimonio  queda 
ciertamente  asaz  comprometida  porlacompar$cencia  del  abaleante  el 
tribunal  de  policía  correccional  en  1$27  y  por  laa  numerosas  alega- 
ciones que  atestiguaron  la  depravación  da  sus  costumbres» 

La  otra  tradición  es  la  que  vamos  á  tener  lugar  de  involucrar  ea 
la  narración  de  los  últimos  momentos  de  Otaria  Antonieta. 

Las  siete  serian  cuando  se  presentó  en  la  estancia  da  la  sentencia^ 
da  el  ejecutor  de  las  justicias,  Sansón. 

—Temprano  venís,  eabaUero-^-le  dijo  la  reina— ¿no  hubierais  po- 
dida retardar  un  poco? 

—No,  seOora;— respondió  el  vetniuge— esta  es  la  hora  á  que  se 
me  ha  mandado  venir. 

Lareipa  Iteraba,  ásatela  muerto*  de  su  esposo,  un  traje  de  rayas 
negras,  que  cambió  por  otro  blanco»  Se  había  corlada  ella  misma  la 
cabellara  y  deseaba  ir  al  suplicio- coa  la  cabeza  descubierta. 

Al  aalir  <te>  laConseflgerfat  á  las  once,  apercibió  la  carreta,  y  su  va* 
lar  eslavo  próúmo  á  desmentiros  Esperaba  que  sa  le  hubiera  oea* 
duoido  al  eadalso<en  un  coche  cerrado,  como  áLui*  XVI.  Seta  nue- 
va humillación  la  heria  en  el  alma.  Apenas  puda  percibir  en  tañía 
multitud  de  miradas,  de  ira  ó  de  curiosidad,  el  único  ser  que  te  fué 
adicto;  ¿lo  diremos?  su  perro,  que  la  había  seguido  del  Temple  *  i* 
Convergería,  y  pasaba  los  dina  y  las  noches  junto  k  las  puerta*  de  la 
cárcel,  de  donde  solo  se  separaba  para  procurarse*  aquí  y  allá  algún 
alimento.  Algunos  meses  después  de  la  muerte  de  la  reina,  deea- 
pareciów 

María  Antonieta  emprendió  el  último  viage,  atadas  las  manos  á 
la  espalda  y  aniquilada  bajo  el  pesada  los leoaordes  pasados  y  déla 
presente  realidad,  JMaota  de  la  carreta  marchaba  á  eabaik»  y  oen 


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Dt  KtftOFA.  lff 

ei  sable  desmdo  Modelos  ayudantes  del  ejército  revolucionario, 
Grammont,  antiguo  actor  de  la  Comedia  Francesa.  La  reina  no  pa- 
recía prestar  la  menor  atención  á  las  palabras  del  sacerdote  que  la 
aosmpaOaba.  Sos  parpadee,  enrojecidos  por  las  vigilias  y  las  lágri- 
mas, araban  vagamente  sobre  el  mar  de  cabezas  que  la  multitud 
presentaba.  Delante  del  palacio  de  la  Igualdad,  iluminóse  su  mirada 
con  el  postrer  destello.  El  pueblo  eslaba  silencioso;  solo  aqui  y  allí 
resonaron  algunos  aplausos,  pero  no  hubo  otras  manifestaciones. 

Llegada  al  estremo  de  la  calle  Real  que  confina  con  la  plaxa  de  la 
■evolución,  levantó  la  reina  la  cabeza,  un  febril  rubor  tino  de  par- 
para su*  mejillas:  buscó  algo  hacia  el  lado  de  la  casa  de  Coislin, 
sitaada  en  el  ángulo  de  la  plaza  y  de  la  calle;  mas  volviéndose  viva- 
mente, airó  hicia  el  opuesto  lado  y  pareció  afectarse  mucho.  En  es- 
la  dirección  y  sobre  algunas  piedras  amontonadas  delante  del  Tras- 
tera, se  hallaba  de  pié  un  hombre  sencillamente  vestido,  y  los  ojos, 
remachados,  por  decirlo  asi,  en  la  carreta.  Su  mirada  y  la  de  la  rei- 
m  se  encontraron:  separando  entonces  por  un  lado  su  largo  redingo- 
te, moetró  furtivamente  á  la  reina  un  objeto  que  su  mano  izquierda 
i  seguida,  y  con  la  mano  derecha  levantada  solemnemente  por 
de  la  multitud,  envió  á  la  reina  la  absolución  postrera. 

Bale  hombre  era  el  abate  Du  Pagel,  el  mismo  que,  según  se  dice, 
bhia  ido  á  bendecir  en  la  noche  del  ti  al  ít  de  enero  de  1798,  en 
d  cementerio  de  la  Magdalena,  la  mezcla  de  tierra  y  cal  viva  que  en* 
.  el  cuerpo  de  Luis  XVI.  La  reina  estaba  prevenida  de  su  pre* 
aquel  sitio. 

El  abale  acababa  de  absolverla  m  articulo  mortU  con  indulgencia 
piscada  sobre  la  reliquia  de  la  Veracruz. 

Tal  es  la  segunda  tradición. . 

Las  doce  dabau  en  el  reloj  de  las  Tullerfas  cuando  llegó  la  comi- 
tiva delante  del  cadalso. 

Era  el  mismo  reloj  que  había  sonado  para  la  reina  en  otro  tiempo 
tai  gratas  horas,  cuando  esta  habitaba  aquel  palacio  con  su  familia 
y  tea  amigos,  tronando  en  medio  de  su  corte. 

María  Antonieta  se  estremeció  al  lúgubre  tañido  que  el  viento  le 
traía  y  apresuróse  á  alcanzar  la  plataforma  del  cadalso. 

Allí  le  aguardaba  una  suprema  humillación. 

MI.  n 


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1H  FUSIONES 

Despojóla  el  verdugo  del  pañuelo  de  grosera  muselina  que  cu- 
bría su  cuello  y  sus  espaldas. 

La  víctima  pareció  querer  protestar  contra  semejante  medida,  mas 
como  en  el  mismo  instante  apoyó  inadvertidamente  su  pié  en  el  del 
viejo  Sansón: 

—Perdonad,  caballero— le  dijo— no  lo  he  hecho  de  propósito. 

A  las  doce  y  cuarto  rodó  su  cabeza  por  las  tablas. 

En  seguida  movióse  la  multitud  en  inmenso  oleaje,  rompió  la  va- 
lla que  oponían  los  soldados  y  se  precipitó  sobre  el  cadalso  para  ver 
de  mas  cerca. 

Sobre  el  mismo  labiado  fué  sorprendido  un  joven  que  tenia  en  las 
manos  un  pañuelo  teOido  en  sangre,  y  á  quien  se  arrestó. 

En  su  lucha  con  los  gendarmes,  su  camisa  destrozada  dejó  ver 
algunos  signos  estrados  trazados  en  su  pecho. 

Interrogado  por  una  comisión  y  acusado  de  haber  querido  por  fa- 
natismo guardar  algún  recuerdo  de  la  reina,  esclarecióse  la  verdad. 

El  preso  se  llamaba  Pedro  Mingaul,  mancebo  ropavejero  y  anti- 
guo gendarme.  Arrastrado  por  el  gentío  basta  el  cadalso,  trataba  por 
el  contrario,  según  dijo,  de  borrar  con  su  pañuelo  algunas  gotas  de 
sangre  impura  que  le  habian  salpicado.  Las  sedales  de  su  pecho 
eran  figuras  trazadas  ó  pintarrajadas,  según  costumbre  entre  solda- 
dos. Probado  el  hecho  púsose  en  libertad  á  Mingaut  por  sentencia 
del  consejo  del  tribunal  revolucionario. 

Este  insignificante  episodio  ha  dado  pié  á  todas  las  tradiciones 
realistas  que  hablan  de  tanto  celoso  servidor  desafiando  los  mayores 
peligros  para  recoger  algunas  gotas  de  sangre  real. 

Pero  celo  fué  tibio,  aquel  día  por  lo  menos.  Es  la  historia  la  que 
habla. 

Los  vestidos  de  la  reina  fueron  enviados  á  la  Salpetriere,  hospi- 
cio ó  casa  de  corrección  para  las  mujeres,  en  virtud  de  acuerdo  del 
comité  de  salud  pública  que  concedía  á  los  pobres  de  los  hospitales 
y  cárceles  los  despojos  de  los  ejecutados,  y  fueron,  á  lo  que  se  dice, 
religiosamente  conservados  por  la  persona  á  quien  se  hizo  el  depó- 
sito. 

No  vacilamos  en  creerlo.  El  hecho  es  verosímil.  Su  negativa  nos 
sorprendería  hasta  en  el  mas  ardiente  republicano. 


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Di  EUtOtt.  Itl 

Ba  cnanto  á  los  restos  mortales  de  la  reina,  fueron,  como  todos  los 
de  los  supliciados  de  la  plata  de  la  Revolución,  conducidos  al  cemen- 
taría de  la  Magdalena. 

Era  el  104  cadáver  que  enviaba  allí  la  guillotina  desde  el  26  de 
agosta  de  179*. 

La  suerte  de  la  reina  causó  poca  sensación  en  París. 

María  Antonieta  Josefa  Juana  de  Lorena,  archiduquesa  de  Austria, 
rana  de  Francia»  contaba  treinta  y  siete  años,  once  meses  y  cator- 
ce días. 

Yarioe  fueron  los  individuos  conducidos  á  la  Consergería  por  ten- 
tativa de  evasión  en  favor  de  la  reina  y  condenados  y  ejecutados  en 
Mande  17t4— 17 de  nivoso  afio  II— el  mismo  dia  que  Descourneau, 
el  preso  cancionero,  de  quien  luego  nos  ocuparemos. 

La  palabra  canción  nos  recuerda  á  uno  de  los  mas  particulares  y 
desventurados  habitantes  de  la  Consergería. 

El  31  da  diciembre  fué  conducido  á  esta  cárcel,  procedente  de  la 
ésl  Teatro  Francés,  antes  Maret,  en  la  que  habia  pasado  tres  meses, 
m  pobre  diablo  que  habia  ejercido  muchos  oficios  sin  alcanzar  por 
eato  grandes  riquezas:  llamábase  Luis  Ángel  Piíou.  Destinado  al 
oslado  eclesiástico,  educado  por  una  anciana  tía,  que  habia  estado 
mny  lejos  de  haberlo  hecho  como  una  madre,  lo  cual  importaba 
fea  poco  al  pobre  huérfano,  resolvióse  este  cierta  mafiana  á  dejar 
si  pais  pera  trasladarse  á  París,  la  ciudad  de  los  prodigios. 

Teeia  dies  y  ocho  años,  y  ocho  luises  en  el  bolsillo.  Entró  en  Pa- 
ria el  t*  de  octubre  de  1789,  por  la  barrera  de  los  Campos  Elíseos, 
daade  el  primer  prodigio  que  hirió  su  vista  fué  la  cabeza  del  pana- 
dero Francisco,  degollado  por  la  plebe  furiosa  que  le  acusaba  de 


aquí— ae  dijo  á  si  propio— una  desagradable  introducción, 
¿fiar  qué  no  hube  de  elegir  otro  dia  para  ver  4  París,  ú  olra  barre  - 
ra  para  entrar  en  él?  Has  no  importa.  Aunque  haya  de  vez  en  cuan* 
de  en  Paría  algunos  disturbios,  no  deja  por  eso  de  ser  la  única  ciudad 
dande  pnede  hacer  su  fortuna  un  muchacho  de  talento,  y  gozar  de  la 
vida.  jQoé  diablo!  puesto  que  soy  rico,  divirtámonos. 

T  por  cierto  que  llevaba  razón.  En  París  se  hace  fortuna,  se  mata 
m  él  per  la  «afana  sin  que  deje  uno  de  divertirse  por  la  noche.  Pi- 


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tit  husiokbb 

tou  comprendía  admirablemente  la  vida  de  la  capital.  Apresuróse, 
pues,  á  comer  y  luego  fué  á  tomar  ana  localidad  en  el  despacho  del 
Teatro  Francés,  para  aplaudir  á  Mole  y  á  la  señorita  Coutat  en  et 
Glorioso  y  en  el  Legado. 

Allí  le  soplaron  algunos  rateros,  de  que  no  se  apercibió,  los  tres 
luises  que  le  quedaban,  con  lo  cual  hubo  de  pagar  su  debuto:  su 
bolsillo  había  sido  cortado  con  la  mayor  sutileza.  Pilou  comenzó  una 
larga  serie  de  tristes  reflexiones. 

Algunos  dias  después  su  rostro  de  provincial  azorado  le  atraía 
aun  la  desgracia,  y  víctima  de  una  nueva  picardía,  contemplaba  el 
resto  de  su  hacienda  reducida  á  diez  y  ocho  libras,  sobre  las  cuales 
debia  treinta  y  seis  al  posadero.  Este  adivinó  la  verdad  en  las  tris- 
tes miradas  de  Pitón  y  quiso  ser  pagado  en  el  acto.  Pito»,  después 
de  haber  vendido  su  equipaje  y  pagado  sus  deudas,  se  encontró  po- 
sesor de  cuatro  francos;  pero  confiaba  en  su  tía. 

La  misma  tarde  recibió  de  la  misma  una  maldición  en  debida  for- 
ma. Mas  como  la  susodicha  maldición  venida  por  la  posta,  costaba 
quince  sueldos,  fué  el  mas  amargo  resultado  que  esperímentó  Pitou 
de  los  furores  de  la  encolerizada  seflora.  Pilou  se  acostumbró  desde 
entonces  á  la  sobriedad  que  convierte  á  ciertos  parisienses  en  verda- 
deros Fabricios.  Durante  muchos  aftas  vivió  á  la  manera  de  loa 
espartanos,  comiendo  poco  y  raramente,  escribiendo  mucho  en  los 
increíbles  diarios  de  la  época,  y  cuando  no  había  artículos  que  en- 
dilgar, componía  canciones  que  él  mismo  iba  á  cantar  en  el  Puente 
Nuevo,  con  tan  buen  éxito  que  le  producían  con  que  renovar  el 
calzado,  amen  de  una  comida  completa  en  la  taberna  de  la  calle 
Delfina. 

Pero  es  preciso  decirlo  todo;  Pitou  se  había  desilusionado  de  Pa- 
ria, y  había  concebido  respecto  de  esta  capital  ideas  análogas  á  las  de 
Boileau  Despreaux.  Ese  sentimiento  de  mal  humor  antipatriótico  se 
desmentía  algunas  veces  en  las  palabras  de  Pitou  cuando  una  bote- 
lla de  dorado  vino,  la  alegre  risa  de  los  amigos  y  el  dulce  calor  de 
un  I rage  menos  raido,  estilaban  su  verbosidad  de  cancionero  critico 
y  satírico. 

Un  dia,  pues,  habiendo  maese  Pitou,  en  medio  de  una  de  esas  co- 
midas rabelesianas,  acompañado  de  epítetos  profano*— -es  la  es- 


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de  iuim¿<  tu 

i— ios  nombres  de  «nuchos-  poderoso»  corifeo»,  Cae  denuncia- 
do, jato  con  doe  amigos  que  lo  habían  apoyado  coi  su  facundia, 
y  el  1/  de  octubre  de  1793,  encerrad*  coa  ellos  en  la  cárcel  del 
Teatro  Francés,  de  donde  se  les  trasladó  á  la  Gonsergeriá  el  31  de 


b  menos— se  dijo  Pitón— comeré  todos  los  días.  Mas  no  le 
mas  desencantos  la  cárcel.  Ya  no  era  aquella  la  Gonserge- 
riá de  que  hablaban  los  buenos  parisienses,  cárcel  de  agua  de  rosa, 
,  club,  sociedad  de  aristócratas»  de  artistas,  de  hombres  de 
i,  que  miUooaries  anacreónticos,  fraternizaban  en  el  encierre, 
íes  argfaces  festine»,  tan  sofladoe  de  los  cancioneros  del 
Nuevo.  Si  se  deseaba  un  coarto  separada,  era  menester  pa« 
prie;  caía  imposible  para  Pitea. 

Gmdipssle  osn  sos  dos  amigos  áunaTasla  sala  en  donde  esta- 
ban echados  de  cuatro  en  cuatro  sobre  jergones  de  paja  separado* 
por  dea  tablas,  en  forma  de  altados,  sobre  trescientos  preses. 

B 1/  de  enero  de  1794,  haciende  na  ferie  estrenado,  se  les  man- 
dé bajar  al  patio  cimbrado  de  ana  vaUa  de  hierre,  sobre  el  cual 
eme  la  ventana  del  escribano  del  tribunal,  á  través  de  laque  se  man 
pasar  smiatfcas  sombras  y  sanarse  algunas  mujeres,  indicio  preonr- 
m  de  Ins  lágrimas. 
D  tribunal  se  acababa  de  constituir  en  sesión. 
— flé  aqni  una  perspectiva  biea  triste—dije  Pttou  á  sis  amigos;— 
pssses  loque  nae  se  divierte  en  esta  cárosl. 

A  esa  de  las  once  se  rieren  pasar  dea  presos  que  acababan  de 
m  esndenados  á  muerte;  un  tal  Faverolles,  ei-noWe,  ex-sacerdote, 
m  iNenisata  de  infsnteria,  y  ayudante  de  campo  de  Damoariee,  y 
ágata  Jolivet,  esposa  di  wciada  de  Zacarías  Barran,  querida  de 
RavsroUea. 

Este  pasó  rápidamente  la  mano  ea  torno  de  su  cuello,  cerrándola 
m  seguida  de  un  moda  bastante  espresivo,  añadiendo: 
—No  hay  mas;  se  nos  despacha  para  el  otro  mundo. 
Detrás  venía  su  querida,  pálida,  desmelenada,  la  vista  huraña,  las 
MpUas  ascendidas,  ardientes,  frebriscitada  toda  ella,  y  diciendo 
á  iss  drasás  presos: 
— Vsnassámorir Acabalaos  de  ser  condenados...  Bsos  jueces 


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III  NHSOftfiS 

son  unos  malvados...  Todos  Tais  á  morir  como  nosotros...  La  misma 
suerte  os  aguarda. 

Al  ver  Pitou  desfilar  ante  sus  ojos  tan  lúgubre  fantasmagoría,  sin- 
tióse desfallecer. 

— i  Ah!  (buen  Dios!— esclamó  -  ¡hay  cosa  mas  horrible!  ¿Qué?  ¡yo 
he  de  pasar  como  estos  mafiana  ó  al  otro  dia,  por  ese  postigo,  y  los 
demás  me  verán  poner  ese  semblante!...  ¡Oh!  ¡no  quiero  verlo!  vol- 
vamos amigos,  vohamos,  á  los  pórticos. 

Tan  poco  tranquilizados  como  Pitou  sus  amigos,  acompasáronle 
debajo  de  los  arcos  que  daban  vuelta  al  patio.  Reinaba  alli  una  espe- 
cie de  consoladora  oscuridad.. .  Parecia  que  se  estaba  menos  de  ma- 
nifiesto, menos  visible  que  en  otra  parte. 

Mas  de  repente  estremecióse  Pitou;  cogió  del  brazo  á  uno  de  sus 
compafieros  y  con  un  dedo  envarado  por  el  terror,  señalando  á  la  pa- 
red, le  dijo: 

—Mirad,  mirad  alli...  en  aquella  pared. 

Era  en  efecto  el  menos  tranquilizador  de  todos  los  espectácu- 
los. Algunos  presos  desocupados  habían  pintado  alli  con  ún  color 
moreno  varias  escenas  del  perpetuo  drama  que  aquel  recinto  veía 
representar  cada  dia.  Aqui  tropezaba  un  hombre,  esteádia  los  ba- 
zos y  derramaba  olas  de  sangre  de  sus  numerosas  heridas;  era 
Montmorin.  Allá  una  mujer  desnuda,  acribillada  á  golpes,  mutila- 
da, espiraba  con  espantosa  mirada:  era  laramiiletera  del  Palacio  Real. 
Debajo  de  estas  pinturas  horribles  y  con  un  dibujo  toscamente  verda- 
dero, leyó  Pitou,  trémulo  de  pavor,  las  siguientes  palabras  escritas 
por  una  mano  ejercitada: 

— t  Estas  figuras  han  sido  dibujadas  con  la  sangre  de  las  víctimas 
degolladas  en  este  lugar  el  £  de  setiembre.» 

Huia  Pitou  ante  tan  formidable  revelación,  cuando,  oyendo  unos 
grandes  gritos,  vio  que  los  daba  un  preso  que,  volviendo  del  interro- 
gatorio, se  debatía  bajo  la  vigorosa  opresión  de  otro  preso  que  le  re- 
prochaba su  conducta  y  las  crueles  medidas  propuestas  por  él  contra 
los  presos  políticos.  El  hombre  estrangulado  era  el  famoso  Marat- 
Manger,  el  cual  falleció  á  los  pocos  dias  en  la  enfermería  en  un  es- 
pantoso acceso  de  locura  furiosa. 

Perdió  la  cabeza  Pitou  en  medio  de  esos  horrores  y  cayó  enfermo. 


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oí  mor*.  i$s 

i  la  enfermería  entre  Ioí  calenturientos.  A  los  tres  días, 
habían  degenerado  en  leprosos. 
La  noticia  de  la  epidemia  se  propagó,  y  Fouquier-Tinville  ordenó 
^■e  se  abriese  nn  hospicio  para  estos  enfermos  en  los  edificios  del 
t;  pero  el  mal  hacia  tantos  progresos  que,  no  hallándose  tor- 
ios trabajos,  envióse  á  Bicetre  á  los  enfermos  el  8  de  enero 
4  las  siete  de  la  noche. 
Transportáronlos  diez  y  siete  Sacres.  Pitón  formaba  parle  de  los 


cCmndo  sobamos  al  coche— refiere  él  mismo— nn  pueblo  ñame- 
'  lleoaba  el  zaguán  del  Palacio.  A  pesar  del  Crio,  era  tan  infecto 
el  alar  que  exhalábamos,  qne  no  podia  acercársenos  á  treinta  pasos. 
Hartos  en  marcha,  la  nieve  salpicaba  nuestros  labios  ennegrecidos 
par  la  enfermedad.» 

No  había  llegado  Pilou  al  término  de  sus  desgracias.  En  Bicetre, 
las  ladrones  en  coya  compañía,  por  Calta  de  lugar,  se  le  encerró,  le 
toban*  hasta  la  camisa. 

— «El  que  me  la  robó— afiade  él  mismo— »me  aseguró  que  tenia 
sama  necesidad  de  ella  para  ir  á  presidio,  á  coya  pena  estaba  conde- 
nado per  diez  afios,  y  me  encargó  que  no  hablase  mas  del  asunto  si 
■a  quería  ser  estrangulado  dorante  la  noche.  Callé,— continua  el 
bsnrado  Pitou— pero  no  pode  contener  mis  lágrimas  qoe  derramé 
lago  con  toda  libertad  » 
Con  todo,  la  administración  se  encargó  de  proveerle  de  otra 
.  Ta  se  conceptuaba  venturoso  Pitou  con  tan  preciada 

i  que  miraba  y  admiraba  por  todos  lados,  cuando |oh  sor- 

»'  ve  qae  está  gastada  y  agujereada  por  el  lado  derecho  del  es- 


poco  esmero  es  el  qoe  se  tiene  en  Bicetre— pensó— y  los 
pmiionirtai  deterioran  la  ropa  blanca  de  la  nación  de  una  manera... 
jQoée*  esto?— preguntó  al  enfermero— ¿Por  qué  estos  agujeros  y  es- 
tas desgarros? 

— jBahl— respondió  el  preguntado — todas  las  camisas  déla  sema- 
aa  son  como  esta.  Pertenecieron  á  los  antiguos  presos  de  Bicetre,  ya 
abéis,  4  los  que  han  sido  muertos  por  la  justicia  del  pueblo  en  se- 
lismfara;  y  los  agujeros  que  veis  han  sido  hechos  por  los  sables  y  pi- 


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II*  NttNONCS 

cae...  Pero  ¿veamos  la vuestra?...  Mirar*;  esto  es  un  hachazo...,,  sí; 
ud  golpe  que  debió  dar  en  medio  del  corazón. . . 

Pitea  lanzó  ira  profundo  gemido,  se  volvió  del  otro  lado  de  sv  ca- 
ma y  se  echó  á  llorar  de  nuevo. 

Hasta  el  13  de  marzo  no  se  le  trasladó  á  la  Consergería  para  ser 
juzgado  á  sa  vez.  Describir  sos  angustias  y  sus  sufrimientos,  sería  co- 
sa imposible.  En  el  banco  de  los  acusados  volvió  á  encontrar  á  sns 
amigos,  tan  poco  tranquilos  como  él.  El  asunto  adquirió  proporciones 
considerables,  gigantescas  en  el  informe  fiscal.  Tratábase  nada  me- 
nos que  de  una  conspiración  subversiva  de  toda  sociedad. 

—¡Estamos  perdidos!— pensó  Pitou  acordándose  de  Faverolles  y 
su  querida,  cuando  atravesando  la  escribanía  gritaban: — | Vamos  á 
morir! 

La  sentencia  fué  pronunciada  inmediatamente:  Pitou  oyó  que  se 
condenaba  en  ella  á  muerte  á  sus  amigos;  pero  cuando  llegó  su  nom- 
bre, yanooia 

—¡Vamos  á  la  muerte! — murmuraba. — Ensayemos  &  hacerme  á 
mi  propio  la  canción  funeraria. 

Mas  no  se  sorprendió  poco  cuando  vio  cerrarse  detrás  de  él  la  puerta 
de  la  cárcel.  Sus  amigos  le  tendían  los  brazos  desde  la  escribanía  en 
que  habian  quedado;  mientras  él  se  hallaba  en  pleno  aire,  en  pleno 
patio,  en  pleno  muelle;  mientras  él  respiraba  el  aire  de  la  vida,  de  la 
libertad 

Acababa  de  ser  absuelto.  Era  la  primera  dicha  que  le  sobrevenía. 
Por  vez  primera  disponía  la  casualidad  atinadamente  las  cosas.  Pero 
¿se  creerá  por  ventura  que  quedó  corregido  Pitou  con  tan  terrible  ex- 
periencia? Nada  de  esto,  Pitou,  el  incorregible  por  escelencia,  se  ha* 
bia  vuelto,  cuando  menos,  fanático  de  oposición. 

Después  del  9  de  termidor,  cantó  al  gobierno  y  se  hizo  condenar  á 
deportación  por  sentencia  del  tribunal  criminal  del  departamento  del 
Sena,  de  9  de  brumario  del  alto  VI: 

«Por  haber  perorado  con  tendencia  al  restablecimiento  de  la  au- 
toridad real.» 

[Oh!  ¡republicano  Pitou!  ¡con  que  erais  tan  furibundo  orador! 

Enviado  de  nuevo  á  Bicetre,  embárcesele  luego  para  Cayena  en 

nde  permaneció  tres  afios. 


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trmtotá  ni 

primar  consol,  fitt&tf «o eu láwíédula  de 
n  11  defrueWdr^cl  afio  H— 8  de  setiembre  de  1803.^ 

Htoa  voltio  &  Fraabia,  escribió  bajo  la  restaaracion  y  oblato  utifc 
peAM  de  eate  último  gobierno. 

Ha  hace  mocho  tiempo  que  se  le  veia  aun  frecuentemente  en  la 
btbiieleca  red.  Acaso  vive  todavía;  pert  de  seguro  que  no  cons- 
ptaya. 

B  1.*  de  bnsmario  del  aSo  IV,  á  las  cuatro  de  la  mañana,  entraba 
m  la  Coasergeria  una  carreta  venida  al  parecer  de  muy  lejos.  Un 
tambre,  jeteo  todavía,  descendió  de  ella,  sostenido  por  el  oonductor 
v  se  introduje  en  la  escribanía,  no  sin  haber  echado  antes  utaa  enrío- 
sangrada  defrás  de  sé.  ! 

— iQoé  desgracia!— eaclamó— que  do  sea  mas  claré,  para  Ver  tí 
meaos  algo  de  Piris. 

—¡Bola!  ¡eiadadaaoí— dijo  el  condoctor ^-tá  no  bás  venido  aquí 
para  ver  k  Parfs;  con  que  asi,  despaetémos;  apronto!  '  • 

Apresuróse  el  joven  i  obedecer,  bien  qué  con  no  poco  pe*áf  suyo; 
alrateaé  el  primer  postigo,  como  atolondrado,  pasó  por  delante  del 
lemftte  sHfon  del  conserge  f  fué  introducido  en  la  escribanía,'  situa- 
da i  mano  derecha  del  postigo. 

Esta  sala  «mueblada  de  algunos  bancos;  por  mitad  destinada  á 
servir  de  aalesala  i  tes  reden  llegados  y  de  descanso  &  los  qtre  iban 
¿  saHr  para  el  patíbulo,  condenados  por  el  tribunal  revolucionario, 
era  naturalmente  triste,  pero  lo  parecia  aun  mas  si  se  traían  Í4dí  me¿ 
maria  las  escenas  dé  que  era  dia  y  noche  teatro.  > 

Coa  electo;  aftí  era  donde  los  reos  de  nfoerté  aguardaban  al  ver- 
daga;  allí  tenia  logar  la  fatal  toilette;  era  la  antesala  de  la  muerleá' 
fie  se  daba  el  nombfe  de  sala  ufe  los  muerto*. 

Ea  on  rinroo  eraban  tendidos  algunos  jergones  llenos  de  paja, 
toaba  provisional  de  los  vivos.  Babia  además  un  armario,  que  cuan- 
do se  abría,  mostraba  á  los  desgraciados  á  quienes  arrastraba  Una 
femesta  curiosidad,  los  despojos  sangrientos  de  los  ejecutados  ^1  día: 
anterior,  cuyo  montón  habían  de  engrosar  los  suyos  del  siguiente 
dia.  Kn  él  depositaba  también  el  verdugo,  de  las  mujeres  ejecutabas, 
caras  reliquias  qoe  no  siempre  podían  obtener  las  familias  el  favof 
de  reacatar  eon  dinero.  ' '    l 

TOMO  U  1S 


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IM  PUMMtt 

Mas  la,  rop»  <fc  loa  condenado»  &  »u«rta  iban,  pft«*4e)#nps  Men- 
tada, 4  |oa  hospicios,  cuyo?  pofyres  babiUfltes  1*, «endiflP -eqfMdQrjp 
podían  utilizarte.  Así  fué  vendida  1»  de  DanJpft  ydft  taflrfli*»  <^ya 
enorme  corpulencia  impedia  el  fácil  empleo*  t  .  •. 

.  Merced  i  1»  ^fcqrjdftd  de  ta^  lúgflto  ^;ffl»PtÍ^mPMUa 
croles  eqpiYPfflfiipnes.  Un  ¿orpb»4P,  abweltQ  p#r  ^itaiü*l,  fqó 
echado  una  vez  á  la  carreta  por  ios  criados  del  verdugo.  En  v^po  r^ 
clamé,  suplicó  y  gritó.  Se  había  introducido  por  qurjo^d  ei.  Ja  $pla 
4e  los  muertos. 

.  En  eíU  fué  donde  entró  ntestro  pre&o*  1$q  (t^seoso  c^  ver  á»  Sfyfa 
ó  Btfjor  4.ichqa  ^  ella  fué  espigado,  en  ftplo  que  su  cfladaptor*  M«ufc*r 
do  Bourgeois,  daba  á  los  empleados  las  noticia  necearías,  p»fa  que 
se  la  continuase  en  pl  registra.  "•„.— 

Apenas  había  entrado  en  la  sala,  cuaodo  se  le  pw  &!#!#  tttyjfc 
*PB  epft  pwA  W  M"a  reparado  el  provincial,  ,      .— 

—I Ahí  cabaláronle  dijo^par^ce  que  yepisde^ny^on,  s<jg^# 
e)  pvivp  que  ci^re  vuestra  vertido  y  la,  fftpga  que  T^P^fWWV110 

.,  rrrLIego  die  Qarpasonft,  cabUm...  íAyí  «$W*Mftmtaff^ 
disimo8  deseos  de  verá  París,  pero  na  bp  podido  :vpí  *WKla  b£$ty 
^hora-^  Pero,  caballero,  perdona4,..yo  o»conpíep,f,  ¿Se«;i$^  aeaso 
pf  o^d^dapp  (¡ireyrjtypré?...  {Vaia  á  salir  (Je  I4  cáurcej?   s  .,\  ., 

—Sí;— r^ícó  el  joven  coa  triste  MMW—rf¡  l»l^,^^W»?^  I 
¿yos?  ¿ro  apis  el  fyprpttnp  Veijaijcip,  caballero?;    ,  ,  f       

— E  indigno  capucbift?,  transformado  en  poeta,  ¡gqeqos  (lias, 
ca^aUeroi...  ^^ro  patai*  singularwpnte  vps44P  para  ¿a^r  de  la 

Girey-Dupré  traia  coj-jado?  lo$  cj$$p$,  asi  coqw  el.  cwllft  .44  W 
traje,  y  no  llevaba  porhata,  n^i  «quiera  ouollo  dpqnúwu      . 

—Sin  embargo,  he  hecho  m  tocador  por  mis  propias  pftQoa, 

Iba  á  responder  el  provincial,  cuando  culparon  en  Ja  saja  alguno* 
lumbres  á  quienes,  dirigiéndoap  Girpy-Pupíé*  4^9. .  ptepentefl* 
ícente:  ,  ,  , 

—Venís  demasiado  tarde,.,  os  he  abonado  voq^o  tr*b^p..^  VefJ, 
s¡,  est£  á  vuestro  «nato.  ,  t 

El  verdugo,  porque  era  él  quien  acababa  de  entrar  ¿Oguido  4ft  sjy 


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M5  EUROPA.  1S» 

«rodantes,  ge  inclinó  sin  responder;  pero  uno  de  sus  credos,  elegan- 
temeaíe  empolvado,  sé  acercó  á  TeiiáhcR),  y  te  iljo: 

— T  ¿ros,  ciudadano?  Es  menester  prepararos  igualmente. 

—¡Yo!— esclamó  el  capucWnó.— ¿Cóiho  és  eso? 

—Os  equivocáis— dijo  Girey— el  setter*  llega  ahora  de  Cafaa&ona. 

-  ¿ÍOr  qué,  pues,  se  encuentra  aqnif 

▼«ando  pidió  á  Girey  que  le  esplicase  el  significado  de  tan  eslra» 
íi  pretensión. 

—Es  moy  sencillo.  El  abuelo  Sansón  trata  de  cortaros  él  cabello 
aites  de  separaros  del  tronco  la  cabeza. 

Teoaucio  reclamó  á  tiempo  y  se  salvó  por  esta  vez. 

Pero  hobo  de  dejarse  hacer  mas  adelante  el  mismo  tocador  en  la 
propia  sala  de  los  muertos,  en  donde  se  le  condujo  el  24  de  nivoso 
M  zño  II— 13  dé  enero  de  1794— dos  meses  después  de  la  ejecu- 
dea  de  Girey- Dupré,  qne  le  había  predicho  este  mal  resaltado  de  su 
viaje  á  París. 

Veaocio  solo  podo  ver  de  la  capital  el  camino  por  donde  se  va  des- 
di k  Convergería  á  la  plaza  de  la  Revolución. 


Irte  loa  qne  permanecieron  largo  tiempo  en  ta Convergería,  cítase 
i  Daetmrneau  de  Burdeos,  cuya  canción  compuesta  el  mismo  dia  de 
m  voerte,  fué  cantada  por  los  qne  le  sucedieron  en  el  calabozo  y  en 
d  cadalso. 

Lecosllevi,  rico  banquero  de  esa  época,  qne  desconfiaba  de  su  elo- 
oamcU  ó  de  su  causa,  habrá  logrado;  según  se  dice,  para  burlar  al 
tribual  revolucionario,  obtener  á  precio  de  oro  que  un  dependiente 
iá  escribano  fuese  colocando  siempre  debajo  de  los  otros  su  proceso. 
tata  saociHa  operación- era  un  verdadero  sobreseimiento,  y  este  llegó 
á  ser  ta  salvación  del  procesado,  pftes  llegado  el  9  de  termidor,  salió 
LBConMeux  de  ia  cárcel.  Habiendo  parecido  bueno  el  medio,  em- 
pteártmto  muchos  presos,  sobre  todo  algunos  actores  del  Teatro  Fran* 
cés9  qne  se  salvaron  igualmente. 

Rieuffo  en  su  memoria  los  juegos  de  los  presos  en  sus 
y  la  vida  interior  de  esta  lúgubre  pfisien,  en  ya  moral,  si 


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laespn&sion  nos  es  permitida,  se  mejoraba todps  los  dias  en  presencia^ 
de  la  muerte.  No  era  ciertamente  dirruyéndose  de  la  idea  delpelí*, 
gro,  olvidándose  de  la  suerte  que  les  aguardaba,  sino,  por  el  contra- 
rio, representándosela  sin  cesar,  como  habían  logrado  los  presos 
elevar  sus  almas  &  la  altura  de  su  infortunio. 

Todos  los  juegos,  todas  las  chanzas,  todas  las  conversaciones  se 
referían  á  la  guillotina;  á  puro  reírse  de  ella  se  les  h&bia  hecho  tan 
familiar,  que  no  parecía  sino  que  se  trataba  de  la  cosa  iqas  naüu^l 
del  mundo.  , 

Las  mujeres,  tan  resueltas  como  los  hombres,  las  doncellas  tran- 
quilas y  curiosas  de  detalles,  se  ejercitaban. en  subir  graciosamente 
á  una  mesa  que  hacia  las  veces  de  plataforma  del  cadalso.  Un  ós- 
culo se  formaba  al  rededor  de  las  mismas.  Un  pliegue  indiscreto  de, 
las  sayas,  que  dejaba  entrever  el  tobillo,  un,  movimiento  de  cabera 
demasiado  vivo,  que  descubría  el  pecho  ó  las  espaldas,  dabap  lugar 
á  críticas  y  á  lecciones  sobre  las  buenas  maneras. 

Ocupábanse  igualmente  del  porte  que  había  de  tomarse  en  la  car- 
reta, de  la  posición  de  la  cabeza  y,  de  la  espresion.tfe  la  mirada,  que 
no  debia  ser  ni  demasiado  vaga,  para  no  dar  muestra  de  debilidad, 
ni  demasiado  enérgica,  para  no  parecer  provocativa. 

La  señorita  de  Maupeou,  niela  del  conde  de  Tresenes,  preguntaba 
ásu  madre,  en  la  cárcel,  cómo  liabiade  conducirse  en  el  cadaiso 
para  sufrir  lo  menos  posible. 

.  Un  niño  de  diez  y  siele  años,  el  joven  Maíllo  ó  Mellet,  condenado  ¿ 
muerte  por  haber  tirado  á  la  cara  de  los  porteros  un  arenque  podríh 
da  que  se  le  servia  para  comer,— era  la  época  del  l^wbrft,  y  í08 
presos  se  quejaban  á  veces  harto  amargamente,  -ese niño,  decimos,, 
preguolaba  sobre  el  cadalso  á  maese  Sansón:    . 

— Caballereóme  hará  eslo  mucho  daño? 

Pero  la  ocupación  mas  común  de  los  presos  era  la  poesía.  Lo* 
madrigalitos  á  lo  Doral,  las  Chartreuses  á  lo  Gresset,  los  paraeadoi 
y  las  estancias  ¿lo  Bernis,  inundaban  celdas  y  refectorios.  Las  dai 
mas  se  llamaban  todas  Cloris  y  Eglaes,  siendo  bajo  éstos  nombres 
cantadas  por  sus  compañeros  do  infortunio  en  lodos  ritmos  y<  airee.. 
En  punto  á  canciones  funerarias  habíase  generalmente  adaptado  el 
de:  Q*e nemas-je  h(  fovfgre.  -Ojalá  fuese  yo   heledlo. --¿Estaba 


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tan  muy  en  boga  el  otro  de;  ¿($  $of\t  touts  ees  peupUs  épqrs?— 
¿Made  van  epoa  pueblos  dispersos? 


EsU< 

hCanu 
fedev 
de  Club 

bwm  qne  traían.  ^ 

Las  cárceles  continuaban  llenándose;  y  no  eran  solo  Jas  de  París 
I»  <pe  derramaban  en  la  Gonsergería  el  esceso  de  su  triste  pobla- 
sen, tino  que  eran  enviados  también  á  ella  los  conspiradores  de  las 
provincias. 

Ocho  habitantes  de  Coulon 

Trgges  enviaba  sus  soapec 
ét  Vadier,  miembro  del  comi 
lü  rapa  y  pagaba  su  tribut 

Ademia  de  loa  nebíes  y  d< 
tan  k*  calaboaos  de  la  Con* 


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itao»  dé  estofen»  partid  «fu»,  e»  la  Oriental  y  be  tí  mo>nifr( 
1éo  dftttfbtt  ttrariiésv  habt**§e  €»capi*Qki**u^ 
danos  esperimentaron,  ya  fuese  por  su  influeneftl  ó  porsun^fahÜ) 
empelaron  2  temblar  jtfr  sos  per**ns  y  se  ctgitam  sordoíaito  ^ara 
pWfer  demoras  á  la  marcha  del »  nuevo  gebtómo,/  el  erial'  no- /date 
utbrgarie»,  por  ser  altea;  wüa  gracia  que  babi»  retasado  «oioedqr  i 
^  más  ihritte*  Jete.  ..*  i  ....»•'« ' 

*  El  soleime  reconocimiento  rfel  Supremo  Hacedor,  'maniftfetaieio» 
Jqiíe  qiíeria  oponer  Bobespiérre  anta  la  fa*  de  la  Europa  euro  una 
protesta  patento  contra  4a^  aousáotónes  de  imfffedádqtie  loffeneinfeea 
de  la  Francia  teútrígian,  llegó  é*er  el  terreno  néirtrat  en  que  w 
reunieron  todos  esos  hombres  para  álicar  á  un  góbiettno>qtte(,  ctfe- 
ttn<to h  Virtud 7 amoral  i  fe érdetí  del  ^av  p»rtda.haHert¿s  ana 
Sttetiata  dfoecto*   >1  : *í"^.-    .■  '      .  *-•'!  :¿ .  Tíb*--u  .¡.-v*  /wh 

Al  dfr  siguientes  la  fiesta  íet  Set^i^tt<  aparató*  laufeyíM 
22  de  primaveral.  Suponía  las  pocas  segurid*dé*'4jtfe  fctiWtttn  a*n 
en  fartor1  de  tes  acusados  ante  ¿í  tribunal  réveluetártMé  ^  daba  á 
esle  éfti rao  poder  tma  éipafattiba!  IMitud  t»i*te%pftAMí««i:la  peiia 
de  muerte.  Los  dtfftnsofas» ftetfón  srfprhnídofl-fertí e¿f4 tM'fcrttode 
q*óé  pretendía  «ervírsefli*bés(piéfré  {>ara  anííjéflat*  rtpkfatiftfife  A  tos 
que  en  láttaávention  fuellaban  sordamente  en  «*br  de  'toa  prtncí-> 
piosdelBébert,ttaumettey DanWú.     '     !    ••-  <    •] 

'  STaHa  tóy  pastó,  no  sitíuna  vi  va;  discusión,!  y  Abbéspierf*, •  herido 
dé  este  golpe,  se  retiró  del  comité  dé  salud  púbHóa,  dejando  eti°fttt¿> 
nosde  sué  enemi&os  esa  arma  de  qné  no  tardaron  en  lineé*  ua  ¿diftt 
fcHekttouso  ftofk  odiosa  ^sponsabilliárf^arteíáS^n'tnás  atfWaUW  «* 
bre!ttrtcabfe2áy8*bmlsámeiíioWa.    -->>.       •*        •:•  i.    ;  .-'. 

Entonces  comenzaron  las  ejecuciones  en  grafBdei^sbfei;LiBíGéAáéi^ 
gért*  abría  dhñiabienw  ans  plueMas'fclas  oaiteBs^fftervettíaníí^Wis- 
caí1  "basta  cuarenta  y  (res  sentenciadas,  como'  en  ÍB^  de11  ptfftavtetef; 
sesenta  y  siete  como  en  ttdemessidor;  y  sesenta  cmé  etügntaite 
díafd:      *    '    l"      -  •    •  -:  *•<'•■'"'  '     ♦:  -  w'  ''   "  *,;' 

Llególe  también  sfl^eS'fc-B^bébpierr^':'  Prdaeblóie  'stti^^tfl*»  d**1 
figurado  Les  térdiidorienses  tfebian  4errflWdo  |>er  la  ttuidatfa  *  'ese 
gobierno  sostenido  pe*  la  audacia  sola/  '  í»!."--íí    i  «>;.*  w  ..  .,  » 


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D*  SMVtk.  145 

pasó  también  por  la  calle  de  San  Honorato,  por  delante  de 
i  casa,  ladel  carpintero  Daplaix,  cnyo  primer  piso  habitaba. 

Coa  Robespierre  espiraba  la  revolución  de  principios. 

Rícese  que  fué  siguiéndole  tras  la  fatal  carreta  una  mujer  que  no 
«é  de  zaherirle  con  sos  imprecaciones  hasta  el  lugar  del .  suplicio. 

Fiero  Robespierre  nada  oia. 

;CM  era  la  imprecación  de  una  mujer  para  aquél  cuya  laboriosa 
én  había  venido  á  interrumpir  una  muerte  vulgar! 

Robasptorr  e  había  ocupado,  según  se  dice,  en  su  corta  permanencia 
es  la  Coasergeria  el  calabozo  de  donde  saliera  Danton  para  el  su- 

Ha  eatra  en  el  plan  de  esta  obra  la  relación  de  todos  los  detalles  t 
ét  la  terrible  política  que  condujo  alternativamente  desde  la  Con- 
al  cadalso  á  opresores  y  oprimidos.  Todos  los  partidos  cam- 
iluchas veces  de  papel  durante  ese  periodo  de  grandes  y  con- 
persecuciones;  y  ciertamente  Robespierre ,  á  cuya  muerte 
el  paisanaje  parisiense,  llevóse  á  la  tumba  el  secreto  de  un 
que  salvaba  á  la  Francia. 
Im  fie  derribaron  á  la  Montaña  ej-an  Jos  restos  corrompidos  del 
mas  antinacional  que  hubiese  amenazado  i  la  revolución, 
bien,  para  ganar  popularidad,  en  castigar  á  todos  los  vio- 
partidarios  de  la  democracia. 
Cortaron,  pues,  igualmente  buen  número  de  cabezas,  siempre  en 
uabre  de  la  nación,  mas  con  la  diferencia  de  que  los  realistas  y  los 
«trarevolucionarios  les  tendieron  la  mano,  puesto  que  ya  no  se 
balaba  de  la  libertad. 

La  sombra  de  un  poder  cualquiera,  que  en  el  porvenir  empezaba  á 
tazarte,  era  vaga  todavía,  pero  á  ella  se  dirigió  la  ardiente  ambl- 
an de  esos  termidorienses  que,  consagrados  la  víspera  al  patíbulo, 
enspiraroo  para  levantarse  un  trono  sobre  sos  cimientos. 

Habíales  adivinado  Robespierre  y  apresuraba  el  castigo  que  de- 

ka  caer  sobre  ellos  á  la  primera  manifestación  de  las  traiciones  que 

m  la  oscuridad  meditaban.  Pero  ganáronle  en  prontitud.  El  resultado 

kiha  absuelto.  Bieieron  cesar  grandes  males;  mas  inauguraron  otros. 

Tal  de  catre  los  termidorienses  que  escarneció  la  memoria  de  Ro- 

y  la  atribuyó  ideas  de  dictador  y  aun  de  rey  absoluto,  de- 

TOMO  II  19 


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146  PRISIONES 

bió  temblar  después  á  menudo  al  reflexionar  que  <  un  partido  arrui- 
nado, desenmascarado,  proscrito,  había  triunfado  en  una.  hora,  no 
solo  de  un  poder  enérgico  y  omnipotente,  sino  de  un  principio  por 
el  cual  habían  derramado  su  sangre  y  sus  riquezas  aquellos  mismos 
franceses  que  apoyaron  la  reacción  termidoriana. 

La  caida  de  Robespierre,  acusado  de  haber  aspirado  á  la  urania, 
fué  debida  á  los  mismos  á  quienes  él  quería  destruir  por  aspirar  á 
esa  misma  tiranía.  Solo  que  los  termidorienses  han  justificado  las 
sospechas  de  Robespierre,  y  nadie  puede,  en  conciencia,  apoyar  la 
acusación  de  aquellos  contra  los  montañeses. 

Dueños  de  París,  pero  hostigados  por  la  infatigable  resistencia 
del  partido  democrático,  á  que  llamaban  la  cola  de  Robespierre, 
vieron  luego  los  revolucionarios  desmentidas  con  el  hambre  las  es- 
peranzas que  de  un  gobierno  mejor  que  el  precedente  habían  hecho 
concebir. 

Sintiendo  hambre  el  pueblo,  acordóse  de  que  el  tirano  Robespierre 
no  habia  permitido  que  faltase  en  Francia  el  pan,  y  hacia  guilloti- 
nar ¿  los  monopolistas. 

Los  reaccionarios  guillotinaron  también,  pero  fué  á  los  hambrien- 
tos que  pedían  harina. 

Guando  Fouquier  Tinville,  instrumento  de  todas  las  ejecuciones 
capitales,  fué  á  poner  su  cabeza  sobre  la  tabla  en  donde  tantos  otros 
habían  perecido,  merced  á  sus  acusaciones  fiscales,  gritábale  en  son 
de  mofa  la  plebe: 

— Ya  vas  á  enmudecer  al  fin. 

— Y  tú  á  morirte  de  hambre— replicó  Fouquier. 

Muchos  y  terribles  motines,  suscitados  por  los  jacobinos,  trajeron 
escesos  que  la  Convención  no  habia  visto  hasta  entonces. 

El  diputado  Féraud  fué  asesinado  en  el  corredor  del  palacio  nacio- 
nal, y  como  el  pueblo  de  los  arrabales  quiso  librar  al  asesino  con- 
ducido al  cadalso,  la  Convención  hizo  sitiar  el  arrabal  de  San  Anto- 
nio, por  Menon,  el  cual  desarmó  á  los  amotinados  y  recobró  al  asesino. 

Desde  entonces  la  Convención,  victoriosa,  se  lanzó  sin  escrúpulo 
á  la  contra-revolución.  No  solo  hirió  la  cola  de  Robespierre,  sino 
que  inmoló  á  los  republicanos  mas  puros,  mas  inteligentes  y  mas 
distinguidos.  Robert  Lindot  fué  proscrito;  seis  miembros  de  la  Con- 


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El  a  limo  día  de  los  Girondinos. 


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DE  KUIOPA.  147 

i,  Bourbotte,  Goujon,  Romme,  Doroy,  Lombrany  yDuquesnoy, 
faeron  enviados  á  la  Consergería  y  condenados  á  muerte. 

Pero  había  pasado  la  época  de  las  muertes  automáticas.  No  se 
jaeria  morir  ya  en  el  cadalso,  teñido  con  la  sangre  mezclada  de  los 
patriotas  y  de  los  enemigos  de  la  nación.  El  patíbulo  parecía  haber 
vaelto  á  ser  vergonzoso  después  de  esta  reacción  tan  insolentemente 
triunfante. 

■omine,  Duquesnoy  y  Goujon  se  hirieron  con  malas  tijeras  y  un 
«chillo  que  llevaban  ocultos,  al  descender  la  escalera  de  la  Conser- 
gerfa  para  marchar  al  suplicio,  espirando  al  momento,  murmurando: 

— fVnra  la  república! 

Palabra  profanada  por  los  mismos  que  menos  la  comprendían.  El 
propio  Dan  ton  había  dicho  del  pueblo: 

—Será  bastante  necio  para  gritar  ¡viva  la  república!  cuando  me 
vea  ir  á  la  guillotina. 

Umbrany,  Doroy  y  Bourbotte,  se  traspasaron  igualmente  el  pecho 
cata  puñal;  pero  como  sobreviviesen  á  sus  heridas,  fueron  arroja- 
te  lia  carreta  para  ser  decapitados. 

Jfcvbolte  debía  apurar  el  cáliz  hasta  las  heces.  Guando  el  verdu- 
gok  aló  sobre  la  tabla  de  báscula  que  quiso  hacer  deslizar,  la  ca- 
tea de  Bourbotte  fué  á  chocar  contra  el  cuchillo  de  la  guillotina, 
fM  estaba  aun  levantado.  El  desgraciado  vio  de  esta  suerte  prolon- 
fme  su  agonía,  y  aprovechándose  de  este  intervalo,  arengó  al  pue- 
hb  hasta  la  caída  del  machete. 

También  envió  el  Directorio  muchos  presos  á  la  Consergeria.  El 
■m  conocido  de  ellos  es  el  caballero  de  Bastión,  emigrado,  uno  de 
fas  traidores  mas  peligrosos,  pero  también  mas  felices  que  hayan  es- 
opado  á  las  vigilantes  represalias  de  la  república. 

El  caballero  de  Bastión  fué  el  primero  que  salió  herido  en  1792 
bajo  los  muros  de  Thiauville  y  cogido  por  los  prusianos  durante  la 
retirada.  Hallábase  en  Holanda  cuando  hubo  de  ser  vendido  y  en- 
tregado á  la  compañía  de  las  Indias.  Embarcado  para  Batavia,  gra- 
das á  las  enfermedades  contagiosas  que  había  contraído,  se  le  de- 
sembarcó. 

En  1794,  salvó  con  sus  noticias  los  ejércitos  inglés  y  austríaco, 
próximos  á  ser  envueltos  por  la  unión  de  los  de  Pichegru  y  Jourdan. 


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148  MISIONES 

Condenado  á  muerte  en  Bruselas  por  una  comisión  militar  presi- 
dida  por  el  general  A...,  libróse  del  fusilamiento,  permaneció  oculto, 
pasó  luego  á  París  en  messidor  del  año  III,  denunciado  el  3  de  ter- 
midor,  como  jefe  del  atropamiento  de  trescientos  jóvenes  en  la  Ope- 
ra, que  debian  dirigirse  á  la  Convención  para  asesinar  á  todos  sus 
miembros;  conducido  á  las  Cuatro  Naciones  y  enviado  luego  i  la 
Consergeria,  á  petición  de  Delaunay  d'Angers  en  5  ó  6  de  termidor, 
para  ser  llevado  ante  el  tribunal  criminal  del  Sena;  revocóse  la  sen- 
tencia que  le  condenaba,  y  fué  encerrado  como  emigrado  y  agente  de 
Coblrgo. 

En  efecto,  habiasele  encontrado  un  pase  firmado  por  Luis  Cobur- 
go,  en  alemán.  Cuatro  testigos  vinieron  de  Amiens  para  probar  so 
identidad  á  consecuencia  de  la  ley  de  brumario  sobre  la  emigración. 

Los  testigos  parecieron  el  12.  de  fructidor,  una  hora  antes  de  ha- 
berse dado  la  orden  para  la  ejecución.  Sus  cabellos  se  hallaban  ya 
cortados.  Afortunadamente  el  acusador  público  Lefort,  que  se  habia 
retirado  la  víspera  al  campo,  habia  aconsejado  á  su  madre  y  á  su  es- 
posa que  pidiesen  una  próroga  á  la  Convención.  Obtenida  esta  á  las 
cuatro  de  la  mañana,  no  fué  notificada  hasta  las  nueve  y  media,  es- 
to es,  una  hora  y  media  antes  de  la  ejecución. 

Vuelto  á  conducir  á  la  cárcel  y  cenando  con  sus  compañeros,  acor- 
dóse del  peligro  que  acababa  de  correr  al  pasar  la  mano  por  sus  ca- 
bellos, que  halló  cortados,  en  lugar  de  la  cola.  Púsose  pálido,  tuvo 
calentura,  cayó  sin  conocimiento  y  fué  trasportado  á  la  enfermería  de 
la  Consergeria.  Durante  cuatro  meses  y  medio  habitó  el  cuarto  de 
María  Antonieta. 

Trasladado  mas  tarde  á  Plassis,  pero  luego  &  la  Fuerza,  luego  á 
Santa  Pelagia,  fué  vuelto  después  á  la  Fuerza  y  condenado  á  de- 
portación el  18  de  fructidor.  Dos  veces  embarcado  para  Cayena, 
llegó  á  permanecer  una  vez  seis  semanas  en  la  rada  de  Rochefort.  A 
solicitud  de  su  esposa  obtuvo  permiso  para  continuar  su  destierro 
en  Constanza,  Suiza.  Dos  aflos  después  volvía  á  Francia,  y  fué 
preso  como  sacerdote. 

En  el  Temple  habitó  los  departamentos  de  Luis  XVI. 

Por  fin,  bajo  el  consulado,  Ceracchi,  Arena,  Topineau-Lebrun  y 
Cadoudal,  acusados  de  conspirar  contra  la  vida  de  Bonaparte,  pasa- 


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DB  IDBOfA  119 

m  el  fetal  postigo  de  la  Convergería  para  ir  á  morir  en  la  plaza  de 
ttws. 

D  infortunado  Lesnrques,  acosado  de  asesinato  y  reconocido  ino- 
eafc  algunos  afios  después  de  su  ejecución,  habia  lambien  habitado 
»  calaboio  de  esta  cárcel. 

He  tetemos  necesidad  de  manifestar  nna  vez  mas  cuan  difícil  es 
ekgk  entre  tantos  millones  de  nombres.  Pero  ha  pasado  ya  la  época 
m  que  hemos  visto  llenarse  de  inocentes  la  cárcel.  Grandes  cami- 
níes Tan  á  ocupar  el  puesto  que  dejaron  vado  esos  hombres  emi- 
mtts,  á  los  caales  debimos  echar  nna  mirada  de  recuerdo  ó  de  Iris- 
tsa.  Si  esperamos  los  folios  de  los  tribunales  prebostales  de  la  ros- 
cón su  acompañamiento  de  lúgubres  venganzas, ,  no  po- 
drecer al  leclor  sino  causas  criminales  mas  ó  menos  dignas 


VI. 


-Ubedoyere.— El  mariscal  Ney.— El  conde  de  la  Valette  saltado  por  sn  es- 
ssm  ■  loóte!.—  Detalles  sobre  so  vida  en  la  Convergería.— Historia  de  los  carbono- 
ri— Loa  sargentos  de  la  Rochela.— Plan  de  rapto.— La  ejecución  >-Ooorard.— 
B  twlcnciado  a  muerte.— El  dia  de  la  ejecución. 

B  fin  del  imperio  vio  intentar  y  aun  casi  llevar  á  cabo  felizmente 
no  de  h»  proyectos  mas  atrevidos  de  la  imaginación  humana. 

Un  hombre  recluso  en  una  casa  de  curación,  una  especie  de  loco 
en  quien  nadie  pensaba,  estuvo  á  punto  de  derribar  en  algunas  ho- 
ras el  poderoso  imperio  que  diez  afios  hacia  trataban  en  vano  de 
conmover  diez  reyes  coaligados. 

El  emperador  habia  partido  para  Rusia,  cuando  salió  el  general 
Mallet  de  la  casa  de  curación  en  que  se  hallaba,  el  23  de  octubre  de 
1812  á  las  ocho  de  la  noche,  y  dirigiéndose  á  París  vestido  con  el 
aifbrme  de  oficial  general,  recorrió  varios  cuarteles,  esparciendo  en 
dios  la  noticia  de  que  Napoleón  acababa  de  morir  en  una  batalla. 

Fácilmente  se  cree  una  desgracia  cuando  se  trata  de  la  suerte  de 
todo  un  pais.  Aprovechándose  Mallet  del  rumor  que  ya  se  habia  he- 


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150  PRISIONES 

cbo  común,  va  á  sacar  de  la  Fuerza  á  los  generales  Gaidal  y  Labo- 
rie,  quienes,  fuese  por  credulidad  ó  complicidad,  ayudan  á  esparcir 
la  alarma  por  toda  la  ciudad.  Mallet  se  encontraba  ya  á  la  cabeza  de 
algunos  destacamentos  que  debían  engrosarse,  y  el  abate  Lafont, 
agente  secreto  del  partido  realista,  habia  hecho  tomar  las  armas  á 
muchos  soldados  para  sostener  la  empresa.  La  prefectura  estaba 
tomada  y  habian  sido  presos  muchos  funcionarios  públicos.  Nadie 
habia  hecho  resistencia:  tan  terrible  era  el  estupor. 

Dirígese  Mallet  al  estado  mayor  para  prender  al  general  Hullin, 
que  mandaba  la  plaza.  Este  paso  debia  asegurar  el  éxito  de  la  cons- 
piración. Cuenta  Mallet  al  general  la  desagradable  noticia.  Hullin 
le  da  crédito  como  todos  los  demás.  Entonces  le  declara  Mallet  que 
tiene  orden  de  arrestarle  y  le  pide  la  espada.  Ya  va  á  dejarse  pren- 
der el  valeroso  Hullin  sin  oponer  la  menor  resistencia,  cuando  se  U 
ocurre  de  repente  pedir  que  se  le  muestre  la  orden. 

No  vacila  Mallet,  y  le  pega  un  pistoletazo  que  hiere  en  la  quijada 
al  general. 

Esta  violencia  fué  lo  que  lo  echó  todo  á  perder. 

Acudiendo  socorro  á  Hullin,  Mallet  fué  el  arrestado. 

Tiénese  tiempo  de  reflexionar,  de  concertarse;  piénsase  por  prime- 
ra  vez  en  las  autoridades  constituidas,  y  fracasa  la  conspiración. 

Nadie  se  habia  acordado  de  que  el  emperador  tenia  un  hijo,  on 
sucesor. 

Esto  fué  lo  que  mas  le  irritó,  cuando  supo  á  su  vuelta  la  barra- 
basada que  estuvo  á  punto  de  volcar  su  trono. 

Mallet  fué  encerrado  en  la  Consergeria  junto  con  sus  cómplices, 
voluntarios  ó  no.  Lahorie,  Guidal  y  buen  número  de  oficiales  fueron 
competidos  ante  un  consejo  de  guerra,  que  les  condenó  á  ser  fusilados. 

La  ejecución  tuvo  lugar  el  29  de  octubre  siguiente  en  la  llanura 
de  Grenelle. 

Desde  entonces  los  calabozos  de  la  Consergeria  recibieron  algunas 
nobles  víctimas.  La  restauración  trajo  de  nuevo  las  proscripciones  y 
el  cadalso  político. 

Luis  XVIII  imaginó  llamar  al  regreso  de  la  isla  de  Elba  un  aten- 
tado  cometido  por  Bonaparíe  contra  la  familia  real,  merced  á  cuya 
ingeniosa  combinación  pudo  envolver  en  unas  mismas  redes  á  todos 


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DE  EUROPA.  151 

demostrado  so  adhesión  al  usurpador,  regresado  en 
ft  de  mano. 

El  geoeral  Labedoyere,  atraído  á  París  por  una  infame  traición, 
(hé  preso  en  1815.  Era  culpable  de  haber  reconocido á  su  emperador, 
de  haber  saludado  al  águila  cuyas  alas  le  habían  llevado  tantas  ve- 
ees  i  la  victoria. 

Mochos  de  sus  amigos  le  habían  prevenido  de  la  deslealtad  de 
Lais  I  VIH,  de  su  profundo  odio  contra  los  partidarios  del  imperio, 
y  habiasele  puesto  en  guardia  contra  ese  tirano  cuyo  inestinguible 
tarar  debía  estar  irritado  por  la  vergüenza  de  un  doble  destierro. 

Oavrard,  el  antiguo  proveedor  del  ejército,  le  aconsejó  que  partiese 
4  los  Estados  Unidos,  y  para  decidirle  á  ir  á  establecerse  allí,  le  ofre- 
ció mil  quinientos  liises  de  oro  y  una  letra  de  cambio  de  50,000 


Pero  nada  detiene  la  marcha  del  destino.  Labedoyere  debía 


Eaoerrfeele  en  un  pequefio  aposento  de  la  Consergeria,  amueblado 
áe  u  catre  gris  en  cuya  madera  asegura  uno  de  nuestros  escritores 
acanalado  en  esa  misma  época,  haber  leído  las  palabras  siguientes, 
«entas  con  lápiz:  M  de  Labedoyere  ha  dormido  aquí  en... 

Labedoyere  fué  fusilado  en  Geneble  el  4  de  agosto  de  1815.  Su 
■serte  pareció  un  asesinato.  Coincidió  con  las  matanzas  que  ejecu- 
taban en  el  Mediodía  los  ardientes  realistas. 

Solo  hay  una  diferencia  entre  ambas  épocas:  en  el  93  los  matadores 
eitaban  estregados  k  la  anarquía,  y  en  1815  los  alevosos  tenían  un 
rey- 
Poco  después  fué  sepultado  en  el  mismo  calabozo  el  célebre  Hi- 
giel  Ney,  el  valiente  entre  los  valientes,  el  héroe  de  Moscovia,  de 
qiieo  había  dicho  Napoleón: 

— Cincuenta  millones  daría  para  saber  que  Ney  vive  aun. 

Ney,  par  de  Francia  y  mariscal  duque,  fué  condenado  por  los 
parea  ¿  ser  arcabuceado. 

Hay  quien  asegura  que  algunos  guardias  de  corps  y  realistas  se 
disfrazaron  con  el  uniforme  de  los  veteranos  para  tener  la  satisfac- 
ción de  matar  al  glorioso  soldado  del  imperio.  Es  muy  sensible 
qte  b  historia,  esa  grande  enseñanza  de  los  pueblos  y  de  los  reyes, 


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151  FAISfONES 

no  nos  haya  trasmitido  el  nombre  de  algunos  de  esos  infames  ase- 
sinos. 

El  pueblo  no  tiene  semejantes  recursos  contra  la  ignominia...  y 
los  nobles  gentil-hombres  á  quienes  ha  perseguido  durante  la  revo- 
lución en  represalias  de  tantas  iniquidades  sufridas,  esas  nobles  vic- 
timas, decimos,  conocen  bien  el  nombre  de  los  asesinos  de  setiembre. 

Miguel  Ney  murió  sin  jactancia,  pero  también  sin  temor.  Su  mira- 
da y  su  sonrisa  deben  haber  sido  un  cruel  remordimiento  para  sus 
asesinos. 

Igual  suerte  estaba  reservada  á  todos  los  amigos  de  Napoleón,  ó 
á  todos  aquellos  cuya  gloría  y  lealtad  ofuscaban  la  celosa  mirada  del 
muy  amado  rey,  traductor  de  Horacio. 

No  ignoraba  Luis  XVIII  que  en  1814,  un  mensaje  del  conde  de 
la  Valette  habia  estado  á  punto  de  salvar  á  la  Francia  de  la  invasión 
estranjera  y  conducir  vencedor  á  París  á  Napoleón.  Era  después  del 
glorioso  combate  de  Arcis-sur-Aube.  Las  aliados  avanzaban  hacia  la 
capital.  Napoleón  halló  en  Doulevant  el  siguiente  aviso  del  conde, 
director  de  correos: 

—«No  hay  que*  perder  un  instante,  seflor,  venid  &  salvar  á  París, 
que  podría  capitular. » 

Contando  Napoleón  que  los  parisienses  se  defenderían,  esperó  al- 
gún tiempo.  La  traición  se  aprovechó  de  este  retardo  y  el  aviso  del 
conde  de  la  Valette  fué  perdido.  Pero  de  todas  maneras  era  preciso 
vengarse  de  tan  buen  francés. 

Luis  XVIII  hizo  acusar  al  conde  de  complicidad  en  el  atentado  co- 
metido por  Bonaparte  contra  la  familia  real,  y  con  desprecio  de  la 
fé  jurada,  á  pesar  del  beneficio  de  la  Convención  de  París,  cuya  ca- 
pitulación concedía  amnistía  completa,  el  conde  fué  preso,  como  Ney 
y  Labedoyere  lp  habían  sido. 

Conociéndose  perdido,  condenado  &  la  última  pena,  contestó  &  las 
lamentaciones  de  su  abogado: 

— ¿Qué  queréis,  amigo  mió?  Es  una  bala  de  cafion  que  ha  venido 
á  herirme  en  mitad  del  pecho. 

Como  Luis  XVIII  estaba  impaciente,  fijóse  la  ejecución  el  Jl  de 
octubre. 

Solo  en  su  calabozo,  el  sentenciado,  preparábase  para  ir  al  suplicio 


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liad,  de  La  Welle  en  la  Consergcria. 


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DE  EUROPA.  158 

•e  le  dijo  que  su  esposa  había  solicitado  el  favor  de  abra- 
arte  por  última  vez. 

i  de  la  Valette  era  de  la  casa  de  Beauharnais  y  sobrina  de 
Josefina. 

La  sangre  generosa  se  inflama  siempre  en  presencia  de  los  gran- 
des peligros. 

Madama  de  la  Valette  llegó  la  mañana  del  20  de  octubre  á  la  car- 
ctL,  neoapafiada  de  su  hija,  de  doce  años  de  edad,  y  de  nna  aya. 
Envuelta  la  condesa  en  un  ancho  y  espeso  witchoura,  ahogada  por  los 
■Bonos  m  voz,  conmovió  á  los  guardianes,  quienes  la  introdujeron 
•  donde  su  esposo  se  hallaba.  Era  á  eso  de  las  nueve  y  solo  se  les 
concedido  un  cuarto  de  hora  de  tiempo. 

estuvieron  solos  ambos  esposos,  cuando  manda  la  condesa 
ák  aya  que  se  pusiese  de  vigilancia,  y  en  dos  palabras  esplica  á  su 
In  atrevida  y  valerosa  resolución  que  ha  tomado. 

el  conde  en  el  witchoura,  oculta  su  cabeza  bajo  la  cofia 
f4nrin  de  su  esposa,  sale  á  la  hora  prescrita  cubriéndose  el  rostro 
canm|*fiuelo  y  afectando  una  violenta  desesperación,  sosteniéndo- 
la «A|a  y  la  aya,  igualmente  desconsoladas. 
Lm  carceleros  respetan  tanta  aflicción  y  les  acompañan  con  una 
►  compasiva.  Una  silla  de  posta  les  aguardaba  en  el  malecón 
Plateros.  Suben  á  ella  la  hija  y  la  aya  en  presencia  de  algu- 
nts  enriónos.  En  cuanto  á  M.  de  la  Valette,  un  cabriolé  conducido 
par  su  amigo  el  coronel  Chatenay  le  habia  arrebatado  rápidamente 
al  volver  la  primera  esquina. 

Entran  luego  los  carceleros  en  el  calabozo,  para  ver  el  efecto  que 
ka  producido  en  el  prisionero  esta  última  visita,  y  ven  á  una  per- 
sea agazapada  en  el  rincón  mas  oscuro. 
— ¿Llora? — se  dicen.— Pero  no....  ¿Se  ha  desmayado? 
Aeércanse  y  reconocen  á  una  mujer,  cuya  tranquilidad  en  tan  te- 
ito  acaba  de  completar  el  cruel  engaño.  Dase  la  voz  de 
búscase  en  todas  direcciones...  Alcánzase  la  silla  de  posta, 
es  detenida  y  registrada;  pero  el  conde  no  se  halla  en  ella  ni  se  pue- 
den descubrir  sus  pasos. 

Ro  habiendo  salido  de  París,  debia  mas  ó  msnos  tarde  caer  en  las 
garras  de  sus  enemigos  sin  el  sacrificio  de  tres  ingleses  que  se  ofre- 

Tovnn.  *0 


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151  PRISIONES 

cieron  á  acompañarle  fuera  de  Francia.  MM.  Hutehiuson,  Bruce  y 

Wilson  le  escoltaron  hasta  Mons,  á  donde  llegó  sano  y  salvo. 

Madama  de  la  Valetle  y  su  aya  fueron  procesadas;  pero  supo  aque- 
lla defenderse  con  nobleza,  y  se  las  absolvió.  El  conserge  fué  destitui- 
do con  buen  número  de  empleados  de  la  Consergeria,  á  quienes  se 
acusó,  si  no  de  haberse  dejado  seducir,  por  lo  menos  de  falta  de  vi- 
gilancia. 

Las  sucesivas  venganzas  ejercidas  por  Luis  XVIII,  que  volvia  á 
entrar  pacíficamente  en  sos  estados,  inspiraron  á  algunos  ideas  de 
represalias.  La  policía  vigilaba  activamente  á los  conspiradores,  bas- 
tante numerosos,  pero  sin  esperiencia,  desbaratando  ó  evitando  unos 
tras  otros  muchos  complots  tramados  por  las  sociedades  liberales; 
mas  no  pudo  evitar  que  el  heredero  del  trono  fuese  herido  por  un 
aislado  puSal  que  aguzaba  en  silencio  uno  de  esos  hombres  resueltos 
como  los  suelen  abortar  las  grandes  agitaciones  revolucionarias  6 
las  grandes  iniquidades. 

El  duque  de  Berry  se  había  hecho  odiar  del  ejército  por  sus  altivas 
maneras,  su  absoluta  ignorancia  y  la  brutalidad  de  que  habia  dado 
muchas  pruebas  para  con  los  oficiales  que  no  le  eran  simpáticos. 

Estábamos  en  1820.  Lo  que  se  llamaba  entonces  ejército  era  el 
resto  de  los  soldados  del  imperio.  Este  resto  lo  componía  un  ejército 
formidable,  poco  manejable  para  un  joven  disoluto  y  sin  esperiencia, 
porque  aun  se  acordaba  de  la  mano  imperial  cuyo  solo  gesto  tenia 
tanto  valor  como  autoridad. 

El  duque  de  Berry  parecía  propenso  á  resucitar  las  fáciles  cos- 
tumbres de  otro  tiempo,  tan  poco  á  propósito  para  los  hombres  seve- 
ros y  laboriosos  de  la  república  y  del  imperio.  Así,  el  odio  se  diri- 
gía mas  particularmente  á  él  que  á  los  demás  prinoipes,  pues  él  era 
el  heredero  de  la  corona  y  teníase  derecho  á  esperar  del  mas  joven 
las  mayores  cosas. 

Hé  aquí  lo  que  el  alcaide  de  la  Consergeria  escribía  una  noche  á 
la  luz  de  una  vela  que  le  tenia  un  gendarme: 

c  Ha  entrado  en  la  casa. . . 

«Louvel  (Pedro  Luis)  mancebo  guarnicionero,  de  treinta  y  siete 
afios  de  edad,  natural  de  Versalles,  habitante  en  la  época  de  su  ar- 
resto en  esta  de  París,  en  las  caballerizas  del  rey,  acusado  de  ha- 


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DE  SUROFV  158 

ber,  en  13  de  febrero  de  18!0  á  las  once  de  la  noche,  herido  de  una 
pafialada  á  su  alteza  real  monseñor  el  duque  de  Berry,  que  murió 
de  resultas.» 

Débase  en  la  Opera,  plaza  de  Ricbelieu,  el  Carnaval  de  Venecia  y 
Jar  Bodas  de  Camocho.  El  duque  y  la  duquesa  asistían  á  la  repre- 
sentación. A  las  once  menos  dos  minutos,  salió  el  principe  del  co- 
liseo para  acompañar  á  la  duquesa  hasta  su  coche,  que  aguardaba  en 
ta  calle  de  Rameau,  junto  á  la  de  Santa  Ana;  y  en  el  instante  en  que 
valvia  4  entrar,  cogióle  Louvel  por  mitad  del  cuerpo,  dándole  tan  vio- 
hato  y  sibito  golpe,  que  solo  creyó  haber  recibido  el  duque  un  pu- 


Despoes  de  muchos  interrogatorios  tanto  en  el  mismo  teatro  como 
ei  el  ministerio  del  interior,  fué  trasladado  Louvel  á  la  Gonsergeria 
el  14  ¿  las  cinco  de  la  tarde.  Habia  sido  arrestado  por  un  mozo  de 
cafe  llamado  Paulmier  y  un  guardia  real  de  apellido  Debierre,  que 
retasó  aceptar  todos  los  ofrecimientos  que  se  le  hicieron  hasta  el  de 
Vi  era  de  honor,  y  pidió  su  licencia  absoluta. 

Oeko  oficiales  de  paz  se  relevaban  cada  tres  horas  cerca  de  su  per- 
asea,  enriando  después  de  cada  guardia  el  jefe  del  primer  despacho 
mn  exacta  relación  de  todo  lo  que  habia  dicho" y  hecho  el  asesino. 
Di  brigadier  de  gendarmería  hacia  lo  propio  en  el  interior,  enviando 
á  su  superiores  otra  relación  escrita,  de  suerte  que  ambos  relatos 
ipalsaban  uno  con  otro,  al  propio  tiempo  que  se  vigilaban  mu- 


Mil  doscientas  personas  fueron  interrogadas  sobre  este  crimen,  y 
par  temor  de  que  existiese  una  conspiración  cuyo  instrumento  hu- 
biese sido  Louvel. 

Ea  medio  del  diluvio  de  cumplimientos,  pésames  y  otras  muestras 
de  adhesión  que  de  todas  partes  caían,  no  podia  menos  de  llamar  la 
aleación  la  carta  siguiente,  dirigida  al  jefe  de  la  primera  división  da 
la  Prefectura  de  policia  por  el  llamado  Lucet,  detenido  en  el  depó- 
sito de  la  Prefectura,  y  de  la  que  hizo  lectura  M.  Decazes  en  la  cá- 
mara de  los  diputados.  Déla  aqui: 

«Caballero, 

c  Acabo  de  saber  con  la  mayor  satisfacción  el  asesinato  del  seffor 
de  Berry,  y  he  pensado  sobre  el  particular  que  no  vendría  mal 


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156  PRISIONES 

que  hubiese  el  resto  de  la  familia  experimentado  la  misma  suerte. 
No  sería  mas  que  un  justo  castigo  de  los  males  que  han  ocasionado 
á  la  Francia  por  su  obstinación  en  querer  reinar  en  un  pueblo  que 
les  habia  desde  mucho  tiempo  arrojado  y  olvidado.  (Cuánta  gloría  ha 
adquirido  el  que  ha  dado  la  puñalada,  y  cuánto  envidio  su  acción! 
¡Ojalá  pueda  yo  un  dia  tener  ocasión  da  imitar  su  valor!» 

M.  Decaces  no  leyó  mas. 

Hablase  olvidado  de  la  siguiente  frase: , 

« Debe  hacerse  una  observación  no  poco  feliz,  y  es  que  el  sefior  du- 
que podrá  reemplazar  al  que  en  semejante  dia  se  enlierra  todos  los 
años  (el  buey  gordo). 

»Tengo  el  honor  de  ofrecerle  mis  sentimientos  de  que  muchos  par- 
ticipan, etc.» 

Recibida  esta  letra,  buscóse  una  fórmula  para  castigar  á  su  autor. 
Pero  una  misiva  no  constituye  ni  crimen  ni  delito  sino  cuando  ha  re- 
cibido publicidad  por  parte  del  mismo  que  la  escribió.  Lucet  se  ha* 
liaba  procesado  por  vago.  El  tribunal  le  condenó  á  seis  meses  de 
prisión,  debiendo  quedar  después  de  cumplido  el  procesado  á  dispo- 
sición del  gobierno. 

Louvel  habia  sido  soldado.  Siguió  al.emperador  á  la  isla  de  Elba 
y  trabajó  para  su  guarnés.  Tan  modesto  como  desinteresado  en  su 
adhesión,  asistió  á  la  batalla  de  Waterloo,  y  no  habiendo  podido  se- 
guir en  su  nuevo  destierro  á  Napoleón,  habia  concebido  desde  en- 
tonces la  idea  de  su  crimen  y  comprado  en  la  Rochela  el  instrumento 
de  que  se  hubo  de  valer  para  consumarlo. 

Era  Louvel  tan  económico  que  rayaba  en  avaro.  Hallóse  en  su 
cuarto  en  dinero  la  cantidad  de  165  francos,  ropa  blanca  y  buenos  y 
aseados  trajes.  Sin  embargo,  no  ganaba  mas  allá  de  2  francos  50 
céntimos  diarios,  y  todo  lo  mas  4  francos. 

Tan  rigurosas  ó  inicuas  fueron  las  prisiones  á  que  se  procedió,  que 
llegaron  á  ponerse  arrestadas  algunas  gentes  que  cantaban  en  medio 
la  calle,  y  otras  porque  reían.  Un  comisario-arrestador  estuvo  en 
un  tris  como  no  perdió  su  empleo  por  haber  dado  un  concierto  el  dia 
14  de  febrero.  Fórmesele  causa  y  probó  plenamente  que  solo  era 
culpable  de  haber  mandado  afinar  aquel  dia  el  piano  de  su  hija. 

Ya  no  existe  hoy  dia  el  calabozo  que  ocupó  Louvel  en  la  Conser- 


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DE  EUROPA.  1*1 

geria:  era  ui  píen  embaldosada  casi  á  nivel  del  plan  terreno,  ilu- 
por  ana  ventana  qne  daba  al  patio,  pero  tan  elevada  que  no 
rse  á  ella  el  preso,  y  tan  insignificante  qne  habia  necesi- 
dad de  conservar  día  y  noche  encendido  un  farol  dentro  del  calabo- 
m.  Hallábase  además  separada  esa  pieza  por  otra  en  la  que  se  halla- 
ba la  oficina.  Habia  centinela  en  el  corredor,  centinela  en  el  patio, 
debajo  de  la  ventana  y  en  el  interior  un  oficial  de  paz  y  nn  brigadier 
de  gendarmería. 

Condújoee  á  Louvel  al  Louvre  para  ponerle  en  presencia  del  ca- 
dáver. No  manifestó  el  asesino  la  menor  emoción  y  declaró  qne  no 
lema  cómplices.  A  su  vnelta  se  ocupó  mucho  de  su  redingote  verde 
que  («piaba  y  doblaba  con  esmero. 

Quejábase  un  dia  de  frió  en  la  cabeza.  Respondióle  el  gendarme 
qae  casado  se  daban  tales  golpes  era  menester  llevar  siempre  en  la 
faltriquera  el  gorro  de  dormir.  Louvel  replicó  que  hubiera  debido  de 
mucho  tiempo  desde  el  dia  en  que  habia  resuelto  llevar  á 
plan. 
,  á  menudo  de  Carlota  Gorday,  diciendo  que  ella  habia 
una  heroína  en  tanto  que  él  se  asemejaba  á  un  monstruo, 
y  qae  Áa  embargo  ese  monstruo  y  esa  heroína  habían  hecho  lo  mis- 
mo, matar  á  un  tirano. 

Hacia  gran  caso  de  los  buenos  alimentos,  á  fin  de  que  no  le  falla- 
ses las  fuerzas  en  presencia  de  sus  jueces.  Gomo  quiera  que  se  le 
pramtiese  la  vida  si  descubría  á  sus  cómplices,  contestó: 

—«Seria  esto  una  cobardía,  sien  realidad  tuviese  yo  cómplices; 
y  sitado  yo  un  cobarde,  no  hubiera  hecho  lo  que  he  hecho. » 

Qaejóse  igualmente  de  la  camisa  de  fuerza  que  se  le  habia  puesto 
para  impedir  que  se  matase. 

— €  No  es  esta  la  muerte  que  deseo:  quiero  ser  juzgado  conestrépito. » 

Cambióse  á  menudo  el  régimen  de  Louvel;  y  ora  se  le  daba  tan 
tolo  pan  y  agua  turbia,  ora  se  le  servían  buenos  platos  á  su  elec- 
ción. Por  lo  demás,  el  conserge  le  trataba  con  particular  atención,  á 
lo  que  le  eslavo  el  preso  sumamente  reconocido. 

Quiso  leer,  mas  como  se  le  enviasen  los  Sermones  de  Massillon, 
devolviólos,  porque  le  fastidiaban,  según  dijo.  Además  no  le  inco- 
modaba poco  la  camisa  de  fuerza  para  volver  las  páginas. 


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IBS  PRISIONES 

Louvel  era  de  alegre  carácter;  pero  se  fastidiaba  con  todo  frecuen- 
temente. Tomaba  por  sus  guardas  el  mayor  interés.  Su  conversación 
con  ellos  giraba  siempre  sobre  política  ó  sobre  asuntos  festivos.  Ha- 
blase encariñado  de  los  dos  perritos  del  conserge;  les  hablaba;  ju- 
gueteaba con  ellos  durante  horas  enteras  y  se  ocupaba  sobre  todo  de 
su  peinado,  que  quería  esmerarse  en  cuidar  para  el  dia  de  la  eje- 
cución. 

Louvel  dejó  la  Gonsergeria  por  el  Luxemburgo  el  5  de  junio,  vol- 
viendo á  ella  el  6,  para  volver  á  salir  el  7  para  el  cadalso. 

En  el  tribunal  de  los  Pares  pronunció  un  discurso  cuya  publica- 
ción en  los  periódicos  prohibió  la  comisión. 

Divirtióse  durante  la  deliberación  de  los  jueces  en  remedar  la  vos 
de  estos  y  de  los  abogados.  Después  se  le  mandó  pasar  á  la  escriba- 
nía en  donde  le  fué  leída  la  sentencia,  que  oyó  sin  pestañear.  Gomo 
se  le  proponía  un  sacerdote  á  quien  se  negaba  á  recibir,  hizole  el 
escribano  un  sermón  muy  conmovedor  sobre  la  necesidad  de  la  re- 
ligión en  un  trance  como  el  suyo. 

—Creo  ir  al  Paraíso—  replicó— tanto  por  lo  menos  como  los  que 
han  hecho  armas  contra  la  Francia  y  muerto  franceses. 

En  seguida  volvió  á  continuar  su  comida,  que  había  interrumpido 
semejante  escena,  añadiendo: 

— Bien  pudieran  haber  venido  antes  ó  después  de  mi  comida. 

Todavía  hubo  de  sufrir  muchos  interrogatorios  que  le  fatigaron  en 
estremo,  y  volvió  á  comer  alas  dos.  Bebió,  contra  su  costumbre,  vi- 
no puro,  y  luego  pidió  detalles  sobre  el  traje  de  los  condenados  á 
muerte.  Anunciándosele  que  le  debia  ser  cortado  el  cuello  de  la  ca- 
misa; 

— t|Lá8tima!— dijo— tan  buena  como  es  todavía!» 

T  en  seguida  mirando  su  redingote  verde: 

—¡Qué  desgracia!— añadió— j tener  que  abandonar  esta  prenda, 
en  el  buen  estado  en  que  todavía  se  halla!  To  la  confeccioné,  así  co- 
mo también  mis  pantalones,  mi  chaleco  y  mis  zapatos. 

A  las  cinco  le  pareció  largo  el  tiempo.  Se  había  puesto  muy  páli- 
do. Guando  á  las  seis  menos  cuarto  se  le  avisó  que  era  preciso  par- 
tir, palideció  mas  aun. 

—Estoy  pronto,  contestó. 


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DI  EU10WL  151 

Condijooele  4  la  tale- escribanía  en  donde  el  ejecutor  le  ató  las 
■anos  i  la  espalda  y  le  compuso  para  el  fatal  acto.  En  seguida  se 
le  hizo  subir  i  la  carreta. 

Louvel  estaba  impasible. 

Llegado  al  cadalso,  contestó  al  abate  Montos,  que  le  decía: 

—Hijo  mió;  la  ocasión  es  llegada  de  desarmar  al  Señor  con  un 
■acero  arrepentimiento. 

—Padre  mió,  hay  ya  bastante,  y  apresurémonos,  porque  allá  ar- 
riba me  aguardan. 

Lsuvel  subió  con  paso  vacilante  las  gradas.  Los  ayudantes  del 
verdugo  tuvieron  que  sostenerle;  pero  mientras  le  sujetaban  en  la 
tabla,  miró  fríamente  al  rededor  de  la  plaza  la  enorme  abundancia 
de  espectadores. 

Si  cabexa  cayó  4  las  seis  en  punto. 

No  quedan  de  Louvel  ni  retratos  parecidos,  ni  cartas;  pues  las 
i  que  escribió  son  solo  de  su  polio,  pero  no  de  su  dictado  ó 
i.  Eran  cartas  de  despedida  que  se  le  habían  compuesto 
5,  según  se  dice. 


La  Eeetauracion,  tan  violenta,  tan  rencorosa,  igualaba  los  eece- 
sss  de  loa  mas  fogosos  reaccionarios.  Organizóse  contra  ella  una  vas- 
la  asociación,  conocida  con  el  nombre  de  carbonería  ó  carbonarismo. 

Sesgante  secta,  émula  de  la  francmasonería,  toteaba  sus  alusio- 
nes y  sus  símbolos  del  oficio  de  los  carboneros.  Los  carbonarios 
sa  ocupaban  misteriosamente  de  la  regeneración  de  la  Italia  opri- 
mida por  el  Austria;  y  de  Italia  habían  pasado  k  Francia  sus  princi- 
pios en  na  época  de  embriaguez  gubernamental. 

Los  carbonarios  de  París  estaban  divididos  en  pequeñas  reunio- 
nes, llamadas  círculos  ó  ventas.  Habia  ventas  particulares,  ventas 
cfBJrafef ,  altas  ventas  y  por  fin  una  venta  suprema ,  núcleo  del  go- 
bierno destinado  k  salir  de  este  misterio  regenerador. 

Rmptriifr***  por  la  venta  particular,  en  la  cual  no  se  entraba  sino 
i  propaeata  de  muchos  carbonarios  que  respondían  del  neófito.  Era 
áe  rúbrica  que  el  candidato  hiciese  profesión  de  un  odio  probado  con- 
tra al  gobierno  despótico.  Babia  algunas  sociedades  preparatorias  á 


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160  PRISIONES 

cuyo  cargo  corría  la  educación  política  de  los  candidatos  sin  espe- 
riencia,  y  con  los  cuales  no  hubiera  podido  contarse  en  caso  de  ne- 
cesidad. 

Cada  venta  particular  se  componía  de  veinte  carbonarios  que  to- 
maban entre  ellos  el  nombre  de  buenos  ó  queridos  primos.  Luego 
que  estaba  completa  una  venta,  empezaba  el  escedente  &  reclutar 
para  la  formación  de  otra  venta,  de  suerte  que  pudiesen  ser  permi- 
tidas las  reuniones  y  un  solo  cuerpo  se  ofreciese  á  las  persecuciones 
de  la  policía. 

Veinte  ventas  particulares  que  nombraban  cada  una  un  diputa- 
do,— era  por  lo  general  su  presidente— formaban  una  venta  central. 
Compréndese  el  principio  de  la  gerarquia:  cada  venta  central  nom- 
braba también  un  diputado  cerca  de  la  alta  venta,  la  cual  á  su  vez 
tenia  un  diputado  correspondiente  en  la  venta  suprema. 

La  correspondencia  estaba,  pues,  perfectamente  arreglada  y  con  to- 
do el  secreto  apetecible:  puesto  que  esas  ventas  solo  estaban  uni- 
das por  un  lazo  casi  imperceptible,  un  solo  hombre,  fácil  de  supri- 
mir ó  alejar  en  caso  de  descubrimiento.  De  ahi  resultaba  que  cada 
miembro  de  la  asociación  no  conocía  sino  á  los  miembros  de  su  ven- 
ta y  cada  diputado  dos  ventas. 

Estatutos  rigurosos  y  sujeción  á  un  juramento  terrible,  garantiza- 
ban la  seguridad  de  la  asociación.  Uno  de  los  artículos  de  tales  esta- 
tutos fulminaba  pena  de  muerte  contra  todo  perjuro  que  hubiese  reve- 
lado el  secreto  de  la  carbonería.  Una  simple  indiscreción  atraía  la  re- 
pulsa de  la  alta  venta  y  una  reincidencia  era  castigada  con  la  muerte. 

Algunos  signos  particulares  de  reconocimiento  facilitaban  las  re- 
laciones entre  unos  y  otros  carbonarios.  Tenían  sus  señas,  contra- 
señas y  fórmulas  sagradas.  Saludábanse  levantando  ó  inclinando  el 
antebrazo,  ó  apoyando  el  codo  en  la  cadera;  algunas  veces  señalaban 
el  corazón  con  el  índice,  ó  se  tocaban  en  la  mano  formando  con  el 
pulgar  y  el  índice  una  G,  ó  doble  N. 

Entre  la  multitud  podían  reconocerse  pronunciando  las  palabras 
speranza,  á  la  que  respondían  los  inteligentes  con  la  de  féde,  es  de- 
cir, fé  y  esperanza;  ó  bien  la  palabra  carita,  caridad,  de  la  que  arti- 
culaban los  unos  la  primera  sílaba,  y  los  otros  respondían  con  la  se- 
gunda y  los  demás  con  la  tercera. 


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DE  EUROPA.  161 

hr  la,  loe  earbooarios  debiaa  estar  provistos  cada  cual  de  un  f u- 
ri  de  munición  con  bayoneta  y  de  veinte  y  cinco  carinchos  de  cali- 
bre. Estaban  obligados  á  instruirse  en  el  manejo  de  esta  arma  y  en 
lü  ejercicios  militares  de  la  infantería. 

Al  eotrar  en  la  sociedad  deponían  cinco  francos  en  la  caja  gene- 
ral j  liego  un  franco  cada  mes;  cantidades  que  llegaban  á  repro- 
faáne  inmensamente  por  la  fructificación  delegada  &  los  miembros 
ét  k  venta  suprema. 

Ei  1821 ,  el  patriotismo  enardecido  por  la  opresión,  ofendido  por 

k  larga  presencia  de  los  ejércitos  extranjeros  en  un  pueblo  acos- 

tabrado  á  llevar  al  estertor  sus  banderas,  el  bueno  y  candido  pa- 

triotismo,  si  así  podemos  llamarle,  se  contentaba  con  la  diversión 

ét  «a  asociación  semejante  y  con  estas  reuniones  en  donde  cada  cual 

p*fca  dar  espansion  i  sus  sentimientos,  soñando  en  alta  voz  y  en 

penda  de  fieles  amigos  en  la  libertad  y  en  la  gloria  de  la  Francia. 

Tin  numerosos  llegaron  k  ser  los  carbonarios,  que  sin  esa  honradex 

fe  qp  hemos  hablado,  sin  esa  religión  de  la  humanidad,  que  les 

teca  arar  como  sagrada  la  vida  de  sus  adversarios  mas  rencoro- 

«t  héieran  podido  derribar  ciertamente  á  Luis  XVUI  y  comenzar 

■tnera  revolución  cuyas  últimas  bases  se  limitaban  para  ellos 

í  k  bella  constitución  del  91. 

El  su  derrota,  obtenida  tan  fácilmente  por  la  Restauración,  hállase 
huma  prueba  de  esa  incertidumbre  que  constituye  la  caridad  de 
pe  hadan  profesión.  Pero  habían  de  haber  reflexionado  que  en  ma- 
tead* conspiración  los  juegos  de  niños  van  &  terminar  al  verdade- 
ra cadalso,  y  que  si  ellos  se  servían  de  puOales  de  palo  y  de  armas 
i,  sus  adversarios  combatirían  con  fusiles  bien  cargados  y  un 
bien  afilado  en  los  campos  de  batalla  de  Grenelle  y  de  la 
Grave.  Hé  aquí  lo  que  deben  tener  presente  cuantos  conspiran  fuera 
éá  colegio. 
Michos  complots,  á  los  cuales  se  esforzaba  en  prestar  la  Restan- 
gigantescas  proporciones,  acababan  de  estallar,  gracias  á  al- 
agantes provocadores,  así  en  Belfort  como  en  Marsella  y  To- 
ba. Aprovechó  la  ocasión  el  ministerio  para  apresurarse  á  aniquilar 
la  carbonería,  de  la  cual  poseía  desde  algún  tiempo  los  registros  á 
abierta. 


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1*t  PRISIONES 

Nantes,  Saumury  el  general  Berton,  son  nombres  célebres  en  los 
fastos  de  la  policía  de  aquella  época.  Casi  no  se  ocupaba  de  otra  cosa. 

El  18  de  abril  de  1821,  el  45  regimiento  de  línea  pasó  de  guar- 
nición á  París.  Era  un  regimiento  completamente  realista.  Con  todo, 
muchos  desús  sargentos  primeros  se  afiliaron  en  la  secta  de  las  car- 
bonarios. Llamábanse  Bories,  Pommier,  Goubin  y  Raoulx.  Con  su 
ejemplo  entraron  á  componer  una  venta,  recibiendo  los  pulíales  da 
rigor,  otros  sargentos  de  la  misma  clase  y  varios  soldados. 

Inocentes  puñales,  símbolos  cuya  misma  puerilidad  debía  haber 
probado  á  los  jueces  que  solo  se  contentaban  los  conspiradores  con 
sus  emblemas  y  sus  misterios.  La  conspiración  peligrosa  es  la  que 
prescinde  de  semejante  fantasmagoría. 

Mas  la  política  restauradora  evocó,  gracias  á  esos  pulíales,  todo 
el  boato  de  misteriosos  terrores,  para  hacer  erizar  los  cabellos  á  los 
jurados;  esos  puñales  despertaron  fantasmas,  sombras  sangrientas; 
un  abogado  general,  pintoresco  hasta  el  fanatismo,  desenvolvió  una 
teoría  del  contacto  de  semejantes  puñales  con  la  mano  del  conspira- 
dor, y  probó  que  un  hombre  puede  llegar  á  ser  un  asesino  á  la  sim- 
ple vista,  al  mero  tacto  del  puñal.  ¡Lo  que  es  el  miedol  Sin  embargo 
¿no  era  cosa  de  risa  ver  ese  puñalito  en  poder  de  un  soldado,  arma-* 
do  ya  de  un  fusil  con  bayoneta  y  de  un  sable  bien  afilado? 

Si  nos  estendemos  un  tanto  sobre  el  descubrimiento  de  esos  puña- 
les es  porque  fueron  en  realidad  el  mas  sólido  eje  sobre  que  giraba 
la  sangrienta  acusación  fulminada  contra  los  sargentos  de  la  Rochela. 

Estos  cuatro  sargentos,  hechos  carbonarios  y  armados  con  tea  con- 
sabidos puñales,  parten  con  el  regimiento  hacia  la  Rochela.  ¿No  os 
parece  ya  que  desde  que  poseen  la  famosa  arma,  la  Francia  está 
perdida?  Hacen  bien  en  esconder  esos  terribles  puñales  en  su  jergón 
y  en  su  mochila;  no  podia  menos  de  embarazarles  su  peso. 

Rories  era  un  joven  exaltado,  temible  además  para  el  gobierno  de 
la  Restauración;  pero  al  fin  conspiraba  como  un  estudiante  de  retó- 
rica. Mediante  una  buena  contraseña,  un  estrepitoso  brindis  y  el 
cambio  de  un  apretón  de  manos,  se  daba  por  satisfecho  y  hallaba 
los  negocios  de  la  carbonería  en  muy  buen  estado. 

Una  reunión  de  la  venta  de  Rories  había  tenido  lugar  en  París,  se- 
gún el  dicho  de  un  testigo,  en  la  taberna  del  declarante,  el  Rey  Cío* 


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DE  KUROrá.  I€S 

férf  «  la  montafia  de  Santa  Genoveva.  Hubo  discurso  patriótico, 
oomneinoracion  de  los  grandes  hechos  revolucionarios  y  entusiasmo 
sostenido  por  algunas  botellas  de  Tino,  vaciadas  en  honor  de  los 
ejércitos  franceses. 

La  venta  de  Bories  había  sido  ya  designada  á  la  policía,  y  durante 
el  trayecto  de  Paris  á  la  Rochela,  fueron  tan  perfectamente  descubier- 
tos lodos  los  pasos  del  joven  sargento  primero,  y  tan  bien  se  advir- 
tió al  coronel  de  su  regimiento,  que  al  llegar  á  la  Rochela  fué  envia- 
da Bories  k  una  prisión  militar. 

Desde  este  momento  lodo  le  pareció  complot  al  vigilante  de  los 
nutro  sargentos  del  45.*  de  linea.  Sus  esfuerzos  para  ver  á  Bories 
••ucíaban  !a  necesidad  de  comunicar  con  él,  en  mayor  bien  de  los 
astutos  del  complot;  su  entrevista  con  un  individuo  á  quien  no  ha 
podido  todavía  conocerse,  era  un  consejo  celebrado  para  la  ejecución 
de)  muño  complot;  la  ilícita  salida  de  Pommier,  cierta  noche,  era 
oaa  deserción  meditada  para  trasladar  algún  parte  útil  al  buen  éxito 
éá  GMiplot  En  una  palabra,  desde  aquel  instante  los  cuatro  des* 
estaban  perdidos  á  los  ojos  de  la  autoridad,  sin  saber  que 
otro  peligro  que  el  de  una  condena  por  la  sala  de  policia. 

Pero  nao  de  los  iniciados,  Goupillon,  atormentado  por  los  remor- 
iimimtos,  va  á  confesarlo  todo  al  coronel.  ¡Todo!  jamás  seha  podido 
desabrir  que  cosa  era  ese  todo,  &  menos  que  haya  querido  hablarse 
de  los  estatutos  y  de  los  símbolos  de  la  carbonería. 

Goupillon  revela  un  proyecto  de  arbolar  la  escarapela  tricolor, 
confiesa  poseer  también  un  puñal,  confiesa  haber  prestado  juramen- 
to de  guardar  el  secreto,  y  sin  embargo  lo  revela. 

Había  mas  que  suficiente  para  gentes  ya  tan  bien  instruidas.  El  co- 
I,  después  del  toque  de  silencio  do  la  noche,  manda  vestirse  yar- 
coo  todo  sigilo  á  la  primera  compartía  de  granaderos.  Procó- 
dese  al  arresto  de  los  conjurados,  húrgase  en  sus  camas  y  en  sus 
aochilasy  y  das*  con  los  famosos  pulíales;  huíanse  también  cartas  de 
reconocimiento  usadas  entre  carbonarios, 

Hé  aquí  descubierto  el  complot.  A  propósito  de  esos  puñales  va 
aban  á  invocarse  el  punzón  de  Louvel. 

Cada  prueba  que  surge  presenta  los  mismos  detalles.  Es  siempre 
un  carbonario  á  quien  se  ha  recibido  en  una  venta,  haciéndosele  pros* 


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161  PRISIONES 

lar  juramento  sobre  un  sable  ó  un  pufial.  Nadie  entre  los  mas  celo- 
sos denunciadores,  sabe  lo  que  se  trataba  de  hacer;  unos  creen  que 
servir  á  la  república;  otros  á  Napoleón  II;  otros  no  creen  nada. 

¡Qué  conspiración!  Todos  repiten  se  dice,  y  la  acusación  queda 
reducida  á  encontrar  un  jefe  para  tales  conjurados. 

Este  jefe  está  designado.  Es  Bories  el  que  ha  distribuido  los  puña- 
les, recibido  á  los  neo  filos  y  dado  impulsión  á  la  carbonería  militar. 

Para  hallar  una  sombra  de  verosimilitud,  un  principio  de  ejecu- 
ción á  este  complot,  para  evitar  que  se  diga  que  se  entrega  á  un  ju- 
rado á  algunos  hombres  acusados  de  haber  cantado  canciones  patrió- 
ticas, bebido  en  honor  de  la  libertad,  maniobrado  unos  en  frente  de 
otros  con  puñales  de  comedia,  enlázase  el  asunto  de  la  Rochela  con 
la  rebelión  meditada  por  Berton  en  Saumur,  y  de  uno  de  los  dos  de- 
litos se  forja  una  arma  capaz  de  hacer  caer  algunas  cabezas  en  París 
y  en  Saumur,  en  Nantes  y  en  Marsella;  en  fin,  por  todas  partes. 

Matarlo  todo,  pero  reinar;  hé  aquí  el  espíritu  de  la  Restauración, 
bien  poco  diferente  por  ende  de  las  mas  ridiculas  teorías  revolucio- 
narias. 

El  abogado  general  se  atrevió  á  presentar  á  Bories  como  el  alma 
de  la  conspiración,  como  un  hombre  nacido  para  conspirar.  ¡Reprochó 
ai  acusado  el  tener  una  opinión  poco  firme! 

La  ley  de  los  sospechosos,  contra  la  que  se  ha  declamado  tanto,  no 
decía  tan  audazmente  las  cosas. 

Exigióse  al  jurado  la  mas  desapiadada  severidad  en  un  informe 
de  á  folio  en  donde  se  hallan  todos  los  argumentos  empleados  en 
todos  tiempos  por  el  espíritu  de  partido  y  de  venganza.  La  rópjica  de 
los  procesados  á  semejante  requisitoria  ofreció  á  Bories,  acusado  de 
obrar  con  exaltación  y  de  jefe  del  complot,  uno  de  esos  movimien- 
tos oratorios  que  pintan  con  rasgos  de  fuego  la  nobleza  del  alma  y 
el  valor  de  una  generosa  indignación. 

—Se  me  quiere  presentar  como  jefe  del  complot,— esclamó  levan- 
tándose— como  su  instigador,  como  el  mismo  complot  en  carne  y 
hueso;  ¡pues  bien!  yo  acepto  estas  acusaciones  con  toda  la  responsa- 
bilidad. Si,  soy  todo  cuanto  se  ha  dicho;  por  consiguiente,  pues,  mis 
coacusados  no  son  culpables,  y  el  sacrificio  de  mi  vida  bastará  para 
salvar  la  suya. 


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DE  EUROPA.  165 

Este  arranque  do  produjo  efecto  alguno  en  unas  almas  á  quienes 
se  había  hábilmente  helado  por  medio  del  terror. 

Bories,  Pommier,  Goubin  y  Raoulx  fueron  condenados  por  el  ju- 
rado i  la  última  pena. 

Semejante  catástrofe  esparció  el  espanto  y  el  terror  en  las  clases 
de  la  sociedad  á  que  los  reos  pertenecían.  Las  ventas  se  reunieron. 
Huchas  fueron  de  parecer  de  que  se  verificase  un  le  van  la  miento  que, 
organizado  con  valor,  hubiera  podido  acaso  tener  buen  éxito.  Al- 
guno* miembros  mejor  inspirados  se  contentaron  con  trazar  el  plan 
de  un  rapto  para  salvar  á  los  sentenciados. 

Hé  aquí  el  pensamiento  de  ese  plan  que  nos  ha  sido  comunicado, 
que  indirectamente,  por  uno  de  los  miembros  de  una  venta  pa- 
b,  y  en  los  propios  términos  sustanciales  con  que  se  nos  co- 
mmieó. 

tLoa  diputados  de  muchas  ventas  debían  reunirse  en  número  de 
encanta,  hacer  llevar  aisladamente  sus  fusiles  con  bayoneta  fuera 
4b  Varia,  y  provistos  de  cartuchos  salir  de  la  ciudad  por  diferentes 
terreras,  para  hallarse  por  la  mañana  en  el  camino  de  Bicetre,  pues 
Jos  «argentos  habian  sido  trasladados  á  esta  cárcel,  de  donde  debían, 
«fin  costumbre,  ser  trasladados  á  la  Gonsergeria  la  mañana  misma 
de  la  ejecución.  Reunidos  los  conjurados  en  un  punto  determinado 
del  camino,  y  ocultos  en  las  canteras  inmediatas,  debían  hacer  fuego 
de  improviso  contra  la  escolta.  Hábiles  tiradores  como  eran  casi  to- 
dos, debían  herir  ó  matar  fácilmente  la  mitad  de  dicha  escolta,  por 
ns  nuMrosa  que  fuese,  que  sin  duda  lo  había  de  ser.  En  seguida, 
vn  combate  alarma  blanca  entre  gente  tan  resuelta  contra  unos  sol- 
dado» sorprendidos  y  turbados  por  lo  imprevisto  del  ataque,  no  po- 
día ofrecer  á  los  primeros  desventaja  probable.  Una  vez  libertados 
los  presos,  debían  ser  conducidos  al  momento  á  paraje  seguro,  y  en 
el  caso  de  sufrir  una  activa  persecución,  se  habría  ejecutado  el  mo- 
vimiento general  de  los  carbonarios  parisienses.» 

Acaso  los  mártires  de  esta  sociedad  tenían  derecho  á  esperar  una 
tentativa  de  parte  de  sus  hermanos;  pero  la  venta  suprema  se  negó 
á  dar  el  consentimiento,  y  el  rapto  dejó  de  llevarse  á  ejecución. 

Otro  proyecto  subordinado  al  anterior  fracasó  también  por  la  ti- 
i  6  circunspección  de  los  jefes  supremos  de  la  carbonería.  Sin 


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161  PRISIONES 

embargo,  muchos  miembros  afiliados  se  dirigieron  á  las  dos  de  la 
madrugada  hacia  la  plaza  de  Gréve,  para  obedecer  á  la  primera  se- 
dal. El  regimiento  que  montaba  la  guardia  en  torno  de  la  plaza  y  del 
cadalso,  se  componía  en  parte  de  buenos  primos. 

Nada  estaba  todavía  perdido. 

El  20  de  setiembre  de  1822  salieron  los  reos  de  la  Consergería  á 
las  cinco  menos  cuarto.  Iban  tranquilos  y  sonriendo.  Su  continen- 
te no  revelaba  orgullo  ni  petulancia.  Su  mirada  se  paseó  segura  y 
penetrante  sobre  aquella  muchedumbre  que  se  hubiera  enardecido 
al  primer  soplo.  Pero  el  soplo  generoso  no  llegó. 

Llegados  los  cuatro  amigos  á  los  pies  del  cadalso,  abrazáronse  con 
conmovedora  solemnidad,  gritando: 

—¡Viva  la  libertad! 

Este  grito  sublime,  suspiro  el  mas  glorioso  de  tío  moribundo,  no 
halló  un  solo  eco. 

El  terror  y  la  vergüenza  oprimían  todos  los  corazones. 

Bories  fué  el  último  que  dobló  su  cuello  bajo  la  sangrienta  cuchi- 
lla, murmurando  todavía: 

—¡Viva  la  libertad!— mirando  en  el  fondo  del  fatal  cesto  las  ca- 
bezas de  sus  compañeros  de  infortunio. 

La  multitud  se  escabulló  en  medio  del  mas  lúgubre  silencio.  Co- 
menzaba á  cerrar  la  noche:  al  mismo  tiempo  que  se  iluminaban  las 
doradas  ventanas  del  Louvre,  y  en  tanto  que  las  pesadas  carretas 
conducían  á  Glamart  los  mutilados  cadáveres  de  las  víctimas  de 
aquella  jornada,  Luis  XVIII  se  hacia  veslir  para  la  fiesta  que  daba 
en  las  Tullerias.  Esta  fiesta  fué  de  una  magnificencia  escandalosa; 
fué  un  insulto  á  las  simpatías  que  los  reos  habían  escitado. 

Unos  versos  que  se  han  hecho  célebres  se  fijaron,  la  noche  misma, 
en  las  rejas  del  Louvre;  eran  estos: 

Luis,  ¡qué  hermoso  dia 
para  tí  y  tu  cohorte! 
mátase  en  la  Gréve, 
danzase  en  la  corte. 

Falta  completar  la  historia  de  la  Consergería  en  esa  época  con  la 
prisión  del  proveedor  Ouvrard,  doblemente  célebre  por  su  prodigio- 
sa fortuna  y  por  su  cautiverio.  Todavía  existe  en  esta  cárcel  el  jar- 


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BE  EUROPA.  117 

día  que  había  alcanzado  que  se  le  plantase  debajo  de  sos  ventanas  y 
fie  i  sis  espensas  hacia  cultivar  por  algunos  oíros  presos. 

Gabriel  Juliano  Ouvrard,  nacido  en  1770,  cerca  de  Clisson,  en 
Bretafia,  había  comenzado  por  unos  principios  nada  prósperos.  Pre- 
vieado  en  1788  el  reinado  de  la  libertad,  un  afio  después  de  la  lo- 
na de  la  Bastilla,  probó  que  habia  acertado.  El  joven  habia  compra- 
da eo  Poilon  y  Saintonge,  por  dos  afios,  toda  la  fabricación  del  pa- 
pal desd&ado  á  la  imprenta. 

Ouvrard  habia  contado  con  la  libertad  de  la  prensa. 

Coando  esta  libertad  llegó,  el  especulador  pudo  realizar  la  suma 
de  trescientas  mil  libras.  Sus  asociados  habian  hecho  su  fortuna.  En- 
Oavrard  se  hizo  banquero  y  giró  por  valor  de  muchos  mi- 


— Lo  mu  difícil  de  adquirir— decía— es  el  primer  millón;  en  cuan- 
to á  loa  demás,  basla  con  saber  impedir  que  no  vengan. 

No  fué  Ouvrard  tan  feliz  en  vaticinar  la  fortuna  de  Bonaparte,  y 
fe  rebasó  un  empréstito  de  doce  millones  sobre  el  consulado. 

De  z\á  procedieron  entre  el  rey  de  los  negocios  y  el  rey  del  genio 
varias  desavenencias  que  tuvo  que  lamentar  aquél  mas  de  una  vez. 
Csa  todo,  atravesó  con  bastante  tranquilidad  el  imperio;  pero  en- 
cargado bajo  la  Restauración  de  las  provisiones  del  ejército  espedí  - 
¿osario  que  enviaba  Luis  XVIII  á  España,  esperimentó  en  el  envió 
retraso*  y  pérdidas  que  le  indispusieron  con  el  ejército.  Se  le  acusó 
de  imfidelidad  en  el  cumplimiento  de  sus  compromisos,  y  se  le  pro- 
cesó por  el  pago  de  cinco  millones. 

Ouvrard  se  negó  á  satisfacer  esta  suma  y  fué  condenado  á  cinco 
aloe  ¿o  cárcel. 

Cobo  le  hiciese  entonces  el  ministro  Villele  proposiciones  para  un 
nevo  contrato  de  provisión,  haciéndole  presente  que  era  vergon- 
para  él  permanecer  solvente  y  preso,  contestóle  Ouvrard: 

—Coco  millones  son  los  que  se  me  piden  y  cinco  los  afios  de  pri- 
i  qie  debo  sufrir  por  mi  insolvencia;  con  que  es  un  millón  por  afio 
lo  que  me  gano  aqui  dentro.  Proporcionadme  una  especulación  que 
me  dé  un  beneficio  equivalente  á  esta  suma,  y  estoy  pronto  á  salir; 
délo  contrario,  dejadme  ganar  en  paz  mis  cinco  millones. 

Ouvrard  lo  tenia  todo,  escepto  la  libertad.  Todavía  repite  Santa 


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168  PRISIONES 

Pelagia  el  eco  de  sos  suntuosas  comidas,  de  sus  escandalosas  prodi- 
galidades. Recuérdase  aun  que  compró  en  diez  y  siete  mil  francos  la 
libertad  de  un  sastre,  vecino  suyo,  cuya  celda  ambicionaba  para  es- 
tar mas  ancho,  y  quitarse  de  encima  á  un  desapiadado  músico  que 
locaba  la  flauta  y  desesperaba  á  Ouvrard,  acostumbrado  á  mas 
suaves  conciertos. 

En  la  Consergeria  rivalizó  Ouvrard  con  el  famoso  inglés,  que  gas- 
taba cien  mil  libras  al  año  dentro  de  la  misma  prisión.  París  se  ocu- 
pó mucho  de  ese  preso  voluntario,  de  sus  prodigalidades  y  de  sus 
manías. 

Tanto  es  el  poder  del  dinero,  que  la  terrible  disciplina  de  la  an- 
tigua prisión  llegó  á  relajarse  en  obsequio  del  que  tan  espléndido  en 
todo  se  mostraba.  Los  barrotes  de  hierro  fueron  disimulados  con  flo- 
res y  ramaje,  y  en  cuanto  á  los  caprichos,  estos  iban  al  prese,  no  es- 
te á  ellos. 

Solo  los  acreedores  hubieron  de  quedar  tan  perjudicados  como 
antes. 


Gomo  esta  cárcel  no  es  una  casa  de  corrección,  sino  de  prevención, 
no  se  obliga  á  trabajar  á  los  presos,  que  pasan  el  tiempo  en  una  len- 
ta y  peligrosa  ociosidad. 

Espectáculo  es  á  la  vez  siniestro  y  repugnante  el  que  ofrece  en  in- 
vierno el  calefactorio.  Bajo  esa  campana  de  piedra  que  fué  el  cala- 
bozo de  Ravaillac,  se  embuten  centenares  de  hombres  vestidos  andra- 
josamente, que  ríen,  murmujean  y  suspiran,  como  una  nidada  in- 
mensa de  pájaros  dañinos,  bajo  la  inspección  de  un  solo  gendarme, 
cuya  voz  es  bastante  p^ra  reprimir  todo  ruido  exagerado,  todo  de- 
sorden proveniente  de  las  disputas  ó  de  los  juegos  de  semejantes 
huéspedes  de  pálido  aspecto. 

La  torre  de  Bombee  ó  de  Ravaillac  sirve  de  calefactorio  á  los  pre- 
sos varones,  y  está  contigua  al  mismo  malecón. 

Todas  las  mañanas,  después  déla  distribución  del  pan,  resuena  en 
los  corredores  la  lúgubre  voz  de  los  carceleros  que  llaman  por  su 
nombre  á  los  presos  á  quienes  va  á  juzgar  el  tribunal  de  los  Assises. 
Yéseles  pasar  entonces  en  silencio  detrás  del  guardián,  y  atravesar  la 
puerta  de  hierro  que  comunica  con  el  palacio. 


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1>E  EUfcOPá.  169 

Por  la  tarde,  después  de  la  audiencia,  los  mismos  ecos  repiten  los 
gr-aidos  y  las  maldiciones  de  los  sentenciados  coya  infamia  ha  sido 
acanelada  y  fijado  el  castigo. 

Las  quejas  se  pierden  y  se  apagan  poco  á  poco  bajo  las  bóvedas, 
viene  la  noche  á  arrojar  su  negro  manto  sobre  nuevos  do- 


Alguna  vez  es  un  hombre  pálido,  vacilante,  el  que  pasa;  los  guar- 
íate parece  que  le  miran  con  compasión,  sosteniéndole  sin  atre 
i  hablarle. 

¡Qué  diferencia  entre  estos  miramientos  y  la  rudeza  con  que  trata- 
ba» por  la  mafiana  al  mismo  preso! 

B  hombre  avanza  lentamente.  Todos  los  demás  compañeros  de 
«•cierro  arriman  ávidamente  sus  cabezas  á  los  cristales  y  á  las  rejas. 
Un  espantoso  silencio  retiene  de  todos  los  labios  el  grito  de  la  curio- 
ádadque  está  pronto  á  escaparse...  Pero,  lo  han  acertado....  el  pri- 
wmto  acaba  de  ser  condenado  á  muerte. 

Neo  antes  se  le  había  visto  hablar,  reir  todavía.  Hablaba  de  su 
esperanzadamente.  Preguntaba  si  el  sol  es  grato  también  en 
l  bajo  la  casaca  del  forzado.  Su  mas  sombrío  porvenir  era  el 
presidio... 

Hele  ya  eliminado  del  número  de  los  vivos.  El  guardián  que  le 
precede  le  conduce  por  diferente  camino  y  le  abre  la  puerta  de  la  pri- 
esa de  los  condenados  á  muerte. 

E»  esta  un  calabozo  de  piedra  cuya  bóveda  es  bastante  elevada. 
Du  boarda  ó  lumbrera  enrejada  lo  ilumina  á  la  izquierda.  Todo  el 
apoteolo está  acolchado  hasta  cierta  altura.  Además  vistese  al  senten- 
ciado con  una  camisa  que  sujeta  sus  miembros  impidiéndole  el  mo- 
verse. Un  gendarme  y  un  guardián  están  allí  queno  le  pierden  de  vis- 
la.  Si  el  recirso  de  casación  ha  sido  admitido,  es  trasladado  el  reo 
4  Bketre  dorante  los  cuarenta  dias  de  la  revisión  del  proceso.  Mas 
■  ae  olvida  de  llenar  esta  formalidad,  no  sale  del  calabozo  sino  para 
el  saplicio. 

Sin  embargo,  raramente  se  priva  un  condenado  del  beneficio  de 
m  nuevo  plazo.  ¡Es  tan  grata  la  vida!  ¡Son  tantas  las  cosas  que 
peden  sobrevenir  en  cuarenta  dias! 

Ne  hay  un  solo  reo  qne  haya  dejado  de  soñar  en  este  porvenir  de 

YWOU  tt 


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no  misiones 

seis  semanas  que  nuevamente  se  le  abre,  en  alguna  revolución,  un 
terremoto,[una  inundación  ó  un  incendio. 

El  hombre  no  quiere  creer  jamás  que  la  aniquilación  de  su  ser 
pueda  operarse  sin  un  gran  trastorno  de  la  naturaleza. 

No  obstante,  transcurren  los  dias;  el  preso  los  ha  confado.  Una 
mañana  se  abre  la  puerta  del  calabozo.  Un  portero  seguido  del  direc- 
tor de  la  cárcel  viene  á  anunciar  al  preso  que  el  escribano  del  tribu- 
nal de  los  Assjses  tiene  que  hablarle.  El  reo  palidece.  Del  momento 
que  va  á  seguir,  depende  su  vida.  Espía  en  todos  los  rostros  el  me- 
nor síntoma  qu«  pueda  revelarle  su  suerte;  pero  los  semblantes, 
de  todos  permanecen  impasibles. 

Entra  el  escribano.  Lee  una  larga  fórmula,  de  la  cual  una  sola 
palabra,  envuelta  en  veinte  frases,  hiere  como  un  rayo  al  reo  que  la 
estaba  acechando.  El  fallo  ha  sido  confirmado. 

Después  de  esta  terrible  palabra  ya  no  debería  parecer  cruel  el  cu- 
chillo. Has  no  es  ya  ocasión  de  reflexionar,  Los  guardianes  se  apode- 
ran del  infeliz  ajorado,  le  empujan  hacia  un  carruaje  que  arranca  vo- 
lando h^cia  París,  y  entra  en  el  patio  déla  Consergería  áeso  de  las 
diez. 

El  reo  vuelve  á  su  calabozo,  cuyas  paredes  le  parecen  mas  som- 
brías. Cada  movimiento  apresurado  de  las  personas  que  se  le  acer- 
can le  resuena  en  el  corazón  y  en  la  cabeza. 

—¿Tenéis  hambre?— le  preguntan.  Se  le  pone  la  mesa.  El  reo  co- 
me alguna  vez.  Acuérdase  luego  de  que  ha  de  llegar  un  sacerdote, 
algunas  personas  de  su  familia  ó  de  sus  amigos,  cuyas  manos  desea 
estrechar  por  última  vez. 

Cuchichease  en  torno  suyo,  y  se  le  mira  con  atención.  El  desgra- 
ciado objeto  de  semejante  curiosidad  se  pasea  con  sombría  viveza. 
Mil  cosas  son  las  que  tiene  que  decir.  Por  un  lado  es  la*  religión  \\ 
que  le  solicita;  por  el  otro  las  últimas  esperanzas.  El  perdón  puede 
llegar  todavía.  Alguna  vez  ha  venido  á  salvar  á  los  pacientes  incli- 
nados ya  en  el  cadalso. 

Con  todo,  pasan  las  horas  con  increíble  rapidez.  El  reloj  de  Pala- 
cio las  va  señalando  inexorablemente.  Algunos  crueles  indiscretos 
sacan  el  suyo  para  cerciorarse. 

El  sacerdote  cumple  con  solemne  unción  sus  supremos  deberes. 


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M  E1A0FA.  111 

B  reo,  distraído  algunas  veces,  le  escacha  sin  oírle.  Su  pensamien- 
to está  aun  distraído  en  las  cosas  terrenas. 

Oye»  sí,  acercarse  unas  pisadas  que  involuntariamente  le  hacen 
estremecer;  pisadas  temidas,  que  conmueven  el  edificio  entero  de  la 
cárcel....  Es  el  verdugo,  que  llega  insinuándose  con  corteses  y  afec- 
tuosas maneras,  seguido  de  sus  acólitos,  mas  corteses  aun,  pero  cu- 
ín manos  trabajan  mientras  se  enternecen  sus  ojos.  (Manos  ocupa- 
das «  empujar  de  grado  en  grado  á  la  víctima,  hacia  la  muerte  que 
te  aguarda! 
El  director  de  la  Consergería  y  el  jefe  de  los  guardianes  se  acercan. 
—Son  las  tres— dicen  al  reo.— «¿Queréis  comer?  ¿Qué  deseáis  que 
es  sirvan? 

Apeaas  acaba  el  triste  de  espresar  su  deseo  que  ya  ha  sido  cum- 
pMe.  {Terrible  alusión  al  valor  del  tiempo  que  le  queda  de  vida! 
¡m  pMde  perderse  un  momento  siquiera! 
El  reo  tiene  sed:  bebe  para  despegar  la  lengua  del  seco  gaznate. 
i,  porque  su  sed  no  se  estingoe  y  porque  recuerda  que  ese 
>  éeque  se  satisface  puede  á  veces  hacer  olvidar.  Has  olra  orn- 
es la  que  le  domina:  la  embriaguez  de  la  desesperación  y 
<H  terror. 

Da  fugitivo  rubor  colora  sus  mejillas;  el  valor  reanima  su  pecho. 
De  repelle  suenan  en  el  esterior  lúgubres  pisadas  y  la  puerta  vuelve 
á  abrirse.  El  reo  rechaza  el  vaso  en  que  bebia;  deja  caer  de  sus  ma- 
nsa la  torta  que  estaba  comiendo,  los  cabellos  se  le  erizan  á  la  vista 
éb  eae  hombre  que  entra  saludando  y  con  la  cabeza  descubierta. 
—¡El  verdugo! — mormura  el  sentenciado. 
Nnevo  saludo  por  parle  del  hombre  cortés. 
—Si  deseáis  llenar  algún  acto  de  piedad  en  la  capilla,  caballe- 
ra» tendremos  el  honor  de  esperaros.— Dice  con  voz  cariñosa  ese 


Estas  palabras  significan: 

—Daos  prisa  en  rezar  vuestras  últimas  oraciones,  porque  el  tiem- 
po apremia. 

—¡Oh!  {la  religión!....  ¡Una  oración,  si,  una  oración  todavía!  Es 
n  plazo  aus;  un  medio  cualquiera  de  esperar....  ¡Desgraciado!  Ig- 
que  Dios  solo  puede  otorgarle  su  perdón  en  el  délo. 


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n«  PRISIONES 

Sin  embargo,  despiértase  la  desconfianza  del  reo  y  prefiere  per- 
manecer en  el  calabozo. 

Apenas  se  le  ha  contestado,  cuando  se  le  avisa  que  está  aguardán- 
dosele en  la  escribanía. 

Allí  encuentra  nuevos  semblantes.  Gendarmes,  funcionarios,  pe- 
riodistas, la  mayor  parte  de  los  empleados  de  la  cárcel. 

Quilasele  en  seguida  la  camisa  de  fuerza  que  lleva  puesta  desde 
que  se  le  ha  notificado  el  fallo;  luego  se  le  conduce  á  la  escribanía 
pasando  por  corredores  llenos  de  guardas  y  porteros;  oblígasele  á 
sentarse  en  medio  de  esta  silenciosa  hilera,  y  las  tijeras  del  ejecutor 
le  cortan  la  parte  de  la  camisa  que  cubre  el  cuello,  y  luego  después 
los  cabellos. 

Quiere  el  reo  hacer  un  movimiento  y  se  apercibe  de  que  tiene  las 
manos  atadas  á  la  espalda  con  una  cuerda  tan  delgada  como  fuerte, 
que  termina  sujetándole  igualmente  los  pies,  pero  no  de  manera  que 
le  impida  moverlos  para  andar. 

Todo  está  ya  terminado.  La  vista  estraviada,  convulsos  los  labios, 
recomiéndase  el  reo  á  los  jefes  articulando  á  la  ventura  algunas  pa- 
labras que  no  espresan  sino  el  estado  delirante  del  que  las  pronun- 
cia; palabras  que  correrán  mañana  de  boca  en  boca,  lanzadas  al  es- 
pacio por  la  prensa,  repetidas  por  todos  los  diarios. 

Un  ayudante  del  ejecutor  echa  sobre  las  espaldas  del  reo  la  hopa 
de  los  condenados,  cuyas  mangas  quedan  colgantes,  y  va  solamente 
sujeta  por  el  botón  superior  debajo  de  la  barba  del  paciente. 

A  tan  corto  momento  sucede  un  silencio  general.  De  improviso  es- 
tremece las  bóvedas  un  siniestro  ruido.  Es  la  carreta  que  viene  á 
tomar  posición  en  el  patio.  Las  herradas  patas  de  los  caballos  de  la 
gendarmería  resuenan  mas  distintamente  sobre  el  enlosado,  y  á  la 
orden  que  da  el  jefe,  óyese  luego  el  choque  de  las  aceradas  vainas 
de  los  sables. 

— ¿Tenéis  aun  necesidad  de  alguna  cosa?— dice  al  reo  el  director 
de  la  cárcel.— ¿Queréis  beber?  ¿queréis  hablar  á  alguien? 

—¿Deseáis  hacer  alguna  revelación?— dice  el  escribano  ó  el  comi- 
sario de  la  ejecución. 

—Pensad  en  Dios— murmura  el  sacerdote. 

—Caballero— dice  el  verdugo— cuando  gustéis. . .  Ha  llegado  la  hora. 


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DE  KURUPA.  llt 

Este  es  el  único  acento  que  el  reo  percibe  distintamente. 

Levántase  de  so  asiento.  Un  hombre  se  presenta  á  cada  lado  para 
sostenerle.  Frecuentemente  prefiere  apoyarse  en  el  brazo  del  sacer- 
dote, coya  voz  le  anima. 

La  puerta  se  abre.  El  aire  hiere  en  el  rostro  al  paciente,  el  cnal  sa- 
be aturdido  á  la  carreta  por  un  estribo  que  desaparece  en  seguida. 
La  carreta  se  mueve,  brillan  los  sables  de  los  gendarmes,  los  caba- 
llos piafan,  murmura  la  muchedumbre  como  un  océano.  La  Conser- 
jería desaparece  á  la  vista  del  reo  que  todavía  la  mira.  Así  huye  su 
vida. 

Atraviésase  el  malecón  de  las  Flores,  el  puente  de  Nuestra  Se- 
fionu  Por  todas  partes  la  multitud,  negra,  apiñada,  inmóvil,  los  rú- 
tilos de  las  tiendas,  las  muestras,  pasan  rápidas  por  junto  el  senten- 
ciado. 

De  repente  faltan  las  casas;  un  rumor  inmenso  llena  el  espacio; 
la  carreta  oscila  y  se  detiene. 

El  reo  desciende,  y  el  sacerdote  le  abraza  llorando.  Encuéntrase 
al  pié  de  una  escalera  de  madera  pintada  de  encarnado;  encima  su 
cabeza  se  levanta  sobre  algunos  caballetes  un  tablado  del  mismo  co- 
lor que  la  escalera.  MieBtras  mira  lodo  esto,  los  ayudantes  del  ver- 
dugo le  han  subido.  Ve  entonces  dos  largas  vigas  perpendiculares 
m  cuyo  estremo  busca  maqninalmente  la  cuchilla. 

Durante  este  segundo  de  tiempo,  este  siglo,  no  ha  notado  una  ta- 
bla encarnada  y  que  á  la  altura  de  su  pecho  se  levanta.  Los  ayu- 
dantes del  verdugo  le  alan  contra  esta  tabla  por  medio  de  correas 
adheridas  á  la  misma.  De  repente  y  por  un  rápido  movimiento  de 
báscula,  la  tabla  se  inclina  y  antes  que  pueda  proferir  estas  palabras: 

—¡Dios  mió!  (apiadaos  de  mi  alma!— cae  sobre  su  cabeza  una 
jtodia  luna  que  se  la  sujeta,  al  propio  tiempo  que  obedeciendo  el  cu- 
chillo al  resorte  que  comprime  el  ejecutor,  deslizase  con  la  rapidez 
del  relámpago  por  entre  sus  encajes  de  cobre. 

El  desgraciado  ha  dejado  de  existir. 

T.  por  A.  Blanci. 


FIN  DE    LA  COKSiaGERÍA. 


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2Í3 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 


«artr****»*IA0»ti*m0k*mm  n* 


SALADERO  DE  MADRID. 


»  VU|*fMf«  ■«  m 


U  cárcel  del  Saladero  de  Madrid  no  puede,  ni  podrá  nunca,  glo- 
riarse de  la  celebridad  adquirida  por  las  prisiones  de  Estado.  Pocos 
nombra  femeeos  ilustran  sai  registros;  su  historia  no  está  enlazada 
intimamente  con  la  de  grandes  instilaciones;  es  posterior  á  las  épo- 
cas de  tenebrosos  procedimientos  y  de  implas  torturas;  ni  siquiera 
h  acompasa  el  prestigio  de  una  fundación  remota. 

Bs  cárcel  formada  de  desechos,  destinada  á  presos  vulgares;  sin 
loa  atractivos  de  lo  desconocido,  sin  el  encanto  de  la  tradición.  Hom- 
i  viven  boy  que  la  han  visto  convertirse  en  cárcel,  y  pueden  es- 
>  can  fundamento  que  la  verán  caer  y  convertirse  en  depósito  de 
i,  ó  en  cuartel,  ó  cosa  semejante. 
Para  el  vulgo,  pues,  la  cárcel  del  ¿tatabro  no  ofrece  nada  notable. 
Su  aspecto  no  es  el  de  una  fortaleza,  sino  el  de  un  edificio  urba- 
m  muy  moderno;  á  no  ser  por  las  ventanas  abiertas  en  la  fachada 
al  ras  del  piso  de  la  calle,  que  se  cierran  con  reja  de  hierro,  enreja- 
do de  hierro  y  postigos  de  hierro;  á  no  ser  por  las  rejas,  de  hierro 
también,  que  cierran  las  ventanas  del  piso  segundo;  el  forastero  po- 
dría entrar  y  salir  diariamente  por  la  puerta  de  Santa  Bárbara,  sin 
'  que  pasaba  por  delante  de  la  cárcel. 


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171  PRISIONES 

Y  esto  seria  tanto  mas  fácil,  cnanto  que  son  muy  chatas  las  ven- 
tanas abiertas  al  ras  de  la  acera,  de  suerte  que  no  las  ven  todos  los 
transeúntes;  y  como  el  ancho  portal  está  completamente  abierto  de 
dia,  y  el  balconaje  del  cuarto  principal  es  propio  de  casa  de  grandes 
y  no  de  cárcel;  solo  un  curioso  muy  observador  podrá  conocer  des- 
de fuera  lo  que  es  por  dentro  el  edificio,  fijándose  en  ciertos  porme- 
nores, y  eso  porque  la  desgracia  y  los  grandes  padecimientos  pare- 
cen tener  habla  y  manifestarse  á  despecho  de  toda  clase  de  falsas 
apariencias. 

Digámoslo  de  una  vez:  á  la  primera  ojeada,  la  cárcel  del  Saladero 
se  parece  á  muchos  edificios  públicos  de  objeto  muy  diferente  del 
suyo  y  también  á  muchas  casas  levantadas  en  Madrid  para  comodi- 
dad de  sus  dueños. 

En  vez  de  enormes  sillares,  de  torreones  aspillerados,  de  fuertes 
almenas,  de  fosos  y  murallas,  tiene  un  lienzo  de  fachada  recto,  en- 
jabelgado  y  pintado  de  arriba  abajo,  ni  mas  ni  menos  que  el  Colegio 
Politécnico  y  el  Teatro  del  Príncipe  y  el  Gasino. 

En  vez  de  grandes  personajes  históricos,  muchedumbre  oscura  á 
quien  no  habrá  que  oLvidar,  porque  de  nadie  es  conocida. 

Pero  detrás  de  aquellas  paredes  á  otras  muchas  semejantes,  den- 
tro de  aquel  recinto  vive  un  mundo  singular. 

Allí  todas  las  pasiones,  todos  los  estravios. 

La  ruda  energía,  los  ímpetus  no  domados,  la  codicia  insaciable  que 
ha  sido  torpe,  la  imprudente  liberalidad,  el  arrojo  que  sube  hasta 
el  crimen  y  la  flaqueza  que  hasta  el  crimen  desciende:  todo  lo  irre- 
gular existe  debajo  de  aquel  techo,  que  pesa  como  si  fuera  de  plomo 
y  tuvieran  que  sostenerle  continuamente  aquellos  á  quienes  cobija. 

¡Niños  de  tierna  edad,  niños  de  ocho  años,  de  limpia  mirada,  de 
rubio  cabello  y  sedoso,  asoman  tal  vez  por  una  puerta  entreabierta! 
¡oh,  qué  natural,  qué  bello  seria  imaginar  que  á  pocos  pasos  estaba 
su  madre  celándolos,  temerosa  de  que  se  lastimaran  con  sus  inocen- 
tes travesuras! 

No.  ¡¡Son  criminales!! 

Cree  uno  haberlos  visto  retratados  á  los  pies  de  la  Concepción  de 
Morillo,  piensa  otro  que  seria  bien  hallarlos  al  pié  del  altar  espar- 
ciendo el  suave  olor  del  incienso,  cantando  al  Señor  con  sus  voceci- 


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DE  EUROPA.  1.1 

tu  melodía»*...  pero  ¡ton  criminales!  No  visten  el  alba  nítida,  sino 
harapos  mugrientos,  no  rezan,  blasfeman;  sn  idioma  es  jerga;  su 
oficio  el  ocio;  su  placer  el  mal;  su  esperanza...  ¿qué  esperan  los  po- 
brectlos?  ¿qué  desean?  ¿qué  piensan? 

Están  presos. 

No  tienen  voluntad  ni  discernimiento,  pero  delinquieron,  según 
decimos  los  hombres. 

Criados  en  la  miseria  y  la  ignorancia;  solicitados  por  la  ostenta- 
ción y  el  fausto,  que  despiertan  ambiciones  tempranas;  sin  pan  ni 
hneo  consejo  en  el  hogar,  sin  freno  ni  conciencia,  sin  miedo;  que  no 
le  tienen  los  inocentes  á  peligros  de  que  nada  saben,  van  á  parar  á 
la  cárcel  como  otros  son  llevados  al  médico  que  sana,  á  la  atmósfera 
qae  minea,  al  sabio  profesor  que  cultiva  el  entendimiento. 

fian  vivido  en  el  abandono  ¡mas  les  hubiera  valido  quizás  no  co- 
nocer padre  ni  madre! 

A  lo  menos  el  expósito  pasa  los  primeros  afios  sometido  á  un  ré- 
(Unen  que  puede  hacerle  adquirir  hábitos  de  orden;  á  lo  menos  si  no 
halla  á  quien  amar,  trata  con  quien  le  inspira  la  idea  del  respeto;  á 
lo  aesos  ai  es  voluntarioso,  se  le  reprime;  si  es  violento,  se  le  sujeta; 
ú  es  pereíoso,  se  le  estimula  al  trabajo. 

fichará  de  menos  el  cariño  maternal,  si;  pero  los  desgraciados  que 
tívcd  afios  de  su  nifiez  en  la  cárcel  ¿qué  le  deben  al  amor  de  la  ma- 
dre y  al  amparo  del  padre,  ni  qué  porvenir  pueden  ofrecer  á  los  au- 
tores de  su  existencia  si  comienzan  consagrándola  al  oprobio? 

A  esos  infelices  no  se  les  llama  nifios.  El  instinto  popular  ha  ins- 
pirado á  los  moradores  de  las  cárceles  un  epíteto  tan  indigno  como 
expresivo,  para  designar  á  sus  mas  tiernos  compa fieros. 

Míeosles  llaman,  sin  duda,  porque  en  gestos  y  ademanes,  en  modo 
de  vivir,  en  juegos  y  diversiones  imitan  lo  que  ven  hacer  á  los  hom- 
bres. Ese  prurito  que  les  mueve  á  fingir  batallas,  ceremonias  solem- 
nes y  hechos,  cuya  magnitud  y  rumbo  convengan  al  activo  movi- 
miento de  la  sangre  y  á  la  sed  de  lo  maravilloso,  que  son  peculiares 
á  la  primera  edad;  ese  prurito,  decimos,  se  calma  también  en  ellos 
imitando  el  hurto  cauteloso  y  arriesgado,  la  valentía  y  prepotencia 
en  la  pelea,  la  largueza  en  gastar  y  la  sangre  fría  para  perder  dinero 
al  juego. 


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171  PRISIONES 

Todos  los  estravlos  se  inoculan  con  admirable  facilidad  en  aque- 
llos desdichados. 

Todos  quieren  parecer  audaces,  obcecados,  pendencieros  como  tos 
presos  barbados,  y  es  harto  frecuente  ver  á  dos  presos  de  diez  afios 
denostarse  mutuamente  ante  una  niña  de  su  misma  edad,  como  si  en 
efecto  cupiesen  éñ  ellos  el  amor  al  sexo  y  la  pasión  de  los  celos. 

Ese  prurito  de  imitación  se  les  desarrolla  en  la  cárcel,  en  la  di- 
rección que  vamos  indicando,  hasta  un  extremo  al  parecer  increíble; 
asi  se  les  ve  anticiparse  en  todos  los  afectos  ciegos:  en  sus  semblan- 
tes antes  que  el  pudor  asoman  los  indicios  de  la  concupiscencia,  pín- 
tense los  estragos  de  las  bebidas  fuertes;  y  el  desenfado  de  que  ha- 
cen gala  y  la  dureza  de  que  blasonan  para  los  trabajos  que  puedan 
sobrevenirles,  forman  un  conjunto  monstruoso,  asombran  á  quien 
los  mira  y  estremecen  de  escándalo  á  quien  los  oye. 

Su  aspecto  no  inspira  lástima  al  común  de  la  gente. 

La  cárcel  suele  prestarles  ciertas  prendas  de  abrigo;  pero  esas 
prendas,  blusa  ó  camisola,  camisa  ó  pantalón,  no  siempre  alcanzan 
para  todos  y  suelen  andar  medio  vestidos,  nada  aseados,  rotos,  y  lo 
poco  que  visten,  sobre  estar  mal  tratado,  no  cuadra  al  talle  ni  á  las 
formas  del  que  lo  usa. 

Hubo  un  tiempo,  no  remoto,  en  que  esos  niños  vivían  confundidos 
y  revueltos  con  los  presos  de  mayor  edad:  imagine  el  lector  los  hor- 
rores de  que  serian  testigos,  victimas  y  cómplices,  pensando  en  las 
vergonzosas  miserias  de  que  son  teatro  ciertos  colegios  de  enseñanza 
muy  vigilados.  v 

Personas  sensatas,  personas  de^buen  corazón,  que  de  intento  ó 
por  casualidad  visitan  á  los  niños  presos,  salen  de  la  cárcel  mas  bien 
poseídos  de  horror  que  de  lástima  hacia  ellos,  y  si  se  enteran  de  sus 
fechorías,  crece  de  punto  la  repugnancia  y  repulsión  que  les  inspi- 
raron. 

No  es  estrafio. 

Todos  aquellos  niños  antes  de  entrar  en  el  Saladero  han  incurrido 
en  ciertas  faltas.  Háseles  reprendido  una  y  otra  vez,  pero  no  se  les 
ha  puesto  en  el  caso  de  que  les  fuera  imposible  la  reincidencia.  Incí- 
tales la  edad;  aconséjales  dañosamente  el  mal  ejemplo,  sóbranles  las 
ocasiones ,  sus  padres,  siempre  menesterosos  y  cegados  por  la 


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DI  BUMML  179 

ignorancia,  cundo  no  por  el  vicio,  son  impotentes  para  atajar  el 
dallo. 

La  impunidad  y  la  ineficacia  de  los  correctivos,  los  camaradas  y 
la  natural  inclinación,  dan  sus  amargos  frutos. 

De  suerte  que  esos  niños  cuando  entran  en  la  cárcel  están  ya 
acostumbrados  k  la  vida  vagabunda,  á  castigos  inoportunos  y  esté- 
rites,  i  reincidir  impunemente,  i  oir  celebrar  con  admiración  rate- 
rías ingeniosas,  robos  atrevidos,  navajazos  de  maestro,  burlas  san- 
grientas, venganzas  terribles. 

Ellos  son  parte  obligada  del  escandaloso  cortejo  que  acampada  al 
Campo  de  Guardias  á  los  reos  de  muerte;  ellos  miran  con  envidia  el 
ropaje  encarnado  de  los  que  tocan  la  campanilla  de  la  Paz  y  Caridad; 
entran  y  salen  por  la  taberna  donde  se  reúnen  los  malhechores  de 
m  barrio;  ellos  saben  de  memoria  los  versos  mas  gráficos  de  los  ro- 
mances de  ajusticiado  ó  de  ahorcado,  como  dicen  todavia:  al  ver  su 
vida,  al  conocer  sus  propensiones,  al  examinar  su  conducta,  nos  con- 
velemos de  que  el  crimen  tiene  gran  potencia  de  atracción  sobre  el 
ocio  y  la  ignorancia. 

¿Y  se  puede  culpar  á  aquellos  niños  del  ocio  y  la  ignorancia  en 
que  viven?  ¿Se  les  puede  culpar  de  que  en  tan  tierna  edad  no  se» 
propongan  ellos  mismos  combatir  sus  malas  inclinaciones?  ¿Se  les 
pnede  Culpar  de  lo  que  se  hayan  maleado  con  los  espectáculos  que 
con  frecuencia  ocupan  su  atención? 

Lo  cierto  es  que  el  curioso  al  visitar  la  cárcel  y  el  departamento  de 
los  Jóvenes,  se  encuentra  con  muchachos  desmoralizados,  duchos  en 
toda  suerte  de  picardías,  que  se  burlan  de  la  palabra  justicia  y  des- 
precian á  la  sociedad  que  nada  ha  hecho  por  ellos. 

Hacen  alarde  de  truhanerías,  prefieren  el  caló  al  castellano,  aguzan 
el  rabo  de  su  cuchara  de  madera  y  se  hieren  con  ella  manejándola  á 
modo  de  navaja. 

Una  ó  dos  veces  á  la  semana  les  entretiene  un  par  de  horas  algún 
individuo  de  la  compafiia  de  San  Vicente  de  Paul,  que  gratuitamente 
les  espiicacomo  Dios  es  trino  y  uno  y  como  se  pudo  verificar  la  En- 
carnación del  Hijo. 

De  cuando  en  cuando  las  circunstanciaste  aquel  especial  estable- 
amiento  consienten  que  se  les  dé  maestro  de  primeras  letras,  y  sien- 


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180  PRISIONES 

do  por  lo  coman  corta  la  estancia  de  los  niños  en  la  cárcel,  suelen 
recobrar  la  libertad  cuando  saben  el  silabeo. 

Los  que  salen  por  primera  vez  libres,  son  reclamo  seguro  para  los 
que  todavía  no  han  entrado,  á  quienes  describen  el  interior  de  la 
cárcel  con  su  pintoresca  imaginación.  Ellos  cuentan  cómo  vencieron 
el  disgusto  de  las  primeras  horas;  cómo  se  procuraron  familiarizar 
con  las  novedades  que  les  rodeaban;  quiénes  eran  sus  amigos  y  sus 
enemigos;  qué  cara  tiene  el  preso  mas  notable;  qué  jugarretas  se 
hacen  unos  á  otros,  y  mil  pequeneces  que  les  dan  importancia  á  los 
ojos  de  los  que  les  rodean. 

¡Cuántos  niños  de  esos  se  habrían  salvado  sien  el  seno  mismo  del 
hogar  no  se  les  hubieran  facilitado  los  medios  de  pervertirse! 

Es  un  lugar  común  de  la  conversación  familiar  lo  de  lamentarse 
de  los  vanos  esfuerzos  del  hombre  honrado,  completando  esla  obser- 
vación con  la  prosperidad  de  I  os  poco  escrupulosos.— Los  niños' lo 
oyen,  no  disciernen,  pero  obran. 

Después  que  han  adquirido  malos  hábitos  y  peores  inclinaciones, 
son  cogidos  en  una  falta  grave  y  los  llevan  á  una  cárcel  poblada  de 
hombres  avezados  al  crimen. 

¿Qué  pueden  aprender  allí?  ¿Es  corrección,  es  castigo,  es  justicia 
colocar  á  esos  niños  en  una  cárcel?  Allí  tienen  de  seis  á  ochocientos 
maestros  en  todo  género  de  infamias,  que  conciertan  planes,  recuerdan 
sucesos,  ensalzan  rasgos  abominables,  se  ríen  del  arrepentimiento  y 
envanecen  con  insensatos  elogios  á  aquellos  mismos  niños  que  en 
impudencia  y  temeridad  sobrepujan  á  sus  compañeros. 

Así  los  curiosos  visitadores  de  la  cárcel  no  ven  en  ellos  niños  como 
los  demás,  sino  monstruos. 

La  independencia  y  el  trato  que  sostienen  redoblan  su  precocidad; 
el  amor  propio  endurece  su  obcecación;  una  de  las  pocas  ideas  que 
les  avergüenzan  es  «ser  menos  que  otro.» 

Así,  al  salir  por  primera  vez  de  la  cárcel,  se  llenan  de  vanidad  pen- 
sando en  el  prestigio  que  van  á  ejercer  sobre  sus  compañeros  de  tra- 
vesuras, y  estiman  como  un  beneficio  de  la  suerte  la  experiencia  que 
han  adquirido  y  les  servirá  (apara  otra  prisión. » 

Un  amigo  nuestro  que  defendió  á  uno  do  esos  delincuentes  prisio- 
neros, después  que  obtuvo  su  absolución,  trató  de  impresionarle  vi- 


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DE  EUROPA.  181 

ite  haciéndole  ver  la  indignidad  y  las  graves  consecuencias  del 
crinen.  Comenzábale  á  ponderar  la  suerte  que  le  cabria  si  por  des- 
gracia llegaba  á  reincidir,  y  ©1  niño  le  interrumpió  con  viveza  di- 
deudo: — Otra  vez  lo  negaré  todo. 

Esta  es  la  medida  de  la  eficacia  de  la  cárcel. 

En  ese  mundo  abreviado  se  encuentran  criaturas  que  ó  tienen  he- 
cha resolución  irrevocable  de  vivir  y  morir  en  el  mal,  ó  persisten  en 
él  por  la  fuerza  de  algo  superior  á  su  voluntad  y  su  conciencia. 

No  es  raro  ver  entrar  en  el  recibimiento  de  la  cárcel  á  un  mucha- 
cho de  diez  á  doce  años;  preguntar  con  desparpajo  si  su  amigo  Fula- 
Kto  está  en  encierros,  y  encargar  que  de  su  parte  se  le  entreguen 
viudas,  tabaco  ó  manta  para  abrigarse,  y  aun  espera  que  el  mozo 
Taya  y  vuelva  para  cerciorarse  de  que  se  ha  cumplido  con  su  encargo 
y  saber  si  algo  pide  el  preso. 

A  veces  no  es  un  muchacho,  es  una  muchacha  quien,  desenfadada 
ó  llorosa,  luchando  con  un  asomo  de  pudor  ó  sobreponiéndose  á  toda 
taqieza  femenil,  va  á  enterarse  de  la  suerte  del  pobre  preso  y  á  of re- 
caten miseria. 

Ed  Ja  cárcel  del  Saladero,  los  presos  que  no  pertenecen  á  los  Patios 
tienen  casi  todo  el  dia  abierta  la  comunicación  con  la  gente  de  afuera. 

Lm  niños,  es  decir,  los  que  ocupan  el  Departamento  de  los  Jóve- 
nes, situado  en  el  piso  mas  alto,  van  y  vienen  por  los  pasillos  del 
piso  principal,  ya  para  el  trasiego  de  paja  para  los  petates  (que  este 
nombre  tienen  las  camas  de  la  cárcel),  ya  para  traer  y  llevar  anea, 
cundo  los  dedican  á  componer  sillas,  ya  para  ayudar  á  la  limpieza 
é  á  las  faenas  de  la  cocina,  cuando  no  con  alguno  de  sus  infinitos 
pretextos;  pues  son  aficionados  á  tratar  con  los  mayores  y  servirles, 
sobre  todo  á  los  de  mas  nota,  y  se  deleitan  oyendo  chascarrillos 
carcelarios  ó  las  circunstancias  de  algún  delito  singular  ó  reciente. 

En  este  trato  adquieren  relaciones  con  gente  que  puede  serles  útil 
dentro  y  fuera  de  la  casa;  y  en  efecto,  los  hay  que  se  encariñan  con 
un  hombre  y  le  buscan  al  recobrar  la  libertad  y  le  au  si  lian  en  sus 
arriesgadas  empresas  compartiendo  la  próspera  y  la  adversa  fortuna. 

Mientras  no  valen  para  cosas  mayores,  son  correos,  santeros,  es- 
oías,  ojeadores,  noticieros:  es  decir,  que  llevan  y  traen  recados  entre 
H  gente  que  concierta  golpes  de  mano;  observan  á  que  hora  entran 


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181  PRISIONES 

y  salen  de  su  casa  las  personas  contra  quienes  se  trama  un  delito;  se 
enteran  de  circunstancias  que  el  autor  principal  no  debe  examinar 
por  si  mismo,  ya  para  no  despertar  sospechas  antes,  ya  para  quedes- 
pues  el  recuerdo  de  su  persona  no  sirva  de  indicio;  corren  con  el  aviso 
cuando  repentinamente  hay  que  cambiar  de  escondrijo  un  efecto  ro- 
bado; y  se  les  debe  esla  justicia:  suelen  guardar  fiel  y  leal  meóle  las 
prendas  de  valor  que  en  lances  apurados  se  les  confian. 

Apostados  en  la  esquina  de  una  calle  donde  sus  maestros  y  protec- 
tores acometen  una  hazaña,  no  haya  temor  de  que  se  pierda  por  su 
falla  de  advertencia. 

El  tierno  cómplice  de  aquella  maldad,  creería  deshonrarse  si  por 
torpeza  suya  dejase  de  ser  robada  una  familia  que  ni  le  da  pan  ni  fo- 
menta sus  gustos,  y  que  de  seguro  le  miraría  con  repugnancia,  si  no 
con  desprecio,  al  encontrarle  al  paso. 

Bien  guardada  está  la  esquina. 

Si  aciería  á  pasar  una  persona  y  el  centinela  no  distingue  á  prime- 
ra vista  quien  sea,  se  le  acercará  á  preguntarle  la  hora,  á  pedirle  li- 
mosna ó  bien  lumbre  para  encender  una  colilla,  hasta  averiguar  si 
es  ó  no  de  la  casa  donde  se  perpetra  el  delito. 

Tiene  convenidas  con  los  perpetradores  las  señas  con  que  debe  dar- 
les á  entender  lo  que  ocurra. 

Para  avisar  que  viene  un  vecino  de  la  misma  casa,  pero  no  del  do- 
micilio violado,  por  ejemplo,  debe  fingir  con  grandes  voces  que  lla- 
ma á  un  compañero;  para  avisar  cosa  distinta  finge  llamar  á  una  mu- 
jer; para  indicar  otro  caso  echa  una  copla,  ó  media  copla,  ó  grita  el 
desdichado  a  ¡madre,  madre!» 

Los  hay  entre  ellos  muy  sagaces,  muy  discretos.  Criminales  ex- 
pertos, al  verlos  en  los  pasillos  de  la  cárcel,  les  saludan  como  saluda 
el  veterano  á  un  compañero  de  armas  bien  probado. 

Los  dias  de  comunicación  oficial  para  los  Jóvenes  son  los  domin- 
gos. Reciben  en  su  departamento,  compuesto  de  vastas  habitaciones, 
en  verdad  poco  habitables.  Da  frió  penetrar  en  ellas. 

El  enladrillado  del  piso  está  echado  á  perder;  las  paredes  sucias, 
llenas  de  monigotes  dibujados  (si  asi  puede  decirse),  con  carbón.  La 
mayor  parte  del  año  sus  jergones  son  como  sus  vestidos,  y  no  cab* 
ponderación  mayor. 


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DEIÜROFA.  183 

Acompásales  la  miseria  al  entrar,  y  no  les  deja,  antes  se  ásmente 
tetro  con  la  de  sos  compañeros . 

Visitantes  á  algunos  sos  madres  ó  parientas;  que  casi  siempre  son 
■ojcres  quien  mas  cariño  les  muestra;  á  la  generalidad  se  les  ve  ha- 
blar con  amigos  ó  novias. 

Hemos  creído  observar  que  las  visitas  oficiosas  son  de  lo  que  mas 
enoja  á  los  jóvenes  presos.  Quizás  sea  porque  la  estancia  en  la  cár- 
cel crea  hábitos  y  necesidades  qae  ni  son  fáciles  de  esplicar  ni  de  ser 
comprendidas,  y  la  conversación  egoisla  denn  carioso  irrite  al  que 
uta  ó  supone  en  él  villana  indiferencia  ó  siquiera  ofensiva  tibieza 
pm  el  pobre  que  carece  de  la  preciada  libertad. 

On  ios  cómplices ,  con  los  compañeros  de  aventuras  sucede  todo 
lo  contrario.  Un  dia  de  visita  es  un  dia  de  grata  expansión.  El  ami- 
go le  cuenta  al  preso  lo  único  que  le  interesa  y  comparte  con  él  sus 
sensaciones.  Le  dice  cómo  queda  el  barrio;  qué  piensa  de  su  prisión; 
quién  le  murmura  y  quién  le  defiende;  en  qué  pasan  el  dia  los  de  su 
caterva;  si  le  han  recomendado  al  escribano;  el  preso  en  cambio  le 
espiic?  cómo  declaró,  qué  le  preguntaron,  lo  que  experimentó  al  ver- 
se encerrado  en  un  calabozo  (y  si  ba  llorado  se  io  calla);  qué  rancho 
le  dan;  qué  costumbres  hay  en  la  cárcel,  y  le  entera  de  cuanto  sabe 
con  tanta  minuciosidad,  pero  con  mas  animación  que  los  cicerones  al 
referir  al  viajero  las  particularidades  de  un  gran  edificio  público. 

Las  muchachas  suelen  llevar  algo  que  sirva  de  merienda,  y  por 
regia  general  una  cajetilla  de  tabaco  picado  y  un  librillo  de  papel  de 
La  Pantera. 

unos  formando  corro  disputan  sobre  quien  ha  cometido  mas  ac- 
tos diguos  de  alabanza;  otros  escuchan  atentamente  el  reíalo  de  los 
hechos  de  uno  que  se  fugó  librándose  de  una  larga  condena;  otro 
grupo  solemniza  con  risotadas  una  chocarrería  feroz,  inspirada  por  la 
hopa;  obscenidades  y  violencias,  rasgos  de  malicia  y  osadía;  propó- 
sitos dj  delinquir,  manifestaciones  de  desprecio  á  las  leyes  y  á  la  fa- 
milia  ¡ninguno  de  aquellos  desdichados  tiene  mas  de  diez  y  sie- 
te afios! 

Tal  vez,  sentados  en  un  rincón,  lejos  de  la  muchedumbre,  hablan 
en  voz  baja  uno  de  los  jóvenes  y  su  madre  ó  su  hermana. 
Habla  un  corazón  puro,  una  voz  preñada  de  lágrimas,  un  gesto  es- 


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184  PRISIONES 

presivo;  hablan  unas  miradas  de  entrañable  cariño;  habla  ana  vehe- 
mencia loca;  prodigando  palabras  de  compasión,  consejos  nobles, 
consuelos  inefables.  Evoca  el  recuerdo  degeneraciones  honradas;  en- 
carece la  vergüenza  de  toda  una  familia;  augura  temerosa  un  por- 
venir de  oprobio  y  se  despedaza  el  corazón  al  ver  su  impotencia  con- 
tra la  mala  ventura. 

¿Quién  sabe  lo  que  pasa  en  el  alma  del  que  la  escucha? 

Si  el  encanto  de  la  virtud  le  rodease  de  dia  y  de  noche;  si  aquel 
prestigio  le  dominase  continuamente  sin  consentirle  que  volviera  los 
ojos  á  otra  parte  ni  resonasen  en  sus  oidos  otras  voces 

Pero  al  caer  la  tarde  se  despide  á  las  visitas  que  no  volverán  has- 
ta pasados  ocho  días,  si  pueden;  toda  la  semana  la  pasará  el  preso 
con  los  presos,  el  delincuente  con  los  delincuentes,  podrá  ser  que  el 
bueno  resista  aun  á  la  acción  de  aquella  atmósfera;  pero  es  induda- 
ble que  el  pecaminoso  se  irá  pervirtiendo. 

Los  dias  que  no  son  de  visita  suelen  asomarse  los  Jóvenes  á  las 
rejas  de  su  departamento  que  caen  á  la  ronda.  Desde  allí,  encara- 
mados suelen  hablar  con  sus  compañeros  que  les  llaman  á  voz  en  gri- 
to para  que  se  asomen,  cuando  tienen  recado  ó  noticia  urgente  que 
darles,  y  aun  mas  de  una  vez  llama  una  muchacha  á  uno  de  ellos, 
solo  para  preguntarle  cómo  está  y  prometerle  volver  el  domingo  pró- 
ximo. 

En  Madrid  es  extraordinario  el  número  de  muchachos  callejeros 
que  dan  el  contingente  al  sitio  de  que  tratamos. 

Fuera  de  los  muchísimos  que  compran  y  venden  objetos  que  nada 
valen,  hay  no  pocos  que  ni  siquiera  tienen  el  protesto  de  una  indus- 
tria aparente. 

Unos  pasan  el  dia  y  ia  noche  pordioseando,  comiendo  las  sobras 
del  rancho  á  la  puerta  de  los  cuarteles,  merodeando  en  los  mercados 
y  plazuelas,  abriendo  las  portezuelas  de  los  carruajes  á  ja  hora  de 
salir  de  los  teatros,  revolviéndose  en  todo  sitio  de  gran  concurren- 
cia, durmiendo  entre  montones  de  ripio,  jugueteando  á  orillas  del 
rio  y  por  las  afueras  de  los  puentes  de  Segovia  y  de  Toledo. 

Los  banqueros  de  lotería  que  se  improvisan  en  la  alameda  de  la 
Virgen  del  Puerto,  los  gimnastas  que  trabajan  al  aire  libre,  los  ma- 
drugadores que  embaucan  á  los  paletos  con  su  habilidad  en  manejar 


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DI  EUROFA  185 

h  baraja;  todos  los  que  reúnen  á  su  alrededor  á  machos  cariosos  in- 
teresando so  atención  y  su  dinero,  atraen  á  gran  número  de  mucha- 
chos, cuya  ociosidad,  malamente  consentida,  les  lleva  paso  á  paso  á 
la  cárcel. 

Hemos  dicho  ya  que  en  el  departamento  de  Jóvenes  no  hay  ningu- 
no que  pase  de  los  diez  y  siete  affos. 

En  efecto,  los  presos  de  mas  edad  están  repartidos  entre  los  de- 
más  departamentos. 

La  única  división  algo  racional  de  la  cárcel  del  Saladero  consiste 
a  la  qoe  separa  á  los  jóvenes  de  los  hombres. 

Na  es  perfecta  esta  división,  supuesto  que  todos  están  en  contacto 
demasiado  frecuente,  y  en  todos  los  departamentos  el  simple  acusado 
vire  eo  comunidad  con  el  culpable,  aunque  este  haya  sufrido  una  y 
condenas  de  presidio. 


Los  hombres  que  ocupan  la  mayor  parte  del  edificio,  son  aquellos 
iü»s  mismos,  que  crecieron  en  el  abandono  y  perseveraron  en  el  mal . 

¡Qoé  mundo  tan  eslrafio,  tan  lleno  de  maravillas! 

Allí,  aunque  estraviados  y  pervertidos,  están  vivos  todos  los  no- 
bles afectos. 

Ta  suponemos  que  habrá  quien  nos  tache  de  paradójicos;  ya  sabe- 
mos también  que  hoy  se  espera  con  impaciencia  que  un  escritor  de- 
mócrata asiente  la  pluma  sobre  el  papel  pidiendo  justicia  para  cual- 
quier desgraciado,  y  en  seguida  se  le  acusa  de  preconizador  de  infa  - 
■lias,  de  amparador  de  malvados. 

Nonos  importa. 

Hemos  dicho  que  en  aquel  mundo  están  vivos  todos  los  nobles  sen- 
timientos, porque  los  hemos  visto  manifestarse. 

Allí  lo  que  no  hay  es  freno,  ni  orden ,  ni  continencia. 

El  exagerado  aprecio  de  si  mismo,  la  pasión  del  amor,  los  celos, 

venganzas  de  agravios  ciertos,  ignorancia  y  miseria todo  eso  y 

mas  puede  concurrir  á  llenar  una  cárcel  mas  espaciosa  aun  que  la  de 
la  corte  de  España. 

Todas  aquellas  enfermedades  crónicas  podían  haberse  curado  átiem- 
po:  el  paciente  nada  sabia  de  su  mal;  el  médico  lo  veía  crecer  y  apode- 
rarse del  individuo,  y  ¿qué  hizo  para  atajarlo?  Ponerle  entre  leprosos. 

tomo  n  14 


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ÍH  PRISIONES 

Así  hace  el  mundo  cuando  castiga  las  faltas  de  los  nifios  encerrán- 
doles en  nna  cárcel  con  criminales  endurecidos. 

Al  entrar  un  preso  en  el  Saladero,  su  pelaje  es  lo  que  principal- 
mente decide  de  su  suerte. 

Si  no  tiene  con  que  pagar  tres  ó  cinco  reales  diarios  por  el  alqui- 
ler de  un  cuarto,  mezquino  para  un  hombre  solo,  y  donde  general- 
mente tienen  que  vivir  dos,  baja  á  los  calabozos  subterráneos,  cuyas 
altas  ventanas,  son  las  que,  según  dijimos  al  principio,  abren  en  la 
fachada  principal,  al  ras  del  suelo. 

En  esos  calabozos  hay  unas  tarimas  corridas  á  lo  largo  de  las  pa- 
redes. En  ellas  coloca  cada  preso  su  lio  de  ropa,  si  la  tiene,  y  su  pe- 
tate, todo  lo  cual  debe  colgar  por  las  mañanas,  al  advertirle  la  cam- 
pana que  es  hora  propia  para  que  todo  preso  deje  de  tener  sueño. 

Dentro  del  calabozo  se  duerme,  se  come  y  se  pasa  la  velada. 

Las  horas  de  esparcimiento  se  pasan  en  un  palio  abierto,  que  no 
pueden  escalar  los  presos.  Aquellas  paredes  lisas  y  áridas  no  tienen 
mas  aberturas  que  las  que  dan  luz  á  los  pasillos  del  piso  principal, 
desde  donde  se  puede  acechar  todo  cuanto  hacen  los  que  están  en  los 
patios. 

En  esos  palios  está  la  fuente  donde  se  asean  y  aun  se  lavan  algu- 
gunos  la  ropa,  dando  su  cuerpo  al  aire  y  al  sol  mientras  se  está  se- 
cando. 

En  los  patios  también  juegan  á  la  pelota,  á  lo?  naipes  y  á  las  tabas, 
y  tratan  de  sus  negocios  particulares  los  que  no  quieren  llamar  la 
atención  de  los  compañeros. 

Hay  costumbres  y  particularidades  comunes  á  todas  las  cárceles, 
por  cuyo  motivo  no  seremos  muy  minuciosos  en  aquello  que,  por  cu- 
rioso que  sea,  podría  fatigar  al  lector  con  su  repetición  en  un  libro 
como  el  presente. 

Sabemos,  por  ejemplo,  que  en  la  cárcel  del  Saladero  no  transcurre 
un  mes  sin  que  circule  muy  acreditada  la  noticia  de  que  en  breve  se 
va  á  dar  un  indulto  que  comprenda  á  gran  parte  de  los  presos. 

El  deseo  y  la  necesidad  hallan  al  hombre  siempre  crédulo  para  lo 
que  le  conviene;  por  eso  no  debe  maravillarse  nadie  de  que  mil  veces 
se  desmienta  la  noticia  y  otras  mil  veces  sea  acogida  como  indudable. 

Esta  es  una  de  las  particularidades  que  suponemos  comunes  á  to- 


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DE  EUROPA  187 

dos  loe  asilos  de  presos,  porque  en  todos  hay  hombres  ganosos  de  li- 
bertad y  corazones  abiertos  á  la  esperanza  de  alcanzarla  pronto. 

Oirá  noticia  á  que  aplicamos  el  mismo  criterio  es  la  de  una  pronta 
reforma  del  Código  penal. 

No  hay  preso  que  no  se  crea  castigado  con  rigor  escesivo;  ¡no  hay 
«no  que  no  sienta  amargamente  el  tiempo  que  transcurre  mientras 
él  se  halla  entre  rejas,  y  los  affos  que  le  pasan  como  si  él  los  viviera! 

¿Cómo  pues  no  han  de  imaginar  que  se  les  rebajarán  las  penas  y 
se  abreviará  el  tiempo  de  sus  padecimientos? 

Algunos,  de  puro  arrebatados,  sabiendo  que  han  cometido  el  de- 
filo,  se  creen  de  buena  fe  inocentes. 

Esos  son  los  que  obraron  á  impulsos  de  la  violencia  de  la  sangre; 
cegáronse,  y  cometieron  un  delito  tan  absurdo  y  tan  poco  conducente 
al  logro  de  sus  fines,  que  se  arrepienten  cordialmente  de  haberlo 
cometido  y  se  declaran  incapaces  de  volverlo  á  cometer.  T  tan  grande 
es  la  eficacia  de  la  conciencia,  que  aun  para  ellos  mismos  su  sincero 
arrepentimiento  es  como  una  absolución  y  se  consideran  harto  casti- 
gados con  la  indignidad  en  que  incurrieron. 

Sin  embargo,  esos  hombres  reinciden  y  vuelven  á  la  cárcel;  y 
caaado  después  de  muchos  af  os,  calmada  ya  la  violencia  de  las  pa- 
sosos, son  capaces  de  dominar  sus  primeros  movimientos,  ya  se  han 
acostumbrado  al  ocio  y  á  la  cárcel;  ya  no  tienen  lazos  que  les  unan  á 
la  sociedad,  y  hacen  pficio  del  crimen. 

Muchos,  al  llegar  á  ese  periodo,  entristecen  solo  con  mirarlos. 

Nótase  en  ellos  un  decaimiento,  una  fe  tan  profunda  en  la  esterili- 
dad de  la  vida  que  les  queda,  una  persuasión  de  que  solo  podrían  an- 
helar imposibles  si  algo  anhelasen  fuera  del  delito;  un  cansancio  de 
■o  haber  hecho  bien;  que  sería  mas  criminal  que  ellos  el  hombre  que 
■o  se  apiadase  de  tanta  desventura. 

Aquel  es  un  mundo  maravilloso,  hemos  dicho,  y  aun  podemos 
aftadir  que  no  se  puede  juzgar  de  lo  que  en  su  esfera  se  verifica,  sin 
grave  temor  de  equivocarse  y  de  poner  tacha  en  algo  muy  respetable, 
por  odioso  que  sea  el  delito. 

Dentro  de  la  sociedad  pasan  por  absolutos  muchos  principios  que, 
no  se  ponen  á  prueba,  no  nos  dan  á  conocer  su  última  conse- 
ña: asi  no  llegamos  nunca  á  conocer  que  son  falsos. 


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188  PR1S10MS 

Algunas  personas  tienen  conocimiento  de  ana  historia Sen- 
tiría que  el  lector  lo  llevase  á  mal,  pero  yo  he  de  referirla,  porque 
hace  á  mi  propósito  mejor  que  un  tomo  entero  de  reflexiones. 

Es  reciente. 

Vivía  no  ha  mucho  en  una  aldea  de  Castilla,  ó  de  Aragón,  que  la 
provincia  no  importa  al  hecho,  vivía,  decimos,  un  hombre  ya  entrado 
en  años,  casado  en  segundas  nupcias  con  una  mujer,  mas  joven  que 
él,  á  quien  quería  con  extremo. 

De  su  primer  matrimonio  tenia  un  hijo  á  él  muy  parecido  en  aire 
y  semblante,  pero  no  en  estatura  y  robustez,  supuesto  que  el  padre 
era  alto  y  forzudo,  y  el  hijo  pequeño,  enclenque  y  desmirriado. 

No  aseguramos  que  este  se  llamase  José,  pero  así  lo  nombrare- 
mos en  este  relato,  toda  vez  que  un  nombra  hemos  de  darle. 

Criábase,  pues,  José  afectuoso  para  con  su  padre  y  dócil  á  su  ma- 
drastra. 

Esta  le  trataba  con  cierta  indiferencia  semejante  al  cariño,  mas 
aun  eso  solo  fué  en  los  primeros  años  de  su  matrimonio,  es  decir, 
mientras  abrigó  la  esperanza  de  tener  hijos. 

La  esperanza  se  fué  desvaneciendo,  el  genio  de  la  madrastra  se 
fué  agriando,  y  José,  que  tenia  pocos  años,  comenzó  á  padecer. 

El  padre,  para  no  aumentar  la  pena  de  su  esposa,  escaseaba  á  Pe* 
pe  sus  caricias;  el  niño  bien  pronto  las  echó  de  menos;  pero  no  se 
quejó,  aunque  le  llegaba  al  alma  tan  injusto  desvio. 

Asi  transcurrió  algún  tiempo. 

Pepe  no  había  imaginado  nunca  que  pudiese  padecer  en  la  casa 
de  su  padre.  Llegó  el  caso  de  que  se  pasara  un  dia  entero  sin  que  es- 
te le  mirase  ni  le  devolviese  los  buenos  dias  y  las  buenas  noches,  y 
el  pobre  huérfano  se  escondía  para  desahogar  el  pecho  del  pesar  que 
le  agobiaba. 

Ibansele  las  horas  gimiendo  y  llorando  donde  nadie  le  veía;  sin 
encontrar  en  el  llanto  mas  que  un  consuelo  momentáneo,  y  lo  mismo 
era  volver  á  entrar  en  casa  de  su  padre,  que  aquejarle  otra  vez  la 
gana  de  llorar,  como  si  le  rebosaran  las  lágrimas. 

Una  noche,  de  vuelta  al  hogar,  sentado  silencioso  junto  á  la  lum- 
bre y  contemplando  á  su  padre,  que  parecía  cuidadoso  por  la  salud 
de  la  madrastra,  se  le  vino  su  madre  á  la  memoria  y  rompió  de  pron- 


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Dfc  KUROPA.  18» 

te  m  tan  hondos  sollozos  y  tan  copiosas  lágrimas,  que  la  madrastra 
fttTió  la  cabeza  á  mirarle  sobresaltada  y  el  padre  fué  á  abrazarle  y 
le  preguntó  muy  alarmado  qué  le  pasaba. 

Jasé  no  podía  dominar  sn  agitación;  corrían  las  lágrimas  hilo  á 
kilo  par  sos  mejillas,  y  entre  sus  frecuentes  suspiros  no  podía  hablar 
palabra 

Al  fin,  á  fuerza  de  caricias  y  consuelos,  el  padre  pudo  calmarle, 
y  como  no  dejaba  de  preguntarle  por  qué  lloraba,  respondió  Pepe: 

— Porque  me  acuerdo  de  mi  madre. 

SI  pobre  viejo,  en  medio  de  la  sorpresa  que  le  causó  tan  inespera- 
b  respuesta,  agradeció  en  el  corazón  un  recuerdo  tan  propio  de  un 
imm  hijo,  y  dióle  un  sabroso  beso  que  mitigó  con  su  virtud  la  pesa- 
dumbre del  niffo. 

A  todo  esto  había  prestado  atención  la  madrastra. 

B  padre  volvió  hacia  ella  la  vista  después  de  abrazar  á  Pepe,  y 
«lia  hizo  un  repugnante  gesto  de  desden  que  lastimó  á  su  marido. 

Ea  seguida  se  salió  al  umbral  de  la  puerta,  miró  al  cielo  y  se  pu- 

»  i  cuitar  entre  dientes. 

Pepe  no  reparó  en  esto:  su  padre  sí,  y  bajó  la  cabeza  y  se  puso 
peuatñro  y  mohíno. 

Pepe  oe  volvió  á  sentar  sintiendo  grande  alivio,  abierto  el  corazón 
á  b  esperanza,  como  si  acabase  de  recibir  de  su  padre  la  primera 


¡Ay!  era  la  última. 

Taño  volvió  á  oír  de  sus  labios  una  palabra  afectuosa,  ya  no  vol- 
vió A  recibir  de  sus  ojos  una  mirada  benévola. 

Aquel  hombre  era  débil. 

Amaba  á  su  hijo;  pero  estaba  completamente  dominado  por  su  mu- 
jer y  era  incapaz  de  cosa  que  la  desagradara. 

Aquella  familia  era  pobre.  Desear  que  Pepe  no  permaneciese  en 
la  holganza,  no  era  un  desvario;  hacerle  coadyuvar  en  lo  que  pudie- 
se al  alivio  de  su  padre  y  al  suyo  propio,  no  debia  achacarse  á  in- 
tención dañada. 

Un  dif  insinuó  la  madrastra  que  en  mejorando  el  tiempo  saldría 
Pepe  todas  las  mañanas  al  monle  por  un  haz  de  lefia. 

B  padre  ae  calló. 


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190  PRISIONES 

La  madrastra  tuvo  paciencia  y,  poniendo  freno  á  sus  deseos,  dejó 
que  se  templase  el  rigor  de  la  estación. 

Pepe,  atónito  de  ver  tan  apartado  de  él  á  su  padre,  cuando  tan 
carifioso  creía  que  iba  á  mostrársele,  sintióse  mas  apenado  que 
nunca. 

Volvió  á  caer  en  tristeza,  y  ya  no  solo  lloró  por  él;  lloró  también 
por  su  madre,  á  cuyo  recuerdo  habia  debido  tantas  recónditas  alegrías. 

Mandósele  un  día  que  fuera  por  lefia;  echáronle  unas  cuerdas  al 
hombro  y  obedeció. 

En  medio  de  la  soledad  del  monte,  se  creyó  por  primera  vez  mas 
acompañado  que  al  lado  do  su  padre. 

La  tranquilidad  del  sitio,  la  grandeza  de  cuanto  le  rodeaba  influ- 
yeron en  su  ánimo,  embargándole  los  sentidos. 

Jamás  se  tuvo  por  tan  bien  hallado  como  aquel  dia. 

Ya  iba  á  caer  la  tarde  cuando  volvió  á  su  casa;  algunos  vecinos  le 
dirigieron  por  el  camino  la  palabra  y  no  supo  contestarles. 

Al  ver  desde  lejos  la  puerta  por  donde  tenia  que  entrar,  se  le  opri- 
mió de  nuevo  el  corazón. 

Su  padre,  que  estaba  sentado  al  umbral,  se  entró  al  verle  detener- 
se; su  madrastra  le  vio  también  y  se  quedó  donde  estaba,  fingiendo 
que  no  le  habia  visto. 

Pepe  siguió  su  camino,  llegó,  dejó  su  haz  donde  le  mandaron,  y  el 
pobre  niño  ni  siquiera  se  acordó  de  comer. 

Sus  salidas  diarias  al  monte  duraron  mucho  tiempo. 

El,  sin  que  nadie  le  dijera  una  palabra,  procuraba  llevar  á  su  casa 
todo  el  peso  de  lefia  que  podian  soportar  sus  fuerzas,  aunque  tuvie- 
ra que  pararse  á  la  mitad  del  camino  para  tomar  algún  descanso. 

Un  dia  iba  á  salir  á  su  expedición  y  le  dijo  su  padre: 

— José,  te  llevarás  la  borrica. 

—Bien,  padre;  contestó  él  sin  atreverse  á  mirarle. 

El  viejo  prosiguió: 

—Cargarás  la  borrica  á  la  vuelta. 

— Está  bien,  padre. 

— Déjala  pacer  y  arriéndala  á  un  tronco,  $i  necesario  fuere.  ¿Estás? 

—Sí,  la  arrendaré. 

— No  huelgues  con  la  confianza  de  llegar  pronto  á  casa  montado 


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M  IÜ10FA.  111 

U  borrica.  Mientras  pace  el  animal,  recoges  7  atas  los  haces.  Des- 
se  los  cargas  bien  acondicionados. 

—Así  lo  haré,  padre. 

— Ea  pues,  arrea  y  anda  con  Dios. 

—Buenos  días,  padre. 

Asi  diciendo,  levantó  Pepe  los  ojos  entre  confiado  y  medroso. 

El  Tiejo  no  le  miraba. 

Otra  Tez,  desde  la  noche  del  abrazo,  sintió  movérsele  el  corazón 
el  aféelo  de  la  paternidad,  y  se  qnedó  perplejo,  sin  atreverse  á 
aada,  y  dejó  salir  á  José  con  grave  sentimiento. 

Pepe  echó  por  so  camioo  acostumbrado. 

Cuando  iba  á  entrarse  por  ana  revuelta  de  la  senda,  el  padre  dio 
na  mirada  al  rededor  y,  seguro  de  que  nadie  le  veia,  clavó  en  el  mu- 
chacho los  ojos  y  le  fué  siguiendo,  mientras  pudo,  con  la  vista. 

Pasaban  dias  y  días  sin  que  Pepe  oyese  hablar  ni  hablase  en  su 


Cuado  su  madrastra  le  dirigió  la  palabra,  fué  para  decirle  que 
m  «J  méate  había  lefia  mejor  que  la  que  él  llevaba  ¿  su  casa. 

Fado  ser  muy  inocente  aquella  observación;  mas  á  Pepe  le  amar- 
fé  como  si  hubiese  bebido  hiél. 

Aquella  observación  penetró  en  su  oido  con  tono  helado  y  seco,  con 
un  aoeoto  sin  vibración,  sordo  como  el  ruido  de  una  losa  que  choca 
con  otra:  quizás  aquella  ocasión  fué  la  primera  en  que  Pepe  distin- 
guió entre  la  voz  de  su  madre  y  la  de  su  madrastra. 

En  el  caló  carcelario  se  llama  madrastra  á  la  prisión  y  también  á  la 
cadena.  ¡Cuántas  veces  pensando  José  en  el  origen  de  sus  desdichas 
y  en  el  rérmino  á  que  se  veia  llegado,  bajaba  la  cabeza  y  cerraba  los 
ojos  creyendo  que  los  sucesos  de  su  vida  habían  sido  guiados  por  la 
mano  de  la  fatalidad  inexorable! 

Volviendo  al  dia  en  que  su  madrastra  le  advirtió  que  no  miraba 
bien  por  su  casa,  Pepe  se  alejó  con  la  borrica  á  paso  mas  vivo  que 
•olía,  pero  sin  mostrar  enojo  ni  dar  una  mala  respuesta. 

Llegó  á  lo  mas  hondo  de  la  senda;  alli  de  nadie  podía  ser  visto;  mi- 
ra para  su  casa  preñado  de  odio  el  corazón,  y  con  un  suspiro  ronco 
qie  parecía  una  amenaza  y  meneando  la  cabeza,  dio  á  sus  ocultas  pe- 
tas el  Énko  desahogo  que  darles  podía. 


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tu  FUSIONES 

Iban  á  saltar  ligrimas  de  sus  ojos;  pero  los  comprimió  cerrándo- 
los inertemente  y  aplicándoles  los  pnfios. 

El  cuadrúpedo,  acostumbrado  á  sus  diarias  escursiones,  había  ido 
siguiendo  el  conocido  camino. 

Pepe  volvió  en  si;  recogió  del  suelo  el  sarmiento  con  que  solia  agui- 
jar y  llegó  al  monte  abrumado  con  grave  pesadumbre. 

En  la  vida  de  los  desdichados  hay  acontecimientos  muy  grandes, 
que  suelen  llamarse  puerilidades. 

Vamos  á  introducir  aquí  un  suceso  que  no  consta  en  el  proceso  de 
Pepe;  mas  estuvo  presente  siempre  en  su  memoria;  movió  su  volun- 
tad; obró  en  su  entendimiento;  modificó,  en  una  palabra,  su  modo 
de  ser  y  fué  parte  en  sus  amarguras  y  crímenes. 

Es  una  puerilidad  también  en  el  caló  que  usa  la  sociedad  cuando 
le  importa  no  ser  entendida  de  la  conciencia  humana. 

En  cierta  ocasión  despertó  á  Pepe  un  lúgubre  tafiir  de  campanas. 

Era  todavía  de  madrugada. 

Pepe  se  habia  acostado  rendido  de  cansancio;  mas  aquellos  tristes 
sonidos  no  le  dejaron  dormir  mas. 

Salió  y  vio  gente  del  pueblo  que  levantaba  unos  sencillos  altares  de 
trecho  en  trecho  desde  una  casa  próxima  á  la  suya  hasta  el  cemen- 
terio. En  cada  altarcito  ponían  una  imagen  entre  ramas  de  ciprés. 

A  la  hora  todo  el  pueblo  era  altares;  las  casas  habían  quedado  so- 
las y  todo  el  mundo  se  habia  reunido  en  la  de  un  vecino,  cuyo  hijo 
habia  muerto  la  noche  antes. 

Guando  la  gente  se  trasladó  de  la  casa  mortuoria  á  la  iglesia,  pa- 
seando antes  en  procesión  por  todo  el  pueblo  su  cuerpo  muerto  en  un 
ataúd  descubierto,  iban  delante  el  párroco  y  su  vicario,  con  dos  mo- 
naguillos; detrás  de  estos  y  al  rededor  del  ataúd,  llevado  en  andas  por 
cuatro  ancianos,  iban  todos  los  muchachos  del  lugar,  ataviados  como 
!>ara  una  fiesta  por  sus  madres,  y  cerraban  la  procesión  los  mayores. 

Pepe  se  unió  al  cortejo. 

Primero  se  colocó  al  lado  délos  sacerdotes;  después  quiso  verá  los 
que  llevaban  las  andas;  pero  en  seguida  se  avergonzó  con  las  mira- 
das que  le  dirigían  sus  compañeros,  que  lodos  formaban  parte  de  la 
comitiva  y  fué  á  confundirse  entre  los  últimos,  á  cuyo  alrededor  da- 
ba vueltas  como  un  perro. 


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DE  EURO?*.  113 

Pepe  fué  también  al  monte  aquel  dia,  y  en  el  monte  todo  era  acor- 
de! cuidado  con  que  todas  las  familias  menos  la  suya  babian 
Iterado  i  los  muchachos  al  acto  solemne  del  entierro. 

Quería  comparar  su  mala  suerte  con  la  de  otro  desdichado  y  no 
hallaba  con  quien  compararse. 

Coando  volvió  al  pueblo  con  la  carga  de  lefia  aun  andaban  jugan- 
do, con  muestras  de  los  adornos  y  prendas  de  gala  que  por  la  mafia- 
aa  habían  usado  los  niños  de  su  aldea. 

H  era  allí  el  único  menospreciado,  el  que  no  tenia  amparo  ni 
carillo. 

Pepe  era  demasiado  bueno  ^para  dejar  de  querer  á  su  padre,  por 
mas  que  le  atribuyese  algo  de  culpa  en  sus  desgracias;  y  por  el  res- 
pelo  que  á  su  padre  profesaba,  cuando  sentía  germinar  en  el  corazón 
el  adió  4  su  madrastra,  hacia  el  pobrecito  grandes  esfuerzos  para 
caotoaerse,  para  olvidar;  porque  no  se  atrevía  ni  aun  á  aborrecer  lo 
qae  su  padre  estimaba. 

Vía,  por  el  contrarío,  era  cada  dia  mas  exigente,  mas  dura,  y  lie- 
gé  katU  la  crueldad  con  su  hijastro. 

Escatimábale  el  alimento  y  la  miserable  paja  del  lecho.  Traíale 
■al  vestido  y  la  echaba  de  económica  para  disimular  su  impiedad. 

Aquella  mujer  sin  duda  habría  sido  una  estélente  madre ;  quere- 
mos imaginarlo  asi,  ya  que  es  siempre  consolador  atribuir  á  desvíos 
de  instintos  nobles  los  delitos  de  los  humanos. 

Pero  madre  ya  no  podía  serlo,  y  el  ver  para  siempre  imposible  la 
realización  de  aquella  esperanza  que  largo  tiempo  había  alimentado, 
le  bada  desahogar  su  ciego  despecho  en  una  tierna  criatura,  bien 
iaoceote. 

También  Pepe  era  afectuoso  y  pagaba  con  usura  á  los  que  bien  le 
querían;  también  él  tenia  que  renunciar  para  siempre  al  cariño  ma- 
teraal;  y  sin  embargo  no  por  eso  habia  dado  jamás  indicio  alguno  de 
tibieza  4  la  que  tan  mala  voluntad  le  tenia,  hasta  que  ella  misma 
mostró  bien  á  las  claras  que,  no  solo  las  caricias,  sino  hasta  la  pro- 
seada de  Pepe  la  enojaba. 

Poco  á  poco  fué  llegando  á  grave  extremo  el  odio  de  aquella  mu- 
jer al  hijo  de  su  marido,  odio  en  que,  digámoslo  de  paso,  iba  inclu- 
yfetdo  4  todas  sus  vecioae  que  llegaban  á  tener  hijos> 

TOMO u  25 


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194  PRISIONES 

En  cierta  ocasión,  habiendo  exasperado  á  su  marido  contra  Pope 
con  muchos  protestos  frivolos  que  con  maflosa  insistencia  acumulaba, 
puso  á  este  en  trance  muy  amargo. 

Levantóle  el  padre  la  mano;  inólinó  Pepe  la  cabeza,  dispuesto  á  re- 
cibir sumiso  el  golpe,  y  acertó  á  ver  á  su  madrastra  que,  con  rápido 
gesto,  incitaba  á  su  padre  á  que  le  castigase. 

En  aquel  gesto  creyó  Pepe  descubrir  el  origen  de  sus  padecimien- 
tos y  el  anuncio  de  toda  una  vida  de  desgracias. 

El  corazón  le  decía  que  aquella  mujer  le  habia  robado  para  siem- 
pre el  cariño  de  su  padre  para  dejarle  perpetuamente  sumido  en  kt 
amargura. 

La  aldea  donde  reposaban  los  huesos  de  la  que  dio  el  ser;  los  cam- 
pos testigos  de  sus  primeros  juegos;  el  hogar  donde  su  cuna  se  habia 
mecido;  todo  lo  que  es  atractivo  para  los  corazones  tierno!,  le  ha- 
blaba en  sus  soledades  aconsejándole  que  no  se  alejase  del  lado  de  su 
padre;  mas  al  propio  tiempo,  la  indiferencia  con  que  este  le  trataba 
cuando  no  le  daba  muestras  de  rigor  escesivo,  la  dureza  de  su  ma- 
drastra, que  cada  dia  era  mas  cruda,  le  estimulaban  á  buscar  en  otra 
parte  la  tranquilidad  del  ánimo  y  la  buena  correspondencia  á  sus 
afectos. 

Pepe  no  conocía  mas  que  algunos  pueblos  de  los  alrededores;  el 
mundo  no  se  estendía  para  él  mas  allá  de  los  limites  que  sus  vista  al- 
canzaba. 

Titubeando  entre  huir  de  la  casa  paterna  y  esperar  resignado  un 
cambio  de  suerte,  iba  todos  los  dias  al  monte  y  volvía  tan  perplejo 
como  habia  ido. 

En  la  aldea  se  habia  hecho  público  el  desden  de  su  padre  y  el  en- 
cono de  su  madrastra;  de  ambos  murmuraban  los  vecinos;  mas  era 
tal  la  desdichado  Pepe  que,  aun  con  mirarle  todo  el  mundo  como  ob- 
jeto de  malos  tratamientos,  nadie  hacia  cosa  alguna  por  aliviar  sus 
males,  ni  de  nadie  recibía  una  palabra  de  consuelo. 

Su  aspecto  no  era  grato  á  primera  vista.  Una  fisonomía  ordinaria, 
una  estatura  muy  baja,  un  cuerpo  pesado,  sin  asomo  de  gracia:  tal 
era  Pepe.  Cierto  que  sus  ojos  azules  enviaban  miradas  llenas  de  sua- 
vidad y  de  ternura;  cierto  que  sus  labios  gruesos  y  de  correcto  dibu- 
jo proclamaban  lo  sano  y  lo  leal  de  su  carácter;  pero  los  mozos  del 


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DE  EUftOF*  195 

tt¿ar  no  «tendía*  sino  de  llamar  hocico  á  su  boca  y  de  ridiculizar- 
le por  enaao  y  mal  formado. 

Cuando  ya  á  los  secreios  pesares  que  le  abrumaban  vino  áafiadir- 
•e  el  público  escarnio  de  los  estrafios,  aquel  desdichado  tomó  una  re- 
sstaciof}.  Era  mozo,  era  fuerte,  podia  ganar  el  pan  trabajosamen- 
te como  todos  los  demás  hombres,  y  una  mañana  salió  de  su  casa 
para  no  volver  á  pisar  aquella  tierra,  tan  dura  para  él  y  tan  ingrata. 

Había  llamado  en  vano  al  corazón  de  su  padre,  único  ser  en  la 
tierra  con  quien  le  unia  la  naturaleza;  habia  esperado  en  vano  de  los4 
demás  hombres  siquiera  el  respeto  debido  á  la  desgracia.  El  se  ha- 
bría dejado  matar  por  su  padre  y  este  le  mataba  á  pesares;  él  habría 
arriesgado  la  vida  por  un  amigo,  y  solo  hallaba  á  su  alrededor  gente 
ñ  «•(rafias. 

Ta  nada  tenia  que  esperar  de  aquella  aldea,  y  determinó  ir  ¿f  otra' 
\  vivía  un  antiguo  amigo  de  su  madre. 

Distaba  esa  aldea  dos  leguas  de  la  suya,  y  Pepe  emprendió  el  ca- 
ta* como  si  fuera  á  otro  hemisferio. 
Atamsó  un  arroyo  que  limitaba  el  término  de  aquel  pueblo  que  le 
visto  nacer,  como  atravesaban  el  Océano  los  primeros  nave- 
que  hacían  rumbo  á  América.  Una  pequeña  colina  ocultó  á 
m  ojos  el  campanario  que  habia  solemnizado  el  dia  de  su  naci- 
y  el  de  la  muerte  de  su  madre,  y  aquella  pequefia  colina  que 
\  veces  él  habia  traspuesto,  le  pareció  una  montada  formidable, 
de  acceso  imposible,  que  por  toda  una  eternidad  habia  de  pesar  sobre 
la  tierra  querida  de  su  nifiez. 

Oprimídsele  el  corazón  y  se  quedó  largo  rato  inmóvil  y  en  triste 
riendo.  Dos  veces  hizo  ademan  de  volverse  atrás,  casi  decidido  á 
volver  á  la  casa  de  su  padre  y  esperar  allí  que  los  golpes  de  la  adver- 
sidad acabasen  con  él.  Pero  acaso  pensó  que  el  suplicio  que  en  casa 
de  n  padre  habría  de  padecer  seria  harto  prolijo  para  quien  nada  ha- 
bía hecho  por  merecerlo;  acaso  pudo  mas  en  él  la  esperanza  de  hallar 
amparo  en  el  amigo  á  quien  se  dirigía. 

Volvió  á  mirar  adelante  y  prosiguió  lentamente  su  camino. 

A  pecas  diligencias  encontró  ai  hombre  que  buscaba,  y  refirióle, 
mas  era  estrenuos  de  dolor  que  con  palabras,  lo  que  habia  padecido 
T  W  que  á  so  presencia  le  traía. 


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196  PRISIONES 

Aquel  hombre  rudo,  pero  bondadoso  y  conocedor  del  carácter  del 
padre  y  del  de  la  madrastra,  recibió  á  Pepe  en  su  casa  para  que  se 
ocupase  en  faenas  de  una  hacienda  que  en  el  pueblo  tenia. 

Mucho  tardó  el  mancebo  en  acostumbrarse  á  ver  sin  estrañeza 
aquellas  paredes,  que  no  eran  las  que  al  despertar  habia  visto  toda 
su  vida;  los  instrumentos  de  labranza,  la  cuchilla  de  partir  el  pan, 
todo  al  principio  le  arrancaba  suspiros. 

Poco  á  poco  el  buen  trato,  el  tiempo  y  la  costumbre  hicieron  su 
oficio,  y  comenzó  para  José  el  único  breve  periodo  de  calma  feliz  que 
gozó  en  este  mundo. 

A  todo  esto  iba  siendo  mozo;  su  natural  era,  como  hemos  dicho, 
muy  tierno,  y  en  los  bailes  domingueros  comenzaban  á  ocurrirsele 
ideas  peregrinas  sobre  las  gracias  de  las  aldeanas  que  tomaban  parte 
en  las  danzas. 

Su  talle  y  su  garbo  no  eran  para  enamorar,  harto  lo  conocía  él; 
pero  su  corazón  era  capaz  de  comprender  y  estimar  las  virtudes;  sa- 
bia respetar  la  delicadeza  de  la  mujer,  y  cuando  apuraba  esta  mate- 
ria no  tenia  reparo  en  considerarse  tan  digno  de  ser  amado  como  pu- 
diese serlo  el  mas  rico  y  el  mejor  mozo  en  diez  leguas  á  la  redonda. 

Allá  á  sus  solas,  en  el  recogimiento  de  la  noche,  Pepe  se  abando- 
naba á  la  quimera  de  encontrar  recompensa  á  sus  padecimientos  en 
el  amor  de  una  tierna  esposa  y  en  los  goces  de  la  familia. 

Imaginábase  una  aldeana  joven,  sencilla,  de  recto  juicio,  y  decia 
para  sí:  «esa  seria  mi  esposa.  Yo  seria  para  su  amor  el  amante;  pa- 
ra su  debilidad  el  fuerte;  yo  seria  su  amparo,  yo  ganaría  el  pan  de 
su  sustento  y  el  de  nuestros  hijos;  yo  la  acompañaría  en  su  soledad; 
velaría  su  sueOo » 

Asi  pensaba  en  la  oscuridad  y  el  recogimiento  de  la  noche;  pero  la 
luz  del  dia  disipaba  tan  gratas  quimeras.  Veíase  pobre,  contrahecho, 
inferior  á  lodos  los  mozos  del  pueblo,  y  era  hasta  cobarde  ¡él  que  por 
el  amor  habría  llegado  hasta  el  heroísmo! 

Ya  se  habían  ido  amortiguando  los  dolorosos  recuerdos  de  los  su- 
cesos que  le  obligaran  á  salir  de  la  casa  paterna;  ya  las  ansias  de 
amores  agitándole  el  corazón  daban  reposo  á  su  memoria,  cuando 
una  noche  quiso  su  mala  fortuna  que  el  patrón,  creyéndole  dormido, 
hablase  de  él  con  un  amigo  y  pariente  que  en  la  misma  casa  se  hos- 


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DE  EUROPA.  197 

podaba.  T  no  solo  le  refirió  lo  que  José  le  había  contado  para  jus  ti  fi- 
ar su  resolución,  cuando  fué  á  pedirle  qne  le  admitiera  á  su  servi- 
cio, sino  sucesos  que  el  pobre  huérfano  ignoraba  y  hubiera  deseado 
siempre. 

Mas  como  la  mala  suerte  no  se  cansaba  en  su  daño,  hubo  de  oir  co- 
que le  martirizaron  en  lo  mas  vivo. 

Supo  que  ya  en  vida  de  su  madre  y  antes  de  que  él  viniera  al  mun- 
do, Ja  que  entonces  era  su  madrastra  habia  introducido  la  discordia 
m  su  familia;  que  su  madre  al  darle  á  luz  habia  estado  á  punto  de 
perder  la  vida  con  los  disgustos  que  experimentara  durante  su  emba- 
razo, y  qie  todo  el  tiempo  que  sobrevivió  al  parto  anduvo  triste  y  en- 
fermiza. 

Nunca  habia  sentido  José  la  plenitud  del  odio  como  en  aquellos  mo- 
mentos. Con  toda  la  potencia  de  su  juventud,  con  todo  el  brío  que  po- 
día comunicarle  el  apasionado  carillo  que  á  su  madre  profesaba,  se 
mcorporó  en  el  miserable  lecho,  y  viendo  en  su  imaginación  la  casa 
habia  nacido,  como  si  estuviera  en  ella,  y  representándose  á  su 
alli  en  su  presencia,  le  arrojó  una  maldición  acérrima  y  ca- 
fé m  fuerzas  para  ahogar  un  suspiro  semejante  al  rugir  de  la  fiera. 

Aquel  relato  hecho  con  la  confianza  de  la  amistad  por  un  hombre 
redo  que  no  sabia  que  Pepe  le  estaba  oyendo,  causó  en  el  corazón  de 
éste  una  herida  que  no  llegó  nunca  á  cicatrizarse. 

Tornó  á  sus  melancolías,  y  se  habría  creído  incapaz  de  todo  alivio 
si  un  suceso  inesperado  no  hubiera  vuelto  á  despertar  sus  esperanzas. 

Habíale  llamado  muy  particularmente  la  atención  una  moza  de  la 
aldea,  de  rostro  agraciado  y  trato  apacible. 

Potare  era  la  moza;  mas  su  gentileza  y  su  bello  carácter  eran  bas- 
tantes á  atraerla  los  mas  bizarros  galanes;  Pepe  lo  sabia,  lo  veía  y  se 
alegraba  de  verla  obsequiada  como  si  fuera  hermano  suyo. 

Clara,  que  asi  la  llamaremos,  no  era  insensible  á  los  halagos  de  sus 
rondadores;  y  como  no  la  movía  la  codicia  ni  otro  afecto  bajo,  acep- 
tó los  juramentos  del  que  supo  ganar  su  corazón,  desentendiéndose 
■obfeauate  de  los  que  la  aconsejaban  que  prefiriese  á  otros  mejor  aco- 


dara creía  además  que  su  elegido  era  tan  honrado  como  ella  po- 
eta desear:  en  esto  se  engañaba  la  pobre. 


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198  PRISIONES 

Aquel  hombre  ruin  no  sapo  apreciar  el  bien  que  el  amor  le  depa- 
raba. Malicioso,  sagaz,  hizo  por  ajustarse  á  las  inclinaciones,  á  lodos 
los  inocentes  caprichos  de  Clara;  de  suerte  que  cada  dia  estaba  ella 
mas  contenta  con  su  suerte,  y  cuando  pensaba  haber  asegurado  su 
imperio  en  el  corazón  de  aquel  rústico  taimado,  era  precisamente 
cuando  mas  rendida  se  hallaba  á  su  voluntad. 

¿Y  qué  mucho  que  una  doncella  tierna  y  sencilla  cayese  en  tal  en- 
gafio,  si  en  su  perdición  se  ocupaba  un  burlador  esperimentado,  que 
sin  vergüenza  de  sí  propio,  mentia  y  perjuraba? 

Cautiva  quedó  Clara  de  sus  embustes  y  bajezas,  que  ella  tomaba 
por  verdades  ciertas,  y  quizás  ella  de  propio  movimiento  hizo  la  mi- 
tad del  camino  hacia  el  precipicio  de  su  honor. 

De  sermones  y  consejos  y  de  honesta  repugnancia  venció  la  caute- 
la del  galán,  y  Clara  perdió  la  estimación  de  las  gentes  y  la  paz  del 
espíritu.  Esto  bastaba  para  que  fuese  para  siempre  desgraciada;  pe- 
ro su  desgracia  fué  mayor  todavía,  porque  no  pudo  dejar  de  querer 
al  causante  de  sus  males. 

Largo  tiempo  lloró  por  el  cúmulo  de  infortunios  que  sobre  ella  ha- 
bían caído  de  improviso;  mas  vino  un  dia  que  dejó  de  llorar  por  su 
deshonra  y  se  le  caían  las  lágrimas  hiloá  hilo  al  pensar  en  que  no 
era  amada  del  hombre  á  quien  amaba. 

Los  mozos  á  quienes  habia  desdeñado  se  gozaron  en  su  infortunio, 
sus  compañeras  se  alegraron  también,  acordándose  del  tiempo  en 
que  ella  era  objeto  de  predilección  y  ellas  se  veían  desairadas  y  no 
tenían  mas  galanes  que  los  que  Clara  iba  despidiendo  ó  causando  con 
su  indiferencia;  su  burlador  Antunez  salió  del  pueblo  y  ella  no  vol- 
vió á  presentarse  en  baile  de  plaza  ni  romería. 

A  la  iglesia  iba  con  el  alba  y  se  encerraba  en  su  casa  con  el  amar- 
go  pesar  de  su  abandono  y  el  sabroso  recuerdo  de  sus  dichas. 

Pepe  fué  testigo  de  crueles  alegrías  délas  mozas  y  de  indignos 
sarcasmos  de  los  mozos. 

Clara,  que  antes  le  era  simpática,  llegó  á  serle  querida  desde  que 
la  vio  tan  desdichada. 

Estaba  hecho  á  no  ver  mas  que  seres  dichosos,  y  si  bien  no  le 
consolaba  de  sus  males  el  dolor  ageno,  á  lo  menos  le  demostraban 
que  no  era  él  solo  objeto  de  las  iras  del  cielo. 


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DE  EBROfA.  19H 

Saludaba  á  la  infeliz  siempre  qae  pasaba  por  debajo  de  sus  venta - 
y  dtóen  pasar  muchas  veces  sin  necesidad  alguna. 

Satisfacíale  la  complacencia  qae  mostraba  Clara  al  ver  que  &  lo 
una  persona  del  pueblo  no  se  desdeñaba  de  darle  los  buenos 
y  decía  para  sí:  ahora  goza  quizás  ella  lo  mucho  que  gozaría  yo 
ai  tuviera  quien  no  me  menospreciara. 

Acostumbróse  fácilmente  4  visitar,  aunque  de  paso,  á  la  triste  al* 
deaaa:  del  simple  saludo  pasó  á  las  conversaciones,  y  un  dia  que  no 
la  rió  &  la  reja,  entró  en  su  casa  á  preguntar  si  estaba  enferma. 

Enferma  estaba  en  efecto.  Enferma  de  ausencia,  de  desamor,  de 
abandono  y  de  desprecio,  y  José  se  sentó  á  su  cabecera. 

Alli  le  dijo  aquel  ser  raquítico  y  estraflo  palabras  tan  dulces,  fra- 
ses tan  ricas  de  sentimiento  y  de  discreción  jamás  de  ella  conocida, 
que  la  pobre  muchacha  lloró  y  le  bendijo  en  silencio  por  el  bien  que 
la  hacia. 

Era  al  caer  la  larde.  El  cuarto  estaba  casi  &  oscuras.  El  afectuoso 
acento  de  José  vibraba  de  emoción;  todo  cuanto  salía  de  sus  labios 
eatabt  impregnado  de  suavidad  y  consuelo. 

Nunca  se  había  hallado  en  circunstancia  tan  propicia  para  dar 
na  muestra  del  fecundo  manantial  de  cariño  que  en  su  pecho  se  es- 
condía, y  en  aquella  tarde  vertió  á  raudales  el  sentimiento,  trastornó 
la  imaginación  de  la  enferma  con  el  sublime  prestigio  de  la  esperan* 
xa  y  salió  de  alli  con  la  promesa  de  volver  al  siguiente  dia,  dejan  - 
déla  á  ella  maravillada  de  sus  eficaces  palabras  y  maravillado  él 
mismo  del  cambio  que  en  su  espiritu  había  producido  el  inesperado 
desahogo  de  su  corazón. 

Las  uoras  se  le  hacían  afios  mientras  no  llegaba  la  de  ver  á  la  pa- 
eteate,  y  no  faltó  á  su  palabra  La  buena  acogida  que  en  la  casa  se  le 
hizo  acabó  de  determinar  la  inclinación  que  se  insinuaba  en  su  áni- 
mo y  en  breve  tiempo  pasó  de  la  piedad  al  amor  mas  acendrado. 

Ni  ulara  le  hablaba  del  hombre  que  era  origen  de  su  desgracia, 
ai  él  pronunciaba  en  presencia  de  ella  su  nombre;  que  hasta  este 
extremo  llegaba  la  delicadeza  del  inculto  huérfano. 

Establecióse  entre  ambos  la  confianza;  Pepe  tuvo  que  compartir 
con  Clora  el  peso  del  menosprecio  que  sobre  ella  hacia  pesar  el 
poeblo. 


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tH  HtISIOlQB 

Ella  le  hizo  un  día  una  indirecta  observación  sobre  este  particular, 
y  él,  como  si  estuviera  esperando  que  asi  sucediera,  se  apresuró  á 
responder,  resuelto  á  llevar  la  conversación  hasta  sus  últimos  tér- 
minos: 

—Ya  sé,  dijo,  lo  que  de  mi  hablan  y  aun  lo  que  de  mi  piensan; 
pero  nó  me  importa. 

A  estas  palabras  dichas  en  tono  grave  y  sentido,  no  supo  Clara  que 
añadir,  y  José,  que  deseaba  oiría  y  esplicarse,  añadió: 

— Pesaríame  si  tú  no  fueras  quien  eres;  pero  ni  tienes  la  culpa  de 
tu  desgracia 

— ¡Ay,  no!  interrumpió  Clara. 

—Ni  lo  que  yo  pierdo  con  las  criticas  del  pueblo,  affadió  Pepe, 
vale  lo  que  gano  con  saber  que  me  estimas. 

— José,  dijo  entonces  ella  con  los  ojos  preñados  de  lágrimas:  tú 
eres  mas  honrado  que  esos  insolentes  que  me  desprecian,  suponiendo 
que  es  mi  deshonra  lo  que  les  inspira  repugnancia,  después  que  to- 
dos ellos  han  codiciado  el  infame  lauro  de  ponerme  en  el  estado  en 
que  me  veo.  Dios  te  pague  el  bien  que  me  haces,  José. 

— ¿Yo?  esclamó  él,  lleno  de  grata  zozobra. 

—Si,  dijo  Clara,  tú,  José;  tú,  que  hablas  y  no  humillas;  tú,  que 
consuelas  y  no  avergüenzas.  Si  supieras....  Tú  no  sabes  aun  lo  que 
yo  he  padecido  y  padezco. 

Clara  bajó  la  voz. 

—Mira,  dijo  con  espansion  fraternal;  mi  madre  me  ha  hecho  derra- 
mar lágrimas  muy  amargas  ¡yo  se  lo  perdono!  pero  ha  querido  mos- 
trarme que  me  quería  y  lo  ha  hecho  de  un  modo  cruel  ¡oh  cruel! 
Todo  lo  que  pudo  decirme  antes  de  mi  desgracia  me  lo  ha  dicho  aho- 
ra que  no  tiene  remedio,  y  nada  ha  respetado  en  mi,  y  con  la  mejor 
intención  me  ha  hablado  palabras...  ¡como  si  yo  fuera  una  mujer 
perdida!  lie  ido  al  confesor  buscando  consuelo  ó  siquiera  esperanza 
de  alivio  y  ¡ay!  volvi  con  el  alma  quebrantada,  mas  llena  de  ver- 
güenza y  de  desesperación  que  nunca.  Allí,  de  rodillas,  llorando, 
José,  llorando  á  mares,  clamando  lástima,  abierto  el  corazón  como 
si  Dios  hubiera  de  leer  en  él...  ¡Oh,  lo  que  oi!  ¡lo  que  pasé...  Dios 
mió!  Vamos,  no  quiero  recordarlo,  porque  me  volvería  á  dar  ganas 
de  morir.  Imagínalo  tú,  si  puedes,  que  yo  no  sabría  decirlo.  Mira, 


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DE  EUROPA.  *0í 

vtifi  i  ni  casa,  no  sé  cómo  ni  por  dónde  y  ¿lo  creerás?  al  verme 
tela,  te  me  Égaró  que  de  cuantos  me  rodeaban  el  menos  malo  era 
Aatanez.  Ahora  considera  cual  yo  estaría. 

AI  oir  por  primera  vez  el  nombre  de  Antunez  en  boca  de  Ciará/ 
estremecióse  Pepe  en  lo  profundo  de  sus  entrañas.  Ella  no  lo  vio 
porque  estaba  llorando  á  lágrima  viva  y  no  hacia  mas  que  llevar  una 
j  ttra  Tez  el  pafiuelo  á  los  ojos. 

— ¿Te  acuerdas  aun  de  Antunez? 

— Me  he  acordado. 

— ¿Le  amarías  quizás ? 

— jYo!  esclamó  Clara  con  sorpresa.  Aquel  acento  nada  afirmaba, 
íada  negaba.  Si  Pepe  hubiera  sabido  traducirlo...  no  habría  muerto 
ahorcado.  Otro  mas  experimentado  habría  comprendido  que  Clara  in* 
vahratariamente  contestaba  que  aun  vivia  en  su  pecho  el  amor  de  Antu- 
nez; pero  aquel  mancebo,  tan  i  n  es  per  (o  como  enamorado,  no  entendió' 
a»  que  había  hecho  mal  en  dirigir  una  pregunta  intempestiva,  casi 
mensata,  á  Clara,  y  se  prometió  ser  mas  prudente  en  lo  sucesivo. 

¡8a  prudencia  consistió  en  abandonarse  por  completo  á  la  esperanza 
de  ha/lar  la  felicidad  haciendo  feliz  á  una  desgraciada! 

Todo  el  esmero  que  pone  el  hombre  en  librarse  de  un  gran  peligro, 
lo  pavo  José  en  procurarse  el  dallo  por  elcamino  toas  breve. 

Ota  tarde  que,  silencioso  y  medio  cerrados  los  ojos,  escuchaba, 
digámoslo  asi,  sus  propios  pensamientos,  le  sacó  Clara  de  aquel  es- 
tafo  pregnntándole: 

— ¿En  qué  piensas,  José? 

— En  ti,  contestó  él  resueltamente  y  cotí  mal  reprimido  anhelo. 

Clara  reveló  con  una  mirada  la  estrañeza  que  le  había  causado  la 
respuesta  de  Pepe,  y  antes  de  que  abriese  los  labios  para  replicar, 
aSadttél: 

— Té  ao  eres  feliz;  ¿crees  que  podrás  serlo  algún  día? 

Si  Pepe  hubiera  tenido  paciencia  para  esperar  contestación  y  po- 
tería bien  en  claro,  quizás  se  babria  librado  de  las  desgracias  que 
después  le  sobrevinieron;  pero  no  pudo  contenerse;  el  corazón  quería 
ottrseto  del  pecho;  temblaban  sus  labios  como  si  en  ellos  palpitaran 
palabra*  llenas  de  vida,  y  viendo  fijas  en  su  semblante  las  miradas 
de  dará,  afiadió: 


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m  PRISIONES 

—¿Qnieres  casarte  conmigp?  :  i  ;., 

Con  ímpetu  comenzó  la  pregunta  y  i*  terminó  $00  «aa  qspeoie  fa? 
sollozo,  con  una  vibración  que  fué  prolongándose  largo  rato  para,sijsA 
propios  oídos  con  una  intensidad  tal  copio  si  hubiera  de  resonar  por 
todo  el  universo.  .      - 

.Ella  quedó,  suspensa,  atóaitg,  mirándole  de  hita  en  hito»  ,  - 

José  prorumpió  en  una  candorosa  é  incoherente  declaración  <  de  / 
sus  afectos,  que  hizo  volver  en  sí  á  Clara  para  que  mas  y  mas  ^  ma- 
ravillase. 

—¡Si  yo  pudiera  decir  cómo  te  amo!  esc  lamo;  si  tú  pudiera^  sa- 
ber.,, ¡cómo  lo  haría  yo  para  espresarte  las  cosas  según  las  siento! 
Rudo  soy  desde  que  nací;  todo  me  lo  ha  escatimado  ia  mala  ventura... 
Óyeme,  empero.  Ya  seque  no  soy  galán  como  merecen- tis  graoiap 
y  tus  pocos  afios;  mi  pobreza  la  conoces  también;  pero  loquees 
amarle,  Clara...  jea,  seria  locura  que  yo  tratase  de  ponderarlo!  Pasa 
que  veas:  desde  que  te  conocí  se  me  antojó  que  yo  era  algo  tuyo..  Des-, 
pues  que  te  hube  tratado  algún  tiempo,  llegué  á  imaginar  que  me  te* 
nías  enamorado,  y  por  entonces  pensaba  que  ya  no  era  posible  amarte 
mas  que  yo.  Pero  me  engañaba-  ¡Oh,  cómo  me  engañaba!    , 

Mira,  añadió  inclinándose  hacia  ella  y  en  voz  muy  baja;  ¿sabes 
desde  cuándo  te  amo?  Desde  que  no  te  quieren  los  demás j  Desde 
que yo  bien  puedo  decírtelo,  que  no  te  ofendo  con  el  pensamien- 
to; te  amo  desde  tR  desgracia.  ¿Qué  sé  yo?  Te  vi  tan  triste,  tan  sola,, 
tan  menospreciada,  que  amarte  á  ti  era  como  amarme  á  mi  mismo, ; 

Pepe  dijo  estas  palabras  estrechando  contra  su  corazón  la  mapo.de 
Clara. 

Ella  cabizbaja,  inmóvil,  dejaba  correr  hilo  á  hilo  lágrimas  de  doto 
y  de  ternura. 

Levantó  la  cabeza  cuando  cesó  de  hablar  Pepe  y  quiso  responder;» 
pero  ahogaron  su  voz  los  sollozos,  y  con  la  tristeza  pintada  en  e)  sem- 
blante meneó  á  uno  y  otro  lado  la  cabeza. 

Pepe  se  levantó,  estendió  la  mano  apoyándola  suavemente  en  el , 
hombro  de  Clara,  y  dijo: 

—Me  voy;  quiero  dejarte  sola.  Casarme  contigo,  ir  á  otro  pue-^ 
blo,  amarte  mucho...  eso  puedo  hacer.  Piénsalo...  descansa...  Adiós*  • 

Como  quedaría  Clara,  no  hay  para  qué  decirlo.  Pepe,  satisfecho  de 


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s»  «ftieno  y  agitado  por  el  temor  de  que  fuese  inútil,  do  tuvo  so- 
siego harta  que  volvió  á  verla. 

Pasáronlos  primeros  momentos  perplejos  y  turbados;  él  se  sentó 
doade  soKa,  y  al  cabo  de  an  largo  silencio/  no  pudo  contener  cierto 
feovimieato  de  impaciencia. 

— ¡José!  dijo  etla,  creyéndole  enojado. 

—  ¥©  ya  sé  que  tengo  mal  aspecto  y  palabra  ruda.  Me  han  hecho 
hnrafio  y  torpe  mis  desdichas.  No  he  tenido  trato  con  las  gentes.  Soy 
tal  que  no  sabes  qué  decirme;  pero  baz  un  esfuerzo,  y  por  mucho  que 
me  pese,  como  tú  me  digas  que  no  vuelva  á  hablarte,  ni  á  mirarle, 
yo  te  prometo.. ... 

Ciara  no  le  dejó  concluir.  Atajóle  la  palabra  con  una  mirada  llena 
de  compasión,  y  le  dijo: 

— Pepe,  yo  he  amado  á  un  hombre,  y  tú  sabes  cuánto.  Te  he  oido 
ayer,  sobre  todo,  y  me  has  hecho  pensar  en  lo  que  no  había  pensado 
anca.  Qaiero  ser  leal  contigo:  te  quiero  como  si  fueras  mi  hermano; 
■eró  tu  nwjer  si  quieres.  No  sé  lo  que  pasa  por  mi;  he  dejado  da 
pmm  m  mis  cuitas  por  acordarme  solo  de  las  tuyas.  Porque  Dios 
ka  dwpiesk)  que  seas  desgraciado  en  la  tierra,  has  venido  á  amaré 
qnen  menos  te  merece.  Creo  en  tu  cariño;  dices  que  nos  iremos  á 
vivir  á  otra  parte;  si  no  estás  arrepentido,  aqui  me  tienes  resuelta, 
na  como  ti  dispongas» 

José  escachó  estremecido  de  zoiobra  aquellas  palabras. 

Clara  las  habia  dicho  como  si  un  espíritu  ageno  á  ella  las  pronun* 
dase  per  sos  labios:  como  si  una  voluntad  superior  se  las  dictara. 

iQuien  sabe  si  se  iba  arrepin tiendo  á  medida  que  las  pronunciaba 
y  si,  íalia  de  voluntad  y  de  norte  para  »üb  acciones,  consintió  después 
m  camplir  sa  promesa! 

José,  ebria  de  gozo,  saboreando  un  placer  jamás  conocido  y  solo 
coom>  esperanza  loca  imaginado,  se  dqó  caer  aquella  noche  en  su  mal 
riiflado  lecho,  incapaz  de  resistir  con  firmeza  el  oleaje  de  la  codi- 
ciada dicha  entre  cuyos  vaivenes  se  agitaba  su  alma 

La  felicidad  de  José  era  completa. 

Tenia  en  Clara  ana  esposa  agradecida,  una  amiga  simpática,  una 
léóol. 


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MI  PRISIONES 

Habian  pasado  &  vivir  entre  gente  que,  tratándoles  con  indita**- 
cia,  no  les  obligaba  á  sufrir  lo  que  habían  padecido  en  el  puebk), 
testigo  de  la  desgracia  de  Clara. 

No  se  hablaban  nunca  acerca  de  lo  pasado;  ya  que  no  fuese  posible 
borrarlo  ni  olvidarlo,  fueron  ambos  discretos  y  compensaban  con  el 
silencio  lo  que  no  podían  menos  de  pagar  á  la  memoria. 

Pepe  era  tan  feliz  que,  aun  creyendo  gozar  de  una  suerte  superior  á 
sus  merecimientos,  gozabaademás  de  la  esperanza  de  verla  aumentada* 

Su  ambición  mayor,  su  mayor  anhelo  no  eran  bienes  de  fortuna»' 
ni  otros  medios  semejantes:  Pepe  soñaba  en  la  paternidad. 

No  se  lograban  sus  deseos;  pero  acostumbrado  &  la  resignación  y 
alentado  por  la  confianza  en  su  buena  estrella  desde  que  Clara  le  die- 
ra la  mano  de  esposa,  fiaba  al  tiempo  la  realización  de  s^eaper 
ranzas. 
.  Clara  no  era  feliz. 

Uabia  sometido  su  voluntad  &  las  exigencias  del  mundo;  había 
procurado  ahogar  va  su  corazón  ciertos  afectos  y  arraigar  en  él  otros; 
no  quería  que  palpitase  por  el  amor  á  Antunez,  y  sí  por  el  agradeci- 
miento á  Pepe;  mas  la  flaca  mujer  no  había  de  conseguir  lo  que  en 
rano  se  propondría  el  varón  fuerte. 

No  así  domina  el  querer  los  movimientos  del  ánimo. 

Aquella  joven  de  corazón  tierno,  cuya  memoria  se  hallaba  mny 
bien  con  el  pasto  de  los  recuerdos  de.  Antunez,  padecía  en  ciertas 
ocasione^  martirios  inesplicables. 

Pepe  no  llegó  á  sospecharlo  nunca,  lo  cual  muestra  el  cuidado  que 
ella  puso  en  no  menoscabar,  ni  alterar  en  lo  mas  mínimo  la  tranqui- 
lidad del  hombre  a  quien  debía  nombre  y  amparo. 

Mas  si  Pepe  había  nacido  para  la  desdicha  ¿qué  importaban  los 
esfuerzos  de  Clara,  ni  qué  podían  significar  aquellos  r¿ pidos  mámen- 
los de  felicidad?  , 

Clara,  según  hemos  indicado,  pagaba  como  podía,  con  la  mayor 
lealtad  que  caber  pueda  en  la  gratitud,  el  cariño  de  Pepe,  y  fldea*ia 
hizo  esfuerzos  verdaderamente  enérgicos  para  croar  en  su  corazón  el 
amor  de  que  le  consideraba  digno. 

Mas  sus  fuerzas  se.  agolaron  inútilmente  en  tan  penoso  ejercicio;  y 
aunque  á  veces  se  forjaba  la  ilusión  de  haber  alcanzado  si  impo^Ue, 


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peo»  Untaba  en  coaooer  el  engaño  y  eu  confesarse  á  si  «usiba  que 
■•  nmaba  4  José  como  había  amado  á  Antunez. 

Abandonábase  entonces  al  pesar;  caía  en  el  desaliento  y  era  míaen 
va  ludibrio  de  las  veleidades  de  su  femenil  imaginación. 

Eo  tal  estado  la  sorprendieron  loa  primeros  días  de  ana  apacible 
primar  era,  que  la  recordó  la  época  de  su  desgracia;  pero  se  la  ret 
cardé  da  suerte  que  las  ligrimas  do  asomaros  á  sos  ojos,  como  si  en 
vw  de  amonas  de  dolor  le  trajera  aquella  «ilación  memorias  de 
alegrías  para  siempre  perdidas. 

Ardía  en  su  corazón  la  llama  del  amor  vivificada,  y  cemumiase  en 
kanda  inquietud  y  agitábase  entre  angustias  crueles. 

De  ornado  en  cuando  reunía  todas  sos  fuerzas  pato*  ntraren  de* 
aesperada  lucha  con  su  propio  ser;  formaba  con  toda  resolución  el 
proposite  de  castigar  en  ellamisiba  ia  insubordinación  de  los  afée- 
los; llamaba  al  pudor,  al  agradecimiento  para  que  combatiesen  á  su 
prometiéndose  un  triunfo  decisivo  tras  el  «fue  debia 
larga  serie  de  días  tranquilos,  dichosos  y  él  rescate  de  su 
i  debilidad;  mas,  eatenuadade  fatiga,  «ababa  por  rendirse- 
t  de  pelear  contra  el  viento,  y  cuando  exánime  en  su  Jeeho  de- 
la  muerte  como  único  término  á  sus  males,  la  imagen  de  An« 
i  arrepentida,  enamorado,  dispuesto  á  derramar  sobre  *us«  heri- 
daa  al  bálsamo  del  amor  purificado  por  la  virtud  y  la  desgracia,  la 
trastornaba  da  suerte  qae  temía  perder  el  juicio. 
Para  cokao  de  mala.  ventara  apareció  un  dia  Aftlunezen  el  pueblo. 
Divísele  á  lo.lqps  Clara,  que  se  habia  asomado  á  la  ventana  al, 
desvanecerse  lae  «embrea  de  una  noche  pasada  en  el  insomnio,  y.  aq 
imaginación  se  lo  representaba,  ya  como  una  ilusión  del  deseo,  ya: 
osas*  ua  fratesas*  de  la  conciencia. 
Medrosa  y  confusa,  acongojada  y  anhelante,  siguió  coa  la  vista  lf* 
que  pasó  á  corla  distancia  de  la  casa,  seurisado  graciosa- 


Fase  sin  volver  tos  ojos  á  la  veotaaa;  (aquella  sonrisa  no  era  paira 
la  majará  quien  tantos  recuerdos  dolorosos  debía! 

Asi  pensó  ella  también,  al  conocer  que  era  en  efecto  Antunei  y  no 
aa  aér  qnmériao  el  que  había  fisto;  y  afiadió  hablando  tonsigo  mis*, 
ma:  ¿se  acordará  de  mi? 


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ata  PtisiWBs 

«prierw/  yaique  DL»do»  tmxsto,  na  quieitas  «fueesa  gimvé  pesadum- 
bre acabe  conmigo.  Yo  no  puedo  remediar  el  daflo  que  te  kiee;  mas 
tú  puedas  mangar  el  mal  que  padezco.  Mírame  a!  rostro,  y  setena, 
tranquila,  de  todo  corazón,  de  suerte  que  no  me  quede  la  menor  dn* 
da,  dime,  Clara,  di  que  me  perdonas,  que  no  me  aborreces. 

Miróle  elfo,  coitavo  un  monéate  su  agitada  respiración  y,  domi- 
naodo  cnanto  púdola  palabra,  repitió: 

—Estás  perdonado. 

-HjQuóhermosaestásI  esclamó  en  vos  baja  y  apasionada  Antuoei, 
intentando  otra  vez  acercársele. 

Clara  le  detuvo  estendiendo  la  mano,  y  apartando  de  él  la  mirada, 
dijo:       >,  ; 

—Ahora  vete. 

—¿Ahora?  Déjame  siquiera  mostrarle  que  no  hablaá  con  un  in- 
grato, qi  con  un  perverso,  cono  quisas  bayas  creído. 

*-Si  eres  agradecido,  dijo  Clara  interrumpiéndole,  déjame;  sé 
agotan  mis  fuerzas,  me  «lento  desfallecer. 

En  efecto,  Clara  había  ido  palideciendo,  y  tuvo  que  dejarse  caer 
evtfpowj 

—¿Qué  puedo  hacer  yo  por  tff^Qflé  puedo  Hacer  ^b  para  tranqftri* 
Hafcrte?  ¡oh,  k><  que  me  peta  de  verte  asi  por  mi  causal 

Clamen  vea  ¡de  eontertarte,  alarga  el  brazo  indibándole  con  su 
dirección  los  arbustos  por  donde  había  asomado. 

-^|Me  despides  como  á  un  hombre  odioso,  como  si  riie  guardaras 
rencor,  y  sin  embargo^.,  yo  deseaba  creer  que  no  es  cierto;  qué  n« 
solóme  perdonas,  sino  que  me  compadeces!  •  -'   ■        ' 

—Yo,  dijo  Clara  recobrándose,  no  le  abefretco,  ni  te  he  engata- 
do. Sita-  anuientes  del  dafióque  me  hiciste,  no  me  causes  otro 
mayor. 
-■  ¿-¿Puedes  imaginario?  Escáchame.... 

—Me  espera  mi  marido,  dijo  Clara  con  resolución,  poniéndose  ofirft 
vez  en  pié. 

— ¡Tu  marido! 

i  An tunen  otav&en  Clacr  una  «irada  que» penetré  en  la  pobre  joven 
hasta  el  corazón.  -  ' 

•—  jTu  máridd re|pittó:     «      '  :       ;    ■<.. .       «  .   :    •    ' 


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DB  EOUOPA.  «Oi 

— Te  conoce,  afiadió  ella;  me  quiere  demasiado  para  que  do  faera 
para  él  una  gran  desgracia  el  Terne  contigo. 

— Te  quiere  mucho...  murmuró  Antunez  con  envidia. 

Ciara  dijo  que  sí  con  un  movimiento  de  cabeza,  y  cogió  la  vasija 
para  volver  á  su  casa. 

—No  me  niegues  á  lo  menos  el  agua  de  que  bebes,  ni  la  vasija  de 
tu  ajuar,  que  ya  sabes  que  eso  es  gran  desprecio  en  nuestro  pueblo. 

Dejóle  hacer  ella  mientras  Antunez  bebia  sin  dejar  de  mirarla. 

—Gracias  por  todo,  Clara;  ahora,  sabe  que  ya  no  temo  tu  odio, 
porque  creo  en  tu  perdón;  mas  temo  otra  cosa  peor,  que  es  mi  amor 
y  tu  indiferencia. 

— Déjame  ir. 

— Escúchame. 

—Na  puedo. 

—Voy  á  decirte  solamente  que  volveré  á  verte... 

— iNncal 

—Si,  pues  no  me  escuchas  ahora. 

— jSite  he  perdonado!  jai  te  he  oidol  ¿qué  mas  tienes  que  decirme? 

—Que  le  amo. 

—¡Dios  miel  esclamó  Clara  levantando  los  ojos  con  la  misma  fé 
qae  ti  es  efecto  viese  al  Criador  en  lo  alto;  {Dios  mió!  ¿merezco  yo 
ser  tratada  asi?  Ta  es,  Antunez,  mi  desdicha  mayor  de  lo  que  pensé 
has  i  a  ahora.  ¡  Ah,  bien  temia  yo  que  no  habían  de  tener  fin  mis  malesl 
Parte,  parte  satisfecho.  Basta  eso  te  perdono  también.  ¿Quieres  mas? 

— Quiero  que  me  entiendas,  Clara,  respondió  Antunez  con  insís- 
taocia;  quiero  que  no  te  des  por  ofendida... 

—Déjame,  pues,  que  harto  te  he  escuchado. 

¡Mi  casa!  mi  marido...  ¡y  yo  aquí! 

Asió  la  vasija  con  ademan  resuelto  y  Antunez  se  apartó  á  un  lado 
para  que  pasara. 

—Ahora  mas  que  nunca  necesito  desengafiarte,  le  dijo  él  entre  tan» 
te.  Alga  dia  volveremos  á  vernos. . . 

—Prométeme  que  no  lo  intentarás. 

—No  puedo  prometerlo. 

—¿Quieres  perderme  para  siempre? 

—¿Perderte  quien  daria  por  ti  la  vida? 

Trmo  a  ti 


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ti*  nasionii 

— iTú! 

— Si  te  amo,  Clara,  si  ves  que  te  amo... 

Miróle  ella  con  semblante  donde  vacilaban  en  revelarse  por  com- 
pleto el  desden  y  el  enojo,  y  comenzando  á  andar  sin  separar  de  él  la 
vista,  dijole  nn  adiós  frío  y  breve. 

Antunez  la  vio  dar  la  vuelta  á  la  senda  abierta  desde  el  camino  á 
lgt  fuente,  y  volvió  á  meterse  entre  los  arbustos. 

Clara  siguió  su  camino  pensativa,  aun  no  bien  vuelta  del  asom- 
bro que  aquella  escena  le  había  causado. 

Poco  trecho  le  faltaba  para  llegar  á  su  casa,  y  vio  á  su  marido 
que  la  esperaba  á  la  puerta  con  semblante  risueño. 

Levantó  ella  la  vasija  para  darle  á  entender  de  dónde  venia,  y 
reflexionando  que  ibaá  brindar  á  José  con  ella  después  de  haber  be- 
bido Antunez,  la  dejó  caer  al  suelo,  donde  se  quebró  entre  dos  enor- 
mes piedras. 

José  celebró  el  caso  con  una  carcajada  juzgándolo  inadvertencia! 
y  lo  sazonó  con  frases  de  amistosa  burla* 

—Es  lo  mejor  que  has  hecfio  hoy,  le  dijo  al  pisar  ella  el  umbral. 

—¿Por  qué? 

—Porque  asi  me  das  un*  respuesta  para  cuando  cometa  yo  una 
torpeza  y  tú  me  la  eches  en  cara.  Hasla  ahora  he  tenido  que  callar 
á  tus  reprensiones;  en  adelante  cada  vez  que  me  riñas,  saldré  recor- 
dándote la  vasija. 

La  inocencia  con  que  José  hacia  aquella  amenaza  sobre  un  asan- 
te en  que  tan  gravemente  había  obrado  Clara,  fué  para  ésta  objeto 
casi  de  tristeza. 

Estuvo  á  punto  de  descubrir  á  su  marido  lo  que  le  acababa  de  su- 
ceder, á  fin  de  que  no  incurriese  en  la  indiscreción  de  volver  á  re- 
novar U  memoria  de  aquella  tarde,  mas  afortunadamente  supo  com- 
prender que  mejor  era  que  lo  ignorase,  y  guardó  silencio  y  no  dejó 
traslucir  cosa  alguna. 

Acaso  se  nos  tache  de  difusos  en  lo  que  hasta  ahora  llevamos  refe- 
rido de  esta  historia;  mas  cumplía  á  nuestro  propósito  señalar  dete- 
nidamente ciertas  particularidades  que  sirven  de  antecedentes  indis- 
pensables para  formar  juicio  de  hechos  y  personas,  y  sin  las  cuales 
es  imposible  determinar,  por  ejemplo,  la  culpabilidad  de  un  hombre, 


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DB  EUROPA.  211 

nos  sucedía  en  el  caso  presente,  habiéndonos  propuesto  que  el 
lector  que  se  interesase  por  José,  pndiese  tener  ca9i  completa  segu- 
ridad de  no  equivocarse  al  condenarle  6  absolverle  en  su  conciencia. 

Si  la  violencia  que  hemos  tenido  que  hacernos  para  apuntar  hasta 
pormenores  que  podrán  llamarse  nimiedades,  si  esa  violencia,  decí- 
aos, ha  sido  molesta  para  el  lector  que  busca  solo  ameno  entreteni- 
miento, sepa  á  lo  menos,  que  no  ha  dejado  tampoco  de  serlo  en  par- 
le  para  nosotros,  y  tal  vez  le  hallaremos  dispuesto  á  la  indulgencia 
con  alta  declaración  y  con  la  promesa  de  no  abusar  asi  de  su  pacien- 
cia en  lo  sucesivo. 

Anduvo  desde  entonces  Clara  pensativa,  y  aprovechando  las  largas 
horas  que  permanecía  sola  en  casa,  mientras  José  estaba  entregado 
i  las  gratas  faenas  que  le  proporcionaban  la  paz  del  espíritu,  la  sub- 
sistencia propia  y  la  de  su  mujer  á  quien  amaba  mas  cada  dia. 

Pensaba  ella  entre  tanto  si  serian  ciertos  el  arrepentimiento  y  el 
de  Antunez.  En  su  arrepentimiento  había  creído  al  oírle;  porp 

i,  tierna  de  corazón  y  no  extinguido  su  carifio,  deseaba  creer  tyue 
i,  ya  que  no  la  amase  Unto  como  ella  á  él,  fuese  á  1*  metaos) 
m  hombre  digno.  Además,  ninguna  mujer  «n  el  mundo  fes  ináitei 
rento  k  la  duda  de  que  el  padre  de  sus  hijos  sea  ó  no  ün  j  mal  ral  a^ 
A  esta  consideración  debemos  afiadir  to  que  ya  otras  veéee  hamos] 
dicho:  Clara  no  olvidaba  y  quizás  no  quería  olvidar  á  AnfapM lte*l 
liada  y  sensible,  con  una  inteligencia  capa»  de  desairo! viatieato  y? 
presintiendo  vagamente  algo  de  las  esferas  sociales  superiores»  i  ühu 
saya,  necesitaba,  siquiera  fuese  en  sttefosrhaUarua8érsitapáücfr,dei 
apaesto  continente,  de  voz  sonora,  de  palabra  menos  ruda  quto'láítife 
los  campesinos.  *  p  »»  •  >l 

Antmez  era  lo  que  mas  se  asemejaba  al  ideal  de  Clara;  fcorqueíteio 
nia  60  si  acento  vibraciones,  eiéngicas  á  vetes  cotoo  sí  faeta  vellorí 
dei  universo,  y  k  vece*  melaotóHcas?  tiérüa$PComo!sií*er¿  «ipopí 
apasionado.    <  -J      !*»;    !•  ^  ¡'  *i'  .-t  •<■  :,( '  ,,f  -¡!  "''i'  t>l  '"^,!vi  suri 

El  espirita  d*C1aito<toriafco  m  ratauto  esmalto*  WinaHdbwébeli*; 

de  corazón;  k  ella  no  se  le  ocultaba,  y  mil  teees'sfe  hüAtá  wmra&ói 

k  ú  táimk  porqti*'*<y  dabk  i'la  toelleta  sup¿riór/sdWe  tMa^^ide- 

k»M,*l  pteeiol  quedaba  á  otra»  cualidades  ;d*  uutfar  vaftait ,  > <\>  >m\ 

»*wb a*^ei*aria pob^eiswfhalfhadal cauífK), jqw**  &  babia' 


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«1*  PKisioras 

educado  en  ¡re  teólogos  y  moralistas;  ni  había  recibido  otra  crianza 
que  el  efecto  de  los  objetos  esteriores  en  su  corazón  y  en  su  entendi- 
miento. 

Gran  muestra  de  debilidad  es  la  de  entregarse  á  las  quimeras  que 
la  hacían  ludibrio  de  sus  fantásticas  impresiones;  mas  también  seria 
gran  dureza  condenar  á  Clara  por  haber  sido  débil  y  no  haber  teni- 
do la  buena  suerte  de  hallar  amparo  ni  escudo  que  la  defendiese. 

Ello  es  que  Clara  no  había  pensado  en  faltar  á  su  juramento;  pero 
pensaba  siempre  en  Antunez  y  es  mas,  le  amaba;  sí,  le  amaba  sin 
duda,  porque  siempre  que  se  demostraba  á  si  misma  que  él  esta- 
ba verdaderamente  arrepentido,  sentía  en  su  corazón  un  grato  con- 
suelo; y  cuando  se  demostraba  también  que  aquel « yo  te  amo»  dicho 
en  la  fuente,  podía  ser  laespresion  de  un  cariño  tan  profundo  que  ni 
el  tiempo,  ni  la  ausencia  ni  el  ser  ella  agena,  habían  podido  vencerle, 
entonces  ¡oh!  entonces  se  sonreía  como  un  niño  á  quien  le  prometen 
que  volverá  á  ver  &  su  madre  en  el  cielo. 

¡Eatraño  caso!  Clara  en  la  fuente  se  había  llenado  de  pavor  al  oir 
ciertas  frases  de  Antunez  y  después,  allá  en  la  soledad  de  su  casa, 
procuraba  recordarlas  con  toda  exactitud  y  se  las  repelia  renovando 
en  su  memoria  el  tono  con  que  él  las  había  pronunciado.  Clara  se 
persuadió  de  que  su  amor  á  Antunez  era  un  afecto  enteramente  dis- 
tinto del  que  debía  á  su  marido,  y  por  mas  que  al  principio  tuvo  que 
vencer  algunos  escrúpulos,  al  fin  supo  vencerlos.  ¿No  tenemos  todos 
una  teoría  completa  para  justificar  nuestras  debilidades?  Si:  en  esta, 
materia  no  hay  sabios  ni  ignorantes,  tan  hábil  es  el  labrador  como 
el  filósofo. 

José  hubo  de  notar  un  dia  que  Clara  padecía  frecuentes  distrac- 
ciones, y  el  pobre  huérfano  se  equivocó  como  todos  los  desgraciados. 
Era  su  sueño  dorado  la  idea  de  la  paternidad,  y  conmovido  por  la  es* 
peranza  de  una  nueva  que  le  habría  enloquecido  de  gozo,  hizo  á  Clara 
una  pregunta  que  la  ruborizó.  El,  viendo  desvanecida  su  ilusión,  la 
aconsejó  afectuosamente  que  mirase  por  su  salud,  y  no  volvió  á  ha- 
blar una  palabra  del  asunto. 

*  Llegó  entre  tanto  cierta  ocasión  en  que  José  y  otros  muchos  veci- 
nos despueblo  tuvieron  que  ir  á  trabajar  á  distanda  de  mas  de  tres 
leguas,  de  manera  que  muchos  de  ellos  trasladaron  parte  de  su 


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DE  EUROPA  til 

ajuar  al  sitio  donde  se  hacían  los  trabajos»  para  ahorro  de  tiempo  y 
fatiga,  y  otros,  como  José,  salían  de  su  casa  muy  de  madrugada  y 
no  volvían  hasta  la  noche. 

A  los  dos  dias  de  suceder  asi  las  cosas,  hallábase  Clara  en  lo  mas 
retirado  de  la  casa.  Hacia  un  sol  abrasador,  nadie  transitaba  por  el 
pueblo,  y  todas  las  puertas  y  ventanas  estaban  entornadas,  medio  po- 
co eficaz,  pero  el  único  de  que  se  podía  echar  mano  para  no  perecer 
á  los  rayos  del  sol  canicular. 

Todo  era  calma  y  silencio  en  la  vastísima  y  árida  llanura  que  no 
abarcaba  la  vista. 

De  pronto  llamaron  á  la  puerta,  que  cedió,  y  oyó  Clara  decir  al 
mtsmo  tiempo,  t  Ave  María  Purísima.» 

Sin  tiempo  para  levantarse  ni  responder  una  sola  palabra,  se  pre- 
sentó i  son  atónitas  miradas  su  inolvidable  Antunez. 

— ¡Tú  aquí!  esclamó  en  el  colmo  del  asombro. 

— Yo  soy,  replicó  él  volviendo  á  entornar  cuidadosamente  la  puerta. 

—¡Antunez,  por  amor  de  Dios... I 

—Radie  me  conoce  en  el  pueblo. 

— jialunezl 

—Nadie  me  ha  visto. 

— ¡Sefior!  jSefiorl...  ¡tú  aquil  ¿es  para  perderme?  ¿es  para  vol- 
verme loca? 

— Por  Jesucristo,  Clara,  que  te  tranquilices. 

— Es  imposible.  Sal,  Antunez,  sal  de  esla  casa,  que  es  de  mi  mari- 
do To  no  tengo  nada  que  oír,  nada  que  saber;  ¡déjame  si  no  quieres 
verme  mas  que  nunca  desgraciada! 

— Te  juro,  Clara,  que  por  mi  no  volverás  á  serlo,  dijo  con  acento 
de  veracidad  Antunez;  te  juro  que  cuando  me  recuerdas  tu  desgra- 
cia cuya  causa  fui,  eres  conmigo  harto  injusta  y  me  castigas  con  una 
dureza  que  no  merezco  y  deque  hoy  dia  no  fuera  yo  capaz  para  con 
•adié. 

—Pues  bien,  déjame,  repuso  Clara,  bajando  también  la  voz;  dé- 
jase; no  sé  lo  que  me  digo;  no  sé  lo  que  me  pasa,  Antunez;  no  soy 
doefia  do  mi  misma.  To  te  lo  suplico,  sal  de  aqui...  no  importa  que 
te  vean  ;  con  tal  que  salgas  pronto;  que  recobre  yo  el  juicio  que 
pierdo. 


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til  PRISIONES 

—¿De  verme  á  mí,  Clara? 

—De  miedo,  de  zozobra...  ¿que  sé  yo?  No  ves  que  soy  una  pobre 
mujer  que  debo  mirar  por  mf,  por  mi  marido...?  ¿No  comprendes  to- 
do lo  que  te  diría,  si  no  estuviese  tan  turbada?  Pero,  ¡Dios  mió!  ¿me 
quieres  ver  morir  aquí? 

—Serénate  Clara,  y  concédeme  un  momento.  No  me  achaques  in- 
tenciones de  loco... 

—Si,  si,  ya  lo  sé)  dijo  Clara  procurando  en  vano  serenarse;  pe- 
ro ¿qué  quieres?  ¿qué  he  de  decir  yo  sino  desaciertos  mientras  no  te 
vayas? 

—Es  decir,  esclamó  Antunez  en  son  de  queja,  que  mi  presencia  es 
para  ti  un  tormento;  que  tu  razón  se  trastorna  solo  al  verme;  mal 
has  hecho,  si  tanto  me  aborreces,  en  no  habérmelo  dicho  clara  - 
mente. 

— Si  no  es  verdad,  Antunez,  ¡si  no  te  aborrezco,  no!  Yo  no  sé  que 
temor  me  asalta;  pero,  aunque  no  es  por  odio,  créeme,  no  debes  es  - 
lar  aqui.  Ya  me  hablaste,  ya  te  escuché,  ya  todo  ha  concluido  entre 
los  dos. 

—¡Todo!  Para  ti,  si,  bien  lo  veo.  Para  mi...  no.  No  quiero  obrar 
en  (u  daño,  di  me  de  una  vez  que  me  aborreces  por  mi  villana  con- 
ducta, y  me  verás  salir,  y  ni  tú  ni  nadie  me  verá  volver.  ¿Qué  le 
importará  á  la  gente  que  Antunez  se  arroje  de  un  tajo? 

—Mira,  Antunez,  dijo  con  alguna  entereza  Clara;  dos  veces  me 
has  sorprendido  presentándote  de  improviso  á  mi  vista;  me  has  di- 
cho cuanto  tenias  que  decirme  y  yo  á  ti  también.  ¡Me  dijiste  que  me 
amabas...  Dios  te  lo  pague;  de  corazón  se  lo  pido!  ¿Puedes  esperar 
mas  de  mi? 

-Sí. 

—¡Cómo! 

—Que  no  solo  no  me  aborrezcas,  sino  que  me  ames. 

—¿Estará  loco?  dijo  Clara  estremeciéndose. 

— Tal  vez.  Es  locura  ofrecerte  toda  mi  vida,  todo  mi  amor,  el  fru- 
to de  mi  trabajo,  mis  pensamientos... 

—No  prosigas,  Antunez,  ni  te  ofenda  lo  que  voy  á  decir,  ya  que 
á  ello  me  obligas.  Sola,  triste,  abandonada  y  hecha  escarnio  de  la 
gente,  cubierta  de  luto  y  de  vergüenza,  acepté  de  un  hombre  bueno, 


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II  KJftOFA.  115 

■ay  buena,  lo  que  hoy  Tienes  ¿  ofrecerme.  Tú  lo  sabes;  ¿á  qué  vie- 
pues,  á  brindarme  con  lo  que  no  puedo  aceptar? 
— Yo  sé  que  si  me  amaras,  no  te  acordarías  de  lo  pasado,  ó  podría 
en  ti  el  cariño  que  las  demás  consideraciones.  ¿No  las  atropellas- 
le  cuando  me  querías  de  veras? 
—¿Y  has  pensado  que  ahora,  como  estoy,  podía  quererte? 
—Mas  difícil  me  pareció  en  algún  tiempo  que  llegases  á  olvidarte 
de  mi  y  casarte  con  otro.  Y  al  fin  lo  hiciste. 

—¡Ahí  qué  mal  haces  Antunez  en  pensar  así!  Querrías  que  arros- 
trase eternamente  los  desprecios  délas  que  habían  tenido  mejor  suer- 
te qie  yo;  querrías  que  hubiese  olvidado,  no  solo  la  necesidad  que 
tenia  de  amparo,  sino  tu  conducta  conmigo,  tu  burla,  tu  desprecio, 
tu  desamor. ..  tu  desamor  que  me  devoraba  de  pena,  dijo  Clara  cu- 
el  rostro  con  un  pañuelo;  cuando  creía  que  tu  acción  era 
locura,  sobre  lodo  en  tu  dafio,  porque,  Antunez,  telo  digo  como 
•  se  lo  dijera  á  Dios:  en  vez  de  maldecirte  ó  de  despreciarte  siempre, 
te  toaia  lástima  cuando  pensaba  que  ninguna  mujer  te  había  de  amar 
>  cmo  yo,  que,  á  pesar  de  todo,  no  te  había  de  olvidar  mientras 


—¡Bien  se  ha  visto! 

—¡Y  no  lo  cree!  esclamó  Clara  con  sentido  acento. 

Antones  quiso  leer  la  verdad  en  su  semblante  y  lo  vio  surcado  por 
el  Vasto*  Iba  á  hablar,  mas  ella  se  apresuró  á  decirle: 

— Harto  imprudente  he  sido,  Antunez,  harto  te  he  dicho,  harto 
kaa  «atado  aquí.  Solo  por  tí  he  podido  olvidar  mis  deberes  hasta  el 
fwte  de  poner  á  riesgo  la  tranquilidad  de  mi  marido.  Vete  ya,  pues 
■•da  tienes  que  decirme. 

—Clara,  replicó  él,  si  la  pasión  no  me  ha  quitado  el  sentido,  creo 
qae  todavía  puedo  ser  dichoso  en  la  tierra.  Hago  todo  lo  que  me  man- 
des si  me  respondes  lealmente  á  una  pregunta.  Te  estoy  mirando  á 
la  cara  para  que  no  se  me  escape  un  átomo  de  verdad.  Voy  á  salir 
de  la  casa:  respóndeme  antes:  ¿me  amas  todavía? 

— fro!  esclamó  Clara  turbada. 

—¿Me  amas  todavía?  repitió  Antunez  con  la  vista  clavada  en  su 
wMintfi  Contéstame  y  me  verás  salir  inmediatamente. 

—¡Antunez,  antunez!  dijo  ella  con  voz  entrecortada,  vete  por  Dios, 


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sil  rusroNes 

rete....  seguro  de  que  siempre  te  he  amada.  No  vuelvas  á  verme, 
no  vuelvas  á  hablarme  nanea.  Soy  muy  desgraciada  [mucho!  No  soy 
ingrata  con  José;  bien  lo  sabe  Dios,  que  sabe  también  lo  que  te  amo. 
¡Adiós,  Antunez,  adiós,  ten  lástima  de  mi! 

Anlunez  había  seguido  ¡jadeando  todos  los  movimientos  de  Clara; 
cruzó  las  manos,  señal  del  vehemente  gozo,  cuando  la  oyó  decir  que 
le  habia  amado  siempre:  al  terminar  ella  encomendándose  á  su  pie- 
dad» dio  un  paso  hacia  la  puerta  y  con  gravedad  solemne  dijo: 

—Fuera  ó  no  locura  el  abrigar  esperanzas,  yo  esperaba  que  no 
me  olvidarías.  Solo  tú  lo  sabes  y  mi  hermano.  Me  amas,  Clara,  pe- 
ro no  conoces  toda  la  inmensidad  de  mi  amor,  quieres  que  te  tenga 
lástima  y  no  pides  en  vano.  Adiós.  Volveré  por  ti. 

—¿Qué  dices  Antunez? 

— Que  no  puedes  ser  feliz  con  Pepe,  ni  él  contigo.  To  labré  tu 
desdicha... 

—[Insensato!  ¿Quieres  labrar  ahora  la  del  hombre  á  quien  tanto 
debo? 

— Yo  soto  pienso  en  ti. 

— Y  yo  en  ti  para  que  no  cometas  una  villanía. 

—Volveré  por  tí,  Clara.  Adiós. 

—Por  la  Virgen  Santísima,  Antunez,  ceja  en  tu  temeridad. 

«-Si  te  dejo  en  esa  vida  de  angustias  que  estás  pasando,  quiero  que 
Dios  me  castigue:  mira  si  estaré  resuelto  á  hacer  lo  que  te  he  dicho. 

— ¡  Ay!  no  quieras  que  nos  castigue  á  los  dos,  que  ya  lo  meréceteos. 

Antunez,  Antunez,  míralo  bien,  desventurado.  Consolo  dar  motivo 
á  José  para  que  sospeche,  para  que  recele  ..  ¡Dios  mió!  me  horro* 
rizo  de  pensarlo  ¡qué  infamia  seria!  [yo,  sobre  todo  yo...! 

—Clara... 

—¿No  es  cierto  que  tú  también  piensas  asi? 

—Te  amo;  volveré.  Adiós. 

Antunez  fué  en  derechura  á  la  puerta;  Clara  iba  á  hablar  mas  aun, 
pero  él  la  abrió  para  salir,  y  antes  de  desaparecer  de  su  vista,  repitió: 

—¡Te  amo! 

[Pobre  Clara!  [Qué  confusión  la  suya!  Momentos  hubo  en  que  cre- 
yó haber  soñado  otras  veces  lo  que  le  estaba  aconteciendo.  No  cabía 
en  su  mente  que  aquello  fuera  un  suceso  real  y  verdadero. 


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DE  EUROPA.  til 

Temiendo  estaba  que  de  un  momento  á  otro  Yol  viese  Antonez  y  se 
viese  envuelta  en  un  conflicto  terrible,  perdiendo  para  siempre  la  es- 
tuación que  había  logrado  inspirar  á  sa  esposo,  perdiéndolo  todo, 
hasta  i  Antonez  mismo,  á  quien  amaba  quizás  sobre  todas  las  cosas 
y  mas  que  á  sn  propia  vida. 

Presintiendo  que  no  podría  mirar  &  José  cara  á  cara;  que  su  agita- 
ción mal  disimulada  la  vendería,  no  se  atrevía  á  decirle  lo  que  le  pa- 
saba, y  ai  mismo  tiempo  se  echaba  en  cara  como  un  delito  su  silencio. 

Bien  imaginaba  lo  mucho  que  iba  á  padecer  al  verle  entrar  con 
apacible  sonrisa,  cansado  de  las  rudas  tareas  y  del  largo  camino; 
bieo  imaginaba  que  iba  &  padecer  mucha  vergüenza  al  verle  discur- 
rir sereno  y  alegre  sobre  los  asuntos  domésticos;  al  recibir  de  él  una 
caricia ¡ella!  que  acababa  de  cometer  tan  grave  delito  confesan- 
do i  otro  hombre  que  le  amaba Mas  ¿qué  valían  esos  recelos, 

qué  eran  esos  temores  comparados  con  los  que  la  habrían  asaltado  si 
hubiese  podido  leer  en  el  libro  de  su  destino? 

Uegó  José  mas  tarde  que  nunca,  no  risueño  y  alegre  como  solía, 
ám descompuesto  y  cefiudo  el  rostro,  torva  la  mirada,  revelando  gran 
desasosiego. 

Sentóse  como  tenia  costumbre  frente  al  sitial  de  Clara,  que,  sin  ha- 
blar palabra,  le  contemplaba  atónita,  y  en  vano  intentó  calmar  la  agi- 
tación de  su  pecho. 

La  pobre  y  rústica  morada  de  los  dos  esposos,  vulgar  y  ordinaria 
como  todas  las  del  pueblo,  estaba  en  aquella  ocasión  engrandecida 
por  te  solemnidad;  el  silencio  mismo  tenia  algo  de  grandilocuente  y 
la  trémula  luz  de  la  estancia,  cuya  débil  llama  oscilaba  á  merced  del 
aire,  alumbraba,  ora á  José t  ora  á  Clara,  dejando  i  intervalos  en  com- 
pleta oscuridad  parte  de  la  estancia,  de  tal  suerte  que  aquellos  seres 
parecían  surgir  cada  uno  á  su  vez  de  la  nada,  como  espectros  fatí- 
dicos. 

José  esperó  que  rompiese  Clara  el  silencio,  mas  no  pudo  contener- 
se, y  con  voz  entrecortada  por  el  sentimiento  y  la  ira  prorumpió: 

— Antunez  ha  estado  aquí. 

Clara  se  sintió  penetrada  de  un  frío  glacial. 

— |Ha  estado  aquí!  repitió  José,  y  tú  no  me  lo  has  dicho. 

Gara  quiso  balbucear  una  escusa:  bien  lo  dio  á  entender  su  ade  • 

ion"  n.  iS 


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SIS  PRISIONES 

man;  poro  po  hizo  mas  que  mover  los  labios:  no  pudo  articular  pala- 
bra alguna. 

Por  otra  paute,  tampoco  José  habría  dejado  que  hablase^  Advirtió 
el  movimiento  de  su  mujer  y  siguió:  diciendo: 

—Sé  io  que  ibas  á  decirme.  Querías  buscar  un  rodeo  para  no  sor- 
prenderme desagradablemente;  para  evitar  que  mi  pripaer  molimien- 
to fuese  de  ira  ¿no  es  verdad? 

Clara  mirándole  en  los  ojos  como  idiola,  hizo  un  movimiento  mar 
quinal  de  afirmación. 

Sonó, en  medio  del  profundo  silencio  un  rechinamiento  de  dientes; 
José  se  había  levantado  de  un  salto  llevando  la  diestra  á  un  hacha 
que  al  entrar  arrimara  á  la  pared,  y  agarrándose  fuertemente  del  ca<r 
bello  coi*  la  otra  mano,  esclamó  ood  voz  gutural  apena*  perceptible: 

— (Gomo  mientes,  infame,  cómo  mientes! 

Clara,  al  sobresalto  de  ver  la  actitud  de  su  marido,  levantó  de 
pronto  las  débiles  manos  en  alto  y  qujso  dar  un  paso  atrás;  Saqueá- 
ronle los  pies  y  volvió  á  caer  en  su  asiento. 

José  soltó  el  bacha,  aplicó  al  hombro  de  Clara  su  nervuda  mano  y 
sacudiéndole  el  cuerpo  inerte,  con  los  labios  pegados  á  su  oido  dijo: 

—  No  se  ta  logrará  la  infamia  que  habéis  concertado  muy  despacio, 
porque  antes  morirás  á  mis  manos.  Antes  que  hoy,  hace  ya  días,  le 
viste,  le  hablaste,  nada  me  dijiste  ¡y  él  ha  vuelto! 

¡Aquí!  afiadió  soltando  á  Clara  y  recorriendo  la  habitación  de  una 
mirada;  ¡aquí  estuvo  hoy  Aptunez  porque  tú  has  querido;  ha  veni- 
dla verte,  como,  la  otra  vez,  cuando  yo  estaba  ausente;  porque  él  es 
tan  ruin  y  tan  bajo  como  tú!  Ahora  te  callas  y  á  él  le  dirías  que  le 
amabas;  que  eras  muy  desgraciada  conmigo  ¿no  es  verdad?  que  tú 
has  nacido  para  él  ¿no  es  verdad?  que  yo  no  era  digno  de  tu  cariño 
¿no.es  verdad,  serpiente  venenosa ?  ¡Oh  mujer  malvada!  ¡Oh  per- 
versa! ¡Yo  creía  haberte  honrado  casándome  contigo,  y  no  puede 
ser;  la  honra  no  se  te  pega! 

La  risa  del  sarcasmo  entreabrió  los  secos  pálidos  labios  de  José, 
que  ijadeando,  casi  convulso,  contempló  entre  tanto  de  soslayo  y  con 
siniestra  mirada  á  Clara.  De  pronto  bajó  la  cabeza,  y  sosteniéndola 
con  ambas  manos,  prosiguió  como  si  hablara  para  si: 

— Y  yo  entre  tanto,  ¡necio! yo  pensando  en  ella {solo  en 


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DE  KUKOPA  SI 9 

día,  coso  todes  los  dias!  Y*  queriéndola  como  á  mi  propia  vida 

¡mas  qae  á  mi  vida!  Yo,  ciego,  empefiado  eo  creer  que  su  corazón 
era  hermoso  oomo  su  fementido  semblante;  repitiéndome  qae  era  nn 

Ángel ¿Qué  hacia  yo  que  no  fuese  para  ella?  Yo  había  llegado  á 

vencer  la  verdad  por  ella.  La  memoria  me  traia  al  pensamiento  so 
primera  juventud,  sus  brutales  amores  con  Antunez,  y  yo  siempre 

había  dicho:  ella  no  tuvo  culpe;  pecó  por  ignorancia ¿qué  sé  yo? 

cómo  la  amaba  tanto Si  me  hubieran  preguntado  si  creia  á  mi 

madre  capaz  de  haber  cometido  una  falta  semejante,  yo  habría  dicho 
que  sí.  ¡Hasta  esa  locura  me'habria  llevado  mi  ceguedad!  Y  ella 

Volviese  á  mirar  á  Clara  y  prosiguió: 

— Y  tú ¿qué  pensabas?  ¡infamias!  Mira:  el  pordiosero  agrade- 
ce in  harapo  y  tú  no  agradeces  la  honra  que  quise  darte  para  cubrir 
tes  liviandades;  ¡mira  tú  lo  que  vales!  Si  fueras  capaz  de  sentimien- 
to* tmeao*,  ya  te  habrías  muerlo ó  no  habrías  hecho  lo  que  has 

hecho  conmigo  Yo  te  amaba,  yo  te  compadecía;  yo  le  quería  con  de- 
tirio  no  me  avergüenzo  <te  lo  que  voy  á  decirte,  no;  la  vergflen- 

a  m  para  ti:  yo  te  contemplaba  dormida  y  pensaba:  ¡si  mi  madre 
viviera  y  estuviese  i  tu  lado.... I  ¿lo  oyes?  mas  bien  por  tí  que  por  mi 

se  acordaba  de  aquella  santa  mujer.  ¡Por  ti !  pero  ¿sabes  quién 

ene  tú?  ¿Qué  eres  tú  al  fin  y  al  cabo?  una  mujer  perdida,  perdida, 
tánica  mujer  perdida  que  había  en  un  pueblo;  una  mujer  que  des- 
honró i  ni  familia;  que  no  podía  salir  de  su  casa,  porque  nadie  la 
qveria  k  m  lado,  y  la  señalaban  con  el  dedo  á  los  forasteros,  qne  la 
miraban  desvergonzadamente  y  la  escarnecían  ¡yo  lo  he  visto!  eso 
eras  tú.  Eres  hipócrita;  fingías  gran  pesar  de  verte  despreciada: 
¡mentira!  á  ti  ¿qué  te  importaba  que  te  despreciaran  ó  no?  Yo...  ¡yo 
narf  pora  desdichas!  Te  hablé  como  amigo,  te  hablé  como  hermano, 
qmise  casarme  contigo Guando  pienso  en  la  mafia  con  que  quisis- 
te apa  Mular  que  procurabas  disuadirme  de  mi  empello Al  fin  lie- 

goé  á  ser  tu  marido,  le  saqué  del  pueblo  y  vivi  para  ti  sola.  ¿Ves  tú 
si  eres  iníame?  pues  yo  decía  tu  nombre  y  el  corazón  se  me  llenaba 
dedohbra;  yo  quería  trabajar  porque  mi  trabajo  era  tu  descanso;  yo 
deseaba  tener  salnd  para  que  no  carecieses  de  nada;  yo  estaba  lo- 
co, porque  te  comparaba  con  las  mujeres  mas  honradas  y  buenas  y 
decía:  Mas  vale  mi  Clara.  Yo  estaba  loco  sin  duda;  porque  me 


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MO  PRISIONES 

enorgullecía  tu  fingida  bondad  y  hoy  mismo ¿Por  qué  he  sabido 

yo  hoy  lu  traición?  Porque  he  hablado  de  ti  delante  de  un  hombre  que 
te  conoce;  porque  Diego  Antunez  sabe  todo  lo  que  hace  su  hermano; 
él  me  lo  ocultaba;  pero  es  murmurador  y  beodo  y  ha  oido  alabanzas 
tuyas  en  mi  necia1  boca,  y  el  vino  le  ba  hecho  hablar.  ¡Y  por  ti  he 
abofeteado  la  cara  de  un  hombre!.....  Por  esa  mujer,  prosiguió  vol- 
viendo la  espalda  á  Clara  y  levantando  los  ojos  al  cielo,  ¡insensato! 
¡Y  yo  querja  lener  hijos  de  ella!  Y  si  ella  me  hubiese  dicho:  vivamos 
como  hermanos,  yo  habría  sido  tan  sandio  que  me  habría  dejado  ven- 
cer con  lo  mucho  que  la  amaba.  Por  este  esceso  de  amor  puedes  cal- 
cular cual  será  ahora  mi  odio  y  mi  desprecio.  No  imagines  que  voy 
á  hablar  en  son  de  queja  mujeril;  que  soy  muy  hombre  para  todo; 

mas  te  he  decir,  para  que  lo  sepas,  el  daño  que  has  hecho Pero 

¿quién  seria  capaz  de  saberlo  decir  ni  á  que  cuento?  Me  has  hecho 
odiar  las  horas  que  en  ti  he  pensado;  me  has  hecho  odiar  la  existen- 
cia; he  vuelto  á  odiar  mas  que  nunca  á  todos  los  que  me  han  hecho 
padecer  en  este  mundo,  cuando  ya  no  me  acordaba  de  ellos;  cuando 
por  ti  los  había  perdonado;  me  has  hecho  avergonzar  de  mi  torpeza  en 
quererte  y  en  haberte  tenido  en  mi  casa  ¡yo  que  no  tenia  nada  por 
que  avergonzarme Todo  este  daño  ya  está  hecho  y  aun  has  he- 
cho otros  ...  porque  ¿tú  crees  que  vamos  á  vivir?  ¿Tú  crees  que  has 
de  salir  cautelosamente  de  casa  y  huir  con  Antunez,  según  el  concier- 
to que  tenéis  hecho?  No.  No,  prosiguió  con  amarga  sonrisa  y  con- 
templando el  hacha  que  estaba  á  sus  pies:  esto  acabará. . .  como  yo  sé. 

Levantóse  con  un  hondo  gemido  el  pecho  de  José  que  se  sentó  en 
su  sitial,  y  apoyando  el  codo  en  la  mesa  y  la  mejilla  en  la  mano,  se 
puso  á  mirar  á  Clara  de  una  manera  singular. 

Al  pronunciar  las  últimas  palabras  indudablemente  pensaba  en  la 
muerte  de  ambos  que  su  imaginación  rodeó  de  circunstancias  horri- 
bles. Intimamente  enlazado  á  esta  idea,  se  levantaron  en  su  memoria 
los  recuerdos  de  su  amorosa  vida  con  Clara,  de  su  plácida  existencia, 
blandamente  mecida  por  la  confianza,  acompañada  de  gratas  espe- 
ranzas, no  interrumpida  hasta  entonces  por  sinsabor  alguno.  Por  muy 
penetrado  que  estuviese  de  la  infidelidad  de  Clara,  el  pensar  en  per- 
derla y  en  que  habia  de  acabar  á  sus  manos,  sumergió  su  corazón  en 
desconsuelo.  Acaso  en  aquel  instan'e  mismo  una  voz  secreta  le  repro- 


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DE  EüfiOPA  121 

la  crueldad  con  que  se  había  cebado  en  una  débil  mujer,  por- 
que José,  además  de  so  natura!  dulzura,  respiraba,  como  ya  hemos 
dicho,  nobles  sentimientos. 

Clara  había  pasado  por  todas  las  amarguras  imaginables  durante 
la  esplosion  de  ira  de  su  marido.  Mas  de  una  vez  la  habían  abando- 
nado las  fuerzas,  y  desfallecida  en  su  asiento,  solo  sentía  que  le  zum- 
baban los  oídos  y  que  lodo  daba  vueltas  al  rededor  suyo.  Recobrába- 
se an  poco,  y  las  palabras  de  José  levantaban  en  su  corazón  un  tu- 
■ulto  de  afectos;  lágrimas  de  vergüenza,  amarga  hiél,  brotaba  de  sus 
atraías  sin  que  hallasen  el  camino  de  los  ojos;  quiso  interrumpirle 
j  bo  pudo;  quiso  arrojarse  á  sus  pies,  y  no  tuvo  aliento  para  mover- 
se; quiso  morir  y  en  vez  de  extinguir  su  vida,  los  esfuerzos  de  la  vo- 
luntad solo  conseguían  avivar  momentáneamente  sus  sentidos  para 
q*e  oyese  los  insultos  de  José  y  viese  su  rostro  airado  contra  ella. 
Exánime  al  fin,  se  resignó  ásu  horrible  castigo,  y  quedó  inmóvil  has- 
ta nacho  después  que  José  hubo  dejado  de  hablar.  Poco  á  poco,  cual 
á  dispertara  de  una  angustiosa  pesadilla,  fué  volviendo  en  si.  Dirigió 
m  primera  mirada  á  su  esposo,  y  en  aquel  momento  no  se  acordó  pa- 
ra aada  de  las  amenazas  ni  de  los  improperios  que  este  le  había  di- 
rigido: se  acordó  solo  de  que  era  en  efecto  muy  desdichado  y  tuvo 
Ultima  de  él.  Como  si  hubiera  muerto  y  desde  otra  región  puramen- 
te espiritual  viese  las  cosas  de  la  tierra,  irradió  su  semblante  embe- 
llecido por  una  extraordinaria  sensación;  púsose  en  pié  con  un  gra- 
eaoeo  y  suave  movimiento,  y  ligera,  aunque  pausada,  anduvo  la  mitad 
de  la  distancia  que  de  su  marido  la  separaba.  Algún  prestigia  había 
ea  ella,  cuando  José  se  sintió  dispuesto  á  escucharla,  sobrecogido  de 
admiración,  de  pasmo  ó  de  una  curiosidad  insensata,  que  él  nunca 
se  sapo  explicar  lo  que  era. 

Dejó  Clara  caer  los  brazos  sin  que  se  separasen  las  manos  ci:  \  te- 
nia cruzadas,  y  mirándole  á  él  con  piadosos  ojos,  meneó  repelidas 
veces  la  cabeza,  que  tenia  inclinada  á  un  lado. 

José  se  sintió  inferior  á  quella  serenidad,  á  aquella  compasión, 
%  al  abandono  de  la  mujer  que  sin  miedo  se  ponía  al  alcance  de  su 


— Joaé,  comenzó  á  decir  Clara,  y  comenzaron  á  corrértelas  iágri- 
por  el  rostro.  José,  repitió,  me  has  llamado  infame,  hipócrita... 


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22*  PRISIONES 

desagradecida;  me  has  dicho  que  yo  había  sido  la  única  que  en  mi 
pueblo  hizo  avergonzar  á  su  familia...  Podías  matarme,  José;  pero 
¡hablarme  asi...!  Al  fin  lú  solo  tienes  derecho  á  decirme  la  verdad 
por  amarga  que  sea;  pero  yo  no  soy  la  que  has  dicho;  yo  no  le  he 
mentido;  si  creyeras  algún  resto  de  virtud  en  mi,  te  juraría  por  la 
madre  de  Dios  que  no  te  engaño. 

José  amaba  todavía;  aquellas  palabras  consoladoras,  aquel  acento 
amado  no  podían  serle  indiferentes,  aun  cuando  no  hubiese  vibrado 
en  ellos  el  encanto  de  la  sinceridad.  No  se  habia  apaciguado  e)  ren- 
cor de  su  pecho;  pero  tampoco  habia  acabado  para  siempre  en  él  la 
amorosa  pasión  en  que  por  tanto  tiempo  cifrara  todos  sus  goces,  y 
entre  la  lucha  de  los  opuestos  afectos  siguió  átenlo,  ávido,  prestando 
oído  á  Clara.  ¡Si  ella  hubiera  sabido  desvanecer  la  borrasca  que  cor- 
ría el  atribulado  espíritu  de  José! 

Por  desgracia,  cuando  él  se  hallaba  en  aquel  estado  de  zozobra, 
Clara  prosiguió  diciendo: 

—Aquí  ha  estado  Antunez. 

José  hizo  un  movimiento  de  cabeza  como  si  preguntase  á  alguien 
si  debía  tomar  por  una  provocación  aquellas  palabras,  al  propio 
tiempo  que  sentía  en  su  interior  como  si  cayesen  estrepitosamente  las 
esperanzas  que  se  habían  levantado  en  su  ánimo  al  ver  la  actitud  y 
las  lágrimas  de  Clara. 

—Si,  prosiguió  ella,  en  eso  no  ha  mentido  su  hermano.  Otra  vez 
le  vi,  también  es  cierto,  uo  en  tu  casa,  sino  en  la  fuente  una  tarde 
que  le  vi  aparecer  de  improviso.  Dijoine  que  estaba  arrepentido  del 
mal  que  me  habia  causado;  pidióme  que  le  perdonase,  y  le  perdoné. 

Aquí  Clara  cuya  respiración  se  hacia  difícil,  tuvo  que  hacer  una 
breve  pausa.  Recobró  el  aliento  y  prosiguió: 

—Nada  tengo  con  él  concertado;  mintió  su  hermano,  sin  duda 
porque  no  era  dueño  de  su  palabra;  José,  no  fies  mas  en  el  dicho  de 
un  beodo  que  en  el  juramento  de  lu  mujer.  ¿Puedo  esperarlo  así? 

José  no  respondió. 

— Yo  soy  una  muger,  siempre  débil,  José,  que,  culpable  ó  no,  te 
ha  merecido  mucho  cariño:  ¿crees  que  puedo  proponerme  hacerte  caer 
en  engaño? 

José  no  interrumpió  su  silencio. 


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DE  EUROtA.  2f* 

que  tuviste  lástima  de  mi  desdicha;  es  verdad  que 
echaste  sobre  (i  el  grave  peso  de  cubrir  con  tu  nombre  una  falta  que 
yo  había  cornudo  por  esceso  de  confianza;  pero  el  hermano  de  Antu- 
nex  «n  doda  te  ha  dicho  que  yo  era  una  mujer  perdida  y  tú  me  lo 
has  repetido.  ¿Era  yo  una  mujer  perdida  en  mi  pueblo  y  después  has 
deseado  tú  que  esa  mujer  fuera  madre  de  lus  hijos?  Ya  sé  yo  que  no 
soy  tu  juez;  pero  si  hubieses  abrigado  tan  bajo  deseo,  deberías  ser  in- 
dulgente conmigo,  que,  aun  siendo  cierta  la  falsedad  del  concierto 
que  me  atribuye  el  hermano  de  Antunez,.  seria  menos  culpable 
que  tú. 

No,  no  es  verdad  que  tú  me  hayas  tenido  en  tan  mal  concepto 
hasta  que  tu  desdicha  te  ha  obligado  á  dar  crédito  á  un  htmbre 
bebido. 

Tú  sabes  que  amé  á  Antunez,  sabias  que  no  le  aborrecía;  la  des- 
gracia te  ha  hecho  desconfiado,  y  hoy  has  creído  que  bastaba  ser 
ei  tu  dalo,  para  que  hasta  yo  misma  te  ayudase  á  perjudicarte. 

To  creí  que  si  algún  dia  llegabas  á  saber  que  habia  visto  á  Antu- 
De*  v  10  le  habia  hablado  de  él,  me  lo  agradecerías.  ¿Para  qué  te  lo 
había  <*  decir?  ¿Con  qué  objeto?  ¿Iba  á  ganar  algo  con  ello  la  tran- 
jrtidad  de  tu  espíritu,  la  seguridad  de  tu  honra?  ¿Debía  ser  yo  la 
qto  te  reeordase  su  nombre?  ¿Sentaba  bien  ese  nombre  en  los  labios 
de  tu  mujer?  ó  ¿crees  acaso  que  ahora  mismo  no  me  cuesta  nada  pro- 
sudar  J¡ 

José  continuaba  atento,  pero  inmóvil  y  silencioso. 

Clara  le  dio  tiempo  para  que  pudiese  responder,  y  viendo  que  no 
abría  loa  labios,  prosiguió  diciendo: 

— Anones  no  me  ha  hablado  una  palabra  de  amor. 

Grande,  inmenso  fué  el  esfuerzo  que  hizo  Clara  para  mentir  en 
ocasión  tan  solemne;  pero  comprendió  que  no  debía  levantar  entre  su 
ttarido  y  su  amante  un  odio  que  evidentemente  habría  clamado  por 
la  sangre  de  uno  de  los  dos* 

—  Diga  lo  que  quiera  su  hermano,  Antunez  vino  á  confesarme  sus 
remordimientos  y  á  pedirme  perdón.  Todebia  oírle:  en  vez  de  echar- 
le de  mi  lado  con  recriminaciones,  le  escuché  y  le  dije  que  se  fuera 
perdonado.  ¿Qué  mas  podia  hacer? 

—Nada,  respondió  José,  rompiendo  al  fin  su  silencio,  y  no  pu- 


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111  PRISIONES 

diendo  tú  hacer  mas  ¿á  qué  ha  venido  hoy?afiadió  con  mal  encubier- 
ta malicia. 

—Ha  Tenido,  respondió  Clara  sin  turbarse,  &  despedirse  de  mi. 

— No  era  indispensable  su  venida. 

—Es  cierto;  pero  ha  venido.  Dijome  que  iba  á  partir  mañana  pa- 
ra muy  lejos... 

—¡Falsedad!  To  sé  por  su  hermano  que  tienen  tarea  para  quince 
dias. 

—Su  hermano  habló  hoy  estando  beoda. 

— No  lo  estaba  cuando  me  habló  de  eso. 

—Enhorabuena. 

—Tan  enhorabuena  es  que  te  molestas  en  vano. 

—¿Por  qué  no  me  crees? 

— Porque  no  te  creo;  que  no  es  su  hermano  solo  quien  le  ha  oido 
hablar  de  ti. 

—¿Y  no  puedo  ser  yo  la  engañada?  ¿Tengo  yo  la  culpa  de  que  no 
me  haya  dicho  lo  que  puede  haber  dicho  á  otro? 

—Imposible.  \ 

—Tú  no  das  crédito  á  mis  palabras;  pero  comprendo  que  la  pasión 
te  aconseja.  José,  tú  que  has  alabado  mi  discreción  muchas  veces  sin 
que  yo  lo  mereciese,  dime  ahora:  si  Antunez  me  hubiese  requerido 
de  amores,  ¿habría  hecho  yo  bien  en  decírtelo? 

—Si,  respondió  José  con  la  ferocidad  del  tigre  que  huele  presa. 

Clara,  que  no  esperaba  respuesta  tan  fuera  de  lugar,  quedó  descon- 
certada. 

—También  &  mi  me  parece  imposible  tal  locura.  (Qué  eso  digas, 
José,  y  no  reflexiones  que  solo  el  trastorno  en  que  te  hallas  puede 
inspirar  esa  respuesta!  En  fin,  yo  no  tengo  para  que  ocultarte  nada 
de  lo  que  pasa  por  mi.  No  lo  digo  para  echártelo  en  cara,  pero  hoy 
me  has  muerto  José.  La  mujer  que  te  está  hablando  no  es  la  que  era 
antes  de  oírte;  deja  que  desahogue  mi  pecho,  y  todo  en  el.  mundo  me 
será  indiferente,  lodo,  José,  repilió  con  lloroso  acento,  hasta  tu  amor 

que  á  veces  he  considerado  como  el  bien  supremo  de  la  tierra y 

al  llegar  aquí  su  voz  tomó  un  acento  lúgubre  y  pareció  que  resona- 
ba en  profundas  cavidades  subterráneas  y  dijo:  hasta  el  amor  de  An- 
tunez que  en  un  momento  de  locura  me  pareció  un  bien  del  cielo. 


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IB  EOaOti.  US 

La  transición  que  hemos  indicado  y  el  tono  de  veracidad  de  aque- 
lla audaz  declaración  de  Clara  llenaron  de  asombro  á  José,  y  su  co- 
ra*» se  estremeció  y  se  le  erizó  el  cabello.  Sall&bansele  de  las  ór- 
bitas los  ojos  y  secósele  la  garganta  y  faltóle  aire  que  respirar. 

Clara  por  sn  parte,  al  cerrar  los  labios  quedó  tan  abatida  como  si 
con  aquellas  palabras  hubiese  echado  la  sangre  de  sus  tenas. 

—Mira,  dijo  con  desfallecido  acento,  lo  que  esperaré  de  la  vida 
cuando  asi  te  hablo.  To  no  sé  porque  sin  desearlo  he  pecado,  pero  si 
creo  que  lodo  pecado  lleva  consigo  el  castigo.  No  he  sido  contigo  in- 
grata, José,  ni  se  me  ha  ocultado  lo  mucho  que  me  amabas,  no.  He 
deMado  en  lo  mas  hondo  de  mi  corazón  amarte  siempre,  no  amar  á 
aadie  mas  que  4  ti.  Puedo  jurarlo  delante  de  Dios  sin  temor  á  sus 
iras,  y  (álteme  su  gloría  si  no  he  puesto  cuanto  ha  estado  en  mi  para 
arraigar  y  acrecentar  en  mi  corazón  el  amor  que  te  tenia.  Hoy  puedo 
decírtelo  sin  rubor:  en  ciertas  ocasiones  en  que  te  be  vislo  lleno  de 
juta  confianza  en  mi  y  avivando  tu  ingenio  para  complacerme,  me 
he  creído  la  muger  menos  digna  de  tu  cariño  y  tú  el  hombre  mas  no- 
ble, mas  hermoso  del  universo.  Yo  no  sé  lo  que  ha  podido  en  mi  el 
agradecimiento  que  me  niegas;  hubiera  querido  ser  rica  como  las 
procesas  y  hermosa  como  las  mas  hermosas  damas  y  amarle  como 
■»  se  ha  amado  en  el  mundo,  para  hacer  descender  sobre  ti  cuanta 
felicidad  pudiera  resistir  un  hombre.  Si  no  me  crees  ahora,  pronto  me 
creerás,  José,  si  oyes  lo  que  voy  á  decirte,  pues  hoy  sería  mentirte  no 
decirte  toda  la  verdad. 

Ni  tá  ni  yo  sabemos  cómo  están  hechos  ni  cómo  se  templan  los 
i,  ni  siquiera  sabemos  cómo  se  llaman  esos  impulsos  que 
de  un  objeto  á  otro  los  afectos. 

Te  he  dicho  como  te  amaba  y  lo  has  oido  como  quien  no  lo  entien- 
de; pero  lo  que  yo  no  sabia  es  cómo  he  amado  4  Antunez.  Asi  como 
uta  persona  se  duerme  y  es  cual  si  estuviera  ausente  del  mundo,  y 
luego  despierta  y  vuelve  i  ser  como  si  tal  ausencia  no  hubiera  hecho, 
asi  ae  me  antoja  que  el  amor  de  Antunez  se  había  dormido  en  mi  pe- 
cho y  volvió  4  despertar.  Mas  tengo  que  decirte,  José,  y  es  que  no 
por  eso  dejaba  de  quererte  &  ti,  ni  sentia  menguar  mi  carifio,  como  si 
no  de  loe  dos  fuese  mi  hermano  ó  mi  padre.  To  no  hice  nada  para 
que  asi  sucediera:  antes,  por  el  contrarío,  ya  te  be  dicho  que  mi  de- 
rovo  n  is 


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tté  PRISIONES 

geo  habia  sido  que  lodo  cuanto  habióse  de  amar  yo  eü  el  mundo  fue- 
ras tú. 

En  fin,  que  amé  á  Antunez  he  dicho,  y  le  he  amado  hasta  que  tus 
sangrientas  iras,  hasta  que  tu  sañudo  encono  se  han  cebado  en  mí, 
dejándome  del  modo  que  me  ves,  sin  amor  y  sia  odio,  sin  estimación 
de  mi  misma  ni  de  nadie.  Tu  aprecio  me  habría  alentado;  para  no 
dejar  de  merecerlo  habría  encontrado  yo  fuerzas  cada  dia  mayores 
en  mi  misma;  el  amor  de  Antunez  habría  podido  ser  mi  martirio,  pe- 
ro  no  mi  deshonra..'.. .  Ahora,  será  de  mi  lo  que  Dios  quiera;  levan- 
ta  el  hacha  que  tienes  al  lado  y  no  daré  un  paso  atrás. 

La  última  parte  del  razonamiento  de  Clara  produjo,  como  hemos  di- 
cho, grande  efecto  en  el  ánimo  de  su  marido;  sin  duda  porque  no  solo 
era  lo  mas  inesperado  y  dificil  de  es  pl  i  car  que  oyera  en  su  vida,  sino 
también  porque  Clara  lo  dijo  todo  con  acento  de  profunda  verdad  y 
cual  si  en  efecto  tuviera  mas  bien  la  obligación,  la  necesidad,  que  el 
derecho  de  hablar  cosas  tan  singulares. 

¡Que  el  amor  de  Antunez  se  habia  vuelto  á  despertar  en  su  pecho! 
¡que  á  pesar  de  eso  no  habia  menguado  el  amor  á  su  marido! 

La  confusión  de  todas  las  ideas,  el  trastorno  del  entendimiento  eran 
para  José  aquellas  revelaciones. 

Al  principio  se  habia  ido  ablandando  su  corazón  á  medida  que  iba 
oyendo  á  Clara;  mas  entonces  se  exasperó  y  sintió  una  amargura  ma- 
yor todavia  que  al  oir  del  hermano  de  Antunez  lo  que  tan  airado  le 
llevara  á  su  casa. 

Hasta  la  resignación  deClara,  después  de  la  confesión  de  sus  amo- 
res» le  irritó  mas  que  pudiera  hacerlo  su  cólera  y  su  resistencia. 

Quedóse  como  si  tratase  de  desembrollar  las  estrafias  ideas  que  le 
habia  inspirado  el  estrado  razonamiento,  y  como  si  hablase  maqui- 
nalmente,  dijo: 

— jNo  temes  la  muerte! 

—No,  respondió  Clara  con  voz  débil,  pero  segura. 

— i  Y  amas  á  Antunez! 

Clara  á  su  vez  guardó  silencio. 

.—¡Y  me  aborreces  &  mi! 

—No. 

—(Vive  el  cielo,  exclamó  José  exaltándose,  que  te  has  propuesto 


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IK  HJÍO*A.  ni 

conmigo  obra  de  brujería,  pero  ¡vive  el  cielo!  también  que  ha 
de  ser  en  balde.  Cuento  de  gente  mala,  patrañas  de  mujerzuelas 
para  embobar  á  sandios,  son  tus  palabras.  En  mi  vida  he  oido  sino  que 
la  mujer  honrada  ama  nada  mas  que  á  su  marido.  En  esa  malaria  he 
viste  ya  lo  que  hay  que  ver  en  el  mundo. 

En  suma,  tú  has  visto  repetidas  veces  al  hombre  que  no  debías  ver 
y  me  lo  has  ocultado,  ahora  confiesas  que  le  amas;  lo  demáa  me  lo 
ha  dicho  su  hermano.  Esto  es  claro  porque  es  verdad,  y  no  es  menes- 
ter ser  sabio  para  entenderlo.  Morirás...  ¡y  será  poco! 

No  sé  porque  al  entrar  en  casa,  en  vez  de  hablarte  y  oirte,  no  he 
acabado  contigo.  Quizás  habría  sido  mejor.  No  sé  quien  me  ha  de- 
tenido. ...  acaso  haya  sido  el  cielo  que,  para  darme  colmada  la  copa 
de  mis  desdichas,  no  ha  querido  que  terminasen  hoy.  Tú  vives  toda- 
vía y  ye  todavía  padezco;  pero  ello  ha  de  tener  un  término  antes  de 
mucho. 

Clara  permanecía  insensible:  ciertamente  no  le  habría  importado 
morir  en  aquel  instante. 

Aquella  noche  fué  de  prolijas  angustias  para  entrambos.  En  Clara 
•e  operó  una  reacción  espantosa:  en  el  sopremo  esfuerzo  que  había 
hecho  para  manifestar  á  José  el  estado  de  su  ánimo,  había  gastado 
gran  parle  de  su  vitalidad  y  al  llegar  al  punto  en  que  el  organismo  bus- 
có de  nuevo  la  armonía,  no  pudo  resistir  y  cayó  desfallecida  al  suelo. 

Joeé,  con  la  cabeza  caída  entre  las  manos,  dejó  pasar  horas  y  ho- 
ras sentado  junto  á  un  arcon  en  que  apoyaba  los  codos. 

L%  luz  del  sol  y  el  movimiento  matinal  del  pueblo  los  sacó  de  aque- 
lla situación. 

Mientras  estuvieron  solos  José  no  había  pensado  en  la  vergüenza 
que  tendría  que  pasar  ante  sus  conocidos;  pero  en  cuanto  se  empeza- 
ron á  oír  las  voces  de  la  vecindad,  que  sonaban  en  su  estancia  como 
si  partieran  de  su  casa  misma,  sintió  rubor  y  pensó  en  sos  relacio- 
nes con  los  hombres. 

Estufo  vacilando  entre  marcharse  inmediatamente  á  sus  ordina- 
rias tareas,  pero  no  tuvo  ánimo  para  tanto,  y  cedió  al  abatimiento  que 
le  indinaba  á  no  salir  de  su  casa. 

Además  de  esto,  no  debemos  pasarlo  en  silencio;  José  no  habría 
pedido  pasar  el  dia  lejos  de  Clara.  Aun  cuando  estuviese  resuelto  á 


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m  musioubs 

malaria,  aun  creyéndole  infiel  y  falaz,  la  amaba  el  desdichado  como 
se  ama  á  una  mujer  cuando  el  vicio  de  amarla  se  ha  arraigado  en  el 
corazón. 

Clara  volvió  en  si  tiritando  de  frío;  se  incorporó  apretando  los  bra- 
zos al  cuerpo  y  sumiendo  la  cabeza  entre  los  hombros,  y  después  de 
permanecer  mucho  tiempo  trémula  y  cabizbaja,  se  levantó  y,  apoyán- 
dose en  la  pared,  llegó  al  pié  de  la  cama  donde  se  dejó  caer.  Dio  en 
el  momento  un  gran  suspiro  y  cayó  en  estupor  profundo. 

José  descorrió  el  cerrojo  y  abrió  las  dos  hojas  de  la  puerta;  colocó 
detrás  de  una  de  ellas  una  silla  baja  y  se  sentó,  ocultándose  á  la  cu- 
riosidad de  los  transeúntes. 

Allí  se  sumergió  en  mil  diversos  pensamientos  á  cual  mas  tristes  y 
desconsolado]  es  acerca  del  pronto  y  miserable  fin  de  su  amor,  que  pa- 
ra él  era  la  única  dicha  del  mundo. 

Pensando  en  lo  que  probablemente  habia  de  hacer  Antunéz,  cal- 
culó que  el  hermano  repararía  en  su  ausencia  y  no  dejaría  de  adver- 
tirle para  que  se  apercibiese  á  eslar  sobre  aviso.  Asimismo  calculó 
que  sabiendo  Antunez  que  él  dejaba  de  ir  á  trabajar  al  campo,  no  se 
arriesgaría  á  entrar  en  su  casa  y  esperaría  una  ocasión  en  que  se  ha- 
llase fuera  del  pueblo.  Esa  ocasión  resolvió  José  proporcionársela. 

Hacia  propósito  de  precipitar  los  acontecimientos;  de  preparar  él 
mismo  uno  de  aquellos  lances  en  que  no  hay  mas  medio  que  matar  ó 
morir;  deseaba  con  ansia  que  ya  hubiese  llegado  el  punto  de  acabar 
con  todo;  pero  José  babia  sido  siempre  irresoluto,  débil,  criado  en  el 
miedo,  y  con  el  temor  de  disgustar  á  los  que  le  rodeaban,  pudo  mas 
su  naturaleza  que  la  fuerza  de  las  demás  circunstancias:  se  atrevió  á 
imaginarlo  todo,  hasta  las  cosas  mas  abominables,  y  no  tuvo  resolu- 
ción para  emprender  cosa  alguna. 

A  mayor  abundamiento,  el  amor  de  José,  tan  cruelmente  contra- 
riado, no  perdía  un  ápice  en  intensidad.  ¡Cuántas  veces  deseó  aquel 
mismo  dia  que  fuera  sueño  lo  que  le  pasaba  y  despertase  viendo  á 
su  lado  á  Clara,  bondadosa  y  apacible  como  siemprel  ¡Cuántas  veces 
se  preguntó  á  si  mismo  si  habría  un  medio  para  que,  después  de  lo 
sucedido,  pudiese  volver  á  decir  sin  rubor  á  Clara  que  la  amaba  y  pa- 
ra que  ella  lo  oyese  sin  despreciarle! 

Asi  pasó  el  dia  y  la  ncebe  ensimismado,  sin  moverse  de  su  asien- 


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ük  nmopi.  ttt 

lo,  y  i  la  siguiente  mafana  se  levantó  y  salió  para  el  campo  medio  lo- 
co, dejándose  llevar  de  su  debilidad  y  no  atreviéndose  ya  á  hacer  co- 
sa i  qie  no  le  provocase  un  nuevo  acontecimiento. 

Contestó  con  medias  palabras  á  los  compañeros  que  babian  esta- 
fado no  verle  el  dia  anterior,  y  se  lavo  por  bien  hallado  fuera  de  su 
casa,  hasta  que  llegó  junto  á  él  el  hermano  de  Antunez. 

A  si  vista  le  dio  el  corazón  un  vuelco  y  suspendió  sujtarea  porque 
la  cabeza  se  le  iba. 

Nadie,  ni  el  mismo  Antunez,  notaron  nada. 

Al  volver  en  si  José,  sintió  su  corazón  preñado  de  odio  hacia  aquel 
hombre  y  se  le  acibaraba  mas  y  mas  el  pecho  al  pensar  que  si  recor- 
daba la  conversación  que  habían  tenido,  seria  para  él  objeto  de  ludi- 
brio. Mas  podía  en  él  ese  temor  que  no  el  de  que  Antunez  le  pidiese 
satisfacción  de  la  bofetada. 

Este,  empero,  nada  dijo,  ni  paréelo  recordar  lo  sucedido,  de  suerte 
que  poco  á  poco  se  fué  tranquilizando  José  respecto  á  aquel  punto. 

Llegó  la  hora  de  regresar  á  su  casa,  y  habría  preferido  entonces 
vene  obligado  i  emprender  un  viaje  interminable  donde  pereciese 
de  cansancio  y  de  hambre  y  sed. 

■egresó,  pies,  con  paso  tardo  y  entró  ensimismado  en  el  silencio- 
so  hogar. 

dará  no  estaba  en  la  primera  estancia,  con  lo  cual  se  sintió  ali- 
viado de  un  gran  peso. 

Así  pasaron  mucho  tiempo,  sin  verse  apenas  los  dos  esposos,  sin 
hablarse  nunca. 

A  veces  despertaba  José  sobresaltado  por  un  impulso  de  vehemen- 
tes celos;  incorporábase  echando  mano  á  una  navaja,  y  en  medio  de 
la  mas  negra  oscuridad  creia  ver  un  bulto  que  se  movia  y  en  medio 
del  silencio  imaginaba  ruidos  desusados  á  aquellas  horas. 

Asi  le  sorprendía  el  primer  albor  de  la  mafiana  y  divisaba  el  pá- 
lido rostro  de  Clara  que,  devorada  por  el  insomnio,  yacia  inerte,  can- 
sada de  luchar  con  su  pena 


Desgraciadamente  Clara  era  jóveo;  pudo  embotarse  su  sensibi- 
lidad por  mas  ó  menos  tiempo;  mas  era  natural,  era  indispensable 


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1M  MISIONES 

que  su  sangre  y  su  imaginación  volvieran  i  recobrar  los  bríos,  y  que 
su  corazón  tomase  parte  en  su  propia  existencia. 

El  primer  periodo  lo  pasó  Clara  anonadada,  mas  la  monotonía  del 
desprecio,  siempre  mudo,  siempre  igual,  no  pudo  matarla  y  si  deses- 
perarla. 

Clara  arrostró  largo  tiempo  todas  las  penalidades  de  sn  estado,  sin 
proferir  una  queja,  sin  pensar  en  la  venganza;  supersticiosa  como  to- 
das las  personas  ignorantes,  atribuyó  á  castigo  de  Dios  la  cosa  mas 
opuesta  que  se  puede  suponer  á  los  designios  providenciales. 

Pero  su  debilidad  física  y  su  discreción  tuvieron  término.  Joven 
aun,  buena  en  el  fonda  de  su  corazón  y  capaz  de  amar  todavía  ¿co- 
mo no  había  de  recobrar  la  naturaleza  su  imperio  sobre  ella?  ¿cómo 
se  habían  de  contradecir  las  leyes  del  mundo  moral  en  obsequio  de 
José? 

Clara,  que  había  llegado  á  amar  á  su  marido  de  la  suerte  que  he- 
mos procurado  dar  á  entender;  Clara,  que  en  su  última  entrevista 
con  Antunez  habia  descubierto  además  de  cuanto  afecto  era  capaz, 
no  pedia  vivir  sin  un  objeto  á  quien  dedicar  su  cariño:  este  era  un 
imposible  que  habría  sido  locura  exigirla.  La  Simple  voluntad  de  una 
campesina  no  alcanza  á  tanto.  ¿Quién  podría  vivir  con  los  ojos  eter- 
namente cerrados?  ¿quién  puede  hacerse  insensible  al  calor  y  al  frío? 
No  menos  locura  habría  sido  exigir  de  Clara  que  no  sintiese,  que  no 
amase. 

A  José  mismo  habría  vuelto  á  querer  si  por  algún  estrado  medio 
hubiese  podido  borrar  de  su  memoria  las  ofensas  que  le  habia  diri- 
gido, ó  le  hubiese  dado  de  ellas  una  satisfacción;  si  con  algún  rasgo 
espontáneo  hubiese  mostrado  que  la  creía  digna  todavía  de  aprecio 
ó  siquiera  de  lástima;  pero  José  permaneció  siempre  mudo  y  seve- 
ro con  ella:  su  semblante  le  estaba  recordando  á  todas  horas  la  no- 
che mas  dolorosa  de  su  vida. 

Clara  no  pudo  acostumbrarse  al  desprecio  en  aquel  hogar  donde 
babia  sido  señora  y  donde  tantas  protestas  de  cariño  oyera  de  su  ena- 
morado esposo. 

Cada  vez  que  recordaba  una  de  las  espresiones  de  amor  que  an- 
tes solia  dirigirle  José,  el  sediento  corazón  se  le  estremecía  y  llena- 
ba de  tristeza. 


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m  mota,  isi 

Eatonoss  te  acordaba  de  Antones,  de  su  arrepentimiento;  creía  oir 
m  voi  apasionada  y  suplicante,  y  la  esperanza  criminal  se  le  apare* 
cía  rodeada  de  tan  gratos  atractivos,  envuelta  éntrelas  nubes  de  de* 
•ees  tan  fagos  é  inocentes,  que  sonreía  dichosa  y  llegaba  á  olvidar 
la  realidad  existente. 

Al  refleoüooar  que  era  esposa  de  un  hombre  á  quien  debía  el  no- 
ble propósito  de  restaurar  su  buena  fiama,  mas  de  una  vez  se  volvió 
centra  si  misma  reprendiéndose  sus  amantes  desvarios;  pero  esos 
desvarios  no  acababan  nunca,  y  poco  á  poco  fué  siendo  mas  compiar 
oieftle  consigo,  basta  que  aprendió  á  justificarse  por  completo  á  sus 
propios  ojos  y  á  buscar  momentos  de  ocio  para  entregarse  con  mas 
frecuencia  i  sis  seductoras  ilusiones. 

Ellas  eran  el  descanse  de  su  espirita;  el  mundo  donde  la  compren- 
dían, la  disculpaban  y  la  amaban. 

Al  fin  vino  un  dia  en  que  ya  no  la.saUsfacieroo  sus  quimeras;  ya 
10  le  bastó  la  imagen  de  Antones:  deseó  verle. 

Per  entonces  ocurrió  una  circunstancia  funesta  para  ella. 

tensando  solo  en  sus  desdichas,  ao  se  había  acordado  del  mundo; 
de  las  personas  agenas  á  su  suerte,  que  nada  tenían  de  común  con 


Ta  hemos  dicho  que  habla  sufrido  con  resigiacion  el  desprecio  de 
si  marido  por  espacio  de  mucho  tiempo;  el  desprecio  de  los  demás 
la  mdignó,  la  irritó  en  sumo  grado. 

Aquella  gente  ¿quien  nada  debía,  á  quien  ningún  daño  había 
causado  ¿por  qué  hacia  alude  de  menospreciarla?  ¿por  qué  se  go- 
zaba en  su  humillaron? 

No  lo  comprendía  Clara,  y  aun  su  instinto,  recto  en  este  punto,  le 
decía  que  la  conducta  de  sus  vecinos  no  podía  ser  inspirada  pomo- 
bies  sentimientos. 

Ella  tenia  la  ventaja  de  no  haber  humillado  jamás  á  nadie  y  de 
haber  socorrido  decorosamente  á  los  que  la  miraban  mal. 

Bota  injusticia  la  irritó  tanto  mas  cuanto  á  José  no  se  le  ocultaba 
y  10  había  mostrado  el  menor  disgusto  por  ello,  y  también  porque 
ella  ao  ae  creía  culpable. 

Mientras  ao  recibió  agravios  se  echó  en  cara  la  adúltera  ternura 
de  si  oarara  para  con  Antunez,  pero  á  medida  que  se  fué  viendo 


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«i  FIISÍOHES 

contrariada,  insultada,  abandonada,  trató  de  inquirir  si  gn  pecado 
merecía  en  efecto  pena  tan  grave. 

Velase  sola  contra  todo  el  mundo,  y  apeló  á  (odas  sus  fuerzas  exa- 
gerando los  argumentos  en  su  pro,  hasta  el  estremo  de  tenerse  por 
mejor  que  todos  los  que  la  ofendian. 

Si  José  la  habia  tomado  por  esposa  ¿no  habia  procurado  ella  di- 
suadirle de  semejante  propósito?  Si  al  fin  habia  aceptado  la  mano  de 
aquél  ¿no  sabia  ella  que  su  firme  resolución  era  serle  fiel  eternamen- 
te y  para  ello  no  creía  tener  la  seguridad  de  que  no  habría  fuerza 
en  el  mundo  que  pudiera  torcer  sus  intentos?  Si  al  fin  habia  confesa- 
do á  Antunez  su  cariño  ¿no  fué  después  de  vencerse  á  sí  misma  dos  y 
tres  veces?  ¿no  cayó  en  ese  funesto  error,  engaOada  por  un  noble  sen- 
timiento, enternecida  de  verle  pedir  perdón,  sometida  al  encanto 
que  consigo  llevan  los  recuerdos  del  primer  amor,  ganada  por  las 
honestas  promesas  de  respeto  con  que  aquel  comenzara?  No  llevó  su 
delicadeza  hasta  ocultar  á  su  marido  la  entrevista  de  la  fuente  y 
quebrar  la  jarra  donde  Anlunez  habia  bebido?  ¿T  por  ventura  no  ha- 
bia jurado  en  lo  mas  intimo  de  su  alma  precaverse  contra  las  ase- 
chanzas de  Anlunez,  aun  amándole,  devorar  á  solas  sus  amarguras  y 
rodear  de  cuidados  á  su  marido,  consagrándole  toda  su  gratitud,  to- 
da su  estimación  y  todo  el  fraternal  amor  de  su  pecho? 

Asi  reflexionaba  Clara,  y  acabó  por  sacar  en  consecuencia  que  era 
victima  de  injustos  odios;  que  ella  se  habia  perdido  por  compasiva, 
y  que  el  negarle  á  su  vez  la  compasión  era  abominable. 

Cuando  se  afirmó  en  estas  ideas  su  mirada  fué  cobrando  altivez, 
alzó  la  fren  te  provocativa,  y  una  linea  característica  quedó  para  siem- 
pre trazada  junto  á  su  labio  superior,  revelando  el  desprecio  que  los 
juicios  del  mundo  la  inspiraban. 

Un  ser  habia  en  el  mundo  que,  en  vez  de  ofenderla,  le  brindaba 
con  su  amor:  era  Antunez  y  á  él  se  volvió  su  corazón  atribulado  y  á  él 
consagró  todos  sus  buenos  pensamientos. 

Antunez  era  gallardo  y  fuerte;  Antunez  era  capaz  de  remordimien- 
tos; Anlunez,  después  de  afios  de  ausencia,  habia  vuelto  á  ella  mas 
tierno  y  enamorado  que  cuando  su  juventud  y  su  doncellez  la  agra- 
ciaban á  los  ojos  de  todos;  Antunez  le  habia  brindado  con  amor  y 
paz,  y  esto  la  enorgulleció  de  modo,  que  en  cierta  ocasión  no  pudo 


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D£  EUBOtá.  SIS 

mms  de  mirar  á  so  marido  y  reírse  de  él  con  una  crueldad  que 
Jote  no  merecía  y  de  que  ella  jamás  babia  sido  culpable. 

José  dormía  profundamente,  porque  después  de  la  noche  fatal 
dormía  la  mayor  parte  del  tiempo  que  le  dejaban  libre  sus  queha- 
ceres. 

En  tal  disposición  de  ánimo  se  hallaba  Clara,  cuando  comenzó  á 
dejar  el  lecho  muy  temprano  para  dar  largos  paseos  por  un  terrero 
desde  donde  se  descubría  hasta  muy  lejos  el  camino  del  pueblo.  Lo 
mismo  solía  hacer  muchas  tardes,  desviándose  siempre  de  los  ve- 
linos  qfte  hallaba  al  paso. 

Estaba  siempre  inquieta,  padecií  fiebre,  su  exaltación  era  cada 
▼ex  mayor;  soñaba  en  Antunez.  y  salía  con  la  esperanza  de  verle  si- 
quiera á  lo  lejos. 

La  gente  del  pueblo  no  se  engañó  acerca  de  su  propósito,  y  sus  in- 
discretas murmuraciones  llegaron  á  oídos  de  Antunez.  En  el  juego 
de  pelota  y  en  la  tienda  de  vinos  se  lanzaron  en  su  presencia  chocar- 
reas indirectas  sobre  su  buena  estrella  y  la  desgracia  de  José. 

Clara  do  interrumpía  sus  paseos  solitarios. 

Alarmóse  José  y  salió  á  acecharla  y  volvieron  á  recrudecerse  sus 
«ios  y  si  ira. 

Una  mañana,  era  casi  de  madrugada  todavía,  Clara,  que  había 
salido  como  de  costumbre,  se  detuvo  á  escuchar  atentamente  porque 
creyó  que  oía  silbar  una  canción  á  que  era  Antunez  muy  aficionado. 

Persuadióse  de  la  verdad  y  palpitóle  con  violencia  el  corazón;  pe- 
ro de  repente,  como  si  temiera  que  aquel  sonido  la  fascinara,  echó  á 
correr  desatentada  hacia  su  casa. 

/osé  la  había  seguido  de  cerca  y  no  pudo  evitar  su  encuentro. 

Halláronse  los  dos  esposos  uno  al  lado  de  otro. 

Gara  al  verle  dominó  sos  sentidos,  y  acortando  el  paso  y  con  ai- 
re indiferente,  siguió  su  camino. 

José  la  vio  dirigirse  á  su  casa  y,  espiando  los  movimientos  de 
Antunez,  le  vio  mirar  en  todas  direcciones,  trepar  á  un  árbol  por 
aitre  cuyas  ramas  podía  ver  creyendo  no  ser  visto  y  fijar  la  vista 
ai  las  ventanas*  de  su  casa. 

No  se  salió  de  su  escondrijo  hasta  que  Antunez  hubo  desaparecido 
por  donde  viniera,  y  echó  por  el  mismo  camino  que  su  mujer,  pisan  - 

TOHO  II  10 


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134  FUSIONES 

do  en  sus  huellas  y  coa  la  mano  asida  del  arma  que  en  la  faja  lle- 
vaba, 

Clara  á  medida  que  se  iba  aproximando  á  su  casa,  sentía  no  ha- 
ber esperado  hasta  saber  si  era  Antunez  ó  no  quien  había  estreme* 
cido  su  corazón,  y  se  avergonzó  de  la  turbación  que  la  había  sobreco- 
gido; y  al  pensar  que  de  ser  Autunez  el  viandante  se  habría  privado 
de  una  dicha  tan  anhelada,  acertó  á  entrar  José  con  semblante  tal, 
que  ella,  echándole  una  mirada  rápida  como  el  relámpago,  dijo  para 
sus  adentros:  él  era. 

También  José  al  entrar  la  miró  al  rostro,  y  como  si  fuera  el  eco  . 
del  corazón  de  Clara,  dijo  de  modi  que  ella  pudo  oirlo: 

— El  era. 

Clara,  en  vez  de  acobardarse,  sintió  que  su  corazón  se  dilataba  cual 
si  quisiera  saborear  holgadamente  la  buena  suerte  de  haber  estado 
tan  cerca  de  su  amado. 

Su  fisonomía  tomó  una  espresion  tan  plácida  que  exasperó  á  Jo- 
sé, quien  añadió  en  el  mismo  tono: 

—¡No  habrá  remedio! 

Clara  se  encogió  maquinalmente  de  hombros. 

Todo  le  era  indiferente  menos  Antunez ;  no  teniendo  certeza  de 
ser  suya,  poco  le  importaba  lo  demás. 

—¡Qaiere  morir!  añadió  José  entre  dientes  después  de  una  pausa. 

Clara  creía  á  su  marido  capaz  de  matarla;  pero  como  todos  los  que 
se  pierden  por  amar  imposibles,  creia  también  que  un  imposible  ha- 
bia  de  salvarla. 

Aquella  misma  tarde  volvió  Clara  al  terrero,  determinada á  espe- 
rar á  Antunez  y  á  no  huir  de  él,  y  cuando  le  vio  venir  desde  muy  le- 
jos, en  vez  de  huir  se  sentó  en  una  enorme  peña  caída  al  pié  de  un 
árbol  y  en  la  que  quedaba  sitio  bastante  para  otra  persona. 

Antunez  trabajaba  en  las  mismas  tierras  que  José  y  habían  po- 
dido llegar  al  pueblo  á  un  tiempo;  mas  el  amante  dejó  con  un  pretex- 
to el  trabajo  antes  de  la  hora  fijada  para  los  jornaleros,  y  en  alas  de 
su  amoroso  deseo  recorrió  en  breve  tiempo  la  distancia  que  le  sepa- 
raba del  pueblo. 

Mirando  iba  delante  de  él  por  la  ostensión  de  los  campos  con  vi- 
sible curiosidad,  cuando  á  su  lado  mismo  vio  á  Clara  sentada. 


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DE  EfltOfá.  U5 

—¡Coa  que  eres  tú!  eeclamó  al  yerta. 

—Veo  y  siéntate,  contestó  Clara  con  dulce  y  lánguido  acento. 

Sentóse  Antunez;  Clara  le  cogió  amistosamente  ana  mano  y  es- 
tuvo contemplándole  largo  tiempo. 

— ¡daral  dijo  admirado  Antones. 

—Signe,  replicó  ella,  ya  te  escacho,  y  con  la  cabeza  inclinada  á 
un  lado  y  mirando  de  soslayo  á  Antunez,  concentró  su  atención  en 
lo  que  esta  iba  á  decirte. 

Sorprendióle  á  este  do  ver  resistencia  en  ella,  encontrarla  es- 
perándole y  ni  sopo  como  esputárselo,  ni  porqoe  en  so  voz  y  en 
•as  miradas  resaltaba  mas  que  nunca  la  dulzura  y  la  manso- 


—He  sabido  lo  mocho  que  fias  padecido  desde  que  no  nos  hemos 
fisto;  mi  hermano  me  hizo  temer  qoe  habría  cometido  ana  indis* 
crerion  tata);  he  temido  mocho  por  to  reposo... 

Clara  al  oir  estas  últimas  palabras  meneó  repetidas  veces  la  ca- 
ben, como  si  Ankmes  con  sos  palabras  confirmase  el  satisfactorio 
concepto  qoe  de  él  tenia  formado. 

—Prosigue,  prosigue,  dijo  al  ver  qoo  Antones  se  interrumpía 
sorprendido  por  aquel  movimiento. 

—Al  contrario:  tú  eres  la  qoe  debe  hablar.  Refiéreme  lo  sucedi- 
do: dime  si  son  ciertas  las  habladurías  qoe  á  mis  oidos  llegan  de 
v«  en  ciando;  qué  te  pasa  con  to  marido,  qué  has  observado  en  la 
gente  del  pueblo.... 

—¿Eso  quieres  saber?  preguntó  Clara  entre  admirada  y  quejosa; 
¿qué  bm  «porta  á  mi  de  mi  casa  y  del  pueblo? 

—¿Supo  tu  marido  que  yo  había  estado  á  verte? 

—Si. 

—¿Qué  le  dijiste,  cómo  disculpaste...? 

— No  me  acuerdo...  no  sé...  le  dije  la  verdad...  casi  toda  la  ver- 
dnd;  pero  no  me  hables  ahora  de  esas  cosas. 

— ¡Cómo!  interrumpió  Antunez  ¿no  quieres  qoe  me  interese  por  un 
suceso  que  podía  serle  funesto  por  culpa  mia?  Harto  temo  que  tu  em- 
pefio  en  ocultármelo  provenga  de  que  ha  sido  tan  grave  el  caso  como 
yo  sospecho.  Cuéntamelo  todo»  Clara,  nada  me  ocultes;  yo  he  de  sa- 
berlo. ¿Es  verdad  que  aquí no  te  quieren? 


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IU  PftlSIOKKS 

—¿Me  quieres  lú,  Antunez?  preguntó  ella  contemplándole  embele- 
sada. 

—¿Y  me  lo  preguntas,  Clara?  ¿Si  te  amo  yo?  Pues  ¿por  qué  ha  sido 
mi  largo  apartamiento  sino  por  evitar  que  el  ser  visto  cerca  de  ti  pu- 
diera redundar  en  daño  tuyo?  ¿por  qué  he  venido  hoy 

— T  ayer  viniste  por  mi  también  ¿no  es  verdad? 

—¿Lo  sabias? 

—Te  oi;  oí  silbar  tu  canción  favorita.. .  y  eché  á  correr. 

—Huías  de  mi. 

— Huia  sin  saber  de  qué.  De  ti...  no  lo  creo.  He  venido  (antas  ve- 
ees  it  ver  si  te  divisaba  á  lo  lejos...  con  tan  vivas  ansias,  que  tu  som- 
bra me  habría  sido  de  gran  consuelo.  Ayer  me  acometió  un  estreme- 
cimiento, un  miedo. ..  si  de  repente  no  me  hubiese  encontrado  con  Jo- 
sé, me  habría  caído  sin  fuerzas. 

— ¡Tu  marido  te  seguía  los  pasos...! 

— Sí,  y  me  dijo:  él  era. 

-—Sin  duda  me  habría  visto  acercarme  al  pueblo.  Con  que  vives 
espiada,  aborrecida  tal  vez.  * 

—¡Oh!  ya  no  me  importa.  Todo  el  pueblo  junto  no  puede  aborre  - 
cerme  tanto  como  yo  le  desprecio.  Aquí  todo  es  canalla,  Antunez. 
Cuando  empecé  á  conocer  quien  era  esa  gente,  lloraba  yo  como  si 
hubiese  perdido  algo  con  perder  su  amistad;  pero  en  seguida  com- 
prendí cuan  grande  era  mi  engaño...  Ninguna  de  esas  mujeres  seria 
capaz  de  decir  la  verdad  á  su  marido,  y  yo  sí ;  ninguno  de  esos  hom- 
bres se  arrepiente  del  daño  que  ha  hecho,  y  tú  si.  Yo  no  sé  qué  que- 
rían: ¿habia  yo  de  pedirles  perdón  ó  de  humillarme  en  su  presencia? 
Mucho  me  hicieron  padecer;  pero  ahora  ya  no;  ni  aun  me  acuerdo  de 
que  existan,  y  si  les  hallo  al  paso  les  miro  de  alio  á  bajo,  como  han 
hecho  antes  conmigo;  y  desde  que  soy  altiva  con  ellos,  bajan  los  ojos 
en  mi  presencia. 

-r¡Con  que  era  cierto  lo  que  yo  oia!  ¡Ni  siquiera  te  ocultan  sus 
sentimientos! 

—Pero  ¡Dios  mió!  ¿qué  quieres  que  hagan?  Yo  no  tengo  voluntad 
ni  tiempo  para  ocuparme  de  ellos:  yo  pienso  siempre  en  ti  ¡siempre! 
Yo  me  pregunto  qué  harás,  qué  pensarás,  si  te  veré... 

—¡Tú,  pobre  Clara! 


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DE  £UROFá.  MI 

—fío;  todavía  puedo  ser  muy  dichosa.  Dime  que  me  quieres,  An- 
lanez...  Es  lo  único  que  quiero  saber  de  esle  mundo. 

Había  tanto  abandono  en  estas  palabras  de  Clara,  que  su  amante 
la  airó  con  grande  atención,  maravillado  del  cambio  que  en  ella  ob- 
servaba. 

Clara  siguió  diciendo: 

— Si  tú  no  me  amaras,  Antunez,  me  moriría,  ó  me  volvería  loca. 
¡Oh,  sil  Yo  he  oído  hablar  de  mujeres  que  se  han  vuelto  locas  de 
amor,  y  es  imposible  que  amasen  mas  que  yo.  Entonces  todo  me  se- 
ria indiferente,  los  locos  dicen  que  nada  sienten.  Y  si  no,  me  mo- 
riría, estoy  cierta:  me  moriría.  Pero  si  tú  me  amaras,  no  tanto  como 
yo; no  le  pido  tanto  al  cielo.. .  con  tal  que  no  amaras  anadie  mas  que  á 
mí.  ..  Ya  ves;  yo  no  tuve  miedo  ala  muerte  porque  pensaba  en  que 
ti  no  me  habías  de  olvidar.  El  decía:  ¡morirás!  y  si.yo  hubiese  esta- 
do cierta  de  tu  amor,  le  habría  dicho:  hiere,  y  no  habría  pasado  lar- 
gas horas  de  amargura;  noches  eternas  sin  cerrar  los  ojos;  sobresaltos 
y  congojas  por  no  saber  de  ti,  &  quien  él  había  amenazado  de  muerte. 

—¿Por.  mi,  esto  mas? 

—No  por  tí,  por  mi;  porque  yo  no  hallaba  paz  ni  descanso,  y  me- 
aos desde  que  volví  en  mi  acuerdo  y  caí  en  que  había  pasado  largo 
tiempo  olvidada  de  todo,  como  muerta. 

Pero  desde  que  pensé  que  acaso  podrías  amarme,  recobré  el  en« 
taodimienlo  y  volvi  á  ser  como  los  vivos. 

Ya  ves:  todo  el  mundo  me  ha  abandonado;  estoy  siempre  sola,  con 
el  temor  de  pasar  asi  mis  días  «nía  tierra...  ya  he  llorado  cuanto  tenia 

qne  llorar;  ya  he  pasado  por  los  insultos  y.  por  el  menosprecio 

pero  ¡ai  tú  me  amaras...! 

—¡Sí,  te  amo,  Clara,  le  amo  I 

— |Oh  (repítelo  Antunezl 

— |Te  amo  I 

—¡Por  piedad,  por  piedad  1;  si  supieras  lo  que  en  este  momento 
goza  mi  corazón...  ¿Ves?  es  imposible  que  tu  amor  sea  como  el  mió; 
porque...  harto  se  conoce  en  cosas  que  no  sé  yo  esplicar. 

— Te  quiero,  por  todo  el  tiempo  que  anduve  descarriado.  Clara; 
mi  primer  amor  ha  renacido  tan  poderoso  y  mas  leal  que  antes  de 
labrar  ti  desgracia;  en  amor  se  ha  convertido  mi  remordimiento;  en 


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tIS  PRISIÓN» 

amor  la  lástima  que  después  me  inspiraste;  en  amor  la  gratitud  que 
sentí  al  recibir  tu  perdón  de  mi  culpa  imperdonable. 

—¿No  me  engañas,  Antunez?  preguntó  Clara  con  un  candor  que 
llegaba  al  corazón. 

—El  cielo  me  confunda  si  no  digo  verdad,  amada  mia. 

—Pues  bien,  sí,  lo  creo:  no  me  engañas:  tu  maldad  seria  horrible. 
Antunez,  soy  dichosa  como  nadie  puede  serlo  en  el  mundo.  ¿Conci- 
bes mi  dicha?  verte,  hablarte. . . . 

—¿Dejarías  por  mi  tu  casa,  Clara? 

—Mi  casa  es  la  tuya;  tu  hermano  será  mi  hermano. 

—Pues,  aunque  no  tan  pronto  como  anhela  mi  impaciencia,  Ma- 
drid envolverá  en  su  confusión  nuestra  dicha,  viviremos  en  un  paraí- 
so de  delicias,  sin  que  nadie  sepa  de  donde  hemos  venido. 

—¿Será  verdad,  llegará  á  realizarse  ese  sueño? 

—Si,  Clara;  tú  que  has  esperado  la  muerte  sin  desesperación,  es  - 
pera  la  felicidad  que  yo  te  ofrezco  y  prométeme  que  no  te  irritará  su 
tardanza. 

—¡Oh!  yo  te  lo  prometo.  Tú  no  sabes  el  consuelo  que  encontraré 
yo  en  esperar  después  de  haberte  oído.  (Qué  diferencia  entre  vivir 
sola  y  olvidada,  y  vivir  con  la  certidumbre  en  mi  corazón  I  Las  aves 
del  cielo  han  sido  hasta  ahora  mis  compañeras  y  desde  hoy  lo  será 
tu  recuerdo  y  la  esperanza  de  nuestra  próxima  ventura. 

Las  sombras  se  iban  estendiendo  por  el  llano. 

Clara  no  sabia  si  era  de  dia  ó  de  noche. 

Estaba  loca. 

Apagábanse  los  rumores  de  la  tarde  y  en  medio  del  silencio  se  dis- 
tinguía claramente  el  gárrulo  canto  de  las  ranas  y  á  lo  lejos  el  ladri  - 
do  de  los  perros  vigilantes  de  los  caseríos  de  los  alrededores. 

—Vamos  á  separarnos,  dijo  Antunez.  Ten  confianza  en  mi;  sufre 
un  poco  mas,  que  muy  poco  será,  y  saldremos  juntos  de  esta  tierra, 
que  no  volveremos  á  ver. 

—¿Te  separas  ya  de  mi,  Antunez? 

—Es  forzoso. 

—¡Cuál  voy  á  quedar  en  tu  ausencial 

— No  voy  lejos  y  te  llevaré  en  mi  pensamiento,  Clara. 

—I  Mis  horas  van  á  ser  otra  vez  eternas!  Yo  crei  que  tus  palabras 


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MHJ10H.  MI 

me  darían  n  filar  extraordinario,  y  tono  ya  en  el  momento  de  se- 
pararnos. 

—Animo,  Clin,  y  si  me  quiera  como  dices,  no  me  hagas  temer 
por  ti. 

— Yo  me  venceré,  replicó  ella  con  entereza  al  oír  esta  recomenda- 
ción; pero  dime  antes  que  no  sueño,  que  puedo  creer  en  la  ventura 
que  me  prometes. 

— Créelo,  Clara,  por  lo  que  mas  ames. 

—Por  tí. 

—Pues  bien,  créelo  por  mi,  y  esperarás  tranquila. 

— ¿Y  no  nos  separaremos  ya  nunca? 

— iNuncal 

— Ho  sé  porque  creyendo  en  tu  palabra,  me  parece  sin  embargo 
imposible  que  nos  estén  reservadas  horas  serenas.  ¿Quesera  el  mun- 
do cuando  yo  pueda  llamarme  feliz?  ¿Volveré  á  ocuparme  de  los  que 
no  sean  tú?  ¿Me  será  mas  grata  la  luz  del  sol?  Oh;  no  me  riñas  por- 
fíe me  detengo  á  tu  lado,  dijo  Clara  bajando  la  voz  y  apoyándose 
en  el  hombro  de  Antunez;  quisiera  yo  decirte  cosas  que  te  detuvie- 
ran aquí  toda  la  noche  como  con  un  sortilegio. 

(Clara  estaba  loca! 

—¿No  piensas  que  has  de  volverá  tu  casa? le  hizo  obser- 
varé!. 

—Si,  respondió  Clara  bajando  de  pronto  la  cabeza.  ¡Mi  casal  ¡Sin 
til  el  fastidio...  un  rostro  severo,  huraño...  unas  miradas  que  es- 
cudriñan el  corazón...  las  memorias  que  pesan  y  hacen  doblegar  la 
cabeza...  ¿Y  mañana?  dijo,  cambiando  de  tono. 

—Mañana,  si  estuviese  ya  asegurado  nuestro  porvenir,  seria  el 
primer  dia  de  nuestra  ventura.  Ea,  amada  mia,  no  me  hagas  mas 
penosa  nuestra  separación  de  hoy  con  tu  resistencia,  dame  una 
muestra  de  docilidad  y  séante  mas  llevaderos  tus  pesares  con  la 
persuasión  de  que  tanto  como  á  ti  me  afligen. 

— El  ya  estará  de  vuelta,  dijo  Clara  con  la  cabeza  caida  sobre  el 
pecho;  ¡otro  dia  masl  Si  fuera  el  último... 

— Adiós,  Clara,  dijo  Antunez  con  el  imperio  del  cariño;  no  quie- 
ras que  me  vaya  con  zozobra  por  tu  Urdan»  en  volver  á  tu  casa. 

—Adiós,  contestó  ella  en  la  misma  actitud. 


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¿i#  rusroMEs 

—Alienta,  y  mira  que  para  dejarte  necesito  yo  también  ir  conven- 
cido de  que  te  dejo  tranquila. 

—Pues  bien,  tranquila  estoy.  Vete  Antunez,  que  yo  veré  desde  aquí 
como  te  alejas. 

Cogióle  Antunez  las  manos  que  le  besó  clavando  en  ella  los  ojos, 
y  estrechándoselas  y  llevándoselas  al  corazón,  se  despidió  diciendo: 

—I Adiós,  adiós,  adiós! 

—Adiós,  adiós,  repetía  Clara  que  se  quedó  largo  rato  como  si  aun 
le  tuviera  á  su  lado. 

Incorporóse  después  y  se  colocó  en  sitio  donde  pudiera  verle;  pero 
ya  la  oscuridad  era  mucha  y  bien  pronto  desapareció  de  su  vista. 
Solo  de  cuando  en  cuando  al  atravesar  por  alguna  de  las  muchas 
lomas  del  camino  le  veia  destacarse  un  momento  en  el  horizonte  y 
'ocultarse  en  seguida  en  la  hondonada. 

Suspensa  estaba  y  absorta  repitiendo:  a  ¡Otro  dia  mas!  si  fuera  el 
último...»  cuando  á  muy  corta  distancia,  y  por  el  mismo  sendero 
por  donde  Antunez  habia  ido  á  buscar  el  camino,  llegó  á*toda  prisa 
José. 

Caminaba  ligero  y  en  linea  recta  á  donde  estaba  Clara.  En  dos  sal- 
tos que  dio  al  verla  se  puso  á  su  lado,  la  asió  fuertemente  de  la  ma- 
no, y  la  llevó  al  pié  del  peñasco  en  que  habían  estado  sentados  los 
dos  amantes. 

—¡Qué  mal  aventurados  sois!  dijo  sin  soltarla  y  con  voz  ahogada. 

— [Qué  hablas!  esclamó  Clara  á  su  vez,  adivinando  que  los  dos  se 
habían  encontrado  en  el  camino,  y  temiendo  que  José  no  hubiese  apro- 
vechado la  ocasión  de  vengarse. 

—Si,  replicó  él,  limpiándose  el  sudor  que  con  abundancia  caía  de 
su  rostro,  bien  hice  en  echar  hacia  este  lado  en  vez  de  dirijirme  á  ca- 
sa. (Me  lo  daba  el  corazón!  Si  al  verle  llego  yo  á  presumir  que  tú  es* 
tabas  aquí...  lo  dejo  seco. 

— (Ahí  hizo  Clara  dando  un  largo  suspiro  al  saber  que  su  aman- 
te iba  sano  y  salvo. 

José  entendió  aquella  esclamacion  en  otro  sentido  y  añadió:  No 
debe  sorprenderte  lo  que  te  digo:  ya  lo  sabias.  He  sido  un  necio, 
pues  debia  haber  adivinado  que  cuando  él  andaba  por  estos  andur- 
riales, no  debias  tú  estar  lejos.  jY  no  le  he  muerto! 


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DE  CÜROtA.  Ül 

— ¡Monstruo!  dijo  Clara  como  hablando  consigo  mismo. 

— ¡Di  ahora  que  no  estáis  de  concierto! 

—No  quiero  mentir. 

—¡Di  que  no  tramáis  nadal 

-No  lo  diré. 

—¡¡Di  que  no  eres  una  mojer  infame!! 

José  con  la  exaltación  de  la  ira  magullaba  el  brazo  de  Clara. 

— Me  estás  destrozando  las  carnes,  dijo  ella  llorando  la  otra  ma- 
no al  sitio  donde  sentía  el  dolor. 

José  la  soltó  diciendo: 

— ¿Qué  vafe  el  dafio  qne  te  he  hecho,  si  hoy  mismo,  aquí  mismo, 
voy  á  quitarte  la  vida? 

— ¡  Ah!  prorumpió  Clara  ¡morir!  ¡morir  lejos  de  él!  morir  'ahora... 
¡Dios  mió! 

—«¡Lejos  de  él!»  repitió  José,  herido  vivamente  en  su  amor  pro- 
pio; •  ¡lejos  de  él!»  has  dicho;  volvió  á  decir  ahogado  por  la  sangre, 
saltándole  los  ojos  y  empuñando  con  Ímpetu  feroz  su  enorme  nava- 
ja ¡asi  le  amas! 

—¡Mas  que  á  mi  vida!  dijo  Clara  con  íntimo  reconcentrado  acento. 

—¡Oh!  muere,  piuere...  ¡muere  á  mis  manos!  esclamó  él  con  voz 
¿«toral  que  parecía  mas  bien  rugido. 

Dos  anchas  heridas  abrió  en  el  cuerpo  de  Clara,  la  primera;  fué 
Mortal;  habia  partido  el  corazón. 

Cayó  ella;  chocó  su  cabeza  contra  el  duro  pefiasco,  y  él  se  arrodi- 
llé á  su  lado  con  el  afán  de  ver  manar  la  sangre  á  chorros.  Aquel 
horrible  espectáculo  fué  para  él  tan  atractivo,  que  ya  el  tronco  esta- 
ba completamente  exangüe,  y  él  seguía  aun  de  rodillas  esperando 
q*e  volviese  á  manar  el  licor  para  renovar  su  goce. 

Aplicóle  la  mano  á  la*  sienes,  acercó  su  oido  al  corazón,  levan- 
tóle en  alto  un  brazo  y  lo  dejó  caer,  y  cuando  se  persuadió  de  que  en 
efecto  Clara  ya  no  existía,  hizo  on  gesto  de  disgusto  como  si  le  pa-  * 
rocíese  demasiado  breve  el  placer  de  la  venganza  comparad  con  el 
padecimiento  que  la  habia  provocado. 

Echó  una  mirada  á  su  alrededor;  nadie  le  habia  visto;  tenia  tiem- 
po para  ir  á  su  casar  cambiar  de  ve<rtído,  llevarse  lo  mas  necesario 
y  huir  á  la  ventara  á  e*con  lerse  en  un  bizque;  p*ro  después  de 

T^1»a  l!  II 


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*I2  PRISIONES   ' 

examinar  con  ojos  y  oidos  el  teatro  de  su  tragedia,  se  sentó  ti  la- 
do del  cuerpo  de  Clara,  recostándose  en  el  tronco  del  árbol  y  cruzan- 
do los  brazos  sobre  el  pecho. 

Su  ropa  y  sus  manos  estaban  ensangrentadas,  y  ni  siquiera  reparó 
en  ello. 

Durante  la  noche  un  carretero  hubo  de  pasar  por  aquel  sitio,  y  en 
medio  de  la  oscuridad  creyó  descubrir  un  hombre  sentado.  Dióte  las 
buenas  noches,  y  como  el  chirriar  de  las  ruedas  y  los  cascabeles  del 
ganado  le  habían  sacado  de  su  absorción,  devolvió  las  buenas  noches 
al  carretero. 

Asi  pasó  hasta  la  mañana  siguiente.  A  su  lado,  al  alcance  de  su 
mano,  estaba  la  navaja  llena  desangre. 

A  las  primeras  horas  del  dia,  dos  vecinos  suyos  que  desde  una 
colina  le  vieron  sentado  é  inmóvil,  se  le  aproximaron  por  curiosidad 
y  retrocedieron  llenos  de  horror  al  ver  que  no  estaba  solo. 

Estendióse  la  voz  por  todo  ei  pueblo  en  un  momento,  cercaron  aquel 
paraje  acto  continuo  por  si  el  criminal  intentaba  escaparse,  y  por  lo- 
dos lados  le  fueron  estrechando.  El  tribunal  que,  constituido  en 
regla,  se  le  acercaba  por  delante,  le  dio  la  voz  de  alto.  José  levantó 
los  ojos  y  no  se  movió  del  sitio.  El  alguacil  del  juzgado  le  asió  de 
un  hombro  para  sujetarlo,  pero  él  obedeció  á  la  primera  intimación 
deque  se  levantase.  Con  asombro  de  todos  contestó  breve  y  esplíci- 
ta mente  á  las  primeras  preguntas  que  le  fueron  dirigidas,  sin  mirar 
nunca  á  nadie  mas  que  al  que  le  hablaba,  y  renunciando  desde  lue- 
go á  toda  esperanza  de  salvación.  Dejóse  maniatar  y  conducir  de 
un  punto  áolro,  porque  lo  trasladaron  varias  veces  de  prisión  por 
no  haberla  á  propósito  en  el  pueblo,  y  al  ñn  vino  á  parar  á  la  cárcel 
del  Saladero  de  Madrid. 

Apenas  se  supo  el  molivo  de  su  prisión,  esciló  la  curiosidad  ge- 
neral, pues  su  corla  estatura  y  la  dulce  espresion  de  su  fisonomía  no 
se  avenían  bien  con  lo  que  se  figuraba  en  su  imaginación  el  que  es- 
pera ver*l  autor  de  un  brutal  asesinato  cometido  á  sangre  fría  en 
una  mujer.  Lo  eslrafalario  de  su  porte  y  su  figúrale  valieron  inme- 
diatamente el  apodo  con  que  en  las  cárceles  se  califica  á  todos  los 
notables,  y  José  fué  conocido  por  Pepe  Raquitis. 

Elpobre  pasó  plaza  de  hombre  terrible  al  principio  de  su  estancia; 


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Oh  RUROPA  t4S 

porque  h  ignorancia  universal  es:á  empatiada  en  que  iodos  los  hom- 
bre que  comeíen  crímenes  son  monstruos  que  desde  que  nacieron 
no  n-Mis.iron  mas  que  en  U  ma'anzn  de  sus  seroejan'es. 

H'ibia.lle  al  vul.n  le  ui  hombre  quo  haya  vivitlo  cuarenta  años 
en  !a  honrad  z  y  la  pobreza»  p  «ro  que  un  diacogió  á  un  enemigo  su- 
yo y  ¡)  cosió  á  puñaladas,  y  c!  vuLco  no  o<;  preguntará  porqué,  sino 
qae  enlamará:  ¡qué  móns'ruo! 

Y  aquí  al  decir  vulgo  no  queremos  decir  solo  la  gente  que  carece 
de  instrucción,  <ino  además  las  tres  cuarlas  partes  de  los  que  son 
considerados  como  personas  decen'es. 

Al  cabo  de  algún  lierapo  Pepe  Raquitis  perdió  su  ropu'acion  de 
ferocidad,  desmentida  diariamente  por  su  indo'e,  y  como  en  sus  ac- 
to* no  se  sospechaba  jamás  nada  de  hipocresía,  se  convirtió  para  la 
muchedumbre  en  nn  enigma  indescifrable.  Todo  el  mundo  se  mara- 
rilla  de  saler  qne  un  hombre  de  honrados  antecedentes  y  de  apaci- 
ble carácter  haya  *ido  capaz  en  su  vida  de  un  rasgo  enérgico  y  aun 
sangriento,  y  sin  embargo,  hace  lo  monos  seis  mil  años  que  todo  el 
mondo  está  viendo  repetirse  el  mismo  hecho. 

Pepe  Raquitis  se  hizo  mas  taciturno  y  mas  hipocondriaco  que 
nunca.  Jamás  lomaba  parte  en  las  chanzas  de  sus  compañeros,  si 
bien  tampoco  mostró  oposición  á  ellas,  ni  menos  disgusto  ni  envi- 
dia por  los  placeres  ágenos. 

No  parecía  sino  que  su  vida  hubiese  estado  en  el  corazón  de  Cla- 
ra y  que  se  la  habia  quitado  al  quitársela  á  ella. 

Manifestaba  muy  poco  interés  por  las  cosas  del  mundo;  no  le  alar- 
maba ningún  anuncio  de  próximo  indulto,  cosa  á  que  pocos  presos 
resis'en,  y  si  algún  dia  espresó  alguna  vivacidad,  fué  tratándose  de 
la  lentitud  con  que  proceden  los  tribunales.  Ya  por  entonces  la  jus- 
ticia humana  habia  pulido  que  Joié  pagase  su  crimen  con  la  vida, 
y  él  lo  sabia. 

Merced  i  e.*a  lentitud  de  los  tribunales  y  quizás  al  ingenio  de  su 
mal  aconsejado  defensor,  José  pasó  dos  años  en  la  cárcel,  habiendo 
•ido  prego  ai  lado  del  cadáver  d?  ?u  víctima,  con  el  arma  de  su  uso 
y  pertenencia  ensangrentada,  convicto  y  confeso  desde  los  primeros 
procedimientos  y  sin  pretesto  ninguno  para  qu<»  inmediatamente  no 
•*  le  aplicase  la  pena  merecida:  la  p»*na  de  muerto.   Precisamente 


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144  PKISlOWtS 

porque  oo  es  pena  la  anhelaba  José:  su  pena  era  la  vida;  so  pena 
era  el  mundo  que  había  sido  para  con  él  bárbaro,  cruel,  impío  has- 
la  el  último  estremo.    , 

Pepe  Raquitis  no  llegó  á  acostumbrarse  á  la  cárcel;  antes  al  con- 
trario: cada  dia  le  repugnaba  mas  el  trato  forzoso,  inevitable  con  tan- 
ta gente  de  carácter  diferente  del  suyo.  Hasta  en  eso  fué  desgracia* 
do.  Si  á  lo  menos  la  cárcel  fuese  verdaderamente  vivir  apartado 
del  trato  de  los  hombres,  José  no  habría  padecido  tanto.  Mas  la 
cárcel  es  otra  cosa:  es  vivir  forzosamente  obligado  al  trato  de  los 
hombres  mas  groseros,  menos  educados  y  racionales. 

Cuando  ya  se  sintió  saciado  de  hiél,  pidió  un  dia  que  se  le  per- 
mitiese vivir  en  un  calabozo.  Es  decir,  que  el  aposento  de  incomu- 
nicación donde  se  encierra  al  acusado  cuando  se  cree  que  á  la  jus- 
ticia conviene  que  no  pueda  confabularse  con  nadie  ni  borrar  las 
huellas  que  haya  dejado  el  crimen  que  se  persigue;  el  calabozo 
oscuro  donde  por  castigo  se  encierra  á  otros,  era  vivienda  envidia- 
ble para  Pepe  Raquitis. 

Gomo  tenia  dadas  hartas  pruebas  de  mansedumbre  y  dejaba  cono- 
cer que  sus  sentimientos  eran  buenos  por  demás  y  que  no  era  incli- 
nado al  mal,  se  le  concedió  lo  que  pedia;  lanío  mas  cuanto  que  so- 
lia  ganar  una  miserable  cantidad  hiiaudo,  y  solo  en  aquel  sitio  es- 
taba el  cáñamo  completamente  seguro  de  raterías. 

Desde  que  el  alcaide  de  la  cárcel  le  concedió  el  singular  favor  do 
habitar  aquel  cuarto  oscuro,  poco  ventilado,  pestilente  y  lleno  de  di- 
bujos y  escritos  que  recuerdan  penalidades  de  otros,  Pepe  apenas  se 
dejaba  ver  de  los  demás  presos. 

Hallábase  allí  mejor  que  en  ninguna  otra  parte,  sobre  todo  porque 
podía  entregarse  con  toda  libertad  á  sus  pensamientos. 

En  el  silencio  de  la  noche,  que  tan  temprano  empieza  en  los  cala- 
bozos,  repasaba  Pepe  en  su  memoria  los  años  de  su  nifiez,  los  albo- 
res de  su  juventud,  parábase  á  considerar  que  había  tenido  por  in- 
terminable la  dicha  que  gozó  al  decirle  Clara  que  estaba  dispuesta 
á  aceptar  su  mano,  y  paso  á  paso  iba  siguiendo  lodos  los  lances  de 
su  vida,  ó  mejor  dichonas  sensaciones  de  su  corazón. 

Las  primeras  escenas  del  hogar  paterno,  las  mas  remotas  en  el  or- 
den del  tiempo,  se  reproducían  tan  vivamente  en  su  imaginación  co- 


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DI  EtilOtA.  $45 

m  si  qo  bebieren  pasado  afios  Iras  ellas,  ni  otros  acontecimientos 
■as  importantes  no  le  hubieran  ocurrido. 

Aon  en  el  fondo  del  corazón  lamentaba  la  debilidad  de  su  padre, 
qoe  había  sido  cansa  del  abandono  de  so  niñez  y  qne  también  en  so 
concepto  le  había  perjudicado  á  él  mismo  en  su  carácter,  cuya  es- 
tremada blandura  era  de  aquel  heredada. 

¡Qué  no  meditaría  á  sus  solas  aquel  hombre,  joven  todavía,  des- 
graciado y  sensible,  en  aquel  aposento,  cuyas  paredes  muestran  lo 
■locho  que  allí  se  escita  la  reflexión  aun  en  las  mentes  menos  activasl 
¡Qué  de  encontrados  aféelos  1  jquó  de  opuestas  ideas  le  hicieron  ju- 
guete de  su  imperfecto  carácter  aumentando  un  martirio,  que  solo  de* 
bia  coocluir  con  su  existencia! 

Mil  veces  deseó  que  un  poder  sobrenatural  llevase  allí  al  fondo 
del  calabozo  á  Clara  para  mil  veces  hundir  en  su  corazón  el  san- 
griento puñal  vengador  de  su  honra  y  de  su  afecto. 

T  mil  veces  llegó  también  á  arrepentirse  de  aquel  momento  de 
ferocidad  en  que  se  engañara  con  aquella  á  quien  tanto  había  amado, 
afeándose  como  inhumana  su  fiereza. 

¿Quién  sabe,  decía  para  si,  quién  sabe  si  el  perdón  mío  la  habría 
tor:alecii\o  contra  los  embates  de  su  pasión  funesta?  ¡Quizás  al  ver- 
se sobrepujar  los  rasgos  ordinarios  de  nobleza  y  de  piedad,  habría 
venido  á  arrojarse  á  mis  pies,  libre  ya  de  toda  repugnancia  hacia  mi 
y  de  toda  inclinación  hacia...  el  otro! 

En  estos  y  semejantes  pensamientos  se  le  pasaban  largos  días  é  in- 
terminables noches. 

La  amargura  iba  empapando  su  corazón. 

El  dia  que  nosotros  le  vimos,  estaba  echado  en  el  umbral  del  cor- 
redor que  conduce  á  los  encierros. 

Babia  determinado  dar  una  vuelia  por  los  departamentos  de  pre- 
ferencia, y  después  de  obtener  permiso  para  ello,  no  quiso  moverse 
ni  posar  adelante  del  sitio  mencionado,  contentándose  con  ver  en- 
trar y  salir  gente  por  la  puerta  que  tenia  delante. 

Ya  vivia  allí  en  so  calabozo  casi  olvidado;  recibía  el  rancho  dia- 
rio sin  decir  palabra,  sin  pedir  nada,  sin  fumar,  costumbre  que  ha- 
bia  adquirido  en  la  cárcel,  creyendo  que  para  él  seria  una  distrac- 
ción como  para  otros  mochos. 


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U$  PRISIONES 

Una  mañana  muy  temprano  comenzaron  á  discurrir  azorados  los 
dependientes  del  Saladero.  Los  que  presenciamos  su  ir  y  venir  y  su 
alurdimiento  creímos  que  quizás  se  habría  fugado  algún  preso,  mas 
no  era  a*i.  El  mozo  que  repartía  los  panes  acababa  de  hallar  á  José 
ahorcado  de  la  reja  de  su  calabozo. 

Como  José  no  estaba  incomunicado  de  oficio,  el  carcelero  había 
descorrido  el  cerrojo  de  su  puerta,  como  otras  veces,  por  si  se  le  an- 
tojaba dar  ud  paseo  por  el  corredor.  En  aquel  momento  eslaba  levan- 
tándose José,  y  le  dio  los  buenos  dias. 

Volvió  el  mozo  de  servicio  á  la  sala,  digámoslo  asi,  de  recibimiento, 
donde  estaban  los  serones  del  pan,  y  anudado  por  otro  los  fueron  lle- 
vando á  rastras  de  puerta  en  puerta  y  dando  á  cada  preso  su  ración.' 

En  esta  tarea  se  entretuvieron  lo  bastante  para  que  al  ir  á  José, 
que  estaba  solo  en  un  corredor,  este  hubiese  tenido  tiempo  para 
amarrar  una  soga  de  los  hierros  y  hacerle  un  lazo  corredizo,  que  se 
echó  al  cuello.  Para  llevar  acabo  su  idea,  se  subió  sobre  el  único 
utensilio  que  para  necesidades  inevitables  es  permitido  en  los  cala- 
bozos además  del  cacharro  del  agua,  y  lo  echó  á  rodar  de  un  punta- 
pié dejándose  caer  con  todo  su  peso. 

Así  terminó  sus  dias  un  hombre  bueno,  sensible,  afectuoso,  de 
cuyo  delito  le  absolverá  todo  el  que  tenga  en  el  corazón  humanos 
sentimientos,  y  cuya  prudencia,  amor  filial  y  afectuosa  Índole  serian 
umversalmente  ensalzados  si  fueran  conocidos. 

Perdone  el  lector  á  quien  le  haya  parecido  difusa  y  poco  intere- 
sante nuestra  historia;  bien  sabemos  que  para  satisfacer  á  los  aficio- 
nados á  la  lecíura  dramática,  debíamos  haber  aglomerado  sucesos 
imprevistos  y  escenas  animadas;  mas  esta  fría  narración  á  cuyos  in- 
cidentes nimios  hemos  dedicado  algunas  páginas,  cuadra  al  propó- 
sito nuestro  de  presentar  un  carácter  bueno  y  poner  ante  los  ojos  del 
hombre  el  camino  por  donde  llegó  al  asesinato  y  al  suicidio. 

Ese  camino  de  amargura  lo  han  recorrido  como  José  muchos  hom- 
bres débiles  y  no  depravados.  Por  este  camino  pasaron  y  pasan  gran 
número  de  individuos  que  amanecen  4  la  vida  sonriendo,  Heno  el 
corazón  de  buenos  sentimientos  y  de  nobles  esperanzas;  pero  que  de 
una  en  otra  contrariedad,  después  de  mucho  amar,  de  mucho  sufrir, 
de  mucho  perdonar,  caen  en  flaqueza  y  caen  sobre  una  victima  que 


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Bji  catástrofe  el  el  Saladero, 


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DE  EURO*¿.  SAI 

se  ha  cmp  >3ado  ea  morir  bajo  el  peso  del  bueno  para  que  el  bueno 
perezca  abominado, 

Personas  que  vieron  á  José  en  la  cárcel,  al  saber  que  habia  dado 
muerte  á  su  esposa,  solían  esclamar  ¡qué  monstruo!  ¡tiene  semblante 
de  hombre  perverso!  ¡mira  de  soslayo!  ¡qué  repugnante  catadura! 
¡  Ah!  para  obten  t  la  compasión  agena  no  le  bastaban  á  José  los  crue- 
les pecares  de  lóela  su  vida,  las  ajusticias  que  desde  el  hogar  pater- 
no habia  soportado  sin  pensar  en  vengarse,  el  abandono  de  su  pa  - 
dre,  el  odio  de  su  madrastra,  la  infidelidad  de  una  mujer  adorada  y 
honrada  por  él,  !a  mofa  de  los  unos  á  sus  desdichas,  la  indiferencia 
(H  muodo entero  á  sus  virtudes...  ¡do  le  bastaba!  habría  sido  me- 
nester que  tras  ose  cúmulo  de  infortunios  hubieran  conservado  sus 
ojos  el  brillo  de  la  primera  edad  y  su  tez  la  ternura  de  la  adolescencia 
y  que  su  cuerpo  fuera  hermoso  y  arrogante! 

José  cometió  el  segundo  delito  quizás  por  superstición. 

A  poco  de  entrar  en  la  cárcel  supo  que  en  el  lenguaje  de  sus  ha- 
bí tuaies  moradores  se  llamaba  la  madrastra,  y  se  le  oyó  decir:  «por 
madra  tra  empezaron  mis  males  y  por  madrastra  acabarán.»  Esta 
ts^resion  corrió  de  boca  en  boca,  porque  cuando  entra  per  las  puer- 
ta* «le  k  cárcel  un  hombre  acubado  de  un  delito  grave,  sobre  todo  si 
es  de  sangr  %  produce  efecto  en  la  muchedumbre  con  los  gestos  y  pa- 
labras mas  insignificantes. 

Entre  las  personas  menos  educadas,  aun  no  habiendo  estado  pre- 
sas, es  común  el  hablar  de  la  horca  y  del  garrote,  de  manera  que  las 
ideas  representadas  por  esas  palabras  pierden  su  virjud  terrorífica  y 
en  la  exaltación  de  sus  pasiones  los  menos  moralizados  suelen  conside- 
rar como  una  gran  suerte  el  escapar  del  verdugo  ó  del  presidio  á  que 
leaen  estar  por  la  fatalidad  consagrados. 

Hay  familias  numerosas,  emparentadas  con  otras  muchas  y  que 
casi  todas  ellas  tienen  ó  han  tenido  alguno  de  su  seno  en  presidio. 
Este  fuómeno  es  tan  constante  como  el  de  las  enfermedades  físicas 
que  se  determinan  también  en  familias  dadas. 

Acaso  José  se  crevó  destinado  á  la  horca,  y  para  secundar  lo  que 
en  su  concepto  debía  ser  ley  inquebrantable,  tomó  la  desesperada  re- 
solocka  que  puso  término  á  su  existencia. 

No  faltará  quien  nos  censure  y  afirme  que  no  todos  los  criminales 


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tiS  »  PRISIONES 

son  como  José  y  diga  que  hemos  exagerado  ei  tipo  á  fin  de  despertar 
en  pro  de  los  delincuentes  la  compasión  de  que  solo  son  dignos  los 
hombres  de  bien  desgraciados. 

Aceptamos  ese  cargo  vulgar  que  mas  de  una  vez  se  nos  ha  dirigi- 
do á  propósito  de  otros  escritos;  pero  insistimos  en  que  la  mayor 
desgracia  del  mundo  es  no  poseer  en  dosis  suficiente  las  cualidades 
que  constituyen  la  honradez.  Decimos  mas:  si  José  no  se  hubiese 
visto  contrariado  en  sus  buenas  inclinaciones;  si  nadie  hubiese  lle- 
vado la  exasperación  á  su  ánimo,  él  se  habría  distinguido*  entre  los 
hombres  de  bien.  Ninguno  de  los  que  injustamente  le  burlaron,  le 
despreciaron  y  le  abandonaron,  ninguno  fué  perseguido  por  la  justi- 
cia humana. 

Su  padre,  en  vez  de  avergonzarse  y  arrepentirse  del  abandono  en 
que  le  habia  tenido,  se  avergonzó  de  su  hijo,  en  cuya  desgracia  le 
cabia  gran  parte,  y  halló  quien  le  consolara. 

Su  madrastra  con  cierta  satisfacción  infernal,  en  vez  de  acusarse 
de  haber  agriado  desde  la  infancia  el  carácter  de  José,  vio  llegado  el 
momento  de  justificar  su  malevolencia  y  dijo:  «no  en  vano  me  ins- 
piraba á  mi  repugnancia  aquel  chico:  el  corazón  me  decia  que  habia 
de  acabar  mal. » Antunez  mismo  quiso  dar  color  de  filantropía  á  sus 
adúlteros  propósitos  y  decia:  «nunca  mereció  aquel  monstruo  la  mu- 
jer que  fué  su  victima;  si  yo  hubiera  sabido » 

¡El  crimen  impune,  el  crimen  triunfante  habló  por  cien  bocas! 

José...  José  era  un  suicida,  y  á  los  suicidas  no  se  les  concede  tier- 
ra sagrada. 


Dentro  del  recinto  de  la  cárcel,  entre  aquellas  paredes  casi  siem- 
pre mugrientas,  allí  alteró  los  ánimos  la  triste  suerte  de  nuestro  pro- 
tagonista. 

Muchos  de  los  hombres  allí  encerrados  viven  en  un  apartamiento 
tan  radical  de  la  sociedad,  que  son  insensibles  álos  acontecimientos 
estertores,  y  sin  embargo  dan  grave  importancia  á  las  vicisitudes  de 
los  que  con  ellos  comparten  la  falta  de  libertad  y  el  odio  y  el  des- 
precio del  mundo. 

Nosotros  heme*  visto  á  un  hombre  de  corazón  endurecido  llorar  á 


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DE  EUROPA.  U1 

lágrima  viva  el  dia  en  que  la  vindicta  pública  (que  asi  se  llama)  so 
dio  por  satisfecha  con  la  muerte  de  otro  hombre  oscuro,  un  naranjero 
llamado  Boendia,  que  en  Incba  con  un  guardia  cívico  y  por  defender 
4  un  hermano  sayo,  tuvo  la  desgracia  de  asestarle  un  disparo  de 
fasil. — T  (cuántos  malvados  se  arrepintieron  de  haber  hecho  burla 
átPepe  Raquitis  al  tener  noticia  de  su  muerte  1  Precisamente  los  mas 
capaces  de  sentimientos  varoniles  dejaron  desde  aquel  dia  de  lla- 
marle Raquitis,  y  como  homenaje  de  piedad  á  la  desgracia,  le  volvie- 
ran á  llamar  por  su  nombre;  en  lo  cual  dieron  á  conocer  que  todavía 
gaardabao  algo  honrado  en  sus  corazones. 

Hemos  insinuado  que  las  solemnidades  de  la  cárcel  interesan  vi- 
vameale  á  los  presos,  y  en  efecto,  son  estraordinarias  las  sensaciones 
qae  allí  producen  los  acontecimientos. 

Los  días  que  preceden  á  una  ejecución  capital,  y  sobre  todo  la  vís- 
pera y  el  dia  mismo  de  la  ejecución,  son  dignos  del  estudio  del  fisió- 
logo grave,  del  legislador  y  del  filósofo. 

Las  buenas  facultades  de  los  presos  se  escitan  en  términos  tales, 
qae  algunos  parecen  haber  variado  completamente  de  carácter.  Nun- 
ca mas  dispuestos  al  bien  que  en  aquellos  momentos.  Y  aquí  debe- 
mos observar  que  aquellos  mismos  hombres,  puestos  en  la  calle  y 
dedicados  á  sus  criminales  ejercicios,  reciben  en  semejantes  casos 
testaciones  muy  diferentes:  todos  van  á  presenciar  las  ejecuciones 
de  muerte,  gritan  y  alborotan  por  la  carrera  y  no  tienen  reparo  en 
cometer  delitos,  si  la  ocasión  se  les  presenta. 

La  comunidad  de  hogar,  de  vida,  de  relaciones,  de  hábitos  y  de 
alimentos  y  de  calificación  por  parte  del  mundo,  influye  muy  mucho 
ee  esas  diferencias:  se  interesan  en  la  cárcel,  no  por  el  hombre,  sino 
por  el  preso. 

La  noche  que  precede  á  una  ejecución  la  pasan  en  vela  muchos, 
qae  ni  conocen  ni  han  visto  nunca  á  la  victima.  En  el  fondo  de  los 
¿amando*  calabozos  se  acogen  con  avidez  las  noticias  relativas  al  fa- 
tídico protagonista  del  drama  que  se  prepara;  la  escitacion  de  los 
ánimos  se  comunica  por  un  misterio  semejante  al  de  la  electricidad  y 
se  comentan  los  actos  del  reo  con  el  lucido  instinto  y  la  pobreza  inte- 
lectual, propios  de  aquella  clase  de  gente,  pero  con  la  inclinación  mas 
decidida  á  justificar  honrosamente  la  piedad  que  el  caso  les  inspira. 
Toaou  3i 


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llt  PRISIONES 

Aquellas  rudas  naturalezas  acogen  con  admiración  y  aplauso  cual- 
quiera rasgo  de  grandeza  que  se  atribuya  al  condenado  á  muerte; 
si  les  cuentan  que  en  una  ocasión  pegó  fuego  á  un  cortijo  después  de 
robarlo,  sacrificando  inhumanamente  á  sus  moradores,  pero  que  át 
propio  tiempo  salvó  de  las  llamas  á  un  tierno  niflo  ó  á  un  anciano,  6 
que  mandó  decir  misas  por  sus  Victimas  con  el  oro  qué  les  habia  ro- 
bado; celebran  la  ternura  de  sus  sentimientos  y  sü  piedad  cristiana,  y 
se  lo  toman  muy  en  cuesta.  T  asi  los  actos  de  temerario  arrojo  como 
los  de  la  mayor  debilidad,  si  la  creen  motivada  por  sentimientos  hd* 
manitarios,  les  enardecen  en  su  favor  ó  les  mueven  k  la  compasión 
mas  noble  y  tierna. 

Los  calabozos  de  encierro  contienen  revelaciones  dignas  de  ser  es- 
tudiadas por  el  que  quiera  conocer  los  efectos  de  la  incomunicación 
carcelaria. 

Contratiempos  ocasionados  por  la  política,  Sucesos  de  que  no  de- 
bemos avergonzarnos,  nos  han  llevado  mas  de  una  vez  h  pasar  éHá 
y  noches  en  aquellos  encierros. 

No  hay  uno  cuyas  paredes  no  estén  llenas  de  rotólos  hechos  eort 
carbón,  grabados  con  una  astilla  ó  con  una  punta  de  tenedor,  y  hasta 
con  las  uñas. 

Relaciones  enteras  de  una  causa  criminal  pacienzudamente  escri- 
tas en  uño  ó  dos  meses  de  encierro,  interjecciones  enérgicas,  btasfe» 
mias  horribles,  sarcasmos,  epigramas,  juramentos  de  perseverar  en 
el  crimen,  sátiras  contraía  ley  y  sus  agentes;  espresiones  de  do- 
lor y  de  venganza...  todo  esto  allí  confundido,  sobrepuesto,  retüelte; 
los  renglones  de  un  texto  se  mezclan  con  los  de  otro  anterior;  las 
abreviaturas  por  falta  de  espacio  son  á  veces  tan  violentas  qfue  pare* 
cen  indicar  la  convicción  del  preso  sobre  la  imposibilidad  de  que  na<- 
die  pudiera  equivocarse  al  leer  una  cosa  que  él  sabia  perfectamente. 

Alguno*  se  satisfacen  con  poner  su  nombre  y  apellido  y  la  fecha 
de  su  entrada  en  el  encierro;  ninguno  la  de  su  salida;  otros,  y  estos 
son  muchos,  señalan  con  una  raya  en  la  pared  los  diasf  que  pasan 
privados  del  trato  de  los  hombres. 

Eri  el  techo  de  uno  de  esos  calabozos  hemos  leido  una  inscripción 
que  decía: 


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« Jfa  piden  garrote  en  primera  instancia... » 

k  continuación  una  fecha  que  no  supimos  leer. 
En  el  (estero  del  mismo  calabozo  se  leia  lo  siguiente: 

«  Me  coge  el  indulto  de  octubre  y  me  c en  el  juez.» 

Por  lo  que  hemos  podido  observar  en  esos  encierros,  creemos  que 
sería  inhumana  la  prisión  celular  en  un  pais  como  el  nuestro,  donde 
la  imaginación  es  Un  viva  y  activa,  y  aun  opinamos  que  en  los  lar- 
goe  períodos  de  encierro,  no  hay  preso  alguno  que  no  experimente 
perturbación  en  sus  facultades. 

Desde  algunos  calabozos  se  oyen  los  gritos  y  las  voces  de  los  pa- 
tio* y  de  otros  departamentos;  de  manera  que,  aunque  el  preso  per- 
manezca 4  oscuras  noche  y  día,  pueda  calcular  perfectamente  las  ho- 
ras y  presumir  con  acierto  cuando  ocurre  algo  estraordinario  en  la 
ctrcel. 

A  ona  hora  dada  se  oye  la  campana  que  manda  levantar  de  la  ca- 
Mt  i  los  que  ocupan  departamentos  genérale»;  el  reparto  del  pan 
y  de  los  dos  ranchos  que  se  verifican  á  horas  fijas  sirven  también  de 
retó;  las  campanadas  de  silencio  que  *e  dan  al  oscurecer  para  que  se 
retiren  á  sus  cuadras  los  que  han  salido,  á  los  patios  y  la  requisa  ó 
recuento  diario  d"  todos  los  presos,  sirven  lambido  para  dicho  objeto. 

La  impresión  que  en  aquellos  solitarios  encierros  produce  la  no- 
ticia de  que  hay  un  reo  encapilla,  imagine  el  lector  cual  será  en  el 
ánimo  de  aquellos  que  se  creen  en  peligro  de  igual  suerte. 
.  ¡Qué  de  arrepentimientos  sinceros!  ¡qué  de  generosos  movimientos 
que,  bien  aprovechados,  devolverían  á  la  sociedad  y  á  la  familia 
ciudadanos  para  siempre  incorruptibles  y  verdaderos  sacerdotes  del 
hogar  doméstico!  ¡Qué  de  lágrimas  y  de  remordimientos  arrancados, 
no  siempre  por  el  miedo  á  la  muerte,  no;  sino  también  por  la  repug- 
nancia al  mal  que  en  las  supremas  circunstancias  rebosa  del  corazón 
butano! 

¡Y  en  verdad  que  no  son  para  menos  los  terroríficos  preparativos 
de  una  sentencia  de  muerte! 

Pero  la  sociedad  es  cruel  consigo  misma  desperdiciando  ese  ele- 
mento provechoso. 


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151  MISIONES 

En  vez  de  apoderarse  del  culpable  mientras  el  suceso  tiene  escita- 
da so  moralidad,  le  deja  que  se  acostumbre  estérilmente  á  aquellas 
sensaciones  hasta  que  sus  sentidos  y  su  conciencia  se  embolan,  y 
después  que  ha  empedernido  su  corazón  por  este  medio,  le  dirige 
cargos  tremendos  si  le  halla  insensible  á  escenas  menos  conmove- 
doras. 

I  El  mundo  quiere  que  los  pobres  al  nacer  ya  se  traigan  consigo 
el  desenvolvimiento  moral  é  intelectual  que  los  demás  adquieren  por 
medio  del  ejemplo  práctico  y  de  la  educación  y  de  la  atmósfera  que 
respiran! 

En  un  dia  señalado,  un  dia  verdaderamente  solemne,  se  manifestó 
con  caracteres  especiales  el  efecto  que  producen  en  la  cárcel  las  eje- 
cuciones de  pena  capital. 

Diez  años  se  han  cumplido. 

Era  en  1852. 

En  el  mas  apartado  encierro  estaba  esperando  su  última  hora  un 
clérigo,  de  nombre  Martin  Merino. 

Aquel  encierro  se  llama  el  Arqueten,  y  lleva  este  nombre  porque 
cae  delante  del  arca  del  agua,  y  en  momoria  de  otro  de  análogas 
condiciones  que  hubo  en  la  Cárcel  de  Corte,  cuya  tecnología  clásica 
ha  heredado  el  Saladero. 

La  singularidad  del  criminal  conato  de  Merino,  el  estado  á  que 
pertenecía,  el  carácter  de  conspirador  temible  que  por  entonces  se 
le  atribuía  dentro  y  fuera  de  la  cárcel,  y  las  imponentes  ceremonias 
de  degradación  que  respecto  á  él  se  preparaban,  tenían  á  todos  los 
presos  bajo  el  influjo  de  lo  maravilloso. 

Si  la  ejecución  de  un  reo  vulgar  obra,  digámoslo  asi,  prodigios  en 
aquel  recinto  ¿qué  no  habia  de  suceder  tratándose  de  Martin  Merino? 

Day  que  tener  en  cuenta  además  que  las  imaginaciones  estaban 
ya  trabajadas  de  antemano.  Las  circunstancias  qu3  habían  acompa- 
ñado el  crimen,  la  alarma  que  habia  derramado  por  la  península;  la 
fría  serenidad  de  que  Merino  habia  hecho  alarde,  las  numerosas  vi- 
sitas que  de  autoridades  y  sacerdotes  recibiera,  su  reputación  de 
hombre  dado  á  los  esludios  y  á  la  política,  sus  antecedentes  de  ex- 
guerrillero, cien  y  cien  causas  que  no  acabaríamos  de  enumerar, 
contribuían  al  estado  de  escitacion  de  los  ánimos. 


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DB  KUROPA.  til 

U  imaginación  meridional  habia  exagerado  aun  las  cualidades  y 
circunstancias  del  hombre  y  del  suceso,  de  suerte  que  el  asombro  y  la 
admiracioo  reinaban  en  aquella  esfera. 

El  pueblo  habia  acudido  en  inmensa  muchedumbre  ante  los  bal- 
cones de  la  cárcel;  el  del  ceníro  estuvo  abierto  durante  la  ceremonia 
de  la  degradación,  y  los  rumores  de  la  calle  que  llegaban  hasta  los 
presos  producían  sacudimientos  en  la  maga  de  hombres  agrupados 
oerca  de  la  primera  verja,  desde  donde  nada  podian  ver  y  quedaba  á 
su  onravillosidad  campo  ¡ofioito  para  loda  clase  de  suposiciones. 

Aquel  dia,  como  todos  los  tristes  días  de  ejecución,  se  espían  todos 
loe  pormenores  y  se  comunican  rápidamente  de  preso  en  preso. 

—Ya  llegó  el  confesor. 

— Se  resiste  á  sus  consejos. 

— Ha  prometido  reconciliarse. 

—Le  flaquea  el  ánimo. 

— Boy  está  mas  sereno  que  ayer. 

— El  médico  ha  dicho  que  no  tiene  el  pulso  alterado. 

—No  tiene  apetito. 

— Quiere  despedirse  de  fulano 

Si  el  reo  s*  acuerda  de  su  madre,  siempre  se  dicen  los  presos  con 
verdadera  piedad: 

— |Da  dicho  que  pedia  perdón  á  su  madre! 

De  Merino  $*,  repetían  los  dichos  agudas  coa  que  en  mas  de  una 
ocasión  reveló  la  frialdad  de  su  alma;  se  hizo  mención  del  diálogo 
que  enlre  el  y  el  sacerdote  Puig  y  Estovo  hubo  sobre  ciertos  pasa- 
jes de  la  Biblia;  se  calculaba  lo  que  estaría  haciendo  durante  el  tiem- 
po que  generalmen^  se  suele  emplear  en  el  tocador  del  reo,  y  al  sonar 
del  dt^.emplado  alambor  la  suspensión  de  los  ánimos  fué  grande. 
Reinó  el  mas  profundo  silencio  en  los  pasillos,  y  nunca  habia  sido 
tan  solemne  el  canto  de  la  Salve  de  los  presos,  canto  sencillo  y  la- 
mentoso, que  desde  que  comienza  hasta  que  termina,  en  cada  una  de 
sos  frases  parece  ser  el  último  acento  con  que  pide  perdón  al  cielo 
tn  moribundo. 

Merino,  como  todos  los  que  salen  de  la  cárcel  para  el  suplicio,  se 
detuvo  ante  la  imágeh  de  la  Virgen  que  se  coloca  al  lado  de  la  puer- 


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tii  tMwmv 

ta  del  piso  principal,  es  decir,  precisamente  en  el  limite  qu&  m  le  es 
licito  atravesar  al  preso. 

Eo  aquel  sitio  se  detuvo  también  él  y  rezó  en  latín  ana  Salpe. 

El  rumor  de  los  pasos,  de  pronto  interrumpido,  indicó  á  los  presos 
conocedores  de  esas  prácticas  lo  que  estaba  sucediendo,  y  en  voz  ba- 
ja, para  no  turbar  la  solemnidad  del  acto,  se  lo  participaron  á  le» 
que  mostraban  estrafieza. 

Por  fin  la  comitiva  se  volvió  á  poner  en  movimiento,  y  á  medida 
que  se  iba  percibiendo  menos  su  ruido,  iba  también  desvaneciéndose 
el  profundo  silencio  en  lo  interior  de  la  cárcel.  Desde  aquel  mo- 
mento la  agitación,  el  vocerío  y  el  tumulto  fueron  aumentando  por 
la  carrera  desde  la  puerta  misma  de  la  cárcel  hasta  el  anchuroso 
campo  de  Guardias,  que  jamás  se  vio  tan  concurrido  de  hombres  y 
mujeres  de  todas  clases. 

Los  caleseros  que  se  lucran  de  esa  clase  de  espectáculo  ¿uelen 
ofrecer  al  público  la  comodidad  del  trasporte,  gritando: 

—  ¡A  dos  reales,  á  dos  reales  al  patíbulo! 

Martin  Merino  es  el  reo  mas  notable  que  ha  pasado  por  las  puer- 
tas del  Saladero,  y  no  podemos  dejar  de  decir  algo  acerca  de  m  per- 
sona. 

Según  todos  los  datos  conocidos,  era  aquel  hombre  de  grande 
amor  propio  y  poco  sesudo,  y  aun  cuando  los  médicos,  que  dieron 
razón  de  su  estado  mental,  declararon  con  verdad  que  observaban 
coherencia  y  enlace  en  todos  sus  discursos  é  ideas;  sin  embargo  de 
que  no  creemos  tampoco  que  padeciese  locura,  dio  muestras  eviden- 
tes de  flaco  entendimiento,  de  ligereza  de  carácter,  de  estimar  en 
mucho  nimiedades  despreciables  y  de  gran  confusión  en  las  ideas. 
En  punto  á  religión  él  mismo  no  supo  lo  que  era:  en  nuestro  concepto 
participaba  de  la  duda  por  la  índole  de  su  inteligencia  incapaz  de 
formar  juicio  cabal,  y  se  inclinaba  á  creer,  quizás  por  la  larga  cos- 
tumbre de  vivir  en  la  iglesia,  pues  recibió  muerte  á  los  62  afios,  y 
desde  la  primera  juventud  había  entrado  en  el  claustro  vistiendo  el 
hábito  de  Franciscano. 

Siendo  dado  al  estudio  y  poseyendo  el  carácter  que  s*  le  ha  que- 
rido atribuir,  se  había  distinguido  en  la  Iglesia,  en  su  orden»  ó  en 
las  armas  que  empufió  en  1808;  pero  Martin  Merino  no  corrwpon* 


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h  morí.  hi 

éé  éa  ttMgtfto  dé  sus  aefts  al  concepto  tulgá*.  Lo  único  que  se 
caeftla  da  él  es  que  en  rieíla  ocasión  arrojó  on  paliado  de  paja  den- 
tro <M  carnaje  en  qae  iba  Fernando  VII;  que  tuto  mas  de  asa  pen- 
dencia con  personas  que  no  le  reintegraban  de  los  préstamos  usu- 
ntrtasá  qué  se  dedicaba;  que  había  pronunciado  desde  1820  á  1823 
discursos  en  público,  sin  dejar  recuerdo  alguno  de  su  elocuencia,  y 
que  en  1821,  bailando  al  paso  k  dicho  rey  Fernando  Vil,  le  había  pre- 
seriad*  el  libro  de  la  Constitución,  y  señalándoselo  con  una  pistola 
fwoon  la  diestra  empaliaba,  le  habia  gritado:  «tragarla  ó  morir.» 

Este  incidente  nos  mueve  á  creer  que  el  propósito  ó  mas  bien  la 
propensión  á  dar  muerte  á  algún  alto  personaje,  era  lo  únicoque  coi 
verdadera  eficacia  labró  en  la  imaginación  desconcertada  de  aquel 
hombre,  deseoso  k  lo  último  de  singularizarse  extraordinariamente. 

Martin  Merino ,  que  se  habia  dedicado  á  prestar  dinero  &  interés, 
con  tanto  ahina)  que  tuvo,  como  hemos  dicho,  mas  de  un  disgusto 
por  aquel  motivo,  deja  de  ser  prestamista  precisamente  en  los  últimos 
afios  de  la  vida,  cuando  con  mas  vehemencia  se  manifiesta  la  oodí» 
cti  ea  el  hombre,  y  en  época  en  que  el  interés  del  dinero  iba  siendo 
mayor  cada  dia.  ¿No  hay  en  este. hecho  una  contradicción  de  las  le- 
yes de  la  naturaleza?  ¿No  es  necesario  que  el  individuo  safra  ver- 
dadora  perturbación  para  proceder  asi? 

Ese  hombre  confesó  que,  si  bien  habia  leído  mucho,  también  lo 
ara  qoe  habfa  digerido  mal  la  lectura;  y  en  efecto,  su  libro,  ó  mejor 
dicho  folleto,  titulado  La  Conciencia,  es  la  prueba  mas  evidente  da 
la  eenfasien  é  inseguridad  de  sus  ideas. 

En  un  mismo  dia  le  vemos  mostrarse  profundamente  arrepentido 
da  s*  crinan,  refugiarse  con  toda  solemnidad  en  el  seno  de  una  re- 
Mgiea  que  habia  servido  largos  afios,  dudando  de  si  era  ó  no  otra 
mitología;  y  euando  ha  pedido  perdón  y  ha  rezado  solemnemente  y 
la  creemos  entregado  por  completo  á  profundas  meditaciones,  oimoé 
hablar  H  amor  propio  por  su  beca,  emitiendo  su  opinión  sobra  la 
túnica  y  el  birrete,  pidiendo  en  vano  (y  sabiendo  que  era  en  vano) 
que  et  patíbulo  estuviese  muy  alto  k  fio  de  que  le  viera  todo  el  mun- 
do, y  anunciando  que  iban  k  ver  morir  k  un  hombre  con  mucho  valor. 

Si  descaes  de  movimientos  y  actos  tan  graves,  solo  hallamos  en 
aaa  hombre  muestras  da  ligeresa  da  carácter  ¿cómo  tobemos  de  juigaff 


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U*  PRISIONES 

Si  aquel  corazón  hubiera  sido  capaz  de  grandeza  equivalente  á  la 
magnitud  de  su  atentado  ¿por  venlura  Martin  Merino  babria  dirigido 
bromas  al  ayudaníe  del  verdugo,  ni  habría  hecho  gala  de  buen  gi- 
nete,  ni  habria  pensado  en  si  los  trigos  estaban  ó  no  crecidos? 

No:  Martin  Merino  no  era  un  hombre  político,  ni  mucho  menos 
un  hombre  grave. 

£1  mismo,  aquel  mismo  hombre  que  había  amenazado  de  muerle 
á  Fernando  Vil,  declaró  que  habia  pensado  matar  al  general  Narvaez, 
¿María  Cristina  ó  á  Isabel  II  y  (obsérvese  la  sustancia  del  escrú- 
pulo! que  á  esta  no  quería  matarla  «por  no  $er  mayor  de  edad, 
aun  cuando  estaba  reconocida  por  tal.» 

¿Cabe  en  discurso  sano  tan  estravagante  desconcierto? 

Martin  Merino,  no  solo  no  creia,  sino  que  no  amaba.  No  se  le  cono* 
ce  afecto  alguno  determinado.  Yivia  como  los  que  no  aman  nada  en 
el  mundo;  en  una  casa  oscura  y  hedionda  desde  el  primer  peldafio 
de  la  escalera  hasta  el  último  rincón  de  su  morada.  La  calle  del 
Triunfo  se  habia  llamado  antes  callejón  del  Infierno,  y  quizás  ese 
recuerdo  y  lo  lóbrego  de  la  casa  determinaron  su  elección  al  alqui- 
larla. 

Cuando  iba  para  el  patíbulo  amenazó  al  criado  del  verdugo  porque 
«no  sabia  guiar  la  cabalgadura»  y  como  le  reprendiesen  por  la  as- 
pereza de  sus  palabras  en  momentos  en  que  mas  debía  ejercitar  las 
virtudes  cristianas,  replicó:  «¡Si  ha  sido  burlal  (Vaya,  que  aquí  todo 
se  toma  por  lo  serio! » 

¿Son  menester  mas  pruebas  para  dejar  mostrado  que  allí  no  habia 
seso,  y  si  un  desordenado  afán  de  hombre  vano,  frío  y  perturbado? 

Ni  cuando  se  cometió  el  crimen,  ni  al  leer  al  poco  tiempo  su  inin- 
teligible folleto  sobre  La  Conciencia,  ni  al  repasar  después  una  y 
muchas  veces  cuanto  de  ese  hombre  hemos  sabido,  nunca  hemos 
formado  de  él  otro  juicio  que  el  que  ahora  indicamos. 

Lo  único  que  creemos  descubrir  claramente  en  él  es  un  femenil, 
inmoderado  deseo  de  hacerse  notable  por  un  acto  cualquiera,  y  la 
idea  de  matar  á  un  personaje  no  repugnante  á  su  frío  corazón  y 
acariciada  por  su  amor  propio. 

Exhausto  de  afectos,  mezquino  de  entendimiento,  ni  emprende  en 
su  vida  nada  glorioso,  á  pesar  de  su  movilidad  y  de  su  afán  por  dis- 


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W  BttOPá.  25*7 

tiagu  irse,  ni  se  une  á  nadie  por  los  lazos  del  carifio,  ni  la  religión  le 
dice  nada. 

Martin  Merino  no  tenia,  pues,  nada  que  le  uniera  al  cielo  ni  á  la 
tierra:  quizás  si  hubiera  tenido  á  su  lado  hermanos  ó  madre 9  quizás 
si  su  posición  le  hubiera  permitido  sentir  los  afectos  de  la  paterni- 
dad, se  habría  modificado  su  carácter  para  bien  suyo  y  ageno. 

El  vulgo,  sin  embargo,  y  sobre  todo  el  vulgo  carcelario,  no  se  re- 
signó á  ver  tan  pequeño  á  Martin  Merino  y  le  ha  querido  considerar 
como  afiliado  á  una  sociedad  tremebunda  y  hombre  de  importancia 
suprema.  Al  ver  que  moria  sin  delatar  á  ningún  cómplice,  supuso  la 
gente  que  por  fuerza  los  había  de  tener,  ya  fuera  entre  los  jesuítas, 
ya  entre  los  republicanos,  y  admiró  á  Merino  porque  se  callaba  y  no 
comprometía  á  nadie. 

El  gobierno  mandó  por  medida  de  injustificable  precaución  que  el 
cadáver  de  Martin  Merino  fuese  entregado  á  las  llamas  aquel  mismo 
dia.  T  al  comunicar  esta  orden  al  gobernador  de  Madrid,  decía  el 
ministro  Sr.  González  Romero  que  se  le  quemara,  entre  otros  moti- 
vos, tpara  que  no  fuese  sustraído  el  cuerpo  ó  en  todo  ó  en  parte  so 
protesto  de  estudiar  su  disposición  orgánica,  de  lo  cual  no  podía 
resultar  beneficio  alguno  á  la  humanidad. » 

No  queremos  hacer  comentarios  sobre  la  inusitada  orden  del  go- 
bierno, ni  tampoco  sobre  el  pretesto  con  que  se  trató  de  justificarla; 
bástenos  aqui  consignar  los  hechos  y  recordar  que,  con  aquella  dispo- 
sición, que  se  llevó  á  debido  efecto,  se  dio  á  Merino  una  importancia 
que  jamás  había  alcanzado. 

En  cuanto  á  si  había  ó  no  de  ser  inútil  para  la  ciencia  el  examen  de 
la  disposición  orgánica  de  Merino,  por  decoro  de  la  ciencia  debemos 
oponemos  lisa  y  llanamente  á  la  afirmación  del  estraviado  ministro. 

El  arzobispo  de  Toledo,  después  de  la  reconciliación  de  Merino, 
alzó  su  trémula  voz,  escitando  la  cristiana  piedad  de  todos  en  favor 
de  aquel  desgraciado,  dijo,  que  por  su  parte  había  hecho  cuanto  se 
le  podía  exigir. 

Nos  complacemos  en  reconocer  los  nobles  sentimientos  del  ancia- 
no arzobispo:  mas  la  historia  nos  dice  que  sus  palabras  de  compa- 
sión no  hallaron  eco  donde  debían  hallarlo,  y  quien  mejor  debia  cor- 
responder  á  ellas  fué  uno  de  los  que  mas  pronto  las  olvidaron.  Poco 
►  u.  ss 


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*5S  nUSIOMES 

después  de  la  sentida  exhortación  del  arzobispo,  dirigida  á  los  cir- 
cunstantes con  lágrimas  en  los  ojos,  Martin  Merino  pagó  en  el  ca- 
dalso el  precio  que  la  sociedad  le  impuso  por  su  atentado. 

Caliente  todavía  su  cadáver,  el  teniente  de  Santa  Cruz,  que  habia 
estado  con  él  en  buenas  relaciones  y  que,  en  concepto  de  obra  reli- 
giosa, le  habia  acompañado  hasta  el  tablado  mismo,  levantó  la  voz 
dirigiéndose  al  público  y  señalando  el  cuerpo  inerte  exclamaba: 
« ¡miradle,  qué  horror!  todos  hemos  pedido  que  la  cuchilla  de  la  ley 
cayera  sobre  la  cabeza  del  regicida...!!  ¡Vivan  todos  los  españoles! 
Perdonemos  al  criminal  y  recemos  un  Padre  nuestro  por  el  descanso 
de  su  alma.» 

¿Se  puede  dar  cosa  mas  contradictoria  en  un  sacerdote  que  haber 
pedido  la  muerte  de  un  semejante  suyo,  y,  después  de  alcanzada,  pre- 
sentarle como  objeto  de  horror  y  victorear  á  todos  los  españoles? 
¿Puede  darse  mayor  incoherencia? 

Aquel  sacerdote  murió  al  poco  tiempo.  Su  muerte  acabó  de  fijar  el 
sello  de  lo  estraordinario  y  de  lo  fabuloso  á  la  figura  de  Merino.  Es 
de  saber  que  el  pueblo  no  comprendió  por  que  so  habia  quemado  el 
cadáver.  No  comprendiéndolo,  no  quiso  creerlo;  que  así  procede 
siempre  el  pueblo  en  las  cosas  humanas,  y  no  creyéndolo,  ideó  que 
Merino  no  habia  muerto;  que  vivia  aun;  que  domiciliado  en  el  es- 
tranjero,  habia  hecho  y  estaba  haciendo  viajes  á  España,  por  cuenta 
de  una  sociedad  tenebrosa  y  tras  tomadora,  y  como  su  instinto  le  lle- 
vó á  enlazar  este  suceso  con  el  fallecimiento  del  teniente  de  cura  de 
Santa  Cruz,  supuso  á  este  victima  del  ajusticiado. 

Por  muy  inverosímil  que  sea  esa  fábula  popular,  nosotros  la  he- 
mos oido  referir  muy  de  buena  fé  á  mas  de  cuatro  personas. 

El  último  momento  de  aquel  drama  terrible  fué  señalado  por  un 
prolongado  murmullo  que,  produciéndose  unánime  en  la  inmensa 
multitud  de  los  espectadores,  se  fué  estendiendo  por  la  Tilla  y  propa- 
gándose y  repitiéndose  de  boca  en  boca  como  de  eco  en  eco,  serpen- 
teando por  todas  las  esferas  sociales. 

—Ya  ha  muerto;  ya  ha  muerto;  ha  muerto...  muerto...  muer- 
to... 

No  se  oia  otra  cosa  por  todo  Madrid. 

Todo  el  mundo  llevaba  al  regicida  en  su  imaginación.  Todo  el 


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0ft  flftOft.  «I 

se  representaba  de  continuo  el  semblante,  nada  simpático,  de 
aqnel  hombre. 

Tenia  los  ojos  vivos,  la  frente  deprimida;  la  nariz  formaba  nn  ho- 
yo en  su  arranque,  era  corta  y  levantada;  la  boca  sumida,  la  barba 
saliente  y  angulosa. 

En  la  cárcel  la  sensación  fué,  como  bemos  dicho,  muy  honda  y 
diradera;  que,  si  bien  sus  moradores  no  habían  tenido  con  el  ajus- 
ticiado las  relaciones  con  que  otros  granjean  allí  camaradas  y  sim«- 
patías,  lo  extraordinario  de  su  causa  y  sus  circunstancias  personales 
esplican  bastante  el  efecto  que  había  producido. 

En  semejantes  ocasiones,  á  todos  los  visitadores  de  la  triste  man- 
sión se  les  pregunta  ante  todo: 

— ¿Fué  sereno? 

—¿Desmayó? 

—¿Qué  dijo? 

—¿Miraba?— ¿Saludaba?— ¿Pidió  algo  por  el  camino? 

Y  como  Merino  fué  &  morir  con  la  ligereza  y  la  distracción  que  to- 
do el  mundo  sabe;  como  parece  que  quiso  hacer  alarde  de  su  frial- 
dad de  ánimo;  los  presos,  interpretando  á  su  modo  y  con  bien  poco 
acierto  aquellas  demostraciones,  hallaron  en  ellas  abundante  mate- 
ria á  su  admiración,  que  es  e!  sentimiento  que  mas  desean  que  les 
inspiren  los  que  mueren  en  el  patíbulo. 

Al  saber  que  habia  replicado  á  la  mujer  que  en  alta  voz  hiciera  la 
observación  de  que  su  túnica  tenia  manchas  amarillas;  al  saber  que 
habia  echado  de  ver  la  sequía  de  los  campos  y  el  desnivel  de  la  igle- 
sia de  Chamberí,  pasmábanse  los  desgraciados,  creyendo  que  aquella 
pequenez  y  debilidad  mental  eran  grandeza  de  espiritu. 

Ese  favorable  concepto,  que  Merino  no  merecía,  tuvo  su  compen- 
sación en  los  artículos  que  al  dia  siguiente  publicaron  los  periódicos. 
Parecía  que  deseaban  sobrepujarse  unos  á  otros  en  safia  contra  el 
que  ya  no  era  criminal;  de  quien  ya  ni  cenizas  quedaban,  y  apura- 
ron en  él  los  dicterios  como  si  aquellas  espresiones  de  odio,  lanzadas 
contra  la  nada,  hubieran  de  ser  la  medida  del  civismo  ó  de  la  pro- 
bidad de  quien  las  proferia. 

Nosotros,  que  mas  de  una  vez  hemos  sido  motejados  de  impios 
pÉMieamente,  dábamos  á  luz  por  entonces  El  Diario  Madrileño  y 


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260  PRf&ÓftfiS    * 

• 

recordamos,  ya  que  no  con  orgullo,  coa  satisfacción  á  lo  menos,  que 
fuimos  los  únicos  en  respetar  los  verdaderos  sentimientos  cristianos, 
hablando  solo  de  perdón  y  lástima  para  el  que  habia  dado  su  vida 
al  verdugo  y  su  cuerpo  á  las  llamas 

Varias  indicaciones  hemos  hecho  sobre  el  efecto  que  en  las  cárce- 
les producen  los  crímenes  y  los  caracteres  extraordinarios,  y  nuestro 
modo  de  ver  y  de  pensar  está  confirmado,  ó  mucho  nos  engallamos, 
con  lo  que  pasó  recientemente  en  una  doble  ejecución  cuya  memoria 
durará  mucho. 

\  El  Carbonerin  y  Martineja,  que  estos  eran  los  apodos  de  los  dos 
reos  de  muerte,  habian  asesinado  bárbaramente  á  un  hombre. 

Vamos  á  dar  al  público  algunos  interesantes  pormenores  del  suce- 
so, advirtiendo  que  nos  consta  su  exactitud,  y  no  tememos  que  la 
verdad  salga  adulterada  de  nuestra  pluma. 


Era  el  martes  de  Carnaval  y  todo  Madrid  asistía  al  tan  célebre  co- 
mo falso  entierro  de  la  sardina  (1). 

Entre  la  muchedumbre  iban  un  mozo  de  28  años  (el  Carbonerin), 
y  otros  dos,  de  31  á  32  afios,  que  eran  sus  compañeros,  Martineja  y 
Medina. 

El  Prado  de  Madrid  en  Carnaval,  y  sobre  todo  el  dia  del  entierro  de 
la  sardina,  es  una  extravagante  y  bulliciosa  confusión  de  clases,  de 
trajes,  de  voces:  es  todo  Madrid  agitándose  y  revolviéndose  en  un 
punto  dado:  es  iodos  los  habitantes  de  una  gran  capital,  empujándo- 
se, rechazándose,  chillando,  atropellando,  acometiéndose,  huyendo 
el  cuerpo;  lodo  gritos,  todo  vaivenes,  todo  abigarramiento  y  locura. 

Los  hombres  que  sienten  en  su  ser  algo  femenil  completan  aquel 
dia  sus  goces  vistiéndose  de  mujeres;  la  gente  de  instiptos  groseros  se 
viste  de  harapos  repugnantes;  los  jóvenes,  ministros  de  la  moda,  se 
disfrazan  con  un  traje  que  haya  sido  de  rigurosa  moda  en  otra  época, 
y  entre  todos  abundan  los  ricos  vestidos,  los  carruajes  lujosos,  los 
adornos  raros  y  de  gran  precio. 

(4)  Dicen  los  eruditos  que  se  llamó  entierro  de  la  cerdiua  por  celebrarse  en  primer 
dia  de  Cuaresma,  dando  á  entender  que  se  dejuba  de  comer  carne,  en  particular  la 
de  cerdo  (eerdinaj  de  que  se  bacía  gran  consumo  en  Carnaval. 


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DE  EUROPA  16  í 

Los  tres  hombres  que  hemos  mencionado  particularmente,  fijaron 
fn  atención  en  ana  serie  de  carretelas  ocupadas  por  mujeres  atavia- 
das con  deslumbrantes  galas. 

Los  coches  y  las  joyas  de  las  damas  llamaron  la  atención  de  Medi- 
na y  le  inspiraron  unas  frases  breves  y  comunes,  de  donde  tomó  ori- 
gen el  crimen  que  mas  adelante  corló  la  vida  á  sus  dos  compañeros. 

— ¡Qué  tengan  unos  lanío  y  otros  tan  poco!  exclamó  aquél;  mira 
tú,  comparados  esos  ricachos  con  nosotros...  ílay  señor  de  esos  que, 
sin  saber  leer  ni  escribir,  como  <juien  dice,  nos  cubre  de  oro  á  los 
tres  con  lo  que  tiene  en  su  casa,  y  le  sobra  otro  tanto. 

--Uno  conozco  yo,  dijo  el  Carbonerin,  que...  ya,  ya.  Mas  oro 
tiene  que  pe>a.  Como  que  mi  hermano  carbonea  en  su  dehesa  de 
Bio-frio  y  bueno.;  pesos  le  suelta  de  cuando  en  cuando. 

—¿Con  qué  tan  rico  es?  preguntó  Medina. 

—Tanto,  que  repartido  entre  nosotros  so  caudal,  no  sabríamos  que 
hacer  con  él. 

—¿Y  tú  le  conoces? 

—Como  que  voy  muchas  veces  á  so  casa,  y  me  paso  allí  ratos  con 
el  criado,  charlando  y  echando  un  pitillo  y,  en  fin,  esas  cosas 

— Chico...  ¡pues  cómo  yo  pudiera  meterle  mano...! 

— ¿Serías  tú  hombre  para  ello...? 

—Toma,  toma,  yo..  .. 

Entre  tanto  seguían  pasando  trenes  elegantes  ante  su  vista  y  brio- 
sos caballos  y  damas  de  aristocrática  belleza  y  todas  las  tentaciones 
del  fausto  y  todos  los  incentivos  de  la  codicia. 

Olvidados  completamente  del  entierro  de  la  sardina  y  entregados 
con  todos  sus  sentidos  á  la  peligrosa  conversación,  seguian  caminan- 
do hacia  el  Canal,  insinuando  ora  el  uno,  ora  el  otro,  las  probabilida- 
des que  tres  hombres  bien  avenidos  tienen  para  robar  un  caudal  mal 
guardado,  hasta  llegar  á  aquel  punto  crítico  en  que,  sin  haber  con- 
certado nada  esplicitamente,  cada  uno  se  convenció  de  que  sus  dos 
compafieros  pensaban  lo  mismo  que  él. 

Llegados  al  Canal  en  esta  disposición  de  ánimo,  bebieron  lo  razo- 
nable para  honrar  la  fiesta  y,  escitados  por  la  bebida,  acabaron  de  re- 
solverse, se  hablaron  con  claridad  y  convinieron  los  tres  en  dar  el 
golpe  unidos. 


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*St  PRISIONES 

Desde  aquel  panto,  el  robo  de  la  casa  del  sefior  Blazquez  Prieto 
fué  so  idea  constante. 

Gomo  el  Carbonerin  solia  visitarla  con  alguna  frecuencia  con  mo- 
tivo de  llevar  y  traer  recados  de  su  hermano,  se  valió  del  protesto  de 
este  para  menudear  algo  mas  de  lo  necesario  sos  visitas  en  compañía 
de  sos  cómplices,  á  fin  de  que  conociesen  lo  interior  de  la  casa  y  tu- 
viesen el  terreno  preparado. 

Medina  les  dijo  al  poco  tiempo  qne  él  renunciaba  á  su  propósito  y 
que  si  se  comprometió  en  dafles  palabra  en  el  Canal,  fué  porque  estaba 
bebido.  Mas  no  solo  continuó  yendo  en  su  compañía  sabiendo  la  reso- 
lución que  los  otros  dos  habían  tomado,  sino  que  se  hacia  el  encon- 
tradizo con  ellos  y  se  enteraba  de  cuanto  iban  tratando  en  su  proyecto. 

Un  dia,  á  cosa  de  las  siete  de  la  mafiana,  entro  e]  Carbonerin  en 
cierta  taberna  de  la  Corredera  Baja,  donde  solia  reunirse  con  Marti- 
neja;  tomó  una  copa  de  aguardiente,  dejó  pagada  otra,  obsequio  con 
queá  menudo  se  correspondían  Martineja  y  él,  y  se  fué  hacia  la  Pla- 
za Mayor,  que  era  otro  de  sus  puntos  de  reunión.  El  que  primero 
llegaba  esperaba  al  otro  paseando  por  debajo  de  los  relojes.  Compa- 
reció en  efecto  Martineja,  y  fuese  casualidad,  fuese  caso  pensado,  allí 
fué  á  parar  también  Medina. 

Declaráronle  que  aquel  mismo  dia  pensaban  poner  por  obra  su 
arriesgado  intento,  y  le  preguntaron  si  resueltamente  estaba  decidido 
á  no  tomar  parte  en  el  negocio;  confirmóse  Medina  en  la  negativa, 
mas  de  una  en  otra  explicación  les  fué  acompasando  por  la  calle  de 
Atocha  hastaUa-Plazuela  de  Antón  Martin.  Almorzaron  allí  escabeche 
y  bebieron  vino,  fija  la  mente  de  los  dos  arrestados  en  el  golpe  que 
iban  á  dar,  y  tal  era  la  fuerza  de  su  determinación,  que  á  las  once 
del  dia  se  levantó  de  la  mesa  el  Carbonerin,  pagó  todo  el  gasto  y 
echaron  los  treshácia  la  casa  consabida. 

A  la  esquina  de  la  calle  del  Júcar  se  quedó  parado  Medina,  y  sus 
compañeros  fueron  directamente  hacia  la  casa  del  sefior  Blazquez 
Prieto.  Cerca  estaba  el  infernal  atractivo,  desde  allí  mismo  veian  la 
puerta.  Llegaron  en  efecto  á  la  entrada  de  la  calle  de  la  Esperancilla, 
y,  sin  reparar  en  lo  temprano  que  era,  circunstancia  que  hacia  mayo- 
res los  riesgos,  llamaron  bravamente  y  salió  á  abrirles  el  criado  José 
Menendez,  mozo  é  in esperto. 


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01  EUftOtl.  US 

.  Entráronse  con  el  achaque  de  averiguar  si  habían  visto  por  allá  al 
hermano  del  Carbonerin,  qae  por  honrosos  negocios  de  so  industria 
entraba  y  salia  siempre  con  decoro  en  aquella  casa,  y  habiéndoles 
parecido  oir  voces  en  las  habitaciones  interiores,  preguntaron  al  cria* 
do  Menendez  con  la  confianza  nacida  del  continuo  trato,  quién  estaba 
allí.  Respondióles  este  que  un  hermano  suyo;  y  coligiendo  ellos  que 
la  persona  con  quien  aquel  hablaba  debía  de  ser  el  administrador  del 
señor  Blazquez  Prieto,  hubieron  de  poner  freno  á  su  impaciencia;  y 
se  fueron,  despidiéndoles  amigablemente  el  criado. 

A  la  esquina  de  la  calle  del  Júcar  dieron  otra  vez  con  Medina,  que 
como  personaje  fantástico  andaba  siempre  en  torno  suyo,  recordán- 
doles con  su  sola  presencia  el  empeño  en  que  estaban  puestos. 

Medina  había  escitado  en  ellos  los  culpables  deseos;  sin  exponerse 
i  riesgo,  i  lo  menos  en  su  concepto,  era  dueño  del  secreto  y  podía 
beneficiarlo  á  su  tiempo,  caso  de  no  salir  castigada  la  temeraria  ob- 
cecación de  aquellos  hombres,  cegados  por  la  codicia. 

Preguntóles  qué  habían  hecho,  y  caminando  hacia  la  estación  del 
ferro-carril,  le  dijeron  el  inconveniente  que  les  había  hecho  contener 
sus  ín  petas. 

El  ansia  del  Carbonerin  y  de  Martineja  crecía  por  momentos.  En- 
tarado  aquél  de  ciertas  costumbres  de  la  casa  del  señor  Blazquez 
Prieto  y  sabedor  de  que  este  señor  acababa  de  recibir  de  su  hermano 
na  bu3na  cantidad  de  dinero,  calculaba  que  en  la  casa  debia  haber 
considerables  existencias  en  metálico,  y  asi  crecía  de  punto  su  fatiga, 
temeroso  de  lener  que  aplazar  el  golpe  para  ocasión  menos  propicia 
y  acato  remota. 

Así  contrariados  en  sus  planes,  anduvieron  mohínos  y  taciturnos; 
empezaba  á  llover  cuando  habían  ido  mas  allá  de  la  antigua  Puerta  de 
Atocha,  y  se  volvieron  atrás  para  tener  facilidad  de  ponerse  á  cubierto 
si  arreciaba  la  lluvia. 

Andaban  á  la  ventura,  luchando  entre  la  esperanza  y  el  desaliento. 

La  costumbre  de  menudear  las  copas  y  el  tener  secas  las  fauces  con 
la  zozobra  y  la  febril  impaciencia,  conspiraron  de  consuno  y  deter- 
minaron quizás  la  perpetración  del  crimen.  Durante  su  largo  paseo 
bebieron  en  varias  tabernas.  Su  descanso  consistía  en  echar  una  ton- 
4a  de  pié  en  cada  tienda  de  vinos,  ó  poco  menos.  Así  lo  hicieron  en 


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**4  PRISIONES 

la  calle  de  Atocha,  en  la  de  Preciados,  en  la  Plazuela  de  Santo  Do- 
mingo y  en  otros  sitios. 

Se  habían  alargado  hasta  la  plazuela  de  Oriente,  y  desde  allí,  como 
rechazados  por  una  fuerza  superior  hacia  su  funesto  destino,  enca- 
mináronse otra  vez  á  la  calle  de  Atocha. 

Eran  las  cnatro  do  la  tarde,  y  podia  quedar  sola  la  casa,  porque 
el  administrador  comia  fuera. 

Entraron  en  la  taberna  que  da  esquina  á  la  mencionada  calle  del 
Júcar,  sentáronse  el  Carbonerin  y  Martineja  á  una  mesa,  pidieron 
baraja  y  vino,  y  Medina,  colocado  junto  á  ios  cristales  de  la  puerta, 
atisbaba  la  de  la  casa  del  señor  Blazquez  Prieto. 

Jugando  á  los  naipes  y  bebiendo  estaban  como  gente  estrafia  á  la 
inminente  perpetración  de  un  crimen,  y  entre  baza  y  baza  se  comuni- 
caban por  lo  bajo  lo  que  se  les  iba  ocurriendo  sobre  lo  que  cada  uno 
debería  hacer  en  los  momentos  supremos  de  su  peligroso  empeOo. 

A  cosa  de  las  cinco  se  les  acercó  Medina  como  si  le  moviera  á  cu- 
riosidad el  juego,  y  colocado  entre  los  dos,  dijo  quedito: 

—Acaba  de  salir  á  la  calle  el  administrador. 

Miróles  á  entrambos  á  la  cara,  miráronse  también  uno  á  otro  los 
dos  comensales,  volvieron  á  su  juego  y  volvió  Medina  á  ponerse  en 
acecho. 

Eran  las  seis  de  la  tarde  y  Medina  se  acercó  otra  vez  á  la  mesa,  y 
dijo  en  voz  muy  baja: 

— Blazquez  Prieto  ha  salido  ahora.  Con  que  no  sé.... 

Levantáronse  los  jugadores  y  tomaron  hacia  la  calle  de  la  Espe- 
rancilla. 

Caminaban  pausadamente,  y  como  si  una  voz  interior  les  hubiera 
hablado  á  entrambos  unas  mismas  palabras,  pasaron  de  largo  y  lle- 
garon hasta  la  fuente  de  la  calle  de  Santa  Isabel. 

El  demonio  iba  pisando  en  sus  huellas:  Medina  se  presentó  á  su 
vista... 

¿Quién  sabe  si  habrían  renunciado  al  crimen  á  no  ser  por  el  funesto 
provocador  de  sus  malos  pensamientos?  ¿Quién  sabe  si,  rendido  su  es- 
píritu por  los  largos  combates  de  aquel  dia,  habrían  aplazado  el  logro 
de  su  idea,  y  entre  tanto  lajeflexion,  la  casualidad,  un  obstáculo  in- 
superable les  habría  impedido  consumar  el  horroroso  atentado? 


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atiuaori  «*v 

Poro  (Medina  estaba  allil 

Miróles  detenidamente  yaéuno,  ya  áetro,  sonrió  ora  aire  de  des* 
precio,  y  dij* 

— ¡ Jiun!  Tenéis  miedo.  ¿Y  para  eso  ha  sido  tanto  hablar?  ¡Cobar- 
des! Na  haciéndolo  ahora,  digo  que  no  soi*  hombres  para  hacerlo 


t No  sois  hombree»  dijo,  y  el  Carbonería  y  Marthuja  volvieron  la 
cara  hacia  la  casa!  arrebujáronse  en  sus  capas  y  sin  titubear  llama* 
milt  puerta. 

Abrióles  José  Meneados,  y  entraron  como  buscando  deseando  y  on 
rato  de  conversación. 

Sentáronse  en  el  despacho  según  costumbre,  y  Iteraban  ya  abier- 
tas y  escondidas  sendas  y  descomunales  navajas. 

Marimeja  debia  sacar  el  patínelo,  ¿coya  señal  él  y  si  eompaflero, 
lanzándose  sobre  el  joven  criado,  le  habían  de  privar  de  voz  y  movi* 
mteoío. 

Mmrtmeja  confesó  haberle  dada  de  poflaladas;  pero  también  alrmó 
na  y  otra  vez  que  él  no  había  convenido  en  derramar  sangre  sino 
ai  caso  de  extrema  neeesidad  y  cuando  no  bastasen  las  violada* 
qie  hemos  dicho. 

¿Vacilaba  ain  Martintjato  el  momeólo  crítico?  ¿Revelarla  tartfa- 
ckm  que  en  concepto  de  su  compafiero  pudiese  comprometeré!  golpe 
y  les  hiciese  sospechosos  para  siempre?  ó  ¿creerte  este  fue  peligra-' 
bao  mas  y  mas  con  dejar  correr  el  tiempo? 

Como  quiera  que  fuere,  sin  haber  hecho  Martineja  sefial  alftM, 
levantóse  el  Carbonerin,  «oaroóse  al  diado  asmo  para  ver  la  hera  y 
prefinió  en  efecto: 

— ¿Qué  hora  será? 

Dijo,  y  asió  súbito  del  pelo  al  mancebo  y  can  grai  brío  le  tiré  u 
navajazo  al  cuello. 

¡Brotó  la  sangre! 

— ¡Hermano...  hermanol  gritaba  la  victima,  que  na  matan... 
Ihiyel 

A  este  tiempo  Martineja,  que  no  lograba  taparle  la  boca,  le  hw- 
06  la  navaja  en  el  coalado. 

Oyóte  abrir  «halcón;  la  víctima  panscia  úmtár  laénvíe  ?m*< 

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*0*  HUSIOfttf 

bió  otro  navajazo  de  JUartineja,  que  cun  la  oirá  maaodaba  en  el  hom- 
bro á  su  compañero  para  que  se  fijase  en  el  raido  qae  se  acababa  de 
oir  en  el  cuarto  principal.  Él  compañero  se  cebaba  con  loca  crueldad 
en, el  criado,  aeerrfadok  el  cuello  coa  la  navaja,  según  esprosion  de 
Martmja*  Agarróle  esté  de  la  mu  naca  para  que  cesara  en  acuella 
horrible  carnicería  y  atendiera  al  riesgo  comuu,  y  tales  esfuerzos  tuw 
qae  hacer  para  conseguirlo,  que  se  corló  el  Índice  oon  la  misma  na- 
vya. 

El  cuerpo  iuerte  cayó,  produciendo  un  ruido  pavoroso  el  choque  de: 
laiPabeza  coa  la  tarima  del  despacho  y  salpicando  de  sangre  inocente 
á  los  asesinos. 

patentado*  corrieron  estos  al  cuarto  principal,  dt  jando  Martineja 
tras  sí  el  rastro  de  su  propia  sangre,  que  contra  él  había  de  clamar, 
y.BiaraiJido  entrambos  á,  tientas  las  ensangrentadas  manos  en  las 
pfrcde&i  .. 

El  balcón  estaba  abierto;  el  hermano  de  la  víctima  no  estaba  allí;  se 
b^ft  arrqjido  á  la  calle  y  pedia  auxilio  llorando  y  á  grandes  veces. 
,  Los  dos  cómplices  sintieron  lo  inminente  de  su  riesgo,  acudieron 
i  wpuj&r  hacia  fuera  la  puerta  de  entrada  á  fin  de  que  no  se  la 
abrieran  de  golpe  y  quedasen  cercados. 
..  Ua /soldado  de  Barbastro  cayo  soeorro  imploró  el  hermano  del  muer- 
to y  otros  dos  por  entrambos  requeridos*  se  dirigieron  4  la  casa  y  en* 
tetaron  4e  paso  aun  guardia  urbano  que  precisamente  iba  á  decir 
al  seOor  Bazquez  Prieto  que  su  amo  le  esperaba  para  comer  en  su 
<**p*fiía, 

Lea  i  Ir**  soldadas  echaron  mano  á  las  bayonetas;  el  guardia  urba- 
no, separándose  de  su  novia,  con  quien  habia  llegada  hasta  aquel 
sitio,  tiró  del  machete. 

mDióel  primero  un  violento  empujón  á  la  puerta,  que  cedió  un  po- 
co, mas  apenas  entreabierta,  se  volvió  á  cerrar  con  violencia. 

—¡Hay  gente  denlro!  gritaron;  ¡ahí  están  los  asesinos!  (llamar 
fueraa  acmadal  ,|dar  aviso  al  comisario]  ¡á. la. guardia! 

Ya  se  habia  formado  un  grupo  de  curiosos;  ya  se  confundían  las 
voces...  .. 

Ábrese  la  puerta  de  improviso;  lánzase  4  la  calle  el  Cartonería 
navaja  en  o*»,  ddiearg*  un  tronando  golpe  al  guardia  y,  partién- 


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DB  RUKOPA  1«7 

Me  el  sombrero,  h  Iriere  profundamente  en  la  cabeza,  lo  derriba  sto 
sentido,  y  corre  á  todo  correr. 

Todo  esto  foé  obra  de  dh  momento. 

Persiguióle  ««o  de  lo*  soldados  dando  voces;  el  Carbonerin  le  tiró 
la  navaja,  sin  darle;  le  tiré  la  capa  sin  hacerle  caer.  Dabia  echado  pdf 
la  calle  deSan  Ildefonso  y,  alarmados  los  gastadores  que  daban  guar- 
dia ¿  su  jefe  en  el  cuartel  de  Sania  Isabel,  lo  cogieron  á  la  carrera.' 
Estaba ensangreotado,  como  lo  estaban  también  socapa  y sn" na- 
vaja. 

Al  tiempo  de  salir  de  improviso  el  Carbonería,  habíase  (amado  éf 
la  calle  en  dirección  opuesta  su  cómplice  Martineja.  Uno  de  los  sol- 
dados, amagado  de  cerca  por  el  arma  fatal,  dio  un  salto  hacia  atrás;* 
el  otro,  acometido  á  su  vez  con  la  velocidad  del  pensamiento,  abrió 
paso  y  huyenád  Martineja  como  su  compañero,  atravesó  la  calle  de 
Santa  Isabel,  echó  por  la  del  Salitre,  perdiósele  de  vista  y  llegó  salvo 
á  la  del  Agnila. 

Allí  vivia  sn  pobre  madre,  á  quien  encontró  casualmente  en  la  es-' 
calera.  La  anciana  era  lavandera;  venia  del  río  donde  había  pasado 
el  dia  dedicada  i  sn  penoso  trabajo. 

—¡Madre,  déme  nna  camisa  limpia!  dijo  Martineja  al  verla. 

—Sobe  conmigo,  hijo  mió,  y  te  la  daré  en  seguida,  que  limpita  la 
traigo. 

—Ahora  ha  de  ser  y  aquí  mismo. 

La  viejedla,  acostumbrada  quizás  á  los  caprichos  de  su  hijo,  sacó' 
del  talego  una  camisa.  Quitóse  Al  entre  tanto  la  que. llevaba  puesta, 
endosó  la  limpiay v  sin  hacer  advertencia  alguna  á  su  madre,  se  dirigió 
i  la  taberna  deja  Corredera  Baja  donde  él  y  el  Carbonerin  hablan 
comenzado  aquel  horrible  dia. 

Presumió  que  si  este  habia  logrado  escapar  allí  le  encontraría, 
preguntó  por  él  y  dijéronle  que  no  le  habían  vuelto  á  ver. 

Alli  estaba,  empero,  una  vecina  de  aquel  barrio;  vivia  en  la  trave- 
sía de  la  Ballesta,  y  su  casa  era  refugio  de  tas  mas  desdichadas  mu- 
jeres Era  ella  amiga  intima  dé  Martineja  y  sentía  por  él  gran  pre- 
dilección, según  de  público  se  decía  ya  entonces.  Brindóte  primero 
con  una  copa  de  vino,  que  él  bebió,  y  dióle  además  una  pésela  para 
que  á  su  salud  la  gastase.  Martkeja  aceptó,  y  probablemente  rio  se- 


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rja  la  primera  taz  que  recibía  de  ella  fiabas  semqjaatet.  La  Tecina 
se  despidió  á  poco  rato. 

¡Estraña  y  poderosa  atracción! 

Loácriqúoalefcse  encuentran  síq  buscarse.  Aquella  mujer  foé  pre- 
sa á  los  pocos  días  y  reprendida  al  entrar  en  la  cárcel  por  un  sa- 
cerdote que  le  afeaba  sus  desórdenes  y  su  trato  con  la  gente  mal 
perdida,  rompió  á  llorar  esclamando: 

— ¡Es  mi  sino!  ¡es  desgracia  que  me  persigue!  Yo  no  teugo  la  cul- 
pa.,, ¡ay  I  ¡no  he  puesto  los  ojos  en  hombre  que  no  haya  muerto  ase- 
sinado, ó  en  presidio,  ó  en  garrote) 

JEn  casa  de  esa  mujer  habia  sido  preso  Marrón,  cómplice  del  Cabe» 
Mudo  y  la  Bernaola,  que  habían  asesinado  recientemente  á  un  pres- 
tamista. 

Y  en  casa  de  esa  mujer  prendieron  á  Martwfjv.  El  entró  estando 
ausente  ella;  de  suerte  que  cuando  á  las  doce  de  la  misma  noche  ae 
presentaron  los  agentes  de  justicia  preguntando  quien  habia  en  la 
casa,  el  ama  contestó  que  solo  sus  huéspedas;  y  una  de  ellas  que  le 
habia  abierto,  sin  sospechar  que  entregaba  un  hombre  al  verdugo,  re- 
plicó: 

—No;  que  estando  tú  fuera,  vino  Martineja  y  se  ha  acostado. 

Penetraron  los  agentes  en  la  habitación  donde  estaba  Martineja  so- 
lo, acostado  y  durmiendo  á  pierna  suelta. 

Asi  le  sorprendieron  y  llevaron  k  la  corcel,  donde  negó  aquella 
noche,  pero  nada  mas  que  aquella  noche.  Al  dia  siguiente  confesó. 

Habíanle  buscado  primero  en  su  casa,  y  su  pobre  madre,  que  de 
nada  estaba  advertida,  dijo: 

-~AquÍ4&luvo;  pidióme  una  camisa  para  mudarse  y  volvióse. 

—Veamos  la  camisa  que  ha  dejado. 

La  desdichada  madre  ni  siquiera  la  habia  mirado.  ¡Llena  estaba 
de  manchas  de  sangre  reciente] 

.Adivinólo  todo  como  por  un  relámpago  de  inteligencia...  Adivine 
quien  pieda  su  amargo  quebranto. 

Dirigiéronse ^cto  oooünno  los  aúpales  4  la  taberna  de  la  Correde- 
ra fltf*>  supieron  *llí  que  Jtiabia  hablado  con  su  amiga,  y  MartHUf* 
fué  descubierto. 

El  Ca*f>onw¿U*rlmjs  y  Medina  volvieron  &  reunirse  bajo  el  te- 


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de  morí  |0t 

di*  común  de  la  oáeoel;  este  fué  condenado  i  presidio:  no§  ocupa- 
mos solo  da  aquellos. 

So  entrada  en  el  Saladero  fué  un  acontecimiento.  Se  contaban  con 
impaciencia  las  horas,  esperando  que  se  les  pusiera  ea  comunicación. 

Todo  aquel  mondo  deseaba  conocerles. 

Su  proceso  fué  breve;  mas  dio  tiempo  para  que  se  determinasen 
los  cespecÜYos  caracteres  de  aquellos  dos  hombres  que  habían  com- 
partido un  empefio  lan  bárbaro  y  horriblemente  consumado. 

Era  el  Carbonaria  hombre,  como  dice  el  pueblo,  de  mucho  sentí* 
do;  mas  propenso  á  obras  que  á  palabras;  en  todo  grave  y  compues- 
to, y  bien  dio  á  conocer  la  sobriedad  do  su  lengua  y  el  poder  ce* 
que  sabia  dominarse  durante  su  permanencia  en  el  Saladero. 

Martincja  era  vivaracho,  moreno,  decidor,  no  falto  de  gracia  y  se» 
brado  de  malicia,  cínico  sobre  lodo  encarecimiento  y  no  por  alarde, 
tino  de  corazón.  Aquel  joven  no  habia  hecho  e*taacias  en  la  cárcel; 
había  recibido  un  solo  castigo  por  abandono  de  la  guardia  de  la  Cár- 
cel de  mujeres,  toando  sargento  en  el  ejército. 

Pero  Martinrja,  aunque  habia  vivido  ageno  al  crimen,  no  mostró 
repugnancia  al  lenguaje,  á  los  pormenores  ni  á  lo  nas  torpe  y  bar- 
taro  del  delito:  sentíase  criminal,  como  Napoleón  I  se  sentía  sobe- 
rano. 

A  primera  vista  parecía  que  á  él  y  no  á  su  compafiei*  debia  atri- 
buirte la  iniciativa  del  cruel  asesinato;  mas  en  una  controversia  que 
hubo  eatre  los  des,  acabó  el  Carbonerin  por  confesar  que  él  habia 
herido  «1  primero  sin  esperar  la  sefta  convenida,  y  que  Martineja  no 
m  proponía  matar  sino  caso  de  sor  necesario  para  salvarse. 

— Di  la  verdad  como  fué,  esclamaba  Martineja:  yo  hice  tanto  co- 
me ti;  fui  hombre  para  ello  y  me  toca  la  misma  culpa;  mas  veamos 
¿qotÓQ  4ió  primero?  Tú  fuiste. 

Martmej^uo  quería  que  allí  se  creyere  que  por  flojo  habia  sido 
inferior  á  su  compañero;  eso  repugnaba  i  su  vanidad;  mas  tampoco 
qperia  dejar  en  duda  que  su  propósito  no  habia  sido  asesinar  sin 
peligro  de  su  propia  vida. 

Esto  féé  el  hombre  objeto  de  admiración  en  la  cárcel,  y  su  memo- 
ria será  funesto  estimulo  para  muchos. 

Mientras  las  personas  honradas  se  horrorizaban  solo  al  represen- 


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no  PRISIONES 

tarse  en  la  imaginación  lo  que  debía  haber  ocurrido  entre  los  doi 
asesinos  y  la  víctima,  él  triunfaba  del  horror  y  del  miedo;  y  quizás 
una  voz' secreta  le  halagaba  diciéndole  que,  para  no  quedar  vencido 
en  el  trance  supremo,  su  naturaleza  tenia  altos  privilegios. 

Rodeábanle  admiradores,  antiguos  amigos... 

Entre  varios  de  estos  encontró  allí  á  un  hombre  acusado  de  ha- 
ber dado  muerte  poco  antes  á  una  sefiora  en  la  calle  de  la  Justa. 
Este  hombre  gozaba  y  goza  aun  hoy  (1),  pues  aun  no  se  ha  visto  su 
causa  en  última  instancia,  fama  de  callado,  de  discreto  y  de  tener 
espaldas  para  muchas  penas.  Sabemos  de  él  que,  no  teniendo  mas 
que  una  camisa,  ha  ido  sin  ella  por  la  cárcel,  reservándola  para  el 
caso  en  que  tuviese  que  ir  al  cadalso,  pues  quería  presentarse  asea- 
do ante  la  numerosa  muchedumbre  que  asiste  á  semejantes  espectá- 
culos. 

De  este  hombre  y  de  su  antigua  amistad  hizo  grande  aprecio  Mar* 
tineja,  y  estando  en  capilla,  quiso  celebrar  con  él  la  última  cena, 
después  de  haberle  obsequiado  varias  veces  con  algunos  de  sus  man- 
jares y  con  cigarros,  recibiendo  con  placer  lo  que  el  otro  cortesmen  - 
U  le  enviaba  de  cuando  en  cuando  para  corresponderle. 

Afortunadamente  no  llegó  á  ser  un  hecho  el  proyecto  de  aquella 
horrible  Pascua.  Se  hizo  presente  al  reo  que  no  le  era  licito  cenaren 
compaflia  de  aquel  amigo,  y  tuvo  que  contentarse  con  enviarle  tres 
platos  de  su  mesa  para  memoria  suya. 

Quiso  también  obsequiar  á  otro  individuo,  acusado  de  haber  dado 
muerte  á  un  sereno,  y  á  su  mismo  compañero  el  Carbonerin,  que, 
meditabundo  y  callado,  atento  siempre  el  oído  á  los  sacerdotes,  se 
diferenció  de  él  muy  notablemente. 

Mar  tineja  gozaba  con  tener  relaciones  entre  los  hombres  que  creía 
á  su  altura  en  cuantp  á  temple  de  alma  y  á  fortaleza  para  soportar 
grandes  penalidades.  „ 

Su  espirita  no  decayó  un  solo  momento.  Hablaba  con  animación  y 
naturalidad,  se  mostró  propenso  al  gracejo  como  siempre;  comia  con 
apetito;  se  acostó  media. hora  antes  de  salir  al  fatal  viaje;  durmió 
tranquilo  sin  que  se  le  hubiese  alterado  el  pulso,  según  afirmé  el 

1)    9  setiembre  d«  186J 


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OEJtüIOfi  «11 

sádico  y  ¡misterios  de  la  naturaleza!  ¿quién  sabe  si  taro  sue&os  gra- 
to.,.? 

Quejóse  mas  de  una  vez  de  que,  siendo  él  cristiano  «desde  la  púa* 
la  de  los  cabellos  hasta  las  ufias  de  los  pies,»  no  se  apartasen  de 
sa  lado  los  sacerdotes,  sabiendo  que  le  irritaban  en  vez  de  consolar- 
le. Mucha  paciencia  hubieron  menester  estos  para  conllevar  su  hu- 
mor. £1  que  mas  simpatías  le  mereció  fué  el  señor  Lavilla,  capellán 
del  Saladero,  acaso  por  estar  este  mas  acostumbrado  que  los  otros  & 
hacer  nao  de  toda  la  longanimidad  que  requiere  la  feligresía  carce- 
laria. 

Martimeja,  á  pesar  de  su  carácter  y  de  su  audacia  ante  la  muerte, 
lloró. 

¡Arcano  recóndito,  bello  reflejo  de  los  puros  afectos  del  alma! 
Acordóse  de  los  últimos  momentos  de  su  padre,  y  lloró. 

Acordóse  de  su  anciana  madre  y...  lloró. 

Rezó  arrodillado  cuantas  oraciones  le  indicaron,  y  cuando  ya  los 
etrcunslantes  se  iban  4  levantar,  dijo  él  á  su  vez: 

— ¡  \hora,  señores,  un  Padre  nuestro  por  los  valientes  que  murie- 
ras en  la  guerra  de  Africal 

T  retó  claro  y  distintameole  el  Padre  nuestro,  llamando  la  aten- 
ción por  la  eficacia  que  al  parecer  trataba  de  comunicar  á  su  rezo. 

La  vípera  de  su  muerte  pidió  permiso  para  despedirse  de  él  UQ 
hermano  que  tenia  preso  en  la  misma  cárcel. 

Por  lo  que  contrasta  con  la  conversación  que  tuvieron  los  dos  her- 
manos, el  empefto  de  la  solicitud,  ramos  á  transcribirla  integra  y 


Dice  asi: 

«Sor  Alcayde  l.9  de  esta  cárcel»  * 
»Mny  Sor  mió  y  de  toda  mi  mayor  consideración; 
•Mucho  siento  tener  que  molestar  á  V.  pero  me  es  indispensable 
•toerío  que  hacer  y  es  que  me  conceda  la  gracia  de  dejarme  ablar 
smm  amano  José  Martines  que  se  halla  en  encierros  á  fin  de  poder* 
«le  dar  el  último  á  Dios  por  si  es  su  desgracia  concluir  con  su  bida 
■ó  do  (Hiedo  bolberlo  aber.  Sor,  os  suplico  encarecidamente  por  lo 
•que  uañ  en  estima  tenga  no  me  niegue  esta  gracia  pues  no  tema  ni 
sigue  nada  malo  tendré  balar  y  resistiré  el  dolor  de  ana  desgracia. 


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irt  MISIONES 

»Sor,  os  suplico  rendidamente  no  me  neguéis  este  mi  afán  os  tendré 
»en  el  frente  de  mi  memoria  eternamente  no  me  de  V.  desconsuelo 
Crepito  conceda  esta  gracia  y  mande  á  este  sü  subordinado 

«Ramón  Martínez. 

«Cárcel  de  Villa  patio  grande  11  de  Abril  de  1862.» 

En  efecto,  se  concedió  á  Ramón  lo  que  solicitaba  y,  al  verse  juntos 
le  abrazaron  los  dos  hermanos;  mas  no  se  vislumbró  afecto  en  sus 
palabras  y  quizás,  por  lo  que  respecto  al  vivo,  pasaríamos  en  silen- 
cio este  incidente,  si  de  él  no  se  hubieran  ocupado  los  periódicos  de 
la  corle. 

Echáronse  en  cara  uno  á  otro  sus  malas  costumbres;  quiso  Marti- 
neja  encargar  á  Ramón  que  dejase  de  frecuentar  tabernas  y  sitios  de 
perdición,  y  este  le  replicó: 

—Si  tú  hubieras  hecho  lo  que  me  aconsejas,  no  te  verías  ahora 
como  te  ves. 

Martineja,  que  no  le  habia  mostrado  mucho  cariño,  tampoco  le 
mostró  enojo  por  ese  íargo  que  solo  podia  dirigírselo  un  hombre  in-> 
capaz  de  comprender  lo  que  es  tener  horas  contadas  de  vida  y  un 
verdugo  esperando  la  última  para  marcarla. 

El  mismo  Ramoneantes  de  despedirse  de  su  hermano,  le  dijo: 

—Bien  podrás  darme  los  cigarros  que  tengas.  A  ti  ya  no  te  van  & 
Servir.... 

Véase  en  estas  palabras  un  acto  de  bárbara  crueldad  cometido  con* 
tra  tin  hermano,  acto  abominable,  que  ningún  tribunal  castigará  y 
que  es  obra  de  Ja  ignorancia  y  de  la  rudeza  de  los  afectos. 

¡T  sin  embargo,  por  otras  fallas  cometidas,  también  sin  voluntad, 
pero  menos  graves  que  esta,  castigan  severamente  las  leyes  al  indi- 
viduo! 

No  sabemos  que  Martineja  volviese  á  hablar  de  su  hermano  desde 
aquel  momento. 

■  No  era  desafeólo  á  la  familia,  pues  hemos  visto  que  le  conmovió 
la  memoria  de  sus  padres.  Sabemos  también  que  trató  de  reconocer 
á  no  hijo  habido  con  una  joven  á  quien  quería  y  ofreció  á  esta  su  ma- 
no; mas  no  vio  satisfechos  sus  deseos.  Personas  agenas  á  cierto*  la* 
m,  y  de  bastante  autoridad  sobre  la  madre,  le  aconsejaron  que,  para 
evitar  mumurtcioiss  4*1  mundo,  dejase  al  niño  sin  ^adra  eonodia 


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DE  ECROPA.  «II 

y  oo  buscase  para  él  ni  para  ella  un  apellido  que  iba  á  cubrirse  pa- 
ra siempre  de  infamia. 

Después  üd  periódico  hizo  presente  que  debía  averiguarse  qué  dis- 
tribución se  baria  de  los  fondos  que  se  hubiesen  recogido  en  nom- 
bre de  dicho  reo,  para  que  no  se  abusara  de  ellos  con  perjuicio  de 
tercero,  y  suponemos  que  aludiría  al  huérfano. 

No  sabemos  si  se  evitó  ese  perjuicio  merced  &  la  publicidad  que 
se  dio  al  avfeo. 

La  hora  fatal  se  acercaba  y  no  por  eso  decaía  el  ánimo  de  Martine* 
jaf  ni  salía  de  su  silencio  y  su  profunda  atención  el  Carbonerm. 

Notificáronles  la  triste  sentencia;  preguntó  este  al  capellán  si  era 
posible  apelar,  y  respondiéndole  que  no,  puso  al  pié  del  documento  su 
firma,  con  "seguro  pulso. 

Inmediatamente  fué  corriendo  la  notificación  de  mano  en  mano;  to- 
do el  mundo  quería  conjeturar  algo  sobre  el  Carbonería  por  el  carác- 
ter de  su  letra  y  la  mayor  ó  menor  perfección  de  su  forma. 

MartínejafadL  por  chasquear  á  los  curiosos,  cosa  muy  propia  de 
su  genio,  ya  por  otra  cualquiera  causa,  se  negó  afirmar.  Preguntá- 
ronle por  qué,  y  dijo  con  indolencia: 

—¿Qué  se  yo?...  Pero  ya  que  nada  puedo  en  el  mundo,  á  lo  me- 
aos no  se  diga  que  he  firmado  mi  propia  muerte. 

Manifestó  deseos  de  salir  de  la  cárcel  afeitado  y,  como  era  natural, 
no  se  le  pudieron  satisfacer. 

Tratóse  de  la  confesión  y  dijo: 

—Encargo  á  Vds.  que  llamen  á  un  sacerdote  prudente  y  que  no 
sedé  voces. 

4 

Como  en  la  cárcel  no  hay  mas  que  una  capilla  y  los  reos  eran 
dos,  se  habilitó  como  capilla  para  $1  Carbonería  el  cuarto  del  llave- 
ro, que  á  la  noche  siguiente  acaso,  rendido  de  cansancio,  quedó  dor- 
mido al  echarse  en  la  cama  donde  aquel  buscó  en  vano  el  descanso 
por  última  vez. 

¿Pero  qué  mucho?  Ta  hemos  dicho  que  Martineja  mismo  habia 
dormido,  media  hora  antes  de  salir  para  el  cadalso. 

Hubo  que  gritar  para  despertarle,  y  no  quería  ponerse  en  pié,  ni 
abrir  los.ojos. 

El  Sr.  cura  Lavilla  llamó  al  escribano  de  la  causa  D.  Cándido 

tMtt  u.  S5 


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til  PRISIONES 

Capilla  y  le  rogó  que  le  ayudase,  uniéndose  los  dos  para  rogarle 
que  se  pusiera  en  pié  y  se  acordara  de  su  alma. 

Híseio  así  en  efecto,  y  protestando  repetidas  Teces  de  ser  cristiano, 
pidtó  que  oo  le  enojasen  iantos  á  la  vez,  pues  le  producían  dolor  de 
eabeza,  en  vez  de  hacerle  pensareo  la  religión. 

Durante  los  últimos  preparativos,  díjole  una  persona  que  estaba 
alli  de  oficio: 

— Ea,  ánimo  y  confia  en  Dios. 

Y  él  llevándose  la  mano  al  corazón,  replicó: 

—  Lo  que  es  este  no  Me  ba  de  faltar. 

Antes  de  salir  do  la  capilla  hizo  llamar  al  juez  de  su  causa  seffor 
Prída  y  *l  escribano  señor  Capilla,  y  lea  suplicó  que  le  perdonasen, 
con  toda  la  cortesía  de  que  era  capaz,  súplica  que  también  les  hizo  el 
Carbonerin. 

Al  abogado  D.  Garlos  Maesa  Sanguiuetti,  defensor  de  Medina,  le 
dijo  Martineja: 

—Le  agradezco  á  Vd.  todo  lo  que  ha  hecho  por  el  pobre  Medina. 
Ta  sé  que  se  ha  portado  V.  muy  bien. 

Al  llegar  al  al  tari  to  de  la  puerta  le  hicieron  rezar  una  Salve. 

El  trascordado  comenzó  diciendo: 

—«Dios  te  salve,  Maria,[llena  eres  de  gracia...» 

—No  es  asi,  le  interrumpieron,  sino:  «Dios  te  salve,  rema  y  ma- 
dre de  misericordias....» 

— Y  ¿qué  mas  da?  replicó  él  con  su  desenfado  de  siempre,  y  ter- 
minó la  oración  que  comenzara. 

El  momento  habia  llegado.  Desde  hora  muy  temprana  se  había 
trasladado  medio  Madrid  al  trecho  que  media  entre  la  puerta  de 
Santa  Bárbara  y  la  pradera  de  Guardias. 

Vendedores  ambulantes,  artesanos,  ociosos,  mujeres  de  todas  las 
clases  sociales  y  en  gran  número,  no  temieron  confundirse  entre  aque- 
llas oleadas  que  levantaba  la  curiosidad  mas  torpe,  el  atractivo  mas 
inhumano.  A  cada  momento  se  repelían  los  ayes  arrancados  por  una 
contusión,  los  gritos  de  gente  que,  empujada  en  dos  opuestos  sentidos, 
se  estrujaban  unos  á  otros;  que  al  aproximárseles  coches  y  caba- 
llos preferían  estrechar  las  filas  á  perder  una  pulgada  de  terreno. 
Salían  de  los  grupos  niños  llorando,  mujeres  oon  el  velo  hecho  gi- 


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MI  KIMOPA.  Í7S 

me»,  viejos,  sacudidos  de  la  miai  coman  por  violentas  oteadas. 

¿Haría  falla  en  aquel  cuadro  el  grito  tradicional  de 

—¿A  dos  reales  al  patíbulo? 

De  todas  partes  llegaban  á  la  carrera  millares  de  curiosos  á  pié  y 
á  caballo. 

¡Los  reos  eran  dos! 

La  sociedad  brindaba  &  la  sociedad  con  un  doble  espectáculo  de 
muerte.  Lúculo  comía  en  casa  de  Lúcolo. 

Al  Uegar  el  último  curto  de  hora,  m  estemüé  un  rumor  particu- 
lar desde  la  cabeza  de  aquella  enorme  masa  de  carne  tamaña,  si** 
teda  frente  i  la  pierta  de  la  cárcel,  hasta  sos  estremidade*  que 
llegaban  como  á,  enroscarse  en  el  cadalso. 

Mmrtineja  babia  sido  dócil  y  nada  pesado  en  el  tocador.  £1  mismo 
ayudó  i  que  le  virtieran  la  túnica  y  de  un  manotón  característica 
inclinó  el  birrete  &  la  oreja. 

El  rumor  de  la  gente  aglomerada  era  incesante,  crecía  y  tomaba» 
caerpo  ¿  cada  momento.  Todos  daban  codazos  al  que  tenían  delante 
y  se  ponían  de  puntillas  para  que  no  se  les  escapase  un  incidente, 
on  ademan,  un  gesto.  Los  presos,  encaramados  unos  sobre  otros,  es- 
taban asidos  fuertemente  de  los  hierros  de  las  rejas. 

Al  asomar  los  reos  por  la  puerta,  la  inmensa  multitud  experimentó 
inertes  vaivenes  al  tiempo  de  producir  el  murmullo  con  que  siem- 
pre acoge  al  desdichado  héioe  de  tragedias  semejantes.  > 

Los  que  no  les  veian  querían  aprovechar  el  momento  y  hacían  es- 
fnenos  para  colocarse  entre  los  de  las  primeras  filas;  los  ginetes,  co- 
locados allí  para  tener  la  gente  á  raya,  pasaban  por  la  primera  ila 
casi  rasando  con  aquella  quebradiza  muralla  el  enorme  ouerpo 
de  su  cabalgadura. 

Mortmeja  atrajo  toda  la  atención. 

Se  presentó  despejado,  mirando  á  un  lado  y  á  otro;  sentóse  &  ca- 
balgar con  desembarazo;  quería  aguijar  á  la  bestia;  su  espresion  na- 
tural era  la  sonrisa. 

Ta  ana  vei  montado  y  al  emprender  la  marcha,  por  encima  del 
monótono,  solemne  y  acompasado  canto  de  la  Sabe,  sobresalió  una 
voz  destemplada  diciendo: 

—¡Adiós,  Martinejal 


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171  MUSIOfCES 

— i  Adiós  t  chico!  contestó  esto  volviendo  el  rostro  hacía  las  rejas. 

No  era  sn  hermano  el  que  le  daba  la  última  despedida:  era  sin 
duda  un  admirador  entusiasta  de  aquel  hombre  que,  lleno  de  juven- 
tud, no  despojado  de  cierta  gracia  que  recordaba  los  tiempos  de  la 
manolería  y  con  un  porvenir  como  el  que  entre  los  suyos  le  pro- 
metían sus  prendas  de  valiente  y  rumboso;  dejaba  el  mundo  sin  pe- 
na y  como  cosa  de  poco  valer,  y  se  encaminaba  sonriendo  hacia  una 
muerte  inmediata,  infalible  y  afrentosa. 

Hubo  desalmado  que  le  brindó  con  una  bota  de  vino,  y  Martmqa 
habría  bebido  de  ella  si  se  lo  hubieran  consentido. 

Martineja  fué  hasta  el  postrer  momento  escándalo  de  la  humani- 
dad y  sarcasmo  horrible  de  la  pena  capital.  El  espectáculo  de  su  ca- 
mino al  cadalso  fué  mas  desmoralizador  que  la  impunidad  de  cien 
delincuentes. 

La  sociedad  oficial  quedó  completamente  defraudada  por  el  crimen. 
La  justicia  quería  mostrar  la  altivez  humillada;  y  la  patentizó  triun- 
fante; quería  que  aquel  hombre  la  ayudara  á  probar  su  tesis  de  que 
el  crimen  lleta  consigo  siempre  la  vergüenza  y  el  remordimiento, 
y  el  reo  le  negó  su  auxilio  y  se  presentó  desvergonzado  y  con  el 
pulso  tan  seguro  como  el  qué  va  á  dormir  satisfecho  de  sus  buenas 
obras. 

El  Carbonmn  iba  sereno,  pero  violento;  bebió  agua  varias  veces 
por  el  camino. 

El  otro  iba  provocador,  sin  tener  un  momento  la  vista  fija  en  un 
punto,  volviendo  la  cabeza  en  todas  direcciones. 

Un  espectador  le  llamó  por  su  apodo  en  la  carrera: 

— Adiós,  le  dijo,  {soy  tu  amigo  como  siempre! 

—Adiós,  contestó  él  mirándole,  como  si  no  recordase  quien  era; 
y  afiadió,  de  modo  que  fué  oido  de  cerca:  «¡Valiente  amigo  serás 
cuando  vas  á  verme  en  el  palo  I» 

Ni  aun  sentado  en  el  banquillo  dejó  de  ser  Martineja  tal  cual  ha- 
bía sido  hasta  entonces. 

El  ejecutor  de  Albacete,  llamado  á  desempeñar  su  oficio  en  Ma- 
drid, ajustó  mallos  terribles  aparatos,  de  suerte  que  no  producían 
perfectamente  su  efecto. 

El  reo,  en  vez  de  enojarse,  lo  tomó  á  burla  y  llegó  á  cansar  al  eje  - 


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ot  rara**.  ni 

calor  imposibilitándote  de  cumplir  sus  deberes,  hasta  que  sujetándo- 
le  la  cabeza  los  ayudantes,  le  impidieron  todo  movimiento. 

El  carioso  pueblo  madrileño  imaginaba  que  allí,  en  lo  alto  del  ta- 
blado, se  hacia  padecer  inhumanamenle>á  un  hombre,  y  como  la  eje- 
cución terminó,  quedando  machos  en  tan  grave  error,  se  les  desper- 
té algo  el  sentimiento  de  la  humanidad  y  no  hallaban  palabras  bas- 
tante doras  para  calificar  la  ligereza  con  que  se  consentía  ó  daba 
margen  á  que  tales  cosas  sucediesen. 

Cuando  se  averiguó  la  verdad  del  caso,  la  sorpresa  fué  tan  gran- 
de como  había  sido  el  enojo,  y  en  todas  partes  se  habló  de  aquel 
hombre  come  de  un  ser  extraordinario,  horrible,  pero  incompren- 
sible. 

El  Carbonería  se  extinguió  del  mismo  modo  con  que  había  em- 
pezado á  agotarse.  Su  energía  toda  la  comunicó  al  brazo,  cuando  ciego 
y  obcecado  se  ensangrentaba  en  el  pobre  Menendez;  después  su  vi- 
da se  fué  apagando  como  un  sonido  que  se  aleja. 

Mmrtmeja,  no  hay  que  dudarlo:  es  hoy  el  bello  ideal  en  las  re* 
gistes  patibularias.  La  gente  de  su  estofa  espera  que  haya  una 
ejecución  para  comparar  al  nuevo  reo  con  el  que  le  ha  precedido. 

El  día  que  llegue  ese  lamentable  caso,  el  nombre  de  Martmeja 
correrá  de  boca  en  boca  por  la  cárcel  y  se  evocará  su  historia  y  se- 
rán particularizados  sus  recuerdos  y  se  formará  un  torro  de  oyentes 
muy  sensibles  en  torno  del  que  mas  sabrosamente  sepa  narrar  los 
iltimos  pormenores  de  su  vida,  que  es  muy  fácil  sea  alguno  de  los 
que  presenciaron  de  cerca  su  muerte,  después  de  haber  corrido  mu- 
cho para  verle  dos  ó  tres  veces  por  la  carrera. 

Loque  nos  atrevemos  á  asegurar  es  que  muchos  criminales,  te- 
merosos de  ser  condenados  á  la  última  pena,  se  habrán  acordado  de 
él  diciendo: 

—  (Solo  quisiera  que  Dios  me  diese  igual  valor  en  aquel  trance! 

Concíbese  y  esplícase  fácilm  ote  este  deseo...  difícil  de  realizar. 

A  los  que  van  á  morir  en  el  cadalso  no  se  les  presenta  medio  de 
ejercitar  la  voluntad,  ni  compensación  de  todo  lo  que  pierden,  sino 
muriendo  con  valor.  Ta  han  sido  ingratos,  ofensores,  avergonzados, 
despreciados,  sentenciados...  á  lo  menos  evilemosquesediga:  «y  al 
In  murió  como  un  cobarde»  Asi  raciocinan. 


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m  PüSioras 

Sobre  toda  parólos  caracteres  vanidosos,  impet— sos  y  dominado- 
res es  gran  tormente  la  idea  de  que  aquellos  á  quienes  han  arrolla* 
do  puedan  hacerles  burla,  viéndoles  temblar  ante  el  suplicio. 
<   Y  sin  embargo,  así  acaban  los  mas  fuertes. 

Líbrenos  Dios  de  que  se  repitiera  dos  veces  seguidas  el  espectá- 
culo de  la  audacia  de  Martineja;  el  instinto  de  imitación  es  muy  po- 
deroso en  1*8  clases  menos  cultas;  todos  los  ejemplos  de  actos  varo- 
niles estimulan  extraordinariamente  su  amor  propio,  que  tienen  muy 
desarrollado,  y  nadie  sabe  los  enormes  esfuerzos  de  que  serian  a  - 
paces  muchos  criminales  para  eclipsar  á  los  que  les  hubiese»  pre- 
cedido, escitando  la  pública  admiración  con  su  entereza  ó  su  cinismo. 

No  es  muy  de  temer,  empero,  que  llegue  tan  desgraciado  caso. 


Generalmente  hablando,  los  que  van  á  morir  en  holocausto  k  la 
vindicta  pública,  salen  de  la  capilla  sin  fuerzas  ni  conocimiento;  áge- 
nos al  mando  y  á  si  mismos.  Si  á  la  mitad  del  camino  del  cadalso 
se  les  devolviera  la  vida  y  la  libertad,  pocos  serian  loe  que  recobra- 
sen el  aso  de  sus  facultades. 

La  ley  condena  á  un  vivo;  el  verdugo  solo  magulla  á  mi  muerto. 

Hemos  hablado'  del  Naranjero,  que  pagó  con  la  vida  el  arrebato  á 
que  le  llevara  la  defensa  de  su  propio  hermano. 

Ocho  ó  diez  dias  antes  de  su  ejecución  estaba  ya  tan  abatido,  que 
parecía  presentir  su  próxima  y  desgraciada  suerte. 

Sentado  estaba  cierta  mañana  en  un  banco  de  la  Portería.  Un  bar 
tallón  salia  por  la  puerta  de  Santa  Bárbara,  y  al  sonar  la  música  aso- 
máronse al  balcón  principal  de  la  cárcel  varios  presos  y  dependientes. 

Contemplando  estábamos  á  aquel  desgraciado  cuando  se  le  acercó 
el  alcaide  diciendo: 

— ¿Qué  haces  ahí,  solo?  Anda,  asomada  y  te  distraerás. 

— ¡Ay,  D.  Miguel,  replicó  $1  Naranjero,  no  sé  porque  se  me  figu- 
ra que  ya  no  volveré  áoir  música! 

T  en  efecto,  notificado  muy  en  breve,  se  le  llevó  á  encierros,  y  pue- 
de decirse  qae  dejó  de  existir. 

Vimosle  atravesar  desde  la  capilla  al  al  tari to  que  se  coloca  junto 
á  la  puerta,  y  no  era  sombra  de  sí  mismo. 


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m  nunou.  *n 
Pesábanle  les  párpados  carnosos,  cotí  si  taeraa  de  hierre;  so 
semblante  se  había  aballado  extraordinariamente,  sobresaliéndole  los 
labias,  y  el  cuello  ae  podía  sostener  la  cabeza.  La  mirada  sin  brillo, 
los  brazos  caídos,  derribados  los  hombros,  el  caerpo  vacilante;  im- 
pasible al  vocerío  de  los  curiosos  y  &  las  exhortaciones,  dejóse  meter 
eutoe  las  muios,  inútilmente  atadas,  la  estampa  de  on  sallo  y,  soste- 
nido por  un  lado  y  otro,  hizo  su  camino 

Otros  pedeoea  antes  de  morir  tormentos  peores. 

Apodérase  de  ellos  la  fiebre;  avívenseles  ciertas  facultades;  sien- 
ten y  perciben  con  mas  delicadeza  que  nunca;  no  hallan  reposo;  se 
agitan  en  continua  fatiga  y  el  sueño  huye  de  sos  ojos. 

b  tal  estado  se  poso  desde  que  entró  en  capilla  cierto  cochero 
que,  por  la  pesien  de  los  celos,  dio  muerte  &  un  titulo  de  Castilla,  i 


Su  inquietad  no  empeló  &  calmarse  hasta  después  de  mucho  tiem- 
po en  que  un  sacerdote  de  abundaste  palabra,  geni  o  vehemente  y  lar- 
ga práctica,  le  estuvo  ponderando  la  excelencia  y  la  inevitable  ne- 
cesidad de  la  resignación,  la  incfcMe  virtud  del  arrepentimiento  que 
recibía  inmediatamente  en  el  cielo  una  recompensa  dulcísima  y  eter- 
na, y  la  inlalibilidad  del  cumplimiento  de  esta  promeeahecha  en  nom- 
bre Dios. 

II  encordóle  eché  &  un  lado  toda  idea  terrorífica;  habló  al  reo  con 
la  Manduru  persuasiva  q»e  comprendió  había  de  ser  eficaz  en  aque- 
lla ocasión,  y  variando  detone  al  momento  en  que  su  sagacidad  le 
indicaba  que  era  menester  producir  nuevas  emocione*,  tranquilizó 
peco  á  pono  el  espíritu  del  desgraciado. 

fin  esto  torea  agotó  el  sacerdote  su  ingenio  y  sus  fuerzas»  de  suer- 
te que  cuando  aquél  le  prometió  no  pensar  ya  en  otra  cosa  que  en  la 
infinita  bondad  de  Dios,  que  le  perdonaba  para  siempre,  tuve  que 
acostarse  porque  su  salud  se  había  quebrantado. 

Mas  de  una  hora  permaneció  el  Cochero  qnieto  y  meditabundo; 
pero  la  soledad,  el  aspecto  de  la  capilla,  aquella  lúgubre  tristeza 
que  por  todas  partes  le  rodeaba,  comenzaron  á  insinuar  el  terror  en 
sn  ¿aúan;  le  atraían  al  dominio  de  las  ideas  mundanas  y,  azorado  y 
lleno  de  angustia,  pidió  que  sin  demora  volviese  el  sacerdote.  Con* 


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tSO  PRISIONES 

testáronle  que  había  ido  á  descansar;  que  su  salud  no  era  muy  bue- 
na, y  replicó  que  se  lo  pidieran  por  Dios. 

Volvió  en  efecto  el  confesor  á  su  lado,  y  apenas  oyó  el  preso  el 
cariñoso  celo  con  que  llamándole  hermano  suyo  le  reprendía  por  su 
debilidad,  prorumpióeu  llanto,  espresando  asi  el  consuelo  que  sentia. 

Desde  aquel  instante  no  cesó  de  hablar  el  sacerdote  con  tal  encan- 
to para  el  reo,  que  se  le  adhería  cuanto  le  era  posible,  y  de  cuando 
en  cuando  le  miraba  maravillado  con  una  espresion  de  gozo  en  el 
semblante,  como  si  en  efecto  estuviera  viendo  la  augusta  majestad 
del  cielo  solemnizando  su  arrepentimiento  con  prodigios  nunca  ima- 


I Dichoso  él  como  pocos! 

Penetróse  su  alma  de  eternidad  y  de  esperanzas  inmensas,  y  du- 
rante los  lúgubres  preparativos,  estuvo  siempre  atento  á  la  voz  del 
sacerdote.  Tampoco  se  distrajo  un  momento  durante  la  carrera;  des- 
de la  puerta  de  la  cárcel  abarcó  con  una  mirada  de  cristiana  con- 
miseración á  la  muchedumbre,  y  sin  temor  ni  sobresalto  se  encaminó 
á  la  breve  muerte. 

Al  pié  del  cadalso,  se  deslizó  en  muestras  de  vivo  reconocimiento 
á  aquél  á  quien  debia  la  bienaventuranza,  y  le  rogó  que  le  permitió* 
ra  besarle  en  el  rostro. 

El  sacerdote  puso  ante  sus  ojos  un  crucifijo,  diciendo: 

—¿A  miserable  criatura  incierta  de  su  salvación,  estimas  tanto? 
Olvídame  en  presencia  del  Salvador  del  mundo;  que  si  por  él  no  fuera, 
pereciéramos  tú  y  yo  de  muerte  eterna. 

Besó  con  efusión  el  Crucifijo  y  aplicólo  á  los  labios  del  reo,  que  no 
se  saciaba  de  hacer  otro  tanto  prodigándole  los  mas  afectuosos  dic- 
tados, y  cuando  le  avisaron  que  debia  subir  la  escalera  del  cadalso, 
dirigió  una  riente  mirada  al  sacerdote  como  si  quisiera  decir: 

—¿Tan  pronto  voy  al  cielo? 

Ese  hombre  que  santamente  murió  después  de  haber  llorado  con 
honda  amargura  su  estravio;  ese  hombre  que  con  ayes  de  vivísimo 
dolor  pidió  perdón  al  mundo  y  mil  y  mil  veces  se  arrepintió  del  mas 
leve  pensamiento  con  que  hubiese  podido  ofender  á  sos  semejantes, 
habia  sido  calificado  pocos  días  antes  de  ingrato,  hasta  la  perversión, 
de  malvado,  de  monstruo  de  crueldad 


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DE  fttJftOPA  tSI 

fií  ana  éltnas  horas  reconoció  y  proclamó  la  saciedad  sus  cristia- 
nas virtudes  y  sos  bellos  sentimientos,  y  cuando  estuvo  bien  penetra* 
da  de  qne  era  bueno...  le  mató 

El  recuerdo  del  Cochero  no  es  de  los  que  adquieren  carácter  de 
permanencia  en  la  cárcel. 

Para  loa  presos  no  era  un  oo barde,  supuesto  que  habían  presea- 
ciada  actos  que  mostraban  lodo  la  contrarío;  pero  como  al  mismo 
tiempo  le  rieron  humilde,  resignado,  y  mas  que  resignado  contento, 
ao  sabían  como  juzgarle . 

En  vano  lo  habrían  intentado;  no  estaba  á  su  alcance  el  fenómeno 
que  en  el  espirita  del  rao  se  verificó  en  la  capilla. 

Por  otra  parle  oomo  no  se  sentían  capaces  de  llegar  al  estado  de 
aquel  hombre,  estado  que  no  era  de  los  que  llaman  la  atención  en  el 
teatro  del  mundo,  no  le  envidiaban  gran  josa,  y  hoy  no  se  le  cita  pa- 
ra nada  en  aquellas  conversaciones  de  calabozo,  donde  se  hace  exi- 
men de  las  prendas  que  poseyeron  los  ajusticiados. 

Iba  bien  recuerdas  la  serenidad  ioesplioable  de  un  soldado  que 
•a  hace  muchas  aflos  fné  á  la  muerte  por  haber  dado  de  puñalada*  á 
h  ama  en  la  calle  del  Barquillo,  una  noche  que  la  acompañaba  á 


Este  mal  aconsejada  mozo  hito  el  triste  viaje  con  serenidad,  sin 
altivez  y  sin  miedo,  á  lo  menos,  sin  ese  miedo  que,  en  trasluciéndose, 
desprestigia  al  que  lo  experimenta  á  los  ojos  de  los  criminales. 

La  dJJtma  noche  le  visitaron  algunos  oficiales  de  su  cuerpo;  dije- 
reate  que  era  cristiano,  y  que  por  lo  tanto  debia  conformarse  con  su 
anorte  y  poner  ka  esperanza  en  Dios;  pero  que  no  olvidase  que  había 
sido  soldado  español  y  se  mostrase  digno  de  ello,  muriendo  con  va- 
lor y  ageno  á  toda  flaqueza. 

Ofreció  hacerlo  asi  el  desgraciado  y  ¿quién  sabe?  acaso  el  recuerdo 
de  sa  bandera  le  prestó  fuerzas  para  cumplir  su  promesa. 

Dorante  la  cena  hizo  una  observación  que,  si  mucho  nos  parásemos 
en  ella,  acabaría  por  distraernos  de  nuestro  propósito. 

Aquel  hombre,  sabedor  de  que  ibaá  morir  á  las  pocas  horas,  noté 
en  alta  voz  «que  en  toda  tu  vida  había  tenido  una  cena  tan  escótente. » 

Bata  observación  seria  de  poca  importancia  en  uno  de  esos  erimi- 
Tonon  ti 


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tS£  PRISIONES 

nales  que  hacen  alardes  de  sentimientos  groseros;  ó  en  un  hombre 
cuyos  grandes  proyectos  y  sucesos  hubieran  sido  tales,  que  acostum- 
brado á  ver  la  muerte  de  cerca,  no  solo  no  la  temiera,  sino  que  la 
tuviera  en  poco,  embargada  su  activa  imaginación  en  pensamientos 
gigantescos. 

Pero  en  aquel  infeliz,  que  no  se  hallaba  en  caso  semejante;  en 
aquel  hombre,  que  no  tenia  mas  que  la  vida;  que  no  enunció  jamás 
una  idea  propia,  no  comprendemos  ese  refinamiento  de  paladar  7 
esa  buena  disposición  de  estómago,  sino  atribuyéndola  al  trastorno 
completo  de  ciertas  facultades. 

Muy  diferentemente  acabó  sus  dias  el  cabo  Collado. 

Reciente  está  su  proceso  y  lo  deben  recordar  muchos  lectores. 

Reprendido  por  su  teniente  por  una  falta  de  policía  en  que  al  pare- 
cer incurriera  ya  otras  veces,  y  abofeteado  por  este,  según  se  dijo, 
hubo  de  concebir  el  proyecto  de  vengarse.  Aquella  misma  tárete  fué 
á  ver  á  su  novia  y  volvió  al  cuartel  aun  mas  alentado  que  nunca  al 
cumplimiento  de  su  venganza.  Después  de  la  lista,  al  atravesar 
ton  la  compañía  un  pasillo  oscuro,  se  acercó  al  teniente  y  le  dio  un 
navajazo  en  el  corazón.  Prorumpió  la  victima  en  una  interjección 
terrible  y  tiró  de  la  espada  al  mismo  tiempo,  mas  no  acabó  de  de- 
senvainarla:  cayó  exánime. 

Diéronse  voces:  Collado  huia,  pero  fué  alcanzado  en  breve. 

Hemos  tenido  en  la  mano  el  arma  asesina,  cuyo  chirrido  al  abrirse 
parece  un  quejido  humano;  cuya  hoja  puntiaguda  y  estrecha  se  va 
ensanchando  hasta  llegar  á  parecer  cuchilla.  Estaba  llena  de  sangre 
hasta  la  mitad  del  mango.  Armas  semejantes  no  pueden  fabricarse  ni 
comprarse  sino  con  el  objeto  de  derramar  sangre  humana. 

En  muy  breve  tiempo  fué  condenado  aquel  hombre  á  la  pena  de 
muerte. 

Reconoció  la  justicia  de  la  sentencia,  y  como  casi  todos  los  crimi- 
nales, decía  que  estaba  muy  bien  hecho  que  el  que  mate  muera. 

Parecería  natural  que  los  hombres  que  se  sienten  capaces  de  qui- 
tar á  otro  la  vida,  se  rebelasen  por  previsión  y  egoísmo  contra  la 
pena  de  muerte,  y  sin  embargo  no  es  asi. 

Acaso  por  saber  ó  sentir  que  cuellos  no  es  gran  violencia  el  matar, 
consideren  que  la  justicia  no  se  ha  de  hacer  ninguna  para  lo  mismo. 


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ÜS  BUMft*.  ÍM 

El  desgraciado  de  quien  hablábamos  experimentó  gran  decaimiento 
al  acercarse  al  término  de  so  carrera. 

listando  en  la  capilla  convidó  á  cenar  á  dos  compañeros  de  ignal 
graduación  que  él,  mas  en  aquellos  momentos  todavía  estaba  soste- 
nido por  la  oscitación  de  sn  espirito  y  mostraba  mas  serenidad  qne 
sus  compañeros,  los  cuales  le  dijeron  que  el  verle  en  tan  amargo  tran- 
ce les  causaba  honda  pena  y  les  quitaba  todo  apetito.  Despidiéronse, 
pues,  en  extremo  conmovidos,  y  él  cenó  bien  y  tomó  café.  Dictó  con 
serenidad  su  testamento,  dejó  dinero  para  misas  por  su  alma  y  la  de 
su  victima,  y  durmió.  Al  dia  siguiente  hiio  muchas  exclamaciones 
echándose  en  cara  su  bárbara  venganza,  pidió  á  voces  perdón  á  su 
victima  cuya  vida  habia  segado  en  flor;  oyó  misa  y  tomé  chocolate. 
A  las  once  almorzó  y  tomó  café.  Salió  de  la  cárcel  contrito  y  recon- 
ciliado; presentóse  con  apariencias  de  serenidad,  y  oyó  las  grandes 
voces  de  perdón  que  partían  de  todos  lados. 

También  aquel  dia  y  en  aquel  momento  hubo  violentos  remolinos 
en  la  muchedumbre,  alaridos  y  desmayos. 

Al  salir  por  la  Puerta  de  Sania  Bárbara  bebió  agua  el  reo  y  lloró. 
A  muy  corto  trecho  hubo  que  confortarle  y  se  le  subió  á  un  carruaje 
porque  desmayaba. 

Mientras  la  multitud  procuraba  averiguar  ó  adivinar  su  estado, 
otra  escena  inesperada  y  extraordinaria  se  producía  entre  los  mismos 
espectadores,  llenando  de  dolor,  de  asombro  y  de  piedad  á  muchos. 

La  novia  de  Collado,  aquella  infeliz  á  quien  el  rumor  público  atri- 
buía influencia  en  la  venganza  tomada  por  él,  estaba  allí,  atraída 
por  un  inconcebible  prestigio,  por  una  de  esas  fuerzas  desconocidas, 
Asestas,  pero  siempre  poderosas  en  las  naturalezas  incultas. 

Formóse  un  ancho  circulo  al  rededor  de  aquella  desgraciada  que 
gritos  y  se  revolvía  en  convulsiones  como  una  loca  furiosa,  y 
i  que  dos  guardias  civiles  la  llevaban  á  viva  fuerza  de  aquel 
sitio,  su  desventurado  amante  se  iba  aproximando  entre  desmayos 
al  berrendo  catafalco. 

Volvió  á  brotar  el  llanto  de  sus  ojos,  y  al  fin,  haciendo  un  esfuerzo 
supremo,  pareció  que  habia  recobrado  el  aliento. 

De  pié  sobre  el  tablado,  quiso  dirigir  la  voz  al  público,  y  en  efecto 
comenzó  recomendando  á  todos  sus  oyentes  el  cumplimiento  de  sus 


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tU  MUS1QRS 

habitado,  y  según  costumbre,  lo  debieron  de  llevar  á  la  cárcel  para  el 
cumplimiento  de  ciertas  formalidades  que  han  ido  cayendo  en  desaso. 

A  su  tiempo  nos  ocuparemos  de  otras  particularidades  de  estos 
libros,  es  decir,  de  todos  los  que  existen  reunidos  en  el  Archivo  de  la 
Cárcel  del  Saladero,  y  tendremos  ocasión  de  tratar,  ó  apuntar,  cuan- 
do otra  cosa  no  nos  sea  posible,  curiosos  datos  y  observaciones. 

Para  soportar  el  horror  que  inspiran  delitos  y  acontecimientos  co- 
mo los  que  nos  han  dado  materia  para  las  últimas  páginas  que  aca- 
bamos de  escribir,  es  preciso  volver  los  ojos  atrás  y  contemplar  y  com- 
parar con  lo  que  hoy  sucede  lo  que  anteriormente  sucedía. 

No  debemos  renegar  de  nuestro  siglo,  ni  del  periodo  que  alcanza- 
mos porque  no  sea  perfecto:  vale  mas  que  los  que  le  precedieron,  y 
necesariamente  debe  valer  mas,  porque  atesora  mayor  caudal  de  ex- 
periencia, mayor  suavidad  de  costumbres,  lucha  con  menos  incon- 
venientes materiales  y  sus  aspiraciones  son  mas  levantadas. 

El  verdugo  y  el  cadalso  fueron  un  tiempo  sacerdote  y  altar  de  sa- 
crificios; boy  hasta  sus  nombras  repugnan;  no  está  lejos  el  dia  en  que 
solamente  sean  un  recuerdo  enojoso 

En  Madrid  ha  habido  Inquisición,  Quemadero;  catafalco,  horca, 

penca,  potro,  linternas  ó  jaulas  para  miembros  humanos queda 

aun  el  catafalco,  arrojado  cada  dia  de  un  punto  á  otro.  Antes  se  os- 
tentaba en  lugar  poblado:  en  la  Plaza  Mayor;  en  la  gran  Plaza  Ma- 
yor nada  menos,  donde  se  celebraban  las  magnificas  fiestas  reales; 
en  sitio  rodeado  de  numerosos  balcones,  ventanas  y  tablados. 

Allí  se  observaba  cierto  ceremonial  minucioso  del  que  solo  citare- 
mos la  particularidad  siguiente:  cuando  el  verdugo  era  llamado  para 
ahorcar  ó  degollar,  colocaba  su  inhumano  aparato  hacia  la  parte  de 
las  Carnicerías;  cuando  tenia  que  desempeñar  su  cargo  dando  gar- 
rote, la  situaba  frente  á  la  Gasa  Panadería,  delante  del  Portal  de 
Pafios 

En  1790,  arrojado  lejos  de  aquel  paraje,  que  era  tránsito  continuo 
de  personas  cultas,  fué  á  parar  á  la  Plazuela  de  la  Cebada,  centro 
de  vendedores,  vecindad  de  baja  estofa  y  sin  duda  considerada  capaz 
de  sentir  menos  repugnancia¿que  la  de  la  corte  á  los  espectáculos  y 
recuerdos  de  sangre. 


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DI  WSMÚfk.  Ul 

AJIi  te  refugió  hasta  el  alio  de  1834  en  que  el  entonces  corregidor 
de  Madrid,  marqués  rindo  de  Pontejos,  lo  lanzó  de  la  capital,  rele- 
gándolo i  las  afueras  de  la  Puerta  de  Toledo.  Tampoco  estuvo  mu- 
cho tiempo  en  tranquila  posesión  de  aquel  sitio;  hoy  dia,  á  conse- 
cuencia de  haber  desaparecido  la  Cárcel  de  Corte,  y  siendo  custodia- 
dos los  delincuentes  en  la  del  Saladero,  el  ministro  de  la  muerte  y 
su  aparatos  van  á  la  Pradera  de  Guardias,  fuera  del  portillo  (me- 
jor que  Puerta)  de  Santa  Bárbara,  y  salen  de  Madrid  él  y  el  senten- 
ciado y  su  comitiva,  evitando  el  pasar  por  delante  de  morada  alguna, 
asi  como  en  otro  tiempo  iban  paseando  plazas  y  calles,  sembrando  el 
mas  pavoroso  horror  en  los  corazones  y  haciendo  ostentación  de  bár- 
baros emblemas. 

Las  solemnidades  de  la  pena  de  muerte  son  también  cada  día  me- 
nos frecueotes:  todo  nos  mueve  á  confiar  en  que  asistiremos  á  su 
abolición. 

De  dalos  oficiales  resulta  con  respecto  de  la  audiencia  de  Madrid, 
que  ha  condenado  á  muerte  en  1837  á  103  individuos; 

en  1839  á  101 

en  1840  á   47 

en  1841a    13 

en  1841  i   10 

•n  1843  a    ti 

en  1845  á   15 

No  se  uallan  dalos  relativos  á  los  aflos  de  1838,  1844  y  posterio- 
res á  1845;  pero  tenemos  la  seguridad  de  que  no  serian  desconsola- 
dores comparándolos  con  los  de  afios  remotos.  Aun  hay  que  advertir 
que  de  las  15  sentencias  de  muerte  pronunciadas  en  el  afio  1845,  9 
recayere  u  en  personas  contumaces,  de  manera  que  no  llegarían  á 
cumplimiento,  en  su  mayor  parte  á  lo  menos. 

Hoy,  que  se  previene  mas  que  se  castiga;  boy,  que  se  da  publici- 
dad á  los  hechos,  escandalizan  algunos  fanáticos  con  una  supuesta 
retajado  de  costumbres  y  ponderan  la  excelencia  de  los  tiempos  pa- 
sados, de  aquellos  tiempos  en  que  nadie  sabia  lo  que  pasaba  á  tres 
leguas  de  su  casa.  Hoy  en  cambio  tiene  España  para  cada  delito  cin- 
cuesta  periódicos  diarios  que  á  una  vez  lo  publican,  lo  comentan,  lo 
discateo  y  hacen  lo  posible  para  evitar  que  se  repita. 


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***  rtttiomts 

Precisamente  nos  hemos  detenido  al  hablar  de  algunos  crimínales 
últimamente  ajusticiados,  porque  mientras  estuvieron  sueediéndose 
en  el  cadalso  se  notó  cierta  predisposición  al  delito  que  contrasta  con 
oirás  épocas  mas  tranquilas,  que  por  fortuna  ó  por  ley  de  naturaleza 
son  las  mas  duraderas  y  ordinarias. 

Durante  aquel  periodo,  parecía  que  el  crimen  estaba  en  la  atmós- 
fera. No  se  hablaba,  no  se  leía,  no  se  trataba  mas  que  de  actos  orí* 
minales. 

Madrid  estaba  ya  consternado  cuando  tuvu  noticia  de  un  asesinato 
acompafiado  de  robo  é  incendio,  en  una  pacifica  morada  de  la  calle 
de  ta  Paz.  La  victima  principal  fué  una  jóvon,  apenas  adulta;  hicié» 
ronse  con  aquel  motivo  numerosas  prisiones,  y  sin  embargo  nada  pu* 
do  averiguarse.  Los  autores  de  aquellos  esoesos  llevaron  á  tan  alio 
grado  ta  barbarie  como  la  cautela.  Al  propio  tiempo  un  consejo  de 
guerra  condenaba  á  pena  capital  á  un  soldado  de  caballería  de  No- 
mancia;  otro  condenaba  á  igual  pena  ¿  un  paisano  que  en  lucha  oon 
un  Guardia  Urbano  le  cortó  un  dedo;  de  cuyo  caso  provino  la  propo* 
sicion  presentada  al  Congreso  de  los  Diputados  por  la  minoría  pro- 
gresista, á  fin  de  que  fuese  reformado  el  reglamento  de  aquel  cuer- 
po. Una  mañana,  como  si  tantos  horrores  ciertos  no  bastaran,  corrió 
con  mucho  crédito  la  nueva  de  que  se  había  asesinado  ¿  cuatro  per- 
sonas en  una  casa  de  la  calle  de  la  Ballesta,  y  tan  acostumbrada  es- 
taba la  población  á  los  casos  sangrientos,  que,  siendo  falsa  á  todas 
luces  la  noticia,  costó  gran  trabajo  persuadir  de  su  falsedad  al  vulgo. 

Por  desgracia  era  cierto  en  cambio  el  suicidio  de  un  joven  en  el 
Buen  Retiro,  y  aunque  fracasaba  en  igual  propósito  una  joven,  hija  de 
un  militar,  corrió  grave  riesgo,  pues  se  atravesó  la  barba  de  un  bala» 
20;  la  criada  de  un  tendero  disparaba  un  pistoletazo  á  su  amo;  otro 
consejo  de  guerra  se  reunia  para  juzgar  á  un  corneta  acusado  de  de- 
lito capital;  acudía  el  público  á  la  vista  de  una  causa  formada  con- 
tra cuatro  hombres  y  una  mujer,  cómplices  en  el  asesinato  del  espo- 
so de  esta,  cometido  dos  aflos  antes  en  tierra  de  Avila;  un  soldado  ma- 
llorquín se  suicidaba  en  las  Vistillas  y  todo  esto  ocurría  en  Madrid 
en  pocos  dias;  no  había  barrio  libre  de  aquel  sangriento  contagio. 

Pero  no  solo  en  Madrid,  en  toda  España  se  cometieron  crímenes  ai 
mismo  tiempo. 


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DBRÜMM.  •** 

En  un  campo  de  trigo  de  Castellón  hallaran  los  guardias  dviles  mía 
niña  de  cuatro  afiosmarihnnda,  desnuda,  quebrantada*.,  victima  del 
mas  brutal  atentado;  en  Alicante  caía  un  infeliz,  asesinado  por  cuatro 
hombres  que  acababan  de  cenar  con  él;  á  entro  leguas  de  Sevilla  un 
Tentero  asesinaba  entre  unos  árboles  á  untnclaao  que  venia  de  ven- 
der ganado  de  cerda:  la  esposa  del  ventero  era  sabedora  y  cómplice 
del  delito;  moría  asesinado  el  cora  de  Valdepeñas;  en  Cádiz  quedaba 
muerto  un  ladrón  y  herido  otro,  sorprendidos  en  el  acto  de  cometer 
un  robo;  un'capitan  del  ejército  se  suicidaba  en  Valladblid  donde  es- 
taba preso;  en  Granada  era  pasado  por  la*  armas  un  reo  de  homici- 
dio; «o  Reas  una  operaría  joven  al  entrar  en  la  fábrica  donde  traba* 
jaba,  retibia  de  improviso  tres  puñaladas;  ea  Murcia  pereda  un  hom« 
bre  y  quedaban  heridos  otros  dos  por  ana  reyerta  de  muy  leve  fun- 
damento y no  qaeremos  rebuscar  mas  sucesos  análogos  acaeci- 
das ea  España  ea  aquel  breve  espacio  de  tiempo;  que  hartos  tenemos 
qae  narrar  aun  reduciéndonos  á  la  cárcel  del  Saladero.  Sea  concia- 
•m  de  las  Agresiones  nuestras  el  recuerdo  de  J.  H...  (a)  Misa,  que 
habiendo  dado  muerte  á  su  mujer  años  antes,  se  presentó  por  enton- 
ces espontáneamente  á  los  tribunales,  para  que  lo  jozgaien. 

Pero  si  las  épocas  que  ponderan  los  partidarios  de  lo  antiguo 
bnhioeen  sabido  y  podido  averiguar  como  la  nuestra  lo  que  en  su  se- 
na acontece,  ¿no  hallaríamos  en  ellas  con  muchísima  mas  frecuencia 
largos  periodos  peores  mil  veces  que  el  qae  acabamos  de  citar?  ¿Qu6 
escusa  plausible  tendrían  los  hombres  de  aquellas  sociedades  si,  sien* 
do  mas  pacíficos,  mas  religiosos,  mas  humanos  que  nosotros,  hubie- 
sen intentado  las  duras  penas,  los  horrorosos  martirios  que  inventa^ 
ron  y  que  ooa  tanta  dureta  aplicaron? 

Valemos  mas  y  aspiramos  á  ser  mejores:  no  hay  datos  oficiales  de. 
donde  tomar  nota  de  las  sentencias  de  muerte  pronunciada*  ea  toda 
Bspafa  durante  to  que  va  de  siglo;  mas  aun  creemos  que  la  aetaal 
legislación  es  menos  suave  de  lo  que  requieren  nuestras  costumbres. 
Consta  que  en  el  año  de  1843  las  sentencias  de  muerte  pronunciadas 
en  España  faeron  111,  y  nos  horroriza  esta  cifra  que  dos  siglos  atrte 
habría  sido  considerada  con  razón,  oomo  muy  exigua. 

Sipnesto  que  tenemos  los  datos  á  la  vista,  vamos  á  ponerlos  en 
estraete  á  la  consideración  del  lector. 

si 


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tlO  MtfSIONBS 

Ed  el  año  mencionado  pronunció: 

La  audiencia  de  Granada  46  sentencias  de  muerte; 
la  de  Madrid  24; 
la  de  Albacete  15; 
la  de  Burgos  10; 
la  de  Barcelona  10; 
la  de  Gáceres  4; 
la  de  la  Cornfia  3; 
"  Total  llí 

Hubo  en  toda  España  24,179  acusados  y  fueron  penados  10,444; 
y  correspondieron  á  la  audiencia  de  Madrid  2,464  causas  y  4,689 
acusados.  A  la  misma  audiencia  correspondieron  en  1845  por  delitos 
perpetrados  en  dicho  afio  2986  causas  y  5257  acusados. 

De  los  acusados  por  causas  sustanciadas  en  el  territorio  de  la  au- 
diencia de  Madrid,  habia  599  ¡que  no  llegaban  á  SO  aOost  ¿Es  posi- 
ble la  perversidad  en  edad  tan  temprana?  El  resultado  de  los  pocos, 
poquísimos  ensayos  prácticos  que  se  han  hecho,  muestran  queno.  ¿Ha- 
bia labrado  la  educación  cual  seria  de  desear  en  aquellos  jóvenes? 

De  los  5141  acusados  que  á  la  audiencia  de  Madrid  correspondie- 
ron por  toda  clase  de  delitos,  los  2957  no  sabían  leer  ni  escribir. 

Tratando  de  esta  provincia  el  tomo  X  del  Diccionario  Geográfico' 
Estadístico- Histórico  del  Sr.  Madoz,  dice  en  su  página  522,  colum- 
na segunda,  lo  que  vamos  á  copiar,  que  espresa  perfectamente  nues- 
tras ideas. 

«La  educación,  primera  fuente  de  moralidad,  se  halla,  desgracia- 
cdamente,  hablando  en  genera),  descuidada,  como  sucede  en  las  res* 
«tan tes  provincias  de  la  monarquía.  Apenas  salen  los  nidos  de  la 
«edad  infantil,  sin  haber  recibido  quilas  la  menor  instrucción,  cuan- 
«do  sé  ven  dedicados  á  las  faenas  del  campo  ó  al  oficio  que  sus  pa- 
«dres  ejercen;  surge  de  aquí,  como  es  natura),  aquella  libertad  en  el 
«trato  con  los  mayores,  la  familiaridad  con  los  padres  que  rompe  el 
«saludable  freno  de  la  obediencia;  la  prematura  costumbre  de  pala- 
«bras  mal  sonantes,  de  licores  espirituosos,  del  juego  y  las  otras  pa- 

«siones  que  preparan  un  porvenir  desgraciado.* «Hay  otra 

«clase  cuyos  jóvenes  menoscaban  en  mayor  grado  los  principios  de 
«moralidad;  hay  otra  que  produce  mas  fatales  consecuencias  y  es  la 


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MUQMH.  ftll 

«que  trae  sa  erigen  de  familias  proletarias  que  nada  debieron  á  sus 
«padres  sino  la  existeneia,  quienes  se  oreen  exentos  de  atender  á  la 
«educación  de  sos  hijos  y  aun  tienen  por  un  mal  que  frecuenten  las 
«escuelas.  Bwmtmese  la  historia  de  esos  seres  mas  infortunados  que 
•criminales  á  los  ojos  de  Dios,  que  terminan  en  tos  patíbulos  y  en  los 
•presidios  la  earrera  de  sus  atentados  contra  la  vida  y  la  propiedad 
•de  sus  conciudadanos y  y  se  verá  que  corresponden  casi  todos  ellos  á 

mía  apresada  clase » 

«Son  muchos  los  pueMos  que  carecen  de  escuelas;  no  pocos  los  que 
tías  tienen  solo  temporales  y  grande  el  número  de  las  que  se  hallan 
«dirigidas  por  maestros  sio  litólo,  faltos  de  instrucción  y,  lo  que  es 
«mas  deplorable,  poco  aptos  para  inspirar  buenas  ideas  á  sus  disd- 
«palos.» 

«Bl  pueblo  que  tiene  un  buen  cura  párroco  posee  un  tesoro  inapre- 
« dable,  y  sus  habitantes,  con  su  conducta  ejemplar,  justifican  la  po* 
«derosa  influencia  de  aquél  en  la  educación.  Compárese  el  número  de 
«delitos  perpetrados  en  dos  pueblos,  iguales  en  las  demás  circuns- 
tancias, mas  regido  el  uno  por  un  cura  párroco  celoso  del  cumplí- 
«aieoto  de  su  ministerio,  y  el  otro  que  tenga  un  pastor  descuidado 
«é  ignorante,  y  se  juzgará  de  la  virtud  de  nuestras  reflexiones.  Des* 
«granadamente  el  número  de  los  buenos  curas  párrocos  en  el  punto 
«4  que  nos  referimos  no  es  el  que  de  desear  seria;  porque  las  guer- 
«ras  internacionales  y  civiles  han  conducido  al  desempeño  de  aquel 
«difícil  cargo,  aun  bien  á  pesar  de  los  mismos  diocesanos,  que  de- 
« ploran  este  mal,  á  muchos  sacerdotes  á  quienes  les  falta,  por  lo 
«meóos,  la  instrucción  necesaria»....  «Preciso  es  confesar  que  el  es*. 
«tado  moral  de  la  nación  espafiola  seria  mucho  menos  malo  de  lo 
«que  actualmente  aparece,  si  la  dirección  espiritual  de  todos  los  pue- 
«bios  estuviera  encomendada  á  sacerdotes  instruidos.» 

Ninguna  reflexión  tenemos  que  aOadir  á  las  anteriores.  Está  evi- 
deoiemente  demostrado  que  no  la  perversidad  de  sentimientos  del 
individuo,  sino  su  falta  de  educación,  el  haberla  recibido  mala  y 
otras  causas  que  arrancan  de  la  raiz  de  la  sociedad,  llevan  á  muchos 
hombres  al  delito,  dejando  á  nn  lado  las  circunstancias  de  clima,  re- 
laciones de  familia,  afectos  contrariados  y  otras  no  menos  poderosas. 


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«tt  JNWOflBi 

Antes  de  dirigir  nuestra  mira  á  otro  panto  y,  ya  que  de  educación 
hablamos,  no  estará  de  mas  advertir  que  la  mayor  parte  de  \m  de* 
uncientes  de  quienes  se  dice  que  saben  leer  y  escribir,  lo  hacen  con 
deplorable  imperfección.  La  solicitud  al  Alcaide  del  Saladero,  es- 
crita por  un  hermano  de  Martineja  (que  hemos  copiado)  puede  ser- 
yir  de  tipo  para  medir  el  grado  de  mejoramiento  que  de  lo  aprendi- 
do en  las  letras  puramente  elementales  pueden  prometerse  aquellos 
infelices. 

El  principal  aousado  en  el  proceso  relativo  al  crimen  de  la  calle 
de  la  Justa  escribió  de  su  puño  y  letra  un  documento  curioso  que 
corrobora  nuestro*  asertos.  Por  su  testo  se  verá  cuan  cierto  es  lo  que 
acabamos  de  decir,  y  al  mismo  tiempo  se  sabrá  que  Montero,  cual- 
quiera que  haya  sido  su  conduela,  abriga  sentimientos  de  padre,  y 
aun  en  su  triste  estado  piensa  en  afianzar  mas  y  mas  los  lazos  que 
le  unen  á  la  sociedad,  lazos  formados  por  la  naturaleza  y  que  vivi- 
rán la  vida  del  hombre  sobre  la  tierra. 

Hé  aqui  la  carta  á  que  nos  referimos: 

ttUustrísima  San  ti  da.  Señor  Vicario  Castrense  de  Madrid. 

«Eugenio  López  Montero,  Sotero  de  edad  de  cuarenta  y  dos  años, 
«natural  de  Armería,  Parriquia  de  San  Sebastian,  de  oficio  sirviente 
«/procesado  en  esta  cárcel  de  Villa  de  Madrid,  ante  su  Uustrísima 
a  espone. 

«Que  teniendo  dos  hijos  de  menor  edad,  reconocidos,  con  Ramona 
«Rjiiz  García,  Solera,  natural  de  Reyres,  Probincia  de  Armería,  de 
«edad  de  treinta  y  seis  años.  Desea  contraer  matrimonio  con  dicha  Sb- 
«Sora,  por  ser  este  un  acto  «de  su  obligación,  y  umanidad,  y  descar- 
ago de  su  conciencia,  y  descanso  de  su  alma,  pues  asi  nos  lo  manda 
«la  sagrada  escritura,  y  nuestra  santa  madre  Iglesia. »  y  lo  que  todo 
«cristiano  está  obligado  á  hacer,  y  como  tal  me  concreto,  quiero 
«cumplir  con  mi  dever: 

«Gracia,  etc.» 

Montero  contrajo,  en  efecto,  matrimonio  con  la  madre  de  sus  hijos 
y  no  es  el  único  que  condenado  á  la  última  pena  ha  procedido  asi. 


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MMttft.  tM 

kéeaáé  de  lo»  dias  dos»ooocioo,  hay  otras  ocasiones,  o*  tan  tris- 
las  y  sotanas,  ei  que  la  oárcel  es  teatro  de  escenas  muy  coupove* 
doras. 

Daa  ?et  per  semana  suele  recibir  aquella  alcaidía  una  neta  en  que 
el  Gobierno  Civil  espresa  los  nombres  de  los  presos  que,  condenados 
su  última  instancia,  deben  salir  al  siguiente  dia  á  cumplir  sos  con- 
denas, eo  los  presidios  y  reclusiones  que  seles  designan. 

Los  oficios  se  reciben  generalmente  por  la  tarde;  se  toma  nota  de 
los  nombre*  y  apellidos  para  comunicar  la  triste  nueva  A  los  intere- 
sados, y  esia  epemeion  se  practica  al  anochecer,  de  suerte  que  los 
que  confian  en  el  indulto  ó  siquiera  en  los  buenos  oficios  de  un  pro- 
tector para  que  les  alcance  la  gracia  de  prolongar  su  estancia  en  la 
cárcel,  ae  bailan  encímente  sorprendida!,  sin  haber  hecho  prepa- 
rativos, mu  recursos  les  mas,  sin  tiempo  para  avisar  á  su  familia  y 
deapedine  de  ella. 

Aquella  noche  lo  es  de  afanes  y  congojas  para  ellos  y  sos  eamarar» 
das  y  íes  indudable  que  la  vanidad  halla  atractivos  hasta  en  el  cri- 
men! hemos  visto  á  un  moio  de  veintidós  afios  callarse  en  semejante 
ocasión  las  alpargatas  que  tenia  dispuestas  para  el  camino,  como 
pudiera  un  romano  vestirse  la  toga  viril.  Qeeria  ser  lumbre;  y  en 
determinadas  esferas  sociales  solo  puede  el  ambicioso  distinguirse 
siendo  andas,  pendenciero  y  dominante,  y  el  haber  estado  en  presi- 
día en  la  primera  juventud  da  derecho  á  ser  respetado 

Prosigamos  nuestro  relato. 

Al  otro  dia  al  amanecer,  acuden  amigos  y  parientes  de  los  rema- 
lodos  dotante  de  la  oárcel. 

Es  un  cuadro  desconsolador,  sobre  todo  para  el  que  vive  ageno  4 
preocupaciones  y  persuadido  de  lo  que  podrían  dar  de  si  las  buenas 
cualidades  que  entre  sus  defectos  poseen  aquellos  infelices. 

A  pesar  de  fríos  y  de  tormentas,  Ja  viejecita,  acabada  por  la  edad» 
la  potaren  y  las  desgradas,  ta  A  abrazar  al  hijo  de  sus  eatrafias  pen- 
sando que  ya  no  le  volverá  A  ver. 

Allí  de  lágrimas  y  alaridos,  allí  de  exclamaciones  al  cielo  que  mas 
de  una  ves  responda  con  el  horrísono  estampido  del  trueno  ó  mués* 
tn  inalterable  la  alegre  luz  de  una  aurara  serena. 


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»*4  pftumnis 

Ellos  creen  todos  que  aquel  es  el  momento  en  que  deben  hacer 
prueba  de  temple  de  alma,  y  procura  contener  las  lágrimas  y  men- 
tir entereza  el  que  mas  conmovido  se  halla. 

Saben  que  los  guardias  civiles  los  están  contemplando  y  no  quie- 
ren parecer  débiles  en  su  presencia. 

El  último  momento  de  la  despedida  va  acompañado  de  las  voces 
que  les  dan  los  presos  asomados  á  ciertas  rejas;  que  no  á  todas  es 
licito  asomarse. 

Madres  y  hermanas  hay  que  no  se  resuelven  á  separarse  del  que 
va  á  pasar  trabajos y  y  corren  cuanto  alcanzan  sus  fuerzas  siguiendo 
desde  cierta  distancia  el  paso  militar  que  lleva  la  cuerda,  despidién- 
dose y  volviendo  á  despedirse  á  cada  momento,  conjurando  al  pena- 
do á  que  se  encomiende  á  Dios  y  sea  buen  cristiano,  basta  que,  ren- 
didas de  fatiga,  prorumpen  en  amarguísimo  llanto  viendo  que  ya  no 
pueden  mas  y  que  la  cuerda  se  aleja...  se  aleja,  ¡llevándose  al  esposo, 
al  hermano  ó  al  hijo! 

Los  que  quedan  en  la  cárcel  y  están  ya  rematado*,  piensan  tris- 
temente en  la  escena  que  acaban  de  presenciar,  temerosos  de  que  on 
breve  tengan  que  ser  ellos r los  que  partan,  y  muchos  permanecen 
largo  rato  ensimismados,  asidos  délas  rejas  desde  donde  vieron  \  ar- 
tir  á  sus  compañeros. 

Los  parientes  y  amigos  que  han  acompañado  á  aquellos,  vuelven 
tristes  y  silenciosos,  y  al  pasar  por  delante  de  la  cárcel  dirigen  las 
miradas  mas  compasivas  á  los  presos,  y  nunca  dejan  de  esclamar: 
(desgraciados!  ¡pobrecitos! 

Sin  embargo,  si  á  las^pocas  horas  se  presenta  en  un  patio  el  car- 
tero y  lee  el  sobre  de  una  carta  destinada  á  alguno  de  los  que  aca- 
ban de  salir  para  presidio,  nunca  falta  un  zumbón  que  le  contesta 
á  gritos:  « ¡Ha  ido  al  colegio. » 

Para  avisar  á  los  rematados  que  se  dispongan  á  salir  á  la  mafia- 
na  siguiente  (como  es  ya  anochecido  y  los  presos  de  departamento 
general  están  encerrados  ep  sus  cuadras)  salen  de  la  alcaidía  un  de- 
pendiente  que  lleva  un  farol  y  otro  que  lleva  la  lista. 

Acércanse  á  la  puerta  de  un  calabozo  y  dan  en  ella  un  fuerte  gol- 
pe con  el  manojo  de  las  llaves,  y  acto  continuo  se  oye  dentro  al  vo- 
ceador que  con  una  cantilena  peculiar  y  tradicional  en  la  cárcel  gri- 


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oí  mora,  tn 

ta:  jsilenciol  Este  grito  se  prolonga  dt  manera  que  al  terminar  ya 
no  chiste  ningún  preso.  Levanta  el  moio  el  farol  para  que  el  otro 
pueda  lev  cómodamente,  y  en  efecto,  el  de  la  lista  va  diciendo  uno 
por  uno  les  nombres. 

Si  el  preso  nombrado  se  encuentra  en  aqnella  cuadra,  el  calabo- 
cero ó  61  mismo  contestan:  «Aquí  está»  y  el  leyente  séllala  una  croa 
con  lápiz  al  lado  de  sn  nombre.  Después  que  ha  Jeido  toda  la  lista» 
dice  levantando  la  voz: « todos  esto*,  preparados  para  mafiana.»  Le- 
vántase rumor;  fórmanse  corrillos;  deplórase  la  prontitud  en  haber 
enviado  la  lisia,  se  mandan  recados  á  las  familias  y  á  los  amigos 
mas  Íntimos  de  dentro  y  fuera  de  la  cárcel. 

Baylos,  empero,  ó  amigos  de  echar  bravatas  ó  verdaderamente 
cansados  de  prisión,  que  prefieren  salir  de  allí,  pisar  la  calle,  respi- 
rar aire  libre,  aunque  para  ello  tengan  que  arrostrar  la  vergüenza  da 
llevar  colgando  la  cadena  de  hierro. 

Oíros  juran  vengarse  del  juez  ó  de  la  torpeza  de  su  consorte,  ó  del 
delator  ó  del  escribano,  «aunque  sepan  (esta  es  su  fórmula)  que  han 
i*     r  al  palo.* 

Y  ganos  presos  de  departamento  general,  que  tenían  su  estancia 
en  el  Solón,  calabozo  preferido  y  á  donde  suelen  ser  destinados  los 
de  trato  mas  decente  ó  recomendados,  que  no  pueden  pagar  alquiler 
de  cuarto,  han  pasado  la  noche  que  precedió  á  su  salida  para  presidio, 
bebiendo  vino  alegremente  ó  con  objeto  de  disipar  su  melancolía, 
ayudados  por  los  presos  de  su  mas  estrecha  confianza  que  les  alen- 
taban á  sobrellevar  con  buen  ánimo  los  reveses  que  la  suerte  pudiera 
tenerles  reservados. 

En  1888  una  mujer  que  tenia  cuatro  ó  cinco  parientes  presidiarios 
y  un  hijo  en  vísperas  de  vestir  el  traje  que  les  distingue,  acudió  el 
domingo  antes  de  la  salida  de  este  con  una  cesta  repleta  de  suculen- 
tos manjares  y  un  enorme  pellejo  de  vino,  á  la  cárcel  del  Saladero.  Ob- 
tuvo permiso  para  que  su  hijo  saliese  por  toda  la  tarde  fuera  del  «Sa- 
fen y  pudiese  recorrer  los  departamentos  y  pasillos  del  cuarto  prin- 
cipal, sin  llegar  empero  á  la  verja  de  hierro  que  cierra  la  portería  ó 
recibimiento,  y  en  el  primer  cuarto  del  departamento  de  presos  po- 
líticos, ocupado  por  los  dos  celadores  de  limpieza,  celebraron  una 
fiesta  incalificable. 


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Había  en  aquella  mujer  la  costumbre  de  la  cárcel,  de  su  lengoa- 
je;  parecía  criada  aquella  eu  atmósfera;  leerán  familiares  los  di*» 
chos  y  hechos  de  mil  delincuentes.  En  este  concepto  era  la  vieja  mas 
repugnante  que  hasta  entonces  habíamos  visto.  Por  otra  parle,  mí-» 
maba  tanto  á  su  hijo,  habia  en  sus  palabras,  en  su  acento,  en  sus 
miradas  (tanto  carillo!  Le  llenaba  el  vaso  á  cada  momento;  le  pre- 
guntaba á  cada  paso  si  quería  pan;  si  le  gustaba  la  comida;  le  espli- 

caba  porque  no  habia  podido  poner  el  guisado  bien  en  su  punto 

«Esta  carne,  le  decía,  hay  que  cocerla  á  fuego  lente,  añadiéndole 
«agua  de  cuando  en  cuando  á  medida  que  la  va  chupando  (no  creas 
«que  no  sé  cómo  se  guisa);  y  cuando  ya  está  de  suerte  que  no  absor- 
«ve  mas  caldo,  se  aparta  de  la  lumbre,  se  deja  que  pase  el  hervor  y 
«queda  que  sabe  á  gloria.  Pero,  hijo,  yo  estaba  sola,  tuve  que  ha- 
•cerlo  todo  por  mi  mano,  estuve  atendiendo  á  tres  hornillas  á  un  tiem- 
«po  (uf  qué  inflernol  y  no  lo  he  podido  hace  mejor.  Por  ti  lo  siento.» 
Levantóse  aquella  mujer  veinte  veces  durante  la  comida  con  la  agili- 
dad de  una  moza  de  quince  años;  á  cada  servicio  se  bajaba  al  suelo, 
revolvía  la  cesta,  ponía  los  platos;  tiraba  á  un  rincón  del  pasillo  los 
huesos;  iba  por  agua,  y  no  paraban  un  momento  su  imaginación,  su 
lengua  ni  sus  piernas.  Después  de  comer  hizo  locuras,  verdaderas  lo* 
curas  con  su  hijo.  Le  hizo  tocar  la  guitarra,  le  hizo  cantar  y  bailar 
con  ella;  le  quiso  hacer  dormir  sobre  sus  rodillas  y  le  besaba  y  le 
abrazaba  como  si  tuviera  cuatro  afios.  Hombres  avezados  á  la  cárcel 
que  conocían  á  ella  y  á  su  familia,  dijeron  que  desde  la  mas  tierna  in- 
fancia habia  querido  á  su  hijo  sobre  todo  encarecimiento  y  que  su 
mimo  y  su  culpable  complacencia  le  habían  perdido  á  él,  mas  que  su 
inclinacáonalmal. 

Aquella  mujer  pertenecía  al  número  de  los  que  oreen  destinados 
á  ios  suyos  á  los  presidios,  y  aceptaba  aquella  fatalidad  como  los  de- 
votos dicen  al  esperimentar  otra  desgracia  cualquiera:  «cúmplase  la 
voluntad  del  Sefior. »  Siempre  fué  de  genio  muy  vivo  y  alegre,  y  care- 
ció de  reflexión  para  todo. 


Los  presos  se  entretienen  en  industrias  de  mucha  paeiencia.  La- 
bran corcho,  hacen  cestitas  de  papel  rizado  de'  varíes  coleros,  y  de 
cascara  de  huevo;  á  lo  mejor  sale  uno  del  calabozo  con  permiso  para 


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DE  IU!H*»A  t»1 

rifcr  un  barco  en  que  ha  estado  trabajando  seis  meses  y  mas,  ó  una 
tiatorna  mágica,  hecha  de  retazos  de  países  de  abanico,  7  de  objetos 
despreciables  ciidadosamente  restaurados. 

Muchos  se  entretienen  en  labrar  una  naranja  en  cuya  cascara  hacen 
mil  géneros  de  labores  y  casi  siempre  hay  uno  que  tiene  la  mania  de 
domesticar  un  ratón  que  suele  Iterar  guardado  entre  la  camisa  y  las 


Mas  no  todos  pasan  el  tiempo  en  tan  honestas  diversiones.  Algunos 
se  dedican  á  la  fabricación  de  delitos  con  mayor  ahinco  que  antes  de 
estar  presos.  De  uno  sabemos  que  entró  en  la  cárcel  acusado  de  una 
estafa,  y  mientras  se  le  formaba  el  proceso  y  se  fallaba  en  él,  se  le  for- 
maron nueras  causas,  hasta  trece,  todas  por  delitos  de  igual  Índole. 

Laicas  de  ingenio  amafian  muchos  presos  que,  si  no  tuvieran  su 
objeto  inmoral,  serian  justamente  celebrados. 

Algunos  se  ponen  en  oonnivencia  con  gente  de  afuera  y  sacan  buen 
partido  de  sus  estaba;  «Aros  obran  por  si  solos  y  parece  imposible 
que  obtengan  tan  fecundos  resultados  de  sua  criminales  y  artificio- 
sas estratagemas. 

Todos  ellos  suelen  habitar  departamentos  generales  y  benefician  con 
sagacidad  las  frecuentes  entradas  y  salidas  de  presos. 

Cono  el  primer  dia  se  paga  el  piso  y  se  bebe,  se  procura  granjear 
amistadas  ó  cuando  menos  no  escitar  antipatías,  el  novato  escompla* 
cicuta,  satisface  &  cuanto  le  preguntan,  habla  de  sa  familia,  de  su 
pnebio  y  de  sus  relaciones. 

Apareóte  un  dia  en  el  patio  grande  un  joven  Ingarefio,  torpe  y 
gigantesco,  receloso  de  malos  tratos  y  no  desprovisto  de  dinero. 

Convidé  á  la  primera  indicación  que  se  le  hizo,  brindáronle  con  su 
amistad  dos  ó  tres  de  los  hombres  mas  curtidos  en  las  malas  arles,  y 
esa  su  discreción  y  su  buena  mafia  se  enteraron  de  pormenores  tan 
preciosos  para  sus  fines,  que  resolvieron  convertirlos  en  sustancia 
apenas  se  presentase  coyuntura  para  ello. 

El  presa  salió  á  los  pocos  dias  por  tránsitos  de  justicia  á  respon- 
der anle  la  audiencia  de  Granada  á  ciertos  cargos  que  se  le  dirigían 
por  hurto  de  ovejas,  y  los  diestros  en  urdir  tretas  comenzaron  á  tra- 
bajar en  su  oficio. 

fintra  ias  inocentes  esplicaciones  que  acerca  de  sus  negocios  y  f*> 

as 


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SIS  PU0IOHS 

mil  ¡a  había  dado  á  los  presos,  dijo  que  tenia  padre  y  dos  hermanos  y 
que  en  un  pueblo  no  distante  de  Madrid  vivía  un  lio  materno  suyo 
que  desempeñaba  un  curato,  estaba  bien  acomodado  y  siempre  le  ha- 
bía profesado  cariño  de  tal  suerte  que  hasta  la  edad  de  nueve  aSos 
habia  vivido  en  su  compañía  y  solo  habia  consentido  en  separarse  del 
sobrinilo,  aunque  con  grave  sentimiento,  por  exigirlo  asi  su  padre, 
que  no  quiso  que  aprendiera  latín,  y  si  que  se  dedicase  á  las  faenas 
del  campo.  Añadió  otros  pormenores  referentes  á  ia  época  en  que  vi- 
vió con  dicho  cura,  entre  oirás  cosas,  que  todas  las  noches  rezaban 
juntos  por  el  alma  de  su  hermana  (madre  del  narrador)  muerta  al 
darle  á  él  la  vida  y  á  quien  el  cura  no  nombraba  nunca  sin  decir  la 
Bubita. 

Un  cura  bien  acomodado,  con  cariño  á  un  sobrino  á  quien  no  ha 
visto  en  veinte  años,  supuesto  que  el  preso  dijo  haber  cumplido  vein- 
te y  ocho,  el  pueblo  de  su  residencia,  su  nombre  y  apellido  y 
las  demás  particularidades  que  los  presos  sabían,  todo  eso  fué  para 
ellos  la  armazón  de  roa-máquina  de  embustes  y  estafas. 

Cierto  individuo  de  aquella  terna,  que  se  habia  distinguido  mas 
de  una  vez  por  su  travesura  en  lances  de  aquel  género,  escribió  al 
sacerdote  una  carta  en  que  fingía  ser  su  propio  sobrino;  le  recordaba 
sus  primeros  años,  el  amor  que  á  él  y  á  su  madre  la  Bubita  habia 
profesado,  le  pedia  consejos  para  disipar  su  tribulación,  pues  era  nue- 
vo en  cosas  de  cárcel  y  de  justicia,  y  muy  maliciosamente  dejaba  in- 
terpretar que  tenia  reparo  en  hablar  de  su  delito  y  que  no  carecía  de 
lo  preciso  para  subsistir.  Este  era  el  cebo  para  el  caso  en  que  el  cura 
resultase  ser  interesado. 

El  buen  cura  contestó  á  vuelta  de  correo,  y  aunque  la  caria  lleva- 
ba en  el  sobre  el  nombre  de  un  individuo  que  ya  no  se  hallaba  en  el 
Saladero,  no  estrafie  el  lector  que  llegase  á  manos  del  falso  sobri- 
no. Esta  es  una  de  las  suertes  mas  comunes  y  menos  fáciles  de  evi- 
tar, según  están  las  cárceles  en  España. 

Contestó  el  cura  en  una  carta  larga  y  amorosa  con  mil  expresiones 
de  vivo  afecto  y  tierna  compasión,  y  entre  párrafo  y  párrafo  su  deda- 
dila  de  Job  y  de  Kempis  en  latín,  que  eran  verdaderos  latines  para 
expreso.  Ofrecióse  á  servirle  en  cuanto  pudiese,  pidióle  contestación 
pronta,  preguntóle  por  el  resto  de  su  familia  (que  vivía  en  Audujar) 


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DI  ItJROFl  119 

y  la  cacito  áqie  le  pidiese  sin  reparo  cnanto  pudiera  hacerle  falta,  y 
sobre  todo  ¿que  le  decíanse  porque  se  hallaba  preso  entre  gente  cri- 
minal él  que  tan  bueno  era.  Exhortábale  á  la  resignación  y  &  la  con- 
fianza en  el  Todopoderoso,  y  despedíase  dos  ó  tres  Teces  al  final,  de 
manera  qne  no  dejaba  dada  alguna  acerca  de  la  facilidad  (natural 
ciertamente)  con  que  se  había  dejado  prender  en  las  redes  de  aquel 
revolvedor  de  negocios,  que  se  comió  las  manos  tras  la  correspon- 
dencia. 

El  giro  que  fué  tomando  esta  hizo  que  el  cura  llegase  á  creer  que 
su  sobrino  era  poseedor  de  grandes  cantidades,  que  un  enemigo  sayo 
le  acosaba  de  haberlas  adquirido  por  malos  medios;  pero  que  como 
él  las  tenia  puestas  á  buen  recaudo  y  nadie  podía  demostrarle  que  las 
había  adquirido  mal,  ni  siquiera  que  en  su  poder  las  tuviese,  el  tér- 
mino de  sus  desgracias  habia  de  ser  pronto  y  feliz,  y  entonces  (decía) 
hablaremos  con  detenimiento  en  mi  casa,  para  lo  cual  habré  menes- 
ter de  sus  luces,  probidad  y  experiencia. 

El  cura  se  interesó  de  todo  corazón  por  el  sobrino,  y  ya  no  solo  el 
afecto  que  le  tenia,  sino  la  oscuridad  misma  de  la  adquisición  del 
eandal  y  los  rodeos  con  que  el  sobrino  se  espresaba  al  tocar  en  sus 
cartas  aqnel  punto,  movieron  su  ánimo  tan  por  estremo  que  menu- 
deaba como  bendiciones  las  epístolas. 

—El  timo y  dijo  el  preso,  está  bien  dado:  vamos  ahora  á  que  $ude  el 
cara. 

A  este  objeto  ideó  insinuarle  que  era  llegado  el  momento  de  pedir- 
le algo  mas  que  consejos,  como  era  suplicarte  que,  haciendo  un  es- 
fuerzo se  viniera  á  Madrid;  porque  su  causa  presentaba  buen  aspee* 
to,  y  puesto  ya  el  negocio  en  el  punto  mas  delicado,  no  tenia  á  nadie 
de  quien  valerse  y  una  mala  voluntad  ó  falla  de  discernimiento  po- 
día frustrar  sus  esperanzas. 

Contestó  el  engallado  cura  anunciando  su  próximo  viaje,  y  recibió 
instrucciones  sobre  la  hora  en  que  debía  ir  á  verle  y  sobre  el  modo 
de  hablarse  por  la  raja  de  comunicación,  haciéndole  presente  que  no 
debía  preguntar  por  el,  sino  por  el  nombre  que  el  mismo  sobrino  le 
enviaba  escrito  al  pié  de  la  carta,  único  modo  de  que  no  se  pusiera 
en  riesgo  el  logro  de  sus  deseos. 

Llegó  el  tio  desalado  á  la  cárcel  á  la  hora  fijada,  dirigióse  al  locu- 


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toe  miaroms 

torio  soto  entendido,  pregaató  por  el  nombre  qae  en  la  carta  le  habían 
puesto  y  vio  4  un  mozo  qoe  en  tono  dramálico  y  levantando  los  bra- 
zos en  alio  gritaba: 

—¡Tio  Nicanor!  jTio  Nicanor! 

El  pobre  hombre,  aturdido  por  aquella  confusión  de  voces  que  to- 
das á  una  vez  y  descompasadamente  se  levantan  preguntando  y  res* 
pendiendo,  molestado  además  por  los  manotones  de  los  que  á  su  lado 
estaban,  y  conmovido  de  verseen  aquel  sitio  y  de  tener  ante  su  vista 
al  que  creia  ser  su  sobrino»  acabó  por  soltar  el  llanto,  á  lo  que  cor- 
respondió el  preso  llevándose  un  pafiuelo  á  los  ojos  y  tendiéndole  la 
mano  por  entre  los  barrotes  de  las  dos  empalizadas  que  separan  al 
preso  de  los  visitantes,  enlre  las  que  pasea  el  calabocero  ó  celador  en* 
cargado  de  que  por  allí  no  se  introduzcan  mas  objetos  que  tos  permi- 
tidos por  el  reglamento. 

Diéronse  un  fuerte  apretón,  que  fué  cordial  por  parte  del  cura,  y  el 
preso  con  gran  dificultad  y  con  muestras  de  profunda  pena  le  hizo  en- 
tender que  era  imposible  ponerse  de  acuerdo  en  aquel  sitio.  Pidióle 
las  sefias  de  su  posada  y  dijole  que  le  escribiría  y  además  le  enviaría 
á  un  escribano  muy  suyo,  á  fin  de  que  concertasen  el  modo  como  él 
saliera  pronto  y  el  cura  volviera  á  su  pacifica  y  tranquila  mo- 
rada. 

Al  dia  siguiente,  en  efecto,  recibió  el  cura  en  su  posada  la  carta 
del  sobrino  y  la  visita  del  escribano. 

Este  era  un  bribón,  cómplice  del  estafador  y  de  otros  varios. 

El  sobrino  decia  en  la  carta  á  su  tio  que  se  le  presentaría  el  es- 
cribano, hombre  que  le  habia  servido  y  en  quien  tenia  confianza,  pero 
encargaba  al  tio  que,  á  pesar  de  todo,  se  fuera  á  la  mano  con  él,  por- 
que, según  estaba  oyendo  todos  los  dias,  laclase  á  que  pertenecía 
aquel  sugelo  no  gozaba  de  muy  buena  reputación,  á  lómenos  entre 
sus  compañeros  de  desgracia. 

En  suma,  el  escribano,  que  no  era  lerdo,  satisfizo  al  cura  diciendo 
que  el  mozo  tenia  fondos,  aunque  nadie  sabia  donde;  que  dentro  de 
pocos  dias  se  habia  de  mandar  auto  poniéndole  en  libertad,  y  que  si 
su  acusador  no  ponía  pies  en  polvorosa,  muy  en  breve  se  habia  de 
ver  á  la  sombra. 

—¿Y  no  se  le  podría  poner  en  libertad  en  seguida?  preguntó  el 


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w  itftoruk  101 

AqlnHa  casa  es  horrible.  (Qoé  hombres!  ¡qué  mujeres!  jqeé 
gritería!  ¡mi  pobre  sobrino  entre  aquella  gentozal 

—¡Qué  quiere  Vd.  1  replicó  el  escribano,  y  gracias  que  él  está  bien; 
digo...  comparado  con  otros.  Sobre  todo  está  tranquilo... 

—¿Tranquilo  allí?  No  es  posible. 

— Quiero  decir...  en  cuanto  á  la  conciencia.  Comprendo  et  ansia 
de  Vd.  por  verle  faena  de  aquel  sitio;  pero  su  sobrino  de  Vd.  que, 
para  no  inspirar  sospechas  de  que  tiene  dinero  no  ha  querido  ocu- 
par habitación  de  pago,  tampoco  quiere  hacer  ciertos  gastillos...  ¿me 
cutiendo  Vd.?  En  cosas  de  curia,  amigo  mío,  ya  se  sabe;  el  que  M 
suelta  la  mostt...  Ya  ve  Vd.;  á  mi  no  me  está  bien  insistir  mucho 
porque,  aunque  á  Dios  gracias,  tengo  la  reputación  bien  sentada, 
podría  figoraree....  ¿qoé  sé  yo?  Y,  ya  digo,  no  quiero  hablarle  mas 
del  unto;  que  si  no  fuera  por  eso...  jbah!  ¡bah!  ¡bah!  ya  lo  habría 
puesto  yo  en  la  calle  á  primeros  de  mes. 

—¿De  veras? 

— Como  Vd.  lo  oye;  mas...  póngase  Vd.  en  mi  lugar.  Si  por  ser- 
virle á  él  me  espongo  á  que  vaya  á  figurarse  que  trato  de  lucrarme. . . 

— jAh!  pero...  setter  mió.  Vd.  no  tiene  que  entenderse  con  él  para 
nada.  Yo  comprendo  esa  delicadeza  que  le  honra  á  Vd.  sobremanera; 
mas  póngase  Vd.  en  mi  lugar.  ¿Podemos  dejarle  entre  aquellos  de- 
iQué  caras!  ¡qué  voces!  (repetía  el  cura  recordando  su 
i  visita  á  la  comunicación).  Vamos  á  ver:  sin  que  él  sepa  nada; 
eesa  nuestra:  ¿qué  bay  qué  hacer  para  sacarle  de  alli? 

-Eso... 

—Hable  Vd.  sin  reparo:  es  mi  sobrino  predilecto.  Al  fin  y  al  ca- 
bo ya  estoy  en  Madrid,  no  quiero  haber  venido  en  balde.  ¡Pobrecito! 
■o  Me  ha  pedido  nada,  nada,  nada.  Con  que...  hable  Vd.,  hable  Vd.; 
•e  lo  ruego  por  N.  S.  Jesucristo. 

—{Caramba!  También  tiene  Vd.  un  modo  de  pedir  las  cosas.... 
Al  ia  hará  Vd.  de  mi  lo  que  se  le  antoje,  y  eso  que  yo  siempre  he 
procurado  evitar  ciertos  compromisos...  Mas  tratándose  de  personas 
oomo  Vd.  y  su  sobrino...  vacilo,  (laqueo...  sucumbo:  no  puedo  mas. 
OigaVd. 

El  aupuerio  escribano  acercó  su  sillón  al  del  cura,  miró  curiosa* 
á  una  y  otra  puerta  do  la  posada,  se  inclinó  hacia  su  inlerio- 


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SO*  FUSIONES 

calor,  y  poniéndole  en  la  rodilla  el  índice  de  la  mano  derecha,  le  dijo 
en  voz  baja: 

--Oiga  Vd.  lo  que  hay.  La  administración  de  justicia  en  España 
está...  como  todas  las  cosas. 

(Y  guilló  el  ojo). 

To  puedo  hablar,  recomendar  el  negocio...  hacer  la  apología  de  su 
sobrino  de  Vd.  y  obtener  su  pronta  libertad.  PERO....  ahí  está  el 
quid:  ¿de  qué  sirven  mis  buenos  oficios  si  no  van  acompañados  de 
una  cigarrera  de  plata,  ó  digamos,  de  una  escopeta,  ó  de  una  ben- 
gala etc.,  etc.,  etc.?  ¿Me  ha  entendido  Vd.? 

—Sí.  ¿Hay  que...  dar? 

— jAjal  eso  es.  Su  sobrino  de  Vd.  no  suelta  un  ochavo.  ¿Lo  he 
de  poner  yo  de  mi  bolsillo? 

—No  seria  justo,  ni  yo  lo  había  de  consentir.  Vamos  á  cuentas, 
porque...  no  puede  Vd.  imaginar  cuanto  deseo  verme  libre  de  esos 
enredos.  ¿Vd.  cree  que  dando  esa  cigarrera  ó  esa  escopeta...? 

—Se  hace  camino:  no  lo  dude  Vd.,  se  hace  camino. 

—Pues  vamos  á  mandarla  fabricar. 

— Las  venden  hechas. 

— Vamos,  pues,  á  comprarla. 

En  resolución,  el  cura  y  el  escribano  fueron  á  comprar  una  peta- 
ca de  plata  dorada  á  la  calle  de  la  Montera.  El  lugareño  se  escanda- 
lizó de  los  precios  á  que  se  vendían  en  Madrid  los  objetos  de  lujo:  en 
ello  veia  la  gran  prueba  de  la  inmoralidad  de  la  corte;  y  el  escriba- 
no, que  era  socarrón  como  él,  solo  le  decía: 

— ¡Ah,  eso  está  muy  corrompido,  muy  corrompido]!  No  lo  sabe 
Vd.  bien.  Verdad  es  que...  ¿Ve  Vd.?  Ahora  mismo  acaba  Vd.  de  gas- 
tar un  dineral  en  una  petaca,  y  cualquiera  de  esos  moralistas  super- 
ficiales, que  tanto  abundan,  podría  creer  que  había  Vd.  malgastado 
su  dinero  en  una  fruslería;  sin  embargo,  Vd.  lo  ha  empleado  con  ob- 
jeto de  realizar  una  obra  misericordiosa,  como  es  procurar  la  liber- 
tad de  un  encarcelado.  Otros  compran  objetos  semejantes  para  mos- 
trar agradecimiento  á  un  bienhechor,  el  cual  les  llamaría  ingratos  y 
miserables  si  no  le  obsequiasen  con  un  objeto  caro  por  ferias,  ó  el  dia 
de  su  santo.  Y  créame  Vd.;  las  personas  que  por  su  posición  gastan 
dinero  en  las  joyerías,  son  las  mismas  que  hacen  celebrar  suntuosos 


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M  KUIOPA.  8*3 

Amérales  y  sostienen  debidamente  el  decoro  del  culto.  El  pobre  que 
tolo  tiene  lo  preciso  para  comer  ¿qué  diantres  ha  de  dar? 

Asi  discurriendo  acabó  de  persuadir  al  cura  de  su  ingenio  y  dis- 
creción el  escribano,  y  al  separarse  quedaron  en  verse  al  dia  siguien- 
te para  entretener  siquiera  el  rato  hablando  del  asunto  que  á  entram- 
bos los  (raía  ocupados. 

Y  por  cierto  que  el  escribano  no  se  hizo  esperar.  Dióle  cuenta  al 
sacerdote  del  resultado  de  su  comisión,  y  dijo  para  mejor  contestarle: 

— Por  cierto  que  se  me  ha  ocurrido  una  cosa  y  me  dejó  llevar  de 
la  corazonada.  Vd.  dirá  si  he  hecho  mal. 

Yo  recibí  esta  mañana  un  cajón  de  ricos  tabacos  imperiales,  y  di- 
je para  mi:  voy  á  llenar  de  ellos  la  petaca;  mas  como  no  cogían  por 
ser  muy  largos,  los  envolví  muy  bonitamente  en  un  papel  charola- 
do, átelos  con  una  cintila,  y  con  esos  pertrechos  me  fui  al  jpzgado. 
Admírese  Vd.  Lo  primero  que  me  dijeron  al  entrar  fué  que  el  asunto 
de  mi  recomendado  iba  á  las  mil  maravillas  y  tocaba  á  su  término. 
To  me  fingí  muy  enterado,  y  dirigiéndome  á  una  persona  muy .  im- 
portante... á  la  que  allí  mangonea;  ¿está  Vd.?  le  contesté  que  me 
conslab*  su  buen  celo  y  actividad  y  que  le  estaba  muy  agradecido. 
Hkcie  cuatro  cumplidos,  repetlle  que  en  él  confiaba,  y  me  fui  sin  dar- 
le nada;  pero  voló  á  su  casa,  y  con  una  targeta  mia,  dejóá  su  criado 
la  petaca  y  los  tabacos.  ¿Qué  le  parece  á  Vd.? 

— D^o,  respondió  el  cura,  que  me  parece  discretamente  pensado 
y  hecho  y  ¡ojalá  que  la  cosa  resulte  como  deseamos  todos!  Yo  no  soy 
ingrato;  créalo  Vd.,  yo  no  soy  ingrato,  comprendo  lo  que  Vd.  se  mo- 
lesta y...  no  digo  mas. 

— ¡D  Nicanor!  esclamé  el  escribam>  torciendo  la  cabeza  y  cruzan- 
do los  brazos,  ¡D.  Nicanor!  ¿quiere  Vd.  callar?  ¿quiere  Vd.  que  ri- 
femos? 

Dos  días  después  se  volvió  á  presentar  en  casa  del  cura  el  taima- 
do agente,  limpiándose  el  sudor  (era  en  invierno)  fingiendo  gran 
cansancio,  y  se  dejó  caer  en  un  sillón  apenas  hubo  entrado  en  el  cuar- 
to de  la  victima. 

Mirábale  el  cura  con  ansiedad  y  rompió  él  á  hablar  diciendo: 

— Vamos  ¿no  me  da  Vd.  la  enhorabuena?  No  dice  nada  esa  cara 
traigo? 


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SOI  mSIONBS 

— ¡Cómol  ¿hay  por  fin  tramas  nuevas? 

—Pero  ¡qué  buenas! 

—De  Yaras  está  en  líber... 

— PsiL...  casi.  So  sobrino  de  Vd.  está  á  dos  dedos,  á  dos  dedi- 
tos  de  la  calle.  Y  pierdo  mi  escribanía  y  el  nombre  que  tengo  si  no 
lo  tiene  Vd.  aquí  mismo,  en  este  cuarto;  alegre  como  unas  pascuas, 
libre  como  el  aire  y  rico...  como  un  milord...  el  jueves. 

— ¿El  jueves?  Iones,  martes,  miércoles,  jueves...  decia  el  cura 
contando  con  los  dedos;  ¿con  qué  el  jueves? 

—Y  no  digo  el  miércoles....  por  no  aventurar  nada.  Amigo  mió, 
afladió  el  escribano  levantándose  y  poniéndole  la  mano  en  el  hom- 
bro; aqui  hay  que  hacer  una  muy  gorda.  Ya  lo  tengo  ideado:  el  mar- 
tos  son  los  dias  del  hijo  segundo  del  juez  que  ha  de  fallar  en  la  cau- 
sa: j mucho  ojo!  ¡Qué  ma!  le  vendría,  supongamos,  recibir  un  rega- 
lito  de  coraza,  unos  porta-pliegues  y  sable,  ó  bien  un  teatro  de  cartón 
con  sus  decoraciones  y  sus  monitos,  todo  muy  cuco  y  moy...  si,  se- 
ñor; ¿eh? 

— ¿Vd.  cree...? 

— (Galle  Vd.  por  Dios!  dijo.  Me  presento  yo  con  los  trebejos  á  pri- 
mera hora,  dejo  mi  tárjela  además,  y  me  largo.  El  va  á  almorzar  á 
las  doce  menos  cuarto;  le  enseñan  todas  aquellas  monerías;  vuelvo 
yo  poco  después;  le  cojo  recien  enternecido;  le  presento  los  autos;  y 
le  digo  de  cierto  modo:  «no  vengo  á  hablar  al  respetable  amigo,  sino 
al  juez  recto,  amparo4el  bueno:  aqui  solo  falla  la  firma  de  Vd.  para 
devolver  la  paz  del  espirito,  la  buena  fama  y  la  libertad  á  su  padre 
de...  no,  á  un  hijo  de  familia;  á  la  rectitud  de  Vd.  apelo;  ¿tendré  que 
volverme  sin  esa  firma  que  ha  de  atraer  las  bendiciones  de  Dios  y  de 
los  hombres  sobre  esa  frente  venerable..?»  Aqui  agito  los  papeles,  se 
los  pongo  sobre  el  pupitre,  le  présenlo  mi  caja  de  rapé,  le  alargo  una 
pluma...  ¿y  Vd.  cree  que  me  resiste?  (Quiá!  hace  allí  el  garrapato  de 
cajón,  voy  al  escribano,  pone  su  a  ante  mí,»  vamos  á  la  cárcel  y  no- 
tifica, sale  pitado  el  chico...  y  á  vivir.  Al  escribano  de  la  causa  se  le 
dará  una  propineja...  ¿qué  quiere  Vd.?  ¡no  hay  otro  medio! 

— Amigo  mió,  esdamó  e)  cura  mareado;  á  la  voluntad  de  Dios  y 
al  ingenio  de  Vd.  lo  abandono  todo.  Estoy  en  un  mundo  desconocido 
para  mi,  como  Vd.  puede  comprender.  Quiero  que  se  lleve  Vd.  el 


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H  «MI*  SOS 

dinero  qae  pueda  costar  ese  regaKte;  Vd.  decidirá  en  que  ha  dé  coa* 
sistir;  á  mi  no  me  importa  gastar  todo  cuanto  tenga*  con  tal  de  ver 
fibra  á  mi  sobrinow 

—Iremos  juntos  á  hacer  la  compra.  ¿Vamos  i  casa  de  Sehropp? 

—Vaya  Vd.  donde  gasto. 

—No;  loe  dos  juntos. 

—Yo  no;  dispénseme  Vd.  Las  agías  de  Madrid,  ese  roído  de  co* 
etes,  ia  mochedombre  de  las  calles;  aqttella  gente  de  la  cárcel  y  el 
ver  llorar  á  mi  sobrino  metido  entre  criminales,  me  trastornaron  eb 
términos  que  no  soy  hombre  para  nada.  Háganos  Vd.  el  favor  por 
¿sóplelo  y  corra  Vd.  con  todo.  No  repare  Vd.  en  el  gasto.  Asi  como 
asi,  lo  que  yo  tengo  es  todo  para  mi  sobrino.  ¡Pobrecita  Bubiél  quién 
le  babia  de  decir 

Por  fin,  el  escribano  dijo  que  primero  se  informaría  dei  importe  de 
les  jogueles  y  después  vería  al  cura  y  hablarían  sobre  el  particular, 

En  efecto»  al  siguiente  día  fué  á  ver  á  la  victima»  le  dijo  que  había 
retidlo  comprar  para  el  hijo  del  juez  un  cosmorama,  que  era  la  úl- 
tima novedad  recibida  en  Madrid,  y  el  buen  cura  le  dio  para  ello  mil 
reales,  que,  como  es  de  suponer,  se  partieron  entre  el  fingido  sobrino 
y  so  agento,  lo  mismo  que  el  valor  do  la  petaca,  revendida  á  poce  de 
comprada. 

Utg4  el  martes  y  al  caer  la  tarde  se  presenté  otra  vez  el  eicriba- 
no,  dio  ao  fuerte  apre'on  de  mano  al  cura,  y  mirándole  con  aire  da 
gravedad  y  satisfacción,  le  dijo: 

— Mafiana  somos  tres  á  almorzar. 

— ¡CémelAlfin  ..  conque.,.  |Aa* alabado  sea  Dio*  I  Couquemaflana. 

Todo  está  hecho.  Serénese  Vd.  jquó  dianlre!  ¡ensanche  Vd.  ese  pe* 
cbol  Ello  tenia  que  ser,  y  ha  sido,  á  pesar  de  Satanás.  Válganos  lo  que 
be  peleado  para  comprometer  al  escribano  de  la  causa.  Al  fin  y  al  ca* 
bo  al  bribón  se  acordó  de  ciertos  favores  que  uno  ba  podido  hacerle, 

alia  en  otros  tiempos  y es  cosa  corriente.  Ahora  acuérdese  Vd.  de 

qae  m  setter  sobrino,  con  mas  dinero  que  Júcar,  está  hecho  un  Adán: 
No  tiene  mas  que  un  mal  chaquetón,  un  chaleco  de  campo  y  anda  á 

la  chichi ala  cabeza.  Hay  que  vestirle. 

— Bieu...  *¡í... 

— En  la  calle  Mayor  ó  en  Santo  Tomás,  es  decir  frei.leá  Santo  To- 
tumo u  39 


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•oí  PMsioms 

más,  lo  vistea  de  pies  á  cabeza  por  una  friolera.  Le-  mandaremos  su 
tevitilla  ó  mejor  su  gabán  dé  abrigo,  ana  capita  torera  (que  á  él  le 
gasta  lo  majo);  su  pantalón  justo  de  peslaña  y  uü  chaleco  decente. 
Ah:  un  par  de  camisolines  de  la  calle  del  Carmen,  y,  [andando!  Eso 
será  mañana  por  la  mañana.  ¿Quiere  Vd.  que  vayamos  ahora  mismo? 
Ande  Vd.  ¿qué  ej  eso  de  estar  encerrado  en  casa  sin  distraerse  ni 
hacer  ejercicio?  (Vaya  vaya!  [Ea,  animarse! 

—Si  fuere  para  verle  á  é\  iria  por  mi  pié»  á  pesar  de  qoe  sigo  to- 
davía algo  delicado;  mas  para  esas  compras,  sea  Vd.  bueno  hasta  el 
fin,  que  pronto  terminarán,  á  Dios  gracias,  esas  molestias;  yo  no  en- 
tiendo de  compras,  ni  de  trajes.  Nada,  nada;  Vd  ha  hecho  lo  mas, 
haga  Vd  lo  menos  y...  Dios  se  lo  pagará.  Tome  Vd.  dinero,  y,  [osa* 
Sana!  mañana  empezaré  mi  alivio. 

—¡Canastos,  canastas!  con  ese  buen  señor  que  se  acoquina  y  no 
quiere  dar  un  paso  fuera  de  este  cuchitril. ..  Pero  déjelo  Vd.;  que  si 
hasta  ahora  ha  hecho  lo  que  bien  le  ha  parecido,  desde  mañana  sere- 
mos dos  contra  Vd.  y,  por  vida  de  sanes,  que  ba  de  cambiar  de  cei^ 
duela. 

Llevóse  el  dinero;  dejó  al  cura  encantado  de  su  complacencia  y  sus 
trazas  de  hombre  listo  y  bonachón,  h  feo  le  la  higa  desde  la  escalera  al 
despedirse y  no  volvió  á  parecer. 

Al  dia  siguiente  se  cortó  el  pelo,  afeitóse  todo  menos  una  tirita  de 
patilla,  y  anduvo  por  Madrid  con  chaquetón,  faja  y  polainas  de  cue- 
ro, como  un  lugareño  recien  llegado. 

En  vano  le  esperó  el  cura,  que  tenia  dispuesto  un  almuerzo  extraor- 
dinario para  celebrar  la  libertad  desu  sobrino.  Pasó  el  dia  enlre  la  es- 
peranza y  la  zozobra,  y  ya  á  última  hora  de  la  noche  se  arrojó  en  la 
cama  lleno  de  inquietad  y  de  temores  sobre  la  suerte  del  hijo  de  la  Ru- 
bia. No  pudo  cerrarlos  ojos  ni  hallar  descanso;  resignóse  á  esperar, 
mas,  agotada  su  paciencia  y  no  queriendo  que  le  sorprendiese  la  noche 
en  tan  grande  agitación,  resolvió  ir  á  la  cárcel. 

Dirigióse  con  gran  repugnancia  á  1a  empalizada  por  donde  habia  te- 
nido la  entrevista  con  su  sobrino  y  no  vio  mas  que  una  gran  puerta 
cerrada.  Una  mujer  que  en  medio  de  la  oscuridad  estaba  arreglando 
una  cesta  llena  de  cacharros  le  gritó: 

—La  escalera  esfá  á  la  derecha,  sefior  cura. 


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DE  EUROPA  SOI 

— Pues  y  ¿el...  locutorio? 

— Está  cerrado;  no  se  abw  mas  que  dos  horas  al  dia. 

Subió  el  cara  por  donde  le  habían  indicado,  diciendo  entre  sí: 

— Pero,  Señor;  en  momeólos  tan  críticos  y  ni  el  escribano  ni  el  so- 
brino ponerme  ana  mala  carta...  ¿Qué  será,  Dios  mió,  qué  será? 

Asi  pensando  y  viéndose  en  aquella  lóbrega  escalera,  se  le  repre- 
sentaron en  la  imaginación  los  que  por  ella  habrían  bajado  para  ir 
al  suplicio,  y  comenzó  un  rozo.  Trémulo  de  pies  y  de  lengua,  llegó  á 
la  última  meseta;  tentó  la  par  d;  dio  con  la  puerta,  y  viendo  que  no 
daba  con  el  llamador  (porque  no  le  hay),  £olp?óla  con  la  mano. 

Preguntóle  al  portero  de  golpe  donde  estaba  el  jefe  de  la  casa,  é  in- 
troducido en  la  alcaidía,  donde  le  hicieron  sentar,  manifestó,  turbado 
aon,  qu*  deseaba  saber  si  habia  salido  en  libertad  aquel  dia  un  joven 
que  se  llamaba  Fulano.  Supo  con  dolor  que  no,  y  con  muestras  de 
títo  interés  insinuó  sus  deseos  de  verle. 

So  carácter  sacerdotal  y  la  visible  agitación  de  su  espirita  intere- 
saron al  alcaide,  quien  mandó  registrar  el  libro  de  asientos.  El  encar- 
gado halló  en  efecto  el  nombre  del  preso,  pero  ese  preso  habia  salido 
para  Granada  por  tránsitos  de  justicia.  Entonces  el  alcaide  preguntó 
al  sacerdote  si  sabia  el  departamento  en  quo  á  su  entender  debía  ha- 
llarse el  individuo  de  quien  se  trataba,  y  el  cura  le  respondió  qne  en 
d  Patio  grande,  por  cuya  reja  le  habia  hablado  una  vez  y  de  donde 
estaban  fechadas  las  cartas  que  de  él  habia  recibido.  Examinaron  la 
lisia  de  presos  del  Patio  grande  y  no  constaba  allí  el  nombre;  hizose  lo 
mismo  con  la  de  los  que  estaban  en  et  patio  chico,  y  tampoco  estaba 
entre  ellos;  hizose  lo  mismo  con  l^s  d*  Corrección  y  los  de  cuarteli- 
llos, con  los  del  patio  df  transeúntes,  con  los  de  ambas  a'caidfas  y 
los  de  encierros,  y  no  se  halló  dato  alguno. 

El  a'cakle,  barruntando  que  el  cura  pndia  ser  victima  de  un  enga- 
to, le  preguntó  que  de  dónde  era  su  sobrino;  contestó  el  lio,  y  exa- 
minado otra  vez  el  libro  de  regislro,  resultó  que  ciertamente  un  joven 
de  la  edad,  nombre  y  patria  quo  el  cura  decía,  cuyos  sobrenombres 
y  apellidos  paterno  y  materno  coi-firmaban  la  identidad  de  la  persona 
del  sobrino,  habia  estado  pn  so;  mas  ya  habia  salido  de  Madrid  el  dia 
en  que  el  ru^a  decia  haberle  hablado  á  la  hora  de  comunicación,  y  tam- 
poco podía  ser  el  que  posteriormente  le  hal;ia*esn  ito  desde  la  cárcel. 


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Pregante  el  alcaide  si  aquel  preso  había,  pedido  y  obtenida  dinero 
en  concepto  de  anticipo  ó  cosa  semejante;  resistióse  el  cura  pop  deli- 
cadeza á  declarar  la  verdad;  mas  oyendo  que  en  caso  de  haberle  fiado 
algo  era  víctima  de  una  estafa,  replicó  que  si  babia  dado  dinero,  pe- 
ro graciosamente,  y  porque  el  preso  era  su  sobrino  mas  querido. 

Ei  alcaide,  conocedor  de  las  mañas  carcelarias,  suplicó  al  cura  que 
le  enseBasa  siquiera  e)  sobre  de  las  carias  que  el  sobrino  lo  bab&  es- 
crito, y  apenas  vid  la  letra  dijo: 

— Ha  sido  Vd.  estafado:  ya  sé  por  quien  voy  k  ver  si  me  equivoco. 

Dos  presos  se  hall  ban  muy  cerca  del  sitio  donde  pasaba  esta  es-, 
cena,  y  upo  de  ellos,  cómplice,  conocedor  ó  adivinador  de  la  traiga, 
al  oirías  últimas  palabras  del  alcaide  echó  á  correr  hacia  el  Palio 
grande  á  enturar  al  fingido  sobrino  de  lo  que  ocurría. 

Es  de  advertir  que  casi  siempre  muchos  empleos  de  lo  interior  do 
la  casa  estuvieron  confiados  á  presos  que  gozaban  de  corlas  fr»n* 
quieias,  entre  otras  las  de  no  ser  encerrados  á  loque  de  campusa, 
poder  ir  y  venir  por  todos  los  departamento*  etc.  (4). 

— A  ver:  ¡Uno!  gritó  el  alcaide. 

«Uno»  quiere  decir  que  se  presente  el  empleado  que  primero oigs 
el  llamamiento. 

Presentóse  en  efecto  un  demandadero  y  el  akaide  le  dijo: 

—Baja  al  Patio  grande;  llama  á  U...  (2)  y  que  suba  contigo. 

A  poco  volvió  á  subir  el  demandado™  solo. 

— U...,  dijo,  está  enfermo  y  no  puede  subir. 

— Pues  ahora  digo,  replicó  el  alcaide,  que  no  solo  es  él  quien  se 
ba  fingido  sobrino  de  Vd.,  sino  que  ya  le  han  dado  el  soplo  de  la 
conversación  que  hemos  tenido.  ¡Oh!  no  sabe  Vd.  loquees  la  cárcel. 
¡V  ver!  afiadió  hablando  con  el  demandadero;  «visa  al  portero  que 
baje  contigo:  si  U...  no  está  enfermo,  que  suba  p?r  su  pié;  si  lo  es- 
tá, súbanle  entre  cuatro  y  sea  trasladado  al  hospital. 


\i)  Desde  tace  muy  poco  tiempo  los  demandadoras  «e  dentro  y  fuera,  los  escribien- 
tes de  la  alcaldía  y  demás  empinados  no  sou  presos».  Los  demamladeros  lleva/»  hoy 
uniforme.  Gabán  ceniciento  con  listas  oscuras  y  vivos  encamados  y  hongo  negro  con 
chapa  de  metal. 

'X    S'¿£un  nuestro*  informes,  el  autor  do  psIa  farsa  vuelve  ó  bailarse  preso  actual 
tualmente  y  en  otro  de  sus  varios  encarcelamientos  hizo  pedazos  muchas  hojas  de  un 
libro  de  registro,  donde  constaban  sus  antecedentes. 


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da  maja*,  ioi 

E4«ar*«a  y  miraba  lleno  «te  aaombro.  Hablóle  el  atoantes  tér- 
micos generales  de  los  ardides  de  que  se  valen  mueboa  presos  par» 
sostener  sus  victo  y  satisfacer  m  propensiop  al  fraude,  y  ontre  tapio 
soateaido  por  caakro  robustos  motos,  se  dejó  llevar  á  la  oficina  el  que 
había  despertado  las  sospechas  del  alcaide.  Dejaba  caer  la  cabeaa, 
ota  o  si  no  pudiere  eon  si*  peso,  y  arrojaba  de  cuando  en  cuaqdo 
preterios  suspiras. 

-~Vta  Vd,  si  es  ese,  aefier  eora,  dye  el  alcaide.  Traadle  ac¿, 
acercaos. 

Miróla  el  o«ra,  y  (enliadole  la  frente  esclamó: 

—¡Sobrino  mió!...  ¡él  esl  ¿Qué  tienes?  ¿qué  te  ba  dado? 

E'  preso  ao  contestaba.  Mandó  el  alcaide  que  lo  seo  (aran  en  qna 
silla  y  le  dijo  muy  seria  urente: 

— U...  ¿«mocea  4  eale  caballero?  ¡Vivo!  ó  te  haré  yo  recobrar 
los  sentidas  muy  pronto. 

El  preso  vio  qoo  era  peligroso  prolongar  su  eafermedad,  y  abrien- 
do los  ojos,  los  fijó  en  el  cura. 

—¡Dijo  mol  eselamó  este  acercándotela* 

— ¿Qué  respondes?  presunto  el  alcaide. 

-r¿Yo?  replicé  el  preso  con  voz  dolíanle,  en  mi  vida  le  he  vfeto. 

Díjolt  ooa  na  aplomo  que  al  sacerdote  se  le  quedó  helada  la  san- 
gre eo  lasvetai. 

—Ya  lo  oye  Vd.,  dijo  el  alcaide.  ¿Me  be  eQaifootdft? 

—Pero,  ¡Dios  mió!  per*  sobrino,  ¿sahw  I*  qué  dices?  ¿<l$í  reqie- 
gas  de  la  lio  que  te  ha  favorecida? 

— ¡Valiente  lio  estará  Vd.;  mas  na  pa,ra  mil  dijo  con  desparpajo  el 
presa.  Ni  yo  le  coooico  ¿  Vd*  ai  ese  es  el  camino.  ¿C^&oto  va  que 
dice  que  le  debo  dinero? 

—r¡Bahrí  pillastre!  decia  par?  si  el  alcaide  convencido  de  qva  no 
ara  otro  al  inventor  del  engallo. 

—Paro  ¿no  me  citaste?  ¿no  he  veoHo  yo?  ¿no  he  Iralado  con  el 
ercribano  amigo?  ¿no  me  has  eteríto  cien  veces?  ¿no  debías  salir  ayer 
en  libertad?  ¡Jesús,  Jasas,  Jesusl  ¡eslo  es  para  volverse  loco] 

*-Paes  á  mi  tome  vuelve  Vd.  ¡Uabrá  lunol  Ni  yo  langa  (ios  cu- 
ras, ai  amigos  escribanos,  ni  escribo  carias  á  nadie.  Con  que  no  fas* 
Miar  á  los  pobres.  Si  Vd  ba  perdido  aUo,  báaquelo  #n  otra  pjtri». 


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810  PRISIONES 

Ea,  y  deje  Vd.  ya  que  me  vuelva  4  acostar,  sefior  alcaide,  que  se 
me  abre  la  cabeza. 

El  cara  estaba  lao  sorprendido  como  escandalizado. 

—  I  Jesús,  Jesús,  Jesusl  esclamaba  cruzándolas  manos  y  apretán- 
dolas contra  el  labio  inferior. 

Por  último,  diese  orden  de  volver  el  preso  á  la  cuadra,  y  el  cu* 
ra  refirió  C  por  B  cuanto  le  habían  urdido  entre  aquél  y  el  supuesto 
escribano.  Para  completar  sus  conocimientos  le  refirió  el  alcaide 
otros  sucesos  no  menos  ingeniosos  ni  de  mejor  intención,  ocurridos 
con  otros  encarcelados  y  las  dificultades  que  se  oponían  á  la  refor- 
ma de  los  hábitos  y  usos  carcelarios. 

El  cura  se  retiró  verdaderamente  afectado,  perdida  la  grata  ilu- 
sión de  haber  hecho  bien  á  su  sobrino,  la  esperanza  de  verle  pronto 
libre  y  Ja  de  recobrar  su  dinero,  y  desde  la  cárcel  á  su  casa  anduvo 
admirando  mas  y  mas  cada  uno  de  ios  pormenores  del  engafio  y  es- 
clamando á  cada  recuerdo: 

— ¡Jesús,  Jesús,  Jesús! 

El  lance  fué  celebrado  en  la  cárcel,  como  uno  de  los  mas  felices.  . 

No  es  este  género  de  estafas  el  mas  común,  sino  el  que  se  llama  de 
los  entierros,  cuya  invención,  aunque  de  fecha  muy  remota,  produce 
todavía  buenos  resultados  á  los  que  á  él  se  dedican,  los  cuales  tienen 
nombre  de  enterradores. 

Hace  algún  tiempo  que  no  oímos  hacer  mención  de  ningún  entier- 
ro; mas  en  esto  sucede  lo  que  con  los  crímenes  sangriento?,  que  sue- 
len repetirse  en  nn  breve  período,  y  calma  después  casi  por  completo 
el  furor  homicida.  En  cuanto  á  los  entierros,  como  produjeron  es- 
cándalo y  se  enteró  ya  gran  parte  del  público  de  que  eran  una  estra- 
tagema culpable  para  estafar  dinero,  podría  ser  que  se  hubiesen  lo- 
mado algunas  medidas  para  ponerles  coto  ó  que  sus  autores  creye- 
sen que  convenía  dejar  correr  tiempo  y  no  renovarlos  hasta  que  se 
hubiera  desvanecido  el  recuerdo  de  esta  clase  de  engaños. 

Vamos  á  esplicar  brevemente  en  qué  consisten. 

El  enterrador  tiene  averiguado  ó  procura  averiguar  que  en  tal  ó 
cual  pueblo  vive  una  persona  que  posee  algunos  bienes  de  fortuna, 
y,  según  el  concepto  que  de  su  juicio  y  esperiencia  poete  formar,  le 


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DIIOIOPA  su 

escribe  unacarla  qme,  despojada  de  ambajes,  viene  á  decir:  «en  el  tér- 
mino da  esa  poblacioo  hay  uo  tesoro  enterrado  hace  algún  tiempo.  Yo 
sé  dónde;  no  he  podido  recogerlo  porque  (ave  que  emigrar  de  Espafia, 
y  ahora  á  mi  regreso  me  hao  encarcelado  por  una  calumnia.  Si  Vd. 
me  anxilia  con  fondos  para  lograr  mi  libertad,  yo  le  daré  á  Vd.  parle 
del  tesoro.» 

Casi  siempre  se  supone  que  el  dinero  enterrado  era  de  la  caja  de 
na  partida  carlista  que,  obligada  á  desbandarse,  quiso  salvar  el  me- 
tálico, y  que  de  las  dos  ó  tres  personas  que  lo  escondieion,  únicamen- 
te sobrevive  ana:  el  autor  de  la  carta. 

Encargan  el  mayor  sigilo  al  individuo  á  quien  se  dirigen  y  suelen 
preguntarle,  como  cosa  que  tienen  grande  interés  en  averiguar,  pero 
al  mismo  tiempo  fingiendo  que  tratan  de  disimular  ese  interés  mismo, 
•i  está  en  pié  todavía  una  encina  que  á  la  entrada  del  pueblo,  á  ma- 
lo izquierda  y  á  44  pasos  (por  ejmplo)  del  portazgo  existia  en  el 
alio  18,  ó  si  se  ba  levantado  algún  nuevo  edificio  en  el  terreno  que- 
brado que  habia  entre  la  heredad  de  Fulano  y  la  de  Mengano. 

Con  estas  y  otras  preguntas  análogas  dan  4  entender  que  por  aque- 
llos alrededores  debe  hallarse  el  tesoro  enterrado  y  mueve  á  codicia 
al  incauto. 

Si  este  solo  muestra  tibia  incredulidad  ó  falta  de  confianza  en  las 
garantas  que  pueda  ofrecerle  el  preso,  le  piden  por  favor  que,  ya 
qae  no  quiera  entrar  en  el  negocio,  se  sirva  hacer  una  pequefia  ex- 
cavaciao  al  pié  de  la  peSa  que  está  en  tal  sitio  y  remitirles  una  lla- 
ve y  nn*¿  planos  que  se  hallarán  metidos  dentro  de  un  puchero  ó  de 
n  botf  de  hoja  de  lata  á  media  vara  del  suelo,  y  en  ese  caso  es  in- 
dudable qae  an  individuo,  puesto  en  connivencia  con  el  preso,  ha  ido 
poco  antes  á  enterrar  llave,  puch  ro  y  planos,  cuyos planoi  consisten 
en  un  dibojo  que  représenla  la  entrada  del  pueblo,  la  situación  de  la 
iglesia,  la  de  otro  paulo  notable  como  la  fuente,  la  casa  consistorial  ó 
el  fuerte,  y  muchas  lineas,  números  y  letras,  que  significan  indica- 
dones  lomadas  para  dar  infaliblemente  con  el  tesoro. 

Mochos  han  caído  en  el  lazo,  muchísimo?;  y  después  de  anticipar 
cantidades  para  que  el  preso  pudiera  salir  en  libertad,  viendo  que  el 
negocio  no  llegaba  á  realizarse,  ban  mostrado  enojo  y  han  cerrado  la 
hulea;  pera  apanalados  per  su  cómplice  de  que,  si  no  les  ayudaba 


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Bit  tttfeioftg 

baste  verse  libre,  hartan  pública  so  coudiwta  y  rebelarían  so  «erres- 
pondeocia  donde  coiwtaba  que  habían  intentado  apoderarse  de  un  di* 
nert)  qoe  «o  les  pertenecía;  hato  apurado  todos  mis  rtcursos.  A  noee- 
ihi  vista  ba  estado  una  persona  rlea,  de  un  pueblo  arcano  á  Madrid, 
persona  que  ocupaba  entonces  una  posición  muy  visible,  y  vino  re- 
suelta á  entregar  á  un  preso  nada  menos  que  ocho  mil  reates,  Como 
primer  anticipo,  llevada  de  la  codicia  de  lucrarse  de  cierto  enti&ro. 
Afortunadamente  hubo  de  enterarse  de  so  propósito  Cierto  amigo  que 
era  sabedor  de  aquella  clase  de  amaffos  y  pude  disuadirle  de  su  in- 
tento, aunque  no  sin  grandes  dificultades:  de  tai  manera  habría  pin- 
tado las  cosas  el  enterrador  en  *u  correspondería» 

Hay  también  en  la  cárcel  quien  se  dedica  á  enterarse  de  los  esta- 
blecimientos que  fuera  de  Madrid  se  anuncian  pnr  primera  v*«  al  pá~ 
blfco.  Estríbenle*  haciendo  pedidos  y  encargando  q*e  ae  les  ponga 
£1  genero  barato  en  atención  á  sfer  principiantes,  y  ofróctnles  en 
cambio  á  bajo  precio  otros  objeto*  que  dicto  ser  de  los  qie  se  fetbri- 
can  en  su  casa. 

Varios  son  los  establecimientos  qtke  han  contestado  inmediatamente, 
enviando  el  género  pedido.  El  estafador  tos  manda  recoger  por  un 
cómplice  que  paga  los  portes  y  realiza  en  seguida  al  precio  que  pue- 
de. Manías  de  Falencia,  papel  de  imprimir,  fósforos,  armas  de  fue- 
go y  oíros  tai  I  artículos  han  sido  estafados  por  este  medio,  y  aun  ea 
cierta  ocasión  realizó  en  preso  cuarenta  mil  reate*,  producto  de  la 
venta  de  cierta  remesa  de  bacalao  adqairidaea  un  negocie  señera*-» 
te,  lo  cual  averiguado  el  mismo  dia,  fué  causa  de  que  se  practicara 
trt  minucioso  registro  en  su  habitación,  que  llegó  basta  descoserle 
tos  colchones  de  la  cama  y  revolverle  toda  la  lana;  mas  no  se  eneon* 
Trócosa  alguna. 

Esta  clase  de  estafa*  no  se  hacen  en  la  cárcel  con  precauciones  y 
sigilo;  sino  de  manera  que  muchos  presos  se  enteran  sin  querer  de 
las  ocupaciones  de  su  vecino.  Sin  reparo  ninguno  se  anda  allí  pro* 
guntando  quién  tiene  una  cédula  de  vecindad,  y  sin  ocultarse  de 
nadie  borran  con  el  ügba  regia  las  señas  que  contiene,  y  escriben  en 
ella  las  de  la  persona  que  se  ha  de  presentar  &  re<*ger  el  género  es- 
taftdo. 

Eétf  y  recoger  del  ttrrtrt  carta*  cottenfcnd*  tetras,  libramieaíe* 


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n  mot*.  si* 

W  Gira  Mutuo  y  sellos  de  franqueo  ha  sido  muy  común  y  ha  debi- 
do aer  muy  productivo,  según  parece  por  los  muchos  que  se  han  de- 
dicado á  hacerlo. 


.  Hemos  hablado  de  derlas  ocasiones  en  que  es  digno  de  observa- 
ción el  espectáculo  de  los  presos.  Mas  nada  hemos  dicho  de  uno  de 
los  mas  frecuentes  que  no  deja  de  ser  curioso  por  ser  ordinario. 

Loe  domingos  hay  numerosas  visitas  en  los  departamentos  de  pago, 
y  algunos  de  los  visitantes  se  presentan  con  vino  y  postres  6  con  co  <• 
mida  para  tres  ó  cuatro  personas,  y  comen  con  el  amigo  preso. 

En  la  alcaidía  alta,  que  ocupa  el  piso  segundo  y  solo  tiene  diez  y 
ocho  habitaciones,  no  es  tan  animada  la  escena,  como  en  el  principal, 
compuesto  de  Corrección  chica,  (convertida  hoy  en  salas  de  despa- 
cho), Corrección  grande,  Cuartelillos,  Cuarto  de  oficios,  Salón  y  Al- 
cmüUa  política. 

Loa  presos  de  todos  estos  deparlamentos  circulan  por  el  cuarto 
principal,  escoplo  los  del  Salón  y  Cuarto  de  oficios  que  están  encer- 
rados en  sus  respectivas  cuadras,  si  bien  los  domingos  alcanzan  algu- 
nos permiso  para  comer  y  pasar  la  tarde  fuera  de  su  departamento, 
y  además  suben  á  esparcirse  también  uno  que  otro  de  los  que  es- 
tán en  los  patios  y  varios  de  sus  calaboceros  y  ayudantes. 

Fórmanse  corros  en  los  pasillos  donde  comen  sentados  en  el  suelo. 
Alli  acuden  novias,  queridas,  padres,  hermanos  y  amigos.  Toda 
la  tarde  se  pasa  comiendo,  bebiendo,  conversando  y  cantando  á  gran- 
des voces.  Al  caer  el  sol  se  disuelven  los  grupos  y  se  comienza  á  pa- 
sear; muchos  discurren  en  voz  baja  sobre  el  estado  de  su  causa  y 
otros  se  acurrucan  en  los  rincones  mas  oscuros,  y  en  aquella  atmós- 
fera hedionda,  entre  los  vapores  del  vino,  las  canciones  libres  y  los 
dichos  en  caló  de  la  gente  alegre,  hablan  de  amor,  de  esperanzas,  de 
porvenir  risuefio. 

En  cierto  sitio  donde  comienza  la  oscuridad  muy  temprano,  no  ce- 
sa la  entrada  y  salida  de  amorosas  parejas,  que  escondiéndose  á  to  - 
das  las  miradas,  aprovechan  breves  momeólos  para  decirse  lo  que 
han  estado  pensando  por  espacio  de  ocho  días. 

Bi  medio  del  bullicio  nunca  falla  alli  quien  vierte  lágrimas.  Siem- 
touo  ii  40 


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114  PRISIONES 

pre  hay  la  familia  que  por  primera  vez  visila  al  hijo  preso  6  la  que 
envidia  á  otra  que  goza  la  dicha  de  verle  y  no  lo  llora  en  presidio, 
expuesto  á  mil  peligros,  y  con  el  temor  de  no  volverle  á  ver. 

Al  fin  suena  la  hora  de  silencio,  despfdense  los  visitantes,  retirase 
cada  preso  á  su  departamento,  corren  con  agrio  chirriar1  los  cerra- 
jos,  y  el  silencio,  la  soledad,  el  aturdimiento  -pesan  sobre  el  pobre 
encarcelado,  que,  si  no  está  hecho  aun  á  aquellos  contrastes,  ima- 
gina si  habrá  sido  pura  quimera  lo  que  ha  visto  aquella  tarde. 

Ese  tránsito  del  gran  tumulto  al  profundo  reposo  produce  sensa- 
ciones que  no  se  olvidan,  como  no  se  olvida  el  momento  de  recibir 
la  primera  visita  después  de  la  incomunicación. 


Tiene  la  cárcel  su  vida  propia  y  especial  y  no  podía  carecer  de  su 
colección  de  cantares.  Así  como  hay  objetos  que  por  la  paciencia  que 
su  elaboración  requiere  suelen  llamarse  «trabajos  de  preso:»  así  co- 
mo hay  modos  de  hacer  las  cosas  que  pertenecen  sola  y  esclusiva- 
mente  á  la  cárcel,  asi  también  los  cantares,  que  revelan  siempre  ideas 
y  estados  de  ánimo  y  sentimientos  y  llevan  consigo  lo  que  en  su  for- 
ma esterior  ha  labrado  la  vida  carcelaria. 
El  cantar  mas  conocido  en  este  género  dice: 
«A  la  reja  de  la  cárcel 
no  me  vengas  á  llorar; 
ya  que  penas  no  me  quitas, 
no  me  las  vengas  á  dar. » 
¿No  es  cierto  que  en  estos  versos  parece  adivinarse  el  enojo  de  un 
preso  de  carácter  desabrido,  brusco,  y  de  fisonomía  dura,  así  como 
la  figura  déla  mujer  amante  que  espresa  con  prolijo  llanto,  y  solo 
con  llanto,  el  pesar  de  su  corazón? 

Otro  cantar  parece  esclamacion  del  que  por  primera  vez  reflexio- 
na en  la  dureza  de  la  cárcel: 

«¿De  qué  le  sirve  al  cautivo 
tener  los  grillos  de  plata, 
la  cadena  de  oro  y  perlas... 
si  la  libertad  le  falta?» 
La  libertad  ha  inspirado  lambien  ese  quejido  arrancado  del  alma: 


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DBKUftOPA.  m  SU 

«Salí  al  patio  de  la  cárcel; 
miré  al  cielo  y  di  un  suspiro: 
¿dónde  está  mi  libertad, 
dónde  está  que  la  he  perdido?» 
En  efecto,  no  todo  el  mundo  tiene  conciencia  de  los  sucesos  que 
acompasan  á  la  pérdida  de  la  libertad,  y  los  cuatro  versos  anteriores 
representan  perfectamente  al  que,  turbado  y  enflaquecido  el  entendi- 
miento, despierta  en  la  cárcel  donde  permanece  largo  tiempo  absorto 
hasta  que  recobra  los  sentidos,  y  al  verse  encerrado  esclama:  jdótítie 
etlá  mi  libertad! 

t Veinticinco  calabozos 
tiene  la  cárcel  real; 
veinticuatro  tengo  andados. . . . 
¡uno  me  falta  que  andar ! » 
¡Cuánto  de  sombrío  y  pavoroso  se  encierra  en  este  último  verso! 

«I  Un  o  me  falta  que  andar! » 
|Es  la  antesala  del  patíbulo;  es  la  capilla! 
El  lector  apreciará  lo  sentido  de  los  demás  cantares  que  reprodu- 
cimos á  continuación  como  muestra,  advírtiendo  nosotros  que  los  he- 
mos elegido  entre  muchos,  toda  Tez  que  los  limites  del  presente  Ira- 
bajo  no  consienten  amplitud  en  esta  materia. 
a  Estas  rejas  son  de  hierro 
y  estas  paredes  de  piedra; 
mis  amigos  son  de  vidrio: 
por  no  quebrarse,  no  llegan. » 

«Preso  en  la  cárcel  estoy, 
amarrado  con  cordeles, 
¡y  no  me  Tienen  á  ver 
lassefiorilas  mujeres!» 
¿No  parece  esta  voz  la  del  Hijo  Pródigo,  joven  aun  y,  mas  que 
criminal,  inesperto  y  confiado? 

«A  las  doce  de  la  noche 
me  cogieron  prisionero, 
y  para  mayor  dolor, 
ime  ataron  con  tu  pañuelo!» 
¿Se  quiere  uu  ra?go  de  socarronería,  que  indudablemente  deba 


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«i «  .  fRte!0HE5 

pertenecer  al  preso  mas  villano  y  curtido  en  cárceles?  Paes  dice  un 
cantor: 

«¿En  qué  casa  me  han  metido 

que  no  veo  mas  que  llaves, 

mas  que  puertas  y  cerrojos, 

demandaderos  y  alcaides?» 
¿Se  quiere  la  revelación  de  aquellas  ideas  que  súbitamente  asal- 
tan al  que,  después  de  un  largo  cautiverio,  recapacita  en  el  estraño 
modo  de  existir  del  preso?  Pues  manifiesta  se  halla  en  el  sencillo  cantar: 

«Cuando  estaba  yo  en  prisiones, 

jen  lo  qué  ule  entretenía! 

en  contar  los  eslabones 

que  mi  cadena  tenia. » 
Citaremos  para  concluir  un  bellísimo  arranque,  no  sujeto  á  metro, 
pero  que  aplicado  á  esa  música  caprichosa,  tan  propia  de  nuestras  pro- 
vincias del  Mediodía,  enternece  en  boca  délas  buenas  cantadoras.  Pa- 
rece que  habla  una  viejécita  con  voz  entrecortada  y  lastimosa,  y  dice:  - 

«Sefior  oficial  de  guardia, 

pida  usted,  por  Dios, 

¡ayl  ique  saquen  á  los  pob recites  presos 

un  ratito  al  solí» 


Volvamos  á  ocupamos  dé  sucesos. 

uno  de  carácter  especial,  poco  frecuente,  ocurrió  en  la  cárcel  del  &i- 
ladero  en  1854.  Con  esta  ocasión  nos  permitiremos  asentar,  aunque 
someramente,  las  circunstancias  do  doj  procesos  en  que  figuraron  al- 
gunos amigos  nuestros,  que  llamaban  y  aun  hoy  llaman  con  justa  cau- 
sa la  atención  pública. 

El  primero  de  estos  procesos  se  formó  en  enero  de  4852.  uno  de 
los  acusados  fué  preso  al  parecer  á  instigación  de  un  visionario  que 
imaginaba  bailarse  en  peligro  por  causa  de  aquél.  Registrado  el  preso, 
se  le  encontró  una  correspondencia  que  trataba  de  asuntos  políticos  y 
citaba  los  nombres  de  personas  conocidas  por  sus  ideas  democráticas. 
La  ocasión  debió  de  parecer  escelenle  para  prestar  un  servicio,  y  en 


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Ilfi  BlfcÚPX.  817 

efecto,  se  dieron  órdenes  de  prisión  contra  todos  los  que  en  aquellas 
cartas  eran  mencionados. 

Asi,  aquella  misma  noche,  á  launa,  fueron  presos  en  Madrid  D.  Ni- 
colás María  Rivero,  D.  Francisco  González  Hernández,  que  habitaba  en 
su  compañía,  y  al  dia  siguiente,  D.  Andrés  Goiamet.  At  propio  tiem- 
po se  mandaba  prender  á  D.  Julián  Pellón  y  á  D.  Joan  Antonio  Fé  de 
Sevilla,  á  D.  Romualdo  Martínez  en  Bujalames,  á  D.  Francisco  Valero 
en  Villarobledo,  á  D.  N.  Merla  en  Falcet,  á  D.  Florentino  García  en 
Gerona  y  á  D.  José  María  Orense,  marqués  de  Albáida  y  D.  Pedro 
Romero  Pérez;  todos  los  coales,  á  escepcion  de  los  dos  últimos,  fueron 
á  parar  ala  cárcel  de  Madrid,  con  grave  y  universal  escándalo,  pues, 
en  efecto,  era  de  suponer  que  su  prisión  indicaba  proyectos  ó  intentos, 
si  ya  no  conatos  ó  comienzos  de  algún  enorme  delito  político. 

Formóse  la  causa  por  conspiración  á  la  rebelión,  y  aun,  si  no  estat- 
uios equivocados,  se  habilitó  y  creó  entonce'  en  el  Saladero  el  depar- 
tamento de  presos  políticos,  antes  no  conocido,  declarándose  libres  de 
pago  ras  habitaciones. 

La  causa  siguió  sin  tropiezo  aparente  el  curso  ordinario,  hasta  qoe 
d  juez  á  quien  estaba  encomendada,  señor  Sola,  salió  de  Madrid,  en- 
cargándose de  ella  el  Sr.  Aorioles.  No  quiso  este  recibir  de  los  acu- 
sados las  confesiones  con  cargos,  y  se  esperó  á  que  regresara  el  Sr.  So- 
la, y  hallándose  este  de  vuelta,  coando  se  creia  que  las  iba  á  recibir, 
manda  prender  al  escribano,  que  era  U.  Amonio  Moreillo  y  á  su  ma- 
yor, y  vuelve  á  poner  incomunicados  á  D.  Nicolás  Rivero  y  D.  Fran- 
cisco Díaz  Quintero.  ¿Por  que? 

Decía  el  juez  que  de  aquel  proceso  se  babian  sustraído  documentos 
importantes,  y  que  la  sustracción  se  habla  hecho  en  beneficio  de  Rive- 
ro, si  bien  este  alegó  fundadamente  después,  que  caso  de  haberse  ve- 
rificado tal  sustracción,  habría  redundado  en  beneficio  de  todos  sus 
consortes  y  no  de  él  solo. 

Entre  tanto  volvió  al  calabozo  de  incomunicación,  donde  habia  pa- 
sado ya  89dias.  Harto  hemos  dicho  de  aquellos  encierros  para  que* 
insistamos  ahora  en  ponderar  las  amarguras,  el  trastorno  que  produce 
una  estancia  tan  prolongada  en  un  oscuro  seno. 

En  este  estado  la  causa,  ocurrió  un  incidente  singular,  y  bien  pode- 
decir  nunca  visto. 


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818  MISIONES 

Recusó  Rivero  al  jaez,  acusándole  dei  delito  mismo  que  á  él  le  atri- 
buía, y  se  fundaba  principalmente,  para  acusarle,  en  que  los  documen- 
tos habían  permanecido  siempre  bajo  llave  en  poder  del  juez. 

Couviene  advertir,  de  paso  ya,  que  interesa  mucho  para  el  juicio 
del  lector,  que  del  contenido  do  los  documentos  que  el  juez  decía  echar 
de  menos,  no  se  había  hablado  una  sola  palabra  á  los  presos,  y  no 
porque  se  hubiesen  abreviado  las  declaraciones,  pues  solo  las  de  D.  Ni- 
colás Rivero  ocupaban  49  pliegos. 

El  juez  se  negó  á  la  recusación  y  se  dio  un  acompañado;  apeló  el 
recusante  y,  después  de  un  largo  debate,  se  dio  el  rarísimo  caso  de 
proveer  la  sala  2/  que  se  entregase  el  espediente  á  las  partes  para 
instrucción  (siendo  asi  que  la  causa  se  hallaba  en  sumario)  y  se  per- 
mitía á  Rivero  hacer  su  defensa  como  letrado,  aun  estando  preso,  pre- 
via la  seguridad  de  su  persona,  confiada  al  alcaide  del  Saladero. 

El  gobierno  previo  entonces  el  escándalo  que  iba  á  resultar  de  una 
defensa,  en  causa  política,  hecha  por  Rivero,  que,  además  de  hallarse 
preso,  circunstancia  jamás  conocida  en  semejantes  casos,  tenia  una 
gran  significación  en  el  partido  mas  joven,  mas  entusiasta  y  mas  avan- 
zado. Tampoco  dejaba  de  hacerle  mella  el  saber  que  á  D.  Francisco 
Diaz  Quintero  y  á  D.  Francisco  González  Hernández  iban  á  defender 
los  jurisconsultos  y  oradores,  tan  famosos  y  simpáticos  como  D.  Joa- 
quín María  López  y  D.  Juan  Bautista  Alonso.  Era  de  temer  que,  reu- 
nidos lodos  estos  elementos  en  un  proceso  político,  llegasen  las  cosas  á 
un  extremo  gravemente  perjudicial  para  aquella  situación  ya  inse- 
gura. 

Lo  mas  cuerdo  era  evitar  que  las  cosas  dieran  un  solo  paso  mas 
por  aquella  malhadada  senda, -y  el  gobierno  tuvo  la  cordura  que  el  co- 
nocimiento de  su  situación  le  inspiraba,  «resolviendo,  á  instancia  del 
«Tribunal  Supremo,  en  uso  dejas  facultades  que  le  concedía  el  Re- 
«glamento  provisional,  y  atento  á  que  los  procesados  vivían  en  distin- 
«tos  barrios,  que  el  Sr.  juez  Sota  y  su  promotor  cesasen  en  el  cono- 
acimiento  de  la  causa  y  de  ella  se  encargasen  el  Sr.  Montemayor  y 
«el  promotor  de  su  juzgado.» 

A  esta  resolución  siguieron  inmediatamente  las  confesiones  con  car- 
gos, y  entregó  á  poco  la  causa  el  Sr.  promotor,  opinando  que  «reco- 
« nocida  por  el  gobierno  la  legalidad  del  partido  democrático  y  de  su 


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DE  EUROPA.  3'* 

t  pública  organización,  y  siendo  legal  la  correspondencia  sorprendida, 
«debía  sobreseerse  en  el  proceso. » 

No  opinó  asi  el  juzgado;  mas  á  medida  qne  se  iban  haciendo  las 
defensas,  salían  en  libertad  los  acusados.  La  vista  de  la  causa  fué  no* 
labilísima;  duró  Ires  dias  y  siempre  con  gran  concurrencia,  como  era 
de  suponer,  conocido  el  fundamento  de  ella,  sus  singulares  incidentes 
y  las  circunstancias  de  los  coacusados.  Por  el  interés  y  la  agitación 
que  la  vista  produjo,  pudo  calcularse  con  acierto  loque  habría  suce- 
dido á  no  tomar  el  gobierno  la  resolución  de  que  hemos  hecho  mérito 
en  el  párrafo  antepenúltimo. 

Era  el  20  de  enero  de  1853,  cuando,  elevada  la  causa  á  la  superio- 
ridad, empezaron  á  salir  ¿  la  calle  los  procesados;  á  mediados  de 
aquel  año,  se  hallaba  en  2.a  instancia,  siguiendo  trabajosamente  sus 
trámites  como  no  podía  meóos  de  suceder  en  un  espediente  que  com- 
prendía por  lo  menos  3000  folios. 

Llegó  noviembre  de  4854;  mandóse  sobreseer  en  todas  las  causas 
políticas,  y  D.  Nicolás  María  Rivero  protestó  pidiendo  que  la  suya  si- 
guiese todos  sos  trámites  hasta  declararse  la  inocencia  de  los  proce- 
sados; mas  la  Sala  no  accedida  su  petición,  y  se  cumplió  la  orden  del 
gobierno.  * 

Sin  embargo,  la  causa  formada  aparte,  por  sustracción  de  docu- 
mentos, no  era  política  y  seguía  su  curso,  y  en  el  año  antedicho  se  de- 
claróla inocencia  délos  acusados,  con  todos  los  pronunciamientos  favo- 
rables; subió  á  la  Sala,  y  nuestros  amigos,  porque  no  se  llegase  á  pro- 
testar que  intentaban  sacar  partido  de  sus  buenas  relaciones  con  la 
nueva  situación,  abandonaron  por  completo  su  suerte  á  la  acción  de 
los  Irib  ialesf  basta  que  por  fin,  en  1857,  apurados  lodos  los  trámi- 
tes, se  confirmó  el  fallo  del  inferior. 

La  otra  causa  política  también  de  que  hemos  dicho  que  nos  ocupa- 
ríamos, interesa  también  á  amigos  nuestros,  que  por  tan  desagrada- 
ble motivo  asistieron  á  la  terrible  escena  de  la  cárcel  en  1S5Í,  que  nos 
proponemos  narrar  para  terminación  de  este  punto. 

El  5  de  febrero  de  1854  se  hallaban  en  una  casa  de  la  calle  de  Jar- 
dines, á  cosa  de  las  tres  de  la  tarde,  varias  personas  conocidas  por  sus 
opiniones  políticas.  Eran  estas  el  duefio  de  la  casa  D.  Manuel  Becerra, 
D.  Nicolás  María  Rivero,  D.  José  Ordax  Avecilla,  D.  Francisco  Sal- 


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aao  PRISIONES 

meroo  y  Alonso,  D.  José  ViHasante,  D.  Ezequiel  del  Campo,  D.  Pe- 
dro Oller  y  Cánovas,  D.  Fernando  Erausqui,  D.  Manuel  Casado  To- 
llo, D.  N.  Hoyuelos,  D.  Antonio  del  Riego,  D.  Santiago  Avifio  y 
D.  Florencio  García  (el  consorte  de  Rivero  en  la  causa  anterior),  que 
entonces  se  le  declaraba  muy  agradecido  y  le  llamaba  en  todas  parles 
su  Providencia,  no  sin  motivo. 

El  inspector  de  policía  Sr.  Cruz  mandó  abrir,  les  preguntó  qué  ha* 
cian,  y  contestándole  que  amistosamente  trataban  de  asuntos  de  mine- 
ría, les  mandó  darse  presos.  Trasládeseles  al  Saladero,  se  les  puso  en 
calabozos  de  incomunicación,  y  al  salir  de  ella  supieron  que  se  les  ha- 
bía delatado  como  conspiradores. 

En  aquella  época  todo  el  mundo  conspiraba:  era  cuando  el  general 
O'Donnell  allegaba  amigos  con  promesas  de  libertad;  era  cuando  casi 
de  público  se  citaba  á  muchos  personajes  de  la  actual  situación  como 
resueltos  á  verificar  un  cambio  de  dinastía  que  debia  ir  unido  á  la 
unión  Ibérica  bajo  el  cetro  de  un  Braganza,  y  aun  se  ha  dicho  que  de 
esos  personajes  se  remitió  á  Palacio  por  conduelo  elevado  y  fidedigno 
una  lisia  acompasada  de  datos  muy  curiosos.  Ello  es  que  la  conspira, 
cion  era  cosa  muy  verosímil. 

Al  salir  de  sus  encierros  los  acosados  vieron  que  no  estaba  en  la 
cárcel  el  Florentino  García;  preguntaron  por  él  y  se  les  dijo  que,  al 
ser  conducido  desde  la  calle  de  Jardines  al  Saladero,  se  había  escapa- 
do. Alegráronse  de  saberlo  algunos  que  no  desconfiaban  de  aquel 
hombre  que,  además  de  lo  que  debia  á  Rivero,  babia  sido  favorecido 
en  su  adversa  suerte  por  otros  de  sus  compañeros  de  cárcel;  mas  no 
faltó* quien  concibiera  sospechas  que  después  se  confirmaron,  pues  se 
obró  con  tal  imprudencia,  que  mientras  los  tribunales  estaban  persi- 
guiéndole en  rebeldía,  el  gobierno  le  empleaba  en  un  fielato  de  Bar- 
celona. Este  empleo  no  podía  ser  mas  que  el  premio  de  su  delación. 
ISo  queremos  volver  á  ocuparnos  de  ese  hombre,  que  harto  caro  debe 
de  haber  pagado  su  feo  delito.  Al  cabo  de  muy  poco  tiempo  fué  decla- 
rado cesante  y  volvió  á  encontrarse  sin  medros  de  subsistencia  y  per- 
dida la  única  prenda  que  podía  haberle  hecho  recomendable  para  sus 
amigos.  Durante  el  bienio,  personas  que  ocupaban  altas  posiciones 
preguntaron  á  Rivero  si  quería  que  se  procediese  contra  su  delator; 
mas  ni  aquel  ni  los  demás  demócratas  que  habían  seguido  su  suerte 


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DE  EUROPA.  321 

quistaron  líber  nada  de  Garda.  Últimamente  inquirimos  lo  que  de  éi 
había  sido  y,  según  nuestros  informes,  boy  dia  se  baila  en  Ceuta.  Las- 
timoso término  de  un  hombre  que  tantos  estímulos  había  hallado  en 
so  camino  para  obrar  bien. 

Ocho  días  duró  la  incomunicación  de  los  presos,  escepto  la  del  se- 
flor  Rivero,  que  duró  treinta  y  siete,  ¿por  qué?  Vamos  á  decirlo.  De 
un  hombre  preso  en  Reos  por  delitos  comunes  se  recibió  una  carta 
dirigida  á  Rivero.  Apoderóse  de  ella  el  juzgado,  y  viendo  que  encer- 
raba a'gunas  lineas  escritas  en  cifra,  la  tuvo  por  feliz  hallazgo  y  útil 
comprobante  de  los  cargos.  Pero  la  carta  no  podía  estar  mas  torpe- 
mente ideada.  Contenía,  como  hemos  dicho,  párrafos  en  cifra,  que 
Tersaban  sobre  asuntos  de  escaso  interés,  y  al  propio  tiempo  llevaba 
escritas  en  letra  común,  sin  ningún  género  de  recato,  otras  espe- 
cies, que  á  ser  ciertas,  ellas  y  no  lo  cifrado  habian  sido  comprome- 
tedoras por  extremo. 

El  sefior  Rivero  adivinó  (al  saber  que  el  autor  de  la  carta  era  un 
preso)  que  lo  que  este  se  proponía  era  ser  trasladado  á  Madrid  con 
pretexto  de  hacer  revelaciones  y  buscar  durante  el  tránsito  la  ocasión 
.  de  burlar  á  sus  guardas  y  escaparse.  Dízolo  asi  presente  al  juez  se- 
fior Valero  y  Soto,  mas  este  envió  sus  órdenes  para  que  el  preso  fue- 
se interrogado  y  él  que  otra  cosa  no  esperaba,  dijo  que  en  verdad  él 
era  autor  de  la  carta  sorprendida,  que  conspiraba  de  acuerdo  con 
Rivero,  dijo  que  tenían  depósitos  de  armas  y  todo  lo  bastante  para  que 
lo  condujeran  ¿  la  corte  por  tránsitos  de  justicia.  Una  vez  aqui,  hizo 
oso  grande  ahinco  empeños  para  ver  y  hablar  á  Rivero,  mas  este 
naca  quiso  recibirle. 

Llamado  á  declarar  el  nuevo  encausado,  no  supo  inventar  nada  y, 
sin  ulterior  efecto  para  la  averiguación  del  delito  que  se  perseguía, 
fué  remitido  otra  vez  á  la  cárcel  de  Reus;  mas  ya  que  á  la  venida  no 
se  le  había  presentado  ocasión  de  escaparse,  se  le  presentó  á  la  vuel- 
ta y  no  dejó  de  aprovecharla.  ¿Abusaría  este  hombre  de  su  buena 
suerte  ó  la  tendría  en  adelante  tan  escasa  como  antes?  No  lo  sabemos. 
Sabemos  si  que  algún  tiempo  después  murió  fusilado  en  Melilla,  y  en 
su  confesión  declaró  que  la  caria  escrita  á  Rivero  desde  Reus,  fin- 
giéadose  cómplice  de  este  en  una  conspiración,  babia  sido  ardid  todo 
sayo  para  escaparse,  contando  ya  eon  que  probablemente  habia  de  ser 

>u  41 


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nt  nusrom 

interceptada  su  correspondencia  y  llamado  él  á  Madrid  para  declarar, 
como  efectivamente  había  sucedido. 

Seguía  la  cansa  su  curso  ordinario,  y  i  poco  fueron  puestos  en  li- 
bertad como  enfermos  los  señores  Salmerón  y  Alonso  y  Arillo;  des- 
pués salió  también  á  la  calle  por  ignal  concepto  el  sefior  del  Campo; 
solicitólo  mas  adelante  el  sefior  Rivera,  y  ¿  pesar  de  que  el  dictamen 
de  los  facultativos  era  favorable  á  sn  petición,  no  faé  atendido. 

Bi  promotor  fiscal  acusaba  de  conspiradores  á  los  acusados  y  pe- 
dia sobreseimiento  en  la  causa  para  Campo  y  Vülasanle  y  cuatro 
años  de  presidio  para  todos  los  demás,  escepto  Rivero  que,  considerado 
jefe  de  la  conspiración,  merecía  ocho  altos* 

No  hay  exigencia  igaal  á  la  de  los  fiscales  en  ciertos  periodos  de 
agitación  política*  Al  autor  cte  estas  lineas,  habiéndosele  procesado  i 
protesto  de  que  tenia  en  su  poder  ciertos  impresos  subversivos,  im- 
presos que  un  periódico  reaccionario,  habia  dicho  que  también  tos  le* 
*ia  en  su  poder,  sin  qae  &  ningún  tribeña!  se  te  hubiera  ocurrido 
procesarle.  Después  de  esta  singularidad  ocurrió  que  se  lo  impaste* 
ron  siete  afioe  de  presidio,  no  por  la  posesión  de  dichos  documentos, 
sino  por  pertenecer  á  una  sociedad  secreta,  acerca  de  la  cual,  darán-  . 
te  el  largo  curso  de  la  causa,  soto  le  habían  dirigido  dos  sencillas  pi** 
guatas,  á  saber:  si  la  oanecia  y  si  pertenecía  &  ella.  Afof  taradamente 
de  aquellos  siete  afios  de  presidio  fué  muníficamente  indultado  sia  so- 
licitarlo. Para  ilustración  da  las  personas  que  no  conoetn  lo  qoe 
son  procesos,  haremos  constar  que  en  este  nuestro  se  incluyó  ni  nú- 
mero de  un  periódico  americano,  periódico  que  habíamos  reoibMo 
por  conducto  del  gobierno  mismo,  y  no  á  hurtadillas  ni  bajo  Carpeta, 
sino  envuelto  en  una  estrecha  faja  fue  dejaba  leer  gran  parte  de  la 
primera  plana  y  lodo  el  titulo;  asi  toé  qoe  cuando  tolmos  pregunta- 
dos por  sü  procedencia  hubimos  de  contestar,  que  si  allí  habia  dela- 
to, lo  habíamos  cometido  á  medias  con  el  gobierno  de  S.  M. 

Perdónesenos  esta  digresión  que  nos  parece  del  lodo  agena  al 
asunto  en  que  nos  acopamos,  y  continuemos  con  la  cansa  de  1854, 

Habían  salido  en  libertad  todos  Iob  acusados»  menos  don  Nicolás 
Rivéro.  Ito  mes  llevaba  de  soledad,  cuando  tuto  una  peligrosa  calda, 
que  le  cansó  la  fractura  del  pié  izquierdo*  Con  tan  poderoso  metivo 
y  con  et  de  hallarse  muy  quebrantada  su  salud,  volvió  A  pedir  la  es* 


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oí  anuo**,  iti 

y...  hé  aqui  otro  do  los  caracteres  do  las  causas  políticas. 
Loa  facultativos  apoyaron  tambiee  la  solicitud  do  Rivero;  convino  con 
otta  el  fisoal;  mas  el  jaez  prognato:  «¿Morirá  mañana  el  preso  si  no 
se  le  escarcela  hoy?»  T  al  responderle  que  no,* replicó  que  siguiese 
en  la  cárcel  el  procesado.  A  oíros  muchos  presos,  á  algunos  consortes 
de  Uvero  mismo,  con  meóos  motivo  y  sin  mas  que  la  sencilla  afirma- 
dea  del  facultativo,  se  les  había  escarcelado. 

Entra  tanto  iban  ingresando  en  el  Saladero  otros  presos  políticos. 

El  malogrado  Cerrera,  Escosura(D.  Narciso),  Madoz(D.  Fer- 
neade),  D.  Agustín  Algarra,  D.  Jaime  Vicente,  D.  Tomás  Nuffez 
Amor,  D.  Manuel  Mas  Asensio  y  otros  estaban  fugitivos,  persegui- 
das i  sublevados;  ardiaa  los  ánimos  en  toda  la  península,  y  en  la  no- 
che del  14  de  julio,  á  poco  de  estallar  la  revolución,  una  muchedum- 
bre numerosa,  mal  armada,  pero  resuelta,  se  dirigió  al  portillo  de 
Saula  Bárbara,  pidiendo  á  voces  la  encarcelación  de  les  presos  po- 
líticos. 

Ta  antes  de  que  el  tumulto  llegara  al  pié  de  la  cárcel,  se  habían 
tsauds  ea  su  interior  las  precauciones  indicadas  para  casos  de  peli- 
gre. Cerráronse  patíos,  puertas  y  rejas,  separóse  cuidadosamente  á 
las  presas  de  modo  que  cada  cual  estuviese  en  su  propio  departa- 
meato,  sin  mas  comunicación  entre  ellos  que  la  inevitable,  redoblóse 
la  vigilancia  y  buscóse,  por  si  acaso  la  habia,  una  autoridad  que  pro- 
tegiese el  ediicio. 

Entretanto  se  iba  acercando  la  muchedumbre  y  cuitados  los  que 
ea  aquaUaa  momentoe  recobraban  la  grala  esperanza  de  obtener  la 
libertad,  confabulábanse,  discurrían  medios  de  romper  las  robustas 
puertas,  convertían  en  armas  y  ea  instrumentos  toda  dase  de  obje- 
tas, hasta  que  estallaren  sus  pasiones  estremeciendo  con  espantosos 
rugidos  aquellos  espaciosos  ámbitos. 

Desde  las  rejas  que  al  nivel  de  la  acera  caen  al  paseo  de  Santa 
Bárbara,  pedían  oir  algo  de  lo  que  pasaba  en  la  calle  los  presos  de 
dertos  calabozos. 

De  cuando  en  cuando,  pues,  quedaban  todos  en  silencio  y  aplica- 
ban atentamente  el  oido;  mas  aquel  fatigoso  estado  de  ansiedad  no 
era  soportable  por  mucho  tiempo,  y  volvían  á  prorumpir  ferozmente 
ea  horribles  gritas,  imprecaciones  y  blasfemias;  revolvíanse  unos  can 


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324  PBISIONES 

otros  dando  vueltas  al  rededor  del  calabozo  como  ñeras  bravas  en- 
jauladas, golpeaban  impotentes  y  frenéticos  las  recias  paredes,  y  po- 
nían Trio  miedo  en  el  corazón  mas  animoso  solamente  con  lo  que 
desde  afuera  se  oia. 

Figúrese  el  lector  una  cuadra  oscura  ocupada  por  sesenta  ú  ochen* 
la  hombres,  endurecidos  en  el  trabajo  y  robustos,  agitados  de  conti- 
nuo por  pasiones  vehementes,  amagados  los  mas  de  grandes  casti- 
gos, y  entreviendo  la  esperanzado  recobrar  la  libertad  si  entre  todos 
hacen  un  esfuerzo  gigantesco.  Entregados  por  completo  á  tan  poderoso 
atractivo,  sintiéndose  capaces  en  aquella  suprema  ocasión  de  luchar 
con  un  número  diez  veces  mayor  y  faltos  enteramente  de  medios  si- 
quiera para  intentar  lo  mas  leve  ¡cómo  no  habían  de  mostrarse  todos 
en  el  colmo  de  la  desesperación,  cómo  no  habian  de  maldecirse  y 
morderse  los  puños  de  iral 

En  uno  de  aquellos  calabozos,  llegaron  á  introducir  un  fuerte  bar- 
rote entre  un  breve  resquicio  que  quedaba  entre  el  suelo  y  la  ferrada 
puerta.  Acudieron  los  mas  á  apalancado  y .  á  una  voz  le  levantaban 
para  conmover  los  goznes,  y  entre  tanto  los  que  no  podían  ayudarles 
por  no  hallar  sitio  donde  poner  las  manos,  los  estimulaban  con  voz  y 
movimiento.  La  puerta  permanecía  inmóvil  y  su  irritación  tocaba  ya 
en  la  locura.  ¡Qué  mucho!  {Se  trataba  de  la  libertad,  que  es  el  ma- 
yor bien  de  la  tierral 

¿Quién  sabe  de  qué  dependió  que  todos  aquellos  hombres,  que  se- 
rian seiscientos  á  lo  menos,  no  saliesen  libres  y  triunfantes?  Temible 
era  que  si,  por  un  azar  cualquiera,  llegaban  á  salir  de  un  departamento 
una  docena  de  presos  arriscados,  soltasen  á  todos  los  demás,  saciando 
en  el  acto  sus  pasiones  en  quien  primero  se  les  pusiera  por  delante. 
Temible  era  también  el  mismo  conflicto,  si  el  pueblo  se  impacientaba 
y  rompiendo  y  alropellando  por  todo,  invadía  la  cárcel.  La  revolu- 
ción se  habia  estendido  por  Madrid  y  el  tiempo  apremiaba.  Resolvióse 
en  consecuencia  abrir  las  puertas  á  los  presos  políticos,  haciéndoles 
prometer  que  nada  intentarían  para  dar  libertad  á  los  demás,  y  to- 
mando precauciones  para  impedirlo,  caso  que  lo  intentaran. 

El  pueblo  los  recibió  ala  puerta  con  verdadero  jubila  y  con  gritos  de 
entusiasmo,  sin  pararse  en  la  circunstancia  de  que  salian  dos  presos 
que  ellos  no  habian  reclamado.  Uno  de  ellos  era  el  célebre  don  Enri- 


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DB  EUROPA  Sil 

qae  Tettex  Lacea,  boy  secretario  del  ex-infcnte  D.  Juan,  que  volvió 
&  ser  preso  mayen  breve  y  en  breve  también  puesto  otra  vez  en  li- 
bertad, y  el  otro  D.  N.  Cantero,  que  mas  adelante  se  sinceró  del  de- 
lito de  que  se  ie  babia  acosado. 

La  cansa  de  los  conspiradores  pasó  á  la  superioridad  en  1856  des- 
pués de  absoeltos  todos  los  procesados,  y  en  1857  opinó  el  señor 
Cáceres,  fiscal  de  la  audiencia  de  Madrid,  que  nodebia  llevarse  ade- 
lante, sino  que,  atento  á  su  especialidad,  á  los  hechos  ocurridos  y  & 
las  resoluciones  del  gobierno,  debía  darse  por  terminada.  Su  opinión, 
espero,  no  prevaleció;  y  le  fué  devuelta  la  causa  mandándole  que 
acusase  en  debida  forma.  Hizolo  asi  proponiendo  la  confirmación  del 
tilo  del  inferior,  con  todos  los  pronunciamientos  favorables,  y  la 
sala  lo  confirmó. 

Además  de  la  notable  particularidad  que  acabamos  de  citar,  hubo 
olra  en  esta  causa  y  fué  la  siguiente:  que  D.  Nicolás  Rivero,  uno  de 
los  procesados,  estando  pendiente  de  fallo,  desempeñó  el  cargo  de  go- 
bernador deVailadolid  y  el  de  diputado  á  cortes  en  las  Constitu- 
yentes. 


Hemos  dicho  que  trataríamos  algo  de  los  libros  que  se  bailan  hoy 
archivados  en  la  cárcel  de  Villa.  Comienzan  estos  en  1761,  y  en  el 
de  4859,  en  que  se  ordenó  el  archivo,  ascendían  á  265  tomos  de 
partidas,  cuyo  to'al  de  páginas  era  72,604. 

Imagine  el  lector  ¡cuan las  fechas  tristes,  cuántos  nombres  de  lú- 
gubre recuerdo  estarán  sefialados  en  semejante  biblioteca! 

Hay  además  14  tomos  de  Índices  de  presos,  que  forman  5024  pá- 
ginas infolio,  y  otros  15  tomos  de  detenidos  con  5460  páginas  mas. 

En  los  libros  de  partidas  está  averiguado  que  fallan  1171  páginas: 
tal  ba  sido  el  descuido  con  que  en  cierto  tiempo  se  miraron  aquellos 
documentos,  tan  útiles  para  la  estadística  como  para  la  buena  admi- 
nistración de  justicia.  El  mismo  descuido  revela  un  tomo  de  Índices 
que  se  ba  tenido  que  formar  de  hojas  sueltas,  por  no  saber  á  que  li- 
bros pertenecen 


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816  PRISIONES 

Huta  el  aflo  4836,  no  aoompafia  copia  de  los  autos  4  las  partidas 
respectivas;  después  de  algunos  afios,  vuelve  á  echarse  de  menos 
dicha  copia.  Ahora,  desde  el  arreglo  del  archivo,  se  inserta  siempre 
donde  corresponde. 

De  estos  libros  se  ha  formado  un  carioso  estricto  estadístico  que 
empieza  desde  el  afio  1800  y  comprende  hasta  el  de  1859. 

Este  trabajo  fué  encomendado  al  Sr.  D.  Salvador  Andreu  Dam- 
pierre,  y  bajo  su  dirección  lo  desempeñó  muy  brillantemente,  por  cier- 
to el  entonces  único  oficial  de  la  secretarla  de  la  Junta  de  Cárceles, 
D.  Miguel  Clavero  y  Gomei,  en  cinco  grandes  estados,  qqe  no  se  han 
dado  á  luz.  Tres  afios  empleó  este  laborioso  joven  en  el  desempeño 
de  su  tarea,  dedicando  áelia  muchas  horas  diarias  y  teniendo  qie 
valerse  del  auxilio  de  presos  poco  aptos,  circunstancia  que  le  hace 
doblemente  recomendable. 

De  estos  libros  (que  no  comprenden  mas  que  lo  relativo  á  las  cár- 
celes de  Corte  y  de  Villa)  resulta  que  en  el  espacio  de  las  dos  épo- 
cas citadas  entraron  en  ambos  establecimientos  125,647  presos  y 
136,629  detenidos. 

Como  los  datos  estadísticos  son  poco  conocidos  y  menos  los  que 
se  refieren  á  los  establecimientos  penales  y  de  seguridad,  vamos  á 
continuar  aqui  algunos  que  creemos  interesantes  y  que  tienen  la  ven- 
taja de  ser  completamente  exactos  é  inéditos,  debiendo  entenderse 
que  todos  ellos  se  refieren  solo  h  las  dos  cárceles  de  Corte  y  de  Villa 
y  á  los  afios  1800  hasta  1859,  ambos  inclusive. 

De  aquellas  tristes  moradas  han  salido  para  la  horca  188  individuos; 

para  el  garrote  207  » 
para  ser  fusilados  SO  » 
y  para  sufrir  un 

género  de  muerte  qie  no  está  espresado 86        * 

Total.     .     rUí 

Hay  un  resumen  comparativo  entre  los  que  han  sido  presos  y  ajus- 
ticiados durante  los  27  afios  de  régimen  absoluto  y  el  número  de 
aquellos  que  corresponden  al  gobierno  conáitaeional,  cnyo  resultado 
es  como  sigue: 


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m  mor*.  tai 

lamí  de  ajusticiados  donóte  el  régimen  abnloto.    .    .       181 
ídem  donóte  el  régimen  constitucional..       439 


Diferencia  de  mas  eo  tiempo  del  absoioltaoo 182 


Total  de  presos  dorante  el  régimen  absoluto 50487 

Ídem        dorante  el  régimen  coosiilocioBaL  .    .    751 C0 


Diferencia  de  mas  en  tiempo  constitucional 24673 

De  modo  que  si  por  desgracia  han  sido  mas  las  prisiones  verifica- 
das bajo  el  imperio  de  los  principios  liberales,  por  fortuna  .fueron 
menea  lea  Secaciones. 

Otra  cariosa  noticia  detallada  se  encuentra  en  los  estados  á  que 
ana  referimos,  y  es  el  número  ds  presos  que  4  cada  arte  corresponde. 
1800-  735  1820—  468  1840—1880 
1801—1002  1821-1066  1841—1842 
1802-1184  1822-1601  1842-2155 
1803-1505  1823-1214  1843-2500 
1804—1021  1824-2046  1844-3048 
1805-1124  1825-3151  1845—2720 
1800—  878  1826-2131  1846—2623 
1807—  717  1827-2423  1847-3338 
1808-1139  1828-3009  1848-3165 
180O-2806  1829-2404  1849—3760 
1810—2397  1830—2745  1850—2961 
1811—2089  1831—2843  1851-2780 
1812—2330  1832—2717  1852-2689 
1818—1848  1833—2979  1853-2417 
1814—1199  1834—3321  1854—2028 
1815—2581  1835—2350  1855-2252 
1818—1330  1836—2208  1856-2034 
1811—1078  1837—2660  1857-1943 
1818—1273  .  1838-2767  1858—1834 
1818—1190  1839—2064  1859—1793 
Uno  de  los  ntédos  comprende  el  pormenor  del  número  de  Índices, 
«tea  que  cade  uno  abran  y  partidas  de  que  constan,  detallado  por 
libras  y  fechas,  y  también  el  número  de  folios  de  cada  ano. 

El  1.  •  se  refiere  4  los  libros  de  la  cárcel  de  Corte,  á  lea  del  Sdu- 
Are,  cartel  de  dafenidos»  vagos  y  junan»  y  pñsieoeB  del  gobierno 


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3tt  misiones 

civil,  que  estuvieron  eo  el  antiguo  convento  de  San  fifartin  y  fueron 
seguramente  lo  peor  que  podía  imaginarse,  según  tuvimos  la  desgra- 
cia de  experimentar  prácticamente  en  tres  meses  que  permanecimos 
encerrados  en  aquel  sitio  inmundo. 

Respecto  á  otras  particularidades  que  no  constituyen  el  fondo  de 
eslos  libros,  tendremos  ocasión  de  citarlas  al  tratar  de  la  Cárcel  de 
Corte. 

Recientemente  se  ha  mejorado  indudablemente  el  ramo  de  cárceles, 
y  aunque  sus  condiciones  y  orden  interior  dejan  todavía  muchísimo 
que  desear,  ni  puede  lograrse  mocho  mientras  no  haya  siquiera  edi- 
ficios á  propósito,  ni  puede  tampoco  negarse  que  estamos  ya  muy 
distantes  de  la  barbarie  que  aun  á  principios  del  siglo  subsistía. 

Desde  el  20  de  agosto  del  presente  afio  se  ha  hecho  un  arreglo  por 
el  cual  se  ha  ascendido  á  oficial  \  •  de  la  Junta  de  cárceles  al  que  lo 
era  único,  D.  Migoel  Clavero,  y  se  ha  aumentado  con  una  nueva  pla- 
za aquella  oficina,  que  hasta  ahora  estaba  servida  solo  por  dos  em- 
pleados. 

De  esle  arreglo  ha  resultado  el  siguiente  estado  de  empleados  y 
sueldos  en  la  cárcel  pública: 


Un  alcaide.  .    . 

.    con    .    .    , 

16000 

Un  capellán. .    . 

» 

6000 

Un  oficia!  de  libros.. 

»      . 

6500 

Un  ausiliar. .    .     . 

»    ..    • 

5400 

Un  escribiente  1 .° 

» 

¿300 

Otro2A      .    .    . 

A           .        .         . 

1000 

Un  portero  4\   . 

» 

5000 

Tres  idem  segundos 

.     á     .    . 

4500 

Un  llavero  1/  .     . 

con    .    . 

4000 

Dos  idem  segundos 

.     á      .    . 

3500 

Diez  celadores.  . 

.     á     .    .. 

3000 

Dos  mandaderos.   . 

á     .    . 

.      3000 

Una  mandadera.    . 

con    .    .    . 

2190 

Un  cocinero  que  no  consta  en  el  presupuesto  por  consideraciones 
qne  no  nos  parecen  muy  atendibles  y  recibe  el  sueldo  en  concepto  de 
gratificación. 

Además  del  presupuesto  municipal,  cuenta  la  Junta  de  Cárceles  coa 


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dc  gimo**  u» 

dos  fundaciones  piadosas,  pero  segaramcnle  las  dos  no  darán  mas  de 
unos  7000  re.  al  afo. 

La  organización  definitiva  de  la  Junta,  tal  como  hoy  se  halla  cons- 
tituida, data  de  1856.  So  cargo  es  puramente  honorífico. 

El  rancho  que  hoy  se  da  á  los  presos  es  también  mocho  mejor  que 
en  otro  tiempo,  y  en  épocas  no  muy  remotas  hallaríamos  con  frecuen- 
cia el  caso  de  segarse  aquellos  desgraciados  á  admitir  la  comida  que 
ae  les  daba;  ¡tan  repugnante  debia  ser! 

Hoy,  según  consta  del  último  suministro,  se  compone  del  pormenor 
que  &  continuación  copiamos: 

DOMINGOS. 

Por  la  nudUma.  Por  la  tarde. 

Tres  onzas  de  judias.  Onza  y  media  de  garbanaos. 

Cuatro  id.  de  patatas.  ídem  id.  de  judias. 

Seis  adarmes  de  tocino.         Dos  id.  de  arroz. 

Seis  adarmes  de  tocino. 

Para  cada  50  plazas. 

Cinco  cuarterones  de  sal. 
Media  libra  de  pimentón. 
Cuatro  cabezas  de  ajos. 
Dos  cebollas. 

LUNES,  MIÉRCOLES  T  VIERNES. 

Pmr  la  mafiam.  Por  la  larde. 

Tres  onzas  de  judias.  Tres  onzas  de  garbanzos. 

Cuatro  id.  de  patatas.  Dos  id.  de  arroz. 

Seis  adarmes  de  tocino.         Seis  adarmes  de  tocino. 

Para  cada  50  picoas. 

Cinco  cuarterones  de  sal. 
Media  libra  de  pimentón. 
Cuatro  cabezas  de  ajos. 
Dos  cebollas. 

TOBO  O.  41 


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m  mnom 

MARTES,  JUEVES  Y  SÁBADOS. 

Por  la  mañana.  Por  la  tarde. 

Ocho  onzas  de  patatas.         Tres  onzas  dejadlas. 
Onza  y  media  de  arroz.         Seis  id.  de  patatas. 
Seis  adarmes  de  tocino.        Seis  adarmes  de  tocino. 

Para  cada  HO  plazas. 

Cinco  cuarterones  de  sal. 
Media  libra  de  pimentón. 
Cuatro  cabezas  de  ajos. 
Dos  cebollas. 

Cada  preso  recibe  además  diariamente  libra  y  media  de  pan,  mo- 
reno, pero  sano  y  de  seguro  mejor  que  el  que  se  da  á  la  tropa. 

Este  articulo  en'parlicular  había  llegado  á  ser  objeto  de  inmoral  es- 
peculación en  la  cárcel. 

Al  hacerse  cargo  de  su  alcaidía  el  Sr.  Orozco,  que  la  desempefió 
muy  breve  tiempo,  recibió  por  la  mañana  un  gran  serón  lleno  de  pan 
escelente,  tal  como  no  lo  habian  comido  ni  lo  comen  aun  los  honrados 
artesanos  que  ganau  un  escaso  jornal  con  grandes  fatigas. 

Preguntó  el  nuevo  alcaide  qué  significaba  aquello,  y  con  una  ino- 
cencia singular  le  fué  respondido  que  era  pan  sobrante  de  los  presos 
que  no  lomaban  el  rancho  de  la  casa  y  que  la  costumbre  era  que 
aquel  sobrante  se  repartiese  entre  el  alcaide  y  otro  empleado.  Si  el 
Sr.  Orozco  hubiese  mostrado  alguna  curiosidad,  inmediatamente  le 
habrían  instruido  acerca  del  modo  mas  eficaz  para  realizar  en  nume- 
rario y  sin  quebranto  aquel  articulo.  Pero  no  quiso  enterarse  de  esa 
operación  mercantil  y  lo  que  hizo  fué  disponer  las  cosas  de  manera 
que  en  lo  sucesivo  fuese  imposible  que  resultasen  sobrantes  á  repar- 
tir entre  los  empleados  de  la  cárcel.  También  desde  entonces,  y  fué 
resolución  acertada,  se  rebajó  la  calidad  del  pan,  de  manera  que  sin 
dejar  de  ser  sano,  no  fuese  mejor  el  del  criminal  gravoso  que  el  del 
ciudadano  útil  y  probo. 

Pedir;  por  ejemplo,  que  en  esta  cárcel,  ó  en  la  que  se  dice  Ya  ale- 


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01  BUtOPA.  881 

vaatarse,  se  ensayasen  las  mejora^  propuestas  por  los  filántropos  y 
teóricos  mas  adelantados,  sería  perder  miserablemente  el  tiempo.  Los 
hombres  de  ciencia  y  de  corazón  recomiendan  prácticas  may  sanas, 
mny  humanitarias;  mas  todos  ellos  al  referirse  á  los  presos,  parlen  del 
supuesto  de  que  antes  el  Estado  haya  atendido  al  hombre  probo;  de 
qoe  el  ciudadano  sea  Ubre,  de  que  la  igualdad  sea  el  fundamento  so- 
cial y  político  del  pais.  Partiendo  de  este  punto,  consideran  que  la » 
cárcel  no  debe  ser  lugar  de  venganza  sino  de  seguridad  y  óorreccion, 
y  suponen,  por  último,  un  código  sin  penas  infamantes  y  un  interés 
mny  grande  en  las  leyes  y  en  los  tribunales  con  respecto  &  la  desgra- 
cia de  loa  presos. 

La  realidad  está  muy  lejos  de  esos  supuestos. 

En  Madrid  las  cárceles  han  sido  objeto  de  muchas  y  muy  variadas 
disposiciones;  mas  (con  vergüenza  lo  escribimos):  hasta  el  afio  1848 
no  tuvieron  un  Reglamento  fijo  para  su  gobierno  interior. 

De  los  graves  males  producidos  por  tan  reprensible  incuria  nos  ocu- 
paremos al  tratar  de  la  Cárcel  de  Corte.  Cúmplenos  ahora  decir  algo 
tabre  el  Reglamento  de  que  bemos  hecho  mérito,  que  no  podía  menos 
de  ser  defectuoso,  tanto  por  ser  el  primero,  como  por  tener  que  ajus- 
tarse 4  las  condiciones  de  nuestras  carche*. 

Recoaooemos  con  satisfacción  lo  que  ha  mejorado  el  régimen  de  la 
cárcel  del  Saladero  eo  los  últimos  veinte  afios;  pero,  doloroso  es  con- 
fesarlo, no  ha  llegado  ni  con  mucho  &  lo  que  podría  ser,  aun  dentro 
de  sas  pésimas  condiciones. 

El  JU§lammto9  que  debería  facilitarse  á  todos  los  presos,  recomen- 
dándoles su  lectora,  &  fin  de  evilar  que  incurriesen  en  graves  faltas, 
es  u  misterio,  es  un  secreto;  la  mayor  parte  de  los  desgraciados  que 
alii  se  albergan  no  saben  una  palabra  de  su  contenido  y  hasta  ignoran 
que  exista. 

Nada  mas  natural  que  el  deseo  de  asomarse  por  curiosidad  á  una 
reja  ó  salir  ¿  un  pasillo  cuya  puerta  no  esté  cerrada.  Pues  bien;  esa 
inocente  curiosidad  puede  costar  la  vida  á  un  hombre,  porque  los  cen- 
tinelas interiores  tienen  orden  de  disparar  en  casos  semejantes,  y  sin 
embargo,  ¿  loa  presos  no  se  les  advierte  de  oficio  tan  grave  riesgo. 
En  4854  se  hallaba  preso  por  causas  políticas  un  joven  periodista, 
D.  Gaspar  Nuüez  de  Arce;  se  asomó  á  una  ventana,  habiendo  ya  os- 


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331  PftISIOlffES 

carecido,  y,  antes  que  el  aviso,  oyó  el  disparo  de  un  fósil.  La  bala 
dio  en  la  pared  á  dos  dedos  de  so  cabeza. 

Esto  hecho  por  si  solo,  ya  que  no  la  razeo  natural,  debería  haber 
bastado  para  mandar  á  los  alcaides  bajo  su  mas  esbrecha  reponsabili- 
dad,  que  diesen  lectura  del  Reglamento  á  cuantos  hombres  tuviesen  á 
su  cargo;  mas  las  cosas  han  seguido  en  el  mismo  abandono  y  ¡qué 
mucho  si  alcaides  ha  habido  que  con  dificultad  habrían  alcanzado  á 
comprender  lo  que  dicen  aquellas  sencillas  páginas!  [qué  mucho,  si 
ha  habido  muchos  do  ellos  procesados  á  pesar  de  la  impunidad  con 
que  su  cargo  les  ampara  1 

Qué  tal  seria  su  conducta,  lo  deja  entender,  además  de  otros  docu- 
mentos, el  Capitulo  II,  que  encarga  á  los  alcaides  la  vigilancia  para 
que  «no  te  maltrate  á  los  presos  ni  hagan  exacciones  indebidas.* 

El  mismo  capitulo  les  faculta  para  suspender  á  los  dependientes  qué 
desmerezcan  su  confianza  y  no  obstante,  posteriormente  á  esta  dispo- 
sición, han  sido  dependientes  interiores  de  la  cárcel  hombres  reinci- 
dentes en  delitos  feos,  sin  ningún  género  de  educación,  respeto  ni  te- 
mor; los  cuales  han  impuesto  su  voluntad  á  simples  acusados,  inocen- 
tes cuyo  decoro  ha  padecido  mucho  con  recibir  (amafio  castigo  antesde 
que  se  ! esjuzgara;  porque  castigo  es,  y  muy  duro,  obligará  persona» 
de  estimación,  no  yaá  la  obediencia,  sino  al  inevitable  trato  de  la  ca- 
nalla que  ha  privado  ea  las  cárceles  hasta  hace  muy  poco  tiempo. 

El  mismo  capitulo  manda  que  en  cada  departamento  se  fije  en  una 
tablilla  «el  régimen  interior  establecido  para  el  gobierno  de  las  cár- 
celes;» pero  ¿saben  nnestros  lectores  qué  es  lo  que  suple  á  esta  dispo- 
sición? El  precio  de  los  alquileres  y  el  aviso  de  que  deben  pagarse 
por  quincenas  adelantadas,  sin  mas  plazo  que  el  de  í  i  horas.  Esta  es 
h  única  noticia  que  se  ha  creído  interesante  para  dar  muestra  del  sen* 
timiento  que  los  presos  inspiran. 

Prohibido  está  que  se  introduzcan  navajas  ni  otra  clase  de  armas  ó 
herramientas;  pero  no  hay  cárcel  donde  carezca  de  navaja  el  que  la 
quiera,  y  en  todas  se  hace  alarde  público  de  su  posesión. 

En  ciertas  ocasiones  criticas  se  ha  registrado  á  los  presos  después  de 
una  riña  sangrienta  y  no  se  ha  hallado  ni  uñ  alfiler.  En  otras  ocasio- 
nes, sin  duda  por  convenir  á  particulares  intereses,  se  han  hallado  na- 
vajas á  docenas. 


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Dt  rotor  a  sis 

¿Ka  posible  evitar  que  los  presos  reciban  armas  ofensivas?  No,  co- 
bo no  se  hiciera  un  escrupuloso  registro  diario  y  ¿quién  sabe?  quizás 
tampoco  asi  se  conseguiría  mientras  subsistiesen  las  malas  condiciones 
de  las  cárceles  actuales.  Lo  mismo  decimos  de  los  vinos  y  licores  cuya 
introducción  eslá  absoluta  y  tiránicamente  prohibida  en  los  departa* 
meólos  de  presos  pobres;  pero  merced  á  la  connivencia,  al  soborno  ó 
ai  ingenio,  en  dichos  departamentos  hemos  visto  introducir  siempre 
los  objetos  prohibidos. 

El  Reglamento  fija  en  ocho  maravedises  el  pago  de  cada  recado  que 
los  presos  encarguen  á  los  mandaderos,  prohibiéndoles  exigir  mas. 

¡Pero  si  el  preso  se  queja  mil  y  mil  veces  en  vano;  si  está  cometi- 
do i  la  dura  ley  de  la  necesidad!  jSi  ha  habido  mandaderos  cuyo  úni- 
co oficio  conocido  era  el  robot  ¿De  qué  babia  de  servir  sino  de  escar- 
nio para  el  mandadero  la  candorosa  prohibición  del  Reglamento!  No 
echo  maravedises,  sino  ocho  reales  y  mas  ban  podido  hacerse  pagar 
muchos  dependientes  por  un  recado.  El  Reglamento  pide  imposibles. 
En  la  desobediencia  que  encuentra  lleva  el  castigo  de  los  absurdos 
que  contiene  y  de  sos  graves  defectos. 

Las  habitaciones  de  pago,  dado  que  sean  bastante  capaces  para  al- 
bergar á  un  hombre  solo,  no  lo  son  para  dos  personas  de  decoro;  y 
sin  embargo,  ciando  un  simple  acosado  que  paga  cinco  reales  diarios 
se  ve  obligado  á  sufrir  en  su  cuarto  la  wmpafia  d<*  uno  6  dos  delin- 
cuentes desconocidos,  no  por  eso  goza  de  rebaja  ninguna  en  el  precio 
del  inquilinato,  sino  que  sigue  pagando  cinco  reales,  como  si  no  fuera 
bastante  desdicha  la  de  las  malas  compañías  á  que  de  orden  superior 
le  someten. 

Be  enero  de  1855  hubo  hasta  cioco  individuos  en  un  solo  cuarto. 

Una  disposición  no  hemos  podido  esplicaruos  jamás  y  es  la  que  á  los 
que  ocupan  departamento  de  segunda  clase  les  concede  una  hora  me- 
nos de  comunicación  que  á  los  de  1/  Durante  nues!ra  larga  permanen- 
cia en  el  Saladero  nos  propusimos  en  vano  averiguar  el  porquéde  esa 
distiocion  y  no  la  hallamos  jusüflrada.  No  quisimos  preguntárselo  á 
quien  debía  saberlo,  temerosos  de  que  nos  respondiese:  «los  de  1.* 
clase  pagan  mas  dinero. » 

Escasado  nos  parece  advertir  que  el  Reglamento  proscribe  los  jue- 
gos da  arar;  Un  escusado  tal  vez  como  dar  la  noticia  de  que  desde  las 


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SS4  FRISiONBS 

primeras  horas  de  la  mañana  no  hemos  oido  por  ios  patios  sino  voces 
de  ¡Al  queso,  al  queso!  Esta  frase  sirve  de  reclamo  á  los  jugadores 
que  entretienen  sus  ocios  sentados  alrededor  de  ana  manta,  sóbrela 
cual  el  prestigiador  de  oficio  conmueve  á  los  circunstantes  con  las  ma- 
ravillosas vicisitudes  del  albur  y  el  gallo. 

¿Deseará  saber  algún  curioso  si  el  juego  es  ocasión  de  riñas  yodios 
y  venganzas?  La  historia  de  todas  las  cárceles  le  satisfará  respecto  al 
asunto. 

En  el  Reglamento  trasciende  algo  del  espirita  de  nuestra  ley  electo- 
ral. Que  así  como  para  elegir  diputados  se  declara  que  la  mejor  ga- 
rantía de  acierto  es  el  dinero,  así  también  el  Reglamento  supone  que 
la  mayor  parte  de  los  presos  que  pagan  dinero,  son  personas  de  buena 
educación.  Sin  duda  también  por  igual  concepto  manda  á  los  preses 
pobres  que  oigan  misa  en  las  fiestas  de  precepto,  y  guarda  silencio  con 
respecto  á  los  que  pagan. 

El  artículo  124  prohibe  que  los  presos  pobres  cambien  entre  si  su 
ración Tampoco  podemos  darnos  cuenta  del  objeto  que  se  propo- 
ne tan  raro  mandamiento. 

Pero,  á  propósito  de  ración,  debemos  hacer  notar  que  en  la  cárcel 
misma,  hasta  en  el  sobrio  raochodel  preso,  halló  materia  para  fundar 
categorías  aristocráticas  el  egoísmo  apoyado  en  la  fuerza. 

De  40  á  11  por  la  mañana  y  de  4  á  6  por  la  tarde  está  mandado 
distribuir  los  ranchos. 

Hay  en  cada  calabozo  dos  hombres  capaces  de  imponer  á  los  demás, 
los  cuales  se  llaman  calaboceros.  A  su  fuerza  física  unen  la  fuerza  mo- 
ral que  les  comunica  el  ser  nombrados  por  el  jefe  de  la  casa.  Estos 
hombres  señalan  á  cada  preso  el  sitio  que  debe  ocuparen  su  deparla- 
mento; perciben  las  primicias  de  lo  que  el  novato  paga  á  su  entrada, 
dirimen  contiendas  del  único  modo  que  les  enseñaron  á  hacerlo  en  sus 
escuelas;  y  si  hay  barato  que  cobrar,  no  se  desdeñan  de  desempeñar 
este  cargo,  y  si  un  preso  les  opone  resistencia,  la  vencen  por  el  mis- 
mo método  con  que  dirimen  las  contiendas. 

En  la  cárcel  no  se  dice  bastón,  palo  ni  tranca;  se  dice  el  código. 
»    Estos,  pues,  calaboceros  son  los  primeros  que  se  presentan  á  reci- 
bir el  rancho;  sus  amigos  íntimos,  sus  auxiliares  en  los  casos  belico- 
sos ó  en  las  empresas  de  su  industria,  se  presentan  después;  inmedia- 


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DI  1ÜI0P4.  SSft 

lamento  les  sigue  el  pariente,  e!  marido  de  la  amiga,  el  acreedor,  el 
respetado  por  valeroso  que  ha  sabido  conquistar  posición,  el  que 
aquella  semana  tiene  que  percibir  dinero  de  un  entierro,  el  vocea- 
dor, etc.,  etc.,  etc.,  de  suerte  que  cuando  ya  el  caldero  no  contiene  nn 
ápice  de  la  grasa  que  al  principio  sobrenadaba,  matizando  de  azafrán 
y  pimentón  la  superficie,  entonces  reciben  su  ración  los  pobres  de  es- 
pirito y  de  materia,  los  que  coando  juegan  pierden,  los  que  ni  por 
oficio,  por  deudo,  ni  simpatía  tienen  lazo  alguno  con  los  fuertes.  Ofén- 
danse algunos  de  verse  en  tan  Ínfima  degradación,  y  procuran  trabar 
amistad  y  tener  mano  con  el  calabocero  ó  hacer  gracia  al  valiente  ó 
regalar  on  juego  de  naipes  al  que  soele  distinguirse  por  el  dicho  de: 
«yo  con  la  baraja  en  la  mano  á  ningún  hombre  le  temo.»  Por  estos  y 
semejantes  medios  salen  de  su  miserable  estado  algunos  infelices,  y  al 
cabo  de  cierto  tiempo  llegan  á  comer  on  rancho,  cuyo  caldo  mani- 
fiesta al  ojo  perspicaz  ciertos  caracteres  que  revelan  la  presencia  de 
la  grasa,  como  diría  el  químico.  Para  comprender  lo  que  en  materia 
de  valimiento  y  ascensos  sucede  en  los  calabozos,  no  es  menester  ha- 
berse bailado  preso:  todo  el  que  viva  en  una  sociedad  donde  imperen  la 
fiera  y  el  oro,  puede  hacer  una  composición  de  lugar  y  formarse  idea 
de  aquellas  regiones. 

Los  presos  pobres  tienen  que  cuidar  de  la  policía  interior  de  sus 
respectivos  departamentos;  de  cuyo  servicio  les  exime  el  Reglamento 
si  abonan  por  una  sola  vez  cuatro  reales;  pero  (qué  de  abusos  hemos 
visto  cometer  en  eslo,  lo  mismo  que  al  variar  un  preso  de  departa* 
mentó,  en  cuyo  caso  está  prohibido  que  los  celadores  exijan  cantidad 
alguna  bajo  ningún  pretexto! 

(Ahí  es  que  al  preso  que  no  saciaba  la  rapacidad  de  aquellos 
móostruos,  se  le  recomendaba  al  celador  ó  al  calabocero  de  su  nuevo 
departamento;  y  el  calabocero  le  colocaba  en  el  sitio  mas  pestilente  y 
le  dirigía  insultos  y  denuestos,  y  áello  le  ayudaban  sus  mas  leales  ca- 
marade. T  si  el  preso  decía:  eme  quejaré  á  los  sefiores  jueces  el  dia 
de  la  visita  de  cárceles, »  se  le  amenazaba  con  venganzas  crueles,  po- 
sibles, muy  fáciles;  y  el  alcaide  le  mandaba  llamar  para  decirle  que 
traía  sublevado  el  deparlamento  y  que  no  insultase  á  sus  dependientes, 
ai  tokiera  á  alíerar  el  orden,  ó  lo  pasaría  mal. 

Todo  eslo  y  algo  mas  lleva  consigo  una  cárcel  hecha  para  se- 


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m  rasión» 

guridad  de  los  presos  y  unas  reglas  para  amparo  de  sin  personas. 

Verdad  es  qoe  está  prohibido  maltratar  de  obra  ni  palabra  á  los 
presos;  pero  ¡á  cuántos  infelices  ha  costado  cara  la  confianza  en  esa 
ilusoria  protección! 

Nosotros  les  hemos  visto  caer  rendidos,  ensangrentados,  exánimes 
á  puros  golpes,  y  sns  bárbaros  martirizadores  hacían  alarde  de  tan 
impía  conduela.  Hubo  muchos  testigos  presenciales  del  caso,  que  Ito- 
góá  hacerse  público,  y  nadie  les  llamó,  ni  autoridad  alguna  puso  em- 
peño en  averiguar  la  verdad.  £1  desgraciado  fué  conducido  al  hospi- 
tal á  las  tres  de  la  madrugada. 

Personas  muy  conocidas  y  nmy  respetadas  por  su  talento  y  cono- 
oimientos  han  «ido  atropelladas  con  el  mayor  desenfreno  y  arbitrarie- 
dad en  nuestros  dias,  y  como  sobre  los  dependientes  de  la  cárcel  pesa 
una  responsabilidad  enorme,  que  naturalmente  debe  autorizarles  y  en 
efecto  les  autoriza  para  ciertas  medidas  de  necesaria  precaución  y  de 
vigor,  y  como  los  jefes  del  establecimiento  pueden  colocar  á  los  pre- 
sas donde  les  parezca  que  los  tienen  mas  seguros,  y  como  el  preso 
que  se  queja  hoy  sabe  que  queda  á  merced  del  mismo  que  le  ha 
agraviado... 

Para  que  no  se  crea  que  exageramos,  comprobaremos  con  un  hecho 
nuestras  observaciones. 

Hallándonos  presos  no  hace  muchos  afios,  resolvimos  con  otros 
compañeros  de  desgracia  quejarnos  á  la  visita  de  cárceles  de  la  desa- 
tención y  la  injusticia  con  que  se  procedía  respecto  á  nosotros. 

Asi  en  efecto  lo  hicimos,  y  enterada  la  visita,  viendo  cuan  justa  era 
nuestra  demanda,  ordenó  inmediatamente  que  fuésemos  atendidos.  T 
como  desgraciadamente  ya  tentamos  entonces  alguna  experiencia  de 
las  cotas  de  cárcel,  suplicamos  á  los  jueces  que  hicieran  responsables 
á  todos  los  empleados  de  cualquier  atropello  que  con  nosotros  se  co- 
metiera en  venganza  de  la  queja  que  hablamos  dado.  Llamóse  en 
efecto  á  todos  ellos,  y  el  presidente  de  la  visita  nos  dejó  perfectamente 
satisfechos.  Gracias  sin  duda  á  esta  precaución,  no  fuimos  molestar 
dos;  mas  la  arbitrariedad  se  llevó  al  punto  de  no  cumplir  la  orden  del 
juez  hasta  la  víspera  de  la  siguiente  visita. 

Del  conjunto  de  estos  pormenores  podrá  sacar  el  discreto  una  noti- 
cia casi  cabal  de  la  verdadera  situación  de  las  cárceles  á  pesar  del 


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DE  EUROPA.  331 

Me§lamento  y  de  los  innegables  progresos  realizados  por  la  Sociedad 
creada  pora  la  mejora  del  sistema  penitenciario  (de  que  nos  ocupa- 
remos á  so  tiempo),  por  algunos  alcaides  que,  no  acostumbrados  á  tanta 
inmoralidad  y  aboso,  acometieron  la  noble  y  difícil  tarea  de  ponerles 
coto,  y  por  la  Junta  de  Cárceles. 

Hoy  á  lo  menos  los  dependientes  son  todos  libres,  y  si  bien  los  calar 
boteros  y  sus  ayudantes  siguen  siendo  presos,  y  si  bien  la  fuerza  bruta 
sigue  imperando  é  imperará  siempre  en  las  grandes  cuadras,  lo  cierto 
as  que  no  se  cometen  ciertos  abusos  horribles  ni  dejan  los  alcaides  de 
participar  mas  ó  menos  de  la  suavidad  introducida  en  las  costumbres. 

Importa,  empero,  que  las  mejoras  lleguen  en  breve  á  mas  alto  punto; 
que  dejen  de  existir  los  calobozos  subterráneos  y  las  grandes  cuadras, 
y  la  confusión  de  acusados  penados  y  reincidentes,  y  la  de  los  que 
kan  cometido  leves  fallas  con  los  grandes  criminales;  importa  mucho 
que  el  preso  en  lugar  de  pervertirse  inevitablemente,  como  sucede  hoy, 
se  mejore  en  lo  posible. 

La  mayor  parle  de  las  reincidencias  son  debidas  á  nuestras  pésimas 
costumbres  en  materia  de  cárceles:  la  sociedad  es  quien  abre  el  cami- 
no del  crimen  á  muchos  desgraciados  que  no  habrían  sabido  llegar  á 
él  si  en  la  cárcel  no  lo  hubieran  aprendido. 

Es  sobre  todo  encarecimiento  abominable  lo  que  pasa  con  los  po- 
bres jóvenes.  No  nos  cansaremos  de  hablar  de  un  punto  que  tanto  in- 
teresa á  lo  presente  y  al  porvenir  de  la  patria  y  la  familia. 

Consiéntanos  el  lector  que  volvamos  la  vista  á  la  inesperiencia  des- 
valida, al  hijo  del  pobre,  infamado,  desmoralizado,  pervertido  en  nom- 
bre de  la  virtud  invocada. 

En  1855  y  1856  tuvimos  hartas  ocasiones  de  reflexionar  sobre  la 
triste  soerle  de  los  niños  presos,  y  de  formar  nuestro  juicio  respecto 
al  calamitoso  sistema  que  con  ellos  se  observa. 

En  1858,  encarcelados  otra  vez,  volvimos  nuestra  consideración  á 
se  departamento,  deteniéndonos  algo  mas  en  sus  pormenores. 

Entonces,  aunque  encarcelados,  dedicábamos  algunas  horas  diarias 
á  nuestras  constantes  tareas  periodísticas,  y  dimos  á  luz  en  La  Dis* 
cmsion  las  siguientes  lineas: 

«Hay  aula  cárcel  de  Villa  (Saladero]  un  departamento  ocupado 
«por  presos  nifios  y  adolescentes. 

ííL  43 


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M8  PRISIONES 

« Esle  depai  lamento  contiene  boy  día  (1)  48  acosados,  cuyas  eda~ 
«des  variao  entre  los  10  y  los  SO  afios  inclusiva, 

«De  estos  48  acusados  los  28  tienen  padre  y  madre;  loa  7,  solo 
«madre,  loa  11,  solo  padre,  y  loa  7  restantes  se  dicen  huertanos. 

«Los  que  saben  leer  y  escribir  son  18;  entre  oslas  los  hay  muy 
«aprovechados.  La  mayor  parle  han  aprendido  dentro  del  estabtaei- 
« miento, 

«La  gran  mayoría  do  las  acusaciones  que  pesan  sobre  estos  desgra- 
«ciados  son  por  hurto  y  robo;  las  demás  cansas  puede  decirse  que  son 
«escepcioqes. 

«Sus  delitos  cometidos  sn  las  márgenes  del  Manzanares,  en  el  Has- 
« tro,  en  las  plazuelas,  tienen  por  objeto  prendas  de  mny  pono  valor, 
«generalmente  hablando.  Por  ejemplo,  entre  los  que  hoy  citamos  se 
«encuentran cuatro  jóvenes  de  13  ál7  afios,  consortes  en  el  harto  de 
«una  funda  de  almohada,  y  &  que  lo  son  en  el  de  un  portamonedas 
«conteniendo  16  reales.  La  causa  de  robo  mas  considerable  es  por  la 
«cantidad  de  8,000  reales.— Los  densas  están  acusados  de  robos  y 
«hurtos  tales  como  una  silla  vieja,  un  par  de  botas,  do  lio  de  ropa, 
«un  pafiueto  de  algodón,  unas  camisas  usadas,  8  ra.,  una  arroba  da 
«carbón,  hierro  viejo,  unos  pantalones,  6lo¿,  etc. 

«Dos  jóvenes  de  14  afios  de  edad,  asturianos,  están  acusados  de 
«estupro. 

«Entre  los  acusados  de  robo  hay  •  reincidentes.  Uno  de  ellos,  de 
«14  afios,  cuenta  con  la  actual  8  prisiones;  otro  de  la  misma  edad, 
«6;  otro  de  18  afios,  5;  y  los  restantes  i  y  3. 

«Entre  los  de  hurto,  son  8  los  reincidentes;  3  por  tercera  vez;  t 
«por  segunda,  y  3  por  primera. 

«Naturales  de  la  provincia  de  Madrid  hay  23;  de  I  a  de  Oviedo,  8;  de 
«la  de  Logo,  3;  los  demás  son  de  Murcia,  Toledo*  Guadalajara,  San 
«Sebsstiaa,  Cuenca,  Ciudad-Real  j  Valencia  y  Valladolid;  «*q  eses- 
« tranjero,  natural  de  Praga. 

«La  mayor  parte  demuestran  á  primera  vista  viveza  ó  ingenio;  son 
«apasionados;  se  ve  en  algunos  una  precocidad  estraordinaria.  Pocos 
«son  los  de  Índole  mala;  pero  hay  entre  todos  tres  ó  cuatro  que  pue~ 

I  (1)   16  de  lelleabre  de  18BS. 


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WEIUIOFA  889 

den  considerase  ya  divorciados  de  la  sociedad  para  siempre.  Con 
impttot  que  so  razón  do  uasta  á  contener;  entregados  á  una  vida 
qu*  estimóla  sos  sentidos;  desprestigiada  4  sos  ojos  toda  idea  de 
moralidad;  atraídos  por  la  influencia  de  las  escenas  y  los  caracteres 
que  están  al  alcance  de  su  inteligencia  y  en  armonía  con  sos  mcli- 
naciones,  se  pervertirá  en  ellos  el  órgano  de  la  imitación,  siendo  su 
gala  el  delito,  s*  porvenir  la  infamia.  El  número  de  reincidencias 
ée  q*e  hemos  hecho  mérito,  nos  induce  &  creer  que  no  solo  ame- 
naza tan  triste  suerte  á  los  que  ya  nacieron  con  funestas  disposicio- 
nes, tino  á  ios  que,  destinados  al  bien,  viven  en  el  abandono  y  se 
entregan  á  la  fuerza  de  la  necesidad  y  del  mal  ejemplo  que  los  ha- 
cm  esclavos  del  crimen. 

«En  la  cárcel,  aun  cuando  hoy  dia  se  les  enseña  á  leer  y  escribir  y 
la  doctrina  del  P.  Ripalda,  no  pvede  formarse  su  difícil  educación, 
que  debería  ser  objeto  del  asiduo  cuidado  de  los  gobernantes.  Des- 
pués que  los  jóvenes  que  hoy  dia  se  encuentran  presos  recobren  la 
libertad,  volverán  á  donde  sus  instintos,  relaciones  y  costumbres  los 
han  llevado  hasta  hoy,  y  olvidarán  bien  pronto  lo  que  se  haya  po- 
dido ensenarles  en  la  cárcel.  ¿De  qué  servirá  repetirles  la  lección 
cuando  una  reincidencia  los  devuelva  á  lan  triste  albergue? 
«No  queremos  llevar  adelante  nuestras  consideraciones,  que  son 
para  mas  despacio  si  han  de  producir  algon  saludable  efecto;  pero  no 
terminaremos  sin  manifestar  que,  visto  el  abandono  en  que  vive  el 
hijo  del  pobre,  y  la  desenvoltura  con  que  se  permite  obrar  al  mal 
inclinado,  nos  parece  moy  lejos  de  lo  justo  exigirle  mafiana  la  res  - 

«poosabílidad  del  dafio  que  haya  podido  hacer  á  sus  semejantes. » 
Nos  lamentábamos  entonces  del  funesto  encarcelamiento  de  los  ni- 

flos  en  ta  prisión  pública  y  mostrábamos  temor  por  el  mal  ejemplo... 

¡y  aun  no  lo  sabíamos  todo! 
No  sabíamos,  como  sabemos  hoy,  qoe  se  había  llegado  á  lo  nefan  - 

do  con  ellos;  no  sabíamos  qoe,  bajo  el  preieslo  de  la  religión  y  sus 

misterios,  habiao  padecido  insultos  en  su  honestidad,  ¡única  virtud 

que  acaso  conservaban  integra  (1 )) 

J)  Aludimos*  ud  becbo  ocurrido  á  principios  de  1855,  que  do  se  hito  público  por 
eoosideranoo  al  esledo  «oclal  del  culpable,  »\  bien  tuvo  conocimiento  del  atontado  h 
autoridad  civil  y  lo  oomumcd  á  la  del  fuero  compélanle. 


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OÍO  PRISIONES 

Se  ba  intentado  algo  en  favor  de  los  nidos  presos,  y  cúmplenos  re- 
cordar para  deseogafio  de  los  que  todo  lo  esperan  del  Estado,  que  los 
primeros  esfuerzos  hechos  con  tan  laudable  objeto  partieron  de  la 
iniciativa  privada. 

Datan  de  aquella  época  memorable  en  que  se  crearon  las  escuelas 
municipales  gratuitas;  de  aquel  breve  periodo  en  que  el  partido  pro- 
gresista, dueño  del  poder,  de  la  fuerza  y  del  público  entusiasmo,  pudo 
atreverse  á  todo  y  do  supo  ó  no  quiso,  y  murió  de  miedo  á  so  único 
remedio,  que  era  la  revolución. 

Sin  olvidar  los  errores  de  aquel  periodo,  agradezcámosle,  empero, 
la  fundación  de  dichas  escuelas  y  otros  benéficos  propósitos,  como  fué 
la  creación  de  un  establecimiento  especial  páralos  niños  y  adolescentes 
presos. 

Al  tratar  de  la  Cárcel  de  Corte  haremos  á  los  autores  de  este  pen- 
samiento la  justicia  que  por  otros  conceptos  merecen;  ahora  nos  refe- 
riremos únicamente  al  punto  que  nos  ocupa. 

El  dia  2  de  enero  de  4810  se  inauguró  solemnemente  en  Madrid  una 
Sociedad  para  la  mejora  del  sistema  carcelario.  Su  junta  directiva, 
nombrada  por  aclamación,  se  compuso  de  los  señores:  Presidente, 
Marqués  de  Pontejas;  Yice-presidentes,  D.  Salusliano  Olózaga  y  ge- 
neral Manso;  Vocales,  Sres.  Taran  con,  Puche  y  Bautista,  Drument, 
Egafia,  Aribau,  Cobo  de  la  Torre,  La  Sagra  y  Asnero;  Secretarios,  se- 
ñores Pastor  y  Madoz  (D.  P.);  Vice-secrelarios,  Sres.  Beltran  de  Lis  y 
Moreno;  Tesorero,  Sr.  Acebal  y  Arralia;  Secretario  de  Estadística, 
Sr.  Arias;  y  Arquitecto,  Sr.  Alvarez. 

Vastas  y  laudables  eran  las  miras  de  la  Sociedad;  grande  apoyo 
merecía  haber  hartado;  mas  vióse  casi  del  todo  abandonada  á  los  re- 
cursos de  sus  individuos,  y  malogróse  lastimosamente  la  semilla  de 
sus  nobles  propósitos. 

Concibió  la  idea  de  apartar  á  los  jóvenes  presos  del  trato  de  los  cri- 
minales ya  experimentados;  y  el  municipio  secundó  el  pensamiento, 
habilitando  para  el  objeto  la  casa  números  7  y  9  del  Paseo  de  Santa 
Bárbara.  El  mismo  ayuntamiento  costeó  las  obras  indispensables  para 
la  posible  conveniencia  del  local,  y  muy  en  breve,  el  16  de  febrero,  se 
abrió  la  nueva  cárcel,  cargando  el  gobierno  con  el  leve  gasto  de  un 
director,  un  celador  y  dos  dependientes.  Púsose  escuela,  organizaron- 


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01  EUROPA.  841 

te  talleres  de  zapatería  y  otros  oficios,  hiciéroose  dormitorios  separa- 
dos, y  dióse  cómodo  y  aseado  uniforme  á  los  46  jóvenes,  que  faeron 
los  primeros  habitadores  de  la  nueva  cárcel. 

Asistieron  á  la  inauguración  las  autoridades,  un  ilustrisimo  prela- 
do, que  pronunció  un  discurso,  y  varios  personajes  notables.  La  Real 
orden  que  se  leyó  autorizando  el  aclo  ofrecía  á  la  noble  empresa  la 
p.oteccion  de  la  reina  y  sus  auxilios  positivos  en  cuanto  lo  consintie- 
sen los  recursos  del  Tesoro;  los  P.P.  Escolapios  prometieron  enviar 
diariamente  á  noo  de  sus  hermanos  á  regentar  la  escuela  y  los  días 
festivos  á  decir  misa  y  dar  educación  moral  y  religiosa  á  los  jóvenes. 

Desde  luego  condenamos  por  absurdo  el  sistema  de  ensefiar  seis 
días  seguidos  á  un  preso  el  oficio  de  zapatero,  y  un  solo  dia  la  mora- 
lidad. 

Aquellos  jóvenes,  ¿acaso  estaban  presos  por  haber  hecho  malos  za- 
patos?  No,  sino  por  actos  inmorales;  ¿no  era,  pues,  mas  lógico  e aso- 
larles mas  moralidad  y  menos  obra  prima? 

No  queremos  amenguar  en  lo  mas  mínimo  la  gratitud  que  á  la  So- 
ciedad es  debida  y  que  siempre  le  hemos  tributado;  mas  duélenos  vi- 
vamente que  no  se  separase  á  tiempo  de  la  antigua  y  estéril  rutina ,"  y 
en  vez  de  poner  tanto  ahinco  en  sacar  buenos  zapateros  (lo  cual  nada 
tíeoe  que  ver  con  la  conciencia),  no  lo  pusiera  en  sacar  hombres  hon- 
rados. Su  fin  debia  ser  la  corrección  de  las  malas  inclinaciones;  lo  de* 
más  era  accidental. 

Dentro  de  la  familia  se  concibe  que  el  padre  pobre  se  desviva  para 
dar  oficio  al  hijo,  porque  ya  se  presupone  que  antes  comenzó  la  tarea 
de  moralizarle;  pero  en  la  cárcel  precisamente  se  presupone  todo  lo 
contrario. 

Lastima  profundamente  ver  el  tiempo  que  se  desperdicia  por  la  ilu- 
sión de  que  lecciones  de  moralidad  recibidas  de  seis  en  seis  dias  por 
nifios  maleados,  puedan  servir  de  algo.  Esa  enseñanza  intermitente  es 
lo  mas  insípido,  lo  mas  estéril  que  pueda  imaginarse:  menos  malo  se- 
ria hacer  zapatos  todos  los  dias  sin  distraerse  en  moralidades  domin- 
gueras, pues  á  lo  menos  así  no  se  interrumpiría  nunca  la  práctica  y 
se  tendría  la  seguridad  de  adelantar  en  el  oficio. 

Los  cuidados  de  la  Sociedad  no  faltaron  á  los  jóvenes;  pero  todo  el 
aparato  oficial  de  la  inauguración  quedó  convertido  en  muy  poca  co- 


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m  pusionss 

8a.  Sin  dada  los  apuros  del  Erario  debieron  ser  muy  graves,  pues  la 
protección  ofrecida  en  la  real,  orden  do  llegó  á  tener  realidad.  La  So- 
ciedad, para  arbitrar  recursos,  hizo  sacrificios  pecuniarios  y  dedicó  á 
los  niños  á  empajar  sillas,  á  fin  de  que  con  el  fruto  de  su  trabajo  ma- 
terial contribuyesen  con  algo  á  so  sustento,  y  asi  las  cosas,  fué  disuel- 
ta la  Sociedad  en  4843. 

Prescindiendo  de  otras  consideraciones,  quizás  agenas  del  presente 
trabajo,  y  que  nos  obligarían  áser  muy  prolijos,  es  seguro  que  en  va- 
no se  fatigan  los  filántropos  en  moralizar  á  los  jóvenes,  mientras  es- 
tos entren  y  salgan  de  la  cárcel  con  la  frecuencia  que  hoy;  porque  en 
un  momento  pierden  todo  un  afio  de  sermones. 

Para  esos  jóvenes  no  hay  mas  remedio  que  la  constante  tutela  del 
Estado,  hasta  que,  capaces  de  responsabilidad,  adoctrinados  y  educa- 
dos, salgan,  no  de  una  cárcel  donde  por  fuerza  han  de  perder  decoro 
y  horror  al  crimen,  sino  de  una  casa  de  enseñanza  donde  haya  com- 
pasión á  su  desgracia  y  respeto  á  su  ser  de  hombres;  donde  nadie  se 
atreva  á  menospreciarles,  bajo  las  penas  mas  severas,  porque  su 
suerte  es  digna  del  mas  alto  respeto. 

¿Qué  estimación  ha  de  cobrar  el  que  desde  los  primeros  altos  oye 
que  en  todas  partes  le  motejan  con  escarnio  de  inclusero,  de  hospicia- 
no ó  de  mico?  ¿Por  qué  se  le  ha  de  avezar  á  tareas  bajas  y  repugnan- 
tes antes  de  merecerlo?  ¿Asi  se  elevará  la  mente?  ¿Asi  cobrará  bríos 
el  corazón?  ¡Levantemos  el  espíritu  de  la  nifiez  desvalida,  si  queremos 
tener  una  juventud  que  nos  valga  á  lodos;  estimulemos  sus  aspiracio- 
nes á  lo  bello  y  á  lo  noble  si  queremos  que  se  esfuerce  por  salir  de  la 
miseria;  pero  abatirla,  menospreciarla;  obligarla  á  elegir  oficia  sin  li- 
bertad de  elección  entre  objetos  que  no  conoce;  sin  poseer  los  cono- 
cimientos mas  elementales....! 

La  Sociedad  á  que  nos  referimos  no  era  gobierno:  harto  hizo,  y  lo 
hizo  en  gran  parte  con  fondos  de  sus  individuos;  no  podía  mas  ni  es- 
taba en  su  mano  acabar  con  las  prácticas  rutinarias  con  que  se  con- 
dena á  los  infelices  acogidos  ó  sometidos  al  bárbaro  régimen  de  los 
establecimientos  llamados  piadosos. 

La  Sociedad  fué  disuelta  en  1843,  y  á  su  disolución  no  fué  ageno  el 
espíritu  de  partido. 

Pasaron  los  jóvenes  á  ocupar  las  habitaciones  altas  ó,  mejor  dicho, 


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oí  Etmon.  tis 

desvanes  del  Saladero,  donde  habían  estado  las  mujeres  presas  y  han 
pasado  macho  tiempo  sin  maestro  de  primeras  letras  y  dedicados  á 
empajar  sillas  y  otras  veces  á  doblar  sobres  de  cartas.  Hoy  día 
tienen  escuela  fija  en  so  deparlamento. 

Antes  de  entrar  en  pormenores  acerca  del  estado  en  que  hoy  se  ha- 
llan los  demás  departamentos,  vamos  á  reunir  los  datos  estadísticos 
qie  nos  parecen  mas  dignos  de  fijar  la  aleuden  pública,  con  respec- 
to ala  Cárcel  del  Saladero. 

Cuando  existían  al  par  las  cárceles  de  Corte  y  de  Villa,  y  parti- 
cularmente poco  antes  de  refundirse  en  una  sola,  aquella  dejaba  esce- 
so de  productos,  mas  esta  los  aprovechaba  para  cubrir  su  déficit  cons- 
tante, ocasionado  por  el  mayor  número  de  presos  y  aun  de  presos 
pobres  que  contenia ,  por  cuyo  motivo  también  tenían  que  apli- 
carse al  propio  objeto  los  fondos  de  la  Penitenciaria  llamada  Mo- 
delo. 

Tenia  la  Cárcel  de  Villa  los  empleados  siguientes: 


Un  alcaide.    . 
Un  capellán. . 
Tres  porteros. 
Cinco  demandaderes 
Dos  demandadme» 
Un  llavero.    . 
Un  escribiente. 
Dn  enfermero. 
Da  cocinero.  . 
Dn  mayordomo 
Un  médico.    . 
Dn  cirujano. . 


con 
» 

con  7 
con  3 
con  i 


con 


con 

» 


10  rs.  diari 
* 

21 
15 

8 

5 

5 

S 

6 

8000  rs.  al 
3300 
S300 


ios. 


año. 


Cuyo?  tres  últimos  empleados  desempeflaban  también  sus  respec- 
tivos cargos  en  la  Cárcel  de  Corte,  sin  mas  sueldo  que  el  menciona* 
do.  Los  productos  de  las  habitaciones  de  pago  se  calculaban  en  10,000 
reales  al  afio,  y  procedían  de  los  departamentos  de  Corrección,  Cuar- 
tel* y  cuartelillos. 

Los  precios  del  alquilar  diario  eran: 


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941  PRISIONES 

Corrección 4  rs. 

Cuarteles 2 

(1)  Cuartelillos 1 

Hoy  dia  cuestan 

Alcaidía  alta 5  rs. 

Corrección 8 

(2)  Alcaidía  política 3 

Coarto  de  oficios.     ...  4 

Volvamos  á  los  últimos  tiempos  en  que  subsistieron  las  dos  cár- 
celes. Desde  1 843  á  1847,  cuyos  gastos  y  productos  pueden  verse  en 
las  cifras  siguientes: 


AÑ08. 

PRODUCTOS. 

GASTOS. 

1843 
1844 
4845 
4840 
4847 

TOTALES. 

42,494  rs. 
8,553   » 
47,400   » 
46.898  » 
19,858  » 

26.689  rs. 
29,228  » 
28,764  » 
31,098   » 
32,017  » 

75,769 

147,77»- 

Como  en  los  Estados  que  antes  reprodujimos  del  Archivo  carcela- 
rio, están  comprendidos  indistintamente  los  presos  de  ambas  cárce- 
les, vamos  á  presentar,  á  falta  de  otros  datos  relativos  esclusivamen- 

(4)  ün  año  después,  en  1848,  se  publicó  el  primer  reglamento  fijo  para  el  gobierno 
interior  de  las  Cárceles  de  Madrid,  que  en  su  artículo  94,  tratando  de  los  departamen- 
tos dice;  «En  los  del  .•  clase,  establecidos  únicamente  en  la  (cércel)de  Corle,  se  abona- 
ban por  estancia  5  rs.;  en  los  de  2.a,  3  rs.  en  la  de  Corte  y  4  en  la  de  Villa;  en  los 
«de  3.a,  1  >/i.  *n  el  pspresad  >  cuarto  de  oficios,  1  rs.» 

El  mismo  reglamento  señalaba  al  Alcaide  30  ra.  diarlos,  á  los  porteros0/,  ¿  los  llaveros 
y  encargados  de  libros,  6;  é  lo  mandaderos  y  mandaderas  4  */t 

En  lo»  datos  relativos  a  4847  no  vemos  citado  el  cuarto  de  oficios,  si  bien  es  sabido 
que  existía. 

(5)  Este  deparlamento  fué  destinado  6  presos  políticos  durante  el  ministerio  San  Lula 
y  sus  habitaciones  se  daban  gralis. 

En  1855  hicieron  los  presos  políticos  (que  se  hallaban  confundidos  con  toda  suerte  de 
delincuentes)  vivas  reclamaciones  para  que  de  nuevo  se  rehabilitase  conforme  estaba 
peros!  bien  te  les  concedió  el  departamento,  fué  pagando  8  rs.  diarios,  y  asi  continua  boy. 


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DE  EUftOPÁ.  345 

te  ¿  la  cárcel  de  Villa  (en  tiempo  en  que  existía  la  de  Corté),  el  por- 
menor de  1847. 

Existencia  en  l.9  de  enero  en  la  Cár- 
cel de  Villa 454  presos  de  ambos  sexos. 

Entraron  dorante  el  afio 3608  » 

Salieron  en  libertad 1925  » 

Por  tránsitos  &  sos  pueblos.     ...    917  » 

Al  hospital,  donde  fallecieron.  ...      21  » 

Murieron  en  la  cárcel.                              2  » 

Salieron  á  presidio 198  » 

á  la  Galera 46  » 

trasladados  á  la  de  Corte.    .     576  » 

Total  de  entrados  y  salidos.    .    .    .  3685    » 

Existencia  en  l.9  de  enero  de  1848.    .377  » 

Otra  noticia  curiosa  debemo^ reproducir,  aunque  solo  en  resumen, 
losándola,  como  oirás  varias,  del  escelente  articulo  Madrid  del  Dic- 
cionario de  D.  Pascual  Madoz. 

Refiérese  al  quinquenio  de  1841  á  1845,  y  comprende  el  suminis- 
tra de  raciones  para  una  y  otra  cárcel. 

Resulla  de  los  datos  cuyo  pormenor  tenemos  á  la  vista,  que  en  di- 
cho quinquenio  se  consumieron  1 .088,258  raciones  de  pan,  correspon- 
diendo al  afio  ordinario  217,651  raciones,  y  18,137  al  mes  ordinario. 
El  importe  de  dicho  articulo,  mas  el  de  garbanzos,  judias,  lentejas,  fi- 
deos, arroz, patatas,  carnero,  tocino,  lefia  y  carbón,  que  componían  el 
suministro,  ascendió  durante  el  quinquenio  á  i  276,917  r>.  32  ms. 
correspondiendo  al  afio  ordinario.  .  .  .  255,383  »  20  » 
y  al  mes  ordinario 21,281  »  33   » 

Del  afio  1847  esclusivaiüente  podemos  dar  otros  pormenores. 

El  gasto  de  la  Cárcel  de  Villa  importó  por  manutención  de  presos 
pobres  la  cantidad  de 375,363  rs.  33  tus. 

El  gasto  de  la  de  Corte,  por  igual  concepto.    105,574   »    21     » 

Total.   .         .    U0,93S    »    20     » 


En  dicho  alio  se  recaudaron 

TUMO 


14 


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34C  PRISIONES 

DeJosjoz^os,  por  cárcel  segura.    .     .    .  209^8. 

Por  alquileres  de  local  en  ambas  cárceles.    .       2,18(0  * 

Por  censos,  mandas  y  otras 1,322   » 

Reintegro  de  raciones  del  presidio  modeló:    .        6,56&  »  20f  ms* 

Librado  de  las  arcas  diunicipales.     .     .    .  462,000» 

Total   (1)    472,186  »  20  ms. 

Decimos  pues  al  total  de  ingresos     .     .    .    472,187  rs.  té  ms. 
Saldo  que  resalló  en  fin  dé  1¿46.    .     .     .  790'  »     2    » 

Id.  á  favor  que  pasó  á  la  cuenta  de  1848.     .        7,861'   »     2    » 

Total  igual.    .     .    480,938    »  20    » 

Cubríanse  estos  gastos,  lo  mismo  que  hoy,  con  el  próÜucto  de  los 
alquileres  de  Alcaidía,  Corrección  y  Citárteles,  denominaciones  que 
sin  gran  fundamento  tomó  la  Cárcel  de  Villa  dé  la  de  Corte. 

Hoy  día  existen  en  la  Cárcel  del  Saladero  658  presos  (2).. 
La  Alcaidía  alta,  que  se  compone  de  18  habitaciones  contiene  24  presos. 
La  Corrección  grande  tiene  habitaciones  y  .-    .    .     .     .  3f     » 

El  coarto  de  oficios 14     » 

La  Alcaidía  política  está  felizmente  desocupada.  ...»       » 

El  Salón  continua. »       »' 

Los  calabozos  que  abren  al  Patio  grande »       » 

Lo  que  dan  ál  Patio  chico »       » 

Los  del  patio  de  detenidos »       » 

El  departamento  de  jóvenes » .     » 

.     -  Total.    .    .    .  70     » 


(1)  Por  algún*  fácil  omisión  en  el  total  del  Diccionario  hallamos  la  cantidad  del  mo- 
do siguiente;  471,187  rs.  16  ms.;  es  decir  con  16  ms.  mas,  errata  de  poca  monta,  pero 
que  nos  cenviene  apuntar  ya  que  tenemos  que  admitirla  para  el  balance  que  sigue  en 
el  texto., 

9)  En  estedia  (5  de  octubre  1861)  el  número  de  mujeres  presas  es  4  58.  Ocupan  al 
edificio  que  fué  de  Misiones  de  San  Vicente  de  Paul,  y  en  nuestros  días  también  presi- 
dio modelo,  situado  en  la  calle  del  Barquillo,  con  vuelta  a  la  del  Almirante,  donde  tie- 
ne también  la  secretaria  la  Junta  de  Cárceles. 

Tres  departamentos  generales  tiene  la  prisión:  dos  para  presas  y  uno  para  detenidas. 
Los  departamentos  de  distinción  son  des,  capaces  para  seis  individuos  cada  uno.  En 
lugar  de:ios  camastros  del  Saladero,  tienen  las  presas  camas  de  hierro.  En  1817,  ocupa- 
ban todavía  las  habitaciones  altas  de  esta  cafeol,  y  merced  6  la  Sociedad  para  la  mejora 


dby  VJ( 


ob  nmofá.  141 

Los  «oradores  habituales  de  la  ca$a  tienen,  como  es  notorio,. ona 
esfera  propia  y  casi  esciosiya,  coando  se  hálito  en  libertad.  Hay  ca- 
sas púdicas,  ceñiros  de  concurrencia  y  gran  tránsito,  y  aun  distri- 
tos donde  es  seguro  bailarlos  siempre. 

Desde  fecha  muy  remota  ha  sido  señalado  el  Rastro  de  Madrid  co- 
mo centro  de  contratación  de  ladrones,  no  solo  por  venderse  y  com- 
prarse allí  objetos  robados,  sino  por  verificarse  en  so  recinto  la  dis- 
tribución de  puestos  que  á  cada  cuadrilla  de  tomadores  corresponde, 
según  lo  combinan  los  jefes  y  maestros.  «Especie  de  Corte  de,  los 
milagros»  llama  al  Rastro  el  Señor  Mesonero  Romanos. 

T  asi  como  de  la  Plaza  de  Armas  de  Palacio  salen  distribuidas  las 
guardias  para  todos  los  puntos  de  Madrid,  asi  salen  del  Rastro  cua- 
drillas para  la  estación  del  ferro-carril  del  Mediterráneo,  para  la  igle- 
sia donde  se  celebra  una  función  solemne,  para  la  Puerta  del  Sol, 
para  las  ferias  en  su  época,  para  los  puntos  mas  convenientes  en  dias 
de  gran  gala  ó  det  regocijos  públicos,  páralos  teatros,  sin  olvidar 
los  sábados  el  santuario  de  Atocha,  ni  los  domingos  la  Casa  de  fieras, 
«líos  estos,  si  no  de  cosecha  rica,  á  lo  menos  de  cosecha  segura.  Mien- 
tras estuvo  en  pié  la  iglesia  del  Buen  Suceso,  hubo  una  numerosa 
ctadrilla  dedicada  á  los  devotos  de  las  últimas  misas;  ahora  menu- 
dean mas  los  hurtos  en  la  iglesia  de  San  Luis  los  dias  de  fiesta,  y  en 
todas  durante  los  jueves  y  viernes  santos. 

del  sistema  carcelario,  fueron  colocadas  en  departamentos  distintos,  aunque  en  al 
salamo  plao,  las  pendientes  de  causa  y  laa  penadas. 

En  1852  pasaron  de  la  Cáretl  d%  Villa  al  edificio  que  boy  ocupan,  y  á  ocupar  au'  local 
eeiraroo  los  presos  jótt¡\«$. 

Hasta  el  ano  IWO  solo  se  sabe  que  laa  recluaas  vivían  en  loa  calabosoa  de  lo  que 
entonces  era  cárcel  pública.  Entonce*  ae  mandó  nacer  una  habitación  para  ellas  en  la 
de  Corle  con  el  fondo  de  las  multas.  En  1638  fueron  trasladadas  a  otro  sitio,  del  cual  no 
hallamos  iodlclo.  Bn  1614  volvieron  á  la  Cárcel  de  Corle,  de  la  que  fuerou  separadas 
otra  ves  enlotS.  En  4714  ae  resolvió  trasladarlas  al  Hospicio  (donde  vivían  confundi- 
das con  los  pobres  acogidos;  mas  se  fugaron  en  gran  número,  saltando  tapias  y  des- 
colgándose  por  las  ventanas.  Al  ano  siguiente,  so  ordenó  el  planteamiento  de  una  Ca- 
sa-Salera Inmediata  á  dicho  Hospicio,  y  allí  permanecieron  las  reclusas  basta  1750.  De 
allí  pasaron  á  un  edificio  que  se  habilitó  en  la  calle  da  Atocha,  pero  con  tanto  aban- 
dono que  no  babia  fondos  destinados  a  la  manutención  do  las  desgraciadas  y  solo  con- 
taban con  la  caridad  pública.  En  1818  se  laa  llevó  a  la  casa  que  habla  sido  Inclusa,  en 
la  calle  del  Soldado,  que  aun  hoy  es  conocida  por  la  Oalerm  Vitja.  Entonces  se  arbitró 
levantar  8  maravedises  por  cada  entrada  que  se  espendia  en  los  dos  teatros  de  Madrid, 
con  lo  cual  ae  atendía  á  los  gastos  de  las  40  ó  50  presas  y  al  pago  de  los  empleados  de 
Ja  casa,  y  aun  pasaron  de  allí  al  convento  de  Monserrat,  icalle/de  Atocha. 


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818  MUSIORES 

Eo  el  Rastro  es  donde  se  averigua  quien  fué  el  tomador  de,  un  ob- 
jeto ó  de  la  pieza,  como  dicen  los  doctos. 

Durante  algún  tiempo  la  Plaza  Mayor  ba  sido  también  sitio  pre- 
dilecto para  sus  pláticas  y  conciertos,  si  bien  en  este  último  punto 
acudían  principalmente  los  capataces  para  tratar,  no  miserables  hur- 
tos, sino  atrevidos  golpes  de  mano. 

Además  de  estos  sitios  al  aire  libre,  hay  y  ha  habido  siempre  otros 
que  han  merecido  la  particular  afición  de  los  malhechores. 

x\ntes  de  la  última  transformación  de  la  Puerta  del  Sol  existia  en 
la  esquina  de  la  calle  de  la  Montera,  á  la  derecha,  una  taberna  de 
entrada  muy  angosta  y  de  aspecto  ciertamente  indigno  del  punto 
mas  céntrico  y  concurrido^de  la  corle  de  España.  El  piso  de  la  ta- 
berna era  mas  bajo  que  el  nivel  de  la  calle;  su  atmósfera  estaba  siem- 
pre cargada  con  el  humo  del  tabaco  y  el  de  la  carne  que  se  asaba 
en  un  gran  fogón  colocado  junto  al  umbral.  Durante  el  invierno  asen- 
taba su  tenderete  una  castañera  á  la  puerta  misma  de  la  casa. 

Esta  pues  fué  señalada  por  la  voz  pública  como  una  de  las  mas 
frecuentadas  por  la  gente  de  mal  vivir  y  etapa  indispensable  para 
todo  oficial  de  justicia  que  iba  en  perseguimiento  de  acusados. 

Otra  guarida  mil  veces  huroneada  con  igual  motivo  fué  un  café 
que  esle  año  mismo  ha  desaparecido  de  la  calle  de  Santo  Tomás, 
cuya  proximidad  á  la  Cárcel  de  Corte  nos  hace  presumir  que  ya  de- 
bía haber  alcanzado  fama  antes  de  que  los  presos  todos  fuesen  des- 
tinados al  Saladero. 

Cerca  del  mismo  sitio  hubo  también  una  taberna  que  perteneció  á 
una  mandadera  de  la  Cárcel  de  Corte,  mujer  que  alcanzó  celebridad 
por  su  gracia  y  su  donaire.  Su  doble  carácter  de  mandadera  y  ta- 
bernera y  su  atractivo  personal  y  la  circunstancia  de  tener  el  esta- 
blecimiento á  muy  corta  distancia  de  la  cárcel,  eran  motivos  mas  que 
suficientes  para  que  los  visitadoras  de  los  presos  y  aun  estos  at  salir 
en  libertad,  echasen  al  pié  de  su  mostrador  la  ronda  acostumbrada. 
Los  que  han  estado  presos  cobran  agradecimiento  al  sitio  que  es  tes- 
tigo de  sus  primeras  expansiones  al  recobrar  la  libertad,  y  solo  por 
esle  concepto  es  indudable  que  el  café  y  la  taberna  mencionados,  re- 
cibirían frecuentes  visitas  de  numerosos  malhechores,  siendo  como 
eran,  numerosos  los  que  entraban  y  salían  de  la  cárcel.  También  los 


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DI  BU10P4  3  IB 

que  salen  para  pruebas  ó  para  la  vista  de  so  cansa,  aprovechan  la 
ocasión  de  lomar  una  copa  de  vino  en  la  taberna  de  sns  contertulios, 
aunque  les  haya  de  traer  á  la  memoria  los  tristes  recuerdos  de  su 
libertad  perdida,  aunque  quizás  les  acusen  sus  paredes  de  que  allí 
tramaron  el  delito  que  los  ha  deshonrado  y  perdido  para  siempre. 

Aun  no  hace  diez  afios  que  un  café,  muy  céntrico  y  concurrido  de 
dia  por  personas  decentes,  llegó  á  ser  á  las  altas  horas  de  la  noche 
famoso  punto  de  reunión  de  gente  perdida.  En  aquella  época  la  calle 
del  Clavel  y  sus  alrededores  se  convertían  desde  media  noche  en  los 
sitios  mas  peligrosos  de  Madrid  y,  con  la  costumbre  de  apagar  los  fa- 
roles á  las  dos,  tenían  los  ladrones  seguridad  de  sorprender  y  ro- 
bar al  incauto  transeúnte.  Cien  veces  entraron  en  el  café  los  ladro- 
nes después  de  haber  cometido  un  robo  á  cuatro  pasos  de  la  puerta, 
y  con  el  reciente  fruto  de  su  delito  se  entregaron  á  todo  género  *de 
escesos  en  compafiia  de  sus  camaradas  y  de  las  muchas  mujeres  per- 
didas que  solían  pasar  la  noche  entera  con  ellos. 

El  escándalo  con  que  se  robaba  por  aquellas  cal'es  solo  puede  com- 
pararse con  lo  que  de  tiempo  muy  antiguo  se  refiere  d«  Puerta  Cer- 
raja, y  de  tiempo  mas  próximo  se  sabe  acerca  de  la  Red  de  San  Luis, 
siendo  mercado. 

A  tal  punto  llegarían  las  cosas  que  la  autoridad  mandó  cerraf  el 
caté  y,  en  efecto,  sus  puertas  no  volvieron  á  abrirse  en  un  largo  pe- 
riodo. 

El  mismo  carácter  tuvo  una  taberna  muy  conocida  que  se  cerró  el 
afio  pasado  en  la  calle  de  las  Urosas  y  se  atribuye  hoy  dia  á  otra  de 
la  calle  de  Hortaleza;  y  en  varias  buñolerías,  no  muy  apartadas  de  la 
Puerta  del  Sol,  es  seguro  siempre  que  el  malhechor  bulle  un  amigo. 

En  su  tiempo  gozó  la  calle  de  San  Antón  del  triste  privilegio  de 
albergar  á  mucha  gente  non  sancta;  pero  se  nos  figura  que  al  tomar 
el  nombre  de  Pelayo  que  hoy  lleva  y  habiendo  mejorado  mucho  con  las 
casas  nuevamente  edificadas,  ha  variado  la  especie  de  sus  moradores. 

Hace  también  pocos  afios  que  la  calle  de  Jardines  y  algunas  otras 
fueron  públicamente  denunciadas  á  la  autoridad  como  albergues  de 
malhechores,  y  aun  tenemos  entendido  que  no  foé  vano  el  aviso  y  se 
libró  al  vecindario  honrado  de  las  malas  compañías,  con  averiguar  el 
modo  ó  el  pretesto  de  vivir  de  mucha  gente  del  barrio. 


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sso  phiuoto 

H^y  (Va  el  carioso  historiador  de  HJbdrid  cita  en  el  mpmo  con- 
cepto el  distrito  comprendido  entre  las.  Vistillas  y  la  calle  de  Toledo, 
mencionando  expresamente  las  de  San  Isidro,  San  Ventora,  las 
Aguas,  Oriente,  Luciente,  la  Paloma  y  Mediodía,  donde  viven  ade- 
más millares  de  honrados  artesanos,  corredores  y  chalanes.  En  la 
misma  categoría  se  hallan  las  calles  del  Rosario  y  algunas  otras. 

Tales  son  los  punios  de  partida,  de  tránsito  y  de  atractivo  para  los 
moradores  del  Saladero,  y  no  hablamos  de  los  que  fuera  de  puertas 
son  también  campo  de  sus  tramas  y  fechorías,  porque  seria  prolija 
cuanto  ociosa  tarea  enumerar  los  merenderos,  posadas  y  demás  al- 
bergues de  la  gente  á  que  nos  referimos. 

Su  modo  dé  vivir  en  la  cárcel  hemos  procurado  darlo  á  conocer  en 
lo  que  nos  ha  parecido  mas  digno  de  la  atención  del  leyente. 

Mas  aun  podemos  afiadir  el  recuerdo  de  un  suceso  que  no  debe 
ser  olvidado. 

En  1855  se  celebró  en  toda  España  el  aniversario  del  pronuncia- 
miento del  año  anterior,  pero  se  celebró  de  una  maneja  singular  en 
. la,  Cárcel  del  Saladero,  donde  á  grandes  voces  resonaban  de  rejas 
adentro  los  vivas  á  la  libertad. 

El  departamento  llamado  Salón,  que  no  es  de  pago,  si  bien  suele 
albergar  á  presos  pobres  dignos  de  alguna  deferencia,  se  convirtió 
en  .el  mas  estrado  cuadro  que  pueda  imaginarse.  Levantóse  á  la  mi- 
tad de  su  largo  un  arco  trasparente,  de  varios  colores,  iluminado  con 
gran  número  de  \asos  y  globos  de  papel;  colgáronse  del  .techo  varias 
arañas,  también  de  papel,  ingeniosamente  labradas  por  los  presos  mis- 
mos;  cubrióse  todo  de  entusiastas  leyendas  y  figuras  alegóricas,  des- 
collando sobre  todo  el  retrato  de  Espartero,  rodeado  de  verde  rama- 
je, y  celebróse  con  baile,  música  y  cantares  la  patriótica  fiesta.  Los 
presos  todos  solicitaron  ser  admitidos  siquiera  á  ver  el  espectáculo 
de  tanto  júbilo,  y  durante  la  noche  todo  fué  ir  y  venir  por  aquellos 
pasillos,  y  ponderar  los  adornos,  las  luces  y  la  gala  del  Salón,  cuya 
puerta  estuvo  abierta,  mas  no  mal  guardada,  por  lo  que  pudiera 
ocurrir. , 

Diez  y  nueve  años  tenia  el  mozo  que  entonces  tenia  á  raya  á  la 
muchedumbre  encerrada  en  aquella  estancia:  con  lo  cual  decimos  lo 
bastante  para  que  se  juzgue  de  sus  varoniles  cualidades. 


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Df  EUROPA.  351 

Entregáronse  los  presos  a!  placer  aquella  noche;  sucediéronse  en 
competencia  los  cantadores  y  bailadores  mas  afamados,  no  se  dio  pon- 
to de  reposo  &  las  guitarras  y  circuló  por  aquellos  ámbitos  bastante 
cantidad  dé  vino  y  aguardiente  para  que,  sin  trastornar  los  sentidos, 
comunicara  la  oscitación  necesaria  ala  general  alegría. 

De  cuando  en  cnando  en  medio  del  bullicio  alzaba  un  preso  la  voz, 
y  acompañándose  con  la5  guitarra  y  secundado  por  otros  tocadores, 
cantaba  una  estrofa  alusiva  á  la  gloria  dé  la  patria,  yel  grito  general 
que  se  levantaba  de  ¡viva  Espada!  era  tan  sincett1  y  ardiente  que 
obligaba  á  meditar  sobre  lo  complexo  y  contradictorio  del  desenvol- 
vimiento en  las  facultades  humanas. 

ReuniÜbs  entre  recias  paredes,  ferradas  puertas  y  triples  inque- 
brantables rejas,  victoreaban  aquellos  hombre*  á  la  libertad,  como  si 
de  ella1  recibieran  el  aliento,  como  si  no  se  hallasen  condenados  á  vi- 
vir en  un  calabozo. 

Estamos  seguros  de  qée  muchos  de  ellos  al  preguntarnos  después 
sí  creíamos  que,  atento  á  aquella  celebración,  seles  indultaría,  obra* 
bao  con  la  mas  candorosa  buena  fé. 

Sin  duda  con  aquellos  actos  habiaft  cumplido  en  *u  corioépío  un 
gra*  dfeber  social;  habían  rendido  homenaje  de  todo  corazón  á  lo 
mas  bello  y  grande:  á  la  patria,  á  la  libertad,  á  la  feKcidad  de  lo* 
espadóles  todos.  Habían  hecho  un  acto  de  contrición  á  su  manera,  y 
si  en  medio  de  su  entusiasmo  se  les  hubiese  presentado  el  ser  de  pres- 
tigio, él  duque  de  la  Victoria  y  en  nombre  de  Espada  les  hubiera 
eligido  eft  mayor  sacrificio,  lo  habrían  hecho  gozosos,  hasta  el  de  la 
vida,  para  mostrar  con  noWe  orgullo  que  sus  buenas  cualidades  su- 
peraban á  sus  defectos. 

Va*  fay!  el  júbilo  fttiga  y  cuando  viene  á  contrastar  con  la  vida 
ordinaria  de!  preso,  que  desea  aprovechar  los  fugaces  momentos  con- 
sentidos al  desahogo  de  su  corazón,  la  fatiga  rinde  al  mas  fuerte!. 

La  uoche  pasó;  verdes  hojas  y  tiernas  ramas  estaban  mustias  y  aja- 
das; solo  ardia  sin  alumbrar  una  que  otra  luz  vacilante;  el  buen  or- 
den exigía  que  otra  tez  girase  sobre  sus  recios  goznes  la  ferrada 
puerta,  y  d  cerrojo  coto  su  áspero  rumor  recordase  al  preso  la  vani- 
dad de  sus  breves  alegrías. 

Descolgóse  el  impasible  retrato;  derribóse  &  toda  prif»  el  arce  de 


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33*  M0SION1S 

gloría;  despojóse  de  emblemas  y  galas  la  morada  del  dolor,  y  volvie- 
ron á  aparecer  los  negros  camastros;  los  miseros  petates,  el  número 
de  cada  preso  y  el  carcelero  que,  coa  la  lista  y  el  manojo  de  llaves, 
iba  á  convencerse  de  la  presencia  real  y  positiva  de  los  presos  que 
habian  dado  vivas  á  la  libertad  agena. 

¡Doloroso  contrastel 

Algunos  de  los  que  aquella  noche  se  entregaron  á  las  gratas  espe- 
ranzas y  á  los  sanios  propósitos,  permanecían  aun  en  la  cárcel  el  dia 
5  de  mayo  de  4  856,  y  vieron  atónitos  y  medrosos  salir  por  aquellas 
puertas  al  naranjero  Buendia,  que  había  sido  su  leal  amigo,  su  va- 
leroso compañero  de  armas.  £1  que  entre  ellos  temiese  que  la  seve- 
ridad de  la  ley  pudiera  condenarle  á  igual  pena,  sin  tener  en  cuen- 
ta sus  arrebatos  de  bondad  y  sus  esfuerzos  para  triunfar  del  vicio, 
¿qué  pensaría  al  recordar  los  sentimientos  que  había  esperimentado 
su  corazón  la  noche  del  16  de  julio  anterior? 

A  uno  de  aquellos  hombres  afectuosos  y  arrebatados,  todo  cora- 
zón é  instinto,  que  por  celos  había  dado  muerte  á  un  cufiado  suyo, 
le  hemos  sorprendido  mil  veces  á  la  madrugada,  desvelado,  solo, . 
sombrío,  recostado  entre  los  huecos  de  las  ventanas  de  corrección 
chica  (1),  fijos  los  ojos  en  la  reja  de  la  capilla  que  daba  al  estremo 
del  pasillo  de  aquel  departamento. 

Pensaba  en  la  muerte.  Por  fortuna  ó  por  desgracia  escapó  á  esa 
llamada  última  pena,  gracias  á  la  mediación  de  una  caritativa  seño- 
ra, ¿uyas  virtudes  han  ilustrado  una  merced  de  marquesado  que 
heredó  de  su  familia.  El  preso  á  quien  aludimos  vio  á  sus  auxiliares 
(sus  propios  hermanos)  condenados  á  cadena  perpetua,  y  cuando  su- 
po que  se  resignaban  á  tan  horrible  pena  sin  apelar  de  ella,  presin- 
tió que  su  sentencia  seria  de  muerte  y,  como  atraído  por  el  destino, 
se  encontraba  delante  de  la  capilla  todos  los  días,  absorto,  ensimis- 
mado, pensando  quizás  horas  y  días  enteros  en  el  momento  terrible, 
en  el  último  momento  de  la  vida. 

Su  valedora,  que  le  había  conocido  niño  y  le  quería  entrañable- 
mente, alcanzó  para  él  el  indulto,  y  fué  llevado  á  Melilla. 

(1)  Corrección  chica  se  llamaba  el  primer  departamento  abierto  en  el  cuarto  principal, 
cuyas  ventanas  daban  al  Palio  grande.  Recientemente  ha  desaparecido  para  dar  espa- 
cio a  salas  de  reunión,  Indispensables  en  la  cárcel,  por  cuyo  motivo  se  ha  trasladado 
de  sitio  también  la  capilla. 


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DI  EtftOPA.  353 

El  reo  partió  triste  y  desconsolado,  modo  y  abatido. 

Le  habíamos  oido  decir  que  si  hubiera  muerto  so  esposa,  á  quien 
adoraba,  le  seria  indiferente  la  vida  y  son  moriría  tranquilo  y  contento. 

Dijese  también  que  babia  sollado  la  espresion  de  que  si  él  supiese 
que  ella  se  babia  de  volver  á  casar  después  de  su  muerte,  la  asesina- 
ría para  que  no  perteneciese  á  otro.  Sin  dada  por  este  motivo  se  tomó 
m  la  cárcel  la  acertada  resolución  de  prohibir  á  los  que  ocupábamos 
departamento  de  pago,  qne  ni  un  momento  le  dejáramos  en  nuestras 
respectivas  habitaciones  á  solas  con  su  esposa. 

El,  sin  embargo,  fué  condenado  á  vivir  cargado  de  hierro  y  ausente 
del  bien  que  mas  quería  (qué  vida  para  aquel  joven  enamorado  y 
celoso! 

Llevaba,  es  verdad,  consigo  la  esperanza  de  que  á  fuerza  de  afios, 
de  moralidad  y  de  servicios  se  le  hiciese  gracia  y  recobrara  la  liber- 
tad. iTrisle  porvenir!  ¡So  juventud,  la  edad  viril  consumidas  en  un 
presidio,  contaminado,  depravados  quizás  corazón  é  inteligencia,  ago- 
tadas las  fuerzas,  infamada  la  memoria,  volver  al  mundo  para  buscar 
á  ana  mujer  cuando  ya  el  amor  ha  moerio;  para  buscar  una  familia 
qie  alio  tras  afio  ha  ido  entregando  sois  miembros  á  la  sepultura;  para 
hallar  solo  una  sociedad  recelosa  del  presidario  á  quien  desprecia  co- 
mo si  hubiese  pasado  su  vida  abusando  del  poder,  del  prestigio,  de  la 
¡aleligeocia,  como  si  con  largos  afios  de  pesares  no  hubiese  pagado 
harto  caro  un  momento  de  arrebato  ó  tal  vez  las  colpas  del  abandono 
paternal! 

Y  es  lo  cierto  qne  muchísimos  presos,  si  no  se  esplican  claramente 
las  iajttsticias  sociales,  sienten  perfectamente  lo  que  esas  injusticias 
llevan  consigo. 

Desgraciadamente  esos  hombres  no  sienten  asi  las  cosas  sino  en  los 
solemnes  momentos  de  meditación,  cuando  se  encuentran  al  borde  del 
abismo,  eotre  una  vida  pn- fiada  de  recuerdos,  de  cuya  esperiencia  no 
percibí*  ron  nunca  la  eficacia,  y  el  sacerdote  que  espera,  el  verdugo 
que  les  pide  prdon  y  U  Paz  y  Caridad  que  les  ofrece  sepultura.  La 
Paz  y  Caridad  asiste  á  los  reos  de  muerte  desde  que  entran  eu  capi- 
lla. le<  acompafia  ai  sup  icio  y  cuida  de  sus  enterramientos.  Antes  se 
verificaban  estos  en  la  parroquia  de  Santa  Cruz,  el  de  los  degollados,  en 
Sao  Miguel  el  de  los  agarrotados,  y  en  San  Ginés  el  de  los  ahorcados. 

•  U  15 


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m  FUSiWKS 

'  Guando  se  exponía!  inhumana  y  asquerosamente  al  público  en  las 
jaulas  ó  linternas  los  miembros  de  los  ajusticiados,  los  recogía  la  Pax 
y  Caridad  el  sábado  de  Ramos  de  cada  año,  y  antes  de  sepultarlos,  los 
colocaba  en  el  altar  que  levantaba  en  la  plazuela  de  Santa  Cruz. 

Esta  cristiana  asociación,  protesta  viva  contra  la  barbarie  de  la 
Edad  media,  se  instituyó  en  1411  en  la  iglesia  de  la  Concepción  del 
Campo  del  Rey.  Tuvo  también  asiento  en  el  Hospital  de  Antón  Mar- 
tin, y  por  último  compró  terrena  en  Santa  Cruz  el  aüo  de  1590.  Su 
primer  propósito  fué  desempefiar  con  tos  ajusticiados  la  buena  obra 
de  dar  sepultura  á  los  muertos;  mas  en  1 500  se  estendió  á  mas  por 
haberse  unido  con  otra  cofradía  establecida  por  la  célebre  Latina 
(maestra  de  Isabel  la  Católica)  cuyo  cargo  era  asistir  á  los  ajusticia- 
dos, desde  el  momento  de  entrar  en  capilla  basta  el  patíbulo.  lan 
pertenecido  y  pertenecen  &  esta  sociedad'  personas  distinguida*  por 
su  posición,  saber  y  virtudes.  En  setiembre  del  presente  afio  ba  di- 
rigido un  llamamiento  á  todos  los  eclesiástico*  de  Madrid  que  desee* 
inscribirse  como  hermanos  espirituales  deísta  familia,  para  auxiliar 
ú  los  reos  de  muerte. 

Mas  entre  los  cuidados  de  tan  cristiana  asociación  y  las  oroeiOM* 
del  sacerdote  se  interpone  el  ejecutor  de  justicias. 

Personaje  sombrío,  que  parece  mas  bien  evocación  de  antiguas 
leyendas  que  persona  real  y  ser  palpable  después  de  48  siglos  y  me- 
dio de  cristianismo. 

El  ejecutor  de  sentencias  de  Madrid  lleva  consigo  la  heredada 
mancilla,  como  otros  graban  sobre  el  portal  de  sus  casas  un  glorioso 
timbre  de  sus  antepasados,  sin  haber  hecho  nada  por  merecerlo. 

Dentro  del  arte  rutinario  y  esclavo  de  las  preocupaciones  tradi- 
cionales, no  se  concibe  un  ejecutor  de  justicias  sino  fornido,  nervu- 
do, de  encrespado  cabello  y  faz  odiesa. 

La  verdad,  empero,  es  superior  á  todo,  y  el  ejecutor  de  Madrid  no 
sirve  pora  corroborar  las  ficciones  de  aquella*  tiempos  en  que  la  pe- 
na de  muerte  era  considerada  como  un  remedio. 

La  nueva  sociedad  cristiana  no  supo  romper  con  la  fatalidad  del 
paganismo:  asi  condenaba  al  noble  á  trasmitir  sus  bien  ganados  Ma- 
sones al  hijo  indigno  y  cobarde;  como  condenaba  al  hombre  delicado 
y  cristiano  á  heredar  de  su  padre  el  horrible  oficio  de  matar  á  sus 


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155 

henéanos;  y  al  ofeadide  que  quería  perdonar  al  asesino,  le  conde- 
naba al  impotente  dolor  de  no  verle  vivir  en  el  arrepentimiento:  con- 
toábale  k  saber  que  la  ley  le  había  dado  muerte;  condenábale  k 
aceptar  cerne  satisfacción  el  mayor  daño  que  la  ley  podía  cansarle. 

No  es  de  estrañac  que  nobles  y  plebeyos  buscasen  un  refugio  con- 
tra loe  vicios  de  la  organización  social  en  los  conventos,  en  las  co- 
fradías, donde  quiera  que,  sin  esponerse  k  graves  perjuicios,  pudie- 
sen protestar  en  nombre  de  Dios  contra  los  actos  de  la  justicia  ofi- 
cial, con  actos  de  piedad,  abnegación  y  buenas  obraa. 

El  ejecutor  de  Madrid  heredó  también  de  su  padre  el  cargo  qne 
koy  desempeña  por  mandato  de  la  justicia;  que  todavía  retoñan  ba- 
jo nuestros  pies  las  raices  de  las  poderosas  instituciones  sembradas 
de  rautas  épocas. 

Antonio  Pérez  Sastre  es  personaje  que  debe  tener  un  lugar  al  fi- 
nal de  nuestra  penosa  reseña. 

Fué  carpintero  en  su  primera  mocedad  y  su  afición  mas  decidida 
era  la  guitarra,  instrumento  que  no  le  ha  sido  ingrato  y  ha  hecho  de- 
sear su  presencia  en  las  reuniones  por  él  frecuentadas,  cuando  el  her- 
mr  de  la  sangre  le  hacia  olvidar  ó  no  le  dejaba  pensar  en  su  futura 


En  4851  cayó  enfermo  su  padre  José  Pérez  Sastre  (que  había  he- 
redado también  el  duro  oficio)  y  se  le  autorizó  á  él  para  que  cum- 
pliese la  ejecución  de  la  última  pena  en  un  desgraciado  que  la  pade- 
ció en  el  pueblo  de  Brihoega  y  se  llamaba  Hilario  Sánchez. 

En  <8  de  enero  del  siguiente  año  1853  falleció  el  José  Pérez  Sas- 
tre, de  una  caries,  siendo  todavía  joven,  pues  no  contaba  mas  de  15 
ajk*.  Eslaba  casado  en  terceras  nupcias,  y  de  los  cinco  hijos  que  de- 
jó, el  mayor  pasó  k  ocupar  su  puesto  y  abandonó  del  todo  la  carpin- 
tería. 

El  hombre  de  quien  hablamos  parece  haber  heredado  con  el  oficio 
las  dolencias  de  sus  antecesores. 

Parece  como  que  ha  salido  de  una  generación  fatigada  de  muer- 
tas. En  1824  su  abuelo,  qne  también  se  llamaba  Antonio,  solicitó 
del  Ayuntamiento  (que  entonces  proveía  las  plazas  de  ejecutor)  que 
en  atención  k  sus  dolencias  habilitase  k  su  hijo  para  sustituirle,  con 
opción  k  la  vacante.  Asi  le  fué  concedido,  y  en  8  de  febrero  del  si- 


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35Ó  PRISIONES 

guíenle  afio  1825,  falleció  aquél,  siendo  declarado  so  hijo  propietario 
del  cargo  á  los  nueve  dias. 

Ya  hemos  dicho  que  este  había  solicitado  lo  miemo  y  por  igual 
motivo  que  su  padre,  y  que  falleció  también  á  principios  del  afio  si- 
guiente y  á  los  dos  meses  de  presentar  su  solicitud. 

Los  propietarios  de  este  cargo  vivieron  hasta  enero  de  1851  en 
un  local  de  la  cárcel  de  Corle  y  dieron  sh  nombre  al  callejón  que  cae 
á  la  izquierda  de  dicho  edificio.  Enajenada  la  antigua  carcelería, 
que  compró  D.  Francisco  Fernandez  de  Casariego,  pasó  el  ejecutor 
á  la  calle  del  Rosario,  número  19,  entresuelo  de  la  izquierda. 

En  1853  vivia  en  la  calle  de  San  Cayetano,  numero  6,  cuarto  í .% 
y  su  descendiente  actual  vive  en  la  calle  del  Mesón  de  Paredes,  nú- 
mero 60,  cuarto  2.*.  Su  sueldo  es  de  30  rs.  diarios  ó  sea  10,950  ra. 
al  afio. 

En  mas  de  una  ocasión  se  ha  temido  que  no  pudiese  desempeñar 
convenientemente  su  cargo  por  el  mal  estado  de  su  salud»  y  ya  cuan- 
do el  último  suceso  de  los  que  hacen  indispensable  su  oficio,  hubo 
que  llamar  ai  que  lo  ejerce  en  Alicante. 

La  presencia  del  ejecutor  de  justicias  esparce  en  derredor  soyo  al- 
go de  fatídico,  de  horrible,  ya  no  tiene  para  el  vulgo  ni  para  el  ar- 
tista nada  de  aquel  horror  santo  ó  bello  que  pudieron  afectar  su  ima- 
ginación y  paralizar  ó  desviar  so  juicio  acerca  de  aquel  personaje. 

El  barrió  y  la  casa  donde  reside  producen  hoy  una  repugnancia 
inevitable,  pero  repugnancia  toda  prosaica  y  material,  que  se  espli- 
ca  y  se  justifica.  Pesa  su  vida  en  la  memoria  de  los  que  fueron  sus 
compañeros  de  escuela;  el  que  se  asoma  á  la  ventana  en  una  be- 
lla mañana  de  primavera,  diviga  "desde  lejos  la  del  hombre  de  justi- 
cias. 

Llegará  dia  en  que  se  extinga  su  raza;  en  que  no  se  encuentre 
hombre  que  concierte  el  precio  de  la  muerte  dada  á  mansalva  y  á 
sangre  fría;  mas  ¿cuándo...? 

Antes  la  sociedad,  que  es  quien  propone  el  contrato,  debe  renun- 
ciar á  tan  horrible  negocio.  ¡Millones  de  hombres  que  tienen  de  su 
parte  la  fuerza,  quieren  hoy  dar  ejemplo  de  moralidad  asesinando 
á  un  indefenso,  maniatado,  aherrojado,  encerrado  en  un  calabozo... 
¡ah,  no  es  asi  como  se  acabará  con  las  solicitudes  de  ciudadanos  es- 


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di  morí.  ni 

pilóles  que  profesan  la  religión  de  Cristo  y  el  dogma  católico,  y  se 
ofrecen  á  matar  todo  el  año  por  un  joroal  miserable! 

¡Y  donde  quiera  que  rigen  costumbres  semejantes,  se  admiran  y 
horrorizao  los  hombres  de  orden  de  que,  en  un  momento  de  revolu- 
ción, la  muchedumbre  criada*  entre  semejan  es  espectáculos,  haga 
lo  que  ha  visto  hacer  y  copie  la  justicia  que  ha  visto  aplicar!    .    . 

Demos  manifestado  en  el  curso  de  nuestro  relato  que  la  cárcel  de1 
Saladero,  si  bien  no  era  ya  comparable  con  la  tenebrosa  cárcel  de 
Corle,  dejaba  mu:ho  que  desear,  sobre  todo  y  ante  todo  por  el  edifi- 
cio, dentro  del  cual  es  imposible  aplicar  las  mejoras  reconocidas  y 
sancionadas  por  la  experiencia  en  materia  de  cárceles. 

L¿  actual  Junta  de  este  ramo  elevó  en  18C0  una  exposición  al  go- 
bierne, en  que  razonadamente  encarecía  la  necesidad  de  una  nueva 
cárcel  pública. 

La  sol.citud,  apoyada  desde  largo  tiempo  en  la  prensa  y  en  la  opi- 
lion  pública,  fué  atendida  y  hace  ya  algún  tiempo  que  se  compró 
terreno  bastante  para  el  objeto.  Después  lo  hemos  visto  labrar  en 
vez  de  nivelarlo  para  echar  los  cimientos  del  nuevo  edificio,  que  de- 
be levantarse  frente  al  Hospital  de  la  Princesa,  hacia  San  Beroardino, 
y  donde  ojalá  no  penetrase  nunca  el  terrible  ejecutor  de  sentencias. 

Damos  por  terminada  nuestra  tarea  con  respecto  á  la  Cárcel  del 
Saladero;  otro  escritor  mas  curioso  y  de  mejor  criterio  que  el  nues- 
tro habría  quizás  intentado  abarcar  la  historia  de  la  Cárcel  de  Villa 
desde  tiempos  mas  remotos  y  escudn fiado  mejor  los  sucesos  y  por- 
menores notables  que  en  su  recinto  hayan  ocurrido.  Dudamos,  empe- 
ro, que  enriqueciera  su  narración  con  datos  pertenecientes  á  épocas 
lejanas,  por  varias  razones. 

Ni  se  encuentran  en  las  oficinas  y  archivos  oficiales  empezados  & 
ordenar  de  muy  poco  tiempo  acá,  y  sumidos  hasta  ahora  en  olvido 
y  confusión  increíbles,  ni  aun  las  noticias  recogidas  y  ordenadas  se 
comunican  sin  repugnancia  por  las  dependencias  á  que  pertenecen. 
Se  suele  echar  en  cara  á  los  españoles  el  meoosprecio  con  que  miran 
los  objetos  de  mas  interés;  y  es  lo  cierto  qne  el  que  trata  de  enco- 
mendar á  la  memoria  pública  los  hechos  registrados  en  las  oficinas 
del  Estado,  tropieza  á  cada  paso  con  grandes  obstáculos. 


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tit  nusjomi 

Volvieodo  á  U  cárcel  que  fué  de  Vilk>  hoy  por  hoy  repetimos  que 
poco  podría  averiguar  la  ñas  celosa  diligencia. 

El  infatigable  y  erudito  historiador  de  Madrid,  D.  Ramón  de  Me- 
sonero Romanos,  conjetura  que  en  el  siglo  XVI  debió  de  estar  la  Cár- 
cel de  Villa  en  la  manzana  de  casas,  número  172,  que  desde  la  Pla- 
zuela de  San  Miguel  «daba  frente  á  las  Platerías  y  formaba  los  dos 
«callejones  laterales  de  la  Chamberga  y  de  San  Miguel*  y  cita  al 
maestro  Doyos(que  lo  fué  de  Cervantes),  quien,  narrante  el  recibi- 
miento hecho  el  86  de  noviembre  de  1569  á  la  reina  Ana,  dice  que 
al  llegar  á  dicho  sitio  y  antes  de  las  Platerías  y  áe  la  PUxtela  del 
Salvador,  «se  oyeron  los  lamentos  de  los  presos,»  que  pedían  grama 
á  los  reyes. 

{Rara  coincidencia,  si  aquel  fué  realmente,  como  parece,  el  lugar 
que  ocupé  la  cárcel  de  Villa,  que,  al  cabo  de  largo  tiempo,  tuviese  la 
de  Corte  al  lado  una  calle,  llamada  también  del  Salvador! 

¡Cuántas  veces  habrá  sido  este  nombre  consoladora  esperanza  del 
que  entraba  inocente  á  padecer  en  prisiones,  cuántas  seria  impío 
saroaamo  del  que  inocente  iba  á  morir  e*  el  patíbulo! 

Roberto  Robert. 


riN  DEL  SALADERO  DE  MAD11D. 


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El  wplirw  ei secreto. 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 

LA 

TORRE  DE  LONDRES. 


'»#«» 


L 

Si  eriges.  -So  descripción. — Coodestable  de  la  Torre.— Historia  de  la  Torre  dorante 
la  revuelta  de  loa  comuneros  capitaneados  por  Wat-Tyler.— Ef  pueblo  toma  la  Tor- 
ito iawraa  del  obispo  de  Cantocbery.— La  eaoar»  de  la  ariocesa  de  Gaita-  eotrew 
gasa  al  pilláis.— tes  eijos  da  Bdoardo  en  la  Torre. 

SI  erigen  de  la  fundación  da  es  la  Torre  esttaua  sujeto  i  discusión. 

No  falta  quien,  apoyado  en  documentos,  atribuye  á  las  róñanosla 
ottatrocten  da  ib  editcio  situado  sobre  el  larrea*  ejae  ocupa  el  que 
bey  eaiste.  Bu  1777  se  encontraron  en  su  suelo  algunos  sellos  da 
oro;  uno  de  Honorio,  emperador,  y  otro  de  Arcadio,  objetos  que  dejan 
sjatrowir  la  existencia  del  edificio  anterior;  pero  la  opinión  mas  acre- 
ditada es:  que  deseando  asegurarse  el  rey  Guillermo  I  de  la  obedien- 
cia de  aas  nuevas  subditos,  levantó  la  Torre  en  el  principio  de  si 
reinado,  puso  una  respetable  guarnición  de  normandos,  y  se  estable* 
cié  en  ella  con  la  mayor  seguridad  posible,  según  la  costumbre  de 
loa  conquistadores  y  los  reyes,  de  guardarse  de  sos  subditos  vigi- 
lindolos. 

Sala  Torre  es  un  compuesto  de  torres  y  de  edificios  de  una  estén- 
sion  considerable.  El  espacio  comprendida  entre  los  fosos  es  da  tres 


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•••  KISIOHBS 

millas  ciento  cincuenta  y  seis  pies  ingleses.  La  Torre  está  separada 
del  Támesis  por  ana  plataforma  á  cuyas  extremidades  eslán  los  ca- 
minos para  ir  al  castillo  principal.  Las  avenidas  están  fortificadas 
con  gran  cuidado.  Los  fosos  han  debido  contener  mucha  agua  otras 
veces;  mas  hoy  soto  tienen  una  pequeña  cantidad,  y  están  llenos  de 
establecimientos  útiles. 

Dentro  de  la  Torre  hay  almacenes  de  armas  y  municiones,  de  los 
que  nos  ocuparemos  en  detail  cuando  hablemos  de  la  Torre  moderna. 

Del  lado  del  Támesis  hay  una  entrada  bajo  un  arco,  que  se  llama 
la  Puerta  del  Traidor  (Traitor's  Gate).  Por  allf,  de  noche,  y  condu- 
cidos por  agua,  eran  llevados  á  la  Torre  los  prisioneros  de  Estado,  á 
fin  de  eviur  toda  publicidad.  La  torre  mas  cercana  á  esta  puerta  se 
llama  la  Torre  de  sangre.  Este  nombre  le  fué  dado  bajo  el  reinado  de 
Isabel,  mas  no  se  sabe  con  qué  objeto  ó  por  qué  causa. 

Los  aposentos  reales  están  situados  en  el  ángulo  sudeste,  y  sonde 
un  estilo  digno  de  atención  por  su  sencillez. 

La  Torre  Blanca  (White  Tower)  es  un  edificio  de  tres  pisos,  con 
azoteas  cuyas  vistas  son  inmensas.  Esta  torre  fué  levantada  en  1070 
por  Gandolphe,  obispo  de  Rochester.  En  el  primer  piso  hay  dos  vas- 
tas galerías  que  encierran,  hoy,  el  museo  de  marina  y  armas  para 
equipar  treinta  mil  hombres.  Se  cita  como  una  curiosidad. 

La  capilla,  que  se  llama  de  San  Pedro,  encierra  (os  cuerpos  de  las 
ilustres  victimas  condenadas  á  muerte,  y  ejecutadas  en  la  Torre  ó 
sobre  las  esplanadas  vecinas. 

La  Torre  de  Wakefield  tomó  su  nombre  de  la  batalla  de  Wakefield, 
después  de  la  cual  fueron  encerrados  en  ella  los  prisioneros.  En  esta 
torre  fué  asesinado  Enrique  VI. 

El  salón  de  las  joyas  es  una  estancia  sombría  de  piedra,  en  la  que 
están  depositadas  las  joyas,  ó  la  imitación  de  las  joyas  de  la  corona 
de  Inglaterra.  Volveremos  á  ocuparnos  de  esta  galería  al  hablar  de 
la  historia  moderna  de  la  Torre. 

En  la  Torre  de  Campo- bello  fueron  encerradas  las  dos  reinas  Ana 
Bolena  y  Juana  Grey.  En  ella  se  ve  la  sala  de  ceremonia  (mess- 
house),  ocupada  por  la  primera. 

Eduardo  IV  levantó  una  torre  que  se  llamé  desde  luego  el  Bou- 
levard,  y  á  la  cual  mas  tarde,  dedicada  á  usos  domésticos,  se  la  dio  el 


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Dft  E0MPM.  JW* 

ée:  forre  áe  he  Leones,  Está  sitoada  cerca  de  lá  entrada 
principal  de  la  Torre. 

Esta  entrada  está  al  oeste,  y  la  forman  dos  puertas  que  dad  al  to± 
»,yiD  piante  de  piedra,  por  el  que  puede  pasar  na  earrnejé*  que 
conduce  á  ellas.  Estas  pierias  sen  abiertas  y  cerradas  oén  cierta  ce- 
momia.  Uguai4a  de  las  llares  esláconftada  imparten 
y  á  mi  sargento  y  seis  hombres,  durante  el  dia;  mas  por  la  noche 
aon  estregadas  al  gobernador. 

Esta  gobernador,  llamada  condestable  de  la  Torre,  es  el  oficial  que 
ea  los  días  de  coronación  ó  en  las  grandes  ceremonias,  es  autorizado 
para  la  ¿tarda  de  las  insignias  reales.  Es  m  destile  miy  honroso. 

El  lector  se  contentará,  por  ahora,  ooa  esta  árida  nomenclatura. 
Mas  adelante,  y  en  ocasión  aportan,  tendrá  los  detaUes  necesarios 
sóbrala  Tmrre  de  Landres. 

Durarte  la  menor  edad  de  Ricardo,  el  parlamente  había  decretado 
una  capitación  extraordinaria  de  trote  groáis,  poco  mas  de  dos  rea- 
les, exigiWe  á  toda  individua  de  mas  de  quince  afios  de  edad.  La 
cobran»  del  impuesto  fié  confiada  á  recaudadores  insolentes,  que 
hicieron  el  impuesto  mas  odioso  aun  de  lo  quera  por  si  mttmo. 

Existía  paréate  tiempo  no  predicador  llamado  Joan  Ball.  qie  se 
bm  célebre  por  sos  predicaciones  religioso»poli  tico-sociales.  Sos  teo- 
ría* eran  contra  la  o^aoiiack>D  de  la  propiedad  de  aquellas  dias,  y 
en  í^for  de  los  pobres.  Las  circunstancias  no  podían  ser  asas  á  pro- 
pósito para  la  predicación  de  Juan  Ball. 

Jamás  gobierno  alguno,  por  feroz  qie  haya  sido,  k*  dejado  de  rfer 
aobrepajado  por  sis  agentes.  El  perro  del  pastor  qw  muerde  loa  car* 
ñeros  es  la  imagen  maa  bella  de  su  ejecuciones. 

Los  recaudadores  interpretaron,  como  se  comprende  bien,  la  ley  y  y 
jugar»  arbitrariamente  la  edad  de  loa  contribuyentes. 

Los  colectores  llegaron  en  la  Tilla  de  Essex,  á  la  casa  de  un  herrero 
llamado  Wat-  Tyler,  que  trabajaba  en  aquellos  momentos  en  sn  her- 
rería, manejando  con  nervudo  braxo  los  pesados  martillos  sobre  la 
Tigornia. 

—¿Qué,  quién?  les  dijo;  ¿es  qae.no  he  pagado  ya  mi  capitación? 

—Tú  has  pagado,  le  dijo  uno  de  ellos;  mas  tu  hija  no,  y  sin  em- 
bargo ella  es  inglesa  como  tú  inglés,  ¿suponga  yo? 

tono  a.  -41 


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—Sí,  dflo  el  herrero,  ella  es  inglesa  y  baena  inglesa;  mas  como 
no  tiene  quince  afios,  y  no  se  paga  sino'á  esta  edad,  vosotros  tendréis 
por  justo  que  ella  guarde  su  dinero.  £1  afio  que  viene  allá  veremos. 

— ¡Cómo!  tu  hija  no  tiene  quince  afios,  ¿una  t chica  tan  linda?  es 
increíble,  y  tan  increíble  que  yo  no  lo  creo. 

—Vayan  á  ver,  contestó  riendo  el  herrero:  ella  debe  estar  inscrip- 
ta en  la  parroquia. 

Los  recaudadores  cambiaron  una  mirada  entreellos,  y,  fijando  sus 
ardientes  ojos  en  la  joven,  que  estaba  trabajando  al  lado  de  la  fra- 
gua  

—Nosotros  vamos  á  probarte,  dijo  el  jefe,  que  tu  hija  tiene  quince 
afios,  y  para  esto  no  iremos  á  la  parroquia. 

Y  diciendo  estas  palabras,  que  acompañó  con  indecentes  rodeos, 
cogió  á  la  joven,  y,  riendo  y  amenazando  4  la  vez,  sus  miserables 
acompasantes  se  prepararon  á  ayudarle  en  su  infame  violencia. 

Wat-Tyler  comprendió  el  odioso  pensamiento  de  aquellos  bandi- 
dos, y  vio  á  su  hija  luchando  en  medio  de  ellos:  el  furor  le  llevó  4 
su  encuentro,  y  su  martillo  silbó  en  el  aire  y  cayó  sobre  el  cráneo  del 
mas  audaz  de  los  esbirros. 

Inundados  de  sangre,,  y  á  favor  de  la  multitud  que  acudía  á  los 
gritos  de  la  joven,  los  agentes  de  la  iniquidad  pudieron  escapar;  mas 
ya  no  eran  temibles.  El  gentío  incitó  al  ofendido  padre,  convertido 
en  héroe,  para  qup  le  diese  la  libertad  como  había  salvado  el  honor 
de  su  hija. 

Wat-Tyler  llamó  á  las  armas  á  todos  aquellos  que  aprobasen  su 
acción,  y  quince  días  después  el  herrero  se  encontró  jefe  de  cien  mil 
hombres;  pero  no  estando  este  pueblo  en  sazón  para  comprender  la 
libertad,  solo  conquistó  la  licencia. 

Caminando  hacia  Blackheath  los  sublevados  encontraron  á  la  prin- 
cesa de  Gales,  madre  del  rey,  que  volvia  de  una  peregrinación  á 
Gantorbery,  atacaron  su  comitiva,  y  algunos  de  entre  ellos,  dice  un 
historiador  (1),  deseando  poner  todos  los  rangos  al  mismo  nivel,  obli- 
garon á  la  princesa  á  qne  les  abrazase. 

Habiéndose  encerrado  el  rey  en  la  Torre,  Wat-Tyler  y  Juan  Bal!, 

(1)   Hume,  Historia  di  íngtúkrra. 


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MNtOtá.  III 

jefes  de  las  revolucionarios,  le  pidieron  una  entrevista.  Consintió  el 
rey,  é  iba  ya  4  atravesar  el  río  en  ana  barca  para  ir  4  ellos;  cuando, 
cediendo  4  los  consejos  de  sus  cortesanos,  4  quienes  horrorizaban  las 
demostraciones  populares,  ♦volvió  4  la  Torre  sin  haber  terminado  la 
conferencia.  La  desesperación  y  el  furor  se  apoderaron  del  pueblo, 
que  entró  en  Londres,  quemó  el  palacio  dé  Saboya,  y  dio  muerte  4  un 
gran  número  de  gentiles-hombres,  queriendo,  por  fuerza,  atraer  al 
rey  4  tratar  las  condiciones  de  libertad,  objeto  del  levantamiento. 

Froissart  cuenta  que  Wat-Tyler  hizo  matar  en  este  dia  un  caba- 
Ikro  llamado  Ricardo  Lyon,  del  cual  había  sido  criado  en  las  guerras 
de  Francia,  quien  le  habia  pegado  una  vez  y  al  que  había  prometi- 
do vengarse;  mas  Froissart  ha  escrito  con  una  parcialidad  marcada 
en  favor  de  la  aristocracia  inglesa,  y  este  hecho  puede  no  ser  de  una 
exacta  verdad,  tanto  mas  cnanto  que  muchos  historiadores  ingleses 
no  hacen  de  él  referencia. 

En  vista  de  tales  excesos  cedió  el  rey  y  prestóse  4  la  entrevista 
qie  le  habían  pedido. 

SI  conde  de  Sallabery  aconsejó  al  rey  este  partido,  diciéndole: 

— Sefior,  vos  podéis  apaciguarles  con  buenas  palabras:  sin  esto, 
acabar4n  con  todos  nosotros. 

B  rey  hizo  saber  que  los  que  deseasen  verle  y  hablarle  debían  sa* 
Kr  de  Londres  y  dirigirse  4  Miles'End.  La  noticia  de  esta  resolución 
se  esteadió  por  la  ciudad,  y  una  gran  parte  de  los  sublevados  se  alejó 
de  la  plaza  de  Santa  Catalina  donde  habían  acampado  para  tener  la 
Torre  ea  jaque,  y  te  fué  al  lugar  de  la  cita,  donde  compareció  el  rey 
delaate  de  su  pueblo  para  saber  lo  que  este  deseaba. 

— La  amnistía  general,  respondieron  los  oradores  de  aquellas  tur- 
bas, la  abolición  de  la  servidumbre,  la  libertad  de  comercio  en  las 
ciudades  mercantiles,  sin  derecho  ni  impuesto,  y  una  renta' sobre  las 
tierras  de  los  vasallos  en  lugar  de  los  servicios  y  correas  debidos  por 
vasal  laje. 

Esto  era  bien  poco,  sin  duda,  según  el  derecho  humano,  pero  do 
dejaba  de  ser  bastante  para  aquellos  tiempos  de  embrutecimiento  y 
esclavitud.  ' 

El  rey  accedió  4  todo,  4  condición  de  que  los  peticionarios  se  re- 
tirasen 4  sus  ciudades  y  villas,  dejando  tres  hombres  por  cada  una 


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Mi  %  MUMQWI 

de  ellas,  4  toa  que  seria  entregada  l»  carta  sellada  con  sillo  real  Mr 
teniendo  los  privilegio*  acordados  ea  este  día. 

Eslas  palabras  apaciguaron  al  pueblo,  y  machos  de  16*  insurgen? 
fes  hioieroD  sus  preparativos  de  marcha;  mas  esto  no  estaba  ea  el  in- 
terés dp  algunos»  y  no  pocos  quedaron  ocultos  como  en  toda  revela-* 
cíoq,  para  aprovecharse  de  la  revuelta  y  recoger  los  beneficios  Hó 
aquí  lo  que  ocurrió  en  la  Torre  de  Londres  después  de  La  partida  del 
rey  papa  MUesXnd. 

Wat-Tyler,  Juan  Ba)l,  Jacabo  Strav  y  mas  da  cuatrocientos  ham- 
bre? forzaron  las  puertas  de  la  fortaleza,  penetraron  ea  varios  depar- 
Úntenlos,  y  epcoptrando  &  Simón  Sudbury,  arzobispo  de  Canterbery, 
primado  y  canciller  del  reino,  le  cortaron  la  caleta:  hicieron  otro 
tanto  coa  Roberto  Hall,  tesorero  de  Inglaterra,  así  como  aun  médico 
del  duque  de  Laacestre,  y  4  Legg,  uno  délos  mas  odiosos  percepto- 
res del  impuesto  extraordinario. 

Elias  cqalro  cabezas.,  después  da  haber  sido  llevadas  en  triunfo 
por  Londres,  fueron  colocadas  sobre  el  puente,  ea  el  sitio  donde  eraa 
colocadas  las  de  los  condenados  por.  alta  traición. 

No  conleatos  aun  los«suhlevados,  entraron  en  los  aposentos  de  la 
princesa  de  Gales,  hicieron  pedazos  su  leobo,  y  la  causaran  tal  espan- 
to que  perdió  el  sentido,  que  no  recobíó  sino  cerca  del  rey  su  hi- 
jo, cuando  este  volvió  de  la  conferencia  de  Miles'End.  Los  criados  y 
doncellas  de  la  princesa  la  habían  salvado  del  furor  de  los  subleva-, 
dos  haciéndola  salir  por  una  poterna. 

$i  Wat-Tyler  y  sus  compañeros  hubiesen  conocido  el  veladero  ob- 
jeto de  los  reformadores,  es  decir,  la  mejora  de  suerte  de  los  pueblos, 
ladicha  de  la  Inglaterra  hubiera  quedado  aseguraba  bajo  un  rey  joven 
y  susceptible  de  recibir  impresiones  favorables  á  las  necesidades  de 
sus  subditos;  mas  como  estos  hicieron  degenerar  la  cuestión  ea  una 
cuestión  de  pillaje  y  de  venganzas  particulares,  como  ellos  subleva- 
ron contra  sí  el  buen  sentido  de  los  mas  moderados  de  su  mismo  par» 
tido,  los  comuneros  perdieron  completamente  su  causa  y  dieron  ra- 
zón &  la  nobleza  y  al  partido  real,  qoe  tanprontameatehabian  hecho 
capitular.  Esta  es  la  historia  de  todas  las  conmociones  populare*,  que 
lafta^tfwfo  da  nnjjefe»,  pc4erjwioa  daJas  «asa*  j*  ha,  ¿tarad*  i 


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«mor*.  MI 

— N#4#  fceuys  hecho,  «jo  Wat-Tyler  i  «na  hombres,  que  creían 
haber  ganado  mucho.  Las  franquicias  que  el  rey  dos  ha  acordado, 
son  bien  pequefia  cosa:  coreamos  á  Londres  antes  que  nuestros  amigos 
los  condes  no  lleguen,  y  saqueemos  la  ciudad  ios  primeros,  si  quere- 
mos "tener  alguna  cosa,  pues  si  aguardamos  &  que  los  otros  entren, 
ellos  lo  lomarán  todo  y  no  nos  dejatán  nada  (1). 

En  la  plaza  de  Sqüthfield  fueron  pronunciadas  estas  palabras  por 
Wat-Tyler  á  la  cabeza  de  pas  4o  taime  y  cinco  mil  hombres,  y  en 
los  momentos  en  qqe  el  rey  Ricardo  acertó  á  pasar  por  ella. 

El  jóveí)  principe  queria,  se  cree,  dejar  &  Londres  y  marchar  á 
Wiftdsor  acompaMo  de  unos  seseota  caballos.  Este  es  el  relato  del 
solo  historiador  que  da  algunos  detalles  sobre  este  punto. 

Cuando  hubo  llegado  delante  de  la  Abadía  de  San  Bartolomé,  vien? 
do  todo  este  pueblo  reunido  y  tumultuoso,  (fijo: 

-robora  bien:  no  partiré  sin  preguntar  aulea  á  esas  gentes  qué 
QUiereí)  (fe  mi;  porque  ya  he  accedido  á  sus  fíeseos,  y  e&  preciso  que 
esto  termine  de  una  manera  ó  de  otra. 

Asi  diciendo,  paró  su  cahallu.  Su  escolta  le  imitó. 

Wat-Tyler,  recaaocieado  4I  rey  y  apercibiéndose  de  este  moti- 
taiento,  dijo  i  los  suyos: 

— Hé  aqui  el  rey.  Aguardadme:  yo  quiero  hablarle.  No  os  motáis 
hasta  que  yo  os  llame;  mas  si  me  teis  levantar  la  mano  por  encima 
de  la  cabeza,  acudid  y  dad  muerte  á  lodos,  escoplo  al  rey:  el  rey  es 
jóteo,  le  lletaremos  por  toda  Inglaterra»  y  donde  él  esté,  nosotros 
seremos  tan  reyes  como  él. 

Y  asi  diciendo  picó  espuelas  y  fué  á  pararse  tan  cerca  del  prin- 
cipe que  la  cabeza  de  su  caballa  tocaba  con  la  del  de  Ricardo. 

—Bey,  le  dijo:  ¿tes  todos  esos  bratos  que  están  allá? 

-t-Sí;  contestó  el  rey;  ¿mas  por  qué  me  haces  esa  pregunta? 

—Lo  digo  porque  todos  me  obedecen  y  me  han  jurado  obediencia, 

—Sea  en  buen  hora,  contestó  el  joven  principe:  yo  no  digo  que  no. 

—Ahora  bien,  prosiguió  Wat-Tyler,  ¿crees  tú  que  tanta  gente 
rauúUaqní  para  obtener  las  cartas  de  Ubertamiento,  se  tol  verán 
sia  Uewarla*?  No:  lw  Hewewoa  ora  no*Mro*. 


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tu  MiMorai 

—Hagamos  como  está  dicho,  respondió  Ricardo.  To  he  prometido 
esas  cartas,  y  cada  pueblo  tendrá  la  saya;  mas,  enjre  tanto,  retiraos 
buenamente  de  Londres.  Estamos  convenidos. 

Wat-Tyler  parecía  bascar  querella,  y  no  quedó  contento  con  las 
tranquilas  palabras  del  joven  rey. 

Detrás  del  rey  estaba  un  escudero,  que  le  llevaba  la  espada. 

—Dame  tu  daga,  dijo  Wat-Tyler  al  escudero. 

El  rey  ordenó  á  este  que  diese  la  daga  al  herrero. 

No  contento  aun  Wat-Tyler  continuó  en  su  empeño. 

—Ahora,  dijo,  dame  esa  espada  que  tienes  en  las  manos. 

— Es  la  espada  del  rey,  contestó  el  escudero,  y  no  te  la  daré:  tú  no 
eres  digno  de  llevarla.  Tú  no  eres  mas  que  un  hombre  como  yo,  y 
si  estuviésemos  solos  en  la  plaza,  tú  no  hubieras  dicho  lo  que  aca- 
bas de  decir. 

—{Ira  de  Dios!  que  no  vuelva  á  entrar  pan  en  mi  boca  si  no  te 
corto  la  cabeza,  gritó  Wat-Tyler,  y  al  mismo  tiempo  se  lanzó  contra 
el  escudero. 

El  alcalde  de  Londres  llegó  en  estos  momentos  delante  del  rey,  y 
enterado  de  la  cuestión,  indignado,  dijo  á  Wat-Tyler: 

—Mozo:  ¿cómo  tienes  la  osadía  de  pronunciar  tales  palabras  delan- 
te de  tu  rey?  eso  es  demasiado. 

Irritado  Ricardo  y  viéndose  sostenido  por  este  refuerzo,  por  pe- 
queOo  que  fuese,  y  juzgando  que  habia  llegado  el  momento  de  morir 
.  gloriosamente  ó  de  reconquistar  todo  lo  que  habia  perdido  en  autori- 
dad, dijo: 

— Alcalde:  poned  la  mano  sobre  ese  hombre. 

—¡Hola!  dijo  Wat-Tyler  al  magistrado,  ¿qué  te  importa  á  ti  que 
yo  haga  ó  diga  tal  ó  tal  cosa?  Sigue  tu  camino.  * 

—¡Miserable!  esclamó  el  alcalde,  vas  á  pagarme  todas  esas  inju- 
rias. 

Y  al  mismo  tiempo  le  asestó  un  tan  rudo  golpe  de  maza  en  la  ca- 
beza, que  el  herrero  cayó  sin  sentido  á  los  pies  de  los  caballos. 

Los  hombres  de  la  escolta  del  rey  rodearon  en  seguida  el  cuerpo 

de  Wat-Tyler  para  ocultarlo  al  genlio  reunido  en  la  Plaza,  y  el  escu- 

.  dero,  nombrado  Juan  Standwich  ó  Growdich,  acabó  de  darle  muerte. 

Mas  el  pueblo  se  habia  apercibido  ya  de  este  golpe  de  mano  y  gri- 


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di  mor*.  ni 

toba:— ¡Nuestro  capitán  ha  sido  asesinado!  j Vamos!  {vamos!  y  cada 
uno  preparó  su  arco  y  sus  flechas. 

El  momento  era  critico:  un  minuto  mas  y  todos  los  partidarios  del 
rey  serian  muertos,  con  su  jefe,  sobre  el  cadáver  de  Wat-Tyler. 

Ricardo,  que  no  tenia  mas  que  diez  y  seis  afios,  se  condujo  como 
un  hombre  de  genio:  hizo  retroceder  á  los  suyos  y  avanzó  solo  y  con 
la  mano  abierta  hacia  los  rebeldes,  dispuestos  4  tirarle. 

—Buenas  gentes,  dijo,  ¿qué  os  hace  falta?  ¿un  capitán?  ¿mas  no 
soy  yo  vuestro  jefe?  ¿Encontraras  uno  mejor  que  yo?  Teneos  en  paz. 

El  furor  de  los  insurgentes  bajó  la  cabeza  delante  de  este  valor  y 
esta  calma  que  presentó  á  los  ojos  de  la  multitud  la  majestad  real. 
Ricardo  se  hizo  seguir  de  estos  veinte  y  cinco  mil  hombres  y  les  con- 
dujo al  campo,  á  fin  de  dejar  fe  Londres  libre  lo  mas  pronto  posible. 

Habiaalli  un  número  considerable  de  tropas  aguerridas,  y  los  se- 
ñores de  la  corte  aconsejaron  al  principe  lanzarlas  contra  esos  des- 
graciados paisanos,  á  fin  de  exterminarlos  todos. 

Se  ve  que  la  revancha  pudo  ser  ampliamente  tomada,  y  esta  idea 
justifica  en  alguna  manera  los  excesos  de  Wat- T y ler,  que  tuvo  que 
obrar  contra  enemigos  tales;  mas  el  rey,  joven  y  generoso,  dej<ür  li- 
bres á  los  paisanos;  pero  suprimió  ó  hizo  suprimir  por  medio  del  par- 
lamento, todos  los  favores  acordados  á  los  municipios  durante  la  in- 
surrección: las  cartas  de  manumisión  fueron  revocadas,  y  el  pueblo 
cayó  en  un»  esclavitud  mas  dura  que  aquella  de  que  habia  intentado 
libertarse. 

Este  mismo.dia,  se  hizo  un  pregón  en  Londres  y  publicó  un  ban- 
do» diciendo:  que  todo  estranjeroque  fuese  encontrado  en  Londres  al 
levantarse  el  sol  del  dia  siguiente,  y  no  pudiese  justificar  un  afio  de 
permanencia  en  esta  ciudad,  sería  juzgado  como  traidor  y  condenado 
¿muerte. 

Estos  desdichados  comenzaron,  no  á  retirarse,  sino  4  huir;  pues  no 
se  fiaban  de  la  palabra  real,  y  en  verdad  no  sin  razón,  pues,  lejos  de 
salvarse,  Juan  Ball  y  Jacobo  Straw  fueron  cogidos  en  unas  ruinas 
donde  se  ocultaron.  Eran  necesarias  al  rey  y  ¿  los  nobles  ingleses 
cabezas  para  reemplazar  sobre  el  puente  de  Londres  las  que  Wat- 
Tyler  habia  hecho  poner.  Juan  Ball  y  Straw  fueron  decapitados,  asi 
como  el  cadáver  de  Wat  Tyler;  y  sus  cábeos  reemplazaron  las  del 


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at  rtft£tft)f<W 

arzobispo  y  de  les  otras  víctimas  del  encono  popula.  Asi  aóábó  la  re- 
vuelta de  los  comuneros,  que  sepultó  la  Inglaterra  en  la  esclavitud  y 
la  barbarie,  en  lugar  de  darla  libertad  é  ilustrarla.  Así  to  pervierten 
todo  con  sus  pasiones  egoístas,  los  hombres  que  no  tienen  masque  una 
aspiración  instintiva  hacia  el  derecho,  y  no  principios  fijos,  ni  cari- 
dad, ni  religión. 

Eduardo  IV  el  usurpador  morid  en  1482,  &  la  edad  del  cuarenta  y 
titt  afios>  habiendo  reinado  veinte  y  tres,  y  dejando  cinco  hijas  y  dos 
hijos,  Eduardo,  príncipe  de  Gales,  dé  trece  aficto  de  edad,  y  Ricardo, 
duque  de  York,  de  siete  años. 

Muerto  el  rey,  cada  uno  se  volvió  hacia  el  nuevo  sol  de  la  corte: 
era  este  el  duque  de  Glocester.  El  rey  era  anft  demasiado  joven  par* 
esperar  sus  favores. 

Eduardo  residía  entonces  etí  Ludlow,  en  los  confines  del  principa- 
do de  Gales,  y  el  conde  de  Rivers,  su  tio,  personaje  completo  bajo  to- 
dos punios  de  vista,  guardaba  este  precioso  depósito  con  todo  el  éui* 
dado  que  la  nación  debia  esperar  de  un  hombre  de  corazón  y  talento. 

Una  facción  había  levantado  la  cabeza  después  de  la  muerte  del 
rey:  lord  Haslings  era  el  jefe.  Era  este  ef  eftemigo  de  la  reiúat  y  de  su 
familia,  que  había  acaparado,  sin  pudor,  (oda  la  autoridad,  todo  ef 
dinero  y  todo  el  favor  bajo  el  reinado  de  Eduardo  IV. 

El  pueblo  simpatizaba  con  esta  facción,  protectora  de  sus  dere- 
chos, y  el  duque  de  Glocester  no  se  había  ocupado,  durante  quince 
afios,  sino  en  Mantenerse  en  el  favor  del  rey  y  en  las  simpatías  de 
éste  partido;  mas,  una  vez  libre  del  temor  del  rey,  abandona  el  par- v 
(ido  de  la  reina  y  se  alió  estrechamente  con  Hastings  y  los  suyos,  tú 
para  sostener  la  cansa  popular,  sino  para  abrirse  un  camino  mas  cor- 
to para  subir  al  trono. 

Era  preciso,  sin  embargo,  no  despertarlas  sospechas  de  la  reina  f 
apoderarse  diestramente  de  los  príncipes,  sus  competidores.  Isabel, 
madre  del  joven  rey,  quería  que  este  hiciese  su  entrada  en  Londres 
en  compañía  de  un  poderoso  ejército,  &  fin  de  alejar  todo  intento  en 
la  facción  Haslings,  y  destruirla,  caso  de  necesidad,  si  levantaba  la 
cabera.  Hastings  declaró  que  si  se  desplegaba  un  fal  lujo  de  fuerza, 
lo  cual  era  poner  en  duda  su  fidelidad,  se  retiraría  á  su  gofcierno  dé 
Calais  con  todos  tos  de  s'n  partido:  esto  era  la  ¿tierra  civil.  Gfocester 


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di  rm<m-  mí 

ajKPb¿  J*  e*«ttpn)oa4e  ftatiqgs,,  y  poca  ájaco  hpo  *er  A  ,1a  reina 
qoe  teles  medidas  eran  ofensivas  é  inútiles.  Isabel,  confiando  0M» 
amistad  de  sn  cufiado,  cedió  é  hito  decir  á  lord  Rivers  que  searo- 
tenUse con  traer #1  joven  rey  coniuna.escolto  oonventoutoi  to  ma- 
jestad del  soberano. 

Gloceeter  .reunió  nn  acompañamiento  iinpqnepte  7  salió  de  ,York 
para  conducir,  dijo  él,  el  rey  á  Londres;  mas  lord  Rivera,  temiendo 
que  tonto  «efior  y  .gente  de  armas  no  fuesen  nn  obstáculo,  hizo, lomar 
la  delantera  ,al  rey  y  le  envió  por  otro  camino  á  Stony*Straflbrd,  y  él 
mismo  *e  presentó  en  Nort-hampton,  .donde  .estaban  Qlqceeter  y  el 
dnqne  de  Budkingham  prontos  á  reunirse  con  el  cortejo  xeal. 

pensóse  lord  Jtivecs  con  el  dnqne  acerca  de  sn  determinación,,  y 
«legó  algunas  rabones,  que  fueron  bien  acogidas  ppr  Gloceater,, 
quien ,pasó  una  grap.pai^e  de  la  noche  con  Riñere  y  Buckingham. 

Altdia  siguiente  por  la  mafiaua,  entrando  con  estos  principes  en 
Stony-Strafibrd,donde  fueron  á  reunirse  con  el  re,y,  Rivers  fné  arres- 
tadp  por  orden  de.Glocester.  Arrestóse  también  a  Ricardo  Gray,  «no 
de  los  hijos  que  tenia  la  reina  de  su  primer  matrimonio  con  lord 
Gay,  aei  «pmp.a  «ir  Thomfw  Vangham,  uno  dolos  Primeros  oficiales 
déla  /paae.del  rey. 

Am«olP  Polaco  mé  hábil:  esos  hombres  habían  sido  señalados 
al  encono  del  pueblo  por  el  partido  Baalings,  y  su  ruina  cansó  una 
verdadera  alegría  en  Londres,  donde  Gloeester  fué  recibido  cqn  uni- 
Tjvsales  aclamaciones. 

Isabel,  desengañada  por  la  conducta  de  sn  pérfido  cufiado,  com- 
pendió de  una  vez  todas  aus  esperanzas,  y  segura  de  que  aquél  no 
ae  coAleataria  con  lo  hecho,  huyó  con  sus  hijas  y  el  joven  duque  de 
I«rt,  áU  abadía  de  Westminster. 

Ceta  residencia  M¡a  «>do  eiempre  nn  asilo  sagrado;  mas  Glocee- 
ter  pretendió  que  la  retirada  de  la  reina  era  una  ofensa  hecha  al  go- 
bkcnp,  y  que  el.duqne  de  York  debia  ser  dado  á  la  pación,,  como  su 
hermano,  en  vetde^sUr  en  tos  manos  de  un.partido  anii-nacional; 
g  lfegp.haato  decir  que  si  Jsabel  no  entregaba  de  bnen  grado  al  joven 
jK<nc¡ne,,el  rgobierno  lo  lomarte  por  fuerza.  ,Sin  embargo,  Glocester 
no  empleo  ninguno  de  estos  medios  extremos,  y,  poniendo  enjuego 
su  «alucia,  fura  persuadir  i  cada  uno  deja  pureza  de  sus  intencio- 


" 


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MO  PRISIONES 

nes,  comprometió  á  los  dos  arzobispos  de  Londres  y  de  York  para 
obtener  de  la  reina  que  diese  su  hijo. 

Dejáronse  engañar  esos  dos  prelados,  y  decidieron  á  la  reina,  des- 
pués de  muchas  instancias.  Isabel  no  cedió  sino  al  temor  de  ver  á 
Glocester  emplear  la  violencia;  y  cual  si  presintiese  el  porvenir,  no  se 
separó  del  joven  duque  de  York  sino  después  de  haberle  cubierto 
varias  veces  de  besos  y  lágrimas. 

Glocester  tenia,  pues,  en  su  poder  á  los  dos  hijos  de  Eduardo,  que 
eran  un  obstáculo  á  sus  designios;  mas  de  este  primer  paso  hasta  la 
realización  de  lo  que  se  proponía  el  sanguinario  protector,  ¡qué  dis- 
tancia, si  un  crimen  no  la  hacia  desaparecer! 

El  protector  habló  con  Buckingham  del  porvenir,  mostróle  la  ne- 
nesidad  de  satisfacer  el  encono  del  pueblo  contra  el  partido  de  la  rei- 
na, y  el  asesinato  de  Rivers,  de  Ricardo  Gray  y  de  Vangham  fué  acor- 
dado, teniendo  lugar  en  el  castillo  de  Pomfret,  donde  habían  sido  lle- 
vados después  de  su  arresto. 

Buckingham  habia  consentido  en  esta  ejecución;  mas  él  no  era  el 
solo  personaje  importante  del  partido:  el  acuerdo  de  lord  Hastings 
era  también  necesario  á  los  deseos  del  protector;  mas  Hastins  no  tra- 
bajaba contra  la  reina  con  el  objeto  de  servir  un  interés  personal,  y 
protestó  que  nada  le  baria  faltar  á  la  fidelidad  debida  á  los  hijos  del 
soberano,  que  habia  sido  su  amigo. 

Glocester  midió  de  una  sola  mirada  los  resultados  de  esta  repulsa, 
y  se  decidió  prontamente  á  perder  á  lord  Hastings,  antes  que  viniese 
á  ser,  para  él,  un  poderoso  obstáculo. 

Se  acababa  de  asesinar  en  Pomfret  á  los  tres  señores  amigos  de  la 
reina.  El  consejo  se  citó  por  disposición  de  Hastings  en  la  Torre  de 
Londres,  y  los  consejeros  fueron  llegando  uno  después  de  otro,  sin 
que  se  pudiese  sospechar  la  mas  leve  sombra  de  resentimiento  en  el 
corazón  de  Glocester.  El  protector  estuvo  alegre  y  cariñoso  con  to- 
dos, y  cumplimentó  á  Morlón,  obispo  de  Elly,  sobre  la  calidad  de  las 
fresas  tempranas  que  cultivaba  en  su  jardín  de  Holborn. 

— Milord,  están  á  vuestra  disposición,  dijo  el  obispo,  y  yo  quiero 
que  antes  de  una  hora  pueda  vuestra  gracia  comer  las  mejores  y  mas 
hermosas. 

—Con  mucho  gusto,  dijo  Glocester  con  espansion.  Mas,  escusad* 


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ni  rotor*.  m 

me,  milores:  un  correo  me  aguarda  en  mi  despacho:  vuelvo  dentro 
de  algunos  minuto. 

T  asi  diciendo  salió  de  la  estancia. 

Los  consejeros  hicieron  tiempo  ocupándose  de  sns  negocios  ó  de 
sos  placeres. 

Lord  Hastings  fué  el  último  que  llegó  al  consejo,  é  invitó  á  varios 
de  los  asistentes,  amigos  suyos,  á  una  partida  de  caza  que  habia 
proyectado  en  su  casa  de  campo,  con  su  querida  Juana  Shore.  Esta 
dama,  que  habia  estado  en  relaciones  íntimas  con  el  rey  difunto,  se 
habia  dado  después  á  lord  Hastings,  y,  aunque  rival  de  Isabel,  era 
no  obstante  del  partido  real,  con  las  modificaciones  de  opinión  que 
lord  Hastings  habia  introducido  en  este  bando. 

Aguardábase,  pues,  en  la  sala  del  consejo  la  vuelta  de  Giocester, 
cundo  se  presentó  de  repente,  con  la  frente  sombría  y  los  ojos  infla- 
mados. Cambio  tan  brusco  no  era  mas  que  la  máscara  que  aquel  si- 
niestro actor  acababa  de  hacer  adoptar  á  su  semblante  para  represen- 
tar el  papel  que  se  habia  propuesto. 

—¿Qué  castigo,  esclamó,  merecen  aquellos  que  han  concertado 
darme  muerte,  á  mi,  jefe  del  Estado  y  lio  del  rey  de  Inglaterra?  Hé 
aqii  la  cuestión  que  yo  vengo  á  someter  al  consejo:  bien  merece  que 
nos  ocopemos  de  ella  sin  pérdida  de  tiempo. 

Hastings  fué  cogido  en  el  lazo:  se  figuró  que  el  duque  acababa  de 
saber  alguna  conspiración  tramada  contra  su  persona. 

—Esos  criminales,  dijo,  merecen  el  castigo  que  se  impone  á  los 
traidores:  deben  ser  castigados  con  la  muerte.  ¿Quiénes  son,  milord? 

—Esos  traidores,  respondió  Giocester,  con  un  furor  cada  vez  mas 
creciente,  son  la  hechicera  Isabel,  esposa  de  mi  hermano,  y  otra  he- 
chicera, Juana  Shore,  querida  de  mi  hermano.  Sos  encantamientos  y 

sortilegios  han  producido  el  miserable  estado  en  que  me  veis 

¡Mirad! 

T  el  pérfido,  abriendo  ona  de  las  mangas  de  su  jubón,  mostró  des- 
nudo uno  de  sus  brazos,  seco,  disecado  como  el  brazo  de  un  esquele- 
to. Esta  era  una  de  las  deformidades  de  ese  monstruo,  deformidad  de 
nacimiento  y  de  la  cual,  en  (acorte,  lodos  tenían  conocimiento. 

Cuando  le  oyeron  hablar  asi,  los  miembros  del  consejo  le  creyeron 
loco  ó  en  estado  de  embriaguez.  En  Hastings,  el  nombre  de  so  qne- 


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3  i  *  PuffiluRlv 

rl*fl,  mwbiadb  etf  twfrsibg*ai<  aMiriltf;  fcáttfe  despertad*  *nfhtffcDtW 
mas  dolorosos. 

—¿Llamáis  vos  á eso  ana  resfrtWetttf  eadamótf plWOMW.  ¿Creéis 
qrtíe  me  satfefflré'  con»  vtíOWfa*  patabraar  EsUtó  beetiícaraa  tSmm  cóm- 
plices, de  los  cuales  vos  sois  el  principal.  El  primer  traidor  sofe<  vos, 
y,  por  satí  Pablo,  que  tío  me  salaré  á>  cflttfer  si'a&tos  m»  me*  traen 
vuestra  cabe»*. 

Baritittg^  do  to«s»o  tiempo  para  responder.  Bl  protector,  gotyyBÓ'fae*" 
tementfc'la  mfesa  del'  consejo,  y  á  esta*  sefiat  e)  saftm  toé  invadid*  por 
gente  de  arma».  Lord'  Stanley,  que  hifcé>dn  movimiento,  riecibtf  utf 
hachare  étt  la  cabeza  y  hubiera  sido' muerte  di  no» se  hnbiefce*  oculta^ 
do  debajo  de  la  mesa.  Efcstítigs;  preso  por  tos»  soldados,  faé  arrtfetra^ 
cToha^á  él  palto  dtflaTonre',  4onde  sobre  uoirotrt»i  de  árbol;  queha- 
btof  alH  por  casualidad»  le  toó  cortada  la  cabeza1.  Dos  horas*  <te*pM> 
se  pttMteó  eflíLóndrafc'  ana  alocución^  esteno  y  en  w  entilo  eéoogiito, 
etí  la  cual,  todos  tos- crímenes*  de  lor*  Hasiiofcs,  contados  enfátioamen- 
te,  justificaron  una  ejecución  que* no  debió1  agraria*  at  púbiieo;  mw 
nadie4  seJ  dejó1  engallar  poret  protector,  y  un  comerciante  dtf  ía  Citó 
pronunció  esitf  frase,  que  hiao  fortuna  ed  Lóodireái 

*  El1  autor  de  esta  mamfeslaoiofl  es  un¿  profeta,  porque-  tai  debido 
empezar  ayer  la  relación  del  asesinato  que  do  ha  tenido  togar  haMif 
bOy.* 

Lord  Stanley,  el  arzobispo  dé  Yorfe,  y  Morton,  obispo  de  Bely,  et 
misfiío  cuyas1  fresas  habla  elogiado  tanto  el  protector,  fawon  paestos 
en  prisión  en  diverso*  departamentos  de  la  Torre. 

luana  Shore,  llevada  delante  del  consejo  para  responder  do  los  he- 
chos de  sortilegio  que  se  la  imputaban,  respondió  fácil  y  victoriosa- 
mente, aun  en  esar  época  de  groseras  supersticiones,  á  la  ridicula  acu-' 
sacien  del  protector.  Cambió  entonces  éste  de  pifen;  y  reprocbéndola 
sus  adulterios  y  sus  excesos,  la  llevó  delante  del  tribunal  eclesiástico, 
el  cual  la  condenó  á  hacer  penitencia,  en  camisa»,  en  la  iglesia  de  San 
Pablo,  y  4  la  confiscación  de  todos  sus  bienes,  Juana  Shore,  reducida 
al  oprobio  y  á  la  mayor  miseria,  murió  sola  y  siA  socorros,  en  la  ciu- 
dad donde  tantos  amigos  la  habían  adulado  en  el  tiempo  de  su  brillan- 
te fortuna. 

La  conduela  del  protector  no  era  tan  obscura  que  do  déjase  etf- 


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aie 

o^sl*Masr*H*riag»yaa<^bbanfclo*h^ 
do  mas  qae  enemigos  implacables  y  sin  generosidad,  ó  deCenmos*  tí- 
midos y  débiles;  perol» mspHhdr ranl lea  sostsaia;  aan*  ysn  madre 
vtbfae*po*  ellos. 

Sloéeeter  alaeó>eates  do»  puntos  de  un  solo  golpe,  comprando  ha 
ooofeeieneade  no  pretal*,  Sliliingten,  obispo  de  Balb,  el.  cual  declaró 
qao  antes*  decaeame  kabeb  Gray,  enamorado  Eduardo  IV  de  Eleonora 
Talbot,  de  la  qae  no  pndo  vencer  la  resistencia,,  se  había,  casado, 
elaadoaliaameele  esa  eUay  dataste  de  él.  Isabel  Gaay  no  era,  pees, 
la  mojar  legítima,  sida  ti  oeneabma  de  Edgardo:  losdb»  principe* 
osea  bastarte* 

Ea  eie<ri»&  los>  hipa  del  daqaed*  Ciareocey  osadeBadb  i  macule 
por  so  hermano,  á  loaoaale*  wlwa  la  eonoite,  coa  eaoloaien  de<sos 
parientes,  GHoeastet  b»  establecer  qae  ei  bíU  de  proscripción  lanudo 
osota*  Clttenc*  heci*  á  los  bijos  d»  esto  inhibiles*  para  reinar  en  In- 
gtatecr».  No* quedaba  ya,.paeev  ccmpalider  iGlocester.élera  ánioo 
y  Ibgilima  heredero  de  la  oas*  de  York. 

Sin  embargo,  haciese  precie*  pitaba*  ptenesnent*  esto  matrimonio 
ctodcsiiae  de  Eduardo  IV  ooa  BleoDora  Talbot,  y  también*  ola»  naeor* 
sano  consagrar  la  exhereriecien  deles  hijos  te  Clárente,  y  lodo  esto 
era- largo  y  dificü,  por  lo  oaal  Glooeater  recurrid  á  otro  expediente. 
Hmo  córner  la  ?oa  de  qae  si  madre,  ladaqaest  do  York,  madre  tan* 
bisa  ddldtfaota  rey  y  de  Cíatenos  babia  tenido  anuales,  y  qne 
Bdnardo  IV  y  Clarence  habían  nacido  de  estas,  relaeionet  adúlteras; 
pao  qpe  é!y  Gloeeeler,  Ank»  trotar  de  la  legita*  anión*  era  sealmea- 
ledaqae  de  York.  Este  insolenta*  y  asíjaeroea.  mentira,  con  la  coalel 
infamo  dwhonraba  i  sa  madre,  mojar  de  ana  virtad  intachable»  faé 
proclamada  e»  ptaaa>  cátedra  por  un  predicador  ai  servicio  do  Glece* 
ter,  preparando,  para  dar  resaltado  4  este  sacrilegio*  ana  tersa*  <pe 
ai  ana  Meo  siqaier*el  valor  dsl  afeólo  escénico» 

H  predicador  dato*  contar  ai  peabio  lodo  le  qae  aoabamoa*de  de* 
cir,  y  ca  el  mamante  qae  preñándose  el  nombre  de  Gloosstér,. qae  se 
Mamab*  Bicaiffc,  esto  debfe  cabmr  en  la  iglesia,  oaaao  por  carnalidad, 
ain  de  qae  el  aaditorio,  biea  preparado,  grítase:  ¡Yira  aaeairo  rey 
Ucardoi 

Héaqai  como  flsé  la  escena. 


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114  P1M0HRS 

El  doctor  Shaw,  el  predicador  comprado,  había  tomado  por  texto 
este  pasaje: 

« Los  ingertos  bastardos  no  serán  de  provecho. » 

Después  que  hubo  trabajado  en  pomposos  términos  la  memoria  de 
Eduardo  IV  y  de  su  hermano,  y  el  honor  de  la  duquesa  de  York,  que 
Tivia  aun,  pasó  al  panegírico  de  Glocester,  y  juzgando  que  ya  era  la 
hora  de  preparar  el  terreno  al  protector  para  que  entrase  en  escena , 
comenzó  á  esclamar: 

— ¡Ved  ese  hombre  de  genio,  ese  principe  ilustre,  la  vita  imagen 
del  valiente  Ricardo,  su  padre,  que  fué  vuestro  héroe,  vuestro  ¡dolo!.. . 
¿No  reconocéis  al  padre  en  el  alma  y  en  la  figura  del  hijo?...  Hé  aqui 
aquél  que  debéis  amar  y  respetar:  á  él  es  k  quien  es  preciso  obedecer, 
y  no  &  todos  esos  bastardos,  á  todos  esos  intrusos. 

Sbaw  no  cesaba  de  mirar  á  la  puerta  de  la  iglesia:  el  protector  no 
aparecía.  Habia  faltado  á  su  entrada:  el  efecto  estaba  perdido ,  El  pre- 
dicador comenzó  de  nuevo  su  prosopopeya.  El  principe  entró  esta  vez; 
mas  nadie  dio  el  grito  que  se  aguardaba,  y  fué  preciso  que  los  cría- 
dos  de  Buckingham  y  de  Glocester  excitasen  el  celo  de  algunos  hom- 
bres del  pueblo  bajo ,  para  que  prorumpiesen  en  una  aclamación 
helada  y  mezquina  de:  ¡Viva  el  rey  Ricardo! 

Esto  pareció  suficiente  á  Glocester:  aceptó  loque  el  voto  nacional  le 
daba,  y  desde  este  momento,  se  abrogó  el  titulo  y  la  autoridad  de  rey. 

Después  de  esta  elección,  Glocester,  ó  mas  bien  Ricardo  III,  no  te- 
nia que  temer  sino  la  ofensiva  del  partido  real,  mas  era  hombre 
prudente  y  digno  principe,  y  amaba  mucho  la  tranquilidad.  ¿Cómo 
vivir  y  reinar  peniblemente,  con  la  perspectiva  de  una  guerra  civil  qae 
tarde  ó  temprano  encenderían  las  pretensiones  del  joven  Eduardo  y 
de  su  hermano?  Ricardo  III  siguió  la  impulsión  de  su  política  y  de 
especial  humanidad. 

Los  dos  nifios,  arrancados  á  su  madre,  aguardaban,  confinados  en 
la  Torre,  el  fin  de  todas  estas  traiciones,  el  uno  para  ser  vuelto  á  su 
madre,  el  otro  para  subir  al  trono  de  su  padre.  Ricardo  mandó  á 
Sir  Robert  Brakenbury,  gobernador  de  la  Torre,  dar  muerte  á  los  dos 
principes  que  tenia  bajo  su  guarda;  mas  Brakenbury ,  hombre  de  ho- 
nor, se  negó  á  manchar  sus  manos  con  sangre  inocente.  Ricardo  III 
salvó  bien  pronto  el  obstáculo. 


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MIOMtt.  m 

Tenialieardo  «roa  de  ti  4  un  hidalga  arruinado,  llamado  Juan 
Tyrrel,  dispuesto  á  lodo  por  rehacer  su  fortuna.  Llamóle  Ricardo  y 
prometióle  oro  y  honores  si  se  encargaba  del  asunto.  Tyrrel  se  negó 
al  pronto:  después  escuchó  las  proposiciones. 

—Has,  señor,  dijo,  la  Torre  está  bien  guardada,  y  si  Brakenbury 
se  desvia  de  vuestra  majestad,  no  dejará  que  nadie  se  aproxime  á  los 
principes. 

— Yo  te  daré  una  orden  para  Brakenbury.  ¿Cuánto  tiempo  necesi- 
tas para  la  operación? 

—Eso  depende,  seüor Mas  es  necesario  estar  en  completa  li- 
bertad, y... 

Tyrrel  temía  que  Ricardo,  después  del  asesinato,  se  deshiciese  de 
su  cómplice. 

—¿Supongo  que  irás  solo?  dijo  Ricardo. 

—Eso  depende,  sefior... 

—¿De  los  niños? 

—¡Oh!  sefior,  pueden  gritar 

— Prakenbory  te  dará  esta  noche  las  llaves  de  la  Torre:  entra  á  la 
hora  que  quieras. 

—¡Hoy  bien!  ¿y  seré  duefio  absoluto  durante  el  tiempo  necesario 
para  el  cumplimiento  de  vuestro  proyecto? 

— «. 

Tyrrel,  tomadas  estas  precauciones,  escogió  tres  hombres  en  los 
eualespodia  contar.  Estos  fueron:  Slater,  Dighton  y  Forrest.  No  les 
ocultó  ni  el  nombre  de  las  victimas  ni  el  del  asesino  supremo,  y  les 
hiio  ver  la  importancia  de  asegurarse  la  retirada  después  de  la  ejecu- 
ción, ¿sos  dignos  asociados  pusieron  sus  condiciones  y  se  prepararon. 

Cuando  llegó  la  noche,  Tyrrel  fué  á  casa  de  Brakenbury  con  la  or- 
den convenida.  Es  costumbre  que  las  llaves  de  la  Torre  sean  remitidas 
por  la  noche  al  gobernador,  quien  las  guarda  hasta  el  dia  siguiente. 

Tyrrel,  introducido  en  casa  del  gobernador,  le  encerró  en  sus  apar* 
lamentos,  se  apoderó  de  las  llaves,  y  dio  entrada  ásus  cómplices.  Los 
dos  infartes  dormían  profundamente,  y  los  asesinos  pudieron  oír,  de- 
trás de  la  puerta  del  dormitorio  de  estos,  su  respiración  acompasada 
y  tranquila. 
Tyrrel,  asaque  retrocediese  delante  de  tan  horrible  ejecución,  sea 


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que  no  quhfeae  contar  ágatie  el  cuidado  dem  propia  jegorilad, 
sea  que  ¡juzgase  masdeshonroso^l^to  material  «que  laidwecdioode 
<la  empresa,  es  el  hecho  que  ¡introdujo  á'Jos  tres>as6Sin<K!en>lacáma«a 
de  los  infantes,  y  que  él  qnerióiueraihaoieade  centinela  fin  ^evitar 
'teda  eorpnesa. 

Los  4*eaoes*e  arrojaron  eebre  los  Jechos,  y  abogaren 'bájelas  al- 
mohadas á  sus  víctimas,  porque  tuvieron  miedo  de  verter  la  sangre 
-nal,  ú  vas  bien  de  despertar  con  los  fritos  ios  «eos  de  la  Torre. 

Consumado  el  asesinato,  los  asesinos  llamaron  A  Tyrrel  y  tamoatoa- 
ron  lostoadáveres.  Examinóles  ¿este,  »y  seguro  de  que  su  mandato  ba- 
bia  sido  ejecutado,  conduciendo  á  sus  cómplices  al  pié  de.la  escalera 
-y  mostrándoles -unos  escombres  y  piedme  amontonadas,  que  hábia 
alli,  les  dijo: 
—Apartad  esas  piedras  y 'tarad  «debajo  unaibea. 
Obedecieron  estos,  y  los  dos  cadáveres  fueron  arrojad**  en  Ja -fosa 
y  cubiertos  á  la  ligera. 

Tyrrel  salió  de  la  Torre  con  sua  hombres,  *in  hftber  etda  mqpiela- 
4o  un  sotoiustante. 

Las  particularidades  de  este  crimen  fueron  conocidas  ep  el  remado 
«¡guíente  por  las. declaraciones  áe  losflrimos  «sesiopa. 

Enrique  VI,  sucesor  de  dtieardo  <III,  nocastigdá  fyml  niáeus 
cómplices,  seguramente,  dice  un  historiador,  porque  ese  príncipe, 
«uyas  márimas  <de  gobierno  tendían  «1  dqspotiamo,  quiso  .establecer 
fonprindpio:  que  tes  órdenes. del  soberano  reinante  justifican  á  los 
quclas  lejaoitan,  sea  «1  que  faore  ao  resoltado. 

Se  deoia  también  que  Ricardo  III,  no  contento  de: una  sepulUwa 
tan  poco  conveniente  para  sua  sobrinos,  los  biso  desenterrar  ipor  su 
capellán  <y  deporitar  en  tierra  sagrada;  mas  que  habiendo  muerto 
este  oapellan,  poco  tiempo  después,  el  lugar  de  Ja  «epultora  «quedó 
desconocido,  á  pesar  délas  pesquisas  que  el  rey  Enrique  VII  mand0 
bailar  sobre  osle  punto;  mas. estas  creencias  han  perdido  <su  fundamen- 
to después  «del  minado  def  Cavíos  II,  emeleual  solevantaron  ilpman 
piedras  de  la  *  escalena  yeeoecavéipor^l  jilioen  que  los  dos  prin- 
cipes habían  aidoionterrados'por  Tyroel,  dondetfueron  encontradas  te 
osamentas  de  dos  cuerpos  cuyas  proporciones  correspondía*  parfeo- 
éamettte  &ia  edad  «de  Eduardo  y  de  su  bemano.  Cartea  II  oaoó  en 


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Lm  hijti  it  Ediardt. 


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01  NOfif*.  II? 

i  qoe  loe  «lámelas  encontradoa  orí»  de  tal  de*  jóvenes 
príncipes,  y  q«e  #1  capellán  de  Ricardo  111  murió,  aio  duda,  antea  da 
hacer  la  eihomactoo  que  ae  le  habla  encomendado. 

Se  esplica  la  inulilidad  de  las  pesquisad  hechas  per  Enrique  VII  por 
la  razón  de  que,  creyeodo  eo  la  traslación  de  loa  cuerpos,  eale  rey  lea 
Uso  buscar  por  todas  partea  escoplo  eo  el  sitio  donde  Tyrre)  los  habia 
depositado.  Una  toad»  de  mármol  fué  levantada  por  Garlos  II  &  loa 
hgos  de  Eduardo,  donde  reposan  aun  loa  restos  de  estos  malogrado* 
príncipes. 

Pero  lo  qoe  no  se  podía  creer,  lo  qae  sobrepuja,  pqede  ser,  la  foro* 
calad  de  Ricardo,  ea  la  cobardía  y  la  bajeia  de  Isabel,  cuyo  hermano 
é  hijos  habia  asesinado  aquel  monstruo. 

Viendo  Ricardo  III  á  sos  paludarios  sable? adoa  contra  él,  i  causa 
de  sos  crímenes,  y  pesarosos  de  haberle  dado  asistencia,  loa  que 
uniéndose  á  la  reina  viada,  podían  producir  conflictos;  trató  do  hacer 
toa  reconciliación  con  Isabel;  y  la  biso  tantas  protestas  de  amulad, 
4  maa  bien  ella  fué  tan  olvidadiza  y  cobarde,  qae  consintió  en  presen- 
tarse een  sos  hijaa  en  la  corte  del  tirano.  Has  esto  no  era  anas  qoe  ba* 
jen,  y  la  estaba  reservado  cubrirse  de  infamia. 

So  hija  prúoogénito  era  solicitada  por  el  conde  do  Riokmond,  jefe 
del  partido  sublevado  contra  el  sanguinario  Ricardo.  Esta  alienta  dft» 
bia  asegurar  el  triunfo  de  la  causa  que  dorante  tanto  tiempo  y  too  le* 
gitimaoMote  había  sostenido  Isabel.  Ricardo  proyectó  quílar  al  copde 
Richmood  ese  elemento  de  victoria  y  casarse  él  mismo  con  la  joven 
babel,  legitimo  heredera  de  la  corona  de  Inglaterra, 

Maa  para  llegar  &  esto  eran  preciso  dos  cotas:  el  eonsentiipieBfc)  de 
la  reina,  cuyos  hijos  habían  sido  asesinados,  y  la  ruptura  de  un  ma« 
Irimeoio  que  Ricardo  habia  contraído  con  Ana  de  Warwick,  v  inda  del 
principe  de  Gales,  su  víctima.  Ricardo  no  se  sintió  esta  vez  mas  osero» 
palooe  qoe  anteriormente:  hizo  envenenar  4  *u  wijer  y  rompió  asi 
al  malrüoooio. 

En  cuanto  al  consentimiento  de  Isabel....  41  lo  obtuvo. 

fisto  princesa,  cansada  de  vivirán  el  airamiento,  deseaba  entrar  el 
los  privilegios  de  reina  viuda.  Esta  mUerable  ambicien  la  hizo  olvidar 
laa  ñus  sanias  leyes  da  lo  humanidad,  y  promolié  4  Ricardo  la  mano 
do  ooo  princesa  4  lo  cual  él  habia  asesinado  tres  hermanos  y  un  lio. 
isusu  IS 


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3*71  ntisroms 

Una  tez  aliada  esta  princesa  con  Ricardo,  escribió  á  ras  partida- 
rios para  que  abandonasen  al  conde  Richmond,  y  se  asociasen  coa  el 
usurpador.  Mas  Dios  faó  justo,  y  Ricardo  III,  habiendo  sido  obligado 
á  levantar  un  ejército  para  rechazar  al  de  Richmond,  fué  á encontrarse 
con  su  enemigo  en  Bosworth,  cerca  de  Leicesler. 

Lord  Stanley,  que  después  del  golpe  de  hacha  recibido  en  la  Torre 
el  dia  del  asesinato  de  Hastings,  terminada  su  prisión  en  la  fortaleza, 
había  vuelto  á  la  gracia  de  Ricardo,  disimulando  hábilmente  su  de- 
seo de  venganza,  en  la  batalla  de  Bosworth  mandaba,  por  Ricardo,  un 
cuerpo  de  siete  mil  hombres. 

Es  verdad  que  Ricardo,  al  dar  el  mando  á  Stanley,  habia  guardado 
el  hijo  primogénito  de  este  en  prueba  de  su  fé,  y  Stanley,  contenido 
por  este  freno,  tenia  que  obrar  con  una  circunspección  fácil  de  com- 
prender. 

Colócese  Stanley,  con  sus  siete  mil  hombres  en  una  situación  á  pro- 
pósito para  poder  pasar  á  su  gusto  del  uno  al  otro  campo. 

Ricardo  adivinó  su  plan,  y,  ciego  de  cólera,  hubiera  hecho  matar 
sobre  el  campo  al  hijo  de  Stanley,  si  no  hubiese  temido  dará  este  se* 
flor  razón  bastante  á  hacerle  traición  caso  qne  no  estuviese  decidido 
ann,  asi  como  descorazonar  á  sus  tropas  haciéndoles  entrever  que  po- 
dían perder  la  batalla. 

El  combate  se  empelló  bien  pronto. 

Ricardo  mandaba  el  centro  de  su  ejército,  y  Richmond  el  centro  del 
suyo. 

Tan  luego  como  Stanley  vio  á  su  hijo  libre,  por  el  movimiento  de 
los  cuerpos  del  ejército  real,  se  puso  en  marcha  y  pasó  al  campo  de 
Richmond. 

Esta  maniobra  hizo  dar  gritos  de  alegría  á  los  soldados  del  conde, 
y  sembró  la  consternación  en  las  tropas  de  Ricardo. 

Este,  juzgando  que  era  preciso  decidir  la  partida  por  un  golpe  de  au- 
dacia ,  se  lanzó  en  la  pelea  para  encontrar  al  conde  de  Richmond  y  ma- 
tarle ó  hacerse  matar.  Hizo  caer  en  tierra  al  porta-estandarte  del  con- 
de, desmontó  á  otro  caballero,  y  habia  desafiado  á  Richmond  á  un  com- 
bate singular,  cuando  Stanley  llegó  con  sus  tropas  y  circundó  á  Ricar- 
do. El  usurpador,  ahogado  bajo  el  número,  encontró  la  muerte  del  sol- 
dado, en  lugar  del  cadalso  que  ie  aguardaba  después  de  su  derrota. 


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MIOROTá  Si* 

9u  CMrpo,  cubierto  de  sangre  y  casi  destrozado,  feo  arrastrado  por  el 
campo  de  batalla  por  eolre  los  cadáveres  de  los  enemigos  á  quien  él 
había  dado  muerte.  Después  se  le  atravesó  sobre  no  caballo  y  fué  con- 
ducido al  convento  de  los  Hermanos  de  Leicester,  donde  fné  enterra- 
do en  medio  de  las  maldiciones  déla  multitud. 


U. 


Aenoioe  de  Ana  de  Boleo*  y  ruina  del  cardenal  Wolsey.— Jacobo  Beiobao  en  la 
Torre.— fcisher,  obispo  de  Rocbester  y  Tomás  Moro  encerrados  eo  la  Torre  y  eje- 
colados. — Diforcio  de  Boriqae  VIII  y  Catalina  de  Aragón.— Ana  de  Bolena  silbe 
al  trono. — Boriqoe  VIÜ  enamorado  de  Joana  Seymoor. — Rompe  su  matrimooio  con 
Aoa  de  Boleos  y  la  hace  poner  presa  en  la  Torre.— Ana  de  Bolena  es  condenada 
t  ■ncrte  y  decapitada. 


*  Las  crueldades  de  Enrique  VII,  verdaderas  necesidades  políticas, 
habían  servido  para  mantener  á  este  principe  sobre  el  trono,  desde  el 
caal  babia  reioado  largo  tiempo  tranquilamente,  á  pesar  de  la  sórdida 
avaricia  que  le  había  hecho  odioso  á  su  pueblo. 

Tuvo  este  rey  por  sucesor  á  su  hijo  Enrique,  cuya  legitimidad  como 
monarca  no  foé  contradicha. 

Enrique  VIII  fué,  como  Francisco  I  su  rival,  nno  de  los  hombres 
de  Europa. 

Casado  a  la  edad  de  doce  afios  con  la  viuda  de  su  hermano  Arturo, 
Gataliaa  de  Aragón,  había  murmurado  contra  esa  alianza  que  le  en* 
cadenaba  con  una  princesa  de  seis  afios  mas  de  edad  que  él. 

Enrique  VII,  su  padre,  que  habia  hecho  este  matrimonio  atendien- 
do» conveniencias  políticas,  le  había  recomendado  romperle,  tan  pron- 
to como  le  fuese  posible,  siu  perjudicar  los  intereses  de  su  corona. 

Enrique  VIII  vivió  veinte  afios  siendo  esposo  de  Catalina,  de  la  qne 
tuvo  varios  hijos,  y  foé  al  cabo  de  veinte  afios  cuando  se  apercibió  de 
que  la  alianza  de  un  cufiado  con  su  colada  tenia  ciertos  caracteres  de 
ilegitimidad,  buenos  de  examinar  por  una  conciencia  escrupulosa. 

Esta  idea  le  vino  una  larde  que  eo  el  jardín  del  palacio  de  York, 
«matado  par  el  cardenal  Wolsey,  su  fovorilo,  vio  las  bellas  jóvenes 


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0«*  PtMIOfBS 

quetrnátan  ti  corté.  Wdeey,  «1  ^n<*rdenal,b<»ltte  elevada,  por 
lu  genis  de  ia  nada  «1  favor  de  Enrique  VIII,  es  decir  al  mas  alto 
poder,  do  descuídate  el  procurar  á  su  señor  edos  espectáculos,  ¿  los 
que  era  muy  aficionado. 

—Dé  aquí  rostros  encantadores,  candeaal,  dijo  Enrique  VIH,  y 
que,  si  los  veis  con  frecuencia,  deben  distraeros  de  la  política.  Mis 
negocios  sufrirán,  Wolsey,  si  todas  estas  jóvenes  pasan  muchas  horas 
aqui. 

— Señor,  dijo  el  cardenal,  ellas  son  aquí  como  esas  flores  que  se 
abren  cuando  aparece  el  sol:  vuestra  majestad  las  atrae  y  hace  exhalar 
perfume;  mas  una  vez  ausente  el  rey,  este  palacio  volverá  á  estar  ett 
calma,  desierto:  la  política  reinará  sola. 

—¡Qué  aturdida  es  esta  juventud!...  dijo  Enrique  pensativo. 

—Es  que  desea  que  se  fije  la  atención  en  el  ruido  que  haoe,  sefior; 
mas  este  ruido  os  fatiga  ya...  ¿Quiere  vuestra  Majestad  que  pasee- 
mos en  otro  jardin? 

—No...  Ab,  ellas  cantan...  en  finalices, 

— EHas cantan  y  ellas  ríen...  son  locas  en  verdad. 

—Una  voz,  dijo  el  rey,  domina  todas  las  otras,  se  me  figura. 

— Si,  sefior,  vuestra  majestad  no  se  engaña:  es  la  franoesa  que 
OMta*  es  ella  la  que  siembra  la  alegría  donde  quiera  que  está:  es  pre- 
ciso que  se  mueva  ó  que  se  ría. 

—¿La  francesa,  decís?  dijo  el  rey  con  una  ligera  etoaocion,  que  no 
escapó  á  la  mirada  de  Wolsey.  ¿Cuál  es? 

—Es  Ana  de  Bolena,  señor,  á  quien  llaman  así  áoausa  de  la  larga 
permanencia  qie  hice  en  Francia  cuando  sirvió  á  Claudia,  esposa  de 
Francisco  I. 

—¡Ahí  jes  verdad...  Tía  llaman  la  francesa...  ¿y  es  muy  risueña? 

El  rey  no  quitó  los  ojos  del  grupo  de  las  jóvenes,  y  Ana,  sobre  to- 
do, fué  el  constante  objeto  de  sus  miradas. 

Wolsey  no  se  apercibió  á  tiempo  para  dejar  de  decir: 

— ¡Cabexa  local  corazón  ligero...  verdaderamente  francés,  señor. 

El  rey  sintió  colorear  sus  mejillas. 

—No  la  conozco,  dijo:  mostradme  esa  alborotadora  criatura. 

—Ved,  sefior:  esa  linda*  esa  encantadora  cabeza  rabia,  de  ojos  azu- 
les, de  labios  rojos  y  dientes  finés  y  blancos...  Ved  como  mira  y  ria» 


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rus  aunar*  t*i 

la  aria  twieÉo  TmWre  la  cabe».. .  ¡Qué  admirable  cuello  de  náoar! 

— Es  agradable,  dijo  gravemente  el  rey,,  cayos  ojo*  «s totea  Uenoe 
de  melancólica  simpatía. 

Algaaes  segundos  después  Enrique  VIH  salió  del  j ardió. 

Cuando  montó  á  caballo  para  volver  al  palacio,  en  la  fila  de  corte» 
sanos  qoe  le  saludaban  á  su  paso,  vio  los  mismos  ojos  azules,  los  mis- 
mos dientes  blancos,  en  que  se  había  fijado,  puestos  en  juego  por  el  % 
entusiasma,  gritar  mas  alio  que  todos  los  otros: 

— (Dios  sal  ve  ai  rey! 

Enrique  VU1  volvió  la  cabeza  de  otro  lado;  usas  no  se  sintió  enro~ 
jeoer  esta  vea,  sino  que  palideció  como  el  bueno  de  Enrique  IV  cuan- 
do vio  á  la  de  Montmorency  repetir  ese  baile  en  que  lanzaba  con  tan- 
ta gracia  una  azagaya  de  madera  dorada. 

Algunos  días  después  de  esta  escena,  la  melancolía  del  rey  era 
mayar,  y  Wolsey,  &  quien  un  gesto,  una  mirada  de  su  sefior  intere- 
saba mas  que  todos  ios  secretos  del  mundo,  aun  no  había  podido  dar 
coa  la  causa. 

fiáoste  estado,  un  dia  la  dijo  el  rey  de  improvise: 

—Cardenal,  soy  bien  desgraciado. 

Esta  declaración  era  estrafia  y  sin  venir  k  propósito;  mas  para 
Wolsay  fué  la  espiosíea  de  una  tempestad  qoe  ya  había  adivinado. 

— ¡Vos,  mi  rey,  desdichado!  ¡el  principe  mas  poderoso  del  man- 
do! esclamó  con  una  desesperación  admirablemente  representada. 

—Soy  desdichado,  repitió  Enrique...  Tranquilizaos,  cardenal:  no 
es  culpa  vuestra. 

—Man,  sefior,  confiad  i  vuestra  humilde  sábdíto... 

—Es  un  negocio  de  conciencia.. . 

— Yo  soy  de  la  iglesia,  sefior,  y  versado  en  asas  materias:  baMad, 
pues,  sefior. 

El  rey  lanzó  un  gran  suspiro,  y  apoyó  sa  frente  sobre  las  manos. 

—Es  un  gran  peso  la  corona,  ¿no  es  verdad,  sefior? 

— No  le  fatigues,  Wolsey,  mi  buen  servidor,  en  descubrir  mi  se- 
cméo.  Tú  morirías,  yo  lo  sé,  por  salvarme  do  la  aflicción. 

—¡Oh,  sefior,  mil  veces,  si  fuese  preciso! 

—Mi  conciencia  es  mi  verdugo,  cardenal;  yo  soy  criminal  por  vi- 
vir con  la  mujer  de  mi  hermano. 


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SSf  FUSIONES 

La  caída  dé  un  rayo  do  hubiera  sorprendido  mas  en  tal  monéate 
al  cardenal  que  esta  declaración  hecha  después  de  veinte  años. 

— ¿Qué  dices?  ¿No  tengo  razón,  teológicamente? 

Wolsey  reflexionó  al  instante  que  si  el  rey  tenia  conciencia,  esta 
no  debía  hablar  sino  á  otra  buena  conciencia. 

—Yo  no  oso  deciros  mi  manera  de  pensar,  señor,  contestó. 

—Hablad  siempre,  cardenal. 

—Es  verdad,  señor,  el  caso  es  grave.  Mas,  se  asegura,  que  el 
principe  Arturo  vuestro  hermano,  de  quien  es  viuda  la  reina,  no  ha- 
bía consumado  su  matrimonio,  y  esto  es  público,  ó  al  menos... 

El  rey  levantó  tan  vivamente  la  cabeza,  que  el  cardenal  compren- 
dió su  imprudencia.  Luego  dijo:  Evidentemente,  Enrique,  hay  que 
estar  equivocado. 

— Yo  digo  que  esto  es  público,  es  decir:  que  el  público  lo  cree, 
continuó  Wolsey;  mas,  en  fin,  señor,  vuestra  conciencia  ha  podido 
vivir  tranquila  duranto  largo  tiempo;  Dios  ha  parecido  bendecir  esta 
unión  por  las  dichas  que  os  ha  acordado 

— iDichasi  esclamó  Enrique  VIII,  ¿y  sois  vos,  cardenal,  quien  ha- 
bla asi?  Mirad  mi  vida  íntima:  ¿dónde  encontráis  vos  en  mi  casa  las 
dichas  de  Dios?  En  cuanto  á  mí,  yo  no  veo  mas  que  su  cólera.  Todos 

mis  hijos  muertos  sucesivamente,  ¡mi  hijo  sobre  todo! Una  sola 

hija  me  resta  como  por  mostrarme  que  Dios  me  niega  un  heredero 
varón...  Es  la  maldición,  cardenal,  es  la  mano  de  Dios,  es,  en  fin,  la 
realidad  de  este  versículo  de  la  Escritura:  « ¡Maldito  sea  aquel  que 
se  casa  con  la  mujer  de  su  hermano.  Que  viva  mal  con  ella,  que  no 
tenga  jamás  hijos  varones,  y  que  si  los  tiene  por  casualidad,  mueran!» 

Enrique  VIH  pronunció  estas  palabras  con  tal  vehemencia,  que  el  fa- 
vorito comprendió  cuan  difícil  era  la  discusión  sobre  este  punto.  Se* 
guramente  Enrique  había  tomado  ya  su  resolución. 

Wolsey  se  poso  á  reflexionar  y,  dando  á  su  inteligente  semblante  la 
espresion  mas  sombría,  dijo: 

—En  efecto,  señor,  me  amedrentáis. 

Y  en  su  interior  se  preguntaba  con  que  objeto  y  después  de  tanto 
tiempo  el  rey  era  tan  escrupuloso  de  conciencia. 

— ¡Yo  consultaré  á  los  doctores,  al  Papa!  esclamó  Enrique;  porque, 
en  fin,  yo  no  quiero  vivir  en  pecado  mortal. 


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M  RÜIOFA.  SSt 

*  — |Ok  cielo!  ¡será  esto  posible!  dijo  Wolsey.  Se&or,  yo  voy  i  bus- 
car lo  mas  pronto  posible Yo  enviaré  hoy  mismo  á  Roma 

— Muy  bien esto  no  impide  que  se  reúnan  los  doctores. 

—Se  les  reuoirá.  Oiremos  la  opinión  del  famoso  Tomás  Moro,  la 
de  TUher,  el  obispo  de  Rochester 

To  conozco  un  hábil  teólogo:  es  el  decano  de  los  jesuítas  de  Cam- 
bridge, un  hombre  muy  sabio 

—Que  se  llama 

— Cranmer. 

—Nosotros  le  consultaremos...  Enviad  de  todas  maneras  A  Roma.. . 

Wolsey  se  alejó  repitiéndose  que  el  rey  tenia  ciertamente  alguna 
cosa.  Esta  cosa  era  aun  un  secreto  que  Wolsey  debia  descubrir  mas 
tarde,  pagando  bien  caro  su  descubrimiento. 

Siguiendo  alternativamente  el  hilo  de  las  ideas  del  rey,  el  cardenal 
se  convenció  de  que  Enrique  deseaba  romper  su  matrimonio.  La  im* 
paciencia  con  la  cual  aguardaba  los  correos  de  Roma,  y  la  frialdad 
mas  que  cruel  que  guardaba  con  Catalina  de  Aragón,  eran  indicios 
suficientes.  Ha»  su  inquietud  y  el  particular  cuidado  que  se  tomaba 
en  su  compostura,  dejaban  entrever  otra  cosa:  el  rey  estaba,  puede 
ser,  enamorado. 

Esto  dejó  de  ser  bien  pronto  un  misterio.  Enrique  VIH  dijo  una  no- 
che i  Wolsey: 

—Cardenal,  he  pensado  en  el  gran  inconveniente  que  se  levantará 
si  los  doctores  me  aconsejan  el  divorcio. 

—¿Cuál,  sefior? 

—Hay  una  bula  decretal  del  Papa  aprobando  mi  matrimonio.. ... 
está,  pues,  consagrado  por  la  curia  romana...  es,  pues,  irremisible. 
—No  tanto,  majestad.  Roma  no  hace  jamás  nada  que  no  pueda 
deshacer.  Un  Papa  os  ha  casado...  un  Papa  os  separará  de  la  reina. 
Para  anular  una  bula,  es  suficiente  que  se  pruebe  que  ha  sido  arran- 
cada ú  obtenida  con  capción.  Es  suficiente  que  se  pruebe  error  en  el 
Pontífice  que  la  ha  firmado. 

—Vos  sabéis  esto  mejor  que  yo,  Wolsey,  puesto  que  sois  car- 
denal... Mas  decidme:  ¿sabéis  qoe  esa  joven  francesa,  de  la  cual  me 
hablasteis  el  otro  dia,  es  una  excelente  inglesa? 
—¿Qué  francesa,  sefior?  dijo  Wolsey  con  curiosidad. 


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SSI  NtUKHIKS 

—Y  de  troa  de  las  mejores  familias  de  Inglaterra.  Su  padre  es  pa- 
riente de  les  Hastings,  y  su  madre  es  Norfolk. 

—Mas,  ¿quién?  pregante  impaciente  Wolsey. 

—Ana  de  Bolena. 

El  cardenal  se  guardó  bien  de  mostrar  la  menor  sorpresa:  acaba- 
ba de  descubrir  el  secreto. 

—¡Qué  encantadora  mujer! 

—Sí,  j verdaderamente  encantadora!  Mas...  ¿ligera,  loca,  habéis 
dicho? 

—¿Te  lo  be  dicho?  preguntó  el  cardenal  con  inquietud;  pues  me 
he  equivocado,  sin  duda.  ¿Se  puede  juzgar  de  una  mujer  con  solo 
verla? 

Wolsey  se  prometió  vigilar  esta  pasión  naciente,  y  no  dejarse 
reemplazar  en  el  corazón  del  dueño;  mas  las  coqueterías  de  la  joven 
y  su  deslumbrante  belleza  habian  hecho  ya  una  impresión  profunda 
sobre  Enrique  VIII. 

Después  de  haber  admirado  tanta  belleza,  el  rey  la  deseó,  y  el  car- 
denal supo  bien  pronlo  que  Enrique  VIII  habla  encontrado  medio  de 
visitar  á  Ana  de  Bolena. 

—Capricho,  pensó  Wolsey,  que  se  acabará  con  la  satisfacción.  El 
rey  es  inflamable,  y  ella  orgullosa:  querrá  bacer  en  la  corte  de  En- 
rique VIII  el  papel  que  ella  ha  virio  jugar  en  Francia  á  las  queridas 
de  Francisco  I;  pero  encontrará  un  cardenal  mas  celoso  que  Duprat, 
y  mejor  informado  de  lo  que  se  trama  en  las  alcobas  reales. 

Enrique  VIH  no  pensaba  mas  que  en  dos  cosas:  Roma  y  Ana.  Su 
pasión  se  traducía  en  miradas  y  en  consideraciones  extraordinarias. 
La  verdadera  corte  estaba  en  casa  de  Ana  de  Bolena:  la  verdadera 
reina  era  esta  joven,  que  mas  risuefia,  mas  loca  que  nunca,  ofrecía 
á  loe  cortesanos  un  enigma  indescifrable. 

Wolsey  se  convenció  bien  pronto,  sin  ningún  género  de  duda,  de 
que  la  joven  francesa,  aunque  ligera  en  apariencia,  resistía  al  rey 
con  una  tenacidad  desconocida  en  la  corte;  de  que  esta  resistencia 
inflamaba  mas  y  mas  á  Enrique,  y  de  que  el  rey  no  aguardaba  con 
tanta  impaciencia  sino  el  fallo  de  Roma  por  reemplazar  á  Catalina  de 
Aragón  con  Ana  de  Bolena. 

Bien  pronto  llegó  á  Londres  el  parecer  de  la  Santa  Sede.  Ciernen- 


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DEBUBOftL  S85 

te  YH,  contento  de  disgustar  á  Carlos  V,  su  enemigo,  quitando  la  co- 
rona de  Inglaterra  á  Catalina  su  tía,  permitía  al  rey  contraer  un  ma- 
trimonio provisorio,  y  anunciaba  el  envió  de  dos  legados,  para  tra- 
tar en  presencia  de  la  reina  y  del  rey  las  cuestiones  del  divorcio  (1). 

En  cuanto  á  Catalina,  babia  recurrido,  viéndose  amenazada,  & 
su  poderoso  pariente  Carlos  V,  y  este  principe,  celoso  de  la  alianza 
de  la  Francia  y  la  Inglaterra,  amenazó  á  Enrique  VIH  con  la  guerra, 
4  menos  que  este  no  rompiese  sus  tratados  con  Francisco  I.  Median- 
te esta  concesión,  el  emperador  debia  dejar  llevarse  á  cabo  el  divor- 
cio; y  su  tía,  de  la  que  él  habia  tomado  tan  calurosamente  la  defen-r 
•a,  debia  quedar  sacrificada  en  el  acuerdo  de  los  dos  soberanos. 

Wolsey  odiaba  mortalmeote  á  Carlos  V,  porque  este  principe,  por 
atraerse  el  apoyo  del  ministro,  le  habia  ofrecido  varias  veces  la  tia- 
ra, y  no  habia  sostenido  sus  promesas.  Carlos  temia  al  enemistad  de 
Wolsey,  mas  no  quería  sobre  el  trono  de  San  Pedro  un  hombre  de  su 
temple.  La  guerra  era  inevitable. 

Una  escena  de  las  mas  chocantes  ocurrió  en  Londres.  Los  dos  le- 
gados, nombrados  para  entablar  las  conferencias,  citaron  delante  de 
su  tribunal  al  ivy  y  la  reina,  quienes  se  presentaron  en  persona. 

El  rey  respondió  á  su  nombre  cuando  fué  llamado;  mas  la  reina, 
kjos  de  imitarle,  se  levantó  de  su  silla  y  fué  á  arrojarse  k  los  pies 
del  rey,  vertiendo  un  torreóle  de  lágrimas. 

— Sefior,  dijo,  yo  no  conozco  otra  autoridad  que  la  vuestra, 
porque  yo  soy  vuestra  esposa  legitima,  iy  mis  hijos  no  tienen  otro 
protector  que  vuestra  majestad!  Durante  veinte  afios  he  llevado  el  ti- 
tulo dulce  y  glorioso  de  esposa  vuestra,  y  yo  no  lo  repudiaría  aun 
cuando  hubiese  sido  para  mi  la  causa  de  grandes  desdichas.  Doy  vos 
me  dejais...  ¿Qué  he  hecho  yo?  Se  me  reprocha  mi  primer  matrimo- 
nio con  vuestro  hermano;  mas  vos  lo  sabéis,  sefior;  cuando  vos  fuis- 
teis mi  esposo  ninguo  otro  que  vos  habia  tenido  el  derecho  de  tomar 
osle  nombre:  ese  matrimonio  político  no  fué  cumplido  mas  que  por 
nuestras  firmas  colocadas  sobre  el  pergamino.  Nuestros  padres  fueron 
prudentes  cuando  ordenaron  nuestra  alianza;  ¿por  qué  hacer  4  su 
memoria  esta  afrenta,  que  traerá  consigo  grandes  males?  Sefior,  yo 


(I)   1*16  4*1  (MUi nonio  provisorio  no*  parece  puré  invención 

TOHOB.  ** 


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S9*  PRISIONES 

me  dirija  k  m  rey,  á  «i  «poso,  y  no  á  etros.. .  Se  me  kabla  de  nú 
tribunal  reunido:  yo  do  le  reconozco*..  Yo  veo  delante  de  mi  enemi- 
gos que  quieren  perderme,  y  no  jueces.  No,  la  bija  del  rey  da  Espa- 
8á,  inocente  y  revestida  de  una  doble  majestad  real,  no  admitirá  la 
suerte  de  una  decisión  que  puede  estar  dictada  por  la  parcialidad. 

Después  de  haber  pronunciado  estas  palabras,  que  produjeron  una 
viva  impresión,  la  reina  saludó  al  rey,  y  saltó  del  salón,  &  p&ar  de 
las  insfancias  que  le  hicieron  para  que  permaneciese.* 

Esta  conducta  hizo  mas  difícil  la  posición  del  rey. 
.  Enrique  V1U  tuvo  que  convenir  en  que  la  reina  no  le  habia  dado 
un  motivo  de  queja,  confesar  que  la  reina  ofrecía  la  reunión,  casi 
perfecta»  de  las  mas  preciosas  calidades,  y  que  ninguno,  aun  el  mas 
escrupuloso,  podría  encontrar  «na  tacha  en  su  vida  de  angelical  pía* 
rezaw  Pero  la  principal  causa  del  divorcio  estaba  en  el  corazón  del 
rey;  un  metimiento  hablaba  en  él  y  era  preciso  escucharle.  ¿La  con- 
ciencia de  un  principe  no  es  el  mas  segure  de  los  oráculos? 

Enrique  VIH,  después  de  hecha  esta  confesión,  hito,  con  la  suti- 
leza de  un  teólogo*  la  enumeración  de  los  casos  de  conciencia  que 
presentaba  su  matrimonio  con  Catalina  de  Aragón. 

Era  importante  que  la  palabra  enemigos,  pronunciada  tan  hábil- 
mente por  la  reina,  recibiese  algunas  espiraciones^  y  el  monarca 
orador  se  encargó  de  este  cuidado.  Disculpó  i  Weleey de  tener  lame»- 
tor  parle  en  sus  resoluciones  respecto  al  divorcio,  dijo  que  el  cardenal 
no  sabia  nada  de  su  voluntad  en  este  asunto,  y  pidió  el  arbitraje  de 
los  legados,  según  la  severidad  de  su  conciencia. 

Wolsey  comprendió  que  era  preciso  ebtener  á  todo  precio  una  sen- 
tencia conforme  á  los  deseos  del  rey.  Sabia  bien  lo  que  valen  las 
lágrimas  de  una  mujer,  los  sufrimientos  de  una  familia;  pero  sabía 
también  lo  que  pueden  las  solicitaciones  de  una  querida,  y  se  encen- 
traba cogido  entre  la  cólera  de  la  reina  si  se  (N-onunciaba  el  divorcio, 
y  la  venganza  de  Añade  Boleta  si  no  se  pronunciaba.  Wolsey  trabajó 
con  vigor  sobre  sus  amigos  de  Roma;  pero  Garlos  V  trabajó  con  mm 
actividad  aun,  y  Roma  declaró,  por  la  voz  del  Pontífice,  que  el  matri- 
monio de  Enrique  VIH  con  Catalina  de  Aragón  era  bueno  y  válido. 

Lo  que  Wolsey  habia  previsto,  se  realizó.  Catalina,  furiosa  contra 
él  por  el  celo  que  habia  desplegado  para  obtener  el  divorcio,  estimuló 


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DB  IULQH  $87 

contra  el  favorito  &  todos  los  amigos  que  la  quedaban;  y  Ana  de  Bole- 
ta, descontenta  del  resultado  de  sus  agentes,  acusaba  á  estos  por  su 
falta  de  celo.  Wolsey  qaedó  mal  en  este  asunto  con  la  reina,  con  la 
querida  del  rey  y  con  el  mismo  Enrique  VIH,  que,  teniendo  entera 
confianza  en  la  habilidad  del  ministro,  viéndole  engañado,  no  le  miró 
ya  mas  que  como  á  un  hombre  ordinario 

Enrique  encontró  mas  talento  en  Granmer,  decano  de  los  jesuítas, 
el  cual  le  dio  un  medio  de  pasarse  sin  el  Papa.  También  encontró  que 
Tomás  Moro  era  un  hombre  superior  á  Wolsey,  y  esto,  porque  en 
vea  de  adular  al  rey  en  el  negocio  del  divorcio,  se  habia  puesto  en 
trente,  y  picado  asi  su  curiosidad.  Este  es,  muchas  veces,  un  medio 
mucho  mas  seguro  que  la  adulación,  para  medrar  cerca  de  los  princi- 
pes* Tomás  Moro  no  puede  ser  sospechoso  de  haber  tenido  e§te  cál- 
enlo, mas  esta  fué  la  causa  de  su  rápida  elevación. 

Wolsey  presintió  su  desgracia,  y  fué  en  busca  de  Ana  de  Bolena 
para  justificarse  delante  de  ella;  mas  la  favorita  no  tuvo  piedad  del 
favorito,  le  recibió  fríamente  y  concluso  por  amenazarle. 

— Sefiora,  dijo  el  cardenal  que  habia  agotado  todos  los  recursos 
de  su  talento  para  atraer  á  su  partido  á4a  folora  reina  de  Inglaterra, 
al  cielo  os  inspira  mal  al  tratarme  tan  duramente.  Yo  he  servido 
vuestra  causa  con  un  celo  que  no  podréis  menos  de  reconocerme  al- 
gnu  día.  Aquel  que  no  perdona  una  desgracia,  se  pone  en  el  caso  de 
no  ser  perdonado  á  su  vez  S  guid,  sefiora,  seguid  el  camino  a¿cen- 
deaie  de  vuestra  fortuna:  algún  dia  pensareis  en  el  cardenal  Wolsey. 

Ana  de  Bolena  le  volvió  la  espalda. 

En  el  mismo  dia  de  esta  escena,  Wolsey  recibió  la  visita  de  los  du- 
ques de  Norfolk  y  Soffolk,  que  le  pidieron  los  sellos,  de  parle  del  rey. 

El  cardenal  rebasó  entregar  los  sellos  sin  recibir  algunas  letras 
de  mano  del  rey,  y  este  le  escribió  al  momento.  Wolsey  hizo  la  en- 
trega. Los  sellos  fueron  dados  á  Tomás  Moro. 

Hay  aun  otra  razón  mas  poderosa  de  este  capricho  de  Enrique  VUI 
por  Tomás  Moro:  el  monarca  se  ocupaba  con  ardor  en  los  estudios 
teológicos:  Moro  habia  contribuido  por  sus  negociaciones  á  la  paz  de 
Cambray,  y  profesaba  contra  los  heresiarcas  tanta  animosidad  cerno 
el  mismo  rey,  lo  cual  probó  en  1534  cuando  persiguió  á  los  refor- 
mistas üe  Inglaterra/ 


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388  PRISIONES 

Tomás  Moro  trizo  arrestar  aun  caballero  del  Temple,  llamado  Jaco- 
bo  Beinham,  acusado  de  favorecer  las  opiniones  de  la  reforma,  y 
quiso  interrogarle  él  mismo. 

Este  caballero  no  había  cometido  otro  crimen  que  poner  en  duda 
la  eficacia  de  algunas  prácticas  de  la  religión  romana. 

Moro  le  mandó  que  nombrara  sus  cómplices,  á  lo  que  él  replicó  que 
no  los  tenia,  ó  mas  bien,  que  eran  demasiados  para  poderlos  nombrar. 

Tomás  Moro  mandó  entonces  que  le  azotaran  en  su  presencia  y 
que  después  fuese  conducido  á  la  Torre.  Guando  lo  tuvo  en  este  ba- 
luarte de  piedra,  el  canciller  pudo  ejercer  á  su  gusto  el  rigor.  Bein- 
ham fué  puesto  en  el  tormento  y  torturado  cruelmente,  basta  que, 
vencido  por  el  dolor,  abjuró  lo  que  el  canciller  llamaba  sus  errores 
criminales. 

Tomás  Moro  reunía,  dice  un  historiador,  á  un  talento  luminoso 
un  gran  conocimiento  de  los  antiguos.  El  estudio  babia  engrandecido 
la  esfera  de  su  inteligencia,  y  él  mismo,  en  su  juventud,  habia  sos- 
tenido opiniones  atrevidas;  mas  el  demonio  del  fanatismo  sopló  sobre 
este  espíritu,  emponzoñó  su  corazón,  y  todos  los  furores,  todas  las  lo* 
curas  invadieron  el  uno  y  ehotro.  De  todas  las  enfermedades  mora- 
les que  eslá  sujeto  á  sufrir  el  hombre  civilizado,  la  fiebre  religiosa 
es  la  mas  terrible.  Nunca  el  amor  propio  toma  mayor  fuerza  y  des- 
plega mas  energía  que  en  las  cuestiones  en  que  el  hombre  se  imagina 
que  debe  vengar  á  Dios. 

El  desgraciado  Beinham,  destrozado  por  la  tortura  que  Tomás  Mo- 
ro le  habia  hecho  sufrir  en  la  Torre,  tan  pronto  como  se  vio  fuera 
del  tormento,  horrorizado  de  su  verdugo  y  dé  si  mismo,  hizo  llamar  al 
canciller,  quien  se  le  presentó  orgulloso  de  la  aposlasia  arrancada 
por  tan  bárbaro  medio. 

— Milord,  le  dijo  el  torturado,  aun  no  habéis  acabado  vuestro  ofi- 
cio: es  al  verdugo  á  quien  yo  he  respondido.  Sus  hierros  encendidos, 
sus  tenazas  desgarradoras,  me  bao  hecho  hablar  un  lenguaje  desco- 
nocido para  mi.  Ya  he  despertado,  milord,  y,  gracias  á  Dios,  vedme 
otra  vez  en  razón:  recibid,  pues,  la  declaración  de  un  hombre  en  sa- 
no juicio,  como  habéis  recibido  la  de  un  desgraciado,  ciego  por  la 
locura  del  dolor.  Yo  persisto  en  mis  opiniones  y  apelo  de  vuestras 
crueles  persecuciones  ante  el  tribunal  de  Dios,*  y  os  pido  me  enviéis 


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DE  SUBOFA.  9*9 

aate  el  primero,  á  fin  de  decirle  todo  el  horror  que  siento  por  los  hom- 
bres que  cometen  tantas  atrocidades  en  su  nombre. 

Tomás  Moro,  este  sabio,  amamantado  en  Séneca  y  Patón,  este 
filósofo  de  dulce  sonrisa,  que  admiraba  á  Sócrates,  se  llenó  de 
furor  viendo  la  legítima  rebelión  de  Beinham,  y  respondióle  como 
los  prefectos  romanos  respondían  á  los  mártires  del  cristianismo.  El 
desgraciado  preso  fué  entregado  á  un  tribunal,  como  herético  obsti- 
nado, relapso,  y  quemado  en  Smith  Field.  Este  acto  fué  el  preludio 
de  infinitas  persecuciones,  de  las  cuales  el  canciller  fué  el  mas  enér- 
gico instrumento. 

Mas  vol  Tamos  á  Wolsey. 

Ana  de  Bolena  se  inquietó  poco  de  las  predicciones  del  destronado 
favorito. 

Una  vez  Wolsey  en  desgracia,  fué  bien  pronto  puesto  ante  el  poder 
judicial,  y  condenado  en  la  cámara  Estrellada,  por  abusos  de  poder. 

Como  Enrique  VIH  no  se  podía  decidir  á  borrar  completamente  de 
su  corazón  al  hombre  que  durante  tanto  tiempo  le  había  cautivado 
por  su  acierto,  Wolsey  pudo  esperar  que  el  rey  le  volviese  su  amis- 
tad; pero  no  fué  asi.  Ana  de  Bolena  se  babia  aliado  con  los  enemi- 
gos del  cardenal,  y  en  cambio  del  apoyo  de  este,  ellos  le  habían  pro- 
metido el  suyo  contra  Wolsey.  Érale  preciso  sucumbir.  El  rey  le  des- 
terró de¿de  luego  á  Uampton  Court,  después  á  Gawood,  en  Yorkshire; 
pero  como  esto  no  satisfacía  aun  los  violentos  enconos,  Ana  obtuvo  que 
Wolsey  fuese» arrestado  como  culpable  de  alia  traición,  y  juzgado  en 
Londres,  sin  miramiento  á  su  carácter  sacerdotal. 

El  cardenal  sucumbió  ante  este  último  golpe. 

Cuando  se  presentó  ante  él  el  mensajero  enviado  para  arrestarle, 
Wolsey  le  contempló  largo  tiempo  como  queriendo  leer  en  sus  ojos 
hasta  que  puolo  se  babia  convertido  el  rey  en  su  enemigo. 

—Caballero,  le  dijo  tímidamente,  yo  no  os  conozco ¿cómo  os 

llamáis? 

—Mi lord,  replicó  el  enviado,  yo  soy  Williams  Kingston,  goberna- 
dor de  la  Torre,  y  la  persona  de  vuestra  Eminencia  me  está  confiada. 

— (Gobernador  de  la  Torre]  esclamó  Wolsey.  ¡Yo  prisionero! 

¡Yo  i  la  Torre  como  un  criminal!  ¡Obi  No...  ¡Dios  no  lo  querrá 

qué  digo,  murmuró  con  lúgubre  acento,  ¡Dios!  ¡no  he  pensado  en  él 


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M  PIIÓONCS 

sino  en  la  desgracia!  (Este  poder  supremo  que  yo  invoco,  lo  he  nega- 
do ó  desdeñado  desde  que  me  acerqué  á  los  poderosos  de  la  tierral... 
¡A  la  Torre!  ¡Y  no  moriré  antes  de  entrar  en  tal  prisión! 

—No  temáis  nada,  milord,  dijo  Kingston:  el  rey,  que  hace  arres** 
tar  á  vuestra  excelencia,  no  impide  se  tengan  los  miramientos... 

—¡Oh!  gracias,  señor  Kingston,  no  tengo  necesidad  de  nada  sobre 
la  tierra,  sea  que  me  aguarde  el  cadalso,  sea  que 

—Tened  valor...  ¿Un  alma  como  la  vuestra  se  deja  abatir  basta 
ese  punto? 

-—Cuanto  mas  alto  subió  el  hombre,  mas  dura  es  la  caida,  respon? 
dio  Wolsey.  Mas...  yo  he  olvidado  que  en  otro  tiempo,  cuando  yo 

daba  órdenes,  quería  que  fuesen  prontamente  ejecutadas Estoy 

pronto,  señor  Kingston...  ¿Dónde  me  conducís? 

— A  Londres. 

Wolsey  se  puso  en  camino  con  sus  guardias. 

£1  cardenal  estaba  enfermo,  y  la  enfermedad  agravada  con  la  pe- 
na, tomó  un  carácter  tan  serio,  que  Wolsey  tuvo  que  pedir  dete- 
nerse. Entonces  se  le  condujo  á  la  abadia  de  Leicester,  donde  el  ca- 
bildo salió  á  recibirle  con  el  ceremonial  de  costumbre  para  las  vía- 
las de  los  cardenales. 

—¡Qué  de  honores,  dijo  Wolsey  con  triste  sonrisa,  para  un  hom- 
bre que  viene  á  morir  en  medio  de  vosoirosl 

En  efecto,  una  vez  en  el  lecho,  la  enfermedad  se  hizo  mortal.  En 
su  última  hora,  este  hombre  ilustre,  que  había  llenado  la  Europa  con 
su  nombre  y  su  poder,  pensó  aun  una  vez  en  el  principe  por  ouyo 
capricho  moría. 

— €i  yo  hubiese  servido  á  Dios  con  tanto  celo  como  he  servido  al 
rey,  dijo,  no  seria  en  este  momento  tan  desgraciado  ni  estaría  tan 
próximo  á  mi  fin.  Decid  al  rey,  milord  Kingston,  que  se  acuerde  de 
su  antiguo  amigo,  y  que  se  pregunte  que  crimen  he  cometido.  Vos 
viviréis,  milord,  y  veréis  si  he  sido  fiel  y  si  he  dado  buenos  consejos. 

Wolsey  murió  aborrecido  del  pueblo,  abandonado  del  rey,  como 
los  favoritos  que  no  han  tenido  otro  móvil  de  conducta  que  el  egoís- 
mo. 

No  han  fallado  panegiristas  á  Wolsey,  y  varios  historiadores  mi- 
nan su  administración  como  una  de  las  mas  gloriosas  de  Inglaterra. 


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US  BOROfA.  tt 1 

Miarte  Wolsey,  Enrique  VIII  acordó  otro  lavar  &  Ana  de  Bolean: 
ae  casó  con  ella.  Esto  era  el  precio  que  Ana  habia  puesto  4  su 
amor. 

Enrique  VIII  no  quiso  aguardar  á  que  las  indecisiones  de  Rouaa 
hubiesen  cesada  ai  4  que  la  enfermedad  que  consumía  4  Catalina 
de  Aragón  la  hubiere  hecho  su  victima  y  vuelto  de  e6ta  masera  la 
libertad  4  su  verdugo:  la  pasión  «andaba  y  él  obedecía.  Ana  de  Bo- 
leen, creada  marquesa  de  Pembroke,  recibió  la  fé  del  rey  en  presen- 
cia del  duque  de  Norfolk»  tio  de  la  desposada,  de  su  padre/  de  sn 
Madre,  de  m  hermano  y  del  doctor  Cranmer,  teólogo  que  habia 
dado  tan  bien  consejo  al  rey.  Rooland  Lee,  nombrado  obispo  en 
«¡mí  tiempo,  celebró  secretamente  este  matrimonia,  qae  hizo  4  Ana 
de  Botena  reina  de  Inglaterra. 

Enrique  VIH  se  ocupó  en  ?egiida,  con  mas  arder  qte  nunca,  en 
romper  su  matrimonio  con  Catalina  de  Aragón;  pero  Rama  ae  oponía 
tentaléale  y  el  em¡>erador  sostenía  4  Roma. 

Eorique  confió  la  prosecución  de  este  negocio  4  Cranmer,  que 
por  mediación  de  Ana  de  Bolena  habia  ascendido  4  arzobispo  de 
Caatorbery,  y>  fecundo  en  expedientes,  ae  constituyó  juez  del  matri- 
amia  de  Catalina  y  le  declaró  nato. 

En  seguida  el  rey  envió  4  decir  4  la  ex-reina  qae  deWa  contentar- 
te coa  el  titule  y  rango  de  princesa  viada  de  Galea;  pero  Catalina 
persistió  valerosamente  en  decir:  que  los  hombres  no  podían  desha* 
eer  lo  qae  Dios  habia  hecho,  queeila  era  y  continuaría  siendo  reina  de 
Inglaterra*  y  qiiao  qae  ai  servicio  continua»  con  al  mismo  eeremo* 
nial  que  en  la  casa  real. 

Ana  Je  Boto*  tuvo  ana  hija  4  la  q»  pusieron  per  nombre  Isabel. 
Brtaíoé  nombrada  princesa  de  Galea,  y  sa  nacimiento  excluyó  del 
trono  4  Haría,  hija  del  rey  y  de  Catalina.  Este  golpe  fué  tan  aerisible 
4  la  reina,  que  removió  cielo  y  tierra  para  obtener  venganza.  Roma 
la  eecvndó,  declarando  nulo  el  segundo  matrimonio  de  Enrique,  y 
amenazando  excomulgar  4  Cranmer  y  aan  al  miamo  rey,  ai  persistía 
m  desconocer  los  derechos  de  Catalina. 

Batanees  fué  cuando  el  monarca,  viendo  la  tempestad,  respondió  4 
loa  ataques  da  Rama  oan  una  declaración  del  parlamento  en  favor 
del  segundo  matrimonio,  en  la  que  quedó  testado,  qae  loa  hijee 


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39»  PRISIONES 

de  este  matrimonio  y  en  su  defecto  los  herederos  del  rey,  serían  los 
herederos  de  la  corona,  hasta  la  última  generación. 

Y  se  mandó,  bajo  pena  de  prisión,  cuyo  límite  fijaría  el  rey,  y  de 
confiscación  de  bienes,  prestar  juramento  sobre  la  observancia  de  es- 
ta ley  de  sucesión.  La  pena  establecida  contra  los  criminales  de  trai- 
ción y  de  lesa  majestad  debia  ser  aplicada  á  cualquiera  que  pronun- 
ciase discursos  injuriosos  al  rey,  á  la  reina  ó  á  sus  hijos. 

Este  acto  del  parlamento  dio  principio  en  Inglaterra  á  una  escisión 
manifiesta  entre  tas  diversas  clases  del  estado.  £1  pueblo  lomó  parti- 
do por  el  rey  contra  el  Papa;  los  graBdes  se  unieron  con  ciertas  res- 
tricciones; mas  los  hombres  inteligentes,  comprendiendo  el  detesta- 
ble ejemplo  que  dariaesta  licencia  del  rey,  se  afiliaron  valerosamente 
contra  el  reglamento  de  sucesión.  A  la  cabeza  de  estos  figuraban  To- 
más Moro  y  Kischer,  obispo  de  Rochesler. 

Estos  dos  nombres  hicieron  reflexionar  á  Enrique  VIII. 

Kischer  había  brillado  por  sus  talentos  en  la  cuestión  de  contro- 
versia religiosa;  Tomás  Moro  era  querido  del  rey  por  su  pasión  con- 
tra los  heréticos,  y  era  además  de  un  gran  talento,  un  hombre  res- 
petado por  la  integridad  de  sus  costumbres  y  su  rectitud. 

Tomás  Moro  había  dimitido  su  cargo  de  canciller  desde  qoe  su 
oposición  á  las  ideas  de  Enrique  había  debido  manifestarse,  y,  te- 
miendo su  influencia,  le  fueron  hechas  proposiciones  conciliadoras 
de  parle  del  rey. 

—Con  mucho  gusto,  contestó  Tomás  Moro,  prestaré  juramento  de 
fidelidad  á  los  herederos  del  rey,  á  los  mismos  que  él  designe;  mas 
como  apoya  la  trasmisión  de  esta  herencia  sobre  la  nulidad  de  so 
matrimonio  con  Catalina,  es  decir,  sobre  una  injusticia  y  un  absur- 
do, ye  no  puedo  jurar  una  cosa  injusta  y  absurda.  Que  el  rey  se  ca- 
se con  quien  quiera,  mas  que  no  baga  pesar  sus  amores  sobre  su 
pueblo. 

Cranmer  fué  el  enviado  de  Enrique  en  este  mensaje.  Adulacio- 
nes, ruegos,  promesas,  amenazas:  todo  fué  inútil. 

— Ved,  milord,  dijo  el  arzobispo  de  Cantorbery;  el  rey  os  envía 
un  secretario  de  estado  y  un  primado,  es  decir:  dos  embajadores, 
como  á  una  testa  coronada.  Esto  es  para  mostraros  el  aprecio  que 
hace  de  vuestra  opinión. 


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DI  IIJ10P*.  m 

—Si  él  hace  caso,  que  la  siga,  respondió  Moro. 

—Tenéis  enemigos,  milord;  y  se  aprovecharán  de  la  ocasión  para 
hacer  ver  al  rey  que  os  rebeláis  con  ira  él,  para  decirle  que  vuestro 
castigo  satisfará  á  muchos,  como  expiación  de  vuestras  severidades 
con  ciertos  culpables. 

— ¡Oh!  ¿Quién  os  ha  dicho,  mi  querido  Cranmer,  que  Tomás  Mo- 
ro no  está  contento  de  expiar?...  Vuestras  palabras  son  una  amena- 
xa,  ¿no  es  eso?  yo  la  acepto... 

—No  puedo  oíros  hablar  asi,  milord,  sin  recordaros  el  edicto  del 
parlamento.  Es  una  ley,  caro  sefior:  vos  debéis  obediencia  á  esta  ley, 
sino... 

Tomás  Moro  miró  al  arxobispo  con  tranquila  sonrisa. 

—¡apostamos,  querido  Cranmer,  que  vos  no  osáis  acabar  la  frase, 
y  que  yo  la  adivino! 

—Hablad,  milord. 

—Vos  queréis  decir  que  hay  abajo  un  condestable  de  la  Torre,  y 
una  escolta  para  conducirme  á  prisión. 

Cranmer  bajó  la  cabexa.* 

—Estoy  pronto,  esclamó  Tomás  Moro.  ¿Y  Kisher,  qué  ha  hecho? 

—Kisher  ha  sido  obstinado  también;  mas  nos  ha  dado  esperan- 
xa  de  curación:  él  hará  lo  que  vos  hagáis. 

— Entonces,  ¿yo  hago  arrestar  también  á  Kisher? 

—Si,  milord. 

—¡Sea!  El  digno  obispo  de  Roohester  me  servirá  de  compafiero  en 
la  Torre...  y  en  otra  parte,  si  es  necesario.  Este  será  el  castigo  de 
todas  sus  pequefiuelas  intrigas. 

Tomás  Moro  y  Kisher  fueran,  en  efecto,  oonducidos  á  la  Torre  en 
Tirtud  del  estatuto  del  parlamento. 

Transportémonos  á  esta  prisión,  que  va  á  ser  el  teatro  de  los  dra- 
nas  sucesivos  que  vamos  á  exponer. 

En  un  aposento  bajo,  húmedo,  y  cuya  enrejada  ventana  deja  ape- 
nas esteoder  la  mirada  basta  el  muro  esterior,  dos  hombres  se  mira- 
bu  con  sombría  curiosidad. 

El  ano  era  calvo,  pálido,  y  tenia  barba  blanca;  estaba  cubierto  de 
un  sayo  que  dejaba  casi  al  descubierto  sus  estenuados  miembros;  y  ti- 
ritaba en  un  rincón  de  la  prisión,  con  la  mirada  tija  eo  su  interlocutor. 

TOBO  II.  50 


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301  fWHoms 

Este  estaba  vestido  de  una  loga  de  terciopelo  negro  ornada  de  pie- 
les: un  grneso  diamante  brillaba  en  su  mano.  Sentado  sobre  ana  de 
las  miserables  sillas  de  la  estancia,  interrogaba,  y  escribía  las  res- 
puestas por  so  propia  mano. 

El  primero  era  Kisher,  obispo  de  Rochester:  el  otro  era  el  so- 
licitador general  Rich,  encargado  de  instruir  el  proceso  de  esta 
causa. 

— Ya  os  he  manifestado,  dijo  Kisher,  que  no  responderé  á  nada 
sin  que  Tomás  Moro  no  esté  presente. 

—¿Para  qué  puede  serviros  Tomás  Moro,  milord? 

—Para  oirme. 

—Vuestro  negocio  no  tiene  nada  que  ver  con  ese  preso.  Vos  estáis 
acusado  de  relaciones  con  impostores,  con  sacrilegos. 

— Hé  ahi  porque  yo  quiero  ser  oido  de  Tomás  Moro,  milord.  Es 
preciso  que  haya  alguno  que  ría  para  consolarme  de  todo  lo  que  vos 
me  diréis. 

El  solicitador  se  mordió  los  labios. 

— Milord,  dijo  este,  lo  que  me  pedís  es  imposible. 

— Bueno:  arreglaos  como  os  agrade;  mas  yo  no  os  responderé.  Ta 
os  veo  pensar  en  alguna  buena  tortura;  mas  verdaderamente  esto 
sería  inútil:  para  un  anciano,  para  un  sacerdote  acostumbrado  á  una 
decente  y  dulce  vida,  ya  estoy  bien  torturado  después  de  estar  un 
afio  aquí  sin  fuego,  sin  vestido,  apenas  con  pan.  Estad  persuadido 
de .  que  si  yo  hubiese  de  ceder,  lo  haría  desde  ahora,  á  fin  de 
acabar. 

—Milord,  esto  no  depende  mas  que  de  vos. 

— Hacedme  ver  á  Tomás  Moro. 

— ¿Y  responderéis? 

— Responderé. 

El  solicitador  reflexionó  durante  algunos  minutos. 

—Veréis  á  Tomás  Moro,  le  dijo  al  fin. 

En  efecto,  una  hora  después,  fué  abierta  la  puerta  de  la  prisión  y 
Tomás  Moro,  conducido  por  dos  soldados,  entró,  radiante  la  mirada, 
como  si  se  tratase  de  hacer  en  su  residencia  una  visita  de  placer  al 
obispo. 

Al  fin  les  dejaron  solos. 


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m  nmopA.  m 

—Bien  pobre  estáis,  dijo  Moro.  ¿Estáis  enfermo? 

—Padezco  mucho,  y  se  me  acaba  el  valor;  mas  he  querido  Teros, 
amigo  mió,  para  recobrarlo  un  poco.  ¿Tenéis  algunas  noticias? 

—Si:  sé  que  se  quiere  formaros  un  proceso,  como  á  mi,  locante  á 
nuestra  resistencia  respecto  al  reglamento  de  sucesión. 

—¡Oh!  ¡si  no  fuera  mas  que  eso!  dijo  Kisher. 

—¿Qué  hay,  pues? 

—Hay  que  él  Papa,  sabiendo  mi  prisión,  se  ha  apresurado  á  dar- 
me una  muestra  de  estima:  me  ha  nombrado  cardenal.  Mi  confesor 
me  lo  ha  dicho. 

—¿El  Papa  quiere,  pues,  haceros  matar?  esclamó  Tomás  Moro. 
Ellos  se  hacen  la  guerra  sobre  vuestra  desgraciada  persona,  queri- 
do amigo.  ¡Cómo!  ¿el  uno  se  venga  del  otro  honrándoos,  y  no  ve 
que  el  otro  se  vengará  de  vuestros  honores  con  una  condena? 

— ¿Creéis  que  me  condenarán? 

— Sabedlo  todo.  Si  vos  estáis  instruido  en  las  cosas  religiosas,  yo 
lo  estoy  en  los  negocios  poli  lieos.  Me  han  hecho  dar  una  memoria 
sobre  todo  lo  que  ha  pasado  y  está  pasando  después  de  un  afio.  El 
parlamento;  por  libertar  á  Enrique  VIII  de  toda  obediencia  respecto 
al  Papa,  le  ha  declarado  jefe  supremo  de  la  iglesia  anglicana,  y  con* 
fiádole  la  persecución  de  toda  herejía,  ofensa,  abuso,  profanación  y 
crimen.  Será  considerado  como  traidor  cualquiera  que  maquine,  píen- 

se  ó  hable  contra  el  rey,  la  reina  y  los  herederos.  Piense ¿Qué 

decís?  ¡Oh  libertad  de  conciencia! 

—¿Entonces  vos  estáis  perdido  también?  porque  ese  bilí  del  parla- 
mento parece  estar  hecho  teniéndoos  presente. 

—Yo  lo  creo  también,  dijo  riendo  Tomás  Moro. 

— ¿Vos  resistiréis? 

— Seguramente.  ¿Y  vos? 

— Yá  tengo  bastante  para  perderme  con  mi  resistencia  pasada. 

—¿Qué  quiere  decir  eso?  preguntó  Moro  con  sorpresa. 

—¿Habéis  oido  hablar  de  Isabel  Bar  ton,  la  santa  joven  de  Kent? 

—Si,  ¿esa  pretendida  profetiza? 

— Una  mujer  que  ha  tenido  visiones. 

—¿Una  mujer  histérica  y  nerviosa  ec  quien  vos  tenéis  confianza? 
¡Pobre  Kisher! 


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996  NU9KMES 

—  ¡Oh!  Si:  ella  entra  en  éitosis:  el  pueblo  I*  cree.  Ella  habla  de 
revelaciones  que  la  hacen  la  Vlrgett  y  el  Espirita  Santo,  y  como  es- 
tas son  en  favor  de  Catalina  de  Aragón,  yo  creo. 

—¿A  fin  de  que  los  otros  crean  también? 

—Puede  ser;  mas  no  hay  un  crimen  tan  pequeño  como  la  credu- 
lidad. 

—Nada  de  eso,  mi  querido  hermano  en  teología,  nada  de  eso. 
Creer  es  nn  crimen,  toda  ves  que  el  rey  no  quiere  qtfe  se  crea,  mas 
esa  joven  es  una  loca. 

—Se  la  juzga...  y  ella  se  apoya  en  mi  protección.  El  solicitador 
general  dice  que  no  ha  obtenido  crédito  sino  por  mi  causa;  y  quie- 
re que  yo  descubra  sus  intrigas,  sus  deslices;  porque  esta  Isabel, 
mirada  como  una  santa,  no  tiene  éxtasis  sino  en  los  accesos  de  la  en* 
fermedad,  ni  mas  relaciones  místicas  que  citas  con  sus  amantes  y 
cómplices. 

—(Innoble  y  triste  negocio!  dijo  Tomás  Moro  moviendo  la  cabe- 
za. ¡Hé  ahi  lo  que  es  el  fanatismo,  milordl 

—Si,  respondió  Kisher  mirando  lijamente  á  Moro,  el  fanatismo 
trae  la  desgracia  tarde  ó  temprano. 

— Lo  sé,  milord,  y  no  he  pronunciado  esta  frase  sin  intención; 
porque  yo  habito  en  este  momento  un  calabozo  en  cuyos  muros  está 
escrito:  Jacobo  Beinham,  mártir,  asesinado  por  Tomás  Moro,  can- 
ciller de  Satán.  Ved  que  yo  no  puedo  hacerme  ilusión,  milord,  y 
que  tengo  el  derecho  de  deciros:  el  fanatismo  pierde  á  los  hombres: 
es  la  espada  de  fuego. ..  el  que  se  sirve  de  ella  se  quema.  Mas  vol- 
vamos á  vos,  querido  señor.  ¿Qué  pensáis  hacer? 


— ¿Reconoceréis  la  supremacía  de  Enrique  como  jefe  de  la  Iglesia? 

—Rehusar  es  morir. 

—Es  morir Escuchadme,  milord:  sois  anciano  y  habéis  sido 

probado  con  sufrimientos  crueles:  no  deshonréis  vuestro  carácter  de 

sacerdote  y  de  filósofo  por  un  ridiculo  terror ¿Es  vivir  habitar  en 

esta  prisión?  Pasad  de  este  miserable  estado  á  la  vida  inmortal. 

— Milord,  yo  no  tengo  vuestro  valor:  soy  un  hombre  debilitado. 
Prefiero  morir  poco  á  poco  en  un  oscuro  rincón...  el  rey  no  me  lo 
negará. 


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!)K  BOIOPA  $rt 

— Acordarle  «hora  lo  qué  os  pide:  Mgad  «o  un  dia  todo  lo  que 
habéis  hecho  y  dicho  dorante  diez  afios. 

~-¿Q«é  haréis  vos,  mi  lord? 

—Mostraré  al  rey  que  yo  sirvo  á  Dios  antes  qne  á  los  demás.  Tan 
ardientemente  le  he  servido,  qne  he  cometido  crímenes:  eipiaré  es- 
tos crímenes  con  el  castigo  que  tenga  á  bien  enviarme. 

Kisher  conocía  la  firmeza  de  Tomás  Moro,  y  no  dudó  un  instante 
de  que  seria  coofirmada  con  el  hecho.  El  obispo  de  Rochester,  im* 
pulsado  por  tan  digno  ejemplo,  tomó  su  resolución,  y,  delante  del 
tribunal  encargado  de  juzgarle,  se  mantuvo  firme. 

No  sacriQcar  á  Catalina  de  Aragón,  negar  la  supremacía  del 
rey  como  jefe  de  la  iglesia,  era  mas  de  lo  necesario  para  granjearse 
la  muerte.  Kisher  fué  agobiado  aun  con  el  proceso  de  la  santa  joven 
de  Kenl.  Se  probó,  en  plena  audiencia,  que  esta  pretendida  santa  era 
una  mujer  pervertida,  cuyos  accesos  de  inspiración  eran  dirigidos 
por  tres  ó  cuatro  miserables  amantes  suyos. 

Kisher  cayó  en  la  imputación  de  una  complicidad  secreta,  y  que- 
riendo  Enrique  VIII  que  su  victima  fuese  deshonrada  antes  de  subir 
al  cadalso,  se  condenó  á  este  anciano  al  suplicio  de  los  traidores  y 
de  los  sacrilegos. 

Kisher  salió  de  la  Torre  despuee  de  haberse  despedido  de  Tomás 
Moro,  el  cual,  abrazándole,  le  dijo  á  media  voz: 

—Pues  que  somos  filósofos,  amigo,  nos  es  grato  pensar  que  nos 
encontraremos  después  de  la  muerte,  lo  cual  será  bien  pronto,  por- 
que el  hacha  que  os  va  á  dar  el  golpe,  amenaza  ya  mi  cabeza.  Morid 
con  valor,  querido  sefior,  á  fin  de  que  el  pueblo  comprenda  bien  que 
la  nobleza  no  está  hoy  del  lado  de  los  reyes,  y  que  el  jefe  supremo 
de  la  iglesia  no  es  el  amo  de  hombres  como  nosotros. 

Kisher  murió  sin  fanfarronería,  sin  mostrar  debilidad,  como  con- 
venía á  un  anciano;  y  la  simpatía  de  los  espectadores  le  siguió 
durante  toda  la  duración  del  suplicio. 

Tomás  Moro  no  se  habia  equivocado.  Enrique  VIII,  que  decia 
amarle  por  los  servicios  que  de  él  babia  recibido,  por  su  carácter  y 
por  sus  talentos,  envió  de  nuevo  al  filósofo  á  Cromwell,  Cranmer  y  á 
otros  personajes  influyentes. 

Moro  continuó  inflexible. 


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ate  raisiofiis 

—Decid  al  menos  vuestra  opinión,  le  dijeren. 

— ¿Para  qué?  dijo  el  prisionero...  Vosotros  me  preguntáis  si  el  rey 
es  Dios...  y  me  hacéis  observar  que  el  parlamento  ha  decretado  la  pe- 
na de  muerte  contra  el  que  no  deiflqne  al  rey.  Por  otro  lado,  Dios  es 
celoso  de  sus  derechos,  y  no  se  conforma  conque  los  trasporten  al  rey 
de  Inglaterra.  Resulta,  pues,  que  vosotros  me  presentáis  una  espada 
de  dos  filos:  del  uno  yo  mato  mi  cuerpo,  del  otro  yo  doy  muerte  á 
mi  alma. 

Llevaron  esta  respuesta  al  rey,  quien,  indignado,  furioso,  es- 
clamó: 

— ¡El  niega,  pues,  la  supremacía,  puesto  que  él  duda  y  pretende 
poder  dudar!  ¡Su  conciencia  le  dice,  pues,  que  yo  no  soy  el  jefe  su- 
premo de  la  iglesia,  yo  á  quien  el  parlamento  ha  investido  del  dere- 
cho de  condenar  á  muerte á  cualquiera  que  no  admítaosla  supre- 
macía! 

Con  esta  sutileza  en  la  que  un  rey  menos  teólogo  y  sanguinario  no 
hubiera  sodado,  Tomás  Moro,  que  no  había  hablado  bastante  para 
ser  acusado  de  negar,  fué  llevado  delante  de  sus  jueces.  Guardó 
el  mas  completo  silencio  sobre  esla  cuestión,  y  se  dejó  condenar  co- 
mo si  hubiese  sido  culpable;  porque,  dice  el  historiador  Hume,  los 
juicios,  en  este  reinado,  no  eran  mas  que  pura  forma. 

Habia  obtenido  Tomás  Moro  el  permiso  de  recibir  en  la  Torre  las 
visitas  de  su  familia.  Después  de  dada  su  dimisión  de  canciller,  ha- 
bia vivido  como  un  simple  ciudadano,  frecuentando  su  casa  y  ocu- 
pándose de  la  educación  de  su  hija  Margarita,  y  tranquilizando  con- 
tinuamente á  su  mujer,  que  preveía  la  desgracia  y  oscilaba  á  su 
esposo  para  que  la  previniese  con  un  poco  de  sumisión.  Mientras  que 
pensaron  contar  con  él  para  hacer  ceder  á  Kisher,  se  le  trató  huma- 
namente; mas  después  de  la  muerte  de  este  último,  le  hicieron  sen- 
tir los  rigores  del  rey.  Se  le  quitaron  sus  libros,  y  se  le  prohibió  la 
visita  de  su  mujer  y  de  sus  hijos. 

—Esta  separación  de  mi  corazón  y  de  mi  cuerpo,  dijo  Tomás  Mo- 
ro, me  acostumbrará  poco  á  poco  á  la  separación  de  mi  cuerpo  y  de 
mi  cabeza. 

Guando  estuvo  condenado,  se  hizo  aun  una  tentativa  sobre  él.  Se 
le  dijo  que  un  arrepentimiento  tardío  vale  mas  que  una  persistencia 


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di  mera,  m 

eterna;  y  ge  le  quiso  hacer  ver  cuanto  era  su  orgullo  al  inscribirse 
«rio  contra  la  opinión  del  gran  consejo  de  Inglaterra. 

—Si  yo  estuviese  solo  contra  el  parlamento  de  Inglaterra,  dijo  él, 
desconfiaría  de  mi  mismo,  y  puede  ser  que  cambiase  de  opinión; 
mas  yo  tengo  conmigo  toda  la  iglesia,  que  es  el  gran  consejo  de  los 
cristianos.  A  un  obispo  de  vuestro  partido  yo  puedo  oponer  ciento  que 
gozan  de  la  gloria  celestial.  El  número  de  mártires  y  confesores,  de 
coya  opinión  soy,  Tale  mas  que  el  de  la  nobleza  de  hoy;  y  el  poder 
de  lodos  los  concilios  generales  equivale  sin  duda  al  del  parlamento. 
Ved  como  tengo  razón  en  ser  obstinado  en  mi  modo  de  pensar. 

Entonces,  para  doblegar  este  espirito  indomable,  se  dirigieron  al 
corazón.  Se  hizo  entrar  en  la  prisión  del  ei-canciller  á  su  mujer  y  á 
su  hija,  y  la  primera,  desolada  y  llorosa,  se  precipité  á  sus  plantas, 
suplicándole  no  la  abandonase  y  dejase  huérfanos  á  sus  hijos. 

Moro,  conmovido,  tuvo  que  llamar  en  su  apoyo  toda  la  fuerza  de 
su  alma. 

Al  fin,  levantando  á  su  desgraciada  mujer  y  abrazándola  con  ter- 
nura, la  dijo: 

—Veamos:  ¿cuánto  tiempo  pensáis  que  yo  viviría  aun  cerca  de 
vosotros,  en  la  dicha  que  tenemos?  Tengo  cincuenta  y  cuatro  aft  s, 
el  trabajo  me  ha  fatigado  mucho,  tengo  penas calculad. 

—¡Oh,  milordl,  ¡qué  estrafia  pregunta!...  replicó  la  desventurada 
esposa. 

—Responded. 

—Puesto  que  me  forzáis,  calculad  vos  mismo.  ¿No  creéis  que  nos 
quedan  aun  veinte  afios,  á  lo  menos? 

—Ahora  bien,  respondió  Moro  sonriendo,  decid  si  vos,  que  me 
amáis,  me  haríais  sacrificar  á  una  dicha  de  veinte  afios  la  eternidad 
dichosa  que  me  aguarda,  puesto  que  moriré  por  mi  religión  y  mi 
conciencia.  No  lloréis  más:  dad  gracias  á  Dios  por  el  favor  que  me 
hace.  V¿df  mi  hija  Margarita  üo  Hora,  y  con  todo  me  ama  también. 

Ella  sabe  bien  que  de  una  vida  miserable  y  agitada  pasamos  á  un 
mundo  lleno  de  una  dicha  inalterable.  Veamos,  Margarita,  hablad: 
¿qué  haréis  vos  por  mi? 

—Padre  mió,  yo  os  sostendré  basta  el  cadalso,  si  me  lo  permiten, 
y  rendiré  los  Altamos  honores  á  vuestros  restos  mortales. 


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m  pttwoHw 

— Bi«sr  dijo  Moro:  he  sembrado  en  un  buen  terrón©  mi  filosofo  y 
mis  consejos.  Es  una  gran  dicha  saber,  al  morir,  que  do  se  deja  des- 
pués de  si  la  desesperación  ciega  y  el  dolor  sin  consolación. 

En  fin,  Tomás  Moro  fué  sacado  de  la  Torre  en  un  dia  magnifico, 
el  6  de  julio  de  1535,  y  en  medie  dé  un  concurso  inmenso  de  espec- 
tadores. Guando  llegó  al  pié  del  cadalso,  saludó  á  los  asistentes  con 
ana  sonrisa  llena  de  nobleza  y  serenidad. 

—La  escalera  es  mala,  dijo  él,  y  mis  piernas  se  han  debilitado  en 
la  prisión;  ¿no  me  ayudará  nadie  á  subir? 

Uno  de  los  asistentes  le  dio  el  brazo,  y  Moro  subió  tranquilamente 
al  cadalso. 

— «Es  preciso  arrodillarse,  ¿no  es  eso?  dijo  al  verdugo.  Está  bien, 
amigo  mió.  Dejadme  á  mi  mismo  acomodarme,  y  no  me  toquefe,  si* 
no  para  cortarme  la  cabeza. 

— -¡Ahí  Mí  lord,  dijo  el  verdugo,  no  me  miréis  con  cólera,  y  per- 
donadme... Es  un  triste  deber  el  mío,  y  lo  cumplo  con  gran  dolor. 

—Pobre  hombre,  dijo  Moro,  ¿por  qué  no  te  he  de  querer  yo?  Tú 
no  eres  culpable,  y  yo  no  tengo  contra  ti  ninguna  cólera;  pero  yo 
quisiera  que  adquirieses  mas  gloria  al  dar  tu  golpe  de  hacha. 

—¿Por  qué,  milord? 

—Porque  no  te  puedes  equivocar  dando  el  golpe:  mi  cuello  es  tan 
corto  que  no  puedes  dar  sino  en  buen  lugar. 

Entonces  puso  la  cabeza  sobre  el  madero. 

—¿Está  bien?  dijo. 

—Sí,  milord;  ¿mas  es  preciso  dar  el  golpe?...  Aguardo  vuestras 
órdenes. 

-*Un  momento,  un  momento;  no  quiero  que  decapites  también  mi 
barba:  ella  no  ba  cometido  traición,  como  dicen  que  yo  he  cometido. 
Dame  tijeras  para  que  yo  la  corte. 

En  efecto,  se  corto  la  barba,  la  envolvió  en  un  pedazo  de  tela,  y 
encargó  que  fuese  enviada  á  sus  hijos* 

Después  recitó  una  oración  é  hizo  un  signo  al  verdugo,  que  corló 
la  cabeza. 

Bien  poco  después  murió  Catalina  de  Aragón,  que  no  había  queri* 
de  jamás  renunciar  al  titulo  de  reina,  y  que  desde  el  fondo  de  su  re- 
tiro habia  tenido  alguna  influencia  sobre  los  mas  poderosos  amigos 


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1*  IBMiM.  101 

de  Ana  de  Bolea*.  Era  que  respetaban  en  Catalina  la  desgracia  y  la 
virtud;  era  que  se  sabia  que  esta  princesa  había  sido  sacrificada  á 
un  nuevo  amor,  y  que  los  caprichos  de  los  reyes,  si  encuentran  adu- 
ladores, constituyen  justicia  de  sos  mismos  abusos  por  abusos  mas 
irritantes  aun.  Ana  de  fioleoa  debía  pagar  un  tributo  á  eela  verdad 
cruel:  debía  verificar  la  profecía  de  Wolsey,  este  favorito  que  babit 
reconocido  tan  tarde  la  instabilidad  de  las  afecciones  mates, 

Catalina  se  había  retirado  i  Kinabolton,  eo  el  condado  de  Huq~ 
tingdon. 

Viéndose  cercana  á  la  muerte,  escribió  á  Enrique  VIII  una  de  las 
cartas  mas  conmovedoras  y  mas  cristianas  que  han  sido  jamás  dicta* 
das  por  el  umor  de  perder  la  vida  y  la  esperanza  de  uua  vida  mejor. 

«Mi  querido  señor,  mi  rey,  mi  esposo  querido,  decia;  se  aproxüpa 
la  hora  en  que  la  que  ha  sido  vuestra  amiga  y  vuestra  esposa,  va  & 
entrar  en  (a  eterna  mansión.  Viéndome  tan  cerca  de  Dios,  os  pido 
qie  penséis  lambían  en  que  la  vida  es  corta,  en  que  la  gloria  huma- 
na es  bien  poco,  en  que  los  placeres  del  mundo  sonxlespreciable  co- 
sa. Pensad,  si,  rey  mió,  vos  á  quien  el  amor  á  los  placeres  ha  arras- 
trado imprudentemente  á  turbaciones  indignas  de  la  esencia  del  al- 
ma; vos,  que  habéis  sido  la  causa  de  tantas  desgracias,  que  yo  os 
perdono  con  la  esperanza  de  veros  perdonado  también  por  Dios. 

«Nada  tengo  que  demandaros,  Enrique,  yo  qne  tanto  he  sufrido: 

nada  es  ya  para  mi.  Un  solo  ser...  un  solo  nombre  os  recuerdo 

mi  luja,  María,  la  bija  de  nuestro  amor:  no  la  olvidéis. 

«No  sufráis  que  mis  servidores,  abandonados  después  de  mi  muer- 
te, recuerden  amargamente  la  desgracia  de  su  duefia. 

«Enrique:  delante  de  ese  Dios  que  me  oye  y  que  va  á  recibirme, 
ye  os  protesto  que  en  el  momento  en  que  mis  ojos  van  á  cerrarse 
para  siempre,  mi  solo  deseo  seria  dirigirlos  sobre  vos. » 

Esta  carta  llegó  á  WhiteUall  al  mismo  tiempo  que  la  noticia  de 
la  muerte  de  Catalina. 

En  el  momento  de  recibir  la  nueva,  se  entregó  Ana  á  los  transpor- 
tes de  una  alegría  indigna  de  (oda  alma  honrada,  y  fué  basta  la  cá- 
mara del  rey^ara  hacerle  participe  de  esta  dicha;  pero  encontró  á 
Enriqíe  can  la  frente  apoyada  sobre  la  mano  derecha,  el  billete  de 
Catalina  en  la  mano  izquierda,  y  vertiendo  lágrimas,  lágrimas  que  le 

TUMO  II  Bl 


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m  pusiom» 

había  arrancado  el  adiós  de  Catalina,   tan  tierno  y  doloroso. 

Ni  el  destierro  de  esta  desdichada  rival;  ni  su  deplorable  fin,  ni  e1 
sentimiento,  tan  natural  en  los  nobles  corazones,  de  una  piedad  com- 
prada con  la  desdicha,  detuvo  á  la  joven  reina  en  medio  de  su  inde- 
coroso triunfo.  Implacable  con  esta  enemiga  como  lo  había  sido  con 
Wolsey,  dio  nuevas  armas  á  sos  propios  contrarios. 

Enrique  VIII  era  uno  de  esos  hombres  en  quienes  una  vez  satisfe- 
cha la  pasión,  se  cambia  en  saciedad.  Babia  encontrado  al  rededor 
'  de  Ana  de  Bolena  obstáculos  de  lodo  género:  desigualdad  de  condi- 
ción, intrigas  de  la  corte,  matrimonio  anterior,  rayos  romanos,  opi- 
nión pública,  y  todo  lo  había  derribado  con  su  voluntad  poderosa; 
mas  después  que  habia  hecho  pronunciar  el  divorcio  por  los  parla- 
mentos, después  que  hubo  abatido  á  Roma,  destruido  los  disidentes  y 
sentado  orgu  liosamente  sobre  el  trono,  en  calidad  de  esposa  legitima, 
á  la  que  amaba  como  querida,  Ana  de  Bolena  vino  á  ser  para  él  una 
mujer  vulgar.  Una  vez  desvanecido  el  prestigio,  se  puede  juzgar  de 
los  grados  dfe  enfriamiento  de  Enrique  por  su  esposa,  como  se  podría 
apreciar  el  enfriamiento  progresivo  de  la  lava  que  ha  salido  canden- 
te del  cráter. 

Ana  de  Bolena  habia  tenido  á  Isabel,  y  el  nacimiento  de  esta  hija 
habia  colmado  de  gozo  el  corazón  del  rey.  En  1536  Ana  tuvo  un  hijo, 
muerto;  y  Enrique  imputó  esta  desgracia  á  la  madre,  y  la  hizo  sen- 
tir vivamente  su  despecho  por  esta  mala  ventura. 

Todo  cuanto  fué  dicha  y  admiración  para  él  ,  en  el  carácter 
de  Ana;  su  vivacidad,  su  gracia  petulante,  que  él  adoró;  su  charla 
seductora  y  caustica,  calidades  que  habia  encontrado  preciosas,  vi- 
nieron á  serle  insoportables,  miradas  como  defectos.  Gustaba  mucho 
Enrique  de  llamarla  la  risueña  francesa  y  concluyó  por  reprocharla 
el  carácter  francés,  y  fruncir  el  entrecejo  á  cada  una  de  sus  bromas. 
Esta  ligereza  desconocida  en  la  corte  de  Inglaterra,  y  este  desprecio 
de  la  pesada  etiqueta  británica,  no  habian  sido  mas  que  un  contras- 
te agradable  al  rey;  mas  bien  pronto  criticó  esta  ligereza,  y  acriminó 
la  familiaridad  que  llevaba  á  su  esposa  á  tratar  como  iguales  á  los 
que  habian  venido  á  ser  sus  inferiores  después  de  su  matrimonio. 

En  el  número  de  los  enemigos  peligrosos  de  la  reina  habia  una 
mujer,  lady  Bochefort,  su  cufiada,  una  de  las  personas  sobre  las  coa- 


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m  mota.  4M 

les  «lia  había  aglomerado  mas  favores,  y  que  se  había  casado  con 
el  vizconde  de  Rochefort,  hermano  de  Ana  de  Bolena.  Esta  mujer  no 
había  perdonado  jamás  ¿  la  reina  su  elevación,  la  cual  había,  puede 
ser,  ambicionado.  El  amor  del  rey  por  Ana  era  su  tormento,  y  no 
había  aceptado  la  mano  del  vizconde  de  Rochefort  sino  para  estar  mas 
al  corriente  de  los  secretos  de  la  casa  real,  en  la  cqal  esperaba  sem- 
brar el  desorden  y  el  dolor. 

La  vizcondesa  veía  con  frecuencia  al  rey,  y  le  hablaba  con  liber- 
tad. Un  día  empecé  por  felicitarle  de  sus  dichosas  cualidades,  que,  se-! 
pa  ella,  eran  la  paciencia  y  la  caridad. 

— ¿Por  qué?  dijo  el  rey. 

—Porque  el  rey,  dijo  ella,  que  es  el  jefe  de  todos  los  hombres, 
debe  ser  también  el  amo  de  su  casa. 

— Y  bien:  ¿no  soy  yo  el  amo?  dijo  Enrique. 

—Para  serlo,  señor,  es  preciso  saber  todo  lo  que  pasa  en  vuestra 
casa;  mas  yo  sé  bien  que  vuestra  majestad  no  lo  sabe. 

—Decidme,  pues,  respondió  el  rey  con  inquietud. 

— Yo  soy  desgraciada,  sefior,  y  no  lo  sabéis. 

—¿Cómo,  señora? 

—Desgraciada  en  mi  matrimonio...  El  vizconde  de  Rochefort  me 
hace  cruel  una  existencia  que  \o  quiero  consagrar  á  su  dicha. 

— Es  un  crimen,  dijo  el  rey,  y  es  preciso  que  os  quejéis  á  la  rei- 
na: ella  hablará  á  su  hermano  de  manera  que  él  no  os  dará  mas 
motivo  de  queja. 

—{Oh!  tyo  me  guardaré  bien,  sefior! 

—Habláis  por  enigmas.  To  no  comprendo  porque  no  queréis... 

—Porque,  sefior,  quejándome  á  la  reina,  la  haría  regocijarse,  y 
soy  demasiado  altanera. .. 

—Esto  es  menos  comprensible  aun,  señora,  dijo  el  rey,  picado  de 
estas  confianzas  á  medias. 

— Señor,  la  reina  ama  demasiado  á  su  hermano  para  no  alegrarse 
de  mi  desgracia  para  con  él;  y.. .  yo  no  puedo  explicarme  mas  clara- 
mente sin  hacer  sufrir  á  mi  corazón  tormentos  superiores  á  mis  fuer- 
zas. Hay  una  persona  á  quien  vuestra  majestad  puede  consultar  so- 
bre este  punto,  una  persona  de  gran  mérito,  de  un  talento  superior, 
y  á  quien  vuestra  majestad  ha  hecho  varias  veces  el  honor  de  sus 


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40i                                misma 
consulta*:  consultad  á  iady  Juana  Seymour,  y  estonces 

— ¿Lady  Juana  Seytnour?  dijo  el  rey,  sonrojándote* 

Juana  Seymour  era  dama  de  honor  de  Ana  de  Bolena,  como  esta 
lo  había  sido  de  Catalina  de  Aragón. 

—Está  bien,  dijo  el  rey;  nosotros  sabremos  eso. 

Enrique  consultó  en  efecto  k  Juana  Seymour,  joven  de  una  gran 
belleza,  de  un  talento  que  él  encontró  superior,  como  le  habia  dicho 
la  astuta  vizcondesa.  Juana  Seymour,  de  quien  lady  Rochefort  se  ha- 
bía hecho  amiga  ¿  fin  de  inculcarle  sus  ideas  respecto  á  Ana  de  Bo- 
lena, respondió  al  rey  mejor  que  lo  hubiera  podido  hacer  la  misna 
vizcondesa  en  su  propio  interés. 

Híiole  saber  al  rey  que  en  el  palacio  se  ocupaban  con  frecuen- 
cia de  la  viva  amistad  de  Ana  por  su  hermano,  y  de  la  negligencia 
que  tenia  este  por  honrar  como  debia  á  su  mujer,  £sta  amistad  era 
tal,  que,  según  Juana  Seymour,  las  personas  mas  estrañas  á  todo 
sentimiento  de  envidia,  se  habían  apartado,  y  murmuraban  de  un 
favor  que  el  rey,  á  saberlo,  no  podría  menos  de  condenar. 

El  rey  tuvo  gran  placer  al  ver  herir  á  su  esposa  por  la  joven  que 
le  habia  enviado  lady  Rochefort.  Juana  era  tan  bella,  tan  casta,  tan 
adorable  con  su  frescor  virginal,  que  pareció  á  Enrique  el  colmo  de 
la  perfección  en  comparación  de  las  vivacidades  temerarias  de  Ana  de 
Bolena.  Y  con  todo  habia,  otras  veces,  llamado  á  estas  vivacidades  el 
colmo  de  la  perfección,  cuando  las  habia  comparado  con  la  frialdad 
majestuosa  de  Catalina  de  Aragón. 

Parecióle  dulce  al  rey  hacerse  compadecer  por  esta  joven  de  su 
desgracia  matrimonial,  y,  reiterando  sus  conversaciones,  bajo  pretes- 
to  de  enterarse  bien,  vino  á  quedar  enamorado  de  Juana,  con  esa  ar- 
diente pasión  que  tenia  en  lodos  sus  caprichos,  y  que  hacia  de  ellos 
otras  tantas  locuras,  muchas  veces  sangrientas. 

En  este  asunto  encontróse  muy  ayudado  de  lady  Rochefort,  la  cual 
le  representaba  á  Ana  enamorada  de  su  hermano,  y  forzada,  por  te- 
ner confidentes,  á  tolerar  los  amores  de  varios  de  sus  gentiles- hom- 
bres. 

Ante  estas  narraciones,  Enrique  VIII  sentía  hervir  su  sangre,  y  pe- 
dia pruebas;  no  por  retardar  el  instante  de  la  convicción,  sioo  por 
llegar  á  un  rompimiento  espantoso. 


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DE  K0BOPA  étl 

—Observad,  sefior,  le  dijo  un  dia  ladf  Bochefort,  el  celo  de  ras 
servidores  y  sos  miradas  ardientes  para  con  su  señora.  A  la  menor 
palabra  vuelan  por  obedecer:  no  es  una,  sino  diez  pasiones  las  que 
corren  á  sa  alrededor.  Ved,  Norria,  vuestro  primer  gen  til- hombre; 
¿pierde  nunca  la  ocasión  de  encontrarse  con  ella?  Ved  Weslon  y  Bre- 
reton,  como  se  precipitan  cuando  ella  ha  dado  una  orden,  como  ha- 
rían de  galgos  celosos  de  dejarse  alcanzar  los  unos  por  los  otros.  Exa- 
minad si  Marck  Smeaton,  su  caballero  de  cuarto,  llena  cerca  de  ella 
las  funciones  de  un  servidor:  admirad  su  brillante  toilette,  ese  lujo 
que  desplega,  esos  presentes  que  él  osa  hacerla  y  que  ella  le  vuelve 
oon  usura:  ¿estáis  vos  servido  así,  vos  que  sois  el  señor? 

—Está  bien,  dijo  el  rey  con  sombrío  acento;  yo  sorprenderé  toa- 
das las  miradas,  yo  haré  vigilar  sus  pasos:  ni  una  palabra,  ni 
bd  gesto  se  les  escaparé  sin  dejarme  un  indicio  de  su  pensamiento* 
Ayudadme,  vizcondesa:  yo  os  volveré  el  corazón  de  vuestro  espo- 
so..... 

—Jamás,  señor,  dijo  ella  con  fingido  dolor:  mi  esposo  no  tiene  ya 
corazón  que  darme. 

Enrique  representaba  esta  comedia  como  hombre  que  está  seguro 
de  ser  aplaudido  por  sus  cortesanos.  No  amaba  ya  á  Ana  y  si  á 
Juana  Seymour,  es  decir:  deseaba  á  la  una  y  huía  de  la  otra;  y  co- 
mo este  principe  tenia  por  excentricidad  la  manía  del  matrimonio,  que- 
rer á  Juana  era  querer  hacerla  su  esposa,  esto  es:  el  divorcio  ó  la 
muerle  de  Ana  de  Bolena.  Esta  enormidad  pareció  muy  natural  «I 
vetdogo  de  Catalina  de  Aragón. 

—Yo  te  ayudaré,  p<  nsé  lady  Bochefort,  y  antes  que  tú  crees. 

Ana  de  Bolena  vivía  tranquila  en  el  seno  de  esta  nube  que  enne- 
grecía eo  torno  de  ella  y  que  amenazaba  aplastarla.  Nunca  habia 
sospechado  que  el  amor  del  rey  por  ella  pudiese  extinguirse  ó  debi- 
litarse: tenia  tanto  orgullo  como  insensibilidad.  Jamás  esos  siniestros 
precursores  de  las  grandes  catástrofes,  que  se  llaman  presentimien- 
tos, se  habian  hecho  sentir  en  ella  para  revelarle  algo  de  su  horroro- 
so destino. 

Habia  torneo  y  espléndida  fiesta  en  Greenwich. 

La  rema  estaba  colocada  sobre  el  trono,  debajo  del  cual,  en  una 
tribuna,  sus  servidoras  principales  y  sus  oficiales  miraban  la  liza,  y 


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ÍH  PRMiOHIS 

aplaudían  cuando  las  bellas  manos  de  sn  soberana  habían  dado  la 
sefial. 

En  frente,  en  una  tribuna  paralela  á  la  de  la  reina,  Enrique  VIH, 
rodeado  de  las  mas  bellas  damas  de  la  corte  y  de  lo  mas  selecto  de 
la  nobleza,  miraba,  no  el  torneo,  mas  si  á  su  mujer. 

— Sefior,  le  había  dicho  lady  Rochefort:  hoy  mismo  vuestra  ma- 
jestad tendrá  á  que  atenerse  sobre  la  conducta  de  la  reina:  desde  hoy 
no  creeréis  ya  en  que  ella  os  ama,  á  vos  solo,  y  que  os  respeta  sobre 
todo. 

Ana,  risueña  y  bella,  se  entregaba  sin  reserva  á  su  carácter  exal- 
tado. Reina  por  el  rango,  por  la  belleza,  se  embriagaba  ella  misma  de 
lá  embriaguez  que  hacia  nacer. 

Yiósela  mirar  algunas  veces  á  la  tribuna  que  estaba  debajo  de  la 
suya,  y  aun  responder,  por  un  signo  de  cabeza,  á  las  miradas  de  los 
servidores  que  estaban  en  aquella. 

—Ved  á  Norris,  dijo  lady  Rochefort  al  rey:  no  le  perdáis  de  vista, 
sefior.  Ved  como  la  demanda  una  dulce  mirada:  él  tendrá  mil...  Es 
verdad  que  esas  mil  miradas  será  preciso  dividirlas  con  mi  digno 
esposo,  su  vecino  y  su  rival;  y  con  S  mea  ton,  que  está  cubierto  de  pe- 
drería; y  con  Brereton  y  Weslon,  que  parecen  dos  gallos  dispuestos 
á  despedazarse  si  el  uno  es  mas  favorecido  que  el  otro. 
*  Estas  palabras  caian  en  el  oido  del  reycomo  los  venenos  de  la  ca- 
lumnia que  Shakspeare  hace  destilar  de  la  boca  de  Tago  sobre  el  co- 
razón del  Moro  de  Venecia. 

—Son  dichosos,  en  efecto,  dijo  Enrique  con  rabia  mal  comprimida. 

— Son  dichosos públicamente,  añadió  lady  Rochefort,  y  la 

dicha  es  doble  por  la  audacia  misma  del  hecho:  la  una  desafia  á  su 
esposo  y  sefior,  el  otro  desafia  á  su  esposa,  mal  protegida  por  la  pre- 
sencia y  la  vecindad  de  vuestra  majestad. 

— ¡Hé  aquí  las  señas,  dijo  Enrique,  reparando  que  la  reina  habia 
llevado  el  pañuelo  á  los  labios!  ¿Se  ha  visto  jamás  olvido  tan  inde- 
cente de  la  dignidad? 

T  diciendo  estas  palabras,  el  monarca  miraba  las  rosadas  mejillas 
y  los  modestos  ojos  de  Juana  Seymour. 

Lady  Rochefort  lanzó  de  improviso  una  esclam ación, 

—¿Qué  hay?  dijo  el  rey. 


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011010*1.  4*7 

— ¡Oh!  Bato  pasa  ya  de  toda  creencia,  y  realmente  el  rey  debe  cui- 
dar de  su  propia  majestad. . .  Ved,  sefior,  lo  que  hace  el  conde  de  Ro* 
chefort  en  este  momento. 

—(Dios  me  asista!  murmuró  el  rey,  ¡tiene  el  pañuelo  de  la  rei- 
nal... 

—Que  su  majestad  ha  dejado  caer  de  sus  propias  manos,  y  que 
Norria,  Smeaton  y  los  otros  devoran  con  sus  muradas. 

— Lo  besa  con  respeto...  con  embriaguez... 

Enrique,  devorado  por  las  furias,  se  levantó  en  el  instante,  y  sin 
•otra  formalidad  que  una  terrible  mirada  dirigida  sobre  la  reina,  sa- 
lió de  la  tribuna,  dejando  interrumpido  el  espectáculo  y  &  la  multi- 
tud palpipanle  de  inquietud 7  sorpresa. 

Norris,  su  primer  gentil-hombre,  acudió  en  el  instante  y  le  pidió 
órdenes. 

—Id  á  llamar,  dijo  Enrique,  mordiéndose  los  labios  hasta  hacerse 
sangre,  á  Smeaton,  Brereton  y  al  hermano  de  la  reina. 

Los  tres  llegaron  al  instante. 

—Norris,  Rochefort,  Smeaton  y  Brereton,  idos  inmediatamente  á 
la  Torre,  sin  justificación,  les  dijo  el  rey. 

Los  cuatro  infortunados  se  miraron  sin  comprender  nada,  y  salie- 
ron, en  medio  de  guardias,  precisamente  en  el  mismo  instante  en 
que  la  reina,  inquieta  de  la  desaparición  del  rey,  venia  á  saber  la 


—Vos,  seBora,  la  gritó  Enrique  desde  lejos,  id  á  vuestros  aposen- 
tos y  no  salgáis  de  elios  sin  orden  mia. 

Ana  pareció  no  haber  entendido  estas  palabras:  tal  fueron  su  es- 
tupor y  su  inmovilidad.  Fué  preciso  que  la  repitiesen  la  frase  de  En- 
rique. Entonces  volvió  atrás,  pensativa,  y  sin  comprender  qué  mo- 
tivo podía  haberle  eoagenado  asi  el  corazón  de  su  marido. 

¿Quién  la  hubiera  advertido?  A  la  primera  palabra  de  su  desgra- 
cia, s*atió  que  las  picaduras  de  sus  enemigos  habían  sido  heridas 
pretendas.  Sola,  amenazada,  no  tenia  otro  recorso  que  la  bondad  de 
Enrique...  la  bondad  de  este  hombre  que  babia  dejado  morir  de  pe- 
na á  Catalina  de  Aragón. 

El  ilia  corrió  para  Ana  en  una  horrible  perplejidad.  Súbito,  una 
idea  consoladora  vino  á  su  mente:  Enrique  era  desoonflado,  fcntás- 


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M  PRISIONES 

tico,  y  quería,  sin  duda,  someterla  á  ana  prueba.  La  apariencia  de 
una  desgracia  la  imputaría  lal  vez  á  revelar  un  carácter  altanero,  la 
conduciría  á  algún  esceso.  Lo  que  le  ocurría  era  una  prueba:  no  po- 
día ser  otra  cosa.  Ana  recobró  so  serenidad,  prometiéndose  no  dar 
ocasión  á  que  se  formase  de  ella  un  juicio  inconveniente.  El  dia  si» 
goiente  esperó  la  reina  el  fin  de  la  comedia,  y,  en  efecto,  llegó  el 
desenlace.  Un  condestable  del  palacio  vino  á  buscarla  en  medio  de 
sus  damas. 

Ana  se  había  vestido,  esperando  una  visita  del  rey,  ó  un  mandato 
para  ir  á  su  presencia. 
—¿A  dónde  me  lleváis?  dijo,  esperando  oir:  ante  el  rey. 
—A  la  Torre,  seffora,  respondió  el  condestable. 
— jA  la  Torre!...  ¡yoá  la  Torrel....  ¡Qué  be  hecho  yol 
— Señora ,  puedo  decíroslo ,   respondió  el  magistrado :   habéis 
ofendido  al  rey,  vuestro  esposo  y  vuestro  señor,  en  su  doble  cualidad 
de  sefior  y  esposo.  Primero,  diciendo  á  varias  personas  que  vog  no 
habéis  amado  jamás  al  rey,  lo  cual  es  atentatorio  á  la  majestad  real, 
crimen  previsto  por  el  estatuto  del  parlamento,  que  declara  criminal 
de  estado  á  todo  el  que  hable  en  contra  del  rey,  la  reina  ó  su  poste- 
ridad; después,  violando  la  fé  jurada,  guardando  en  el  fondo  de  vues- 
tro corazón  otros  amores,  y  alimentando  el  pensamiento  de  incesto  y 
de  adulterio. 

—[De  incesto!  ¡De  adulterio!  esclamó  la  infortunada  en  el  colmo 
del  estupor...  ¡Cómo!  ¿nadie  se  subleva  conmigo  contra  estas  infa- 
mias? ¿nadie  grita  conmigo:  venganza  contra  los  calumniadores? 

Un  profundo  silencio  acogié  estas  palabras,  hijas  de  la  desespera- 
don  de  la  reina. 

—¡Juana!  ¡Juana!  dijo  ella,  tú  me  conoces;  responde:  ¿me  crees 
tú  incestuosa,  adúltera?  ¿Dónde  estás,  Juana? 

— Lady  Juana  Seymour  está  con  su  majestad,  respondió  el  condes- 
table. 

Ana  dejó  caer  sus  manos  inertes,  y,  sin  exhalar  una  queja  mas, 
marchó  á  la  Torre,  en  medio  de  los  oficiales  y  condestables  que  for- 
maban su  cortejo. 

Una  vez  en  la  Torne,  encerráronla  en  la  sala  de  ceremonias,  her- 
mosa estancia,  mas  triste  por  los  recuerdos  que  traía  á  la  memoria: 


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DE  EUROPA.  a$ 

m  ella  había  Ricardo  III,  duque  de  Glocetter,  hecho  asesinar  á  Has- 
UngsyáSlanley. 

La  luz  del  sol  en l raba  en  esta  estancia,  sombría  y  descompuesta,  al 
través  de  los  peque&os  vidrios  guaroecidos  de  plomo  y  empatiados 
del  polvo. 

—¡Yo,  adúltera!...  ¡Yo  incestuosa!...  esclamó  Ana  de  Bolena 
cuando  el  horror  de  aquellas  palabras  hubo  llegado  hasta  el  fondo  de 
su  corazón. 

Y  la  desgraciada,  después  de  algunos  accesos  de  violentas  convul- 
siones, cayó  fria  é  inanimada  sobre  el  pavimento. 

Volviéronla  bien  pronto  á  la  vida;  mas  delirante,  casi  loca. 

'¡Se  mata  aquí,  se  mata!  esclamaba;  ¡y  yo  no  quiero  mo- 
rir!... Yo  no  soy  culpable:  ¡nada  tengo  que  echarme  en  cara! 

—No  alcanzareis  el  perdón  del  rey,  la  dijo  uno  de  los  tenientes  de 
la  Torre,  si  persistís  en  negar  de  esa  manera. 

—Tenéis  razón,  sefior:  un  alma  como  la  mía  puede  presentarse 
desnuda  delante  de  sus  jueces...  ¿Quién  no  ha  cometido  faltas?  Yo 
he  cometido  muchas.  .  interrogedme:  yo  responderé. 

— Se  trata  del  amor  criminal  que  tenéis  por  vuestro  hermano. 
¿Tenéis  ó  no  este  amor? 

—¡Oh!  esclamó  con  horror;  amo  á  Rocheforl,  mas  como  una  her- 
mana. 

— ¿Y  á  Norria,  primer  gentil-hombre  del  rey? 

—Seré  franca...  He  gastado  familiaridades  con  él.  Un  dia  le  dije, 
riendo,  que  había  adivinado  el  porque  no  se  casaba.— ¿Porqué,  seño- 
ra? dijo  él.  —Es,  le  dije  yo,  porque  vos  pensáis  casaros  conmigo,  cuan- 
do yo  sea  viuda. 

Esta  confesión ,  escrita  con  avidez ,  pareció  horrible  k  aque- 
llos que  no  buscaban  mas  que  un  protesto  para  deshonrar  k  la 
reina. 

—¿Y  Weston?  la  dijeron. 

—He  andado  ligera  con  él.  Lo  encontraba  constantemente  cerca  de 
na  de  mis  parientas  y  frío  con  su  esposa,  y  se  lo  bice  observar  re- 
prendiéndole dulcemente.— tSefiora,  me  dijo  él,  vuestra  majestad  es- 
tá equivocada:  no  es  esa  la  mujer  que  yo  amo  ..  es...  vuestra  ma- 
jestad. » Mas  ye  le  respondí  tas  duramente,  que  el  pobre  hubiera  que- 

Tb«0  II  51 


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410  PRISIONES 

rido  de  buena  gana  retirar  las  palabras  que  había  dicho  por  pura 
galantería. 

Esta  referencia  sable? ó  también  la  indignación. 

— ¿Y  Smealon?  la  preguntaron.  Vos  le  ¿abéis  recibido  en  vuestros 
aposentos,  le  habéis  tolerado  sus  asiduidades... 

— Smeaton  ba  sido  mi  caballero  de  cuarto;  mas  á  pesar  de  esto, 
no  ha  entrado  jamás  en  mis  aposentos.  No,  me  equivoco:  ha  esta- 
do dos  veces.  Esto  fué  para  tocar  en  el  clavicordio  algunos  aires  que 
habian  traido  de  Italia  y  que  yo  no  podia  comprender  bien. 

—Buscad  bien  en  vuestra  memoria:  Smeaton  ha  sido  mas  dichoso. 

—Ahora  me  recordáis  una  frase  de  este  gentil-hombre.  Un  dia  le 
pregunté  porque  me  servia  (an  fielmente:— «Es  porque  soy  bien  pa- 
gado.» Admíreme  de  esta  respuesta,  porque  Smeaton  no  ha  tenido 
mas  que  muy  poca  parte  en  mis  liberalidades. 

«No  me  pagáis  en  dinero,  dijo,  y  una  sola  de  vuestras  miradas 
me  hace  mas  rico  que  los  reyes  de  la  tierra.» 

Tal  fué  la  candida  confesión  de  Ana  de  Bolena;  en  ella  no  había, 
verdadera  ó  falsa,  una  tacha  que  arrojar  sobre  su  conciencia,  que 
muchos  no  osan  interrogar  abiertamente;  mas  sus  ligerezas  parecieron 
suficientes  al  rey,  que  no  pedia  mas  que  un  protesto,  y  lejos  de  ad- 
mirar la  buena  fé  de  su  mujer,  tomó  acta  de  estas  declaraciones 
como  testimonios  suficientes  contra  ella. 

Todo  el  mundo  abandonó  á  la  reina  desde  que  entró  en  la  Torre: 
su  desesperación  fué  tal  que  no  puede  describirse.  Sus  mismos  pa- 
rientes rehusaron  Verla,  y  su  tio,  el  duque  de  Norfolk,  que  la  debia 
su  elevación,  fué  el  primero  en  fomentar  contra  ella  el  encono  y  el 
furor  del  rey. 

Un  solo  hombre  tuvo  piedad  de  ella  en  estos  momentos:  Cran- 
mer,  ese  teólogo  que,  merced  á  su  apoyo,  había  subido  hasta 
las  primeras  dignidades  eclesiásticas.  Granmer  era  un  hombre  de  na- 
turaleza bondadosa.  Babia  sentido  la  suerte  de  Tomás  Moro  y  no 
gustaba  de  ver  abatidas  en  torno  suyo  todas  las  hechuras  levantadas 
por  el  capricho  del  rey,  pensando  sin  duda  que  le  estaba  reservada 
la  misma  suerte. 

Granmer  fué  una  tarde  á  la  Torre,  para  ver  á  Ana  de  Bolena. 

Su  dignidad  le  hizo  posible  la  entrada. 


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M  EUBOFA  ill 

Ana  había  visto  tanta  traición,  después  de  su  caida,  que  pudo  creer 
eo  una  nueva  traición  de  parte  del  prelado. 

—¿Vos  también,  Granmer?  le  dijo. 

— Yo  rengo  á  consolaros,  señora,  contestó,  y  no  á  aumentar  vues- 
tra  desesperación.  Vuestra  causa  es  perdida,  sin  que  vos  tengáis  nada 
que  reprocharos.  Mi  visita  tiene  por  objeto  daros  la  tranquilidad, 
quitándoos  toda  esperanza. 

—¿Qué  decís,  Cranmer?  ¿Cómo  conciliar  ese  contraste? 

— Fácilmente.  ¿Sabéis  bien,  sefiora,  por  qué  eslais  en  la  Torre? 

—Porque  alguno  de  mis  epemigos  ha  persuadido  al  rey  de  que  yo 
soy  culpable  de  adulterio  y  de  incesto;  porque  Norris,  Rochefoi  t,  Bre- 
reton  y  Smeaton  pasan  por  haber  sido  favorecidos  con  mi  amor. 

— Es  eso  lodo  lo  que  vos  sabéis,  ¿no  es  eso? 

— Absolutamente  todo...  ¿No  es  bastante  aun? 

— Si  no  fuese  mas  que  eso,  sefiora,  habría  alguna  esperanza;  pero 
vos  seréis  condenada,  aun  probando  que  estáis  inocente. 

— ¿Qué  decís? 

— Recordad,  sefiora...  Mas  ante  todo  juradme  por  Dios  que  no  re- 
velareis jamás  una  palabra  de  la  conversación  que  vamos  á  tener. 

—Lo  juro,  amigo  mío;  ¡mas  decid  pronto,  por  piedad! 

—¿Cómo  ha  procedido  el  rey  cuando  quiso  catarse  con  vos,  estan- 
do casado  con  Catalina  de  Aragón? 

—Vos  lo  sabéis  como  yo.  Me  amaba,  y  me  pidió  que  le  corres- 
pondiese. To  le  respondí  que  si  él  estuviese  libre,  no  seria  la  ambi- 
ción la  que  me  hiciese  desear  el  trono.  El  se  empeñó  en  romper  ¿a 
matrimonio  con  Catalina,  sobre  un  protesto  cuya  frivolidad  mi«ma 
probaba  toda  la  violencia  de  su  amor,  y  un  sacerdote  nos  unió,  á  pe- 
sar de  toda  la  oposición  de  la  reina. 

—  Deteneos  aqui,  señora...  A  pesar  de  existir  vos,  y  de  toda  oposi- 
ción por  vue¡<tra  parte,  sobre  un  pretexto  coya  frivolidad  misma  prue- 
ba la  violencia  de  su  pasión,  el  rey  quiere  romper  su  matrimonio  con 
Ana  de  Boleoa,  porque  ha  dicho  á  otra  mujer:  yo  os  amo,  y  osla  le 
ha  respondido  bajando  los  ojos:  si  estuvieseis  libre,  spfior,  no  seria  la 
ambición  lo  que  me  baria  desear  el  trono. 

Ana  de  Boleoa  cogió  la  mano  á  Cranmer.  Una  idea  brilló  en  sus 
ojos:  un  grito  se  escapó  de  sus  labios. 


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41*  MtWOKES 

-r-r¡Qu¿  torpe  t*e  estado,  dijo,  en  no  haber  visto  eso  que  acá- 
bais  de  decirme!  El  ama...  ¡Oh!  Race  tiempo  que  esta  herida  está 
abierta  en  mi  corazón  y  do  la  be  sentido.  Es  Juana  Seymour  la  que 
él  am?,  ¿no  e*  eso?  esclamó  de  repente. 

—Sí,  seflóra. 

Ana  ocultó  su  rostro  en  sus  manos,  y  la  palidez  de  la  muerte  se 
estendió  sobre  su  frente  y  sobre  su  bellísimo  cuello. 

Poco  después,  sin  embargo,  se  levantó  tranquila  y  sonriendo. 

—El  golpe  h$t  &ido  rudo,  dijo;  mas,  en  fin,  ya  se  acabó.  Gracias, 
mi  bueno  y  digno  amigo.  Ta  no  sufriré  mas:  ya  sé  porque  seré  con- 
denada, y  que  ruegos,  lágrimas,  nada  apartará  de  mi  este  cáliz.  ¡Oh! 
¡Qué  desgraciada  soy!  ¡la  desdicha  que  causé  recae  sobre  mi  cabeza! 

—No  os  acuséis,  señora.  To  os  he  advertido  como  amigo  fiel. 
Mostrad  á  vuestros  enemigos  que  sois  un  alma  escogida:  sed  mas 
grande  que  vuestro  infortunio. 

— Granmer,  yo  sé  bien  ya  lo  que  mo  está  reservado. . .  El  rey  no  es 
un  hombre  como  olro  cualquiera,  es  un  teólogo,  un  escrupuloso;  él 
no  quiere  tener  queridas,  esto  seria  incurrir  en  la  condenación;  le  son 
precisos  amores  legítimos.  Me  dará  muerte  por  legitimar  á  Juana 
Seymour.  Queme  mate;  pero  que  sepa  al  menos  que  no  soy  engasa- 
da por  su  grosera  astucia,  y  si  él  me  ha  dado  la  corona  por  uq  ca- 
pricho, no  reconozco  que  á  su  capricho  tenga  el  derecho  de  hacerla 
pasar  sobre  otra  cabeza. 

—¿Qué  haréis,  señora? 

—Escribiré  al  rey...  ¡Oh!  Catalina  le  escribió  también  antes  de 
morir...  ¡Miserable!  ¡qué  miserable  he  sido! 

—Señora,  acordaos  de  vuestro  juramento:  nada  debéis  revelar  de 
nuestra  conversación.  No  perdáis  á  vuestros  amigos. 

—Nada  temáis,  amigo  mió:  yo  hablaré  tan  dignamente,  que  los 
que  me  han  sido  fieles  so  alegrarán  de  haberme  amado.  Idos:  os  doy 
gracias,  por  segunda  vez.  Nos  volveremos  á  ver,  ¿no  es  eso? 

—Señora... 

— Será  preciso. . .  Yos  sabéis  bien  que  el  rey  no  puede  levantar  el 
trono  de  su  esposa  futura  sino  es  sobre  un  cadalso. 

—¡Oh!  ¡Qué  ideal...  No  lo  creáis:  el  divorcio  será  suficiente,  se- 
ñora. Yo  lo  creo  asi  en  mi  alma  y  conciencia. 


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$Ie  . 


DHUMt*»  418 

—Vos  me  bebéis  fortalecido  eeatra  todo,  Granmer,  y  la  muerte 
me  será  mas  dulce  que  el  divorcio:  venga,  pues,  la  muerte* 

Craamer  salió  de  la  prisión  de  la  reina. 

Alguaos  momento*  después  entró  en  ella  un  enviado  del  rey,  el 
amigo  mas  querido  de  lady  Rochefort  y  de  Juana  Seymow. 

Esb*  personaje  iba  encargado  de  ofrecer  gracia  á  la  reina,  en 
cambio  de  oaa  confesión  detallada  y  que  estableciese  su  culpabilidad, 
como  adúltera,  con  los  coacusados. 

Ana  sonrió  con  desden,  despidió  á  aquel  hombre,  y  haciéndose 
llevar  lo  oecesario,  escribió  una  caria  para  Enrique  VUI,  notable 
por  su  sencillez  y  nobleza. 

En  las  pocas  lineas  de  esta  carta  está  encerrado  todo  el  dolar  del  co* 
razón,  lleno  de  amargura  de  la  infeliz  reina,  sacrificada  ¿t  una  rival. 

ttSeñor.  son  tales  y  me  causan  tal  estrañeza  la  cólera  de  vuestra 
majestad  y  mi  prisión,  que  no  sé  como  escribiros  ni  de  qué  justifi- 
carme. 

«Mi  dificultad  es  lauto  mayor  cuanto  que  vos  me  pedis  declarar  la 
verdad,  para  obtener  gracia,  y  el  mensajero  que  me  enviáis  es,  voa 
lo  sabéis,  mi  cru<l,  mi  antiguo  enemigo.  £1  envía  de  este  mewajero 
es  suficiente  para  hacerme  comprender  vuestras  disposiciones  re*pec« 
toa  mi. 

«Sin  embargo,  puesto  que  sinceras  manifestaciones  pueden  salvar- 
me, voy  á  obedecer  vuestras  órdenes  con  alegría  y  sumisión;  mas 
no  creáis,  señor,  que  vuestra  desdichada  esposa  puede  ser  compla- 
ciente hasta  confesar  una  falta  de  la  que  no  ha  tenido  jamás  ni  el  pen- 
samiento. Esta  es  la  verdad.  Jamás  piincipe  alguno  ha  tenido  una 
mujer  mas  apegada  á  sus  deberes,  ni  mas  tierna,  que  lo  ha  sido  para 
vos  Ana  de  Bolena. 

« To  me  hubiera  contentado  con  este  nombre  y  hubiera  continuado 
oscura  en  mi  puesto,  si  Dios  y  vuestra  majestad  no  hubiesen  decidi- 
do otra  cosa;  mas  yo  no  me  he  olvidado  sobre  el  trono,  k  donde  vos 
me  habéis  hecho  subir,  tanto  de  lo  pasado,  que  no  baya  previsto  la 
desgracia  que  me  cerca.  Me  be  hecho  la  bástanle  justicia  para  decir- 
me, que  no  t  slando  fondada  mi  elevación  mas  que  sobre  un  capricho 
del  amor,  piro  amor  podía  á  su  turno  seducir  vuestra  imaginación 
y  quitarme  vuestro  corazón. 


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ii4  raisioms 

«Vos  me  habéis  sacado  de  un  estado  oscuro  para  decorarme  con  el 
titolo  de  reina  y  del  mas  precioso  aun  de  vuestra  compañera;  el  uno 
y  el  oiro  están  sin  duda  por  encima  de  mis  deseos  y  de  mi  mérito; 
mas,  pues  me  habéis  encontrado  digna  de  este  honor,  haced  que 
una  ligereza  ó  el  capricho  de  mis  enemigos  do  me  priven  de  vuestras 
bondades,  que  la  mancha,  la  odiosa  mancha  de  ser  considerada  como 
sospechosa  de  haber  hecho  traición  á  vuestra  majestad,  no  enlode  el 
nombre  de  vuestra  fiel  esposa  y  de  la  princesa,  vueslra  hija.  Haced- 
me  juzgar,  señor,  yo  lo  consiento;  mas  por  un  tribunal  legitimo,  por 
jaeces,  no  por  enemigos;  y  entonces  se  verá  palpable  mi  inocencia, 
vuestra  inquietud  y  conciencia  satisfechas,  y  la  calumnia  forzada  al 
silencio;  ó  mi  crimen  será  probado. 

«De  esta  manera,  sea  cual  fuere  mi  suene,  vuestra  majestad  no 
quedará  expuesto  á  ningún  reproche,  y  cuando  mi  falta  eslé  jurídica- 
mente probada,  seréis  libre,  no  solamente  de  castigar  á  una  mujer 
perjura,  sino  de  seguir  vuestra  nueva  afección;  pues  que  vuestra  ma- 
jestad está  ya  resuelto  á  reemplazar  mi  persona  por  el  amor  de  aque- 
lla que  me  ha  reducido  ai  estado  en  que  me  veo. 

a  Si  habéis  tomado  ya  vuestra  resolución  respecto  á  mi,  si  es  pre- 
ciso, no  solamente  que  yo  muera,  sino  que  una  infame  calumnia  os 
asegure  la  posesión  del  objeto  al  cual  miráis  unida  vuestra  dicha,  yo 
deseo  que  Dios  os  perdone  un  crimen  tal,  asi  como  á  mis  enemigos, 
instrumentos  de  tan  gran  delito. 

«¿Podrá  Dios  dejar  de  pediros  cuenta  de  vuestras  crueldades  para 
conmigo? 

«¿Me  será  dado  sufrir  sola  los  golpes  de  vuestra  cólera?...  Dad 
libertad  á  mis  servidores,  que  se  me  ha  dicho  están  presos  como 
•cómplices  mi  os:  son  inocentes.  Esto  es  el  único  y  último  ruego  que 
oso  dirigiros.  Si  alguna  vez  he  tenido  valia  delante  de  vos,  si  alguna 
vez  el  nombre  de  Ana  de  Bolena  ha  sido  agradable  á  vuestros  oídos, 
acordadme  ole  favor  que  os  pido,  y  no  os  impoi  tunaré  mascón  que- 
jas y  con  haceros  saber  los  ruegos  que  elevo  al  cielo  para  que  os  lo- 
me bajo  su  guarda. 

« Desde  mi  triste  prisión,  en  la  Torre,  hoy  6  de  mayo. 

«Vuestra  leal  y  siempre  fiel  esposa, 

Ana  de  Bolena.» 


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DE  EUROPA.  415 

La  naturaleza  de  Enrique  era  tan  feroz  en  el  deseo  como  en  el  has- 
lío.  Ana  do  era  ya  amada,  y  debia  ceder  la  plaza  á  Juana  Seymour. 
Poco  importaba  que  fuese  ó  no  culpable,  toda  vez  que  fuese  condena- 
da. El  proceso  se  instruia  velozmente. 

Se  llegó  hasta  ir  en  busca  de  confidencias  de  una  mujer  muerta 
hacia  ya  afios.  Algunos  testigos  habían  oído  algo,  y  otros  habían 
oído  decir  que  habían  oído. 

El  rey  tenia,  pues,  necesidad  de  algún  testimonio  mas  sólido.  De 
ingrato  y  de  feroz,  llegó  á  ser  bajo  é  innoble:  hizo  ofrecer  la  vida  á 
Smeaton,  á  condición  de  que  declarase  su  crimen  y  el  de  la  reina. 

Smeaton,  de  espíritu  débil  y  vanidoso  de  su  belleza,  creyó  en  las 
promesas  reales,  y,  por  escapar  á  la  muerte,  aceptó  el  vergonzoso 
oficio  de  calumniador;  y  declaró:  que  la  reina  le  había  concedido  sus 
favores,  y  que  sus  relaciones  amorosas  para  con  ella  se  remontaban 
á  algunos  años,  y  que  habían  continuado  sin  interrupción.  Mas  claro, 
declaró  cuanto  quisieron  que  declarase. 

Supo  Ana  de  Bolena  esta  nueva  infamia,  y  pidió  ser  puesta  frente 
k  frente  del  miserable:  estaba  bien  segura  de  confundirle  y  de 
probar  su  cobardía.  Los  enemigos  de  la  reina  no  consintieron  esta 
confrontación. 

Smeaton  descubrió  bien  pronto  el  lazo  en  que  le  habían  cogido: 
fué  sacado  de  la  Torre  con  Weston  \  Brereton,  y  entregados  á  los 
verdugos.  Conducidos  al  suplicio,  los  tres  fueron  colgados. 

Norria  era  un  caballero  de  la  mas  alta  nobleza  y  había  gozado 
gran  favor  con  el  rey.  Su  testimonio  pareció  á  este  de  tal  importan- 
cia que  resolvió  comprarlo  á  cualquier  precio,  y  le  hizo  también  ofre- 
cer la  vida  si  quería  declarar  la  culpabilidad  de  la  reina;  mas  Norris, 
que  era  el  que  acaso  amaba  mas  noblemente  á  Ana,  no  quiso  com- 
prar su  vida  con  una  infamia. 

—¿Qué  me  pedís?  dijo:  esplicaos. 

— Ljl  voz  pública  os  acusa  de  relaciones  criminales  con  Ana  de  Bo- 
lena. 

— (Las  pruebas! 

—El  testimonio  de  la  misma  reina...  que  ha  declarado  que  vos  la 
amaif ,  que  tos  aguardáis  la  muerte  del  rey  para  casaros  con  ella. 

— ¡Eso  es  biso!  La  reina  ha  dicho  esas  palabras  bromeando,  y 


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116  PRISIONES 

aun  cuando  las  hubiese  dicho  con  formalidad  ¿cual  es  la  ley,  cual  es  el 
capricho  de  tirano  que  impide  á  un  hombre  el  amar  á  una  mujer,  y 
encerrar  su  pensamiento  en  su  corazón,  y  aguardar,  sin  decirla  nada, 
el  momento  en  que  esta  mujer  sea  libre?  Mas  yo  os  lo  digo,  nada  de 
eso  está  en  el  corazón  de  la  reina  ni  en  el  mió. 

—En  fin,  estáis  acusado  y  os  aguarda  una  condena,  pues  el  honor 
del  rey  no  puede  sufrir  la  mas  ligera  sombra.  Sois  joven,  rico,  y  vues- 
tra familia  quedará  desesperada  con  vuestra  muerte:  libertad  vuestra 
vida  con  la  franqueza:  confesad  vuestro  crimen  y  viviréis. 

Norris  miró  desdeñosamente  al  consejero  encargado  de  negociar 
este  asante. 

— En  verdad,  dijo,  bé  aqui  una  lógica  incomprensible  ó  una  infa- 
me perversidad...  Que  me  declare  culpable  y  seré  libre,  que  me  de- 
clare inocente  y  seré  decapitado...  que  yo  mienta  diciéndome  culpa- 
ble, es  decir,  que  cometa  un  crimen,  y  el  rey  me  mirará  favorable- 
mente. El  rey  quiere  echar  su  crimen  sobre  la  conciencia  de  otro. .. 
mas  está  no  será  la  mia.  Rehuso:  la  reina  es  inocente  y  yo  tan  ino- 
cente como  ella.  Llamad  á  los  verdugos. 

Era  preciso  ahogar  las  enérgicas  protestas  de  Norris,  y  fué  deca- 
pitado. 

Hé  aquí  los  cómplices  ejecutados,  pensaron  los  enemigos  de  la 
reina,  mas  es  poco  aun:  no  basta  con  que  el  rey  haya  recobrado  su 
libertad  por  la  muerte  de  Ana  de  Bolena,  es  necesario  romper  este 
matrimonio  tan  penosamente  llevado  á  cabo,  á  pesar  de  Roma  y  del 
imperio,  y  para  no  rodear  el  trono  de  pretendientes,  es  preciso  decla- 
rar ilegitimo  el  hijo  de  la  última  reina,  de  la  misma  manera  que  se 
hicieron  declarar  bastardos  los  hijos  de  Catalina  de  Aragón. 

Esto  parecía  dificil  después  de  todos  los  trabajos  que  el  rey  se  ha- 
bía tomado  por  legitimar  á  Isabel,  hija  de  Ana  de  Bolena.  Sin  em- 
bargo, el  rey,  como  hábil  en  estos  asuntos,  salió  del  paso  con  una 
sutileza. 

—Es  imposible,  se  decía,  qne  una  mujer  tan  corrompida  y  tan 
perversa,  no  haya  dado  algunos  signos  de  su  inmoralidad  antes  de 
casarse. 

Entonces  fué  cuando  Cranmer  volvió  á  la  Torre  á  ver  á  la  reina, 
la  cual,  cada  dia  mas  desgraciada,  sentia  acercarse' el  fatal  término. 


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OB  EUR0F4.  417 

Esto  visita  foé  para  ella  como  una  dicha  inesperada. 

El  primado,  despees  de  alejar  todo  testigo,  se  aproximó  á  la  rei- 
na, y  la  dijo: 

— Ya  veis  como  os  be  servido,  y  cuanto  me  he  espuesto  por  ha- 
ceros  un  bnen  servicio.  Heme  aqui  otra  vez  porque  un  nuevo  pe- 
ligro amenaza,  no  vuestra  cabeza,  sino  vuestro  honor.  To  no  puedo 
olvidar  que  vos  me  habéis  hecho  lo  que  soy,  grande,  rico  y  podero- 
so: el  honor  de  mi  protectora  ha  venido  á  ser  mi  honor. 

—Ya  no  me  habláis  de  mi  vida dijo  Ana  con  una  dolorosa 

sonrisa. 

— Mas  larde,  señora,  respondió  Granmer  con  algún  embarazo. 
Mas,  ahora,  se  trata  de  vuestra  dignidad.  El  rey  quiere  anular 
vaestro  matrimonio,  y  hacer  ilegitimo  el  nacimiento  de  la  princesa 
de  Gales,  vuestra  hija. 

Ana  levantó  las  manos  al  cielo. 

— {Deshonrar  á  su  propia  hija!  ¿Esa  hija  que  tanto  ha  deseado,  que 
ha  amado  con  locura?  íes  imposible! 

— Es  lan  posible,  sefiora,  que  será,  si  vuestra  majestad  lo  deja 
hacer,  y  si  un  hombre,  en  cuyas  manos  etík  vuestro  honor  en  este 
momento,  es  un  cobarde  como  Smeaton. 

—¿De  quién  me  habláis?  no  os  comprendo.  Yo  tenia  servidores  y 
les  han  dado  muerte;  tengo  una  hija  y  la  ban  manchado.  ¿A  quién 
pueden  dirigirse?  no  me  quedan  mas  que  enemigos. 

—En  vuestro  pasado,  seflora,  se  puede  encontrar  el  pretesto  que 
vuestros  enemigos  buscan  para  perderos.  ¿Conocéis  al  conde  de 
Northumberland? 

— Milord  Pierey,  el  amigo  de.  mi  juventud,  mi  compañero  cuando 
vivíamos  dichosos  en  Francia. 

Y  la  desdichada  sintió  inundarse  de  lágrimas  sus  ojos  al  recuerdo 
de  un  pasado  tan  dulce. 

—¿Vos  le  conocéis? 

— Generoso,  bueno,  leal... 

—¿Habéis  tenido  amistad  con  él? 

—Sincera,  á  toda  prueba. 

—¿Y  él  por  vos? 

—El  me  ha  querido  siempre,  como  un  hermano. 

TOSO  11.  ss 


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118  HtlSIONRS 

— Ahora  bien,  señora:  el  conde  de  Northumberland  está  en  este 
momento  con  el  rey,  que  le  pide  cuentas  de  esta  amistad  de  la  in- 
fancia, que  le  llama  á  declarar  si  en  algún  tiempo  ha  existido  entre 
él  y  vos  algún  compromiso  mas  serio;  si,  en  una  palabra,  el  conde 
ha  pensado  alguna  vez  en  ser  vuestro  esposo. 

—¡Ojalá  yo  no  me  hubiese  casado!  Mas,  amigo  mío,  ¡ese  tirano 
está  loco!  ¿cree,  pues,  que  mi  vida  ha  debido  comenzar  el  dia  que  le 
he  conocido?  ¿Cómo  no  tolera  que  mi  corazón  haya  amado  el  cielo 
y  que  mis  ojos  se  hayan  fijado  sobre  criaturas  vivientes?  ¿No  hay, 
pues,  otro  ser  que  él  en  la  creación? 

—Es  rey,  señora,  y  quiere  tener  razón  en  todos  sus  caprichos. 

—Pero  no  deja  de  ser  una  locura  interrogar  los 'sentimientos  de 
un  hombre  que  me  es  completamente  extraño  después  de  mi  matri- 
monio. Eso  es  demostrar  claramente  que,  no  encontrando  liada  en  mi 
vida  de  esposa,  se  busca  algo  en  mis  pasatiempos  jíveniles.  ¿Por 
qué  no  indagan  mis  sueños? 

—Si  el  conde  de  Northumberland  ha  obtenido  de  ves  una  promesa  de 
matrimonio,  vos  no  habríais  tenido  el  derecho  de  casaros  con  el  rey; 
y,  por  tanto,  vuestro  matrimonio  será  Bulo,  y  bastardo  vuestro  hijo. 

—Responda  Northumberland  lo  que  quiera,  dijo  la  reina;  veré* 
mos  como  el  tribunal  acogerá  la  razón  que  yo  le  daré. 

«-Vos  no  tenéis  en  este  negocio  mas  juez  que  yo:  á  mi  será  lleva- 
da la  causa.  Sostened  que  ningún  compromiso  ha  mediado  entre  el 
conde  y  vos,  que  libremente  os  habéis  enlazado  con  el  rey;  y  la  co- 
rona no  caerá  de  vuestra  cabeza. 

—Sino  cuando  la  cabeza  caiga,  dijo  Ana  con  un*  amarga  sonrisa. 

—Vais  demasiado  lejos,  señora..  Ya  os  he  advertido;  adiós.  Pre- 
paraos á  defenderos  sobre  este  punto. 

En  efecto,  por  esta  anulación  de  matrimonio  fué  por  donde  quiso 
empezar  Enrique  VIH;  mas  Northumberland,  como  hombre  de  co- 
razón, declaró  que  no  habia  mediado  jamás  compromiso  algono  en- 
tre él  y  Añade  Bolena,  y  sus  relaciones  deínfanefano  habían  dado 
otro  resultado  que  una  amistad,  cada  vez  mas  respetuosa,  á  medida 
que  la  joven  habia  ascendido  en  años  y  dignidad. 

—Entonces,  dijo  el  primado,  es  preciso  confirmar  d  matrimonio, 
puesto  que  esta  declaración  parece  franca  y  leal. 


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DK  BÜHOPA  41 1 

— Es  preciso  que  el  conde  preste  juramento  entre  las  manos  de 
dos  arzobispos,  dijo  el  rey,  de  que  jamás  contrato,  promesa,  ú  otra 
clase  de  compromiso  le  ha  ligado  con  Ana  de  Bolena. 

—  Estoy  pronto  ajorar,  dijo  el  conde. 

— ¿Y  comulgareis  después  de  baber  hecho  este  juramento? 

— Comulgaré,  repitiendo  cuanto  acabo  de  decir. 

Fué  preciso  sobreseer  sobre  este  punto. 

El  rey  quiso  también  que  la  acusada  compareciese  con  su  herma- 
no delante  de  una  asamblea  de  Pares  del  reino. 

El' vizconde  de  Rocheforl,  inmolado  al  encono  de  su  esposa,  tuvo 
que  responder  á  la  acusación  de  incesto  entablada  contra  él  y  su 
hermana. 

La  asamblea  estaba  presidida  por  un  tio  de  los  acusados,  el  duque 
da  Norfolk.  Estas  venganzas  judiciales  de  que  usa  la  hipocresía  de 
ciertos  tiranos  ofrecen  siempre  ejemplos  de  increíbles* absurdos. 

Toda  la  acusación  basaba  sobre  este  cargo:  se  habia  visto  un  dia 
al  vizconde  de  Rochefort  sentado  cerca  del  lecho  de  la  reina,  ha- 
blando con  ella,  que  tenia  el  codo  apoyado  sobro  él.  ¡Horrible  fami- 
liaridad! También  se  apresuraron  ¿  comprar  algunos  testigos,  me- 
diante amenazas  ó  dinero,  y  de  esta  manera  quedó  establecida  la 
culpabilidad. 

Enrique  VIH  no  se  preocupó  por  estos  manejos;  con  poco  tenia 
bastante:  la  negación  misma  lo  hubiera  sido  suficiente. 

El  rey  se  contentó,  pues,  con  lo  hecho,  el  Iribuoal  pareció  quedar 
convencido,  y  declaró  á  Rochefort  y  á  Ana  de  Bolena  culpables  de 
adulterio  y  de  incesto.  La  sentencia  de  esta  decía:  que  la  culpable 
seria  decapitada  ó  quemada  viva,  según  la  voluntad  del  rey. 

A  estas  palabras,  pronunciadas  por  el  duque  de  Norfolk,  Ana  se 
levantó.  Durante  el  curso  del  debate  se  habia  defendido  con  un  ta- 
lento y  un  vigor  tal,  que  varias  veces  habia  hecho  palidecer  4  sus 
acusadores;  mas  viéndose  condenada,  esclamó: 

— Hilores:  ¿sabéis  lo  que  habéis  hecho?  condenáis  á  una  ipujer 
inocente.  Buscad  la  verdad  de  ese  crimen  que  me  conduce  &  la  muer* 
te,  y  no  encontrareis  en  él  lo  bastante  para  que  ocupe  formalmente 

k  uo  juez ¡Morir  por  haber  sido  una  mujer  poco  cuidadosa  de 

las  cuestiones  de  etiqueta!  ..  ¡Ob  Creador  mió!  ¡Oh  padre  mió!  vos, 


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410  PRISIONES 

que  sois  la  justicia,  la  verdad,  la  vida,  dejad  á  estos  hombres  aho- 
garse en  la  ignorancia  y  en  la  sangre!  Yos  sabéis,  mi  Dios,  que  soy 
inocente...  ¡que  no  he  merecido  esa  muerte!  Milores,  pensadlo  bien: 
¡la  posteridad  va  á  conservar  vuestros  nombres  en  la  memoria,  y  os 
deshonráis  matando  una  mujer  á  pesar  de  la  voz  de  vuestra  con- 
ciencia! 

T  fatigada  por  tan  terribles  emociones,  cayó  sobre  su  asiento. 

Los  miembros  del  tribunal  se  alejaron:  habian  cumplido  su  mi- 
sión, y  el  rey  debia  estar  satisfecho. 

Hecho  esto,  di  ose  prisa  Enrique  á  dar  fin  á  la  anulación  de  su 
matrimonio,  é  hizo  comparecer  á  Ana  y  á  Northumberland  delante 
de  Cranmer. 

Sabia  éste  harto  bien  la  influencia  que  sus  consejos  tenían  sobre  la 
reina,  y  contaba  con  la  firmeza  de  esta  para  persistir  en  la  declara* 
cion  de  la  validez  del  matrimonio. 

Desde  que  Cranmer  oyó  á  Northumberland  afirmar  bajo  juramen- 
to, que  ningún  compromiso  le  había  ligado  con  Ana  de  Bolena,  di- 
rigióse á  esta,  y  la  dijo: 

—Señora :  acabáis  de  oir  la  declaración  del  conde  de  Northum- 
berland. ¿Nada  os  ha  ligado  con  él,  nada  os  ha  impedido  contraer, 
legal  mente  matrimonio  con  el  rey  de  Inglaterra?  ¿Estáis  de  acuerdo 
con  esta  declaración? 

Ana,  en  vez  de  levantar  altivamente  la  cabeza,  como  lo  habia  he- 
cho en  el  otro  tribunal,  ocultó,  avergonzada,  el  rostro  entre  sus 
manos. 

—Estabais  libre,  ¿no  es  eso?  dijo  Cranmer. 

—No,  replicó  ella,  mas  tan  en  voz  baja,  que  apenas  se  la  en- 
tendió. 

Granmer  hizo  un  movimiento  de  sorpresa:  el  conde,  fijando  sobre 
la  reina  una  mirada  terrible,  aguardó  á  que  esta  se  esplicase  mas 
claramente. 

—¿Cómo?  dijo  el  primado,  ¿no  estabais  libre?. ..  ¿teníais  un  com- 
promiso?... 

—Sí. 

—¿Con  el  conde?  El  conde  habrá  mentido  al  rey:  ¿tendrá  un  cri- 
men sobre  sí? 


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ÜB  EUROPA  411 

Esto  era  advertir  &  la  reina  del  peligro  que  so  declaración  ines- 
perada hacia  correr  al  conde  de  Northumberland. 

—No,  eso  no,  replicó  ella  vivamente :  el  conde  no  tiene  nada  qué 
ver  en  este  compromiso  de  que  yo  hablo:  no  es  con  él  con  quien  yo 
lo  había  contraído. 

— ¿Entonces,  replicó  el  primado,  declaráis  por  vos  misma  que 
vuestro  matrimonio  con  el  rey  debe  ser  mirado  como  nulo  y  anu- 
lado? 

-Sí. 

—¿Que  vuestra  hija,  legitima  por  este  matrimonio,  reconocida 
princesa  de  Gales,  y  heredera  de  la  corona,  puede  ser  degradada  de 
sus  dignidades  y  declarada  ilegitima? 

Ana  hizo  un  violento  esfuerzo,  comprimió  la  angustia  que  des- 
garraba so  pecho,  y  quiso  responder;  mas  no  pudo. 

El  primado  repitió  la  pregunta. 

— SI,  murmuró  al  fin. 

Terminó  la  sesión. 

Ana  acababa  de  ser  arrojada  del  trono,  y  su  hija  deshonrada  des* 
de  su  nacimiento.  En  un  segundof  Ana  de  Bolena  acababa  de  sacri- 
ficar el  solo  medio  que  la  quedaba  de  morir  como  reina  de  Inglaterra. 

Cranmer  no  sabia  como  explicarse  este  súbito  cambio.  Su  inquie- 
tud no  conoció  limites  cuando  vio  á  Ana  sucumbir  al  dolor,  y  tener 
que  llevarla  desmayada  á  la  Torre.  Al  instante  fué  á  verla,  merced  á 
la  posibilidad  que  de  hacerlo  le  daba  su  cargo. 

— (Cómo!  la  dijo,  ¡vos!  ¡una  reina!  ¡habéis  hecho  el  sacrificio  de 
vuestra  dignidad  y  quitado  el  trono  k  vuestra  hija! 

—Escuchad,  milord,  replicó  la  infortunada:  vedme  aun  helada  por 
el  terror.  Yo  estaba  dispuesta  4  persistir  en  mi  declaración,  cuando 
un  hombre  entró  en  este  aposento  y  me  leyó  el  proceso -verbal  de 
una  ejecución  en  la  hoguera,  y  tuve  miedo:  este  suplicio  me  ha  pa- 
recido superior  k  mis  fuerzas.  Milord,  yo  soy  una  mujer  débil,  que 
ae  espanta  del  dolor:  he  tenido  miedo  de  morir  en  las  llamas.  Esle 
hombre,  ó  mas  bien  esle  demonio,  no  he  visto  su  rostro,  me  ha  co- 
gido en  medio  de  este  terror  y  me  ha  prometido  que  se  dulcificaría 
*¡  suplicio,  si  consentía  en  declarar  que  tenia  compromisos  anterio- 
res &  mi  matrimonio.  En  el  caso  contrario,  me  aseguró  que  se  pro- 


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m  PRISIONES 

longarian  mis  sufrimientos,  y  que  los  dolores  me  arrancarían  ana 
declaración  mas  vergonzosa  y  cobarde.  He  aceptado,  he  hablado  co- 
mo han  querido,  y  añadió  con  una  especie  de  alegría  que  martirizó 
el  corazón  del  primado,  moriré  de  una  muerte  mas  dulce. 

Granmer  se  levan  (ó  y  se  fué,  ahogando  un  suspiro,  y  repitiéndose 
que  era  indigno  del  perdón  de  Dios  el  que  así  torturaba  el  alma  de 
su  víctima. 

Enrique  sostuvo  la  promesa  hecha  á  su  esposa,  y  para  cumplirla 
hizo  llamar  al  verdugo  de  Londres,  hombre  experto  y  cuya  reputa- 
ción estaba  bien  establecida. 

—Veamos,  le  dijo,  maestro:  ¿das  el  golpe  como  quieres  y  donde 
quieres? 

— Algunas  veces,  señor,  contestó  el  verdugo. 

—¿Cómo,  algunas  veces?  ¿y  por  qué  no  siempre? 

— Porque  la  imaginación  entra  por  mucho  en  la  operación,  y  mi 
mano  está  firme  ó  tiembla,  según  que  mi  espíritu  desea  ó  teme  el 
golpe  que  va  á  lanzar. 

—Para  cortar  un  cuello  ilustre,  ¿qué  dirá  tu  imaginación? 

— Señor,  temblaré... 

—¿Pero  darás  la  muerte? 

—Puede  ser  que  no  del  primer  golpe. 

Enrique  frunció  el  entrecejo. 

— Ese  no  es  mi  negocio,  dijo:  yo  quiero  que  la  ejecución  se  haga 
sin  escándalo. 

—Es  posible  que  yo  acierte,  señor. 

—¿Pero  también  es  posible  que  equivoques  el  golpe? 

—Sí,  señor. 

— ¿Todos  los  verdugos  son  escrupulosos  ó  inciertos  como  tú? 

—No,  señor:  hay  hombres  mas  hábiles  los  unos  que  los  otros,  y 
ciertas  manos  dan  cien  golpes  de  hacha  en  la  misma  raya  marcada 
en  el  madero. 

—Señálame  una  de  esas  manos. 

—El  verdugo  de  Calais,  mi  compañero,  señor.  Tiene  el  ojo  tan  se- 
guro, que  su  cuchillo  hiere  el  objeto  fijamente:  y  tiene  el  brazo  .tan 
fuerte  que  su  hacha  se  enclaya  en  el  madero  de  manera  que  no  se 
la  puede  sacar  otra  vez. 


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DE  EUROPA.  M3 

— Eae  es  «1  hombre  que  me  bace  falla...  Que  bagan  venir  al  ver- 
dugo de  Calais . 

Ana  de  Bolena  supo  estas  horribles  particularidades  con  osa  ale- 
gría que  pareció  estrada  4  lodos  aquellos  que  la  habían  visto  tem- 
blar delante  de  Cranmer,  por  algunos  sufrimientos  mas,  y  abdicar 
su  dignidad  y  la  de  su  hija  por  tener  el  derecho  de  elegir  suplicio. 

El  lugarteniente  de  la  Torre  fué  á  prevenirla  que  el  día  de  la 
ejecución  estaba  fijado,  que  todo  estaba  pronto,  y  que  no  le  quedaba 
sino  dar  sus  últimas  disposiciones. 

— Helas  aqui,  dijo  alegremente :  tengo  un  mensaje  que  enviar  al 
rey. 

—Apresuraos,  señora,  si  queréis,  y  elegid  vueslro  mensajero. 

— Ya  está  escogido,  caballero:  el  mensajero  seréis  vos.  Id  á  ver 
al  rey,  mientras  que  se  terminan  los  preparativos,  y  decidle,  que  le 
estoy  reconocida  hasta  el  último  punto  por  todo  lo  que  ha  hecho  y 
continué  haciendo  por  mi.  De  simple  particular  que  era,  me  hi- 
to marquesa  de  Pembroke;  de  marquesa  me  ha  hecho  reina,  y  co- 
mo no  hay  nada  por  encima  de  una  reina  en  esle  mundo  y  no  ha  po- 
dido hacer  mas  por  mi,  se  ha  apresurado  A  hacerme  salir  de  aqui, 
y  me  hace  santa  y  mártir,  procurándome  el  cielo,  que  puede  ser  me 
hubieran  quitado  mis  faltas,  si  yo  hubiera  vivido  mas  tiempo. 

— Señora,  dijo  el  lugarteniente,  esas  palabras... 

— Pensáis  que  yo  bromeo,  dijo  ella.  Yo  bromeo»  puede  ser;  mas 
¿qeó  importa  al  rey  que  mi  última  frase  sea  una  broma?  ¿No  vale  mas 
para  él  qae  yo  muera  riendo,  que  verme  subir  desmelena  Ja  y  lamen- 
tándome, al  cadalso  que  me  prepara  su  bondadosa  majestad?  Va- 
mos, caballero,  tranquilizaos:  id  á  decir  al  rey  lo  que  os  he  encar- 
gado de  decirle;  y  si  vos  no  lo  osáis,  dadme  lo  que  os  preciso  para 
escribir,  y  yo  le  escribiré. 

—Prefiero  eso,  sefiora,  dijo  el  oficial,  que  no  encontrando  opor- 
Uma  U  broma,  temia  que  el  rey  no  se  vengase  en  el  mensajero,  no 
pudiendo  hacerlo  con  la  autora  del  measaje. 

Ana  escribió  á  Enrique  lo  que  acabamos  de  decir,  y  después  se 
desapañó  con  baen  apetito  para  tener  foerxas,  dijo,  y  morir  bien. 

Se  Rabian  hecho  grandes  preparativos,  y  el  pueblo  acudió  en 
gran  multitud  al  derredor  del  cadalso. 


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4*4  PRISIONES 

Aoa  pregante  cuanto  tiempo  podían  dorar  los  preparativos  de  la 
ejecución,  desde  el  momento  en  que  acabase  de  subir  al  cadalso  bas- 
ta el  momento  del  golpe  fatal. 

—Eso  depende  lanto  del  paciente  como  del  ejecutor,  sefiora,  la 
respondieron.  Hay  verdugos  que,  por  mal  entendida  humanidad,  col- 
man de  miramientos  á  sus  victimas. 

— Si  eso  depende  de  mi,  dijo  Ana  sonriendo,  os  pido  que  creáis 
que  no  deseo  prolongar  mi  agonía,  y  que  el  espectáculo  no  dura- 
rá largo  tiempo.  Has...  si  hablo  mucho  aqui  es  para  no  tener  nada 
que  decir  cuando  estaré  allá.  Si  la  brevedad  depende,  como  habéis 
dicho,  del  ejecutor,  estoy  tranquila,  pues  que  el  verdugo  ha  sido  es- 
cogido expresamente  para  mí.  Se  dice  qué  es  un  hombre  de  rara  ha- 
bilidad, y  mi  cuello  es  tan  delgado...  mirad...  que  sin  esfuerzo  lo 
corlará  en  dejando  caer  el  hacha. 

Guando  Ana  fué  sacada  de  la  Torre  y  conducida  al  cadalso,  tomó 
un  continente  grave.  Comprendió  que  una  reina,  una  mujer  inocen- 
te, debe  morir  con  nobleza,  no  solamente  por  ella  misma,  sino  por  el 
triunfo  de  la  mujer  y  de  la  majestad  real,  y  se  abstuvo  de  manifes- 
taciones escandalosas,  de  recriminaciones  acerbas,  como  dé  gemidos 
y  llantos. 

Su  último  pensamiento  fué  para  su  hija,  de  la  cual  la  habian  se- 
parado. 

Previo  que  esta  hija,  reemplazada  bien  pronto  en  las  afecciones 
del  rey  por  otros  hijos  nacidos  de  su  nuevo  amor,  sufriría  la  pena 
de  las  resistencias  de  su  madre  á  la  voluntad  del  rey.  Ana  de 
Bolena  se  acordaba  de  cuanto  la  obstinación  de  Catalina  de  Ara- 
gón en  llamarse  reina  de  Inglaterra,  después  de  su  divorcio,  ha* 
bia  perjudicado  á  los  intereses  de  su  hija  María,  suplantada  por 
Isabel. 

— Ya  he  hecho  bastante  dafio  á  mi  hija  renunciando  á  su  legitimi- 
dad, dijo  Ana:  no  le  quitemos,  por  un  vano  orgullo,  el  poco  amor 
que  queda  aun  por  ella  en  el  corazón  de  su  padre. 

T  arrodillada  sobre  el  cadalso,  dijo: 

— Declaro  que  no  acuso  á  nadie  de  mi  muerte:  la  ley  me  ha  con- 
denado. ¿Es  justo?  el  rey  lo  sabe.  Es  un  principe  clemente:  es  mi  me- 
jor juez. 


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DS  1UR0FA.  4t5 

T  dicho  esto  se  entregó  al  verdugo,  el  cual,  en  efecto,  separó  de 
in  solo  golpe  el  cuerpo  y  la  cabeza. 

El  cuerpo  de  Aoa  de  Bolena  fué  metido  en  un  ataúd  de  encina  y 
llevado  sin  ceremonia  á  la  Torre,  donde  fué  enterrada  la  desdichada 
victima. 

Asi  murió  Ana  de  Bolena,  castigada  cruelmente  por  haberse  enor- 
gullecido en  su  prosperidad.  Murió  inocente,  pues  Enrique,  á  pesar 
de  su  furor  por  acusarla,  no  pudo  encontrar  pruebas  contra  ella.  Ade- 
más, el  rey  la  justificó  casándose,  al  dia  si  guien  le  de  la  ejecución, 
con  Juana  Seymour,  á  la  cual  la  habia  sacrificado. 

El  mismo  alio  1536,  las  puertas  de  la  Torre  se  cerraron  detrás  de 
Tomás  Howard,  hermano  del  duque  de  Norfolk,  acusado  de  haber 
querido  casarse  con  Margarita  Douglas,  sobrina  del  rey.  Los  dos 
amantes  fueron  encerrados  en  esta  sombría  prisión.  Margarita  salió 
bien  pronto.  Mas  Howard  murió  en  ella.  El  carácter  de  Enrique  VIII, 
franco  hasta  la  ferocidad,  no  permite  asignar  á  esta  muerte  una 
causa  criminal. 

También  fué  encerrado  en  la  Torre  Tomás  Cromwell,  gran  perse- 
guidor de  los  católicos  romanos ,  y  favorito  del  rey;  pero  Enri- 
que VIII  mataba  á  sus  favoritos  como  á  sus  mujeres,  cuando  se  habia 
cansado.  Tomás  Cromwell,  juzgado  y  condenado,  pereció  en  Tower* 
Bill,  sin  otro  crimen  que  sus  largos  servicios  y  la  necesidad  que 
sintió  el  rey  de  tener  un  nuevo  ministro. 

Este  principe,  que  varios  historiadores  han  mirado  como  un  gran 
político,  fué  con  frecuencia  un  loco,  á  quien  nuestras  leyes  condena* 
rían  á  la  reclusión  y  á  la  interdicción.  Cuando  despojó  los  conventos, 
por  hacer  la  guerra  al  Papa,  dio,  una  vez,  las  rentas  de  uno  de  esos 
conventos  á  una  mujer,  en  casa  de  la  cuál  habia  entrado,  durante  la 
caza,  y  que  le  sirvió  un  plato  de  morcilla  que  encontró  muy  de  su 
gusto. 

Estas  eran  las  liberalidades  de  Enrique  VIH...  sus  justicias  ya  las 
visto. 

aaaMAAAAAAAa/w*-— 


II. 


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m  PRISIONES 


111. 


Eurique  Vlll  se  enamora  de  Catalina  Howard.— Se  casa  con  ella.— Se  sabe  que  esta 
princesa  deshonra  el  tálamo  real.— Sa  proceso. — Es  encerrada  en  la  Torre. — So 
ejecución.— Intrigas  y  muerte  de  Lady  Rocheíort. — Historia  de  Ana  Ascue,  teóloga 
disidente.— So  martirio.— Prisión  de  lord  Sarrey  y  de  Norfolk,  sa  padre;-  El  hijo 
es  decapitado. — El  padre  escapa  del  cadalso  por  la  muerte  de  Enrique  VIH. -«-Re- 
gencia de  Somerset.—  Reinado  de  Eduardo  VI. —Lord  Seymour  envenenado  en  la 
Torre. — Somerset  envenenado  y  ejecutado.— Juana  Gray  reina  diez  días. — Enve- 
nenada con  su  marido  lord  Guilfort  en  la  Torre,  es  decapitada  después  de  él.— 
Reinado  de  María. — Los  leñadores  de  Smilhfteld. 

Lady  Seymour  habia  muerto. 

Esta  fué  la  mas  querida  de  las  infortunadas  mujeres  que  casaron 
con  Enrique  VIH. 

Enrique  se  apresuró  á  casarse  con  Ana  de  Gléves;  mas  como  tuvo 
la  ocasión  de  ver  á  Catalina  Howard,  sobrina  del  duque  de  Norfolk, 
y  de  enamorarse  de  ella,  se  ocupó  de  divorciarse  con  Ana  de  Gléves 
para  casarse  con  su  nueva  amada. 

Catalina  era  bella:  Ana  de  Gléves  era  mas  bien  fea  que  soporta* 
ble;  mas,  fria  y  paciente  como  buena  alemana  que  era,  no  se  ofen- 
dió lo  mas  mínimo  por  el  desprecio  qué  el  rey  la  hacia.  No  ignora- 
ba, sin  duda,  á  que  atenerse  respecto  á  los  medios  corrientes  de  su 
majestad  británica,  cuando  quería  desembarazarse  de  una  esposa; 
y  la  dolorosa  muerte  de  Catalina  de  Aragón,  y  la  catástrofe  de  Ana 
de  Bolena,  compensaron  bastante  á  sus  ojos  el  privilegio  de  sentarse 
sobre  el  trono.  Desde  el  momento  que  vio  al  duque  de  Norfolk  in- 
trigar por  hacer  agradable  al  rey  á  su  sobrina  Catalina  Howard  y 
valerse  de  su  reciente  favor  para  hacer  caerá  Tomás  Cromwell 
(pues  fué  á  Norfolk  á  quien  este  favorito  debió  su  ruina),  Añade 
Cléves  prescindiendo  de  todo  amor  propio,  aguardó  tranquilamente 
que  la  hiciesen  bajar  del  trono  para  entrar  en  una  condición  modesta. 

Enrique  se  esperaba  algún  suceso  ruidoso,  y  había  preparado,  sin 
duda,  su  arsenal  de  combinaciones  matrimoniales,  y  la  pobre  reina 


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DiwmorA.  m 

se  creyó  ver  encima  alguna  buena  acusación  de  adulterio  ó  de  he- 
rejía: la  Torre  de  Londres  le  pareció  amenazadora,  asi  como  el  cadal* 
so  de  Tower-Hill.  Pero,  bien  aconsejada,  sea  por  amigo*  prudentes, 
sea  por  el  instinto  de  la  conservación,  dobló  la  cabeza  y  no  pro- 
nunció palabra,  como  hacen  los  pájaros  al  oir  los  rugidos  de  la  tem- 
pestad. 

Enrique  VIU,  ardiendo  en  deseos  de  poseer  á  Catalina  Howard  y 
de  instalarla  sobre  el  trono  de  Inglaterra,  decidió  expulsar  á  Ana  de 
Oévcs. 

Para  esta  no  fué  una  sorpresa:  estaba  ya  prevenida. 

— Sefiora,  le  dijo  el  rey,  con  un  fruncimiento  de  cejas  olímpico  en 
un  todo:  debéis  haberos  apercibido  de  que  no  podemos  vivir  por  mas 
tiempo  unidos. 

—¿Habré  incurrido  yo,  sin  saberlo,  en  la  desgracia  de  vuestra 
majestad?  le  contestó  la  reina  con  dulzura. 

— Sefiora...  he  querido  declararos  por  mí  mismo  y  con  franqueza 
mis  sentimientos  de  esposo...  Gomo  rey,  caso  de  necesidad,  usaré 
otro  lenguaje.  ¿Creéis  que  una  separación  amigable  no  sea  el  medio 
mas  digno? 

—Como  mas  os  agrade,  sefior. 

Enrique  hizo  un  movimiento  de  duda  y  sorpresa,  creyendo  haber 
entendido  mal. 

—¿Vos  consentís?  dijo  él. 

—Vuestra  majestad  manda,  y  yo  obedezco. 

—¿Aceptáis,  pues,  el  divorcio,  y  convenís  en  que  es  jos  lo? 

— To  no  me  ocupo  de  eso,  dijo  la  alemana.  Si  vue¿lra  majestad 
lo  hace,  es  que  habrá  justicia  para  hacerlo. 

—¡Muy  bien  I  respondió  Enrique,  mas  dichoso  que  si  el  cielo  se 
hubiese  abierto  delante  de  él. 

—Mas  yo  no  desmereceré,  ¿no  es  eso,  sefior?  nosotros  cedemos  á 
la  razón  de  Estado... 

—Habéis  desmerecido  tan  poco,  sefiora,  que  del  rango  de  mi  es- 
posa, quiero  haceros  pasar  al  de  hermana  mia.  Vos  seréis  mi  her- 
mana querida,  y  nunca  mujer  alguna  gozará,  como  vos,  de  mas 
consideración  en  mi  corte. 

—Sefior,  tanta  bondad... 


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m  musiom» 

—Permitid :  esceptuo  á  la  nueva  reina  y  &  mi  hija  Isabel:  la  una 
reinante,  y  debiendo  reinar  la  otra,  su  rango  será  superior  al  vues- 
tro, mas  vos  tendréis  el  lugar  inmediato. 

—Quedaré  muy  honrada  aun,  dijo  Ana  de  Clóves. 
— Me  colmáis  de  alegría  con  esta  muestra  de  talento  y  de  cari- 
dad, señora.  Para  sostener  vuestro  rango,  quiero  asignaros  una  pen* 
sion  anual:  tres  mil  libras,  ¿es  bastante? 

—Es  suficiente,  señor. 

—Me  falta  daros  las  gracias  y  dirigiros  una  súplica.  Vuestro  her- 
mano, el  Elector  de  Sajonia,  podrá  no  comprender  tan  bien  como  no* 
sotros  la  necesidad  que  nos  conduce  al  divorcio...  los  príncipes  tie- 
nen con  frecuencia  un  amor  propio  fuera  de  lugar;  y  yo  tendré  un 
gran  disgusto  si  me  veo  comprometido  á  sostener  una  guerra  con  el 
que  ha  sido  mi  cuñado,  que,  pues  vos  seréis  mi  hermana,  será  mi 
hermano  querido...  Yo  espero  de  vuestra  bondad 

— Os  comprendo,  señor,  y  vais  á  tener  la  prueba. 

Ana  se  sentó  delante  de  una  mesa,  y  escribió  al  Elector  de  Sajo- 
nia, su  hermano,  la  siguiente  carta: 

«Hermano  mió: 

a  El  rey  y  yo  nos  hemos  convenido,  con  sincera  amistad,  en  romper 
los  lazos  del  matrimonio  que  nos  une.  Nuestra  dicha,  nuestra  digni- 
dad exigen  que  el  divorcio  se  haga  sin  escándalo. 

«En  cuanto  á  mi,  se  me  trata  tan  bien  y  me  veo  tan  honrada  por 
el  rey,  que  tengo  todo  en  poco  con  tal  de  vivir  en  buena  inteligen- 
cia con  este  generoso  y  buen  principe.  Imitadme:  yo  or  lo  pido.  Mi 
deseo  es  continuar  viviendo  en  Inglaterra  donde  se  me  asegura  una 
suerte  digna  de  envidia Sin  embargo » 

— Aqui,  dijo  ella,  interrumpo  la  carta,  si  vuestra  majestad  lo  jux- 
gaá  propósito. 

—¿Qué  hay?  preguntó  Enrique,  que  acababa  de  recorrer  la  arta 
con  indecible  satisfacción.  ¿Qué  deseáis? 

—Puede  ser,  dijo  ella,  que  fuese  conveniente  que  yo  hiciera  una 
visita  á  mi  hermano;  mas,  si  vos  no  lo  juzgáis  á  propósito,  no  la 
haré. 

—Nada  de  eso,  mi  querida  hermana,  nada  de  eso:  yo  os  autorizo 
á  hacer  esa  visita. 


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DI  UJMNL  4tt 

aiadiré,  replicó  ella  con  Impasibilidad,  las  palabras 
que  suspendí  basla  saber  vuestra  voluntad:  % 

«Sin  embargo,  tendré  el  placer  de  ir  &  haceros  ana  risita.  Esperad* 
me,  os  lo  ruego,  y  creedme  siempre  vuestra  apasionada  hermana.» 

«Anide  Cléves.» 

Partió  la  carta,  y  Ana,  con  una  rapidez,  que  no  se  hubiera  debi- 
do esperar  de  su  apatia,  hizo  sos  preparativos  de  marcha  para  ir  A 
hacer  la  visita  prometida  al  Elector,  i  fin  de  alejarse  de  Inglaterra; 
al  mismo  tiempo,  con  mensajeros  fieles,  envió  otra  caria  á  su  her  - 
maoo  instruyéndole  del  peligro  en  que  la  pondría  la  menor  sospe- 
cha de  desconfianza. 

El  Elector  respondió,  pues,  que  no  juzgaba  conveniente  esta 
vuelta*  Alemania,  porque  los  pueblos  podrían  creer  en  nna  desgra- 
cia, mientras  que  no  so  trataba  sino  de  no  cambio  de  condiciones  en 
el  tratado. 

Ana  de  Cléves  se  retiró  A  sus  tierras,  en  los  alrededores  de  Lon- 
dres, y  vivió  pacifica  é  ignorada,  teniendo  por  lodo  séquito  algunos 
busos  servidores,  y  por  consuelo  el  ejemplo  de  las  ambiciosas  que 
la  habían  precedido  y  de  las  que  debían  sucedería  en  el  trono. 

Enrique  VIII  nadaba  en  la  alegría:  adoraba  &  Catalina  y  sabo- 
reaba su  dicha  con  tantas  delicias,  que  compuso  una  oración,  que 
su  capellán  recitaba  diariamente,  &  fin  de  dar  gracias  á  Dios  por 
la  felicidad  conyugal  que  le  había  deparado. 

Sin  duda  parecería  extraordinario  á  los  que  creemos  en  la  interven- 
ción de  la  Providencia  en  las  cosas  de  este  mundo,  que  el  rey  fuese 
perfectamente  dichoso  con  una  mujer,  después  de  haber  sacrificado 
varías  á  sus  caprichos. 

Cranmer,  el  mismo  4  quien  hemos  visto  deplorar  tan  vivamente  la 
mierte  de  Ana  de  Botana,  su  protectora,  acechaba  la  ocasión  de  pro- 
bar al  rey  que  las  apariencias  son  engafiosas;  mas,  diestro  cortesa* 
ao,  hombre  de  buenas  costumbres,  quería  evitar  el  ruido,  deseando, 
sin  embargo,  la  pena  del  talion  para  aquellos  que  habían  perdido  k 
Ata  de  Boleaa. 

Dea  lartie,  k  la  hora  en  que  se  recitaba  por  la  dicha  conyugal  del 
rey  la  oración  que  él  se  había  lomado  el  trabajo  de  componer,  u 


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41* 

hombre  que  de  tiempo  atrás  estaba  al  acecho  en  una  callejuela,  en 
los  alrededores  de  la  píaza  de  Santa  Catalina,  cerca  de  un  jardín,  se 
escondió  en  una  esquina,  para  dejar  pasar,  sin  ser  visto,  á  dos  per- 
sonas envueltas  en  sus  mantos. 

En  su  pequeña  estatura  y  en  su  tímido  andar,  reconoció  &  dos 
mujeres. 

Dejólas  entrar  en  el  jardín,  por  la  pequeña  puerta,  y  cuando  esta 
fué  cerrada,  esclamó: 

—¡Dios  me  asista!  son  ellas,  ellas  mismas.  He  reconocido  á  la  mas 
alta:  es  mujer  á  quien  he  visto  mas  de  cien  veces.  La  mas  pequeña 
es  ese  monstruo  de  mujer  que  reia  lan  fuerle  el  dia  que  decapitaron 
á  Ana  de  Bolena.  ¡Ah  serpiente:  te  tengo  por  la  cabeza!  Ta  verás  si 
la  mano  de  Lascelles  es  dura  y  si  su  talón  es  fuerte. 

Otros  pasos  sonaron  en  la  calleja. 

El  hombre  que  acechaba  se  perdió  en  la  oscuridad. 

Oculto  no  dejaba  de  correr  riesgo,  si  hubiera  sido  visto,  porque 
el  que  avanzaba  miraba  con  atención  en  torno  suyo,  y  llevaba  una 
espada  desnuda  en  la  mano.  Al  fin  llegó  á  la  puerta,  y  volvió  á 
mirar  aun,  hasta  que  no  viendo  cosa  alguna,  tocó  la  madera  de  un 
modo  particular.  La  puerta  se  abrió  y  el  hombre  desapareció  per  la 
abertura. 

—¡Y  un  hombre]  dijo  el  escondido:  ¿mas  será  este  solo? 

Al  cabo  de  diez  minutos,  que  le  parecieron  un  siglo,  otros  pasos 
resonaron  á  lo  largo  del  muro. 

Lascelles  habia  tenido  tiempo  para  buscar  un  sitio  mejor,  y  lo  ha- 
bía encontrado  debajo  de  un  largo  banco  dé  piedra,  colocado  cerca  de 
la  puerta,  en  el  logar  de  la  sombra;  y  pudo  distinguir  aun  caballero 
con  (raje  de  oficial,  bajo  la  capa.  Dna  larga  y  pesada  pistola  pendia 
de  su  brazo  y  una  larga  espada  batia  sobre  su  muslo,  distinguién- 
dose perfectamente  en  su  mano  izquierda  uno  de  esos  puñales  que 
se  llamaban  de  misericordia. 

— Hé  aqui  el  segundo,  pensó  Lascelles.  Entra  en  la  red,  buen 
amigo. 

El  caballero  dio  tres  golpecitos  en  la  pequeña  puerta,  que  fué 
abierta  también  para  él.  Después  todo  quedó  en  el  mas  profundo 
silencio. 


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DE  EUROPA.  431 

Entonces  Lascelles,  siguiendo  el  muro  con  gran  precaución,  ganó 
la  boca  de  la  callejuela,  atravesó  la  plaza  y  filé  &  San  Pablo,  donde 
vivía,  en  nn  suntuoso  piso,  el  Primado  Cranmer,  rico,  honrado,  po- 
deroso como  el  rey. 

Lascelles,  después  de  haber  mostrado  á  los  oficiales  un  pase,  fir- 
mado por  el  mismo  arzobispo,  fué  introducido  delante  de  este. 

Cranmer,  ya  viejo,  mas  Heno  de  vigor  y  de  presencia  de  espirita, 
trabajaba  á  esla  avanzada  hora,  como  un  joven  auditor  que  quiere 
llegar  á  ser  ministro. 
— ¿Estas  ahí,  vagamundo?  le  dijo  el  arzobispo. 
—Si,  monsefior,  héteme  aquí,  y  después  de  haber  hecho  buen 
negocio. 
— ¿Qué  quiere  decir  eso? 

— Mi  hermana  no  ha  mentido:  es,  en  efecto,  cerca  de  Santa  Catalina 
donde  nuestras  palomas  hacen  su  nido  cada  noche...  cada  noche  que 
•)  milano  duerme  fuera  de  la  ciudad. 
— ¿Lo  has  visto  tú? 

—He  visto  dos  mujeres,  la  una  alta  y  vestida  de  azul,  bajo  su 
manió  negro,  y  la  otra  de  amarillo,  bajo  su  manto  blanco.  La  prime* 
ra  es  lady  Sochefort,  esa  enemiga  jurada  de  la  pobre  reina  decapi- 
tada, la  otra... 
—¿Y  bien!  dijo  Cranmer...  no  vaciles. 
— Sea,  milord:  es  la  reina  en  persona. 
—I  Desdichado!  esclamó  Cranmer  como  si  se  hubiese  sobrecogido 
de  terror,  ¿osas  tú  pronunciar  ese  nombre  venerable? 

—Si  es  venerado,  milord,  es  preciso  convenir  en  que  las  gentes 
de  esta  nación  son  bien  estúpidas. 

—¡Cómo!  ¿qué  dicas? Aun  cuando  eso  sea  cierto;  aun  cuan- 
do la  reina  y  lady  Roche fort  hayan  estado  en  el  sitio  que  tú  dices 
¿qué  probaria  esto?  La  reina  hace  obras  de  piedad,  y  su  modestia  te- 
me siempre... 
—Lascelles  se  echó  á  reir. 

—{La  modestia!  ¡ahí  bé  aqui  una  palabra  que  engalla  i  mucha 
gente  La  modestia  de  lady  Boche fort.. 
— Ma3  la  de  la  reina... 
— Yo  he  visto,  sefior,  y  por  tanto  puedo  hablar. 


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48*  MISIONES 

—¿Sabes  que  te  espones  á  la  horca?  Hay  un  edicto  del  parlamento 
que  manda,  bajo  pena  de  muerte,  respetar  de  palabra,  de  hecho  y 
con  el  peosamieoto  á  la  reina  y  á  sus  hijos,  si  los  tiene.  Tu  brutal 
espansion  te  perderá. 

— Yo  creo  al  contrario,  mi  lord,  que  hay  mucho  que  ganar  para 
mi,  si  arriesgo  el  escándalo.  Su  majestad  gusta  cambiar  de  mujer; 
y  yo  voy  á  darle  la  ocasión. 

—¿Estás  tú  seguro?...  Piensa  en  lo  que  te  he  dicho:  recompensa- 
do de  tu  celo  si  es  verdad;  en  la  horca,  si  te  has  equivocado. 

— Acepto. 

~-Cuando  me  hablaste  de  tu  designio,  no  lo  he  combatido  espe- 
rando que  la  apariencia  te  hubiese  equivocado  y  que  caerías  de  tu 
error;  mas  has  insistido  y  te  he  colocado  de  centinela:  tú  aseguras 
un  hecho,  á  lu  riesgo  y  peligro. 

—Un  momento,  mi  lord:  el  cuello  de  un  pobre  diablo  como  yo  es 
siempre  poca  cosa  para  un  nudo  escurridizo,  y  solo  á  nada  me  atare* 
vo.  Vos  comprendéis  que  me  importa  poco,  después  de  todo,  el  que 
la  reina  corra  una  noche  como  una  ñifla  enamorada:  corre  en  buen 
hora,  y  el  rey  se  arregle  como  pueda.  Si,  al  contrario,  yo  soy  sosleni* 
do,  sea  en  buen  hora  también;  yo  iré  de  levante,  codo  diera  los 
marinos  en  los  puertos. 

—¿Tienes  una  prueba  que  dar? 

—¡Ya  lo  creo!  la  mejor  de  todas.    * 

—¿Cuál? 

—Yo  os  procuraré  e)  placer  que  he  tenido:  tos  veréis  á  la  reina 
y  á  su  amiga  salir  de  la  casa ,  como  yo  las  he  visto  entrar. 

— Si  es  asi,  acepto. 

— ¿Y  partiréis  la  responsabilidad? 

—Si  tienes  razón,  si;  mas  no,  si  le  has  equivocado. 

— Entonces,  milord,  ¡listel  una  capa  sobre  vuestras  espaldas,  apo- 
yaos en  mi  brazo  y  partamos. 

— Un  momento...  no  es  bastante  un  testigo...  veamos,  te  lo  repi- 
to: ¿estás  seguro?  Hé  aqui  ai  memento  de  tu  fortuna  6  de  tu  muerte. 

— Milord,  yo  estoy  seguro  de  mi;  mas  si  vos  aguardáis  hasta  ma- 
ñana, los  pájaros  se  habrán  ido.  Pasadas  dos  horas,  yo  no  respondo 
de  nada. 


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nmori.  us 

Leñatee  Granmer  con  mía  ligereza  que  no  era  de  esperar  en  su 
edad,  hiae  dar  on  caballo  á  Lascelles,  montó  en  w  litera  y  se  diri- 
tió al  palacio  del  canciller.  Este  magistrado  sopo  por  Craamerel  ob* 
jeto  de  la  visita,  tembló  á  su  torno,  y  amenazando  á  Lascelles  ai  ha- 
bía mentido,  se  apresuró  á  seguirle  al  sitio  designado. 

una  hora  no  había  transcurrido  cuando  vieron  salir  de  la  casa  á 
«na  de  las  dos  dama*,  acompafiada  de  un  hombre* 

Craaaer  recoooeió  fácilmente  á  la  reina. 

Poco  tiempo  después,  lady  Bochefort  salió  con  el  otro  caballero  y 
tomó  el  camino  de  su  palacio. 

El  primado  y  el  canciller  habían  reconocido  á  las  dos  damas  y  á 
los  dos  hombres.  Eran  estos  Derham  y  Manooc,  oficiales  los  dos  de 
la  vieja  duquesa  de  Norfolk,  tia  de  Catalina  Howard,  reina  de  Ingla- 
terra. 

I  Los  dos  dignatarios  puestos  en  acecho  por  el  triunfante  Lasoellés, 
se  fueron  á  la  casa  del  arzobispo,  y  la  noche  se  pasó  en  planes  impo- 
áUes  de  realizar,  y  en  quejas  sombre  su  desventurada  suerte/  Pura 
hipocresía:  el  hecho  es  que  los  dos  deseaban  ardientemente  volcar  él 
crédilo  de  Norfolk,  y  que  la  ocasión  era  propicia. 

—Es  preciso  ir  en  busca  del  rey,  dijo  el  canciller* 

—Yo  no  osaré  jamás...  dijo  Granmer,  y  sin  embargo  el  servicio 
de  si  majestad. lo  exige.  Nosotros  no  podemos  permitir  la  continua- 
ción de  este  atentado  contra  la  majestad  de  nuestro  señor. 

—Ni  ocultar  el  adulterio  flagrante,  dijo  el  canciller.  Mas  el  pri- 
var impulso  del  rey  será  terrible,  y  yo  estoy  lejos  de  estar  en  gracia 
con  él  como  vos.  Instruidle:  yo  os  apoyaré. 

— Né,  no.  Es  negocio  de  estado:  habladle  vos  mismo,  dijo  Cran~ 
■ar:  yo  me  encierro  en  mis  negocios  eclesiásticos. 

—Hay  un  medio  diplomático  que  lo  couciliará  todo,  dijo  elcan- 
oiller,..  la  policía.,,      a 

—Eso  no  és  conveniente.. .  Escuchad:  yo  me  sacrificaré,  yo  escri- 
biré al  rey  el  relato  de  esta  aventura;  esto  será  casi  un  anónimo,  y 
el  rey  no  le  dará  la  importancia  que  tendría  un  paso  oficial  de  cual* 
qniera  da  nosotros  dos. 

—Escribid,  poes,  milord,  dijo  el  cancilla1. 

En  afecto,  Cranmsr  escribió  la  carta. 

>u  *t 


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134  .PRISIONES 

Enrique  acababa  de  llegar,  altare  y  apasionado,  cerca  de  su  queri- 
da esposa,  cuando  recibió  el  mensaje  de  Granmer.  Su  primer  movi- 
miento fué  de  indignación  contra  Catalina,  el  segundo  lo  fué  contra 
Granmer,  cuyo  estilo  y  letra  reconoció. 

El  primado  recibió  la  orden  de  venir  á  palacio. 

—Veamos:  ¿qué  significa  esta  odiosa  calumnia  contra  la  mas  para 
de  las  mujeres?  Sois  un  anciano  bien  poco  caritativo,  sefior  arzobis- 
po: la  tolerancia,  primera  virtud  del  sacerdote,  no  es  seguramente 
la  vuestra.  % 

—Sefior,  contestó  Granmer,  que  se  aguardaba  este  recibimiento, 
yo  no  soy  el  inventor  del  relato:  he  prestado  mi  pluma  á  fin  de 
que  un  estrado  no  fuese  sabedor  de  un  secreto  de  familia.  En  cuanto 
á  ver...  vos  os  convencereis,  por  vos  mismo,  si  es  que  deseáis... 

—Si,  ciertamente,  dijo  Enrique. 

—Está  bien,  sefior,  yos  veréis... 

—Es  un  complot  contra  lady  Rochefort.  * 

—Tanto  mejor  para  ella,  sefior,  si  de  la  pesquisa  sale  resaltada 
su  inocencia. 

—Puede  no  haber  crimen:  ser  un  paseo.. . 

—Si  vuestra  majestad  declara  que  no  hay  crimen,  rompamos  la 
acusación. 

—Un  momento...  me  habéis  dicho  que  yo  vería...  pues  bien:  yo 
quiero  ver. 

El  rey  dispuso  ir  á  Wentsminster  á  pasar  dos  noches. 

Lagcelles  se  puso  en  acecho,  y  pudo  mostrar  á  su  rey,  á  la  misma 
hora  que  la  vez  anterior,  á  su  virtuosa  esposa  formando  pareja  con 
Derham  ó  Mannoc,  oficiales,  buenos  mozos,  de  los  que  lady  Roche- 
fort elegía  uno  para  conversar,  en  tanto  que  Catalina  tomaba 
el  otro. 

Enrique  no  conocía  medidas  á  medias.  Al  momento  hizo  arres- 
tar á  Mannoc  y  Derham,  los  cuales,  en  presencia  de  las  torturas  y  de 
la  sombría  justicia  de  la  Torre,  declararon  punto  por  punto  la  histo- 
ria de  los  amores  secretos  de  Catalina  Howard. 

Los  presos  fueron  tan  sinceros,  que  el  esposo  descubrió  mas  secre- 
tos de  los  que  quería  saber.  Lady  Rochefort  habia  llevado  su  compla- 
cencia por  la  reina,  hasta  tomar  por  su  cuenta  y  sobre  su  reputación 


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DE  BimOf  A.  435 

otro  amante  llamado  Colepeper,  que  do  era  otra  cosa  que  ud  ter- 
cer favorito  de  Catalina.  Guando  los  tres  jóvenes  venían  al  palacio  ó 
á  la  casa  secreta,  Catalina  escogía  entre  sus  damas  de  honor  una  ó 
dos,  fieles,  que  desagraviaban  á  los  menos  favorecidos  por  la  prefe- 
rencia acordada  al  favorito  del  dia  Estos  horrores  hicieron  erizar  los 
cabellos  del  rey,  y  derramar  lágrimas,  según  pretende  un  escritor. 

Catalina  fué  también  conducida  á  la  Torre. 

Lady  Rochefort,  cobarde  como  todas  las  almas  verdaderamente 
corrompidas,  dio  el  asqueroso  espectáculo  de  un  egoismo  que  acepta 
toda  vergtenza,  toda  mancha,  por  conservar  la  vida.  Acusó  á  tanta 
gente,  creyendo  salvarse,  que  su  nombre  cayó  en  la  execración  pú- 
blica, que,  antea  de  su  castigo,  vengó  suficientemente  á  la  desdicha* 
da  reina  á  quien  ella  habia  perdido. 

Enrique  tenia  dos  buenos  vengadores  de  sus  querellas  domésticas: 
el  uno  preparaba  el  trabajo  del  otro.  Eran  estos  el  parlamento  y  el 
corlador  de  cabezas. 

Encargó  Enrique  al  parlamento  instruir  el  proceso,  y  sus  magis- 
trados recibieron  la  declaración  de  Catalina.  Derham,  Mannoc  y  lady 
Rochefort  habían  dicho  tanto,  que  la  reina  no  (uvo  nada  que  decir. 

El  parlamento  rogó  al  rey  que  no  se  afligiese  ppr  un  accidente  al 
que  están  sujetos  todos  los  hombres  casados;  y  después,  para  hacer 
bien  la  cosa,  lanzó  un  acta  de  proscripción  contra  la  reina,  sus  tres 
amantes  conocidos,  lady  Rochefort,  la  vieja  duquesa  de  Norfolk,  el 
üo  de  Catalina,  lord  Williams  Howard,  y,  en  una  palabra,  contra  to- 
do* aquellos  que  habían  debido  conocer  los  desarreglos  de  la  reina 
antes  de  su  matrimonio  y  que  no  los  habían  revelado...  La  Torre 
quedó  bien  pronto  llena  de  desgraciados. 

El  absurdo  de  estas  adulaciones  no  paró  aquí.  El  parlamento  deci- 
dió que  recaería  pena  capital  contra  todos  aquellos  que,  sabiendo 
ó  sospechando  cualquiera  irregularidad  en  la  conducta  de  la  reina, 
•o  la  revelasen  al  rey  ó  al  consejo,  en  el  espacio  de  veinte  dias.  La 
pena  sería  la  misma  si  revelasen  sos  sospechas  en  público  ó  entre 
particulares.  Además:  seria  decapitada  también  toda  mujer  que,  ca- 
sándose con  el  rey,  tenida  por  casta  no  siéndolo,  no  le  hubiese  pre- 
venido, antes  de  casarse,  de  que  tenia  algo  que  reprocharse. 

Coando  el  parlamento  hubo  terminado  sus  monstruosas  fechorías, 


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43<  PUStOWS 

para  satisfacer  en  algún  lanío  el  resentimiento  del  engañada  marido* 
procedió  á  decapitaciones  de  hecho,  esperando,  entre  tanto»  las 
que  prometían  los  decretos.  Catalina  Howard  y  su  cómplice  lady  Ro- 
chefort,  fueron  llevadas  de  la  Torre  ¿  Tower-IIill,  donde  el  verdugo 
las  cortó  la  cabeza»  no  sin  gran  aprobación  del  pueblo*  que  detestaba 
á  la  Rochefort  por  la  parle  que  hahia  tenido  en  el  asesinato  jurídica 
de  Ana  de  Bolena. 

Enrique,  para  consolarse»  se  ocupó  mas  que  nunca  de  1»  teología 
activa»  y  como  babia  nacido  para  matar  mujeres»  se  dirigió  des- 
de luego  á  una  joven  y  bella  protestante»  llamada  A«a  Ascüe, 
que  no  admitía  la  presencia  real  en  la  eucaristía»  herética  creencia, 
que  el  rey  no  podia  sufrir  ni  aun  en  simple  teoría. 

Ana  Ascfie»  amiga  de  la  nueva  reina  Catalina  Parr,  viuda  de  La» 
tímer,  gozaba»  gracias  &  su  mérito»  á  su  riqueza  y  &  su  belleza,  de 
gran  consideración  en  la  corte. 

En  esta  época  era  de  moda  que  cada  cual  dogmatizase»  y  ella  se*- 
tenia  su  creencia  con  franqueza  y  energía.  Irritóse  Eerique  de  esta 
resistencia,  y  sospechando  que  su  nueva  mujer  participaba  de  la  he- 
rejía de  Ana  Ascüe,  entendióse  con  Cranmer  y  con  el  canciller 
Wriotheseley,  para  hacer  decapitar  &  su  esposa. 

El  canciller  era  todo  un  cortesano:  se  ocupó  en  seguida  de  com- 
placer á  su  señor,  y  la  desgraciada  Catalina  Parr  hubiera  sido  con- 
ducida á  la  Torre»  sin  el  talento  que  tuvo  de  olvidar  todo  amor  propia 
delante  del  hacha.  Se  convirtió  al  dogma  peal,  é  hizo  bien:  el 
ejemplo  de  Ana  Ascfie  era  bastante  i  convertir  á  los  mas  rebeldes. 

Enrique  envió  á  esta  jó  ven  uno  de  sus  mas  feraces  adeptos»  el 
obispa  Bonner»  para  obtener  de  ella  una  retractacioo  de  sus  here* 
jías.  Cedió  Ana»  mas  con  restricciones  que  sentaba  la  teóloga  Éar- 
mante.  Bonner  dio  cuenta  al  rey  del  resultado  de  su  comisión,  y  este 
envió  á  la  Torre  á  Ana  Ascüe. 

Esta»  llena  de  cólera  y  desprecio  contra  un  hombre  que  abüsafc* 
tan  cruelmente  de  su  debilidad,  le  escribió  que  se  complacía  e* 
creer  todo  aquello  que  Jesucristo  habia  enseSado  á  su  Iglesia;  mas, 
que  no  queria  ir  mas  allá,  por  un  celo  mal  entendido.  Entonces  envió 
el  rey  su  canciller  á  esta  oveja  descarriada,  y  para  hacerla  entrar  en 
razón»  la  pusieron  en  tortora. 


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DEWMftL  U1 

Ana  Asaüa  M  atada  «otare  un  caballete,  eo*  k»  brazos  separados 
y  laa  piernas  apartada!  por  resortes  que  ua  molinete  hacia  mover,  y 
que  abriendo  loa  brazos  del  caballete,  dislocaban  ka  miembros  del 
paciente. 

El  verdugo  aplieó  la  tortura  ordinaria;  mas  coma  la  valerosa  jó-* 
▼en  no  habia  dicho  palabra,  ao  había  comprometido  ¿«adíe;  Wriot- 
beaely,  llevado  de  au  aelo,  eoolaató: 

~-No  ha  sufrido  bastante:  apretad  maa  aaa,  y  ella  hablará. 

Estaban  allí  el  teniente  de  la  Torra,  el  verdugo*,  varios  aacerda* 
tea  y  el  canciller  que  era  quien  presidia. 

El  verdugo  declaró  que  le  estaba  prohibido  traspasar  el  grado  de 
separación  fijado  por  el  reglamento» 

-Solor  teniente,  dijo  Wrietheseley,  ¿queréis,  yo  es  lo  pido,  dar 
orna  vuelta  i  la  rueda  del  caballete?... 

— Milord,  replicó  el  teniente,  lleno  de  compasie*  en  presencia  de 
lea  sufrimientos  saponadas  por  la  jóvon,  olvidáis,  safior,  que  yo  no 
soy  el  verdugo,  sino  el  carcelero. 

w~fE*&  bien!  yo  lo  barí»  pues,  per  mi  mismo  eu  servicio  del  rey, 
dije  el  fcioz  magistrado. 

T  aproximándose  al  torniquete ,  le  ¿ió  tan  rudo  oprimiente, 
que  las  piernas  de  la  victima,  separadas  mas  allá  de  su  medida, 
efujioron  centra  la  madera,  y  rotos  los  vasos  y  dislocados  lea  hue- 
sos, dejaron  escapar  la  sangre. 

En  ten  deplorable  estado,  la  desventurada,  siempre  firme  en  su  fó, 
Ué  llevad*  á  la  hoguera,  donde  espiró. 

El  ¿a&a*  Wriotheseley  habia  llevado  su  cinisaw  hasta  ofrecerla 
gracia,  en  el  potro  mismo,  después  que  rotos  aua  miembros  era  ya 
medio  cadáver.  Ana  rehusó  valerosamente,  y  murtá  mártir. 

Setos  pasatiempo*  no  ocupabas  lauto  los  ocios  del  rey  que  no  pu- 
diese pensar  un  poco  en  sus  favoritos. 

El  duque  de  Norfolk  habia  caido  en  desgracia  después  del  des- 
cubrimiento de  los  crímenes  de  Catalina  Uoward,  su  sobrina;  mas 
laque  le  perdió  mas  seguramente  fué  ia  gloria  y  ei  crédito  de  su  hi- 
jo, el  joven  lord  Surrey,  célebre,  i  los  veinte  afios,  per  su  talento 
poético,  su  valor,  su  belleza  y  su  fortuna. 

Tuso  la  desgracia  de  hablar  ligeramente  de  la  gordura  desmesurada 


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4*8  Misiones 

del  rey,  y  de  do  quererse  casar  con  la  hija  de  lord  Hertford,  que  En- 
rique le  habia  destinado  por  esposa;  y  el  rey  dedujo  de  lodo  esto  que 
este  joven  era  un  conspirador,  un  rebelde,  an  hereje;  y  qne  no  era 
él  solo  culpable,  pues  qne  su  padre  habia  dirigido  su  educación.  Los 
dos  fueron  arrestados  y  molidos  en  las  prisiones  de  la  Torre. 

Los  crímenes  de  Surrey  fueron  estos:  el  parlamento,  tribunal  ordi- 
nario del  rey,  le  consideró  sospechoso  de  tener  espías  á  su  servicio; 
de  haber  puesto  sobre  su  escudo  de  armas  las  armas  de  Eduardo  el 
confesor,  por  lo  que  era  sospechoso  de  aspirar  á  la  corona;  y  por  úl- 
timo de  haber  rehusado  la  mano  de  la  hija  de  lord  Hertford,  por. lo 
cual  era  sospechoso  de  haber  puesto  los  ojos  en  la  princesa  Haría, 
hija  primogénita  de  Enrique  VIII. 

El  proceso  no  duró  mucho  tiempo.  El  parlamento  declaró  á  Surrey 
culpable  de  todos  estos  crímenes,  y,  á  pesar  de  su  admirable  drfensa, 
le  condenó  al  suplicio  de  los  traidores. 

El  joven  Surrey  fué  decapitado,  por  decirlo  así,  á  los  ojos  de  su 
padre,  en  Tower-Hill. 
•  En  cuanto  á  Norfolk  era  mas  criminal  aun;  era,  no  sospechoso, 
sino  que  estaba  convencido  de  haber  dicho  que  el  rey  no  tenia  buena 
salud,  y  que  no  le  quedaba  mucho  que  vivir.  ¿No  merecía  mil  su- 
plicios por  esta  sola  maldad? 

Enrique  deseó  seguramente  hacer  matar  al  padre,  como  habia  he- 
cho decapitar  al  hijo;  mas  cayó  enfermo.  Su  excesiva  grosura  habia 
traído  consigo  grandes  desórdenes  en  la  economía  de  su  cuerpo.  Sus 
piernas,  ulceradas,  se  abrían:  llagas  cubrían  su  espalda  y  sus  brazos. 
JLos  médicos  veían  aproximarse  la  muerte,  mas  no  osaban  hacérselo 
saber,  porque  varias  personas  habían  sido  castigadas  como  traido- 
res por  haber  previsto  la  muerte  de  este  rey  tan  benigno. 

Uno  de  ellos  se  arriesgó  al  fin.  Enrique  recibió  la  fatal  nueva  con 
bastante  tranquilidad;  mas  no  por  esto  dejó  de  mandar  que  no  se 
perdiese  tiempo  para  librarle  de  m  gran  enemigo  Norfolk. 

Este  debia  ser  ejecutado  sobre  la  plataforma  de  la  Torre,  en  Ja 
mañana  del  29  de  enero  de  1547;  de  lo  cual  habia  sido  prevenido, 
aunque  con  muchos  menos  rodeos  que  el  rey;  pero  un  mensajero 
acudió  por  la  noche  á  despertar  al  teniente  de  la  Torre,  para  anun- 
ciarle que  el  rey  habia  espirado  en  les  brazos  de  Cranmer,  el  solo 


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DI  IU10K.  439 

amigo  que  do  taro  tiempo  de  hacer  juigar  y  decapitar,  lo  cual  do  ha* 
biera  dejado  de  hacer  si  la  muerle  le  hubiera  dejado  la  facultad  de 
hacerlo. 

Socedió  á  Enrique  on  consejo  de  regencia,  y  los  consejeros,  do 
queriendo  inaugurar  el  ejercicio  de  so  autoridad  con  una  condena- 
ción capital,  mejoraron  la  suerte  del  duque  de  Norfolk. 

.Eduardo  VI,  hijo  de  Enrique  VIH,  subió  al  trono,  bajo  la  regencia 
del  conde  de  Qerlford,  que  tomó  el  litólo  de  duque  de  Somerset. 

Esta  regencia  fué  borrascosa:  Somerset  y  Seymour,  tío  del  rey,  se 
hicieron  una  guerra  que  condujo  á  ambos  á  dos,  el  uflo  después  del 
otro,  á  la  Torre  y  al  cadalso. 

Murió  Eduardo  VI  de  diez  y  seis  afios  de  edad,  y  los  ambiciosos  se 
levantaron  en  presencia  de  su  ataúd  y  encendieron  la  guerra  civil 
en  Inglaterra. 

Dos  hijas  quedaban  de  Enrique  VIII:  María,  hija  de  Catalina  de 
Aragón,  é  Isabel,  hija  de  Ana  de  Bolena;  mas  los  singulares  capri- 
chos de  ese  monstruo,  asesino  de  sus  mujeres,  habia  hecho  ilegitimo 
ai  nacimiento  de  las  dos  princesas,  y  el  parlamento,  tan  ciego  en  su 
baja  sumisión,  se  veia  fonado  A  dejar  entronizarse  la  anarquía 
por  no  poder  declarar  legitimo  uno  solo  de  los  herederos  del 
trono. 

El  duque  de  Northumberland ,  que  gobernaba,  después  de  haber 
hecho  caer  á  Somerset,  buscaba  elevarse  sobre  las  ruinas  de  este  y 
sobre  la  debilidad  de  su  rey.  Se  oponía  mas  que  todos  los  demás 
k  las  pretensiones  de  María  y  de  Isabel,  queriendo,  caso  de  morir  el 
rey,  crear  un  fantasma  de  soberano,  que  hizo  aparecer  y  desapare- 
cer A  su  gusto.  Habia  persuadido  al  joven  Eduardo  de  que  Maria,  la 
protestante,  renovaría  en  Inglaterra,  si  reinaba,  las  querellas  de  re- 
ligión; de  que  la  reina  de  Escocia  estaba  excluida  por  disposiciones 
del  rey  difunto;  y  de  que  Isabel,  hija  de  Ana  de  Bolena,  era  bas- 
tarda, y  que  por  consecuencia  el  v  rdadero  heredero  del  trono  era 
la  marquesa  de  Dorset,  hija  primogénita  de  la  reina  viuda  de  Francia 
y  del  duque  de  Soflblk.  La  próxima  heredera  de  esta  señora  era  Jua- 
na Gray,  mujer  de  ciencia  y  virtud. 

El  duque  casó  A  su  hijo  Goilíord  Dudley  con  Juana  Gray.  Este  ma- 
trimonio taé  celebrado  en  medio  de  la  agonía  del  rey  Eduardo,  lo  cual 


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41»  PRIttOKES 

indispuso  al  pueblo  oolilra  Northumberland,  detestado  ya  por  otras 
razones. 

Este  hábil  político  habia  ocultado  con  el  mayor  esmero  las  dhpnei<> 
«iones  dadas  por  Eduardo  i  causa  de  sus  consejos,  y  aguardaba  pa- 
ra hacerlas  públicas  el  que  Maria  é  Isabel  estuviesen  en  su  poder. 
-  Ta  les  habia  prevenido  que  el  rey  estaba  enfermo  y  dichota  que  sq 
presencia  en  Londres  era  indispensable;  y  ya  ellas  se  dirigían  á  ésta 
ciudad,  cuando  el  conde  de  Arundel  hito  dar  un  aviso  secreto  á  Ma- 
ría; por  lo  cual  esta  princesa  se  retiró  en  el  instante  á  Suffoik,  decidi- 
da á  sostener  sus  derechos  por  medio  de  la  guerra. 

Entonces  Northumberland  se  quitó  la  careta,  y,  en  vei  de  hacer 
lod  preparativos  del  coronamiento  de  Maria,  como  le  habla  recomen- 
dado esta  princesa,  marchó  con  gran  séquito  á  Sion-Hous0don* 
de  Juana  Gray  vivia  con  su  marido,  sin  pensar  en  la  fortuna  que  lá 
aguardaba. 

De  improviso  Vio  llenarse  su  casa  de  noble*,  de  guardias;  flo- 
tar los  estandartes,  llegar  las  cabalgadas  obsequiosas  y  en  montón;  y 
§a  oyó  saladar  con  el  título  de  reinar,  Northumberland  venia  á  traerle 
nna  corona,  de  la  cual  su  hijo  Guilford  seria  el  verdadero  poseedor. 

La  joven  reina*  se  encontró  sorprendida  basta  el  último  ponió,  y 
asustada  de  esta  ceremonia.  Era  una  bella  y  espiritual  mujer,  celebré 
por  su  nacimiento  y  sus  cualidades,  que  la  hacían  «na  de  las  mara- 
villas de  Europa.  Conocía  á  fondo  el  griego  y  el  latín,  hablaba  varias 
leagvas  vivas,  y  todas  sos  ocupaciones  tenían  un  objeto  noble  y  útil. 

Guando  Northumberland  llegó,  leia  á  Platón,  sola  en  so  oratorio: 
los  demás  de  so  casa  habían  calido  para  cazar  al  vuela. 

La  respuesta  que  dio  al  ambicioso  Northumberland  fué; 

—Esta  corona  no  puede  perlenecerme,  pues  q»  están  delan- 
te de  mí,  en  el  camino  del  trono,  Maria  é  Isabel,  hijas  legitimas,  á 
ptt&r  de  lo  que  se  ba  dicho,  del  difunto  Enrique. 

— •Seiora,  replicó  Northumberland,  levantad  vuertro  distinguido 
talento  á  la  fritara  de  la  situación.  La  voi  del  pueblo  inglés  y  vues- 
tros derechas  incontestables,  os  llaman  á  gobente*  la  Inglaterra. 
— Yo  no  seré  una  reina  amada  ni  una  mujer  dichosa,  nrtord;  rea** 
pondü  Juana  ,Gray,  pues  heriré  interesas  de  mocha  «ente  y  tendré 
remordimientos.  No  me  babfeis  de  esa  vida  toda  ostentación;  al 


j 


DE  KUBOPA  441 

detesto:  be  nacido  para  el  estudio,  la  poesía,  la  calma  y  la  oscuridad. 
Antes  de  hacer  la  dicha  de  Inglaterra,  debo  hacer  la  ventora  de 
mi  familia;  á  pesar  de  esto,  preguntad  &  mi  marido,  vuestro  hijo,  si 
consiente  en  cambiar  su  dulce  medíanla  por  la  posición  brillante  de 
un  usurpador,  constantemente  combatido. 

—Consiento,  señora,  dijo  Northumberland,  en  interrogar  á  lord 
Guilford.  lióle  aqui  que  vuelve  de  la  caza,  hablad  con  él  sin  forzar 
en  nada  su  voluntad,  pues  ella  lo  puede  todo  sobre  nosotros,  que 
componemos  vuestra  familia,  como  ella  lo  será  ma&ana  en  toda  In- 
glaterra, si  vos  aceptáis  la  corona  que  se  os  ofrece. 

Juana  Gray  secreia  amada  de  su  marido  por  ella  misma.  Gnüford, 
en  efecto,  no  podia  dejar  de  querer  á  aquella  mujer  prudente,  de  quien 
los  mas  grandes  reyes  de  la  tierra  hubieran  deseado  el  amor;  mas  el 
esposo,  sumiso  al  padre,  y  ambicioso  también  como  él,  vio  de  otro 
modo  que  su  esposa  la  dulce  medianía  que  tanto  amaba  el  poé- 
tico espirito  de  Juana  Gray,  é  hizo  que  esta  se  rindiese  á  sus  razo  • 
nes,  y  sacrificase  su  tranquilidad  al  seductor  porvenir  que  la  ofre- 
cían. Juana  cedió,  mas  por  bondad  de  alma,  que  por  debilidad  de 
carácter,  mas  por  complacer  á  su  marido  que  por  obedecer  á  una 
convicción. 

Northumberland  espió  su  primer  signo  de  asentimiento  para  com- 
prometerla solemnemente.  Una  vez  obtenido,  la  hizo  conducir  á  la 
Torre,  acompañada  de  un  cortejo  real,  sitio  donde  los  reyes  de  In- 
glaterra lenian  costumbre  de  pasar  los  primeros  días  de  su  adveni  - 
miento  á  la  corona.  También  la  hizo  tomar  el  titulo  de  reina  y  firmar 
edictos,  y  la  rodeó  de  uoa  corte,  esperando  ser  el  verdadero  rey. 

Sin  embargo  María  no  perdió  la  esperanza. 

Esta  princesa  estaba  sostenida  por  la  opinión  pública,  favorable  á  la 
legitimidad  y  á  la  raza  de  Enrique  VIII,  mientras  que  los  Dudley 
habían  sembrado  odios  mortales. 

Obedecíase  en  Lónd.es  y  en  sus  alrededores  á  Juana;  |>ero  María 
reinaba  en  Suffolk. 

Levantó  un  ejército,  y  Norihumbei  lan J  levantó  también  tro- 
pas por  Juana  Gray;  mas  bien  pronto  la  defección  entró  en  estas,  y 
aun  en  la  misma  Torre,  donde  ella  mandaba.  Juana  Gray,  prisio- 
fué  entregada  á  su  rival  Haría,  á  quien  subditos  celosos 

TOMO  n.  5C 


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441  PRISIONES 

habían  abierto  las  puertas  de  Lóudres,  y  preparidola  un  tttrada 
triunfal. 

Juana  Gray  había  reinado  diez  días. 

Maria  quiso  mostrarse  clemente,  para  hacer  presagiar  bien  de  su 
reinado,  y  se  contentó  con  hacer  condenar  á  muerte  y  ejecutar  á  Nor- 
thumberland  y  á  algunos  de  sus  cómplices.  En  cuanto  á  Juana  Gray 
y  á  su  marido,  que  no  reunían  treinta  y  cuatro  años  entre  los  dos, 
consintió  en  perdonarles  la  vida;  mas,  por  precaución,  les  hizo 
condenar  á  muerte,  á  fin  de  que  el  crimen  no  quedara  impune,  &  lo 
menos  en  la  apariencia. 

El  reinado  de  María  debía  ser  uno  de  los  mas  odiosos  que  la  Ingla- 
terra tenia  aun  que  soportar.  Esta  princesa  era  digna  hija  de  Enri- 
que VIII:  tales  fueron  sos  celos  aplicados  á  todo,  su  sed  implacable 
de  venganza,  su  impudor  en  el  crimen  de  estado. 

A  causa  de  una  revuelta  que  tuvo  lugar  en  la  provincia  de  Kent* 
llegó  á  serle  sospechosa  su  hermana  Isabel,  y  la  hizo  poner  presa  en 
la  Torre.  Después  llegó  el  turno  á  Juana  Gray,  á  quien  una  revuelta 
de  lord  Suffolk  condujo  á  su  ruina.  Maria,  contenta  de  tener  un  pre 
testo  para  desembarazarse  de  esa  rival,  dio  orden  de  continuar  has- 
ta su  terminación  el  proceso  de  Juana  Gray  y  su  marido. 

En  efecto,  había  llegado  la  hora  para  esta  desdichada  princesa,  de 
apagar  el  efímero  relámpago  en  que  habia  brillado.  Warming  fué 
encargado  por  María  de  prepararla  á  la  muerte. 

—No  dudaba  yo  de  que  esto  acabaría  así¿  dijo  Juana  Gray.  Desde 
mi  infancia  he  presentido  siempre  que  me  estaba  reservada  una 
muerte  violenta:  estoy  pronta. 

— No  creáis,  sefiora,  la  dijo  el  prelado,  que  la  reina  se  arriesgue  á 
malar  vuestra  alma  dando  muerte  á  vuestro  cuerpo.  La  intención  de 
su  majestad  es  que  recibáis,  durante  varios  días,  las  exhortaciones  de 
un  ministro  y  de  todos  ios  doctores  que  deseéis  consultar,  para  llegar 
&  una  convicción  profunda  de  los  dogmas  que  os  importa  adoptar  pa- 
ra la  salud  de  vuestra  alma. 

—Está  bien,  respondió  Juana  Gray,  yo  seré  la  que,  durante  el 
término  que  s»,  me  acuerde,  ensayaré  de  convertir  á  los  doctores, 
los  ministros  y  los  teólogos.  Pero  una  cosa,  añadió,  me  llama  mas 
la  atención  que  todos  los  dogmas  posibles,  y  es  la  suerte  de  mi  man* 


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0*  fiUAOFá.  443 

da.  ¿Condenan  también  á  lord  Guilford  á  sufrir  tres  diae  las  discu- 
siones  de  algún  fanático? . . . 

— Sefiora,  vuestro  esposo  está  lleno  do  buena  voluntad. 

—¿Pira  morir? 

—-Para  entrar  en  noevas  ideas. 

—Dejadme  hablarle:  ¿habita  también  la  Torre?  Tanto  dá,  pues 
sa  nos  inmola,  que  se  bos  inmole  jnntos. 

—¿Qué  diréis  tos  á  lord  Guilford?  la  preguntó  el  gobernador  de  la 
Torre. 

— I/>  recomendaré  morir  en  la  fé  de  sns  padres,  y  no  cuestionar 
con  los  teólogos. 

Juana  Gray  llegó  á  saber  que  lord  Guilford  estaba  enfermo  á  al- 
gunos pasos  de  ella,  y  pidió  con  instancia  verle.  Temia  de  la  ju- 
ventud de  este  desgraciado  alguna  debilidad,  alguna  cobardía;  no 
porque  le  tuviese  por  limido,  sído  porque  sabia  que  estaba  dolorosa- 
mente  afectado  por  las  desgracias  de  que  era  él  la  causa,  él,  á  quiea 
la  ambición  había  conducido  á  apoderarse  de  la  corona.  Las  órdenes 
de  María  eran  precisas:  estaba  vedado  el  que  se  vieran  los  jóvenes 


Nada  es  tan  interesante  como  la  suerte  de  estos  dos  niños,  tan  be- 
llos, tan  nobles,  tan  preocupados  el  uno  del  otro.  Guilford  lloraba  todo 
el  dia  pensando  en  las  desgracias  en  que  babia  precipitado  k  Juaua; 
esta  pedia  á  cada  instante  noticias  de  su  esposo,  y  se  informaba  del 
estado  de  sus  faenas,  queriendo  que  atravesase  con  honor  ese  terri- 
ble momento  que,  antes  de  la  eternidad  cerca  de  Dios,  consagra  en 
bien  ó  en  mal  el  recuerdo  del  hombre  que  se  va,  m  la  memoria  de 
loe  que  se  quedan. 

El  gobernador  de  la  Torre,  sir  Jaan  Gage,  no  había  podido  asistir 
á  este  espectáculo  cotidiano  sin  quedar  conmovido  de  sincera  pie- 
dad. Conocía  bastaata  á  luana  y  su  intrepidez  natural,  para  estar 
seguro  de  que  no  le  comprometería  si  le  concedía  algún  favor,  y 
vioo  á  encontrarla  en  su  aposento,  inclinóse  delante  de  ella,  y  la 
dijo: 

—Me  tendría  por  un  hombre  sin  en  I  rafias,  señora,  si  os  dejase  pa- 
lmer por  mas  tiempo  el  deseo  fue  tan  ardientemente  os  agita.  Veréis 
4  lard  Goilfsrd  cuando  vos  queráis.  Me  fio  a  vuestro  honor  (ura  no 


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414  FlIffiQKES 

perderme;  pues  si  la  reina  sabe  que  he  desobedecido,  mi  cabeía 
acompasará  la  vuestra  sobre  el  cadalso. 

—Contad  con  mi  discreción,  esclamó  Juana  con  una  alegría  que 
no  pudo  disimular;  contad  sobre  el  honor  de  lord  Guilford.  Nadie  sa- 
brá que  los  dos  cautivos  han  podido  apretarse  la  mano  un  segundo, 
gracias  á  vuestra  generosidad. 

— Ahora  bien,  eefiora:  fijar!  vos  misma  el  momento  de  la  entrevis- 
ta, y  daos  prisa. 

—¿Y  daos  prisa?...  repitió  /uaná  Grayconuna  inquietud  bien 
perceptible  á  su  pesar.  ¿Qué  significa?...  ¿Es  que  el  plazo  acordado 
por  la  clemente  reina  de  Inglaterra  espira  ya?  Yo  no  creo... 

—En  cuanto  á  vos,  señora,  no. 

-  ¿En  cuanto  á  mi?...  ¿Y  en  cuanto  á  lord  Guilford? 

El  gobernador  bajó  la  cabeza. 

—¿No  pereceremos  juntos?  preguntó  Juana  con  acento  del  mas 
vivo  dolor. 

—No,  sefiora. 

— lOhl  Si:  lo  concibo.  Tan  cobarde  como  cruel,  la  reina  teme  el 
efecto  que  haría  sobre  el  pueblo  el  espectáculo  de  dos  niños  degolla- 
dos el  uno  en  los  brazos  del  otro,  sin  que  se  pueda  sacar  en  claro 
que  crimen  han  cometido. 

—Sefiora... 

— ¿Yquédia?... 

— Hoy  mismo. 

Palideció  Juana,  y  llevó  sus  manos  al  corazón. 

—¿Está  ya  preveoido  el  desdichado? 

— Si,  señora:  lo  sabe  todo  y  se  prepara  llorando,  porque  os  llama 
creyendo  no  volver  á  veros.  Su  desesperación  me  ha  conmovido  en 
estremo. 

—Vamos,  dijo  Juana  con  una  firmeza  de  la  que  nadie  la  hubiera 
creído  capaz,  si  mi  esposo  siente  la  desesperación  y  acusa  la  injusticia 
desús  verdugos  y  los  mios,  él  morirá  como  hombre  de  valor,  sosteni- 
do por  la  desesperación  misma.  El  alma  tiene  necesidad  de  estimulan- 
tes; el  dolor  que  nace  de  la  indignación  es  un  aguijón  eficaz;  mas  el 
que  nace  de  la  lernura  y  del  pesar  ablanda  el  corazón.  Gracias  por 
vuestra  geuwosa  oferta,  gobernador:  ya  no  veré  hoy  á  lord  Guilford. 


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OH  fiWO*A.  445 

—Mas-.,  señora,  pensadlo  bien:  ya  no  le  veréis  mas. 

— En  esta  vida,  sí,  es  posible;  mas  le  veré  en  la  otra. 

— Sefiora,  dad  este  consuelo  al  desdichado  príncipe  que  tanto 


— Yo  debo  hacerle  ilustre  y  digno  de  veneración  por  sus  últimos 
momentos.  Escuchadme,  señor  Juan  Gage:  puesto  que  sois  tan  bueno 
para  con  nosotros,  haced  me  el  favor  do  procurarme  lo  necesario  para 
escribir. 

— Imposible,  imposible,  sefiora:  no  me  pidáis  eso,  pues  me  reducís 
al  pesar  de  no  poderos  complacer. 

— Yo  tengo  mis  tablillas:  mostrad  á  lord  Guilford  lo  que  voy  á  es- 
cribir. Esto  es  permitido. 

—Obedeceré,  señora. 

Juana  Gray  tomé  sus  tablillas  y  escribió: 

«Amado  esposo  mió:  mis  ojos  os  verán  dos  veces  aun:  hoy,  cuando 
paséis  para  ir  á  la  muerte,  levantad  los  vuestros  hacia  la  ventana 
de  la  estancia  donde  estoy  encerrada,  y  recibiréis  mi  adiós.  Veros, 
amado  mió,  hablaros,  es  esponernos  el  uno  y  el  otro  á  emociones  que 
poeden  debilitar  nuestro  corazón,  y  tenemos  necesidad  de  fuerzas 
para  hacer  el  viaje  fatal.  Nuestra  separación  durará  menos  tiempo 
que  la  claridad  de  un  relámpago,  y  nos  volveremos  á  encontrar  en 
el  lugar  donde  nada  turbará  nuestra  felicidad.  > 

Juan  Gage  llevé  al  desgraciado  Guilford  las  tablillas.de  Juana 
Gray.  Ya  era  tiempo:  los  preparativos  del  suplicio  estaban  terminados. 

Bien  pronto,  Gel  á  su  promesa,  aproximóse  Juana  Gray  á  su  ven  - 
tana,  al  sentir  el  ruido  de  los  guardias  que  llenaban  la  galería,  y  de 
las  cadenas  del  puente.  El  triste  corojo  avanzaba,  y  Guilford,  desde 
lejos,  miraba  á  esta  ventana  doode  Juana,  vellida  de  fiesta,  sonreía 
á  su  joven  esposo  y  le  tendia  los  brazos. 

Le  hizo  un  signo  con  la  cabeza  y  miró  al  cielo.  El  miró  también 
al  cielo,  dándola  ácuíeuder  que  había  comprendido  su  caria. 

— Adiós,  Dudley,  dijo  Juana,  adiós  sobre  la  tierra:  te  envió  mi  úl- 
timo beso. 

Y  llevó  la  mano  á  sus  labios  y  la  estendio  en  la  dirección  del  jó  • 
veo  esposo,  que,  á  su  vez,  hizo  la  misma  acción. 

Después,  coaio  olla  le  vk-se  próximo  á  enteroeoerse,  le  hizo  otro 


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H6  Pft£lOI£S 

signo  con  el  dedo:  este  signo  quería  decir  lo  que  dijo  mas  (arda  Gar- 
los I  sobre  su  cadalso: 

— jAcordaos! 

Guilford  apoyó  la  mano  sobre  el  corazón,  y  se  alejó  entre  los  guar- 
dias que  sostenían  sus  vacilantes  pasos. 

Juana  le  siguió  con  los  ojos,  inquieta  y  desolada,  y  coando  las 
puertas  de  la  Torre  fueron  cerradas,  cayó  inmóvil  y  silenciosa  so- 
bre una  silla,  aguardando  con  febril  impaciencia  que  nuevas  noti- 
cias viniesen  á  dulcificar  el  horror  de  su  situación. 

Las  nuevas  llegaron  bien  pronto.  Un  ruido  sordo  resonó  sobra  el 
enlosado  de  las  galerías  de  la  fortaleza,  acudieron  algunos  soldados, 
y  las  puertas  fueron  abiertas  y  después  cerradas  de  nuevo. 

Juana  asomó  su  rostro  á  los  barrotes  de  su  ventana  y  vio  ni  carro 
tirado  por  dos  caballos  negros,  en  que  descansaba  bajo  una  cubier- 
ta gris  un  objeto  informe  salpicado  de  grandes  manchas  de  saagre. 

— ¡Señor  Gagel  esclamó:  ¿cómo  ha  muerto? 

—Gomo  hombre  de  valor,  señora,  replicó  el  gobernador,  lleno  da 
admiración  por  este  heroísmo.  Ha  muerto  como  príncipe,  como  rey 
que  cae,  no  como  paciente  que  sufre  su  pena. 

—¡Dios  sea  loado  I  dijo  Juana.  Vamos,  quiero  sostener  mi  prome- 
sa. Señor  Gage,  haced  esto  por  mi:  que  descubran  un  poco  el  carro. 

—¡Oh!  señora... 

— He  prometido  á  mi  esposo  verle  dos  veces  antes  de  morir,  y 
no  le  he  visto  mas  que  una. 

O  estas  palabras  fueron  pronunciadas  en  un  tono  que  no  admitía 
réplica,  ó  los  guardias  fueron  impulsados  por  el  sentimiento  de  curio- 
sidad que  lleva  al  espectador  indiferente  á  medir  tas  fuerzas  del  pa- 
ciente por  sus  dolores.  El  sanguinolento  paño  fué  levantado,  y  Juana 
Gray  pudo  ver,  tendido,  el  cuerpo  del  joven  y  desgraciado  príncipe. 
El  ejecutor  le  había  corlado  la  cabeza  tan  hábilmente,  y  vuéltoia  á 
colocar  con  tan  religioso  cuidado  en  el  fondo  del  carro,  que,  se  hu- 
irica creído,  salvo  la  efusión  de  sangre  y  la  palidez  del  cadáver, 
que  Guilford  dormía  un  sueño  ligero. 

—¡AJIos,  adiosl  murmuró  Juana  hincándose  de  rodillas:  tú  me 
has  conducido  al  martirio,  y  te  perdono:  tú  me  has  dado  ejemplo  de 
valor,  y  le  bendigo. 


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DE  BUIOrV  447 

Bien  prwto  la  llegó  su  lamo. 

Sopo  que  la  reina,  temiendo  la  conmiseración  del  pueblo,  con- 
movido ya  por  la  ejecución  de  Guilford,  quería  que  el  cadalso  fuese 
levaulado  en  el  interior  de  la  Torre,  á  fin  de  que  hubiese  menos  es- 
pectadores, es  decir,  menos  compasión  al  rededor  de  la  victima.  Sitt 
embargo,  desde  su  estancia  basta  el  sitio  donde  se  levantaba  el  ca- 
dalso, la  distancia  era  bastante  considerable  para  que  se  pudiese 
lamer  que  ella  se  fatígate,  después  de  tantas  emociones  como  la  ha- 
bían combatido. 

—Mi  qierído  Gage,  dijo  al  gobernador,  vos  sabéis  que  no  soy 
urna  majer  débil,  y  que  sé  conducirme  como  hombre  de  valor  coando 
es  preciso.  Iré  á  pié,  y  valientemente:  lo  veréis. 

— Sefiora,  dijo  Gage;  no  es  piedad,  ni  respeto,  ni  admiración  lo  qoe 
vea  me  inspiráis:  es  un  sentimiento  semejante  á  la  adoración.  Dios 
me  es  testigo  que  sí  mi  vida  fuese  bastante  á  salvaros,  la  sacrificaría; 
mas  esto  no  serviría  de  nada.  Creed  que  vnesiro  recuerdo  me  será 
siempre  sagrada  como  el  de  una  santa,  y  permitidme  besar  el  pié  de 
la  Calda  de  vuestro  vestido.  Si  además  queréis  darme  un  recuerdo 
que  yo  pueda  adorar  como  una  reliquia,  os  juro  que  haré  de  ella 
el  objeto  de  mi  culto  en  taale  que  viva. 

— Seior  Gage,  mi  ultime  amigo,  me  habéis  devuelto  mis  ta- 
blillas: yo  os  las  doy,  y  añadiré  algunas  lineas  que  tendrán  á  vues- 
tro* ejes  el  precio  de  ser  las  últimas  trazadas  por  mi  mano. 

T  escribió  esta  frase  de  Platón: 

t  U  vida  del  hombre  es  el  pasar  de  una  sombra.» 
*  Y  eaie  latea  de  Job  haciendo  alusión  á  su  joven  esposo: 

«Ha  pasado  la  flor:  se  ha  secado  oomo  la  yerba  de  los  cam- 
pos s 

T  per  éltimo,  ea  Inglés,  estas  palabras  que  reasumían  su  propio 
destile: 

cMi  cuerpo  pertenece  á  la  justicia  de  los  hombres;  pero  mi  alma 
ea  de  Dios.  Te  espero  eu  su  misericordia.  Mi  suplicio  es  á  los  ojos  de 
loa  primeros  ua  castigo  suficiente  del  impulso  de  orgullo  que  me 
ha  eitraviado: -mi  arrepentimiento  y  mi  juventud  abogarán  por  mi 
delante  le  Dios,  asme  debute  de  la  posteridad.» 

Devolvió  sus  tablillas  al  gobernador,  que  las  besó,  llorando, 


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418  PRISIONES 

y  la  siguió  con  mal  seguro  paso  hasta  el  sitio  donde,  forrado  de  ne- 
gro, se  levantaba  el  cadalso. 

Era  costambre  en  Inglaterra  que  los  condenados  pronunciasen 
algunas  palabras  en  presencia  del  pueblo,  sea  para  manifestar  su 
dolor,  sea  para  excusar  su  conduela,  y  los  gobiernos,  aun  los  mas 
despóticos,  no  rehusaban  esta  compensación  á  los  desdichados  &  quie- 
nes se  iba  á  dar  muerte. 

Juana  Gray,  antes  de  entregarse  al  verdugo,  arengó  al  pueblo  con 
voz  firme  y  modesta. 

— Que  nadie  se  equivoque  sobre  mi  conducta,  dijo,  y  me  atribuya 
una  ambición  que  jamás  ba  estado  en  mi  corazón.  Mi  crimen  no  es 
haber  aceptado  la  corona,  sino  el  no  haberla  rehusado  con  perseveran- 
cia. Me  pareció  demasiado  pesada,  y  tenia  razón,  puesto  que  me 
lleva  la  cabeza.  Nacida  cerca  del  trono,  debía  saber  el  respeto  que 
se  debe  al  soberano  legítimo;  mas  tengo  un  gran  fondo  de  obediencia 
para  con  mi  padre  y  para  con  mi  familia:  me  han  rogado,  y  be  cedi- 
do. Todos  nosotros  hemos  sufrido  la  pena.  Vosotros  sabéis  como  lord 
Guílford  ha  pagado  su  falta:  vosotros  vais  á  ver  como  yo  expió  la  mia. 

Quiero  que,  viéndome  sumisa  á  mi  suerte,  la  Inglaterra  apren- 
da lo  que  yo  misma  ignoraba:  que  la  pureza  de  las  intenciones  no 
justifica  los  crímenes  de  hecho,  cuando  el  bien  del  estado  está  inte- 
resado en  estos  crímenes. 

Nada  mas  tengo  que  decir:  deseo  que  mi  ejemplo  aproveche  á 
mi  país. 

Después  se  inclinó  graciosamente  hacia  sus  doncellas,  y  las  dijo: 

—Amigas  mias:  aguardo  de  vosotras  mi  último  toilette.  Vamos: 
servidme  mas  activamente  que  en  los  días  de  mi  esplendor,  porque 
estoy  mas  de  prisa  que  nunca.  Se  trata  de  no  sufrir  mas. 

Una  de  sus  doncellas  se  desmayó,  y  fué  preciso  alejarla  de  allí. 

— Valor,  dijo  entonces  á  las  otras:  alestiguadme  vuestro  cariño  por 
medio  de  la  prontitud. 

Sus  doncellas,  inundadas  de  lágrimas,  la  desnudaron  lo  mas  mo- 
destamente que  les  fué  posible,  en  presencia  de  todos  aquellos  hom- 
bres que  tenían  sobre  ella  fijos  los  ojos.  La  aflojaron  el  cinluron 
y  el  jubón  del  vestido,  y  la  quitaron  el  cuello  bordado  que  llevaba 
sobre  él. 


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DE  EUROPA.  449 

Entonces  dirigiéndose  al  verdugo,  le  dijo: 

—¿Han  hecho  ellas  lo  que  es  preciso? 

—Si,  sefiora,  con  tostó  aquél;  mas  es  preciso  que  yo  os  vende  los 
ojos,  porque  al  resplandor  del  hacha  puede  suceder  que  se  haga  al- 
gún movimiento  con  la  cabeza,  y  mi  golpe  podría  ser  en  vano. 

— Poaedme  la  venda,  dijo  Juana  á  sus  doncellas. 

La  venda  fué  atada. 

Entonces  la  faé  preciso  despedirse  de  sus  damas,  que  rompie- 
ron en  sollozos,  cubrieron  de  besos  sus  manos  y  comenzaron  á  des- 
mayarse; por  lo  cual  se  las  llevaron. 

Juana  quedó  sola  con  Warning  sobre  el  cadalso. 

—¿SI  madero  está  lejos?...  le  dijo.  ¿No  es  sobre  un  madero  donde 
se  coloca  la  cabeza? 

—Si,  sefiora,  murmuró  aquél. 

—Ahora  bien:  como  yo  no  veo,  hacedme  arrodillar,  y  colocadme 
Mea  en  frente... 

La  hizo  arrodillar  teniéndola  de  la  mano ,  y  ella  se  bajó  gradual- 
mente hasta  que  con  la  mano  izquierda  tocó  el  madero,  que  estaba 
bien  bajo. 

—Helo  aquí,  dijo  ella...  adiós... 

T  colocó  su  cuello  sobre  el  pedazo  de  encina,  diciendo: 

—¿Es  asi? 

En  el  momento  en  que  volvia  ligeramente  la  cabeza,  como  para 
entender  mejor  la  respuesta,  el  ejecutor  la  contestó: 

—SI,  sefiora:  no  habléis. 

Y  de  un  golpe  de  hacha  separó  la  cabeza  del  tronco. 

Después  de  Juana  Gray,  fueron  juzgados,  condenados  y  decapita- 
dos en  la  Torre  ó  en  Tower-Hill,  el  duque  de  Suffolk,  autor  de  la  re* 
vuelta  que  costó  la  vida  á  ambos  esposos:  murió  acusándose  de  ha- 
ber causado  la  muerte  de  su  hija,  y  su  dolor  conmovió  á  los  asisten- 
tes. Después  lord  Tomás  Gray  pereció  en  el  cadalso,  y  la  Torre  se 
llenó  de  multitud  de  partidarios  de  Juana  Gray,  que  María  custodió 
en  esta  fortaleza  como  un  rehallo  destinado  4  holocaustos. 

Después  de  estas  prisiones  políticas,  vinieron  las  condenaciones 
por  cansas  de  religión.  María  ganó  desde  entonces  el  sobrenombre 
bajo  el  eáal  aa  la  distingue  de  las  otras  reinas  de  Inglaterra,  liaría  la 

5*7 


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ISO  PRISIONES 

sangrienta  encendió  en  Smithfield  las  hogueras,  sobre  las  que  es- 
piraron todos  los  protestantes  que  negaban  la  presencia  real  de  Jo- 
sas en  la  eucaristía.  Latimer,  Hooper  y  Ridley,  ilustres  prelados, 
murieron  en  el  cadalso,  después  de  haber  eslado  presos  en  la 
Torre.  Los  verdugos  tuvieron  piedad  da  dos  de  estos  ancianos,  y  les 
ataron,  ya  sobre  la  hoguera,  un  cinluron  de  pólvora  que  hiro  explo- 
sión, y  mató  á  Latimer  en  el  mismo  instante. 

A  Cranraer  llegó  también  su  turno.  Fué  condenado  á  expiar  sobre 
las  llamas  una  herejía,  que  habia  abjurado  un  momento  por  temor 
al  suplicio.  Mas,  vergonzoso  de  su  debilidad,  y  adivinando  que  sus 
cobardes  perseguidores  no  dejarían  de  matarle  después  de  su  retrac- 
tación, pero  que  le  matarían  deshonrado,  dio  en  vez  de  la  retracta- 
ción, una  nueva  profesión  de  fé  mas  clara  y  extensa  qne  la  primera, 
tal  que  al  salir  de  la  audiencia  le  condujeron  á  la  muerte. 

Una  vez  llegado  á  la  hoguera,  en  medio  de  los  golpes  y  gritos  del 
populacho  católico,  puso  en  el  fuego  la  mano  con  que  habia  firmado 
la  retractación,  y  comenzó  por  ella  el  suplido,  repitiendo:  Ella  ha 
pecado.  Después  las  llamas  le  consumieron,  &  escepcion  del  corazón, 
que  quedó,  dicen,  intacto. 

Anegada  en  sangre,  consumida  por  enfermedades,  devorada  por 
los  celos,  María  espiró  en  fin  de  una  fiebre  lenta,  después  de  un  rei- 
nado de  cinco  afios,  cuatro  meses  y  once  días,  que  es  la  vergüenza 
de  Inglaterra  y  de  la  humanidad. 

Esta  reina  no  tuvo  mas  que  una  cualidad,  la  del  tigre,  la  franque- 
za en  el  crimen;  era  esta  una  virtud  de  su  padre  Enrique  VIH. 


IV. 


Carlos  I.— Los  jaeces  de  Carlos  I.— El  coronel  Blood  quiere  robar  las  joyas  de  la  Tor- 
re.—Complot  papista.— Russel.—Bl  conde  de  Essex  se  degüella  en  la  Torre.— 
MoDlmonth.— La  Torre  de  Londres  en  el  siglo  XIX  y  después  del  incendio. 

Podríamos  escribir  varios  volúmenes  sobre  la  Torre  de  Londres,  y 
puede  ser  que  al  lector  no  le  disgustase,  porque  nada  es  mas  simpático 


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mi  rotor*.  451 

i  los  talentos  elevados  como  la  contemplación  de  las  alternativas  de 
la  fortuna;  pero  las  grandes  catástrofes  que  tenemos  que  registrar 
son  del  dominio  vulgar  de  la  historia,  y  nosotros  las  mencionaremos 
solamente  para  ser  exactos. 

En  1641,  Carlos  I,  segundo'Stuart,  sacrificó  á  la  opinión  pública  á 
su  ministro  Strafford,  instrumento  enérgico  de  esclavitud  contra  el 
pueblo  ioglés;  pero  hombre  de  corazón  y  de  talento,  y  digno  de  los 
elogios  de  la  posteridad,  si  se  considera  al  individuo  en  si  mismo, 
y  no  con  relación  á  su  época  y  á  sus  contemporáneos. 

Strafford  sufrió  un  largo  cautiverio  en  la  Torre,  y  su  muerte  fué 
un  golpe  de  hacha  dado  á  la  corona  de  Carlos  I,  antes  del  que  le  cor* 
tó  la  cabeza. 

Carlos  I  mismo,  al  decir  de  algunos  historiadores,  habitó  un  de- 
partamento de  la  Torre  durante  su  enjuiciamiento;  mas  este  hecho 
no  está  bien  probado.  Es,  como  se  sabe,  por  una  ventana  de  Wbite- 
hall,  á  la  altura  de  la  cual  estaba  levantado  el  cadalso,  por  donde 
salió,  para  ir  k  la  muerte,  el  rey  condenado  por  sus  subditos. 

Once  altos  después,  Carlos  II,  su  hijo,  restablecido  sobre  el  trono 
por  la  habilidad  é  hipocresía  del  general  Monk,  hizo  buscar  á  los 
jueces  que  habían  condenado  i  su  padre.  Harrinson,  Scot,  Carew, 
Clément,  Jones  y  Strope,  fueron  presos,  encerrados  en  la  Torre  y 
decapitados  después  de  haber  sido  juzgad 09.  Algunos  otros  lograron 
escaparse  y  pasaron  los  mares. 

Berwood,  Oket  y  Cobet,  regicidas  los  tres,  habían  ganado  á  Delf, 
en  Holanda,  y  se  creían  en  seguridad.  El  residente  inglés  Downing 
pidió  su  extradición,  y  los  estados  acordaron  esté  favor  al  rey,  mas 
después  de  haber  prevenido  á  los  fugitivos.  Esta  buena  voluntad  de 
los  estados  fué  nula,  merced  á  la  activa  ferocidad  de  Dowoing;  pues 
antes  de  que  los  tres  hubiesen  podido  huir,  él  los  hizo  meter  en  una 
fragata,  que  los  condujo  á  Lóndref ,  donde  fueron  ahorcados  y  des- 
cuartizados, después  de  haber  estado  presos  en  la  Torre. 

El  mismo  alto  fué  puesto  en  prisión,  en  la  Torre,  y  decapitado,  el 
consejero  Vane,  uno  de  los  ardientes  perseguidores  de  Strafford . 

Uno  de  los  acontecimientos  mas  curiosos  concernientes  á  la  Torre 
de  Londres,  es  la  tentativa  hecha  en  1671,  por  un  aventurero  llamado 
Blood,  para  robar,  de  la  misma  Torre,  las  alhajas  de  la  corona. 


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451  PRISIONES 

Esta»  alhajas  son  de  un  gran  precio ,  y  están  perfectamente 
guardada*. 

La  dificultad  de  la  empresa  no,  arredró  al  ladrón,  Recluta  algunos 
compañeros  decididos,  que  puso  eo  los  alrededores  del  edificio,  y  so* 
lo,  entrándose  en  el  guarda-joyas,  entabló  conversación  con;  el  oficial 
que  custodiaba  las  alhajas.  Súbito  le  echa  por  tierra,  le  ata  fuerte- 
mente, y  Tiendo  que  gritaba  y  se  resistía,  le  dio  varias  pufialada*. 
Cargado  de  alhajas,  estaba  ya  fuera  de  la  Torre;  mas  se  estendió  la 
alarma,  y  Blood  fué  cogido  con  su  botín. 

Garlos  II,  contento  de  recobrar  las  joyas  y  admirado  de  un  golpe 
de  mano  tan  atrevido,  hizo  gracia  á  Blood,  y  le  dio  una,  finca  de  500 
libras  de  renla.  Entonces  se  vio  una  cosa  rara,  original:  el  aaesino 
de  los  guardias,  el  ladrón  de  las  alhajas  fué  recompensado,  recibido 
en  la  corte,  y  acariciado  por  el  rey:  el  guardián  que  había  vertido  su 
sangre  por  defender  el  depósito  confiado  á  su  cuidado,  fué  olvidado, 
dice  Hume,  y  murió  antes  de  haber  tocado  un  dinero  de  las  200  li- 
bras que  le  fueron  acordadas  por  el  rey,  para  pagar  su  fidelidad. 

El  12  de  agosto  de  1678,  un  químico  llamado  Kirby  se  aproximó 
á  Carlos  II,  que  se  paseaba  por  su  parque. 

— Sefior,  le  dijo,  tened  cuidado,  pues  seréis  herido  hoy  de  un  tiro, 
estando  en  vuestro  paseo. 

El  rey  hizo  arrestar  á  Kirby,  que  pidió  se  tomase  esta  medida 
á  fin  de  dar  sus  pruebas,  y  citó  á  un  tal  Tito  Oates,  hombre  que  es- 
taba sumergido  en  una  gran  miseria  y  que  vivía  de  uw  limosna  co- 
tidiana que  le  daba  Kirby.  Oates  reveló  una  gran  conspiración  de 
los  jesuítas  de  Inglaterra  y  de  Francia,  con  objeto  de  destruir  los  pro- 
testantes de  Inglaterra  y  asesinar  al  rey.  Nombró  á  los  conjurados,  de- 
talló sus  planes,  y  se  mostró  satisfecho  de  haber  hecho  eete  servicio 
á  hombres  de  alta  posición,  quienes  jamás  hubieran  sospechado  que 
podían  tener  necesidad  de  él.  El  resultado  de  esta  revelación  fué  el 
proceso  del  jesuíta  Goleman  y  de  varios  de  sus  cómplices.  La  Torre 
recibió  á  los  altos  conspiradores:  el  cadalso  puso  fin  á  la  vida  de  los 
pequeños. 

El  jefe,  aparente,  de  este  complot,  fué  lord  Stafford,  el  cual  fqá 
puesto  en  prisión  en  la  Torre,  y  comprometido  por  revelaciones»  cu- 
ya verdad  no  quedó  suficientemente  establecida.  Lord  Stafford  era 


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oí  raer*.  ios 

andato*  débil,  é  incapaz  de  obrar  enérgfeamente;  mas,  fio  embargo, 
fué  condenado  á  muerte  y  murió  con  (al  dignidad,  que  conmovió  al 
pueblo  y  le  llegó  hasta  i  bendecir,  sobre  el  cadalso,  al  viejo  sefior. 

Hacia  frío,  dice  el  historiador  Hume,  cuando  Stafford  fué  condeci- 
do al  suplicio,  por  lo  cual  pidió  un  abrigo,  y  dijo  estas  palabras,  que 
•Ira  victima  de  nuestras  guerras  civiles,  Bailly,  repitió  ciento  trece 
aAos  después: 

— Puede  ser  que  yo  tiemble  de  frío;  mas  no  de  temor. 

El  verdugo  se  turbó  tanto,  que  por  tres  veces  levantó  el  hacha  sin 
poder  dar  el  golpe. 

El  reinado  de  Garlos  II  es  una  cadena  de  conspiraciones  deshe- 
chas á  golpes  de  hacha.  En  la  historia  de  este  principe  se  ven  los 
parientes,  los  subditos ,  los  estranjeros,  ejercitarse  en  volcar  un  go- 
bierno que  despreciaban. 

Después  de  la  ridicula  conspiración  del  tonel  de  harina,  y  la  de  los 
jesuítas  de  Francia,  Monmouth,  Rye  y  Russel,  son  entregados  &  la 
muerte.  Jeffiries  dirigíala  justicia  en  Inglaterra:  este  sangriento  nom- 
bre recuerda  asesinato  y  violencia  dondequiera  que  se  encuentra.  Es- 
sez, cómplice  de  Rnssel  en  esta  nueva  conspiración,  cuyo  objeto  era 
destronar  á  Carlos  U,  fué  encerrado  en  la  Torre.  Sus  amigos  le  babian 
prometido  facilitarle  la  fuga,  mas  temiendo  comprometer  k  Russel 
con  ella,  continuó  en  la  prisión,  y  habiendo  pedido  á  su  esposa  un 
cortaplumas  para  limpiarse  las  ulias  y  enviádole  esta  una  navaja  de 
afeitar,  se  degolló,  el  mismo  dia  de  la  vista  del  proceso  de  Russel, 
encontrándosele  muerto  en  so  estancia. 

Brnnet,  ano  de  los  amigos  de  Essez,  que  refiere  asi  etfte  hecho, 
declara  que  la  muerte  del  prisionero  fué  un  suicidio  y  no  un  ase- 
«Dalo. 

Lo  que  Essez  habia  temido  de  su  buida,  ocurrió  con  su  muerte. 
Era  ua  argumento  contra  Russel,  quien  fué  enviado  al  cadalso. 

Una  de  las  mas  ilustres  victimas  que  devoraron  los  muros  do  la 
Torre  de  Londres,  es  el  duque  de  Monmouth,  hijo  natural  de  Carlos  II 
y  de  Lucia  Walters,  nacido  en  Rotterdam,  en  1649. 

El  duque  de  Monmouth  formó  el  proyecto  de  destronar  á  su  her- 
mano Jacobo  II,  y  marchó  contra  él  á  la  caben  de  un  ejército.  Ven- 
cido en  la  joraada  de  Bndge*Water,  por  lord  Fcwaham,  fué  hecho 


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ftttl  FUSIONES 

prisionero,  conducido  á  Londres,  y  condenado  á  muerte  el  15  de  ju- 
lio de  1685. 

Era  un  príncipe  de  una  figura  y  de  un  carácter  que  merecían  mejor 
suerte. 

Cuentan  algunos  historiadores  que,  no  podiéndose  resolver  el  rey 
Jacobo  á  hacer  morir  á  su  hermano,  fué  él  mismo,  acompasado  de 
tres  hombres,  á  sacarle  de  la  Torre,  cubierto  con  un  capuchón  y  en 
una  carroza. 

Esta  visita,  si  tuvo  lugar,  fué  al  dia  siguiente  de  aquél  en  que  so- 
bre la  esplanada  de  la  Torre  habia  sido  decapitado  un  hombre,  que  e* 
pueblo  creyó  ser  el  duque  de  Monmoulh.  Asi  lo  creen  los  comentado- 
res del  famoso  misterio  de  la  máscara  de  hierro  y  los  novelistas  his- 
toriadores. Parece  mas  verosímil  el  relato  siguiente: 

Después  de  su  derrota,  Monmoulh  perdió  el  valor  con  la  libertad. 
Preso  ya,  escribió  á  la  reina  viuda  para  obtener  de  ella  que  le  pro- 
porcionase una  entrevista  con  el  rey.  Fuéle  acordada  su  petición;  mas. 
Monmouth  no  pudo  conseguir  nada  mas  del  rey,  quien,  con  lágrimas 
en  los  ojos,  le  dijo:  que  se  creía  obligado  á  dar  este  ejemplo. 

En  efecto,  después  de  esta  conferencia,  Monmouth  fué  conducido  á 
la  Torre,  donde  su  esposa  vino  á  verle  por  úlüma  vez.  Jacobo  firmó 
la  sentencia  de  muerte,  y  al  dia  siguiente,  18  de  junio  de  1685,  Mon- 
mouth, que  habia  recobrado  toda  su  firmeza,  fué  invitado  por  el  te- 
niente de  la  Torre  á  subir  á  una  carroza  de  duelo  que  le  condujo  á 
Tower-Hill,  donde  fué  recibido  por  los  jerif. 

Eran  de  nueve  á  diez  de  la  mañana. 

El  cadalso  estaba  guarnecido  de  terciopelo  negro  y  el  verdugo  ves- 
tido de  luto. 

Desde  lo  alto  del  cadalso,  Monmouth  declaró  que  moría  arrepen- 
tido de  sus  pecados. 

Los  obispos  y  los  j-rif  le  hicieron  algunas  preguntas,  á  las  cuales 
respondió: 

—Basta:  yo  no  he  venido  aquí  sino  para  morir: 

Después,  volviéndose  al  verdugo,  le  dijo: 

— Toma  esas  seis  guineas,  y  no  me  hagas  sufrir. 

El  verdugo  turbado,  no  acierta  el  gtlpe.  Vuelve  á  darle  una  y  otra 
vez;  mas  con  desgracia:  el  hierro  resbala  sobre  las  espaldas,  y  Mon- 


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bpBát  de  HtuiHlk. 


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DB  BOIOPA.  4W 

mouth,  todo  ensangrentado,  vuelve  la  cabeta  y  mira  al  ejecutor,  co- 
mo para  implorarle  que  termine  de  ana  vez,  y  aquél  horrorizado  tira 
el  hacha,  diciendo: 

—No  sé:  estoy  loco. 

Sin  embargo,  se  le  tranquiliza,  se  le  obliga:  coge  el  arma  por 
cuarta  vez,  da  dos  golpes,  y  no  acaba  aun  su  horrible  misión... 
Fué  preciso,  repugnante  detalle,  que  separase,  con  su  cuchillo,  ese 
trozo  de  carnes  palpitantes. 

El  mismo  historiador  osa  decir  que  el  verdugo  no  obró  asi  por  tor- 
peza ó  por  emoción,  sino  por  órdenes  que  habia  recibido:  es  una  su* 
posición  que  causa  horror.  Verdad  es  que  la  misma  escena  habia  te- 
nido lugar  en  el  martirio  de  lord  Russel. 

A  las  nueve  de  la  maOana  y  delante  de  quinientos  mil  especiado - 
.res,  todo  otro  que  no  hubiese  sido  Monmouth  hubiera  sido  reconocido 
por  el  pueblo.  Monmouth  no  fué,  pues,  el  hombre  de  la  máscara  de 
hierro. 

Creemos  poder  cerrar  con  este  nombre  ilustre,  que  recuerda  la 
Bastilla  de  Francia,  la  lista  de  las  victimas  de  esta  Bastilla  de  In- 
glaterra. 

Ahora  bien:  en  una  noche  se  ha  desmoronado  ese  gigantesco  mon- 
tón de  piedras  y  armas:  el  incendio  ha  hecho  en  pocas  horas  lo  que 
no  habían  podido  hacer  diez  siglos. 

Esto  foé  el  sábado  80  de  octubre  de  1841,  á  las  diez  de  la  noche. 

De  improviso  oyóse  este  grito:  ¡La  Torre  está  ardiendo!  Entre  las 
numerosas  centinelas  que  vigilaban  en  diversos  lados,  ni  una  se  ha- 
bía apercibido  aun  de  las  llamas. 

— ¡Ai  faegol  jal  fuego!  jen  la  Torre  hay  fuego!  gritó  un  centinela 
que  estaba  en  la  puerta  de  la  moneda,  y  al  mismo  tiempo  disparó  un 
tiro,  para  dar  la  alarma. 

Al  llamamiento,  los  quintos  fusileros  de  la  guarnición  escocesa  to- 
man las  armas,  se  envian  partes  al  duque  de  Wellington,  y  á  los  diez 
cuerpos  de  guardia  de  los  bomberos. 

Las  llamas  salían  ya  de  la  Torre  Redonda,  con  terrible  vio- 
lencia. 

Nueve  bombas  habia  de  reserva  en  la  Torre,  y  los  soldados  ensa- 
yaron á  maniobrar  coa  ellas ;  mas  no  pudieron  encontrar  agua  sino 


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m  PftlAOÜBS 

para  una  sola;  y  esta»  de  poca  filena,  no  arrojaba  el  «horro  á  la  al- 
tura de  la  Torre  Redonda. 

Bien  pronto  llegaron  cuatro  bombas;  mas  la  puerta  del  oeste  estaba 
barricada,  y  el  oficial  que  mandaba  el  puesto,  no  queriendo  romper 
la  consigna  sin  orden  espresa,  rehusaba  la  entrada. 

A  las  once,  el  viejo  monumento  feudal,  envuelto  en  llamas,  ofrecía 
un  horrible  espectáculo:  la  Torre  Redonda  no  existia  ya. 

Por  un  instante  se  pudo  creer  que  el  incendio  no  kia  mas  lejos; 
mas  arreciando  de  improviso,  se  vid  que  las  llamas  habían  invadido 
la  sala  de  armas.  Bien  pronto  cruje  la  bóveda,  apenas  tienen  tiempo 
para  huir  los  trabajadores,  y  la  sala  entera  se  convierte  en  un  horno. 
Entonces,  torrentes  de  llamas  lo  invaden  todo  y  llegan  hasta  lo  alto 
de  la  Torre  del  Reloj,  inmensa  luz  ilumina  el  horizonte,  la  multitod 
corre,  y  todo  un  populacho  ,  cubierto  de  andrajos,  se  precipita  * 
aullando  hacia  el  monumento  inflamado,  menos  por  dar  socorro 
que  por  entregarse  al  pillaje.  Trescientos  hombres  de  policía  y  cua- 
trocientos soldados  tuvieron  harto  trabajo  para  contenerle. 

Pero  lo  mas  siniestro  en  medio  de  esta  horrible  confusión,  es  el 
lúgubre  ruido  de  los  gongs  indianos,  que  anunciaba  la  llegada  de 
las  grandes  bombas  flotantes  de  Sonthwark  y  de  Botherite,  por  el  Tá- 
mesis.  Llegadas  á  su  destino  fueron  desembarcadas  cerca  déla  puerta 
de  los  Traidores. 

k  inedia  noche  la  Torre  semejaba  el  cráter  de  un  volcan  en 
erupción. 

La  Torre  del  Reloj  se  quebranta  y  derrumba  con  espantoso  ruido. 

Entonces  todos  los  socorros  son  llevados  del  lado  do  Wkite  Tower 
y  de  la  iglesia  de  San  Pedro,  para  preservar  á  estos  edificios  de  una 
completa  destrucción. 

Entre  tanto  el  plomo  de  los  canalones  se  funde  y  cae  á  torrentes, 
.y  con  frecuencia»  cosa  horrible  y  singular,  los  torbellinos  de  llantas 
cambiaban  de  color  y  se  hacían  azules,  rojos,  verdosos,  de  color  vio- 
leta, y  ge  destacaban  claros  y  fantásticos  sobre  el  fondo  de  oír  cielo 
negro  y  humoso.  Era  el  depósito  de  armas  que  encerraba  muni- 
ciones de  toda  especie,  y  cuyos  diversos  metales  se  fundían  y  mez- 
clabaa  en  esta  ardiente  y  colosal  fragua,  produciendo  todas  esas  va- 
riedades caprichosas  y  lúgubres. 


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DE  EUtOPA.  451 

Dos  mil  hombres  trabajaban  en  las  bombas,  que  vomitaron 
contra  los  encendidos  muros  verdaderas  cataratas,  mientras  que  los 
soldados  de  artillería,  envueltos  en  mantas  mojadas,  penetraron  va- 
lerosamente en  las  coevas  de  la  Torre  Blanca,  para  extraer  ana  gran 
cantidad  de  barriles  de  pólvora  qne  habia  en  ellas.  De  momento  en 
momento,  se  esperaba  alguna  espantable  detonación:  toda  la  noche 
se  pasó  de  esta  suerte. 

Aquellos  que  creen  en  la  autenticidad  de  las  joyas  de  la  corona  di- 
cen que  el  guardián  de  estas  tuvo  cuidado  de  trasladarlas  &  casa  del 
gobernador  de  la  Torre,  y  desde  alli  á  casa  de  los  joyeros  Rundel  y 
Brídge.  La  chusma  qne  aullaba  á  las  puertas  de  la  antigua  fortaleza 
no  esperaba,  entre  tanto,  mas  que  una  brecha  para  precipitarse  al 
pillaje. 

Los  testigos  de  esta  gran  catástrofe  hablan  de  ella  aun  con  es- 
panto. La  atmósfera  rojiza,  cabiente;  el  toque  de  alarma;  el  silbar  de  • 
las  bonabas  y  el  mormullo  del  Támesis  mezclado  á  los  gritos  de  la 
multitud  estacionada  en  las  calles  vecinas...  ¡Oh!  (Qué  horrible  cua- 
dro! ¡qué  orquesta  tan  infernal!  Hubo  un  hecho  bien  singular  y 
bien  siniestro.  En  lo  mas  fuerte  del  incendio,  un  inmenso  relámpago 
azulado  iluminó  el  rio,  la  ciudad,  y  se  pudo  ver,  durante  algunos 
segundos ,  á  este  livido  y  fosfórico  resplandor,  á  los  marineros  sobre 
los  mástiles  de  los  navios,  y  por  todas  parte»,  sobre  las  azoteas  y  te- 
jados de  las  casas,  y  sobre  las  torres  de  las  iglesias  un  gentío  inmen- 
so y  Heno  de  temor. 

Después  todo  volvió  á  caer  en  la  oscuridad,  escepto  la  Torre  Boy- 
wer,  que  lanzaba  aun,  de  vez  en  cuando,  torbellinos  de  llamas. 

El  viento  cambió  de  nord-este  á  sur,  y  se  salvó  la  Torre  Blanca, 
que  es  la  mas  estimada  del  pueblo  inglés. 

Según  toda  apariencia,  el  incendio  comenzó  en  la  sala  de  inspec- 
ción, que  ocupaba  lodo  el  largo  de  la  Torre,  aunque  estaba  dividida 
por  delgados  tabiques.  El  otro  salón  estaba  á  prueba  de  bomba.  En- 
cima estaba  situada  la  célebre  sala  de  la  mesa,  en  la  que  fué  ahoga- 
do el  duque  de  Glarence  dentro  de  un  tonel  de  malvasia. 

De  los  doscientos  mil  fusiles  depositados  en  el  arsenal,  apenas  fue- 
ron salvados  cuatro  mil.  Se  valúa  la  pérdida  sufrida  en  este  incendio 
en  un  millón  de  libras  esterlinas,  veinte  y  cinco  millones  de  francos. 

TOHOU.  58 


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U»  jftdagMionei  m?  nunuciosa^n*  hw  podidp  dflcnfepir  ntfa 
d#  powAivo  sota?  la  causa  da  este  incendi»,  y  por  tynto  todo  «op  cojjr 
jeturas, 

Se  (jrafl,  geoetaluwüe,  que  á  las  cinco  d$  la  forte,  Ql  fa««o  Wla- 
Ity  y*  w  el  interioj  de  la  To&re;  was  u?t  obrara  y  gty  mujer,  fue  vi- 
vía^ en  la  veciwlftd^  $fo jparep  bAJter  vi&to  p%sapt  4  las  seis  de  1» 
noche,  por  los  talleres,  que  debían  estar  cerrados,  4  up  bojpbrQ  con 
una  luz  eft  I»  wno,  lo  cu^l  pqede  Ij^cer  presumí*  qu#  ¿pte  fuese  un 
incendiario.  A  posar  do  eslo,  parece  lo  mas  probado  qne  esle  desas- 
tre e#  simplemente  el  efecip  de  alguna  imprudencia.  Sea  lo  que  fue- 
re, la  loglaíarf4  no  se  ba  consolado  aun  de  lo  que  perdió  en  esta  fy-r 
tal  ooch?  del  30  día  octubre  de  1841.  Los  belicosos  trofeos  que  decor 
raban  los  muros  de  la  Torre  de  Londres  quedaron  en  ella  reducjdop 
iescoptatt*. 

Trtdnoido  ñor  A.  Cubero. 


fifi  PE  U  TORAK  DE  LÓNDHBff. 


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He.  Chira. 


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PR1SI0NB9 

DE  EUROPA. 


FOR-L'EVÉQÜE. 


ftision  eclesiástica  del  obispado.— Jaslicia  episcopal.— Tratado  entre  feltye-Angosto 
y  él  obispo  de  Parto. —Veinte  libras  parisienses  al  otispo,  y  ctacdtnt*  átteMos  al 
capitulo.— •Fandack»  de Forl/Bréque— Or%eo  de  este nottbre.^SiliBeieB topo- 
gráfica de  est*  prisión.— So  descripción. —Conflicto*  jodieiale*.  <>-BI  obispado  dt 
Parts,  erigido  en  arzobispado.— Reconstrucción  de  For-L'Evéqoe  por  el  primer  ar- 
zobispo de  París.— Segando  tratado  con  el  rey  Lois  XIV.— Dacado-Paivia  de  Saint- 
Cloud.— For-L'Evéque  convertido  en  prisión  secular.— Órdenes  arbitrarías  del  rey. 
—Prisiones  por  deudas.— Alborotadores. — Comediantes. — ÉaximiÜano  de  Ba  viera. 
—Cartucho  y  sw  cómplices.  —  £? aska  de  tres  abate*. 

Fer-L'Bvéque  tiene  des  épocas  diferentes.  • 

La  primera  fué  aquella  durante  la  cual  la  jurisdiciea  wlesiástiea 
del  obispo  de  París  reioaba  cea  omnímoda  potestad  en  esta  prisión. 
Esla  época,  es  poco  conocida,  y  en  la  historia  casi  se  halla  olvidada. 

En  la  segunda,  los  reyes  se  hicieron  ceder  este  dominio,  llenán- 
dola á  medida  de  su  capricho. 

Una  parle  de  esta  segunda  época  es  muy  conocida*  y  la  prisión 
k  que  nos  referimos  presentaba  en  ella  un  cierto  aspecto  de  alegría, 
pues  al  nombre  de  For-L'Evéque  se  unen  los  de  «mediantes,  actri- 
ces célebres,  periodistas,  regalones  cargados  de  deudas,  mosquete- 
ros de  todos  colores,  que  se  entretenían  en  apalear  k  les  vigilantes 
de  noche,  arrancar  las  muestras  de  los  sitios  donde  en  aquella  épt> 
ea  las  había,  y  romper  los  reverberos  de  las  principales  caUes  de 
París. 


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160  PRISIONES 

En  esta  prisión,  un  'deudor  que  entonces  era  duque  reinante,  y 
mas  tarde  fué  rey,  dio  espléndidos  festines.  En  la  misma  escribió 
Frerón  sus  mas  mordaces  sátiras.  Lekain  declamó,  Veslris  bailó, 
Clairon  amó,  y  por  último,  en  ella  se  refugió  la  poesía  del  des- 
potismo. 

Procuraremos  hacer  un  reíalo  fiel  de  todos  estos  hechos,  y  seria- 
mos por  cierto  afortunados  si  nuestra  misión  se  concretase  á  pintar 
este  oculto  rincón,  dominio  de  la  arbitrariedad,  donde  el  capricho  de 
los  reyes  y  de  los  .grandes  solo  hacia  derramar  lágrimas  de  despe- 
cho. De  esta  prisión  como  de  las  demás,  diremos  puramente  la  ver- 
dad, pero  esta  se  halla  bien  lejos  de  la  única  tradición  que  de  For- 
L'Evéque  ha  quedado. 

En  primer  lugar,  no  existe  historia  alguna  particular  de  esta  pri- 
sión. Algunos  artículos  que  ni  siquiera  llegan  á  ser  noticias  formales, 
es  la  sola  cosa  que  se  halla  entre  las  obras  escritas  en  nuestros  dias. 

Los  autores  contemporáneos  hablan  de  ella,  como  nosotros  lo  ha- 
cemos de  la  Gonsergeria,  que  todo  el  mundo  conoce.  Hemos  debido 
por  lo  tanto  entregarnos  á  un  trabajo  largo  y  formal  para  alcanzar 
el  resultado  que  nos  proponíamos,  y  creemos  haberlo  logrado. 

Los  obispos  de  París  y  el  capitulo  metropolitano,  ejercían  en  esta 
villa  el  derecho  de  justicia  alta  y  ¿aja  sobre  las  tierras  que  les  per- 
tenecian. 

Esta  jurisdicción  temporal  era  muy  temida,  y  empezó  á  «ser  la 
base  de  la  Inquisición. 

En  1161,  el  obispo  Mauricio  de  Sully,  que  hizo  construir  en  lí- 
nea paralela  á  Nuestra  Sefiora  de  París  el  palacio  episcopal,  no  se 
olvidó  de  los  edificios  necesarios  á  su  jurisdicción  temporal,  de  la 
cual  se  mostraba  muy  celoso,  y  que  de  dia  en  dia  iba  adquiriendo 
mas  incremento. 

Sobre  una  doble  capilla  mandó  construir  una  alta  torre  para  que 
sirviese  de  campanario.  Los  pisos  abovedados  de  esta  torre  sirvie- 
ron de  prisiones  eclesiásticas,  y  las  cuevas  de  la  iglesia  fueron  con- 
vertidas en  calabozos.  Desde  aquella  época,  estendió  su  jurisdicción 
temporal,  y  por  los  recursos  que  esta  iglesia  sola  poseía  alcanzó  don- 
de quiso  á  lodos  los  parisienses  que  le  plugo  castigar  con  la  justicia 
de  su  tribunal. 


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DE  BUBOPA.  MI 

Luis  el  Joven,  que  reinaba  á  la  sazón,  vio  con  indiferencia  qne  la 
jurisdicción  del  obispo  se  eslendia  al  elevar  la  torre  mencionada;  pe- 
ro Felipe  Augusto,  su  sucesor,  mas  celoso  que  él  de  la  autoridad 
real,  comprendió  los  peligros  que  tal  dominio  llevaba  consigo,  y  re- 
solvió poner  término  á  éi.  Desde  la  muerto  de  Mauricio  de  Sully, 
se  habian  sucedido  tres  obispos;  Endco  de  Sully,  Pedro  II  de  Ne- 
mours, y  Guillermo  II  de  Seignelay.  Los  tres,  y  sobre  lodo,  el  últi- 
mo, habian  sostenido  los  derechos  de  justicia  que:  declaraban  no  es- 
tar  escritos  en  parte  alguna,  pero  que  resultaban  de  la  tradición  y 
del  uso  y  costumbre jdejiempo  inmemorial,  procediendo  direclamen- 
te  de  Dios.  Felipe-Augusto,  que  por  su  parle  no  reconocía  entera- 
mente tal  origen,  buscaba  el  medio  de  disminuir  la  autoridad  del 
prelado  haciéndola  recaer  en  pro  de  la  corona. 

La  cerca  del  obispo,  además  del  radio  del  obispado,  se  componía 
entonces  del  antiguo  arrabal  de  San  Germán  y  del  cercado  de  Bru- 
neau,  que  hoy  forman  los  barrios  de  San  Honorato,  San  Germán 
L'Auxerois,  San  Eustaquio,  etc.,  etc. 

La  jurisdicción  de  la  Torre  del  Louvre,  que  lindaba  con  las  tierras 
del  obispo,  daba  margen  cada  dia  k  conflictos  de  consideración. 

Al  principio  el  rey  y  el  obispo  se  disputaron  la  corta  de  maderas; 
luego  las  multas  y  la  confiscación  de  bienes,  y  por  último,  la  sangre 
y  la  vida  de  los  hombres. 

Cuando  llegaron  á  este  caso,  Felipe-Augusto  creyó  triunfar  fácil- 
mente del  obispo  oponiéndole  este  principio:  Eclesiaabhorret  á  sam- 
guine  (La  Iglesia  tiene  horror  al  verter  sangre).  Pero  Monsefior  de 
Seignelay  eludió  la  cuestión  declarando  que  satisfaría  al  precepto, 
no  mandando  que  se  ejecutase  ningún  culpable  en  las  tierras  epis- 
copales. 

Con  efecto:  desde  aquella  época,  mandó  que  se  ejecutasen  las  sen- 
tencias en  las  afueras  de  París,  sosteniendo  que  no  violaba  el  princi- 
pio referido,  porque  no  salpicaba  cu  sangre  humana  las  tierras  de  la 
iglesia. 

A  tal  interpretación  se  siguieron  largas  contestaciones,  hasta 
que  por  último  en  1222  se  acordó  un  tratado  entre  el  rey  y  el  obis- 
po. Dicho  acuerdo,  inscrito  en  las  cartas -patentes  firmadas  en  Me- 
lón, fué  l  lamado  por  ambas  partas  charta  pacis,  tratado  de  par 


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m  raisioittfc 

En  este  documento  se  restringía*  tos  Hmites  de  las  tierras  del 
obispo,  á  cansa  del  palacio  de  Louvre  y  sus  dependencias.  Se  reser- 
vaba al  rey  el  conocimiento  de  causa  en  rapios  y  asesinatos,  y  se 
dejaban  al  cuidado  especial  y  justicia  del  obispo<  los  hoüickiios  y 
demás  asuntos  criminales  ó  civiles  en  el  arrabal  de  San  Germán  y  en 
el  cercado  Bruneau. 

L*s  sentencias  de  muerte  debían  ejecutarse  «n  las  afueras  de  Pa- 
rís, y  los  castigas  corporales  que  pudiesen  ocasionar  efusión  de  san- 
gre, ftítfa  dá  cultivo  del  obispo,  to  cual  nos  prueba  que  las  inter- 
pretaciones de  monseñor  de  Seigeetay  fueron  adoptadas.  Se  formé 
una  jurisdicción  temporal,  compuesta  de  un  preboste  especial,  y  de 
varios  oficiales  de  justiéia;  y « para  indemnizar  al  obispo  y  al  capitulo 
metropolitano,  decía  el  tratado,  de  los  demás  derechos  y  pretensio- 
nes, concede  el  rey  al  obispo  veinte  libras  parisienses,  y  al  capitulo 
cincuenta  sueldos  parisienses ,  que  cobrarán  cada  año  sobre  el  prebos- 
tazgo de  Paris.» 

Una  vez  concluido  este  tratado,  el  obispo  de  Seigneby  quiso  es- 
tablecer su  preboste  y  oficiales  de  justicia  en  medio  del  cultivo  de 
mas  consideración,  escogiendo  para  colocarle  el  sitio  que  le  pareció 
mas  conveniente  y  mas  próximo  á  determinar  claramente  los  limites 
del  palacio  del  Louvre,  cuya  invasión  de  dominio  le  podía  haber  sido 
muy  perjudicial. 

En  la  fecha  referida  se  pusieron  tos  cimientos  de  un  palacio,  que 
ddMa  contener  habitaciones  para  el  preboste,  sala  de  justicia,  prisio- 
nes y  calabozos  para  los  reos,  en  el  espacio  que  media  entre  la  calle 
de  San  Germán- L'Auxerois  y  el  muelle  de  la  Miseria,  hoy  dia  mue- 
lle de  la  Méftisserie.  Tal  es  el  origen  de  Fer-L'Evéque. 

Guillermo  de  Seignelay  murió  el  23  de  noviembre  de  122$,  an- 
tes de  que  For-L'Evéque  estuviese  enteramente  concluido.  Bartolo- 
mé 111,  que  le  sucedió,  terminó  su  obra. 

Ahora  que  conócenos  el  origen  de  su  fundación,  nos  resta  aclarar 
el  de  su  nombre.  For-L'Evéque  deriva  positivamente  deForum  lipis 
copi;  sitio  cercado,  ó  cultivo  del  obispo.  Además  de  la  opinión  de 
gran  número  de  autores,  con  los  cuales  nos  hallamos  perfectamente 
de  ácfterdo,  añadiremos  como  prueba  de  'ello  lo  que  sigue:  Adriano 
de  Vftlois  es  de  opinión  que  se  escribía  Fow-UEvique,  derivado  de 


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Furntm  Bpiwpi  peco  oada  legitima  esta  aflereujn,  ni  el  paprfcho 
de  haber  establecido  el  obispo  eo  sus  tierras  d  en  su  palacio  un 
horno. 

Tampoco  hay  razón  fundada  para  llamarte  Fert-LKvéque,  orto? 
grafía  que  no  se  ba  hallado  eu  ninguno  de  los  escritos  referentes  á 
dicha  época,  y  que  además  oo  tenia  apariencia  ni  carácter  alguno  de 
cindadela,  ó  íorlaleía. 

« For-L'Evdq^ie,  dice  Lebeul,  no  era  ni  un  homo,  ni  un  fuerte,  si* 
no  u?  sitio  d&stioado  para  pleitear.»  De  las  tres  opinípne*  qw  acar 
bamos  de  formular ,  adoptamos  la  primera  como  la  mas  pro- 
bable. 

Este  palacio  fué  primeramente  construido  sobre  el  terreno  que  hoy 
ocupa  la  casa  núm.  65  de  la  calle  de  San  German-l'Auxerois,  g»r 
gun  queda  dicho,  esteadiéndose  hasta  orillas  del  Sena.  Su  puerta 
principal  daba  á  la  espresada  calle,  y  la  descripción  que  U06  ha  de- 
jado Lebeuf es  la  siguiente: 

«Encima  de  la  puerta  principal  se  veía  una  escultura  de  piedra, 
qne  representaba  á  un  rey  y  &  un  obispo  arrodillados,  el  uno  frente 
del  otro,  delante  de  un*  imagen  de  Nuestra  SeBora,  símbolo  dpi  tra- 
tado concluido  entre  Felipe- Augusto  y  el  obispo  de  Parí*.  A  la  dere- 
cha estaban  las  armas  de  Francia  representadas  por  numerosas  flore* 
de  lis,  atravesando  todo  este  cuartel  un  báculo.  En  el  otro  extremo, 
también  ie  relieve,  había  un  juez  con  toga  y  capuchón,  varios  ase- 
sores y  un  notario  vestido  en  traje  eclesiástico. » 

Por  esto  medio  habí»  querido  eternizar  loa  obispos  el  pacto  ople- 
brado  oon  el  rey  de  Francia,  á  quien  trataban  de  igual  á  igual.  Por 
lo  demás,  nada  se  habia  olvidado  para  hacer  digna  á  esta  miftsion 
de  la  jurisdicción  cruel  que  en  ella  se  ejercía. 

Las  prisiones  eran  estrechas  y  sombrías,  y  los  caUboup  w  llam%- 
fon  ofot<foi,  porque  de  los  desgraciados  que  entraban  en  ellos,  nadie 
ae  volvia  á  acordar.  Profundamente  abiertos  debajo  de  tierra,  se  e*- 
ttnüan  por  todo  el  edificio,  y  por  su  disposición  y  lobrqgUM  podiap 
compararse  á  los  calabobos  blancas  de  Bicélre. 

Aun  se  ven  en  el  dia  algunos  restos  de  los  citados  calabozos  en  la 
parte  que  ocupan  las  cuevas  ó  bodegas  de  la  casa  número  68  de  la 
enUe  de  San  Germán-  L'Auíerqis. 


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464  PUflOMES 

En  aquel  tiempo  existía  también  una  sala  del  Tormento,  artísti- 
camente confeccionada. 

El  suplicio  del  Tormento  artísticamente  aplicado,  rara  vez  hacia 
correr  la  sangre,  quedando  do  este  modo  los  obispos  en  el  circulo  de 
la  estricta  observancia  de  su  regla,  hasta  tocar  en  el  ridiculo. 

De  modo,  qne  todas  las  Teces  que  se  condenaba  á  corlar  las  orejas 
á  alguno,  castigo  que  en  aquella  época  estaba  muy  en  boga,  era  con- 
ducido el  paciente  á  la  frota  du  Trahoir,  hoy  dia  extremidad  de  la 
calle  de  San  Honorato,  y  allí  se  ejecutaba  la  sentencia,  para  que  la 
sangre  que  corriese  no  pudiera  caer  en  las  tierras  pertenecientes  á  la 
iglesia.  Eo  seguida,  se  encerraba  al  paciente  en  alguno  de  los  cala- 
bozos del  olvido,  donde  lentamente  espiraba,  á  menos  que  el  tor- 
mento no  hubiese  puesto  fin  á  su  existencia.  ¡Infame  hipocresía!  como 
si  las  lágrimas  vertidas  por  tantos  y  tantos  infelices  no  equivalieran 
á  otras  tantas  golas  de  sangre,  y  la  cruel  y  prolongada  agonía  no 
fuese  un  suplicio  mil  veces  mas  cruel  que  la  misma  muerte! 

De  todas  las  victimas  oscuras  é  ignoradas  que  fueron  entregadas 
á  la  jurisdicción  eclesiástica,  la  mas  cruel  de  todas  las  justicias,  pues 
la  inquisición  se  calcó  sobre  ella,  no  nos  ha  quedado  ni  un  solo  nom- 
bre que  Merezca  citarse.  Las  sentencias,  los  procedimientos  judicia- 
les de  esos  tiempos,  secretos  la  mayor  parte,  han  desaparecido  en 
tiempo  de  la  revolución,  ó  foeron  destruidos  por  el  furor  popular,  ó 
por  los  mismos  eclesiásticos,  que  quemaron  los  registros  haciendo 
desaparecer  así  aquellas  actas  acusadoras. 

Los  únicos  documentos  formales  que  podríamos  haber  hallado  se 
los  llevaron  las  aguas  del  Sena  el  dia  del  saqueo  del  arzobispado 
en  1881 .  y  nos  creemos  muy  felices  al  consignar  solamente  en  este  li- 
bro la  seguridad  de  las  mencionadas  crueldades,  sin  estar  obligados 
á  dar  sus  detalles. 

Sin  embargo,  á  pesar  del  tratado  de  1222,  continuaron  los  con- 
flictos entre  la  justicia  real  y  la  eclesiástica.  Y  fueron  tales,  que 
Francisco  I  formuló  una  ordenanza  real  que  ponia  coto  á  los  abusos 
de  la  justicia  episcopal,  sin  atreverse  sin  embargo  á  publicarla. 

El  número  de  los  acuerdos  del  consejo  real  y  del  parlamento  rela- 
tivos á  este  asunto,  es  incalculable.  El  rey  y  el  obispo  se  disputaban 
las  victimas;  pues,  según  ya  hemos  manifestado,  además  del  acto  de 


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Dfi  EOtOPA.  465 

autoridad  qae  ordenaba  ud  castigo  cualquiera,  se  imponían  multad 
y  ae  confiscaban  bienes,  y  la  avaricia,  uniéndose  á  la  competencia  de 
poder,  hizo  aumealar  las  consecuencias  de  la  lucha.  Mientras  lanío, 
el  obispado  de  París,  sufragáneo  hasta  entonces  del  arzobispado  de 
Sens,  fué  erigido  también  en  arzobispado  el  20  de  octubre  de  1622 
en  favor  de  Juan  Francisco  de  Gondi,  lio  del  cardenal  de  Relz. 

£1  nuevo  arzobispo,  orgulloso  con  el  titulo  que  se  le  habia  conferi- 
do, solo  pensó  desde  aquel  momento  en  consolidar  y  aumentar  su 
poder  temporal,  pero  el  cardenal  Richelieu,  que  imperaba  en  esta 
época,  no  solo  le  contuvo  con  su  mano  de  hierro  en  los  limites  de  su 
autoridad,  sino  que  se  los  circunscribió,  hasta  el  punto  de  quedar  el 
For-L'Evéque  por  algún  tiempo  sin  presos,  procesos  ni  sentencias. 
Solo  á  la  muerte  de  este  ministro  pudo  el  nuevo  arzobispo  empezar  á 
erguir  la  cabeza,  ayudado  de  su  coadjutor  el  abate  de  Gondi. 

Siguiéronse  los  disturbios  de  la  Fronda,  cuya  ocasión  aprovechó 
el  arzobispo  para  estender  su  poder  temporal,  y  en  tanto  que  su  so- 
brino, envuelto  en  todas  las  intrigas  de  la  época,  era  aprisionado  en 
Vincennes,  secundado  por  el  capitulo  metropolitano;  hacia  él  demoler 
y  reconstruir  en  su  mayor  parte  su  For-L'Evéque  arreglado  al  uso 
que  habia  de  hacer  de  la  nueva  potestad  que  esperaba.  Semejante  re- 
construcción tuvo  lugar  en  1652. 

Construyéronse  las  nuevas  prisiones  en  mayor  número  y  mas  es- 
trechas y  sólidas,  respetando  las  perpetuas,  siempre  útiles  en  aque- 
llos tiempos,  como  también  la  puerta  en  donde  estaban  esculpidos  los 
derechos  del  arzobispado. 

Joan  de  Gondi  murió  en  1654,  después  de  haber  visto  levantarte 
la  nueva  fábrica  que  dejó  en  herencia  á  su  sobrino  el  cardenal  de 
Retz.  Sabido  es  de  que  manera  hizo  éste  dimisión.  Sucedióle  en  vir- 
tud de  la  misma  Pedro  de  Marca,  antecesor  de  Hosdouin  de  Pérefixe 
de  Beaumoot,  preceptor  de  Luis  XIV,  que  murió  en  1.*  de  enero  de 
1671.  Esta  vacante  sentó  en  la  silla  arzobispal  de  París  á  Francisco 
de  Harlay  de  Champvallon. 

Mucho  tiempo  habia  que  gobernaba  por  si  propio  Luis  XIV.  Mas 
absoluto  y  mas  despótico  que  otro  rey  alguno  presente  ni  pasado,  no 
podia  soportar  en  medio  de  su  buena  ciudad  de  París  una  jurisdic- 
ción igual  en  autoridad  á  la  suya  en  determinados  casos;  una  prisión 

TOMO  ■.  51 


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4*ft  MUSIONtó 

que  orgtóloéamfcnte  se  alzaba  rival  de  la  Bastilla  y  que  no  llenaba  k 
su  buen  placer.  Como  era  el  arzobispo  de  París  su  antiguo  preceptor, 
110  se  atrevió  á  contrariarle  abiertamente,  y  si  solo  limitóse  á  hacerle 
presentir  el  proyecto  que  llevaba  de  acabar  con  su  jurisdicción  tem- 
poral. Mostró  el  arzobispo  la  mas  viva  resistencia  á  las  pretensiones 
reales,  y  Luis  XIV  esperó  su  muerte  para  obrar.  Llegada  esta  ocasión 
suprimió  pora  y  simplemente  por  un  edicto  de  febrero  de  1674  la  ju- 
risdicción episcopal  que  reunió  al  Cbátelet,  apoderándose  al  mismo 
tiempo  del  For-L'Evéque  y  declarándote  desde  este  dia  mera  por- 
Bton  secular. 

Habia  tomado  el  rey  esta  determinación  sin  prevenir  al  arzobispo, 
que  era  entonces  monsefior  de  Harlay,  cuya  jurisdicción  habia  con- 
fundido con  otras  diez  y  ocho  eclesiásticas,  abaciales  y  señoriales, 
reunidas  igualmente  al  Ghátelet  por  el  mismo  real  edicto. 

Por  mas  que  quiso  dar  Luis  á  semejante  acto  el  carácter  de  una 
disposición  general  á  fin  de  evitar  toda  resistencia,  no  pudo  por  esta 
vez  realizar  su  propósito. 

Los  sefiores  se  sometieron  sin  murmurar,  y  los  sacerdotes  y  abates 
protestaron  amenazando  con  una  formal  declaración  de  guerra  si  do 
era  revocada  la  medida. 

El  arzobispo  y  particularmente  ei  cabildo  metropolitano,  se  levan- 
Ürdn  con  energía  y  mostraron  las  esculturas  de  la  puerta  del  íor- 
L'Evéque,  qm  no  sin  motivo  habian  allí  dejado  perseverar. 

Luis  XIV  venció  durante  su  reinado  todos  cuantos  obstáculos  se 
opusieron  á  su  buena  ó  mala  voluntad,  escepto  únicamente  los  «que  le 
itaeron  suscitados  por  los  curas  y  por  las  majeres.  Los  primeros  lle- 
varon en  esa  ocasión  la  ventaja.  De  tal  suerte  fué  la  aclifod  que  tomó 
el  arzobispo,  que  el  Tey  se  halló  en  idéntica  posición  que  Felipe  Au- 
gusto en  ocasión  del  tratado  de  1222.  Viese,  pues,  obligado  á  comprar 
por  medio  de  concesiones  ese  girón  de  poder  temporal  que  arreba- 
taba la  arzobispal  justicia,  esa  prisión  del  Fer-L'Evéque,  que  le  era 
necesaria,  puesto  que  la  Bastilla  y  las  demás  prisiones  de  estado  ve- 
nían atondo  de  por  dia  mas  estrechas  para  contener  el  gran  néoiero 
de  prisioneros  de  que  iba  atestándolas  el  gran  rey. 

Con  todo,  esas  concesiones  no  podían  reducirse  como  en  1ÍSÍ  á 
veinte  Hbras  parisienses  por  afio. 


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M  lUtOTA.  467 

AoctdUtal  arzobispo  en  dqjarae  quitar  de  oca  mano  lo  que  por  la 
otra  se  le  daba,  y  por  de  pronto,  ana  seganda  ordenanza,  interpreta- 
tiva de  la  primera,  salió  k  luz  en  abril  de  1674. 

Por  semejante  disposición  se  devolvía  el  derecho  de  alta  y  baja 
josticia  en  las  iglesias,  claustros  y  tribunales  de  la  residencia,  al  ar- 
zobispo, á  la  abadía  de  Sainl-Germain  des  Prés,  áSan  Joan  de  Lelran 
y  al  gran  prior  del  Temple. 

En  seguida,  por  cláusula  particular  con  el  araobispo,  que  era  de  lo- 
dos el  mas  temible,  erigió  Luis  XIV  en  ducado  con  titulo  de  par,  pa- 
ra monseñor  de  Harlay  y  sus  sucesores  en  la  silla  arzobispal,  el  terri- 
torio de  Saint  Gloud ,  al  cual  reunió  Maisons,  Greteil,  Osoir,  La  Per- 
riere  y  Armentiéres.  «Unida  va— dice  la  ordenanza— á  la  justicia 
de  la  temporalidad  del  arzobispado,  de  que  gozarán  monseñor  de 
Harlay  y  sus  sucesores  en  lodos  derechos,  la  justicia  y  jqrisdiccion 
de  par,  bajo  la  inmediata  inspección  del  parlamento,  escepto  en  los 
casos  reales. » 

La  propia  ordenanza  estipulaba  el  sitio  del  ducado  con  titulo  de  par, 
en  el  arzobispado. 

Este  edicto,  k  que  puede  darse  igualmente  el  nombre  de  tratado  de 
paz,  dejó  satisfechas  á  entrambas  partes.  El  arzobispo  vio  aumentar- 
se sus  dignidades,  sus  rentas  y  sus  dominios;  bien  es  verdad  que 
perdía  todo  su  cultivo  en  París;  pero  adquiria  el  doble  en  el  rastro,  y 
el  preboste  del  arzobispado  podía  sentarse  aun  en  esa  forre,  debajo 
de  la  cual  continuaban  existiendo  los  profundos  calabozos  que  servían 
dt  prisiones  eclesiásticas. 

Semejantes  mazmorras  no  llegaron  á  atestarse  hasta  el  año  1793, 
en  ocasión  del  derribo  de  la  torre. 

Luis  XIV  aniquilaba  en  el  seno  de  París  una  jurisdicción  inde- 
pendiente de  su  autoridad  real,  somelia  la  nueva,  que  concedía  fue- 
ra de  la  capital,  á  su  parlamento  y  quedaba  en  posesión  del  For- 
L'Evéqne. 

De  tal  suerte  se  verificó  el  trueque  de  un  manto  de  par,  por  las 
llaves  de  una  prisión. 

El  For  L'Evéque  fué  después  destinado  especialmente  á  los  có- 
micos; y  cierto,  no  es  una  de  las  particularidades  mas  singulares  que 
ofrece  esta  historia  la  de  ser  una  prisión  erigida  por  los  obispos, 


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m  fushhus 

transformada  en  morada  de  gente  herida  entonces  con  el  rayo  d?  la 
excomunión. 

c?Tales  son  las  diferentes  faces  que  ofrece  el  primer  periodo  de  la 
historia  del  For-L'Evéque:  vamos  á  dar  algunos  detalles  sobre  el 
segundo. 


H. 


Freroo.— El  Alio  literario.— la  sefioríta  Oairoo.— Excomunión  de  los  cómicos. — La 
seflorita  Araoax.— Retrato  de  la  sefioríta  Oairoo  por  Freroo.— Bl  sitio  de  CaUtii. 
— Tumulto  eo  la  Comedia  Francesa. — Arresto  de  la  sefioríta  Cía  ¡roo. 

El  aflo  1763  terminaba  en  Francia  sin  ningún  acontecimiento  no- 
table en  el  estudio  de  la  literatura  ó  del  teatro.  Ningún  libro  digno 
de  critica,  ninguna  producción  dramática  se  presentaba.  Ypltaire  y 
los  demás  literatos  dejaban  completamente  en  paz  á  Freron. 

El  Año  literario,  periódico  que  este  escribía  con  tanta  gracia  como 
mala  intención,  y  que  era  el  único  en  la  época  á  que  nos  referimos; 
enemigo  de  toda  doctrina  nueva,  y  también  de  los  que  nuevamente 
aparecían  en  la  arena  literaria;  critico  acerbo,  y  á  veces  brutal;  solo 
opuesto  contra  todo  el  mundo  y  con  ánimo  fuerte,  veia  que  por  mo- 
mentos su  periódico  iba  á  palidecer  careciendo  de  lucha  é  interés, 
pues  su  gran  talento  consistía  mas  en  la  defensa  que  en  el  ataque. 

Guando  no  podía  contestar  directamente,  hallaba  un  motivo  en  la 
cosa  mas  insignificante.  Si  un  literato  decia  una  sola  palabra  contra 
él,  era  ya  suficiente  causa  para  dar  asunlo  á  un  articulo.  Si  Vollaire 
se  levantaba  de  la  cama  una  hora  mas  tarde  que  de  costumbre,  ha- 
bía ya  motivo  para  lanzarle  una  sátira. 

Si  la  señorita  Glairon  volvía  á  encargarse  de  un  papel,  aunque  le 
hubiese  representado  cien  veces,  era  suficiente  causa  para  que  su 
critica  se  ensañase  contra  la  grande  actriz. 

Todo  para  él  era  artículo  de  utilidad  y  le  servia  de  preleslo,  in- 
dispensable cosa  para  su  naturaleza,  esencialmente  incisiva,  y  si 
bien  carecía  de  invención,  sobre  un  grano  de  arena  habría  construido 
un  mundo  de  fábulas. 


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OB  tmOtk  419 

So  éltima  reyerta  con  la  señorita  Glairon  había  concluido  brus- 
camente. 

Esta  actriz  tenia  por  protector  ostensible  á  un  principe  ruso  ex- 
tremadamente enamorado  de  ella,  y  que,  según  Freron  decía,  se  con- 
tentaba con  besarla  la  mano,  y  era  lo  mejor  que  hacer  podía,  míen  - 
tras  el  caballero  de  Valbelle  era  sn  amante  secreto. 

Este  último  habia  hecho  á  Freron  nna  visita  de  pura  educación,  y 
do  hallándole  en  casa,  le  dejó  una  targela  en  la  cual  puso  á  continua- 
ción de  su  nombre:  «&  ha  presentado  m  casa  de  Freron  para  darle 
ymacosa.* 

Freron  vio  y  comprendió  el  escrito,  y  por  lo  tanto  desde  este  dia 
dejó  de  ocuparse  de  la  vida  privada  de  la  actriz,  esperando  el  pri- 
mer papel  nuero  que  representase,  para  hacer  de  ella  anatomía. 

Ninguna  hablilla  contra  la  actriz  pululaba  por  entonces,  y  la  fa- 
talidad hacia  que  las  demás  personas  tampoco  le  ofreciesen  motivo 
para  morder  y  desahogar  su  bilis. 

Freron  parecía  un  ser  abandonado  de  todo  el  mundo,  y  esto  le  de- 
sesperaba. Para  él  podia  decirse  que  comenzaba  á  apareoer  la  pos* 
teridad,  y  la  posteridad  era  el  olvido» 

Si  hubiesen  empleado  este  medio  contra  él  sus  enemigos,  induda- 
blemente habría  dado  el  resultado  apetecido,  y  Freron  y  su  Año  lite- 
rario habrían  sido  enterrados  vivos. 

Pero  el  excesivo  amor  propio  de  los  literatos  y  comediantes  no  po- 
día contenerse  en  los  limites  de  lo  conveniente  para  su  interés,  y  no 
comprendiendo  que  al  responder  á  los  ataques  de  Freron,  daban  im~ 
portanciaá  su  periódico  ofreciéndole  armas,  cayeron  en  la  red. 

Tal  es  el  secreto  de  la  existencia  de  muchos  periódicos,  como  lo 
fué  el  de  la  del  Año  literario  de  aquella  época.  Freron,  hombre  frío, 
cuya  perspicacia  veia  claramente  el  porvenir  de  su  hoja,  se  desespe- 
raba en  silencio  de  la  imperturbable  calma  que  reinaba,  y  que  sin 
conocerlo  era  consecuencia  precisa  de  la  ignorancia  de  sus  enemigos, 
de  una  parte,  y  efóblo  de  la  casualidad,  de  la  otra. 

El  dia  en  que  debía  aparecer  el  número  34  de  su  pe,  i ód ico  se 
acercaba,  y  Freron  no  tenia  ni  una  sola  cuartilla  de  original  que  dar 
á  la  imprenta;  y  lo  que  es  peor  aun,  ni  asunto  qu  motivase  el  mas 
leye  suelto. 


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470  raüiot» 

En  van*  procuraba  atacar  con  sátiras  mordaces  i  Voltaim,  4  Joan 
J.  Rouseau,  á  Thomas,  á  los  enciclopedistas,  á  los  comediante*  ni  á 
los  autores;  cuanto  respecto  á  ellos  habla  escrito,  le  parecía  pálido  y 
sin  fuerza  ni  vigor.  Solo  producía  su  pluma  lo  que  había  ya  dicho 
repetidas  veces;  y  tanto  mas  temia  el  repetirse,  cuanto  mayor  era  su 
temor  de  que  le  aplicasen  el  dicho  del  peluquero  de  VolUire. 

Este  periodista,  ordinariamente  frío  é  impasible  en  su*  mordaces 
sátiras  y  en  sos  ¡ajarías,  te  encontraba  por  la  vez  primera  de  su  vi- 
da en  tal  estado  de  «paciencia  y  despecho,  que  arrojé  kjos  de  sí  la 
pluma. 

Afortunadamente  para  él  llegó  en  el  momento  una  carta  de  letra 
desconocida.  Se  trataba  en  ella  de  una  familia  que  bajo  la  protección 
del  ministro,  pasaba  á  Cayena  para  formar  parte  en  la  nueva  colo- 
nia, y  que  durante  la  larga  travesía  se  vio  abandonada  por  el  gobier 
no  que  faltó  á  sus  promesas  dejándola  morir  de  hambre. 

Esta  carta  le  fué  dirigida  para  que  se  la  diese  publicidad,  y  esta- 
ba escrita  en  el  verdadero  lenguaje  de  la  desesperación.  Freron  la 
leyó  dos  veces,  y  corrigiendo  algunas  palabras,  la  aumentó  y  comen- 
tó,  enviándola  después  á  la  imprenta. 

«Esta  vez,  decía,  no  se  me  acusará  ni  de  injusto  ni  de  mordaz;  de- 
fiendo á  la  desgracia,  y  haciendo  una  buena  obra,  completo  perfecta- 
mente mi  número.» 

Pero  la  insistencia  de  Freron  en  insultar  á  lodo  el  muftdo,  era  me- 
nos peligrosa  en  esta  época  que  la  misión  que  adoptaba  al  decir  la 
verdad. 

El  número  34  del  Año  literaria  pareció,  y  fué  leido  con  avidez  por 
toda  otase  de  personas.  Grande  y  general  fué  la  sorpresa  al  hallar  la 
mencionada  carta  q«e  tanto  ruido  hacia,  y  nadie  sabia  á  que  acha- 
car la  nueva  conducta  del  periodista,  que,  esla  vez  al  menos,  no  des- 
garraba y  destrozaba  desde  la  primera  á  la  última  linea  de  su  pe- 
riódico. 

El  Año  literario  se  recibía  en  la  corte  :  Luía  XIV  le  leyó,  y  no 
hallando  en  él  cosa  notable  por  lo  mordaz,  le  tiró  debajo  de  la  mesa. 

Poco  le  importaba  á  este  rey  por  cierto,  que  sus  vasallos  muriesen 
de  miseria;  pero  la  verdad  es  que  si  bien  al  rey  no  le  hizo  efecto  el 
número,  no  sucedió  lo  mismo  en  las  oficinas  del  ministerio,  donde 


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DfiMtefe.  m 

foé  Afttiftciado  él  periódico  al  duque  de  Choiseul.  Dicen  las  Memo- 
rias Secretas,  que  al  oir  hablar  este  ministro  del  periódico  ei  cues- 
tión, dijo: 

—¿Y  se  atreve  ese  piHastre  á  InMar  de  Cayena? 

Queme  traigan  el  numero  84. 

Dorante  la  cena,  el  dnque  de  Choiseul  lo  leyó  atentamente,  y  se  lo 
hizo  leer  á  sus  convidados,  y  al  llegar  al  reíalo  de  los  padectmientoa 
de  aquella  familia  desgraciada,  exasperado  por  la  ira,  interrumpió 
la  lectura  diciendo:  «Freron  dormirá  esta  noche  en  For-L'Bvéqm. » 

Al  ver  el  geslo  y  el  aire  indignado  del  ministre,  los  convidado*  se 
esperaban  otra  sentencia  mas  dora  aun  para  los  verdaderos  culpa- 
bles. Pero  el  duque  de  Choiseul,  uno  de  los  menos  males  ministros 
de  Luis  XIV,  no  podiendo  soportar  que  se  pusiesen  de  manifiesto  de 
tal  manera  las  perfidias  de  sn  administración,  se  contentó  con  lanzar 
contra  Freron  el  tremendo  entredicho. 

Si  nn  solo  momeóte  esperimentó  el  ministro  sentimiento  alguno 
dorante  su  cena,  solo  fué  efecto  del  atrevimiento  del  periodista 
audaz  que  se  atrevía  á  divulgar  la  verdad. 

La  miseria  y  los  padecimientos,  la  familia  tan  indignamente  enga- 
llada, no  le  hicieron  perder,  ni  siquiera  retardar  un  solo  bocado  de 
los  delicados  manjares  que  en  su  opípara  mesa  abundaban* 

las  carpetas  de  tos  ministerios  estaban  Menas  de  órdenes  de  en- 
cierro; no  se  tardó  en  llenar  el  nombre  y  en  mandar  á  un  exento  de 
poKcfa  á  casa  de  Freron.  El  publicista  fué  arrestado  en  el  acto. 

Serian  las  once  de  la  noche  cuando  se  presentó  el  polizonte  en  casa 
de  Freron;  esta  noche  el  escritor  había  cenado  y  bebido  excesiva- 
mente. 

Largo  tiempo  hacia  que  Freron  había  contraído  la  costumbre  de 
ahogar  tn  vino  Um  disgustos,  como  vulgarmente  en  aquella  época  se 
decía,  y  al  parecer,  había  bebido  demasiado. 

Trabajo  costó  despertarle,  y  al  lograrlo  solo  balbuceó  algunas  inin- 
teligibles palabras,  rol  viendo  á  caer  aplomado  sobre  su  almohada.  En 
vano  el  polizonte  le  sacudía  por  el  brazo  con  notable  fuerza;  el  sueño 
de  la  borrachera  era  superior  á  todo,  y  venció  esta  vez  &  la  policía. 

Cansado  ya  de  vanes  esfuerzos  el  exento,  empetóá  gritar,  dicien- 
do que  la  fuerza  armada  lograría  arrancarle  de  su  letargo,  y  eoodn- 


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471  PRISIONES 

cirle  bien  seguro  á  For-L'Evéque  eo  cumplimiento  de  la  orden  de 
encierro. 

A  tan  horrible  palabra,  nueva  en  un  todo  para  él,  Freron  se  sentó 
sobre  su  lecho,  se  restregó  los  ojos,  y  sacudiendo,  como  decirse  sue- 
le, las  orejas,  repitió  con  voz  bien  clara:  «Una  orden  de  encierro  para 
ForL'Eveque...!»  Esta  palabra  había  disipado  completamente  la 
borrachera. 

En  seguida  pidió  se  le  enseñase  la  orden  del  rey,  que  por  gracia 
especial  le  fué  presentada,  en  la  cual  leyó  la  causa  que  motivaba  su 
arresto,  también  consignada  por  gracia  especial. 

En  el  primer  momento,  una  sonrisa  de  satisfacción  cruzó  por  los 
labios  del  publicista,  pues  se  le  ocurrió  que  «el  negocio  metería  rui- 
do, y  no  podía  menos  de  hacer  que  so  hablase  de  él  y  de  su  periódico.» 
Pero  á  este  primer  rayo  de  satisfaccioo,  sucedió  la  justa  reflexión 
de  que  hallándose  Mr.  de  Ghoiseul  irriiado  contra  él  hasta  el  puoto  de 
mandarle  á  For-L'Evéque,  nada  de  estraño  tendría  que  mas  tarde  le 
enviase  á  la  Bastilla. 

A  tal  idea,  el  terror  se  apoderó  de  su  alma  y  de  su  corazón,  y  re- 
cordando los  motivos  que  le  habian  impulsado  á  insertar  la  malha- 
dada carta,  esclamó: 
«¡Tratarme  de  este  modo  por  haber  escrito  la  verdad!— 
—Ved  lo  que  trae  el  desviarse  de  su  camino,  le  contestó  el  polizonte, 
tarde  ó  temprano,  suele  acarrear  desgracias. 

Conmovido  por  la  contestación,  fijó  Freron  sus  ojos  en  su  interlocu- 
tor con  aire  de  marcada  sorpresa,  que  denotaba  lo  estraño  que  le  pa- 
recía hallar  á  un  hombre  de  ebíspa  bajo  el  uniforme  de  un  exento  de 
policía. 

Obligado  por  la  imperiosa  necesidad,  se  levantó  con  la  mayor  su* 
misión,  vistiéndose  y  dejándose  conducir  áFor  l'Evéque,  donde,  gra- 
cias á  una  buena  cantidad  de  oro,  obtuvo  una  habitación  ó  encierro 
bástanle  decente. 
Su  primer  cuidado  fué  escribir  al  duque  de  ghoiseul. 
Su  carta,  por  supuesto,  era  cáustica  y  mordaz  ;  la  volvió  á  leer  y 
tuvo  por  conveniente  rasgarla ,  reflexionando  que  el  primer  ministro 
no  era  ni  un  Yol  taire,  ni  un  autor ,  ni  comediante  sometido  á  su 
férula. 


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Inmediatamente  escribió  otra,  que  si  bien  era  amarga,  era  á  la  par 
gamita  y  digna  al  propio  tiempo. 

También  e¿la  sofrió  igial  suerte,  acordándose  de  lo  que  le  dije  et 
policía,  y  que  le  pareció  justísimo  en  extremo. 

La  tercera  que  escribió  era  hipócrita  y  llena  de  bajeza,  según  di 
cen  las  Memorias  store  tas,  y  en  ella  representaba  al  roimslro  «cuas 
ageno  estaba  de  merecer  semejante  trato  de  parle  de  un  hombre  que 
siempre  le  habia  honrado  con  su  protección.»  Esta  le  pareció  conve^ 
niente  en  todos  cooceptos,  y  adaptada  á  su  situación.  Cerrada  y  se- 
llada, la  envió  á  su  degino. 

Sin  embargo,  para  escribirla  habia  necesitado  violentar  ¿  su  ca- 
rácter y  contener  la  pluma  que  involuntariamente  vettia  hiél. 

Quiso  por  lo  mismo  vengarse  en  el  momento  y  tomar  la  revancha 
sobre  todos  los  que  impunemente  podia  morder ,  poniendo  incesan- 
temente manos  á  la  obra. 

Sin  tregua  ni  descanso,  empezó  el  n 6 mero  35  de  su  Año  literario, 
pasando  el  resto  de  la  noche  en  escribir  y  anotar  cuanto  podia  esoitar 
su  rabia  y  su  mordacidad  su  envidia  y  sus  celos. 

Habia  hallado  por  fin  el  pretexto  qie  hartaba  parra  escitar  su  bi- 
liosa locuacidad  ,  y  las  págioa*  enteras  se  iban  Henáddo  sin  que  su 
pluma,  rápida  como  el  pensamiento,  hallase  obstáculo  alguno. 

Al  ver  su  rostro  satisfecho ,  nadie  habría  creído  que  Preven  coá- 
feccionase  una  sátira  morda*  en  la  cual  vertía  tanto  venase.  So  acti- 
tud apacible  y  tranquila  le  daba  mas  bien  el  aire  de  un  hombre  ocu- 
pado en  una  honrosa  disertación. 

Freron  era  uno  de  esos  hombres,  q»e  malos  en  su  índole  por  natura, 
afilan  fríamente  el  pufial  con  que  deben  herir  á  sus  enemigos,  calculan, 
do  los  golpes  aun  en  medio  de  los  mas  atroces  actos  de  violencia  que 
cometen,  haciendo  á*l  rencor  y  de  la  calumnia  un  oficio  y  mercancía. 

Al  siguiente  dia  le  fué  permitido  ver  á  cuantas  personas  se  pre- 
sentaron en  Por-l'Evéque.  Después  de  su  esposa,  solo  una  persona 
solicitó  baMarle  Freron  no  tenia  amigos.  Era  el  tal,  su  correo  ó  cor- 
redor en  busca  de  noticias  que  pudieran  interesarle  y  con  las  cuales 
llenaba  el  periódico. 

Se  presentó  á  su  vista  alegre  y  con  aire  satisfecho.  Nunca  ha- 
bia logrado  recoger  tantos  datos  interesantes. 

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474  PRISIONES 

üLa  prisión  de  Freron  era  el  motivo  de  todas  las  conversaciones  del 
dia  y  de  todos  los  comentarios  en  cuantos  círculos  había  en  París. 
Los  unos  mostraban  su  alegría,  y  los  otros  con  aire  de  mentida  com- 
pasión decían,  compadeced  le. 

Los  comediantes  sobre  todo,  eran  los  que  mas  gozaban  con  su  ar- 
resto, y  la  señorita  Glairon  había  propuesto  á  sus  compañeros  dar 
en  corporación  un  voto  de  gracias  á  Mr.  Choiseul ,  que  tan  oporlu- 
nameote  se  había  encargado  de  la  común  venganza. 

Freron  escuchaba  todos  estos  detalles  con  avidez,  y  á  medida  qoe 
su  agente  daba  nombres  propios ,  iba  tomando  notas  y  haciendo 
apuntes. 

— ¿Y  Voltaire?  dijo  Freron,  ¿nada  me  decís  de  él? 

—Le  guardaba  para  los  postres,— contestó  el  agente. — Hé  aqui  los 
versos  que  ha  remitido  á  la  señorita  Glairon ,  y  que  esta  misma  se 
encargó  de  hacer  circular  ayer  mismo  por  todo  Paris  en  el  momento 
en  que  se  verificaba  vuestro  arresto. 

Y  le  entregó  la  siguiente  cuarteta  : 

Un  dia,  lejos  de  la  sacra  fuente, 
Una  serpiente  á  Juan  Freron  mordió;       ^ 
Queréis  que  os  diga  lo  que  sucedió; . . . 
Pues  se  murió  al  instante  la  serpiente. 

Una  sonrisa  amarga  apareció  en  los  labios  de  Freron ,  pero  sin 
manifestar  en  lo  mas  mínimo  ni  indignación  ni  cólera. 

Tomó  este  nuevo  ataque  como  consecuencia  precisa  de  su  posición 
del  momento,  ó  mas  bien  como  cosa  que  esperase  con  impaciencia;  y 
en  el  acto  se  puso  á  escribir  con  la  mayor  calma  un  articulo  contra 
Voltaire,  reservándose  el  pagar  su  deuda  á  la  señorita  Glairon  mas 
tarde,  y  en  momento  mas  oportuno,  á  fin  de  hacerlo  con  mayor  es- 
cándalo. 

Al  siguiente  dia  recibió  una  larga  epístola  de  Mr.  Choiseul  en 
contestación  á  la  suya.  Esta  era  por  cierto  una  muestra  de  la  desmo- 
ralización que  reinaba  en  los  asuntos  en  que  los  ministros  se  mezcla- 
ban, contrario  en  un  todo  á  lo  que  la  dignidad  y  posición  de  aquel 
personaje  se  merecía ;  no  porque  el  ministro  contestase  á  un  prisio- 
nero, sino  porque  este,  dependiente  de)  primero,  adquiría  grande  im- 
portancia, euando  solo  la  mas  leve  orden  del  ministro  bastaba  para 


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DE  EDIOrA.  415 

scprimir  el  periódico  contra  el  cual  se  había  adoptado  el  castigo  que 
Freron  sufría. 

En  la  susodicha  carta  manifestaba  Mr.  de  Ghoiseul  &  Freron  la 
enormidad  del  crimen  que  habia  cometido  denunciando  de  tal  modo 
la  negligencia  de  su  gobierno.  Creía  dudar  del  motivo  que  habia  pro- 
vocado su  determinación ,  y  terminaba  prometiendo  interceder  con 
Mr.  de  Sartines  á  fin  de  que  le  fuese  cometida  solo  &  éi  la  jurisdic- 
ción en  la  causa  contra  Freron,  sustanciándola  pronta  y  favorable- 
mente. 

No  quedó  esta  carta  sin  contestación,  y  envalentonado  por  la  es- 
pecie  de  condescendencia  que  mostraba  el  ministro,  le  escribió  otra 
carta  llena  de  elogios  y  de  alabanzas,  en  la  que  le  aseguraba  que  se 
habia  abusado  de  su  confianza,  engañándole  indignamente. 

«Toda  esta  correspondencia,  dicen  las  Memorias  secretas,  es  de  lo 
mas  risible ;  y  tan  ignoble  de  una  parte,  como  de  la  otra. » 

En  resumen:  Freron  obtuvo  su  libertad  el  15  de  diciembre  f  al 
quinto  dia  de  su  arresto.  Su  primer  cuidado  fué  hacer  una  visita  á 
MM.  de  Ghoiseul  y  de  Sartines  para  darles  gracias  por  haberle  con- 
cedido la  libertad. 

Ambos  magnates  le  prohibieron  volver  á  ocuparse  en  su  periódico 
de  ninguno  de  los  actos  del  gobierno,  bajo  pena  de  prohibirle  la  pu- 
blicación. Freron  lo  prometió,  conformándose  con  hacer  sufrir  el  peso 
de  su  venganza  á  los  autores  y  comediantes,  sus  victimas  predilectas. 
Renunció  también  á  atacar  á  los  grandes,  ni  á  quejarse  de  sus  injus- 
ticias, cuidado  que  legó  completamente  á  su  bijo. 

Este  niño,  que  aun  en  los  brazos  de  su  madre  habia  llorado  al  ver 
á  su  padre  preso  en  For  l'Evéque,  no  olvidó  las  lágrimas  vertidas;  y 
cuando  *ü  halló  en  edad  de  comprender,  esta  circunstancia  se  grabó 
de  tal  modo  en  su  mente,  que  sin  cesar  lo  aparecía  adornada  de  to- 
dos los  abusos  del  mas  odioso  despotismo. 

Este  fué  el  germen  de  su  rencor  contra  los  reyes  y  los  grandes  de 
latit-rra;  y  formó  el  propósito  de  perseguirlos  tan  constantemente 
con  su  venganza,  como  babia  perseguido  su  padre  á  los  autores  y  á 
los  comediantes.  Su  nombra  llegó  á  hacerse  tan  célebre  como  el  de  su 
padre;  y  si  el  periodista  uejó  e!  suyo  escrito  con  hiél ,  el  conven- 
cional le  dejó  tbCíiio  con  san¿ie. 


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41*  fifiMQJIBS 

Por  lo  deaás,  la  prohibición  hecha  4  Freron  de  ocuparte  de  poli- 
lica  bajo  pena  de  encierro  en  Por  l'Evéque,  se  prohibe  también  á  los 
periódicos  en  nuestros  dias  bajo  pena  de  maltas  pecuniarias  de  con- 
sideración, y  &  veces  con  castigos  corporales,  no  menos  daros  qae  los 
inflingidos  á  los  detenidos  en  la  antigua  prisión  clerical. 

A  juzgar  por  la  disposición  de  ánimo  en  que  hemos  dejado  á  Fre- 
ron,  ya  se  puede  presumir  la  cruda  guerra  que  debia  hacer  en  lo  su- 
cesivo á  cuantos,  &  su  modo  de  entender,  le  habían  dado  molivo  de 
queja. 

De  lodos  ellos  había  hecho  cuidadosamente  una  lista,  sin  olvidar  á 
ninguno,  ocupándose  un  año  entero  en  arreglar  con  ellos  sus  cuentas, 
©o  quedándole  al  cabo  de  este  tiempo  mas  que  un  solo  deudor;  el  mas 
importante  de  todos  ellos,  pues  era  la  señorita  Clairoo. 

Esta  célebre  actriz  se  hallaba  en  la  época  referida  en  el  apogeo  de 
su  talento  y  valia,  que  una  irresistible  vocación  había  desarrollado 
por  eompleto,  unida  á  un  estudio  profundo  del  arte  y  de  la  natura- 
leza. 

Hija  de  una  pobre  mujer,  la  señorita  Glairon  llevaba  sin  embargo 
un  nombre  noble  é  ilustre,  pues  se  llamaba  Leyria  de  Latude;  pero  á 
pesar  de  este  nombre ,  se  hallaba  como  otras  muchas  víctimas  de  la 
ligereza  de  los  hombres,  en  el  caso  de  no  tener  padre  conocido,  y 
tiendo  para  su  pobre  madre  una  pesa  ja  carga.  Obligada  mas  tarde  á 
separarse  de  su  madre  por  causa  del  mal  trato  que  la  daba,  llegó  un 
dia  en  que  fué  al  teatro,  naciendo  en  ella  la  afición  como  por  encanto. 

A  fuerza  de  empeños  y  de  constancia,  logró  por  fin  debutar  en  el 
teatro  de  la  com*  dia  italiana  en  La  Isla  de  las  Esclavos  de  Marivaux, 
en  un  papel  de  graciosa. 

A  pesar  del  triunfo  que  oblovo,  se  vio  obligada  al  poco  tiempo  4 
separarse  de  la  compañía  á  causa  de  las  intrigas  de  bastidores ,  age* 
ñas  á  su  carácter,  y  para  ella  enteramente  nuevas. 

Después  de  esta  fecha,  se  dedicó  4  actuar  en  los  teaíros  de  pro- 
vincia, recorriendo  con  notable  buen  éxito  los  del  Havre,  Lille,  Gand, 
Dunkerque  y  Rouen.  Durante  su  permanencia  en  este  último  la  ocur- 
rió, que  habiendo  desechado  con  desprecio  las  pretensiones  de  uno  de 
sus  cantaradas  llamado  Gaillard  de  la  Bataille,  este  se  vengó  publi- 
cando contra  ella  un  libelo  titulado:  Memorias  de  la  señorita  Freti- 


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OK  «MOFA.  411 

Uonf  en  el  oial ,  en  medio  de  cosas  ciertas  ,  pero  considerablemente 
envenenadas,  de  mentiras  y  de  calumnias,  se  veia  pintada  la  actriz 
de  tal  modo,  que  era  de  todo  punto  imposible  desconocerla* 

El  tal  libelo  obtuvo  un  éxito  escandaloso  ,  y  con  él  el  honor  de 
verse  reproducido  en  varias  ediciones  bajo  el  nombre  6  título  de  His- 
toria de  la  señorita  Cronail  (anagrama  de  Clairon),  llamada  Freti- 
Uoo,  cuyas  impresiones  se  hicieron  en  La  Uaye. 

De  (al  modo  la  ultrajó  este  libelo  ,  que  en  medio  de  sus  sueños  de 
gloria  futura,  juró  que  si  su  talento  la, elevaba  k  la  altura  que  ambi- 
cionaba, había  de  rehabilitar  k  los  actores  ante  la  sociedad  ,  recon- 
quistando para  ellos  el  titulo  de  ciudadanos  que  habían  perdido. 

Al  herirla  profundamente  esta  circunstancia,  no  hizo  mas  que  au- 
mentar su  valor  y  su  firme  resolución.  La  señorita  Clairon  se  habia 
ensayado  en  lodos  los  géneros  del  arte  dramático ,  buscando  con 
ahinco  el  que  mas  la  podia  convenir. 

Bailaba,  cantaba,  declamaba  en  la  tragedia,  y  hacia  la  comedia. 
Su  voz  era  fuerte,  extensa  y  grave.  Esta  cualidad  la  valió  una  orden 
para  poder  debutaren  la  Academia  Real  de  Música,  donde  creó  va- 
ríos  papeles  con  notable  éxito. 

En  este  intervalo  siotió  renacer  su  talento,  revelándosele  secreta- 
mente, y  á  fuerza  de  constancia  y  estudio,  obiuvo  al  cabo  do  algún 
tiempo  otra  orden  para  poder  debutar  eo  La  Comedia  Francesa. 

Cosaestraña  y  en  extremo  ¿[curiosa ;  en  esía  orden  se  consignaba, 
k  pesar  de  sus  protestas  y  objeciones,  que  debería  suplir  á  la  señorita 
DangevUle  en  los  papeles  de  graciosa. 

Constante  en  m  propósito,  se  sometió  á  todas  las  condiciones  con  el 
fin  de  llegar  á  lograr  su  objeto  en  el  Teatro  Francés.  Por  el  pronto  solo 
alcanzó,  como  fav(r  especial,  y  casi  como  cordicion  derrisoria,  que 
podría  en  los  dias  inhábiles  de  entre  semana  suplir  en  alguna  que 
otra  tragedia. 

No  tardó  mucho  tiempo  en  llegar  á  hacer  valer  esta  cláusula  por 
primera  vez,  con  notable  asombro  de  sus  compañeros,  que  se  creían 
rebajados  al  teoer  que  secundar  semejante  seto  de  locura. 

La  señorita  Clairon  debutó  con  el  papel  de  Phédra.  éEo  esta  obra 
había  obtenido  *u  mas  brillante  triunfo  la  señorita  DumesniL 

La  señorita  Clairon  la  oscureció  completamente.  Jamás  se  habían 


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418  MISIONES 

oído  en  el  Teatro  Francés  aplausos  mas  unánimes  ni  frenéticos.  El 
pueblo  entusiasmado  la  acogía  á  su  salida  con  bravos  y  gritos  de 
verdadero  entusiasmo,  y  las  ovaciones  de  todas  las  clases  en  general 
casi  tocaban  ya  en  el  fanatismo.  Cada  noche  era  conducida  en  triunfo 
á  su  cuarlo  del  vestuario,  y  á  la  salida,  la  nobleza  á  porfía  la  obse- 
quiaba con  inequívocas  muestras  de  aprecio  y  consideración.  La  no- 
che de  su  debut,  abrumada  bajo  el  peso  de  su  alegría,  perdió  el  co- 
nocimiento duraule  largas  horas. 

La  grande  actriz  acababa  de  aparecer. 

Desde  este  momento,  se  vio  colocada  enlre  los  primeros  artistas  de 
la  Comedia  Francesa,  y  poco  tiempo  después,  por  sus  esludios,  por  su 
tálenlo  y  por  sus  brillantes  creaciones,  llegó  á  ocupar  el  primer  rango. 

La  señorita  Clairon  era  pequeña,  pero  hermosa  y  de  imponentes 
maneras;  majestuosa  en  su  acción,  y  viva  y  brillante  en  su  dicción. 

Todo  en  ella  es  verdad;  hasta  el  arte, 
decía  Dorat  de  esta  célebre  actriz  en  su  poema  sobre  la  declamación, 
y  generalmente  ha  quedado  reconocida  esta  verdad,  proclamada  por 
una  autoridad  contemporánea. 

La  señorita  Clairon  no  se  concretaba  solamente  á  verter  su  in- 
menso talento  en  la  creación  de  sus  papeles,  sino  que  hacia  extensi- 
vos sus  conocimienlos  y  constante  estudio  á  procurar  la  unión  y  ver- 
dad escénica  en  la  dirección  de  las  obras.  Ella  fué  quien,  de  acuerdo 
con  Lekain,  hizo  en  el  teatro  la  primera  reforma  de  los  trajes  y  de- 
coraciones, que  Taima  continuó  después  hasta  nuestros  días. 

Una  vez  llegada  á  la  altura  de  talento  y  de  fortuna  que  había  so- 
fiado,  puso  todo  su  conato  en  realizar  el  proyecto  de  que  antes  nos 
hemos  ocupado,  y  que  tan  grandes  dificultades  ofrecía. 

Con  extremo  cuidado  logró  reunir  en  su  casa  cuanto  notable 
había  en  la  corte  y  en  la  villa.  Los  hombres  se  apresuraban  á  lle- 
nar sus  salones,  pero  esto  no  bastaba  á  la  reformadora  actriz;  quiso 
también  que  su  casa  fuese  el  centro  de  reunión  de  las  mas  nobles  se- 
ñoras de  la  corte.  Quiso  á  todo  trance  recibirlas,  y  ser  recibida  por 
ellas.  Costosa  larea  por  cierto,  y  empeño  difícil  de  lograr. 

Sin  embargo,  ligada  en  estrecha  amistad  con  algunas  de  las  prin- 
cipales señoras,  y  entre  ellas,  con  la  señorita  de  Sevigny,  esposa  del 
intendente  de  París,  logró  eo  parle  su  objeto.  Cuantas  veces  era  re- 


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D8  EUROPA.  479 

cibida  en  la  alta  sociedad,  veía  con  asombro  que,  despees  de  consi- 
derarla como  un  objeto  carioso,  las  se&oras  se  separaban  de  ella,  y 
por  fin  la  dueña  de  la  casa  la  rogaba  recitase  algún  trozo  de  trage- 
dia como  para  pagar  la  hospitalidad  que  la  babian  dado. 

La  señorita  Clairon,  orgollosa  en  extremo,  se  negaba,  teniendo  que 
salir  de  aquella  casa  disgustada  con  la  dueña  de  ana  manera  barto 
visible. 

Varías  veces  consultó  ¿  su  amiga  la  señorita  Arnoux,  su  compañe- 
ra de  la  grande  ópera,  y  nada  pudo  sacar  en  limpio  que  la  pudiese 
hacer  desaparecer  la  insuperable  barrera  que  la  separaba  de  las  de- 
más mujeres,  que  la  suerte  ó  el  nacimiento  babian  colocado  á  mayor 
altura. 

Una  sola  cosa  entristecía  á  la  señorita  Clairon,  y  era  la  conducta 
que  observaban  generalmente  las  demás  actrices. 

cTemo  decía  á  su  amiga,  con  el  tono  de  dignidad  que  empleaba  aun 
eo  las  cosas  mas  intimas,  que  las  mujeres  honradas  rehusan  tratarse 
con  nosotras  en  razón  á  los  desórdenes  de  que  se  nos  acusa.»— En- 
tendámonos, la  contestó  la  señorita  Arnoux,— ¿qué  entiendes  tú  por 
mujeres  honradas? 

No  es  por  cierto  en  la  corte  de  nuestro  bien  amado  Luis  XIV  don- 
de se  deben  buscar  las  mujeres  honradas ,  y  esto  no  es  un  secreto 
para  tí. 

He  consta  que  pública  ó  secretamente,  cada  dama  de  la  corte  tiene 
uno  ó  varios  amantes;  pero  como  es  cosa  ya  adoptada,  de  esto  no  se 
murmura,  y  eo  cambio  todo  el  mundo  se  ocupa  de  nuestras  peque- 
ñas intrigas. 

Al  hablar  de  nosotras,  las  cosas  se  exageran,  y  la  lista  de  nues- 
tros defectos  aparece  considerablemente  aumentada.  ¿Quién  forma, 
pues,  nuestra  reputación?— ¿Conoces  á  fondo  la  mia? 

—Si,  querida  mía,  y  se  asegura  que  tenéis  mil  amantes  á  lo  me- 
nos.— 

— No  se  debe  creer  mas  que  la  mitad  de  lo  que  se  dice. — 

— Siempre  estáis  de  buen  humor. — 

— Os  aseguro  que  hablo  formalmente.— 

— De  todos  modos,  esas  señoras  puedeo  guardarnos  rencor  por- 
que las  robamos  el  amor  de  tus  maridos.— 


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480  PRISIONES 

—¡Rencor!...  muy  al  contrario.  Deben  damos  mil  gracias.  Como 
hay  Hios,  que  son  muy  divertidos  sus  dichosos  maridos.  Si  son  con 
sus  mujeres  lo  mismo  que  con  nosotras,  son  por  cierto  cosa  curiosa 
y  apreciable.— 

—A  propósito,  cuando  corté  mis  relaciones  con  Mr.  de  Laraguais, 
¿sabéis  cuál  fué  la  persona  que  nos  hizo  hacer  las  paces?...  Su  mu- 
jer. Y  si  consentí,  fué  por  pura  compasión  hacia  ella,  que  es  una 
excelente  mujer. 

Habría  tenido  que  soportar  durante  (oda  su  vida  el  mal  humor  de 
su  marido  á  consecuencia  de  nuestra  ruptura.  Al  principio,  hasta 
tanto  que  hubiese  adquirido  otra  querida,  le  habría  tenido  todo  el 
dia  cosido  &  las  faldas,  y  no  hay  ser  en  el  mundo  mas  fastidioso  que 
el  tal  sefior. 

Por  esto,  cuando  Mr.  Bertin  vino  en  nombre  de  la  sefiorita  de  Lara- 
guais á  suplicarme  que  volviese  á  unirme  con  su  marido,  cuando  me 
contó  detalladamente  las  molestias  que  la  pobre  mujer  tendría  que  so- 
portar, me  enternecí  á  pesar  mió...  Soy  tan  tonta,  que  cualquier  eo- 
sa  me  hace  llorar,  y  por  eso  me  volví  á  sacrificad  noblemeite,  vol- 
viendo &  relacionarme  con  Mr.  de  Laraguais. 

Con  tes  ojos  arrasados  en  lágrimas,  le  dije:  vuestra  forluna  es 
tener  ana  esposa  tan  linda  y  tan  buena;  si  no  fuese  así,  no  os  habría 
vuelto  á  ver  en  toda  mi  vida. 

Pues  bien:  todas  esa*  sefioras  son  lo  mismo.  Mientras  tienen  ne- 
cesidad de  verse  libres,  nos  hacen  el  lindo  regalo  de  cedernos  sus 
maridos;  pero  esto  no  quita  que  nos  abrumen  con  so  desprecio  des- 
pués de  sacrificarnos  por  ellos...  ¡ingratos! 

¿Qué  necesidad  tenia  yo  de  ser  la  victima  de  Mr.  de  Laraguais? 

—Por  momentos*  amiga  mía,  te  he  viato  razonable  en  medio  de  tus 
locuras,  la  contestó  la  sefiorita  Clairou,  pero  hoy  has  estado  en  en 
todo  desacertada. 

Juzgas  á  esas  sefioras  con  demasiada  ligereza,  y  mas  aun  cuando 
á  esta  cuestión  va  unida  la  honra  de  los  actores  y  actrices. 

Entre  nosotros  hay  perdonas  de  coraron,  de  honor,  de  gario  y  de 
talento.  ¿Por  qué  se  han  de  ver  desheredadas  de  la  estimación  geáeral 
ó  al  menos  de  una  parte  muy  interesante  de  la  sociedad?  ¿Por  qué, 
cuando  Lekain,  tú  ó  yo,  salimos  &  la  escena,  y  durante  una  hora  te- 


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DE  BÜROfA.  4S1 

nemos  al  público  ataorto  y  pendiente  de  nuestros  labios ,  y  sujeto  4 
los  sentimientos  que  le  queremos  inspirar,  hemos  de  caer  en  la  es- 
clavitud que  pesa  sobre  nosotros  por  medio  de  la  opinión  pública  al 
salir  de  teatro?... 

¿Porqué,  la  que  sobre  la  escena  pinta  con  vivos  y  verdaderos  co- 
lares los  ma¿  nobles  y  bellos  sentimientos,  no  debe  ser  llamada  &  ejer- 
cerlos ella  misma  en  la  sociedad? 

¿Por  qué  no  debe  haber  entre  nosotros  buenas  madres,  esposas  fie* 
les,  hombres  honrados  y  apreciares  ciudadanos?— 

— ¡Sí;  yo  no  me  opongo,  mí  querida  Cía  i  ron!  T  tal  cual  tú  me  ves» 
habría  sido  una  casta  esposa. 

Si ,  amiga  mia.  Lo  conozco;  creo  que  había  nacido  para  hacer 
la  felicidad  de  un  solo  hombre;  pero  la  suerte  me  ha  destinado  á  hacer 
la  dicha  de  muchos,  bien  á  pesar  mió,  pues  esto  la  da  á  una  muchos 
quebraderos  de  cabeza. 

Arregla  las  cosas  de  modo  que  las  que  no»  reemplacen  puedan  ca- 
sarse legítimamente,  cuidar  de  sus  casas  y  de  sus  familias,  y  te  con- 
cedo que  babras  hecho  un  gran  bien  4  nuestra  mal  mirada  clase;  no 
solamente  la  rehabilitarás  á  los  ojos  de  la  sociedad,  sino  que  á  la 
par  la  evitarás  una  gran  molestia.  — 

-  Si,  esclamó  Glairon,  como  acometida  por  una  idea  repentina,  y 
tomando  la  actitud  de  una  meditación  profunda.— Si,  tienes  razón; 
este  es  el  medio. 

Quiero  pensar  en  ello  de  nuevo,  y  consultar  á  Lekain  y  Brizan!, 
que  me  comprenden  también.  Ta  sabia  que  hablando  contigo,  debia 
aprender  algo  ouevo. 

—Como  hay  Dios,  afiadió  riendo  la  señorita  Amoux,  no  me  creía 
bastante  ilustrada  para  poder  enseffarte  cosa  alguna. 

Después  de  este  coloquio,  la  sefiorita  Glairon  mandó  á  llamar  á  su 
casa  á  los  amigos  Lekain  y  Bnzard ,  dándoles  parte  del  pensa- 
miento á  que  babia  dado  lugar  la  contestación  de  la  señorita  Ar- 
noux. 

Semejante  pensamiento,  y  las  causas  que  lo  habían  motivado,  in- 
dudablemente eran  de  ridiculizar  en  aquella  época ;  pero  aquellos 
artistas  comprendían  lodo  su  valor,  y  se  sentían  dignos  de  poder 
mantener  en  la  sociedad  un  puesto  honroso,  tanto  mas,  cuando  se 

TOVO  II  11 


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ISt  PtKIOfftt 

hallaban  dispueMés  4  baeer  cua^ier  oaerifieioooa  tal  de  conquis- 
tarlo para  si  y  para  sos  compañeros. 

Tal  idea  era  noble  y  grande,  y  sensible  os  tener  que  manifestar 
que  las  personas  que  debieron  secundarla,  los  escritores,  que  depen- 
dían directamente  del  teatro  y  de  los  actores ,  no  hiciesen  mas  que 
ridiculizóla  con  la  sátira  y  el  sarcasmo. 

La  señorita  Clairon  y  sus  compañeras  creyeron  con  mitcfaa  razón 
qufeei  mejor  medio  de  rehabilitar  á  los  actores,  era  el  introducirlos 
poco  &  poco  en  la  sociedad,  á  fin  de  fie,  recompensad**  por  una  parte 
mm  ha  nuervas  ven  tejas  de  que  goaarian,  pudiesen  por  la  otra  mos- 
trar á  esa  misma  sociedad  que  no  eran  «dignos  de  su  interés  y  de  su 
estimado*. 

Las  preocupadles  desaparecerán  tan  luego  como  empezasen  á 
verificarse  matrimonies  con  personas  de  fuera  del  teatro  y  de  antece- 
dentes limpios  de  toda  mancha. 

La  exeomuntén  á  las  gentes  de  teatro  databa  desde  el  tiempo  en 
que  los  papas  lalaaaaban  por  cualquier  motivo  hasta  á  los  reyes;  y 
naturalmente,  aunque  disminuía  cada  día  la  preocupación  religiosa, 
existia  la  moral. 

La  conducta  de  los  comediantes,  la  costumbre  de  verlos  asalaria- 
dos por  los  nobles  casi  como  bufones,  y  el  capricho  del  público,  que 
solo  bailaba  en  ellos  doblez  y  sumisión,  por  aquello  de  ejercer  un  de- 
recho comprado  á  la  puerta,  habían  contribuido  á  establecer  esta  de- 
cadencia. 

La  excomunión,  causa  de  la  cual  partían  todos  estos  males,  ana 
tan  grave,  cuanto  que  los  curas  llevaban  entonces  los  registros  dela- 
tado civil,  y  por  consiguiente,  rehusaban  admitir  á  loe  comediantes 
en  el  seno  de  la  iglesia,  y  seto  con  tas  mayores  dificultades  se 
les  concedían  los  matrimonios  legítimos,  los  entierros  y  los  bau- 
tizos. 

Esta  perpetua  y  encarnizada  guerra  habia  sido  causa  de  los  de- 
sórdenes que  se  achacaban  á  los  últimos;  al  conducirse  bien  no  ha» 
liaban  recompensa  en  la  pública  opinión,  y  la  sociedad  se  empeñaba 
siempre  «en  desconocer  las  virtudes  de  que  alguno  de  eUos  estaba 
adornado. 

El  conciii&tek>  celebrada  en  casa  da  la  sefiertta  Clelnen  no  hallé 


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481 

mejor  medio  para  podar  lograr  su  objete,  que  el  de  entrar  en  1*  so- 
ciedad, pasanda  antee  por  la  iglesia. 

Una  estrada  coincidencia  venia  á  ofrecer  mayores  dificultades ,  y 
era,  que  ios  adores  de  la  ópera ,  Mamada  como  hoy ,  Acadmia  Real 
de  múiica ,  se  hallaban  excluidas  del  anatema  de  excomunión  que 
sobre  los  demás  pesaba,  porque  do  eran  considerados  loa  cantantes 
del  mismo  modo  que  los  cómicos. 

De  aqui  resultaba  que  la  iglesia  exeamaJgaba  solo  el  nombre,  y  no 
la  cosa. 

fit  verdadera  motivo  de  esla  pobre  interpretación  era,  qoe  tanto  los 
reyes  como  los  papas,  sacaban  sos  cantores  de  entre  los  artistas  dala 
ópera,  siendo  preciso  concederles  la  entrada  en*  el  reino  do  ka  iglesia; 
pera  como  el  nombre  de  eómice  solamente  aparecía  castigado  por  las 
¡ras  clericales,  se  resolvió  cambiarla,  para  con  ól  hacer  desaparecer  á 
la  par  la  excomunión. 

Resaltó  que  la  igleri  a  se  vio  cogida  en  sos  propias  redes,  y  la  ee~ 
fiorila  Glairon  lavo  la  feliz  idea  de  pedir  al  rey  para  el  Teatro  da  la 
Comedia  Francesa  el  ti  lulo  de  Academia  Real  de  declamado*. 

Adoptado  este  pensamiento,  se  redactó  la  solicitud,  presentándola 
inmartiilamoite  Krizard  fué  la  parsooa  encargada  de  participarlo  & 
los  éimás  compafieros ,  encargándoles  que  secundasen  la  solicitud 
procediendo  con  decoro  y  buena  conduela. 

Tan  luego  como  circuló  en  París  la  noticia  de  la  pretensión  de  loa 
actores,  un  grita  unánime  so  tevmntt  contra  la  saforila  Clairon,  acu- 
sándola da  orfallosa  é  «apódenle,  y  se  elevaron  al  rey  multitud  de 
nedamaoones  en  contra  del  citada  proyecto,  tanto  por  los  nobles  y 
seflorea  de  la  corto,  como  por  los  genlUes-bombres  de  cámara ,  que 
veían  escaparse  á  los  cómicos  de  su  tiránica  y  absoluta  dependencia. 

1*  señorita  Clairo»  aceptó  la  locha,  sosteniéndola  con  tesón. 

La  easnalídad  la  efoeeió  una  feliz  circunstancia  para  hacer  una 
nueva  tentativa  harto  significativa,  la  oual,  como  es  de  presumir,  no 
4qó  escapar  la  célebre  eelria* 

Habiendo  fallecido  el  dia  f  8  de  junio  de  1762  Mr.  Crevillao,  biza 
Clairon  que  se  decidiese  por  los  actores  de  la  Comedia  Francesa  que 
&  so  cosía  se  celebrase  un  magnifico  funeral  por  el  reposo  de  fu  al- 
ma, al  cual  deberían  asistir  todos  los  adoro?. 


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i  msumtt 

Prevenido  del  proyecto  el  arzobispo  de  Paria,  prohibió  á  todos  ios 
párrocos  que  accediesen  á  la  demanda  de  los  excomulgados. 

En  vista  de  esta  prohibición  se  dirigieron  los  actores  á  la  iglesia 
de  San  Juan  de  Lelran,  situada  fuera  de  la  jurisdicción  arzobispal  de 
Parí-»,  y  dentro  de  los  muros  del  Temple,  que,  perteneciente  al  capí- 
lulo  de  la  Orden  de  Malla,  era  completamente  independiente. 

El  cura  de  S.  Juan  de  Lelran  accedió  á  la  demanda,  y  el  oficio  fú- 
nebre se  celebró  el  6  de  julio  con  gran  pompa  y  solemnidad. 

Se  dijeron  misas  de  réquiem  de  media  en  media  hora  desde  las 
ocho  de  la  mañana  hasta  el  medio  dia,  y  á  las  diez  hubo  gran  misa 
cantada. 

Los  actores  invitaron  á  esta  solemne  y  fúnebre  función  á  todos  los 
artistas  dependientes  de  la  Academia  Francesa,  los  cuales  enviaron 
una  comisión.  Todos  los  actores  franceses  é  italianos  concurrieron  al 
acto  ,  vestidos  de  luto.  La  señorita  Glairon ,  vestida  igualmente  de 
luto  y  envuelta  en  un  aneho  manto  de  crespos  negro  con  crespón  pía 
teado,  asistió  al  oficio  y  puso  cien  loises  en  la  bandeja. 

Aquella  noche  estuvieron  cerradas  las  puertas  del  Teatro  Francés 
y  al  dia  siguiente  se  representó  ñhadamisto  y  Zenobia. 

Esta  ceremonia  los  autores  contemporáneos  la  trataron  de  farsa, 
demarcando  la  asistencia  &  ella  del  Arlequín  italiano,  haciendo  en 
todo  París  gran  ruido  y  excitando  extraordinariamente  la  cólera 
de)  arzobispo  y  de  los  señores  de  la  corle. 

La  señorita  Glairon  empezaba  á  triunfar;  los  comediantes  habían 
sido  recibidos  en  el  seno  de  una  iglesia,  y  esperaba  que  este  primer 
paso  daría  lugar  á  otros  mas  importantes;  pero  el  arzobispo,  furioso 
por  haber  visto  desatendida  su  autoridad,  se  quejó  al  capitulo  de  los 
caballeros  de  Malta.  Estos,  reservándose  sin  embargo  el  derecho  que 
tenia  su  iglesia  de  sustraerse  á  la  autoridad  y  jurisdicción  episcopal, 
declararon  al  cura  de  San  Juan  de  Letran  culpable  por  haber  dado 
canónicamente  un  escándalo  en  la  iglesia  de  París  comunicando  con 
histriones  anatematizados  todos  los  dias  por  el  brazo  de  la  justicia 
eclesiástica,  )  le  condenaron  á  dos  meses  de  encierro  en  un  semina- 
rio, y  á  doscientos  francos  de  mulla  en  favor  de  los  pobres. 

Es'a  sentencia  hizo  decaer  en  parte  las  esperanzas  de  los  come- 
diantes; pero  la  señorita  Clairon,  lejos  de  desanimarse,  persistió  en 


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DE  EUBOPA  415 

solicitar  de  nuevo  el  titulo  que  deseaba,  y  respecto  al  cual  no  había 
obtenido  aun  contestación  alguna. 

Es  de  presumir  que  puso  en  juego  lodo  su  crédito  y  buenas  rela- 
ciones, no  dándose  tregua  ni  descanso  para  lograrlo,  añadiendo  á  la 
demanda  el  proyecto  de  hacer  qoe  se  cediese  el  Hotel-Gonti  á  la  Co- 
media Francesa,  para  hacer  edificar  un  hermoso  teatro,  estableciendo 
en  él  una  escuela  real  de  declamación  para  formar  sus  discípulos. 

Fuese  expresamente,  ó  bien  por  casualidad,  Freron  escogió  estos 
momentos  para  estampar  en  su  periódico  un  articulo  terrible  contra 
esta  actriz ,  á  fin  de  vengarse  de  los  agravios  que  de  ella  pretendía 
haber  recibido. 

Sin  embargo,  temeroso  de  recibir  una  nueva  visita  del  caballero 
de  Valbelle,  tuvo  buen  cuidado  de  no  nombrar  á  la  señorita  Glairon 
escribiendo  de  una  manera  capciosa,  para  poder  negar  en  caso  de 
necesidad. 

Para  lograrlo  se  valió  del  siguiente  medio,  aprovechando  la  co- 
yuntura de  un  madrigal  que  Faavart  babia  dirigido  á  la  señorita 
Arnoux. 

¿Por  qué,  bella  encantadora 
me  turbas  con  tu  armonía, 
causándome  una  alegría 
que  el  alma  feliz  adora? 

Si  antes  de  ahora  á  mi  amor, 
el  tuyo  unido  se  hubiera, 
fugaz  el  tiempo  corriera 
sin  desvelos,  ni  dolor. 

Mas  no  cantes  voluptuosa 
cadencias  de  esa  armonía; 
y  espirará  el  alma  mia 
en  su  calma  venturosa. 
Los  anteriores  versos  fueron  publicados  por  Freron  en  el  núm.  t 
del  mes  de  enero,  haciendo  á  continuación  on  retrato  y  biografiado 
la  sefioriía  Arnoux,  cuya  vida  galante  era  en  extremo  conocida,  y 
poniéndola  además  en  paralelo  con  otra  actriz  que  no  nombraba,  á 
la  cual  se  echaban  en  cara  menor  número  de  excesos,  babieudo  co- 
metido mucho*  mas. 


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411  MSftOftlS 

Esto  aotrá  era  la  saíorita  Ctairm»;  <UMN*  ta*  al  vivo,  y  coa 
tales  colores,  que  era  imposible  desconocerla 

Además,  para  mayar  claridad,  producía  \*&Hemrm  <k  Fr$- 
tülon,  cte  que  ya  tierna  hablado,  dando  también  v^riqa  o*lra?los  co- 
mentados  de  este  lítalo. 

£1  artículo  ora  cruel  é  iutame.  Cruel,  porque  presentaba  a)guna& 
verdades  congeniada*  wn  la  mas  refinada  perWia;  infame*  porque  do 
se  atrevía  á  alaoar  á  la  personalidad  frente  i  frente,  y  hería,  no  so- 
lamente á.  (a  aeífiz,  sino  también  á  la  mujer,  cuya  vida  privada  no 
pertenecía  al  dominio  del  público,  ai  mucho  menos  al  capricho  y 
mala  f¿  del  periodista. 

A  la  indi^oaeioft  que  sufrió  la  qctriz  al  wse  atacada  de  este  mo- 
do» se  unía  U  circunstancia  de  $ar  en  womootos  tales,  en  que  solicii 
talia  ura  reforja  radical  para  el  oslado  civil  d#  log  actores,  decele- 
rándola verse  coharlada  eo  su  colosal  empresa  por  la  influoQQia.qno 
el  artículo  pudiera  ejercer  en  la  opinión  pública,  y  sobre  ttxjtp,  en  el 
taimo»  de  loa  nwuiairos  y  aun  4el  mismo  rey, 

Desolada  la  señorita  Clairon,  fué  en  seguida  á  ver  á  su  protector 
Mr.  Duras,  gentilhombre  de  cimara,  que  $a  hallaba  de  servicio  en 
la  Comedia  Francesa,  el  cual,  la  profesaba,  siugulai  aprecio  y  estima- 
ción, y  conmovida  y  desesperada  le  du®*' 

«Monseñor;  cuando  su  majestad  puao  i  los  actwes  bajo  la  inme- 
diata protección  y  autoridad  d#  los  gentiles-hombres  de  su  real  cá- 
mara, es  de  suponer  que  no  quorw  imponeros  Quedos  y  señores  que 
ejerciesen  en  ellos  toda  clasa  de  djoutiuio  sjn  4arles  toda  su  protec- 
ción. ¿Esas!,  Monseñor?» 

S.  M.  ha  querido  lo  uno  y  lo  otro,  U  qojgAegtf  el  duque. 

—En  ese  caso,  repuso  la  actriz,  vengo  á  demandar  vuestra  protec- 
ción. Ese  miserable  de  Freron  en  su  última  número  ha  hecho  de  mi 
un  retrato  infame  y  calumnioso,  atacándole  con  mentiras  y  urdien 
do  contra  mí  un  lytfo  de  iniquidades,— 

— Acabo  de  leer  el  número  á  que  baceis  referencia,  y  no  veo  quo 
qd  él  se  os  aluda,  señora.— 

Al  oír  estas  palabras,  dictadas  por  la  mas  crédula  buena  fé,  ó  tal 
vez  por  la  mas  refinada  ironía,  la  actriz  quedó  confundida;  pero  so- 
brepujándose á  si  misma  repuso: 


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M  EOtOFA  #S1 

Ya  comprendo»  Mooselior,  q«m  no  nombrándome,  puedo  hacerme 
i*  ilusión  deque  no  se  trata  de  mi.  Sé  también,  que  al  quejarme,  doy 
4  mis  enemigos  «el  derecho  de  ensatarse  nuevamente,  diciendo,  que 
una  Tez  que  me  reconozco  en  el  retrato,  me  confieso  culpable  de  cuan- 
tas infamias  me  acusa  ese  loco  pérfido;  pero  sin  embargo,  no  desisto, 
Monsefler,  le  acuso  como  calumniador  y  os  pido  venganza.— 

— Ta  sabéis,  hermosa  mia,  cuanto  me  intereso  por  vos,  y  que  mi 
estimación  es  superior  á  cnanto  mal  de  vos  se  quiera  decir;  pero 
siento  que  tos  (al  importancia  á  una  bagatela,  - 

— Señor  Duque:  cuando  se  ataca  i  mi  honor  oomo  intger;  cuando 
eee miserable  saca  de  nuevo  á  taz  el  terrible  líbete*  que  ha  sido  causa 
de  la  desgracia  de  toda  mi  vida;  coando  me  envilece  á  les  ojos  de  to- 
dos, y  me  insulta  cobardemente,  ¿queréis  que  me  «rea  demasiado  sus- 
eefftiMe  y  lo  lene  par  «na  nifieria? 

¡En  qué  momento,  ese  reptil  venenoso  vierte  su  ponzofia  sobre  mi! 

Ciando  mas  necesaria  es  para  los  artistas  la  rehabilitación  que 
con  lauto  empelo  solicite;  cuando  aspira  á  entrar  en  contacto  con  la 
sociedad,  por  medio  de  la  vil  calumnia  me  deshonra  pintándome  o»» 
mo  una  mujer  impura,  para  qne  la  sociedad  entera  me  rechace  de 
su  seno. 

Bu  «na  palabra;  redado  vwsfc-á  justicia,  Moneeior.— 

—No  os  la  niego,  amiga  mia,  puesto  que  tanto  interés  mostráis; 
pero  creo  <jw  el  desprecio  sotomeote  debería  ser  vuestra  venganza.— 

—¿Irá  Preron  á  Ftr-L'Evéqoe?— 

—Ya  fca  estado  una  vez,  pero  fué  par  motivo  mas  grave.  El  honor 
de  un  ministro..  .— 

—¿V  meis  que  al  mió  valga  Meaos?— 

— [Oo  mio&rol...— 

—Se  «acaevha  en  todas  partes,  Monseñor,  y  otra  Clairon  tarda- 
ras largo  tiempo  en  encontrarla.  Concluyanlas;  si  en  el  tiempo  que 
m  neo.  si  la  para  espedir  tas  ordenen,  no  se  encierra  á  F reren  en  For- 
L'Bvéque...— 

— ¿Q«é  harnirf— 

—Me  retiro  cM  teatro.— 

— Eío  es  imposible*— fistais  loca.— No  haréis  semejante  cosa. — 
(Miniad  el  compromiso  ea  que  nos  ▼eriamas.  — 


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US  PfUSfONKS 

— Pensad  vos  en  la  injuria  que  se  me  ba  hecho.— 

— El  Teatro  de  la  Comedia  no  puede  marchar  si  vos  salis  de  él.— 

— Os  aseguro  que  no  saldré  de  este  sitio  sin  una  orden  de  encierro 
para  Freron. — 

— Pensad. — 

—Nada  tengo  que  añadir,  sino  que  para  obrar  contra  nosotros, 
pobres  actores,  no  sois  tan  indecisos. — 

—Yo  no  puedo  usar  de  estas  órdenes  mas  que  contra  los  actores.— 

Calmaos,  señora;  cualquiera  os  creería  capaz  de  cumplir  vuestra 
amenaza;  ¿seriáis  capaz  de  abandonarnos? — 

—En  este  mismo  instante,  si  no  me  dais  la  orden  que  solicito.— 

—Pues  bien;  voy  á  escribir  al  duque  de  la  Urillere. — 

— Yo  llevaré  la  carta.— 

—Desconfiáis  sin  razón.  Ya  sabéis  que  bago  cuanto  se  os  pone 
en  la  cabeza.— 

El  duque  de  Duras  escribió  apresuradamente  la  carta ,  que  la  se- 
fiorila  Clairon  le  arrebató  de  las  manos ,  y  que  ella  se  apresuró  á 
mandar  á  su  deslino. 

Pocos  momentos  después,  entraba  la  señorita  Clairon  triunfante  y 
orgu llosa  en  la  Comedia  Francesa ,  donde  anunció  oficialmente  el 
buen  resultado  de  su  empresa.  Al  propio  tiempo  que  esto  sucedía, 
recibía  Freron  la  noticia  del  peligro  que  le  amenazaba. 

Según  hemos  manifestado ,  Freron  carecía  de  amigos ;  pero  en 
cambio  tenia  á  su  disposición  á  multitud  de  personas  que  le  temían, 
y  por  lo  tanto  se  hallaban  á  su  servicio,  sin  mas  retribución  por  ello 
que  el  no  ocuparse  de  ellas  en  el  año  literario. 

Habiendo  recurrido  &  las  mencionadas  personas,  pudo  por  su  me- 
diación contrapesar  el  crédito  de  la  actriz,  obteniendo  se  aplazase  su 
prisión,  por  estar  en  cama  atacado  de  la  gota,  sin  poder  moverse. 

Durante  este  intervalo,  ambos  partidos  volvieron  k  renovar  sus 
gestiones ;  los  unos  para  que  se  cumpliese  la  orden  de  prisión,  y  los 
otros  para  lograr  que  se  revocase. 

Los  escritores,  por  espíritu  de  corporación»  se  afiliaron  al  partido 
del  periodista,  influyendo  poderosamente  contra  la  actriz. 

Leemos  en  las  Memorias  secreta*:  c Toda  la  prensa  unida  á  la  li  - 
teratura  protestó  contra  semejante  medida,  por  razón  de  que  la  co- 


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■anida  faina  del  teatro,  maque  perfectamente  pareatáa**  pi  retrato» 
do  era  nombrada. » 

Eotre  ellos,  el  abale  de  Votseoen  escribió '  al  duque  de  Darás  una 
tarta  muy  sentida,  en  la  que  pedia  la  gracia  de  Freron,  y  á  la  eoal 
contestó  el  duque,  qoe  era  la  única  cosa  que  creía  deber  rebasarle; 
y  q«e  et  perdoa  solo  se  podia  conceder  á  instancia  de  la  se  Gorila 
Cüairoa. 

Inmediatamente  escribió  el  duqae  á  la  actriz,  participándola  lo 
ocurrido,  diciéndola:  «Me  acosasteis  de  tomar  con  demasiada  frial- 
dad vuestros  negocios ;  poro  juzgo  qoe  por  mi  proceder ,  veréis  que 
be  ido  mas  tejos  de  lo  qoe  os  podíais  imaginar.  A  vuestra  disposi- 
ción se  baila  la  saerte  de  ese  tan  mortal  enemigo,  y  si  guslais  pedéis 
perdonarle. » 

Freron,  por  su  parte,  contestó  á  su  amigo  en  vista  de  la  determi* 
nación  del  doqne:  «Prefiero  que  me  lleven  á  trabajar  á  tas  cantoras.  * 

La  cosa  estaba  decidida ,  y  á  su  restablecimiento,  que  se  hallaba 
próximo,  debia  ir  Freron  á  For  l'Eveque,  coando  á  fuerza  de  tocar 
todos  los  resortes  imaginables,  concluyó  por  interesará  la  reina  en  su 
favor. 

Oscurecida  y  aira  olvidada  esta,  por  la  conducta  que  observa!» 
fu  marido,  rara  vez  hacia  «o  de  su  crédito. 

Ignoramos  la  razón  por  la  cual  quiso  en  esta  ocasión  usar  de  d. 

Coaatas  veces  interponía  S.  M.  su  valimiento  en  4avor  de  alguna 
persona,  ai  las  queridas  de  Luis  XIV  no  se  oponían  ,  se  apresuraba 
el  rey  á  acceder  á  sos  deseos. 

Temerosa  esta  vez  de  que,  tratándose  de  una  actriz,  no  faese  su 
influjo  bastante  poderoso  para  con  sn  marido,  se  dirigió  al  duque  4e 
Gboiseol  pidiéndole  qoe  perdonase  á  Freron. 

Bl  ministro  no  tenia  interés  en  negársela,  y  la  orden  de  arresto 
quedó  ramada  en  A  instante. 

Al  recibir  esla  noticia  la  sefiori  (a  Glairon,  altamente  ofendida,  es* 
cribió  una  carta  á  los  señores  gentiles-hombres  de  cámara  ,  en  la 
cual  ponia  *»n  ejecución  la  amenaza  que  hizo  á  Mr.  de  Doras,  solici- 
tando retirarse  de  la  escena. 

«Os  ruego,  se  flores,  tengáis  la  bondad  de  manifestar  4  S.  M.  el  pro- 
fundo sentimiento  qoe  me  aqueja  de  qne  mi  pobre  talento  no  aea  ya 

tomo  n  SI 


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m  msioifts 

de  >n  real  agrado.  Al  meóos  tengo  el  derecho  de  creerlo  asi ,  pues 
consiente%e]rae  insulte  impunemente. » 

No  tardó  esta  caria  en  llegar  á  conocimiento  del  rey,  el  cual,  sin 
informarse  mas  que  por  el  rumor  que  había  llegado  á  su  noticia 
acerca  de  lo  sucedido,  encargó  á  Mr.  Choiseul  que  lo  arreglase. 

Este  ministro,  por  su  parte,  mandó  llamar  á  la  señorita  Cl  ai  ron  á 
su  despacho,  procurando  hacer  que  desistiese  de  su  empeño ;  pero  la 
actriz  contestó  que  jamás  accedería,  reprochando  al  ministro  porque 
no  habia  castigado  á  Freron. 

En  tal  estado  de  cosas ,  y  picado  altamente  en  su  amor  propio 
Mr.  Ghoiseul  de  que  una  actriz  no  hubiese  accedido  á  su  indicación, 
la  dijo : 

«Señorita,  vos  y  yo  actuamos  cada  cual  sobre  nuestro  teatro;  p&~ 
ro  con  la  diferencia  de  que  vos  escogéis  vuestros  papeles  y  siempre 
os  veis  aplaudida  del  público ,  y  no  hay  mas  que  un  corto  número 
de  personas  de  mal  gusto ,  como  ese  desgraciado  Freron  ,  que  se 
resista  á  admiraros. 

Yo,  al  contrario,  me  veo  frecuentemente  obligado  á  hacer  papeles 
harto  desagradables,  y  por  mas  que  ponga  toda  la  buena  voluntad  de 
que  soy  capaz,  me  critican,  me  condenan,  me  silban,  sacan  partido 
de  mi,  y  sin  embargo  no  doy  mi  dimisión. 

Inmolemos  ambos  á  dos  nuestros  resentimientos  en  las  aras  de  la 
patria,  y  sirvámosla  del  mejor  modo  posible  ,  cada  cual  en  nuestro 
estado  relativo  ;  y  puesto  que  S.  M.  la  reina  ha  perdonado  ,  debéis 
vos  por  vuestra  parte  hacer  lo  mismo,  imitando  á  tan  alta  persona. » 

Semejante  salida  indignó  de  tal  modo  á  la  actriz,  que,  sin  contestar 
ni  una  sola  palabra,  salió  inmediatamente  de  casa  del  ministro. 

A  su  llegada  al  Teatro  de  la  Comedia,  contó  á  sus  compañeros 
cuanto  acababa  de  pasar,  y  del  modo  que  el  ministro  la  habia  tratado. 
Las  primeras  partes  se  decidieron  en  el  acto  en  favor  suyo,  y  mani- 
festaron al  duque  de  Duras,  que  se  hallaba  presente  en  la  escena,  que 
todos  se  retirarían  del  teatro  si  la  señorita  Glairon  no  obtenía  la  de- 
bida satisfacción  por  el  ultraje  que  de  Freron  habia  recibido. 

Asustado  el  duque  de  Duras  con  semejante  amenaza,  pasó  inmedia- 
tamente á  casa  del  duque  de  la  Drillere  á  darle  parte  de  lo  que  ocurría. 

El  primer  ministro  de  París ,  que  frecuentemente  habia  tratado 


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DI  EOftOfA  191 

ooq  los  actores,  participó  del  fundado  tenor  de  Mr.  Doras,  y  ambos 
acordaron  uoir  gas  esfuerzos  para  detener  el  tremendo  golpe  que 
amenazaba  i  la  Comedia  Francesa ,  cosa  la  mas  importante  para  la 
nobleza  de  París  en  aquella  época. 

Imposible  les  Toé  obtener  resultado  alguno. 

El  único  paliativo  que  se  pudo  adoptar  fué  hacer  que  el  ministro 
diese  un  plazo  para  resolver,  tratando  de  potencia  á  potencia  con  los 
actores. 

Durante  este  tiempo,  partidarios  y  enemigos  de  la  señorita  Clairon 
continuaron  engaitándose  mes  y  mas,  combatiendo  con  un  encarniza- 
miento sin  igual. 

Garrick ,  famoso  actor  inglés ,  que,  al  debutar  la  sefioríla  Clairon 
predijo  su  claro  talento;  al  sabar  la  guerra  que  se  la  hacia,  mandó 
grabar  un  medallón  que  distribuyó  en  todo  París. 

Dicho  medallón  representaba  la  imagen  de  la  actriz  con  todos  los 
atributos  de  la  tragedia,  y  apoyando  uno  de  sos  brazos  sobre  ana 
pila  de  libros,  en  cuyo  lomo  se  leian  tos  nombres  de  Hacine,  Cornei- 
He,  Crebillon,  Vollaire,  etc.,  y  Melpómenela  coronaba. 

Debajo  habia  la  siguiente  inscripción: 
«  Profecía  cumplida. » 

A  loa  pocos  dias  de  conocerse  en  París  eite  grabado,  se  instituyó 
la  orden  del  medallón,  y  profusión  d*  medallas  fueron  grabadas, 
que  sus  partidarios  llevaban  en  el  ojal,  cual  si  fuese  una  condecoración. 

Los  caballeros  do  la  nueva  orden  no  tenían  reparo  en  ostentarla 
hasta  en  la  misma  corte,  y  las  mas  locas  demostraciones  se  hacían 
cada  d:a,  llegando  hasta  el  extremo  de  ser  la  cuestión  del  escritor  y 
de  la  actriz  el  negocio  de  mas  importancia  de  la  época. 

El  duque  de  Id  Urillere  escribía  entonces :  «  El  asunto  es  de  tal  im- 
portancia, que  hace  largo  liempo  no  ¿e  ha  agitado  otro  semejante  en  la 
corle ;  y  que  á  pesar  del  profundo  respeto  con  que  acataba  las  órde- 
nes de  la  reina,  dudaba  de  si  seria  preciso  desestimarlas  para  obede- 
cer 4  la  del  rey. » 

La  carta  del  duque  de  la  Urillere  era  del  24  de  febrero. 

Desda  el  dia  1 2  del  mismo  mes,  la  señorita  Clairon  habia  obtenido 
un  nuevo  triunfo  con  la  creación  do  la  nueva  tragedia  de  Mr.  Du  Be- 
Hoy,  titulada  El  sitio  de  Calais 


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El'  autor  dtebia  «dudablemente  se  triunfo  á  te  actriz ,  te  cual  *& 
había  declarado  protectora  suya. 

Anteriormente,  eo  1762,  hizo  también  aceptar  y  representar  en  la 
Comedia  Francesa  la  Zelmira,  tragedia  en  5  acto*,  (fue  el  mwmo  au- 
tor habia  escrito,  y  que  también  habia  sido  muy  aplaudida. 

Da  Belloy,  halagado  por  los  triunfos  escénicos,  habia  abandonado 
eMoro,  su  carrera  primitiva,  para  hacerse  actor,  según  consejo  do 
Lekain,  su  amigo. 

Pfrco  tiempo  después,  sintiéndose  capai  de  escribir  comedias,  ¿tejó 
de  representarla». 

Protegido  por  la  seflorila  Clairon,  cuyos  proyectos  y  talento  habia. 
comprendido  mejor  que  otro  alguno,  se  dedicó  á  secundarlos  orm  au 
fecaada  pluma  é  ingenio.  En  cambio  la  actriz  le  habia  allanado  «an- 
tas dificultades  puede  hallar  un  autor  novel  en  el  teatro,  haciéndose* 
la  patrena  de  Et  sitio  de  Calai*. 

Animado  por  los  consejos  de  la  actriz ;  unidos  para  la  direeoton  de 
escena,  autor  y  artistas  babian  obtenido  un  triunfe,  cuyo*  ejemplos 
son  raros  en  los  anales  teatrales. 

Además  de  las  bellezas  que  encerraba  esta  obra  dramática  y  del 
perfecto  desempeño  por  parte  de  los  actores,  había  en  ella  nn  pode- 
roso elemento  puesto  en  juego,  y  era  la  lucha  entre  la  Inglaterra  y 
la  Francia ,  en  provecho  del  patriotismo  de  la  segunda. 

Sensible  es  confesar  en  nuestra  época  que  la  obra  k  que  aludimos  y 
que  se  representó  en  Versalles  delante  de  la  corte  ,  tuviese  por  prin- 
cipal efecto  y  mérito  el  va  cüado  ante». 

Entonces,  »i  el  pueblo  estaba  sujeto,  al  meno»  se  te  permitía  y  aun 
ge  le  animaba  al  entusiasmo  nacional  y  patriótico ,  sin  temor  que  los 
ecos  llegasen  á  deportar  la  susceptibilidad  do  nuestros  vecinos  de 
ultramar. 

Tal  foé  el  entusiasmo  en  la  corte  por  los  actores  y  por  el  autor,  que 
eV  duque  de  Brisar  dijo  k  Brizard:  «Podrás  hallarte  indispuesto 
siempre  que  te  acomode,  en  la  persuasión  de  que  yo  desempeñaré  tu 
papel.» 

El  duque  de  Ayeu  únicamente  criticó  esta  obra,  y  respondió  al 
rey  cuando  le  dijo  que  no  era  buen  francés  el  que  no  gustaba  de 
aquella  tragedia:  «Por  mi  vida,  setter,  yo  me  alegraría  deque  lo* 


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DB IÜHOPA.  ISO* 

versos  de  esta  cbra  fnesen  tan  buenos  franceses  como  m  senador 
deV.  M» 

La  sefiorita  Clairon,  Lekata,  Mole  y  Brisard,  principales  actores  ea 
la  tragedia  citada,  habían  sido  festejados  y  obsequiados  á  porfía  leci- 
biendo  mil  cumplimientos  del  rey  y  de  la  corte  entera;  y  como  todos 
eran  del  partido  de  la  sefloríta  Clairoo,  creyeron  con  algún  f anda- 
meato  fue  el  negocio  de  su  interés ,  que  entonces  se  agitaba,  se  vol- 
vería en  favor  suyo. 

Alprvnos  dms  despnes  se  recibió  una  real  orden  para  dar  gratis  al 
pueblo  una  representación  de  El  sitio  de  Calais,  y  el  pueblo  entu- 
siasmad* había  recibido,  á  los  actores  y  la  pieza  con  fanatismo, 
gritando  ¡Vina  el  Rey  y  Mr.  Da  Befloyl  y  cuando  la  señorita  Clairon 
salió,  terminada  la  primera  obra ,  á  echar  monedas  al  público  se- 
gun  costumbre,  la  habían  acogido  gritando  ¡Viva  Clairon!  ¡Viva 
nuestra  gran  actriz!* 

Al  retirarse  de  la  esc  na  la  setisrita  Clairon  aquel  la  noche,  entró  lie* 
na  de  esperaaaa  y  de  alegría,  por  ser  la  vez  primera  que  en  el  teatro 
sa  habían  proferida  semejantes  aclamaciones. 

El  duque  de  Duras  escogió  el  momento  en  que  había  mas  perso- 
nas en  el  foyer  para  entregar  áDu  Belloy,  de  parte  del  rey,  úname- 
dalla  dramática  aculada  hacia  tres  años  ,  para  darse  en  premio  al 
autor  ée  la  pieía  mas  notable. 

El  sitio  de  Calais  habia  sido  la  agraciada. 

Este  regalo  iba  acompasado  de  una  letra  de  cambio  de  mil  escu- 
dos, y  de  cartas  de  la  villa  de  Calais,  concediendo  á  Du  Belloy  el 
titula  de  ciudadano. 

La  mayor  alegria  y  felicidad  se  retrataban  en  el  semblante  del 
autor ;  pero  en  medio  de  su  entusiasmo,  no  olvidó  el  reconocimiento 
y  gratitud,  y  arrodillándose  delante  de  la  seáorita  Clairon  %  la  dijo: 

«A  vos,  sefora,  os  debo  tantos  honores;  permitidme  que  los  pon- 
ga á  vuestros  pies. » 

La  sefiorita  Clairon  levantándole,  le  contestó: 

«Ayudadme  en  la  gran  obra  de  regeneración  que  he  emprendido* 
y  á  mi  vez  os  será  yo  deudora  de  toda  la  felicidad  que  puede  encer- 
rar mi  alma. 

Dedarad  públicamente  qae  saUs  da  nnestraa  filas  ;  qua  también 


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4*4  WIS10NES 

vos  habéis  sido  actor,  y  cooperad  á  la  rehabilitación  de  vuestros  ca- 
ntaradas asi  como  habéis  sabido  vos  rehabilitaros.  Que  sea  adoptada 
la  Academia  de  Declamación,  que  Preron  sea  castigado  por  sus  in- 
famias, y  nuestro  triunfo  equivaldrá  al  que  tan  noble  y  dignamente 
habéis  alcanzado.» 

—«Os  juro  consagrar  toda  mi  vida  á  tan  noble  y  digno  objeto,  la 
contestó  Du  Balíoy ;  siempre  me  hallareis  á  vuestro  lado  dispuesto  & 
combatir.» 

Tan  diversas  y  favorables  circunstancias  parecía  que  debieran 
apresurar  el  feliz  resultado  que  esperaba  la  so  Gorila  Clairon,  cuando 
una  última  circunstancia  vino  aecharlo  todp  por  tierra,  conducían- 
dota  ¿  For  l'Eveque  en  lugar  de  Freron,  á  quien  ella  quería  hacer 
encerrar. 

Entre  los  comediantes  franceses  habia  un  actor  bastante  mediano 
llamado  Dubois ,  el  cual  había  llegado  &  formar  parle  de  la  com- 
pañía, gracias  á  las  intrigas  y  empeños  de  su  hija,  joven,  galante  y 
linda  muchacha,  que  por  exceso  de  amor  filial  se  habia  hecho  la  que- 
rida del  duque  de  Fronsac,  hijo  del  mariscal  de  Richelieu,  que  ya 
ejercía  el  cargo  de  su  padre  en  vida. 

Esta  joven,  tan  amante  de  su  padre,  habia  hasta  entonces  podido 
mantenerle  en  la  parle  que  se  conoce  en  Francia  bajo  el  nomine  de 
gran  utilidad,  ó  súplelo  todo,  y  que  en  el  argot  de  entre  bastidores 
se  llama  tapa  agujeros ,  nombre  mucho  mas  significativo  que  el 
otro. 

El  consentimiento  que  Dubois  daba  á  la  causa  que  motivaba  su 
empleo  en  el  teatro,  daba  clara  muestra  de  lo  que  tal  hombre  podia 
ser. 

A  esta  desfavorable  condición  unia  la  de  tener  una  conducta  de* 
(estable,  que  por  fin  le  acarreó  una  enfermedad  bastante  grave. 

Puesto  en  manos  de  un  médico  inteligente,  logró  restablecer  su 
salud,  pero  coando  este  llegó  á  reclamar  sus  honorarios,  Dubois  se 
hizo  el  sordo,  pretendiendo  como  pretexto  de  que  le  habia  pagado 
ya,  haberle  dado  cantidades  á  cuenla. 

En  vista  de  semejante  contestación,  el  médico  le  citó  ante  los  tribu- 
nales. Llegó  el  caso  de  citación,  y  Dubois  compareció  sosteniendo  lo 
ya  expuesto  por  él,  pero  sin  determinar  ni  las  cantidades  que  habia 


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DBBUROFA.  495 

pagado,  oi  las  fechas  en  que  lo  había  verificado,  pidiendo  se  le  dis- 
pensase del  juramento. 

El  médico,  por  su  parte,  no  queriendo  verse  privado  de  su  haber, 
escribió  una  memoria  ea  la  que  probaba  en  cierto  modo  que  el  deu- 
dor menlia,  y  le  acusaba  al  propio  tiempo  de  contradicción ,  pues  ni 
probaba  !as  cantidades  que  había  dado  á  cuenta,  ni  estaba  pronto 
tampoco  á  jurar  que  había  satisfecho  ya  su  deuda. 

Esta  memoria,  esparcida  con  profusión  en  lodo  Parts,  produjo  un 
efecto  terrible  en  contra  de  los  comediantes,  pues  también  afiadia  el 
médico  en  ella  que,  en  calidad  de  comediante,  el  señor  Dubois  no  po- 
día prestar  juramento. 

Los  periodistas  y  publicistas  de  la  época  acogieron  este  escrito 
con  cuanto  sarcasmo  es  posible  imaginar  en  contra  de  los  actores  y 
de  la  Comedia  Francesa  ,  tratando  el  honor  de  los  artislas  como  al 
humor  de  Polichmella  ,  y  que  el  honor  no  crecía  como  las  uñas  ,  y 
puesto  que  largo  tiempo  hacia  que  le  habian  perdido  los  comedian* 
tes,  era  cosa  extremadamente  difícil  que  lo  pudiesen  encontrar.  La 
señorita  C 'airón  y  sus  compafieros,  que  esperaban  con  mayor  ansie- 
dad que  nunca  el  buen  resultado  de  su  solicitud ,  calcularon  desde 
liego  las  consecuencias  de  este  mal,  y  hasta  adonde  les  podía  con- 
ducir. 

La  cuestión  de  ser  admitido  un  cómico  á  prestar  juramento  ha- 
bría sido  resuella  en  su  favor,  pero  no  convenia  resolver  esla  cues- 
tión, y  mucho  menos  aun ,  tratándose  de  Dubois  ,  persona  conocida 
por  su  mala  conducta  y  peores  antecedentes. 

Por  consiguiente  se  resolvió,  á  fin  de  contener  el  escándalo,  rogar 
á  los  gea tiles-  hombres  de  cámara  les  ilustrasen  en  este  asunto ;  pues 
si  Dubois  debia  aparecer  ante  el  tribunal  como  perjuro,  era  mas 
conveniente  el  abandonarle,  y  con  él  á  su  causa,  antes  de  tiempo,  ó 
bien,  en  caso  contrario,  sostenerle  con  todo  su  valer  é  influencias. 

La  señorita  Clairon  fué  la  persona  encargada  de  presentar  este  es- 
crito á  los  gentiles-hombres  de  cámara  de  servicio. 

El  comisionado  por  estos,  en  aquella  semana,  era  el  mariscal  de 
Hchetieu. 

Este  la  oyó  con  la  indiferencia  de  un  hombre  gastado  ya  en  toda 
dase  de  asuntos,  y  negándose  á  amelarse  en  cosa  alguna,  ladijeqne 


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196  PRIMORES 

era  negocio  ie  personas  de  poco  valer,  y  que  valía  mas  dejar  á  loa 
comediantes  que  lavasen  en  familia  sus  trapillos. 

La  sefiorita  Cía  i  ron,  satisfecha  con  semejante  contestación,  se  dio 
prisa  en  reunir  á  sus  compañeros,  anunciándoles  que  se  hallaban  en 
el  caso  de  proceder  como  mejor  les  pareciese. 

No  contenta  con  so  parecer,  suplicó  al  duque  de  Duras  que  presi- 
diese la  reunión,  4  la  cual  debia  indispensablemente  asistir  Dubois. 

El  dia  y  hora  prefijada  se  presentó  Dubois  aeompafiado  de  un  ca- 
ntarada suyo  como  testigo,  y  ambos  sostuvieron,  el  uno,  que  habla 
dado  el  dinero,  y  el  otro,  que  lo  había  visto  entregar,  jurándolo  so- 
lemnemente ;  pero  pocos  dias  después  se  desdijeron  de  ello. 

De  allí  á  pocos  dias  fueron  citados  de  nuevo  á  comparecer  ante  sus 
compañeros,  y  fueron  de  nuevo  convictos  y  confesos  de  perjurio  y  de 
fals»  juramento. 

Indignados  tos>aetera  del  modo  de  proceder  de  sus  malos  cama- 
radas,  por  unanimidad  resolvieron  despedirlos  de  la  compafiia,  di* 
rigiendo  en  el  acto  esta  deliberación  definitiva  á  los  gentiles-hom* 
bres  de  cámara,  los  cuales  expidieron  las  reales  órdenes  oportunas  al 
efecto. 

Al  recibir  Dubois  semejante  noticia,  alarmado  justamente,  recur- 
rió á  su  hija  para  hacer  que  revocase  la  sentencia  dada,  por  cuantos 
medios  estuviesen  á  su  alcance. 

Entre  las  causas  que  se  le  achacaban,  Dubois  establecía  «na  dife- 
rencia digna  de  anotarse,  según  se  verá. 

Su  hija,  como  era  natural,  se  resintió  vivamente  de  la  i nj aria  he- 
cha á  su  padre,  y  se  apresuró,  como  era  justo,  á  darle  nuevas  prue- 
bas de  respeto  y  amor  filial. 

Inmediatamente  se  presentó  en  casa  de  su  amante  é  doque  de 
Fronsac,  y  le  pidió  una  reparación  ruidosa. 

Contrariado  el  duque  por  la  decisión  de  su  padre  y  por  las  órde- 
nes que  al  propio  tiempo  se  expedían,  dado  al  pronto,  concretándose 
á  calmar  á  su  querida. 

La  señorita  Dvbois,  coqueta  experimentada,  eonocia  toda  la  fuerza 
y  poder  que  ejercía  sobre  su  amante ,  libertino  novel ,  é  inmfió, 
mandó  y  concluyó  por  decirle :  qoe  si  el  duque  de  Pronsac  no  era 
«bastante  poderoso  para  obtener  fa  qne  «on  tanta  anhelo  (deseaba ,  ¿e 


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1>B  fcUOML  1.^ 

dirigiría  á  otro  gentil-hombre  de  cámara,  que  babia  desechada  por  ét. 

El  amor  propio,  aun  mas  que  los  celos,  fué  mas  activo  agente  en  el 
corazón  del  joven  arisiócraU,  y  cayó  á  los  [Jes  de  su  querida  jurán- 
dola que  la  adoraba,  y  que  baria  cuanto  estuviese  en  su  poder  para 
obtener  la  reparación  exigida. 

La  sefiorila  Dubois,  conocedora  del  mundo  y  de  los  hombres ,  le 
contestó  majestuosamente  que  hasta  nueva  orden  no  volviese  á  pa- 
recer por  su  casa  sin  llevarla  la  reparación  pedida ;  á  lo  cual  respon- 
dió el  duque,  sumamente  compungido,  qoe  le  parecía  esta  condición 
injusta  y  cruel.— 

— cNoestros  enemigos  invocan  contra  nosotros  el  pundonor,  señor 
duque,  yo  también  invoco  en  mi  favor  el  vuestro;  ya  que  sin  público 
desdoro  no  podéis  ser  el  amante  público  de  la  hija  de  un  hombre 
deshonrado. » — 

T  desprendiéndose  de  entre  sus  brazos,  se  fué  á  su  casa,  dando 
inmediatamente  la  orden  de  que  no  se  recibiese  á  nadie,  escepto  á  eu 
respetable  padre. 

La  sefiorila  Dubois  había  elegido  el  mejor  medio  para  conseguir  su 
objeto  apresurando  su  solución. 

Si  bien  es  cierto  <joe  el  padre  y  la  hija  Dubois  se  entendían  per* 
ledamente  respecto  al  desorden  y  mala  vida,  también  lo  es  que  el 
duque  de  Richelieu  y  su  hijo  estaban  aun  mas  acordes  en  lo  relativo 
á  inmoralidad. 

El  vetusto  mariscal,  al  oir  hablar  á  su  hijo  de  la  cólera  de  la  se- 
fiorila  Dubois,  temeroso  de  la  venganza  con  qoe  le  había  amenazado, 
no  pudo  menos  de  sonreírse.  También  era  gentil-hombre  de  cámara 
de  los  mas  influyentes,  y  no  habia  renunciado  aun,  á  pesar  de  so  edad 
avanzada,  al  libertinaje. 

Sin  pretender  suplantar  á  su  hijo  en  esta  circunstancia,  le  prome- 
tió francamente  lodo  su  apoyo  á  fin  de  reconciliarle  con  su  que- 
rida. 

Esto,  sin  embargo,  no  satisfizo  del  todo  al  duque  de  Fronsac,  y 
por  otro  lado,  impaciente  por  poder  penetrar  en  el  gabinete  de  su 
querida,  creyó  deber  presentarse  aquella  misma  noche  en  el  teatro  de 
la  Comedia  Francesa,  con  el  objeto  de  conferenciar  con  los  demás  gen- 
tiWhombres  da  cámara,  poniéndolos  de  parte  suya,  excepto  al  duque 
vottou  is 


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111  MMSIOffBS 

deDutts,  «1  cnal'ítgrtióíteBdo  M  &  la  atotítafl  to  ta^dr¡la€Mnm. 

Enterada  por  la  voz  pública  esta  de  cuánto  (Asaba,  no  fte  descuidó 
tampoco  de  reunir  á  todos  sus  protectores  y  amigos. 

Varias  escaramuzas  tuvieron  efecto  durante  aquellos  dras,  siu  que 
ofreciesen  ventaja  notable  á  una  ni  á  la  otra  parte. 

Multitud  de  escritos  en  favor  de  unos  y  de  otros  vieron  la  luz  pú- 
blica, y  era  el  asuolo  que  estaba  pdr  entonces  mas  tn  boga,  tanto  en 
París  cotilo* en  la  misma  corte,  ocupándose  también  <en  él  S.  M.  el  rey 
Luis  XIV,  y  por  último,  qtfedó  ootoo  olvidado  el  asunto  ttlativo  á 
Freron. 

Los  •aétóres  y  laiseBOrim  ClaironWtabttn  én  su  derecho. 

La  cuesiicta  de  ratón,  «y  aun  de  legalidad,  s^gtm  la  primitiva  <teci- 
4ion<del(ttbqtié  ^e  RteheWeo,  tes 'era  íavdhibte,  «sí  eotto  también  el 
segundo  acuerdo  y  sentencia  dada  por  el  duque  de  -Bnfts  *,  ptíflo  la 
^efloriia  Cfairtm  hábia 'pasado  ya  la  primera  juventud,  *y  por  (o  tfcnlo 
testaba 'adherida  Men  gran  modo  á  su  sefior^uflO  y'al'cahaltero  dfe  'Viti- 
belle,  que  deseaba  casarse  con  ella. 

En  la  reforma  qtoe'intóbirta,  para  lucbdUan  ventaja,  se  babia 
rodeado  mas  bien  de  admiradores  y  dejttrtitisfrito,  \que  Hb  adora  Jofts. 

La  señorita  Dubois  era  jóVén,  cotjtiéla  é  incitánfe ;  bdemfo,  queri- 
da del  fcOMibfe  Mas  libertino  de  ftancto,  déspues(dé  su  padre,  7  por 
consiguiente  eran  acérrimos  partidarios  fciíytw  todos  *te  fceitfiles* 
hombres  mas  libertinos  de  la  época. 

Luis  XfV'tira  rey,  y  Ib  señóte  Dubarri  su  favorito.  La  causa  de  la 
«feficírifa  Ctefrtwera  porlo  fefetodMrsa  pérdida,  porsenflfctey  juate, 
cuanto  repugnadle^  inmoral  la  de  la  teefiof  ita  Dubois. 

fista  debía  salfr  triunfante. 

Al  cabo  de  pocos  días,  el  duque  de  Fromtocpado  |ton4iter<&i  el 
-apartamento  (de  tío  ¿futrida  para  Itevaria  personalmente  tfna  orden  del 
Hey  pttra<sü  padre,  á  fin  de  ^que  se  volviese  á  encargar  dW  ptípél  dfe 
Mauny  que  había  creado  en  El  sitio  de  Calais f  y  que  se  habia  ofetii*- 
do  á  Beltecour  durante  la  expresada  contienda 

Este  golpe  de  estado  aterró  á  los  comediantes. 

Al  llegar  á  su  noticia  se  reunieron  todos^  presentándose  en  ¿asa'de 
la  señorita  Clairtft  paca  decidir  lo  que  deberían  tocar. 

fil  foulfedb  de  erta  sesión  artística'  (toé  acortar  que'tflgunte  de 


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Dft  «AUPA.  199 

e§treel»pfi  se  presentasen,^  dufjne  de  Darás,  su  protectonen  aquella 
lacha,  á  fio  de  interesarle  para  que  interpusiese  todo  su  valimiento 
y  regarle  qie  sostuviese  su  causa, 

«Los  diputados  ,  dice  Collé  eo  sus  Memorias*  después  de  haber 
fastidiado  á  monsefioj*  duran  e  hora  y  media ,  volvieron  asa  sanado, 
sio  mas  respuesta  que  los  aignilicajivos  gestos  de  monseñor  ,  con  los. 
cuales  se  concretó  á  manifestar  que  estaba  sumamente  incomodado 
de  que  le  iocomodasen,  y  que  solo  les  podía  decir  que  era  de  todo 
pantp  indispensable  obedecer  y  callar.» 

— ¡También  él  nos  abandona!  exclamó  la  señorita  Clairon. 

Pues  bien,  combatiremos  sin  su  apoyo.  Es  preciso  de  todo  punto 
mantener  firme  nuestra  resolución. 

Duboi*  es  un  canalla  al  pretender  que  nosotros  volvamos,  k  traba- 
jar con  él.  Esto  seria  igualarnos,  &  él  en  vileía*  y  deshonor,  y  estoy 
bien  segura  de  que  entre  nosotros  no  hay  uno  siquiera  que  quiera 
rebajarse  hasta  tal  extaenp.— 

—Asi  es,  exclamó  Lekain.  Respecto  á  este  pqnto,  estamos  todos 
abordes.— 

—Pero,  y  si  de  real  órdeB  entw  entre  baslidoi$s,  ¿qué  haremos? 
dijo  Dauberbal.— 

—Si  no  podamos  echarle,  volveremos  todos  la  espalda  cuando  se 
vos  acerque,  sin  dirigirle  la  palabra  ni  volverle  contestación. — 

—¡Muy  bien  I  repuso  Mole. 

— ¿Y  si  viene  á  nuestras  reuniones? — 

— Todps  nos  levantaremos.  Los  hombres  honrados  deben  huir  de 
qn  bpbon,  como  si  frese  de  un  hombre  contaminado  por  la  peste.— 

— ¿Pero,  y  si  de  real  orden  se  nos  manda  trabajar  coa  él?— 

—¡Desobedeceremos! 

K  esta  pa'abra,  pronunciada  por  la  sefioríta  Clairon  con  la  energía 
de  una  rera,  siguió  un.  momento  de  duda  y  de  angustioso  silencio. 

Los  aderes,  acostumbrados  á  la  mas  estricta  disciplina  y  á  obede- 
cer como  soldados  pasivamente,  no  pudieron  menos  de  calcular  las 
consecuencia*  de  semejante  determinación,  desobedeciendo  por  ella  á 
una  orden  de  procedencia  tan  elevada  como  lo  era ,  emanando  dfj 
yÚBPW  rey  de  Francia,  y  mas  aun,  ppiuémdose  en  abierta  y  notoria 
Offmcm  om.H  público,  soberano  sefion.  . 


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noo  msioras 

Comprendiendo  la  señorita  Glairon  la  lucha  que  se  agitaba  en  el 
ánimo  de  sos  compañeros,  repuso: 

— ¿Y  qué?  ¿Precisamente  en  el  momento  en  que  lan  próximos  nos 
hallamos  á  alcanzar  nuestra  rehabilitación  ,  esa  rehabilitación  lan 
deseada  y  que  tantas  penas  y  disgustos  nos  habrá  costado,  hemos  de 
retroceder  ante  el  último  esfuerzo  que  debe  decidir  la  tremenda  lucha 
fxi  favor  nuestro?  Se  nos  trata  de  semejante  manera  porque  nosotros 
mismos  nos  hemos  constituido  en  esclavos  y  servidores  de  la  gran- 
deza de  Francia  y  del  público;  y  como  á  entes  degradados ,  se  cree 
justo  dber  negarnos  el  derecho  de  prestar  juramento  en  fé  pública, 
asimilándonos  á  los  seres  mas  viles  de  la  sociedad. 

Debemos  respeto  y  consideración  á  S.  M.  y  al  público,  pero  al  te- 
nor la  obligación  de  consagrarles  todos  nuestros  desvelos ,  no  hemos 
contraído  la  de  sacrificarles  hasta  nuestro  mismo  honor. 

La  cuestión  de  que  ahora  se  trata,  no  es  de  la  obediencia  á  órde- 
nes injustas,  sino  de  puro  amor  propio  respectivo  al  hombre,  y  no  al 
actor.  Proceded  como  ciudadanos  dignos  y  honrados  si  queréis  que  se 
os  trate  como  á  tales,  y  haréis  ver  á  la  sociedad  entera  que  bajo  los 
trajes  y  disfraces  que  usáis  para  divertirles  y  para  ilustrarlos,  exis- 
ten rostros  d>  hombres  á  quienes  la  vergüenza  puede  hacer  sonrojar. 

El  público  está  ya  demasiado  instruido  del  negocio  que  nos  ocupa, 
y  espera  con  ansia  vuestra  decisión.  Mejor  dicho  :  espera  de  vosotros 
un  acó  de  bajeza  y  de  cobardía;  moslradle  que  sois  sus  iguales  por 
un  acto  digno  y  valeroso. 

Nuesira negativa  no  deberá  asombrarle;  mas  tarde  conocerá  los 
motivos,  y  los  sabrá  apreciar  justamente.  Estáis  llamados  ,  amigos 
mios,  k  ser  los  primaros  que  corten  el  tremando  nudo  de  las  preocu- 
paciones sociales.  Por  mi  parle,  declaro  solemnemente  que  no  habrá 
pod«*r  humano  capaz  de  hacerme  reconocer  por  compañero  á  Dubois; 
y  si  llegase  el  caso  de  que  se  anunciase  función  en  la  que  debiera  ac- 
tuar conmigo,  no  trabajaré  en  modo  alguno.»  — 

— En  semejante  caso  tampoco  oí  abandonaré,  repuso  Lekain  ;  se- 
guiré vuestro  ejemplo,  como  igualmente  todos  nuestros  cantara- 
das. 

Vuestras  palabras  han  acabado  de  decidirnos ;  y  en  el  acto  mismo 
prestamos  todos  juramento  formal  de  imitar  vuestro  noble  ejemplo, 


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DEBUROtA.  501 

y  podéis  estar  bien  segara  de  quesera  mas  verdadero  y  sincero  que 
el  del  perjuro  Dobois. — 

— jSf ,  lo  juramos!  contestaron  todos;  y  después  de  haberse  felici- 
tado mutuamente  por  la  decisión  que  acababan  de  adoptar,  se  sepa- 
raron, dejando  á  lá  señorita  Glairon  feliz  y  satisfecha  de  su  triunfo 
en  perspectiva. 

El  siguiente  día,  15  de  abril,  se  anunció  El  sitio  de  Calais. 

Toaos  los  actores  que  lomaban  parte  en  la  obra ,  Lekain,  Dauber- 
val,  Mole,  Brizard  y  la  señorita  Glairon,  se  reunieron  por  la  lardeen 
el  teatro  con  el  objeto  de  preguntar  al  director  de  escena  ó  autor, 
quien  de  los  dos  ejecutaba  el  papel  de  Mauny,  si  Bellecour  ó  Dubois, 
á  lo  cual  se  les  contestó  mostrándoles  una  orden  del  rey,  en  que  se 
disponía  volviese  Dobois  á  encargarse  de  su  papel. 

A  semejante  contestación,  to  Jos  los  actores,  uoo  después  de  otro, 
fueron  devolviendo  sus  papeles,  declarando  que  no  querían  trabajar 
con  él,  y  que  se  retiraban. 

La  hora  de  empelar  el  espectáculo  se  acercaba.  La  concurrencia 
era  numerosa,  pues  el  éxito  te  la  obra  era  cada  dia  mayor. 

Grande  era  el  compromiso  del  autor,  y  mayor  aun  por  hallarse 
ausentes  los  señores  gentiles- hombres  de  cámara ,  no  atreviéndose  á 
disponer  cosa  alguna  en  vista  de  la  numerosa  concurrencia  que  lie* 
naba  todas  las  localidades  del  teatro. 

No  tardó  el  reloj  en  marcar  la  hora  de  empezar ,  y  los  gritos  de 
impaciencia  que  el  público  soberano  lanzaba  iban  cada  vez  en  au- 
mento. 

Todos  los  demás  actores  que  no  se  habían  negado  á  trabajar ,  es- 
taban vestidos  y  dispuestos,  aunque  en  la  mayor  ansiedad,  y  no  sa- 
biendo á  qué  atenerse  faltando  sus  superiores. 

Solo  Dubois,  vestido  con  su  (raje  de  Mauny,  se  paseaba  tranqui- 
lamente por  el  escenario,  oyendo  las  maldiciones  de  sus  compañeros, 
á  las  cuates  formaban  coro  los  gritos  desaforados  del  público  im- 
paciente. 

Tanto  él  como  su  hija  eran  sabedores  anticipadamente  de)  tumul- 
to que  debia  efectuarse  en  la  platea. 

En  estas  circunstancias,  llegó  al  teatro  el  duque  de  Biron,  general 
de  la  Guardia  Francesa,  que  si  bien  no  era  gentil-hombre  de  cama* 


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m  msKms 

ra ,  sus  soldada*  daba»  la  gmmlia  tqqella  wche  en  el  («tro. 

Los  actores,  que  deseaban  encontrar  alguna.  peraoitt&JaiWaA  aflp* 
gerse,  le  rodearon  al  instante  para  consultarle. 

Deseoso  el  duque  de  que  el  tumulto  cesase cuanJo¡  ante» ,  acpnsvjó 
i  loa  actores  que  ofreciesen  al  público  otro  espectáculo 

En  cumplimiento  de  su  deber,  el  señor  Bouretle,  autw  del  teatro, 
se  adelantó  al  proscenio  para  dar  coqocimieatQ  al  público  d^  lo  que 
ocurría,  diciendo: 

t Señores  ;  estamos  desolados....,  n-r 

—*Mtnos  desolación,  y  mas  Sitio  de.  Calais,  contestó  un  circijns- 
taa!e. 

¡El  sitio  de  Calais!  gritaron;  por  todas  partes,  sin  que  durmtacinoo 
minutos  pudiese  el  buen  Bourettebaceve  oir:  bastan  que  aprovocfeaii- 
do  un  momento  de  silencio  forzoso,  participó,  al  público  que.  por  ají- 
senoia  de  ais  caparadaat  no  se  podia  representar  la  obra  aiw>cjftda, 
viéndose  precisados  á  suplantar  El  sitio  de  Qalais  ,  dandot  en  su  lur 
gar  El  Jugado*. 

Los  gritos  y  los  silbidos  estallaron,  entonces  con*  mftyon  faema  por 
todas  parles,  ¡Mole,  Brizará,  LeJcain  y  Dauberval  á  ForAk  Eveque,  y 
Fretillon  á  los  inválidos!  con  este  nombre  designaba*  á  la  sefiojrilft 
Glairoo. 

La  guardia  estuvo  ya  á  punto  de  servirse  de  las  amas  paw  hacer 
desalojar  al  público»  poro  el  duque  do  Biron  les  dio  por  orden;  qu,e.no 
se  mezclasen  en  cosa  alguna. 

Viendo  que  no  había  medios  de  hacer  callar  al  público,  aconsejó, 
de  nuevo  el  duque  á  loe  adores  que  levantasen  el  telón,  y  que  diesen 
principio  k  El  Jugador ,  esperando  sin  dada  que  esta  determinación 
bastaría  para  acallar  aquel  motin  ;  pernea  vano  Previlley  la*  señora 
Bellecour  procuraron  hablar  en  la  primera  escena. 

Cada  vez  mas  furioso  el  publico,  renovó,  sus  gritos,  y  silbidos»  y,^ 
parterre* eo. masa, levantado,  amenazaba  invadir  el  escenario. 

Los  actores  se  vieron  entonces  precisados  á  guarecerse  enlrq,  basr 
tidores.  Como  medida  de  .precaución,  el  general  Binw  mandó  át  un 
sargento  de  policía  que  saliese  á  maullan  al  público  qiw  se  U»,  ¡H 
proceder  k  devolverles;  su  dinero. 

Poco  satisfechos  de  sementé  delermiesfiio»,  iolegtprQn  re^püraev 


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qtofo  4e#geárttisa,  paco  'áf^ftte,  lograron  despojar  eMaairo  oooipUa- 
mente. 

Haití  la  d  de  personaste  las  que  fcabtao  dado  óiden  á  sen  cocheros 
para  que  lee  fuesen  á  tascar  concluido,  el  espectáculo,  se  vieron 
obligadas  á  esperar  en  el  peristilo  largas  horas,  mientras  al  rededor 
del  teatro  se  iban  formando  grupos  bastante  considerables,  Ocupan - 
«toe  en  «orneo  tar  k  insolencia  de  ios  adores  que  de  (al  toodo  se  ha- 
bían burlado  del  públido,  pnerumptendo  en  voces  injuriosas  contra 
ellos,  del  mismomodo  que  poco  antes  lo  habían  hecho dentwdel  local. 

Tal  Jué  el  tauhado  de  lo  ocurrido  aquella  noche,  qae  tardó 
por  cierto  cortos  mmente*  en  llegará  noticia  de  la  corte  á  Yersalles. 

Varios  de  los  sefores  de  ta  corle  salieron  inipediaAemenle  para 
París,  yendo  unos  á  casa  de  la  señorita  Dubois ,  y  los  otros  á 
casa  dcCtairon ,  qae,  aparte  de  los  gritos  pronunciados  contrasella 
pagados  por  la  Dabais,  y  del  outl  humor  del  público  indiferente ,  vio 
crecer  considerablemente  el  número *de  *us  fwrtidaríos. 

Al  verse  ufares  db  tan  grande  compromiso  ,  Preville  y  au  segundo 
se  fueron  á  casa  del  superintendente  de  policía  Mt.  Sarlioes,  para 
dartecaanta  de  lo  ocurrido. 

•Bate  magistrado  les  fcüoipalente  el  sentimiento  qae  lena  de  terse 
obligado  á  castigar  semejante  acto  de  desobediencia. 

<Ptw? ¡lie,  al  salir  <fc  caaa  del  superintendente ,  corrió  é  avúar  á 
sos  camaradas  Lekain,  Motó,  Dauberval  y  Brizard  de  la  delei*mina- 
cm  del  ministro,  y  de  cuan  «urgente  necesidad  tenían  de  acollarse. 

La  sefiorita  Clairoo,  sin  acceder  á  los  ruegos  de  sus  hmigos,  et- 
ptíó  Ja  tsÉapeatsU  á  pié  firme  y  can  énitíio  tranquilo. 

Cantado  tkgó  ata  toba  Previle,  la  encentró  rodeada  de  su  4>ri^ 
liante  corte  como  una  reina. 

Detrás  de  la  butaca  de  la  adrw,*d6  pié,  sileheieeO'é  inmóvil  ^omo 
ana  estatua,  estaba  el  señor  ruso,  concretándole  4  mirarla  respetuosa 
y  tHtüuiesenwnte,  mientras  el  caballero  de  Valbelle,  dando  el  brazo 
á  Du  Belloy,  que  saoeionaba  con  su  presencia  el  anterior  acto  de  re- 
be  Non,  la  hacia  señas,  para  la  mayar  parte  ininteligibles. 

Uo  grupo  de  oficiales,  que  parecía  hallarse  alii  de  servicio,  iba  y 
tetia  Jesde  casa  de  4a  Ibfiorita  Glairon  huta  «I  Palaok)  Real,  pam 
dar  cuenta  de  todo  lo  que  por  aUá*rarria. 


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Dichas  noticias  do  eran  lo  mas  satisfáctorías'para  la  cansa  de 
Clairoo,  pues  patentizaban  el  descontento  del  público. 

Uno  de  los  oficiales  que  acababan  de  llagar  se  permitió  hacer  á  la 
señorita  Clairon  algunas  observaciones  acerca  de  so  resolución,  cre- 
yéndola peligrosa  para  la  actriz,  á  lo  cual  contestó  aquella: 

—«Y  Tosolros,  señores,  ¿no  procederíais  de  igual  modo  en  vuestro 
regimiento?  Si  algún  compañero  hubiese  cometido  una  bajeza,  ¿no  le 
obligaríais  á  separarse  de  vuestra  compañía? 

Si  la  corte  misma  os  quisiera  obligar  á  que  alternaseis  con  un  in- 
fame, ¿no  presentaríais  al  instante  vuestra  dimisión?— 

—Indudablemente,  señora;  pero  no  lo  hartamos  mundiade  titio. » 

En  este  momento  entró  Previlla,  dando  cuenta  de  la  resolución  de 
Mr.  Sartines. 

La  indignación  que  mostraron  los  circunstantes  fué  general. 

La  señorita  Clairon  solamente  permaneció  impasible  y  sin  mani- 
festar en  su  roslro  sorpresa  alguna. 

—Ya  me  lo  esperaba,  contestó,  y  estoy  decidida  á  sufrir  las  con- 
secuencias, cualesquiera  que  sean.— 

— Señora,  dijo  el  señorVuso  con  la  mayor  sumisión,  si  me  permi- 
tís daros  un  consejo,  me  aU-everia  á  indicaros  que  escribieseis  á 
Mr.  de  Sartines,  abandonando  una  causa  que..  ..— 

—¡Callad!  le  contestó  la  actriz,  sin  lomarse  siquiera  la  molestia 
de  volverse  hacia  él. 

El  principe  ruso  volvió  á  ocupar  su  primitiva  posición  de  perfecta 
inmovilidad. 

— Mi  causa  es  justa,  añadió  la  señorita  Clairon.  Jamás  la  abando- 
naré ,  y  vuelvo  á  jurar,  que,  aun  sola,  la  defenderé  por  todos  mis 
compañeros,  suceda  lo  que  suceda. — 

—¡Pero  la  prisión!...  añadió  Preville.— 

— ¡Iréá  laprisionl — 

—Debo  advertiros,  que  á  estas  horas  Lekain  y  nuestros  compañe- 
ros habrán  salido  de  París,  huyendo  de  ella. — 

— Señora,  volvió  á  repetir  el  principe  ruso  inclinándose  profun- 
damente detrás  del  silloo ;  ¡poseo  un  inmenso  castillo ,  seis  villas  y 
diez  mil  siervos  en  mi  país ;  seguidme  á  Rusia,  y  reinareis  en  mis 
dominios  como  reináis  en  mi  corazón! 


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DB¡fiUftOFA.  ra 

— ¡Yohuirl  dijo  la  señorita  Clairoo;  ¡hnir  ante  ata  amenazal 
¡ante  una  persecución  qoe  me  honra!...  {Jamás!  T  acojo  coa  entu- 
siasmo las  palabras  Je  los  señores  oficiales.  Este  es  mi  dio  de  sitio,  y 
do  desampararé  mis  banderas. 

El  príocipe  tqso  bajó  la  cabeza  en  señal  de  perfecta  sumisión,  y 
volvió  á  tomar  su  inmóvil  y  silenciosa  postara. 

—Además;  hnir,  sería  declararme  vencida,  y  aun  no  lo  esíoy ;  no 
quiero  estarlo.  Confesaría  tácitamente  que  he  faltado ,  y  creo  por  el 
contrario  estar  en  mi  derecho. 

En  este  momento,  la  nomerosa  corte  de  la  actriz  se  agrupó  en  tor* 
no  de  ela  admirándola,  y  jurando  ser  todos  fieles  á  su  causa. 

Algunos  de  entre  ellos  la  presentaron  á  la  vista  lo  duro  y  penoso 
de  una  forzosa  cautividad.  Otros  la  presentaban  como  peligrosísima 
en  su  carrera  la  desgracia  de  incurrir  en  ei  desagrado  del  soberano, 
viendo  por  tal  razón  comprometido  su  porvenir. 

Entre  ellos  hubo  también  algunos  que  la  aconsejaron  retirarse  del 
teatro  casándose,  puesto  que  el  caballero  de  Vallbelle  y  e!  principe 
ruso  la  solicitaban  con  tal  empeño. 

En  medio  de  semejante  tumulto  entró  un  lacayo  con  una  carta  que 
decía  ser  urgentísima. 

Rompió  el  nema ,  y  exigiendo  silencio  de  su  numeroso  auditorio, 
leyó  en  alta  voz  lo  que  sigue: 

«Hermosa  ?efiora:  acabamos  de  reunimos  en  consejo  en  casa  de 
el  señor  superintendente  y  ministro  de  la  policía.  No  he  podido  evi- 
tar el  golpe  que  se  os  ha  asestado,  pero  vos  debéis  y  podéis  evitarle. 
Una  sola  palabra  vuestra,  diciendo  que  estáis  pronta  á  trabajar  en 
unión  de  Dobois,  lo  arreglará  todo.  Yo,  por  mi  parte,  me  encargo  de 
retener  por  algún  tiempo  las  órdenes  de  prisión  basta  tanto  que  haya 
recibido  vuestra  contestación,  que  espero  sea  lo  roas  pronto  posible. 
De  otro  modo,  esperad  ser  presa  cuando  menos  lo  penséis. 

Duque  de  Duras. 

—Contestad  al  señor  duque  ,  dijo  la  señorita  Clairoo,  que  le  doy 
mil  gracias  por  el  interés  que  me  manifiesta ,  pero  que  nada  tengo 
qie  contestar,  y  que  espero. 

T  volviéndose  hacia  el  sitio  que  ocupaba  el  principe,  le  dijo: 

—  Haced  que  nos  sirvan  la  cena  inmediatamente.  Seria  cesa  muy 
Toaon.  14 


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4t*  nmoims 

triste  por  cierto,  tener  que  ir  i  la  «Artel  sin  cenar ;  y  si  es  la  última 
Tez  que  tengo  la  dicha  4e  ver  al  rededor  mió  tan  brillante  reunión, 
quiero  al  menos  honrarme  haciéndoos  los  honores  de  la  casa  digna- 
mente. 

A  los  pocos  momentos  de  haberse  retirado  el  principe ,  fué  avi- 
sada de  que  la  ceoa  estaba  servida. 

La  cena,  como  era  de  suponer,  fué  en  extremo  alegre  y  divertida. 

La  señorita  Clairon  parecía  querer  olvidar  ei  golpe  que  la  amena- 
zaba, pero  los  convidados  no  pudieron  menos  de  recordársele  repe- 
tidas veces ,  proponiéndola  quedarse ,  haciéndola  compañía  hasta 
tanto  que  llegasen  á  prenderla,  ó  al  menos  para  tener,  si  era  posible, 
el  gusto  de  escoltaría  hasta  la  prisión. 

—-Señores ,  ainguno  de  nosotros  tiene  derecho  para  poderse  opo- 
ner á  las  órdenes  de  S.  M.,  pero  todos  jautos  tenemos  el  de  protestar 
con  nuestra  presencia  en  esta  casa  de  la  medida  adoptada  contra  la 
señora  que  en  tan  alto  grado  posee  nuestras  mayores  simpadas,  como 
perfecta  dama,  y  como  actriz  admirable.  Colocados  á  las  portezue- 
las de  so  carruaje,  la  acompañaremos  basta  tanto  que  se  nos  ordene 
separarnos  de  ella. 

Las  palabras  del  autor  de  El  sitio  de  Calais  fueron  acogidas  con 
entusiasmo. 

Varios  de  los  convidados  se  ausentaron  instantáneamente  para  ir 
en  busca  de  otros  amigos  y  partidarios  de  la  señorita  Clairon ,  ha- 
ciendo de  este  modo  la  cempafiia  tan  numerosa,  que  apenas  se  cabia 
en  tas  habitaciones  de  la  célebre  actriz. 

Empezaba  á  rayar  el  dia,  y  aun  estaban  á  la  mesa  los  convidados 
de  la  señorita  Clairon. 

Por  indicación  de  la  dueña  de  la  casa ,  se  pusieron  mesas  en  el 
gran  salón,  y  la  tertulia  empezó  entonces  á  jugar. 

Orgullosa  de  su  triunfo  la  señorita  Clairon  y  por  la  constancia  y 
cariño  de  stts  amigos,  no  cabia  en  si  de  puro  gozo. 

Pasados  algunos  instantes ,  y  mientras  sus  tertulianos  jugaban 
trató  de  retirarse  á  su  gabinete  para  descansar  algunos  momentos,  lo 
cual  efectuó  ocultamente  ;  pero  cual  fué  su  sorpresa  al  haHar  á  m 
hombre  sentado  tranquilamente  en  n  sillón,  el  cual,  al  vería  entrar, 
se  levanté,  saludándola  corlesmenle. 


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M  lUBOfA  «07 

— ¿Qué  hueste  aquí,  caballero?  le  preguntó  la señorita  Clairoo. 

¿De  qoé  modo  os  habéis  introducido? — 

—Mí  oficio,  seflsra,  es  penetrar  en  todas  las  parles  en  que  se  me 
ordena,  contestó  el  desconocido;  en  cnanto  á  lo  qoe  hago,  ya  lo  veis, 
•aflora  mía,  os  espero  con  tanta  impaciencia  como  oíanlos  tienen  la 
dicha  de  penetrar  en  este  santuario.  Pero,  os  espero...  para  comuni- 
caros las  órdenes  de)  rey. — 

— ¡Ah!  ¡sois  nn  policial...— 

— Señora,  tengo  ese  honor,  para  serviros,  si  de  tal  mecreeis  digno.— 

— ¿Porqué  no  habéis  entrado  mi  los  salones,  y  delante  de  todos  mis 
convidados... 

—Porque  no  he  querido  turbar  vuestra  alegría.  Además,  estaba 
segure  de  que  tarde  ó  temprano  vendríais  á  este  sitio.  Do*  horas  mas 
temprano  ó  mas  tarde,  el  superintendente  de  policía  sabrá  tomar  su 
revancha.-* 

--Os  advierto,  caballero,  contestó  la  señorita»  Glairon  picada  del 
tono  que  tomaba  el  exento  con  ella,  que  os  pagan  para  que  me  arres- 
téis, pera  no  para  que  vengáis  á  divertirme  con  vuestras  gra- 
cias.— 

—Señera,  añadió  el  exente  con  tono  enfático  y  serio;  en  virtud  de 
la  presente  carta  de  prisión  que  veis,  voy  á  tener  el  honor  de  con- 
duciros á  Por  l'Evéque,  si  es  qué  no  leñéis  empelo  en  desobedecer 
las  órdeoes  de  S.  M.— 

—Caballero,  le  dijo  con  tono  de  reina  la  señorita  Glairon,  estoy 
pronta  á  obedecer;  y  decid  á  las  personas  que  os  envían,  que  S.  M.  el 
rey  tiene  a)  derecho  de  disponer  de  mi  persona,  de  mis  bienes,  de  mi 
libertad  y  de  mi  vida,  pero  no  de  mi  honor. 

—Señora,  añadió  el  exento  inclinándose  profundamente,  decís 
bien;  al  que  no  teme,  el  rey  le  hace  libre. 

— ¡losetate!  gritó  la  señorita  Clairon  volviéndole  la  espalda  y  pre- 
cipitándose en  el  salón,  al  cual  la  siguió  el  policía  sin  turbarse  lo 
mas  mínimo. 

—Caballeros,  dijo  á  los  concurrentes  la  señorita  Clairon ;  acaban 
da  prenden»,  y  voy  á  ser  conducida  á  Por  l'Evéque. 

Al  oír  estas  palabras,  se  levantaron  todos  los  convidados,  y  loa 
primeros  qaa  se  colocaron  ai  lado  de  la  señorita  Clairon  fueron  el 


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S08  PRfSkhNKS 

señor  roso  y  el  caballero  de  VaHbelfe,  ofreciéndola  simultáneamente 
la  mano. 

— Mi  carruaje  os  espera,  dijo  el  principe,  lanzando  una  mirada  de 
desconfianza  al  caballero. 

— Me  he  inscrito  el  primero  para  tener  el  honor  de  acompañar  á  la 
señora,  y  he  hecho  venir  también  mi  carruaje ,  contestó  Vallbelle. 

—Nadie  tiene  aqoi  tantos  derechos  como  yo,  repaso  el  ruso. 

—Ante  el  infortunio  de  la  señora,  lodos  los  derechos  son  iguales, 
señor  mió,  y  los  derechos  qne  yo... 

—¿Qué  tenéis  que  decir  de  vuestros  derecho?,  exclamó  furioso  el 
principe... 

—Que  deben  ceder  á  los  mió»,  dijo  el  exento  adelantándose  al  cea- 
tro  del  salón  tranquilamente  y  en  medio  de  los  dos  rivales,  cuya  ce- 
losa rabia  estaba  á  punto  de  estallar. 

La  s  ñora  no  irá  á  For  l'Evéque  ni  en  el  coche  del  principe,  ni  en 
el  vuestro,  y  si  en  el  fiacrc  de  la  policía,  que  yo  he  Iraido  expre- 
samente. 

— ¡Un  fiacre!...  ¡en  ijn  flacre!...  exclamó  la  señora  de  Souvigny 
llenando  de  besos  las  mejillas  de  la  señorita  Clairon. 

—Caballero,  dijo  entonces  la  gran  dama.  Yo  soy  la  esposa  del  In- 
tendente de  París,  y  espero  que  me  permitiréis  conducir  á  mi  amiga 
á  For  l'Evéque  en  mi  carruaje. 

—Acabo  de  ver  vuestro  carruaje  á  la  puerta,  repuso  el  policía;  es 
un  vis-a-vis,  y  no  caben  en  él  mas  que  dos  personas;  como  yo  no 
puedo  separarme  de  mi  prisionera,  será  muy  difícil... 

La  señorita  Clairon  se  sentará  sobre  mis  rodillas,  y  vos  iréis  á 
nuestro  lado,  si  queréis,  repuso  la  intendenta.— 

— Señora,  acepto  tan  noble  compañia. 

— Venid,  venid,  amiga  mía.  Quiero  que  sea  público  en  lodo  París 
el  testimonio  de  mi  aprecio  y  estimación,  Caballeros,  seguidnos,  si 
gustáis. 

— No  os  abandonaremos  hasta  For-l'Evéque,  si  nos  rehusan  la  en- 
trada, dijo  Du  BeHoy. 

—¡Amigos  mios!  Vosotros  convertís  en  un  verdadero  triunfo  la 
vergüenza  y  el  desdoro  que  mis  enemigos  creían  prepararme.  Os  doy 
mi)  gracias  por  esas  demostraciones  de  aprecio  que  me  llenan  de  or- 


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di  meta,  Mt 

gallo,  y  á  tal  precio  quisiera  que  cada  dia  me  condujesen  á  una  pri- 
sión. Caballero,  dijo  volviéndose  al  policía,  estamos  á  vuestras  ór- 
denes. 

Abriendo  la  marcha  el  exento,  bajaron  hasta  el  portalón,  donde  el 
vis- a- vis  déla  señora  de  Souvigny  los  esperaba. 

Dicha  sefiora  subió  la  primera,  y  tomando  á  la  sefiorita  CLiron 
sobre  sus  rodillas,  teniendo  cuidado  de  hacer  abrir  antes  las  ven- 
tanillas para  ser  vista  de  todo  el  mundo.— |  A  For-1'Evéquol— dijo  á 
su  cochero. 

—La  presencia  de  espiritu  es  uno  de  los  primaros  dotes  que  deben 
adornar  á  todo  buen  policía.  Si  me  hubiese  faltado,  dijo  este,  ¿dónde 
se  hallariao  en  este  momento  el  priocipe  y  Mr.  de  Vallbelle?  ¿qué  se- 
ría de  vos,  sefiora? 

Era  el  mismo  exento  que  tuvo  la  comisión  de  prender  á  Freron. 

El  carruaje  se  puso  en  marcha,  seguido  de  todos  los  tertulianos; 
y  esta  larga  fila  que  nada  podía  romper,  atravesó  de  tal  modo  todo 
París,  hasta  llegar  á  For-l'Evéqne,  por  medio  de  la  muchedumbre 
que  á  su  paso  se  detenia,  y  á  la  cual  gritaban  los  partidarios  de  la 
actriz:  tEs  la  sefiorita  Glairoa  á  quien  llevan  á  For-l'Evéque  porque 
no  se  ha  querido  deshonrar. » 

Por  fin  llegaron  á  la  puerta  de  la  prisión,  y  apresurándose  á  apear- 
se todos  los  caballeros  que  formaban  la  tertulia  de  Clairon,  se  aba- 
lanzaron á  ofrecerla  su  mano. 

El  principe  ruso  y  Mr.  de  Vallbelle  volvieron  4  encontrarse  de 
nuevo  frente  á  frente;  pero  haciéndolos  separar  el  agente  de  policía, 
les  dijo: 

t  Yo  solo  tengo  ahora  el  derecho  de  dar  la  mano  á  la  sefiorita  Clai- 
ron, pues  me  hallo  en  mis  dominios,  y  nadie  puede  continuar  acom- 
pañándonos. Solo  por  medio  de  una  orden  del  superintendente  de  po- 
licía se  podrá  adquirir  el  derecho  de  atravesar  estos  umbrales.» 

La  sefiorita  Clairon  besó  á  la  sefiora  de  Souvigny,  y  saludando  con 
la  mano  á  sus  numerosos  amigos,  entró  triunfante  en  la  prisión  lla- 
mada For-l'Evéque,  cerrándose  la  puerta  detrás  de  ella. 


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■14 


m. 


La  señorita  Clairon  eo  la  prisión  de  For-PEvéque. — La  sefiorila  irooox  eo  casa  de  Mr. 
Sartioes. — Uo  .  olo  hombre,  y  ana  sola  mujer. — Se  engaQa  á  Mr.  de  Sartines.— 
Lekaio,  Mole,  Briza rd  y  Da u verbal,  presos. — Reuniones  y  fiestas  en  For-l'Evéqoe. 
-r-Relractacioo  délos  actores. — Kl  gran  Vestris. — Última  tentativa  acerca  de  Ja  0e- 
fioríta  Coirón. — Sa  negativa.— Sa  enfermedad. — Sale  déla  prisión.— Exposición  al 
rey. — Es  desechada  su  solicitud  — La  seflorita  Clairon  se  retira  del  teatro. — iekaio 
y  sus  compañeros  salen  de  la  prisión. — Registro  particular  de  Mr.  de  Sarünes.— 
La  señora  Mole. — Correspondencia  curiosa . — Queda  abolido  como  prisión  For-1'Evé- 
que. — fis  demolido. 

Cuanta*  personas  acompafaron  á  la  setenta  Clairon  á  Por-1'Evé- 
que,  se  dirigieron  inmediatamente  á  cosa  de  Mr.  de  Sartioes,  solici- 
tando el  permiso  de  poder  visitar  á  la  actriz. 

Pero  por  mas  instancias,  por  mas  empeños  que  se  pusieron  en  jua- 
go, lauto  coa  los  escríbanos  como  con  los  ugieres,  solo  faeren  recibi- 
dos despaes  de  haber  entrado  el  exento  por  la  paerta  secreta  para  dar 
parle  de  todo  lo  ocurrido. 

La  pública  demostración  que  se  había  hecho  á  la  actriz  pichen  ex- 
tremo el  amor  propio  de  Mr.  Sarlines,  y  esta  vez  quiso  castigar  á  la 
actriz  y  á  sus  amigos  por  el  desaire  que  había  recibido,  si  bien  es 
cierto  qie  ceoocia,  que  en  tales  circunstancias  no  podía  haoerto  em- 
pleando nedidas  de  rigor. 

—Si  monseñor  me  permile  darle  un  consejo,  me  atrevería  á  dár- 
selo, dijo  el  policía.—- 

— Hablad ,  le  contestó  Mr.  Sartines,  conocedor  del  lumbre  con 
qaien  conversaba,  y  su  capacidad  en  tales  materias. 

—El  mejor  medio  de  castigar  á  todas  esas  genios ,  es  rehusarles 
eh  permiso  de  visitar  á  la  actriz.— 

—Sin  dada  alguna.  Además,  la  soledad  y  el  aiáamieBlo  reduciráa 
bien  pronto  á  esa  toquilla  de  Clairon  á  su  deber.  Faro  en  medio  de 
todo,  veo  con  disgusto  que  demasiadas  personas  de  posición  se  ocu- 
pan con  sobrado  interés  de  los  negocios  de  la  actriz,  para  que  pueda 
yo,  sin  comprometerme,  tenerla  tan  aislada  como  quisiera. 


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DIEUtOPi.  811 

A  pesar  mió,  me  wé  precisado  ¿  dulcificar  para  con  ella  toda  me- 
dida de  rigor. 

—Vea»  señor,  podéis  Hevarto  4  efecto,  al  menos,  dorante  algunos 
dias;  y  si  las  puertas  Je  For-l'Evéque  permanecen  cerradas,  la  ánioa 
escopeten  que  sea  al  meaos  en  favor  solamente  de  dos  personas. 
Do  amigo,  y  una  amiga  que  ella  sola  designe.  De  esle  modo,  la  se- 
ñorita Clairon  se  verá  obligada  á  elegir  entre  el  principe  ruso  y  el 
Sr.  de  Vallbelle,  pues  no  podría  dar  la  preferencia  á  otros,  y  os  ose- 
guro  que  «ate  será  el  mas  tremendo  compromiso  en  que  la  podáis 
poner. 

—Me  parece  bien.  En  cuanto  á  la  amiga  que  tendrá  solo  el  dere- 
cho de  ir  á  visitar  á  la  señora  Clairon.. . 

—Seré  yo,  contestó  una  señora  que  entró  de  repente  en  el  gabi- 
nete del  ministro  de  la  policía  — 

— (Señorita  Arnoui!  exclamó  Sartines  asombrado.— 

—Si,  yo  soy ,  conteeló  esta  — 

— ¿Conque,  sois  tos  quien  hace  encerrar  á  las  actrices  notables  en 
For l'Evéque,  y  para  huir  (oda  clase  de  compromisos,  negáis  la  en- 
trada á  vuestra  estancia  hasta  á  las  mas  intimas  personas?  Me  río  de 
eso,  pues  conozco  perfectamente  todas  las  entradas  y  salidas  de  vues- 
tra casa. 

Bastantes  veces  he  penetrado  por  ellas  para  venir  k  cenar  con  vos. 

Hoy,  un  motivo  mas  poderoso  me  ha  hecho  valerme  de  este  me- 
dio, y  estaba  segura  de  salir  airosa  en  mi  empeño. 

Solo  me  ha  costado  dar  un  abrazo  á  vuestro  cancerbero,  y  mien- 
tras que  él  trataba  de  darme  un  beso,  le  he  hecho  dar  una  pirueta, 
y,  como  veis,  he  entrado.— 

—Me  agrada  vuestro  sistema,  dijo  Mr.  de  Sartines.— 

—¡Callad,  mal  oabaHeroi  ¿No  os  avergonzáis  de  haber  hecho 
prender  &  esa  pobre  Clairon?  ¿No  os  remuerde  la  concieocia  de  ha- 
ber sido  tan  cruel  con  una  artista  notable,  ¿y  todo  por  qué?  ¿Por  que 
trata  de  hacer  de  nosotras  mujeres  honradas  y  personas  de  algún 
valer? 

Pero  á  lo  que  veo,  eso  4  vos  no  os  agrada,  ¿no  es  verdad?  En  ftn: 
ya  quiero  ver  á  Clairon,  y  no  podéis  negármelo,  puesto  que  estau  de- 
cidido 4  oiMeder  este  permtsp  á  au  mas  intima  amiga.  Esa  soy  yo. 


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81 1  PBISIONES 

Dadme  pronto  esa  orden,  pues  tengo  mucha  prisa.— 

—Yo  no  sé  si  debo...— 

— Concedédselo,  monseñor,  dijo  el  policía.  La  señora  Superioten- 
denta  será  capaz  de  morirse  de  rabia.— 

— ¡Concedido!  añadió  Mr.  de  Sartines.  Ahí  tenéis  la  orden  Un  de- 
seada; y  decid  á  la  señorita  Glairon  que  me  participe  inmediatamen- 
te quien  es  el  caballero  á  quien  desea  ver,  y  también  tendrá  otra  or- 
den igual.— 

—¡Un  solo  hombre!  repuso  la  señorita  Arnoux.  (Qué  queréis  que 
haga  con  un  solo  hombre!..— 

—Lo  que  la  dé  la  gana,  añadió  el  ministro. — 

— Vos  no  tenéis  la  facultad  de  impedir... 

Yo  tengo  el  derecho  de  hacer  encerrar  á  todo  el  mundo,  y  mas 

estrechamente  aun  que  lo  hago  con  la  señorita  Glairon. 

—Sea;  pero  no  á  las  prisioneras;  os  desafio  á  que  lo  hagáis. 

¡Guardar  un  secreto,  y  encerrar  á  una  mujer!  ¡Monseñor,  no  sa- 
béis lo  que  os  decís!  Vaya,  poneos  un  momento  en  el  lugar  de  la  po- 
bre Clairoo,  y  pensad  lo  que  seria  de  tos  si  no  os  permitiesen  ver 
mas  que  á  una  sola  mujer;  ¿qué  haríais?— 

— ¡Ya  sé  que  la  señorita  Glairon!..— 

—¡Oh!  con  vos,  ya  procedería  de  distinta  manera. 

--No  hablemos  mas  de  eso. . 

—¡Si,  señor,  hablemos!  Sois  un  tirano.  Esta  es  la  pura  verdad.— 

Abora  ,  permitidme ;  ¿cuánto  tiempo  pretendéis  que  dore  seme- 
jante régimen?— 

—Lo  ignoro. — 

Deberéis  empezar  por  calmarla,  y  hacerla  conocer  que  ha  falta- 
do. Si  cede,  saldrá  de  la  prisión  al  momento. — 

—No  es  eso  lo  que  os  pido.  Lo  que  deseo  saber,  es  si  pensáis  tra- 
tarla mucho  tiempo  de  un  modo  tan  bárbaro.— 

— Voy  á  entenderme  con  ¡os  geni iles- hombres  de  cámara,  y  á  to- 
mar las  órdenes  del  Rey...  Los  demás  pájaros  se  han  escapado;  cuan* 
do  todos  se  hallen  encerrados  entre  lo*  muros  de  For-IUvéque,  vere- 
mos lo  que  se  resolverá. — 

—¿Tiene  acaso  Glairon  la  culpa  de  que  no  los  hayáis  cogido?  ¿No 
se  ha  negado  á  huir,  coando  con  loda  la  seguridad  del  mundo  podía 


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0*  EUfcOFA  61 3 

haberío  verificado?...  En  todo  pierdo  el  tiempo  en  convenceros,  cuan- 
do estáis  bien  persuadido  de  vuestra  injusticia. 

— A  vuestro  lado  se  me  pasan  las  horas,  y  no  hago  mas  que  ha- 
blar, cuando  Unta  falta  hago  en  otra  parte,  cerca  de  mi  pobre  Clai- 
ron,  á  quien  mis  consuelos  son  tan  necesarios. 

Adiós  monseñor ;  los  ministros  de  la  policía  se  parecen  en  todo 
á  las  mujeres  y  á  los  caballos.  Son  caprichosos  como  las  primeras  y 
testarudos  como  los  segundos. — 

T  sin  esperar  contestación  salió  corriendo  de  la  estancia,  dirigién- 
dose en  seguida  á  Por-l'Evéque. 

Durante  este  tiempo,  Mr.  de  Sartines  dio  audiencia  á  los  numero- 
sos amigos  de  la  sefioríta  Clairon,  anunciándoles  la  determinación 
que  habia  adoptado. 

Algunos  de  entre  ellos,  alarmados,  creyeron  que  la  conducta  de  su 
amiga  iba  á  ser  tratada  como  acto  de  desobediencia  al  mandato  real, 
llevando  consigo  las  consecuencias  de  haber  producido  un  motín,  y 
que  el  asunto  no  fuese  mucho  mas  grave  de  lo  que  creian. 

Al  saber  la  señora  de  Souvigny  el  permiso  que  se  habia  concedido 
4  la  señorita  Arnoux,  se  qoedó  asombrada  y  confusa;  y  en  cuanto  al 
amigo  que  obtendría  la  elección,  no  hubo  duda  alguna,  pues  lodos 
creyeron  de  la  mas  buena  fé  que  recaería  en  el  caballero  de  Vallbelle 
ó  en  el  príncipe  ruso. 

Estos,  viéndose  otra  vez  colocados  frente  á  frente,  se  lanzaron  una 
colérica  mirada  por  la  tercera  vez. 

Habiendo  tomado  ya  su  revancha  Mr.  de  Sartines,  despidió  á  todo 
el  mundo,  y  se  ocupó  en  seguida  con  los  gentiles-hombres  del  gran 
asunto  del  dia;  de  la  Comedia  Francesa. 

La  señorita  Arnoox  llegó  presurosa  á  For-1'Evéque,  y  tirándole  á 
la  cara  al  conserge  el  permiso  que  habia  obtenido,  hizo  que  la  con» 
dujesen  inmediatamente  al  lado  de  su  amiga. 

Esta  se  hallaba  ocupada  en  tomar  sos  medidas  para  arreglar  la 
especie  de  apartamento  que  se  la  habia  designado. 

Era  este  el  menos  feo  de  toda  la  prisión  y  se  componía  de  tres  pie- 
zas, de  las  coales  pretendía  hacer  antecámara  de  la  una,  salón  de  la 
otra,  y  de  la  tercera  dormitorio. 

El  conserge  conocía  demasía  lo  la  clase  de  gente  con  que  tenia  que 

rovo  ii  II 


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su  rtimm 

habérselas,  y  no  escaseó  oferta*  y  cumplimientos,  procurando  feeüt- 
lar  á  la  sefiorila  Clairoo  todo  cuanto  oslaba  4  su  alcance. 

Solo  habían  transcurrido  doB  horas  desde  que  la  sefiorila  Clairon 
habia  entrado  en  For-l'Evéque,  y  ya  habia  empezado  á  esperimentar 
el  fastidio  de  la  soledad  y  el  abandono. 

Los  minutos  la  parecían  horas,  y  creía  que  sus  amigos  habiao  te- 
nido mil  veces  mas  tiempo  del  que  se  necesitaba  para  procurarse 
ios  medios  de  poderla  ver. 

Eo  medio  de  su  impaciencia,  habia  roto  el  abanico  que  tenia  en  la 
mano  al  salir  de  su  casa. 

El  llanto  habia  humedecido  también  sus  hermosos  ojos,  enjugán- 
dose las  lágrimas  con  su  propia  mano,  y  habia  tratado  de  distraerte 
ocupándose  en  el  arreglo  de  su  encierro. 

Tan  luego  como  vio  entrar  á  su  amiga ,  corrió  presurosa  hacia 
ella,  diciéndola:— 

«{Gracias,  mil  gracias,  querida  amiga  mia!  Sin  embargo  de  que 
no  habéis  asistido  á  mi  wirét,  ¡sois  la  primera  que  viene  á  visitarme 
en  la  prisión!...— 

— Si  no  asistí  á  vuestra  fiesta,  no  fué  por  cierto  culpa  mia...  un 
asunto  que  no  podia  demorar;  una  cita  con  un  paje...  porque  habéis 
de  saber  que  son  ahora  mis  pasiones  predilectas...  porque  no  traen 
ninguna  clase  de  consecuencias,  y  esto  es  sumamente  agradable :  en 
fin,  ya  os  lo  contaré  todo  mas  tarde. 

Ahora,  decidme  cual  es  el  hombre  á  quien  deseáis  ver. — 

— A  lodos  mis  amigos.— 

—Absolutamente  lo  mismo  que  yo.  Asi  se  lo  he  dicho  al  ministro 
de  la  policia;  pero  no  es  posible. 

No  se  os  permite  ver  mas  que  á  uno  solo ,  y  estáis  en  el  terrible 
compromiso  de  tener  que  elegir. — 

—¿Quién  ha  dispuesto  semejante  atrocidad?— 

—El  ministro  de  la  policia,  Mr.  de  Saetines.  Ahora  mismo  salgo 
de  su  casa,  y  acaba  de  concederme  el  permiso  de  veros,  pues  tam- 
poco podéis  ver  mas  que  á  una  sola  mujer,...  y  me  be  dado  la  pre- 
ferencia yo  misma.— 

—¿Es  decir,  que  se  me  trata  lo  mismo  que  á  un  reo  de  estado?— 

—Asi  parece.  Escuchadme;  queréis  dar  una  vuelta  regeneradora  al 


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DBIWOPA.  815 

mudo  conocido;  queréis  que  las  comedíanlas  sean  mujeres  casias  y 
piras,  y  los  comediantes  hombres  honrados...— 

— No  es  esto  momento  el  mas  á  propósito  para  chancearse»  amiga 
mi  a...  tal  vez  no  las  podría  soportar,  j  Cabiendo  paesto  tantos  es- 
fuerzos de  mi  parte;  sufrido  tantas  y  tales  contrariedades ;  asistién- 
dome tanta  justicia,  y  tener  que  sucumbir!...— 

—No  habéis  luchado  con  armas  iguales,  ¡pobre  amiga!  Habéis 
opuesto  la  virtud  al  vicio,  la  franqueza  á  la  intriga ,  la  iglesia  á  los 
mas  inmundos  lupanares...  debíais  sucumbir. 

Lo  mas  sencillo,  en  estos  momentos,  es  resignarse;  salir  pronto  de 
aqui,  y  ceder,  confesando  que  os  habéis  equivocado.— 

— ¡Jamás!  No  lo  be  hecho  antes  de  ser  conducida  á  este  sitio,  y 
menos  lo  haré  una  vez  que  me  encuentro  ya  en  la  prisión. — 

—Pues  no  sé  mas  que  un  medio  en  este  caso,  y  es  el  de  renunciar 
al  teatro  y  hacer  la  mas  triste  figura  que  puede  hacer  una  mujer... 
casaros...  esto  será  daros  por  el  gusto.  Las  delicias  de  la  vida  do- 
méstica...— 

—¡Callad,  por  Dios!  ¿No  estáis  viendo  el  mal  que  me  hacéis? 

—No  os  incomodéis  por  tan  poca  cosa.  ¡Tal  ves  no  llenaría  eso 
vuestros  deseos,  si  es  que  pretendéis  entrar  en  un  convento!— 

—¡Religiosa!...  repuso  la  señorita  Glairon  con  aire  meditabundo.— 

— Taoto  vale  lo  uno  como  lo  otro.  ¡El  matrimonio  es  un  claustro, 
y  no  deja  de  parecerse  á  una  tamba!  T  sin  embargo,  es  una  idea 
bastante  original.  ¿La  hermosa  Glairon,  la  grande  actriz  tomando  el 
velo?  Mas  gente  asistiría  á  semejante  ceremonia  que  á  la  mejor  re- 
presentación.— 

— ¡Loquilla!  de  todo  sacáis  partido;  aun  en  medio  de  loa  buenos 
consejos  que  dais  casi  siempre. 

—Si,  afiadió  la  señorita  Clairon  después  de  un  momento  de  sileocio. 
¡Algunas  veces  he  pensado  cuan  hermoso  debe  ser  el  ver  á  aquella  á 
quien  la  iglesia  ha  desechado  y  maldecido,  ir  á  concluir  su  vida  en 
el  seno  de  la  iglesia,  siendo  un  modelo,  y  probar  &  la  sociedad  entera 
que  en  el  teatro  no  muere  completamente  en  nuestro  corazón  todo 
germen  de  virtud ;  que  la  excomunión,  en  fin ,  con  que  se  dos  con- 
funde y  se  nos  aterra,  no  impide  que  alcancemos  algún  dia  la  gloria 
de  acercamos  al  altar! 


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Sífi  riWSlONES 

Tal  vez  la  actriz  religiosa  llegará  á  abrir  para  los  actores  las 
puertas  de  la  iglesia,  que  no  les  es  dado  hoy  traspasar. 

jNo  hay  duJa  que  esle  seria  un  magnífico  espectáculo!...  Pero 
semejante  acción  exige  la  abnegación  de  que  aun  no  me  creo  capaz. .. 
¡Seria  preciso  entregarse  á  Dios!...  ¡á  Dios  solamente,  y  yo  no  le  amo 
aun  lo  bastante  para  verificar  semejante  sacrificio!... — 

—No  debemos  decir,  de  esta  agua  no  beberé.  Si  Dios  se  hiciese 
hombre  por  segunda  vez,  seguramente  le  amaríais. — 

—  Es  de  todo  punto  imposible  hablar  con  vos. — 

—Eso  consiste  en  que  vos  os  queréis  subir  al  cielo,  y  debéis  eslar 
como  nosotros  en  la  tierra. 

Y  puesto  que  es  asi,  hablemos  de  ella  y  de  sus  habitantes.  Esto  es 
lo  mas  razonable.— 

—¿Qué  noticias  hay  de  Lekain  y  de  nuestros  compañeros? — 

—Ninguna  — 

—¿Qué  se  hace  en  la  Comedia  Francesa?— 

—Nada.  Es  de  todo  punto  imposible  formar  un  espectáculo  acep- 
table sin  vuestra  cooperación,  para  volver  á  abrir  sus  puertas. — 

— ¡Es  decir,  que  mi  prisión  no  ha  pasado  desapercibida! — 

—Al  contrario.  Todo  el  mundo  se  ocupa  de  vos.  No  se  habla  de 
otra  cosa.  Es  la  novedad  á  la  moda,  y  se  teme  que  al  tratar  de  fun- 
cionar estando  huérfano  el  teatro  de  joya  artística,  haya  un  conflicto 
con  el  público,  ya  harto  disgustado.  Amigos  y  enemigos  están  to- 
dos en  completa  conmoción.  Las  mujeres  descuidan  á  sus  aman- 
tes y...— 

— Vuestras  palabras  me  vuelven  á  la  vida,  pues  veo  claramente 
qoe  desde  mi  prisión  alcanzo  una  gra«  parte  del  triunfo  que  tanto 
apetecía.  Ahora  solo  me  falta  saber  si  la  Comedia  Francesa  se  so- 
meterá...— 

— No  os  puedo  contestar  á  oso.— 

—Es  imposible  que  cedan  los  pocos  que  allí  quedan  ,  al  ver  que 
nosotros  sufrimos  por  su  causa.  Seria  por  su  parte  un  acto  de  bajeza 
el  desertar  nuestras  banderas,  y  mas  aun  viéndose  libres.  ¿No  lo 
creéis  así?— 

—Amiga  mia,  tengo  la  costumbre  de  no  responder  de  nada  ni  de 
nadie  mas  que  de  mi,  cuando  creo  que  puedo  hacerlo.  La  verdad  es, 


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DI  OTtOFA  5H 

que  en  toéo  el  día  de  hoy  no  se  decidirá  nada ,  y  que  pasareis  aqui 
la  noche. 

Ahora  que  reparo ;  ¡esto  es  detestable  ,  sombrío  y  feo!.. .  ¡Oh!  (es 
preciso  ocultar  esas  feas  paredes  y  esos  terribles  cerrojos!...  ¡Jesús! 
¡qué  techos!...  Dejadme  disponerlo  á  mi  modo. — 

— ¿Qué  queréis  decir?— 

—Que  necesitáis  distracción,  y  voy  á  proporcionárosla.  Hasta  tan- 
to que  Lekain  y  los  demás  compañeros  vengan  á  haceros  forzosa* 
"úñente  la  tertulia,  no  podréis  ver  á  nadie  mas  que  á  mi,  y  al  amigo 
qoe  elijáis.  To  por  mi  parte,  vendré  á  menudo,  á  pesar  de  que  me  lo 
impedirán  mas  de  lo  que  yo  quisiera  dos  obstáculos;  los  ensayos  y 
las  sesiones  de  fastidio  que  tengo  qoe  regalarme  al  lado  de  Mr.  de 
Lauraguais^  Sin  embargo,  no  quiero  qoe  os  quedéis  aqui  sola;  eso 
hace  mucho  mal  y  da  tristeza. 

Con  que,  decidme  cual  es  la  feliz  persona  del  sexo  feo  á  quien 
concedéis  con  preferencia  el  honor  de  visitaros.— 

—No  deseo  ver  mas  que  á  un  solo  hombre,  y  ese  es  el  caballero 
de  Valbelle.— 

—¡Torpe!  ¿y  el  principe?— 

—Me  fastidia.— 

— Ta  lo  sé.  Pero  ¡qué  pensará!...— 

—Piense  lo  que  quiera.  Estoy  cansada  de  sus  ruegos  y  lamenta- 
ciones. Valbelle  es  el  hombre  á  quien  amo ,  y  quiero  verle  á  todo 
trance.— 

—El  amor  del  principe  es  moneda  corrienle;  ¡y  coando  llegue  á  sa- 
ber vuestra  determinación,  después  de  lo  que  ayer  ocurrió !... — 

— ¿Qué  me  importa?  ¿Puedo  yo  misma  saber  cómo  saldré  de  este 
compromiso?— 

—Por  eso  mismo  es  preciso  proceder  con  cautela,  y  procurarse 
ua  cuartel  de  invierno  en...  Rusia.— 

— ¡To  quiero  ver  á  Valbelle! — 

— ¡Hace  un  momento  que  me  habéis  dicho  que  yo  estaba  loca!... — 

— ¡Quiero  ver  á  Valbelle!— 

—Está  bien.  Le  veréis  al  momento.  Voy  corriendo  á  casa  de 
Mr.  de  Sarünes ,  y  os  traeré  á  Valbelle;  ¡no  os  impacientéis  por 
Dios!...— 


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51 8  MISIONES 

La  señorita  Arnoui  salió  de  la  prisión,  ligera  como  ana  certa  per* 
seguida,  y  &  ios  pocos  momentos  entró  en  casa  de  Mr.  de  Sartines. 

Algunos  de  los  amigos  de  la  señorita  Glairon  estaban  aun  hacien- 
do antesala,  esperanzados  de  poder  alcanzar  el  permiso  de  visitar  k 
la  prisionera. 

Enlre  estos,  como  podrá  presumir  nuestro  lector,  se  hallaban  el 
príncipe  Ruso  y  el  caballero  de  Val  bel  le. 

La  señorita  Arnoux,  que  esta  vez  penetró  en  casa  del  ministro  por 
la  puerta  principal,  anunció  á  los  presentes  que  acababa  de  ver  á  " 
Glairon,  y  que  llevaba  á  Mr.  de  Sartines  el  nombre  del  caballero  ele- 
gido, cuyo  nombre  no  podía  por  entonces  publicar. 

Luego,  llevando  aparte  al  caballero  de  Valbelle,  habló  con  él  en 
secreto  durante  largo  rato,  apretándole  misteriosamente  la  mano,  y 
se  separó  de  él  haciéndole  varios  signos  de  inteligencia,  para  entrar 
en  los  apartamentos  del  magnate. 

El  caballero  de  Valbelle  desapareció  en  seguida. 

Ninguna  duda  quedó  ya  á  las  personas  alii  presentes  de  que  él  era 
el  mortal  preferido  y  afortunado,  pues  todos  presumían  que  se  diri- 
gía á  For-1'Evéque. 

Las  miradas  de  todos  se  dirigieron  en  seguida  hacia  el  sitio  que 
ocupaba  el  principe  ruso,  que  por  su  parte  no  se  cuidaba  de  ocultar 
su  mal  humor,  gesticulando  y  hablando  solo. 

Du  Bello  y,  que  fué  uno  de  los  últimos  en  retirarse,  dijo  en'onoes: 

—Señores,  es  inútil  esperar  aqui  mas  largo  tiempo.  Ya  no  nos  pue- 
de quedar  duda  ninguna  respecto  i  la  persona  que  la  sefiorita  Glai- 
ron ba  elegido.  Vamonos. 

Ta  se  dirigían  todos  hacia  la  puerta ,  cuando  la  del  gabinete  de 
Mr.  de  Sartines  se  abrió,  y  llamando  un  ugier  al  principe  ruso  por 
su  nombre,  le  dijo: — 

—La  sefiorita  Glairon  desea  veros  en  For-l'Evéque.  Ved  aqui  el 
permiso  que  monsefior  me  encarga  os  entregue. — 

Todos  los  concurrentes  se  quedaron  asombrados  al  oir  semejantes 
palabras. 

El  principe,  loco  de  alegría,  y  con  el  permiso  en  la  mano»  recibió 
las  unánimes  felicitaciones,  y  se  lanzó  en  su  carruaje  ligero  como  una 
flecha. 


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DB  SUiOflL  511 

Cuando  el  conserge  de  la  cárcel  subió  á  participar  á  la  sefiorila 
Clairon  la  vigila  de  la  persona  que  deseaba  ver,  sin  dejarle  concluir, 
la  actriz  se  adelantó  presurosa  4  echarse  en  sus  brazos. 

Cual  seria  su  asombro  al  bailarse  frente  á  frente  con  el  príncipe 
ruso,  que  á  su  vez  se  quedó  petrificado. 

Indudablemente  so  equivocaría  este  del  movimiento  repentino  de 
la  actriz,  que  por  vez  primera  le  daba  tal  muestra  de  aprecio,  y  no 
cabía  en  si  de  puro  gozo. 

Entusiasmado  por  el  exceso  de  su  felicidad,  cayó  anonadado  á  los 
píes  de  la  sefiorila  Cl airón,  haciéndola  las  mas  vivas  protestas  de 
amor  eterno  y  de  arrepentimiento  por  las  infundadas  sospechas  que 
respecto  al  caballero  de  Valbelle  habia  concebido,  pidiéndola  perdón, 
y  ofreciéndola  de  nuevo  su  amor,  su  vida,  su  fortuna  y  su  nombre. 

En  semejante  postura,  fué  sorprendido  por  la  sefiorila  Arnoux,  la 
cual  penetró  presurosa  en  la  estancia. 

— No  os  incomodéis,  sefior  mió,  le  dijo:  perdonad  mi  indiscreción; 
pero  tal  era  la  prisa  que  tenia  y  el  deseo  de  dar  parle  á  mi  amiga  de 
que  babia  cumplido  el  encargo  que  me  dio...  — 

— Según  el  modo  que  habéis  tenido  de  cumplir  mi  encargo,  os 
agradecería  que  no  hubieseis  vuelto;  la  contestó  esta  con  marcado 
disgusto. — 

—Si,  ya  veo  que  he  escogido  un  momento  poco  4  propósito;  y  por 
eso  ha  sido  el  haber  entrado  sola,  dejando  en  la  escalera  4  la  persona 
que  me  acompafia.  — 

— iCómoI  ¡Mr.  de  Sartinea  ha  dado  permiso  para  que  alguno  ...— 

— ¡Obi  eso  no  tiene  nada  que  ver  con  vuestros  asuntos.  Es  mi 
amanto.— 

—¿Mr.  de  Laraoguak?— 

-No.- 

—Pues  yo  creí  que  Mr.  de  Larauguais  tenia  la  dicha.,  dijo  el 
ruso.— 

—También  lo  creía  yo,  añadió  la  actriz,  y  aun  algunas  veces  lo 
creo.— 

Pero  no  es  para  él  para  quien  me  ha  concedido  el  permiso  Mr. 
de  Sai  unes. — 

—Pues  entonces,  no  sé  para  quien...  — 


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5f0  fRIliONBS 

— Ya  os  lo  he  dicho.  Para  mi  amante.  T  el  ministro,  que  ha  com- 
prendido perfectamente  que  no  puedo  ir  sola  á  (odas  horas  y  por  to- 
das partes,  no  ha  cometido  la  indiscreción  de  preguntarme  su  nom- 
bre. Por  lo  demás,  os  aseguro  que  lampoco  yo  se  lo  habría  dicho,  en 
razón  de  que  es  un  secreto;  y  si  Mr.  de  Larauguais  á  quien  todo  el 
mundo  cree  mi  amanle,  creyéndolo  él  también,  llegase  á  saber...— 

—Podéis  contar  con  mi  discreción,  dijo  el  principe. — 

— Cuento  con  ella  sobre  todo,  pues  Glairon  conoce  ya  mi  secreto  y 
protege  mis  amores. 

— Así  lo  creo,  hermosa  dama.  Eso  prueba  mas  y  mas  su  discre- 
ción y  su  prudencia  extremada.— 

—Y  decis  que  yo  sé...  añadió  la  señorita  Glairon. — 

—No  hay  para  que  hacer  mas  misterios,  puesto  que  consiento  en 
que  el  principe  sea  sabedor  de  mi  secreto.  Inútil  es  ya  disimular  de- 
lante de  él.  Voy  á  presentárosle,  y  tendréis  la  llave  del  enigma.— 

Y  dirigiéndose  á  la  puerta  del  cuarto,  que  abrió  de  repente,  apa- 
reció la  noble  Bgura  del  caballero  de  Valbelle. 

La  eslraffa  sorpresa  que  se  reflejó  en  el  semblante  de  la  señorita 
Glairon  y  del  principe  marcaba  cuan  distintos  sentimientos  se  agi- 
taban en  su  pecho. 

Loca  de  alegría  la  señorita  Arnoux  y  gozosa  con  su  sorpresa,  des- 
pués de  llevarse  al  principe  aparte  para  que  pudiesen  los  amantes 
cambiar  algunas  palabras,  le  dijo: 

— No  creo  conveniente  repetir  nada  de  lo  que  aquí  hemos  hablado 
delante  de  Valbelle;  y  os  ruego,  principe  mió,  que  me  confeséis  que 
he  dado  una  admirable  sorpresa. — 

— ¡Sorpresa!  ¿y  por  qué? — 

— {Porque  tenéis  el  defecto  mas  tremendo!...  los  celos  mas...— 

— Tenéis  razón.  El  caballero  frecuentaba  con  tal  asiduidad  su 
casa;  tenia  constantemente  el  empeño  de  hablarla... 

—¡Pues;  de  mí!— Solo  con  el  objeto  de  participarme,  por  conducto 
de  ella,  secretos  en  los  cuales  no  podíamos  hacer  intervenir  á  otras 
personas.— 

—Es  que  además ,  un  dia  sorprendí  en  sus  manos  un  billete  de 
la  señorita  Glairon. — 

-Ciertamente.  Ese  billete  era  también  para  mí.— 


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DBRUIOt*.  521 

sin  embargo,  que  ella  m¿  ha  jurado  mil  Teces  que 
jamás  habia  ocurrido  semejante  cosa. — 

—Eso  os  dirá  mas  claramente  el  temple  de  su  alma  fiel  y  deli- 
cada .. 

—El  mismo  día  qae  sorprendí  aquel  billete,  me  lo  arrancó  inme- 
diatamente de  las  manos,  y  lo  echó  al  fuego.— 

—¡Querida amiga!...  ¡exponerse  á  perderos  por  mi  amistad!... 
|oh ,  señor  principe ,  no  podéis  imaginaros  qué  dase  de  mujer  es 
Clairon! 

—Bien  decía  yo  qae  aquella  carta  era  del  Sr.  de  Valbelle.  Figu- 
raos si  conoceré  yo  su  firma.  |No  me  podia  equivocar!— 

—¿Y  quién  serta  capaz  de  engallaros,  monsefior?— 

— Esta  mafiana  estaba  el  tal  se  Cío  rito  tan  triste  como  yo  por  lo 
ocurrido,...  y  aun  me  parece  que  hablaba  de  sus  derechos...— 

—I  Vaya  si  los  tenia!  Los  de  un  amigo.  ¿Qué  queríais  que  hubiese 
hecho  sin  la  venturosa  mediación  de  nuestra  común  amiga? 

¡De  qué  medio  habríamos  podido  valemos  para  continuar  nuestras 
relaciones!...  Su  empeño  al  mostrar  tan  vivos  deseos  de  acompañarla 
á  esta  prisión,  quedan  esplicados  sabiendo  que  deseaba  hablarla  de 
ciertas  medidas  que  era  preciso  Homar ,  y  que  no  podíamos  confiar  á 
nadie. 

Esta  es  la  razón  por  la  cual  profeso  tan  profundo  carillo  á  nuestra 
buena  amiga;  y  el  empello  que  he  tenido  al  hacer  venir  aqui  al  se- 
üor de  Valbelle,  ha  sido  impedir  que  el  conde  de  Laraguais...— 

— ¡Pobre Sr.  Laraguais!...  que  ageno  estará  de...— 

—Imposible  es  de  todo  punto  que  pueda  sospechar...— 

—¿Con  que,  el  engaito  dura  mucho  tiempo?...— 

— Ta  lo  creo;  y  si  fuese  él  solo  el  que.. . — 

T  no  pudiendo  contener  la  risa  por  mas  tiempo  la  señorita  Ar- 
noux,  soltó  una  estrepitosa  carcajada,  tan  prolongada  y  contagiosa, 
que  también  el  príncipe  la  imitó,  riendo  á  mas  no  poder. 

Luego,  acercándose  á  los  amantes  ,  cuya  conversación  habia  in- 
terrumpido aquella  inesperada  hilaridad ,  les  dijo  con  palabras  en- 
trecortadas :— 

—Reimos  á  todo  reir  de  la  credulidad  de  ese  pobre  Laraguais... 

Valbelle  y  la  señorita  Clairon  prorumpiem  también  en  alegres 

TOMO  a.  16 


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m  NttsioraB 

carcajadas,  y  los  cuatro,  dorante  algunos  minutos ,  formaron  alegre 
coro. 

Algonos  días  despnes  llegó  esta  noticia  á  los  oidos  de  Mr.  deSar- 
tines,  y  no  pudo  menos  de  repetir  las  siguientes  palabras,  que  tan* 
tas  oirás  veces  habia  proferido :  «Mientras  solo  se  ejerza  la  policía 
por  medio  de  hombres,  no  me  queda  duda  alguna  de  que  será  bur- 
lada siempre,  si  ias  mujeres  llegan  á  mezclarse  en  algo.» 

Al  siguiente  día  todos  los  amigos  de  la  Clairon,  advertidos  por  la 
señorita  Arnoux,  se  dieron  prisa  en  enviar  muebles  á  For  l'Evéque, 
pinturas,  telas,  cuadros,  espejos  y  cuanto  habia  en  París  de  mas  rico 
y  elegante,  para  adornar  aquella  alegre  prisión. 

Feliz  la  señorita  Clairon  por  tales  muestras  de  aprecio  y  de 
atención ,  obtuvo  fácilmente  permiso  del  conserge  para  que  fuesen 
mozos  y  tapiceros  á  ocuparse  en  tan  interesante  trabajo. 

La  misma  célebre  actriz  se  entretuvo,  en  compañía  de  su  amiga, 
en  clavar  clavos  y  colgar  cortinas. 

Valbelle  y  el  príncipe,  que  ni  un  solo  momento  se  separaban  de  su 
lado,  arreglaban  los  techo*  y  colgaduras  que  debian  ocultar  los  tris- 
tes muros  y  los  cerrojos  de  aquella  prisión  tan  favorecida. 

Al  siguiente  dia  se  hallaba  la  señorita  Clairon  rodeada  de  cuanto 
lujo  y  elegancia  habia  disfrutado  en  su  hotel. 

Habiendo  sabido  Lekain,  Mole,  Brizard  y  Dauberval  que  su  com- 
pañera y  amiga  se  hallaba  en  la  prisión,  acudieron  presurosos  á  pre- 
sentarse en  For  l'Evéque  para  participar  de  la  suerte  de  la  señorita 
Clairon, 

Desde  este  dia,  la  señorita  Arnoux  exigió1  de  Mr.  Sarlines  la  pro- 
mesa que  anteriormente  la  habia  hecho,  y  asediado  por  todas  partes 
por  los  numerosos  amigos  de  la  actriz,  se  vio  en  la  precisión  de  te- 
ner que  ceder,  abriendo  las  puertas  de  For  l'Evéque  á  cuantas  per- 
sonas solicitaron  el  permiso  de  visitar  á  la  señorita  Clairon. 

Aquí  empezó  su  triunfo. 

A  todas  las  horas  del  dia  y  de  la  noche  recibía  numerosas  visitas. 
Hasta  su  propio  criado  dé  confianza  obtuvo  permiso  para  estar  allí 
sirviéndola,  y  de  este  modo  pudo  dar  cenas  y  festines  á  sus  tertulia- 
nos, cual  si  estuviese  en  su  propia  casa. 

Innumerables  carruajes  llenaban  constantemente  aquella  calle  y 


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DE  «mOFA.  $11 

sos  avenidas,  hasta  el  ponto  de  tener  que  establecer  ana  guardia 
permanente  para  evitar  los  accidentes  que  pudieran  ocurrir. 

Uno  de  los  días  en  que  la  sefiorita  Glairon  se  hallaba  rodeada  de 
sn  inmensa  y  lucida  corle,  se  oyeron  ruidosas  carcajadas  en  la  an- 
tecámara, y  vieron  penetrar,  conducido  en  triunfo  delante  de  la  ac- 
triz por  algunos  de  los  concurrentes,  á  un  hombre  pequefiito  y  riza- 
do como  una  mujer,  andando  sobre  las  puntas  de  los  pies,  el  cual, 
después  de  saludar  á  la  sefiorita  Clairon  tres  veces  y  en  repetidas 
posiciones,  levantando  orgullosamente  su  cabeza,  la  besó  la  mano. 

Era  nada  menos  que  el  ser  privilegiado,  que  solo  reconocía  en  el 
mundo  á  tres  grandes  hombres;  él,  Mr.  Voltaire  y  el  rey  de  Prusia. 

En  una  palabra  :  era  Yestris ,  el  dios  del  baile,  ó  mejor  dicho,  de 
¡a  danta.  Disimulando  sus  penas  bajo  el  disfraz  de  su  mas  graciosa 
sonrisa,  le  dijo  la  sefiorita  Glairon: 

— Bien  venido  seáis  á  mi  prisión,  queridísimo  señor  Yestris.  Mu- 
cho os  agradezco  el  honor  que  me  hacéis. — 

—Es  una  visita  forzada ;  la  contestó  en  mal  francés:  Me  envían  á 
esta  prisión  del  mismo  modo  que  con  vos  lo  han  hecho. — 

— jEs  posible  que  al  gran  Yestris!...  ¡alo  mas  sagrado  que  el 
teatro  encierra!...  dijo  la  sefiorita  Arooui ;  ¡con  que  no  hay  ya  nada 
en  el  mundo  que  merezca  respeto  y  consideración!!!— 

—Pero,  ¿cukl  ha  sido  la  causa?  afiadió  la  sefiorita  Clairon.— 

—La  reina  tenia  un  deseo  de  mujer  embarazada  por  verme  bai- 
lar una  danza  nueva,  lo  cual  en  niogun  modo  me  pudo  sorpren- 
der... ni  tampoco  oí  parecerá  estrafio  á  vos;  pero  yo  tenia  un  dolor 
de  cabeza  tan  fuerte,  que  me  era  imposible  tejer  limpio  cou  mis  pier- 
nas; y  como  ella  no  ha  querido  creer  nunca  que  el  dolor  de  cabeza 
pueda  tenor  influencia  en  los  pies,  me  ha  invitado  por  medio  de  una 
carta  de  encierro  á  tomar  alojamiento  en  Por  l'fivéque. 

Lo  siento  por  ella  y  por  mi. 

Es  la  vez  primera  que  la  casa  de  Yestris  ha  tenido  una  cuestión 
con  la  casa  de  Borboo,  y  por  cierto  no  es  esta  última  la  que  hace  el 
mejor  papel. 

— Amigo  mió,  ya  veis  la  importancia  que  se  nos  da  en  la  socie- 
dad. Nos  tratau  como  á  esclavos...  Quien  dice  comediante...— 

— Uelerios  ¿  vos,  sefiora.  Yo  soy  de  la  Academia  üeal  de  baile. 


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Mi  nttSIONRS 

Vos  oo  sois  toas  que  una  adriz  trágica,  mientra?  yo  soy  m  bailarín. 

Por  lo  demás,  creo  que  vuestro  asunto  se  va  á  arreglar,  pues  aca- 
bo de  encontrar  6  Mrs.  de  Sartioes  y  de  Duras,  los  cuales  me  kan 
dicho  que  venían  á  haceros  una  visita. 

—¡Es  posible!  contestó  la  señorita  Clairoo. 

—Posibilísimo,  señera  mía.  Yedlos;  acaban  de  entrar. 

Con  efecto ,  Mr.  de  Sartioes  y  el  gentil-hombre  de  cámara  se 
adelantaban  por  entre  una  doble  fila  que  se  abrió  para  darles  paso, 
y  seguidos  de  multitud  de  personas,  deseosas  de  saber  lo  que  allí 
iba  á  pasar. 

Al  acercarse  aquellos  señores,  la  señorita  Clairon  se  levantó  de 
su  asiento,  manteniéndose  de  pié  delante  de  ellos,  y  teniendo  á  su 
lado  los  demás  compañeros  de  prisión. 

Tal  era  el  aspecto  de  majestad  y  de  grandeza  que  revelaban  sus 
maneras ,  que  Mrs.  de  Sartines  y  de  Duras,  aunque  acostumbra- 
dos á  verla,  no  pudieron  menos  de  admirarla  un  momento  á  pesar 
suyo. 

Mr.  de  Sartioes  tomó  la  palabra,  y  dijo: 

c Señores,  y  vos  sobre  todo,  señora,  que  parece  estáis  á  la  cabeza 
de  todo.  El  señor  duque  y  yo ,  por  el  interés  general  que  hacia  todos 
vosotros  tenemos,  hemos  querido  dar  el  último  paso  oficiosamente,  á 
fin  de  conduciros  al  punto  de  cumplir  con  vuestros  deberes  antes  de 
usar  del  rigor  que  con  vosotros  9e  nos  ha  prescrito  usemos.— 

— Señores,  contestó  la  señorita  Clairon ;  hemos  cumplido  nuestro 
deber,  y  de  ello  damos  una  prueba  palpable,  y  mas  aun  de  la  nobleza 
de  nuestros  sentimientos,  al  estar  padeciendo  lo  que  vosotros  nos 
hacéis  padecer.— 

— Sin  embargo,  las  cosas  no  pueden  durar  mas  tiempo  de  seme- 
jante manera,  dijo  Mr.  de  Duras. — 

— También  es  esa  mi  opinión,  repitió  la  actriz.  Y  aun  me  parece 
que  han  durado  demasiado  tiempo,  para  honor  vuestro  y  de  vues- 
tra notoria  justicia.— 

— Ni  debemos,  ni  queremos  discutir  con  vosotros,  añadió  con  tono 
Acó  Mr.  de  Sartines.  Lo  que  hemos  hecho,  es  lo  que  debíamos  ha- 
cer, y  aun  con  mayor  rigor.  Por  eso  sobre  nosotros  solamente  pesa 
toda  la  responsabilidad. 


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DftltJtftn.  6M 

Lo  que  únicamente  queremos  saber  de  vosotros  eo  este  momento, 
63  si  queréis  trabajar  mañana  en  la  Comedia  Francesa,  según  ts 
vuestro  deber.— 

—¿Está  fuera  del  teatro  Duboist  dijo  vivamente  la  señorita  Clai- 
ron.  ¿Ha  sido  ya  rechazado  de  la  Comedia  Francesa ,  según  decidi- 
mos en  junta;  fué  aprobado  por  tos,  Mr.  de  Duras  ,  y  firmado  por 
el  mismo  re;?** 

— No  es  esa  nuestra  pregunta,  ni  se  trata  de  eso. 

—Para  tosotros  no  puede  haber  en  esto  otra  solución. — 

— Ta  podéis  comprender,  dijo  el  duque  de  Duras,  que  S.  H.,  por 
una  rencilla  de  comediantes,  no  ha  debido  crear  un  conflicto  de  fa- 
milia haciendo  revocar  órdenes  dadas  por  personas  de  alta  valía. 
Eso  seria  exigir  del  rey  un  acto  de  debilidad  imperdonable... 

— Lo  será  para  nosotros,  si  consentimos  en  presentarnos  en  escena 
al  lado  de  un  camarada  que  ha  sido  reconocido  como  un  solemne  bri- 
bón, y  como  á  tal  excluido  de  nuestro  seno. 

El  rey  con  todo  su  poder  no  puede  hacer  que  sea  un  hombre 
honrado,  y  sin  esta  condición,  de  todo  punto  indispensable,  no  pode- 
mos volver  atrás  de  lo  ya  hecho  y  dicho. 

Demasiado  sé  que,  según  la  costumbre  que  habéis  tomado  de 
tratar  á  los  actores  del  mismo  modo  que  á  vuestros  lacayos  y  los  del 
público,  semejante  modo  de  pensar  y  de  obrar  os  parece  exagerado, 
y  nuestra  justa  resistencia  un  acto  de  punible  rebelión.  Pero  vos  sa- 
béis que  no  soy  por  cierlo  la  primera  actriz  que  haya  reconocido  la 
noble  misión  del  arle  que  profesa,  pero  si  la  primera  que  ha  querido 
que  la  sociedad  entera  lo  reconozca. 

Esta  es  la  razón  por  la  cual  he  llamado  á  cooperar  á  mi  idea  á  lo- 
dos los  adores  que  veis  aqui  reunidos,  y  que  gustosamente  han  que- 
rido contribuir  &  la  grande  obra. 

Ellos,  del  mismo  modo  que  yo,  tienen  grabada  en  su  alma  la  deli- 
cadeza que  inspira  los  nobles  sentimientos. 

No  trabajaremos  con  Dubois  ,  y  desde  ahora  protestamos  mani- 
festándoos que  por  ningún  concepto  nos  rebajaremos  ante  el  público, 
solicitando  el  perdón  de  fallas  que  ni  hemos  cometido  ni  podremos 
nunca  cometer,  pues  nuestra  conducta  es  el  mas  limpio  salvo -con- 
ducto á  sus  propios  ojos. — 


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Itt  PRISIONES 

—Ya  se  le  ha  suplicado  la  indulgencia  para  con  vosotros,  dijo  Mr. 
de  Doras;  no  nos  ocupemos  mas  de  esto. — 

— ¿T  quién  os  ha  autorizado  para  pedirlo  en  nombre  nuestro? — 

— Ninguna  palabra  inconveniente  se  ha  usado,  dijo  Mr.  de  Sarli- 
nes,  ofendido  en  lo  mas  vivo  de  su  amor  propio.— 

— ¿Es  posible  que  hayáis  encontrado  un  solo  actor,  un  hombre  tan 
bajamente  vil,  que  las  haya  pronunciado?  ¿Un  público  que  sin  rubo- 
rizarse por  si  mismo  jas  oyera? 

— Señora,  repuso  Hr.  do  Sarlines,  cuya  cólera  estaba  pronta  á  es  -* 
tallar;  sabed  que  también  se  ha  usado  de  vuestro  nombre  en  este 
acto.— 

—Yo  os  juro,  señores,  que  protestaré  con  toda  la  fuerza  de  mi  in- 
dignación, y  de  mi  justo  amor  propio  ofendido.  Si,  protestaré  públi- 
camente. Sabedlo,  señores;  necesito  indispensablemente  hablar  con  el 
público.  Necesito  decirle:  en  la  innoble  é  inmunda  farsa  que  ante  vo- 
sotros se  ha  representado  por  personas  no  autorizadas,  nada  hemos 
tenido  que  ver  ni  yo  ni  mis  compañeros,  pues  han  sido  despreciable- 
mente pronunciadas  con  el  lenguaje  de  que  nunca  nos  hemos  nosotros 
servido.  Semejantes  palabras  son  el  inmundo  lenguaje  de  la  po- 
licía.— 

—¡Señora!  exclamó  Mr.  de  Sartines  en  el  colmo  del  furor.— 

—Tal  diré.  Lo  repito,  y  ya  sabéis  que  jamás  he  faltado  á  mi  pa- 
labra. 

Verificado  semejante  acto,  me  retiraré  del  teatro  para  no  volver 
nunca  á  aparecer  en  esa  escena  que  yo  he  ilustrado,  y  que  vosotros 
habéis  envilecido  para  que  en  mi  vida  comparezca  mas  en  ella. 

La*  señorita  Glairon  había  pronunciado  las  anteriores  palabras  con 
una  aparente  calma  y  sangre  fría,  que  contrastaba  notablemente  con 
el  calor  y  animación  con  que  dijo  las  últimas ,  y  que  fué  (al  cual 
nunca  le  había  usado  en  el  teatro. 

Todas  las  personas  que  concurrieron  á  esta  escena,  se  quedaron 
mudas  de  sorpresa  y  estupor,  no  atreviéndose  á  interrumpir  á  la  ac- 
triz en  medio  del  acalorado  discurso  que  la  perdía,  estando  bajo  la 
mágica  influencia  de  su  acento  fascinador. 

Suio  el  incomparable  Veslris  se  atrevió  á  decir  en  voz  muy  baja  á 
los  que  estaban  cerca  de  él: 


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Chin  i  ei  el'iertec'e'  •b¡t[t. 


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DEBÜROPA  5tt 

«]Qoe  l&stimal  ¡Haber  dejado  el  baile  esa  Uigicalü  |Y  mucho 
mas  ahora  que  en  la  grande  ópera  necesitamos  una  buena  bailarina 
del  género  noble!...» 

En  cuanto  &  Mr.  de  Sarfines,  ciego  de  cólera  por  las  palabras  que 
acababa  de  oir,  cogió  del  brazo  á  Mr.  de  Doras,  llevándole  consigo 
fuera  de  aquel  recinto;  acción  que  imitaron  la  mayor  parle  de  las  per- 
sonas que  se  hallaban  presentes,  procurando  en  vano  calmar  su  furor. 

Rodeada  de  corto  número  de  personas  la  señorita  Clai  ron,  en  vez  de 
hallar  la  calma  que  era  de  supoaer,  estalló  de  nuevo  en  el  mas  atroz 
sarcasmo. 

Ni  las  súplicas  de  Val  bel  le,  ni  los  ruegos  de  la  señora  ce  Souvigny, 
ni  los  oportunos  chistes  de  la  señorita  Arnoui,  lograron  apaciguarla. 

Presa  de  una  excitación  nerviosa  á  que  la  arrastraba  su  delicado 
temperamento,  profería  sin  cesar  palabras  incoherentes,  con  los  ojos 
fijos,  el  seno  palpitante  y  próxima  á  un  gran  delirio. 

Su  voz  vibrante  recitó  durante  largo  ralo  las  imprecaciones  de  Ca- 
mila, terminándolas  con  aquella  risa  nerviosa,  que  por  primera  vez 
se  habia  oido  en  el  teatro. 

Pero  aquella  risa,  en  vez  de  terminar  al  final  del  parlamento,  con- 
tinuó mas  fuerte  y  rápida. 

En  tal  estado,  la  señorita  Clairon  estaba  sublime  en  medio  de  su 
espantoso  y  notable  acceso  de  locura. 

Agoladas  al  fin  sns  fuerzas,  cayó  sin  sentido  al  suelo,  inmóvil  y 
moribunda. 

Todas  las  personas  allí  presentes  la  rodearon,  prodigándola  los  mas 
asiduos  cuidados. 

El  principe  ruso,  subiendo  apresuradamente  á  sa  carruaje,  fué  á 
buscar  á  su  médico  favorito,  el  cual  la  volvió  á  la  vida  mediante  una 
abundante  sangría;  pero  al  accidente  sucedió  una  gran  debilidad, 
continuándola  el  delirio. 

El  parecer  del  facultativo  fué,  que  semejante  estado  podia  prolon- 
garse, y  ser  extremadamente  perjudicial,  prohibiendo  á  todo  el  mun- 
do el  acercarse  á  la  actriz  enferma. 

Desde  el  siguiente  dia,  la  noticia  de  lo  ocurrido  se  propaló  de  tal 
modo  en  lodo  París,  qne  no  quedó  una  sola  persona  notable  que  no 
se  presentase  á  inscribir  su  nombre  en  el  registro  de  visitas,  que  se 


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5*8  PRISIONES 

abrió  en  Por-1'Evtqiie;  tal  fué  el  interés  que  generalmente  eecitó  Qai- 
ron  al  público  parisiense,  desde  entonces  decidido  en  su  favor. 

El  dia  pasó  por  fío  sin  otra  novedad  de  interés  qne  la  referida. 

El  dia  20,  se  notificó  á  Mole  y  k  Brizard  que  se  presentasen  á  eje- 
cutor El  Glorioso  y  Zeneide. 

Los  actores  celebraron  consejo  entre  si  para  decidir  lo  qne  debían 
Uacer,  viéndose  precisados,  á  tener  qne  prescindir  de  los  consejos  de 
la  señorita  Glairon,  cayo  estado  alarmante  continuaba  ofreciendo  las 
mas  serias  inquietudes. 

Resaltó  de  la  deliberación  que,  visto  el  estado  de  cosas,  era  lo  mas 
prudente  decidirse  á  obedecer. 

En  su  consecuencia,  aquella  misma  noche  representaron,  siendo 
conducidos  cada  uno  de  ellos  al  teatro  por  un  agente  de  policía,  qne 
no  les  dejaba  solos,  ni  en  su  cuarto  ni  entre  bastidores,  mas  que  el 
tiempo  preciso  en  que  se  presentaban  solos  en  escena,  permiso  que 
difícilmente  lograron  obtener;  tal  era  el  miedo  que  tenían  de  que  se 
escapasen. 

El  público,  por  su  parte,  se  encargó  de  vengarlos  de  tan  humillante 
vigilancia,  llenándolos  de  bravos  y  de  aplausos  cuantas  veces  apare- 
cían en  el  escenario,  y  llamándolos  al  proscenio  al  caer  el  telón* 

Terminado  el  espectáculo,  fueron  conducidos  de  nuevo  &  For- 
l'Evéque,  y  en  lo  sucesivo  continuaron  unos  y  otros  procedien- 
do de  igual  modo  basta,  el  9  de  mayo,  que  fueron  puestos  en  li- 
bertad. 

No  sucedió  lo  mismo  con  la  señorita  Glairon. 

Su  enfermedad  cada  dia  hacia  mayores  progresos,  y  llegando  k 
presentarle  en  extremo  grave,  Mr.  de  Sartines,  á  pesar  de  su  ren- 
cor, consintió  en  que  se  la  trasladase  á  sü  casa,  donde  podia  mejor  y 
mas  fácilmente  restablecerse. 

Únicamente  se  contentó  coa  limitar  á  cinco  el  número  de  las  per- 
sonas que  podian  visitarla.  Su  médico,  el  principe  ruso,  Mr.  de  Val- 
belle,  la  señora  de  Souvigny  y  la  señorita  Arnoux. 

No  contento  con  semejante  determinación,  colocó  además  en  casa  - 
de  la  actriz  á  dos  agentes  de  policia,  con  el  encargo  especial  de  hacer 
cumplir  sus  órdenes. 

Esta  concesión  fué  debida  también  á  la  influencia  de  la  señorita 


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Dt  BWtOPA.  519 

Claireo  las  aeneíotadaa  determinaciones,  parecié  eenataftle  en  ella 
m  anterior  decisión  sin  cambiarla  en  lo  mas  mínimo. 

«Lo  que  aol^s  de  mi  enfermedad  pretendí  por  crearlo  justo ,  no 
puedo  después  de  ella  renunciarlo  por  injusto;  por  consiguiente,  sigo 
exigiéndolo,  y  no  cederé.  De  jurado  que  no  volvería  á  parecer  de- 
lante del  público  hasta  que  se  hubiese  retirado  de  la  escena  á  Du- 
boig,  según  por  nosotros  fué  decretado  y  sancionado  como  cosa  jus- 
ta por  la  supenoridad.  Me  refiero  en  un  todo  á  lo  qne  ya  he  tócho. 

Además,  se  me  anuncia  que  se  nos  ha  negado  el  titulo  de  Acade- 
mia Real  de  Declamación,  y  os  ruego  creáis  que  semejante  deter- 
minación no  me  desanima  en  modo  alguno. 

Pretendía  llegar  por  medio  de  la  iglesia  á  la  rehabilitación  de  núes* 
tra  clase;  pues  bien:  ahora  cambiaré  el  orden  de  las  cosas.  Lograré 
hacer  levantar  la  excomunión  religiosa,  haciendo  levantar  la  exco- 
munión social. 

Se  nos  castiga  con  la  prisión  >  con  menosprecio  de  toda  ley  y  de- 
recho, y  tan  solo  por  nna  torpe  costumbre  datada  de  un  tiempo  en 
que  el  arte  no  habia  aun  llegado  á  la  escena,  y  que  la  sociedad  de 
hoy  reprueba  altamente ,  y  solo  por  el  capricho  de  los  nobles  ó  de 
cualquiera  influyente  advenedizo:  pues  bien ,  me  rebelo  contra  toda 
injusta  ley,  y  protesto  una  y  mil  veces  de  cuanto  con  Lekain  y  mis 
demás  compafieros  se  ha  hecho,  solo  por  el  empeño  de  igualarlos  con 
los  degradados  y  envilecidos  histriones  de  anlaffo. 

To  he  sido  la  primera  victima,  y  por  lo  tanto  no  quiero  pertene- 
cer mas  á  una  clase  tan  abyecta  y  sujeta  h  toda  suerte  de  vejaciones 
y  de  desprecios. 

De  hoy  mas  exijo  formales  garantías. 

Preseotaré  una  súplica  á  S.  M.  T  si  me  atiende,  si  Dnbois  es  re- 
chazado para  siempre  de  la  escena  qne  deshonra  con  su  inmunda 
presencia  ,  volveré  á  cumplir  con  mi  deber  con  mayor  fé  y  con  ma- 
yor celo  aun ,  si  posible  fuese. 

Si  mi  súplica  es  desechada,  pediré  mi  jubilación ;  y  si  se  me  re- 
husa, me  iré  por  mi  sola  y  exclusiva  voluntad. 

No  volveré  á  comparecer  ante  el  público  sin  una  rehabilita- 
ción personal ,  que  deberá  indudablemente  reflejarse  en  todos  mis 
compafieros ;  aunque  debiera  pasar  mi  vida  bajo  nn  lecho  de  do- 
Tovon 


KM  PRISIONES 

lor ,  ó  sumida  para  siempre  en  For-1'Evéque  ó  en  la  Bastilla.» 

Con  efecto,  la  señorita  Glairon  dirigió  al  rey  una  doble  instancia, 
conteniendo  cnanto  habia  ya  manifestado. 

La  amenaza  de  retirarse  de  la  escena  ponia  á  los  señores gentles- 
hombres  en  un  gravo  conflicto,  y  habian  agotado  ya  todos  los  medios 
de  persuasión  que  estaban  á  sa  alcance. 

Imposible  era  volver  á  empezar,  conduciéndola  de  nuevo  á  Por- 
l'Kvéque. 

Estaban  por  demás  convencidos  de  que  por  semejante  medio  nada 
obtendrían  de  ella. 

El  partido  de  la  señorita  Glairon  era  cada  vez  mas  influyente  y 
considerable  en  la  corle  y  en  la  villa. 

Por  otro  lado,  ceder  de  sus  derechos ,  renunciando  á  poder  tratar 
á  los  adoros  como  esclavos  y  cosa  suya,  les  parecía  un  atentado 
enorme  contra  sus  derechos  y  antiguos  privilegios. 

Retirar  de  la  escena  á  Dubois  contra  ¡a  voluntad  de  su  hija,  siem- 
pre galante  y  coqueta  con  los  señores  gentiles-hombres;  es  decir, 
poderosa  y  temida,  era  otro  obstáculo  no  menos  poderoso. 

Sin  embargo,  si  la  señorita  Glairon  se  retiraba  de  la  escena,  mul- 
titud de  personas  creerían  ya  perdido  el  arte  escénico ,  á  pesar  del 
talento  de  la  señorita  Dumesnil ,  que  no  podia  tampoco  representar 
toda  clase  de  papeles,  ni  satisfacer  al  público  y  á  los  autores. 

En  una  palabra,  este  asunto,  del  cual  todo  el  mundo  se  ocupaba, 
y  del  que  se  hablaba  aun  mas  que  de  la  política  de  la  época ,  harto 
en  decadencia;  cada  di  a  se  complicaba  con  nuevas  y  mayores  difi* 
culta  des,  por  mas  que  se  hacia,  pareciendo  de  imposible  solución. 

Por  lo  tanto,  se  resolvió  pasar  al  consejo  la  instancia  de  la  señorita 
Glairon,  para  resolverla  en  lo  concerniente  á  la  prisión  de  los  actores, 
á  fin  de  darle  al  negocio  un  viso  de  particular  atención  é  interés. 

Una  vez  decidido  esto ,  sus  amigos  mostraron  tal  actividad  que 
circuló  prontamente  por  todo  París  la  noticia  de  que  el  consejo  ha- 
bia acogido  la  instancia  de  la  actriz,  y  que  volvería  á  presentarse  al 
público,  adornada  con  el  título  de  dama  de  honor  de  la  reina. 

También  los  gentiles- hombres  recibieron  la  orden  de  arreglar  el 
asunto  de  Dubois  de  tal  modo  que  satisfacer  pudiese  á  la  señorita 
Glairon,  sin  humillar  hasta  el  extremo  á  este  último. 


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M  EUlOfá.  511 

La  señorita  Dubois,  como  es  de  suponer,  redoblé  lodos  sos  esfuer- 
zos; Mr.  de  Sartines  y  los  gentiles-hombres  sus  intrigas,  y  el  partido 
de  la  actriz  Glairon  triunfó  solo  por  un  momeóte. 

El  9  de  mayo  fué  desechada  la  instancia  de  la  actriz  por  el  Con- 
sejo real. 

Al  mismo  tiempo  se  decidió  también  el  retiro  de  Dubois ;  pero 
gracias  á  las  instancias  de  su  hija ,  se  le  concedió  una  pensión  de 
mil  y  quinientas  libras ;  y  como  al  tenor  de  los  estatutos,  no  tenia 
derecho  á  semejante  pensión  hasta  haber  cumplido  treinta  afios  de 
servicio,  y  solo  contaba  veinte  y  nueve,  se  acordó  que  continuaría 
en  el  teatro  durante  otro  afio,  pero  sin  actuar. 

Además,  se  le  concedían  quinientas  libras  de  pensión  extraordina- 
ria, en  el  concepto  de  haber  creado  un  discípulo:  su  hija. 

Esta  determinación  se  comunicó  oficialmente  á  los  actores  deteni- 
dos en  For-l'Evéque,  los  cuales,  á  trueque  de  que  se  retirase  de  la 
escena  á  Dubois,  cualquiera  que  fuese  la  manera  ,  consintieron  en 
volver  á  prestar  sus  servicios. 

En  su  consecuencia  se  les  dio  suelta  inmediatamente. 

Acto  continuo  se  pasó  á  notificar  á  la  señorita  Glairon  este  decreto 
en  la  parte  relativa  á  Dubois,  y  participándola  al  mismo  tiempo  que 
su  solicitud  había  sido  desatendida. 

Firme  en  su  resolución,  pidió  inmediatamente  el  retiro.  Pero  el 
duque  de  Richelieu,  encargado  por  el  rey  de  participarla  estas  noti- 
cias y  de  tratar  con  ella  al  propio  tiempo  ,  no  se  la  quiso  admitir, 
anunciándola  asimismo  que  dentro  de  dos  dias  se  anunciaría  al  pú- 
blico su  salida. 

No  la  quedé,  pues,  otro  remedio  que  meterse  en  cama  fingiéndose 
enferma. 

No  queriendo  el  duque  ceder  por  su  parte,  duró  aun  varios  dias 
esta  situación ,  con  igual  tenacidad  mantenida  por  ambas  parles, 
hasta  fin  de  junio. 

Sin  embargo,  esta  vez  debia  la  actriz  salir  vencedora ,  pues,  se- 
gún lo  había  jurado,  no  volvió  á  comparecer  sobre  la  escena  fran- 
cesa. 

Para  disimular  el  mal  efecto  que  esto  podía  producir,  se  la  conce- 
dió un  permiso  para  pasar  á  Genova  á  restablecer  su  salud,  pasando 


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5U  MUSIÓME* 

á  disfrutar  de  él  e»  F«raey  ¿ti  sü  amigo  Voliaire ;  y  en  el  mes  de 
abril  de  17*6  faé  preciso  concederla  decididamente  su  retiro. 

Generalmente  no  han  podido  ser  apreciados  en  su  justo  valor  los 
honrosos  motiTos  que  obligaron  á  la  señorita  Giairon  k  retirarse  de 
la  escena,  precisamente  en  la  época  en  que  mas  florecía  su  preclaro 
talento  artístico. 

La  maledicencia,  ó  mejor  dicho,  la  vulgaridad,  lo  ha  achacado 
siempre  &  su  excesivo  amor  propio,  ofendido  por  la  rivalidad  que 
exislia  entre  ella  y  la  señorita  Dumesnil ,  ó  iambkn  á  su  desmesu- 
rado orgullo. 

Nada  de  eso  existió,  sin  embargo,  y  según  acabamos  de  manifes» 
tar,  podemos  asegurar  á  nuestros  lectores  que  ia  señorita  Giairon 
fué  uno  de  esos  seres  privilegiados,  en  los  cuales  la  nobleza  de  sen* 
timientps  se  halla  á  la  altura  de  un  inmenso  tal  uto. 

La  rehabilitación  de  los  actores,  ó  mejor  llamados,  comediantes, 
que  en  esta  época  se  hallaban  en  una  humillante  posición  ,  fué  el 
sueño  constante  de  su  vida. 

\  ella  consagró  todos  sus  esfuerces,  no  dudando  comprarla  á  eos» 
la  del  sacrificio  de  su  fortuna  y  de  su  existencia. 

Ninguno  mas  imitó  su  ejemplo. 

Desde  el  dia  en  que  se  retiró,  tuvo  un  cuidado  tan  especial  en  estu- 
diar el  método  de  vida  (fue  debia  seguir,  que  nada  hubo  que  poderla 
reprochar. 

De  este  modo  quiso  probar  á  la  sociedad  entera  que  era  digna  dé 
la  estimación  que  para  las  actrices  habia  redamado. 

Arruinada  durante  el  ministerio  del  abate  Terray,  marchó  en  1773 
á  Alemaniai,  á  fin  de  reunirse  al  margrave  de  Anspach  y  Boreuth,  el 
cual  mas  tarde  la  nombró  ama  de  gobierno  y  aya  de  sus  hijas. 

En  esta  pequeña  corte  gozó  de  inmenso  crédito  durante  largo  tiem- 
po, con  igual  tren  que  el  primer  ministro,  y  cuidando  de  hacer  re- 
caer las  bendiciones  del  pueblo  sobre  el  reinado  del  margrave. 

De  vuelta  á  Francia  el  año  1186  perdió  de  nuevo  su  fortuna  du- 
raato  la  revolución,  y  se  vio  precisada  k  vivir  modestamente  del  so- 
corro ó  pensión  de  2400  francos,  que  la  concedió  el  ministro  Chapla!  • 

La  célebre  actriz,  la  señorita  Giairon,  marió  en  París  á  la  edad  od 
ochenta  años. 


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M  BUMfá  SSS 

late  fié  él  mes  «oMbto  suceso  ooarrido  en  For-l'Evftque  relatitt- 
meale  á  los  comediantes.  Además,  se  han  hallado  las  órdenes  relati- 
vas á  esta  clase  de  prisioneros  en  un  registro  que  coaliene  mes  por 
mes  las  órdenes  particulares,  dadas  por  Mr.  de  Sartiaes.  Copiamos  de 
una  dada  en  ai  mes  de  abril,  la  siguiente  remisión. 

«Lekam,  Mole,  Dao verbal,  Brizard,  la  sefioríla  Glairon,  cómicos, 
presas  per  haberse  negado  á  trabajar  en  la  Comedia  Francesa.  Li- 
bres, el  9  de  mayo.» 

Otros  varios  actores  fueron  también  encerrados  en  esta  época  en 
Fer-rEvéque,  pero  su  cautividad  no  era  rigorosa,  per  le  que  hemos 
visto. 

Lo  mas  ridiculo  era  la  importancia  que  se  daba  á  semejantes  ac- 
tos, en  les  coalas  los  gentiles-hombres  querían  figurar  y  proceder 
como  dueños  absolutos,  y  déspotas  sin  ninguna  clase  de  traba. 

Se  nos  ha  manifestado  reservadamente  una  correspondencia  muy 
cariosa,  relativa  á  esto,  concerniente  á  la  señorita  Mole. 

Habiendo  incurrido  esta  actriz  en  el  desagrado  del  duque  de  Ville- 
qnier,  gentil*hembre  de  cámara,  fué  conducida  á  For-PEféque. 

Amelot,  secretario  de  Estado  de  la  real  casa,  con  este  motivo  es- 
cribió la  siguiente  caria  al  teniente  d*  policía  Lenoir,  con  fecha  tt  oc- 
tubre de  1778. 

«Presumo,  sefior  mió,  que,  según  costumbre,  encargareis  á  un  ofi- 
cial de  policía  para  que  conduzca  al  teatro  á  la  sefiorita  Mole  cuantas 
veces  tenga  que  representar,  volviéndola  él  mismo  después  á  su  en- 
cierro. 

Pero  como  la  orden  de  S.  M.  que  con  respecto  á  esta  actriz  os  be 
dirigido  esta  maflana,  sea  de  condición  mas  rigurosa  que  las  que  se 
estienden  para  los  demás  actores  á  quienes  se  quiere  castigar,  podéis 
presumir  que  se  la  ha  prohibida  actuar;  y  per  esta  razón  tengo  el 
honor  de  preveniros  que,  para  ir  á  cumplir  con  sus  deberes,  cuando 
se  la  ordene,  la  bareis  acompafiar  como  se  acostumbra  ordinaria- 
mente.» 

«Tengo  el  honor,  etc.» 

Al  día  siguiente  23  de  octubre,  se  expidió  otra  carta  fechada  en 
Marly,  y  dirigida  por  Mr.  de  Entelles  á  Mr.  Lenoir. 

•El  Sr.  duque  de  Villequier  acaba  de  tomar  nuevas  órdenes  de 


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534  MtKIOftSS 

S.  M.  el  rey  respecto  á  la  señorita  Mole,  y  S.  M.  ha  ordenado  que,  des- 
pués de  trabajar  esta  noche,  sea  conducida  de  nuevo  á  For-l'Evéque. 

«Parece  que  deberá  quedar  en  secuestro  .hasta  macana  por  la  no- 
che, en  atención  á  que,  debiendo  representar  El  Jugador,  S.  M.  ha  di* 
cbo  que  si  trabajaba  bien,  y  pedia  perdón,  se  le  podría  conceder.» 

«  El  señor  duque  de  Viílequier  me  encarga  tenga  el  honor  de  es- 
cribiros esta  decisión  real,  á  causa  de  no  poder  hacerlo  personalmen- 
te, por  tener  que  asistir  á  la  cámara  á  primera  hora.» 

«Soy  vuestro,  etc.» 

Esto  será  suficiente  para  poder  juzgar  la  minuciosidad  con  que  se 
ocupaba  la  corte  de  semejantes  cosas,  y  la  importancia  que  se  las 
daba. 

Eu  fin,  la  última  carta  escrita  á  Mr.  Lenoir  es  de  la  misma  fecha, 
y  relativa  también  á  este  asunto,  dice: 

«El  señor  duque  de  Viílequier  me  encarga  tenga  el  honor  de  par- 
ticiparos que  la  señora  Mole  sea  puesta  inmediatamente  en  libertad. » 

Des  Entelles. 

Indudablemente  la  señorita  Mole  trabajó  aquella  noche  á  gusto  de 
la  corte,  y  habiendo  pedido  la  gracia  antes  referida,  se  le  concedió. 

Este  edificio,  desde  que  por  orden  deS.  M.  Luis  XVI,  de  fecha  30 
de  agosto  de  1780,  fué  suprimido  como  prisión,  y  derogadas  sus  pre- 
rogalivas,  quedó  sin  destino  especial,  y  su  demolición  se  verificó  por 
completo  á  principios  de  este  siglo. 

De  él  solamente  han  quedado  las  cuevas  que  antes  hemos  mencio- 
nado en  la  casa  núm.  65  de  la  calle  de  San  Germán  de  L'Auxerois, 
y  que  componían  en  otro  tiempo  los  calabozos  llamados  del  Olvido, 
sobre  las  cuales  basaba  la  parte  principal  del  edificio  llamado  For- 
l'Evéque. 

T.  por  Santiago  Figüeras  de  la  Costa. 


PIN  DE  FOR  I/EVIQUE 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 

EL  CASTILLO  DE  SAN  JUAN, 

DE  TORTOSA. 


I. 

¿zod  ÓZoda.— Sao  Joan.— La  Crinada. — Sitio. — Empréstito. —Pone©  de  Corven. 
— DoAa  Mabalta  — Bausia. — El  perdón. 

Sobre  un  elevado  monte  que  dentro  del  amurallado  recinto  de  la 
antiquísima  ciudad  de  Torlosa  se  encierra,  ábrese  un  vetusto  casti- 
llo, renovado  en  diferentes  épocas  y  rico  en  tradiciones  gloriosas. 

Llamáronle  los  árabes  Axud  6  Zuda,  y  boy  se  conoce  con  el  nom- 
bre de  castillo  de  San  /non. 

Aunque  puede  albergar  en  sus  pabellones  una  regular  guarni- 
ción, ocúpalo  boy  escasa  fuerza  de  artillería,  y  monta  su  guardia  par- 
te de  la  del  batallón  de  linea  acuartelado  en  la  ciudad. 

Del  lado  de  esta  presenta  la  Punta  del  Diamante,  en  la  que  true- 
nan en  dias  de  salva  los  callones  sobre  la  Catedral  y  edificios  inme- 
diatos, cuya  cristalería  se  estremece  y  se  quiebra  no  pocas  veces  al 
estampido  del  bronce  atronador;  y  no  pocas  son  las  casas  que  de  la 
misma  parte  se  encaraman  por  el  monte  arriba  basta  cerca  del  ras- 
trillo de  la  enhiesta  fortaleza. 

Hacia  la  parte  del  recinto  de  la  población  está  despejada  la  ver- 
tiente. 

Forma  el  castillo  la  parte  principal  del  escudo  de  armas  de  la  ciu- 
dad, pues  se  ostenta  en  ellas  timbrado  con  nna  imágeo  de  Nuestra 
Señora  y  un  mote  que  dice:  Ampáranos  á  la  sombra  de  tus  alas. 

Cuatrocientos  treinta  y  dos  años  ocuparon  los  moros  este  punto 


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351  ÍMSIONBS 

fronterizo,  desde  el  716  hasta  el  de  1148,  en  que  tras  Tanas  tentati- 
vas quedó  definitivamente  por  el  conde  de  Barcelona  Don  Ramón  Be- 
renguer  IV,  apellidado  elSaute,  y  que  luego  poseyó  el  reino  de  Ara- 
gón por  su  enlace  con  Dofla  Petronila,  hija  y  sucesora  del  rey  Don 
Ramiro  el  Monge. 

La  reconquista  de  Cataluña,  suspendida  por  algún  tiempo  con  mo- 
tivo de  los  disturbios  de  Aragón,  volvió  á  acalorarse  tan  luego  como 
qI  active  conde  de  Barcelona  se  vio  desembarazado  del  cúmulo  de  in- 
tereses á  que  le  era  necesario  acudir. 

Ofrecía  en  verdad  la  empresa  del  recobro  de  Tortosa  obstáculos 
tanto  mas  serios,  cuanto  fueran  desgraciadas  las  expediciones  que 
contra  aquel  punto  habian  las  cristianas  armas  dirigido. 

No  arredró,  sin  embargo,  al  Santo  Berenguer  la  magnitud  de  la 
empresa,  con  cuya  importancia  corrieron  parejas  sus  aprestos. 

Ya  desde  antes  de  partir  para  la  guerra  de  Almería,  de  cuya  ciu- 
dad se  había  traído  las  puertas  como  la  mas  gloriosa  presea,  llevaba 
obtenido  del  papa  Eugenio  III  los  honores  de  Crnzada  para  la  espe- 
dicion  intentada. 

Este  grande  impulsador  de  las  espediciones  católicas  había  agra- 
ciado á  los  que  para  la  reconquista  de  Tortosa  se  cruzasen,  con  los 
mismos  beneficios  que  dispensaba  el  tesoro  de  la  Iglesia  á  tos  que  pa- 
saban á  hacer  armas  contra  los  infieles  en  los  Santos  Lugares,  es- 
tendiendo la  remisión  de  sus  pecados  á  los  que  falleciesen  por  el  ca- 
mino, y  declarando  que  las  esposas,  los  hijos  y  bienes  de  estos  cru- 
zados quedaban  bajo  la  protección  de  la  Santa  Sede. 

A  la  toma  de  esta  bula  acudieron  de  todas  partes  barones  y  caba- 
lleros ganosos  de  alcanzar  renombre  y  espirituales  mercedes.  Tampo- 
co fallaron,  para  justificar  lo  sagrado  de  aquella  guerra,  el  arzobispo 
de  Tarragona  y  el  obispo  barcelonés;  ni  los  caballeros  Templarios, 
centinelas  constantes  contra  la  raza  mora.  El  buen  Arnaldo  de  Mirón, 
heredero  de  los  valerosos  condes  de  Pallare,  seapresló  también  para 
probar  que  no  en  vano  se  habia  encomendado  á  su  familia  la  guarda 
de  Amposta. 

En  dos  flotas  catalana  y  genovesa  se  embarcó  en  el  puerto  de  Bar- 
celona el  grueso  de  la  espedicion,  el  29  de  junio  de  1447,  yendo  lo 
restante  de  la  hueste  por  tierra. 


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.  Tras  próspera  navegación  fondearon  las  naves  cristianas  en  el 
Ebro>  delante  de  Tortor  y  sallando  en  tierra  el  ejército,  estendije 
luego  por  «1  campo  y,  cifiendo  estrechamente  la  ciudad,  la  puso  ri- 
goroso asedio. 

Obstioada  faé  la  defensa  que  opusieron  los  sitiados;  pero  los  inge- 
nios del  conde  aportillaron  los  muras,  y  los  castillos  movibles  entra- 
ron á  sembrar  la  muerte  y  el  estrago  eu  el  mal  parado  recinto. 

La  población  cayó  al  fin  en  poder  de  los  cristianos,  mas  la  fuerte 
Zuda  ó  Alcázar  no  se  habia  rendido,  ni  aun  á  fines  del  año. 

Palto  de  recursos  se  hallaba  ya  Berenguer;  los  ausiliares  le  de- 
samparaban, y  el  obispo  de  Barcelona  Guillermo,  agotado  su  caudal, 
tenia  que  acudir  al  metropolitano  para  que  pudiese  tomar  el  conde 
cincuenta  libras  de  plata  labrada  de  la  sacristía  ó  tesoro  de  la  Cate- 
dral barcelonesa,  dando  en  hipoteca  el  dominio  de  Viladecans  y  obli- 
gándose á  devolverlas  en  su  peso  y  hechuras. 

Con  tal  ausilio  combatióle  nuevamente  y  con  verdadero  furor  el 
castillo,  cuyos  defensores  se  habían  con  los  de  la  ciudad  aumentado. 

C  rcado  de  profundos  fosos,  hadase  dificilísimo  el  asalto;  pero 
mandó  cegarlos  el  conde  y  fabricar  otro  castillo  eminente,  que  guar- 
neció con  trescientos  soldados  escogidos,  los  cuales  combatieron  con 
tanto  valgr  y  arle,  que  lograron  con  sus  máquinas  y  ti  abacos  abrir  en 
la  muralla  una  brecha  considerable,  tras  de  lo  cual  lanzó  Berenguer 
sus  huestes  al  asalto,  que  fué,  aunque  desgraciado  para  los  aliados, 
sumamente  sangriento  por  ambas  parles. 

En  este  puoto  interviene  la  tradición  con  la  relación  de  un  hecho, 
per  demás  amoroso  y  caballeresco. 

Peleaba  entre  los  aventureros  del  ejército  cristiano  un  caballero  de 
esforzado  valor  y  robusto  brazo.  Su  voz  á  todos  alentaba;  su  intrépi- 
da rayaba  en  temeridad, 

El  era  quien  con  mas  entusiasmo  entonaba  el  belicoso  eanto  de  la 
gok,  propio  de  les  soldados  catalanes  y  aragoneses;  y  donde  él  com- 
batía, por  mgfttones  se  contaban  los  cadáveres  de  los  enemigos. 

Sin  embargo,  su  visera  permanecía  constantemente  calada,  y  ni 
per  su  figura  ni  por  sus  armas  era  de  nadie  conocido. 

—¿Quién  puede  ser  ese  aventurero?— preguntó  Ramón  Berenguer 
al  castellano  de  Amposta,  Mirón,  que  se  hallaba  á  su  lado. 

TOMO  II  II 


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las  FUSIONES 

—Lo  ignoro  de  todo  panto,  señor,— contestó  Arnaldo— Soto  os 
diré  que  nadie  puede  gloriarse  de  haberle  precedido  un  solo  momen- 
to en  lóela  esta  campada. 

—¿Ni  vos? 

— Ni  yo,  señor. 

El  conde  se  quedó  un  momento  pensativo,  y  como  si  tratara  de 
desvanecer  una  idea  penosa  que  cruzó  rizando  ligeramente  ia  super- 
ficie de  su  majestuoso  rostro,  añadió: 

—¿No  es  verdad  que  quien  asi  se  conduce,  debe  de  ser  un  leal  ca- 
ballero? 

—De  seguro. 

—  ¡Ahí  ¡ved le  allá  espuesto  á  perecer!  ¡Corramos  á  sostenerle!  jA 
ellos!  ¡á  ellos! 

T  el  conde,  que  con  la  velocidad  del  rayo  habia  descabalgado  á  pe- 
sar de  la  armadura  que  le  cubría,  trepó  por  la  cuesta  arriba,  seguido 
de  Mirón  y  otros  caballeros  y  empujando  olra  vez  hacia  adelante  á 
los  que,  fatigados  de  pelear  inútilmente,  se  retiraban. 

El  desconocido  caballero  pugnaba,  encaramado  en  el  adarve,  por 
enarbolar  sobre  la  almena  la  bandera  que  con  la  mano  izquierda 
oprimia,  arrebatada  poco  antes  de  manos  del  moribundo  alférez;  mas 
tanto  era  el  tropel  de  moros  que  se  oponia  á  su  intento,  que- lo  pasa- 
ra muy  mal,  si  no  le  hubiesen  sacado  de  aquel  trance  los  que  con  el 
conde  acudieron  á  socorrerle. 

Repetido  con  nueva  pujanza  el  asalto  y  temiendo  ya  la  morisma, 
vínose  encima  ¡anoche,  durante  la  cual  mandó Berenguer IV  suspen- 
der la  pelea  para  retirar  los  heridos  y  dar  sepultura  á  los  cadáveres. 

El  pendón  catalán  habia  tremolado  por  algunos  instantes  en  lo 
alto  de  las  enemigas  murallas.  Un  esfuerzo  mas  y  la  Zuda  hubiera 
caido  en  poder  del  barcelonés.  Este  esfuerzo  debía  ser  la  tarea  del 
siguiente  dia. 

Mas  los  sitiados,  viendo  inminente  su  pérdida  y  creyendo  que  iban 
á  ser  pasados  á  cuchillo  apenas  luciese  la  nueva  aurora,  apresurá- 
ronse á  pedir  una  tregua  de  cuatro  días,  que  les  fué  concedida 

Era  aquél  el  ti  de  noviembre  de  1148.  Si  el  15  no  habían  sido 
socorridos  los  defensores  por  los  moros  de  Valencia,  la  rendición  es- 
taba firmada. 


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D5  BQftOfá.  U» 

Sin  duda  que  á  este  resoltado  había  contribuido  poderosamente  el 
valor  del  incógnito  aventurero. 

—Buscedle  por  todo  el  campo— dijo  el  conde  de  Barcelona— y 
traadle  á  mi  presencia,  porque  quiero  estrechar  la  mano  de  ese  va- 
liente. 

Presentáronle  con  efecto  tras  largo  rato  en  la  tienda  de  Ramón  Be- 
lenguer.  Su  armadura  estaba  por  varias  partes  abollada.  Sendas 
manchas  de  sangre  empaliaban  su  anterior  brillo.  Un  escudero  arma- 
do y  encubierto  también  el  rostro,  le  seguía. 

Al  verle  el  conde  se  apresuró  á  estrecharle  afectuosamente  la  mano, 
y  después  de  elogiar  su  valor  y  la  parte  que  le  habia  cabido  en  el 
éxito  de  la  jornada,  preguntóle  con  amable  interés  quién  era  y  por  qué 
causa  persistía  en  ocultar  con  su  rostro  su  nombre  y  su  linaje. 

—Bien  está,  señor,  que  los  ocal  le,  quien  no  puede  de  otro  modo 
combatir  bajo  vuestras  órdenes. 

—¿Por  qué  causa? 

— Por  la  de  mis  pecados. 

Sonrióee  Ramón  Berenguer  y  observó: 

— Bien  perdonados  los  tienes,  si  recuerdas  las  promesas  que  por  la 
bula  del  santo  padre  Eugenio  III  ofrece  la  iglesia  á  todos  cuantos  en 
esta  cruzada  toman  parte. 

Resplandecieron  á  esto  inusitadamente  á  través  de  los  hierros  de 
la  visera  los  ojos  del  aventurero,  el  cual  respondió: 

—Pues  á  ellas,  tanto  como  á  vuestra  gran  clemencia,  me  amparo, 
sefior. 

T  quitándose  con  una  mano  el  abollado  capacete,  descubrió  con  la 
otra  el  rostro  de  su  escudero,  manifestándose  ambos  radiantes  de  ju- 
ventud y  gallardía. 

El  primer  movimiento  del  coode  fué  llevar  la  mano  á  la  espada, 
pero  contúvole  el  arzobispo  de  Tarragona,  que  á  su  lado  se  hallaba, 
inclinándole  con  evangélicas  palabras  al  perdón  y  al  olvido. 

— (Es  culpable  d*3  bauiía!  murmuraba  Berenguer  IV,  desentendién- 
dose de  las  reflexiones  del  arzobispo,  y  arrojando  coléricas  mirad  is 
al  caliallero  y  escudero,  que  á  sus  plantas  se  habían  dejado  caer  do 
hinojos. 

El  caballero  era  el  joven  Ponce  di;  Cervera,  y  el  escuderc  la  pro- 


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nía 

pin  hija  del  eowte  de  Barcelona ,  dofla  M  aballa,  robada  por  aquel 
mal  aconsejado  amante;  á  cayo  crimen,  cotuda  la  robada  era  bija  de 
señor  feudal,  se  daba  «rtortces  en  el  pais  el  nombre  de  tafffev 

No  en  rano  fuá  implorada  la  clemencia  del  conde;  no  en  vano  ha  si* 
do  este  apellidado  el  Sanio.  Poncede  Cervera  alcanzó  el  galardón  que 
con  so  valor  habla  merecido,  probando  que  si  era  en  amor  desaten- 
tado y  ciego,  en  el  combate  sabia  aventajar  i  los  mejores  caballeros. 

Pallando  á  lee  cuatro  días  el  socorro  que  esperaban  los  moros» 
rindiéronse  conforme  se  había  pactado.  Pobló  D.  Ramón  de  gente  de 
su  ejército  la  ciudad,  y  tomó  el  titulo  de  marqués  de  Torteas. 


IL 


Nuevo  sitio — Determinación  sangrienta  de  los  defensores — Heroica  resolución  de 
las  mnjeres. — Victoria. — Distinciones  y  prerogativa9.— PásatiHnfto. 

Viene  aqui  del  caso  consignar  la  defensa  qtte  de  los  Moros  veden 
conquistados  supieron  hacer,  no  ya  los  hombres,  sino  las  mojares  de 
esa  Ínclita  ciudad. 

Refiere  la  historia  que,  ansiosos  los  moros  de  Valencia  por  vengar 
la  humillación  de  sus  arma»,  vencidas  en  Tortosa  ,  intentaron  el  si- 
guiente año  1149  recobrar  esta  ciudad,  acudiendo  á  sitiaría  con  uu* 
merosas  fuerzas  y  grande  entusiasmo. 

No  podia  socorrerla  en  aquel  entóneos  el  conde  de  Barcelona  por 
hallara  comprometido  su  ejército  en  la  ¿¿pedición  contra  las  ¡tazas 
de  Lérida  y  Fraga ;  asi  que  veíanse  reducidos  los  tortosines  &  sos 
propios  y  efímeros  recursos. 

La  rendición  de  lo  que  tanta  sargre  habia  costado  recftbrar,  se 
presentaba  inminente. 

En  tan  apurado  trance  juntáronse  los  prohombres  en  las  almenas 
del  castillo,  desde  donde  se  descubría  á  una  y  otra  parte  de)  rio  la 
nube  de  infieles  que  les  asediaba,  provocándoles  con  descompasadas 
é  insulianles  voces. 

— ¿Veis? — iijo  á  los  qne  lo  rodeaban  uno  de  los  principales  de* 
fensores— ¿Y  sufriremos  que  asi  se  nos  denuesto  impunemente?  ¿Y 


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oí  mor*  ni 

bufará  á  acobardamos  la  superioridad  de  s»  número  y  de  mi»  ar- 
mn  ée  destrucción?  Snlgnum  todos  á  la  vez,  y  como  devastador 
torréate  hiramos  es  la  morfema  hasta  perecer  6  arrollarlos. 

—[Sí,  si!— con  talaron  macha*  voces  en  toreo  con  el  mayor  en* 
tusjasmo. 

— Termine  lodo  de  ona  vez,— añadieron  otro*  guerreros. 

-~¿\  q*ó  esperar  mas?— exclamaron  los  qne  mayor  aliento  den- 
tro de  sos  pechos  sentían.— Salgamos  fuera. 

En  esto  abrióse  paso  por  en  medio  de  todos  basta  colocarse  en  el 
cesta»,  un  anciano  militar  en  cuyo  grave  semblante  so  reflejaba  el 
valor  del  soldado  curtido  en  ios  combates,  y  la  madarez  del  hombre 
esperinscnlndo  en  el  conseje. 

—¿Qué  vais  á  hacer?— les  preguntó  con  acento  seguro. —¿Queras 
qie  os  acorrale  allá  el  moro  con  su  a  Amero»  mientras  una  parte  de 
su  pujante  hueste  ganará  nuestros  desamparados  muros,  haciendo 
abominable  destrozo  en  nuestras  propiedades,  en  nuestros  tesoros,  y 
sobre  todo  en  nuestros  ancianos  padres ,  ea  nnestres  mujeres  y  et 
nuestros  bifes?  ¿Tan  segaros  estáis  de  que4a  victoria  be  de  coronar 
Mostrea  eafaeraós? 

Estas  palabras  dejaron  in  Bsameato  suspenso  1  á  lados  loe  circo w- 
tantea. 

—¿Qué  beaaos  de  hacer,  pues?— preguntaren  al  fia  varios,  mi- 
diendo en  toda  sa  ostensión  la  realidad  del  peligro. 

No  faltó  también  qoin  murmurase  algunas  palabras  ofensivas  pe* 
ra  el  que  asi  había  quebrantado  la  valerosa  resolución  de  los  demás. 

Oyéndolo  el  anciano  guerrero,  y  palideciendo  algún  tanto,  afiadió 
con  majestuosa  calma: 

— Yo  no  tengo  ya  padres;  pero  tengo  esposa  y  tres  bijas  á  quienes 
como  las  ñiflas  de  mis  ojos  quiero.  Pues  bien,  antes  que  dejarlas  es- 
pnestas  al  desenfreno  del  afortunado  enemigo  ,  hundiré  en  sus  pe- 
chos mi  afilndo  pufial,  y  me  lanzaré,  luego  al  campo  á  ve.  der  cara 
mi  entonces  enojosa  vida.  Solo  haciéndolo  asi  todos,  después  de  ha- 
ber destruido  cuanto  de  algún  valor  poseamos,  es  como  podemos 
abandonar  al  enemigo  este  recinto,  en  el  cual  le  habrán  precedido  la 
mina  y  la  muerte.  Sea  en  todo  caso  ei  premio  de  su  triunfo  un  vasto 
cementerio  cubierto  de  sangre  y  de  desolación. 


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54t  PRI2I0NSS 

Esta  vez  retrocedieron  horrorizados  los  mas  animosos. 

— ¿Tembláis  ante  esta  suprema  determinación?  Ved  pues  que  es- 
peranza nos  qaeda.  Allí  está  el  moro  disponiéndose  para  el  asalto; 
aqní  nuestras  murallas,  escasas  de  gentes  y  armas,  y  detrás  de  noso- 
tros nuestras  mujeres  y  nuestras  hijas  en  que  no  dejará  de  cebarse 
el  vencedor...  Y  ¿lo  sufriremos? 

— |Nol  ¡no! — clamaron  lodos. — Mueran  antes  á  nuestras  propias 
manos. 

—Enhorabuena,— respondió  el  anciano. 

Apenas  acabara  de  tomarse  por  los  del  castillo  semejante  determi- 
nación, cuyo  secreto  se  encomendó  guardar,  para  que  ignoraran 
hasta  el  último  momento  las  mujeres  la  suerte  que  les  estaba  reser- 
vada, cuando  hubo  de  traslucirse  por  alguna  de  ellas,  la  cual  jun- 
tando á  cuantas  pudo  de  sus  infortunadas  compañeras,  las  dirigió  en 
estos  términos  la  palabra: 

— Pocos  son  los  instantes  que  nos  quedan  dt  vida ;  como  misero 
rebaño  vamos  á  ser  pagadas  todas  acuchillo:  y  ¿por  quién?  por  nues- 
tros padres,  por  nuestros  mismos  esposos,  que  están  dispuestos  á  sa- 
lir á  hacerse  matar  después  en  el  campo  por  el  poderoso  enemigo  qie 
cerca  estos  muros.  Ya  que  aun  es  tiempo  de  conjurar  la  horrorosa 
muerte  que  nos  amenaza,  armémonos  de  valor,  imitemos  en  él  á 
nuestros  padres  y  esposos,  vayamos  al  castillo  donde  los  principales 
de  ellos  están  disponiendo  cómo  se  ha  de  efectuar  tan  abominable 
matanza  y  por  qué  lado  deben  luego  verificar  su  salida,  y  afeémos- 
les su  cruel  determinación ,  pidiéndoles  armas  para  guardar  estos 
muros,  mientras  ellos  combatirán  en  el  campo  ;  demostrémosles  que 
no  somos  tan  débiles  que  no  sepamos  defender,  con  nuestra  ciudad  y 
los  tesoros  que  encierra ,  el  honor  y  la  castidad  que  mas  que  todo 
esto  vale. 

Aprobada  unánimemente  tan  heroica  resolución,  nombróse  á  las 
mas  discretas  para  que  se  presentasen  á  esponerla  á  los  del  castillo. 

—Dadnos  armas, — les  dijeron— y  veréis  si  merecemos  ó  no  morir 
cobardemente,  con  la  muerte  ignominiosa  á  que  acabáis  de  conde- 
narnos. 

Acogieron  con  entusiasmo  los  del  castillo  la  valerosa  resolución  de 
sus  compañeras  é  hijas,  y  repartiendo  entre  ellas  cuantas  armas 


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DI  tOWfA  S4S 

quedaban  almacenadas ,  corriéronse  las  heroínas  por  lodos  los 
pontos  délas  murallas  que  habían  de  defender ,  mientras  abriendo  tos 
hombres  las  poternas  y  abatiendo  los  puentes,  salían  como  tronada 
arrebatada  por  el  huracán  y  hendían  en  las  huestes  enemigas  qne  no 
esperaban  tan  vigorosa  acometida,  y  menos  quedando  los  muros  co- 
ronados de  tantísima  genle  de  armas. 

El  choque  fué  terrible  ;  la  pelea  por  demás  sangrienta. 

Destacóse  entre  tanto  para  (ornar  la  ciudad  una  nube  <¡e  enemigos, 
que  arrimaron  escalas  y  llegaron  hasta  los  adarves.  Mas  las  flechas, 
dardos  y  piedras  que  sobre  ellos  llovieron  como  asoladora  granizada, 
les  obligó  á  desistir,  tras  varias  tentativas,  de  su  porfiado  intento. 

Animados  mas  y  mas  los  hombres  por  las  voces,  y  sobre  todo  por 
el  valor  de  sus  mujeres,  pelearon  con  tal  denuedo,  que  al  fin,  ce- 
jando la  morisma,  aturdida  y  descalabrada,  levantó  el  cerco  reti- 
rándose sin  parar  hasta  Valencia. 

Después  de  haber  triunfado  D.  Ramón  Berenguer  en  un  mismo  día 
de  las  plazas  de  Lérida  y  Fraga,  avisado  de  la  victoria  que  los  tor- 
losines  y  sos  mujeres  habían  conseguido  de  los  moros,  pasó  á  Ton 
tosa,  entró  en  ella  gozoso,  concedió  á  sus  moradores  grandes  escen* 
y  privilegio?, y  en  memoria  de  la  hazafia  de  la  mujeres,  formó 
legión  militar  de  lodas  ellas,  decorándolas  con  un  escapulario  y 
sobre  él  una  hacha  de  armas  de  color  carmesí,  llamándola  PauUimr 
po.  Caooedió  además  la  precedencia  en  los  casamientos  á  las  novias, 
sin  distinción  de  clases  ni  privilegios;  las  libertó  del  pago  de  derechos 
por  sus  tocas  y  aderezos,  y  les  concedió  que,  si  sobrevivían  á  sus 
maridos,  quedasen  con  todas  las  joyas  y  vestidos. 


-*»*¿*$5*?'W— 


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544  PftIStOflES 


III. 


El  conceller  en  cap  de  Barcelona,  Galceran  de  Naval— So  llegada  á  Tortosa.— Impí- 
dele el  paso  esta  ciudad.— Besolucion  del  conceller.-- Embajada  del  Consejo  de 
Ciento.— Sebastian  Massa relies. — Pasa  por  fin  el  conceller. 

Vamos  ¿  referir  on  hecho  notable  en  los  anales  de  Cataluña  que 
tanto  demuestra  los  celos  y  rivalidades  que  la  preeminencia  de  la 
ciudad  de  Barcelona  escitaba  aun  en  el  mismo  principado,  y  el 
enérgico  tesón  de  su  Consejo  de  Ciento  para  mantener  ilesa  esa  mis- 
ma supremacía  de  qne  por  tantos  títulos  la  antigua  ciudad  de  los 
condes  se  había  hecho  digoa. 

Era  por  el  mes  de  febrero  de  1588,  cuando  con  motivo  de  ciertos 
agravios  que  tenia  recibidos  Barcelona  del  virey  de  Calalufla ,  salió 
diputado  para  la  corte  de  España  el  conceller  en  cap  Galceran  de 
Naval,  á  fin  de  exponer  al  poderoso  Felipe  II  las  quejas  que  contra 
aquella  autoridad  había  necesidad  de  aducir. 

Sabido  es  que  en  tan  solemnes  ocasiones  partían  los  concelleres 
catalanes  cubiertos  con  su  gramalla  y  precedidos  de  dos  m&ceros  6 
wguen  con  las  mazas  altas ,  en  cuya  disposición  eran  admitidos  y 
atravesaban  por  en  medio  de  las  ciudades ,  villas  y  pueblos  del 
tránsito. 

Así  habia  atravesado  Naval  por  Zaragoza,  asi  habia  sido  recibido 
en  la  corte  de  Madrid,  y  asi  al  regresar  por  Valeseia  habia  cruzado 
por  la  noble  ciudad  del  Cid,  con  gran  respeto  y  admiración  de  sus 
habitantes. 

Mas  al  presentarse  ante  los  muros  de  Tortosa ,  en  vano  fué  que 
enviara  por  delante  un  heraldo  anunciador  de  su  llegada.  Habia  de 
ser  una  ciudad  catalana  y  la  primera  de  este  territorio  á  que  volvía, 
la  que  se  resistiese  á  lo  que  tantas  otras  sin  dificultad  habían  permi- 
tido. 

La  respuesta  de  los  procuradores  de  la  ciudad  fué  categórica: 

—Decfd  al  canceller  en  cap  de  Barcelona  que  nada  debfrTorlOaa, 
y  que  no  vale  esta  menos  que  aquella,  ó  acaso  vale  mas,  por  ser  la 


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M  BUlOtá.  US 

primera  del  territorio  catalán,  para  sufrir  ana  humillación  semft- 
janle. 

Por  lo  visto  esa  humillación  consistía  en  la  solemnidad  de  la  en- 
trada y  paso  de  nna  autoridad,  cuya  sola  presencia  parecía  menosca- 
bar las  prerogalivas  del  municipio  de  Tortosa. 

Celoso  en  extremo  de  las  de  Barcelona,  aposentóse  en  nna  casa 
extramuros,  resuelto  á  no  pasar  adelante,  á  menos  da  accederse,  buen 
grado,  mal  grado,  á  sn  pretensión,  y  despachó  acto  continuo  un  cor- 
reo á  la  ciudad  condal,  dando  parte  al  consejo  del  conflicto  en  que 
se  hallaba,  y  déla  determinación  que  acababa  de  lomar. 

Reunióse  al  instante  el  Consejo  de  Ciento  (era  ya  el  9  de  julio)  y 
acordó  enviar  de  embajador  á  Tortosa  al  comerciante  conceller  se- 
gundo, Sebastian  de  Massarelles,  para  hacer  la  intimación  conve- 
niente á  lo9  tortosines  con  amenazas  de  enviar  contra  los  mismos  la 
hueste  de  la  ciudad. 

Sacóse  al  propio  tiempo  la  bandera  de  Santa  Eulalia,  y,  expuesta 
tres  dias  en  una  ventana  de  la  casa  consistorial,  fué  trasladada  al  ca- 
bo de  ellos  á  la  puerta  de  San  Antonio,  por  el  gonfalonero  mayor  ó 
alférez  á  caballo. 

Con  tiempo  supieron  los  de  Tortosa  tan  belicosa  determinación; 
mas  dudando  tal  vez  de  que  se  llevase  á  efecto,  ó  demasiado  engreí- 
dos con  la  consideración  de  su  propia  valía,  enarbolaron  también  su 
bandera  en  lo  mas  alto  de  las  almenas  de  su  castillo,  resueltos  á  no 
abatirla  ni  á  consentir  que  por  nadie  lo  fuese. 

Llegado  allá  Massarelles,  bien  observó  flamear  sobre  los  muros 
del  encumbrado  alcázar  la  orguliosa  bandera;  mas  sin  detenerle  un 
momento  tal  demostración,  siguió  adelante  su  camino  hasta  llegar  al 
pié  de  las  orgullosas  murallas,  en  donde  manifestó  con  enérgica  dig- 
nidad la  misión  qoe  le  traia. 

— Abata  el  castillo— afiadió— esa  orguliosa  bandera,  y  ábranse  las 
puertas  de  la  ciudad  para  dejar  espedito  el  paso  al  representante  de 
Baroetona;  pues  en  verdad  os  digo  que  vais  á  tener  mucho  que  hacer 
con  la  hueste  que  contra  vosotros  está  preparada,  esperando  solo 
para  partir  la  respuesta  que  vais  á  darme. 

Macho  tardaron  los  tortosines  en  resolverse.  Un  partido  favorable 
á  la  pretensión  de  los  concelleres  se  había  entre  lanío  formado  entre 

it 


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mi  rasmias 

aquellos.  Esta  división  disminuyó  el  aliento  de  los  mas  resuellos  en 
sostener  enhiesta  la  bandera  de  la  cindad  sobre  el  mas  empinado  ba- 
luarte del  antiguo  castillo,  y  todo  se  volvía  subir  y  bajar,  del  caserío 
al  alcázar  y  de  este  al  caserío,  ritiendo  y  argumentando  en  la  mayor 
confusión. 

Por  último ,  mas  sosegados  los  ánimos,  prevaleció  el  respeto  al 
concejo  barcelonés,  contribuyendo  la  socorrida  filosofía  á  inventar 
un  razonamiento,  una  fórmula,  mediante  la  cual  los  que  cedian  pa- 
reció que  otorgaban  gracia  y  dejaban  en  buen  lugar  la  dignidad  del 
municipio. 

Torlosa,  pues,  aunque  conservando  enarbolada  su  bandera  en  las 
almenas  de  su  morisco  Azud,  franqueó  sus  puertas  al  conceller  en 
cap  de  Barcelona,  el  cual  atravesó  la  ciudad ,  ostentando  la  majes- 
tuosa gramalla  y  precedido  de  las  mazas  altas  de  los  dos  veguera  ó 
maceros. 


IV. 


La  ¡pasión.— Rendición  odiosa.— El  conde  de  Alacha.— Ardid  frustrado.— El  general 
Robert.— Guerras  civiles. 


Gomo  la  historia  del  castillo  de  San  Juan  de  Torlosa  está  enlazada 
con  la  de  la  ciudad  de  que  constituye  uno  de  sus  baluartes,  prolija 
tarea  seria  detenernos  en  referir  una  larga  serie  de  acontecimientos, 
entresacados  de  los  patrios  anales  y  cuyo  relato  podría  carecer  de 
verdadero  interés. 

Apuntaremos,  sin  embargo,  algunas  de  las  fechas  mas  notables, 
insistiendo  en  la  que  mas  parezca  exigirlo. 

Los  franceses  ocuparon  este  ponto  en  4  G47,  recuperándolo  en  1650 
las  armas  del  rey  D.  Felipe  IV,  y  en  1711  intentó  el  general  Stram- 
berg  sorprenderlo,  á  cuyo  efecto  envió  desde  el  campo  de  Tarragona, 
en  donde  se  hallaba,  al  general  Vezel  con  un  fuerte  destacamento  y 
2,500  voluntarios,  en  la  noche  del  25  de  octubre;  mas  alarmados 
los  centinelas  con  el  ruido  de  la  operación,  acudieron  á  tiempo  de  re- 
chazarla los  defensores. 


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MUMfi.  141 

Invadida  la  España  por  las  huestes  de  Napoleón,  no  debía  Tortosa, 
como  plata  fronteriza ,  dejar  de  atraer  poderosamente  las  miras 
del  enemigo  de  nuestra  independencia,  y  el  4  de  julio  de  1810  se 
presentó  la  primera  división  imperial  sobre  la  derecha  del  Ebro,  pa- 
ra establecer  el  bloqueo. 

Logró  con  todo  penetrar  en  la  plaza,  el  31,  el  capitán  general  del 
principado  D.  Enrique  O'Donéll,  quien,  situándose  en  el  castillo,  dis- 
puso una  vigorosa  salida,  cuyos  movimientos  debían  dirigirse  por 
medio  de  las  señales  que  darían  los  cañones  del  espresado  fuerte,  co- 
mo asi  se  verificó. 

EM5  de  diciembre,  reunidos  los  ejércitos  de  Sucbet  y  Macdonald, 
quedó  completamente  cerrado  el  bloqueo  y,  empezados  los  trabajos 
del  sitio,  se  adelantaron  con  prodigiosa  actividad. 

Mandaba  en  la  plaza  et  conde  de  Alacha,  que  en  un  principio  se  ha- 
bía manifestado  dispuesto  á  llevar  la  defensa  hasta  el  heroísmo;  mas 
amilanado  ya  antes  de  terminar  diciembre,  vérnosle  en  el  castillo,  des* 
pues  de  nombrar  para  suplirle  por  enfermo  ¿  su  segundo  el  coronel 
Uriarte,  dictar  órdenes  contrarias  á  las  de  este,  y  que  solo  servían 
para  entorpecer  la  actividad  que  la  defensa  exigía. 

Militares  había  sin  duda  en  la  plaza,  de  habilidad  y  energía.  Con- 
saltóles el  segundo  gobernador,  opinando  la  generalidad  que,  pedida 
y  alcanzada  una  tregua  de  20  días,  si  al  cabo  de  ellos  no  se  recibía 
socorro,  era  indispensable  rendirse. 

Aunque  algunos  contrariaron  fuertemente  semejante  parecer,  pre- 
valeció el  voto  de  la  mayoría  y  enarboló  el  castillo  bandera  blanca  el 
día  1  *  de  enero  de  1811. 

Suche!  desechó  con  enojo  la  proposición,  y  mandó  continuar  los 
trabajos  para  el  asalto,  al  que  iba  á  lanzar  sus  tropas  en  la  madrugada 
del  í,  desentendiéndose  de  las  tres  banderas  blancas  que,  no  bastán- 
dole una,  había  mandado  enarbolar  el  gobernador,  el  cual  envió  á 
decir  á  Sucbet:  «que,  relajados  los  vínculos  de  la  disciplina,  le  era 
imposible  concluir  estipulación  alguna  si  no  le  socorría  con  buen  re- 
fuerzo de  tropa.»  [Indigna  humillación! 

No  dejó  de  correr  el  francés,  acompañado  solo  de  algunos  oficia- 
les, &  reunirse  con  Alacha  en  el  castillo.  Harto  confirmaban  tan  atre- 
vido paso  las  inteligencias  que  dentro  de  la  plaza  el  enemigo  tenia. 


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54*  rasión» 

Con  todo,  aun  dentro  del  castillo  Súchel,  renovaran  los  valerosos 
soldados  espafioles  la  resistencia,  como  lo  estaban  amenazando,  á  no 
apresurarse  aqnél  á  activar  la  llegada  de  sus  tropas. 

Mandada  escribir  y  firmada  la  capitulación  sobre  la  cureña  de  una 
de  las  piezas  del  castillo,  desfiló  la  guarnición  espadóla  entregando 
las  armas  y  quedando  toda  prisionera  de  guerra.  Su  número  era  to- 
davía de  4 ,000  hombree. 

El  conde  de  Alacha  fué  luego  condenado  y  ejecutado  en  est&taa 
por  los  espafioles,  como  traidor  á  la  patria. 

Mas  (arde,  á  principios  de  1814,  bloqueaba  á  Tortosa  el  brigadier 
D.  Juan  Antonio  Saoz,  cuando,  presentándose  inesperadamente  en  la 
linea  el  barón  de  Eróles,  acompañado  de  varios  ayudantes,  entre  ellos 
uno  que  vestía  el  uniforme  del  estado  mayor  de  Súchel,  púsose  en  re* 
lacion  con  el  gobernador  de  la  plaza,  general  Robert,  por  medio  de 
bien  falsificados  documentos  que  se  so  ponían  espedidos  por  el  cuar- 
tel general  francés  para  instar  la  entrega  de  aquel  punto. 

Dejóse  sorprender  Robert  al  principio,  contestando  desde  el  castillo 
en  donde  le  retenia  un  ataque  de  gota: 

—«No  siéndome  posible  pasar  á  arreglar  personalmente  en  el  cuar- 
tel general  español  infinidad  de  asuntos  relativos  á  la  guarnición,  me 
comprometo  á  enviar  después  de  la  una  de  la  tarde  de  mañana  (4  de 
febrero)  al  coronel  barón  de  Plicque,  y  para  probaros  mi  exactitud  en 
llenar  fielmente  las  condiciones  de  un  tratado,  os  enviaré  también 
mafiana  &  primera  bora  tres  soldados  del  regimiento  de  la  Ruja,  que 
han  tenido  la  imprudencia  de  acometer  á  mis  guardias  en  el  acto  de 
llevar  el  rancho  á  sus  compañeros:  ya  que  me  había  sido  notificado 
el  armisticio  cuando  cayeron  prisioneros,  no  deben  ser  en  rigor  con- 
siderados como  tales;  no  lo  son  legítimamente. » 

Tratábase,  como  se  ve,  de  un  supuesto  armisticio,  la  guarnición 
engañada  debia  salir  de  la  plaza  el  dia  6,  camino  del  Perettó,  en  donde 
pernoctaría  seguramente,  podiendo  encontrarse  á  las  diez  de  la  ma- 
fiana siguiente  sobre  el  Coll  de  Balaguer,  en  cuyo  punto  debia  ser 
atacada  por  las  fuerzas  allí  reunidas,  y  hecha  prisionera. 

Salió  con  efecto  el  dia  y  hora  señalada  el  barón  de  Plicque  para  el 
campo  español,  con  poderes  para  su  comandante  general,  por  cayo 
conducto  se  llevaba  á  cabo  la  trama. 


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DE  IQMfA»  14» 

Mu  aquella  misma  noche  hubo  de  introducirse  en  el  castillo  un 
paisano  que  pidió  con  viva  instancia  hablar  al  gobernador. 

Hallábase  esle  postrado  por  el  dolor;  mas  recibióle  sin  embargo  en 
el  pabellón  qoe  habitaba. 

—¿Que  se  ofrece?— preguntó  desde  luego  y  con  bronca  voz  al 
recién  llegado. 

— Vengo  á  solicitar  mi  perdón  en  cambio  de  un  importante  serví- 
ció— contestó  en  baen  francés  el  paisano. 

—Habla. 

— Desertó  al  principio  de  esla  guerra ,  pero  vengo  á  borrar  mi 
falta  salvando  á  toda  esta  guarnición. 

Robert  se  sonrió  desdeñosamente. 

El  paisano  continuó  presentándole  unos  arrugados  papeles  llenos 
de  borrones  y  rasgos: 

— Ved  si  os  dice  esto  algo. 

Eran  ensayos  de  las  letras  y  rúbricas  que  se  habían  presentado  á 
Robert  para  engañarle,  y  entre  ellos  estaba  el  borrador  de  la  si- 
puesta  orden  de  Súchel,  que  conservaba  en  su  poder. 

—{Ira  de  Diosl— exclamó  el  general  después  de  compulsar  aten- 
tamente la  fingida  orden  de  Suche!  con  los  papeles  que  te  acaban  de 
presentar.—  ¿Con  qne  quieren  engasarme  esos  cobardes,  no  atrevién- 
dose á  vencerme?  Esperad;  veremos  ahora  quien  engalla  á  quien. 

Contestó  al  día  siguiente  Robert ,  que  era  indispensable ,  yaque 
babia  Sais  de  posesionarse  de  la  plaza,  tener  una  entrevista  con  las 
personas  que  en  el  articulo  10  del  convenio  se  nombraban,  y  que  si 
la  evacuación  no  se  verificaba  á  las  cuatro  horas  de  firmado  el  com- 
promiso* seria  la  colpa  del  jefe  español;  designóle  para  la  entrevista 
la  casa  extramuros  llamada  id  Camarer,  y  •  finalmente— afiadió— 
si  á  las  entro  de  la  tarde  no  me  habéis  enviado  á  persona  alguna, 
tengo  el  honor  de  deciros  que  me  veré  obligado  á  no  creer  en  la  con* 
duston  de  un  armisticio,  y  mandaré  r*oovar  las  hostilidades.»    • 

Tan  repentina  mudanza  obligó  á  Eróles  á  abandonar  un  proyecto 
que  por  todos  lados  aparecía  contrariado ,  pues  el  general  inglés 
Clinton  acababa  de  escribirle  que,  habiéndose  retirado  del  Llebregat 
laa  tropas  enemigas  le  convenia  disponer  de  la  primera  división  y 
de  la  fuerza  de  la  Mallorquína,  que  le  tenia  el  barón  entretenidas. 


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»Q0  PRISIOMS 

Sin  embargo,  logró  Eróles  completamente  su  objeto  en  Lérida,  Mon- 
zón y  Mequinenza. 

Posteriormente,  en  dias  no  menos  azarosos  en  que,  peleando  espa- 
ñoles contra  españoles,  se  desgarraban  de  dolor  las  maternales  en- 
trañas de  la  patria,  apareció  una  noche  coronado  el  castillo  por  uno 
de  los  bandos  contendientes,  quedando  en  consecuencia  la  dudad  en 
poder  suyo. 

Corramos  un  denso  velo  á  esa  larga  época  de  desdichas ,  lamen- 
tando una  vez  mas  la  suerte  de  los  desgraciados  que  encerró  el  casti- 
llo de  San  Joan  y  sepultó  sabe  Dios  que  miserable  pedazo  de  tierra. 


Insurrección  del  general  Ortega — Elío. — Los  ex-iofanles. — Proceso. — Últimos  mo- 
mentos de  Ortega. — Sa  mnerte.— Prisión  de  los  ex-infantes. — Libertad  de  los  pri- 
sioneros del  castillo  de  San  Juan. — Caballerosidad  de  Elío.— Inconsecuencia  de 
D.  Carlos  y  D.  Fernando. 

Entre  las  insurrecciones  militares  que  por  desgracia  Uene  que  re- 
gistrar la  moderna  historia  de  nuestro  país,  ninguna  tan  calificada- 
mente de  desatentada  y  aviesa  como  la  del  capitán  general  de  las  is- 
las Baleares,  D.  Jaime  Ortega. 

Recuérdense  épocas,  nombres  y  banderas  políticas;  solo  en  tiem- 
pos muy  remolos  podrá  hallarse  algo  á  que  con  fundamento  compa- 
rar esa  descabellada  intentona,  fruto  que  nos  complacemos  en  atri- 
buir, mas  á  los  desbarros  de  una  imaginación  acalorada,  que  á 
verdadera  perversidad  de  corazón. 

La  nación  espafioía  estaba  á  últimos  de  marzo  de  1860  compro- 
metida aun  en  una  guerra  de  peligros,  pero  también  de  honra  na- 
cional. Los  preliminares  de  la  paz  no  habían  sido  firmados,  ó  por  lo 
menos  se  ignoraba  en  aquellas  islas.  ¿Qué  mejor  ocasión  para  llevar 
al  seno  de  la  madre  patria  la  muerte  y  el  estrago?  Parece  imposible 
que  se  titularan  españoles  y  caballeros  los  que  asi  trataban  de  apro- 
vecharse de  unos' momentos  en  que  no  había  mas  que  un  solo  inte- 
rés para  todos  ios  españolos,  porque  era  cuestión  del  honor  de 
todos,  para  venir  á  renovar  antiguas  y  ya  olvidadas  querellas. 


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m  mota.  MI 

De  algunos  dita  á  aquella  parle,  misterioso*  rumores  se  propala- 
ban, como  el  soplo  vago  y  funesto  que  precede  á  la  tempestad.  Igno- 
rábase á  punto  fijo  de  qué  lado  debía  sobrevenir  la  tormenta.  Mas 
¿quién  no  había  do  sonreír  á  tales  presagios,  cuando  los  mas  contra- 
rios partidos  deponían  sus  armas  en  aras  de  la  gloria  de  la  nación; 
cuando  una  era  la  voz,  uno  el  deseo  que  ¿  lodos  electrizaba? 

Sio  embargo,  la  nolicia  del  desembarco  de  San  Carlos  de  la  Rápita 
no  tardó  en  comunicarse  con  la  rapidez  de  la  centella  por  todos  los 
ámbitos  da  la  monarquía.  «Con  el  rubor  en  la  frente  y  henchido  el 
pecho  de  la  mas  justa  indignación — exclamó  la  prensa— tenemos  el 
triste  deber  de  comunicar  la  nolicia  de  una  reciente  rebelión  :  te- 
nemos otro  D.  Julián,  tenemos  un  hombre  que,  hollando  sus  mas  sa- 
grados deberes,  faltando  á  la  confianza  que  en  él  depositaran  su  rei- 
na y  su  patria,  arrojando  una  mancha  al  honroso  uniforme  espafiol, 
que  por  desgracia  vestía,  estando  España  en  guerra  con  una  nación 
eslranjera  y  la  Europa  gravemente  perturbada,  se  ha  pronunciado  en 
rebelión.» 

Autoridades,  corporaciones  y  particulares  se  apresuraron  á  mani- 
festarse mas  unánimes,  si  cabe,  que  en  la  cuestión  que  acababan  de 
decidir  felizmente  nuestras  armas  en  los  campos  africanos. 

Veamos  ya  cual  fué  el  principio  y  ei  desenlace  de  un  atentado  que 
podía  ser  para  la  nación  de  tristísimo  resultado. 

Hacia  algunos  meses,  cuando  se  declaró  la  guerra  entre  Espada  y 
Marruecos,  que  se  habia  escrito  desde  París,  dando  noticia  de  haber 
el  conde  de  Montemolin  hecho  en  Inglaterra  un  empréstito  de  medio 
millón  de  libras  esterlinas,  qu<)  debia  ser  pagado  por  cierta  casa  de 
la  capital  del  vecino  imperio.  Trasladóse  al  poco  tiempo  á  París  el 
proscrito  conde,  y  empezó  entonces  á  notarse  cierto  movimiento  en  la 
«Migración  carlista. 

Comenzada  la  guerra,  viendo  el  espíritu  del  país,  y  conociendo  sin 
duda  que  habían  de  encontrar  oposición  entre  los  mismos  hombres 
de  sus  opiuiones.  que  mirarían  cualquier  tentativa  de  esta  naturale- 
za como  un  crimen  de  lesa-nacion  en  los  momentos  en  que  nuestras 
tropas  estaban  peleando  en  pais  eslranjero,  se  desistió  del  propósito, 
ó  si  continuaron  sus  trabajos  fué  mas  encubiertamente  y  entre  un 
mas  reducido  número  de  personas. 


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Iftt  rtUJNOMS 

No  transcurrió  macho  tiempo  sin  que  se  verificasen  algunas  reu- 
niones en  Madrid  y  en  casa  de  un  célebre  personaje:  á  ellas  asistie- 
ron los  representantes  de  determinadas  Tracciones  políticas  que  com- 
batían al  gobierno,  y  un  número  de  jefes  carlistas.  En  ellas  manifes- 
taron algunos  de  los  concurrentes  que  no  querían  entrar  en  la  alianza 
que  se  les  proponía,  y  se  retiraron. 

Poco  después,  el  que  los  habia  convocado,  y  que  era,  como  suele 
decirse,  el  alma  del  negocio,  salió  para  París,  donde  tuvieron  lugar 
algunas  reuniones  parecidas  4  las  de  Madrid,  en  las  que  se  acordé 
que  habia  llegado  la  hora  de  obrar,  y  se  convino  en  que  se  verifica- 
ría un  movimiento  por  la  parle  del  alto  Pirineo,  simultáneamente  con 
un  desembarco  en  la  costa  de  Valencia.  En  este  punto  debía  tomar 
tierra  el  conde  de  Montemolin  con  algún  otro  jefe  carlista. 

De  estos  proyectos  parece  que  tuvo  noticia  el  gobierno  español  por 
conducto  de  la  policía  francesa.  Lo  que  es  probable  no  supiese  el 
gabinete  de  Madrid,  hasta  que  ya  no  era  tiempo  de  impedirlo,  ó  si  lo 
supo  no  quiso  creerlo,  es  que  en  semejante  combinación  mitrase  el 
general  Ortega.  Con  todo,  el  mismo  dia  en  que  se  verificó  la  rebe- 
lión, habia  noticias  de  que  debían  enviarse  á  Ortega  dos  vapores  de 
Marsella  para  embarcar  las  tropas  de  las  Baleares,  y  que  en  ellos  iba 
algún  carlista  de  importancia. 

En  efecto,  llegó  á  Palma  primeramente  un  buque  inglés  con  una 
persona  joven,  y  que  hablaba  perfectamente  dos  ó  tres  idiomas  es- 
traojeres,  el  español  y  el  catalán,  quien  se  hizo  pasar  por  agente  de 
una  casa  inglesa  para  allegar  un  cargamento  de  vino.  A  loe  pocos 
dias  llegó  al  mismo  punto  un  vapor  francés. 

El  27  de  marzo  envió  el  general  Ortega  al  vapor  español  D.  Jai- 
me II  y  al  vapor  francés  Naveaune  á  Mahon,  con  su  ayudante  Ca* 
vero,  que  llevaba  un  pliego  para  el  general  Bassols.  En  este  pliego 
parece  le  decía  que  embarcara  en  los  dos  vapores  los  batallones  de 
provinciales  de  Lérida  y  Tarragona,  que  necesitaba  para  hacer  los 
honores  al  príncipe  de  Baviera  á  quien  esperaba ,  y  que  á  la  vuelta 
del  mismo  vapor  enviaría  á  Mahon  el  provincial  de  Mallorca. 

No  debia  estrafiar  esto  al  general  Bassols ,  pues  parece  estaba  ya 
convenido  que  se  habia  de  verificar  semejante  cambio  de  tropas  por 
razones  del  servicio.  Lo  que  si  hubo  de  infundirle  algunas  sospechas, 


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DEEUtOH  S5S 

feé*  que  habiendo  quedado  una  partida  de  trapas  sin  embarcar  por 
no  caber  en  el  buque  ,  hizo  Bassois  observar  al  capitán  del  vapor 
francés  qoe  por  tan  corta  travesía  podía  colocarte  de  cualquier  ma- 
nera que  faese  la  poca  tropa  que  quedaba,  á  fin  de  no  separarla  de 
so  cuerpo ;  &  lo  que  contestó  el  referido  capitán  que  no  quería  tomar 
mas  gente  á  bordo  porque  ignoraba  si  la  travesía  babia  de  ser  corla 
ó  larga. 

-  Por  fin,  el  groase  de  la  faena  partió  de  Mabon  4  las  seis  y  media 
de  la  tarde  del  30,  y  las  cuatro  compañías  que  restaban  lo  verifica- 
ron á  la  maüana  sigílente.  Dos  vapores  ulai,  que  se  habían  presen- 
tado también  en  aquellas  aguas,  habían  ya  desaparecido  á  las  ocho 
de  la  noche. 

Nadie  podia  en  aquella  isla  comprender  como  por  un  asunto  como 
el  que  suponía,  se  verificaba  un  derroche  tal  en  los  fondos  del  Esta- 
do, pues  el  mismo  capitán  del  vapor  francés  confesó  que  se  le  salisfa* 
eian  30  francos  por  el  pasaje  de  cada  soldado.  El  vapor  Inglés  City-of 
-Noraiwoh,  que  también  había  embarcado  tropas,  no  dijo  nada  sobre 
al  particular,  y  era  de  presumir  que  el  eapafiol,  como  buque  nacio- 
nal y  perjudicado  &  la  fuerza  en  sus  intereses,  debiera  recibir  tanta 
cantidad  como  el  mas  favorecido.  Afiádase  á  eslo  la  mdemniíaoion 
de  loa  perjuicios!  y  se  tendrá  una  suma  considerable. 

Hé  aqui  como  se  embargaron  los  vapores  Jaime  I  y  II.  Iba  aquel 
á  batanea  la  mar  para  Barcelona  el  día  SO,  cuando,  detenido  por  ór* 
éso  del  general,  tuvieron  qw  volver  4  tierra  los  pasajeros  y  desem- 
barcar sus  equipajes,  Poco  después,  se  dio  orden  de  aligerar  por 
completo  el  buque,  operación  qoe  verificó  la  tropa,  y  después  de  ha* 
ber  tomado  carbón  para  cmeoenta  horas,  partió  el  Jaime  11  coa  rum- 
bo hacia  Cabo  Manco,  derrota  de  Mahoo. 

El  día  siguiente  quedó  embargado,  en  virtud  de  otra  orden  del  ge- 
neral Ortega,  el  vapor  Jaime  I  recien  llegado  de  Valencia.  La  tropa 
permanecía  en  loa  euartt4es  hasta  que,  embarcadas  por  ia  noche  en  ua 
jabeque  armae,  entre  ellas  4  causaos,  municiones,  raciones  de  pan, 
embarcóse  también  el  provincia1  de  Mallorca  haciéndose  á  la  mar  con 
el  geaeral;  mas  k  las  pocas  horas  retrocedió  entrando  otra  ves  en  el 


Al  amanecer  del  81,  había  en  el  puerto  de  Palma  cualaof  vapores, 

►  a.  70 


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854  MISIONES 

todos  ellos  cargados  de  tropa  basta  los  topes,  y  al  anochecer  entró 
otro  con  tropas  igualmente.  Por  fio,  en  la  madrugada  del  dia  l.#  par* 
lió  con  ellos  el  general  dejando  á  la  población  en  la  mayor  ansiedad, 
y  confiada  la  custodia  de  la  isla  á  unas  pocas  docenas  de  quintos, 
qué  sin  otro  uniforme  que  su  chaqueta  amarilla  y  gorra  de  cuartel 
cubrían  el  servicio. 

Puede  después  de  esto  calcularse  cuan  frió  seria  el  recibimiento 
que  se  hizo  al  príncipe  de  Baviera  que,  con  la  infanta  su  esposa,  lle- 
gó el  mismo  dia  1.*  de  abril. 

Falta  añadir  que  antes  de  su  salida,  había  Ortega,  entre  otras  me- 
didas, prohibido  la  circulación  de  los  periódicos  y  suspendido  espe- 
cialmente la  publicación  de  El  Isleño.  Al  embarcarse  en  el  Jaime  II 
dijo  al  capitán  del  buque  que  debia  hacer  rumbo  al  Tangar;  mas  no 
teniendo  este  en  su  carta  el  espresado  sitio,  bajó  otra  vez  á  tierra  pan 
ra  tomar  informes  en  la  Gapitania  del  puerto  sobre  aquel  fondeade- 
ro. Desempeñada  esta  comisión  y  puestos  eú  marcha  los  vapores,  se 
dio  la  orden  para  dirigirse  á  San  Garlos  de  la  Rápita,  en  donde  debían 
quedar  solo  los  vapores  inglés  y  francés,  volviendo  los  demás  á  su 
destino. 

El  general  Ortega  quiso  llevarse  ciento  cinco  mil  duros  que  había 
en  la  caja  de  la  Tesorería  de  Palma;  pero  como  Je  observase  el  go- 
bernador de  la  provincia  que  no  podia  quedarse  sin  fondos,  por  cuan- 
to habia  allí  varios  depósitos  que  de  un  momento  á  otro  podían  ser 
reclamados,  se  limitó  á  tomar  cuarenta  mil  duros.  Estos  no  entraron 
en  la  caja  de  los  cuerpos,  sino  que  se  los  llevó  el  general  en  su  equi- 
paje, cuyo  hecho  corona  la  fealdad  de  su  conducta; 

Entre  los  papeles  de  Ortega  se  hallaban  las  siguientes  cartas: 

Octubre  45  de  4860.—  Mi  estimado...  Llegó  el  portador  que  me  ha 
esplicado  cuanto  le  tenia  encargado,  y  además  lo  que  ha  averiguado 
y  eiamioado  en  su  camino.  Volviendo  por  el  mismo,  te  dirá  como  se 
resuelve  la  cuestión,  en  la  cual  yo  no  (altaré,  reunidas  que  sean  las 
condiciones  necesarias,  y  que  como  no  depende  de  mi,  no  puedo 
asegurar.  Estoy  impaciente  por  ver  el  término  de  este  asunto,  que 
al  inmenso  interés  general,  reúne  el  de  mi  posición  personal.  ftatre 
tanto  y  como  siempre,  te  repite  el  particular  afecto  que  te  profesa. 
—Carlee  Luía. 


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01  EUROPA.  S53 

Bruselas  18  de  febrero  de  4880— Las  distancia*  se  estrechan,  mi 
estimado  general;  todo  lo  que  se  deseaba  por  aquí  está  arreglado; 
(pedan  algunos  detalles  que  se  arreglarán  y  para  los  que  Morales  Ya 
encargado  y  te  los  dirá,  asi  como  todo  sn  viaje.  Te  volveré  á  escri- 
bir, ó  sino  lo  hará  Elio  para  confirmar  la  época,  qne,  como  te  dirá 
Morales,  será  lo  mas  pronto  posible.  El  momento  decisivo  está  may 
cercano  y  en  él  vamos  á  jngar  la  suerte  de  nuestra  país;  un  porvenir 
brillante  y  glorioso  se  te  ofrece;  mi  confianza  en  ti,  asi  como  la  de  mi 
familia,  no  puede  ser  mayor;  y  espero  que  responderás  de  un  modo 
digno  de  ti  y  de  la  grande  empresa  que  nos  mueve.  Mi  reconocimiento 
será  proporcionado  á  tus  eminentes  servicios,  y  de  todos  modos  men- 
ta siempre  con  el  particular  aprecio  de  tu  afectísimo. —Carlos  Luis. 

Llegada  la  expedición  á  San  Carlos  de  la  Bápita  entre  siete  y  ocho 
de  la  noche  del  dia  4  .*,  principié  el  desembarco  que  no  terminé  has- 
ta la  mafiana  siguiente.  Salieron  unas  compañías  á  Vinaroz  por  ra- 
ciones y,  hallándose  de  regreso  sobre  las  cuatro  é  cinco  de  la  tarde, 
emprendieron  la  marcha  á  Amposta  todas  las  fuerzas. 

Hasta  entonces,  no  se  había  ocurrido  á  la  tropa  ningún  asomo  de 
desconfianza;  pero  al  salir  de  San  Carlos,  como  viesen  corlados  los 
alambres  del  telégrafo,  preguntáronse  unos  á  otros  oficiales  y  solda- 
dos, quien  había  hecho  aquello,  no  fallando  quien  respondió: 

—El  general. 

Observaron  además  dos  tartanas  que  precedían  á  respetable  dis- 
tancia á  la  columna. 

Tampoco  falté  quien  notara  que  al  acercarse  el  general  á  una  de 
ellas,  aunque  con  cautela,  se  descubría  con  todas  las  sedales  de  la 
mas  profunda  reverencia. 

Habiendo  los  oficiales  pertenecido  á  distintas  guarniciones,  no 
existía  entre  ellos  la  intimidad  suficiente  para  espontanearse,  y  esto 
biso  que  en  los  primeros  momentos,  recelosos  unos  de  otros,  ahoga- 
sen todas  sus  dudas. 

Sobrado  fundamento  lenian;  pues  al  momento  de  pisar  Ortega  la 
plaza  de  San  Carlos  de  la  Repita,  había  pedido  que  se  le  presentara 
el  alcalde  del  pueblo,  cuya  autoridad,  no  habiendo  podido  cumplir 
per  bailarse  ausente,  apersónese  en  su  lugar  el  teniente  de  alcalde,  á 
quien  dijo  el  general^: 


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5S6  PRISJOMS 

«-Designar*  V.  las  dos  easas  ma»  cómodas  y  visibles  de  la  poWa- 
cion  para  alojamiento  de  ana  persona  de  categoría  que  va  á  desem- 
barcar, y  para  el  mío. 

SI  alcalde  designó  cof*  la*  was  á.  propósito  la  saya  y  U  que  ser- 
via de  fonda. 

Gooteslóle  en  seguida  el  general: 

—Queda  reservada  la  primera  para  enalto  personaje.  Tacen 
mis  ayudantes  pasaré  4  la  segunde.  Entre  tanto  disponga  V.  el  em- 
bargo de  eoarenJa  carros. 

T  espidió  diferentes  oficios  para  allegar  hasta  10*  carras,  cap 
amenaza,  al  que  no  cumpliera,  de  enviar  no  piquete  de  caballería  y 
traer  presos  k  iodos  los  Ayuntamientos.  Díó  también  orden  para  que 
loa  centinela*  colocados  en  las  avenidas  de  la  población  ae  impidie- 
sen 6  nadie  la  entrada,  pero  si  la  salida  A  la  tropa  se  la  proveyó  de 
sei#  paquetes  de  cartuchos  por  plaae. 

41  poco  rato,  cuando  «alió  de  á  bordo  el  ultimo  soldado  y  apare-* 
cieron  en  la  plaza  las  cuatro  piezas  de  artillería,  desembarcó  el  per- 
sonaje en  cuestión,  sugeto  de  poca  estatura  y  de  ojo»  apegados,  que 
calzaba  una*  enormes  botas  de  mentar,  sin  aira  particularidad  en  el 
traje,  y  pasó  á  ocupar  su  alojamiento. 

La  voz  pública  desigqó  á  este  individuo  con  el  nombre  de  Monte-* 
molin.  Acompasábanle  otras  tres  personas. 

A  la  mañana  siguiente  fuese  h  oir  el  Santo  Sacrificio  4e>  la  inisay  y 
al  saludarle  después  el  celebraole,  le  entregó  una  cantidad  de  dinero 
diciéodplft: 

— Celebre  V.  seis  misas  al  objeto  de  que  Dios  proteja  con  su  gra- 
cia el  movimiento  que  vamos  á  iniciar. 

Verificada  la  marcha,  como  dejamos  apuntado,  en  la  mañana  del 
dia  3,  dirigióse  la  columna  compuesta  de  unos  4,000  hombres  por  el 
camino  de  Torloea  Las  piezas  y  lps  equipajes  habían  salido  con  an- 
ticipación. 

«—¿Quiénes  son  esas  personas  desconocidas  y  misteriosas  que  pa- 
rece que  nos  huyen  y  nos  siguen?— continuaba  preguntando  la  en- 
gañada tropa. 

Sobre  las  once  de  la  ma&ana  hizo  alto  la  división  en  el  punto  del 
Coll  de  Crcu,  dictante  de  la  Rápita  como  cosa  d&  wa  legua,  y  dwdft 


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d*  muirá  os? 

defaia  tomarse  una  bar*  de  descanso.  A*,  aproximados  los  que  poce 
antee  apenas  se  conocían,  y  puestos  de  acuerdo,  las  armas  en  pabe- 
llones, reunidos  en  grupos  oficíales  y  soldados,  resolvióse  lo  que  de- 
bía hacerse,  mientras  bien  a*eao  al  general  de  lo  qoe  sucedía,  *e 
hallaba  abromado  á  alguna  distancia  adelaatado  del  camino. 

Si  Ortega,  que  llevaba  en  su  cartera  reales  órdenes  falsas  para  to- 
mar A  mando  de  la  capitanía  general  de  Valencia,  las  hubiese  dado 
k  conocer  i  sus  tropas,  habriaias  podido  conducir  á  donde  quiera 
que  fuese;  pero  tuvo  el  poco  acierto  de  ocultarlas,  y  algunas  severas 
amonestaciones  que  dirigió  á  los  que  deseaban  estar  enterados  del 
movimiento,  añadieron  á  la  desconfianza  el  enojo. 

Antes  del  toque  de  llamada,  impacientes  ya  algunos  soldados,  se 
habían  puesto  las  mochilas.  Señó  por  fin  la  cometa.  Entonces  el  jefe 
mas  caracterizado,  que  lo  era  el  teniente  coronel  del  provincial  de 
Tarragona,  Rodrigue*  Vera,  ae  encaré  oon  el  general,  preguntándole 
ai  podían  saber  á  donde  iban. 

La  respuesta  fué: 

—A  V.  nada  le  importa,  y  le  advierto  que  lo  mismo  Ensilo  á  un 
coronel  que  á  un  soldado. 

T  longo  afiadió  dirigiéndose  á  la  tropa: 

— ¡Soldados!  (Viva  Narrase! 

Mas  la  tropa  permaneció  muda. 

En  seguida  volví*  4  gruir: 

-{Viva  Carlos  Vil 

toro  el  mismo  elocuente  silencio  recibid  este  segundo  grito  que  finé 
k  perderse  en  les  ecos  de  las  vecinas  montadas. 

Entonces  el  mismo  Rodríguez  Vera,  arrancando  de  la  vaina  el  ace- 
ro, y  temando  la  bandera  del  provincial  de  Tarragona,  que  enarboló 
poseído  del  mas  ferviente  entusiasmo: 

— {Hijos!  |V«mes  vendidos!— exotansó.— jViva  la  Reinal  ¡Viva el 
gobierno  mMÜlnido! 

Dn  grito  unfcaime,  general,  ardoroso,  repitió  la  palabra  ¡Viva!  pe- 
ro un  viva  á  I*  vez  siniestro,  amenazador  para  el  desleal. 

Al  conocer  este  el  entusiasmo  de  las  fuerzas  que  trataba  de  sedu- 
cir, abrazó  de  un  golpe  de  vista  el  peligro  que  le  ameoazaba,  corrió 
biela  ra  cabaUo  y,  maulando  en  él  con  presteza,  salió  al  escape,  sal- 


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158  piisiunes 

lando  por  encima  de  los  callona  y  dando  al  miaño  tiempo  la  vez  á 
la  escolta  para  qae  le  siguiese. 

Mas  la  escolta,  en  vez  de  seguirle,  retrocedió  á  la  carrera,  salvando 
este  incidente  al  general,  porque,  creyendo  la  infantería  que  era  ala - 
cada  por  aquella,  tanto  que  la  hiciera  algunos  disparos,  tuvo  tiem- 
po, mientras  esta  equivocación  se  cor  rigió,  para  alejarse. 

Iban  delante  á  largo  trecho  y  á  pié  los  embozados  personajes,  al 
pasar  cerca  de  los  cuales  como  una  exhalación,  gríteles  el  general,  no 
sin  descubrirse  como  siempre  coi*  respeto: 

— I A  las  tartanas!  já  las  tartanas!  ¡Somos  perdido*;!  ¡apretar  hasta 
que  revienten! 

Y,  seguido  de  sus  ayudantes  y  algunos  paisanos,  se  encaminó  por 
Santa  Bárbara,  Mas  Barberans  y  collado  de  Suca,  al  puerto  de  Bi- 
ceite. 

Los  ex -infantes  y  oficiales  carlistas  que  habían  salido  de  Tortosa 
para  incorporárseles,  tomaron  distinta  dirección.  Las  tropas  tuvieron 
que  avanzar  todavía  un  buen  espacio  para  apoderarse  de  las  piezas  y 
de  los  equipajes  que  precedían,  como  se  ha  dicho,  á  la  división,  des- 
pués de  lo  cual  se  encaminó  hacia  Tortosa. 

El  gobernador  militar  de  esta  ciudad,  que  ningún  parte  oficial  ha- 
bía tenido  del  desembarco  de  Ortega,  tan  pronto  como  tuvo  conocí* 
miento  del  suceso,  &  la  media  noche  del  2  telegrafió  al  gobierno  su- 
perior, y  llamó  á  los  jefes  de  los  cuerpos  para  poner  en  estado  de 
defensa  la  plaza,  en  la  cual  solo  había  una  pieza  de  á  8,  en  el  ba- 
learte de  la  cabeza  del  puente  que  enfila  la  carretera  de  Yalencia; 
una  de  16  en  el  del  Temple  sobre  la  de  Barcelona,  y  una  de  á  24  en 
el  fuerte  de  la  Tenaza. 

Artillaban  el  castillo  de  San  Juan  6  piezas  montadas,  que  sirvea 
para  instrucción  y  para  salvas. 

La  fuerza  de  artillería  era  escasa.  Pero  la  necesidad  y  el  entusias- 
mo suplieron  la  falta  de  recursos,  y  lo  primero  que  se  hizo  fué  poaer 
&  disposición  del  jefe  del  arma  todos  los  soldados  de  Segorbe  que  ne- 
cesitó y  hasta  14  matriculados,  mas  aptos  que  aquellos  para  el  servi- 
cio de  las  piezas. 

Desde  luego  principió  á  cargarse  cartuchería  de  todos  calibres.  Es- 
ta operación  tan  difícil,  aun  en  momentos  de  caima,  tan  estremada- 


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DÉ  iOiOFi.  S5t 

m¿ate  peligros*,  catado  los  momentos  son  horas,  fué  ejecutada  con 
tanta  celeridad  como  acierto;  de  suerte,  y  esto  es  verdaderamente 
pasmoso,  que  al  anochecer  del  3  se  hallaban  construidos  y  al  pié 
de  sus  baterías  3t0  tiros  de  &  14,  3SO  de  á  16;  3t0  de  á  12;  240  de 
á  8;  320  de  obús  de  i  9,  y  240  de  obús  de  ¿  7;  esto  es,  1760  tiros, 
sin  contar  160  granadas  de  á  9  y  7. 

A  la  media  noche  existían  ya  colocadas  y  provistas  de  lo  necesario 
10  piezas  montadas,  y  de  reserva  una  pieza  de  tntalla  de  á  8  para 
picar  al  enemigo  si  se  retiraba,  ó  para  resistirle  en  las  calles  de  la 
población,  caso  de  lograr  entrar  en  ella. 

Llegada  la  noticia  á  las  primeras  horas  de  la  madrugada  de  que 
se  acercaban  tropas,  publicóse  la  ley  marcial  y  encendieron  los  arti- 
lleros las  mechas.  A  la  media  hora  llegó  á  la  carrera  un  oficial  se- 
gaido  de  dos  ordenanzas;  pidió  que  se  le  franquease  la  entrada  y9  con- 
.  d acido  á  presencia  del  gobernador,  dijo  pertenecer  i  la  división  de- 
sembarcada y  venir  en  nombre  de  la  oficialidad  á  depositar  en  él  el 
homenaje  de  su  fidelidad  á  la  reina  y  á  pedir  que  se  la  abrieran  las 
puertas. 

Temiendo  un  amafio  el  gobernador,  detuvo  al  oficial  y  envió  al 
Mayor  de  plaza  i  decir  i  las  tropas  que  necesitaba  conferenciar  con 
los  jefes,  de  los  que  solo  uno  se  presentó.  Segundo  viaje  al  sitio  don- 
de estaban  aquellos.  Últimamente,  eran  las  6  de  la  'arde,  cuando 
presentándose  toda  la  oficialidad,  pudo  conocer  en  el  entusiasmo  que 
la  animaba,  cuan  injusto  su  recelo  habia  sido. 

El  gobierno  no  habla  perdido  tampoco  uomentos  en  participar  al 
digno  jefe  militar  de  Tortosa  lo  siguiente: 

— cLa  reina  nuestra  sefiora  confia  al  valor  y  pericia  de  V.  S.,  al 
denuedo  de  las  tropas  de  su  mando,  y  á  la  lealtad  de  los  habitantes, 
la  defensa  de  esa  plata.— Resista  V.  S.  á  toda  costa  el  ataque  del 
enemigo.— Fuerzas  numerosas  marchan  en  ausilio  de  la  plaza. » 

Tarragona  hito  i  sus  provinciales  e!  recibimiento  mereciüo  &  su 
lealtad  y  á  la  valerosa  conducta  de  su  jefe.  El  Ayuntamiento  salió  á 
recibirles  con  su  música  fuera  la  puerta  de  Francoli,  en  cuyo  punto 
se  pronunciaron  entusiastas  discursos  y  se  dieron  enérgicos  y  nutri- 
dos vitas  á  la  Reina,  &  la  Constitución,  al  gobierno,  *  la  unión  de 
loa  espafioles,  y  mueras  4  loo  traidores.  Seguidamente  y  precedido  de 


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sao  misieras 

la  música  municipal  y  de  la  banda  del  regimienéede  flema,  hizo  an 
entrada  el  batallón  recorriendo  la*  principales  callet  de  la  ciudad f 
basta  su  alojamiento  en  el  cuartel  del  Carrj).  Juntamente  con  él  lie* 
garon  también  diez  y  odio  soldados  de  caballería  que  formaban  la 
escolta  de  respeto  del  general  Ortega. 

Al  mismo  tiempo  que  se  declaraba  éste  en  manifiestitébeUsB,  al- 
gimas  partidas  facciosas  se  levantaban  en  distintos  puntos;  ma*  re- 
ducidas y  disueltas  instantáneamente,  solo  sirvieron  para  acatar  de 
demostrar  la  ninguna  simpatía  que  el  desvalido  bando  esoitdba  en  la 
nación  española. 

Elio  y  so  ayudante  ó  secretario,  fueron  capturados  cerca  de  Vina- 
roe  el  día  5.  Estaban  durmiendo  en  una  miserable  casucha  junto  al 
río  de  la  Cenia,  en  ocasión  que  Negaron  cinco  individuos  del  sornas 
ten  organizado  por  el  alcalde  de  Vinares,  y  cerno  hiciesen  estos  algmi 
ruido,  el  dueSo  de  la  casa  les  advirtió  que  no  lo  hiciesen,  que  arriba 
dormían  dos  señores  que  hablan  llegado  hacia  un  rato  fatigadismos. 
Esta  inesperada  revelación  ensotó  á  aquellos  buenos  espalóles  la 
determinación  que  debían  tomar.  Armados  solo  de  cuchillos,  subieron 
i  la  habitación  superior  é  hicieron  prisionero  sin  resistencia  al  que 
babia  mandado  na  ejército.  Conducidos  los  presos  á  Vinrot,  fueras 
trasladados  al  castillo  de  PeftUcola  por  la  guardia  civil,  y  luego  al  de 
San  Juan  de  Tortosa,  por  no  haber  en  la  cárcel  de  este  ciudad  lugar 
&  propósito. 

El  6  fué  preso  Ortega,  destituido  por  la  reina  de  sus  grades,  hono- 
res y  condecoraciones;  los  que  con  él  iban,  reventando  los  caballos, 
llegaron  á  Calanda,  pensando  que  nada  sabriai  en  esto  pueblo»  Allí 
tenia  el  general  un  primo,  por  el  que  preguntó  al  alcalde,  á  quien  al 
paso  encontró.  Mjole  este,  que  no  se  hallaba  en  el  pueblo  la  persona 
que  decía;  pero  que  si  gustaban,  podían  hospedarse  en  su  casa.  El 
objeto  del  alcalde  era  detenerles,  porque  ya  sabia  todo  to  ocurrido, 
y  sospechaba  quienes  eran.  No  aceptó  Ortega  el  ofrecimiento  y  se  fué 
&  la  posada;  mas  notando  luego  ciertos  oorrillos,  consideróse  aili  po- 
co seguro,  y  se  marchó  cautelosamente  del  pueblo.  En  el  Ínterin  dio 
parte  el  alcalde  k  la  guardia  civil  y  salió  en  seguida  un  cabo  con  cua- 
tro soldados  á  tomarle  la  delantera  por  un  atajo.  Llegado  allí  Ortega 
con  los  sayos,  salieron  de  improvise  leagaaidiasv  inUmtoMes  la 


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DE  MJtVPk  6CI 

rendición  de  ao  modo  muy  enérgico,  y,  dn  oponer  la  menor  resis- 
tencia se  desmontaron  todos  y  dejaron  amanillar  por  los  aprehen* 
sores. 

Aoompafiado  de  on  oficial  de  la  misma  arma,  entró  Ortega  en  Tor- 
tora el  día  11,  en  nn  carro,  y  en  otro  carro  detrás  venían  sns  compa- 
ñeros. Vestía  aquél  de  capa  madrileña  ¿on  vivos  blancos  y  gorra. 
Foé  conducido  al  castillo  de  San  Joan,  donde  pidió  ana  camisa 
para  mudarse   Sns  compañeros  pasaron  á  la  cárcel. 

Puestas  en  movimiento,  desde  el  primer  instante  de  la  noticia  de 
la  descabellada  insurrección,  las  faenas  regulares  de  los  puntos  mas 
inmediatos  al  teatro  de  los  acontecimientos,  y,  levantados  en  somaten 
multitud  de  pueblos,  fuerza  era  que  los  ilusos  vinieran  á  caer  en 
manos  de  los  subditos  leales. 

Durante  las  primeras  noches  fondearon  en  aquella  costa  algunos 
baques  estranjeros,  haciendo  señales  con  farolillos  de  colores,  mas 
pronto  hubieron  de  retirarse  viendo  la  inutilidad  de  sus  maniobras. 

El  capitán  general  de  Cataluña  juzgó  deber  trasladarse  á  Tortosa 
la  noche  del  dia  7,  por  mar  en  el  vapor  Dertosense,  para  activar  la 
pronta  terminación  de  tan  desagradable  drama. 

Alegróse  Ello  al  ser  conducido  á  Tortosa  de  saber  que  estaba  mili 
Dulce,  pues  esperaba  de  esta  antoridad  mejor  tratamiento  del  que  de 
otras  inferiores  había  recibido.  Manifestó  durante  el  camino  que  Or- 
tega le  babia  engañado  completamente;  que  le  preguntó  odio  veces 
en  Mallorca  si  se  podia  contar  con  los  tropas,  y  que  Ortega  le  babia 
dado  mil  seguridades  de  ello,  añadiéndole  que  todo  el  país  estaba 
preparado.  Al  saber  la  captura  de  Ortega  no  manifestó  pesar,  antes 
dejó  comprender  un  sentimiento  contrarío.  Los  oficiales  que  le  custo- 
diaban le  hallaron  siempre  muy  sereno,  afectándole  verse  objeto  de 
la  curiosidad  de  los  pueblos  del  tránsito.  8in  embargo,  nadie  sopo 
que  llegaba  á  Tortosa  hasta  que  ya  se  hallaba  en  el  castillo.  Asi  que 
quedó  solo  en  su  cuarto,  se  le  ofreció  una  cena,  que  no  aceptó.  Ves* 
tía  de  paleto  color  de  botella,  pantalón  gris  con  una  tira  negra  y  gor- 
ra con  visera.  Por  la  tarde  del  7  subió  á  verle  el  general  Dulce. 

La  madre  y  hermana  de  Elfo,  la  esposa  de  Ortega  y  la  familia  del 
ayudante  de  esto,  Cabero,  acudieron  á  la  reina  para  obtener  la  gra- 
da de  loe  nu)  aconejados -insurrectos;  mas  el  bondadoso  comaon  de 

T9VO  II.  11 


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&tt  FBISlOífES 

Isabel  tuvo  qae  contener  los  impulsos  generosos  que  lo  conmovieron 
por  exigir  la  gravedad  del  delito  un  ejemplar  escarmiento. 

El  infortunado  hijo  de  Ortega,  alférez  de  caballería  en  el  ejército 
de  la  reina,  acudió  también  á  S.  M.  implorando  el  perdón  del  autor 
de  sus  dias. 

— Señora:— decia en  su  respetuosa esposicion. 

— D.  Leopoldo  Ortega,  alférez  de  caballería,  hijo  del  ex-general 
Ortega,  llega  humilde  y  reverentemente  á  los  reales  pies  de  V.  M.  y 
espone:  Que,  teniendo  la  gloria  y  la  fortuna  de  pertenecer  desde  sus 
mas  tiernos  afios  al  ejército  de  V.  M.,  solicitó  espontáneamente  al 
principio  de  la  guerra  con  Marruecos  tomar  parte  en  ella,  cuyo  favor 
alcanzó,  y  dejando  su  puesto  de  ayudante  de  su  padre  por  el  de  ofi- 
cial á  las  inmediatas  órdenes  del  general  D.  Antonio  Ros  de  Olano, 
pasó  á  África,  donde  ha  permanecido  cerca  de  cinco  meses,  habién- 
dose encontrado  en  doce  acciones  y  obtenido  por  ellas  da  la  real  mu- 
nificencia de S.  M.  el  grado  de  teniente  y  la  cruz  de  S.  Fernanlo. 

De  vuelta  á  su  patria  el  capónente  ha  sido  quizás  el  último  en  sa- 
ber la  tremenda  desgracia  que  había  caido  sobre  su  familia  y  lado- 
torosa  catástrofe  que  la  amenaza.  Hoy  ya  lo  sabe  todo...  Permítale 
V.  M.  que  no  nombre  ni  analice  lo  ocurrido:  que  no  lo  piense,  que 
no  lo  juzgue.  Solo  protesta  aquí  de  su  ardiente  amor  á  V.  M.,  de  su 
adhesión  á  su  trono  como  español  y  como  militar.  ¡El  que  llora  ar- 
rodillado á  los  pies  de  V.  M.  no  puede  hablar  de  otra  manera!  ¡Es 
su  padre,  señora!  ¡Es  su  adorado  padre! 

Por  eso  no  dirá  mas  acerca  de  él,  limitándose  á  hablar  de  su  ma- 
dre, de  su  hermana  y  de  sí  mismo: 

Señora,  Y.  M.  es  al  par  que  magnánima  Reina,  dulce  y  cariñosa 
madre,  tierna  y  amantlsima  hija.  ¡Oh!  si...  V.  M.  es  hija  y  puede 
comprender  toda  mi  angustia,  toda  mi  desesperación.  Yo  no  acuso, 
yo  no  defiendo  á  mi  padre:  yo  pido  por  su  vida,  y  V.  M.,  que  alcan- 
zó desde  el  principio  de  su  glorioso  reinado  el  dictado  de  «generosa» 
y  «clemente;»  V.  M  ,  que  es  tan  buena,  tan  misericordiosa,  que  es  la 
madre  de  los  españoles  desgraciados;  que  es  piadosa  y  eminente- 
mente cristiana;  que  tiene  en  sus  augustas  manos  el  poder  de  per- 
donar, y  en  su  hidalgo  corazón  la  grandeza  de  sus  antepasados; 
V.  M.,  que  es  soberana,  que  es  católica,  que  es  española ,  sabrá  ol- 


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DE  EUROPA  •** 

▼idar  las  injurias,  compadecer  al  delincuente,  enjugar  el  llanto  de 
una  esposa  y  de  unos  hijos  que  demandan  gracia...  V.  M.  aplacará 
el  rigor  de  la  justicia  y  perdonará  la  vida  á  mi  padre. 

Señora:  No  hace  muchos  días  que  entre  el  humo  de  los  combates 
gritaba  yo  en  África  ¡viva  la  Reina!  es  la  migic*  voz  era  siempre  la 
señal  del  triunfo.  To  la  he  oido  á  los  moribundos,  á  los  vencedores 
en  los  hospitales,  en  las  almenas  de  Teluao,  eo  medio  de  las  priva- 
ciones y  las  tormentas;  á  todas  horas  y  en  todas  partes.  To  lo  repe- 
lía entonces;  yo  lo  repito  ahora;  yo  lo  repetiré  toda  mi  vida.  Allí  he 
aprendido  á  adorar  á  Y.  M.;  su  augusto  nombre  me  recuerda  los 
momento  mas  grandes  de  mi  existencia.  Todo  mi  ser,  toda  mi  san- 
gre serán  eternamente  de  mi  Reina.  Esta  lealtad  que  la  he  jurado 
tantas  veces,  y  que  hoy  confirmo  con  las  lágrimas  en  los  ojos,  sirva 
en  cierto  modo  para  salvar  la  vida  á  mi  querido  padre. 

Señora:  V.  M.  es  midre  de  un  excelso  principe,  á  quien  ama  so- 
bre todas  las  cosas.  El  dia  Í3  de  enero  celebraba  sus  dias  el  ejér- 
cito de  África  en  las  llanuras  de  Tetuan,  ganando  una  bandera  á 
los  marroquíes,  y  yo  alcaozaba  el  grado  de  teniente  en  recom- 
pensa de  lo  que  pude  hacer  allí  en  nombre  del  heredero  del  trono 
de  V.  M. 

Ta  antes,  como  he  dicho,  V.  M.  me  había  honrado  con  la  cruz  de 
San  Fernando,  también  como  premio  de  mis  oscuros  servicios  en  los 
campamentos  de  Sierra  de  Bullones.  Pues  bien,  señora;  con  el  mayor 
respeto  yo  pongo  á  los  reales  pies  de  V.  M.  esas  dos  gracias  que  he 
debido  á  su  munificencia,  y  le  pido  en  cambio  la  vida  de  mi  padre. 
¡Sea  su  adorada  existencia  el  único  galardón  que  yo  reciba  por  lo 
que  pueda  haber  merecido  en  África!  ¡No  me  niegue  V.  M.  tanta 
gloria,  tanta  fortuna!  ¡Que  el  hijo  redima  al  padre!  [Que  el  Ortega 
de  África  haga  olvidar  al  Ortega  de  las  Baleares! 

Soy  muy  joven,  tengo  diez  y  nueve  años,  y  sin  la  desventura  de  mi 
padre  nada  seria  yo  á  su  lado :  tampoco  compensan  mis  pobres  me- 
recimientos la  indignación  que  ¿i  haya  podido  escitar  eo  V.  M.;  pero 
mi  dolor,  los  profundos  afectos  que  despierta  eo  mi  coraron,  la  con- 
goja en  que  me  hallo,  las  solemnes  protestas  de  vivir  y  morir  por 
Y.  M.  con  que  acompaño  mis  súplicas;  la  voz  de  mi  desolada  mapire 
y  de  mi  infeliz  hernuaa,  uniéndose  á  la  mía,  todo  esto,  señora,  y  la 


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501  PRISIONES 

indulgente  bondad  del  ángel  protector  á  quien  acudo,  me  infunden 
ánimo  para  hablar  asi  á  V.  M. 

¡Qoe  do  se  vierta  la  sangre  de  mi  padre!  Este  es  mi  último  roe* 
go.  ¡Harto  desgraciado  será  ya  toJa  su  tidal  ¡Harto  lo  somos  todos 
los  que  le  queremos! 

¡Piedad,  sefiora!  Dios  y  ta  nación  aplaudirán  su  misericordia:  Dios 
y  la  nación  que  la  han  ungido  soberana  bendecirán,  yo  lo  espero, 
tan  dulce  ejercicio  de  su  real  prerogativa.— Dios  guarde  muchos 
años  la  interesante  vida  de  Y.  M.  para  felicidad  de  los  espa&oles.— 
Madrid  diez  de  abril  de  mil  ochocientos  sesenta.— Leopoldo  Ortega  y 
Ballesteros.»  • 

La  causa,  sin  embargo,  seguía  instruyéndose  con  la  diKgencia  que 
su  gravedad  exigía. 

A  las  siete  en  punto  de  la  mañana  del  47,  después  de  oida  por 
loe  miembros  del  consejo  de  guerra  la  misa  del  Espíritu  Santo,  cons- 
tituyóse el  tribunal  en  una  grande  habitación  ó  cuadra  del  castillo 
de  San  Juan.  Componíanlo  seis  capitanes  presididos  por  el  brigadier 
Alcayde,  con  su  asesor  D.  Manuel  de  Córdoba  y  el  fiscal  mayor  de  la 
plaza,  teniente  coronel  Rodríguez  Termens. 

Anunciado  por  el  presidente  que  quedaba  constituido  el  consejo  y 
su  objeto,  hizo  el  fiscal  relación  del  proceso,  del  cual  resultaba  Or- 
tega confeso  y  convicio.  Descubríase  en  las  declaraciones  del  proce- 
sado mucha  lealtad,  pues  á  nadie  en  ellas  delataba,  cohonestando  su 
coafeston  con  la  creencia  de  que  habia  abdicado  la  Reina. 

— «  El  ex -general  Ortega— dijo  el  fiscal— resulta  confeso  y  con- 
victo porque  asi  consta  por  sus  propias  declaraciones ,  por  las  de 
los  testigos  y  por  los  documentos  que  figuran  en  la  causa:  1.°  de  ha- 
liarse  desde  mucho  tiempo  atrás  en  connivencia  con  el  conde  de 
Montemolin  y  su  familia,  y  con  el  emigrado  general  carlista  D  Joa- 
quín Ello,  para  colocar  á  dicho  Montemolin  en  el  trono  de  España  en 
sustitución  de  la  Reioa  nuestra  señora  doña  Isabel  II  (Q.  D.  G)  y  de 
sus  legítimos  sucesores  en  arreglo  á  las  leyes  que  nos  rigen ,  con- 
forme asi  lo  aseveran  con  sus  respectivas  declaraciones  los  mismos 
Ortega  y  Ello,  y  se  confirma  por  las  dos  cartas  de  Carlos  Luis  á  fo- 
lios 124  y  124  vuilo;  2.°  de  haber  dispuesto  sin  autorización  supe- 
rior para  ello,  ni  moiivo  legal  al  efecto,  de  la  cantidad  de  ochocien- 


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tos  mil  reales  vellón  procedentes  de  fondos  públicos,  para  destinarlos 
despnes  á  los  gastos  de  una  sublevación  contra  el  gobierno  conclui- 
do; 3.9  de  haber  embarcado  la  mayor  parte  de  las  tropas  que  guar- 
necen las  Baleares,  material  de  guerra,  armamentos  y  municiones, 
que  el  gobierno  de  S.  M.  la  Reina  dofia  Isabel  11.  le  había  confiado 
para  la  seguridad  y  conservación  de  aquellas  importantes  posesiones, 
dejándolas  asi  abandonadas,  para  conducir  aquellas  fuerzas  al  conti- 
nente, sin  conocimiento  ni  menos  consentimiento  de*  general  eu  jefe 
de  quien  dependía,  desembarcando  ea  un  distrito  militar  que  no  era 
el  suyo  y  con  intento  de  emplearlas  en  contra  de  la  fidelidad  que  te- 
nían jurada  á  la  Reina  y  á  su  patria,  y  en  gran  detrimento  de  los  in- 
tereses nacionales;  4.°  de  haberse  unido  y  formado  causa  común  con 
los  enemigos  del  trono  de  dona  Isabel  II  y  de  sus  legítimos  herederos, 
como  igualmente  de  las  vigentes  instituciones,  habiéndose  rodeado  asi 
que  llegó  á  San  Carlos  de  la  Rápita  de  una  infinidad  de  jefes  carlis- 
tas procedentes  de  la  pasada  guerra  civil ,  con  indicios  vehementes 
de  que  llevaba  consigo  y  rendía  pleno  homenaje  al  mismo  Montemo- 
ün. — Otros  cargos  de  mas  ó  menos  gravedad  aparecen  también  en  la 
causa;  pero  hallánJose  los  cuatro  espuestos  muy  terminantes  y  pro- 
bados, atendiendo  al  propio  tiempo  á  las  críticas  circunstancias  que 
la  nación  atravesaba,  hallándose  empellada  en  una  guerra  de  honra 
y  porvenir  nacional,  considero  plenamente  justificado  el  delito  de  se- 
dición y;' 

Concluyo  por  la  Reina :  que  el  acusado  D.  Jaime  Ortega  sea  con- 
denado á  sufrir  la  pena  de  ser  pasado  por  las  armas ,  con  arreglo  al 
articulo  26,  título  10,  tratado  8.*  Je  la*  Ordenanzas  generales  del 
ejército :  como  asimismo  á  pagar  de  sus  bienes  habidos  y  por  haber 
la  cantidad  que  falta  del  total  reintegro  de  los  ochocientos  mil  reales 
velloo,  arriba  citados,  deducidos  los  que  en  esta  constan  depositados, 
los  que  produzcau  vendidos  que  sean  los  efectos  pertenecientes  á  Or- 
tega que  se  hailau  inventariados,  y  las  cantidades  que  aparezcan  le- 
galmente  iuvertidas;  inutilizando  los  dos  cuúos  que  esptesa  la  dili- 
gencia de  folio  22. 

Toibsaá  15  de  abril  de  1860. 

O»  Lega  había  pedido  que  media  hora  antes  de  la  defensa  se  le  avi- 
sase, llecho  a¿i  opoi  tunanteóte,  se  le  pasó  recado  que  podía  prosen- 


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M  PAIS10MES 

tarse  ya,  y  acompasado  de  so  defensor  D.  Félix  de  Wenetz,  entró  en 
la  sala  con  mucho  desembarazo,  y  tomó  asiento  en  el  fatal  banquillo. 

El  defensor,  afectado  profundamente,  y  mas  por  la  mala  causa 
por  que  abogaba,  leyó  una  bella  defensa  en  que  hizo  cuanto  pudo 
para  aminorar  los  delitos  de  que  era  acusado  su  defendido,  y  pro- 
testó de  la  incompetencia  del  tribunal  con  esforzadas  razones. 

Durante  esta  lectura,  se  mantuvo  Ortega  sereno  é  impasible  y  solo 
dejó  traslucir  alguna  afectación  y  enternecimiento  en  el  párrafo  en 
que,  para  interesar  el  defensor  al  consejo,  recordó  la  interesante  y 
sentida  esposicion  que  babia  su  hijo  dirigido  á  la  Reina,  haciendo 
verter  lágrimas  á  todos  los  españoles.  Las  de  Ortega  estaban  á  punto 
de  correr,  pero  se  repuso  en  seguida,  y  el  padre  volvió  á  ser  hombre. 

Terminada  la  defensa,  levantóse  Ortega,  y  con  voz  muy  entera  pi- 
dió permiso  para  hablar.  Concedido,  dejó  caer  sobre  su  asiento  el  ca- 
pote de  caballería  que  llevaba  puesto,  y  se  espresó  en  estos  términos: 

— «Setteres:  no  vengo  á  pediros  mi  vida;  esto  no  seria  digno  de 
mi:  los  hombres  de  mi  temple  no  se  paran  en  eso.  Tampoco  vengo  á 
defenderme,  pero  si  i  protestar  con  todas  mis  fuerzas  contra  la  com- 
petencia del  consejo.  Señores:  cuando  se  me  quiso  tomar  mi  prime- 
ra declaración,  dije  al  sefior  fiscal  presente,  que  no  la  rendiría  si  no 
se  me  aseguraba  que  seria  juzgado  por  un  consejo  de  oficiales  gene- 
rales. Se  me  dieron  todas  las  seguridades,  y  declaré.  Ahora  veo  que 
hice  mal.  Yo  no  puedo  ser  juzgado  mas  que  como  paisano  ó  como 
militar.  Como  paisano  y  aprehendido  por  requirimiento  de  una  auto- 
ridad civil  como  lo  es  el  alcalde  de  Calanda,  debo  ser  juzgado  por  el 
tribunal  ordinario,  según  se  dispone  en  la  ley  de  17  de  abril  de  1821. 
Si  se  me  juzga  como  militar,  era  mariscal  de  campo  cuando  cometí 
los  delitos,  y  como  tal  debo  serlo.  Mas  en  la  real  orden  en  que  se  me 
exonera  de  todos  mis  títulos,  empleos  y  condecoraciones,  se  dice  que 
sea  juzgado  según  Ordenanza,  y  esta  está  bien  terminante  á  favor  de 
mi  pretensión.  Protesto  nuevamente  de  que  no  pido  perdón  de  la  vi- 
da. Me  siento  con  fuerzas  para  ir  sereno  á  sufrir  mi  pena.» 

En  seguida  sacó  un  papel  y  pidió  al  presidente  que  recibiese  la 
protesta  que  hacia  por  escrito  y  que  la  continuase  en  el  proceso.  Asi 
se  hizo,  y  después  de  algunas  conlestaciones  con  el  presidente,  se  sa- 
lió de  la  sala  con  el  mismo  aire  y  serenidad  con  que  había  entrado. 


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Orlfga  en  la  capilla  del  casillo  de  Tórtola.  (Rt trato  copiado  de  lia  fotografía*) 


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DB  KÜIOfA  517 

Acto  continuo  se  despidió  al  auditorio  y  quedó  el  conejo  en  sesión 
secreta. 

A  las  cuatro  de  la  tarde  profirió  el  consejo  senetocia  de  muerte 
contra  el  ei-geoeral  Ortega,  condenándole  á  ser  pasado  por  las  ar- 
mas y  al  reintegro  de  los  800,000  reales  que  estrajo  de  la  Tesore- 
ría de  Palma,  abonándole  lo  que  de  esta  cantidad  se  eocontró  ó  en 
adelante  se  encontrare. 

El  capitán  general,  oido  su  auditor  de  guerra,  aprobó  la  senten- 
cia una  hora  mas  Urde. 

Púsose,  en  consecuencia,  encapilla  á  las  ocboal  ex -general.  Al  en- 
trar el  fiscal  á  leerle  la  sentencia,  estaba  escribiendo  á  su  familia.  Pi- 
dió permiso  para  acabar  una  carta,  y  concluida,  oyó  con  la  mayor 
sangre  fría  el  terrible  fallo.  Preguntó  cnanto  tiempo  le  quedaba,  por- 
que le  convenia  saberlo  para  arreglar  sos  intereses,  y  encargando  que 
los  pocos  objetos  que  tenia  en  la  prisión  los  envifcsen  á  su  madre,  dijo: 

—La  pobre  los  apreciará  mucho. 

T  luego  añadió: 

— Mi  reloj  que  lo  den  á  mi  hijo,  y  de  todo  lo  demás  ya  dispondré. 

En  seguida  se  levantó,  y  con  voz  muy  firme  dijo: 

—Cuando  Vds.  gusten,  sefiores. 

Gomo  al  salir  de  la  prisión  para  trasladarse  á  la  capilla  estuviese 
oscuro  el  camino: 

—Será  menester  que  traigan  un  farol— dijo— porque  sino  vamos 
á  rompernos  la  cabera. 

Al  entrar  en  la  capilla  se  puso  un  rato  delante  del  crucifijo  y  otro 
delante  de  la  Virgen,  y  pidió  después  un  confesor.  Llegado  este,  le 
•  instó  para  que  cenase  mientras  él  se  preparaba  y  dictaba  su  I  w la- 
mento al  escribano  de  guerra  que  había  mandado  llamar. 

Dejemos  hablar  en  este  punto  al  exacto  y  minucioso  crooista  de  los 
últimos  momentos  del  ex-general. 

•Aln*  once  de  la  noche. — Sale  el  escribano  de  la  capilla  con  la  mi- 
nuta del  testamento  que  por  encargo  de  Ortega  estenderá  esta  noche, 
para  que  lo  pueda  firmar  mafiana  antes  de  las  cinco.  En  seguida  ha 
entrado  un  sargento  de  los  del  piquete  y  ha  pedido  permiso  para  re- 
gistrarle. Esta  operación  le  ha  afectado  mucho  y  ha  exclamado: 

— i  Esto  solo  me  Callaba  para  humillarme  mas!  ¡Dn  sargento  regts- 


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m¡8  patsiíms 

trar  á  ira  general!  ¿Tría  yo  ahora  á  cometer  el  atentado  que  temen? 
¡Eso  no!  yo  quiero  morir  como  cristiano. 

A  las  once  y  media  de  la  noche.— Sq  quita  ana  medalla  de  la  Vir- 
gen con  ana  fina  cadena  de  oro  que  lleva  puesta,  y  encarga  á  su  pri- 
mo D.  Ramón  Blasser  q«e  la  entregue  k  su  desconsolada  madre.— 
Dispone  su  entierro  y  encarga  que  sea  sin  pompa  alguna.  —Llega 
muy  oportunamente  su  confesor  Dr,  D.  Benito  Sans  y  Torés  y  entra 
en  seguida  para  tranquilizarle  del  disgusto  que  le  ha  ocasionado  el 
registro  del  sargento. — Va  á  empezar  su  confesión  ;  llama  al  co- 
mandante del  piquete,  y  con  ia  sonrisa  mas  natural  le  dice: 

—¿Tendría  V.  la  amabilidad  de  mandar  retirar  algunos  pasos  los 
centinelas,  para  poder  hacer  mi  confesión  con  mas  desahogo? 

Se  retiraron,  como  pedia,  los  centinelas ,  y  queda  con  su  confesor. 

A  la  una  de  la  mañana. — Hora  y  medra  ha  durado  su  confesión,  y 
en  este  momento  sale  el  sacerdote  muy  satisfecho  y  casi  absorto  de 
la  cristiana  resignación  y  conformidad  con  la  voluntad  de  Dios  que 
manifiesta  el  desgraciado  Ortega.  Hasta  le  ha  dicho : 

— Estoy  tan  conformado  y  consentido  con  mi  suerte,  que  si  provi- 
dencialmente me  venia  ahora  el  perdón.  .  no  sé  si  me  alegraría. 

Ha  anunciado  á  su  confesor  que  quería  dormir  y  lo  hace  del  modo 
mas  tranquilo  y  natural.  Se  le  observa  su  suefio  varías  veces,  y  es 
profundo  y  reparador.  El  hombre  que  la  nación  entera  mira  pequeño 
y  miserable  en  ptíitica,  empieza  á  presentarse  como  un  gran  cristia- 
no. Solo  la  religión  deja  dormir  tranquilo  en  la  capilla.  El  suefio  so- 
segada y  profundo  no  se  finge. . . 

A  las  dos  y  media  de  la  mañana. — Acaba  de  despertar  y  dice  tener 
el  frió  natural  que  se  siente  después  de  haber  dormido  vestido  y  en 
un  sillón.  Entran  á  estar  un  rato  con  él  su  primo  nombrado  ya  y  su 
amigo  D.  Francisco  Aysa,  á  quienes  pregunta  con  interés  é  insisten- 
cia por  la  hora  de  su  ejecución ,  y  contestándole  estos  que  no  está 
aun  fijada,  exclama: 

— ¡Vayal  ¿A  qué  tanto  misterio  por  una  tontería? 

Se  le  anuncia  que  una  señora  le  ha  enviado  unas  medallas  de  la 
Virgen  del  Pilar,  y  pide  con  alegría  y  con  mucho  favor  que  se  las 
den  en  seguida. — Las  recibe,  las  besa  y  se  las  pone  en  el  cuello,  y  en- 
carga se  den  gracias  á  esa  amable  y  crwtíena  sefiora.— Entra  de 


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DBBeiOH.  IM 

nuevo  su  confesor,  con  quien  se  pasea  por  la  capilla  un  gran  rato  con 
paso  firme  y  grave  continente.— Se  sienta  en  un  sillón ,  y  en  otro  su 
confesor,  y  encargándole  éste  que  ore  un  momento,  se  mantienen  los 
dos  callados  y  sale  el  sacerdote,  diciendo  sorprendido: 

—Duerme  otra  vez  profundamente. 

A  las  cinco  de  la  mañana. — Se  hace  necesario  despertarle  para 
anonciarle  que  se  disponga  á  recibir  la  comunión  que  se  le  dará  an- 
tes de  la  misa.— Se  levanta  al  momento  de  su  sillón  ,  pide  quedarse 
solo  y  se  arrodilla  apoyado  en  el  ara  del  altar,  permaneciendo  una 
hora  en  esta  posición,  que  interesó  y  conmovió  á  cuantos  allí  estaban. 

A  lat$$is  de  la  mañana. — El  sacerdote  le  previene  que  le  va  á  ad- 
ministrar el  Señor,  cuya  noticia  I*  da  una  grande  alegría. —Recíbelo 
tan  compungido  y  contrito  que  deja  escapar  dos  lágrimas,  las  pri- 
meras y  únicas  que  se  le  han  observado.  ¡Sutyime  influjo  de  nuestra 
religión!  ¡Bálsamo  saludable  del  cristianismo  que  asi  enternece  á  los 
grandes  corazones!— Oye  en  seguida  misa  arrodillado,  y  concluida  se 
queda  solo  un  momento  dando  gracias  al  Sefior  «por  haberse  digna- 
do entrar  en  su  cuerpo  para  fortalecerle  mas  y  ma».»  Son  sus  pa- 
labras. En  seguida  se  le  sirve  un  chocolate  y  nn  tó  al  sacerdo- 
te, y  entablan  durante  este  desayuno  una  alegre  y  amena  conversa- 
ción. Ortega  no  había  probado  comida  ni  bebida  alguna  desde  ayer 
á  las  seis  de  la  tarde,  porque  dijo  que,  á  mas  de  no  necesitarlo,  que- 
ría recibir  al  Sefior  en  ayunas. 

A  las  siete  de  la  mañana. — Pide  recado  de  escribir,  y  escribe  tres 
cartas  á  su  familia  con  pufio  firme  y  hermosa  letra. — Entrega  las 
carias  á  su  primo  con  quien  está  un  rato,  dándole  instrucciones  sobre 
sus  asuntos  domésticos,  y  pide  de  nuevo  á  su  confesor,  cuya  compa- 
ñía apetece  estimadamente. 

A  las  nueve  déla  mañana. Se  queda  solo  y  se  le  oye  rezar. 

A  las  nueve  y  media  de  la  mañana.— Enlra  á  verle  un  oficial  pai- 
saoo  suyo,  y  sale  llorando  de  verle  tan  sereno. — Está  con  el  cape- 
llán del  provincial  de  Segorbe,  y  al  salir  este  se  le  oye  recitar  una 
oración  á  la  Virgen  de  los  Dolores  para  la  hora  de  la  muerte. 

A  las  din  de  la  mañana.— Entra  D.  Mariano  García,  sabio  y  vir- 
luoeo  miskraista,  y  sale  á  la  media  hora  admirado  de  la  buena  dis- 
posición cristiana  en  que  sigue  Ortega.— Se  le  ofrecen  unos  biico- 
>B  1% 


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$70  MIIS40WES 

chos  y  vino;  mas  dice  que  el  vmo  do  ie  prueba  y  que  tomará  mks 
de  salir  uoa  laxa  de  sopa  con  un  huevo  desleído  en  ella. 

Pregunta  Gira  vez  por  la  hora  de  sm  fusilamiento  ,  y  habiéndotele 
contestado  qne  4  las  tres  de  la  tardo,  esclama: 

— ¡Pues  bien  tardan! 

A  las  diety  media  de  t*  mañana.— Pregunta  si  está  prepárala  la 
sopa  que  tiene  pedida,  y  se  le  sirve:  la  come  oob  apetito  y  pide  ai  ha 
quedado  mas.— Ruega  al  «édioo  de  la  eapilka,  D.  Ángel  Litó,  que 
aa*  no  le  había  hablado,  que  entre  en  la  eapiHa.  Le  alarga  la  nabo 
muy  afectuoso,  y  sondándose  le  dice: 

—Doctor,  me  siento  lo  mismo  que  si  nada  pasara  por  ni.  Tengo 
la  conciencia  muy  desahogada  y  este  fortalece  mucho  mi  espirito. 
Estoy  muy  contento  del  sefior  canónigo  D.  Benita  Sanz.  ¡Es  un  án- 
gel! ¡qué  tálenlo  tan  despejado  tiene!  {ojalá  tuviera  yo  sus  virtudes! 
Este  sefior  me  ha  consolado  completamente;  me  ha  puesto  en  el  ca- 
mino de  la  gloria;  á  mi  solo  me  toca  seguirlo. 

El  médico  sale  enternecido. 

A  las  doce  de  la  mañana. — Está  con  el  capellán  de  Segorbe,  & 
quien  escucha  con  atención  y  recogimiento,  y  en  un  momento  que 
este  cesa  de  hablarle,  leda  un  abrazo.  Pide  un  craeifije,  y  al  dárselo, 
lo  abraza  cordíalmente,  diciendo: 

—  Bies  y  Sefior  mió,  nada  me  será  el  morir,  si  muero  en  tu  reli- 
gión y  salvo  mi  alma.  ¿De  qué  me  habrán  servido  las  glorias  de  este 
mundo  y  mi  ya  pasado  engrandecimiento,  si  por  mi  desgracia  me 
condeno? 

A  las  doceymedia.*-Des¡>ue*  de  haberle  permitido  desabogar  sus 
sentimientos  religiosos,  y  fijos  sus  ojos  en  el  crucifijo,  que  besaba  y 
estrechaba  con  la  mas  tierna  efusión  contra  su  pecho ,  han  entrado  el 
Sr.  Sanz  y  Forés,  y  oiro  sacerdote,  á  quienes  ha  dicho: 

—  Señores,  estoy  tan  tranquilo,  sieeto  tanto  consuelo  en  mi  alma, 
que  miro  la  muerte  como  el  mayor  beneficio,  tanto,  que  abora  el 
morir  ya  no  es  para  mi  un  sacrificio.  Prefiero  esta  muerte  á  cual- 
quier otra  que  Dios  me  hubiera  reservado,  casi  la  deseo.  Para  no- 
sotros los  militares  >  que  por  lo  común  vivimos  distraídos,  Be  hay 
muerte  como  esta  que  sea  mas  provechosa  para  nuestra  alma. 

A  la  una  de  la  tonta— Ha  quedado  solo  y  se  le  oye  leer  en  un  li- 


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M  BWOtt  171 

hro  eepiriiaal  Toma  m  calda  y  encarga  que  no  se  le  sirva  otra  cosa, 
ó  otando  «as  otra  caldo  antes  de  salir. 

A  las  dos  de  la  tarde.  —Con  la  mayor  sangre  fría  se  entera  del 
ponto  donde  debe  ser  ejecutado,  pregunta  por  el  trecho  y  calles  qne 
ha  de  recorrer  y  si  han  llegado  machas  tropas.  Ta  no  se  separan  de 
sn  lado  los  sacerdotes  quo  le  han  de  acompaftar.  No  lo  hará  el  sefior 
canónigo  Sanz,  porque  su  temperamento  y  organización  no  le  permi- 
ten íaerlee  sensaciones  Ha  pedido  este  sefior  á  Ortega  que  le  dis- 
pensase de  pasar  por  semejante  prueba,  qne,  k  su  pesar ,  le  es  irre* 
sistiMe ,  y  Ortega  sonriéndose  y  muy  amable  solo  ha  contestado: 

—Lo  comprendo  perfectamente,  sefior  canónigo;  retírese  Y.  cuan- 
do lo  crea  oportuno. 

Alas  dos  y  tres  cuartos  de  'a  fonfo.— Se  le  anuncia  que  es  hora 
de  marchar,  y  contesta: 

—Cuando  Vds.  gesten,  señores. 

Se  ha  arreglado  sa  capote  de  caballería,  que  no  ha  dejado,  y  con 
paso  firme  y  grave  é  interesante  coatinenlo  se  coloca  en  el  piquete. 
Sigue  el  paso  sin  notarlo.  Pasan  por  una  poterna  del  castillo  y  allí  se 
quila  el  capote,  qae  encarga  de  nuevo  lo  den  á  su  daefio,  qne  lo  era 
su  ayudante  Moreno. » 

Esperábanla  ya  formando  el  cuadro  dos  bala! Iones  de  infantería  y 
ina  sección  de  húsares  en  el  espacio  que  media  entre  la  ciudad  y  el 
arrabal  de  Remolinos,  debajo  de  la  muralla  del  castillo.  El  gentío  lle- 
naba las  avenidas  del  camino  cubierto  que  desde  la  puerta  del  arra- 
bal sube  á  la  fortaleza. 

Ta  erao  mas  de  las  tres  cuando  el  redoble  del  tambor  anunció  i  la 
multitud  que  el  reo  caminaba  hacia  el  lugar  del  suplicio.  En  efecto, 
al  poco  rato  se  vio  aparecer  por  el  camino  cubierto  el  pendón  do  la 
Congregación  de  la  Virgen  de  los  Dolores,  cuya  bermjtndad  precedía 
can  un  Santo  Grieto  al  piquete,  en  me4íe  del  cual  marchaba  el  ex  - 
general Ortega. 

No  tardó  en  llegar  al  glacis  la  fúnebre  comitiva.  Un  momento  aa~ 
tes  el  sargento  mayor  habia  publicado  el  bando  de  costumbre,  impo- 
niendo pena  da  muerte  á  cualquiera  que  apellidare  gracia  en  favor 
del  reo. 

ipor  toda?  parles  un  silencio  sepulcral,  interrumpido  sola* 


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B71  PRISIONES 

mente  por  las  consoladoras  palabras  que  los  sacerdotes  dirigían  ai 
reo.  Las  miradas  de  los  espectadores,  en  cuyos  semblantes  se  veia 
piolada  la  compasión  ,  se  fijaban  en  ese  joven  simpático,  tan  feliz 
quince  ó  veinte  dias  atrás,  tan  desgraciado  en  aqoel  momento.  Ese 
hombre  que,  aun  al  principiar  el  mes  ocupaba  una  elevada  posición 
en  el  ejército,  que  mandaba  uoas  islas  que  constituyen  una  provincia, 
con  una  guarnición  numerosa,  caminaba  aquella  tarde  al  suplicio,  es- 
coltado por  un  piquete  de  veinte  soldados.  Sin  embargo,  el  qoe  ha- 
bía sido  antes  su  jefe  conservó  su  dignidad  hasta  el  último  instante. 

Ei  ex-general  Ortega  iba  vestido  con  elegancia:  bolinas  de  charol, 
pantalón  de  paulo  Legro,  chaleco  del  mismo  color,  levita  azul  turquí, 
de  hechura  militar,  corbata,  kepis  del  color  de  la  levita,  enteramente 
liso  y  ajustados  guantes  de  color  de  paja.  Su  continente  era  sereno 
sin  afectación  y  síl  quq  alterase  el  color  de  su  rostro.  Llevaba  suel- 
tos bs  brazos  y  tenia  en  las  manos  un  crucifijo  al  que  besaba  de 
vez  en  caando  con  tanta  naturalidad  como  verdadera  devoción,  repi- 
tiendo con  claridad  y  entereza  las  palabras  de  los  sacerdotes,  y  hasta 
se  notaba  en  su  voz  una  sonora  y  agradable  entonación. 

Al  entrar  en  el  coadro  y  ver  el  considerable  gentio  que  en  torno 
de  él  se  apiñaba,  esclamó: 

—Señor,  tú  también  permitiste  que  contemplase  tn  suplicio  la 
plebe. 

Luego  se  arrodilló  bajo  de  la  bandera  para  oir  de  nuevo  su  sen- 
tencia y,  conducido  al  punto  de  la  espiacion,  preguntó  á  los  que  le 
acompañaban: 

—¿Cómo  me  pongo,  señores? 

Habiéndosele  contestado  que  de  frente,  colocóse  en  esta  disposición, 
y  dejándose  vendar  los  ojos,  se  arrodilló  ante  las  fatales  armas.  Una 
esplosion  sonóá  los  pocos  segundos...  ¡Ortega  yacía  cadáver! 

Terminado  el  terrible  drama,  encargáronse  del  destrozado  cadáver 
los  hermanos  de  la  Congregación  de  Nuestra  Señora  de  los  Dolores,  y 
colocándole  en  un  coche  fúnebre,  fué  acompañado  por  doce  capellanes 
al  Campo  Santo. 

Una  modesta  tartana  en  que  iban  tres  ó  cuatro  amigos  de  la  fami- 
lia Ortega  lo  acompañó  hasta  aquel  silencioso  lugar,  en  donde  ua  po- 
bre  ladrillo  en  el  cual  la  punía  de  una  navaja  grabó  el  nombre  de 


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M  KUtOtá  171 

Jame  Ortega,  debajo  del  número  25B,  por  encargo  especial  del  fina- 
do, dirá  al  que  lo  visitare  que  allí  descansan  los  restos  del  malogrado 
ex-capitan  general  de  las  islas  Baleares. 

La  mafiana  del  día  siguiente  se  eucontró  en  el  suelo  de  la  capilla 
un  papelito,  escrito  por  Ortega,  el  día  14,  que  decía: 

— «Pronóstico  de  lo  que  sucederá:  Dia  15,  indagatoria;  16,  nom- 
bramiento de  defensor  y  confesión  con  cargos;  17,  consejo;  18,  apro- 
bación y  capilla;  19,  ejecución.» 

El  desgraciado  vivió  un  dia  menos  de  lo  que  esperaba. 

A  las  cinco  y  media  de  la  tarde  del  19,  recogió  la  familia  de  Orte- 
ga, por  medio  de  un  apoderado,  los  efectos  que  habían  pertenecido 
al  ex-general. 

Cuatro  diasantes  de  la  muerte  de  esie  mal  aventurado  militar,  pe- 
recia  por  la  misma  causa  en  Palencia  otro  de  los  que,  como  jefes,  ha* 
bian  secundado  el  movimiento  per  aquella  parte  de  España. 

El  martes  40  á  las  tres  de  la  tarde  llegaba  á  aquella  capital,  ten- 
dido en  un  carro,  vestido  de  militar,  aunque  sin  galones,  pero  con 
una  croz  de  S.  Fernando  en  el  pecho,  el  coronel  retirado  D.  Epifanio 
Carrion,  que  pocos  días  antes  había  levantado  una  partida  carlista  y 
que,  perseguido  y  acosado  por  diferentes  fuerzas ,  fué  alcanzado  por 
la  guardia  civil  en  el  pueblo  de  Villasendino.  La  misma  columna  que 
le  había  aprehendido,  le  escoltaba. 

El  hijo  de  Carrion,  que  quiso  defenderse,  cayó  muerto  en  el  encuen- 
tro. Su  padre  entró  en  una  casa  que  rodearon  los  guardias,  á  quie- 
nes, después  de  preguntar  si  le  daban  cuartel,  se  entregó. 

Dirigióle  un  oficial  en  aquellos  momentos  algunas  observaciones 
sobre  su  proceder;  mas  interrumpióle  Carrion  diciéndole: 

— Sefior  oficial,  ¿no  tiene  V.  opinión?  Pues  yo  también  tengo  la  mía. 

Atravesando  por  medio  de  un  inmenso  gentío,  que  se  agrupaba 
para  verle,  entró  en  la  ciudad  en  doode  ya  en  1854  babia  escitado 
contra  su  persona  las  iras  del  pueblo  que  ahora  respetaba  su  desgra- 
cía,  y  fué  conducido  á  la  casa-cuartel  de  la  Guardia  civil. 

En  la  misma  tarde  se  empezó  el  sumario  con  la  major  actividad 
por  un  fiscal  venido  expresamente  de  Valiadolid,  y  al  día  siguiente 
á  las  tres  da  la  larde  se  reunió  el  consejo  de  guerra  presidido  por  el 
brigadier  Campuzauo,  gobernador  militar  de  la  provincia. 


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174 

La  lectora  del  proceso  duró  poco  rato. 

Llamó  la  atención  la  circunstancia  de  que  en  un  principia  na  pu4o 
el  procesado  declarar  por  estar  afectado  4  por  verdadera  ineobereur 
eia  de  sus  ideas  y  palabras.  Pero  pasado  ese  trastorno,  ó  remnoian* 
do  á  su  fingimiento,  se  presté  luego  á  declarar. 

Comparecido  el  reo  ante  el  tribunal,  manifestó  que  no  intentaba 
disculpar  su  falla,  que  solo  venia  á  pedir  demencia,  á  implorar  mi- 
sericordia. 

—  ¡Grande  ha  sido  mi  falta  —afiadió  con  entereza  y  dignidad;— pe- 
ro ya  es  grande  también  la  espiacion;  mi  hijo  mayor,  mi  pobre  ino- 
cente hijo..-,  inocente,  sí,  porque  solo  venia  para  acompañar  y  de* 
fender  á  su  padre ,  ha  muerto!  ¿No  basta  su  sangre  para  desafiar 
la  justicia?  Tengan  pues  VV.  SS.  lástima  de  mi  dilatada  fe  mi  lía; 
soy  esposo,  soy  padre  de  muchos  hijos;  todos  dependen  de  mí;  que 
se  me  envié  por  tolos  los  dias  de  mi  vida  á  Filipinas  ó  al  punto  mas 
remoto  de  las  posesiones  de  Espafia,  pero  piedad  para  mí  esposa,  pie- 
dad para  mis  hijos;  que  no  se  derrame  mas  saogre. 

Esta  escena  fué  verdaderamente  conmovedora  para  cuantos  la  pee* 
soletaron. 

Al  retirarse  de  la  sala  el  procesado,  preguntóle  un  vocal  si  tenia 
inconveniente  en  citar  á  la  persona  á  que  había  aludido  en  sus  decla- 
raciones, diciendo  que  había  obrado  según  sus  instrucciones. 

En  pié  ya  Garrion  y  puesto  á  la  puerta,  se  volvió  y  dijo: 

—No  la  he  nombrado  porque  nunca  he  sido  delator  y  aborreteo  la 
delación;  pero  si  se  duda  de  la  veracidad  da  mis  palabras,  ei  se  me 
exige  que  le  nombre,  lo  haré- 

—Está  bien,— dijo  entooces  el  presidente— se  ampliará  la  indaga- 
toria de  V.  y  podrá  entonees  declarar  con  toda  libertad  cuanto  tenga 
por  conveniente. 

Retirado  el  reo,  mandóse  desocupar  la  sala  al  público  y  quedó  el 
tribunal  en  sesión  secrete. 

Al  volver  á  ser  introducido  Garrion  nombró  á  las  dos  personas,  que 
según  dijo,  sin  ofrecer  prueba  alguna  de.este  aserto,  1* habían  escrito 
para  que  levantase  uaa  partida.  Sin  duda  lo  que  se  proponía  era  ga- 
nar tiempo  para  que  lo  tuviese  su  esposa  para  lograr  de  nuestra  mag- 
nánima reini  una  nueva  gracia,  puea  ya  otra  vez  había  aula  indultado. 


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DE  BOTLOti.  SIS 

Sentenciado  á  marte  y  aprobada  la  sentencia,  fué  pasado  por  las 
armas  en  la  mafiana  tiel  18,  despots  de  haber  oido  por  última  vefc  el 
Mío,  de  rodiflafl>  delante  de  la  bandera  del  provincial  de  Ciudad  Ro- 
drigo qoe  formaba  el  cuadre,  y  rogado  al  público  que  reíase  por  su 
alma  ana  salve. 

Entre  tanto,  proseguíase  en  Tbrtosa  la  instrucción  de  las  diligen- 
cias contra  los  demás  presos,  en  piexis  separadas.  En  la  primera  figu- 
raban Ello  y  Morales;  en  la  segunda  los  ayudante»  del  jefe  que  se  pu- 
so á  la  cabeza  de  lar  rebelión,  y  en  la  tercera  los  restantes  abusados. 

Al  mismo  tiempo  continuaban  recorriendo  el  pais  diferentes  partidas 
de  tropa  y  somatenes  en  busca  del  pretendiente  que  se  suponía  escon- 
dido en  algún  punto  inmediato  á  la  cosía,  acechando  la  ocasión  de 
embarcarse  sin  peligro.  Mas  vigilaba  aquellas  aguas  el  vapor  de 
guerra  Galo*,  el  cual  éió  caza  el  W  á  un  buque  sospechoso  qae  huyó 
á  su  aproximación,  variando  de  rumbo  y  sin  querer  detenerse  á  pesar 
de  las  seBas  que  se  le  hicieron. 

La  deladon  de  los  ei-tafentes  estaba  tasada  en  diez  Mil  dures. 

Be  aqui  la  lista  de  las  veinte  y  dos  personas  encausadas  basta  en- 
tonces: 

D.  Joaquín  EHo,  gentil4ottfbrede  Montemoün,  preso  en  el  castillo 
de  S.  loan. 

D.  Antonio  Moreno,  comandante  de  ¿aballarla  graduado,  ayudante 
de  Ortega,  preso  en  el  ¿artillo. 

D.  Francisco  Carero,  alférez,  ayudante  de  Ortega,  preso  en  et 
casHHo. 

D.  Pata»  Morales,  abogado,  preso  en  el  principal. 

D.  Tomás  Ortega  y  Ortega,  magistrado,  preso  en  el  principal. 

D.  Zacarías  Gaspar,  criado  de  Ortega,  en  el  principal. 

D.  Epifanio  Pérez,  empleado  cesante  en  rentas,  prese  en  la  cárcel. 

D.  Ramón  Bdo,  propietario,  teniente  de  alcalde  de  la  Fresneda, 
natural  de  Fausto,  en  la  cárcel. 

D.  Fabián  Aziíanss ,  teniente  coronel  graduado,  retirado,  en  ka 
cárcel. 

D.  Manuel  Ruis,  ayuda  de  cámara  de  Ortega,  en  la  cárcel. 

D.  Fermín  Martin  Nieto,  músico  del  regimiento  de  Bateos,  en  la 
caran. 


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m  prisíohes 

D.  Mauricio  Montañés  capitán  retirado,  en  la  cárcel. 

Todos  estos,  menos  Morales,  vinieron  de  las  Baleares. 
*   En  el  pais  fueron  aprehendidos  y  puestos  en  la  cárcel: 

D.  Domingo  Sanz,  confitero,  de  A m posta. 

D.  Joaquín  Ferré,  propietario,  de  la  Galera. 

D.  Juan  Alegret,  hornero,  de  las  Roquetas. 

0.  Juan  Torta,  labrador,  de  A  m  posta. 

José  Salvador,  jornalero,  de  la  misma. 

José  Ventura  Subirats,  de  la  misma. 

Cayetano  López,  jornalero,  de  la  misma. 

Abdon  Altabella,  molinero,  de  Ulldecona. 

Mus  y  Quintanilla,  no  aprehendidos,  completaban  el  total  del  nú- 
mero que  dejamos  apuntado. 

Por  fin,  dos  días  después  del  fusilamiento  de  Ortega,  cayeron  en 
poder  de  las  autoridades  Montemolin  y  su  hermano. 

Después  de  haber  andado  errantes  dos  noches,  hubieron  de  ser  re- 
cibidos con  mucho  sigilo  en  una  casucha  de  Ulldecona,  situada  en  la 
manzana  mas  esterior  del  pueblo,  y  calle  de  S.  Cristóbal ,  de  cuyas 
dos  puertas  la  una  da  al  campo  ó  á  una  tapia  que  circuye  la  villa  y  la 
otra  á  la  citada  calle.  Habitábala  un  anciano  de  sesenta  afios  con  su 
hija  de  mas  de  treinta,  pobres  ambos,  pero  de  proverbial  reputación 
de  honradez  entre  el  vecindario. 

Algunos  dias  ignoraron  estos  quiénes  eran  sus  huéspedes;  solo  sa- 
bían que  corrían  peligro  de  muerte  si  llegaba  á  saberse  su  retiro. 

La  sencillez  del  buen  Cristóbal  Raya,  alias  tío  Tofol,  que  asi  el 
campesino  pe  llamaba,  era  tal,  que  hallándose  un  dia  de  paso  un  mú- 
sico callejero  francés  con  su  organillo,  cuyo  instrumento  quizá  oia 
por  primera  vez  en  su  vida,  fuere  corriendo  á  anunciar  á  sus  hués- 
pedes la  novedad,  y  les  dijo: 

—Vayan  Vds.  á  oir  esa  música  que  de  seguro  les  gustará. 

Un  poco  mas  tarde,  hízóse  necesario  que  supiese  el  labrador  á 
quien  albergaba  en  su  casa,  para  dar  mayor  importancia  al  sigilo 
que  debia  guardarse. 

¡Aquí  de  las  congojas  y  sustos  del  bueo  hombre!  Su  honradez  le 
vedaba  delatar  á  los  perseguidos  proscritos;  pero  su  miedo  le  im- 
pedia también  continuar  teniéndolos  en  su  casa.  Con  todo,  mas  hon- 


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DE  EUROPA.  571 

rado  qte  cobarde,  conformóse  con  su  comprometiJa  situación,  de  la 
que,  do  obstante,  intentó  salir  algunas  veces,  diciendo  á  Montemolin: 

—¡Por  Dios,  señor  rey!  Vayase  V.  pronto.  ¡V.  me  compromete! 
I  Yo  no  les  echo  á  Vds.  de  mi  casa,  pero  les  pido  que  se  vayan  tan 
pronto  oott3  puedan! 

Para  alejar  sospechas,  la  hija  no  podía  comprar  en  la  plaza  mas 
que  lo  que  tenia  de  costumbre  y  la  situación  financiera  de  sn  padre 
permitía.  Cabalmente  la  de  los  labradores  del  pais  no  era  aqnel  alio 
de  las  mas  ventajosas,  y  desde  lnego  se  hubiera  notado  alguna  com- 
pra estraordiaaria  para  dos  solas  personas  y  pobres.  Semejante  cir- 
cunstancia fué  altamente  perjudicial  para  los  ex-infantes,  qnienes 
pasaron  diet  y  ocho  ó  diez  y  nueve  dias  de  rigurosa  privación. 

Conocido  por  el  capitán  general  el  paradero  de  los  proscritos 
principes,  llamó  al  teniente  coronel  Rodríguez,  mayor  de  la  plaza  y 
fiscal  dorante  aquellos  sucesos,  y  le  dijo,  que  aquella  noche  debía 
proceder  á  la  captura  de  Montemolin  y  D>  Femando.  En  consecuen- 
cia, salió  Rodríguez  de  Tortosa  antes  de  la  media  noche,  acompañado 
de  su  secretario  García  y  del  oficial  comandante  de  la  Guardia  civH 
Loeches,  con  algunos  individuos  de  la  misma  arma  y  dos  tartanas, 
llegando  á  la  ana  y  media  al  pneblo  de  Ulldecona.  Circunvalada  la 
casa  de  Cristóbal  Raga,  penetró  en  ella  el  fiscal  y,  al  requerir  al  due- 
fio  de  la  misma,  confesó  este  desde  luego  que  albergaba  realmente  en 
su  casa  ádos  caballeros  cuyo  nombre  y  posición  ignoraba. 

Entró,  pues,  Rodríguez  en  las  habitaciones  que  ocupaban  en  aque- 
llos momentos  los  ex-infantes  D.  Carlos  y  D.  Fernando  María  de 
Dorbon,  con  su  criado  Manuel  Maria  Echarrí,  k  quienes  participó  la 
comisión  que  le  traia  para  coaducirles  bajo  so  custodia  á  Tortosa. 

Rindiéronse  los  intimados,  dejándose  trasladar  k  la  casa-cuartel  de 
la  Guardia  civil  de  Ulldecona.  En  este  punto  dispuso  Loeches  que  se 
les  sirviese  chocolate.  Como  ignorase  Montemolin  que  la  Guardia  ci- 
vil no  puede  recibir  recompensa  alguna  de  los  particulares,  dejó  so- 
bre la  mesa  una  moneda  dea  cuatro  duros  y  partió  en  una  tártara 
después  de  las  tres,  junto  con  D.  Fernando  y  el  criado,  escoltados  por 
la  misma  fuerza  aprehensora  y  unos  cuantos  caballos  con  que  la 
ausilió  el  gobernador  militar  de  la  provincia  de  Castellón,  que  se  ha- 
bía presentado  á  saludar  á  los  presos . 

tomo  n.  7S 


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HS  FUSIONES 

Los  cuatro  duros  fueron  repartidos  á  los  pobres  en  presencia  del 
alcalde  de  Ulldecona. 

Durante  el  trayecto  de  esta  villa  á  la  ciudad  de  Tortosa,  y  aun 
después,  el  conde  de  Montemolin  habló  de  varios  asuntos ,  en  partí* 
cular  de  los  ejércitos  estraojeros,  que  parece  conocía  bastante;  elogió 
mucho  á  nuestros  soldados  ,  particularmente  la  institución  de  la 
Guardia  civil.  Demostró  tener  mucha  instrucción  y  se  espresó  con 
lucidez.  Su  hermano  habló  muy  poco.  Ambos,  sin  duda  á  causa  del 
traje  y  de  ir  enteramente  afeitados,  presentaban  un  aspecto  poco  en 
armonía  con  la  empresa  belicosa  que  habían  acometido.  Al  decírse- 
les entre  otras  cosas  que  Ortega  había  sido  fusilado,  afectaron  mucha 
indiferencia,  lo  cual  nada  tenia  de  estrafio,  si  es  verdad  que  al  des- 
embarcar no  quedaron  muy  satisfechos  de  las  promesas  y  disposicio- 
nes de  aquel  ex -general. 

Aun  que  conducido  también  Raga  á  Tortosa,  fué  dejado  otra  vez 
en  libertad  al  llegar  á  este  punto. 

Hablase  ya  preparado  para  alojar  interinamente  á  los  ex-infantes, 
la  casa  del  brigadier  gobernador  de  la  plaza,  quien  los  recibió  y 
trató  con  todas  las  consideraciones  debidas  á  su  alta  posición,  mien- 
tras se  les  preparaba  por  la  municipalidad  el  primer  piso  de  una  casa 
bastante  bonita  que  hay  al  estremo  del  paseo,  perteneciente  al  jefe 
de  ingenieros.  Dispúsose  esta  de  manera  que  sirviese  al  propio  tiem- 
po de  prisión,  á  cuyo  efecto  se  tapiaron  las  salidas  de  la  parte  de 
atrás  y  se  pusieron  candados  en  los  balcones.  En  la  puerta  de  la 
calle  se  poso  guardia  de  oficial,  colocándose  algunos  centinelas  inte- 
riores, de  manera  que  los  presos,  aunque  vigilados,  pudiesen  estar 
en  libertad.  Las  habitaciones  se  componían  de  dos  dormitorios  y  un 
espacio  suficiente  y  cómodo.  Además  podían  salir  á  un  mirador  que 
da  sobre  el  rio  y  desde  el  cual  se  divisa  un  bello  paisaje.  Solo  se  les 
permitió  comunicar  con  el  gobernador  y  el  fiscal.  Dulce  les  visitaba 
diariamente,  guardándoles  las  consideraciones  debidas. 

Lo  primero  que  hizo  Montemolin  al  llegar  á  casa  del  gobernador 
fué  pedir  permiso  para  enviar  un  telegrama  á  su  esposa.  El  capitán 
general  dio  la  autorización  inmediatamente  y  el  conde  se  limitó  á  de- 
cir á  su  señora: 
—  He  sido  cogido,  y  asi  yo  como  mi  hermano  estamos  buenos. 


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DB  BIAOFA        '  r/70 

Montemolin  no  habia  sabido  de  su  familia  desde  so  salida  para 
Empalia. 

La  tarde  del  21  manifestaron  al  brigadier  alcaide  su  deseo  de  oir 
misa  el  dia  siguiente  por  ser  domingo,  y  á  las  nueve  de  la  mañana 
de  este  dia,  en  no  altar,  que  se  improvisó  en  la  sala  de  su  habitación, 
celebró  e!  capellán  del  provincial  de  Segorve  con  asistencia  del  go- 
bernador y  un  ayudante  de  la  plaza. 

A  las  doce  se  recibió  un  despacho  telegráfico  de  la  condesa  de 
Mootemolin  en  contestación  al  que  se  le  enviara  el  dia  antes,  pre- 
guntándole al  mismo  tiempo  si  era  necesaria  su  presencia  en  Tortosa. 

Respondióle  el  conde  que  no,  que  estaba  bueno  y  que  saludase  á 
su  madre. 

El  23  formalizaron  los  principes  su  renuncia,  concebida  en  estos 
términos: 

—«Yo,  D.  Carlos  Luis  de  Borbon  y  de  Braganza,  conde  de  Monte- 
molin, digo,  y  á  la  faz  del  mundo  pública  y  solemnemente  declaro: 
que  intimameote  persuadido  por  la  ineficacia  de  las  diferentes  tenta- 
tivas que  se  han  hecho  en  pro  de  los  derechos  que  creo  tener  á  la 
sucesión  de  la  ccrona  de  Eepafia,  y  deseando  que  ni  por  mi  parte  ni 
invocando  mi  nombre,  vuelva  á  turbarse  la  paz,  la  tranquilidad  y  el 
sosiego  de  mi  patria,  cuya  felicidad  anhelo,  de  moto  propio  y  con  la 
mas  libre  y  espontánea  voluntad,  para  que  en  nada  obste  la  reclu- 
sión en  que  me  hallo,  renuncio  solemnemente  ahora  y  para  siempre 
i  los  enunciados  derechos,  protestando  que  este  sacrificio  que  hago 
en  aras  de  mi  patria,  es  efecto  de  la  convicción  que  he  adquirido  en 
la  última  fracasada  tentativa  de  que  los  esfuerzos  que  en  mi  pro  se 
hagan,  ocasionarán  siempre  una  guerra  civil,  que  quiero  evitar  á 
costa  de  cualquier  sacrificio. 

«  Por  tanto,  empeño  mi  palabra  de  honor  de  no  volver  jamás  á  con 
sentir  que  se  levante  en  España  vi  en  sus  dominios  mi  bandera ,  y 
declaro  que  si  por  desgracia  hubiera  en  lo  sucesivo  quien  invoque 
mi  nombre  para  este  fin,  lo  tendré  por  enemigo  de  mi  honra  y  fama. 
Declaro  asimismo  que  al  instante  que  vuelva  á  gozar  de  plena  liber- 
tad, renovaré  esta  voluntaria  renuncia ,  para  que  en  ningún  tiempt 
pueda  ponerse  en  duda  la  espontaneidad  con  que  la  formulo.  ¡Que  la 
dicha  y  la  felicidad  de  mi  patria  sean  el  galardón  de  este  sacrificio! 


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380  "       MtISKWISS 

Dado  en  Tortosa  á  13  de  abril  de  1860.— Firmado,  Garios  Luis  de 
Borbon  y  de  Braganza. » 

La  renuncia  de  D.  Fernando  estaba  concebida  en  términos  aná- 
logos. 

Según  se  ve,  no  contenia  este  escrito  el  reconocimiento  de  la  lega- 
lidad de  la  reina  de  España,  sino  solo  una  renuncia  de  los  derechos 
que  creia  el  pretendiente  tener. 

Portador  de  ella  y  de  dos  cartas  autógrafas  de  los  mismos  ex-in- 
fantes  para  sus  augustos  primos  la  reina  y  el  rey,  salió  de  Tortosa 
para  la  corte  el  gobernador  de  acuella  plaza. 

El  dos  de  mayo  se  resolvió  en  consejo  de  ministros  sobre  la  suerte 
de  los  prisioneros  de  Tortosa  que  continuaban  semi-incomunicados. 
No  habían  hablado  aun  mas  que  con  el  capitán  general,  que  seguia 
visitándoles  diariamente,  con  el  gobernador  militar,  con  el  alcalde,  y 
lo  preciso  con  los  oficiales  de  su  guardia.  Si  alguna  otra  persona, 
por  elevada  que  su  categoría  fuese,  manifestó  deseos  de  visitarles,  no 
hubo  de  ser  complacida. 

Las  causas  de  los  demás  presos  se  hallaban  ya  próximas  á  ser 
elevadas  á  plenario. 

A  medida  qoe  llegaba  á  algunos  puntos  la  noticia  de  la  captura 
del  pretendiente,  se  echaron  á  vuelo  las  campanas  de  la  parroquia, 
se  lanzaron  infinidad  de  cohetes,  se  encendí  ero  a  fogatas  en  las  plazas 
y  atronaron  las  calles  numerosas  músicas. 

Parece  que,  desesperanzados  Mus  y  Quintanilla  de  hallar  sitio  se- 
guro donde  ocultarse,  pudieron  hallar  una  pequefia  lancha  y,  acom- 
pasados del  único  marinero  que  la  tripulaba,  se  lanzaron  á  merced 
de  las  olas  con  la  esperanza  sin  duda  de  tropezar  con  algún  buque 
que  los  llevase  á  puerto  de  salvación.  Por  lo  Visto  su  arriesgada  ten* 
tativa  tuvo  el  feliz  éxito  que  se  proponían. 

Un  mes  justamente  hacia  del  desembarco  de  S.  Carlos  de  la  Rápi- 
ta, cuando  sorprendió  agradablemente  á  la  nación ,  satisfaciendo  sis 
deseos,  la  noticia  de  la  amplia  y  generosa  amnistía  concedida  á  todos 
los  complicados  en  los  acontecimientos  que  se  acaban  de  detallar» 

Actos  como  estos  hacen  por  si  solos  la  gloria  de  un  reinado  y  de 
los  hombres  que  supieron  aconsejarlos.  Bien  merecen,  pues,  conti- 
nuarse los  documentos  que  los  consignan. 


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db  «mera.  58i 

— «Sellara:— espusieron  á  S.  M.  los  ministros.— Guando  V.  M., 
después  de  comunicar  el  mas  vivo  y  eficaz  impulso  á  la  prosperidad 
pública,  y  de  asentar  sobre  sólidos  cimientos  la  tranquilidad  interior, 
enviaba  sa  heroico  ejército  á  defender  en  el  eslranjero  la  honra  del 
país  lastimada;  cuando  la  nación  agradecida  aplaudía  con  universal 
regocijo,  y  la  Europa  admiraba  los  nobles  esfuerzos  con  que  aquel 
levantaba  el  nombre  espafiol;  pasiones  que  se  creían  apagadas,  inte- 
reses que  no  tienen  raices  en  este  pueblo  leal,  vinieron  á  llenar  de 
amargura  á  los  subditos  de  V.  M.  y  de  asombro  á  los  estranjeros  que 
contemplaban  con  satisfacción  el  desarrollo  constante  y  progresivo 
que  una  política  previsora  imprimía  á  todos  los  elementos  que  cons- 
tituyen la  prosperidad  nacional. 

Tentativa  tan  insensata  merecía  un  castigo  para  siempre  ejemplar; 
pero  el  Gobierno,  inspirado  por  los  nobles  y  magnánimos  pensamien- 
tos de  V.  M.,  ao  quiere  que  la  ley,  al  cumplir  el  fallo  inexorable  de 
la  justicia,  lleve  el  luto  á  ningún  punto  de  la  Península  en  vísperas 
de  celebrarse  el  aniversario  de  uno  de  los  hechos  mas  gloriosos  de 
nuestra  historia,  y  cuando  la  nación  se  prepara  á  saludar  con  entu- 
siasta gratitud  al  ejército  vencedor  en  tantos  combates,  modelo  siem- 
pre de  valor,  de  constancia  y  de  disciplina. 

V.  M.  quiere  cubrir  con  el  veto  de  su  bondad  inagotable  atenta- 
dos que,  si  son  indignos  y  altamente  criminales,  solo  han  servido 
para  demostrar  una  vez  mas  la  unión  intima  que  existe  entre  la  na- 
ción y  el  Trono. 

Los  Ministros  que  suscriben  creen  que  Y.  M.  puede  abandonarse  k 
sus  elevadas  y  generosas  inspiraciones  sin  peligro  de  ningon  interés 
ni  de  Mguu  principio,  y  dar  esta  nueva  prueba  d*  la  confianza  que 
tme  m  los  sentimientos  de  su  pueblo  y  en  la  fuerza  y  solidez  de  la 
dinastía. 

Por  estas  consideraciones,  el  Consejo  de  Ministros  propone  á  V.  M. 
el  adjunto  pto  yerto  de  decreto. 

Aranjuos  1/  de  mayo  de  1860.— SeQora:  A  L.  R.  P.  de  Y.  M.  - 
El  Presidente  del  Consejo  de  Ministros  y  Ministro  de  la  Guerra,  Leo- 
poldo O'Donnell.—  El  Ministro  de  Estado,  Saturnino  Calderón  Co- 
llantes.— El  Ministro  de  Gracia  y  Justicia,  Santiago  Fernandez  Ne- 
greta.—El  Ministro  de  Hacienda,  Pedro  Salaverría.— El  Ministro  de 


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:,ft  PRISIONES 

Marina,  José  Mac-Crohon.— El  Ministro  de  la  Gobernación,  José  de 
Posada  Herrera.— El  Ministro  de  Fomento,  Rafael  de  Bastos  y  Cas- 
tilla.» 

Y  S.  M.,  en  atención  á  las  razones  espuestas  por  so  Consejo  de  Mi- 
nistros, firmó  el  siga  ¡ente  decreto: 

Articalo  1.°  Se  concede  amnistía  general,  completa  y  sin  escep- 
cion  á  todas  las  personas  procesadas,  sentenciadas  ó  sujetas  á  res- 
ponsabilidad por  caalqaiera  clase  de  delitos  políticos  cometidos  desde 
la  fecha  del  Real  decreto  de  19  de  octubre  de  1856. 

Artículo  2.°  Se  sobreseerá  desde  luego  y  sin  costas  en  los  proce- 
sos pendientes  por  estos  delitos,  y  las  personas  que  por  ellos  se  ha- 
llaren detenidas  ó  sufriendo  alguna  condena  serán  puestas  inmedia- 
tamente en  libertad  sin  nota  alguna,  dejando  libres  sus  bienes  de  todo 
embargo  ó  secuestro. 

Art.  3.*  Los  que  se  hallen  espatriados  podrán  volver  á  España 
desde  luego,  haciendo  previamente  ante  los  respectivos  Enviados  y 
Cónsules  españoles  el  juramento  de  fidelidad  á  mi  Persona  y  autori- 
dad y  á  la  Constitución  del  Estado. 

Art.  4.°  Los  que  se  hallen  detenidos  por  haber  Lomado  parte  en 
actos  ostensiblemente  contrarios  á  la  dinastía  ó  á  las  instituciones, 
prestarán  el  mismo  juramento  antes  de  ser  puestos  en  libertad. 

Art.  5.*  Los  artículos  3.°  y  4/  no  comprenden  á  los  que  por  le- 
yes  especiales  se  hallen  privados  de  residir  en  los  dominios  de  Es* 
palia. 

Art.  6  *  Por  los  Ministros  respectivos  se  me  propondrán  las  me- 
didas necesarias  para  la  ejecución  de  este  decreto. 

Dado  en  Aranjuez  á  primero  de  mayo  de  mil  ochocientos  sesenta. 
—Está  rubricado  de  la  Real  mano.— El  Presidente  del  Consejo  de 
Ministros,  Leopoldo  ODonnell. 

A  él  acompañaba  la  real  orden  siguiente: 

Por  consecuencia  de  lo  prevenido  en  el  Real  decreto  de  esta  fecha 
y  en  la  ley  de  27  de  octubre  de  1834,  dispondrá  V.  E.  que  los  ex- 
infantes D.  Carlos  Luis  de  Borbon  y  su  hermano  D.  Fernando  sean 
trasladados  en  un  buque  del  Estado,  que  designará  el  Ministro  de 
Marina,  al  puerto  del  estranjero  que  los  mismos  señalen. 

De  Real  orden  y  por  acuerdo  del  Consejo  de  Ministros  lo  comuoi- 


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D£  BlftOFA.  «SS 

od  á  V.  K.  para  su  cumplimiento.  Dios  guarde  á  Y.  E.  muchos  afios. 
Aranjuez  I.*  de  mayo  de  4860.—  O'Donnell.— Sr.  General  en  Jefe 
del  segundo  ejército  y  distrito. 

Recibido  el  telegrama  en  que  lal  generosidad  se  anunciaba,  á  las 
diez  y  media  de  la  noche  del  t  dispuso  el  capitán  general  que  acto 
continuo  se  hiciese  saber  á  todos  los  prisioneros.  A  las  doce  de  la 
misma  noche  se  mandó  retirar  lodos  los  centinelas  y  vigilantes  que 
poco  antes  tenían  una  rigurosa  consigna. 

Los  ex-infantes  recibieron  la  noticia  con  marcadas  muestras  de 
sincero  agradecimiento. 

Ello,  cuyo  corazón  quizás  no  se  habia  conmovido  aun  en  las  fuer- 
tes escenas  porque  acababa  de  pasar,  sintió  humedecerse  sus  ojos  de 
gratitud. 

Los  demás  presos  manifestaron  todos  una  indecible  alegría.  Al- 
guno de  ellos  hubo  de  esclamar,  enternecido  al  recibir  la  nueva  que 
le  devolvía  á  su  libertad,  á  su  familia: 

— I  Ah!  El  mejor  florón  de  la  corona  de  España  es  el  corazón  de  la 
reina. 

Asi  un  grande  acto  de  clemencia  que,  emanada  del  trono,  vino  á 
enjugar  las  lágrimas  y  á  terminar  los  padecimientos  de  unos  cuan- 
tos ilusos,  celebró  de  una  manera  la  mas  digna  el  quincuagésimo  se- 
gundo aniversario  del  memorable  i  de  mayo  de  4808. 

En  el  Saladero  de  Madrid  se  hallaban  presos'  por  la  misma  causa 
doña  Victoria  Menendez,  hermana  de  D.  Leandro,  uno  de  los  mas  ac- 
tivos conspiradores;  D.  Agustín  Pacheco,  capellán  de  la  Orden  Ter- 
cera; D.  Agustín  Cadenas,  fabricante  de  chocolate;  D.  Lucio  Dueñas, 
presbi.oro;  D.  Francisco  García  Ramírez,  auditor  de  guerra,  de  reem- 
plazo; D.  Jasé  Grajal,  antiguo  oficial  y  D.  Mariano  Rodríguez,  capi- 
tán retirado. 

Además,  existían  otros  complicados,  presos  en  diferentes  puntos. 

Todos  ellos  se  hallaban  ya  en  libertad,  y  embarcados  para  el  ee- 
tranjero  los  ex-infantes,  cuando  aun  el  castillo  de  San  Juan  de  Tor- 
tosa  guardaba  dentro  de  su  amurallado  recinto,  á  uno  de  los  princi- 
pales personajes,  al  que  mas  simpático  y  mas  interesante  de  todos  se 
habia  hecho. 

Nos  referimos  al  general  carlista  Elio. 


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&H\  PRISIONES 

Motivo*  de  honra  le  impedían  prtslar  un  jaramente  que,  hecho  en 
ana  prisión,  no  podía  parecer  espontáneo  ni  digno. 

D.  Joaquín  Elío  había  manifestado  á  algunas  personas  que  la  ge- 
nerosidad de  la  reina  le  había  muerto  moral  mente  para  su  partido,  y 
que  jamás  podría  ya  dar  un  paso  en  contra  de  una  señora  que  acaba- 
ba de  salvarle  la  vida;  pero,  anadia  al  mismo  tiempo,  que  deseaba 
declarar  eslo  cuando  pudiese  ser  patente  que  solo  le  impulsaba  el 
mas  verdadero  y  profundo  reconocimiento. 

Tal  fué  lo  que  espuso  á  S.  M.,  y  comprendida  perfectamente  por 
el  gobierno  la  idea,  so  dispuso  que  por  un  oficial  de  Guardia  civil 
fuese  Elio  acompañado  hasta  la  frontera. 

Eran  las  siete  de  la  mañana  del  19  de  mayo,  cuando  al  llegar  á 
Tortosa  la  diligencia  que  de  Valencia  se  dirigía  á  Barcelona,  descen- 
dieron de  ella  el  conde  Barrolte,  cufiado  del  prisionero  y  un  hermano 
del  mismo,  dignidad  de  la  catedral  de  Pamplona. 

Subieron  en  seguida  al  castillo  á  noticiar  al  adalid  carlista  que  de- 
bía partir  con  ellos  á  Francia  en  el  carruaje  en  que  acababan  de  lle- 
gar, en  el  cual  se  le  habia  reservado  asiento. 

Presentados  ala  autoridad  judicial  los  documentos  necesarios  para 
que  no  pusiese  estorbo  á  su  marcha,  emprendióla  Ello  para  Barcelo- 
na á  las  ocho  y  media  de  la  propia  mañana. 

Al  despedirse  dijo  con  firme  convicción: 
—Escriba  V.  que  me  voy  muy  contento  del  gobierno  deS.  M.,  y 
que  este  lo  quedará  completamente  de  mi. 

T  cumplió  Elio,  en  efecto,  su  palabra  como  buen  caballero. 

Apenas  pisó  el  vecino  territorio  francés,  apresuróse  á  dirigir  una 
carta  tan  atenta  como  digna  á  la  reina  de  España,  y  otra  al  presiden- 
te del  consejo  de  ministros. 

Ella  respondía  por  sus  sentimientos  de  españolismo  y  completa  ab- 
negación á  la  magnanimidad  del  trono  respecto  de  su  persona. 

No  se  condujeron  con  la  misma  hidalguía  los  malhadados  preten- 
dientes. Una  escisión  profunda  se  había  producido  entre  D.  Garlos  y 
D.  Fernando  de  una  parte,  y  D.  Juan  de  la  otra. 

Este,  que  no  se  habia  descuidado  de  recoger  el  derecho  que  preten- 
día traspasársele  con  la  renuncia  de  Tortosa,  entendió  que  podía  di- 
rigir á  las  cortes  españolas  la  siguiente  manifestación: 


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DI  lOftOf*.  0*5 

»La  renuncia  de  los  derechos  que  tenia  á  la  Corona  de  Espala  ni 
hermano  Garlos  Luis,  consignada  en  sn  manifiesto,  focha  en  Tertosa 
á  f  3  de  abril  de  este  afio,  me  obliga  á  reclamar  los  derechos  de  mi 
familia  y  los  que  personalmente  tengo  al  trono  de  mis  mayores. 

»  Decidido  á  sostenerlos,  asi  como  el  principio  de  legalidad  en  que 
descansan,  no  permitiré  que  para  obtener  el  triunfo  se  apele  á  las  ar- 
mas y  corra  una  vei  mas  la  noble  sangre  de  los  espadóles. 

»Lo  espero  todo  de  la  Divina  Providencia,  de  la  rectitud  y  patriotis» 
mo  de  los  espafioles  y  de  la  faena  de  las  circunstancias. 

»No  quiero  subir  al  trono  encontrando  cadáveres  en  las  gradas, 
quiero  ascenderlas  apoyado  por  la  convicción  general  de  que  con  la 
legalidad  se  establece  el  orden,  y  con  él  el  pais  prosperará  y  marcha- 
rá de  acuerdo  con  los  progresos  y  la  ilustración  del  siglo. 

iT  hago  esta  manifestación  á  las  Cortes  para  que  asi  lo  tenga  en- 
tendido la  nación. 

•Landres  1  de  junto  de  1860.— /non  de  Borbon.* 

Mas  el  senado,  haciendo  el  caso  que  tal  documento  merecía,  decla- 
ró por  unanimidad  que  se  daba  por  no  recibido. 

Acudió,  no  obstante,  á  los  periódicos  el  último  de  los  hijos  del  ti- 
tulado Carlos  V,  con  un  segundo  manifiesto  dirigido  asimismo  á  los 
cuerpos  colegisladores,  pidiendo  la  anulación  de  la  ley  de  estrafia- 
miento  de  la  rama  á  que  pertenecía  y  su  instalación  en  el  trono.  El 
malaventurado  solo  consiguió  ponerse  mas  en  ridiculo. 

Por  último,  la  anulación  de  la  renuncia  que  habían  hecho  en  Ter- 
tosa D.  Carlos  y  D.  Femando  de  Borboi  vino  á  poner  á  tan  humi- 
llante escena  como  estaba  representando  el  partido  carlista,  el  sello 
de  la  deslealtad  y  del  escándalo.  Hé  aquí  la  famosa  protesta  que  se 
recibió  en  la  corte  de  Madrid  el  15  de  junio,  bajo  un  sobre  dirigido  á 
S.  M.  la  reina: 

— i  Yo,  D.  Carlos  Luis  de  Borbon  y  de  Braganza,  conde  de  Monto» 
molió,  considerando  que  el  acta  de  Tortosa  de  veintitrés  de  abril  del 
presente  afio  de  mil  ochocientos  sesenta,  es  el  resultado  de  circuns- 
tancias escepcionales  y  estraordinarias;  que,  meditada  en  una  prisión 
y  firmada  en  completa  incomunicación,  carece  de  todas  las  condicio- 
nes legales  que  se  requieren  para  ser  válida;  que  por  esto  es  tula, 
ilegal,  é  incalificable;  que  los  derechos  áque  se  refiere  no  pueden  re» 

14 


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BH  fRISlONBS 

caer  sino  en  .los  qne  los  'tienen  por  ta  ley  fundamental  de  donde  «ma- 
ma f  que  por  la  misma  son  llamados  ¿ejercerlos  en  su  lugar  y  dia; 
ateniendo  al  parecer  de  jurisconsultos  altamente  idóneos  que  he  Con- 
sultado, y  á  la  reprobación  reiterada  que  fine  han  maaifeslado  mis 
mqjores; servidores;  vengo  en  retractar  la  dicha  actadeTortosade 
veintitrés  de  abril  del  présenle  afio  de  mil  ochocientos  sesenta,  y  la 
declaro  nulaen  todas  sas  partos,  y  como  no  avemda.*-iDndo  en  Co- 
lonia á  15  de  jimio  de  1860.— Caries  Luis  de  Borben  y  de.Bragatoza, 
conde  de  Montemotin.-^Lngar  »de  un  sello  con  Jas  ferinas  <te  España 
y  carona  real  «n  laoie.» 

Lfcde  H.  Femando  estaba  concebida  en  ios  /siguientes . lérminos: 

^-hcYo,  D.  Fernando  María  de  Borben  y  de  Braganza,  infante  de 
España,  hallámdoiM  en  plena  libertad  y  conila  independencia  legal 
qne  se  leqiiete,  Me  retracto  ¡por  Jais  cismas  razones  qne  ha  «tenido 
para  hacerlo  mi  muy  caro  y  amado  hermano  el  conde  de  Aionlemolin, 
del  acta  qne  firmaren  Tttrtosa«i>dia  T*í«lilree«de  abril  "del  prestante 
afio  4e  mil  echomentos  sesenta,  y 'la  tieclero<naia  y  como  no  avenida. 
—Colonia  15  de  junio  4e  4860— Fernando  Hada  de  Borben  y  de 
Bsagahza9  intente  *de  Jfepafla.— Lagar  de  «n  sello  con  las  artesa  de 
Etpafia  »y  corana  real  4n  lactfe. » 

Joco  tietnpo  después,  Eüo  acogido  i  á<  la  general  amnistía,  vstviétá 
su  país  natal ,  mientras,  apartados  de<ól  los  mal  avisado^I).  Carlos  y 
D.  Fernando,  feUeoian  casi  en  nn  nmmo  dia,  iterando  acaso  al  se- 
pnldrofan  jostb  remordimiento. 

B*  ten  desastrada  áuertehnbo  detetmibar  la  flllüía  mtos  tanatear- 
lidia,  ásoyos  principies  héroes 'encerraron  per  algmntiempo  los<mu- 
ras  de  Tortosa,  especialmente  toe'delcastWo  de  San  Jnfln  4n  donde 
morirán  el  mas  ealpébfe  «te  todos,  y  el  mas  cabaUeross  y  el  ans 
digno,  Orlega,  que  pagó  con  su  existencia  su  imperdonable  eiioita, 
y  filio,  <3u ya  palabra  de  cíball ero  'fué  trnis  fuerte  que  en  ottts  una 
fbntól  rewDcta  ponaadie  exigida  ni  solicitada. 

4l\  visitar  el  castillo  de  San  Joan  de  Tortosa,*  no  rpuede  menos  de 
sentirse  oprimido  el  corazón  al  recuerdo  de  los  tristes  acontecimien- 
tos queseábamos  de  narrar,  entresacando  nu«elro8  datos  de  los  doou- 
meatos  oficíales,  correspondencias  particulares  y  pnblicaeiones  pe- 
riédioas.  Sensible  es  que  hubiera  de  verterse  aun  mas  sangre  por 


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Di  KtmOtt.  MI 

üd  partido  ya  muerto  por  olvidado;  pero  mas  lo  es  por  la  clase  de 
las  victimas  que  debieron  ser  sacrificadas;  paos  militares  de  gradua- 
ción como  eran  Ortega  yCarrion,  sus  grados,  prescindiendo  de  algu- 
nas fallas  de  que  con  mas  ó  menos  verdad  pueda  acusárseles,  fueron 
ganados  con  la  punta  de  la  espada,  que  equivaled  decir,  que  repre- 
sentaban oíros  laníos  servicios  prestados  al  pais  y  á  su  reina  cuya 
causa  abandonaron  por  su  desgracia  mas  (arde;  y  es  bien  seguro 
que  la  misma  mano  que  hubo  de  castigar  al  criminal,  acompañó  con 
lágrimas  de  compasión  á  la  tumba  al  iluso  partidario. 

Adolfo  Blauch. 


fin  del  castillo  de  san  jo  an  db  tobtosa. 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 


CASTILLO  DE  LAS  SIETE  TORRES. 


•m  fctjmiriri  ■*  * 


I. 


U  jostida  eo  TbrqoSa.— Orlgeo  del  castillo.— La  Puerta-Dorada.— Predicción.—  Ha- 
li^nel  n.— David  Comneoo  y  so  familia.— So  prisión. — So  soplido.— El  poto  de 
sangre.—  Selm  !.— Los  dos  hermaoos.— Comirioo  para  hacer  asesinar  á  sos  hijos. 
—El  Oran  TWr  les  da  aviso.— So  soplido.— Feriad.— «aban*  m.— Sos  dies  y 
nueve  hermanos  son  estrangulados.--  Dies  odaliscas,  predpiladaaal  mar.— Caida 
de  Herbad.— Deseos  de  venganza.— Juramento  de  so  hijo.—  El  eordou.— Alli-As- 
s».— Los  Spahis.— Los  Genliaros.— Sublevación  de  los  Spabis.— Boossdn  y  Ma- 
mootla  mandan.— Las  cabexas  de  dos  Bonocos.— Piden  la  de  Alli-Aasao.— Yoelta 
de  Alli-Assan.— Triunfo  de  los  Spahis— Numerosas  victimas  en  Las  Siete  Torres. 
— Bl  lortaofi.— -Lossellosdd  totado.— Hoosseio  venga  la  muerte  de  so  padre.— 
UcnbesadeAili-Assaaapacigoahí 


Las  prisiones  de  un  imperio  son  el  reflejo  de  su  justicia  y  de  la 
Urania  de  loe  soberanos. 

Las  de  Turquía,  sobre  todas  taa  demás,  llevan  eee  último  sello,  que 
por  particular  coincidencia  se  aplica  perfectamente  4  la*  costumbres 


Con  efecto,  las  leyes  de  la  Turquía  escritas  en  el  Koran ,  evangelio 
de  los  musulmanes,  son  justas,  equitativas,  y  con  particular  leuden- 


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W  PRISIOHiS 

cía  á  la  fuerte  represión  del  crimen  sin  distinción  de  personas  ni  de 
rango. 

Estas  sabias  leyes,  aplicadas  por  los  Fotos  da  Los  Maphtis  y  los 
demás  Ulemas9  jefe»  de  la  reí  i  groa,  forgian  ana  justicia  severa,  y  cu- 
ya ejecución  se  lleva  á  cabo  con  tal  rapidez,  que  es  ya  proverbial  en 
el  resto  de  la  Europa. 

Ningún  pueblo  del  mundo  mostró  jamás  tanto  respeto  á  las  leyes 
como  el  de  Turquía,  ni  es  posible  que  haya  habido  jueces  tan  severos 
en  su  aplicación  como  los  musulmanes;  y  sin  embargo,  de  ahí  mismo 
ha  nacido  la  tiranía  y  caprichosoy  sangriento  despotismo  que  durante 
largo  tiempo  ha  dado  lugar  á  que  se  considerase  á  los  turcos  lo  mismo 
que  ajes  bárbaras.  Esto  íene,rij  espRcacion  verdad*»  pies  el  vicio 
no  está  en  las  leyes,  sino  en  su  aplicación. 

Basta  por  si  sola  esta  peqnefia  resella  para  conocer  lo  que  eran  la 
justicia  y  las  prisiones  en  Turquía  en  los  primeros  siglos  de  este  im- 
perio. 

Pero  al  lado  de  las  (Misiones  legales,  existían  otras  varias  que 
eran  la  espresion  del  despotismo  y  capricho  de  los  grandes. 

Estas  se  hallaban  en  varios  castillos  de  los  Dardanelos,  y  algunas 
se  habían  también  construido  en  el  seflo  del  serrallo  mismo. 

El  afio  1000,  £en*i*  puso  la  primera  piedra  da  m*  puerta  de 
CoQfttaQtiftopla  eftd  tBlreufto  oriental  de  la  Propootide  ó  mar  da  Már- 
mara» 

Esto  edifteto  se  concluyó  completamente  en  1182  por  el  empera- 
dor Manuel  Comneno,  qui  hizo  construir  cuatro  torres  en  medio  de 
esta  fortaleza. 

El.cttadQ  ediftGi*  t<m4elDwnbr«  d&  Cydobioi»,  y  lfLpwlft  el  de 
Puerta-Dorada,  á  causa  de  la  muürtudfdei  ornamentas  de  esteoekr 
que  en  ella  lucían,  igualmente  que  los  que  había  en  el  arco  de  triunfo 
de  Coüstaatmoy  cuya  vislt  (temaba  inmediatamente  la  aiwcien» 

Desde  este  día,  la  puerta  citada  fué  la  primera  de  la  ciudad.  Por 
ella  entraban  ka  monarcas  y  los  príncipes,  y  en  ella  tenían  iguala 
menta  lagar  laa  ceremonias  y  magnificas  fiestas*  de  aquellas:  tiempos. 

Por  la  Puerta-Dorada,  el  Papa  Juan,  primero  de  su  nombre,  bisa 
su  entrada  en.Conataalmopta  Mando  fié  para  arreglar'  antiguas  di- 
sidencias entre  arríanos  y  satúreos  oee  el  emperador  Justino  el  Viejo. 


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M  NMTA  MI 

<A1  primer  paso  que  4ü  por  aquella  puerta,  vió*á  >un  pobre  viejo 
que  entraba  á  te  par  de  él,  haciendo  el  milagro  de  rotarle  iomedia- 
tamente  la  rosta. 

Entusiasmado  el  pueble,  salvóla  valla  que  loe  guardias  le  opo- 
nían, Uevó  al  «Papa  aa  triunfo,  besando  ais  ropas  y  oolmáudole  de 
bendiciones. 

De  uno  de  los  grupos  se  levantó  *epeotinameotetuna  voz  siniestra 
é  inesperada,  que  esclamó: 

—¡Insensatos!  En  vez  de  adorar  á  un  hombre,  ibumiHaos  ante 
Dios,  púas  la  verdad  os  la  revela  mi  labio. 

Por  esta  misma  «peería  entrarán  un  dia  los  bárbaros  .que  'echarán* 
de  Constan tiooplaá  los  hijos  de  vuestros  hijos,  y  «a  apoderarámde 
so  trono. 

Estas  terribles  palabras  .llenaron  al  pnebloide  terror,  y  en  vano 
buscaron  durante  largo  rato  niquelas. había  .pronunciado. 

El  fatal  presagio  pasó  de  generación  en  i  generación,  hasta  «1  dia 
en  qne  la  gran  ciudad  se  vio  sitiada  por  las4vopas  de  MahometlI. 

Eran  »los  primaros  días  de  abril  de  1453. 

La  predicción  oslaba  á  ponto  decumplirse. 

En  vano  intentó  Constantino  combatir  el  efecto  que^pitdujopor 
otro  oráculo  qne  anunciaba  que  un  ángel  llegaría  para  defender  á  Ja 
ciudad. 

El  pueblo  y  los  soldados  sentianfhelame  su  «señan  al  repetirías  en 
voi<bsjaoi  fatal  vaticinio. 

Los  musulmanes,  psrel  contrarío,  cataban  llenos  deesperaaxa, 
porque  se- apoyábanlo  otra  predicción  de  su  profeta,  que  dijo: 

«Sea/odererán  dOiGonstantinopia.  El  mejor  (principe  será  el.  que 
haga  su  ceoquisl*,  y  el  mejor  ejército  será  también  el  suyo. » 

Conocedor  Mahomet  de  la  creencia  supersticiosa  del  pueblo  de 
Constantino,  eooteitró  tedas  sos  faenas  sobre  la  Pa»rta+Derada,  en- 
cangándose él  mismo  de  dirigir  el  asalto. 

Constantino,  por  su  parle,  aoudió  también  á  la  defensa  de  aquel 
punto»  y  el  cómbale  fué  allí  en  «tremo  enearnkaéo. 

Según  se  cuenta,  los  turcos  habían  ya  perdido  doce  mil  hombres, 
y  su  valor  empelaba  á  ceder,  ciando,  herido  mortahneute Cons- 
tantino, caeyó  sobróla  brocha. 


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IM  MISIONES 

Su  muerte  desanimó  por  completo  al  pueblo  y  i  los  soldado*,  que 
fugitivos»  fueron  á  refugiarse  en  la  inmensa  iglesia  de  Santa  Sofía, 
porque,  según  la  predicción  contraria,  de  la  cúpula  de  esta  iglesia 
debería  descender  el  ángel  salvador  de  la  ciudad. 

Durante  este  tiempo,  Hahomet  hizo  pedazos  la  Puerta-Dorada  pa- 
gando al  galope  por  debajo  de  un  arco  para  ir  al  palacio  imperial, 
que  halló  completamente  desierto. 

En  aquel  momento  pronunció  un  dístico  persa  que  oyeron  sorpren- 
didos sus  guerreros. 

«La  arafia  ha  tejido  su  tela  en  el  palacio  de  los  Césares;  la  lecha- 
za hace  resonar  la  bóveda  de  Efrasiad  con  su  canto  nocturno.» 

Los  anteriores  versos  declamados  en  medio  de  la  soledad  de  aque- 
llos vastos  y  ricos  aposentos,  tan  animados  antes,  parecían  anunciar 
al  monarca  filósofo,  que  procuraba  no  envanecerse  con  la  victoria  y 
aprendía  en  el  infortunio  de  Constantino  una  útil  lección. 

Sin  embargo,  no  fué  asi. 

Lejos  de  temer  los  reveses  de  fortuna  evitándolos,  y  con  ellos  los 
peligros  y  conmociones  de  los  imperios,  Mabomet,  conquistador  am- 
bicioso y  temerario,  llevó  sus  armas  á  todas  las  partes  que  su  amor 
propio,  su  política,  ó  el  deseo  de  una  vana  gloria  ó  capricho  le  em- 
pujaban. 

Cruel  y  generoso  á  la  par;  pérfido  y  leal,  guerrero  y  poeta,  héroe 
y  tirano,  fué  su  reinado  un  mar  flotante  de  grandes  acciones  y  de 
grandes  crímenes,  que  le  impelían  tan  pronto  al  bien  como  al  mal, 
sin  que  por  su  parte  procurase  vencerse  nunca. 

Su  reinado  fué  maldecido  por  unos,  y  admirado  por  otros. 

El  nombre  de  Mahomet  fué  escrito  por  él  mismo  con  letras  de  san- 
gre sobre  el  castillo  cuya  historia  relatamos,  y  del  cual  es  fun- 
dador. 

Al  dia  siguiente  de  haber  entrado  triunfante  en  Conslantinopla,  fué 
al  sitio  do  se  hallaba  ia  Puerta-Dorada  y  por  la  cual  había  entrado  de 
incógnito,  realizando  de  este  modo  la  antigua  predicción. 

En  lo  alto  de  un  pilar  que  hizo  construir  en  el  momento,  mandó 
que  se  colocase  la  cabeza  de  Constantino. 

En  seguida,  entró  en  la  fortaleza,  visitándola  por  completo,  y  com- 
prendiendo cuan  importante  era  este  punto  para  la  defensa  de  la 


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OK  KUROPA.  Mi 

ciudad  mandó  añadir  á  las  cuatro  torres  existentes  otras  tres  mas. 

De  este  modo  se  operó  la  construcción  del  famoso  castillo  de 
Las  Siete  Torres,  en  idioma  turco  Jadde  Kule,  nombre  que  hasta  ei 
dia  ha  conservado. 

Al  derrotar  Mahomet  el  imperio  de  Coustantino,  mandó  publicar 
que  desde  aquel  dia  Gonstantinopla  sería  la  capital  del  imperio  tur- 
co y  su  propia  residencia. 

Pero  se  acordó  que  en  1204,  al  dividir  el  imperio  de  Oriente,  los 
principes  de  la  casa  de  Comneno  fueron  á  Trebisonda  á  establecer 
un  nuevo  trono. 

Ansioso  de  conquistas  y  celoso  de  aquel  vecino  poder,  quiso  apo- 
derarse del  solo  fragmento  que  del  antiguo  imperio  le  faltaba. 

Para  lograrlo,  empezó  por  amenazar  á  Uzum  Asgan  rey  de  los  per- 
sas, del  cual  temia  mandase  socorros  á  Comneno,  emperador  de  Tre- 
bisooda. 

Uzum  le  prometió  conservar  la  mas  posible  neutralidad,  y  Maho- 
met puso  sitio  á  aquella  capital,  embistiéndola  por  mar  y  por  tierra. 

Corría  el  aOo  4461. 

El  temor  de  las  armas,  mas  aun  que  el  número  de  los  soldados, 
aterrorizó  á  sus  enemigos. 

Sin  embargo,  David  Comneno  sostuvo  un  sitio  de  treinta  días,  al 
cabo  de  los  cuales  se  vio  en  la  forzosa  necesidad  de  entregar  la  ca- 
pital de  su  imperio  á  Mahomel,  bajo  la  promesa  de  hacer  gracia  de 
la  vida,  con  él,  ¿  toda  su  familia  y  vasallos,  y  que  su  hija  fuese  la  es- 
posa del  sultán. 

Mahomet  joro  solemnemente  este  tratado,  llevándose  consigo  la 
mayor  parte  de  las  familias  griegas  de  Trebisonda  para  poblar  Cons- 
tantinopla,  saliendo  para  esta  ciudad  con  David  Comneno,  su  esposa 
y  sus  nueve  hijos. 

Para  mas  satisfacer  &  su  orgullo  de  emperador,  empezó  por  insta- 
larlos en  el  hermoso  palacio  imperial  que  había  hecho  construir,  y 
que  hoy  se  conoce  bajo  el  nombre  de  Serrallo-Viejo. 

Rodeados  de  los  mayores  cuidados  y  de  los  miramientos  y  hono- 
res debidos  á  su  propia  familia,  prometió  á  Comneno  hacerle  so* 
berano  de  una  provincia  cuando  se  hubiese  efectuado  su  enlace  con 
su  hija. 

Tun  u  ll 


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Itl  MU5I0NES 

Mahomet,  m  embargo,  no  pensó  jamás  en  cumplir  semejante  pa- 
labra. 

Una  mañana  se  presentó  ante  el  emperador  caído,  con  las  mas  vi- 
sibles muestras  de  cólera  y  de  furor  pintadas  en  su  semblante,  acu- 
sándole de  manejos  secretos  y  de  intrigas  con  los  embajadores  de 
Dntm  Assao,  rey  de  Persia. 

Gomneno  negó  con  la  fuerza  de  la  inocencia,  pero  insistiendo  Ma- 
homet,  dio  orden  á  los  genizaros  para  que  fe  llevasen  preso  con  toda 
su  familia  al  castillo  de  las  Siete  Torres. 

Esta  orden  fué  ejecutada  inmediatamente,  y  los  nueve  hijos  y  el 
padre  atravesaron  públicamente  las  calles  de  Constantínopla,  atados 
de  pies  y  de  manos  en  medio  del  dia  y  rodeados  de  guardias,  vién- 
dose insultados  por  el  pueblo,  en  el  cual  se  había  esparcido  la  voz  de 
que  una  horrenda  traición  fraguada  por  ellos  obligaba  al  emperador, 
mal  su  grado,  á  reducirlos  á  prisión. 

Apenas  llegados  al  castillo  de  las  Siete  Torres,  hallaron  al  Gran 
Visir  que  les  esperaba. 

Este  les  indicó  con  la  mano  la  segunda  torre  de  mármol  donde  an- 
ticipadamente se  había  preparado  todo  para  recibirlos. 

Una  puerta  de  madera  se  abrió  para  darles  paso,  conduciendo  á 
un  corredor  de  doce  pies  de  largo  por  cuatro  de  ancho. 

DetrásVle  esta  puerta  estaban  colocados  en  espera  dos  cappigis,  ó 
carceleros,  con  antorchas  para  alumbrar  aquel  recinto,  enteramente 
privado  de  la  luz  del  dia. 

David  Gomneno  instintivamente  quiso  volver  atrás,  pero  fué  bru- 
talmente empujado  hacia  adelante  á  una  sefial  del  Gran  Visir,  y  en- 
tró en  otro  corredor  llevando  por  la  mano  al  mas  pequeño  de  sus 
hijos. 

Al  final  del  corredor  habia  dos  escalones,  sobre  los  cuales  se  en- 
contraba una  doble  puerta  de  hierro. 

Al  dar  en  ella  un  golpe  losCappigis,  aquella  puerta  rodó  sobre  sus 
goznes  y  aparecieron  otros  dos  hombres  de  siniestra  ligara,  también 
con  hachones  en  la  mano. 

La  oscura  galería  que  recorrieron  era  semi-circular,  y  al  final  de 
ella  habia  una  tercera  puerta  de  hierro. 

Allí  se  repitió  igual  ceremonia,  y  otros  dos  Gappigis  se  presenta- 


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roo.  Después  de  haber  andado  como  unos  doce  pasos,  se  detuvieron 
ante  otra  puerta  baja,  construida  de  gruesos  maderos. 

Dejaron  i  la  derecha  la  puerta  indicada,  y  tomando  una  escalera 
practicada  en  la  izquierda,  subieron  cincuenta  escalones,  al  final  de 
los  cuales  hallaron  otra  puerta  de  hierro  que  4  su  llegada  se  abrió, 
dando  paso  á  la  luz  del  día. 

Se  hallaban  en  una  prisión  donde  daba  la  claridad  por  la  techum- 
bre, que  tenia  algunas  troneras  practicadas  en  forma  vertical. 

El  local  era  espacioso  y  se  hallaba  adornado  con  groseros  mue- 
bles de  madera,  sobre  los  cuales  se  veia  una  escasa  y  pobre  comida. 

— Tomad  fuerzas,  les  dijo  el  Visir,  que  bien  las  habéis  de  menester. 

—¿Qué  es  lo  que  trata  de  hacer  con  nosotros  el  emperador?  le  di- 
jo Gomneno. 

—Lo  que  se  hace  con  los  traidores,  le  contestó  este. 

—Yo  no  soy  traidor,  repuso:  las  intrigas  y  manejos  que  se  me 
imputan  con  los  ministros  del  rey  de  Persia,  no  han  existido  jamás,  y 
Mahomet  lo  sabe  bien. 

Le  he  cedido  mi  imperio  confiando  en  su  lealtad  y  en  su  palabra, 
después  de  mil  seguridades  que  me  ha  dado  de  tener  para  con  mi  fa- 
milia los  miramientos  debidos  á  su  rango  y  dignidad,  y  por  la  prome- 
sa formal  de  casarse  con  mi  hija,  bajo  la  fé  sagrada  del  juramento. 

Si  hoy  no  quiere  violar  la  fó  jurada  á  la  faz  del  mundo,  no  necesita 
inventar  para  evadirse  de  tu  promesa  un  crimen  imaginario. 

—Mahomet  sigue  de  ese  modo  tu  ejemplo.  Acuérdate  de  que  man- 
daste degollar  k  un  nifio  para  usurparle  el  trono. 

—También  Mahomet  asesinó  á  sus  dos  hermanos  con  el  mismo  fin. 

—Galla,  perro.  Solo  be  venido  aqui  para  darte  órdenes  y  no  para 
discutir  contigo.  Para  colmo  de  la  clemencia  imperial,  y  para  que  la 
raza  de  los  Comneno  no  pierda  su  prestigio  al  recibir  la  muerte,  el 
emperador  os  concede  una  hora  para  prepararos  4  morir.  Empleadla 
bien,  pues  no  se  retardará  el  suplicio  uo  solo  momento  mas. 

—¡Todos!...  ¡todos!...  ¿estas  criaturas  también?...  ¿También  la 
virgen  que  debió  compartir  su  lecho?...  Si  algún  culpable  existe  entre 
nosotros,  soy  70...  estas  infelices  criaturas  en  nada  le  han  podido 
ofender. . .  Mahomet  no  podrá  nunca. . . ' 

—Mahomet  sigue  por  máxima  el  adagio  que  tú  también  cono- 


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Stl  PIMOIItS 

oes.  «Para  que  ira  trono  se  consolide  completamente,  es  preciso  aten- 
tarle sobre  la  tumba  del  último  hijo  de  la  raía  reinante.»  Adiós:  le 
qoeda  nna  hora. 

El  Gran  Visir  salió  de  la  prisión. 

Al  quedarse  solo  con  sus  hijos  David  Comneno,  se  entregó  al  mas 
desesperado  dolor.  Sos  hijos  se  besaban  unos  á  otros,  sin  que  se  oye- 
sen mas  que  sollozos,  llanto  y  gritos. 

Separada  de  aquel  grupo,  muda  é  inmóvil,  la  que  debió  ser  esposa 
del  sultán,  los  miraba  sin  que  en  sus  ojos  brotase  el  llanto;  pero  sa 
hermoso  semblante  pintaba  la  majestad  del  mas  profundo  dolor,  ala 
par  que  el  valor  y  la  firmeza;  y  después  de  contemplar  dorante  algo- 
nds  instantes  aquel  cuadro,  tomó  de  repente  la  palabra  exclamando 
con  voz  firme  y  acentuada: 

—Basta  de  llanto,  hijos  de  Comneno.  Se  acerca  la  hora  en  que 
nuestras  cabezas  deben  caer  al  filo  de  la  cimitarra  de  los  infieles.  Ho- 
ra es  ya  de  volver  al  cielo  nuestros  ojos. 

A  estas  palabras,  las  miradas  de  todos  se  fijaron  en  ella  con  sor- 
presa, y  continuó  en  estos  términos: 

—La  emperatriz  nuestra  madre  falta  á  este  sacrificio  de  familia; 
y  puesto  que  se  halla  lejos  de  nosotros,  á  mi  me  toca  ocupar  su  pues- 
to. A  mi,  que  tengo  su  corazón,  su  alma  y  su  valor,  me  toca  deciros 
lo  que  ella  os  diria  si  estuviese  aqui:  emperador  de  Trebisonda,  es- 
te es  el  solo  momento  que  el  cielo  ba  marcado  para  sacudir  vueftra 
debilidad.  Bendecidle  por  la  merced  que  os  hace,  y  que  vuestro  va- 
lor al  morir  baga  decir  á  vuestros  enemigos:  era  digno  de  mandar  á 
los  demás.  [Hijos  del  emperador,  antes  que  ser  esclavos  de  un  bár- 
baro, debéis  aceptar  con  alegría  una  muerte  que  os  hace  libres! 

A  estas  palabras  desaparecieron  las  lágrimas  de  todos  los  sem- 
blantes. 

El  emperador,  que  consintió  en  dejarse  despojar  de  su  corona  ca- 
si sin  oponer  resistencia,  y  que  en  tiempo  de  su  poder  no  tuvo  valor 
para  morir  al  frente  de  su  ejército;  desposeído,  y  á  la  vista  de  una 
muirte  cierta,  recobró  en  el  infortunio  el  valor  deque  habia  carecido 
en  la  prosperidad. 

Aquellos  niños,  que  en  la  aurora  de  la  vida  iban  á  ser  separados 
del  resto  de  los  vivientes  por  una  muerte  infamante  y  en  el  mas  ver- 


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MIÜIOfA  517 

gomoso  suplicio,  viendo  la  calma  y  serenidad  de  su  padre  y  de  su 
hermana,  levantaron  la  cabeza  con  orgullo,  reflejándose  en  sus  mira- 
das el  deseo  de  recibir  ana  muerte  que  los  libraba  de  la  mas  vergon- 
zosa y  humillante  esclavitud. 

Unos  á  oíros  se  miraban  en  silencio,  y  ninguna  palabra  parecía 
bastante  elocuente  para  traducir  el  pensamiento  que  en  su  corazón 
germinaba. 

Luego,  por  un  movimiento  simultáneo  y  eléctrico,  se  lanzaron  los 
unos  en  brazos  de  los  otros,  besándose  cariñosamente,  pero  esta  vez 
las  lágrimas  no  asomaron  á  sus  inocentes  ojos. 

En  esta  posición  se  hallaban,  cuando  se  abrió  repentinamente  la 
puerta. 

El  Gran  Visir  apareció  seguido  de  sus  guardias,  y  les  ordenó  que 
le  siguiesen. 

Enlazados  el  uno  con  el  otro,  emprendieron  la  marcha  yendo  á  la 
cabeza  David  Comneno  con  el  menor  de  sus  hijos  de  la  mano. 

Bajaron  cincuenta  escalones,  y  se  hallaron  en  írente  de  la  puerta  de 
madera  que  habian  encontrado  poco  antes. 

Esta  se  hallaba  abierta,  y  dejaba  ver  un  oscuro  calabozo  sin 
ninguna  abertura  que  diese  paso  á  la  luz  del  dia,  ni  por  donde  se  pu- 
diese ver  el  claro  sol  de  Oriente. 

En  medio  del  calabozo  había  un  ancho  y  profundo  pozo,  cuya  hu- 
meante boca  parecía  aguardar  solamente  á  las  victimas  para  engu- 
llirlas. 

Cuatro  hombres  de  siniestra  catadura  se  hallaban  sentados  en  otros 
tantos  baocos  de  piedra  con  antorchas  en  la  mano,  cuya  vacilante  luz 
alumbraba  solamente  aquel  sitio  de  horror  y  de  agonía. 

Eran  cuatro  mudos.  c 

La  luz  d<)  las  antorchas  reflejaba  de  un  modo  siniestro  en  una 
larga  y  ancha  cimitarra  que  tenia  sobre  el  hombro  otro  sayón  de 
desmesurada  talla,  vestido  todo  de  color  de  sangre. 

Era  el  verdugo. 

El  fúnebre  paseo  terminó  allí,  y  á  una  señal  del  Gran  Visir,  todos 
se  arrodillaron  al  rededor  del  horrendo  pozo. 

— El  Gran  Mohamet  les  dijo,  os  concede  la  gracia  de  hacer  vuestra 
última  oración. 


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&**  rwsiow* 

Todos  se  humillaron  entonces»  golpeando  su  pecho.  Pero  el  ver- 
dugo, que  se  hallaba  colocado  detrás  del  circulo,  empezó  su  san- 
grienta maniobra  con  la  destreza  y  rapidez  que  solo  se  conoce  en 
Oriente. 

Eu  menos  de  cinco  segundos,  dice  la  historia,  cayeron  nueve  ca- 
bezas; y  ya  se  disponía  á  separar  la  décima  de  su  tronco,  cuando 
una  voz  que  salió  de  en  medio  de  los  soldados,  le  gritó:  ¡detente! 

Esta  sola  palabra  turbó  el  mortal  silencio  que  reinó  durante  la 
ejecución. 

La  décima  victima  qoe  iba  á  ser  sacrificada  era  la  princesa ,  la 
cual  volviendo  en  torno  suyo  la  mirada,  vio  con  espanto  las  cabezas 
de  sus  hermanos  unidas  á  la  de  su  padre,  rodando  en  medio  de  aquel 
lago  de  sangre,  de  la  que  sus  vestidos  se  hallaban  salpicados. 

Dn  involuntario  movimiento  de  horror  se  pintó  repentinamente  en 
su  hermoso  semblante,  pero,  repuesta  al  momento,  exclamó  con  voz 
firme: 

-¿Y  yo? 

—Te  perdono  la  vida,  dijo  Hahomet  adelantándose  por  en  medio 
de  sus  sol  dados. 

Has  debido  participar  de  mi  lecho.  Eres  sagrada  para  mí.  Te  con- 
cedo la  vida,  pero  irás  al  serrallo  con  mis  demás  mujeres. 

—(Infame!  exclamó  la  princesa;  ¿yo  tu  esclava?  ¿yo  tu  querida? 

¿Con  qué  derecho  me  condenas  á  vivir? 

¿Por  qué  usas  solo  conmigo  de  tanta  crueldad,  cuando  tan  clemen- 
te te  has  mostrado  con  los  otros? 

El  acto  mas  manifiesto  de  tu  clemencia  ha  sido  el  librar  á  mi  fa- 
milia de  tu  vista,  de  tus  leyes,  de  tu  reinado  y  de  la  vergüenza  de 
vivir  sin  asesinarte. 

—Encerrad  á  esta  mujer  en  el  serrallo.  Guando  Hohamet  ha  dicho 
una  cosa,  se  debe  cumplir  en  el  momento ;  su  palabra  es  inmutable 
como  la  del  profeta  cuyo  nombre  lleva.  Sois  mi  esclava,  como  lo  son 
mis  demás  mujeres ;  lo  quiero,  y  asi  será. 

— Mi  esclavitud  no  durará  largo  tiempo;  contestó  la  princesa.  Ge- 
do  á  la  fuerza,  y  te  maldigo. 

Después,  inclinándose  sobre  ia  cabeza  inerte  de  su  querido  padre, 
la  besó  con  respeto,  dejando  tranquilamente  que  la  pusiesen  el  velo 


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Dt  ftUMtt.  SM 

que  cabria  k  las  mujeres  en  aquella  época,  y  siguió  con  paso  lento 
4  los  geftisaros,  que  la  cotdujeron  al  serrallo. 

Mahomet  volviéndose  hacía  el  verdugo,  le  dijo: 

— Lanza  al  pozo  esas  cabezas,  y  cierra  la  abertura  basta  que  te 
ordene  se  abra  de  nuevo  para  otra  ejecución. 

De  hoy  en  adelante,  aquf  recibirán  su  castigo  cuantos  esciten  mi 
cólera  y  yo  destine  á  una  muerte  oscura  y  oculta. 

Sin  cabezas  rodarán  al  fondo  de  ese  pozo,  y  de  este  modo,  Dios, 
mi  grandeza  y  tú,  seremos  los  únicos  guardadores  del  secreto. 

Los  cuerpos  se  echarán  al  rio  lejos  de  los  muros  de  la  ciudad,  y 
cualquiera  que  sea  osado  á  darles  sepultura,  recibirá  la  muerte. 

£1  verdogo  picó  con  su  cimitarra  las  nueve  cabezas  haciéndolas 
menudos  pedazos,  y  las  echó  al  pozo. 

Los  mudos  se  acercaron  entonces,  y  levantando  del  suelo  las  an- 
chas losas  que  servían  de  tapadera  á  la  horrible  gola,  volvieron  á  co- 
locarlas cuidadosamente  sobre  la  abertura  de  aquel  abismo,  bailando 
sobre  ellas  para  que  se  adaptasen  mejor. 

El  verdugo  exclamó  entonces: 

—¡Este  es  el  pozo  de  sangre! 

Su  nombre  se  ha  conservado  hasta  nuestros  dias. 

De  este  modo  inauguró  Mahomet  II  el  castillo  de  Las  Siete  Torree. 

Los  cadáveres  de  Gomneno  y  su  familia  fueron  lanzados  al  rio, 
según  se  había  ordenado. 

La  misma  noche  que  esto  aconteció,  se  vio  á  una  mujer  ocupada 
en  unión  de  dos  esclavos  en  lavarlos  y  revestirlos,  ayudando  en  se- 
guida ella  misma  á  trasladarlos  á  una  fosa  que  con  sus  propias  ma- 
nos ha!  ¡a  abierto.  Doa  vez  sepultados,  se  arrodilló  sobre  la  tierra  re- 
cientemente  movida  é  hizo  una  oración. 

Esta  mujer  era  la  emperatriz.  En  el  momento  en  que  fueron  á  pren- 
der á  su  marido  y  á  sus  hijos,  se  hallaba  en  el  bafio.  Advertida  de  la 
catáslrcf  \  huyó  sin  que  nadie  pensase  en  detenerla,  pero  volviendo 
atrás  al  llegar  la  noche,  se  dedicó  á  dar  sepultura  á  su  querida  fa- 
milia, con  peligro  de  su  vida. 

Prevenido  Mahomet  de  lo  que  ocurría,  contestó: 

—Es  digna  esposa  de  un  emperador,  y  honrada  madre  de  prin- 
cipes. 


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«00  PRISIONES 

No  permitió,  por  lo  tanto,  que  se  la  molestase  en  so  piadosa  tarea. 

Ta  no  le  quedaba  á  la  emperatriz  mas  que  un  cadáver  por  enter- 
rar, cuando  yendo  hacia  los  muros  de  Coostantinopla,  en  vez  de  un 
cadáver  halló  dos. 

£1  segando  era  el  de  la  princesa. 

U.ia  ancha  herida  cerca  del  corazón  atestiguaba  la  causa  de  su 
muerte. 

La  princesa  en  calidad  de  prometida  del  sultán,  reclamó  el  pofial 
que  tenia  derecho  de  llevar. 

Le  fué  entregado;  y  habiendo  esperado  el  segundo  dia  inútilmente 
á  Mabomet  á  quien  habia  pedido  una  cita,  sin  duda  con  el  objeto  de 
quitarle  la  vida,  se  dio  la  muerte  ella  misma,  lanzando  contra  él  las 
maldiciones  que  antes  habia  ya  pronunciado. 

En  4512  Selim  I  subió  al  trono  de  Turquía.  Su  padre  Bayaceto  II 
depuesto  por  los  genizaros,  de  los  cuales  habia  intentado  la  destruc- 
ción, después  de  haber  abdicado  el  trono  en  mano  de  su  hijo,  murió 
envenenado  por  su  orden. 

A  Selim  le  quedaban  dos  hermanos,  Acmelh  y  Korcut.  Acmeth  era 
mayor  que  Selim;  pero  asi  este  como  Korcut  habían  renunciado  to- 
dos sus  derechos  á  la  herencia  de  su  padre,  declarándose  ambos  los 
primeros  vasallos  de  su  hermano  Selim. 

A  su  elevación  al  trono  imperial,  los  dos  hermanos  le  acompasa- 
ron á  Constantinopla  á  fin  de  que  el  pueblo  viese  y  le  constase  su  en- 
tera sumisión. 

Esta  noble  determinación  de  sus  hermanos  no  satisfizo  del  todo  á 
Selim. 

Usurpador  arbitrario  y  violento,  temia  á  cada  instante  las  empre- 
sas de  sus  hermanos. 

Vanamente  su  Gran  Visir  Mustafá  intentó  tranquilizarle  dando  i 
su  alma  los  convenientes  sentimientos  de  amor  fraternal. 

Selim.  que  no  retrocedió  ante  la  muerte  de  su  padre,  creía  positi- 
vamente necesaria  también  la  de  sus  hermanos,  para  gozar  del  trono 
con  entera  libertad. 

Sin  cesar  repelía  al  Gran  Visir  la  estrañeza  que  le  causaba  se  pu- 
diese renunciar  al  trono;  y  que  para  reinar  con  placer  y  satisfacción, 
era  preciso  reinar  tranquilamente. 


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DB  EUROPA.  €01 

A  pesar  de  los  consejo*  de  Muslafá,  meditó  y  fué  cosa  decidida  la 
pérdida  de  sos  hermanos. 

Prevenidos  estos  de  los  intentos  de  Selim  por  los  nomerosos  ami- 
gos que  teniao  en  la  corte,  salieron  ocultamente  de  Constantinopla. 

Acmeth  se  refugió  en  las  montadas  de  la  Armenia ,  y  desde  allí 
solicitó  el  concurso  de  los  demás  soberanos  y  aun  del  mismo  rey  de 
Persia  para  defenderse  contra  los  ataques  de  Selim. 

Menos  fogoso  y  mas  indiferente  su  hermano  Korcut,  ocultaba  su 
oscura  existencia  errante  de  caverna  en  caverna ,  y  no  cuidándose 
en  nada  de  su  persona. 

Poco  trabajo  le  costó  á  Selim  el  descubrir  su  retiro,  y  fué  inme- 
diatamente mandado  estrangular. 

A  este  primer  asesinato  se  permitió  el  Gran  Visir  hacer  al  sobe- 
rano algunas  observaciones  que  fueron  mal  recibidas,  y  con  dolor 
vio  que  Selim  marchaba  rápidamente  contra  Acmeth,  cuya  persona 
reclamaba  sin  cesar  á  los  demás  principes  le  fuese  entregada. 

Antes  de  llegar  á  este  punto,  babia  ya  enviado  comisionados  á 
Amaría  para  que  se  apoderasen  de  los  hijos  de  Acmeth,  aun  en  la 
infancia,  residentes  en  aquella  ciudad ,  y  confiados  al  cuidado  del 
gobernador. 

A  esta  noticia,  Mustafá,  compadecido  do  aquellas  criaturas,  en- 
vió por  su  parte  á  prevenir  al  gobernador  del  atentado  que  de  or- 
den del  emperador  se  tramaba,  encargándole  huyese  con  los  prín- 
cipes. 

Este  último  no  tuvo  el  tiempo  suficiente,  pero  le  bastó  para  po- 
nerse en  espectativa. 

Llamó  en  su  ayuda  á  varios  amigos  y  servidores  de  su  padre,  y 
cuando  el  Pacha,  encargado  de  tan  triste  ejecución,  llegó,  en  lugar 
de  sorprender,  fué  sorprendido  y  condenado  á  muerte. 

Al  llegar  lo  ocurrido  á  noticia  de  Selim,  fué  tal  su  cólera,  que, 
adivinando  la  traición  de  que  babia  sido  juguele,  se  informó,  averi- 
guó la  verdad  á  fuerza  de  oro,  y  mandó  llamar  á  Mustafá,  que  in- 
terrogado, negó  el  hecho  y  fué  conducido  á  las  Siete  Torres  donde 
estuvo  encerrado  un  dia. 

Llegada  la  noche,  se  presentaron  los  guardias,  y  trasladándole 
al  primer  departamento  en  altas  horas,  se  halló  eatre  los  mudos 

rovo  n  7« 


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m  tmsiofiis 

y  e!  verdugo,  qne  ya  le  esperaba,  siendo  ahorcado  en  el  mismo  ins- 
tante. 

El  verdugo,  computado  ooo  su  terrible  oficio,  separó  la  cabeza  del 
tronco,  y  llevándola  á  uno  de  los  sitios  destinados  para  colocar  esta 
clase  de  trofeos  en  la  muralla,  la  colgó  poniendo  encima  esto  ins- 
cripción :  Suplicio  de  los  traidores.  En  aquel  punto  quedó  tres  días 
espuesta  á  la  vista  del  pueblo,  y  después  fué  á  unirse  con  los  demít* 
despojos  de  que  estaba  lleno  el  pozo  de  sangre. 

Siguiendo  la  costumbre,  las  riquezas  del  visir  fueros  confiscadas  á 
favor  del  tesoro  del  serrallo. 

Los  sultanes  se  han  enriquecido  siempre  por  este  medio, 

Ferhad  habia  sido  dos  veces  Gran  Visir  durante  el  reinado  de 
Amurat  III. 

Al  fallecimiento  de  este  principe,  acaecido  en  1595,  ota  fcostaogi- 
baohi,  esto  es,  gobernador  del  palacio  y  del  serrallo  y  comandante 
de  la  guardia  del  gran  señor;  roa  de  las  cuatro  grandes  dignidades 
del  imperio. 

Ferhad  fué  el  primero  qne  llevó  á  Mahomet  III  la  noticia  de  stt 
advenimiento  al  trono,  y  este,  para  recompensarle ,  le  nombró  cai- 
macán, dignidad  mas  elevada,  que  rivaliza  en  poder  con  la  del  Gran 
Visir,  pues  comprende  el  gobierno  de  Conslantiftopla,  y  da  entrada 
en  el  diván. 

Ferhad  esperaba  haber  obtenido  su  antiguo  empleo,  pero  ceütísuaba 
en  élSiaius,  su  rival,  que  le  habia  reemplazado  en  el  reinado  anterior. 

Conformado,  en  la  apariencia,  resolvió  captarse  la  asustad  de  su 
soberano  sirviéndole  en  todos  sus  caprichos. 

Durante  el  ejercicio  de  sus  funciones  en  el  reinado  anterior,  habia 
ya  demostrado  su  facilidad  en  plegarse  á  la  voluntad  y  capricho  del 
gran  señor,  y  su  crueldad  hacia  sus  rivales,  á  los  cuales  habia  he- 
cho morir  por  medio  del  cordón. 

Mahomet  III  era  de  un  carácter  naturalmente  irascible  y  cruel k 

Casi  al  principio  de  su  reinado,  babia  hecho  dar  muerte  á  una 
de  las  mujeres  de  su  harem,  ejemplo  de  severidad  bastante  raro; 
y  en  su  palacio  la  menor  falta  era  castigada  con  un  solo  suplicio;  la 
muerte. 

El  nuevo  caimacán  se  dedicó  k  halagar  las  pasiones  de  si  amo,  y 


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Crueldad  de  in  Salla. 


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DI  KflftOtt  •<>* 

este  por  su  parte  le  confió  todos  sus  secrítos  y  los  proyectos  que 
había  concebido. 

Ferhad  le  dio  la  seguridad  de  hacerlos  cumplir. 

En  efecto ,  cuando  Mahomet  III  ciñó  la  espada  consagrada  de 
Olhmao  qae  le  presentó  el  Muflí,  se  fué  en  seguida  al  serrallo,  A  la 
puerta  del  cual  le  esperaba  ya  el  caimacán,  y  penetraron  los  dos  en 
uno  de  los  apartamentos  donde  se  hallaban  reunidos  todos  los  her- 
manos del  nuevo  emperador. 

Estos  eran  diez  y  nueve. 

Quince  de  ellos  estaban  aun  meciéndose  en  el  regazo  de  sus  nodrizas. 

El  mayor  de  los  otros  cuatro  apenas  habia  cumplido  quince  aOos. 

Mahomet,  negligentemente  apoyadlo  sobre  el  hombro  de  Ferhad , 
los  mandó  estrangular  á  su  propia  vista. 

En  el  bolsillo  del  mayor  de  ellos,  llamado  Mustafá,  fué  hallado  un 
papel  cuyas  frases  se  creia  hacian  referencia  A  una  conspiración,  y 
de  ello  se  tomó  conocimiento  en  el  acto. 

Eran  versos  árabes. 

Este  joven  principe  presentía  la  muerte  que  le  esperaba,  y  la  hafcia 
predicho  anticipadamente. 

La  barbarie  de  Mahomet  no  se  detuvo  allí.  Diez  odaliscas  que  se 
hallaban  en  cinta,  de  Amurat,  fueron  á  su  vez  mandadas  comparecer, 
cosidas  en  sacas  de  cuero  y  arrojadas  al  mar. 

La  sultana  Validé,  es  decir,  la  madre  del  emperador  que  le  acon- 
sejó tan  atroz  ejecución,  tomó  sobre  él  un  absoluto  imperio. 

Ferhad,  por  consiguiente,  se  hizo  su  mas  asiduo  cortesano ;  y  co- 
mo la  pasión  de  aquella  princesa  fuese  una  insaciable  sed  de  rique- 
zas, la  facilitó  la  posesión  de  aquellas  copas  llenas  de  oro  que  Amu- 
rat habia  recogido  dorante  su  reinado.  Aquella  avaricia  fué  el  defecto 
mas  perjudicial  al  reinado  de  Amurat 

Conátantioopla  no  se  hallaba  abastecida,  y  la  miseria  y  el  hambre 
no  tardaron  en  hacer  sentir  sus  terribles  efectos. 

Encargado  Ferhad  en  su  calidad  de  caimacán  de  atender  A  evitar 
este  mal,  logró  felizmente  salir  de  su  empeOo. 

Dorante  este  tiempo,  el  Gran  Visir  Siaius  se  hallaba  al  frente  de 
los  ejércitos  de  Hongria,  y  solo  esperimenló  reveses  y  pérdidas  en 
aquella  región. 


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C  i  PRISIONES 

Voradge,  Lippe,  Turgowilz  y  el  fuerte  de  Sao  Jorge  fueron  des- 
amparados por  los  turcos,  apoderándose  de  ellos  el  conde  de  Mans- 
feld,  general  del  emperador,  y  el  vaivoda  Segismundo  Batlori. 

Los  enemigos  ganaron  además  dos  batallas  campales,  y  por  últi- 
mo, los  austríacos  se  apoderaron  de  Vingrado,  que  Siaius  no  supo 
defender. 

Irritado  Mahomet  con  la  noticia  de  tales  desastres,  llamó  á  Cons- 
tantinopla  al  Gran  Visir. 

Su  pérdida  estaba  ya  resuelta,  pero  Siaius  conocía  tan  bien  á  la 
corte  como  su  rival  Ferhai,  y  pronto  á  dimitir  su  honroso  cargo  con 
tal  de  conservar  la  vida,  adoptó  este  sistema  deponiendo  sus  insig- 
nias en  manos  del  emperador. 

Además,  numerosos  y  considerables  presentes  precedieron  su  lle- 
gada á  Constan tinopla,  y  el  jefe  de  los  eunucos  blancos  fué  el  encar- 
gado de  ofrecerlos  á  la  sultana  Validé,  implorando  su  protección, 
y  ofreciéndola  además  la  mitad  de  sus  riquezas  si  le  conservaba 
la  vida. 

Halagada  aquella  en  su  ambición  y  en  su  orgullo,  interpuso  su  po- 
derosa influencia  para  con  su  hijo,  é  hizo  recaer  la  falta  del  visir  en 
las  ordinarias  y  frecuentes  vicisitudes  de  la  guerra;  recordó  los  nu- 
merosos é  importantes  servicios  que  Siaius  habia  prestado,  y  logró 
conservar  al  visir  la  vida  y  los  tesoros  que  debia  partir  con  ella,  evi- 
tando que  fuesen  á  aumentar  el  considerable  número  de  riquezas  que 
el  serrallo  encerraba. 

Mahomet  se  contentó  con  despojar  á  Siaius  de  sus  dignidades,  en- 
viáodole  la  orden  de  entregar  los  sellos  del  estado. 

Cuando  ya  los  tuvo  en  su  poder;  mandó  llamará  Ferbad,  y  con  el 
asentimiento  de  su  madre  se  los  entregó. 

De  este  modo  se  vio  Ferhad  elevado  por  tercera  vez  á  la  dignidad 
de  Gran  Visir,  que  aceptó  con  sin  igual  audacia. 

La  primera  orden  de  Mahomet  fué  que  se  encargase  Ferhad  del 
mando  de  los  ejércitos  de  Uungría  para  vengar  los  reveses  que  su 
predecesor  habia  sufrido. 

El  Gran  Visir  partió  al  momento  para  su  deslino,  con  un  ejército 
de  seseóla  mil  hombres  y  numerosa  artillería. 

Su  llegada  al  campo  se  vio  precedida  de  las  mas  hábiles  combina- 


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OE  EUROPA  €0" 

dones;  pero  á  poco  tiempo  después,  y  en  el  momento  en  qie  en  me- 
dio de  una  noche  oscura  iba  á  emprender  su  marcha,  se  encontró  con 
los  cationes  clavados. 

Jamás  se  pudo  saber  cuales  fueron  los  enemigos  que  le  prepararon 
tan  funesto  golpe. 

Al  siguiente  dia  sus  almacenes  fueron  incendiados,  y  el  mas  atroz 
peligro  amenazó  á  su  armada. 

Ferhad  se  multiplicaba  en  todas  partes  á  fin  de  evitar  ta:  funestos 
golpes,  pero  la  desanimación,  y  lo  que  es  peor  aun  entre  los  turcos, 
el  presentimiento  de  una  derrota  se  apoderó  de  ellos,  y  nada  podían 
sus  multiplicados  esfuerzos. 

El  vaivoda  le  obligó  á  retroceder. 

En  fin,  perseguido  hasta  Neopolis,  perdió  una  batalla  delante  de 
esta  ciudad,  y  á  su  vista  fué  tomada  y  pasada  á  sangre  y  fuego. 

A  su  vez  fué  llamado  Ferhad  á  Gonstaotinopla;  pero  del  mismo 
modo  que  su  predecesor  pudo  comprar  su  vida  por  medio  de  consi- 
derables presentes. 

Las  dos  caídas  del  poder  durante  el  reinado  anterior,  habían  dis- 
minuido considerablemente  sus  tesoros,  babian  malgastado  los  que 
Amurat  dejó,  y  la  sultana  Validé  no  se  acordaba  ya  de  que  había  re- 
cogido la  mayor  parte. 

No  poseyendo  ya  bastantes  riquezas  Ferhad  para  comprar  de  nuevo 
el  poder,  decayó  cuanto  subió  de  punto  el  valimiento  entre  los  gran- 
des de  la  corte  del  poderoso  Alli-Assan. 

Además,  la  influencia  de  este  último  sobre  el  cuerpo  de  geoizaros 
era  inmensa,  y  sos  magníficos  presentes  persuadieron  fácilmente  á  la 
Valtfé  de  que  era  el  único  hombre  capaz  de  ser  Gran  Visir. 

El  débil  Mahomet.  que  pasaba  la  vida  en  su  harem  en  medio  de  los 
mas  vergonzosos  excesos,  se  dejó  convencer,  y  firmó  sin  leer  las  ór- 
denes, para  poder  cuanto  antes  volver  á  sus  placeres. 

Muellemente  sentado  en  el  fondo  de  su  palacio,  se  felicitaba  Ferhad 
de  la  buena  acogida  que  le  hizo  el  mismo  dia  el  gran  Mahomet.  A  su 
lado  se  hallaban  su  amuo  Mamoulh,  uno  de  los  grandes  oficiales  del 
imperio,  y  su  hijo  natural  ilusseio,  que  era  oficial  y  jefe  de  los  Spahis. 

Los  tres  se  hallaban  en  la  mas  perfecta  seguridad  creyendo  apaci- 
guada la  tempestad  que  sobre  sus  cabezas  rugía,  cuando  abriéndose 


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606  PRISIONES 

una  puerta  secreta,  dio  paso  i  un  hombre  que  penetró  por  ella  aló- 
nese y  pálido  de  terror. 

Era  este  el  Jeram-bachi,  ó  primer  cirujano  del  gran  señor,  que  en 
calidad  de  tal  podía  á  todas  horas  penetrar  en  los  apártameos  del 
Gran  Visir,  al  cual  debía  prestar  iguales  servicios  que  al  emperador 
su  amo. 

—¡Estáis  perdido!  le  dijo  con  presurosa  voz.  El  gran  sefior  acaba 
de  firmar  la  orden  de  vuestra  destitución  y  de  vuestra  muerte, 

A  estas  palabras  los  tres  amigos  quedaron  aterrorizados.  El  Jeram 
-bachi  continuó: 

—Vuestra  desgracia  es  debida  á  la  solicitad  del  poderoso  cuerpo 
de  genfzaros  y  á  la  sultana  Validé,  gatada  por  los  magníficos  pre- 
sentes de  Alli-Assan,  vuestro  temible  rival.  Huid  si  tenéis  tiempo.  To 
no  puedo  seguiros  ni  quedarme  aquí  un  solo  momento  mas.  Ta  he  pa- 
gado la  deuda  de  gratitud  que  con  vos  tenia  contraída  dándoos  este 
aviso,  adiós. 

A  estas  palabras  el  Jeram-bachi  desapareció. 

Guando  se  qaedó  solo  con  su  hijo  y  su  amigo,  pensó  huir  en  el 
momento,  y  cuando  se  preparaba  para  ello,  se  presentó  uno  de 
sus  oficiales  delante  de  él,  anunciándole  un  mensajero  del  empe^ 
rador. 

—¡Tan  pronto!  exclamó  Ferhad.  Apresurémonos,  y  podré  huir  por 
lo»  jardines. 

—La  casa  se  halla  rodeada  de  tropas,  repuso  el  oficial. 

-r-¿De  qué  cuerpo  son? 

~-Genízaroa. 

—No  hay  remedio  para  mi,  repuso  Ferhad.  Es  culpa  m¡a. 

Habiendo  logrado  escapar  con  vida  dos  veces  que  caí  en  desgra- 
cia, nunca  he  debido  esponerme  por  tercera  vez.  Forzoso  es  ceder  á 
la  ley  inmutable  del  destino. 

T^-Padre  mió,  yo  no  me  separo  de  vos,  dijo  Houssein;  si  es  preciso 
moriremos  juntos. 

—¡Tú,  morirl  repitió  el  Gran  Visir.  ¿Y  quién  me  vengará?  ¿Quién 
dará  muerte  á  Alli-Assan,  que  es  la  causa  de  mi  péidida? 

—Viviré,  añadió  Houssein  después  de  un  momento  de  silencio. 
Adiós,  padre  mió;  allá  arriba  nos  encontraremos. 


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DE  KU&OPA.  €01 

—(Adiós,  áewsein!  Maaouth,  os  le  recomiendo.  Quiero  que  sea 
mi  vengador,  pero  sin  exponer  su  vida. 

-"-Quedad  tranquilo,  dijo  Mamón  th;  yo  le  guiaré. 

Hamouth  y  Houssein  salieron  por  la  misma  puerta  que  apareció 
el  Jsram-bachi,  y  Ferhad  kizo  seña  al  oficial  para  que  introdujese 
al  mensajero  del  emperador. 

Dorante  este  tiempo,  y  después  de  haber  consultado  su  librito 
de  memorias,  el  Gran  Visir  exclamó  en  alta  voz  cayendo  de  hi- 
nojos: 

—Hoy  es  el  anhrergario  del  dia  en  que  Mahomet  III  cilio  la  espada 
de  Othman.  Aquel  día  asistí  yo  también  al  suplicio  de  sus  diez  y  nue- 
ve hermanos;  en  este  mismo  dia  debía  yo  morir. 

I Allah!  yo  me  resigno.  |Que  se  cumpla  la  voluntad  del  Sefior,  y 
que  yo  sea  vengado! 

El  Agá  de  los  genizaros  apareció  en  la  puerta  principal. 

—Su  Alteza  ordena  que  me  entregues  los  sellos. 

—Délos  aquí,  dijo  Ferhad,  presentándole  el  cofrecito  de  oro  que 
los  contenta. 

SI  té  eres  la  persona  encargada  de  entregárselos  á  Alli-Assao,  dile 
de  mi  parte  que  no  tendrá  el  honor  de  recibirlos  y  entregarlos  per 
tercera  vez,  como  Ferhad  lo  ha  hecho  con  notable  gloria  suya. 

—Sigúenos. 

—¿Piara  qué?  Aqui  mismo  puedo  recibir  el  cordón  que  el  empe- 
rador me  envía. 

—Te  será  entregado  en  el  castillo  de  las  Sute  Torree, 

-"(Marchemos! 

T  con  firme  paso  atravesó  las  calles  de  Constantinopfo,  recitand* 
en  alta  vez  loe  versículos  del  Coran,  que  estaban  ea  armonía  con  su 
actual  posición. 

Llegados  al  vestíbulo  de  las  Siete  Torres,  se  detuvo  delante  de  loa 
mudos  que  le  presentaron  el  cordón  en  una  bandeja  de  plata;  se  puso 
de  rodillas,  le  besó  respetuosamente,  y  dijo: 

—El  que  ha  hecho  estrangular  á  sus  diez  y  nueve  hermanos  y 
arrojar  al  mar  á  diez  mojares  embarazadas,  debía  castigar  al  que 
presenció  tan  horrendo  sacrificio  sin  asesinarle.  Aqui  eetá  mi  cuelo, 
ahorradme,  y  que  al  recibir  mi  alma,  Allah  se  encargue  de  vengar- 


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608  PRISIONES 

me.— Aud  proferían  sus  labios  la  última  silaba,  cuando  espiraba  en 
medio  de  una  espantosa  convulsión. 

Un  instante  después,  Álli-Assan  recibía  ios  sellos  por  mano  del 
Agá  de  los  gen  izaros,  el  cual  le  repitió  las  palabras  de  su  predecesor. 

El  nuevo  Gran  Visir  las  acogió  con  una  sonrisa  de  desprecio,  y  lle- 
no de  confianza  en  su  feliz  estrella,  fué  inmediatamente  á  tomar 
asiento  en  el  diván,  deseoso  de  celebrar  el  primer  consejo,  en  uso  de 
su  dignidad. 

No  tardó  Mahomet  en  ordenarle  que  fuese  á  ponerse  al  frente  del 
ejército,  batido  ya  bajo  el  mando  de  loa  dos  anteriores  visires. 

Con  tanta  habilidad  como  sutileza,  logró  Alli-Assan  persuadir  al 
gran  señor  que  fuese  á  mandarlo  él  mismo  en  persona,  y  cansado 
este  de  la  enojosa  y  muelle  vida  del  harem,  consintió,  saliendo  al  po- 
co tiempo  para  el  ejército. 

De  este  modo  el  Gran  Visir  evitó  el  peligro  al  cual  habían  sucum- 
bido sus  predecesores. 

El  emperador  hizo  aquella  triste  campaña,  marcada  por  la  batalla 
de  Agria,  tan  funesta  para  él  como  para  sus  enemigos.  La  guerra  le 
disgustó,  y  se  dio  prisa,  por  consiguiente,  en  volver  á  su  harem,  á  fin 
de  buscar  en  las  delicias  del  ocio  y  do  los  placeres  un  aliciente  á  su 
fastidio  y  saciedad. 

Durante  este  tiempo  la  sultana  Validé  y  sus  favoritos  los  eunucos 
gobernaron  á  su  antojo  el  imperio,  excitando  en  todas  partes  el  des- 
contento por  medio  de  sus  exacciones  é  injusticias. 

Avergonzados  los  Pachas  de  obedecer  á  una  mujer  y  á  hombres 
degradados  del  ser  de  tales,  se  pronunciaron  en  unión  con  los  de  las 
provincias,  negándose  á  pagar  los  impuestos. 

Uno  de  ellos,  Serivan,  Pacha  de  Caramania,  marchó  sobre  Gons- 
tantinopla,  no  dándole  tiempo  á  Mahomet  mas  que  para  ponerse  al 
frente  de  un  nuevo  ejército  y  salirle  al  encuentro. 

AI  mismo  tiempo,  en  todos  los  puntos  del  imperio  los  demás  Pa- 
chas imitaron  el  ejemplo  de  Serivan. 

La  guerra  de  Huogría  no  habia  terminado  aun. 

El  imperio  se  hallaba  amenazado  por  todas  partes. 

Gonstantinopla  se  hallaba  sin  tropas  y  sin  recursos,  y  solo  queda- 
ban en  la  inmens  i  ciudad  un  cuerpo  de  Spahis  y  otro  de  geaízaros. 


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DE  EUROPA.  809 

Mamoulh  y  Honssein  eligieron  este  momeólo  para  preparar  la  caí- 
da de  Alli-Assan  y  vengar  la  muerte  de  Ferbad. 

Los  Spahis  era  el  primer  cuerpo  de  caballería  del  imperio  otoma- 
no, y  los  Jenízaros  el  primero  de  infantería. 

Algunas  veces  se  babian  hallado  frente  á  frente,  y  sus  luchas  eran 
la  cansa  de  las  rivalidades  que  por  su  influencia  y  predominio  con 
el  emperador  podian  tener. 

Los  genizaros,  mas  numerosos»  y  poseedores  de  mayores  privile- 
gios, habían  salido  casi  siempre  vencedores. 

Su  audacia  habia  llegado  al  eslremo  de  exigir  que  el  emperador 
fílese  inscrito  como  individuo  de  su  cuerpo,  y  en  este  concepto  reci- 
bía la  paga  de  siete  genizaros. 

Estos  dos  cuerpos  fueron  la  causa  de  guerras  intestinas  en  el  im- 
perio turco  y  de  multitud  de  revoluciones. 

Divididos  unos  y  otros  en  regimientos,  tenían  el  derecho  de  resi- 
dir constantemente  en  la  capital  del  imperio,  y  sus  cuarteles  eran 
inviolables. 

Entre  los  Spahis  habia  una  clase  llamada  Timariotas. 

El  fimar  era  una  especie  de  derecho ,  del  cual  el  gran  sefior  ha- 
cia regalo  á  los  Spahis.  Este  derecho,  mas  ó  menos  considerable  se- 
gún los  servicióse  el  capricho  del  monarca  que  le  concedía,  sometía  al 
Spahi  dotado  &  la  obligación  de  facilitar  cierto  número  de  soldados. 

Todos  los  oficiales  tenían  Ti  mar 8  mas  ó  meóos  considerables. 

A  consecuencia  de  la  revolución  é  invasión  en  el  interior  del  im- 
perio, sucedió  que  los  oficiales  ausentes  de  sus  Timar s  tuvieron  el 
sentimiento  de  verlos  caer  en  manos  de  sus  enemigos,  los  cuales  per- 
cibían las  rentas,  mientras  ellos  se  hallaban  en  el  ejército  ó  en  Cons- 
tantinopla. 

Este  fué  el  motivo  de  la  revolución  á  la  cual  Houssein  impulsó  k 
los  suyos,  y  que  por  bajo  de  mano  favorecía  Mamouth. 

El  caimacán  Zaadi,  encargado  de  ejercer  las  fuociones  de  Gran  Vi- 
sir dorante  la  ausencia  de  Alli-Assan,  fué  el  primero  que  sintió  los 
efectos  de  esta  revolución. 

Los  amotinados  cercaron  su  palacio,  pidiendo  se  les  pusiese  en  po- 
sesión de  sus  Timar»,  ó  que  en  cambio  de  esto  se  les  diesen  sus 
rentas. 

TOMOB  11 


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61*  PRISIONES 

A  consecuencia  de  las  guerras  y  i¡e  las  depilaciones  Je  la  Validé, 
ei  tesoro  se  hallaba  exhausto,  y  el  caimaeaa  do  pudo  acceder  á  es  la 
pelicioo. 

La  tropa  amotinada,  en  visla  de  la  contestación,  amenazó  insurrec- 
cionarse, y  el  caimacán,  sobrecogido  de  temor,  se  apresuró  á  mani- 
festar al  emperador  que  no  había  medio  posible  de  apaciguar  el  tu- 
multo, y  que  renunciaba  su  cargo. 

No  atreviéndose  en  tales  circunstancias  Mahomet  á  condenarte  á 
muerte,  le  mandó  encerrar  por  el  pronto  en  las  Siete  Torres. 

En  tal  apuro,  Mamouth  fué  nombrado  caimacán  en  su  logar,  por  ser 
solamente  la  persona  que  en  aquel  momento  se  hallaba  mas  á  la  mam. 

Semejante  medida  contribuyó  en  gran  manera  á  aumentar  la  au- 
dacia de  los  amotinados,  y  asi  sucedió. 

Habiendo  llegado  á  noticia  de  los  revoltosos  que  Serivan  babia  to- 
mado la  ciudad  de  Presse  y  su  territorio,  trataron  de  hacer  recaer  la 
culpa  sobre  Alli-Assan,  y  el  mal  gobierno  de  la  Validé  y  de  los  eu- 
nucos que  sostenían  á  aquel  ministro;  fundados  en  estas  razones,  pe- 
dían con  desaforados  gritos  las  cabezas  de  los  culpables,  oro  para 
compensar  las  rentas  de  sus  tierras,  sitas  en  aquellos  países,  y  que- 
rían, toda  vez  que  el  tesoro  público  se  hallaba  exhausto,  que  se  les 
entregase  el  oro  que  había  en  las  mezquitas. 

Semejantes  pretensiones  le  parecieron  exageradas  al  muphti,  jefe  de 
la  religión  musulmana,  el  cual,  habiendo  jdoá  avistarse  con  el  empe- 
rador, le  aconsejó  que  se  resistiese  y  castigase  cruelmente  á  los  re- 
beldes. 

La  Validó  y  sus  secuaces  le  dieron  igual  consejo,  y  Mahomet  or- 
denó al  Agá  de  los  genizaros  que  rechazase  á  los  Spahis. 

Los  genizaros  en  aquella  sazón  eran  en  menor  número  y  declara- 
ron que  permanecerían  inactivos  en  aquella  cuestión,  rehusando  to- 
mar parte  en  ella. 

Mahomet  se  vio,  por  lo  tanto,  reducido  á  tener  por  únicos  defenso- 
res á  sus  Bost&ngís  ó  guardias  de  Gorps,  tropa  endeble  y  puramente 
de  parada. 

Durante  este  tiempo  Houssein  animaba  mas  y  mas  á  los  sedicio- 
sos, y  pedia  que  los  oficiales  de  los  Spahis  faesen  admitidos  á  ia 
presencia  del  sultán  para  exigir  justicia. 


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DB  EUROPA  «11 

Paro  Tiendo  que  no  se  abría  puerta  alguna  y  que  do  se  contestaba 
á  sus  viólenlas  reclamaciones,  propusieron  incendiar  el  serrallo. 

La  propuesta  fué  aceptada  con  entusiasmo  por  los  Spabis;  una 
parte  de  ellos  fué  á  buscar  antorchas  para  si  y  para  los  que  se 
quedaron  aguardándoles. 

Ta  se  preparaba  Houssein  con  la  suya  á  poner  fuego  á  la  puerta 
principal,  cuando  se  abrió  de  repente,  dando  libre  entrada  á  treinta 
oficiales  que  el  gran  señor  consintió  recibir. 

El  caimacán  Mamouth,  habiendo  secretamente  penetrado  cerca  del 
sultán,  le  previno  del  aspeelo  que  presentaba  la  sedición  y  las  conse- 
cuencias que  podia  tener,  por  lo  cual  Mahomet  consintió  en  recibir  á 
los  rebeldes. 

Los  treinta  oficiales  de  Spahis  con  Houssein  á  la  cabeza,  fueron 
admidos  &  Ja  presencia  del  gran  sefior,  y  después  de  haber  besado  el 
suelo,  en  término  precisos  manifestaron  las  condiciones  que  imponían 
los  Spabis. 

Empezó  manifeátaodo  con  sentidas  palabras  el  cuadro  desolador 
que  presentaba  ti  imperio,  siendo  causa  de  ello  el  Gran  Visir,  la  sul- 
tana Validé,  los  eunucos  y  los  demás  Visires  inferiores,  y  pidiendo 
el  castigo  de  todos  los  culpables. 

El  discurso  de  Houssein  se  concretaba  á  solos  dos  punios.  A  que  se 
restituyesen  á  los  Spahis  sus  Timar*,  ó  á  falta  de  esto,  so  valor  en 
efectivo  ó  en  alhajas  «*e  las  mezquitas,  y  las  cabezas  de  los  culpables 
Alti-Assan,  los  eunucos  y  la  del  último  caimacán,  que  por  seguir  las 
instrucciones  del  Gran  Visir,  había  causado  tantos  males  en  el  im- 
perio. Houssein  dio  fin  á  su  arenga,  manifestando  que  los  Spabis  no 
cederían  el  puesto  mientras  no  se  colocasen  á  sus  oiés  las  cabezas  que 
pedían  y  el  dinero  que  con  tanto  derecho  reclamaban. 

Temeroso  y  conmovido  Mahomet,  ordenó  que  fuese  conducido  in- 
meliatameote  á  su  preseacia  ti  último  caimacán  Zaadi  que  se  halla- 
ba preso  en  las  Siete  Torres. 

Creyó,  sacrificando  esta  victima,  apaciguar  la  revolución,  pues  era 
la  que  meno3  le  importaba. 

No  lardaron  los  bostaogis  en  conducir  á  Zaadi  ¿  los  pies  del  tro- 
no, y  Mahomet  con  voz  y  faz  severa  le  hizo  cargo  de  sus  actos  pasa- 
dos, deciéndole  que  se  preparase  á  morir;  pero  mas  hábil  que  él  su 


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r,'l  PRISIuNES 

prisionero,  y  mocho  mas  audaz  de  lo  que  se  habría  creído»  conocien- 
do el  carácter  que  la  rebelión  presentaba,  se  discnlpó  presentando  las 
órdenes  firmadas  por  el  emperador,  por  AIli-Assan  y  por  el  moflí. 

Asustado  Mahomet,  mandó  que  al  instante  se  abriesen  los  tesoros 
de  las  mezquitas,  pero  el  mufti  trató  de  oponerse. 

Si  su  persona  era  sagrada  para  el  sultán,  no  lo  era  en  cambio  para 
los  amotinados,  y  oyendo  la  tempestad  que  rugía  en  torno  suyo,  con- 
sintió en  todo,  enviando  á  buscar  una  parte  de  los  tesoros  sa- 
grados. 

En  este  tiempo  el  kislar-agassi,  jefe  de  los  eunucos  negros  y  go- 
bernador del  harem,  y  el  capi-aga$$if  jefe  de  los  eunucos  blaocos, 
gobernador  de  los  pajes  del  gran  señor,  comparecieron  delante  de 
aquel  terrible  tribunal. 

A  cuantas  exacciones  se  les  reprochaban,  daban  por  contestación 
la  orden  de  la  sultana  Validé. 

Semejantes  escusas  no  fueron  oídas  esta  vez,  y  á  una  sefial  de  Ma- 
homet fueron  estrangulados  á  los  pies  del  trono. 

A  este  tiempo  llegó  el  dinero  de  las  mezquitas,  y  preguntando  Ma- 
homet &  los  Spahis  wsi  estaban  satisfechos,  le  contestaron  estos;  «no 
del  todo.»  Para  nuestra  cuenta  falta  una  cabeza,  y  es  la.de  Alli-As- 
san; el  Gran  Visir  es  el  mas  culpable  de  todos. 

Que  se  le  ordene  dejar  el  mando  del  ejército,  donde  no  esperimen- 
ta  mas  que  reveses,  y  vendremos  á  pedir  su  cabeza,  del  mismo  modo 
que  lo  hemos  hecho  con  los  demás. 

Asi  quedó  amortiguada  la  primera  revolución,  que  no  esperaba 
mas  que  la  vuelta  de  Alli-Assan  para  estallar  de  nuevo,  pues  so  cre- 
yó que  el  gran  sultán  le  llamaría  á  Gonstantinopla. 

Alli-Assan,  por  el  contrario,  se  presentó  en  Gonstantinopla  volun- 
tariamente, y  llamando  al  Agá  de  los  gen  iza  ros,  le  reprendió  agria  - 
mente  so  inacción  en  la  pasada  revuelta,  diciéndole,  que  si  no  por 
afección  hacia  él,  por  conservación  del  cuerpo  que  mandaba  y  en  su 
propio  interés,  no  debió  permitir  qoe  los  Spahis  osorpasen  una  in- 
fluencia que  solo  y  desde  largo  tiempo  era  debida  á  los  gen  izaros,  y 
que  su  vuelta  tenia  por  objeto  el  hacer  que  se  les  restableciese  en  sus 
justos  y  antiguos  privilegios. 

En  efecto,  al  siguiente  día,  y  habiéndose  afirmado  en  su  poder  des* 


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DE  IÜR0P4  61 1 

pues  de  haber  visto  al  saltan  y  á  la  saltana  Validé,  empezó  la  lacha 
contra  los  Spahis. 

Estrafiándose  estos  al  ver  la  inacción  del  sallan,  obtuvieron  del 
nuevo  muflí,  amigo  del  caimacán  y  de  Houssein,  un  fofla,  por  el  cual 
pedian  al  gran  señor  la  cabeza  del  Visir  Alü-Assan. 

Este  tuvo  la  habilidad  de  quitar  su  deslino  al  mufti,  y  de  obtener 
al  propio  tiempo  la  sentencia  de  muerte  para  Mamoulh;  pero  esta  or- 
den no  se  podo  ejecutar. 

Prevenido  á  tiempo  el  caimacán,  se  refugió  en  casa  de  Housseinen 
el  cuartel  de  Spahis.  Estos  no  lardaron  en  invadir  las  calles  de  Cons- 
tantinopla,  mientras  que  los  genizaros,  reforzados  con  nuevas  odas,  la 
invadieron  por  su  parle.  Declaradas  las  pretensiones  de  los  dos  cuer- 
pos rivales,  se  armaron  oportunamente,  viéndose  ya  colocados  el  uno 
frente  del  otro. 

El  primer  dia,  estas  milicias  se  contentaron  solo  con  amenazarse. 
Al  segundo,  el  Gran  .Visir  obtuvo  de  Mahomet  un  firman  para  disol- 
ver los  Spahis,  mandándoles  además  que  entregasen  catorce  de  sus 
jefes,  condenados  á  muerte. 

A  la  cabeza  de  aquella  lista  se  hallaban  Mamouth  y  Boussein. 

Los  Spahis  rehusaron  recibir  á  los  diputados  que  les  eran  en- 
viados, y  obedecer  al  gran  seOor. 

Entonces  Alli-Assan  hizo  marchar  á  los  genizaros. 

A  semejante  determinación  una  parte  de  los  Spahis  cedió  á  las  ór- 
denes del  sultán;  pero  las  tropas  que  mandaban  Houssein  y  Mamoulh 
aceptaron  el  combato. 

Fué  sangriento  y  terrible  en  medio  de  aquellas  populosas  calles,  al 
través  de  sus  casas  y  de  sos  monumentos,  cada  uno  de  los  cuales  era 
un  parapeto. 

Millares  de  inocentes  viclimas  sucumbieron,  y  en  el  colmo  de  su 
rabia,  mandó  Alli-Assan  que  jugase  la  artillería  para  desalojar  á  los 
Spahis  de  las  casas  donde  se  hacían  fuertes. 

Las  casas  eran  de  madera,  y  el  eslrago  que  las  balas  hicieron  en 
ellas  fué  atroz. 

En  fin,  cediendo á  la  fuerza  del  número,  los  Spahis  fueron  venci- 
dos, y  se  hizo  gracia  de  la  vida  á  los  que  se  sometieron  á  implorar 
el  perdón  del  vencedor. 


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614  MSTQNES 

Seis  de  ios  principales  jefe*,  cogidos  con  las  arma*  en  la  mano, 
fueron  conducidos  á  las  Siete  Torres,  decapitados  y  sus  cabezas  co- 
locadas en  las  almenas  del  castillo. 

Houssein  y  Mamoulh  combatieron  con  la  rabia  de  la  desesperación, 
sosleniendo  casi  solos  los  alaques  de  los  genízaros.  De  repente,  Jtta- 
mouth  cayó  rnorlalnente  herido  á  los  píes  de  Houssein  y  decayendo  en 
este  el  valor,  dijo: 

— ¡No  me  cogerán  vivo! 

Ta  asestaba  el  puSal  contra  su  propio,  pecho,  Guando  deteniéndole 
Mamoulh  con  su  desfallecida  mano,  exclamó: 

— Ta  padre  ordenó  que  vivieses  para  vengarle  de  Alü-Assan ;  yo 
muero  sin  haberlo  podido  conseguir;  á  li  te  toca  sobrevivirme  para 
lograrlo.  En  bogar  de  una  muerte  tendrás  dos  que  vejagar. 

Y  espiró. 

Houssein  quedó  algunos  instantes  de  rodillas  al  lado  de  su  amigo, 
y  levantándose  con  ánimo  resuelto,  fué  á  buscar  entre  los  cadáveres 
el  vestido  que  mas  se  adoptase  á  su  figura.  Mutiladas  la*  facciones 
de  uno  de  aquellos,  para  impedir  le  conociesen  por  conjeturas,  aban- 
donó el  campo  de  batalla,  logrando  escapar  á  cuantas  pesquisas  se 
hicieren. 

El  siguiente  dia,  los  pregoneros  anunciaban  en  Coustautinopla  al 
son  de  trompeta  que  el  caimacán  Mamouth  y  el  jefe  de  los  genizaros 
Houssein  habían  sido  hallados  muertos  en  las  callea. 

Estos  sucesos  consolidaron  el  poder  del  gran  Visir  Alli-Assan,  pero 
su  favor  con  el  sultán  llegó  á  envanecerle  hasta  tal  punto,  que  ha- 
llando insoportable  el  yogo  de  la  sultana  Validé,  al  cual  estaba  obli- 
gado á  someterse,  resolvió  desprenderse  de  él. 

Al  propio  tiempo,  habia  contratado  obligaciones  de  reconocimiento 
con  otros  grandes  personajes  que  le  habían  ayudado  á  triunfar  de 
la  revolución  contra  los  Spabis,  y  esta  deuda  de  reconocimiento  le 
pesaba  en  gran  manera. 

Por  lo  tanto,  resolvió  también  deshacerse  de  ellos. 

Tan  ingrato  como  cruel,  inventó  crímenes  de  los  que  acusó  á 
aquellas  personas  y  las  hizo  condenar  á  muelle. 

Sus  cabezas  rodaron  hasta  el  abismo  del  pozo  de  sangre,  siendo 
una  de  las  primeras  la  de  Timachi  Pacha ,  segunde  Visir,  uno  de  ana 


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DE  CGftOPA.  «13 

mas  efectos  servidores  en  tiempo  de  su  desgracia,  en  mira  de  la  del 
Agi  de  los  genlzaros  que  le  había  salvado  la  vida. 

El  vicioso  y  desordenado  Mahomet  vio  con  indiferencia  estos  su- 
plicios. Pero  prevenida  su  madre  de  ios  proyectos  del  gran  Visir,  que 
varías  veces  habla  pedido  su  destierro,  quiso  hundir  de  una  vez  ¿  un 
tirano  subalterno  y  ambicioso  enemigo. 

Alli-Assan,  por  su  parte,  preparado  á  combatir,  buscó  mas  y  mas 
su  apoyo  en  el  cuerpo  ée  los  genizaros. 

Esta  vez  no  le  sirvió  aquel  recurso. 

La  sultana  Validé  le  atacó  de  frente,  y  como  mujer  astuta  y  resuel- 
ta, le  perdió  por  el  mismo  medio  que  habia  elegido  para  salvarse. 

Secundada  por  el  mafii,  losdemás  visires  y  el  Kislar  Agá,  enemi- 
gos del  gran  Visir,  persuadió  á  su  hijo  de  que  á  imitación  de  Sen  van, 
quería  Allí- Assan  hacerse  independiente,  y  que  para  lograrlo  protegía 
en  tan  gran  manera  &  los  genizaroe. 

Esta  declaración  de  indepeodencia,  valiéndose  del  cuerpo  de  genl- 
zaros que  bacía  y  deshacía  emperadores,  no  podia  ofrecer  otro  resul- 
tado que  usurpar  el  tfono  imperial  y  dar  la  muerte  á  Mahomet. 

Por  vez  primera  en  su  vida,  Mahomet  al  anunciarle  el  peligro  que 
le  amenazaba,  salió  de  su  apatía,  y  conociendo  su  madre  sobrada- 
mente su  carácter,  adoptó  el  único  medio  que  hay  para  dar  vaftorá 
los  pusilánimes. 

Rodeada  de  todos  los  altos  personajes  que  la  eren  adictos,  se  pre- 
sentó á  su  hijo,  desaflándele  á  que  se  atreviese  á  tocar  al  gran  Visir 
rodeado  de  sus  ge  trizaros. 

Esto  le  pii90  de  mal  humor  pues  humillaba  su  orgullo  herido  en  lo 
mas  vivo,  y  comenzó  á  decir  que  entre  sus  servidores  no  habia  uno  si- 
quiera tan  resuelto  que  se  atreviese  á  librarle  de  aquel  mortat  ene- 
migo, ni  á  recogerle  los  sellos;  tan  temido  y  poderoso  habia  llegado 
i  ser. 

Fueta  de  si  por  el  exceso  de  la  cólera  que  le  dominaba,  llamó  al 
primer  Bostangi  que  vio  pasar  por  sus  jardines,  y  te  dijo: 

—¿Eres  amigo  del  gran  Visir  Allí- Assan? 

— Sefior,  le  odio  mortalmente. 

—¿Te  atreverás  á  ir  á  pedirle  los  sellos  en  nombre  rulot 

—Al  instante,  si  me  lo  ordenáis,  gran  sefior. 


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CI6  MISIONES 

—Vé  pues. 

El  bostangi  salió,  y  volviéndose  Mahomet  hacia  su  madre  y  tas 
consejeros,  les  dijo: 

—Ya  veis  el  temor  que  me  inspiran  los  genizaros,  pues  envió  al 
último  de  mis  soldados,  cuyo  nombre  ignoro,  con  el  encargo  de  que 
humille  la  altivez  del  gran  Visir. 
—Por  eso  mismo ,  ese  soldado  no  cumplirá  tus  órdenes. 
—La  voz  de  aquel  soldado  era  temblorosa  al  hablar  del  odio  que 
profesaba  al  gran  Visir,  y  por  eso  le  he  enviado. 

Al  cabo  de  una  hora,  se  presentó  delante  de  Mahomet  aquel  bos- 
tangi. 

Sus  manos  estaban  bailadas  de  sangre  y  sus  vestidos  en  el  mayor 
desorden. 
—Que  ha  sucedido,  le  preguntó  el  gran  señor. 
— Aquí  tenéis  los  sellos  del  imperio,  le  dijo  el  bostangi,  entregán- 
dole una  cajita  de  oro. 
—¿Ha  consentido  en  entregártelos? 
—No ;  pero  se  los  he  arrancado  á  viva  fuerza. 
—¿De  qué  modo? 

— Se  resistía,  estábamos  solos,  y  echándome  sobre  él,  le  he  atado 
á  un  mueble  de  su  habitación;  le  he  puesto  un  paOuelo  en  la  boca 
para  ahogar  sus  gritos,  y  buscando  por  todas  parles,  he  logrado  en- 
cofltrar  el  cofrecillo  que  os  he  entregado. 
— ¿Pero  esa  sangre,  ese  desorden  en  tus  vestidos? 
— Habiendo  descubierto  los  genizaros  el  estado  en  que  dejaba  á 
Alli-Assan,  me  han  dado  caza,  y  arrestado  por  ellos,  he  conseguido 
escaparme. 
— ¿Con  qué  empieza  ya  la  revolución? 
—Nosotros  la  cortaremos,  dijo  el  mufti. 
—Has  cumplido  perfectamente  tu  comisión,  dijo  el  emperador  al 
bostangi;  ¿qué  quieres  en  recompensa?    , 
— Una  sola  cosa. 
—¿Cuál  es? 

—La  cabeza  de  Alli-Assan. 
—Te  la  doy. 
-Gracias. 


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oí  Buten  e ti 

T  el  boehagi  beéó  per  tres  veces  el  polvo  del  trono. 

Eq  este  momento,  ni  emisario  llegó  con  la  noticia  de  qne  en  la 
ciudad  reinaba  e)  mayor  tamalto.  Los  genizaros  formados  en  batalla 
en  todas  las  plazas,  cerraban  las  avenidas  del  palacio. 

El  saltan  palideció;  sn  madre  y  tos  demás  oficiales  que  le  rodeaban 
se  esforzaron  en  animarle,  y  por  via  de  ejemplo,  le  citaron  la  compri- 
mida revttocion  de  los  Spahis,  por  la  sola  fuerza  del  poder  supremo. 

A  estas  palabras,  la  frente  del  bostangi  se  oscureció  de  repente, 
pero  nadie  reparó  en  ello. 

—Si  cedéis  esto  vez,  vuestro  trono  cae  sm  remedio,  le  dijo  la  Va- 
lidé. 

Al  instante  mismo  el  Capi-Agá  y  algunos  de  los  oficiales  del  pa- 
lacio se  presentaron  dehmte  del  gran  sefior,  diciendo  que  los  Odas 
pachas  de  los  genizaros  le  enviaban  á  decir,  que  si  no  restablecía  en 
su  poder  4  Ali-Assan,  su  trono  se  hallaba  en  peligro. 

— Respondadles  que  dentro  de  fresdias  sabrán  la  voluntad  del  em- 
perador, dijo  la  sultana  Validé,  y  durante  este  tiempo  podremos  to- 
mar medidas  enérgicas. 

—Solo  queda  una,  dijo  el  bostangi,  que  se  atrevió  á  tomar  la  pa- 
labra; es  la  muerte  de  Ali-Assan.  Guando  no  exista  la  causa  que 
promueve  la  revolución,  todo  entrará  en  su  estado  normal. 

—¿Pero  y  si  por  vengar  su  muerte  se  enfurecen  mas?  observó  Ma- 
boaet.  * 

— Cea  la  cabeza  de  Ali-Assan  en  la  mano  les  obligaré  &  entrar  en 
sus  otárteles.  v 

—El  bostangi  tiene  razan.  Mostraos  fuerte  y  terrible,  dijo  el  mufli. 
Voy  i  redactar  una  fefta  contra  el  Gran  Visir. 

— Y  yo,  afiadió  Mahomet,  vencido  por  sus  consejeros,  voy  á  daros 
un  firma*. 

—A  mi  me  toca  coger  su  cabeza,  repuso  el  bostangi,  ya  que  V.  A. 
me  la  ha  dado 

Tres  dias  se  pasaron  en  Gonstantinopla  en  la  mayor  consternación. 

Los  genizaros  habian  ofrecido  esperar  este  tiempo,  pero  no  por  eso 
dejaron  de  tener  con  su  fuerza  armada  cercado  todo  el  palacio;  y  por 
las  noches  vivaqueaban,  encendiendo  hogueras  con  profusión. 

El  bostangi,  armado  do  su  irme  voluntad,  y  con  el  fefta  y  fír  - 

TU»  U.  18 


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6)8  PRISIONES 

man  del  sultán  en  el  bolsillo,  guio,  y  sin  necesidad  de  ayada  de  nadie, 
habia  desaparecido.  Ninguno  había  vaelto  oír  hablar  de  él. 

Al  amanecer  del  tercer  dia,  una  tropa  vestida  del  uniforme  de 
los  Spahis,  atravesaba  á  todo  galope  las  calles  de  Constantinopla, 
conduciendo  tras  de  si  una  litera  cerrada. 

Esta  comitiva  se  dirigió  al  castillo  de  las  Siete  Torres. 

Al  llegar  á  la  puerta,  el  jefe  de  la  escolta  llamó,  y  presentó  en  se- 
guida al  Agi  que  mandaba  la  fortaleza  el  firman,  ante  el  cual  se 
arrodilló  aquel. 

La  litera  y  la  escolta  penetraron  en  el  castillo  hasta  el  primer  ves- 
tíbulo. 

— Aquí,  dijo  el  jefe  de  la  escolta 9  debe  tener  lugar  la  ejecución. 

Al  punto  hicieron  salir  de  la  litera  á  Ali-Assan,  y  aproximándose 
á  él  el  bostaogi,  le  dijo: 

—En  este  mismo  sitio  han  perecido  por  tu  orden  multitud  de 
ilustres  víctimas;  en  este  mismo  lugar  hiciste  perecer  al  venerable 
Ferhad  á  quien  deseabas  reemplazar...  aqui  mismo  vas  á  morir. 

—Pero,  añadió  Alli-Assan  con  voz  temblorosa;  no  veo  el  cor- 
don  ni  á  los  mudos. 

—•Es  que  tú  debes  perecer  como  el  mas  vil  de  los  esclavos. 

—Eso  es  imposible  que  suceda;  no  veo  el  verdugo... 

—El  verdugo  soy  yo,  interrumpió  el  bostangi.  Yo  á  quien  debe- 
rías reconocer.  Yo,  el  hijo  de  Ferhad,  mi  padre,  &  quien  he  jurado 
vengar.  Yo,  Houssein,  á  quien  creíste  muerto  en  el  campo  de  batalla, 
y  que  vivo  aun  para  cumplir  mi  juramento.  De  rodillas,  Alli-Assan, 
de  rodillas.  Por  sola  la  satisfacción  de  dar  muerte  al  verdugo  de  mi 
padre,  consiento  en  ser  tu  verdugo.— El  terror  obligó  &  Alli-Assan  á 
doblar  la  rodilla,  y  en  el  mismo  instante  Houssein  hizo  volar  por  el 
aire  su  cabeza  de  un  golpe  de  cimitarra.  Al  momento  mismo  la  alzó 
del  suelo,  monló  á  caballo,  y  atravesando  al  escape  por  frente  de  las 
filas  que  formaban  los  genizaros  armados,  iba  repitiendo: 

—Esta  es  la  cabeza  de  Ali-Assan,  asesino  de  Ferhad  y  de  otros  mil. 
Yo  le  he  dado  muerte  por  un  fefta  del  mufti  y  por  la  justicia  del  em- 
perador. 

En  efecto,  los  genizaros  retrocedieron  con  horror  á  la  vista  de 
aquel  sangriento  espectáculo,  y  durante  aquellos  dias,  los  amigos  de 


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DBKHUm.  119 

U  Validé  y  enemigos  de  Ali-Assan  habían  influido  de  tal  modo  sobre 
sos  jefes  que,  silenciosos  y  cabizbajos»  se  retiraron  á  sus  coárteles. 

Houssein  se  hizo  abrir  las  puertas  del  serrallo,  y  penetrando  has- 
ta la  ostaocia  doode  se  hallaba  Mahomet,  depuso  su  sangriento  tro- 
feo á  los  pies  del  trono. 

Tales  eran  las  disensiones  intestinas  que  agitaban  &  cada  momento 
el  imperio  otomano. 

Bajo  este  concepto,  la  historia  de  Turquía  es  digna  de  estudio,  y  si 
hemos  dado  algún  desarrollo  á  estos  episodios,  ha  sido  solo  para  pro* 
bar  que  tanto  las  conmociones  interiores  de  los  distintos  reinados, 
como  las  revoluciones,  todas  venían  á  terminar  mas  tarde  ó  mas  tem. 
prano  en  el  castillo  de  las  Siete  Torres. 


II. 


lustaft.— Libra  al  embajador  dePersia.— El  príncipe  Coreskl.— El  pastel.— La  esca- 
la de  cuerda.— Evasión.— Fraoceses  sometidos  á  Ja  prueba  del  tormento.— El  ba- 
rón de  Sane— Reparación  pedida. — Turquía  manda  a  Francia  una  embajada  con 
este  fin.—  Mabomet  estrangulado  por  orden  de  su  hermano  Osman. — Su  oración  y 
su  maldición. — Revolución  contra  Osman. — Mustafá  libertado.—  Su  prisión. — Os- 
man en  el  calabozo  sangriento.— Su  muerte. — Una  oreja  cortada.—  Darud  asesino 
de  Osman.  -Muere  este  en  el  mismo  sitio  que  Osman.— Segunda  cautividad  de 
Mnstafa.—  Bostangi  decapitado.— Caimacán  conducido  á  la  muerte  por  sus  rique- 
sas.— Prisión  del  embajador  de  Venecia  y  de  un  francés. — Suplicio  del  gancho, 
establecido  en  las  Siete  Torres—  Prwioo  de  Ibraim. — Suplicio  deGumir.— El  capi- 
tán Pacha  vencedor  de  Gandía.— Su  desgracia.— Su  muerte. — Su  sepulcro  en  las 
Siete  Torres.— Crueldad  de  Ibraim.— La  sultana  Fauna. — Quiere  usar  de  violen- 
cia.—Ella  le  amenaza  con  su  puñal. — La  bija  del  mafti.— Ibraim  abusa  de  ella.— 
Venganza-de  su  padre.— Prisión  y  muerte  de  Ibraim. 

Presintiendo  el  emperador  Acmet  I  el  próximo  fin  que  le  indica- 
ba su  mal  estaito  de  salud,  hizo  llamar  á  su  hermano  Mustafá,  de- 
signándole para  su  sucesor  en  el  trono  después  de  su  muerte. 

Sin  embargo,  aquel  monarca  dejaba  tres  hijos,  que  eran  Osman, 
Mehemet  é  Ibraim,  pero  aun  no  tenían  la  edad  necesaria  para  rei- 
nar, y  Acmet  (emia  en  gran  manera  los  desórdenes  en  su  imperio. 


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CSO  PRISIÓN» 

Además,  Muetaft  nmea  bafbia  tenido  hijos,  y  era  probable  que  efe 
el  porvenir  no  los  tuviese;  tan  grande  era  la  aversión  que  k  las  mu- 
jeres profesaba. 

Acmet  murió  á  les  U*  afios  de  edad,  en  4*17,  y  Mustafá  le  soce- 
dlo en  el  trono. 

La  aversión  que  á  las  mujeres  tenia,  continuó  manifestándose  en 
su  reinado. 

Durante  largo  tiempo  retasó  penetrar  en  su  harem,  y  hacia  apli- 
car á  sus  odaliscas  caprichosos  castigos;  mochas  veces  á  su  vista  y 
en  medio  de  sus  jardines  en  el  serrallo,  pasaba  largas  y  largas 
horas  entretenido  en  echar  á  un  estanque  el  oro  y  la  plata  que  se 
destinaba  en  sus  gastos  á  la  manutención  del  serrallo  y  renuevo  4e 
sus  mujeres,  por  lo  cual  el  pueblo  decia  que  el  dinero  del  tesoro  se 
lo  echaba  á  los  pescados. 

La  sultana  Validó,  su  madre,  no  tardó  en  verse  confundida  por  su 
rencor  con  todas  las  demás  mujeres,  siendo  por  último  relegada  al 
viejo  serrallo. 

Pero  proveyendo  su  muerte,  y  usando>de  la  inevitable  '¡afluencia 
que  la  había  quedado  del  reinado  anterior,  pudo  obtener  de  Mustaíá 
que  concediese  e!  viziriato  á  un  hombre  de  su  hechura. 

En  el  puesto  que  ocupaba  Halil,  gran  militar  y  rígido  administra- 
dor, hizo  nombrar  á  su  yerno  Mehemet,  confidente  suyo. 

El  emperador  se  apoderó  de  los  bienes  de  Halil,  segou  era  costum- 
bre, y  Mehemet,  á  pesar  de  la  rigurosa  cautividad  de  la  saltana  Va- 
lidé, se  entendía  perfectamente  con  ella  para  poder  llegar  á  lograr  la 
destitución  del  emperador. 

Mustafá,  de  carácter  débil,  indolente,  y  á  veces  caprichoso ,  con- 
tribuyó en  gran  modo  á  su  propia  caída. 

Sus  facultades  intelectuales  habían  degenerado  de  tal  modo  duran- 
te los  catorce  afios  de  cautividad  que  habia  sufrido,  y  con  la  constan- 
te amenaza  de  la  muerte  que  sobre  él  pesaba,  que  muy  á  menudo  da- 
ba señales  marcadas  de  verdadera  demencia  y  locura. 

Además,  cuando  gozaba  de  perfecta  lucidez  en  sus  sentidos,  come- 
tía acto*  de  tal  estravaganeia,  que  couduyeneo  unánimemente  por  ca- 
lificarse de  pura  demencia,  lo  cual  determinó  radicalmente  su  caída 
cnatro  meses  después  de  ser  elevado  al  treno. 


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DB  MJMftL  6tt 

Dorante  ede  corlo  iliterato,  pasaron  tales  coste,  que  preciso  es 
convenir  qae  conciernen  especialmente  á  esta  historia. 

Cuando  durante  eí  úttmo  remado  ocurrió  la  guerra  coi  la  fereia, 
ftcmet,  según  la  interpretación  turca  del  derecho  de  gentes  relativo  á 
los  embajadores,  había  hecho  arrestar  y  conducir  á  las  Siete  Torres 
al  embajador  persa. 

Ifedaft  le  devolvió  la  libertad  &  su  advenimiento  al  trono,  y  no 
ftlé  por  cierto  este  acto  e!  qae  menos  se  calificó  de  locura,  puesto  que 
10  obstante  la  guerra  continuó  aun. 

En  aquella  época  se  hallaba  prisionero  en  las  Siete  Torres  el  prin- 
cipe foreste,  techo  prisionero  en  la  guerra  de  Moldavia. 

Su  caogcbabiasido  tasado  en  una  cantidad  tan  elevada,  que  leerá 
imposible  poder  pagar,  y  por  esto  gomia  en  tan  (tara  y  estrecha 
prism. 

M\  barón  de  Saocy  era  en  aquella  saxoo  embajador  de  Francia,  y 
en  calidad  de  tal,  protegía  á  todos  los  cristianos,  libres  ó  esclavo», 
que  habitaban  en  Constaatiaopla. 

No  atreviéndose  él  mismo  á  ir  á  visitar  al  principe  Goreski,  obtuvo 
el  permiso  de  que  fuese  á  hacerlo  en  su  nombre  su  secretario  llama- 
do Martin,  el  cual,  como  era  de  su  deber,  le  ofreció  socorros  y  cuanto 
neonitar  pudiese. 

Martin  halló  al  príncipe  Goreski  en  el  fondo  de  un  oscuro  calabo- 
10,  sin  muebles,  sin  vestidos  y  fuertemente  encadenado. 

Movido  de  compasión  al  verle,  corrió  á  casa  del  embajador  din- 
dolé  parte  de  lo  que  ocurría. 

Mr.  de  Sancy  ee  dirigió  al  Gran  Visir,  y  por  medio  de  enérgicas 
representaciones  obtuvo  se  mejorase  la  situación  del  principe. 

Al  cabo  de  pocos  días,  el  principe  Goreski  fué  trasladado  á  una  de 
las  prisiones  superiores  de  las  Siete  Torres,  que  daba  á  la  playa  con- 
tigua al  mar. 

Largas  ventanas  le  permitían  allí  respirar  la  fresca  brisa  del  mar, 
ver  el  puro  y  claro  cielo  de  oriente,  y  disfrutar  del  delicioso  panora- 
ma que  á  su  vista  se  estendia. 

Además  obtuvo  el  permiso  de  poder  pasear  algunas  horas  del  día. 

Mr.  de  Saocy  le  envió  ropas,  vestidos,  libros  y  dinero;  y  como,  en 
la  prisión  no  se  daba  mas  alimento  que  el  usual  á  todos  los  prisiooe- 


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6t2  PaiSIONBS 

ros,  hizo  el  embajador  que  se  le  llevase  cada  dia  la  comida  condi- 
mentada en  su  propio  palacio. 

El  príncipe  de  Goreski  do  cesaba  de  demostrar  su  reconocimiento 
al  humanitario  embajador  y  á  su  secretario  Marlin,  que  apreciando 
las  nobles  cualidades  de  aquel  estranjero,  contrajo  con  él  la  mas  tier- 
na amistad. 

Las  visitas  de  Martin  eran  diarias,  y  en  ellas  no  cesaba  de  conso- 
larlo, pero  desanimado  el  principe,  su  espiritu  física  y  moralmente 
decaía  de  dia  en  dia,  atacado  por  el  marasmo  de  los  desterrados  y 
por  el  dolor  y  sentimiento  que  da  los  prisioneros  se  apodera. 

Ninguna  esperanza  le  quedaba  de  salir  de  aquella  prisión  por  me- 
dio del  cange  en  numerario  que  para  él  se  habia  señalado,  pues  ex- 
cedía en  mucho  á  la  fortuna  que  poseía. 

A  esta  idea,  sus  ojos  se  llenaban  de  lágrimas,  no  tardando  en  se- 
carlos la  rabia  y  la  desesperación,  concluyendo  por  hablar  de  darse 
él  mismo  la  muerte. 

Coa  tarde  qne  los  dos  amigos  se  hallaban  en  la  prisión  mirando  la 
hermosa  Propóntida,  dijo  el  principe  de  repente: 

—Hace  algunos  dias  que  se  me  ocurre  que  debo  aventurarme  pre- 
cipitándome al  mar  desde  aqui. 

— ¿Es  posible  que  tal  penséis?— dijo  Martin;  ¡mas  de  cien  pies  de 
altura!  Aun  cuando  tomaseis  tal  empuje  que  la  misma  fuerza  os  lle- 
vase al  mar  en  vez  de  estrellaros  sobre  la  tierra,  el  mismo  aire  os 
ahogaría  antes  de  llegar. 

— De  ese  modo  dejaría  de  padecer.  ¡Al  menos  habría  intentado  pro- 
curarme la  libertad,  huyendo  de  esta  horrible  y  eterna  prisión,  donde 
se  consume  mi  juventud  lejos  de  mi  pais  natal,  de  mi  soberano,  de 
mis  afecciones  las  mas  caras I... 

—¿Tendríais  valor  para  intentar  una  evasión  si  se  os  presentase 
una  probabilidad  cualquiera  de  resultado  favorable? 

— Me  atrevería  á  intentarlo  todo,  seguro  de  que,  si  hallaba  en  cam- 
bio la  muerte,  esta  me  libraría  al  menos  del  martirio  que  estoy  su- 
friendo. 

— Hasta  mañana,  le  dijo  Martin. 

T  salió  de  allí  precipitadamente. 

Al  dia  siguiente  recibió  el  principe  una  carta  de  Martin,  que  fué 
leída  con  gran  ansiedad. 


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So  alegría  estallaba  á  cada  frase. 

Era  la  continuación  de  la  conversación  que  tuvieron  el  dia  anterior. 

Algunos  dias  después,  el  principe  se  hallaba  enfermo,  y  el  médico 
de  la  embajada  francesa  fué  ¿  visitarle. 

Kl  facultativo  sufría  cada  vez  que  penetraba  en  la  prisión  un  es- 
crupuloso registro,  al  cual  también  se  hallaba  sujeto  Martin  cuantas 
veces  entraba,  y  era  seguido  por  el  dragomán,  que  debia  traducir  al 
Agá  cuanto  allí  se  decía  y  cuanto  se  hacia. 

El  médico  cumplió  concienzudamente  su  comisión,  y  halló  al  en- 
fermo en  tal  estado,  que  necesitando  alimentos  mas  ligeros  de  los  que 
tomaba  ordinariamente,  debia  alimentarse  solo  por  algún  tiempo  de 
pasteles  y  alimentos  á  la  italiana. 

Aquel  mismo  dia  se  le  envió  de  las  cocinas  de  la  embajada  un 
enorme  pastel  de  macarrones,  artísticamente  arreglados  y  confeccio- 
nados. 

Todo  fué  visitado  según  costumbre.  El  pastel  fué  abierto.  Los  ma- 
carrones visitados,  y  despnes  de  todo,  el  famoso  condimento  fué  lle- 
vado á  la  prisión  del  principe  moldavo. 

No  tardó  este  en  dar  principio  á  su  comida;  y  al  verse  solo,  regis- 
tró el  fondo  del  pastel,  hallando  una  escala  de  cuerda,  que  ocultó 
cuidadosamente. 

El  médico  ordenó  se  continuase  el  sistema  prescrito,  el  cual  debia 
dar  pronto  la  salud  á  su  enfermo,  y  la  remisión  de  pasteles  se  suce- 
día cada  dia  hasta  tanto  que  la  escala  fué  bastante  larga  para  alcan- 
zar al  pié  de  la  torre. 

Cierta  noche,  á  una  hora  convenida,  Martin  se  ocultó  en  la  parte 
exterior  de  una  de  las  torres  contiguas  á  la  que  el  principe  moldavo 
ocupaba.  Un  paquete  cayó  á  sus  pies  y  de  él  se  apoderó  en  el  ins- 
tante. 

Era  una  escala  de  cuerda. 

A  la  escalera  afiadió  otras  cuerdas  mas  gruesas,  y  á  su  estremo 
una  piedra  mayor  que  la  que  habia  servido  para  arrojar  la  escala;  y 
apoyando  en  el  estremo  todo  el  peao  de  su  cuerpo,  impidió  que  la  es- 
cala balancease  desde  la  prodigiosa  altura  que  habia  que  recorrer. 

No  tardó  el  principe  en  6jar  su  planta  sobre  el  primer  escalón,  y 
animado  por  el  poco  balance  que  la  pendiente  escala  ofrecía,  deseen- 


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ti4  PAISIOIOS 

dio  hasta  el  suelo,  echándose  lleno  da  ategria  en  lo*  btttes  da  su 
amigo  Martin. 

Ta  estaba  libre. 

Dirigiéndose  en  seguida  hacia  una  barca,  Martin  etnABJe  á  ella  al 
príncipe,  le  besó  de  nuevo,  y  deslizándose  blandamente  en  el  silencio 
de  la  noche,  la  débil  nave  desapareció,  llevándose  consiga  al  principe 
moldavo. 

Al  siguiente  dia  fué  notada  la  evasión  deGoreski,  y  no  quedé  casa 
con  cosa  que  en  la  prisión  no  se  registrase. 

Furioso  el  Agá,  se  encaminó  inmediatamente  á  casa  del  (¡tan  Vt- 
sir  Mehemet,  quien  mas  furioso  aun  que  el  Agá,  le  dio  á  este  solo  una 
hora  de  tiempo  para  descubrir  cuales  toaran  los  autores  déla  evasión 
del  principe,  respondiéndole  de  ello  coa  su  cabeza» 

El  Agá  volvió  á  la  prisión,  y  después  de  un  minuciosa  registro* 
encontró  la  carta  de  Martin,  en  la  cual  esplicaba  al  principe  todo  d 
plan  de  evasión. 

Apoderado  el  Agá  de  este  precioso  documento,  volvió  á  casa  del 
Visir,  el  cual,  al  leer  en  él  el  nombre  de  Martin,  ordenó  que  fuese 
preso  en  el  acto  mismo,  como  también  el  dragomán,  pues  le  era  eos 
pechoso  de  haber  tomado  parte  en  aquella  evasión. 

Los  genizaros  violaron  el  sagrado  asilo  de  la  embajada  fraaoesa, 
apoderándose  brutalmente  de  Martin  y  del  dragomán,  conduciéndolos 
bien  atados  al  castillo  de  las  Siete  Torres. 

A  su  llegada,  el  Agá  les  tomó  la  consiguiente  declaración  acer- 
ca de  la  fuga  del  principe,  sin  que  pudiese  contestar  uno  de  ellos  la 
mas  minima  cosa:  este  era  el  dragomán,  que  nada  acerca  de  ello 
sabia. 

Martin  lo  confesó  todo;  pero  al  preguntarle  donde  se  hallaba  el 
principe,  se  negó  á  contestar;  bien  es  cierto,  que  aun  cuando  hubiese 
querido  vender  el  secreto  de  su  amigo,  no  habría  podido  hacerlo,  ig- 
norando donde  la  suerte  le  habría  podido  llevar. 

Ciego  de  cólera  el  Agá,  y  siguiendo  las  órdenes  de  Mahomet,  maja- 
do que  se  aplicase  el  tormento  á  los  dos  prisioneros. 

Esta  excesiva  medida  de  rigor,  esta  violación  bárbara  del  derecho 
de  gentes,  se  ejecutó  en  el  mismo  instante. 

Los  dos  prisioneros  fueron  conducidos  al  calabozo  de  sangre. 


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DÉ  EÜEOPA.  MI 

Los  veringos  y  los  mudos  les  aguardaban  ya  con  los  instrumen- 
tos necesarios  para  la  tortora. 

£1  acto  del  tormeoto  tuvo  efecto,  haciéndoles  sufrir  cuantos  dolo* 
res  puede  imaginar  la  mas  ingeniosa  crueldad. 
i:  No  dijeron  una  sola  palabra,  y  ni  siquiera  profirieron  el  mas 
pequefio  grito  de  dolor. 

Creyendo  entonces  el  Agá  que  podían  morir  en  el  acto,  los  mandó 
desatar  haciéndoles  tomar  algún  aliento,  y  conduciéndolos  á  un  ca- 
maranchón, donde  por  medio  de  cordiales  lograron  reanimarlos. 

Sin  embargo,  para  dulcificar  en  algo  sus  padecimientos,  se  les 
anunció  que  dentro  algunas  horas  serian  empalados. 

En  el  momeólo  en  que  toé  invadida  la  embajada  violando  el  terri- 
torio protegido  por  el  pabellón  francés,  el  embajador  so  hallaba  au- 
sente. 

A  su  vuelta  supo  cuanto  habia  ocurrido. 

Indignado  por  lamaOo  insulto,  é  ignorando  la  causa  que  lo  pudo 
motivar,  se  presentó  inmediatamente  en  casa  del  Gran  Visir  pidién- 
dole esputación  del  hecho  y  la  reparación  debida. 

Mehemet  le  recibió  oon  brutal  insolencia,  declarándole  cómplice 
de  sa  secretario,  y  diciéndole  que,  si  no  confesaba  el  sitio  donde  se 
hallaba  oculto  el  principe,  le  aplicaría  también  el  tormento,  mientras 
á  su  vista  eran  empalados  Martin  y  el  intérprete. 

La  indignación  del  barón  de  Sancy  al  oir  estas  palabras,  llegó  á  su 
colmo;  y  después  de  haber  protestado  que  nada  sabia,  hizo  respon- 
sable al  Visir  á  los  ojos  de  las  naciones  europeas  de  la  muerte  de  su 
secretario  y  del  dragomán,  asi  como  también  de  la  violencia  coma* 
tida  en  so  persona. 

Luego,  viéndose  rodeado  de  esbirros  á  los  coales  Mehemet  daba 
órdenes  contra  él,  en  poder  de  aquellos  bárbaros  á  los  cuales  no  ple- 
gaba ni  la  razón  ni  el  deber,  protestó  de  nue\o  en  nombre  de  su  so- 
berano, cruzó  sus  brazos  sobre  el  pecho,  y  se  negó  á  contestar  á  una 
sola  mas  de  las  preguntas  que  se  le  dirigieron. 

Conocedor  de  la  majestad  de  su  rango  y  de  la  dignidad  de  su 
persona,  se  propaso  hacer  el  sacrificio  de  su  vida,  sin  pensar  sola- 
mente en  sacar  la  espada  para  defenderla  de  los  asesinos ;  lucha  in- 
digna que  mal  habría  sentado  á  un  embajador  de  Francia. 

tMOD  79 


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m  NHSIONtS 

Bl  Visir,  furioso,  salid  drt  aposento,  dejando  al  barón  deSaoey  en 
manos  de  los  esbirros,  los  cuales,  en  ciunplimíeüta  de  la  fatal  qtt 
se  les  hato  dado ,  I»  oondqeron,  también  ai  millo  de  las  &Bte 
Torres. 

Su  encierro  fcé  en  el  último  piso  de  la  tome  de  mármol,  donde  se 
hallaba  colocado  el  calabozo  de  sangre,  con  Marte  y  el  dragóme* 
destrozados  aun  por  el  tormenta  que  habían  srindov 

El  jefe  de  los  esbirros  al  oir  las  upmao»Mi  del  «dignado  em- 
bajador, se  retiró  diciendo,  pata  Iraoqiilizaffie,  que  ék  no  seria  puesto 
á  la  prueba  del  tormente  hanla  el  sigiiente  dia,  dejándole  coi  tan 
consoladoras  palabra». 

Desesperado  per  erario  nw  y  ota»  el  barón  de  Sawy  concibió  el 
preyede  de  sacrificara*,  pare  que  si  mwrte  al  menos ,  eseftaedo  la 
indignación  de  toda  la  Europa,  pusiese  á  cubierto  de  tan  barbar* 
atentados  á  los  demás  embajadora. 

*~Antes  me  haré  asesinar  qne  consentir  en  que  se  me  apKfua  el 
tormento ,  decía  el  embajador.  Coger*  al  Visir  por  la  barba,  lo  cual 
es  el  mayor  ultraje  que  se  pueda  inferir  á  n  musulmaa,  y  de  este 
modo  lograré  que  me  dé  la  muerle;  estoy  seguro  de  ello.  Petfo  al 
menos  mi  sacrificio  redundará  en  bien  de  la  humanidad.  Mi  inerte 
será  la  sedal  del  esterminio  de  estos  bárbaros.  Moriré  son  gloria.  la» 
molándome  al  sagrado  derecho  de  gentes,  habré  cumplido  con  el  de» 
ber  de  embajador. 

—¡Monseñor!  [Si  supieseis  lo  que  se  sufre  en  el  tormento!. ..  P*ro 
yo  no  podia  decirles  donde  se  halla  el  principe.  jTo  oe  lo  sabia!... 
[Be  protostado  de  tnestra  inocencia,  y  no  me  han  querido  creer!... 


—(Calmaos,  monseffor!  dijo  á  su  ves  el  dragomán»  Calmaos,  y  si 
qttereis  vencer  á  esos  bárbaros,  no  debáis  emplear  la  generosidad  ni 
él  pundonor.  Todos  los  nobles  sentimientos  les  son  desconocidos. 
Emplead  el  oro,  y  nada  mas  que  el  oro;  asi  podre»  libraros  basta  de 
la  prisión.  Solo  el  oro  los  corrompe:  ante  labajeza>  la  craeldad;  arte 
la  crueldad,  la  avaricia. 

—¿Y  qué?  ¿habré  de  obtener  á  fuerza  de  oro  la  reparación  de  n 
atentado  tan  monstruoso? 

—Consentid,  monseñor*  reposo  Martin. 


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To  he  sido  el  causante  de  todo.  Yo  he  fraguado  la  etasion  del 
príncipe  sin  daros  de  ello  aviso.  Mi  imprudencia  sola  es  fa  causa.  Os" 
he  engañado,  monseffor,  perdonadme;  perdonadme  noblemente  ha- 
ciendo lo  que  el  dragomán  os  acooseja;  os  lo  ruego  en  nombre  de  to- 
dos los  franceses  que  habitan  en  Turquía.  ¿Qué  será  de  ellos  si  su- 
cumbe el  embajador? 

—¿Y  podré  dejar  impune  semejante  tropelía? 

—No,  monseñor;  reposo  el  dragomán;  pero  llegareis  á  obtener  una 
satisfacción  mas  brillante  empleando  el  medio  que  os  propongo. 

No  tardareis  en  veros  libre,  podréis  escribir  al  rey  de  Francia;  él 
se  encargará  de  vengar  las  injurias  que  habéis  recibido,  y  durante 
este  tiempo  los  franceses  vuestros  hertnanos  no  quedarán  á  merced 
de  estos  turcos  insolentes,  pues  no  se  atreverán  á  violar  por  segunda 
vez  el  sagrado  de  la  embajada. 

¡  Monseñor ,  en  nombre  de  nuestros  compatriotas  os  lo  áu- 
plkol 

—Consiento,  puesto  que  tanto  insistís.  ¿Qué  he  de  hacer? 

—Con  protesto  de  buscar  antecedentes  del  principe  de  Coreski,  en- 
viad á  vuestro  palacio  á  que  reúnan  todo  el  oro  de  que  pMais  dispo- 
ner; se  hacen  dos  partes,  y  se  entrega  una  al  muflí  y  otra  al  misme* 
Mehemet;  por  et  oro  vendió  ya  una  vez  á  su  emperador.  Estad  áegtf- 
ro  de  que  en  seguida  se  nos  pondrá  á  todos  en  libertad. 

En  tanto,  Dios  me  dará  fuerzas  para  escribir  al  mufli,  que  os  ama 
cuanto  un  turco  puede  amar  á  un  cristiano.  Podre}»  firmar  la  carta 
sin  comprometer  vuestra  reputación,  y  el  mufli  se  encargará  de  ha- 
cer  lo  demás. 

El  barón  de  Sancy  siguió  el  consejo  del  dragomán  punto  por  pun- 
to, forzado  á  someterse  á  tan  imperiosa  necesidad. 

Rl  mufti  empezó  por  amenazar  al  Visir,  lanzando  conflra  él  un  Af- 
ta, y  concluyó  por  ofrecerle  la  mitad  del  oro. 

Asi  como  asi,  lanzado  en  ana  vasta  conspiración,  necesitaba  usar 
de  toda  la  influencia  del  mufli. 

Su  orgulto  se  satisfizo  con  poder  mostrar  al  sultán  qué  si  él  había 
cedido  en  una  cuestión  con  el  embajador  de  Venecia,  él  por  su  parle 
habrá  sabido  también  atropellar  por  todo,  encarcelando  y  vejando  el 
orgullo  nacional  de  la  Francia  en  la  persona  de  su  embajador.  Por  (o 


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I2S  PRISIONES 

tanto,  el  barón  de  Sancy,  su  secretario  y  el  dragomán,  Nerón  pues- 
tos inmediatamente  en  libertad. 

Solo  estuvieron  siete  días  en  el  castillo  de  las  Siete  Torres. 

Una  vez  libre  el  barón  de  Sancy,  escribió  á  su  rey  Luis  XIII,  ins- 
truyéndole de  cuanto  había  pasado. 

No  tardó  en  llegar  un  enviado  extraordinario  del  rey  de  Francia 
con  el  encargo  de  exigir  reparación  del  insulto  que  se  había  hecho  al 
barón  de  Sancy,  pero  á  su  llegada,  todo  había  cambiado  de  faz. 

El  Gran  Visir,  el  mufti  y  la  sultana  Validó  se  habian  coaligado 
contra  Mustafá,  quien  irritado  contra  ellos,  habia  ensayado  á  gober- 
nar solo,  no  mostrando  por  resultado  mas  que  su  incapacidad  y  & 
veces  s¿i  locura. 

La  elección  de  varios  grandes  oficiales  que  entresacó  del  pueblo; 
los  timars  de  que  se  apoderó  para  dar  sus  rentas  á  los  paisanos,  y 
mas  que  todo  su  aversión  á  las  mujeres,  excitaron  contra  él  el  furor 
de  los  Spahis  y  de  los  genizaros. 

El  mufti,  la  Validé  y  el  Gran  Visir  ayudaron  á  la  revolución,  é  hi- 
cieron que  en  ella  tomase  parte  el  pueblo. 

En  tal  estado  de  cosas,  por  .medio  de  una  de  las  frecuentes  revo- 
luciones que  en  el  imperio  turco  se  operaban,  fué  depuesto  Mustafá, 
pero  esla  vez  no  se  atrevieron  á  atentar  contra  su  vida. 

El  gran  respeto  que  á  los  dementes  tienen  los  turcos,  cuya  per- 
sona les  es  sagrada,  fué  la  cansa  de  que  librase  su  vida. 
.  La  prisión  del  Serrallo  fué  el  sitio  que  se  le  destinó,  y  su  cuidado 
quedó  encomendado  á  las  esclavas  viejas. 

Su  sobrino,  el  hijo  mayor  de  Acmet,  Osman,  segundo  de  este 
nombre,  fué  colocado  en  el  trono  por  los  genizaros  y  los  Spahis. 

Este  joven  príncipe  solo  tenia  qniocet  aiJos  á  su  advenimiento  al 
trono;  era  hermoso  hasta  la  perfección,  de  una  destreza  extraordina- 
ria, y  de  valor  que  rayaba  en  temeridad. 

.Su  elevación  fué  saludada  por  el  pueblo  con  entusiastas  gritos  de 
aclamación,  y  se  hallaba  ya  sentado  en  el  trono,  cuando  se  presentó 
el  enviado  extraordinario  del  rey  de  Francia  Luis  XIII  á  pedir  repa- 
ración del  ultraje  cometido  en  la  persona  del  barón  de  Sancy. 

El  enviado  extraordinario  fué  magnífica  y  benévolamente  acogido 
por  el  mismo  Mehemet,  que}rno  había  dejado  de  ser  Gran  Visir,  el 


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H  MAOTA.  SU 

cotí  hito  recaer  toda  la  culpabilidad  en  las  órdenes  emanadas  de 
Mastafá;  pero  ni  el  barón  ni  el  embajador  se  contentaron  con  seme- 
jante esplicacion,  exigiendo  olra  mas  solemne  y  satisfactoria  á  los 
ojos  de  la  Europa  entera. 

La  sublime  Puerta  se  sometió  á  cuantas  condiciones  la  fueron  im- 
puestas. 

En  consecuencia,  el  sultán  envió  en  calidad  de  embajador  extraor- 
dinario cerca  del  rey  de  Francia  á  Houseio-Tehaouch,  con  una  caria 
para  Luis  XUÍ,  en  la  cual  el  emperador  le  anunciaba  los  sucesos  que 
le  habían  colocado  sobre  el  trono,  desaprobando  la  falta  cometida  por 
su  predecesor,  y  dando  poder  al  embajador  para  jurar  en  nombre  de 
S.  A.  la  fiel  ejecución  de  los  tratados  y  la  fé,  el  respeto  y  los  honores 
de  que  en  adelante  gozarían  en  el  imperio  otomano  los  embajadores 
de  Francia. 

Esta  curiosa  carta  es  tal  Tez  la  única  que  de  aquellos  tiempos  seqou- 
serva,  y  lleva  por  inscripción:  Al  mas  poderoso  principe  de  los  cre- 
í/entesen Jesús,  arbitro  entre  los  cristianos,  y  emperador  de  Francia. 

El  barón  de  Sancy  por  lo  demás,no-  pudo  resolverse  á  permanecer 
en  un  pais  donde  habia  sido  tan  cruelmente  ultrajado,  y  en  el  cual  de- 
bía indudablemente  hallarse  muya  menudo  frente  á  trente  con  el  Gran 
Visir,  tan  bárbaro  en  algún  tiempo,  y  tan  vilmente  bajo  entonces. 

Habiendo  pedido  su  retiro,  se  le  concedió,  y  fué  á  poco  tiempo 
reemplazado  por  el  conde  de  Gesy. 

Tal  fué  la  terminación  de  este  asunto  en  el  cual  los  turcos,  no 
solamente  se  atrevieron  á  violar  de  la  mas  violenta  manera,  el  dere- 
cho de  gentes,  sino  empleando  la  mas  brutal  fuerza,  desconocida 
hasta  de  los  pueblos  bárbaros. 

Sin  embargo,  la  historia  de  las  Siete  Torres  contiene  páginas  aun 
mas  sangrientas,  y  en  su  curse  verán  nuestros  lectores  que  la  san- 
gre de  un  emperador  llegó  por  colmo  del  despotismo  é  incivilizacion 
á  enrojecer  el  suelo  de  la  prisión  deque  se  trata. 

La  Validé,  el  muflí  y  los  genizaros,  que  habían  colocado  á  Osman 
sobre  el  trono,  contaban  con  sus  pocos  afíos  para  reinar  en  su  vez; 
pero  el  joven  emperador  quiso  gobernar  el  estado  por  si  mismo,  y 
no  tardó  en  despojarse  de  la  influencia  que  sobre  él  pretendían 
ejercer. 


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sas  MISIÓN» 

Úricamente  Mohemet  eensenrt  tina  parte  do  su  foflueoML 

flaco  despees  obtuvo  el  mando  del  ejército,  que  le  envié  ¿  < 
contra  los  persas,  y  allí  murió. 

Su  sucesor  obluvo  de  este  principe  mas  afecto  que  ti  favorito 
de  ios  genízaros,  io  cual  empezó  &  indisponerles  ootftra  si  empe- 
rador. 

Además,  por  seguir  Osman  puntualmente  los  consejos  del  gober- 
nador, á  quien  únicamente  se  confiaba,  prohibió  en  lodo  el  imperio 
el  uso  del  vino  y  del  tabaco,  condenando  á  la  pena  de  muerte  á  todo 
infractor  de  este  edicto. 

El  sultán  acostumbraba  por  mera  distracción  á  disfrazarse,  seguí 
nos  pintan  á  los  príncipes  de  este  pais  ero  los  cuentos  de  las  mil  y  tina 
noches,  y  de  tal  modo  recoma  las  calles  á  fin  de  observar  si  sus  ór- 
denes eran  fielmente  ejecutadas. 

Frecuentemente  hallaba  misulmaiie*  que  infringía»  la  ley  y  bebían 
vino,  y  la  mayor  parte  de  las  feces  los  culpables  oran  genizaros,  que 
inmediatamente  eran  degollados  en  su  presencia. 

Semejante  conducta  le  acarreó  la  animosidad  de  esto  temiMe  cuer- 
po, y  se  acreció  aun  mas  por  ana  nueva  crueldad. 

Mohamet,  uno  de  los  hermanos  del  emperador,  de  un  afio  menos 
que  él  de  edad,  era  hermoso,  diestro  y  valiente  como  ót ,  f  ci  amar 
que  por  él  tenían  los  genizares  rayaba  en  delirio. 

Aficionado  á  la  caza  y  á  los  ejercicios  gimnásticos  que  te  juveirtué 
de  Goostanlinopla  ofrecía  á  los  ojos  del  puebk>  en  el  hipódromo,  no 
faltaba  en  acudir  allí  cada  día. 

A  su  vista,  los  genizaros  y  el  pueblo  entusiasmado  llenaban  los  ai- 
res con  aclamaciones  y  vivas  al  joven  príncipe. 

Semejantes  triunfos  Regaron  á  caasar  &  Osimb  cierta  inquietad;  y 
cada  vez  que  4e  referían  las  proezas  de  m  hermano,  s»  aire  sombrío 
y  taciturno  ¿recia  de  punto. 

No  pudiendo  resistir  &  su  curiosidad,  quiso  saber  hasta  donde  ra- 
yaba su  popularidad,  y  disfrazado,  se  mezdó  entre  la  muchedumbre 
para  ver  y  oir  las  muestras  de  afecto  que  á  su  hermano  se  prodiga- 
ban cada*  vez  que  salía  vencedor  en  algo  do  de  los  ejercicios. 

Al  volver  &  su  palacio  consultó  la  historia  de  sos  mayores,  y  vien- 
do que  muchos  de  ellos  habían  dado  la  muerte  á  sus  hermanos  por 


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m  wmotk  131 

prudencia  ó  por  teaor,  resolvió  que  el  suyo  toete  sacrificado,  con 
denándole  á  muerte  en  el  mismo  instante. 

El  di»  12  de  enero  de  1821  se  cumplió  tan  horrendo  crimen. 

Antee  de  morir,  pidió  Mohamat  permiso  para  hacer  su  oración  en 
alta  voz,  y  fué  como  signe: 

— Osman,  ruego  4  áUah  que  corte  tu  existencia,  y  que  tu  imperio 
sea  tan  sangriento  y  su  fia  tan  (atesto  como  el  que  me  has  reservado. 

Esta  maldición  no  lardó  en  verse  cumptida. 

Osmaa,  cuyo  taneramo  ardor  uo  conocía  limites,  quiso  hacer  una 
guerra  4  todo  trance,  emprendiendo  la  impopular  con  la  Polonia. 

Para  día  ordenó  levas  y  levantó  nuevos  ejércitos,  teoieudo  un  cui- 
dado especial  en  hacer  que  eu  uniforme  fuese  mucho  mas  brillan- 
te que  ei  de  los  geoizaros,  dándoles  &  todos  una  marcada  preferencia 
•obre  estos. 

Llegado  el  punto  de  entrar  en  campafia,  la  emprendió  con  la  teme- 
ridad propia  de  un  j¿vea  ardoroso  é  inesperto,  atacando  al  enemigo 
según  su  capricho  sacrificando  á  sua  soldados  y  sufriendo  á  cada 
paso  una  derrota. 

A  tal  punió  llegaron  las  cosas,  que  varia*  vaca*  rehusaron  loa  ge- 
abaren  obedecerle. 

(teman  lea  trata  con  sumo  desprecio,  y  el  rencor  de  este  cuerpo 
hacia  »  emperador  creció  de  todo  punto,  al  ver  que  solo  trataba  de 
desacreditarlo*  y  destruirlos. 

De  vuelta  á  Gonstanlinopla  después  de  ana  paz  poco  honrosa,  debi- 
da mas  aun  que  á  las  victorias  que  sus  armas  habían  conseguido,  i 
las  fiebres  y  enfermedades  qm  habían  diezmado  al  ejército  enemigo, 
ordenó  otra  leva  para  levantar  un  nuevo  ejército,  á  pesar  de  hallarse 
en  completa  paz. 

Esta  circunstancia  digustó  en  gran  manera  &  los  geafzaros,  que 
solo  vieron  en  la  mediJa  adoptada  el  deseo  de  tener  fuerzas  suficien- 
te* para  destruirlos. 

T  parecía  tanto  mas  probable  que  asi  fuese,  en  cuanto  al  contrario 
de  ana  predecesores  había  privado  á  los  geoizaros  del  derecho  de 
acompasarle  cuando  se  presentaba  en  público*  haciendo  que  forma- 
sen su  guardia  y  escolta  loa  bostangis,  que  solo  por  sus  estatutos 
debían  eer  loe  guardias  de  la  persona  del  sultán,  dentro-  del  palacio. 


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63*  PRISIONES 

A  la  sazón  contribuyeron  á  ser  causa  de  un  fuerte  motin  dos  cir- 
cunstancias. 

La  primera  fué  el  matrimonio  íU  Osman  con  la  hija  de'  ana  salta- 
na, h  Tmana  del  emperador  Mahomet  IIÍ,  y  de  un  pacha,  esposo  de 
aquella  princesa. 

El  citado  matrimonio  se  contrató  contra  todas  las  leyes  de  aquel 
país,  que  solo  conceden  al  emperador  el  derecho  de  tener  concu- 
binas. 

La  segunda  circunstancia  fué  un  proyectado  viaje  á  la  Meca. 

El  matrimonio  acabó  de  irritar  á  los  gen  izaros,  y  el  viaje  á  la  Me- 
ca les  hizo  sospechar  que  solo  quería  ausentarse  de  Gonstantinopla 
para  ponerse  á  la  cabeza  de  las  fuerzas  que  había  reunido  en  Asia 
para  destruirlos. 

En  tal  estado  de  cosas,  el  mufti  publicó  un  fefta  manifestando  al 
pueblo  que  el  matrimonio  del  sultán  debia  ser  disuelto,  pues  asi  lo 
reclamaba  la  religión  mahometana,  y  que  el  viaje  á  la  Meca  era  inú- 
til en  razón  de  que  los  sultanes  se  hallaban  dispensados  de  ha- 
cerle. 

No  por  eso  desistió  Osman. 

Veinte  miembros  de  los  mas  considerados  del  ülemase  presentaron 
&  él,  manifestándole  cuan  imprudente  é  inoportuna  era  la  medida  re- 
lativa &  la  disolución  de  los  Spahis  y  de  los  genízaros,  recordándole 
las  numerosas  conquistas  y  proezas  de  aquellas  antigaas  instilacio- 
nes, consagradas  especialmente  á  Dios  por  el  profeta,  y  terminando 
por  ponerle  de  manifiesto  los  peligros  á  que  se  esponia  si  llegaba  á 
estallar  una  revolución. 

—Yo  esterminaré  á  los  Spahis  y  á  los  genízaros,  le  contestó  Os- 
man; pero  eso  lo  verificaré  después  de  haberos  mandado  machacar 
en  un  mortero. 

Los  Ulemas  se  retiraron  de  su  presencia  humillados,  y  dando  par- 
te á  los  genízaros  délo  ocurrido,  estalló  la  revolución  amenazadora  y 
terrible. 

Uno  de  los  jefes  de  los  genízaros,  llamado  üarud,  se  poso  á  la  ca- 
beza de  ella,  y  armados,  se  dirigieron  á  la  casa  del  preceptor  de  Os- 
man, que  hallaron  desierta,  contentándose  con  saquearla. 

Desde  allí  se  dirigieron  al  Serrallo,  y  las  puertas  cayeron  hecha* 


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DI  EÜIOfA  6SS 

mil  pedazos;  pero  al  penetrar  en  el  primer  patio  les  sorprendió  la  no- 
che, y  temiendo  ana  emboscada  se  retiraron, 
i   Aquella  noche  se  pasó  en  preparativos  para  empezar  el  combate  si 
faese  menester. 

El  dia  anterior  se  presentaron  delante  del  serrallo,  armados  sola- 
mente con  palos  blancos,  y  no  pidiendo  mas  qoe  las  cabezas  del  pre- 
ceptor y  del  Gran  Visir. 

Al  dia  siguiente  concurrieron  &  la  revolución  en  mucho  mayor  nú- 
mero, llevando  sus  cationes  y  armados  de  todas  armas,  prontos  &  en- 
tablar un  sitio  si  necesario  fuese. 

La  pretensión  de  los  amotinados  habia  subido  de  punto,  y  pedían 
las  cabezas  de  seis  grandes  dignatarios  del  imperio. 

Durad  continuaba  mandando  la  revolución,  y  era  su  jefe  nato. 

Gomo  el  dia  anterior,  penetraron  en  el  patio  del  palacio,  sin  hallar 
á  nadie  que  á  su  paso  se  opusiese.  Llamaron,  golpearon  á  las  puer- 
tas, pero  nadie  contestó. 

En  el  palacio  reinaba  un  silencio  sepulcral. 

Haciendo  después  avanzar  su  artillería,  lograron  i  cañonazos  abrir 
las  puertas  que  habían  permanecido  cerradas.  Atravesaron  las  es- 
tancias interiores  y  llegaron  al  segundo  palio. 

En  aquel  sitio  redobló  la  gritería  pidiendo  las  seis  cabezas  apete- 
cidas. 

Igual  silencio  contestó  i  su  demanda.  Los  callones  les  abrieron  pa- 
so hasta  el  tercer  patio,  y  los  primeros  que  penetraron  en  él,  fue- 
ron hombres  del  pueblo  armados  de  maderos  y  garrotes. 

T  llamando  con  fuertes  golpes  á  la  puerta  del  diván,  se  abrió  por 
fin,  apareciendo  en  su  umbral  el  Gran  Visir  seguido  de  los  bostangis. 

Generalmente  eslimado  del  pueblo,  y  sabiendo  que  iba  delante  de 
los  genfzaros;  ensayó  probar  su  influencia,  procurando  calmarlos  con 
palabras,  pero  no  le  quisieron  escuchar,  y  tan  luego  como  apareció, 
fué  asesinado. 

Una  voz  salida  de  entre  el  tumulto  gritó: 

—Queremos  que  Nustaft  sea  sultán.  Que  se  presente  y  que  em- 
piece en  este  momento  su  reinado. 

Estas  palabras  corrieron  de  boca  en  boca.  Se  pregunta  á  los  bos- 
tangis, que  permanecían  inmóviles  al  lado  del  cuerpo  destrozado  del 

TOMO,  SS 


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is4  fusiones 

Gran  Visir,  donde  estaba  él  encierro  de  Müstafc,  y  aquellos  indicaron 
temblando  un  peqaefio  edificio  redondo  y  fnuy  bbjo ,  que  ée  hallaba 
contiguo  ál  harbm,  cubierto  cób  una  fherté  cúpula. 

Los  genizaros  penetran  en  el  patio  y  el  nombre  de  Muslafá  rekuena 
en  aquellos  ámbitos. 

Pero  á  aquellas  aclamaciones  solo  contestó  una  doliente  voz,  pi- 
diendo la  muerte  por  compasión. 

Era  lá  voz  tífe  Mustaífá. 

Eb  vano  procuraban  péüettbr  etn  aquella  prí&ion  (fctietoó  tenia  puer- 
ta alguna.  Estaban  todas  tapiadas. 

Por  o&edíb  dé  escafas  Hubieron  ébbre  él  Vichó,  y  echando  fcbajo  la 
cúpula  á  fuerza  de  achazos  para  levantar  lá  capa  de  plomo  que  la 
cubría,  descendieron  á  la  prisión,  hallando  al  principe  feb  medio  de 
cuatro  esclavas  negras,  sufriendo  los  horribles  padecimientos  del 
fiambré. 

Hacia  dos  días  que  no  había  comido. 

Tan  luego  como  el  príncipe  pérbibtdlá  claridad  del  dia,  pueis  en 
su  calabozo  no  podía  penetrar,  pudo  apenas  revolverte  eh  el  jergón 
que  le  servia  de  lecho,  pidiendo  dé  nuevo  latnuerte  para  acabar  de 
padecer;  pero  inclinando  átate  él  la  rodilla,  toé  ártludado  |íor  todtácó- 
ino  empéfadór. 

Mustafá  logró  incorporarse  creyéndose  victima  de  un  engaño,  y  su 
Vago  mirar  mostraba  la  mayor  desconfianza. 

Colocándose  Darud  &  su  lado,  te  repite  qufe 'cuánto  ve  y  oye  e& 
verdad,  y  entonces  el  desgraciado  príncipe  éon  dettlMIécitfa  Voz  ape- 
gas inteligible  por  el  sufrimiento,  csclaftaa: 

—¡Dadme  agua  en  vez  del  trotad  que  me  ofrécete!  [Hace  trts  dito 
ii|ue  no  he  bebidol 

Con  presteza  todos  acuden  á  dir le  cuantos  Socorros  sota  íífeoesa- 
rios,ly  ál  tooúienlo  le  sacan  dé  la  prisión. 

Al  recibir  la  impresión  del  aire,  su  desfallecimiento  le  hizo  caer,  y 
al  volver  á  la  vida,  halló  al  mofti  y  á  los  Uletoais  que  habían  ido  á 
pedir  ¿  Osman  la  retractación  de  sus  desmanes,  colocados  &  su  lado, 
ofreciéndole  el  imperio  otomano. 

Sentándole  después  sobre  el  Caballo  del  títafli,  fué  coxMtuoido  á  la 
mezquita,  y  ciñó  por  fin  la  espada  de  Othman. 


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M  WtOH  63$ 

U  sultana  Validé,  apodándote  del  ánimo  de  su  hijo,  en  el  mismo 
instante  le  exigió  que  Darod  foese  nombrado  Gran  Visir. 

Al  saber  Osman  el  nombramiento  del  nuevo  emperador,  la  deses- 
peración se  apoderó  de  su  alma,  dando  rienda  suelta  á  los  mayores 
excesos  y  violencias. 

El  Agá  de  los  genizaros,  que  no  tomó  parte  en  la  revolución,  se  ka- 
bia  quedado  á  su  lado. 

Seducido  Osman  al  último  extremo,  imploró  su  socorro  para  poder 
apoderarse  de  nuevo  del  trono  que  había  perdido,  pero  el  Agá,  des- 
pués de  haberle  echado  en  cara  la  conducta  que  babia  observado  con 
el  cuerpo  que  él  mandaba,  se  concretó  &  decirle  que  iría  á  hablar  con 
la  tropa  para  ver  si  podía  atraerla  &  su  partido. 

Dirigiéndose  al  momento  á  la  mezquita,  al  verla  llegar,  la  aren- 
gó enérgicamente,  pero  apenas  había  pronunciado  las  primeras  pala- 
bras, cuando  A  una  sefial  de  Darod  fué  asesinado. 

Pocos  momentos  después  llegó  Houssein,  el  fiel  amigo  de  Osman, 
y  al  ver  que  se  acercaba  la  comitiva,  gritó: 

— I  Rebeldes]  aquí  está  vuestro  amo.  ¡Prosternaos  ante  su  poder  y 
pedidle  perdón! 

Pero  los  que  se  hallaban  mas  cercanos  á  él,  no  tardaron  en  hacer- 
le mil  pedazos,  mientras  los  demás  geoizaros  entraban  en  la  mezquita 
con  Mustaüá. 

Impaciente  y  desesperado  Osman,  no  había  podido  contenerse,  y 
saliendo  de  su  palacio,  se  puso  en  camino  para  ofrecerse  á  la  víala  de 
sus  soldadas,  contando  con  la  cooperación  que  el  Agá  de  los  geniza- 
ros !e  había  prometido.  Pero  al  llegar  á  la  plaza  del  hipódromo  halló 
|ps  dos  cadáveres  de  sus  amigos,  y  exclamó  con  el  mas  profundo 
dolor: 

—¡Esta  es  la  justicia  de  los  genizaros!  ¡Los  infelices  no  babian  ce- 
sado de  hablarme  siempre  en  favor  de  esa  soldadesca  ingrata! 

V  rechazando  los  consejos  de  algunos  amigos  que  le  babian  segui- 
do con  objeto  de  impedir  que  continuase  en  su  funesta  determinación, 
y  que  se  pusiese  inmediatamente  en  faga,  con  rápido  paso  se  dirigió 
al  punto  en  que  se  hallaba  reunida  la  comitiva. 

1>o  luego  como  fué  reconocido,  le  rpdcó  la  multitud  desgarrando 
su?  vesiidos,  golpeándole  y  arrastrándole  en  medjpde  furiosa  grileya. 


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6M  PRISIONES 

—¡Que  Osman  sea  depuesto  del  tronol  {pero  que  se  le  conceda  la 
Tidal 

De  este  modo  atravesó  por  el  centro  de  la  mezquita,  y  fué  conduci- 
do á  un  apartamento  donde  Mastafá,  que  faabia  ya  cefiido  la  espada 
de  Osman,  se  hallaba  descansando  después  de  la  ceremonia. 

A  su  llegada,  Muslafá  creyó  que,  habiendo  ganado  á  las  tropas  su 
sobrino,  se  dirigía  á  él  para  darle  muerte. 

Poseído  de  es!a  alucinación,  se  echó  á  sus  pies  anegado  en  llanto  y 
pidiéndole  la  vida,  visto  lo  cual  por  Osman,  se  volvió  hacia  el  pueblo 
diciéndole: 

— ¡Ved  aquí  el  hombre  á  quien  dais  la  preferencia!  ¡Este  es  el  su- 
cesor de  tantos  conquistadores  que  deberá  haceros  temidos  de  las  na- 
ciones inñeles!  ¡El  que  preferís  á  mi!  ¡El  que  llora  y  se  arrastra  á 
mis  pies,  como  un  débil  niflo  ó  como  una  mujer!!! 

Pero  Darud  y  la  Validé,  alzando  del  suelo  á  Muslafá  y  calmándole, 
operaron  una  repentina  reacción.  El  nuevo  Visir  lomó  entonces  la 
palabra  y  contesto  á  Osman: 

—Esos  conquistadores  de  quienes  hablas,  han  ganado  su  imperio 
con  el  filo  de  la  espada,  y  no  con  las  tropas  que  buscaron,  cual  tú  lo 
has  hecho,  en  el  Egipto.— A  estas  palabras  se  renovaron  los  gritos 
del  pueblo,  y  aprovechando  la  ocasión,  hizo  Darud  una  señal  á  uno  de 
sus  secuaces,  que  intentó  ahorcar  á  Osman;  pero  lleno  este  de  vigor 
y  de  energía,  le  arrancó  el  cordón  de  las  manos. 

—¡Perro!  le  dijo  á  Darud:  si  te  hubiese  mandado  degollar  tañías 
veces  como  has  merecido  la  muerte,  ni  con  mil  vidas  habrías  paga- 
do, y  no  me  viera  ahora  en  este  peligro. 

—Si  no  hubieses  mandado  asesinar  á  tu  hermano,  á  quien  todos 
amábamos,  no  te  verías  en  este  estado,  le  contestó  Darud. 

—Tenéis  razón,  repuso  Osman,  acordándose  de  la  maldición  de 
su  hermano.  Perdonadme.  ¡Ayer  era  poderoso;  hoy  soy  infeliz!  Sír- 
vaos esto  de  ejemplo,  y  aprended  en  mi  las  vicisitudes  á  que  esláu 
sujetos  los  hombres. 

Estas  palabras  causaron  gran  sensación  en  los  concurrentes.  Darud 
se  apercibió  de  ello,  é  hizo  una  nueva  sefia  á  Mohamed  Agá,  que  in- 
tentó por  segunda  vez  ahorcar  á  Osman,  pero  también  esta  vez  pudo 
apoderarse  del  cordón;  y  diciendo  con  atronadora  voz  que  se  atentaba 


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de  mota,  m 

oenlra  su  vida  oponiéndose  á  la  tolanlad  del  pueblo,  todos  los  pre- 
sentes protestaron. 

Al  oir  esta  protesta,  á  la  cual  contestaron  millares  de  voces  de  los 
geilfzaros  que  se  hallaban  aun  en  la  mezquita,  á  la  cual  daban  dos 
grandes  ventanas  de  la  pieza  en  que  estaban  los  dos  emperadores,  se 
lanzó  á  ellas  Osman,  y  mostrándose  á  los  soldados,  les  dijo: 

—Mis  Agás  de  Spahis,  y  vosotros,  los  mas  antiguos  de  mis  geni- 
zaros ,  mis  padres!  errores  juveniles  me  condujeron  &  oir  malos  con* 
sejos,  pero  me  arrepienlo  de  ello,  y  os  pido  perdón.  Reconoced  la  voz 
de  vuestro  emperador,  moslradme  obediencia,  ó  dadme  la  muerte  an- 
tes de  exponerme  á  sufrir  por  mas  largo  tiempo  la  afrenta  que  sufro. 

—Nada  de  insultos,  le  contestaron  millares  de  voces.  No  qoere- 
mes  que  sea  emperador,  pero  que  se  respete  su  vida. 

— Eocerradme,  pero  que  no  presencie  por  un  solo  momento  mas 
semejantes  iniquidades. 

—Asi  será,  exclamó  Muslaft,  que  pareció  recobrar  la  razón.  Que 
se  le  encierre  en  la  misma  prisión  en  que  yo  he  estado  cautivo  du- 
rante cuatro  años. 

—Seréis  obedecido,  repuso  Darud.  To  me  encargo  de  ello. 

T  haciendo  atar  á  Osman  fuertemente,  le  condujo  á  la  pieza  inme- 
diata, mientras  que  Mustaft,  bajando  á  la  mezquita,  entró  en  el  pala- 
cio imperial. 

Darod  habia  concebido  ya  sus  planes  respecto  á  Osman,  y  por  lo 
tanto  se  guardó  muy  bien  de  conducirle  á  la  prisión  designada. 

En  una  litera  perfectamente  cerrada  fué  conducido  en  el  acto  & 
las  Siete  Torres,  donde  nadie,  ni  aun  los  genfzaros  podían  entrar  sin 
orden  suya.  Cuantos  crímenes  se  cometían  en  esta  prisión,  quedaban 
ignorados  para  el  resto  de  la  Turqoia. 

El  calabozo  destinado  &  Osman  fué  el  llamado  de  la  sangre,  don- 
de no  habia  muebles  ni  enser  alguno.  Allí,  casi  desnudo  y  sin  ali- 
mento*, pasó  todo  el  dia  buscando  el  medio  de  poder  evadirse. 

Cosa  imposible  de  lograr.  Aquel  calabozo  se  cerraba  como  una 
tumba. 

Al  siguiente  dia,  Mohamed  Agá,  Darud  y  Kalander-Ogri  y  los 
mudos,  se  presentaron  á  él. 

Temiendo  que  hiciese  resistencia,  Darad  procuró  distraer  su  aten- 


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m  pí 

eira,  habiéndole  7  qwriMdo  formular  qm  apa**  de  iateirtgatori*. 

Osman  rehusó  contestarle. 

Pero  en  el  momento  en  qae  menos  lo  esperaba,  lanxándose  sobre 
él  los  mudos,  le  echaron  el  cordón  al  cuello.  Fuerte  y  decidido  Os- 
man, le  asió  con  ambas  manos,  impidiendo  su  propósito.  En  vista  de 
tan  tenaz  resistencia,  se  echaron  todos  sobre  él,  y  despqes  de  una  lar- 
ga lucha,  quedó  sujeto  y  sin  poder  hacer  el  menor  movimiento,  pero 
habiendo  mordido  al  Gran  Visir  y  causádole  fuertes  y  profundas  he-< 
ridas. 

No  lardaron  los  mudas  en  pasarle  al  cuello  el  fatal  cordón,  y  ma- 
nó ahorcado.  Darud  le  hizo  cortar  una  oreja,  y  dentro  de  yaa  caja 
le  fué  enviada  á  Mustafá.  Esta  cqa  llevaba  la  siguiente  inscripción: 

— Presente  al  sublime  emperador,  que  su  primer  ministro  1$  sirve, 
i  pesar  suyo* 

Osman  solo  tenia  diez  y  nueve  años,  y  había  reinado  cuatro. 

Pero  esta  sangre  imperial  que  en  l¡p  Siqfe  Torrqs  se  acababa  de 
verter,  debia  hacer  correr  mucha  mas  pqr  reprewU*  en  el  mismo  si- 
tio ;  pues  en  la  historia  de  este  pueblo  la  justicia  divina  parece  ha* 
ber  querido  establecer  la  balanza  que  los  emperadores  y  los  genizaros 
habían  dispuesto  hacer  pesar  &  su  capricho,  sirviendo  á  sus  forcees 
instintos. 

(Ciegos  los  emperadores  y  el  pueblo  de  Turquía ,  que  no  la  ha 
▼¡sto  suspendida  sin  cesar  sobre  sus  cabezas! 

No  pudo  Darud  ocultar  durante  mucho  tiempo  la  muerte  de  Os- 
man. Al  saberse,  el  pueblo  y  los  genizaros  se  indignaron  contra  él. 
Sin  embargo,  babia  sido  tan  miateriosamonte  ocultada,  que  no  ae 
sabia  á  quien  acusar  como  causante  de  ella. 

No  se  descuidó  Darud  en  tomar  sus  precauciones  para  ?lqar  de  si 
toda  sospecha. 

Generalmente  se  acusaba  &  los  genizaros.  Estos  echaban  U  culpa 
sobre  Darud,  y  por  último,  se  vio  precisado  &  entregar  los  sellos  y  4 
escarpase  de  Constantinopla. 

No  pudo  ocultarse  durante  largo  tiempo. 

La  sultana  Validé  acababa  de  darle  por  esposa  á  una  de  sus  hijas, 
y  por  consiguiente,  mediaba  entre  ellos  la  mas  estrecha  confianza. 

A  fuerza  de  oro  consiguió  la  sultana  acallar  los  resentimientos  que 
por  la  muerte  de  Osman  se  babia  granjeado  Darud,  y  no  pasó  mucho 


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tiempo  sin  que  le  hiriese  volverá  Gonsthntiiepla,  tratando  de  re* 
vestirle  de  la  dignidad  de  capitán  Pacha. 

Para  lograrlo,  era  preciso  hacer  destituir  á  Calid,  que  ocupaba  esta 
dignidad,  desempeñándola  ooo  general  satisfacción  de  todos. 

Además,  era  Galid  un  hombre  firme  y  valiente,  á  qoien  no  se  po- 
día atacar  por  medio  de  la  ealsmnia.  Estas  fueron  las  armas  de  que 
se  valió  ©and. 

£1  capitel  Pacha  toé  acosado  de  estar  en  inteligencia  ybombinacio- 
les  secretas  con  tos  pachas  da  Alepó  y  E nerum,  que  en  la  actualidad 
se  Miaban  en  cempleta  revolocion,  y  llevó  Darnd  la  calumnia  al-ei- 
tremo  de  hacer  correr  la  voz  por  loe  cuarteles  de  que,  por  consejo  «• 
yo,  se  había  dado  en  Asia  muerte  á  la  mayor  parte  de  losgentaarbs, 
á  fíleles  generalmente  se  creta  culpables  de  la  muerte  de  (teman. 

Ai  apoyo  de  «tas  calumnias  ffccilitó  Darud  una  correspondencia  del 
capitán  Pacha,  tuya  letra  estaba  hábilmente  contrahecha. 

fil  banrtao  10  tardó  en  estallar. 

Varias  odas  de  grabaros  te  pusieron  tn  marche  hacia  el  Serrallo, 
pidiendo  bl  divaa  que  se  juigase  en  el  -acto  al  capitán  Pacha. 

Bra  cuanto  deseable  Darud  y  4a  Validó.  El'div*  sé  «ewió,  pera 
en  el  momento  en  que  mandaban  i  buscar  al  capitán  Pacha»  este  eom» 
pareció,  pidiendo  él  mamo  que  se  le  jugue. 

fil  acusado  solamente  deseaba  qrié  4  *u  proceso  se  lidíese  toda 
laiolemoidad  posible,  y  pan  lograrlo  llevaba  consigo  á  todas  los 
principales  jefes  de  los  geoimros,  teniéndolos  reunidos  en -les  patios 
del  Serrallo,  á  fin  de  qoe  fuesen  testigos  de  si  justificación  ó  de  su 
culpabilidad,  entregándose  de  todas  modos  en  las  manos  de  la  jieticia. 

Exigió  que  se  presentase  Darnd  en  careo  con  éi,  y  esle  tuvo  lugar. 

Dartad  presentó  las  cartas  del  capitán  PacM,  lo  cual 'indignó  al  di- 
ván en  gran  manera,  pero  Calid  pidió  que  se  oyese  como  testigo  á  un 
esclavo. 

Esto  llegó  por  fin,  y  declaró  que,  seducido  per  Darud,  había  hecho 
las  cartas  y  falsificado  la  letra  y  firma  del  capitán  Pacha. 

En  vano  negó  Darud  á  la  vista  del  diván:  falsificó  el  esclavo  las 
cartas  otra  vez.  fiotolcas  Calid,  tomando  la  palabra  y  cambiando  de 
aoisado  en  ansador,  dije: 

—Ahora  me  toca  á  mi  amsir  á  Darud  como  «sesmo  de  su  amo  el 


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ele  rwsiofre» 

emperador,  contra  la  voluntad  del  gran  sefior  reinante  y  de  los  geoi- 
zaros, que  le  confiaron  á  Osman  con  la  condición  de  que  respetase  so 
vida. 

Darud  es  el  culpable,  cansante  de  todos  los  disturbios  de  qoe  me 
ha  querido  hacer  responsable  á  mi,  pues  á  todo  ha  servido  de  pretexto 
la  muerte  de  O*mao,  y  por  lo  tanto  cansante  del  odio  que  k  losSpa- 
his  y  á  los  geoizaros  tienen  los  gobernadores  y  soldados  del  Asia. 

Acuso  al  KalanderOgri,  presente,  de  haber  cortado  una  oreja  al  ca- 
dáver de  Osman  por  orden  de  Darud,  llevándola  en  una  caja  á 
Mustafá;  en  prueba  de  lo  cual,  aquí  os  la  presento  con  la  inscripción 
que  el  mismo  asesino  trazó  en  ella. 

Con  efecto,  el  capitán  Pacha  habia  tenido  la  mafia  de  proporcio- 
narse aquella  preciosa  prenda ,  que  colocó  sobre  la  mesa  del  diván. 

En  aquel  ponto  la  general  indignación  estalló  como  una  bomba. 

Los  oficiales  de  los  geoizaros  pidieron  la  muerte  de  Darud,  y  que 
al  instante  leí .  fuese  entregado,  mientras  el  emperador  firmaba  so 
sentencia;  pero  el  Gran  Visir  y  los  demás  Visires  del  consejo,  amigos 
de  la  Validé,  no  quisieron  consentir  en  ello,  entregando  fácilmente  en 
su  logar  á  Kalander-Ogri,  mientras  Darud  quedaba  como  prisionero 
en  el  Serrallo. 

—Sea  asi,  exclamó  el  Agá  de  los  geoizaros ;  nos  contentamos  por 
ahora  con  que  nos  entreguéis  á  Kalander-Ogri,  mientras  bajo  vues- 
tra guarda  queda  Darud  en  el  Serrallo,  pero  desgraciados  de  vosotros 
si  traíais  de  sustraerle  á  nuestra  venganza! 

Y  echando  mano  á  sos  alfaoges  todos  los  geoizaros  alli  presentes, 
gritaron  delante  del  diván  aterrorizado: 

—¡Juramos  por  el  Profeta  que  mafiana  mismo  morirá  Darud! 

Inmediatamente  salieron  del  Serrallo,  llevando  consigo  á  Kalan- 
der  Ogri ,  qoe,  entregado  al  populacho,  fué  hecho  pedazos  al  mo- 
mento. 

Darud  se  vio  perdido;  pero  la  sultana  Validé  tentó  un  medio  es- 
tremo para  salvarle. 

Este  medio  fué  el  hacer  firmar  á  Mustafá  una  orden  de  fecha  muy 
atrasada,  en  la  cual  le  ordenaba  dar  muerte  á  Osman. 

Fortificado  con  este  documento,  sembró  el  oro  á  manos  llenas  en- 
tre los  genizaros,  según  tenia  por  costumbre. 


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01  EUROPA.  «41 

Al  «¡guíenle  (lia  (odas  las  odas  de  Spahis  y  genizaros  invadieron 
el  Serrallo  pidiendo  la  cabeza  de  Darod. 

Los  boslangis  le  condujeron  al  patio  de  las  ejecuciones ,  situado 
dentro  del  mismo  serrallo,  pero  en  el  mismo  instante  en  que  el  ver- 
dugo iba  á  ejecutar  en  él  su  sangriento  oficio,  tomó  Darad  la  pala- 
bra, presentando  como  justificativo  de  su  conducta  la  orden  del  em- 
perador que  le  debia  salvar. 

Un  espantoso  tumulto  estalló  en  aquel  momento.  Aquellos  á  quie- 
nes el  oro  de  la  sultana  habia  comprado,  gritaban  que  Darud  era 
inocente,  cuando  llegó  apresuradamente  un  torpachi  á  la  cabeza  de 
cuatrocientos  genizaros,  y  atravesando  por  en  medio  de  la  multitud, 
se  colocó  al  lado  de  Darud,  diciendo: 

—Este  hombre  es  culpable.  La  orden  ha  sido  arrancada  á  viva 
fuerza  al  débil  emperador.  Además,  si  Darud  la  tenia  en  su  poder, 
¿por  qué  no  lo  dijo  ayer? 

To  me  hallaba  en  el  diván  cuando  el  capitán  Pacha  nos  presentó  la 
tapa  de  la  caja,  y  la  inscripción  que  contiene  es  de  letra  del  mismo 
Darud. 

El  mismo  confiesa  allí  haber  asesinado  al  joven  sultán  á  pesar  de 
la  orden  del  emperador. 

Este  hecho  no  lo  ha  podido  negar. 

Ayer  debió  presentar  esa  orden.  Hoy  ya  es  tarde.  (Os  digo  que  es 
culpable  y  debe  morir! 

jGeolzaros!  al  tercer  asesino  le  traigo  conmigo.  Aquí  está  Moha- 
mel  Agá;  en  la  misma  litera  en  que  condujo  á  0¿man  á  las  Siete 
Torres.  Pongamos  á  Darud  frente  á  frente  con  Mohamet  Agá ;  sean 
ambos  conducidos  al  calabozo  de  sangre  donde  cometieron  el  crimen, 
y  allí  mismo  sean  castigados. 

A  nuestras  manos  deben  morir;  tal  es  la  justicia  de  los  genizaros. 
Tal  la  venganza  del  pueblo. 

Eslas  pa'abras. entusiasmaron  de  tal  modo  al  populacho,  que  lan- 
zándose sobre  Darud  y  apoderándose  de  él,  le  colocaron  en  la  misma 
litera  que  á  Hohamet. 

Llegados  á  las  Siete  Torres,  buscaron  cuidadosamente  el  sitio  donde 
se  suponía  haber  sido  estrangulado  Osman ,  y  sin  cuidarse  de  sus 
súplicas,  fueron  degollados  en  el  acto. 

TOtfOH.  ti 


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112  PRISIONES 

El  pozo  de  sangre  se  abrió  á  su  vez  para  recibir  tas  cabezas  de* 
Darud  y  Mohamet,  y  los  genízaros  recorrieron  la  ciudad  gritando: 

— jLa  justicia  se  halla  satisfecha!  La  cabeza  de  Darud  ha  rodado 
hasta  el  abismo. 

Con  estos  caracteres  de  sangre  ha  quedado  escrita  en  el  castillo  de 
las  Siete  Torres  la  historia  del  emperador  Osman  y  de  sus  asesinos. 

Encadenados  los  unos  á  los  otros,  estos  crímenes  eran  una  conse- 
cuencia precisa  del  carácter  de  la  época  y  del  distintivo  de  este 
pueblo. 

A  consecuencia  de  los  actos  de  imbecilidad  de  que  cada  dia  daba 
marcadas  señales  Mustafá,  después  de  diez  meses  de  reinado,  fué  re- 
legado por  segunda  vez  á  la  prisión  de  donde  ya  había  salido. 

El  10  de  setiembre  de  1623  subió  al  trono  musulmán  Amurat  IV, 
sobrino  de  Mustafá. 

Este  principe,  joven,  valiente,  desordenado  y  cruel ,  empezó  su 
reinado  como  la  mayor  parte  de  sus  predecesores,  haciendo  degollar 
á  su  hermano  Ba  y  aceto. 

Después  tomó  por  amigos  inseparables  á  dos  hombres  llamados 
Beeri  y  Gumir. 

Ambos  poseían  una  cualidad  para  él  altamente  recomendable,  y  era 
la  de  poder  secundarle  dignamente  en  las  continuas  orgias  &  que  se 
entregaba  diariamente. 

Jamás  musulmán  alguno  hizo  semejante  abuso  del  vino. 

Durante  este  reinado  merecen  ser  citadas  dos  victimas  que  fueron 
sacrificadas  en  las  Siete  Torres. 

La  primera  fué  un  bostangi,  diputado  del  ejército  que  combatía 
contra  los  persas,  el  cual  recibió  el  especial  encargo  de  ahorcar  al 
Gran  Visir  Mehemet,  que  mandaba  las  operaciones. 

Descontento  el  emperador  por  el  retardo  que  sufría  aquella  cam- 
paña, le  envió  el  cordón. 

Este  argumento  era  irresistible.  Era  la  ultima  ratío  de  los  sul- 
tanes. 

De  la  muerte  de  Mehemet  resultaba  un  gran  provecho  al  empera- 
dor, pues  aquél  era  inmensamente  rico,  si  bien  también  era  astuto 
en  gran  manera. 

Amurat  habia  trasmitido  la  orden  dada  contra  el  Gran  Visir,  al 


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PK  KÜItOPA  C43 

general  que  mandaba  el  ejército  en  segundo  logar,  pero  Mehe- 
met  supo  evadir  aquella  para  él  tan  grave  cuestión,  haciendo 
que  el  ejército  entero  certificase  cnal  habia  sido  su  intachable  con- 
ducta. 

El  bostangi  volvió  á  la  presencia  del  emperador  con  esta  misiva, 
en  vez  de  llevarle  la  cabeza  del  Gran  Visir. 

En  vista  de  esto,  el  bostangi  fué  conducido  á  las  Siete  Torres,  y 
decapitado  por  no  haber  sabido  obedecer  al  emperador. 

Con  respeto  á  Mehemet,  se  le  impuso  tan  fuerte  mulla  que  quedó 
reducido  á  la  mayor  miseria. 

La  segunda  victima  fué  inmolada  de  una  manera  mas  franca. 

El  caimacán  acusó  al  vaivoda  de  Valaquia  ante  el  emperador,  y 
pidió  que  fuese  depuesto. 

El  vaivoda  se  justificó  al  instante. 

Amurat  envió  al  caimacán  á  las  Siete  Torres.  Al  cabo  de  pocos 
dias  estaba  fallada  su  causa.  Solo  so  contentó  con  destituirle  de  sus 
funciones;  pero  cuando  el  defterdar,  que  habia  hecho  el  inventario  de 
los  bienes  que  el  caimacán  poseía,  se  lo  presentó  al  emperador,  y  vio 
este  que  se  elevaba  á  la  enorme  suma  de  tres  millones  de  piastras,  sin 
contar  los  diamantes  y  demás  riquezas,  Amurat  cambió  la  orden  que 
habia  dado,  y  para  heredar  tranquilamente  aquel  tesoro ,  envió  el 
cordón  al  infeliz  caimacán. 

En  esta  misma  época  hubo  también  una  brutal  violación  del  dere- 
cho de  gentes  con  el  embajador  de  Venecia,  k  quien  to ios  los  demás 
embajadores  pudieron  al  fin  librar. 

Multitud  de  franceses,  ingleses  y  demás  europeos  fueron  encerra- 
dos en  las  Siete  Torres,  y  solo  debieron  su  libertad  á  considerables 
regalos  ó  á  la  influencia  de  sus  embajadores. 

Amurat  habia  concebido  por  los  cristianos  un  odio  profundo,  y  en 
medio  de  las  frecuente*  borracheras  que  todas  las  noches  tomaba, 
daba  contra  ellos  las  órdenes  mas  estradas  y  crueles. 

Amurat  fué,  por  fin,  el  inventor  del  famoso  suplicio  llamado  de  los 
ganchos. 

Consistía  en  precipitar  al  paciente  desde  un  sitio  bastante  elevado 
y  sobré  grandes  ganchos  de  fierro  sujetos  al  muro ;  el  infeliz 
precipitado  se  hallaba  detenido  por  las  agudas  puntas  de  los  garfios 


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Mi  PRISIONES 

qoe  desgarraban  sus  carnes  hasta  que  de  uno  de  ellos  quedaba  sujeto, 
y  allí  moría. 

El  castillo  de  las  Siete  Torres  era  uno  de  los  mas  &  propósito  para 
este  suplicio. 

Allí  tuvieron  lugar  los  primero»  y  allí  llegaron  al  último  grado  de 
perfección. 

Aun  en  el  dia  se  ven  sujetos  á  las  murallas  los  enormes  ganchos 
que  recibían  á  los  cuerpos  palpitantes. 

Paseándose  por  la  fortaleza  y  viendo  algunos  de  los  cuerpos  sus- 
pendidos, cuyos  huesos  empezaban  á  desprenderse  de!  tronco  para  ir 
á  aumentar  la  famosa  muralla  de  huesos  humanos,  se  le  ocurrió  á 
Amurat  un  famoso  dicho  que  la  historia  nos  ha  trasmitido: 

«Las  venganzas  no  envejecen,  lo  que  hacen  es  blanquear.» 

Amurat  murió  el  1.°  de  marzo  de  ICiO  á  causa  de  una  borrachera 
á  la  cual  Gumir  le  habia  incitado.  Tenia  treinta  y  un  afios  de  edad, 
y  habia  reinado  siete,  gobernando  por  si  mismo,  y  haciendo  grandes 
cosas  cuando  la  borrachera  no  obstruía  su  inteligencia. 

Kiosem,  la  sultana  Validé,  su  madre,  fué  relegada  al  Serrallo  viejo 
cuando  Amurat  subió  al  trono,  y  allí  vivió  sin  autoridad  ni  influencia. 

A  la  muerte  de  su  hijo,  el  emperador  pensó  en  colocar  sobre  el 
trono  á  su  segundo  hijo  Ibraim,  que  su  hermano  habia  hecho  encer- 
rar en  un  calabozo. 

esperando  reinar  en  su  vez,  se  entendió  la  Validé  con  el  mnfti  y 
el  Visir,  y  yendo  á  sacar  de  la  prisión  á  Ibraim,  le  hallaron  casi  mo- 
ribundo. 

A  pesar  de  sus  temores,  Ibraim  fué  colocado  en  el  trono  y  procla- 
mado emperador,  con  perjuicio  de  Mohamel,  hijo  de  AmuraL 

El  Gran  Visir  y  la  Validé  Kiosem  se  apoderaron  de  las  riendas 
del  gobierno. 

El  primer  acto  de  la  sultana  fué  condenar  á  muerte  á  Gumir,  acu- 
sado de  haber  sido  el  causante  de  la  muerte  de  Amurat. 

Conducido  á  las  Siete  Torres,  pereció  en  el  suplicio  del  gancho,  in- 
ventado en  gran  parte  por  él  mismo. 

En  el  reinado  de  Ibraim  tuvo  lugar  en  las  Siete  Torres  una  ejecu- 
ción cuya  memoria  se  ha  conservado  por  un  monumento  que  aun 
existe. 


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M  EUROPA.  S45 

Joussouf,  capitán  Pacha,  hizo  la  primera  expedición  contra  la  isla 
de  Gandía  á  la  cabeza  de  la  escuadra  naval. 

Tomó  la  isla,  se  cubrió  de  gloria  y  volvió  &  Constantinopla,  donde 
se  le  habia  preparado  una  magnifica  entrada  triunfal. 

Reconocido  el  emperador  por  sus  servicios,  quiso  que  pudiese  entrar 
en  su  familia,  y  para  lograrlo  le  dio  en  matrimonio  á  su  propia  hija. 

Además  del  anterior  motivo,  existía  otro  mas  poderoso,  y  era  la 
inmensa  fortuna  del  capitán  Pacbá. 

Tan  luego  como  se  terminaron  las  bodas,  Ibraim  ordenó  á  Joussouf 
que  condujese  á  Gandía  otra  flota  con  socorros  de  hombres  y  dinero. 

Érase  en  el  corazón  del  invierno. 

El  capitán  Pacbá  advirtió  al  emperador  cuan  imprudente  era  em- 
prender uca  larga  navegación  en  la  estación  aquella,  y  sobre  todo 
con  bajeles  construidos  mas  bien  para  poner  sitio  á  una  plaza  que 
para  hacer  una  travesía. 

Asombrado  Ibraim  de  que  se  hubiese  atrevido  á  hacerle  una  ob- 
servación, reiteró  la  orden  con  mas  vigor. 

Joussouf  contestó  con  mayores  detalles,  procurando  convencer  á  su 
amo,  y  diciéndole  que  era  exponer  la  vida  de  las  tropas  á  una  muer- 
te casi  cierta. 

Irritado  el  emperador  por  aquella  audacia  sin  ejemplo,  exclamó 
lleno  de  furor: 

«Cuanto  yo  deseo,  debe  ser  posible,  y  hacerse  en  el  propio  instante. 
Es  preciso  obedecer  ó  morir. » 

—Prefiero  morir,  contestó  Joussouf,  á  conducir  á  la  muerte  ácien 
millares  de  valientes. 

Esta  generosa  y  noble  contestación  no  hizo  mas  que  aumentar  la 
cólera  del  emperador. 

En  el  mismo  acto  fué  preso  el  capitán  Pacbá  y  conducido  á  las 
Siete  Torres. 

En  seguida,  á  pesar  de  la  manifestación  del  Gran  Visir,  presente  á 
aquella  escena,  firmó  el  emperador  una  orden  mandando  ahorcar  á 
Joussouf. 

El  Gran  Visir,  esperando  poder  reducir  á  Joussouf  á  la  ciega 
obediencia,  se  presentó  inmediatamente  en  las  Siete  Torres,  querien- 
do obligarle  á  que  pidiese  perdón  al  emperador. 


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«46  PRISIONES 

Semejante  humillación  de  parte  del  reciente  vencedor  de  Gandía, 
unida  á  los  ruegos  de  la  hija  de  Ibraim,  debían  indudablemente  sal- 
var al  capitán  Pacha;  pero  este  se  negó  tenazmente  á  hacer  semejan- 
te bajeza  en  aquellas  circunstancias. 

—He  dicho  la  verdad,  respondió;  tanto  peor  para  aquel  que  no  la 
quiera  oir.  Ibraim  puede  pisar  el  suelo  manchado  con  mi  sangre,  si 
quiere  pagar  con  mi  muerte  la  conquista  de  Gandía,  inmolando  á  la 
par  al  esposo  de  su  hija.  El  vencedor  de  los  infieles,  el  que  ha  mere- 
cido el  honor  de  emparentar  con  él,  no  puede  retractarse  de  sus  justas 
y  dignas  palabras,  sin  faltar  á  lo  que  se  debe  todo  buen  musulmán. 

— Pero  él  es  nuestro  amo,  dijo  el  Gran  Visir,  y  á  nosotros  nos  toca 
soportar  sus  iras ,  cualesquiera  que  ellas  sean,  y  si  vos  queréis  ha- 
cer lo  que  os  aconsejo,  os  prometo  hacer  retirar  la  orden  sangrienta 
que  contra  vos  ha  dado;  pero  ya  podéis  comprender  que  no  puede 
dignamente  retirarla,  sin  que  por  vuestra  parte  hayáis  hecho  un  acto 
formal  de  sumisión  á  sus  órdenes.  En  nombre  de  vuestra  esposa,  ca- 
pitán; una  sola  palabra,  y  voy  al  momento... 

En  el  propio  instante  se  presentó  un  bostangien  aquella  habitación 
y  dijo: 

— Vengo  de  parte  del  emperador  á  saber  porque  tardáis  tanto  tiem- 
po en  ejecutar  sus  órdenes.  Su  Alteza  espera  impaciente  la  noticia  de 
la  muerte  del  capitán  Pacha 

—Ya  lo  veis,  dijo  Joussouf.  Ese  sultán  que  Vos  tratabais  de  pre- 
sentarme sintiendo  haber  dado  una  orden  injusta,  envidia  hasta  los 
cortos  momentos  de  vida  que  me  quedan. 

Sordo  á  la  voz  del  reconocimiento  y  de  la  naturaleza,  desea  la 
muerte  del  que  le  ha  conquistado  á  Gandía,  despreciando  las  lágri- 
mas de  su  hija. 

El  que  ha  nacido  mahometano  y  vasallo  de  Ibraim,  debe  esperar 
la  muerte  con  rostro  sereno.  Los  que  me  sobrevivan  son  mas  dignos 
de  lástima  que  yo,  pues  se  hallarán  obligados  á  vivir  al  capricho  de 
semejante  dueño.  Ellos  serán  testigos  de  los  crímenes  y  desórdenes 
que  este  vergonzoso  reinado  llevará  consigo. 

Hubo  un  corto  momento  de  silencio  después  de  estas  palabras.  Al 
cabo  de  él,  el  Gran  Visir  se  vio  obligado  á  presentar  al  capitán  Pacha 
la  orden  de  muerte  que  el  sultán  había  firmado. 


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DE  fiUHOFA.  S47 

Joussouf  la  lomó,  escribiendo  debajo  de  ella  que  la  bendecía  y 
también  el  momento  en  que  su  alma  debia  ir  á  unirse  al  Ser  Su- 
premo. 

Añadió  además,  que  rogaba  al  emperador  que  tuviese  presente  á 
su  esposa,  y  que  diese  autorización  para  separar  de  su  caudal  setenta 
y  cinco  mil  libras  de  la  inmensa  fortuna  que  debia  pertenecer  á  su 
esposa,  las  cuales  destinaba  á  un  hijo  que  hacia  poco  habia  nacido 
de  una  esclava  que  él  habia  preferido. 

Después  firmó  esta  especie  de  testamento,  y  entregándolo  al  Gran 
Visir,  le  dio  también  un  grueso  diamante  que  llevaba,  para  que  le 
sirviese  de  memoria. 

Se  puso  de  rodillas,  dijo  una  plegaria,  y  ordenando  le  pasasen  al 
cuello  el  cordón  fatal,  cayó  á  los  pies  de  los  asistentes,  conmovidos 
de  sentimiento  y  piedad  á  la  vista  de  tal  valor  y  resignación. 

El  embajador  de  Yenecia,  preso  entonces  en  las  Siete  Torres,  vio 
desde  sus  ventanas  el  cadáver  del  que  habia  vencido  á  sus  compa- 
triotas, y  que  de  tal  modo  habia  sido  recompensado. 

La  obra  de  Mr.  Pauqueville  contiene  sobre  la  tumba  de  Joussouf, 
que  el  mismo  vio  cuando  se  hallaba  prisionero  en  las  Siete  Torres 
durante  la  guerra  de  Egipto,  la  inscripción  siguiente: 

t  En  este  sitio,  y  bajo  la  segunda  torre  de  mármol,  se  ofrecía  k 
nuestra  vista  un  motivo  de  alta  consideración.  Era  la  tumba  del  con- 
quistador de  la  isla  de  Gandía,  y  los  de  sus  hijos  y  de  su  mujer.  Pre- 
cipitado de  repente  de  la  altura  de  su  grandeza,  cayó  este  príncipe 
en  el  calabozo  de  sangre,  donde  fué  ahorcado.  Sus  hijos  y  su  esposa 
obtuvieron  el  permiso  de  poder  mezclar  sus  restos  con  los  de  su  ama- 
do padre  y  esposo,  á  quien  tanto  amaban. 

Estas  tumbas  se  cuidan  con  especial  esmero.  Los  turcos  han  afia- 
dido  una  verja  dorada,  sobre  la  cual  se  apoyan  altos  jazmines  y  al- 
gunos arbustos  odoríferos. 

Una  e  pada  desenvainada  y  una  sencilla  inscripción  recuerdan  los 
servicios  del  padre  y  las  virtudes  del  esposo,  unidas  á  las  del  hijo  que 
murió  en  temprana  edad,  ofreciendo  las  mayores  esperanzas. 

Nada  se  dice  allí  de  la  causa  de  su  muerte;  pero  el  buril  ha  gra- 
bado en  distintos  caracteres  sus  servidos  y  sus  conquistas.» 

Ibraim,  príncipe  cobarde,  receloso  y  cruel,  no  cejó  un  instante  en- 


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648  PRISIONES 

tre  hacer  rodar  por  el  suelo  las  cabezas  de  los  que  do  se  humillaban 
yil  y  bajamente  ante  él.  Déspota  y  tenaz,  no  oía  jamás  ninguna  ob- 
servación, y  cualquiera  desobediencia  de  retardo  era  castigada  con  la 
muerte. 

Dos  circunstancias  apresuraron  su  caída.  Do  dia  vio  á  una  sultana 
de  su  hermano  Amurat,  llamada  Fatma,  de  notable  hermosura,  y 
quiso  á  todo  trance  poseerla. 

La  Validé,  su  madre,  le  hizo  varias  reflexiones  sobre  este  punto, 
demostrándole  que  la  ley  prohibía  á  los  emperadores  tomar  por  mu- 
jeres á  las  de  sos  predecesores. 

Estas  coosideracirnes  no  bastaron  á  contener  los  lúbricos  deseos  de 
Ibraim,  que  mandó  encerrar  á  parte  á  Palma,  con  el  objeto  de  lograr 
su  intento,  hasta  el  punto  de  emplear  la  violoocia  si  necesario  fuese. 

A  los  gritos  de  Fatma  llegó  la  Validé,  y  tratando  de  impedir  el 
desmán  de  Ibraim,  este  la  rechazó  bruscamente,  amenazándola  con 
ser  encerrada  en  el  Serrallo  viejo. 

Fatma,  que  llevaba  en  la  cintura  un  pufial,  contuvo  con  él  los  de- 
seos de  íbraim,  atemorizando  á  los  sicarios  que  este  llamó  para  que 
la  desarmasen,  y  lanzando  una  mirada  de  desprecio  sobre  Ibraim,  le 
dijo: 

«¡La  viuda  de  Amurat  IV  se  ha  acostumbrado  á  no  conceder  sus 
favores  mas  que  á  un  hombre  de  valor,  y  el  sultán  Ibraim  es  un  co- 
barde!» 

La  sultana  Validé  tuvo  la  fortuna  de  ver  unirse  á  su  partido  á  un 
hombre  poderoso;  este  era  el  gran  tnufti. 

Una  de  las  proveedoras  del  Serrallo  vio  en  los  baños  públicos  á  la 
hija  de  este  alio  dignatario,  y  tan  seductor  fué  el  retrato  que  de  ella 
hizo  al  sultán,  que  e>te  resolvió  poseerla  á  cualquier  precio. 

Para  empezar  su  plan,  mandó  llamar  al  anciano  padre,  y  sin  mas 
forma  de  ley,  empezó  por  pedirle  su  hija. 

El  mufti  le  contestó  que  su  hija  no  habia  nacido  para  esclava  ni 
concubina,  y  arrastrado  Ibraim  por  la  pasión,  ofreció  hacerla  su 
esposa. 

La  bija  del  mufti  rehusó  semejante  honor,  pero  impaciente  y  te- 
naz como  todos  los  libertinos,  hizo  el  emperador  que,  sorprendiéndo- 
la al  ir  al  bafio,  la  condujesen  á  su  harem,  donde  después  de  re- 


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LlfttüUi  le  lis  «marra. 


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Dfi  EUUOfi.  Sil 

etotir  por  largo  tiempo  al  emperador,  hubo  tobosamente  de  ce- 
der. 

Muerta  de  dolor,  no  cesaba  de  echar  en  cara  so  crimen  á  Ibraim, 
quien,  cansado  de  lágrimas  y  accesos  de  furor,  dispuso  que  se  la 
devolviese  á  sa  padre. 

El  mufti  juró  odio  y  venganza,  y  uniéndose  para  logrado  á  la  sol* 
tana  Validé,  solo  esperaron  ana  ocasión  para  obrar. 

El  6  de  agosto  de  1648,  Baky  Bey,  hijo  del  Gran  Tisir,  filé  pw- 
metido  esposo  á  la  hija  del  emperador,  y  con  esto  motivo  se  dio  ana 
gran  fiesta  en  el  palacio;  pero  mientras  Ibraim  y  sns  secuaces  goza- 
ban de  las  dalzuras  de  la  mas  espantosa  orgia,  los  oficiales  de  los 
Spafeis  y  de  los  genizaros,  aprovechándose  de  la  ocasión,  é  instados 
por  el  mufti  y  la  Validé,  se  apoderaron  de  su  persona  y  fué  conduce 
do  al  antiguo  Serrallo  en  medio  de  las  esclavas  viejas. 

No  satisfecho  el  mufti  con  su  prisión,  ordenó  su  suplicio,  y  fié 
ahorcado  en  la  prisión  del  Serrallo,  que,  según  muchos  historiado- 
res, existe  aun  en  el  día. 

En  ningún  pais  se  aprisiona  tan  fácilmente  como  en  Turquía,  pero 
tampoco  le  hay  donde  con  igual  facilidad  se  dé  suelta  á  un  preso,  ó 
se  le  declare  mócenle. 

En  el  primer  caso,  un  rapto  de  cólera  del  emperador  ó  de  un  mag- 
nate basta  para  hacer  redar  por  el  suelo  cien  cabezas,  asi  como  tam- 
bién la  recomendación  ó  fianza  solamente  de  palabra  de  un  magnate, 
4e  un  pariente  ó  de  un  amigo,  bastan  para  atenuar  la  pena,  á  menos 
que  no  sea  un  delito  demasiado  público  y  de  consideración. 

De  esta  facilidad  resulta  que  hay  muchos  prisioneros,  vulgarmen- 
te llamados  en  olvido,  que  mueren  en  su  prisión  sin  que  nadie  sepa 
de  eHes,  ni  aua  el  gobierno  mismo  que  los  mandó  encerrar. 

Mr.  Blacbi  ha  citado  varios  detenidos  de  esta  especie,  encerradas 
mas  de  ocho  afios,  sin  haber  sufrido  siquiera  un  mal  interrogatorio, 
habiendo  sido  conducidos  á  Constantinopla  de  orden  de  un  pacha  de 
la  provincia,  y  encerrados  bajo  la  calificación  de  mala  gente. 

En  GoBsiantinopla  hay  cuatro  grandes  prisiones.  La  primera  es  el 
«tssmI  ó  presidio,  la  segunda  la  cárcel  del  Seraskier,  llamada  asi 
por  estar  situada  al  lado  del  palacio  del  nmmtre  de  la  guerra,  en- 
cargado de  la  policía.  Esta  prisión  corresponde  al  depósito  de  la  casa 

TOVO  II.  SI 


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4S0  PI1SI0NIS 

de  la  ciudad.  La  [prisión  llamada  de  la  puerta,  y  la  Topana,  que 
lleva  el  nombre  del  coartel  ó  distrilo  donde  se  halla  colocada. 

Las  prisiones  militares  son  anexas  á  cada  uno  de  los  cuarteles. 

Las  generales  se  parecen  macho  por  su  régimen  y  personal,  y  aun 
por  sus  localidades,  á  la  del  Seraskier,  que  las  reasume  todas. 

Vamos  á  dar  una  idea  exacta  de  ellas. 

Todas  por  lo  general  comprenden  cinco  patios  irregulares,  cuya 
.porquería  ó  insalubridad  son  asquerosas. 

A  lo  Jargo  y  ancho  de  estos  patios  hay  dobles  hileras  de  encier- 
ros cavados  en  el  suelo,  los  cuales  apenas  reciben  luz,  y  solo  tienen 
un  agujero  en  uno  de  sus  ángulos,  para  dar  salida  á  las  aguas. 

Los  prisioneros  no  tienen  cama,  ni  cosa  que  lo  equivalga,  ni  aun 
.siquiera  paja,  y  deben  dormir  sobre  el  suelo. 

Uno  de  estos  calabozos  era  destinado  para  piscina  en  otro  tiempo, 
y  no  recibe  mas  luz  que  la  que  penetra  por  una  claraboya  ó  abertu- 
ra practicada  en  el  techo. 

Hoy  se  halla  destinada  solamente  á  los  grandes  culpables. 

Estos  se  hallan  atados  á  la  pared  por  medio  de  una  gruesa  cadena 
de  hierro. 

Su  alimento  se  compone  diariamente  de  pan  negro  y  habas  duras. 

Tal  es  la  categoría  exclusiva  de  prisioneros  que  se  hace  en  esta 
cárcel;  los  demás  están  mezclados  en  los  patios,  y  sin  cuidado  algu- 
no por  su  alimento  y  policía. 

Todos  los  condenados  á  la  prisión,  afiadeMr.  Manqui,  niños  é  an- 
cianos, que  se  hallan  en  los  patios,  tienen  que  acostarse  en  el  duro 
suelo,  mezclados  los  unos  con  los  otros,  y  el  repugnante  aspecto  que 
aquellas  cloacas  tienen  es  imposible  de  describir. 

Los  presos  por  deudas  están  precisados  á  vivir  en  medio  de  esta 
gente. 

«Ya  he  contado,  dice,  mas  de  doce  ancianos  de  venerable  figura, 
que  se  veían  obligados  á  guarecerse  en  los  rincones,  prpduciendo  un 
aflictivo  contraste  en  medio  de  aquella  horda  d¿  miserables. 

Tal  es,  sin  embargo,  Ja  influencia  del  sentimiento  de  justicia  sobre 
el  espíritu  humano» que  en  este  mismo  abismo,  doode  los  hombrease 
hallan  abandonados  como  .bestias  feroces,  hay  establecida  una  especie 
de  gerarquia  entre  ellos. 


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os  tenor*,  en 

Loí  presos  por  desdas  estaban  todos  colocados  á  mi  lado,  los  ni- 
ños en  otro,  y  los  asesinos  en  el  tercer  lugar,  de  común  asenti- 
miento. 

Solo  se  bailan  exentos  de  esla  clasificación  metódica  los  vendedores 
por  estafa  en  el  peso  ó  la  medida,  los  cuales  siempre  están  expuestos 
á  la  agresión  general  de  sos  compañeros  de  infortunio,  como  muestra 
del  profundo  desprecio  que  inspira  el  delito  de  que  se  hicieron  cul- 
pables. 

Tal  es  el  aspecto  de  la  principal  prisión  de  Constaotinopla,  que 
para  la  Turquía  pasa  por  ser  la  prisión  modelo,  pues  los  demás  sitios 
de  reclusión  en  el  resto  del  imperio  están  en  mucha  inferior  categoría 
de  localidad  y  trato. 

Las  prisiones  generalmente  están  situadas  en  las  cuevas  é  en  los 
entresuelos,  sobre  el  nivel  del  suelo. 

Solo  reciben  el  aire  y  la  luz  por  pequeñas  y  estrechas  troneras 
practicadas,  al  rededor  de  las  cuales  se  agrupan  los  prisioneros  para 
poder  respirar. 

Frecuentemente  acontece  que  hay  riñas  de  consideración,  ocasio- 
nando á  veces  muchas  muertes  para  poder  lograr  esta  ventaja,  pues 
no  existe  régimen  alguno,  ni  regla,  para  que  á  su  vez  puedan  todos 
respirar  el  aire,  que  tan  necesario  les  es  para  poder  vivir. 

La  fuerza  brota  es  la  que  en  estos  casos  sale  siempre  vencedora. 

Los  presos  están  de  continuo  á  merced  de  los  carceleros  que  se  con* 
creían  á  guardarlos  con  extremada  vigilancia,  importándoles  poco 
que  estén  los  unos  riSendo  con  los  otros. 

La  fortaleza  de  Widen,  que  contiene  una  prisión  de  esta  especie, 
no  tiene  patio  alguno,  y  sin  embargo,  se  ha  pensado  en  el  estado  de 
salubridad  que  puede  proporcionar  á  los  presos,  y  se  les  permite  sa- 
lir á  paseaf  durante  el  dia. 

Para  este  caso  se  les  carga  de  cadenas,  y  bajo  buena  escolta  son 
conducidos  al  paseo  público,  donde  se  hallan  expuestos  á  las  mira- 
das de  los  transeúntes  y  á  los  insultos  de  los  chiquillos. 

La  prisión  de  Sofía,  en  la  Bulgaria,  es  una  verdadera  cueva  igual 
á  las  que  en  Francia  se  usan.  Para  llegar  á  su  seno  es  preciso  bajar 
veinte  escalones,  y  solo  hay  una  abertura  por  donde  apenas  cabe  la 
mano.  Esta  es  la  sola  luz  y  respiradero. 


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«t£  PRISIONES 

Por  tal  ratón  ha  sido  preciso  establecer  on  régimen  para  que  los 
prisioneros  puedan  vivir  en  ella.  Cada  uno  á  su  vei  y  por  tomo  vaa 
á  lo  alto  de  la  escalera  á  respirar  el  aire  qne  penetra  por  la  abertura 
de  la  puerta.  Esta  es  de  hierro  y  en  forma  de  claraboya. 

El  alimento  guarda  proporción  con  lo  demás,  y  la  prisión  b*  da 
vestido  de  ninguna  especie,  de  modo  que  los  presos  están  literalmen- 
te desnudos,  si  su  familia  ó  sus  amigos  no  les  proporcionan  con  que 
cubrir  sus  carnes. 

Por  la  descripción  del  estado  material  de  los  prisioneros  se  puede 
juzgar  le  que  será  su  estado  moral,  comprendiendo,  sin  que  nos  me- 
tamos á  explicarlos,  los  padecimientos,  las  miserias  y  1 09  tormentos  de 
toda  clase  en  semejante  estado. 

Este  es  el  colmo  de  la  barbarie  turca;  excede  á  toda  crílioa  y  á  la 
general  reprobación. 

Por  esto,  la  generación  prepeate  del  pais  que  citamos,  del  mismo 
modo  que  destruyó  á  los  genizaros  para  formar  un  ejército  regular, 
guiado  por  el  progreso  y  la  civilización,  acabará  por  destruir  también 
esos  aatros  de  tortura,  de  lulo  y  muerte,  para  en  su  lugar  hacer 
prisiones  soportables  á  los  desgraciados  que  giman  en  ellas.» 

T.  por  Santiago  Figueras  de  la  Costa. 


FIN  DE  LAS  SIETE  TORRES 


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PWSIOlfÉS 

DE  EUROPA. 


CLICHY. 

PRISIONES  POR  DEUDAS. 


■H>Wf*r*^- 


Resumen  de  los  registros  de  esta  prisión.— Los  desdores  en  Saota  Magia.— Crevae* 
ceor,  maestro  de  armas.— La  sociedad  del  embodo.— James  Swao.— Veinle  y  dos 
aRos  de  cautiverio  —  Ir.  Ocorard.— BI  príncipe  de  Kaanitz.— El  patriarca  de  Je- 
rnsafen.— Evasión  de  diei  presos.— El  guardia  nacional. — La  gruesa  flamenca. *— 
El  Seftor  fuera  y  el  SeSor  dentro.— Efectos  de)  cólera  en  la  prisión  por  deodas.— 
Desgracia  del  doctor  Bernier.— El  18  de  joHo.— Eattewig.el  lermoao  sote*.— Co- 
rabit,  el  gato  de  Magaüon.— Mistificados  de  Ullra-tomba.— Bobtrti  y  la  aotrix.— 
El  noble  DálmaU  y  el  sastre.— El  escribano  y  el  deudor.— Ensgenacioo  menta).— 
El  doqnede  Riscbtadt.— El  emperador  de  la  China.— Tretas  de  qoe  se  valen  los 
deadores.— La  llave  echa  ascoa.— El  barril  vacío.— Los  hombres  rojos.— Tretas  de 
qoe  se  valen  los  alguaciles  del  comercio.— Una  carrera  en  cabriolé.— El  viaje  en 
cam»  de  hierro.— La  eHa  de  amor. 

Loa  registros  de  Clichy  se  llevan  con  perfecta  legalidad. 

El  registro  mas  antiguo  qie  eiiato  en  aquella  pristo  es  el  de  nn 
individuo  llagado  Pedro  Noel,  vendedor  de  vinos,  prao  por  la  can- 
tidad de  quíntenlas  cinonenta  libras  y  diea  eneldos,  el  día  16  floren! 
del  aflo  VL 

El  mas  antiguo  de  las  mojetes  nade  fecha  SI  de  maj» de  4té)7« 
de  una  tal  Gaerrier,  vendedora  &  voi  pública. 

Preciso  será  decir,  que  si  la  ley  con  todo  su  rigor  también  se  ha** 


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«54  PRISiOHES 

ce  extensiva  á  las  mujeres,  el  niñero  de  las  detenidas  por  este  con- 
cepto nunca  ha  excedido  de  trece,  y  algunas  veces  ha  bajado  has- 
ta tres. 

Si  recorriésemos  los  registros  hasta  nuestros  dias,  hallaríamos  in- 
finidad de  nombres1  de  personas  de  todas  clases  y  oficios,  y  de  algu- 
nos indudablemente  nos  entristecerían. 

En  1818  había  encerrados  por  deudas  ciento  cincuenta  y  un  pre- 
sos, de  los  cuales  noventa  y  nueve  eran  nobles,  y  personas  distingui- 
das las  mas  de  ellas. 

Tal  vez  se  hallarían  presos  per  el  afán  de  conservar  antiguos  usos 
y  costumbres  entre  los  de  su  clase. 

Uno  en  pos  de  otro  veríamos  el  nombre  de  un  ministro,  de  dos  pa- 
res de  Francia,  en  tiempo  de  la  restauración,  de  tres  generales  de  di- 
visión, multitud  de  artistas,  hombres  de  letras  y  gran  cosecha  de  lo 
mas  ilustrado  del  tiempo  del  imperio. 

Eptre  lodos  eslos  nombres  aparece  uno  respetable  y  venerado;  el 
de  un  miembro  de  la  academia  de  ciencias,  profesor  en  el  colegio  de 
Francia  y  examinador  de  la  Escuela  Politécnica. 

¿Por  cuál  motivo  aquel  personaje  se  hallaría  encerrado  en  Glichy? 

El  sabio  en  cuestión  se  había  hecho  comerciante.  Esta  fué  la 
causa. 

Durante  su  encierro  se  le  declaró  en  clase  de  retirado;  pero  sus 
discípulos,  lejos  de  sancionar  la  medida  adoptada  con  su  profesor,  se 
apresuraban  á  ir  á  recibir  sus  lecciones  al  sitio  mismo  de  su  reclu- 
sión, pagándole  generosamente,  y  viéndose  él  muy  feliz  con  poder  ga- 
nar con  que  vivir  cómodamente. 

Los  prisioneros  por  deudas  ocupaban  entonces  en  Santa  Pelagia  la 
parle  de  edificio  que  ha  conservado  hasta  nuestros  dias  el  nombre  de 
La  Deuda. 

Esta  se  hallaba  situada  en  el  centro,  y  su  local  no  era  tan  vasto 
cual  hubiera  sido  menester,  pues  forzosamen!e  se  habían  tenido  que 
colocar  cuatro  ó  cinco  deudores  en  cada  cuarto  ó  encierro. 

Cada  departamento  tenia  una  especie  de  hornillo  para  hacer  la  co- 
mida, lo  cual  tenia  ios  inconvenientes  de  mantener  en  mal  estado  de 
salubridad  los  departamentos,  y  en  extremo  sucios  todos  sus  alrede- 
dores. 


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M  imori.  ew 

Solo  se  tai  permitía  pasear  desde  las  doce  hasta  tos  cuatro  de  la 
tarde  en  un  patío  estrecho  y  empedrado. 

Por  la  mafiana,  los  presos  políticos  del  corredor  rojo  disfrutaban 
los  primeros  de  este  beneficio. 

Eo  este  estado  se  trató  de  hacerles  mas  llevadero  el  cautiverio, 
dulcificando  cnanto  fué  posible  el  reglamento  y  condiciones  del  local. 

Para  legrarlo  se  estableció  on  restaurant,  nn  gabinete  de  lectora, 
un  café  y  una  biblioteca,  constantemente  abierta  i  disposición  de  los 
presos. 

Sobre  uno  de  los  cuartel  ó  cuartelillos  se  leía  la  siguiente  inscrip- 
ción, altamente  característica. 

t  Creeeeceur,  primer  maestro  de  armas  de  la  grande  armada.  Aquí 
se  aprende  en  solas  quinte  lecciones  á  matar  en  m  momento  á  su 
acreedor. » 

Toda  clase  de  visita  era  admitida  en  los  departamentos  de  los  dele* 
nidos,  y  por  cierto  no  era  lo  qne  faltaba  en  aquel  local. 

Un  dia  el  hijo  de  un  par  de  Frauda,  preso  por  deudas  en  tiempo 
de  la  restauración,  escribió  i  Mr.  Franchel,  prefecto  de  policía,  la  ri- 
guíente  epistolar 

«Ruego  al  sefior  prefecto  de  policía  se  sirva  enviar  una  orden  ó 
permiso  para  poder  visitarme,  á  la  llamada  N...» 

La  condición  de  aquella  mujer  iba  apresada  eo  la  citadeeerta,  y 
antes  de  transcurridas  las  veinte  y  cuatro  horas,  recibió  el  permiso 
para  ella  solicitado.  Pero  no  lardaron  los  mismos  prisioneros  en  que- 
jarse de  las  visitas  de  aquella  clase,  hasta  el  puto  de  que  al  recono- 
cerlas, se  las  negaba  la  entrada. 

Por  último,  en  aquella  prisión  llegó  k  establecerse  la  llamada  5o- 
dedad  del  embudo. 

Varios  letrados  y  escritores  fueron  los  fundadores.  La  expresada 
sociedad  tenia  su  correspondiente  reglamento.  Las  visitas  partid* 
paban  muchas  veces  de  las  comidas  mensuales,  y  las  estancias  de  los 
presos  retronaban  con  las  alegres  canciones  qae  cada  uno  de  los  con* 
vidados  debía  cantar  á  su  vez. 

Cada  socio  llevaba  si  correspondiente  decoración  en  el  ojal,  y  con- 
sistía en  un  pequefio  embudo  pendiente  de  una  cinta  de  color  de  vina. 

£1  28  de  julio  de  1808,  fué  encerrado  por  la  cantidad  de  6!8,«4* 


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•M  «HURONES 

francos  id  temosa  James  £wan,  negociante  americano.  T  no  podiendo 
en  su  calidad  de  estranjero  disfrutar  del  plazo  de  cinco  aloe,  que  se 
coDoedia  i  loa  nacionales,  dio  con  en  humanidad  en  aquella  prisión, 
donde  estovo  durante  veinte  y  dos  afios.' 

Al  cabo  de  este  tiempo,  cea  lado  dia  por  día,  salió,  el  28  de  julio  de 
1830,  osando  las  puertas  de  la  prisión  se  abrieron  por  la  raaon  que 
mas  tarde  diremos. 

Janea  Swan  poseía  tres  ó  cuatro  millones  de  fortuna  y  podía  s» 
privaciones  pagar  la  deuda  que  motivó  su  encierro;  pero  decía  que 
no  debía  mas  que  seis  ó  siete  mil  francos,  y  se  negó  por  lo  tanto  á 
pagar  poruña  sentencia,  que  bajo  todos  conceptos  creía  «juila,  pre* 
finiendo  serse  enserando  durante  toda  «a  vida  si  necesario  fuese. 

Consecuente  en  su -idea,  h\m  saber  ásu  mujer  y  4  sus  hijos,  que  sí 
pagaban  la  deuda,  los  desheredaba,  y  tomó  cuantas  medidas  le  pa* 
rtcierea  convenientes  para  vivir  en  la  prisión. 

Desde  luego,  empezó  por  alquilar  una  magnifica  habitación  en  la 
aatta  de  la  Ua*e,  en  frente  (|e  ta  prisión,  donde  habia  cuantas  depen- 
dencias eran  necesarias  ,  tal  como  cocina,  cuadras i  cocheras  y 
demás. 

Allí  biza  habitar  áous  amigos  y  queridas,  poniendo  á  su  disposi- 
ción dos  carruajes  pana  que  an  ellos  se  presentasen  en  los  paseos, 
dando  grandes  convites,  en  las  cuales  su  puesto  se  reservaba  cons- 
tantemente. 

El  por  su  parle»  cabierte  de  harapos,  dejó  crecer  su  barba  y  pa+ 
recia  desafias  á  Ja  oamatancia  y  tenacidad  de  su  acreedor  y  de  sai 
jueces. 

Constarte  sé  se  propósito,  salió  el  dia  28  de  julio  para  votar  á 
constituirse  prisionero  al  cabo  de  tres  dias,  coando  por  afecto  de  an 
aceideqte  apoplético,  murió  de  repente  en  una  humilde  casa  de  la 
calle  L'Echiquier,  donde  momentáneamente  se  habia  refugiado. 

Aliado  de  James  Swan  colocaremos  por  memoria  á  Mr.  Oovrard, 
encerrado  también  en  La  Comer jeria,  y  que  durante  algún  tiempo 
habitó  en  esta  prisión. 

En /ella  pagó  la  deuda  de  un  sastre,  su  vecino,  por  no  verse  dotan- 
tamas  tiempo  molestado  por  tos  soaidos  de  su  Anota,  y  poder  < 
dharaljniamo  tiempo  su  habitación. 


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Bota*  los  célebres  personajes  eslraojeres  qoe  han  oslado  en  isla 
prisión,  citaremos  al  príncipe  de  Kaonitz,  cufiado  de  M.  de  Metter- 
nich,  cayo  registro  consta  dándole  entrada  el  27  de  setiembre  de 
1830,  por  la  cantidad  de  400,000  francos,  á  instancia  de  m  vende- 
dor de  juguetes. 

Este  principe,  á  quien  se  veia  frecuentemente  en  los  principales 
círculos  y  teatros  de  París,  estuvo  dorante  seis  afios  encerrado,  hasta 
que  en  SO  de  noviembre  de  18*0  salió  por  falta  de  consignación  de 
alimentos. 

Citase  además  otro  personaje,  al  cual  no  debería  nanea  haberse 
hecho  extensiva  la  prisión  por  deudas,  y  á  qnien  su  acreedor  no  de- 
bió hacer  encarcelar.  Tal  faó  H.  Angosto  Dante ,  conde  de  Foseólo, 
patriarca  de  Jerusalen. 

Preso  k  instancias  de  on  cora  de  París,  por  la  cantidad  de  100,000 
francos  salió  de  la  prisión  por  falta  de  pago  de  aumentos.  Al  verse 
libre ,  podiendo  osar  de  sos  recursos,  pagó  integra  la  cantidad  que 
debía,  perdiendo  el  cora  los  gastos. 

De  los  cuatro  presos  que  acabamos  de  citar,  des  de  ellos  lo  foeron 
voluntariamente,  por  decirlo  asi,  y  por  no  querer  osar  de  los  medios 
qoe  poseía;;,  ó  de  so  astucia,  para  evadirse  de  la  prisión ;  pero  otros 
k  quienes  la  estancia  en  aqael  sitióles  era  insoportable,  hallaron  me* 
dio  para  poderse  evadir. 

En  1808,  diez  presos  por  medio  de  una  cuerda  que  se  pudieron 
procurar,  y  ayodados  los  anos  de  los  otros,  pudieron  sallar  al  jardin 
donde  hallaron  la  libertad. 

La  cnerda  qoe  osaron  era  nueva,  y  como  no  tuvieron  la  precao- 
áon  de  hacerla  nodos,  al  llegar  al  suelo  tenían  las  manos  horrible- 
mente desolladas. 

Sin  embargo,  no  dejaron  oir  ana  exclamación  ni  on  grito  de  do- 
ta, por  miedo  de  qoe  la  alarma  impidiese  so  evasión. 

Quince  dias  después  se  supieron  todos  estos  detalles  por  ano  de  los 
evadidos,  qoe  foé  habido  de  noevo. 

Nanea  pudo  hablar  sin  estremecerse  de  ios  horribles  dolores  qoe 
había  sofrido,  añadiendo  qoe  k  semejante  precio  no  querría  obtener 
otra  ves  so  libertad. 

En  1831  tuvo  lugar' otra  evasión.  Mr.   Sharerer,  vestido   de 


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«51  PifSIOMBS 

guardia  nacional,  fié  á  visitar  á  so  hermano,  qne  se  bailaba  preso. 

AJgiftas  boma  después,  el  guardia  nacional  se  presentó  en  la  pner- 
ta  eligiendo  su  permiso  para  salir,  el  ooal  le  fué  entregado;  y  mar- 
ché al  momento. 

Era  el  detenido  quien  acababa  de  salir.  Habiendo  cambiado  de 
toqje  coa  sn  hermano,  ocupó  este  su  lugar. 

Hasta  el  momento  en  qne  los  presos  se  retiraban  á  descansar,  na- 
die se  apercibió  del  fraude.  Mr.  Sbarorer  reclamaba  su  libertad,  es- 
tableciendo como  principio  la  identidad  de  su  persona,  y  contando  lo 
qne  acababa  de  hacer. 

El  director  del  establecimiento  no  quiso  acceder  sin  consultar,  y 
conservó  pveso  al  hermano  del  togitívo  hasta  el  signiento  día,  qne  se 
presentó  aquél  para  dar  suelta  á  su  hermano. 

Pidas  horas  de  libertad  le  bastaron  para  poner  al  corriente  sns  ne- 
geeioo,  lo  ooal  prueba  qne  no  ob  el  encierro  el  modo  mas  fácil  do  lo- 
grar que  an  deudor  pagae  á  sus  acreedores. 

Por  causa  de  la  citada  evasión  se  ha  puesto  en  los  estatutos  de  Cli- 
chy  na  articulo  qee  prohibe  las  visitas  eon  cierta  dose  de  trajes,  co* 
üo  guardias  nacional**  y  otro*  disfrace*. 

Al  caer  la  noche  del  28  de  febrero  de  1834,  fué  preso  el  doctor 
Bofeeis  por  la  cantidad  de  12,000  franco*. 

El  doctor,  como  todos  los  nuevos  inquilinos  de  aquella  casa,  se  pré- 
senlo con  aspecto  somaoente  triste  y  compungido,  ocultando  la  cara 
eoa  su  petado. 

El  director  del  establecimiento  se  hallaba  ausente,  y  loa  emplea- 
dos, por  su  parte,  respetaron  el  dolor  que  afligía  al  preso. 

Apenas  se  halló  este  instalado  en  sn  cuarto,  se  encerré,  rehusan- 
do ver  á  ninguno  de  sus  compañeros  de  infortunio. 

Al  dia  siguiente  una  gruesa  flamenca  se  presentó  solicitando  per- 
miso para  ver  k  su  amo,  y  la  dejaron  entrar. 

Poco  tiempo  trascurrido,  reclamó  el  permiso  do  salida,  y  después 
de  buscarle  por  todas  partes,  no  le  pudieron  hallar,  y  por  lo  tanto 
hubieron  de  dejarla  salir  sin  él. 

Por  la  noche  el  doctor  faltó  &  la  lista.  Babia  salido  él  el  primero 
con  el  traje  de  su  criada,  que  llevaba  esta  por  duplicado,  y  eon  él  se 
fué  también  el  permiso. 


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Di  UKOfA  «81 

Mr.  Lep«*ixt;  director  de  la  cárcel,  ie  apresuré  á  dir  parle  del 
hecho  al  prefacio  de  pulida,  el  caá!  le  contestó  que  gaya  era  la  res* 
ponsabilidad,  y  desde  allí  se  faó  á  participar  al  aprisienador  la  tríate 
nueva. 

—Mocho  me  alegro,  le  contestó  este.  Era  un  mal  deudor  qae  yo 
teaia:  ahora  tengo  uno  mache  mejor  y  coa  bacila  garantía. 

Desesperado  Mr.  Lepreux,  corre  de  na  lado  á  otro,  trasca  por  todas 
parles,  se  informa,  y  consigne  al  fia  saber  que  no  hombre,  qw  se 
cree  ser  el  doctor,  se  ha  retirado  á  Ghatou  con  so  mujer,  bajo  nombre 
sapees  to. 

Llega  por  fia  á  la  casa  qae  le  han  indicado,  sube,  llama,  y  en- 
cuentra á  no  sefior  que  se  disponía  á  salir  á  paseo. 

—¿En  qué  puedo  servir  ¿  V.,  caballero?  le  dijo  este. 

—Doctor  Dubois,  le  contestó  el  alcaide,  tengo  el  honor  de  sata- 
dar  áV. 

—Caballero,  repuso,  V.  se  equivoca,  yo  no  me  llamo  Dubois.  To 
say  el  Sr.  Fuera. 

—Con  efecto,  haoe  ya  eche  dias  qnese  halla  V.  fuera;  pero  yo  ven- 
go á  ponerle  á  V.  dentro.  Yo  soy  el  director  de  la  prisión  por  deudas, 

—Caballero,  peí  consideración  i  esta  eefiora,  sírvase  V.  oeaoeder- 
me  diez  minutos. 

—Con  mimo  gusto.  Haré  por  V.  cuanto  V.  quiera,  menos  pagar 
los  11,400  francos. 

El  doctor,  después  de  haber  presentado  ásu  señora  el  caballero  di- 
rector de  la  cárcel  como  uno  de  sus  mejores  amigos,  procuré  sus- 
traerse, aunque  en  vano,  &  la  vigilancia  de  Mr.  Lepreux. 

Esto  le  seguía  de  cuarto  en  cuarto  y  de  habitación  en  habitación, 
como  si  fuese  su  sombra,  haciendo  aquellas  dos  personas  constante- 
mente la  escena  de  la  comedia  titulada  El  amigo  intimo. 

Al  cabo  de  media  hora  el  doctor  se  vié  obligado  &  seguir  á  Mr.  Le. 
preex,  en  m  cabriolé  á  la  prisión,  de  la  cual  oo  salié  hasta  después 
de  tres  afios. 

El  mismo  afio  aconteció  otra  evasión,  que  fué  fatal  al  que  de  ella  era 
responsable. 

El  doctor  Beroier,  que  tenia  su  casa  en  la  calle  de  Tory,  fué  el  hé- 
roe de  la  fiesta.  ,  .,„ 


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1*0  MUSIONBS     . 

El  dia  10  de  abril  de  1831  estallaron  en  la  priiion  per  deudas 
varios  casos  de  cólera.  Cinco  ó  seis  detenidos  fneron  trasportados  al 
hospital  de  la  Caridad,  y  allí  acabaron  sos  días. 

El  mas  espantoso  pánico  se  apoderó  de  los  presos,  y  uno  de  entre 
ellos,  el  mas  rico,  y  algunos  oíros  de  buenas  familias,  obtuvieron  que 
se  les  trasladase  á  varias  casas  de  convalecencia.  Todos  los  demás 
presos  reclamaron  igual  beneficio,  y  esto  ocasionó  grandes  dificulta- 
des que  vencer,  poes  la  trasferencia  de  cada  preso  costaba  anos  cua- 
trocientos francos. 

En  situación  tan  triste  todo  el  mondo  desplegó  un  celo  que  debe* 
mos  consignar  aquí. 

Mme.  Debelleyne  se  encargaba  de  dia  y  de  noche  de  la  custodia  de 
los  detenidos,  permitiendo  que  se  la  tomase  residencia  por  diez  ó  do- 
ce á  la  vez. 

Los  ugieres,  los  escribanos,  empleados,  guardas  de  comercio  y  de- 
más, recurrieron  á  la  consideración  de  los  acreedores.    „ 

El  rey  envió  una  cantidad  de  consideración,  y  por  estos  medios 
se  logró  hacer  una  obra  de  caridad,  quedando  la  prisión  por  deudas 
casi  vacia. 

Una  cosa  memorable  en  los  fastos  de  aquella  prisión  sucedió  en- 
tonces. Un  guarda  del  comercio,  aprovechándose  de  aquel  interregno, 
logró  penetrar  en  la  prisión  para  visitarla,  á  pesar  de  la  prohibición 
que  tienen  de  entrar  en  ella,  á  causa  de  serles  tan  sagrada  como  lo  es 
para  los  eunucos  el  serrallo  del  gran  sefior. 

La  mayor  parte  de  los  presos,  una  vez  fuera  todos  ellos  de  la 
prisión,  no  quisieron  aprovecharse  de  la  libertad  que  se  les 
concedía  de  poder  salir  por  París;  pero  entre  ellos,  doce  se  es- 
caparon, sin  que  pudiese  por  ningún  medio  averiguarse  su  para- 
dero. 

Entre  estos  doce  se  hallaba  un  tal  Leroy,  ex-notario,  preso  por 
una  deuda  de  tres  ó  cuatrocientos  mil  francos,  el  cual  fuá  á  dar  con 
su  cuerpo  en  Bélgica. 

Leroy  se  hallaba  en  depósito  en  casa  del  doctor  Bernier.  El  acree- 
dor reclamó  de  este  la  responsabilidad,  y  le  hizo  pagar  con  su  es- 
tablecimiento, que  le  fué  forzoso  vender,  quedando  completamente 
anuinado. 


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01  EWOTÁ  MI 

No  tardó  por  consignante  Mr.  Bernier  en  verse  reducido  á  prisión 
por  deudas. 

La  revolución  de  julio  abrió  las  puertas  de  esta  prisión,  que  el  dia 
17  contenía  doscientos  cincuenta  y  seis  presos. 

El  dia  18  los  combatientes  atacaron  á  la  faena,  qae  se  hallaba 
en  la  guardia  exterior,  y  los  presos  en  el  interior  se  revolucionaron, 
rompieron  las  puertas,  y  se  vieron  por  fin  en  libertad. 

Ciento  sesenta  y  ocho  detenidos  obtuvieron  aquel  dia  tal  fortuna, 
y  los  restantes  salieron  el  dia  siguiente. 

Veinte  y  dos,  poco  curiosos  de  saber  lo  que  pasaba  en  París,  y 
faltos  de  medios,  prefirieron  quedarse  en  la  prisión. 

El  dia  31  se  presentaron  49  voluntariamente.  Quince  fueron  nue- 
vamente detenidos  por  decreto  del  nuevo  prefecto  de  policía,  y  ciento 
y  uno  se  vieron  capturados  en  distintas  fechas  por  los  guardias  ó 
agentes  de  policía  del  tribunal  de  comercio.  De  modo  que  solo  no- 
venta y  seis  quedaron  en  libertad. 

Fáltanos  consignar  en  estas  páginas  otra  anécdota,  y  la  tomamos 
de  Mr.  Barthelemy  Haurice. 

«Deludas  las  leyendas  de  acreedores,  dice,  la  mas  interesante 
es  la  de  Kallewig,  y  vamos  á  contarla  tal  cual  se  refiere  en  el  mismo 
Clichy.» 

Kallewigera  un  noble  sueco,  hijo  de  un  chambelán  de  Bernadotte. 

Su  padre,  al  enviarle  á  París,  le  asoció  á  un  hombre  poderoso  y 
ventajosamente  conocido  en  el  cuerpo  diplomático. 

Desgraciadamente  logró  agradar  á  la  mujer  de  su  asociado,  qte 
era  joven  y  hermosa. 

«Vengaaia  de  marido,  dice  un  proverbio  italiano,  el  mismo  dia- 
blo no  es  capas  de  inventarla,  pues  nunca  fué  casado.» 

Ahora  bien:  el  marido  le  preseotó  al  joven  un  balance  de  cuen- 
tas, en  virtud  del  cual  resultaba  en  deberle  150,000  francos,  y  el 
dia  40  de  octubre  de  1819  le  hizo  encerrar  en  la  prisión  por  deudas. 

Muchas  lágrimas  le  costó  al  joven  sueco,  pero  el  dia  28,  á  que  an- 
tes hemos  aludido,  le  dio  la  libertad. 

Durante  dos  afios  estuvo  constantemente  en  el  estranjero  sin  se- 
pararse mucho  de  la  frontera  de  aquella  Francia,  do  quedaba  la  me- 
jor  parte  de  su  corazón,  sus  primeras  ilusiones,  sus  primeros  amores. 


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MI  PMSiONgS 

üb  dia,  por  #a,  llegó  carta  de  la  mujer  aderada. 

Era  aquella  carta  una  infame  traición,  á  la  cual  se  había  Tiste 
obligada  aquella  desgraciada. 

¿Era  esto  cierto?  Lo  ignoramos. 

En  la  cilada  epístola  le  decia  que  ardía  en  deseos  de  ferie;  qte 
todo  se  babia  olvidado  ya,  y  que  podía  volver. 

En  efecto,  el  joven  sueco  volvió. 

El  noble  conde,  so  enemigo,  le  convidó  á  comer  al  palacio  Real,  & 
fin  de  poder  mas  á  man -salva  ponerle  en  poder  de  los  agestes  del 
triboo»l  de  comercio. 

El  3  de  noviembre  de  1832  entró  de  nuevo  en  (a  prisión. 

Trece  meses  después  salió  en  n  ataad. 

Kallewig  no  tuvo  mas  que  un  pensamiento  de  libertad  y  de 
amor. 

Despees  de  largos  esfuerzos,  logró  in  dia  obteier  «na  cuerda. 
Habia  limado  uno  de  los  hierros  de  su  ventana,  situada  en  un  coarto 
piso,  y  desde  allí,  se  debía  arrojar  á  la  calle.  Todo  se  descubrió,  y 
sin  decirle  nada,  fué  trasladado  de  encierro. 

El,  por  so  parte,  tampoco  se  dio  por  entendido;  pero  al  pasar  teta, 
inquieto  el  vigilante  por  su  ausencia,  se  trasladó  ¿  la  prisión,  donde 
fueron  inútiles  cuantos  esfuerzos  hizo  para  despertarle. 

Sus  manos  contraidas  estrechaban  un  retrato,  fia  sus  ojos  britfc- 
bao  aun  dos  lágrimas;  á  sus  pies  babia  un  brasero  casi  apagado. 

Kallewig,  el  hermoso  sueco,  no  había  podido  dejar  de  amar,  pero 
había  dejado  de  existir. 

A  esta  triste  historia,  tan  sencillamente  referida,  Mr.  Barthelemy 
añade  la  siguiente: 

«Esta  anécdota  ha  sido  objeto  de  una  carta,  pretendida  rectifica- 
ción, en  los  periódicos  Le  droit,  y  Le  commerce,  y  sin  embargo,  «rao- 
tros  la  coméntateos  con  toda  la  religiosidad  posible. » 

Podríamos  haber  añadido  que  el  noble  encarcelada  hizo  se  le 
entregase  en  la  depositaría  de  la  cárcel  alguna  cantidad,  que  no 
llegó  á  emplear;  que  rehusó  reconocer  un  adelanto  de  treinta  francos 
hecho  por  el  depositario  á  Kallewig,  y  que  por  fin  de  cuento,  se  irritó 
contra  el  director  del  establecimiento,  amenazándole  con  quejarse  á 
la  autoridad  superior,  porque  se  habia  permitido  proceder  á  la  in- 


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DB  BOftOPi.  MI 

humacton  del  cadáver  lia  darle  aviso,  privándole  del  derecha  de  po- 
derse persuadir  de  si  estaba  bien  muerto  ó  mal  muerto. 

{Qué  acreedor  tan  original! 

Ea  la  noche  del  3  al  4  de  enero  de  1836,  fueron  trasportados  los 
detenidos  en  Santo  Pelagia  á  Glichy,  y  el  traslado  se  hizo  en  los  car- 
ruajes, llamados  cestos  de  msalada. 

Un  suceso  del  cual  se  ha  conservado  la  tradición,  mareó  este  viage. 

En  Sania  Pelagia  había  un  gato,  que  Magallon  había  eosefiado  y 
criado  dorante  su  cautiverio,  quedando  adoptado  por  todos  los  pre- 
sos cerno  hijo  de  la  casa,  pues  loa  comprendía  á  todos  y  se  amoldaba 
k  sos  menores  insinuaciones. 

El  referido  gata  tenia  por  temporadas  sus  favoritos  entre  los  pre- 
sos, tomándoles  gran  cariño.  Vivía  en  los  encierres,  y  lograba  mu- 
chas veces  distraerlos  con  las  habilidades  que  le  habían  ense fiado. 

Era  el  pensionista,  el  huésped,  el  amigo  de  todos  los  deadores. 

Guando  llegaron  lee  prisioneros  á  la  orilla  del  rio,  se  apercibieron 
de  que  se  les  habia  olvidado  su  compa&ero. 

Allf  fueron  los  gritos,  los  clamorea  y  las  súplicas;  hasta  tal  punto 
que,  cediendo  á  saa  instancias,  volvieron  ¿  Sarta  Pelagia,  hicieron 
sabir  &  Conkit  en  un  carraco ,  y  sin  otra  novedad  llegaron  á 
Gliehy. 

Los  deudores  hallaron  un  paraíso  por  prisión,  comparativameate 
entre  esta  y  laqaa  acababan  de  dejar. 

Talésbíaser,  y  tal  fué  en  efecto. 

Un  solo  huésped  quedó  descontento,  y  este  fué  Carabit. 

Na  hallaba  el  pobre  gato  ea  aquel  vasto  jardín  y  en  aquellos  en- 
cierre*, sus  viejas  paredes,  sus  negros  y  estrechos  corredores,  ni  sus 
muebles  carcomidos. 

Sabida  casa  es  que  loa  gatea  toman  mas  oarifio  i  la  localidad  que 
habitan,  que  á  las  personas  que  les  dan  el  alimento. 

Caiabit  no  pudo  renunciar  á  Santa  Pelagia,  y  por  lo  tanto,  tres 
dina  después,  mas  felix  que  sus  compafieroa  de  prisión,  á  pesar  de  los 
cerrojos  y  rejas  que  le  guardaban,  se  escapó  de  Glichy,  cuyo  trato  y 
paredes  le  parecieron  sin  duda  insoportables*  Atravesó  toda  Parto  y 
ce  votwtáShnta  Pelagia. 

Los  carceleros,  una  maflana,  le  hallaros  tranquilamente  instalado 


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m  PRISIONES 

en  el  cuarto  llamado  de  Josefina,  la  última  habitación  que  había  #1* 
gido,  y  donde  murió  de  pnro  viejo  poco  tiempo  después. 

El  personal  de  Glichy  se  compone  de  un  director,  dos  escribientes 
vigilantes,  no  brigadier  ó  portero  mayor,  seis  carceleros,  cuatro  mo- 
zos de  servicio,  ocho  pobres,  auxiliares  del  depósito  de  Saint  Denü, 
una  mujer  encargada  del  registro  personal,  una  costurera,  un  párro- 
co, un  médico  y  sus  ayudantes. 

La  fuerza  que  guardaba  el  edificio  se  componía  de  treinta  hombres, 
mandados  por  un  oficial. 

A  pesar  del  poco  tiempo  que  cuenta  esta  prisión,  han  ocurrido  en 
ella  anécdotas  bastan  te  interesantes,  de  las  cuales  referiremos  algunas. 

El  conde  de  Monte-Albano  hacia  trece  meses  que  se  hallaba  preso 
por  deudas,  cuando  le  sorprendió  la  muerte  en  la  prisión  el  7  de. 
mayo  de  1835. 

Este  sugeto  pasaba  por  personaje  misterioso  y  místico  á  la  vez. 

Las  personas  á  quienes  concedía  toda  su  confianza,  oyeron  de  él 
que  era  hijo  natural  de  Garlos  IV,  rey  de  España. 

Dos  dias  antes  de  su  fallecimiento,  y  cuando  se  hallaba  en  la  ago- 
nía, no  cesó  de  repetir  á  las  personas  que  le  rodeaban: 

—Amigos  mios,  cuando  haya  muerto,  regístrese  mi  cuerpo  con 
detención,  y  se  hallará  en  él  una  cosa  que  revolucionará  al  mundo 
entero. 

Había  pronunciado  aquellas  palabras  con  tal  acento  de  convicción 
y  de  verdad,  que  el  director  creyó  de  su  deber  dar  parte  á  la  autori- 
dad superior,  la  cual  ordenó  se  hiciese  la  autopsia. 

Este  acto  se  verificó  en  presencia  de  varios  presos,  excitados  por 
la  curiosidad,  pero  nada  notable  resultó,  con  gran  defección  de  los 
asistentes. 

El  cuerpo  del  conde  de  Monte -A  I  baño  era  en.  todos  conceptos  igual 
al  de  los  demás  hombres,  y  en  vano  se  ha  buscado  en  Glichy  hasta  el 
día  la  causa  ó  causas  de  esta  mistificación  de  Ultratumba. 

El  27  de  noviembre  de  1837  fué  encerrado  en  la  misma  prisión  un 
noble  estranjero,  cuya  majestuosa  melancolía  llamó  la  atención  de 
todo  el  mundo. 

Este  hombre  era  el  conde  Francesco  Roberti,  hijo  de  un  general 
italiano,  muerto  al  servicio  de  la  Francia. 


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oí  tmotk.  «*s 

Roberli,  reden  llegado  á  París  y  perdidamente  enamorado  de  nna 
actriz  francesa,  qne  mas  tarde  llegó  &  ser  su  esposa,  era  una  persona 
en  todos  conceptos  recomendable;  pero  el  litólo  de  esposa  qne  había 
dado  á  sn  querida,  nnido  al  de  condesa,  no  satisfizo  &  la  ambi- 
ción de  aquella. 

AI  contrario  de  sus  compañeras  de  clase,  generalmente  reconocidas 
á  semejante  beneficio,  continuó  tratando  á  su  marido  como  si  fuese  un 
amante,  al  cual  debía  de  plomar  á  fuerza  de  estravaganles  caprichos 
y  locas  coqueterías. 

Roberli  contrajo  deudas  de  consideración,  y  por  consiguiente  fué  á 
parar  &  Clichy;  pero  en  medio  de  su  desgracia,  le  quedaba  el  consue- 
lo de  haber  probado  á  la  mujer  que  amaba,  qne  por  ella  se  había  sa- 
crificado hasta  el  punto  de  perder  la  fortuna  y  con  ella  la  libertad. 

La  melancolía  que  se  pintaba  en  su  noble  semblante  tenia  por  cau- 
sa lo  ya  referido,  y  el  dolor  de  no  poder  continuar  viviendo,  aun  ha- 
ciendo sacrificios,  al  lado  de  la  mujer  adorada. 

Triste  y  pensativo,  á  cada  momento  esperaba  la  visita  de  aquella 
por  cuya  causa  sufría,  pero  asi  como  no  fué  el  primer  dia,  tampoco 
Ariel  segundo. 

¡No  fué  jamás! 

Entonces  aquella  alma  ardiente  que  no  sabia  mas  que  amar  ó  abor- 
recer, no  podiendo  dar  alimento  á  su  corazón  amante ,  sufrió  todos 
los  tormentos  de  los  celos  mas  acendrados. 

Roberli  creyó  que  su  mujer  tenia  un  amante.  Buscando  en  su  men- 
te motivos  y  personas,  á  fuerza  de  cavilar  llegó  por  fin  á  pronunciar 
un  nombre.  El  nombre  de  un  ri?al  preferido. 

Cree  que  aquellos  dos  seres,  burlándose  de  su  desgracia  y  de  si 
miseria,  gozan  en  libertad  de  la  facilitad  que  su  ausencia  les  dá  para 
entregarse  á  su  culpable  pasión. 

Cree  mas  aun.  Una  idea  infernal  atraviesa  por  su  mente,  y  es  que 
su  misma  esposa  ha  instigado  al  amante  á  que  compre  los  valores, 
con  cuya  ayuda  se  le  ha  encarcelado. 

Desde  aquel  momento  Roberti  se  entrega  á  la  mas  extrañada  de- 
sesperación, hasta  el  punto  de  infundir  serios  temores  á  sus  compa- 
fieros  de  infortunio. 

Unas  veces  sombrío  y  pensativo,  pasaba  días  enteros  encerrada  en 

tu.  84 


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IfG  FUSIONES 

4 u  cuarto,  evitando  el  contacto  de  las  gentes  y  sin  contestar  á  las 
gf$guq|as  qpp  se  le  dirigían. 

Oirás,  por  el  contrario,  corriendo  del  uno  al  otro,  les  Cfígia  del  bra- 
io,  y  llevándolos  4  un  fritio  retirado,  les  contaba  cqp  I4  natural  vive- 
za italiana,  espantosa  á  veces,  su  desgracia,  con  los  ma?  mioifciosos 
pprroenor^,  y  pronunciando  el  nombre  dpi  que  crefy  *u  rival,  deta- 
Ityufy  sos  ofrecimientos,  pintando  la  tortnra  que  su  agitado  espirita 
j$dpc¡jft,  y  saboreando  con  extremado  gozo  ta  efper^ttft  (je  sq  terrible 
venganza,  que  sola  le  hacia  soportable  la  vida. 

Al  fio,  Ijpfó  ^  retraerse  flel  cqntac^o  con  $\i$  c^m^daa,  qo  saljen- 
jty  dq  sq  cp^lo  ma?  qup  pfira  ir  á  cad*  instante  ^  la  cantina,  en  t)us- 

I£n  ól  yef tifi  ensoto  epcerrafa  $u  corazón.  En  fus  tumultuosos  no- 
yjtpieploq  pasaba  4  ty  rabia  y  á  1^  desperación,  y  flareciéqdole  es- 
casa }^  dógi*  del  yepeoft  que  «ac^rr^a»  Wi  4  punto  d*  macarla  á 
su  esposa,  la  hacia  pedazos,  y  vqlvia  á  e^qbjr. 

ty\  situación  no  podía  pcajtyrw  ^  |fls  jai?*}  dq  l&  c^,  y  Rofeerti 
m  objeto  de  ajia,  vigUap^i^  espfifW. 

El  dia  3  de  agosto  se  apercibieron  de  que  con  la  ayuda  de  un  cu- 
chillo, habia  logrado  romper  ana  parle  del  (echo  de  su  «ncierno,  y  que 
¡yfiijL  pasado  la  nophe  procurando  qnemajr  ana  biga. 

Conjpl^meAl^  fóstyd?,  la  wfy  qufl  s»  Je.  t^Jtua  puesto  atestiguaba 
el  hecho. 

Colocado  ftfl  engorro  en  qn  coarto  piso,  creyA  #cü,  rompiap#  la 
fgftwntórq  Rodjfr^  e*papiar  poj  los  Ugadqs. 

Cortos  momentos  de  libprta4  fo  babri&n  sido  suficie^es  para  sor- 
prender ^  los  ojióles  y  cpspnM  $  puOaladas. 

$s|ft  sola  qtft  U\  causa»  por  I4  cual  quería,  á  todo  tnwpe ,  obtener  la 
libertad. 

Cptppad^pídft  (Ja  au  espado  el  director  de  la  prisión,  rehusó  al  de- 
^eoUo  qa$  tepia  de  podóle  castigar,  contentando^  con  trasigarle  al 
segando  piso. 

En  el  <$ao  en  que  allí  intentase  de  muevo  evadirse,  lanío  los  del 
pisp  superior  comfl  lps  del  inferior,  trataban  de  impedirlo,  persuadi- 
dos de  que  su  evasión  le  causaría  la  muerte. 

Sombrío  fué  el  aspecto  que  Boberti  puso  al  ver  las  preoau- 


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1  neoido  ina  mijcr  lloraba  sobre  iqiclla  lomba. 


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DE  KÜIOPA  SS? 

eiofles  pttrámehte  humanitaria*  que   contra  41   se  tomaron. 

El  día  5  de  agosto,  y  en  el  momento  en  que  se  distribuía  el  áfi- 
mento  á  los  presos,  logró,  siü  que  nadie  lo  viese,  acoderarse  de  un 
largo  y  ancho  enchilo  de  cocina,  y  ocultándolo  bajo  sas  vestidos,  se 
fné  inmediatamente  al  entierro,  donde  á  solas  se  hirió,  sin  proferir 
un  grito  ni  nna  sola  palabra,  muriendo  pocas  horas  despnes  á  pesar 
de  los  coidados  que  se  le  prodigaron. 

Profundo  fné  el  sentimiento  que  esta  muerte  cansó  á  todos  sos  com- 
pañeros de  infortunio,  los  cuales  obtuvieron  del  director  el  permiso  de 
hacerte  las  exequias,  según  en  su  país  se  acostumbraba. 

Su  cuerpo  fué  lavado  y  perfumado,  colocándole  después  sobre  oír* 
especie  de  túmulo  circuido  de  hachas,  que  no  cesaron  de  ardor,  y 
carenaron  su  frente  de  flores,  como  emblema  el  mas  adoptado  de  te 
alegría  y  consuelo  de  una  existencia  mejor. 

Pásate  la  noche  velando  al  cuerpo  presente  en  tnedio  de  las  plega- 
rias, sus  compatriotas  le  trasladaron  á  la  capilla. 

Pantaleon  canió  la  misa  de  Cberobini,  y  Grazhmi  le  acompefié. 

Tristes  y  pensativos  todos  sos  compafleros,  asistieron  á  la  ceremo- 
nia, vertiendo  lágrimas  por  aquel  extranjero  su  hermano  en  el  infor- 
tunio, muerto  lejos  de  su  pais  y  de  su  familia,  victima  de  m  amor 
tan  precioso  como  desconocido,  y  de  una  ley  mal  aplicada,  por  no  de- 
cir injtsla. 

Boberti  era  joven,  y  un  hermoso  porvenir  le  estaba  reservado. 

Todo  lo  devora  en  pocos  meses  la  prisión  por  deudas. 

Has  triste  ann  fué  la  iltima  ceremonia.  Sus  compasare*  dieron 
convoy  al  cadáver  hasta  la  verja  de  la  prisión,  donde  tuvieron  el  do- 
lor de  separarse  de  él  sin  poderle  aoompafiar  ai  cementerio. 

Aquella  verja  se  abrió  para  dar  salida  al  muerto,  q*e  poco  tiempo 
antes,  lleno  de  vida  y  salud  habia  recibido;  y  al  cerrarse  pareció  que 
una  siniestra  predicción  les  anunciaba  que  solo  en  aquel  estado  lo- 
grarían ya  salir. 

La  caridad  de  los  presos  bastó  para  comprarle  un  sitio  modesto  en 
la  última  morada. 

Frecuentemente  se  ve  á  nna  mujer  anegada  en  llanto  qae  ruega 
por  él,  y  cubre  de  frescas  y  lozanas  flores  acuella  tumba  lodos  los 
\  del  alio. 


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6éS  flJSIONIfl 

A  esta  leyenda,  que  nos  entristece,  sigue  otra  en  extremo  alegre  y 
original. 

El  conde  de  Bojowich,  noble  dálmata,  fué  encerrado  en  la  prisión 
por  deadasá  instancias  de  su  sastre,  que  vivía  en  la  calle  de  Helder, 
el  3  de  mayo  de  1838,  por  la  cantidad  de  60,000  francos. 

En  esta  prisión  estuvo  el  conde  cinco  afios  meóos  quince  dias,  pues 
logró  salir  el  17  de  febrero  de  1843. 

El  noble  dálmata  pasó  el  tiempo  de  su  encierro  sin  salir  de  su  cuar- 
to ni  parecer  por  el  jardín,  sin  hablar  con  sus  compafieros  ni  leer  li- 
bro alguno,  ni  periódicos,  ni  cosa  alguna,  mas  que  la  Toilette  mas 
minuciosa. 

Por  las  mafianas  se  vestía  cual  si  debiese  asistir  á  un  baile,  y  des- 
pués se  colocaba  en  su  ventana,  donde  pasaba  silencioso  todo  el  resto 
del  día. 

Si  por  casualidad  alguno  de  sus  compafieros  le  dirigía  la  palabra, 
contestaba  cortesmenle,  pero  de  tal  modo,  que  dejaba  entrever  sus 
pocas  ganas  de  entrar  en  conversación. 

Se  pudo  notar  que  durante  los  cinco  afios,  el  conde  de  Bujowích 
no  había  tomado  ni  un  solo  baño,  que  había  recibido  dos  visitas  y 
escrito  dos  cartas,  ambas  para  su  acreedor. 

Al  cabo  de  dos  Jaños  llegó  á  faltarle  la  ropa  blanca,  pero  en 
cambio  todo»  los  dias  se  hacia  charolar  las  botas  por  un  preso,  al 
cual  pagaba  puntualmente,  cual  si  debiese  salir  aquel  mismo 
día. 

Poco  mas  ó  menos  fué  en  esta  época,  cuando  un  dia  fué  llamado  á 
la  secretaria  por  su  acreedor,  pues  estos  nunca  pueden  entrar  en  la 
prisión,  y  allí  tuvo  logar  el  siguiente  diálogo: 

— Sefior  conde,  me  habéis  hecho  el  honor  de  llamarme,  y  deseo 
saber  en  que  os  puedo  servir. 

— Sefior  mió,  le  contestó  este:  he  agotado  mis  recursos  personales, 
y  un  hombre  de  mi  clase  no  puede  vivir  con  ochenta  y  cinco  cénti- 
mos por  dia. 

Ta  que  V.  cree  que  le  puedo  pagar  60,000  francos,  debe  tam- 
bién suponer  que  del  mismo  modo  le  pagaré  mayor  cantidad  cuando 
venda  mis  dominios  en  Dalmacia. 

—Es  muy  justo,  sefior  conde,  ¿cuánto  quiere  V.? 


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n  tutor*  ss* 

—Quisiera  cincuenta  francos  mensuales,  además  de  la  consigna- 
eioB  part  alimentos. 

«-Los  recibirá  V.  T  me  creo  muy  felii  en  poder  serle  útil.  ¿Desea 
V.  algo  mas? 

—Absolutamente  nada,  y  doy  4  V.  un  millón  de  gracias. 

—No  hablemos  de  eso,  señor  conde.  To  soy  siempre  su  humilde 
servidor. 

T  el  acreedor  y  eí  deador  se  separaron,  después  de  saludarse  con 
la  mayor  política. 

El  deudor  continuó  su  vida  uniforme  y  contemplativa,  y  el  acree- 
dor cumplió  fielmente  lo  que  había  ofrecido,  dando  mensualmente 
cincuenta  francos  además  del  gasto  de  consignación. 

El  17  de  febrero  de  4843  se  presentó  de  nuevo  el  acreedor  en  la 
oficina  de  la  prisión,  llevando  consigo  dos  moros  cargados  con  un 
enorme  baúl. 

Era  la  contestación  á  la  segunda  carta  del  conde. 

Llamado  este  al  recibimiento  ó  portería,  le  dijo  el  acreedor: 

—Señor  conde,  he  recibido  la  honrosa  carta  de  V.,  y  aoepto  sus 
proposiciones. 

Os  concedo  la  libertad,  y  al  propio  tiempo  os  entrego  un  baúl  lleno* 
de  ropas,  dignas  de  vuestro  rango  y  calidad. 

A  dichos  efectos  he  aOadido  relojes,  joyas,  cadenas,  anteojos,  sor* 
tijas,  y  cnanto  he  hallado  de  mas  gusto  y  elegancia. 

En  esta  bolsa  hallareis  quinientos  francos  en  oro,  para  pasar  quin 
oe  días  en  París,  según  deseáis,  para  cortar  la  monotonía  de  la  vida 
que  aquí  lleváis,  ó  mejor  dicho,  para  pasar  vuestro  carnaval. 

Os  debo  advertir  que  los  quinientos  francos  son  solamente  para 
atender  á  vuestros  pequeños  gastos,  pues  me  he  tomado  la  libertad 
de  pagar  anticipadamente  la  habitación  y  el  criado  que  tendréis  en  el 
Hotel  de  los  Principes. 

Mi  notario  vendrá  al  momento,  y  seesteoderá  el  documento,  por  lo 
cual  me  debéis  asegurar  el  reembolso  de  todos  mis  adelantos,  que  hoy 
montan  á  ocho  mil  francos,  á  los  coales  deberemos  añadir  tres  mil 
mas,  que  entregaré  á  mi  dependiente,  que  es  el  mismo  que  dentro  de 
quince  días  saldrá  con  vos  en  posta,  pagando  el  gasto  en  todas  par- 
les, y  llevando  la  comisión  especial  de  traerme  mi  dinero. 


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t?t  raisioras 

Con  efecto:  el  notario  llegó*  se  eetendtó  el  acta,  y  el  ermtátío  se 
cumplió  fielmente;  es  decir,  el  noble  dálmata  pasó  losftfínce  diatett 
Paria,  gastando  escrupulosamente  ras  quinientos  franco 8,  y  al  que 
hizo  diez  y  seis,  salió  de  París  en  posla  camino  de  Dalmacia» 

El  viaje  fué  sumamente  divertido,  y  al  cabo  de  algunos  dias ,  el 
comisionado  se  presentó  en  París  muy  satisfecho  del  buen  trato  que 
se  le  había  dado,  de  la  noble  hospitalidad  que  había  recibido,  asegu- 
rando al  sastre,  su  jefe,  que  el  conde  de  Bojolowich  poseía  admirables 
propiedades;  pero  vino  con  las  manos  vacias  y  con  la  formal  seguri- 
dad y  convicción  de  que  á  causa  de  los  mayorazgos  é  hipotecas,  difí- 
cilmente lograría  el  acreedor  sacar  quinientos  francos,  por  Id»  veiifé 
y  un  mil  que  al  acreedor  había  adelantado. 

Aun  tenemos  que  referir  otra  historieta  toafc  curiosa. 

El  15  de  diciembre  de  1843  fué  encerrado  en  Clichy  un  mercader, 
por  la  cantidad  de  ciento  setenta  y  seis  francos. 

La  escena  pasa  en  la  secretaria  de  la  prisión. 

El  desgraciado  mercader  lanzó  mil  inv&tivas  centra  el  inoportuno 
guardia  del  comercio  que  le  había  aprisionado. 

—No  tiene  V.  razón,  le  decía  este.  En  este  asunto  no  tengo  culpa 
alguna,  y  soy  tan  inocente  de  lo  que  os  sucede,  como  el  presidente 
que  ha  firmado  el  acta  de  prisión.  No  lo  puedo  remediar.  Este  es 
mi  oficio. 

—No  ppdró  liacer  la  venta  en  el  día  1  •*  del  año,  qué  es  tan  produc- 
tiva,  decía  el  mercader  con  el  mas  acendrado  acento  de  desespera- 
ción. De  seguro,  que  estando  libre  habría  podido  pagaf.  Yo  wf  un 
hombre  honrado. 

—Mucho  que  si,  le  contestaba  el  guardia;  pero  yo  soy  el  respon- 
sable. ¿Creéis  que  me  ha  hecho  mucha  gracia  el  tener  que  arrestaron 

Dadme  una  buena  fianza,  y  os  pongo  al  momento  en  libertad. 

—¿Dónde  diablos  queréis  que  vaya' yo  á  buscar  un  fihdor? 

Guando  se  baila  uno  en  la  desgracia;  no  tiene  amigos.  Y  sin  em- 
bargo, yo  habría  pagado  &  estar  libre  para  la  venta .  del  dia  primero 
del  año.  ¡Diosmio!  ¡Dios mió!... 

En  la  pieza  misma  habia  un  hombre  ocupado  en  escribir,  y  que  no 
daba  seQal  alguna  de  enterarse  de  lo  que  se  había  dicho. 

El  individuo,  e^cuesüoo,  era  un  notario  que  acababa  de  hacer 


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oti  umon.  m 

1*  QOtjfiqtcipn  ft  un  preso,  y  estaba  acabando  de  tormaliiula. 

AI  oir  la  última  exclamación  del  tendero,  dejó  la  pluma  «obre  lame* 
sa,  y  dirigiendo  la  palabra  al  oficial  del  tribunal  de  comercio,  le  dijo: 

—Sefiftr  mió.  Si  este  buety  bombee  os  ofreciese  un  fiador,  ¿qté  tiem- 
po le  daríais  de  plazo? 

— ÜR  m$s,  atiesto  «qfól 

— Ity  e$  bagóle.  Si  mi  firqpa  es  agrada,  concedadle  tres,  y  paead 
t  cobrar  á  pai  estudio  tyieptras  os  firmo  la  garenUa. 

— Vuestra  sw'^ra  es  suMeuto.  El  hambre  que  procede  como  fue 
lo  Ipceta,  09  necesita  finpar  documento  aJj  ano. 

El  tangen}  se  creyó,  ppesa  de  una  agradable  ilusión,  y  lawtedose 
«obre  el  notario,  cpp  las  mas  fervientes  palabrea  le  demostró  so  afra- 
decimionto. 

—Basta,  basta;  mas  bajo,  le  decia  el  notario.  Procurad  cumplió,  y 
tabre  todo  no  digáis  fc  nadie  qq*  palabra  de  cuanto  acabada  suceder 
aqui,  pues  si  esto  se  supiese,  quedaría  arremedo. 

Dicbaft  lw  *oteriore*.  palabras,  se  puso  otra  ves  á  escribir  tranqui- 
lamente. 

No  nombraremos  i  ninguno  de  los  actores  de  esta  asceta,  y  soto 
;*f9rírem<p  H  soIqcíoq  que  tawt,  para  b»cer  4  cadf  anal  la  juatfeia 
fue  le  wreepopde* 

Esta  ?ez,  fué  en  los  dos  oficiales  de  justicia  donde  se  vi&ma»  bon* 
pdeiycorawt 

E)  creedor,  no  queriendo  acoger  &  en  nuew  plazo  soticüado, 
se  dirigió  al  fiador,  y  á  la  fecha  en  quede  este  hecho  nos  ocupamos, 
eiui  no  h^bi^  correspondido  el  tendero  al  noble  proceder  que  coa  él 
usó  el  iptarjp. 

Ua  hecho  menos  c*raicierieco,  pero  que  en  algo  «o  parece  al  qua 
acabamos  de  referir,  tufo  lugar  en  1814. 

U*  asigno  no^aifia  £ué  conducido  á  Glicby  en  dicho  tfio. 

Su  c:ajer  acababa  de  dar  á  luz  un  oifio,  y  el  desventurado  padre 
apeóse  tuvo  el  tiempo  necesario  para  darlo  un  beso.  Jújgueae  cual 
seria  su  dolor. 

E*la  situación  interesó  vivamente  4I  director  de  Clicby,  que  de  su- 
yo era  bueno  y  honrado ,  y  se  dirigió  al  cuerpo  sindical  de  notarios* 
reclamando  un  socorro  para  su  afligido  cofrade. 


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n*  *  AISIOMIS 

La  bandeja  pasó  de  mano  en  mano;  cada  cual  depositó  en  ella  su 
ofrenda,  y  al  siguiente  dia  se  tío  libre  el  notario. 

Solo  estovo  odio  días  en  la  prisión. 

El  afio  1843  murió  en  Clichy  Prosper  de  Lassalle,  cayo  nombre 
se  ha  hallado  repelido  en  tantos  periódicos. 

La  cansa  de  su  muerte  ocurrida  á  los  tres  meses  de  prisión,  fué 
una  hidropesía  de  humores  que  padecía  ya  al  entrar  en  la  cárcel. 

Al  igual  que  todos  los  presos,  al  verse  enfermo,  no  quiso  que  le 
llevasen  á  la  enfermería,  y  dio  el  postrer  suspiro  en  su  prisión. 

Se  le  hicieron  dignas  exequias,  y  á  beneficio  de  una  suscripción, 
que  entre  los  presos  se  hizo,  fué  inhumado  en  un  sitio  particular. 

•  En  el  afio  1844  sucedió  el  estrado  caso  de  haber  cinco  presos  ata- 
cados de  enagenacion  mental  en  Clichy. 

Uno  de  ellos  habia  estado  ya  en  cura,  y  era  letrado. 

Su  locura  consistia  en  creerse  el  duque  de  Reichstad,  y  general- 
mente se  daba  el  nombre  de  Francisco  Napoleón. 

Nunca  quiso  persuadirse  de  que  se  le  habia  aprisionado  por  deu- 
das, pretendiendo  que  la  causa  de  su  cautiverio  era  el  titulo  y  el  nom- 
bre que  llevaba. 

Generalmente  pasaba  el  dia  escribiendo,  y  á  veces  lograba  que  sus 
cartas  circulasen  fuera  de  la  prisión.  La  mayor  parte  de  estas  iban 
dirigidas  á  sus  proveedores. 

Copiaremos  integras  dos  de  sos  cartas.  La  primera  consignada  i 
Mr.  Botterel,  á  causa  de  creerse  que  existia  aun  el  restaurant-om- 
nibus. 

«Be  sabido  que  acostumbra  V.  á  enviar  fuera  de  su  casa  algunas 
comidas,  cuando  se  trata  de  servir  á  personas  que  no  pueden  aban- 
donar la  suya,  y  que  á  esta  circunstancia  unen  la  de  ser  ya  conoci- 
das de  ese  establecimiento. 

Por  lo  tanto,  espero  que  cada  dia  me  remitirá  T.  á  las  cuatro  y 
media  en  ponto,  á  la  calle  de  Clichy,  núm.  68,  antigua  prisión  por 
deudas,  una  comida  para  dos  personas,  de  cuarenta  francos  cada  cu- 
bierto, comprendiendo  en  esta  cantidad  todo  el  servicio. 

Ta  comprenderá  V.  que  yo  no  debo  ocuparme  de  ningún  detalle 
para  este  caso. 

Si  su  mayordomo  quiere  venir  cada  dia  á  lomar  órdenes,  le  reci- 


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m  «mora.  «13 

Mré  por  la  mafiana  á  la  hora  que  gaste  ó  mejor  le  convenga. 

De  todos  modos,  haga  Y.  que  no  me  falle  el  servicio,  si  es  que  pue- 
do contar  cod  él,  y  que  sea  del  todo  completo  y  digno. 

Queda  sentado  y  bien  entendido,  que  la  comida  será  sana  y  ahon- 
dante, que  los  platos  seria  suficientes  para  que  la  cantidad  sea  re- 
gular mas  bien  que  excesiva,  y  que  el  vino  será  puro. 

De  ves  en  cuando  se  me  servirá  una  botella  de  vino  de  postres,  y 
el  ordinario  será  Burdeos.  Comunmente,  después  de  la  sopa,  quiero 
una  copa  de  madera,  y  media  botella  de  Champagne  (vino  de  Cham- 
pagne espumoso  de  Montebello). 

Lo*  servidores  vestirán  sin  insignia  ni  uniforme,  pues  me  hallo  en 
•ta  casa  donde  no  quiero  parecer  lo  que  soy,  ni  llamar  la  atención; 
sin  embargo,  llevo  mi  ilustre  nombre,  y  preguntando  Francisco  por 
mi,  Mr.  de  Leveille  le  permitirá  libremente  la  entrada. 

Tengo  el  honor  de  saludar  á  V.  S.  afmo.  S.  S. 

Francisco  Napoleón. » 

La  segunda  carta  iba  dirigida  á  un  sastre. 
*  t Muy  seflor  mío: 

Necesito  alguna  ropa  de  calle,  y  confio  en  que  me  servirá  V.  á  sa- 
tisfacción. 

No  dudo  que  tan  luego  como  reciba  V.  este  aviso,  se  apresurará  á 
traerme  ropas  decentes  hechas  á  mi  medida,  y  para  dio  se  dirigirá 
V.  á  la  calle  de  Clichy,  nám.  68,  antigua  casa  prisión  por  deudas, 
alsefioretc.» 

Al  final  de  la  carta  habia  las  siguientes  palabras  escritas'  con 
lápiz. 

t  Yo  no  tingo  ninguna  Imita  disponible,  y  S.  A.  no  meta  puede  por 
ahora  facilitar.* 

Oiro  preso  á  quien  la  pérdida  de  su  fortuna  habia  hecho  enfer- 
mar de  esa  dolencia,  poseia  una  locura  llevada  al  extremo.  Se  creía 
hijo  del  emperador  de  la  China,  y  entablaba  correspondencia  con 
Dios. 

Una  de  sus  cartas,  que  tenemos  á  la  vista,  dice  asi: 

c  A  la  divinidad  de  Dios  Padre,  el  primero  de  los  tres  de  que  la  Tri- 
nidad se  compone,  en  su  palacio  del  Cielo.» 

Bata  carta  es  de  seis  páginas,  y  enpiexa  asi: 

»«.  85 


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i74  misione 

«Degptee  de  hatera*, hablado  vos  de  vuestros  proyectos  respecto 
ida  felicidad  de  los  mortales  eto. * 

Cree  qoe  Dio»  le  ha  elegida  para  cambiará  loahomlms  y  «asmciar- 
ies  su  voluntad,  y  acepta  esta  misión;  pero  «na  sola  coea  ls  estorba, 
y  es  «I  modo  de  hacerse  comprender  da  lodos  les  pueblos  del  moade, 
cayos  idiomas  no  conoce. 

En  sa  consaoueoeia,  le  pide  á  Dios  le  conceda  el  dea  de  poseer 
tedas  las  lenguas,  lo  mismo  qae  á  los  apóstoles. 

Laego  le  pide  dos  dms  de  tiempo  para  ir  á  LénAree  á  fin  de  con- 
cluir un  negocio  de  entidad,  antes  de  dedicarse  i  I»  graade  obn. 

El  groa  negocio  que  tanto  le  interesa  es  te  nuera  ínveaciea  de 
ihimaaeas  sin  tubo  para  dejar  salir  el  aira,  lo  anal  evitaría  lea  aoca- 
denteo  que  paedon  ocurrir  si  -el  aire  llega  á  htcer  caer  los  mencte- 
nados  tubos  sabia  las  «entes  qae  pasan  por  la  calle. 

«Es  cosa  pasmosa,  dice,  las  oantidades  que  recogeremos  en  quince 
dias.  En  Londres,  cinco  miHenes  aeíscientoa  veinte  y  cinco  mil  fran- 
cos, é  igual  cantidad  la  siguiente  quincena.  Bi  segando  mes  doble,  y 
&  los  quince  meses  llegaremos  á  poseer  seiscientos  millones-,  satamen- 
te en  Lóndwe,  y  seis  ciudad*  de  las  principales  de  Inglaterra, 

Vos,  mi  divino  maestro,  juzgareis  mejor  que  yo  de  un  nagndo 
qaanos  proporcionará  aaa  inmensa  fortuna*  aro  la  cual  podramos 
hacer  felices  á  tantos  miliares  de  desgraciados;  y  as  aseguro  400  las 
cartas  ausencias  que  me  veré  precisado  &  hacer  de  Londres,  en  nada 
retardarán  los  cambios  que  en  la  humanidad  debo  operar,» 

Y  termina  así: 

«Espero,  en  la  confianza  de  que  vuestra  divina  bondad  mecatéela 
jwato  I4  persoaa  qae  me  dahaaaanciar  queá  las  siete  y  medía  me 
sacareis  de  esta  prisión,  6  si  me  lo  ordenáis,  haré  que.  W  rayo  00- 
ietfe  Ja  destoga- y  deje  de  existir  «cata  prisión  por  deudas,  etc.» 

JBaepiies.de  escribir  esta  carta*  cuya  eootesteciea  esperaba  impa- 
mente,  ful  MUo  por  los  guardias  qae  hacían  Jas  roadas ,  oeetto 
entre  las  dahlias,  y  queriendo  aquellos  obligarle  á  retirarse  á  sn.ee- 
cierro,  tuvieron  que  llegar  al  caso  do  emplear  la  fuerza,  no  sin  qae 
autos,  echándose  á  los  piésde  ano  de  ellos,  le  dijera  ai  oído  y  miste- 
riosamente: 

«Amigo  mió,  dejadme*  aqoi  por  algnn  tiempo.  ¿Veta  eea  pared? 


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Oi  gtJMttA  f)S 

Baas  taca*  é  kauchay  dm  minutes  debe  saltar  per  ella  ua  áagel, 
encargado  de  llevarme  con  él  por  los  aires.  La  divinidad  me  prestará 
un  trueno  pan  destruir  esta  prisión,  y  si  sois  eemptarieotecoami- 
go,  eesalvaré  de  bcatáslrefs  que  se  prepara.» 

Como  es  de  presumir,  el  guardia  no  le  dio  oídos  y  fué  encerrada* 
en  su  cuarto,  quejándose  amargamente  de  la  fatalidad,  que  bao»  que* 
les  tagetes  no  le  pudiese»  ir  á  bastar  hasta  las  ocho  y  coarto  de  la 
noche,  bera  ea  qae  se  hallaba  ya  «o  sa  retiro. 

Tan  loego  como  en  Clichy  se  apercibieron  de  qne  las  setales  de 
locara  qae  daba»  aquellos  eiaoo  prisioeerosy  en  ves  de  disminuir 
aumentaban  cada  dia,  y  qne  el  mal  se  iba  haciende  contagioso ,  se 
dio  parte  k  la  autoridad  espertar,  la  cual  dispaso  qne  fuesen  condu- 
cidos ka  dementes**  Charata  ó  k  Btcetre,  poniendo  asi  i  oabierl» 
la  respoasahiHdad  del  director  de  nuestro  esAableetnmntD. 

Hoy  día  easi  ledas  los  qae  se  baMaa  en  esto  caso,  están  erestable- 
ciarieatsa  de  «ración  y  á  expensas  de  sus  familias. 

Debemos  añadir,  qne  cuando  algno  enoaroetador  se  presealaba  en 
CKchy,  tenia  qae  quedarse  fbraosamanteea  la  enfermarla  para  evitiur 
los  míos  tratamientos  y  desmanes  de  los  presos. 

Un  hecho  reciente  lo  atestigua,  y  otro  mas  reciente  aun,  perece* 
conducir  las  casas  á  aa  resallado  camptetassaate  diferente. 

Baee  peoatiempofaé  encerrado  aa  GUehy  uno  de  esos  sugetes,  y 
pocos  días  despoes  lo  fné  aquél  4  quien  antes  habia  hbebo  encar- 
celar* 

La  administración  previno  al  anteriormente  encarcelado  qae  la 
hacia  responsable  de  coante  llegase  á  suceder  al  acreedor. 

El  enoarceledo  no  contestó  una  sola  palabra,  y  aquellos  dos  hom- 
bres, qae  se  hallaban  bajo  el  peso  de  la  misma  desgracia,  obligados 
i  vivir  el  uno  al  lado  de  otra,  y  en  igualdad  de  circunstancias,  des- 
pués de  «vitar  encontrarse  juntes  los  primeros  días,  han  concluido 
per  acercarse  y  entenderse  entre  si,  buscando  el  medio  de  cumplir 
con*  sas  acreedores,  ayudados  el  uno  por  el  otro,  logrando*  de  este  mo- 
da verseen  libertad, 

Bn  lugar  déla  Sociedad  del  embudo,  da  qae  antes  hablamos,  y  qne  ' 
existia  en  Santa  Pelagia,  en  esta  prisión  se  formó  entre  las  presea 
otra  demanieadaí  Sumdvd  fiiantrópie*. 


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«**«  PR1SI0HB8 

Los  deudores  han  seguido  en  esto  el  progreso  del  tiempo  y  de  la 
razón. 

Algún  dia  reunidos  cantaban  para  olvidar  sus  penas.  Hoy  tienen 
suficiente  valor  para  mirar  cara  á  cara  su  desgracia,  y  en  lugar  de 
aturdirse  para  olvidar,  procuran  por  todos  los  medios  imaginables 
mejorar  so  posición. 

Tal  es  el  objeto  de  esta  sociedad  filantrópica,  &  la  cual  contribvye 
cada  uno  de  los  presos  con  sus  intereses,  y  á  cuyos  reglamentos  se 
hallan  sujetos  todos. 

Cada  año  nombra  la  sociedad  un  comité  que  administra,  dirige  y 
hace  todos  los  gastos. 

Su  objeto  esencial  es  mantener  los  derechos  de  cada  uno  y  de  todos 
en  general.  Luego  concurre  de  común  acuerdo  á  la  mejora  material 
de  la  vida  de  la  prisión,  cuidando  en  interés  de  todos,  de  lo  que  á  to- 
dos general  é  individualmente  interesa.  Por  esto  la  sociedad  filantró- 
pica mantiene  el  gabinete  de  lectora,  paga  el  abono  á  los  periódicos, 
y  mantiene  el  fondo  de  la  casa. 

Uoo  de  los  encarcelados  por  deudas  se  halla  al  frente  del  gabinete 
literario,  pero  solamente  en  calidad  de  empleado,  pagado  para  servir 
4  todos. 

Los  sanitarios  pagan  una  módica  cantidad  por  leer  los  periódicos 
y  alquilar  los  libros,  y  aquella  renta  ó  retribución  va  á  aumentar  el 
fondo  general. 

La  sociedad  ha  comprado  también  baños;  de  modo  que  costando- 
Íes  antes  i  los  presos  cada  bailo  treinta  y  cinco  sueldos,  los  indi- 
viduos de  la  sociedad  los  tienen  hoy  en  Glichy  por  quince  sola- 
mente. 

En  medio  del  jardín,  y  fijo  sobre  un  alto  poste  de  madera,  se  halla 
el  reglamento  en  lo  que  concierne  á  este  sitio. 

En  él  se  advierte  á  las  visitas  y  habitantes  de  Glichy,  que  no  cojan 
ni  estropeen  cosa  alguna. 

Los  detenidos  tienen  cierto  derecho  á  considerar  el  jardín  como 
cosa  propia.  T  con  efecto,  al  ser  trasladados  desde  Santa  Pelagia  & 
Glichy,  el  actual  jardín  solo  era  un  gran  patio  ó  corralón  con  algún 
árbol  que  otro. 

Los  mismos  presos  han  plantado  con  sus  propias  manos  cuanto  en 


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DtKQlOFA  ni 

él  «lisie,  dibujándolo,  cultivando  lis  flores  y  plantas,  y  cuidando 
ood  parlicolar  esmero  de  so  conservación. 

No  es  eslrafio  que  tal  cuidado  tengan  de  aquel  sitio,  pues  entre 
sus  bosqnecillos,  y  rodeados  de  sos  arbustos,  sueñan  cod  la  apetecida 
libertad. 

Uno  de  los  presos,  pagado  por  sos  compañeros,  es  el  encargado  es- 
pacta!  del  jardín. 

T  á  propósito  de  estof  debemos  consignar  qoe  al  hacer  nuestra  últi- 
ma visita  á  aquella  localidad,  no  había  en  ella,  como  en  algún  tiempo, 
artesanos  ejerciendo  cada  uno  so  oficio,  según  notamos  al  principio. 

En  cambio,  se  nos  habló  con  detalles  de  otra  industria  y  comercio, 
que  en  vano  intenta  destruir  la  administración:  tal  es  el  descuento, 
ó  la  usura. 

¿Quién  lo  creería?  En  Clichy  se  hacen  negocios,  en  proporción,  lo 
mismo  que  en  París  y.  en  la  Bolsa. 

Los  pagarés  y  letras  de  cambio  circulan  entre  las  personas  que 
visitan  á  las  presos,  y  entre  estos  cuando  se  hallan  necesitados,  ó  van 
de  mala  ft;  pues  es  sabido  ya  que  la  letra  ú  obligación  firmada  den- 
tro de  Clichy  es  nula  bajo  todos  conceptos. 

Para  evitar  esta  contrariedad  todas  las  fechas  son  anticipadas. 

¿Qué  les  importa? 

A  su  vencimiento  aun  se  hallarán  encerrados.  Hay  ejemplos  de  que 
algunos  de  los  mismos  presos  se  constituyen  en  banqueros  dentro  de 
la  prisión,  haciendo  operaciones  á  su  modo. 

Esta  dase  de  detenidos  no  nos  inspiran  la  menor  compasión,  y  por 
esto,  volviendo  á  otro  lado  la  vista,  nos  dirigimos  á  los  que  merecen 
nuestras  simpatías. 

fiemos  visitado  dos  encierros,  el  de  un  proletario  y  el  de  un  artista. 

El  del  proletario,  que  da  al  camino  de  la  rooda ,  solo  contenia 
loa  muebles  que  el  establecimiento  da;  es  decir,  un  catre  de  hierro, 
cosa  indispensable  para  evitar  que  de  ellos  se  apoderen  los  chin- 
ches; dos  sillas  de  paja,  una  mesa  de  pino,  y  un  pequeño  armario 
que  tiene  cada  prisión. 

Todos  los  muebles  eran  sencillos,  pero  limpios  y  de  buena  calidad, 
pues  salen  de  los  talleres  de  San  Lázaro,  donde  se  conserva  el  mate* 
rial  para  las  prisiones. 


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•7S  MIMO** 

Las  ropas  y  telas  de  que  se  componen  sen  fifias,  y  Im  corredera 
y  pertenencias  se  lavan  una  vez  cada  mes. 

El  encierro  ó  cuartelillo  donde  habitaba  et  artista,  coyas  ventanas 
dan  al  jardín,  era  digno  de  verse  y  sumamente  agradable. 

Sos  muebles  elegantes,  y  los  cuadros  y  objetos  de  arle  de  pierio 
y  delicado  gusto. 

Uo  estante  bien  arreglado,  cubierto  de  terciopelo  carmesí,  contal» 
gran  número  de  obras  escogidas,  esculturas  y  objetos  de  China  de 
gran  valor. 

Los  cortinajes  y  porliers,  asi  como  todos  los  demás  muebles,  cor- 
respondían al  resto,  y  podemos  asegurar  que  eran  en  todo  dignos  del 
finísimo  personaje  que  habitaba  aquel  recinto. 

Sus  elegantes  modales,  unidos  á  la  escogida  conversación  qw  po- 
seía haciéndonos  los  honores  de  la  recepción,  contribuyeron  á  qpe 
saliésemos  de  la  estancia  con  el  corazón  oprimido  y  la  mente  oootur- 
bada  por  la  diversidad  de  ideas  que  nos  ocurrieron. 

Et  anterior  huésped  de  aquella  estancia,  que  era  «a  original,  tu** 
la  ocurrencia  de  vestirlo  todo  de  terciopelo  negro- con  bajjas  de  oro t 
poniendo  en  la  cama  adornos,  que  figuraban  b*esos  tamaños,  tambie* 
dorados,  entremezcladas  de  lagrimas  de  plata. 

La  última  cosa  que  existe  en  Glichy,  y  de  la  cual  debemos  ocupar- 
nos, es  el  sistema  de  castigos. 

El  castigo  mas  leve  consiste  en  la  privación  de  tener  ninguna  dase  i 
de  relaciones  con  el  exterior  de  I*  prisión.  El  segundo,  él  ooofina- 
miento  dentro  de  su  cuarto;  el  tercero,  el  traslado  á  un  euartedeeas- 
tigo,  y  el  cuarto  el  traslado  i  otra  prisión  de  carácter  mas.seveve. 

Las  fases  que  presentan  las  distintas  clases  de  presos. snit  en  ledo 
iguales  á  cuanto  en  las  demás  prisiones  tenemos  á  la  vista;  Unos 
rien  y  cantan  para  olvidar  sus  penas,  y  generalmente  no  son  lee  que 
mas  sufren.  Oíros  en  familia,  y  formando  núcleo  &  parte  entre  lee  de 
su  clase,  se  consuelan  mutuamente,  y*  los  mas  desgraciados  en  roe" 
dio  de  la  soledad  y  aislamiento  sufren  en  silencio  los  mayores  tor- 
mentos. 

Et  tribunal  de  comercio  tiene  diez  guardias  dentro  de  París*  y  es- 
tos son  los  encargados  de  ejecutar  las  prisiones.  Estas  se  efeotuaa 
por  lo  general  con  algunas  dificultades,  y  frecuentemente  estén  w<li~ 


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4B  NAOM  4VS 

oh*  las  instancias  de  loa  acreedores  con  la  astucia  y  mafias  deque  se 
valen  los  desdores. 

No  queda  medio  alguno  que  no  se  emplee  por  faite  de  los  unos 
para  apresar,  y  por  los  otros  para  evadirse. 

Les  guardias  de  comercio  no  se  pueden  introducir  en  las  casas  sin 
ir  precedidos  de  un  jaei  de  peí,  y  estas  por  su  parle  poco  dispuestos 
á  verificar  tales  excursiones,  las  «vitan  del  mqjor  modo  posible,  é  las 
bacán  de  mala  gana. 

En  algún  tiempo  los  deudores  tenían  varios  sitios  qne  les  servían 
de  asilo,  y  entre  estos  se  podían  contar  el  Palacio  Real,  las  Tiritarías 
y  el  Loiemburgo.  Hoy  día  han  dejado  de  ser  sagrado  asilo  para  los 
deudores  lates  sitios. 

La  jurisprudencia  haoe  algún  tiempo  que  ha  fijado  su  opinión 
acerca  de  este  punto. 

Un  particular,  cuyo  nombre  es  muy  comido*  habitaba  en  lacalle 
de  Rivoli,  y  hallándose  bajo  el  peso  de  un  mandato  de  prisión  por 
deodas,  bajaba  todas  las  mafiaoas  antes  de  amanecer  al  cafetín  de 
las  Tallarías,  donde  le  daba  «airada  onode  los  moros.  Allá  tomaba  un 
café  y  hacia  su  comida  leyendo  los  periódicos,  fumando  sendos  cigar- 
ros, jugando  al  pifuet  6  al  biHar,  y  daba  cita  &  sus  amigos,  ó  trata- 
ba de  sus  negocios,  no  saliendo  de  aquel  sitio  hasta  la  puesta  del  sol. 

Cansados  de  esperarle  los  guardias  ¿el  comercio,  y  no  viendo  una 
prohibición  formal,  resolvieron  echarle  el  guante  mientras  hacia  sa 
digestión  en  el  Jardín. 

Pero  la  persona  citada,  ó  mejor  dicho,  uno  de  sus  amigos  que  ca- 
taba cea  él,  biso  resistencia  y  llegaron  &  darse  de  golpes.  No  tarda- 
roa  los  contendientes  en  verse  rodeados  de  un  inmenso  gentío,  al  cual 
se  unieron,  como  es  de  suponer,  los  guardas  de  aquel  sitio  real,  pero 
Ios-esbirros  del  tribunal  de  comercio  no  por  eso  quisieron  soltar  su 
presa,  y  ambos  fueron  conducidos  ante  el  comandante  de  las  Tulle-  ' 
rías,  quien  ordenó  le  soltasen  al  momento,  declarando  que  en  lo  su- 
cesivo podrían  efectuar  cualquiera  prisión  en  el  jardín,  siempre  que 
tuviesen  antes  su  permiso. 

Desde  aqoeUaépooa,  y  temiendo  que  la  facilidad  acordada  por 
aquel  ¿uceeo,  les  fuese  perjudicial»  creyeron  poco  seguro  aquel  sitio 
los  deudores,  no  atreviéndose  &  guarecerse  mas  en  él. 


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ttt  MISIONES 

Al  poco  tiempo  de  haberse  creado  los  guardias  de  comercio,  tuto 
uno  el  encargo  de  capturar  á  tro  comerciante  en  Tinos,  y  logró 
apoderarse  de  él  mientras  dormía. 

Viéndose  ya  preso,  el  comerciante  le  dijo  al  guardia,  me  es  de  todo 
punto  imposible  seguiros  antes  de  haber  bebido  del  blanco;  y  si  V.  es 
tan  amable  que  me  permita  llenar  esta  formalidad,  tendremos  el  gus- 
to de  brindar  á  su  salud  con  un  buen  vaso  de  chablis. 

—Con  mil  amores,  le  contestó  el  guardia.  Mucho  me  alegraré  de 
poder  complacerle. 

—Pues  tenga  Y.  la  bondad  de  seguirme  á  la  cueva. 

— ¿A  la  cueva?  repuso  el  polizonte  asombrado. 

—Si,  señor.  Nada  tema  V.  De  parte  de  V.  está  la  fuerza  tísica. 
Además,  aquí  le  entrego  las  llaves,  y  de  este  modo  no  podrá  V.  temer 
que  le  encierre. 

Acto  continuo  ambos  bajaron  á  la  cueva.  El  guarda  abrió  las  puer- 
tas y  se  metió  las  llaves  en  el  bolsillo. 

El  negociante  en  vinos,  fiel  á  su  palabra,  sacó  de  una  pipa  dos 
sendas  copas  de  buen  vino  blanco,  y  trincó  alegre  y  contento  con  el 
que  trataba  de  encerrarle  en  la  prisión. 

—¿Qué  tal,  le  dijo;  qué  le  parece  á  Y.  ese  vinillo? 

— Excelente. 

— Pues  vale  poco,  comparado  con  el  que  probaremos  ahora  mismo. 
Acabo  de  recibir  un  tonel  de  moscatel  de  Lunel,  y  según  los  informes 
que  de  él  tengo,  es  un  vino  de  primera.  Y.  va  á  probarlo,  y  me  dirá 
que  le  parece. 

Acabada  esta  corta  apología,  se  acercó  á  otro  tonel.  Se  colocó  m 
su  sitio,  y  en  el  momento  en  que  le  iba  á  destapar,  exclamó  colo- 
cando el  dedo  en  el  agujero  de  la  espita: 

— I  Ay,  Dios  mió!  no  tengo  tapón,  y  si  saco  el  dedo,  se  va  á  verter 
este  néctar. 

—¿Dónde  hay  un  tapón?  le  preguntó  el  guarda. 

—Allí,  allí...  búsquele  Y.  bien,  porque  si  se  vierte  me  arruino. 

En  vano  buscó  el  policía,  el  (apon  no  pareció. 

—Espere  Y.,  exclamó  de  repente  el  astuto  comerciante.  Yo  sé  don- 
de hay  uno  en  la  bodega,  pero  Y.  no  le  sabrá  encontrar.  ¿Quiere  Y. 
poner  el  dedo  en  este  agujero  durante  dos  segundos? 


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ük  EUROPA.  Cftl 

—Cotí  machó  gusto,  dijo  él  gnaYda. 

—Cuidado,  qü6  m>  *8  caiga. 

— Nada  tema  V.,  ya  le  aprieto  bien. 

—Bravísimo.  Voy  á  bascar  el  tapón...  ¿Calle?  pues  no  está  aquí... 
I  Ahí...  ya  me  ácuerdH:  los  hé  puesto  al  lado  del  mostrado^...  voy  k 
buscar  uno. 

— Péh)  diga  V.,  sitiadlo  él  ¿erro  de  ptósa,  queriendo  seguirle. 

— Mi  vino»  por  aáor  de  Dios,  repuso  el  otro;  no  haga  V.  de  modo 
qtfe  se  me  vierta  toda  la  barrica.  Machísimo  cuidado  que  e*  mosca- 
tel de  pritóera  y  tale  un  diheral,  yo  vuefvo  en  seguida. 

El  comerciante  salió  como  un  rayo,  y  no  queriendo  arruinarle  él 
gdáVdiá  del  triburiál  de  comercio,  tuvo  durante  largo  tiempo  puesto  el 
dedo  en  el  agujero,  hasta  que,  viendo  trascurridos  algunos  minutos  y 
que  su  hombre  no  volvía,  dijo: 

— Tanto  peor  paré  él  si  se  vierte  el  vino.  No  puedo  esponefíne  k 
cfúb  sé  éteape,  después  de  haberme  costado  tanto  echarle  la  manó  en- 
cima. 

Sacó  el  dfédodel  agujero  dé  la  espita,  y  criid&ndose  poco  de  que  se 
vériiéfee  el  vino,  que  habría  preferido  beberse  ¿1,  se  dispuso  á  seguir 
al  prójitoo  que  Ib  puso  en  aquel  caso.  N 

Nada  salió  de  la  recomendada  barrica...  estaba  vacia.  T  mientrtft 
el  complaciente  guardia  del  comercio  cuidaba  de  su  vino,  él  tbm¿  t& 
de  villa- diego. 

Otro  caso  se  cuétíta  dé  un  mosquetero,  quieto  ulalá  ¿ábezá  y  '  .gaita- 
do)*  cota*  todos  los  de  aquel  cuerpo,  cuya  tradición  querían  jüstitf- 
car,  contrajo  deudas  de  entidad.  Luis  XVÍII,  en  la  épocit  &  <)ue  nóA 
referimos,  no  disponía  de  la  renta  en  Frattcia  como  sus  antecesores', 
y  por  mas  que  el  mosquetero  fuese  hijo  de  un  noble,  qué1  contribuyó 
ett  gran  mábert  á  la  restauración,  no  pudo  pagar  sus  deudas,  f  el 
joven  ófibiál  se  vio  perseguido  por  todas  partes,  teniendo  que  ocul- 
tarse por  no  ir  á  purgar  sus  calaveradas  &  la  prisión  de  Clichy. 

Una  ifoehe  dormía  en  uo  punto,  y  otra  noche  en  otro,  hasta  qta, 
bteti1  informados  los  sabueso*  de  la  astuta  policía  dé  que  se  tiallaíiá 
en  una  casa  <tel  arrabal  de  San  Germán,  se  pusieron  eri  acecho  junto 
ata  puerta. 

El  mosquetero,  que  este  dia  se  había  levan  lado  mas  tatde  de  lo'qdé 

*OVO    TI.  8C 


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«Si  PRISIONES 

traía  por  costumbre,  y  que  acostumbraba  mirar  por  la  ventana  an- 
tes de  salir  á  la  calle,  vio  que  le  esperaba  un  guardia  de  comercio, 
seguido  de  cuatro  ayudantes. 

Consultando  su  reloj,  vio  que  apenas  le  quedaba  tiempo  para  ves- 
tirse, y  que  la  hora  falal  iba  &  sonar;  por  lo  cual  imaginó  un  medio 
para  evadirse  del  encierro. 

El  sistema  mas  espedí  lo  que  se  le  ocurrió,  fué  echar  al  fuego  la 
llave  de  la  puerta  y  hacerla  completamente  ascua,  cosa  sumamente 
fácil,  y  que  sin  trabajo  alguno  consiguió.  Sacándola  luego  de  la  lum- 
bre, la  volvió  á  colocar  en  la  cerradura,  cerró  la  puerta  y  esperó  tran- 
quilamente. 

Al  dar  las  cinco  en  el  reloj,  subieron  los  esbirros  á  paso  de  lobo, 
creyendo  pillarle  aun  en  el  primer  suelto;  pero  en  el  momento  en  que 
el  primero  colocó  la  mano  sobre  la  llave,  se  vio  obligado  á  retirarla 
dando  un  grito  agudísimo.  El  segundo,  sin  comprender  lo  que  á  su 
compañero  le  habia  sucedido,  se  acercó  &  su  vez  por  no  perder  tiem- 
po, y  la  escena  anterior  se  volvió  á  repetir. 

El  tercero,  el  cuarto,  y  hasta  el  quinto,  que  era  el  mismo  guardia 
del  comercio  probaron  á  su  vez,  obteniendo  el  mismo  resultado  que 
los  anteriores.  Entonces,  como  si  un  terror  pánico  se  hubiese  apodera- 
do de  su  ser,  se  pusieron  todos  precipitadamente  en  fuga,  abando- 
nando i  su  preso,  y  sin  poderse  esplicar  lo  que  les  había  sucedido. 

El  mosquetero  también  logró  escaparse  esta  vez. 

Podríamos  multiplicar  hasta  el  infinito  las  relaciones  de  casos  aná- 
logos; pero  nos  detendremos  aquí,  después  de  citar,  sin  embargo,  dos 
proyectos  que  no  se  llegaron  á  poner  en  ejecución,  y  que  indudable- 
mente eran  el  medio  mas  fijo  para  coger  frecuentemente  á  los  guar- 
dias del  comercio,  dejándolos  siempre  burlados. 

Uno  de  ellos,  concebido  por  un  preso  en  Clichy,  fué  sometido  á  la 
general  aprobación  de  varios  individuos  que  se  hallaban  en  el  mismo 
caso,  y  á  todos  les  pareció  excelente  medio  de  evasión. 

El  caso  consistía  en  abrir  una  suscricion  para  alquilar  diez  hom- 
bres, con  la  ayuda  de  los  cuales ,  vistiéndolos  de  encarnado,  y  ha- 
ciendo que  constantemente  acompasasen  á  los  diez  guardias  del  co- 
mercio, bastaría  el  reclamo  para  dar  el  alerta  á  los  interesados,  pre- 
caviendo el  peligro 


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Lkfé  It  MM  á  b  Uro,  j  bué  u  grite. 


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DI  KUKOfA  «63 

En  el  momento  en  que  se  hallaba,  como  quien  dice,  en  via  de  eje- 
cución, fué  arrestado  de  impróvido  el  autor  del  proyecto,  y  por  con- 
siguiente, abortó  dentro  de  los  muros  de  Clichy. 

El  otro  medio  era  mas  seguro  para  el  que  debia  ejecutarle.  Duran- 
te algún  tiempo,  Mr.  Ouvrard  dudó  si  compraría  ó  no  los  diez  ofi- 
cios de  guardias  del  comercio  con  sus  atribuciones  y  privilegios,  ha- 
ciéndolos ceder  á  nombre  de  personas  supuestas,  y  de  esta  manera 
evitaba  el  ser  preso. 

La  única  contra  que  este  cálculo  tenia,  era  que  el  capital  invertido 
en  los  diez  destinos  de  guardias  del  comercio,  aunque  de  buena  renta, 
no  le  produciría  tanto  como  en  cualquiera  otra  de  sus  especulaciones. 
'  Réstanos  solo  referir  dos  casos  bien  sencillos,  de  los  cuales  el  pri- 
mero acaeció  con  un  cochere  deudor,  aprisionado  fácilmente,  y  con* 
duciéndose  él  en  su  mismo  vehículo  á  Chichy. 

Otro  consiste  en  la  finura  y  delicada  atención  de  un  guardia  del 
comercio,  que  valiéndose  de  todas  las  astucias  imaginables,  consi- 
guió saber  que  su  presa  se  hallaba  distante  de  París,  y  que  debia  re- 
gresar en  el  tren  de  * 

Astuto  el  buen  lebrel,  se  anticipó  á  presentarse  en  la  estación  de 
partida,  y  tomando  asiento  para  París,  acompafió  á  su  victima,  hacién  • 
dolé  el  camino  sumamente  agradable  por  sus  atenciones  y  buen  trato. 

Llegados  á  París,  el  desconocido  se  ofreció  servirle  de  cictrone,  y 
por  último,  con  inusitada  galantería  le  convidó  k  comer,  aceptando 
de  muy  buena  gana  el  deudor,  cautivo  de  las  atenciones  que  con  él 
usaba  el  forastero. 

Cuando  después  de  haber  subido  en  uno  de  los  mil  carruajes  que 
se  encuentran  á  cada  esquina  en  París,  dijo  el  guardia: 

—¡A  Clichy! 

Estupefacto  el  deudor,  no  volvía  de  su  asombro,  á  lo  cual  manifes- 
tó el  policía,  que  el  deslino  que  qjercia  no  estaba  reñido  con  las  bue- 
nas maneras. 

En  prueba  de  lo  cual,  y  conociendo  que  si  el  deudor  no  pagaba  era 
por  vicio  de  deber,  y  no  por  carecer  de  medios,  le  suplicó  cortesmen- 
te  le  evitase  el  disgusto  de  tener  que  encerrar  en  la  prisión  i  una 
pertona  digna,  y  que  pagase  su  deuda,  ¿lo  cual  accedió  el  prójimo 
en  cuestión  al  verse  ya  tan  cerca  del  encierro. 


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684  PSIMONES 

Un  (Jeudor  enamorado  era  de  los  mas  finos  y  expuestos  en  bqrtar 
las  asechanzas  de  los  sabuesos  del  comercio,  y  el  ^mor,  ^1  fin  y  al  ca- 
bo, dio  con  él  en  la  prisión. 

Dia  y  noche  peq^ba  en  su  ornada,  que  era  una  actriz  de  laJtorj/B- 
Saint-Martin,  ocultándose  de  dia,  y  saliendo  épicamente  de  noche  á 
espiar  los  pasos  de  su  amada,  viéndola  durante  la  representación,  y 
acompasándola  al  retirarse  á  su  casa,  lo  cual  se  amoldaba  perfecta- 
mente á  la  vida  que  forzosamente  debía  llevar  para  huir  de  la  pri- 
sión. 

La  constancia  y  asiduidad  del  joven  concluyó  por  ablaudar  el  em- 
pedernido corazón  de  la  joven,  y  una  noche  por  fin,  le  dio  esperanzas 
de  corresponder  á  su  amor 

Al  siguiente  dia  recibió  un  billete  en  el  cual,  en  términos  reserva- 
dos, le  citaba  para  el  café  del  Teatro  á  las  once  en  punto  de  la  mañana. 

Enajenado  con  su  dicha,  besó  mil  veces  el  billete,  y  partió  como  pn 
rayo  á  colocarse  en  sitio  oportuno  para  ver  entre  los  cristales  del  café 
á  cuantas  personas  pajpban  por  el  bulevart. 

Un  cuarto  de  hora  después  de  la  citada,  y  en  el  momento  en  que 
nuestro  héroe  empezaba  á  desesperar,  apareció  en  el  café  un  mozo 
que?  después  de  mirar  detenidamente  uno  á  uno  á  todos  los  circuns- 
tantes, se  paró  delante  del  joven,  diciéndole  á  media  voz: 

—Es  V.  el  señor  N... 

—Sí,  amigo  mió.  ¿Qué  hay? 

—Sígame  V.  Vengo  de  parte  de  la  señorita  A. 

Levantóse  prontamente,  salieron  ambos,  y  atravesando  el  bule- 
vart, subieron  ep  un  fiacre  que  les  esperaba  á  la 'esquina,  y  que  mar- 
chó rápidamente, 

—¿Vamos  muy  lejos? 

—Sí,  señor.  Hay  un  buen  paseito,  contestó  el  jaiozo.  Vamos  á 
Clichy. 

— ¡A  Clichy!  esclamó  el  deudor,  queriendo  abrir  la  portezuela  del 
coche. 

—No  se  moleste  V.  inútilmente,  le  dijo  el  esbirro.  En  la  zaga  del 
coche  y  en  la  delantera  van  mis  sabuesos,  y  le  será  á  V.  imposible 
escapar. 

Mucho  siento  no  poder  conducir  á  V.  á  la  cita  con  la  señorita  A, 


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DBBUBOfá  185 

pero  como  do  ha  «ido  ella  la  que  le  ha  escrito  á  V. ,  no  tema  que  le 
espere. 

No  vayan  Vds.,  amados  lectores,  á  creer  qne  la  joven  de  qne  se 
trata  tomó  parte  en  la  prisión.  Esto  sería  calumniar  á  una  de  las  mu- 
jeres mas  apreciables  de  París. 

El  guardia  del  comercio  asistió  muy  de  cerca  á  la  última  entrevis- 
ta que  lovieron  los  amantes,  y  pudo  sorprender  algunas  palabras  de 
esperanza,  el  apretón  de  manos  y  las  miradas  significativas.  El  guar- 
dia supo  aprovecharse  de  aquella  circunstancia,  y  escribiendo  la  carta 
de  que  antes  hemos  hablado,  logró  tender  el  lazo  al  incauto  y  enamo- 
rado joven. 

Aquí  termina  el  reíalo  de  la  prisión  por  deudas ,  asegurando  á 
nuestros  lectores  que  cuanto  interesante  hemos  podido  hallar  en  ella, 
ha  sido  fielmente  consignado. 

T.  por  Santiago  Figuras  de  la  Co»ta. 


riN  DE  LACLíCnV. 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 


LAS 

TORRES  DEL  TEMPLE. 


El  tt  de  octubre  del  alio  1788  el  recinto  del  Temple  habia 
biado  completamente  de  aspecto. 

Los  escasos  vestigios  que  quedaban  del  tiempo  del  feudalismo,  pa- 
recía como  que  quisieran  desaparecer  uno  á  uno. 

La  antigua  muralla  que  le  cercaba  se  iba  convirtiendo  en  ruinas, 
sin  que  nadie  pensase  en  volverla  k  levantar. 

La  guardia  de  aquel  distrito,  abierto  ya  por  todas  partes,  se  halla- 
ba col  fiada  á  algunos  veteranos. 

Nuevas  calles  habían  ido  naciendo,  y  por  orden  del  bailio  de  frus- 
to! se  levantaba  debajo  la  tierra  una  rotonda,  sobre  los  parterres  del 
principe  de  Gonli. 

El  corado  del  Temple  de  dia  en  día  tomaba  ya  el  carácter  de 
una  población,  en  el  seno  de  la  cual  se  elevaban,  como  únicos  restos 
del  feudalismo  mas  antiguo,  el  palacio  de  los  grandes  priores  de 
aquella  orden  y  las  torres  adheridas  á  él. 

El  referido  palacio,  embellecido  por  el  caballero  de  Orleans  y  por 
•1  principe  de  Conti,  tenia  una  hermosa  fachada  que  daba  i  la  ca- 


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«88  PAIS10MES 

lie  del  Temple,  en  la  cual  lucían,  esculpidas,  varias  alegorías  reli- 
giosas del  mejor  gusto. 

El  jardín  del  priorato,  mas  Tasto  aun  que  anteriormente,  había  sido 
plantado  de  hormonnrárifflleyf  dilfdjttlfélB  srfEÍ  gtfsK. 

Los  bosquafifios,  A  ábaftdtnáa  d*pllttáts  y'ácle^  f  el  agua  bu- 
lliciosa que  serpenteaba  por  infinitos  arroyuelos  y  graciosas  casca- 
das, le  daban  un  aspecto  de  frescura  y  de  alegría. 

En  medio  de  aquellos  árboles  seculares,  las  torres  del  Temple  se 
elevaban  orgullosas  del  centro  de  un  montículo  de  verdura,  y  el  in- 
terior de  aquellas  antiguas  señoras  del  recinto  se  hallaba  adornado 
rica  y  profusamente  al  gusto  de  la  época. 

El  principe  de  Conti,  últimtf  gwfa  pribr  de  la  orden,  se  había  insta- 
lado allí,  haciendo  su  residencia  de  aquel  delicioso  sitio,  al  cual  se 
habían*  ttasportade  enalto*  objetos  y  t»ebles  pffdfel  ícftiriWfflK  al 
regalo  di  la  vidk  <^ta^e)ílrei*allanlelk#  lujosa  c|bí  llefaAí. 

En  la  época  á  que  nos  referimos,  fué  nombrado  al  nacer  gran  prior 
de  Francia  Luis  Antonio,  duque  de  Angulema,  sobrino  carnal  de 
Luis  XVI. 

Mientras  llegaba  á  la  edad  de  ejercer  por  si  mismo  aquel  alto  des- 
tino, fué  nombrado  administrador  M  priorato  el  Memo  bflüo  de 
Crussol,  de  quien  acabamos  de  hablar; 

El  padre  del  joven  gran  prior  de  Francia,  el  duque  de  ArWis, 
acostumbraba  ir  á  menudo  ah  Temple.  Las  torres  le  parecía»  w  sitio- 
de  delicias,  al  cual  se  apresuraba  á  ir  eircompafifa  der  algunos  seño- 
res de  la  Corte,  sus  amigos,» á  pslsár  alegres  temporadas. 

Los  días  ea  que  tal  acontecía  reinaba  en  el  palacio  un  tumulto 
extraordinario. 

Los  infinitos  servidores  de  todas  clases  y  distiifas1  categorías,  iKan 
y  venían  desde  el  interior  &  las  calles,  á  cumplimenta*  las  ordene* 
que  el  bailio  de  Crussol  les  daba  con  la  importancia1  y  el  misterio  de 
UB  secreto  de  Estado. 

A  cosa  del  medio  dia*  se  dejó  oír  ¿pan*  raído  de  caballo*1  y  car" 
majes. 

Dos  correos,  vestidos  con  la  lftrafcdelcondsde  Arlois,  dpsroclefOV 
al  poco  rato  en  1*  poerfe  <M  pdatHo,  qo*  se  abrid  téi&kttá*- 
mente. 


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OR  lUIOtA  «** 

El  bailio  de  Crussol  y  ia  servidumbre  salieron  á  recibirlos,  y  á 
poco  un  elegante  caballero,  vestido  en  traje  de  caza,  el  brillan  le  con" 
de  de  Artois,  seguido  de  numeroso  acompañamiento  de  gentiles-hom- 
bres, llegó  á  los  umbrales,  diciendo  al  bailio  de  Crussol: 

—¿Está  lodo  dispuesto?  Dentro  de  una  hora  estará  ella  aqui. 

Por  toda  contestación,  el  bailio  hizo  uoa  respetuosa  reverencia,  y 
el  conde  de  Artois,  seguido  de  su  corte,  entró  al  galope  en  el  patio 
del  Priorato,  cerrándose  detrás  de  él  las  puertas. 

Entre  la  inmensa  concurrencia  que  se  agrupó  á  la  llegada  del 
conde,  habia  dos  hombres  colocados  el  uno  al  lado  del  otro,  los  cua- 
len  examinaron  cuidadosamenle  aquel  espectáculo. 

Eran  dos  individuos  que  habían  buscado  un  asilo  en  el  Temple. 

—¡Otra  orgía  mas  á  costa  nuestra!  dijo  el  mas  joven. 

— ¿Qué  me  importa?  mis  negocios  con  eso  ni  ganan  ni  pierden; 
contestó  el  de  mas  edad. 

—En  los  mios  influye  de  una  manera  prodigiosa,  affadió  el  prime- 
ro impetuosamente. 

Mi  padre  se  halla  declarado  insolvente  por  haber  hecho  las  mol- 
duras del  carruaje  para  el  dia  de  la  consagración ,  y  aun  no  ha  po- 
dido cobrar  su  cuenta.  * 

Esa  es  la  causa  de  haber  tenido  que  refugiarnos  en  el  Temple,  y 
no  puedo  ver  á  sangre  fría  el  modo  que  tiene  el  rey  y  los  principes 
de  gastar  el  dinero,  mientras  que  al  pobre  trabajador  no  se  le  paga 
siquiera  su  salario. 

—Pero  el  conde  de  Artois  no  os  debe  cosa  alguna. 

—Es  cierto;  pero  él  es  el  que  gasta  el  dinero  que  debia  servir  para 
pagarme,  y  es  lo  mismo. 

— El  conde  no  puede  disponer  de  la  caja  del  rey;  al  menos  no  tie- 
ne derecho  alguno  para  hacerlo. 

— Y  sin  embargo  lo  hace. 

— Eo  eso  obra  mal. 

—Admiro  vuestra  sangre  fría. 

—Y  yo  vuestra  exaltación  de  ideas. 

—Por  lo  visto,  ¿creéis  que  se  debe  sufrir  y  callar ,  suceda  lo  que 
suceda? 

—Lo  que  digo  y  lo  que  creo  es,  que  no  debe  decirse  nada  mas  que 

YMon.  S7 


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190  MUSIOPCKS 

lo  que  á  golpe  seguro  se  pueda  evitar,  y  ni  vos  ni  yo  fiamos  en  es- 
te caso. 

— [Si  hubiese  siquiera  doscientos  hombres  de  mi  modo  de  pensar, 
y  pudiésemos  obrar  por  nosotros  mismos!... 

— No  tardaríais  en  ser  ahorcados,  y  harían  muy  bien  en  hacerlo. 
La  ley  estaría  de  su  parte. 

— Entonces  fuerza  será  estacionamos,  y  haciendo  cual  tos  lo  ha- 
céis, no  proferir  ni  siquiera  una  queja. 

— Eso  ^s  lo  mas  prudente.  Por  lo  que  hace  á  lo  que  llamáis  mi 
indiferencia,  debo  deciros  que  es  equivocáis  muy  mucho.  Ese  senti- 
miento de  indiferentismo  no  radica  en  mi  mente  ni  en  mi  corazón. 
Reflexionp  mucho,  y  me  preparo  para  ver  venirlo  que  indudablemen- 
te deberá  suceder. 

—Yo,  por  mi  parte,  os  aseguro  que  no  cqparé  de  apresurar  los 
sucesos,  tanto  con  mis  palabras,  como  con  mis  acciones. 

— Vos  no  tenéis  mujer  ni  hijos,  y  yo  los  tengo,  y  los  amo  tierna- 
mente. Por  ellos  solamente,  y  por  arreglar  mis  asuntys,  he  consentido 
en  separarme  de  mi  adorada  familia,  viniendo  £  buscar  un  asilo  ep  el 
Temple,  de  donde  espero  salir  para  crearme  un  porvenir  duradero  y 
feliz. 

—No  dudo  que  con  vuestro  carácter  y  temperamento  impasible  lo 
logréis.  De  seguro  que  no  os  esponfireis  á  dar  un  mal  paso. 

—¿Qué  queréis  decir?...  No  se  puede  asegurar  nada  en  esta  vida, 
ni  juzgar  de  las  cosas  y  de  los  hombres  que  no  conocemos.  Pprlo 
demás,  mi  objeto  es  cumplir  fielmente  lo  que  me  he  propuesto,  con 
calma  y  conducta.  ¡Ojalá  pudieseis  vos  decir  y  hacer  piro  tanto¿  con 
vuestro  carácter  arrebatado  y  locas  ideas! 

—Cuando  el  horizonte  se  presenta  nebuloso  y  amenazando  tempes- 
tad, como  hoy  se  presenta  el  porvenir  de  la  Francia,  es  preferible. 
Vale  mas  el  arrojo  y  las  locas  ideas,  según  vos  decis,  que  la  inacción 
y  el  indiferentismo  que  tanto  me  irritan,  y  que  impiden  ir  adelante. 
Si  los  Estados  generales,  si  los  gremios  pumplen  con  su  deber  cuando 
se  abran  las  sesiones,  fácil  será  dar  un  avance,  y  entonce*  veremos 
quien  de  nosotros  dos... 

—Entonces  veremos  quien  habrá  dado  mas  resoltados  á  I*  CVJM 
común. 


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01  HISOPA  (II 

Al  taraf  oír  estas  palabras,  nuestros  dos  interlocutores  sb  adraron 
fijamente. 

La  mirada  del  uno  era  imr  mirada  dé  foego;  en  la  del  otto  se  lela 
la  convicción. 

El  mas  joven  de  ellos  era  Priecer,  el  mas  ardiente  vocal  del  tribu- 
nal revolucionario;  el  otro  era  Fouquier-Tainville,  acusador  público 
en  tiempo  del  Terror. 

Sn  amistad,  que  empezó  en  el  Temple,  continuó  en  el  sangriento 
tribunal,  terminando  eú  la  guillotina,  k  la  coal  subieron  juntoseF  6 
de  judío  de  1795. 

A  la  hora  en  que  acaeció  lo  qae  acabamos  de  referir,  empezaba  el 
tumulto  y  animación  en  la  calle  del  Temple. 

Los  suizos  hacían  formar  dos  filas  al  pueblo,  que  se  agrupaba  cer- 
ca del  gran  priorato,  y  pocos  instantes  después  se  vio  correr  á  todo 
el  galope  de  seis  fogosos  caballos  el  carruaje  que  conducía  á  Haría- 
Antonieta,  reina*  de  Frauda,  acompañada  de  la  princesa  de  Lam- 
ba»*. 

El  coche  entró  en  el  palacio,  y  el  conde  de  Artois  salió  presuroso 
k  dsr  su  mano  i  la  reina. 

No  era  la  primera  vez  que  Maria-Antonieta  iba  al  Temple, '  pues 
dtrante  el  riguroso  invierno  de  1776  se  habí*  presentado  en  un  tri- 
neo, para  asistir  k  una  gran  fiesta  que  en  aquel  sitio  daba  el  conde1 
de- Artois. 

En  4188  volvió,  después  de  un  parto,  y  en  la  ocasión  que  referi- 
mos, fué  al  salir  de  la  iglesia  de  Nuestra  Sefiora,  k  donde  habia  ido 
k  dar  gracias  k  Dios  con  motivo  del  aniversario  del  nacimiento  de  su 
primer  hijo,  que  poco  después  murió  eo  4789,  habiendo  aceptado  un ' 
almuerzo  que  el  conde  de  Artois  la  habla  ofrecido. 

Al  bajar  del  coche  la  reina,  dijo  al  conde  de  Artois:  «;A  las  torres! 
á  fot  torres!  ya  sabéis,  hermano  mió,  que  es  el  sitio  que  mas  me  agra- 
da,* y  se  dirigió  al  sitio  indicado  tomando  el  brazo  del  principe. 

Atravesaron  rápidamente  el  palacio  del  gran  prior,  encaminándose1 
al  primer  piso  de  las  torres,  donde  todo  estaba  de  antemano  prepa- 
rado para  recibirla. 

Allí  pasaron  algunas  horas,  durante  las  cuales  las  paredes  de  las 
torres  remoarou  con  las  alegres  risas  y  algazara. 


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•92  piusioiras 

Después  del  desayuno  la  reina  se  sentí  detalle  del  cíate,  y.  el  ios* 
truniento  vibró  bajo  la  presión  de  sus  dedos,  acompaOando  al  conde 
de  Arlois,  que  cantó  el  aria  de  Zcmiray  Azor,  entonces  muy  de  moda. 

Luego  subieron  á  la  galería  á  admirar  el  hermoso  panorama  que 
á  su  vista  se  estendia,  y  la  reina  dijo; 

— ¡Qué  hermosa  vista!  ¡Qué  bellísima  situación  la  de  estas  altas 
torres  en  medio  de  tan  delicioso  jardín  I  ¡Qué  poro  y  bienhechor  es 
el  aire  que  aqui  se  respira!  ¡En  este  sitio  se  debe  vivir  cien  afioslll 

—¿Por  qué  venís  tan  de  tarde  en  tarde,  hermana  mía?  la  contestó 
4l  conde  de  Artois. 

—No  por  falta  de  deseo,  dijo  la  reina.  Muchas  Teces  en  Ver- 
salles  pienso  en  las  antiguas  torres  del  Temple,  y  me  ha  ocurri- 
do, que  si  Dios  me  privase  de  mi  esposo,  y  mi  hijo  reinase  en  Fran- 
cia tranquilamente,  este  sería  el  sitio  donde  pasaría  gustosa  el  resto 
de  mis  dias,  hallando  en  él  el  reposo  y  la  salud. 

— Yo  no  sépreveer  las  desgracias  tan  anticipadamente,  dijo  el  con* 
de  de  Artois.  Quédaos  en  el  brillante  Versalles,  donde  sois  digna  so- 
berana y  señora;  en  el  lindo  Trianon,  del  cual  hacéis  las  delicias; 
pero  únicamente  deseo  que  os  acordéis  de  vez  en  cuando  do  visitar 
este  dominio,  ya  que  os  agrada;  y  cuando  llegue  la  época  de  que  poco 
há  os  ocupabais,  venid  á  vivir  en  las  torres,  y  yo  pediré  á  vuestro 
hijo  me  deje  habitar  en  el  palacio. 

—Es  tosa  convenida,  hermano  mió.  Pasaremos  nuestra  vejez  en 
•1  Temple,  y  nos  servirán  de  grato  recuerdo  las  horas  que  hemos 
pasado  en  medio  de  estas  alegres  fiestas,  que  tan  galantemente  me 
habéis  ofrecido.  Pero  el  tiempo  pasa  muy  ligero,  y  es  preciso  que  yo 
vuelva  á  Versalles. 

— ¿Podré  esperar  que  volváis  pronto  á  las  torres? 

— I  Lo  mas  pronto  que  pueda!  le  contestó  alegremente  la  reina, 

Maria-Aotonieta  no  volvió  á  aquel  sitio  hasta  el  12  de  agosto,  para 
ser  encerrada  en  él  con  el  rey  su  esposo  y  con  sus  hijos. 

Una  concurrencia  mas  numerosa  de  la  que  acostumbraba  á  asistir 
&  aquellas  fiestas,  se  hallaba  reunida  á  las  puertas  del  Temple  duran* 
le  el  tiempo  que  la  reina  estuvo  dentro. 

Aquel  pueblo,  en  el  cual  fermentaba  ya  la  cercana  revolución,  se 
ocupaba  murmurando  de  las  reales  orgías,  vituperándolas,  y  ere- 


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de  nmotA  sos 

yeldo  que  de  etto  nacían  la  mayor  parte  de  los  nales  que  ¿  la  Fran- 
cia aquejaban  en  aquel  entonces. 

Engatada  la  reina,  como  lo  serán  siempre  todos  los  soberanos  de 
la  tierra,  creyó  qae  aquel  pueblo  se  agrupaba  á  tu  paso  entusiasma- 
do por  sa  carillo  hacia  ella,  y  quiso  atravesar  todo  París  haciendo 
que  abriesen  la  carretela  que  la  conducía. 

Por  lo  tanto,  salió  del  Temple  despacio,  y  dirigiendo  graciosos  sa- 
ludos y  amables  sonrisas  k  la  multitud. 

— jQió  hermosa  es!  esclamó  Priecer  á  pesar  suyo. 

— Prefiero  á  mi  mujer,  le  contestó  fríamente  Fooquier-Tainville. 

En  este  momento,  uno  de  los  caballos  delanteros,  fuese  por  descui- 
do del  cochero,  ó  por  otra  cualquier  causa,  se  encabritó,  y  por  poco 
atropella  i  Fouquier-Tamville,  que  se  hallaba  en  frente  de  la  puerta 
y  en  la  primera  fila  del  círculo  que  el  pueblo  formaba. 

La  reina  y  la  princesa  de  Lamballe  dieron  un  grito  agudo,  y  Fou- 
quier,  con  la  sangre  fría  que  nunca  le  abandonó,  sujetó  al  caballo  por 
la  brida.  La  reina  se  volvió  hacia  él,  y  al  pasar  le  saludó  graciosa- 
mente. 

I  El  hombre  qae  debía  hacerla  condenar  por  el  tribunal  revoluciona- 
rio, acababa  de  Terse  libre  de  una  muerte  derla. 

Sin  embargo,  los  Estados  ó  asambleas  generales  se  habían  reunido 
ya9  y  tanto  estos  como  la  nacional  y  la  legislativa,  habían  contribuí* 
do  i  arrancar  una  piedra  del  terrado  del  Temple,  que  i  la  tea  era  ju- 
risdicción monástica  y  feudal. 

La  abolición  de  los  bienes  de  la  iglesia  y  la  de  las  órdenes  monas* 
ticas  y  militares  se  había  proclamado,  cayendo  de  lo  alto  de  su  an- 
tiguo poderío  la  orden  de  Malta  y  todos  sus  comendadores. 

El  conde  de  Artois  y  su  hijo  habían  emigrado.  El  duque  de  Angu- 
lema, destituido  de  su  cargo  de  gran  prior  de  Francia,  bahía  Tendido 
todas  sus  haciendas  al  mejor  postor,  y  la  asamblea  legislativa  por  su 
parte  se  habp  apoderado  del  dominio  del  Temple. 

Todo  había  ya  desaparecido  en  Francia  con  los  privilegios,  los  pa- 
lacios de  los  grandes  y  las  iglesias.  Solo  el  palacio  del  gran  prior  y 
las  torres  del  Temple  se  mantenían  en  pió,  y  pertenecían  al  Estado. 

En  estas  torres  se  rió  en  Francia  por  segunda  ves  &  un  rey  cauti- 
vo, desarrollándose  el  drama  íntimo  de  Luis  XVI  y  de  su  familia,  cu* 


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«•4  P*WQNf& 

ya  rela|<v  vewa  A  empezar.  Librea  &  la  pnur que  imparcialos ,  tendré* 
mos,  al  escribir  estos  hechos,  compasión*  de  loa  padecimientos'  del 
hombre»  reprobación  hacia  la  crueldad,  justicia  para  las  faitea  de  un 
rey,  é  imparcialidad  para  con  sus  jueces. 


II 


U  10  de  agosto.— El  cachorrillo  do  la  reina*— Consejado  Roederar.— Lacaida  iU  la 
hoja.— El  terrado  de  los  Feuillante.— La  pica  del  hombre  da  los  braios  deanados. 
—El  refrán  provenzal. — Palabras  del  rey  á  la  asamblea. — El  cuarto  del  Lológraib. 
—La  familia  real  se  relira.— Ataque  de  las  Tul lerf as.— Destitución  del  rey  pro* 
ouDciada  eo  so  presencia.-— La  familia  real  en  los  Feuillants.— lealtad  de  los  no- 
bles.—Se  les  obliga  ¿  retirarse.— Palabras  de  Luis  XYI  y  de  María-Antonieta.— 
Salida  de  la  familia  real  para  las  torres  del  Temple*— ¡Todo  ata  aceto/  ¡B$tút**  y 
poéerJ— Llegada  al  Temple. —Primera  comida.— loátalacioo  provisional  en  las 
torres.— El  hombre  de  la  barba  larga.— Precauciones  que  tomó  la  diputación  del 
distrito.— Compañeros  de  cautiverio  despedidos.— Cincuenta  hombres  de  guardia 
interior. — Consejo  de  los  municipales.— Nuevas  disposiciones  en  el  arreglo  déla 
localidad.— Severa  vjgilaocia.— Medios  de  los  presos  para  sustraerse  ¿  ella.— Ul- 
trajas que  se  las  hacían.— El  carcelero  Roeker.— Iaserípeioaes.— Gasto  de  la  me- 
sa para  dos  meses.— La  familia  real  va  a  habitar  los  departamentos  que  sania  des* 
finan,— Descripción  de  los  mismos.- Método  de  vida  de  la  familia  real.— El  rey 
lee  doscientos  cincuenta  tomos.— Informes  á  la  municipalidad  acerca  de  su  modo 
da  vivir. 


Al  amanecer  el  10  de  agosto  de  1792,  todo  estaba  diapMsto 
dar  el  ataque  al  palacio  de  las  XuUerlas. 

Nqptas  masaa  de  irritado  pueblo  seguían  4  los  marseUesee*  y  los 
Bretones  iban  i  te  <cataia.de  aquella  columna. 

Las, inmensa*  avenidas  del  Carrusel  estaban  llenas  de  «oMadM 
improvisado*;  la  artillería  coa,  mecha  encendida  .estaba  apostada,  ea 
el  palacio,  y  el  prusiano  Westerman,  que  dirigía  el  movimiento  mi- 
litar de  defensa,  acababa  de  dar  sus  disposiciones  esperando  la  lle- 
gada de  Saatorre,  que  estaba  en  el  Hotel  de  Yule. 

Los  suizos,  en  el  patio  y  jardín  de  las  Tulleríaa,i  se  mantenían  eo 
buen  orden  dispuestos  k  todo  ¿taque;  los  guardias  nacionales  esta- 
ban indecisos,. y  los  ariilleroa  oslaban  mas  dispuestos  par»  volver  bs 
pieaas.qua.para-ametrallar  alpueblo. 


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M  SüBOfA.  I9S 

Tatos  eran  las  faenas  con  qne  contaba  4a  corona  para  so  extrema 


Kd  las  cámaras  del  palacio  había  alguno*  centenares  de  nobles, 
dispuestos  á  sacrificar  la  Tiéa  en  defensa  del  rey. 

Lois  XVI  y  su  familia  bebían  pasado  la  noche  entre  las  mas  dolo* 
•rosas  angustias.  La  reina  habia  tratado  varias  Teces  de  infundir  ahí* 
no  4  so  esposo,-  y  solo  encontró  en  él  resignación. 

En  Taño  tomó  un  cachorrillo,  que  llevaba  pendiente  del  cinto  el  añ- 
ono Aofiry,  presentándoselo  al  rey  en  el  momento  en  que  bajaba  al 
patio,  diciéndole: 

—¡Ánimo,  sefiorl  (este  es  el  momento  de  presentaros  tal  cual  sois! 

El  rey,  rechazando  el  armaqte  se  le  ofrecía,  bajé  sin  temor,  pero 
también  sin  energía. 

Sigaiendo  á  todo  lo  largo  del  terrado,  en  lo  cnal  no  dejaba  de  ta- 
mbor pdigro,  habia  oído  gritar  por  «H  tocos,  « ¡abajo  M  veto!* 

Acababan  de  dar  las  seis  en  el  reloj  de  las  Tallarías,  cuando  el 
rey  entraba  en  so  alcoba,  desoaniando  del  porrear,  é  indeciso  «ser- 
ie del  «partido  qoe  debía  adoptar. 

Agobiado  por  el  cansancio,  se  sentó.  Sns  Testidos  y  #tt  peleado  de- 
caía bsiqae  laneebe  se  habia  pasado  en  la  mayor  agitación. 

La  reina,  el  delfín,  las  princesas,  Elisabeia,  de  Toorzell,  ama  de 
gobierno  del  tierno  principo,  y  la  princesa  de  Lembelte,  le  rodeaban 
esperando  qne  saliese  de  sos  labios  ona  palabra  de  consteló;  ovando 
se  abrid  h  poerta,  y  Hooderer,  procurador  sindico  del  ayuntamiento, 
qos  ea  aqnelias  cbnctattaneias  baeia  las  Teces  di*  maire  ó  afealde 
mayor  de  París,  Petion,  4  qoien  hacia  guardar  cnidadosamente  en  so 
casa,  entró  en  la  cámara  real,  reTestido  con  la  faja  municipal. 

Aquel  magistrado,  desde  la  media  noche,  no  habia  cesado  de  tí- 
gilar  en  el  palacio,  leyendo  á  las  tropas  la  orden  de  defensa  en  caso 
de  ataque,  firmada  por  Petion,  y  qne  jamás  se  ha  podido  hallar. 

Los  artilleros,  por  toda  contestación,  habían  apagado  las  mechas. 

— tSeéer,  le  dijo  al  rey.— El  peligro  es  mocho  mayor  de  lo  qne  Je 
puede  expresar,  y  la  defensa  es  imposible.  En  la  guardia  nación 
solo  hay  no  corto  némero  con  el  cnal  se  pueda  contar. 

Los  demás,  ó  Tendidos  ó  medrosos,  se  onirán  al  pnblo  al  empe- 
zar el  ataque.  Befogiaoa  ai  el  seno  del  eoeipp  tegUatfro.  La  f ida 


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$U  PRISIONES 

de  V.  M.  y  de  su  real  familia  no  pueden  hallarle  seguras  mas  que 
entre  los  representantes  del  pneblo.  Salid  de  este  palacio,  no  hay  que 
perder  nn  solo  instante.» 

Con  efecto,  este  medio  era  el  mas  prudente  que  se  podía  adoptar. 

Con  la  retirada  del  palacio»  evitaba  la  familia  real  la  eftision  de 
sangre,  quitando  á  los  sitiadores  todo  pretexto;  y  si  se  quedaban  aHi 
durante  el  asalto,  cuyo  resultado  no  era  dudoso,  se  entregaban  4  la 
cólera  del  pueblo  irritado,  que  esta  vez  solo  deseaba  verter  sangre. 

Persuadido  Luis  XVI  de  la  verdad  de  aquella  opinión,  se  levantó 
del  asiento  para  secundar  el  consejo  de  Roederer;  pero  la  reina,  po- 
niéndose delante  de  él,  le  dijo: 

—¡Nunca!  antes  me  clavarán  4  las  paredes  de  este  palacio,  que 
salga  yo  de  él  tan  necia  y  fácilmente. 

— jSefioral  esponets  la  vida  de  vuestro  esposo,  y  con  ella  la  vues- 
tra y  la  de  vuestros  hijos.  ¡Pensad  en  la  responsabilidad  que  pesaría 
sobre  vosl 

A  estas  palabras  siguió  una  acalorada  discusión  entre  el  rey,  el 
magistrado  y  la  reina,  que  terminó,  por  la  exclamación  de  Luis  XVI: 

—Marchemos. 

—Caballero,  dijo  la  reina  á  Roederer,  ¿me  respondéis  vos  de  la  vida 
del  rey  y  de  la  de  mis  hijos? 

—Señora,  la  contestó  este;  doy  palabra  de  morir  4  su  lado,  pero 
de  nada:  respondo. 

Luis  XVI  abrió  la  puerta  de  su  cuarto,  y  saliendo  el  primero, 
anunció  4  los  gentiles-hombres,  que  esperaban  en  la  antesala,  que 
iba  ala  asamblea.  Acordes  todos  en  la  misma  opinión,  quisieron 
acompañarle,  pero  Roederer  los  detuvo. 

Viendo  feu  insistencia,  pues  decían  que  les  era  de  todo  punto  im- 
posible separarse  de  la  persona  del  rey,  Roederer  les  dijo: 

— ¿Queréis  que  le  asesinen? 

Roederer  tenia  razón.  De  tal  manera  desconfiaba  el  pueblo  de 
aquellos  nobles,  pues  la  mayor  parte  habían  salido  ya  de  Francia 
para  unirse  á  los  ejércitos  aliados,  que  por  la  mañana  manifestó  la 
guardia  nacional  que  se  retirarían  todos  sus  individuos,  si  ios  veiai 
entre  sus  .filas. 

La  reina,  para  contenerlos,  hubo  de  decir: 


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DilütOfA.  C97 

— Granaderos;  estos  son  vosotros  compa  fieros,  qoe  desean  com- 
partir el  peligro  que  os  amena». 

El  rey  continuó  so  marcha  al  través  de  las  habitaciones,  y  al  lle- 
gar a!  Qjo-de-Boey,  se  apoderé  del  sombrero  de  no  guardia  nacional 
que  se  hallaba  á  su  derecha,  poniéndole  el  sayo  adornado  con  pía» 
mas  blancas. 

El  guardia  nacional,  no  atreviéndose  á  conservarle  puesto,  se  le 
eolooé  debajo  del  braio. 

Al  llegar  4  la  escalera  Luis  XVI  y  la  familia  real,  se  separaron  de 
los  gentiles-hombres,  4  los  cuales  dijo  la  reina  con  voz  temblorosa 
por  la  emoción: 

— (Señores,  ya  nos  veremos! 

Triste  y  desolado  el  acompañamiento  real,  continuó  por  el  jardín, 
dirigiéndose  h4eia  el  terrado  de  los  Feaillants,  frente  del  cual  tenia 
so  reunión  la  asamblea  legislativa,  en  la  escuela  de  equitación,  aitón» 
da  cotonees  en  la  calle  de  Rivoli. 

Únicamente  el  rey  hablé  algunas  palabras  con  Roederer,  y  para- 
da como  si  dudase  aun  de  lo  inminente  del  peligro.  Le  hiio  notar 
que  apenas  se  veían  grupos,  y  qoe  los  qoe  había  no  eran  conside- 
rables, asi  como  también  qoe  no  se  proferían  gritos  subveniros. 

Luego,  4  las  observaciones  qoe  le  hño  el  procurador  sindico,  con» 
leste  encogiéndose  de  hombros,  y  aigoieron  so  camino. 

Se  hallaban  en  frente  del  calé  de  los  Feaillants,  y  en  aquel  sHift  se 
veían  multitud  de  bojas  caldas  de  los  árboles,  amontonadas  de  tre- 
cho en  trecho,  y  en  algunas  parles  llegaban  hasta  la  rodilla. 

— jVed  cuan  temprano  han  caído  las  hojas  este  afiol  dijo  Lab  IVI 
4  Roederer. 

Al  concluir  de  pronunciar  las  anteriores  palabras,  el  semblante  del 
rey  se  cubrid  de  ona  palidez  mortal.  Recordé  en  aqoel  momeólo  on 
articulo  célebre  de  Manuel,  que  había  sido  leído  en  toda  la  Francia, 
y  en  el  cual  decía  qoe  no  llegaría  el  monarca  hasta  la  caída  de  la 
hoja. 

Oprimido  sin  doda  por  aqoel  presentimiento,  se  volvió  para  echar 
la  iltima  mirada  sobre  aqoel  recinto,  qoe  en  tan  malas  circunstan- 
cias abandonaba,  cuando  vio  4  su  hijo  qoe,  conducido  de  la  mano  por 
la  mina  y  la  seferadeToorael,  sonreía  con  el  candor  de  sus  juveniles 


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m  PMSIONlg 

afios,  y  se  divertía  en  amontonar  las  bijas  con  los  pies  ^«ra  impedir 
á  su  madre  y  á  Mr.  Dobouchage,  minis^^iagqeraa,  W6  laúdete 
el  brizo,  q*e  le  siguiesen  oo  el  paso  que  llevaba» 

Tales  son  las  diversas  fosee  de  la  vida  tamaña.  M  amargo  pese 
Sarniento  para  el  padre  suele  á  veces  ser  el  objeto  de  d*v*iv¡Da  pan* 
el  hijo. 

Per  fia,  llegaron  al  pió  del  terrado  de  los  Fetillaate,  dbade  lews- 
peraba  ana  diputación  de  la  asamblea,  compuesta  de  doq&MtefthM> 
que  Be  adelantaban  para  ofrecer  al  ^  an  ¿aile  en  su  san*. 

Apena»  la  numerosa  concurrencia  q»  Uenabaaqtot  lerfffeáo  epw> 
cibió  al  real  acompañamiento,  cuando  estallaron  por  tod*a>pfffltffar 
riosas  maldiciones  y  gritos  amenazadoras.  , 

.  ¡La  presencia  é*  I*  reina,  sobre  todo,. pareció  rodoWar  so  fttor. 
«¿foja  la  austrmco,»  faene»  las  palabra»  q«e  dumata  l**gOiWto*e 
pudiere»  «ir  solamente. 

Eo  vano  procuró  Roederer  areogar  al  pueblo.*  Millares  de  votos  Mr 
soltaba*  aoallatau  ao^esfuarzo*.  finaqadlaapfemo iartMto**}  el 
otíaMajaeoeí  indecisión  le  podiaperdar,  fcibió  sota*  el  testudo,  y 
mostré  al  pnebto  laiasigaia;Jpkolor> 

Us  hombre  .son  loa  hsasoa 'desnudos  y  de  rówwatia  oaí^tar*^«|lW 
blandía *aa  enorme  pies,  exotetod  eon  atronadora  <t#a* 

—¡Abajo!  /ahajo/  ¡•eabmws  con  elbsfama  teñí.. . 

Heodeoep^  aceren  y  apoderándoí*  de  <s»  tpida,  la  etfcAtieglro 
da)  jardín. 

A  tan inesperado  arranque  do  audacia,  dw/nbk se coo*«yo  sué# 
(ffDrpfttépdo. 

Luego,  á  una  sefial  de  mando  del  procurador  sindico»  tóso^ui 
imaímiaMo la- gnanti* nacional,  el pueblo  ee«epar4<p*ro dar  pw> á 
Luis  XVI  y  á  su  familia,  y  da  aquel  .modo  llégalo*  basla  la  pan** 
dftipattje  de  los  feuillants. 

En  aquel  aitio  estaba  formada  la  guardia  de  la  asamblea.  H& 
tranquilo  el  rey,  se  adelantaba  en  medio  de  dos  filas  de  guardias*»* 
dónales,  pero  *>  por  este  cesaran  los  guatas  y  uttetfas  k  la  mil». 

Ua  provenía!,  vestido  de  uniforme,  viepdo  el  efecto  foe  aqttfUt 
escena  pradaciaenel  semblante  del  re?,  se  abarcó  ¿  ól  y  leídjjte 

—Nada  temáis,  señor.  Nosotros  somos  anas  bielas  gentes»  pe* 


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MfttmOPA  «!♦* 

MqiMfeatoe  quenas  engallen  ni  nos  vandan  por  mas  tiempo.  Sed  un 
buen  ciudadano,  sefior,  y  a*  es  olvidéis  de  limpiar  de  ratas  el  pa- 
lacio. 

fttederer*  4  qaien  debemos  esle  relato,  afiade: 

—«¡No  os  olvidéis!,..  Ta  era  hora  de  apercibirse  y  tenerlo  pre~ 
«Ata*» 

firta  lahütofindeLoig  XVI  dorante  su  reinado. 

La  familia  real  logró  por  fin  penetrar  en  la  sala  de  la  asamblea. 

Un  guardia  nacional,  de  alta  estatura,  se  apoderó  del  del  fio,  y  le 
«atoó  dotare  la  nasa  del  secretario.  La  reina  le  siguió  apresurada- 
mente, pero  tranquilizada  al  poco  ralo,  fué  á  sentarse  al  lado  del  rey 
en  el  banco  de  los  ministros. 

tos  guardia*  nacionales  que  habían  escoltado  al  rey,  se  retiraron 
al  extremo  de  la  tala,  pero  k  las  vivas  interpelaciones  de  Henriol  y 
de  Cambio,  hubieroa  de  salir  á  eolooarse  en  loa  corredores. 

Luis  XVI  tomó  la  palabra,  y  dijo: 

~-<IIp  venido  aqni  para  evitar  uo  gran  crimen,  y  creo  que  en  oía- 
gana  parte  me  hallaré  mas  seguro  que  en  medio  de  vosotros. 

Vergaiánd,  que  presidía  ta  asamblea,  le  contestó  la  ambigua  y  si- 
fluiente  frase: 

— Podéis  contar  con  la  firmeza  de  la  asamblea.  Sus  miembros  han 
jérado  aerir  en  defensa  del  pueblo,  de  sus  derechos  y  de  las  autori- 
dades canatituidas. 

Al  terminar  Vergaiaid  estas  palabras,  el  rey  fué  á  colocarse  i  su 
lado. 

Ghabat  entonces  manifestó  que  ta  asamblea  no  podía  deliberar  de- 
lante del  rey,  y  fué  preciso  rogarle  que  se  retirase  al  gabinete  del 


Este  recinto  se  hallaba  colocado  detrás  del  sillón  del  presidente. 
Era  on  hocos  eskeoho  é  incómodo,  de  dkz  pies  do  ancho  por  seis  de 
afta,  donde  apeoaa  podía  una  persona  mantenerse  en  pié. 

Un  verja  de  hierro  le  separaba  de  la  sala,  y  fué  forzoso  hacerla 
desaparecer,  á  fin  de  que  si  el  pueblo  invadía  aquel  recinto,  pudiese 
hallar  el  rey  aa  m\W  eo  el  seno  de  la  asamblea. 

hm  XVI,  que  entendía  en  cerrajería,  ayudó  á  los  trabajadores  i 
arsatear  la  veija.  y  despees  se  colocó  allí  con  su  familia.  Desde  aquel 


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100  PRISIONES 

antro  hablaba  sin  cesar  con  Vergniaud  y  otros  varios  diputado*,  en- 
iré  los  cuales  se  hallaban  Contard  y  Colon. 

Roederer  dio  entonces  el  informe  de  lo  ocurrido,  presentando  al 
pueblo  como  llegado  ya  al  último  grado  de  irrilack».  Acto  continuo 
se  nombraron  veinte  diputados  para  ir  á  arengarle. 

Al  mismo  instante  el  estampido  deí  cañón  se  dejó  oir.  Todos  los 
circunstantes  se  sobrecogieron  al  oírle;  era  el  ataque  de  las  Tulle- 
rías. 

El  rey  tomó  la  palabra,  y  dijo: 

— Por  conducto  de  Mr.  Dervilly  he  enviado  á  los  suizos  la.  orden 
de  retirarse. 

Los  veinte  diputados  salieron  á  cumplir  su  comisión.  Roederer  sa* 
lió  con  ellos,  y  en  seguida  fué  prudentemente  á  ocultarse  ea  la  casa 
de  campo  de  un  amigó  suyo,  distante  algunas  leguas  de  París. 

Sin  embargo,  el  ruido  del  cafion  continuaba;  los  diputados  vuel- 
ven manifestando  que  nada  han  podido  alcanzar;  en  la  asamblea  rei- 
na el  mayor  desorden,  y  en  vano  se  cubre  el  presidente,  y  procura 
restablecer  el  orden  y  la  calma. 

Por  fin,  á  las  once  cesó  de  repente  el  ruido  de  la  fusilería,  y  se 
oyeron  lejanos  gritos  de  victoria,  que  poco  á  poco  se  reproducían 
mas  cercanos. 

£n  un  abrir  de  ojos,  las  puertas  se  abrieron  de  par  en  par,  y  la 
muchedumbre  invadió  el  pretorio,  conduciendo  á  varios  suizos  pri- 
sioneros, y  poniéndolos  á  la  disposición  de  la  asamblea*  Esta  les  dio 
libertad,  y  la  calma  se  volvió  á  establecer. 

Desde  el  fondo  de  su  escondite  Luis  XVI  había  presenciado  aquel 
espectáculo.  Eran  los  restos  de  su  trono  hecho  pedazos  por  el  pue- 
blo, y  ofrecidos  en  holocausto  por  este  último  á  la  asamblea,  que 
aun  le  codiciaba  el  poder. 

Por  una  estrafia  coincidencia,  la  orden  del  dia  marcaba  la  discu- 
sión sobre  la  destitución  del  monarca.  Luis  XVI  la  oyó  toda  entera. 
Esta  se  verificó  con  la  mayor  calma,  y  el  rey  se|mostró  durantejella 


Después,  Vergniaud  levantándose  de¿su  sillón,  fué  á  la  tribuna  en 
nombre  de  la  comisión  revolutionariaXproponer¿:la¿suspension  pro- 
visional del  jefe  del  poder  ejecutivo,  y  la  formación  de  una  con  vea* 


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1,  motivada  por  ios  peligros  que  corría  la  patria,  y  por 
la  justa  desconfianza  inspirada  por  la  conducta  del  rey. 

Esta  medida,  por  acerba  y  dura  que  parezca  en  este  libro,  en  el 
que  ue  hemos  podido  presentar  al  pueblo  mas  que  en  medio  de  su 
ira  y  desconfianza,  se  hallaba  justificada  por  la  situación  de  las  co- 
sas y  por  los  antecedentes. 

La  multitud  de  emigrados  guiada  por  los  príncipes,  se  hallaba  en 
las  fronteras  atondando  reacciones  y  venganzas,  la  muerte  de  la  li- 
bertad, y  el  restablecimiento  del  despotismo  en  toda  su  fuerza  y 
viger.- 

Loe  reyes  de  Europa  coaligados  marchaban  con  ellos,  y  amena- 
zaban diezmar  la  Francia.  Su  generalísimo,  el  duque  de  Brunswich, 
había  dado  4  luz  aquel  famoso  manifiesto,  en  el  cual  se  hacían  pre- 
sentes á  cada  paso  y  ee  cada  página  sus  culpables  intenciones. 

El  rey  se  enteodia  con  ellos,  y  de  esto  se  tenían  repetidas  pruebas, 
daba  sus  órdenes;  es  cierto  que  estas  diataban  mucho  de  ser  sangui- 
narias; pero  adulterándolas  y  llevándolas  al  extremo,  estaban  segu- 
res de  complacerle. 

En  semejante  posición  Luis  XVI,  de  suyo  débil  é  indeciso,  estaba 
maniatado  en  su  maoera  de  obrar,  y  solo  presentaba  á  la  Francia 
poco  4  peco  alguna  garantía  de  las  que  se  tenia  el  derecho  de  espe- 
rar del  jefe  del  estado,  y  mas  cuando  las  fortunas,  la  vida,  ó  la  li- 
bertad de  los  ciudadanos  se  hallaban  comprometidas. 

Sea  por  su  orden,  ó  sea  por  la  impericia  ó  traición  de  sos  minis- 
tros, las  fronteras  se  hallaban  abandonadas,  y  solo  á  fuerza  de  valor 
y  de  energía  defendían  el  territorio  francés  los  generales  y  soldados 
palmo  á  palmo. 

El  pueblo  y  la  mayoría  de  la  asamblea  atribuían  á  Luis  XVI  este 
estado  de  cosas  que  su  situación  particular  parecía  motivar,  y  que  t>u 
huida  á  Várennos  justificaba* 

De  aqri  se  seguía  la  guerra  ruda,  pero  leal,  que  las  diversas  asam- 
bleas le  habían  hecho,  y  la  lucha  perpetua  del  hombre  honrado  con- 
tra las  apariencias  y  forzoso  hábito  de  liberticida,  arrancándole  á 
veces  conatos  de  traición,  que  un  clérigo  tenia  el  derecho  de  absol- 
ver, tranquilizándole  y  fortaleciéndole  en  el  tribunal  de  la  peat- 


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70£ 

La  reprobación  de  la  nación  héeia  tos-  dérigasi  ante  ion 
Loig  XVI  ge  prosternaba  sin  cesar;  la  altanería  y  léeos  arraáq*s  de 
la  reina,  lo*  periódicos  realista*  contando  victoria  y  pidiendo  veb- 
ganza  y  ttti€Wo¡  en  fin,  cuantos  nobtes  habían  quedado  ed  Paiis; 
conspirando  á  la  par  contra  el  poder  legal;  tales  eran  \m  motives 
qne  apresuraron  la  destilación. 

En  cfrcnnstaneias  tales  como  las  que  por  entonces  atravesaba' la 
Francia  desde  tos  estados  genérate,  habría  neeeshaé»  Luís  XVI  el 
valor  de  un  hombte  y  la  dignidad  de  en  rey,  y  «oto  tenca  en  cambes1 
la  debilidad  de  un  hombre  honrado  y  la  resignación  de  un  cristiana. 

Fué  adémte  por  na*  consecuencia  que  parecía  fatal,  y  que  £n 
emtttffgn  ^era  muy  natural,  la  misma  vot  da  Vergniaud,  que,  preá- 
dfebdo  la  tonvenfeíoti  nacional1,  proouoctó  el  decreto  de  muerte  $* 
Luis  XVI,  en  *n  caHdad  de  presidente  de  la  asamblea  Ie¿Mtativ»ha>- 
bia  <prdneneiado  sn  destiftmtoa. 

La  familia  real  debía  qoedarse  eir  el  soso  de  la  asamblea  y  bajo  su 
satoguárdia  hasta  nueva  orden,  aegun  el  decreto. 

Las  proclamas  y  edictos  fijados  en  París  deáanqUe  lai 
gnftrdaba  en  rehenes á  la  familia  réak 

tais  XVI  y  s«  familia  no  salieron  del  cuartito  del  logógmfeH 
las  dos  y  media  de  la  ffládmgade,  en  el  momento  de  («vastarse  la 
sesieé. 

Desde  allí  fueron  tíondneMoral  antiguo  convento  de  loe  Fe#ileeU> 
colocándolos  pam  pasar  la  noehe  *n  la  habitación  del  arquitecto,  qne 
era  una  sala  conígoa  al  corredor,  donde  en  algún  tiempo  Átala  el 
dormitorio  de  los  fraBes. 

La  citada  habitación  constaba  de  cuatro  celdas,  que  se  cantonea* 
bán  eáfr¿  si.  La  primera  sirvió  de  ante-cámara:  el  rey  se  taottó'en 
la  seguud»,  la  reina  y  (^princesa  en  la  torcera*  y  adelfa  y  lanefa- 
ra  de  Tourzel  fueron  instalados  en  la  cuarta.  ■ 

0*ru  habitado»,  separada  de  las  anteriores,  día  asila  4  ta  infanta 
Elisabeth  y  á  laprincesa  de  Lamballe. 

Efa  las  cercanías  del  convento  se  colocó  una  numerosa  g«ardk,  y 
n*  se  pefmtlla^ntrar  ni  salir  sin  un  pase  firmado  por  el  inspector  de 
aquel  distrito. 

Allí  quedó  confinada  la  familia  real  mientras  duraron  las 


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fttlQMtá.  W 

da  Ja  amafrlea»  haHa  eliiaaftsatem^JfléttiulttMaal  Temple. 

c  Habiendo  podido  escapar  con  vida,  dice  Hoe,  de  los  peligros  dea 
1A4»  egastPv  ydeapimdt  Jbator  salvada  loa  innitmerables  obslteu- 
10*410  a  i«U  p«>w*t#0  *e  oponía*  *«cada  pwo,  poda  a)  6n  peaeUar 
4»  la JmlubKMa  d«l  ny. 

Al  iV^ac4ornw*,  y  tea»  cubierta  U<*be»  ea*,  u»  mal  pedaw  <fe 
Jala»  S«  pMarjuMtfa  fritad*  aa  tyd  an.  mi,  «#  bao  apjroiiAW  i  éA, 
y  aW/wlléwlp**  Ja  «upa»  pa  pmgaató  coa  viva  interés  la*,d*taito> 
da  cwaIo  -ocwrló^  Qalawd^P^euaalida», 

,ga  4a  oprawa  dfil  profundo  dato  fl«e  uja .a<w«pdb# ,  y  «melada? 
«wÁwbflrpto*  peíate**  te  #oUows,  ¿Raro  {Mida  coactada. * 

>Ka  a4w4:8íHo  bftbi*  auareaaído  un  cpd» ¿táparo  degaatUe*- 
bertrn*,? <te  ¿m***  leeonJeacomo  yo,  á  fegna  da4*wto«  taK*- 
roD  peueuy  {«raedor  afires  ww»r 

co  y  postrer  homepw  4p  I»  fidelidad  pan  «» la  daegmnt!  ttjgoa 
iptWftJttda,  ? jlcr,  maa  loarte  ana  que  la  d*  bafeer  espapado  p»ra  de- 
ffpd4r.au  lHfiro»|ecaa¿  su*  sqbacanae.  ¡Ka  ai  eraTaMftda  J¿%  ftw> 
llanto  solo  se  padia  hallar  la  persecución  y  la  muerte! 

Ub*<^^r#*lJb#^  TuMffWlesdió 

tnmto.pam  l'aw  amgo  «na  atenué  4*  fwdoflwa  cocían  ^so- 
IntMMpte.basta.  da  la*  *****  um  iadupenfflbies. 

Un  oficial  *u*<v,da.la  a*uuua,íKr^  leauvi^  algoo^^aoa.  l# 
rtyaa¿wtyi$  ^  larfafyrií*  4a  GnHamqat  aiffW'TWa  MftfW  Y*  J*8- 
ttyps,  J^dy  ^tfeeplqtf,  efp«Mel  auttawfo  (kl^gUtarra,  y  %w 
fué  la  ónica  persona  que  pasó  con  la  soberana  la  ¿lUtaa  W$0  ei),b|# 
TflMu»>  al 8  <i?  agoito,  1»  wwó  para  *>  <Wfa  dignaos  veaMifai  de 
su  hijo,  de  la  misma  edad  que  el  principa. 

^.tantarán  mu*  Mwpo  Jwwraonaa  quetjwmptfatai  la,r»i 
ftpifr  a%racibir  lerdeo  4a  reUrarae,  y  4a  asamblea  k^isUliva^l  nu- 
lificar al  rey  esta  decisión  por  condooto  jfel  impaotor»  le  panfeelaba 
gna.  eu  al  adatada  eniiacumen  que  al  puaWo  «a  bailaba,  «aliante 
ann  ppr  *4  fflfeÁW  cqmbaledaíea  Tftllerias,  ara  el  hacino  <w*WW 
ap^l^  roblan  4  su  jaíja  aa  pni taxia»  prewi£^r/tepHav#s4Wíniflas. 

A^jqpoüMr  psi*  noticia,  tais  XVI  aclamó: 

— j^4acir  wama  hallapiwol  iGtflos  fué  mu  feto  va  WrftW 
sos  amigos  le  acompasaron  hasta  fll.wpjicia! 


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7#{  MUSION** 

Tal  era  el  modo  que  Luis  I VI  tenia  de  jutgar  de  las  ooeas  ea  aque- 
lla situación. 

Había  oído  los  cañonazos  de  las  Tullerias;  y  al  pueblo,  veocedoi'de 
sus  soldados,  que  pronunciada  so  destitución  delante  de  él,  acusando* 
le  á  la  par  de  débil  y  traidor.  En  aquel  momento  mismo  podía  oir  les 
gritos  de  muerte  que  el  populacho  proferia  contra  él  y  los  suyos.  So 
hallaba  rodeado  de  guardias  por  todas  partes;  en  poder  de  una  asam- 
blea severa,  á  dos  pasos  de  su  palacio,  cuyo  destrozo  y  pillaje  atesti- 
guaban las  iras  de  todo  un  pueblo.  Millares  de  picas  y  sangrientos  tro- 
feos circuían  la  entrada  de  aquel  recinto;  se  hallaba  reducido  i  vivir 
en  una  cloaca  con  toda  su  familia,  y  aun  se  estrellaba  de  hallarse 
prisionero!...  Aquellas  pocas  palabras  atestiguaban  la  manera  como 
habia  apreciado  Luis  XVI  los  grandes  sucesos  por  que  su  funesto  rei- 
nado había  pasado,  y  de  lo  que  le  servia  tan  severa  lección. 

La  reina  no  se  había  equivocado  desde  el  principio.  * 

— ¡Ahora,  dijo  á  aquellos  nobles,  sentiremos  mas  que  nunca  el 
vernos  privados  de  vuestra  competía,  tan  dulce  en  esta  triste  si- 
tuación!... 

— I  Adiós,  seflores!  ¡Quiera  el  cielo  que  nos  volvamos  á  ver! 

Aquellos  últimos  servidores' de  la  caída  monarquía,  ofrecieron  á 
sus  amos  como  última  muestra  de  su  adhesión  cuanto  oro,  plata  y 
asignados  poseían,  pero  los  reyes  no  aceptaron  su  oferta. 

Visado  aquello  Aubier,  dejó  sobre  una  mesa  cincuenta  luises,  tra- 
tando de  ausentarse  prontamente;  mas  la  reina  le  detuvo»  obligán- 
dole i  recogerlos,  y  le  dijo: 

—Tomad  vuestro  oro,  pues  lo  necesitareis  mas  que  nosotros. 
Vuestra  vida  será  mas  larga. 

La  cena  tocaba  ya  &  su  fin,  y  durante  ella,  siguiendo  la  etiqueta, 
los  gentiles-hombres  de  cámara  la  servían.  Debía  ser  la  última  ves 
que  aquella  ceremonia  tuviese  lugar. 

Al  terminarse,  los  nobles  se  retiraron  por  temor  de  ser  presos,  y 
la  soledad  y  el  dolor  se  apoderaron  de  aquella  desolada  familia. 

El  principa  de  Poix  habia  ofrecido  &  Luis  XVI  establecer  su  resi- 
dencia en  el  Hotel  de  Noailles,  pero  el  rey  no  podia  ya  elegir;  I» 
asamblea  legislativa  habia  puesto  ya  al  debate  la  cuestión  del  sitio 
donde  se  debería  alojar  el  ex -monarca. 


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Dft  ENLOPA.  70B 

i  se  habían  propuesto  el  pilado  de  la  Cbancilteria  y 
el  Luxemburgo,  del  cual  se  habían  visitado  minuciosamente  los  sub- 
terráneos, asi  cono  también  el  palacio  del  Arzobispado. 

Al  mismo  tiempo  se  indicó  el  lindo  palacio  de  Beaumarchais,  si- 
tiado en  el  boulevard  de  la  Bastilla. 

El  distrito,  encargado  de  la  familia  real,  declaró  que  no  aceptaba 
ninguna  ciase  de  responsabilidad  si  no  se  la  conducía  al  Temple,  que 
por  su  posición  aislada  ofrecía  toda  seguridad. 

Manuel  hito  la  proposición ,  añadiendo  que  Luis  se  debería  con- 
fiar exclusivamente  4  la  lealtad  del  pueblo  y  4  la  vigilancia  de  las 
autoridades. 

Acababa  de  recibir  Luis  XVI  el  día  43  de  agosto,  por  conducto  de 
una  mano  amiga,  el  manifiesto  de  los  principes  y  las  cartas  que  le 
dirigían,  cuando  le  anunciaron  la  visita  de  Petion,  alcalde  de  París, 
viéndose  precisado  4  ocultar  apresuradamente  aquellos  paj  eles,  que 
vistos,  habrían  agravado  su  situación. 

Petion  y  Bourdon  se  presentaron  4  su  vista,  notificándole  que  eran 
los  encargados  de  conducirle  al  Temple. 

A  las  cuatro  en  punto  se  pusieren  en  camino. 

La  familia  real  atravesó  por  medio  de  un  inmenso  gentío,  agrupa- 
do en  las  habitaciones  y  patios  de  los  Feuillants. 

Los  carruajes  dispuestos  eran  dos  inmensos  coches  tirados  por  dos 
caballos  cada  uno. 

En  el  primero  se  instalaron  el  rey,  la  reina,  sus  hijos,  la  sefiora 
Blisabeth,  la  princesa  de  Lamballe,  la  sefiora  de  Tounel  y  su  hija 
Paulina. 

Petion  y  Manuel  se  colocaron  también  en  este  coche. 

En  el  segundo  iba  el  acompafiamiento  del  rey  y  dos  oficiales  déla 
t  municipalidad. 

Los  carruajes  fueron  escoltados  por  numerosa  guardia  nacional  de 
infantería,  lo  cual ,  unido  al  impedimento  que  ofrecía  el  numeroso 
pueblo  que  obstruía  todas  las  calles,  esplica  el  por  que  se  tardó  tanto 
tiempo  en  recorrer  la  distancia  que  mediaba  hasta  el  Temple,  sin  que 
demostrase  ser  cosa  de  antemano  concertada  entre  Manuel  y  Petion. 

Aquel  mismo  día  se  hicieron  pedasos  por  el  furor  popular  todas 
las  estatuas  de  los  reyes  de  Francia;  y  tal  erad  estado  de  exaltación 

st 


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70C  tSMGNES 

del  pmUo  en  aquellos  mementos,  que  habiéndotele  asenptd*  alga- 
bu  palabras  imprudentes  acerca  de  «tía  mutilación  al  pomai nitrito 
de  la  gendarmería  Mr.  Guingerlot,  al  pasar  per  la  plaza  de  las  Vic- 
4arias,  Aié  hecho  pedazos  por  el  populacho. 

La  comitiva  real  atravesó  por  la  ptea  de  Vanee**,  donde  taes- 
4¿ftui£de  Luis  XI Y ae  veía  en  el  suelo,  rodeada  de  la  mneheduiHbre 
que  la  observaba  coa  curiosidad,  asombrándose  de  qm  aquellos  tan* 
ees  no  fuesen  macizos. 

Alguno*  decían: 

—jCaltó  (estaban  vacíos! 

—Sí,  lodo  vacio,  dijo  nn  diputado,  que  se  hallaba  confundido  w- 
4tete<auehedumbro;  ¡todov&oio!  ¡pod*  yetftátea! 

Luis  XVI,  desde  el  fondo  del  carruaje,  íaé  testigo  de  «te  especia*- 
culo,  y  tal  vez  llegaron  á  sus  oídos  aquellas  palabras. 

Además,  duraMe  Ja  caminata,  pudo  ver  repelidas  veces  el  furor 
con  que  el  pueblo  destrozaba  cnanto  podía  retardar  el  poder  real. 

Sin  embargo,  no  apartó  la  vista  de  aquel  espeotáculo,  como  «i  hu- 
biese querido  familiarizarse  oon  él,  ni  dio  una  señal  siquiera  de  im* 
paciencia,  y  constantemente  se  mostró  «recogido  y  sileaeieso. 

La  reina,  per  el  oontrario,  parecía  asustada  de  cuanto  veía,  y  so- 
bre todo'del  tumulto  y  de  lis  vocels  del  pueblo.  Petion,  qubriend» 
tranqniliiarla,  la  dijo: 

—Nada  temáis,  sefiora;  el  pueblo  es  bueno,  y  á  pesar  de  su  dss- 
«entonto,  no  os  hará  ningún  mal. 

— rSolo  hará  su  deber,  asi  como  vos  también,  le  contestó  dara- 
mente  la  reina,  sin  dignarse  mirarle. 

Aquella  escena  era  na  recuerdo  fiel  de  lo  ocurrido  m  Várennos. 
Entonces  como  en  aquel  momento,  Palian  fué  el  encargado  de  con- 
ducirla \  París. 

Los  caches  llegaron  al  Temple  á  las  siete  de  Ja  noche. 

Santerre,  recien  nombrado  comandante  de  la  guardia  nacional  pa- 
risiense, los  esperaba  en  el  patio,  y  acompañó  i  la  real  familia  hasta 
el  palacio  deque  anteriormente  nos  hemos  ocupado,  y  que  tan  radi» 
cálmente  debia  cambiar  de  aspecto  desde  la  revolución. 

Los  ricos  muebles  y  tapicerías  habían  desaparecido,  y  no  quedaba 
ya  traza  alguna  del  aparato  que  había  ostentada  elgran  priec,  y  dei 


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di  mar*.  w 

lqp  ton  fie  «I  caída  de  Artou,  le  había  ¿atorado.  Sin  duda  este 
debió  ser  el  mas  amargo  recuerdo  de  cuantos  á  la  reina  debieron 
acudir,  al  acordarse  de  la»  brillantes  totee  que  alU  la  habiw  dado. 
,  Al  entrar  en  las  torres,  sns  recueras  debieroa  ser  mas  dotamos 
aun,  pues  no  debería  olvida**  que  allí  le  dijo  al  conde  de  Arlois,  cuanr 
da  Uk  pregnaJó  si  volvería,  prejg#>  A  aquel  sitio,  y  le  contesté: 

— ¡Lo  mas  pronto  qoe  pueda! 

\4  suerte  y  el  destino  de  los  reyes  y  grandes  de  la  tierra  también 
se  halla  bajo  la  mano  d*  Dios,  y  el  inflexible  poder  del  destino. 

La  primera  comida  la  hizo  la  familia  real  en  el  palacio,  y  Manuel 
asplM  dís  pié  al  lado  del  rey. 

A  media  noche  fueron  trasladados  los  prisionero*  á  las  torree,  don- 
de, oadft  estaba  dispuesto  para  recibirlas. 

Al  entrar  allí,  triste  recinto  do  por  largo  tiempo  debia  habitar 
acuella  desolada  familia,  oprimido  el  corazón  de  sus  amigos  y  fieles 
qervirtore#,  el  detcoasnaio  llegó  al  colmo,  y  da  caenia  Bue  de  sus 
impresiones  del  modo  siguiente: 

tfy  municipal,  llevando  en  la  mano  una  linterna,  eranoeslrogaia. 

A  la  débil  lw  que  producía»  procuré  descubrir  el  sitio  que  se  des- 
tinaba ^  la  familia  real ,  que  era  el  cuerpo  del  edificio  donde,  por  su 
estenróo  y  vasta  local,  las  sombras  de  la  noche  producían  un  efecto 
*A*  mas  aterrador. 

Sin  poder  ver  nada,  me  parecía  notar  algo  que  demostraba  una 
diferencia  potable  entre  esta  parte  del  edificio  y  el  palacio  de  donde 
acabábamos  de  salir. 

El  altísimo  techo,  cerca  del  cual  se  ostentaban  altas  venían**,  es* 
taba  lleno  de  troneras  cerca  de  las  cuales  habia  colocados  faroles  de 
trecho  en  trecho,  y  &  su  escasa  luz  no  me  pude  dar  cuenta  exacta  de 
la  parte  de  edificio  donde  nos  hallábamos,  y  que  me  era  totalmente 
desconocida. 

tSubi  algmos  escalones,  que  me  condujeren  4  una  escalera  baja  y 
estrecha,  construida  en  forma  de  espiral  y  á  la  que  se  entraba  por 
una  paertecita,  también  baja  y  estrecha. 

Al  final  de  esta  escalera,  hallé  otra  mas  pequeña,  que  me  condqjo 
al  segundo  piso:  pode  convencerme  de  que  me  hallaba  en  una  de 
ta*  torres,  y  penetré  en  una  estancia  á  la  cual  le  daba  luz  una  sola 


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i#s  maroma 

ventana,  y  donde  no  había  mueble  alguno,  mas  que  ana  mala  cama 
y  tres  sillas  viejas. 

—«Aquí  dormirá  tu  amo,  me  dijo  el  municipal. » 

Chamilly  me  había  seguido  de  cerca;  ambos  nos  miramos  el  uno 
al  otro,  y  no  pudimos  proferir  una  sola  palabra. 

Como  por  caridad,  nos  echaron  encima  un  par  de  sábanas,  y  salie- 
ron dejándonos  solos  algunos  instantes. 

Una  alcoba  pequeña  y  húmeda  contenia  una  mala  cama,  y  á  juz- 
gar por  lo  que  pudimos  ver,  anunciaba  estar  cuajada  de  insectos,  que 
nos  dimos  la  mejor  mafia  posible  en  extinguir. 

Cuando  Luis  XVI,  so  familia  y  las  personas  que  quisieron  parti- 
cipar de  su  desgracia  entraron  en  la  torre,  lo  primero  que  se  presen- 
tó á  su  vista,  fueron  los  harapos  pertenecientes  al  conserge,  que  es- 
taban colgados.de  una  cuerda  para  secarse. 

Era  la  una  de  la  noche.  La  señora  de  Tounsel  á  cosa  de  las  once 
había  acostado  al  defin,  que  tardó  poco  en  dormirse,  rendido  por  el 
cansancio,  en  brazos  de  los  que  le  conducían. 

Al  entrar  en  el  cuarto  que  se  le  había  destinado,  vio  Luis  XVI  al* 
ganos  cuadros  colocados  en  la  pared,  cuyos  asuntos  no  le  parecieron 
convenientes,  y  descolgándolos,  dijo: 

—No  quiero  que  semejantes  cosas  estén  k  la  vista  de  mi  hija. 

La  señora  Elisabelh  tuvo  que  acostarse  en  un  cuarto  que  había 
servido  de  cocina,  y  según  consta  de  un  dicho  de  la  duquesa  de  An- 
gulema, el  mismo  Manuel  se  avergonzó  de  conducirla  á  aquel  sitio. 

Una  estrafia  circunstancia  llamó  aquella  noche  la  atención  de  to- 
dos nosotros,  y  fué,  que  un  hombre  de  larga  barba  y  de  siniestra  fi- 
sonomía, que  durante  el  trayecto  había  ido  al  lado  del  coche  gri- 
tando: 

— «¡Muera  el  tirano!  {libertad  ó  muerte!»  fué  la  persona  encarga* 
da  de  hacer  los  honores  de  la  recepción  en  aquel  sitio,  distinguién- 
dose por  su  asiduidad  y  esmero  en  acudir  á  todo  y  4  todos. 

Sin  que  nadie  supiese  como  ni  de  que  manera,  se  había  inlrodaci- 
do  en  aquel  sitio,  ofreciéndose  á  trasladar  los  muebles  y  arreglar  los 
cuartos,  no  consintiendo  en  retirarse  hasta  que  la  familia  real  estuvo 
instalada  y  acostada. 

¿Seria  un  celoso  ciudadano  que  velaba  por  el  exacto  cumplimiento 


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DB  «OMITA.  H* 

de  la  voluntad  popular,  desconfiando  de  las  autoridades  del  distrito, 
ó  tal  vez  un  partidario  de  la  familia  real  disfrazado?  Es  cosa  que  ja- 
ato  se  pudo  descubrir. 

Los  delegados  por  su  parte,  tomaron  cuantas  precauciones  son 
imaginables  para  cubrir  so  responsabilidad,  sin  que  descuidasen  la 


El  dia  4  5  de  agosto  lograron  que  se  despidiese  á  todas  las  personas 
que  por  abnegación  y  carifio  habían  seguido  á  los  principes,  pero  este 
decreto  no  se  puso  en  ejecacion  hasta  el  dia  19,  gracias  á  la  in- 
fluencia de  Manuel.  Esta  orden  se  ejecutó  por  la  noche. 

La  princesa  de  Lamballe,  la  señora  de  Tourzel  y  su  hija  Paulina, 
la  sefiora  de  Navarra,  y  las  damas  de  honor  de  la  reina,  fueron  des- 
pedidas da  aquel  sitio,  en  compañía  de  Hue  y  de  Cbamilly. 

Reunidos  en  la  misma  pieza  de  la  torre,  esperamos  en  silencio  y 
aterrorizados  nuestra  ulterior  suerte.  Al  cabo  de  largo  rato  se  abrió 
1*  puerta;  &  la  luz  de  algunas  antorchas  nos  hicieron  atravesar  el 
jardín,  y  cruzando  la  puerta  principal  del  palacio  nos  obligaron  4  su- 
bir en  unos  coches  de  alquiler.» 

Al  siguiente  dia,  supieron  los  prisioneros  que  aquellas  personas 
no  debían  volver  mas.  Solamente  Hue  volvió  por  la  noche,  y  algu- 
nos días  después  pusieron  á  su  lado,  para  el  servicio  del  rey,  á  un 
antiguo  empleado  en  el  resguardo  llamado  Tison,  el  cual  en  compa- 
ñía de  su  mujer,  debía  encargarse  de  las  faenas  mayores  del  servicio. 

Igualmente  manifestó  la  comisión  encargada  su  celo  en  la  vigi- 
lancia interior  de  la  torre,  además  de  los  guardias  exteriores,  colo- 
cando dentro  un  reten  de  cincuenta  hombres. 

Estos,  para  maye»1  seguridad,  debían  ser  elegidos  entre  todas  las 
legiones  de  la  guardia  nacional,  y  obligados  á  estar  dentro  de  la  tor- 
re veinte  y  cuatro  horas,  sin  poder  salir.  Su  manutención  era  de  cuen- 
ta del  Estado. 

Cierto  número  de  oficiales  de  la  municipalidad  debían  formar  un 
consejo  permanente,  que  también  debería  residir  en  la  torre,  y  ser 
renovado  cada  veinte  y  cuatro  horas. 

Dos  de  entre  estos,  y  después  mayor  número,  y  en  los  casos  en  que 
la  familia  real  se  separaba,  debían  seguirlos  constantemente  á  su  la- 
do, sin  perderlos  de  vista  ni  un  instante. 


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71*  MUSJÚMB 

Bl  47  se  decretó  que  se  hiciese  un  mvo  y  un  and»  f eso  ai  re- 
dedor de  la  torre,  coa  »a  puente  levadizo  para  el  case  necesario. 
Estos  trabajos  se  confiaron  i  Palloy,  el  arquitecto encargado  déla 
demolición  de  la  Bastilla. 

Para  mejor  lograr  este  objeto,  se  derribó  una  gran  parte  del  pela* 
ció,  y  todos  los  edificios  adyacentes  á  él  é  inmediatos  á  la  terne, ¿fia 
da  dejarla  aislada. 

La  parte  de  jardín  que  debía  servir  de  paseo  á  ios  prisioneros,  bé 
cercada  también  por  un  alio  muro,  evitando  de  este  mode  que  las 
vecinos  les  pudiesen  ver  cuando  saliao.  La  mayor  parle  de  las  iwh 
tanas  se  tapiaron,  y  las  restantes  fueron  guarnecidas  de  gruesas  bar- 
rotes de  hierro,  ocultándola*  por  la  parte  exterior  cea  anchas  y  lar- 
gas pantallas,  que  10  permiten  á  los  prisioneros,  ver  desde  el  intorier 
le  que  pasaba  por  fuera. 

La  escalera  que  conducía  á  los  pisea  superiores  tenia  seis  puerto 
de  hierro,  guarnecidas  con  g ruesoa  cerrojos,  y  no  se  podi*  abrir  la 
una  hasta  que  la  anterior  se  había  cerrado  cuidadosamente.  A  la 
entrada  de  la  escalera  habia  la  séptima  puerta  de  hierro,  tan  fuerte 
y  gruesa,  que,  según  dice  un  contemporáneo,  se  Decantare*  cincuenta 
hambres  para  poder  colocarla  sobre  sus  goznes. 

Segnn  Hue,  esta  puerta  era  procedente  Ue  las  prisiones  de  Cha- 
teleL. 

Tal  Cae  la  nueva  transformación  que  sufrió  la  tare  del  Temple. 

A  esla  innovación  siguieron  las  medida*  de  precaución  que  adop- 
tó la  municipalidad,  y  que  por  cierto  eran  sumamente  molestas  para 
la  familia  real,  á  la  par  que  crueles  las  mas  de  las  ve$es. 

Además  de  la  grosería  de  algunos  oficiales  municipales  para  con 
el  rey  y  con  las  princesas,  habia  otros  que  las  hacían  extensiva*  has* 
ta  la  Urania. 

Varios  otros  seguían  al  rey  basta  su  mismo  retrete,  en  el  eaal 
apenas  eabian  dos  personas.  Unos  se  sentaba»  i  su  lado;  otros  se 
contentaban  con  esperar  en  el  gabinete  inmediato,  dqande,  empero, 
1&  puerta  abierta. 

No  faltó  alguno  que  no  qniso  sepárame  de  la  rema  mientras  ha- 
cia su  toilette, 

,  Estas  precauciones,  llevada*  al  fittJWM,  y  4  veflesJHtf*  ú  ridfo»* 


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DiKWlOfA  111 

lo,  «elütateiá  la  «ai  familia  ¡nffeitamaale,  y  J*  entonto,  las  so- 
portaban era  paciencia. 

En  parte,  el  rigor  antedicho  se  justificaba,  poca  á  pesar  de  toda» 
las  manifestaciones  de  los  realistas  se  repelías  een  frecuencia,  y  es- 
tos no  dejaron  de  tener  siempre  relaciones  con  los  presos. 

EslaoiroBBstaacia  es  digna  de  espüearse  detenidamente.  AI  pria- 
cipio  de  su  prisión,  las  reuniones  de  tres  ó  cuatrocientas  personas 
eran  frecuentes»  y  se  revelaban  por  medio  de  gritos  y  voces  subver- 
sivas. 

JE1  dia  25,  dia  del  rey,  la  reamas  exterior  aumentó  en  doble  Da- 
ñera, y  £né  aun  mocha  mas  significativa,  y  par  último,  el  dia  $8 
fueron  detenidos  varios  individuos  dentro  del  patío  del  Temple,  fe- 
aanlando  planos  del  adifirio 

En  el  interior  habitaba  Clery ,  ayuda  de  cámara  «del  rey,  al  cual, 
por  medio  de  las  visitas  semanales  que  su  esposa  le  hacia,  tenia  co- 
nocimiento de  cuanto  sucedía  ea  París  y  «a  teda  la  Francia,  siempre 
que  el  aamisaria  <se  descuidaba  en  la  mas  mínimo. 

La  sefiora  Clery  conducía  como  acompaOaata  á  una  de  sos  ami- 
ga a.  qm  jasaba  tpor  pariente  cercana,  ora  el  solo  objeto  de  distraer 
la  vigilancia  del  Argos. 

Petate  mado  Clery  reotbta  periódicos  y  cartas,  que  desptoes^o- 
monicaba  al  rey. 

Un  tal  Tuugy,  mato  de  cocina  y  furibundo  realista,  >se  entendía 
ara  Clery,  y  siéndole  permitida  eatner  y  salir  en  el  Templa,  aenria 
de  correo  para  las  inteligencias  secretas  del  rey  can  sos  partidarios. 

La  familia  real  tenia  también  relaciones  directas  cea  un  guardia 
anciana!*  limando  Zoulaa,  y  nueve  compaieros  sayos,  los  días  en  que 
sn  hallaban  de  guardia  ea  el  Temple,  instruyéndola  de  cnanto  sa- 
bían, y  desempeñando  les  encargas  que  se  les  daban. 

Por  este  medio  tuvieron  lagar  las  relaciones  de  la  reina  con  Ha- 
noel,  de  las  anales  haremos  referencia  mas  tarde. 

Lamayerdifiouliadqaese  ofrecía  era  oemunioar  al  rey  cual* 
lesquiera  de  las  noticias  gue  deutoo  de  la  torre  se  reoibian. 

Clery,  mas  qne  alna  peraona  algana,  por  ser  el  natural  menssffero 
antas  al  rey  y  sn  familia,  asparimentaba  estas  dificultades,  y  algunas 
veees  pasaba  días  enteros  sin  podesle  decir  al  rey  unaaola  palabm, 


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7ii  Nusioms 

en  razón  de  que  al  levantarse  ó  al  acostarse  el  rey,  sus  guardianes  se 
hallaban  constantemente  en  la  pieza  inmediata,  y  tenían  la  puerta 
abierta. 

Preciso  era  recurrir  á  mil  ardides  para  llamar  la  atención  de  les 
municipales.  Las  mas  veces  era  la  señora  Elisabeth  la  encargada  dé 
esta  comisión,  por  ser  la  menos  vigilada,  ó  bien  los  dos  nifios,  por 
medio  de  sus  juegos  y  alegres  risotadas,  haciendo  que  no  se  pudie- 
sen oir  las  palabras  proferidas  en  el  interior  de  los  apartamentos. 

Los  sufrimientos  y  la  persecución  de  la  real  familia  no  quedaban 
ahí,  y  por  motivos  que  referiremos,  llegaban  á  veces  los  guardias  á 
ejercer  con  ellos  medidas  de  violencia  y  ultrajes,  que  no  podemos 
menos  de  vituperar. 

Los  artilleros,  cuando  la  familia  real  sabia  á  su  prisión,  cantaban 
el  siguiente  estribillo: 

Madama  va  á  la  torre; 
no  sé  si  bajará. 

En  las  paredes  y  puertas  de  la  torre  se  veian  constantemente  ins- 
cripciones groseras  y  crueles. 

Una  vez  halló  el  rey  escritas  en  la  puerta  de  su  cuarto  las  siguientes 
palabras: 

—«La  guillotina  está  levantada,  y  espera  al  tirano  Luis  XVI.»  El 
rey  dio  orden  á  Glery  para  que  no  las  borrase. 

Algunos  de  los  escritos  decían:  «La  señora  "Vetó  tendrá  que  bai- 
lar. Nosotros  arreglaremos  la  pitanza  del  cerdo  mayor,  y  estrangu- 
laremos á  los  lobeznos. » 

Además  de  los  escritos  había  también  algunos  diseños  represen- 
tando una  horca,  de  1*  cual  pendía  un  hombre  con  un  escrito  al  pe- 
cho, que  decía:  «Luis  tomando  un  baño  de  aire.»  Una  guillotina  con 
las  siguientes  palabras:  «Luis  escupiendo  en  el  saco.» 

Entre  los  carceleros  y  demás  empleados  del  Temple  se  distinguían 
RÍ8berg  y  Rochen  este  último,  que  mas  larde  se  distinguió  arengando 
á  la  convención  en  Lyon,  al  conducir  á  Marat  después  de  su  proceso, 
era  un  ente  singular  y  de  aspecto  atroz. 

Vestido  de  zapador,  con  largos  bigotes  y  una  gorra  de  pelo,  arras- 
trando un  largo  y  pesado  sable,  y  pendientes  de  su  cintura  un  gran 
manojo  de  llaves,  no  abría  la  puerta  nías  que  en  el  momento  en  que 


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UetreekrtlilabnliarfaL 


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DlgUMTA.  ~l* 

los  prisioneros  galian  á  paseo,  procurando  siempre  hacerles  esp<  rar. 

El  referido  personaje  confesaba  orgulloso  cuantos  recursos  se  le 
ocurrían  para  hacer  mas  penosa  la  prisión  á  la  familia  real,  por 
cuantos  medios  estaban  á  su  alcance,  y  decía:  cAntonieta  estaba  muy 
orgallosa  al  principio,  pero  la  he  hecho  bajar  su  orgullo;  sa  hijo  y 
Elisabeth,  á  pesar  suyo,  me  hacen  la  referencia;  es  tan  baja  la  puerta, 
que  al  pasar  por  ella  se  veo  obligadas  á  inclinarse  delante  de  mi,  y 
cada  ves  que  pasan,  á  la  tal  Elisabeth  la  echo  á  la  cara  una  bocanada 
de  hamo  de  la  pipa.»  El  otro  día  le  dijo  á  uno  de  nuestros  comisa- 
rios:— «¿Por  qué  (tama  siempre  Rocher?» 

—Sin  duda  porque  le  agrada;  contestó  el  municipal. 

Tal  lenguaje,  tales  inscripciones,  asi  como  los  cánticos  y  toda  da- 
se de  leas  acciones  que  contra  los  prisioneros  se  cometían,  las  cree- 
mos dignas  de  toda  censara  y  reprobación  • 

El  trance  en  que  se  hallaba  la  municipalidad  del  distrito  era  en 
extremo  peligroso.  Al  conducir  al  Temple  á  Luis  XVI,  el  partido  re- 
volucionario habia  roto  completamente  con  el  pasado,  y  la  lucha,  en- 
tablada entre  el  partido  realista  exterior  é  interior  en  medio  de  los 
ejércitos  coaligados,  no  podia  dar  otro  resaltado  que  la  destrucción 
de  ano  de  los  dos  partidos. 

La  municipalidad  era  responsable  de  los  prisioneros  confiados  á  sa 
custodia,  y  por  lo  tanto  debía  asegurarse  de  los  amigos  exteriores 
tanto  como  de  los  enemigos  que  tenia  en  el  interior  de  la  torre. 

Temerosa  é  inquieta,  ejercía  una  vigilancia  tiránica  dentro,  derra- 
mando por  fuera  el  oro  que  no  permitía  entrar  en  la  prisión  por  te- 
mor de  la  corrupción. 

Desde  el  13  de  agosto  al  30  de  noviembre  gastó  33,000  francos 
para  el  gasto  ordinario;  y  para  el  de  la  mesa,  en  el  que  se  com- 
prendían trece  personas,  empleaba  28,745  libras  cada  dos  meses.  Una 
sola  de  las  trece  personas  podia  penetrar  en  la  torre,  y  esa  era  Tur- 
gy,  que  tanto  sirvió  á  la  familia  real,  lo  cual  demuestra  que  aun  á 
pesar  de  su  vigilancia,  era  engallada  la  municipalidad. 

A  fin  del  mes  de  octubre,  el  rey  y  la  reina  fueron  trasladados  á  sos 
nuevas  habitaciones.  La  del  rey  se  halló  preparada  macho  antes,  y  de 
sa  distribución  daremos  caenta  inmediatamente. 

El  entresuelo  se  hallaba  dispuesto  para  el  servicio  de  los  oficiales 
rao  a.  t# 


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11  i  fftttlONKS 

de.  municipio.  El  pito  principal  servia  de  cuerpo  de  guardia. 

El  segando  p«ra  habitación  del  rey  y  del  delfin.  La  lorreí  cfla- 
Arada  se  habia  dividido  en  cuatro  departamentos  pot  medio  de  ta- 
blones. 

t  La  primera  pie»  de  su  habitación,  dice  Ciety  éfc  das  inetnoKtó, 
era  dna  antecámara,  coyas  tres  pttmte  conducía*  á  Id»  Ireé  ólrofc 
departamentos.  En  Chente  de  la  puerta  de  entrada  Se  hallaba  la  habi- 
tación M  rey,  y  en  esla  sé  posó  la  cama  del  delflfi.  La  íiiá  estaba 
á  la  derecha,  como  también  el  comedor.  En  la  habitación  dtil  rey 
habia  una  chimenea,  y  otra  mayor,  colocada  éft  lá  piézá  de  entrada, 
calentaba  las  demás  habitaciones. 

Cada  una  de  estas  tenia  nna  ventana  con  fcrtiesos  barroteá  de  hier- 
ro ¿  la  parte  de  afuera,  y  pantallas  qi$  hñpedián  lá  cirtíufácion  del 
aire.  Las  repisas  de  las  ventanas  tenian  nneVé  pié*  de  ancho»  y  está 
circunstancia  hacia  la  luí  aun  mas  escasa. 

Otra  torrecilla,  que  daba  al  gabinete  del  rey,  servia  de  cuarto  fle 
tocador. 

En  la  tercera  pieza  se  habia  habilitado  un  guarda  ropa,  y  §ü  ti 
cuarta  estaba  el  depósito  de  leña  para  las  estufas,  poniendo  allí  tárt- 
bien  de  dia  los  catres  en  que  dormían  los  guardianes  del  rey. 

Las  cüátrd  piezas  tenían  un  techo  pofetizo  de  felá ,  y  lá¿  patedes 
Id  habiln  cubierto  dé  papel  dé  poco  precio.  El  de  lá  antecámara 
representaba  una  prisión ,  y  entre  los  lienzo*  de  14  mifcmá  sé  ha- 
llaban escritos  en  gruesos  caracteres  el  edicto  y  lá  declaración  del 
decreto  acerca  de  los  derechos  del  hombre,  en  medio  de  una  franja 
tricolor. 

Una  cOíÜóda,  un  pequeffo  escritorio,  cuatro  Mllás  de  tapi&ríá,  un 
sillón,  algunas  Sillas  de  paja,  una  mesa,  un  espejo  pequeffo  colocado 
etóma  de  la  chimenea,  y  ana  cama  tapizada  de  damasco  Verde, 
componfah  todos  los  muebles  de  aquella  habitación,  que  se  habían  ta- 
cado del  palacio  del  Templé.  Lá  cania  del  rey  tora  lá  qüft  servia  para 
el  capitán  de  guardias  de  taotóefior  el  conde  dé  Artóis. 

I&  reiua  habitaba  eü  el  tercer  piso,  y  la  distHbucioh  *rá,  póCoínas 
ó  menob,  la  misma  que  la  del  segundo.  Ttssoá  y  su  mujer  fáeroh 
colocados  debajo  de  lá  alcoba  del  rey. 

Sotóte  el  reloj,  que  estaba  en  fa  cbítaénéa  tfeieúárto  dbl  ifey,  se 


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DE  lUHOfA  TIB 

leía:  «Lepante,  relojero  del  rey.»  Lea  dos  últimas  palabras  fueron 
borradas»  poniendo  en  sa  lagar  *de  la  república.* 

£1  rey  $e  levantaba  lodoa  los  días  á  las  seis;  se  afeitaba  él  mis- 
mo, y  pasaba  después  á  su  gabinete,  dejando  la  puerta  abierta  para 
que  mejor  se  pudiese  ejercer  sobre  él  toda  clase  de  vigilancia.  Se 
ponía  de  rodillas,  y  en  esta  postura  hacia  su  cotidiana  oración,  le- 
yendo el  oficio  tifi  los  caballeros  del  Santo-Espíritu. 

A  las  nueve  le  venían  á  buscar  con  el  delfín  jwura  desayunarse,  y 
subiendo  á  la  habitación  de  la  reina,  almorzaban  en  familia. 

Después  del  desayuno,  Clery  peinaba  á  las  princesas,  y  la  sefiorita 
Efalt  por  orden  de  su  madre,  aprendía  á  peinar. 

Durante  este  tiempo,  el  rey  jugaba  una  partida  al  ajedrez,  á  las 
dmoes  ó  2*1  trictrac,  con  la  niña  que  se  hallare  ya  libre  del  peinado. 

A  las  diez  el  rey  daba  lección  al  deifln,  y  la  reina  á  su  hija,  y 
terminada  esta  operación,  traducía  para  si  algunos  autores  latinos,  y 
con  preferencia  4  Horacio. 

Daba  lección  de  historia  á  su  familia  en  general,  ó  bien  de  geogra- 
fía ó  de  cálculo,  y  en  esto  le  ayudaban  la  reina  y  la  sefiorita  Real. 

Clery  data  á  los  príncipes  sa  lección  de  escritura,  y  las  princesas 
después  se  entretenían  en  varios  trabajos  de  aguja ,  quedándose  el 
rey  leyendo,  adentras  el  delfín  y  su  hermana  jugaban  al  volante. 

Si  el  tiempo  era  bueno,  á  la  ana  daban  su  paseo  por  el  jardín,  .es- 
collados por  cuatro  guardias  municipales;  y  allí,  ya  que  en  el  inte- 
rior solo  recibían  insultos  y  malos  tratamientos,  recibían  en  cambio 
el  .consuelo  que  dan  las  muestras  de  simpatías  é  interés  de  parte  de 
las  personas  que  se  agrupaban  A  verlos  desde  sos  ventanas. 

A  las  dos  entraban  á  comer,  y  á  esta  hora  iba  diariamente  al  Tem- 
ple Santerre,  con  el  objeto  de  hacer  un  minucioso  examen  de  todas 
las  habitaciones. 

JB1  rey  eolia  hablarle  alguna  ves;  pero  notamos  que  la  reina  jamás 
le  dirigió  la  palabra. 

Las  .lecciones,  la  lectora  y  los  juegos,  continuaban  hasta  las  cua- 
tro, y  á  dicha  hora  el  rey  ae  acostaba  un  rato.  Al  caer  el  dia,  la  fa- 
milia real  se  colocaba  al  rededor  de  ana  mesa;  la  reina  ó  la  sefiorita 
Blisabeth  tomaban  un  libro,  y  en  alta  voz  leian  algún  pasage  de  la 
historia  deFrancia,  ó  alguna  obra  dramática  de  los  principales  autores. 


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716  PRISIONES 

Generalmente  aquellas  lecturas  eran  una  alusión  al  actual  estado 
de  ia  real  familia.  A  las  ocho  daban  de  cenar  al  delfín ,  que  era  el 
primero  qne  se  iba  á  acostar.  Dorante  aquella  cena,  el  rey  para  dis- 
traerse, se  divertía  en  poner  acertijos  escogidos  entre  la  colección  del 
Mercurio  de  Francia. 

Una  noche  propuso  uno  que  pareció  i  todo  el  mundo  difícil. 

Los  mas  aptos  desistieron,  y  como  el  rey  se  empellase  en  aclarar- 
lo, dio  algunas  esplicaciones  al  efecto,  pero  fué  inútil,  viéndose 
precisado  á  decir: 

— tSin  embargo,  hijos  mios:  es  lo  que  debemos  tener  presente  no- 
che y  dia,  pues  el  hado  adverso  nos  lo  impone.»  Es  la  palabra  «5o- 
•crificio.* 

A  las  nueve  el  rey  cenaba  en  familia,  refirándqpe  á  su  cuarto,  don- 
de leia  hasta  media  noche.  Las  obras  de  su  preferencia  erao  la  imi- 
tación de  Jesucristo;  todo  el  teatro  clásico;  El  Tasso,  en  italiano;  to- 
dos los  autores  latinos;  Montes  quien,  lodo3  los  viajes;  la  historia  de 
Francia,  y  la  de  Inglaterra,  por  Hume.  En  este  libro  estudiaba,  so- 
bre todo,  el  cautiverio  y  proceso  de  Garlos  I.  Durante  su  prisión,  le- 
yó Luis  XVI  doscientos  cincuenta  tomos,  sacados  de  la  biblioteca  de 
la  orden  de  Malta,  que  existía  aun  en  parte. 

Cuenta  Hue  que  la  primera  vez  que  entró  en  aquella  biblioteca 
acompañando  al  rey,  le  dijo  éste  al  ver  allí  las  obras  de  Yol  taire  y  de 
Rousseau: 

— t  Esos  dos  hombres  han  perdido  á  la  Francia.» 

A  las  doce  de  la  noche,  cuando  el  rey  se  quería  acostar,  colocaban 
los  municipales  sus  camas  contra  la  puerta  del  cuarto  del  rey. 

En  la  prisión  Luis  XVI,  daba  cada  dia  muestras  de  devoción  y 
piedad,  ayunando  y  comiendo  de  vigilia  los  viernes.  Los  domingos 
y  dias  festivos  leia  con  suma  atención  el  sacrificio  de  la  misa ,  y  su 
caima  y  resignación  denotaban  el  plan  que  se  había  propuesto  seguir 
hasta  que  se  consumase  su  sacrificio. 

La  reina,  por  el  contrario,  experimentaba  algunas  veces  raptos  de 
cólera  y  de  mal  humor,  que  procuraba  inútilmente  contener. 

Como  prueba  irrecusable  de  la  verdad  de  nuestro  relato,  daremos 
en  seguida  ios  estrados  de  los  curiosísimos  informes  que  daban  cada 
dia  los  comisarios  á  la  municipalidad. 


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«42  de  setiembre. — Luis  pasa  ana  grao  parle  del  dia  eo  familia, 
ó  se  pasea  leyendo.  La  seOora  Elisabeth  hace  otro  tanto.» 

t20  de  setiembre.— Luis  XY1  se  ocupa  de  literatura  en  su  torre, 
y  toma  varías  notas  con  su  lapicero.  Esplica  á  sus  hijos  algunos  tro- 
ios  latinos,  y  procura  escoger  los  mas  análogos  á  sus  circunstancias. 
Haría  Anlooiela  les  hace  leer,  y  á  veces  recitar  diálogos  de  memo- 
ría.  La  seSorita  Elisabeih  enseña  á  su  sobrina  las  cuentas  y  el  dibujo. 

•Después  de  comer,  se  pasa  el  tiempo  entre  alguna  que  otra  parti- 
da de  piquet,  ó  en  la  lectura  ó  en  conversación,  y  procuran  por  todos 
los  medios  imaginables  hablar  á  los  comisarios.  A  cosa  de  las  cinco  ó 
las  seis,  si  el  tiempo  es  bueno,  se  pasea;  y  si  no,  vuelta  á  la  lec- 
tura. 

•Por  las  noches  se  lee  en  alia  voz,  y  ordinariamente  se  escogen  las 
cartas  de  Cecilia.  Después  de  esta  lectura,  que  suele  llevar  tras  de  si 
largas  explicaciones,  á  las  cuales  presta  la  familia  grande  interés, 
se  proponen  enigmas.  Se  adivinan  los  del  mercurio ,  se  juega  á  los 
naipes,  etc.  Entre  día,  las  ocupaciones  sueleo  ser  iguales,  y  este 
pasatiempo  se  reproduce  á  cada  hora  constantemente. 

•Los  comisarios  de  la  municipalidad  han  creído  notar  que  se  pro- 
ponían hablar  en  cifra,  empleando  delante  de  ellos  un  lenguaje  gero- 
glífico  y  misterioso. » 

Esta  vida  uniforme  no  se  interrumpió  mas  que  por  los  inci- 
dentes de  que  vamos  á  dar  cuenta ,  y  se  creerá  estrado  por  cierto 
el  ver  la  conformidad  é  indiferencia  con  que  parecía  que  veía  al  rey 
cuanto  él  y  su  familia  sufrían  en  la  prisión  ,  reservándonos  respecto 
á  esto  hacer  las  reflexiones  que  el  profundo  esiudio  de  los  hechos 
y  cosas  nos  ha  sugerido:  por  el  pronto  nos  concretaremos  á  pro- 
seguir la  relación  de  los  hechos. 


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718  l'fttSIOfWS 


ni. 


Entrada  d*  Clety  en  el  Temple.— Hae  sale  para  no  volver.—  Kl  i  de  setiembre. 
—Primera  visita  de  Manuel. —Grao  tumulto  al  pié  de  la  torre.— Dipotoowo 
del  pueblo  cerca  de  los  prisioneros. — Se  anuncia  á  la  reina  la  muerte  dt 
la  princesa  de  Lamballe. — La  cabeza  de  esta  priocesa  colocada  en  ana  pica,— 
firmeza  de  los  oficiales  del  municipio. — La  cinta  tricolor.  —Cuarenta  y  cinco  < 
sueldos.— Conducta  de  Manuel.— Se  entiende  con  la  reina. — Se  declara  1a  abo- 
lición del  poder  real,  proclamando  la  república. — Lubin.— Voz  de  estentor.— 
fiebert  t  llamado  El  Padre  Duchesne.— Calma  del  rey  y  de  la  reina.— St  fes 
quita  á  los  prisioneros  todo  madio  de  poder  escribir,  y  las  armas  de  cualquiera 
clase.— Mal  humor  de  la  reina.— Separación  del  rey  y  de  sq  familia.— Llanto  dt 
las  princesas  .^Enternecimiento  de  Simón— Les  es  permitido  verse  y  vivir  jun- 
tos.—Segunda  visita  de  Manoel  al  Temple.— Armando  íde  la  Meóse).- Dos 
desconocidos.- Le  obligan  al  rey  á  quitarse  sus  condecoraciones.— Movimiento  de 
impaciencia  de  Luis  XVI.— Palabras  de  Manuel  á  Armando.— Informe  de  Manuel 
al  Común. 

Clery,  ayuda  de  cámara  del  del 60,  habiendo  sabido  el  cautiverio 
de  ta  familia  real  en  el  Temple,  escribió  á  Petion  ofreciéndose  á  conti- 
nuar sus  servicios  cerca  del  principe  durante  su  cautiverio.  Preciso 
era  tener  un  valor  6  toda  prueba  para  dar  semejante  paso  en  aquella 
época,  y  por  lo  tarto,  la  historia  coloca  á  Clery  en  el  contó  número 
de  los  Seles  y  constantes  servidores  que  por  la  noble  é  infortunada 
femilia  se  sacrificaron. 

El  26  de  agosto,  alas  ocho  de  kt  noche,  fué  introducido  en  ei 
Temple.  Pocos  dias  después,  el  2  de  setiembre,  fine  fué  preso  por  el 
municipal  Mathieu,  y  conducido  al  Hotel  de  vi  lie,  donde  Manoel  le 
pudo  salvar  de  la  degollación  que  tuvo  lugar  en  las  prisiones  aque- 
llos dias. 

Hue  volvió  á  recobrar  la  libertad,  pero  no  consiguió  por  eso  .en- 
trar de  nuevo  en  el  Temple. 

Desde  entonces  fué  solamente  Clery  el  encargado  de  todo  el  ser- 
vicio de  la  familia,  escepto,  como  dejamos  dicho,  de  las  faenas  ma- 
yores, de  que  se  cuidaban  Tisson  y  su  mujer. 

Sin  embargo,  entonces  se  dejó  oír  en  el  interior  del  Temple  el 


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m  mor*  iu 

raid»  de  ha  armes,  les  vooee  del  pueUo  y  él  fctroi  tanralte.  Loi 
municipales  parecían  inquietos  y  preocupados,  y  á  la  víspera  anun~ 
«aro»  ya  que  se  habían  Datado  eefialee  de  derla  agitación  popular, 
diciendo: 

~^-«  Harnee  hecho  mal  at  encarte*  hoy  á  pasear.» 

Bor  la  maf ana  vine  Mantel  á  anunciar  id  rey  que  Hue  no  pedia 
folver  á  entrar  á  su  servicio,  y  le  propeso  otro  criado  que  le  reem- 
plazase; pero  el  rey  ae  negó  i  admitirle.  Después  procuró  Manuet 
tranqiulimr  á  la  tedia  sobro  lo  qw  por  fuera  sueedia,  sin  matri- 
fcetar  la  caita*  y  dijo  i  la  reina  que  te  princeea  de  Lamballe  esfc- 
ba  en  perfecta  «alud. 

Despees  de  esto  seKó  del  Temple;  pero  loa  prisioneroa  tío  tuvie- 
ren permiso  para  dar  m  cotidiano  pasea. 

Ifieetrae  comían  se  oyó  tal  tumulto  en  las  calles,  y  lea  mintot* 
palea  demoetraban  ana  agttamon  tal,  qne  la  rea)  familia  se  levanté 
de  Mi  mesa  retirándote  á  la  habitación  de  la  eefiorita  Ellsabeth.  Bl  rey, 
pera  darles  ánimo,  se  poao  &  jugar  nna  partida  de  trio-trac  oon  la 
rana;  pero  tan  luego  como  la  empezaron,  redobló  el  tumulto  y  lea 
grttoa,  y  Glery,  pálido  y  deaeneajádeee  presentó  delante  de  Luis  XVI. 

—¿Qué  os  sucede?  le  dijo  el  rey  al  terle  en  aquel  estado. 

—Nada,  contestó  Glery,  balbuceando  delante  de  loa  comiaarioe. 
Me  siento  indispuesto 

En  aquel  instante  se  presentó  otro  municipal,  y  dio  principio 
entre  ellos  k  nna  conferencien  de  frasea  entrecortadas  y  en  tos 
baja. 

—¡Nos  amenaza  algn  peligro,  señoree!  [hablad!  (calamón  dis- 
pteatoa  4  todel  dije  Luis  XVI. 

üdo  de  los  comisarios,  llamado  Daujon,  y  que  llevaba  par  «obre 
nombre  El  ñbtte  de  seis  pus,  por  toda  contestación  se  fué  á  cerrar 
las  ventanas  y  correr  las  cortinas.  Esta  acción  contribuye  á  inquie- 
tarles znh  mae*  Uno  de  loa  municipales,  despees  de  haber  consul- 
tado con  atas  cofrades,  tomé  la  palabra»  y  dijo: 

—El  pueblo  cree  que  vos  y  vuestra  familia  ye  no  estáis  en  la 
torre,  y  pide  que  salgáis  4  la  ventana  para  ceratorarae,  pero 
te  oonftufeemee  «aaoMa.  SÉpmHisatá  obligado  á 
confianza  en  ana  magistrados. 


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•»•  PtlSKNflS 

Durante  aquel  diálogo  aumentó  el  tomulto,  y  te  oían  clara  y  dis- 
tí píamente  injurias  y  voces  contra  la  reina. 

Pasos  apresurados  se  dejaron  oír  en  la  escalera,  y  á  poco  apareció 
en  el  umbral  de  la  puerta  Rocher  con  asqueroso  traje,  acompañado 
de  oficiales'del  municipio,  conduciendo  en  medio  de  ellos  á  cuatro 
hombres  comisionados  por  el  pueblo,  que  iban  á  cerciorarse  de  si 
estaba  allí  aun  la  familia  real. 

El  rey  se  levantó,  la  reina  y  las  princesas  continuaron  en  sus 
asientos  cerca  de  él;  los  gritos  amenazadores  proseguían  i  la  parte 
exterior,  pidiendo  que  se  asomase  el  rey  ¿  la  ventana,  á  lo  cual  se 
oponían  los  guardias  municipales  con  todo  su  poder. 

En  aquel  trance  uno  de  los  diputados,  que  vestía  el  traje  de  guar- 
dia nacional,  y  llevaba  pendiente  de  su  cintura  un  sable,  lo  mismo 
que  Rocher,  se  acercó  á  la  reina,  y  la  dijo  con  voz  que  denotaba  el 
placer  de  la  venganza:  t quieren  ocultaros  la  cabeza  de  la  princesa 
de  Lamballe  que  os  traemos  para  que  veáis  como  trata  el  pueblo  á 
los  traidores.  Os  aconsejo  que  os  asoméis  á  la  ventana,  si  no  queréis 
que  el  pueblo  suba  aquí.* 

La  reina  solo  oyó  las  primeras  palabras,  pues  cayó  al  suelo  des- 
fallecida. 

El  rey  respondió  con  aparente  calma: 

— Estamos  dispuestos  á  todo;  pero  creo  que  podíais  haberos  esca- 
sado el  dar  parte  á  la  reina  de  tan  atroz  desgracia.  • 

Los  oficiales  del  municipio  obligaron  al  guardia  nacional  i  que 
saliese  de  allí  inmediatamente  y  la  familia,  real  se  retiró  á  la  habi- 
tación de  la  sefiorita  Elisabeth;  llevando  consigo  á  la  reina. 

C'ery,  que  se  quedó  solo,  vio  la  cabeza  de  la  princesa.  Esta  histo- 
ria pertenece  á  otra  prisión. 

El  hombre  que  la  llevaba  en  lo  alto  de  una  pica,  se  había  subido 
sobre  un  montón  de  piedras  que  habia  al  pié  de  la  torre. 

Aquel  tumulto  duré  cerca  de  seis  horas,  y  por  espacio  de  mas  de 
una,  el  pueblo  furioso  intentó  romper  las  puertas  de  la  torre  y  pe- 
netrar donde  se  hallaban  los  prisioneros. 

Solo,  la  firmeza  que  en  aquella  ocasión  mostraron  les  oficiales  mu- 
nicipales pudo  impedir  los  crímenes  que  indudablemente  se  habrías 
cometido. 


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ruttcmivulitlkmr 


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Uno  de ellos ¿Detuvo el  medio  de contener  ai  pueMA>  pariendo al 
través  de  la  puerta  te  banda  tricolor  que  Iteraba  pendiente. 

¡Cosa  eslrafia!  aqoel  pueblo  enfurecido  respetó  la  débil  barrera 
que  la  autoridad  le  opuse,  sin  atreverte  á  atrepellarla»  Mat  estrado 
aun  parecerá  que  el  que  tuvo  aquel  pensamiento,  digno  de  les  tiem- 
po» antiguo*,  exigiese  á  Clery  cuarenta  y  cinco  sueldos  por  cuenta 
del  rey,  en  pago  de  la  cinta  que  le  salvó  la  vida. 

La  repentina  noticia  de  la  muerte  de  la  princesa  de  Lambalh  hizo 
mas  efecto  aun  á  la  reina,  en  razón  de  que  por  la  mañana  Manuel  la 
habia  asegurado  que  vi  vi  a.  Así  lo  creia  al  menos,  y  para  consegrar- 
lo habia  tomado  infinitas  precauciones.  Habia  tfido  engañada  él 
mismo. 

Dorante  el  tiempo  en  que  Manuel  fué  procurador  sindica,  no  cesó» 
bajo  su  exterior  de  austera  severidad  9  de  proteger  á  los  prisioneros 
cuanto  le  fué  posible.  Por  él  tenia  noticia  la  reina  de  cuantas  nievas 
la  podían  interesar,  siendo  también  el  intermediario  de  las  relaciones 
que  mantenía  ota  sus  amigos  del  exterior. 

La  carta  que  respecto  á  esto  mismo  le  escribió  la  reina,  asi  come 
también  la  contestación  de  Manuel,  fueron  recogidas  por  un  abogado 
llamado  Roussel,  secretario  de  la  comisión  encargada  de  encantarse 
de  los  papeles  hartados  en  las  Tullerias  después  del  1*  de  agento,  y 
fueron  á  su  tiempo  publicadas  en  unión  de  otros  varios  detamentos 
curiosos. 

Por  esta  razón  la  conducta  que  Manuel  siguió  entonces  es  un  ha» 
cho  incontestable. 

El  tremendo  golpe  que  recibió  la  reina  la  hirió  mortaimenle  en  él 
corazón;  pero  no  debian  por  entonces  agotarse  las  ligrimas  de  María 
Ailtnieta,  cuyo  porvenir  estaba  sujeto  á  pruebas  mucho  mas  tor- 
nums. 

El  H  de  setiembre,  á  las  cuatro  de  ta  tarde,  Lubin ,  miembro  del 
común,  se  presentó  delante  de  la  torre  á  leer  un  edicto  con  toda  la 
pompa  y  solemnidad  posible. 

Este  edicto  era  la  abolición  del  poder  real  y  el  estaUeeimieate  de 
la  república.  La  voz  de  estentor  de  Lubin,  escogida  expresamente  en- 
tra aut  colegas,  penetró  dentro  de  les  mures  del  Temple,  hediendo 
retemblar  sus  bóvedas  en  medie  del  sítetelo  que  allí  retaftt . 

toro  n  ti 


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m  PRISIONES 

Los  dos  oficiales  municipales  de  servicio  aquel  dia  eran  Hebert, 
generalmente  conocido  por  el  nombre  del  padre  Duchesne,  y  Des- 
tournelles,  que  luego  foé  ministro  de  las  contribuciones. 

Ambos  observaron  cuidadosamente  la  fisonomía  del  rey  durante  ia 
terrible  declaración  que  llegaba  clara  y  distintamente  á  sos  oídos. 

Luis  XVI  tenia  un  libro  en  la  mano,  y  continuó  leyendo  sin  levan- 
tar la  vista  un  solo  instante. 

Duefia  de  si  misma  en  aquel  supremo  instante  la  reina,  tampoco 
manifestó  la  menor  emoción ,  y  sin  embargo,  aquellas  palabras  la 
anunciaban  terribles  y  mayores  desgracias. 

Desde  el  dia  29  de  setiembre,  el  común  publicó  no  decreto  en  el 
cual  ordenaba  que  todas  las  personas  empleadas  en  servicio  del  rey 
y  su  familia,  no  podrían  volver  á  salir  de  la  torre,  privándoles  ade- 
más de  papel,  plumas,  lápiz  y  de  toda  clase  de  armas. 

Anticipadamente  le  habían  quitado  al  rey  su  espada,  lo  cual  habia 
sido  para  el  ex-monarca  la  mas  atroz  afrenta.  El  rey,  la  señorita  Eli- 
sabeth  y  la  demás  familia  se  sometieron  con  resignación;  pero  la 
reina  no  pudo  menos  de  manifestar  su  mal  humor  diciendo: 

—Si  no  es  mas  que  eso,  me  parece  poco,  pues  debian  quitarnos 
también  las  agujas,  porque  también  pinchan. 

Este  no  era  mas  que  el  principio  de  las  penas  que  les  aguardaban. 

Seguidamente  se  dio  la  orden  para  que  el  rey  fuese  separado  de  su 
familia.  En  efecto,  el  dia  10  por  la  tarde,  se  le  obligó  á  subir  á  la 
gran  torre  donde  estaba  casi  concluida  ya  su  habitación;  y  al  pedir 
bajar  un  momento  á  reunirse  con  sus  hijos,  se  le  rehusó  con  dureza. 
Hizo  algunas  reflexiones  acerca  de  la  crueldad  de  tal  determinación, 
pero  no  fueron  atendidas. 

La  reina,  las  princesas  y  el  delfin  suplicaron  repelidas  veces  álos 
municipales  les  concediesen  esta  gracia,  y  vencidos  por  sus  lágrimas 
y  ruegos,  accedieron  á  que  comiesen  juntos. 

La  circunstancia  mas  notable  de  la  escena  que  acabamos  de  refe- 
rir, es  que  el  famoso  Simón,  que  mas  tarde  fué  nombrado  guardias 
del  delfin,  mas  enternecido  que  sus  cofrades,  exclamó: 

— Creo  que  esas  b...  de  mujeres  me  harían  llorar. 

—Un  momento  después  le  dijo  á  la  reina  el  mismo  Simón:  «Cuan- 
do asesinabais  al  pueblo  el  10  de  agosto,  no  llorabais  por  cierto.» 


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nsioaor*.  7ft 

—El  poeblo  se  ha  equivocado,  acerca  de  nuestros  sentimientos,  le 
contestó  la  reina. 

Sin  embargo,  todas  las  formalidades  para  el  establecimiento  de  la 
república,  no  se  habían  llenado  aun.  Las  órdenes  y  condecoraciones 
estaban  abolidas  en  Francia,  y  Luis  XVI  continuaba  llevándolas  den. 
tro  de  la  prisión  del  Temple. 

Respecto  á  esle  punto  se  dio  un  nuevo  decreto,  y  Manuel  fué  el  en- 
cargado de  la  ejecución.  Se  ha  creído  por  algunos  que  él  lo  solici- 
tó, con  el  objeto  de  lograr  que  el  rey  le  diese  una  carta  para  el  rey 
de  Prusia,  en  la  que  debía  pedirle  retirase  sus  tropas  del  condado  de 
Champagne.  Nunca  se  pudo  probar  esle  aserto,  y  tampoco  le  hemos 
visto  consignado  en  ninguna  parte. 

Un  joven  llamado  Armando  (de  la  Mease),  silencioso  miembro  de 
la  convención;  por  curiosidad  é  interés,  solicitó  de  Manuel  el  permiso 
de  poderle  acompañar  al  Temple  para  ver  á  la  familia  real,  y  á  este 
debemos  los  detalles  de  la  visita  en  cuestión,  pues  los  publicó  en 
un  minucioso  folleto. 

El  2  de  octubre,  á  las  diez  de  la  mafiana,  dos  hombres  subían  á 
un  fiacre  en  la  calle  de  S.  Honorato  cerca  de  la  plaza  de  Vaodoma, 
y  se  dirigieron  al  Temple.  Al  llegar  á  la  calle  de  S.  Martin  cerca 
de  la  de  S.  Nicolás,  se  detuvo  el  carruaje.  Otras  dos  personas  que 
parecían  esperarles,  se  acercaron  á  él,  la  portezuela  se  abrió,  subie- 
ron, y  emprendieron  de  nuevo  su  marcha:  solo  se  detuvieron  en  la 
puerta  del  Temple. 

Una  de  las  personas  que  iban  allí  era  Manuel;  el  otro  Armando, 
y  los  dos  restantes,  eran  de  todo  punto  desconocidos.  Gomo  solo 
podían  entrar  en  el  Temple  los  oficiales  del  municipio,  todos  lleva- 
ban su  correspondiente  faja  tricolor,  escoplo  Manuel,  que  era  dema- 
siado conocido  en  todas  partes. 

Durante  el  trayecto  reinó  dentro  del  coche  el  mas  profundo  silencio. 

Las  tres  personas  desconocidas  se  observaban  silenciosamente,  ó 
estaban  sumidas  en  tristes  reflexiones. 

No  importándole  gran  cosa  á  Manuel  lo  que  aquellas  personas 
podían  pensar,  se  recostó  en  el  fondo  del  carruaje,  procurando  para 
no  incomodarles  con  sus  miradas,  llevar  la  vista  fija  siempre  en  la 
ventanilla,  y  observar  lo  que  pasaba  en  las  calles. 


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714  PRISIONES. 

Par  fia  llegaron  al  Temple,  y  fueron  introducidas  inmediatamente 

Al  entrar,  el  delfín  estaba  de  pié  sobre  las  rodillas  de  su  padre, 
que  le  colocó  después  sobre  un  taburete,  A  la  derecha  del  rey„  la 
reina,  su  hija  y  la  señora  Elisabeth  formando  semicírculo,  se  halla- 
ban ocupadas  en  bordar.  Delante  del  rey  habia  una  mesa  pequeña 
cubierta  con  un  tapete  verde,  un  plano  geográfico,  un  mapamundi  y 
varios  libros. 

Manuel  se  delante  hacia  el  rey,  el  cual,  de  pié,  parecía  esperar  le 
dirigiesen,  la  palabra,  mirando  de  vez  en  cuando  y  con  sumo  disi- 
mulo á  los  desconocidos,  que  no  cesaban  de  hacerle  señas  casi  im- 
perceptibles. 

Fijos  en  ellos  sus  ojos,  parecía  evocar  algunos  recuerdos;  y  cuan- 
do Manuel  pronunció  la  primera  palabra,  se  sobrecogió  involuntaria- 
mente, volviendt  hacia  él  una  mirada  cuya  espresion  y  dignidad 
parecía  agena  del  monarca  caído. 

Pero  aquel  relámpago  pasó  fugaz,  y  su  fisonomía  volvió  á  expresar 

la  calma  y  resignación  que  en  él  parecían  un  deber,  ó  mejor  dicho 

.  una  costumbre*  El  rey  habia  desaparecido  bajo  los  hábitos  del  cristiano. 

— ¡Caballero!  habia  dicho  Manuel  causándole  al  rey  aquel  involun- 
tario terror;  y  después  de  un  instante  de  silencio,  añadió  con  visible 
esfuerzo: 

—Caballero:  la  nueva  calificación  que  acabo  de  daros  os  estrafia 
sm  duda,  porque  ignoráis  que  ha  sido  abolido  en  Francia  el  poder 
real;  que  decretada  la  república,  ha  sido  promulgada,  y  que  no  exis- 
ten ya  las  dignidades  ni  condecoraciones. 

Por  efecto  de  un  movimiento  tan  rápido  como  el  pensamiento, 
echó  el  rey  una  mirada  sobre  su  casaca,  en  la  cual  llevaba  la  or- 
den* de  S.  Luis  y  el  toisón  de  oro.  La  del  Espíritu-Santo  no  la  lleva- 
ba desde  que  fué  suprimida  por  la  asamblea  constituyente.  Tan 
pronto  pálido  por  la  emoción,  como  enrojecido  su  seinblante  por  la 
vergüenza,  procuró  evitar  que  sus  miradas  se  encontrasen  con  las 
de  la  reina,  á  fin  de  evitarla  un  nuevo  dolor. 

Los  dos  desconocidos  que  se  habían  quedado  detrás  de  Manuel 
expresaban  al  rey  por  medio  de  sus  ardientes  miradas  la  parle  que 
lomaban,  en  su.  sentimiento,  y  los  deseos  que  tenían  de  sacrificarse 
por  él. 


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CU  lUftUf  A  TU 

Dorante  el  corto  silencio  que  siguió  á  las  palabras  de  Manuel,  Ar- 
mando se  acercó  á  la  mesa,  donde  había  un  libro  abierto  y  vuelto 
del  revés. 

Aprovechándose  del  momento  en  que  el  rey,  vuelto  de  cara  hacia 
Manuel,  no  podia  apercibirse  de  su  acción,  volvió  el  libro.  Era  Ho- 
racio, con  la  traducción  en  verso,  abierto  en  la  oda  que  empieza: 
Rectius  vives. 

— Prestadme  vuestras  tijeras,  dijo  el  rey  á  su  esposa,  y  sin  con- 
testar á  Manuel,  empezó  á  descoser  un  bordado;  pero  como  no  lo  lo- 
grase fácilmente,  tiró  las  tijeras  y  gritó  impaciente: 

—¡Clery!  iClery! 

Clery  se  presentó  en  el  umbral  de  la  puerta,  y  Luis  XVI  le  dijo: 

— Que  todo  esto  desaparezca  mañana. 

T  recobrando  su  calma  habitual,  se  volvió  hacia  Manuel,  afia- 
diendo: 

—¿Estáis  contentos,  seffores?  Mucho  me  alegro.  Ta  era  tiempo  de 
qpe  todo  esto  concluyese,  y  lo  deseaba  mas  que  vosotros  tal  ves, 
siempre  que  pueda  por  este  medio  ser  la  Francia  folia;  pero  lo  dudo. 

Nada  contestó  Manuel,  y  el  rey  afiadió: 

— ¿Qoó  se  ha  hecho  el  juramento  del  mes  de  junio? 

Aludía  al  juramento  que  hizo  la  asamblea  legislativa  pocos  meses 
antes,  proscribiendo  el  sistema  republicano,  y  jurando  mantener  el 
poder  real  en  la  familia  reiíaate. 

—La  soberanía  del  pueblo ,  contestó  Manuel. 

—¿Y  seréis  con  ella  mas  felices?  Mucho  lo  deseo,  pero  lo  dudo. 

Atti  concluyó  la  conversación  y  la  visita.  Manuel,  sombrío  y  preo- 
cupado, salió  llevándose  consigo  á  los  fingidos  comisarios,  sin  qie 
durante  el  camino  que  media  desde  el  Temple  hasta  la  Convención , 
se  prenunciase  una  sola  palabra. 

Cada  uno  de  ellos,  arrollando  la  faja,  la  guardó  en  su  bolsillo,  y 
sin  pensar  en  dar  las  gracias  á  Manuel,  se  fueron  por  distintas  partes. 

Ai  encontrarse  al  dia  siguiente  en  la  Convención  Armand  y  Ma- 
nuel, dijo  este  último,  como  si  continuase  un  pensamiento  del  día  an- 
terior: 

—¡No  han  conocido  á  aquel  hombre! 

La  relación  que  de  esta  escena  hace  Clery  en  sus  memorias,  diflo* 


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7*1  MUSIONIS 

re  en  algo  de  la  de  Armand,  y  la  supone  en  distinta  fecha.  Sin  em- 
bargo, creemos  mas  exacto  lo  que  acabamos  de  referir,  sin  dudar 
por  eso  de  la  veracidad  del  relato  de  Clery. 

En  la  citada  relación  del  ayuda  de  cámara  de  Luis  XVI  se  presen- 
ta á  Manuel  como  habiéndose  atrevido  á  usar  con  el  rey  de  una  inde- 
cente familiaridad,  añadiendo  que  la  escena  á  que  se  refiere  pasó  el 
7  de  octubre  en  vez  del  2  del  mismo  mes. 

En  prueba  de  nuestra  aserción,  referiremos  lo  que  Manuel  dijo  en 
la  Convención:  c Los  signos  del  absolutismo  y  órdenes  abolidas  se 
hallaban  en  todo  su  vigor  en  el  Temple.  El  mismo  Luis  de  la  Torre 
ignoraba  que  ya  no  era  rey,  y  por  lo  visto,  no  se  le  había  notificado 
el  decreto.  Yo  le  he  hecho  una  visita,  y  entre  la  conversación  he 
creído  deber  participarle  la  fundación  de  la  república. 

»Ya  no  sois  rey,  le  dije.  Esta  es  ana  buena  ocasión  que  se  os  pre- 
senta para  ser  buen  ciudadano.  t  • 

»No  me  ha  parecido  que  esto  le  afectase  sobremanera.  He  dicho  á 
su  ayuda  de  cámara  que  quitase  las  condecoraciones  de  sus  vestidos; 
y  si  se  ha  puesto  un  traje  real  al  levantarse,  es  muy  probable  que  al 
irse  á  acostar  se  halle  con  la  bata  de  un  humilde  ciudadano.» 

«Ya  sabemos  que  es  culpable;  pero  como  no  se  ha  reconocido  asi 
por  la  ley,  le  hemos  prometido  usar  con  él  de  indulgencia .  Es  muy 
posible  que  con  el  tiempo  sea  un  completo  ciudadano.» 

»Parece  que  Luis  de  la  Torre  no  se  halla  mas  afectado  ni  envane- 
cido por  hallarse  preso,  que  por  desempeñar  el  papel  de  rey. 

t  Le  he  hablado  de  nuestras  conquistas,  participándole  también  la 
rendición  de  Ghambery,  Niza,  etc.,  etc.,  anunciándole  la  caidadelos 
reyes,  tan  próxima  como  la  de  la  hoja.» 

Parece  que  la  comparación  de  las  hojas  y  de  ios  reyes  era  el 
lema  favorito  de  Manuel.  Una  sola  verdad  bien  clara  y  manifiesta 
dice  en  su  relato,  y  es:  que  el  rey  no  mostraba  sentimiento  ni  dolor 
por  el  amargo  porvenir  suyo  y  de  su  familia. 

En  los  Fenillants  le  participaron  que  todas  las  personas  de  su 
séquito  se  debían  retirar,  y  dijo  solamente: 

—¿Con  que  estoy  prisionero? 

Poco  deipues,  como  si  hubiese  tomado  ya  su  formal  decisión, 
añadió: 


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oí  ratón.  iv¡ 

—Garios  I  fué  mas  feliz  que  yo,  pues  sos  amigos  lo  acompañaron 
hasta  el  cadalso. 

Desde  los  Feoiliants  fué  conducido  al  Temple.  Le  encerraron  en 
ana  torre,  despees  le  anunciaron  qoe  se  construían  habitaciones  pa- 
ra él  y  para  so  familia,  y  no  preguntó  «quiera  cnanto  tiempo  pensa 
bao  tenerle  en  la  prisión. 

Le  quitan  su  espada,  sos  armas,  cuantos  medios  puede  tener  pa- 
ra escribir,  y  se  somete  á  todo  con  resignación. 

Qoeda  abolido  el  poder  real;  se  proclama  la  república,  van  á 
anunciárselo  oficialmente;  le  arrancan  las  condecoraciones,  y  un  solo 
movimiento  de  impaciencia,  del  que  poco  después  se  arrepiente,  deja 
entrever  que  siente  aquella  demostración  ultrajante;  y  en  vez  de  pro- 
testar enérgicamente,  se  contenta  con  decir  estas  tímidas  frases: 

—¿Qué  se  ha  hecho  el  juramento  del  mes  de  junio?  Deseo  que 
seáis  mas  felices,  pero  lo  dudo. 

Las  consecuencias  de  estas  observaciones  hallarán  mas  tarde  su 
aplicación. 


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7*t  tmmm 


IV. 


St  decreta  que  comparezca  el  rey  á  la  barra  ante  la  Convención.— Precauciones  quft 
•toman  Clery  y  la  señorita  Eliaabetb.— Partida  de  Siam.— El  número  diex  yseit 
está  en  desgracia. — Dos  horas  de  espera. — Palabras  éeLuis  ITl  despoesdela 
.  lectora  del  decreto.— Se  presenta  á  la  Convención. — Un  movimiento  de  im- 
paciencia.— El  pedazo  de  pan  de  Cbaomette. — So  cena, —Reflexiones  de  los 
periódicos. — La  miga  de  pan  del  rey. — Conversación  con  Cbaomette. — Cartas  de 
los  partidarios  del  rey.— Lamoignon  de  Malesh  erbes.— Palabras  qoe  le  dirige 
Barreré.— entrevista  del  rey  y  de  Mslesfaerbes.— Contestación  de  este  ulti- 
me á  Treilhard. — De  8exe.— Calma  del  rey. — Inquietudes  por  su  familia.— 
Carla  del  rey  á  Kaleeherbes.— Lab  I¥I  es  condenado  á  la  pena  de  muer- 
te.—Mr.  de  Malesberbes  se  lo  anuncia.— Reflexiones  del  rey  respecto  á  su 
condena.— Le  leen  la  sentencia.— Actitud  del  rey  dorante  este  tiempo.— Es- 
crito que  entrega  el  rey.— El  abate  Edgewonth  de  Firmont. — Proposición  de 
Hebert.— JacquesRoox  y  Jacqoes  Bernard. —Dicho  del  rey  acerca  de  su  muer- 
te.—Primera  entrevista  con  el  abate  de  firmont.— Ultima  entrevista  de  Luis 
XVI  con  so  familia.— Relación  qoe  haee  la  duquesa  de  Angulema.— Luis  se 
acuesta,  y  duerme.— Su  comunión. — Ultimas  disposiciones. — Entrega  so. tes- 
tamento.—Dicho  de  Jacqoes  Roux.— Carrera  del  Temple  hasta  la  plaza  de  la  Re- 
volución.—El  rexojde  los  agonizantes.— Luis  XVI  llega  delante  de  la  guillotina.— 
Detalles. — Cólera  y  resignación  del  rey.— Sus  últimas  palabras.— Redoble  de  los 
tambores.— Bendición  de  su  sepultura.— Reflexiones. 

El  diario  titulado  Las  revoluciones  de  Prudhom,  en  su  Rumo- 
ro 479,  decia: 

—«Desde  el  fondo  de  la  torre,  el  ex-rey  impune,  es  la  espada  de 
Damocles  suspendida  de  un  cabello  sobre  la  cabeza  del  pueblo.  Mien- 
tras exista  Luis  XVI,  juzgado  ó  no,  se  titulará  rey,  y  hallará  gentes 
que  lo  crean.» 

Esta  opinión  que  en  otros  términos  emitían  la  mayor  parte  de  los 
periódicos  revolucionarios  de  la  época,  apresuró  naturalmente  el  pro- 
ceso del  rey.  Los  largos  y  pesados  debates  que  tuvieron  lugar  para 
determinar  las  formas  del  proceso  se  hallan  fuera  del  cuadro  de  esta 
historia.  Por  lo  tanto,  creyendo  deber  concretarnos  á  relatar  los  su- 
cesos de  la  torre  del  Temple,  empezamos  por  sentar  que  el  decreto 
de  la  Convención  ordenaba  que  el  dia  11  de  diciembre  de  1792 
compareciese  Luis  XVI  á  la  barra. 


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Dt  mor  a.  i*» 

Preiwédo  anticipadamente  Clery  de  esta  detenftiuack»,  pudo  dar 
conocimiento  á  la  sefiorita  Elisabeth,  la  cual  la  comunicó  al  rey.  Pe- 
ro la  Convenció?,  mas  cruel  aon,  había  adoptado  otra  medida,  y  era 
que  dorante  el  proceso  no  comunicaría  el  rey  con  su  familia.  En  vis- 
ta de  aquella  determinación,  de  acuerdo  Ciery  con  la  sefiorita  Elisa* 
beth,  concertaron  les  medios  de  establecer  una  correspondencia  por 
medio  de  Turgy  y  de  un  ovillo  de  hilo.  Además,  tomó  un  pañuelo 
de  la  princesa,  y  acordaron  que  si  el  rey  se  hallaba  enfermo,  se  le 
remitiese  como  olvidado  en  sus  habitaciones,  y  que  el  modo  con  que 
fuese  doblado  significaría  la  clase  de  enfermedad  que  padecía. 

El  día  11  por  la  mañana  subió  el  rey  á  almorzar  con  su  fcmUia* 
El  ruido  de  los  tambores  y  los  relinchos  de  los  caballos  se  dejaban 
oir  en  los  patios  y  avenidas  del  Temple.  Instruidos  ya  los  prisioneros 
de  la  separación  que  debia  verificarse,  pudieron  contener  delante  de 
loe  municipales  sus  ligrimas  y  acerbo  dolor,  sin  manifestar  en  lo  ñus 
mínimo  por  sus  costumbres  ni  hábitos  que  tenían  ya  oouocimiente 
de  lo  que  iba  á  suceder. 

El  rey  descendió  á  su  coarto  con  el  delfín  á  la  hora  acostumbrada, 
y  solo  por  medio  de  algunas  miradas  furtivas,  cambiadas  entre  sl9 
ae  dieron  mutuamente  un  tierno  adiós. 

Cuando  se  hallaron  en  su  cuarto,  en  vez  de  la  lección  ordinaria» 
pidió  el  delfin  á  su  padre  que  jugase  con  él  una  partida  de  Siam,  á 
lo  cual  accedió  Luis  XVI.  El  delfin  perdió  todas  las  partidas  y  nunm 
podo  pasar  del  número  diez  y  seis. 

—Cuantas  veces  tengo  ese  punto  üe%  y  $ei$,  dijo  con  mal  humor, 
otras  tantas  pierdo  la  partida.  El  número  iiet  y  mi  es  muy  desgra- 
ciado. 

—Hace  tiempo  que  lo  sé,  contestó  el  rey. 

A  las  once  se  presentaron  los  comisarios  á  buscar  al  delfin  para 
llevarle  con  su  madre,  anunciando  al  propio  tiempo  á  Luis  XVI  la  vi* 
sita  del  nuevo  alcalde,  Chambón. 

Luis  besó  á  su  hijo  y  esperó  al  funcionario  péblico,  preparado  ya 
para  comparecer  ante  la  Convención. 

El  tiempo  corría  con  lentitud,  y  dos  horas  mortales  se  pasaron  sin 
que  pareciese  la  visita  anunciada.  Cansado  y  rendido  por  el  fastidio; 
se  acababa  de  sentar  el  rey,  cuando  apareció  Chambón,  y  dio  prio- 

91 


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iso  rtmoras 

cipio  á  la  laclara  del  decreto  que  ordenaba  á  km  Capeta  etmpatoer 
á  la  barra  ante  la  Convención. 

—«Yo  no  me  llamo  Capelo.  Ese  es  el  nombre  de  «no  de  mis ante- 
pasados. Habría  preferido  qoe  me  bubtesen  dejado  á  mi  hije  loe  ce-* 
misario*  dorante  las  dos  horas  que  be  pasado  esperándoos.  Sin  m~ 
bargo,  esta  conducta  no  me  estrafia,  pues  es  ia  canaecueoeia  prensa 
d»  todas  las  vejaciones  que  sufro  hace  cuatro  meses.  Me  preparo  i 
seguiros,  no  por  obedecer  á  la  Coaveucion,  amo  porque  la  fnetjaeatt 
en  las  manos  de  mis  enemigos. » 

Son  notables  estas  palabras  de  Luis  XVI-  Por  la  primera  fiase  rtr 
látiro  h  m  bija,  demostraba  la  cansa  de  sn  abatimiento  durante  las 
dos  boras  qie  tato  que  esperar;  y  por  la  segunda  protestaba  por  prir 
mera  fea  desde  que  se  hallaba  en  el  Templa. 
"  Sil  embargo,  no  volvió  á  protestar  delante  de  la  Convaactoa.  8b 
{Huseotó  en  la  barra  eon  la  calma  y  la  serenidad  qne  habip  mostrada 
donante  m  eaitiverjo ;  y  por  una  estrafia  coincidencia  fué  á  ocupar 
el  mismo  sitio  y  el  mismo  sillón  en  qoe  se  «oteé  cuando  juróla 
ooMtitaoion. 

Barrare,  que  era  el  presidente,  le  interrogó  con  mesara  y  buea» 
modales.  El  proceso  empezó  por  la  lectura  del  acia  de  aousaeioQ,  y  i 
nada  artículo  se  le  hicieron  las  pregantes  convenientes,  fin  al  acta 
indicada  se  ponían  de  manifiesto  todas  lp  íallas  comelldae  dnoantf 
ra  orinado,  acosándole  de  las  que  su  partido  bebia  cometido. 

Las  contestaciones  de  Luis  XVI  fueron  breves,  precisas,  y  digMf 
)aa  mas  de  l*p  vocea:  solo  ob  momento  salió  dal  orden  y  de  ai  calma 
a*esu*mbrada:  eata  fué  ouaodo  jo  le  achacó  pi  haber  dwMnadftl* 
sangre  del  pueblo  el  10  de  agosto: 

—No,  señor,  no ;  yo  no  be  sido,  exclamó  con  vos  fuerte. 

Luís  indio  una  copia  del  acta,  y  ia  (acuitad  de  elegir  un  conjejo 
par*  gft  «Jetan».  Ambas  cosas  le  fueron  concedidas. 

La  sesión  concluyó  tarde,  y  Luis  XVI  pe  habia  lomado  nada  desda 
por  la  macana  temprano.  Viendo  á  un  granadero  que  partía  un  trf*> 
de  pan  con  el  procurador  Ghaumette,  le  pidtá  un  pedam,  qw  ChMh 
met|p  w  apre^nró  jt  entregarle.  Solo  comió  el  rey  la  corten,  y  al  ta- 
tuar en  el  carnaje  no  sabia  que  hapar  de  la  miga;  ppr  lo  oaal  cea* 
sultó  4*  Colombeau,  escribano  del  como*  lo  que  debia  hacer  deeUfc> 


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m  mor*.  911 

Este  le  lomó  de  las  manos  del  rey,  y  la  tiré  por  la  porgúela. 

«Hanais  nal  en  tirar  aéi  el  pan,  cauda  va  tao  escasa. 

—Y  ffiém  sabéis  tos  que  escasea  el  pan?  le  pregmtó  Chaamette. 

—Porque  el  que  yo  como  huele  á  húmedo. 

Después  da  alguoae  moneólos  de  reffeiioa,  anadié  Chanmetle: 

—Ib  abuela  me  dada  algunas  veces:  cNifto,  no  desperdicies  ni 
ana  sola  miga  de  pan,  paes  te  serta  imposible  al  poder  prodaotr  té 
otra  tanto  igual.» 

—Ai  parecer,  vuestra  abuela  era  una  mujer  de  muy  baso  talento, 
le  dijo  Lais  XVI. 

Estas  circonstancias  y  otras  tanas  menee  importantes,  fucroeíoter- 
preladas  por  la  prensa desfavorablemente  para  el  rey.  El  periódico  de 
¡as  revoluciones,  <jue  ya  hemos  citado,  deoia:  «Ha  perdido  algnaas 
camas;  y  esto  unido  k  tener  la  barba  algo  crecida,  le  daba  en  la  si- 
tuación capital  de  su  vida  un  aire  de  desprecio  que  contribuyó  i  des- 
truir cempletaqftnte  la  buega  disposición  en  que  el  pueblo,  bueno  por 
natura*  se  bailaba  con  respecto  á  él.  Pero  m  cara  parecía  decir; 

«¡Y  bien!  ¿Qué  hay?  Aquí  estoy.  Hagáis  la  que  queráis,  yo  soy 
vuestro  rey,  y  por  mucho  que  baya  hecho  contra  vosatras,  no  os 
atreveréis  k  tocar  ni  k  un  solo  cabello  da  mí  cabos*.  La  áaiooque 
babrais  logrado»  habrá  sido  el  tratarme  afeo  mal;  pero  Uegarfc  la 
primavera  y  temaré  la  revancha.» 

tyia  dase  de  reflexiones,  hechas  por  Prudbome,  parecían  lanío 
mas  sinceras,  cuanto  que  en  el  mismo  artículo  clamaba  fuerleoMPte 
contra  la  crueldad  de  los  comisarios,  tragadales  de  crueles  por  las 
das  horas  eu  que  indebidamente  te  privaron  de  su  hijo. 

Pasa  probar  cuan  fatales  k  Lais  XVI  leerán  talas  artículos,  debe- 
mos referir  lo  siguieute  que  decían  con  referencia  al  inferan  de  At- 
bertic»  oficial  municipal  de  servido  en  el  Temple.  «He  oboervade  que 
la  m«sma  noche»  al  llegar  el  rey  da  la  Coaveaeien,  había  croado  seis 
chufetas,  varios  podases  de  aves  bastante  voluminosas  y  huevos,  y 
que  se  hafcia  bebido  dos  vaso*  de  vino  blanco  y  ano  de  Alicante.» 

Sin  embargo,  al  llegar  pidió  el  rey  que  le  llevasen  k  m  hqo,  ya 
que  no  le  fuese  permitido  ver  á  su  famlia,  y  ambas  casas  le  fueron 
negadas. « Uaoed  mía  demanda  oficial*»  le  dijeren;  y  habiéndola  ve- 
rificad *a  le  untaste,  qne  al  acceder  k  su  demanda,  era  con  U  onur 


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7St  FNSIObKS 

(Hcíod  de  que  sus  hijos  no  podriao  volver  á  e  slar  al  lado  de  su  na» 
dre.  Lo  cual,  visto  y  meditado  por  Luis  XVI,  no  quiso  privar  i  la 
reina  de  este  consuelo,  sometiéndote  resignado  á  Bifrír  aquella  pri- 
vación. 

No  volvió  el  rey  á  comparecer  ante  la  Convención  hasta  el  dia  16 
de  diciembre,  y  empleó  aquel  tiempo  en  revisar  el  acta  de  acusación 
y  preparar  su  defensa. 

Luis  XVI  habia  elegido  por  defensores  á  MM.  Troochet  y  Tar- 
get. Tronchet  aceptó  sin  titubear.  Target  se  negó  con  un  vano  pro- 
testo. 

Una  comisión  de  la  Convención  fué  á  anunciárselo  al  rey,  y  al 
propio  tiempo  le  enseñaron  tres  cartas  de  varias  personas  que  pre- 
tendían el  honroso  peligro  de  defender  á  Luis  XVI. 

Estas  eran  MM.  Sourdat,  Huet  y  Lamoignon  de  Malesherbes,  sa 
antiguo  ministro. 

La  carta  de  este  último  le  fué  presentada,  y  Luis  XVI  la  leyó  en- 
ternecido, quedando  después  consignada  en  la  historia  como  un  mo- 
numento de  valor  y  fidelidad. 

Luis  XVI  eligió  á  este  venerable  magistrado. 

Malesherbes  había  ido  á  ver  á  Barreré  después  de  escribir  su  carta, 
y  aquél  le  recibió  con  respeto,  inclinándole,  no  solo  á  que  defendie- 
se al  rey,  sino  también  manifestándole  que  si  sus  funciones  como  di- 
putado no  se  lo  impidiesen,  él  mismo  se  ofrecería  á  servirle  de  con- 
sejero. 

A  pesar  de  todo,  como  juez,  votó  la  muerte. 

Algunos  aflos  después,  ya  próximo  á  bajar  á  la  tumba,  haciéndote 
-referencia  á  aquellos  sucesos,  repitió  que  tenia  la  conciencia  de  ha- 
-ber  cumplido  con  su  deber. 

La  entrevista  del  rey  con  M.  de  Malesherbes  fué  en  extremo  tier- 
na. Bl  anciano  se  arrojó  á  sus  pies  bafiado  en  lágrimas,  y  el  rey  Is 
levantó  estrechándole  en  sus  brazos.  Malesherbes  le  trató  con  igual 
respeto  que  si  se  hubiese  hallado  en  el  trono,  llamándole  seOor  y 
magestad  delante  de  todo  el'mundo,  y  nadie  creyó  deber  ofenderse 
del  tono  ni  de  las  palabras  del  anciano. 

Preilhard,  únicamente,  el  26  de  diciembre  en  la  Convención,  mien- 
tras Lilia  y  sus  defensores  conversaban  esperando  el  momento  de 


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r,  habiendo  oído  servirse  de  aquellas  calificaciones  á  Ma- 
lesherbes, le  dijo: 

— ¿Quién  os  autoriza  para  senríros  dentro  de  este  recinto  de  es- 
presumes  prohibidas  por  los  representantes  del  pueblo? 

~~£l  desprecio  de  vas  yde  la  vida;  te  contesté  el  anciano  con  calma. 

Como  adjunto  á  Troncbet  y  Malesherbes,  se  designó  al  abogado 
Bésese,  qoien  por  ser  mas  joven,  debía  llevar  la  palabra. 

Desde  aquel  momento,  los  defensores  de  Luis  XVI  fueron  todos  los 
días  á  conferenciar  con  él.  M.  de  Malesherbes  le  Hevaba  los  periódi- 
cos, y  el  rey  los  leía  ocultamente,  sin  que  las  espresiones  que  usa- 
ban contra  él  excitasen  su  cólera  ó  indignacioo. 

Algunos  comisarios  se  presentaron  en  distintas  ocasiones  para  que 
reconociese  varios  papeles  bailados  en  el  armario  llamado  de  hierro, 
en  las  Tallarías.  Las  sesiones  se  prolongaban  hasta  muy  tarde,  y 
Luis  XVI,  con  las  buenas  maneras  y  elegante  galantería  que  habría 
empleado  en  su  propio  palacio,  les  ofreció  refrescos,  que  ellos  por 
su  parte  aceptaren. 

forzosamente  se  habían  visto  obligadas  á  devolverle  las  plumas, 
papel  y  tintero,  y  no  desperdiciaba  el  rey  la  ocasión  de  servirse  de 
aquellos  elementos  para  corresponder  con  su  familia.  El  dia  qne  los 
convencionales  cenaron  en  el  Temple,  fué  inmediatamente  á  pregun- 
tar si  aquello  había  retardado  la  cena  <!e  su  familia. 

El  dia  lt,  aniversario  del  nacimiento  de  su  hija,  lo  recordé  en  el 
momento  que  iba  á  comer,  y  dijo  con  los  ojos  bailados  en  llanto: 

—{Ser  hoy  el  aoiversario  de  su  nacimiento,  y  bailarme  privado  de 
verlal 

Aquel  mismo  dia  se  acordó  que  era  dia  de  ayuno,  y  no  quiso  al- 
morzar. 

A  pesar  de  aquella  resignación,  no  cesaba  Luis  XVI  de  pensar  en 
el  resultado  de  su  proceso,  y  llegó  un  momento  en  que  un  rapto  da 
dignidad  verdaderamente  regia  se  reveló  en  una  carta  dirigida  á 
M.  de  Malesherbes.  Esta  carta  es  poce  conocida. 

«No  hallo  palabras,  mi  querido  Malesherbes,  para  demostraros 
cuan  gratas  me  son  las  (mafias  de  adhesión  que  me  dais.  EUasbaa 
ido  mucho  mas  allá  de  cuanto  podia  desear  sai  agitado  espirita. 
Vuestra  mano  octegaaaria  se  ba  estendido  hacia  mi,  para  recbaiar  el 


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784  pimoms 

cadalso  que  ya  tocaba  á  mi  cuerpo.  Si  fuese  aon  peseedor  de  ni  lw 
do,  creedlo;  debería  compartirlo  con  tos  para  hacera»  digna  (tola 
mitad  mia. 

»Hoy  solo  tengo  cadenas,  y  estas  so»  meto*  ponstiM*!  levantar!» 
con  vuestras  manos  venerables.  En  el  mío  bailareis  la  jwta  recom- 
pensa, y  i  él,  solo  á  él  ruego  os  responda  por.mi. 

»No  creáis  que  me  engañe  acerca  del  porvenir  qo*  la  suerte  ae 
destina.  Los  ingratos  que  me  han  dtstronado,  ao  se  detendrán  k  la 
mitad  de  su  carrera;  tendrían  que  avergonzarse  muy  4  menuda  Tien- 
do á  cada  instante  k  sus  víctimas.  La  suerte  de  Garlos  I  meeMá  des* 
tinada,  y  mi  sangre  correrá  por  no  habar  querido  nunca  verter  la  de 
mi  prójimo. 

»¿No  seria  posible  ennoblecer  mis  últimos  instantes?  La  asamblea 
nacional  encierra  en  su  atoo  á  lee  devastadora*  <fe  la  aogVrqria, 
pis  denunciadores,  mis  jueces,  y  probablemente  mi*  verdugo** 

•Cosa  imposible  es  el  tratar  de  iluminar  la  mente  *i  el  comea  de 
tales  hombres.  Imposible  también  el  inculcarles  ideas  de  jtsliaa<  y 
menos  aun  el  poderles  enlerneoer. 

»¿No  creéis  que  mi  defensa  ganaría  siendo  vigorosa ,  persuadida 
como  ya  U>  estamos,  de  que  la  dulaura  y  debilidad  no  condueeuá  em~ 
gun  buen  resultado  para  con  tales  seres? 

»No  á  la  Convención ;  i.  la  Francia  entera  seria  preciso  dirigirse 
pe1*  que  jmgase  ¿mis  jueces,  volviéndome  taparte  de  drifio  de  gis 
puebtoe>  que  nunca  be  querido  perder.  En  tal  caso*,  oh  poaúion  gana- 
ría, y.á  la»  par  qne  podría  reehaaar  k  mis  juecos*  solo  la  feem  me 
obligaría  á  comparecer.  Guardaría  profundo  silencio,  digno  y  dable, 
y  al  condenarme  los  hambres  que  a*,  titulan  mfe  Jueces,  solo  spáan 
mis  asesinos. 

.   »fia  fin;  tos,  mi  qaeriéo  Matesherbes*>  asi  oemo  también  Twnclet, 
compañero  en  vuestra  abnegación,  adoptareis  el  mejor  medio. 

»Besad  eu  la  balanza  de  vuestra  ilustración  mm  rasoues* .  pues  sa- 
béis que  suscribo  anticipada  y  ciegamente  cuanto  hagáis* 

»Si  lográis  salvar,  mi  vida,  la  conservaré  pra  haceros  reottdar 
loa  beneficios  que  es  debo;  y  si  me  la  paitan*  nos  wemo*algun  día 
mu?  tranquilos  en  I*  mansión  de  la  inmortalidad. 


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ütEüfeOtA  135 

hspipede  por  la  feotón  del  prometo  de  Caries  I,  haftia  visto 
Una  JLVi  que  aquel  asonarea  rehoyé  ai  defenderse  y  reconocer  á  sus 
jueces.  Semejante  conduela  fe  fcabia  parecido  digaa  y  noble,  y  que- 
ría segofr  su  ejemplo. 

Al  asmpaieoer  á  la  barra  en  la  Convención,  contestando  4  las  va- 
rias preguntas,  y  semetfeadese  á  todos  los  actos  del  procedimiento, 
había  reconocido  ia  competencia  de  aquel  tribunal. 

Sia  duda  por  este  motive,  y  esperando  salvar  al  rey  por  medio  de 
una  defensa  moderada  creyó  su  defensa  no  deber  admitir  este  sistema.  < 

Causa  fué  también  la  citada  carta  de  que  el  joven  Désete  se  atre- 
viese delante  de  la  Convención  a  pronunciar  aquella  atrevida  frase, 
qap  fné  escachada  per  la  asamblea  coa  honrosa  calma: 

«Par  toda*  partes  busco  á  los  jueces,  y  no  encuentro  mas  que  acu- 
sadores» » 

Bá  día  II  debía  «¡aparecer  ai  rey  ante  la  Convención,  y  el  45, 
dia  de  la  Natividad  de  K.  S.,  too  su  testamente. 

Este  documento  es  demasiado  canecido  para  que  le  copiemos  en 
asta  sitia. 

Coa  efecto,  nidia  £6  ee  presenté*  ras  jueces,  acompalado  de  wm 
defensores,  y  no  volvió  al  Temple  hasta  las  cinco  de  la  tarde,  ees- 
pues  de  haber  ¿Mera  Musa,  ala  cual  afcuíó  algunas  palabras 
aoa  se  sangre  fria  habitual. 

Basta  al  11  de  enero  no  ofreció  el  proceso  novedad  alguna,  y  eoa- 
tiaoé  <ri viendo  cerno  Jmela  entonóse,  asesorándose  cada  dia  oen  Ma« 
lesherbes. 

tt  dia  l.9  del  afie,  asieCfery  fe  cumplimentó ,  uniendo  ¿  esto  acto 
éa  las  casi— brea  francesas»  su  deseo  per  el  fin  de  la  perseoacion  que 
su  amo  infria.  Las  de  su  tamllia  los  recibió  por  «I  conducto  interme- 
dio de  un  guardia  municipal. 

Na  creemos  deber  relajar  en  este  Itbro  las  tumultuosas  sesiones 
que  fevkron  lugar  eq  fe  Gonreeneloa  hasta  el  momento  en  que  se  de* 
adió  la  suerte  de  Luis  XVI. 

Lu  difareeiec  histerias  de  la  wrelaefen  francesa  oeatfenea  los 
osiasraos  éa  algunos  «ovcnotouuies  para  salvar  i  Luis,  loe  de  la  mul- 
iM  pam  periferia,  las  torpes  y  mal  dirigidas  demostraciones  de  los 
asentares  y  éá  partido  realista»  y  m  fin,-todos  los  delaUes  queesHn 
ligados  á  este  gran  suceso. 


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Solo  diremos  qoe  habí*  empezado  la  India  eatve  un  priodpio  y  un 
hombre,  y  qae  el  terrible  tribual  había  dicho:  Pereuq*  mmtrt 
meqwrias,  pero  que  sea  Ubre  la  Frcmcia. 

Según  estas  ideas  dominantes,  debía  sacrificar  á  Luis  XVI. 

Luis  XVI  fué  condenado  á  pena  de  muerte,  y  el  17  per  la  mafiua 
Je  comunicó  tan  infausta  nueva  H.  de  Malesberbes» 

La  escena  que  turo  lugar  fué  desgarradora  por  el  dolor  y  las  li- 
grimas del  anciano,  mientras  por  la  serenidad  y  principios  religiosos 
del  rey  fué  noble  y  digna. 

AI  salir  M.  de  Malesherbes  de  la  habitación*  Luis  XVI  le  dijo  i 
Clery:  «el  dolor  de  ese  buen  anciano  me  ha  conmovido.» 

Después  encargó  que  busca**»  e&  la  biblioteca  el  tomo  que 
contenia  la  relación  de  la  muerte  de  Cartas  I,  leyéndole  todos  los 
dias. 

.;  Sin  embargo,  ML  de  Malesherbes  confiaba  en  el  llamamiento  al 
pueblo,  que  habia  ya  propuesta  y  Clery,  qae  tenia  algunas  noticias 
de  lo,que  ocurría  en  París,  le  decía  al  rey: 

—El  público  murmura  altamente.  Dumouriez  está  en  París,  y  se 
«segura  que  trae  el  veto  de  censura  de  su  ejército  costra  el  proceto 
formado  áV.  M. 

La  indignación  del  pueblo  costea  la  infame  conducta  que  ha  se- 
guido  M.  de  Orleans  ha  llegado  ai  colmo,  y  corre  muy  válida  la  vos 
da  que  los  opinistros  y  embajadores  de  las  naciones  extranjeras  se 
iwnirán  para  presentarse  i  la  asamblea.  En  fin,  se  asegura  que  los 
convencionales  temen  que  el  pueblo  se  alborote. 
,  —Mucho  sentiría  que  tal  sucediese ;  contestó  el  rey.  Esto  produ- 
ciría nueras  victimas.  No  temo  á  la  muerte ;  pero  no  puede  mirar  sia 
espanto  ja  suerte  cruel  y  desgraciada  en  que  voy  á  dejar  á  mi  fami- 
lia, á  la  reina  y  á  mis  desgraciados  hijos. 

¿Qué  será  de  los  fieles  servidores  que  no  me  han  abandonado*  ds 
tantos  ancianos  sin  mas  apoyo  que  las  médicas  pensiones  que  les  su- 
ministraba. ¿Quién  les  socorrerá? 

,  Entregado  el  pueblo,  á  la  anarquía,  será  victima  de  todas  las  fao- 
cippes.  {Los  crímenes  ¿e  sucederán  en  gran  número,  y  largas  disen- 
siones interiores  y  en  el  estranjero  destrocarán  á  Vfá  pobre  paísl  ¡Oh 

i  míoj  Era  esle  jal  premio  que  ,n^  eateba  reservado  desposa  áe 


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oí  waofA.  #i 

laníos  sacrificios?  ¿Bto  había  procurado  por  tax}qt  la»  ¿pe^jtoi  ¡imagi- 
nables la  felicidad  de  la  Francia? 

M.  de  Malesherbes  le  habia  prometido  volver ,  y  trana^rrierpp  sin 
embargo  ¿res  dias  sin  verle. 

En  vano  hacia  pregnnlas  A  los  municipales  respecto  ^1  ^pciaoo; 
ninguna  de  ellas  tenia  contestación.  Por  lo  tanto,  se  vio  en  el  <$so  de 
escribir  á  la  Convención.  La  contestación  fué  ordenar  que#  lejHtyie* 
sen  entínelas  de  vista  noche  y  dia. 

El  SO  de  enero  á  las  dos  y  media  de  la  tarde,  *p  abrió  lapierfft  de 
repente,  y  apareció  Santerre  ordenando  á  Clery  qne  anuncie  al 
consejo  ejecutivo,  compuesto  de  Garat,  ministro  de  justicia;  iebrun» 
encargado  4e  negocios  estrenaros;  Grouvelle,  secretario  general  fiel 
consejo,  el  presidente,  el  procarador  sindico,  el  maire  y  varias 
otras  personas. 

Al  raido  qae  oyó  Lais  XVI  se  levantó  de  su  asiento  dando  al- 
gunos pasos;  pero  á  la  vista  de  los  convencionales  se  detuvp  ep  0 
mismo  umbral  del  recibimiento. 

Su  aspecto  era  noble,  imponente  y  lleno  de  dignidad. 

Garat  se  acercó  con  la  cabexa  cubierta  por  su  sómbrete,  y  dijo: 

—Luis,  la  Convención  nacional  ha  encargado  al  consejo  ejecutivo 
y  provisional  que  os  notifique  los  decretos  del  15, 16, 47, 19  .y  tO 
de  enero.  El  secretario  del  consejo  os  los  leetfi  en  este  mismo  instante. 

Grouvelle  leyé  cw  vnz  temblorosa  el  decreto  que  declaraba  & 
Luis  XVI  Qolpfrhle  de  conspiración  contra  la  libertad  de  la  nación* 
condenándole  á  la  pena  de  muerte,  debiendo  esta  ejecutara  dentro 
del  término  de  veinte  y  cuatro  horas. 

El  llamamiento  al  pueblo,  hecho  por  los  defensora,  quedaba  deses- 
timado, y  sin  efecto. 

El  rostro  de  Luis  no  presentó  sefial  alguna  de  la  menor  emoción. 
Solamente  k  la  palabra  cojupwáo»,  una  sonrisa  de  desprecio  é 
indignación  apareció  tn  sus  labios.  Dio  un  pasotteia  Grouvelle,  to- 
mó el  decreto  que  aquél  tenia  en  sus  manos,  y  después  de  doblarle, 
le  metió  en  su  cartera.  Luego,  sacando  un  papel  de  su  bolsillo,  dijo 

á  Garat: 

— Sr.  ministro  de  la  justicia,  qs  mego  que  entreguéis  al  instante 
esta  carta  á  la  Couveaeion  nadoqal. 

ts 


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1H  PRISIONES 

T  come  parecía  dudar  Garat  eo  tomarla,  añadió  el  rey: 

—Voy  á  leérosla. 

cPido  un  plazo  de  tres  días  para  prepararme  á  comparecer  anle 
la  presencia  de  Dios;  y  para  esto  solicito  poder  elegir  libremente  la 
persona  que  me  ha  de  ayudar,  no  dudando  que  se  la  pondrá  i  cu- 
bierto de  lodo  temor  é  inquietad  por  el  acto  de  caridad  que  ya  i 
ejercer  conmigo. 

t  Pido  que  se  me  libre  de  la  perpetua  vigilancia  que  el  consejo  ge- 
neral ha  establecido  á  mi  alrededor  hace  algunos  días. 

«Pido  en  este  intervalo  poder  ver  á  mi  familia  cuando  lo  solicite, 
y  sin  testigos.  Tapbien  quisiera  que  la  Convención  nacional  se  ocu- 
pase inmediatamente  de  la  suerte  de  mi  familia,  permitiéndola  reti- 
rarse donde  juzgue  á  propósito. 

«Recomiendo  á  las  bondades  de  la  nación  á  todas  las  personas  que 
se  ban  sacrificado  en  mi  servicio  fielmente.  Entre  estas  hay  ma- 
chas que  han  gastado  su  fortuna  en  los  distintos  puestos  que  bao 
ocupado,  y  que,  sin  sueldo  ni  emolumento  de  ninguna  especie,  deben 
hallarse  en  la  mayor  miseria. 

« En  los  asilos  de  beneficencia  y  hospitales  hay  muchos  ancianos, 
mujeres  y  criaturas,  que  solo  tenían  este  apoyo  y  el-  de  la  divina 
Providencia. » 

En  la  torre  del  Temple  á  SO  de  enero  de  1793. 
Firmado:  Luis. 

tiarat  tomó  el  papel  de  las  manos  del  rey,  y  dijo  que  iba  á  entre- 
garle en  el  momento  á  la  Convención. 

— Caballero,  le  dijo  el  rey;  si  la  Convención  accede  á  mi  demanda, 
ved  aquí  las  sefias  de  la  persona  que  deseo  me  ausiiie. 

«Monsieur  Edgeworth  de  Firmoní,  calle  de  Bac,  número  183.» 

La  autenticidad  de  este  relato  es  incontestable,  pues  así  lo  atesti- 
gua la  irrecusable  autoridad  de  Hebert  (El  padre  Duchan*)  que  qui- 
so también  asistir  á  aquel  espectáculo. 

Mas  tarde,  dijo  Hebert,  que  la  dignidad  y  comedimiento  del  aeu- 
sado  le  habían  arrancado  lágrimas  de  indignación  y  de  rabia. 

Al  salir  de  la  torre  se  fué  á  la  Convención  á  proponer,  que  yaqoe 
dos  curas,  habiendo  votado  la  muerte  del  rey,  formaron  mayoría,  era 
necesario  que  se  eligiesen  dos,  que  á  guisa  de  verdugos  6  de  gtadar- 


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M  BOiOf  A  1%% 

mes,  condujesen  al  rey  al  cadalso.  Con  efecto,  Jacques  Bernard  y 
Jacquet  Ron  fueron  los  dos  caras  que  llenaron  aquella  misión. 

El  mismo  Hebert,  el  dia  que  murió  el  rey,  lloraba  siu  consuelo;  y 
al  preguntarle  la  causa  de  su  llanto,  dijo: 

—El  Urano  quería  mucho  á  mi  perro,  y  le  hacia  fiestas.  De  eso 
es  de  lo  que  ahora  me  acuerdo. 

También  publicó  entonces  uo  articulo  en  El  padre  Dúcheme,  titu- 
lado: «Oración  fúnebre  de  Luis  Capelo,  último  rey  de  los  franceses, 
pronunciada  por  el  padre  Duchesneen  presencia  de  los  valientes  des- 
camisados de  todos  los  departamentos.» 

El  plazo  de  tres  diae  que  Luis  XVI  pidió,  le  fué  rehusado,  y  todo  lo 
demás  concedido.  A  las  seis  de  la  tarde  recibió  la  noticia  por  con- 
ducto de  Garat,  que  fué  á  llevársela  personalmente. 

Desde  aquel  momento,  el  rey  se  preparó  para  recibir  la  muerte 
con  la  misma  sangre  fría  que  cualquiera  puede  prepararse  á  un  su- 
ceso vulgar  y  de  poca  importancia. 

Con  la  presencia  del  abate  de  Pirmont  esperimentó  el  mayor  con- 
suelo que  podia  aguardar  en  la  tierra.  Sin  embargo,  á  las  lágrimas 
del  sacerdote  respondieron  las  del  rey,  por  lo  cual  se  apresuró  á  de- 
cirle: 

—Perdonad  esta  muestra  de  debilidad,  si  asi  puede  llamarse. 

Hace  largo  tiempo  que  vivo  entre  mis  enemigos,  y  la  costumbre 
me  ha  familiarizado  hasta  cierto  punto  con  ellos;  pero  la  vista  de  un 
vasallo  fiel  habla  de  distinto  mado  á  mi  corazón. 

Es  un  espectáculo  al  cual  mis  ojos  no  se  ban  acostumbrado. 

T  enjugándose  las  lágrimas,  le  condujo  á  su  gabinete,  donde  des- 
pués de  haberle  hecho  sentar,  le  dijo: 

— Vamos  á  tratar  de  la  única  cosa  que  debe  ocuparme  ya  en  este 
mundo.  ¡Ciertamente!  La  única  cosa  importante  ¿pues  qué  es  lo  que 
las  demás  significan  comparadas  con  esta* 

Os  ruego  esperéis  un  momento,  pues  mi  familia  vaá  venir. 
'  Mientras  tanto,  ved  este  escrito,  que  me  alegro  infinito  poderos 
participar. 

Entonces  leyó  con  voz  fuerte  y  segura  su  testamento  dos  veces. 

«Su  voz  era  firme  y  natural,  diae  el  abate  Pirmont;  y  solo  al  nom- 
brar á  los  objetos  queridos  se  notaba  alguna  alteración  producida  por 


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740  ttlBIONBS 

el  eúternéchnieato.  Entonces  descubriéndose  toda  lá  ternura  que  sa 
corazón/  encerraba,  de  veía  obligado  á  detenerse;  las  lágrimas  eorriai 
á  pegar  fluyo.  Mas  al  trattf  se  de  si  propio  y  de  sus  desgracias,  no 
parecía  mas  conmovido  que  puede  estarlo  un  hombre  al  oír  referir 
las  desgracias  de  otro.» 

Al  fin,  le  anunciaron  la  visita  de  su  familia,  con  la  cual  débia  te- 
ner la  última  entrevista. 

Había  obtenido  permiso  para  verla  dn  testigos;  pero  los  munici- 
pales convinieron  que  tuviese  lugar  en  el  comedor,  desde  donde  al 
través  de  los  cristales  no  los  perderían  de  vista. 

Sin  hacer  la  menor  observación,  se  sometió  á  este  último  rigor, 
teniendo  la  precaución  de  decir  á  Clery  que  colocase  á  la  mano  ana 
botella  de  agua,  por  si  la  reina  se  sentia  indispuesta. 

Los  detalles  de  esta  entrénala  son  absolutamente  ignorados,  y  so- 
lo podemos  referirnos  á  una  relación  que  nos  ha  dejado  la  ditcpieaa 
de  Angulema,  que  dice  asi: 

cLa  sentencia  pronunciada  contra  mi  padre  llegó  &  nuestra  noti- 
cia el  dia  20,  por  los  vendedores  públicos  que  se  colocaron  debajo  de 
nuestras  ventanas,  anunciándola  á  voz  en  grito. 

A  las  siete  de  la  noche,  un  decreto  de  la  Convención  nos  permi- 
tió bajar  á  verle,  y  corrimos  presurosos  á  tener  este  consuelo. 

¡Qué  cambiado  estaba  su  noble  semblante!  Sumido  en  el  mayor 
dolor  y  deáconsuelo,  contó  á  mi  madre  todas  las  fases  por  qae  rt 
proceso  habia  pasado,  disculpando  á  los  vendidos  que  le  asesinaban 

En  seguida  dio  algunos  consejos  religiosos  á  mi  hermano,  encar- 
gándole sobre  todo  que  perdonase  á  los  que  le  hacían  morir,  y  nos 
dio  &  ambos  su  bendición. 

Mi  madre  quería  que  pasásemos  la  noche  en  su  compañía,  pero  mi 
padre  no  quiso  consentirlo,  diciendo  que  necesitaba  descansar.  Ins- 
tando para  que  pudiésemos  verle  al  dia  siguiente,  no  pudo  menos  de 
acceder;  pero  al  salir  nosotros,  dio  orden  á  los  guardias  para  qae  too 
nos  dejasen  bajar,  porque  nuestra  vista  le  haría  gran  daño.» 

Durante  este  tiempo  el  grupo  que  formaban  los  prisioneros  era  el 
siguiente:  el  rey  estaba  sentado;  la  reina  colocada  á  la  izquierda; 
la  toltoríta  Elisabeth  á  la  derecha;  la  señorita  Real  casi  en  frente,  y 
el  delfín  de  pié  entre  las  piernas  de  su  padre. 


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DI  IUUOFA.  141 

La  entrevista  diré  siete  cuartos  de  hora. 

« A  la*  diez  y  coarto,  dice  Clery ,  se  levantó  primero  el  rey,  y  los 
denoto  le  imitaron.  To  abrí  la  puerta;  la  retaa  llevaba  al  rey  del 
brazo,  y  el  rey  llevaba  al  delfio  de  la  mano.  La  señorita  Real,  colo- 
cada á  la  izquierda,  tenia  abrasado  al  rey  por  medio  del  cuerpo.  La 
sefiorita  Elisabetb  al  mismo  fado,  pero  un  poce  mas  separada,  había 
cogido  á  sa  adjunto  hermano  por  el  brazo  izquierdo,  y  en  esta  posi- 
ción dieron  algunos  pasos  hacia  la  puerta,  lanzando  los  m%¿  deloro* 
sos  gemidos. 

—Os  aseguro,  dijo  el  rey,  que  os  veré  maffana  por  la  uriana  á 
las  odio. 

—¿Nos  lo  prometéis?  le  ooatestarmí  todos. 

—Si,  repuso  el  rey. 

—¿Porqué  no  ha  de  ser  á  las  siete?  afiadió  la  reina. 

—Bien.  A  las  siete.  Adiós. 

Este  último  adiós  fué  pronunciado  con  tan  particular  acento,  que  re- 
doblaren los  gemidos.  La  sefiorita  Real  cayó  desvanecida  á  les  pies  del 
rey;  yo  la  levanté,  y  ayudé  á  que  la  sostuviese  la  sefiorita  Elisabeth. » 

Queriendo  Luis  poner  fin  4  tan  desgarradora  escena,  después  de 
darles  los  mas  tiernos  besos,  tuvo  el  suficiente  valor  para  arrancarse 
de  entre  sus  brazos.         * 

— |  Adiós!  ¡Adiós!  les  dijo,  y  entró  en  su  cuarto. 

El  abate  de  Firmont  le  esperaba.  Se  dejé  caer  en  un  sillón,  y  en 
medie  de  su  enternecimiento,  empezó  á  disponerse  para  cumplir  con 
los  deberes  de  cristiano. 

Per  conseje  de  su  confesor  se  acostó  un  rato,  y  ciando  Clery  se 
disponía  para  arreglarle  el  cabello,  le  dijo: 

—No  merece  la  pena  que  te  molestes. 

A  las  cinco,  según  le  había  ordenado  el  rey,  entró  Clery  á  encen- 
der la  chimenea,  y  despertándose  al  instante,  entabló  osn  él  un  corto 
diálogo,  manifestándole  que  habia  dormido  bien. 

Después  se  levantó,  y  como  los  municipales  habían  dado  permiso 
para  que  llevasen  los  ornamentos  sacerdotales,  el  ayuda  de  cámara 
dispuso  un  altarcito  encima  de  la  cómoda;  el  abato  de  Firmont  dijo 
una  mise  y  dio  la  comunión  á  Luis  XVI.  Al  tentar  la  oerumoote  se 
dirigió  al  confesor  y  le  <tyo: 


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M  rtiiSIOWB 

—¡Cuan  feliz  soy  en  haber  eonsenrado  mis  principios!  ¡Qué  seria 
de  mi  sin  ellos!  La  muerte  me  parecerá  muy  dulce.  Sí,  allá  arriba 
exisle  un  juez  incorruptible  .'que  me  hará  la  justicia  que  los  hombres 
me  han  rehusado  en  la  tierra. 

Durante  mas  de  una  hora  continuó  Luis  XVI  haciendo  sus  últi- 
mas disposiciones  con  la  misma  sangre  fría. 

—Os  ruego  que  entreguéis  este  sello  á  mi  hijo,  Clery,  y  este  ani- 
llo ala  reina.  Decidles  que  me  «ansa  mucha  pena  el  dejarlos.  Este 
paquetito  contiene  cabellos  de  toda  mi  familia;  también  se  lo  entre- 
gareis. Decidles  á  todos  que  les  habia  prometido  verlos  hoy,  pero 
que  he  querido  ahorrarles  la  pena  de  una  separación  tan  cruel.  ¡Dios 
mió!  ¡cuánta  pena  me  causa  separarme  de  ellos  sin  recibir  un  último 
beso! 

Después  pidió  unas  tijeras,  y  le  preguntaron  para  qué  las  quería. 

— Son  para  que  me  corte  el  pelo  Clery. 

Las  tijeras  se  le  rehusaron. 

En  aquel  momento  se  oyó  en  el  Temple  un  ruido  extraordi- 
nario. 

—Probablemente  será  á  causa  de  que  la  guardia  nacional  se  está 
reuniendo. 

Pocos  instantes  después  se  oyeron  distintamente  pisadas  de  caba- 
llos, pero  el  rey  continuó  con  igual  tranquilidad: 

—Ya  parece  que  se  acercan. 

A  las  9  se  presentó  Santerre,  seguido  de  los  gendarmes  y  de  algu- 
nos guardias  municipales.  Jacques  Roux  y  Jacques  Bernard,  antiguos 
curas  juramentados,  iban  también,  y  con  ellos  Hebert,  que  lo  habia 
pedido  á  la  Convención. 

El  rey  salió  en  seguida  de  su  gabinete,  y  dirigiéndose  á  Santerre. 
le  dijo: 

— ¿Venís  á  buscarme? 

—Si,  le  contestó  este. 

—Os  ruego  me  concedáis  un  minuto,  afiadió  Luis,  y  entrando  en 
su  gabinete  cerró  la  puerta;  luego  poniéndose  de  rodillas  ante  el 
abate  de  Firmont,  dijo: 

—Todo  ha  concluido.  Dadme  vuestra  última  bendición,  y  rogad 
al  Sefior  que  sostenga  mi  espiritu  hasta  el  fin. 


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DI  tUftOfA  14$ 

Al  entrar  en  la  sala,  cono  Jacques  Roox  se  hállate  mas  próximo 
á  él,  le  dijo: 

—Hacadme  el  obsequio  de  entregar  este  papel  á  la  rana  mi 
esposa. 

—Eso  no  me  incumbe,  le  contestó.  Solo  he  venido  aqai  para  con- 
duciros al  cadalso. 

Entonces  dirigiéndose  á  Goleeao,  repaso: 

—Os  ruego  qoe  entreguéis  estos  papeles  á  mi  esposa.  Podéis  en  - 
(eraros  de  su  contenido,  pues  hay  disposiciones  que.  deseo  tenga  de 
ellas  conocimiento  el  común. 

Clery  se  preparaba  para  ponerle  el  sobretodo,  y  afiadió: 

—Na  le  necesito  para  nada.  Dadme  mi  sombrero  únicamente. 

—Señores,  quisiera  qne  Clery  continuase  al  servicio  de  mi  hijo, 
pues  esti  acostumbrado  á  su  trato.  No  dudo  que  ia  Convención  acce- 
derá á  esla  demanda.  Y  dirigiéndose  á  Santerre,  le  dijo: 

— Marchemos. 

A  la  entrada  de  la  escalera  encontró  á  Malhey,  conserge  del  Tem  - 
pie,  y  le  pidió  no  le  guardase  rencor  por  un  momento  de  mal  humor 
que  tuvo  con  él  pocos  dias  antes. 

En  el  segundo  patio  había  un  coche  de  alquiler.  El  rey  snbió 
acompafiado  de  su  confesor,  y  dos  gendarmes  ocuparon  los  asientos 
de  la  delantera. 

Aquellos  dos  gendarmes,  armados  de  pulíales,  debían  asesinar  al 
rey  en  caso  de  que  por  cualquier  medio  se  tratase  de  salvarle  la  vi- 
da; pero  las  demostraciones  de  los  realistas  se  concretaron  á  una 
pequefia  reunión  que  tuvo  lugar  á  la  altura  de  la  puerta  de  S.  Dio- 
nisio, que  logró  romper  por  un  momento  el  ala  que  formaba  la  tropa 
en  la  carrera  que  debía  el  rey  seguir. 

Al  salir  del  Temple,  el  abate  de  Firmont  ofreció  al  rey  su  brevia- 
rio, y  durante  todo  el  camino  no  dejó  de  leer  en  él  las  plegarias  de 
los  agonizantes. 

Cuando  hubieron  llegado  á  la  plaza  de  la  Bevolucion,  se  detuvo  el 
carruaje  en  una  gran  plazuela  formada  al  rededor  del  cadalso.  Nu- 
merosa artillería  guardaba  las  avenidas.  Uno  de  los  verdugos  abrió 
la  portezuela  del  carruaje,  y  al  bajar  al  rey,  dijo  á  las  personas  qn* 
le  rodeaban: 


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744  MWONIS. 

— rSeffores,  os  suplico  que  después  de  mi  miarte  do  te  taca  nin- 
gún insulto  á  este  digno  sacerdote.  Os  lo  recomiendo  encarecida- 
mente. 

En  seguida  los  tres  verdugos  se  acercaron  á  él  para  quitarle  la 
ropa,  y  Luis  los  rechazó  desnudándose  él  mismo.  Se  quitó  la  cor- 
bata,  se  arregló  el  cuello,  y  entonces  trataron  los  ejecutora  de  atarle 
las  manos. 

—¿Qué  pretendéis  hacer?  les  dijo  retirándolas  apresuradamente. 

—Atároslas,  le  contestó  uno  de  ellos. 

—{Atarme  á  mi!  les  dijo  el  rey,  en  estreno  indignado.  Jamás  lo 
consentiré.  Haoed  Jo  que  os  han  ordenado,  pero  w  conseguiréis 
atarme 

Los  verdugos  insistieron,  y  el  rey  dirigió  después  so  «irada  al 
abate  de  Firmont  para  consultarle. 

—Señor,  le  dijo,  eo  este  muevo  ultraje  no  veo  mas  que  otra  wm- 
blanza  entre  V.  M.  y  el  Dios  que  le  ya  á  dar  su  recompensa. 

luis  levantó  los  ojos  al  cielo  como  para  buscar  en  él  la  resigna- 
ción qpe  le  habia  abandonado,  y  contestó; 

—Ciertamente  que  se  necesita  pensaren  imitarle  para  que  qae 
pueda  someter  á  una  afrenta  semejante.  T  volviéndose  hacia  los  ver- 
dflgttl,  les  dtfo: 

—Haced  lo  que  queráis.  Beberé  hasta  las  heces  el  oálii  4*  4*  Mnar* 
guau 

Us  abatanes  M  jwtibulo  eran  mny  Altos,  .y  *1  rey  *e  «poyó  en 
al  abafe.de  Finmont,  creyendo  que  le  faltaba  «l  ánimo;  pero  tan  lue- 
go como  subió,  por  un  brusco  movimiento  se  desprendió  de  loa 
#ue  le  softteoiap,  y  con  paso  firme  se  adelantó  haata  el  borde  del  pa- 
tíbulo, diciendo  con  voz  sonora  y  fuerte: 

—¡Muero  ¿nocente  de  todos  los  crímenes  que  se  me  imputan!  Per- 
dono á  los  autores  de  mi  muerte,  y  mego  á  Dios  que  la  sangre  que 
van  á  verter,  no  recaiga  sobre  la  Francial  Logren  los  frwceses 

A  estas  palabras,  un  redoble,  general  de  tambores  abogó  su  voz  y 
M>  se  le,pudo  entender  una  sola  palabra  mas.  Los  verdugos  se  apo- 
deraron.de  él,  y  en  el  .momento  en  que  sonó  el  golpe  latid,  habiendo 
.aseado  »sus  lágrimas  el  abate  de  Firaont,  dijo: 

— ¡Hijo  da  san  Luis,  subid  al  eiatot 


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•EBUIOFA.  li- 

Sa  cuerpo  se  depositó  en  el  cementerio  de  la  Magdaleoa  entre  tas 

sepa  I  la  ras  de  los  ciudadanos  muertos  en  la  fiesta  que  se  dio  en  1770, 

al  verificarse  su  matrimonio,  en  las  cuales  pereció  tanta  gente,  y  las 

de  ios  suizos  muertos  el  10  de  agosto. 
Los  periódicos  revolucionarios  hicieron  notar  que  el  dia  de  la 

muerte  del  rey  era  el  aniversario  de  )a  gran  fiesta  que  se  le  dio  en  la 

plaia  de  Greve,  el  SI  de  enero  de  1782. 
La  noche  del  22  al  23  de  enero,  el  abale  de  Puget,  oculto  en  Pa-' 

ris,  fué  misteriosamente  á  bendecir  la  fosa  en  que  reposaba  el  cuerpo 

de  Luis  XVI. 
La  ejecución  tuvo  lugar  á  las  10  y  10  minutos  de  la  mañana. 
Luis  XVI  tenia  la  edad  de  treinta  y  nueve  años,  cinco  meses  y  tres 

dias  y  habia  reinado  diez  y  nueve  afios,  no  contando  los  cinco  meses 

y  ocbo  dias  que  estuvo  prisionero. 
Tal  fué  el  gran  hecho  llevado  á  cabo  por  la  Convención  nacional, 

y  tal  el  fio  que  tuvo  Luis  XVI ,  rey  de  Francia. 
Siglos  de  opresión  habían  hecho  sentir  á  la  Francia  su  férreo  yugo. 
Tiranos  y  reyes  inhábiles  se  habían  sentado  en  aquel  trono  que 

Luis  XV  habia  comprometido,  y  que  por  último  concluyó  de  despres- 
tigiar la  prensa. 
Luis  XVI  subió  al  cadalso  para  pagar  con  su  sangre  las  (altas  y 

crímenes  que  habían  cometido  otros  reyes. 


tono  n  »4 


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:  i*  rafsioMKS 


De  qué  modo  sopo  la  familia  real  la  muerte  de  Lois  XYI. — Objetos  que  antojo 
Toolan  á  la  comisaría  del  Temple.— Se  coocede  vestir  de  loto  á  la  familia.— 
Toolan  y  Lepitre. — Intriga:  para  entrar  de  servicio  juntos. — Romance  de  Lepitre 
cantado  por  el  príncipe.— Primer  proyecto  de  evasión. — Se  cierran  las  barreras. 
— Proyecto  frustrado.— Segnoda  tentativa.— La  reina  por  medio  de  una  carta  se 
niega  á  secundar  los  proyectos  del  caballero  de  Jarjayes. — Tonlan  y  Lepilre  *  n 
denunciados. — Proyecto  de  Domonriei  para  hacer  huir  de  la  (orre  á  Luis  XYI. 
—Detalles  desconocidos  hasta  el  dia.— Carta  de  la  seBoríta  Blisabeth  4  Hergy.— 
Predicción  del  ¿toro  admtrtble.— Tercer  proyecto  de  evasión.— El  barón  de  Bateo. 
—So  astucia.— Sos  ramificaciones.— Su  audacia.— Sale  frustrado  su  proyecto.— 
Locura  de  la  se  fio  rita  Tisson. — Nueva  información  del  Común. — El  príncipe  es 
separado  de  su  familia.— Delirio  y  desesperación  de  la  reina. — Trato  del  príncipe 
tn  poder  de  Simón. — Traslación  de  la  reioa  4  la  consergería.— Traslación  de  la 
seBoríta  EKsabetb— TisHa  de  Robespierre  á  la  infanta.— Lamentable  estado  del 
príncipe.— El  9  de  Termidor  dulcifica  su  suerte.— Informe  de  Cambaceres  4  la 
Coovencioo. — Relación  de  la  visita  de  Armando  de  la  Mease  4  la  torre.— Enferme- 
dad y  muerte  del  príncipe.— Cange  de  la  princesa  con  varios  prisioneros,  y  w 
viaje  4  Vieea. 

A  la  muerte  de  Lois  XVI,  la  torre  del  Temple  se  halló  huérfana 
de  udo  de  sus  habitantes,  y  lo  mismo  debia  suceder  con  tres  mas;  de 
modo,  que  de  los  cinco  que  hemos  visto  entrar,  solo  sobrevivió  i 
este  cautiverio  la  infanta  hoy  duquesa  de  Angulema,  que  conti- 
nua en  el  extranjero,  después  de  la  tercera  emigración  de  su  familia. 

El  dia  de  la  muerte  de  Luis  XVI,  la  familia  real  se  levantó  á  las 
seis  de  la  maffana.  La  reina  pasó  la  noche  vestida  sobre  su  lecho. 

A  las  seis  fueron  á  buscar  un  libro  de  misa,  para  servir  en  la  que 
debia  decirse  la  última  vez  á  Luis  XVI. 

A  cada  instante  esperaba  ser  llamada  la  real  familia,  pero  las  ho- 
ras pasaban  lentas  y  crueles,  y  solamente  á  las  once  las  salvas  de  la 
artillería  y  los  multiplicados  griios  del  populacho  hicieron  saber  á 
la  reina  que  era  viuda,  y  á  sus  hijos  que  se  hallaban  huérfanos. 

En  medio  de  su  inmenso  dolor,  María  Antonieta  reclamó  varias 
veces  que  se  presentase  Glery.  Aquel  servidor  leal  había  presencia- 
do los  último*  instantes  de  su  amo,  y  la  reina  adivinó  que  debia  su 


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DI  BUIOPA  141 

espoto  haberle  confiado  algún  encargo  para  ella  y  para  sos  hijos. 

Con  efecto;  sapo  que  el  rey  le  había  encargado  la  remitiese  nn  ani- 
llo, los  cabellos  de  su  familia,  y  un  sello  para  su  hijo;  pero  aque- 
llos objetos  habían  sido  secuestrados  por  los  comisarios,  los  cuales  los 
sellaron.  El  sentimiento  de  la  reina  fué  moy  grande,  pues  para  ella 
aquellas  prendas  era  de  inestimable  valor. 

Enternecido  Toulan  por  el  dolor  qne  aquejaba  á  la  noble  viada, 
nn  dia  rompió  los  sellos,  y  llevó  los  objetos  á  la  reina.  En  él  Temple 
se  creyó  que  habian  sido  robados,  á  causa  de  su  valor  en  plata  y  oro. 

La  señorita  Elisabeth  y  María  Antonieta  confiaron  aquellos  objetos 
al  caballero  Jarjayes,  con  el  cual  habian  podido  ponerse  en  comuni- 
cación, y  el  depósito  fué  puesto  por  él  en  manos  del  infante,  después 
Luis  XVÜI. 

María  Antonieta  pidió  para  si  y  para  su  familia  vestidos  de  luto, 
y  la  Convención  se  los  envió. 

Desde  el  dia  de  la  muerte  del  rey  se  negó  á  bajar  al  jardín,  di- 
ciendo que  la  causaría  mucha  pena  el  pasar  delante  de  la  habitación 
donde  se  habia  hallado  su  esposo. 

Temerosa  sin  embargo  de  que  se  alterase  la  salud  de  sus  hijos,  so- 
licitó se  la  concediese  pasearen  las  torres,  y  esta  gracia  la  fué  con- 
cedida. 

Algunos  dias  después  de  la  muerte  del  rey,  la  vigilancia  en  las 
torres  se  hizo  menos  severa,  y  algunas  veces  entre  los  comisarios  se 
hallaban  personas  adictas  á  la  real  familia. 

Lebeuf,  Moilé,  Vincenl,  Jobert,  y  sobre  todo  Toulan  y  Lepilre, 
llegados  á  la  categoría  de  municipales,  procuraron  por  su  parte  dul- 
cificar en  lo  posible  la  suerte  de  los  prisioneros. 

La  primera  vez  que  la  familia  logró  ver  á  solas  á  Toulan  y  4  Le 
pitre,  se  entregó  sin  temor  ni  recelo  al  llanto  y  4  la  desesperación. 
Luego  su  ávido  dolor  le  indujo  á  preguntar  todos  los  detalles  acer- 
ca de  la  muerte  de  Luis  XVI,  y  aquellos  leales  amigos  accedieron  á 
su  deseo,  entregándoles  algunos  de  los  periódicos. 

La  reina  y  la  sefiorita  Elisabeth  continuaron  ocupándose  de  la  edu- 
cación de  su  familia,  y  para  ello  se  les  facilitaron  los  libros  que  pi- 
dieron. 

Por  aquella  época  Lepilre  escribió  una  romanía  en  la  cual  ponia 


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,   lis  rtistoNcs 

de  manifiesto,  por  la  sencilla  idea  que  taro  por  iospiracion,  todo  el 
valor  y  resignación  que  al  principe  le  deseaba,  y  la  sefioríta  Clery, 
may  buena  profesora,  compaso  la  música  sobre  aquellas  palabras. 

De  modo  que,  habiendo  alquilado  un  piso  que  se  hallaba  en  frente 
de  la  torre,  cantaba  ó  locaba  á  menudo  aquella  romanza. 

A  la  sefial  entre  ellos  convenida  contestaban  los  prisioneros  can- 
tando, y  un  dia  que  Lepitre  y  Toulan  estaban  de  guardia,  la  reinales 
condujo  á  la  habitación  donde  se  hallaba  calocado  su  clave,  y  allí  hizo 
que  cantase  el  del  fin  la  romanza,  acompañándola  su  hermana  la  infanta. 

No  satisfechos  aquellos  amigos  con  los  servicios  que  hadan  á  la 
desgraciada  familia,  trataron  entre  sí  un  proyecto  de  evasión,  enten- 
diéndose para  llevarlo  á  cabo  con  el  caballero  de  Jarjayes,  por  orden 
de  la  reina. 

La  reina  y  la  sefioríta  Elisabeth  debían  salir  de  la  torre  disfrazadas 
de  oficiales  del  municipio,  con  papeletas  de  paso  que  aquellos  las  de- 
bían proporcionar. 

La  evasión  de  los  principes  era  mas  difícil,  pero  al  cabo  lograron 
combinarla. 

Habían  notado  que  el  hombre  que  encendía  los  quinqués  en  el 
Temple  conducía  consigo  dos  niños  de  la  misma  edad  que  el  delfín 
y  su  hermana.  Se  procuraron  vestidos  iguales,  y  Toulan  logró  sobor- 
nar á  un  empleado  que  consintió  en  fingirse  el  alumbrante  en  cues- 
tión, llevándose  consigo  á  los  infantes  fuera  del  Temple. 

Todo  estaba  dispuesto,  cuando  llegó  la  noticia  de  la  defección  del 
general  Dumouriez,  excitando  un  gran  tumulto  en  Parte. 

Al  mismo  tiempo,  el  artículo  de  Harat  sobre  el  temor  del  hambre 
que  preveía,  condujo  al  pueblo  á  una  asonada,  y  por  consiguiente  se 
cerraron  las  barreras,  suprimiéndose  á  la  par  los  pasaportes  que  ha- 
bía en  circulación. 

Desecho  aquel  proyecto,  mas  tarde  pudieron  volver  á  hacerle  re- 
nacer con  visos  de  lograr  por  lo  menos  la  evasión  de  la  reina;  pero 
la  víspera  del  dia  prefijado  escribió  al  caballero  de  Jarjayes  negán- 
dose á  huir,  tanto  por  no  comprometer  á  sus  amigos,  como  por  no 
creer  en  los  medios  de  posibilidad  para  lograrlo. 

Maria  Antonieta  estaba  menos  resignada  que  Luis  XVI,  pero  en 
cambio  amaba  á  sus  hijos  mucho  mas. 


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DI  KJftOTA  71» 

Toulfn  y  Lepilre  llegaron  á  excitar  sospechas  entre  sos  cempa- 
fieros  por  algunas  imprudencias  que  de  moy  buena  íé  cometieron. 
Toulan  había  enseñado  á  varios  una  caja  de  oro  que  le  dio  la  rei- 
na; y  por  las  sospechas  de  Tisson  y  su  mujer,  empleados  incorrupti- 
bles, fueron  denunciados  á  la  municipalidad. 

Hebert,  procurador  sindico  en  aquel  entonces,  propuso  que  se  les 
formase  espediente  de  purificación,  y  ambos  salieron  absueltos. 

El  proyecto  concebido  por  Dumouriez  r"*pec'o  á  la  evasión  de 
Luis  XYI  de  la  torre,  no  era  una  fábula  ni  un  falso  temor,  según  se 
dijo.  Hemos  tenido  la  prueba  á  la  vista.     . 

El  marqués  de  Fre#eville,  qne  hace  algunos  afios  murió  en  París, 
de  teniente  general,  y  que  en  aquel  entonces  era  coronel  del  regi- 
miento de  húsares  de  Chambo  rao,  sirviendo  &  las  órdenes  de  Dumou- 
riez,  recibió  la  atrevida  y  peligrosa  misión  de  sacar  por  fuerza  i 
Luis  XVI  de  la  torre.  Para  lograrlo  debía  acercarse  á  Paris  i  cortas 
jornadas,  bajo  pretexto  de  equipar  á  su  regimiento.  Una  vez  cerca 
de  París,  debia  avanzar  sobre  él  á  marchas  forzadas,  llegar  al  Tem- 
ple, entrar  por  fuerza,  y  cooducir  al  joven  principe  al  ejército  de 
Dumouriez,  escalonado  en  el  camino  de  la  capital  hasta  la  frontera. 

Aquel  proyecto  llegó  á  ejecutarse  en  parle. 

Guando  llegó  con  su  regimiento  á  la  primera  ciudad  francesa  y 
todos  se  preparaban  á  obedecer,  oyeron  gritar  en  la  plaza  pública  la 
gran  defección  de  Dumouriez  y  desús  ayudantes.  El  coronel  se  detu- 
vo al  oir  aquellas  palabras,  y  después  de  haberse  convencido  de  que 
era  cierta  la  noticia  y  de  que  Dumouriez  se  habia  pasado  al  enemigo, 
quemó  delante  de  todos  los  oficiales  la  orden  que  habia  recibido  y  que 
podía  comprometerles  á  todos,  renunciando  k  ejecutar  el  proyecto. 

Además  de  la  relación  que  nos  hizo  aquel  valiente  general,  hemos 
tenido  en  nuestras  manos  una  carta  de  Dumouriez  relativa  á  este 
hecho,  y  otra  de  Luis-Felipe,  entonces  duque  de  Chartres,  el  cual  se 
habia  asociado  á  la  idea. 

Luego  las  sospechas  de  la  Convención  no  eran  del  lodo  infun- 
dadas. 

Turgy  habia  quedado  cerca  de  la  familia,  can  el  encargo  de  ser- 
virles a  la  mesa,  y  entre  sus  memorias  hemos  hallado  varias  ins- 
trucciones de  las  que  entonces  le  fueron  dadas» 


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■?*•  PRISIONES 

El  barón  de  Batí,  que  el  día  de  la  muerte  de  Luis  XVI  no  pudo 
dar  el  golpe  que  tenia  premeditado,  era  objeto  de  continuas  perse- 
cuciones; pero  intrépido  y  firme  en  sus  designios,  é  infatigable  en  los 
recursos  que  no  cesaba  de  buscar  para  huir  de  la  policía,  del  comité  de 
salud  pública  y  del  común,  continuaba  conspirando  con  la  esperanza 
de  lograr  la  evasión  de  la  real  familia.  Sin  embargo,  descubiertos 
por  Simón  todos  sus  planes,  solo  logró  empeorar  la  situación  de  los 
prisioneros,  atrayendo  sobre  sus  cabezas  mayor  número  de  desgracias. 

La  locura  de  la  mujer  de  Tisson  habia  llegado  al  estremo,  y  su 
odio  á  la  reina  y  á  su  familia  era  tal,  que  no  podía  soportarles  y  solo 
su  vista  agravaba  su  dolencia  hasta  el  punto  de  la  desesperación.  La 
municipalidad  tuvo  que  mandarla  al  hospital  de  dementes,  dejando 
la  custodia  de  los  presos  al  solo  cuidado  de  Tisson. 

Los  incesantes  proyectos  (Je  evasión  que  á  cada  paso  se  descu- 
brían, y  el  fundado  temor  de  que  entre  los  municipales  hubiese  per- 
sonas interesadas  en  que  se  llevasen  á  efecto,  dieron  margen  á  que  se 
decretase  en  el  comité  de  salud  pública  la  separación  del  joven  princi- 
pe del  resto  de  su  familia.  Este  decreto  se  publicó  el  1/  de  julio,  y  se 
puso  en  ejecución  el  3  á  las  diez  de  la  noche. 

Tan  luego  como  la  familia  real  tuvo  noticia  de  esta  decisión  por 
los  oficiales  del  municipio  encargados  dé  llevarla  á  efecto,  estalló  la 
mas  violenta  desesperación  en  ludas  las  habitaciones. 

El  principe  se  echó  en  brazos  de  su  madre,  anegado  en  llanto,  su- 
plicándola le  conservase  á  su  lado  y  le  defendiese  de  los  que  se  le 
querían  llevar. 

La  reina,  al  oirías  palabras  de  su  hijo,  no  volvió  á  verter  una  sola 
lágrima,  y  le  estrechó  contra  su  corazón,  declarando  que  de  ninguna 
manera  consentiría  que  la  separasen  de  su  hijo;  y  que  solo  lo  logra- 
rían arrancándola  la  vida. 

La  8efiorita  Elisabeth  y  la  princesa  también  unieron  sus  súplicas 
á  las  de  la  desconsolada  madre,  pero  todo  fué  inútil.  La  orden  debía 
ejecutarse  inmediatamente. 

En  su  delirio  y  amarga  desesperación,  la  reina  profirió  ihil  ame- 
nazas, y  parecia  resuelta  á  defender  á  su  hijo  hasta  la  muerte;  en 
vista  de  lo  cual  los  municipales  decidieron  mandar  llamar  á  la 
fuerza  armada  para  hacerse  obedecer. 


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La  rata  j  el  delíi. 


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di  wion  in 

Pero  la  familia,  temiendo  que  aquella  escena  produjese  aun  mayo- 
res desgracias,  concluyó  por  convencerla,  y  solo  accedió  &  condi- 
ción de  que  se  obtendría  que  el  común  daría  su  consentimiento  para 
que  le  pudiese  ver  una  vex  al  dia. 

Mas  tarde  se  negó  aquella  demanda. 

El  príncipe  fué  conducido  á  la  habitación  de  su  paire,  donde  se  le 
encerró  solo,  dejando  á  Simón  por  único  guardián. 

Entonces  dio  principio  la  serie  de  malos  tratamientos  que  Simón  le 
hizo  soportar.  Estos  son  demasiado  conocidos  para  que  nosotros  que- 
ramos reproducirlos  aqui. 

Por  mas  feroces  que  fuesen  los  instintos  de  Simón,  no  podía  á  la 
vista  de  los  comisarios  ejercer  sus  atroces  (iranias  en  aquella  criatu- 
ra sin  que  de  ellas  se  apercibiesen:  pues  esto  daría  por  resoltado,  que 
los  numerosos  comisarios  habrían  igualado  á  Simón  en  ferocidad. 

Lo  cierto  es  qoe  Simón  tan  pronto  obligaba  al  príncipe  á"  cantar 
canciones  contra  so  padre,  como  le  obligaba  á  lanzar  gritos  de  muer- 
te contra  su  familia,  concluyendo  por  hacerle  firmar  una  declaración 
contra  su  madre  á  (berza  de  amenazarle  con  un  palo. 

Aquella  criatora,  nacida  con  las  mas  felices  disposiciones,  acabó 
por  embrutecerse  á  efecto  del  mal  trato  de  Simón,  que  le  visiió  con 
una  caramafiola  y  un  gorro  colorado,  haciéndole  beber  hasta  perder 
completamente  la  razón. 

Al  principio  el  principe  se  resistía,  pero  su  débil  ánimo  y  su  esca- 
sa edad  concluyeron  por  ceder  á  la  fuerza  bruta. 

Imposible  parece  que  semejantes  actos  de  barbarie  se  hayan  co- 
metido contra  una  débil  criatura,  debiendo  ser  participes  de  ella  mas 
de  sesenta  comisarios,  que  turnaban  para  hacer  su  servicio  en  el 
Temple;  y  mas  difícil  aon  de  creer  es  que  pudiese  Simón  ejercer 
ses  atrocidades  ocultándose  á  la  vista  de  todos. 

Es  cosa  sabida  que  cuando  Simón  se  cansó  de  desempeñar  aquel 
odioso  cargo,  fué  nombrado  municipal. 

Desde  entonces  el  joven  principe  fué  relegado  i  un  encierro,  en 
el  cual  nadie  entraba  y  donde  reinaba  una  noche  eterna. 

En  la  puerta  del  encierro  se  hizo  un  agujero,  por  el  cual  se  le 
echaba  la  comida,  no  ocupándose  nadie  de  él  mas  que  una  ves  eada 
veinte  y  cuatro  horas  para  darle  el  esease  alimente. 


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711  PBISIONBS 

La  sola  idea  de  semejante  trato  basta  por  si  sola  para  enternecer 
al  corazón  mas  empedernido,  sin  qae  queramos  llevar  las  considera- 
ciones mas  adelante. 

La  familia  prisionera  preguntaba  frecuentemente  por  él ,  pero 
nunca  recibía  contestación.  Habiendo  sabido  la  reina  que  algunas 
veces  solían  sacarle  á  paseo  por  las  torres,  pasaba  noche  y  dia  co- 
gida á  las  rejas  de  su  prisión,  y  alguna  que  otra  vez  logró  verle. 

Aquel  triste  consuelo  era  para  la  desconsolada  madre  un  manan- 
tial  de  alegría  y  desesperación  á  la  par. 

La  Francia  se  hallaba  entonces  en  el  siguiente  estado:  el  ejército 
austríaco  por  el  norte  se  apoderó  de  Conde,  Valenciennes  y  otras  va- 
rías plazas.  Caen,  y. las  ciudades  del  oeste,  sublevadas  por  los  dipu- 
tados proscriptos  el  31  de  mayo,  no  reconocían  á  la  Convención.  En 
la  Vandeé  ardía  una  guerra  asoladora,  y  en  el  mediodia ,  Burdeos 
amenazaba  cruelmente  al  poder  constituido.  En  Lyon  se  puso  fuera 
de  la  ley  á  todos  los  que  pertenecían  al  partido  de  la  montada,  y  To- 
lón se  entregó  á  los  ingleses. 

A  tao  amenazadora  situación  contestaron  los  convencionales  por 
medio  de  un  decreto,  que  ordenaba  que  la  reina  compareciese  ante  el 
tribunal  revolucionario. 

El  t  de  agosto,  á  las  í  de  la  madrugada,  entraron  los  municipales 
en  la  habitación  de  las  princesas,  y  leyeron  á  la  reina  el  decreto  de  la 
Convención,  mandándola  se  dispusiese  para  seguirles  á  la  Consergería. 

La  reina  obedeció  en  el  acto  sin  verter  ni  una  lágrima. 

La  separación  de  su  hijo  parecía  que  había  muerto  lodos  los  sen- 
timientos en  su  corazón.  Abrazó  y  besó  á  su  hija,  y  recomendando  á 
su  hermana  el  cuidado  de  sus  hijos,  siguió  á  los  municipales. 

Al  pasar  por  la  habitación  dónde  se  había  hallado  su  esposo,  vol- 
vió la  cara  por  no  verla,  y  esto  dio  margen  á  que  se  diese  un  fuerte 
golpe  contra  una  puerta. 

La  preguntaron  si  se  había  hecho  mal,  y  contestó:— *no,  ya  nada 
puede  hacerme  mal.* 

Estas  fueron  las  últimas  palabras  que  pronunció  dentro  de  la  torre 
del  Temple. 

Desde  alH  fué  conducida  á  la  Consergeria.  El  fin  de  su  historia 
pertenece  á  aquella  prisión. 


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K  BÜOPA.  1*3 

Solas  en  la  torre  las  dos  princesas,  quedaren  larga  tirapo  presa 
de  la  incertidumbre  acerca  de  la  suerte  de  la  reina. 

El  día  8  de  octubre  las  hicieron  bajar  para  interrogarlas  por  se- 
ptraio. 

Aquellas  declaraciones  debían  servir  para  el  proceso  de  la  reina. 

Algunos  días  después  supieron  por  las  voces  de  los  Tendedores  sa 
condena,  pero  ouca  llegaron  á  creer  que  ftiese  ejecutada. 
*   La  duquesa  de  Angolesa  en  la  relación  de  su  cautiverio  se  es- 
plica  de  la  siguiente  manera: 

cihnrante  largo  tiempo  noe  creíaos  abandonado*  de  todo  el  mundo, 
&  pesar  de  los  serios  temores  que  nos  causaba  el  encono  que  el  pue- 
blo demostraba  contra  todos  nosotros.  En  aquella  duda  cruel,  y  m 
saber  cual  tase  Ja  suerte  de  mi  madre,  estuvimos  durante  un  alio  y 
medio,  y  aole  al  cabo  de  esto  tiempo  supimos  la  nueva  desgracia 
que  nos  babia  ocurrido  con  la  suerte  de  mi  respetable  y  querida 
madre.» 

De  aquel  modo  continuaron  viviendo  los  prisioneros,  viendo  regu- 
larmente tres  veces  al  día  &  loa  municipales  que  iban  ¿visitar  la 
prisión  y  á  inspeccionar  (os  barrotes  de  las  ventanas  y  los  cerrojos 
de  las  puertas,  sin  que  jamás  les  dirigiesen  la  palabra. 

Turgy,  Tosían  y  Lspitre,  asi  como  todos  loe  demás,  habían  desa- 
pareado, y  no  teman  medio  algno  paca  recibir  noticia  del  príncipe. 
Solamente  el  It  de  enere  de  4794  oyeron  gran  ruido  en  su  habita- 
ción; miraren  por  la  cerradura,  y  vieron  que  se  Nevaban  algunos 
objetos. 

(feto  les  dW  margen  para  creer  que  saHa  del  Temple,  ocasionando 
que  se  entregasen  á  nuevas  conjeturas.  Con  efecto,  Simón  cambiaba 
efe  alejamiento. 

Por  lo  demás,  nada  pudo  tutor  la  triste  monotonía  de  aquel  cau- 
tiverio, basta  el  •  de  mayo,  dia  en  que  i  osea  de  las  efies  fueron 
á  buscar  á  la  señorita  Bisabelb  para  conduciría  i  la  Gonsergeria ,  y 
deade  aUl  antee)  tribunal  reyoluetouarKk 

La  señorita  Bisabeth  siguió  á  su  guardias  con  la  misma  tranqui- 
lidad que  su  benune»  Besó*  su  sobrina,  la  recomendé  el  santo  te- 
mor de  Dios  y  el  recuerdo  de  sus  parientes,  y  coa  una  especie  ida 
>  de  la  prisión  para  ir  al  eadalso. 

ts 


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7SI  FUSIONES 

los  nfmdnot  de  la  familia  Capelo,  y  hay  mocho,  por  el  contrario, 
expulsándolo?.  > 

Aquel  dictamen  fijó  definitivamente  en  el  actual  estado  de  cosas 
la  suerte  del  principe  y  de  su  hermana,,  y  so  cautiverio  por  lo  tanto 
continuó,  poro  mas  humano,  y  sobre  todo  soportable. 

Sin  embargo,  la  salud  del  principe  empeoraba  de  dia  en  día.  Sas 
miembros  contraidos  le  impedían  poder  dar  un  solo  paso  sin  esperi- 
mentar  padecimientos,  y  un  perpetuo  silencie  hacia  mas  triste  tan 
penosa  situación. 

Informada  la  municipalidad,  dio  parte  al  comité  do  seguridad  pú- 
blica á  últimos  de  febrero  de  4  795,  y  este  comisioné  á  tres  individuos 
de  su  seno,  Malhieu,  Reverchon  y  el  mismo  Armando  de  la  lleuse, 
para  que  diesen  un  informe  detallado  acerca  del  estado  del  joven 
Luis,  los  cuales  le  produjeron  á  su  tiempo,  y  dice  así: 

«  El  principe  estaba  sentado  cerca  de  una  mesita  cuadrada,  sobre 
la  cual  había  muchas  cartas  esparramadas;  algunas  dobladas  eo 
forma  de  cajas  y  otras  formando  castillos.  Estaba  tan  ocupado  en  su 
entretenimiento,  que  ni  aun  reparó  en  nuestra  presencia.  Su  traje 
se  componía  de  un  vestido  á  lo  marinero,  y  tenia  la  cabeza  descu- 
bierta. El  cuarto  estaba  limpio  y  bien  alumbrado.  La  cama  era  de 
madera,  sin  cortinas,  pero  las  ropas  nos  parecieron  en  extremo  lim- 
pias y  finas. 

■Habiéndome  acercado  al  principe,  le  dije  que,  instruido  el  go- 
bierno del  mal  estado  de  sn  salud  y  de  que  se  negaba  á  hacer  ejer- 
cicio, asi  como  de  su  negativa  de  prestarse  á  hacer  los  remedios  con* 
venientes  y  recibir  las  visitas  de  un  facultativo,  nos  había  autorizado 
para  que  renovásemos  las  proposiciones  que  se  le  habían  hecho  an- 
teriormente, y  para  que  sus  paseos  se  pudiesen  estender  mucho  mas, 
y  ásu  gusto,  aconsejándole  lo  hiciese  asi,  y  que  en  caso  necesario 
le  reconviniésemos  dulce  y  convenientemente  si  se  negaba  é  nuestras 
súplicas,  obstinándose  en  guardar  silencio,  T  que,  como  era  muy  na- 
tural,  le  facilitásemos  todos  los  objetos  que  juzgase  necesarios  para 
distraerse. 

«Durante  el  tiempo  que  inverti  en  esta  corta  arenga,  estuvo  mirán- 
dome fijamente  sin  cambiar  de  posición,  /  parecía  escucharme  aten- 
tamente, pero  no  me  vélvió  contestación  alguna. 


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DE  EUROPA  157 

«Entonces  volví  á  repelir  lo  ante  dicho,  recalcando  y  detallando 
mas  cada  cosa  de  por  si,  pues  creía  que  no  me  hubiese  entendido. 

•Tal  fw  me  habré  esplicado  mal,  le  dije,  ó  no  me  habréis  enten- 
dido; pero  tengo  el  honor  da  preguntaros  si  ¡deseáis  un  caballo,  un 
perro;  ó  pijaros,  ó  juguetes  de  cyalesquier  clase  que  sean;  ó  si  lo 
deseáis,  uno  ó  varios  nifios  de  vuestra  edad,  que  os  serán  presenta- 
dos antes  de  instalarlos  aquí.  ¿Queréis  salir  ahora  á  dar  un  paseo  al 
jardín,  ó  subir  á  las  torres?  ¿Queréis  dulces  ó  pasteles? 

»En  vano  agoté  toda  la  nomenclatura  de  cuanto  á  su  edad  podía 
desear.  Ni  una  sola  sílaba  salió  de  so  boca,  ni  tampoco  me  hizo  la 
menor  setal  de  asentimiento  ó  de  negativa,  á  pesar  de  que  continua- 
ba mirándome  de  hito  en  hito,  con  tal  fijeza,  que  demostraba  la  ma- 
yor indiferencia. 

•Aliando  entoAces  la  voz,  le  hice  algunos  reproches  acerca  de  su 
obstinación  en  no  querer  contestar,  y  tampoco  merecí  respuesta  al- 
guna. Persistí,  le  amenacé  con  mandarle  que  me  contestase.  El  mis- 
mo silencio,  igual  obstinación. 

«Esperando  lograr  mas  por  otro  medio,  me  acerqué  á  él,  y  le  dije 
que  me  diese  su  mano.  Inmediatamente  me  la  presentó,  y  pude  no- 
tar que  tenia  un  tumor  en  la  mufieca  y  otro  cerca  del  codo.  Parece 
qoe  aquellos  tumores  no  le  debían  causar  ningún  dolor,  pues  no  lo 
demostró. 

—La  otra  mano,  fe  dije. 

«También  me  la  dio,  y  eo  eUa  no  tenia  nada  de  lo  que  en  la  otra 
pode  notar. 

—Permitid  que  registre  vuestras  piernas  y  rodillas.— Inmedia- 
tamente se  levantó  y  noté  las  mismas  protuberancias  en  las  do*  ro- 
dillas. 

«Colocado  en  aquella  posición,  el  principe  tenia  las  señales  fijas 
de  un  ser  raquítico  y  mal  formado.  Los  musios  y  las  piernas  eran 
muy  largas  y  en  extremo  delgadas,  é  igualmente  los  brazos.  Su  bus- 
to era  muy  corto,  los  hombros  estrechos  y  el  pecho  muy  saliente  Su 
cabeza  era  hermosa  en  todos  los  detalles,  y  su  color  btamco,  pero  des* 
colorida.  Sus  cabello*  de  color  castaño  claros  eran  muy  largos  y 
hermosos. 

— Tened  la  bondad  de  andar  un  poco,  añadí. 


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iDió  alguno»  pasoB  hacia  fe  piuría  que  separaba  las  dos  habita- 
ciones, y  voltiza  sentarse*  inmediatamente. 

—¿Y  creéis  qoe  sea  eso  hacer  ejercicio?  ¿Na  Tefe  que  te  apatía 
en  que  os  hadáis  sumido  es  ta»  sota  causa  de  vuetftro  mal4  y  de  ku> 
accidentes  que  estáis  espuesto  &  padecer?  Os  eatiaremo»  tu  faculta- 
tivo, y  no  dudamos  que  le  contestareis.  Haced  al  meaos  algm»seflal 
que  no»  demuestre  que  no  os  desagradará. 

»Ni  una  palabra,  ni  siquiera  una  scftal  me  dio  por  respuesta. 

»Ei  aquel  momearte  entraron  la  comida  del  principe. 

»€on  efecto,  era  muy  mala.  Los  comisarios  dieron  las  órdenes 
oportunas  para  que  es  lo  sucesivo  se  cambiase,  y  quisieron  que  te 
diasen  frutas,  y  particularmente  uvas.  Al  poco  rato  volvieran  coa  al- 
gunos racimos,  y  los  comió  sin  hablar  palabra. 

»En  fin,  los- comisario»  hubieron  de  retirarse  sin  haber  pedida  ob- 
tener de  él  ni  una  palabra,  ni  tan  solo  una  señal  de  aprobación  ai 
de  desaprobación.» 

Armando  de  la  Meuse  asegura  que  loa  guardas  da  la  torre*  le  di- 
jeron que  el  mutismo  del  principe  databa  desde  el  día  cuque  Simón 
le  obligó  á  dar  una  declaración  contra  kt  ratta  su*  madre.  Esta  asar- 
don  nos  parece  algo  exagerada;  Eckart  la  combato  en  sus  Memorm 
sobre  Luis  XV f,  y  asegura  que  el  principe  sabía  distinguir  perfecta- 
mente entre  aquellos  á  quienes  castigar  con  el  silencio  de  sutáespr** 
ció,  como  enemigos  de  su  familia,  y  los  que  se  ibleresafctn  por  ella, 
con  loa  cuales  tenia  subo  guato  en  conversar. 

El  31  de  marzo  de  1795  fué  relevado  Laurent  de  la  ggarda  del 
principe  y  reemplazado  par  un- tal  Losnes,  hambre  bueno  y  humano, 
que  le  prodigó  los  mas  tiernoB  euidados;  pero  todo  fué  inútil.  El  mal 
empeoraba  de  dia  en  dia.  El  marasmo  y  la  consunción  habian  agota* 
do  sus  débtlea  fuerzas. 

tAfortunadamente,  su  enfermedad  na  le  hacia  sufrir  mucho,  dijt 
la  duquesa  de  Angulema;  mas  bien  era  una  estíacion  que  no  uaa 
enfermedad  produciendo  dolor  alguno.» 

El  mea  de  maj*o  enriaron  loa  comités»  al  famoso  cirujano  Dessaat, 
el  cual  empaaó  á  curarle,  aunque  con  ninguna  esperauaa  de  buen 
resultado.  El  enfermo  era  muy  dócil;  pero  Dessaut  murió  el  dia  I.* 
de  junio. 


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1*1 

MI .  Nielen  y  ftumangin  le  roemplawon,  pero  su  buen  celo  y 
«umoeida  «iencia  no  fuero  «ufioientos  para  conservarte  la  vida,  y 
murió  el  día  8  de  ¡junio  de  1796  á  las  des  de  la  tarde,  sin  padecí- 
mieertos  ni  agonía. 

La  noticia  fué  -dada  en  seguida  4  1a  Convención ,  y  el  presi- 
dente «ntíó  «mediatamente  al  Temple 4  sn  secretario,  paramsegurar- 
ae  del  hecho. 

El  (Ha  sigílenle  se  presentaron  cuatro  individuos  det  comité  y 
dieren  les  órdenes  para  la  inhumación;  pero  como  se  manifestase 
que  4a  cafa  no  saldría  del  Temple  sin  que  se  abriese  á  la  puerta,  los 
comisarte*  hicieren  sabir  4  los  oficiales,  sargentos,  cabos  y  soldados 
de  la  guardia,  para  reconocer  el  cuerpo  del  principe.  La  mayor  parte 
de  ellos  le  habían  visto  ya  y  te  oonoefen,  siendo  ftoil  entender  el 
acia. 

Aquel  mismo  dia  MM .  Betteten  y  Dutnangm  procedieron  4  la  au- 
topsia, de  la  cual  resulte  4e  siguteite:  «Todos  los  desórdenes,  de  los 
cnales^aax»  les  detaHes,  son  evidentemente  efecto  de  nn  vicio  «*• 
crufuloso  qoe  debía  existir  hacia  largo  tiempo,  y  al  que  se  ha  de 
atribuir  la  muerte  de  aquel  niño. » 

El  mismo  dia,  el  diputado  Semestre  hits  en  nombre  de  los  comi- 
tés sn  informe  4  la  Otmnáeo  aceita  de  este  «ceso. 

El  10, 4  \m  oche  de  la  noche,  el  comisario  Duaser,  aoempafiade 
dedos  comisarios  civiles,  ae  presentó  en  el  Temple  para  proceder  4 
sacar  el  cadáver,  que  en  su  presencia  se  puso  en  la  caja  y  fué  tras* 
portado  ai  nenaanteno  de  Santa  Margarita  en  el  Faubourg  de  San  An- 
tonio, donde  foó  enterrado  en  la  fosa  coman,  em  ningún  dase  de  ce* 


El  Jqe  dé  Luis  XVI  tenía  diec  afios  y  dos  mesen. 

Esta  muerte  es  tal  vm  la  mas  triste  que  hemos  podido  mencionar 
en  esta  historia,  puestee  seguro  no  ae  halló  jamás  un  prisionero  mu 
¡nocente. 

La  princesa  real  quedé  la  totea  de  toda  su  frmília  en  ctfta  torre, 
donde  habían  entrado  cinco  personas,  de  las  «nales  cuatro  habían  ya 
dejado  de  eyiatir. 

Su  cautiverio  mejoraba  visiblemente,  tanto  á  causa  de  la  situación 
de  la  Francia,  como  por  4a  poca  importancia  qoe  daban  4  su  persona. 


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760 

Tenia  cfftpleta  libertad  para  pasear  en  loe  jardines  del  Déüple 
durante  algunas  horas  del  dia,  como  también  por  los. patios  y  demás 
dependencias,  lo  cnal  restableció  perfectamente  su  salud. 

Gomo  medio  de  distracción,  habia  comprado  nna  cabra. que  la  se- 
gnw  á  todas  partes,  y  cuya  compafiia  le  era  sumamente  agradable. 

Poco  Jiempo  después,  se  la  permitió  recibir  visitas.  La  sefioriíade 
Manau,  su  primera  aya,  la  señorita  Laurent,  su  nodriza,  y  sobes 
todo  la  señorita  de  Toijrzel  y  su  bija  obtuvieron  permiso  para  visi- 
tarla á  tftdas  las  horas  del  dia,  y  comían  con  ella  frecuentemente. 

Durante  una  de  aquellas  visitas,  la  sefiorita  de  Tourzel  puso  al 
corriente  &  la  hija  de  Luis  XVI  de  las  desgracias  de  su  familia,  que 
aun  ignoraba,  así  como  la  muerte  de  sus  parientes.  Nuestros  lectores 
puedan  juzgar  cuantas  lágrimas  costaría  á  la  princesa  aquella  triste 
revelación. 

DQtde  *qpel  momento  la  fué  mucho  mas  insoportable  continuar  vi* 
viendo  en, Ifs  torres  del  Temple,  hasta  el  punto  que  la  salud  que  ha- 
bia imperado  á  recobrar  se  alteró  visiblemente;  pero :  poco  «después 
de  hftber  llegado  á  su  noticia  aquel  cúmulo  de  desgracias,  obtuvo  b 
libertad. 

Estafuéanode  los  primeros  actos  del  directorio,  consintiendo  eo 
el  cange  de  la  prisionera  contra  los  representantes  del  pueblo  Que* 
nette,  Camas,  Bancal  y  Lamarque,  entregados  por  Oumouriez  al 
principe  de  Coburgo;  Drouel,  otro  representante  del  pueblo  hecho 
f^wffro  m  la&  frpntera*  de  FJandes;  Maret  y  Simón vük,  embaja- 
dftreSt^e  la  república  francesa,  detenidos  en  Italia  por  tes  austriaow 
cont»iael,de?flcMpdeg¡entWii,        .     .. 

Una  noche  el  ministro  de  la  guerra  condujo  á  la  princesa  <W  braio 
hasta  una  silla  de  posta  que  la  esperaba  en  frente  de  la  Ópera,  hoy 
Pwrtftídft^TOíMftrtin,  aja  cual  subió  acompasada  del  fiel  flue,  lase- 
ffyrita¡dflSop<c$7  y  GgmÁn,  partiendo  de  Parte  hacia  la  cortó  de  Viena. 

La  princesa  salió  de  la  torre  del  Temple  á  media  noche,  el  dia  M 
de  diciembre  de  HW,  aniversario  de  su  nacimiento, 

/  Cumplía  aquel  dia  4m  y  siete  afios. 

T.  por  Santiago  Fiwbras  be  la  Costa. 

■     i  ,.  N|i  DE  LA  TORNE  OBL.TiMPL*. 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 

ii  ■ 

CÁRCELES  DE  BARCELONA. 


Mareo  fordo  Catón.— Edifica  U  primera  cárcel.— Vestigio*  qoeqoedia  de  ella.— 
Dadas  respecto  de  so  autenticidad. — Los  cristianos. — Daciano. — Inlalia.— Crttl- 
dad  del  gobernador  romano.— Valor  de  la  mártir.— 8a  suplicio.— HaBasgo  de  sa 
caerpo.— Prooesioo.— Cripta.— Tradicioii  qoe  existe  respecto  al  cadávor  de  k  sauta. 

Roma  había  tendido  la  mirada  por  sobre  la  faz  de  la  tierra,  y  ga- 
nosa de  imperar  en  el  mando  conocido,  habia  dicho  á  sos  legiones: 

—A  lodo  precio  sojuzgadme  al  mondo. 

T  las  legiones  de  Roma,  qoe  servían  á  nn  pueblo  que  tenia  la  pre- 
tensión de  llamarse  libre  y  de  parecerlo,  habían  cumplido  la  orden 
de  su  metrópoli;  y  atando  con  cadenas  al  vencido,  habían  arrastrado 
á  sus  presos,  sujetándolos  al  carro  de  marfil  y  oro  de  sus  vencedores. 

Pero  con  dificultad  muere  la  nacionalidad  de  un  pueblo;  y  cuando 
este  es  el  pueblo  espafiol,  la  dificultad  pasa  &  ser  un  imposible.  Es- 
pada luchó  contra  la  reina  del  mundo;  y  unas  veces  derrotada,  otras 
victoriosa,  sojuzgada  algunas,  hecha  esclava  nunca,  se  inmortalizó  & 
fuerza  de  hazafias,  tantas  y  tan  buenas  que  apenas  puede  sintetizarlas 
la  homérica  catástrofe  de  Nomaocia. 

Cuando  Roma  se  apercibió  de  que  la  península  no  se  avenía  con 
las  cadenas  de  oro  de  la  tanosa  metrópoli  del  mundo,  meditó  deteni- 
damente acerca  la  clase  de  cónsules  ó  gobernadores  que  debía  bm« 

tomo  n  ti 


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7f2  PftiSiOMK* 

dar  á  España  para  obtener  qd  resultado  mas  favorable  á  sos  intere- 
ses; pero  el  hecho  siempre  resultó  ser  el  mismo:  bien  bajo  el  mando 
del  generoso  Seipim¿  bien  bajo  el  del  topéenla  Gatba,  bien  bajo  el  del 
sanguinario  Vitelio,  jadías  éoñoció  1.a  República  ni  et  imperio  de  Ro- 
ma medio  hábil  para  resignar  á  los  hispanos  á  una  obediencia  que 
lenia  para  ellos  la  inmensa  contra  de  la  pérdida  de  su  nacionalidad. 

Buscando,  pues,  un  hombre  que  á  (rueque  de  enriquecerse  en  la 
península,  como  lo  habían  hecho  sus  predecesores,  se  aviniese  á  im- 
poner la  ley  del  fuerte,  ya  que  era  inútil  hablar  de  resignación  á  los 
que  nunca  *e  Ubtesen  rerfg&ado  con  Ser  esclavos;  vino  &  España  el 
cónsul  Marco  Porcio  Calón,  famoso  por  sus  talentos  militares,  como 
también  por  la  energía  de  su  carácter  y  rigor  de  su  gobierno. 

El  cónsul  logró  cuanto  la  república  podía  prometerse;  un  momen- 
to de  tranquilidad  á  fuerza  de  infundir  el  terror  entre  sus  enemigos. 
Para  ello,  según  dice  el  concienzudo  historiador  D.  Modesto  Lafoen- 
le,  desplegó  como  guerrero  tal  crueldad  y  violencia,  que  dejó  muy 
atrás  en  fama  de  terrible  á  cuantos  desgraciadamente  habían  dejado 
la  suya  harte  bien  sentada. 

A  los  prkrionéroi  vendía  como  esclavos  ó  entogaba  al  filo  de  la 
espada,  y  de  él  se  cuenta  que  en  trescientos  días  hizo  demoler  coa- 
troftiebUfc*  poblaciones.  No  hizo  tantdet  terrible  A  tila,  y  se  le  dtá  co- 
mo «I  maá  fttmoso  de  todos  los  destructores.  Sin  embargo,  elfo? de 
los  hunos  gobernaba  falanges  de  bárbaros,  t  él  cónsul  romano  era 
delegado  de  la  rfepéblica  que  pretendía  marchar  al  frente  de  la  liber- 
ad* de  la  civilización  y  del  progreso. 

Un  gobernante  del  temple  de  Porcio  Catón  no  podía  menos  dé 
idear  cuántos  medios  aseguran  á  los  hombres  la  imposibilidad  de 
Mr  contrastados  por  otros  hombres.  A  él,  pues,  se  debe  la  constrttc- 
ctoto  de  la  cárcel  mas  antigua  da  que  hay  memoria  y  quedan  vesti- 
gios en  Barcelona. 

Construyóse  esta  cárcel  en  el  espacio,  hoy  día  edificado,  que  ocu-» 
pa  la  calle  de  la  Boqueria,  junto  á  las  del  Cali  y  de  los  Bftflos  nue- 
vos, sitio  que  por  aquel  entonces  limitaba  la  ciudad  por  medio  de  la 
antigua  muralla.  Cualquiera  de  los  naturales  de  Barcelona  ó  foras- 
teros que  hayan  visitado  detenidamente  esta  ciudad,  habrá  podido 
apercibirse  en  el  interior  de  una  de  las  travesía»  que  ponen  en  <MM- 


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db  «uaw*  i«a 

oic^cion  las  calles  de  la  Boqwfc  y  de  Feriado,  llamada  Arco  del 
Remedio,  los  vestigios  de  una  construcción  ¿ntiquisim?,  que  de  tal 
la  abonan  el  color  de  sus  piedras  y  el  orden,  ya  casi  percUdp,  d£  sa 
arquitectura. 

Esos  vestigios  debieron  pertenecer  á  la  cárcel  rooMpa,  pues  varios 
son  lo*  amtores  que  afirman  haber  existido  en  el  edificio  leyantydo 
por  el  consol  Marco  Porcio  Galón,  w  arco  qqe  tenia  salida  á  lo  que 
on  día  fué  plazuela  de  la  Trinidad  y  hoy  queda  comprendida  en  la 
mencionada  calle  de  Fernando. 

Opinan,  empero,  otros  anticuario?,  que  el  cónsul  romano  no  pudo 
haber  oopstruido  su  cárcel  en  semqanie  Ipgar  por  1*  razón  de  yne 
formando  parte,  ó  estando  enclavada  en  el  muro  <te  defensa  de  la 
citdad,  hobierasido  imprudente  la  designación  de  este  lugar  pitra 
contener  4  gente  perseguid»  por  la  justicia,  de  cualquier  modo  que 
Barcelona  hubiese  tenido  que  ponerse  b?jo  pié  de  defensa. 

Esta  razón  que  pudiera  serlo  entre  los  estratégicos,  no  basta  en 
nuestro  concepto  para  negar  la  existencia  de  aquel  edificio  en  el  pa- 
raje que  hemos  indicado.  Los  romanos,  lo  mismo  que  los  árabes,  in- 
siguiendo la  ¡de»  general  que  ba  presidido  constantemente  al  levan- 
tar muros  de  defensa  en  torno  de  las  ciudades,  tenían  costyunbre  d* 
edificar  en  puntos  convenientes  algunas  torre?,  que  frecuentemente 
fueron  aprovechadas  como  prisiones,  no  solo  en  la  época  de  sy  re- 
mota <onstrucciop,  sino  cpn  mucha  posterioridad,  ó  sea  en  nuestros 
mismos  dias.  Todos  recuerdan  en  Barcelona  la  época  en  que  las  tor- 
ris  llamadas  vulgarmente  de  Canaletas,  pegadas  al  murp,  eran  des- 
tinadas á  prisión  militar. 

Una  coincidencia,  bija  de  la  necesidad,  hizo  que  la  actual  cárcel 
pública  de  Barcelona  se  halle  asimismo  ser  lindante  de  la  muralla 
de  (ierra. 

Confirma,  además ,  la  existencia  de  la  cárcel  romana  en  el  pa- 
raje indicado,  el  hecho  de  ta  distribución  de  aquel  local  y  las  pre- 
cauciones de  seguridad  que  se  notaban  en  sus  apartamentos.,  consig- 
nadas por  varios  autores. 

La*  cárceles  construida*  en  afios  aotiguos  tenían  un  aspecto  tan 
característico  que  difícilmente  podían  ser  confundidas  con  otra  date 
de  edificios  ó  establecimientos.  No  parecía  sino  que  hubiese  doipina- 


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114  FUSIONES 

do  en  aquellos  tiempos  la  bárbara  máxima  de  cierto  autor,  que  pre- 
tende que  las  condiciones  de  una  prisión  deben  ser  tales,  que  con  tal 
que  no  maten  á  los  presos,  son  muy  bastantes  para  que  estos  do  ten- 
gan derecho  de  queja,  Y  aun  asi,  mucho  podríamos  decir  de  esa 
muerte  causada  por  la  prisión,  pues  si  bien  no  puede  asegurarse  que 
haya  existido  una  pena  de  muerte  que  se  llamara  encarcelamiento, 
no  es  menos  indudable  que  la  humedad,  la  falta  de  ventilación,  la 
lobreguez  y  el  mal  trato,  que  eran  las  condiciones  del  encarcelamien- 
to en  tiempos  no  muy  remotos,  constituían  un  suplicio  injusto  que 
desgraciadamente  fué  mortal  en  repetidas  ocasiones. 

¿Acaso  la  tristeza  no  puede  dar  la  muerte  aun  hombre?  ¿Acaso  do 
se  le  puede  matar  haciéndole  contraer  alguna  de  aquellas  enfermeda- 
des indispensables  cuando  se  encierra  á  una  criatura  en  sitios  privados 
de  luz  y  de  aire,  helados  en  invierno,  abrasadores  en  verano,  ver- 
daderos tormentos,  mucho  mas  crueles  que  el  potro  y  las  tenazas  y 
la  garrucha,  que  á  lo  menos  mataban  á  los  hombres  en  pocas  horas? 

Volviendo  ahora  á  la  cárcel  romana,  atestiguan  su  existencia  lo 
macizo  de  los  muros  en  sus  estancias,  las  condiciones  de  sus  aparta- 
mentes,  muchos  en  número  y  todos  pequeños,  abovedados  y  á  pro- 
pósito para  encerrar  prisioneros,  y  también  cierta  torre  cuadrada, 
obligada  en  casi  todas  las  construcciones  romanas  de  esta  naturaleza , 
en  cuya  cima  se  veia  un  calabozo,  que  la  tradición  supone  haber  sido 
habitado  por  Eulalia,  la  insigne  mártir  de  los  cristianos  de  Barce- 
lona. 

T  la  tradición  vale  mucho,  cuando  no  hay  argumento  de  mayor 
fuerza  que  la  contradiga,  antes  por  el  contrario  concuerda  con  otros 
hechos  que,  ó  secundan  esta  tradición,  ó  la  corroboran,  como  en  el 
presente  caso  tiene  lugar.  La  tradición  que  ha  hecho  dar  el  nombre 
de  arco  de  Santa  Eulalia  al  callejón  en  cuyo  estremo  se  supone  cons- 
truida la  torre  que  aprisionó  á  la  joven  mártir,  ha  sido  bastante  po- 
derosa para  que  se  llamara  asimismo  bajada  de  Santa  Eulalia  la 
cuesta  que  desde  la  calle  de  San  Severo  conduce  á  la  de  los  Bafios,  y 
por  la  cual  se  supone  fué  arrojado  el  cuerpo  de  la  ilustre  cristiana 
metido  dentro  de  una  cuba  erizada  de  garfios  y  puñales.  Ahora  bien, 
en  el  espacio  que  media  entre  el  arco  de  Santa  Eulalia  y  la  bajada 
del  propio  nombre,  existia  por  aquel  entonces  el  palacio  del  gober- 


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DC  BROTA  115 

Dador  romano.  ¡Siempre  el  tirano  junio  á  los  oprimidos;  siempre  el 
verdogo  pegado  á  sus  victimas! 

Ahora  bien,  nada  mas  natural  que  Eulalia  fuera  conducida  de  su 
prisión  al  inmediato  palacio  de  su  juez,  y  desde  este  palacio  al  cer- 
cano logar  á  propósito  para  consumar  el  suplicio  á  que  se  la  sometió, 
si  ya  no  es  que  existía  un  camino  secreto  y  subterráneo  «que  unia  lote 
dos  edificios,  prisión  y  palacio,  como  se  observa  algunas  veces  en 
casos  análogos. 

Poco  ó  nada  sabemos  del  uso  que  Marco  Porcio  Catón  y  sus  suce- 
sores hicieron  de  la  cárcel  que  aquél  mandó  construir.  Aseguró,  al 
hacerlo,  que  el  edificio  estaba  destinado  á  prisión  de  criminales, .pero 
¿á  quiénes  llaman  criminales  los  cónsules  del  temple  de  Porcio 
Catón? 

Cuando  calculamos  que  este  romano  vino  á  Espada  á  tiempo  que 
la  península  empezaba  á  sacudir  el  yugo  de  la  metrópoli  del  mundo, 
y  cuando  nos  hacemos  cargo  de  los  inmensos  cuanto  espontáneos  sa- 
crificios que  hacen  los  pueblos  en  semejantes  casos ;  nos  entristece  el 
uso  que  el  cónsul  sanguinario  y  cruel,  enviado  por  Roma  para  some- 
ter á  lodo  trance  la  provincia,  baria  de  aquel  antro  oscuro,  espresa- 
mente  construido  para  atormentar  álos  hombres  en  una  época  en  que 
el  vencido  era  un  esclavo  y  el  esclavo  era  conceptuado  una  cosa,  es  de- 
cir, on  objeto  que  puede  romperse,  aniquilarse  á  voluntad  de  su 
duefio. 

Es  seguro  que  dentro  del  sombrío  recinto  padecieron  entonces  mul- 
titud de  héroes  de  la  indepeadencia  espadóla,  buenos  patriotas  que» 
entonces  como  ahora,  en  nuestro  pueblo  como  en  los  pueblos  todos 
del  mundo,  comprendieron  que  no  era  vida  la  vida  sin  libertad,  la  vida 
sin  patria.  Hoy,  que  los  países  cultos  hacen  alarde  de  sus  simpatías 
por  las  naciones  que  van  en  busca  de  su  autonomía  reganda  coo  san- 
gre los  campos  de  batalla  en  que  sus  hijos  se  dejan  acuchillar  por 
una  empresa  santa;  hoy,  que  al  grito  de  Polonia  sacrificada  y  resuel- 
ta á  romper  el  yugo  que  Rusia  le  tiene  impuesto,  palpita  el  corazón 
de  todos  los  hombres  honrados  y  lloran  de  despecho  todos  los  valien- 
tes al  presenciar  las  estériles  é  hipócritas  evoluciones  de  la  diploma  - 
cía;  hoy  pedimos  un  recuer  !o  para  los  abuelos  de  nuestros  abuelos» 
para  los  pasados  de  nuestros  pasados,  que  en  la  cárcel  de  Barcelona 


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7if  rftisjwsa 

padecieron  bajo  el  poder  de  Marco  Porcio  Cateo  y  sos  sucesores. 
¡Noble  epopeya,  sublime  elegía,  digna  de  cantarse  con  la  citar»  que 
inmortalizó  ¿1  heroísmo  de  Nwnancial  Esas  piedras  que  tenemos  á 
nuestra  vista,  ennegrecidas  por  el  tiempo,  al  igual  que  las  de  la  ciu- 
dad inmortal  de  todos  los  siglos,  tienen  escrita  ina  palabra  que  llega 
alalina. 

¡Desesperación!  dicen  las  ruinas  de  Numanci*. 

¡DolorI  dicen  los  vestigios  de  la  cárcel  de  Catón. 

Dominante  en  la  mayor  parte  del  mundo  conocido  «1  yugo  de  lio- 
rna, nación  que  para  legitimar  la  guerra  que  bacía  á  todos  los  pue- 
blos,, se  valia  del  trampantojo  de  sus  ídolos,  haciéndoles  hablar  por 
la  boca  de  sus  sacerdotes  sin  corazón;  nació  el  Dios  Hombre.  Treinta 
y  tres  afios  duró  su  permanencia  entre  los  mortales,  y  la  mayor  parte 
de  ellos  empleó  en  la  predicación  de  aquella  sublime  doctrina,  qoe 
se  reasume  ea  estas  divinas  palabras,  que  por  aquel  entonces  única- 
mente un  Dios  podía  proferir:— Amaos  los  unos  á  los  otrps  como  her- 
manos... 

.Esta  máxima  destruía  todo  el  sistema  de  (a  política  romana.  Der- 
rumbaba los  sanguinarios  idelos  de  sus  pedestales,  proscribía  las  ca- 
denas de  la  esclavitud,  rehabilitaba  á  la  mejer,  ennoblecía. al  villa- 
no, castigaba  el  orgullo  de  los  poderosos,  anatematizaba  las  guerras 
y  la  efusión  de  sangre,  y  hacia  á  todos  los  tambres  igoates  ante  la 
ley  del  amor  y  del  perdón. 

El  nacimiento  del  Redentor  y  Fnjtdador  de  tan  heruxw  doctrina 
debía  lener  lugar  durante  el  minado  de  un  monarca  asaz  justo  cuan- 
to lo  permitiera  la  civilización  de  ia  época:  por  esto  coincidió  con  el 
gobierno  de  Octavio  Augusto.  Mas  por  lo  mismo  que  la  nueva  doc- 
trina era  la  condenación  de  todas  las  Uranias,  el  Salvador  debía  ser 
inmolado  imperando , un  modelo  de  déspotas.  Tal  fué  el  ominoso  Ti- 
berio. 

Pero  la  semilla  de  la  libertad  del  mundo  habia  sido  sembrada,  y 
al  regarla  la  sangre  del  Justo,  era  de  obligatoria  necesidad  que  el 
árbol  de  la  regeneración  echara  raices  en  todos  los  climas. 

Espafia,  la  nación  que  tau  decididamente  se  había  alzado  en  pro 
de  su  libertad  contra  la  opresión  romana,  había  por  fuerza  de  acep  - 
tar  los  principios  de  la  religión  del  Crucificado,  que  devolvía  al 


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01  lUROfA.  117 

hombre  so  dignidad,  casi  det  toda  perdida.  La  ínter*  doctrina  que 
Santiago  vsaaá  pmdisar  á  Eipnfia,  hixo  muy  prmo  trooMrosos  pro- 
¿etilos,  y  tentado  loma,  coa  harto  fundamento,  perder  sus  con- 
quistas, empezó  aquella  locha  sin  piedad  de  las  armas  contra  la  pre- 
dicación, de  la  faena  contra  la  fe,  de  tos  suplicios  contra  los  milagros. 

Barcelona  presenció  rasgos  de  abnegación  cristiana  dignos  de  ci- 
larse  con  elogio  en  si  lio  mas  á  proposite  que  esta  obra,  y  la  cárcel 
del  cónsul  Cata»  encerró  numerosos  prisioneros,  que  con  heroísmo 
siogalar  se  sacrificaron  por  sns  creencias,  con  asombra  de  les  domi- 
nadores, con  espanto  de  los  tiranos. 

Una  tos  convencidos  estos  de  qoe  la  locha  habla  de  traer  irremi- 
siblemente la  caída  det  imperio,  agotaran  los  hombreé  y  los  recursos, 
las  amenatas,  las  sedaciones  y  los  toteólos  de  toda  suerft  de  tortu- 
ras, para  disuadir  á  los  creyentes  de  sn  empefio.  Del  mismo  modo  qne 
en  lodos  los  tiempos  se  ha  cebado  mano  de  los  gobernante*  mas  ter- 
ribles para  aterrorizar  á  los  pueblos  mas  dispuestos  á  hacer  frente  á 
sos  opresores,  asi  Roma  envió  á  sns  generales  mas  feroces  á  aquellas 
provincias  donde  la  nueva  idea  germinaba  con  mayor  lozanía. 

£ntoncas  fué  cuando  Daciano  vino  á  Barcelona.  Ta  nadie  hace  ca- 
so alguno  de  este  ea fiado  del  imperio,  que  sin  embargo  es  digno 
do  eclipsar  los  nombres  de  los  tiranos  lodos  que  han  existido  y  existi- 
rán sobre  la  tierra.  Jamás  se  han  hallado  tantos  y  tan  bárbaros  re- 
corsos para  amedrentar  á  los  pueblos,  y  sin  embargo  jamás  la  resis- 
tencia ha  producido  tantos  y  tan  titánicos  adalides.  Mucho  se  ha  ha- 
blado posteriormente  de  grandes  déspotas;  muchos  nombres  se  citan 
aun  hoy  dia  como  modelo  de  grandes  tiranos;  muchas  biografías  se 
popularizan  para  execración  de  otros  tantos  azotes  de  la  humanidad. 
Pero  ¿qué  suponen  cada  neo  de  ellos,  ó  lodos  juntos,  esos  Luises  on- 
cenos, esos  Enriques  octavos,  esos  Torquemadas,  esos  condes  de 
EspaBa,  comparados  con  un  solo  hombre,  si  este  hombre  se  llama 
Decíate? 

Para  comprender  hasta  donde  es  cierto  lo  qne  venimos  diciendo, 
citaremos  un  solo  hecho  acaecido  en  la  cárcel  romana  de  Barcelona,  • 
y  dejamos  á  nuestros  lectores  el  encargo  de  averiguar  inútilmente 
qne  o  10  rasgo  de  a>ayor  crueldad  registran  los  anales  de  las  cárceles 
de  Europa. 


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Ta  hemos  dicho  que  Dadano  gobierna  por  Roma  en  la  dudad  de 
Amilcar.  Las  instrucciones  que  trae  de  la  ciudad  eteraa  toa  de  ester- 
minar  á  todo  trance  cuantos  partidarios  haya  hecho  la  doctrina  nue- 
va y  do  se  apresaren  á  quemar  incienso  en  las  aras  de  los  dioses 
gentílicos.  Aquí  podemos  repetir  también:  ¡siempre  lo  mismol  ¡siem- 
pre los  falsos  apóstoles  y  los  políticos  hipócritas  empuñando  la  segur 
de  Nerón  ó  el  alfánge  de  Mahomal 

Una  mafiana  de  invierno,  ona  de  esas  mañanas  en  que  el  délo 
parece  mas  diáfano,  la  atmósfera  mas  transparente,  salía  furtiva- 
mente de  cierta  quinta  situada  en  el  llano  de  Barcelona,  una  dama 
que  por  su  porte  y  traje  revelaba  pertenecer  á  una  principal  familia. 
Era  joven,  muy  joven,  pues  apenas  contaba  catorce  afios  de  edad;  y 
era  hermosa  cuanto  cabe  serlo  si  la  realidad  se  encarga  de  dar  for- 
ma al  idealismo. 

Por  las  miradas  que  reiteradamente  dirigía  al  camino  que  dejaba 
á  su  espalda  y  por  la  súbita  palidez  que  invadía  su  semblante  cada 
vez  que  se  cruzaba  con  algún  viajero,  comprendíase  sobrado  bien 
que  aquella  niña  temía  ver  descubierto  su  propósito  y  ser  devuelta  al 
logar  que  voluntariamente  abandonaba. 

T  sin  embargo,  este  lugar  era  una  quinta  deudosa  de  la  cual  la 
ñifla  gozaba  como  duefia,  pues  daefia  era  del  acendrado  amor  de  sus 
padres,  á  quienes  pertenecía  la  deudosa  casa  de  campo.  No  eiislía 
manera  de  alegrar  á  la  joven  doncella  que  los  autores  de  sus  dias  no 
pusieran  por  obra,  y  la  única  pena  de  los  ancianos  consistía  en  no 
poder  adivinar  los  deseos  de  su  hija  antes  de  que  el  pensamiento  los 
formulase,  para  cumplírselos  sin  apetecerlos. 

A  pesar  de  todo  la  nifia  huía,  era  indudable,  del  hogar  paterno,  y 
por  ningún  bien  de  este  mundo  hubiera  desistido  de  su  inesplicable 
propósito.  En  una  revuelta  que  hacia  el  camino  que  estaba  siguiendo, 
perdiéndose  de  vista  desde  aquel  punto  la  mansión  que  venia  aban- 
donando, sentóse  la  ñifla  fatigada;  y  dirigiendo  su  vista  á  la  quinta, 
un  hondo  suspiro  levantó  su  pecho.  La  contemplación  duró  algunos 
minutos,  y  mal  contenida  la  pesadumbre,  estalló  en  lágrimas  que 
corrieron  libremente  por  las  hermosas  mejillas  de  la  joven. 

En  seguida  se  repuso  de  su  abatimiento,  llevó  la  mano  al  labio  de 
coral,  y  envió  en  dirección  de  la  casa  de  campo  uno  de  esos  besos  io- 


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Dt  «MOTA.  16% 

fútiles  que  un  padre  compraría  á  cualquier  pctoio  menos  al  de  la  se- 
paración de  su  bife. 

8a  «archa,  desde  aquel  ponto,  faé  menos  rápida,  pero  en  cambio 
§■  semblante  revelaba  mayor  tranquilidad. 

A  menudo  se  detenia  calculando  el  camino  qne  debía  seguir,  pves 
se  bailaba  preocupada  por  ia  impresión  estrafa  qne  cansa ánna don- 
cella recatada,  la  primera  vez  qne  emprende  nna  caminata,  sola  y 
abandonada  á  sn  propio  impulso.  De  este  modo,  y  empleando  en  et 
camino  triple  tiempo  del  necesario,  llegó  á  las  puertas  de  Barcelona. 

La  ciudad  se  bailaba  cuidadosamente  defendida  y  sus  puertas  vi- 
giladas con  mucho  rigor;  pero  ¿quién  babia  de  hacer  caso  He  aqoeHa 
niña  tímida  é  inofensiva  sino  era  para  admirar  sn  belleza? 

(loa  vez  dentro  del  murado  recinto,  el  rubor  de  Yt-rse  sola,  sin  du- 
da, la  obligaba  á  caminar  con  los  ojos  clavados  en  el  suelo;  pero  falla 
de  práctica  y  dominada  indudablemente  por  un  pensamiento  fijo,  per* 
dita  en  el  laberinto  de  sus  estrechas  calles  y  hubo  de  dirigirse  á  al* 
gun  transeúnte  para  enterarse  de  la  dirección  que  debía  tomar  y  que 
de  antemano  seguramente  no  conocía. 

T  lo  eetrafio  era  qne  cuantos  fueron  interrogados  por  la  herniosa 
ñifla,  quedaron  maravillados  de  la  pregunta  y  se  detenían  para  con* 
templar  ai  realmente  emprendía  el  camino  qm  la  indicaban. 

Nuestra  joven  preguntaba  por  (a  vivienda  del  procónsul  Daciano, 
y  tal  era  aquella  y  4al  el  gobernador  de  Barcelona,  que  menos  se  hu- 
biera* estragado  algunos  de  otr  á  un  cordero  solicitando  las  eefias  de 
la  guarida  del  lobo. 

Era,  con  efecto,  tan  estrafia  la  resolución  de  ir  al  encuentro  del 
tirano,  se  necesitaba  tanto  valor  para  presentarse  ante  el  hombre  que 
nunca  se  dejaba  ver  en  público  sino  acompañado  del  verdugo;  que 
algunas  gentes  echaron  á  andar  tras  de  la  joven,  deseosas  de  ente- 
rarse del  resultado  de  tan  peligrosa  entrevista. 

Daciano  hacia  justicia,  ó  mejor  atrofiaba  &  la  justicia,  en  el 
pretorio  de  su  palacio,  >  donde  eran  admitidos  cuantos  deseaban  pre- 
senciar escenas  repugnantes  ó  conmovedoras,  que  desgraciadamente 
siempre  han  tenido  aficionados  en  el  pueblo.  Además,  bien  fuera  para 
adular  al  tirano,  bien  se  rindieran  é  su  voluntad  los  barceloneses, 
de  que  el  proefasul  gustaba  de  hacer  presenciar  sus  actos 
tono  n.  II 


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«na  PRISIONES 

por  la  muchedumbre,  á  la  coal  sojuzgaba  por  medio  de  terribles 
ejemplos;  ello  es  que  generalmente  se  haHabamny  concorrido  el 
pretorio  del  gobernador.  La  joven  penetró  tímidamente  entre  la  mu- 
chedumbre, seguida  de  gran  número  de  curiosos  que  presentían  un 
espectáculo  nada  común. 

El  procónsul  se  hallaba  rodeado  de  augures,  guardias  y  Helores: 
ardia  un  ara  á  poca  distancia  de  su  camilla,  y  junto  á  los  Helores 
veíanse  con  horror  numerosos  instrumentos  de  suplicio. 

Lo  que  pudiéramos  llamar  vista  de  las  eausas  se  llevaba  acabo  de 
una  manera  tan  breve  como  repugnante  para  cuantos  creen  quenada 
98  tan  difícil  como  administrar  justicia  con  acierto.  Generalmente  los 
presos  eram  acusados,  ó  de  conspiración  contra  Roma,  ó  de  partida- 
rios de  la  ley  nueva.  Los  primeros  era  encerrados  en  lóbregas  maz- 
morras ó  desterrados  á  lejanas  provincias  del  imperio,  donde  se  les 
dedicaba  á  trabajos  penosos  y  viles.  En  cuanto  á  los  segundos,  el  di- 
lema era  mucho  mas  breve:  ó  la  apostaste  ó  el  martirio:  la  apostada 
apenas  encontraba  un  prosélito,  cualesquiera  que  fuesen  las  prome- 
sas con  que  se  ofrecía  galardonar  á  la  traición. 

Cada  vez  que  el  gobernador  tenia  que  juzgar  á  algún  partidario  de 
la  nueva  doctrina,  suscitábase  un  nuevo  escándalo  entre  los  sacerdo- 
tes que  rodeaban  á  Daciano:  todo  se  volvían  gritos,  amenazas,  mo- 
vimientos descompasados  y  un  cúmulo  de  improperios  como  no  se 
hubiesen  dirigido  contra  el  mayor  de  los  criminales. 

Semejantes  escenas  presenciaba  el  pueblo,  acobardado  ó  embru- 
tecido, y  con  el  pueblo  las  presenció  la  tímida  doncella  que  desde  la 
quinta  de  sus  padres  había  venido  á  Barcelona  expresamente  para 
ver  á  su  gobernador. 

Pero  fué  el  caso  que  cuando  todos  los  presentes  iban  á  retirarse, 
terminada  la  audiencia,  y  cuando  algunos  adoladores  sin  corazón 
gritaban  estentóreamente:  ¡Gloria  á  Daciano,  el  amigo  de  los  dioses 
y  de  Roma!  la  modesta  doncella  se  adelantó  resuelta  por  medio  de 
los  guardias,  y  deteniendo  al  gobernador  por  la  orla  de  su  manto  de 
púrpura,  le  dijo  con  resuello  acento: 

—¡Para,  y  óyeme! 

El  estertor  de  la  joven  había  cambiado  en  un  instante:  á  la  pali- 
dez del  temor  había  reemplazado  el  carmín  del  enojo;  á  la  debilidad 
de  la  doncella,  la  energía  de  la  matrona. 


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DB  EUfiOJ»*  T¡i 

Volvióse  el  pretor  pasmado  de  lanía  osadía,  y  4  la  rota  de  la  ni- 
ña sofrieron  un  vuelco  sus  coléricas  intenciones.  Contemplóla  u 
momento  embelesado,  y  sonriendo  con  insolente  lubricidad,  la  dijo: 

—¡Hermosa  eres  por  cierto!...  ¿Qué  me  pides? 

—Justicia— respondió  la  doncella  sin  inmutarse. 

—Mal  he  de  haeer  que  lo  pase  el  que  baya  provocado  tu  cólera. 
¿Quién  te  ofende? 

—El  procónsul  Daciano— contestó  la  joven»  fijando  con  entereza 
su  mirada  en  el  gobernador. 

Esta  se  hizo  ud  paso  airas  y  contempló  4  los  que  le  rodeaban  cual 
si  les  demandara  una  explicación  de  tamafia  maravilla.  Pero  ninguno 
pudo  decirle  sino  que  debía  estar  loca  la  criatura  que  de  tal  suerte 
suscitaba  su  venganza;  esplicacioo  que  no  satisfacía  al  procónsul, 
pues  la  mirada  de  la  atrevida  ñifla  en  nada  se  parecía  4  la  de  los  de* 
meotes  que  arrostran  el  peligro  sin  tener  la  conciencia  de  él. 

— Mucho  me  sorprende  tu  audacia;— dijo  el  procónsul — sin  em- 
bargo Daciano  está  dispuesto  4  oir  su  acusación,  como  salga  de  tai 
hermosos  labios.  ¿En  qué  le  he  faltado?  ¿qué  pretendes  de  mi? 

—Óyeme,  procónsul:— dijo  la  ñifla— no  ignoras  ciertamente  que 
hay  bajo  tu  dourioio  unos  hombres  que  predican  amor  y  reconcilia- 
ción á  los  humanos,  y  que  abiertos  sus  ojos  4  la  luz,  adoran  al  Dios 
que  murió  en  el  Gólgotha. 

— Esos  hombres— replicó  el  romano— son  unos  conspiradores  que 
atenían  contra  el  emperador. 

—¿Cómo  puede  ser  ¡oh  procónsul!  cuando  su  maestro  les  dijo: 
dad  al  César  lo  que  es  del  César  y  á  Dios  lo  que  es  de  Dios? 

—Vanos  subterfugios...  Roma  quiere  que  no  ezisian  otros  dioses 
que  los  suyos;  los  dioses  que  siempre  han  protegido  4  la  ciudad  eter- 
na. Cuantos  se  resisten  4  obed'icer  las  órdenes  del  imperio,  traidores 
al  imperio  son,  y  como  tales  serán  tratados. 

Un  aplauso  resonó  en  aquel  momento:  nunca  falta  4  los  tiranas 
quien  los  remate  y  pierda,  aplaudiendo  sus  escesos. 

—¿Y  que  lograrás  con  ello?— preguntó  la  joven  con  sencillez  es  < 
l  remada— ¿Qué  resultados  obtendrás  de  tu  rigor? 

— Aniquilar  la  causa  de  los  cristianos,  destruyendo  a  estos;  aca- 
bar con  el  veneno  aplastando  hasta  la  última  víbora. 


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m  PRISIONES 

—Te  engallas,  procónsul;—  repaso  la  niña— si  el  fundador  deesa 
religión  murió  por  ella,  dando  el  ejemplo  de  como  se  arrostra!  los 
mas  grandes  martirios,  ¿cómo  pueden  sis  discípulo^ no  libar  las  *o- 
tas  que  han  quedado  en  el  ealiz?  Destruir,  aniquilar...  ¿Se  destruye 
acaso  una  idea?...  ¿Qué  ba  sucedido  después  que  tus  predeoesores 
sacrificaron  al  primer  cristiano?  Que  se  han  presentado  otros  ciento 
reclamando  el  derecho  que  tienen  á  ser  tratados  con  igual  rigor. 
¿Qué  paedes  decir  ií\  mismo  de  los  resultados  que  has  obtenido  dic- 
tando tau  continuadas  sentencias  de  muerte,  inventando  tantos  horro- 
res para  hacerla  mas  espantosa?. ..  ¿Por  ventura  no  es  mayor  el  núme- 
ro de  los  cristianos  que  hoy  existen,  que  do  era  antes  de  haber  llegado 
tu  persooa  al  gobierno  de  esta  provincia?...  Créeme,  procónsul:  la 
idea  del  amor  y  de  la  libertad  vertida  queda  desde  lo  alto  de  ana 
cruz  gloriosa:  sacrificaras  á  la  humanidad  entera,  y  la  idea  santa  flo- 
taría en  el  espacio  para  que  se  apoderase  de  ella  otra  humanidad 
nueva,  si  á  Dios  le  parecía  bien  crearla  nuevamente.  No  intente  Ro- 
ña destruir,  antes  bien  quiera  aprender,  y  será  salva.  De  otra  suerte 
jay  del  imperio!  jay  de  los  cesares!  Rodarán  en  el  polvo  confundidos 
con  los  destrozos  de  sus  dioses. 

Un  grito  de  indignación  resonó  en  torno  del  procónsul,  los  sacer- 
dotes amenazaron  rasgar  sus  blancas  vestiduras,  y  los  lictores  diri- 
gieron una  significativa  mirada  á  los  instrumentos  del  suplicio. 

Dactano  luchaba  por  primera  vez  entre  el  asombro  y  sus  instintos 
sanguinarios,  contenidos  por  la  inusitada  sorpresa. 

—¿Quién  eres— dijo— que  me  has  ofendido  y  no  te  he  castigado; 
que  has  insultado  á  Roma  y  no  he  hecho  pesar  sobre  ti  ei  poder  del 
imperio;  que  has  hecho  escarnio  de  nuestros  dioses,  y  estos  no  te  han 
destruido  con  sus  rayos? 

—¿Quién  soy?...  Me  llamo  Eulalia,  y  ya  lo  ves,  soy  una  débil 
criatura.  Y,  á  pesar  de  todo,  tan  débil  como  te  habré  parecido,  be  te- 
nido valor  sobrado  para  dirigirme  á  tí  y  decirte,  como  te  digo:  D&- 
ciano,  date  prisa  á  desocupar  la  cárcel  que  en  mal  hora  construyera 
tu  predecesor  Marco  Porcio  Catón;  date  prisa  en  rasgar  los  sangí  ion- 
ios edictos  que  tienes  publicados,  dale  prisa  en  permitir  que  los  hom- 
bres adoren  según  sus  creencias  al  Dios  del  amor  y  de  la  esperanza; 
poi  que  tal  pudiera  ser  el  enojo  del  que  está  en  el  cielo,  que  no  te 


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w  mota.  m 

diera  ni  aun  tiempo  de  reparar  el  dafio  que  has  hecho. 

Escuchando  estas  ratones  dirigía  el  procónsul  furtivas  miradas  á 
sos  cortesanos  y  temblaba  de  coraje,  y  se  perdía  en  conjeturas  bus- 
cando la  clave  de  aquel  enigma  asombroso  que  le  abismaba.  Duran- 
te su  carrera  militar  había  baciano  vencido  á  grandes  generales, 
había  trabado  relaciones  con  hombres  ante  los  cuales  habían  tembla- 
do do  miedo  millares  de  otros  hombres;  y  siendo  gobernador  de  dis- 
tintas provincias,  había  llegado  á  infundir  respeto  á  los  mas  arrogan- 
tes y  temor  en  los  mas  valientes.  ¡Y  era  una  ñifla,  una  débil  ñifla,  la 
que  venia  á  desafiar  su  cólera! 

—Ilusa  criatura,— esclamó  batallando  con  sus  sanguinario*  im~ 
pul**— ¿quién  te  ha  infundido.el  alíenlo  bastante  para  decir  lo  que 
has  dicho,  para  hacer  lo  qee  has  hecho? 

—¿Quién?— respondió  Eulalia  sin  titubear— mis  creeodas,  pro  - 
cónsul.  Yo  soy  cristiana. 

Tanto  hubiera  valido  que  la  joven  hubiera  pronunciado  el  insulte 
mas  horrible  contra  el  César,  pues  se  levantó  acto  continuo  tal  grite- 
ría y  tempestad  de  alaridos  y  amenazas,  que  no  parecía  sino  que 
todos  los  amigos  del  gobernador  hubieran  sido  atacados  de  hidrofobia 
en  aquel  mismo  acto.  Precipitáronse  los  ga  ardías  encima  de  Eulalia 
apuntando  sus  espadas  al  pedio  de  la  cristiana,  los  lictores  empuña- 
ron sus  haces,  los  sacerdotes  eslendieron  hacia  ella  los  brazos  conju- 
rándola con  toda  suerte  de  castigos,  y  basta  la  muchedumbre  de  es- 
pectadores hicieron  un  movimiento  en  hostil  dirección  á  la  tierna 
criatura,  esclamando: 

—¡Al  suplicio,  al  suplicio  la  cristiana! 

Un  momento  mas  de  irresolución  de  parte  del  gobernador,  y  hu- 
biera sido  inútil  la  sentencia.  Pero  Daciaoo,  que  aun  no  había  podido 
desprenderse  enteramente  de  la  estrada  influencia  que  sobre  él  ejercía 
Eulalia,  y  que  á  fuer  de  gran  tirano  no  gustaba  de  que  ninguno  le 
impusiera  su  voluntad,  ni  le  (razara  tan  solo  la  linea  de  su  conducta, 
siquiera  estuviese  conforme  con  su  preconcebida  resolución;  hizo  un 
ademan  fiero,  aterró  á  toda  la  concurrencia  con  una  mirada  sola,  y 
esclamó  con  voz  de  trueno: 

—¡Galle  la' ¡asoleóte  turba!  ¿Quién  osa  levantar  la  voz  cuando 
Daoa&o  no  4a  permiso  para  ello?... 


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711  PRISIONES 

—Gobernador,— dijo  tro  viejo  sacerdote — hay  ana  ley  que  pena 
de  muerte  á  los  cristianos  que  no  queman  incienso  á  nuestros  dioses: 
ante  esta  ley  todos  los  cristianos  tienen  que  someterse;  yo  la  invoco... 

— Ya  be  dicho— repuso  el  procónsul  temblando  de  coraje— que 
donde  gobierna  Daciano,  nadie  tiene  derecho  á  formular  en  público 
un  pensamiento  solo,  si  antes  el  procónsul  no  ha  otorgado  su  per- 
miso. Yo  represento  al  César,  y  ante  el  César  todos  sois  esclaves. 
¡Silencio,  he  dicho!  Yo  haré  justicia. 

En  seguida  se  adelantó  hacia  la  joven,  única  que  permanecía  se- 
rena en  medio  de  aquella  tempestad  desencadenada  sobre  su  cabeza, 
y  mas  blandamente  de  lo  que  en  él  era  costumbre,  dijola: 

—Ya  lo  has  oído,  mal  aconsejada  doncella:  adorar,  ó  morir.  Oye, 
empero,  lo  que  yo  puedo  disponer  tocante  á  tu  persona.  Eres  joven, 
no  hay  duda;  eres  hermosa,  no  me  equivoco:  los  dioses  apetecen  el 
incienso  que  las  criaturas  de  tus  condiciones  queman  en  sus  aras.  Yo 
tengo  un  palacio  con  columnatas  de  mármoles  y  pavimentos  de  mo- 
saico; con  muebles  de  marñl  y  nácar  incrustados  de  oro;  con  jardi- 
nes que  se  pierden  en  el  horizonte,  y  en  ellos  flores  mas  aromosas 
que  las  de  Alejandría  y  pilas  donde  nadan  los  mas  vistosos  pececitos, 
rociados  por  una  lluvia  que  parece  de  piedras  las  roas  preciosas. 
Tengo  esclavas  que  apuran  los  recursos  del  arte  para  hacer  eterna  la 
juventud  y  la  belleza  de  las  mujeres,  y  tesoros  con  que  comprar  una 
provincia  y  crear  un  reino  bastante  poderoso  para  ser  respetado  hasta 
por  el  César.  Pues  bien,  Daciano  lo  pone  todo  á  tu  disposición:  que- 
ma incienso  ante  los  dioses,  y  serás  la  esposa  del  procónsul. 

— Gobernador, — respondió  Eulalia— hoy  por  hoy  te  compadezco; 
mas  si  hicieres  lo  que  yo  te  he  indicado ,  si  dieras  la  libertad  á  mis 
hermanos,  si  permitieras  que  en  Barcelona  se  rindiera  culto  al  Dios 
del  amor  purísimo;  pudiera  aun  mirarte  al  semblante  sin  avergonzar- 
me por  ti,  que  bas  pronunciado  semejantes  palabras,  y  por  mí,  que 
he  podido  escucharlas. 

La  repulsa  no  podía  ser  mas  completa,  y  Daciano  cometió  la  bajera 
de  apelar  al  medio  opuesto. 

—También  tengo — replicó  con  ira  reconcentrada—  una  mazmor- 
ra basta  cuyo  fondo  jamás  penetran  los  rayos  del  feol;  y  tengo  á  mis 
órdenes  verdugos  tan  diestros  y  refinados  en  su  eficio,  que  saben  dar 


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mi  flmon.  m% 

muerte  á  los  criminales  en  mucha*  horas,  Ptí  mochos  días  de  no  pa- 
decer nunca  interrumpido.  Escoge  de  mis  dos  proposiciones  la  que 
mas  te  cuadre. 

Eulalia,  qae  había  palidecido  ligeramente  al  escuchar  estas  pala- 
bras del  procónsul,  se  repuso  con  presteza,  y  dijo: 

— Daciano,  cuando  hablaste  desde  la  altura  de  tu  orgullo,  pude 
teoer'e  compasión;  ahora  que  hablas  desde  el  pedestal  en  que  te  co- 
loca lu  pretendida  incontrastable  fuerza,  digo  que  desprecio  esta  fuer- 
za tuya  otro  tanto  que  te  desprecio  á  ti. 

Rl  gobernador  se  hizo  repetir  la  última  frase,  porque  en  verdad  no 
había  acertado  á  comprender  su  significación.  ¡Tan  ofuscado  le  tenia 
su  orgullo!  Mas  cuaodo  la  joven  le  repitió  sus  palabras  con  la  misma 
tranquilidad  con  que  pudiera  un  adulador  de  oficio  recrear  los  oidos 
de  un  déspota,  sonrió  el  procónsul  de  una  manera  feroz,  porque  la 
herida  abierta  en  su  amor  propio  le  causaba  mas  dolor  qne  la  hecha 
en  sn  entusiasmo  patriótico  y  en  sus  gentílicas  creencias. 

—Bien  está...  —murmuró  con  voz  sombría.— No  haya  miedo  qne 
la  púrpura  de  los  procónsules  se  arrastre  por  el  lodo,  que  tanto  6 
menos  vale  ponerla  bajo  los  pies  dt  una  cristiana.  A  cada  uno  su 
turno:  ahora  es  el  mió. 

T  apenas  hizo  un  ademan  significando  que  había  dejado  de  tomar 
bajo  su  protección  á  Eulalia,  resonó  nuevamente  el  grito  unánime  y 
aterrador  de  la  muchedumbre,  azuzada  especialmente  por  los  sacer- 
dotes, que  esclamaba: 

—¡Al  suplicio,  al  suplicio  la  cristiana! 

Daciano  ocupó  de  nuevo  su  asiento  presidencial  y  dictó  algunas 
órdenes,  que  fueron  transmitidas  á  los  Helores. 

Estos  se  precipitaron  sobre  la  victima,  poniendo  sos  sangrientas 
manos  en  aquel  delicado  cuerpo. 

Eulalia  se  estremeció  al  ominoso  contacto:  era  estremecimiento  de 
rubor,  v,o  de  miedo. 

Un  momento  después  las  carnes  de  la  tímida  doncella  eran  mate-* 
mímente  despedazadas  á  azotes.  Los  verdugos  agotaron  sus  fuerzas 
y  los  instrumentos  del  martirio:  lo  que  no  consiguieron  agotar  faé  la 
resignaron  de  la  victima. 

Ni  una  queja,  ni  una  reconvención  salió  de  los  labios  de  esta  última. 


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774  rtmioiw 

El  procónsul  Jemió  que  la  aifia  moriría  en  el  stplicio,  y  esto  wa 
un  VieDciiweulo  para  el  romano. 

— ¡Conducidla  ala  prisión!— esclamó  mandando  suspender  si  nar 
tirio,  -  y  aguzad  el  ingenio  torturador  de  que  los  ¿toses  os  han  dolido 
para  su  desagravio. 

Entonces  fué  cuaado  .la  tierna  criatura  fué  airastradaá  la  otad 
de  Marco  Porcia  Galón,  y  una  vez  en  ella,  encerrada  en  un  calaboi* 
de  la  torre  central,  abovedado,  estrecho,  hediondo,  y  que  la  tradicioft 
se  encargó  de  hacer  respetable  hasta  tanto  que  el  pico  y  el  martillo, 
menos  compasivos  que  el  tiempo  mismo,  vinieron  i  destruir  el  ves- 
tigio y  con  este  «na  gran  parle  del  interés  que  inspiraba  el  recuerdo 
de  la  heroína,  que  tan  claramente  reveló  basta  donde  llegaba  la  bar- 
barie en  el  enjuiciamiento  y  en  el  suplicio,  de  parte  de  unos  hombres 
que  abrigaban  la  peregrina  creencia  <le  ser  los  civilizadores  del  mas- 
do.  Veamos  el  desenlaee  de  esta  historia  que  retrata  perfectamente  las 
costumbres  de  aquella  época. 

Ni  tas  libros  ni  )a  tradición  nos  dicen  cnanto  tiempo  permaneció 
Eulalia  en  la  prisión  romana:  sin  embargo,  es  probable  que  fresa 
muy  pocos  dias,  pues  se  supone  qee  milagrosamente  sanó  de  las  he* 
ridas  que  la  causaban  los  tormentos  á  que  sin  interrupción  foé  so- 
metida. Y  fueron  esos  martirios  los  «guíenles,  que  copiamos  de  un 
autor  4e  nuestros  dias,  qvte  ciertamente  nunca  ba  sido  faohadode  fa- 
aplico,  ni  incaútamete  crádulo.  Dice  asi: 

tftfandó  el  procónsul  que  la  ataran  en  el  ecnleo,  y  amafiaran  001 
unas  de  hierro,  abrasaran  so*  gestados  con  hachas  ardiendo  y  la  en- 
volvían^ ,eoica)  viva*  ficharon  sobre  su  cabezo  aoeite  hirviendo  y 
plomo  derretido,  y  moaiaza  desleída  en  vinagre  por  las  aarices  y  por 
tas  llagas  que  tenia  en  lodo  el  cuerpo,  las  cuales  le  fregaron  «on  pe- 
dazos agudos  de  guijarro  de  vasijas  quebradas,  y  quemáronle  los 
ojpsion  velas  encendidas...  Qrdeoó  Daoiaoo  que,  desnuda  y  desfigu- 
rada como  estaba,  la  llevaran  por  la  ciudad,  para  confesión  de  la 
Santa  y  espanto  de  los  otros  cristianos,  y  que  después  (a  degollaran 
en  el  jüempp.  Lo  fué,  cpn  Afecto,  la  pura  y  ejemplar  doncella,  en  4 1  de 
Eehrero  de  304.» 

Hé  aquí  el  sistema  que  se  venia  siguiendo  contra  los  partidarios 
deja  nueva  doctrina»  béaquí  e¡  modelo  de  los  casos  qae  frecuente- 


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aa  mora.  111 

>  tenían  lugar  en  la  cárcel  romana  dé  Barcelona.  T  ahora  ¿ne 
aoa  es  lidio  preguntar  ti  es  posible  que  la  historia  de  todas  las  tire- 
alas  presente  tan  multiplicados  y  mas  horribles  casos  de  persecución 
y  crueldad? 

La  tradición  ha  embellecido  la  muerte  de  Eulalia,  y  es  moy  eomoa 
k  creencia  de  que  la  tierna  mártir  cristiana  murió  enclavada  en  la 
cruz  de  aspas,  y  que  protegiéndola  el  Sefior  contra  Jas  miradas  las* 
dvas  de  los  gentiles,  permitió  que  una  espesa  capa  de  nieve  cubriera 
si  desnado  cuerpo. 

Sin  embargo,  como  las  buenas  causas  triunfan  tarde  ó  temprano, 
es  natural,  asimismo,  que  los  mártires  obtengan  á  su  debido  tiempo 
los  honores  del  triunfo  para  compensación  de  los  horrores  del  supli- 
do. Pocos  triunfos  de  este  género  pueden  igualarse  al  que  fué  des- 
cernido al  cadáver  de  Eulalia:  verdad  es  que  otro  tanto  debía  suceder 
para  igualar  al  valor  de  la  ñifla  y  á  los  tormentos  de  que  fué  rodea- 
da su  muerte. 

Babia  caído  el  imperio  Romano:  aras,  templos  y  tronos,  Ídolos, 
cesares  y  augures  todo  había  sido  engullido  por  las  olas  de  la  san* 
gre  cristiana,  y  la  ley  de  Cristo,  hecha  la  religión  del  mundo  des- 
pués de  la  victoria  obtenida  por  Constantino,  recibió  grande  .impor- 
tunan en  España  con  la  abjuración  de  Itoaredo. 

Erase  en  esto  el  afio  878,  y  Frondoino  gobernaba  la  diócesis  da 
Barcelona.  Por  varios  conductos  tenia  noticia  el  prelado  de  que  el 
cadáver  de  Eulalia  se  hallaba  enterrado  en  terreno  sobre  el  cual  sa 
había  construido  la  iglesia  de  Santa  Marta  del  Mar.  Celebróse  en  esta 
templo  una  gran  fiesta,  y  terminada  la  misa,  el  prelado,  vestido  da 
pontifical,  hirió  el  suelo  con  so  báculo  y  observó  por  el  sonido  que 
al  suelo  se  hallaba  hueco  en  aquel  sitio.  Entonces  se  dispuso  la  es- 
cavacion,  hallándole  el  arca  que  tan  ansiosamente  era  buscada  por 
loe  ilustres  compatriotas  de  la  insigne  y  valerosa  mártir.  Depositada 
en  la  Catedral  y  habiendo  ocupado  en  esta  basílica  dos  distintos  sitios, 
según  las  modificaciones  qne  ha  sufrido  so  fábrica,  fué  definitiva- 
mente colocada  en  su  actual  cripta  el  dia  10  de  julio  de  1839.  Pan 
solemnixar  ette  neto,  tuvo  logar  una  prooesion  tan  magnifica,  que 
quizás  nunca  se  ha  celebrado  otra  con  asistencia  de  tantos  y  lao  ele- 
vados  personajes.Beetará  decir  que  entre  estos  se  contaban  dos  reyes, 

?un  u  IS 


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711 

4o¿  rote*,  éuatro  kije*  dé  neyea,  doto  princesas,  «a  cérdéwl,  ásts 
obispe*}  dees  abades  raitradoe,  nueve  oagmteede  CataloUa*  semle 
y  cuati*  barebes  y  nobles,  y  mechas  otra»  pataea»  de  k  primara 
distinción  eo  lodos  los  ramos. 

Ornato  ato  curiase,  y  para  qvemeMrbs  lectores  tsbgan  una  idea 
dé  las  precesiones  de  aquel  tiempo*  creemos  útil  reeefiur  el  érdetí 
qie  guardó  dicha  precesión*  que  toé  el  sigoicote,  tat  coma  se  hiHi 
descrito  en  la  notable  obra  Bartelona  antigua  y  moderna. 

tCabalgaban  delanle  Bernardo  de  Tous,  veguer  de  Dercdtaa  y  dd 
Valléis  Pedro  de  Tous  m  hermane*  Pedro  de  Fivalkr,  eotMegeirde 
Bareelooa,  Pedro  de  Seat  €iimenf  y  Pedro  ftessott  obreros  de  la  de- 
dad,  eúiaimiDdt  los  puntos  y  calles  del  curso  que  debia  seguir  lá 
proéeaioti,  prefiniendo  los  encuentras  y  ««delaciones  de  la  mUche* 
dmtae  qefe  haMa  acudido  i  esta  capital  de  los  puebles  de  ta  provn* 
cía  y  reiste  de  árago»*  Valencia  y  Mallorca,  para  -pneeeeoiartae 
suntuosa  fiesta.  Seguían  á  los  dichos  los  nifios  de  las  escuelas*  áesi* 
eUldro  de  las  iglesia*  perrofufetesy  tastamunldadwdelasórdwe* 
reglares,  de  la  Merced,  los  canbeüfes  calzados  creados  coa  hs 
ago&tioor,  de  1a  misma  manera  tos  demíotoos  y  frencwca&és,  toi 
molges  de  la  congregación  benedictina  del  Colegio  de  San  ftbtM 
los  frailes  del  de  Sania  Ana;  iomédJMameMe  la  comendadora  <W* 
Mferma  de  la  Torre»  y  las  rellgioa*  del  utóiitoterio  de  Sania  María 
le  Junqueras;  la  vertereWe  Cadena  eéBera  Ricarda  ?  rtligieeas  4i 
dé  Sai  Pedro  de  íes  Puertas,  y  las  «el  de  YaflIdooesHa;  loa  moog« 
dé  Pébiet,  tto  Santa*  Circes,  de  VaWigoa,  eUlefoy  cabildo  de* 
flfctetfraK  él  prior  y  Pavordes  de  aun  Cucéfrte  del  Vedes,  toa  prisrai 
de$a*  Pablo  del  Campo,  dé  Sana  Eulalia  del  Campo,  de  Stofé  Ife* 
ría  de  Footrooh,  y -de  Sénta  María  dé  Gaierres,  vestidos  con  capa  le 
púrpura.  ftéz  y  siete  hombres  vestidos  de  «rana  i'e^abato  enceró* 
dée  odie  tirios  dé  dos  quíteles  de  peso  cada  uoo.  Los  prelados  ver* 
tídos  de  pontifical  iban  por  «Me  érdefe:  los  abades  de  San  Lereéso  éá 
Motil,  Santa  Marte  del  Eetany,  Santa  «feria  de  Camprodon,  Saolsi 
Cruées^íbbltet,  el  prior  leí  Santo  Sepulcro,  los  prelados  ároeMs, 
antebispe  de  Tarragona;  Guido,  ebiapo  de  fitea;  Oion*  de  Cuenca; 
Seleerin,  de  Vich-,  Anialtto,  de  Urgei*,  y  *ehw,  de  Lérida.  A«W 
seguían  loa  Magnates  y  nobtei  D.  Bernardo,  tnfeoa*»  Hle  €abrtü, 


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na  uñera.  n§ 

D.  Jofre  de  Rocabertf,  vweonde  de  Rorabsrti,  D.  Bernardo  Dogo  de 
leoebertf,  vizconde  de  Cabrenys,  D.  Pedro  de  FaoeUfl,  Yircoftde.de 
Illa,  D.  Juao  de  So,  viiceode  de  B*el,  D.  Ramos  de  Gaaet,  viaoende 
de  Caoet,  D.  Rameo  de  Bexador»,  Procurador  general  de  Calalufia, 
D.  Otón  de  Moneada,  eefier  de  Aylona,  D.  Rameo  de  Cardona,  seior 
de  Tora,  y  otros  vizcondes,  barones,  caballr  pos,  nobles  y  ciu4adaaef 
de  varios  logares  y  reíaos,  y  demás  empleados  da  las  corte  de  Ara* 
goo  y  Mallorca.  Entre  las  damas  nenian  las  nqbles  «afloras  dofia 
Beatriz,  condesa  viuda  de  Cardona,  deSa  ftUfia,  vizcondesa  de  Narbo* 
na,  doia  Hada,  vizcondesa  de  Illa,  dolía  María,  viaooadosa  de  Caoet, 
y  dofia  Isabel,  vizcondesa  de  Evol.  Cerraban  la  comitiva  los  reyes  y 
principes,  el  cardenal,  el  arzobispo  y  el  obispo  de  eda  ciudad.  Ca- 
balgaba detrás  Guillermo  de  Torrellas,  canónigo  de  la  Catedral,  con 
capa  de  graos,  llevando  ea  la  mano  esquíenla  la  bandera  con  la  mi 
de  dicha  Iglesia  y  la  imagen  de  Santa  Entalla,  y  ea  la  derecha  «na 
palma  » 

(as  personas  roples,  presentes  en  el  acto,  fueron  el  rey  de  Aragón 
D.  Pedro  IV,  40  esposa  dofia  María,  ej  rey  de  Mallorca  D.  Jaime  y 
su  esposa  dofia  Cooalaas*,  dofia  Eliaead»  de  Mofleaba,  viuda  del  r¿y 
D.  Jaime  II,  los  infantes  D.  Pedro,  conde  de  Ribagana,  D.  Ramón 
Berenguer,  conde  de  Prades  y  sn  esposa  dofia  María  de  Alvares,  el 
mitote  D.  Jaime,  hijo  del  rey  D.  Alfonso  IV,  y  el  infante  D.  Fernan- 
do, hermano  del  rey  de  Mallorca. 

Tales  foeron  las  honras  que  se  tributaron  a)  oadáver  do  Eulalia,  f 
sin  embargo,  la  insigne  mártir  había  sido  otra  de  tantas  victimas  eos- 
cerradas  por  la  barbarie  de  un  procónsul  y  la  política  de  un  pueblo, 
ea  la  cárcel  erigida,  como  se  dice  siempre  en  tales  casos,  para  en- 
cierro y  custodia  de  criminales. 

Con  esto  aprenderán  los  que  se  hallan  en  el  inste  deber  ó  en<el 
difícil  derecho  de  encarcelar  á  los  hombres,  qoe  no  basta  que  las  pri- 
meoes  aean  tales  que  no  matm  á  los  hombres,  cuando  en  todos  tiem- 
pos ha  «ido  harto  frecuente  que  la  malicia  ó  la  ignorancia,  eldsspo* 
tierno  ó  el  error  han  atestado  las  cárceles  da  victimas  inocentes. 

El  edificio  romaoo  de  Marco  Porcio  Calón  d*jó  da  ser  utilizado  oe* 
motaren)  cunado  d  er  grandecimienlo  de  la  ciudad  rompió  el  dique 
que  la  circundaba,  lo  cual  ha  acontecido  varios  venes  en  Barcelona, 


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III  PMSKHUS 

hasta  el  último  derribo  de  muraHas  verificado  en  1814,  dupm  del 
cual  ha  gido  aprobado  un  proyecto  de  ensanche  que  no  impone  á  la 
ciudad  mas  limites  que  los  indicados  por  la  naturaleza:  al  frente  la 
cordillera  de  sus  moolafias  y  á  derecha  é  izquierda  dos  ríos. 

Cuando  este  inmenao  espacio  llegará  á  ser  llamado  ciudad  de  Btr- 
eelooa  ¿dónde  se  bab^á  quedado  la  cárcel  existente?  ¿Qué  .descubri- 
mientos, qué  adelantos  habrá  hecho  la  ciencia  y  el  arte  para  cons- 
truir una  prisión  que,  cumpliendo  para  los  objetos  á  que  debe  ser 
destinada,  guarde,  corrija,  mejore  y  secunde  bajo  todos  conceptos 
las  mira*  del  legislador,  del  filósofo  y  del  hombre  humanitaria? 


O. 

Tribunal  del  Tegoer.— Sitio  donde  administraba  justicia.— Cáred  pública  déla  ata 
dtt  rey. — Reforma*  que  esperimenló.— Sos  condiciones. — Cuarto  del  tormento.— 
Pozo. — Bandos  de  Barcelona. — Juan  de  Serrallonga. — Organiza  una  coadrilladt 
bandido*.— Hechos  en  que  toma  parte.— Es  preso— Proceso. — Es  ajusticiado.— 
Movimientos  populares  en  tiempo  de  Felipe  IV.—  TdmarU.*—  Vergós.— Serra.— Son 
encarcelados  como  autores  de  la  pública  agitación.— El  pueblo  de  Barcelona  aa  ta- 
ranta y  liberta  á  sos  representantes.— Bl  Corpus  de  sangre.— Bpeen  francesa.— 
Bl  conde  de  España. 

Guando  dejó  de  utilizarse  la  prisión  del  procónsul  romano,  noexM- 
tió  propiamente  eárcel  en  Barcelona,  pues  se  destinaron  probable- 
mente á  tan  triste  uso  algunos  fuertes  y  sitios  especialmente  indica- 
dos por  la  solidez  de  so  construcción,  aunque  no  con  el  carácter  de 
permanencia  y  generalidad  que  constituye  propiamente  un  estableci- 
miento de  esta  naturaleza.  Existió,  si,  un  encierro  llamado  la  cárcel 
nueva,  situado  en  lo  que  ahora  es  prolongacioo  de  la  calle  de  Fer- 
nando; pero  no  es  nuestro  ánimo  alargar  esta  obra  con  noticias  que 
están  mejor  en  una  historia,  y  mocho  menos  cuando  la  mayor  parte 
de  ellas  no  tienen  mas  carácter  de  verdad  que  la  tradición  que  un 
dia  las  popularizó,  pero  que  sin  duda,  ó  no  era  del  lodo  oerla,  6 
nada  tenia  de  curiosa,  cuando  el  pueblo,  el  único  gran  libro  y  en- 
ciclopedia local  antes  de  la  invención  de  la  imprente,  ha  dejado  per- 
der aquellas  memorias,  que  en  otros  casos  ha  conservado  con  < 
pulasidad  y  transmitido  eon  «actitud. 


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di  tutor*  m 

P«rt  nuestro  objeto  cumple  hacemos  cargo  desde  luego  de  la  pri- 
sioo,  verdaderamente  tal,  qoe  sin  embargo  de  remootarae  á  regalar 
antigüedad,  se  ha  conserv ado  hasta  nuestros  dias,  y  ha  sido  de  lodos 
conocida  bajo  la  denominación  de  Prisión  del  Rey.  Este  nombre  pu- 
do habérsele  dado,  bien  porque  en  la  época  de  so  construcción  lodo 
lo  que  respiraba  autoridad  tomaba  nombre  de  rey;  ó  bien  porque 
ei istia  el  edificio  junto  á  la  plaza  del  Bey,  suprimiéndose  por  brete- 
dad  algunas  palabree,  y  sustituyendo  por  cárcel  ó  prisión  del  Rey  lo 
que  debiera  haberse  llamado  prisión  de  la  plaza  del  Rey. 

T  en  verdad  que  ninguna  otra  plaza  ni. si  lio  de  Barcelona  está  mas 
lleno  de  recuerdos  notables  que  ese  espacio,  que  al  presente  no  es 
plaza,  ni  es  calle,  y  apenas  es  pasadizo,  donde  la  vista  nos  está 
acusando  constantemente  de  incuria  y  de  abandono  y  de  desprecie 
per  los  histéricos  monumentos  que  aun  le  circuyen. 

Existen  en  ella,  si  existir  es  tenerse  en  pié,  el  palacio  de  los  reyes 
de  Aragón,  el  monasterio  de  Sania  Clara  y  la  capilla  real  de  Sania 
Águeda;  y  existieron  en  otro  tiempo  parte  del  palacio  de  la  Inquisi- 
ción y  la  cárcel  del  Bey.  Estos  des  últimos  edificios,  ni  eran  muy  be- 
llos, ni  recerdadan  objetes  muy  gratos;  pero  esto  no  impide  que  la 
plata  del  Bey  sea  na  plaza  histórica,  que  existan  en  ella  monu- 
mentos muy  dignos  de  consejarse,  y  que  sea  un  lunar  para  Barce- 
lona y  un  ridiculo  para  sus  autoridades  locales  el  estado  en  que  la 
mencionada  plaza  se  encuentra. 

Sin  embargo,  como  esto  tampoco  pertenece  á  nuestro  dominio,  en 
este  ubre  al  menos,  volvamos  á  la  prisión  ó  cárcel  del  Rey.  Dallaba- 
se  esta  situada  en  el  mismo  lugar  donde  antiguamente  exisiió  el  Tri- 
bunal del  Veguer,  Juez  real  ordinario,  que  en  nombre  del  monarca 
administraba  justicia  en  lo  civil  y  criminal  á  los  moradores  de  su 
distrito  jurisdiccional,  gozando  por  ello  varios  privilegios  que  real- 
zaban su  dignidad. 

81  citado  autor  de  Barcelona  antigua  y  moderna  da  cuenta  de  este 
edificio  ó  cárcel  en  los  siguientes  términos:  «De  muy  reducidas  pro- 
porciones al  principio,  como  que  estaba  limitada  al  trozo  correspon- 
diente á  la  mentada  pía»  del  Rey,  recibió  sucesivamente  aquella 
casa  varios  ensanches,  entre  los  qae  fué  sin  duda  el  mayor  y  mu 
mteresaafe  el  qie  se  llevé  á  cabo  cea  las  crecidas  sopas  que  eedié 


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ist  Ntraoms 

la  llanlrípica  liberalidad  de  D.  José  Climent,  obispo  dt  lacees*. 
Cowtroydse  el  arao  que  estaba  sóbrela  bajado,  el  cual  fué  dorribido 
en  1823,  y  se  levantó  la  obra  que  todavía  existe  (1850)  en  ta  pina 
det  Ángel.  Aquél  fue  reconstruido  después  y  por  último  demolido.» 

Nada  mas  triste,  mas  sombrío,  mas  horrible,  digámosle  de  una 
vez,  que  esla  cárcel.  Su  estertor  ya  daba  indicios  cía  ros  de  lo  queeo 
so  interior  contendría.  Figúrense  nuestras  lectores  un  edificio  lieos, 
desde  los  subterráneos  al  Toso,  de  calaboao*  estrechos,  húmedos,  sia 
luz  ni  aire;  corredores  abovedados,  iluminados  apenas  por  una  que 
otra  aspillera,  y  en  todas  partes  la  ausencia  de  ta  humanidad  y  de  la 
tfempasioo;  la  carencia  total  de  cuanto  pudiera  llamarse  salubridad 
y  decencia.  Agregúese*  este  que  el  edificioera  estremadamentopeqae- 
*o  para  el  gran  número  de  -presos  que  debía  cooteMí»,  que  eomun- 
mente  era  cuadruplo  del  que  la  higiene  ordeaa  ó  permite;  siendo  tato 
tus  malas  condiciones,  que  en  el  ufio  48H ,  y  en  ocasión  de  haberse 
desarrollado  en  la  ciudad  la  epidemia  de  la  fiebre  amarilla,  tuvieron 
que 'ser  trasladados  los  presos  al  Fuerte' Pió  primero,  luego  h  lacio 
dad  <fe  Vid),  y  finalmente  al  convente  de  San  tedro  de  las  Paella* 
>m  Barceloaa,  no  solo  por  cempaston  que  inspiraban  ka  reclusos,  sim 
para  evHer  el  amenazador  conflicto  emanado  de  existir  tel  foca  de 
corrupción  en  el  interior  y  centro  de  la  ciudad. 

Construida  la  cárcel,  en  una  época  en  que  la  barbarie  de  las  pros* 
bas  no  habia  aun  sido  destruida  por  los  adelantos  de  la  oiencia  jurí- 
dica, es  natural  que  «o  faltase  en  el  interior  del  edificio  ka  consabida 
estancia  del  tormento.  Bailábase  esta  estancia  en  el  interior  de  4* 
"prisión,  y  resguardada  por  gruesos  muros,  no  tanto  pana  impedir 
una  faga  imposible,  como  para  sofocar  los  gritos,  los  rugidos  mejor 
aremos,  del  rtffeKz  sometido  á  las  bárbaras  praebaadel  tormento  er- 
dmario  y  extraordinario.  Pfo  hace  muchos  >afios  tuvo  tugarla  demoli- 
ción de  esla  parte  del  edificio:  algunos  pudieron  penetrar  en  la  estan- 
cia que  habia  sido  teatro  de  tantos  «barreré»  y  «laminar  los  vestigios 
de  ios  aparatos  que  se  empleaban  para  arrancar  muchas  veces  á  os 
inocente  la  confesión  de  crímenes  que  nuvta  habia  cometido.  Cuan- 
do  dejó  de  utilizarse  el  edificio  para  cáircel,  ninguno  tuvo  la  precau- 
ción de  hacer  desaparecer  aquellos  tesümooioe  incontro vertibles  de 
noa  batfh*riv<|tf*  sino  se  concibe  en  tiempopde  ignorancia  é  áe 


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MEUtOfi  1ü 

abaso,  era  m  atetado»  un  arimea  en  nía  épeca  inqn  la  taz  se 
habia  hecho  paso  á  trates  de  (odas  las  reacciones  y  da  ledos  les  os* 
oureali*moe«  Mochos  pidieron  ver  y  tocar  los  garfios,  las  garro- 
chas, las  argollas,  las  cadenas,  los  instrumentos  de  suplicio,  que 
durante  siglos  cauros  habían  sido  empleados  por  los  hombres  contra 
los  hombres;  y  anta  este  cuadro,  en  el  interior  de  Un  horribles  en- 
teucias,  i  la  vista  de  aqadlos  instrumentes  de  anos  suplicios  lentos 
empleados  todos  los  dias;  debieron  por  fuer»  sentir  el  hedor  de  la 
sangre  recientemente  vertida,  el  eco  de  las  ayes  proferidos  poco  tiesa* 
poaoles,  la  fraseada  de  cien  faolasmas  clamando  al  cielo  por  tea» 
gaasa  contra  los  hombres  que  habían  permitido,  ordenado  y  tolerado 
que  tales  abusos  se  perpe  «asen  hasta  «I  mismo  mg\o  XIX  Tambie* 
pudiere*  verse  entonces  las  Hedidas  adaptadas  contra  los  preses,  no 
par  precaución,  sino  por  hijo  de  crueldad.  On  hombro  encerrad  en» 
tro  coairo  paredes  ¿morísimas  de  piedra  siNeriu,  cerrado  con  dobles 
y  triplas  puertas  de  hierro,  metida  en  el  interior  de  un  edificio  donde 
apenas  podía  penetrar  el  aira  á  través  de  ios  gruesos  barrotes  de  tri- 
ples rejas;  eastodtedo  por  wmerosos  oeotinelus,  vigilado  por  caree- 
teros  perspicaces,  y  mas  que  ledo  debilitado  forzosamente  por  las 
enfermedades  <jw  irremediablemente  se  contraían  al  poco  tiempo 
de  habitar  en  aquel  lóbrego  recinto  ¿qué  podía  intentar  para  fugarse, 
méiime  caaodo  la  cincel  estaba  simada  de  manera  que  i  ta  menor 
tentativa  hecha  en  el  caleriar,  el  vecindaria  en  masa  bahía  de  «per» 
atarse  de  ta  tcntvaria  empresa?  Pues  é  pesar  de  tantee  seguridades, 
tareera  al  celeboxo  donde  el  iefoHz  preso  no  estaba  sujeto  con  cade- 
na*, tpe  amarraban  mi  pescaeio  por  medio  de  una  argolla  ó  collar, 
ai  «a»  ni  menos  que  el  de  un  perro.  Y  si  eso  se  tafia  por  vis  de 
precaución  geoerai,  ¿qué  na  debía  hacerse  por  vio  de  castigo? 

feta  cátcel  airvié  asimismo  en  varias  ocasiones  de  lugar  para  tas 
Sfetiaeiones  de  muerta.  En  tales  casos,  Ráelos  bel  Jaríamos  oio  re* 
meolaioos  4  grande  antigüedad,  ao  hay  que  deonr  que  las  sentenciaa 
sefjeciriabaa  enacérete.  Y  «i  las  partidarias  de  la  pena  de  muerta 
defienden  ea<tae*fcii©ta  baje  el  panto  de  vista  de  toejumplmr4eso  ptt» 
bheidad,  ¿qaé  dintoas  de  Jas-  amarles  ejecutadas  secretamente  e*  ai 
iaHeríet  demoa'Okeel,  riño  qnan  en  inmensamayorte  podrta»  cati- 
tearse de  iniquidades,  tan  glandes  qae  iú  siqtasi*  raiatir  lta  erada» 


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W4  ttlSIOMff 

Me  §0  esencial  carácter  de  espectáculo  ptra  escamisoto  di  casales 
lo  prese  ociasen? 

Cosndo  esta  ocasión  llegaba,  es  decir,  cátodo  tenia  logar  ana  di 
osas  ejecuciones  secretas,  es  probable  que  se  empleara  el  suplicio  di 
la  asfixia  por  medio  del  agua,  6  sea  en  lenguaje  catalán  auftgcr,  pa- 
labra que  se  encuentra  en  algunas  sentencias  insertas  en  antiguos 
proceros,  constando  la  diligencia  de  haberse  llevado  á  cabo.  Este  su- 
plicio ofrecía  á  los  inhumanos  jueces,  ó  al  gobernante  qoe  lo  orde- 
naba, varias  ventajas.  En  primer  lugar  se  llevaba  á  cabo  sin  qoe  el 
paciente  pudiera  proferir  grito  alguno,  pues  una  ves  sumergido  en  el 
agua,  los  mismos  efectos  de  la  asfixia  apagaban  su  voz:  en  segundo 
lugar  no  dejaba  séllales  visibles  para  los  profanos  en  el  cuerpo  de  la 
victima.  La  hinchazón,  consecuencia  del  suplicio,  se  hacia  desapare* 
oer  promoviendo  una  evacuación  de  agua;  y  á  la  mafiana  siguiente, 
después  de  dado  el  preso  como  muerto  por  enfermedad  natural,  se  le 
hacia  baja  en  la  cárcel  y  era  enterrado,  al  igual  qoe  los  demis  pro- 
sos  en  la  fosa  destinada  para  estos,  sin  qoe  ni  sepultureros,  ni  sos 
ciertcsguardianes,  y  mocbo  menos  el  público  sospechasen  el  arinca 
cometido  en  el  interior  del  infierno  llamado  cárcel.  Casos  de  aufegatt 
hay  muchos  que  poder  citar,  todos  ocurridos  en  la  prisión  de  la  plmu 
del  Rey. 

Otro  descubrimiento  ocasionó  el  último  derribo  practicado  en  esta 
prisión,  que  por  no  corresponder  á  la  primitiva  fábrica,  demueitra 
qoe  desgraciadamente  los  actos  de  barbarie  y  las  misteriosas  iniqui- 
dades no  son  esclusivas  de  los  tiempos  antiguos,  llamados  con  rases 
Ignorantes.  Ese  descubrimiento  consistió  en  un  poso  seco,  de  grande 
profundidad,  en  cuyo  foodo  se  encontraron  con  abundancia  restos 
humanos.  Con  mucha  dificultad  pudiéramos  designar  el  oso  qoe* 
hacia  de  este  verdadero  pozo  del  olvido;  pero  atendiendo  á  que  ni  e| 
sitio  era  cementerio,  ni  los  cadáveres  de  los  que  morían  eo  tan  lóbre- 
go recinto  eran  enterrados  en  él,  debemos  suponer  qoe  los  restos  ha» 
manos  en  estado  de  osamentas  ó  calaveras  encontradas  en  el  foodo 
del  indicado  pozo,  pertenecieron  á  varios  infelices  sacrificados  en  se- 
creto y  de  una  manera  tan  inicua,  que  ni  aun  sos  jueces  quisieron  ar- 
rostrar Jas  consecuencias  de  qoe  se  hiciera  pública  so  muerte.  ¿Qoiái 
sabe  los  horrores  do  qoe  fué  eata  rodeada?  ¿Quién  sabe  el  nombre 


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dc  ifjtori.  iss 

de  los  infriases  que  de  tal  tuerte  sucumbieron?  ¿Quién  sabe,  tan  solo, 
ti  en  aquel  horrible  pozo  fueron  arrojados  llenos  de  vida  ó  en  estada 
de  cadáveres?  Desgraciadamente  el  descubrimiento  se  verificó  en  épo- 
ca en  que  ningún  testigo  presencial  podia  esplicar  el  destino  del  hor- 
rible pozo;  pero  la  semejanza  de  esta  obra  con  otras  de  la  misma  Ín- 
dole, halladas  en  establecimientos  de  igual  naturaleza,  nos  induce  á 
creer  que  fué  instrumento  de  sangrientas  venganzas  y  que  el  mejor 
epitafio  que  hubiera  podido  ponerse  en  dicho  sitio  era  la  palabra 


Envuelta  en  las  misteriosas  tinieblas  de  la  noche,  ó  efectuada  de 
suerte  que  nadie  se  apercibiese  de  ella,  se  llevaba  á  cabo  la  prisión 
de  un  hombre.  Vanamente  le  buscaban  sus  parientes  y  amigos,  va- 
namente le  aguardaban,  contando  los  días  y  las  horas,  afios  enteros; 
vanameiite,  sospecbaodo  la  verdad,  demandaban  á  los  adustos  car- 
teleros por  el  hombre  secretamente  introducido  en  la  cárcel:  su  de- 
saparición no  tenia  término,  como  no  la  tenia  la  inquietud  de  su  fa- 
milia: el  pozo  del  olvido  habla  recibido  otro  cadáver,  y  nadie  hubiera 
sido  capaz  de  revolver  el  fondo  ensangrentado  del  lóbrego  abismo  pa- 
ra encontrar  en  él  al  destrozado  testimonio  de  una  desgracia  verda- 
dera. T  nada  quedaba  de  aquella  ejecución,  nada,  ni  una  sentencia, 
ni  siquiera  la  nota  en  un  registro  de  que  semejante  preso  hubiera  en- 
trado en  la  cárcel. 

Un  régimen  de  tal  naturaleza,  unos  actos  de  (amafia  iniquidad, 
debían  por  fuerza  corresponder  á  una  sociedad  muy  corrompida  ó 
bien  á  un  gobierno  muy  poco  ilustrado.  No  tenemos  la  absurda  pre- 
tensión de  creer  que  aquellos  tiempos  pudieran  ser  tan  adelantados 
como  les  nuestros,  ni  achacamos  á  los  juzgadores  de  entonces  la  res- 
ponsabilidad absoluta  de  lo  absurdo  de  sus  leyes  y  prácticas  de  enjui- 
ciar; pero  no  es  menos  cierto  que  las  injusticias  notorias  han  sido 
tales  en  todos  tiempos  ante  los  hombres  de  sana  razón,  y  que  las  ini- 
quidades cometidas  precisamente  en  personas,  puestas  con  el  carác- 
ter de  presas,  bajo  la  salvaguardia  de  la  ley,  acusa  á  los  gobernantes 
de  aquella  época  de  poco  humanos  y  de  nada  respetuosos  con  los 
principios  de  la  justicia,  que  si  es  justa  no  puede  ser  mas  que  una. 

Los  hábitos  inquisitoriales  cuadraban  mal  al  pueblo  de  lodos  los 
paioes:  en  Cataluña  eran  aborrecidos.  De  los  efectos  pasaron  á  las 

fOUOU.  ft 


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causa*;  (oroMurpa^9pipHO«M  coatwia*,  a^piraéoüg  apastas,  pa*- 
tylp*,  e«  nea,  paJabra;  y  como  wi&  ayflrtgwdaqie  con»  gnanfss  pro* 
duce?»  &  v^fl  efectos  paqqeOas,  y  cosas  peqaefias  100  eaisa  á  veces 
d^  gradas  eCsplos,  bó  aquí  q*e  Cataluña  quedó  muy  prottadrridM» 
en  bswdQft,  de  tal  suerte  que  lentamente  se  fué  preparaodo  aquella 
<^let|r*  jon^d*  del  Coicas  en  que  U  vina  retante,  produciendo 
qpmpetente  ataluda  y  causando  los  inevitables  estragos  en  tales 

Semejante  estado  de  cosas  secundaba  perfectamente  los  planes  de 
egopllos  que,  resido». cpn  la  ley  y  coo  l&$pGiadad,  la  battM  deoJa- 
racty  p^  gqerra,  acosante,  Bípq  fuer^coa  un  plan  político,  canesú* 
pqw&n  pocos,  bjep  coq  la  oclusiva  «urade  vengar  egrawflflipersiner 
1$,  <$m  a^rn^A  varips;  bisa  para,  ba<#n  1*  vida,  del  bandolero,  qia 
q\  todw  tifingas  H^w4o.  qec»a<$?,.  comp  es  lo  i&aa  probable;  alto 
e^ci^o  que  e|  paíg  <fc  C^M*  se  h^lUsb^  iüfeg^a^  da  criqodnales* 
I^llálWtyBe  algunos  da  esloq.  afiliad*  en  lo*  toando*  cwKtftók»  P^ 
<?<wW&  Y  Narros  6,  Gnerros,  qpa  t^nlo  wta  com  cachorro?  y  teto 
ng^nombrqg  denigrativos  slq  dfl¿U>  aloque n^ftwran  motiva  hae- 
tagfc  pa^a  impedir  qqe  mupbps  nohle*  tyroacap  partido  en  una  ó  sa 
otéelas  facciones,  yunque  gein&raJ<n€*le  abundaban  mas  ea  la  de 
lftft  tydejfo,  [fin.  eftfi?ps.  qu^  con  e*U}  wotjw  óc^^  tombre  * 
cometieron,  do  tienen  cuenta.  Entráronse  pueblos  á  aafio,  GO§earo¿~ 
r^^iftultit^  <^  hftwi^dios^  pftso^  el,  rofco  dpscaradammtaft  la 
4f4w  del  d¡fr  y  no  hubQ  hqiya  respetada,^  cpojplidit,  ni  sentonn 
cia  quQ  infundiera  temor  ó  hiedra  escarmienta  de,  tales. bandojeso*. 
P^ra  que  nuestros  lectores  formen,  concepto,  d$  e^do(  dfl  alarma  ee 
que  tajes  hombres  tendrían,  a^l  principado,,  bastará  decirles  que»  sen 
gun  el  autor  de  los  Anales  de  Cataluña,  «á  10  de;diciejpbre  <fo  l&tt 
se  publicó  un  jubileo  plenísjojo  concedido  ppr  Raulo  V  át  petíoj» 
dp  los  diputados  de  la  provincia,  y  en  desagravio  da  las  ofenaw 
y  desordene^  ejecutados  en  ella  por  los  bandoleros  y  parcialidades 
(je  lps  Narros  y  Cadells,  quietados  .ppr  el  celo,  y  gránete  aftUcacien 
d^l  (Nae  4e  4'bjirquerqpe,  ^nlpjyaat  vire^y  detf  principada  Be* 
díjose  la  provincia,  hiciérpnse  prqcjesiaufls  é  imploróse  al  íawsü 
misericordia  del  Sefior  en  el  decurso  (ieLdo3,8^n^n^q^  áxfgó  el  jn- 
bileo, para  que ua?tse de píedag  conla,p^vifl$a.  *         ; 


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01  fOMfá.  7lt 

A  pesar  <M  jubileo  y  de  tas  bendiciones  pgrete  to  cierto  qtfe  Vos 
bandolero*  do  degistieron  de  su  tropelías  y  qae  el  quietiltno  pnVpór- 
ctonado  por  el  duque  de  Alburquerque,  *i  Realmente  alcanza  está 
ventaja,  filé  de  muy  corta  duración,  pues  las  grandes  partidas  de 
bandoleros  continuaron  subsistiendo  mucho  d&pttes  del  afio  1616, 
puesto  que  el  mas  célebre  capitán  de  todas  elfos,  llamado  Pedro  Ro- 
cha Guinaida  y  por  el  vulgo  Roque  Guinart,  parece,  eegun  respetable 
autores,  haber  tomada  parte  con  su  cuadrilla  en  el  célebre  matin  y 
alzamiento  acaecido  en  Barcelona  el  dia  del  Corpus  del  afio  1*40. 

Be  Roque  Guiuartno  consta  que  hubiera  estado  en  la  cárcel  del  Rey 
en  Barcelona,  pues  acogido  á  un  Multo  ventajoso  que  se  le  propuso, 
murió  guerreando  por  Espada  en  tierras  estranjeras;  pero  no  tufó 
tan  buena  suerte  el  famoso  bandolero  Juan  de  Serratlofcga,  cuya  fil- 
ma criminal  vivirá  en  el  principado  de  Catalana  mientras  no  de- 
saparezca por  completo  la  gente  de  mal  vivir,  lo  cual  no  estü  muy 
cercano  por  desgracia. 

Juan  de  Serrallonga  no  era  por  eiérté  un  hombre  vulgar.  Por  su 
cuna  era  noble,  pues  descendía  de  casa  solariega  en  Can»,  y  hasta 
so  padre  inclusive  no  se  tiene  memoria  de  que  fodhridub  alguno  <te 
la  familia  hilriera  manchado  su  escudé,  que  contenía  sobre  campo 
da  ere  un  castillo  de  atur,  media  puerta  de  plata  cerrada  y  por  la 
otra  medí*  asomando  un  leen  de  oro.  Consta,  además,  que  Gílaberto 
ó  Gwtert  Serrfcllonga  se  distinguió  en  las  guerras  que  Vifredo  el  Ye- 
lioso  hizo  á  los  moros  de  Cataltffia.  Su  nobleza  era,  portante,  mecha 
y  antigua. 

Como  vino  k  descender  tan  bajo  que  se  asociara  á  una  cuadrilla  de 
baa4aierea,  no  se  sabe  á  punto  fija,  aanqtfé  se  supone  si  empitoudié 
esta  vida  azarosa  á  causa  de  pesar  sobre  él  una  condena  corporal, 
por  muerte  dada  4  na  caballera  de  Barcelona,  primo  de  cierta  dada 
Joaaa  de  Torrellas,  prometida  esposa  ó  simple  amante  de  nuestro 
O.  Jeaa-  Ealooce»  es  fácil  que  se  pusiera  al  frente  de  una  cuadrilla, 
qae  se  añade  ser  la  que  hasia  allí  habia  comandado  el  llamado 
Fadri  de  San,  empezando  desde  aquel  punto  la  serie  de  fechorías  que 
algún  tiempo  después  debían  dar  coa  él  en  lo  alto  de  on  oadatoo. 

Veamos  ahora  cual  fué  su  sistema  de  obrar,  y  como  aconteció  et 
caerán  manea  de  sus  pereeguktores.  i 


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ni  Pftisfoms 

La  partida  comandada  por  Serrallonga  pertenecía  al  bando  de  ios 
Narros,  y  como  el  virey  y  autoridades  de  Catalufía  destacaban  con- 
tra los  bandoleros  nnmerosas  tropas  y  cuadrilleros  de  la  Santa  Her- 
mandad, especialmente  creados  para  destruir  á  los  malhechores;  no 
siendo  posible  bajar  al  llano  sino  por  sorpresa,  estableció  D.  Juan  lo 
qne  podríamos  llamar  su  cuartel  general  en  los  montes  llamados  las 
Guillarías. 

Este  sistema  era  seguido  por  todos  los  capitanes  de  cuadrilla:  Bo- 
que Goinart  so  hallaba  establecido  en  el  áspero  y  casi  inespugnable 
Monseny.  En  las  gargantas  de  las  montañas,  dominando  los  estrechos 
desfiladeros,  con  la  costumbre  y  conocimiento  que  tenían  del  terreno 
que  pisaban,  poseedores  esclnsivos  del  secreto  de  muchas  cueras  y 
pasos  dificilísimos  de  ser  descubiertos  por  el  azar;  fácil  les  era  á  los 
bandoleros  hacer  frente  unas  veces,  y  otras  veces  desaparecer  á  ¡a 
vista  de  sus  enemigos.  Batir  á  los  de  Serrallonga  en  sus  guaridas  era 
punto  menos  que  imposible:  de  aqui  su  audacia  y  los  frecuentes  gol* 
pes  de  mano  de  que  las  autoridades  habían  noticia. 

La  gente  que  tenia  á  sus  órdenes  era  resuelta  y  á  toda  prueba, 
pues  no  solo  luchaban  como  verdaderos  valientes  que  eran  los  ban- 
doleros, sino  que  les  ponia  en  la  precisión  de  vencer  la  íntima  seguri- 
dad que  tenian  de  que,  una  vez  hechos  prisioneros,  habían  de  daros 
espectáculo  al  pueblo  desde  lo  alto  de  la  horca.  Con  estos  anteceden- 
tes y  con  el  valor  natural  de  Serrallonga,  no  es  de  estatuar  que  pron- 
to te  hiciera  temible  el  capitán  de  las  Guiilerías. 

Dn  dia  llamó  á  los  suyos  y  les  ordenó  disfrazarse  la  mejor  que  pi- 
dieran y  ocultar  sus  armas  debajo  de  su  traje:  en  seguida  les  dio  cita 
para  el  sigoiente  dia  en  Barcelona  y  se  despidió  de  ellos  tranquila- 
mente. 

Se  necesitaba  la  obediencia  pasiva  y  la  costumbre  de  arrostrar  el 
peligro,  propias  ambas  de  aquellos  hombres,  para  obedecer  semejan- 
te orden;  pues  Barcelona  era  el  silio  donde,  mas  temprano  ó  mas  tar- 
de, les  aguardaba  á  todos  la  muerte  por  mano  del  verdugo.  Sin  em- 
bargo, la  consigna  estaba  dada,  y  al  siguiente  dia  nuestros  hombres 
se  hallaban  reunidos  en  el  sitio  que  de  antemano  tenian  sefialado. 
Quien  hubiera1  visto  4  tan  grandes  criminales  recorrer  tranquilamente 
les  groóos  de  máscaras,jpues  era  dia  de  Carnaval,  ó  entregarse  con- 


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wb  wtmoik.  vas 

fiadamente  á  los  placeres  de  la  danza,  les  bebiera  creído  honrado» 
ciudadanos  de  la  ciudad  condal,  incapaces  de  dar  el  menor  trabajo  á 
la  justicia,  qne  tenia  puesto  precio  á  las  cabezas  de  todos. 

Andando  distraídamente  las  calles,  llegan  á  reunirse  frente  una 
casa  de  grande  apariencia,  en  cuyo  interior  se  oye  rumor  de  fiesta: 
es  la  casa  de  Torre  lias.  Serrallonga  tiene  qne  hacer  en  esta  casa:  hay 
dentro  una  mujer  á  quien  ama  y  de  quien  es  correspondido;  y  ya 
que  no  le  es  posible  ser  el  marido  de  dolía  Juana  de  Torrellas  en 
Barcelona,  lo  será  en  las  fragosidades  de  las  Guillerias.  Juana  lo  sa- 
be, y  está  decidida  á  todo:  convengamos  en  qne  esa  dama  babia  na- 
cido es  presamente  para  semejante  galán. 

Llega  la  hora  del  crepúsculo  vespertino:  los  objetos  empiezan  á  lo- 
mar cierto  tinte  confuso:  las  fisonomías  no  se  distinguen  sino  vaga- 
mente: ha  dejado  de  ser  dia,  pero  no  ha  llegado  aun  la  hora  de  la 
noche. 

Entonces  algunos  de  los  bandolero*  se  destacan  del  grupo  princi- 
pal y  aproximan  indiferentes  á  la  casa,  mientras  el  grueso  de  la  fuer- 
za, sin  llamar  la  atención,  se  sitúa  en  las  mas  próximas  bocacalles, 
pronta  á  impedir  el  paso  4  una  seial  convenida.  No  se  hace  esta  de 
agnairdar  mucho  tiempo. 

Besuena  un  silbido,  y  Serrallonga  al  frente  de  seis  hombres  de  sin 
igual  arrojo,  entra  decidido  en  la  casa  de  Torrellas.  A  favor  del  des* 
cnido  eo  qne  están  sus  dueños  y  criados,  aprovechando  el  rumor 
mismo  de  la  fiesta  que  tiene  lugar  en  su  recinto,  llega  basta  dofia 
Juana,  la  toma  en  brazos  en  presencia  de  sus  parientes  y  amigos,  á 
quienes  el  estupor  priva  de  movimiento  durante  algunos  instantes,  y 
se  lanza  á  la  calle,  teniendo  la  sin  igual  audacia  de  pronunciar  su 
nombre  á  guisa  de  reto. 

. — No  me  la  habéis  querido  dar,— esclama—  y  hé  aqoi  que  vengo 
á  tomárosla. 

Al  eir  el  nombre  de  Serrallonga,  rómpese  el  encanto  que  sujeta  á 
los  deudos  y  huéspedes  de  Torrellas,  que  espada  y  daga  eo  mano  se 
echan  eo  persecución  de  su  enemigo,  el  robador  de  su  hermana  y  de 
su  honra.  Trábase  el  combate  eo  el  interior  de  la  casa,  cejan  ante 
el  número  los  bandoleros  basta  juntarse  con  sus  camaradas  en  ia  ca- 
lle, recuperan  entonces  el  perdido  terreno,  y  unas  veces  avanzando. 


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itt  pímohis 

José  de  Footanellaa  hizo  un  movimiento  de  sorpresa,  per»  no  de 
temor. 

—Tenias  razón— dijo— cuando  ponderabas  este  servicio.  Iré  con- 
tigo: esplicame  tus  planes. 

— :Ün  leal  servidor  de  la  buena  cansa  me  ha  revelado  que  Sern- 
llonga  se  trasladará  mafiana  al  pueblo  de  Can».  Sabedores  de  ni 
paradero,  debemos  intentarlo  todo  á  trueque  de  apoderarnos  de  sn 
persona. 

—Siendo  cierta  la  uolicia,  no  dudo  del  éxito,  antes  bien  no  reo  que 
el  peligro  sea  cual  pudiera  temerse.  Nuestros  soldados  se  bailan 
acostumbrados  á  hacer  frente  á  los  bandidos,  y  si  por  asegurar  A 
golpe  aumentamos  nuestras  fuerzas,  vivos  ó  muertos  daremos  caen- 
ta  de  los  individuos  de  la  cuadrilla  todos. 

—Ir  á  esta  espedicion  con  mas  gente  de  la  que  se  necesita ,  sera 
disminuir  la  importancia  del  servicio:  además,  si  buenos  es{flas  te- 
nemos, buenos  espías  tienen  nuestros  enemigos.  Cualquier  movi- 
miento inusitado  de  tropas,  pondría  á  Serrallonga  en  el  caso  de  aban- 
donar  su  propósito.  Luchemos  como  leales  y  valientes  adversarios; 
y  si  hay  peligro,  conjurémosle.  Dicen  que  Serrallonga  es  el  mismo 
diablo:  le  pondremos  por  delante  la  cruz  de  nuestra  espada,  y  os 
probable  que  le  mandaremos  de  nuevo  á  los  infiernos :  no  me  cabo 
duda.  Oye,  sin  embargo,  cual  es  el  verdadero  peligro. 

—Del  diablo  se  encargará  la  Inquisición  y  nosotros  del  hombre, 
hermano  mió.  Lucharemos  de  potencia  á  potencia. 

—¿Y  cómo  lo  haremos  para  luchar  contrae!  pufial  de  les  asesinos, 
que  vendrá  á  clávame  en  nuestro  pecho  cuando  mas  descuidados  es- 
temos? Serrallonga  tiene  amigos  y  partidarios  que  le  soa  adictos  de 
un  modo  ciego:  cuando  se  habrán  convencido  de  que  es  inútil  salvar 
á  su  capitao,  se  propondrán  vengarle,  y  entonces  bé  aqui  como  lle- 
varán á  cabo  su  propósito.  La  fama  de  nuestro  hecho  de  armas  los 
revelará  el  nombre  del  aprehensor  de  Serrallonga:  con  este  dato  se 
reunirán  una  noche  en  las  Guillerias,  y  sobre  las  hojas  desnudas  do 
sus  pulíales  jurarán  darnos  muerte  á  traición,  como  en  semejantes 
casos  acontece:  lo  jurarán  y  lo  cumplirán,  hermano;  porque  esas 
gules  elevan  el  asesinato  á  la  apoteosis,  y  el  que  verdaderamente 
cometa  un  crimen,  aquel  tendrá  derecho  al  respeto  de  sus  cantaradas. 


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oí  tutor*.  vis 

—Por  vida  mia,  hermano,  qoe  estás  hablando  cobo  pudiera  ni 
práctico. 

—Escacha  el  final  y  Dios  quiera  que  tú  seas  quien  pueda  confron- 
tar la  verdad  de  cuanto  te  digo.  Una  noche,  en  medio  de  la  oscuri- 
dad, ganará  un  hombre  la  distancia  que  le  separa  de  su  albergue* 
De  repente  una  sombra  mas  densa  se  destacará  de  entre  las  sombras 
de  la  noche;  resonará  un  grito,  se  oirá  el  rumor  confuso  de  un  cuer- 
po que  cae  pesadamente,  y  en  Seguida  todo  volverá  á  quedar  en  si- 
lencio.'A  la  mafiana  siguiente  la  voz  pública  pregonará  que  ha  sido 
hallado,  con  una  sola  puñalada,  el  cadáver  de  uno  de  los  hermanos 
Fontanellas,  que  concurrieron  á  la  aprehensión  del  bandido  Serrallon* 
ga.— ¡Dios  le  haya  perdonado!...  —dirá  la  multitud— debió  habér- 
telo figurado  en  el  acto  de  acometei*  su  empresa... 

Callé  en  este  punto  D.  Salvio,  y  el  silencio  se  prolongó  durante  un 
largo  espacio. 

— Y  bien,  hermano— dijo  por  último  el  otro  de  los  Fontanellas— 
¿qué  resuelves? 

—Lo  tengo  resuelto  hace  ya  ralo.  Iré  á  Garot. 

—tiremos!— añadió  no  menos  decidido  el  menor  de  los  des  her- 
manos.—Dios  dispondrá  loego  después. 

Estrecháronse  la  mano  y  se  separaron  como  dos  valientes  á  quie- 
nes la  idea  del  peligro  no  puede  preocupar  por  mucho  tiempo. 

Al  siguiente  día  se  aproximaron  con  algunos  soldados  al  pueblo  de 
Caroi.  Los  alrededores  se  hallaban  desiertos,  el  mismo  pueblo  pare* 
cia  abandonado.  Dn  solo  hombre  apareció  detrás  de  unas  tapias  y 
reunióse  con  los  hermanos  Fontanellas;  hablóles  algunas  palabras  y 
designóles  un  caserón  antiguo,  de  grande  aunque  triste  apariencia. 

—Está  bien,— dijo  D.  Salvia— podéis  retiraros:  lo  demás  corre  de 
nuestra  cuenta. 

—Repito  que  ha  venido  solo— dijo  el  campesino. 

— Hé  aqui  lo  que  mas  me  pesa;— respondió  Fontanellas— yo  de- 
seaba habérmelas  con  una  cuadrilla  de  desalmados  y  no  con  ma  res 
qne  ha  caido  en  una  trampa.  En  fin,  allá  nos  veremos. 

Retiróse  el  confidente,  y  D.  Sal  vio  dispuso  sus  soldados  de  manera 
qoe  nadie  pudiera  entrar  ni  salir  del  pueblo  sin  ser  descubierto.  Dfé 
órdtt  de  prender  ó  hacer  fuego  sobre  cualquiera  que  no  se  detuviese 

TOMO  O.  !•• 


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7*4  NIS10NB 

á  la  primera  intimación,  y  se  adelantó  hacia  las  Yieja§  carachas  del 
lugar  sin  mas  compañía  que  la  de  su  hermano  D.  José. 

La  presencia  de  dos  apuestos  caballeros  cruzando  las  fangosas  ca- 
lles del  pueblo  de  Garoz  apenas  llamó  la  atención  de  dos  ó  tres  Viejas 
que  rezaban  al  sol,  ó  de  media  docena  de  chiquillos  mas  sucios  que 
el  pavimento  en  que  se  revolcaban.  Por  lo  demás,  el  lugar  parecía 
completamente  deshabitado,  pues  cuantos  mancebos  y  mozas  se  al- 
bergaban en  él,  que  no  eran  en  gran  número,  hallábanse  á  la  sazón 
ocupados  á  distancia  eo  las  labores  del  campo. 

Asi  llegaron  los  hermanos  Fontanellas  hasta  la  casa  solariega  de 
Garoz.  Era  este  edificio  de  construcción  antigua  y  por  distintas  evi- 
dentes muestras  estertores  se  revelaba  el  abandono  en  que  de  mucho 
tiempo  á  aquella  parte  se  le  debia  tener  sin  duda.  Ni  en  balcón  ni  eo 
ventana  había  cristal  alguno,  ni  tejas  en  el  terrado,  ni  otra  cosa  mai 
en  las  paredes  que  la  yerba  asomando  por  entre  las  profundas  grie- 
tas y  dibujando  toscamente  las  grandes  piedras  de  sillería.  Puertas  y 
postigos  no  se  hallaban  en  mejor  estado,  y  seguramente  muchas  fue- 
ron las  casas  de  nueva  construcción  que  se  aprovecharon  de  los  des- 
pojos de  su  compañera  la  solariega,  abandonada  completamente  des- 
de la  muerte  del  penúltimo  de  sus  dueños.  Esta  casa,  vivo  ejemplo 
del  descuido  y  la  acción  del  tiempo,  era  el  solar  de  Serrallonga. 

Salvio  Fontanellas  hizo  una  seña  á  su  hermano,  empujó  la  entor- 
nada puerta,  llevaron  ambos  la  mano  á  espada  y  daga,  y  echaron  4 
andar  casa  adentro,  investigando  aposento  por  aposento  y  rincón  por 
rincón. 

Aquellas  estancias  desnudas  que  repetían  por  medio  del  eco  el  mai 
mínimo  rumor  producido  por  los  dos  hermanos,  infundían  cierto  pa- 
vor, hijo  del  respeto  profundo  que  en  los  hombres  de  corazón  pro- 
duce la  vista  de  las  grandes  ruinas.  En  el  interior  de  aquel  recinto 
había  muerto  algunos  años  antes  un  anciano  bien  nacido  y  honrado 
por  sí  y  por  sus  mayores;  cubierto,  empero,  de  oprobio  nada  meaos 
que  por  su  hijo  muy  querido.  Al  presente  este  hijo  se  hallaba  lal 
vez  en  el  mismo  punto  donde  resonó  la  voz  de  su  padre  maldiciendo- 
le,  si  es  posible  que  un*  padre  maldiga  á  su  hijo,  aun  cuando  se  lla- 
me Serrallonga. 

Los  Fontanellas,  á  todo  esto,  con  el  objeto  de  sus  pesquis 


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01  EUROri.  1%% 

habían  registrado  la  casa  de  arriba  abajo,  y  D.  Joan  do  parecía. 

Únicamente  les  faltaba  recorrer  la  capilla  y  panteón  de  la  familia. 
k  la  capilla  y  al  panteón  se  dirigieron. 

La  capilla  estaba  desierta. 

Las  imágenes  habían  sido  removidas  de  so  sitio:  también  la  pro- 
fanación babia  invadido  el  lugar  sagrado. 

D.  Salvio  se  apercibió,  empero,  de  dos  circunstancias  notables. 
En  el  interior  de  la  capHIa  lendian  el  vuelo  muchas  de  esas  aves  que 
únicamente  de  noche  abandonan  sus  nidos.  Luego  alguien  habia  in- 
terrumpido recientemente  su  quietud. 

La  segunda  circunstancia  era  una  losa  sepulcral  removida  de  sn 
sitio:  debajo  de  esta  losa  estaban  los  sepulcros  de  la  familia.  D.  Sal* 
vio  sospechó  que  debajo  de  ella  encontraría  al  bandido. 

Descendieron  ambos  hermanos  tomando  las  debidas  precauciones, 
y  á  los  pocos  pasos  dados  en  el  interior  de  aquel  lúgubre  recinto,  se 
apercibieron  de  un  hombre  que  permanecía  inmóvil,  junto  al  sepul- 
cro del  padre  de  Serrallonga,  contemplando  los  movimientos  de 
nuestros  dos  capitanes. 

Aquel  hombre  era  el  temido  bandolero  de  las  Guillarías.  Iba  ar- 
mado de  todas  armas,  y  nada  le  hubiera  sido  mas  fácil  que  dar  cuen- 
ta de  sus  enemigos:  el  valor  temerario  de  estos  les  ponía  propiamente 
en  manos  de  aquél  á  quien  venían  persiguiendo.  Pero  aqoí  entra  sin 
duda  lo  mas  asombroso. 

D.  Salvio  de  Fontaoellas  preparó  un  pistolete  y  dejando  á  so  her- 
mano al  pié  de  la  escalera  para  cortar  el  paso  de  Serrallonga,  dio  un 
paso  hacia  este,  encaróle  el  arma,  y  dijo: 

— En  nombre  del  Rey  daos  preso. 

El  Carnoso  bandido  arrojó  pacificamente  todas  6us  armas,  dirigió 
ana  mirada  al  sepulcro  de  su  padre,  y  sonriendo  tristemente,  se  en- 
tregó sin  resistencia  al  capitán,  que  no  acertaba  i  volver  de  m 
asombro. 

¿Cómo  se  esplica  semejante  conducta  de  parte  dé  un  hombre  de 
los  antecedentes  de  Serrallonga?  Verdaderamente  no  tiene  explicación 
plausible.  Es  indudable  que  ninguna  oscuridad  podia  caberle  con 
destino  á  su  futura  suerte:  metido  en  empresas  temerarias,  muchas 
veces  babia  luchado  son  mayor  desventaja  huyendo  peligros 


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III  FfUSIOKES 

ciertos Y  sin  embargo,  se  dejó  prender  como  pudiera  un  niflo  ó 

el  mas  cobarde  de  todo*  los  hombres. 

El  pueblo  que  siempre  trata  de  esplicar  maravillosamente  cnan- 
to se  escapa  á  su  imaginación,  dio  á  este  hecho  el  giro  fantástico, 
que  tan  bien  concuerda  con  la  ignorancia  de  la  época.  Corrióse, 
pues,  la  voz  de  que  estando  D.  Juan  recorriendo  los  panteones  de 
sus  progenitores,  se  le  apareció  el  alma  de  su  padre  y  le  ordenó 
entregarse  sin  oponer  obstáculo,  ni  hacer  armas  contra  sus  ene* 
migos.  Serrallonga  cumplió  el  mandato  como  buen  hijo,  aunque 
sea  dicho  francamente,  su  padre  tuvo  en  tal  caso  una  ocurrencia  bien 
poco  en  armonía  con  las  tendencias  del  bandolero.  Ello,  empero,  ¿ 
bita  de  mas  sana  esplicacion,  hay  que  buscar  un  punto  de  analogía 
entre  la  tradición  y  la  verdad.  Ese  punto  nos  parece  que  pudiera  ser 
el  siguiente: 

Ta  hemos  dicho  que  Serrallonga  no  era  un  hombre  vulgar.  Man- 
chado con  cien  crímenes,  de  cuya  perpetración  la  naturaleza  parece 
le  habia  alejado;  deshonrado  por  sus  hechos  que  infamaban  pan 
siempre  mas  los  timbres  que  un  dia  habia  sido  escrupuloso  por  man- 
tener en  toda  su  pureza;  D.  Juan  tuvo  un  dia  el  capricho,  la  auda- 
cia, el  deseo  de  visitar  los  sitios  que  habían  sido  testigos  de  loi  jue- 
gos de  su  infancia,  de  las  ilusiones  de  su  adolescencia.  Arrostrando 
peligros  sin  cuento,  llegaría  en  tal  caso  al  lagar  de  Garoz. 

La  vista  de  su  casa  solariega  produciría  en  él  una  sensación  es- 
trada: mil  recuerdos  de  otros  tiempos  asaltarían  en  tropel  su  mente 
acalorada,  y  en  presencia  de  sus  ilustres  progenitores  creería  oir,  y 
resonarían  seguramente  en  el  interior  de  su  conciencia,  amenazado- 
ras voces,  terribles  anatemas  contra  el  indigno  miembro  de  una  fa- 
milia noble  y  honrada.  De  la  comparación  de  su  presente  con  su  pa- 
sado nacería  algo  parecido  al  remordimiento:  la  conciencia  le  menti- 
ría fantasmas  airados  amenazándole  con  la  execración  de  sos  mayores 
y  conjurándole  para  cambiar  de  vida;  sentiría  entonces  un  vértigo 
estrado,  un  temor  ageno  á  la  natural  altivez  de  sus  alientos;  y  si  do- 
rante  estos  instantes  de  zozobra,  de  lucha,  de  visión,  de  arrepenti- 
miento, fué  cuando  le  sorprendieron  los  hermanos  Pontanellas,  se  con- 
cibe el  sacrificio  voluntario  de  Juan  Serrallonga.  Tal  es,  á  lo  menos f 
la  única  manera  de  es pilcarnos  y  esplicar  medio  satisfactoriamente 


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un  hedió  Tenladero  que  tiene,  no  obstante,  todo  él  wrieter.de  lita- 
verosimilitud. 

Reducido  4  pristo  el  bandido,  fué  entregado  por  loe  hermanos 
Fontaoellas  á  los  ministros  reales,  que  dieron  con  él  en  la  cárcel  del 
Rey  de  Barcelona.  Su  proceso  no  fné  laigo,  ni  difícil  de  instruir: 
4  pesar  de  esto  se  comprobaren  en  él  nn  gran  número  de  hechos  cri- 
minales de  aquellos  que  importaban  4  la  sazón  pena  de  muerte.  Ade- 
más, su  cabeza  se  hallaba  pregonada,  y  por  lo  tanto  la  simple  iden- 
tificación de  su  persona  bastaba  para  condenarte,  siquiera  toese,  como 
fné,  al  último  de  los  suplicios. 

No  hay  para  que  ponderar  el  efecto  que  causaría  en  todo  él  prin- 
cipado la  prisión  de  Serrallonga.  Sin  embargo,  tampoco  se  etpKca 
como  un  bandido  tas  célebre  por  sus  fechorías,  pudo  dar  margen  4 
una  canción  catalana  que  entre  otras  cosas  dice: 
Las  ninelas  ploran 
Ploran  de  tristó, 
Perqué  Serrallonga 
N'ee  4  la  presó. 
Que  tanto  Tale  como  decir  en  idioma  castellano* 
Lloran  las  doncellas 
Uoran  de  dolor, 
Porque  Serrallonga 
:  Gime  en  la  prisión. 
Las  simpatías  de  las  doncellas  por  el  hombre  de  las  Guilleries,  jus- 
tificadas por  esos  Tersos  insertos  en  una  canción  que  debió  escribirse 
estando  aun  recientes  los  sucesos,  prueba  tal  Tes  que  Serrallonga  era 
hombre  de  figura  asaz  apuesta  para  interesar  4  esas  doncellas  en  sufe- 
tot,  ó  bien  qae  las  noticias  que  se  tenían  de  loe  desgradados  amores 
de  D.  Juan  y  dofia  Juana  habían  influido  en  el  pecho  naturalmente 
compasivo  de  las  mujeres,  que  siempre  se  sienten  inclinadas  4  tomar 
partido  por  los  buenos  amadores,  cualquiera  que  por  otra  parle  sea 
su  rida,  y  mas  aun  cuando  esta  es  un  tejido  de  aventures  nonreteseas 
y  románticas. 

Serrallonga  fué  tratado  en  la  c4rcel  como  es  de  suponer  de  parte 
de  unos  carceleros  avezados  al  trato  de  criminales  y  en  una  época  e* 
que  no  en  la  humanidad  el  carácter  general  de  las  costumbres.  Bk- 


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716  HUSMO» 

cerrósele  en  el  calabozo  mai  profundo,  cerráronse  tras  de  él  puertas 
y  mas  puertas;  todo  sin  perjuicio  de  habérsele  cargado  de  hierro,  de 
suerte  que  entre  grillos,  esposas  y  cadenas  se  hallaba  privado  de  ha- 
cer movimiento  alguno. 

Recibiéronse  muchos  testigos,  sufrió  el  preso  distintos  interrogato- 
rios, y  por  fin  fué  condenado,  como  era  muy  natural,  á  la  pena  de 
muerte.  Una  circunstancia,  empero,  de  esta  sentencia  vino  á  llamar 
la  atención  con  fundamento. 

Todo  el  mundo  se  esperaba  que  el  hombre  de  las  Guillerias  seria 
condenado  y  ejecutado  á  la  pena  ordinaria  de  los  bandoleros,  ó  sea 
la  horca.  Sin  embargo,  el  pueblo  de  Barcelona,  y  muchas  gentes  que 
de  Cataluña  toda  habían  acudido  á  la  capital  con  el  objeto  de  pre- 
senciar la  ejecución,  vieron  alzar  un  elevado  cadalso  que  se  cubrió  de 
bayetas  negras  y  en  cuyos  frentes  brillaba  el  escudo  de  armas  de  una 
familia  ilustre. 

Este  aparato,  únicamente  empleado  cuando  se  trataba  de  ejecutar 
á  un  noble,  debia  servir  para  la  muerte  del  bandolero  de  las  Guille- 
rias. ¿Qué  pensamiento  pudo  presidir  en  este  aparato,  en  este  res- 
peto por  una  nobleza  que  Serrallonga  habia  manchado,  había  per- 
dido, habia  avergonzado  con  su  conducta? 

Hecho  es  que  se  ha  interpretado  de  distintas  maneras.  Supónese 
generalmente  que  la  desgracia  de  Serrallonga  llegó  á  interesar  al  mis- 
mo vire  y  de  Catalufia,  el  cual,  ya  que  no  podia  hacer  al  bandolero 
gracia  de  la  vida,  quiso  al  menos  hacerle  gracia  de  la  afrenta  que 
imprimía  la  pena  de  horca. 

Podría  ser  también  que  en  una  época  en  que  la  nobleza  se  hallaba 
aun  en  posesión  de  muchos  de  sus  antiguos  fueros,  aprovechase  á 
Serrallonga  la  circunstancia  de  haber  nacido  noble  para  que,  ni  aun 
después  de  convertido  en  gran  criminal,  permitiesen  sus  iguales  de 
otros  tiempos  que  un  hijo  de  casa  solariega  muriese  en  un  patíbulo 
afrentoso:  en  este  caso  el  orgullo  de  clase  hubiera  evitado  á  Serra- 
llonga el  último  de  los  sinsabores  por  que  debia  pasar  en  este  mundo. 

Finalmente,  no  seria  del  todo  imposible  que  el  virey  de  Catalufia 
hubiera  introducido  la  referida  circunstancia  en  la  sentencia  de  don 
Juan,  para  dar  una  lección  de  rigor  á  la  nobleza  catalana,  ó  para  bt- 
cerla  pasar  por  el  bochorno  de  ser  representada  en  lo  alto  de  nn  ca- 


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oí  lunori.  nt 

diiio  por  un  hombre  como  Serrallonga;  puesto  que  ya  por  aquella 
época  empezaba  á  manifestarse  el  descontento  de  los  catalanes  por  las 
cosas  de  Castilla,  descontento  de  que  los  nobles  no  se  ocultaban  ni 
retraían,  como  veremos  luego.  De  todos  modos,  lo  cierto  es  que  Ser- 
rallonga murió  decapitado. 

Falta,  empero,  el  epilogo  de  tan  sangriento  drama,  y  vamos  &  re- 
ferirle en  breves  palabras. 

Dofia  Juana  de  Torrellas  no  renunció  á  la  azarosa  vida  que  lleva* 
ba  dorante  la  de  su  esposo.  Heredó  de  este  el  mando  de  la  cuadrilla, 
y  dicen  que  comelrt  toda  suerte  de  escesos,  que  unos  llaman  hazañas 
y  crímenes  otros. 

A  la  verdad  las  mujeres  no  han  nacido  para  ese  género  de  vida. 
Es  de  admirar  v.  g.  que  la  viuda  de  Padilla  se  aprovechara  del  pres- 
tigio que  aun  tenia  el  nombre  de  su  esposo,  para  acaudillar  á  los  to- 
ledanos después  de  la  muerte  del  jefe  de  los  comuneros;  pero  al  fin  y 
al  cabo  dofia  liarla  Pacheco  no  capitaneaba  cuadrillas  de  bandidos, 
ni  utilizaba  su  posición  para  ensangrentarse  personalmente  en  los 
combates.  El  fin  de  la  viuda  de  Serrallonga  nos  es  desconocido:  no 
seria  difícil  que  fatigada  de  aquellas  lachas  estériles,  cebada  y  harta 
de  venganza,  hubiera  pasado  al  eslranjero,  y  aprovechando  el  incóg- 
nito se  hubiera  retirado  al  fondo  de  un  claustro.  Si  asi  lo  hizo,  no  le 
habia  de  faltar  motivo  para  rogar  i  Dios,  poesto  que,  asi  ella  como 
su  esposo,  habían  pecado  mucho  en  este  mundo. 

Algún  tiempo  después  de  la  muerte  de  Serrallonga,  y  al  amanecer 
de  un  dia  de  verano,  un  grupo  de  curiosos  interceptaba  el  tránsito 
por  una  de  las  calles  de  Barcelona,  formando  corro  en  torno  i  un  ob- 
jeto que  era  imposible  ver,  por  causa  de  la  caterva  de  mirones,  á  ca« 
da  momento  engrosada.  Hablábase  de  un  asesinato  cometido  durante 
la  última  noche,  y  los  ministros  del  tribunal  se  hallaban  en  aquel 
momento  procediendo  al  levantamiento  del  cadáver. 

Pertenecía  este,  á  juzgar  por  su  uniforme  é  insignias,  á  un  capi- 
tán de  tercios;  y  alguaciles,  corchetes  y  soldados  juraban  y  volvían 
i  jurar  tomar  de  (amafio  atentado  el  mas  completo  desagravio.  Los 
que  tal  escuchaban,  gritaban  á  su  vez,  si  eran  mozos;  ó  rezaban  si 
vif  jas,  produciendo  de  por  junto  el  mas  infernal  concierto* 

A  todo  esto,  un  bizarro  galán,  capitán  de  tercios  como  el  difanío, 


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t«o  PRisioms 

penefcó  á  viva  fuerza  en  el  centro  del  corro,  levanté  el  sudario  que 
había  sido  arrojado  ya  sobre  el  cadáver,  examinó  loe  sangrientos 
despojos  con  una  sola  ojeada,  y  palideciendo  de  una  manera  espan- 
tosa, cayó  sin  sentido  en  brazos  de  la  atónita  muchedumbre,  escla- 
mando: 

— [Ira  del  cielo  1...  |Mi  hermano! 

El  que  asi  se  lamentaba  era  D.  José  de  Fontanellas:  el  cadáver  per* 
taneoiaá  su  hermano  D.  Salvio. 

El  sangriento  pronóstico  de  este  último*  empezaba  á  cumplirse  de 
una  manera  aterradora.  Los  secuaces  de  Serrallonga  habían  sacrifi- 
cado una  victima  ilustre  á  los  manes  de  su  antiguo  capitán.  José  de 
Fontanellas  fué  mas  afortunado,  pues  pudo  ¿onjurar  los  peligros  que 
-  en  igual  sentido  le  amenazaron  durante  mucho  tiempo. 

No  fueron  los  bandos  y  cuadrillas  las  mayores  calamidades  qoe 
por  aquel  entonces  habían  de  sobrevenir  á  Cataluña. 

Babia  llegado  para  Espada  la  época  del  desgobierno,  y  el  conde 
duque  de  Olivares,  célebre  ministro  de  Felipe  IV,  parecía  ser  el  Ha- 
dado por  la  Providencia  para  evidenciar  cuanto  dafio  puede  causar 
á  mi  estado  un  mal  ministro. 

El  principado  de  Catalufia  había  merecido  de  los  reyes  de  Espafe 
varias  franquicias  ó  fueros,  que  harto  bien  se  comprenderá  no  eral 
dádiva  de  poderoso,  sino  premio  escaso,  si  bien  que  honroso,  de  grao- 
des  servicios  prestados. 

Por  esto  mismo  se  mostraba  celoso  de  unos  privilegios,  que  los 
soberanos  de  la  nación  juraban  antes  de  ser  jurados  á  su  vez  por  loe 
catalanes.  Era  una  especie  de  pacto  noble  celebrado  entre  dos  poten- 
cias de  primer  orden. 

Olivares  aconsejó  al  rey  atentar  á  esos  fueros,  y  Olivares  era  el 
dueño  de  Felipe  IV. 

Los  fueros  se  conculcaron,  y  tales  escesos  ftaeron  cometidos  en  el 
principado,  que  el  mal  llegó  á  hacerse  insoportable.  No  parecía  sino 
que  Castilla  se  había  propuesto  tratar  á  Catalufia  como  un  pal»  de 
conquista:  sistema  antipolítico  á  todas  laces,  porque  si  al  fin  y  al 
caba  hubiera  sido  inconveniente  mantener  al  principado  en  la  pose- 
non  desús  privilegios,  no  era  el  mejor  medio  para  hacerle  renunciar 
i  ellos,  poneale  en  el  caso  estoemo  de  redamarlos  á  toda  costa. 


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h  nmonL  sti 

Mas  t i  es  cierto  qae  el  conde  daque  tenia  dóciles  instrumentos  de 
st  desacertada  política,  no  lo  es  menos  que  el  principado  encontró, 
entre  los  individuos  qoe  componían  sos  antoridades,  personas  ver- 
daderamente á  la  altara  de  las  circunstancias. 

Mientras  no  se  pierda  en  el  país  de  Vifredo  el  recuerdo  de  las  glo- 
riosas tradiciones  de  todos  los  tiempos,  es  imposible  qoe  perezca  el 
nombre  de  Pablo  de  Claris,  y  de  laníos  otros  como  se  alzaron  al  grito 
de  la  patria,  demostrando  ana  vez  mas  qae  es  imposible  hacer  trian- 
far  las  demasías  en  pueblos  qae  no  han  perdido  un  átomo  solo  de  su 
nunca  desmentida  dignidad. 

Consignemos  ahora  en  este  punto  una  de  las  notables  escenas  ocur- 
ridas en  la  cárcel  de  Barcelona  por  aquella  época,  advii  tiendo  á 
nuestros  lectores  que  cuando  tuvo  lugar  aquella,  las  relaciones  entre 
Madrid  y  el  principado  se  hallaban  en  tal  estado  de  tirantez  que  al 
poco  tiempo  se  rompió  la  cnerda  del  arco  y  partió  la  flecha  á  datar- 
se en  el  pecho  de  la  nación  espadóla,  que  al  fin  y  al  cabo  era  y  es  la 
nación  coman  de  castellanos  y  catalanes. 

Gobernaba  por  aquel  entonces  (1640)  la  Cataluña,  en  calidad  da 
virwy,  el  desdichado  D.  Dalmacio  de  Qoeralt,  conde  de  Santa  Colo- 
nia. Era  por  su  naturaleza  catalán;  pero  al  poco  de  haber  inaugura- 
do su  mando,  se  echó  de  ver  harto  claramente  que,  bien  fuera  ig- 
Boranda,  ambición  ú  orgullo,  el  conde  era  uno  de  los  principales 
tiranos  de  su  palria,  y  hechura  completa  del  odiado  Olivares.  Al 
mismo  tiempo  era  Santa  Coloma  bastante  débil  de  carácter  para  no 
poder  contener  aquellos  trabajos  de  zapa  que  percibía  debajo  de  sus 
pies,  todos  los  dias  y  á  todas  las  horas,  y  que  debiao  dar  por  resulta- 
do un  abismo  hasta  cuyo  fondo  habia  de  rodar  el  conde. 

Era  diputado  por  el  brazo  militar  de  Cataluña  el  joven  D.  Fran- 
cisco de  Tamarit,  de  noble  cuna,  de  fuerte  brazo,  de  carácter  fran- 
co, de  lengua  suelta,  de  corazón  recto,  y  tan  completo  en  todo,  que 
jamás,  en  paz  ó  en  guerra,  habia  dejado  de  cumplir  con  el  rey  y  con 
la  patria.  Buen  español,  y  por  ende  buen  catalán,  no  escondía  cier- 
tamente sus  opiniones  contrarias  al  gobierno  del  conde  duque,  y  co- 
mo otro  tanto  sentían  los  catalanes  lodos,  de  ahi  que  el  diputado 
Tamarit  fuera  verdaderamente  lo  que  se  llama  un  Ídolo  del  pueble. 

Francisco  de  Tamarit,  diputado  militar,  Pablo  Claris,  diputado 
toM  a.  íti 


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as*  mismas 

ectesiústmo,  y  José  Miguel  Quintana,  diputado  real  ó  papilar,  com- 
PQUian  Ja  diputación  catalana,  cuerpo  que  siempre  habia  sido  muy 
respetado  porque  /en  ningún  tiempo  había  dado  motivos  para  dejar 
de  serlo. 

Existia  también  en  Barcelona  el  célebre  Consejo  de  ciento,  ceepo- 
ración  popular  de  cuya  gloriosa  historia  van  llenas  las  crónicas  toda* 
del  principado;  y  de  ese  Consejo  de  ciento  formaban  parte  en  1640 
Francisco  Juan  de  Yergós  y  Leonardo  Serra,  honrados  ciudadanos 
que  tenían  el  alma  &  prueba  de  amenazas  y  que  jamás  habían  escon- 
dido al  pueblo  su  resolución  formal  de  sacrificarse  y  «aerificarlo  la- 
do, antes  que  consentir  que  sufriera»  menoscabo  los  fueros  deCatalu» 
fia.  Y  es  de  advertir,  porque  en  nuestros  tiempos  empieza  á  ser  cosa 
eptrafia  é  incomprensible,  que  en  aquellos  tiempos  había  unos  hom- 
bres de  raro  temple,  que  se  decían  patriotas,  y  que  lo  eran  verdade- 
ramente. 

JJegó  un  punto  en  que  las  discordias  civiles  empezabas  á  producir 
resultados  ostensibles:  el  volcan  de  las  iras  populares  no  había  esta- 
Uadp  an#;  sin  embargo  comenzaba  á  echar  hamo.  El  conde  de  Santa 
Cotona,  sabedor  de  lo  que  pesaba  en  Cataluña,  conetié  ana  impru- 
dencia muy  común  en  los  gobernantes:  tal  fué  ordenar  la  prisión  de 
Tamarit,  Yergós  y  Serra. 

Semejante  paso  ni  era  prudente,  ni  había  de  producir  otra  cosa 
que  grandes  males.  Apenas  cundió  la  noticia,  el  descontento  público 
W  manifestó  de  una  manera  descubierta  y  osada.  Se  había  cometida 
el  último  de  los  atentados  contra  el  respeto  debido  &  las  autoridades 
populares  de  Barcelona  y  de  Cataluña,  y  era  llegada  la  hora  de  no 
resistir  por  mas  tiempo  no  yugo  vergonzoso,  que  en  el  principado  ma- 
nos que  en  ninguna  provincia  espafiola  estaban  dispuestos  k  tolerar. 

Pablo  de  Claris  se  había  dirigido  inútilmente  al  conde  de  Santa 
Gftlpma:  el  pueblo  había  elevado  su  última  petición  al  rey:  convenci- 
dos todos  de  que  por  medio  de  súplicas  únicamente  conseguirían  des- 
precios y  malos  tratamientos,  dieron  la  voz  de  alarma  y,  como  no 
podía  menos  de  suceder,  millares  de  otras  voces  repitieran  el  grito 
<fc  libertad  que  partió  de  Barcelona. 

la  lucha  estaba  ya  empellada.  Veamos  ahora  uno  de  sus  mas  in- 
mediatos resultados. 


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é  DE  EffltOf*.  SOS 

Tamarii*  Vergés  y  Secr*  te  halUbao  ea  la  cárcel  tac»  y*  atgBWt 
días,  y  aunque  no  era  dable  tratarles  cerno  criminales  deofido,  tam- 
poco permitía  el  establecimiento  dispensarles  grande»  alendóte*. 
Ello  es  que  permanecía»  bajo  ltore  ni  mas  ni  menos  que  les  demás 
presos,  y  qoe  al  cabo  del  tiempo  que  sa  prisión  doraba,  nadie  se  ha- 
bía cuidado  de  instruirles  ninguna  causa.  Dios  sabe  lo  que  esta  si* 
toacion  se  hubiera  prolongado,  &  no  haber  sobrevenido  acontedmien- 
tos  tao  estraordinaríos  que  llegaren  á  fijar  la  atención  de  toda  Es- 
palia,  y  aun  de  Europa. 

Es  de  advertir  que  el  conde  de  Santa  Coloma  no  tenia,  ni  con  mu- 
cho, la  sagaddad  qoe  requiere  el  tomar  medidas  tan  despóticas  como 
la  prisión  de  unas  autoridades  tales  como  un  diputado  y  dos  indivi- 
duos dd  Consejo  de  dentó.  Cuando  se  oondbe  un  tirano,  es  común  fi- 
gurarse un  hombre  del  temple  de  Fdipe  II  ó  Luis  XI,  que  todo  lo 
preveo,  que  en  todo  atina,  que  para  todas  las  eventualidades  se  halla 
dispuesto.  Pero  d  vírey  de  Cataluña  era  un  tirano  de  segundo  ó  ter- 
cer orden,  un  déspota  tonto  como  los  de  melodrama,  y  como  diplo- 
mático sq  hallaba  en  el  caso  de  estudiar  los  primeros  rudimentos  de  ' 
la  ciencia.  Confiado  en  demasía,  creyó  buenamente  que  coi  una  me* 
dida  de  rigor  tan  inusitada  como  la  prisión  de  las  autoridades,  apenas 
habría  en  Barodona  quien  osara  respirar  dn  su  permiso. 

T  sin  embargo,  se  respiraba,  y  se  obraba,  que  es  mas. 

Seguro  por  ende,  no  cuidó  d  conde  de  adoptar  medida  alguna  de 
precaución,  y  ni  aun  siquiera  se  aseguró  de  hacer  guardar  la  cárcel 
en  que  yacian  los  ilustres  presos  de  modo  que  estuviese  á  cubierto  de 
cualquier  gdpe  de  mano. 

El  11  de  mayo  se  organizó  de  improviso  una  columna  de  catalanes, 
al  frente  de  la  cual  marchaba  un  hombre  enarbolando  un  Crucifijo  y 
profiriendo  toda  suerte  de  vivas  y  de  mueras.  Ski  embargo,  los  que 
mas  á  menudo  repetía  la  multitud  eran  los  de:  (Viva  la  Igfeeial  ¡Viva 
el  rey  Felipe  IV!  ¡abajo  d  mal  gobierno!  y  aqadlos  otros  en  que 
el  pueblo  mostraba  sus  simpatías  por  los  tres  preses  de  la  cárcd 
del  Rey. 

Ignoramos  á  que  venia  victorear  á  la  Iglesia  eu  aqueUos  momen- 
tos; pero  es  indudable  que  las  esdamactones  que  hemos  transcrito 
fueron  verdaderamente  los  lemas  de  la  revolución,  y  siendo  ad  no 


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804  ranonts 

comprendemos  cerno  se  llamó  rebelde  y  enemigo  del  rey  á  un  pueblo 
que  se  levantaba  al  grito  de  ¡viva  Felipe  IV! 

Nadie  en  Barcelona  conocía  los  propósitos  de  la  tarba  amotinada; 
pero  como  todo  el  mando  aguardaba  la  ocasión  de  amotinarse  á  m 
vex,  ello  es  que  los  del  Crucifijo,  que  empezaron  por  ser  un  grupo, 
se  engrosaron  hasta  formar  una  multitud,  y  muy  pronto  podía  decirse 
que  eran  todo  un  pueblo.  Su  intención  fué  conocida  luego. 

Recorrieron  los  sublevados  algunas  calles,  y  sin  dar  tiempo  para 
que  se  tomaran  medidas  estraordinarias,  aparecieron  delante  de  la 
cárcel  y  empezaron  por  ponerla  un  sitio  en  regla,  apoderándose  de 
las  contiguas  bocacalles. 

En  seguida  intimaron  al  alcaide  les  entregase  las  personas  de  Ta- 
marit,  Vergós  y  Serra;  pero  á  la  intimación  fuá  unido  el  apoderarse 
de  la  guardia  estertor  del  edificio. 

El  alcaide,  que  era  naturalmente  un  perro  de  presa  del  virey,  se 
denegó  á  las  exigencias  de  los  sitiadores;  pero  estos  se  hallaban  pre- 
parados para  tal  respuesta  y  decididos  á  no  quedarse  en  mitad  del 
camino. 

Vístala  negativa  del  alcaide,  le  intimaron  por  primera  y  única  vez 
que  se  rindiera. 

El  cancerbero  de  aquel  sombrío  edificio  creeria  buenamente  que 
se  trataba  de  una  broma  popular,  que  ni  siquiera  merecía  la  pena 
de  ser  contestada  á  mosquetazos.  Pero  la  cosa  se  iba  poniendo  de 
cada  vez  mas  seria,  y  cuando  el  alcaide  lo  creyó  asi,  dispuso  que  la 
fuerza  de  su  mando  ocupase  los  puntos  mas  débiles,  mientras  llegaba 
el  socorro  que  mandó  á  buscar  á  la  Atarazana.  Mas  como  los  suble- 
vados se  hallaban  resueltos  á  prescindir  de  fórmulas  y  á  llevar  á  cabo 
su  propósito  sin  contemplaciones,  apenas  observaron  el  movimiento 
operado  por  la  escasa  guarnición  de  la  cárcel,  profirieron  este  grito: 

—I  Al  asalto ! 

T  como  lo  profirieron,  tal  lo  ejecutaron.  La  cárcel  del  Rey  no  era 
esteriormente  ningpna  fortaleza:  ya  hemos  dicho  que  en  su  principio 
el  edificio  se  hallaba  destinado  para  tribunal  del  Veguer;  de  suerte 
que  la  parte  verdaderamente  resistente  era  la  interior,  ó  sea  la  ocu- 
pada por  los  presos.  La  verdad  es  que  medíanle  que  existiera  la  se- 
guridad de  que  desde  los  calabozos  no  se  pudiese  salir  á  la  calle,  ja- 


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m  nmofi.  ioi 

más  te  había  tenido  que  á  nadie  pudiera  ocurrlrsele  que  desde  la 
calle  se  pretendiera  llegar  ó  penetrar  en  los  calabozos.  El  asalto,  por 
lo  tanto,  no  era  difícil,  ni  con  mocho. 

Apenas  dado  el  grito  de  combate,  salieron  á  relucir  las  espadas  y 
cuchillos,  hachas  y  pistoletes,  al  propio  tiempo  que  los  mas  vigoro- 
sos estremecían  la  puerta  y  la  desquiciaban  por  medio  de  la  acción 
colectiva. 

El  resoltado  de  aqoel  imprevisto  empeño  fué  de  apreciarse  desde 
el  primer  momento.  No  habia  en  los  defensores  de  la  cárcel  medio 
esperanzado  de  resistencia,  y  era  de  temer  que  si  el  pueblo  penetraba 
en  ella  de  viva  fuerza,  podía  entregarse  á  ciertos  actos  de  violencia, 
de  qoe  en  definitiva  tendrían  qoe  acosarse  aquellos  que  le  provocan 
con  resistencias  impertinentes. 

Esto  sin  perjuicio  de  que  en  la  cárcel  existían  muchos  presos  so- 
metidos ala  acción  de  la  justicia  ordinaria,  que  podían  recobrarla 
libertad  merced  al  desónien  y  crear  mas  tarde  un  verdadero  con- 
flicto. Pesaba,  por  lo  tanto,  sobre  el  alcaide  una  responsabilidad 
muy  grande:  era  imposible  pedir  instrucciones  á  Santa  Coloma;  no 
menos  imposible  resistir  por  mas  tiempo  el  empuje  de  los  sublevados, 
cada  vez  mas  numerosos  y  mas  decididos 

En  este  duro  conflicto  tuvo  el  alcaide  un  momento  de  feliz  inspi- 
ración. Detuvo  á  los  asaltantes,  que  ya  habian  puesto  los  pies  en  el 
interior  del  edificio,  y  les  propuso  la  entrega  de  Tamarit,  Vergóe  y 
Serra,  mediante  que  ninguno  de  los  sublevados  promoviera  el  menor 
trastorno  en  la  cárcel  y  que  seria  respetada  la  prisión  de  los  restan- 
tes detenidos. 

La  proposición  fué  admitida  con  gran  contento,  y  el  alcaide  se  retiró 
para  cumplimentarla.  A  los  pocos  instantes  aparecieron  en  lo  alto  da 
la  escalera  el  diputado  y  los  dos  individuos  del  Consejo  de  ciento,  cuyo 
rescate  fué  celebrado  con  grandes  aclamaciones  patrióticas  y  gritos 
de  alegría,  verdaderamente  infantil. 

T  decimos  infantil,  porque  el  pueblo  ha  sido,  es  y  será  siempre, 
por  su  manera  de  obrar,  un  verdadero  ni  fio. 

Rescatados  sus  representantes,  quiso,  no  abusar  desu  triunfa,  pero  si 
gozarse  en  él  de  un  modo  verdaderamente  inútil ,  siquiera  por  de  pnuto 
produjera  el  apetecido  resultado  de  eseitár  la  bilis  á  los  castellanos. 


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••• 

Tamarit,  Vargfe  y  Serr^foeron  paseados  en  triunfo  por  Barce- 
lona. 

Esto  era  una  especie  de  reto,  y  el  virey,  que  estaba  de  Dios  había 
de  cometer  ana  (ras  otro  desacierto,  en  lagar  de  transigir  honrosa- 
mente sos  diferencias  con  los  representantes  del  pueblo,  permaneció 
mas  retraído  de  ellos  y  mas  dispuesto  que  nunca  á  secundar  en.  todo 
y  por  todo  los  desconcertados  planes  de  Olivares. 

De  aqai  provino  el  famoso  Córput  de  sangre  de  4640,  preludiado 
por  el,  asalto  de  la  cárcel  del  Bey. 

Todo  el  mundo  sabe  que  durante  la  terrible  jornada,  alzáronse  los 
segadores  que  en  gran  número  habían  acudido  á  la  ciudad;  y  siem- 
pre al  grito  de  (Viva  el  Eeyl  ¡Abajo  el  mal  gobierne!  empezaron  la 
sangrienta  venganza  del  principado  en  la  persona  de  aquellos  que 
ciertamente  no  eran  causa  de  los  males  que  lamentaba  Cataluña. 

La  primera  y  principal  víctima  designada  por  el  furor  del  pueblo, 
era  el  Conde  de  Santa  Coloma. 

Dwnarit,  Vergós  y  Serra,  olvidando  reciente?  agravios,  se  propn- 
sieronioúlilmente  salvarle. 

Después  que  le  hubieron  custodiado  basta  la  Atarazana,  tuvieron 
el  disgusto  de  verle  desfallecer,  al  tiempo  de  huir,  en  las  rocas  de 
San  Beitran,  ahorrándole  la  muerte  por  angustia  otra  muerte  que  le 
aguardaba  inevitable. 

Sus  desalmados  perseguidores,  entre  los  cuates  se  dice  figuraban 
losbaadidos  de  Roque  Guinard,  se  ensañaron  lastimosamente  en  el 
cadáver.  Al  siguiente  día  se  le  dispuso  un  pomposo  funeral  á  espen- 
sas  de  la  ciudad. 

Siglo  y  medio  transcurrió  luego,  durante  cuyo  largo  periodo  de 
tkttpo  se  resolvía  con  la  caída  de  Barcelona  el  famoso  problema  de 
le*  fueros  de  Catatada.  La  ciudad  condal,  que  había  tomado  decidi- 
damente 1m  armas  eu  defensa  de  los  derechos  del  archiduque  Carlos, 
no  quiso  deponerlas  ni  aun  después  que  esto  pretendiente  remudé  á 
sus  justos  títulos  en  razón  á  haber  heredado  el  trono  imperial.  Para 
Cataluña  nunca  fué  la  guerra  de  sucesión  empello  de  personas,  sino 
cuestión  da  derecho  y  de  sacar  á  salvo  los  fueros  tan  sangrientamen- 
te disputados. 

Quiso  entonces  la  Providencia  que  se  perdiera  la  causa  de  los  ca- 


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tálanos.  Despose  de  un  «tío  muy  largo,  las  tropas  do  Felipe  V  pe- 
netraron de  viva  faena"  en  la  ciudad,  y  aun  coando  dorante  largas 
horas  la  lucha  continuó  palme  i  palmo  en  el  interior  de  «pulla, 
cedió  la  desesperación  ante  el  número,  y  poco  tiempo  después  el 
principado  tuvo  que  pasar  por  la  afrenta  da  que  sis  fieros  tan  ve- 
nerados fuesen  arrojados  &  las  llamas  por  las  manos  del  verdugo. 

Doefios  los  reales  de  la  ciudad,  atestóse  de  presos  la  cárcel  áel 
Bey,  pero  ni  constan  sus  nombres,  ni  se  sabe  de  que  Felipe  V  enssm- 
grentaae  su  triunfo,  que  harta  sangre  había  ya  castado  de  una  y  de 
otra  parte. 

Llegó,  por  fin,  el  afie  1808,  y  nadie  ignora  porque  traidores  me- 
dios se  apoderaron  los  franceses  de  España,  siendo  de  notar  que 
Barcelona,  por  ser  una  de  las  capitales  menos  dispuestae  4  recibirles, 
mereció  la  honra  de  presenciar  la  mas  clara  é  innoble  de  tas  traioie- 
íes.  Los  barceloneées  hubieron  de  pasarse  bien  ó  mal  eon  el  gebier» 
no  de  Felipe  V,  que  al  fin  y  al  cabo  tenia  en  sus  tenas  sangre  «pa- 
llóla y  había  sido  jirado  monareade  la  peoiosila  por  voluntad  den 
antecesor  y  de  una  gran  mayoría  de  los  pueblos:  pero  ciando  se  tra- 
tó del  ambicioso  corso  que  sin  respeto  á  las  nacionalidades  ae  propu- 
so hacer  de  todas  ellas  una  solaoorona,  para  que,  arrebatada  esta  por 
el  águila  imperial,  viniera  ¿  colocársela  sobre  si  cabera;  minees 
Barcelona  repitió  el  grito  de  les  héroes  del  l  de  mayo,  y  dijo  al  ejér- 
cito francés: 

—Todos  los  triunfos  obtenidos  en  cien  campos  de  batalla  no  bas- 
tan á  amedrentar  á  un  pueblo  iudepeadinte.  ¡Fuera  de  Barcelona  los 
traidores!  ¡Fuera  de  Espada  les  franceses!  ¡A tris  el  estranjem!    - 

Pero  hs  franceses,  que  estaban  acostumbrados  á  semejantes  red- 
húmenlos,  aunque  no  tan  decididamente  oomo  en  Espala,  poseían 
un  medio  de  represión  terrible:  ese  medio  era  la  policía,  Sw  efectos 
debían  ser  tanto  mas  seguros,  en  cuanto  se  trataba  de  un  pueble  qie 
no  los  c  nocía  antes  de  entonces:  de  fuera  debía  Teñirnos,  y  de  pro- 
cedencia de  un  conquistador,  ese  ramo  odioso,  no  tasto  por  su  misión 
natural,  como  por  la  misión  que  le  han  dado  los  hombres  qw  tienea 
la  desgracia  de  desvirtuarlo  lodo,  da  corromperlo  todo,  de  hmri* 
odioso  todo. 
Entono*  empeió  u  Uroo  estufo*  y  4  mnudo  saigrinte. 


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IOS  HUMOMtt 

Los  barcelonés*  conspiraban  sin  tregua  ni  descanso  contra  los 
franceses. 

La  policía  francesa  conspiraba  infatigablemente  contra  los  conspi- 
radores. 

Pero  la  partida  era  muy  desigual,  y  la  soga,  como  dice  el  refrán, 
se  quebraba  siempre  por  lo  mas  delgado.  Las  prisiones  menudeaban 
todos  los  día?,  porque  bastaba  ser  sospechoso  de  desafección  para 
hallarse  sometido  al  capricho  ó  á  la  codicia  de  un  polizonte  de  mal 
género.  ¡Y  cuántos  no  podrían  ser  los  sospechosos  cuando  los  verda- 
deramen  e  desafectos  eran  la  inmensa  generalidad!... 

Nada  tiene  de  estrado,  por  lo  tanto,  que  las  cárceles  no  pudieras 
entonces  contener  el  gran  número  de  presos  que  diariamente  eran 
enviados  á  ellas;  aunque  la  malicia  de  los  dominadores  discurría  que 
los  llamados  grandes  criminales,  que  no  eran  sino  los  mas  ardientes 
•n  su  patriotismo,  debían  ser  trasladados  á  los  fuertes  de  Monjuich 
6  á  la  Cindadela,  donde  ningún  temor  podía  abrigarse  tocante  á  la  se- 
guridad en  que  el  conquistador  quería  tenerles.  Además,  el  fuerte  di 
la  Cindadela  tenia  para  los  franceses  la  ventaja  de  hallarse  contiguo 
al  campo  de  las  ejecuciones. 

Todos  saben  en  Barcelona  que  una  de  las  conspiraciones  mejor 
tramadas  contra  los  franceses  fué  aquella  á  cuya  cabeza  se  pusieron 
el  doctor  Pou,  el  padre  Gallifa,  el  joven  Mas  sana,  Anlet  y  el  sar- 
gento Navarro.  Estaba  todo  tan  bien  dispuesto  y  eran  tantos  y  tan 
bien  organizados  los  que  entraban  en  el  movimiento  libertador,  qoe 
á  haber  sido  secundados  los  de  dentro  por  las  tropas  que  habían  de 
maniobrar  en  el  estertor,  casi  podía  asegurarse  que  aquel  día  hubiera 
sacudido  Barcelona  el  yugo  francés. 

La  infame  traición  de  un  capitán  italiano  al  servicio  de  los  impe- 
riales fué  causa  de  que  abortase  un  plan  tan  admirablemente  com- 
binado; y  presos  los  cinco  personajes  arriba  mencionados,  fueron 
condenados  ¿  muerte  por  un  consejo  de  guerra. 

Presentóse,  sin  embargo,  una  grande  diflcullad  para  llevar  ¿  cabo 
el  tremendo  fallo,  y  fué  que  no  se  encontró  al  verdugo,  ni  quien  n 
prestara  i  obtener  la  vacante  de  la  horrible  plaza.  En  vano  se  ofre- 
cieron grandes  cantidades;  ningún  espafiol  quiso  ejercer  aquel  san* 
griento  ministerio  en  la  persona  de  cinco  ilustres  ciudadano»!  curo 


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Di  KROFA.  SO 

único  delito  consistía  en  haber  querido  libertar  á  la  patria  del  yugo 
francés.  Ciertamente  la  inesperada  dificultad  no  era  fácil  de  ser 
vencida. 

Existía  por  aquel  entonces  en  la  prisión  de  Barcelona  nn  céle- 
bre ladrón,  de  cayo  nombre  iba  llena  la  ciudad  toda.  Llamábase  por 
apodo  Tetus,  y  era  hombre  de  tantos  lances  como  dias  contaba  en  si 
azarosa  existencia. 

Referíanse  de  él  empresas  que  por  lo  temerarias  parecían  fabulo- 
sas. Hallábase  pendiente  de  infinidad  de  condenas,  y  aun  asi  se  le  es- 
taban de  continuo  formando  nue?os  procesos.  Uabiase  acogido  á  sa- 
grado en  la  Catedral,  asilo  impenetrable  para  la  justicia,  y  ocupaba 
en  dicho  templo  un  cuartucho  colocado  encima  de  una  de  las  puertas 
del  claustro.  Pero  aun  asi,  y  sin  saberse  la  manera,  no  solo  dirigía 
todos  los  robos  que  en  la  capital  se  come  lian,  sino  que  él  en  persona 
se  escapaba  de  la  Catedral  todas  las  noches  y  daba  toda  suerte  de 
golpes,  sin  que  pudieran  nunca  haberle  los  numerosos  corchetes  que 
incesantemente  rodeaban  aquel  asilo. 

Dotado  de  arrogante  figura,  su  poní  ásele  en  amorosas  relaciones 
con  un  sinnúmero  de  fregatrices,  las  cuales  le  proporcionaban  ino- 
centemente cuantas  noticias  le  eran  útiles,  ó  bien  á  sabiendas  se 
constituían  en  cómplices  suyas. 

Contábanse  de  su  fuerza  hercúlea  verdaderas  maravillas.  Una  ma- 
fiana  se  hallaba  colocado  en  el  dintel  de  la  puerta  de  Santa  Lucia  en 
la  Catedral,  limite  del  asilo  en  cuyo  interior  se  hal'aba  á  salvo  de  las 
persecuciones  de  la  justicia.  Acertó  en  esto  á  pasar  por  aquel  sitio 
un  muchacho  de  pocos  afios  conduciendo  del  cabestro  á  una  cabala- 
ría menor,  que,  ó  por  su  mucha  carga,  ó  por  sus  pocas  fuerzas,  de- 
jóse  caer  eu  el  snelo  con  la  resolución,  al  parecer,  de  exhalar  allí 
mismo  su  postrimer  suspiro.  Tiraba  el  niflo  de  la  cuerda,  restallase 
el  animal  á  levantar  la  carga  ó  tal  vez  no  podía  con  ella:  lo  cierto  es 
que  al  convencerse  de  la  inutilidad  de  sus  esfuerzos,  echó  el  niflo  á 
llorar  abundantemente  y  á  pedir  ausilio  con  vez  bien  conmovedora. 

Desgraciadamente  para  el  joven  y  apurado  conductor  nadie  para- 
da compadecerle.  Decimos  mal:  el  ladrón  de  la  puerta  de  Santa  Lu- 
cia había  manifestado  impulsos  de  salir  en  ayuda  del  niño;  pero  sus 
buenos  deseos  eran  coartados  por  la  presencia  de  dos  mozos  de  la 

TOBO  II.  101 


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SI  O  PRISKHOSS 

escuadra  que  contemplaban  la  escena  desde  el  portal  del  palacio  del 
Obispo,  aleólos  4  que  el  Telas  desamparase  el  sagrado  para  apo- 
derarse de  so  persona.  El  ladrón  comprendió  la  idea  de  sm  vi* 
guaníes ,  y  permaneció  ea  su  puesto  mirando  anas  teces  i  los 
mozos  y  otras  al  nifio,  que  continuaba  gritando  cada  vez  mas  deses- 
peranzado. 

La  violencia  que  Telus  se  estaba  haciendo  comprendíase  4  la  m* 
pie  vista  de  su  semblante*  Resistió  cuanto  pudo;  paro  vino  ui  pyato 
en  que  la  misma  soma  da  sus  vigilante»  acabó  de  estimular  su  amor 
pjcopio,  para  dar  uno  de  aquellos  golpes  aUrevidos,  que  equivalían  k 
qn  reta  dirigido  con  una  desigualdad  evidente  para  el  retador.  , 

$ali¿  del  templo,  pisó  la  calle,  levantó  con  un  simple  esfuerzo  de 
su  nervudo  brazo  k  la  reacia  caballería,  y  cuando  se  disponía  pam 
ganar  da  un  sola  brinco  laa  gradaa  de  la  puerta  de  Santa.  Lucía,  se 
b*U4  cogido  por  ouatro  robustas  manos,  al  mismo,  tiempo  qpa  una 
vqi  estentórea  gritaba  i  su  oído: 

—¡Date  preso! 

Toda  esto  babia  pasado  en  mwho  manos  tiempo  que  se  necesita 
pare,  contarlos 

Al  oír  aquella  intimación,  meneó  el  Tetua  la  cabeza  cea  mto 
despecho  reconcentrado,  y  no  hay  porque  decir  que  tropezó  coa  el 
roaiffo,  nftda  grato  para  él,  de  los  dos  mozos  de  la  escuadra  aposta- 
dos en  el  portal  del  palacio  del  Obispo.  Radie  ignora  en  Calalato 
qpa  los  individuos  del  cuerpo  de  las.  escuadras  son  uno  por  uno  tt>~ 
colones  muy  templados  y  de  fuerzas  físicas,  acreditadas  en  mas  de 
un  encuentro  personal  con  los  facinerosos  mas  temibles. 

Un  mozo  de  la  escuadra  es  muy  bastante  para  cualquier  hombre; 
dos  mozos  aon  temibles  hasta  para  una  cuadrilla. 

Sin  embargo,  el  Telus  manifestó  por  de  pronto  menos  desespera- 
ción qjue  coraje  porque  sus  enemigos  habían  aprovechado  para  pren- 
derle la  circunstancia  de  haber  el  ladrón  abandonado  su.  nulo  per» 
hacer  una  obra  buena. 

Dirigió  la  mirada  á  uno  y  otro  de  sus.aprohensorea,  y  reprimifa- 
doee  bastante  mal,  dijo : 

—Vamos  á  ver,  compañeros;  ¿pretendéis  con  efecto  reducirme  ¿ 
prisión? 


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0B  BOtOPA  811 

— Toma— respondió  ano  <to  les  motos^ne  otra  cosa  pretendemos 
hace  mucho  liempo. 

—PreckAmeoto— añadió  el  otro  eprehenaor— hace  michas  horas 
estábamos  aguardando  la  ocasión  qee  ha  llegado.  T  por  sofito  que 
mitaca  pudimos  pensar  llegase  tan  pronto,  ni  qtie  tan  neciamente  te 
l^siefas  en  nuestras  manos. 

—De  suerte  es— replicó  el  ladrón—  qoe  os  vanagloriáis  de  esta 
captura  y  llamáis  necedad  al  acto  de  socorrer  á  on  pobre  niño,  que 
llorando  pedia  un  socorro  qoe  vosotros  no  le  prestabais...  No  es  eat* 
moy  cristiano,  qoe  digamos. 

—Será  lo  qne  sea;  pero  ello  es  qitoto  hallas  prisionero  ttééstro. 
Vamos  á  la  cárcel. 

T  el  mozo  hiio  ademan  de  querer  arrastrar  al  preso.  Peto  este  per- 
maneció clavado  en  el  suelo  como  una  roca  en  el  fondo  de  los  mares. 
Al  propio  tiempo  sonrió  de  una  manera  siniestra,  qne  hito  poner  eu 
guardia  á  los  dos  moros. 

—Menos  palabras; —dijo  el  Tetas— ó  ne  dejais  penetrar  de  nftevo 
en  mi  asilo,  ó  no  respondo  de  mi  comportamiento. 

Los  des  aprehensores  soltaron  una  carcajada:  tan  intempestiva  y 
ridicula  les  pareció  la  amenaia  del  bandido. 

—Lo  dicho,  dicho:— prosiguió  este— ¿queréis  soltarme,  puesto  que 
en  rigor  no  me  habéis  prendido  por  vuestros  méritos?  ¿No?...  Ved 
que  me  estáis  poniendo  en  el  caso  de  hacer  nna  barrabasada...  ¿Os 
burláis  de  lo  qué  os  digo?...  Pues  á  la  prueba. 

Y  haciendo  de  pronto  un  hruscomovimiento,  desprendióse  de  uno 
de  los  mozos,  sacudióle  coi  rapidez  suma  un  terrible  pufietazo;  y  sin 
dar  tiempo  á  qoe  el  otro  de  sus  aprehensores  volviera  en  si  de  su 
asombro,  cargó  con  él,  parándole  de  (oda  acción,  iotrodijose  de  nue- 
vo en  la  Catedral  por  la  puerta  de  Santa  Luda;  desde  la  capilla  de 
esta  Santa  se  dirigió  al  claustro,  y  encaminándose  hacia  el  estanque 
que  hay  en  dicho  sitio,  manifestó  harte  claramente  su  intento  de  su- 
mergir al  moao  y  ahogarle  dentro  del  agua.  Los  ojos  del  bandido 
despedían  Mamas,  su  aspecto  era  amenazador,  espantoso...  El  motfé 
aprisionado  entre  sus  robustos  brazos  parada  condenado  á  unattuer* 
te  cierta. 

Afortunadamente  apareció  un  canónigo  en  el  sitie  de  la  catástrofe' 


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811  PRISIONES 

y  al  enterarse  de  la  intención  del  bandido,  salió  á  su  encuentro,  gri- 
tando: 

—¿De  esla  suerte  haces  lagar  de  muerte  el  sitio  que  te  presta  asi- 
lo  contra  las  persecuciones  de  la  justicia? 

Al  oír  estas  voces  detúvose  el  bandolero,  dudó  un  momento,  luchó 
entre  su  deseo  y  la  influencia  que  en  él  produjo  aquella  reflexión 
oportuna;  y  libertando  á  su  victima,  murmuró  con  sombrío  acento: 

—Parle,  y  asegura  á  tus  compañeros  que  hoy  es  el  dia  de  lo  se- 
gundo nacimiento. 

Y  en  seguida  añadió,  cnal  si  hablara  consigo  mismo: 

—¿Quién  sabe  si  en  un  dia  no  muy  lejano,  este  hombre  á  quien 
doy  la  vida,  me  conducirá  al  cadalso? 

En  seguida  se  cruzó  de  brazos,  dirigióse  á  su  camaranchón  enci- 
ma de  la  puerta,  y  no  se  le  vio  hasta  el  siguiente  dia,  aunque  á  mo- 
chos cupo  la  convicción  de  que  aquella  misma  noche,  según  tenia  de 
costumbre,  había  salido  á  cometer  una  de  sus  habituales  fechorías. 

En  otra  ocasión  tuvo  noticia  de  que  otro  de  tantos  procesos  como 
se  le  venian  siguiendo,  se  hallaba  en  casa  del  juez  á  punto  de  qoe 
este  diclara  su  fallo.  Llegada  la  noche,  abandonó  su  retiro,  inlrodü- 
jose  sin  saberse  como  en  la  casa  del  tranquilo  magistrado,  descubrió* 
se  á  este,  apoderóse  del  proceso  que  se  hallaba  en  el  despacho,  saltó 
sin  temor  alguno  de  la  estancia,  de  la  estancia  á  la  calle,  y  una  hora 
después,  de  aquel  voluminoso  proceso  apenas  quedaban  algunas  ceni- 
zas. Tanta  era  la  audacia  y  serenidad  de  este  hombre,  tipo  de  los 
ladrones  de  habitaciones  y  personas,  que  parecía  tener  en  su  bolsillo 
las  llaves  de  todas  las  puertas  de  la  capital. 

Telus,  sin  embargo,  habia  tenido  una  hora  tonta,  y  la  justicia  se 
habia  apoderado  de  él  en  ocasión  en  que  no  tenia  á  mano  algibe 
ó  surtidor  alguno  en  que  poder  sumergir  á  la  justicia.  Metiéronle  es 
la  cárcel,  y  como  de  todos  eran  harto  conocidas  sus  fechorías  y  la 
asombrosa  facilidad  con  que  se  evadía  de  todo  sitio  de  reclusión,  te- 
níanle guardado  en  el  calabozo  mas  hondo,  mas  lóbrego,  mas  moles- 
to y  mas  inhabitable  de  cuantos  en  la  prisión  podían  llamarse  tales, 
que  no  eran  pocos  seguramente. 

La  suerte  del  bandido  para  nadie  era  dudosa:  en  el  supuesto  de 
que  ninguno  de  sus  muchos  crímenes  mereciese  ser  castigado  con  la 


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DB  KOtOPA.  til 

peoa  de  muerte,  no  habría  tenido  bastante  con  mil  afios  de  vida  para 
satisfacer  tantas  y  tantas  deudas  como  tenia  contraídas  con  los  pre- 
sidios del  reino.  T  la  vida  en  el  presidio,  la  perpetuidad  de  una  pena 
de  semejante  naturaleza,  la  existencia  del  presidario  sin  término, 
transcurrida  en  los  mas  penosos  trabajos,  bajo  la  dirección,  ó  mejor 
dicho,  bajo  el  palo  de  un  capataz  endurecido,  encadenado  á  otro  hom- 
bre como  el  genio  malo  que  á  todas  partes  sigue  al  infeliz  encargado 
de  perder;  con  un  pasado  lleno  de  recuerdos  horribles,  un  presente 
horrible  también  y  un  porvenir  en  que  la  desesperación  infunde  los 
consejos  mas  terribles  y  atormenta  el  alma  basta  perder  la  espe- 
ranza; la  pena  de  cadena  perpetua  se  eos  figura  mas  cruel,  mas  in- 
soportable que  la  de  muerte,  especialmente  para  ciertos  hombres  que 
bao  entendido  la  independencia  social  y  la  libertad  individual  de  una 
manera  salvaje. 

Tetus  debió  creerlo  asi  cuando  en  el  interior  de  su  calabozo  pasaba 
los  dias  rugiendo  de  coraje  y  profiriendo  toda  suerte  de  amenazas, 
de  que  se  reían  sus  guardianes,  que  estaban  cerciorados  por  la  es- 
porteada de  la  eficacia  y  solidez  de  los  grillos  que  habian  echado  al 
león  de  aquella  sombría  jaula.  Sin  embargo,  la  comparación  no  es 
bastante  exacta:  el  león  puede  revolverse  dentro  de  su  encierro,  rugir 
cual  en  la  selva,  agarrarse  á  las  rejas  de  su  jaula  que  cimbran  al 
empuje  del  fiero  animal;  y  entonces  el  público  se  aparta  involunta- 
riamente porque  ve  en  el  león  enjaulado  algún  rastro  de!  poder  del 
rey  de  las  selvas.  Pero  con  Tetus  no  acontecía  de  este  modo:  la  ca- 
dena que  le  sujetaba  i  la  pared  apenas  le  permitía  andar  unos  pocos 
pasos,  y  cuando  la  curiosidad  atraía  á  alguna  persona  á  contemplar 
al  preso  desde  el  lado  opuesto  de  la  ferrada  puerta,  al  curioso  se  re- 
tiraba no  bien  se  sentía  satisfecho  de  aquella  esposicion  de  un  hom- 
bre convertido  en  alimaña,  cuyas  blasfemias  y  amenazas  á  nadie 
causaban  el  menor  espanto. 

El  bandido  padecía  verdaderamente  un  suplicio  tal  como  difícil- 
mente se  concibe  por  el  público,  que  con  la  mayor  indiferencia  y  sin 
darte  importancia  alguna,  pasea  cuando  quiere,  como  quiere  y  por 
donde  quiere. 

En  semejante  disposición  el  bandido  vid  entrar  por  la  puerta  de 
su  calabozo  i  un  comisario  de  policía.  Ante  aquel  hombre  se  aeur- 


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114  Huttoms 

meó  el  Tetas  lo  mejor  que  pido  y  sé  propaso  no  soltar  espfesioA  al* 
guna  que  pidiera  comprometerle  01  lo  mas  mínimo,  batiendo  como 
aquellos  prudentes  tiradores  fte  armas  que  permanecen  simplemente 
en  la  defensiva,  y  por  éste  medio  llegan  á  ser  invulnerables. 

El  comisario  se  acercó  al  preso,  contemplóle  un  rato  en  suénelo,  y 
en  seguida,  locando  ligeramente  con  la  punta  de  su  bastón  la  espalda 
del  bandido,  le  dijo: 

—Oye,  buen  mozo:  el  general  francés  y  el  juez  de  ttt  causa  me 
envían  para  darte  una  buena  noticia  y  hacerte  una  proposición,  muy 
ventajosa  sin  duda.  ¿Estás  dispuesto  á  enterarte  de  lo  que  te  con* 
viene? 

—Jamás  he  desoido  proposición  alguna  que  se  me  haya  dirigido. 
Lo  malo  ha  sido  que  generalmente  siempre  me  han  hecho  perder  el 
tiempo  en  balde.  Mas  como  en  la  cárcel  todo  el  tiempo  que  se  pasa  es 
perdido,  me  tiene  muy  sin  cuidado  perderlo  en  una  cosa  ó  perderlo 
en  otra. 

Y  con  gran  displicencia  se  revolvió  en  su  petate  y  prestó  tído  á 
su  interlocutor. 

— Lo  que  vengo  á  decirte  es  muy  grave.  Tamos  á  ver,  ¿cuánto  da- 
rías por  recobrar  tu  libertad? 

El  bandido  púsose  de  pié  bruscamente  al  escuchar  tan  inesperadas 
palabras.  La  magia  de  estas  pudo  mas  en  él  que  los  hierro*  que 
aprisionaban  sus  miembros. 

^-Por  recobrar  mi  libertad— respondió-^daria  la  mitad  délos  días 
que  me  restan  de  vida. 

—Debiendo  pasar  las  dos  mitades  en  uno  de  los  mas  duros  presi- 
dios, no  es  mucho  dar  seguramente. 

—Me  convertiría  en  el  perro  fiel  y  sumiso  del  hombre  i  quien  de- 
biera favor  tan  insigne— añadió  el  bandido,  que  ante  la  idea  4e  rom- 
per su  cautividad  no  habia  sacrificio  que  le  pareciese  exagerado. 

— Ya  esto  es  otra  cosa — dijo  el  polizonte  sonriendo  cíen  satisfac- 
ción.-*Un  perro  cumple  las  órdenes  de  su  amo  sin  meterse  á  exami- 
nar su  conveniencia,  y  cuando  le  dicen :  ladra,  ladra  ariamente  por- 
que le  azuzan. 

— Esto  mismo  estoy  dispuesto  á  hacer,  y  es  de  advertir  que  cuan- 
do yo  ladro,  amedrento. 


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Di  IliOPi  SlB 

—I  cuando  el  ame  de  un  perro  diee  á  este:  muerde;  ek  perro 
muerde  desde  luego... 

«-Por  mi  parte  le  prometo  á  V,  que  donde  yo  hinque  el  dieoté, 
sacaré  sangre  y  mascaré  carne. 

—Perfectamente:  casi  caá  puede*  tetcr  per  seguro  que  ha»  reco- 
brado tu  libertad. 

~«¿Qué  hay  que  hacer?— preguntó  el  preao  oemo  hombro  á  quien 
tardaba  ganar  aquella  recompensa. 

—Trabajo  de  una  hora. 

—Au&cpM  fuera  do  un  afiot  coo  tal  que  sea  al  aire  libre. 

—¡Y  tan  Ubre!...  Has  no  debo  ocultarte  que  se  neoeeiUsu  parlo 
de  valor  para  cumplir  lo  que  de  U  se  exige. 

—Jamás  ha  habido  quien  aa  atreviera  k  dudar  detmfc  al  grano, 
Sr.  comisario ,  al  grato. 

—En  ouaato  á  fuerza  bruta,  ereo  tendrás  la  necesaria.,. 

—Una  vez  levanté  con  el  simple  ausilio  de  mis  hombros  un  carro 
argado  haslai  el  tope,  que  se  había  alasoado  en  la  eallo  del  Obispe— 
respondió  el  bandido  con  cierto  orgullo,  hijo  del  convfiustmisnio  de 
sus  artéticas  condiciones. 

—Finalmente,  se  necesita  algo  de  despreocupación..,  ea  decir,  o» 
qw  se  llama  sin  vergüeña... 

—Comprendo,  y  no  le  repugne  i  V.  pronunciar  semqaute  palabra 
delante  de  mí.  Mas  perdida  la  vergüenza  de  lo  que  yo  la  tengo,  en 
verdad  que  no  se  hallará  mortal  alguno  que  la  tonga.  Hablarme  k 
mi  de  despreocupación...  ¿Coa  quióo.  oree  V.  que  está  hablando?... 
Lo  mismo  me  importa  á  mi  que  digan:  el  Tetas  es  a*  bandido,  que 
puede  importarle  al  guardián  de  los  capuchinos  que  digan  do  él:  es 
un  sanio  hombro...  ' 

—Tengo  lo  que  buscaba— esclamó  el  polizonte  satisfecho.— JÉo- 
fiana  mismo  serás  libra»  pero  antes  de  conseguir  tu  suspirada  liber- 
tad, kadrás  que  dar  muerte  á  cinco  hombres. 

—No  son  pocos;  pero  atienda  Y.  ¿  que  sin  recobrar  la  libertad  no 
puedo  hacer  lo  que  se  me  ordena. 

—Esos cinco  hombres  serán  puestos  en  taimónos  y  uinguta  dé0 
ellos  t¿  opondrá  la  menor  resistencia. 

—Con  todo,  Sr.  comisario,  si  doy  muerto  á  esos  cinco  hombrea, 
me  ahorcarán  luego  como  asesino. 


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Si*  PWSIOMfS 

Nada  de  esto  sucederá,  pues  verificarás  dichas  muertes  de  orden 
de  la  autoridad  competente. 

El  bandido  empezaba  á  no  ver  claro  en  el  asunto.  Matar  de  orden 
de  la  autoridad...  Dé  aquí  lo  que  nunca  se  le  hubiese  ocurrido.  Per- 
maneció un  instante  reflexionando,  pero  sin  duda  no  acertó  con  la 
solución  del  enigma,  pues  dijo: 

—Vamos  claros,  Sr.  comisario,  porque  yo  no  gusto  de  acertijo!. 
¿Qué  hay  que  hacer?...  [En  plata! 

—Muy  poca  cosa:  el  consejo  de  guerra  ha  condenado  á  muerte  i 
cinco  hombres,  los  cuales  tienen  qoe  ser  ajusticiados  mañana  sin 
falla;  dos  sacerdotes  á  quienes  hay  que  dar  garrote  y  tres  mancebos 
á  quienes  hay  que  ahorcar  sencillamente... 

El  preso  no  acertaba  aun  con  la  verdad  del  caso:  un  momento  la 
sospechó,  pero  en  seguida  la  rechazó  como  imposible. 

— Y  que  el  consejo  pronuncie  cinco  sentencias  ó  quinientas  ¿qué 
tengo  yo  que  ver  en  ello? 

—Es  que  las  ejecuciones  no  pueden  efectuarse  mañana  en  razón  i 
que  el  verdugo  ha  desaparecido. 

—¿Y  qué?— preguntó  Tetus,  que  de  repente  palideció  y  se  puso  i 
temblar  como  un  niño. 

—Que  mañana  por  la  tarde  obtendrás  tu  cara  libertad,  si  antes 
consientes  en  desempeñar  el  oficio  de  ejecutor  de  la  justicia. 

Por  un  momento  permaneció  el  bandido  sin  acertar  á  dar  una  res- 
puesta: tanta  era  su  sorpresa. 

Mas  cuando  pudo  su  lengua  hacerse  paso  por  entre  las  dificultades 
tojas  de  su  asombro,  esclamó: 

— jYo  libre  á  semejante  precio!  ¡Yo  verdugo!  Dígame  V,  Sr.  co- 
misario: ¿es  cierto  que  V.  me  ha  propuesto  que  yo  desempeñase  la 
plaza  de  verdugo?  ¿He  oido  bien,  Sr.  comisario? 

—Pues  no  has  de  haber  oido  bien...  ¿Y  qué  tienes  que  decir  i 
ello?...  ¿Cuál  es  tu  respuesta? 

Tetus  tuvo  que  hacer  un  esfuerzo  visible  para  contener  la  impo- 
tente esplosion  de  su  coraje. 

—Mi  respuesta  es— dijo  con  voz  ahogada— que  una  proposición  de 
semejante  naturaleza  no  debía  V.*  habérmela  hecho,  sino  disponiendo 
que  redoblasen  antes  los  hierros  que  me  aprisionan.  - 


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DiraOFA  817 

—¿Por  qué  razón?— pioguntó  el  comisario  i  quien  á  su  vez  le  lo- 
caba no  comprender  las  cosas. 

—Porque  es  muy  probable  que  á  no  disponerlo  V.  de  este  modo, 
rompa  grillos,  esposas  y  cadenas,  y  arrojándome  sobre  V.  le  ahogue 
como  á  uno  de  esos  perros  de  que  hablaba  V.  hace  poco. 

—¡A  mi!— esclamó  el  polizonte  retrocediendo  algunos  pasos  y  cre- 
yéndose poco  seguro  en  el  calabozo. 

—¡A  V.,  ya  qne  no  me  es  dable  hacerlo  con  aquellos  que  á  V.  le 
enrían!...  ¡Yo  verdugo!...  ¿T  de  quién?  ¿De cinco  compatriotas,  de 
cinco  españoles  bravos,  que  han  conspirado  para  arrojar  á  los  france- 
ses del  suelo  que  han  conquistado  traidoramente?...  Jamás,  Sr.  co- 
misario, ¡jamás!  aun  cuando  debiera  hacer  comparta  al  P.  Gallifa  en 
el  banquillo  de  los  ajusticiados.  ¿Lo  entiende  V.  bien?  To  puedo  ser 
ladrón,  es  cierto;  podré  hasta  ser  asesino  mañana...  Pero  verdugo, 
téngalo  V.  por  seguro,  nonca;  y  verdugo  de  conspiradores  españoles, 
aunque  Napoleón  et  persona  me  lo  pidiese  de  rodillas. 

El  comisario  se  hallaba  sin  saber  que  cosa  era  lo  qoe  le  estaba  pa- 
sando. Había  creído  de  tan  buena  fe  que  el  bandido  aceptarla  el  en- 
cargo con  júbilo  estremado,  que  no  acertaba  á  volver  de  su  asombro. 

—¿Lo  has  meditado  bien?— decía. 

—No  lo  he  meditado  bien  ni  mal:  proposiciones  de  esta  naturaleza 
ge  rechazan  sin  meditar. 

—Va  en  ello  tu  libertad. . . 

— Vengan  cadenas. 

—Tu  vida,  tal  vez... 

—(Prefiero  mil  muertes! 

—Recibirás,  á  mayor  abundamiento,  una  suma  considerable:  tu 
pasión  es  el  dinero... 

—Por  todo  el  oro  del  mundo  no  se  deshonraría  Tetus  hasta  tal 
es  tremo.  |Y  basta  ya!  que  me  da  coraje  el  pensar  tan  solo  que  para 
esto  ha  venido  Y.  á  la  cárcel.  Vayase  V.,  y  procure  que  en  la  vida 
baga  yo  memoria  de  esta  escena. 

El  polizonte  conocía  demasiado  el  temperamento  de)  bandido:  po- 
seía este  en  alto  grado  la  obstinación  y  una  vez  hecho  un  propósito, 
era  inútil  querer  disuadirle  de  él.  Sin  embargo,  sin  duda  al  comisa- 
rio le  interesaba  salir  airoso  de  aquel  mensaje,  pues  antes  de  tras- 

TOBO  11.  ItS 


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81  g  HUM0M8 

poaer  la  puerl*  del  calata»,  dio  alguno*  patas  e»  dirección  al  pre- 
go, aun  con  riesgo  de  que  este  cumpliera  sus  ameaazas,  y  le  dijo: 

—Vamos,  Tetas:  ¿no  hay  medio  deque  te  resuelvas  á  deseopefiar 
el  oficio  que  le  he  dicho? 

El  bandido  reflexionó  algunos  instantes,  y  al  cabo  de  dios,  daaio 
un  cambio 'á  la  espresion  de  su  rostro,  dijo: 

—Si,  hay  un  medio. 

El  comisario  se  detuvo,  y  sonriendo  con  grande  satisfacción,  se- 
guro de  salir  airoso,  dijo: 

—Bien  sabia  yo  qoe  á  la  libertad  no  renuncia  tan  fácilmente  «d 
hombre  como  ti.  Venga  ese  medio. 

—El  medio  es  que,  en  lugar  de  ahorcar  al  P.  Gallifa  y  ásus  com- 
pañeros, les  sustituyan  en  el  cadalso:  V.  y  los  vocales  del  consejo. 

No  hay  que  decir  el  efecto  que  el  nuevo  medio  causó  al  poli- 
zonte. 

Hizo  un  movimiento  agresivo,  contra  el  cual  se  puso  el  preso  es 
guardia,  y  profiriendo  toda  suerte  de  amenazas,  salió  del  calabozo 
como  perro  coa  caldero.  x 

Desgraciadamente  la  sentencia  se  llevó  á  cabo,  á  pesar  de  la  nega- 
tiva honrosa  de  Tetus.  En  el  presidio  de  la  Cindadela  fué  dabte  ba- 
ilar dos  ^infames  que  se  prestaran  á  desempeñar  el  inicuo  papel  de 
verdugos. 

Sin  embargo,  la  esperiencia  demostró  que  el  preso  de  la  cártel  del 
Rey  de  Barcelona  había  obrado  con  harta  cordura. 

Es  cierto  que  los  presidarios  recibieron  su  libertad,  contorne  seles 
habia  prometido;  mas  al  poco  tiempo  cayeron  en  poder  de  las  tropas 
españolas,  y  conducidos  á  Tarragona,  fueron  sometidos  al  fallo  de  on 
consejo  de  guerra,  que  sin  escrúpulo  alguno  les  condenó  á  la  pena 
de  horca,  con  otros  accesorios  harto  crueles,  que  demostraban  bien 
claramente  el  horror  que  en  toda  Cataluña  habia  causado,  sa  infame 
acción. 

Por  el  contrario,  mas  adelante,  cuándo  eclipsada  la  estrella  de  Na- 
poleón, tuvo  este  que  retirar  las  tropas  de  la  península  y  Espalia  wl- 
vio  i  recobrar  su  cara  independencia,  Tetus  solicitó  se  le  tuviera  es 
cuenta  lo  que  él  llamó  su  patriotismo,  y  con  efecto  esperimeató  1<* 
benéficos  efectos  de  un  indulto. 


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01  NNM.  SIS 

Esto  espero,  no  se  petó  mucho  tiempo  siolqueel  baadide  espiara 
da  qdi  manera  triste  sis  muchos  delitos. 

Restablecido  el  gobierno  espafioi,  nadie  ignora  que  empecé  muy 
pronto  la  lucha,  quizá*  aun  no  terminada  del  todo,  entre  los  conrti- 
tacionales  y  los  absolatistas.  Hubo  enlonoes  grandes  peripecias,  y 
ooas  veces  parecía  estar  afirmado  para  siempre  en  España  el  régi- 
men liberal,  y  oirás  veces  desesperaban  sus  partidarios  de  ver  triun- 
fante un  principio  que  tan  rudamente  era  combatido  por  mny  pode- 
rosos contrarios. 

En  uno  de  tantos  vaivenes  como  ha  sufrido  en  nuestra  patria  la 
suspirada  libertad,  tocóle  venir  á  mandar  en  Catalofiaal  célebre  con- 
de de  España;  y  en  verdad  no  se  necesila  decir  mas  para  que  todo  el 
mundo  comprenda  que  durante  el  gobierno  de  aquel  hombre  no  es- 
taría muy  desocupada  la  cárcel  de  Barcelona. 

Quien  mal  anda,  mal  acaba,  dice  el  refrán;  y  tan  mal  hubo  de  in- 
dar el  mortal  enemigo  de  ios  liberales,  que  Dios  permitió  que,  al  fin  y 
al  cabo,  viniera  á  morir  á  manos  d*  sus  propios  compañeros  de  des- 
potismo, hien  así  como  las  fieras  acosadas  por  su  instinto  matador, 
se  devoran  las  unas  á  las  otras. 

Durante  el  gobierno  del  conde  de  Espala  en  Barcelona  no  fué  la 
cárcel  del  Rey  el  edificio  que  representó  el  principal  papel  entre  las 
prisiones  de  la  capital.  Generalmente  les  presos  eran  conducidos  á  la 
Cindadela,  desde  donde  harto  á  menudo  el  estampido  aterrador  del 
cafion  anunciaba  á  los  barceloneses  que  nuevas  victimas  habían  sido 
lanzadas  á  la  eternidad,  frase  muy  en  boga  por  aquel  entonces.  Sin 
embargo,  como  á  la  sombra  de  un  gran  tirano  siempre  pululan  tira* 
nuelos,  y  como  en  empezándose  á  abusar  de  la  autoridad  por  los 
encumbrados,  hasta  los  mas  ruines  se  creen  con  derecho  para  atrope- 
llar  los  fueros  de  la  justicia,  de  aquí  que  la  cárcel  de  la  plaza  del 
Bey  no  pudiera  contener  el  número  inmenso  de  presos  que  diaria- 
mente eran  á  ella  conducidos.  En  ninguna  otra  época  seguramente 
los  infelices  que  habitaban,  mal  de  su  grado,  la  lóbrega  mansión,  ha- 
bían padecido  mayores  suplicios  materiales  y  morales. 

Faltaba  en  el  interior  de  la  cárcel  luz,  aire,  vida,  sol,  y  final- 
nauta  «m  ningua  paraje  mqjer  que  en  sus  puertas  podían  haber  sido 
eocritas  aquellas  célebres  palabras  del  poeta  italiano: 


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8*0 

«  Los  que  penetráis  en  este  alio  dejad  filtra  toda  esperanxa...» 

Añádase  á  esto  que  por  aquel  tiempo  la  mayor  parte  de  1»  pri- 
siones  se  hacían  de  la  siguieate  manera: 

Un  honrado  padre  de  familia  tenia  la  desgracia  de  hacerse  sospe- 
choso, ó  bien  era  mirado  «on  enojo  por  alguno  de  tantos  infames  qie 
pagan  los  beneficios  con  toda  suerte  de  ingratitudes....  Nádale  ara* 
saba  su  conciencia,  y  por  tanto  se  despedía  ana  noche  de  su  familia 
para  entregarse  i  una  hora  de  solaz  en  casa  de  un  pariente  ó  de  ua 
amigo... 

Transcurría  una  y  otra  hora,  y  llegaba  la  de  su  habitual  regreso 
al  domicilio.  Pero  el  regreso  no  tenia  lugar,  y  de  nuevo  pasaba  una 
hora  y  otra  hora,  y  llegaban  las  de  la  inquietud  y  la  desesperación. 

Despachábanse  emisarios  á  todas  las  casas  de  amigos  y  deudor» 
ninguno  daba  cuenta  del  desaparecido; 

Preguntábase  4  las  patrullas,  á  los  serenos,  á  los  transeúntes... 
Igual  ignorancia. 

Sospechábase  por  último  la  verdad,  y  se  llamaba  á  las  puertas  di 
la  cárcel...  Mas  las  puertas  de  la  cárcel  no  se  abrían  sino  para  lo» 
infelices  que  en  lóbregos  calabozos  renegaban  de  los  hombres  y  este* 
bao  á  punto  de  desesperar  hasta  de  Dios.  En  la  cárcel  no  respondían 
de  noche,  y  de  dia  nada  sabían,  ni  aun  siquiera  los  nombres  de  htf 
personas  que  durante  la  noche  anterior  habían  sido  conducidas  al  de- 
pósito común  de  las  victimas.  Todo  era  misterioso,  inquisitorial:  «n 
verdad  que  hubo  ocasiones  en  que  los  presos  habrían  preferido  b* 
hogueras  del  Santo  Oficio:  bajo  el  yugo  de  los  inquisidores  se  cono* 
•ia  á  lo  menos  un  medio  seguro  para  perder  la  vida  de  una  vez. 

El  hecho  que  las  desconsoladas  familias  ignoraban  era,  sin  em- 
bargo, muy  sencillo. 

Cuando  nuestro  hombre  habia  salido  de  casa  de  un  su  amigo,  ie 
le  habia  acercado  un  esbirro  intimándole  que  se  diera  preso:  la  re- 
sistencia  era  inútil:  en  pos  del  esbirro  caminaban  los  mozos  de  la 
escuadra;  la  presa  se  hallaba  perfectamente  asegurada.  Lo  único  que 
se  le  ocurría  al  desdichado  era  preguntar  el  motivo  de  su  prisión. 

Curiosidad  inútil:  el  esbirro  que  le  prendia  lo  ignoraba;  el  juez  ó 
autoridad  que  la  ordenaba,  lo  ignoraba  también.  T  qué  mucho  si  lo 
ignoraba  asimismo  el  que  era  victima  de  ella.... 


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ot  ratopi  ni 

Conducido  4  la  cárcel ,  pedia  como  &  un  favor  supremo  que  le  de- 
jaran escribir  á  su  familia,  participarla  siquiera  la  desgracia  que  le 
habia  sobrevenido...  Tan  inútil  era  pedirlo  como  dejarlo  de  pedir. 

— ¡Silencio!— respondía  el  adusto  carcelero. 

—Es  que  la  inquietud  asesinará  á  mi  esposa. . . 

—(Silencio!  repito. 

-—No  puedo  tener  silencio  cuando  se  me  niega  una  cosa  tan  justa, 
un  favor  tan  sencillo.. . 

—Pues  si  no  poede  V.  guardar  silencio,  de  sobra  tenemos  aqui 
mordazas  para  los  parlanchines. 

T  sin  mas  razones,  aunque  siempre  con  malos  tratamientos,  se 
condecía  al  preso  á  un  lóbrego  calabozo,  se  le  dejaba  á  oscuras  en 
comparta  de  no  sabia  quien,  y  durante  la  primera  noche  de  su  re- 
clusión hadan  coro  á  sus  gemidos  y  lamentaciones,  bien  las  la- 
mentaciones y  gemidos  de  sus  compañeros  de  calabozo,  bien  las  im- 
precaciones y  carcajadas  de  los  bandidos,  en  cuya  ignoble  compañía 
se  le  había  colocado.  T  téngase  en  cuenta  que  los  hechos  deísta  na- 
turaleza no  constituían  eseepdones,  antes  bien  eran  tan  comunes  que 
ninguna  persona  honrada  se  creta  segura  de  no  representar  tan  triste 
papel  á  la  vuelta  de  algunas  horas.  En  verdad,  en  verdad  que  en  es- 
ta Europa  que  viene  jactándose  de  su  civilización  hace  tantos  siglos, 
han  tenido  lugar  escenas  dignas  de  un  país  de  cafres. 

Nuestros  lectores  querrán  tener  noticia  del  desenlace  de  esos  lú- 
gubres dramas:  es  muy  fácil  darles  cuenta  de  él.  Supongamos,  y  es 
mocho  suponer,  que  el  preso  no  acababa  por  representar  un  papel 
principal  en  una  tragedia  de  patíbulo:  en  tal  caso,  al  cabo  de  mas  ó 
menos  tiempo  de  permanecer  en  la  cárcel,  sin  qne  nadie  se  hubiera 
tomado  la  pena  de  recibirle  siquiera  una  declaración,  oia  llamar  á 
deshora  de  una  noche  en  la  puerta  de  su  calabozo.  Un  secreto  pre- 
sentimiento le  hacia  presumir  que  se  hallaba  abocado  á  una  catás- 
trofe. 

Sacado  de  su  encierro,  era  conducido  á  una  estancia,  cuya  puerta 
é  inmediaciones  eran  ocupadas  militarmente.  Eo  el  interior  de  la  es- 
tancia se  reunían  en  pocos  momentos  numerosos  cautivos,  y  todos 
juntos,  á  una  orden  del  jefe  de  la  escolta,  eran  fuertemente  alados  y 
con  malos  modos  echados  tara  de  la  prisión.  En  la  calle  aguardaba- 


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SU  PBIS109ES 

lee  ana  escolta  da  soldado*  con  las  bayonetas  caladas,  y  entre  Blas 
eran  conducidos  por  la  calle  de  la  Platería  y  la  plaza  de  Palacio  al 
fuerte  de  la  Ciudadela.  Entrar  en  él,  era  ponerse  en  capilla;  y  ce* 
mo  nadie  decía  á  los  presos  cnal  iba  á  ser  su  suerte,  permanecían 
algunas  horas  padeciendo  el  suplicio  de  la  mas  horrible  incerH- 
dumbre. 

Por  fin,  apenas  rayaba  el  alba  eran  conducidos  con  igual  aparato 
á  bordo  de  un  buque  que  tenia  el  ancla  levada,  y  sin  permitirles 
tomar  dinero,  ni  equipaje,  ni  siquiera  despedirse  por  escrito  áa  su 
familia,  eran  enviados  á  Filipinas  ó  á  otros  puntos  de  Ultramar,  den- 
de  el  que  moría  pronto  á  impulsos  del  clima,  de  la  miseria  y  de  los 
malos  tratamientos,  era  á  un  tiempo  llorado  y  envidiado  por  sus  com- 


Hé  aqui  el  desenlace  de  las  tragedias  que  el  genio  de  la  destruc- 
ción inspiraba  al  conde  |}e  España. 

Guando  el  poder  absoluto  cayó  bajo  el  peso  de  sus  propios  vicios, 
se  dijo  que  faltaban  muchos  capítulos  últimos  en  la.  biografía  de  va- 
rias de  sus  victimas;  es  decir,  que  se  pidieron  inútilmente  noticias 
de  muchas  personas  que  constaban  como  entradas  en  la  cárcel  y  ca- 
yo paradero  se  ignoraba.  ¿Qué  había  sido  de  esos  infelices? 

No  continuaban  presos,  no  constaba  su  njuerte,  nadie  les  había 
visto  ni  tratado  en  punto  alguno  de  los  generalmente  habilitados  para 
los  destierros...  ¿Habríase  utilizado  para  ellos  el  antiguo  pozo  ¿d 
olvido? 

Quien  sabe:  la  época  durante  la  cual  la  boca  de  aquel  abismo  dtf 
paso  á  distintas  victimas,  no  era  ciertamente  mas  bárbara  ni  huele 
mas  á  sangre  en  la  historia,  que  la  del  poderlo  del  conde  d*  España* 

Por  fortuna  no  es  probable  que  tales  escesos  se  connotan  <fc  nueva: 
la  civilización  y  el  progreso  han  destruido  los  alcázares  qu*  levanté 
el  despotismo  y  consintió  la  ignorancia. 

Si  algún  dia  se  intentara  restablecerlos,  estamos  en  la  íntima  per- 
suasión de  que  el  pueblo  iluminaría  con  la  tea  de  su  venganza  aque- 
llos lugares  que,  como,  la  antigua  prisión  de  la  plaza  del  ftey,  fuero* 
anttoa  de  lobreguez  y  escándalo  de  la  humanidad. 


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DE  ETJI0PA.  W3 


m. 


Cecilia  Bosell  y  Francisco  AlmiraU,  los  parricidas.— Asesinato  del  marido  de  la  pri- 
mera.—Sospechas.— Los  onlpables  soo  reducidos  á  pristoo.— frimeras  declara- 
riooes.— Acúsense  los  reos  mutuamente.— Declárase  el  embarazo  de  Cecilia.— Los 
reos  soo  condenados  &  muerte.— Medidas  adoptadas  con  respecto  á  Ja  Bosell. — 
Da  á  los  ana  ñifla. — Confirmase  la  sentencia.— Separación  de  la  hija  y  la  madre. 
— BjecoeioD. — Ceremonia  ejecntada  con  los  cadáveres. 

Vamos  á  dar  cuenta  á  nuestros  lectores  de  uno  de  los  hechos  mas 
notables  que  presenció  la  cárcel  de  que  venimos  ocupándonos;  he- 
cho que  entonces  adquirió  mucha  celebridad  y  en  el  cual  concurren 
circunstancias  Terciad  era  mente  extraordinarias. 

A  últimos  del  alio  1837,  cuando  la  guerra  civil  se  hallaba  en  todo 
su  apegoo,  vivían  en  el  pueblo  de  Gélida,  provincia  de  Barcelona, 
Cecilia  Bosell  y  so  esposo,  matrimonio  poco  feliz,  aun  cuando  pare- 
cía tener  condiciones  á  propósito  para  que  ocurriera  todo  lo  contrario. 
Bosell  era  joven,  de  gallarda  presencia,  aplicado  al  trabajo,  y  úni- 
camente se  le  tachaban  sus  opiniones  carlistas,  si  tacha  puede  ser, 
mientras  arde  una  guerra,  tomar  partido  por  una  de  las  partes  bel*» 
garantes.  Cecilia  era  joven  asimismo,  y  verdaderamente  hermosa. 
Había  casado  muy  ñifla,  pues  á  la  edad  de  vétate  y  cinco  aSos  tenia 
ya  an  niño  de  siete. 

En  el  propio  lugar  de  Gélida  inoraban  Francisco  Almiralt,  viudo, 
de  64  afios  de  edad  y  su  hija  Francisca,  respectiva  padre  y  herma- 
na menor  de  Cecilia.  Francisco  Alrairall  babia  sido  preso  dos  veces 
distintas  por  los  facciosos,  y  atribuía  la  cansa  de  su  desgracia  á  su 
yerno  Bosell,  siquiera  no  pudiese  dar  pruebas  de  su  dicho,  ni  tam- 
poco hubiese  esperimentado  grandes  dallos  de  parte  de  los  secuaces 
de  D.  Carlos. 

Ello,  empero,  es  indudable  que  entre  suegro  y  yerno  existia  una 
enemistad  sorda  y  profonda,  que  babia  dado  logar  á  algunas  renci- 
llas domésticas,  pero  no  protesto  •  sospechar  que  podía  sobrevenir 
una  catástrofe. 


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S34  MUSKHUS 

U  enemistad  del  padre  de  Cecilia  hacia  Rosell  se  propagó  á  esta 
última,  que  en  todas  las  disputas  tomaba  parte  contra  su  esposo, 
dando  en  el  lugar  de  so  residencia  algunos  espectáculos  lastimosos. 

La  joven  Francisca  Almirall  intervenía  poco  en  esas  contUndaB; 
pero  á  menudo  aconsejaba  á  su  hermana  que  guardase  otro  compor- 
tamiento con  su  marido,  pues  no  era  este  digno  de  la  mala  vida  que 
se  le  daba. 

Lo  que  no  consta  es  que  Cecilia  Hostil  hubiera  dado  logar  á  que 
su  esposo  tuviera  de  ella  celos,  pues  ni  se  la  suponía  amante,  ni  an- 
tes de  su  matrimonio  había  dado  que  hablar  por  sus  liviandades. 
Era,  si,  de  carácter  irascible  y  con  dificultad  desistia  de  un  empeño 
ó  reconocía  una  sinrazón. 

Una  macana*  la  del  25  de  octubre  de  1837,  recorriendo  un  nillo 
las  afueras  del  pueblo  de  Gélida,  hubo  de  lanzar  un  grito  de  espanto 
al  descubrir  junto  á  un  barranco  el  cadáver  de  un  hombre,  de? cono- 
cido á  causa  de  la  mucha  sangre  que  ocultaba  su  rostro.  Verdad  es 
que  ese  nifio,  de  pnce  afips  de  edad  solamente,  no  se  entretuvo  es 
practicar  reconocimiento  alguno,  pues  echando  á  correr  cuanto  so 
miedo  le  permitía,  penetró  en  Gélida  y  dio  la  voz  de  alarma  á  m 
vecinos  y  autoridades. 

Trasladáronse  alcalde,  fiel  de  fechos  y  testigos  al  lugar  indicado 
por  el  nifio  José  Gol,  y  encontraron  el  cadáver  que  se  les  había  de- 
signado; pero  tan  lleno  de  heridas  y  algunas  de  ellas,  las  de  la  ca- 
beza, tan  grandes,  que  con  dificultad  pudo  de  pronto  identificarse  li 
persona.  Sin  embargo,  examinado  detenidamente,  resultó aar  «I  cadá- 
ver del  infeliz  Rosell,  esposo  de  Cecilia  y  yerno  de  Francisco  Almirall. 

Al  cundir  la  nueva  de  esta  desgracia  en  el  pueblo  de  Gélida,  on 
grito  de  indignación  se  exaló  de  todos  los  pechos,  y  la  generalidad 
de  los  habitantes,  con  ese  instinto  propio  de  las  colectividades,  desig- 
nó como  á  asesinos  de  Rosell  á  su  esposa  Cecilia  y  á  su  suegro  Fran- 
cisco Almirall. 

Por  repugnante  que  fuese  dar  asenso  á  semejante  parricidio,  el 
tribunal  se  constituyó  en  la  casa  donde  era  de  suponer  se  había  co- 
metido el  delito,  según  la  voz  pública.  Cecilia  se  presentó  tranquil*» 
serena,  mucho  mas  serena  de  lo  que  con  venia  á  su  desgracia,  es- 
tando tan  reciente  la  muerte  desastrosa  de  su  marido. 


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9»  «W»4-  «tt 

Los  que  tienep  pn  poco  de  práplica  en  la  instrucción  de  diligencias 

criminales  saben  perfectamente  por  qué  raras  circunstancias  se  viene 
muchas  veces  en  descubrimiento  de  muchos  delitos  ocultos.  Pregun- 
tó el  alcalde  á  la  jóvem  Cecilia  por  el  si  lio  en  que,  doripia  habitual- 
mente  la  victima,  y  habiendo  aquella  designado  el  duro  suelo  dé 
cierta  estancia,  volvió  á  preguntarla  el  alcalde,  diciéndola: 
—Pero  ello  es  que  tu  marido  debió  dormir  en  alguna  cama,  ó 

cuando  menos  sobre  un  colchón. 

■t 

—Cierto:— respondió  Cecilia— en  un  colchón  dojrmia. 

—¿Dónde  se  halla  pnes  el  colchón  ese? 

La  joven  permaneció  un  instante  pensativa,  y  en  seguida  desjpn¿ 
cierta  casa,  la  primera  que  le  vino  á  las  mientes. 

Practicóse  un  reconocimiento  en  el  paraje  indicado,  y  no  dio  re- 
sultado alguno. 

Cpcilijt  manifestó  entonces  que  no  tenia  presente  el  sitio  donde  se 
jenqofltraba  el  colchón,  que  sin  embargo  debía  convertirse  en  princi- 
pal instrumento  $e  su  cargo.  Reconvenida  por  su  falta  de  me- 
moria en  una  cosa  tan  sencilla  y  acerca  de  un  objeto  tan  difícil  de 
OCflllarse  ppr  su  uso  constante  y  mucho  volumen;  detúvose  un  mo- 
¿nenfo  p$ra  reflexionar,  y  cual  si  no  pudiera  resistir  por  mas  üetopo 
Los  impulsos  de  su  conciencia,  esplicó  el  hecho  del  modo  siguiente: 

Lf  vida  de  los  dos  esposos  no  era  para  envidiada  :  su  hogar  do- 
méstico era  de  continuo  teatro  de  escenas  lamentables:  Rosoli  babia 
perdido  lodo  ascendiente  sobre  sp  esposa,  y  esta  po  conservaba 
resto  algqqp  del  aiqor  que  pudo  haber  sentido  por  aquél  en  otro  tiem- 
po. Cecilia  se  quejó  á  su  padre,  y  de  aquel  conciliábulo,  verdadera- 
fpenleinferpalt. nació  la  decidida  resolución  deponer  fin  ¿la  vida 
del  desgraciado  esposo. 

Padre  é  hija,  convertidos  en  asesinos,  en  parricidas,  se  encamina- 
ron á  la  casa  y  estancia  en  que  descansaba  Rosell,  bien  ageno  de  que 
tp  tranquilo  suefio  fuera  el  sueño  de  la  muerte;  encerraron  antes  en 
su  cuarto  á  Francisca  Almiral!,  hermana  menor  de  Cecilia,  que  can- 
didamente se  creyó  narcotizada  por  los  asesinos  ,  y  colocados  estop 
(Jftljftpte  de  su  victima,  con  pulso  Grme  y  mano  vigorosa  le  destroza- 
ran (a  ($lpza  á  golpes  de  hacha.  En  seguida  vistieron  el  cadáver  co- 
mo mejor  pudieron,  y  aprovechando  la»  tinieblas  de  la  noche,  Carga- 
TWO  II.  104 


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816  mSfONBS 

ron  con  el  ensangrentado  cuerpo,  y  filáronle  á  arrojar  en  el  barranco 
donde  fué  hallado  por  el  nifio  Gol.  En  seguida  hicieron  desaparecer 
las  huellas  del  crimen,  y  el  colchón  fué  escondido  en  la  casa  nueva, 
de  propiedad  de  Almirall,  donde,  con  efecto ,  fué  encontrado ,  man- 
chado por  completo  de  sangre. 

Aclo  continuo  fueron  reducidos  á  prisión  los  presuntos  reos. 

Cuando  llegó  el  caso  de  recibírseles  la  confesión  con  cargos,  dili- 
gencia odiosa  que  en  este  concepto  ha  sido  últimamente  suprimida 
por  la  ley,  apeló  Cecilia  á  un  sistema  de  negativa  tan  inadmisible 
como  ridiculo. 

Retractóse  de  cuanto  había  declarado  en  perjuicio  propio,  y  adju- 
dicó la  perpetración  del  delito  á  su  padre.  Dijo,  además,  que  este  la 
había  hechizado,  no  pudiendo  indicar  porque  medios,  y  habiéndose 
hecho  manifiesto  el  hechizo  cuantas  veces  trató  de  acusar  eselusiva- 
meóte  á  su  padre,  en  cuyo  caso  sentía  la  lengua  entorpecida,  y  qw 
únicamente  se  le  ponía  espedí ta  cuando  se  comprendía  á  si  misma  * 
la  acusación.  Todo  lo  cual  no  podia  tener  lugar  sino  por  arte  de  bru- 
jería, concluyendo  por  negar  toda  participación  en  el  hecho. 

¡Pobre  Cecilia!  No  comprendía  la  desdichada  que  aquel  entorpe- 
cí mien  lo  de  lengua  era  su  conciencia,  que  no  la  permitia  hacer  pesar 
esclusivamente  sobre  la  cabeza  nada  menos  que  de  su  padre,  on  de* 
lito  en  que  ella  había  lomado  una  parte  activa  y  principal.  A  P^ 
de  lodo,  se  ve  en  esta  retractación  el  carácter  de  refinado  egoísmo^6 
constituía  el  fondo  de  la  joven.  Acababa  de  ser  mala  esposa  y  no  re- 
paraba en  ser  mala  hija:  después  de  haber  asesinado  ¿  BoselJ,  p<tf' 
naba  por  enviar  á  un  patibulo  á  Almirall. 

Este,  por  su  parte,  no  se  mostró  mas  generoso  ni  mucho  mejor  p** 
dre,  pues  negó  siempre  haber  tenido  noticia  del  hecho  hasta  despn* 
que  su  hija  lo  hubo  consumado. 

Desde  aquel  punto  partieron  aquellas  mutuas  acusaciones  del  pa- 
dre á  la  hija  y  de  la  hija  al  padre,  acusaciones  interminables  y  re- 
pugnantes, que  separando  en  vida  á  unas  personas  tan  unidas  p# 
los  vínculos  de  la  sangre,  debía  reunirías  un  dia  encima  de  & 
mismo  cadalso.  Es,  con  efecto,  lastimoso,  repugnante,  ver  ^ 
bregando  con  las  ansias  de  la  muerte  en  la  plenitud  de  su  vida,  * 
padre  acusa  de  homicidio  á  su  hija  primogénita,  haciendo  desespO' 


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BB    OtOfA  *tl 

rudas  esfaerm  para  que  caiga  lodo  el  rigor  do  la  ley  «obro  aquella 
pereona  que  á  mis  ojos  representó  algunos  días  antes  el  mayor  de  los 
carillos,  el  mas  desinteresado  de  los  afectos.  T  de  contra  Temos  é 
ana  hija  que,  sin  compañón  ni  respeto  hacia  so  anciano  padre,  arroja 
serena  la  acusación  capital  sobre  el  autor  de  sos  di  as,  y  agena  á 
toda  idea  generosa,  á  todo  pensamiento  magnánimo,  á  todo  senti- 
miento dnlce,  pone  por  obra  el  mas  egoísta  de  todos  los  principios,  in- 
tentando su  salvación  á  costa  de  la  mqerte  de  la  persona  á  quien 
debía  mayor  respeto  y  gratitud.  ¡Tal  es  el  instinto  de  conservación 
que  rompe  cuantos  vínculos  fuertes,  santos,  han  inventado  de  consu- 
no el  hombre  y  la  mujer! 

La  causa  se  instruyó  con  actividad  por  el  juzgado  de  San  Felio, 
á  coya  cárcel  foeron  trasladados  los  presuntos  reos;  pero  ya  hemos 
dicho  que  este  hecho  criminal  habla  tenido  lugar  en  el  apogeo  de  la 
guerra  civil:  el  pueblo  y  la  cárcel  de  San  Felio  ofrecían  poquísimas 
garantías  de  seguridad:  podían  entrar  en  él  los  carlistas  y  dando 
suelta  á  los  presos,  ó  contribuyendo  á  qne estos  se  fugaran  durante  la 
confusión,  ser  causa  de  que  se  imposibilitara  la  acción  de  la  ley,  que 
pendía  sobre  la  cabeza  de  dos  parricidas,  por  medio  de  un  cabello 
mas  delgado  que  el  de  Damodes. 

Entonces  fué  cuando  el  juez  de  primera  instancia,  haciendo  mérito 
de  esa  falta  de  seguridad,  pidió  permiso  para  trasladar  á  los  reos  á 
la  cárcel  de  Barcelona,  y  hé  aquí  porque  medio  se  encontraron  Fran- 
cisco Almirall  y  Cecilia  Rose  1 1  en  los  calabozos  de  la  prisión  de  la 
plaza  del  Rey. 

Hasta  aquí  ningún  incidente  particular  había  sobrevenido  en  esta 
causa;  cuando  de  pronto  Cecilia,  la  mujer  criminal,  parricida,  ec- 
secrada  por  su  crimen,  halló  medio  de  escitar  las  simpatías  públicas, 
no  poniendo  para  ello  cosa  alguna  de  su  parte.  La  viuda  del  in- 
feliz Roséll  declaró  haber  quedado  en  cinta  y  sentir  los  efectos  del 
estado  anormal  en  que  su  naturaleza  se  hallaba.  El  publicóse  intere- 
só por  ella:  la  criminal  desapareció  tras  de  la  madre,  y  ni  uno  solo 
dejó  de  comprender  que  empezaba  para  la  rea  un  suplicio  mas  largo 
y  mas  terrible  que  cuantos  en  definitiva  podia  ordenar  el  tribunal 
mas  severo;  suplicio  del  alma,  suplicio  de  lodos  los  dias  é  instantes. 

Calculen  nuestros  lectores  el  estado  en  que  se  encontraría  Cecilia* 


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818  MUSIÓ» 

esperimentaitdo  tos  ¿Momas  de  so  «atarazo  y  catariaado «Iponre* 
nir  que  á  ella  y  á  la  criatura  que  llevaba  ea  su  sene  aguardaba  pro- 
bablemente en  este  mondo...  ¿T  cuál  no  era  también  el  desloo  de 
ese  póstame,  bijo  de  no  padre  asesinado  por  so  esposa,  y  de  mía  ma- 
dre ajosticiada  como  parricida? 

La  infeliz  nifia  Tire  aun:  se  halla  albergada  en  on  santo  asilo  de 
beneficencia,  y  basta  hace  poco  tiempo  ha  ignorado  la  desgraciada 
los  autores  de  sos  dias.  Una  persona  imprudente  se  lo  rételo,  bl 
tes  sin  intención  de  caasarla  daño:  sin  embargo  el  daño  ha  sido  can- 
sado, y  la  joven  qoe  fatalmente  había  heredado  las  consecuencias  de 
las  inquietudes  maternas,  ha  visto  agravados  sos  males  con  la  nata- 
ral  pasión  de  ánimo  que  debía  sobrevenida  coa  la  inesperada  rete- 
lacion  de  unos  hechos  tan  terribles,  verificada  precisamente  en  una 
edad  en  que  la  imaginación  influye  tan  poderosamente  en  la  Datura- 
leía  física. 

No  llores,  pobre  nifia  inocente:  vives  en  un  siglo  en  que  se  has 
itte  aquellos  lazos  ó  cadenas  que  constantemente  vinculaban  la  des- 
honra en  una  familia.  Hoy  dia,  el  individuo  es  lujo  de  sus  obras;  al 
código  no  reconoce  pena  alguna  infamante,  y  la  sociedad  ha  prohi- 
jado aquel  gran  principio:  Odia  al  delito  y  compadece  al  delincuente» 

Enterado  el  tribunal  del  nuevo  estado  de  Cecilia,  ordenó  que 
esta  fuera  reconocida  y  asistida  por  dos  profesores  de  medicina,  te 
coates  adveraron  al  poco  tiempo  que  la  procesada  se  hallaba  real- 
mente en  cinta. 

En  esto  aconteció  un  hecho  que  prueba  las  malas  condiciones  déla 
oárcel  que  nos  ocupa. 

Hallábanse  presos  en  ella  dos  individuos  precedentes  de  las  fiiae 
carlistas,  i  quienes  por  sentencia  definitiva  sé  imposo  la  última  pena, 
y  el  alcaide  de  la  prisión  dio  parte  al  tribunal  de  que,  atendidas  las 
circunstancias  de  localidad,  era  imposible  (levar  á  cabo  los  prepara- 
tivos de  la  ejecución  sin  que  Cecilia  Rosell  se  enterase  de  ellos ,  lo 
cual  era  temible  produjera  un  funesto  resultado  en  la  procesada  por 
la  comparación  que  indudablemente  establecería  entre  su  posición  y 
la  de  los  infelices  que  iban  á  ser  puestos  en  capilla.  Esta  reflexión 
era  tanto  mas  motivada,  eñ  cuanto  Cecilia  se  hallaba  espuesla  á  las 
naturales  contingencias  de  una  mujer  que  se  halla  en  cinta.  La  ba- 


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MNlbFi.  8ft 

inanidad  aconsejaba  tomar  «na  medida  eitraordinarfa  para  éste  caso 
extraordinario  asimismo,  y  Cecilia  fué  trasladada  desde  la  cárcel  á 
h  casa  galera  4  penitenciaria  de  mujeres,  donde  permaneció  hasta 
que  el  director  del  establecimiento  hizo  presente  que,  habiendo  cesado 
las  camas  qne  habían  motivado  el  ingreso  en  él  de  la  procesada, 
creía  prudente  su  wwva  traslación  á  la  cárcel,  pues  el  edificio 
galera  no  tenia  condición  alguna  de  seguridad  para  ana  recinto  de 
la  importancia  de  la  procesada  Rosell. 

Asistida  en  dicho  asilo  por  los  mismos  facultativos  qne  la  visitaban 
en  la  cárcel,  foé  preguntada  acerca  de  si  se  hallaba  bien  en  él,  á  lo 
cnal  respondió  qne  indudablemente  la  estancia  qne  se  la  babia  desti- 
nado era  mncho  mejor  qne  el  calabozo  qne  se  la  hacia  habitar  en  la 
Cárcel;  pero  qne  en  cambio  la  cansaba  una  impresión  muy  desagradable 
la  presencia  del  mozo  de  la  escuadra  que  se  la  babia  puesto  de  guar* 
dia  de  vista,  pues  cambiando  de  individuo  todos  los  dias,  obligábanla 
de  continuo  á  ver  caras  nuevas,  cosa  que  la  disgustaba  hasta  el  eslfe» 
mo  de  qne,  á  trueque  de  no  pasar  por  ello,  casi  prefería  que  s#  la 
restituyera  al  calabozo  de  que  se  la  habia  estraido. 

Asi  se  hizo  con  efecto,  y  devuelta  Cecilia  á  la  cárcel,  agnardó  en 
ella  la  sentencia  qne  debía  recaer  en  el  proceso. 

Las  declaraciones  recibidas  á  los  reos  eran  para  mutua  inculpadas; 
mal  medio  de  evitar  el  castigo  que  la  ley  tiene  sefialado  para  un 
delito  de  la  enormidad  del  que  se  les  acusaba.  Cuando  la  causa  llegó 
al  periodo  de  defensa,  Cecilia  eligió  para  abogado  al  doctor  D.  Vi- 
cente Mus  y  Roca,  y  Almirall  al  letrado  Sr.  Torrecilla  de  ReMet,  loa 
cuales,  cumpliendo  el  sagrado  deber  que  se  impusieron  al  aceptar  una 
causa  de  tanta  importancia,  cumplieron  como  buenos  y  entendidos  la 
misión  de  disputar  al  verdugo  dos  presas  que  de  antemano  la  habia 
designado  la  opinión  ptMka. 

Todo,  empero,  fué  en  vano:  la  ley  inexorable  pudo  mas  qne  la  de* 
fonsa,  y  el  juez  de  primera  instancia  profirió  sentencia ,  condenando 
á  los  padre  é  hija,  Francisco  y  Cecilia  Almirall,  á  la  pena  de  los  par» 
riadas,  nato  es,  á  muerte  en  garrote  vil,  llevándose  en  seguida  á  cabo 
con  sus  cadáveres  la  formalidad  dispuesto  para  con  las  autores  de  tan 
horribles  delitos;  formalidad  singular  qne  luego  describiremos  y  que 
recordaba  indudablemente  una  época  de  costumbres  asaz  endurecidas. 


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***  FtKUMES 

Llegó  el  cago  de  la  notificación  de  la  sentencia,  y  el  juez  inferior, 
atendido  el  estado  de  Cecilia,  qoe  continuaba  en  cinta,  consultó  con 
la  Audiencia  del  territorio  acerca  del  comportamiento  que  en  tal  caso 
debia  guardar. 

Pidió  la  Audiencia  dictamen  al  Fiscal  de  S.  M.,  y  este  lo  evacuó  ma. 
nifestando  que  ninguna  ley  impedia  que  se  notificase  el  fallo  á  la  pro- 
cesada, pues  únicamente  prohibía  la  ejecución  de  la  sentencia  de  muer- 
te en  persona  de  mujer  que  se  hallase  en  cinta.  Sin  embargo,  la  Au- 
diencia, de  acuerdo  con  lo  manifestado  también  por  el  Fiscal  óe 
S.  M.,  previno  al  juez  de  primera  instancia  que  en  el  acto  de  la  no- 
tificación tomase  todas  aquellas  medidas  que  la  humanidad  aconseja, 
advirtiendo  á  la  procesada  Cecilia  Rosell  que  aquella  sentencia  no  era 
ejecutoria  ó  decisiva,  pues  la  causa  debia  ser  fallada  á  su  vez  por  é 
Tribunal  superior  del  principado. 

Efectivamente,  tomáronse  aquellas  medidas  é  hiciéronse  á  Cecilia 
aquellas  advertencias  en  el  acto  de  notificársela  el  primer  fallo;  pm 
aun  asi  pueden  nuestros  lectores  figurarse  el  efecto  que  una  noticia 
tan  terrible  debia  causar  en  el  ánimo  de  una  mujer  joven,  llena  de 
vida,  y  que  á  mayor  abundamiento  iba  á  ser  madre. 

Previendo  tristemente  el  desenlace  de  tan  sangriento  drama,  los 
defensores  de  los  reos  tentaron  el  último  recurso. 

La  ley  era  harto  terminante  y  el  delito  y  los  delincuentes  de  sota* 
manifiestos,  para  alimentar  esperanza  alguna  en  los  encargados  to 
aplicar  los  disposiciones  de  los  códigos:  pero  la  corona  posee  una 
atribución  hermosa,  cristiana,  la  mas  bella  sin  duda  de  las  preroga- 
tivas  que  se  la  alcanzan;  cual  es  la  de  indultar  á  los  reos  de  muerte. 

Lo  que  no  podía  esperarse  de  la  justicia  intentóse  obtenerlo  de  la 
gracia;  y  los  defensores  de  los  procesados  se  dirigieron  á  la  Reina 
Gobernadora  solicitando  indulto  de  la  vida  á  favor  de  sus  dos 
patrocinados,  en  el  caso  de  que  la  Audiencia  confirmara  el  fallo  de 
primera  instancia.  Por  de  pronto  se  percibió  un  punto  de  esperanza. 
S.  M.  dictó  una  Real  orden  comunicada  á  la  Audiencia  de  Barcelona, 
prescribiendo  qoe  de  confirmarse  el  fallo  del  inferior,  se  suspendiera 
la  publicación  de  la  sentencia  hasta  tanto  que  la  Reina  Gobernadora, 
visto  el  informe  que  diera  el  tribunal  respecto  de  la  causa,  resolviera 
acerca  la  solicitud  de  indulto. 


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DI  MfEOfi.  SSl 

Dorante  este  tiempo  ocurrió  un  hecho  singular  que  demostraba 
con  cuanta  razón  se  Tiene  diciendo  que  es  imposible  la  existencia  de 
on  ser  racional,  de  cayo  corazón  se  haya  escapado  el  último  de  los 
buenos  sentimientos. 

Para  atender  á  las  resultancias  de  la  cansa,  como  también  para 
sufragar  los  gastos  estraordinarios  que  cansaba  el  embarazo  de  Ce- 
cilia, procurándola  al  propio  tiempo  algunos  recursos  para  comprar 
pafiales  y  una  poca  de  ropa  al  postumo  que  llevaba  en  su  seno,  mandó 
el  tribunal  proceder  al  embargo  y  venta  de  los  bienes  de  padre  é 
hija  Almirall,  asaz  mezquinos  ciertamente.  Estas  diligencias  se  prac- 
ticaron con  sama  lentitud,  al  igual  que  las  pruebas  de  la  causa,  en 
razón  á  qae  la  guerra  civil  impedia  á  meando  las  comunicaciones  en- 
tre la  cabeza  del  partido  judicial  de  Saa  Felio  y  el  pueblo  de  Gélida, 
domicilio  de  los  procesados,  conforme  saben  nuestros  lectores. 

Por  razón  de  esas  diligencias  pudo  Cecilia  averiguar  que  su  hi- 
jo, de  edad  de  unos  siete  afios,  abandonado  por  sos  parientes,  falto  k 
un  tiempo  de  padre  y  de  madre,  sin  tener  quien  satisfaciera  sus  nece- 
sidades, sin  hallar  quien  le  compadeciera  ni  saber  la  manera  de  ha- 
cerse interesante,  si  de  esto  habia  de  saber  quien  se  hallaba  en  situa- 
ción tan  precaria;  habia  desaparecido  de  Gélida  y  únicamente  se  sa- 
bia de  él  qae,  abandonado  á  sus  propios  impulsos  ¡un  nifio  de  siete 
afios!...  se  mantenía  de  la  mendicidad,  que  es  cuando  menos  el  mas 
peligroso  de  todos  los  recursos. 

Cecilia  se  estremeció  al  enterarse  de  la  suerte  de  aquel  su  hijo, 
huérfano  prematuro,  á  quien  una  esposa  culpable  y  una  ley  terrible 
habían  simultáneamente  privado  de  padre  la  primera  y  de  madre  la 
segunda.  Asi  es  que  en  este  ponto  de  la  causa  se  encuentra  un  es- 
crito de  la  procesada  en  que  pide  al  tribunal  disponga  lo  conveniente 
i  fin  de  que  sea  buscado  su  bijo  y  no  se  permita  que  por  mas  tiem- 
po continuo  espueslo  á  los  azares  del  abandono  y  de  la  mendicidad. 
El  lr¿unal  superior  comunicó  el  escrito  al  juez  de  primera  instan- 
cia para  que  en  su  vista  tomara  las  disposiciones  oportunas,  pero 
del  proceso  no  consta  que  se  consiguieran  los  deseos  de  la  infeliz 
Cecilia. 

Esta  descubrió,  por  lo  tanto,  un  punto  sensible:  la  maternidad  ha- 
cia vibrar  aquel  pecho  que  en  un  momento  de  tentación  no  había  re- 


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83f  HtiUMIlB 

IfOOedwte  ante  el  pawicidio;  y  el  Seior  kobo  do  castigada  pr  donde 
mas  sensible  debú  sari*. 

Llegó  el  día  5  de  julio  de  1838»  y  á  las  anoo  y  media  déla  larde 
dio  á  luz  Cecilia  una  niña:  el  parlo  fué  completamente  Mis,  y  la 
triste  procesada  pudo  *onroir  á  la  v ista  de  aqudla  inocente  criatura, 
que  tan  en  mal  hora  venia  al  mondo.  Mal  decimos  que  Cecilia  Mu- 
rió... ¿Cómo  podía  sonreír  la  pobre  mujer  á  quien  la  hija  de  aui  en- 
trañas empujaba  involuntariamente  futra  de  este  mundo? 

Porque  una  vez  libre  de  su  peligroso  estado,  nada  se  oponía  á  qso 
se  notificase  y  ejecutase  la  sentencia  que  recayese  en  la  causa;  óti- 
camente la  esperanza  del  indulto.  Profirióse  el  fallo  definitiva,  peso 
dejó  de  publicarse  insiguiendo  lo  prevenido  por  la  fteal  arden  aata 
citada:  la  Audiencia,  llamada  á  informar  acarea  la  Índole  de  li 
causa,  remitióla  al  fiscal  para  que  emitiera  dictamen,  y  «1  ministe- 
rio público,  con  terrible  justicia,  hubo  de  decir  que  no  hallaba  mé- 
ritos para  apoyar  solicitud  alguna  de  indulto,  tratándose  de  uno  <h 
los  crímenes  mas  abominables,  en  el  cual  habían  eonevrrido  las  ár* 
cuastaocias  agravantes  de  obrar  con  entera  premeditación,  sobre  * 
gnro,  con  alevosía  y  ensañamiento.  La  Audiencia  informé  seguad 
dictamen  del  ministerio  público,  y  la  Reina  Gobernadora  desestimó 
las  pretensiones  de  los  procesados. 

Quedaban  estos  bajo  la  cuchilla  de  la  ley:  la  sentencia,  no  bay 
para  que  decirlo,  era  de  muerte.  Gomo  es  sabido,  las  sentencias  ej*- 
cutorias  de  ista  naturaleza  importan  llevarse  á  cabo  inmediatamente 
después  de  la  publicación  y  notificación;  pero  antes  tenia  la  justicia 
necesidad  de  cumplir  otra  deuda  de  humanidad. 

Cecilia  criaba  su  niña:  día  y  noche  velaba  por  aquella  infeliz  cria- 
tura, nacida  en  una  cárcel,  sin  mas  amor  que  el  de  su  madre,  qa* 
debía  durar  *uy  poco.  La  procesada  sabia  perfectamente  que  mien- 
tras permaneciera  al  lado  de  su  hija  no  había  llegado  la  certidumbre 
de  su  pertenencia  al  verdugo.  Calculen,  pues,  nuestros  lectores  con 
cnanto  afán  velaría  la  pobre  mujer  &  fin  de  que  no  la  separasen  do 
aquella  tierna  niña,  que  representaba  á  sus  ojos  todo  el  amor  y  toda 
la  esperanza  que  podía  abrigar  en  este  mundo. 

Por  las  mismas  razones  era  temible  que  si  se  notificaba  4a  sentencia 
á  Cecilia  en  presencia  de  su  bija,  la  desesperación  de  aquella  la  in- 
dujera á  cometer  algún  atentado. 


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di  ratón  SSS 

Un  deber  de  humanidad  aconsejaba  estraer  la  ñifla  antes  de  decir 
á  la  madre:  ninguna  esperanza  le  resta  en  el  mondo;  échate  en  bra- 
108  de  la  religión,  la  cual,  á  so  vez,  tendrá  fie  depositarte  en  los 
del  verdugo. 

Verdaderamente  la  separación  de  madre  é  tija  debía  ser  uno  de 
aquellos  espectáculos  que  conmueven  á  los  actores  y  espectadores 
mas  endurecidos. 

Para  llevarla  á  buen  término  se  emplearon  los  medios  si- 
guientes: 

Era  el  dia  Í7  de  agosto  de  1838:  todo  se  hallaba  dispuesto  para 
la  notificación  de  la  sentencia.  El  tribunal  se  hallaba  en  so  sitio,  los 
ministros  del  altar  esperando  la  hora  de  salvar  el  alma,  ya  qoe  no 
el  cuerpo  de  los  reos,  los  hermanos  de  la  Congregación  de  los  De- 
samparados dispuestos ^  cumplir  los  iltimos  deseos  de  los  sentencia- 
dos, los  carceleros  en  disposición  de  aprisionar  mas  estrechamente  á 
los  dos  infelices,  los  mozos  de  la  escuadra  prontos  á  incorporarse  de 
aquellos  dos  personajes  de  cuya  custodia  eran  responsables  desde 
que  fueran  puestos  en  capilla  hasta  que  la  tierra  guardara  sos  cadá- 
veres; finalmente,  el  ejecutor  de  justicia  también  se  hallaba  presente 
para  empezar  con  su  simple  presencia  el  mas  terrible  de  I  os  ministerios. 

Entonces  penetró  un  mozo  llavero  en  el  coarto  de  Cecilia:  la  des- 
dichada mujer  se  hallaba  amamantando  á  so  hija,  y  al  mismo  tiem- 
po contemplándola  con  una  mirada  bien  triste.  Tal  vez  un  fatal  pre- 
sentimiento la  hacia  entrever  la  triste  realidad  que  muy  en  breve 
iba  á  empezar  para  ella. 

En  la  puerta  del  calabozo  quedóse  un  mozo  de  la  escuadra. 

El  llavero  se  aproximó  á  Cecilia,  y  del  modo  mas  natural  qoe  po- 
do, la  dijo: 

—¿Qué  tal?...  ¿Cómo  está  ese  valor? 

—Mi  \alor— respondió  la  joven— podéis  figurároslo.  Mi  valor  es 
tal  como  puede  el  de  una  mujer  que  de  un  momento  á  otro  será  con* 
denada  á  muerte.  Creed  qu*>  lo  mas  estrafio  para  mi  es  como  la  pe- 
sadumbre me  ha  dejado  con  vida.  Pero  decidme:  ¿qoé  se  sabe  de 
mi  solicitud  de  indulto? 

—Nada  noevo— respondió  el  llavero,  qoe  no  acertaba  con  las  pa- 
labras. 

tomo  n  105 


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834  PRISIONES 

—Me  tienen  en  tal  carencia  de  noticias  que  parece  que  no  se  trata 
asunto  de  mi  interés.  Yo  no  sé  en  qué  consiste:  hasta  hace  pocos  días 
he  recibido  visitas  de  personas  amigas,  y  todas  ellas  me  daban  espe- 
ranzas... De  pronto  me  han  dejado  sola,  abandonada...  Nadie  me 
habla  de  Madrid,  nadie- me  dice  que  la  reina  Cristina  se  complace  en 
indultar  á  los  desgraciados  que  pueden  ser  condenados  á  muerta... 

—Tienes  razón,  Cecilia;  pero  ya  ves,  la  guerra  arde  encendida 
como  nunca...  —dijo  el  llavero  por  decir  algo. 

—¿Y  qué  tiene  que  ver  la  guerra  conmigo?...  No  parece  sino  que 
se  trata  de  ganar  una  batalla.  Además,  esa  sentencia  del  tribunal  que 
nunca  acaba  de  proferirse:  ¡Jesús,  y  qué  jueces  tan  pesados! 

Cecilia  estaba  en  la  creencia  de  que  el  fallo  no  se  habia  proferido, 
siendo  asi  que  en  realidad  únicamente  le  faltaba  ser  publicado;  er- 
ror en  que  se  la  habia  dejado  para  no  aumentar  sus  dolores. 

— Verdaderamente;— murmuró  el  carcelero; — pero  al  fin  y  al  ca- 
bo... una  salida  ú  otra  hallaremos.  Esto  no  puede  durar  mucho  tiem- 
po: la  muerte  misma  es  preferible  á  semejante  estado  de  incsrti- 
dumbre. 

Estremecióse  Cecilia  al  oir  la  palabra  muerte,  y  se  abalanzó  al  lla- 
vero esclamando: 

—¡Habéis  dicho  muerte!  ¿Cómo  se  entiende?...  ¿SabeU  algo?  ¿Ha 
sido  negado  mi  indulto? 

En  la  agitación,  en  el  semblante,  en  el  terror  de  Cecilia,  se  echa- 
ba de  ver  el  efecto  terrible  que  la  idea  de  la  muerte  producía  en  sa 
espíritu:  el  tosco  llavero,  enternecido  contra  toda  costumbre,  procuró 
reparar  su  imprudencia,  y  la  desdichada  joven  se  dejó  caer  abatida 
encima  de  una  silla,  murmurando: 

— Parece  mentira  que  se  hable  de  la  muerte  con  tanta  indiferen- 
cia: si  á  todos  les  hiciera  el  mismo  efecto  que  á  mí  esa  sola  pala- 
bra... Vivir,  vivir  es  lo  primero;  y  macho  mas  cuando  se  tiene  una 
hija  como  la  mia. 

Y  apoderándose  de  la  tierna  criatura  que  dormia  en  la  cana,  I* 
estrechó  contra  su  seno  y  empezó  á  besarla  de  tal  modo  que,  al  pa- 
recer, la  faltaba  tiempo  para  espresar  torto  su  amor  maternal. 

— No  te  agites  de  tal  suerte,  mujer; — dijo  el  llavero— cuidado 
que  acabarás  por  impacientar  á  la  pobre  criatura...  ¡Qué bonita eal- 


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La  mayor  desesperación. 


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titf  MmOfA  835 

¡Y  qué  ojos  lau  traviesos  tiene!...  Por  vida  mia  que  do  me  pesa  de 
haberla  sostenido  en  las  faenles  bautismales...  Mira,  mira,  compa- 
ñero, qué  muchacha  tan  guapola  para  dentro  de  veinte  afios...  Y  lo 
gordilla  que  se  ha  puesto  en  pocos  dias...  Tómala  en  brazos  y  verás 
lo  que  pesa. 

Estas  palabras  iban  dirigidas  al  mozo  de  la  escuadra  qoe  se  había 
quedado  junto  á  la  puerta  del  calabozo,  y  que  ptnetró  en  él  hacién- 
dose el  distraído  y  el  perezoso. 

Fingiendo  aceptar  la  invitación  de!  llavero,  cogió  en  brazos 
á  la  íieroa  ulna,  y  dándola  un  beso  y  haciendo  que  la  acariciaba,  se 
dirigió  hacia  la  puerta,  cual  si  q  asiera  enseñarla  á  alguna  persona 
que  permanecía  á  la  parte  do  fuera. 

Al  llegar  el  mozo  al  dintel  de  la  puerta,  un  horrible  presentimien- 
to se  apoderó  del  ánimo  de  Cecilia. 

—  ¡Mi  bija!  j  De  volved  me  á  mi  hija!— esclamó  en  el  colmo  de  la 
desesperación. 

Pero  todo  fué  inútil:  la  hija  de  Rosell  y  de  la  joven  Almirall  podia 
conceptuarse  huérfana  desde  aquel  instante. 

En  vano  la  desolada  madre  pugnó  un  momento  con  sus  guar- 
dianes, en  vano  suplicó,  amenazó,  luchó  á  un  tiempo  mismo  y  en  el 
espacio  de  unos  breves  instantes:  la  aparición  del  tribunal  y  de  los 
sacerdotes  en  la  puerta  del  calabozo  la  reveló  harto  claramente  la 
mas  triste  de  las  verdades. 

Seguidamente  ia  fué  leida  la  sentencia.  La  desdichada  Cecilia  no 
oyó  una  sola  de  las  palabras  que  pronunció  el  escribano:  llamaba 
á  grandes  voces  y  con  acento  desgarrador  á  ¿u  hija,  y  luego  fué 
presa  de  una  grande  congoja. 

En  esta  situación  fué  conducida  á  la  capilla.  Francisco  Almirall 
era  conducido  también  á  su  última  morada  en  este  mundo,  habilitan* 
dose  al  efecto  una  habitación  distinta  de  aquella  en  que  era  colocada 
su  hija. 

Una  ley,  bien  poco  humanitaria  por  cierto,  disponía  quo  los  reos 
sentenciados  á  ia  última  pena  debieran  permanecer  parle  de  tres 
dias  eu  la  capilla.  Figúrense  nuestros  lectores  cuales  serian  las  an- 
gustias de  esos  desdichados  durante  aquedas  horribles  hora*,  tan 
largas  y  tan  breves  al  propio  tiempo. 


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8$|  HUS10NSS 

Cecilia  y  su  padre  debían  §er  ajusticiados  en  la  maftana  del  día  29, 
«0  el  glacis  de  la  Ciudadela,  junto  á  la  Es  planada,  sitio  destinado 
para  tan  tremendos  actos,  hasta  tanto  que,  habilitada  la  actual  cárcel, 
se  creyó  mas  á  propósito  el  glacis  déla  muralla,  á  mano  derecha,  sa- 
liendo por  la  puerta  de  San  Antonio. 

El  anliguo  sitio  de  las  ejecuciones  adolecía  de  mucha  distancia  de 
la  cárcel:  ios  reos  se  veían  obligados  á  hacer  una  grande  caminata 
para  ir  al  suplicio,  al  paso  que  un  gran  número  de  vecinos  de  la  ciu- 
dad se  veían  condenados  á  presenciar  el  paso  del  fúnebre  cortejo, 
bien  poco  agradable  para  las  almas  sensibles. 

La  permanencia  de  los  dos  reos  en  la  capilla  no  fué  causado  hecho 
alguno  estraordioario.  Entrambos,  muy  abatidos  por  \$  dura  suerte 
que  les  aguardaba,  hallaron  únicamente  un  consuelo  y  una  parte  de 
sus  perdidas  fuerzas,  en  los  buenos  sacerdotes  que  en  nombre  de  Dios 
les  ofrecían  una  nueva  vida  de  paz  y  de  perdón.  [Benditas  sean  las 
creencias  cristianas!  El  Dios  del  Gólgotha  es  mucho  menos  inexora- 
ble que  los  hombres.  El  pesa  el  arrepentimiento  que  los  jueces  ne 
tienen  en  consideración. 

Durante  el  intervalo  de  la  notificación  de  la  sentencia  á  la  ejecu- 
ción de  la  misma,  ocurrió  un  hecho  de  esos  que  no  tienen  esplica- 
cion,  á  pesar  de  que  no  sea  desgraciadamente  el  único  de  su  natu- 
raleza. 

El  verdugo  de  Barcelona  se  hallaba  sin  ayudante,  é  hizo  presente 
al  tribunal  que  por  si  solo  no  podia  cumplir  su  obra  mortal  eo  los 
dos  distintos  reos.  En  medio  de  esta  dificultad,  que  ¡ojalá  nunca 
pudiera  ser  fácilmente  vencida!  se  presentó  un  memorial,  cuyo  fir- 
mante suplicaba  al  Juez  se  le  permitiera  desempeñar  espontáneamente 
la  plaza  de  ayudante  del  verdugo,  pues  teniendo  pensado  solicitar 
mas  adelante  la  de  verdugo  en  propiedad,  le  servirían  sin  duda  de 
recomendación,  asi  los  servicios  prestados,  como  su  práctica  en  el 
oficio. 

No  hay  que  decir  que  el  firmante  del  memorial  hacia  la  petición 
desde  el  presidio:  seres  de  esta  naturaleza  únicamente  pueden  engen- 
drarlos el  vicio  y  el  crimen,  y  es  una  verdadera  lástima  que  salgan 
nunca  de  las  cárceles  donde  generalmente  han  sido  educados  y  de 
las  cuales,  como  de  los  presidios,  también  hacen  su  habitual  morada. 


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i  Ellos,  únicamente  ellos,  podrían  justiScar  la  pena  de  muerte:  el 
que  espontáneamente  se  ofrece  á  desempefiar  la  plana  de  verdugo,  el 
que  la  solicita  con  empeño,  es  un  hombre  de  corazón  empaazoAado, 
de  gangrenado  cuerpo:  árbol  podrido  de  la  sociedad,  debe  ser  arran- 
cado de  suene  que  sus  raices  no  relofien. 

La  propuesta  del  miserable  aspirante  fué  aceptada,  porque  la  nece- 
sidad lo  exigía  asi  y  porque  de  esta  suerte  se  evitaba  que  lunera 
que  desempeñar  por  fuerza  dicha  ayudantía  algún  infeliz  presidario, 
menos  feroz  que  su  compañero. 

Por  6o  llegó  la  hora  de  la  ejecución. 

El  tribunal,  insiguiendo  las  prescripciones  de  la  humanidad,  qui- 
so evitar  al  padre  de  Cecilia  el  espectáculo  de  la  muerte  de  su  hija, 
y  aun  á  esta  el  tormento  de  acompañar  á  su  padre  al  cadalso. 

Asi  fué  que,  en  lugar  de  ser  conducidos  los  reos  por  un  solo  pi- 
quete, según  es  costumbre,  cualquiera  que  sea  el  número,  se  orga- 
nizaron dos  escoltas,  incorporándose  la  una  de  Francisco  Almirall  y 
la  otra  de  Cecilia  Rosell. 

Aquel  salió  el  primero  de  la  cárcel:  á  distancia  de  cincuenta  ó  se- 
senta pasos  caminaba  su  hija  hacia  la  muerte.  Por  el  mismo  orden 
fueron  ajusticiados. 

üd  gentío  inmenso  presenció  el  imponente  castigo:  la  estúpida  cu- 
riosidad de  la  muchedumbre  se  hallaba  oscilada  por  la  circunstancia 
no  muy  frecuente  de  ser  una  mujer  la  condenada  á  muerte.  ¡Come 
si  por  lo  mismo  que  se  trata  de  un  ser  mas  débil,  no  debiera  ser  ma- 
yor la  compasión  que  inspirara!... 

Cumplida  ya  la  sentencia  de  muerte,  faltaba  completar  una  fór- 
mula legal,  hoy  suprimida  del  coligo,  como  se  suprimirán  con  el 
tiempo  todos  esos  restos  de  tiempos  bárbaros.  Disponía  la  legislación 
antiguamente  que  el  reo  parricida  sufriera  una  pena  de  muerte, 
lenta,  cruel,  y  que  probaba  por  sí  sola  dos  cosas:  el  horror  que  loa 
antiguos  tenían  al  delito  de  parricidio,  verdaderamente  el  mayor  que 
puede  cometerse  contra  las  personas;  y  la  rudeza  de  las  costumbre» 
que,  no  dando  por  satisfecha  á  la  sociedad  con  matar  á  quien  contra 
sus  fueros  atentó  en  mal  hora,  exigía  que  aquella  muerte  fuera  ro- 
deada de  todos  los  horrores  imaginables.  Ideóse,  puea,  encerrar  á  los 
parricidas  dentro  de  una  cuba,  en  compañía  de  un  gato,  un  mono,  un 


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m  ttmam 

gallo  y  una  serpiente,  y  que  de  esta  suerte  fuesen  ir  rejados  titos  al 
profundo  del  mar.  Cualquiera  comprenderá  eual  había  de  ser  la  ago- 
nfa del  hombre  á  quisa  se  imponía  semejante  suplicio.  ¡Horror  cau- 
sa en  nuestros  días  el  idearlo  tan  solamente! 

lias  tarde  se  suprimió  la  parte  material  de  la  pena;  pero  continuó 
rigiendo  la  fórmula.  A  tenor  de  esta,  los  cadáveres  de  Francisco  Al- 
mirall  y  de  Cecilia  Rosell  fueron  metidos  en  una  cuba  que  tenia  pin- 
tados encima  los  susodichos  cuatro  animales,  y  por  los  presidarios 
fueron  arrojados  al  mar,  donde  los-recogieron,  según  piadosa  costum- 
bre, los  hermanos  de  la  Cofradía  de  los  Desamparados,  que  al  efecto 
aguardaban  en  una  lancha.  Los  propios  hermanos,  que  son  quienes 
sirven  y  atienden  á  los  reos  en  capilla,  depositaron  los  cadáveres  de 
padre  é  hija  en  sus  respectivos  ataúdes,  procediendo  á  darles  acto 
continuo  eclesiástica  sepultura. 

Repetimos  con  cierto  orgullo,  que  el  código  actual  ha  suprimido 
hasta  la  fórmula  de  la  cuba:  la  ley,  que  poco  antes  había  ya  unifor- 
mado las  penas,  suprimiendo  la  diferencia  entre  nobles  y  plebeyos, 
y  sustituyéndola  por  el  de  honrados  y  criminales,  puesto  que  ante  la 
ley  na  debe  haber  pergaminos  ni  títulos  que  valgan;  la  ley,  decimos, 
sentó  el  gran  principio  de  que  la  sociedad  puede  verse  alguna  vez 
precisada  á  matar;  pero  precisada  á  vengarse  nunca. 

La  tragedia  de  los  padre  é  hija  Almirall  fué  una  de  las  últimas 
que  presenció  la  cárcel  de  la  plaza  del  Rey. 

Hoy  día  no  quedan  ni  aun  vestigios  de  esta. 

En  los  solares  donde  tantas  víctimas  padecieron  toda  suerte  de  tor- 
mentos, se  elevan  edificios  de  nueva  y  elegante  construcción,  con  no- 
toria ventaja  del  ornato  público. 

Nuestros  hijos  no  han  visto  aquella  negra  ó  inmensa  mole  de  pie- 
dras,- salpicadas  de  rejas  desde  las  cuales  á  menudo  los  reos  bajaban 
un  cestóto  donde  los  transeúntes  depositaban  una  limosna. 

Tanto  mejor  para  nuestros  hijos:  ellos  no  han  participado  de  la 
repugnancia,  del  odio  que  hacia  ciertos  tiempos  y  hacia  ciertas  insti- 
tuciones inspiraba  la  simple  vista  de  los  macizos  muros  de  la  cárcel 
que  hemos  descrito. 

Ya  es  hora  de  que  (a  ilustración  destruya  hasta  el  recuerdo  de  se- 
mejantes sitios. 


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U  «HOPA  ttt 

Sin  embarga,  oo  seamos  egoístas  del  toda. 

Llegará  no  dia,  es  indudable,  en  qne  nadie  se  acordará  de  la  cár- 
cel del  Rey  en  Barcelona.  Al  leewe  laa  noticia»  qne  hemos  podido 
recoger  respecto  de  ella,  se  formará  un  pobrísimo  concepto  de  la  ge- 
neración que  la  consintió  cnaado  no  sea  sino  hasta  el  alio  39  del  si- 
glo XIX. 

Pero,  seamos  francos:  ¿k  la  prisión  antigua  ha  reemplazado  una 
buena  prisión? 

¿Nos  hemos  desquitado  de  la  obligación  que  tiene  todo  pueblo  cul- 
to de  establecer  una  cárcel  bien  montada? 

¿Estamos  seguros  de  que  cuanto  nosotros  echamos  en  cara  á  las 
generaciones  pasadas,  las  Teñidoras  no  lo  echarán  en  cara  á  la 
nuestra? 

Esto  es  lo  qne  vamos  á  analizar  en  el  capítulo  inmediato.  T  tenga* 
se  en  cuenta  que  si  resultamos  ser  deudores  á  la  humanidad  en  esta 
punto,  nuestra  responsabilidad  será  mayor  que  la  de  nuestros  pro- 
genitores. 

No  olvidemos  que,  al  paso  que  tachamos  á  los  pasados  siglos  lla- 
mándolos bárbaros  é  ignorantes,  designamos  pomposamente  al  nues- 
tro con  el  titolo  de  siglo  ¡lastrado  y  siglo  del  progreso. 

Esta  denominación  ¿qué  prueba,  justicia  6  fatuidad?. . . 


IV. 


Cartel  mera  -  Sos  condiciones  como  edificio.— Crímenes  en  los  patios. — DistritM- 
cion.— Organización.— Costumbres.— Cansas  célebres. 

Vino  un  dia  en  que  la  sociedad  se  apercibió  de  que,  tentado  los 
delitos  una  pena  señalada  en  el  código,  no  era  justo  que,  á  mayor 
abundamiento  de  la  pena,  se  aplicara  á  los  procesados  la  de  cárcel, 
entendiéndose  en  este  sentido  un  sobrecargo  de  sufrimientos  en  los  no 
pequeños  de  la  pérdida  de  la  libertad. 

Cier!  •  es  que  la  ley  no  ha  podido  permitir  que  todos  cuantos  se 
hallan  bajo  su  acción,  puedan  eludirla  en  su  día,  como  lo  tendrían  á 


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*H  tUSIONtt 

la  mano  si  pudieran  escapar  desde  el  momento  de  haber  sido  descu- 
bierto el  delincuente;  pero  esto  no  impide  que  una  prisión  sea  un  si- 
tio de  segvridad,  y  no  un  lugar  de  tormento.  No  pretendemos  con 
esto  que  una  cárcel  sea  un  lugar  de  recreo;  pero  si  que  en  ella  se 
concilio  la  mira  del  legislador  con  los  derechos  de  todo  encarcelado, 
que  si  resulta  inocente,  tiene  un  crédito  contra  la  sagacidad  social,  y 
si  culpable,  pagará  su  delito  con  una  pena  de  la  cual  generalmente 
no  se  descuentan  los  dolores  y  perjuicios  que  siempre  trae  consigo 
el  emprisionamiento. 

Animadas  de  estas  sanas  ideas  las  autoridades  de  Barcelona,  cre- 
yeron indispensable  suprimir  la  antigua  cárcel  de  la  plaza  del  Rey  y 
habilitar  para  los  efectos  de  prisión  un  edificio  distinto.  Obsérvese 
que  decimos  habilitar  y  no  construir,  porque  la  actual  cárcel  no  se 
hizo  de  j)ié  con  dicho  objeto;  pues  se  aprovechó  el  convento  de  San 
Severo  y  S.  Garlos  Borromeo,  llamado  el  Seminario,  de  sacerdotes  de 
la  congregación  de  la  Misión,  evacuado  después  de  las  ocurrencias  de 
julio  de  1835 ,  y  que  el  gobierno  cedió  para  los  usos  á  que  la  muni- 
cipalidad quería  emplearle. 

El  primitivo  destino  del  edificio  es,  por  lo  tanto,  causa  de  ciertos 
vicios  irreparables  de  que  adolece  la  actual  cárcel  y  que  no  (faedeo 
desterrar  ni  aun  los  mismos  individuos  que  constituyen  su  junta  di- 
rectiva y  administrativa,  á  pesar  de  cuantos  laudables  esfuerzos  vie- 
nen haciendo  desde  su  instalación. 

Guando  en  la  noche  del  16  al  27  del  mes  de  mayo  de  18S9  fueron 
trasladados  los  presos  desde  la  prisión  antigua  á  la  últimamente  ha* 
bilitada,  pudieron  aquellos  comprender  y  apreciar  desde  luego  las 
inmensas  ventajas  que  les  proporcionaba  la  nueva  localidad;  sin  em- 
bargo, aun  asi  creemos  que  falta  mucho  para  llegar  á  lo  que  puede 
y  debe  ser  una  cárcel,  para  atender  cumplidamente  á  la  seguridad  y 
y  á  la  moralización  del  detenido,  é  impedir  á  todo  evento  que  se 
contagie  con  la  enfermedad  endémica  de  la*  cárceles,  que  es  el  vicio 
y  el  crimen. 

La  distribución  del  local  es  cual  podía  ser,  pero  no  cual  debe  ser 
en  edificios  de  esta  clase,  y  para  demostrarlo  citaremos  dos  ejem- 
plos, acontecidos  á  poca  distancia  el  uno  del  otro. 

En  une  de  los  patios  de  la  cárcel,  que  tiene  tres  de  ellos,  separa- 


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01 HR0HL  14! 

do§  ánicameote  oto  de  otro  por  na  tapia  de  nos  tres  metros  da 
elevación,  fe  albergaba  un  preso,  que  aunque  procesado  por  delito 
grave  costra  las  personas,  había  merecido  la  confianza  del  alcaide 
por  su  conduela,  hasta  el  punto  de  conferírsele  el  cargo  de  vigilante 
é  capatai  de  sn  departamento.  Tal  ves  con  este  carácter  hubo  de 
poner  en  noticia  del  jefe  del  establecimiento  algún  desmán  de 
ciertos  presos,  tal  ver  alguno  de  estos  que  sofrió  alguna  corrección 
creyó  qne  era  debida  á  denuncia  ó  soplo  del  susodicho  vigilante;  ello 
es  que  este  fué  amenazado  por  algunos  de  los  presos,  á  los  cuales 
tuvo  que  separarse  del  palio  para  evitar  una  catástrofe.  Verificada 
dicha  separación,  vio  un  diacomo  por  encima  del  patio  en  que  se 
hallaban  sus  provocadores  aparecía  un  cartelon,  con  el  nombre  del 
provocado,  á  quien  se  tildaba  de  soplen  ó  espía.  Al  pié  de  las  letras 
había  pintarrajeadas  unas  navajas,  y  de  por  junto  comprendió  el  pr* 
so  aludido  que  se  le  dirigía  aquel  insulto  para  obligarle  á  entrar  en 
uoa  liza,  que  le  repugnaba,  siquiera  fuese  hombre  de  armas  tomar. 

Resuelto,  empero,  á  no  interrumpir  el  orden  en  el  establecimien- 
to, limitóse  á  poner  el  hecho  en  noticia  del  alcaide,  el  cual  impu- 
so un  castigo  correccional  á  los  que  creyó  autores  del  desmán.  Pao 
el  castigo  de  cierta  especie,  aplicado  á  algunas  gentes  de  índole  es- 
pecial, lejos  de  calmar  la  ardtencia  de  las  sangres,  la  irrita  y  apíñen- 
la de  una  manera  extraordinaria.  Hé  aquí  las  consecuencias  del  he* 
cho,  al  parecer  sencillo,  que  venimos  narrando. 

Un  día  hallábase  el  provocado  picando  tranquilamente  un  cigarro 
con  una  navajita  de  uso  no  prohibido,  aunque  en  la  cárcel  lo  están 
toda  clase  de  armas;  cuando  se  apercibió  de  que  dos  presos  desde  el 
departamento  contiguo  escalaban  las  tapias  divisorias  de  los  dos  pa- 
tios. Aquellos  dos  presos  eran  sus  provocadores,  sus  enemigos,  sin 
saber  porqué,  mortales. 

Instantáneamente  pudo  ver  desaparecida  hasta  la  última  de  las 
dudas  que  pudiera  haberle  cabido  respecto  de  las  intenciones  de 
aquellos  dos  hombres.  Apenas  se  dejaron  caer  en  el  patio  que  no  era 
suyo,  se  desataron  en  denuestos  contra  el  objeto  de  sus  odios,  y  ar- 
remetiendo contra  él,  armados  de  grandes  navajas,  manifestaron  su 
decidida  intención  de  darle  muerte.  El  preso  amenazado  tuvo  única- 
mente el  tiempo  indispensable  para  desviar  el  golpe,  y  asestando  su 

ios 


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141  FUSIONES 

pequeño  cuchillo  contra  uno  de  ios  agresores,  tuvo  lal  suerte  ó  tal 
desgracia  que  aquél  vino  al  suelo  cadáver,  sin  proferir  una  sola  pa- 
labra. En  presencia  de  este  resultado,  huye  por  donde  vino  el  compa- 
ñero del  agresor,  apartanse  los  demás  presos  del  sitio  de  la  catástrofe, 
y  únicamente  el  matador  permanece  junto  al  cuerpo  inanimado  de  su 
víctima  hasta  tanto  que  llegan  los  empleados  de  la  cárcel.  Todo  ha- 
bía pasado  en  pocos  minutos  de  tiempo  y  á  presencia  de  un  gran  nú- 
mero de  testigos  que  podían  justificar  la  agresión.  Estimando  esta 
circunstancia,  el  tribunal  absolvió  de  la  instancia  al  matador ,  decla- 
rando que  había  hecho  uso  racional  del  legítimo  derecho  de  defensa. 

Bien  hubiera  podido  este  ejemplo  servir  de  aviso  para  apreciar  la 
mala  índole  de  la  separación  de  palios  en  la  cárcel;  sin  embargo,  ta- 
les son  las  condicione^  de  ésta  que,  aun  conociendo  el  mal,  ha  tenido 
que  dejársele  subsistente. 

¿Cuál  ha  sido  el  resultado?  El  mas  triste  que  pudiera  esperarse. 
Reciente  aun  la  sentencia,  ha  tenido  lugar  un  hecho  análogo.  Hallá- 
banse presos  en  esta  cárcel  algunos  de  esos  hombres  que  sostienen  su 
holgazanería  á  espensas  de  las  casas  de  juego,  de  las  cuales  son  á  un 
tiempo  mismo,  guardianes,  vigilantes,  barateros  y  espantajos.  Dos 
de  ellos  se  hallaban  en  uno  de  los  patios,  y  hallaron  medio  para  po- 
nerse en  relaciones  con  otro  preso  del  patio  contiguo,  al  cual,  después 
de  dirigirle  iodo  suerte  de  insultos,  retaron  á  singular  combate.  Ello 
es  que  el  provocado  saltó  las  tapias;  mas  antes  de  tocar  al  pavimento 
del  patio  de  sus  provocadores,  estos  se  arrojaron  sobre  él  y  le  dieron 
muerte,  asestándole,  con  feroz  ensañamiento,  un  gran  número  de  ca- 
chilladas. 

Arrestados  inmediatamente  y  conducidos  al  departamento  de  inco- 
municados ,  siguióseles  causa  por  el  juez  del  distrito,  y  á  los  pocos 
días  los  dos  matadores  se  hallaban  condenados  i  muerte  en  primera 
instancia. 

Ignoramos  que  sentencia  recaerá  en  definitiva  sobre  esos  dos  infe- 
lices: tal  vez  Barcelona  tendrá  que  presenciar  nuevamente  el  espec- 
táculo de  una  ejecución,  hace  aQos  no  visto  felizmente.  No  seremos 
nosotros  quienes  hagamos  la  contra  al  fallo  terrible  que  tal  vez  la 
justicia  del  tribunal  superior  se  verá  en  el  easo  de  confirmar;  pero  si 
decimos  que  no  hubiera  tenido  que  levantarse  el  cadalso  por  esta 


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de  fctmon.  tu 

motivo  si  los  patios  de  la  cárcel  hubieran  estado  dispuestos  de  suerte 
que  no  fuera  tao  ftcü  á  los  presos  el  trasladarse  de  udo  á  otro,  lo 
cual  nunca  se  verifica  con  piadosa  intención. 

Hay  en  la  cárcel  departamentos  de  preferencia  para  los  presos  que 
satisfacen  una  pequefia  retribución  que  ingresa  en  los  fondos  de  la 
junta  administrativa;  pero  falta  en  esos  departamentos  la  separación 
debida  entre  unos  y  otros  delincuentes,  de  suerte  que  todo  se  reduce 
para  el  detenido  á  mejorar  de  estancia,  pero  no  de  compafifa. 

Dominando  los  tres  patios  y  con  facilidad  de  ser  vista  desde  las 
cuadras  y  pasillos,  hay  una  capilla  cubierta  de  cristales,  en  la  cual  se 
celebra  el  Santo  sacrificio  de  la  misa  los  dias  de  precepto.  No  es  este 
el  único  lugar  en  la  cárcel  donde  llegado  el  caso  se  conmemora  el 
divino  holocausto.  En  el  piso  superior  del  edificio  y  á  poca  distancia 
de  los  calabozos  para  los  incomunicados,  junto  á  la  meseta  de  una 
escalera  que  ningún  preso  recorre  sino  es  desfalleciéndose  y  con  las 
angustias  de  la  muerte  retratadas  en  el  semblante,  se  halla  una  puer- 
ta guardada  con  especial  esmero:  esta  puerta  conduce  á  la  capilla 
donde  los  sentenciados  á  la  última  pena  aguardan  la  hora  fatal  de 
despedirse  del  mundo. 

No  se  crea,  empero,  ni  se  finja  la  imaginación  un  aposento  oscuro» 
sombrío,  cuyo  aspecto  aterrorice  el  ánimo.  Ni  es  oscuro,  ni  causa 
impresión  alguna  desfavorable,  ni  nadie  creyera  que  á  tan  tristes 
usos  se  halla  destinado,  si  asi  no  se  espresara  en  letras  negras  en* 
cima  de  la  puerta.  Tiene  este  aposento  una  forma  de  ángulo  recto,  y 
en  el  vértice  de  él  se  halla  colocado  un  pequeño  altar  con  la  imégen 
del  Crucificado  y  de  la  Dolorosa,  es  decir,  del  mas  grande  de  los  sa- 
crificios y  del  mayor  de  los  dolores.  En  la  primera  parte  de  la  pieza, 
que  no  se  alcanza  á  ver  desde  la  segunda,  se  coloran  los  mozos  de 
la  escuadra  y  cuantos  tienen  que  contribuir  á  la  seguridad  ó  al  ser- 
vido del  reo. 

En  la  segunda  parte  se  hallan  los  sentenciados,  tendidos  general- 
mente sobre  colchones,  pues  la  disposición  de  las  argollas  á  que  se 
hallan  amarrados  por  un  pié,  no  les  permite  elevar  el  cuerpo.  Gene- 
ralmente no  se  toma  mas  precaución  que  la  indicada  para  asegu- 
rar la  persona  del  sentenciado:  sin  embargo,  cuando  hay  ftindameulo 
para  ello,  se  le  aplican  grillos  y  esposas. 


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U4  HUSIOKES 

La  capilla  puede  contener  k  un  mismo  tiempo  hasta  cuatro  senien- 
ciados.  A  pesar  de  esto,  si  alguna  ve»  ha  llegado  el  caso  de  tan  gran 
número  de  ejecuciones,  se  ha  procurado  separar  á  los  reos,  ya  para 
impedir  el  espectáculo  de  sos  mutuas  reconvenciones  ya  para  no  dar 
lugar  á  distracción  con  la  presencia  de  tanta  gente  como  es  necesaria 
para  atender  á  cuatro  reos  de  muerte,  evitándose  de  esta  suerte  la 
confusión  inevitable  en  tales  casos  y  tan  poco  conforme  con  el  pia- 
doso recogimiento  del  cristiano  que  va  á  morir. 

Enfrente  de  la  puerta  que  da  entrada  á  la  capilla  hay  otro  apoatn- 
to  destinado  á  cuerpo  de  guardia,  especial  para  la  custodia  de  les 
reos  de  muerte.  Prestan  el  servicio  en  tales  casos,  si  el  sentenciado 
lo  ha  sido  por  el  tribunal  ordinario,  los  moios  de  la  escuadra,  y  si  lo 
ha  sido  por  consejo  de  guerra,  los  soldados  de  la  guardia  de  la  cárcel. 

Durante  las  horas  de  capilla,  el  reo  se  halla  asistido  por  los  herma* 
nos  de  la  Cofradía  de  los  Desamparados,  quienes  cuidan  de  facilitarle 
las  comidas  que  apetece,  del  mismo  modo  que  la  Congregación  de 
la  Sangre  se  halla  encargada  de  recoger  los  donativos  del  público  y 
acompañar  al  infeliz  reo  hasta  las  gradas  mismas  del  cadalso.  El 
acto  de  agitarse  el  pendón  por  el  hermano  que  se  coloca  al  frente  de 
la  lúgubre  comitiva,  indica  que  la  sentencia  queda  cumplimentada, 
y  entonces  la  campana  de  Nuestra  Señora  del  Pino,  doblando  por  el 
alma  del  reo,  anyncia  al  vecindario  de  Barcelona  que  ha  terminado 
el  fallo  de  los  hombres  y  empieza  el  de  Dios.  Del  entierro  del  cadá- 
ver se  halla  encargada  la  Cofradía  de  los  Desamparados. 

A  la  entrada  de  los  presos  en  la  cárcel  sufren  invariablemente  un 
minucioso  registro,  y  cuantos  papeles,  dinero  ó  armas  se  les  encuen- 
tran, quedan  depositados,  bajo  fé  de  inventario,  en  las  oficinas  de  la 
Alcaidía.  A  pesar  de  esta  precaución  y  de  lo  terminantes  que  son  en 
este  punto  los  reglamentos  de  la  cárcel,  la  generalidad  de  los  presos 
se  asurten  de  cuanto  estiman  hacerles  falta.  No  hay  que  decir  que 
muchos  de  ellos  creen  que  ante  todo  les  es  indispensable  una  navaja 
y  un  juego  de  naipes. 

En  vano  se  vigilan  las  entradas  y  salidas,  en  vano  se  practican  to- 
da suerte  de  registros;  siempre  se  recogen  objetos  prohibidos  y  siem- 
pre los  presos  se  hallan  provistos  de  ellos  al  siguiente  dia.  Decía  con 
suma  gracia  y  exactitud  un  empleado  de  esta  cárcel,  que  si  fuera, 


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Bfi  naorá  u* 

portMe  tender  ana  red  por  encima  de  los  patios,  se  obtendría  mejor 
pesca  que  echándola  en  el  fondo  de  los  mares.  T  en  verdad  que  ne  se 
esplica  ese  afán  por  delinquir  ann  dentro  de  los  araros  de  la  cárcel. 

La  ocupación  habitual  de  loe  presos  es  no  ocuparse  en  cosa  algu- 
na: el  que  mas  hace,  arma  á  hurtadillas  una  partida  de  cañé,  ó  juega 
á  la  pelota,  ó  se  tiende  á  la  bartola.  Una  disposición,  que  respeta- 
mos, pero  que  no  por  esto  es  menos  absurda,  prohibe  aplicar  á  los 
presos  k  trabajo  alguno.  No  se  concibe  porque  el  legislador,  á  quien 
consta  que  la  holgazanería  fomenta  todos  los  vicios,  convierte  k  todos 
los  presos  en  holgazanes  forzosos. 

La  Junta  de  cárceles  proporciona  á  los  presos  pobres,  que  son  los 
mas,  traje*  convenientes  y  uniformes  y  dos  ranchos  diarios,  sanos  y 
bastante  abundantes:  el  pan,  en  especial,  creemos  sea  mejor  que  el 
que  se  suministra  al  ejército,  y  tal  vez  no  sea  mas  costoso. 

La  limpieza  de  la  ropa  corre  á  cargo  de  las  presas,  y  los  niflos  tie- 
nen algunas  horas  diarias  de  escuela  elemental. 

El  estado  sanitario  del  establecimiento  es  satisfactorio  por  lo  co- 
mún; circunstancia  debida  en  mucha  parte  á  su  gran  ventilación  y  á 
la  esmerada  limpieza  que  en  él  reina.  En  este  punto,  la  cárcel  de  Bar* 
celoaa  puede  citarse  como  un  modelo. 

En  cambio,  no  hay  en  ella  manera  alguna  de  aplicar  las  disposi- 
ciones del  código  vigente:  toda  pena  impuesta  en  definitiva  cuya  du- 
ración sea  mayor  de  seis  meses,  tiene  que  cumplirse  en  presidio:  es- 
to no  tan  solo  es  un  inconveniente,  sino  un  atentado  contra  el  código 
que  ha  establecido  distintas  penas  para  distintos  delitos,  y  en  la  men- 
te de  cuyos  ilustrados  autores  jamás  pudo  caber  que  prisión  y  pre- 
sidio fueran  palabras  sinónimas  para  los  efectos  de  un  castigo. 

La  parte  del  antiguo  convento  que  correspondía  á  la  iglesia,  ha  si- 
do habilitada  hasta  ahora  para  salón  de  consejos  de  guerra,  en  causas 
instruidas  contra  paisanos.  Grandes  é  imponentes  escenas  ha  presen- 
ciado aquel  recinto:  sentencias  bien  terribles  se  han  proferido  en  él. 
Verdad  es  que  durante  muchos  artos  los  consejos  de  guerra  vienen 
conociendo  esclusivamente  de  aquellas  causas  que  mas  frecuentemen- 
te proporcionan  victimas  al  ejecutor  de  la  justicia. 

Allí  ha  visto  el  público  comparecer  á  esos  grandes  criminales,  la- 
drones en  cuadrilla  especialmente,  que  cara  á  cara  con  el  castigo 


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NI  PRISIONES 

que  iba  á  serles  impuesto,  buscaban  anos  en  el  cinismo  de  sns  res- 
puestas, otros  en  la  franca  confesión  del  crimen,  otros  con  alardes  de 
tardío  arrepentimiento,  una  rebaja  en  la  pena,  que  raras  Teces  podia 
el  juzgador  concederles.  T  en  aquel  mismo  presbiterio,  al  cual  se 
habian  aproximado  tantos  penitentes  absueltos  en  nombre  de  Dios, 
gran  número  de  hombres  han  oido  temblando  el  fallo  de  un  tribunal 
mas  inexorable  que  el  de  la  justicia  eterna. 

Varios  han  sido  los  personajes  que  han  dejado  un  lúgubre  recuer- 
do de  su  estancia  en  la  cárcel  de  Barcelona.  En  ella  ha  permanecido 
el  tristemente  célebre  Jaime  Batlle,  condenado  á  la  última  pena  en 
virtud  de  sentencia  que  contenía  once  fallos  de  muerte,  cumplimen- 
tados todos  en  tres  dias  consecutivos. 

Jaime  Batlle  reunia  cuantas  desgraciadas  condiciones  deben  con- 
currir en  un  hombre  para  hacer  de  él  un  bandolero  célebre;  al  paso 
que  la  naturaleza  le  habia  dotado  de  algunas  circunstancias,  que  bien 
empleadas,  hubieran  podido  dar  ásu  nombre  una  fama  megps  repug- 
nante. Su  figura  ara  apuesta  y  simpática,  su  valor  á  toda  pífteba,  su 
fuerza  verdaderamente  atlética,  su  serenidad  probada  en  muchos 
lances. 

Después  de  haberse  dedicado  al  contrabando,  al  frente  de  algunas 
gentes  de  mar  y  de  tierra,  habia  aprovechado  los  desórdenes  de  la 
guerra  civil  para  hacer  la  campada  de  guerrillero  de  mal  género,  ó 
sea  en  este  sentido,  la  campada  á  lo  Boqaica.  De  este  perioda  de  su 
azarosa  existencia  hemos  oido  referir  el  siguiente  lance. 

Hallábase  pregonada  su  cabeza,  y  debia  eslar  en  la  firme  seguri- 
dad de  que  apenas  identificada  su  persona,  seria  conducido  á  la 
muerte,  sin  mas  preámbulo  que  el  dejarle  algunos  breves  instantes 
de  vida  á  fin  de  ponerse  bien  con  Dios.  Con  tales  antecedentes  fué 
capturado  por  una  partida  del  ejército  liberal,  y  puesto  en  capilla  á 
las  pocas  horas  para  ser  ejecutado  al  siguiente  dia.  Sumido  se  halla- 
ba en  un  profundo  calabozo,  aguardando  su  hora  postrera;  pero  aun 
en  tan  angustioso  trance  no  le  faltó  su  habitual  serenidad. 

En  la  oscuridad  que  le  rodeaba  creyó  Batlle  distinguir  una  sombra 
y  luego  se  oyó  llamar  por  su  propio  nombre.  Incorporóse  en  su  dura 
cama,  y  entre  él  y  el  recien  venido  á  la  lúgubre  estancia ,  se  entabló 
el  siguiente  diálogo: 


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uwmoik.  ai 

—Jaime  BatUe,  te  hallas  condenado  á  Muerte  y  la  sufrirás  dentro 
de  muy  pocos  instantes. 

—Lo  sé,  y  me  tiene  muy  sin  cuidado:  no  es  la  primera  yes  que  la 
muerte  y  yo  nos  hallamos  á  punto  de  estrecharnos  la  mano. 

—Es  que  por  esta  vez  no  te  escaparás  como  lo  has  conseguido  ya 
en  otras.  To  soy  quien  te  ha  hecho  prisionero,  y  conociendo  tus  ma~ 
fias,  debes  suponer  que  no  me  cogerás  desprevenido. 

— Psó...  ¿Quién  sabe?...  En  lances  muy  comprometidos  me  he 
fisto...  Sin  embargo,  si  es  que  Dios  asi  lo  dispone,  sacudiremos  la 
carga,  y  nos  haremos  cuenta  de  que  hay  que  cenar  en  el  cíelo  ó  en 
el  infierno. 
—¿Tan  poco  estimas  la  vidat 

—¿Quién  le  ha  dicho  á  Y.  semejante  cosa?  Si  no  la  estimase,  nun- 
ca la  hubiera  defendido.  Y  sin  embargo,  san  muchos  aquellos  á  quie- 
nes consta  que  sé  dar  cuenta  de  mis  enemigos.  Pregúntelo  Y.,  sino,  á 
sus  soldados. 
— ¿Qué  dieras  por  vivir? 

—Por  vivir  simplemente  ninguna  cosa.  Por  vivir  en  libertad... 
tampoco  daría  nada  puesto  que  nada  tengo.  En  el  acto  de  ser  hecho 
prisionero,  me  han  decomisado  hasta  los  tuétanos. 

—Oye  una  proposición.  Cn  digno  émulo  de  tus  fechorías  me  jugó 
en  otro  tiempo  una  mala  pasada :  yo  he  jurado  darle  caza  y  pagarle 
su  hazaña  conforme  merece.  Pero  hasta  ahora  ha  burlado  mis  pes- 
quizas,  y  él  se  ríe  de  mt  y  yo  continuo  alimentando  hada  él  un  odio 
ineslinguible.  ¿Puedes  ayudarme  á  encontrar  &  ese  hombre? 
—¿Cómo  se  llama? 

El  a¡  i  ehensor  de  Batlle  pronunció  el  nombra  de  otro  guerrillero, 
igualmente  célebre  por  lo  sanguinario. 

—Puedo  hacer  mas  que  ayudarle  á  Y.;  puedo  entregarlo  en  sus 
manos. 
— ¡Como!... 

—Con  las  mías:  yo  conozco  el  terreno  donde  opera  su  enemigo  de 
Y.:  le  buscaré  en  sus  guaridas,  daré  con  él,  y  aun  respondo  de  in- 
ducirle preso  al  punto  que  Y.  me  indique. 
—¿En  cuanto  tiempo? 
—En  seis  días. 


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14*  PfÜSfOUlf 

—¿Por  qué  precio? 

—Por  el  de  mi  libertad. 

—¿Con  qué  medios? 

—Sin  mas  ayuda  ni  compaffia  que  la  de  mis  habituales  armas:  en 
éste  país  hay  un  refrán  qoe  dice:  al  son  de  timbales  no  se  cogen 
liebres. 

—¿Y  si  se  resiste? 

—Le  mataré  como  á  nn  perro  y  le  traeré  á  V.  sn  cabeza.  Para  V. 
será  enteramente  igual. 

El  jefe  aprehensor  permaneció  nn  momento  indeciso:  sin  duda  bus- 
caba nn  modo  de  vencer  sus  últimos  escrúpulos. 

— Y  si  no  te  es  fácil  dar  con  ese  hombre,  ó  si  no  se  te  présenla 
otfarion  para  apoderarte  de  su  persona  ¿qué  sucederá? 

—Que  Vendré  de  nuevo  á  encerrarme  en  este  calabozo,  entregán- 
dome por  completo  á  merced  de  V. 

—¿Quién  me  responde  de  tu  lealtad? 

Batlle  se  puso  en  pié  con  un  movimiento  brusco,  y  dijo  con  mu- 
cha entereza: 

'  —¿Me  cree  V.  tatt  cobarde  qoe  por  temor  á  la  muerte  quebrante 
mi  palabra  empeñada  solemnemente? 

<  Y  el  bandido  hablaba  en  este  punto  plenamente  seguro  de  si  mis- 
mo: es  otra  de  tantas  anomalías  presentadas  por  la  vida  de  ciertos 
grandes  criminales.  Batlle,  en  medio  de  sus  fechorías,  era  esclavo 
de  su  palabra. 

—Me  han  asegurado,  con  efecto,— dijo  el  militar— que  se  puede 
contar  con  la  promesa  que  una  vez  haces. 

—Y  cuando  asi  no  fuese— respondió  el  bandido — ¿no  existía  la  difi- 
cultad que  V.  me  indica  antes  de  que  hubiera  Y.  entrado  en  este  cala- 
bozo? ¿Qué  garantía  puede  darle  á  Y.  un  hombre  condenado  á  muerte? 

La  reflexión  no  podía  ser  mas  oportuna:  el  militar  lo  comprendió 
asi;  y  aquella  misma  noche  Jaime  Batlle,  que  algunas  horas  antes 
tenia  apenas  esperanza  en  Dios,  caminaba  al  paso  de  buen  anda- 
dor, embonado  en  sn  manía,  debajo  de  la  cual  traia  ocultas  sus  ar- 
mas, tarareando  una  canción,  con  la  misma  tranquilidad  del  que  aban- 
dona el  hogar  doméstico  para  irse  á  entregar  á  una  ocupación  hon- 
rosa con  que  ganar  el  pan  de  sus  hijos. 


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it  SUMÍA.  S4t 

Todo  aeoaleeiócenfcrme  i  los  prvnóslioes  del  hundido,  hasta  el 
memento  de  dureonsu  colega  y  de  rebocarlo  Aprimen.  Hoereel 
prisionero  tímido  uifio  por  cierto;  de  suerte  que  oaa  vei  pésale  la 
sorpresa  primera,  y  calentado  que  la  aventura  no  podía  tenor  sfao 
era  un  desenlace  desastroso  pera  él;  A  lo  mejor  que  iban  andando  y 
departiendo  como  dos  amigos,  echó  á  correr  eon  tal  ligerena  que  no 
parecía  tocar  en  la  tierra.  ; 

Profirió  Batlie  nna  terrible  blasfemia  y  apuntando  sn  trabuco  oon- 
tra  el  fegitivo,  biio  fdego  velounente.  Pero  el  coraje  iafinyó  en  la  in- 
seguridad de  so  pulso,  y  el  fugitivo  se  libró  de  la  descarga. 

Entonces  aconteció  nna  escena  desgarradora,  repugnante:  des  hom- 
bros huyendo  de  la  muerte»  pedían  A  sus  pimías  la  salvación  de  «na 
▼ida  que  empezaba  A  parecerías  hermosa  osando  en  mas  inminente 
riesgo  estuvieron  de  perderla.  La  carrera  veloz  dolos  dos  bandidas 
iba  acompaiada  de  gritos  y  maldiciones  y  de  rugidos  semejantes  A 
los  de  dos  fieras  que  se  acosaran  oca  feroz  encarnizamiento. 

Batlie,  sobre  todo,  estaba  espantoso;  su  prisionero  tuvo  miedo  por- 
que sentía  el  rumor  de  los  pasos  de  aquél,  cada  ves  mas  próximos. 
Ciego  de  terror,  sin  saber  á  donde  dirigir  los  pasos,  encuéntrase  al 
borde  de  un  barranco»  ó  mejor  diremos  de  un  abismo.  Mu  ni  aun 
por  esto  se  detiene:  á  vida  ó  4  muerte  se  precipita  en  Al:  Jaime  Ent- 
ile que  había  estendido  la  mano  para  apoderarse  nuevamente  del  pre- 
so, ve  desaparecer  A  este,  y  no  menos  ciego  se  arroja  en  pos  de  sa 
victima  al  precipicio;  tiene  la  buena  suerte  de  no  recibir  lesión  al- 
guna, y  poniéndose  de  pié  con  la  velocidad  que  le  inspira  ei  deseo  de 
venganza,  roza  con  la  punta  de  su  cuchillo  le  garganta  del  infetis 
guerrillero,  y  le  dice. 

—Aquí  mismo  no  te  doy  muerte  como  al  mas  vü  de  todos  los 
hombres,  por  tener  el  gusto  de  ver  como  se  prolonga  tu  agonía.  Pero 
no  haya  cuidado  de  que  por  esta  ves  puedas  de  nuevo  borlarme. 

T  atando  rápidamente  con  la  faja  4  su  aturdido  enemigo,  le  incor- 
poró brutalmente  y  le  dio  la  órdea  de  ponerse  en  marcha.  Al  dia 
siguiente  hacia  entrega  del  prisionero  al  militar  que  lauto  empello 
había  puesto  en  su  captura,  y  Batlie  recibió  su  libertad  al  mismo 
tiempo  que  el  preso  recibía  la  muerte. 

Tal  era  el  hombre  que  vino  á  parar  en  la  cárcel  <fe  Barcelona, 

>o»o  n  isi 


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WO  PMMONES 

acusado  y  sentenciada  por  uno  de  aquellos  Mitos  que  mas  severa- 
mente pena»  tas  leyes  y  del  cual,  sin  embargo,  parecía  que  Baülese 
.  rodaba,  según  el  cinismo  eon  que  lo  llevó  á  cabo.  Entérense,  sino, 
nuestros  lectores,  del  siguiente  breve  relato. 

AFdia  de  nuevo  la  guerra  civil  en  Gatalnia:  el  gobierno  babia 
aglomerado  numerosas  fnerzas  del  ejército  en  el  principado,  y  el  pue- 
blo de  Saos,  que  casi  puede  llamarse  un  barrio  de  Barcelona,  se  ba- 
ldaba de  continuo  ocupado  por  cuerpos  del  ejército,  sin  perjuicio  de 
que  monta*  y  llantos  estuvieran  inoesantemenle  balidos  por  las  tropas. 

Erase  en- plano  sol  del  media  día:  la  una  de  la  larde. 

El  café  del  pueblo  de  Sana  se  bailaba  muy  concurrido,  y  eaire  los 
consumidores  que  hacían  gasto  sentados  delante  de  las  mesas,  veíase 
á  ha  hombre,  joven  aaa,  de  tes  algo  curtida,  de  fisonomía  fuerte- 
mente pronunciada,  vestido  eon  el  traje  que  acostumbran  á  usar  tos 
jornaleros,  ocupado  al  parecer  en  saborear  unataia  de  cierta  pócima 
que  le  había*  servido  como  café.  De  vez  en  ciando  contemplaba 
-marcadamente  k  alguna  de  las  personas  de  la  concurrencia,  y  en  se- 
.gttkda  dirigía  la  vistea  la  puerta,  aunque  sin  manifestar  impaciencia, 
ni  tampoco  inquietud. 

Uafevefc  acertaron.  4  entrar  dos  paisanos  que  pasaron  á  situarse  en 
ana  de  las  mesas  inmediatas  á  la  puerto,  y  ninguno  de  los  concur- 
rentes se  apercibió  de  que  cambiaban  una  mirada  eon  el  solitario 
persónate  que  continuó  sorbiendo  su  taza.  Al  cabo  de  un  buen  rato, 
sacó  nuestro  hombre  un  pedazo  de  papel,  leyó  en  él  y  en  ven  baja 
algunos  nombres,  pareció  reconocer  á  varios  de  los  individuos  que 
se  bailaban  en  el  café,  y  en  seguida  dejó  su  sitie  y  se  aproximó  al 
mostrador,  siempre  con  el  papel  en  la  mano.  A  medida  que  nuestro 
hombre  verificaba  estos  movimientos,  los  dos  concurrentes  vecinos 
de  la  puerta,  se  colocaron  en  frente  de  esta,  interceptando  disimu- 
ladamente la  entrada  ó  salida*  Ninguno  de  los  parroquianos  biio  ca- 
se ó  reparó  en  semejantes  evoluciones,  hasta  tanto  que  el  del  mos- 
trador repitió  en  alta  voz  los  nombres  que  tenia  escritos  en  el  papel. 

Varios  de  los  concurrentes  levantaron  la  cabeía,  á  medida  que 
impensadamente  se  oian  llamar  por  el  desconocido. 

Guando  este  se  hubo  asegurado  de  que  se  bailaban  en  el  caíé  los 
sugetos  nombrados,  dijo  muy  tranquilo: 


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DKSUMtá.  851 

—Na  se  alarmen  Vdg  ,  sofiones:  68  osa  Mía  queme  ha  sido  comu- 
nicada por  la  autoridad,  de  parte  de  la  cual  suplico  á  Vds.  tengan  la 
bondad  de  seguirme. 

Las  personas  aludidas  permanecieron  un  instante  indecisas:  todas 
ellas  eran  bastante  acomodadas  y  muy  visibles  en  la  población;  de 
suerte  que  hasta  cierto  ponto  nada  tenia  de  particular  que  en  aoa 
época  de  disturbios  y  guerra  la  autoridad  quisiera  celebrar  ron  ellos 
una  entrevista.  A  alguno  se  hizo  estrada  la  singlar  manera  de 
hacer  la  autoridad  aquella  convocatoria,  mas  como  la  hora  y  el  si- 
tio no  eran  ciertamente  para  favorecer  intento  alguno  sospechoso, 
ninguno  de  los  llamados  dejó  de  acudir  á  la  voz  del  hombre  á  quien 
tomaron  buenamente  por  un  agente  de  la  policía. 

Ese  hombre,  sin  embargo,  era  el  terrible  Jaime  Baille.  Gomo  siem- 
pre, la  serenidad  era  la  base  de  sus  operaciones  y  la  circunstancia 
en  que  fundaba  el  buen  éxito  de  sus  temerarias  empresas. 

Coando  el  uandide  y  los  parroquianos  del  café  Hegaroa  ¿  la  puerta 
del  establecimiento,  juntáron^etes  loa  doe  individuos  que  junto  á 
aquella  habían  permanecido,  y  una  vez  en  la  calle,  tropezaron  con 
nn  pelotón  de  hombres  armados,  que  colocando  en  su  centro  A  los 
vecinos  de  Sans,  emprendieron  la  «archa  atravesando  la  calle  mayor 
del  pueblo  en  dirección  á  Espiuga*. 

Entonce*  sospecharon  las  victimas  de  los  bandoleros  si  en  lugar  de 
ser  llamadlos  por  la  autoridad,  irían  tal  ves  presos  -de  su  mandato; 
mas  como  ninguno  de  los  aprehendidos  era  enemigo  del  orden  de  co- 
sas establecido,  trataron  de  averiguar  el  melivo  que  pudo  haber  dio* 
lado  semejante  medida;  pero  el  jefe  de  (a  cuadrilla  contesté  brusca- 
mente al  primero  que  trató  de  hacer  semejante  interpelación: 

— (Silencio!  Nada  tenemos  que  decir  á  Vds.  ¡Sigan  y  callrtí!  De  lo 
contrario,  su  muerte  es  inevitable. 

Al  escuchar  semejante  lenguaje,  ninguno  de  los  prisioneros  dudó 
de  la  desgracia  que  les  había  sobrevenido.  Todos  comprendieron  que 
eran  viciimas  de  un  secuestro  y  que  únicamente  podían  salvar  su  vi- 
da mediante  poner  su  fortuna  á  disposición  de  lea  bandidos.  No  que- 
remos dar  cuenta  á  nuestros  leriores  de  los  tormentas  que  espéranos 
lamo  aquellos  desgraciados. 

Viciimas  de  mil  penalidades,  amenazado*  do  muerte  coattauamen- 


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tM  nmon$ 

te,  acerrados  en  un  estrecho  espacio  abierto  en  la*  parad*  de  un 
posa!  obligado»  á  suscribir  toda  suerte  de  reclamaeiones  dirigidas  k 
sus  familias  para  que  de  lodos  modos  reunieran  la  cantidad  que  les 
bandidos  habían  exigido  por  su  rescate;  permanecieron  dorante  oía 
porción  de  dias  inciertos  respecto  de  los  minutos  que  les  restaban  de 
vida.  Finalmente  vino  el  dinero,  y  el  rescate  se  efectuó  conforme  ha- 
bía prometido  el  capitán  de  la  cuadrilla,  que  ya  bemos  dicho  era 
hombre  para  cumplir  una  palabra  empellada. 

Este  delito  fué  el  último  que  4  Batlle  le  fué  dable  cometer  en  este 
mundo.  Descubiertos  los  autores  del  secuestro,  se  les  siguió  la  pista 
muy  de  cerca,  á  fin  de  proceder  en  un  momento  dado  á  la  captura  de 
todos  ellos. 

Asi  pudo  conseguirse:  la  captura  mas  difícil  fué  la  de  Batlle:  10 
dftdaba  del  castigo  que  le  seria  impuesto,  ni  era  hombre  para  dejarse 
prender  impunemente.  Encontrábase  en  el  pueblo  de  Arenys  de  Mar, 
y  mientras  la  policía  y  la  fuerza  armada  llamaban  á  la  puerta  de  su 
c*sa  apenas  llegada  la  hora  del  alba,  el  célebre  capitán  de  ladrones  se 
escapaba  por  la  azotea,  procurando  ganar  la  puerta  de  un  terrado  que 
i  él  le  constaba  encontraría  abierta,  y  por  cuya  escalera  contaba  salir 
&  la  rieradel  pueblo:  una  vez  en  campo  raso,  la  ventaja  estaba  de  parte 
de  Batlle,  que  en  ligereza  de  piernas  no  conocía  ciertamente  igual.  Mas 
el  bandido  habia  echado  la  cuenta  sin  la  huéspeda:  las  azoteas  se  ha- 
llaban ocupadas  por  los  agentes  de  la  autoridad  y  no  pudo  tomar  to- 
da la  delantera  que  en  otro  caso  le  hubiera  casi  garantido  la  impuni- 
dad. Aun  asi  atravesó  la  riera  y  una  parte  del  pueblo  hasta  llegar  4 
una  cuesta  que  hay  en  el  camino  de  Mataré,  en  cuyo  punto,  y  por  e  1 
mucho  temor  que  existia  de  que  se  escapara,  se  le  hizo  fuego  por  sus 
perseguidores.  Alcanzóle  una  de  las  balas,  creemos  que  en  una  pier- 
na, y  dando  con  él  en  el  suelo,  pudieron  los  mozo»  de  La  escuadra 
y  polizontes  asegurar  su  persona,  aunque  no  sin  que  el  herido  les 
hubiese  hecho  espeiimentar  algún  descalabro,  Herno»  oído  asegurar 
que  uno  de  aquellos  murió  en  el  hospital  militar  de  resultas  de  una 
patada  que  recibió  en  el  pecho,  descargada  por  el  herido  y  con  la 
pierna  herida,  á  mayor  abundamiento. 

La  cuadrilla  entera,  autores,  cómplices  y  encubridores  del  secues- 
tro de  Sana,  ingresó  en  la  cárcel  de  Barcelona. 


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m  nmott  mi 

Jamás,  no  duda,  se  haa  lomado  ton  tiro  pro*  las  precaoeienet 
da  seguridad  que  con  Batlle  se  lomaron,  pues  de  él  decía  la  tana,  y 
él  mismo  hacia  alarde  de  ello,  que  había  de  escaparse  aun  de  «áci- 
ma del  cadalso.  Pusiéronle  en  un  calabozo  especial  y  separado  desús 
cempafieros,  con  centinela  de  vista  y  cargado  de  grillos  y  esposas  por 
añadidura,  Injo  de  rigor  que  debe  emplearse  fañosamente  en  (oda 
cárcel  que  no  tiene  garantías  de  seguridad. 

La  causa  de  Balite  y  sus  cómplices  no  fué  de  larga  duración,  como 
no  lo  son  generalmente  las  que  se  confian  á  la  instrucción  y  Mío  de 
los  Consejos  de  guerra.  El  que  se  constituyó  al  efecto,  celebró  el  arte 
público  de  la  vista  en  el  local  qae  hoy  ocupa  el  Banco  de  Barcelona. 
Balite  se  presentó  ante  sus  jueces  eon  incomprensible  serenidad:  sa- 
ludó á  varios  conocidos  que  tenia  entre  la  concurrencia,  y  á  pesar  del 
mocho  hierro  con  que  se  le  había  tenido  en  su  encierro,  parte  del 
cual  continuaba  usando,  caminaba  con  mucha  soltura  y  al  terminarse 
el  consejo  subió  de  un  solo  brinco  á  la  tartana  en  que  fué  restituido 
á  la  cárcel,  acompañado  por  un  gran  número  de  agentes  de  policía. 

E1  (alio  del  tribunal  ya  le  hemos  indicado  antes:  once  individuos, 
Jaime  Batlle  á  la  cabeza,  fueron  condenados  á  la  última  pena,  que 
debían  sufrir  y  sufrieron  cuatro  en  Barcelona,  cuatro  al  dia  siguien- 
te en  Saos,  por  s*r  el  pueblo  donde  se  verificó  el  secuestro,  y  loa  tres 
restantes  en  Badalona,  por  encontrarse  en  su  término  la  casa  de  cana* 
po  junto  á  la  cual  existía  el  pozo  en  que  los  secuestrados  sufrieron  la 
mas  terrible  de  las  calamidades,  el  mas  cruel  de  los  suplicios. 

Todo  el  mundo  se  figuraba  que  la  muerte  de  Balde  seria  acompa- 
ñada de  muchas  circunstancias  que  la  harían  célebre.  Hombre  había 
que  cootaba  desde  luego  y  hubiera  empeñado  una  apuesta  en  su  fc- 
vw\  con  que  la  victima  se  agarraría  á  brazo  partido  con  el  verdugo, 
en  cual  caso  nadie  sospechaba  que  le  correspondiera  ¿Batlle  la  par- 
te de  la  derrota.  Esto  hizo  que  acudiera  un  gentío  inmenso  al  campo 
de  las  ejecuciones,  y  que  el  afán  por  conocer  á  Batlle  se  tradujera  c* 
el  hecho  repugnan  le  de  alquilarse  sillas  y  bancos  en  la  carrera  que 
debía  recorrer  el  fúnebre  cortejo. 

T  sin  embargo,  todos  los  curiosos,  incluyendo  en  eete  número  el 
de  los  aatigoe  de  la  tragedia  real  de  la  sociedad  humana,  se  llevaron 
un  solemnísimo  chasco.  Batlle  fué  al  cadalso  como  pudiera  el  mas 


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154  «USlONiS 

cobarde  de  los  hombres.  Generalmente  no  son  los  ladrones  y  aseemos 
de  profesión  los  qae  descuellan  por  su  serenidad  en  tan  angustiosos 
momentos. 

Habíanse  tomado  medidas  eslraordinarias  respecto  al  capitán  de  les 
bandoleros.  Fué  conducido  al  suplicio  en  una  silla  de  raqueta,  á  la 
cual  se  sujetó  tan  fuertemente  su  cuerpo  que  apenas  quedábale  mo- 
vimiento en  la  cabeza,  la  cual  traía  caida  sobre  el  pecho,  con  mues- 
tras de  grande  abatimiento.  Para  subir  ai  cadalso  tuyo  que  ser  au- 
siliado  por  los  acompañantes  y  su  muerte  no  fué  acompafiada  de  acto 
alguno  de  valor  ó  de  desesperación. 

El  vulgo,  que  no  podía  acostumbrarse  á  semejante  decepción  y  que 
habia  acudido  al  sangriento  espectáculo  muy  creído  de  que  cuando 
menos  presenciaría  un  temblor  de  tierra  ó  una  lucha  parecida  á  la 
de  los  perros  que  en  la  plaza  sujetan  al  furioso  loro,  buscó  una  razón 
estraordinaria  para  esplicarse  aquel  desengaño. 

Entonces  empezó  á  cundir  la  voz  de  que  Jaime  Bal  I  le  había  sido 
narcotizado  antes  de  ir  al  suplicio. 

No  era  necesaria  semejante  precaución:  el  gran  narcótico  que  le 
tenia  aterrado  era  el  peso  de  sus  muchos  crímenes,  que  le  hacia  do- 
blar la  frente,  sobrecargada  por  el  remordimiento.  £1  pasado  de  Jai- 
me Batí  le  se  levantaba  completo  ante  sus  ojos,  lleno  de  espectros 
ensangrentados  que  le  maldecían  en  aquella  hora  suprema.  ¿Se  nece- 
sitaba mas  para  aterrar  á  un  hombre  que  ni  aun  de  su  arrepenti- 
miento podia  estar  seguro? 

También  ha  presenciado  la  cárcel  de  Barcelona  actos  de  evasión 
que  sorprenden  por  lo  arriesgados. 

Ta  hemos  dicho  que  los  cuartos  de  incomunicados  se  hallan  en  el 
último  piso,  es  decir,  á  unos  cien  palmos  de  elevación  sobre  el  nivel 
de  la  calle.  Consisten  en  unas  habitaciones  cuadrilongas,  cerradas  con 
una  puerta  muy  maciza  y  una  reja  que  defiende  la  ventana  por  don- 
de recibe  la  estancia  luz  y  ventilación.  Gomo  es  natural,  cada  preso 
incomunicado  ocupa  una  de  estas  estancias,  y  las  que  se  encuentran 
desocupadas  se  hallan  algunas  veces  con  ia  puerta  abierta.  La  pared 
esterior  de  esos  cuartos  de  incomunicación  es  de  piedra  sillería  y  de 
un  espesor  de  mas  de  dos  palmos.  A  mayor  abundamiento  se  ejerce 
una  gran  vigilancia  sobre  los  reos  que  se  hallan  en  el  primer  período 


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DE  EUROPA.  188 

del  sumario  de  sus  causas,  practicándose  en  sus  aposentos  continuos 
registros  y  uo  permitiéndoseles  retener  instrumento  alguno  de  nin- 
gún género.  Un  llavero  de  la  circe!  tiene  á  su  cargo  la  especial  vi- 
gilancia de  este  departamento,  y  de  noche  uno  de  los  serenos  de  la 
prisión  vela  de  continuo  por  la  seguridad  de  los  incomunicados. 

Ahora  bien:  en  uno  de  los  aposentos  que  hemos  descrito  se  baila- 
ba un  procesado  acusado  de  un  del  i  (o  de  poca  importancia.  Era  hom- 
bre de  mediana  edad,  de  cuerpo  enjuto,  y  de  fisonomía  que  hubiera 
podido  respirar  bondad  si  no  hubiese  sido  fácil  sorprender  en  ella  los 
signos  característicos  de  la  hipocresía 

Cuando  en  hora  avanzada  de  la  noche  se  practicó  la  última  requi- 
sa, el  preso  te  hallaba  al  parecer  durmiendo.  Al  siguiente  dia,  cuan- 
do tuvo  lugar  la  primera  visita  de  la  mañana,  hecha  apenas  el  sol 
despunta,  el  pájaro  había  abandonado  la  janla.  La  evasión  era  mila- 
grosa por  lo  estraordinaria.  ¿Cómo  tuvo  lugar?  Vamos  á  decirlo. 

El  procesado  formó  ante  todo  la  firme  resolución  de  escaparse ,  y 
empezó  por  designar  el  punto  que  debia  ofrecerle  una  salida  del 
calabazo.  Reconociendo  la  pared  esterior  de  este  echó  de  ver  que 
una  de  las  piedras  de  que  aquella  se  hallaba  construida»  er*  tan  gran- 
de que  formaba  por  si  sola  lodo  el  espesor  del  muro:  separando  esta 
piedra  de  su  sitio,  la  salida  estaba  franqueada.  La  empresa  era  ar- 
dua, y  aumentaba  las  dificultades  el  tenerse  que  llevar  á  cabo  en 
pocas  horas,  ó  sea  entre  las  que  mediaban  de  una  á  otra  requisa, 
pues  si  al  verificarse  la  primera  de  la  mafiana  el  preso  no  había  con- 
seguido fugarse,  era  imposible  que  los  guardianes  de  la  cárcel  no  se 
apercibieran  de  aquel  trabajo. 

El  i^reso  no  desistió,  sin  embargo:  faltábanle  instrumentos;  pero 
á  lodo  suple  el  ingenio,  la  perseverancia  v  sobre  todo  la  inmensa 
fuerza  de  la  voluntad.  El  preso  se  apercibió  de  que  una  de  las  visa- 
gras  de  la  ventana  se  hallaba  algo  desclavada:  arrancóla  con  un  pe- 
quen» esfuerzo,  y  respiró  satisfecho.  Ta  tenia  el  deseado  instrumento. 

Con  una  ligereza  «in  igual  empezó  acto  continuo  la  operación  de 
descalzar  la  gran  piedra,  y  reduciendo  á  polvo  la  cal  de  las  junturas 
con  una  destreza  particular,  en  breves  horas  de  trabajo  removió  la 
piedra  de  su  sitio,  y  empujándola  con  fuerza,  la  separó  del  muro,  de- 
jando espedilo  el  boquete  por  donde  debia  deslizar  su  cuerpo. 


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9%$  nUfflONSS 

Hiaolo  asi,  con  efecto;  pero  aun  cuando  tuviera  conseguida  la  ope- 
ración mas  larga,  no  tenia  vencida  la  mu  difícil  y  amagada:  los 
coartes  dt  incomunicados  abren  sobre  no  terrado  de  la  altura  que 
antes  hemos  dicho:  ¿cómo  descolgarse  á  la  calle  sin  escala,  sin  me* 
dios,  sta  cnerda  siquiera?...  ¿una  cnerda?  Nuestro  hombre  la  encon- 
tró en  breves  instantes,  es  decir  reunió  los  materiales  y  fabricó  la 
indispensable  soga  en  pocos  momentos.  Hé  aquí  la  manera. 

Penetró  en  los  calabobos  vecinos  que  halló  abiertos,  y  apoderándo- 
se de  dos  ó  tres  petates  ó  felpudos,  qne  allí  se  encontraban  á  dispo- 
sición de  los  presos  que  pasaran  á  ocupar  el  departamento  de  ínco- 
la anteados,  hizo  tiras  de  ellos,  y  anudándolas  magistralmenta,  obtuvo 
una  cuerda  decaparlo  batflanle  larga,  si  no  para  llegar  al  suelo,  á  lo 
menos  para  disminuir  considerablemente  la  altura  desde  la  cual  es- 
taba resucito  á  precipitarse. 

Entonces  ató  un  estremo  de  esa  soga  á  uno  de  los  ángulos  del  ter- 
rado,  y  agarrado  á  ese  endeble  medio  de  salvación,  salió  al  lado  que 
constituye  el  frontis  de  la  cárcel  y  quedó  suspendido  á  cien  palmos  A» 
elevación. 

Dn  minuto  después,  un  siglo  para  el  fugitivo,  daba  este  un  salto 
desde  el  estremo  de  la  cuerda  al  suelo,  y  aunque  desolladas  las  ma- 
nos y  desgarradas  las  vestiduras,  tomó  tierra  sin  lesión  alguna  de  gra- 
vedad, y  lo  que  es  mas  raro,  sin  haber  llamado  la  atención  del  cen- 
tinela, colocado  junto  á  la  puerta  de  entrada  de  la  cárcel. 

Al  descubrirse  la  evasión,  nadie  hubiera  atinado  en  los  medios,  á 
no  ser  porqué  los  vestigios  permanecían  de  manifiesto. 

Esta  evasión  y  la  que  veriQcó  Tarros  desde  lo  alto  de  la  torre  de  la 
cindadela,  son  ciertamente  las  mas  arriesgadas  que  han  acontecido 
sin  duda  en  las  prisiones  de  Barcelona.  Pero  la  de  Tarrea  tiene  una 
esplicacion:  el  procesado  arriesgaba  la  vida  en  defensa  de  la  vida 
^  misma;  al  paso  que  el  preso  de  la  cárcel  lo  era  por  un  delito  de  mu- 
<cha  mas  escasa  importancia. 

¿Cómo  se  esplica,  pues,  que  corriera  sin  necesidad  tan  inminente  y 
mortal  peligro? 

Se  esplica  de  una  manera  muy  fácil.  El  fugitivo  se  hallaba  real- 
mente procesado  por  un  delito  de  escasa  importancia;  pero  se  hallaba 
temeroso  de  que  viniera  el  tribunal  en  descubrimiento  de  un  cúmulo 


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MfcWOTA.  W¡ 

de  (tetarlas  por  él  obradas  y  que  un  no  constaban  en  el  proceso. 
El  descnbrióndoee  la  verdad,  lo  ñas  temible  para  el  preso  era  iue 
recayeras  eoitra  él  un  sin  fn  de  sentencias  qae  le  privasen  jimias 
de  libertad  para  el  resto  de  sos  días. 

Sin  embargo,  la  escapatoria,  tan  peligrosamente  llerada  4  cabo,  no 
impidió  que  aqael  temor  se  realizase.  El  fugitivo  cayé  Meramente 
en  manos  de  la  justicia,  y  conducido  de  nievo  á  la  cárcel,  instruyé- 
ronse sucesivamente  contra  él  una  porción  de  sinarios.  T  fué  lo  mas 
particular  del  caso,  que  este  hombre,  casado  y  con  un  hijo,  segnn  en 
que  cansas  era  reconocido  por  sis  parientes,  y  en  otras  causas  era 
negado  por  estos,  obedeciendo  sin  duda  á  las  instrucciones  del  preso, 
ubre  quien  debía  ejercerse  ma  especial  vigilancia,  pues  harto  había 
demostrado  de  que  empresas  era  capaz  á  trueque  de  recobrar  si  li- 
bertad. 

El  éltea  de  los  personajes  notables  q^e  ha  salido  de  la  cárcel  de 
iarcekma  para  el  cadalso  es  el  llamado  José  Barceló.  Su  importancia 
no  nace  verdaderamente  del  delito  por  el  cual  fué  penado,  sino  del 
ascendiente  que  ejercía  sobre  las  masas  obreras  de  la  ciudad ,  de  las 
cuales  era  otro  de  los  representantes,  y  además  capitán  de  uo$  de  los 
batallones  de  la  Milicia  nacional  á  la  sazón  organizada.  La  ejecución 
de  este  procesado  toé  in  verdadero  acontecimiento  en  los  anales  del 
cadalso. 

José  Barceló  era  de  oficio  hilador:  durante  las  triste*  épocas  en  que 
ames  de  fábricas  y  operarios  habían  permanecido  divididos  á  cont- 
enencia de  ciertas  condiciones  del  trabajo,  Barceló  habia  figurado  en 
primera  linea,  hasta  el  punto  de  creérsele  una  potencia  por  su  influjo 
entre  sus  compañeros.  Esto  le  habia  vslido  la  amistad  de  unos  y  la 
animadversión  de  otros;  al  pa»o  que  una  popularidad  bastante  para 
que  se  conociera  en  teda  Gatalufia  la  existencia  del  humilde  hilador. 

En  estas  circunstancias  ocurrió  un  hecho  de  esos  que  escandalizan 
á  la  humanidad  y  exigen  de  la  ley  una  represión  enérgica  y  pronta, 
se  pena  de  que  la  sociedad  alarmada  &e  sien  la  conmover  en  sus  ci- 
mientes. 

Una  partida  de  malhechores  penetró  de  noche  en  la  ma*f  a  de  San 
Jaume,  término  de  Olesa,  y  asaltando  á  sos  moradores,  cometió  el 
acio  bárbaro  de  poner  al  fa^o  k  lo*  padre  >  hijo  Sanan  ja,  &  fin  de 

TOMO  U.  K»  H 


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*«s  muñóme* 

obligarle*  á  Mear  cuanto  dinero  apetecían  los  bandidos.  Llevóse  acabo 
el  robo,  murió  de  resaltas  de  las  quemadoras  el  hijo  Sanauja,  llegó  el 
padre  alas  puertas  de  la  muerte,  y  ana  familia  honrada;  pocos  dias 
antes  feliz  y  contenta,  se  vio  de  repente  cubierta  de  lato,  con  la  alie- 
do*  retratada  en  el  semblante  y  el  dolor  mas  acerbo  en  el  como*. 

Para  verificar  dicho  crimen  valiéronse  los  bandidos  de  un  medio 
harto  segare.  Procuráronse  trajes  y  armas  iguales  á  las  usadas  por 
los  mozos  de  la  escuadra,  y  fingiéndose  tales,  penetraron  fácilmente 
en  la  casa  que  pretendían  robar. 

No  hay  que  decir  que  los  mozos  déla  escuadra  verdaderas,  al 
vera  mistificado*  con  tan  perversa  intención,  pusieron  de  su  parte 
««antas  medidas  emplean  en  semejantes  casos  para  apoderarse  de  tes 
criminales. 

A  los  pacas,  días  y  á  tiempo  qae  un  hombre  bien  puesto  sfcKa  de 
uno  de  ios  calés  de  la  eatte  del  Conde  del  Asalto, aproximáreneele 
dos  desconocidos,  cogiéronse^  del  brazo  con  lodo  disimulo,  y  le  di- 
jeron al  oído:  \  '•  '  ]  ■    j 

— Slgaias  V;,  y  si  se  registe  *  profiere  la- menor  tez,  sepa  que  te- 
nemos orden  de  matarle. 

Los  dos  desconocidos  eran  dos  motos  de  la  escuadra;  el  concur- 
rente deleafé  era  loan  Poyo¿  caudillo  de  les  ladrones  que  robaron  y 
asesinaron  en  la  masía  de  San  Jaume. 

El  Mo  de  la  trató*  estaba  en  froder  de*  comandante  de  loa  toó- 
les, j  sucestt&rneMe  fueron  presos  cuántos  taditidues  habían  con- 
currido al  hecho  crimina)  que  habla  consternado  y  eseaudalfeade  i 
cuantos  de  él  tuvieron  noticia. 

Los  presos  fueron  entregados  k  la  comisión  militar,  que  procedió 
contra  ellos  según  ordenanza.  Veinte  y  tres  dias  después  de  cometido 
el  delito  y  siete  días  despuéé  de  verificadas  las  üfttmas  prisiones,  el 
consejo  de  guerra  profería  sentencia  de  muerte  contra  luán  Poyo, 
Matías  Valdepente,  fe&é  Duran,  Francisco  Arquer,  Jaime  Iteras, 
Antonio  Agüitó,  y  Antonio  Geis.  El  ptiopio  día  ti  de  abril  en  que  se 
dictó  la  sentencia,  trié  pasada  la  causa  al  capitón  general  para  su 
aprobación:  dióla  aquella  autoridad  el  2J,  y  el  18  toé  notificada  á 
los  reos,  que  fueron  ajusticiados,  cuatro  el  día  M  en  Barcelona  y  fres 
en  Olesa  do  Montserrat. 


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ni  mota  su 

Paro  ano  no  bahía  terminado  asta  femase  proceso.  Siete  sstttaaeies 
de  muerte  no  eran  bastantes  para  ejemplar  castigo.  Faltaba  castigar 
á  nao  de  los  que  se  decían  principales  anteras:  la  confidencia  le  ka* 
bta  designado  como  tal  antes  de  perpetrarse  el  crimen»  y  mies  de 
los  conreos  le  bebían  deaoneiado  en  el  trance  horrible  de  hallarse  en 
la  áMiam  capilla. 

Entonces  le  tocó  el  torno  de  llamar  la  atención  péWica  al  llamado 
JoséBaroekfr. 

So  culpabilidad  se  demostraba  priaeipalaMUe  por  las  declaracio- 
nes prestadas  por  alguna  de  los  oonreos  y  ratificadas  por  satos  es- 
tando en  capilla,  aunque á  decir  lo  que  hemos  oido  cantar  k  perso- 
na qne  intervino  mny  direoiamenle  en4  descabrimienlo  y  aprehensión 
de  los  malhechores,  desde  mucho  antes  de  perpetrarse  al  dalils  se 
teoia  noticia  de  qne  Batéelo  había  sido  nao  de  los  principales  ms- 
tigndorss.  Durante  al  proceso»  el  acosado  negó  constantemente  haber 
tenido  relacionen  de  amistad  cea  Joan-Poyo,  y  este  negativa  perlinas 
fué  lal  vei  la  principal  cansa  de  su  desgracia,  pues  justificadas  ple- 
namente aquellas  relaciones*  no  podo  dar  aspücacion  pknstble  de 
su  negación. 

Bauidos  los  antecedentes  qne  se  creyeron  bastantes  para  sospechar 
la  culpabilidad  de  Barcal*,  as  did*  contra  él  «ule  do  ¿optara,  eem- 
pliéndose  de  la  manera  siguientes 

Era  una  alta  hora  do  la  noche;  dos»  personaje*  nenian  departiendo 
por  la  calle  denominada  Arco  del  Teatro,  ciando  apreatrnáadeseles 
algnnos  ageetes  de  policía,  dijo  uno  de  estos: 

—¡Alto  por  la  Reioal 

Al  oírte  estas  palabras,  las  personas  i  quien*»  iban  dirigidas  echa- 
ron  k  correr  precipitadamente,  y  al  llegar  junto  á  la  calle  da  la  Pata- 
cada,  se  separaron  tomando  ana  de  ollas  la  dirección  de  la  calle  de 
San  Olegario,  y  la  otra  la  de  la  caite  de  Barbará.  El  primero  do  estos 
dos  personajes  nunca  be  podido  averiguarse  quien  era:  el  segoado  y 
mas  tenasamnte  perseguido  por  la  pálida,  era  José  Baroeló,  quien 
al  parecer  tenia  mny  poderosos  motivos  para  no  darse  preso. 

Viendo  los  agentes  qne  le  daban  casa  qne  Barceló  ganaba  cada  ves 
mas  terreno,  se  vieron  en  la  precisión  de  hacerle  fuego,  y  aunque 
no  le  alcansaron  los  proyectiles,  bastó  el  estampido  para  llamar  Ja 


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«**  KlitOWtt 

atención,  del  setena  del  bemo.de  dicha  caitey  quien  se  ttra*etfea«l 
cajniaodel  fugitivo.  Este  se  déte**  rcpaofamente,  y  tirad»  tajos 
de  «i  upa  aau^a  de  rasarla,  qae  fué  eoupada  par  les  aféales,  seaa- 
tragó  4  dicho  serena,  dicieado: 

— |Ne  me  maíetsl  jqp  soy  ladro*! 

Pocos  días  después  comparecía  Barceló  ante  el  consto*  4a  gaeica 
que  debía  decidir  de  sa  suerte. 

Nosotros  presenciamos  el  acto,  y  aun  se  nos  figura  estar  vicaria  al 
procesado*  mozo  da  anos  treinta  afta»  de  edad*  de  figura  siaq>6tiea, 
vestido  contei  tr-aja  habitud  y  afeado  de  tageaeralidad  de  nuestras 
obreros,  y  dominada,  4  pe#ar  de  a»  grande  serenidad,  por  la  natural 
impresión  que  causa  en  un  hombre  la  comparec*&eta  ante  el  tribu- 
nal que  ha.de -decidir  de  su  suerte.  A  ese  temblor  no  se  1%  puede  lla- 
mar miedo,  6  de  olio  modo  el  maodoestá  Heno  de  oaberdes. 

Barcelé  sostuvo  el  iaJerrogatarfrqae  ae  te  brzo  sufrir  000  semai- 
dad  y  hasia  con  verbosidad,  á  pesar  de  qoe  se  le  conocía  qoe  obser- 
vaba cierta»  dificultades  pata  producirse;  ea  castellana,  y  pwcanó  ex- 
culparse lo  mejor  que  supo  y  le  meno*.  mal  qoe  pide* 

Ua  gentío  inmenso  había  invadido  la  porte  del  salón  destinada  al 
fábljeo,  y  los  «retenes  de  la»  Milicia  nacional  que  daban  légserdia 
de  la  barra  para  afuere,  se  vetea  muy  apurados  para  ceatoner  á  la 
molíilud,  no  menos  numerosa  en  lo»  patio»  y  alrededores  de  la  cár- 
cel* Yak)  hemoe  diebfr:  Barceló  era  una' persona  muy  popular,  si- 
quiera él  mismo  entendí  per  esia  palabra  uaa  cesa  muy  distinta 
de  la  que  significa.. 

£1  fiscal  pedia  contra  él  la  pena  de  muerte:  el  oonsqe  de  guerra 
se  la  impuse  per  uoMumidad  y  et  capitán  general  aprobé  inmedia- 
tamente la  senteaeia^  Bilioho  dio  esto  que  hablar  en  aqoel  entonces; 
mucbotcomeutaeio^ae  hiñeron  acerca  de  sí  el  realmente  ajusticiada 
era  elqémplwe  de  los  bandidos  del  manso  San  Jaume,  ó  etagtiadar 
de  \m  turbas  de  Gatalufia;  pero  todos  eses  cátol loe,  por  110  decir  ha- 
bladurías, se  espliean  atendido,  el  estado  de  les  ánimos  en  el  perlada 
político  á  que  nos  referimos.  Además,  todos  sabemos  que  an  conseja 
de  guerra  tolla  de  una  manera  muy  distinta  qoe  un  tribunal  de  justi- 
cia ordinario:  la  ordenanza  es  mocho  mas  severa  y  tata  qae  la  ley  de 
enjuiciamiento  criminal  vigente:  per  aquella  la  convicción  moral  se 


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N^nVI  mnWV   OH    MRMw)    y  ím  UaBrlCeíOV  BMH    w  MPimn 

pura  imfmm  la  titea  peea»  tejan  de  nueefi»  áalmfroponemeaai  á 
la»  pruebes  qae  amujabael  pvemuo,ni  tachar  deeaeataaMite  rifí*- 
pan  la  sentencia  del  tribual  militar:  pwpeteewetle  sobra  la  aetori- 
dad  de  le  cesa  juagada  para  qae  nuaca  mi  veNamos  aeatra  eHa; 
pero  lo  que  sf  deriato»  ea  que  por  lea  setos  méritos  que  arrojaba  a) 
proceae,  es  muy  probable  qoe  tro  tribunal  ordinario  ao  hubiese  cee- 
deoado  á  Barcal  4  la  ¿Urna  pana.  {Terrible  ley  de  la  aeeesidad  so- 
cial, que  «i  ciroanstaaciae  dadaa  deja  e&  auepeaeelae  garantan*  lega- 
les del  indiridoo,  &  trueque  de  evitar  malea  nayorea  y  de  eooeegufar 
que  el  prenle  y  ejemplar  caluro  ata  va  dique  para  las  faaeetae  pa- 
stease qne  se  timeluoea  pe*  loa  graadcs  crfaeneet 

La  sentencie  traía  la  feoba  del  4  de  junio  de  18BB,  y  el  5, 4  lea 
siete  de  la  amilana,  fué  notificada  al  rao,  que  acto  coolinuefo¿puee' 
to-en  capilla*  Bi  indecible  la  inquietad  y  el  iaterée  qae  «apiro  eala 
ejecución. 

Hambre  habta  que  Nevaba  su  necia  credulidad  beata  al  posto  de 
creer  qae  con  este  mativo  habría  na  ottiaociaa  popular  ea  Barce- 
lona, y  qne  bien  arrancándolo  4  viva  faena  del  peder  da  iva  gaar- 
diaaes,  bien  obligando  al  cepita»  general  i  anspendar  la  eeatenom 
para  evitar  u&cenAielo,  Barerió  ae  aaría  ajusticiado. 

La  primera  parte  de  eala  eapcfanan  era  verdaderamente  anaqai~ 
mera.  Be  la  manera  eon  qne  loa  reo*  son  oooducMoe  al  ütiaie  aaptt* 
do,  ¿ateamente  ladrieociea  da  ana  ¿aardaderee  pedria  eritarlee  la 
muerte,  y  en  cúnalo  á  dcáeccionee  de  eata  naturaleza  eat4  per  aee»~ 
teoer  la  primera.  Rl  rea  camina  entre  loa  meaaa  de  la  eaeaadra  qae 
tienen  drdaa  da  acabar  coa  Al  ea  cnanto  tensa  Inflar  te  menor  tenta- 
tiva de  libertad.  Ade<náe,  hay  qne  distinguir  entre  delitoa  de  una 
claee  y  otra.  Bl  seateadade  par  na  ctíbmi  ordinario  na  puede  po- 
ner ra  eeperaan  come  no  aea  en  Dios,  qne  riendo  su  arrepentkaien» 
to,  prenuncia  la  palabra  perdón,  al  recibir  en  av  sean  el  alaaa  del 
qne  ha  pagado  con  su  rida  la  deuda  qne  tenia  contraída  coa  le  se- 


Ea  cnanto  á  que  la  sentencia  de  BeroeW  produjera  na  eoaliota 
popular,  aa  era  tampace  teamMe*  Cualquiera  qae  habieee  oído  ha- 
blar al  pábKoo  del  reo,  desde  que  ae  supo  el  delite  per  el  cual  ae  le 


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sct  runoflts 

procesaba;  cualquiera  que  en  el  acto  del  consejo  de  guerra  hubiera 
examinado  el  aspecto  que  presentaba  el  auditorio,  como  también  los 
michos  y  numerosos  corros  que  atraídos  por  la  curiosidad  se  reunie- 
ron junto  á  la  cárcel;  hubiese  comprendido  qne  el  honrado  puebfe 
de  Barcelona  repugoa  asociar  ni  aun  sus  simpatías  al  hombre  sobre 
quien  pesa  una  acusación  por  un  delito  monstruoso. 

A  pesar  de  todo,  dicese  que  Barceló  alimentaba  una  esperanza  y 
que  hasta  tuvo  la  debilidad  imprudente  de  manifestarlo  asi  una  vez 
puesto  en  capilla.  Aun  en  este  penoso  trance  no  le  abandonó  del  todo 
su  serenidad. 

Oyó  con  bastante  calma  la  lectura  de  la  fatal  sentencia  y  se  dejó 
conducir  sin  resistencia  á  su  última  morada.  En  ella  sufrió  varias 
alternativas:  unas  veces  su  calentura  le  impulsaba  á  creerse  salvado 
por  los  que  él  creia  aun  amigos  suyos;  otras  veces  comprendía  lo 
imposible  de  su  loco  pensamiento,  y  desfallecía  á  un  tiempo  su  espe- 
ranza y  su  cuerpo. 

El  capitán  general  de  Barcelona,  no  por  temor  á  ningún  conflicto 
popular,  sino  para  evitar  un  disgusto  en  el  caso  de  que  algunos  acér- 
rimos partidarios  del  reo  quisieran  intentar  un  golpe  de  mano  inútil, 
ó  que  á  la  sombra  de  la  sentencia  se  tratase  de  alterar  el  orden  pú- 
blico, en  aquella  ocasión  amenazado  diariamente  y  sin  mas  necesi- 
dad que  la  de  un  protesto  cualquiera;  tomó  precauciones  verdade- 
ramente estraordinarias.  Junto  al  cadalso  levantado  en  el  sitio  de 
costumbre,  formaron  mayor  número  de  fuerzas  que  de  ordinario,  y 
desde  la  puerta  de  Sta.  Madrona  hasta  el  portillo  de  Isabel  II  se  ha- 
bía desplegado  un  aparato  militar  imponente. 

La  ejecución  debía  tener  lugar  á  las  siete  de  la  mafiana  ¡del  dia 
seis  de  junio. 

Barceló  comprendía  que  nada  se  habia  intentado  para  libertarle, 
por  mas  que  zumbidos  continuos  en  sus  oidos  le  remedaran  los  gritos 
de  libertad  proferidos  por  todo  un  pueblo,  que  se  preocupaba  muy 
poco  de  su  muerte. 

Reinaba  en  la  capilla  de  la  cárcel  aquel  movimiento  propio  de  la 
terminación  de  uno  de  estos  dramas. 

En  seguida  penetró  hasta  el  reo  nn  hombre  vestido  de  negro,  con 
chaqueta  y  calafiés. 


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Kirceld  saliendo  pira  el  cadalso.  (Capilla  de  la  cartel,  copiada  del  Datara).) 


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JK  EUAOPá.  MI 

Aquel  hombre  era  el  verdugo  que  venia  para  vestir  á  Barató  su 
postrar  traje,  la  horrible  hopa. 

El  reo  se  inmutó  qd  instante,  pero  se  recobré  eo  seguida:  tema 
necesidad  de  creer  que  aun  do  se  había  perdido  toda  esperanza:  ea 
ei  tránsito  desde  la  cárcel  hasla  ei  campo  de  las  ejecuciones  había 
que  recorrer  varias  calles,  alguna  de  ellas  estrecha  y  tortuosa,  á 
propósito  para  intentar  un  golpe  de  mano.  Allí  le  aguardaban  sil 
duda  sus  amigos. 

Pocos  ejemplos  encontraríamos  de  un  reo  que  se  hallase  tan  deci- 
dido á  vivir,  y  sobre  todo  tan  confiado. 

Terminado  el  acto  de  vestir  al  reo,  atado  codo  con  codo,  y  coloca- 
do en  sus  manos  el  Santo  Cristo,  el  verdugo  se  arrodilló  á  sus  pies 
y  dirigió  á  Barceló  la  acostumbrada  pregunta: 

—Hermano,  ¿me  perdonas? 

El  reo  sonrió  de  una  manera  triste,  y  la  acostumbrada  respuesta 
afirmativa  espiró  en  sus  labios. 

Luego  el  jefe  de  la  espedkion  hiiouna  sefia  y  la  Hgubre  comitiva 
se  puro  en  marcha. 

Barceló  contempló  por  la  última  vez  la  imigen  del  Cristo  y  de  la 
Dolorosa:  iba  á  llegar  el  momento  critico  y  quizás  en  su  interior  se 
acosaba  de  haber  estado  pooo  fervoroso  durante  las  postreras  horas 
de  su  vida. 

Sin  embargo,  la  convicción  de  la  muerte  no  había  aun  penetrado 
hasta  su  corazón. 

Bajó  la  escalera  peocupado,  sin  ver  á  los  que  de  él  se  despedían 
con  una  ligera  inclinación  de  cabeza,  sin  oir  tampoco  á  los  que  le 
hablaban  en  la  tierra  la  palabra  de  Dios.  Lo  que  Barceló  deseahe 
ver  es  el  aspecto  que  presentaba  el  pueblo. 

El  pueblo  invadía,  con  efecto,  las  casas  y  calles  por  donde  se  su- 
ponía había  de  pasar  el  reo.  Colocado  este  en  la  puerta  de  la  cárcel 
donde  ie  aguardaban  los  hermanos  de  la  Congregación  de  la  Sangre, 
no  pudo  contener  un  movimiento  de  orgullo  ó  de  esperanza.  Aquella 
gente  podía  haber  acudido  para  salvarle,  y  el  trecho  que  tallaba  re- 
correr hasta  el  patíbulo  era  largo.  A  la  vuelta  de  cada  esquina,  al 
paso  i!a  cada  calle,  era,  á  juicio  del  pobre  sentenciado,  muy  ftctl 
arrebatarle  del  poder  de  los  soldados.  En  una  palabra,  Bartuló  ju- 


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*64  MtI5K>ffi$ 

gaba  imposible  que  se  le  dejase  Morir  como  á  un  critónal  migar. 

Así  fué  que  al  llegar  a)  dintel  de  la  puerta,  tordo  el  reo  maqui- 
mímenle  á  mano  derecha  para  seguir  el  corso  ordinariamente  recor- 
rido; pero  advirtiéronle  que  debia  torcer  á  la  izquierda  y  seguir  una 
carrera  mucho  mas  breve. 

£1  capitán  general,  por  Tía  de  precaución  é  impedir  que  unos 
enantes  ilusos  se  comprometieran  U\  vez  imprudentemente,  había 
dispuesto  que  en  lugar  de  recorrer  el  fúnebre  cortejo  las  calles  nece- 
sarias para  salir  de  la  ciudad  por  la  puerta  de  San  Antonio,  salieran 
directamente  por  el  boquete  que  permitía  abrir  las  derruidas  mura- 
llas junio  A  la  cárcel,  de  suerte  que  en  dando  unos  muy  pocos  pasos 
se  salia  al  campo  directamente. 

Guando  Barceló  se  hubo  apercibido  de  este  cambio,  esperüftentó 
una  sensación  imposible  de  definir.  Era  el  desvanecimiento  de  la  úl- 
tima esperanza  que  le  unía  á  la  vida.  Desde  aquel  punto  se  dio  por 
muerto. 

I  Misera  condición  de  la  humanidad !  Aquel  hombre  que,  aun  en- 
cadenado dentro  de  la  última  capilla  se  suponía  asaz  influyente  para 
ser  protesto  de  una  conmoción  popufar,  no  habia  sabido  comprender 
que  los  encargado*  de  llevar  á  cumplimiento  la  sentencia  tomarían 
por  su  parto  las  medidas  necesarias  para  impedir  la  esplosion  de  un 
descontento  que  en  realidad  no  existía.  Semejante  creencia  era  la  ne- 
gación de  su  propia  importancia. 

Una  vez  en  el  campo,  una  vez  enterado  de  las  precauciones  de  se- 
guridad que  se  habían  tomado,  Barceló  ya  no  vio  otra  cosa  que  el 
cadalso.  En  este  momento  se  confundió  con  la  generalidad  de  aque- 
llos de  sus  predecesores  que  han  tenido  la  desgracia  de  recorrer  tan 
sangrienta  vía.  En  semejante  caso  no  hay  valor  alguno  que  valga: 
hay  una  calentura  que  recorre  el  cuerpo  como  pudiera  una  llamara- 
da, y  que  unas  veces  se  revela  por  medio  de  involuntarios  actos  de 
cinismo  y  de  falsa  entereza,  y  otras  veces  causa  un  abatimiento  pro* 
fiando,  un  desfallecimiento  que  priva  de  toda  sensibilidad  y  hasta  de 
formular  un  simple  concepto  con  precisión.  El  alma  parece  haber 
abandonado  antes  de  tiempo  al  cuerpo,  la  inteligencia  se  atrofia;  que- 
da únicamente  el  instinto  y  el  movimiento,  material  algunas  veces. 

Barceló  no  recayó  en  estremo  alguno:  prosiguió  su  marcha  sin  ha- 


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DI  SUSOFA.  MI 

cene  notable  en  cosa  alguna,  y  al  pié  del  cadalso  recibió  los  postre- 
ros ansilios  de  la  religión,  que  nunca  había  rehusado,  ni  aun  coando 
abrigaba  quiméricas  esperan  xas. 

En  seguida  subió  al  fúnebre  tablado,  sentóse  en  la  falal  banqueta, 
hizo  ademan  de  querer  ayudar  al  verdugo  en  los  terribles  preparati- 
vos de  su  ministerio,  y  un  momento  después  había  dejado  de  existir. 

Ningún  movimiento  estraordinario,  ningún  grito  subversivo  se  oyó 
doran  lo  la  <  jecucion  de  la  sentencia.  Nada  tampoco  con  posterioridad 
á  ella  que  pudiera  justificar  las  esperanzas  del  reo.  La  importancia 
de  Barcf  ló  el  hilador  había  desaparecido  cuando  el  público  vio  en  él 
á  un  mero  cómplice  de  unos  criminales  ordinarios. 

Aquí  debemos  terminar  la  historia  de  la  cárcel  actual  de  Barcelo- 
na. Cnanto  ha  acontecido  en  ella  posteriormente,  tiene  muy  poco  in- 
terés para  el  lector.  En  la  actualidad  existe  dentro  de  sus  muros  un 
preso  que  durante  algunos  dias  consiguió  escitar  la  atención  pública 
de  una  manera  prodigiosa.  Nos  referimos  á  la  persona  que  se  halla 
procesada  por  suponérsela  autora  de  usurpación  del  estado  civil  de 
D.  Claudio  Fontanellas, 

Falla  qoe  en  esla  causa  recaiga  una  sentencia  definitiva :  he  aquí 
el  motivo  porque  no  queremos  ocuparnos  de  ella. 

Lo  único  que  podemos  decir  es  que  el  acusado  dista  mucho  de  ser 
un  hombre  estraordinario  bajo  ningún  concepto.  Inocente  ó  culpable, 
que  esto  no  lo  sabremos  hasta  definitiva,  ninguna  circunstancia  per- 
sonal reúne  que  pueda  justificar  la  fama  que  un  delito  le  ha  hecho 
adquirir.  Vendrá  por  último  una  sentencia,  y  es  muy  probable  que 
no  por  esto  rectificarán  gran  cosa  las  opiniones:  para  unos  siempre 
será  Feliu,  para  otros  será  Fontanellas  siempre. 

¿Y  para  nosotros?... 

Lo  diremos  francamente. 

Para  nosotros,  hasta  tanto  que  Dios  se  tome  el  trabajo  de  dictar 
por  si  mismo  los  fallos,  diremos  que  la  sociedad  debe  respetar,  sope- 
ña de  general  trastorno,  las  semencias  dictadas  por  los  tribunales  de 

la  nación. 

Máruil  Angelo*. 

MN  Mt  LA»  CAaCBLBS  DS  SARCSLORA. 

íes 


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T  eaj<  á  \*  pies  de  apella  Mjer..*. 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 


SAN  LÁZARO. 


fan  Lázaro,  convento.— Casa  de  correeek».— Cáreel  revolucionaria.--  Registros.  — 
Causis  geoerales  de  encarcelamiento. — Número  de  presos  eotrados  basta  el  11  llu- 
vioso.— Pormenores  sobre  la  traslscioo.  —Trasladados  de  Bieetre. — Sublevación. — 
Arenga  de  flenrict. — Descripción  de  la  cárcel.— Régimen. — Cange,  encargado  de 
San  Láiarj— Ronsin.— Deffienx.— Vincent.— Anacarsis.  Ckxrts.— Conspiración  de 
las  cárceles. — Medidas  severas. — Complot  en  San  Lásaro.— Toobert,  Mamáis, 
Coqnery,  Pepio.— Desgrooltes. — Robioet,  denuncia  dores.»  El  barón  de  Trenck 
Roocher. — So  correspondencia. — Andrés  Chénier. — La  verdad  sobre  m  cautiverio 
y  muerte. — Los  hermanos  Tradaiae.— La  señora  Laudáis.— fin  de  la  cárcel  re- 
volucionaria. 

El  convento  de  San  Lázaro,  establecido  en  el  mismo  sitio  en  que 
actualmente  existe  la  cárcel  del  mismo  nombre,  en  el  eslremo  del 
arrabal  de  Saint- Den  is,  servia  á  la  vez  de  hospital  y  escuela  á  los 
enfermos,  de  casa  de  corrección  á  los  jóvenes  y  de  asilo  á  las  perso- 
nas piadosas.  Todo  el  espacio  que  ahora  abraza  aquel  bello  y  nievo 
cuartel,  que  se  levanta  en  la  plaza  de  Lafayette,  en  el  estremo  de  la 
calle  de  Hautevil.e,  aquel  inmenso  espacio  que  todavía  conserva  el 
nombre  de  cercado  de  San  Lázaro,  dependía  de  aquella  rica  comu- 
nidad. 

El  13  de  julio  de  1789,  dia  en  que  el  pueblo  parisiense  asaltó  las 


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Stt  PIISIOHES 

cáreeleB  en  busca  de  combatiente  entre  loe  presos  politices,  ó  per 
deudas;  acudió  también  al  convento  de  los  lazaristas  en  demanda  de 
trigo.  Resistiéronse  los  religiosos  bajo  el  pretexto  de  que  únicamen- 
te  tenían  trigo  para  su  consumo;  mas  el  pueblo,  sin  dar  oídos  á  se- 
mejante escusa,  invade  aquella  vasta  morada,  encuentra  grandes  al- 
macenes de  trigo,  carga  cincuenta  y  dos  carros,  y  los  conduce  á  los 
mercados.  Excitado  al  propio  tiempo  por  la  resistencia  de  los  religio- 
sos, saquea  las  repletas  bodegas  de  los  buenos  padres,  entrégase  á  la 
embriaguez  é  incendia  sus  trojes.  No  tardó  en  estinguirse  el  fuego; 
mas  desde  aquel  dia,  temorososlos  lazaristas,  evadiéronse  de  su  con- 
vento esperando  la  victoria  de  uno  de  los  bandos  en  la  empeñada  lo- 
cha del  pueblo  contra  la  monarquía.  Sin  embargo,  no  se  mantuvie- 
ron del  todo  impasibles  espectadores;  puesto  que,  k  pesar  del  decreto 
de  13  de  febrero  de  1790,  continuaron  viviendo  en  comunidad,  según 
se  vé  en  el  periódico  de  Proudhomme,  Las  Revoluciones  de  París,  ea 
el  número  142,  de  fecha  del  24  al  31  de  marzo  de  1792,  en  el  artí- 
culo siguiente: 

Aristocracia  permanente  de  los  lazaristas  de  París. 

«Al  denunciar  á  la  indignación  pública  á  ésos  frailo  tes  lazaristas 
del  barrio  de  Saint-Denis,  creemos  haber  cumplido  con  un  deber  de 
oonciencia:  la  bendecida  casa  es  una  guarida  de  aristócratas.  Uno  de 
estos  días  esos  buenos  padres  echaron  á  la  calle,  á  las  doce  de  la 
noche,  á  una  porción  de  jóvenes  sacerdotes  de  su  comunidad,  eo  cas- 
tigo de  haber  leído  juntos  el  periódico  Las  Revoluciones  de  París,  y 
de  titularse  amigos  de  la  constitución,  instigados  por  el  club  de  los 
jacobinos.  No  obstante,  los  expulsados,  casi  desnudos,  sin  asilo  ni 
recurso  alguno,  fueron  acogidos  por  un  posadero  de  ia  calle  Beurg- 
l'Abbé,  el  cual  no  se  condujo  según  sus  deseos;  puesto  que  al  siguien- 
te dia  dirigióles  á  un  fuldense,  empleado  subalterno,  que  no  dio  oí- 
dos k  sus  reclamaciones.» 

Los  lazaristas  viéronse  después  forzados  á  desocupar  el  convento: 
la  nación  se  apoderó  de  él,  luciéronse  precipitadamente  algunas  re- 
paraciones, y  la  municipalidad  lo  habilitó  para  cárcel.  Este  edificio 
reunía  ya  en  si  todas  las  principales  condiciones  que  un  estableci- 
miento de  semejante  naturaleza  exige;  de  suerte  que  apenas  esperi* 


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DI  WU0T4  Mt 

manió  cambio  alguna;  oeldaa,  refectorio,  patio,  todo  estaba  ya  cons  - 
traído»  baria  «alabara  para  castigo  de  los  detenidos  en  la  casa  de 
oorreeetoft. 

No  vamos  á  ocuparnos  de  San  Láxaro  bajo  este  aspecto. 

Considerado  como  cárcel,  su  verdadero  origen  se  remonta  4  la 
época  revolucionaria  del  26  nevoso,  affo  2.\  época  desde  la  cnal  lo 
vamos  á  tomar. 

En  los  archivos  de  la  prefectura  de  policía  existen  dos  registros 
completas  de  la  cárcel  revolucionaria  de  San  Lázaro. 

El  primero,  pequefio  y  sin  columnas  en  sus  hojas,  menciona  el 
nombre  del  preso,  su  calabozo,  la  fecha  de  su  entrada,  la  de  su  sa- 
lida, y  la  érden  en  virtud  de  la  cual  consta  en  el  registro.  Cada 
asiente  lieva  su  número  de  orden  que  comienza  el  dia  29  nevoso, 
alio  2.*,  con  el  némero  t,  y  concluye  con  el  878.  Con  este  mismo 
número  de  orden  de  los  asientos  se  encabeza  el  gran  registro,  que 
contiene  todas  las  indicaciones  comunes  de  las  columnas  impresas: 
está  foliado  y  rubricado,  y  además,  hay  un  resumen  diario  de  los 
presos  existentes  hasta  la  fecha  24  brumario,  alio  3/,  época  en  que 
se  la  destinó  á  un  objeto  particular. 

Si  no  hemos  hallado  en  los  asientos  del  primer  registro,  que  solo 
doró  dos  mese»,  tantos  datos  como  en  el  secundo,  no  debemos  echar 
4  menos  este  vacio,  puesto  que  ya  podemos  dar  exacta  cuenta  del 
número  de  presos  y  de  su  suerte,  duranto  el  periodo  revolucionario. 

Los  motivos  de  encarnamiento  mas  comunes  en  el  grao  registro 
son:  por  sospechosas,— por  muy  sospechosas,— por  ser  pariente  de 
algún  emigrado,— por  la  tranquilidad  generalf—por  causa  descono- 
cida,— hasta  nueva  arden. 

Estos  son  los  motivos  que  han  servido  de  pretexto  á  los  que  han 
escrita  acerca  la  cárcel  de  San  Lázaro,  para  hacer  ver  la  arbitrariedad 
y  facilidad  con  que  se  encarcelaba  en  aquella  época. 

Bajo  ningún  concepto  pretendemos  justificar  el  excesivo  rigor  d<* 
aquellos  tiempos  de  encarnizada  lucha,  si  bien  debemos  haeer  notar 
que  la  columna  de  las  órdenes  no  está  llena  como  la  de  los  motivos 
que  acabamos  de  mencionar.  Todos  ios  presos  estaban  registrados 
en  virtud  de  órdenes  legales,  constando  en  la  mayor  parte  la  larga 
enumeración  de  las  causas  de  encarcelamiento  resumidas  por  el  al- 


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S70  PMSKMffiS 

caide  con  estas  palabras:  por  $osp*cko$o,  por  $er  parimte  de  algm 
emigrado. ,  etc. ,  y  cuando  se  menciona  por  carnea  desconocida,  es  por- 
que habia  faltado  tiempo  de  hacerlo  constar  en  la  orden,  le  que  se 
suplía  mencionándola  en  el  acta  de  acusación,  ó  poniendo  en  liber- 
tad al  preso. 

El  primer  registro  no  contiene  mas  que  los  motivos  de  la  apre- 
hensión; pero  casi  todos  los  encarcelados  que  en  él  están  inscritos 
habían  sido  trasladados  de  otras  cárceles  á  la  de  San  Lázaro,  y  se 
limitaban  á  mentar  la  traslación,  refiriéndose  al  asiento  de  la  cárcel 
de  que  habían  salido. 

Vamos  á  referir,  por  orden  de  fechas,  de  qué  modo  se  llené  la  eár- 
eel  de  San  Lázaro,  desde  el  día  de  su  fundación,  hasta  el  12  lluvioso* 
día  en  que  entraron  en  ella  mayor  número  de  presos: 


El  29  nevoso  entraron 

49 

El  80           » 

20 

El  1.*  lluvioso.  .    . 

2 

El    2           » 

10 

El    3            » 

29 

El    4            • 

18 

ti    S            » 

14 

El    6 

8 

El    7           » 

3 

El    8 

4 

El    9           » 

14 

ti  10           » 

39 

El  11 

24 

El  12 

391 

Tolal.    .    . 

625 

£1  número  de  los  tres  últimos  d.as  y  singularmente  el  ciarte, 
ninguna  estrañeza  causará  sabiendo  que  todos  estos  presos  fueron 
trasladados  de  diferentes  cárceles  á  la  de  San  Lázaro. 

La  Forcé,  las  Madelonneltes  y  la  Plessis  pagaron  su  contingente; 
y  en  especial  Saint-Pélagie  y  Bicétre.  Este  número  de  625,  que  for- 
mé el  núcleo  de  la  cárcel  después,  poco  aumentó,  según  veremos. 

Ahora  para  saber  de  qué  modo  se  verificó  la  traslación,  copiare* 


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UB  SURUCA  ni 

mos  ooa  correspondencia  de  Roucher,  de  la  que  ya  hemos  dado  al- 
gunos trozos  en  Saint-Pélagie. 

Se  va  á  pasar  lista,  exclama  el  concejal. 

Al  oir  eslas  palabras,  póngome  mi  cartera  debajo  del  braio,  caló- 
me en  mi  cabeza,  cubierta  ya  coa  el  gorro  de  dormir,  aquel  som- 
brero viejo,  empolvado,  mugriento  y  agujereado,  como  la  orden  del 
día  exigía;  y  envuelto  en  mi  hopalanda,  salgo  de  mi  celda  y  la  cierro 
oon  el  cerrojo.  No  sin  pesar  sali  de  ella. 

Sé  de  donde  salgo,  dije  para  mi,  pero  ignoro  4  donde  voy. 

Mi  excelente  amigo  estaba  solo  y  triste,  cerca  de  la  estafa  y  jnntoá 
so  puerta:  doile  un  abrazo  y  le  entrego  on  p^quefie  billete  en  el  que 
anunciaba  mi  traslación  á  mi  madre;  luego  que  este  buen  hombre  me 
prometió  que  lo  mas  pronto  posible  mi  billete  sería  entregado,  me 
incorporé  con  los  setenta  y  nueve  presos  que  iban  á  ser  trasladados 
Todos  estaban  en  aquel  largo  y  angosto  corredor,  amontonados,  mez- 
clados, confundidos,  apilados  y  alumbrados  con  la  lúgubre  luz  de 
una  lámpara  clavada  encima  de  la  puerta,  y  con  dos  hachas  encen- 
didas que  se  veían  desde  la  rqa. 

«Ciudadanos,  continua  el  magistrado  municipal  luciendo  su  banda, 
á  medida  que  os  vaya  llamando  colocaos  todos  uno  al  lado  del  otro, 
formando  dos  hileras  á  lo  largo  de  este  corredor,  comenzando  á  co- 
locarse los  dos  primeros  cerca  de  la  puerta  y  en  seguida  los  demás. 
[Silencio!  ¡Silencio!» 

Todosjcallan  y  se  comienza  á  pasar  lista. 

Colocados  veinte  y  uno  en  sus  respectivos  lepras,  llama  á  I.  A. 
Boucber,  y  héteme  allí  pegado  en  la  pared.  M...  me  sigue;  estaba 
triste,  ensalivo,  y  yo  procoré  distraerle. 

Hé  ahí,  le  dije,  el  buen  pastor  que  cuenta  su  ganado. 

Examinado  el  ganado,  nos  manda  formar  de  dos  <>n  dos,  de  ocho 
en  ocho,  entre  las  dos  puertas  de  los  corredores,  y  nos  vuelve  á 
contar 

Ahí  van  ocho,  por  el  momento,  dicen  los  porteros. 

Y  se  nos  abre  la  tercera  galería  que  da  al  patio,  donde  veo  al 
ciudadano  Boachette,  de  pié  y  triste,  que  no*  está  mirando  en  el  mo- 
mento le  pasar. 

¡Adiós,  ciudadano  alcaide!  Muchas  gracias  por  la  amabilidad  y 


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87*  NIIS10NES 

bondad  con  que  nos  habéis  tratado.  Y  al  decir  esto,  le  tendí  la  mano, 
estreché  la  soya  y  segal  4  mis  oompafieros:  llegamos  á  la  última 
puerta  que  da  ¿  la  calle,  ae  nos  cuenta  nuevamente,  y  salvamos 
el  umbral  de  nuestro  primer  infierno,  para  entrar  en  el  segundo. 

Ahora  ai  que  no  sé  si  dable  me  será  espresar  qae  linaje  de  ideas 
y  sentimientos  despertó  en  mí  la  escena  que  se  desplegó  ante  nues- 
tra vista  hasta  el  estreno  de  la  calle  de  la  Clef,  á  la  luz  de  dos  é 
tres  tenebrosas  hachas,  sobre  las  cinco  de  la  madrugada.  Vetase  una 
especie  de  carro,  ó  carromato,  vacio,  tirado  por  cuatro  caballos,  pre- 
cedido de  otros  dos  que  habían  dejado  su  carga;  y  tras  estos  otros 
siete  que  estafen  esperando  se  les  cargase.  Una  desvencijada  silla 
nos  sirve  de  estribo  para  subir  en  ese  carro  de  siniestro  augurio.  M... 
me  sigue;  B...  sigue  á  H. ..;  ayudo  á  subir  á  B...  que  cuenta  mas  de 
sesenta  años.  Ni  una  silla,  ni  una  tabla  para  sentarse,  solo  un  poco 
de  paja  mojada  y  sacia  de  la  niebla,  que  cubre  la  atmósfera,  Tese 
esparcida  en  este  infame  carruaje.  Vémonos  obligados  &  sentarnos 
en  las  adrales  y  4  encogernos  uno  sobre  «tro  para  evitar  que  el  me- 
nor traqueo  nos  eche  de  espaldas;  un  valiente  descamisado  sube: 
es  el  nono»  y  en  vo*  alta  se  dice  á  los  conductores. 

(Marchad! 

Los  dos  primeros  carros  se  ponen  en  movimiento,  y  el  nuestro  los 
sigue:  dejamos  el  siü*  desocupado  para  el  cuarto,  y  la  comitiva  de 
delante  se  detiene  después  de  haber  dado  diez  pases.  Estamos  en* 
frente  de  una  calle  que  safo  &  la  de  la  Clef,  expuestos  al  frió,  á  la 
niebla  y  at  viento  que  está  soplando.  Voélvome  hacia  Sainte  Pela- 
gie  para  contemplar  la  morada  que  acabo  de  abandonar,  pues  no  me 
había  sido  dable  examinarla  la  triste  noche  en  que  cuatro  meses  hace 
se  me  encarceló.  A  mis  anchuras  contemplo  aquella  masa  de  altas 
paredes  que  ¿  duras  penas  atraviesan  estrechas  aberturas,  bajas  y 
angostas,  hundidas  debajo  del  piso. 

Asi  debe  de  ser,  dije  para  mí,  el  frontispicio  del  infierno:  hé  ahí 
quien  lo  anuncia. 

Sin  embargo,  algunos  gendarmes  ¿  caballo,  que  con  hachas  en 
sus  manos  iban  y  venían,  nos  permitieron  descubrir  en  el  inclinado 
piso  de  esa  angosta  calle  toda  la  estension  de  la  espantosa  proce- 
sión que  se  preparaba. 


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DK  IQftOfá.  t78 

Después  de  haber  cargado  lodos  los  carros,  adelantamos  algunos 
pasos,  y  nos  detuvimos  otra  vez,  basta  que  por  fin  estiTÍmoa  todos 
fuera  de  Saiote-Pélagie  dentro  nuestros  carros,  formados  en  hilera, 
y  marchando  juntos:  y  volviéndonos  &  la  derecha,  hacía  la  calle  Co- 
pean, tomamos  la  calle  de  Seint-Victor.  Al  llegar  delante  de  la  calle 
eo  NeuveSaint-Etienne  acordéme  de  aquellos  dias  de  la  hermosa  es- 
tación, que  con  mi  querida  Mioelte,  (su  hija,)  nos  volvíamos  con  tanta 
alegría  por  el  mismo  camino,  ¿  nuestras  gratas  lecciones  de  botánica. 
¡Ah!  ¡4  la  saion  estaba  en  libertad,  era  feliz!  Mi  bija  era  como  yo,  y 
entrambos  respirábamos  el  puro  y  benéfico  ambiente  del  jardín  dalas 
Plantas:  mas  ahora  estoy  cautivo,  ya  no  veo  á  mi  hija,  y  salgo  de  la 
infecta  almósfera  de  un  encarcelamiento  de  cuatro  meses,  para  ir  á 
respirar,  á  una  legua  de  distancia  de  mi  familia,  un  aire  quitas  no 
menos  infecto. 

Confiésote,  mi  querida  Minette,  que  este  recuerdo  me  canea 
un  penoso,  un  desgarrador  sentimiento;  mis  ojos  báfianae  de  ligri- 
mas y  siéntome  desfallecer.,,  y  en  el  momento  que  invoco  toda  mi 
filosofía  para  separarte  de  mi  mente,  me  apercibo  de  ello. 

Pero  al  llegar  i  la  calle  de  Saint- Víctor,  con  indecible  rápidos  se 
me  presentan  á  mi  imaginación  todas  las  circunstancias  de  mi  vida, 
que  en  mi  mente  grabó  la  imagen  de  esta  calle.  Delante  de  la  calla 
de  Perrio,  esclamé: 

Aq  ui,  aqoi  es  donde  durante  dos  dias  de  conmociones  populares  bus- 
qué un  asilo  con  mis  hijos  y  mi  mujer:  un  poco  mas  abajo,  me  Aje: 
aquí,  treinta  afios  hace,  durante  los  primeros  dias  de  mi  llegada  4 
París,  déjeme  llevar  de  la  esperanza  de  una  feria  divertida  y  no 
encontré  mas  barracas  de  alejin.  Has  abajo,  dije  entonces;  allí 
estaba  el  cabriolé  de  Laíguet,  para  ir  juntos  á  Coudrai,  á  ver  á 
mi  familia,  y  un  choque  que  tuvimos  con  otro  coche  destrató  el 
nuestro. 

En  frente  de  la  calle  de  los  Noyen  dirijo  la  vista  hacia  el  lugar  eo 
que  nuestra  casa  está  situada.  Quitas  eo  este  momento  mi  familia 
duerme.  ¡Tan  cerca  de  ella  y  no  poder  darla  un  abrazo! 

Sin  embargo,  tanto  me  quebrantan  los  aírales  y  la  forzada  postu- 
ra en  que  me  hallo,  que  mi  cuerpo  se  me  parte:  tomo  el  partido  de 
estar  en  pié,  y.  luego  con  una  mano  me  agarro  del  cuello  de  M  .  y 

n  US 


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su  msroitts 

con  la  otra  al  de  B...  sosténgame  firme  en  mis  piernas  y  w  me 
muevo  de  esta  posición. 

Continuamos  marchando:  insensiblemente  amanece,  las  «altos  etf* 
tan  ya  concurridas  y  todos  cuantos  pasan  dirigen  la  vista  hécia  mh 
sotres;  y  yo,  fl  mi  vet,  estoy  observándolos,  y  00  trasloo»  en  edes 
mas  que  curiosidad. 

En  efecto,  ¿no  es  cosa  esirafia  que  óchenla  presos  cogido*  por  sos- 
pechosos y  escoltados  solamente  por  cinco  ó  seis  gendarmes,  sift  gri- 
lletes ni  cnerdas,  se  dejen  conducir  como  corderos,  en  donde  y  como 
se  quiere,  sin  quejarse  y  sin  tener  la  mas  remota  idea  dr  querer 
huir;  y  que  dóciles  á  la  ley,  porque  es  ley,  la  respeten  ett  todo  sil 
rigorismo? 

Si  algun  dia  la  historia  quiere  trazar  ese  cuadro,  ooefaii  trtfbijd 
creer  la  verdad  de  esta  relación,  ó  antes  bien  dirá: « No,  esos  de*gr*<> 
ciados  no  merecían  la  calificación  con  que  se  les  ha  manchado. » 

Ett  la  caite  de  Saint-Martíri  ya  era  dia;  ana  revendedora  de  frutas 
acurrucada  en  un  recodo  nos  ha  saludado  con  tina  palabra,  qtteie 
sugirió,  no  me  cabe  duda,  el  aspecto  de  nuestros  carruajes  y  la  vis- 
ta de  tos  gendarmes  á  caballo,  con  las  hachas  encendidas. 
1  ¡Que  se  les  todos  á  la  gillotraa!  ¡todos!  j lodos! 

Muchas  gracia*,  sedera  mia:  se  puede  ser  buen  patrióte,  f  sin  em- 
bargo menos  cruel. 

Estamos  yá  en  pierio  dia,  dan  las  siete  y  llegamos  á  San  Ltaaro. 
Se  abre  la  primera  puerta,  y  entramos:  mas  allá  de  la  segunda  bey 
el  mismo  municipal  que  con  nn  papel  en  la  mano  pasa  lisia  pot»  últi- 
ma vez;  no  encuentra  que  falte  ninguno. 

Ante  él  desfilamos  uno  tras  otro,  y  hé  ahí  el  ganado  encerrado. 

Entramos  en  una  vasta  cuadra  que  servia  de  refectorio  y  que  ai 
menos  media  unos  sesenta  ó  setenta  pasos  de  longitud.  Ea  ella  per- 
manecimos cosa  de  una  hora  hablando  unos  con  otros  de  esa  especié 
de  triunfo  de  nuevo  enfio,  que  tuvimos  que  soportar  at  Atravesar 
las  caites  de  París:  se  nos  anuncie  por  fin  nuestra  salida  del  piso  bajo 
para  subir  al  tercero,  donde  nuestros  alojamientos  nos  estaban  espe- 
rando. Se  nos  abrió  utja  puerta,  y  encontramos  irta  espaciosa  eses- 
lera  coa  tres  puertas  en  cada  uno  de  sos  tres  pisos. 

Ya  tes,  mi  querida  Minette,  que  el  arle  ha  agotado  se  ingenie 


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M  £810*4  «71 

pasa  esperar  tos  iostmasentas  de  eeeta  vitad  sobre  aaestra  libertad  , 
per  tearor  quisas  de  que  no  echásemos  al  olvido  aaaetra  cautividad: 
por  catato  á  los  desgraciados  es  neoeeario  teaerios  continuamente  en 
íatobra;  si  tafierfainio  *e  bay  que  darle  na  instante  de  repeso.  Ja- 
sas ei  arlisla  ha  akeniado  mejor  su  meta 

Al  llegar  al  tercer  piso,  se  ofrece  á  nuestra  vista  un  «meder 
biea  ¡laminado,  largo,  anche,  ligflbre  y  nuevamente  emblanque- 
cido. Todas  los  caarlos  están  abiertas  y  encima  de  sus  puertas  vea* 
se  naos  letreros,  escritos  coa  creta,  que  espresan  el  adato  de  pre- 
sos qae  en  cada  ano  de  ellos  debe  alojarse.  El  aúaero  1  no  se  ve  ea 
ninguno  de  eses  letreros,  el  número  í  may  poce,  el  3  «s  el  mas  co- 
mún, el  4,  6,  y  7  e¿lán  en  loria*  partes. 

Yo  dije  para  mi;  ninguno  de  esios  últimos  Dameros  tue  locará; 
vey,  vuelvo  y  basco;  peco  Chabroud  base  apoderado  ya  de  na  caer- 
le  con  el  ornaere  3,  de  bueno*  aires  y  hermosa  vista,  paes  da  al 

palio  interior  y  se  ve  el  jardín,  la  ciudad  y  el  cunpo:  yo  y  U nos 

jnnltmsn  con  él,  y  aoestra  vivienda  queda  instalada:  en  ella,  que- 
rida Minette,  le  escribo,  y  de  ella  aa  saldré  jamás  sino  para  pasar  á 
San  Lauro. 

fiante  informado  may  bien,  qaerida  Minelie;  en  las  ventanas  no 
hay  barrotes,  asas  en  cambio  bay  grandes  y  hermosos  veataaales:  ea 
las  poertas  aa  hay  cerrojos,  pero  hay  cerraderas  iataríooes;  la  bers 
de  aooatarse  ne  está  fijada,  paro  (eaemos  libertad  coa  las  vecinos,  toda 
la  soche,  en  el  mismo  corredor,  aerante  el  día  es  permitida  la  coma- 
aioacioo  entre  todas  los  pises,  y  dentro  cortes  días  se  podrá  disfrutar 
de  no  grande  y  vasto  patio  qaa  aa  la  actualidad  satán  apisonando  y 
euareueado. 

Doy  panto  aqaí:  paes  si  bien  es  verdad  qae  mi  carta  es  basiaate 
larga,  aa  be  querido  omitir  aiagana  (*reun*tancia,  persuadido  de 
qae  igual  interés  en  todas  haUará  ta  temóte. 

(Adiós!  beeoes  días,  dayle  an  abraso. » 

A  esa  traslación  de  presos  siguieron  otras  mochas  procedentes  da 
la  Furos,  de  las  MadelonaeHes  y  del  Ptessis  etc.,  pero  la  mas  ana» 
rosa  feé  la  de  BieeUe.  Hasta  ea  este  reinare  estableciaa*alo  produjn 
cierta  confusión,  y  para  hacer  la  rotación  iaarfúen  ios  valdremos  de 
fiauoher,  oopiáodekxxHi  toda  eiaetitod. 


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Sil  FMSIOM& 

cMientras  estábamos  aquí,  en  nuestro  corredor  germinal,  lamse- 
tándonos  del  hambre,  de  la  sed  y  de  la  fatiga;  oímos  en  el  «femó 
patio  en  que  pocos  dias  antes  nosotros  habíamos  estado,  un  reído  de 
carros  que  marchaban  uno  tras  de  otro;  Salimos  á  la  ventana  y  vi* 
mos  otra  porción  de  desgraciados  destinadas  á  sufrir  nuestra  mis* 
ma  suerte. 

¿De  dónde  vienen?  De  las  Madelonnettes.  Gomo  nosotros  han  re- 
corrido todo  París,  toda  la  eslension  de  los  bulevares  y  también  bao 
visto  rostros  impasibles.  Su  impasibilidad,  ¿era  hija  de  temor  é  de 
indiferencia?  Macho  da  esto  que  pensar, 

Ta  eslán  aqui  esos  hombres  sospechosos,  aquí,  entre  nosotros, 
escogiendo  su  habitación  en  los  cuartos  que  los  pelagistas  no  haa 
querido. 

Apenas  estos  acababan  de  alojarse,  cuando  llega  otra  partida.  |Ah! 
estos  sí  que  nos  ofrecen  un  espectáculo  mas  triste.  Atados  de  dos  en 
dos,  y  por  los  brazos  á  las  atrales  del  carro,  parecen  grandes  cri- 
minales, pues  de  este  modo  se  conduce  á  los  asesinos,  ladrones  é 
incendiarios,  ¿Lo  son?  ¿de  dónde  salen?  De  Bicetre:se  les  manda 
bajar  del  carro  y  luego  los  eligen:  á  unos,  plaga  de  la  sociedad  por 
sus  fechorías,  echan  los  desordenadamente  á  la  paja  del  piso  bajo;  á 
otros,  ex-nobles  y  ex-sacerdoles,  los  confunden  con  nosotros:  de  es* 
tos  últimos  conozco  i  njochoa  por  haber  estado  con  ellos  en  Sainte- 
Pélagie;  les  tiendo  la  mano,  doyles  un  abrazo  y  les  suplico  me  espli- 
qaen  su  traslación:  he  ahí  lo  que  he  oído  de  su  boca. 

Reuniéronlos  á  todos  en  la  nave,  que  en  otro  tiempo  servia  de  igle- 
sia; en  ella  se  estaban  esperando,  puesto  que  nadie  les  había  dicho 
que  se  les  debiese  trasladar.  Mientras  ellos  estaban  allí,  pensando 
con  horror  en  el  famoso  2  de  setiembre,  entra  un  oficial,  que 
saca  des  pistolas  de  su  ciato  y  las  prepara,  y  varios  gendarmes  y 
porteros  alan  á  los  desgraciados  con  cnerdas  de  dos  en  dos:  á  medi- 
da que  los  iban  atando,  se  les  conducía  al  palio  y  se  les  hacia  su- 
bir al  carro,  atándoles  en  él. 

Cargados  ya  todos  los  carros,  marchan  y  atraviesan  todos  los 
patios;  cuando  al  llegar  á  la  puerta  esterior,  el  convoy  ve  á  unos 
veinte  hombres  de  sospechosa  traza.  ¿Están  alli  adrede  6  por  casua- 
lidad? Esta  es  la  pregunta  que  todos  se  hacen  para  si,  dándose  eHos 


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n  mam  tn 

mismos  la  contentación,  según  su  modo  de  pensar.  Esos  falsos  é  ver- 
daderos cariosos  acompañan  la  comitiva  que  se  dirige  á  París. 

No  de  otra  suerte  se  hubieran  conducido  si  hubiesen  tenido  que 
poner  por  obra  algún  proyecto  á  una  señal  convenida;  mas  felizmen- 
te no  sucedió  asf.  Si  se  hubiese  debido  dar  alguna  señal,  ¿quién  la 
hubiera  dadoTQoe  lo  acierte  quien  quiera,  ó  que  hable  quien  pueda. 

Por  f  o,  al  llegar  á  la  barrera  esos  acompañantes  se  detuvieron,  y 
un  momento  después  ya  no  les  vimee  mea.  Es  en  pleno  dia  que  se 
muestran  á  todo  París  los  presos,  y  mayor  parte  de  ellos  están 
manchado*  de  triména*,  que  la  sociedad  en  toda  clase  de  gobiernos 
sacrifica  á  la  muerte:  de  modo  que  todo  París  sabrá  que  San  Lá- 
zaro es  una  de  las  sentina?  de  la  república.  Sea  lo  que  sea,  pa- 
sado el  dia  Ilesa  la  noche,  y  gran  número  de  nosotros  la  pasa  sin  col- 
chonos,  sin  cama,  ni  cobertores. 

Sin  embargo,  en  el  piso  bajo  aquellos  hombres  que  en  lenguaje 
de  cárcel  llamamos  pajosoi,  y  en  otro  término  los  bandidos, 
aquellos  hombres  que  trabajan  de  pies  y  manos  para  atravesar  las 
paredes  y  pegar  fuego  á  los  enmaderados  de  la  gran  cuadra  en  que 
están  depositados,  abren  uo  boquete,  y  algunos  de  ellos  logran  eva- 
dirse k  la  vista  de  los  centinelas,  á  quienes  engañan  Se  nota  por  fin 
su  evasión,  que  produce  tomólo*  y  roido;  se  les  perdigue  y  al  cabo 
se  les  coge  á  todos.  Pftr  otra  narte  &  estingue  el  fuego,  y  al  siguien- 
te dia  se  esparce  la  noticia  que  los  presos  de  San  Lázaro  se  han  in- 
surreccionado: y  cuando  se  habla  de  este  hecho  no  se  hace  distinción 
de  personas.  \l  dar  las  doce,  mientras  el  comandante  se  halla  en  el 
patio,  el  relevo  de  la  guardia  llega  y  se  forma  en  batalla  con  la  sa- 
liente. Benriot  la  arenga,  y  toda  su  elocuencia  contfrte  en  señalar* 
nos  á  todos  noeotros  como  enemigas  de  la  república. 

No  cabe  duda  que  volverán  á  probar,  d»ce,  si  todavía  pueden  eva- 
dirse. Pues  bien,  voy  á  mandar  que  se  distribuyan  cartuchos  y  balas, 
y  al  menor. movimiento  que  hagan,  disparad  las  armas,  maladles, 
que  la  muerte  ya  les  espera.  Nosotros  estábamos  en  la  ventana  y 
otamos  perfectamente  la  vez  del  comandante,  y  ya  puedes  compren- 
der, querida  hija,  el  efecto  que  este  discurso  produjo  entre  los  presos 
que  le  oían.  Beinaba  el  mas  profundo  silencio.  Heoriol  qnizás  se 
arrepintió  de  le  que  acababa  de  decir,  puesto  que  de  súbito  conti- 


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011  NUSiORBI 

nuó  diciendo,  que  entre  nosotros  podría  haber  algunos  patrífta*  vic- 
timas del  error  ó  del  odio;  mas  tos  verdaderos  n&puWicaiUoe  aata» 
ya  soportar,  sin  lamentarse,  lo*  pasajeros  rigores,  y  sacrificar  su 
libertad  individual  para  el  afianzamiento  de  la  libertad  ppáblioa. 

¡AhJjcuánta  razón  tenia  el  comandante]  $í,*nlre  nosotros  kay 
hombres  de  bien,  un  gran  número,  al  cual  mebowo  deperl*- 
necer. 

La  ley  lo  quiere;  ante  ella  inclino  la  cabeza,  y  te  aseguro  que,  aun- 
que ahora  las  puertas  de  San  Lázaro  se  abrieeen  á  despecho  del  vote 
de  los  legisladores,  yo  no  baria  uso  de  mi  libertad:  yaque  la  autori- 
dad me  encarceló,  la  autoridad  es  quien  me  la  hade  dar;  de  otra 
suerte,  acabaré  mis  días  lejos  de  ti.» 

£1  régimen  interior  de  la  cárcel  de  San  Lázaro,  en  el  primer  parió- 
do  que  acabamos  de  describir,  era  humano  é  indulgente;  no  fué  asi 
en  el  segundo;  pues  los  presos  antes  de  alcanzar  semejante  régimen, 
tuvieron  que  sufrir  mil  al  i  er  nativas,  ya  de  esperanza,  ya  de  temor. 

Dos  partidos  se  disputaban  el  poder  del  comité  de  salud  páblies* 
y  á  la  vez  deseaban  apoderarse  de  él,  ei  partido  moderado  y  el  d* 
los  furibundos 

Los  primero*  por  el  órgano  de  Camilo  Desmoulin*,  que  ya  habi* 
dos  meses  que  publicaba  su  Vieux  Cordeliery  decía,  que  había  llaga- 
do el  momeólo  en  que  la  revolución  se  podía  mostrar  indulgente,  y 
que  en  su  consecuencia  reclamaba  un  comité  clemente. 

El  segundo,  que  tenia  por  jefes  á  Rosin,  general  del  ejército  revo- 
lucionario, Hébert,  llamado  el  padre  Ducbesne,  (Jramont,  el  antiguo 
actor  del  Teatro  Francés,  á  quien  ya  conocemos,  Yinceat,  secretario 
de  los  comités  de  la  guerra,  Anacarsis  Cloolz,  que  en  sus  »r las  se 
firmaba  enemigo  personal  de  Jesucristo,  etc.,  solo  hablaba  de  vio» 
lencias  y  movimientos  populares.  Durante  la  noche  habíase  visto  en- 
trar á  Rosin  en  los  vastos  corredores  de  San  Láiaro,  con  el  uniforme 
de  general  de  la  revolución,  el  penacho  rojo  en  el  sombrero  y  su 
gran  sable  rozagante. 

De  su  boca  no  saiian  mas  que  terribles  amenazas  y  pedia  al  akai* 
de  listas  que  sigilosamente  se  llevaba. 

Estas  visitas  infundían  espanto  á  los  presos,  por  temor  de  quo  no 
se  repitiesen  los  asesinatos  de  setiembre,  mas.  la  misma  noche  se 


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leyenda  m  1o§  periódico*  la  enérgica  locha  sostenida 
por  Dantoo  y  Camilo  Desmoulins.  Creían  ver  real  indas  so»  esperaos 
na  viendo  que  se  encarcelaba  4  los  jefes  del  partido  furibundo,  par- 
le de  loa  coales  fueren  llevados  á  San  Lázaro:  estos  eran  Rosto, 
Cloots,  Vioceut  y  Defteai.  Entre  los  presos  caos*  osa  alugria  gen*- 
ral  tener  4  esos  compañeros  de  caativi<1ad  qae  habiaa  sido  sos  per- 
eeguidoree.  No  obstante  sa  infortunio  tué  respetado,  únicamente  las 
amenazas  de  los  recien  llegados  no  cesaron  hasta  el  último  momento. 
Pacos  días  después,  eouducidos  al  tribunal,  fueron  ejecutados  en  la 
plaaa  de  la  Revolución:  entonces  loa  del  partido  moderado,  tanto  loa 
presos  como  los  otros,  creyeron  afianzado  so  triunfo.  Los  encarcela- 
dos y  ios  parientes  felicitábanse  mutuamente,  creyendo  que  pronto 
ae  les  pondría  en  libertad;  cuando  de  repente  el  comité  de  salud  pú- 
blica tomó  severas  medidas. 

Prohibióseles  toda  clase  de  comunicación  con  cuantos  les  visita- 
baa,  destituyóse  á  Naodé,  que  fué  reemplazado  por, un  tal  Semé9 
inspector  de  policía;  4  la  par  que  Gagnaal,  el  administrador  de  San 
Lázaro,  y  del  partido  furibundo,  fué  metido  en  la  misma  cárcel, 
en  que  tanto  terror  había  él  mismo  introducido;  eipuesto  ahora 
al  odio  de  sos  campaneros  de  infortunio,  que  él  arrostraba  con 
nadada.  Sucedióle  Bergot,  que  se  mostró  celoso  del  bienestar  de  loa 


Sin  embarga  el  mismo  dia  del  filio  de  Danlon  denuncióse  4  la 
Convención  una  conspiración  tramada  entre  los  presos,  eo  el  Luxem- 
burgo,  para  evadirse  y  hacer  armas  contra  el  gobierno. 

Eata  fué  la  primera  acusación  qtie  se  hizo  de  este  género,  y  siendo 
daspn  i  vietimaa  de  ella  otras  cárceles  de  París,  dio  mucho  que  ha- 
oar  al  tribunal  revolucionario  y  eo  consecuencia  al  cadalso.  Uno 
de  las  inmediatos  resoltados  de  esos  proyectos,  falsos  ó  simulados, 
de  algunas  de  los  presos,  fué  que  se  desplegó  contra  todos  una 
créetele  severidad.  Las  comunicaciones  hiciéronseles  mas  dificul- 
tosas: de  un  dia  á  otro  sucedíase  una  alternativa  de  blandura  y  ri- 
goríemo,  que  para  ellos  fué  un  manantial  de  esperaota  ó  temor,  una 
especie  de  termómetro  da  los  acontecimientos  políticos  que  se  prepa- 
raban >  realizaban. 

Ofrecíanse  cada  din  nuevas  versiones,  y  4  menudo  la  imprudencia 


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«80  PRISIONES 

misma  de  los  presos  proporcionaba  4  los  administradores  de  policía 
una  razón  plausible  de  desconfianza  y  rigor. 

Un  preso  escribió  una  carta  áotro  del  Luxemburgo,  acerca  los 
acontecimientos  de  actualidad,  y  como  esta  carta  paró  en  manos  del 
gobierno,  prohibióse  desde  aquel  dia  á  los  presos  tener  correspon- 
dencia con  sus  familias. 

A  la  sazón,  los  parientes  de  los  presos  se  presentaban  de  v«t 
en  cuando  en  la  calle  de  Pa radia,  desde  donde  podían  ver  á  es- 
tos por  una  gran  ventana  que  daba  á  la  citada  calle,  único  consuelo 
que  les  había  quedado;  pero  habiéndolo  notado  el  gobierno,  bien 
pronto  les  opuso  obstáculos. 

Sin  embargo,  anuncióse  como  una  noticia  cierta  la  próxima  liber- 
tad de  un  gran  número  de  presos,  y  que  para  llevar  á  cabo  la  ejecu- 
ción de  esta  medida  decíase  que  un  decreto  de  la  Convención  esta- 
blecía comisiones  populares  para  examinar  las  causas  de  encarcela- 
miento de  los  presos,  y  poner  en  libertad  á  todos  los  que  no  tuviesen 
acusaciones  graves. 

Este  Tuó  un  dia  de  alegría  y  esperanza  para  los  de  San  Lázaro: 
todos  preparaban  sus  medios  justificativos  y  de  defensa,  y  á  media* 
dos  del  floreal,  se  anunció  en  la  cárcel  la  visita  de  lá  comisión  po* 
pular;  mas  fué  precedida  por  actos  de  rigorismo  hasta  entonces 
desconocidos.  Desde  el  17  prohibióse  nuevamente  toda  especie  de 
comunicación,  hasta  la  qué  tenían  en  los  corredores:  pasiéronse  (Ar- 
rojos en  todas  las  puertas  de  los  cuartos,  encerrando  en  ellos  &  los 
presos:  paróse  el  reloj,  quizás  por  temor  de  que  no  señalase  la  hora 
de  la  revolución:  en  todas  partes  del  edificio  situáronse  centinelas,  y 
los  jefes  de  policía  comenzaron  los  registros  personales.  De  esta 
suerte  se  llevó  á  debido  cumplimiento  la  medida  de  que  hemos  ha- 
blado durante  el  transcurso  de  esta  obra,  que  consistía  en  apoderarse 
de  todas  las  armas,  joyas  y  dinero  de  los  presos:  euconlráronaeles  k 
lo  mas  unas  cincuenta  libras. 

Dosdias  duró  este  registro,  y  según  la  correspondencia  de  Reí- 
cher,  verificóse  con  humanidad  y  benevolencia:  siguió  después  la 
ejecución  del  decreto  sobre  las  masas  comunes,  cuya  historia  ya  fie- 
mos hecho;  mas,  según  parece,  en  San  Lázaro  los  alimentos,  mas 
que  en  otras  partes,  estaban  descuidados  y  la  comida  era  muy  mala. 


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DB  tt*OftL  SOl 

No  obstante,  la  comisión  popular ,  establecida  en  el  Moteo,  había 
comenzado  sos  trabajos,  condenando  algunos  presos  á  la  deportación, 
medida  qoe  fué  aprobada  por  el  comité  de  salod  pública  y  de  segó- 
rídad  general;  otros  habiao  sido  remitido*  al  tribunal  revolockma- 
rio;  y  otro  número,  por  cierto  bastante  considerable  y  mas  afortuna- 
do, fué  puesto  en  libertad. 

Doranteeste  tiempo  la  administración  de  la  cárcel  estaba  so- 
metida á  la  voluntad  del  alcaide  y  A  la  del  jefe  de  policía,  y  ora  era 
permitida,  ora  prohibida  la  comunicación.  Una  orden  del  jefe  pres- 
cribió qoe  saliesen  de  la  cárcel  lodos  los  qoe  estaban  en  ella  con  ca- 
rácter de  presos:  todos  los  muchachos  pertenecían  á  esta  dase. 

Ronchar  tenia  á  so  lado  á  so  hijo  Emilio,  qoe  dentro  de  la  cárcel 
gozaba  de  entera  libertad;  y  para  qoe  no  se  lo  quitasen  de  so  comr 
pafiia,  tuvo  qoe  hacer  una  solicitud  escrita  al  jefe  de  polida. 

El  16  predial  no  se  permitió  qoe  los  presos  tuviesen  los  en  sos 
coarlos;  así  es  qoe  todos  riéronse  obligados  á  acostarse  á  oscuras; 
pero»  si  hemos  de  dar  crédito  á  Roucher,  esta  orden  no  se  observó 
fielmente;  él,  según  dice,  se  sometió  voluntariamente  á  ella  por  te- 
mor de  no  llamar  la  aleación  de  los  administradores  hacia  él. 

«Oculta  tu  vida, »  escribía  con  tristeza;  frase  qoe  debiera  haber 
sido  inventada  por  los  encarcelados.  Poco  tiempo  despoes  fijóse  en 
los  corredores  oua  orden  qoe  prohibía  la  recepción  de  los  perió- 
dicos, y  hubieron  de  transcurrir  mochos  días  antes  de  qoe  se  nos  pro- 
porcionasen los  de  la  tarde,  cosa  qoe  ya  ofrecía  alguna  ventaja.  «Al 
menos,  escribía  Roocher,  sabíamos  la  marcha  de  la  Convención  y  la 
del  tribunal  revolucionario.»  Después,  dice:  «qoe  le  evitaba  todos  los 
calcólos  y  combinadones  de  temor. » 

Paciencia  era  la  palabra  de  lodos  los  presos,  afiade  el  mismo  Roo- 
cher; mu,  como  dice  un  proverbio  inglés,  la  paciencia  es  una  planta 
qoe  no  brota  en  todos  los  jardines. 

En  efecto,  en  San  Lázafo  había  una  porción  de  presos  qoe  se 
desahogaban  en  qoqas  y  amonaras»  siendo  el  barón  de  Trenck  el 
primero  de  ellos,  puesto  qoe  iba  de  on  coarto  á  otro  vociferando,  en 
bastante  mal  francés,  contra  los  gobernantes. 

Entre  los  mismos'presa*  siempre  habia  algonos  miserables,  prontos 
á  especular  con  la  desesperación  de  sos  compafieros,  dando  áaque- 

111 


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882  PRISIONES 

tíos  imprudentes  discursos  el  colorido  dé  una  conspiración.  Se  habían 
formado  listas  y  hecho  denuncias;  y  en  San  Lázaro  habla  también  de 
lener  lugar  una  conspiración  como  en  él  Luxemburgo,  los  Carmeli- 
tas y  Bicétre.  Además  de  los  verdaderos  sufrimientos,  hijos  de  las 
severas  medidas  que  contra  ellos  se  habian  tomado,  ora  por  la  bru- 
tal importancia  de  un  ávido  alcaide,  ora  por  la  ignorancia  de  un  jefe 
de  policía,  uníase  la  rabia  de  una  esperanza  Jferdida  aL  reconoci- 
miento del  Ser  Supremo,  y  de  la  memorable  fiesta  qué  se  contirtü 
en  la  manifestación  oficial  ante  la  nación  y  el  mundo  entero.  En  las 
cárceles  habia  corrido  el  rumor  de  que  él  gobierno,  que  unos  meses 
antes  habia  llevado  al  cadalso  á  los  moderados  por  haber  pedido  qtie 
el  reinado  de  la  clemencia  sucediera  al  del  terror,  creía  haber  Haga- 
do  el  momento  de  poder  mostrarse,  sin  riesgo  aiguAo,  mas  blando, 
é  inaugurar,  abriendo  Tas  cárceles,  el  nuevo  reinado  déla  moral  y  te 
virtud  bajó  la  protección  del  Ser  Supremo;  eb  consecuencia,  se  espe- 
raba una  amnistía.  Por  esta  razón  fué  grande  la  sorpresa,  por  esta 
razón  fué  Terrible  el  espanto  de  los  presos  y  de  sus  familias,  al  ver 
que  dos  di  as  después  de  la  fiesta  del '  SSt  Supremo,  Coutbon  hiciese 
decretar  por  la  Convención  aquella  célebre  ley  del  II  pradial,  que 
ya  hemos  explicado. 

Como  se  ve,  al  presentar  ésta  ley  diósé  ancho  campo  &  hacer  pa- 
sar por  conspiradores  &  irritados  desgraciados,  que  la  mayor  parte 
eran  presos  por  pretextos  ó  frivolas  sospechas.  Después  de  haber 
formado  listas  y  designado  las  victimas,  los  denunciadores,  cuyos 
jefes  eran  Jaubért,  Belge,  Manini  y  Coquery,  salieron  de  San  Lázaro 
é  luciéronse  trasladar  á  otras  cárceles.  Semé,  por  demasiado  tonda- 
doso,  fué  reemplazado  por  un  tal  Verney,  primer  alcaide  del  Luxem- 
burgo:  á  su  llegada  hizo  cerrar  todas  las  puertas  de  los  calabozos, 
prohibió  la  comunicación  de  los  corredores  y  fijó  en  tai  paredes  de 
la  cárcel  este 

Aviso:  se  advierte  á  todos  los  ciudadanos  y  ciudadanas  que  des- 
de él  5  (ermidor,  todos  los  días,  esceplólos  de  fiesta,  solo  dé  diez  á 
doce  do  la  mañana  se  podrán  entregar  y  recibir  los  lios  dé  la  ropa 

blanca. 

Firmado:  ftrwy,  alcaide. 

Desde  este  dia  comienzan  las  grandes  hornadas  en  San  UÍzaro. 


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ui  ttmori.  mi 

Ed  Saola  Pelagia  ya  hemos  dicho  los  motivos  de  la  aprehensión  de 
Boucher.  Ahora  diremos  que  soportó  so  largo  y  cruel  encarcelamien- 
to con  grao  filosofía  y  admirable  resignación.  Poeta,  esposo  y  pa- 
dre, como  tal,  bajo  los  cerrojos,  vivió  de  esta  vida.  Poeta  y  cantor  de 
las  flores,  compuso  versos,  y  continuó  el  estudio  de  la  botánica  en  su 
correspondencia  con  so  hija,  á  la  cual  daba  lecciones:  buen  espo- 
so daba  todos  los  dias  á  su  mujer  manifiestos  testimonios  de  i< mu- 
ra: buen  padre,  tenia  á  su  lado  á  su  hijo  Emilio,  que  le  abreviaba  las 
horas  de  su  encierro. 

Estos  distintos  sentimientos  respiran  los  dos  volúmenes  de  *uí  car- 
tas, publicadas  por  so  yerno,  en  1797;  las  miomas  que  escribió  en 
Santa  Pelagia,  ó  en  San  Lázaro,  aquetas  mismas  que  están  empapa- 
das de  sus  impresiones  del  momento  y  que  mejor  de  lo  que  nosotros 
podríamos  hacerlo,  repelidas  veces  por  el  estilo,  y  siempre  por  la 
verdad,  reproducen  los  diversos  sentimientos  que  agitaron  el  ánimo 
del  autor  de  las  Meses. 

El  9  germinal  escribe  de  esta  manera  á  su  hija: 

«En  tanto  que  mi  pluma  se  de-liza  de  esta  ^uerl<>  por  li,  umvdro 
Emilio,  mi  querido  hijo,  duerme  profundamente  á  mi  izquierda  so 
bre  su  colchón  doblado,  entre  las  seis  hojas  de  mi  biombo  colocadas 
en  tres  hileras. 

|Cuán  bien  le  sienta  &*!a  a<  litud!  Al  baño,  que  llenó  sus  magníficos 
cuadros  de  hermosa-  mujeres  y  lindas  ñiflas,  si  ahora  viviere  preso 
en  San  Lázaro,  Albano  hubiera  copiado  el  lecho,  1a  postura  j  loa 
contornos  de  tu  hermaLO.  Ayer  Monsago  y  yo,  antes  de  acostarnos, 
permanecimos  largo  tiempo  de  pié  con  la  luz  en  (amano,  conlemp  án 
dolé  )  doliendo  entrambos  ignorar  el  arle  de  la  pintura  ó  del  dibujo 
Dormía  el  nifio  tendido  sobre  sus  espaldas  con  una  f.  ano  fuera  de  su 
lecho,  y  la  otra  sobre  su  mejilla  izquierda:  imponible  es  tener  n  uni- 
do» mas  lirios  y  rosas.  Soy  un  padre  poseído  de  todo  so  gozoso  or- 
gullo.» 

El  14  escribe  á  su  mujer: 

•  Pero,  mi  buena  amiga  mia,  todo  ese  desaliento,  toda  esa  despe- 
ración, lejos  de  ablandar  mis  males,  agra\áulos.  Núes  ¡ros  hijos  nece- 
sitan desús  padres,  y  necesitándolos,  lomas  esencial  en  este  momento, 
ya  para  mi  como  para  tí,  e*  vivir  por  ellos.  ¿Por  qué  quererles  usurpar 


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884  MISIONES 

ásuspadrescon  el  pesar,  con  lasinrazon?Bien  necesitamos  que  lleguen 
los  bonancibles  días.  ¿Qué  seria  de  esas  pobres  y  queridas  criatura* 
si  tú  les  faltases?  Tanta  necesidad  tienen  de  tí  como  de  su  padre. 
Tú  eres  el  eje  de  la  familia.  ¿No  es  rara  cosa  que  el  consuelo  salga 
de  la  cárcel,  en  q«e  seis  meses  hace  estoy  consumiéndome,  siendo 
asi  qae  yo  debiera  recibirlo  de  tí?  ¿Qué  frutos  esperas,  pnes,  si  ms 
lanzas  á  tan  tristes  pensamientos?  Sepamos  sufrir:  en  la  república  hay 
gente  aun  mas  desgraciada  que  nosotros.» 

El  siguiente  día  15  escribe  de  nuevo  á  so  hija: 

«Tu  mamá  pierde  el  ánimo,  mi  querida  hija;  ella,  que  portan  lar- 
go tiempo  se  ha  conducido  como  yo  deseaba,  luchando  con  el  infor- 
tunio, hela  ahí  en  vísperas  de  descender  de  si  misma,  y  en  inminente 
riesgo  de  abismarse  para  no  realizarse  mas.  Anda  con  tiento,  mi  bue- 
na Mine  (te,  con  toa  cuidados,  con  tu  ternura  has  de  combatir  aquel 
desaliento:  por  lo  que  á  mí  (oca,  muy  poca  cosa  puedo  hacer  en  esa 
desgracia;  por  cnanto  las  palabras,  que  solo  se  pueden  escribir,  pro- 
ducen un  leva  efecto. 

Por  otra  parte,  ¿qué  es  lo  que  puedo  decir  á  tu  mamá  que  ella  no 
lo  haya  ieido  mil  veoes  en  mis  precedentes  cartas?  ¡El  consueto  del  pa  • 
peí  cuan  débil  esl  mas  los  asiduos  cuidados,  la  solicitud  de  una  hija 
tierna,  las  conversaciones  intimas  de  todos  los  dias,  de  todos  los  ins- 
tantes, os  cuanto  la  esperanza  puede  aceptar,  ora  sea  en  las  cir- 
cunstancias, que  en  torno  suyo  tiene,  ora  en  su  razón  ilustrada  y 
con  el  buen  deseo  que  se  siente  de  alejar  las  pesarosas  ideas,  algu- 
nas veces  exageradas,  por  un  exceso  de  sensibilidad.  (Ahí  todos  esos 
remedios  tienes  á  mano,  tú  puedes  aplicarlos  con  fruto.  Ea,  mi  que- 
rida Minotte,  toma  á  tu  cargo  su  curación;  el  éxito  es  infalible. 

Di,  repite  y  persuade  á  tu  mamá,  que  solo  se  (rata  de  correr  con  el 
tiempo,  puesto  que  el  tiempo  será  el  que  á  si  mismo  se  reparará;  que 
cuando  seré  libre,  pnes  necesario  es  que  lo  sea;  no  nos  follarán  re- 
cursos que  nos  repararán  tos  males  presentes.  «Es  necesario,  dice  mi 
amigo  Séneca,  es  necesario  amoldarse  á  la  suerte,  aguantarla  sin 
lamentarse;  y  si  nos  suelta  alguna  merced,  procurar  apropiárnosla 
para  lo  venidero.* 

Hé  aqui  el  esposo  poseído  de  toda  su  tierna  solicitud. 

Pero  á  menudo,  mal  de  su  grado,  soguzgalo  por  la  desespera- 


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de  «mor*.  sss 

don,  revelábase  el  preso  con  lodos  sos  sufrimientos,  cono  aparo* 
ce  en  «tacarla,  de!  1/  florea!,  á  su  mujer:  «Bien  proBlo  hará 
cuarenta  y  ocho  horas  que  ai  una  señal  de  vida  he  visto  de  ti  ni  de 
mis  hijos. 

Encuentro  tan  largos  los  días  de  fiesta,  que  las  horas  pasadas,  en 
ves  de  acortarlos,  tos  prolongan.  T  después  al  retorno  déla  primavera 
vuelvo  á  mis  habituales  sentimientos.  jCián  sensible  es  tener  que 
pasarla  en  la  cárcel ,  sin  poder  correr  por  el  campo ,  ai  estudiar,  ni 
recoger,  ni  secar  las  plantas!  Si  ha  habido  el  designio  de  hacerme 
consumir  j  ah !  certero  ha  sido  el  tiro.  Sin  embargo,  esfuériome  en 
amortiguar  del  mejor  modo  que  me  es  dable,  la  inquietud  que  me 
agita.  Paso  la  mafiana  componiendo  algo  en  francés  ó  inglés  y  tam- 
bién en  italiano:  acuésteme  antea  de  las  once  de  la  noche,  y  antes  de 
las  seis  siempre  estoy  en  mi  mesa  de  escribir.  Es  cuanto  puedo  hacer 
para  pasar  la  enojosas  y  largas  horas  del  día.* 

Algún  liempo  después  el  6  predial  escribía  i  su  hga: 

«¡Qué  viaje  (an  largo  y  qué  entrevista  tan  cortal  Atravesar  lodo 
París  para  obtener  una  aparición  tan  rápida  como  el  pensamiento. 
(Ahí  mi  querida  hija,  jamás  he  sentido  mejor  (mejor  aquí  quiere  decir 
mas  cruelmente)  el  fastidio  de  mi  detención.  Estar  en  un  perfecto  en- 
cierro, teniéndoos  nqui,  cerca  de  mí,  sin  ni  siquiera  poderos  hacer  una 
seffal.  ¡Pobres  desgraciados!  creéis  daros  algún  esparaauento  cuando 
emprendéis  esa  peregrinación,  creéis  hacerme  bien  á  mi  mismo;  |ay! 
lejos  estáis  de  obtener  rehilado  semejante.  Tras  esa  puerta  que  se 
cierre  precipitadamente  entre  nosotros,  me  queda  una  inquietud,  una 
tristeza,  que  con  todo  su  peso  cae  sobre  mi  mismo,  y  vosotros  mismos 
no  os  lleváis  mas  gratos  sentimientos.» 

Después  temeroso  de  haber  dicho  demasiado,  y  de  haber  entriste- 
cido á  sn  familia,  prosigue  en  esta  misma  carta  ele  esle  modo:  «Ocu- 
póme tn  reanimar  mi  espíritu,  y  para  elloteogo  un  buen  medio:  adi- 
vínalo, mi  querida  Minette:  la  mar  no  necesita  agua.  Tu  corazón  ¿no  le 
ha  dictado  la  palabra  del  enigma?  no  me  cabe  duda,  ya  la  has  pronun- 
ciado. Pues  bien;  yo  pienso  en  ti,  en  los  buenos  resultados  que  mi 
cautividad  habrá  producido  en  tu  alma  y  en  tu  espíritu.  Minette  ha 
encontrado  la  verdadera  riqueza  en  mi  desgracia,  que  también  es  la 
suya:  ella  se  cria  de  cada  día  en  la  escuela  del  infortunio. 


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tai  misara 

Un  día  «in  duda  nos  volveremos  á  encontrar,  padre,  madre,  hi- 
jos, lo  los  juntos;  y  á  la  sazón  mi  alegría  será  grande. » 

El  5  termidor  supo  qne  constaba  en  la  lista  de  los  conspiradores 
en  calidad  de  jefe.  Annqne  estaba  bien  lejos  de  esperar  semejante 
noticia,  recibióla  con  resignación  y  calma.  Envió  su  hijo  Emilio  á  so 
mujer,  y  sin  osar  darle  ninguna  esperanza,  limítase  4  encargár- 
selo verbalmente  por  no  fiarse  de  su  pluma»  Ronchar  mantúvose 
animoso,  y  especialmente  en  el  momento  de  separarse  de  aquel  nifio, 
que  él  creía  no  volver  á  ver:  dióle  el  adiós  con  la  sonrisa  en  los  la- 
bios y  sin  que  en  sns  ojos  asomase  lágrima  alguna,  ni  en  su  rostro 
se  notase  ningún  síntoma  de  dolor. 

«Lo  que  mas  temo,  dijo  después,  son  sos  lágrimas. »  Retiróse  in- 
mediatamente á  sn  cuarto,  y  entretúvose,  durante  el  dia,  en  quemar 
sus  papeles  inútiles  y  en  arreglar  aquellas  plantas  que  hacia  secar 
y  le  habían  servido  de  distracción:  después  hizo  un  paquete  de 
las  cartas  de  su  querida  Minólo,  y  las  encargó  á  uno  de  sus  com- 
pañeros de  la  cárcel  para  que  después  de  su  muerte  las  e frega- 
se á  su  familia.  El  dia  siguiente,  6  termidor,  á  pe*ar  de  que  á  ca- 
da momento  temia  que  le  trasladasen  á  la  Conserjería,  aprove- 
chóse del  ofrecimiento  que  le  hizo  el  señor  Leroy,  discípulo  de  Su- 
vée,  de  hacer  su  retrato,  para  legar  ese  recuerdo  á  su  familia  y  - 
pmigos.  Cuando  el  retrato  fué  acabado,  él  mismo  escribió  debajo  uoa 

Poco  tiempo  después  de  escritos  estos  versos,  fué  trasladado  i  la 
cuarteta. 

Conserjería.  El  dia  siguiente,  á  las  once,  compareció  con  sus  com- 
pañeros ante  el  tribunal  revolucionario,  y  á  las  einco  ya  no  existía. 

Roucher  fué  condenado  como  jefe  de  los  conspir?dores  de  San  Lá- 
zaro: en  calidad  de  lal  fué  el  que  primero  salió  de  la  cárcel  y  el  úl- 
timo ejecutado,  en  cumplimiento  á  la  ley:  fué  el  trigésimo^octavo 
que  murió  en  esta  jornada. 

Hemos  copiado  el  asiento  de  este  preso  del  registro  de  San  Lázaro, 
y  es  como  sigue: 

Núm.  2094.  -Del  12  pluvioso,  año  2*.— Juan  Antonio  Roucher, 
literato,  de  edad  48  años,  natural  de  Montpeller,  departamento  del 
Herault,  residente  en  la  calle  Noyers,  núm.  24:  estatura  cinco  pies 
y  cuatro  pulgadas,  qjos  y  cejas  negras,  frente  despejada,  aariz  re- 


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dí  nmopA.  asi 

guiar,  ojos  pardos,  boca  grande,  barba  redonda  y  cara  oval:  tras- 
ladado de  Santa  Pelagia. 

Andrés  María  Cbenier  nació  en  SO  de  octubre  de  1762,  en  Cons- 
tantinopla,  donde  su  padre  Luis  Ghenier  era  consol  general  de  Fran- 
cia: su  madre  toé  una  griega,  célebre  por  su  belleza  y  talento. 

t  Así  por  una  feliz  casualidad,  dice  un  biógrafo,  el  qne  debía  apa- 
recer entre  los  modernos  como  un  discípulo  de  las  musas  griegas,  sus 
más  queridos  amores,  nació  enfrente  de  la  margen  célebre  en  que 
Homero  caotó  sus  obras  inmorUles,  y  en  un  clima  parecido  al  que 
inspiró  á  Teócrito.  A  los  diez  y  seis  afios  era  un  hábil  helenista  y  to- 
dalia  era  alumno  cuando  tradujo  una  oda  de  Safo,  llena  de  sentimiento 
y  bellezas  poéticas.  El  amor  á  las  artes,  el  sefialado  gusto  de  Andrés 
Chantar  por  el  estadio,  el  encanto  de  una  alma  candida  y  pura,  atra- 
jeron btóa  él  la  estimaekm  y  afecto  de  Pallbsot,  de  David,  el  pintor 
de  tos  Horados,  y  de  Lebrtin,  que  ya  presintió  en  él  un  poeta.  Esci- 
tado por  sus  dictámenes,  dedicóse  al  trabajo  con  tanto  ardor,  que  bien 
pronto  cayó  enfermo.  Sus  amigos,  los  hermanos  Trudaine,  llevaron* 
sde  á  viajar  por  Suiza:  á  la  sazón  Ghenier  tenia  veinte  y  dos  afios. 
A  la  vueHa  de  esa  comarca  pintoresca,  cuyas  bellezas,  ora  risueñas, 
ora  silvestres  y  sublimes,  habían  exaltado  su  imaginación,  se  agre- 
gó con  el  conde  de  la  Luzerue,  embajador  en  Inglaterra. 

Desfrutándotelas  ocupaciones  diplomáticas  que  no  se  avenían 
non  las  ilusiones  de  su  imaginación,  abandonó  la  Gran  Bretaña,  y  tor- 
io á  París  en  1790  al  comenzar  la  revolución.  Apoderáronse  de  él, 
A  la  faz,  la  poesía  y  tu  libertad,  como  dos  genios  familiares:  entonces 
hté  cuando  empezó  á  erigirse  el  editcio  de  su  reputación. 

Bosquejó  diferentes  poemas  sobre  distintos  asuntos  elevados  ó  li- 
geros, que  atestiguan  sus  esfuerzos  para  alcanzar  la  gloria.  Cuando 
eatá  verdaderamente  inspirado,  la  melodía  de  sus  versos  encanta, 
na  la  ?os  de  una  doftoella,  que  canta  con  el  corazón  y  voz  de  un  ángel. 

Rada  diremos  de  Cbenier  como  poeta,  sus  obras  son  conocidas  de 
lodo  el  modo;  y  boy  en  día  se  eatá  trabajando  para  la  publicación 
de  una  edición  completa:  en  los  límites  que  nos  hemos  sefialado, 
Andrés  solo  noa  pertenece  en  calidad  de  preso,  y  considerado  de 
este  stit-rto,  es  el  mu  interesante  que  i  nuestra  pilma  se  ofrece. 
Jévtn  lleno  de  talento,  de  seatiarienlo  y  fluidas,  había  ya  dado  ¡nía- 


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m  nmonps 

libios  prenda  de  que  en  el  porvenir  ofrecería  un  gran  poeta  .4  le 
Francia.  Su  muerte  fué  por  dos  circunstancias  fatal:  la  wa  per  pe* 
recer  dos  días  antes  del  9  termider,  y,  según  se  dice,  las  ¡Balancias 
que  hizo  su  padre  para  salvarle  perdieron  al  que  tema  eqperaua 
de  que  se  le  olvidase;  y  la  olra,  el  interés  real  que  se  une  &  esta  ca- 
tástrofe; esas  circunstancias,  del  todo  dramáticas,  debían  escitar 
i  varios  escritores  á  dar  á  Ipz  toda  especie  <}e  narraciones.  Esto  es 
lo  que  ha  acontecido.  Andrés  Chenier  es  el  héroe  d?  vn  dramk,  Anr 
drés  Ghenier  es  el  héroe  de  una  novela. 

En  Nádame  Rtland  y  en  Stello,  figura  jnuy  distinto  de  lo  qm  fué» 
en  mengua  de  la  historia  contemporánea:  en  M adame  Bekmd  se 
consigna  que  él  y  esta  mujer  estuvieron  en  una  miema  cárcel,  en  la 
que  jamás  han  estado;  hácesele  sentir  un  amor  que  él ,  el  amante  de 
Delie,  en  verdad  no  eeperimentó  por  un  marimacho*  En  SteUe,  se 
disfraza  á  toda  su  familia;  sin  el  mqaor  empachóle  viste  á  si  vene- 
rado padre  de  lacayo;  y  por  fin  en  otras  producciones  de  menor  impor- 
tancia ban#e  cometido  errores  involuntarios.  Dn  solo  hombre,  here- 
dero de  los  Ghenier,  el  hyo  del.  general  Sa^vm»  el  sobrino  de  An- 
drés y  de  Varia  José,  con  documentos  en  la  mano  ha  aliado  la  vep 
en  este  combate  y  puesto  en  su  lugar  la  verdad  d*  los  bobee» 

A  sus  escritos,  á  sus  noticias,  que  ha  tenido  á  bien  darnos  por  el 
respeto  que  su  tio  y  su  familia  le  inspiran,  y  á  los  nuevos  datos  que 
nosotros  hemos  adquirido,  sernos  deudores  de  la  relación  que  á  dar 
vamos. 

Componíase  la  familia  de  Ghenier,  en  tiempo  de  la  revolución,  del 
padre,  antiguo  cónsul  general  en  Conslantinopla,  anciano  respetable 
de  setenta  y  do*  afios  de  edad,  y  de  sus  hijee,  Salvador,  María  losé 
y  Andrés,  que  en  su  esfera  todos  han  figurado:  Salvador,  después  de 
haberse  distinguido  en  clase  de  ayudante  general  en  el  ejército  del 
Norte,  mandado  por  Cuttine,  fué  deninemdocemo  noble  y  destituido. 
Retiróse  á  jBreteuil  donde  tuvo  ocasión  de  prestar  un  servicio  á  un 
tal  Doby,  advirtiéndole  del  proyecto  de  Andrés  Demen,  representante 
del  pueblo,  que  tenia  el  encargo,  en  Oise,  de  prenderle.  Sálvese  Do- 
by en  París  protegido  por  la  señora  Laudáis,  hermana  suya,  joven 
viuda,  que  siendo  amiga  en  su  nifiez  de  la  seíora  del  representante 
Isoré,  este  pudo  oponerse  á  los  designios  de  Doaoni  Desde  esta 


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DI  BÜftOfi  SSt 

dia  estes,  los  dos  representantes  declaráronse  en  abierta  lacha,  y  de- 
fendiendo sos  doctrinas,  persiguiéronse  mfttuamente  sos  adeptos.  Yso- 
ré  se  marcha  á  Breteoih  cela  la  conducta  de  Dnmon  y  escita  á  Sal- 
tador Chenier  y  á  la  municipalidad  á  que  hagan  ana  representación 
acerca  fas  de  persecuciones  de  que  se  lamentaba.  Saltador  Chenier  la 
redactó  y  la  remitid  á  París;  viola  Damon  y  logró  la  aprehensión  de 
Salvador,  con  la  prevención,  dice  el  registro,  de  haber  dicho,  que  /to- 
mo* i  Ysoré  no  tardaría*  en  subir  al  cadalso,  prevención  ftlsa,  á  lo 
menos  por  lo  que  á  este  último  hace,  que  era  so  protector.  Salvador 
feé  encarcelado  en  la  prisión  de*Beseovais.  María  José,  poeta  nado* 
nal  de  «u  época,  aplaudido  en  tos  teatros  y  en  las  plazas  públicas, 
tiene  un  canto  qne  puede  competir  con  la  Marsellesa  y  fué  tam- 
bién representante  del  pueblo  en  la  Convención. 

Hemos  be*qoe}ado  la  vida  de  Andrés  hasta  él  momento  en  que 
nos  encontramos.  Amante  de  la  fiberUtd,  y  siempre  poeta  en  sus  sen- 
timientos, y  poeta  cual  Cálalo,  su  dechado,  no  aprobó  el  grande  acto 
de  la  Convención,  la  sentencia  del  monarca.  Ardiente  y  generoso, 
ofrecióse  para  cooperar  á  la  defensa  de  Luis  XVI,  que  le  inspire!* 
como  particular  simpatías  y  Mstima;  y  escribió  una  carta,  oon  la 
cual  el  rey  apeló  al  pueblo  del  (alio  de  la  Convención.  Muerto  el  mo- 
narca, ora  creyera  estériles  sus  esfbersee  en  la  política,  ó  qie  la  pru- 
dencia le  dictara  ese  proceder,  llevó  una  vida  oscura  y  retirada, 
entregándose  al  estudio  con  Unto  ardor,  que  su  salud  se  alteré  do 
nuevo.  Trasladóse  á  Versalles  para  recuperarla,  mas  apenas  vuelto! 
taris,  donde  vivía  coa  su  padre,  y  convaleciente  uun,  supo  la  apre- 
hensión deM.  Pasloret:  marcha  precipitadamente  á  Passy,  donde 
vivia  la  mujer  de  so  amigo,  prodígala  sos  consuelos  y  la  ofrece  to- 
dos sus  servicios.  Mientras  estaba  tislttedola,  preséntase  un  tal  Gué- 
not,  portador  de  órdenes  del  comité  de  seguridad  general,  con  un  man- 
dato de  arresto  contra  Mad.  de  Pastoral,  que  Guénot  quería  cumplir 
e»  aquel  mismo  momento.  Andrés  se  esfoena  por  disuadirle  y  defleo- 
do  I  la  sefiara  oon  un  ardor,  imprudente  en  aquellos  tiempos  de  tanta 
efervescencia.  Escudado  Guénot  con  las  órdenes  que  tenia  en  su  poder 
del  comité,  tealttndole  para  la  aprehensión  de  todas  las  personas 
sospechosas  de  I*  casa  de  Pastoral,  prende  á  Chenier.  Le  hacen  un 
interrogatorio  que  por  sus  muchas  inexactitudes  él  no  quiso  irmar: 
maou.  ni 


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después  Guénot  obtiene  mu  orden  del  comité  de  Paesy  y  manda  lle- 
var el  preso  á  Loiembnrgo  castodiado  por  Duchesoe. 

No  creyendo  el  alcaide  de  esta  cárcel  suficientes  las  distintas  ór- 
denes que  Guónol  presentaba,  no  quiso  admitir  4  Andrés.  Duchóme 
lo  entrega  entonces  á  Guénot,  que  lo  mandó  conducir  á  San  Lá- 
zaro, donde  fué  admitido,  pero  sin  hacerle  constar  en  el  registro. 

Aqni  acontece  an  hecho  estrano,  primer  eslabón  de  la  fatalidad 
que  ha  pesado  en  el  destina  del  preso. 

Su  padre,  M.  de  Cheoier,  al  saber  la  aprehensión  de  so  hijo,  vise 
precipitadamente  &  San  Lázaro  y  anticua  verle;  el  alcaide  le  contesta: 

—Entre  los  que  eniraroo  ayer,  este  nombre  no  está. 

M,  de  Chenier,  lleao  de  esperanza,  se  va  al  comité  de  salud  públi- 
ca, declara  esta  circunstancia  que  manifiesta  la  ligereza  con  que  te 
procedió  á  la  aprehensiva,  y  suplica  la  libertad  de  su  hijo.  Encuentra 
á  Barriere  y  se  dirige  á  él,  quien  le  recibe  con  aquella  cortesía  fuese 
hiao  proverbial,  y  le  promete  la  libertad  de  Andrés.  Dos  dias  des* 
pues  IL  de  Ghenter  vuelve  á  San  Lázaro,  y  cuando  el  alcaide  le  re- 
conoce, dfcele  estas  crueles  palabras: 

—¿Es  vuestro  hijo?  buen  paso  habéis  dado:  «abo  de  recibir  laór*, 
den  de  sentarle  en  el  registro. 

M.  de  Chenier  queda  anonadado»  En  «iscle,  las  cosas  habían  cam- 
biado de  aspecto:  solo  un  mandato  del  tribunal  revotacianario  pedia 
borrar  este  asiento. 

A  estas  •oticias,  tomadas  de  un  folleto  de  M.  Ghenier,  lobrinoy 
nosotros  en  so  corroboración  afiadiremos  otras:  beatos  copiado  é 
asiento  de  Andrés,  que  tiene  la  fecha  del  19  ventoso  en  vez  déla  del 
17,  día  de  su  «prehensión, 

Este  «siente  consta  en  el  pequelo  registro  de  este  moda: 

19  ventoso,  alo  l.*«-W!~- Andrés  Cheoier,  31  afios,  aataal  de 
Genstantinepla,  ciudadano  residente  en  la  calle  Cléry,  ndm.  $7;  es- 
tafara cinco  pies  dos  pulgadas,  cabellos  y  cejas  negros,  frente  ancha, 
ojos  pardos  azules,  nariz  regular,  boca  mediana,  barba  redonda, 
cara  oval:  conducido  aqui  en  virtud  de  una  érden  del  costóte  revo- 
lucionario de  la  municipalidad  de  Passy  y  preso  por  medida  de  se- 
guridad general. — Firmado:  Bondon,  Cramoi$m  y  Guéwt,  comisa- 
rio, portador  de  órdenes  del  comité  de  seguridad  general. 


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me  naota.  su 

Mientras  tonto,  Dofcy,  que  Unto  debía  4  Salvador,  pagó  la  deuda 
de  gratitud,  saltado  inmediatamente  de  Paria  i  encontrar  á  su  her- 
mano, M.  Laudáis,  &  fin  de  que  por  intercesión  de  Ysoré  se  empá- 
ñate por  el  encarcelamiento  que  aqnél  sufría  en  Beauvais.  H.  Lau- 
dáis, Ysoré  y  Haría  José  ya  se  habían  reunido  para  ocuparse  de  los 
dos  hermanos.  Marta  José  había  manifestado  la  intención  de  su  pa- 
dre de  dar  algunos  pasos  cerca  los  miembros  del  comité,  mal  de  su 
grado.  Los  tres  fueron  á  encontrar  k  la  hora  designada  al  anciano, 
al  objeto  de  que  desistiese  del  medio  que  ellos  creían  imprudente  y 
escitaríe  i  que  se  hiciesen  gestiones  mas  eficaces;  mas  como  en  la 
víspera  había  sabido  que  su  hijo  ya  constaba  en  el  registro,  encon- 
tráronle entregado  á  la  desesperación.  Su  mujer,  la  medre  de  los  dos 
hijos  presos,  con  todo  su  afecto  se  eiforsaba  en  consolarle.  Las  tres 
personas  que  llegaron  reiteraron  sus  instancias  para  que  evitase  toda 
gestión.  Gollot  d'Herbois  era  conmigo  de  Andrés  y  con  su  in- 
fluencia debía  paralizarlo  todo  en  el  seno  del  comité. — Salvador  ha 
provocado  et  odio  de  Andrés  Dumon,  que  personalmente  me  quie- 
re tanto  como  á  un  hermano,  decia  María  José;  Ysoré  lo  sabe: 
pero  yo  creo  que  toda  gestión  que  se  baga  al  gobierno  lo  echará 
todo  i  perder. 

-  ¿Pero  qué  es  toqúese  debe  hacer?  preguntaba  M.de€henierf  padre. 

—Nada,  contestaban  María  José  é  Ysoré. 

—Nada,  repelía  el  padre:  eso  es  terrible.  En  ningún  país  civilizado 
se  prohibe  la  defensa  de  los  acusados,  ni  la  prueba  de  su  inocencia 
ante  el  tribunal,  que  sea  el  que  fuere,  no  puede  negar  la  evidencia, 
pues  la  conciencia  de  los  jueces  existe;  y  aun  cuando  el  o  lio  de  los 
miembros  del  comité  de  salud  pública  persiguiese  á  mis  hijos,  el  dic- 
tamen de  los  jueces  no  los  condenará.  No  hay,  pues,  inconveniente 
alguno  en  acudir  |  los  miembros  del  gobierno,  puesto  que  por  mal 
que  el  asunto  vaya,  su  mismo  odio  no  haría  isas  que  precipitar  la 
sentencia,  y  no  existiendo  otro  medio  para  obtener  la  libertad  que 
una  lucha  judiciaría,  no  veo  tampoco  peligro  en  acelerar  la  hora. 

—Esta  lucha,  esclamaron  juntos,  María  José  é  Ysoré,  es  la  que  á 
lodo  trance  se  debe  evitar. 

fil  padre  no  dejó  por  eso  de  insistir:  su  alma,  recta  y  leal,  y  la 
convicción  de  la  inocencia  de  sus  hijos,  infundíanle  valor  para  afroe- 


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su  nimios 

tar  ti  tribunal  revolución  vio,  cuyo*  joeqas  en»  P?ur»ól  suíetole 
garantía. 

Madame  de  Cbenier,  al  contrario,  inspirad^,  por  su  suspicaz  ternu- 
ra, se  adhirió  al  parecer  de  María  José  y  de  Ysoré,  é  hizo  que  su  es- 
poso lo  adoptase.  Acordóse,  pues,  en  esta  entrevista,  que  todos  los 
esfuerzos  tendiesen  á  hacer  que  los  procedimientos  del  proceso  se  re- 
trasasen. A  este  fin,  María  José  é  Tsoré  debían  hablar  con  fouquier 
Tipville  y  convenirse  con  algunos  empleados  del  tribunal,  al  objeto 
de  que  el  proceso  de  los  dos  hermanos  se  pusiese  debajo  de  los  lega* 
jos.  Pero  al  propio  tiempo,  los  dos  presos  que  participaban  da  la  mis- 
ma franqueza  y  valor  que  su  padre,  instaban  su  comparecencia  ante 
el  tribunal.  Andrés,  en  sus  arranques  violentos,  disculpables  en  su 
situación,  desahogábase  sin  cesar,  con  la  energía  de  la  independencia, 
contra  los  gobernantes.  Salvador  desde  su  cárcel  pedia  se  le  trasla- 
dase á  la  Consergeria. 

t  Si  soy  culpable,  escribía,  que  se  me  castigue;  si  inocente,  no  de- 
bo estar  en  la  cárcel.»  Este  deseo  de  Salvador  hien  poco  tardó  en 
realizarse,  puesto  que  el  3  pradial  ya  constaba  en  el  registro  de  la 
Consergeria. 

Es  de  suponer  que  en  esta  época,  á  pesar  de  la  secreta  inteligen- 
cia de  la  familia  con  los  empleados  subalternos  del  tribunal»  eL  pro- 
ceso de  ambos  hermanos  siguió  sus  trámites,  pues  el  de  Andrés, 
en  especial,  se  regularizó. 

En  efecto,  encontramos  una  señal  muy  notable  de  lo  que  hemos 
indicado,  acerca  de  los  registros  de  entrada:  al  margen  del  que  he- 
mos citado  hay  la  siguiente  nota: 

«Véase  al  folio  núm.  1095,  en  que  el  mencionado  Cbenier  consta 
como  vuelto  á  entrar  en  el  gran  registro,  en  la  hoja  del  18  pradial.» 

Y  en  el  gran  registro  á  la  hoja  citada,  encobramos  en  la  fecha 
precitada  del  18  pradial  un  nuevo  asiento,  en  un  lodo  semejante  al 
primero,  con  la  diferencia  de  estas  palabras,  escritas  en  la  columna 
de  los  motivos,  por  medida  de  seguridad  general ,  que  han  sido  es- 
critas cerca  de  las  que  había  debajo,  que  han  sido  raspadas;  y  en  las 
de  las  órdenes  hay  mencionado  Mandato  de  arresto  del  7  pradial. 

Esta  última  cita  es  muy  importante  en  corroboración  de  lo  que  he- 
mos tentado  acerca  de  la  regularizaron  del  proceso. 


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d£  uaota.  ss* 

Eñ  el  primer  amontono  consta  bm  que  nía  pura  y  limpie  Arden 
del  oomilé  revolucionario  de  la  municipalidad  de  Passy,  en  el  cual 
el  alcaide  del  Lnxembargo  no  encontró  bastante  legalidad  para  poder 
admitir  inpreeo  y  sentarlo  en  el  registro.  El  alcaide  de  San  Liiaro  no 
hay  dada  qae  admitió  &  Cbenier  entre  otros  machos  presos,  y  no  se 
•percibió  de  él,  por  cnanto  dtfo  &  sa  padre  que  no  tenían  ningna 
preso  de  sa  nombre.  Dos  dias  despaes  se  le  pasó  la  órdea  de  que 
estendiese  el  asiento,  y  lo  rerilcó  haciendo  constar  en  él  las  órdenes 
en  virtnd  de  las  cuales  se  encarcelaba  al  preso  y  enviando,  como  de 
costumbre,  la  copia  de  sa  registro,  dia  por  dia,  al  comité  de  salud 
pébttca.  Cuando  Saltador  fué  trasladado  i  la  Convergería,  el  t  pre- 
dial, la  igaaldad  de  nombres  llamó  la  atención  délos  miembros  del  co- 
mité; se  examinó  el  asiento  de  Andrés,  y  como  no  estaba  en  debida 
regla,  segan  las  órdenes,  cuatro  dias  después,  el  7  pradial,  se  repi- 
tió el  mándalo  de  arresto,  en  virtud  del  cual  se  ordenó  al  alcaide 
qae  hiciese  na  nuevo  asiento:  y  esto  es  tan  probable,  como  que  el 
alcaide  para  evitar  que  se  creyese  duplicado,  escribió  al  margen  dal 
asiento  del  gran  registro  la  siguiente  nota: 

«El  llamado  Chenier,»  qne  consta  despaes  del  19  ventoso,  no  es- 
tando sino  registrado  en  esta  hoja,  no  figura  en  la  recapitaiackm.  • 

Esta  Alé  también  ana  de  tas  circunstancias  fatales  que  contribuye- 
ron en  el  fallo  de  Andrés.  Sin  embargo,  la  impaciente  tornara  de 
M.  Chenier,  padre,  no  se  satisfacía  con  las  solas  garantías  qne  le 
daban  los  empleados  del  tribunal,  no  veia  suficiente  eegnridad  ea 
este  medio,  y  asi  es  que  en  todas  las  conversaciones  con  sa  Cunilia 
manifestaba  sus  recelos. 

—Pero,  padre  mió,  le  decía  María  José,  hágase  V.  cargo  que  no 
hay  otros.  Estos  empleados  tienen  la  suerte  de  los  presos  en  sus  ma- 
nos: de  ellos  depende  poner  un  a»unto  en  estado  de  someterlo  al  tri- 
bunal revolucionario:  ellos  son  los  qae  establecen  e!  orden  para  qae 
los  procesos  sean  clasificados  por  el  tribunal;  ellos  pueden,  fingiendo 
qae  lo  hacen  sin  motivo,  poner  siempre  debajo  de  los  demás  el  pro- 
ceso de  un  preso  cuya  vida  no  quieren  poner  en  peligro:  V.  ve.  qae 
Ysoré  le  dice  k  V.  lo  mismo.  Le  suplico  encarecidamente  qae  nos 
escache  V.,  que  nos  deje  V.  hacer. 

—Mi  querido  hijo,  respondía  M.  de  Chenier,  tú  hablas  como  uajó- 


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m  rusMKUB 

ten  que  do  vé  mas  que  un  medio  que  le  sonríe,  sm  atender  que  mil 
circunstancias  pueden  hacerlo  ilusorio.  ¿Puedes  negarme  que  si  Bar* 
rere  hablase  en  favor  de  tos  hermanos  al  fiscal,  seria  cierta  su  li- 
bertad? 

—No  hay  duda,  contestó  Ysoré,  si  se  dirigiese  &  Fouquier-Tinvi- 
Ite,  pero  no  habiéndole  en  favor  de  sos  hijos  de  V.,  sino  haciéndole 
y  reiterándole  una  petición  formal:  y  esto  no  lo  hará. 

—No  puede  hacerlo,  atedió  Maria  José,  puesto  que  Collot  d'Her- 
bois  no  consentirá  jamás  en  soltar  su  presa. 

—No  se  trata  de  este  hombre,  dijo  M.  Chenier. 

—Dispense  V.,  padre  mió,  replicó  María  José,  V.  echa  en  olvido 
que  si  la  aprehensión  de  Salvador  y  el  encarcelamiento  de  Andrés 
proceden  de  una  orden  del  comité  de  seguridad  general,  el  comité 
nada  hace  sin  las  órdenes  del  comité  de  salud  pública,  y  Barreré  no 
puede  pedir  como  particular  una  cosa  contraria  á  lo  que  ha  mandado 
como  miembro  del  comité. 

—Sin  embargo  ¿quién  le  obligó  á  decirme  que  mi  redamación  era 
fundada,  y  que  daría  prisa  á  fa  salida  de  Andrés? 

— jAhl  ipadre  mío!  ¡padre  mió!  en  nombre  del  cielo  no  haga  V. 
cosa  alguna. 

También  esta  vez  accedida  que  se  procediese  secretamente  por 
sus  dosjrijos,  evitando  por  su  parte  todo  paso  ostensible. 

La  señora  Laudáis  sé  habia  encargado  particularmente  de  la  cau- 
sa de  Salvador:  asi  es,  que  ella,  por  medio  de  un  portero,  habia  enta- 
blado con  él  una  correspondencia  en  la  Gousergería,  y  entendién- 
dose solo  con  los  empleados  del  tribunal,  logró  salvarlo;  de  mo- 
do que  el  9  termidor  se  le  puso  en  libertad:  y  ahora  no  podemos 
menos  de  decir  que  Salvador  pagó  esta  deuda  de  gratitud  casándose 
con  ella. 

Por  lo  que  hace  á  Andrés,  M.  de  Chenier  le  comunicó  el  plan  de 
su  hermano,  y  obtuvo  de  él  mas  circunspección  y  prudencia  en  su 
conducta. 

Desde  este  dia  dedicóse  al  estudio  y  á  la  poesía:  su  padre  le  envió 
su  Cátalo  y  su  Popercio  y  pasó  los  días  en  San  Lázaro  con  estos  dos 
amigos:  otros  dos  amigos  también  le  distraían  en  su  encarcelamien- 
to: eran  los  hermanos  Trudaine,  compañeros  en  su  viaje  á  Suiza, 


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Andrés  apenas  dejaba  su  sociedad  y  se  rosaba  muy  pecóos*  loaolroa 
presos.  Por  otra  parte,  como  la  mayor  parte  del  tiempo  la  dedicaba 
ai  estadio»  casi  habia  logrado  echar  en  olvido  so  encierro.  En  efecto, 
la  prueba  evidente  de  so  aislamiento  es  qne  en  la  multitud  de  me- 
morias de  los  presos,  ninguno  habla  de  él,  y  si  alguno  le  menciona, 
es  de  una  manera  vaga,  siendo  asi  que  Andrea  en  todas  parles  debía 
hacerse  notable. 

Es  una  cosa  sorprendente  que  ni  Roucher  ni  él  se  hubiesen  conoci- 
do en  San  Láiaro,  pues  de  otro  modo  Roucher  hubiera  hablado  de  él 
á  su  hija,  en  su  voluminosa  correspondencia,  singularmente  en  la 
carta  en  que  haMa  de  las  estancias  de  María  losé.  Andrés,  pues, 
resignado  con  su  profunda  oscuridad,  veía  deslizar  los  dias  en  la  cár- 
cel entre  la  poesía  y  la  sociedad  de  sus  amigos  Trudaine. 

No  obstante  habían  transcorrido  tres  meses  y  las  cosas  se  halla- 
ban en  igual  estado»  Bastante  se  habia  alcaaiade  sustrayendo  el  pro- 
ceso de  la  vista  de  sus  acusadores;  temíase  que  los  empleados  no  po- 
drían hacer  mas  de  lo  que  habían  hecho,  y  que  alguna  de  los  susti- 
tutos no  denunciase  el  proceso.  María  José  é  Tsoré  volvieron  por  su 
parte  &  hacer  gestiones,  mas  las  de  María  José  no  tuvieron  buen  éxi- 
to. Un  dia  habló  á  su  colega  Dopin,  que  guiaba  de  gran  crédito  en 
loa  comités,  pidiéndole  la  libertad  de  los  presos. 

—Tú  pide»  la  libertad  de  tos  hermanos,  respondióle  bruscamente 
Dupio;  si  fueses  un  verdadero  patriota,  tú  mismo  los  entregarías 
al  tribunal  revolucionario. 

Crueles  faeronestai  palabras  para  María  José,  no  por  temor  del 
choque  coa  Dupio,  sino  por  ver  en  ellas  cuan  sospechoso  era  al  par- 
tido doiüinanle.  En  efecto,  las  oosas  llegaron  á  tal  punto,  que  María 
José  veíase  amenazado  todos  los  dias  de  verse  encarcelado  como 
sus  hermanos:  el  mismo  Tsoré  ya  le  consideraba  perdido. 

Cbenier,  padre,  abrumado  por  esta  situación,  esclamaba  en  sa  de- 
sespera ion: 

—De  mis  tres  hijos  ni  uno  solo  me  dejarán:  todos  me  los  devorarán. 

Y  desde  este  día,  no  podiendo  contar  con  las  gestiones  de  María 
José,  se  concretó  á  defenderse  él  mismo  y  á  obrar  directamente,  vol- 
viendo ¡x  su  primitivo  proyecto.  Parecióle  este  tanto  mas  eficaz  ha- 
biéndote promulgado  recientemente  la  ley  del  ti  predial,  y  y*  que 


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m  mmosisi 

M.  de  Chétofcr  no  vél*  otro  medio  sino  (fué  Andrés  evítate  tos  debates 
judicial**,  bhrfgitt,  pues,  á  te  comirfon  encargada  dá  etámen  de  lis 
•prehensiones,  que  no  era  otra  que  las  comisiones  populares  de  que 
heñios  hablado,  un  escrito  justificativo  acerca  de  la  conducta  de  Su 
hijo. 

Por  este  medio  esperaba  promotor  una  decisión  pftHmfiar,  sin 
ningún  peligro  momentáneo;  mas  no  sucedió  asi,  pues  ninguna  con-' 
testación  obtuvo  á  su  escrito. 

En  tanto  que  el  tiempo  pasaba,  las  aprehensiones  hacíanse  toas  te£ 
ribles.  María  José  é  Ysoré  metiéronse  en  la  conspiración  que  quería 
derribar  á  ftobespierre,  y  á  este  Hn  M.  de  Chenier  habia  recibido  to- 
das las  cofiAdienciag  de  su  hijo;  mas  temía  esta  lucha  y  dudaba  de 
su  éxito. 

Era  el  dia  4  termidor,  y  H.  Laudáis  fié  á  ver  á  TsoM  en  el 
momento  en  que  este  se  iba  á  la  Convención.  En  su  ademan  y  en 
tus  actitudes  vetase  cuan  turbado  y  agitado  estaba:  coge  un  basto» 
de  estoque,  que  desenvaina  hasta  la  mitad,  y  dice  AM.  Laudáis: 

—Si  dentro  de  tres  6  cuatro  chas  no  se  ha  acusado  á  RobMpiette, 
ved  ahi  16  que  me  servirá  en  la  Convención. 

— ¿Y  los  presost  esclama  H.  Laudáis,  Heno  de  terror. 

—Jamás  han  estado  mas  seguros;  nuestras  discusiones  no  noe  per* 
miten  ocuparnos  de  ellos. 

H.  Laudáis  se  vá  inmediatamente  á  casa  de  H.  dé  Ghenier: 
mili  encuentra  á  María  José  y  le  cuenta  lo  que  beaba  dé  pasarle,  f 
aquel  se  va  apresuradamente  á  reunirse  con  Ysoré. 

M.  de  Ghenier  queda  solo  con  M.  Laudáis  y  le  comuriicá  sus  te- 
mores acerca  el  malí  éxito  del  golpe  de  estado  que  se  intentaba. 

—Si  Robespterre  vence,  decía,  hará  otra  mortandad  de  prisioneros. 

—Muy  fácil  será  que  engallen  á  Ysoré  y  á  Sus  eoátigados,  puesto 
que  han  de  tratar  con  los  hombres  mas  traidores  y  mas  pérfidos  del 
mundo:  en  todo  eso  María  José  juega  su  cabeza,  pero  está  tan  en- 
colerizado con  esos  miserables,  que  no  hay  medio  de  poderle  contener. 

—Los  acontecimientos  que  van  preparándose  me  espantan.  Ayer 
be  querido  ir  á  ver  á  mi  hijo  á  San  Lázaro:  me  han  rechazado  bru- 
talmente, y  á  fé  que  no  he  ido  muy  á  menudo;  [pero  esta  deneg*- 
cton  es  horrible! 


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de  naorA.  it7 

En  efecto,  lo  hemos  dicho  ya,  está  prohibida  toda  espede  de  co  • 
monicacion  con  los  presos.  Andrés  se  valia  de  la  ropa  sucia  para  es- 
cribir i  su  familia:  metía  en  medio  de  ella  «dos  pedacitos  de  papel 
rollado,  escritos  con  «na  letra  muy  menuda:  es  neoesario  haberlo  fis- 
to como  nosotros,  para  formarse  ana  idea  de  lo  poco  qne  abultaban 
esos  pequeños  billetes.  De  este  mod¿  entregaba  sus  yambos,  y  no 
pasándolos  por  debajo  la  pieria  y  confiándolos  á  un  preso,  para  en- 
tregarlos i  su  familia,  despies  del  9  lermidor.  No  bay  duda  de  que 
9u  padre  recibió  este  dia  algunos  versos  que  inundó  de  lágrimas. 
Viendo  que  la  situación  iba  empeorando  en  su  impaciente  solicitud,  y 
enteramente  desconfiado  del  plan  de  María  José»  vuelve  precipitada- 
mente á  casa  Barreré,  le  pide  noticias  de  su  solicitud  y  la  libertad 
de  su  hijo.  Barreré  le  contesta  con  palabras  comunes,  mas  el  des- 
graciado padre  manifestóte  exigente;  y  no  se  contentó,  como  la  pri- 
mera vea,  con  vagas  promesas.  Barrare  tuvo  que  hacerle  una  for- 
mal. 

Dentro  tres  dias,  le  dijo,  vnestro  tayo  saldrá.  M.  de  Chenier,  con 
grande  esperanza,  volvió  á  su  casa  sin  hablar  palabra  anadie  del  pa- 
so que  sabia  que  todos  le  vituperarían,  y  que  él  creía  tan  bueoo  para 
Andrés.  Pero  la  consecuencia  de  aquella  entrevista  fué  el  traslado 
de  la  solicitud  del  padre,  de  los  comités  de  salud  pública  y  de  segu- 
ridad general,  al  fiscal,  con  la  orden  de  someter  con  toda  urgen- 
cia el  proceso  al  tribunal  de  la  revolución.  Esta  orden  tan  repentina 
infundió  espanta  á  los  empleados  del  tribunal,  sobornados  por  María 
José.  Temiendo  que  se  les  hubiese  denunciado,  estaban  tan  turbados, 
que  al  buscar  el  proceso  de  Andrés,  unieron  impensadamente  con  el 
de  este  el  de  Salvador,  que  contenia  la  denuncia  de  Andrés  Dumon. 

Fouquier-Tinville,  á  quien  no  se  habia  enterado  de  los  dos  asun- 
tos, evitando  hablarle  de  ellos  por  no  despertar  su  celo,  al  redac- 
tar precipitadamente  la  acusación  oonfundió  á  los  dos  hermanos  y  los 
hechos  de  que  se  les  hacia  cargo. 

Andrés  compareció  al  tribunal  revolucionario  el  7  lermidor:  el  6 
habia  sido  trasladado  á  la  Goosergeria,  como  hemos  visto.  Su  her- 
mano Salvador,  ignorando  que  estuviese  en  la  misma  cárcel,  no  pudo 
tener  el  consuelo  de  despedirse  de  él.  Solo  en  la  vista  y  en  el  inter- 
rogatorio que  se  hito  á  Andrés  se  apercibieron  de  la  confusión  que 

tts 


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899  PRISIONKS 

habia  en  la  acusación  entre  los  dos  hermanos.  Promovióse  una  dis- 
cusión acerca  la  profesión  de  Andrés,  que  se  dijo  era  ayudante  gene* 
ral.  Pero  el  segundo  fiscal,, trazó  una  diagonal  en  los  párrafos  déla 
acusación  que  no  pertenecían  á  Andrés,  y  se  continué  la  vista.  Así 
al  menos  consta  en  el  proceso  que  se  conserva  ea  el  archivo  de  la 
Audiencia. 

Estando  en  el  tribunal  Andrea,  en  el  acto  de  pronunciarse  su  sen- 
tencia, dándose  una  palmada  en  la  frente,  eiclamé. 

¡Y  sin  embargo  algo  tenia  yo  aquil 

No  pronunció  otras  palabras,  como  gratuitamente  se  ha  supuesto* 
ni  tampoco  se  confundió  coa  esta  idea  al  desenvolverla;  fué  una  es- 
clamacion  del  poeta  que  se  abstraía  del  tribunal  político,  que  no  veia 
mas  que  un  porvenir  de  gloria  roto  por  el  hacha  revolucionaria;  fué 
so  única  queja  arte  los  jueces,  fué  su  adiós  4  osla  tierra* 

.  Seutimps  vivamente  que  la  tradicitn  popular  de  la  primera  esc* 
na  de  Androm^ca,  declamada  en  el  carro  por  Andrés  Chetíer  y  Ron? 
cher,  ae  seamos  que  una  fábula*  Ea  efecto,  la  muerte  de  Ion  dos 
poeta*  declamando  los  tallos  verwsi  <te  Bacift^  ai  machar  al  cadal- 
so, ea  poética  y  admirable.  Fácilmente  concebimos  quehaya  brotado 
del  pico  de  la  plum*  <ta  Lwpiradea  escritores,  mas  nos  Tenes  obli- 
gados, aunque  1149  cueste  trabajo,  á  eeasigpar  ep  este  tíbns  que  se- 
meja c  te  hecho  es  un  puro  invento»  A  este  fia  vamos  á  publicar  una 
caria  de  AL  de  Chenier,  mas  interesado  que  nadie,  por  su  respeto  y 
afecto  filial*  A  corroborar  esta  tradición  en  su  familia.  Esta  carta  ma- 
nifiesta adeqaás  el  motivo  porque  no  hayamos  creído  de  nuestro  deber 
estendernos  mas  acerca  de  Andrés  Chenier,  ya  que  sua  obras  no  sos 
enteramente  cqaocidas. 

París  20  de  setiembre  1845. 

Muy  sefior  mió:  contestando  Ala  pregunta  que  V.  se  sirve  hacerme, 
acerca  del  objeto  de  los  biógrafo*,  que  dicen  de  mi  lio  Andrés  y  de 
Roucher  que  al  encontrarse  en  el  carro  fatal,  declamaron  hasta  el 
pié  del  cadalso  la  escena  de  Afldromaoa: 

¡Ahf  ya  que  encuentro  un  amigo  tan  fiel,  efe.,  tengo  el  honor  de 
decir  á  V.  que  este  hecho  creo  es  una  pura  invención.  Además,  aun* 
ca  he  oido  decir  á  mi  familia  que  Roucher  y  mi  lio  se  hubiesen 


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DI  lütOPA  III 

conocido  en  este  mando,  ni  meóos  en  Sao  Lázaro  durante  so  encar- 
oelamiento. 

En  la  noticia  que  tengo  escrita,  sobre  mi  tío,  he  explicado  el  moti- 
lo porque  me  parece  inexacto  este  hecho:  esta  noticia  todavía  es  iné- 
dita,  pero  la  publicaré  en  ona  obra  que  titularé  Estudios  $obre  An- 
drés Chemer:  en  ella  habrá  noticias  históricas  de  mi  abuelo  Luis  Che* 
nier,  de  mi  padre  y  de  mi  tio  María  Jos¿;  muchos  son  los  hechos  ig- 
norados, ó  mal  conocidos,  que  en  ella  consignaré. 

Hé  ahi  en  resumen,  por  lo  que  hace  á  la  pregunta  que  V.  me  diri- 
ge, lo  que  me  ha  demostrado  la  inexactitud  de  la  escena  declamada. 

Andrés,  como  hemos  notado  en  la  conrersacion  de  anteayer  tar- 
de, no  estuvo  unida  con  ningún  lazo  con  Roucher;  nada  consta  que 
pruebe  qne  trabasen  amistad  en  San  Lázaro.  Después,  cuando  sen- 
tenciados á  una  misma  pena ,  faetni  conducidos  á  la  barrera  del 
Trono,  sitio  eo  que  tuto  lugar  ta  sentencia,  eo  tomo  suyo  no  tenían' 
mas  qne  sus  compafferos  de  infortunio,  y  ninguno  de  ellos  se  esca- 
pó del  suplido:  los  moldados  que  les  escoltaban,  el  conductor  del  car- 
ro fatal  y  la  multitud  qm  hatritualmente  se  «pifiaba  en  esos  borri- 
bles  espectáculos,  toda  esa  gente  era  seguramente  demasiado  igno- 
rante para  saber  lo  que  las  dos  victimas  hubiesen  podido  declamar; 
y  por  otra  parte,  aunque  en  esa  multitud  hubiese  habido  personas 
suficientemente  enteradas  de  nuestra  literatura,  para  conocer  y  rete- 
ner en  su  memoria  tes  Tersos  declamados,  daré  es  que  estando  la 
misma  multitud  á  cierta  distancia  del  lúgubre  carro,  con  el  ruido  de 
este,  no  les  hubiera  sido  posible  oir  la  declamación,  á  no  ser  que  se 
hubiesen  declamado  los  versos  con  tos  estentórea. 

Respecto  á  la  frase:  ¡Y  sin  embargo  algo  tenia  yo  aqtd !  la  he  oído 
repetir,  no  solamente  á  mi  familia,  si  que  también  á  una  persona  que 
asistió  al  tribunal  revolucionario;  pero  no  la  pronunció  en  el  carro, 
sino  al  salir  del  terrible  tribunal,  cuya  sentencia  era  sin  próroga  ni 
apelación.  Era  una  reflexión  que  parecía  se  hacia  á  si  mismo.  Esta 
es,  caballero,  la  solución  que  puedo  dar  á  V.  á  la  contestación  que  V. 
me  ha  propuesto.  Si  V.  cree  de  alguna  utilidad  la  publicación  de  esta 
larga  carta,  le  faculto  h  V.  para  ello,  ano  ser  que  por  la  precipita- 
don  con  que  está  escrita,  la  crea  V.  indigna  de  ver  la  luz  públiea,  etc. 

DeChenier 


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•00  PUSIOMB 

Mas  si  nos  yernos  obligados  á  do  dar  crédito  á  osla  tradicioa ,  al 
menos  podemos  atestiguar  el  hecho  del  envió  de  sus  yambos  eo  los 
últimos  dias  de  sa  encierro»  que  verificó,  según  hemesdiobo,  cob 
sn  ropa  sucia.  El  papel  en  que  están  escritos  es  muy  delgado,  do 
tres  dedos  de  ancho  y  ana  longitud,  poco  mas  ó  menos,  de  uoa  cuar- 
ta. Los  versos  no  pueden  leerse  sin  el  ausilio  de  un  lente. 

En  nuestras  manos  hemos  tenido  esta  reliquia  y  oteas  del  malo- 
grado  Andrés,  de  las,  cuales  M.  de  Ghenier  ha  formado  un  piadoso 
museo,  y  que  gracias  á  su  celo,  no  serán  perdidas  para  ia  posteriásd. 
Los  versos  de  que  hemos  hablado  constituyen  el  testamento  del  poeta, 
su  último  aliento,  su  último  pensamiento,  como  fué  su  última  qieja 
la  palabra  que  pronunció  después  de  su  sentencia.  Estos  versos  pis- 
tan con  la  mayor  fidelidad  el  estado  de  so  alma,  pues  no  cabe  dado 
que  fueron  hechos  después  de  la  priptera  traslación  en  eUgomealoea 
que  se  estaban  pregonando  las  listas  en  lacera!  y  en  qneel peli- 
gro era  real.  ,   / 

Aquí  enmudecen  lodos  los  que  han  dado  noticias  de  «rio*  yambos, 
mas  no  asi  el  poeta,  puesto  que  «igw*4  vía*  de  cíen  los  primeros, 
tan  bellos,  tan  armoniosos  como  tríales,  Andrés  Ghenier  tenia  31 
afios,  8  meses  y  i6  dias.  Suedad  y  loa  venes  q*e  hemos  citad*  has- 
tan  para  su  oración  fúnebre, 


II. 


Dictamen  de  Paganel. — Decreto  de  la  Contención.— Migelli,  Mamada  Aspasia.— Su 
paaran  por  un  nobJe*-~6o  abandono.— So  locura.— Asesinato  de  Ffrand.— Ijeco- 
cion  de  áspasia.— Jaaia  Marta  Marín,  viada  de  Morin  y  sn  tija. — Crimea  meéitada 
en  lasBati^aolles.— El  escotillón.— Ajaenaias  de  lamerte»-— Apwoeoaion.—aoJrt 
— La  poetisa  en  S.  Lázaro.— Su  muerte. 

En  la  sesión  de  la  Con  vención  del  25  frimario,  año  3*  (15  de  di- 
ciembre de  1 794)  Paganei  presentó  un  dictamen  acerca  las  mujeres 
condenadas  á  reclusión  y  presas  en  Vincennes,  en  la  Forcé  y  en  Bicclre. 
Este  di  el  amen  señalaba  una  multitud  de  abusos  de  todo  linaje,  come- 


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D81UR0PA  101 

lides  en  estes  distintas  cárceles,  la  falta  de  disciplina  y  la  dificultad 
de  poder  establecerla  entre  las  presas.  Consideraciones,  qne  se  expli- 
can fácilmente,  conducían  fácilmente  al  autor  del  dictamen  á  mani- 
festar qne  las  mujeres  debían  estar  en  ana  sola  cárcel  en  vez  de  tener- 
las encerradas  en  un  lagar  en  qie  había  hombres.  San  Lázaro  estaba 
desocupado  desde  la  víspera,  según  hemos  visto,  y  como  Paganel  pe- 
dia que  esta  cárcel  se  destinase,  desde  aquel  dia,  para  las  mujeres, 
la  Convención  publicó  un  decreto  adoptando  esta  medida.  En  su  con- 
secuencia, y  pasados  algunos  dias,  que  se  consideraron  necesarios 
para  arreglar  el  edificio  al  objeto  para  que  se  Te  destinaba,  se  verifi- 
có inmediatamente  la  traslación  de  las  mujeres  detenidas  en  Vmcen- 
nee,  Bicetre  y  la  Forcé. 

De  esta  época  datan  en  Francia  las  cárceles  especiales  para  las  mu- 
jeres: esta  medida  faé  un  gran  paso  para  el  sistema  penitenciario. 
Encargóse  á  la  administración  de  policía  la  redacción  de  un  regla- 
mento, que  rigió  muy  poco  tiempo,  ya  porque  se  hizo  precipitada- 
mente, como  por  resentirse  de  la  época  en  qne  se  hizo.  Cada  dia  la 
experiencia  les  impuisaba  é  afiadir  nuevos  artículos,  pero  hasta  que 
se  eslaMeciem  calegotfas  no  se  entró  en  la  buena  senda,  y  perse- 
verando en  ella,  creáronse  tas  casas  centrales  de  mujeres,  hasta  que 
por  fin  se  llegó  á  la  actual  organización,  qne,  después  de  habef  pa- 
sado por  distintos  ensayos  y  diversas  fases,  es  una  de  las  institucio- 
nes de  que  podemos  estar  satisfechos. 

No  vamos  á  seguir  paso  á  paso  á  la  administración  en  todos  los 
cambios  ó  ensayos,  que  ha  esperímentado  ó  hecho,  limitarémonos 
á  presentar  un  cuadro  fiel  de  la  actual  organización  al  fin  de  este 
capitulo.  Tampoco  haremos  la  historia  de  las  majares  presas,  por  los 
motivos  que  varias  veces  hemos  explicado;  no  obstaste,  tomaremos 
una  de  cada  época  para  dar  na  idea  del  personal  de  esta  cárcel. 

La  última  mujer  célebre  que  durante  la  revolución  se  encarceló  en 
San  Láiaio,  fué  Carlola-Migelli,  llamada  Aspasia. 

Esta  joven  muchacha,  de  notable  belleza,  era  hija  de  un  batidor  de 
la  casa  del  príncipe  de  Conde.  Al  comenzar  la  revolución,  esta  jóveo 
concibió  una  violenta  pasión  por  un  noble,  que  á  menudo  veía  siem- 
pre que  iba  á  casa  del  principe,  y  en  el  cambio  político  qup  oonmo- 
via  á  la  Europa,  no  veía  mas  que  la  igualdad  de  clases  y  coudiáo- 


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SOt  MUSIOÜBS 

nes  para  poder  pertenecer  al  que  en  secreto  amaba.  Eo  efecto,  e¿te 
noble  lardé  poco  en  sufrir  las  persecuciones  de  que  eran  objeto  todos 
los  de  sa  dase. 

Carlota-Mígelli  celábale  sin  cesar  y  le  sustrajo  de  lodos  tos  peli- 
gros; sin  embargo,  no  se  atrevió  todavía  á  declararle  todo  el  amor 
qne  por  él  sentía.  E!  noble  fué  el  que  primero  le  habló  de  amor, 
pites  al  verla  siempre  delante  de  él,  sintió  por  ella  uno  de  esos  ca- 
prichos de  gran  sefior,  de  que  tantos  ejemplos  nos  han  ofrecido  los 
antecesores  de  su  clase/  Al  oir  esas  palabras  tan  dulces  y  esperadas, 
Migelli,  cnal  otra  virgen,  bajó  sus  ojos,  mas  luego  alzándolos  con 
todo  el  ardor  de  una  pasión  largo  tiempo  comprimida,  fe  declaró  ¿1 
secreto  amor  que  la  abrasaba.  Franca  y  enérgica  en  su  declaración, 
rechazó  al  noble  que  la  tenia  en  sus  brazos,  y  nó  quiso  dar  oídos  i 
sus  palabras  hasta  que  la  prometió  casarse  con  elta. 

—Hasta  ahora  os  he  salvado,  le  dijo  ella;  rio  ha  sido  pof  un  seo- 
ttmientode  egoísmo,  por  cuanto  ningún  reconocimiento  'esperb/ 

El  pensamiento  solo  deque  vos  Vivís,  y  que  vivís  por  mí,  básta- 
me para  quedar  diurnamente  recompensada.  Wa  otro  tiempo  hubiera 
quizá  consentido  en  ser  querida  vuestra,  puesto  que  con  mi  amor  y 
mis  anidados  hubiera  estado  segura  de  que  nó  es  habríais  separado 
de  mí.  Ahora  "vos  no  podéis  permanecer  mucho  tiempo  en  Francia, 
mas  tf  tóenos  (arde  tendríamos  que  separarnos,  y  yo  no  me  aienfo 
con  fuerzas  bastantes  para  sobrellevar,  á  la  vez,  algunos  remonfi- 
mientes  y  vuestra  ausencia.  Si  creéis  como  yo,  qne  lá  nueva  época 
que  se  espera  os  permite  casaros  conmigo,  sin  que  osavergonoeis,  de- 
cídmelo, que  yo  seré  vuestra  para  siempre.  Hubiérame  resignado  eo 
otro  tiempo,  pues  pertenecíais  á  una  clase  mas  elevada;  abora  yo  me 
siento  mas  fuerte  y  poderosa  que  vos,  no  temo  imponeros  esta  con* 
dicion.  Hablad,  mas  hablad  con  franqueza:  si  nó  queréis,  no  dejaré 
por  ello  de  salvaros. 

—Noble  y  hermosa  afoiga,  esclamó  el  gran  sefior,  ¿<&ómo  e*  posi- 
ble no  amarte  y  admirarte  á  la  vez?  Yo  me  envanecería  dé  tí  si  fue- 
ses mi  esposa.  ¿Qué  soy  yo  en  este  momento  sino  un  proscrito  que 
pide  la  vida,  que  tú  has  preservado  hasta  ahora?  Por  otra  parte  ¿no 
te  pertenezco  quizás?  Cede  á  mis  votos,  y  te  juro  á  la  faz  del  eielo 
que  tú  sola  serás  mi  esposa. 


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DIXUKOpA.  tos 

Dichosa  Migalli  con  esta  promesa,  consintió  en  ser  su  querida  y 
continuó  en  sustraer  al  noble  i  todas  las  pesquisas.  Algtn  tiempo 
después  logró  on  pasaporte  para  él  y  salieron  para  el  eslranjero,  con 
el  propósito  de  casarse  y  vivir  allí  esperando.  La  última  noche  de- 
tuviéronse i  dormir  i  dos  leguas  de  Espafia,  en  los  montes  del  Piri- 
neo. Al  siguiente  día  despiértase  Migelli  y  ge  encuentra  sola;  una 
carta  que  ve  encima  de  su  cama  la  entera  de  la  salida  del  noble  que 
la  babia  abandonado:  su  lectura  la  sumerge  en  nna  desesperación 
tan  violenta,  que  la  acomete  un  vértigo.  Se  levanta,  á  la  ventora  re- 
corre las  montadas;  da  inarticulados  gritos,  siente  que  sus  peosa- 
miento*  se  desvanecen  y  vase  hacia  la  frontera  de  Espafia  en  busca 
del  que  ella  llamaba  su  seductor.  Se  babia  armado  de  un  cuchillo  y 
vagaba  i  la  ventura.  Por  la  Urde  naos  pastorea  la  encuentran  mo- 
ribunda, y  al  siguiente  dia  la  conducen  al  pueblo. 

Durante  el  camine  ni  una  sota  palabra  pronunció;  parecía  estar 
completamente  absorvida.  Ante  las  autoridades  pronunció  algunas 
incoherentes  palabra*,  y  entre  eUas  el  nombre  del  noble  y  de  aus 
proyectos  de  vénganla.  Migelli  estaba  loca*  Lleváronla  á  un  hos- 
pital, y  allí  debidamente  cuidada,  recuperó  su  salad  y  su  razoo, 
pero  sentía  su  dolor  mas  vivamente.  Vuélwe  4  París  al  lado  da 
su  madre,  mas  allí  de  resultas  de  lo  que  le  había  pasado,  se  apoderé 
de  el<auna  exaltación  febril.  Una  intermitente  locara  la  acomete,  y 
en  sos  momentos  de  delirio  recorre  las  calles  arrojando  de  su  boca 
imprecaciones  árnica  los  nobles  y  pidiendo  su  muerte.  De  vet  ea 
cuando,  acordándose  de  la  opinión  de  su  amanta*  interrumpa  sus 
maldiciones  para  efreoe*  al  rey  sus  ligrimas  y  pesares;  pero  las  mas 
de  las  veces  eea  joven  muchacha  se  presentaba  con  todo  el  brillo  da 
su  bellota,  ante  la  admirada  multitud,  «adamando: 

«—¿No  as  verdad  que  soy  hermosa?  T  sin  embargo,  jnn  noble  me 
ha  engallado;  un  noble  me  ha  vendido,  un  noble  me  ha  despreciado! 

¿El  4U¿  de  vosotras  quiera  vengarme,  me  tendrá  por  querida! 

¥  luege  escogía  «aire  la  multitud  al  que  le  parecía  mas  esforzado 
y  huía  coa  él.  Por  esta  raxoa  la  Mamaron  Aspasia,  nombre  que  ha 
quedado  consignado  *a  loe'festot  revolucionarios. 

Abasia  e§  la  mas  terrible  obrera  de  las  tribunas:  en  todos  loa  mo- 
tines, en  todas  las  juntos  revolucionarias  tiene  su  sitio  sefialado. 


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Mt  mstoms 

En  lo  mas  recia  del  lerror,  de  resultas  de  unas  dispute  que  tivo 
con  su  madre,  sobre  su  conducta,  la  dénmela  como  c*nlrare*&tacio- 
oaria.  Después  que  la  hubo  cesado  su  delirio  y  tié  que  las  puertas 
de  la  cárcel  se  cerraban  (ras  de  ella,  la  desesperación  se  apodera  Hue- 
ramente de  su  alma,  y  recorre  las  calles  á  los  gritos  de  /  fiva  el  Jbyf 

A  su  Tez  la  prenden,  y  presentada  al  tribunal,  la  pos»  en  liber- 
tad atendida  su  locura. 

Después  del  9  termidor  continuó  figurando  en  todos  los  motila 
revolucionarios  fomentados  por  la  Mentada.  Iba  principalmente  de- 
trás de  los  diputados  Gamboulas  y  Boissy  d'Anglas,  á  quienes  quena 
matar,  bajo  el  preteito  de  que  la  faltad*  pan  procedía  deeHos. 
Ella  fué  la  que  motejó  á  Boissy  d'Anglas  Bmty-hambre.  El  tt  ven- 
toso,  alio  3.f  (17  marzo  1795)  condujo  al  pueblo  darlos  arraba- 
les á  la  Contención  para  baoer  derogar  el  decreto  que  restringía  la 
distribución  de  víveres.  El  12  germinal,  alio  8.9(1.°  abril  1795) 
llevaba  la  bandera  con  el  letrero  de  Pan  y  emtitocitnde  1798.  En 
fin,  en  la  famosa  jornada  del  !.•  pradiat,  alio  8.*  (80  mayo  1798) 
estaba  en  el  grupo  que  asesinó  4  Perraud.  Herido  este  por  primera 
vea,  y  tendido  en  el  suelo,  el  grupo  iba  á  abandonarle;  no  hay  duda 
que  se  hubiera  sábado,  pero  Aspasia  se  lauta  sobro  él  y  con  retum- 
bante voz  esclama: 

—[Té  quieres  k  los  nobles  y  quieres  que  vuelvan:  eras  un  traidor 
como  ellos! 

T  cogiendo  sus- mecos,  le  golpea  con  ellos  la  cabeza  hasta  que  es- 
pira. Después,  en  tanto  que  se  llevaba  el  sangriento  trofeo  delante  fe 
Boissy  d'Anglas,  quien  «ó  en  esta  ocasión  aqueHa  prueba  de  valor 
que  le  ha  inmortalizado,  recorre  el  salón  de  sesiones,  pufialen 
mano,  pidiendo  á  voces  á  Combantes  para  asesinarle;  sube  á  la  me- 
sa del  presidente  y  le  amenaza.  Obligada  ella  y  el  pueblo  á  evacuar 
el  salón,  no  desiste  de  sus  proyectos:  algunos  diasjdespues,  con  el 
mismo  puñal  acechaba  á  Combadas  para  matarle. 

Presa  por  este  hecho,  condujéronla  á  San  Lázaro  el  8  del  mismo  mes. 

Su  aprehensión  dio  lugar  4  la  formación  de  un  largo  proceso,  eo 
razón  también  del  lenguaje  y  actitud  de  Aspasia  en  la  cárcel. 

Encerrósela  inmediatamente  en  un  calabozo,  vigiláronla  < 
mujer  peligrosa,  y  se  apresuraron  á  interrogada. 


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UB  gütOFA  SSG 

Pero  «1  marasmo  de  que  se  botaba  poseída  y  el  sitado  en  que  se 
cueei>ró,  i  tal  poete  llegaren,  que  á  <*ums  peste  contestó  á  lee  pre- 
guntas del  interrogatorio.  Visitada  por  el  Médico,  justificó  este  el  mal- 
eetado  de  su  esbeaa,  y  que  para  reeotmr  su  rasen  Decasílaba  estar 
en  libertad  y  al  aire  Ubre.  Desde  este  día  se  le  permitió  pasear  por 
loe  dormitóme  y  |oe  patios.  En  efecto,  algnn  tiempo  después  para- 
do qae  había  recuperado  so  razón,  puesto  que  no  tardó  en  tomar 
aquel  fono  braco  y  resuelto  que  le  era  tan  característico.  Repetidas 
veces  se  euooleriiaba  con  loe  administradores  y  el  alcaide  porque  le 
tenían  entre  ladronas. 

'  Miraba  á  eelas  ooa  gran  desprecio,  y  muchas  feces,  con  riesgo 
de  su  vida»  paeabaá  vias  de  hecho  can  eltas.  Siempre  estaba  dicien- 
do que  tenia  derecho  de  estar  en  el  mismo  calabais  de  Cariota  Cor- 
da?, per  cuanto  había  intentado  cometer  el  mismo  crimen  que  ella: 
'  y  reclamaba  este  celabeso,  creyendo  esta  reclamación  justa  y  por  se- 
pararse de  sus  eeatyafaree  de  San  Lázaro. 

El  poder  de  aquella  época,  á  pesar  de  loa  precedentes  que  tenia  de 
que  bahía  sido  puesta  en  libertad  por  Atlta  de  juicio,  creía  que  As- 
pasia  desempeñaba  el  papel  de  loca,  siendo  en  realidad  agente  de  un 
complot.  De  toda  suerte,  y  sin  cesar,  eetrechábasela  para  arrancar- 
le alguna  declaración,  mas  todo  fué  en  vano.  Aspasia  solo  declaró 
que  los  realistas  y  las  iogteses  la  habían  esoitado  para  asesinar  i 
Camboolas  y  Boissy  d'  Anglas:  no  quiso  citar  jamás  á  nadie: 

Viendo  qoe  no  se  la  podía  arrancar  otra  confesión,  íné  juzgada  el 
'  lt  predial,  afle  IV;  y  condenada  á  muerte;  su  sentencia  se  verileó  cio- 
oo  días  después.  Fué  al  cadalso  con  valor  arengando  ai  pueblo  y  mal- 
diciendo á  las  nobles:  pocas  horas  antes  de  morir  pidió  flores,  y  con 
eNas  se  tejió  una  oerona;  con  eHa  quería  subir  al  carro  fetal,  mas  no 
le  feé  permitido.  Carlota-Migelli,  llamada  Aspasia,  solo  tenia  véate 
y  cinco  ates,  y  se  hallaba  en  lodo  el  esplendor  de  su  belleza. 

La  segunda  que  vamos  á  mentar  es  la  viuda  Moría,  célebre  por  el 
crimen  que  concibió. 

luana  Haria  Merin,  viuda  de  Morí  o,  y  su  hija,  cuya  beltaa  se  hi- 
ao  notable  en  todo  París,  atrajeron  á  las  Batignoiles  á  M.  lagoulet, 
rico  propietario. 

femó  tas  BaügaoNee  en  nqueNa  época  un  lugar  desierto,  con  algta- 


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m  matóos 

sas  casas  aisladas  de  trecho  en  trecho.  Posesora  la  viuda  torio  de 
una  de  ella*,  allá  lavo  logar  la  cita  que  dio  al  rico  propietario:  llega 
este,  siéntase  en  el  comedor  y  de  súbito  húndese  un  escotillón  i  sy 
pies,  que  al  efecto  ya  se  había  preparado,  y  cae  al  fondo  <W  sélftM. 
Sorprendido  de  este  golpe,  apenas  se  levanta  ye  qqe  las  im  a*jw 
Morin  le  apuntan  dos  pistolas  al  pecho,  en  tanto  qoe  anonadóle 
apnnta  otra:  obligase  á  firmar  dos  letras  por  i alor  de  cien  mjl  frít- 
eos, y  como  ya  estaba  todo  preparado  de  antemano,  M.  Rageulot  le- 
ma la  ploma  y  firma;  mas  en  el  mismo  momento  se  abre  la  puerta 
del  sótano,  y  del  fondo  de  sus  oscuras  cavidades  aparecen  agentes  de 
policía,  se  arrojan  sobre  las  dos  mojeres  y  el  criado,  y  los  preaden. 
Receloso  Bagoulot  de  la  cita  que  se  le  había  dado,  da  parte  de  ella 
i  la  policía.  Esta,  que  largo  tiempo  vigilaba  á  estas  dos  mnjeies  ii- 
frnclnosameote,  sin  poder  encontrar  pruebas  materiales  contra  ellw, 
induce  á  M.  Ragoulol  á  comparecer  á  la  cite,  ofreciéndole  la  protec- 
ción de  sus  agentes.  M.  Eagonlot  tuvo  valor  de  hacerlo,  y  aconlseió 
lo  que  hemos  explicado. 

Conducidas  estas  dos  mujeres  á  San  Lázaro,  se  las  procesó.  La  ota- 
dla de  este  crimen  y  sus  circunstancias  especiales  conmovieron  A  todo 
París.  La  madre  y  la  hija  comparecieron  ante  el  tribunal  de  Assise* 
todo  el  mundo  las  contemplaba,  pero  la  belleza  y  la  corta  edad  de  la 
hija  atraían  especialmente  las  miradas. 

Declaradas  culpables,  la  viuda  Morin  fué  condenada  por  la  vid*  i 
trabajos  forzados  y  á  la  argolla:  fué  1&  primera  mujer  que  sufrió  <* 
París  este  castigo  previo,  después  de  la  restauración  de  nusslip 
leyes. 

Por  una  condescendencia,  que  especialmente  en  otros  tiempos** 
toleraba,  la  viuda  Morin  y  su  bija  alcanzaron  poderse  quedares  U 
cárcel  de  San  Lázaro:  estas  fueron  las  prisioneras  que  mas  largo 
tiempo  permanecieron  en  ella,  pero  con  todo  el  lujo  y  comodidsdW10 
su  situación  permitía:  la  hij*  concluyó  allí  su  educación. 

Por  mucho  tiempo  fueron  las  prisioneras  que  mas  escitarou  1*  <*~ 
riosidad,  pero  después  ya  nadie  se  acordó  de  ella**'  en  JÍ89  06  b* 
hizo  gracia  del  tiempo  que  les  quedaba  su  cendsna,  y  atar»  fiw 
en  la  oscuridad. 

Ya  nos  es  dable  revelar  ug*  de  las  triste»  rateos*  de  San  Utwo 


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B  ptriaetU  m  aktf  ty#  ni  pb. 


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Dt  KJlOfA  9S7 

que  oon  preferencia  hemos  escogido  entre  otras  de  circunstancias  co- 
munes que  volveremos  i  encootrar  en  las  otras  cárceles.  Nosotros  he- 
me conocido,  como  muchos  oíros,  i  la  joven,  cuya  historia  vamos  á 
coalar. 

Adela  P...  nació  con  pasiones  tanto  mas  ardientes  cnanto  que 
en  si  llevaban  el  germen  de  aquella  enfermedad  fatal  de  que  la  caída 
de  las  hojas  señala  el  fin  con  la  muerte. 

En  efecto,  parece  que  á  aquellos  á  quienes  aqueja  esa  enferme* 
dad,  y  cuya  existencia  es  tan  breve,  la  naturaleza  les  ha  sometido 
á  una  vida  mas  agitada  por  no  mermar  nada  de  sus  derechos  en  la 
miserable  raza  humana. 

A  los  diez  y  seis  afios,  á  pesar  de  ser  hija  de  una  familia  honrada 
y  de  estar  adornada  con  una  brillante  educación,  Adela  fue  seducida 
y  robada  de  su  casa  paterna.  Sin  madre  desde  su  niñez,  su  primera 
falta  fué  hija  de  esta  circunstancia.  No  obstante,  siguió  á  su  se- 
ductor con  la  buena  fó  de  una  primera  y  ardiente  pasión,  le  siguió 
bajo  la  formal  promesa  de  que  se  casaría  con  ella,  siendo  arique  no 
podía  comprometerse  contra  la  voluntad  de  sus  padres:  después  vie- 
se abandonada  antes  de  llegar  á  la  edad  en  que  sin  ningún  consenti- 
miento podía  contraer  esponsales.  Entonces  conoció  toda  la  ostensión 
de  su  falta,  y  volviendo  los  ojos  hacia  su  casa  paterna,  semejante  á 
los  desgraciados  que  en  sus  penas  dirigen  la  vista  al  cielo,  quiso  lla- 
mar á  la  puerta  de  su  padre,  que  ya  habia  muerto. 

Sola  en  el  mundo,  sin  familia,  sin  amigos,  quiso  reparar  su  falta 
llevando  una  vida  pora,  exenta  de  toda  critica.  Emprendió  con  brío 
su  propósito,  mas  en  ella  todo  fracasaba.  Sus  fatales  antecedentes 
ni  perdón,  ni  indulgencia  hallaron  en  el  mundo.  Las  personas  á  quie- 
nes se  dirigía  en  busca  de  trabajo,  confesándoles  so  íalta  con  candi- 
dez, prometiéndoles  un  verdadero  arrepentimiento,  rechazábanla  sin 
ni  siquiera  escucharla;  mas  como  ya  hemos  dicho  que  era  hermosa, 
confesaremos  que  habia,  á  la  par,  oüa  clase  de  gentes  que  querían 
atraérsela  y  la  ofrecían  un  asilo.  Al  principio  siguió  con  constan- 
cia la  honrosa  senda  que  habia  emprendido,  sufriendo  todas  las  hu- 
millaciones y  desprecios  que  sobre  ella  se  arrojaban;  mostrábase  sor- 
da i  las  proposiciones  fáciles  y  seductoras  que  se  la  hacían:  mas  se- 
mejante lucha  no  podía  ser  duradera.  Aquella  cabeza  exaltada,  loca 


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m 

y  poólfea,  no  pudo  concebir  que  te  exptaoioft  de  su  pasado  y  seguri- 
dad de  su  porvenir  necesitase  la  fuerza  de  incesantes  driores.  Adela 
sintió  espirar  so  conciencia  ante  aquella  geste  del  mando  sin  «¿ser 
ricordia,  y  asa  vez,  rechazando  á  lodos  los  que  la  despreciaban,  se 
entregó  á  los  que  la  solicitaban  y  acogían  con  la  sonrisa  en  los  liá- 
baos. 

Joven,  de  imaginación  brillante,  graciosa  y  bella,  fué  poralgtu 
tiempo  una  de  las  mujeres  mas  de  moda  de  París,  cuando  vivía  enw 
hermosa  casa  de  la  calle  de  la  Paix,  y  daba  bailes  y  reunieres  coa 
el  postizo  nombre  que  había  adoptado.  En  aquella  época  comentó  á 
darse  á  conocer  con  algunas  ligeras  poesías,  en  las  cuales  la  facili- 
dad del  lenguaje  compite  con  la  imaginación» 

Ella  tuvoi  su  corle,  sus  lisonjeadores  y  una  brillante  sociedad; 
mas  bien  pronto  estraviironla  su  cabeza  y  su  corazón.  Presa  de  una 
loca  pasión  por  un  hombre  qne. carecía  de  los  medios  del  que  la  ha- 
bía colocado  en  tan  hermosa  posición,  todo  lo  abandonó,  por  segur 
al  que  amaba.  Al  principio  soportó  con  amor  y  brío  las  privación 
i  que  se  había  expuesto,  mas  después»  vivamente  impelida  perla  ne# 
cesidaddel  lujo,  se  entregó  á  una.de  esas  existencias  eqaiveoas, 
enyos  recurso»  no  es  dable  explicar  sin  enrojecerse. 

De  la  primera  falta  pasó  al  desorden,  del  desorden  al  vicio  y  del 
vicio  al  crimen. 

En  1838  entró  por  primera  vez  en  San  Lázaro  per  una  saealifc 
mas  devolvió  su  valor,  y  retiróse  la  demanda.  Volvió  á  la  sociedad, 
cambió  de  nombre  y  vivió  oscura  y  espantada,  con  el  recuerdo  k 
haber  gemido  aquellos  dias  en  la  cárcel.  Pero,  ¿cómo.datenetse  ea 
la  pendiente  en  que  se  veía  arrastrada?  Estaba  perdida,  el  vicio  de 
la  cabeza  había  penetrado  en  su  corazón. 

Sin  embargo,  por  medio  de  honrosas  recomendaciones  obtuve  una 
colocación  de  confianza  en  casa  de  un  general  del  ejército  otoueano, 
residente  en  París,  quien  la  tuvo  en  su  casa  como  ama  de  gobierno. 
Colocada  allí,  el  fausto  que  la  rodeaba  recordóla  su  antigua  poatáoa, 
la  escitó  la  envidia.  Los  diversos  medios  de  que  tuvo  que  echar  ma- 
no para  alcanzar  un  especie  de  estado  civil,  que  ocultara  la  mujer  de 
San  Lázaro,  las  hábiles  estratagemas  de  que  tuvo  que  valerse  para 
escitar  el  interés  de  muchas  personas  de  importancia,  hietóroalaoon- 


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DI 

traer  deudas,  por  las  cautos  te  veía  instigada,  al  pato  que  tema  no  se 
la  descubriesen.  No  tafeé  dable  aguantar  semejante  estado  mucho 
tiempo,  y  para  salir  de  él 9  no  se  lo  ofreció  otro  medio  que  el  robo  de 
ua  adorno  de  diamantes,  regalo  que  un  grao  seflor  había  bocho  al 
geueral  musulmán, 

Las  sospechas  recayeron  sobre  ella;  sin  embargo,  el  general  !a 
mandó  decir  que  lo  ilaria  quinientos  francos,  si  ella,  que  conocía  me* 
jor  que  él  las  costumbres  de  la  policía  francesa,  lograse  la  devolu- 
ción de  la  alhaja,  que  él  en  mocho  estimaba.  De  seguHa  habló  ella 
de  valerse  de  Vidocq  para  esto  6n:  acompañó  al  secretario  del  gene- 
ral á  casa  de  un  hombre,  i  quien  ella  llamaba  su  hermano,  siendo 
en  realidad  su  amante.  Bste  dijo  qne  Vidocq  se  encargaría  del  asun- 
to, meditóle  la  suma  de  mil  francos,  y  de  que  se  retirase  la  deman- 
da. A  todo  s^  avino  el  general,  y  \dela  se  apresuró  á  escribir  una 
carta  que  hito  firmar  á  su  amo,  y  por  medio  de  la  cual  la  demanda 
debía  quedar  anulada.  Adela  y  el  secretario  vuelven  á  casa  del  fin- 
gido hermano,  quien  en  cambio  de  los  mil  franco*  le  entrega  la  mon- 
tura del  adorno,  y  promete  que  dentro  algunos  días  dará  los  día* 
maules;  mas  como  el  secretario  del  general  se  había  hecho  seguir 
por  un  ageote  de  potiria,  este  prende  i  Adela  y  á  su  {amante.  Pre- 
sentados entrambos  al  tribunal  de  Assises,  acusáronse  mutuamente, 
pero  se  justificó  que  el  hombre  había  vendido  el  adorno  4  un  plate- 
ro: entonces  el  amanta  dijo  que  él  obré  por  orden  de  Adela,  quien 
se  lo  había  entregado  de  parte  del  general,  porque  en  aquel  momen- 
to neeesitaba  dinero. 

Negé  Adela  el  hecho,  y  sostuvo  que  era  inocente  del  robo.  En  va- 
no la  justicia  quiso  conocer  su  vida;  ella  decía  que  era  natural  de 
un  país  donde  no  existia  su  té  de  pila,  que  era  casada  con  un  em- 
pleado, cuyo  nombre  llevaba,  y  que  este  la  reclamaba  en  los  pe- 
riódicos; el  acia  de  casamiento  tampoco  se  eucontró  en  el  lugar  que 
ella  había  indicado.  Si  bien  es  verdad  que  algo  mas  podríamos  sa- 
ber para  escribir  esta  historia  con  la  reserva  que  ella  exige,  no 
lo  hemos  hecho,  en  raxon  de  que  no  nos  ha  sido  posible  descubrir  la 
verdad  entre  las  conversaciones  que  hemos  tenido  con  Adela  y  sus 
papeles,  que  están  en  aoertro  poder.  Por  lo  demás  la  joven,  apareció 
aub»  el  tribunal  con  la  aureo'a  de  poetisa.  Poco  antes  de  so  apre- 


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916  MJSOfUB 

hension  todos  los  periódico*  habita  publicado  ana  poesía  tierna  y  me- 
lancólica, trato  de  su  imaginación.  El  Iribooal  absolvió  á  su  uña- 
te y  condenó  á  Adela  á  tres  afios  de  prisión. 

Por  condescendencia  se  la  permitió  qoe  cumpliese  su  condena  ea 
San  Lázaro:  por  segunda  vez  volvió  á  ver  aquellas  paredes,  qae  te- 
to espanto  la  produjeron,  si  bien  con  lanía  prontitud  se  dsevensció 
de  so  alma.  En  los  primeros  dias  de  su  encierro  derramó  abaadenleí 
y  amargas  lágrimas. 

Adela  estaba  en  cinta:  por  su  estado  la  pusieren  en  el  esrredsr 
de  las  nodrizas. 

Allí,  entre  (os  dolores  del  parlo,  compaso  un  himno  á  la  Virgen, 
qoe  sus  compañeras  repetían  por  lo  bajo  en  lorao  de  su  cama,  para 
calmar  sns  sufrimientos. 

En  nuestras  manos  tenemos  este  himno,, escrito  de  propia  pito. 

Son  versos  de  una  pureza  admirable  y  pintan  el  estada  de  se 
alma. 

Después  de  su  parto  trasladáronla  al  departamento  de  las  conde- 
nadas, sometidas  todas  al  régimen  común» 

Parecía  resignada  con  su  suerte,  y  tomó  la  firme  resolución  de 
emprender  una  nueva  vida  y  borrar  ledo  su  pasado  luego  de  asaba* 
da  su  condena. 

Con  semejante  esperanza  consagrábase  á  la  poesía  todo  el  tiempo 
que  sustraía  al  trabajo  feriado.  En  sus  ilusiones  no  veía  sus  reja*, 
sus  cerrojos;  era  libre,  era  feliz.  Durante  las  horas  de  paseo  forma* 
base  en  el  patio  un  corro,  en  torno  de  ella,  para  escuohar  sus  coa- 
posiciones. Sus  compafieras  admiradas  repelían  insUativarneute  sa 
armoniosa  poesía  y  vertían  lágrimas  cuando  ella,  refiriéndose  asa 
propia  situación,  les  recitaba  la  primera  estrofa  de  un  romance  tita* 
lado  La  huérfana.  Al  ver  que  la  escuchaban  con  lanío  gusta,  Adela 
compaso  una  deprecación,  que  ella  misma  les  enseñó,  y  que  se  com- 
placían después  en  repetirla.  Estaba  también  dedicada  á  la  Virgo»* 
á  la  Virgen,  tipo  de  santidad  y  de  poesia. 

El  respeto  que  naturalmente  inspira  el  talento,  y  especialmente  á 
la  geule  sin  instrucción,  inspirábalo  Adela. 

La  mayor  parte  de  las  condenadas  que  ao  sabia»  escribir,  la  rogt* 
ban  que  lo  hiciese  por  ellas;  y  de  esta  suerte  se  tonvirtié  en  seere* 


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M  lülOfi  911 

lana  áe  todo  el  departamento.  Cono  escribía  cea  tanta  facilidad  en 
prosa  cono  en  vana,  generalmente  redactaba  en  esta  forma  los  me- 
moriales y  redamaciones 

Mientras  aslnve  en  San  Litare,  encontróse  inundada  de  compoei- 
áones  en  verso  sobre  acantos  triviales.  Muchos  empleados  de  aqaella 
etoel  ana  conservan  "versas,  que  ella  les  había  dedicado.  Llámesela 
desde  entonces  la  poetisa  de  San  Latero. 

Adela  no  permaneció  tres  afios  en  San  Lázaro,  (mesáronla  en  li* 
birlad  antes  de  concluir  sa  condena.  Al  salir  de  la  cárcel  quiso  cum- 
plir el  vola  que  se  había  impuesto  de  llevar  una  nueva  vida  y  bar- 
rar sa  pasado.  A  este  fin  necesario  era,  ante  todo,  cambiar  su  nom- 
bre; en  efecto  asi  lo  hito.  Retirada  en  un  bairie  apartado,  exigió  de 
sa  pluma  los  medios  de  su  subsistencia,  sin  contar  con  los  obstácu- 
los cea  qae  tropiezan  todos  los  nuevos  escritores.  Ski  embargo,  no 
tajó  sa  paciencia:  dio  maestras  tales  de  perteveranda,  que  so 
estrechez  tocó  los  límites  de  la  caridad.  No  sucumbió,  sin  embarga, 
á  esa  última  prueba  que  le  deparó  el  cielo. 

Una  noche  salió  de  su  casa  después  de  haber  pasado  veinte  y  cua- 
tro horas  sin  haber  comido:  salió  é  la  buena  de  Dios,  á  probar 
si  el  aire,  despejando  so  abrumada  cabeza,  le  sugería  algan  noUe 
pensamiento. 

Decidida  &  morir  antes  que  tender  la  mano  i  un  amigo,  ó  desco- 
nocido, iba  4  las  dos  de  la  madrugada  divagando  por  las  calles. 
Preocupada,  ni  se  apercibe  del  tiempo,  n;  de  las  solitarias  calles  en 
que  se  halla.  De  repente  se  detiene,  acometida  de  un  mal  que  ja- 
más habia  sentida  con  tanta  intensidad;  sus  piernas  no  pueden  sos- 
tenerla, la  voz  se  le  apaga,  y  vacilante,  se  apoya  en  un  recantón 
para  poder  sostenerse;  mas  de  súbito  ve  un  hombre  que  se  le  acerca, 
sin  poder  distinguir  ni  su  traje,  ni  sus  facciones;  le  coge  el  brato 
y  puesta  i  sas  pies  coa  vos  apagada,  le  dice: 

«-¡Caballero  me  muero  de  hambre!— Quince  di as  despoes  Adela 
vivía  en  una  modesta  habitación,  y  no  la  faltaba  nada  para  so  snb- 
sntaMia:  asta  pasieioa  debíala  al  mismo  hombre  que  la  habia  en- 
contrado espirando:  era  un  viejo  libertino,  que  cu  vez  de  cumplir 
oso  loa  deberás  que  su  edad  eaigia,  esto  es,  da  socorrer  y  salvará 
una  mncbaoha  que  la  Providencia  le  habia  deparado,  la  impuso  ver- 


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tlt  Htfettlftt 

gomosa*  condiciones,  que  la  desgraciada  aceptó.  Adela  «yóqiedel 
vicio  á  la  virtud  la  transición  era  demasiado  violenta,  y  dio  n  pw 
hacia  la  buena  senda:  de  ladrona  pasa  k  wr  querida  de  un  viejo; 
mas  no  consideró  este  paso  sino  como  un  medio  para  alcanzar 
60  fio.  Al  amparo  de  esta  posición,  que  la  avaricia  del  viejo  la  kaeia 
de  cada  dia  mas  insoportable,  intentó  crearse  un  porvenir  con  su  ta- 
lento. 

El  viejo  se  avino  por  respeto  humano  en  apropiarse  un  titilo  que 
le  nnia  con  ella,  y  que  á  los  ojos  del  público  era  respetable:  el  me* 
vo  nombre  que  ella  misma  se  habia  tomado,  estaba  exento  de  toda 
mancilla  y  de  equívocos  antecedentes:  todo  parecía  sonreír  ea  esa 
atmósfera  que  respiraba  Adela.  Aprovechóse  de  ella  para  pnWictr 
sus  obras  y  darse  á  conocer.  Con  sú  postizo  nombre,  pubKeóen  al- 
gunos periódicos  poesías  notables,  algunas  de  ellas  dedicadas  i 
nuestras  eminencias  literarias,  que  todas  ia  contestaron  alentando 
y  lisonjeándola:  otros  escritores  trabaron  amistad  cofa  ella. 

Persuadida  estaba  Adela  de  que  iba  á  tocar  el  límite  de  en  rehabi- 
litación. 

Sepultado  su  secreto,  no  creta  que  jamás  pudiese  descubrirse, 
como,  en  verdad,  hubiera  sueedido  por  lo  que  hace  i  las  personas 
que  le  rodeaban,  puesto  que  apreciaban  su  talento  y  su  persao*; 
pero  los  primeros  síntomas  de  una  enfermedad  mortal,  que  en  sn  se- 
no existía,  forzáronla  á  suspender  sus  trabajos,  agravóse  sn  enfer- 
medad y  se  vio  sepultada  en  sn  lecho. 

Desde  aquel  dia  algunos  de  sus  amigos  la  abandonaron.  El  viejs, 
que  la  encontró  buena  para  querida,  viendo  en  ella  no  mas  que  on 
prematuro  cadáver,  dejó  de  visitarla,  y  sordo  á  las  peticiones  que 
ella  le  hacia  desde  su  lecho  de  dolor,  implorándole  el  éKftno  socor- 
ro para  morir  en  paz,  mostróse  el  mas  refinado  egoísta  y  el  cínico 
mas  empedernido. 

Solo  tres  amigos  permaneciéronla  fieles,  sin  contar  con  el  médico, 
que  también  la  prodigaba  sus  cuidados  asiduos  y  desinteresados. 

Habiendo  estos  tres  amigos  sabido  por  el  médico  su  miserable 
estado,  con  el  ausilio  de  una  suma  que  reunieron  entre  dios,  hirié- 
ronla llevar  á  la  casa  real  de  salud  del  barrio  de  Saint- Deois,  don- 
de espiró  pocos  días  después. 


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DB  EOftONL  til 

U  casualidad  hito  que  muriese  enfrente  de  la  cárcel  de  San  Lá- 
zaro. 

Al  eer  trasladada  á  so  coarto,  que  estaba  á  la  parte  de  delante, 
hiso  las  mu  vivas  instancias  para  que  la  llevasen  i  la  de  detrás. 
Sos  amigos  y  los  de  la  cana  insistieron  en  que  debía  quedarse  en  el 
qae  estaba,  porque  lo  creían  mejor  paradla;  asi  es  que  hubo  de 
ceder  á  sus  deseos.  También  creyeron  que  so  insistencia  era  un 
capricho  de  eofermo,  mas  después  de  so  muerte»  cuando  supie- 
ron su  historia,  comprendieron  cuan  doloroso  debia  ser  para  ella  la 
vista  de  la  puerta  de  la  cárcel  de  San  Lásaro,  que  desde  su  lecho  se 
podia  ver. 

Antes  de  morir  tuvo  conversaciones  intimas  con  su  confesor,  y  se 
le  administró  la  sagrada  hostia.  El  temor  de  que  sus  amigos  no  la 
abandonases  en  sus  últimos  momentos,  rebajóla  de  hacer  una  con- 
fesión completa  de  su  vida,  que  contó,  omitiendo  el  crimen  que  ha* 
bia  cometido  y  la  peoa9  á  que  en  su  consecuencia,  había  sido  con- 
denada. El  mismo  día  que  murió,  durante  la  visita  que  le  hizo  un 
poeta,  que  por  rason  de  ausencia  habia  hasta  entonces  ignorado  su 
estado,  se  incorporó  en  su  lecho  con  gran  trabajo,  y  escribió  con  tré- 
mula mano  unos  versos,  que'fueron  los  últimos  que  compuso. 

Tal  fué  la  existencia  de  Adelaida:  su  primera  falta,  demasiado  co- 
mún en  nuestros  días,  arrastróla  á  cometer  aquellas  faltas  que  la 
ley  tarde  ó  temprano  castiga.  Si  nuestra  organización  social  no  fuese 
tan  corrompida,  ni  tan  severa;  si  la  sociedad  la  hubiese  perdonado 
por  su  arrepentimiento,  la  mujer  seducida  no  se  hubiera  vuelto  cri- 
minal, mas  una  ves  cometido  el  crimen,  separóla  Dios  de  la  socie- 
dad, «Mesándonos  una  ves  mu  que  solo  él  es  misericordioso  y  bue- 
no: tan  imperfecta  y  débil  es  la  especie  humana,  que  ni  siquiera  sabe 
rehabilitar  al  culpable  arrepcsUido. 


rm  ni  san  uatao. 


ns 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 


CÁRCEL  DE  CORTE. 


¡La  Cared  de  Corte!  Despertador  efees  de  sangrientos  recuerdos, 
de  horribles  iniquidades,  de  odios  y  venganzas  formidables,  cubiertos 
con  el  Basto  de  la  justicia,  que  estremecen  el  coraxon  y  conturban  la 
mente  mas  serena. 

Únese  á  la  historia  del  edificio  la  de  un  largo  periodo  i  cuyas 
grandcus  y  glorias  permanece  ageno;  solo  responde  á  las  fechas  de 
lúgubre  y  odiosa  memoria;  la  imaginación  nos  le  representa  como 
shnbolo  donde  quiera  que  pensemos  en  el  triste  ohrido,  en  el  amargo 
aislamiento  del  preso,  en  las  grandes  traiciones,  en  la  inocencia  sa- 
crificada per  la  Urania. 

Asi,  al  pensar  en  su  significación  sombría,  pavorosa  la  mirada  del 
entendimiento,  no  puede  ceñirse  al  espacio  que  ocupó;  sino  que  va- 
ga aiorada  buscando  afanosa  un  punto  en  que  repose  el  fatigado  es- 
píritu, que  en  todas  parles  encuentra  selales  de  argollas  y  cadenas  y 
oye  el  eco  de  ayes  lastimeros  resonando  por  los  siglos:  toda  casa  es 
prisión  (1),  toda  estancia  lugar  de  tormentos.  ¡Si!  Al  nombrar  la  Cár- 
cel de  Corte,  no  hay  quien  no  remonte  de  memoria  el  curso  de  los 

I.  L^vaouda  y  establecida  la  CáreU  4*  Cor1t%  aun  sirvieron  de  prisión  U*  i»?*s  par- 
ticulares, que  antiguameule  reabiao  y  custodiaban  a  loa  preso*  coum»  boy  ae  recibe  y  »o- 
oorre  en  lúa  pueblo*  a  loa  soldados  que  en  el  loa  *e  aloja. 


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tiempos;  y  una  vez  llegado  por  entre  miseria*  y  lobreguece!  al  origen 
de  aquel  tristísimo  albergue,  se  siente  mas  y  mas  impulsado  el  tai- 
me á  penetrar  en  el  misterio  de  los  sucesos  anteriores.  ,A  cada  paso 
?e  agrandarse  el  espacio  de  la  cárcel;  la  Tula  coronada  se  convierte 
al  fin  en  una  prisión  inmensa  y  se  oprime  el  espíritu  como  si  sobre  él 
pesaran  todas  las  injusticias  sociales  consumadas  durante  muchos  si- 
glos. 

Todo  Madrid  es  cárcel. 

Desde  el  soberbio  alcázar  hasta  la  humilde  morada  del  acogido  i 
la  caridad,  no  hay  techo  que  no  cobije  al  hijo  del  hombre  llorando 
perdido  el  mayor  bien  de  la  tierra;  los  sitios  mas  famosos  por  sus  fes- 
tivas solemnidades  son  lealro  de  escándalos  sangrientos. 

El  antiguo  alcázar,  palacio  y  fortaleza  á  un  tiempo,  hasidopruioa, 
no  solo  de  Francisco  I  de  Francia  (¡ojalá  que  solo  hubiese  guardado 
cautivos  á  enemigos  de  ¡a  patria!)  sino  también  de  la  desdichada  do- 
fia  Juana,  esposa  del  rey  Impotente,  y  de  su  alcaide  Munzares,  en 
1465.  Enlre  sus  severas  pompas  lloró  preso  también  el  principe  Car- 
los, hijo  de  Felipa  U. 

Prisión  de  Antonio  Pérez,  cómplice  y  victima  al  fin  del  mismo  Fe- 
lipe, fué  su  propia  casa  la  de  la  plazuela  del  Cordón  y  fuóle  igual- 
mente la  inmediata  Jel  cardenal  Cisneros(l),  y  en  ella  padeció  tor- 
mento y  á  ella  fué  arrastrado  después  de  haberse  acogido  al  asilo  * 
la  iglesia.  Habíanle  preso  ¿1  28  de  julio  de  4579  yiras  onceafio** 
prisiones»  tormentos  y  safiudo  encono,  huyó  el  18  de  marzo  de  1JM 
amagado  de  muerte  inminente,  debiendo  la  salvación  á  su  propio  ar- 
rojo y  al  ánimo  varonil  de  so  esposa.  Prisión. del  mipmoee  dice  tas* 
bien  que  fueron  las  casas  del  duque  de  Granada,  frente  á  Santo  Do- 
mingo el  Beal,y  prisión  de  Francisco  1,  además  de  alcázar,  la 
eélebre  torre  de  los  Luanes  en  la  plazuela  de  la  villa. 

En  la  calle  de  S.  Bernabé,  donde  hoy  está  el  hospital  de  la  Or- 
den tercera,  vivió  y  murió  preso  el  magnifico  duque  de  Osuna, 
D.  Pedro  Girón,  de  quien  dijo  su  ilustre  amigo: 

«Diéronle  muerte  y  cárcel  las  Espadas 
de  quien  él  hizo  esclava  la  fortuna.» 

(4)   Aun  tubiist*  hoy  día. 


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M  tUIOFi.  tu 

Aquel  ilustre  amigo  era  D.  Francisco  de  Quevedo,  gloría  délas  le- 
tras y  de  la  filosofía,  acabado  á  prisiones  y  amargaras,  coya  casa  filé 
también  cárcel  una  y  otra  vez  de  so  persona  misma. 

También  el  célebre  valido  D.  Rodrigo  Calderón  estovo  preso  en 
so  propia  casa  de  la  calle  de  la  Flor  Alta,  y  la  última  vez  que  atra- 
vesó sus  umbrales  fué  el  11  de  octubre  de  1621,  para  ir  á  la  plaza 
Mayor,  donde  fué  públicamente  degollado. 

¿  A  qué  cansarnos  en  citas  especiales  si  ya  hemos  dicho  que  pri- 
sión había  sido  todd? 

Pero  además  de  las  moradas  que  por  un  accidente  fueron  conver- 
tidas en  cárcel  temporal  de  un  individuo,  parece  como  que  recor- 
riendo á  Madrid  vemos  surgir  por  todas  partes  edificios  destinados  i 
aglomeraciones  de  presos,  edificios  cu  o  fatídico  influjo  se  esliendo 
á  una  dilatada  zona,  llenándola  de  tristeza,  de  horror  y  de  infamia. 

Ski  esforzar  la  memoria  y  partiendo  del  siglo  XVI  hasta  núes* 
Iros  dias,  se  nos  van  representando  la  cdrcet  de  Villa  en  la  pía* 
tóela  de  San  Miguel,  después  en  el  Ayuntamiento  y  por  último  en  el 
Saladero;  la  cárcel  de  la  Corona  primero  en  la  calle  de  la  Cruz,  en 
la  de  la  Cabeza  y  en  los  Pauta;  Galera  en  la  calle  del  Soldado  y  en 
la  ancha  de  S.  Bernardo,  y  en  la  de  Atocha,  y  en  el  Hospicio;  pri- 
siones militares  en  S.  Francisco,  prisiones  civiles  eo  S.  Martin;  pri- 
sión de  jóvenes  en  Sía.  Bárbara;  presidio  modelo  y  después  cárcel  de 

mujeres  en  la  calle  del  Barquillo Lá  Inquisición  eo  la  calle  de 

su  nombre  (hoy  de  Isabel  la  Católica)  y  su  tribunal  en  la  calle  de  To- 
rija,  y  su  Quemadero  fuera  de  la  puerta  de  Fu*  ocarrah 

T  los  recuerdos  de  los  pasados  siglos  se  despiertan  á  ca  la  momen- 
to aun  hoy,  porque  existen  vivos  basta  en  elceotro  de  la  corte. 

Todavía  cerca  de  la  casa  de  la  Villa,  en  la  que  es  calle  del  Cordón, 
solemos  pensar  que  fué  calle  de  Azotados,  y  al  salir  de  ella  encon- 
tramos la  del  Rollo,  donde  tantas  veces  se  colocaran  los  miembros 
humanos,  arrancados  bárbaramente  y  ostentados  para  oprobio  de 
una  sociedad  que  se  decia  cristiana. 

Todavia  los  nombres  de  calle  de  La  Amargura  y  callejón  del  /*- 
/ierno,  que  desembocan  en  la  Plaza  Mayor,  parecen  decirnos  lo  qué 
alli  temieron  y  lloraron  y  gimieron  en  vano  los  que  entraban  para 
morir  en  la  Plaza,  y  los  que  de  ella  salian  para  ir  al  Quemadero. 


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$11  PftlSIOWS 

La  Pkua  Mayor  ha  sido  testigo  de  numoroaos  «orificios  hana- 
nos;  allí  ha  resonado  el  golpe  del  hacha  en  el  tajo  para  -decapitar  á 
un  vivo  y  despedazarle  muerto;  allí  el  cuchillo  ha  penetrado  en  la 
garganta  haciendo  chorrear  sobre  el  verdugo  la  sangre  déla  victi- 
ma; allí  el  cruel  ejecutor  ba  sacudido  y  pisoteado  al  honrado  pea* 
diente  de  la  horca,  á  fin  de  minorar  la  crueldad  del  instrumento  ma- 
tador elegido  por  la  ley:  50,000  almas  han  asistido  á  tan  horrenda 
espectáculos,  á  que  el  pregonero  llamaba  justicias.  ¡Cincuenta  mil 
almas  que  con  silencio  de  pavor  oian  la  larga  relación  en  que  un  mi- 
nistro daba  cuenta  de  delitos  imposibles,  y  los  acusados  callaban 
también  ó  confesaban  en  falso,  por  miedo  al  tormento,  á  aquel  tor- 
mento horrible  que  splo  dejaba  la  vida  necesaria  para  sentir  el  pa- 
decimiento! 

Autorizaban  tales  espectáculos  los  grandes  del  reino,  los  consejes» 
los  frailes  de  todas  órdenes,  los  familiares  del  llamado  Sonto  Ofm 
y  hasta  el  rey  mismo,  como  sucedió  en  el  auto  solemne,  celebrado  «a 
4632  por  la  Inquisición  de  Toledo.  {Treinta  y  tres  fueron  las  vfcli* 
mas  aquel  di  a! 

De  Santo  Tomás  acostumbraba  salir  la  fúnebre  comitiva  con  &n 
aparato  de  pendones  y  levantando  en  alto  la  cruz  verde  y  la  cruz 
blanca,  como  si  fuera  la  cruz  símbolo  de  venganzas  implacables. 

En  aquella  plaza,  entre  -Iros  notables,  acabó  D.  Rodrigo  Calderón, 
conde  de  la  Oliva  y  marqués  de  Siete  Iglesias;  allí  también  los  her- 
manos, D.  Juan  y  D.  Carlos  Padilla,  por  traidores  al  rey  en  1648,  y 
si  salvó  la  vida  el  duque  de  Hijar,  D.  Rodrigo  de  Silva,  €U  cómpli- 
ce, tuvo  que  pagar  diez  mil  ducados  de  multa  y  fué  condenado  i 
prisión  perpetua;  y  si  no  murió  allí  también  0.  Domingo  Cabral,  otro 
cómplice,  fué  porque  murió  en  !a  cárcel;  y  los  demás  que  de  aquella 
trama  escaparon  con  vida,  debiéronlo  á  su  fortaleza  de  ánimo  que 
les  consintió  no  confesar  en  medio  del  duro  tormento  que  padecieron. 

En  aquella  misma  Plaza  lucia  galas  y  hacia  pomposos  alardes  lo 
mas  principal  de  la  monarquía. 

Y  á  veces  mediaba  muy  poco  espacio  entre  una  fiesta  de  regocijo 
y  otra  de  sangre. 

En  11  de  agosto  de  1623,  grandes  fiestas  celebrando  una  solem- 
nidad de  la  familia  real;  en  SI  de  enero  y  en  14  de  julio  del  ato  si* 


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DE  EtJtOfi  tlt 

guíente  autos  de  fé.  El  el  primero  se  quemó  un  hombre  tito;  en  el 
segando  se  dié  garrote  i  otro  y  después  se  quemó  un  cadáver. 

Eu  12  de  octubre  de  1629  fiestas  reales  por  el  casamiento  de  la 
tabula  Margarita;  y  eo  168t  el  grande  auto  de  fé  de  que  hemos  ha- 


En  13  de  enero  de  16M  se  celebró  con  fiestas  estraordinarias  el 
casamiento  del  rey  Carlos  con  Maria  Luisa  de  Or leaos,  y  la  Plaza 
Mayor,  donde  se  corrieron  toros,  fué  teatro  de  las  mas  alegres  y  bu- 
lliciosas escenas;  el  30  de  junio  del  mismo  afio,  uno  de  los  mas  so- 
lemnes y  terroríficos  autos  de  fé.  Las  ceremonias  de  esta  abominable 
función  empacaron  á  las  7  de  la  mafiana,  y  k  media  noche  duraban 
aun  los  suplicios.  Reinaba  la  majestad  del  rey  Cirios  II  El  Hechiza* 
do,  que  con  su  joven  y  tierna  esposa  se  digoó  asistir  á  aquel  acto  hu- 
manitario. Mas  de  ochenta  fueron  los  acusados;  (veintiuno  fueron 
fmmimvkot! 

Como  si  la  naturaleza  protestara  contra  la  profanación  de  hacer  si-» 
tío  de  regocijadas  danzas  y  gallardías,  aquel  recinto,  regado  con  san- 
gre humana,  el  fuego  hizo  varias  veces  presa  en  sus  edificios,  ame- 
nazando halla  á  tos  mismos  reyes  con  su  devastadora  potencia  y 
causando  grandes  estragos. 

Un  lienzo  entero  de  la  Plaza  desapareció  en  1631;  tres  días  duró 
al  incendio,  mas  de  cincuenta  casas  quedaron  arruinadas;  un  millón 
trescientos  mil  ducados  costó  el  siniestro. 

Otro  incendio  ocurrió  en  la  Plaza  en  1672,  que  solo  dejó  escom- 
bros de  la  Real  Panadería  y  de  otras  muchas  casas.  En  el  afio  32,  en 
medió  de  una  gran  función,  había  ocurrido,  ya  que  no  incendio,  re- 
pentino y  vehemente  terror  de  que  lo  hubiera",  y  se  alarmaron  de  tal 
modo  los  innumerables  concurrentes,  que  precipitándose  despavori- 
dos y  atrepellándose  unos  á  otros,  y  hundiéndose  bajo  su  enorme 
pene  las  escaleras,  resultaron  muchas  muertes,  fracturas  de  huesos  y 
erómadades. 

Por  iltimo,  en  1710  se'dedaré  en  la  Plaza  otro  incendio  que  de- 
voré todo  un  lienzo,  y  ocasionó  pérdidas  y  desgracias  enormes. 

Aquella  fué  la  ¿I  Lima  catástrofe  semejante  ocurrida  en  la  Plaza,  y 
aquel  alio  fué  el  último  en  que  se  ejecutó  en  la  Plaza  Mayor.  En  la 
platuda  de  la  Cebada  se  celebraban  en  el  siglo  pasado  las  famosas 


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M*  MISIONE* 

ferias  de  Madrid;  mas  sus  recuerdos  mas  fitas  y  duraderos  daba 
de  1790,  época  en  que  se  cómeme  á  ajusticiar  es  aquel  sil*  i  ka 
sentenciados  á  horca  y  garrote. 

Desde  entonces  ¡qué  diferencia  entre  una  vispera  de  las  alegres  y 
bulliciosas  ferias  y  la  vispera  de  una  ejecución!  Levantábanse  en  mi- 
tad de  la  anchurosa  plaza  los  instrumentos  de  muerte;  preparativa 
que  ahuyentaban  de  aquellos  alrededores  á  todo  hombre  cuyo  cora- 
zón fuese  capaz  de  humanos  sentimientos. 

Volvamos  ahora  á  nuestro  principal  asunto. 

Tratar  podemos,  con  mas  órnenos  detención,  déla  Cártel  de  Cor* 
te;  mas  no  hacer  su  historia.  Ni  noticias,  ni  espacio  material  ten- 
dríamos para  ello. 

Oigamos  al  Sr.  Mesonero  Romanos  á  este  propósito. 

*Un  tomo  entero,  dice,  no  bastaría  á  consignar  los  recuerdos  lá- 
«gnbres  ú  ominosos  de  esta  funesta  mansión  durante  la  última  «rilad 
«del  siglo  anterior  y  primera  del  presente,  en  que  ha  servido  de  ea- 
«  cierro  á  tantos  célebres  bandidos  ó  malhechores  y  en  que  también  vio 
«penetrar  por  sus  ignominiosas  puertas  y  á  consecuencia  de  los  dis- 
« turbios  y  conmociones  políticas  de  1814  y  1823,  á  tantos  ilustres 
«proscritos  injusta  é  indecorosamente  confundidos  con  aquellos  gran* 
«des  criminales.  Guando  eran  conducidos  á  eipiar  en  el  patíbulo  si 
«delito  ó  su  desdicha,  el  fúnebre  acompañamiento  los  esperaba  en  b 
«mezquina  puerleciHa  que  salía  &  la  callejuela  del  costado,  que  fr 
«vaba  el  nombre  nefando  del  Verdugo  (boy  de  Santo  Tomás),  fot- 
«mando  antitesis  con  el  del  Salvador,  que  apellidaron  4  la  otra  pa* 
«ratala.» 

Porque  hace  á  nuestro  principal  propósito,  repetiremos  aqoi  las 
palabras  del  Sr.  Madoz  en  su  articulo  Madrid,  que  refiriéndose  al 
afio  1810,  dice  «que  la  Cárcel  de  Corte,  mas  que  depósito  da 
«hombres  sujetos  á  la  acción  de  la  ley,  era  una  lóbrega  mansioD, 
«/foco  permanente  de  ismoralidad,  en  la  que,  confundidos  los  presos 
«de distintas  clases,  categorías  y  edades,  se-ostentaba  en  toda  su  faer- 
«za  la  desnudez,  la  miseria,  la  confusión,  la  corrupción  y  toda  oíase 
«de  vicios.» 

T  mas  adelante  afiade: 

«Las  alcaidías  (estaban)  enagenadasá  sugelos  que  no  sir- 


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M  BOtOTA.  111 

«viéndolas  por  ti,  las  arrendabas  en  un  sabido  precio,  de  lo  qte  re- 
cluitaba qoe  los  alcaides  ó  mas  bien  colonos,  no  tomaban  sobre  si 
«el  trabajo  y  responsabilidad  del  cargo  por  servir  al  pábHoo,  sino 
«para  sacar,  especulando  con  la  desgracia;  la  mayor  nulidad  posible 
«de  la  granjeria  que  se  les  daba  en  arrendamiento:  consistían  sns 
«prodnctos  en  los  derechos  de  carcelaje  y  aposentos  de  pago;  pero 
«como  estos  no  podían  bastar  para  el  de  la  renta  y  la  ganancia  qne 
«el  arrendador  se  había  propuesto,  se  habían  ido  aumentando  de  tal 
«modo  las  exacciones  que  en  diferentes  conceptos  se  hacían  i  los 
«  presos,  qne,  á  no  haberío  visto,  parecería  imposible  creer  los  innu- 
merables abasos  que  existían;  en  Taño  leerá  al  ayuntamiento  su- 
«ministrar  á  los  presos  pobres  la  ración  consignada,  pues  anas  vo- 
cees no  les  llegaba  integra  y  otras,  por  la  mala  calidad  de  las  vitua- 
«Uas,  6  so  peor  condimento,  no  podían  comerla;  en  vano  les  era  á  los 
•jueces  poner  en  comunicación  i  los  presos;  qne  no  la  obtenían  si 
«carecían  de  medios  con  qne  gratificar  i  sus  inhumanos  guardadores 
«ó  no  gratificaban  los  qne  acudían  á  verlos:  si  algún  infeliz  preso  se 
«  v«ia  en  la  necesidad  de  tomar  algún  alimento,  i  parte  de  la  ración, 
«tenia qoe  comprarlo  en  la  cantina  establecida  en  la  misma  circe!, 
«donde  se  les  vendían  los  géneros,  no  al  justo  precio,  sino  al  qie 
«acomodaba  al  vendedor.  Larga  y  penosa  tarea  seria  la  narración  de 
«los  abasos  qoe  existían » 

No  se  olvide  el  lector  de  que  los  pirrafos  anteriores  aladea  al  alio 
de  1840. 

¿Qué  seria,  pues,  la  cárcel  pública  anterior  i  la  que  mandara  cons- 
truir Felipe  IV?  Ya  que  no  lo  sepamos,  deducirlo  podemos  tomando 
por  base  la  autoridad  mas  respetable  en  Ja  materia  que  hablando  de 
aquella  época,  encuenira  á  Madrid  metquioo  «como  una  pobre  aldea 
«en  cuanto  i  lo  general  del  caserío;  escasos  y  mal  dispuestos  los  es- 
«tablecimienlos  de  beneficencia,  de  instroccion  y  de  industria  y  con 
«dos  miseros  corrales  para  representar  los  inmortales  dramas  de  Lo- 
«pe  y  de  Calderón.»  T  añade  también:  «las calles  tortoosas,  desigua- 
«les,  costaneras  y  en  el  mas  completo  abandono,  sin  empedrar,  sin 
«alambrar  de  noche  y  sirviendo  de  albafial  perpetuo  y  barranco 
«abierto  4  ledas  las  inmundicias » 

No  es  de  estrafiar  qoe  el  rey  mismo  al  mandar,  con  bien  poca  cor* 
>n  US 


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dora,  que  se  Levantas*  ana  cerca  alrededor  de  Madrid  (tf  !B)t  *  V**- 
jara  de  que  por  do  haberla  se  librasen  los  delincuentes  «de  so  ser 
«presos  por  las  justicias,  que  teadrian  mas  mano  en  sa  prisiso  si  las 
«salidas  (de  la  villa)  fuesen  ciertas. » 

lias  de  un  aiglo  después,  en  4746,  á  pesar  de  las  grandes  nejara 
que  Madrid  había  recibido  de  Felipe  V,  se  quejaba  on  discreta  «*crt- 
tor  de  que  las  calles  estaban  á' oscuras  é  inundadas  de  rateros  par 
la  noche,  y  ciertos  sitios  de  tránsito  público  eran  mas  bien  derrum- 
baderos y  precipicios. 

Malas  eran  en  general  las  costumbres  de  la  época;  malo  et  ré- 
gimen económico,  malo  el  estado  de  la  administración  de  justicia; 
¿qué  habia  de  ser  la  cárcel? 

El  señor  rey  disponía  que  para  aviso  y  memoria  de  los  criminal* 
se  repartiesen  miembros  de  ahorcados  por  los  caminos,  sin  conside- 
ración á  los  sentimientos  del  pueblo  honrado,  á  la  delicadeza  y  al 
decoro  de  las  personas;  pero  en  1678  tuvo  que  salir  el  setter  ley 
por  la  puerta  de  Alcalá  y  los  alcaldes  de  la  sala  dieron  un  auto  para 
que  se  quitasen  de  dicha  puerta  los  miembros  de  los  ajusticiado».  Re- 
solución que  vemos  repelida  en  los  años  1789  y  1711,  por  igual 
mptivo. 

.  De  vez  en  cuando  parece  como  que  los  instintos  de  humanidad  se 
revelaban  contra  el  continuo  espectáculo  de  suplicios  y  miembro 
humanos  que  se  corrompían  &  vista  de  la  corte,  y  en  ciertas  ocasio- 
nes se  aminoraba  el  horror  de  aquellas  exposiciones.  En  I7M  se 
mandó  quitar  del  suplicio  el  cuerpo  de  un  ajusticiado  en  una  tarde 
de  rogativa, 

En  1721,  pidió  la  villa  que  se  ocultasen  á  la  vista  del  público  la 
mano  y  la  cabeza  de  otro  ajusticiado. 

En  1723,  el  convento  de  Santa  Bárbara  reclamó  también  para  que 
desapareciese  la  mano  de  otro  que  frente  á  su  morada  estaba  patela 
en  una  jaula. 

También  en  1728,  los  embajadores  de  Francia  y  Veoecia  reclama- 
ron que  no  pasara  por  delante  de  sus  puertas  un  hombre  que  iba  á 
padecer  muerte,  pero  se  les  contestó  que  su  inmunidad  da  embaja- 
dores solo  se  extendía  hasta  la  línea  que  en  la  calle  oeialahta  lw 
goteras  y  que  de  esta  no  se  pasaría. 


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DtlUROtt.  tía 

Ka  ITlt,  1114  y  1749,  ge  dieron  algunas  licencias  para  quitar  de 
los  caminos  los  curtos  de  algunos  ajusticiados. 

T  si  con  ios  yasailos  probos  se  tenia  el  poco  miramiento  de  obli- 
garles al  asqueroso  espectáculo  que  el  rey  no  podía  soportar,  siendo 
al  fin  el  mas  interesado  y  obligado  á  sufrirlo,  ¿qué  cuidado  se  ten- 
dría con  los  presos,  ni  quien  había  de  cuidar  de  ellos? 

Asi  se  fiaba  su  rida  á  un  codicioso  arrendador,  que  en  efecto,  no  pen- 
saba mas  que  en  despojar  al  infeliz  qoe  pasaba  por  aquellas  puertas. 

T  que  cometían  abusos  escandalosos  sobre  toda  ponderación,  lo 
demuestra  la  frecuencia  con  que  la  sala  de  alcaldes  les  manda  que  se 
atengan  al  arancel,  y  les  repite  los  derechos  que  han  de  cobrar,  pro- 
hibiéndole* lambieo  tomar  dinero  por  ciertas  gabelas  Incrativas  para 
la  alcaidía  y  consideradas  como  derechos  por  la  fuerza  de  fa  cos- 
tumbre. 

De  tal  manera  estaba  oscilada  la  insaciable  codicia  de  los  alcaides, 
que  hasta  cobraban  un  tanto  de  lo*  solicitadores  de  pleitos  y  causas 
que  acudían  á  la  cárcel,  llegando  al  extremo  de  tener  que  mandar 
la  sala  de  alcaides  que  no  diesen  entrada  á  dicho*  solicitadores  en 
el  ala  1600,  y  en  1640  hallamos  igualmente  repelido  el  mandato 

Respecto  al  abono  de  recargar  el  pago  de  derechos  4  los  prosos, 
era  tan  frecuente,  que  bien  podemos  calificarlo  de  constante  y  no  in- 
terrumpido. En  1611, 1661, 1670, 167»,  1687, 1704, 1721, 1713, 
1773  y  1778  es  indudable  que  se  repitieron  los  autos  para  que  se 
cumpliera  el  arancel  del  cobro  de  tales  derechos. 

Al  mismo  tiempo,  había  que  advertir  á  los  subarrendadores  de  la 
alcaidía  que  dejasen  de  exigir  derecho  á  los  presos  mandados  compa- 
recer; que  no  eligiesen  cantidad  alguoa  por  razón  de  pateóte;  que 
no  exigiesen  carcelaje  de  los  presos  que  voluntariamente  sentasen 
plaxa  de  soldados;  y  en  1636  hubo  que  mandarles  que  no  soliaseu  á 
nadie  llevándole  diaero,  ni  tomasen  seguridad,  ni  pudiesen  n*pel»r 
las  condenaciones  que  por  ello  se  les  impusieren. 

Bu  cuanto  al  bueu  orden  que  reinaiia  en  lo  interior,  calcúlese  por 
lo  que  llevamos  dicho  y  sobre  todo  sabiendo  que  en  1616  hubo  que 
mandar  que  sentasen  en  el  libro  de  registro  á  los  pronos  todos  que 
entrasen  en  la  cárcel ,  y  en  1 63t  se  añadió  que  no  los  soltasen,  sin  mas 
orden,  por  escrito  del  alcalde.  ¿Qué  diremos  de  la  higiene  y  del  aseo 


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9t4  PMflOÜIS 

sino  que  en  1617  y  1782  se  mandó  que  no  permitiesen  que  nin- 
gún preso  compareciere  ante  la  visita  con  gmdqas  ni  copete? 

Las  órdenes  relativas  á  sentar  los  nombres  de  los  presos  y  ¿no  dar 
suelta  á  estos  sin  autorización  competente,  nos  inclinan  á  creer  que 
mientras  el  rey  se  quejaba  de  que  por  carecer  Madrid  demuraUai 
borlaban  los  malhechores  la  prevención  de  la  jasticia,  sin  dada  por 
mas  que  cien  veces  los  cogiese  la  ronda  de  los  alcaldes  y  los  entrega- 
se a)  carcelero,  este  negociaría  sin  empacho  so  libertad. 

Otra  de  sns  estratagemas  Incrati  vas  consistía  en  quitar  y  poner  ésa 
capricho  los  grillos  á  los  presos;  lo  cual  dio  lugar  á  otra  resolución, 
previniéndoles  que  á  ninguno  se  les  quitaran  ni  pusieran  sin  orden  del 
juez.  Desgraciadamente  todos  estos  mandamientos  solían  ser  vanos, 
y  hubo  época  en  que  todos  los  dias  so  hizo  la  operación  de  quitarlo* 
y  ponerlos,  merced  á  lo  cual  percibía  de  cada  preso  de  pago  diei 
reales  el  alcaide  y  dos  el  moio  que  verificaba  lo  material  del  acto  ó 
aliviaba  de  hierro,  según  decían  ellos,  por.  mas  que,  en  vez  desagra- 
decerles el  alivio,  hubiese  que  censurarles  el  recargo  (1). 

Para  tener  idea  del  abandono  con  que  miraba  la  cárcel  el  indivi- 
duo á  cuyo  favor  estaba  enagenado  el  oficio  de  la  alcaidía,  haremos 
notar  que  se  dieron  muchos  autos,  intimándoles  que  fueran  á  desem- 
peñar su  oficio  ó  nombrasen  persona  que  lo  hiciera  en  lugar  suyo; 
asi  como  también  se  les  intimé  varias  veces  que  asistiesen  á  la  vi- 
sita de  cárceles  é  nombrasen  quien  lo  hiciera  ea  su  nombre,  oomo  su- 
cedió en  1617  y  en  otras  ocasiones. 

Las  disposiciones  relativas  á  la  Cárcel  de  Corte ,  que  han  llegado 
á  nuestro  conocimiento,  prueban  todas  á  una  voz  que  el  estado  ét 
aquel  establecimiento  era  de  lo  mas  deplorable. 

(1)    En  24  de  setiembre  de  1824  compró  el  oflcío   de  alcaide  de   la  Cárcel  de  Corle  el 
señor  don  Fermín  Muftoz,  y  si  no  estamos  mal  Informados,  fué  su  último  propietario 
Entonces  los  presos  pudientes  que  pagaban  por  un  tanto  alzado  ios  derechos  de  al- 

caidio,  satisfacían 1500  rs. 

Por  ocupar  el  departamento  de  corrección 800   » 

Por  el  de  ornártela  grande* 300   » 

Por  el  de  medio»  cuartete*. 480    » 

Por  estar  entre  puerto» 110   » 

Por  no  llevar  grillos  se  pagaban  30  reales  diarios  al  alcaide  y  dos  al  llavero  encar- 
do de  ponerlos  y  quitarlos. 
Los  presos  que  pagaban  esos  derecho»,  tenían  que  mantenerse  á  sus  expensas. 
Las  mujeres  que  ocupaban  el  departamento  de  cuarteles  pagaban  dos  reales  diarios. 


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k  anota  sis 

Baila  hubo  qne  prohibir  qne  las  Mujeres  de  los  presos  se  queda- 
ran á  dormir  oon  ellos;  esto  fué  en  164*;  en  otra  ocasión  se  prohi- 
bió qie  no  entrase  absolutamente  ea  la  cárcel  mujer  alguna,  y  mas 
adelante  te  permitió  la  entrada  solo  á  las  que  eran  mujeres  de  algún 
preso,  pero  qie  saliesen  todos  los  visitantes,  hombres  y  mujera,  á 
las  siele  de  la  tarde  en  invierno,  y  á  las  •  en  verano. 

Sépose  de  algunos  presos  que  salían  á  la  calle  y  era  con  permi- 
so del  alcaide;  de  seguro  que  á  conceder  semejante  lioencia  no  le 
movería  solo  el  espíritu  de  caridad,  sino  el  de  granjeria»  y  la  sala  de 
alcaides  hubo  de  prohibirle  en  4691. 

Ea  muy  repetidas  ocasiones  se  quitó  el  destino  á  porteros  y  grille  - 
roe»  se  les  multó,  se  formó  causa  al  alcaide;  pero  en  seguida  vemos 
que  se  toman  otras  disposiciones,  siempre  encaminadas  á  poner  coto 
á  sus  demasías,  mas  ineficaces  siempre  por  lo  que  vienen  á  revolar 
los  autos  sucesivos. 

Puede  decirse  que  el  tribunal  tiene  que  hacer  en  cierto  modo  de 
alcaide,  descendiendo  á  minuciosidades  tales  como  algunas  que  hemos 
citado  y  además  á  otras,  cual  es  la  de  seffalar  los  sitios  en  quedebia 
tenerse  de  din  á  los  presos,  esto  es,  dentro  de  la  segunda  puerta  «en 
el  patio,  en  los  caiaboios  y  aposentos,  según  sus  delitos  y  no  fuera 
de  dicha  segunda  puerta. » 

Imposible  parece  que  basta  nuestros  dias  hayan  llegado  esoesos  y 
desórdenes  tan  graves. 

Ta  hemos  dicho  al  tratar  del  Saladero  lo  mucho  que  en  nuestro 
concepto  había  que  mejorar  en  aquella  cárcel;  conocido  es  también 
lo  mucho  que  ha  ganado  en  lodos  conceptos  de  diea  afos  á  esta  par* 
te;  ahora  para  encarecer  debidamente  lo  que  seria  la  Cárcel  de  Corte, 
óigase  á  un  autor  ya  citado  que,  aludiendo  al  Saladero  antes  de  re- 
cibir esas  reformas  y  según  estaba  en  1848,  dice: «Aorta  cierto 

*pw*to  se  ha  conseguido  que  las  cárceles  sean  unos  verdaderos  de- 
«  pósitos  de  seguridad  para  custodia  de  los  detenidos,  en  vez  de  lugo- 
*re$  de  tonmemto  que  antes  eran.» 

Doloroso  es  que  tal  baldón  sea  cirio,  mas  ya  que  loes,  tenemos 
á  dicha  que  existan  de  éi  testigos,  para  que  puedan  estimular  el  celo 
publico  en  favor  de  las  ansiadas  mejoras. 

Coa  respecto  á  lo*  alcaide  de  otro  tiempo,  no  era  la  gravedad  del 


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Mt 

delito  ni  el  recelo  que  inspiraba  el  preso,  el  regulador  <M  tala  q«e 
á  este  se  había  de  dar,  sino  que  lo  regalaban  el  capricho  y  la  codicia 
de  aquellos  hombres  á  quieoes  la  superioridad  bobo  da  mandar  que 
tomasen  mas  seguridades  con  los  galeotas  y  ladrones  famosas,  man- 
irás que  con  un  desdichado  pobre  cometían  todo  género  de  crueldades. 

¿Qué  vale  comparada  con  la  de  estos  la  maldad  del  qae,  desafian- 
do el  rigor  de  la  justicia  y  la  cólera  de  los  mares»  navega  á  i 
climas  y  roba  patria,  familia  y  libertad  á  los  negros? 

Aquellos  arrendadores  de  alcaidías,  amparados  de  privilegies, 
mados  de  todas  armas,  no  se  esponian  á  riesgo  alguno  y  no  eran  i 
blandos  que  los  dueños  de  esclavos,  para  con  hombres  de  su  propio 
color  y  raza,  de  su  misma  patria,  de  su  misma  religión...  ya  que  de 
religiosos  blasonaban. 

En  resumen:  la  ley  mandaba  poner  en  comunicación  4  un  preso : 
es  decir,  le  consentía  ei  tratar  con  otros  criminales  sin  salir,  empero, 
de  un  reducido  espacio  mal  saao,  infecía,  abominable;  pero  ei  preso 
era  pobre,  y  no  saciando  la  feroz  codicia  del  alcaide,  á  pesar  de  la 
ley  seguía  condenado  á  la  soledad,  al  aislamiento,  á  la  oscuridad,  i 
la  desesperación...  porque  sus  clamores  no  iban  mas  allá  de  las  pa- 
redes del  calabozo. 

Jueces  habia  entonces  y  visita  de  cárceles...  mas,  jay  del  pobre 
que  pidiese  por  justicia  lo  que  no  quería  6  no  podía  comprar  pororó! 

Maqoiavelo  se  jactaba  de  que  en  cuatro  lineas  escritas  del  paflo  y 
letra  de  cualquier  hombre,  hallaría  él  protesto  para  hacerle  ahorcar. 

Sus  discípulos  le  dejaron  muy  rezagado  y  no  necesitaban  de  nada 
para  condenar  al  preso  pobre  á  los  mas  duros  tormentos. 

Hasta  hace  muy  poco  tiempo  los  alcaides  se  hacían  auxiliar  por 
individuos  presos  en  la  custodia  y  buen  órdm  de  la  cárcel.  No  basca- 
ban en  aquellos  auxiliares  doctrina  ni  consejo,  sino  devoción  y  brazo 
fuerte;  ¿dejarían  de  encontrarlos?  Para  remachar  unas  grillos,  para 
imponer  á  los  presos  amotinados,  para  luchar  á  brazo  partido  contra 
un  preso  robusto  y  desesperado  ¿de  quién  se  habían  de  vaterí  De 
hombres  cargados  de  crímenes,  endurecidos,  dignos  de  grandes  con* 
denas,  que  en  caso  necesario  no  reparasen  en  cometer  un  nuevo  de- 
lito contra  un  desgraciado  débil  é  inerme.  Después  se  achacaba  á 
aquel  desgraciado  un  conato  criminal;  se  hacia  mención  honorífica 


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di  tutor*.  tu 

del  perrera  agresor,  «aponiendo  que  habia  impedido  la  consumación 
del  Mitayo,  y  tra  siempre  de  esperar  que  en  consideración  k  su  ser- 
▼icio  te  le  rebajase  la  pena,  ó  que  habia  puesto  cnanto  estuvo  de  sn 
parte  para  impedirlo. 

No  está  am  tan  remota  la  época  4  que  nos  referimos  para  que  no 
baya  muchísimo  que  desear  todaria  en  el  ramo  de  cárceles,  ni  es  casi 
posible  que  desaparezcan  en  largo  tiempo  sus  defectos,  pues  aun  su- 
poniendo en  los  alcaides  el  mas  acendrado  celo,  poco,  muy  poco  po- 
drían hacer  por  su  parle.  Mas  teniendo  en  cuenta  lo  que  ayer  mismo 
pande  dedrse  qoe  sucedía,  faltaríamos  k  nuestro  deber  de  escritor 
imparcial  si  no  reconociéramos  las  mejoras  ya  realizadas,  si  bien  de- 
bemos insistir  en  que  sin  cárceles  á  propósito,  sin  separación  de  acu- 
sados y  culpables,  de  reincidentes  y  no  reincidentes,  sin  renunciar  á 
la  impía  introducción  de  tiernos  nifios  en  las  prisiones  y  sin  otras 
medidas  semejantes,  tan  racionales  como  evidentes,  serán  estériles  y 
aparentes,  nada  mas,  los  progresos  en  la  materia. 

Ya  lo  hemos  dicho:  solo  hace  ü  aflos  que  el  preso  á  quien  el  car- 
celero robaba  los  alimentos,  no  podia  enviar  á  comprar  otros  donde 
la  pareciera,  tenia  que  comprarlos  en  la  cantina  de  la  cárcel  á  precios 
eierbétaales,  porque  el  alcaide  podia  negociar  con  su  salud  (1). 

galonees  loa  juegos  prohibidos  eran  pública  y  constante  ocupación 
de  los  ocios  del  preso,  y  tal  habia  sido  encarcelado  por  jugador,  que 
na  ?et  puesto  entre  rejas  podia  dar  rienda  suelta  á  so  vicio  con  la 
seguridad  de  no  ser  castigado  por  reincidente,  mas  no  con  la  de  no 
ser  robado  literalmente  por  los  mismos  que  fomentaban  su  inclinación 
funesta,  so  pretexto  de  guardarle.  Asi  pululaba  la  familia  de  los  ba- 
rateros (¡ue  sintiéndose  con  autoridad  y  fuerzas  bastantes»  exigían, 
acero  en  mano,  el  mas  odioso  tributo.  ¿Quién  habría  sido  capaz  de 
averiguar  los  crímenes  por  este  y  otros  conceptos  análogos  cometidos 
en  la  lobreguea  de  aquellas  hediondas  mazmorras,  si  la  declaración 
del  preso  ofendido  era  para  él  seguridad  de  mayores  daños  y  quizás 
peligro  de  muerte? 


(1)  Algo  de  eso  hemos  tUIo  nosotros  respecto  á  la  venta  de  y  loo  y  aguardiente  en  la 
actual  oarcel  de  Villa,  y  de  sigue  presidios  sebeóme  que  sooede  otro  lento,  é  petar  de  les 
probioickoues  de  la  Dirección  general  del  ramo  y  é  pesar  de  les  reclassaeioaea  de  lee 
penados  que  pocas  feces  llegan  é  su  destino. 


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oís  pu&ohes 

La  Cárcel  de  Corte  quedó  extinguida  el  31  de  diciembre  de  1ÍW 
Harto  fué  subsistir  hasta  terminar  la  mitad  del  siglo  XII  y  pemane- 
cer  con  todos  sus  vicios  é  inconvenientes  después  de  tantos  eBsayos 
revolucionarios  que  poco  á  poco  habían  mejorado  las  costumbres  pú- 
blicas y  privadas,  la  organización  administrativa  y  el  carácter  gene- 
ral de  las  instituciones  todas.  T  aun  gracias  á  los  esfuerzos  de  la  w- 
ciedad  creada  para  la  mejora  del  sistema  carcelario. 

La  Cárcel  de  Corte  estaba  situada  en  la  calle  de  la  Gonoepctoi 
Gerónima,  detris  de  la  Audiencia,  á  ella  adherida  y  en  comunicado* 
interior  con  ella,  por  medio  de  una  escalera  abierta  en  un  patío  á  qoe 
daba  paso  la  cocina  de  los  presos. 

Vamos  á  ocuparnos  de  su  disposición  interior  tal  como  Até  desde 
tiempo  muy  remoto,  quizás  desde  su  establecimiento  hasta  nuestros 
días. 

A  la  derecha  de  la  escalera  principal  estaba  situada  la  capiHi  de 
los  reos,  de  suerte  que  tenían  muy  poco  que  andar  al  ser  sacados 
para  el  patíbulo.  Frente  á  la  escalera  un  largo  oorredor  cerrado  en  su 
extremo  por  un  rastrillo:  formando  ángulo  recto  con  este,  había  otro 
á  la  derecha  que  daba  paso  á  ciertas  habitaciones  del  alcaide.  El  ob- 
jeto especial  de  este  rastrillo  era  cerrar  una  escalera  que  conducía  á 
la  comunicación  de  un  patio  que  caia  hacia  la  Concepción  fiero- 
nima. 

Debajo  de  las  piezas  que  daban  4  la  Concepción  estaba  el  celabo» 
de  La  Tristeza. 

Otro  rastrillo  formaba  también  ángulo  recto  á  la  izquierda  con  el 
espresado  corredor  y  cerraba  el  paso  priocipal  abierto  entre  las  habi- 
taciones de  Mandaderos  y  Porteros,  que  caian  hacia  la  calle  de  San- 
to Tomás,  siguiendo  su  línea,  lo  mismo  que  la  sala  de  declaraciones 
y  el  cuarto  del  alcaide,  que  estaban  á  mano  derecha. 

Debajo  de  esta  linea  de  habitaciones  caia  el  calabozo  llamado  R 
Dragón. 

Pasado  el  rastrillo  de  la  derecha  y  á  la  mitad  ó  el  primer  tercie 
del  corredor  que  conducía  al  paso  principal,  habia  una  gran  ventana 
&  donde  se  asomaban  los  presos  á  cantar  la  triste  Salve  de  los  ajusti- 
ciados. Al  último  tercio  de  la  misma  pared  y  poco  antes  de  llegar  i  la 
cocinase  veia  otra  ventana  cerrada. 


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En  este  piso  bajo  de  la  cAwt  efe  Corto  se  hallábala  Abotiia,  lla- 
mada baja.  Cala  4  noo  de  los  pasillos,  donde  estovo  también  la  enfer- 
mería, en  el  propio  sitio  que  habia  sido  coro  de  la  iglesia  del  Novi- 
ciado de  Jesuítas.  Este  pasillo  era  el  que,  según  hemos  dicho,  daba  4 
la  capilla  de  reos  y  4  la  puerta  del  palio  grande. 

Los  aposentos  de  tosta  Alcaidía  eran  siete  en  el  alio  de  1848;  no  tan 
grandes  como  los  de  la  actual  Alcaidía  del  Saladero,  bastante  osea- 
ros, aunque  con  ventanas  á  la  calle  de  la  Concepción  Gerónima.  Los 
dos  aposentos  mas  claros  daban  al  patio  etico. 

El  pasillo  que  referimos,  tenia  una  puerta  por  donde  se  iba  4  otros, 
asegurados  con  tres  puertas  mas:  la  tercera  abría  4  la  parte  del  pa- 
tio donie  se  trabajaba  el  esparto,  precisamente  donde  se  halla  hoy  el 
local  que  sirve  para  despacho  del  Juzgado  de  Lavapiés.  En  dicho  pa- 
lio solían  trabajar  de  sesenta  4  ochenta  presos. 

Por  aquellos  pasillos  y  por  dicho  patio  se  fago  dorante  el  invierno 
<!e  1848  un  célebre  bandido  conocido  por  El  Portugués,  de  nombre 
Santiago  Rodríguez,  preso  por  cierto  robo  de  importancia  hecho  en  la 
casa  de  D.  N.  Cano,  que  vivía  en  la  plazuela  del  ángel.  Lo  robado 
consistía  en  i  i  tu  los  al  portador  y  oíros  efectos  públicos,  y  se  dice  que 
el  criminal  intento  se  logró  empleando  por  primera  vez  en  España  el 
cloroformo. 

En  la  misma  planta  baja  del  edificio  estaba  la  poterna  y,  (como  he- 
mos dicho  ya,  4  un  lado  y  4  otro  del  gran  rastrillo  y  siguiendo  la  li- 
nea de  la  calle  de  Santo  Tomás)  la  habitación  del  alcaide,  el  cuarto 
de  los  porteros  y  el  de  les  mandaderos.  El  llavero  solía  dormir  en  el 
departamento  de  encierros  de  los  presos  incomunicados  que  se  lla- 
maba de  Casulla.  Frente  4  la  puerta  de  la  Sala  de  declaraciones  caía 
una  escalera  lóbrega  que  conducía  al  rastrillo  de  comunicación  de  los 
patios  chico  y  grande. 

En  este  patio  había  dos  calabozos,  llamado  el  uno  San  Antonio  y  el 
olro  Soledad,  que  no  tenían  mas  luz  ni  ventilación  que  la  que  pres- 
taba la  respectiva  puerla  Je  entrada,  por  cuyo  motivo  últimamente 
solían  esUr  ambas  abiertas  durante  el  dia  y,  j  sabe  Dios  cuando  co- 
menzó 4  cesar  la  inhumana  precaución  de  tenerla  cerrada  so  pretex- 
to de  mayor  seguridad!  Las  paredes  del  edificio  que  hoy  es  Audien- 
cia conservan  todavía  sefiales  de  aquellos  calabozos  que  4  ella  estn- 

TQMI.  117 


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980  MUSIWCES 

vieron  pegado».  Udo  y  otro  eran  capaces  para  cuarenta  presos  con  la 
falla  de  comodidad  con  que  se  les  aglomera  en  las  cárceles;  pero  en 
ciertas  ocasiones  llegaron  á  encerrar  hasta  cien  hombres  en  ca- 
da uno. 

El  camastro  corrido  á  lo  largo  de  aquellas  paredes  era  de  obra  de 
fábrica  y  levantaba  sobre  media  vara  del  suelo. 

VX  patio  chico  tenia  (res  calabozos.  Llamábase  el  uno  San  José  y  ca- 
recía igualmente  de  toda  ventilación.  En  cambio  los  otros  dos,  llama- 
dos Tristeza  y  Dragón  eran,  como  hemos  dicho,  subterráneos  y  tenían 
un  ventanillo  enrejado  en  lo  alto  del  techo  que  correspondía  con  el  ni- 
vel del  suelo  de  la  calle ;  cayendo  á  la  de  Santo  Tomás  este,  y  á  la 
Concepción  Gerónima  aquél. 

En  este  patio  había  una  fuente  escasamente  dotada.  Sus  aguas  eran 
recetadas  por  ciertos  médicos.  No  comprendemos  lo  que  pudieran  te- 
ner de  medicinales,  siendo  del  mismo  viaje  que  las  de  la  fuente  cer- 
cana de  Santa  Cruz,  que  jamás  fueron  recomendadas  como  curati- 
vas, ni  aun  en  aquellos  tiempos  en  que  todo  lo  que  tenia  relación,  si- 
quiera nominal,  con  cosas  santas,  era  considerado  á  priori  como  re- 
medio. 

Ello  es  que  las  aguas  de  la  Cárcel  de  Corte  llevaron  fama  de  me- 
dicinales y  las  bebió  mucha  gente.  Quizás  algún  médico  discreto, 
juzgándolas  ó  conociéndolas  inofensivas,  las  receló  á  esos  enfermos  de 
aprensión  que  no  quieren  curarse  como  no  se  les  mande  tomar  algo, 
y  también  es  cierto  que,  extinguida  la  Cárcel  de  Cortef  pasó  á  la  del 
Saladero  esa  fama  de  la  virtud  curativa  de  sus  aguas,  y  nosotros  he- 
mos visto  á  muchos  beberías  con  una  fé  digna  de  mejor  causa.  Per- 
sonas hay  que  jamás  desperdician  la  ocasión  de  beber  un  vaso  de 
aquella  agua  al  visitar  á  un  preso  y  otras  van  de  propósito  á  la  cár- 
cel con  pretexto  de  visitas  y  solo  por  beber  agua,  siendo  quizás  la 
única  que  beben  en  todo  el  año.  Calcúlese  lo  que  sucedería  en  tiempo 
de  la  Cárcel  de  Corte. 

Volviendo  á  los  calabozos,  el  de  San  José  era  capaz  para  30  pre- 
sos y  los  otros  dos  nombrados  para  70  cada  uno. 

¡Misterio  raro!  Los  criminales  mas  notables  preferían  El  Drago* 
y  La  Tristeza,  siendo  peores  que  los  otros.  ¿Seria  acaso  para  hacer 
alarde  de  dureza?  Seria  en  algunos  motivada  esta  preferencia  para 


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DE  EUIOPA.  931 

igualarse  eu  algo  á  los  hombres  temibles  que  en  aquellos  encierros 
los  precedieran?  Lo  que  no  tiene  duda  es  que  cuando  un  mal  cala- 
bozo, una  faena  penosa  están  ilustrados  por  alguna  celebridad  car- 
celaria, tienen  ya  un  doble  atractivo  para  el  hombre  Tuerte  ,  y  antes 
de  gozar  de  esa  ilustración  tienen  ya  el  de  lodo  lo  que  es  extraordi- 
nario y  requiere  ánimo  para  sufrirlo,  entereza  para  arrostrarlo  ó  ar- 
rojo para  acometerlo.  Hombres  hay  que  solo  son  criminales  porque 
no  supieron  escoger  un  medio  honrado  para  demostrar  que  en  el 
mundo  no  habia  cosa  bastante  ¿  ponerles  miedo:  este  vehemente  de- 
seo de  probar  á  la  gente  esa  extraordinaria  virtud  que  en  ellos  existe, 
no  suele  hallar  muy  á  menudo  ocasiones  propicias  para  patentizarse, 
y  el  desgraciado  que  sucumbe  á  tal  pasión,  una  vez  preso  y  aun  no 
satisfecho  ¿qué  otra  cosa  puede  hacer  sino  escoger  voluntariamente 
el  calabozo  mas  incómodo  y  sombrío  y  cantar  y  reír  en  él  á  carcaja- 
das, para  que  vean  que  es  superior  á  la  peor  suerte  que  pueda  ca- 
berle á  un  hombre?  Asi  adquieren  muchos  consideración  en  el  mun 
do  carcelario  ya  que  á  vivir  en  él  se  les  condena. 

En  la  planta  principal  del  edificio  estaban  situadas  las  habitacio- 
nes llamadas  de  Corrección,  pues  aunque  el  Reglamento  las  convirtió 
en  departamento  de  segunda  clase,  prevaleció  la  denominación  tra- 
dicional y  habría  prevalecido  un  siglo  entero  si  tanto  hubiera  perma- 
necido en  pié  por  desgracia  aquella  cárcel. 

Siete  eran  las  habitaciones  ríe  aquel  departamento,  algo  mas  pe- 
queras aun  que  las  de  Alcaidía,  como  que  habian  sido  celdas  del 
Noviciado  de  Jesuítas. 

En  la  misma  planta  se  hallaba  el  departamento  de  Cuartelillos, 
que  consistía  en  dos  salones,  el  uno  muy  espacioso.  Solían  ocuparlo 
cuarenta  ó  cincuenta  presos,  no  todos  <¡e  pago,  pues  era  costumbre 
trasladar  allí  á  presos  de  otros  departamentos,  á  fin  de  tenerlos  mas 
seguros.  Muchos  mas  presos  podían  albergarse  en  Cuartelillos,  que 
se  extendía  por  la  calle  4#  Santo  Tomás,  encima  de  la  Portería,  Sala 
de  declaraciones,  habitación  del  alcaide  y  cuartos  de  mandaderos  y 
porteros. 

Deeste  deparlamento,  á  pesar  de  ser  tan  seguro,  se  fugaron  cierta 
noche  varios  criminales,  aprovechando  la  circunstancia  de  haberse 
mandado  retirar  un  centinela,  colocado  siempre  en  aquel  sitio. 


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También  había  en  la  misma  planta  varia*  habitaciones  de  Alceidíay 
y  encierres  resenrados  para  los  que  podían  pagar  la  mayor  comodi*  . 
dad,  abiertos  en  siiio  que  desde  fecha  may  antigua  era  designado 
con  el  nombre  de  enfermería  vieja. 

El  piso  segundo  contenia  unos  dieziocho  encierros  qne  última- 
mente servían  para  la  generalidad  de  los  presos  incomunicados.  So- 
bre la  puerta  tenia  cada  ano  un  pequeño  tragaluz  y  el  largo  corredor 
estaba  abierto  por  grandes  ventanas  qne  caían  á  la  calle  de  la 
Concepción  Geróoima.  Este  deparlamento  se  llamaba  Costilla. 

También  ocupaba  el  mismo  piso  el  deparlamento  titulado  Ándak- 
cía,  que  sirvió  para  presas  incomunicadas,  las  cuales,  en  los  últimos 
años  al  ser  puestas  en  comunicación,  pasaban  á  la  cárcel  del  Salade- 
ro donde  hoy  están  los  Jóvenes. 

Los  encierros  de  Andalucía  eran  poco  mas  ó  menos  como  los  de 
Castilla. 

El  piso  tercero  se  llamaba  la  Torre.  Contenía  tres  encierros  para 
presos  incomunicados  que  quisieran  costear  la  habitación,  que  se 
cedía  á  cinco  reales  diarios. 

Otro  encierro  habia  también  en  la  Torre,  que  llevaba  el  triste 
nombre  de  Olvido  ¡Olvido  y  cárcel  I  ¡Olvido  en  cárcel!  ¡qué  asocia- 
ción de  ideas  tan  lúgubres!  Estar  encerrado  y  olvidado  en  lo  alto  de 
aquel  odioso  edificio,  como  han  estado  muchísimos  miélicos  y  sobre 
todo  cuando  esos  infelices  no  eran  criminales,.... 

Porque  en  el  calabozo  del  Olvido  estuvieron  custodiados,  quizás 
esperando  por  momentos  muerte  afrentosa,  muchos  hombres  cuyo 
único  delito  consistía  en  haber  nacido  en  el  siglo  XIX.  Allí  Espron- 
ceda,  allí  Cortina,  allí  Fueute  Taja,  allí  Escosura,  allí  Pérez  del  Aya 
y  oíros  muchos,  que  no  habían  sido  capaces  de  lomar  ejemplo  de  los 
perjurios  del  rey  y  tenían  la  desgracia  de  sentir  dentro  de  sí  la  agi- 
tación que  producen  la  corrientes  revolucionarias. 

El  Olvido  era  un  calabozo  apartado  de  todos  los  demás  y  como  re- 
legado al  punto  mas  remolo  é  inaccesible  de  aquel  antro  de  amargu- 
ras y  ferocidades. 

Hemos  hablado  de  una  ventana  á  donde  se  asomaban  los  presos  á 
cantar  la  última  Salve  al  que  iba  á  ser  ajusticiado. 

En  la  misma  portería  habia  una  puerta  que  caia  á  un  patio  may 


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reducido  eo  el  cutí  había  la  cocina  doméstica  del  alcaide,  el  retrete 
de  loe  dependiente*  y  la  escalera  por  donde  tejaban  deede  la  conti- 
gua Audiencia  loe  Magistrado*  que  iban  4  pasar  la  vigila. 

Ta  que  de  lo  interior  de  la  Cárcel  de  Corte  habíanos,  antee  de 
pasar  á  otro  punto  nos  parece  que  no  será  inoportuno  poner  á  la  vis- 
ta del  lector  los  escasos  datos  que  respecto  á  la  última  época  de  di- 
cho edificio  hemos  reunido  en  lo  que  hace  relación  á  su  economía. 

En  1  .*  de  enero  de  4  847  habia  en  la  Cárcel  .de  Corle  8t  individuos 
de  ambos  sexos. 

Dorante  el  alo  ingresaron 8043  individuos. 

Total M95        » 

Durante  el  alio  salieron: 

En  libertad .  118*  individuos. 

Por  tránsitos 154        » 

Al  hospital,  donde  fallecieron.     ...  18        » 

A  la  cárcel  de  Villa 457        » 

Total 1844       » 

Al  comenzar  el  afSo  1 848  existían  presos  184  individuos. 

El  producto  que  dejaba  el  pago  de  éereckot  estaba  calcetado  en- 
tonce* en  39000  rs.  va.  anuales. 

Los  ^atos  de  este  género  relativos  á  las  cárcel?*  de  Madrid  son  es* 
casos,  v  si  reproducimos  algunos  ya  publicados,  como  los  presentes 
insertos  por  el  Sr.  Mario*  en  su  Diccionario,  es  porque  no  hay  que 
escoger,  ni  novedad  alguna  qne  presentar  *>n  la  wateria. 

Para  en  adelante  esperamos  confiadamente  que  no  suceda  asi,  pues 
al  tratar  del  Saladero  ya  han  visto  nuestros  lectores  como  la  Juma 
de  Cárceles  mostraba  sus  buenos  deseos  de  establecer  la  estadística 
de  lo  que  á  sus  itribucion^s  pertenece. 

El  estado  que  á  continuación  reproducimos  coni^ne  el  pormenor 
de  productos  y  gastos  ordinarios  de  la  Cárcel  de  Corte  durante  los 
años  1843  ba>ta  4817  ambos  inclusive;  datos  que  existen  quizás  por- 
que una  Sociedad  popular,  y  no  el  gobierno,  se  encargó  de  recogerlos. 


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934 


PRISIONES 


AÑOS. 

PB0DUCT08. 

6A8T08. 

1 

i  1843 
1844 
1845 

1 1846 
1847 

I                ■ 

47431  rs.vn 
55110    » 
64080    > 
37816    » 
37879    » 

34857 rs.vn.  23m.¡ 
36882            »       ! 
35843            11  » 
33997            » 
34740            « 

¡Total  14Í316   » 

176320            » 

De  modo  que  resultó  á  favor  del  fondo  la  cantidad  de  65,996  rg. 

Aquel  mismo  año  el  importe  de  gastos  por  los  mismos  conceptos  eo 
la  cárcel  de  Villa  fué  375,363  rs.  vn.  31  mrs. 

El  número  de  empleados  de  la  Cárcel  de  Corte  y  sus  sueldos  dia- 
rios eran  entonces: 

Un  alcaide 20  reales. 

Un  capellán 6     » 

Tres  porteros  á.     .     .     .     .     .      7  cada  uno. 

Seis  demandaderos  á 3        » 

Una  demandadera 4        » 

Un  llavero 5        » 

Unjescribiente 5        » 

Un  enfermero 3        » 

Un  cocinero 6        » 

Un  mayordomo  que  percibía  8,000  rs.  al  año;  un  médico  con  3,300 
y  un  cirujano  con  igaal  dotación,  desempeñaban  sus  respectivos  car- 
gos en  las  cárceles  de  Corte  y  de  Villa,  según  hemos  dicho  ya  al  tra- 
tar del  Saladero. 

La  Sociedad  para  la  mejora  del  sistema  carcelario,  además  de  lo 
que  pagaban  sus  individuos  para  contribuir  al  mayor  beneficio  de  los 
presos  en  general  y  de  los  pueblos  en  particular,  contaba  también  coa 
el  rendimiento  de  los  deparlamentos  de  pago,  que  eran  tres  y  pro- 
ducian  diariamente  por  cada  preso: 

Alcaidía 7  rs.  diarios. 

Corrección 4        » 

Cuarteles 3        » 


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w  mon.  m 

U  radon  diaria  de  los  presos  pobres  'se  componía  de  lo  siguiente: 
Libra  y  media  de  pan,  tres  onzas  de  garbanzos  ó  jodias  y  seis  de 
patatas»  para  la  comida;  al  temando  para  el  almuerzo  con  dos  onzas 
de  fideos,  otro  con  cuatro  de  lentejas  y  otro  con  once  de  patatas  y  una 
cantidad  relativa  de  tocino  y  especias. 

La  ración  de  la  enfermería  era:  libra  y  media  de  pan  Manco,  dos 
onzas  de  garbanzos,  media  libra  de  carnero  y  una  onza  de  tocino,  ra- 
ción que  se  daba  también  á  las  infelices  presas  que  se  hallaban  emba- 
razadas ó  criando. 

El  primer  reglamento  fijo,  que  pertenece  á  1848,  alteró  en  los  si- 
guientes términos  los  empleos  y  sueldos  de  la  Cárcel  de  Corto: 

Un  alcaide 80  rs.  diarios. 

Tres  porteros 9      »      cada  uno. 

Oo  llavero 6      » 

Un  encargado  de  libros..    .    .      6      » 

Cinco  mandaderos 4      »    17  mrs.  cada  uno. 

Una  mandadera* 4      »    17     » 

Decía  el  Reglamento  que  ninguno  de  los  referidos  cargos  pudiera 
ser  desempeñado  por  presos  y  que  dichos  empleados  debiesen  tener 
su  habitación  dentro  de  la  misma  cárcel  y  no  se  ausentase  de  Madrid 
sio  licencia  de  sus  respectivos  comisarios;  mas  asi  en  esto  como  en 
otras  cosas  importantes  el  Reglamento  careció  de  todo  vigor  y  pres- 
tigio. 

Alteráronse  entonces  también  los  títulos  y  los  precios  de  los  depar- 
tamentos. 

Desaparecieren,  á  jo  menos  oficialmente,  las  denominaciones  de  Al- 
eaidk,  comedón,  etc.,  y  seoonenzaron  4  llamar  de  l.\  t.*  y  3.* 
clase.  A  este  propósito  débanos  hacer  mención  de  un  rasgo  de  ino- 
cencia del  Reglamento;  que  declara  que  deparlamentos  de  4  ••  clase 
solo  existen  en  la  Cárcel  de  Corte.  De  suerte  que,  do  existiendo  en  la 
de  Wi,  comenzaba  á  contar  por  lo  segundo,  lo  mismo  que  en  los 
bailes  de  cierto  pueblo  citado  por  Larra. 
Esos  departamentos  de  tres  clases  rentaban  por  estancia  diaria: 

Los  de  1/ S  rs. 

Loa  de  !• 8    » 

Los  de  •/ 1    >  17 


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I3«  PIÍSfONfeS 

No  sabemos  porque  se  etigia  qae  se  llamasen  segundas  to  pri- 
meras habitaciones  de  la  Cárcel  de  Villa,  siendo  asi  que  costaban  na 
real  mas  cada  dia  que  las  segundas  de  las  Cárcel  de  Corte. 

Entonces,  lo  mismo  que  ahora,  se  satisfacían  los  alquileres  por 
quincenas  adelantadas. 

Los  presos  de  1  •  clase  ó  mas  bien  ¡aquilino*  de  1.a  clase,  goza- 
ban el  beneficio  de  tener  comunicación  con  sus  visitantes  hasta  lis 
10  de  la  noche  en  invierno  y  basta  las  11  en  verano:  una  hora  mas 
que  los  otros  presos. 

En  cambio  los  mquilmos  de  3.a  clase  fueron  sometidos  al  dore  ré- 
gimen de  los  departamentos  generales.  En  efecto,  un  preso  de  4  real 
y  medio  al  dia,  aun  cuando  fuera  un  simple  acusado,  aun  cuando  la- 
viera  á  su  favor  los  mejores  y  mas  notorios  antecedentes,  no  merecía 
lo  que  gozaba  el"  criminal  reincidente  y  sujeto  á  condena  jporqae  pa- 
gaba 8  reales  diarios! 

Mas  {qué  mucho!  Entonces  fué  cuando  en  Madrid  se  arrojaba  del 
paseo  del  Prado  á  los  hombres  que  vestían  chaqueta,  mientras  se 
encumbraban  á  elevadas  posiciones  oficiales  otros  hombres  perpetra* 
dores  de  los  actos  mas  feos  y  premeditados. 

Por  fortuna  también  por  entonces  fué  alcaide  de  la  Cárcel  de  CorU 
el  Sr.  Orozco,  y  puso  de  su  parte  cuanto  era  posible  para  contribuir 
á  la  mejora  del  establecimiento  que  mas  la  necesitaba. 

Ya  en  el  Reglamento  á  que  nos  referimos  dejó  de  incluirse  ai  coci- 
nero, al  enfermero,  al  médico,  al  cirujano,  al  capellán  y  al  mayor- 
domo; pero  después  hace  expresa  mención  de  ellos  y  sus  honorarios. 

La  causa  de  esta  distinción  consiste  sin  duda  en  que  los  emplea* 
dos  de  que  primero  hicimos  mención,  expresando  sus  sueldos,  teoían 
un  origen,  y  otro  aquellos  que  echábamos  de  menos. 

El  alcaide  era  nombrado  por  el  Gefe  político  á  propuesta  de  la 
comisión,  y  los  porteros,  llaveros  etc.,  eran  nombrados  por  la  comi- 
sión á  propuesta  del  alcaide. 

Los  empleados  de  que  no  se  hizo  mención  en  la  lista  eran  nombra- 
dos por  el  ayuntamiento  y  percibían  los  sueldos  que  á  continuación 
se  expresan: 

Dn  mayordomo 8006  rs.  anuales. 

Un  cocinero.     .....         6  rs.  diarios. 


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M  EIMOfi. 


ÜB 

ün  medie*. . 
Dn  cirujano. 
Do  capellán. 


••i 

3  n.  diarios. 
300  ducados  amules. 
300       >        » 

too      »      » 


Por  aquel  Beglamento  correspondía  la  capellanía  de  la  Cárcel  de 
Corte  al  párroco  de  Santa  Cruz,  en  cuya  feligresía  estaba  situada. 

Otro  carioso  pormenor  es  el  importe  de  las  raciones  suministradas 
el  afio  de  1847  á  los  prosee  de  la  Cárcel  de  Corte,  raciones  de  enfer- 
mos y  so  costo  con  et  de  otros  gastos,  que  es  como  sigue: 

Raciones  de  pan.  .  .  .  49,274 
t  de  menestra. .  .  43,892 
»      de  enfermería.    .      1,463 

El  importe  de  las  raciones  comunes  fué: 

Pao 63017  rs.  vn.  18  mri 


Garbanzos. 
Judias.  . 
Lentejas.. 
Fideos.  . 
Arroz.  . 
Patatas. . 
Tocino.  . 


.    .  7363 

.    .    .  2319 

.    .    .  3450 

.     .  2814 

.    .  2696 

.     .  3537 

.     .     .  4885 

Especias 1334 

Lena 4242 


95M1 


1 
6 
30 
19 
3 
17 
18 
17 
17 

10 


Importe  de  las  raciones  de 

Pan 

Garbanzos.  .    .    . 

Camero 

Todito 

Carbón 


1851  rs.  vn.  17  mrs. 

227      .      21     » 
1330      »       2    » 

254      » 

920      »      13    > 


4583 


49 


lis 


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•18 


fRISIOftJte 


9  de  gastos  diversos: 

Enfermería. .    .    . 

603  rs. 

vn.  16  mrs. 

Rasura.  .    ,    ,     . 

1250 

»      12     . 

Botica 

514 

»      17    • 

Lavado  de  camisas.. 

636 

„ 

Aceite  para  luces.  .    . 

1040 

»      15    > 

Estraordinarios. 

1285 

5329 


1S 


Goyo  total  importe  asciende  á  105,574  rs  vn.  ti  mrs. 

Si  no  abundasen  los  testimonios  y  noticias  de  lo  que  foé  la  Céral 
de  Corte,  especialmente  én  los  siglos  XYII  y  XVIII,  bastaría  el  oo* 
cimiento  de  lo  qne  era  Madrid  entonces  y  aun  de  lo  que  fué  mocho 
despnes,  para  juzgarla  muy  desfavorablemente. 

Mas  no  nos  hallamos  en  el  caso  de  tener  qne  fiarnos  de  cálcate  é 
'  inducciones,  sino  qne  en  efecto  consta  de  un  modo  cierto  qie  aqw& 
cárcel  era  y  tenia  que  ser  merecedora  de  las  terribles  calificación 
con  que  siempre  se  acompaña  su  nombre. 

Correspondía  perfectamente  á  la  administración  de  justicia,  embro- 
llada, de  manera  que  hoy  nos  parece  inverosímil  qne  pudiera  sub- 
sistir con  ella  una  sociedad  llena  de  poder  y  de  vida;  era  como  I* 
policia  urbana,  como  la  corte  misma  de  España;  en  fin,  quilas  la  mi* 
fea,  revuelta  y  abandonada. 

Las  casas  de  los  simples  particulares  eran  en  Madrid  menos  ki- 
bitabfes  quizás  que  derlas  cárceles  que  existen  hoy  dia  en  ciertos 
pueblos  cultos;'  «las  calles  (dice  el  autor  de  El  antiguo  Madrid)  tor- 
tuosas, desiguales,  costaneras  y  en  el  mas  completo  abandono,  sio 
alumbrado  de  noche,  sin  empedrado;  sirviendo  de  albafial  perpetuo  y 
barranco  abierto  á  todas  las  inmundicias.  La  salubridad,  la  comodi- 
dad del  vecindario  y  el  ornato  de  la  población,  desconocidos  absolu- 
tamente; la  misma  seguridad  amenazada  de  continuo  en  medio  de  in 
pueblo  belicoso,  altanero,  y  siempre  armado,  que  en  tedas  ocasfoaea 
fiaba  al  acero  y  al  valor  la  razón  mas  concluyente.  * 

No  se  comprendería  á  no  ser  asi,  nuestro  antiguo  teatro,  qne  siem- 
pre que  nos  ofrece  la  vista  de  una  calle  de  Madrid,  es  ananciáadonoe 


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0B  fülOfA.  t*$ 

que  al  momento  han  de  salir  cuando  menos  dos  personajes  á  darse 
de  estocadas.  Las  costumbres  de  la  ó  an- 

ta) convenía  levantar  nna  cárcel,  sobr  ir  á 

los  caballeros  y  gente  de  pro,  porque  teñ- 

iros con  la  justicia  y  siendo  forzoso  p  lle- 

var á  una  morada  común  á  todos  lo  silo 

en  las  iglesias  ó  se  amparaban  de  lai  aja- 

dores;   mas  á  pesar  de  eso  ¿obrabaí  reos 

bastantes  para  que  se  les  hiciera  cárcel. 

Y  téngase  en  cuenta  que  la  inferioridad  de  Madrid,  no  solo  era  muy 
notable  cuando  se  le  comparaba  con  las  demás  residencias  de  perso- 
nas reales  en  Europa,  sino  aun  comparándole  con  ciudades  esf-aflolas 
de  mucha  menor  importancia. 

El  alumbra  li»,  las  alcantarillas,  la  vigilancia  pública,  puede  decir- 
se que  son  de  ayer;  y  algunas  de  esas  rujo;  as  y  otras  semejantes  han 
hallado  grande  oposición  en  el  público:  lanío  puede  el  dominio  de  las 
malas  costumbres  y  tanto  le  repugna ,  al  pueblo  castellano  las  cotas 
|  nuevas,  aun  siéndole  necesarias,  m  ha  de  hacer  algún  esfuerzo  para 

alcanzarlas. 

Mendigos,  rateros,  encubridores,  fusteros,  hidalgos  de  trampa  ade- 
lante, ociosos  curados  en  toda  suerte  de  picardías  y  vanidades:  todo 
eso  abunda  en  la  época  á  que  nos  referimos  y  es  material  que  tiene 
mucho  que  ver  coa  la  cárcel. 

El  hombre  mas  honrado  y  pacifico  no  podia  salir  de  su  casa  sin 
armas  para  atravesar  á  hora  avanzada  las  calles  de  la  corte,  y  si  el 
hombre  de  bieo  sabia  que  oo  le  amparaba  la  justicia,  ¿qué  h¿bia  de 
suceder  con  el  desdichado  puesto  en  la  cárcel  y  sometido  á  la  dis- 
creción de  bandidos? 

Aun  la  misma  justicia  s¿  bastaba  tan  poco  á  si  propia  que  la  ron- 
da de  los  Alcaldes  se  veta  obligada  á  huir  muchas  veces  pidiendo 
favor  al  rey,  y  no  solo  por  que  la  acometiesen  malhechores,  sino  por- 
que solia  dar  coa  caballeros  de  ardiente  sangre  y  carácter  desabrido 
que  oo  querían  reconocer  mas  autoridad  que  la  suya  propia  cuando 
de  su  propia  querella  trataban,  y  los  mismos  caballeros  que  arreme- 
tían contra  la  ronda  en  semejantes  casos,  quizás  habrían  considerado 
como  sagrada  obligación  acudir  al  grito  de  favor  al  rey  y  auxiliar  á 


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»iO  PRjJMONBS 

la  ronda  con  peligro  de  sos  vidas,  si  la  hib&mi  víalo  «apellada  et 
perseguir  á  una  tarba  de  villanos. 

Salir  para  una  diversión  por  las  calles  de  Madrid  no  era  entonces 
cosa  lan  sencilla  como  es  hoy  que  tanto  se  clamorea  contra  la  rela- 
jación de  costumbres  y  la  desmoralización  del  pueblo.  Era  menester 
para  ello  tomar  precauciones  casi  como  para  viajar  por  despoblado. 

Aun  á  mediados  del  siglo  XVIII  escribía  un  curioso  muy  enten- 
dido: 

«En  nuestra  corte  mas  que  en  ninguna  otra  son  frecuentes  le»  ro- 
bos y  los  insultos  y  la  lobreguez  ayuda  mucho  para  ellos;  también 
favorece  á  la  lascivia  y  nuestra  corte  está  en  este  vicio  lastimosa.» 

Afiade  el  autor  que  Madrid  no  se  distinguía  de  una  aldea  en  cuan* 
to  a)  alumbrado,  y  que  los  muchos  bandos  que  para  remediarlo  so  ha- 
bían puesto,  fueron  burlados  por  la  inobediencia.  El  mismo  asegura 
terminantemente:  «Madrid  es  la  corte  mas  sucia  de  Europa.» 

En  los  momentos  en  que  estas  lineas  escribimos,  todavía,  &  pesar 
de  lo  mucho  que  so  ha  ganado,  quedan  resabios  de  lo  que  Madrid  ha 
sido.  Todavía  no  se  ha  eslioguido  la  fea  costumbre  de  convertir  ea 
retrete  de  todo  transeúnte  las  aceras  de  las  calles  mas  principales  y 
hace  bien  pocos  afios  que  al  dar  las  dos  de  la  noche  se  apagaban  to- 
dos los  faroles,  si  es  que  se  habian  encendido;  porque  las  noches  de 
luna  no  se  lomaba. esa  incomodidad  el  municipio. 

Cárcel  de  Corte  suele  llamarse  aun  hoy  dia  la  Audiencia,  que  Cae 
Sata  dé  Alcaldes  de  Casa  y  Corte  y  cárcel  al  mismo  tiempo,  si  bien 
esta  quedó  reducida  al  edificio  adherido  á  su  parle  posten,  r,  que  ha- 
bía sido  Oratorio  de  los  padres  del  Salvador,  de  lo  cual  hemos  he- 
cho mención  indirecta  al  decir  el  oficio  que  anteriormente  habían  te- 
nido algunos  departamentos  de  los  presos. 

La  inscripción  conmemorativa,  que  aun  conserva  la  fachada  de  la 
Audiencia,  dice  que  se  levantó  en  1634  para  comodidad  y  seguridad 
de  los  presos.  El  edificio  es  bueno;  mas  contiene  hoy  los  juzgados  de 
Madrid  en  locales  que  fueron  departamentos  do  la  antigua  cárcel  y 
están  allí  como  de  prestado  por  falta  de  espacio,  de  luces  y  aun  de 
decoro. 

Al  recorrer  el  distrito  aquél,  es  imposible  no  remontarse  al  siglo 
XVII  y  considerar  coal  seria  el  aspecto  de  aquellos  alrededores. 


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DB  EttOFA  9(1 

La  cárcel  estaba  flanqueada  por  toe  mezquinos  callejones  del  Yer- 
(kgo  (hoy  de  Santo  Tomás)  á  la  izquierda,  y  de!  Salvador  á  la  dere- 
cha. Por  la  poerlecilla  de  aquel  callejón  salían  los  qne  iban  á  pade- 
cer afrenta  ó  moerle. 

El  verdugo  tenia  un  palio  v  con  el  el  privilegio  de  cobrar  uo  lanto 
por  las  caballerías  que  en  él  depositaran  los  arrieros  que  acudían  allí 
á  aprovecharse  del  módico  precio. 

Pocos  pasos  hacia  la  izquierda  estaba  el  convento  de  dominicos, 
dedicado  á  Santo  Tomás,  de  donde  salían  las  solemnes  y  terribles 
procesiones  que  iban  á  los  autos  de  fé,  sembrando  maravilloso  pavor 
con  sus  lúgubres  cánticos,  sus  simbólicos  pendones  y  el  espantoso 
objeto  á  que  su  presentación  en  público  daba  molivo  (1). 

Corto  es  el  trecho  de  Santo  Tomás  á  la  Plaza  M.iyor  donde  con 
terrorífico  aparato  proclamaba  sussení^nciasel  Santo  Oficio,  y  donde 
tantas  veces  asentó  el  verdugo  sus  üendas;  y  con  ser  tan  corto  el 
trecho,  tenian  nue  pasar  por  leíanle  de  la  iglesia  de  Sania  Cruz,  en 
cuya  plazuela  encontraban  un  altar  don  te  estaban  colocados  los 
miembros  de  los  hombres  despedazados  por  \  t  Justina,  espectáculo 
tan  repugnante  á  la  humanidad  como  á  U  civilización  v  que  l  davia 
recuerdan  hoy  mucha*  personas. 

El  mismo  templo  abrigaba  y  abriga  ^un  ho\  día  á  ios  cofrades  de 
la  Pa%  y  Caridad  que  asista  á  'os  condenados  á  muerte  y  ampara  sus 
restos  hasta  darles  sepultura,  y  celebra  mKas  por  su  alma.  En  otro 
tiempo  los  mismos  cofra.X  recogían  el  sábado  de  Ramos  los  miem- 
bros de  los  ajusticiados  repartí  ios  por  las  \¡as  pú'i.icas  \  cuidabau 
también  le  su  sepul:ura  después  de  coló  arios  **n  el  ai  tr  ó  mesiia  de 
la  plazuela  de  Santa  Ouz.  Al  p>opio  tiern  o  que  las '  iiradias r iza- 
ban por  el  sentenciado,  procuraban  editar  en  fav  r  s  yo  !a  pública 
piedad,  solicitaban  limosna*  parí  él  y  í.»>m  \on  y  levantaban  el  cru- 
cifijo que  loda\ía  vemos  en  aquella  p'azu-da  d*  *  ie  que  se  notifica 
una  sentencia  de  muer.e,  así  eonio  se  fija  á  a  puerta  de  la  i^*  i»  a  el 
cuadro  de  las  indulgencias  concedidas  á  los  que  rezan  por  el  sen- 
tenciado. 

No  etí  nuestro  ánimo  tachar  de  estériles  esos  estuarios  en  favor  de 

4»  El  «oovenio,  hoy  itfloMa  de  Sio.  lom  ^  \tué  ruar  (el  de  nackmnio*  m»ll<  inno<*  v  «*n 
IS44  *  ir  tío  de  prtaion  á  D  Diego  León  y  otro* 


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»**  rtUSlONES 

la  humanidad,  hechos  en  nombre  del  sentimiento  religioso;  pero  sí 
estrañaocs  que  se  maestre  hoy  tan  grande  encarnizamiento  contra 
los  que  combatimos  la  pena  de  muer  le,  cuando  la  oposición  del  siglo 
actual  es  hija,  no  solo  del  progreso  de  las  ideas  políticas,  sino  tam- 
bién del  predominio  adquirido  por  los  sentimientos  verdaderamente 
religiosos. 

Ninguno  de  nuestros  adversarios  en  esta  materia  ha  combatido 
nunca  los  sentimientos  y  el  objeto  de  las  asociaciones  semejantes  á 
las  de  la  Paz  y  Caridad;  pero  en  cuanto  han  estado  á  pique  de  tra- 
ducirse en  hechos  esos  sentimientos,  se  han  levantado  á  impedirlo  los 
que  mas  blasonan  de  cristianos.  ¿Creían  acaso,  es  por  ventora  posi- 
ble que  una  aspiración  justa  y  racional,  y  por  lo  tanto  práctica,  per- 
manezca eternamente  en  estado  de  aspiración  y  no  se  conyierta  en 
voluntad  eficaz,  fecunda  y  universal?  ¡Grosero  absurdo!  En  nombre 
de  la  religión  se  habia  de  predicar  siglos  y  siglos  el  respeto  á  la  vida 
humana,  el  pii  don  de  las  injurias,  el  amparo  al  cuerpo  del  ajusticia- 
do; la  creencia  de  que  la  vida  viene  de  Dios  y  á  Dios  vuelve;  sin  que 
Ikgara  el  momento  en  que  de  esta  predicación  resultase  el  horror  á 
los  que  b'ujo  cualquier  preteslo,  á  sangre  fría,  cortan  la  vida  humana 
y  el  deseo  de  evitarlo. 

Volvamos,  empero,  á  nuastro  asunto. 


De  algunos  espectáculos  que  se  verificaban  en  la  Plaza  Mayor  ya 
hemos  procurado  dar  una  ligera  idea;  y  como  si  no  basiara  ver  allí 
con  lanía  frecuencia  el  tajo,  la  horca  y  el  aparato  de  la  Inquisición, 
como  si  aquella  plaza  estuviese  condenada  á  pagar  con  suplicios  la 
celebridad  que  gozaba  por  sus  galas,  todavía  se  dio  en  1746  un  auto 
para  que  además  se  colocara  en  su  recinto  una  argolla  que  fuese 
amenaza  constante  y  castigo  de  los  vendedores  que  pesaban  mal. 

Una  de  las  entradas  á  dicha  plaza  se  llamaba  calle  de  la  Amargu- 
ra, otra,  del  Infierno. 

Poco  mayor  era  la  distancia  entre  la  gran  plaza  y  la  plazuela  de 
San  Miguel,  detrás  de  la  cual  estuvo  la  Cárcel  de  Villa.  Y  lo  que  se- 
ria la  Cárcel  de  Villa,  puede  calcularse  considerando  primero:  que 


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m  mmotk.  si* 

60  su  tiempo  la  abominable  Cárcel  de  Corte  fué  destinada  á  perso- 
Das  de  distinción,  y  segundo,  que  siendo  por  demá*  inmunda  en  estos 
últimos  tiempos,  no  había  de  ser  mejor  en  otros  anteriores. 

Dentro  de  aquella  misma  región  se  bailaban  también  calles  infa- 
madas con  el  nombre  del  Bollo  (picota)  que  aun  la  damos,  y  con  el 
de  Azotadoe,  qae  boy  es  del  Cordón. 

En  la  gran  Plaxa  Mayor  se  celebró  el  30  de  junio  de  1680  el 
grande  auto  de  fé  á  que  asistió  el  señor  rey  don  Carlos  II  y  su  tierna 
esposa;  una  de  las  grandes  embriagueces  del  ya  caduco  Santo  Oficio. 
Ningún  dia  ba  celebrado  un  pueblo  cristiano  fiesta  mas  repugnante 
y  magnifica.  Además  de  los  señores  reyes,  de  los  ministros,  de  los 
embajadores,  de  los  magnates  y  de  los  representantes  de  la  justicia, 
asistieron  también  mas  banderas  ó  pendones,  mas  familiares,  mas 
devotos  y  mas  elementos  de  aparato  y  ostentación  y  mas  espectadoras 
de  dentro  y  fuera  de  Madrid,  que  nunca.  La  ceremonia  comenzó  á  las 
siete  de  la  mañana  y  uo  terminó  hasta  la  noche  oscura. 

El  rey  y  la  reina  no  se  retiraron  por  cansancio,  ni  por  horror,  ai 
siquiera  por  fastidio,  hasta  la  consumación  del  arto. 

Ochenta  eran  los  reos,  las  cansas  varías,  y  allí  se  refirieron  todas 
después  de  celebrada  la  misa  y  pronunciado  el  sermón,  cuya  cris- 
tiana preparación  de  los  ánimos,  fortalecidos  con  el  recuerdo  da  las 
palabras  de  Jesús  recomendando  el  amor  al  prójimo  y  el  perdón  de 
las  injurias,  dieron  un  fruto  bien  raro. 

A  veinte  y  uno  de  ios  acusados  se  les  sentenció  á  la  hoguera;  á 
ser  quemados  vivos.  Y  á  la  media  noche  todavía  estaban  ardiendo 
los  buenos  de  aquellos  infelices,  fuera  de  la  puerta  de  Fuen  carral» 
sitio  llagado  Quemadero  (1),  si  bien  no  fué  único,  pues  de  tan  impla 
preeminencia  disfrutaron  también  alguna  vez  las  afueras  de  la  puerta 
de  Alcalá. 

T  sio  duda  alguna  aquellos  espectáculos,  autorizados  con  la  pre- 
sencia (i  los  reyes  y  magnates  y  dado*  en  nombre  de  Dios,  sin  du- 
da alguna  pervirtieron  muy  mocho  al  pueblo  y  iras  loro  a  ron  las  no- 
ciones de  justicia  y  de  humanidad,  basta  el  punto  de  saborear  como 
un  goce  delicado  la  muerte  y  la  vergüenza  del  prójimo.  Eclipsadas  las 
glorias  patrias,  decaídas  las  artes,  perdida  la  industria,  parece  que 

4)    Sitio  <*»•  hoy  ocupa  el  BotpiUlde  la  trioceaa. 


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•41  FTOK/M5 

lo  único  que  pedia  halagar  la  imaginación  y  dfetttcr  al  puebla 
drílefio  era  todo  lo  mas  estragado.  Quitas  para  mejor  entretenerle  se 
ideó  el  medie  de  hacer  vistoso  como  nanea  el  acompaflamisnU)  de 
loa  reos  mas  comunes  y  hacer  participar  de  tan  -grato  placer  á  loe 
habitantes  de  todas  los  barrios,  basta  que  llegó  el  dia  eaqne  la  Sala 
de  Alcaldes,  (1708)  dio  orden  mandando  que  «á  los  reos  q«e  se  saca* 
« ba  á  ajusticiar  se  les  escasasen  ios  pasees  de  caUeque  se  les  daban, 
cy  se  lea  condujera  en  derechura  desde  la  cáreri  al  suplicio,  tío  He  - 
«vando  mas  clérigos  que  los  qae  les  asistieran  ea  la  capilla,  cea 
« cinonenta  soldados  y  sus  cabos. » 

Pero  a*  se  redada  á  los  alrededores  de  las  cárceles  el  otar  á  (Mi» 
to  y  á  miseria;  no  solase  estendía  en  dirección  al  Quemadero  déla 
puerta  de  Fuencarral,  sino  que  impregnaba  la  atmósfera  toda  de  la 
Corte, 

En  la  calle  dé  la  Cruz  eiisüa  en  el  siglo  I¥f  la  €ériul  «fe*i  Co- 
rona, cuyos  archivos,  que  sqpamoe*  conservasen  ewmpreuaespre- 
sivo  recato  (I).  ,   ,       ,      . 

En  la  de  Isabel  la  Catolicé  (antes  de  Hacía  Crirtma),  ei  TríkmuA 
éá  Sonto  Oficio;  no  hallándose  aun  k  süsaarine  en  aqiel  afeeho 
espacio,  lo  dedioó¡á  c&roet  casi  todo,  y  pora  su  Conseje  sote,  levanté 
el  palacio  de  4a  calle  de  Toritja.  Los  calafetase  de  aquella  cárcel  iban 
minando  á  Madrid:  todo  el  mando  edtaba  aipseeto  á  que  hundién- 
dose repentinamente  el  suelo  bajo  la  planta,  se  hallase  suido  en  las 
cárceles  de  la  tenebrosa  Inquisición. 

Y  donde  no  babia  cárcel,  ó  jauta  para  miembros  Iranianos,  ó  homi* 
iladeros,  ó  mancebías  ó  conventos  de  largas  y  sombrías  tapias,  no 
hubo  durante  largo  tiempo  mas  que  casuebás,  malicia,  mendici- 
dad, fulleros,  asesinos  alquilones,  holganza  general  y  cuestas  empi- 
nadas y  pasadizos  oscuros,  de  que  todavía  se  conservan  abundantes 
muestras  en  muchos  distritos,  por  ejemjtfo,  inmwfialartente  detrás 
de  la  plazuela  de  la  Villa  y  en  las  calles  del  Toro,  de  h  Redondilla, 
del  Aguardiente  y  demás  del  Madrid  viejo. 

Aquel  tiempo  no  se  respetó  ni  se  entendió  á  sí  mismo:  de  lo  que 
hada  la  justicia  con  los  hombres  á  nadie  le  queda  duda;  de  lo  que 

(1)    fio  4821,  cuando  fué  asaltada  la  cárcel  y  muerto  el  célebre  cura  de  Tamajon,  don 
Matías  Vlnue&a,  ya  se  hallaba,  como  hoy*dta,  situada  en  la  calle  <te  la  Cabeza. 


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msreeia  agasl*  jasUsia  y  ásl  aeaespto  gao  gsssts>  paco  Ismusos 
qie  aa miguar» 

Loe  escritoras  de  las  siglos  XYD  y  XVII»  ipenrdi  k  b^wsi* 
cíoi  y  la  masara,  pudieron  imprimir  nms  délo  qae  hibiernos  meae*» 
ter  pire  formirjaioto  sobre  la  materia,  y  lo  qae  ao  pafettearoa,  dr- 
cité  secreta—a ts  y  llegó  4  auestrs  astieia. 

Cuando  la  oonrapcéoo  llagó  hasta  toe  titeos  agentes,  «ool»  tiem- 
po habría  astado  filtrando  las  eapas  superiores,  y  lodos  los  escritores, 
graves  ó  alegra*,  nos  haa  dejado  cuadros  por  cierto  bien  poco  edu- 
cantes. Conocidas  son  las  diatribas  de  Qaevado  contra  los  alguaciles 
aquellos  qae  echaban  ¿perderá  los  deamnios;  Francisco  Santos  pi* 
ca  si  poce  nasallo  en  canato  al  objeto,  y  habla  tenamastemente  de 
tos  magistrados;  Cenantes  de  todas. 

Dn  ¡lastrado  religioso,  el  hombre  damas  sentido  coman  de  sa  épa» 
ca,  se  lamentaba  amargamente  á  mediados  del  agio  X  VID,  defrau- 
des males,  cayo  reeaerdo  haoe  &  nuestro  propósito. 

Abandabaa  aaa  por  entonces  los  fingidos  energúmenos  y  afanada» 
baa  también  los  esoreisfas,  eterigmHos  ó  fáaátms  y  sapemtieiosss 
6  preladas  de  laa  poseía  ignorancia  como  de  malicia,  y  en  ano  y 
0*0  concepto  huestes  ai  Estada.  Abundaban  igualmente  tos  qae,  aa 
colar  de  conserrar  ermitas,  hacer  peregrinaciones  ó  tratar  do  «age» 
nesy  da  todos  modos  asando  medias  propios  para  enoabrir  maldades, 
Titila  al  «aparo  de  las  leyes,  ascorridas  y  atontadas  por  loe 
4  qaieaes  mas  perjudicaban.  Tampooo  escaseaba  eatoaaes  el  i 
desaludadoiueymlisries,  el  de  los  qae  eofa^  Jas  corte 
bU  algunos  qae  hallaban  crédito  en  el  valgo  cea  la  tantadara  < 
de  eoafertir  ea  oro  materias  despreciables 

BstoreUgioso  (el  padre  Blaestro  Feijeó),  apuntaba  cea 
noticia  tos  diversos  gáaeros  da  ociosidad  qae  carcomíanla  mpábliea 
y  entre  sas  mas  notorios  efectos  iaolaia  al  sobaran  y  el  achocho  á  gao 
daba  lagar  entra  mnchisimos  encargados  de  la  admiaiatracioa  de 
justicia  Sos  declamacíooes  van  derechas  y  sin  rodeos  al  Uaaea  da 
sas  propósitos,  circunstancia  notable  en  varón  tan  ctreaaspecto  qae, 
siendo  may  temeroso  del  escándalo,  no  habria  tomado  aquel  camino» 
si  na  habíase  visto  qae  mayores  dafioe  resultaban  de  ocultar  el  coa- 
•icto,  qae  da  ponerlo  en  toda  ondeada. 

va»  a.  nt 


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14*  rWSlOWti 

Traía cM  largdütmpofae  (hmibeo  los  pr^cefloi,  jémt 

«La  experiencia  maestra  que  las  fagas  de  los  reos  sen  muchas,  y 
«de  estas,  sí  no  todas  las  mas,  se  evitarían  acelerando  el  procese. » 

Pasa  á  las  iojasticias  notorias  que,  pervirtiendo  el'  sentido  moral, 
se  cometían,  y  afiafie: 

«En  otareota  aios  que  viro  en  este  pafc,  foeron  oteehírifaes  los 
c casos  qne  oí  de  testigos  perjuras  y  de  escribanos  infieles;  pero  nun- 
*ca  por  ello  vi  condenar  á  asóles  ni  galeras  á  nadie.  Tal  vez  sucedió 
t  descubrirse  la  falsedad  de  cuatro  escribamos  en  una  misma  causa  y 
« lodo  el  castigo  se  redaje  á  snspenderlosde  ejercicio  por  nn  afe.  Gsn- 
«enrriewm  en  otra  cansa  en  qae  se  interesaba  muy  altamente  el  honor 
«y  ia  conveniencia  de  una  mujer  noble,  veintidós  testigos  fie  con  jo* 
«rameólo  depusieron  de  la  faooencia  de  nn  caballero  -que»  debajo  (te 
«palabra  de  casamiento,  la  habia  violado,  y  el  castigo  no  pasó  de  una 
« multa  qte  de  tiiagnnode  ellos  minoraba  sensiblemente  la  oomodi- 
«dad.  De  Relatores  también  vi  varias  <pwfas;  pero  nunca  qne  sedra- 
« biese  bocho  con  ellos  demostración  capaz  de  escarmentarlos. 

«Los  rompimientos  y  fugas  de  las  prisiones  se  repiten... > ele. 

Y  no- bay  que  sospechar  que  fueaen  {afondadas  esas  queja»,  sino 
muy  al  contrario,  qne  era  imposible  tari  materialmente  que  dejasen 
de  acontecer  las  cosas  qne  4  dichas  quejas  daban  motive. 

Ademán  de  las  pintaras  qne  del  estado  de  la  sociedad  encontramos 
en  los  escritores  de  aquéllas  épocas,  además  de  lo  qne  podría  acaso 
taoharse  de  faga  declamación  ó  de  exageración  apasionada,  etisten 
documentos  oficiales  bastantes  en  número  y  bastantemente  autoriza- 
dos para  desarraigar  teda  desconfianza  del  ánimo  mas  escrupuloso. 

Descendamos  á  lo  mínimo,  á  aquellas  pequeneces  qne  no  suelen 
figurar  ni  deden  tenercaWda  en  las  páginas  de  las  historias  escritas 
con  miras  muy  dilatadas,  peno  que  no  estafan  fuera  de  sn  logar  en  la 
presente  ojeada  á  la  Cárcel  ée  Corte. 

Si  bajo  la  fé  de  nuestra  palabra  asegurásemos  haber  sucedido  con 
frecuencia  qne  los  hombres  de  bien  eran  vejados  y  robados;  qne  el 
robador,  amparado  con  autoridad  de  justicia,  llevaba  su  victima  á  la 
cárcel ;  que  aHi  se  le  tenia  incógnito  hasta  exprimirle  el  bolsillo,  y 
que  al  recobrar  la  libertad,  ningún  jaez  ni  corregidor  ni  alcalde  ha- 
bia tenido  noticia  del  hecho  ni  constaba  en  escrito  alguno  qne  tal  hu- 


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DtKHOH  117 

biera  oeorrido;  muchos  lectores  poco  venados  en  la  materia  imagi- 
narían quizás  que  había  grave  error  en  nimlros  informes,  si  ya  no 
bos  atribuían  *1  propósito  de  dar»  á  expensa*  de  la  verdad,  mayor  in- 
terés á  nuestra  retefia  carcelaria. 

Ahora  bien,  los  Ínfimos  agentes  de  justicia  eran  de  costumbres  por 
lo  general  desordenadas;  cometían  muchísimo»  abusos  y  coa  los  lla- 
mados de  Corle  hubo  que  tomar  resoluciones  qae  serían  ridiculas 
en  otro  gremio,  pero  que  son  verdaderamente  graves  tratándose  de 
ana  corporación  qne  tan  i  mano  luvo  la  suerte  de  las  personas. 

Respecto  á  los  alguaciles  de  Corte»  se  dio  en  1608 un  auto  para  que 
los  taberneros  de  Madrid  presentasen  al  secretario  Enriquez  las  cuen- 
tas que  aquellos  les  debían  y  para  que  en  lo  sucesivo  ao  les  fiasen 
cantidad  alguna,  y  le  mismo  se  encargó  k  los  tratantes  en  comes- 
«bies. 

Dos  afios  después  hubo  que  mandarles  que  de  tingan*  matera  pu- 
sieran preso  i  nadie  sin  mandato  de  le*  jueces,  y  so  lea  prohibió  que 
comieran  y  bebieran  en  las  tabernas, 

En  1616,  y  en  otros  afios,  hubo  que  mandarles  que  cuando  quita- 
sen espadas,  las  entregaran  al  día  siguiente á  los  señores  de  la  Sala. 

Al  mismo  tiempo  había  qae  prohibirles  los  juegos  en  los  bodego- 
nes; se  les  castigaba  por  abusos;  y  después  de  mandárseles  que  no 
fueran  á  los  mercados  cuando  no  tuvieran  obligación  de  asistir  al  re- 
peso, fué  necesario  mandarles  qne  ni  ellos  ni  sus  mujeres  pudiesen 
ir  á  comprar  nada  á  los  mercados:  de  tal  manera  abusarían  de  su 
facilidad  eu  perjudicar  al  público  (1). 

T  esa  facilidad  salta  k  la  vista  en  un  sinnúmero  de  prohibiciones 
que  no  apuntamos  ahora  por  no  ser  prolijos,  pero  que  implícitamente 
van  entendidas  en  las  que  dejamos  mencionadas. 

Desde  esta  dase  para  arriba  sucedía  que,  con  menos  apariencias 
de  desdoro,  el  todo  correspondía  á  la  parte  y  lo  mayor  á  lo  menor. 

No  solo  el  abandono  en  que  se  tenia  al  pueblo,  sino  también  las 
ideas  dominantes  influían  en  ello:  es  decir,  que  el  mal  estaba  en  la 
inteligencia  y  en  la  conciencia  misma  de  la  época. 

En  1631  el  Sr.  D.  Pedro  Díaz  se  quejaba ,  como  alcalde  mas  aa- 

I  Rnue  las  noiicias  mas  bien  risiWee  que  seria*  respecto  a  aquellos  alguaciles,  baila* 
m«e  la  tfe  que  en  MIS  le  fué  prohibido  al  alguacil  Coalrers*  el  Jtasr  tnirtmtm. 


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lis  njarartis 

tiguo,  de  que  sus  computaros  no  hrifan  qierhto  rattBtoer  el  jna- 
gado  de  vagamundos  que  antes  existia,  y  él  imaginaba  que  imnca 
fuera  mas  necesario  qoe  entonces  el  juzgado  (fecho,  «por  «adir  á 
«Madrid  mocha  gente  de  Castilla  om  achique  de  fe  eseam  de  pan. » 
Hoy  dia,  aunque  tan  calumniados  por  los  ciego*  amadores  de  lo  anti- 
guo, si  por  escases  de  pan  acudiese  mucheduníbre  de  los  puéUos  i 
las  capitales,  las  diputaciones  y  los  ayuntamientos  tratarían  con  mas 
ó  menos  ahinco  de  prometer  obras  públicas;  idearían  algnn  arbitrio 
para  acallar  su  hambre;  mas  de  segnro  no  se  ocurriría  i  nadie  esta- 
blecer un  juzgado  que  penase  por  vagamundos  á  los  hambrientos,  no 
habiendo  otros  motivos  para  dio  que  los  manifestados  por  el  alcalde 
Sr.  D.  Pedro  Díaz. 

Siendo  entonces  tal  el  estado  de  las  cesar  eiteriofes  que  utas  in- 
mediatamente atafiian  á  la  Cárcel  de  Corte,  llano  es  suponer  mal 
seria  su  interior. 

¿Bastará  para  dar  ina  idea  general  el  saber  que  aHi  entraban  y  sa- 
lían los  presos  sin  mandato  competente,  que  no  se  les  sentaba  en  re- 
gistro alguno,  de  suerte  que  un  quedaba  dato  en  qoe  affcyar  reda- 
mación alguna;  que  los  ladrones  y  galeotes  andaban  toa  libertad 
demasiada;  que  era  extraordinaria  la  frecuencia  de  nwertesy  rifiast 

¿Qué  había  de  suceder  para  que  una  vez  se  prohibiese  lili  la  en- 
trada de  las  mujeres,  constando  como  consta  que  en  1646,  al  permi- 
tir las  visitas  de  las  esposas  de  loe  encarcelados,  ge  averigüé  que  du- 
rante la  noche  entraban  y  se  quedaban  allí  mujeres  de  todas  dase»? 

Precisamente  entonces  habia  bodegón  en  la  cárcel  y  de  afta  pro- 
ductos se  lucraba  el  que  tenia  subarrendada  la  alcaidía,  el  cual  es- 
taba interesado  en  que  aumentase  el  consumo  de  sus  ponzoñas. 

De  riñas  de  muyeres,  vino  y  juego,  no  podríamos  decir  cosa  equi- 
valente á  su  importancia,  y  aunque  se  tomaron  muehas  resotaoienes 
para  evitarlas,  como  castigar  á  los  que  escondían  armas  y  no  permi- 
tir desde  1651  que  todo  el  que  ciñese  espada  la  dejase  á  la  puerta  al 
entrar  en  la  cárcel,  bien  podemos  decir  que  entonces  y  aun  mucho 
después  fué  todo  en  vano,  como  lo  ha  mostrado  lo  que  en  nuestros 
días  hemos  visto. 

Los  que  eran  conducidos  á  la  cárcel,  no  como  presos,  sino  por  ha- 
ber senjado  plaza  de  soldados  voluntariamente,  eran  tratares  detna- 


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N  «MOTA  $11 

aiaáo  Hmú  tsriaadinmo,  y  harto mal  simio  tortea:  de suerte que 
faé  preciso  mandar  que  ni  a*  le*  «rigiese  el  tarto  que  pagábanlos 
encavados,  ni  seles  dejase  salir  sin  total  compelerte  para  eHo.  - 

¿Seria  osaandalosa  y  abanta  la  conduela  de  los  alcaides  para  que 
m  16M  se  los  mandase  terminante  y  espüeítameate  qne  «no  soltasen  á 
•nadie  Dolándoles  dinero?»  El  codicioso  afán  de  aqneHos  hombres  no 
sesatnfsria  nuca;  lodo  se  les  vnhrta  preteitos  para  llenar  sn  bolsi- 
llo por  malos  medios.  Ciando  en  4685,  después  de  reiteradas  tas- 
que al  alcaide  de  la  Cártel  efe  Corté**  le  diesen  tO 
i  para  prisiones,  atedióse  en  el  escrito:  «y  qne  no  pi- 
«daya  mas. » T  cuando  en  16M  se  les  mandó  qne  no  dejasen  salir  á 
los  presos,  micho  debieron  de  haber  abusado  para  qne  la  noticia  lle- 
gase 4  conocimiento  de  la  Sala  ée  áleaHes  y  no  se  contentase  esta  con 
manes  q»con  escribir  él  «oto. 

Ya  qne  la  Índole  de  la  presente  pnblicacion  consiente  y  hasta  exi- 
ge mas-bien  lo  carioso  y  capas  de  distraer,  qne  no  lo  qne  sea  única- 
mente enoaauaado  al  examen  grave  y  detenido  del  régimen  carcela- 
rio, no  serta  embarazo  al  propósito  del  editor  torios  accidentes  qne 
•os  han  salida  al  paso  mientras  recogíamos  materiales  para  tratar 
de  la  Cár$d  é$  Corte. 

Botre  los  pormenores  qne  nos  han  Hamado  la  atención,  vamos  á 
apartar  algunos  del  todo  desconocidos  qne  por  la  época  y  el  «sonto  & 
qae  e*  refieren,  nos  parecen  snmamente  idóneos  para  nuestro  objeto. 
8oc  MtMas  sueltas,  correspondientes  todas  al  siglo  pasado. 

Es  la  primera  correspondiente  al  alio  17W,  y  se  refiere  al  arto 
que  se  dio  á  fin  de  qie  los  presos  qne  de  la  Cárcel  de  Villa  fnesen 
trasladados  á  la  de  Corte,  no  hicieran  el  tránsito  de  dia,  sino  de  no- 
che; y  aunque  no  hallamos  expresado  el  fundamento  del  auto,  sin 
dada  se  dio  con  objeto  de  evitar  el  escándalo  y  el  repugnante  espec- 
táculo qie  habla  de  resultar  en  eaHes  muy  públicas. 

Mucho  mas  curioso  6  interesante  es  lo  ocurrido  en  tí  de  marzo  de 
1708.  Pidieron  las  cirujanos  de  la  reina  que,  si  no  habla  inconve- 
niente, les  fnesen  entregados  los  cuerpos  de  dos  hombres  ajusticiados 
para  hacer  en  ellos  anatomía.  Opuso  á  ello  resistencia  la  autoridad,  á 
quien  se  dirigía  la  pefidon,  y  si  solo  hubiese  mostrado  las  rasónos 
erideUsstque  para  resistirse  tenia,  nada  tendría  de  particular  el  caso 


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«las  espaldas  y  pacha,  osa  las  danés  tnsigaias  da  atftyasadí»  y  can 
«pregonero  delante  que  pregonaba  su  delito  j  con  el  vcntaga  Ai- 
«tonio  Sastre  (1),  faé  sacado  de  la  espesada  Metí  Cárcel  *  Gorfe 
«azotándolo  y  pasándolo  por  las  callea. 

«T  estando  intransitable  la  calle  Mayor,  ana  de  las  acostúmbra- 
telas para  conducir  á  las  personas  sentenciadas  á  vergüeña  pública, 
«se  sacó  al  reo  por  la  bajada  de  Santa  Cnue  á  la  puerta  del  Sol  dan- 
«do  vuelta  por  delante  de  la  fuente,  de  allí  á  la  calle  de  las  Carretas, 
«plazuela  del  Ángel,  calle  de  Atocha  y  de  ella  á  la  misma  real  Gir- 
«eeh» 

Otro  itinerario  de  reos  hallamos  en  un  documento  que  data  de 
1778.  Era  el  ordinario  y  lo  siguieron  unos  infelices  condenados  ««V 
pena  de  fuego,  después  de  morir  en  infamia  por  monederos  frisos. » 

Cuatro  fueron  los  que  salieron  de  la  Cárcel  de  la  Corte.  Los  tres 
culpables  en  primer  grado,  y  otro  que  tuvo  que  presenciar  la  ejecu- 
ción amarrado  á  la  argolla. 

Salieron  á  morir  el  17  de  maya  de  dicho  afio,  alas  diez  y  media 
de  la  mafiana. 

Los  cuatro  reos  iban  «en  igual  número  de  burros,  vestidos  las 
tres  primeros  con  sacos  y  demás  insignias.  Caminaron  por  la  plaza 
Mayor,  puerta  del  Sol,  calle  de  la  Montera,  calle  de  Fuencarrat  has- 
ta salir  por  la  puerta  de  los  Pozos  de  la  Nieve  y  sitio  aosstumhado, 
y  llegados  á  él,  «por  el  ejecutor  de  justicia  se  las  dio  muerte.» 

*       • 

(4)  Uno  de  lo*  Antecesores  del  actutl. 

Como  do  llegan  al  público  ciertos  documentos,  vamos  &  eoplar  uno  que  pertenece  i  le 
segunda  mitad  del  presente  siglo  y  de  cuya  autenticidad  respondemos* 

«Excmo.  Sr.  Regente  de  la  Audiencia  de  Madrid. 

«N.  N.f  de  estado  casado,  edad  3f  anos,  natural  de  C.  empadronado  en  L,  i  V.  I.  con 
«el  mayor  respeto  expone: 

«Que  el  suplicante  es  el  que  presentó  el  dia  de  lunes  Santo  una  solicitud  i  ▼.  E.  pi- 
diéndole la  plsza  de  ejecutor  de  sentencias  y  mandóme  que  volviese  al  poco  tiempo  A 
«saber  el  resultado,  do  he  podido  verificarlo  por  haber  estado  fuera,  el  motivo  de  soHd- 
«tarto  ha  sido  porque  tengo  por  noticias  de  que  el  que  hay  ha  renunciad*,  perqué  stne, 
«do  me  propasarla  á  molestar  la  atención  de  Y.  B. 

«Suplico  á  8.  E.  se  digne  agraciarle  con  dicha  plaza  de  ejecutor  de  esta  Corte  ó  de  otr# 
«puoto  que  se  halle  vacante,  pues  cumplirá  con  mi  obligación  y  lo  haré  eer  mm$t  fes 
+tro  fe  hú§a  en  virtud  de  bailarme  muy  afligido,  sin  poder  socorrer  á  mi  pobre  famltfa, 
«esperando  que  8. 1.  será  mi  protector  en  esta  ocasión,  de  lo  que  quedará  rogando  A 
«Dios  por  la  salud  de  V.  B.— Madrid  SI  de  Julio  de  4S...» 


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El  doflMuüo  oipfteea  que,  entregados  loo  cuerpos  al  feago,  qw 
doren  retí  y  efeoü  vamsote  osa  vertidas,  en  «sama. 

Fueron  condenados  par  monedaros  7  eapeadedores  de  moneda 
falsa. 


Ciertos  tradiciones,  cierto»  tipas  de  üempe  remoto  se  alteraren 
macho  é  se  perdieron  det  todo  al  desaparecer  aquella  ctroel*  coa 
tanto  mas  motivo,  caanle  queso  desaparición  puedo  decirse  <fue  ooia- 
cidió  ooo  la  traosformodon  do  lo  sociedad  espolióla. 

De  romances  de  ahorcados  estaban  llenas  las  librerías:  todo  eri- 
miaal moorta 4 manos de  1* justicia tenia la ssgaridad  de  hollaron 
cronista,  y  tanto  era  asi,  400  con  referencia  i  uno  de  nuestros  aati» 
goes  romos,  ann^yjerecperda  900  alli  no  sp  dona  00  tal  aOo  ma- 
tason  á  íflla»o,  si»;  en  tal  ato  U  rqmmcfanm. 

Y  los  porasgaUtys  por  Injusticia,  400  daban  amostras  de  valor  ex- 
traordinario, de  temeridad  singular  ó  de  eualqniora  otra  cualidad 
que  á  los  <gos  del  vulgo  leaoagraodeowe*  no*  solo  ocupaban  4  laía- 
ma  con  sos  hechos,  sino  que  eran  pública  y  gastosamente  telefera- 
dos, baataol  ponto  do  ser  par*}aig{U¥roh4aj&  tfm  fffltoeooo  román- 
00  de  bandido  terrible,  como  ano  do  «osito  mfrjgpoao»  oaposta  qae 


Ano  nos  quedan  mooboaromanGe*  de  los  qoa  D*  Agustín  Doran 
recopilé  titaU*delea  de*  valentías,  guapezas  y  <fcsafaet*e»  y  son  sus 
Mroes  eolre  otros  dolia  Victoria  de  Acebedo,  dofia  Josefa  Bamires, 
Espinela,  Francisco  Estoban  el  Guapo*  Ftanoisoo  Corroa,  loan  Me 
rtoo,  Pedro  Salinas,  Bodulfo  de  Pedrajas,  Bernardo  del  Montijo  y 
Pedro  Cadenas. 

Huir  de  sus  padres,  matar  por  desdicha  á  un  amigo  en  riña,  aco- 
gerse al  monte,  formar  partida  de  bandoleros,  tenor  pregonada  la  ca- 
beta,  presentarse  personalmente  al  Corregidor»  pasmarte  de  audacia, 
arrebatarle  el  procedo  y  salir  atrepellando  media  ciudad  y  atravesan- 
do las  calles  en  to  brioso  caballo;  oslo  y  las  póteos  do  «no  ooatre 
diex,  en  que  aquél  vence  siempre,  y  asaltos  de  conventos  con  su  re- 
mordimiento si  canto,  ara  lo  que  privaba  y  lo  que  ha  de  dar  idea  do 
aquella  clase  del  pueblo  y  del  bello  ideal  del  encarcelado. 

Después  de  aquella  época  y  apagada  la  pasión  por  lo  grandioso 
>n  liS 


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en  el  crimen,  el  tipo  ideal  se  fué  rebajando,  y  desde  qie  «icMenzó 
i  suceder,  adquirió  caracteres  mas  análogo*  al  resto  comía  de  la 
sociedad. 

Aon  boy  día  se  habla  de  cierto  lio  Trevifio  ó  Trivifio,  que  al  pare- 
cer bizo  ana  ó  mas  estancias  en  la  Cárcel  de  Corte,  y  según  la  tradi- 
ción oral,  pasaba  de  los  sesenta  afios  cuando  comió  nvas  de  una  par- 
ra qoe  el  mismo  había  sembrado  en  el  patio  grande  de  dicha  cárcel. 
Estoqae  parece  ponderación  encamina  a  á  dar  á  entender  el  largo 
tiempo  qoe  estovo  preso  el  tio  Trevifio,  ó  como  se  llamara,  sostienen 
algunas  personas  qoe  es  materialmente  exacto,  y  aún  se  refiere  qne 
la  parra  crecia  en  dicho  patio  grande  junto  al  calabozo  de  Son  Joti. 

Según  se  pinta  á  este  hombre,  no  solo  era  ladrón  famoso  que  capi- 
taneaba cuadrilla,  sino  que  desde  la  cárcel  misma  dirigía  grandes 
golpes  de  mano  y  nunca  carecía  de  dinero,  siendo  no  solo  muy  res- 
petado  de  los  presos,  sino  tan  considerado  por  los  dependientes  déla 
cárcel,  que  solo  á  él  le  consintieron  tener  cama  colgada,  relej  de  pa- 
red y  mesa  de  despacho  dentro  del  calabozo. 

Por  lo  que  de  este  hombre  se  cuenta,  tenia  relaciones  numerosísi- 
mas dentro  y  fuera  de  la  cárcel,  y  so  lista  dril  estaba  mas  asegun- 
da que  la  de  cualquier  monarca  europeo. 

Es  preciso  que,  además  de  un  grande  ingenio,  Mvieae  el  tio  Tre- 
vifio condiciones  de  carácter ;  pues  fué  calabocero  de  San  José  y  so 
autoridad  era  omnímoda,  no  solo  entre  sus  subordinados,  sino  tam- 
bién sobre  los  demás  calaboceros  de  la  cárcel.  El  dirimia  contiendas 
con  la  autoridad  de  su  palabra  en  ciertos  casos  y  Con  la  fuerza  del 
garrote  cuando  se  hallaba  flojo  de  dialéctica.  El  era  quien  autorizaba 
los  duelos  á  navaja  entre  los  encarcelados,  y  si  alguna  vez  le  pareció 
que  dos  contendientes  no  tenían  motivo  bastante  para  reflir,  declara- 
ba prohibido  el  juicio  de  Dios,  y  seguro  estaba  que  nadie  se  atrevie- 
se á  contradecirle. 

Los  desafíos  se  verificaban  en  el  patío  grande.  Presenciábalos 
cierto  número  de  amigos  de  los  campeones  y  necesariamente  el  tio 
Trevifio.  A  los  demás  presos  se  les  encerraba  durante  el  combate 
en  el  otro  patio,  en  donde  esperaban  curiosos  el  resultado. 

(Catorce  6  quince  afios  de  prisión  se  atribuyen  al  tio  Trevifio,  qw 
es  como  decir  la  mitad  de  la  vida! 


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ABBOMFA.  til 

Lo  que  se  contaría  de  sai  aventar**,  de  su*  hazañas,  de  ras  ex- 
traordinarias vicisitudes,  imagínelo  el  lector  al  ver  que  no  hay  im- 
posible que  no  acepte  como  verdad  el  coman  de  la  gente,  tratándo- 
se de  personas  que  hayan  adquirido  celebridad,  de  cualquiera  que 
ella  sea. 

Otros  hombres  verdaderamente  extraordinarios  hemos  alcanzado  á 
ver  en  nuestros  días,  hombres  á  quienes  sus  hechos  ciertos  bastaban 
y  aun  sobraban  para  llenar  de  maravilla  el  ánimo  de  los  demás;  y  sin 
embargo,  la  desenfrenada  pasión  por  lo  maravilloso  alteró  de  tal  ma- 
nera las  narraciones  populares  de  las  circunstancias  de  su  vida, 
que  hoy  son  mas  bien  conocidos  por  hechos  apócrifos  que  por  sus 
verdadc^-  ^^^^ 

No  ¡i 
rir  al  a 
«o,  iqi 
tienen  i 
vida  y  i 
de  Cor  l 
loperd< 
bre  y  al  edificio. 

Candelas  es  un  tipo:  su  nombre  sirve  hoy  de  término  de  compara- 
ción. Guando  dos  madrileños  dicen  de  uno  que  es  ladrón  y  añaden 
«mas  que  Candelas,»  ya  han  apurado  los  términos  del  encareci- 
miento. 

Candelas  siguiGca  en  el  lenguaje  vulgar  ladrón  ingenioso,  fecun- 
do en  recursos,  audaz,  activo,  capitán  de  banda. 

Todas  estas  condiciones  reunió  en  efecto  el  desgraciado  Luis  Can-^ 
délas:  pero  no  esias  solas,  sino  otras  muchas  que  le  distinguen,  en  ^ 
efecto,  de  los  delincuentes  vulgares,  y  fueron  gian  parte  á  que  desde 
sus  primeros  hechos  hasta  hoy  dia  baya  acompañado  á  su  nombre 
un  prestigio  que  agraciadamente  aun  tardará  en  desvanecerse. 

Candelas  lleva  adheridos  á  su  nombre  otros  muchos  consagrados 
por  el  crimen  y  la  desgracia.  Candelas  no  se  concibe  separado  de 
Mariano  Balseiro  y  Francisco  Villana  (a)  Paco  el  Sastre,  si  bien  hay 
en  aquel  la  notable  circunstancia  de  que,  siendo  jefe  de  desalmados 
bandoleros,  nunca  manchó  sus  manos  en  sangre.  Otra  circunstancia, 


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9«i  retamos 

no  menos  digaa  de  atonden»  se  neta  en  la  vida  de  La»  Candela*  yes 
que,  dado  á  tes  vicies,  confundido  en  la  sociedad  mas  grosera  y  se- 
parado de  su  esposa,  se  le  ve  fijar  su  cariño  en  una  joven  oscura  y 
humilde,  débil  y  tierna,  y  casi  se  puede  decir  que  por  ella  abandona 
su  vida  á  las  persecuciones  de  la  justicia  y  la  sociedad,  tantas  veces 
per  él  ultrajadas.  Per  estas  razones  Luis  Candelas  habría  sido  poe~ 
litado  si  hubiera  nacido  en  otra  época:  su  aversión  al  derramamiento 
de  sangra,  sus  condiciones  de  mando,  su  ingenio  y  tu  valor,  acompa- 
ñados de  la  ternura  que  consagró  i  la  joven  de  que  hemoa  hablado, 
serian  «unto  para  leyendas  donde  campease  kt  imagmackm  de  nues- 
tros poetas. 

Sucede  hoy  con  Luis  Candelas  que,  según  hemos  indicado,  se  le 
atribuyen  infundadamente  mucho*  robos  inverosímiles  y  se  le  sopo  - 
ne  héroe  de  hurtos  que  solo  han  sido  verdad  en  la  imaginación  insa- 
ciable del  pueblo:  esta  e%  la  suerte  de  todos  los  hombres  eitraontina- 
ríos,  sobre  todo  si  con  sus  hechos  conmueven  al  valgo.  A  Que  vedo , 
á  Esprencoda  se  les  achacan  verdaderos  despropósitos;  ¿  José  Bona- 
parte  se  le  creyó  tuerto  y  dado  con  esceso  á  la  bebida,  sin  que  fuese 
postMe  desarraigar  esta  felsa  opiata  de  la  muchedumbre. 

Descartando  empero  de  la  vida  de  Candelas  lo  que  no  se  baila  jus- 
tificado, todavia,  lo  repetimos:  todavía  te  sobran  por  desgracia  cuali- 
dades de  notable. 

Su  nombre  se  halla  repetidas  veces  escrito  en  los  libros  de  la  cár- 
cel y  su  existencia  fué  compendio  de  todas  las  vicisitudes  del  crimen. 
El  recorrió  todas  las  sendas  y  revueltas  que  llevan  inevitablemen- 
te á  la  perdiciop;  desde  el  ocio  con  su  cortejo  d<>  desórdenes,  hasta 
la  muerte  afrentosa. 

Era  de  hermosa  presencia,  de  pocos  años,  de  generosos,  aunque  uo 
refrenados,  impulsos,  cuando  sentó  el  pié  en  el  camino  del  crimen.  Do- 
tado de  prendas  simpáticas,  amigo  d<j  los  placeres,  y  habiendo  here- 
dado algunos  bienes  de  fortuna  en  edad  temprana,  bien  pronto  tuvo 
aventuras  ruidosas,  amigos  y  gorrones  que  ensalzaran  sn  mérito  y 
le  arrojaran  por  la  mala  pendiente.  El  corazón  humano  es  compara- 
ble á  un  instrumento  músico.  Dejad  desafinadas  tas  cuerdas  de  la  li- 
ra mas  sonora,  y  jamás  la  experta  mano  sabrá  producir  cou  ella  las 
gratas  armonías;  dejad  una  sola  en  desacuerdo  ó  no  la  pulséis  á  tta-» 


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MttftOtA.  m 

p#,  y  no  podra»  dar  nada  completo.  Candelas  estaba  dolado  de 
cierta  delicadeza:  praébaalo  su  repugnancia  á  derramar  sangre  y  la 
simpatía  que  le  atrajo  á  aquella  desgraciada  ju vea,  cuyo  nombre  aun 
hoy  inspira  cierto  respeto,  &  pesar  de  que  su  memoria  vire  unida  á 
Ja  de  un  ladrón  Carnoso. 

Pero  los  primeros  movimientos  de  Candelas  fueron  producid** 
por  cualidades  que  en  él  predominaron  sobre  esas  otras  de  que  aca- 
bamos de  hacer  mérito.  Encontró  siempre  quien  fomentara  y  aan  ala- 
bara de  cerca  sos  malas  inclinaciones»  y  pocas  ueoea  halló  quien  tra- 
íase de  combatirlas  y  de  desenvolver  aquella  parte  de  su  ser  inaeti-  ' 
va  y  supeditada  por  la  fuerza  de  las  mas  vehementes  pasiones. 

El  nombre  de  Candelas,  como  el  de  todos  loe  hombres  de  acción, 
va  siempre  acompañado  de  una  larga  lista  de  criminales  de  quienes 
fué  capitán  y  maestro. 

Ayudáronle  en  ans  tropelías  Mariano  Baleeiro,  Francisco  Villeoa 
(a)  Paco  el  Sastre,  Leamhro  Pertijo,  Ramón  y  Antonio  Ausé,  Juan 
Merida,  Joaé  Sanchos  (a)  el  del  Peso,  Ignacio  Giróla  (a)  Igaaeito,  Pa- 
blo Luenga  (a)  Mafias,  y  Pablo  Mostré. 

A  esta  caterva  iban  anidas  también  Jaseis  Gomes  Caro,  querida  de 
Babeiro,  Josefa  de  Castro,  que  lo  era  de  Villooa,ydecModoeacuau- 
do,  como  nna  tenue  vislumbre  de  serena  claridad  entre  la  tormenta, 
asoma  en  la  tenebrosa  historia  de  esos  hombres  el  nombre  de  la  aman- 
te de  Luis  Candelas. 

Narrar  la  vida  azarosa  de  este  hombre,  sus  rasgos  de  ingenio  y  de 
arrojo,  seria  prolija  tarea;  poner  en  claro  coales  son  hechos  ciertos  y 
cuales  falsos  entre  los  infinitos  que  se  le  alritmyeo,  siria  imposible. 

Importa,  empero,  saber  que  descolló  entre  todos  m*  oompafiero*,  y 
que  en  la  esfera  carcelaria  brilla  coa  luz  propia  y  se  distingue  como 
el  astro  comparado  con  los  satélites. 

En  liberta!,  no  hubo  empresa  difícil  que  ¡e  arredrase;  puesto  en 
prisiones,  no  hubo  hombre  mas  seguro  de  si  mismo,  mas  couveoci- 
do  del  buen  éxito  y  pronto  término  de  la  mala  ventora. 

Para  él  no  hubo  cárcel  segura,  ai  presidio  capaz  de  retooerle. 

Ec  la  CáreH  de  Carie  aparece  por  ves  primera  en  1812,  y  desde 
aquel  Jia  hasta  el  de  su  temprana  roerte  no  hay  registro  crimiaal 
que  no  guarde  su  nombre. 


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m  msioms 

Gomo  preso  volvemos  á  encontrarle  en  los  libros  de  dicha  cárcel 
en  1826,  dos  veces;  en  1831,  eo  1833,  en  1834  otras  dos  veces  en 
1835  y  otras  dos  veces  en  1837. 

Duran  le  los  espresados  años  cometió  mil  escesos,  borló  cien  veces 
á  la  justicia,  fué  condenado  á  penas  severas,  obtuvo  indultos  y  que- 
brantó sus  prisiones,  para  caer  ai  fin  en  el  estada  mas  triste  á  que 
puede  llegar  un  hombre. 

Por  la  inseguridad  que,  según  hemos  dado  á  comprender,  habia 
en  las  cárceles,  no  eran  de  estrafiar  las  repelidas  fugas  de  los  proce- 
sados; pero  que  tan  avanzado  ya  en  su  carrera  el  presente  siglo,  se 
fugaran  fácilmente  y  aun  tuviera  certeza  casi  evidente  de  fugarse  no 
malhechor  tan  famoso  y  conocido  como  Candelas,  es  cosa  que  llama 
la  atención  muy  singularmente. 

En  la  última  relación  que  de  su  proceso  se  ha  hecho,  ajustada  á 
dalos  oficiales,  dice  el  autor  hablando  de  él  y  de  un  compafierosoyo: 

tY  era  tal  la  seguridad  que  tenían  de  evadirse,  que  aun  hallan - 
«dose  presos  ó  siendo  conducidos  á  presidio,  formaban  cálculos  y  pla- 
«nes  de  nuevos  delitos  para  un  dia  fijo  y  determinado,  como  si  goza- 
«ran  de  la  libertad  mas  completa.  Asi  Candelas  ,  al  salir  de  la  corte 
«fuertemente  amarrado  en  una  cadena  de  presidarios,  con  una  sen- 
«tencia  de  diez  años  de  presidio  á  los  trabajos  mas  duros  y  con  una 
«terrible  conminación  de  incurrir  en  pena  de  muerte  por  el  hecho  de 
«evadirse,* como  divisara  por  una  calle  á  varios  de  su  cuadrilla  que  le 
«recordaban  no  dejase  de  hallarse  en  Madrid  para  el  lí  de  febrero»  en 
«que  tenían  proyectada  la  perpetración  del  robo  de  ¡a  modista  de  la 
«reina,  dijo  con  la  mayor  seguridad  en  voz  alta  y  llena  de  convicción: 
«no  tengáis  cuidado,  que  no  haré  falta.» 

£1  robo  se  consumó  en  efecto,  bajo  la  dirección  de  Candelas, 
cuando  lodo  Madrid  le  creía  en  presidio.  Fué  suceso  notable  por  mu- 
chos conceptos,  por  cuyo  motivo  debemos  dar  acerca  de  él  algunas 
noticias* 

El  12  de  febrero  de  1837,  Candelas  y  sus  cómplices,  de  largo 
tiempo  tenían  amafiado  el  robo  de  la  modista,  merced  á  las  relacio- 
nes que  dentro  de  la  cárcel  misma  habían  contraído  con  un  criado 
de  aquella.  A  poco  mas  de  las  cinco  de  la  tarde  entraron  tres  hom- 
bre* en  la  casa  que  habitaba,  calle  del  Carmen.  Entraron  sin  violen* 


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H 


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II  robo  de  la  modista. 


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me  mora  t»t 

cía,  porque  llamó  uno  solo,  vestido  cod  trtje  militar,  y  anunciándose 
como  amigo  de  cierto  correo,  de  quien  la  señora  solía  recibir,  y  esta- 
ba esperando,  noticias  de  una  hija  que  tenia  en  Francia. 

A  las  pocas  palabras,  el  florido  amigo  del  correo  le  dijo  que  no 
había  ido  á  darle  noticia  alguna,  sino  á  registrar  so  habitación  y  cor- 
respondencia, de  orden  del  Jefe  político.  La  señora  lo  tomó  á  risa 
creyendo  que  en  efecto  equivocadamente  podia  haberse  dado  aquella 
orden  y  contestó  que  su  casa  no  se  registraría  y  que  en  todo  caso  iba 
á  mandar  que  llamasen  al  alcalde,  para  que  presenciase  el  regís' ro. 

— Ea,  señora,  replicó  el  Andido  militar,  importan  aqui  poco  los 
alcaldes.  Doce  hombres  hay  en  la  escalera:  tres  somos  dentro 

— |Mas  que  hubiera  cientol  esclamó  la  modista.  ¡Nicoiásl  trae  tin- 
tero y  pluma. 

Sentóse  á  escribir,  sin  sospechar  todavía  del  peligro  que  la  amaga- 
ba y  apenas  comenzaba  á  redamar  el  auxilio  de  la  autoridad,  intro- 
dujéronle  súbitamente  un  pañuelo  en  la  boca  y  quedaron  cerrados  los 
balcones  de  la  sala. 

La  pobre  mujer  en  un  momento  se  hizo  cargo  de  cuál  era  su  si- 
tuación. Dio  á  entender  por  sellas  y  con  voces  entrecortadas  que 
aquel  pañuelo  la  estaba  abogando,  y  prometió  no  gritar  si  se  lo  qui- 
taban, y  entonces  la  tendieron  en  el  suelo,  atándole  antes  las  manos, 
y  le  echaron  mucha  ropa  encima. 

DiéroLse  entonces  á  registrar  la  casa  y  como  conocían  bien  su  dis- 
posición y  los  sitios  donde  se  guardaban  las  alhajas  y  el  dinero,  se 
apoderaron  de  todo. 

En  monedas  de  oro  se  llevaron  noventa  y  dos  mil  reales;  en  alha- 
jas, relej  tt  y  otros  objetos  de  oro,  plata  y  pedrería  y  ropas,  un  cau- 
dal considerable. 

¿Creerán  nuestros  lectores  que  mientras  se  cometía  el  robo  en  una 
calle  tan  céntrica,  entraron  en  la  casa  mochas  personas,  á  quienes 
•e  abrió  la  puerta  en  el  acto,  sin  que  los  ladrones  suspendieran  por 
in  momento  su  tarea? 

Llamaba  alguien  á  la  puerta,  y  dos  de  ellos  iban  á  abrir ;  hacían 
pasar  adelante  á  la  visita,  cerraban  la  puerta,  é  imponiéndole  silen- 
cio, tapándoles  la  cara  y  atándoles  sucesivamente,  los  tenían  metidos 
á  mmrm  m  m  alcoba. 


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Afortunadamente  m  se  presentaron  mas  que  mujeres.  Quiite  si 
aquella  tarde  y  en  aquellos  momentos  la  oasuaKdad  hubiese  Hatada 
¿  un  hombre  á  aquel  sitia,  quilas,  decimos,  habría  corrido  sangre. 

Una  hora  llevaron  los  ladrones  en  aquella  horrible  faena,  cuando 
oyeron  una  seña  que  desde  la  calle  se  les  hizo,  y  abandonando  ya  lo 
poco  qne  quedaba,  cargaron  con  el  botín  y  se  fueron  silenciosamente. 

Inmediatamente  se  mandó  prender  á  Candelas,  Mérida,  Sánchez, 
García,  los  dos  Villena,  Luengo,  Balseiro,  Maestre  y  Postigo;  y  el  í 
de  abril  se  prendió  en  efecto  á  Balseiro  y  Postigo,  y  además  á  Del 
Campo  y  Ausó,  muy  ginetee  y  muy  provistos  de  armas,  junto  á  Me- 
dina de  Rio  Seco. 

Entre  tanto  se  habia  averiguado  que  Candelas  anduvo  por  Vafta- 
dolid  y  por  Oviedo  mientras  debia  estar  en  el  presidio.  ¿Con  que  fué 
preciso  que  Candelas  cometiera  un  nuevo  robo?  ¿uno  decimos?  {para 
que  la  justicia  supiera  que  otra  vez  habia  quebrantado  una  condena 
que  llevaba  consigo  conminación  de  muerte!  Pero,  ¡qué  mucho!  El  II 
de  junio  Balseiro  y  su  querida  volvían  también  &  escaparse  de  la  cár- 
cel de  Valladolid  en  donde  se  les  habia  encerrado  por  la  misma  causa. 

El  18  de  julio  fué  preso  por  fin  Candelas y  entristece  el  coraron 

ver  á  aquel  hombre  tan  osado  entregarse,  é  poco  menos,  conducida  * 
la  moerte  por  el  tínico  afecto  generoso  que  se  le  conoce. 

Antes,  empero  de  hablar  de  sus  últimas  dias,  vamos  á  referir  algo 
del  no  menos  célebre  robo,  hfecho  también  por  Candelas  á  cierto  sa- 
cerdote. 

Este  robo  fué  anterior  al  de  la  modista,  como  que  toé  perpetrado 
en  28  de  enero  de  1837,de  suerte  que  entre  este  y  aquel  solo  mediaron 
quince  dias,  y  aun  dos  dias  antes,  es  decir,  el  10  de  enero,  habiaa 
cometido  otro  en  una  espartería  de  la  calle  de  Segovia  los  hombres 
de  la  misma  cuadrilla. 

El  robo  del  cura  fué,  como  hemos  dicho,  el  t8  de  enero  ¿  las  sie* 
te  y  media  de  la  mafiaaa. 

Estaba  él  en  la  cama,  en  la  suya  el  ama  y  en  la  compra  la  criada. 

Saltaron  mas  bien  que  no  entraron  dos  hombres  en  la  alcoba  de 
aquél,  el  uno  con  una  navaja  abierta  en  la  mano. 

Aláronte  las  manos  á  la  espalda  y  pidiéronle  el  dinero  y  las  llaves 
con  amenazas  de  muerte.  Entregó  las  llaves  el  cura*  Meto  d&frtoo 


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mura*.  mi 

Ü60é  i  sa  oohao  ti  ver  entrar  «I  ut  ceodacida  per  otros  dos  hom- 
bres, que  la  alaron  á  los  pies  de  (•  cuna  y  la  cobrierou  cea  ropas, 
segan  costumbre  da  aquella  gente.  La  mismo  hicieron  con  la  criada 
otando  entró  al  volver  de  la  compra,  cuidando  entre  tanto  nao  de 
vigilar  á  aquellas  espantadas  victimas,  mientras  qae  les  oíros  tres 
recogían  cnanto  bailaban  á  mano. 

El  robo  íoé  oensiderable  y  se  consumó  en  medio  del  mayor  si- 
lencio. 

De  cuando  en  cuando  alguno  de  los  ladro»*  hacia  una  observa- 
ción, pero  siempre  en  vox  baja.  Al  dar  eon  tres  relojes  de  oro,  dge 
ano  de  ellos: 

— (El  padre  cora!  ¿Te  paec$  i  lit 

Dos  mil  reales  fin  peses  duros  y  otra  cantidad  do  diaero  encontrar* 
rao  en  un  talegnito,  y  el  que  los  guardó  dijo  guiñando  el  ojo: 

— «¿Serian  de  las  ánimas?  Pnes  vuelvan  á  las  ánimas. 

Lleváronse  do  mili  también  una  docena  de  cubiertos  de  plata  coa 
otros  macbos  objetos  del  mismo  metal,  sortijas  y  afros  objetos  de 
oro  y  piedras  preciosas,  gran  aémere  da  caasisas  de  Dolanda,  seis 
mantillas  de  blonda  del  ama,  manteses,  vestidos,  capas,  ropa  de  ca- 
ma, mantelerías,  y  ensarna,  cnanto  de  atgan  valor  iMontraron,  qw 
no  fué  poco. 

Caando  el  cara  se  atrevió  á  removerse  tío  poco  y  rió  que  no  ola 
cerca  ninguna  vox  que  le  amenazara,  Uso  la  resolodoo  de  asomar  la 
cabeu  y  no  vid  á  nadie,  y  entonces  (babia  transcorido  bora  y  media) 
determinó  llaaaar  en  sa  auxilio  á  los  vastóos. 

Candelas  babia  salido  libre  de  lodos  aquellos  atentados;  podía  sa- 
lir da  Espala,  la  deseaba,  ae  le  propaso;  mas  ya  bemos  dicho  qne 
aasabaá  aaa  mujer  y...  prefirió  amir,  porque  si  muerte  era  se*  • 
gura. 

El  18  de  jalio  del  mismo  alie  fué  cogido  cerca  de  Ofmedo  en  una 
pasada.  Dormía  el  desventurado  coando  le  prendieron. 

Condenado  á  la  Aliima  pena  el  dia  4  de  noviembre  de  1837,  es* 
eribtó  desde  la  capilla  de  la  Cároei  de  Corte  ana  solicitad  á  la  reina, 
fechada  á  las  12  del  dia. 

iEl  qae  expone  (dice  entre  otras  cosas)  es,  selorm,  acaso  el  pri- 
'  en  sa  oíase  qae  no  acode  á  V.  M.  con  las  manos  ensangrente- 
mos* ist 


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tst 

t  das.  se  fatalidad  le  cartujo  k  rcfcar,  paro  no  te  minia,  berf<fc,  11 
t  maltratado  k  nadie:  el  hijo  jm  ka  podado  huérfeio,  ni  viuda  lees- 
«posa  por  sa  culpa.  ¿Y  es  pasible,  sefiora,  que  haya  desafrir  la  mia- 
sma pena  qoe  los  que  perpetran  estos  crímenes  1  Ha  combatida,  se- 
«Hora,  por  la  causa  da  vuestra  bija  y  ¿00  le  merecerá  00a  airada  de 
«consuelo?» 

A  ios  dos  dias,  el  6  de  noviembre,  Candelas  había  perdida  loda 
esperanza,  pero  no  perdió  el  valor.  Acordóse  mucho  del  Sr.  D.  8a- 
Instiano  da  Olózaga,  qnemuy  repetida*  teces,  y  aun  podemos  decir 
mi  diariamente,  asistía  á  la  Circe!  de  Corte,  y  eaelamó: 

— ¡Ahí  ¡me  van  á  dar  garrote  porque  D.  Salusiiano  ee  embajador, 
que  si  él  fuera  abogado  ahora,  no  me  matarían  boy  I 

A  presenciar  la  muerte  de  hombre  tan  famoso,  acudió  una  muche- 
dumbre inmensa.  Momentos  antes  de  expirar  y  ruando  ya  sentía  la  ai* 
golla,  pidió  permiso  par*  depir  algunas  palabras  al  público  y,  en  efec- 
to, con  voz  entera,  que  mostraba  gran  entereza,  dijo: 

—«He  sido  pecador  porque  soy  hombre;  pero  nuaca  na  manché 
1  con  Ja  sjmgre  de  mis  semejantes;  digolo  porque  me  oye  el  que  n 
«á  recibirme  en  sns brazos.  Adiós,  patria  mia,  sé  feliz.» 

Catorce  cansas  crimínalos  se  le  habían  formado;  dea  veces  yeado 
de  tránsito  para  presidio,  una  vez  de  la  Cárcel  de  Corte,  otra  de  I* 
de  Segovia,  otra  del  «anal  de  CaatiMa,  se  haUa  fugado,  y  aun  sa  últi- 
mo proceso  sa  Uevó  á  cabo  con  cierta  precipitaron  por  temor  que  *> 
botasen  guardia*,  rejas»  puertas  y  grilles  para  tenerte  seguro. 

Francisco  Villena  (a)  Paca  el  Sastre,  que  fué  otro  da  los  compaá* 
ros  de  Candelas,  alcanzó  casi  igual  celebridad. 

Sabíase  fugado  dos  veces  de  la  Cárcel  de  Corte,  una  de  aUas  rom- 
piendo el  piso  de  cuartetos  é  hiriendo  al  guardián;  otra  vez  de  la 
cárcel  de  Valladolid,  con  su  cómplice  BaUeiro. 

El  hecho  mas  célebre  de  Villena  fué  el  presentarse  un  dia  en  el  co- 
legio de  San  Antón,  fingiéndose  mayordomo  del  Sr.  Gavina,  y  ti*w- 
se  robados  á  dos  hijos  de  este,  que  sin  repárele  fueron  entregados, 
marcad  &  una  carta  fingida  en  que,  baja  la  firma  suplantada  de  un  tío 
de  los  nifios,  se  autorizaba  al  director  para  que  los  entregase.  Con 
ellos  fué  Villena  m  un  coche  haala  flortaleza;  allí  ae  les  entregó  á 
otros  dos  hombres  meniadosyeon  escopetas,  y  41  se  velvtóáMednd. 


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dk  rotor  a.  lis 

Les  offfcw  fueron  Iterados  á  on  sitio  que  se  llama  Lea  Pedrizas,  en 
ta  sierra,  y  allí  se  Íes  obligó  á  firmar  tina  carta  en  qoe  decían  á  su 
padre  que  si  no  enviaba  con  el  dador  ona  persona  que  entregase 
3,000  onzas  de  oro,  padecerían  muerte 

A  las  once  de  la  noche,  la  mocha  gente  qae  habia  salido  en  sa 
bosca  recociendo  la  sierra  en  Tanas  direcciones,  dio  con  el  escon- 
drijo. Guando  los  des  centinelas  vieron  llegar  á  sos  perseguidores, 
montaron  á  caballo  y  metieron  espuelas,  despoes  de  decir  á  los  niBos 
que  huyesen,  qne  se  acercaban  ladrones  á  matarlos,  y  qae  foesen  k 
reunirse  con  ellos  en  el  ponto  donde  desde  allí  se  veía  nna  hoguera. 
Los  niños  se  disponían  4  hacerlo  y  sin  doda  habrían  hnido  á  poder  ve- 
rificarlo, porque  se  creían  en  efecto  amagados  de  muerte,  más  lle- 
garon los  amigos  de  so  familia,  y  les  salvaron  de  un  peligro  que 
•o  conocían. 

Fraocisco  Villena,  por  esto  y  otros  hechos,  estaba  condenado  h 
machos  afios  de  presidio. 

Eo  17  de  julio  se  le  condené  k  ocho  afios  por  haberse  hallado  en  el 
robo  de  la  espartería  de  la  calle  de  Segovia,  en  el  de  la  modista  de 
la  reina  y  en  el  del  sacerdote  de  que  hemos  hablado;  pero  no  se  le 
notificó  esta  sentencia  por  haber  sido  puesto  en  capilla  el  mismo  dia 
por  otro  robo  cometido  en  la  calle  de  Atocha. 

Su  ejecución  se  verificó  al  mismo  tiempo  que  la  de  Mariano  Bal* 
seiro,  de  quien  vamos  á  hablar,  y  era  tal  el  renombre  adquirido  por 
aquellos  malhechores,  qoe  aquel  día  (el  dia  tfi  julio  de  1839),  se 
mandó  fijar  á  la  entrada  de  la  Cárcel  de  Corte  un  cartel  en  la  dispo- 
sición siguiente: 

«El  alcaide  y  los  algoadle?,  encargados  de  la  custodia  de  los  reos, 
«no  permitirán  bajo  su  mas  estríela  responsabilidad  otras  personas 
«que  las  qoe  se  hallen  de  servicio,  ni  que  los  presos  de  los  cuartos 
«de  atoeidia,  ni  las  personas  que  vayan  á  verlos,  se  detengan  en  los 
«pasillos  bajo  ningún  pretexto.» 

VHtena  fné  á  morir  con  taimo  muy  decaído. 

Balseiro,  fugado  del  Canal  de  Castilla  y  de  la  cárcel  de  YalladoHd, 
M  otro  de  loa  tres  hombres  que,  con  todos  los  demás,  capitaneados 
por  Candelas,  se  haWan  hecho  mas  famosos  y  temibles. 

Ara  hijo  lie  Madrid,  de  Impetuoso  carieter  y  atiesas  pastaos.  Es- 


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tu  nubiohs 

tuvo  preso  y*  en  1818  por  rifias,  y  lo  estuvo  después  en  1830, 1833» 
1834,  1835, 1836,  1837  y  183».  Momeólos  hubo  en  que  se  hallé 
perpetrando  nn  robo  después  de  escaparse  de  presidio  y  de  la  cárcel, 
k  que  se  le  creía  ya  de  nuevo  reducido,  y  en  tanto  que  se  le  senten- 
ciaba por  nn  proceso  peodiente  ya  se  le  abría  otro. 

{Qué  existencia  la  de  aquellos  hombres!  Balseiro,  últimamente 
procesado,  se  escapó,  en  efecto,  de  laciroel  en  21  de  marzo  de  1839, 
y  foé  condenado  k  garrote  vil  en  rebeldía.  A  mediados  de  julio  vol- 
vió á  caer  preso  y  en  el  mismo  cadalso  y  el  mismo  día  que  Villata 
acabó  de  vivir. 

Hablante  atribuido  algunos  periódicos  el  robo  de  ioa  nif  os  del  se- 
ñor Gaviria,  y  él  sin  duda  por  desahogo,  preseotó  una  solicitad  al 
regente  de  la  Audiencia,  solicitad  bien  oficiosa  por  cierto,  supaesi* 
que  en  ella  solo  pedia  á  los  magistrados  que  no  dejaran  que  en  su 
resolución  influyera  ningún  rencor  calumnioso. 

Hay  en  este  documento  un  trota  notable,  si  se  considera  la  situa- 
ción y  costumbres  de  sa  autor:  lamentándose  Balseiro  de  que  la 
prensa  le  hubiese  comparado  con  Ginesillo  de  Pasamente  y  Mallas 
Hispano,  previniendo  así  en  contra  soya  el  ánimo  del  público, 
y  quizás  acosado  por  un  resto  de  «estimación  propia  qne  le  mo  - 
viera  á  decir  osa  verdad,  ó  siquiera  k  indiear  que,  á  pesar  de 
sus  crímenes,  no  habían  muerto  en  él  lodos  les  sentimientos  nobles, 
esclama: 

«Deploro  en  el  fondo  de  mi  alma  qne  nn  hombre  mas  crimiaii 
«que  pudiera  yo  ser,  me  haya  imposibilitado  empuñar  las  armas  m 
«defensa  de  la  patria  y  libertad,  para  borrar  la  memoria  de  nn  nom- 
*  bre  que  periodistas  imprudentes  hicieron  execrable.  Hoy  me  ba- 
diana en  las  filas  rebeldes  si  no  hubiera  jurado  rencor  yenemW*! 
«eterna  á  los  traidores,  Si  muero  en  un  cadalso,  deberá  saber  ia  na- 
«cion  entera  que  su  felicidad  y  su  ventura  son  mi  único  consuelo.» 

El  nombre  de  aquel  desgraciado  era  ya  harto  execrable  antes  de 
que  periodista  alguno  le  tratase  con  mas  ó  menos  dureía;  peí*  ¿quién 
sabe?  ya  que  en  este  punto  no  tuviese  razón  Balseiro,  acaso  la  ten- 
dría al  llamar  criminal  sobre  toda  ponderación  al  que  le  entregó  k  la 
justicia:  acaso  estaba  resuelto  k  dar  suelta  á  sus  impetuosas  pasión* 
en  el  campo  de  batalla  y  abandonarse  á  sus  instintos  sobre  segü** 


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MftmOfA  tu 

,  matando  y  robando  á  los  que  podían  ser  robados  y  muerto* 
sin  incurrir  en  las  iras  de  la  ley ,  que  continuamente  le  habia  perae- 
giido. 

Balaeiro  mostró  serenidad  mientras  le  leyeron  la  sentencia  y  la 
conservó  basta  el  último  momento.  Protestó,  como  su  compañero  Vi- 
llena,  de  que  Injusticia  cometía  con  él  un  asesinato,  y  fué  espectáculo 
notable  ver  al  pueblo  entero  de  Madrid,  que  el  dia  20  de  junio  de 
1839  acudió  á  las  afueras  de  la  Puerta  de  Toledo  á  presenciar  la 
doble  ejecución. 

Los  demás  camaradas  y  cómplices  de  Candelas  padecieron  graves 
condenas,  de  tal  suerte  que  entre  la  muerte  de  los  principales  mal* 
hechores  y  las  sentencias  de  los  demás,  la  banda  quedó  exterminada. 
Daos  fueron  á  acabar  sis  días  á  los  presidios  de  África;  otros  á  los 
de  la  peniotula,  y  si  no  estamos  mal  informados,  uno  de  ellos  me 
todavía,  y  vive  libre. 

No  negaremos,  ni  está  en  nuestro  ánimo  amenguar  en  un  ápice  la 
gravedad  de  los  delitos  cometidos  por  aquellos  hombres  facinerosos; 
pero  tampoco  vacilamos  en  asegurar  que  la  inseguridad  do  las  cár- 
celes, la  pésima  organización  de  nuestros  presidios  y  la  corrupción 
introducida  en  la  policía,  facilitaron  mas  de  una  ocasión  á  aquellos  y 
otros  desgraciados  para  que  perseverasen  en  el  camino  del  mal,  cau- 
sando tan  graves  perjuicios  á  la  sociedad. 

¿Por  ventura  tiene  explicación  satisfactoria  el  tener  á  delincuentes 
temibles  y  arrojados  como  Villena  de  tal  suerte  y  con  tan  poca  vigi- 
lancia que,  agujereando  un  dia  el  piso  primero  de  la  Cárcel  d$  Cor!» 
de  Espala,  ooasiguieran  fugarse,  teniendo  además  que  vencer  el  in- 
conveniente de  poner  fuera  de  combate  al  salvaguardia  que  vigilaba 
ala  puerta? 

¿La  tiene  el  ver  que  Candelas,  siendo  ya  ladrón  muy  famoso,  pro* 
meta  pébUcamente  romper  sus  cadenas,  y  lo  consiga  en  efecto  y  viva 
tan  seguro  que  solo  después  de  perpetrar  un  enorme  delito  se  averi- 
guo que  en  efecto  se  ha  escapado  de  presidio? 

¿Ni  qué  mas  prueba  de  culpa  en  los  agentes  de  la  pública  seguri- 
dad que  el  saberse  de  cierto,  como  se  sabían,  sus  relaciones  intimas 
con  delincuentes  proteges,  cómplices  de  atentados  graves;  de  manera 
que  algunas  veces  rucedlo  ir  á  prender  á  un  malhechor  y  tener  que 


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MI  HtfílOffES 

renunciar  á  ello  porque  á  la  gasón  estaba  Matando  á  otros  malhe* 
chores? 

Asi  sucedía  que,  con  tal  de  prender  á  un  reo,  se  consentían  los  de- 
litos de  otro:  asi  hornos  visto  no  hace  mochos  afios  á  in  gobernador 
de  Madrid  tener  que  abandonarse  cargo,  escandallado  de  los  repug- 
nantes y  reprobados  medios  empleados  en  la  averiguación  de  cierto* 
delitos  que,  sin  embargo  de  ser  notorios  á  los  encargados  de  j*rse* 
gnirlos,  quedaban  impunes. 


El  deseo  de  aprovechar  las  notas  recogidas  á  medida  que  las  nece- 
sidades de  esta  publicación  periódica  lo  eligiesen,  nos  ha  hecho  alte* 
rar  el  orden  cronológico  de  nuestro  desatufado  retato,  y  tratar  asuntos 
de  fecha  qoe  podemos  llamar  reciente,  con  anterioridad  á  otros  re- 
motos. 

Mas  no  por  eso  damos  al  olvido  sucesos  relativos  á  )A  Cárcel  de 
Corte,  que  tienen  verdadera  importancias  mas  de  un  concepto  y  not 
hemos  comprometido  á  referir  en  estas  páginas. 

A  este  género  de  compromiso  pertenece  la  narración  que  vamos  á 
emprender  sobre  un  delito  que  por  muchas  de  sus  circunstancias 
produjo  gran  sensación  en  la  Corte  y  aun  en  toda  Espada,  y  cuya  no- 
ticia voló  y  escitó  el  mas  vivo  interés  aun  mas  allá  de  nuestras  fron- 
teras. 

Para  mejor  cumplir  con  el  objeto  de  este  libro,  que  requiere  prin- 
cipalmente la  amenidad,  no  nos  ceñiremos  á  la  fria  exposición  de  loe 
hechos  ni  haremos  un  extracto  del  proceso;  sino  que,  sin  alterar  en 
lo  mas  mínima  la  Índole  del  delito  y  tas  condiciones  sociales  de  nues- 
tros personajes,  daremos  á  estos  los  caracteres  y  los  sentimientos  <f*e 
en  nuestro  concepto  mejor  se  acomoden  y  se  presten  á  la  consuma- 
ción de  los  actos  que  motivaron  su  delito  y  su  trágico  fio. 

Estamos  á  fines  del  siglo  XVIII.  Estamos  eO  la  Corte  de  las  80P*~ 
fias,  que  es  una  villa  de  hermoso  cielo  y  el  cielo  es  lo  único  qw  ti** 
ne  de  hermoso,  porque  los  errores  de  los  hombree  no  han  logrado 
afearlo á  pesar  de  su  querer 

Todo  está  decaído:  moralidad,  buenas  costumbres,  lazos  de  fa**' 
Ha,  y  hasta  ha  comentado  á  relajarse  el  espíritu  patriótico,  q*  ***' 


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di  nmm.  m 

todavía,  si;  que  au*  ha  de  brillar  esplendor**)  en  1808;  pero  que 
ha  menester  udos  sentimientos,  unas  ideas  y  unos  móviles  descono- 
cidos, porque  loe  antiguos  ya  no  bastan  i  la  plena  potencia  indispen- 
sable á  su  vida. 

Hace  casi  un  siglo  que  el  nieto  de  Luis  XIV  nos  hiio  admirar  el  sitio 
de  la  Granja  con  el  vano  io lento  de  que  formáramos  idea  de  Versalles; 
estableció  academias  á  es  i  i  lo  de  las  fraacesas;  y  alteró  nuestros  hábitos 
tradicionales,  asi  en  lo  público  como  en  lo  privado.  No  hace  tanto 
que  ino  de  los  ministros  del  señor  don  Garlos  111,  del  rey  católico 
por  escelencia,  se  carteaba  amigablemente  y  regalaba  vinos  españo- 
les á  árooel  ^e  Veltaire,  á  an  ateo,  al  primer  impío  do  Europa,  al 
encielopedisU,  al  autor  de  Zmra  y  de  Mahomt,  al  hombre,  en  Ai, 
que  había  obligado  al  rey  cristianísimo  di  Francia: 

«Les pratres  ne  son  pas  ce  qu'un  vain  penpie  pense; 
tMétre  superstüíon  fait  tóete  leur  scienee.  * 

T  este  hombre  se  alaba  de  so  amistad  con  el  ministro  del  rey  ca- 
tólico y  lo  sube  el  mundo  entero menos  España. 

El  puebla  vive  oo.ae  adormecido;  la  dase  media  aoeiisle;  la  Cor* 
le es  la  Corte  de  Garlea  IV. 

El  principio  primero  de  moralidad  os  no  tener  ninguno,  únioo 
modo  de  no  ser  inducido  k  error.  El  entendimiento  teme  que  cada 
idee  aoera  tea  una  asechania  del  demonio  revolucionario.  El  indivi- 
duo se  espanta  hasta  de  si  mismo.  Algún  osado  so  atrevo  i  discurrir 
sobre  algún  punto  bien  inofensivo  y  ¡cosa  rara!  todo  discurso  le  lleva 
á  la  revolución.  Moratia  va  dentro  do  so  buen  sentido  como  en  una 
camisa  ¿lo  faena;  se  propone  regenerar  oí  leatro  español,  y  las  co- 
medias y  las  tragedias  lo  salen  á  la  francesa.  Desconfía  de  si  mismo; 
busca  en  el  mundo  teatral  un  modelo  autoriíado  para  efreotrlo  á  la 
imitación  do  sus  compatriotas,  y  tiene  que  apelar  al  teatro  francés. 
Nadie  esa  satisfecho  coa  la  España  que  goia;  nadie  ve  sin  horror  la 
transformación  verificada  ea  Francia;  y  sin  embargo  lodo  el  que 
trata  de  tranquilizar  su  espíritu,  de  darle  pasto,  de  precaverse 
ceñir*  la  enfermedad  que  lo  aqueja,  tiene  que  poner  loe  qjos  á  la 
atraparte  del  Pirineo. 


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Wf  fusioiuut 

Las  mujeres  no  saben  oí  deben  saber  leer:  ¿escribir?  escribir  ya 
es  casi  pecado. 

Los  hombres  do  saben  si  piensan  y  procuran  malar  todo  lo  que 
tienen  de  grave  y  positivo,  porque  la  virilidad  encaminada  á  na  fin 
cualquiera,  les  espanta. 

Algunos  son  tan  dichosos  que  han  alcanzado  un  grado  de  estupi- 
dez preciosísimo,  porque  el  demonio  no  sabia  que  hacer  de  ellos 
aunque  los  sorprendiera  dormidos  y  atados  de  pies  y  manos;  media 
seguro,  infalible  de  gozar  la  gloria  eterna,  después  de  un  conliaao 
reposo  en  la  tierra. 

Nadie  se  atreve  á  alegrarse:  hay  miedo  á  sentir;  lo  insípido  se 
llama  honesto;  el  aburrimiento  en  la  iglesia,  siendo  constante,  es  un 
don  del  cielo,  porque  predispone  al  sueBo;  el  hartar  de  chocolate 
con  bollos  á  un  fraile  grosero,  es  acto  de  religión.  El  fraile  aconseja 
el  color  que  ha  de  tener  el  vestido  de  la  doncella,  coal  el  de  la  casa- 
da y  cual  el  de  la  viuda,  según  las  veces  que  haya  contraído  nup- 
cias; el  fraile  facilita  los  remedios  y  los  guisos,  es  decir:  la  recela, 
no  los  materiales  para  hacerlos;  el  fraile  es  con  razón  reverenciado 
y  admirado  porque  es  el  que  ignora  mas,  el  mas  indiferente;  y  hasta 
hace  el  sacrificio  de  agitarse  pornn  rato  cuando  le  mandan  á  un 
hijo  do  familia  para  que  lo  azote,  siquiera  el  azotando  tenga  veinte 
años  y  bigotes  en  la  cara,  como  suele  decirse. 

Aquella  generación,  en  resumen,  no  quiere  inclinarse  á  nada;  ¿ 
algo  hace  es  por  error;  de  suerte  que  al  individuo  lo  único  que  pue- 
de sucederle  es  tropezar,  caer. 

AI  fervor  religioso  ha  sucedido  el  lujo  y  aparato  eclesiástico:  á  la* 
ideas,  á  los  sentimientos,  á  lo  belfo  ideal,  nada. 

Asi  no  lo  hay  en  la  moralidad  pública:  asi  la  relajación  escanda- 
liza; pero  k  lo  menos  la  prostitución  y  la  frialdad  de  los  corazones  no 
son  los  principios  abominables  del  93;  no  son  los  abominables  dere- 
chos del  hombre;  no  son  el  abominable  nivel  de  los  jacobinos. 

t  ¡Ignoremos,  ignoremos!»  Esta  era  la  exhortación  mas  sana  que 
un  buen  vasallo  podía  dirigir  á  sus  hijos. 

El  rey  cazaba. 

D.  Manuel  Godoy  habia  llegado  al  mas  alto  punto  de  su  privanza. 

En  una  iglesia  de  Madrid  se  colocó  sobre  un  altar  el  retrato  del 


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DC  tQMM.  %m 

frvoritoy  un  religase  topresertt*  á  los  leles  como  ttorm  digno  de 
allá  alftbtftza  y  respeto,  y  explicaba  loa  ponfos  de  comparado»  qne 
tenia  ron  el  Espíritu  Serte. 

¡Oh!  pero  Lucia  era  una  infame,  en  monstruo  espantoso. 

¿Sabéis  quién  era  Lacia,  sabéis  lo  que  hixoT  Yo  os  lo  airé,  si  le* 
neis  ánimo  para  escucharme  hasta  el  fin. 

Ante  todo  condenadla;  no  importa  para  ^eeo  que  aun  no  sepáis 
quien  era;  odiadla  de  todo  corazon9  saturad  de  animadversión  mee- 
tras  entradas:  ta  castigó  la  justicia  dándole  muerte,  nada  mas  que 
una  muerte;  ¡con  que  lodavfa  podéis  contribuir  en  algo  á  los  fines 
para  que  fuimos  creados,  dedicando  cada  uno  uq  poquito  de  odio  á  su 
execrada  memoria...! 

T  era  hermosa  ¡la  infame! 

Era  una  hermosura  de  lineas  pérfidamente  bellas. 

Uoa  tez  morena,  fina,  transparente;  una  frente  ancha  y  poco  lena* 
tada,  una  nariz  recta,  de  atrevido  arranque,  un  poco  angosta  y  levan- 
tada por  la  punía;  ventanas  dilatadas  y  movibles;  unos  ojos  no  gran* 
des,  pero  do  forma  almendrada,  negros,  salientes,  limpios,  poblados 
de  pestafias  y  colocados  debajo  de  unas  cejas  delgadas  qne  hacia  las 
sienes  se  iban  levantaodo  de  manera  que  no  tenían  figura  de  arco;  la 
boca  mas  bien  ancha  qne  estrecha,  carnosos  y  colorados  los  labios,  y 
el  superior,  muy  ondulante  y  algo  levantado,  dejaba  ver  unas  perlas 
que,  si  eran  dientes,  solo  los  merecía  la  reina  ó  la  mas  honesta  mujer 
de  todo  el  reino.  Pero  ¿á  qué  detenernos  en  una  enumeración  inútil 
de  sus  bellezas,  si  yo  no  sabría  dárselas  á  comprender  á  mis  lectores? 
¿Queréis  tener  una  idea  de  su  hermosura?  pues  atended  á  su  histo- 
ria, y  pensad  después  que  fué  tan  hermosa  como  perversa. 

En  coanto  á  daros  á  conocer  fielmente  su  histeria,  yo  prometo  ha- 
cerlo, advírtiendo  antes,  para  garantía  del  público,  qne  me  coloco  en 
el  punto  de  vista  mas  sensato  y  que  pienso  no  atenuar  ni  exagerar 
ninguno  de  los  defectos  de  Lucia  (1). 

Era  hija  de  padres  no  pobres,  pero  si  honrados,  supuesto  que  no 
se  les  formó  proceso  alguno. 

'V  No  llamaremos  por  su  nombro  propio  á  ninguno  de  los  perteoaftes  d>  osle  rel*f> 
qne,  ademas  de  ser  verídico  en  el  modo,  Uene  perfecta  analogía  con  nn  hecho  histórico 
de  la  misma  época,  según  se  verá  mas  adelante. 

►  u.  Itt 


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17*  MUSIONU 

Educáronla  en  el  mas  santo  temor  de  Dios  y  en  el  respeto  é  sos  su- 
periores. Ella  miraba  siempre  al  suelo,  ella  bordaba  y  hacia  merme- 
ladas, ella  era  llevada  á  los  oOcios  divinos,  ella  estaba  acostum- 
brada á  cumplir  con  el  precepto  pascual,  desde  que  tuvo  obligación 
de  hacerlo. 

Sus  padres  nunca  le  dieron  el  mal  ejemplo  de  murmurar  de  las 
personas  encumbradas,  ni  de  las  disposiciones  del  gobierno;  ni  si- 
quiera pulieron  inspirarle  pensamientos  remotamente  livianos,  por- 
que su  continente  era  siempre  severo,  y  su  señor  padre,  en  presencia 
de  la  familia  jamás  dirigió  á  su  esposa  uno  de  aquellos  requiebros 
que,  sin  dejar  de  ser  honestos,  son  cariñosos. 

También  tuvieron  buen  cuidado  de  proveerla  de  ciertas  reglas  de 
conducta,  por  ejemplo,  le  decían  con  frecuencia:  las  doncellas  bien 
criadas  piensan  de  tal  manera;  las  doncellas  cristianas  no  experimen- 
tan tales  ó  cuales  sensaciones. 

El  único  error  que  cometieron  aquellos  discretos  padres  fué  ense- 
ñarla á  leer  y  escribir;  error  boto  mas  lamentable  cuanto  contribuyó 
á  perderla,  como  veremos  después,  si  Dios  nos  da  vida. 

En  resumen:  á  Lucia  no  se  la  inc'inó  mal,  porque  se  le  permitían 
todos  los  gustos  que  sus  honrados  padres  se  daban;  se  le  permitía  el 
trato  con  los  amigos  de  la  casa,  todos  abonados  por  una  larga  expe- 
riencia; no  se  le  consintieron  amistades  con  chiquillos  de  su  edad 
que  quizás  hubieran  podido  pervertirla;  pero  ella  quiso  ser  malí- 
porqué  es  indudable  que  quiso,  y  aunque  quiso  querer  serlo,  se  sa- 
lió con  la  suya. 

Cumplió  Lucia  los  diez  y  seis  afios,  criada  en  el  mayor  recogimiei- 
to  y  con  siete  papeletas  de  comunión  reunidas  en  un  macito  que  tenia 
alado  con  un  listón  de  seda  blanco,  regalado  por  su  propia  madre.  Su 
hermosura  había  llegado  á  un  punto  de  esplendor  que  no  podría  en- 
carecerse; tanto  que  sus  paires,  como  prudentes  y  previsores,  la  fue- 
ron sujetando  mas,  y  mas;  la  sacaron  menos  que  antes  á  los  paseos 
públicos,  y  su  buena  y  piadosa  roalre  en  particular,  deseosa  de  su 
mayor  bien,  le  encargaba  que  se  cubriese  bien  el  rostro  con  el  velo, 
á  fin  de  excitar  menos  la  curiosidad  de  los  pisaverdes;  porque,  «no 
viéndola,  decía,  no  les  llamará  la  atención. » 

Piro  al  paso  que  iban  siendo  mas  visibles  las  funestas  gracias  de 


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DE  EüftOfá.  ftll 

Luda,  experimentaba  an  malestar,  ana  honda  é  inexplicable  inquie- 
tad que,  si  al  principio  vaga  é  intermitente,  llegó  mas  adelante  á  ser 
continua  y  á  tomar  an  carácter  determinado  y  temible. 

Súbitos  momentos  de  desasosiego,  antojos  insensatos,  deseos  es- 
pantosos, si,  espantosos,  porque  su  satisfacción  habriadado  al  traste 
con  el  recato  y  el  honor  de  la  doncella.  Mas  inclinada  sin  duda  al 
mal  por  libre  elección  propia,  Lacia,  en  vez  de  combatir  los  estragos , 
que  la  pasión  iba  haciendo  en  su  pecho,  no  hizo  nada,  nada  absolu- 
tamente. 

El  mal  iba  siendo  mayor  cada  dia,  y  no  era  posible  ya  que  se  ocul- 
tase al  buen  juicio  y  al  amor  de  sus  paires.  Ilusos  lo  vetan  y  se  ate- 
morizaban  en  gran  manera  al  pensar  en  las  terribles  consecuencia* 
que  podría  traer  consigo  el  estado  de  ánimo  de  so  hija;  nada  se  di- 
jeron de  pronto  porque  cada  cual  temia  el  pesar  de  que  aquella  re- 
velación había  de  ser  causa  en  su  consorte;  hasta  que  ya  viendo  que 
la  niña,  en  vez  de  mejorar,  empeoraba,  resolvió  la  madre  ver  si  se 
podia  atajar  el  dafio  á  tiempo ,  librar  &  su  hija  de  las  garras  del  de- 
monio y  librarse  á  si  misma  del  peso  con  que  estaba  expuesta  á  car* 
gar  su  conciencia. 

Levantóse,  en  efecto,  Ja  madre  ana  mafiana  muy  temprano  para 
oír  misa,  y  la  oyó  con  mas  fervor  que  nanea,  porque  jamás  habían 
sido  mas  vivos  sos  recelos  y  sobresaltos. 

Dabianla  desvelado  por  la  noche  los  gemidos  que  en  sueflos  ex- 
halaba su  hija;  babiase  levantado  de  la  cama  para  ver  si  estaba  des* 
pierta  y  la  vio  agitarse  dormida,  pronunciando  entre  dientes  palabras 
no  inteligibles,  y  de  cuando  en  cuando,  cosa  que  notó  con  asombro 
la  madre,  sonreír  con  espresion  de  intimo  placer,  mas  interrumpir 
de  pronto  su  sonrisa  y  poner  la  cara  muy  trisie  y  compungida  y  ar- 
rojar an  ¡ay!  bajito,  prolongado,  y  como  si  al  despedirlo  los  labios, 
foese  serpenteando  por  todo  el  interior  de  la  doncella  el  pesar  que  lo 
producía. 

La  madre,  absorta,  se  paso  sobre  si,  llamó  en  sa  ayuda  todo  so 
Hano  entendimiento,  y  acercándose  de  puntillas  al  lecho  de  Lucia, 
mojó  los  dedos  en  la  pila  de  agua  bendita,  queá  la  cabecera  estaba, 
y  roció  dos  y  tres  veces  la  frente  de  la  doncella. 

Aqui  toé  so  dolor  mu  grave:  en  vez  de  influir  en  la  moza  la  vir- 


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lud  mística  del  agua  bendita,  sucedió  que  solo  le  cansó  sewaeioa  y 
sensación  desagradable  la  frialdad  del  agua,  y  con  un  gesto  que  tenia 
algo  de  satánico,  sacudió  enérgicamente  la  cabeza  á  un  lado  y  como 
reproba  retembló  súbitamente  toda  á  un  tiempo  con  uo*  especie,  de 
estremecimiento  de  diablo. 

Cuál  seria  el  desconsuelo  de  la  madre,  imagínelo  el  lector  piado- 
so. Volvióse  al  lecbo  conyugal  con  espantados  ojos,  y  haciendo  mil 
veces  la  señal  de  la  cruz,  pasó  el  resto  de  la  noche  rezando,  y  apena* 
amaneció,  se  fué  muy  callandito  á  aprovecharse  de  los  primeros  di- 
vinos oficios. 

De  vuelta  á  su  casa,  que  íué  en  cuanto  salió  de  la  iglesia  parro- 
quial, se  retiró  á  su  cuarto  y  por  uno  de  los  mancebos  envió  recado 
á  su  marido  (que  era  mercader  y  se  hallaba  en  la  tienda)  para,  que 
entrase  á  hablar  con  ella  sobre  un  asunto  de  importancia. 

El  marido  era  hombre  de  orden,  y  de  tal  modo  lo  tenia  en  stu  caga 
establecido,  que  jamás  bahía  dejado  la  tienda  á  las  horas  de  hacer  ne- 
gocios, ni  estando  en  ella  se  habia  distraído  un  momento  para  nada, 
como  no  fuera  para  rezar  la  oración  de  medio  día  y  de  la  tarde  y  para 
ponerse  eo  pié  y  descubrirse  si  por  su  casa  acertaba  á  pasar  el  viático* 
.  Sorprendióle,  pues,  singularmente  el  recado  de  su, consorte  y  sus- 
pendió el  ei  ojarse  porque,  convencido  de  so  mucha  discreción,  ima- 
ginó que  no  sin  motivo  de  importancia  debía  de  llamarle. 

Subió  de  punto  su  sorpresa  al  ver  la  alteración  del  semblante  da 
su  esposa,  y  acercándose  á  ella,  sin  poder  ocultar  su  azoraraienio» 
solo  pudo  exclamar  con  voz  insegura: 

—Di,  habla. 

La  mujer  levantó  las  manos  en  alto,  las  dejó  caer  sobre  sus  hom- 
bros y  con  la  cabeza  baja,  que  movia  á  uno  y  otro  lado,  mpoaáió 
entre  sollozos; 

— ¡Pobres  de  nosotros!  siéntate  Fermín ,  siéntate. 

—Vamos  á  ver,  explícale,  que  me  tienes  en  brasas. 

— ¡Ay!  no  sabes  tú  como  estoy,  deja  que  me  tranquilice  un  poco. 

—Gran  desgracia,  pensó  y  aun  dijo  con  voz  sorda  el  marido.  Kilo 
es  cosa  muy  seria.  Prisca  no  me  daría  ese  mal  rato  sin  fundamento. 
¿Se  habrá  muerto  el  arcediano  su  tío?  ¿Nos  habrán  robado  lo  de  la 
tinajita? , 


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DE  EUH0F4.  91% 

La  Sefiora  Frisca  acercó  su  silla  á  la  de  su  marido  y  dijo: 

—Ármate  de  valor  para  oír  lo  que  voy  á  decirte. 

D  mercader  abrió  los  ojos,  contrajo  las  orejas,  y  mas  medroso  que 
nunca  se  puso  á  escachar  con  atención. 

La  madre  afiadió  con  ana  mirada  fija  y  dando  un  suspiro; 

—Tenemos  á  Lacia  may  mala. 

Precisamente  aquella  semana  el  mercader,  honrado  y  puntual  como 
siempre,  había  estado  trabajando  asiduamente  en  un  negocio  de  la* 
Qd8  que  tenia  en  comisión,  y  como  tenia  el  compromiso  moral  de  en- 
viar el  saldo  de  las  cuentas  al  qoe  habia  puesto  en  él  su  confianza, 
y  como  eran  mas  de  veinte  las  diversas  personas  con  quienes  habia 
tenido  que  ver  y  hablar  para  presentar  sos  cuentas  con  la  pulcra 
lealtad  que  era  debida,  el  hombre  habia  olvidado  momentáneamente 
las  pequeneces  de  la  casa.  Pero  al  oirá  su  esposa,  recordó  en  seguida 
sus  tristes  observaciones  anteriores,  y  se  alarmó  mas  y  mas  viendo 
que  sin  dada  las  cosas  debían  de  haber  ido  muy  allá,  cuando  tan 
sobresaltada  tenían  á  Frisca. 

Estendió  el  brazo  en  ademan  de  imponer  silencio,  y  di  jando  la  silla 
con  un  «vuelvo  al  instante, » bajó  á  la  tienda.  Antes  de  entrar  en 
ella  hizo  por  sobreponerse  á  su  turbacioa,  y  con  el  tono  grave  y  lla- 
no con  que  solía  hablar  á  so  dependiente  mayor,  le  dijo: 

—Voy  á  tratar  de  asuntos  domésticos  con  mi  mujer;  si  no  fuere 
indispensable,  no  me  llame  V.  para  nada  y  entiéndase  con  los  parro* 
quianos  y  corredores. 

Volvió  á  so  cuarto  y  sentóse  silencioso  basta  que  su  mujer  acabó 
de  rezar  la  oración  que  al  salir  él  habia  comenzado. 

Luego  que  hubo  cumplido  la  madre  con  este  deber,  le  dirigió  una 
lastimera  mirada  y  dio  otro  suspiro. 

El  honrado  mercader  estendió  el  brazo  derecho,  formó  una  o  oou 
el  dedo  pulgar  y  el  Índice  y  dijo: 

— Prisca:  ya  conoces  mi  experiencia  en  las  cosas  del  mundo :  tú 
vas  ¿  decirme  algo  alarmante  respecto  á  nuestra  hija  única.  Coootco 
también  tu  ¿urna  discreción  y,  no  me  cabe  duda,  has  hecho  observa* 
dones  semejantes  á  tas  que  yo,  por  no  darle  pesar,  me  he  callado 
hasta  ahora. 

-{Couque»  ti lambieu...! 


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•74  PRISIONES 

—Sí,  Prisca,  si,  replicó  el  mercader  deshaciendo  la  o  y  haciendo 
la  i  con  el  dedo  índice,  que  agitó  un  rato.  Yo,  como  era  nataral,  he 
observado  antes  que  tú;  porque  si  bieo  las  madres  sois  mas  tierna- 
mente amantes  de  los  hijos,  los  padres  lo  somos  mas  prudentemen- 
te, como  has  oido  no  ha  mucho  eo  el  último  sermón  de  las  Descal- 
zas. Ahora  bien:  yo  digo  como  tú:  Lucia  está  mala.  Y  ¿cuál  es 
su  mal? 

Tú,  ya  se  ve,  no  has  caido  en  la  cuenta  que  yo  llevo  con  ella  ha- 
ce mucho  tiempo,  mas  es  lo  cierto  que  no  he  dejado  de  poner  cuanto 
estaba  de  mi  parte  para  lograr  su  mayor  bien,  en  cuya  operación,  lo 
digo  satisfecho,  me  has  secundado  tú  del  modo  mejor  que  yo  podia 
desear,  no  oponiéndote  nunca  á  lo  que  yo  disponía,  para  que  no  se 
malograse  el  fruto  de  mis  afanes. 

La  satisfacción  de  haber  cumplido  con  nuestros  deberes  nadie  nos 
la  puede  quitar.  Desde  sus  primeros  años  la  hemos  criado  eo  él 
mayor  recogimiento,  lejos  del  trato  peligroso  del  mundo  y  sin  negar- 
le ninguno  de  aquello»  honestos  pasatiempos  compatibles  con  su  edad, 
su  sexo  y  la  honrada  clase  á  une  pertenecemos.  De  suerte  que  ni  las 
diversiones  la  han  tenido  distraída  de  las  prácticas  religiosas,  ni  por 
esceso  de  celo  le  hemos  t>ega<lo  el  justo  y  conveniente  desahogo.  La 
educación  que  ha  recibido  de  sus  maestros  es  la  que  le  convenia: 
sabe  coser,  sabe  bordar,  y  aunque  jamás  me  propuse  permitirle  el 
inmoderado  uso  de  libros  frivolos,  sabe  leer  y  escribir  correctamente 
como  lo  ha  demostrado  desde  muy  niña,  leyendo  de  corrido  en  el  devo- 
cionario y  copiando  con  muy  buena  letra  las  oraciones  mas  necesarias 
al  buen  cristiano  y  las  fábulas  morales  del  libro  que  le  regaló  mi  her- 
mano. Ya  desde  que  fué  mayoreila,  tú  lo  has  visto  y  el  Seflor  lo  sa- 
be: poca  comedia,  poco  Prado  y  al  fio  nada  de  tertuKa  ni  merienda 
bulliciosa.  Ya  recordarás  que  cuando  hace  tres  meses  el  médico  nos 
aconsejó  una  prudente  recreación  para  disipar  ciertas  melancolías, 
la  llevamos  dos  noches  á  ver  el  elefante  que  estaba  eo  la  plazuela 
de  Sanio  Domingo,  y  una  noche  si  y  otra  no,  por  espacio  de  quince 
días,  bajaban  esas  buenas  sf  floras  del  cuarto  segundo  á  jugar  á  la 
peregila.  Y  yo  se  lo  agradecí  mucho  á  las  honradas  vecinas,  porque, 
bien  lo  sabe  Dios,  creí  que  nuestra  hija  ya  estaba  curada,  de  mane- 
ra que  con  el  discreto  pretexto  que  lú  sabes,  lo  arreglé  de  modo  que 


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DE  EUBOPA.  115 

no  siguieran  adelante  sus  tí  si  las  y  volvimos,  á  restablecer  iraotras 
antignas  costumbres. 

Todo  lo  que  te  acabo  de  decir  lo  he  creído  conveniente  para  que 
recobres  la  calma,  pensando  quo  tenemos  co  favor  nuestro  lo  princi- 
pal: esto  es:  que  como  padres  cristianos  no  puede  remordernos  la 
conciencia  por  habernos  apartado  un  solo  punto  del  mas  estricto 
cumplimiento  do  nuestros  deberes. 

Durante  este  minucioso  eiáinen  y  relato  de  D.  Fermín,  la  madre 
estuvo  haciendo  señales  de  asentimiento  á  lo  que  oia  y  llevando  á 
menudo  el  pañuelo  á  los  ojos  porque  la  cegaban  las  lágrimas. 

—Ahora  habla,  añadió  el  mercader,  dando  por  terminada  su  re- 
lación. 

Prisca,  con  voz  balbuciente  y  con  ligrimas  que  en  vano  procuraba 
contener,  refirió  la  escena  de  la  noche  anterior,  con  los  terrores  pro- 
pios de  una  madre  como  ella  criada. 

D.  Fermin  quedó  consternado.  Permaneció  largo  rato  como  si  me- 
ditara en  algún  punto  Geológico  muy  recóndilo,  pero  en  verdad  que 
do  sabia  cosa  a'guna  sobre  que  meditar  en  aquel  caso,  porque  no  era 
médico,  ni  teólogo,  ni  cosa  semejante,  sino  un  mercader  práctico  en 
su  ramo,  y  nada  mas.  Y  como  este  ramo  no  consistía  en  el  conoci- 
miento de  los  fenómenos  de  la  naturaleza  humana,  ni  nada  tenían  que 
ver  las  calidades  de  las  lanas  con  la  afecciones  del  organismo  de 
Lucia,  be  estuvo  quieto  hasta  que  se  fué  desvaneciendo  su  asombro. 

Su  mujer,  afligida  en  el  alma,  levantaba  hacia  él  los  ojos  y  los 
volvía  á  bajar  resignada  y  murmurando  el  nombre  de  Jesús. 

Por  fio  el  mercader  levantó  á  su  vez  la  vista,  y  posándola  on  buen 
rato  en  !a  consternada  madre,  dijo: 

—¿lias  consultado  el  caso  con  el  padre  Nolasco? 

—Quise  hacerlo  esta  maflana,  mas  no  le  vi  en  la  iglesia. 

—¿lias  consultado  con  el  médico? 

—No  quise  hacerlo  sin  tu  parecer. 

—Pues  es  preciso.  Dime,  ¿hace  ya  tiempo  que  observaste  madama 
en  nuestra  bija? 

— Daii  cosa  do  mes  y  medio. 

—¿Mes  y  medio? 

-a. 


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sis  FUSIONES 

—Antes  \6  notaste  tú  que  yo. 

—{Oh!  las  madres 

— Tienes  razón:  las  madres...  es  decir;  á  veces  las  madres  Ven 
ciertas  cosas  antes  que  los  padres:  lo  doloroso  del  suceso  es  que  no 
por  baber  sido  tú  mas  perspicaz,  has  acudido  antes  á  poner  remedio. 

—Como  tú  nada  me  decías... 

—Ya,  pero... 

— Y  como  yo  esperaba  en  Dios  que  la  mudanza  de  Luda  no  llega- 
ría á  ser  cosa  mayor,  dejé  pasar  el  tiempo 

— ¡  Jum!  Pues  ahi  tienes.  Hay  ciertas  cosas  que  no  tienen  espera. 

—¡Dios  mió!  Me  espantas,  Fermín,  con  esas  espresiones. 

— No,  no  digo...  pero  asi  como  ahora,  á  Dios  gracias,  no  debemos 
¿esesperar,  lo  mismo  habría  podido  suceder  en  materia  mas  impor- 
tante. Pero...  vamos  á  ver;  tú  ¿qué  has  resuelto? 

—¿Yo?  tomar  tu  consejo.  Ya  ves,  como  una  no  se  atreve á...  ¿Qué 
piensas  tú  que  hagamos? 

—Yo,  á  la  verdad.  ..si  he  de  hablar  francamente,  mi  sentir  es 
que  el  médico... 

—Y  ¿el  padre  Nolasco? 

—También,  también.  El  médico  del  cuerpo  y  el  del  alma. 

— Pues  Fermín,  cuanto  antes  mejor,  es  decir:  si  á  ti  te  parece. 

— Me  parece  tanto,  que  voy  yo  mismo  á  verle  ahora.  Veris  lo  que 
Be  me  acaba  de  ocurrir  en  este  momento.  Voy  á  su  casa  y  le  entero 
antes  para  que  pueda  formar  concepto;  después  le  enterarás  tú  de  lo 
que  por  tu  parte  has  observado,  y  por  último  ver¿  á  la  ñifla  cuando 
ya  tenga  el  fundamento  de  nuestras  noticias.  Ya  ves  como  este  debe 
ser  el  modo  de  hacer  que  el  resultado  de  la  visita  sea  el  mejor.  Des- 
pués del  médico,  veremos  al  padre  Nolasco,  no  porque  yo  presuma 
que  la  enfermedad  de  Lucia  tenga  relación  inmediata  con  su  sagrado 
ministerio;  sino  porque  siendo  él  A  director  espiritual  de  la  familia 
desde  tantos  afios,  parecería  descortesía  y  desconfianza  ocultarle 
nqestra  tribulación;  á  mas  de  que  el  sentir  de  una  persona  tan  vir- 
tuosa y  entendida  puede  iluminar  nuestro  entendimiento  en  aquellas 
cosas  que  no  son  de  la  esclusiva  inteligencia  del  médico.  ¿(Jué  dices? 

—Que  conforme  tú  hagas,  estará  bien  hecho. 

—En  esto,  amada  Prisca,  das  como  siempre  muestra  de  tu  mucho 


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Di  UJHOfá.  t:? 

«ñor  4  kt  marido  y  de  tai  bven  entendimiento.  Alio  á  la  obra,  je 
me  voy,  tranquilízale  y  confia  en  Dios. 

Fuese  D.  Fermin  á  ver  al  doctor,  tenieadc  cuidado  de  bajar  por 
la  escalerilla  que  correspondía  con  las  habitaciones  altas  de  la  casa. 
Asi,  oo  viéndole  salir  por  la  tieoda  los  maoceboa,  no  harían  comen- 
tarios sobre  un  hecho  tan  desusado. 

A  la  inedia  hora  estaba  de  vuelta  con  el  Galeno,  que  besó  las  ma- 
nos á  D/  Prisca  y  oyó  de  sus  labios  la  relación  de  lo  que  en  Leda 
había  observado,  y  después,  como  si  fuera  visita  de  cortesía,  llamaron 
á  la  ñifla  para  que  saliera  á  saludarle. 

Entonces  con  mas  inieré*  que  arte,  hicieron  redar  la  conversación 
sobre  el  estado  de  la  atmósfera  y  las  enfermedades  dominanfes  en 
aquel  setenario,  y  el  médico  indirectamente  hizo  las  preguntas  que 
creyó  necesarias. 

Dora  y  media  dnró  la  visita,  y  cnando  ya  él  mélico  llegó  al  dintel 
de  la  puerta,  la  madre  indicó  á  Lucia  que  podía  retirarse. 

Hizo  ella  la  revereocia,  siempre  con  los  ojos  bajos  y  con  aquella 
compostura  que  le  habían  ensefiado  sus  padres,  y  se  retiró  saludando 
con  una  falsa  dulzura  que  encubría  perfectamente  la  maldad  do  rt 
oorazon. 

Volvieron  pies  atrás  el  médico  y  los  padres,  retiráronse  á  un  apo- 
sento, y  sentados  aquél  en  el  canapé  y  estos  en  sendos  sillooes  á  sn 
indo  y  muy  cerca,  comenzaron  á  hablaron  voz  baja. 

Fermin  y  Prisca  estaban  con  tanta  boca  abierta.  La  madre  tenia 
loa  dedos  clavados  en  un  diez  do  sn  rosario,  para  oo  perder  la  cuenta 
de  los  Padre-Noestros  que  le  faltaban  rezar,  según  propósito  que  ha* 
bia  formado  al  volver  déla  iglesia. 

Ei  médico  les  ofreció  rapé  húmedo  y  oloroso  con  sonrisa  muy 
traequiliíadora,  y  después  de  enumerar  minuciosamente  cuanto  habia 
observado  en  Loria,  terminó  con  un  jtolpe  breve  y  de  efecto,  asegu- 
rando que  no  era  cosa  de  cuidado.  Disecciones,  paseos  matinales, 
ceoa  ligera  y  algún  refresco,  si  no  repugnaban  i  U  niOa.  Esto  dijo  que 
bastaba  y  aun  sobraba  para  que»  Dios  mediante,  se  calmase  aquella 
agitación  á  que  el  carillo  paternal  habia  atribuido  extraordinaria  y 
no  merecida  importaseis 

Al  marcharse  el  médico,  volvieran  Prisca  y  Fermín  4  encerrarte 
Tsnsu.  ltS 


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I1S  MUSKMTCS 

eo  el  retirado  aposento  y  después  de  cerradas  las  dos  hojas  de 
la  puerta,  se  miraron  al  mismo  tiempo  el  ano  al  otro. 

—Ya  lo  has  oído,  dijo  Fermín. 

— Si,  replicó  Prisca. 

—Y  ¿qné  dices? 

— Que  estoy  mas  tranquila.  Y  ¿tú? 

—Yo  también.  Sin  embargo,  para  qne  seas  testigo  de  lo  mucho 
qne  me  desvelo  por  la  salud  de  nuestra  hija  única,  te  participo  qne 
voy  á  llamar  al  padre  Nolasco,  á  fin  de  que  no  nos  quede  el  meoor 
escrúpulo  de  no  haber  hecho  cuanto  estaba  en  nuestra  mano,  ¿Se  te 
ocurre  á  ti  alguna  idea  mejor? 

—No,  por  cierto. 

—No  tengas  recelo;  si  tienes  otra  idea,  sepámosla. 

Fermin  injuriaba  á  su  esposa  suponiéndola  capaz  de  tener  ideas. 
Nunca  aquella  mujer  había  incurrido  en  defecto  semejante.  Su  marido 
y  su  confesor  eran  para  ella  númenes  y  entendimiento,  y  si  es  posible 
ser  buena  madre  de  familia  siendo  honesta,  guisandera  regalar,  plan* 
chadora,  cosedora,  limpia  y  esclava  de  las  disposiciones  del  marido, 
Prisca  era  escelente  en  su  clase. 

Con  la  diligencia  mostrada  en  llamar  al  doctor  procedió  el  bueno 
de  D.  Fermin  al  tratarse  del  religioso.  En  menos  de  una  hora  hubo 
ido  por  él,  le  hubo  hallado,  y  enterado  del  negocio,  lo  llevó  á  su  casa. 

Eotre  tanto  aquella  Lucia,  llena  de  malicia  para  el  mal,  aun<pe 
no  había  empezado  á  cometerlo,  ni  siquiera  sospechaba  loa  desvelos 
y  las  angustias  que  ocasionado  había  y  tenia  que  causar  k  sus  hon- 
rados padres. 

Poseída  de  no  sabemos  qué  maligna  influencia,  estaba  la  pérfida 
tan  desasosegada  como  solía. 

Su  imaginación  sin  freno  la  brindaba  con  atractivos  á  que  ella  ce- 
día sin  miramiento  ni  cautela;  sus  nervios  se  escitaban  con  extraor- 
dinaria frecuencia;  ninguno  de  los  tranquilos  placeres  domésticos 
era  pasto  grato  á  su  espíritu;  presentimientos  de  placeres  torpes  cuan- 
do no  llevan  consigo  la  sanción  de  la  religión,  las  leyes  y  la  familia» 
trastornaban  su  naturaleza;  toda  pasión  era  en  ella  mas  poderosa  que 
el  razonamiento;  y  el  monstruo  lo  consentía,  y  se  dejaba  vencer  sin 
hacer  uso  de  aquella  noble  resistencia  que  á  tantas  doncellas  ha  in- 


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Dt  WtOfA.  $71 

mortalizado,  y  pagaba  asi  coa  tan  negra  ingratitud  los  desvelos  de 
sos  amorosos  padres,  que  d^«d*  el  instante  de  sa  nacimiento  retaban 
por  ella  todos  los  días  y  basta  la  habían  ensefiado  i  leer  y  escribir  sin 
saber  de  cierto  si  con  esto  le  hacían  an  bien  ó  nn  mal. 

Peroá  bien  qne  en  el  pecado  llevaba  Lucia  la  penitencia.  Sa  vida 
era  nn  contiouo  anhelar  cosas  desconocidas;  sus  deseos,  bizarrías, 
sn  reposo,  la  fatiga,  ni  el  descanso  hallaba  en  el  snefio  reparador  que, 
ó  bien  hnia  da  sus  ojos,  ó  bien  la  fatigaba  mas  y  mas  con  quimeras 
que  no  se  atreven  con  las  almas  buenas. 

¡Ah!  sus  pobres  padres  tenían  razón.  Ellos  habían  hecho  cnanto 
debían.  Si  antes  no  repararon  en  el  desarreglo  de  los  sentidos  de  Lu- 
da, no  tenían  ellos  la  culpa;  ella  ai  la  tenia,  no  de  su  temperamento, 
de  su  educación,  de  las  sensaciones  que  le  causaban  los  objetos  este- 
rtores, pero  si  de  no  ejercitar  su  voluntad  y  so  entendimiento  en  lu- 
char contra  las  imperfecciones  de  la  naturaleza;  porque  buenos  diezi- 
8cis  afios  tenia  para  distinguir  lo  bueno  de  lo  malo  hasta  cierto  punto 
y  bien  mostraba  que  le  sobraba  malicia  para  emperifollarse  y  para 
haber  ocultado  sus  inclinaciones  hasta  entonces;  porque  indudable- 
mente las  había  ocultado. 

Et  padre  Nolasco  era  un  fraile  con  cara  de  buen  sugeto,  de  conver- 
sación y  figura  agradable,  d*í  gran  práctica  en  el  mundo;  conocía 
muy  bien  su  época,  trataba  al  menestral  de  las  lanas  y  estaba  en  las 
recónditas  interioridades  de  las  familias.  El  padre  Nolasco  no  fingia 
un  celo  religioso  ri  lículo  como  otros  muchos,  no  se  complacía  en  dar 
pábulo  i  supersticiones;  pero  el  hecho  es  que  él  tenia  sos  puntos  y 
ribetes  de  supersticioso  y  aunque  mas  de  una  vez,  en  sus  mocedades 
había  tratado  de  sacudir  una  flaqueza  que  tenia  por  vergonzosa, 
nunca  llegó  á  atreverse,  y  cumplió  los  45  afios  sin  haber  acabado  de 
desechar  ni  admitir  tampoco  ciertas  creencias  en  los  malos  espíritus. 
A  los  cuarenta  y  cinco  afios,  empero,  comenzó  á  apagarse  la  energía 
de  su  espíritu;  relajáronse  las  fuerzas  que  hasta  entonces  le  habían 
asistido  para  sostener  á  la  razón  en  la  lucha  contra  las  preocupacio- 
nes y  se  quedó  en  cierto  estado  de  indiferencia;  sujeto  á  continuas 
vacilaciones,  cuando  hay  energía  en  el  alma,  y  ageno  por  el  contra- 
rio á  to  lo  vaivén  cuando  la  actividad  de  la  materia  predomina  en  el 
desenvolvimiento  del  individuo.  El  padre  Nolasoo,  pues,  no  sabia  si 


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99)  MISIONAS 

creía  ó  do  en  duendes,  en  brajas  y  en  espiritas  maligno*;  pero  si  *l- 
gnna  vez  tenia  que  (ornar  resoluciones  respecto  á  este  posto,  obraba 
prudentemente  como  si  real  y  efectivamente  existieran  (rasgos, ener- 
gúmenos y  toda  la  caterva  de  endemoniados,  de  coya  invisible  exis- 
tencia tanto  abundaban  los  testigos  de  vista. 

Fuera  de  esto,  no  carecía  el  padre  Nolasco,  según  ya  hemos  dicho, 
de  sagacidad,  discreción  y  don  de  gentes,  y... 

Pero  ya  bace  rato  que  hablamos  cooforme  á  nuestra  manera  de 
ver  y  de  sentir:  el  bien  parecer  y  la  justicia  social  exigen  que  valía- 
mos á  adoptar  el  modo  con  que  habíamos  ido  haciendo  esta  verídica 
y  molesta  relación;  volvamos  pues  áél  para  que  lógicamente  podames 
llamar  malvada  á  una  niña  de  16  años,  educada  en  la  corte  de&rloa 
IV  por  dos  mercaderes  pusilánimes  é  ignoramos. 

¡Válganos  Dios,  qué  infame  era  Lucia!  Llegó  S presencia  delpadn 
Nolasco  sin  estremecerse,  sin  caer  en  la  cuanta  de  que  allí  iban  i 
pasar  por  un  examen  severo  sus  mas  recónditos  secretos. 

— jllola,  hola!  dijo  el  Padre,  y  cómo  creció  la  perla  de  esta  casa. 
¡Dios  la  bendiga! 

Y  al  mismo  tiempo  alargaba  su  blanda  mano  á  Lucía,  que  se  la 
beaó  como  le  habían  ensefiado. 

—Es  lo  primero  que  se  le  ha  ocurrido  al  señor  doctor  que  esU 
maffana  subió  á  visitarnos  de  paso,  dijo  D.  Fermín. 

—Y  ¿qué  tal,  qué  tal?  la  salud  parece  buena. 

—A  Dios  gracias,  contestó  en  coro  la  familia. 

—A  Dios  sean  dadas,  replicó  el  padre  Nolasco.  Y  damos  gusto  ál* 
padres  amándolos  y  reverenciándolos  después  de  Dios,  ¿no  es  eso?  Ti 
lo  sé,  ya  lo  sé.  ¡Oh,  lo  que  se  mama  no  se  pierde!  Bien  se  conoce  es 
ese  modo  que  tal  madre  (ovo. 

Lucia,  según  prescripción  de  la  ordenanza,  tenia  las  manos  ¿mu- 
das sobre  el  pecho  y  los  ojos  bajos. 

— Y  en  la  educación  que  ha  recibido,  se  descubre  también  que  la 
ilustración  y  prudencia  de  los  padres  es  la  piedra  fundamental  (W 
porvenir  de  los  hijos.  A  ver  cómo  me  lees  un  poquito  en  presencia 
de  tus  seflores  padres,  si  dan  para  ello  permiso. 

—¡Con  mil  amores!  [Vaya! 

El  padre  se  levantó  á  buscar  na  libro  por  un  lado;  la  madre  bas- 
caba por  otro;  atolondrados  no  daban  con  él. 


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NI 

— jQuél  en  el  rayo,  en  el  rayo;  abriendo  wn  página  á  te  easuatt- 
dad,  no  va  4  examinarse  de  doctora. 

—Toma,  dijo  á  este  tiempo  la  madre:  lee  en  este  y  perdone  el  padre 
Nolasco;  que  teniendo  este  la  letra  mas  pequero,  será  vencida  diücul- 
tad  mayor. 

'Vamos,  pues,  sea;  dijo  el  padre  Notases. 

—Vamos,  leet  bija  mia9  afiadió  la  madre. 
m  Luisa,  ascendido  el  roslto,  dijo  en  voz  baja  y  temblorosa:  ¿en 
déadeleot 

—A  tu  gasto,  hija;  toma  ahí  en  e»ta  página  que  se  ha  abierto  sin 
querer.  Cogió  Laoia  el  libro,  pásese  la  lengua  por  les  labios,  que  te- 
nia secos  y  ardientes,  y  comenzó: 

•Oración  para  alcanzar  del  Señor  la  gracia  indispensable  para 
•lirir  conforme  á  sus  móndalos. 

«¡OA  Seüor,  Trino  y  uno,  infinitamente  lueno,  que  castigas  al 
malo..  M* 

—May  bien,  perfectamente,  dijo  el  padre  Nolasco.  Señores, 
lee  me  y  de  corrido  y  con  el  sentido  que  el  asunto  requiere.  (Yara, 
▼aya  con  la  ñifla!  Muy  satisfechos  deben  estar  vuestras  mercedes 
con  tal  joya. 

—En  punto  á  educación,  dijo  el  mercader,  no  podrá  decir  nadie  que 
debamos  cosa  alguna  á  nuestra  hija,  y  vea  su  paternidad,  afiadió  re- 
volviendo los  bobillos:  también  he  procurado  que  se  familiarizare 
non  la  letra  de  mano,  porque  ¿quién  sabe  si  mafiana  ó  el  otro  dia  po- 
drá serle  conveniente? 

V  poniendo  ante  los  ojos  de  Lucia  una  carta  de  su  pariente  el  ar- 
cediano, se  la  dio  á  leer  á  la  ñifla,  que  k>  bizo  muy  á  gusto  de  lodos. 

Entretanto  y  en  lo  restante  de  la  visita,  el  fraile,  ya  directa,  ya  in- 
directamente, estuvo  observando  á  Luda,  y  los  padres  de  esta,  que  le 
observaban  á  61,  adquirieron  poco  apoco  confianza  al  verqoeel 
sagú  y  entendido  religioso  no  daba  muestras  de  cosa  que  pudiera 
alarmarles. 

Rn  resumen,  después  de  la  visita  se  celebró  nuevo  consejo  de  fa- 
milia, y  el  padre  Nolasco  declaré  se  reservaba  darles  consejo,  por- 
que en  su  concepto  el  estado  de  n  hija  no  tenia  nada  de  grave;  pero 
que  á  su  pareeer  y  sin  otro  ánimo  que  el  de  responder  4  sv  consulta, 


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m  nusünon 

no  sería  malo  que,  después  de  alguno*  días  de  preparación,  se  pre- 
sentase Lucia  en  el  tribunal  de  la  penitencia. 

Parecióles  muy  bien  á  los  mercaderes  el  consejo,  y  determinaron 
que  á  los  ocho  días  se  pusiera  en  práctica. 

Lucia,  acostumbrada  al  cumplimiento  de  aquel  deber  religioso,  hizo 
su  exámeft  de  conciencia,  acompañado  de  ayunos  y  lecturas  piadosas, 
y  se  arrodilló  ante  el  padre  Nolasco. 

Volvió  la  doncella  á  su  casa  acompañada  de  su  señora  madre,  y  en 
su  semblante  se  conocía  que  por  su  interior  habia  pasado  algo  ex* 
traordinario.  Sobre  esto  y  sobre  lo  largo  de  la  confesión,  anduvieron 
cuchicheando  todo  el  dia  sus  padres.  Ella  fué  en  busca  de  la  soledad, 
deseosa  sin  duda  de  que  nadie  pudiera  leer  en  su  rostro. 

Lucia  habia  sido  veraz  en  su  confesión;  nada  había  ocultado;  á 
pesar  de  que  en  mas  de  una  ocasión  la  verdad  había  salido  con  repug- 
nancia de  sus  labios.  Aquel  monstruo  tuvo  que  revelar  allí  vergon- 
zosos movimientos  que,  según  dijo,  la  acometían  involuntariamente; 
confesó  también  que  ignoraba  los  medios  de  librarse  de  las  angustias 
con  que  sentía  oprimírsele  á  veces  el  ánimo;  dijo  que  habia  ocultado 
á  sus  padres  los  primeros  desvarios  de  su  imaginación,  so  pretexto 
de  que  tenia  miedo  de  que  la  avergonzasen,  porque  desde  muy  niña 
le  habían  repetido  mil  veces  que  las  doncellas  cristianas  y  las  hijas 
bien  criadas  no  pensaban  ni  sentían,  según  ella  habia  pensado  y  sen- 
tido. En  aquel  tribunal  solemne  declaró  con  lágrimas  qoe  le  arrancaba 
su  propia  miseria,  todo  lo  que  habia  de  mundano  en  su  alma,  aquella 
hija,  vergüenza  de  dos  honrados  vasallos. 

Ninguna  cosa  mas  parecida  á  la  lealtad  que  aquella  confesión;  mas 
no  debemos  calificar  de  leal  un  acto  verificado  merced  á  la  eficacia 
del  sacramento  y  de  ningnn  modo  debido  á  la  espontánea  voluntad 
de  Lucia,  pues  ya  hemos  dicho  que  mas  de  una  vez  hizo  por  resis- 
tirse á  declarar  ciertas  verdades. 

D.  Fermín  y  D*  Prisca  esperaban  impacientes  y  algo  azorados  al 
padre  Nolasco,  cuando  aquel  recibió  por  un  mandadero  una  carta  del 
confesor  en  que  le  decía  que  la  entrevista  debían  tenerla  ellos  dos  á 
solas,  á  cuyo  efecto  le  suplicaba  que  se  sirviera  ir  averie  á  su  celda 
y  buscase  un  pretexto  eficaz  para  que  su  esposa  no  cayera  en  sospe- 
cha de  que  importase  ocultarle  lo  que  tratar  debían  respecto  á  su  hija. 


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DE  EUftOFÁ.  9*3 

Mas  y  mis  se  azoró  el  mercader  de  lanas  al  enterarse  del  eooto- 
nido  de  la  misiva;  mas  y  mas  se  conturbó  al  bascar  medio  de  verse 
con  el  padre  sin  qoe  Prisca  trasluciese  so  secreto;  y  con  toda  su  dis- 
creción no  podo  evitar  que  Prisca  adivinase  ó  barruntase  loque  ocur- 
ría, ni  evitó  tampoco  el  trastorno  que  en  ella  produjo  la  revelación 
que  le  hizo  de  que  la  conferencia  con  ei  padre  debia  de  ser  secreta 
entre  los  dos. 

Culpa  todo  de  Lucia;  que  si  ella  hubiera  sido  buena,  su  padre  no 
habría  tenido  ocasión  de  caer  en  la  debilidad  de  hacer  revelaciones 
temerosas  á  D.'  Prisca. 

El  fraile  y  el  mercader  pasaron  mas  de  dos  horas  en  la  celda.  Se 
habló  un  poco,  muy  poco  (y  siempre  en  sentido  condicional)  del  in- 
flujo de  los  espíritus  malignos;  se  habló  bastante  de  temperamento, 
de  las  consecuencias  de  la  vida  sedentaria  en  ciertas  imaginaciones; 
de  la  fuerza  de  las  pasiones  en  la  juventud;  de  la  flaqueza  de  la  carne, 
y  por  último,  k  cada  periodo  de  los  muchos  en  que  se  dividió  la 
conversación,  el  padre  Nolasco  formulaba  su  dicttmen  brevemente 
diciendo 

— D.  Fermín,  cásela  Vd. 

El  mercader  propuso  á  la  aprobación  del  fraile  los  medios  que  ae 
le  presentaban  á  la  mente  para  precaverse  de  los  males  que  le  ame- 
nazaban, y  el  fraile,  que  aprobaba  unas  veces  y  no  aprobaba  otras, 
volvia  á  terminar  sus  réplicas  con  la  misma  frase: 

— D.  Fermin,  cásela  Vd. 

No  hay  para  que  encarecer  lo  que  sucedería  en  la  casa  de  D.  Fer- 
mín á  si  llegada,  y  durante  la  secreta  cooferencia  que  tuvo  con  su 
esposa.  Lo  que  antes  eran  recelos,  se  con  virtieron  en  terrores,  y  espe- 
cialmente para  la  pobre  madre,  todo  lo  mas  terrible  le  parecía  cierto 
é  infalible. 

Aquella  noche,  mientras  Luda  estaba  entregada  al  suefio  ó  mas 
bien  al  reposo  qne  necesitaba  después  de  los  esfuerzos  que  había  he- 
cho en  la  confesión,  su  madre  le  cosió  muy  ocultamente  un  escapu- 
lario de  la  Virgen  del  Carmen  en  lo  interior  de  la  falda  del  vestido;  y 
al  otro  dia  y  los  ocho  siguientes  hizo  que  la  acompañara  á  la  Virgen 
de  la  Paloma,  á  cumplir  una  novena.  T  aun  haciendo  el  sacrificio  da 
togir  que  trataba  de  premiar  su  obediencia  y  buen  comportamiento, 


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m 

b  colgó  M  c«d!o  m  relicario,  traído  efpreasawnle  <k  Romafor 
u  amigo  den  lio  d  arcediano. 

No  se  volvió  á  llamar  al  módico,  i  pesar  de  qae  ad  parecía  ana- 
nejarlo  hasla  el  padre  Nolasco  mismo,  coo  so  insistencia  aa  h^Uir 
del  temperamento  y  de  la  edad  y  de  la  imaginadoa  j  del  góaero  da 
vida  de  Loria,  y  ana  tal  vea  por  eso  mismo  no  se  le  llamó;  parque 
entre  las  dichas  indicaciones  del  fraile  y  las  cosas  que  (sin  romper 
el  secreto  de  la  cocieron)  dio  á  entender,  resoltaba  en  concepto  de 
D.  Fermín,  y  no  te  encañaba,  que  habría  de  serle  muy  penoso  y  k 
había  de  llenar  de  vergüenza  el  tratar  con  el  doctor  de  ciertos  por- 
aseñores  de  la  dolencia  El  respeto  y  la  reverencia  que  al  merca- 
der rasuraba  el  director  espirioal  de  la  familia,  no  se  la  inspirabas! 
doc'or,  hombre  al  fin  mundano,  lego  y  solterón  por  añadidura. 

La  resolución  do  casar  k  Lucia,  ¿  pesar  de  sus  pocos  alas,  prera- 
leció,  y  foé  cosa  hecha  des  le  luego. 

¡Grande  apuro  el  del  padre!  Para  él  era  evidente  que  sa  bija  tenia 
su  entendimiento  y  voluntad  para  saber  qné  clase  de  paciones  eraa 
las  su) as  y  vencerlas;  mas  no  la  creía  dolada  de  enkndimieott  oi 
experiencia  bastante  para  elegir  esposo  ni  para  cumplir  como  era  de- 
bido coa  d  que  le  mandasen  lomar.  T  en  esto  no  se  apartaba  del  co- 
man stntir  el  buen  mercader  de  lanas. 

{Dieiiseis  afios  y  casarla!  Cierto  que  le  habían  eosefiado  yacÉauti 
ensefiarle  podían;  f-ero,  con  ledo,  Prisca  y  Fermín  opinaban  que  un* 
afios  mas  de  vida  seden' aria,  de  obediencia  filial  y  de  buenas  prác- 
tica* n6  podían  serla  siao  fáuy  provechosos. 

El  fraile,  empero,  habla  ce  hado  hablando  coa  D.  Fermín  m  pana* 
fe  en  que,  4  mellas  de  mil  salvedades,  hizo  presente  los  pHigrosqus 
ctrre  la  honestidad  de  ciertas  doncellas  cuando  el  demonio  las  tiesta, 
y  las  amararas  que  pa?an  los  padres  de  estas  doncellas  Cu*dt  h 
carne  es  tan  flaca  qne  cede  á  la  tentación. 

A  la  idea  de  que  el  pecado,  la  deshonra  y  el  escándalo  podieraa 
un  día  profanar  aquel  asilo  de  largas  generaciones  virtuosas,  se  to 
helaba  á  ambos  esposos  la  médula  de  los  baesos;  y  convinieron  ea 
que,  para  cerrar  la  puerta  a)  pecado,  (o  mejor  era  dar  su  hija  i  ü 
marido  que  viviera  ea  otra  parle. 

D.  Fernán  no  era  pobre;  dotó  con  larguen  á  su  hija,  msslraadi 


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M  IWOFi  SS« 

«si  el  mocho  amor  que  como  padre  le  tea»;  diéee  i  bascar  yerno  y 
como  so  natural  discreción  se  fué  ideando  con  el  móvil  qoe  le  im- 
pulsaba, no  tardó  mocho  en  dar  con  oo  bellísimo  sugeto.  mer- 
cader también  y  acomodado,  hombre  qoe  ni  había  dado  nunca  pí- 
talo á  murmuraciones,  ni  ora  tibio  en  sn  amor  i  Dios  y  4  las 
reales  personas. 

Lacia  estaba  triste  sin  dada,  porqie  el  pecado  que  germinaba  en 
sn  corasen  no  daba  entrada  en  él  á  la  atarla  qoe  tóele  ser  compa- 
fiera de  la  inocencia.  T  Luca  en  medio  de  so  malignidad  no  ocul- 
taba so  tristeza,  sin  doda  porqoe  Dios  no  consiente  á  los  malos  la  fa- 
cultad de  poder  ocultar  todo  lo  qoe  pasa  en  so  alma. 

Escosado  nos  parece  advertir  qoe  sus  padres  habían  sido  harta  ex- 
cesivamente compasivos  para  oon  ella,  pues  no  le  dieron  i  entender 
nada  da  cnanto  había  ocurrido. 

Cuando  ya  tuvieron  en  buen  ponto  el  trato  matrimonial  con  el 
mercader  D.  Gervasio  de  la  Torre,  procuraron  explorar  el  ánimo  de 
la  doncel. a,  y  vieron  que  se  mostraba  como  siempre  habla  hecho  en  sn 
perfidia,  esto  es:  sumida  á  so  paterna  volotead  y  dócil  á  sos  indica- 
ciones. Al  fin,  después  de  aquellos  prudentes  rodeos  oon  qoe  se  sue- 
len preparar  los  caminos  para  llegar  á  (toes  análogos,  le  anunciaron 
que  lenian  prometí  la  so  mino  á  on  honrado  amigo  de  la  familia,  ad- 
virtieodo,  empero,  qoe  por  nada  del  mondo  forzarían  so  voluntad, 
y  qoe  si  bien  ellos  verían  con  gusto  aquel  matrimonio,  so  compromi- 
so no  tenia  nada  de  inquebrantable. 

¿Qué  pasó  por  Lucia  al  oir  aquel  anoncio  y  al  recibir  aquella 
muestra  de  consideración  de  sos  padres?  j  Misterios  insondables  del 
alma  humanal 

Pareció  recibir  la  nueva  moy  á  placer;  opuso  con  respetuosas  apa* 
riendas  el  reparo  de  serle  descooecido  el  novio;  mostró  una  sorpresa 
confundida  con  mil  otras  sensaciones  <n  vista  de  qoe  sin  empeño  ni 
cosa  parecida  por  su  parte  se  hubiera  tratado  de  casarla;  haita  se 
atrevió  k  admirarse  de  que,  apenas  campillos  diez  y  seis  afios,  sos 
padres  le  brindaran  con  on  e*tado  qoe,  según  les  bahía  oido  decir,  era 
para  mayor  edad  y  entendimiento;  y  todo  e*to  de  ona  manera  tan  tí- 
mida y  con  caracteres  aparentes  de  ona  inocencia  tan  grande  qoe,  si 
na  nos  detoviera  el  temor  de  disculparla,  diríamos  qoe  el  mismo  de- 
is* 


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ttt  tftJAOMSS 

moaio  hablaba  por  su  boca.  Pero  no;  era  ella,  ella,  i*  fiborana;  en 
ella,  la  encarnación  de  la  perversidad. 

Por  fin,  se  le  contestó  cono  fué  posible  y  se  sefialó  dia  para  la  en- 
trevista de  los  novios,  que  fuá  en  domingo  y  en  la  mesa,  pues  D.  Ger- 
vasio fué  convidado  á  comer  para  que  tuvieran  ocasión  de  verse  y 
apreciarse. 

Era  D.  Gervasio  nn  mercader  de  baeaa  constitución;  color  sano, 
temperamento  bueno;  costumbres  ordenadas,  de  aseo  en  la  persona  y 
crédito  en  la  plaza. 

Parecióle  bien  Lucia,  como  parecía  bien  á  todo  el  mundo;  no  aba- 
só de  la  confianza  que  se  le  dispensaba ;  pero  sin  traspasar  el  límite 
de  lo  honesto,  sopo  referir  dos  chascarrillos  de  novios  que  ameniza- 
ren muy  macho  la  conversación  y  trató  con  tan  respetuosa  amabili- 
dad 4  sos  futuros  suegros,  que  los  dejó  encantados  de  sus  buenas 
prendas.  Tuvo  también  para  Lucía  espresiones  de  grande  afición 
y  fino  aprecio,  y  se  retiró  ea  momento  tan  oportuno  que  no  pudieras 
lacharle  de  indiscreta  pesadez  ni  de  carácter  arisco  y  falta  de  trato. 

Aquel  hombre  honrado  na  prodqo  ninguna  profunda  sensación  en 
el  ániasw  de  Lucia  qw  sin  duda  debía  ser  insensible  para  el  bien. 
.  Lo  que  se  iba  labrando  en  ella  era  la  idea  de  lomar  estado,  quizás 
-y  sin  quices  presintiendo  que  no  padecería  al  lado  de  sa  esposo  la 
saludable  sujeción  en  que  la  mantenían  sus  padres.  Por  oso  se  fo¿ 
disipando  su  túatesa  que»  desvanecida  como  por  encanto  al  tratar  ée 
las  joyas  y  las  galas  con  que  debía  solemnizarse  el  matrimonio,  ali- 
vió en  gran  manera  el  áome  de  sus  padres. 
.  Poco  oartfio  mostró  al  novio  á  los  comienzos;  pero  él  que  con  la  fl- 
uía de  D.  Fermín,  la  de  0/  Prísca  y  el  buen  agrado  de  Lacia,  co- 
menzó á  visitarla  diariamente,  se  hizo  poco  á  poco  buen,  lugar,  de 
suerte  que  al  c*bo  de  qn  mes,  si  algún  dia  retardaba  por  ventara  ua 
cuarto  de  hora  la  de  su  visita,  Lucia  era  la  primera  en  exclamar: 

>—¿Qué  le  habrá  pasado? 
,    Llegaba  Gervasio  y  se  le  daba  cuenta  de  como  habían  pasadoquia- 
ce  minutos  de  inquietud  y  él  la  agradecía  y  se  disculpaba  con  buen 
mado  y  aquella  noche  les  dejaba  mas  satisfechos  que  nunca. 

Poco  á  poco  fué  desapareciendo  entre  ellos  la  etiqueta,  y  cerno  era 
necesaria  cierta  familiaridad  para  tratar  el  asunto,  de  la  boda,  se  die- 


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DE  EUIOPA.  m 

ron  mafia  todos,  cada  «no  por  su  lado,  y  no  moa  antea  de  consumar- 
se  el  hecho,  ae  trataban  ya  todos  como  de  una  misma  famiKa. 

Cagáronse.  Lloró  mncho  D.f  Prisca;  lloró  la  pérfida  Lacia;  pero  ai 
fin  los  padres  hallaron  el  justo  alivio  á  sn  dolor  en  el  desahogo  que 
experimentaban  al  considerar  que  dejaban  á  sn  hija  casada  con  un 
mercader  honrado. 

Gervasio  había  observado  siempre  la  mayor  honestidad:  llegaba  al 
matrimonio,  no  como  otros,  rendidos  ya  por  los  vicios  ó  siquiera  es* 
tragados  por  la  repetición  de  ilícitos  placeres. 

Este  mismo  concepto  formó  ó!  de  la  que  el  ciclo  le  deparó  por  esposa, 
y  en  cuanto  á  lo  material,  creemos  que  no  se  engallaba.  Vivieron  algín 
tiempo  entre  gra'as  satisfacciones,  y  biep  puede  asegurarse  qie  mas 
de  un  mercader  severo  censuró  como  exageradas  las  muestras  de  ca- 
rillo que  Gervasio  daba  á  su  esposa  eo  ocasiones  en  que  los  deberes 
de  su  tienda  deberían  haberle  atraído  k  otros  pensamientos. 

Luda  adquirió  eo  breve  tiempo  el  complemento  de  aquel  ¿enero  de 
belleza,  mas  peligroso  para  los  sentidos. 

Aquellos  hermosos  ojos  que  le  diera  el  cielo  resplandecían  mas; 
parecían  haberse  agrandado  •  sus  gracias  naturales  todas  tenian  el 
poder  da  la  seduccioo,  llevado  ¿  un  punto  irresistible.  Si  boca  pro- 
vocaba aun  en  medio  del  suefio,  cuando  mas  agena  debia  creérsela  de 
intentos  ni  ideas  seductoras. 

T  es  el  caso  que,  siendo  su  belleza  tanta,  escitó  extraordinariamente 
el  amor  material  de  su  marido,  y  aquel  hombre,  basla  entones  sensa- 
to y  de  bien  ordenados  afeólos,  llegó  k  hacer  locaras,  verdaderas  lo* 
curas  por  las  gracias  de  su  espora,  que  con  sn  funesta  heraaosuim 
convirtió  en  insensatez  lo  que  hasta  entonces  babia  sido  bueii  juicio 
en  su  marido. 

El  maligno  encanto  de  Lucia  no  desaparecía  nunca;  producía  una 
sed  espantosa,  brindaba  con  la  reparación  y  era  como  todas  las  rosas 
del  demonio:  en  vez  de  saciar,  escilaba;  en  vez  de  refrescar,  abrasa* 
ha;  ofrecía  consuelo  y  daba  desesperación.  T  estaba  sin  dada  en  ella 
el  demonto,  porque  no  experimentaba  fa'iga,  sino  alivio,  y  cuanto  mas 
se  perdía  Gervasio,  mas  ganada  parecía  ella,  y  cuando  él  amanecía 
macilento  y  cetennado,  ella  gentil  y  rozagante. 

Al  fin  y  al  cabo,  fuese  por  sus  desórdenes,  feeee  por  la  maligna 


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tSt  MUSI0K1S 

influencia,  enfermó  Gervasio  y  eslavo  á  la  muerte.  Dos  ó  tres  dias 
anduvo  la  familia  ya  encomendándole  á  Dios,  hasta  que  por  fortuna 
qoiso  la  Providencia....  ó  mas  bien  por  desgracia  suya  sanó,  como 
veremos  k  so  tiempo. 

Sanó,  y  apenas  convaleciente,  salió  de  Madrid  y  fué  á  pasar  ana 
temporada  á  la  costa  meridional  del  reino. 

Lloró  Lacia  so  ausencia,  como  había  Horado  por  el  peligro  en  que 
viera  sos  dias....  ¡llanto  de  cocodrilo,  llanto  de  engafio  y  perfidia!  Si 
no  hubiera  sido  por  ella  y  por  so  funesta  hermosura,  Gervasio  no 
habría  cometido  los  escesos  que  acabaron  con  la  buena  salud  qiia 
hasta  entonces  había  gozado. 

A  bien  qte..*.  ¡Dios  la  castigó! 

Si  elia  no  hubiera  sido  capaz  de  vicios,  el  pobre  Gervasio  no  bu* 
biera  podido  caer  en  ellos. 

Pero su  alma  su  palma. 

Que  ya  volvió  el  buen  mercader  Latorre  al  lado  de  su  esposa,  qw 
volvió  no  restablecido,  porque  era  irreparable  el  detrimento  que  su 
salud  había  padecida;  pero,  en  fln,  había  recobrado  fuetzas  y  podía 
atender  á  mis  negocios,  aunque  tampoco  con  aquel  despejo  y  aquella 
asiduidad  de  que  babia  sido  capaz  hasta  entonces. 

Mas  ¿qué  creía  ella?  que  tras  aquellos  disgustos  y  aquella  ausencia 
iban  á  volver  los  desórdenes;  y  cuando  el  pobre  Gervasio  mostraba  en 
el  semblante  el  acabamiento  de  su  vitalidad,  día  aparecía  como  sien- 
pre  bizarramente  briosa,  sonrosadas  las  frescas  mejillas,  colorados 
los  ondulantes  labios,,  tan  anhelante  de  actividad  y  movimiento  como 
de  reposo  y  sosiego  su  pobre  victima. 

T  entonces  fué  cuando  comenzó  á  descubrirse  la  profunda  perversi- 
dad de  Lucia  &  quien,  si  mal  no  recordamos,  ya  hemos  calificado  de 
monstruo. 

Gervasio,  bien  aconsejado  por  su  médico  y  su  confesor,  llevaba  una 
vida  muy  ordenada;  procuraba  huir  del  bullicio;  evitaba  toda  agita- 
ción: su  único  placer  era  el  paseo  por  lugares  solitarios  y  saludable*. 
las  fiestas  ruidosas,  la  charla,  las  comedias,  tertulias  y  merieodas  no 
le  ocuparon  un  solo  momento. 

Esta  conducta  trascendía  hasta  lo  mas  intimo  de  su  persona,  porque 
asi  lo  ezigia  el  estado  de  su  salud. 


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M  BOftOPA.  til 

Llevábalo  Lucía  muy  i  mal  y  do  la  ocultaba,  aumentando  asi  loa 
padecimiento*  de  su  esposo.  Amábala  este  y  tanto  por  su  amor  como 
porque  aun  no  estaba  bastante  desengañado  ,  una  Tez  volvió  á  abrir 
el  pecho  á  la  esperanza  de  gozar  en  brazos  de  Luda  las  delicias  del 
lícito  carífio ;  mas  ¡ay!  ya  no  era  tiempo,  y  el  desdichado  hubo  de 
convencerse  de  que  el  haberse  dejado  arrastrar  por  los  infernales  en- 
cantos de  su  compañera,  le  babia  cerrado  para  siempre  la  fuente  de 
la  felicidad. 

El  único  consuelo  que  le  quedaba  en  su  desventura  era  contemplar 
aquella  belleza  causa  de  sus  males,  y  aun  su  consuelo  mismo  se  con- 
vertía en  pena,  porque  le  recordaba  su  perdición. 

La  tranquila  existencia  del  hogar  doméstico  no  era  del  gusto  de 
Lucia  y  su  esposo  tuvo  la  complaciente  debilidad  de  consentirle  cierta 
soltura  en  que  jamás  debió  haber  cooseoido. 

Le  permitió  que  tuviera  trato  con  amiga* ;  qnefrrcuehtara  el  Cor- 
ral de  la  Cruz  en  todo  tiempo,  dejó  que  asistiera  á  terfnUas  de  no- 
che, y  elh,  en  vez  de  [Jarrar  con  el  debido  agradecimiento  tantas  bon- 
dades, ¿cómo  correspondió  á  ellas?  con  la  roavor  ingratitud. 

Introdújose  en  el  domicilio  conyugal  un  pisaverde,  un  miserable; 
que  solo  un  miserable  podía  hallar  gracia  á  los  ojos  de  Luda.  Aquel 
hombre,  dócil  y  bien  criado  en  la  apariencia ,  no  ge  hizo  sospechoso 
ni  podia  serlo  k  los  ojos  del  esposo;  firgiase  poseedor  de  un  mediano 
caudal,  era  bien  nacido,  y  en  su  ameno  trato  babia  mas  parte  para 
hacerle  bienquisto  que  para  que  le  rechazaran. 

Sin  respeto  á  loa  vínculos  conyugales  y  contando  con  la  fla- 
queza de  Lucia  y  sus  naturales  propensiones  ,  concibió  un  infernal 
proyecto,  y  poco  tardó  en  llevarlo  á  cabo. 

Encendió  en  vergonzosos  deseos  á  su  amiga,  que  poco  necesitó  pa- 
ra inflamarse....  y  aqui  debemos  hacer  mención  de  una  circuns- 
tancia que  no  carece  de  valor. 

Luda  se  dejó  trastornar  por  e!  pisaverde,  que  D  Juan  Carrillo  se 
llamaba;  pero  vaciló,  casi  podemos  decir  que  se  resistió,  mas  no  fué 
ciertamente  por  virtud,  sino  por  cálculo.  Espantóse  ante  la  idea,  no 
del  vicio,  sino  del  escándalo.  Ya  cuando  se  babia  dejado  dominar  por 
la  incontinencia,  tuvo  la  audacia  de  volver  á  su  marido,  pensando  que 
mas  le  valia  tener  por  cómplice  de  sus  liviandades  al  esposo»  que  al 


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n*  WNoras 

galanteador.  El  pobre  (terrario  fié  objeto  de  bu  mu  vergonzosas  pro- 
vocaciones: Lacia  quiso  atraerle  4  la  mala  senda  con  locuras,  m  li- 
grimas, con  iras,  con  súplicas,  y  lauto  podía  con  él  que  basta  le  hizo 
desear  la  posibilidad  de  satisfacerla,  aunqae  fuera  á  eos  la  de  stt  vida; 
mas  Dios  no  permitió  que  tan  honrado  varón  se  condenara  cumplien- 
do tan  mal  deseo:  Gervasio  era  un  marido  cadáver. 

El  escándalo  que  con  este  motivo  bobo  en  so  casa  y  llegó  á  <ados 
de  mancebos  y  dependientes,  le  causó  mucha  vergüenza. 

Ella  irritada  coa  el  estado  del  marido  y  con  las  continuas  exigen- 
cias del  amante,  rompió  el  freno  al  pudor,  llamó  á  la  infamia  á  ve- 
ces y  ya  no  atendió  á  la  razón,  ni  tuvo  en  cuenta  el  decoro  para 
nada. 

No  pensaba,  no  veia,  no  trataba  cosa  que  no  fuera  Carrillo.  El  era 
con  frecuencia  y  escándalo  convidado  á  la  mesa  del  marido;  con  él 
conversaba  lardes  enteras;  con  él  paseaba  cuando  debiera  estar  es- 
tragada á  sus  quehaceres  domésticos;  con  él  sofiaba:  para  él  vivía. 

El  vicio  no  tiene  limite:  con  la  honra  snya  y  la  de  su  marido  llegó 
Lucia  á  entregar  al  amante  basta  el  dinero  de  la  gabela,  para  lo  cusí 
hubo  de  mandar  sin  duda  que  forjasen  llaves  falsas. 

Ya  las  personas  de  respeto  habían  ido  retrayéndose  de  visitar  la 
casa.  Has  eso  no  era  bastante. 

Después  de  la  falta  de  estimación  en  que  Luda  tuvo  á  su  marido, 
vinieron  los  desprecios  no  disimulados;  de  suerte  que*  Gervasi, 
haciendo  un  esfuerzo  supremo,  hubo  de  recobrar  el  imperio  per- 
dido ,  cerró  la  puerta  de  su  morada  al  seductor  y  redujo  otra  veii 
su  mujer  á  la  sujeción  de  que  nunca  debió  haber  salido. 

Contenidos  tan  repentinamente  en  sus  vicios,  los  dos  amantes  pa- 
saron algunos  dias  de  asombro  y  de  perplejidad  que  era  de  esperar 
les  hicieran  volveren  si  y  reconocer  sus  abominables  acciones;  ma* 
los  perversos  no  se  enmiendan  así,  porque  no  quieren. 

Lucia  se  quejó  unas  veces  blandamente,  otras  con  terrible  enojo;  tu- 
vo la  desvergüenza  de  llamar  necio  tirano  al  hombre  que  por  honor 
de  entrambos  se  proponía  atajar  su  desenfreno,  y  se  entregó  á  actos 
de  desesperación  escandalosos  y  que  se  nos  resiste  apuntar  eo  el 
papel. 

¿&  qué  no  se  atrevería  aquella  mujer  para  que,  trascurrido  cierto 


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M  SQtOfA.  MI 

espacio  de  tiempo,  Gervasio  volviese  á  admitir  al  seductor  en  su  mo- 
rada? 

Si;  Gervasio,  el  desdichado  Gervasio,  el  esposo  infamado,  consintió 
en  admitir  de  nuevo  en  su  casa  al  hombre  que  le  robaba  sos  mas  car 
ros  intereses,  ofuscado,  atemorizado  tal  vez;  cediendo,  esta  es  la  ver- 
dad, á  algún  poderoso  resorte  que  no  dos  es  m  fué  de  nadie  cono- 
cido. 

lAy>  cuan  castigada  quedó  su  debilidad! 

Ta  Lucia  y  su  cómplice,  seguros  é  impunes,  confiando  principal- 
mente en  la  inercia  de  aquél  de  quien  mas  debieran  haber  lemido,  se 
lanzaron  desatentados  por  la  pendiente  de  las  pasiones.  Un  vértigo, 
una  locura  era  su  vida.  Ciegos,  frenéticos,  exasperados  por  la  priva- 
ción que  habiau  experimentado,  no  se  saciaban  de  vida  licenciosa,  ni 
de  alropellar  todas  las  leyes  y  consideraciones  divinas  y  humanas. 

Para  ellos  la  razón  no  tenia  fueros,  ni  el  deber  imperio,  ni  la  so- 
ciedad prescripciones  dignas  de  acatamiento. 

Asi  lo  pagaba  el  marido,  que  padecía  en  silencio  congojas  y  amar- 
guras que  no  son  para,  referidas. 

Y  en  medio  de  aquel  delirio  y  de  aquella  obcecación,  llegó  á  pa- 
recerías tan  enojoso  todo  lo  que  les  era  obstáculo,  que  hasta  se  les 
hizo  insoportable  el  amparo  y  la  seguridad  que  hallaban  en  el  si- 
lencio del  marido. 

El  deseo  de  continuar  por  aquella  senda  sin  dependencia  de  nadie, 
libres  y  duefios  de  si  mismos  como  los  brutos,  les  inspiró  el  pensa- 
miento de  verter  la  sangre  del  honrado  mercader. 

¿Lo  meditaron  mucho?  si;  mucho  lo  meditaron  antes  de  ponerlo 
en  práctica;  primero  porque  eran  cobardes  como  todos  los  malvados; 
también  porque  el  cielo  no  consentía  que  de  pronto  viesen  llano  y 
fácil  el  camino  del  crimen,  dándoles  asi  tiempo  y  lugar  para  la  re- 
flexión, el  arrepentimiento  y  la  enmienda. 

Pero  en  lugar  de  suceder  asi,  su  ceguedad  iba  cada  día  en  au- 
mento; su  impaciencia  les  ofuscaba  cuando  mas  necesidad  tenían  de 
luz;  ni  entraron  en  si  mismos  para  conocer  el  dafio  y  evitarlo,  ni 
una  sola  vez  se  les  ocurrió  pedir  al  cielo  fuerzas  y  consejo. 

El  mal  era  dueño  de  sus  almas,  y  por  último  determinaron  quitar 
la  vida  al  inocente. 


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*2  NUUM0NA0 

Las  congojas  y  sobresaltos  que  comenzaron  á  experimentar  desde 
el  panto  en  que  concibieron  Un  mal  propósito,  fueron  castigo  iHlid- 
pado  á  sn  maldad;  mas  no  castigo  bastante,  supuesto  que,  á  pesarde 
todo,  perseveraron  en  «a  criminal  demencia. 

Un  terrible  allercado  que  hoto  entre  les  dos  esposos  acabó  de  in- 
clinar la  ba'anza  y  quizás  precipitó  y  completó  lamina  de  todos. 

Carrillo  al  saber  que  Lucia  habia  recibido  injuria»  de  Gema», 
se  entregó  á  actos  y  profirió  palabras  de  desesperación  verdadera,  i 
fingida,  y  en  presencia  de  su  cómplice  exclamó  que  aquel  hambre  f 
él  no  cabían  juntos  en  la  tierra  y  que  supuesto  que  Gervasio  en  d 
marido  de  cayo  poder  no  le  era  dado  arrancarla,  él  no  veia  otro  (ir- 
mino  que  la  muerte. 

Lucía,  al  oírle  hablar  asi,  se  arrojó  en  sus  braxos  pidiendo  come 
un  beneficio  que  antes  la  matase  á  día;  y  el  resultado  fué  acordar 
para  an  día  fijo  la  muerte  da  Gervasio  en  su  propia  casa. 

Ella  tuvo  buen  cuidado  de  disponerlo  dé  manera  que  ti  asesinato 
fuete  inevitable;  y  todas  las  dudan,  todos  los1  obstáculos,  todas  I* 
vacilaciones  desaparecieren  aate  aqneUas  do*  voluntades  resuellas! 
y  puestas  en  abominable  armenia. 

El  debia  hallar  paso  franco;  herir  A  traición  y  escapar  sin  riesgo. 
Ella  debia  hacer  como  que  casualmente  descubría  el  delito  dftpuei 
de  cometido,  y  puesto  ea  salvo  su  cómplice,  fingiendo  gran  seo* 
mieUo  y  conmoviendo  i  todo  él  mundo  6n  su  favor  por  medio  4 
desmayos  y  alaridos.  Asi  lo  dispusieron. 

Ocurrió,  pues,  la  mafiana  del  (lia  fijado  para  el  crimen,  que  Ger- 
vasio se  sintió  mal,  y  determinó  de  no  bajar,  á  la  tienda  y  guardar  ti- 
ma. Tuvo  necesidad  de  la  asistencia  de  su  mujer,  y  ella  te  asistió 
fingiendo  un  celo  impropio  de  su  carácter. 

Era  quizá*  que  el  remordimiento  roia  ya  sus  entradas,  y  la  visto 
de  aquel  hombre  débil,  inofensivo,  enfermo  y  postrado,  que  al  fia  y 
al  cabo  era  su  marido,  la  turbaba  de  tal  modo  que  todos  sus*  sentidos 
parecían  trastornados. 

El  bueno  de  Gervasio,  al  verla  tan  solícita  y  turbada,  creyó  que 
aquellas  sefiales  eran  de  lástima  y  arrepentimiento.....  ereyóiw 
todavía. 
Gomo  á  cada  momento  se  seatía  desfallecer,  imaginó  que  Ib  «j* 


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ot  motA.  tes 

le  conoció  en  el  rostro  que  estiba  próximo  i  morir  y  se  hallaba  pro- 
fnidamsnto  enternecida  y  deseosa  de  pagarle  en  cuidados,  estima- 
cica  y  atenciones,  el  dato  qte  hasta  entonces  le  había  hecho. 

Asi  pensando»  recapacitó  aquel  hombre  y,  aquejado  de  m  debili- 
dad, echó  sobre  si  parle  de  colpa  de  sos  sinsabores  domésticos,  y 
parteado  de  tai  piádseos  sentimientos,  basta  se  acosó  en  cierto  modo 
del  desarreglo  de  las  pasiones  de  su  esposa. 

Ta  esta  babia  entrado  y  salido  tanas  teoec  de  la  alcoba  para 
atender  4  lo  que  la  enfermedad  exigía,  cnando  i  la  postre  Gertaito 
no  podo  resistir  mas  4  aquel  semblante  hermoso  cnanto  melancólico 
y  desencajado  y,  (Uñándola  con  débil  acento,  le  snpücó  que  se  sen- 
tase 4  salado. 

Estremecióse  Luda  recelando  si  per  tentara  se  había  descubierto 
algún  indicie  de  sus  criminales  prepósitos,  y  el  crédulo  marido  la 
compadeció  pensando  que  la  babia  cttremeride  su  tus  doliente. 

Miróla  cou  ternura,  indicóte  un  asiento  puesto  á  la  cabecera  de  la 
cama  y,  después  que  la  tié  sentada,  sHeueiooa,  bajos  los  ojos  y  tré- 
molos loa  labios,  laoxóun  poetando  suspiro. 

LudaUoraba  y  dejó  correr  largo  ralo  hito  4  hilo  tk  ttanto  que  sin 
duda  su  maldad  le  arrancaba. 

Entonces  Gertamo  asomó  una  mano  per  la  séfcaua  j  la  extendió  4 
su  pérfida  esposa  que,  con  abogados  soHoma  «y  apoyando  su  impura 
frente  eaaqacllamauo  honrada,  hisn  tules  muestras  de  doler  que 
hubiera  conmotido  4  las  piedras. 

Si  aquel  llanto  era  tentadero  ¿porqué  no  osrria  4  destruir  los  pre- 
parantes dispusstos  pura  el  crimen,  per  qoó  no  so  acusó  de  su  felta 
y  de  sus  delincuentes  intencionen  Mas  todo  era  falso  eneDay  en 
taño  se  empefiaria  en  disculparla  el  ingenio  mus  agudo. 

tiertasio  le  dijo  auto  lodo  que  la  perdonaba,  y  le  regóoou  cristiana 
humildad  que  ele  también  le  perdonase* 

Refirió  seguí  sus  faerms  se  lo  permitían  lo  mucho  que  había  pa- 
decido por  ella,  lo  mucho  que  la  babia  amado  y  el  sentimiento  que 
en  aquella  hura  sotoane  le  amargaba  ei  csrnsonpor  oonsiderarae 
hasta  cierto  pontocelpable  del  estratio  de  sos  sentidos.  Se  acusé 
de  sus  arrebatos;  declaró  el  bondadoso  mercader  que  si  él  hubiera 
tenido  mas  experiencia,  habría  encaminado  los  gustos  de  su 
nmm  its 


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tu  rtuuoms 

por  otra  senda,  ó  do  U  habría  temado  por  mijar,  á  pesar  da  sa  ce- 
rillo, cediendo  este  gloría  &  otro  que  hubiera  podido  haeerisi  esaqrf* 
tamenle  dichosa. 

Lacia  do  podia  permanecer  impasible  ante  aquella  lealtad,  aqiála 
veracidad  acendrada  y  aquellas  indisputables  Maestras  de  bondad 
y  ternura;  así  que,  de  vez  ea  cuando  la  negra  culpa  saltaba  ea  su 
pecho  á  impulso  de  las  palabras  del  marido,  y  comenzaba  á  temblar 
iodo  sa  cuerpo,  tiritando  reciamente*  y  rompiendo  el  silencio  oon 
abogados  solloiosde  terrible  angustia.  Estrechaba  eetre  las  suyas 
oon  violencia  las  manos  de  sa  marido,  y  al  oír  ciertas  frases,  sel» 
apretaba  sábila  y  convulsivamente  cual  si  quisiera  rompérselas 

Por  fin,  interrumpiendo  á  Gervasio,  echó  á  llorar  con  grande  aboa- 
daecia,  mesóse  los  cabellos  desesperada,  empezó  á  echar  ayes  cono 
ana  eiperta  comediante,  y  retoráfedose  las  manos, agitaba  la  cabéis 
á  uno  y  otro  lado  sin  articular  raí»  Alguna* 

Be  pronto  se  irgutó  como  «na  tatabra,  extendió  toa  cnspadoi 
brazos  y,  sallándosele  les  ojes  y  abierta  la  boca,  permaeeeté  un  mo- 
mento inmóvil. 

El  reloj  de  la  sala  daba  has  cinco. 

¡Era  la  hora! 

Quiso  é  aparentó  Lucia  querer  dar  m  grito,  mas  en  medio  del 
fliknoio  solo  se  oyó  nn  .rugido  soréa. 

$n  tino,  vacilante,  bamboteáadosey  saltó  de  la  aleaba.  Chocó  c* 
los  muebles  de  la  sala  y  llegó  á  un  pesMo  y  alH  se  encentróos* 
cómplice  que,  puntual  y  silencioso,  iba  á  coasumar  el  crimen. 

Lucia  hiao  ademan  de  sujetarle,  mas  su  brazo  cayé  sin  haberle 
detenido;  hiio  ademan  da  hablarte  como  hubiera  hecho  la  que  be- 
biese tratado  de  disuadirle  de  su  criminal  intento,  y  su  cómplice  ao 
favo  quien  le  detuviera,  y  ella,  en  vea  de  volar  á  colocarse  entres* 
esposo  y  el  puñal  homicida,  se  alejó  de  la  alcoba  y  se  diqó  eser  su 
bsaios  de  sua  criadas  que  se  hallaban  ea  un  aposento  retirado. 

Estas  que  la  vieron  pálida  y  sin  sentido,  acudieron  á  socorrerle?  y 
entre  tanto  Carrillo  despedazaba  el  pecho  del  honrado  mercader,  ce* 
hándose  como  fiera  en  su  inocente  sangre. 

Luda  no  volvió  en  si  basta  que  hubo  dado  tiempo  al  ssatador  psrs 
eoosumar  el  horrendo  delito  y  ponerse  en  salve.  T  ouetdola  alto** 


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aaraoti.  tu 

atrajo  alas  gentes  á  la  alcoba,  tolo  hallaren  en  alia  aa  cadáver  so- 
sangrentado. 

En  le*  pineros  momentos  nadie  sospechó,  nadie  se  atrevió  4  sos- 
peohar  que  ana  espesa  cristiana,  hqa  de  tan  honrados  padrea»  fuese 
cómplice  ni  meaos  instigadora  de  tan  airoi  delito.  May  al  contrario: 
compadecíala  todo  el  miado,  y  al  ver  guafliccioa,  en  vea  de  atribuirla 
al  miado  del  castigo,  la  atribuían  á  cansas  á  cual  mas  honrosas. 

Saoárenla  de  aquella  casa,  qne  solo  horror  y  lástima  inspiraba»  y 
compitieren  &  porfia  los  amigos  de  si  familia  en  prestarle  todo  géne- 
ro de  consuetos. 

La  justicia  bascaba  al  matador,  y  le  bascaba  en  taso. 

Luda»  para  mayor  disimulo  y  seguridad,  no  hablaba  ce*  nadie: 
siampre  qae  fué  interrogada  tngió  la  mas  completa  ignorancia. 

Sin  embarga,  al  cabo  de  atgoa  tiempo  de  infroctaeeas  pesquisas, 
cemenié  á  susurrarse  que  Lueta  quizás  ao  fuese  agsna  al  espantoso 
crimen,  qae  lanía  canaiarnadoaá  cuantos  da  él  eran  sabedores. 

Lacia,  qae  ya  había  empando  4  goxar  de  la  oonfiaata  en  na  ser 
descubierta,  habo  do  sospechar  algo  de  loa  páblicos  roaotoree  y  ae 
alarmé  gravemente,  aonqae  sapo  ocultarlo. 

Salió  ana  mañana  de  la  casa  donde  vivia,  so  pretexto  de  ir  á  la 
iglesia,  mas  encaminó  ana  pasos  nada  menoa  que  á  la  casa  donde  vi- 
vía encubierto  su  cómplice. 

—Es  tonase  partir,  le  dijo;  me  miran  coa  recelo;  sospechan  de 
mi;  ¿para  qné  abrigar  necias  esperanxas?  sospecharán  de  ti  mafiaaa 
y  estaremos  perdidos. 

—Nadie  lo  sabe;  replioó  Carrillo  con  vea  aorda  y  lansande  ana 
torva  mirada  al  rededor  sayo. 

— ¡Ay,  qae  lo  sabe  nuestra  conciencia!  «aclamó  Lacla,  devorada  ya 
por  el  remordimiento. 

—Yo  preso,  callaría.....  T  ¿tu? 

—Galla,  calla;  no  añadas  dolor  á  mi  dolor.  Yo  ao  sé Tamo  qae 

involuntariamente  ae  escape  de  mis  labios  el  terrible  secreto.  No  hay 
ramar  qae  no  me  alarme,  ni  recuerdo  que  no  me  esparte,  ai  consi- 
deración qae  no  me  trastorne  el  juicio.  No  les  en  mis  flacas  faenas, 
qae  al  ia  soy  mujer,  mira  que  temo  volverme  loca;  qae  á  cada  paso 
se  paraca  oír  voces  do  moribundo  y  ver  sangre  en  mi*  ornaos»  y  en 


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ttt  M«ON0 

medio  del  silencio  de  la  noche  me  da  voces,  yo  no  sé  quien,  dentro  de 
mi  misma,  acusándome  á  grito  herido,  de  suerte  que  me  parees  im- 
posible que  do  me  rodeen  las  gentes  y  me  arrojen  al  verdugo. 

|Ob!  jcuitn  cierto  es  que  la  Providencia  deja  caer  enormes  casti- 
gos sobre  los  malvados,  sin  que  uno  solo  escape  á  sn  justicial 

Carrillo,  á  quien  ya  tenia  harto  atemorizado  la  memoria  de  sa  re- 
ciente delito,  se  atemorizó  aun  mas  con  la  sospecha  de  que  Lucia  en 
medio  de  sus  terrores,  pudiera  delatarle,  y  prometió  huir  de  Madrid 
pronta  y  secretamente  y  esperar  en  país  estranjero  que  su  cómpKee 
fuese  4  reunirse  con  él. 

La  Providencia,  empero,  lo  había  dispuesto  de  otro  modo.  Apenas 
se  despedían  los  dos  culpables,  cuando  ya  la  justicia  recibía  aviso  de 
que  dofia  Lucia,  flogiendo  ir  á  la  iglesia,  había  entrado  en  una  casa 
donde  se  recelaba  que  viña  encubierto  un  criminal  conocido. 

On  hombre  honrado,  en  efecto,  un  hombre  temeroso  de  que  algo 
inocente  pudiese  correr  peligro  con  motivo  del  asesinato  de  Latón*, 
cayó  en  sospecha  de  que  Lucia  era  culpada  y,  habiéndose  propuesto 
espiar  sn  conducta,  permaneció  constantemente  en  acecho  y  la  sigutf, 
desde  lejos  al  verla  salir  de  sn  casa.  Era  bastante  conocido  de  U  fa- 
milia y  pudo  aotes  preguntar  que  á  donde  había  ido. 

La  justicia  fué  diligente,  y  se  presentó  ante  Lucia  que,  helada  de 
espanto,  no  se  atrevió  á  negar  que  hubiese  ido  ¿  ver  á  Carrillo. 

No  se  atrevió  á  negar  ninguno  de  los  cargos  que  se  le  dirigieron 
muda,  abatida,  abrumada  por  el  peso  de  la  culpa,  no  pudo  sustrarf- 
se  á  su  imperio. 

Carrillo  fué  cogido  también,  y  dentro  de  su  casa  fueron  encontra- 
dos sos  vestidos  y  su  alevoso  pufial,  manchados  de  sangre. 

Dno  y  otro  fueron  llevados  á  los  encierros  de  la  Cárcel  de  Corto, 
y  la  voz  pública  se  levantó  unánime  para  acusarles. 

Contra  ella  se  levantó  principalmente  la  animadversión  general; 
Carrillo,  aunque  justamente  odiado,  no  inspiraba  tanto  encono,  tanta 
safia  á  la  culta  corte  de  los  católicos  reyes. 

Por  todas  partes  se  hablaba  del  parricidio  de  Lucia;  su  crimen  era 
objeto  de  todas  las  conversaciones;  durante  largo  tiempo*  se  inter- 
rumpieron en  las  tertulias  de  confianza  los  juegos  inocentes,  para 
tratar  esclusivamente  de  aquel  horrihle  suceso.  Los  ponnenowf  & 


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di  nmofi  tai 

asesinato,  It  fea  pasión  de  sus  autores,  sus  costumbres,  los  anteen 
denles  de  sas  familias;  todo  se  revolvía  entre  los  comentadores  de 
Madrid,  7  no  solo  de  Madrid,  sino  de  toda  Espada. 

El  proceso  y  la  prisión  de  los  culpables  duraron  macho  tiempo; 
cansa  de  que  las  personas  honradas  se  impacientaran,  porque  era 
unirersal  el  deseo  de  qne  se  hiciera  con  ellos  una  justicia  ejemplar 
que  corrigiera  al  siglo,  dado  á  todo  género  de  liviandades  y  olvida- 
do por  completo  de  la  sana  moral. 

Ya  muchos  varones  prudentes  habían  clamado  contra  la  relajación 
de  las  costumbres  y  aun  los  gobernantes  habían  hecho  lo  posible  pa- 
ra que  renaciera  la  antigua  probidad,  Masón  de  otros  siglos;  paro  ni 
los  medios  discurridos  por  el  bondadoso  Carlos  IV,  ni  las  medidas 
aconsejadas  por  el  duque  de  Alcudia,  ni  el  buen  ejemplo  de  toda  tá 
corte,  fueron  dique  suficiente  al  público  desenfreno.  Asi  era  muy  na- 
tural imaginar  que,  dando  muerte  solemne  y  afrentosa  á  la  hija  del 
mercader,  volvieran  en  si  los  vasallos  del  rey  y  encaminaran  aus  ac- 
ciones por  el  sendero  de  la  virtud. 

1  Llegó  un  momento  en  qne  la  indignación  y  el  vehemente  anheló 
del  castigo  no  consintieron  tregua  k  los  jueces.  El  vulgo,  inclinado 
siempre  á  la  malicia,  andaba  diciendo  sin  reboto  qne  se  trataba  de 
salvar  i  los  culpables,  eludiendo  el  cumplimiento  de  las  leyes  mas 
bienhechoras;  murmuraba  que  las  influencia*  de  parientes  acomoda- 
dos  y  el  oro  del  padre  habiao  ganado  i  los  jueces,  y  estas  sospechas 
se  arraigaron  tanto,  que  con  dificultad  se  podo  persuadir  to  con- 
trario. 

En  los  barrios  bajos  se  cantaban  coplas  sobre  la  impunidad,  que 
se  daba  por  cierta,  de  los  asesinos;  aparecían  todas  las  mafianas  pas- 
quines contra  los  magistrados. 

Luda  y  Carrillo  tenían  hecha  cumplida  y  espontánea  confesión  de 
«us  delitos;  habia  transcurrido  un  lapso  de  tiempo  bastante  largo 
para  ultimar  la  causa;  no  habia  escusa  alguna  que  jbttificase  aquel 
entretener  las  ansias  del  pueblo;  de  suerte  que  las  personas  honra- 
das, aun  las  mas  discretas  y  menos  suspicaces,  ie  preguntaban  coa 
fundamento:  «¿por  qué  no  los  matan?» 

Por  fin  se  señaló  día  para  la  vista  pública.  Asi  el  abogado  defen- 
sor como  el  ministro  fiscal  eran  hombres  de  recoooddo  talento  é  Uut- 


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*M  l*MMU 

tracto*,  y  «maulando  su  justa  fama  el  interés  del  suoeso,  se  despo- 
bló Madrid  para  asistir  4  aquel  acto. 

La  sala  de  la  Audiencia,  los  pasillos,  la*  escalera»  estabas  Hanaa 
de  ma  cariosa  muchedumbre  de  todas  las  clases  sociales,  qae  rebo- 
saba por  la  Plazuela  de  Provincia  y  se  dilataba  por  la  entrada  de  la 
calle  de  Atocha  á  un  lado,  y  por  la  Plaza  Mayor  del  otro.  Por  entre 
les  espectadores  circulaban  los  naranjeros,  cañamoneros,  aguadores 
y  buhoneros  ambulantes. 

A  oada  párrafo  de  efecto  que  en  el  sagrado  recinto  se  pronuncia- 
ba, la  conmoción  y  los  murmullos  de  los  espectadores  mas  próximos 
al  tribunal  se  comunicaban  rápidamente  hasta  los  últimos  eslabones 
de  aquella  cadena,  por  donde  iban  circulando  las  exclamaciones  y  las 
miradas  espresivas. 

A  doa  pasos  de  aquel  centro  de  movimiento,  agitación  y  ruido  y, 
vocerío;  en  aquel  edificio  mismo,  pero  rodeados  de  sordo  silepcio, 
coa  el  hielo  en  el  alma  y  el  justo  remordimiento  en  el  corazón,  se  ha- 
llaban Lucia  y  Carrillo,  ágenos  á  las  pasiones  que  por  su  causa  es- 
citaban  á  tantos  millares  de  personas. 

Ya  ni  lágrimas  les  quedaban;  su  atroz  delito  les  había  ido  despo- 
jando de  sentimiento  y  de  razón:  hasta  los  sentidos  materiales,  á  quie- 
nes habían  sacrificado  la  honra  propia  y  la  agena,  les  abandonaban 
también;  no  veían,  no  oían;  para  que  se  cumpliera  el  justo  castigo, 
salo  faltaba  que  se  extinguiera  en  ellos  por  completo  un  resto  de  vida, 
asi  como  ellos  habían  apagado  la  del  infeliz  Latorre. 

icidez  el  delito;  lo  expuso  k 
Caridad,  lo  pintó  con  los  co- 
ovidencia,  del  bien  del  reino 
i  muerte  en  garrote, 
o  produjeron  ni  una  queja, 
mente  y  como  idiotas  el  cas- 
¿a  que  en  nombre  de  Dios  y 
se  camplió  en  la  miserable 
inocencia  no  temiera  en  ade- 
lante la  repetición  de  otro  atentado. 

A  presenciar  el  suplicio  acudió  un  gentío  inmenso:  el  atractivo  de 
aquel  espectáculo  movió  á  muchas  personas  á  visitar  por  primera  vez 


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M 

desde  puebles  lefruos  la  eetto  de  I»  Bméss,  y«l 

do  de  aquel  ejemplar  escarmiento,  debió 

las  buenas  costumbres  dorante  el  reato  4»  aq»M  Mil  Niñada 


Después  de  esta  narración,  cuyo  coméalo,  si  es  que  lo  tiene,  deja- 
mos al  arbitrio  de  los  lectores,  ramos  á  proseguir  con  el  suceso  mas 
conocido  y  célebre,  ocurrido  también  á  fines  del  siglo  pasado,  siendo 
D.  Manuel  Godo  y,  duque  de  Alcudia,  quien  dirigía  los  negocios  del 
reino  y  lloraba  k  todos  los  altos  deslinos  k  hechuras  suyas,  á  quie- 
nes no  se  ocultaba  el  origen  á  que  debia  el  favorito  su  encumbra- 
miento. 

Dolía  Maria  Vicenta  de  Mendiela  estaba  casada  desde  1788  con 
don  Francisco  Castillo,  hombre  honrado,  ilustrado,  muy  bien  acomo- 
dado y  no  menos  laborioso. 

•  Contrajo  relaciones  ilícitas  con  unD.  Santiago  San  Juan,  y  esa 
funesta  pasión  fué  causa  de  amargas  querellas,  de  desatónos  sin 
cuento  y  de  rifias  entre  los  esposos. 

ün  di  a  llegaron  las  cosas  á  tan  mal  término,  que  marido  y  mujer 
se  agarraron  en  presencia  de  testigos,  los  cuales  declararon  á  su 
tiempo  que  en  el  ardor  de  la  ira  dolía  María  Vicenta  había  exclama- 
do: t  dejad  me,  que  yo  basto  para  acabar  con  este  hombre.» 

Sin  embargo,  en  medio  de  estas  reyertas,  el  marido,  según  consta 
del  proceso,  solía  dar  pruebas  de  amor  acendrado  á  dolía  Vicenta,  la 
trataba  bien,  le  permitía  las  llaves  y  todo  el  gobierno  de  la  casa;  re- 
cibir gente  y  vis  i  la*  en  ella,  concurrir  i  diversiones  y  tertulias  y,  en 
suma,  afiade  el  fiscal  de  la  causa:  cnanto  pudiera  desear  para  lia* 
marse  feliz  una  madre  de  familia  honrada,  virtuosa  y  digna  de  tan 
buen  marido,  el  cual  socorría  generosamente  al  amante  en  sus  nece- 
sidades, le  daba  su  mesa  y  aun  «desconfiado  y  receloso  ya  de  su  de- 
lincuente pasión,  llegó  hasta  el  punto  de  transigir  ooo  él  sobre  su 
«trato  inmoderado,  permitiéndole,  si  me  es  dado  decirlo,  una  visita 
«diaria  i  su  mujer:  cosa  increíble,  si  así  no  resultase  de  las  declara- 
«dones  del  proceso.» 

El  fiscal  de  esta  causa  Alé  el  célebre  Melendez  Valdés,  que  en  18 
de  marxj  de  1798  pronunció  la  acusación  de  los  culpados  en  una  ora- 
ción modelo  de  elocuencia»  admirable  por  su  estructura,  que  eocan- 


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1*N  MUSMU» 

ta  como  obra  artística,  y  horroriza  al  considerar  que  Húmenlo  y 
tan  alias  cualidades  se  empleasen  eo  pedir  vengawa  contar»  una  po- 
bre mujer,  y  venganza  de  muerte. 

Volvamos  al  ponto  principal. 

» la  riffa  qae  hemos  mencionado,  dolía  Marta  y  Santiago 

muerte  del  esposo;  para  ello  se  la  ve  á  ella  salir  de  casa 

á  buscar  á  su  cómplice  á  su  posada;  vagar  por  las  ea- 

d,  detenerse  á  hablar  en  los  portales  y  por  último,  al 

cabo  de  seis  días,  puestos  ya  de  acuerdo  y  preparados  con  perfecto 

concierto  los  pormenores  del  crimen,  consumarlo  inexorables  uno  y 

otro. 

El  marido  estaba  en  cama  aquel  día:  no  se  sabe  lo  que  hablarías 
él  y  su  esposa,  que  se  hallaron  juntos  varias  veces  en  la  alcoba;  los 
criados  estaban  alejados;  dio  la  hora  funesta,  salió  ella  que  acababa 
de  darle  una  medicina;  entró  el  pérfido  amante  enmascarado;  rié- 
ronse los  dos  al  paso;  ella  no  le  detuve  y  él,  abalanzándose  á  su  vic- 
tima, le  dio  once  puñaladas,  de  las  cuales  cinco  eran  mortales  de  ne- 
cesidad. 

Castillo  dio  voces;  llamó  con  repetición  «¡María  Vicenta!  jMarfa 
Vicenta!»  pero  en  vano:  María  Vicenta  estaba  fingiendo  un  desmayo, 
para  que  la  atendieran  todos  á  ella  y  pereciese  él. 

Al  principio  se  compadecía  á  la  viuda;  pero  esta  compasión  doró 
poco.  Viendo  la  actividad  de  la  justicia,  escribió  una  carta  i  0 
amante  bajo  un  nombro  supuesto  entre  ambos  convenido,  y  con  mi- 
cho recato  se  la  dio  á  cierto  criado  para  que  la  echase  al  correo. 

El  criado  no  lo  hizo  asi,  sino  que  abrió  la  carta  receloso  y  se  la 
dio  á  leer  á  un  D.  Antonio  Castillo,  amigo  intimo  del  muerto. 

La  perdición  de  los  culpables  fué  cierta,  porque  la  carta  decía* 
D.  Santiago:  •permanece  retirado  en  tu  cata  i  salte  fuera  y  aléjat* 
del  peligro»  y  en  breve  se  hallaron  presos  los  dos,  convictos  y  con- 
fesos. 

El  escándalo  fué  grande  dentro  y  fuera  de  la  corte;  los  ánimos  se 
exaltaron;  pedíase  á  voces  el  castigo  de  los  culpables. 

Al  ver  que  pasaba  mucho  tiempo  sin  darles  muerte,  se  dijo,  en  efec- 
to, que  se  iban  á  salvar,  merced  á  buenos  valedores,  y  se  cantó  por 
Madrid  la  copla,  que  decía: 


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U  de  Castillo. 


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0fc'l0ft<fft.  :f«H 

t£i  no  sale  á  la  horca 
la  de  Castillo, 
ya,  pueden  las  mujeres 
matar  maridos  (1). 

Por  Bu wfM  la  causa  ul  día  que  liemos  mencionado,  enmedkrde 
la nmyor  curiosidad, agitación é  impudencia, debidas tanto áiaee- 
"lebridad  del  crimen  como  4  la  del  fiscal  Métodos  Valdés,  qaoselo 
tuvo  cuarenta  y  ocho  horas  para  enterarse  del  prooteo. 

En  sn  acusación hay  párrafos  verdaderamente  magftffloos.  Es  un 
documento  osn  raxon  incluido  como  modelo  en  sn  gtoenren  la  tCo- 
hcámie  mures  sstectos,  latinos^  «fáltanos, »  que  de  >tual  dritau 
se  publica  en  lMt. 

Al  referimlMerideiVaMés  al  memento  de  la  perpetotffei  del  mi» 
ssen,  dice? 

fPerrtita  V  A  que  en  este  instante  le  trasporte  yo  <*u  Ia4dca4 
«aquella  alerta,  funesto  teatro  de  desolación  y  maldides,  paraje 
títere  y  se  estremezca  sobre  la  escena  tte  sangrey  honor  que  tlHse 
«representa.  Un  hombre  dcbten,en  la  flor  de  sin  días  y  Heno  de  las 
*m*t  nobles  esperansas,  ncometitioy  muerto  dentro  de  sn  casa;  #o- 
«samado,  desnudo,  revolcándose  en  sn  sangre  j  arrojado  del  lecho 
«conyugal  por  el  mismo  que  se  lo  manchaba ;  herido  en  eslc-techu, 
•asilo  del  hombre  ti  mus  seguro  y  sagrado  ,  rodeado  de  su  fcmiMo  y 
ten  las  agonías  de  la  muerte,  sin  que  nadie  le  'pueda  taoortur,  dn- 
«marido  i  su  mujer,  y  esta  feriárosle  monstruo,  estu  mujer  impla,  ha* 
«riendo  espaldas  al  parricida,  y  mintiendo uu  desmayo  paralar  tieot- 
epo  dehnir  al  alevoso :  tute  inléHi,  el  puftal  en  la  mano,  corriente  4 
«recogerá*  losdedoaénsangiwtadosnl'rilpremiotfeMinfcmeMH 
^clon;  la  desesperación  y  tos  farias^ae  lo  cercan  ya  y  *m  opademn 
«tfe  su  alma  criminal,  mientras  escapa  temblando  y  azorado  entra  la 
«oscuridad  y  las  tinieblas  6  ponerse  en»  seguro;  el  clamor  y  la  «gritoria 
«'de  las  criadas,  su  correr  despavoridas  y  sin  tino,  en  angustia,  tus 

(4)    Bala  copla  aa  ba  plagiado  «ata  año  con  moltoo  da  olro  procaao,  largo  y  celebra 
tafttbtan,  tolo  que  an  sn  aplicación  aa  hbo  ana  *•  ríanla  qua  coaalMa  «a  Oetftr 

«   • 

ya  pueden  loa  oaarkloa 
valar  najara*  * 
710H  1t« 


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lMt  «MttOMS 


t«troe,  y  causarles  con  ellas  su  estremecimiento  y  agonías.  Así  empe- 
rna el  briso  vengador  de  la  eterna  justicia  á  descargar  sobre  ellos 
«  una  parle  délas  gravísimas  penas á  que  es  acreedora  su  maldad. • 
.  En  no  libro  cuya  índole  lo  coosimiera,  examioariamos  detenida- 
meóle  esta  oración,  después  de  copiar  otros  muchos  pasages;  mas  ya 
.que  en  estas  páginas  no  nos  sea  dado  hacerlo  asi,  reproduciremos  la 
peroración  final  en  donde  Melendez  Valdós,  recordando  lo  que  anti- 
guos Legisladores  exigieron  para  satisfacer  en  casos  semejantes  to 
uleros  dé  la. ley,  termina  diciendo: 

«Y  vosotros,  sabios  ejecutores  de  ella,  rectísimos  ministros  déla 
calla  justicia,  ¿podréis  á  so  vista  dudar  un  solo  instante  en  imponer 
t  la  gravísima  pena  que  aefiala  á  los  dos  desgraciados  parricidas  dofia 
«María  Vicenta  de  Mendiela  y  D.  Santiago  San  Juan?  Olro  os  dijera, 
«arrebatado  de  su  celo,  que  el  fatal  cadalso  se  levantase  enfrente  de 
da  «asa,  teatro  del  horrendo  delito.  El  es  tan  atroz  en  sí  mismo,  y  por 
«sus  funestas  consecuencias  en  el  orden  social,  que  merece  que  le  deis 
«el  mayor  apáralo  judicial  para  que  imponga  y  amedrente  i  los  mal- 
«vados.  Los  grandes  atentados  exigen  muy  crudos  escarmientos;  este, 
t señores,  el  mas  grave  que  pudo  cometerse.  En  esta  perversión  y 
«abandono  brutal  de  las  costumbres  públicas ;  en  esta  funesta  disolu- 
ción de  los  lazos  sociales;  en  esta  inmoralidad  que  por  todas  partes 


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os  auaon.  m* 

«cunde  y  se  propaga  con  la  rapidez  de  la  peste;  en  este  fatal  egoísmo, 
tcaosa  de  tantos  males;  en  este  olvido  de  Iodos  los  deberes;  cuando 
tse  hace  escarnio  del  nado  conyugal;  coando  el  torpe  adulterio  y  el 
ccorrompido  celibato  van  por  (odas  partes  descarados  y  como  en 
ctrínofo  apartando  á  los  hombres  de  so  vocación  universal  y  procla- 
c mando  altamente  el  vicio  y  la  estéril  disolución;  en  estos  tiempos 
«desastrados;  este  lujo  devastador  qne  marcha  rodeado  de  los  desdr- 
cdenes  mas  feos;  estos  matrimonios  qoe  por  todas  partes  se  ven  in- 
cdiferentes  ó  de  hielo,  por  no  decir  mas,  on  delito  contra  esta  santa 
cnnioo  elige  toda  vuestra  severidad;  nn  delito  tan  horroroso  la  me- 
crece  mas  particularmente;  y  esas  ropas  acuchilladas  qne  recuerdan 
esa  infeliz  doefio;  esa  sangre  inocente  en  qne  las  veis  teñidas  y  em- 
«papadas,  clami ndoos  por  sn  justa  venganza;  la  virtud  qne  os  las  pre- 
csenta  cubierta  de  luto  y  desolada  ;  ese  pueblo  qne  tenéis  delante, 
«conmovido  y  colgado  de  vuestra  decisión;  el  rumor  público  que  ha 
«llevado  este  negro  atentado  hasta  las  naciones  extrallas  ;  la  patria 
«consternada  qne  llora  á  no  hijo  suyo  malogrado,  y  hundidas  con  él 
«mil  altas  esperanzas;  el  Dios  de  la  justicia  que  os  mira  desde  lo  alto 
«y  os  pedirá  algún  dia  estrechísima  cuenta  del  adúltero  y  del  parricida; 
«vuestra  misma  seguridad  comprometida  y  vacilante  sin  un  ejemplar 
«castigo;  todo»  «eflores,  os  grita,  todo  clama ,  todo  exige  de  vosotros 
«la  sangre  impla  de  estos  alevosos.  Fulminad  sobre  sus  culpables  ca- 
chazas en  nombre  de  la  ley  la  solemne  pena  por  ella  establecida;  y 
«paguen  con  sus  vidas,  paguen  al  instante,  la  vida  que  arrancaran  con 
«tan  inaudita  atrocidad.  Sean  ejemplo  memorable  k  los  malvados  y 
.  «alienten  y  reposen  en  adelante  la  inerme  inocencia  y  la  virtud,  es- 
piando vosotros  para  velar  sobre  ellas,  6  i  lo  menos  vengarlas.» 

Con  el  respeto  debido  al  grande  orador,  debemos  declarar  qne  fué 
impio  al  suponer  que  la  inocencia  sea  capaz  de  querer  ni  necesitar 
venganzas;  ni  mucho  menos  puede  la  venganza  ser  objeto  de  las 
leyes. 

En  cuanto  i  su  razonamiento,  no  es  para  nosotros  inteligible:  no 
sabemos  qué  filosofía  moral  puede  ser  la  que  considere  al  delincuen- 
te con  toda  la  responsabilidad  imaginable,  después  de  decir  una  y 
muchas  veces  que  estaba  ciego. 

Maleados  Yaldésen  algunos  párrafos  acosa  á  los  dos  reos  de  em- 


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ion 

pederotd**»  fien  otees  fptá w que . i*w «godos  reroordiimfr U*; 
atribuye  á  efecto  de  su  libre  voloaiad  lo  malo»  y  lo  qpe  puode  acwo 
atenntr  so.  colpa  loalriboye  exclusivamente  i  la  Pnmdeaeia«  Ei 
misma  insinúa  que  acaso  la,  complacencia  del  marido  djtó  Iqgfur  al 
crimen,  y  después  da  iwinnar  on  ponfo  tan  graie,  pasajiwr  encima, 
do  él  y  signe  pidiendo  J&mowte  de  loscolpadw*  Pues  si  el  manden 
so  concepto  facilitó,  aunque,  fuera  inyoloniaria  é  ia^reclajwepte,  la 
perpetración  del  crimen;  si  ellos  obraron  ciegos;  ¿cómp  luqgo  qqiere, 
yt  pide  pena  tan  enormtf 

Mas  jayj  Su  discorso  eetá  lleno  de  citas  de  Zoroaatre,  daMpiséi, 
d^Solon,  de  B4moto>  y  da  actores  lodos  400  miraban  l&s  <**>a£<k 
muy  djvema  manera  que  los  siglos,  modarnoa,  {(loando  «afc.qnefe. 
de  las  edades  btoharas  enoBestromo(MeÍpag!W,e!MW^^ 
tambre»,  en  la  ciencia  misma,  tadaria  dqamos  en  lo*  códigos  1?. 
npaerte  y  e*  ei  concepto,  de  la  ley  la  idea  de  leogan»! 

Despnes  del  larrjble.  wp^táculo  qu^  se  día  al  poeWo  de  Madrid 
con  la  sentencia  de  D.a  Alaria  Vicenía  de  Mwüela.  y  IK  Santiagp 
SaMowu,  coaorto  pareció  y*  no  haber  ppiwto  para  eLewwnow 
aon  para  la  murmuración,  sucedió  laque  otra*  veces  ha,  sucedido. 

Elp oeb)*,  lenia  formado  unconcepto  dp  la  integridad  de  lajotá- 
cia¿  el  popbta  sabia  Jo  qoapuode  el  dinero,  y  come  había  dado  *fc 
soppecbar  que  las  dilaciones  del  proceso  no  tenían  me*  (jft  que  dsjar 
impones  i  los  euJlpabto,  o»  creyó,  aunque,  lo  vi$*  *p  la,  muerte  de 
D  *  María,  y  se  intentaron  mil  cooptes  absurdos  gojip  Iqe  medí» 
empleados  en  librarla  dal  patíbulo. 

Decían  entre  otras  cosas,  que  el  dogal  se  había  colocado  de  modo 
que  no  apretase;  qoe  sigilosamente  so  tabia  qpitado  el  c^dAwr  de' 
cadalso,  y  que  D.1  María*  se  había  ido  ápais  extranjero  4  gozar  de 
sos  bienes  de  fortuna;  pensamiento  i  qoe  ya,  hemos  dichfl  qn^soiar 
clioa  coa  foeeoeocia  la  muchedumbre,  4  qu¿oa  baqa  ea  estpaw 
desconfiada  ana  sola  experiencia  y  qoe  no  halla  en  los  hechos  roa1** 
y  fMiaiAívoa  1M# tq  anfifiltfitd  4  a«  iiRiMfUwom^ 


La  primera  mitad  del  siglo  actual,  último  periodo  ty  lfc<JAr«í  <J& 
Corle,  no  fo¿  por,  <tes«W  9«W  fewdfcfiwa  !•*  <W¿Í*4#  *$#* 


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I 


m  mota,  tt»B 

y  sobre,  ledo  de)  crimen  eoojra  la  sociedad,  copo  de  lodos  esWft 

tosi  nuib^  sordamente  ¿lambió  de  ideas  que  al  fio  hixo  surgir 
eq  todftp  parles  revoluciones  politizas,  y  la  Jucha  entre  ios  antiguos 
priDqpjkp  y  las  idpaf  nuevas  np  podi*  ajenos  que  trascender  4  la 
Cárcel  de  Cork,  ouaodo  la  corle. llegó  k  ser  su  palenque. 

Alcpmfonzo  de  est^p  pinnas,  cuando  á  un  texto  m^y  autorizado, 
h?mos  dicho  qqe  ep  1814  y  ei}  1823  había  sido  extraordinario  el 
número  de,  presos  notables  que  entró  en  la  terrible  operada  de  que, 
nos  ocupamos. 

T  {<¡n$  mucty)  si  k  principios  de  este  si^lo  todavía  la  virtud  era 
infamia  y  rebelión  facciosa  el  patriotismo! 

t  El  espectáculo  que  la  corte  ofrecía  (dieq  el  señor  Otótaga,  de 
«acardo  con  todos  los  pensadores  que  han  historiad*)  aquel  pe- 
triodo)  lastimaba  el  decoro  y  la  pureza  de  nuestras  costo  sobres,  has- 
tia el  punto  de  tener  que  condenar  al  silencio  de  las  personas  I109- 
cnidaft  los  appibres  de  los  personajes  que  map  dispuestos  estaban  i, 

«respetar Parece  imposible  que  llegara  hapt)  tai  punty  el  aban- 

tdonq  def  esposo  y  del  monarca.» 

Vino  la  forzosa  abdicación  del  soberano;  entró  i  reinar  el  joven, 
Fernando  Vil,  y  si  aptes  las  virtudes  privadas. habían  sido  la  conde- 
nsan dfl  la  corte»  (uéron)o  entonces  las  virtudes  cívicas. 

Mieqtnm  el  espirita  nacional  se  levantaba  h  librar  k  la  patria  de  la 
opresión  estrapjera;  mientras  nuestros  padres  derramaban  si  sangre 
sosteniendo  desiguales  peleas  con  las  huestes  de  Napoleón  é  invo- 
cando el  nombre  de  Femando^  Fernaqdo  escribía  á  Napoleón: 

tSefipr:  ei  placer  que  he  tenido  viendo  en  los  papeles  páblicns  las 

•  victorias  con  que  la  Providencia  corona  nuevamente  la  augusta  fren- 
« te  de  Vuestra  Magostad  Imperial  y  Real,  y  el  grande  interés  que  to- 
rnamos mi  hermano,  mi  tio  y  yo  en  la  satisfacción  de  Vuestra  Ma- 
tgestad  Imperiaf  y  Real,  nos  estimulan  i  felicitarle  con  el  respeto,  el 

•  amor,  la  sinceridad  y  el  reeqaocimieato  en  que  vivimos  bajo  la  pro- 
«teocioode  V.  M.  I.  y  R.» 

Usta  c^rta  la,  escribió  Femando  en  Valencey  el  6  de  agosto  de 
180». 
La  k)e$  de  ¡patria  era  U  qo^  mas  ri  uníate  respondía  al  sentiiqien- 


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IMS  FEÍSIOPÍE8 

to  de  los  espafioles:  ellos  continuaban  defendiendo  á  costa  de  sus  Ti- 
dal y  de  las  de  sos  hijos  y  esposas  el  suelo  sagrado.  T  entre  tanto  á 
los  ocho  meses  de  la  carta  anterior,  el  16  de  abril  de  1810  Fernando 
en  otra  carta  solicitaba  pública  y  oficialmente,  como  objeto  del  mayor 
interés  para  él,  el  ser  hijo  adoptivo  del  emperador  Napoleón,  á  quien 
llamaba  c  nuestro  soberano.»  Y  en  SI  de  marzo  del  mismo  afio,  en 
otra  carta  humilde,  melosa  y  no  digna  por  cierto  de  un  español  en 
ningún  tiempo,  solicitaba  del  mismo  Napoleón  permiso  para  pasar  i 
París  y  ser  testigo  de  su  matrimonio,  «para  probar  (decía)  á  toda 
t  Europa  el  amor  sincero  que  profeso  á  vuestra  augusta  persona  y 
«que  permanezco  y  permaneceré  siempre  fielmente  adicto  á  V.  M. 
ti.  y  R.» 

En  esta  misma  carta  Ferrando  VII  llamaba  á  Napoleón  mí  por 

dre,  mi  protector  y  mi  soberano jah!  (cualquier  hombre  de  la 

plebe  madrileña  era  mas  digno  de  reinar  que  él! .... 

T  sin  embargo,  él  volvió  á  Espada  y  le  aclamó  el  pueblo,  y  como  se 
habia  llamado  grande  k  Felipe  IV  y  bondadoso  k  Garlos  IV,  ae  llamó 
deseado  k  Fernando  Vil. 

(Cuántas  victimas  costaron  sus  veleidades  políticas;  sus  promesas 
mil  veces  quebrantadas,  su  jurar  y  perjurar  la  Constitución,  sus  pa- 
labras que  fueron  hoy  halagos  y  mafiana  sentencias  de  muerte! 

{Imposible  parecería  á  no  verlo  constantemente  afirmado  por  la 
experiencia  que  puedan  salvarse  las  virtudes  de  un  pueblo,  cuandt 
los  poderes  organizados  conspiran  lodos  con  la  idea,  la  acción  y  el 
ejemplo,  el  consejo  contra  todo  género  devirlud! 

Volvamos,  empero,  al  interior  de  la  cárcel. 

Hechos  que  son  públicos  y  por  su  extraordinario  interés  pertene- 
cen á  la  historia  general  del  país,  podemos  aqui  algunas  yeces  pa- 
sarlos en  silencio  ó  indicarlos  de  pasada  solamente.  El  que  nos  pro- 
ponemos referiros  mas  propio  para  mencionado  en  este  lugar,  por 
cuanto  pertenece  á  la  época  de  que  hablábamos,  y  su  índole  y  acci- 
dentes le  hacen  del  dominio  exclusivo  de  la  circe)»  y  especiaknenieds 
la  Cárcel  de  Corte. 

Ta  sabe  el  lector  que  entonces,  no  solo  estaban  confundidos  jóve- 
nes y  viejos,  sino  que,  como  ahora  también,  acusados  y  reos  político*, 
penados  y  reincidentes  se  hallaban  confundidos  ,y  lo  único  qne  poA* 


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m  rotofi.  ie«i 

llamarse  separación  era  la  de  los  dos  seíos,  auqie  hombres  y  mi- 
jeres  había  en  todas  las  caréeles  (1). 

Isidro  Feraaadei  do  sabia  nada  de  esas  cosas  ai  creía  que  le 
importasen  cuando  á  la  edad  de  trece  afios  andaba  jugando  k  la  tolla 
y  á  la  pelota  por  el  Campillo  de  Manuela. 

Hablase  criado  en  la  casa  misma  donde  nacieran  sos  padres,  al 
estremo  de  la  calle  de  Lavapiés;  suelto  le  dejaban  todo  el  dia  y  si 
algo  querían  de  él  ó  daba  la  hora  de  comer  y  no  se  había  presenta- 
do, salían  á  la  puerta  de  la  calle,  daban  nca  voz,  y  sus  compañeros 
de  jaego,  los  vecinos  y  los  mozos  de  la  esquina  repetían  el  llama- 
miento, hasta  que  el  dichoso  Isidro  comparecía. 

Volvía  á  sus  juegos  con  el  ardor  de  la  nifies  en  cuanto  se  veía 
libre,  y  asi  se  pasaba  los  dias  y  los  afios. 

Á  pesar  de  esa  excesiva  libertad,  Isidro  Fernandez  (raro  milagro! 
jamás  hizo  travesuras  que  pudieran  llamarse  vituperables,  compara- 
tivamente con  las  de  sus  camaradas. 

Era  de  buena  Índole;  pacifico,  aunque  travieso,  y  sufrido  mu  de  lo 
que  parecía.  Con  lodo  y  ser  bajito  de  talla  y  algo  enjute  de  carnes  y 
no  tener  grandes  fuerzas  físicas,  acompañábanle  las  del  ánimo,  y  eso 
bien  lo  sabían  los  chiquillos  de  Lavapiés,  que  le  vieron  mas  de  coa* 
tro  veces  descalabrarse  y  recibir  en  el  pecho  nn  bravo  pelotazo,  pero 
no  le  vieron  llorar  nna  vez  sola.  Tal  era  su  carácter  que  en  cierta 
ocasión,  á  consecuencia  de  unas  coplas  que  los  del  barrio  hablan  can* 
tado  en  son  de  mofa  á  los  habitantes  de  Maravillas,  hubo  reyertas 
desagradables  entre  las  personas  mayores  de  uno  y  otro  extremo  de 
Madrid,  y  los  chiquillos  que  se  enteraron  perfectamente  del  caso, 
acorda/dn  celebrar  grandes  pedreas  en  la  Era  del  Mico  y  regiones 
adyacentes. 

Isidro  era  muy  amigo  de  sos  amigos,  y  por  nada  del  mundo  había 
querido  caer  en  bita  para  con  ellos;  mas  la  idea  de  apedrear  á  mu- 
chaches  desconocidos,  madrilefios  y  de  quienes  no  sabia  que  hubiese 

(1)  HorT»^»«T*SeíW,  •#D«HrtWpÉfiwl«J»iJUSeCérotHHbt  r*««-ll»<t^- 
poaar  uo  departámoslo  dootlnido  á  lo*  pr oao*  do  amato  moaor  pora  qoo  do  viran  ootr 
madtdoa.  como  haola  •hora,  coa  loa  paoadoa  por  delito*  muy  grava». 

No  opontoadoo»  alafa*  taooorooteala,  a*  da  aapaaér  qoa  an  U  cereal  proyoctada  aa 
i  é  loa  acatado*  da  la*  popado»,  ya  qoo  ao  aa  aara  para  aguaito»  oaa  priatoa  pro- 


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KMtS  FRISIONKS 

recibido  agravio,  rtpugnába  i'la  rectitud  de  su  raxtfb  y  &  sus'dát- 
cadog  sentimientos.  En  su  casa,  además,  ño  había  visto  qie  nadie  se 
acalórase  con  motivo  de'las  coplas  cantadas  las  noches  de  Pascua  de 
navidad;  antes  al  contrario:  había  oido  ensatar  la  agudeza  de  tito- 
chas  de  ellas,  inventadas  para  satirizar  á  los  de  nn  barrio  lo  miaño 
que  á  los  del  otro,  y  como  aquello  era  ya  de  costumbre  antiquísima, 
le  echaban  lodo  á  broma.  Isidro  no  pensó,  pues,  en  ir  á  la  pedrea  y 
vio  con  sentimiento  que  todos  sus  compañeros  andaban  atolondrado* 
y  fuera  de  si,  haciendo  coraje  y  abriendo  fe!  pecho  &  la  esperanza  del 
destrozo  que  confiaban  hacer  eo  sus  enemigos. 

Llegó  el  dia  del  combate,  y  el  buen  Isidro,  que  ya  fcabia  dicho  que 
no  se  contara  con  él,  entretuvo  sus  horas  lo  mejor  que  pudo  con  el 
corto  número  de  vecinos  de  su  edad,  también  disidentes. 

Tino  la  noche  y  con  ella  dos  ó  tres  con  la  cabeza  rota,  otros  coi 
los  vestidos  despedazados,  otros  llenos  de  arañazos,  pero  todos  satis* 
fechos  de  su  comportamiento  y  deseosos  de  dar  y  tomar  revancha  el 
próximo  domingo. 

Durante  toda  la  semana,  no  se  habló  en  el  barrio  dé  otra  cosa  qué 
de  la  victoria  obtenida  sobre  los  chicos  de  Maravillas  y  dé  la  derro- 
ta que  en  el  nuevo  encuentro  les  esperaba. 

Estilaron  varias  veces  á  Isidro  para  que  fuese  de  la  partida,  y 
se  negó  siempre  á  ello;  hasta  dos  ó  tres  grandullones  que  le  acom- 
pañaron á  su  casa  le  brindaron  con  la  dirección  de  una  batida  si » 
resolvía  á  ser  uno  de  tantos,  y  sin  embargo,  ruegos  y  ofrecimietifts 
fueron  vanos  y  no  vencieron  la  entereza  de  Isidro. 

Ta  la  víspera  del  combate,  aumentada  la  hueste  de  Lavapíés  con 
muchos  individuos,  provistos  de  hondas  en  su  mayor  parte,  celebra- 
bao  en  corro  su  próximo  triunfo  y  esperaban  impacientes  él  nuevo 
foa  y  sobre  todo  las  primeras' horas  de1  la  tardé  en  que  debían  abKr- 
se  tas  hostilidades. 

"Preguntó  uno  de  los  caciques  si  Iría  coi  ellos  Isidro,  y  contá- 
ronle algunos  que  no. 

-*Pero  ¿porqué?  ¿oo  te^deja  *u  pudre? 

—Porque  no  quiero,  respondió  llanamente  y  sin  mal  humor  Isidro. 

*-Puessi  te  dejan  y  no  vas,  insistid  el*  interpelante...  ¿perqué? 
¡Toma!  ¡si  ya  be  dicho  que  no  quiero! 


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SÍ  pefpatoe,  qeé  «o  mHbím<s  (#íimIi  porto  I»'  respee»» 
del  veo»o,  y  een  oo  reiofa  y  nw  ie«vmoeiMy  m  toailieamoM- 
lado,  pNpiMUdflMtMiTa  de  Ltfapiés,  dije: 

— |Mktó  qee  nMtMimo/ 1 And»  y  qee  te  dea  moreilta;  qee  ee 
yteíoV  ¿ir «whiéw  gome  keearto  el  aUnntol  (Ande  V.á  pe- 
leo cee  dea  Miedo,  ei  eatá  deetool  Di  qoe  ú. 

-Yo  K)  team)  miedo,  dijo  todro  awomodado  y  ««re  la»  rima  de 


— Di  qoe  á,  éqém  por  1*  perito.  Ni  le  te  geerae  fcalmltiree 
aoettros  joegos  yo,  por  galtiaa. 

--Galliaa  le,  grita  eqaeleMeeieoeiíto,  peto  de  meem  qoe  to- 
dos toe  oyootos  es  parieron  gravee. 

— A  mi,  replicó  el  proveeodor,  á  mito  dm  mime  ó  n  a  eeber 
eooi  aofelóao. 

^■F^mj^mj    ^ew^pmj^m^mmmmmmjV 

— iCamoesial 

Soso  un  chaafaide  estupendo. 

Isidro  había  mudo  la  acción  á  la  palabra  y  «  contendiera  se  ha» 
bria  caído  al  suelo  si  al  tambalearse  uon  al  golpe  ao  le  hubieran 
aoudide  loa  oyentes. 

Isidro  que,  ooa  cierta  repugnancia  y  sota  par  ao  tener  atoo  media 
de  libran*  de  la  afrenta,  había  aWeieadei  au  ceuspaaeea  y  vecino, 
aiaiió  eo  el  alma  el  date  que  le  bahía  beaba,  y  mtairae  eKperia>ea- 
fcba  aquel  noble  dolar,  se  había  quedado  talo.  El  lastimado  daba 
tocos  de  oorsge  y  forcejeaba  para  desasirse  de  lee  demás  muchachos 
que  querían  contenerle;  mas  al  fia  Isidro,  qae  la  *ié,  dijo  con  urna 
ieaperativo: 

—¡Dejadle. 

Soltaron  ellos,  y  el  muchaoho,  desesperado,  ciego  de  enojo,  acó* 
metió  rngiendo  y  con  la  cabeta  baja  á  Isidro  que,  finne  en  eu  pacato 
y  sorteándole,  le  bise  lado,  aplicándole  al  pasar  otra  bofetada  no 
msoea  senara,  y  carnada  cea  él  en  seguida,  le  aplicó  una  cachetina, 
no  solo  aoeva  para  los  circaastantes,  sino  superior  á  cuanta  padka 
crear  su  imaginación  en  el  ramo  de  cachetes. 

Por  compasión  libraran  aquellos  muchachos  al  imprudente  y  es- 
carmentado ?eoinof  y  que  quieras  que  no,  *e  lo  lloraren  á  su  cuse,  ne 
sin  que  por  el  camino  ?oi  viera  U  caben  ciea  Teces  y  se  lasjurueeá 
tras  a.  tai 


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tai* 

Mfco,UiM<tetQa0MM*l^  «mere 

laseeetas.  Asi  y  con  In  chaqueta  haehu  gfceusu  faé  é  deeettMr,!» 
que  no  descansó  Isidro  en  teda  la  aeche  ;  tan*  porque  en  priuter  tu- 
gar le  doiia  haberse  visto  obligado  á  mostrar  na  enteran  y  una 
alergia  de  qoe  jamfce  quise  hacer  alarde,  entele  parque  toe  demhe 
camareras  que  con  él  quedaban»  uegurareu  que  ai  dia  efguitMe  el 
vencido  no  estaría  endiapeeiotoo  de  mandar  et  banda  en  tu  pedrea 
ni  de  presentarse  en  ella,daado  asi  ventajes  4  sus  enemtgee. 

Mdre  creyé  de  se  deber  que  ai  día  siguiente  y  por  una  arfa  va 
debía  tomar  parte  en  la  pedrea,  ocnpoado  el  puesto  vacante  por  el 
maguUaaMeitede  su  vícliaea  y  dejando  perfectamente  dMSMtrade 
que  no  era  cobarde. 

Asi  tópense  y  asi  le  hko. 

T  cuando  mas  ágenos  de  ello  se  baHaban  los  apedwuderas  y 
cuando  apenas  comenzaba  el  combate,  le  vieron  llegar  *  mié  bien  le 
vieron  disparando  su  honda  en  el  sitióme  doaamparede  y  ufeudjeado 
él  solé  4  \m  que  «notos  y  jar  ledos  lados  le  acometía*. 

Algunos  pausante  domingueros  se  huMau  cerride  fcáfllu  el  lugar 
de  la  refriega,  contemplando  el  espectáculo  curioso  y  snotund**!** 
4  lee  embuebes.  Otroe  baMaa  dadepartedol  suceeoy  oofteigeie- 
roe  que  geutede  juaticia  fcer»  A  dispersar  4  la  turbamulta  de  chique 
Usa  que  precia  taotar  de  lee  tereenee. 

Des  alguaciles  habían  avuuaade  pardeftrtede  isidro,  que  ul  W 
hwr  4  eue  cotararteeae  regocijé  en  el  alma,  tmagiaaade  que  aote* 
valsr  y  touetanda  lee  hacia  «mpeender  la  lega. 

T  cuando  mas  gotoso  saboreaba  esta  satisfacción,  suspMHeüdétl 
disparar  las  dos  piedras  que  en  las  maoos  tema,  sintió  el  gotpé  qae 
le  daba  el  alguacil  oen  su  vuru  gril4udete: 

-~{Data,  bribeol 

Volverse  Isidro  y  disparar  ai  bulto  eon  ímpetu,  loé  lodo  une.  DWto 
el  alguacil  su  larabeea,  mas  ceaso  solo  fió  que  este  ctrp  tea  )***»• 
tela  airado  la  vara»  dispárale  la  segunda  piedra  y  dtóle  ©n  en*  »* 
no  con  tal  fuerza  que  le  Une  caer  la  eentaódsute  insignia,  y  cogt*-' 
dote  y  eoarbelaadola,  pees  el  acoawttfláeate  »  cesaba,  le  dfótaro- 
bien«metluuuaele  golpe,  porque  se  le  reoipíé  al  primero. 

fin  eete  llegaren  4  punto  efroo  des  compúteles  del  elgueoBd* 


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1*11 

■m  gcate  qae  te  habiaido  aoeitaaéo  i  aqad  sHto,  y  sajelaron  al  in- 
fatigable sunbacho,  qae  agité  sas  faenas  ea  le  breve  resistencia  qae 
hizo  catira  lautos. 

Ueatoalede  iosaltoe  y  dodesvergleans  loo  tmalgteeilee  á  per- 
la; replica  él  algunas  palabras  qae  ellos  no  entsadieroa,  porque  ha- 
blabea  todos  á  la  tos  y  á  gritos;  pero  habefatstaate  eoo  que  hubiese 
reputado  paim  qae  le  áierao  ée  baratadas  y  osees  que  lo  irrtlaroa  bas- 
ta baeerle  verter  lAgriaias;  paos  ea  so  earAeter  podía  la  sinrasoa  atas 
q*e  el  dolor  suáarial. 

UevAroacelo  caire  démoslos  y  Bulos  tralaaüeatos  é  la  Candi* 
Corte,  y  por  el  camiae  oye  qae  la  geste  al  ferteyal  terqae  le  i 
paflabaa  iresalgaaeilee,  deeiaa: 

— lAlgan  ladroesoelol 

— iMirea  y  qaé  leaqaraao! 


eso  parsa  héoslas  i 

Gteo  llegaría  isidro  *  la  cArcei,  ao  hay  para  qaé  decirlo. 

Eatrar  por  aqaellas  pachas  qae  dahaa  honor,  peaetrar  por  aqae* 
líos  pasillos  létrioos  y  aeassabaados,  eqaivocaado  siempre  el  lado  á 
que  qaeriaa  qae  seeacasiiaase;  ér  el  Aspen  sea  do  los  eenrsjos;  ver 
aqaelles  ¿eiaMaalas,  y  por  alteo ,  haUarae  sia  saber  oéao  ea  aaa 
grao  coadra  oseara,  eatr*  gritos,  oaacioaof ,  jarsasoatoc  y  solo  y  pea* 
saadoeasacaas  y  ea  sao  padres..... 

El  terror  se  había  apoderado  dodtcaaado  soto  paso  dolaatoaa 
bearire  qae  le  ssetió  aay  Mslo  loo  ssoaos  ea  los  boldMct  y  qae  a)  pri* 
sur  ttomHooto  de  iastiatita  repagaaaoia  qae  Uso  Isidro,  le  dijo 
coa  voi  broaca  y  dáodote aaa  Caerte  sasadida: 

— |...Taleqaietol 

Isidro  so  paso  k  tiritar. 

Bl  hsasbro  ooatíaad  oa  rogHtrot  ynoade  qae  do  la  eaooatraba  ih- 
aero  ai  cosa  gao  lo  fattess,  lo  esateaplé  aarato  ooa  dssdsa. 

Ta  parecía  gao  iba  A  dejarle  oaaado,  $Aadooe  calos  Uraates  do 
Isidro  (qae  iba  eadeoMagade),  so  los  desabroché  ea  aa  saaliaatfa,  y 
faéécoateayiarioi  A  la  escasa  las  de  aDBM^rieato  feral. 

Isidro  lo  ssgais  esa  la  testa.  Al  votar  aqaet  hossbre  el  watso,  so 
y  le 


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i«4i  nmmm 

.  —Ta  tienes  padres? 

— Sí,  dgo  Isidro  ahogando  no  suipiro. 

—¿Y  qué  hacen?  ¿De  qué  trabajan? 

-*-Mi  padre  ea /sastre. 

—¿Pero  tiene  tienda? 

—Es  oficial  y  trabaja  con  un  maestro. 

El  hombre  dobló  loa  tirantes,  se  los  metió  en  on  bolsillo  del  pañi** 
loo,  y  escupiendo  lejos,  aftadió; 

—A  ver  si  les  dices  que  te  manden  algo  qne  comer*  y  non  manto 
y  anos  coartes. 

Isidro  sudaba  de  angustia. 

Sacó  su  paflaelo  para  limpiarse  el  sudor  y  cono  andaban  cérea  4o 
él  dos  muchachos  dando  brincos,  nao  de  ellos  se  toquilo  al  vuelo  y 
sin  dejar  de  saltar  se  sonó  con  él  las  naricea. 

Isidro  en  medio  de  su  asombro  vio  que  el  tambre. Hamo  al  robador 
y  que  le  quilo  el  pañuelo  de  las  manos;  mas  en  lugar  de  deyd vér- 
selo, como  él  creía,  lo  cogió  por  las  doó  puntas,  lo  esteodtó  delante  de 
la  luz,  y  haciendo  ud  gesto  de  satisfacción,  se  lo  guardó  en  el  bolsillo 
añadiendo: 

~-~¿Tú,  mea  nuevo,  cómo  te  llamas? 

—Isidro..,. 

—Pues  avisa  también  que  le  traigan  pañuelos. 

En  esto  sonaron  dos  golpazos  en  la  puerta,  que  retumbaron  per  I* 
ámbitos  del  calabozo,  y  el  pobre  nifio  se  asombró  de  nuevo  al  venpe 
se  levantaban  y  se  ponían  en  movimiento  gran  número  de  hombr* 
que  él  no  había  visto  y  se  colocaban  todos  en  hilera.  Ajw  no  habí* 
vuelto  en  si  cuando  le  empujaron  diciéndole: 

— jEhl  &  tu  puesto. 

Volvió  la  cabeza  á  todas  partes,  y  vio  que  dos  ó  toes  hombres  con 
un  farol  en  la  mano  y  un  papel  en  la  otra  iban  numerando  á  los  pre- 
sos formados  en  hilera  y  puestos  de  pié  sobre  el  camastro. 

Segnia  atento  el  curso  de  aquella  operación  sin  menearse,  y  el  hem* 
hre  que  le  habk  quitado  los  tirantes  se  le  aoercó  y,  cogiéndole  del 
pescuezo,  le  levantó  en  alto  y  le  poso  en  fila  donde  estaban  losdemto* 
qne  por  un  lado  y  otro  le  recibieron  á  empujones,  porgue  les  b*U 
perder  el  equilibrio. 


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Di  fCAOTA  ^tl 

Pfcsó  Isidro  la  noche  llorando,  presa  de  terrores ,  Heno  de  ana  ad- 
miración tan  grande  que  ni  aun  le  consentía  hacerse  cargo  de  lo  hor- 
rible del  sitio  «i  qne  se  hallaba. 

No  hablaba,  lomaba  la  comida  y  no  probó  un  solo  bocado  porqae 
su  olor  le  daba  náuseas  y  estuvo  á  ponto  de  enfermar  gravemente. 

A  loa  tres  días,  su  familia,  á  fuerza  de  diligencias,  averigüé  que 
estaba  preso  y  fué  á  visitarle,  produciendo  en  él  una  alegría  tan  pro- 
Cunda  como  el  sentimiento  que  experimentó  al  despedirse. 

Estaba  Isidro  acusado  de  haber  hecho  desprecio  de  la  autoridad, 
de  haber  apedreado  á  la  justicia  ,  rompiendo  sus  venerables 
insignias  y  ensafládose  con  tres  alguaciles  hasta  el  punto  de  causar 
k  uno  de  ellos  lesiones  graves  que  produjeron  en  el  acto  derrama- 
miento de  sangre. 

Un  hermano  del  padre  de  Isidro,  que  era  bonetero,  se  propuso  Ir 
k  visitar  á  algunos  parroquianos  suyos  que  podían  tener  mano  con  la 
justicia,  y  la  familia  toda  andovo  desalada  para  recobrar  al  pobre 
ni  fio. 

Pero  entre  tanto  Isidro  no  tenia  mas  remedio  que  pasar  por  lo  que 
en  la  cárcel  había;  y  como  le  repugnaba  en  estremo  lo  que  estaba 
obligado  á  pasar,  lo  que  presenciaba  y  lo  que  ola;  como  no  le  era 
dado  acostumbrarse  á  la  Índole  y  á  las  costumbres  de  los  que  habían 
podido  ser  sas  carneradas,  padecía  mucho  y  tenia  que  violentarse 
continuamente  para  no  desesperarse  y  provocar  contra  si  bárbaros 
castigos. 

n  sufrió  en  silencio  que  se  le  robaran  las  prendas  y  pobres  rega- 
los que  de  su  frailía  recibía;  él  callaba  cuaodo  le  imponían  recargos 
en  ¡as  faenas  mecánicas,  y  en  este  constante  ejercicio  se  fué  templan* 
do  sa  carácter  hasta  un  ponto  extraordinario.. 

Había  en  aquel  calato»  dos  hombres  de  mas  de  cuarenta  altos,  qui» 
seHan  dormir  á  su  lado. 

Al  cabo  de  algún  tiempo  Isidro  observó  que  aquellos  dos  hombres 
paseaban,  comían  y  bebían  juntes,  partían  el  dinero  ó  mas  bien  tenían 
bolsa  coman  y  cuando  se  jugaba,  nunca  apostaban  uno  contra  otar*. 

Kl  inocente  les  llegó  á  cobrar  cierto  carifio  porque  le, ofrecían  *J 
feries  espectáculo  da  buen  csmpaleriam»  y  de  afectamos  lasos  entre 
lautos  malvados,  y  no  sapo  ó  no  quiso  ocaltar  lo  que  aserta  de  alies 


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Ifli 

bres  le  comenzaran  á  dar  maestras  de  pertieolar 

Desde  entonces  traió  con  ellos  casi  asdusivaaieate,  servíales  ee  I* 
goe  le  era  posible,  pues  además  respetaba  so  ellos  la  edad  y  a»  afri- 
boyó  grande  importancia  ni  meaos  significación  q«e  debiera  nvergon* 
sarle,  á  las  iodireclas  con  que  machos  presos,  y  sobre  lodo  loa  mucha- 
chos, satirizaban  sos  buenas  relaciones  consta  tecinas  de  ceunastíe. 

Estos  por  su  parte  le  avisaban  con  tiempo  de  las  travesó***  qae 
contra  él  preparaban  ios  micos,  y  no  le  fueren  del  fcodeinilifeseu  pro- 
tección y  sus  consejos. 

Un  día  al  caer  la  tarde  estaba*  paseando  perel  peie  todoeloe  pie» 
sos  del  calabozo.  Los  dos  hombres  de  qae  vamos  habiendo  estaban  sa 
an  rincón  jugando  á  la  brisca,  y  puesto  de  rodillas  entre  las  dos,  mi- 
raba Isidro  el  juego. 

Comenzó  i  lloviznar,  retiráronse  á  la  eeadra  lea  demás,  y  ano  de 
los  dos  hombres  f  después  de  guilar  si  «¿o  ai  competeré,  sotaventé 
también  diciendo  que  estaba  cansado  y  aburrido  y  que  se  iba  á  acostar 
un  rato.  Hizolo  asi  en  efecto,  y  quedaren  setos  bidrey  el  otro  rocino. 

Este  se  entretuvo  an  rato  haciende  juegos  de  manos  con  la  baraja, 
maravillando  con  su  destreza  al  inesperla  amiga;  mas  per  éltimo  ti- 
ró los  naipes  con  desden,  y  dando  un  gran  bostezo,  se  toíiiékmmt 
á  Isidro,  quejándose  .del  mal  tiempo  y  de  las  iaosmedídades  de  la  ser- 
cel.  Preguntóle  en  seguida  la  causa  de  su  pristen  y  poraaeuews  * 
su  familia,  y  al  enternecerse  Isidro  con  el  relato,  le  pasó  un  braae  p* 
el  cuello  y  le  prodigó  mU  afectuosas  expresiones,  consuelos  y 
sas»  Todo  lo  recibía  agradecido  Isidro,  y  cada  día 
dose  mas  y  mas  aquello*  lazo*. 

Asi  andaban  sus  sucesos  cuando  una  maiana  llamaren  á  declara* 
á  aquel  hombre,  y  apenas  salid  del  calábale  para  sabir  á  la  sale  de 
declaraciones,  cuando  el  otro  se  le  acercó  muy  oficioso  y  te  dijesl  si- 
do que  desconfiara  de  sa  compañero;  qae  bebía  descubierto  de  *  #>' 
sas  enormes  y  que,  sin  darse  por  entendido,  andavieracoa  mnebapw 
caución. 

Suspenso  y  turbado  el  ánimo*  escitada  si  certeaidnd  y  émperte- 
dae  mil  vagos  recelos,  no  veía  Isidro  llegada  la  hora  de  averiguar  lo 
qt  se  encerraba  ea  aquel  aviso. 


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*or  la  acebo,  airead  4  le  tafeada  de  tn  tam  baadtdo,  bobo 
grao  selemaidad  ca  dcelebeso,  hube  comida  y  bebida  en  abundan- 
cia, cantares  y  baile  y  juego  largo. 

Hito  qeiea  ee  pado  coaettiar  el  tino  y  el  estar  despierto,  y  entre 
Ua  qaa  se  cayeron  asas  bien  qae  se  echaroa  en  el  camastro,  fué  ano 
el  hooebre  do  qmo  bidro  MU  desoeafiar. 

fil  otro»  por  el  «airarte:  mu  animado,  moa  atondado  qoe  tonca 
y  oeciledoo  aaa  brótate»  iaatialos  por  el  viao,  boceó  ¿  Isidro,  lo  apar- 
té del  bollicio  qae  rafeaba  ea  el  centro  de  la  cuadra  y  estimalado  por 
oate ,  dije  qae  había  eecojido  aqaella  baeoa  oaioo  para  explicarte  el 
aeatide  do  oaa  aatorioroa  adfcrteaoias.  t ero  deapoee  do  mocho  ha- 
blar la  esplicaoieo  ao  llegaba  y  todo  solo  folfia  al  hombre  jaramen- 
tos  y  blasfemias  mcttledes  con  m/ñ  protostasde  afecto  enlrafiaWe  á 
Isidro,  qae  ao  oompraadia  la  oportaoidad  do  ellos. 

ál  fia  aqaol  bárbaro  losiaié  lo  qae  nunca  se  habla  atrevido  á  creer 
al  taeeaato  maahacha.  MH  voeeo  dad*  de  la  tardad  y  otras  mil  disipó 
aaa  dados  el  iefame  piteo,  y  caando  ya  no  podo  negar  crédito  ata 
evtdeaoia,  sintió  coa  saola  indignación  despertarse  sos  afectos  t aro- 
niles  y,  poaaids  do  aseo,  bpriaMre  qae  iateatd  faé  separarse  de 
aqael  hooabro  y  aetter  al  grapa  del  Jaege. 

Cortóle  la  aocica  el  hoaabre  y  le  asid  de  la  camisa  con  (berta  y  ae 
quedó  con  aa  giroa  catre  loo  dedse  coa  la  <rie)eacia  que  hito  Isidro 
posa  iflapcQflr  qae  «o  aajomre* 

Bl  hambre  dsóan  salto  y  ▼ohríók  cogerlo  y  letanté  la  toa  y  levan- 
tóla taortriea  Isidro.  Aacmaroa  4o  pronto  eatoacee  ateto  A  ocho  Hilos 
y  maesa,  qae  hada  baea  ralo  oiaa  y  teta»  acarracadoe  aqaella 
ascoaa  y  4  Isidro  le  diaroa  naeree  brioa  las  ademanes  do  borla  de 
mm  omweoo. 

Asiaifcrteediáaepaasteaoai  qae  teteafc  sajetoy  lehliocaer 
áa  espaldas,  eatro  loa  griteo  de  loo  mirones  qae  celebraron  el  golpe. 

El  brutea  oaMó  á  lenaüarae  y  echó  t  correr  detrás  de  Isidro,  pe- 
ro aatea  da  alaeaaaite  babe  do  tropeear  coa  el  bandido  anfitrión,  qoe 
por  sa  parto  la  dio  aa  faerta  pnfctaio  en  el  pecho. 

Pea  graadallaaoo  oagieroo  A  isidro  al  paso,  y  le  aseguraron  para 
qae  el  honabre  padtam  ejercer  oa  él  oa  fcaganse,  pero  oate  coa  el  alar» 
i  del  pipo  aa  pedia  valoree  y  se  acató  oa  el  aaolo  reeoetle- 


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ton  refctorms 

dose  al  pié  del  camastro  y  conteniéndose  toa  tomates  la  afeita. 

Quisieron  algunos  enterarse  del  origen  de  la  reyerta  y  al  ser  ¡otar* 
mados  y  al  saber  que  Isidro  había  derribado  á  sa  perseguidor  ,  tra- 
bo para  él  vitorea  y  aplaosos  y  brindis  á  su  salad,  obligándole  el  te- 
moso bandido  á  aceptar  un  vaso  de  vino,  distinción  que  fué  de  lodos 
envidiada  y  dio  desde  aquel  momento  prestigio  al  hijo  del  sastra. 

Este  no  las  tenia  todas  consigo,  y  ya  coando  todos  se  habían  acó* 
tado,  escoplo  los  mas  granados  del  calatoxo,  q&e  le  dirigían  wá  pre- 
guntas, pidió  que  aquella  noche  le  dejaran  dormir  en  otro  laido,  paa 
temía  qoe  mientras  durmiera  se  rengara  del  golpe  su  vadoo. 

El  bandido  biso  burla  de  los  temores  de  Isidro,  y  le  preguntó: 

—¿Pues  no  estás  vestido? 

Isidro  le  contemplé  admirado:  no  le  entendía. 

—¿El  chavó  no  liabüUla  serdtftt  dijo  el  bandido  volviéndose  al 
oorro. 

Respondiéronte  que  no,  y  metiéndosela  mano  «i  el  peeho,  eaeáuns 
navaja  y  se  la  alargó  á  Isidro  con  un  movimiento  lleno  de  gracia  y 
de  trahaneria. 

Isidro,  al  ver  tan  cerca  el  arma,  kne  un  morimente  de  repula 
apartando  pecho  y  manos,  y  los  ciroanateales  se  echaropá  reir  de*w 
delicados  escrúpulos. 

—[Tómala,  bruto!  le  decían  unos. 

—Pues  si  conmigo  fuera...  decian  otros  mozalbetes  coa  enridfr 

El  bandido,  torciendo  la  cabeza  y  alargando  la  mano  mi  que  W% 
k  navaja,  le  gritó  entre  grave  y  risueño: 

—(Acá,  muchacho! 

Desabrochóse  fácilmente  con  la  surda  la  mal  cerrada  cawsSi  y 
mostrando  el  pecha  velludo  y  lleno  de  cicatrices,  añadió: 

— ¡Ojo,  pipiolot  Guando  tengas  un  decummto  como  el  presento,  p0" 
drás  dormir  tranquilo  entre  tunantes;  pero  hasta  entonces ,  daerfl* 
con  un  ojo  abierto  y  ponió  en  el  hierro.  Anda ¿qué  sabes  t&t 

Animaron  todos  les  demás  á  Isidro  y  obligáronle  á  que  fuese  á  dor- 
mir á  su  sitio  acostumbrado,  diciendo  algunos  á  su  agresor: 

—Anda,  «si  quieres  algo  para  el  pelo,»  y  «ráscale»  con  el  sastre- 
cico  del  Lavapiés;  verás  que  viaje  te  larga. 

Toda  la  noche  la  pasó  Isidro  en  vela,  oyendo* murmurar  y  *&** 


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oa  aaaer*.  \tn 

át  dhéafa»faehaslaeal<moeese  había  lagido  sa  amigos  II  otro 
se  durmió  «ti  el  vina,  Desde  entóneos  uingaae  da  los  dos  voMé  á 
provocar  sa  enoje  dí  á  bascar  sa 


Dos  años  llevaba  ladro  en  la  Cártel  4$  Cor*.  Sa  podre 
muerto. 

So  madre,  enferma  y  pobre,  había  sido  flotada  al  hospital. 

El  muchacho  era  sabedor  de  si  desgracia  y  bien  iba  conociendo 
qoe  do  lo  quedaba  amparo.  So  üo  el  bonetero  lo  había  «andado  de- 
cir que  te  habían  comido  mochos  doblones  con  promesas  de  librar- 
le; pero  que  ya  no  podía  hacer  mas  en  favor  sayo. 

Dos  afios  á  la  edad  de  Isidro  paedea  atoar  macho. 

n  se  habla  bocho  ya  á  la  vida  do  oáreol. 

Comenzaban  é  oscurecerse  sos  primeras  nociones  sobro  las  cesas 
del  mando;  sa  carácter  se  agriaba,  sas  pensamientos,  sas  afeóles  lo- 
maban ana  ponía  do  amargo. 

Solo,  desnado,  triste,  revuelto  entro  la  numerosa  tarta,  aecosimbi 
de  macha  resignación.  Phra  soportar  semejante  eaátasei*,  star  iuoat- 
aento  peligro,  habría  sido  menester  qoe  sa  aadsralou  sedeMUlara,  y 
y  por  desgracia  saya,  Isidro  iba  siatieado  do  dbefc  <fla  que  tomaban 
incranento  sas  caahdados  Taronüeo. 

Los  demás  presos  leaian  amigos,  redbum  visitas,  gaslabaa  ea  ti- 
no y  en  juegos. 

Isidro  permanecía  agono  á  todo:  sa  carácter  retraído  y  severo  era 
poco  k  propósito  para  crearle  simpatías  en  aquel  sitio. 

Reconocíanle  valor;  pero  eso  valor  iba  aooaipafiado  do  aa  instinto 
de  justicia  tan  evidente  y  de  toa  hoarados  escrúpulos,  qae  para  nada 
podia  servirle. 

Sin  embargo,  á  modMa  qae  ganaba  en  robastes  y  viriftdad,  per» 
dia  otro  tanto  en  dolkadenu  Algo  sombrio  parecía  empalar  sa  lím- 
pida mirada.  La  jerga  carcelaria  oomoasaba  á  allorar  la  ssaoülaaa» 
taraKdad  de  sa  leagaege;  ao  podh  mirarse  á  si  núuno  sia  ver  sa» 
miserables  barapor,  de  saorto  qae  pooo  á  pecosa  iba  aooatambraado 
k  su  propio  menosprecio.  La  práctica  de  loo  principies  do  moral  os 
imposible,  shoslataamate  imposible  al  qae,  oomo  Isidro,  se  va  oa 

lis 


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me 

Un  tierna  «dad  eaoat estado  y  hito  de  h»  «wat  leeenriat  i  la  vida 
en  medio  de  las  mu  abominables  depravaciones.  T  no  seto  ea  impo- 
sible la  práctica  de  esos  principies,  sino  que  so  olvido  llega  á  ser 
completo  á  la  larga,  después  de  lo  cual  viene  naturalmente  la  adop- 
ción de  noas  ideas  y  aoa  conduela  egoístas.  El  instinto  de  la  propia 
conservación  se  sobrepone  á  todo  y  en  lugares  semejantes  solo  por 
malos  medios  se  logran  las  satisfacciones. 

A  pesar  de  todo,  Isidro  «eolia  vagamente  la  superioridad  de  su  na- 
turaleza. Todavía  hubiera  podido  salvarse  del  naufragio  que  amaga* 
ba  á  su  conciencia.  Aun  después  de  haber  entrado  en  su  triste  trans- 
formación, quedaba  en  él  bondad  suficiente  á  redimirle.  Aun  eo  cier- 
tas épocas  del  año  los  recuerdos  de  su  vida  anterior  revolvían  el  fon- 
do de  su  corazón,  tierno  y  sensible. 

Un  día,  el  dia  de  san  Isidro,  patrón  de  Madrid  y  especial  suyo, 
experimenté  una  tristeza  tan  profunda,  recordé  tan  amargamente  iui 
perdidas  alegrías,  que  en  toda  la  roche  pudo  cerrar  los  ojos.  Allí  fué 
el  desesperado  empeño  de  explicarse  la  causa  de  «u  largo  encarcela- 
miento, causa  que  el  desdichado  no  pudo  justificar,  por  mas  que 
apelé  4  toda  sn  npble  imparcialidad  al  detenerse  en  el  examen  del 
malhadado  suceso  que  k  tal  extremo  lo  tenia  reducido.  Otro  dia,  el 
dia  de  San  Cayetano,  cuya  verbena  le  recordaba  laa  horas  mas  llenas 
de  encanto  que  había  gozado  en  el  mundo,  lloré  amargas  ligrimas  al 
considerar  que  para  él  ya  habian  acabado  aquellos  gratos  placeres. 

Sucedió  en  cierta  ocasión  que  en  su  calabozo  mismo  encerraren 
un  ropavejero  que  h^ia  sido  vecino  suyo,  el  cual  le  refirió  porme- 
nores de  la  muerte  de  su  padre  y  aun  le  dio  noticias  de  la  enferme- 
dad que  su  madre  padecía.  El  ropavejero  hablaba  como  hombre  cur- 
tido ya  en  la  mala  vida,  no  mostraba  muy  grave  sentimiento  por  ü 
prisión  y  daba  á  conocer  que  estaba  bien  seguro  de  recobrar  la  liber- 
tad en  breve.  Isidro  le  oyó  hablar  con  algunos  camarade*  y  de  su* 
propio»  labios  escuché  la  confesión  y  la  relación  circunstanciada  de 
mil  infamias  por  aquel  hombre  cometidas,  inclusa  la  que  entonces  le 
tenia  preño  en  la  cárcel.  El  relato  del  ropavejero  pareció  muy  ameno 
y  muy  curioso  &  gran  número  de  presos  que  oon  frecuencia  le  inter- 
rumpían con  grandes  risotadas;  man  en  Isidro  produjo  un  efecto  ter- 
rible. 


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fL  ftlt 

Aquel  hombre  tenia  amigos,  tenia  la  mas  comptoianonflania  en  el 
próximo  y  favorable  despacho  de  un  proceso  de  robo  cometido  con 
violencia  y  abaso  de  oootania;  tenia  dinero  y  dormía  tranquilo.  En 
sus  palabras  dejaba  conocer  qne  otras  veces  había  estado  preso.  |Mu- 
cho  dafio  le  hiio  á  Isidro  la  presencia  de  aqnel  hombre  en  la  cárcel! 
'  El  mismo  declaró  al  hijo  del  sastre  qne  debía  mocho  agradecimiento 
4  sn  difunto  padre  y  él  mismo  también  le  confesó  qne  nada  babia  he- 
cho por  su  madre  antes  ni  después  de  llevarla  al  hospital. 

Sn  duda  la  prisión  del  ropavejero  acabé  de  determinar  la  trans- 
fcrmacion  que  en  Isidro  se  estaba  verificando. 

El  ingreso  de!  ropavejero  y  de  otro  individuo  de  muy  buen  hu- 
mor comunicó  al  calabozo  nna  animación  que  comentaba  al  rayar 
el  dia  y  no  decaía  hasti  las  últimas  horas  de  la  noche.  Apenas  en- 
viaba el  sol  sos  primero*  reflejos  á  lo  alto  de  las  paredes  á4  patio, 
cuando  comentaba  á  oírse  el  grito  tradicional  de:  «¡Al  queso,  a)  que* 
sol»  y  en  seguida  se  formaba  un  numeroso  corro  do  jugadores  y  mi- 
rones que  se  reemplazaban  según  los  echaba  de  alli  la  mala  suerte  ó 
al  cansancio. 

Isidro  veis,  no  con  baja  envidia,  mas  si  con  gran  pena,  circular  el 
oro  entre  aquellas  impuras  manos,  y  se  acordaba  de  la  miseria  de 
su  madre  olvidando  entonces  la  suya  propia. 

Dn  dia  que  se  le  había  roto  el  énico  tirante  que  usaba,  eché  por 
primera  vet  mano  á  la  navaja  para  abrirse  un  ojal  en  la  tira  de  ori- 
llo, y,  después  de  hecha  esta  ooeracion,  ce  quedó  largo  rato  suspenso, 
sin  mirar  el  arma,  aunque  era  la  Antea  cosa  que  en  su  interior  con- 
templaba. Cuando  salió  de  aquel  estado  de  contemplación  c*rr¿  poco 
á  poco  y  casi  maquinalmente  la  navaja,  haciendo  un  gesto  como  si 
acabara  de  ponerse  de  acuerdo  concibo  mismo. 

Anduvo  dos  días  mas  apartado  aun  de  lo  que  solía,  v  muchos  rato* 
los  pasaba  sin  quitar  los  ojos  del  feo  rostro  del  baratero. 

Una  larde  que  el  bandido  le  brindaba  con  dinero  para  qw»  jogase, 
le  preguntó  Isidro  si  I*  permitirían  hablar  con  los  aflores  de  !n  visi- 
ta, y  cuando  se  persuadió  d<>  que  en  efecto  nadie  le  pondría  obstáculo 
á  *u  proposito,  se  enteró  detenidamente  de  cómo  debía  snlieitar  que 
le  oyesen  lo  mas  pronto  posible.  Como  el  negocio  era  tan  llano,  á 
pono  estuvo  Wdro  inscrito  eo  la  lista  «de  los  que  padian  visita,  y 


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xm  -  ruiéuiits 

volviendo  á  ti  rincón,  se  dio  á  revolver  «isa  anta  las  cosas  que 
defrtfia  das»  á  tes  jueces  para  moverle*  al  corasen  oon  al  miserable 
estada  de  ao  madre  y  estimularles  i  hacer  pronta  juettoia.»  SI  hate- 
ra deseada  poder  tablar  en  aquel  momealemisa&e;  estaba  seguro  ée 
que  no  le  bahía  de  quedar  nada  que  decir  ea  prwachude  so  nrteaia; 
«as  ya  que  se  veía  obligado  á  poner  diqoe  4  su  «paciencia  hasta 
el  día  de  la  próxima  visita,  pasaba  el  lardo  tiempo  reeapacilind»  ea 
lo  que  había  de  decir  al  llegar  la  ocasión  oportuna.  De  cuando  ea 
cuando  interrumpía  involuntariamente  sus  meditaciones  y  Toteia  á 
fijarse  en  el  baratero,  que  por  cierto  estaba  may  kjes  de  i 
objeto  de  atención  tan  asidua . 

A  alguno*  presos  que  preguntaron  á  Isidro  qné  se  {Wfwua 
¿  la  visita,  les  respondió  sencillamente,  mostrando  las  etfraantae  qta 
fundaba  ea  aquella  diligencia,  y  los  ya  duchos  en  la  vida  se  le  ríe- 
ron  de  su  peregrina  simplicidad» 

Isidro  no  se  desalenté  del  todo  y  esparé  el  sábado  coa  creciente 
impaciencia. 

Entonces  el  dinero  y  la  clase  tenían  como  tienen  ahora  euapreeoH- 
noncías  entre  los  presos  no  incomunicados.  Los  joras  se  toman  toda- 
vía la  molestia  de  visitar  en  su  propia  habitación  al  preso  que  paga 
deparlamento,  aunque  esté  condenado,  aunque  baya  reincidido  tres 
y  cuatro  veces,  aunque  ea  su  concepto  sea  el  hombre  mas  indigno. 
Pero  si  el  preso  no  paga  dinero,  aunque  sea  un  nitto  simplemeoíe 
acusado  de  un  delito  levísimo  y  tenga  los  mejores  antecedentes,  es 
tunees  no  es  visitado,  sino  que  tiene  que  solicitar  penmeo  para  pre- 
sentarse ante  la  visita,  que  se  verifica  en  un  local  destinado  al  electo. 

Guando  el  voceador  llamó  con  su  acostumbrada  cantinela  á  Isidro, 
este,  que  no  esperaba  otra  cosa,  se  puso  i  temblar  y  4  sudar,  y  abra* 
veso  con  un  llavero  los  pasillos  sin  ver  por  donde  andaba:  tal  atar  - 
dimiento  le  causó  la  idea  de  que  iba  á  ponerse  debato  de  tos  jaeces. 

Llegado  á  su  presencia,  apenas  acertaba  á  hablar  ai  se  atrofia  á 
levantar  los  ojos  del  suelo.  De  todo  lo  que  en  sus  soledadss  había 
discurrido  para  manifestarlo  en  aquella  solemne  ocasión,  apenaste 
quedaba  un  confuso  recuerdo. 

Mientras  acababa  de  hablar,  otro  preso  que  antes  que  él  había  en- 
trado, pudo  reponerse  un  poco.  Cuando  el  prawásaie  de  la  wsftnle 


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dirigió  te  patebm,  yaca*  se  belteba  bastante  tranquilo  parí  eoenii  ~ 
Mr  hasta  cierto  punto  sus  ideas;  pero  se  desconcertó  de  protte  «i 
ver  que  cíes  seftores»  le  miraban  coo  estrada  curiosidad  y  procura- 
ban, Moque  en  vano,  contener  la  risa. 

Al  fio,  cuando  el  presidente  reiteró  la  pregunta,  Isidro  sopo  decir 
conato  tiempo  llevaba  encarcelado,  que  sn  honrado  padre  había 
muerte;  qne  so  ■adre  estaba  en  el  hospital;  que  él  era  mocmto. 

Ri  se  aguaba  que  diciendo  de  todo  ccrason  csoy  mócente»  hnWn 
de  afectar  vivamente  el  ánimo  de  aquellos  boenos  segares,  qne  i  le 
menos  habrían  oído  mil  Teces  decir  otro  tanto  á  loe  pillastres  mas 
redomados. 

El  jnei  habló  nn  momento  con  nn  hombre  qne  estaba  detrás  de  sn 
stlte  non  un  gnm  legajo  de  papeles;  el  hombre  volvió  dos  ó  tres  pá- 
ginas y  contestó  en  vos  baja  mny  br^e^  palabras.  Entonces  el  prest* 
dente,  pasándose  la  mano  por  la  barba  y  volviendo  la  cabera  á  isidro, 
le  dijo: 

—Está  en  sumario. 

T  tocó  una  campanilla. 

Isidro  imaginaba  que  el  juez  le  iba  á  preguntar  pormenores  de  su 
delito  y  de  su  familia  y  se  preparaba  á  responderle;  pero  se  abrió  la 
puerta,  se  asomó  sin  entrar  el  llavero  qu*  le  había  acompañado  i  la 
sala  de  deetesaeteues,  y  dándole  con  la  nano  en  el  hombro,  le  dijo: 

El  pobre  moto  creia  estar  soñando;  iba  á  replicar,  pero  el  llavero 
insistió,  y  repicando  repitió: 

—Vamos,  anda. 

Isidro  volvió  los  ojos  á  los  jueces  imaginando  qne  no  le  dejarían 
ir  sm  hablar  de  lo  qne  ¿leo  sn  imaginación  <e  forjaba;  pero  vio  qne  ya 
no  le  miraban  siquiera,  y  decayó  su  ánimo  como  si  desde  alli  fueaa 
á  encaminarse  á  la  fosa. 

Volvió  á  entrar  en  el  calabozo  casi  desfallecido;  dos  ó  tres  presos 
al  volverle  á  ver  se  rieron  de  ¿I  como  lo?  jueces,  y  el  bandido  que 
seguía  mostrándosele  aficionado,  le  quitó  de  la  espalda  un  rabo  de 
papal  que  tes  grandullón*  I*  habían  prendido  á  hurtadillas  con  un 
alfler  y  había  sido  después  causa  de  te  hilaridad  que  él  había  nota- 
do en  la  sala  de  visita. 


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íott  mato» 

La*pérdida  de  sus  esperanzas  le  abromaba  con  oa  paso  enorme,  y 
buscó  en  el  lecho  carcelario  on  reposo  que  eo  todo  el  dia  podo  goar. 

Al  caer  la  tarde  vio  al  bandido  que  paseaba  solo,  y  se  fué  á  ¿I  re- 
suelto. 

— Quiero  saber  ana  cosa,  le  dijo. 

El  bandido  se  paró  dirigiéndole  una  mirada  interrogativa,  y  sor- 
prendido agradablemente  al  ver  el  resuelto  ademan  y  al  notar  la 
voluntad  con  que  había  sido  pronunciado  aquel  quim>,  repuso  ir- 
guiendo  la  cabeza: 

—Chimulla,  chavó. 

—Quiero  saber  ana  cosa  del  murciano 

El  marciano  era  el  baratero. 

—El  murciano,  saltó  el  bandido,  es  un  giU,  pero  bravo;  el  mando 
entero  le  ha  visto  el  hierro.  (Lástima  de  hombre!  El  marlea  le  des- 
pediremos. 

—¿Se  va? 

—No;  lo  lletan. 

— ¿AwrdP 

— Gabalito,  y  por  culpa  de  un  mala  nmg. 

Isidro  bajó  la  cabeza  pensativo. 

El  bandido  prosiguió: 

—¿Quieres  algo  de  él?  Pide,  que  es  mi  amigo  y  me  servirá. 

— Ya  no,  replicó  Isidro;  supuesto  que  se  va T  dígame  vuetf) 

merced,  dijo  de  pronto;  ¿tiene  vuestra  merced  en  esta  cuadra  alfUü 
otro  amigo  tan  íntimo  como  el  murciano? 

—Gomo  ese  no  le  tiene  nadie;  y  los  amigos  que  yo  tengo  aqui  no 
valen  para  gran  cosa.  No  lo  digo  por  ti,  que  ya  sé  que  tienes  corazón 

—Y  quiero  que  se  vea,  exclamó  en  voz  baja  y  eon  sombría  mira- 
da el  joven. 

— ¿De  qué  suerte?  le  preguntó  el  bandido  con  interés. 

— Mi  madre  se  va  á  morir,  respondió  Isidro,  yo  no  voy  á  salir  de 
aqui  en  mucho  tiempo;  los  jueces  me  han  hecho  burla;  si  voy  á  pre- 
sidio, quiero  que  sea  por  algo.  Yo  he  de  tener  dinero  para  mi  madre; 
yo  he  de  hacer  que  hablen  k  uno  de  esos  que  tienen  mano  para  las 
causas  y  los  indultos.  En  cuanto  se  vaya  el  murciano,  cobraré  yo 
barato. 


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MIDIOffi  1*1* 

— ¡Clúquiltol  esdamó  el  tendido  lleno  de  asombro  y  de  goto. 

—¿Querría  acaso  vaeeameroed  cobrarlo? 

—¿Me  lo  estorbarías  tú?  preguntó  el  bandido  con  seriedad. 

—A  vueeamerced  no,  porque  le  estoy  obligado  y  tengo  entra- 
fias  de  agradecido;  pero  al  padre  de  vnesamerced  y  á  mi  aboelo  que 
bajara  ¡vive  Dizque  se  lo  babiade  estorbar!  El  martes  cobraré  yo, 
si  vuestra  merced  no  manda  otra  cosa. 

— (Mochas  gracias,  hijo  mío!  por  mi  parto,  agradecco  la  cortesía; 
pero  si  quieres  armar  jaleo,  «aprepárate»  porque  hoy  mismo  te  dis- 
putarán la  plata. 

—¿Hoy  mismo? 

— ¿T4  no  sabes  lo  que  pasa? 

—No  sé  nada. 

—Pues  oye  paseando.  El  Mmvmo  ha  enviado  al  jwa  un  anóni- 
mo, delatándose  &  si  mismo  de  un  delito  falso. 

—(El  mismo  ba  hecho  eso! 

—Sí;  para  que  le  poogan  incomunicado.  Tiene  preparado  un  es- 
calo en  compafiia  de  otro  cantarada,  y  como  el  cantarada  está  en  en- 
cierros, esta  noche  tratarán  de  su  negocio. 

—{Cómo! 

—Se  hablarán  por  el  conducto  de  las  aguas  sacias.  Ahora  bien, 
té  eres  bragado;  pero  no  tienes  paladar  para  la  sangre;  peor  para  ti. 
Si  quieres  cobrar,  tienes  que  diñar. 

A  Isidro  en  efecto  todavía  la  espaotaba,  á  sangre  tria,  la  idea  de 
derramar  la  sangre  de  un  hombre.  Iba  á  confesar  su  repugnancia  al 
bandido,  cuando  se  hizo  gran  tumulto  y  vocerío  á  la  puerta  del  calabo- 
10.  Su  oompafiero  le  dio  un  apretón  de  mano,  le  guiOó  el  ojo  y,  apar- 
tándose de  su  lado,  acudió  con  fingida  curiosidad  á  ver  la  ocurrencia. 

La  ocurrencia  era  que  acababan  de  llamar  al  Mmekm  para  po- 
nerle incomunicado,  conforme  á'su  deseo. 

En  aquellos  momentos  empezaba  á  oscurecer. 

El  murciano  se  dejó  llevar  aparentando  tanto  enojo  como  sorpresa, 

volvióse  á  cerrar  la  puerta  y  en  seguida  se  formaron  corros  donde 

se  comentaba  el  inesperado  suceso. 

—Ahora,  el  hierro;  dijo  con  disimulo  y  con  autoridad  el  bandido 
á  Isidro. 


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Isidro  sentía  cierto  teeiplicable  respeto  y  verdadero  afecto  por 
aquel  hombre;  á  lo  coal  contribuía  también  el  concepto  de  valiente 
con  que  el  bandido  le  habia  autorizado  en  la  cuadra,  concepto  caya 
realidad  era  ovidente  para  Isidro  y  que  tenia  para  él  macho  de  ha- 
lagAeffo,  sobre  todo  en  aquel  sitio. 

A  pesar  de  esto,  empero,  al  ver  que  se  acercaba  la  ocasioode  osar 
de  la  navaja,  vacila.  Miró  á  su  interlocutor  sin  atreverse  á  arrostrar 
lá  imperiosa  mirada  de  este,  que  volvió  á  separarse  de  él  para  fue  do 
sospechasen  lo  que  trataban. 

Isidro  volvió  i  acercársele,  y  con  acento'eotre  resuelto  y  tembit- 
roso,  en  que  se  traslucía  el  estado  de  su  ánimo,  le  di)o: 

—Me  da...  no  sé  qué  la  navaja;  pero  aHí  hay  un  barrote  de  hierro, 
y  con  él  no  temo  á  nadie. 

—Si  coges  el  barrote  eires  perdido:  te  mataré  cualquier  chiquillo 
á  la  primera  suerte.  Plántate  con  el  corte,  créeme,  y  solo  de  verte 
tendrán  miedo. 

*  Isidro  volvió  á  hallarse  solo.  Volvió  á  pensar  en  su  triste  suerte, 
en  la  pérdida  de  toda  esperanza;  en  su  madre...  La  desesperado! 
se  apoderó  de  él  y  en  su  interior  juraba  guerra  sangrienta  á  todo  el 
que  le  impidiera  salir  de  tan  triste  é  inmerecida  suerte;  cuando  ano 
de  los  desocupados,  viendo  que  era  llegada  la  hora  del  juego  sin  que 
nadie  se  menease  y  deseoso  de  ver  cómo  se  verificaría  el  reemplatf 
del  baratero,  se  dio  á  gritar  en  tono  de  broma: 

—(Al  queso,  al  queso! 

Isidro  se  extremeció. 

Tres  ó  cuatro  de  los  jugadores  mas  constantes  fueron  maquinal* 
mente  á  reunirse  en  el  sitio  donde  era  costumbre  eolocar  la  manía  y 
las  barajas,  y  en  seguida  hubo  á  su  alrededor  un  grupo  numeroso  y 
ruido  de  dinero. 

Uno  de  los  presos  se  fué  introduciendo  con  cierta  indolencia  y  tf~ 
guridad  hasta  colocarse  en  medio  del  grupo  y,  tendiendo  una  manta, 
guilló  el  ojo  al  calabocero,  y  mientras  melia  una  mano  en  el  bolsillo 
del  pantalón,  dijo  como  entre  dientes: 

—Barato. 

— ¡Ptor  mil  aclamó  Isidro  echando  su  navaja  abierta  en  la  manta. 

El  asombro  cundió  instantáneamente  por  el  corro.  Todas  las  mira- 


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MIUMPA.  1115 

da*  te  volvieron  á  Isidro  primero  y  después  á  su  contrincante. 

Esta  miró  á  so  ves  al  ssstrecko  empajando  los  labios  coa  gasto 
desdefioso,  y  se  bajó  en  ademan  de  coger  la  navaja  de  la  manta  y  ti- 
rarla. 

Isidro  o  >n  un  rápido  movimiento  le  poso  el  pié  encima,  antas  que 
el  otro  la  Icamara  con  la  mano,  7  grité  con  enteren: 

— jBaí  .lo I 

El  lia  üdo  no  pudo  contener  on  movimiento  de  satisfacción  al  ver 
el  denuedo  de  sa  ahijado. 

El  hombre  de  la  manta  levantó  el  brazo  para  sacudir  con  toda 
sa  fuerza  k  Isidro;  este  evitó  el  golpe  con  on  quiebro,  recogió  al 
paso  la  ncvsja  y  enarbolándola  y  poniéndose  de  no  salto  fosca  del 
corro,  gritó  con  los  ojos  inyectados  en  sangre: 

—¡Mandria,  acá  te  llamo! 

— 1  Afuera!  dijo  el  hombre  irritado,  abriendo  los  breaos  para  apar* 
lar  á  los  que  le  rodeaban;  ¡voy  á  curtirle! 

Al  mismo  lienyo  se  quitó  un  sapalo,  escupió  en  la  suela  y  Asé  á 
embestir  á  Isidro. 

Isidro,  rápido  como  el  relámpago,  clavó  sn  navaja  de  punta  en  el 
camastro,  sorteó  la  acción  de  su  adversario,  le  dio  «na  ruidosa  bofe- 
tada y  con  gran  agilidad  volvió  acoger  la  navaja  y  esperó  poesía  en 
guardia. 

Al  chasquido  siguió  el  pasmo  y  el  silencio. 

Isidro  estaba  lleno  de  gallarda  flerexa  en  aquella  actitud. 

El  calabocero,  vuelto  en  sí,  fué  á  tirar  de  la  campanilla  para  dar 
aviso  y  pedir  auxilio,  á  tiempo  qoeel  abofeteado  echaba  mano  á  s» 
navaja. 

El  bandido  los  cogió  de  un  braio  á  cada  uno,  y  llamando  la  atención 
de  todos,  dijo  en  voz  alta: 

— ¡Caballeros!  una  palabra.  Aqui  se  ha  hecho  un  agravio  y  se 
busca  una  satisfacción:  es  muy  justo.  Me  parece  á  mi  que  no  se  to- 
que la  campana  por  ahora;  que  callemos  todos  y  dejemos  que  se  vean 
el  hierro  estos  dos  hombres. 

—¡Dos  hombres!  grafio  ¡jadeando  el  abofeteado. 

— Yo  sé  de  uno,  replicó  volviéndose  á  él  gravemente  el  bandido,  y 
creía  que  erais  dos:  tú  dirás  si  me  engañaba 

ID  ftt 


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1M* 

Paf^bieaátodeskpitpesícionyelmododelbaa^  yMÉlo 
dieron  k  entender  á  vooes.  El  calabocero  aunóme  algunas  paUta* 
en  ?oi  baja  y  aquél  ie  replicó: 

— ¿Yáií...qué? 

Encogióse  de  hombros  el  jefe  y  feo  á  mirar  por  la  rejilla  díte 
puerto.  Volvió  desde  allí  el  rostro  y  en  Medio  dai  atoado  se  le  oyó 
decir:  «al  avío,»  acompasando  esta  frase  con  in  incitante  mef  untan- 
te de  cabeía. 

Formóse  en  ancho  circulo  al  rededor  de  Isidro  y  de  su  advenaria 

El  bandido  btxo  con  ambas  manos  señal  de  que  dejaran  mas  espa- 
cio. Permaneció  un  breve  ralo  con  el  índice  en  ios  labios  y  rompí* 
een  un  jeal  que  toé  obedecido  per  les  dos  combatientes,  lanzan** 
uno  contra  otro. 

La  lucha,  cuerpo  i  cuerpo,  en  aquel  lóbrego  sitio  y  en  medie  del 
pavoroso  silencio,  era  terrible»  A  cada  momento  se  estremecí*  de  sú- 
bito alguno  de  los  espectadoras  que,  alargando  el  cuello  y  contenien- 
do el  alíenlo,  no  perdian  on  golpe  ni  un  amago. 

De  cuando  en  cuando  se  oia  chocar  el  hierro  contra  el  hierro,  pro- 
duoiend*  un  estridor  siniestro;  á  veces  uno  de  los  contendiente** 
lañaba  sobre  el  adversario  produciendo  un  rumor  gutural  aenwjsafc 
al  de*  Mador  cuando  hace  un  grande  estaerto  para  hendir  un  áurt 
tronco. 

Isidro,  que  acababa  de  tirar  dos  lijos  á  su  contrario,  dio  en  ta- 
lento salto  atrás  echando  una  rápida  ojeada  á  su  mano  derecha,  f  * 
quedó  inmóvil  en  actitud  defensiva.  El  otro  preso  levantólos  bri**> 
iaqoeironle  las  piernas,  y  cayó  de  espaldas,  sin  exhalar  un  geatifo 

El  bandido  y  el  calabocero  corrieron  á  él,  entre  tanto  que  el  tyt- 
daote  de  este  se  colocaba  de  centinela  al  tentanillo.  Eiamtoérehk 
rápidamente;  miráronse  uno  á  otro  y  se  levantaron. 

—(Todo  el  mundo  á  los  petates!  gritó  el  bandido. 

— jAqaí  nadie  ha  visto  aadal  añadió  como  admonición  el  cabe- 
cero cogiendo  una  tranca. 

Isidro  estaba  herido  en  un  hombro  y  en  una  mano.  Bu  un  mMMt* 
le  vendaron,  ocultaron  su  camisa  y  le  pusieron  otra. 

— j  Vivo!  gritó  el  calabocero,  que  se  había  parado  en  mitad  de  la 
cuadra. 


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»A.  lOtl 

— |Ya  está!  le  replicaron  les  qee  eompeeiaa  el  tr^je  de  Isidro  me- 
tiéndose ce  su  $ama$. 

El  calabocero  dio  un  trancaio  al  farol,  tiró  de  la  cnerda  de  la  eam* 
pana  y,  asomando  el  rostro  al  ventanillo,  comentó  á  dar  voces  desfo- 
ndes de  ¡tronca!  ¡irtmett 

Inmediatamente  se  oyeren  remores  precipitados  i  lo  lejos,  encima 
del  ealaboto,  á  los  lados,  por  ledas  partes. 

—Ya  Tienen,  dijo  con  tranqiilidad  el  calabocero,  escupiendo  por 
■n  sistema  particular  sayo. 

— (Ana  tengo  aqai  la  navaja  mendtafe;  dijo  de  pronto  Isidro  in- 
corporándose con  gran  aaoramientot 

B  calabocero  le  arrojé  ana  maldición  terrible,  corrió  á  quitársela 
de  las  manos  y  volvió  4  colocarse  junto  á  la  paerta,  sin  dejar  per 
eso  en  reposo  la  campana. 

El  tnmnlto  se  iba  acareando  á  la  peería  del  oalaboao. 

Loo  ayudantes  se  bebían  colocado  á  ¿erecto  éiaqi^^  les  ca- 
mastros con  sendos  garrotes. 

Sonó  al  enorme  cerrojo  y  penetró  en  la  onadra  gran  número  de  de- 
pendientes con  palos  y  Curóles.  A  la  peería  se  quedaren  dos  soldados. 

81  alcaide  no  se  bailaba  en  la  cárcel  ni  solfa  parecer  nanea  por 
semejante  sitio.  El  qee  le  tenia  sebaircndadas  las  infame*  granje* 
rías  se  adelantó  el  primero  preguntando  al  jefe  de  la  cnadra: 

— ¿Qoó  bay? 

—Qee  km  roto  un  farol  mando  todo  el  mando  dormía  traaqailo, 
y  en  fcmbre  está  tendido  en  mitad  del  calaboio. 

—¡ Adelantel  dijo  eUnbnrrendador  dirigiéndose  á  los  qoellevebee 
los  faroles. 

Adelantáronse  estos  y  á  los  pocos  posos  gritó  eoo  de  ellos: 

— |BI  hombre!  ¡sangre!  {navaja! 

Rodeáronle  lodos  los  que  acababan  de  entrar. 

Las  presos  se  ineerporaroe  eo  sos  petates. 

— (El  médico!  gritó  el  subarrendador,  y  aOadió  acto  continuo: 

—¿Dónde  dormía  el  preso? 

— Aqai,  contestó  el  calabocero.  Miniando  el  sitio. 

—[Hambre!  pees  el  petate  está  coal  si  no  se  bebiera  aoesiado. 
i  A  ver!  (Todo  el  mando  al  seelo! 


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102S  FÍ18I0NSS 

Loa  presos  saltaron  de  loe  oamaatrot. 

Varios  dependientes  so  dieron  á  registrar  km  petatea,  mirando  si 
hallaban  manchas  de  sangre,  y  después  revolvieron  lodo  el  calabno 
en  basca  de  navajas.  La  operación  fué  inútil.  Una  vez  terminada,  el 
subarrendador  mandó  abrir  el  pasillo  que  servia  da  oamaafeaám 
con  la  gente  de  afuera,  y  dije  á  voces: 

—¡Al  cocheo! 

Hicieron  entrar  á  los  presos  ano  á  ano  en  el  pasillo;  alié  los  fueren 
registraodo,  y  también  inútilmente. 

Coando  le  tocé  el  tarno  al  bandido,  dijo  en  voz  baja  al  qae  le  re- 
gistraba: 

—Cachea  id  al  saatrecioo  qne  vendrá  datrte  de  mi.  Ten  cnidaáo 
coa  «atrojarte  la  muñeca. 

— ¿Cod  qaé  lo  ha  hecho  él? 

—Y  con  mocho  garbo. 

— ¡Otro!  gritó  el  que  estaba  registrando. 

Presentóse  ea  efecto  Isidro.  El  dependiente  la  contempló  con  cierta 
curiosidad  que  le  cansó  escalofríos;  pero  en  breve  se  tranquilizó  al 
conocer  qae  aquel  hombre  solo  por  mera  fórmula  le  pasaba  las  ma- 
nos suavemente  i  lo  largo  del  cuerpo  y  qae,  Ungiendo  no  haber  des 
cubierto  nada  de  particular,  le  apartó  á  un  lado  con  los  que  ya  ha- 
bían ido  adelante,  y  repitió: 

— iOtro! 

Terminado  el  registro,  el  subarrendador  mandó  que  durante  elfld° 
de  la  noche  permaneciesen  en  pié  cuatro  vigilantes,  y  fué  4  dar  parle 
de  la  ocurrencia. 

Transcurrieron  muchos  días  sin  que  se  tomase  otra  medida. 

Entre  tanto,  á  U  mañana  siguiente,  se  dio  como  de  costumbre  la 
voz  de  ¡al  queso!  y  ol  calabocero  avisó  espontáneamente  á  Isidro  pa- 
ra que  ocupara  su  puesto. 

Por  la  noehe  el  bandido  luvo  la  delicadeza  de  pagar  de  su  bolsillo, 
diciendo  qae  era  en  calidad  de  anticipo,  el  alboroque  que  Isidro  de- 
bía por  su  estreno  de  baratero. 

El  proyecto  de  escalo,  meditado  y  aun  intentado  por  el  rmreitmo  y 
otros  dos  presos,  fracasó. 

Fué  un  acontecimiento  horrible. 


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DtMMTfe  10ÍS 

tapias  de  limar,  á  henaje  Itompo  y  de  pnoianeia,  tr*s  graeeos 
barrates  de  hierra,  después  de  espenersoen  peligro  inminente  de  amar- 
te antes  de  hállame  loe  tres  reunidos,  latieron  que  hacer  esfuerzos 
casi  sobrehumanos  para  doblar  loa  barrotes  le  bastante  para  poder  pa- 
sar por  el  hueco  que  dejaban  «a  curva  y  el  alféizar  de  1a  renlana.  Lle- 
vaba cada  uno  una  soga  con  un  lazo  oorrediio  ee  un  estremo  y  u 
garfio  de  hierro  en  el  otro.  Uno  de  los  tres  á  quien  le  había  locado 
por  suerte,  se  colocó,  descalzo  como  todos,  de  espaldas  á  na  ángulo 
entrante  del  patio  y,  encogiendo  primero  los  codos,  encogiendo  las 
piernas,  apoyándolas  á  nao  y  otro  lado  y  volviendo  á  hacer  lo  mismo 
con  los  codos,  fué  ascendiendo  llevando  la  soga  pasada  por  el  cueUo 
y  el  estremo  del  garfio  metido  en  un  bolsillo,  para  que  ooa  la  oscila- 
ción no  diese  en. la  pared,  produciendo  un  ruido  que  les  perdiese  en 
el  momento  mas  critico  y  después  de  tantas  dificultades  vencidas. 

Sos  dr<  camaradas  le  contemplaban  silenciosos.  La  noche  era  os- 
cura y  callada;  ellos  expertos  y  resaeltos.  Entro  una  larga  condena 
y  la  probabilidad  da  una  peligrosa  fuga,  nunca  habían  vacilado.  La 
esperanza  le*  sonreía  en  medio  de  las  tinieblas  y  el  sobresalto  de  su 
espíritu. 

Ya  los  dos  que  eraban  abajo  no  distinguían  al  que  iba  subiendo. 
Üe  cuando  en  cuando  an  rumor  leve  y  periódico  les  decía  que  el 
otro  continuaba  m  penoso  ejercicio.  Ellos,  que  estaban  átenlos,  ob- 
servaron que  el  rumor  cesaba.  Era  que  el  compañero  habia  llegado 
á  lo  alto.  A  poco  oyeron  que  á  uaa  grande  elevación  la  cuerda  pen- 
diente azotaba  á  la  pared,  v  en  seguida  quedó  colgando  á  sus  pies  el 
lazo  corredizo  El  que  estaba  arriba  dehia  avisarles  de  que  podían 
subir  recogiendo  la  cuerda  y  colgándola  al  otro  estremo,  v  esperaron 
con  ansia  esta  sefial,  aplicando  ei  oído  í  ia  pared,  encorvados  y  fu- 
tiendo palpitar  apresuradamente  sus  corazones. 

El  que  estaba  arriba  habia  fijado  el  garfio.  Para  conseguirlo  tuvo 
que  restregarsede  lado  contra  la  pared,  hasta  que  el  garfio  y  el  anUíoo 
prendieron  en  un  hierro  saliente  fragm-¡ntodel  que  en  otro 'tempe  ha- 
bia  servido  para  engañar  una  polea.  Subió  un  poco  raa>  arriba  hasta 
que  pudo  posar  un  pié  en  el  hierro,  y  aquella  postura  le  pareció  su  - 
mámente  cómoda,  y  lo  eraen  efecto,  después  de  lo  que  se  habia  fali- 
.  a  l«>  ea  U  difícil  ¿«combo.  Paco  pidia,  empero,  gozu*  d*  aqiwl  solaz. 


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Su  deber  era  subirse  de  pife  á  te  pared,  recorrería  hfcia  te  iaqntorda 
huta  el  estreme,  donde  formaba  el  edificio  otro  cuerpo.  AHi  había 
ana  bufeardítte,  depósito  de  todo  géoero  de  deseches.  Enlro  ettas, 
separados  en  un  rincón,  había  machos  barretes  de  «adera.  Coa  es* 
barretee  debía  hacer  un  lio  y  atarte  ai  estreno  de  te  cuerda  (sin  ssl- 
t*r  él  el  garfio)  para  bajárselo  á  sus  eompafieros.  Entonces  estos  te- 
alan  que  ir  meNeade  ios  barrotes  ea  los  nados  qae  llevaban  hechas 
en  eas  reepectiTas  cnerdas  y  atar  el  estremo  de  esa  eeeala  á  te  soga 
del  oaflapafiero9  el  caal  debía  irla  recogiendo  y  Ijarla  en  lo  alto,  cui- 
dando  ellos  de  fijarla  abajo,  formando  túgate  oon  te  pared,  4  fin  de 
no  rozarse  con  ella;  paes  el  raido  qoe  había  de  producir  el  roce  per 
aquel  lado  pedia  atenuar  á  sos  guardianes,  por  cnyo  motivo  habían 
renunciado  de  antemano  á  sabir,  Tallándose  de  nna  sote  cnerda  con 
nodos  de  trecho  en  trecho,  como  suelen  hacerlo  otros. 

El  hombre  que  descansaba  eon  un  pié  en  el  garfio,  taranto  el  otro, 
veWéodoae  penosamente  de  lado  y  apoyando  no  hombro  soto  en  la 
angosta  pared  que  tenia  á  te  espalda;  poco  á  peco  alcanaé  con  la 
pierna  el  borde,  y  merced  4  no  supremo  esfuerzo,  consigaió  poneras 
á  horcajadas,  apretando  pies  y  maoos.  Apenas  se  recobró  de  la  vio- 
lenta sacudida,  se  paso  en  pié.  El  borde  de  te  pared  era  muy  estre- 
cho: solo  consentía  nna  doble  hilera  de  tejas,  inclinadas,  formaari* 
na  lamo.  Despreadió  el  garfio,  votvMselo  4  meter  en  el  bolsillo  y 
eché  á  andar  4  tientas  con  los  breaos  es  tendí  dos. 

Los  de  abajo  percibieron  el  raído  del  garfio  al  salir  del  hierro  f 
se  indicaron  ano  4  otro  te  soga  qoe  iba  apartándose  del  ángulo  f 
avanzando  hacia  el  otro  extremo.  Seguían  anhelantes  el  tardo  moli- 
miento de  aquella  guia,  midiendo  el  breve  trecho  que  recorría  en  sos 
oscilaciones  y  abriendo  el  pecho  4  la  esperanza  4  cada  paso  qoe  daban. 

El  que  4  tan  grande  elevación  agitaba  sos  ánimos,  caminaba  sin 
atreverse  4  mover  la  eabesa  por  no  perder  el  equilibrio,  lachando 
oon  '30  mismo  por  desechar  te  idea  de  la  distancia  4  qoe  se  hallaba 
del  suelo,  para  no  sucumbir  4  un  vértigo. 

Asi,  seca  1a  garganta,  tirantes  los  másenlos,  engarabitados  los  de* 
dos,  sabiendo  qae  4  cada  paso  qne  daba  arriesgaba  te  existen***- 
prosegnte  el  mecánico  movimiento  de  sus  piernas. 

Casi  había  recorrido  la  mitad  de  la  tapia  ,  cuando  sintíé  hijo  ta 


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tá.  ieet 

plante  na  teje  mi  cagara  y  per  todo  él  onerpe  n»  téhito  «dar  Mo. 
Un  ia^alee  rosteaüvoie  hilo  lesnnter  el  pié  y  ponerlo  mu  adelante, 
fWToWióádaroaa  U^igoalmeatesaofediíat.  Procuró  reponerse 
oonnerToodoel  oqnilibrio,  apelóh  toda  sa  serenidad  y  anduvo  deeó  trae 
pasos  aosiaadepeaerlórBttno  breve  á  fteota  angas*»;  paro  las  tejas 
estebendeoprendidasdelaargaaiaeaea  lodo  aqnel  brocho  y  Mego 
ya,  perdido  el  tino,  á  aa  ponteen  qne  sn  propio  peao  ka  hiio  reabe- 
lar  y  caer  al  hondo  patio,  arrastrándole  0000190. 

Con  el  golpe  que  dio  aa  onerpe  al  pié  de  sea  dea  compilase,  qneda 
roa  ealoa  helados  de  terror,  yooa  la  alarma  qne  se  produjo  y  candió 
por  leda  la  cárcel,  ao  apoderó  de  elloa  la  deeeoperaeioo. 
3  Las  tejas  qne  habían  caído  indicaban  el  sitio  qne  mas  orgia  regie- 
trar,  y  en  efecto,  gran  golpe  de  gente  neadió  al  patio  donde  nneaüan 
dos  hombres  se  haHabaa. 

8*  primar  meviaúeate  había  sido  echar  mano  alas  navajee;  piro 
al  ver  el  rostro  y  el  ademan  afcetaooo  del  calabacera  que,  nrrsjsndo 
Iqfoo  el  garrote  ae  colocó  merme  entro  loa  dea  y  elargándeles  las  me- 
•00  te*  dijo  qoe  so  dieran,  no  opnsieron  roofali  noia,  B  miami  cnlaba 
cero  Im  agarró  á  cada  oso  de  no  bmao,  lea  quité  lna  aanyae  y  en 
on  abrir  y  cerrar  deojoo  ae  las  encendió  en  el  pocha  y  loa  Ucvóá  en» 
da  cnal  4  so  encierro* 

Coande  lea  sacaron  para  destarar  si  osoodaa  al  qne  se  babin  así'* 
do,  leoia  este  la  cabe»  tan  dssteoasd»  qne  bien  pmMoron  decir  qne 
ignoraban  de  qofcn  Ame  aqnel  cnerpo  amorte. 

8n  ineomonicaoion  dnró  poco.  El  wmrckm  qoioo  volver  b  sn  mt- 
tfgoe  oolafroto,  asea  no  loeoosignió. 

lakiro  se  había  coofenddo  de  qne  atU  lo  primero  ero  el  valar.  T* 
nia  carácter,  habla  bethetrase  propósito  de  privar  en  asedio  do  aqoe- 
llaterba,  y  ya  en  moypoooodiu,  teniendo  la  raen  deán  parta,  ha* 
bia  pneote  á  raya  á  dea  andantes  Mostreo  dohqoeMas  bajas  regiones. 

Bn  brote  tato  dinero,  plaoa  amyor  y  rote  decisivo.  No  babia  ha* 
cho  moa  qae  ana  voleada  qne  mersciese  el  nombro  do  Ul,  para  te- 
dos  le  jotgaban  capas  de  repetirla. 

Avisáronlo  de  qne  el  mora—  soücünbn  anisar  boohrnr  el  basóte 
entre  *  Iba,  y  repUoó  qne  00  la  pcrmltiooca  entrar  ai  na 
ene  dolos 


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tssa  rtwows 

En  cambio  de  las  ventabas  de  sa  posición,  hidra  tuvo  qo*  transi- 
gir con  las  picardías  que  sus  amigo»  y  allegados  cometían;  paco  i 
poco  dejaron  de  repugnarle  ciertas  bajexas  qae  eran  condición  inelu- 
dible de  sa  existencia,  y  por  último  le  sucedió  lo  qie  debía  «ceder- 
te en  aquel  mundo:  lealtad  ooBsistió  en  sacrificar  sin  raion  el  indife- 
rente al  amigo;  honor  fué  no  permitir  que  nadie  se  alabase  de  ser 
mejor  de  lo  que  él  tasaba;  coraion  fué  que  la  entraña  llamada  ni 
llegara  casi  á  osificarse.  « 

Isidro  socorrió  ¿  so  madre,  porqne  ni  ana  entre  aquella  gente  ei 
debilidad  el  amar  tiernamente  á  su  madre.  Mas  la  pobre  mujer  su- 
cumbió al  fin,  y  cuando  Isidro  lo  supo,  fué  cuando  se  creyó  separado 
del  mundo  por  completo  y  para  siempre  Dojó  de  pensar  en  la  liber- 
tad, en  el  porvenir:  el  universo  para  él  era  la  cárcel ,  era  su  cala- 
bozo. 

Hizose  codicioso,  exigente,  tiránico.  Sus  mas  intimes  amigos  te- 
nían ocasión  de  censurarle  á  cada  paso. 

Un  día  fió  entrar  4  un  preso  de  quien  se  había  dicho  que  tenia 
dinero  y  se  arrojó  á  registrarle  y  á  despojarle  con  peijuicio  del 
celabooero,  cuyos  d$r*koi  arrollaba,  y  aquél  acto  le  enagenó  mo- 
chas simpatías  y  entibió  i  muchos  secuaces  suyos. 

En  otra  ocasión  llenó  de  improperios  á  dos  individuos  presos  con 
motivo  de  la  reacción  comentada  á  intentar  por  el  genaral  Egaia,  po- 
co antes  de  la  entrada  del  rey  en  Madrid  (1814).  Pocos  días  antes  ha- 
bían sido  reducidos  á  prisión  los  dos  regentes  Agar  y  Ciscar»,  vari* 
ministros,  ciertos  diputados,  en  resumen ,  muchas  personas  de  todtf 
categorías,  entre  quienes  se  hallaba  aquél  que  en  tan  alto  grado  sapo 
adivinar  el  arte 

«que  los  alectos  acalora  y  catea;» 
el  eminente  Isidoro  Maiquea. 

Los  realistas  presintiendo  su  próximo  triunfe,  no  contentos  con  di- 
rigir insultos  á  las  personas  y  las  casas  de  los  liberales,  se  dirigieron 
á  las  puertas  de  la  cárcel,  vociferando  y  amagando  con  asesinar  á  sus 
adversarios  presos. 

No  fallaron  encarcelados  que  simpaiisaron  can  la  ira  que,  rugiendo 
en  pechos  ruines  excitaba  desde  la  calle  las  violentas  pasiones,  siem- 
pre fáciles  de  excitar  en  aquel  funesto  recinto. 


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DE  HBOTA.  105» 

Si  embargo,  en  la  mayor  parte  lo  mas  poderoso  fié  el  sentimiento 
de  la  desgracia  comió,  y  el  proceder  de  Isidro  fié  censurado  y  com- 
batido por  sis  compañeros  de  calibo». 

¡Ahí  el  desgraciado  Isidro  no  había  nacido  para  ser  menos  gene* 
roso  qne  los  hombres  eodorecidos  en  el  crimen;  pero  tos  sicaaos  fia- 
ron para  él  todos  adversos ,  y  se  fió,  sm  desearlo,  enemigo  del 
mundo  y  de  si  vida. 

Cuando  la  muerte  de  Richard  y  de  Gutiérrez,  ajusticiados  por  ha- 
ber tratado  de  asesinar  al  rey  (1816),  Isidro  tenia  pendiente  dos  pro- 
cesos por  heridas  y  otro  por  nno  de  esos  delitos  contra  la  naturaleía, 
delito  de  qne  ya  hemos  indicado  que  otros  habían  querido  hacerla 
victima,  y  que  tan  frecuente  era  en  aquella  época  en  que  nifiosy  hom- 
bres vivían  confundido*  en  una  misma  cuadra  y  poco  menos  que  con- 
fundidos en  una  misma  cárcel  con  las  mujeres. 

Desde  aquella  época  no  vuelve  á  saberse  de  Isidro.  ¿Moriría  en 
aquella  lóbrega  mansión  sin  dejar  ni  siquiera  recuerdo  de  si  fin  en 
el  libro  de  registro?  ¿Acabaría  en  uno  de  nuestros  horribles  presidios? 
¿Pagaría  tributo  á  la  horca  con  nombre  supuesto,  como  ha  sucedido 
con  otros?  No  lo  sabemos.  Sabemos  qne  habría  caminado  al  bien  si 
no  le  hubieran  apartado  de  él,  y  que  so  historia  es  la  de  i 
miserables,  merced  al  atraso  en  que  aun  hoy  dia  vivimos. 


El  ciertas  épocas,  como  por  ejemplo  en  los  alos  1844,  1815  y 
1816  y  después  de  la  reacción  de  4828,  no  es  raro  encontrar  en  los 
libros  de  la  cincel  partidas  relativas  á  individua  que  padecieron 
muerte,  sin  que  conste  qué  tribunal  les  sentencié  ni  qué  género  de 
muerte  se  les  impuso. 

Los  que  en  semejante  caso  se  hallan,  puede  decirse  que  son  todos 
hombres  políticos.  El  ser  liberal  era  delito  bastante  para  merecer  ipso- 
facto  el  suplicio  mas  atroz  y  oprobioso. 

Asi,  por  ejemplo,  podemos  citar  las  partidas  siguientes: 

«El  alcalde  D.  José  Manuel  de  Arjona,  acompafiado  del  oficial  de 
«Sala  Manuel  Alvarez,  trajeron  en  18  de  febrero  de  1816  á  la  Cár- 
«cel  ue  Corte  dos  presos  rmmmit*  (1),  uno  D.  Antonio  Cuesta,  que 

(I)   Preeoe  rmtnaém  abundan  en  la*  época*  eo  que,  no  Imperando  la*  leyét  tino  el 
capricho  de  loa  gobernante*,  ee  delataba  por  nimia*  eoepeoha*  ó  por  mal  querencia  i 
TOS*)  n.  180 


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10*4 

*fué  pópalo  m  libertad,  y  alelí*,  que  era  D.  Diego  Las»,  st(Ké»p«a 
«dp  horca  en,  que  bahía  aidoiseatenoiadopor  coa^dag^^ 
«cíales generales  y  entregado pana  8aejeeue¿on»eo  *4e  jolíodetW* 
« al  ayudante,  de  plaza*  D,  losé  María  Lopen  » 

Gl  muwMUia,  y siqqaeíCoq^^taa^^sndeiito^faeroe^iHlufli- 
dQA  m  4«to  autoridad  k  la  Corcel  de  Corte,  B.  Vicente  Hai%  de 
38  afios,  natural  de  Giosco  de  la  Torre,  y  FranciscoiBsbny-,  (te  34afl#s 
n^uraAde  Vajeada,  y  el.  mitins  5 ¡de  julio  detl8*6  feensoejecataxto. 

Conforto  de  loa  aaleriorea  dfebiéde  «ei>  sin  dada»  eKcapitan  d*  r* 
guw*Rta4ft  Valeneay,  D.  José  Varga*,  de  M  afios,  saliere  y  natuwl 
dfr  Jaree  délo»  Caballeros,  Desde  San  Jnan.de  Dios  fué  traitadado  il 
lifflnpo^neaqwUos  ila  misma  Cdrod  y  subió  pena  de  horca. 

Bl  31  da  diciembre  da  4819  entrafeukport  aquellaatenerosa*  pu*fc 
las  nn  joven  de  SI  afios*  natural  de  Málaga,  quesea  loe  libros  salta* 
ma  Q.  AnlopioCartifieyraf  y  otro- de  3&  alies,  natural  detBeniearié, 
de  qambre  Bamon  Angles.  Alli  fuera»  neoibidos  sin  saber  cuales» 
sqtculpat  y  i  lea  cinc*  deeaero  signienle  faeoon  entogados  y  fa* 
sitodoe, 

BCaiiafiepa debe  ser  sin  dada  pariente  da  nn  buen  amigo  mes* 
üro>  co,ya  familia  ha  pactecido  mnehp  por  la  causa  de  la  libertad. 

El  afio  de  182ft  contiene*  uno  de  los  actaa  mas  satame*  de>  n»* 
Ira  historia.  A  primeros  de  marzo  candió  por  los  ánimos  nna  agita* 
cjoiipoflerpia^  vehemente»  enérgica»  k  oufto  imputo  fuenm  derrita 
d?¿  la*  ppwtaa  del  tribunal  vm  odioso  cu» han  cmocidolos  homlw»1 

Tres  dia*  consagré  el,  partido  liberal  i  solemnizar  aquel  aeooteó- 
nwnta,  y  al  ver  forzad»,  la*  pueril  de  laaiprisioaee  inquisitorial* 
¡qué  de  esperanzas!  jqné  de  arrojados  proyectos  no^mcebinaa-lef  p^ 
soadplas.daw&acéRceles!  ¡Cérna,*»  escitaría  s*  actividad  ptr*68' 
ÜBUUivi.su*  amigo*  da  fuera  i  qua  rompiesen  sos  cerrojos,  seboro 
nasená  sns  carceleros,  interesasen  en  favor  «suyo  »á  los  iwelucie* 
narios! 

E|, historiador! de  El  ÁntigueMadrid  dica^ae  las  prisioDesdala 
Inquisición  «faeron  forjadas  por?  el  pueblo,  ávida  de  eoostfrir  en 
«ellas  laa  horrenda»  sedales  deiloa,toít«eates*y-  lai  victímase  desái»- 

un  honjbre  honrado,  se  le  encarcelaba  sin  votivo ,  y  ie  condena**  sin  ótelo  nn-eo*01*0 
personal,  4  .veces  desposeído  de  autoridad. 


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INI  BUtOTA.  tttlS 

«chadas  de  aquel  Cuneólo  tribunal;  pero  (alude)  en  honor  de  la  ver- 
t  dad  debemos  decir  que  solo  se  hallan»  en  las  habitación  altas  que 
«dabaa  al  .patío,  doe  ó  tres  presos  ó  detenidos  políticos,  ano  de  ellos  el 
«padre  D.  Lais  Ducós,  cura  del  hospitalito  de  los  franceses,  bien  co- 
«nocido  por  so  realismo  exagerado;  y  en  los  calabozos  subterráneos, 
«que  corrían  largo  trecho  en  dirección  de  la  píamela  de  Santo  Do- 
«mingo,  nada  absortamente  ($%e)  que  indicase  sedales  de  suplicios, 
«ni  aun  de  haber  permanecido  en  ellos  persona  alguna  de  «ocho 
«tiempo  atrás.» 

El  Sr.  D.  Salutiano  OMzaga  había  publicado  un  alio  antes  que 
el  Sr.  Mesonero  Romanos  un  escrito  en  que  se  refiere  al  mismo  asun- 
to y  diee  que  mó  las  cosas  de  muy  distinto  modo. 

Véase  como  se  expresa: 

«¡Ahí  ¡si  yo  fuera  capaz  de  decir  algo  de  lo  que  mis  ojos  vieron 
«aquel  éa  que  toé  el  último  de  la  Inquisición  en  Eapafiat  Penetra- 
«han  violentamente  eo  oonfose  tropel  ciudadanos  de  todas  clases  por 
«sus  vastos  y  tortuosos  subterráneos;  las  taces  que  algunos  lloraban 
«servían  apenas  para  ver  su  inmensa  oscuridad,  mas  no  bastaban 
«para  distinguir  ia  entrada  de  los  calabozos;  del  fondo  de  estos  sa- 
«lian  las  voces  de  los  presos  que,  alarmados  y  temerosos  de  tanto  es- 
«trapito,  servían,  sin  saberlo,  de  guia  4  sus  libertadores:  suenan  los 
«golpes  que  echan  por  tierra  las  últimas  puertas;  la  vista  de  las  vio- 
*  timas  enciende  al  pueblo  en  ira,  pero  ¡loado  sea  Dios!  á  nadie  se  le 
«ocurre  descargarla  sobre  los  verdugos  inquisidores  y  se  templa  y 
«se  calma  la  furia  popular  solo  con  destrmr  las  variadas  j  diabóli- 
*cas  formas  de  tormentos  fue  por  espacio  de  mas  de  tres  siglos  ha- 
«bian  estado  inventando  y  perfeccionando.» 

De  estos  dos  autores  citados  el  une  «firma  en  honor  de  la  verdad 
que  ni  en  la  Inquisición  había  tormentos  ni  rastro  siquiera  de  ellos, 
ni  presos  en  los  subterráneos.  El  «tre  afirma  que  sus  ojos  vieron  las 
victimas  y  las  diabólicas  y  variadas  formas  inventadas  para  ator- 
mentar, y  mas  adelante  a fiade  que  aquellos  presos  fueron  paseados  en 
triunfo  por  frente  del  Palacio  y  par  las  principales  calles  de  la  Corte, 
seguidos  de  inmensa  muchedumbre  y  arrancando  por  todas  partes 
lágrimas  da  compasión  y  de  ternura. 

Bn  le  que  «jadíe  puede  equivocarse  es  en  el  desaliento  y  en  la  de- 


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1036  PRISIONES 

sesperacion  que  se  apoderaría  de  los  presos  de  las  demás  cárceles  al 
ver  que,  después  de  lanto  entusiasmo  en  aquellos  dias,  ellos  seguían 
presos,  olvidados,  como  si  no  pertenecieran  á  la  humanidad.  Es  ne- 
cesario verlo  para  comprender  el  efecto  que  en  los  presos  causan  su- 
cesos semejantes,  y  nosotros  lo  hemos  visto. 

Por  lo  demás,  aquel  fué  un  grande  acto  de  voluntad  del  pueblo 
español  y  su  voluntad  fué  hecha.  ¡Quince  años  tardó  en  acordarse  de 
que  solo  queriendo  podia  realizar  otro  acto  no  menos  grande! 

Recorriendo  los  libros  de  la  cárcel  se  tropieza  harto  á  menudo  cm 
páginas,  donde  el  signo  de  la  cruz  despierta  ideas  lúgubres;  pero  al- 
gunas veces  estas  ideas  se  confunden  con  una  excitación  producida 
por  la  noble  piedad,  por  la  ira  santa;  y  el  corazón  se  enardece  al  ver 
que  la  muerte  ignominiosa  es  aun  premio  de  la  lealtad  y  del  heroís- 
mo en  nuestro  siglo. 

En  el  libro  59,  folio  8  vuelto,  se  lee  una  nota  de  «D.  Rafael  del 
«Riego,  de  39  años,  natural  de  Tuna  en  el  Consejo  de  Tineo,  casado. 
«En  5  de  noviembre  de  1823  ,  conducido  desde  el  Seminario  de  No 
«bles  (á  la  Cárcel  de  Corte)  por  el  escribano  D.  Julián  García  Huerta 
«y  el  alguacil  Domingo  Hernández,  á  disposición  de  la  Real  Sala» 
Al  pié  de  las  lineas  anteriores  hay  una  cruz  que  ocupa  el  tercio 
de  la  página.  Tiene  á  la  cabeza  el  I.  N.  R.  ],  al  pié  una  calavera  y 
debajo  una  base  con  R.  1.  P. 
A  continuación  dice: 

«El  alguacil  que  abajo 

«firma  se  entregó  del 

«preso  D  Rafael  del  Riego 

«para  conducirle  á  sufrir  la 

«pena  ordinaria  de 

«Horca  á  que  ha  sido  sen  ten - 

«ciado  por  la  Rl  Sa- 
cia de  Sres  Alcaldes. 

«Madrid  7  de 

t  Noviembre  de  1823 

«—Manuel  Casado.» 
De  esta  sangrienta  página  vuela  el  pensamiento  á  la  plazuela  a 
Cebada,  dondo  acabó  el  infortunado  Riego ¿y  cómo?  en  una 


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M  WtOfA  1037 

ca  infame,  después  de  ser  escarnio  de  aquella  plebe  que  victoreaba  á 
Fernando  VII,  á  aquel  mismo  Pernando  que  había  escrito  á  Napoleón 
las  abominables  frases  que  en  otro  logar  hemos  transcrito. 

Desde  el  7  de  jolio  de  4822,  dia  memorable,  Fernando  YO  parecía 
eslar  impaciente  por  ver  muerto  á  Riego.  Pero  Riego  habia  salido 
vencedor  en  aquella  jornada;  el  rey  temando  llamar  al  dia  siguiente, 
y  el  mal  aconsejado  general,  al  salir  de  Palacio,  fué  á  arengar  á  la 
milicia  y  en  su  discurso  aseguró  que  el  rey  era  amante  leal  de  la 
Constitución.  Errores  semejantes,  si  errores  pueden  llamarse,  se  pa- 
gan siempre  muy  caros:  justo  es  que  caros  se  paguen  para  ensefianza 
y  experiencia  de  los  pueblos,  mas  á  pocos  han  costado  el  enorme 
precio  qne  á  Riego. 

Muy  ferot  se  mostró  la  corle  y  el  clero  y  el  populacho  en  aquellos 
días  de  baldón  para  España.  Cometieron  toda  clase  de  crueldades 
conlra  los  insensatos  liberales  que,  sin  duda  por  el  miedo  pueril  á 
conflictos  momentáneos,  no  solo  retrasaron  el  advenimiento  de  la  li- 
bertad, sino  que  sacrificaron  estérilmente  su  vida,  sin  tener  siquiera 
el  consuelo  de  morir  peleando.  En  las  calles  y  plazas  fueron  objeto  de 
ludibrio  y  de  escenas  asquerosas  y  sangrientas  ellos  y  sus  símbolos; 
en  los  presidios,  á  donde  fueron  á  parar  no  pocos,  eran  tratados 
peor  que  los  mas  bajos  criminales;  en  las  cárceles  fueron  inhumana- 
mente asesinados  algunos. 

Apenas  hacia  tres  años  que  Riego  habia  hecho  su  entrada  triunfal 
en  Madrid;  en  julio  del  aflo  anterior  su  retrato,  paseado  procesional- 
mente  por  las  calles  de  la  Corte,  habia  sido  símbolo  de  protesta  con- 
tra los  manejos  reaccionarios. 

El  rey  no  olvidaba  ni  perdonaba,  y  gracias  á  la  intervención  fran- 
cesa, Riego  perseguido,  vendido  traidoramente  por  unos  rústicos, 
fué  traido  á  Madrid,  encerrado  en  un  calabozo,  trasladado  del  Semi- 
nario de  Nobles  á  la  Cárcel  de  Corto,  materialmente  atormentado  y 
condenado  á  muerte.  Exánime,  quebrantado  de  espíritu  y  de  cuerpo, 
fué  escarnecido,  escupido  y  llevado  al  suplicio  arrastrado,  metido 
en  un  innoble  serón. 

T  mientras  la  tétrica  campana  de  San  Millan  anunciaba  el  lastimo* 
so  fin  de  aquella  brillante  y  efímera  existencia,  D.  Fernando  VII  de 
Borbon  se  frotaba  los  manos  diciendo:  «Je,  je,  ¡viva Riego!» 


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1038  TR1S10KIS 

En  octobre  del  afta  93  faeron  condenados  á  muerte  73  realistas 
entre  mas  de  100  procesados  y  presos,  y  el  partido  liberal,  no  solo 
rechazó  toda  idea  de  venganza,  sino  que  fué  piadoso  basta  el  extre- 
mo laudable  de  aconsejar  su  indulto  y  abogar  por  ello  hasta  alcan- 
zarlo. 

En  aquel  turbulento  periodo  fueron  muy  frecuentes  las  prisiones. 

Conocidas  son  las  vicisitudes  de  muchas  victimas  de  aquella  épo- 
ca, porque  alguna  vez  les  colocó  la  fortuna  en  puesto  eminente  é 
donde  llegaron  las  miradas  de  todos.  Mas  hay  muchos,  muchísimos, 
que  padecieron  en  silencio  y  poco  menos  que  en  oscuridad,  sin  go- 
zar del  consuelo  del  público  agradecimiento. 

Nosotros  no  podemos  recordar  aquella  época  y  aquélla  cárcel  sin 
volver  la  memoria  á  uno  de  nuestros  amigos.  Llamóse  Luis  Pérez  del 
Aya;  fué  hombre  enérgico  y  resuello,  amante  caloroso  de  la  libertad, 
muy  bienquisto  de  tos  liberales  madrilefios  y  víctima  temprana  de 
la  reacción. 

fin  1823  fué  condenado  á  muerte,  como  otros  muchos. 

Sus  carceleros  averiguaron  que  Pérez  del  Aya  no  padecería  acue- 
lla pena,  porque  Fernando  VII  habia  prometido  á  su  padre  que  le 
indultaría,  y  ya  que  hubieron  de  renunciar  al  gozo  de  ver  acabar  ea 
manos  del  verdugo  aquella  noble  energía  y  varonil  enftereza,  «ven- 
taron para  él  una  serie  de  tormentos,  cual  fué  obligarle  á  hacer  ow- 
paflia  &  cada  uno  de  sus  amigos  presos,  la  noche  antes  de  ser  pies- 
tos  en  capilla.  No  es  difícil  imaginar  cuanto  costaría  al  corazón  i* 
Pérez  del  Aya  aifuel  continuado  suplicio. 

La  gracia  del  indulto  consistía  en  ir  condenado  por  1$  afiós  y  f*~ 
tmcion  k  un  presidio  de  África,  y  allá  feé,  en  efecto,  Pérez  del  Aya» 
destinado  á  los  trabajos  mas  duros,  como  gastador.  Era  en  Alhuce- 
mas. Anhelando  morir  ó  redimirse  de  aquella  penosa  vida,  «e  deci- 
dió &  aceptar  el  mando  de  40  ó  50  hombres,  partida  que  se  Hamata 
de  la  estacada  y  cuyos  individuos  eran  capaces  de  todo. 

£1  punto  encomendado  á  su  defensa  era  una  roca  escarpada*  «a'"*1" 
te,  socavada.  Los  moros  pasaban  la  noche  disparándoles  desde  atojo, 
y  se  cree  que  la  pólvora  <que  gastaban  se  ia  habían  vendido  po*  1* 
mafiana  los  empleados  de  la  plaza.  Para  entrar  en  ella  viniendo  de 
la  pefia,  era  menester  hacerlo  por  una  larga  y  empinada  cuesta,  de* 


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Di  BütOTA  1W 

cubierta  «loan  su  eitension  ti  fuego  del  enemigo;  de  suerte  qie  to- 
dos los  dta  caía  herido  ó  muerto  uno  de  los  de  la  partid*. 

Sucedía  entonces  que  si  ao  presidario  mataba  á  otro-  que  tratase 
de  pasarse  al  campo  moro,  alcalizaba  la  redención  de  su  pena.  Este 
poderoso  estímalo  movió  á  algunos  malvados,  que  se  pusieron,  de 
acuerdo  para  arrojar  violentamente  de  la  linea  á  Pereí  del  Aya»  dis- 
parar sobre  él  y  presentarse  luego  á  pedir  el  precio  del  asesinato,  afir* 
mando  que  el  muerto  habia  querido  escaparse.  Afortunadamente 
aquellos  hombres  no  eran  del  todo  malvados  ó  lo  eran  de  una  mane- 
ra tan  singular,  que  creyeron  hacer  un  acto  de  justicia  salvando  la  vi* 
da  á  Pérez  del  Aya  y  quitándosela  al  que  habia  concebido*!  bárbaro 
proyecte. 

Mas  si  no  pereció  en  aquel  accidente;  si  hubo  malhechores  que  re»» 
petaron  los  dias  del  hombre  honrado,  leal  y  valeroso,  1»  reacción  no 
olvidaba  que  Peres  del  Aya  era  negro,  y  eo  este  concepto  ocupaba  el 
peor  catibo»)  y  le  tenia  eneolkraéo  con  uu  presidario»  dea  leees 
reincidente  en  el  delito  de  asesinato. 

Por  im  momento  pareció  sooreirle  la  suerte... 

El  gobernador  de  Alhucemas  supe  que  Peres  del  Aya  era  hambre 
de  educación  y  de  carrera,  se  enteró  de  su  conducta  y  de  sua  pren- 
das personales  y  tuvo- con  él  miramientos,  que  bien  pueden  llamarse 
extraordinarios.  En  poco  estuvo  que  esta  muestra  de  humanidad  no 
costase  oara  al  gobernador,  cuya  destitución  fué  acordada  en  Madrid 
y  llegó  hasta  la  Capitanía  General  de  Málaga 

Pérez  del  Aya  era  joven  y  apasionado;  en  I*  casa  misma  del  go- 
berneder  conmovió  su  corazón  una  joven  de  la  tunéüa  de  este,  que 
correspondió  á  su  carifio.  (Funesta  ternura!  El  presidario  fió  enria- 
do al  Pellón*  de  la  Gomera,  y  la  enamorada  joven,  no  pidiendo  so- 
portar su  ausencia,  la  consideración  de  sus  desgracias  y  los  rigores 
da  que  eHa  misma  era  objeto,  se  arrojó  al  mar. 

No  llegó  Pérez  del  Aya  á  cumplir  su  sentencia  en  el  presidio ,  ¿por 
qué?  Porque  llevó  á  cabo  un  heroico  hecho  de  arma*  que  era  impo- 
sible ocultar  ni  amenguar  eo  isqwtaacia.  Por  los  años  de  1828  ó 
18ttf  el  día  de  la  Virgen  del  Carmen,  sostuvo  8  horas  de  combate 
contra  lo*  moros,  y  <meepa acuerpo  peleó  oon  cuatro  de  elloa y  les  dio 
muerte  por  su  brazo. 


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1044  PtlSIOHES 

Entonces  le  faé  permitido  volver  al  seno  de  su  familia,  mas  no  po- 
ner fin  á  sus  desdichas,  porque  tampoco  había  logrado  extinguirse 
en  su  pecho  el  amor  á  la  libertad. 

¡Admirable  constancia  la  de  aquellos  liberales  que  se  habían  visto 
tratados  peor  que  los  mas  temibles  malhechores! 

Entonces  era  una  ventaja  salir  para  presidio  confundido  entre  la- 
drones y  asesinos;  porque  el  populacho  dejaba  pasar  una  cuerda  de 
estos  sin  molestarles  y,  por  el  contrario,  insultaba  y  golpeaba  á 
tos  negro$. 

Ta  mientras  estaban  presos,  se  reunían  diariamente  ciertos  realis- 
tas en  la  taberna  de  la  Concepción  Gerónima,  desde  donde  se  veían 
las  rejas  de  las  prisiones,  y  allí  cantaban  á  grito  berido  canciones  con- 
tra la  libertad  y  sus  secuaces,  y  á  ningún  negro  le  era  permitido  aso* 
marse  á  las  rejas  so  pena  de  gritos,  silbidos  y  pedradas. 

A  muchos,  y  también  á  Pérez  del  Aya,  no  se  les  permitía  durante 
el  camino  subir  á  los  carros  de  transporte,  cuya  comodidad  no  se  ne- 
gaba á  los  criminales. 

T  á  pesar  de  todo,  Pérez  del  Aya  vivió  fiel  á  sus  principios. 

Cuando  algunos  ftfios  después  los  acontecimientos  de  Galicia  fueron 
causa  de  varias  prisiones,  Pérez  del  Aya  fué  encerrado  en  las  milita- 
res, donde  no  se  le  permitía  ni  aun  abrir  las  ventanas. 

T  después  aun  fué  vuelto  á  encarcelar  y  se  le  suspendió  en  su  ofi- 
cio de  procurador  y  se  le  acusó  de  haber  desertado  de  presidio  {cuan- 
do su  libertad  habia  sido  el  premio  de  tan  raro  heroísmo! 

A  lo  menos  en  las  últimas  ocasiones  en  que  estuvo  preso  le  acoft- 
pafiaba  el  carino  de  su  hijo,  que  algunas  veces  ni  aun  le  abandonó  en 
el  calabozo  de  incomunicación.  Sin  embargo,  aun  en  una  de  estas 
ocasiones  le  colocaron  en  un  calabozo  inmediato  á  la  capilla,  donde 
habia  un  desgraciado  esperando  su  última  hora. 

Por  cierto  que  el  dia  señalado  para  su  ejecución,  entró  á  las  5  de 
la  mañana  el  duque  de  San  Carlos  á  participarle  que  estaba  indultado 
y  el  preso  le  contestó  sin  mostrarse  conmovido: 

—Muchas  gracias;  dé  Vd.  espresiones  á  esa  señora. 

Trasladado  acto  continuo  á  la  enfermería,  pidió  de  comer  y  comió 
con  apetito,  y  el -médico  Sr.  Cubillos  dijo  que  su  pulso  no  revelaba  al- 
teración alguna. 


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MnmofA.  mi 

Pera  del  Aya  murió  hace  poco  rodeado  de  uní  familia  que  le  qaa- 
ria  entrañablemente  y  acompañaron  «a  cuerpo  á  la  última  morada 
hombree  deseosos  de  continuar  las  glorias  de  aquella  libre  generación, 
aunque  para  ello  tengan  que  correr  la  misma  suerte  qne  sus  predece- 
sores. 

Antes  de  renovar  en  nuestra  memoria  el  recuerdo  de  este  ilustre  li- 
beral decíamos  que  en  el  periodo  reaccionario  que  siguió  á  1815 
fueron  numerosas  las  prisiones,  y  es  oportuno  recordar  que  nunca  se 
vio  al  partido  liberal  abusar  de  su  posición,  coando  á  su  vez  fué 
duefio  de  imponer  su  voluntad  á  los  que  le  habían  maltratado. 

El  afio  de  1831  fué  descubierta  una  conspiración,  y  con  este  mo- 
tivo la  Cárcel  de  Corte  volvió  á  recibir  en  sus  lúgubres  calaboios  k 
muchos  hombres  político». 

En  la  noche  del  17  de  mano  fueron  presos  el  rico  comerciante 
Brtngos,  de  quien  aun  conservan  el  nombre  ciertos  famosos  portales 
de  la  Plata  Mayor;  el  laborioso  é  inteligente  librero  Miyar,  el  acau- 
dalado Arango,  el  osado  oficial  de  artillería  Torrecilla,  que  se  había 
distinguido  brillantemente  la  noche  del  7  de  julio  de  18ít,  y  el  se- 
ñor Olózaga  (D.  Salustiano). 

Milagrosamente  puede  decirse  que  se  salvaron  otros,  como  el  her- 
mano de  Torrecilla  y  Marcoartá  (padre  del  entendido  ingeniero  don 
Arturo)  que  se  arrojó  de  un  balcón  de  su  casa  mientras  prendían  á 
Miyar,  que  en  ella  estaba.  En  cambio  fueron  presos  otros  muchos 
que  no  citamos  y,  tratados  brutalmente  por  lodos,  desde  los  tribuna- 
les hasta  los  carceleros. 

El  Sr.  Olózaga  tenia  la  antigua  costumbre  de  visitar  casi  diaria- 
mente la  Cárcel  de  Corte,  donde  nunca  faltaban  presos  liberales  á 
quienes  consolar  y  dar  aliento.  Por  esta  circunstancia  y  por  su  pro- 
fesión que  empezaba  ya  á  darle  nombre,  era  muy  conocido  de  (odos 
ios  carceleros.  A  esto  fué  debido  qne  cuando  le  prendieron,  en  vez  de 
conducirle  a  aquella  Cárcel,  le  condujeran  á  la  do  Yiüa,  en  donde  se 
creyó  que  no  era  fácil  encontrase  relaciones  que  utilizar,  ni  tal  vez 
probabilidades  de  escaparse.  Por  fortuna  en  esta  ultima  parte  se  en- 
gañaron, pues  de  la  Cárcel  de  Villa,  situada  entonces  en  las  Casas 
Consistoriales,  se  escapó  el  Sr.  Olózaga  de  la  manera  mas  peregrina, 
después  de  vencer  mil  obstáculos  y  en  medio  de  circunstancias  que 


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1141  FUÑÓME* 

gastosos  referiríamos  (á  cayo  efecto  hablamos  procurado  conocerias) 
si  los  límites  de  que  podemos  disponer  dos  lo  consintieran  (1). 

£1  desgraciado  Miyar  murió  en  la  horca  el  11  de  abril.  La  policía 
le  había  visto  entrar  en  casa  de  Marcoartú  á  una  hora  dada;  Miyar 
fué  acusado  de  haber  escrito  qq  papel,  que  ni  lo  estaba  de  su  letra» 
tenia  tiempo  para  escribirlo  desde  que  le  vieron  entrar  basta  que  le 
prendieron.  Esto  en  cuanto  á  la  justicia  con  que  se  procedía. 

Contra  Marcoartú  ausente  pedia  el  fiscal  también  la  penado  muer- 
te y  decia  en  su  discurso:  «  Este  Marcoartú  ó  Malcuarto...»  {Imposi- 
ble parece  que,  traláodose  de  la  vida  de  un  hombre  en  proseada  de 
los  jueces,  se  hiciese  alarde  de  esa  falta  de  decoro! 

El  día  de  la  ejecución  de  Miyar t  no  satisfechos  aun  con  su  muerto 
los  salvajes  y  dignos  vasallos  de  Fernando  VII  de  Borbon,  apedrea- 
ron ia  casa  de  Olózaga,  impacientes  por  verle  en  la  horca. 

Prisiones  políticas  se  hicieron  también  eMO  de  enero  y  el  26  de 
octubre  de  1834;  el  11  de  mayo  del  año  1835...  y  ya  que  del  alto 
1885  hablamos,  no  debemos  pasar  en  silencio  que  en  las  ocurrencias 
de  agosto  de  aquel  afio,  entre  las  turbas  que  recorrían  las  callea  de 
Madrid  dando  vivas  á  Carlos  Y,  había  muchas  mujeres,  y  que  una 
de  ellas  alcanzó  la  triste  celebridad  del  patíbulo  por  formar  parte  de 
un  grupo  que  en  la  mañana  del  17  asesinó  á  un  tambor  de  la  gaar- 
día  urbana  que  tocaba  generala  por  el  barrio  de  Maravillas. 

I  Aquella  mujer  tenia  60  afios  y  se  lato  las  manos  en  la  sangre  <W 
tamborl  Llamábase  Mari  a  de  la  Trinidad  y  tenia  el  apodo  de  lia  ft- 
tilla. 

Con  ella  y  por  el  mismo  horrible  suceso  murieron  dos  hombres  q» 
según  el  registro  de  la  Cárcel  de  Corte,  eran: 

«Juan  Alvarez  Garda,  de  23  afios,  soltero,  de  oficio  labrador,  na- 
«tural  de  Turégano. 

«Cayetano  Sieteiglesias,  natural  de  Colmenar  Viejo,  de  31  afios.' 


(1)  No  podemos  menos  de  referir  que  cuando  el  Sr.  Olózaga,  en  medio  de  la  callada 
noche  atravesó  el  pasillo  donde  estaba  su  calabozo,  fué  visto  por  un  preso  común  qn* 
desvelado,  le  oyó  sio  duda  abrir  la  pueita.  II  preso  que  con  dar  una  voz  tenia  la  t*!*" 
rldad  de  prestar  un  servicio  que  le  habría  aldo  recompensado,  aplicó  el  rostro  al  venia* 
nlllo  y  dijo  muy  bajito:  «Dios  le  lleve  a  Vd.  con  bien,  D.  Saluatiano.» 

¿N©  es  verdaderamente  caballeroso  este  rasgo  de  un  delincuente  eWper? 


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DI  RDIOM.  MI* 

Ramón  y  Manuel  Pérez,  sus  cómplice*,  fueren  oondenados  á  6  afioa 
de  presidio  en  el  Canal  de  Casulla. 

El  a  a  lo  dice  qae  es  «atendiendo  á  las  sospechas  tan  fondadas  é 
indicios  qae  contra  ellos  resoltan  de  complicidad  en  los  atroces  aten- 
tados que  han  dado  mfcrgen  á  la  formación  del  proceso.» 

A  la  madrugada  siguiente  fueron  presos  también,  y  puestos  inco- 
municados el  célebre  orador  D.  Antonio  Alcalá  Galiano  y  D.  Miguel 
Chacón,  que,  arrostrando  todo  género  de  peligros,  habia  contribuido 
no  poco  á  restablecer  la  tranquilidad  pública.  Verdad  es  que á  los  po- 
cos dias  fueron  puestos  en  libertad  uno  y  otro;  pero  todavía  no  se  ha 
podido  esplicar  nadie  la  causa  de  su  prisión,  á  bien  que  poco  ha  he- 
mos fisto  la  rareza  de  prender  súbitamente  al  marqués  de  Albayda, 
por  la  poderosa  razón  de  haberse  descubierto  en  la  Rápita  la  inten- 
tona de  los  ex-principes  de  Borbon. 

Por  setiembre  del  mismo  afio  1835,  apenas  entró  en  el  ministerio 
D.  Juan  Almez  y  Mendizabal  se  abrieron  las  puertas  de  las  cárce- 
les á  los  presos  que  en  ellas  padecían  por  causas  políticas,  y  fueron 
mas  de  600  los  que  en  Madrid  recobraron  la  libertad. 

Otros  la  perdieron  por  las  mismas  causas  en  noviembre  de  1838  y 
en  febrero  de  1840,  á  consecuencia  de  la  agitación  que  ya  reinaba  y 
se  acabó  de  excitar  en  la  cámara,  merced  á  un  discurso  pronunciado 
por  D.  Joaquín  María  López. 

No  nos  detendremos  en  las  prisiones  verificadas  en  1841  con  mo- 
tivo déla  conspiración  moderada,  que  costó  la  vida  al  general  León; 
porque  nos  apartaríamos  de  nuestro  propósito. 

No  hace  mucho,  en  el  último  periodo  de  la  legislatura  (le  1863, 
uno  de  nuestros  amigos  hubo  de  recordar  á  un  imprudente  ministro 
de  la  corona,  qae  los  autores  y  guias  de  aquella  rebelión  armada  dis- 
pararon sus  armas  contra  el  Real  Palacio  y  dejaron  sus  ardientes  ba- 
las clavadas  en  el  sagrado  de  las  regias  habitaciones.  Los  que  á  tanto 
osaron  fueron  los  que  tanto  celo  muestran  por  la  regia  prerogativa  y 
se  llamaban  Concha,  Pezuela,  Qoiroga  y  Trías,  Norzagaray,  Córdo- 
ba, Noovilas,  Fulgosio,  León,  BnrU»..  y  eran  generales,  y  mas  de 
uno  de  ellos  ha  castigado  después  con  pena  de  muerte  faltas  leves, 
que  no  delitos  tan  enormes  en  sus  subordinados. 

El  l.#  de  febrero  de  1844,  después  de  declarada  en  estado  de  si- 


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im  fusiones 

lio  toda  la  monarquía,  fueron  encarcelados  D.  Pascual  Madox,  don 
Juan  Antonio  Garnica,  D.  Manuel  Cortina,  D,  Joaqpin  Garrido,  don 
Joaquín  Berdú  y  D.  Mames  Benedicto.  Eran  todos  hombres  notables, 
eran  diputados,  ¿qué  delito  habían  cometida?  ¿pertenecer  al  partido 
entonces  mas  avanzado?  Sin  duda  era  esta  la  causa  de  encerrarles 
entre  ladrones  y  asesinos,  porque  al  cabo  de  104  dias  fuerpn  pues- 
tos en  libertad  y  mas  adelante  los  tribunales  proclamaron  su  ino- 
cencia. 

En  aquel  año  otra  celebridad,  aunque  de  distinta  Índole,  entaó  por 
última  vez  en  la  Cárcel  de  Corte. 

La  fama  del  Pardon  nos  dispensa  de  referir  generalidades  acerca 
de  sus  delitos. 

El  Pardon  se  hallaba  preso  en  el  Saladero  y  complicado  en  graves 
procesos.  liarlo  sabia  él  que  sus  dias  estaban  contados,  y  se  deter- 
minó i  intentar  la  fuga,  mas  no  le  secando  Ja  fortuna.  Descubierto 
en  el  acto  de  poner  en  planta  el  escalo,  fué  agarrotado,  metido  en  ut 
calabozo  y  desde  alli  trasladado  á  la  Cárcel  de  Corte  el  ¥1  de  julw 
de  1844(1). 

Dijo  llamarse  José  Gómez,  ignorar  su  edad  y  el  pueblo  de  su  na- 
turaleza, ser  soltero,  y  de  oficio  trajinero.  El  5  de  marzo  del  alo 
siguiente,  el  juez  D.  Benito  Serrano  y  Aliaga  dictó  auto  declarando 
que  el  José  Gómez  resultaba  ser  Manuel  Sastre,  conocido  por  SI 
Pardon,  y  eJ  11  de  abril  del  mismo  año  fué  ejecutado  en  garrote  vü 

-una  mano  piadosa  comenzó  á  dibujar  con  tinta  común  una  crtu ^ 
pié  de  la  nota,  qn*  da  cuenta  de  haber  sido  entregado  el  reo  al  aJpfr 
cal  Mariano  Luaces;  pero  aquel  hombre,  que  de  tantos  habia  sido 
azote,  no  alcanzó,  después  de  muerte,  que  el  signo  de  redención  am- 
parase su  memoria.  La  cruz  se  quedó  sin  concluir. 

En  1846,  con  ocasión  del  reciente  sistema  tributario  del).  Alejan- 
dro Mon,  hubo  ciertas  demostraciones  populares  que  sirvieron  de 
pretexto  para  volver  á  Madrid  al  istaio  de  sitio,  bello  ideal  de  aque- 
lla administración,  eternamente  funesta,  y  se  hicieron  también  pri- 
siones políticas.  Nuestro  amigo  Pérez  del  Aya  volvió  á  ser  rejado  y 

M)  El  mismo  año  de  1844  hubo  reñida  pe¡ea  en  una  de  las  cuadras  de  la  Carel  se 
Corte,  de  la  que  resultaron  Ires  heridos  de  navaja,  y  fué  imposible  de  lodo  punte  averi- 
guar judicialmente  quien  habia  *ido  el  agresor.  Los  presos  se  cubrieron  y  dlsculp»* 
>oo  unos  á  otros,  cou  admirable  benevolencia  y  discreción. 


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DI  «BOTA  1M9 

encarcelado  en  aquella  época,  como  lo  volvió  á  aer  eo  1848.  Madrid 
no  ha  olvidado  ni  olvidará  al  desgraciado  Gil,  artesano  muy  querido, 
cayo  fusilamiento  consternó  á  la  población,  y  aun  á  toda  Espada. 

El  26  de  mano  de  1848  ocurrió  la  sublevación  qne  al  dia  siguien- 
te fué  caa^a  de  que  se  volviera  á  declarar  en  estado  de  silio  toda  la 
monarquía,  y  de  que  gran  número  de  hombres  políticos  ingresaran 
en  las  caréeles.  Muchos  fueron  condenados  á  muerto  por  consejos  de 
guerra,  después  de  cuya  sentencia  se  les  indultó;  pero  el  7  de  mayo 
del  mismo  afio  retoñó  la  sublevación  en  que  entraron  dos  batallones 
del  regimiento  de  España.  En  la  puerta  del  Sol  cayó  herido  el  general 
Folgosio,  qne  sostenía  al  gobierno,  y  que  murió  de  sus  resultas;  no 
lejos  de  aquel  sitio  cayó  muerto  D.  Ramón  Joaquín  Domínguez,  ar- 
diente Ifteral  y  autor  de  un  diccionario  de  la  lengua  española  y  de 
otro  francés-español,  que  es  de  los  mas  completos.  Pudo  el  gobierno 
vencer  la  sublevación,  no  porque  el  pais  la  prestara  apoyo  de  buena 
voluntad,  sino  porque  los  intereses  egoístas  se  alarmaron,  y  muchos 
adversarios  del  general  Narvaez  no  se  le  pusieron  de  trente  entonces, 
por  miedo  de  que  el  calor  de  la  gloriosa  revolución  francesa  se  co- 
municase á  España  y  llevase  los  sucesos  mas  allA  de  donde  ellos 
querían. 

El  partido  Narvaizta  se  ha  alabado  mil  veces  de  que  su  conducta 
en  aquellas  circunstancias  había  salvado  la  patria  y  la  sociedad;  pero 
lo  ciarlo  e4  que  el  recuerdo  de  aquellos  actos  ha  sido  causa  de  que 
Narvaez  no  hiya  vuelto  al  poder  est*  mismo  afio  de  4863.  Qni- 
zás  si  en  4857  no  hubiese  demostrado  que  conservaba  viva  su  afi- 
ción al  estado  de  sitio,  &  las  deportaciones  ilegales  y  á  la  absorción 
de  todo  poder  constitucional,  quizás,  decimos,  ya  este  año  habríamos 
vuelto  á  la  desdicha  de  gemir  bajo  su  yugo. 

Catorce  individuos  fueron  fusilados  é  consecuencia  de  los  sucesos 
del  7  de  mayo  de  4848,  val  mismo  tiempo  comenzó  una  sañuda 
persecución  cintra  l<>«  liberales  quelleoó  las  cárceles  comunes,  los  ca- 
labozos de  la  jefatura  política  y  todo  silio  bastante  inmundo  para 
causar  padecimientos. 

No  hay  para  qué  hablar  de  si  abusarían  de  sus  facultades  arbt  - 
trarias  los  mas  ínfimos  agentes  del  poder  en  aquellas  circunstancias. 
¡Cuántos  padecieron  amargamente  en  oscuras  mazmorras  sin  mas 


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ion  nuaom 

delito  que  haberles  puesto  la  casualidad  al  alcance  de  un  esbirro 
malhumorado! 

Por  espacio  de  dos  meses  se  estuvo  prendiendo,  desterrando,  cas- 
tigando, sin  motivo,  sin  pretexto,  sin  identificar  la  persona.  ¿Qa¡éo 
podrá  olvidar  nunca  la  inhumanidad  con  que  fueron  enviados  á  Fi- 
lipinas tantos  hombres  inocentes,  sin  que  ningún  tribunal  les  hu- 
biera oido,  sio  permitirles  ver  &  su  familia?  ¡Oh!  si  hubiera  justicia 
¡qué  estrecha  cuenta  se  habría  eligido  á  aquella  administración  que, 
á  pretexto  de  evitar  delitos  imaginarios,  cometió  tantos  y  tan  odiosos! 

A  la  vista  tenemos  una  relación  nominal  de  los  presos  que  exis- 
tían en  la  Cárcel  de  Corte  en  primero  de  enero  de  1849,  y  á  pesar 
de  los  que  antes  habían  salido  para  las  lejanas  tierras  donde  halla- 
ron muchos  la  muerte,  ascendía  el  número  de  presos  á  515.  Entre 
ellos  se  contaban  25  mujeres. 

Posteriormente  al  día  26  de  marzo  habían  entrado  en  la  Cárcel  di 
Corte  385  presos,  y  aunque  no  todos  estos  eran  parte  délos  muchos 
que  debian  á  acontecimientos  políticos  la  pérdida  de  la  libertad,  bue- 
no es  advertir  que  de  dicho  número  hay  73,  que  fueron  presos  sin 
auto  de  juez  y  estaban  á  disposición  del  Jefe  superior  de  policía. 

En  el  documento  que  nos  ocupa  encontramos  los  nombres  do 
D.  Felipe  Zurbano,  D.  Juan  Eloy  Bona  y  D.  Juan  de  Dios  Cruz, 
Presbítero. 

D.  Joan  Eloy  Bona  había  resistido  á  la  fuerza  armada  que  iba  i 
prenderle,  dándose  un  nombre  que  no  tenia  autoridad  alguna  reco- 
nocida, y  después  de  preso  no  quiso  siquiera  que  el  nombre  de  «& 
madre  constara  en  aquellos  archivos. 

El  Presbítero  D.  Juan  de  Dios  Cruz,  que  ya  era  entonces  conocido, 
no  menos  por  su  talento  natural  é  ilustración  que  por  su  vehemeD' 
cía,  fué  después  objeto  de  un  ruidoso  proceso  con  motivo  de  un  ser- 
món que  pronunció  en  San  Isidro  el  Real  en  una  función  del  2  d* 

mayo. 

¿En  este  grupo  que  debemos  calificar  de  presos  políticos,  se  cuen- 
teo cuatro  personas  del  sexo  femenino,  que,  seguu  el  registro  ofi- 
cial, son: 

María  Badillo,  de  60  afios,  natural  del  Puerto  de  Sta.  María; 

Antonia  Albandea,  de  24  afios,  natural  de  Manzanares; 


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oí  rotor*  mi 

Teresa  Miguel,  de  10  afios,  natural  de  Boa,  y  D.*  Juana  Robredo, 
de  42  afios,  natural  de  Madrid. 

De  las  25  presas  existen  les  en  aquella  fecha  en  la  Cárcel  de  Corte 
esta  es  la  única  que  lleva  el  tratamiento  de  0.a,  tratamiento  que  lie- 
tan  también  71  presos  varones  del  mismo  grupo. 

De  dicho  estado  resultan  los  dalos  siguientes: 

Presos  menores  de  20  afios 411  (1). 

de  21  á  30  afios 227 

de  31  á  40  afios 109 

de  41  á  50  afios 39 

de  51  á  60  afios 11 

mayores  de  60  afios 4 

Total 512 


(4)  Después  de  publicado*  nuestros  apuntes  sobre  El  SsiéaVo,  la  Junta  de  Cárceles 
ba  mandado  abrir  un  regtsiro  donde  se  especifiquen  tas  circunstancias  de  los  presos  )ó- 
▼•ose,  •  3  Is  misma  manera  que  nosotros  lo  bebíamos  hecho  eo  1861,  según  lo  repredu»» 
clmo*  eo  los  diados  apuntes. 

A  principios  de  este  ano  el  estado  era  como  sigues 

Presos  de   0  afios 4 

»  de  10     » 3 

•  de  14     • S 

»  de  IS     • 43 

•  de  43     » * 

•  de  14     • 1t 

•  de  46     » 40 

•  de  46     » 3 

de  17     » % 

•  de  48     » 1 

»       de  edad  desconocida.    .     1 

Total 61 

De  estos  48  jóvenes  presos  habla:  T7  con  ^adre  y  madre;  19  sin  padre;  40  sin  madre,  y 
6  huérfanos.  Mese  leer  y  escribir  30;  leer  solamente  8  y  carecían  de  toda  Instrucción  16 

De  al .  inos  no  se  conocían  los  antecedentes;  pero  sun  ssí,  el  total  de  63  arrojaba  9 
relnctdentes;  de  los  rúales  lo  eran  por  4.a  ve¿.  44;  por  t*  vez, 8;  por  3.*  vez,  4;  por 
*.*  vez,  t;  y  per  6.*  v*s  uno  de  43  afio*.  «m  podre  m  «istfrr,  natural  de  Madrid,  de  oficio 
carpintero,  que  tenia  formados  ocho  procesos  por  hurto. 

Otro  de  csiorce  anos,  sin  padre  conocido,  que  i  •  ñora  ó  dice  Ignorar  el  pueblo  de  su 
naturaleza,  estaba  preso  por  tercera  ves  y  habla  eotrado  eo  la  Cárcel  con  nombre  su- 


Le  procedencia  de  estos  jóvenes  era;  30  de  Madrid;  6  de  Oviedo;  3  de  Toledo;  3  de 
Orense;  S  de  Sevilla;  t  de  Segovia;  t  de  Palencia;  t  de  la  Corana  y  uno  de  cada  uno  de 


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ItftS  !*IS!OKBS 

De  ios  dichos  eran: 

Solteros 829 

Casados 158 

Viudos t6 

Total..  .  .  .    513 

El  lector  habrá  observado  que  ninguno  de  los  dos  totales  anterio- 
res da  la  cifra  de  515  presos  que  hemos  dicho  existían  en  primero  de 
enero  de  1849;  pero  esta  diferencia,  siempre  leve,  resulta  deque, 
constando  los  nombres  de  todos,  no  constan  igualmente  las  edades  <to 
3  ni  el  estado  de  otros  dos. 

Es  de  advertir  también  que  entre  los  presos  políticos  se  halla  re- 
gistrado un  í).  Alejandro  Espino,  natural  de  Roa,  de  once  afios  de 
edad;  un  Manuel  Regidor,  natural  de  Madrid,  de  catorce  y  un  Eulo- 
gio Sánchez,  de  Madrid,  también  de  doce  aflos. 

Entre  los  presos  comunes  los  habia  de  14  años  y  uno  de  once. 

El  individuo  de  mas  edad  era  de  69  afios. 

El  primer  preso  de  la  lisia  era  el  Sr.  barón  Augusto  Hugo  de  Wo- 
loot,  natural  de  Arroni  y  de  edad  de  54  afios,  que  era  el  mas  antiguo 
en  la  Cárcel,  pues  habia  entrado  en  ella  en  abril  de  1845. . 

El  barón  de  Wulout  alcanzó  cierta  celebridad,  no  solo  por  el  pro* 
ceso  que  le  condujo  i  la  Cárcel  de  Corte  y  por  el  cual  fué  condenad 
sino  también  por  otra  causa  que  se  le  formó  estando  en  la  Cárcel,  * 
la  cual  estuvieron  también  complicados  el  ex-alcaidede  la  cárcel  n^ 
ma,  D.  Julián  Pérez,  D.  Juan  Bautista  Giménez,  Pelichy  y  otro*. 
Dabian  simulado  la  existencia  de  una  conspiración*  cuyas  víctima* 
debían  ser  nuestro  amigo  Pérez  del  Aya,  D.  Manuel  Toco  y  P^J3» 
D.  Francisco  Huerta,  dos  hermanos  Video,  D.  Juan  Pablo  Roda» 
D.  José  Campoy,  D.  Tomás  Ciríaco  Izquierdo,  D.  Manuel  topex 

jos  puntos  siguientes:  Cuenca.  Valencia,  Valladolld,  Málaga,  Logo,  Guadal  ajar».  t<*r0" 

flo,  Pontevedra  y  Ciudad  Real.  Los  tres  restantes  dijeron  ignorar  el  pueblo  da  *■  ■*1-" 

raleza. 
Procedente  de  la  Inclusa  de  Madrid,  habla  1. 

De  loa  que  sabían  leer  y  escilbtr,  solo  uno  habla  aprendido  dentro  de  la  Cárcel 
Uno  de  once  aflos,  natural    de  Madrid,  reincidente  por  2.'  vez,  tenia  la  madre  pr*11 

en  la  Cárcel  de  Mujeres,  y  el  padre  y  el  hermano  en  e!  Saladero  mismo  con  los  f**°* 

meyoree. 


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M  IimOFA.  ISIS 

Pristado,  D.  Pedro  Antonio  de  la  Arena  y  D.  Manuel  Martinei  Del- 
gado. Para  lograr  §ns  ffees  habiaú  falsificado  firmas,  supuesto  co- 
munitiaelones  é  introducido  furtivamente  papeles  subversivos  éfa  las 
cagas  de  las  personas  objeto  de  sos  malévolos  proyectos,  que  no  se 
lograron,  si  bien  fueron  parte  bástante  k  cansar  graves  inquietudes 
7  perjuicios  á  los  que  por  sus  maquinaciones  tuvieron  que  justifi- 
carse ante  los  tribunales. 

La  Cárcel  de  Corte  estaba  próxima  á  desaparecer  cuando  albergó 
en  su  seno  i  dos  desgraciados,  cuyo  crimen  llenó  de  consternación 
i  Madrid.  No  parecía  sino  que  el  Altrmo  periodo  de  aquel  lóbrego 
asilo  había  de  ser  marcado  con  un  suceso  sangriento,  ruidoso,  donde 
no  fuera  una  sota  la  victima,  ni  uno  solo  el  criminal,  para  que  mas 
difícilmente  se  borrara  de  la  memoria  de  los  hombres. 

Es  el  último  suceso  que  tenemos  que  referir  de  la  Cárcel  de  Corte, 
y  nos  proponemos  ser  breves  (1). 

Clara  Marina  tenia  30  años  (!);  era  natural  de  San  Juan  del  Mon- 
te (Burgos),  soltera  y  criada  del  sastre  D.  José  Lafoeote,  que  vivia 
en  la  calle  de  la  Montera,  núm.  M  y  58  (frente  á  la  Red),  cuarto  se- 
gundo de  la  derecha. 

9u  hermano  Antonio  tenia  £3  afios,  era  del  mismo  pueblo  y  esta- 
do y  vivía  en  la  Corredera  Alta  de  San  Pablo,  núm  8,  cuarto  se- 
gundo del  corredor. 

La  noche  del  8  de  octubre  de  1848,  á  cosa  de  las  once,  el  seffor 
D.Santos  de  la  Mata,  huésped  del  cuarto  segundo  déla  izquierda 
de  dicha  casa  de  la  calle  de  la  Montera,  estaba  llamando  á  la  puerta 
de  la  calle.  Llegó  D.  José  Lafoente,  abrió  con  su  llavin  y  subieron 
junios  Al  llegar  i  la  mitad  de  la  escalera  se  encontraron  con  el  cria- 
do del  Sr.  Mata,  que  bajaba  á  abrir,  y  su  amo  le  dijo  que  acabase  dé 
bajar  &  ver  si  en  efecto  quedaba  la  puerta  bien  cerrada. 

Mientras  el  criado  lo  hacia  asi,  se  despidiere*  los  dos  vecinos  y 
entraron  en  sus  respectivos  cuartos. 

Muy  poco  tiempo  había  trascurrido,  cuando  desde  algunas  habita- 


tt     U  relackm  de  etle  mmmd  la  na  publicado  el  Sf.  Lop*t  BerttMotteft  fc»  crtmt 
ms  $Uibn$  ttpaécUt  {Barcelona  J  y  («obten  el  Sr.  O.  PernejMto  Gaapar  en  k»  ÁnmUé 
ÉnmétiiM  4U  mrimm  (Madrid  1tfS). 

4)    ají  dice  ella  ea  el  Inlerrofaiorto   En  •*  reeVtro  di»  la  ^trcel  dijo  1S  atea 
TOVOU.  1S1 


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10*0  PR1SIQMBS 

ciernes  de  la  casa  y  lambienfdesde  la  calle  se  oyeron  grita  de  «¡la- 
drones! {que  me  ahogan! »  y  ladridos,  aunque  pocos. 

En  el  techo  del  cuarto  principal  que  caía  debajo  del  de  Lafoeate 
sonaron  como  pasos  precipitados  y  violentos. 

Los  serenos  del  comercio  y  de  la  Villa  que  oyeron  las  voces,  inme- 
diatamente echaron  á  correr  hacia  la  casa;  el  Tocino  del  cuarto  prin- 
cipal echó  por  el  balcón  la  llave  del  portal  á  uno  de  ellos.  Otro  se 
dirigió  á  una  tienda  de  al  lado  á  ver  si  por  allí  se  podía  penetrar 
mas  pronto  en  la  habitación  donde  habían  sonado  las  voces,  y  entre 
tanto  que  sonaban  los  pitos,  acudía  la  guardia  del  principal,  si 
agrupaban  los  curiosos  y  iodo  era  movimiento  en  la  calle  y  en  la 
vecindad,  el  coarto  segundo  de  la  derecha  había  vuelto  k  quedar 
sumido  en  el  mas  profundo  y  sospechoso  silencio. 

Al  sereno  que  se  había  dirigido  á  la  tienda  de  al  lado  le  aconse- 
jaron que  entrase  en  el  patio  y  no  permitiera  salir  á  nadie.  Asi  lo 
hizo  en  efecto,  y  junto  á  él  se  colocó  la  tendera,  que,  llena  de  temor  y 
sobresalto,  no  se  bailaba  bien  sino  al  lado  de  quien,  en  caso  necesa- 
rio pudiese  darle  amparo,  y  en  medio  del  silencio,  que  duró  buen  ra- 
to, oyeron  un  leve  ruido  en  lo  alto,  levantaron  ambos  la  cabeza,  y  por 
una  ventana,  que  pertenecía  al  domicilio  del  sastre,  vieron  ir  saliendo 
un  bulto  que  sonó  como  cuerpo  humano  al  caer  en  el  patio  inmediato, 
separado  del  que  ocupaban  ellos  por  una  tapia  no  muy  alta.  El  ptú* 
pertenecía  á  la  tienda  de  al  lado;  penetraron  en  él  y  encontrara 
efectivamente  un  hombre  muerto. 

Entre  tanto  los  demás  serenos  subieron  al  cuarto  segundo;  llamaros 
repetidas  veces  y  nadie  respondía,  hasta  que  al  fin  ,  al  cabo  de  tt 
cuarto  de  hora,  cuando  ya  había  llegado  un  celador,  dieron  por  den- 
tro vuelta  á  la  llave,  descorrieron  el  cerrojo,  quitaron  dos  clavos  coa 
que  solía  asegurarse  mas  la  puerta  y,  abriéndose  esta,  aparecieron  lo* 
dos  hermanos  Marina  manchados  de  sangre,  con  tranquila  aparien- 
cia, diciendo: 

— •  Ta  se  han  marchado  los  ladrones. » 

Con  estas  palabras  en  los  labios  les  cerraron  los  agentes  el  paso  de 
la  escalera  que  ambos  iban  á  bajar;  penetraron  con  ellos  en  la  habi- 
tación y  á  pocos  pasos,  al  pié  de  una  ventana,  dieron  con  un  charco 
de  sangre.  Sangre  habia  también  en  la  pared  y  en  las  hojas  de  1* 


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Chaco  j  Bisterít. 


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M  fOIOfA.  JtSf 

ventana  misma,  la  única  que  en  la  casa  se  hallaba  abierta  y  daba  al 
patio  donde  babia  caído  ruidosamente  el  cuerpo  que  yacía  exánime. 

Siguieron  adelante,  y  en  olro  cuarto  bailaron  al  sastre  Lafuente, 
caído  en  el  suelo,  con  apariencias  do  haber  sido  asfixiado  por  fuerza. 

Inmediatamente  se  constituyó  el  juzgado  en  la  casa,  y  los  hermanos 
Marina  fueron  trasladados  a  la  cárcel,  en  medio  del  numeroso  gentío 
que  se  había  ido  agrupando  en  la  calle  de  la  Montera. 

A  las  cuatro  y  media  de  la  madrugada  se  comenzó  á  tomar  decla- 
raciones á  los  vecinos  del  sastre,  celadores,  serenos  y  curiosos,  des- 
pees de  lo  cual  se  procedió  al  reconocimiento  de  los  presos. 

Aquí  es  importante  incluir  una  noticia  que  da  muestra  del  aban- 
dono de  nuestras  cárceles.  Clara  Marina  traíalos  vestidos  ensangren- 
tados; solicitó  que  lasangrasen  al  entrar  en  la  cáicel,  y  lo  fué  sin  pre- 
caución alguna. 

Antonio,  su  hermano,  tenia  siete  grandes  manchas  de  sangre  en  el 
lado  derecho  de  la  pechera  de  su  camisa  de  algodón  y  otras  dos  al  iz- 
quierdo; otras  en  ambas  manos  y  otras  en  el  pantalón. 

Su  hermana  Clara  las  tenia  también  en  el  pañuelo  de  la  cabeza,  en 
el  mantón,  en  la  Calda  del  zagalejo,  en  las  sayas:  en  todas  partes. 
Todas  eran  recientes,  y  como  recientemente  también  se  le  babia  hecho 
la  sangría,  los  médicos  no  pudieron  afirmar  si  aquella  sangre  era  su- 
ya ó  agena. 

¿Cómo  se  babia  cometido  el  doble  crimen? 

Antonio  dijo  que  había  acompasado  á  su  hermana  á  la  casa  de  su 
amo,  por  encargo  de  este  y  según  costumbre ;  que  en  la  casa  no 
había  nadie  con  su  hermana,  que  él  estuvo  primero  en  la  cocina,  y 
después  en  el  comedor;  y  que  estando  en  la  cocina,  después  de  haber 
ido  Clara  á  abrir  la  puerta  á  su  amo,  la  vio  entrar  ensangrentada  y 
se  agarró  á  ella,  manchándose  también;  al  oír  que  le  decía  que  al 
abrir  les  habían  sorprendido  unos  ladrones  y  que  la  iban  á  malar. 

Del  hombre  arrojado  al  patio,  de  las  voces  «¡que  me  ahogan!»  v 
del  mucho  llamar  á  la  puerta,  dijo  que  nada  sabia. 

Clara  declaró  también  que  al  abrir  á  su  amo,  les  habían  sorprendi- 
do tres  hombres,  arrojándose  dos  sobre  él  y  uno  sobre  ella;  que  á  ella 
la  echaron  en  la  cama  de  la  alcoba,  arrojándole  colchones  encima  y 
atándola 


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test 

Sin  embargo  la  cana  estaba  inalada,  y  la  ¿«graciada,  al  batáne- 
lo así  presente,  no  podo  decir  sino  que  ella  misma  la  había  vaelle  á 
arreglar,  y  añadió  que  después  de  estar  na  coarto  de  hora  amarrida 
en  la  cama,  había  conseguido  desatarse  y  había  ido  á  abrir  la  puerta. 

No  había  visto  á  su  amo  ni  aun  al  tiempo  de  abrirle  la  puerta,  no 
sabia  por  doade  se  habían  marchado  los  tres  hombres,  ai  qoiea  ka- 
bia  vuelto  á  cerrar  la  puerta  coa  todaslas  precauciones  ordinaria!. 
Sus  manchas  de  sangre  eran  resultado  de  un  bofetón  que  le  habían 
dado  los  ladrones,  haciéndosela  arrojar  por  boca  y  narices. 

Ella  misma  afirmó  que  coando  la  entraron  en  la  alcoba,  su  herma* 
estaba  eo  el  comedor,  que  le  agarraron  y  le  arrojaron  al  suelo  y  que 
cuando  le  dejaron  comenzó  á  gritar:  «ladrones,  ladrones.» 

Su  hermano,  según  la  misma  Clara,  no  pudo  socorrerla  cuando  ella 
dio  voces  de  «ay  que  me  matan,»  porque  estaba  atado  en  el  soeto 
las  manchas  de  sangre  de  este  no  las  esplicaba  como  él,  sino  que  di- 
jo que  sin  duda  se  las  habría  hecho  resbalando  y  cayendo  en  el  char- 
co grande,  en  términos  que  dio  deboca,  y  para  levantarse  tnvo  qafl 
apoyar  una  mano  en  la  pared. 

Se  había  encontrado  una  navaja  manchada  de  sangre  y  ni  am  ti 
otro  sabían  de  quien  era. 

Se  había  encontrado  una  foja,  empleada  quizás  en  asfixiar  á  La- 
fuente,  y  no  la  conocían;  se  habían  encontrado  unos  zapatos  de  tes* 
bre,  que  podían  ser  del  arrojado  al  patio,  y  tampoco  sabían  (te*' 

Veinticuatro  horas  se  dieron  al  abogado  D.  José  María  Na^r0 
para  que  contestase  &  la  acusación  fiscal ,  que  también  había  ¿4° 
producida  en  igual  plazo. 

El  muerto  del  patio  era  amigo  de  Antonio ;  achacábanle  ser  queri- 
do de  Clara,  haber  sido  su  cómplice  primero  y  después  su  victo». 
ya  porque  riñesen  sobre  el  reparto  del  betin,  ya  parque  al  verse  des- 
cubiertos quisiera  él  abrir  inmediatamente  la  puerta  y  entregarse,  coa 
esperanzas  de  que  esta  conducta  le  fuese  tomada  en  cuenta  por lo9 
tribunales. 

En  cuanto  al  sastre  Lafuenle,  la  opinión  pública  y  el  tribuna*  opi- 
naron que  habia  muerto,  cuando  menos,  á  manos  de  los  Marina,  codi- 
ciosos de  su  dinero. 

Estas  fueron  las  hipótesis,  las  presunciones,  los  indicios  velen*0" 


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Usimo*  e»  qne  se  feudo  la  sentencia  de  loe  hermano*  Marina* 

Probárseles  suficientemente  los  delitos  de  que  se  las  acusaba,  no 
se  consiguió. 

El  prooeso  se  llevó  adelante  cod  celeridad  extraordinaria. 

inmediatamente  se  ocupó  ia  prensa  de  aquel  horrible  drama,  dan* 
do  pábulo  á  mil  diversos  comentarios.  £1  público  *n  general  eeude- 
naba  á  los  hermanos  Marina. 

Clara  habia  observado  siempre  buena  conducta,  Antonio  también, 
sqguu  resultaba  de  la  canilla  firmada  por  dos  distintas  personas  que 
le  habían  tenido  bajo  su  dependencia. 

&i*  horas  fueron  concedidas  para  prueba  á  los  procesados. 

Clara  apeló  á  personas  que  do  declararon  conformes.  Unos  djjeron 
haber  oído  quejas  á  Lafuente  sobro  el  caruc^r  de  Ciara,  que  le  ser- 
via mal.  Otros  aseguraron  haberle  oido  al  mismo  Lafuente  hacer 
elogios  de  *u  cruda.  Hubo  quien  hizo  présenle  que,  babieodo  echado 
de  menos  algún  dinero  Lafuente,  hizo  confesar  á  un  oficial  de  su  ca- 
sa que  *e  lo  quilaba  de  acuerdo  con  Ciara,  y  por  último  olra  persona 
aiadtó  quo  el  mismo  Ufaeotu  no  creyó  que  Ciara  fuese  oámplice  de 
aquel  hurlo. 

Los  crímenes  habian  sido  cometidos  la  noche  del  6,  y  á  las  ocho  de 
la  noche  del  10  se  celebró  ia  vista. 

loneosQ  tropel  de  geote  acudió  á  la  puerta  de  la  Cárcel  para  ver 
salir  á  los  acosados,  \  otra  muchedumbre  aguardaba  k  la  puerta  déla 
Audiencia  para  verlos  entrar.  Además,  por  la  carrera  iba  y  veoia  y 
se  agrupaban  centenares  de  curiosos,  á  pesar  del  frió  y  de  la  lluvia. 

Aparecieron  los  reos  en  la  sala  del  juzgado  del  Barquillo,  y  a  ellos 
se  votvioroo  todas  las  miraJas.  Procuraron  sostener  la  apariencia  de 
serenidad  con  que  habian  entrado,  y  saludaron  k  la  concurrencia. 

Presciodióse  de  la  lectura  del  proceso,  y  lomó  la  palabra  el  se^ 
Sor  promotor  fiscal,  diciendo  lo  siguiente,  que  recomendante  á  la 
alendo»  del  lector: 

«La  hora  en  que  el  juzgado  se  halla  reunido,  y  la  antisdad  en  que 
«el  publico  se  encuentra,  muestran  la  necesidad  que  hay  de  que  ai 
«delito  que  está  llamado  a  juzgar,  se  le  imponga  un  castigo  fuerte, 
«grave  y  ejemplar.» 

Parece  que  la  mayor  necesidad  era  averiguar  quién  había  come- 


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1054  MUSIOPES 

tido,  no  el  delito,  sino  los  delitos;  pero  el  fiscal  opinó,  como  saeteo, 
que  mas  urgente  era  el  castigo  que  la  averiguación. 

¿Para  qué  averiguar?  El  promotor  fiscal  lo  tenia,  ó  mejor  dicho,  lo 
daba  todo  por  averiguado. 

«La  verdad  está  clara,  anadia,  la  verdad  está  manifiesta,  palpable, 
y  demostró  la  necesidad  de  que  al  delito  se  le  imponga  on  casti- 
go ejemplar.  La  historia  dei  hecho  confirma  mas  y  mas  esta  necesi- 
dad, y  en  ella  hay  pruebas  suficientes  para  convencerse  de  la  crimi- 
nalidad do  los  procesados  y  de  la  urgencia  del  castigo  que  la  vindic- 
ta pública  reclama. » 

Ninguna  prueba  tenia  sin  embargo  el  promotor  fiscal  para  demos- 
trar la  culpabilidad  de  los  Marinas;  y  él  mismo  patentizó  que  no 
las  tenia;  pues  en  lugar  de  producirlas,  apeló  á  repetidas  conjeturas, 
á  hipótesis  mas  ó  menos  verosímiles,  pero  no  á  pruebas. 

Entiéndase  que  nosotros  aquí  no  tratamos  de  abogar  por  la  ino- 
cencia de  los  Marinas:  al  contrario,  opinamos  que  eran  culpables; 
pero  creemos  que  el  tribunal  tampoco  pudo  hacer  mas  que  opinar,  lo 
mismo  que  nosotros,  y  sostenemos  que  para  pedir  la  imposición  de 
la  última  pena  y  para  imponerla,  se  necesita  una  prueba  clara  y 
resplandeciente. 

Oiga  el  lector  las  pruebas  suficientes  del  fiscal. 

«&  indudable  que  (el  delito)  se  cometería  con  la  idea  de  cometer 
«un  robo,  porque  nadie  comete  un  asesinato  sin  tener  algún  aliciente. 

«  Probable  es  que  ese  aliciente  fuese  el  robo,  porque  se  encontraros 
c  algunas  señales.  Se  halló  una  escalera  que  habian  fijado  al  pié  de 
«un  desván,  con  el  objeto  de  sacar  et  dinero,  donde  creian  que  lo  te* 
tnia  escondido  el  sastre  Lafuente.  La  recompensa  que  pensaban  ob- 
« tener  en  premio  de  su  delito,  no  seria  bastante  para  los  tres  é  *- 
a  dudablemente  trataron  de  aumeutarla  con  un  doble  crimen.» 

Digamos  por  de  pronto  que  parece  imposible  que,  después  de  do 
probar  nada,  después  de  no  haber  dicho  sino  indudablemente,  & 
probable,  seria,  no  seria,  tuviese  aplomo  el  promotor  fiscal  par* 
continuar  diciendo: 

«Puesto  que  hay  una  prueba  completa * 

Además  ¿de  dónde  sacó  el  fiscal  que  el  único  aliciente  que  puede 
tener  una  mujer  para  matar  á  un  hombre,  haya  de  ser  el  robo?  Por 


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DI  KffltOPA.  1fSS 

último,  oo  consta  en  parte  alguna,  ni  bay  indicio  siquiera  para  suihh 
ner  que  los  Marinad  creyesen  que  el  sastre  tenia  el  dinero  en  el  dea- 
van,  ni  es  verosímil  que  riñesen  ron  el  otro  por  el  reparto,  antes  de 
apoderarse  del  dinero,  ni  saber  donde  estaba. 

Bl  promotor  con  tan  abundantes  pruebas  pedia  la  pena  capital,  y 
repetía:  «las  pruebas  son  terminantes.» 

De  la  circunstancia  (qne  efectivamente  es  de  mucho  peso)  de  no 
hallarse  en  la  casa  mas  que  los  hermanos  Marina,  deducía  lógica- 
meóte  el  promotor  que  ellos  y  solo  ellos  podían  ser  loa  delincuentes. 

Antonio  al  oírselo  repetir  exclamó: 

—I No  sefior,  no  es  cierto! 

Bl  tribunal  le  impuso  silencio,  y  mientras  el  promotor  proseguía, 
iba  desfalleciendo  hasta  caer  desmayado,  por  lo  cual  fué  necesario 
sacarle  al  aire  y  rodarle  el  rostro  con  agua. 

Clara  trae,  según  su  fisonomía  y  su  conducta  durante  la  prisión,  no 
debía  enternecerse  fácilmente,  prorumpió  en  abundantes  lágrimas. 
Aquel  movimiento  del  ánimo  de  Clara  produjo  un  fenómeno  digno  de 
atención. 

El  puulieo  horrorizado  del  crimen,  é  indignado  contra  los  dos  her- 
mano*; aquel  público  que  durante  cuatro  días  había  pedido  con  ve* 
demencia  la  muerte  de  Clara  y  de  Antonio,  al  verla  llorar  se  enter- 
neció noble  y  piadosamente,  y  volvió  k  ella  preñados  de  cristiana 
benevolencia  los  ojos  que  momentos  antes  solo  expresaban  odio 
inhumano. 

Clara  era  mas  varonil  por  su  fibra  que  Antonio.  Recobróse  en  bre- 
ve y  se  cubrió  el  rostro  con  la  mantilla. 

Bl  fis?il  prosiguió  hadándose  cargo  de  las  contradicciones  en  que 
habían  incurrido  los  acusados;  pero  tomando  pretexto  de  aquellas 
contradicciones  y  sin  aducir  ningún  otro  argumento,  repitió: 

«Estos  hechos  están  probado*  hasta  la  evidencia,  como  también 
«que  los  autores  de  tan  horribles  atentados  son  \ntonio  Marina  y 
«su  hermana  Clara,  á  loa  cuales  este  ministerio  no  puede  menos  de 
«pedir  que,  con  arreglo  al  articulo  3t4  del  Código  penal,  se  les  im- 
«ponga  la  pena  de  muerte,  ya  se  les  considere  como  autores  del  ase* 
««nato,  ya  se  lea  considere  como  autores  de  un  conato  do  robo  con  la 
«circunstancia  de  haberse  cometido  'homicidio,  puesto  que  el  artí- 


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«culo  415  impone  la  pena  capital  á  esta  clase  de  delitos.  Asi  lo  elige» 
c  la  vindicta  pública y  etc. » 

El  ¡lastrado  defensor  de  los  Marinas  procedió  con  una  gran  dis- 
creción, con  verdadero  celo  por  la  justicia  y  por  la  humanidad. 

Es  deber  nuestro  reproducir  aqui  algunos  breves  párrafos  que  jus- 
tifican el  anterior  concepto. 

«La  sociedad,  decía,  tiene  tanto  interés,  y  aun  mayor,  en  que  se  ab- 
« suelva  al  inocente,  como  en  que  se  castigue  al  culpable.  Yo  no  diré 
«que  resulte  al  presente  la  completa  inocencia  de  mis  defendidos; 
«pero,  según  la  ley,  el  juzgado  debe  estar  mas  preparado  para  áb- 
«solver  al  acusado,  que  para  acriminarlo.  Y  toda  vez  que  no  hay  esa 
«prueba  plena  y  completa,  no  puedo  menos  de  hacer  présenle  al  juz- 
«gado  que  no  debe  imponer  la  pena  capital. 

«Debo  hacer  presente  también  el  poco  tiempo  por  que  se  m  hato* 
tmwicado  la  causa;  se  me  ha  entregado  por  un  término  de  vedUcua- 
ulro  horas,  suficiente  apena*  para  formar  mi  convencimiento  propio.» 

Dea  poderosos  argumentos  adujo  el  abogado  seflor  Navarro:  pri- 
mero, que  en  la  habitación  del  sastre  habiaquedado  abierta  una  ven* 
tana  por  donde  pudieron  salir  sin  ser  vistos  los  tres  hombres  á  que 
Clara  se  habia  referido;  tanto  que,  habiendo  examinado  por  sí  mismo 
la  ventana,  vid  que  un  nido  de  cinco  aflos  podía  subir  y  bajar  por  ala; 
segundo,  que  no  se  sabia  de  cierto  si  la  asfixia  producida  en  Lafuente 
le  habría  causado  necesariamente  la  muerte,  caso  de  acudirá  socor- 
rerle; pues  no  constaba  que  le  hubieran  dejado  cadáver  sus  agresores. 

Gomo  consideración  oportirta  y  discreta  afladié  también: 

«En  el  año  de  1799,  un  gentil-hombre  del  rey  toé  condenado  como 
«ladrón,  y  pereció  en  el  patíbulo;  y  á  tos  quince  dias  de  ejecutada  la 
«sentencia,  resultaron  los  verdaderos  delincuentes,  y  el  consejo  pro* 
«clamó  la  inocencia  del  ajusticiado.  ¡Inútil  declaración  osando  se 
«trata  de  una  pena  de  esta  clase! 

«Yo  no  dudo,  sefior,  de  que  para  condenar  á  una  persona  de  tan 
«alta  categoría  babria  pruebas,  y  pruebas  inequívocas  (eos*  qtíe  no 
«sucede  en  el  presente  caso);  y  si  á  pesar  de  esas  pruebas  se  proclamó 
«su  inocencia,  es  necesario  tener  presente  que  es  indispensable!  con- 
«céder  al  tiempo  ef  descubrimiento  de  la  verdarf  y  no  esponerM*  á 
«castigar  á  un  inocente. » 


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DI  EUROPA.  1W 

La  vista  terminó  con  eldiscurso  del  abogado,  y  á  las  once  y  cuarto 
de  la  misma  coche  se  pronunció  ia  semencia,  que  fué  de  muerte. 

Clara  salió  para  la  Cárcel  con  la  misma  entereza  que  había  mos- 
trado al  entrar. 

El  dia  1  2,  á  las  diez  de  la  mafiana,  fué  devuelta  por  la  audiencia  la 
eausa  que  en  consulta  se  le  habia  elevado,  y  se  señaló  la  víala  para 
el  dia  siguiente. 

El  fiscal  de  S.  11.  era  entonces  D.  José  Fernandez  de  la  Hoz  y  opinó 
que,  aun  cuando  el  ab  gado  habia  dicho  que  ti  horas  que  había  te- 
nido la  causa  apenas  le  habían  permitido  formar  su  convicción,  á  pe- 
sar de  esto,  decimos,  opinó  que  no  se  habia  prescindido  de  la  mu 
pequefia  de  las  garantías  que  otorgan  las  leyes  para  la  defensa  de  los 
procesados  y  para  el  acierto  en  el  fallo. 

También  el  fiscal  de  S.  M,  vio  «en  todas  las  páginas  del  proceso 
resaltar  la  iniquidad  de  los  procesados. » 

Una  observación  curiosa. 

De  no  haberse  visto  salir  á  nadie  do  la  casa  de  Lafuente  cundo 
las  voces  de  ladrones,  deduce  el  fiscal  que  los  Marinas  le  mataron,  y 
de  no  haberles  visto  nadie  malar  á  Lafuente,  deduce  también  que  le 
mataron  ellos. 

En  cuanto  al  muerto  del  patio  dice  que  cera  m  éUla  oo-reo  de 
los  otros  dos.» 

Un  poquito  de  Providencia  y  otro  poquito  de  vengadora  espada  en 
nombre  del  Dios,  que  prohibe  la  venganza,  se  encuentran  también  en 
este  proceso. 

El  dignísimo  defensor  Sr.  Navarro  (4  quien  no  (enanos  el  gusto 
de  conocer)  insistió  en  que  fallaba  para  la  imposición  de  la  pena  de 
muerte,  pruebas  claras  y  concluyentes,  ó  confesión  de  los  acosados, 
ó  testigos,  ó  documentos....  ¡fué en  vano! 

El  defensor  solicitó  además  una  prueba  esencial.  Una  prueba  del 
mayor  interés. 

En  efecto,  si  resoltaba  que,  habiendo  lardado  loe  celadores  media 
hora  en  llegar  al  sitio  de  la  catástrofe,  los  hombros  mencionados  por 
Clara  habían  podido  tener  tiempo  de  escapar,  el  proceso  tomaba  otro 
aspecto. 

Si  resultaba  que  examinado  el  cadáver  de  Látanle,  la  muerte  no 
tonos.  tas 


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isas  pwsioíies 

había  sido  producida  inmediatamente  por  la  asfixia,  otra  variación 
radical  en  el  proceso. 

Si  examinado  el  cadáver  del  desconocido  resaltaba  qae  la  herida 
que  tenia  en  el  cuello  no  era  mortal  por  necesidad,  otro  paso  en  fa- 
vor de  los  procesados. 

Admitida  la  prueba,  había  motivo  para  creer  que  no  habria  que 

quitar  la  vida  á  dos  criaturas  humanas El  fiscal  no  consideró 

procedente  la  solicitud  ;  la  sala  denegó  la  prueba  ;  la  causa  se  dio 
por  conclusa. 

El  20  del  mismo  octubre  se  vié  en  última  instancia,  y  á  ella  asis* 
.  liaron  loa  procesados  y  un  gentío  inmenso. 

Antonio  comenzó  á  sollozar  desde  las  primeras  frases  de  la  lectora 
del  proceso  y  á  poco  rato  se  deshizo  en  llanto  y  volvió  A  desmayarse. 

Clara  lo  Mxilid  y  le  dio  agua  con  admirable  presencia  de 
Animo. 

El  fiscal  seOor  Fernandez  de  la  Hoz  repitió  que  la  prueba  dé  la 
criminalidad  de  los  Marinas  era  tan  perfecta  y  de  tal  modo  acabada, 
que  no  pedia  quedar  la  menor  duda  en  el  Animo  de  los  juzgadores  de 
que  aquellos  eran  los  aséanos. 

Termioada  la  tarea  del  fiscal  y  A  la  pregunta  del  juez  A  los  acosa- 
dos sobre  si  tenían  algo  que  alegar  en  su  defensa,  contestó  Clara 
con  energía: 

—Nosotras  no  hemos  visto  al  difunto  que  dicen  que  estaba  en  el 
corredor,  y  que  le  arrojamos  al  patio,  ni  sabemos  nada  de  eso. 

Antonio,  que  desde  su  desmayo  permanecía  abatido  y  reclinado  en 
él  pecho  de  nn  carcelero,  se  levantó,  anduvo  hasta  el  pié  de  la  mesa 
y  con  un  esfuerzo  de  voz  y  de  gesto  dijo: 

—Yo  tengo  buena  conducta;  soy  tan  honrado  como  cualquiera  y  A 
ninguno  de  mi  familia  hay  que  echarle  nada  en  cara. 

—¡Nos  quieren  mal!  (quieren  perdernos!  replicó  si  hermana... 
¡Dios  me  perdone! 

Atif  terminó  la  vista. 

La  sala  confirmó  la  sentencia . 

En  la  de  vista,  estando  muy  exacerbadas  las  pasiones,  se  había 
sentenciado  que  el  patíbulo  se  colocara  en  la  Red  de  S.  Luis,  en  uno 
de  toft  cfcntroB  mas  cultos  y  transitados  de  la  corte.  El  i»  ya  los  áni- 


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DE  fUROTA.  ISIt 

mos  estaban  menos  sedientos  de  matanza  y  de  escindí)*,  y  vino 
bien  que  la  sala  ordenara  que  la  ejecución  se  verificase  en  el  higwr 
acostumbrado,  afueras  de  la  Poerta  de  Toledo. 

Clara  oyó  impasible  la  lectora  de  la  sentencia.  Antonio*  volvió  á 
llorar,  enfermo  estovo  en  la  capilla,  silencioso,  estúpido  y  por  último 
convulso  y  aquejado  por  ataques  nerviosos  hasta  tal  extremo,  que  se 
temió  no  llegase  vivo  al  patíbulo.  Allí  recobró  por  breves  momento* 
ms  facultadas,  se  confesó  y  murió. 

Clara  rezó  con  fervor  y  besó  repetidas  veces  la  estampa  de  lesna. 

Pocas  veces  ka  acudido  mas  gente  á  ver  matar  á  la  justicia. 

El  consejo  de  sanidad  solicitó  las  cabezas  de  los  Marina,  y  le  fueren 
otorgadas. 

Registrando  las  tristes  páginas  de  los  libros  carcelarios,  hamos  en- 
centrado  al  pié  de  las  partidas  de  Antonio  y  Ciara  las  siguientes  lineas: 

«Con  el  cuerpo  de  reptil  «Hermana  del  que  subió 

«y  el  coraxoa  de  chacal,  «al  cadalso  eo  este  día, 

«bobo  un  hombre  caníbal  «la  huella  soya  seguía 

«que  no  se  hallara  entre  mil.  «con vida  del  mal  que  obró. 

«Alevoso  como  vil  «Se  crimen,  que  cíteteme 

«Antonio  Marina  abogó  «é  un  poeblo  aterrorísado, 

«a  su  victima,  y  mató  «no  dejará  desechado 

«al  que  fu  cómplice  fuera;  tel  recuerdo  tan  aína 

«boy  la  justicia  severa  «del  que  vio  á  Clara  Marina 

«al  cadalso  le  arrastró.  «morir  del  hermano  al  lado.» 

Nosotros  vemos  algo  de  profanación  en  el  manoseamiento  grosero 
de  asuntos  tan  graves.  Gomo  espadóles,  nos  bemos  avergonzado  de 
ver  las  anteriores  lineas  al  pié  de  un  documento  de  muerte ;  lineas 
que  forman  impio  contraste  con  la  sencilla  cruz  que  suele  colocarse 
al  pié  de  las  páginas  que  eneros  mismos  libros  recuerdan  alguna  vic- 
tima de  las  miserias  humanas. 

El  historiador,  el  filósofo,  el  poeta,  el  periodista  no  pueden  visitar 
un  archivo  sin  obtener  antes  real  permiso,  y  sin  embargo  ¡asi  se 
consiente  que  se  manchen  los  libros  archivados,  como  acaban  de  ver 
nuestros  lectores!  Imaginen  cual  quedaríamos  al  ver  qoe  k  nosotros 
no  se  nos  permitía  examinar  los  libros  de  la  circe!  sin  un  permiso  en 
regla,  y  que  esos  libros  se  habían  franqueado  i  quien  era  capuz  de 


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1  OÍS  FMSIOlfKS  DE  EUROPA 

afearlos  con  Unto  escasez  de  entendimiento  como  de  afectos  cris- 
tianos 

Un  alto  después  dejó  de  existir  la  Cárcel  de  Corte. 

Hoy  existe  en  sa  logar,  en  la  calle  de  la  Concepción  Gerónima, 
una  elegante  manzana  de  casas,  y  entre  ella  y  la  actaal  Audiencia 
queda  ana  calle  poco  transitada. 

La  sala  de  Alcaldes  está  convertida  en  Audiencia  y  conserva  en  dos 
medallones  de  la  fachada  la  leyenda:  Reinando  la  magestad  de  Fe- 
lipe IV,  año  de  1634,  con  acuerdo  del  Contejo  te  fabricó  etta  Cárcel 
de  Corte  para  comodidad  y  seguridad  de  los  presos. 

Ta  hemos  procurado  dar  idea  del  género  de  seguridad  y  comodi- 
dad de  esa  Cárcel,  aon  en  nuestros  días. 

En  tiempo  de  Felipe  IV,  por  las  ventanas  con  rejas  que  daban  al 
ras  del  suelo,  asomaban  los  presos  una  calla,  con  un  sombrero  en  el 
estremo,  solicitando  limosna  de  los  transeúntes.  Qoy  aquel  sitio  está 
ocupado  por  numerosas  macetas  de  dores,  espueslas  á  la  venta  pú- 
blica. 

'  Los  madrilefios  todavía  llaman  Cárcel  de  Corte  al  trozo  que  ocu- 
pa en  la  Concepción  Gerónima  y  callejón  del  Verdugo  á  la  calle  de 
Sto.  Tomás;  pero  á  la  simple  vista  nadie  puede  creer  que  aqu*l  ha- 
ya sido  por  espacio  de  siglos  un  lugar  de  tormentos. 

Roberto  Robirt. 


FIN  01  U  CAUCRL  dr  cowr. 


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PRISIONES 

DE  EUROPA. 


PONTONES. 


No  ha  exigido  ni  existe  un  hombre  que  una  sola  Tez  haya  sido 
encarcelado,  y  no  se  crea  asistido  de  baria  razón  pan  maldecir  las 
paredes  dentro  de  las  coates  ha  sufrido  el  mayor  de  los  tormentos, 
la  pérdida  de  so  libertad.  Nuestros  rotores  han  recorrido  en  este  li- 
bro la  historia  de  las  principales  cárceles  de  En  ropa:  todas  ellas  se 
hallan  escritas  con  sangre  y  con  lágrimas;  y  algunas  veces  el  cora- 
zón seles  habrá  estremecido,  sugiriéndoseles  la  idea  de  cuan  impo- 
sible parece  qne  los  hombres  hayan  discurrido  tanto  para  atormentar 
á  sos  semejantes. 

T  sin  embargo,  todavía  no  conocen  otra  especie  de  cárceles,  den- 
tro de  las  coales  se  padece  tanto  ó  masque  en  el  interior  de  los  plo- 
mos de  Venecia  y  en  las  profundas  mazmorras  de  la  Inquisición  de 
Sevilla. 

Nos  referimos  á  los  pontones,  ó  cárceles  sobre  el  agua. 

Es  el  pontón  un  buque  de  gran  porte,  generalmente  de  guerra, 
que  declarado  inservible  para  viajar,  se  desarbola  y  limpia  hasta  el 
primer  puente,  y  de  esta  suerte,  estacionado  en  las  cercanías  de  algún 
puerto,  sirve  de  prisión  militar  y  algunas  veces  de  presidio. 

Examinemos  su  distribución.  En  el  primer  puente,  sobre  cubierta, 
se  hallan  los  guardianes  de  los  presos.  Estos  se  encuentran  hacinados 
en  los  puentes  inferiores,  privados  de  aire,  de  luz  y  de  vcatilactoa, 


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1*1  mSKMBS 

pues  para  atender  i  la  seguridad  de  tos  prisioneros,  se  enclavan  las 
puertas  cañoneras  y  únicamente  se  deja  nna  que  otra  aspillera,  insu- 
ficiente para  dar  entrada  al  aire  indispensable  para  la  salubridad  de 
las  victimas  amontonadas  en  tan  breve  espacio.  Cada  puente  es  nna 
cuadra,  cada  cuadra  sirve  para  todos  los  usos  de  la  vida  del  penado. 

Nada  mas  triste  que  nna  prisión  de  este  género.  La  idea  del  mun- 
do que  se  agita  en  torno  á  una  cárcel  común,  puede  molestar  al  preso 
que  establece  una  comparación  entre  su  desgracia  y  la  inefable  dicha 
de  los  hombres  libres;  pero  en  cambio  tiene  la  idea  consoladora  de 
que  vive  en  el  mundo,  cerca  de  sus  semejantes,  que  alguna  vez  pen- 
sarán en  los  pobres  encarcelados  al  pasar  por  delante  del  edificio  que 
les  encierra;  no  se  cree  solo,  olvidado,  abandonado  mi  un  desierto, 
faera  de  la  comunidad  de  los  hombres,  perceptible  apenas  para  el 
ojo  de  la  Providencia. 

El  pontón  no  tiene  este  consuelo:  la  victima  que  gime  en  sus  pro- 
fundidades no  pertenece  á  la  tierra:  debajo  de  su  planta  ruge  el 
océano,  encama  de  su  cabesa  truena  el  cielo. 

Además,  no  hay  prisión  tan  bien  guardada,  muros  tan  impenetra- 
bles, rejas  tan  duras,  vigilancia  tan  rigurosa,  que  priven  al  preso  de 
toda  esperanza  de  libertad.  La  idea  de  romper  sus  cadenas,  de  atra- 
vesar las  puertas  que  le  sujetan  al  régimen  carcelario,  podía  ser 
quimérica,  podrá  tener  mas  de  halagüeña  que  de  factible,  podrá  ser 
un  suelto  de  prisionero;  pero  al  fin  y  al  cabo  no  son  pocos  los  hom- 
bres que  viven  de  ilusiones,  y  mas  si  esos  hombres  son  desgraciados. 
Varios  ejemplos  justifican  aquella  esperanza. 

El  barón  de  Trenck  se  fugó  de  la  prisión  de  una  manera  milagro- 
sa. Latude  escaló  la  Bastilla  y  se  evadió  de  sus  guardianes  de  una 
manera  inconcebible;  pero  lo  cierto  es  que  en  estos  y  parecidos  casos 
el  hecho  ha  venido  á  confirmar  la  posibilidad,  y  en  consecuencia  ha 
sancionado  la  esperanza. 

En  un  pontón  nada  de  esto  acontece:  la  idea  de  la  faga  es  inpepa~ 
rabie  de  la  catástrofe,  al  pensamiento  de  la  libertad  va  indispensa- 
blemente unido  el  de  la  muerte.  Con  efecto,  cuando  fuera  posible 
agujerear  el  pavimento,  burlando  la  vigilancia  de  los  guardianes,  el 
buque  haría  agua  rápidamente  y  el  mar  sepultaría  en  su  seno  á  una 
infinidad  de  desgraciados,  si  no  bien  avenidos  con  4U4uert*9  rosig- 


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DI  sonora.  IOSS 

nideo  con  ella.  Cundo  hubiera  uu  medio  para  pasar  él  cuerpo  á 
través  de  los  tragaluces,  al  pié  de  la  cárcel  flotante  hallaría  el  fagi- 
üvo  on  abismo  insondable,  nna  muerte  horrorosa  y  una  tamba  sn 
cni  y  sin  epitafio. 

En  tales  sitios  la  vigilancia  es  un  alarde  de  faena  ó  un  motivo  de 
crueldad:  la  naturdeía  por  si  sola  podría  responder  de  los  prisione- 
ros, y  estos  se  guardarían  muy  bien  de  poner  los  pies  fiera  do  si 
cárcel,  aun  cuando  no  fueran  retenidos  por  otros  medios  menos 
blandos,  sino  mas  eficaces. 

Sin  embargo,  semejante  descuido  ó  libertad  dentro  de  la  prisión,  no 
eiiste,  ni  con  mucho. 

Al  menor  sintoma  de  insurrección,  al  menor  conato  de  insubordi- 
nación, los  guardianes  emplean  indefectiblemente  el  recurso  de  loa 
hombres  enteles:  palo  é  hierro ;  el  golpe  que  lastima  el  cuerpo  y  el 
alma,  la  cadena  qae  es  el  suplicio  del  odio  aplicado  á  un  objeto  que 
nunca  nos  abandona,  que  nunca  deja  de  proferir  sonidos  torturado- 
res pira  quien  h  arrastra.  El  prisionero  en  los  pontones  está  i 
tido  á  la  ordenanta  marítima,  y  sabido  es  que  esa  ordenar»  as  i 
d»  mas  rigurosa,  cruel  y  saiguinaria  que  la  terrestre. 

Por  via  de  ejemplo  citaremos  un  solo  hecho,  prescindiendo  luego 
de  tortor»  el  ánimo  de  nuestros  lectores  con  la  narrado!  do  sucesos 
que  á  la  verdad  olaman  á  Hos  centra  el  hombro  que  loo  ordena  y  el 
puoMo  que  losan  loria. 

Sabido  es  que  á  bordo  de  los  buques  ingleses  el  rigor  es  ejemplar 
entre  los  ejemplares. 

Loo  ingleses  ion  los  hombres  de  loo  pontones :  su  «utíverio  en  li- 
les sitio*  no  guarda  proporción  ni  aun  con  el  do  los  esclavos  de  Amé- 
rica, sometidos  al  cuero  del  cápalas  mas  bárbaro  é  impliosUe. 

Ckrto  día  un  desgraciado  cometió  um  de  esas  follas,  que  aunque 
ligeras  á  primera  vista,  tienen  marcada  en  la  ordenaum  de  marina 
una  pena  vergonzoso  y  cruel.  El  jefe  lo  condenó  á  un  número  eooest- 
vo  de  palos. 

Conducido  el  mfolif  al  soplido,  sufrié  el  martirio  prerumpieudo 
en  desgarradores  gritos,  que  sin  embargo  10  penetraron  en  d  con- 
loo de  «u  inexorable  joes.  Mas  llegó  un  polo  en  que  d  cuerpo  fué 
mas  débil  que  d  ánimo:  d  potro  apaleado  so  dosmiyó  á  impilsss 


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iM4  matura» 

del  lolor,  7  el  médico  declaró  que  no  pdia  terminarse  el  soplido  ea 
todas  sos  parles,  síd  causar  antes  la  muerte  del  sentenciado.  El  jefe 
ordenó  la  suspensión  de  la  sentencia. 

Es  de  advertir  que  esta  era  de  cien  palos,  y  que  el  infeliz  había  re* 
cibido  la  mitad  solamente. 

Conducido  en  tan  deplorable  estado  al  hospital ,  hizosele  una  de 
aquellas  dolorosas  curaciones  que  eqnivalen  á  otro  igual  ó  peor  su- 
plicio ;  pero  ello  es  que,  sin  perjuicio  del  nuevo  dolor,  recobró  la  sa- 
lud y  llegó  por  sus  pasos  contados  al  periodo  de  su  convalecencia.  El 
infeliz  no  podia  recordar  sin  estremecerse  la  escena  de  su  martirio, 
y  aseguraba  á  sus  compañeros  que  merecía  la  pena  de  sufrir  todas 
las  incomodidades  del  servicio  con  resignación,  antes  que  esponerse 
i  una  sentencia  tan  terrible  en  sus  disposiciones  y  en  su  ejecución; 

¡Poco  podia  presumir  el  desgraciado  cual  iba  á  ser  su  suerte  den- 
tro de  unas  horas! 

Durante  su  suplicio  el  dolor  le  impidió  hacerse  cargo  del  número 
de  golpes  recibidos :  por  sus  aterradores  recuerdos  parecíale  que  de- 
bían pasar  de  la  cantidad  designada  en  la  sentencia. 

T  sin  embargo,  ya  lo  hemos  dicho,  apenas  se  había  consumado  la 
mitad  del  sacriGcio. 

Guando  el  jefe  tuvo  conocimiento  de  que  el  paciente  se  hallaba  en 
el  periodo  de  su  convalecencia,  ordenó  impasible  que  continuara  el 
suplicio  hasta  aplicar  al  reo  el  número  total  de  palos  que  había  de 
recibir. 

Parece  mentira  que  el  corazón  humano  sea.  susceptible  de  tanta 
crueldad ;  mas  no  podemos  dudar  dó  ello ,  pues  tenemos  esas  noti- 
cias de  un  testigo  presencial,  i  quien  nunca  se  borró  de  la  memoria 
aquella  escena. 

£n  vano  el  infeliz  se  arrastró  por  ei  suelo  implorando  piedad ;  en 
vano  protestó  de  su  enmienda,  en  vano  pidió,  por  último,  que  se  le 
diera  muerte  de  un  pistoletazo  ó  se  le  permitiera  arrojarse  al  mar... 
Su  juez  fué  tan  inexorable  como  su  verdugo :  la  sentencia  no  se  ha- 
bía cumplido  del  todo,  y  era  menester  que  se  aplicase  hasta  el  último 
palo,  so  pena  de  quebrantar  la  rigidez  de  la  ordenanza  inglesa. 

La  victima  fué  conducida  al  suplicio  arrastrando,  aullando,  re- 
sistiéndose por  cuantos  medios  le  sugería  su  desesperación.  Al  red- 


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DK  EUROPA.  1065 

bir  los  primeros  golpes  profirió  toda  suerte  de  maldiciones;  en  segui- 
da bajó  de  tono  ó  invocó  el  nombre  de  Dios ;  luego  profirió  algunas 
palabras  incoherentes,  dejó  de  forcejar,  estremecióse  de  larde  en 
tarde  y  al  cabo  de  un  rato  dejó  de  quejarse,  de  moverse,  de  dar  sín- 
toma alguno  de  vida. 

A  pesar  de  lo  cual,  continuaron  los  palos  con  igual  vigor  hasta 
completar  el  número. 

Por  fin  tuvo  término  el  suplicio. 

£1  médico  se  aproximó  al  inanimado  cuerpo  del  páctenle  y  le  reco- 
noció durante  un  gran  rato. 

—¿Qué  hacemos  con  esa  hombre?— preguntó  uno  de  loe  ejecuto- 
res.—-¿Se  le  conduce  i  la  enfermería? 

—Es  inútil:— respondió  el  físico— podéis  arrojarle  al  mar  sin  es- 
crúpulo: hace  unos  cinco  minutos  que  ha  muerto. 

Levantóse  el  cuerpo  de  la  victima,  y  con  efecto,  era  ya  cadáver. 

Do  rasgo  de  esta  naturaleza,  lo  repetimos,  define  á  nú  hombre  y 
á  un  pueblo. 

Ta  hemos  dicho  que  las  prisiones  en  un  pontón  empiezan  propia- 
mente en  el  segundo  puente.  El  buque  se  halla  completamente  de- 
sembarazado y  los  prisioneros  ocupan  esa  sala,  que  si  bien  parece 
muy  grandiosa  á  primera  vista,  no  es  sino  muy  raquítica  y  mezquina 
atendido  el  número  escesivo  de  individuos  que  contiene. 

Un  simple  petate  constituye  su  cama,  su  asiento,  so  ajuar  com- 
pleto. 

Guando  llega  la  estación  de  verano,  es  insoportable  el  calor  y  he- 
dor que  despide  aquella  inmensa  cuadra  destinada  á  todos  los 
usos  de  la  vida.  Muchos  son  los  que  conocen  los  rigores  de  los  viajes 
durante  el  calor,  aun  contando  con  la  facilidad  do  la  renovación  del 
aire  y  las  horas  que  se  pasan  sobre  cubierta.  La  exigua  elevación  del 
techo,  el  calor  que  despiden  los  maderos,  ios  infinitos  bichos  que  en 
ellos  se  crian,  los  insalubles  miasmas  que  se  exbalan  del  interior  de 
los  buques  faltos  de  ventilación,  constituyen  una  porción  de  elemen- 
tos incómodos,  que  frecuentemente  son  ocasión  de  tristes  consecuen- 
cias. 

Pues  ¿qué  comparación  guardarán  esas  incomodidades  con  las  de 
una  cuadra  en  un  pontón?  Si  son  conocidos  los  miasmas  que  se  exha- 

>u.  1*4 


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10€€  PftUIOffKS 

Un  do  un  hospital,  de  un  presidio,  de  un  sitio  (festinado  4  usos  cor* 
porales  en  comunidad  de  mucbos  iodividuos  ¿qué  no  resultara  en 
aqoel  si  lio  que  de  todo  eso  participa  y  no  reone  una  sola  de  las  cir- 
cunstancias que  se  procura  proporcionar  á  cualquiera  de  aquellos 
lugares? 

Generalmente  los  prisioneros  se  hallan  exentos  de  trabajo;  pero  es- 
ta misma  circunstancia  hace  mas  triste  y  monótona  su  existencia, 
tanto  mas  en  cuanto  se  hallan  privados  de  todo  trato  estertor,  lo  cual 
aumenta  de  una  manera  grande  ios  padecimientos  qpe  en  tal  sitio 
aquejan  á  sos  moradores. 

Cuando  llega  la  noche,  la  turba  de  prisioneros  se  tiende  en  desor- 
den por  el  suelo,  una  sola  lúa  alumbra  el  tenebroso  recinto,  y  un 
guardián  recorre  medio  á  tientas  la  inmensa  sala  flotante,  k  menudo 
acontece  que  pues  no  cuida  de  observar  donde  imprime  la  planta,  el 
talón  de  su  ferrado  zapato  viene  á  cargar  sobre  algún  mimbro  del 
dormido  prisionero*  Lo  mas  natural  es  que  el  herido  lance  un  grito; 
pero  como  está  prohibido  dar  voces  á  bordo  después  de  la  hora  del 
silencio,  el  vigilante  las  emprende  &  golpes  con  el  vociferador  ó  al- 
guno de  sus  vecinos,  pues  en  la  identificación  de  la  persona  re- 
para muy  poco  ó  nada. 

El  aspecto  de  los  presos  en  los  pontones  no  puede  ser  vm  lastime- 
ro: en  primer  lugar  sus  ropas  se  desprenden  frecuentemente  del  cuer- 
po hechas  girones,  bien  por  lo  viejas,  bien  por  lo  sacias.  A  mayor 
abundamiento  la  sofocación  en^  verano  y  en  invierno  el  frió  y  la  hu- 
medad hacen  que  aquellos  penados  contraigan  en  su  mayor  número 
enfermedades  que  matan  lentamente  y  cuyos  síntomas  salen  al  ros- 
tro de  los  infelices,  victimas  de  una  pena  cruel  y  muy  superior  i  la  de 
prisión  que  sus  jueces  les  han  impuesto.  Rostros  macilentos,  figuras 
demacradas,  hé  aqui  el  aspecto  general  de  aquellos  prisioneros:  mu- 
chos salen  del  pontón  para  morir  al  poco  tiempo  en  un  hospital. 

No  hay  que  decir  que  en  tales  sitios,  como  en  todos  los  de  su  es- 
pecie, reina  el  vicio  de  una  manera  ladinas  descarada.  Allí  el  imperio 
perlenece  al  mas  fuerte,  y  no  es  sino  muy  común  que  se  cometan 
delitos  gravísimos  por  causas  insignificantes  muchas  veces,  y  gene 
raímente  &  consecuencia  de  rifias  en  el  juego. 

Porque  también  en  los  pontones  se  juega,  pues  á  folla  de  dinero 


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DI  BUIIOFA.  1061 

cuando  do  hay  medio  de  obtenerle,  ge  envida  al  azar  el  rancho,  el 
petate,  y  hasta  los  girones  del  uniforme. 

T  hay  entre  los  prisioneros  tratos  y  contratos  crimmato,  y  si  al- 
gún infeliz  tiene  la  desgracia  de  ser  mal  fisto  por  sus  compañeros, 
no  tiene  necesidad  de  otra  cosa  para  formarse  nna  idea  exacta  del 
purgatorio. 

A  él  se  achacan  unánimemente  las  faltas  de  disciplina,  los  des- 
perfectos y  cnanto  dentro  de  los  pontones  es  punible  por  ley  ó  por  ca- 
pricho; y  de  esta  suerte  sobre  él  recaen  invariablemente  los  palos,  el 
cepo,  al  mayor  encierro,  y  los  suplicios  del  hambre  y  de  la  sed,  em- 
pleados de  ana  manera  infame. 

Por  turno  se  emplea  á  los  prisioneros  en  el  baldeo  del  buque,  y 
esta  operación,  que  por  lo  común  va  acompasada  de  algunos  palos  y 
que  en  todas  las  embarcaciones  se  tiene  por  fatigosa,  es  apetecida 
por  los  penados,  pues  no  tienen  otro  medio  para  subir  de  tarde  en 
tarde  sobre  cubierta  á  respirar  el  aire  libre. 

No  es  difícil  tampoco  que  el  condenado  á  prisión  se  crea  algunas 
veces  condenado  á  muerte. 

Diremos  como. 

Los  buques  destinados  á  este  servicia  son  generalmente  cascarones 
viejos  y  abandonados  como  inservibles. 

Guando  el  mar  empieía  á  rugir  en  torno  de  los  prisioneros  en  los 
pontones,  estos  empiezan  á  crujir,  á  hacer  aguas  algunas  veces,  y  en- 
tonces el  pobre  encerrado  teme  morir  olvidado  de  Dios  y  de  los  hom- 
bres. A  cada  sacudida  que  el  mar  imprime  al  buque,  á  cada  trueno 
que  retumba  en  el  espacio,  á  cada  rayo  que  se  desprende  de  la  altu- 
ra y  se  estingue  en  el  seno  de  las  aguas,  k  cada  onda  qne  se  levanta 
como  una  montafia  que  en  su  caída  quiere  aplastar  al  pontón  y  á  sus 
moradores;  creen  estos  llegado  el  último  instante  de  su  vida,  puesto 
que  el  buque  no  tiene  gobernalle,  ni  uno  solo  de  sus  jefes,  oficiales 
6  tripulantes  se  preocupa  poco  ni  mucho  de  la  suerte  que  cabrá  á  los 
prisioneros.  Muchos  de  estos  se  preocupan  también  muy  poco:  han 
padecido  tanto  y  tanto,  que  ya  la  idea  de  la  muerte  les  aparece  re- 
vestida con  cierto  encanto,  como  la  del  oasis  al  peregrino,  como  la 
del  claustro  al  filósofo  cansado  del  mundo. 

En  el  interior  de  los  pontones  un  hombre  es  un  número;  y  este  nú- 


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10«*  PRISIONES  OR  fcüíOPA. 

mero  es  una  especie  de  cosa  sajela  á  una  pared  por  medio  de  ana 
cadena,  qae  no  es  ana  garantía  de  seguridad,  pero  si  es  la  seguridad 
de  qd  tormento. 

A  estas  prisiones  flotantes  acostumbran  á  ser  conducidos  los  mari- 
nos, militares  y  prisioneros  de  guerra.  Coando  hay  temor  de  insur- 
rección á  bordo,  se  vigila  el  pontón  desde  un  buque  de  guerra  inme- 
diato, que  liene  apuntados  conlra  aquél  sus  cañones.  Al  menor  sín- 
toma de  alboroto  la  bala  del  buque  rompe  la  pared  del  pontón,  este 
empieza  á  hacer  aguas,  y  los  infelices  cuanto  desesperados  prisione- 
ros, imploran  de  rodillas  el  auxilio  de, sus  verdugos  para  reparar  la 
averia  que  de  oiro  modo  seria  mortal  muy  en  breve.  Si,  por  al  con- 
trario, la  insurrección  continua,  si  la  sumisión  no  es  completa,  si  la 
desesperación  es  mayor  que  el  instinto  de  la  vida;  en  este  caso  el  bu- 
que guardián  manda  bala  iras  bala  al  pontón  guardado,  y  muy  en 
breve,  desquiciado,  roto,  abrasado  el  viejo  casco,  vense  á  prisioneros 
y  cárcel  hundirse  á  un  tiempo  mismo  en  el  fondo  de  los  mares. 

Tal  son  los  pontones:  ¿cuándo  será  que  la  civilización  haga  con 
ellos  lo  que  con  los  calabozos  del  Santo  Oficio  y  los  instrumentos  de 
tortura?  Aquel  dia  la  humanidad  merecerá  del  Seüor  una  mirada 
complaciente,  y  los  ángeles  oirán  de  sus  labios,  en  tanto  su  mente  se 
fije  en  el  hombre: 

—Verdaderamente:  esta  es  mi  obra 

M.  A. 


FIN  DE  LAS  PRISIONES  DE  EUROPA. 


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ÍNDICES 

DE  LOS  CAPÍTULOS  Y  MATERIAS   QUE  CONTIENE  ESTA   OIRÁ. 


TOMO  PRIMERO. 

BICETRE. 

I  —Lo»  presos:— Lo*  gitanos  del  monte  Seuris.—  Los  colono*  forzados  -  Lis  mujeres 
(te Cirtuche.— Augeard  Guindon.— Nicolás Gulllot  — Duebatelet.  .......       • 

II.— Abolicioo  de  lee  reales  órdenes  de  prisión.— Weetre  eu  17».— Visita  de  allre- 
heau,  Burrére,  Freteau  y  Centellane  á  Bicetre.— Fray  Luis.— El  hijo  de  la  señoril* 
de  Branteaa.— Delsunay  y  Lafresnaye.  1*0 

III  —Establecimiento  de  un  modo  uniforme  de  suplicio.— gnssyo  de  Is  guillotina  en 
Bicetre.— Historia  de  le  guillotina 136 

lf— La  matanza  de  setiembre  de  1791  en  Btoelre.  -Conspiración  de  los  presos.— 
Visiu  de   Fouquier-Tinville  —  Valagnos— Gulllot,  aumentativo  de  Guillotie     .    146 

V  -  Bicttrt  bajo  la  rtpúbiica,  ú  tmjMrie,  la  retfauraeüm  y  é*d*  483$.— Poissey.— El 
abate Pournler.— Cadoodel  y  »u¿  ayudante*  de  campo.— Evasión  y  mstsnzsen  1806 
—Rervagault,  el  falso  LuisXTII.— El  conde  de  Santa  Elena.— Cootrafatto -afoll - 
lor.—  Partida  de  uns  cuerda  de  galeotes.— Los  condenados  I  muerte.— Reflexiones 
generales.— Bicetre  en  1845 1«4 

IL  SANTO  OFICIO  DE  LA  INQUISICIÓN  DE  SEVILLA. 

í^pítulo  1.— Brevo  noticia  acerca  del  reinado  de  ios  Reyes  Calóreos  Don  Fernando 
y  Done  Isabel— Persecuciones  centre  los  judíos.— Establecimiento  de  Is  Inquisi- 
ción.-El  tribunal  de  Sevilla.— Auto  de  Fé.—Torquemada.— Edicto  de  espulaion 
contra  los  judíos Ifl 

Csp  II.— Victimas  de  Torquemada.— Fray  Diego  Deza.— llanera  de  procesar  .—Fami- 
liares —Sacrilegio  cometido  en  San  Juan  de  la  Palma.  -Suceaoa  mas  notable»  en 
tiempo  de  Deza  y  Manrique 14* 

Cap.  III.  — Sibioi  que  padecieron  bajo  el  poder  de  la  Inquisición.— El  inquisidor 
Veídé» 171 

Cap.  IV.— Los  luteranos  de  Sevilla.— Causa*  contra  el  doctor  Constantino.  -I- alna 
delación  cotitrs  el  Licenciado  dúo  Luia  8  u  mea  o  de  Purras.— Celebre  Auto  verifl- 
cado  el  treinta  de  diciembre  de  1614.— Inútiles  gestiones  del  Conde-duque  de  Oli  - 
vares  pera  amenguar  el  poder  de  la  Inquisición HO 

Cap.  V.— Heiegis  de  Domingo  Vécente.— Estrato  case  ocurrido  •*  ano  1460.— Auto 


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1010  ÍNDICE. 

particular  da  fe,  celebrado  la  mafiana  del  diez  de  julio  de  4689  en  el  castillo  de 
Triaca.— auto  variflcado  en  julio  de  1790,  contra  fray  José  Díaz  Pimienta.— Auto 
celebrado  el  dia  treinta  de  noviembre  de  17**,  en  el  Real  convento  de  San  Pa- 
blo, orden  de  predicadores.— La  Beata  Dolores. *tt 

Cap.  VI.— La  junta  magna.— Trasládase  el  Samo  Oficio  del  castillo  de  Triana,  al 
colegio  de  las  Becas.— Inquisidores  generales  que  sucedieroo  ¿  Portocarrero. 
—Auto  de  prisión.— Invasión  francesa  y  supresión  del  Tribunal  en  481*.— Vuelve 
a  aparecer  en  1BU.— Incendio  de  la  Inquisición.— Su  definitiva  abolición  en  1831.  .    34o 

LOS  PLOMOS  DE  VENECIA. 

Capítulo  I —Descripción  de  los  Voxpo*^ft*irilf ea»  supjiaaos  que  sufrían  lo»  pri- 
sioneros.—Los  Piornos  antiguos.— Los  Plomos  modernos 343 

Cap  II.— Marino  Fallero.- Conspiración  del  Dux.— Revelación  de  la  trama  al  Conse- 
jo de  los  Diez,.- Ejecución,  de  los  culpables.— Muerte  de  Msrino£aiiero 316 

Cap.  111.— El  conde  Carmagnola.-Su  buena  y  su  mala  estrella.— Se  le  sacrifica  por 
celos  de  los  patricios.— Es  preso  al  volver  á  Venecia  —Su  prisión.— Ks  conducido 
al  suplicio  con  mordaza.— Su  carácter. '355 

Cap.  IV.— Historia  del  Dux  Fóscari,  y  desgracias  de  Jacobo  Fosear  i,  su  postrer  hijo. 
-Desastrosa  política  de  Venecia 361 

Cap.  V.— La  Inquisición  política  de  Venecia.— Organización  y  operaciones  del  con- 
sejo de  los  Diez. -Prisión  de  Andrés  Venier,  hijo  del  Dux.- Los  cuernos  del  pa- 
tricio  383 

Cap  Vl.-Femosaconspiraoion  española.— Sangrienta  ejecución  en  Venecia*— San- 
tiago Plerre  y  Henaull.— Prisión  de  Gaaanevaien.  tos  Plomos.— Su  luga. .    ...   389 

Cap.  VIL— Silvio  Pellico.— El  Inoendk*— Los  Plomos  modernos 1*5 

LA  ABADÍA. 

Origen  de  ella.— Casa  de  corrección  para  los  hijos  de  familia.— El  sobrino  del ' 
general  Wurinser.- Trágico  acontecimiento.— Reflexiones  sobre  la  desmoraliza- 
ción de  los  antiguos  soldados  franceses.— Pruebas  en  apoyo.— Rebellón  del  vir- 
conde  Dffárembure—  Los  gendarmes  Dessaignes  y  Desforges.— Doble  tentativa  de 
evasión.— El  suplicio.— Querella  A  consecuencia  de  un  retrato. —Desenlace  i-an- 
griento.- Período  revolueionario.— Principio  de  la  revolución  de  la  Abadía.- Los 
guardias  franceses  puestos  en  libertad.— El  marqués  de  Pavras.— Los  diputados 
de  la  Asamblea  Nacional.^3azzotte.— Sombreuil.— Reding  — D'Epremenil .— Beau  • 
marcháis.— Matanzas  en  esta  prisión.— Jouruiac  Saint-Méard.— Imparcialidad  y 
circunspección  del  tribunal  de  los  asesinas.— Ma,us*sbré.  -M ootmorin.— Número 
exacto  de  victimas.— Madama  Roland.— Carlota  Corday.— La  Abadía  durante  el 
Terror.- La  reacción  Thermidoriana.— La  Abadía  durante  el  imperio.— La  Abadía 
moderna 417 

LA  CIUDADELA  DE  BARCELONA. 

I.— Guerra  de  sucesión.— Toma  de  Barcelona  —Fueros  de  Cataluña.— El  barrio  de 
la  Ribera.— La  Ciudadela.— La  torre  de  Santa  Clara,  ó  de  la  Ctudadela.»       .    .    .    49$ 

II  -La*  sorpresa.— Evolucionan  la»  tropas  francesas  en  la  Esptanade»— Ardid  de 
Lecchi.— Invade  la  Ciudadela.— Sautilly.— Enojo  de  los  barceloneses 499 

III.— La  conspiración.— Los  gremios.— Preparativos.— El  general  Vives.— Impacien- 
cia de  ios  conjurados.— Noche  del  *áv— Fracasa  la  conspiración.*-  Vuélvese  a 
tramar.— Ei  Patoj  -Peu  de  la  Laya-Acoplo  de  armes.— El  7  de  mano— Nuevo 
desengaño.— D.  Juan  Claros 808 

IV.— Ei  suplicio  de  Jes  patrioiae,-Nuevas  «aaejuinactonei*.— Noche  de  la  Aaceajalon. 


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tNDICB.  1071 

41  de  mayo.— Prisión  de  los  conspiradora*.— Comparecen  ante  la  comisión  militar 
reunida  en  1a  Cindadela—  Defensas.— Sentencia  de  mnerte— ftjecuclon.- toque 
de  somaten  en  la  Catedral.— Nuevas  víctimas— El  notarlo  Alslna.— Envenenamien- 
to por  medio  del  pan. -Desafío  del  general  Clementy  el  comisario  ordenador 

Dubols.— Bl  fingido  arzobispo  de  Toledo,  sargento  Mayoral.   . 516 

V.— Los  liberales.— Muerte  de  Lacy.— El  ex-tintorero  Bessierea.— La  tartana  de  Rol- 
ten.— La  descubierta.— Las  víctimas 543 

Vl.-EI  desafio. 566 

Vil  — Bl  Conde  de  'Espala 568 

VIH.- Los  Carlistas.— El  coronel  D.  Juan  CDonen.—Rscalamiento  y  asesinatos  del  4 

de  junio  de  4896 5^8 

IX.— Derribo  de  la  Cindadela.— Prisión  de  las  hijas  del  capitán  general.- Puga  de 

Van-Halen.— Reedificación  a  costas  de  la  ciudad 590 

X.— Noche  del  88  de  octubre  de  4841.— Atentado  de  la  Junta  de  vigilancia. -El  obispo 
de  Barcelona,  Martínez  de  San  Maflin  y  sos  veinte  y  siete  ccmpafieros.— Bl  resca- 
te.—Amenazas  de  muerte.— Libertad  de  los  presos 686 

XI.— Ataque  déla  CludadeTa  en  184S 808 

Xll.— Conspiración  de  López  Vázquez 60T 

XHI.— Conspiración  de  los  estudiantes.— Cipriano  Munné.— Inscripciones 610 

XlV.-Oerónlmo  Tarros 618 

XV— Sublevación  multar 88S 

XVI.—  Bl  coronel  Durana •* 

Conclusión 686 

1L  CASTILLO  DB  8P1BL8BRO. 

Bl  valle  de  Brunü.-BI  Sptetberf  6  H  Beatilla  austríaca. -Política  del  Atlitrla.-Los 
carbonarios  italianos.— Bl  conde  Porro,  Coofalonleri  y  Silvio  Pellico.— Arreato  de 
Confalonier!.— Régimen  del  cmrctrt  aero.— Loe  «al  abozos— Régimen  y  costumbres 
de  los  presidarios  del  Spielberg.— Andryane.— Muerte  del  conde  Orboni.— Cemen- 
terio de  la  fortaleza.— Encarcelamiento  del  barón  de  Trenck.— Trenck,  jefe  de  loa 
Tártaros  —Trenck  y  los  Harumbachas.— Sus  guerras  de  esterminio.— Trenck  es 
acusado  lie  traidor  á  te  emperatriz.- Alternativas  de  se  proceso  — 8eHncdoH  y 
rapto  de  nna  joven  etrfBulde  á  Trenck.— Traición  de  este  á  su  primo  Pederlco  de 
Treeok.— Su  condena  á  reclusión  perpetua  en  el  Splelfterg— Evasión  abortada 
por  su  avaricia.— tt  diablo  en  conferencian  con  Irenct:.— Comentarios  historióos 
acerca  de  ao  muerte.— S.  Trenck  el  Pandar  o.  Asesinato  de  su  confesor.— Suicidio 
de  Treook.— Aparición  de  la  liebre  nanea  en  e«  Splelbert;  y  muerte  de  Tilla— fn- 
neraies  *ul  Spielborg.-4leroo  Portinl,  Moneri,  y  el  coronel  Iferettl.-Correspün- 
dencia  de  Silvio  Pellico  con  Anéryene  —Modo  de  Conceder  6  loe  presos  noticias 
de  sus  familias.— Visita  éosnkHiaria  en  toe célenosos.— erecta  cccJccaWa  por  el 
clemente  emperador  de  Austria  -tos  oenveocéonalea  franceses,— ftan  de  eva- 
sión— Cante  de  toa  convencionales  oso  María-Teresa  (duquesa  dé  Angsllesua).  - 
Libertad  de  los  prisioneros  túllanos. 641 

SANTA  PRLA01A. 

I.-Puodacloo  de  Santa  Peíanla.— La  señora  de  Beanbarntnr.^n  convertid  denterto. 
-8u  habilitación  para  cárcel  —Abolición  de  loa  conventos.— Santa  Pelagla,  prisión 
por  deudas.— Un  deudo  de  Dentón— Libertad  de  toa  presos  antea  del  degüello.— 
CárooJ  potinca  pera  enanos  sesos  entente  el  Terror .-**s  i*rtacio*ee  con  f*  Con- 
vencaon.-Levaatasnietiio  de  un  eessino  de  renda.— Aspecto  de  8*8  cdrceT-frro- 
cesos  célebres.— Meáesne  Buten  d.   Sen  mcsnorUs  escritas  en  Santa  Pet*g«.— Dt*~ 


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1071  INDO 

criación  del  departamento  de  mujeres —HiuiMuiriad  de  U  mujer  del  conserge.— 
Mad.  Dubarry.— Su  negro  Zamora.— Mi  señora  e»  bella  aiempre.— Pamela  ó  la  vir- 
tud recompensada.— Denuncia  a  loa  Jacobinos.— Arréalo  de  adrice*.— Su* 
proceaoa.—  Numeroso»  intercesores  de  eetss.-Su?exialencia en  la  cárcel— Su  li- 
bertad.—Brror  público  acerca  el  encarcelamiento  de  la  emperatriz  Joaefloa  en 
Saota  Pelagia.— Orden  para  su  arreato  —Su  proceso  en  las  Carmelitas.  -Departa- 
mento de  hombres.— Su  descripción  —Lapltre  7  Lebouf.— Sus  pregarlas —Bou  - 
cher  7  Roberü.— Sus  versos  7  ¿us  cuadros.— Negocio  de  Merino.— Convenio  entre 
los  prisioneros  lucomunicados.— Primera  noticia  del  9  thermidor.— Vete  á  acos- 
tar, Robe«pierre.— Arresto  de  la  familia  Duplalx.— Suicidio  de  la  madre &fí 

11.— Prisioneros  de  eatsdo.— Prlsiooeros  políticos.— Carlos  Nodier .  -  Se  denuncia.  -Su 
ioacripcion  en  el  registro.— Su  cautividad — Sesenta  7  cuatro  prisioneros  pues- 
tos en  libertad  por  lo*  aliados.— Presos  administrativos  durante  la  Restauración.— 
Desertores  rusos  —  El  alfiler  negro.— Mina  y  Yoreao. -Bis loria  del  general  Boo- 
naire.  U  lera  loa  y  editores.— El  corredor  rojo.— Edificio  nuevo  destinado  a  los  pri- 
sioneros políticos  —Sus  escuelas  de  moral.— Rapto  de  las  Sabinas.— Jscobceus  ase- 
tinado.— Suicidio  de Zaooff J-Evaalon de  )8  detenidos.— Detalles  Interesantes- II 
conde  de  Ricbmood,  duque  de  Normaadia.— Rosignol  7  Candare.— Los  tres  abale*. 
—Una  visita  é  Santa  Pelagia— Su  división  —Dormitorios.— Enfermería.— Sala  pri- 
vilegiada de  visitas.— Cálanosos.— Patio  7  Capilla  —Categoría  de  tos  prisioneros. 
—Sala  de  juicios  menores.— Edificio  del  Este.— Trabajadores.— Precio  7  reparto 
de  su  salario.— TI  veres.— Qsslos  permitidos.- Población  de  Santa  Pelagia.  .    .    .   716 

LA  AUAFER1A  DE  ZARAGOZA 711 


tomo  n 

LAS  M1NA8  DE  SUERlA 

La  inquisición  del  Norte.— La  8iberla,  justificada  por  loa  rusos.-Misterios  de  la 
política  rusa.— Laa  minas.— Colonización  de  la  Slberla.— Ntklta  DamMot.- Pro- 
ducto de  las  mloas  del  Oural.— Población  de  las  minas.— Mentscbikoff— Su  bue- 
na estrella,  su  destierro  7  su  muerte.— Biroa  y  Munich  se  suceden  en  la  prisión 
que  hizo  construir  el  segundo  para  el  primero.— Historia  de  Lestocq.— Conspi- 
ración en  favor  de  Isabel,  hija  de  Pedro  el  Grande.— Sublevación  de  los  regimien- 
tos*—Isabel  proclamada  emperatriz.— 8upl Icio  de  la  princesa  Laponklo.*-  Deatierre 
de.  Lestocq.  •  -Su  miseria  eo  Slberla.— Su  perdón.— Recoge  sus  despojos,  que  aa  ba- 
ilaban distribuidos,  del  poder  desús  enemigos.— El  prisionero  7  el  cadáver.— Gre- 
gorio Orlof.— Catalina  déspota  7  liberal.— Impostura  de  Pugatacheff.— Un/rasgo 
del  emperador  Nicolás.— Niemcewiez.— Bediscneff.— Advenimiento  de  Nicolás  al 
trono.— Sublevación  de  los  regimlentos.-TeoscIdsd  del  Czar.— Hlstorla'del  prin- 
cipe Froobetzkvt.— Kotzebue.— Prascovie.— Louponlotf  7  la  novela  de  madama 
Cotilo.— Detalles  topográficos  de  Is  Slberla.— Vida  de  tos  desterrsdoa  7  mineros. 
— Conslderaciooes  generales 


LA  CONSERGERIA. 

I.— Pedro  de  la  Brosse.— El  Juicio  de  Dftoe.— La  Begoina  de  ítrvelle.— Diplomática  7 

profetlea-— Crímenes  de  la  Brosse.— So  suplicio.— Criasen  y  castigo  del  preboste 

Canetel.  -Jourdan  de  l'Iele,  pariente  del  pana  por  las  mujeres 


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NOKS.  1OTS 

IL— JúáA  de  Boitiera  Saint- Val  liar,  Diana  de  Poniera  y  Ftancisco  l.—Castoa  V  pont- 
ón libertad  6  los  presos  de  la  Consergerís 77 

IV.— El  caballero  de  Roquelaure  y  el  marquóa  de  la  Taulade.— Arooree  de  cárcel.— 
Bvaaioa  de  la  Consergerís.— Baños  de  sangre  —Damleus.— Su  padre,  au  hermano, 
>u  beroiana,  au  mujer,  su  bija  y  au  cufiada  en  la  Conaecger ía.-Borroroaoa  de- 
talle* de  la  ejecución  del  regicida.' .    .    .    .  , ft 

V.— La  reina  María  AntooietA  eo  la  Convergería.— La  Gooaergería  en  el  ato  98. —El 
duque  de  Orteaua  y  la  reina— Atenciones  de  la  gente  de  la  caaa  para  con  la  pre- 
st.—Tentativa*  de  evasión.— El  clavel  encarnado  del  caballero  Bougevllle.— Ocu- 
paciones de  la  teína  eo  la  cárcel.— Bl  Terror.— Ejecución  de  la  reina.— Historia 
del  cancionero  Ángel  Pitou.— Sus  desventuras  — Girey  Dupré  y  Venancio,  ex-ca- 
pucbino.— La  «ola  de  lo$  etiierret.— Deeprecto  del  cadsleo.— Oebertistas  y  Danto- 
nistas.— Camilo  Desmouilns.— Bobeepierre.— Saint  Just.—Coutbon. -Simón  — Los 
termidorenses.- Historie  de  la  revolución  escrita  sobre  los  registros  de  loa  presos. 
— Fauquler  Tlnvllle.— Romme,  Bourbottet  Doroy,  Soubrany,  Duuuesnoy.— 6oujon 
-II  caballero  Bastión.— Ceracchi,  Arena,  Joplneau.— Lebrnn.  CadoudaL— Le- 
surques H6 

VI.— Mallet.— Labedoyere.-El  mariscal  Ney.— Bl  conde  de  la  Valetta  salvado  por 
su  esposa.— Louvel.— Detal lea  sobre  su  vida  en  la  Cooaergeria.— Historia  de  loa 
oarbenari.— Los  sargentos  de  la  Rochela.— Plan  de  rapto.— La  ejecución.— Ono- 
rsrd.— Bl  sentenciado  á  muerte.— Bl  día  de  la  ejecución 149 

BL  SALADERO  DB  MADRID 175 

LA   TORRE   DB  LONDREo. 

I.— Su  origen.— Su  descripción.— Condestable  de  la  Torre.— Historia  de  la  Torre  du- 
rante la  revuelta  de  toa  comuneros  capitaneados  por  Wat-Tyler— El  pueblo 
toma  la  Torre.— Muerte  del  obispo  de  Canlorbery.— La  cámara  de  le  princesa  de 
Galea  entregada  al  pillaje.— Loa  lujos  de  Eduardo  en  la  Torre 3» 

II.— Elevación  de  Ana  de  Boleca  y  ruina  del. cardenal  WoJsey.— Jaoobo  Beinban  en 
la  Torre. -Ilsher,  obispo  de  Rocbeeter  y  Tomas  Moro  encerrados  en  la  Torre 
y  ejecotadoa.— Divorcio  de  Enrique  VIH  y  Catalina  de  Aragón.— Ana  de  Botana 
sube  al  truno.— Enrique  VUl  enamorado  de  Juana  Seymour.— Rompe  su  matrimo- 
nio con  Ana  de  Boleos  y  la  haré  poner  presa  en  la  Torre.— Ana  de  Bolena  es 
coodeoada  á   muerte  y  decapitada 379 

1U.— Bnrique  VUl  se  enamora  de  Catalina  Hownrd.— Be  caaa  con  ella.— 8e  sabe  que 
ests  princesa  deshonra  el  tálamo  real.— Su  proceso.— Es  encerrada  en  la  Torre. 
—Su  ejecución.— Intrigas  y  muerte  de  Lady  Bocnefort— Historia  de  Ana  Ascoe, 
teóloga  disidente.— Su  martirio.— Prisión  de  lord  Sur  re  y  y  de  Norfolk,  au  padre. 
— El  bljo  es  decapitado.— El  padre  escapa  del  cadalso  por  la  muerte  de  Enrique 
VUL*- Regencia  de  Somerset.— Reinado  de  Eduardo  VI  —Lord  Seymour  envenena- 
do en  la  Torre— Somerset  envenenado  y  ejecutado.— Juana  Oray  reina  dlex  días 
—Eo venenada  con  su  marido  lord  Gullfort  en  la  Torre,  es  decapitada  después  de 
él.— Relnsdo  de  María  —Loa  leñadores  de  Smilbfleld Mtf 

IV.— Carlos  1— Loa  jueces  de  Csrtos  1.— El  coronel  Blood  quiere  robar  tea  joyas  de 
Is  Tone. -Complot  papista.— Russel.— El  conde  de  Bssex  se  degüella  en  la  Torre. 
-Mootmouth.— Le  Torre  de  Londres  en  el  ligio  XIX  y  después  del  Incendio.    .    4.1O 

rOB-L'BVIQGE 

Prisión  eclesiástica  del  obispado.— Justicia  episcopal.  -Tratado  entre  Felipe-Augu* 
to  y  al  obispo  de  París  —Veinte  libras  parisienses  si  obispo,  y  cincuenta  sueldo» 
)  B.  115 


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ir?4  mwci. 

aJ  oapituio— Tuodack»  de  Por-rBvéque.  -  Origen  «de  este  nombre.— Situados 
topográfica  da  esta  prisión  -Su  descripción. -Conflictos  judiciales.- El  obispado 
de  Paría,  erigido  en  arzobispado.— Reconstrucción  de  For-l'Rvéque  por  el  primer 
arxobiapo  de  Parí*.- Segundo  tratado  con  el  rey  Luis  XIV.— Ducado-Paivia  de 
Saint-Ckrad.— For-lBvéque  convertido  en  prisión  secular.— Órdenes  arbitrarias 
del  rey.— Prisiones  por  deudas.— Alborotadores.— Comedíanles.— Maximiliano  de 
Bavlera.— Cartucho  y  sus  cómplices.— Evasión  de  tres  abates 469 

ÍI.— Prerun.— El  Año  literario.— La  señorita  Clairon. —Excomunión  de  los  cómicos. 
— Laaeftoríta  Arnoux.— Uetrato  de  la  señorita  Clairon  por  Freron.— £/  *tíio  di  Calais. 
—Tumulto  en  la  Comedia  Francesa.— Arréalo  de  la  señorita  Clairon 468 

III.— La  señorita  Clairon  en  la  prisión  de  For-VEveque.— La  señorita  Arnoux  en 
easa  de  Mr.  Sartines  — ün  solo  hombre,  f  una  sola  mujer  -Se  engaña  á  Mr.  de 
Sartines.- Lekaln,  Molo,  Brlzard  y  Dauverbal,  presos—  Reuniones  y  fiestas  en 
Por-ilEvéque.— Retractación  dalos  aciores.-^fcj.gran  Vestrís.— Última  tentativa 
acerca  déla  señorita  Cialrt>h,fc~Su  negail^.— Su  enfermedad.- Sale  de  la  prisión. 
—Exposición  ai  rey.— Bs  d^eqi^dasufollcitud.— La  señorita  Clairon  se  retira  del 
teatro.— Lekaio  y  sus  compañeros  salen  dyA  pr islon . —Registro  particular  de 
Mr.  de  Sartines.— La  seño/a  Jtola),<«-CorrespondencÍa  curiosa.— Queda  abolido  co- 
mo prisión  Por-rBvéque.—Ea,. demolido 540 

EL  CASTILLO  DE  SAN  JUAN  DE  TOBTOSA. 

1. -Azud ó  Zuda,— San  Juan.— La  Cruzada.— Sitio— Empréstito  — Ponce  de  Cerrera. 
— Doña  Mahalta.— Bautia.- El  perdón 581 

11.— Nuevo  sitio.— Determinación  sangrienta  de  loa  defensores.— Heroica  resolución 
de  las  mujeres  —Victoria  —Distinciones  y  prerogatlvaa.— Paaoffonpo 040 

III.-  El  conceller  en  cap  de  Barcelona,  Galceran  de  Naval  —Su  llegada  é  Tortosa. 
—Impídele  el  paso  esta  ciudad.— Resolución  del  conceller.— Embajada  del  Conse- 
jo de  Ciento-  Sebastian  Massarelles.—  Pasa  por  fin  el  conceller SU 

IV.— La  invasión.— Rendición  odiosa.— El  conde  de  Alacha.— ardid  frustrado  -El 
general  Robert.  -Guerras  civiles. ¿46 

▼.-Insurrección  del  general  Ortega— Elío— Los  ex-lníantea.— Proceso— Últimos 
momentos  de  Ortega.— Su  muerte.— Prisión  de  loa  ex- i  ufantes.— Libertad  de  loa 
prisioneros  del  castillo  de  San  Juan.— Caballerosidad  de  Elío.— Inconsecuencia 
de  D.  Carlee  y  D.   Fernando *M 

EL  CASTILLO  DI  LAS  SIETE  TORRES. 

1— La  justicia  en  Turquía •— Origen  del  castillo.— La  Puerta-Dorada.- Predicción.— 
Mahomet  IL— David  Comneno  y  au  familia.— Su  prisión.— Su  suplicio.— El  poto 
de  sangre.— Selim  I.— Los  dos  hermanos.— Comisión  para  hacer  asealnar  á  sus 
hijos— El  Gran  Visir  les  da  aviso. -Su  suplicio.— Ferhad.— Mahomet  III.— Sua 
diez  y  nueve  hermanos  son  estrangulados.— Diez  odaliscas,  precipitadas  al  mar- 
Calda  de  Ferhad. r- Deseos  de  venganza.— Juramento  de  su  hijo.— El  cordón.— 
Alli-Assan.— Los  Spahis.- Los  Genízaros.— Sublevación  de  los  Spahis.— Houssein 
y  Mamout  la  mandan. -Las  cabezas  de  dos  Eunucos.— Piden  la  de  Alli-Assan.— 
Vuelta  de  Alli-Assan.— Triunfo  de  los  Spahis.— Numerosas  victimas  en  Las  Siete 
Torres.— El  Bor  tangí-  Loa  sellos  del  Estado.- Houssein  venga  la  muerte  de  su 
padre.— La  cabeza  de  Alli-Assan  apacigua  la  revolución M* 

11.— Muelafa.— Libra  al  embajador  de  Persla.— El  príncipe  Coreskí  -El  pastel.— La 
escala  de  cuerda.— Evasión.— Francesea  sometidos  á  la  prueba  del  tormento.— El 
barón  de  Sauc— Reparación  pedida.— Turquía  manda  a  Francia  una  embajada  con 
este  fin.— Mahomet  estrangulado  por  orden  de  su  hermano  Osman.— Su  oración  y 


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Iudicb.  iru 

•u  maldición.— Revolución  contra  toman.— Murtal*  libertado.— tu  prisión.— Os- 
bmu  en  el  calabozo sangriento.— Su  muerte.— Una  oreja  cortada.— Darud  aaealno 
de  Osman.— Muere  este  en  el  mismo  sitio  que  Osman.—  Segunda  cautividad  de 
Muslafa.— Boetangl  decapitado.— Caimacán  conducido  a  la  moerte  por  ana  rique- 
zas.—Prisión  del  embajador  de  Veoecia  y  de  un  francés.— Suplicio  del  gancho, 
establecido  en  las  Siete  Torres.— Prisión  de  lbralm.— Suplicio  de  Gumlr.— Bl  capi- 
tán Pacha,  vencedor  de  Gandía.— Su  desgracia.— Su  muerte.— Su  sepulcro  en  lea 
Siete  Torrea.— Crueldad  de  lbralm.— La  sultana  Palma.— Quiere  usar  de  violen- 
cia.-Ella  le  amenaza  con  su  puñal.— La  hija  del  mufti  — lbralm  abusa  de  ella  — 
Venganza  de  su  padre.— Prisión  y  muerte  de  lbralm #W 

CUCHY. -PRISIONES  POR  DEUDAS. 

Resumen  de  loa  registros  de  esta  prisión.— Loa  deudores  en  Santa  Pelagta.— Cre- 
veeceur.  maestro  de  armas.— La  sociedad  del  embudo.— Jamea  8wan.— Veinte  y 
dos  anos  de  cautiverio.— Mr.  Ocurard.— Bl  principé  dé  taunitx.— El  patriarca  de 
Jerusalen.— Evasión  de  diez  presos.— Bl  guardia  nacional.- La  gruesa  flamenca.— 
El  Señor  fuera  y  el  Seftor  dentro.— t^ctoa  del  cólera  en  la  prisión  por  deudas.— 
Desgracia  del  doctor  Bernler.-EI M de  julio.— KaNewtg,  el  hermoso  sueco— Co- 
rabit.  el  gato  de  Maga  1  Ion.-  Mistificación  de  Ultra  -  tumba .— Boberti  y  la  actriz.— 
Bl  noble  Datmata  y  el  sastre.— El  escribano  y  e)  deudor.— Enajenación  mental.— 
El  duque  de  Rischtadt.— El  emperador  de  la  China.— Tretas  de  que  se  valen  loa 
deudores.— La  llave  echa  ascua  - -El  barril  vacio.-  Los  hombres  rojos.- -Trotee  de 
que  se  valen  los  alguacil  as  del  comercio.— Una  carrera  en  cabriole.— El  viaje  en 
camino  de  hierro.— La  cita  da  amor en* 


LAS  TORRES  DEL  TEMPLE. 


n— El  10  de  Agosto  -El  cachorrillo  de  la  reina.— Consejo  de  Roederer.-Ls  calda 
de  la  hoja. -El  terrado  de  loa  Feui llanta.— La  pica  del  hombre  de  loa  brazos  dea- 
nudo».— El  refrán  pro  venial— Palabras  del  rey  é  la  asamblea.— Bl  cuarto  del  Lo- 
lógralo  '-La  familia  real  se  retira. -A taque  de  las  Tullerias.— Destitución  del  rey 
pronunciada  en  su  presencia.— La  familia  real  en  loe  Feutllents.  -Lealtad  de  lo* 
nobles— Se  les  obliga  á  retirarse  —Palabras  do  Luis  XVI  y  de  María-Antonieta.— 
Salida  de  la  familia  real  para  la»  torro*  dol  Temple  —.Tais  **té  vacíe.'  ; Estatua  y 
p*d0r'— Llegada  al  Templo.— Primera  comida.— Instalación  provisional  en  las  tor- 
res—Bl  hombre  de  la  barba  larga. -Precaucione»  que  tomó  la  diputación  del 
distrito.  Compañeros  de  cautiverio  despedidos. --Cincuenta  hombres  de  guardia 
interior. -Consejo  de  loa  municipales.- -Nuevas  disposiciones  en  el  arreglo  de  la 
localidad.  -Severa  vigilancia.  ~M  odios  délos  presos  para  sustraerse  a  ella  —  Ul- 
trajes que  ae  les  hacían.-- El  carcelero  Rocker  --Inscripdooea.— Gasto  de  la  roe- 
*a  para  dos  mese».— La  familia  real  va  a  habitar  los  departamentos  que  se  la  dea- 
unan.- -Descripción  de  los  mismos. --Método  de  vida  de  la  familia  real.— El  rey 
lee  doscientos  cincuenta  tomo*.-  Informase  la  municipalidad  acerca  de  su  modo 
de  vivir M>t 

III  —Entrada  de  Clery  en  el  Temple.— Rué  sale  para  no  volver. -«Bl  1  de  setiembre. 
—Primera  visita  de  Manuel  -Gran  tumulto  al  pié  de  la  torre.  - -Diputación  del 
pueblo  cerca  de  loa  prisioneros. --Se  anuncia  á  la  reina  la  muerte  de  la  princesa 
de  Lamballe  -La  cabeza  de  esta  princesa  colocada  en  una  pica. —Firmeza  de  le* 
od cíale»  del  municipio.- -La  cinta  tricolor. -Cuarenta  y  cinco  aueidoa. —Conducta 
d«  Manuel  --Se  entiende  iwn  la  roine  —Se  declara  la  abolición  del  poder  reel. 
proclamando  la  república  -Labio  —Voz  deesteotor  —  Bebert,  llamado  El  Padre 
r>o«~hesne.  -  Caima  del  rey  y  d«la  reina    -Se  fe»  quita  a  los  prteíoneros  iodo  me- 


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dio  de  poder  escribir,  y  las  armas  de  cualquiera  clase.-- Mal  bnmor  de  la  reta*.-- 
Separación  del  rey  y  de  sa  familia. -Lian  lo  de  las  princesas.  -Emernecimienio 
deSfmon.— Les  es  permitido  verse  y  vivir  jautos. -Segunda  visita  de  Manuel  al 
Temple.- Armando  (de  la  Meóse).— Dos  desconocidos  --  Le  obligan  a)  rey  á  qui- 
tarse aus  condecoraciones.— Movimiento  de  impaciencia  de  Luis  XVI.- -Palabras 
de  Manuel  *  Armando—  Informe  de  Manuel  al  Cqraun .718 

IV.— Se  decreta  que  comparezca  el  rey  á  la  barra  ante  la  Convención  —Precaucio- 
nes que  toman  Glery  y  la  aefiorita  Elisabetb.-Partlda  de  Slsm.— El  número  diez 
y  seis  esté  en  desgracia.— Dos  horas  de  espera  —Palabras  de  Luis  XVI  después 
de  la  lectura  del  decreto  —Se  presenta  ¿  la  Convención.— Un  movimiento  de  Impa- 
ciencia.--II  pedazo  de  pan  de  Chaumette.— Su  cena. --Reflexiones  de  los  perió- 
dicos. -La  miga  de  pan  del  rey.— Conversación  con  Chaumette.— Cartas  de  toa 
partidarios  del  rey.— Lamotgnon  de  Matesherbet».  -Palabras  que  le  dirige  fiarre- 
re •— Entrevista  dei  rey  y  de  Malesherbes.— tonteetacfonde  este  último  á  TreH- 
hard*  -Be  Sene.— Calma  delré>  — Inquietufleb  por  su  familia.- Carta  del  rey  á 
Maleakerbee.-  •  Luis  XVI  es  condenado  á  Ja  pena*1M)tterte.— Mr.  de  Malesberbee 
se  lo  anuncia.  —Reflexiones  del  rey  respecto  ^Jfk condena. —Le  leen  la  sentencia. 
—Actitud  del  rey  durante  esté*tieuifo  ••Eacrito -que entrega  el  rey.— El  abate  Ed-  s 
gewonito  de  Firmonl.  -Proposición  dé  Hebert-  Jaiques  Roux  y  Jacques  Beruerd.-- 
Dicho  del  rey  acerca  de  bu  muerte.— Primera  entrevóla  con  el  abale  deFirrooot,— 
Ultima  entrevista  de  Luis  XVI  con  su  familia.-  Delación  qne  hace  Ja  duquesa  de 
Angulema.-- Luis  se  acuesta,  y  duerme, -*-8u  comunión.— Ultimas  disposiciones.- 
Entrega  au  testamento. -Dicho  de  J seques  Roux.-Carrera  del Temple  basta  la  pieza 
de  la  Revolución. -El  rezo  de  los  agonizantes.— Luis  XVI  llega  delante  de  U  gui- 
llotina.—Detalle?.-  Cólera  y  resignación  del  rey.— Sus  últimas  palabras  —Redoble 
de  loa  tamborea.- -Bendición  de  su  sepultura— Reflexiones 7*8 

V.—  De  qué  modo  supo  la  familia  real  la  muerte  de  Lula  XVI.— Objetos  que  sustra- 
jo Toulau  á  la  comisaría  del  Templo.— Se  concede  vestir  de  luto  á  la  familia  — 
Toulan  y  Lepitre  —  Intrigas  para  entrar  de  servicio  juntos.~Romance  de  Lepitre 
cantado  por  el  príncipe  --Primer  proyecto  de  evasión. --Se  cierran  las  barreras. 
—Proyecto  frustrado.— Segunda  tentativa.— La  reina  por  medio  de  una  carta  se 
niega  á  secundar  loa  proyectos  del  caballero  de  Ja rjay es. --Toulan  y  Lepitre  son 
denunciados. --Proyecto  de  Dumouriez  para  hacer  huir  de  la  torre  I  Luis  XVI. 
—Detalles  desconocidos  hasta  el  dia.— Carta  de  la  señorita  Ellsabeth  á  Hergy.— 
Predicción  del  Libro  admirabU.— Tercer  proyecto  de  ovasion.— El  barón  de  Baten 
—Su  astucia.— Sus  ramificaciones.— Su  audacia.— Sale  frustrado  su  proyecto- 
Locura  de  la  sefiorlta  Tisson.— Nueva  Información  del  Común.— El  principe  es  se- 
parado de  su  familia.— Delirio  y  desesperación  de  la¡relna.— Trato  del  principe  en 
poder  de  Simón.— Traslación  de  la  reina  é  la  Conserjería. -Traslación  de  la  seno 
rita  B I  iaabeth.— Visita  de  Robesplerre  6  la  infanta.— Lamentable  oslado  del  prin- 
cipe.— El  °  de  Terraidor  dulcifica  su  suerte.— Informe  deCambaceres  á  la  Con- 
vención—Relación de  la  visita  de  Armando  de  la  Meuse  á  la  torre. --Enfermedad 
y  muerte  del  príncipe.— Cange  de  la  princesa  con  varios  prisioneros,  y  su  viaje 
a  Viena 7W 

CÁRCELES  DE  BARCELONA. 

I.— Marco  Poroto  Catón.— Edifica  la  primera  cárcel. — Vestigios  que  quedan  de  elle.— 
pudes  respecto  de  so  autenticidad. -Los  cristianos.— Daclano.— Eulalia-.-Crueldad 
del  gobernador  romano. -Valor  de  la  mártir.— Su  snpl icio.— Hallazgo  de  su  cuer-    * 
no  —Procesloii.. -Cripta. —Tradición  que  exlate  respecto  al  cadáver  de  la  santa.   ?tf 

II.— Tribunal  del. Veguer.  -Sitio  donde. administraba  justicia.  -Cárcel  pública  de 


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ÍNDICE.  1017 

la  plsza  del  Rey.— Reformas  que  esperimentó.--8us  condiciones  -Cuarto  del  tor- 
inento.—Pozo.  -Beodos  de  Barcelona. -Juan  de  Serrallonga.--  Organiza  una  cua- 
drilla de  bandidos.— Hechos  en  que  toros  parte.  -Es  preso.— Proceso.- -Es  ajueU- 
cisdo.— Morimlentos  populares  en  tiempo  de  Felipe  IV.— Tsmarit.— Vergóe.-- 
Sorra.-- Son  encarcelado»  como  autores  de  U  pública  agitación —El  pueblo  de 
Barcelona  se  levanta  y  liberta  á'sus  represontsntes. — El  Corpus  de  sangre.— Épo- 
ca francesa.— Bl  conde  de  España < 780 

III  —Cecilia  Bosell  y  Francisco  Almirall,  los  parricidas.- Asesinato  del  marido  de 
la  primera.— Sospechas.  —Los  culpables  son  reducidos  á  prisión.- -Primeras  de- 
claraciones.— Acússnse  los  reos  mutuamente.-  Declárase  el  embarazo  de  Ceci- 
lia.—Loa  reoa  son  condenados  á  muerte.— Medidas  adoptadas  con  respecto  s  la 
Rosoli.- -Da  á  luz  uns  niña. -Con firmase  la  sentencia. -Separación  de  la  hija  y 
la  madre  -  Ejecución.-  Ceremonia,  ejecutada  con  los  cadáveres OT3 

IV.— Cárcel  nueva.— 8ue  condiciones  como  edificio.»  -fjrimenes  en  los  patios.-Dis- 
trtbuck>n.--Oiganlzaclon.--Costumbres.— Cauaaa  célebres 8St 


&* 


láXaro. 

I— San  Lázaro,  contento.-  Casa  de  corrección.- -Cárcel  revolucionaria.- Registros.  - 
Causas  generales  de  encarcelamiento.— Número  de  presos  entrados  basta  el  It  llu- 
vioso.— Pormenores  sóbrela  traslación.— Trasladados  de  Blcetre.— Sublevación  -• 
Arenga  de  HeonoL— Descripción  de  la  cárcel. -Bégimen  —  Csnge.  encargado  de 
San  Lázaro  -Housln —Deffleux  -  ViDcenl.--Anacar»isCk>oU.— Conspiración  délas 
cérceles. --Medidas  severas. -Complot  en  San  Lázaro. -Toubert,  Mamuts,  Coque 
ry,  Pentn.--  Desgrouttes.-- Robinet.  denoncladores.-EI  barón  deTrenck  Boucher. 
--Su  correspondencia.- Andrés  Chénier.—  La  verdad  sobre  su  cautiverio  y  muer- 
te —Los  hermanos  Trudaine.— La  aeAora  Landsis  -Fin  de  la  cárcel  revolucio- 
naria  M7 

II. -Dictamen  de  Psganel  —  Decreto  de  la  Convención  —Migelll,  llamada  Aspasls  - 
Su  pasión  por  un  noble.— Su  abandono— Su  locura. -Asesinato  de  Féreud—  Eje 
cucion  de  Aapaeia.- -Juana  María  Marin,  viuda  de  Morin  y  su  bija  —Crimen  medi- 
udo  en  las  Batignolles.— El  escoiillon.— Amenazas  de  muerte. -A prehensión.— 
Robo  --La  poetisa  en  S.  Lázaro  .--Su  muerte.  ." °»o 

LA  CABCBL  DE  CORTE !H.s 

PONTONES 1061 


riff  NI   IKMCR. 


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PAUTA  PARA  LA  COLOCACIÓN  DE  LAMINAS. 


TOMO  PRIMERO/" 

Portada  de  edificios 8 

Una  escapada  de  Carloucbe I 

Jorge  Cadoadal 164 

Sacrilegio  cometido  por  los  judíos  en  Sepúlveda 101 

Jadas  vendió  á  Jesucristo  por  treinta  dineros  de  plata  . . .  ¿  Piensan    vues- 
tras altexas  venderle  por  tilinta  mil  dacados? 141 

Juan  Diego  en  el  tormento 161 

El  hallazgo  inesperado 184 

una  intentona 461 

Dna  fdga  de  los  plomos 4tt 

Mme.  Rolland  en  un  calaboso  de  la  Abadía 411 

Massana  y  Aulet,  sorprendidos  en  la  habiUcion  del  capiun  Probana.     .     .  311 

Un  desafio  en  la  Cindadela  de  Barcelona 551 

▲sesin;')  de  los  prisioneros  carlistas 581 

Paga  de  Gerónimo  Tarrés 611 

El  coronel  Darana  en  la  Torre  de  la  Cindadela  de  Barcelona.  (Calaboso  co- 
piado del  natural ) .  614 

Silvio  Pellico  en  Spielberg 641 

Mme.  UUand 164 

Mme.  de  Barry  y  el  negro  Zamora "01 

Muerte  de  Pedro  Arboes 181 

El  Inquisidor  Molina  negándose  á  estregar  los  presos 818 

Disparó  sa  pistola  entre  las  mnnicionee,  y  desapareció  entre  las  minas.    .  841 

TOMO  n. 

Portada  de  escenas 8 

Calaboao  de  tos  ratones  en  la  Consergerla 81 

Ona  inf  mía  de  Capetal 88 

Manca  de  Alemán 18 

Sos  cabellos  habían  encanecido  en  ana  noche 86 

Dna  aventara  galante  en  la  Consergerta 484 

Damiens  el  regicida.  (Copia  de  ana  lámina  déla  época) 114 

El  óJtii;  j  día  de  los  Girondinos til 

MiUet,  el  asesino  del  geoeralMiflia 480 


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Ma!.  <ie  LavaJette  enja  Consergena ma 

La  sorpresa  de  la  silla.       irȒ 

£1  Saladora H5 

Departamento  de  los  micos m 

Pepe :     r' ¿42 

Una  catástrofe  en  el  Saladero '.\-^  * ¿i« 

Crimen  concertado.  .    .    .    T\.    ...   \     .    J    ..*.....    ¿«4 

Bn  víspera  de  ir  al  presidio 295 

El  suplicio  en  secreto 358 

Los  hijos  de  Eduardo ;.>;: .    .    .    .    37G 

La  ejecución. /.     .  /...   ,    '. 4JM 

Suplicio  de  Monmout.    .     .  %.;  %í. .     .     .454 

Mlle.  Clairon ;  .V.  /.    ..}.'. .    >v  «59 

El  fuerte  del  Obispo.     .    .  *!\¿¿-*     •  t^0':'  '* ¿J^1 

Clairon  en  el  fuerte  del  Obispo^,    .'v*,    '>$ffl&¡\' *  '4&1 

Ortega  en  la  capilla  del  eastílftle  Jgrtosa.*  ( Retrato  copiado  de  una  fbto- 

grafía) .    *. [■  <*\    .    .    .    .    v 567 

Crueldad  de  un  Sultán ;a  • *w 

El  castillo  de  las  SietejTorres.    *,\x.' vis 

i  menudo  una  mujer  lloraba  sobre  ájuelíá  tumba tín 

Llevo  la  mano  á  la  llave  y  lanzó  un  grito .581 

Beranger 681 

El  carcelero  de  la  familia  real 113 

Una  escena  durante  el  terror * 720 

La  Reina  y  el  delfin 750 

La  mayor  desesperación 8S5 

Barceló  saliendo  para  el  cadalso.  (Capilla  de  la  cárcel,  copiada  del  natural).    86$ 

Y  cayó  á  los  pies  de  aquella  mujer hbi 

El  pavimento  se  abrió  bajo  sus  pies m 

El  robo  de  la  modista 959 

La  de  Castillo .  1000 

Crimen  y  misterio. 1050 


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