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PROSA LIGERA
MIGUEL CAÑÉ
>íació en Montevideo en 18¿1, durante la emigración. Es-
tudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires y se gradu-'»
en Derecho en la Universidad el año 1872. Perteneció al
grupo de espíritus selectos que formó la "generación del
ochenta", en momentos en que la cultura argontina se re-
novaba substancialmente en el orden científico y literario.
Su actividad fué solicitada alternativamente por la po-
lítica, la diplomacia y la vida universitaria; pero siempre
so mantuvo fiel cultor de las buenas letras, con atlci.snio
exquisito. Nadie pudo ser más representativo para ocujiar
el primer decanato de nuestra Facultad de Filo.vofía y Letra-^.
a cuya existencia quedó para siempre vinculado su nombro.
Inició su carrera de escritor en "La Tribuna' y "El Na-
( ional". En 1875 fué d¡i)Utado al Congrreso; en 1880 director
general de correos y telégrafos; despué.'^ de 1881 ministro
plenipotenciario en Colombia, Austria, Alemania, flspaña y
Francia. En 1893 fué Intendente de Buenos Aires y poro
después Ministro del Interior y de Uelaciones Exteriores.
Publicó los siguientes libros, que le asignan un ijuesto
t ininente en nuestra historia literaria: "Ensayos" (1877).
Muvenilia" (1882), "En viaje" (1884), "Charlas literarias"
(1885), Traducción de "Enrique IV" (IHOO), "Notas e impre-
siones" (1901), "Prosa ligera" (1903). Ha dejado numerosos
"Escritos y discursos" que pueden ser reunidos en un ■ '•
men tan interesante como los anteriores.
Con excelente gusto crítico y ductilidad de estilo, cualida-
des que educó en todo tiempo, logró ser el m&s leído de
nuestros "croniqueurs", igualando los buenos modelos de este
ííénero esencialmente francés. Más se preocupó de la gra-
cia sonriente que de la disciplina adusta, prefiriendo la
línea esbelta a la pesada robustez, cotno que fué en .sus afi-
ciones un griego de París.
Falleció en Buenos Aires el 5 de Septiembre de 19ü5.
LA CULTURA ARGENTINA"
IGUEL CAÑÉ
PRO
Con una introducción de
MARTÍN GARCÍA MÉROU
ADMINISTEACION GENEEAL
CASA VACCARO — Av. de Mayo &38, Buwioe Airen
1919
I m
D
7
L N0V13 1968'
Miguel Cóné y sus contemporáneos
Un día Manuel Láinez me preguntó a boca de jarro :
¿Tiene usted ganas de hacer un viaje largo e intere-
sante? A los diez y ocho años puede compren dei-se fá-
cilmente cuál sería mi respuesta. Perfectamente, me
dijo Láinez: y al día siguiente recibí una cartita del
doctor Miguel Cañé, que tengo delante de mi visit-a, en
la cual me invitaba para ir a su casa a hablar con él.
Así lo hice ; nos pusimos fácilmente de acuerdo y un
mes después, nombrado su secretario, en la misión di-
plomática que se le confió en Venezuela y Colombia,
pai-timos juntos a ocupar nuestro puesto. Decidida-
mente, el destino se empeñaba en facilitarme la vía
literaria. Cañé había sido mi examinador en Historia
y, a la aparición de mi primer libro de Poesías, escribió
en El Nacional, algunas líneas afectuosas de aliento,
C|ue obligaban mi gr-atitud. Desde aciuel tiempo des-
collaba como uno de nuestros más finos y delicados
talentos literarios. vSu contacto, sus consejos, no po-
dían menos de serme y me fueron extremadamente
útiles. Bajo la influencia de estos sentimientos, nues-
tra amistad debía nacer robusta y sólida, como lo es
en efecto.
He pintado, en graneles pinceladas, algunos de los
acontecimientos psicológicos de aquella larga y difícil
peregrinaeón . Mi libro de Impresiones contiene en su
franqueza e ingenuidad infantil mis obser\'aciones
fundamentales sobre las localidades recorridas. Nada
nuevo podía decir de París; pero no sucedía lo mismo
8 INTRODUCCIÓN
respecto a Venezuela y Colombia. A pesar de todo,
lo verdaderamente interesante se me quedó en el tin-
tero. Felizmente, Cañé ha escrito En Viaje, en el
cual están narrados todos los incidentes de la trave-
sía, todos los detalles de la permanencia, con un
lujo de espiritualidad brillante, y un acopio de juicios
exactos, de reflexiones humorísticas y de obsen-acio-
nes sagaces que hacen de esa obra una do las más
hermosas y vividas de nuestra literatura.
Nuestra permanencia en Venezuela no pasó do cua-
tro meses. Vivíamos juntos, entregados al trabajo
intelectual, en una casita pintoresca, con un jardín
bellísimo, lleno de plantas y árboles tropicales, desde
el banano que deja caer sus anchas hojas desmayadas
hacia la tierra, hasta la ílexible palmera que yerjarue
sus móviles penachos sobre el entretejido espeso de la¿í
lianas y enredaderas. Cuando comíamos solos, abati-
dos por aquella existencia sin aitractivos, por la sole-
dad y el alejamiento de la patria, absorbidos en pen-
samientos que en ninguno de no.sotros tenían color de
rosa, después de la frase obligada de saludo ami.s-
toso, nos sentábamos a la mesa cada uno con un libn)
por delante. Desiniés, a los trabajos de la Legación y
sobre todo a la lectura tenaz y a la producción lit-e-
raria. Cañé era en aquel tiemi)o uno de los lectores
más formidables e incansables que conozco. Perma-
necía horas y horas, desde la mañana hasta la noche,
con el liba*o en la mano, devorando volúmenes, de
crítica, de lüstoria, de derecho político, de filosofía,
de literaitura. Entre mi provisión de libros, llevaba
yo una escogida colección en la cual figura.])an, Sha-
kespeare, Ddckcns, Taiue, Balzac, Schiller, Goethe,
Heine, además de obras científicas que formaban la
parte pesada del bagaje. Todas ellas fueron leídas o
releídas por Cañé, y algunos de esos libros, que han
andado conmigo varios miles de leguas, cojisen-an aán
en sus páginas sus anotaciones de entonces. No quiero
INTRODUCCIÓN
ser indiscreto ; pero, hoje^iiido estos días el tomo de
Les moraUsfe.'i frangais, donde están, entre oti'as
obras maestras, las Máximus de La Roehefoncauld, me
llamó la atención la íjiguiente: La faihlesse est le seul
défnut que Von ne saurait corriger; a cuyo la-do, de
puño y letra de Cañé, se encuentran las iniciales de
r.n nombre, inútil de pronunciar, pero a quien le cae
1 sayo de perilla. En otra parte, después de esta
sentencia: 8HI y a un amour pur et exempt du mé-
lange de nos autres passions, c'est celui qui est caché
au fand du coeiir, et que /lous ignarons nous mimes. . .
— Ei encoré! dice el amargo comentario de Cañé.
En aquella época Cañé escribió las resplandecien-
tes escenas de Juvenüia, que me envió algunos años
más tarde, diciéndome en su dedicatoria: ''Usted vio
nacer estas páginas; helas marchando en la vida.
Van a usted con cariño; acójalas como un recuerdo
de las negras horas pasadas''. Sí, yo las vi escribir,
día por día, en cuademitos cuya fabricación era una
de mis especialidades, y que se llenaban rápidamente,
on la letra menuda, apretada e irregular de su autor.
Algunas horas en que el splecn nos daba un respiro,
me leia fragmentos de esas deliciosas reminiscencias
de la vida estudiantil. Y mi primera impresión era
la misma que he sentido en España, cuando llegaron
a mis manos. Es una pequeña joya ese librito artís-
tico, que, en una fonna llena de sencillez y de suavi-
dad, contiene todas las delicadezas y perfecciones de
un estilo de admirable factura, en el cual circula una
ráfaga de inspiración juvenil, un soplo de brisa pri-
maveral, que refresca la frente abrumada por la lucha
diaria. Cañé ha puesto en él lo mejor de su espíritu
fácil y luminoso, de su talento tan lleno de seducción.
Es imposible leer los cuadros del colegio, las aventu-
ras infantiles de aquella alegre y burlona epopeya d<'
la adolescencia, sin pasar de los estallidos de la más
franca hilaridad a las dulziiras del enternecimiento.
10 INTRODUCCIÓN
No hay aquí humour ni oriicinalidad rebuscada. Hay
uu inmenso deiToclie de gracia lií2:era y brillante, de
ocurrencias inesperadas, de bocetos extravaprantes, de
comparaciones bufonas. Y todo ello tiene un carAeter
especial, típico, un colorido nuestro, porteño, por de-
cirlo así, que constituye otro de los atractivos de este
juguete escrito de mano maestra.
En los Ensayo.s, publicados en la juventud ilc ( an.'*.
el pulso se muestra menos firme. La frase es siempre
bella y fulgurante, espiritual y ligera; pero es irre-
gular algunas veces y en otras ligeramente infantil.
Sin embargo, como fresc\ira de concepción y como
espontaneidad de expresión y de sentimientos, ese
libro merece ser releído porque él explica tal vez me-
jor que En viaje y la.s Charlas literarias, las moda-
lidades íntimas del carácter de su autor. Tal sucede
'•on la mayor parte de hus producciones de la pri-
Miei-a edad de la vida, que se presentan desnudaH de
artificio y de propositas preconcebidas, (;ontcniendo
f en germen todas las cualidades que luego desarrollará
p1 tiempo y el trabajo, y ocultando menos todos los
<lefectos y vicios del sentimiento (pie mkn tarde dis-
fraza la habilidad del artificio, examinándolas con
detención, se ve que las Odes (t fiallafhs, contienen
todos los elementos esenciales, nativos, de Víctor Hu-
go, como Mademoiselh de Maupin contiene todo el
color, las lincas y los secretos pictóricos que Gautier
desenvuelve más tarde en centenares de volúmenes de
lodo genero. La petulancia juvenil de Ioh Knsaifos
revela ya el prurito de originalidad y <le indepond(ín-
cia de juicio, de odio a lo común que luego aparece,
bajo diversa fonna y a desj^echo de la voluntad de su
autor, en no pocas ])ágina« de En viaje y Charlas
literarias. El personalismo tiránico, absorbente y al-
alinas veces afectado, nace en los Ensnt/os, y se ma-
nifiesta en ellos con mayor nideza de sinceridad va-
ronil, lo f|ue lo hace más sini]>ático y dis<'ulp;ib1e.
INTRODUCCIÓN 11
Leyendo los libros de Gané, más de una vez me lia
llamado la atención que. ellos no reflejen en realidad,
la verdadera forma de su espíritu, tal como yo la
concibo. Se ve en ellos lui talento ligero, juguetón,
alegi'e, capaz de comprenderlo todo y abarcarlo con
igual facilidad, con tendencias artísticas decididas y
un fondo de filosofía mundana, propio del que liu
yivido mucho en la sociedad y el contacto de los
hombres. No es esto poco, ciertamente: y libros es-
critos por temperamentos de esta índole pueden ser
frecuentemente dignos de todo aprecio y de todo elo-
gio, que es lo que sucede con los de Cañé. .Pero hay
otra faz de su intelecto que él nos oculta por una
especie de coquetería incrédula : la faz seria, pensa-
dora, un poco ingrata, si se ((uiere, pero necesaria
para penetrar en todo un orden de especulaciones
morales y políticas, en el amplio sentido de la pala
bra, que son las que hoy preocupan al miuido moder-
na. En la primera edad se comprende que un escritoi*.
refinado y lleno de dotes amables, se entregue a un;)
especie de epicureismo que le evite abordar cuestione^
abstractas y de naturaleza árida : pero más tarde e-
necesario olvidar las fantasías y divagaciones, rebo-
santes de talento e inspiración, i^ero que en su eterna
mariposeo, en su continuo afán de girar de flor ci;
flor, concluyen por debilitar el pensamiento y mere-
cen el reproche de frivolidad con que^ los qu-e no
comprenden todo el esfuerzo y el mérito que requier'
esta especialidad se apresuran a lapidar al ingeni»
escéptico o desdeñoso. Este reproche es el que, con
pena, he oído dirigir a Cañé por los que no conocen
como yo al hombre íntimo, que está muy lejos de ser
un sonriente, un complacido: y que, por el contrario,
penetra a fondo en la sociedad y en la vida, medita
con madurez e independencia, se engolfa en los es
tudios más áridos y los domina con admirable cons-
tancia, y cuando olvida la faz amable del hombre ú"
12 INTRODUCCIÓN
mundo, se. muestra tal cual es eu realidad, í,'rave sin
afectación, envuelto en una nube de tristeza, desen-
gañado desde temprano y tal vez con pocas ilusiones
en el porvenir.
Por lo demás, ¿uei-eíaito decii- (im- i<ni,i> his pro-
ducciones de Gané y es])ecialmente Juvcnilia y Eu
viaje, tienen para mí un emíanto indecible? ¡Qué
exactitud de detalles, qué viveza de colorido, que gra-
cia admirable y suprema, la de esas páo:inas de íntima
belleza en que narra la noche de Consuelo, los jH>r-
menores del viaje a muía, la excui*sión al Tcípiendama
y la homérica lucha nocturna en la hacienda de
Umaña en que aljruien me desi)ei*tó mordiéndome una
oreja con dientes de caníbal! ¡J'en passe, ct d^s mci'
lleurs! Todo en ese libro es real, palpitante, tomado
del natural, indicado con una deli(!adeza de expre-
sión y de análisis (¡ue asombra. Se ve alli al diplo-
mático fino, al hombre de mundo lleno de distinción,
al escritor de espíritu claro y brillante, orij^inal \
variado. Y esta impresión se reproduce sin cesar des-
pués de la lectura de los libros d-e Cañé. Las Charlas
literarias contienen fra^mentoíí deliciosos como los
consagrados al Don Carlos de Schiller, a David Co-
perfield, y a Fahtaff y los cuadros de viaje que ocu-
pan la última parte del volumen.
Debo a Gané, por otra paii^^, la más viva gratitud
por la franqueza ruda y varonil con que cuando an-
dábamos juntos apreciaba mis estudios literarios. EIIm
es tal vez la que ha mantenido en mí la jíasión del
trabajo intelectual incesante, tenaz, infatigable, sin
el cual es imposible la producción. Sus consejos y
sus observaciones me han sido siempre de la mayor
utilidad. Le sometía invariablemente todos mis escn-
tos en prosa y verso; y su crítica despiadada, bur-
lona, acerba, sin disimulos íii remilgos, me mostraba
todas sus deficiencias y defectos. Confieso que, algu-
iinfí voiTs. (! ;¡ni -r pronw) v.-. <n'n'spaba ; pero luego
IVTRCDUCCIÓN 13
eomprftndíu la justicia y ln aineeridad de la8 obser-
vaciones y me ponía de nueve a la labor, sin desalen-
tarme por los primeros fracasos. En este sentido, las
artas que poseo de Cañé son altamente interesantes.
La índole especial de su talento y su carácter se
presta admirablemente para este género literano en
'[ue su gracia ligera y sarcástica, sus formas de una
cultura refinada, su preparación en las más diversas
materias, tienen un ancho campo en que espaciarse y
lucir. Están llenas de observaciones profundas, de
sentencias amables, de juicios rápidos y penetrantes.
■'Me he convencido, dice en una, que el mal general
de nuestra estructura intelectual es la vaguedad del
ideal. Trate de determinarlo y verá qué cambio se
hará sentir". En otra, a propósito de algunos versos
ncorrectos: **La línea es el primer insti'umento poé-
vico que existe. La prosa puede ser el filón que lleva
oro entre esquisto, mica, cascajo y arena; el verso la
;oya cincelada, irreprochable... o no ser!"
Su acuse de recibo, en forma de uotasi rápidas e
incisivas, a mi primer libro en prosa. Estudios Lite-
rari-os, obra de la primera edad de la \'ida, da una
idea acabada de la franqueza y exactitud de sus jui-
•ios. No creo cometer una indiscreción transcribiendo
estas páginas íntimas, y desde luego pido peMón a
mis lectores por esta exliibición de mi personalidad,
que, demasiado lo comprendo, no es síntoma de buen
¡jfusto. Dice así: ^'El alnm de Don Jiian podría lla-
marse, como todos los artículos del libro ''sinfonía
obre viejos temas". No es ima crítica, no es un
istudio, es un pretexto de estilo. El maestro del
género es Paúl de Saint- Víctor ; y después de una
lectura de Homares y Dioses o de Las dos máscaras,
raro es aquel que se defiende contra la pluma que
se agita en la mano y pide estilo. . . como nuestros
caballos ardorosos piden rienda. Muy bien escritas
esas páginas, pero nada más. Ilustración literaria, un
\^ INTRODUCCIÓN'
tanto dilcilaiiti, t-lcíiainuí -n la ínrina. iiiui-lia exci-
tac'ióu de espíritu, que, cusa L-uriosa, liaee resaltar,
por Jo menos aparcntemonte, cierta quietud del co-
razón. El tema tal vez lo exija, pero e! hecho es que
se constata un paroxismo de estilo constante. Mi opi-
nión es que debe us;ted dejar tranquila en adelante
El alma de Don Juan como una i)ágina brillante de
su juventud, y utilizar en cosas íntimas el ijistni-
meuto annonioso de que dispone. Ije encuentro el
estilo mucho más español... Por lo demás, aplaudo
la reacción contra el íralieismo a oiitrance, porque la
i'csultante será un estilo con la marcha lijrera del
francés y la sonora riqueza del español'".
*'Los cuentos, los conocía ya. Sinfonía siempre.
, (^ué le habría parecido, con eso título, hacer un es-
tudio, lip-ero como Uls riendas con (pie «ijuiaba Mnb.
K«)bre las tribulaciones rosadas del alma de Jos niños,
bajo la impi'csión de los cuentos? ¡ Cuántafl cfwas
babria leído en los ojos abiertcKs y jírandes, <'on la
vajnií'dad fija de la atención, mientras las mejillas
se colorean o la respiración se d«*tiene! liien ])or el
casticismo. ¡Achaparrados y aquelarre! Achaparrado
es tan feo como el rabougñ francos a (jue correspon-
de, según creo. Di^ro de las Haladas (uno de las
eapítulos mejor escritos) lo mismo (¿ue de los Cuen-
tos,— Mujeres y (mtwes, no me gusta; el estilo os
flojo, no está castigado y .se leen frases como **la
mujer ha sido, en toda época, objeto de serias medi-
taciones", aforismo que hubiera podido firmar M. dv
la Palisse sin que su reputaoión padeciese. No hay
plan ni objeto. Esag digresiones de fantasía van bien
al vei-so, pero ponga el Don Juan de P>yí-on o el
Diablo Mundo de Espronceda en prosa. En una pa-
labra, para concretar mi crítica sobre el libi-o: no hay
materia para un libro. Debe concluir una vez por
todas con la manía de recoger lo viejo y ataviarlo
de nuevo. Todos esos trabajos son ejercicios, ^//k.^^í
INTRODUCCIÓN lo
'les, contríis para hacerse el brazo y aprender a ma-
nejar el florete. Una vez reuní yo también mis En-
sayos e hice mal. Hoy tengo t^pareidos por ahí
materiales para dos gruesos volúmenes y me hacen
proposiciones para imi^rimirlos : nequáquam! Ahora,
un consejo: baje medio tono a su estilo. El mundo
intelectual marcha a la sencillez. Que todo no sea
reflejo de lecturas. Un lector, si no ignorante, lige-
ramente instruido, un lector común, aún selecto, dada
la masa, tendría que estar con un diccionario de lite-
ratura en una mano y su libro en otra . Me gusta más
el estilo sueJto y fácil d-e alguna de sus cartas parti-
culares que el lirismo constante y un poco 1830 de
su libro. Muy probablemente podría usted hacerme
los mismos cai-gos, pero a más de que ya le he dicho
(jue creo tener más gusto que facultad literaria, su
argumento ad kominem, si bien justo, no viciaría en
nada mi tesis. No detengo jamás a un amigo po])re
para criticarle su toilette descuidada o deficiente :
pero al que tiene recursos abundantes le indico sin
reparo la necesidad de renovar el guardarropa".
Durante la pennanencia de Cañé en Viena yo resi-
día en Madrid, y establecimos un canje continuo de
libros y publicaciones interesantes. Por su indicación
leí la admirable obra de Tolstoi : La guerre et la paix,
que me envió haciéndome de ella jiLstísimos elogios.
A mi vez, le remití libros de Várela, Menéndez Pe-
layo, Pereda y otros. El juicio que le mei'eció Soti-
Jeza, del último, está contenido en una deliciosa carta,
(nerita con una espontaneidad, una soltura y una
gracia que encantan. No puedo menos que transcri-
birla aquí, para solaz de mis lectores, fatigados sin
duda de la monotonía de estos recuerdos: "Es un
libro shakesperiano ; y usted que conoce mi admira-
ción apasionada y \'iolenta por el poeta inglés, sabrá
valorar mi elogio. Hay más color en Sotileza que en
todas las telas de los venecianos reunidas. Eso es
Ig INTRODUCCIÓN'
jiataraiJ-'smo, hinojo! Kso c^ verdad, e.so e« \ida, ouer-
110 y reeuerno! r»ajo este aspecto pongo a Pereda a
cien codos arriba de Zola. FigTÍrese a ese hombiv;
conociendo el mundo parisiense como conoce el micro-
cosmo santanderino, y ayúdeme a sentir. Se necesita
no sólo una observación incisiva, un poder intelectual
tremendo, sino un don natural para penetrar así a
la región confusa de esos cráneos en embrión, de esas
i-risálidas de hombre. No basta concebir en esos casos;
i'S necesario expresar, rendir, traducir el pensamiento.
íJsted que plumea, como yo, sa1>e, menos que yo, por-
que yo cepillo más, lo que cuesta vestir una idea que
se ve, desnuda, paseai'se esbelta por el espíritu. Eso
es maravilloso en Pereda. — Muergo es Caliban, esca-
pado de la isla de Próspero, sobre un tronco de árbol
y caído a la playa de Santander entre la resaca. Lo
que es admirable, cierto, íntimo, un sondazo hondo
como un pozo a la naturaleza humana, es la {ías-ióu
camal, brutal, de Sotileza por el monstnio, más vio-
lenta si cabe que los nigidos de lascivia áe Muergo. —
•Y los firvolrs de Cleto? /.Quiere nada más bueno
que ese análisis moral, de una delicadeza infinita, pero
aparentemente tejido con la burda materia que secreta
el alma de «ese scmi -bárbaro? — Las Mocejón dan cua-
tro cuerpos a las viejas harpías clásicas y éstas ni
las ven. Son hermanas de la bruja de Macbeth; la
madre me recuerda la mcgere asquerosa que prepara
el filtro para Fausto, mientras los perros cantan con
gran aplauso de "Monsieur le Barón".— Andrés tra-
zado de mano maestra, pero ya lo conocía; es her-
mano de Pedro Sánchez. Anoche se me erizó el pelo
leyendo la descripción de la galenia, y, en el insom-
uio, he visto constantemente a Andrés, en la popa,
pálido, desencajado, gritando: ''Jesús y adelante",
mientras el patrón, abierto el cráneo, yace en el fondo
de la barca y el padre en la orilla, tiene el alma]
sobre la cre.«}ta de la ola que la arrebata ! . . . Decirle
INTRODlCCiON 17
el afáü que tengo de mandarle una pomada al pa^
Polinar para su>s pái*pados en carne \'iva! ¡Y lo que
he pujao pá el sei'món ! ¡ Y la filosofía en el fiasco 1. . .
N'o. mire, vayanse a lo de Pereda y dígale que, día
más, día menos, un hombre va a entrar como una
bomba en su cuarto, lo va a apretar contra el pecho
havsta hacerlo crujir y se va largar sin decirle esta
boca es mía. Qii-e no busque largo: seré yo".
Es imposible hablar de Miguel Cañé sin mencionar
a algunos de sus contemporáneos. Pellegrini, arre-
batado por la política desde temprano, hombre de
acción pública y de parlamento, personalidad inte-
lectual de rasgos propios y definidos ; Del Valle, abo-
gada distinguido, orador acostumbrado a la victoria;
Roque Sáenz Peña, naturaleza franca y caballeresca,
espíritu clarovidente y flexible que se ha revelado en
todo el esplendor de una madurez inesperada en el
último Congreso de "Washington donde pronunció
vanos discursos que bastan para hacer la reputación
de un hombre; Lucio V. López, literato esclarecido,
poeta en su juventud, periodist-a punzante, que ma-
neja la sátira con una habilidad t-emible y abruma-
dora; José ^I. Ramos Mejía, cuyos artículos juveniles
de fina y agaida crítica, revelan una faz de su talento
desconocido para los que sólo lo ven al través de su
obra fundamental Las Jieurosis celebres en I-a Histo-
ria Argentina, libro de honda psicología y de teorías
audaces, pensado con reposo y escrito con elegancia,
pert-enecen a esa generación de la que ha dicho Grous-
sac "que constituye, por decirlo así, la capa vegetal
de este país en nuestros días, la que produce y fecun-
da, sosteniendo y transformando el mantillo todavía
en formaeión . Llena el parlamento, la prensa, el foro,
la cátedra : mueve las ideas y los capitales : es la ge-
If^ INTRODUCCIÓN
neración que actúa hoy en pleno desarrollo; cabeza,
corazón y brazo del pueblo argentino".
Lucio V. López es el que ha penetrado urájn a
fondo y ha permanecido más tiempo en la lihíraturn.
He manifestado en otra oportunidad, hace ya algunos
íiños, mi juicio sobre su talento. No desearía repetir
lo que dije en anteriores circunstancias; por lo cual
me limito a añadir unas pocas palabras? sobre su per-
sona. Conocí a Lucio V. López, hace, ya muchos años,
sobre todo para nuestra cílad, treee o catorce por lo
menos. En aquella época, el doctor Ooyena me dio
una tarjeta de presentación para nuestro ilustre his-
toriador don Vicente F. López, que ur^rido por un
trabajo importante, necesitaba alguien que le sirviera
de secretario para aquel caso, papel ípie creo desem-
peñé satisfactoriamente, a pesar de mi juventud. Fué
Lucio López el que me introdujo ante .su padre, des-
pués de una detenida y sabrosa charla en que habla-
mos de letras, y en que, lo recuerdo como si fuera
ayer, me leyó unos versos de Guy de Maupassant (lue
me eran desconocidos. Aquel ttfe-a-icte rápido con
el doctor Vicente F. López, me ha dejado una im-
presión profunda. Desde el principio conquistó mis
ardientes simpatías, inspiradas por el brillo incom-
parable de su espíritu, nutrido de savia y de vigor,
lleno de fresca robustez y de frondosidad lozana.
¡Qué talento admirable do historiador y literato el
de aquel hombre que encarnaba para mí las virtudes
y las glorias imperecederas de una gran generación
de patriotas y de estadistas, la que durante la emi-
gración derramó por los países limítrofes un reguero
de luces y de ideas; la que combatió contra la tiranía
enseñoreada del suelo de la patria y una vez vencido
el despotismo, agotó los días de su juventud en el
doloroso alumbramiento de un nuevo régimen político
c institucional; la que completó, con la prensa y el
libro, con la pluma vibrante del publicista y del
IXTRODUCCIÓN 19
filósofo, la obra empezada por los genios de la iude-
pendencia con el filo del acero victorioso ; generación
militante y tormentosa de López, Mitre, Sarmiento,
Alberdi, Echeverría y Juan María Gutiérrez, para no
citar sino algunos de sus miembros esclarecidos. En
cuanto al autor de la Historia de la República Avgen-
iina, no es este el momento oportuno, ni podría hacerlo
a menos de extendeinne inconsideradamente, de ana-
lizar el carácter y las excelencias de su obra vasta y
magistral. Es una gi'ata tarea que, Dios mediante,
espero realizar en época no lejana.
Como la mayor parte de nuestros mejores escrito-
res, Lucio V. López ha hecho contadas publicaciones:
unas Lecciones de Historia Argentina^ bruscamente
interiiimpidas, la novela La Gran Aldea y un peque-
ño volumen de Recuerdos de viaje. La primera de
estas obras es digna de la mayor estimación y debe
deplorarse que su autor no se decida a terminarla.
Me he ocupado, en otra época, extensamente de la se-
j^uida. Los Recuerdos de viaje que acabo de i*eleer.
me han dejado una impresión proñmda, por la be-
lleza elocuente de su estilo, la intensidad de su fondo
y el magnífico desarrollo de sus temas variados e in-
teresantes. Es el libro de un escritor brillante y de
im pensador concienzudo . Con razón dice Groussac :
''López describe el hom-e inglés que es el núcleo y la
clave de toda la evolución británica, como lo e-s en
Francia la conferencia, el paseo, la academia, la co-
media, es decir, siempre la convei^sación en su forma
exquisita; como lo es en Italia la aptitud artística.
Es el tino certero del pensador. Ello no impide que
su imaginación remonte el vuelo ante las cien mani-
festaciones de lo bello : es una organización plástica,
capaz de entrar en lo íntimo de muchas razas y civi-
lizaciones. Pero triunfa sobre todo en el análisis;
lleva sus tendencias filosóficas hasta en la crítica
literaria y el gozo artístico, y escribe sus más hermo-
20 IXTRODICCIOX
sas páginas a la sombra del eottaíre de Bwmley, o
saludando en Walter Scott al más honrado y puro
de los novelistas y al gran evocador de un pasado
histórico ■ ' .
Por lo demás, los Recuerdos de viaje uo reflejan
sino una faz del espíritu luminoso de Lueio V. Íjó-
pez. Poeta de eoi'azón, aunque ya no há^a versos, es
al mismo tiempo un periodista temible por el empuje
del ataque y las mil puntas aceradas de su sátira im-
placable. Su pensamiento vigoroso y audaz no se de-
tiene en la superficie de los homl)res o los isucesos.
Los abarca en conjunto y en detalle, los penetra, los
desmenuza y los somete a la visión desi)iadada de su
crítica reflexiva y despi^eoeupada. Su úllim;) discurso,
pronunciado en una colación de írrados, en nombre de
la Facultad de Derecho, hace apenas un año, es luia
pieza magnífica en este sentido. Se ven allí los vicios
intelectuales y morales (pie han venido deformando
])aulatinamente nuestro carácter nacional, inoculando
en la generosa sangre de nuestra raza algunos glóbu-
los de linfa cartaginesa. Es en <?sa bellísima pieza
literaria donde se encuentra la definición de lo que,
en épocas de corrupción social y de mercantilismo ver-
gonzoso, se llamaba el ''elemento nuevo*' para dis-
frazar las claudicaciones de la dignidad de los extra-
viados o los impacientes: ''¡El elemento nuevo!...
El elemento nuevo, entre nosotros, no significa, no,
señores, la juventud que avanza coronada la sien con
las palma.s de las victorias univei-sitarias; no es una
escuela política seria que, en nombre de altos princi-
pios, traiga inscripta en su bandera las proposiciones
de una refonna constitucional o de una regeneración
social; no es una pléyade de filólogos o de arqueólogos
que, inspirándose en el pasado prehistórico e histórico
de la América, despierte en Europa la curiosidad por
estudiar las lenguas indígenas y los vestigios de nues-
tras civilizaciones desaparecidas, la geografía del con-
INTRODUCCIÓM 21
tinente y vsiis remotos orígenes; no es un cenáculo
de historiadores versados en la liistoria de la domina-
ción española o de nuestra independencia, capaz de
producir un vuelco en la manera de concebir el fondo
y la forma del arte esencialmente aristocrático de Ma-
caulay; no es un Parnaso de poetas llamado a crear
y desarrollar la leyenda argentina y a reconstruir y
embellecer la obra trunca e imperfecta de Echeverría ;
no es un gi^upo de periodistas siquiera, dueños de un
estilo propio, capaces de educar lectores en el gusto
exquisito de las polémicas impersonales; no sois vos-
otros, señores doctores, que en once años de labor cons-
tante, día por día y hora por hora, en las mañanas
crudas del invierno, sofocando todos los ideales juveni-
les, sacudiendo la dulce voluptuosidad de la holganza,
habéis labrado el camino de la vida, tramo por tramo
y piedra por piedra, para conseguir un título y com-
prar con moneda legítima vuestro sitio en la vida. No
es tampoco la nueva generación que entra al templo
del trabajo, con un programa, con una creencia fun-
dada o errónea pero sincera. No, señores: el elemento
nuevo son los improvisados, es esa boiTa de las demo-
cracias, familia arisca que mira el brillo con huraña e
indómita desconfianza, que aparece en las cimas llo-
vida por los constipados de la atmósfera social, no por
haber trepado la montaña por la senda pública y co-
nocida de la lucha. El elemento nuevo — no os dejéis
engañar — no es elemento ni es nuevo; no es la ju-
ventud, no es la vida que amanece, grande y gloriosa
como una aurora boreal; no es nuevo porque lleva en
sil organismo el microbio que determina la caducidad ;
no es elemento, porque mañana, andando los años, ni
un solo miembro de esa milicia irregular ha de llamar
a las puertas de la posteridad''.
Martín García Merou.
PROSA LIGERA
Gallicx Constructiones
E5PArÍA
Una vyisita de Núñez de ñrce
Hace doec años, era yo ministro argentino en
Madrid. Un día un criado me anunció que el señor
Presidente del Ateneo me hacía preguntar si podía
recibirle. En el acto di orden de introducirle. Ees-
petaba al Ateneo de Madrid como se respetan, las
cosas que se temen y ese respeto de mi parte jus-
tificaba el origen presunto de todas las religiones
humanas. A pesar de mis aficiones literarias, como
suponía honestamente que el gobierno argentino
no me habría nombrado sti representante para
darme ocasión de desplegar mis talentos estéticos
o mis facultades de estilo, sino para estudiar los
problemas políticos o económicos de interés nacio-
nal, mis esfuerzos habían tendido a tener una actua-
ción eficaz y activa en el más alto mundo social y
en los círcidos más influyentes de la política del
momento. Así es qtie conocía — o por lo menos tra-
taba— a muj' pocos de los representantes del mundo
de las letras. Fuera de Castelar, más político que
literato y dulcemente afectuoso siempre con todos
nosotros los americanos — de don Juan Yalera, a
quien encontraba con frecttencia en el mundo diplo-
mático, al que él también pertenecía — de Menéndez
Pelayo, con quien comía a menudo en los clásicos
jueves de nuestro buen amigo Bauer, muchas veces,
por feliz azar para mí, al lado tino del otro — de
Grilo, a quien conocía en casa de Tamames y que
i¿^ MlOl'KL CANK
nos enllantaba cu nuestras deliciosas correrías por
>SevilJa — no había hablado, repito, le conocía, lan
-ólo fuera de vista, a los demás altos representantes
del pensamiento español.
'•¿Quién será, me decía, este señor Presidente del
Ateneo de Madrid? Yo debía saberlo y precisamente
por eso no le haj^o prej^untar por su nombre. El
Ateneo, por lo demás, es la [>rimera institución lit»'-
raria de España, y sus altibajos coinciden con la
exaltación o la depresión del espíritu público de este
país. No sé lo que este señor Presidente vendrá a
pedirme, pero hay que tratarle bien, porque...*'
En esto estaba de mi soliloquio, cuando la puerta
de mi escritorio se abrió, dando paso a un hombre
pequeño, deificado, tan distinguido en su traje, en su
fisonomía y en su expresión, que no pude, en el
primer momento, darme cuenta ni de cómo estaba
vestido, ni de qué cara tenía, ni de lo que era o
podía ser.
— Señor, me dijo con una voz reposada y serena,
a la que daba im valor que me sorprendió, la manera
de mirar de sus ojos grandes, claros y tranquilos.
soy 'Piesidente del Ateneo y vengo a pedir. El
Ateneo, entre otros achaques, tirne aquel que más
nos seduce a todos, el de acercar hasta confundir el
alma española con el alma hispano-americana. Va-
mos en breve a celebrar una fiesta precursora de la
gran solemnidad del centenario de Colón y vengo a
pedir a usted (aquí un par de frases amables y muy
lisonjeras para mí) que quiera honrarnos encargán-
dose de una de las conferencias «lue se harán en <'l
Ateneo con este motivo.
— Señor Presidente del Ateneo, antes de todo,
¿quiere usted tener la bondad de decirme con quien
tengo el honor de hablar !f
—Gaspar Núñez de Arce, señor.
Me puse de pie e.omo movido por un resorte y un
PKOSA LIGERA 2f>
|)ocü euiifiLSO, me incliné profundamento, A pesar
de mi alejamiento voluntario de los centros literarios
(!e Madrid, había dos hombres que deseaba viva-
mente conocer : Núñez de Arce y Pereda . Al prime-
:o por su inspiración gentil, vibrante y generosa.
'or el ropaje suntuario de su lengua opulenta, len-
gua mía, de mis padres y de mi raza, por la nobleza
tradicional de su carácter, por la pregonada sencillez
(le su vida armoniosa. A Pereda, porque un día, allá
por 1884, en la opaca tristeza geinnánica de Carlesbad,
había recibido un paquete de libros acompañados
por una grata carta de Martín García Mérou, qu^'
enviaba a su antiguo jefe y siempre amigo, algunos
libros españoles, entre otros la Sotileza del escritor
<!e la Montaña; lo había empezado a leer, lo había
devorado y había contestado al que tal regalo me
había hecho, una carta entusiasta y cariñosa que
García Mérou envió a Pereda, quien me hizo decir
• I lie tenía en España dos brazos abiertos que me
esperaban. Pero mi hombre estaba constantemente
"letido en Santander (decir que en ese tiempo me-
ditaba Peñas arrihüf esa maravilla, sin que yo lo
cupiera, para ir a rogarle me hiciera visitar el teatro
de ese drama admirable!) y cuando venía a Madrid,
lo hacía tan callandito, que los diarios anunciaban
su llegada el día de su partida .
Y ahora, de pronto, sin sospecharlo, tenía en mi
casa, a mi lado, para mí solo^ a Xúñez de Arce! Le
tome la mano, le dije que ha^sta entonces, al ha-
blar conmigo, sólo había hablado con uji particu-
lar, pero que ahora me ponía el uniforme diplo-
mático, le recordaba que estaba reconocido en mi
arácter de representante de mí país por Su Ma-
jestad (Q. Ü. G.), que en mis credenciales mi gobier-
no pedía al de España — y por consiguiente a todos
los españoles — que prestaran fe a mis palabras: y
que, por lo tantOj le pedía la suya al manifestarle
'>() VI lOfv T < \
la gratitud profunda de todos mis compatriotas que
habían tenido la fortuna do leerlo, por los puros y
levantados goces de orden intelectual y moral, en-
contrados en las estrofas de sus cantos admirables,
en los que, bajo formas nuevas c impecables que
hacían valer el viejo idioma, se levantaban, s()l)rt'
el chato horizonte moderno, todas las nobles ideas,
todos los instintos jrenerosos, todas las actitudes va-
lientes, hasta la duda misma, que animan a pensar
que el alma humana es al«ro más (pie una resultante
fisiológica. Le hablé de sus poemas, de sus dramas,
de sus trabajos anunciados — y el poeta, ante mi
acento sincero, me escuchaba con placer, entretenido.
íiuizá, en oir el elo£r¡o de su obra, hecho en algo. ])ara
él, como un idioma extraño, en el (pie la construc-
ción de la frase, la cadencia del período, hasta el
valor de las consonantes, parecía dibujar va^ramenfe.
no ya el español del pasado, petrificado allá en
Levante en labios de los descendientes de moros y
judíos, sino un castellano del porvenir, ágil, vivo,
un español americano, en una palabra, listo siempre
a jinetear, sin estribos, la mismísima gramática.
Nos pusimos a charlar o. mejor dicho, le hice ha-
blar larga, afectuosa y abiertamente, suscitando!»'
nuevos temas, así que veía que el anterior iba a
agotarse. Así hablamos mucho de arte, un poco de
política, a raudales del pasado español y del porve
nir americano. Y a medida que los juicios del poeta
se condensaban en frases no cuidadas, pero claras y
de elegante movimiento, me abandonaba al placer
de contemplar ese espíritu ecuánime, cuyas raíces
iban a beber la fresca savia que le animaba, allá en
las regiones donde el corazón encierra la bondad, la
ternura, el entasiasmo y la fe, sin que iiinguna se
extraviara para ir a aspirar la Donzoñn dr-l rwlin n
de la envidia .
Y el tiempo corría, la América y la España mibuia
PROSA Lir.KRA 81
se habían acotado y, desaparecidos lo^ Pirineos, en-
trábamos como conquistadores, a través del Rosellón,
en vieja tierra de Francia . La pléyade, el eenácnlo,
los Parnasianos, los estéticos,^ los naturalistas, los
decadentes, a todos los pasamos en revista, él, con-
teniendo con su sonrisa moderadora mis juicios im-
petuosos, yo animando a veces, con un rasgo atrevi-
do, la armoniosa mesura de sus opiniones. Hace
poco, lej'cndo, con el trabajo que mis hemianos en
análoga tarea habrán apreciado, un libro de Nietzs-
che, me encontré con esta gráfica descripción del
autor de Nana: *'Zola, o el placer de heder'* (-1) . El
juicio de Núñez de Arce era casi idéntico, pero la
forma exquisita en que se enunciaba, ~lc quitaba la
crudeza, sin disminuir la eficacia. En cambio, como
me seguía contento con su mirada animosa, al oirme
decir que había más naturalismo de verdad en Fortu-
nata y Jacinta, de Pérez Galdós, que en la obra entera
de Zola, y más belleza en la descripción que el mismo
hace de Toledo en Ángel Guerra, que en todos los
celebrados cuadros descriptivos del autor de L'Asom-
moir! Y luego, de un salto sobre la Mancha, a Ingla-
terra y allí, arriba, alto, a la cumbre y al honor,
Dickens, Elliot y entre los poetas Keats, Shelley, el
mismo Byron, los que tienen entrañas, sangre y vis-
ceras: y luego. . . Se puso de pie, sacó su reloj, gen-
tilmente me hizo ver el largo tiempo transcurrido y
me repitió con mucha insistencia su amable invitación
para el Ateneo. Entonces le hablé con toda fran-
queza .
— Ahora que conoce usted un poco mi espíritu,
señor, no le extrañará oirme afinnar que sólo puedo
hacer lo que hago con convicción y sinceridad. Ha-
cer un discurso o conferencia sobre Colón y las re-
(1) Nietzt-('h(. : Le i'rrnus.-uJc dea j'f"^'^-. traducción de Albert,
Pág. 172.
32 MTíJrEL CANt
lacioues liistóricns hispajiü-americanus, de majiera n
([ue sea grato a lui auditorio (porque nadie está obli-
gado a escribir un poema épico ni a decir, en materia
de arte, cosas desa^rradable^s), será para mí altro muy
difícil, porque siempre Le pensado ípic dos de los
hombres má^s fatales que ha tenido España (y cui-
dado que no se ha (juedado atrás en la especie!) han
sido Colón y Felipe el Hermoso, que le trajeron dos
de las calamidades mayores que pueden caer sobr<í un
pueblo, la riqueza fácil y la gloria militar. El pri-
mero, con su América y su oro, su espíritu romántico.
aventurero, anti-industrial, con los sií<t'*mas absurdos
que el galeón esperado e indispensable impuso; el
segundo metiendo a España, con sus vinculaciones
germánicas y su imperial vastago alemán, en todas
las complicaciones de la Europa de entonces y a H
infeliz que salía de gucirear siete siglos con árabes
y moros, obligándola a desangrai-se de nuevo desdi-
las costas de Argel hasta las dunas de Holanda, sin
olvidar los campos de Italia, de Ñapóles a los AIjk's,
los llanos de Alemania y las frescíus colinas de Francia
y Bélgica. ¿Qué quiere usted que vaya a decir al
Ateneo? ¿Que nosotros, los del Río de la Plata, no
teníamos derecho a enviar a España más que uno o
dos barcos por ano, con tantos cueros consignados a
tal casa de Cádiz? ¿Que se nos obligaba a ir a oom-
prar ropa, calzado y sombreras a Panamá o Portobelo,
Mue estaban a seis meses de distancia, ida y vuelta,
•on cuyo motivo comi)rábamos todo lo que nos hacía
falta, de contrabando, bien entendido, a los portu-
gueses de la Colonia? ¿Que todo eso, si bien nos dej')
en un estado de delicioso atraso, pues no creo que
haya habido pueblo más feliz que el colonial Buenos
Aires, antes que los ingleses vinieran a hablarnos, a
balazos, de ideas nuevas y paparruchas liberales, que
todo eso remató en la triste España de Carlos II o en
la dolorosa de Fernando Vtí? ¡Fernando XIV Fi-
íiOSA LláEBA 3S
gúrese usied que se me cruce ese nombre en mi trabajo
mental; ¿puede usted imaginarse todos los imprope-
rios que van a salir de esta boca, por más mesura que
le imponga? El tratamiento de Maeaulay a Barére
será de malvavisco y altea al lado del que, sin poder
resistirlo, propinaré al hijo infame de Carlos IV. Y
si, hablando de los autores principales del hundimien-
to español, llegara a plantar, delante de Cánovas del
Castillo, que es Presidente del Consejo de Ministros,
\' que seguramente estará en el Ateneo, las cuatro
fre.scas que se merece el Conde-Duque de Olivares,
que él pretende rehabilitar, ¿a dónde irá a parar mi
reputación diplomática ?
Núñez de Arce me oía sonriendo, pero como tsus
ojos insistían, continué r
—Pero como usted me ha hecho un honor muy
grande y con ser de los mayores de mi vida, un
placer que lo supera, viniendo a mi casa, quiero que
salga usted en su empresa mejor de lo que pensara.
¿Conoce usted al actual ministro del Uruguay en
Madrid? ¿No? Pues se llama Juan Zorrilla de San
Martín, vive aquí a la "snielta de mi casa y si usted
le ve con sombrero no da un real por él, ni mucho
menos si le ve descubierto. Nadie le conoce aún aquí,
porque ha llegado hace poco ; pero el día que caiga en
un cenáculo intelectual en el que haya algunos poetas,
uno que otro hombre de pensamiento, un colorista y
algún oído habituado a oir sonar el cristal y el tem-
plado bronce, le van a sacar en andas. Para que
usted no olvide esta visita, regalo a usted y al Ateneo,
a mi amigo y compañero Zorrilla de San Martín.
Oiga usted un momento.
Tomé Tabaré en el annario vecino y le leí algunas
estrofas; cuando interrumpí mi lectura para conti-
nuar, Núñez de Arce me tomó el libro de las manos
y continuó leyendo en silencio. Al fin me dijo:
— ¡Pero éste es un Qjaestjo!
Ui Miguel gané
— ¿Sabe usted lo que he dicho a Zorrilla de San
Martín, sobre Taha re, en el álbum de su señora? Que
versos como esos valen la buena prosa.
Volvió a sonreír Núñez de Arce con aire de dulce
reproche por lo que parecía considerar una mera pa-
radoja.
Yo me defendí ; le recordé que los primeros bal-
bulceos de la humanidad habían tomado la fonna mé-
trica y que sólo en un estado de civilización relativa-
mente avanzada había hecho la prosa su aparición.
Que recordaba también cuántos poetas eonsa«¿:rados
enumeraba la historia literaria, desde los f^ricgos, i)ara
no ir más arriba, hasta nosotros y que al lado de esa
lista nutrida y luunerosa, contara, con los dedos de
la mano, que le iban a sobi-ar, cuántos eran los pro-
sistas de primera fila, aquellos que nadie diseute,
como Platón entre los grief^os, Tácito entre los roma-
nos, o, saltando al mundo moderno, del siprlo XVI al
presente, Montaij^ne, (V^rvantes, Kenán... Y i)ara
hacerme perdonar mi osadía, le recitó de memoria,
que así las sabía eníonces, dos o tres estrofas de la
Lamentación de Lord Ihjron .
Aceptó que yo hablara a Zorrilla antes de que ól
le invitara, y se retiró, quedando amipfos ya.
Vi y vio a Zorrilla, que, sumiso y contento, no sin
temor, se encarjíó de la conferencia en el Ateneo.
Esa noche fui allí por primera vez y con encanto
respiré la culta atmósfera, tan afectuosa para nos-
otros. Llegado el momento, el alma vigorosa y bien
templada del poeta uruguayo, subió hasta la tribuim
su pequeña envoltura mortal. El público miró con
sorpresa aquel rostro invadido por la hirsuta y re-
belde eabellera que, al avanzar sobre la frente, parecía
continuarla, para dar ancho hogar al pensamiento.
Cuando empezó a hablar, el acento, la armonía de la
palabra, la vibración de la idea, la lujosa forma en
que salía envuelta y la gracia con que se movía, con-
PBOSA LIGEBA 35
quistaron a poco anclar al auditorio, que rompió en
aplausos calurosos. Por fin, cuando Zorrilla de San
Martín, de pie, en la cumbre que parte del istmo
americano, como Balboa, miró, no j'a los dos océanos
que tendieron su inmensa majestad a los ojos atónitos
del nido navegante, sino el cuadro entero de esa colo-
sal América latina, que empieza, en el continente aus-
tral, por las regiones que baña el Orinoco y concluye
en la glacial soledad del último cabo del mundo habi-
tado; cuando, como Andrade en su canto, describió
una a una las naciones desprendidas del vigoroso
cuerpo de España, sus luchas feroces, herencia de su
organismo pasional, sus esfuerzos por surgir a la luz,
sus riquezas, sus esperanzas y su fe en el porvenir;
cuando ligó todo ese pasado al pasado de la madre
patria y confundió, en la imagen esplendorosa del
triunfo definitivo que reservan los días venideros, a
la raza entera, entonces los ojos se llenaron de lágri-
mas, los corazones se agitaron a romperse y las manos
se buscaron instintivamente. Núñez de Arce, que es-
taba a mi lado, murmuraba a cada instante, a mi
oído, palabras de gratitud, y fué con un abrazo es-
trecho que recibió a Zorrilla cuando éste descendió
de la tribuna.
Pocas veces, más tarde, tuve ocasión de encontrar-
me con el ilustre poeta español; hacía poca vida
social y su delicada salud le imponía una \ada se-
dentaria. Pero mi admiración por su espíritu crecía
a medida que nuevas obras, cada vez más perfectas
y acabadas, venían a enriquecer los tesoros de nuestra
lengua, como se aumentaba mi respeto y profunda
estimación por su carácter, a medida que rasgos in-
comparables de su noble naturaleza moral me eran
conocidos. Con ser tan admirado, no creo que hubiera
entonces, en España, nadie más estimado que Núñez
de Arce.
Dos veces, desde entonces, la muerte, rugiendo como
3g MIGUEL CAÑÉ
lina furia, se ha arrojado .s(.>bro él, y dos veces la
naturaleza tan amada del poeta, ha sostenido por v\
la lucha, animosa siempre, triunfante al fin. Hoy el
pelig^ro se ha alejado y vuelve a su amplia y vigorosa
plenitud el espíritu admirable y delicado que envuel-
ve, como finísimo encaje, una de las almas más nobles
y armoniosas venidas a la luz en suelo español.
1902.
Por montes y por valles
Las diarios ingleses han publicado una curiosa cs-
tadÍ5>tica de las hazañas cinegéticas de lord Grej', que
ha de haber sido reproducida por la prensa universal.
En todo caso, hela aquí. Lord de Grey, en 18 años,
de 1877 a 1895, ha muoi-to la siguiente cantidad de
animales :
111.190 faisanes, 89.401 perdices, 47.468 graiiscs,
'24.147 conejos, 26.417 liebres, 2.735 becasinas, 2.077
coqs d£ hruyérey 1.363 patos silvestres, 381 ciers-os
rojos. 186 cierv^os, 97 jabalíes, 94 aves negras, 45 pa-
letos, 12 búfalos, 11 tigres, 2 rinocerontes y 8.450
piezas diversas: lo que hace, en conjunto, 316.699
piezas, o sea un téraiino medio de diez mil piezas
anuales .
LoM de Grey es indudablemente el primer caza-
dor de Europa, y no me extrañaría que el sindicato
de fabrica íites ingleses de armavS y cartuchos de caza,
pensara, al día siguiente de su muerte, en levantarle
un monumento que consagrara su gratitud. La ca-
sualidad me hizo cazar un día en compañía de lord
de Grey: era en España, y los azares de la colocación
hicieron que tuviese el puesto contiguo al suyo en un
ojeo. La estación de la caza estaba ya avanzada, y
las perdices rojas españolas, difíciles siempre, flaco-
nas y vigorosas, hendían el aire como saetas, gene-
ralmente fuera del alcance del fusil. Yo, cazador
38 31IGLXL CA.\É
mediocre, pero sin vanidad, hacía un fuego de todos
los diablos, muebas veces con la conciencia de la
inutilidad de mi tiro, pero sin poder resistir al placer
de apretar el gatillo cuando tenia el ave en linea.
Lord de Grey tiraba mucho menos; pero ese día no le
vi desperdiciar un solo tiro. Tenía dos hombres de-
trás de él, que le pairaban una escopeta carjrada con
una rapidez extraordinaria ; concluido el ojeo, los dos
servidores no perdían una sola pieza de las que había
abatido su señor, merced a una perrilla ^ris, de po-
bre aspecto, pero admirable de olfato.
Hay algunos cazadores (pie, sin ser de la fuerza de
lord de Grey, no pierden gfcneralmente un solo tiro.
El príncipe de Monaco, el feliz soberano de Monte
Cario, tiene esa reputación; ])ero parece (pie la cuida
de tal manera, nue a veces tran.scurren horas enteras
sin que haga un disparo. No tira sino lo seguro.
Como iinnca lie podido comprender ningún aspecto
de la vida a través de la vanidad, tampíK'o me ha
sido dado entender la caza de esa manera . He tenido
gran afición por ella, afición ((ue, con los años, va
pasando, como tantas otras que son el glorioso séfpiito
de la juventud. Por ese motivo, b)s i)untos donde lie
encontrado mayor placer en cazar han sido mi tierra
y España. La marclia en nuestras admirables prade-
ras, sobre el tapiz esjieso y elástico, en la llana ex-
tensión que se prolonga hasta donde los ojos alcanzan,
precedido por un buen peiTo hecho a nuestros hábitos,
bajo un cielo de una transparencia sin igual y vn
medio de esos fugitivos fenómoní«^ de la p.Hmpa que
los hijos del suelo comprendemos y .sentimos, la mar-
cha en esas condiciones es una de las sensaciones nu'is
gratas que pueden dai^e. En España la empresa es
más ruda. En primer lugar, la temperatura; he ra-
zado varias veces en las regiones de Avila y Segovia
en el mes de Enero, y a pesar del calor natural de
la marcha y de todas las precauciones necesarias, el
PBOSA LIGERA 39
cañón de la escopeta nos helaba las manos. Muchas
veces el suelo es pedregoso y os destroza los pies.
Otras, como en San Bernardo, cerca de Toledo, la
configuración del terreno es de tal manera acciden-
tada, que se necesitan las piernas de acero que tenía
nuestro inolvidable Lucio López, uno de los primeros
cazadores de mi tierra, para resistir un par de horas.
Pero al fin^ es la caza, es la aventura, es la lucha,
con sus pequeñas mortificaciones, que son recompen-
sas. No olvidaré nunca nuestras largas excursiones,
en pleno invierno, en Extremadura, allá por las sie-
rras de Guadalupe, a caza de jabalíes, en tieiTas de
mi amigo el marqués de la Romana.
Teníamos una noche de camino de hierro, luego un
día de caballo y por fin empezábamos a trepar los
montes, salvajes si los ha}', precisamente por las mis-
mas sendas, talladas en la piedrav que se practicaron
hace quinientos años, cuando don Pedro el Cruel, rey
de Castilla, quiso emprender cacerías en aquellas re-
giones desconocidas. Ya en América había observado
el mismo fenómeno, al subir los contrafuertes de los
Andes por los mismos escalones socavados en la piedra
por el rudo brazo de los conquistadores : una vez que
el español, con su tesón y su ímpetu inicial, ha trazado
una ruta, las generaciones pueden sucederse infinitas,
todas ellas han de tomar el mismo camino, en tanto
que subsiste, pues nadie piensa en mejorarlo ni en
conservarlo. Por estíis gargantes, ásperas y sombrías
como su carácter, subía, pues, don Pedro, camino del
Hospicio, donde iba a pasar la noche para ponerse
en caza aV día siguiente. En el Hospicio dormimos
también, vasto y tosco edificio de piedra, elevado sin
arte, pero para desafiar los siglos. Los ojeadores,
guías, peones y perreras, ocupaban la enorme cocina,
que, con su colosal fogón en el centro, era la única
pieza habitable de la casa, porque en los cuartos des-
tinados a los señores el frío nos penetraba hasta los
40 MIQLTíX CAÑÉ
huesos. En ella hicimos campamento, pues, en demo-
crática promiscuidad, y env'ueltos en nuestras mantas,
esperamos la aurora para ponernos en movimiento.
Nos despertó un i'uido infernal, una jauría de perros
que llegaba, nada menos que la recova del marqués
de la Conquista, el noble anciano descendiente de
Pizarro, que, impedido por un achacjue de su edad,
de tomar parte en la cacería, nos enviaba sus afama-
dos perros, con una carta de un tono de admirable
hidalguía, en la que nos pedía que no los economizá-
ramos, porque, cuanto más numerosos fueran los que
auedaran en el campo, más se colmarían sus votos
de un éxito feliz. Eran ochenta perros de primer
orden, hechos al combate, pequeños, fuertes y valien-
tes, que unidos a los cincuenta con que contábamos,
nos formaban una jauría de excepcional imi)ortancia.
La del marqués de la Conquista la dirigía el perrero
más afamado de aíiuellas regiones, un hombre alto,
seco como un íilambre, vestido de re^'io cuero de pies
a cabeza, con el hablar lento y sentencioso, conociendo
todos los perros de la comarca por sus nombres y
hazañas, y las costumbres del jabalí mejor que las
de sus semejantes. Fué él (püen me inieió en los
hábitos, curiosos a veces, del animal (jue por primera
vez iba a combatir. Así, mientras defendía al jabalí
de ciertas imputaciones desdorosas, confesaba la ma-
licia y la prepotencia del solitario (pie, llegado a la
venerable edad de cuatro años, en el momento en
que loa colmillos próximos a retorcerse y hacerse
inofensivos, son más temibles, hace vida aparte, aislado
siempre, como su nombre lo indica, pero no sin ha-
cerse preceder, tanto en marcha como en el reposo,
por un Javacho de un año o diez y ocho meses, al
que ha atcn-orizado hasta el punto de convertirlo en
centinela avanzado de su seguridad, llamado a dar el
alerta en caso necesario o a sufrir las consecuencias
del primer encuentro dc«agradable. Era tan curiosa
PEOSA LIGERA 41
la conversacióu de aquel hombre, tan peregrinas las
historias que contaba, que tocios^ amos y criados, es-
tábamos suspensos de sus labios, al calor del hogar
alimentado por enormes troncos de encina. Por fin
al amanecer de un día radiante de sol, aunque muy
frío en la mañana, nos pusimos en camino. Eramos
ocho cazadores y seis escopetas negras. Se da este
nombre a los guardas armados que cierran el circuito
del ojeo; ocupan los liltimos puestos a ambos extre-
mos de la línea para tirar sobre los jabalíes que esca-
pan a los cazadores o ultimar los heridos. Tienen
una reputación de tiradores extraordinarios, pero yo
creo que la deben a sus escopetas viejas y ordinarias,
con el cañón reforzado por cuerdas, composturas y
remiendos primitivos por todos lados. Yo les he visto
errar con más frecuencia que nosotros mismos.
Llegados al sitio del primer ojeo, nos numeramos
y, según la suerte, fuimos ocupando cada uno nuestro
puesto, separado del vecino lo menos por trescientos
metros. Cerrábamos lui valle que se extendía a lo
lejos, entre dos montañas. El suelo estaba cubierto
de una jara espesa y bravia de más de dos metros
de altura. El ojeo abarcaba cerca de una legua de
valle : los ojeadores con los perros habían partido en
otra dirección al iniciar nuestra marcha. Tardamas
cerca de una hora en ocupar nuestros puestos y cuan
do todos estuvimos colocados, el guarda jefe, que nos
mandaba a caballo, hizo un disparo de fusil. Un
silencio de muerte reinaba en ese instante en el som-
brío valle; las cumbres de los montes vecinos estaban
ya bañadas por el sol, cuya luz dorada empezaba a
bajar por las laderas. A mí me había tocado una
pequeña hondonada ; era un buen puesto, porque a
mi frente, a cincuenta metros, clareaba por momentos
la jara, lo que indicaba que había un sendero por allí,
que probablemente tomaría el jabalí acosado. Pero
entre ese punto, que era mi campo de tiro probable y
42 MIGUEL CAÑÉ
yo, corría un arroyo de agua muy clara y muy fría,
cuya profundidad ignoraba. Tenía a mi lado al secre-
tario, como llamábamos al peón encargado de llevar,
en la marcha, las armas, municiones y vituallas. A
las ocho y media de la mañana tomé posesión del
puesto que debía ocupar hasta las cuatro de la tarde
y los compañeros siguieron adelante. Con gran rapi-
dez y silencioso siempre, según los cánones, mi secre-
tario reunió leña para hacer fuego en el momento
necesario, para calentar agua. Me senté, preparé mis
armas y esperé. Tartarín se habrí;i mostrado satisfe-
cho de mi arsenal. Tenía una carabina r.rprcss, aus-
tríaca, de dos tiros, de la que el fabricante me había
dicho maravillas, mi vieja escopeta calibre 16, car-
gada a bala, mi revólver, y al cinto, lo que me daba
un aspecto feroz, un enorme cuchillo de caza, de hí)ja
ancha y filosa, (pie ya había hecho ju^^ar en la vaina,
con ciei*to aire de d'Artagnan antes de un duelo.
Me había provisto de un libro, sabiendo de antemano
las largas horas de la espera, pero est4d>a tan ner-
vioso y excitado, tan penetrado por aquella naturaleza
salvaje y tan ctnpoignc por la rudeza de la caza, que
no lo abrí un momento. Cuando sonó el tiro de señal,
me puse de pie precipitíidamente y empuñé con deci-
sión mi caral)ina. Al poco tiempo em])ezamos a oír
a lo lejos, como un eco, el ladrar de los perros, (jue
se fué acentuando, luego disminuyejido, hasta no oirse
sino el aullar penetrante, como (piejumbroso, de un
solo perro. ''Es el ^latido de Juanicho, me dijo casi
al oído el secretario. Ha olido algo". Juanicho era
la perla de la recova del manjués de la Conciuista.
A los veinte minutos, por entre la jara, a nuesti't)
frente, silenciosos ahora, pero husmeando con te.són,
llegaron cuatro o cinco perros. So cruzaban, se dete-
nían, levantaban la cabeza como para aspirar aire
fresco y de nuevo seguían rastreando. Llegaron hasta
nosotros, los acariciamos un instante en silencio y vol-
PROSA LIGERA 43
vieron a desandar el camino hecho, jadeantes y tena-
ces; de nuevo la calma silenciosa volvió a reinar;
volví a sentarme, pero a cada movimiento de un ar-
busto, a cada ondulación de la jara, saltaba sobre mis
pies. Mi secretario, más habituado que yo, sin em-
bargo, saltaba también, e instintivamente llevaba la
mano a su cuchillo, su única arma. Por fin, después
de dos horas de espera, oímos una algarabía muy
lejos; pronto cesó, los perros estaban despistados.
Pero a mi frente la jara se movía de un modo casi
imperceptible. Mi secretario me tocó suavemente el
hombro y me alcanzó municiones, como si mis armas
no estuvieran cargadas. Tendiendo la vista anhelante,
vi a unos cincuenta metros y cruzando diagonaimente
frente a mí, un jabalí que al trote se deslizaba cau-
teloso entre la jara.- Yo sabía que debía esperar a
(¡ue pasara por el punto más próximo. La vi bien:
era una jabalina regoructa, no muy grande. Por un
esfuerzo de voluntad conseguí no hacer fuego, si-
guiendo con el cañón de mi carabina la marcha del
animal; pero en ese momento sonaron varios tiros a
mi derecha e izquierda. Sin duda la banda de que
formaba parte mi jabalina se habría dispei'^ado y
puesto a tiro de mis compañeros. Mi animal se detu-
vo, agachó la cabeza y dio vuelta como para alejarse :
en ese momento tiré. La jabalina continuó su trote,
que no interrumpió el segundo tiro y se perdió entre
la espesa jara. Eché a un lado la carabina con cólera;
yo no soy un gran tirador, ]ii mucho menos : pero no
dar en aquel blanco, a cincuenta metros, era dema-
siado. Abandoné, pues, la carabina y todas sus fara-
niallas y tomé mi vieja escopeta, compañera tranquila
y segura de cinco años de campaña.
Un momento después se dejó oír gran aullar de
perros en la altura que tenía frente a mí y antes de
que nos diéramos cuenta, un jabalí enorme, un soli-
tario, bajó a escape la cuesta y se detuvo jadeante,
44 MIGUEL CAÑÉ
prestando el oído a los perros que se acercaban, a
treinta o cuarenta metros de mí, al otro lado del
arroyo . Apunté con toda la calma posible e hice f uep:o ;
el jabalí se levantó casi en sus dos patas traseras,
se sacudió todo y como los perros bajaban ya, frené-
ticos, dio dos pasos y se espaldó en el troncd de un
árbol para hacerles frente. Cuando los perros estaban
ya casi encima de él, le hice mi segundo tiro, que
debió darle, porque de nuevo se sacudió iodo, pero
no cayó. "¡Juanicho, señor, Juanicho a la cabeza!"
me decía entusiasmado el secretario, st^lalAiidome un
perrillo pequeño, eiisang:rentado, bravo como las ar-
mas, que del primer salto se había prendido a la oreja
del jabalí que lo sacudía en el aire, mientras a col-
millo limpio se defendía de los otros perros. Uno de
éstos (eran cinco o seis) yacía 3'a con el vientre abierto
y otro malherido se retiraba del combate p:im¡endo.
Sin darme cuenta, sin atinar a cargar de nuevo la
escopeta, como si el jabalí se me fuera a volar, tiré
el aniia, saqué el cuchillo y a escape llegué al arroyo,
me metí dentro con el agua a la cintura y fría como
el demonio y llegué hasta el animal que se defendía
desesperadamente. "¡Por detrás, «eñorito, por de-
trás!", me gritaba el secretario desde el medio de!
arroyo. Pero yo no le oía; a gritos y puntapiés tra-
taba de alejar los perros, quí* temía sucumbieran to-
dos. Incluso fluanicho, si soltaba la oreja. Al verme, el
jabalí pretendió hacerme frente, pero estaba muy mal
herido y los perros le acosaban. Por fin, ganándole
el lado, conseguí meterle hasta el cabo el cuchillo en
el codillo. Cayó como una masa; pero Juanicho no
soltaba, a pesar de los esfuerzos del secretario por
arrancarlo. Me decidí entonces a cortar la oreja del
jabalí y sólo cuando se encontró con un pedazo de
cuero inerte entre los dientes, que no hacía resisten-
cia, Juanicho soltó la presa. Lo llevamos al arrm-o y
lo lavamos, así como a los otros perros heridos, y
JPKOSA LIGEBA 45
echando una mirada de cariño a los dos muertos en
la lucha, arrastramos al jabalí hasta la orilla del
curso de ag:ua. A los tiros y gritos, llegó el capitán
(guarda-jefe) ; el secretario le narró el combate mien-
tras echaba pie a tierra . Me saludó y diciéndome :
*'jlos derechos del capitán!", convirtió al jabalí en
émulo del más desgraciado de los amantes de la Edad
Media. No vi otro jabalí ese día; pero cuando a la
noche, en la gran cocina, llamamos al perrero del
marqués de la Conquista para charlar de la jornada,
éste se avanzó con las manos y la cara destrozados
por las espinas de la jara y nos dijo que habíamos
perdido catorce perros, diez del marqués y cuatro
nuestros. Luego se adelantó hacia mí y sacándose el
sombrero, me dijo con cierta alteración en la voz:
''Pero nada se ha perdido, porque el señorito ha sal-
vado a Juanicho. ¡Dios se lo pagará!".
Nos apretamos la mano, y desde ese día somos bue-
nos amigos, aunque no nos hemos vuelto a ver. Yo no
tenía gran conciencia de ser el salvador de Juanicho ;
pero sin duda mi secretario debió haber arreglado a
su manera la naiTación de la hazaña. Que no me
disgustó la cosa, lo probó más tarde la propina. . .
Se me ha ido la pluma contando ese recuerdo de
mis gratas cacerías en España, porque acabo de lle-
gar de una partida de caza, aquí, a tres cuartos de
hora de París, en una gran propiedad, con un casti-
llo enorme y de un lujo extraordinario. Apenas ba-
jamos del tren, subimos a un ómnibus arrastrado por
un tractor automóvil, que nos llevó al castillo. Al-
morzamos allí, en un comedor con tapicerías de cien
mil francos. Luego, en un carruaje cómodo, nos lle-
varon hasta el sitio de la caza y los faisanes enormes
como pavos, engordados a grano, comenzaron a volar
pausadamente. Se tiró más o menos bien, pero el
tahleau fué soberbio. Nos vestimos de frac para co-
mer, se hizo un poco de mvísiea, se jugó al ivhüt y a
4á líIGUEL CANé
las 12 de la noche estábamos de regreso eu París.
jOIi, mis ásperos cerros de Extremadura! Recordaba
una vez más la linda jornada, desde el Hospicio hasta
el Monasterio de Guadalupe, aquella inesperada cate-
dral perdida entre las montañas, consagrada a la vir-
gen maravillosa, que, según la leyenda, talló el mismo
San Marcos en un tosco tronco y que por siglos ha
sido venerada en toda España. A ella enviaba reve-
rente don Juan de Austria, al día siguiente de Le-
panto, la soberbia lámpara de la nave capitana, y
Zurbarán cubría los muros y los altares de la iglesia
de telas admirables que el tiempo empieza a destruir.
Mientras mis compañeros, creyentes como, buenos hi-
dalgos, se arrastraban de rodillas en el misterioso
santuario (jue guarda a la virgen, yo, de rodilbus
también, admiraba su magníñco manto cuajado ilo
pedrerías, las imnimerables joyas que la cubrían y en
la sombra, su cara, su enigmática cara, casi negra,
toscamente tallada. Y después de nosotros los perre-
ros, los peones, los criados, con el rostro desencajado
por la emoción, prosternándose para besar la orla del
vestido de la imagen y pedirle alivio en sus vidas mi-
serables !
Allí la naturaleza, el hombre libre, creyente y fuer-
te; aquí la convención y el hombre raciuítico, escép-
tico y snob. ¡Buena y ro])ust» tierra de España, que
guardas en tu seno los huesos de mis abuelos y en
medio de tus penas y dolores, en este mundo chato
que la civilización nivela y hace cada día más banal,
conservas aún tu altiva fisonomía y los rasgos sobe-
ranos de tu enérgica personalidad, yo te imploro, oh
buena tierra de España, resiste a la ola por largos
años, para que nuestros hijos trepen gozosos tus mon-
tes salvajes y en tus rincones perdidos, que el riel de
hierro no cruza, sueñen, esperen y crean!
ParíSj enero 1897.
El arte español
ORIGEN Y CARÁCTER
Al principiar el siglo XVII, la España, que en
el siglo anterior había alcanzado al apogeo de su
grandeza, ejerciendo sobre la Europa entera, bajo
los dos primeros príncipes de la casa de Austria,
una influencia incontrastable, marchaba ya en la
senda de su decadencia. Felipe III había vivido con
el reflejo de su prodecesor, y la falta colosal "de sw
reinado, aquella expulsión de judíos y moriscos,
que dejó una cicatriz jamás cerrada en el corazón
de España, no había hecho sentir aiin todas sus
consecuencias. Pero ya la dilatación de las fuerzas
españolas que, sin la organización de la Inglaterra
actual, se extendían por toda la Europa y el nuevo
mundo en vías de colonización, empezaba a debilitar
la metrópoli, que poco o nada había aprovechado
de su grandeza pasajera.
Casi todos los pueblos que han dejado una me-
moria gloriosa en la historia humana, han aprove-
chado sus tiempos de esplendor y fuerza, para d^se
una organización interna estable y vigorosa, merced
a la que han vivido independientes y respetados,
cuando la época extraordinaria hubo pasado. No
así España, Carlos V encontró la nacionalidad espa-
ñola fresca y flojamente constituida; el provincia-
lismo inveterado, que era el modo de ser histórico
4S MIGUEL CAÑÉ
eu la Península, persistía en los hábitos y leyes
locales, aun después del triunfo de unión obtenido
por el enlace de los Reyes Católicos. Cada región
de la monarquía era tratada según su derecho his-
tórico; unas, como las tres provincias del Norte,
que pretendían haberse incorporado voluntariamen-
te, tenían condiciones de nobleza y privilegio. Las
accedidas por aporto matrimonial, como Castilla y
León, Aragón y Cataliüia, tenían fueros menos con-
siderables, y otras, como Valencia y Granada, sobre
las que pesaba aún la conquista, vivían literalmente
en esclavitud. De ese desquicio orgánico, Carlos V
y Felipe II habían exigido esfuerzos que aun a una
constitución nacional vigorosa hubiera sido difícil
alcanzar. Constantes y aventuradas expediciones a
América, la flor de la juventud española enrolada
en los ejércitos que consumían las guerras de Italiii,
de Flandes y de Francia; todos los recursos del país
agotados para atender a los vastos dominios de la
metrópoli, una política comercial estrecha e incon-
cebible, y en fin, por meta suprema, un ideal teocrá-
tico, ¿cómo era posible que España resistiera? El
golpe de Felipe III la hirió de muerte, y desde en-
tonces su historia es sólo la de una lenta agonía, en
la que el enfermo se debate desesperadamente por
momentos, asombrando i»or energías pasajeras, que
recuerdan su viril constitución.
Jamás un hombre que medite sobre las causas ge-
nerales de la decadencia española dejará de consig-
nar en primera linea el fanatismo religioso que
circunscribió el horizonte moral de aquel pueblo, y
según Buckle le hizo para siempre impenetrable
a toda idea de progreso. Ese hombre tendrá razón ;
pero no se puede, no se de])e olvidar, que si bien
la decadencia española es una consecuencia del fa-
natismo religioso, éste lo es y fatal, ineludible, de
la historia de España. Una nación que se rehac*
TEOSA UGEBA 49
iieroicamente, reconr|uistaiiclo palmo a palmo -su te-
rritorio invadido, durante ima lucha de siete siglos,
sostenido única y exclusivamente por el espíritu re-
ligioso, modela su organismo moral bajo un ideal
concreto, inspirado por la inflamación de un senti-
miento especial, que la gloria y la gratitud han
consagrado. Si la mayor parte de las desventuras de
España han venido de la exacerbación de ese senti-
miento, todas sus glorias lo reconocen por origen.
Sí, él encendió las hogueras de Felipe 11, él inspiró
los decretos de expulsión, él hizo condenar a muerte
en masa al pueblo flamenco, él ensangrentó las selvas
americanas con la hecatombe de indios, él clausuró
el espíritu español a toda idea de libertad intelec-
tual; pero ¿quién sino él, alentó el alma de aquel
puñado de asturianos que principiaron con Pelayo
la obra de la Reconquista, qué otro guía llevaba San
Fernando, y quién condujo a los Reyes Católicos a
las puertas de Granada? El espíritu religioso hizo
la España, la hizo tal como podía hacerla y no de
otra manera. Xo se puede hacer la crítica de la vida
secular de un pueblo, sin tener constantemente en
vdsta las condiciones especiales de su organismo pro-
pio. ¿Ha sido un bien o un mal para la humanidad
la ingerencia de España como factor activo en su
historia? Hay hombres que contemplando los restos
soberbios que quedan de la dominación árabe, o es-
tudiando el estado de las monarquías incásica y az-
teca en el momento de la conquista americana, ven
en esas formas del progreso hiunano . verdaderas ci-
vilizaciones avanzadas y deploran la intervención
de España y la imposición de su fórmula propia
aniquilando aquéllas. Es una paradoja que seduce al
espíritu, sobre todo en una blanca noche de luna,
en el centro del patio de los Leones en la Alhambra
o en el ambiente perfumado de los jardines del Al-
cázar de Sevilla. La civilización musulmana hizo su
50 MiQUEL CAXÉ
evolución completa, alcanzando el apogQo de su des-
envolvimiento en el sentido único que el ideal del
pueblo árabe y su institución religiosa permitían.
Las maravillas arquitecturales que hoy contempla-
mos con asombro, parecen revelar un estado de
espíritu culto, pulido, lleno de movimiento y luz,
contrastando con la sombría órbita moral del caba-
llero cristiano que más tarde había de cubrir los
mosaicos y arabescos de las mez(piitas con los sím-
bolos de su culto ferviente. Es un error; fuera de
esa arquitectura característica de decadencia, los
árabes no tenían una sola idea que valiera el vigo-
roso y amplio ideal cristiano, susceptible de obscu-
ridades transitorias, pero fecundo en su germen,
próximo a renacer de su prolongado letargo de la
Edad Media y a sacudir las cadenas del misticismo,
para estallar sobei'bio en el cinqucccnto.
'Organizada i)ara la más larga y dura guerra por
la fe que registra la historia, la España ora una
entidad moral lógica y entera, armónica en todas
sus manifestaciones. Todo en ella venía de Dios y
todo volvía a Dios, desde las manifestaciones políti-
cas de sus más preclaros ingenios, hasta el brutal
valor del soldado o el caballeresco arrojo del señor.
Concebida la vida nacional como un culto perenne,
en su seno no tenían eabida los (jue no participaban
de ese ideal. En un est^ido análogo de opinión, todas
las conquistas morales de la Refonna y la filosofía
del siglo XVIII, habrían sido impotentes para evitar
la expulsión de los heréticos. Jamás hubo en el mun-
do fanatismo más sincero; no era más ilustrada y
consciente la fe de un fraile mendicante que la de
Felipe II o la de f>u hijo. Felipe TV ve al francés
posesionarse de Barcelona, el Portugal segregarse de
su corona, los viejos tercios españoles aniquilados en
Rocroy; pero su preocupación principal es la resis-
tencia del papa en proclamar el dogma de la Inraacu-
PE03A LIGEBA. 51
lacla Concepción de María. Abandona el gobierno en
manos de Olivares o Haro, i^ero su Egeria política,
social, religiosa, íntima, es una obscura monja per-
dida en un convento de Aragón, cuyo cuerpo mace-
rado y espíritu exaltado le dan los caracteres que la
época atribuía a la beatitud. Como era natural en
una sociabilidad semejante, el arte nació bajo los
auspicios de la religión. El ideal primero no fué la
tradición ni se ayudó de la fantasía terrena; el arte
bebió su inspiración en la fe, y si el campo fué res-
tringido, ahí están las viejas catedrales góticas para
atestiguar de qué manera se explotó. Como el sacer-
dote que cumple los ritos del culto, como el niño que
en el coro eleva su voz argentina cantando las ala-
banzas del Señor, como el soldado que derriba moros
en nombre de Dios, así el artista, poniendo piedra
sobre piedra, esculpiendo las sillas del coral o trazan-
do en el lienzo las figuras de los bienaventurados,
todo acto, toda manifestación intelectual tendía al
mismo objeto. La vida nacional entera era una ora-
ción colosal.
Luego el artista, llamado a interpretar iconográ-
ficamente los misterios del culto y los dogmas reve-
lados, ¿no llenaba acaso una misión sacerdotal, abrien-
do, por su arte, el espíritu de los miserables y des-
lieredados, a la comprensión de las cosas divinas? En
esa aspiración constante del alma española hacia el
cielo, el artista que reflejaba en sus telas las escenas
de la vida futura o trazaba los cuadros más intensos
de la Pasión, era para el clero un colaborador pre-
cioso. Así, desde que el duro batallar contra infieles
termina con la conquista y que las primeras tentati-
vas artísticas empiezan a producirse, se observa que
nacen en el interior de los conventos, realizadas por
obscuros frailes cuyo nombre ni aun ha conserv'ado
la historia.' Figuraos un monje enterrado en un obs-
curo claustro americano, sin tradición, sin modelos,
52 MIQLEL CAÑE
¡sin nocioneís prácticas del arto, lucbando con la im-
potencia de sus medios para traducir las visiones de
su alma. Tal debió ser la primitiva pintura españo-
la, vigorosa de expresión como todo lo que e,s sincero,
pero de un tecnicismo infantil e ingenuo.
Puede contarse entre los sucesos que mayor tras-
cendencia han tenido en la historia de España, i«¡:ual
en consecuencias de im})ortuncia al descubrimiento
de América o a la conriuista de Granada, el enlace
de la hija única de los Reyes Católicos, Doña Juana,
a quien la historia vacila hoy en calificar de loca,
eon el archiduque de Austria, Felipe, llamado el
Hermoso. El origen del príncipe y su aporte matri-
monial, aquellos Países Bajos que tanta sangre y
dinero costaron a España, arrancaron a ésta de su
aislamiento secular. ím¡K'lida por el espíritu guerre-
ro y los hábitos de aventura contraídos en la larga
lucha, volvió su energía al exterior y es desde ese
momento (jue vemos sus ejércitos recorrer la Europa
entera, fundar y conquistar reinos, sus naves sur<-ar
los mares y sus famosos capitanes fijar nombres glo-
riosos en la memoria humaiui.
Con Carlos V el espíritu europeo penetró en Es-
])aña, y el advenimiento del Emperador puede con-
siderai-se como el punto de partida de una nueva era.
Hasta entonces España Imbía sido un soldado, cuya
vida recta y monótona í'stá trazada de antemano.
Combatir al infiel era toda su misión ; de hoy en
adelante, entre en la vida colectiva, necesita foniiar-
se una escuela política y ensayar las artes del go-
bierno para armonizarlas con sus dotes militares. Lo.s
grandes capitanes no le faltan: Gonzalo de Córdoba,
Alba, Farnesio, h>pínola. Vi llaf ranea. Sus políticos
habrían estado a la aJtui*a <le la situación, si la eon-
centración del i:)oder y la omnipotem-ia de la volun-
tad real en unos casos y en otros la privanza de fa-
voritos ineptos, no hubiera ahogado su iniciativa. Si
PBOSA LIGEEA 53
el famoso presidente La G-aaca, cuj'a acción, des-
envuelta en un mundo desconocido entonces, ha que-
dado en la historia borrada por la distancia, sin que
]io obstante sea fácil encontrarle un rival en habili-
dad, prudencia y perseverancia, si La Gasea, repito,
hubiera estado al alcance de su soberano y bajo su
constante e inmediata inspiración, la España habría
perdido el Perú en el siglo XVI en vez del XIX.
Pero todos los grandes señores que comandaban
por el rey en el esítranjero ejércitos o provincias, se
habían ido iniciando lentamente, no sólo a los hábitof*^
más cultos y costumbres más dulces que encontraban
en los enemigos que combatían o en los pueblos que
gobernaban, sino también tomando gusto por las co-
sas del arte. La imaginación meridional, fácilmente
accesible a la impresión de la belleza y la fastuosidad
tradicional del magnate español hicieron el resto.
Carlos V, al recoger el pincel del Ticiano, fijó el rum
bo, dio el ejemplo y facilitó, ennobleciéndolo, el mo-
vimiento artístico que alcanzó su apogeo en pleno
siglo XVII.
El momento no podía ser más propicio: los ejer-
citas españoles pasaban largos años en Italia, convul-
sionada aún por el Renacimiento, o en los Países
Bajos, donde brillaba ya la vieja escuela flamenca, a
hi que, renovada, tan grandes días estaban reserva-
dos. Los nobles españoles que acompañaban a Car-
los V fonnaban su gusto en las telas de Leonardo,
que había revolucionado el arte, abriéndole surcos
nuevos y fecundos, o en los mármoles del Bounarot-
ti, y sea que entraran aclamados en la Ciudad Eter-
na, o por la brecha con Borbón, se presentaban por
primera vez ante sus ojos las maravillas del arte
antiguo. Existen rudas relaciones de soldados de
aquella época que atestiguan la impresión producida
por esos espectáculos inesperados. La inteligencia
española no estaba aún preparada para penetrarse
54 MIGUEL CAÑÉ
del espíritu del Renacimiento y las letras clásicas,
puestas en boga por Petrarca y sus continuadores en
el estudio do lo antiguo, dejaban fríos a aquellos
hombres, que no concebían otro trabajo digno del
espíi'itu que la teología. Pero las bellas artes tienen
la incomparable ventaja de impresionar a los hom-
bres de más opuestas tendencias morales, sin exigirles
una preparación especial. No es necesario conocer y
-entir a los griegos para extas¡ai*se ante el dibujo de
.Miguel Aiigol o el r.vlnv ,]..i Ti'Maun. La b' !lc7a ha-
bla por sí misma .
Así, el desenvolvimiento de las bellas artes en Ks-
paña fué debido al impulso dado por la aristoí-racia.
Los magnates más famosos por su cuna, sus hechos o
su hacienda, cifraron la gloria de sus casas en acu-
mular en ellas riíjuezas artísticas o tesoras de erudi-
lión, como el reunido en Ouadalajara por la ilustre
casa de Mendoza.
El duque de Alba, el grande y duro guerrero de
Plandes, el soberbio conquistador de Portugal, con-
virtió su casa de Alba de Tomies en un verdadero
museo de obras de arte, que más tarde completó su
hijo, ordenando a Gránelo y ('a.stello celebraran en
lienzos las hazañas del padre. El gran capitán pa.só
los últimos años de su vida en la Abadía, antiguo
castillo de Templarios, en Extremadura, creando .so-
bre las riberas del Ambroy jardines que fueron fa-
mosos y dando hospitalidad a Lope de Vega, que
escribió allí su Arcadkf, en la que describía las mag-
nificencias de la morada de su huósped ilustre.
Por fin Sevilla, que fué el emporio de la riqueza y
las artes españolas en el siglo XVII, teniendo d
monopolio de las comunicacTones con América, por su
(^asa de Contratación, era el centro donde afluían
infinidad de extranjeros, deseosos de iniciar negocios
y cambios con aquellas fabulosas regiones america-
nas, de las que llegaba oro sin cesar y que la imagi-
PBOSA LIGERA 55
nación popular se figuraba como el tradicional Eldo-
rado. Los italianos, holandeses y alemanes que lle-
gaban a Sevilla, traían una educación más avanzada
que los españoles y un gasto formado ya por las
cosas del arte. Muchos de ellos, sea por el éxito de
sus negocios, sea por la razón eterna que persiste
aún en el día a fijar en aquel suelo a muchos de los
que llegan con ánimo transitorio, la belleza de la
tierra, la pureza de la atmósfera y la suavidad del
clima, concluían por formar allí su hogar y adornarlo
con los nacientes productos del arte español. Su buen
gusto contribuyó en mucho a modificar el carácter de
la pintura sevillana, grosera hasta entonces, sin más
clientela que el populacho ininteligente de las ferias.
Sus relaciones de los grandes maestros extranjeros,
de la sabiduría de sus composiciones, de la corrección
de sus dibujos y de la armonía de su color, fueron
modificando poco a poco la tendencia dominante, cu-
yo último representante puede decirse que fué He-
rrera el Viejo, pintando enormes lienzos con brocha
gorda y a distancia, verdadera escenografía, absurda
fuera de su aplicación natural. Las iglesias y cate-
drales de América, especialmente de Méjico y el Pe-
rú, únicas regiones que atraían entonces la atención
de España, deben estar aún llenas de cuadros de esa
época. Aun se han de encontrar algunos retratos
de Sánchez Coello y de Pantoja y no pocas escenas
religiosas de los Herreras, Pacheco, etc. Muchas de
esas riquezas se habrán perdido y entre ellas tal vez
aquellos cuadros que pintó Murillo a la carrera, di-
vidiendo un gran lienzo en compartimientos iguales,
llenándolos con su furia vertiginosa y vendiéndolos
a mercaderes americanos, para con su importe tras-
ladarse a la corte a perfeccionarse en el arte del que
más tarde fué una gloria.
Bajo el punto de vista artístico, a nadie debe la
España más que a dos hombres que para su felicidad
56 MIGUEL CAÑÉ
y grandeza nunca debieron existir: Felipe IV y su
favorito el conde-duque de Olivares. Esos dos polí-
ticos ineptos, negligente el primero hasta la culpa,
ciego y soberbio el segundo ha^ta el crimen, parecie-
ron concentrar sus facultades todas de iuteiigeucia
y de buen gusto en fomentar el desarrollo magníñco
que el arte español tomó bajo su impulso ilustrado,
favorecido por una explosión de hombres admirables,
grupo estupendo que la Europa no liabía visto desde
los días del Renacimiento. Como en el reinado ante-
rior las letras, bajo Felipe IV brilló la pintura es-
pañola de una manera incomparable. A Cervantes,
Lope de Vega, Góngora, ete., sucedieron en el cielo
intelectual de Españn, Velázquez, Murillo, Alonso
Cano, Ribera y tantos otros que hicieron para la fa-
ma artística de su patria lo que sus grandes capita-
nes habían hecho para su gloria militar.
Son esos grandes artistas, son sas obras' inimita-
bles y, en los dos primeros, la altura moral de su
vida, los únicos motivos de consuolo (lUe encuentra
el espíritu al recorrer la tristísima historia de Es-
paña en esa época, y al contemplar, con la melanco-
lía que inspiran las grandes desventuras, esa caída
de un imperio colosal, levantado por el esfuerzo do
hombres cuya sangre fue la nii.sma (pío corre en nues-
tras venas.
Entre todos los grandes artistas españoles, el má.s
personal, aquel cuyo genio propio brilla más vig.^i'o-
so, fué Velázquez. Esa personalidad poderosa, tan
rara en la historia del arte que sólo pueden citarse
dos o tres ejemplos, no lo fué «ólo en lai manera o
el estilo, sino en algo más profundo y decisiva, en
la concepción misma del arte y cji la liberación audaz
de la tradición de la pintura española. Puede decirse
quo Velázquez, el católico sincero, el pintor de cá-
mara de Felipe IV y su Aposentactor Mayor, procede
más de la Reforma que del Renacimiento. El Rena-
EHOl^A LIGERA 57
cimiento emancipó la imaginación, pero la Reforma
emancipó el pensamiento. Jamás ningim hombre que
haya manejado un pincel ha pintado con mayor li-
bertad de espíritu que Velázquez. Uno de los prime-
ros y con una intuición genial, comprendió el límite
que la esencia misma de las bellas artes asignaba a
cada una. En pintura fué lui librepensador y si la
actividad de su espíritu le hubiera empujado por
otra senda, mal se habrían avenido sus doctrinas con
las de la Santa Inquisición.
Su maestro primero, constante y único, no fué el
binital Herrera ni el afectuoso Pacheco, no fué aún
el divino Buonarotti, cuyos frescos copiaba reverente
un día en la capilla Sixtina: fué la naturaleza, a la
que pidió todos sus secretos, y que generosa le confió
más que a ningún otro mortal. No comprendió ni
podía comprender a Rafael, que '^se servía de la-s
ideas que pasaban por su mente''. Para él la forma,
el color y la expresión no estaban en el mundo ima-
ginario, sino en las cosas reales y los organismos vi-
vos. Las vírgenes convencionales, los querubes soña-
dos, revoloteando entre nubes tenues y transparentes,
los éxtasis de beatitud, el campo ideal de las de-
liciosas fantasías de su amigo el poeta andaluz de
las Concepciones, no le decían nada, porque no los
veía y la sinceridad de su arte le exigía la verdad.
Velázquez llevó a cabo en pintura la misma revolu-
ción que Kant hizo triunfar dos siglos más tarde en
filosofía. Como el solitario de Koenigsberg que cierra
los cielos a la fantasía humana y la invita a buscar
el reposo, limitándose a la ya vasta órbita de las
cosas creadas, Velázquez cree que el mundo visible
contiene en su seno inagotable bellezas de forma y
expresión bastantes para nutrir y levantar el arte a
su más alta manifestación. Es el gran naturalista
de la historia; del arte, es el precursor y el dechado
de la escuela. Para reaccionar no necesitó las bru-
53 MIGUEL OATft
talidades de Caravaorgio ni los horrores a que llegó
Ribera siguiendo sn senda. Ha concebido, extrayen-
do del más vulgar objeto que se ofrece a su vista, el
tesoro de expresión en él escondido, y pinta: la tela
es un asombro, ujia maravilla, Mengs se detiene y
dice: ^'Esto no está hecho con el pincel, sino con ól
pensamiento"; pero, con todo, no es más que el re-
flejo de la verdad. A.sí debió ser Felipe IV, así el
Bobo de Coria, y si alguna vez hubo en el mundo un
Aquiles, su retrato es ese soldadote vulgar.
Un día, vagando como de costumbre en el Museo
del Prado, me detuve largo rato delante de la "Fra-
gua de Vulcano'', de Vclázquez. Ninguna de sus
telas es, en mi opinión, más propia para estudiar «'I
estilo del maestro y revelar las debilidades de su pin-
cel cuando salía de la esfera trazada por su concep-
ción general. ¿De dónde proviene que, al lado de
aquellas admirables figuras de sus herreros, maravi-
llas eternas que el artista estudiará mientras persista
el color sobre el lienzo, desfallezca de tal manera el
Apolo que trae la jngrata nueva? /.Cómo puede ex-
plicarse ese spccimeyi de convencionalismo, esa insi-
pidez de expresión en un cuadro donde el vigor, la
verdad y la fuerza han sido llevadas a donde sólo
alcanzó Miguel Ángel con el cincel y Sli;:k(Vsprar<' con
la pluma?
La vida de Velázquez y la histórica de esa tela me
dieron la solución. El cuadro fué pintado en Italia,
durante el primer viaje del maestro, y el Apolo fué
una concesión a la escuela dominante, la única tal
vez que Velázquez hizo al convencionalismo, que de-
bía producir el amaneramiento mediocre de los Cario
Dolci, Guido Heni y tantos otros.
De ahí surgió en mi espíritu la idea de seguir a
Velázquez en sus viajes, de estudiar la influencia
producida en él por la atmósfera artística de Italia,
acompañarle a Venecia, Boloua, Roma, Xápoley y
PBOSA LIGERA 59
observar las impresiones de esa alma soberana ante
las manifestaciones del viejo arte clásico, cuyos restos
veía por primera vez, y las del Renacimiento, que
tan poco le dirían.
Ese fué el origen de este libro (*) .
1887.
( ') Este libro, para el que había reunido abundantes elemen-
tos, uo ha sido escrito; oiiando pienso en el placer que habría sentido
en vivir un año en compañía de Velázquez, en la Italia del siglo XVII,
siento un verdadero pesar por haber dejado de n^ano ese trabajo.
Otra pluma más autorizada qxie la mía lo ha llevado posterior-
mente a cabo con brillo; me refiero a la obra del profesor Karl Justi.
cuyo libro "Velázquez y su tiempo" es lo mojor que se ha escrito
.sobre el príncipe de los pimoreí. — ^[ . C. i
La cuestión del idioma
La5 primeras impresiones po>sitivameiite desagra-
dables que sentí respecto a la manera con que habla-
mos y escribimos nuestra lengua, fué cuando las exi-
gencias de mi carrera me llevaron a habitar, en el
extranjero, países donde también impera el idioma
castellano. Hasta entonces, como supongo pasa hoy
mismo a la maj'oría de los argentinos, aun en su
parte ilustrada, sentía en mí, al par de la natural
e instintiva simpatía por la España (y al hablar así
me refiero a los que tenemos sangre española en las
venas) cierta repulsión a acatar sumisamente las
reglas y prescripciones del buen decir, establecidas
por autoridades peninsulares. Era algo, también ins-
tintivo, como la defensa de la libertad absoluta de
nuestro pensamiento, como el complemento necesario
de nuestra independencia. Eso nos lia llevado hasta
denominar, en nuestros programas oficiales, "curso
de idioma nacional" a aquel en que se enseña la
lengua castellana. Tanto valdría nacionalizar el ca-
tolicismo, porque es la religión que sostiene el esta-
do, o argentinizar las matemáticas, porque ellas se
enseñan en las facultades nacionales.
A mi juicio el estado de ánimo, por lo menos de
la generación a que x^^^tenezco, respecto ^ «^^a cues-
(52 MIOCTX CAÑÉ
tión, provenía priiicii)almenle de la eelueaeiún iutr-
lectual, recibida casi exclusivamente en libros france-
ses y en el gusto persistente y le¿rítimo por la
literatura de ese país, que por su criterio, su novedad
y la potencia de sus escritores, estaba entonces muy
arriba de la contemporánea española. Empleado r\
tiempo de la lectura, bien corto en nuestra agitada
vida política, en leer novelas, vei-sos y libros de his
toria en francés, alejados con horror de las public::
ciones hebdomadarias de la i)ren8a española, raro era
aquel de entre nosotros que conociera pas<ibKMnentt'
el vsiglo de oro de la literatura española, y (jue po-
seyera la colección de Kivadeneira ma.s que como
un simjile adorno de su biblioteca, a la manera con
quo figuran hoy la ''Historia Tlniversal'' de Cantú
o la "Histeria de la Humanidad'^ de Laurcnt, ve-
nerables monumentos que dan lustre y peso a los
estantes, amén de la consideración, hcnm fidr, (|ue
recae sobre sus })rop¡etarios. Por mí sé decir que fué
bien entrad ito en años que leí a Solís, a ^lel
Quintana y a otros de los maestros (jue nos presen-
tan el cuadro incomjiarablc do nuestra lengua, bien
manejada, apta y flexible para todo, a pesar de las
deficiencias que le encontraba af(uel buen señor d'
Ochoa, que declaraba haber ])asado días enteros par;i
verter una página de la MaHmkf- de Sandeau, tmi
«útil era el tejido de los análisi.s psicológicos del
escritor francés. Echar la culpa a la lengua en eso^
casos, vale romper los i)in'jeles con los que no sr
alcanza a producir una obra maestra.
Era, pues, esa y lo es todavía, la causa principal
de nuestro abandono. Luego, las exigencias de la
Academia Española, la pobreza de su autoridad, la
sonrisa universal que han suscitado algunas de si¡-
ingenuidades, el mandarinismo estrecho de sus pre-
ceptos, fueron y han sido parte no exigua a mantenei
vivo el espíritu de oposición en las comarcítf ameri-
PBOSA LIGEBA 63
canas. Don Juan María Gutiérrez, mi maestro y
amigo de ilustre memoria, fué el representante más
autorizado de ese espíritu, en lo que a la Argentina
toca. El planteó la cuestión en su verdadero terre-
no: la lengua española, una e indivisible, bien eomún
de todos los que la hablan y no petrificada e inmó-
vil, patrimonio exclusivo, no ya de una nación, sino
de una autoridad. Nadie tal vez, en nuestro país, ha
escrito el castellano con mayor pureza, como nadie ha
defendido las prerrogativas de una sociedad culta a
mejorar, enriquecer el lenguaje, adaptándolo a todas
las necesidades del progreso científico y del desen-
volvimiento intelectual. Prefería don Juan alaría las
formas arcaicas consen^adas por los levantinos de
raza española, como un piadoso recuerdo de sus ma-
yores inicuamente expulsados por Felipe II, a la
jerigonza estrecha y purista que pretendía implantar
la Academia, sin dar oídas a las exigencias naturales
de este inmenso depósito de sangre española, que se
llama la América, y que es la verdadera esperanza
de gloria en el porvenir de la raza.
La. acción del doctor Gutiérrez ha sido general-
mente mal entendida; gentes hay que piensan de
buena fe que sus preceptos llegaban hasta sancio-
nar los barbarismos y galicismos de que nuestro
leng-uaje escrito y hablado rebosa y que los argenti-
nos debíamos regirnos por la gramática del vent^ vos
y toma. Nada más lejos de su pensamiento; pedía,
sí, y en eso aunaba su esfuerzo al de todos los ame-
ricanos competentes que se han ocupado de la cues-
tión, que la lengua que hablamos no considerara
como espurios aquellos aportes que los vigorosos ras-
tros de los idiomas indígenas y las necesidades o
diversos aspectos de la vida esencialmente america-
na, traían para bien y comodidad de todos. ¿Por
qué el castellano formado por las diversas capas del
fenicio, -el céltico, el latino (con sus raíces indoeuro-
64 MIGUEL CAÑÉ
peas), el árabe, etc., habría de repudiar voces gua-
raníes o quichuas, que simplificaban la dicción evitan-
do perífrasis y rodeos? ¡Cuántas veces, en España,
ante esos letreros de ''casa de vacas" que kc ven
en todas partes, pensaba en nuestro famho, tan neto
y expresivo! ¡Cuántas voces, por otra parte, flore-
cientes y usuales en el siprlo XIV y precisamente de
aquellas que más caracterizan nuestra leuí^ua, estáu
hoy relegadas por la Academia en ese enonne arma-
toste de "anticuadas" que revienta ya, mientras en
los países americanos conservíin toda su eficacia y
su verdad !
La cuestión no es, pues, hacer de la lenj^ia un
mar congrelado : la cuestión está en mantenerla pura
en sus fundamentos y al enriquecerla con elemen-
tos nuevos y v¡<rorosos, fundir a éstos en la masa
común y someterlos a las buenas rejillas, que no sólo
son base de estabilidad, sino condición esencial para
hacer posible el progreso.
El doctor Gutiérrez x^redieaba con el ejemplo ; le
reputo el más puro y castizo de nuestros escritores
de nota. Sarmiento era demasiado impetuoso para
mantener una corrección inalterable y si bien algunas
de sus páginas tienen el exquisito sabor del fuerte y
viejo castellano, al dar vuelta la hoja nos encontra-
mos con verbos estrujados, sintaxis de fantasía, cons-
tnicciones propias, genuinai?, como si la originalidad
de las ideas exigiera igual carácter a la manera de
expresarlas. El general Mitre ha leído mucho, en
muchos idiomas, y la influencia de esas lecturas se
ve con frecuencia; en los últimos tiempos, apurado
por un trabajo de podero.so aliento, ha tenido que
ensanchar su vocabulario, buscando en la historia de
nuestra lengua ricos elementos olvidados,, cuyo em-
pleo le ha permitido, si bien a costa de cierta im-
presión de extraüeza en el lector, traducir la Divina
PROSA UGERA 65
Comedia con una paciencia de benedictino y una ve-
neración de sectario. . .
II
Ai recorrer el nuevo libro del señor Abeille, "El
idioma nacional de los argentinos", recordé que en-
tre mis viejos papeles debía haber algunas carillas
sobre la materia, escntas hace ya varios años. Son
las que acaban de leerse y en las que, a la verdad,
encuentro tan exactamente reflejada mi opinión ac-
tual, que en nada las he modificado.
El señor Abeille es un filólogo distinguido, aunque
hasta los profanos, como yo, echan de ver, desde lue-
go, que su erudición, si bien fresca y moderna, no
se ha formado en las fuentes originales y primitivas.
Sabe muy bien lo que hombres como Darmesteter,
Bréal, Paris, Havet, Schleiger, "Weil y otros han
escrito sobre la historia anatómica del lenguaje ; pero
no he notado en su libro rasgos que revelen un co-
nocimiento directo de Bopp, Diez, Dozj', Engelmann,
Pott, etc. No es esta una crítica que, por cierto, poca
.autoridad tendría viniendo de quien, mucho menos
que el señor Abeille, ha llevado sus curioseos lingüís-
ticos a esas profundidades. Pero creo poder atribuir
los extremos a que llega el señor Abeille en el des-
envolvimiento de su tesis, a las audacias atrayentes
y licencias extraordinarias que con la filología se han
permitido los modernos escritores franceses. Y para
terminar con este punto, señalo también el descono-
cimiento de un libro verdaderamente admirable y
que, para el completo esclarecimiento del tema abor-
dado por el señor Abeille, era fundamental ; me re-
fiero a las ''Apuntaciones criticas sobre el lenguaje
bogotano" de Rufino José Cuervo, libro que, en ocho
años (1876-188-1) tuvo cuatro ediciones y que mere-
ció al autor, de parte de los más eminentes filólogos
66 MIGUEL CAJTÉ
de Europa, homenajes de real admiración. Si el
señor Abeilíe ha leído ya ese libro, necesita releerlo,
porque él le dará la nota exacta y prudente en la
manera de tratar esta cuestión.
Indudablemente, si las lenguas, sin abandonar el
terniTio, se transforman hasta el punto de que tal vez
Corbulón no habría entendido las voces de mando de
Escipión o Paulo Emilio, ¿cuánto mayor no será esc
cambio si ellas reviven en países lojanoü al de su
origen, bajo diverso ambiente, sirviendo de vehículo
a nuevas ideas, expuestas a todos los ataques de los
idiomas encontrados en el suelo conquistado, amén
de los que de afuera vienen, también ellos, en son de
conquista? Pretender, pues, fijar un idioma es tan
absurdo, que cuando se consigue, no ya el hecho en
sí mismo, lo que es imposible, sino la admisión de
la idea como un postulado colectivo, se llega a una
verdadera deformación por el estancamiento del espí-
ritu nacional. Es el caso de la China: la lengua
que hoy so habla en el imperio del Medio se parece
tanto a la que allí se hai)laba cuando Fidias esculpía
en Atenas, como la de Pericles, a la ([uc hoy habla
el rey Jorge de Grecia. La diferencia está en que
mientras el idioma de Pericles, nacido como todas las
lenguas humanas del monosilabismo, había llegado
a su perfección, el chino, inmóvil en su forma, si
bien variable en su fonética, era tan monosilábico,
tan primitivo, tan "celular", como dice muy bien el
señor Abeille, entonces como hoy.
¿Puede nadie pretender que el castellano se pe-
trifique de esa suerte? ¿Puede el purista más em-
pecinado e inflexible pretender luchar contra las mil
influencias que han de determinar las modificacio-
nes regionales que la lengua española sufrirá en
América, como las ha sufrido ya en las mismas pro-
vincias peninsulares? ¿Es acaso seasato oponerse a
!os neologismos necesitados por los progresos de laa
PEOSA LIGERA 67
ciencias y las artes o la adopción de nuevos usos, y
si ho3^, como dice Cuervo, "no hacemos melindres a
voces astrológicas como sinOf estrelloy desastre, desas-
trado, jovial, saturnino, ¿por qué liemos de negar
a nuestros contemporáneos el empleo oportuno de
términos o imágenes suministrados por las ciencias
modernas, cuando más si se considera su mayor \iil-
garización con respecto a los siglos pasados?"
Lo que si se puede y se debe sostener, es que
todos los aportes, los enriquecimientos, las adquisi-
ciones por conquista, cambio, compra, violencia y
todo otro modo de adueñarse de lo ajeno, se sometan
a las reglas generales por las cuales se rige la co-
munidad. Si el quichua nos trae charqui y en el acto
foniiamos el verbo charquear, conjuguémoslo según
lo enseña la gramática castellana y no otra. Si en
virtud de esos fenómenos de derivación que tan bien
estudia el señor Abeille, de cardo sacamos el lindo
y expresivo cardad, de hellaco, heUaquear, o de ba-
quía, baqueano, añadamos sencillamente esas palabras
a nuestro léxico jjropio, como todos los otros países
americanos añadirán a los suyos las que formen por
el mismo procedimiento — y ha^'ámoslo con la seguri-
dad de que al hacerlo en nada adulteramos los prin-
cipios fundamentales de nuestra lengua que no es
"el idioma de los argentinos'', ni el "idioma nacio-
nal", sino simplemente y puramente el castellano.
El señor Abeille, que es un entusiasta de nuestra
tierra (uno no puede menos que conmoverse al verle
entonar el himno nacional a propósito de lingüística)
tiene tal debilidad complaciente con la que hablamos
y que él rotula "idioma nacional de los argentinos",
que llega hasta justificar los cambios sintácticos que
hemos introducido en el español, sosteniendo que ''el
uso de algunos de ellos es realmente criticable en
una lengua fijada", pero que ese uso "debe favo-
recerse en una lengua en evolución como la nuestra ' '.
68 MIGI.TEL CAÑE
Me p.brece ver ijadear al iseíior Abeille en su
esfuerzo para defender nuestro *'hajo el punto de
vista", eontra ''del punto de vista" español. Trae
un ejemplo y una explicaeión al respeeto que entre-
tienen bastante. Nunca le hemos de aceptar al señor
Abeille que se diga, cuando se empleen ¡palabras es-
pañolas, "me ha encargado de decirle" en vez de
"me ha encargado decirle", porque, aunque un niño
esté en formación, no hay i)or qué habituarle a andar
con las rodillas y no con los pies, que es lo natural,
lo sano y lo útil, sin contar con (lue es esa la única
manera (como en el idioma) que permite al cuerpo
desplegar su esbeltez y su elegancia.
Entre las excursiones etimológicas ([uc iiac-c el se-
ñor Abeille — que son frecuentes, agradables y gene-
ralmente fructuosas — hay algunas (jue me han dejado
pensativo, precisamente porque se refieren a voces
que han echado raíces en nuestro suelo, sin que se
sepa de dónde vino la semilla j)rimitiva. Una de
ellas es atorrante. Esta palabra, puedo asegurarle al
señor Abeille, es de introducción relativamente re-
ciente en el "idioma nacional de los argentinos".
Después de haber vivido más de un cuarto de siglo
la oí por primera vez en mi tierra, allá por el año
1884-, de regreso de Europa, donde había pasado al-
gunos años. Y no es que hubiera vivido en mi país
entre académicos y prosistas, pues hasta cronista de
policía substituto había sido en la vieja Tribuna.
Pregunté qué significaba aiorrante y de dóndo
venía. Se me hizo la descripción de gitcux, del vaga
bundo, del chemineux, y se me dijo entonces (no hay
lomo como el de la etimología para soportar carga)
que el vocablo tomaba origen en el hecho de que los
individuos del noble gremio así denominado dormían
en los caños enormes que obstnüan entonces nues-
tras calles, llamados de tormenta. De ahí atorrante.
Aunque sin forma clásica, esa etimología me trajo a
PBOSA LIGER.\ 69
la memoria la que da el maestro Alejo de Tenegas,
citado por CueiTO, de la voz alquiJ<ir.
''Alquilar se compone de alius qui iÜam hahefy que
es otro que la luibita^ con%"lene a saber, la casa aje-
na" (!).
El señor Abeilie es más científico; pero lo que
hay que admirar má?, es la agilidad maravillosa que
despliega para extraer del verbo latino torrere, que
significa secar, tostar, quemar, incendiar, inflamar,
el vocablo atorrante, el que se lúel<iy según él, porque
Varro emplea el verbo citado en el sentido de que-
mar, hablando del frío. Yo consentiría gustoso, por-
que estoy curado de espanto en esa material: pero
desearía saber cómo — y poco más o menos cuándo —
se ha colado ese torrere en nuestro país, y por qué
causa ha hecho su evolución tan rápida, pues, lo
repito, y apelo a la memoria de todos los hombres de
mi edad, hace veinte años, no era generalmente co-
noeida la palabra "atorrante".
Hubiera deseado que el señor Abeille, con su se-
grura información, nos hubiera dicho algo sobre el
delicioso guarango de nuestra "idioma nacional".
r<up ?i viene realmente de dos palabras quichuas oue
significan varios colores, es un hallazgo genial del
pueblo — y d.el odioso macana, que no se acierta a
comprender cómo ha venido a significar disparaiej
despropósito, de su acepción primitiva y aceptada,
aun en España, de "arma contundente usada por
los indios". Y llegando a las profundidades del
"idioma nacional de los argentinos", anda por ahí
un famoso titeo, muy campante, que amenazando de
desalojo al castizo hochinche, ha invadido ya los do-
minios de la hurla y de la broma, sin que sepamos
aún qué derechos tiene, semánticamente hablando,
r>ara conducirse así.
70 MIGITEL CAÑÉ
III
La circunstancia especial de ser este un país de
inmigración, hace más peligrosa la doctrina que in-
forma el libro del señor Abeille y más necesaria sn
categórica condenación. Sólo los países de buena ha-
bla tienen buena literatura y buena literatura signi-
fica cultura, progreso, civili;sación. Pretender que el
idioma futuro de esta tierra, si admitimos las teorías
del señor Abeille y salimos de las rutas gramatica-
les del castellano, idioma que se formará, sobre una
base de español, con mucho italiano, un poco de fran-
cés, una migaja de quichua, una narigada de guara-
ní, amén de una sintaxis ioha, tiene un grnn por-
venir, e:-; lo mismo que augurar los destinos del grie-
go o del latín a la jerga c(uc hablan los chinos de la
costa o la jerigonza do los levantinos, verdadero vo-
lapulv, kíji reglas, creado por las necesidades del co-
mercio. Paréceme que si el señor Abeille, a más de
tener todo el cariño que muostra por esta tierra y
que creemos sincero, fuera hijo de olla, sentiría en
el alma algo instintivo, ((U;: lo rn(lorr7nri;: '•! r.r/,o-
namiento en esta materia.
Y ahora me voy a releer la muerte de Marco Au-
relio, de Renán, el discui-so sobre la nobleza de las
armas, de Cervantes, la pintura de Inglaterra al
terminar el siglo XVIT, de Macaulay o los coros del
Adelghi, de Manzoni, para en seguida pedir al cielo
conserve en nuestro suelo la pureza de la noble len-
gua que hablamos, a fin de que algún día, si no nos-
otros, nuestros hijos, puedan leer, de autores nació
nales, páginas como aquellas.
ISOO,
Efi LA TiERRA
Tucumana
La hacienda del ''Arrayán'^ dista de Tucumán
poco más de doce leguas, esto es, unas buenas diez
horas de marcha. Al abandonar el valle es necesario
acudir a la muía o al caballo habituado a la mon-
taña. Así se asciende lentamente, se cruzan los cua-
dros más bellos que pueden contemplarse en suelo
argentino; cuadros cuyo aspecto va cambiando de
carácter a medida que los caprichos de la ruta con-
ducen a una garganta de la que, más que verse, se
adivina el fondo, o llevan a una ciispide desde la
cual se abarca un paisaje dilatado. Jamás la nieve
cubrió esos montes, vírgenes del helado abrigo bajo
el cual se cobija la tierra en los duróos climas del
Norte. La Naturaleza desnuda, siempre alegre, ^d-
viendo sin cesar, arroja en todas las formas su sa-
via desbordante. A veces cuando el sol vibra sobre
ella con tal intensidad que el suelo se entreabre, la ac-
ción generosa de los bosques que cubren los cerros
como un manto real, acumula las nubes y prepara
la lluvia, que empieza en largas y anchas gotas, se
acelera, se enardece con el estruendo del trueno, se
hace frenética, cae a torrentes, amenaza, va a he-
rir.. . y se disuelve en una sonrisa de verano. El
que no conoce esas fantasías del trópico no puede
darse cuenta de la vida intensa y expresiva de la
naturaleza ...
74 MIOCTEL CAITE
El "Arrayán", propiedad drí don Juan aVndréa
Segovia, ocupaba un extenso y lujoso valle comple-
tamente rodeado por colinas de poca elevación que
lo defendían como una cadena de baluartes. Bien
patrimonial, había quedado abandonado hasta 1860,
a la merced de todo el que quería llevar allí su
rebaño vaí^abundo. Sólo cuando la nacionalidad se
constituyó y que la paz hizo nacer la esperanza, en
ese momento diprno de estudio en nuestro país, cuan-
do el pueblo arfrentino, como al despertar de un
larpo su^ño, empezó a palparse, a dan^e cuenta de las
necesidades de la vida y a estudiar los recursos de
nuestro suelo admirable, sólo entonces Segovia, uno
de los precursores en su provincia do la implanta-
ción de la industria que debía hacer su riqueza,
comprendió el inmenso valor del *' Arrayán" y en-
sayó un pequeño plantío de caña de azúcar. Poco a
poco el campo del arado se extendió y la tierra, ató-
nita de rccil)ir semilla de mano del hombre, pozos?.
de la aVOHtnr;) rínili»' í»Tíiilt'Ti{ n o] nr''s;írniu> nni*»;].
raóhioso .
Al rancho de paja sucedió bien pronto una habi-
tación de material, que cinco años más tarde cedió el
sitio no a un palacio, sino a uno de aquellos vastos
y cómodos edificios, sin arte ni belleza, pero que el
instinto del hombre más ignorante sabe construir, de
acuerdo con las exiírcncias del clima. Sobre una pe-
queña altura, una masa cuadrada, flanqueada por
anchos corredores y en el centro un patio enorme,
cubierto de naranjales, limoneros, palmeras, arraya-
nes y laureles rosa.
Del mismo modo, el viejo trapiche primitivo había
desaparecido ante la enorme maquinaria moderna,
esa maravilla de mecánica que toma el verde tronco
de la caña y lanzando el jugo que le extrae a su
peregrinación fantástica, lo transfomia en oro.
El ingenio propiamente dicho, se levantaba a tres-
FB03A LIQEBA
/O
cientos metros de la habitación — y a su pie, una
pequeña aldea se había formado, con sus cahitas
limpias, cuidadas, rodeadas de árboles y flores, mo-
rada de los ingenieros y empleados extranjeros y sus
ranchos casi abiertos, hogar transitorio del criollo.
En el centro, una pequeña iglesia levantaba su cam-
panario blanco, frente a la escuela modesta. Los dos
edificios parecían mirarse con cariño en su humildad
recíproca ; la una exigía una fe serena y tranquila y
la ciencia que en la otra se enseñaba era bien tí-
mida para levantar la cabeza. Los peones miraban
con envidia a sus hijos ir a la escuela*" y pasaban
larcras horas de la tarde, al concluir las faenas, ha-
ciéndose enseñar los insondables misterios del alfa-
beto por los niños encantados de lucir su ciencia
ante sus padres.
Segovia tenía predilección por su hacienda del
Arrayán; no sólo era la base principal de su fortu-
na, sino que encontraba dulce la vida allí, rodeado
de su familia y entregada el alma a esa profunda
satisfacción moral que da la conciencia de ocupar
útilmente el tiempo. Parecía que al descender al
valle, todas las contrariedades volaban de su espíri-
tu para dar lugar a un contento sereno e igual. El
día de su llegada era caro ; todos los necesitados, to-
dos los que se habían comido anticipadamente el be-
neficio de la estación, todos los que se habían ^ásto
cortar el crédito por el implacable pulpero, acudían
a él y rara vez volvían descontentos. Lo que le ha-
bía costado más implantar, era el régimen njoral. A
medida que su hija Clara crecía, Segovia compren-
día los inconvenientes de aquel estado social perfec-
tamente primitivo, en el que las teorías más avanza-
das del free love americano habían recibido una vi-
gorosa aplicación inconsciente. Rara era la pareja
que había pasado por otro altar que el de la natura-
leza antes de consumar su unión. Segovia constata-
76 MIGUEL CJLSt
ba que los resultados podían luchar con éxito con
las productos más canónicos de las sociedades cultas
y que esos muchachos rollizos y vigorosos, concebi-
dos al azar de una noche de verano, bajo un cielo
estrellado y la callada protección de un naranjo
dormido, nada tenían que envidiar al píllete lívido
de las ciudades, venido al mundo con un pertrecho
completo de sacramentos y actos oficiales. En tanto
que Clara fué pequeña, Scprovia sostuvo impávido su
teoría contra los enérgicos asaltos de su hermana,
devota combatiente, y los más flojos de su mujer;
pero más tarde comprendió que debía ceder y cedió.
Fué entonces que se levantó la capilla y que la aldea
del Arrayán presenció respetuosa la entrada solem-
ne del señor don Isidoro, nombrado capellán del es-
tablecimiento y enoarprado de poTier un poco de or-
den en aíjuel pequeño inundo nue hasta entonces ha-
bía crecido bajo la mirada directa del Señor, sin
intervención de mi santa iglesia.
Era don Isidoro un mocctón {[o veintiséis o vein-
tiocho años, bien ])lantado, alto, robusto y hecho a
torno. Visto de espaldas, ])arocía un granadero dis-
frazado, un hombre de acción y de pasiones. De
frente, el problema se resolvía : jamás una cara más
plácida, dulce, naturalmente tranquila y alegre, ha-
bía reflejado un alma más alejada de las concepcio-
nes turbadoras de la vida. Inocente a veces hasta el
exceso, se salvaba siempre no sólo de las dificultades,
sino del ridículo mismo, por su bondad profunda y
sana. Ki'a español; muy niño vino con su humilde
familia a Buenos Aires, se educó en el seminario y
más tardo fué familiar de un prelado que le tomó
cariño, le dio las órdenes y trató de ayudarle. Se-
govia le conoció en uno de sus viajes, rió un poco de
su inocencia, le intrigó ese rarísimo fenómeno de
perfecta pureza y concluyó por lavársele a Tucu-
mán. Al mes de vida íntima le trataba con afección
PEOSA LIGERA 77
paternal; pero jamás pudo privarse de la clásica
broma que hacía poner rojo a don Isidoro y que
consistía invariablemente en empezar jDor mirarle,
analizar sus formas atléticas, suspirar y lanzar su
eterno ''¡Qué lástima!" Don Isidoro se ruborizaba,
munnuraba un ' ' Señor don Juan Andrés ! . . . " y
sonreía incómodo. Lo que daba lástima a Segovia
era el desperdicio de un liombrón semejante, que
habría hecho tan feliz a una mujer y dado tan vi-
gorosa prole.
Lo que don Isidoro casó y bautizó en los primeros
tiempos, no está escrito. Al principio quiso hacer
una amonestación por separado a cada pareja ; pero
eran tantas, que al fin resolvió casar de 10 a 12 a. m.
y luego proclamar por secciones de veinte. Aunque
don Isidoro tenía su casita junto a la capilla, comía
siempre en la mesa de Segovia durante la perma-
nencia de éste en la hacienda. A más de él, había
dos comensales invariables: el ingeniero principal,
Mr. Barclay, un americano que había pasado casi
toda su vida en la Habana y que un mal azar de
fortuna arrojó al Plata. Tenía 50 años sonados, era
silencioso, trabajador y no se le conocían sino dos
pasiones : la música y Clara, o más bien, sólo la pri-
mera, que para él se encarnaba en la segunda. Lue-
go don Benito ^lorreón, español, maestro de prime-
ras letras, soltero, de cuarenta años, rubio, descolo-
rido, con anteojos, apasionado por la filología, pero
sin hablar jota do francés, ni de alemán, ni de in-
glés, ni de nada, en una palabra, aunque hacía diez
años, según afirmaba, que se había entregado al es-
tudio de los idiomas eslavos, para empezar por lo
más difícil. Su sistema consistía en llevar un libro
enorme en el que copiaba, jimto a la voz española,
la correspondiente en bohemio, en croata, en serbio,
en rutheno, o en ruso, echando el alma en la trans-
cripción de los caracteres gráficos de cada idioma,
78 MiotJix CAifá
sin avanzar jamás en su conocimiento. El sueño de
don Benito era llegar a tener discípulos capaces de
comprender el curso de helio ideal, como llamaba a
la literatura, curso quo pretendía dar, así que su
pan intelectual hubiera fortificado el espíritu de sus
educandos. Pero éstos, tan pronto como sabían leer,
escribir y contar, tomaban el machete y se iban a
cortar caña. Don Benito presentaba sus quejas a
Segovia, quien le demostraba pacientemente que un
peón no debe jamás tener una educación superior a
su posición en el mundo. Don Benito no se desani-
maba y esperaba con calma la explosión de un genio
entre los chinitos descalzos que poblaban su escuela.
Católico ferviente, ayudaba invariablemente la misa
de don Isidoro, con quien mantenía excelentes rela-
ciones.
Luego venía Toribio, el hombre de confianza de
Segovia, capataz del establecimiento en su ausencia,
pero sin jurisdicción sobre Barclay, rey y señor allá
en sus máquinas. Toribio no comía en la mesa; peón
había sido, peón había quedado. Decia a Clara ''niña
Clarita", amansaba él mismo los caballos destinados
a su silla, se sacaba el sombrero delante de don Isi-
doro o don Benito y trataba a los peones como ami-
gos, lo que no impedía que de tiempo en tiempo de-
moliera uno o dos de un puñetazo. La hacienda,
durante las faenas, contaba más de doscientos hom-
bres entre los cortadores de caña y los adscriptos a
las máquinas, con otras tantas mujeres y un sinnú-
mero de chiquillos. Manejar todo ese mundo no era
cosa sencilla y se necesitaba, a más de los puños de
Toribio, su aureola de soldado valeroso, como lo
atestiguaban las medall^is que lucía su pecho, en las
grandes fiestas de iglesia.
Como Segovia, su mujer y Clara amaban la ha-
cienda. No solo encontraban allí una vida de paz y
tranquilidad, sino también aquel secreto halago que
PROSA UGERA 79
tan profundamente lian de haber sentido nuestros
padres y que para nosotros se ha desvanecido por
completo, arrastrado por la ola del cosmopolitismo
democrático : la expresión de respeto constante, la
veneración de ios subalternos como a seres superio-
res, colocados por una ley divina e inmutable en una
escala más elevada, algo como un vestigio vago del
viejo y manso feudalismo americano. ¿Dónde, dónde
están les criados viejos y fieles que entrevi en los
primeros años en la casa de mis padres? ¿Dónde
aquellos esclavos emancipados que nos trataban como
a pequeños príncipes, dónde sus liijos, nacidos hom-
bres libres, criados a nuestro lado, llevando nuestro
nombre de familia, compañeros de juego en la in-
fancia, viendo la vida recta por delante, sin más
preocupación que serv^ir bien y fielmente ? . . . El mo-
vimiento de la,s ideas, la influencia de las ciudades,
la fluctuación de las fortunas y la desaparición de
los viejos y sólidos hogares, ha hecho cambiar todo
eso. Hoy nos sirve un sirviente europeo que nos ro-
ba, que se viste mejor que nosotros y que recuerda
su calidad de hombre libre apenas se le mira con
rigor. Pero en las pro^-incias del interior, sobre todo
en las campañas, quedan aún rastros vigorosos de la
vieja vida patriarcal de antaño, no tan mala como se
piensa. . .
De pie con el sol, Segovia recorría la hacienda a
caballo, vigilaba el corte, charlaba con Toribio ; rara
vez, al volver, dejaba de encontrar a Clara, habi-
tuada también a esos paseos matinales deliciosos, en
los que el aire puro de los campos entra a raudales
a \ágorizar los pulmones. Padre e hija se daban los
buenos días, buscaban espacio para galopar un mo-
mento y volvían contentos y pidiendo a voces el al-
muerzo. Durante el día, Clara ponía un poco de or-
den a sus numerosas preocupaciones de caridad, co-
sía ropa para los chiquillos, visitaba a los enfermos,
80 MIGUEL CAÑÉ
celebraba conferencias con don Isidoro, instándole
para que se armara de los rayos de la iglesia contra
el peóii Silvano, que bebía, contra Ruperto, que ha-
bía estado tres días ausente sin decir nada a su
mujer, o contra Santiago, que no enviaba sus hijos a
la escuela. El momento de la comida era la hora
grata por excelencia. Parecía increíble que la mono-
tonía de aquella vida suministrara tanto tema de
conversación. Un observador habría podido consta-
tar que cada uno de los interlocutores decía siempre
la misma cosa; pero como todos se encontraban en
igual caso, nadie lo notaba. Cada imo, con la persi.s-
tencia tenaz de la pasión, pero sin salvar los límites
de las conveniencias, procuraba llevar la conversa-
ción al terreno grato a su alma. Don Isidoro hacía
un viaje al paraíso cada vez que CU^ra, por satisfa-
cerle, recomenzaba la narración de su recepción en
Roma por el papa ; Barclay daba giros de veinte le-
guas para hacerle repetir sus impresiones en laí<
óperas de Wagucr y don Beiiito trabajaba como un
benedictino por traer a colación el viaje a Rusia, en
el que encontraba conexiones con su estudio favori-
to. Clara le había traído gramática y diccionarios
de casi todas las lenguas eslavas ; el día quo los re-
cibió, don Benito sintió un nudo en la garganta,
rompió a llorar y estuvo a punto de caer a sus pies.
Desde entonces miraba a Clara con una veneración
profunda. Después de comer, Segovia hacia su eter-
na partida de bésigue con su mujer, ésta asesorada»
por don Isidoro y su marido por el maestro de escue-
la. Barclay ocupaba su sillón no lejos del piano e
inmóvil, silencioso, oía con recogimiento a Clara,
asombrado de encontrar bello todo lo que tocaba,
sin darse cuenta muchas veces de que Clara tocaba
precisamente lo que él encontraba bello.
Esa noche, la alegría general producida por los
PBOSA LIGEBA 81
huéspedes queridos^ había determinado una fiesta
magna.
Los dos amigos, de regreso de su largo paseo, en
contraron en el corredor sobre el que daban las ven-
tanas del salón, tranquilamente sentado, al capataz
Toribio, en actitud de paxíiente espera.
— Hola, amigo, ¿qué hace por aquí?, dijo Pepe.
— Nada, doctor; la niña Clara me ha dicho que
don Benito va a tocar el paine y he venido a ver
cómo es.
Todo estaba ya organizado en la sala cuando los
dos amiofos entraron. Clara al piano, a su lado su
prima María, llesrada esa mañana con los huéspedes;
Barclay en posesión de su sillón, Sesovia, la señora
y el cura al lado de la mesa de bésierue, pero sin
jugrar — y en la pieza contisi^ia, sin duda don Be-
nito, poroue se oía a cada instante una voz que de-
cía ''¿Ya?", como si se tratara de hacer partir a un
tiempo diez caballos o de disnarar las arma^ en un
duplo. En las ventanas que daban al patio, una mul-
titud de cabezas, cubiertas de pañuelos de colores,
dejando escapar trenzas de cabello negro como el
ébano y cubriendo fisonomías sonrientes e ilumina-
das por ojos llenos de vida. Eran las chinitas oue se
habían a^rlomerado para oír también a don Benito
tocar el paine, invención de Clara, a falta de otro
instrumento ; todo aauel pequeño mundo estaba al-
borotado por esa prodigiosa aplicación de tan humil-
de utensilio.
— Es la primera vez que el público hace esperar
a los artistas, dijo Clara. Yamos, coloqúense ustedes
bien y prepárense a gozar. ¡Atención, don Benito!
— ¡Ya!, gritó el aludido desde la región ignota
donde procuraba convertirse en eco lastimero.
— i No, hombre ! Oiga bien el piano y entre en el
acorde que le hemas indicado.
— ¡Perdón!, dijo don Benito, asomando la cabeza
82 MIGUEL CAÑÉ
por la puerta del cuarto y teuiendo en las manos el
famoso peine en^oielto en papel de seda. "¡Perdón!
¿Pero no sería posible hacerme saber por algún me-
dio visible, cuál es el acorde indicado? Hay muchos
que se parecen y me puedo confundir. Además, de
donde me han puesto no alcanzo a verlas y. . .
— ¿Pero no le queda el oído? Todos los eslavos son
músicos de nacimiento, señor Morreón, y ustod, por
simpatía, debe tener oído.
El argumento pareció convencer a don Benito, que
desapareció asegurando que pescaría el acorde.
Clara dibujó la melodía en el piano y María em-
pezó el triste recitativo de la serenata de Bra^a con
6U vocecita débil pero afinada V simpática. Todo el
mundo había hecho silencio y el público menudo de
la ventana retenía el aliento para no perder una
nota. En el momento oportuno, justo después del
acorde indicado, don Benito, puntual bajo la excita-
ción hecha a su honor panslavista, rompió denodada-
mente el fuego con bastante pr(?cisión. La cosa no
era muy fácil, porque la voz llevaba una melodía y
el piano acompaíiaba, mientras don Benito debió es-
grimirse por su cuenta, concurriendo con el elemen-
to principal al conjunto. Había empezado bien; pe-
ro en el cambio de tono, le era necesario llegar a un
sí bemol que había sido uno de los primeros obstácu-
los en el ensayo, hasta que María consiguió hacer
apretar los dientes al pedagogo sobre la parte unida
del peine y llegar así, por un esfuerzo que las venas
del cuello revelaban, al .n bemol deseado. Don Be-
nito, todo a su tarea, apretó con tal frenesí, que la
nota salió vibrante, no muy justa, pero potente de
sonoridad.
— ¡Mira el paine! — exclamó Toribio sin poderse
contener, con medio cuerpo dentro de la ventana.
Todos soltaron la carcajada, María la primera, que
interrumpió el canto. Toribio se puso como una flor
PBOSA LIGEBA 83
ele amapola, y no sabiendo qué hacer, sonrió humil-
demente, mientras don Benito asomaba la cabeza con
aire agitado, preguntando:
— ¿Me he equivocado?
— ^Al contrario, señor Morreón; merece usted un
bravo, dijo la señora. Ha sido un acceso de entusias-
mo en el público.
• — ¡Dg^ cacpo, da capo! — gritó Pepe.
La serenata, por fin, se ejecutó a la satisfacción
general, sobre todo del maestro de escuela que, ago-
biado por las felicitaciones y vislumbrando un por-
venir de gloria, preguntó a María muy seriamente si
no había música escrita para el peine. La alegre
criatura le aseguró que sí, prometiéndole hacer venir
la partitura de una ópera de Rubinstein, transcripta
para ese amable instrumento.
Luego vino el esperado dúo de don Juan, por Ma-
ría y Barclay. Barclay conocía la música y allá en
sus tiempos debía sin duda haber cantado. La ver-
dad es que, con su voz sin timbre, pero sumamente
afinada, supo dar al '^la ci darem la mano" una ex-
presión tan característica y personal, que Carlos lo
miró asombrado. Algo le revelaba que en aquel co-
razón silencioso y solitario pa.sabau cosas que la cal-
ma aparente de la- vida no dejaba ver. La música
es el lenguaje universal de tocio lo que siente y su-
fre; ella sola puede traducir con la vaguedad nece-
saria para no profanarlos, los sentimientos más ocul-
tos y profundos que se mueven en el fondo del alma
humana. Además, Mozart tiene este rasgo caracterís-
tico, que la excelencia de su intei'pretación no depen-
de exclusivamente del arte_, sino de la inteligencia.
A un artista sin talento se le puede enseñar bien
una ópera cualquiera, siempre que tenga voz y sepa
usarla. Eso no basta para Mozart, o mejor dicho,
Mozart, el único, puede pasarse de esos elementos.
Fuera de Faure, a nadie he oído la serenata de don
84 MIGUEL CAÑÉ
Juan como a un hombre de miuido, casi sin voz, qae
la mui-muraba de una manera cJJíquisita para las ocho
o diez persona.s que rodeaban el piano. . .
Así corrían las noches en la alegría, como los días
en la serenidad.
La primera de "Don Juan" en Buenos ñires
Después de un largo eclipse, nunca completo,
pues tras la« penumbra brilla siempre la tenue luz
que muchos recordaban como una fuente deliciosa
de vida y armonía, reaparece en el cielo el astro so-
berano en su calma serena y transparente.
¿De dónde viene el engouement actual por Mo-
zart? En primer lugar, de la pobreza de la produc-
ción contemporánea y luego por su eterna belleza.
Mozart no será olvidado jamás, y mientras la raza
humana persista, continuará fascinándola. En re-
sumidas cuentas, Mozart, Beethoven, Wagner. Todo
lo demás son poetae minores, muy apreciables, pero
que al lado del trío majestuoso, gravitan como par-
tículas siderales innominadas.
Pero a mis ojos, Mozart se mantiene, persiste y
triunfa,, precisamente por la ausencia de algunos
de los caracteres que le han sido generalmente atri-
buidos por la mayor parte de los escritores — y son
legión — que de él se han ocupado. Todos sabéis
que hasta hace diez o doce años, para el ^Tilgo,
música alemana era sinónima de obscuridad, de im-
penetrable profundidad, de ciencia abstrusa reser-
vada únicamente a los iniciados, destinada a no ser
comprendida jamás por el buen grueso público, a
quien gusta salir del teatro tarareando los motivos
de la ópera que acaba de oír. Recuerdo que en uno
de los novelones de Pérez Escrieh, ese ilustre pre-
35 MIGUEL CANÍ:
decesor de Onhet, que hizo la delicia de nuestra in-
fancia, dos personajes conversan al salir del Real
de Madrid, antes de ir al Café Fornos^ que para
Escrich era el summum de la elegancia. Han oído. . .
el Fausto, de Gounod, y uno de ellos, dilettante apa-
sionado y con autoridad en la materia, declara que el
arte musical morirá a manos de esos armonistas mal-
decidos, que desprecian la melodía y les da por hacer
música sabia e incomprensible. Y se trataba del
Fausto!
Así, ¡ cuánto se ha dicho de Mozart, de la profun
didad de su concepción, de lo intrincado de su ma-
nera y de la preparación especial que se requiere
para entenderlo! Y, sin embar^'o, es el mayor por-
tento de claridad, de nitidez .cristalina que la his-
toria del arte registra. Poro a su maravillosa facili-
dad, al espontáneo torrente de melodía que brota
de su cerebro, se unen dos condiciones tan raras,
que han hecho de él el tínico y el inimitable : su
instinto dramático, en primer lugar, que le permite,
con sin ií^ual soltura, traducir la situación, y en
segundo, la elegancia, la distinción suprema de su
melodía. Se le acusaba de haber i)uesto la estatua
en la orquesla y el pedestal en la escena. Es que fuó
de los primeros en comprender que una batalla
debe darse con todas las fuerzas de que se dispone
y utilizó los pocos instrumentos con que <:ontaba,
fundiéndolos con las voces, abriendo así esa vía
luminosa que Wagner debía recorrer triunfalmente
hasta agotarla.
Es esa la maravilla del Don Juan; el drama está
'ii la música más que en la palabra y pienso que
hasta sin el juego escénico, se necesita ser muy lego
en la materia para no sentir y comprender la inten-
ción de la frase musical y no adivinar, tras las me-
lodías que Mozart hace cantar a su héroe, el alma
voluptuosa, lif-^ei'a y escéptica del seductor...
PBOSA UGEIÍA 87
¡Pobre Don Juan! No hay cuaderno de pequeñas
melodías para el primer año de piano, que no con-
t-enga, transcriptas con una ingenuidad de deletreo,
el ^'la cí darem la mano", el ''Delí! vieni a lu fines-
tra'\ el minuet ^'signore masáiere" y el i-^ndó de
Zerlina. Lo mismo pasa con Virgilio : nos lo hacen
dnnoner en la infancia, l-e tomamos horror y no lo
volvemos a abrir en la vida, sin darnos cuenta que
el magnífico poema, leído sin obligación, es una de/
las fuentes más puras en la que el espíritu humaoto
pu-ede encontrar la belleza.
Y a propósito de Don Juan, se agolpan a mi me-
moria recuerdos lejanos que me es grato saludar,
como a una evocación de muchos seres queridos que
reposan para siempi'^e.
Hace veinticinco años o más, Ferrari (1), esa co-
lumna lírico-argentina, sin sospechar aún los altos
destinos a que su estrella le llamaba, había saltado,
con más audacia que capital, del modesto salón de
la Soci-edad Filarmónica que había fundado, al esce-
nario del Colón. Lo que había detenninado de voca-
ciones musicales esa Sociedad Filarmónica, no es
decible. Como todas las coristas eran niñas de las
principales familias de Buenos Aii-^s, los coristas,
naturalmente, se reclutaban entre la flor de la ju-
ventud porteña. Se cantaban, en los conciertos, piezas
concertadas o. como d-ecían los pocos técnicos aficio-
nados, tuttis.
Pero había un antagonismo de criterio respecto a
la colocación, entre Ferrari y sus artistas. El maestro
quería que los tenores se colocaran detrás de las so-
pranos, los barítonos de las mezzo y los bajos de las
contraltos. Tenía, es cierto, la «conciencia ancha y
(1) Aun vivía el buen maestro cuando fueron escritas esíí.3
lineas.
83 MIGUEL ca:?íé
cuando se lo pedía con buen modo, al^n tenor ena-
morado, conseguía que declarara soprano, a una mo-
desta aficionada que trepaba a duras penas tres
escalones. Así, recuerdo que un día apareció en los
salones del Colii>eo, para un ensayo, un ex alférez
** largo, lampiño y un poco dcsí^oznndo" (1), me
pidió que lo presentara a F-errari, porque quería
tomar parte en el coro. — ¿Que voce al — No sé. —
AUora, ¿come si fa? — f^spérate. Consulté al amigo,
quien, después de avcrip[uar que una moroehita que
le interesaba era soprano, se declaró tenor. Ferrari,
un poco» desconfia do, debo declararlo, le colocó detrás
de la 8opranito codiciada. El ensayo empezó; se tra-
taba nada menos que del final del tercer acto de la
Traviata.
Astengo, un corredor de seguros que le jugaba
mÚBica para colocar pólizas, hacía de Alfredo, mien-
tras una niña rubia, simpática, con una voz deliciosa
y verdadero talento ailLstico (2), tenía el papel de
Violetta. Nosotros, el coro, los señores y damas sin
importancia, repetíamos hasta el cansancio una sola
frase: Qiuuita pena fa al cor! Pero había (^ue colo-
carla a tiempo, por lo menos. Esa pena i)rofunda que
sentíamos por la deíjgracia de la Traviata, debíamos
exjjrcsarla oportunamente. Pero apenas ésta había
lanzado su Alfredo, Alfredo!, mi amigo, aprovechan-
do el momento en (lue Violetta toma})a aliento para
añadir: di questo core, etc., lanzó un guanta peiia fa
al cor, tan extemporánr^o, tan anacrónico, que Ferrari
se sintió mal, dio un batutazo formidable, y dirigién-
dose a mí, que baritoneaba en un rincón, rugió agi-
tando los brazos: ma fa tacere qxvcsto pero! En aquella
época, Ferrari no podía decir perro. La escena con-
(1) Agí se ha dibujado él mismo, Trtinla años lUsttuiM, «a la de-
litic?» pííitiij.'\ que Wvxw este tttxüo y que publicó La, Biblioteca.
(2) La ■eQori:a üeooveva AiLad^o.
PROSA LIGERA 89
cluyó por una transacción: mi amigo continuaría
siendo tenor, pero sin cantar, tenor seco, como le
llamábamos.
Cuando Ferrari tomó la dirección del Colón, no
le dejábamos ^dvir, pidiéndole que abandonara el vie-
jo repertorio italiano y nos hiciera conocer a Mozart,
a Weber y Meyerbeer, Lo primero que conseguimos
de este último, fué Roberto el Diablo; la impresión
fué colosal y el éxito lucrativo para Ferrari. El oía
un poco entonces esa nu-eva música con un airecito
escéptico y creo que aún hoy, en el fondo, sus gustos
son los de su juventud. Pero, en fin, nuestro consejo
había sido buenOj le ayudábamos cuanto nos -era posi-
ble en la prensa, en la propaganda social y en aque-
llas agarradas musicales del. Club del Progreso, que
ihacían poner furioso al pobre don Juan Can-anza,
en su eterno bézigue con Adolfo Alsina, su víctima
ordinaria.
Teníamos entrada franca entre telones y ayudába-
mos a bien morir a Lebni, en el Bailo m rtuiscJiera,
bajo el disfraz del último acto. Recuerdo qu-e Adrián
Arana quería salir una noche, de casco y barba
postiza, con una escopeta de dos tiros, a cazar hugo-
notes en el último acto de la ópera de M-ej-erbeer,
que ahora se suprime siempre y que tiene un hermo-
sísimo terceto. Era íntimo amigo de un corista que
se colocaba al lado de la avant-scéne en qué' estaba
Adrián y cantaba sólo para éste, que le aplaudía con
frenesí, en la esperanza, según decía, de presenciar
alguna vez el estallido de la vena yugular que, allá
por el sí bemol, tomaba proporciones de cable en el
pescuezo del corista... ¡Esa avant-scéne! Eugenio
Cambaceres, con el atractivo de su talento, de su
gusto artístico, de su -exquisita cultura, de su for-
tuna, de su aspecto físico, pues todo lo tenía ese
hombre que parecía haber nacido bajo la protección
de un hada bienhechora, era el j-efe iaeontestado.
00 MIGUEL ca:íé
Lue^o venía Pairoclo, el insigne Patroclo, senador
por Jujuy, s'Ü voiis plait, chiquito, tieso, duro, malí-
niino, que no podía vivir sino entre nosotros. En se-
guida, leaza, el gallego Icaza, flaco, t^nue, impalpa-
ble, exuberante, lleno de (grandes designios, siempre
irrealizados, el músico técnico de la compañía, anun-
ciando eternam-entc un trabajo, alí^una crítica de
arte, en la que pondría las peras a cuarto y cantaría
las verdades al hijo del sol, pero que nunca velamos.
De los vivos, ¿a (¿ué hablar? Viejos magistrados unos,
fruits rotes otros, buenos padres de familia los más,
todos vamos siguiendo, con semblanza de conciencia,
esta cómica ruta cuyo final no está lejos. . .
Pero vuelvo a mi Don Juan, y si en el camino me
cxíravío por momentos,, mirad esos zig-zags con in-
dulgencia, porque rae traen recuerdos de la única
época realmente feliz de la vida... Habíamos, por
fin, lesuelto a Ferrari a poner en escena la anhelada
ópera, aprovechando la contrata de no sé qué barí-
tono italiano que cantaba bien y traía trajes pasables.
Ferrari se había defendido con energía. ¿Ma come
si fa? ¡Cinvuauta niíUe pezzi de decorazionc! (de los
chicos, de entonces, pero que se estaban quietos, sin
subir ni bajar) . Si e un fiasco, ¿come s-i faf Para
destruir esa poderosa argumentación empleamos todos
los recursos imaginables, y Ferrari, que al fin y al
cabo es el hombre que nos ha hecho conocer el teatro
lírico casi entero, cedió a nuestra instancia, los ensa-
yos comenzaron y nos pusimos en campaña. Se trata-
ba, como era natural, de hacer conocer la obra de
Mozart, en un artículo magistral, que arrebatara los
sufragios del público y que llenara, desde la primera
noche, la vasta sala del Colón, tan llorada por todos
los que a ella teníamos vinculada nuestra juventud y
nuestra alegría. ¿Quién había de ser el designado
para llevar a cabo la magna obra? Icaza, natural-
mente, como en el grupo de Pickwick, todo lo que so
PROSA LIQEBA 91
referia al amor tenía su representante titular. Con
tres meses de anticipación, Icaza acometió la empre-
sa. Pasaba tres o cuatro horas encerrado, producía
uno o dos párrafos, los cepillaba, los limaba, les metía
unas puntitas, que él llamaba horadadoras, y cuando
le preguntábamos, con cierta reserva y misterio: "Y
aquéllo, ¿anda?", nos contestaba, más que con la
palabra, con la expresión, porque más que cara, tenía
fisonomía: "Tente tieso y ello será". Vivía en su
artículo y hasta había cesado de hablar de una mo-
rena, más fea que una crisis, que le tenía sorbido el
seso. Por .fin, a los tres meses, llegó una noche al
teatro, con aspecto fatigado, pero radiante, colgó su
sombrero, y en su lenguaje apocalíptico no dija sino
estas palabras: "Abur y la de vamonos!" Eso sig-
nificaba, claro como el cristal de roca para nosotros,
que había terminado su artículo sobre Don Juan. No
hubo medio de que nos lo leyera; ruegos, amenazas
de pisotón (lo que más temía físicamente en el mun-
do), todo fué inútil.
Sin vacilación, todos resolvimos que el articulo se
publicaría en la Tribuna. La Tribuna era el diario
a la moda, el único, el indispensable. Cortado y diri-
gido, instintiva e inconscientemente, en el sentido de
las preocupaciones porteñas, tenía una autoridad ab-
surda, pero incontestable, y ha sido necesario todo
el talento comercial de los Várela, para haber dejado
agotar esa fuente de fortuna. Lo dirigía entonces,
como un jinete, con espuelas y sin riendas, piiede
dirigir un caballo, Héctor Várela, que acababa de lle-
gar de Europa con la aureola del discui-so de Ginebra
que no había pronunciado. Para él, artículos de
fondo, inforaiación política y financiera, todo eso
era secundario; toda su atención se concentraba en
dos folletines que aparecían diariamente, algo como
unos Misterios del Paraguay, con Madama L5^lch por
protagonista, y las Cosas, de Orion, que él redactaba
92 MIGUEL CAÑÉ
bajo ese pseudónimo. La novela ofrecía pocas difi-
cultades ; Héctor había escrito los dos o tres primeros
folletines y una buena mañana se había cansado ;
como el regente (¡oh vasto, redondo y solemne don
Saturnino Córdoba, te saludo al pasar!) le pidiera
materiales, tomó la primer novela que le cayó a mano,
la abrió al azar, encoiitró un diálog-o, le metió tijera
y lo entregó a la composición. Los lectores (tenía
y muchos) se agarraban la cabeza, no entendían una
palabra, pero esperaban pacientes que aquéllo se
aclarana más tarde. Esa publicación, en esa forma,
duró meses enteros, y lo que es más colosal, el primer
tomo apareció, se vendió y debe aún adornar alguna
biblioteca.
En cuanto a las ''Cosas", allí cabía cuanto Dios
crió. Virutinjis, felpas, reclamo.s, bombos, anuncios,
sablazos, disimulados o no, transcripciones, cuentos,
anécdotíu^, versos, cuanto es posible imaginar, todo
bajo la firma de Orion.
Nuestro buen Icaza puso en limpio su artículo ma-
tristral, en buen papel, tinta negra y letra clara y se
lo llevó solemnemente a Héctor, <iue entendía de mú-
sica como de cual([uier otra noción racional. Estí; se
lo recibió, agradeció al compadre Icaza (todo el mun-
do era compadre de Héctor, no sé por qué) su valiosa
colaboración y le pidió que esa misma noclie fuera a
corregir las pruebas. Icaza no faltó por cierto, espul-
gó su prosa, teniendo por oidor al ñato Montes de
Oca, de todos los errores de caja, y luego se nos
presentó en el teatro, más misterioso que nunca.
"Mañana y a callar!", nos dijo. Preparamos el alma
a las grandes emociones, advertimos a Ferrari, nos
fuimos al Club, en donde, de mesa en mesa, propala-
mos la buena nueva y a la mañana siguiente, nos
despertamos al alba para pedir la Trihunu. En vano
la recon-íamos desde la eruz a la fecha: ni sombra
del artículo de Icaza! Por íin, se me ocurre echar
PBOSA LIGEBA 93
una mirada sobre las ' ' Cosas ' ' de Orion . Lo primero
que leo es lo siguiente : ' ' El buen gringo, mi compadre
Ferrari, va a dar el Don Juan, de Mozart, ese alemán*
de rechupete, en el teatro Colón". En seguida, sin
título ninguno, como consecuencia de esa frase tras-
cendental, el artículo de Icaza, menos la firma. Al
final, este parrafito, dedicado a Ferrari o a Mozart,
el texto es confuso: ''¡Ali, gringo lindo!" Luego la
firma: Orion.
Me vestí de prisa y corrí a casa de Icaza; un sir-
viente gallego me recibió, trastornado : ' ' El señorito
me pidió los diarios a las 7, en seguida le dio un ata-
que y ahí está sin sentido ; le han puesto ventosas ! ' '
1897.
En el fondo del río ^^^
El último día de cuarentena tocaba a su término.
Había a bordo un bullicio insólito . El piano, golpea-
do con más rigor que en las melancólicas noches de
la última semana, exhalaba sus quejidos ásperos con
tal buena voluntad, que se creía adivinara próximo
el momento del reposo. Se había instalado mi nueve
animadísimo en una de las mesas del comedor y los
maltratadas en la travesía trataban de rehacerse, ten-
tando la suerte del viltimo día, postrera esperanza,
engañosa como todas. Un coro de señoras, un tanto
enrojecidas poi^ la labor interna de la digestión, ro-
deaban el piano, donde una escuálida criatura de
veinte años batía las teclas sin piedad, mientras su
hermana o algo así, soñaba en voz alta, más o menos
afinada, con bosques sombríos, claros de luna, citas
de amor y mal de ausencia. Los corchos de cer^-eza
y limonada gaseosa, con su falso ruido de champag-
ne, saltaban a cada instante. Los sirvientes, al pasar,
solían poner la mano en el hombro a algunos pasa-
(1) Este fragmento, así como los dos titulados De cepa criolla, y
A las cuchillas, formaba parte de un estudio de nuestra sociabilidad
en aquel momento, que empecé a escribir en 1884. Ese trabajo ha que_
dado definitivamente sin concluir porque esas cosas, cuando no se
publican de primera intención, dan más trabajo para corregirlas, que
para escribirlas de nuevo. Si publico aquí esos fragmentos, es porque
pueden leerse sin que choque su incoherencia, refiriéndose cada uno
a un cuadro o a un asunto particular.
06 iUQUEL CAÑÉ
jeros y les deseaban, con nn aire de superioridad
incontestable, buena suerte en el piquet (1).
Arriba, sobre el puente, la luna, el espacio tran-
quilo, el Plata dormido, meciendo sus olas pequeña?:
y numerosas, que se extin gruían sin rumor contra los
flancos del navio. A lo le.ios, al frente, en el confín
del horizonte, una faja rojiza tenue, como el resplan-
dor loiano de un incendio, visto a través de una
atmósfera carprada de vapores leves. A la doreeha,
también distantes, los faros do las costas y la imper-
ceptible raya nocrra nue el espíritu adivinaba máí5
de lo nue los ojos voian . En medio dol río. va'^to
como un mar, multitud de lupe«: nue ofipílabnn len-
tamente on lo alto de Ins mástiles. De tiemno on
tiompo o] oon iri^fo do un'' onmnnna nno dnb?^ l«s
horas, como si rcpordaran al i^ven oue soñnba sobre ol
puente nue aun en el seno dé esa paz silenciasa. la
"\nda corría v las tristezas oon oilq
"Fl^fpbn «:olo on pnbí«rtn t'^nrlído «^ob^-o nn bnupo ol
bra^o apovado sobro la baranda v la oabora so<vtonida
on la mano. Tja luna bañaba do Hopo su rostro de
facciones ro<Tulares. jovon ^nn. poro fa+i^rado. Miraba
al n«!tro volarlo ñor la niobln liorora con 1a persi<;ton-
cia do lo«? cofiadores v la varra oTprosión ño' sus; ojos
anupoiaba nuo su alma recorría el nadado.
Las boras corrían as;í. lonta<: e lorualos. Kn el co-
medor so babía boobo el silonoio: a POPa. un otupo
cine hablaba on voz baja, sólo revolaba su prosonoia
por el intermitente resplandor rln loc? oicarro^:.
Varias veces va un hombre había apareoido en lo
alto de la escalera nuo daba al puonte v Inooro de
mirar con interés cariñoso al joven inmóvil había
descendido. Al fin, en una de sus últimas subidas, se
acercó suavemente con un plaid en el brazo y lo ten-
(]) Debe recordara© que en los vapores franceses (Ifríio^rríc»
Maritimee), los pasajeros de 1.* y 2. a claacB, vinjan confundidotf.
PROSA LIGEÍÍA 97
dio al joven, diciéndole en francés con res$)etuoso
acento :
— La humedad de la noche puede hacerla mal, se-
ñor. He traído este abrigo, por si el señor piensa no
recogerse todavía.
— Gracias. No descenderé aún; no podría dormir.
Tráigame un poco de cognac con agua y cigarros.
El criado reapareció un momiento después, el joven
encendió un tabaco, se envolvió en la manta y quedó
mirando con una expresión de cariñosa tristeza a su
servidor .
— Mañana concluye la cuarentena, Pedro.
Pedro se inclinó.
— Y empiezan los días amargos de que le he ha-
blado, añadió el joven sonriendo.
— Yo estoy bien en todas partes donde el señor
quiera tenerme consigo.
— Sí, pero usted no conoce la vida do nuestros
campos, sobre todo a donde vamos. Es el desierto,
la soledad y el silencio constantes. Tendrá usted
poco o nada que hacer allí y el fastidio puede engen-
drar la nostalgia. Le repito, pues, mis palabras de
París: no hay compromiso ninguno entre nosotros.
En el momento en que lo desee, regresará usted a
Europa o se instalará en Buenos Aires, a su elección .
— El señor es siempre bondadoso conmigo ; sólo le
pido que me lleve consigo donde vaya y que me
acepte a su lado mientras mis servicios le sean útiles.
— Bien, bien; tenemos tiempo de hablar. Prepare
todo para descender mañana temprano. ¿No ha ha-
bido nuevos curiosos?
— No, señor; desde Río me dejan tranquilo.
El joven hizo un gesto de fastidio mientras el cria-
do se retiraba. El hecho es que desde Burdeos había
vivido a bordo en una asechanza constante, en una
insoportable persecución de la curiosidad ajena. Su
retraimiento sistemático, sus respuestas monoeilábi-
98 MIGUEL CAÑÉ
cas, dadas con glacial corrección a los que niu-uiaban
abrir charla con él, su silencio en la mesa, el imperioso
deseo de soledad que revelaba su aspecto, lo habían
señalado al mundo de a bordo como un personaje
original, orgulloso primero, enigmático después, sos-
pechoso más tarde. Entre los pasajeros había pocos
argentinos; la mayor parte eran familiiis de extran-
jeros radicados en el país y sin contacto con la alta
sociedad port^^ña. Así, había duda hasta sobre el
nombre del joven, que figuraba en sus maletas, en
la lista de pasajeros, que no importaba misterio al-
guno, pero que el deseo de crear historias rodeaba de
sombras en el ánimo de esa buena gente. No pu-
diendo sacar nada del amo se dio el asalto contra el
criado, llevando la voz los que hablaban francés, por-
que Pedro no entendía una palabra de castellano.
Pero o Pedro tenía un natural poco comunicativo o
cumplía instrucciones terminaíites, el hecho es que
tres o cuatro respuestas secas, dadas con su airo de
ceremonia, pusieron en derrota a los más audaces.
Sólo se snpo a punto fijo que el joven se llamaba
Carlos Narbal, que pertenecía a una distinguida fa-
milia de Buenos Aires, que tenía fortuna y que había
estado muchos años ausente. Y esto, gracias a tres
o cuatro cocottcs que venían a Río contratadas para
el Alcázar, según decían, que se daban suntuosos aires
de artistas, pero que el comisario de a bordo, que
debía conocerlas a fondo, amenazaba con enviarlas a
perorar sur le (jaillard d'avant cada noche que el
alboroto promovido por las ninfas se hacía insopor-
ttible. Cuando se les pasó el mareo dol golfo y en-
trando a las ag-uas más tranquilas del Océano empe-
zaron a recibir los galanteos de la gente de a bordo,
(lue en general ofrecía poco porvenir, sus miradas no
tardaron en dirigirse sobre Carlos, cuyo aspecto au-
guraba un hombre de mundo. Si en alguna parte las
mujeres tienen conciencia de su fuerza es induda-
PHOSA LIGERA 99
blemente sobre la cubierta de un buque. Caras que
no se han percibido en el momento del embarque,
adquieren cierto atractivo a los ocho días de nave-
gación, y a los quince, a menos de ser unos monstruos,
pasan con facilidad por bellezas acabadas. El fe-
nómeno se produce a favor de un sinnúmero de
circunstancias, de las que cuentan en primera línea
el aire vivificante del mar, la fuerte alimentación,
la inacción forzosa y la ausencia absoluta de puntos
de comparación . Pero todo ' eso parecía hacer poco
efecto sobre el hombre único tal vez que no hacía
avances. El repertorio estaba agotado, las miradas
tiernas, la pantalla caída a propósito, el ^'Mon D-iexiy
qu'il fait chaud!'' en los trópicos, el insinuante y
audaz* ^'est-ce que vovs conna'issez Rio, maimexir f \
todo el arsenal de escaramuzas femeninas. Una de
ellas, más cráne que las demás, había hecho jugar la
gruesa artillería y una noche, antes de llegar a Bahía,
cuando ya hacía rato que habían sonado las doce y
que los corredores estaban desiertos, se entró senci-
llamente al camarote que ocupaba Carlos, que a causa
del calor había dejado sólo la cortina corrida. Car-
los, que no dormía, se sentó en la cama. Entonces
una voz queda, pero muy queda, ciiya entonación
procuraba infiltrar la persuasión de que los vecinos
no se despertarían, murmuró: '^Pardon, monsieur je
me suis trompee de cabine". Carlos refunfuñó algo,
se dejó caer sobre el lecho y la poco orientada artista
declaró al día siguiente que aquello, con el aspecto
de un hombre, y méme (pas mal, no era tal.
Luego, el aislamiento, las largas horas pasadas con
los libros amigos, con el Dumas que no cansa y que
se relee con el placer que da la evocación de las im-
presiones de la primera lectura, los buenos y sanos
libros de historia, las revistas científicas, las narra-
ciones de ^4aje que llevan el espíritu, a regiones re
motas. Y por la noche el panorama de los cielos Henos
loo MIGUEL CAÑÉ
de estrellas, del mar que las refleja con cariño, de
la estela que se desvanece lentamente como un sueño,
la blanca espuma que se apa^^a murmurando, la ca-
prichosa fosforescencia de las aguas que se abrillaii-
tan por instantes como el espíritu del que sufro, con
un reflejo de esi)eranza, para caer en se{ruida en la
sombra . . .
La lütima noehe, pero frente a la patria, cuyo amor
se levanta espléndido sobre todas las ruinas morales.
Ahí estaba; bajo el crepúsculo incierto del horizonte
dormía la ciudad madre, cuna de su cuerpo, nodriz;:
de su alma, fuente también sin duda de todas b ^
amarguras de su vida. Miraba, miraba intensamente
el reflejo lejano y a medida que su espíritu leía d
])asado en la memoria, sus ojos se impregnaban do
lágrimas o adquirían una dureza de aceró. Luec»)
pasaba la mano por la frente y quedaba inmóvil.
Un dolor profundo o un error inmenso i)esab;i
sobre el alma de esc hombre; o se había estrellado
contra una desventura sin remedio, de las que rom-
pen la armonía interna y velan el poi*venir o bajo
un fastidio colosal, rl (in.í2jen de su mal se había des-
envuelto e invadido todo el ser moral.
¿Quién, (piién sabe la^j ideas que pasan por ei^
cerebro de un hombre joven que sueña bajo los vien-
tos dormidos, sin más horizonte a su mirada que las
aguas silenciosas y monótonas ? . . .
La campana^ de. proa daba las dos de la mañana,
cuando el criado avanzó resueltamente y con cierto
aire de autoridad y un ^Vc vous en pric^ monsicur"
insistente y suave, pidió a Carlos que se recogiera .
El joven descendió; la luna continuaba brillando ;i
través de la niebla húmeda que se aumentaba por
momentos, el círculo amarillento que la rodeaba m'
extendía y las aguas comenzaban a moverse con má^
rapidez en la superficie del estuario inmenso. ^
A la mañana siguiente, al alba, la inquieta cxpec
I
PB03A LIGERA 101
tativa del desembarco animaba todo el mundo. Pa-
recía que la felicidad, abiertos sus cariñosos brazos,
esperara en tierra a los que tanto ansiaban pisarla.
La mayor parte, sin embargo, iban a cambiar la vida
libre de a bordo con la exigua existencia, detrás de
un mostrador o la ingrata tarea del jornalero. Los
trajes nuevos habían hecho su aparición ; por todas
partes cajas de sombreros, jaulas con antipáticos lo-
ros dentro, maletas de viaje, gorras, bultos.
Por fin llegaron los vapores de desembarco, se
llenaron las formalidades sanitarias y pronto el bu-
que quedó sólo con su tripulación y allá en la proa,
los emigrantes apiñados, mirando con ojos de ingenua
curiosidad cuanto pasaba a su alrededor y sintiendo
pesar sobre su alma esa impresión de abandono que
gravita sobre el extranjero al pisar por primera vez
laííl playas de una tierra desconocida. Pronto la
atmósfera fácil y cómoda de nuestra patria iba a
borrar la nube de tristeza e iluminar la vida de esos
desgraciados con las perspectivas de un porvenir se-
guro.
Carlos había bajado sencillamente en el vapor de
la agencia, seguido de Pedro, silencioso siempre y
grave en su levita abotonada hasta el cuello. Cmn-
plidas las formalidades de aduana, Carlos hizo avan-
zar un carruaje y media hora después se encontraba
alojado en un cuarto del hotel de Provence. A sii
llegada se le habían entregado cinco o seis cartas,
que en ese momento leía con atención. L^na de ellas,
tres renglones escritos con una letra de una pulgada
y con una ortografía capaz de hacer rugir de espanto
a un académico español, parecía haberle L'ausado
viva satisfacción . Traducida, decía así :
''Desde el marteá estoy con los caballos en el
Aznl, esperándole".
Tollas.
102 MIGUEL C\NÉ
Las otras cartas eran puramente de intereses, ciien
tas, etcétera.
Carlos comió solo l*ii .su t-uarto y al caer la noche
encendió un cigarro y salió, después de indicar a un
sir\'ient^ hiciera acompañar a Pedro al teatro Va-
riedades.
Carlos luinñ la calle de KecoiKpiista, llegó a la*]jlaza,
la cruzó diagonalmentc, entró por Victoria hasta
Peró, dio algunos pasos a la derecha, pero, retroce-
diendo, tomó resueltamente hacia la izquierda. A
cada instante, a pesar de la confianza que tenía en
no .ser conocido, por el cambio completo operado en
.su fisonomía en los últimos cinco años, ocultaba el
rostro al i^asar junto a alguna de sus antiguas rela-
ciones. Iba agitado ])or el tumulto interior de sus
sensaciones; echó una mirada vaga a los balcones
iluminados del Club del Progreso, sus ojos se llenaron
de sombras, inclinó la cabeza y siguió marchando
lentamente. Así vagó cuatro horas, dcteniéndo.se en
un punto, mirando con atención una casa, impreg-
nando la mirada con el espectáculo de la ciudad que
tanto había querido y en la (pie marchaba hoy como
un desconocido. A las 11 de la noche se encontraba
en el Retiro, frente al río sereno y rcsi)landeciendo
bajo la luna. I'no que otro carruaje volvía de Pa-
lermo o tomaba la calle de Charcas; a veces una ex-
])losión de alegría llegaba a oídos del .solitario.
Bien solo, por cierto. Esa alma debía estar enfer-
ma, rendida por una lucha sostenida tal vez sin euei*-
gía. pero no por e.so menos agobiadora. Y así, mar-
chando en los sueños íntimos, llegó tristemente a su
h^el, se tendió en un sofá, tomó un libro que pronto
cayó de sus manos y quedó inmóvil ^ con hi mirada
fija en el techo. Su cara fué perdiendo la expresión
adusta, sus ojos se llenai'on de lágrimas y un sollozo
ahogado pasó por su garganta. La reacción fué vio-
lenta, se puso de pie^ enjugó el ro.stro, sonrió con
PROSA LIGERA 1@3
desprecio de sí mismo, se paseó largo rato por la
pieza y luego llamó a Pedro.
— El tren sale a las 7, Pedro. Que todo esté pronto.
Luego se acostó y empezó para él el infíerno co-
tidiano de los que han perdido el dulce sueño, repa-
rador de la vida . . .
Corría el tren por los campos iguales y monótonos.
En el vagón que ocupaba Carlos iban dos o tres per-
sonas desconocidas entre sí, lo que no impidió que a
partir del almuerzo trabaran una larga conversación
sobre los temas eternos de la vida de campo, la lluvia
que bacía falta, porque los pastos estaban flojos, el
cardo que tardaba, las barbaridades de los jueces de
paz de los partidos respectivos a que pertenecían los
viajeros, y por fin, la política, -^nsta al microscopio,
las profesiones de fe grotescas, una estrechez de es-
píritu inconcebible. Carlos oía con cierta atención la
insípida charla: como los campos que atravesaba le
traían la perdida nota impresional de la patria, así
el palabreo que llegaba a sus oídos hacía revivir en
su memoria el mundo normal en cuyo seno pasó su
juventud. lAiego sus ojos se perdían en la dilatada
llanura, extensa como el mar y como él generadora
de tristezas.
Pedro, solo y grave en un vagón de 2.^, miraba
con asombro nuestros campos, buscando en ellos el
cultivo, la subdivisión, el canal de riego, el bosque,
el aspecto europeo, en una palabra. Una sensación
indefinible le oprimía y a veces sacaba la cabeza por
la portezuela, ansioso, en la expectativa de un cambio
que no se producía.
Por fin, a la caída del día, el tren llegó al Azul:
Carlos se dirigió a la posada. En la puerta del gran
patio donde llegan las diligencias, carruajes y gentes
de a caballo, se encontraba un hombre recostado en
un poste. Tendría de cuarenta a cincuenta años;
alto, delgado, barba canosa, ojos negros serenos. Su
IQl UIGVVA. CAÑÉ
traje era el de nuestros ^'auelios, chiripá, poncho,
un modesto tirador viejo ya, un sombrero de felpa
utrado en años y unas fuertes botas de baqueta,
nuevas, compra sin duda de la víspera. A pesar de
haber visto a Carlos, no hizo un movimiento. Este
avanzó sonriendo hacia él y le puso la mano en el
hombro .
— ¿No me reconoces, Tobía^i?
— Niño Carlos. . .
No pudo decir más; se sacó el sombrero, empezó a
darlo vuelta entre las manos y se quedó mirando a
Carlos con tamaños ojos de asombro.
— 8í, mi buen Tobías, estoy muy cambiado. Ade-
más, hace como diez años (}ue no nos vemos. ¿Y
cómo va la salud? ¿Y los hijos?
■ — Buenos todos, señor; los muchachos andan en
tropa. Anselmo salió anteayer con una punta y Ore-
frorio debe Herrar mañana o pasado.
— ¡,Y quiénes hay en la Quebrada?
— Manuel Tabares, cuatro peones y la vieja Ni-
casia.
— ¿Aún vive Nicasia?
— Cuando ha sabido que el niño iba a venir se
lia ])Ucsto como loca.
— Bueno; tcn'Miios tiempo <lc ]i:ibi;i". •rn'n^"'^ r'¡\.
bal los has traído?
— Cuatro, por si acaso, aunque nin^no hemos de
tener que cambiar.
— ¿Y el carro?
— Lleírará mañana a la tarde. ¿Cuándo nos va-
mos, spfior?
— Mañíina bien temprano, i)ara llegar con dia.
— Saliendo a las seis estamos a Ifts cin<'f» ^n la
Quebrada.
— Tobías, este hombre (y señalaba a Pedro, que,
con un saco de noche en la mano, correcto c inmóvil,
había presenciado d dinloiro sin entend'M' ^¡na pala
PKOSA ugí:ka 105
bra, este hombre es mi sirviente, pero uo habla
español. Dice que aunque no es muy de a caballo,
quiere ir montado, en vez de esperar el carro. Dale
uno de buen andar y manso.
— El moro, señor.
— Vaya por el moro. A las 5 me recuerdas con
todo listo.
Desfiló el clásico menú de los hoteles de campaña
en nuestra tierra. ¿Un buen puchero? ¿Un buen
asado? ¡Jamás! Frituras, guisos jDseudo-franceses,
combinaciones de^'un chef que, para elevarse al arte
cree deber salir de la naturaleza. Carlos recorrió la
lista, recordó su experiencia pasada y pidió un inge-
nuo bife con dos de a cahallo, una botella de cerveza
inglesa y queso. ¡Ay de aquel que sale de ese ré-
gimen higiénico !
El cansancio del ferrocarril le dio algunas horas
de sueño. Pero cuando a las 5 de la mañana Tobías
vino a golpear su puerta, le encontró vestido y pron-
to a montar.
Así que dejaron el pueblo y que el espacio abierto
se presentó, Carlos sintió esa sensación deliciosa que
sólo los argentinos sabemos apreciar, cuando, sobre
un buen caballo, se galopa por los campos en la
mañana. Una leve brisa, fresca, con un olor sano e
intenso, venía de oriente, donde el sol se elevaba ya,
pugnando por abrir camino a sus rayos al través de
un grupo de nubes. Las estancias esparcida-s en la
extensión de la llanura, como islas en un mar inmen-
so,, manchaban con sus tonos obscuros la sábana de
verde pálido en la que la vista se perdía hasta el
confin del horizonte. Los caballos, contentos y brio-
sos, resoplaban con energía, levantando sobre el c<i-
mino resecado una nube de polvo, que iba a disolverse
a la espalda en fugitivos remolinos. Un grupo de
ovejas que comía al borde de la ruta se precipitaba
al lado opuesto y detrás iba toda la majada, deí>aten-
106 MIGUEL CJINÉ
tada, como si corriera im peligro inmenso. Cuatro
o cinco corderos quedaban rezagados, con la eolita
entre las piernas, enclenques, temblorosos bajo su
cuero desnudo y arrugado, balando con un quejido
lastimoso. Diez o doce madres habían dado vuelta la
cara y respondían al llamado sin cesar, como sacando
la voz de las entrañas j-íara que sus hijos las recono-
cieran. Un perro, girando a la carrera alrededor del
rebaño, ladraba furioso al pasar junto al grupo de
jinetes, cuyos caballos agachaban las orejas e liin-
chaban ligeramente el lomo. Luego, una manada de
yeguas que sale a escape, se detiene a cincuenta
varas y queda iinnóvil, las orejas rectas, los ojos
grandes e ingenuos. El sultán está a la cabeza, so-
berbio codi su larga crin y opulenta cola. Brilla su
pelo inmaculado como un tejido de acero. Un potrillo
más audaz se acerca, hace una cabriola, rompe a la
carrera, se detiene al pie de la madre y se pone
tranquilamente a mamar. Las vacas son más repo-
sadas; algunas levantan la cabeza, pero pronto la
inclinan sobre la tierra y continúan rumiando. Uno
'¡ue otro toro espléndido se cuadra luiliLnuMifó. ov-
'•arba el suelo y mira con arrogancia .
Los ieroí^ atronan el aire; parecen la bocina del
derecho iiidio. clamando eternamente sobre la pampa
contra la conquista europea. Avanzan audaces, cru-
zan a dos varas de los jinetes como una saeta y so
pierden a lo lejos, dando la voz de alarma que hace
poner en fuga a los patos que reposan en la próxima
laguna, rica en juncos y pobre en agua. La lechuza,
inmóvil sobre una vizcachera o en la punta de un
palo de alambrado, abre el pico como un res^orte
mecánico, lanza su grito gutural, que en la noche in-
quieta los espíritus más serenos, deja caer sus párpa-
dos amarillentos, que tienen más expresión aue sus
ojos mismos y queda en su postura egipcia. Multitud
de pe^jueñas aves saltan a cada instante de entre el
PROSA LIGEi?. 107
pasto; por momentos, una perdiz hiende el aire con
su silbido caracteristico y el ruido estridente de sus
alas al batir precipitadas; otras se agachan, se di-
suelven entre los tonos grises de la tierra y quedan
inmóviles. De tiempo en tiempo Tobías les lanza su
rebenque, no siempre sin resultado, ante el asombro
de Pedro, que contempla atónito el nuevo sistema
cinegético .
Y así avanzan en silencio, Carlos perdido en sus
reflexiones, el sirviente un tanto dolorido ya, Tobías
con la indiferencia suprema del gaucho por todas las
cosas de la vida. Cada media hora, Tobías da la
señal de reposo deteniendo su caballo y poniéndolo a
un trote suave, pero que rinde camino. Según él, el
secreto para llegar pronto no está en andar ligero,
sino en andar seguido. Tobías nombra las estancias
que aparecen a lo lejos, a medida que se avanza y
ciue las copas de álamos que se veían suspendidas en
el aire se unen a sus troncos al cesar el miraje. A
las doce se hace alto junto a un jagüel rodeado de
algunos sauces y paraísos que ofrecen una sombra
suficiente. Carlos no ha querido ir a una pulpería
que está a diez cuadras, en una estancia donde indu-
dablemente habría sido muy bien recibido, pero €n
lo que habrían tardado tres horas en matar algunos
pollos y donde habría tenido que hablar sobre cuanto
Dios crió. Tobías, que se ha avanzado, después de
manear cuidadosamente los dos caballos de repuesto,
vuelve a la media hora con un carnero muerto y
degollado, pan, vino y sal, hace fuego, fabrica un
asador con una rama de sauce y a los veinte minu-
tos se presenta con un asado color de oro, chisporro-
teando aún y chorreando de jugo.
Diez, veinte años de París, comiendo en Bignon,
cenando en el café Anglais, no alcanzan jamás a
borrar en nosotros el tinte criollo, la tendencia indí-
gena, el amor a las cosas patrias... y el gusto por
]08 MIGUEL Cfi'St
el cordero al asador. Se quema mío loá dedos, es
cierto, queda en la boca cierto saber empaté, pero es
esa una sensacióu posterior, altamente compensada
por las delicias del primer momento.
La charla de sobremesa animó a Tobías, cjue apro-
vechó una buena ocasión para e^har fuera lo que
sin duda le estaba trabajando hacía tiempo.
— Dí<r:ime, señor, ¿viene por mucho tiempo a la
Quebrada?
— Por mucho tiempo, Tobías; no pienso moverme
de allí hasta que vuelva a Europa.
—¡Pero cómo va a vivir en esos ranchos, señor!
¿Cómo no se ha ido más bien a las Tunas?
— ¿Te incomoda mi visita, mi buen Tobías?
— j Por dónde, señor !
— Entonces, no hay que liabhir.
Tobías se rascó la nuca, ensilU) <.le nuevo los caba-
llos y pronto la partida estaba en marcha. Fué ese
el momento duro para Pedro. Al principio, el buen
jralope del moro recomendado por Tobías le había se-
ducido; pero pronto le dolió la cintura, las rodillas le
empezaron a arder en la parte que frotaban la silla
y cuando después del reposo del almuerzo volvió a
8u postura de centauro, todo el cuerpo protestó en un
estremecimiento. Se domíjió, sin embargí». ^f>iiri(' a
Carlos y partió heroicamente al galope.
A las tres de la tarde, poco después de atravesar
el arroyo de Chapaleofú, algunas gotas de agua em-
pezaron a caer. El cielo se había cubierto por com-
pleto y pronto un aguacero tremendo cayó sobre los
viajeros. La ticiTa parecía revivir bajo la onda; un
olor de humedad se desprendía del suelo. El horizonte
se había estrechado y los montes de las estancias más
í)róximas se iban disolviendo entre la bruma. La
lluvia redoblaba de violencia a cada instante y los
viajeros estaban empapados hasta la carne.
Así marcharon dos horas, lentamente, al paso, por-
PnOSA LIGEiv 1G9
que el suelo se había hecho resbaladizo. Carlos, re
beldé a la fatiga física, había recibido con placer h
lluvia. En cuanto a Pedro, sólo Dios y él saben le
que pasó en esos momentos por su alma y la opiniór
que formó de nuestra tierra argentina y de sus mo
dos de vialidad.
A las 7 de la noche, profundamente obscura, bají
la lluvia, un violento aullar de perros se hizo oir 5
una luz mortecina apareció a unos cien pasos.
— Llegamos, señor, dijo Tobías,
El viejo capataz se avanzó, gritó a los perros, quí
callaron al reconocer su voz y dio los caballos a do5
o tres hombres que habían salido de la cocina. Un£
viejecita, con la cabeza descubierta bajo la lluvia, s(
avanzó mirando a uno y otro lado y cuando hube
reconocido a Carlos, lo ayudó a bajar, repitiendo sir
cesar: "¡Niño Carlitos! ¡Dios se lo pague!"
Carlos cortó el torrente de las expansiones y ganr
rápidamente la casa, seguido de Pedro, rígido comí
lui autómata. Cambió de ropa, comió y con inmensí
delicia se tendió en una cama .
A la mañana siguiente se levantó temprano, tuv(
su conferencia con Nicasia, a quien pronto despachí
a la cocina y dio un vistazo sobre su morada. H(
aquí lo que vio.
Una pequeña casa de material, con techo de hierrí
de media agua, ocupaba el fondo de un cuadrado. A
la derecho un rancho, cocina y cuarto de peones. A
la izquierda la habitación de Nicasia, sin duda, m
pequeño rancho de paja. Al frente un palenque part
atar caballos y en el centro del patio un ombú raqui
tico que se había ido en raíces. Las tres piezas dt
su apartamento consistían en un dormitorio casi des
nudo de muebles, un comedor por el estilo y un grar
cuarto donde había algunas viejas sillas de montar
bolsas, una romana, una pila de cueros secos en ui
rincón, diarios viejos, un tercio de yerba, una dama
lio MIGUEL CAXt
juana de aguardiente, barricas de aziiear, una bolsa
de sal y en una pared un retrato del general élitro
en 1860. Allí había dormido Pedro.
Carlos sacó una silla al corredor, puso sobre otra
Jatj piernas y oayó en profunda meditaeión. El día
estaba espesamente nublado y la lluvia caía por mo-
mentos. Un silencio do muerte reinaba sobre los
campos y el horizonte coneluia a cien varas. A h»
lejos, él eco amortiguado de un cencerro o el apagado
ladrido de un i)erro. Contra un pilar del corredor,
el criado fiel, perdido en ese mundo nuevo para él,
dejaba vagar su mirada por el cielo gris. Carlos
sintió que el corazón se le oprimia ; temió que la paz
tan buscada no estuviera allí, comprendió que mien-
tras durase la tormenta intensa era inútil buscar la
trancjuilidad de las cosas para darla a su espíritu
conturbado y pasó la mano ])or su frente. De nuevo
miró a su alrededor; un recuerdo pa.só por su memo-
ria, una amarga noche en que inclinaba 3'a su cuerpo
sobre el Sena, en París, para buscar la calma en Ift
muerte. La lluvia caía, monótona, triste, sepulcral;
la llanura parecía envuelta en una mortaja. Carlos
inclinó la cabeza llena de sombras, munnurando:
— Heme en el fondo del río, con una piedra al
cuello.
18S4.
De cepa criolla
Carlos Narbal pertenecía a una familia de larga
data en tierra argentina y a la que no habían faltado
las ilustraciones patrióticas de la independencia ni
los mártires de las luchas civiles. Su abuelo, el pri-
mer Narbal criollo, fué sorprendido a los veinticinco
años por la tormenta de 1810. De la tranquila vida
colonial, un momento interrumpida por el rechazo de
las invasiones inglesas, en el que había tomado una
parte honorable como oficial subalterno, se vio de
pronto envuelto en el torbellino de la revolución, al
que le empujaban más sus amistades y vinculaciones
con las cabezas calientes de la juventud patricia, que
sus inspiraciones propias. Rico, relativamente a la
época, hacendado y por lo tanto fanático por D. Ma-
riano Moreno, bastó la presencia de su ídolo en la
primera junta ¡Dará determinar el partido a que había
de afiliarse. Gritó: j abajo Cisneros! el 25 de mayo,
sin ponerse ronco, formó parte de un grupo que
arrancaba carteles, aplaudió a Passo, hizo una crí-
tica razonable contra el discurso de recepción de
Saavedra y luego, entrada la noche, como hacía frío
y lloviznaba, abrió su paraguas y se ñié tranquila-
mente a su casa, donde contó la jornada a su vieja
madre con la misma sencillez con que hubiera na-
rrado una corrida de sortijas. No se daba cuenta de
la importancia del movimiento, no tenía ambiciones
ni imacrínación . Era, pues, un hombre feliz de la
112 MIGUEL CANK
colonia, el tipo más completo de la especie que haya
vivido sobre la tierra. Una noche, en una sobremesa
del café de Malloos en que se había apurado más do
lo habitual el Valdepeña-s y el Jerez, varios do sns
amigos declararon su intención de ir a reunirse al
ejército del coronel Balcarce que operaba en el Ahn
Perú, aprovechando la partida de Castelli, el fujía/.
Saint-Just de n\iestra revohición. No sé cómo vendría
la cosa, pero nuestro hoiubre juró, se arrepintió un
poco a la mañana siguiente, se consoló al mediodía,
arregló su e([UÍpo a la noche, partió con los compa-
ñeros, se unió a Balcarce la víspera de Suipacha, s-*
batió dignpmeiite y se disgustó por completo del ofi-
cio el día de la ejecución de Córdoba, Nieto y Paula
Sauz. En la primera (K*asión regresó a Buenos Aire<.
habiendo pagado su deuda a la patria, se casó y
pronto dos hijos le dieron el corte definitivo drl
hombre de hogar. El primogénito creció en aquella
atmósfera njidosa y vehemente de la revolución, taii
lejos hoy de nosotros, que cada año transcurrido pn-
rece un siglo. Los cuentos de los viejos sÍT'\'ientes de
la casa, que todos hablan servido, respiraban olor a
combates. La nota tosca del heroismo, la habitud
de la idea de lucha .se hundía en el cerebro del niño.
Luego las guerras civiles, los amargos momentos del^
año veinte, el hogar inquieto, el padre meditabundo,
la madre llorosa. Tenía catorce años el día de Itu-
zaingó y era ya un pequeño patricio, exaltado, entu-
siasta, sediento de acción, la antítesis del padre, a
quien sólo debía \á vida, pues su alma era hija di-
recta de la revolución. Cuando aluúó loe ojos a la
luz y con la virilidad llegó la dignidad, vio a su
padre consumirse lentamente en la agonía moral de
la dictadura, bajo el peso del oprobio y la vergüenza.
Rosas imperaba y la juventud se estremecía. Muerto
su padre, casada su hcnnana con un hombre de la
situación que protegería a la madre, logró una noche
PROSA LIGERA ll3
embarcarse y pasó a Montevideo. La revolución del
Siid le contó entre ísUS soldados: batidos, desliedlos,
pocos lograron salvar del desastre. Narbal escapó,
se unió a Lavalle, luego a Paz y de nuevo se encerró
en Montevideo con la ilusión perdida y el alma re-
suelta. ¡Cuan largos han sido para nuestros padres
esos días, esos años de etenia espectativa, en que
cada nueva Urna traía la noticia de un nuevo desas-
tre, fijos los ojos en la dictadura granítica que del
otro lado del Plata se levantaba sombría, desafiando
el tiempo y el esfuerzo humano ! En el día la batalla
estéril en la que se pierde la \^da sin esperanza de
que el tiempo fugitivo traiga la libertad : en la noche,
el insomnio que csusa la conciencia del porvenir
perdido y la amargura infinita de la patria deshon-
rada!
Tarde ya, pasados los treinta años, Narbal unió su
suerte a la de la hija de i^n proscripto como 61, dulce
criatura que había crecido atónita dentro de un in-
fierno de odios y de sanere. Carlos nació en 1850 y
desde ese día la fisonomía de su padre se hizo más
obscura aun. El porvenir de su hijo, sin patria desde
la cuna, sin fortuna (sus bienes habían sido confis-
cados por Rosas) le aterraba. Por fin brilló el ben-
decido momento de Caseros. Los que en aquel ins-
tante grabaron el nombre del libertador en el alma,
no lo olvidaron jamás. Caseros lava la vida entera
de TTrquiza, como Ituzairo:ó la de Alvear. No se da
la libertad a un pueblo ni se salva la indenendencia
de la patria, sin que la historia olvide las debilidades
humanas y consagre el tipo de los hombres en el
momento trágico de su vida.
Narbal volvió a su patria y al ensanchar sus pul-
mones, al empezar la vida a los cuarenta años, como
si su organismo moral se hubiera renovado, de nuevo
al destierro, empujado por muchos de los que había
combatido cuando doblaban la cabeza ser\^l bajo Ro-
114 MIGUEL CAXÉ
sas y por la agitación insensata de una juventud
ávida de ruido, sin conciencia del pasado y sin visión
del porvenir. El grolpe fué rudo y la tierra extraña
más sola que en los amarj^os días de la lueha. Una
melancolía profunda se apoderó de él, perdió la es-
peranza que un momento había brillado ante sus ojos
y se exting*uió en silencio en brazos de su fiel com-
pañera, oprimiendo la mano de su hijo.
Carlos volvió a la patria; los bienes de su familia
le habían sido restituidos. Su primera educación fué
la de todos nosotl^os, superficial, arrancada a trozos
a la debilidad de la madre, con sus larj^'as estadías
en el cami)o predilecto, los numerosos años recomen-
zados en el curso universitario y en la adolescencia,
la vida va'j:abunda, un tanto compadre, (juo hoy se ha
perdido felizmente por completo. Las hazañiis de me-
dia noche, las asociaciones para el escándalo nocturno,
el prurito del valor en las luchas contra el infeliz
scrcnOy el asalto a los cafés, a los bailes de los subur-
bios, el contacta malsano de las bajas clases sociales
cuyos hábitos se toman, el lento desvanecimiento do
las lecci(mes puras del ho^^ar. Los (pie han pasado en
esa atmósfera su primera juventud y han consej^uido
rehacerse una ilusión de la vida y una concepción
recta del honor, necesitan haber tenido de acero los
resortes fundamentales del alma. La pruerra del Pa-
raguay fué, eii ese sentido, un beneficio inmenso para
nuestro país. Por afición a las armas, por admiración
a muchos oficiales de la época, pendencieros, decido-
res, eternos arrastradores de poncho, tal vez un poco
por el palpitar de la fibra salvaje que jamás se ex-
tinji^ie por completo, muchos jóvenes de 18 a 25 años,
de los que entonces hacían esa vida ignominiosa, par-
tieron a campaña y se rehabilitaron cayendo noble-
mente en los campos de batalla o ilustrando su
nombre por el valor y la buena conducta.
Carlos era muy joven atan. Por otra parte, su ín-
PB03A LIGERA 115
dolé recta y generosa, cierto amor düettante al estn-
dio, sobre todo a la lectura, y por último uu largo
viaje para terminar su educación en Europa, que su
madre, bien aconsejada le hizo hacer, le salvaron del
peligro de una vida que habría destimído su por-
venir. Pasó tres años en un colegio inglés, anexo a
la Universidad de Oxford y allí se operó la trans-
formación radical de su organismo moral.
Nada como la atmósfera inglesa para regularizar
este conflicto eterno que se llama el alma de un latino
y más aún el alma de un sudamericano. Sea tradi-
ción de raza, atavismo revolucionario o simple in-
fluencia etnográfica, el tipo general de nuestros jó-
venes se combina moralmente de excesos y depresiones
curiosas en sus diversos elementos. La imaginación
ocupa un espacio inmenso y su constante acción de-
termina una insoportable prisa de vivir, de llegar, de
gozar de entrada la plenitud del objetivo. Al mismo
tiempo y por la misma influencia, el objetivo es vago
e indefinible para los mismos que lo pei*siguen. El
valor nos sobra, el valor instintivo, el valor de em-
puje momentáneo, pero la voluntad persistente nos
falta. Entre nosotros todo el que ha querido ha lle-
gado. Además, la vida de ''Gran Aldea'', el círculo
relativamente circunscripto de nu^tro mundo so-
cial, las amistades de la infancia, que se perpetúan
en el contacto tenaz y obligado de una vida en co-
mún, las extensa.s vinculaciones de sangre que son
apoyos inconscientes, determinan en nuestra juven-
tud la atrofia de la individualidad, la pérdida de lá
iniciativa propia y de esa reserva legítima que acon-
seja hacer un fondo inviolable, personal, de fuerzas
morales, en vista de la dura lucha que se prepara.
Como el gaucho de otros tiempos que vi^áa indo-
lente en la seguridad de la subsistencia, vivimos tran-
quilos, unos reposando en la fortuna heredada, otros
en el empleo infalible, los más en los recursos de la
ll(5 MIGUEL CAÑÉ
política. Ncks apoyamos unos a otros, vamos rodando
en común y muchas veces una fuerza individual que
estalla en plena juventud con carácter de alguien, se
desilusiona en el primer esfuerzo ante la necesidad
de ceder a la apatía general para no marchar solo e
impotente.
Tal era el corte moral de Carlos; la atmósfera
,ino;le.sa pc.-^ó sobre él como una pesada máquina
de nivelación. ]jOs fuertes ejercicios físicos desenvol-
vieron y dieron fuerza a su cuerpo, más aún, si se
quiere, acentuaron sus necesidades animales, en salu-
dable detrimento de sus crisis morales perpetuas. El
limitado trabajo intelectual de la educación inglesa
permitió a su espíritu el lento y progresivo desarrollo
tan raro entre nosotros, donde la inteligencia niareha
a saltos y procede por aglomeraciones de difícil di-
gesiión que congestionan el órgano. Luego, en aquella
vida libre del CvStudiante inglés, confiado a sus fuer-
zas, a sus recui'íios, aprendió el valor de su propia
individualidad, adquirió el aspecto serio que oculta
la prudente reserva y se hizo un hombre de reflexión
y de voluntad. Al mismo tiempo, recuperó la pureza
moral de la adolescencia y cuando llegó la edad de
los cariños, se encontró con el alma preparada para
querer y querer profundamente.
No es cierto que la juventud sea idéntica en todas
partes, como la mañana no es igual en todo el orbe.
Hay en los jóvenes ingleses un rei)oso que nos es
desconocido, un residuo de infancia que a los veinte
años ha ido a reunirse, entre nosotros, con los cuentos
de la nodriza y los juegos de la gallina ciega. La pre-
cocidad con que se obtienen los honores viriles, la fal-
ta de un aprendizaje en todo, la improvisación de
competencias que acaba por comunicar al que las al-
canza una alta opinión de sí mismo, son elementos
desconocidos en Inglaterra, donde la vida se desen-
vuelve lenta y regular.
Llegado a los 17 años a Oxford, Carlos se encon-
HíOSA UGESA . Il7
tro con un mundo nuevo que le sorprendió sin atraer-
le. Sus placeres no eran los mismos a que veía en-
tregarse a sus compañeros. Su ingénita aristocracia
latina repugnaba al ejercicio muscular constante y
violento que era el fondo de la ocupación de sus
felloics. Pero bien pronto la emulación, cierto pini-
rito patriótico (¿dónde no va a meterse?) le deter-
minaron a esforzarse, a trabajar, a querer y tras lar-
gas y terribles horas pasadas al sol, inclinado sobre
el remo o jadeante en el campo del cricket, fué un
día admitido a ocupar un puesto en la canoa de ho-
nor.
Pronto tomó gusto a la vida independiente del es-
tudiante inglés, tuvo su apartamento, su sei^cio, su
caballo, el valet de cliamhre hábil y correcto, invitó
a lunchs, entró por las formidables ici)ies partijs, y
como era generoso y sus medios le permitían ser es-
pléndido, conquistó su carta de ciudadanía en el di-
fícil mundo estudiantil en el que se requiere un tino
exquisito para no ser demasiado obsequioso con un
hijo de Lord o seco en demasía con el triste vastago
de un cura de campaña.
Introducido por sus compañeros o por medio de
cartas venidas de Londres, en el seno de algunas fa-
milias, sus ideas artificiales sobre la mujer, formadas
en los bailes de suburbio en Buenos Aires o en sitios
más característicos aún. empezaron a transformai^e
en un respeto instintivo. La atmósfera de pureza mo-
ral que respira un hogar inglés le penetró por com-
pleto y pronto, al ser tratado como un hombre de
honor por un padre que le confiaba su hija, com-
prendió que no es necesario una lucha tenaz con el
instinto bestial que inspira infamias, para vencerlo
con nobleza. Así, lentamente, sus facultades de raza,
aquellas que no debemos envidiar a pueblo alguno de
la tierra, se elevaron por la conciencia de sí mismas
y acercaron a Carlos al ideal de un hombre, esto es.
el hombre sereno., correcto, leal y reserv^ado, cómodo
i 18 MIGUEL CAÑÉ
en la vida, preparado por la reflexión para el porve-
nir, eomo la fortaleza prepara para la deserrada. El
rasero fundamental de su earáeter fué la profundi-
dad inaltej'able de siLs afeeeiones. Quería a poeos,
pero quería bien. Era un ainii?o de novela latente;
más de una tarde, solo, pensando en la patria lejana,
sonreía al ver pasar por su espíritu la ima.iíon seduc-
tora del sacrificio en obsequio de un amigo. TikIo ha-
bría hecho en caso necesario. Con una concepción
semejante de la amistad, los pequeños ra-sj^uños due-
len como heridavS profundas.
¿Amores? El ligero flirtalion del estudiante, la
cinta recibida en una suave presión de jnano para
adornar su pecho en la rcí^ata. dos ojos azules pal-
pitantes de jtábilo el día de triunfo eii el cricket, los
]jasco.s poi* la tarde o la lectura romántica de Teii-
nys' íi. pero uiiiínina impresión honda ni duradera.
A los veinte añ(»s, el primer rayo de la tormenta
layó sobre su alma serena. Un tele<;rama lo Ilaníó a
Buenos Aire.s, al lado de su nmdre «¿^ravenuMite en-
ferma. Era su única familia, su mundo, su idolatría,
l'uona y dulce, no pudiendo habituarse a la separa-
fión, pero con esa fuerza de sacrificio en la que las
madres concentran toda su enerf?ía, su cuerpo se fu»'
debilitando hasta que el primer accidente la encon-
tró sin vip:or para hi lucha.
Carlos Ucí^ó a tiempo para pasar dos días al í)¡c
de su lecho y recostar en .su seno la cabe;ía (juerida
en el último momento.
Cna desespei'ación lionda y callada .<-t apoderó de
él. En esos instantes, los amij^os no bastan. El alma
aspira al dolor con una voluntad persistente e in-
venciljle. La vida de la ciudad se le hizo inso])ortablc
y fué a pasar sus horas de amar<^aira en uno de los
establecimientos de campo que formaban «u patri-
monio.
Su vida de dos años, pon raras aiuiriciunrN m l;i
ciudad. y)asada en In atmósfera serena y monótona
PUOSA LIGEBA 119
de los campos, borró la impresión aguda,, dejando
sólo la m.elancolía del recuerdo que jamás se olvida,
pegado al corazón hasta la tumba. Ese aislamiento
voluntario tiene el peligro del embrutecimiento, si
no hay voluntad para resistir la inerte tendencia ani-
mal que empuja a la vegetación, al acuerdo incons-
ciente con todo lo que vive y muere alrededor. La
música, la lectura, las visitas de sus amigos, la larga
correspondencia sujetiva^ salvaron a Carlos. Un in-
cidente le deteraiinó venir a Buenos Aires. En una
campaña electoral uno de sus amigos fué candidato
a la diputación nacional. El comité conociendo las
relaciones de éste con Carlos y deseando atraer un
hombre que en tres partidos de campaña podría pre-
sentar quinientos electores perfectamente alineados,
a caballo y con facón, sin más voluntad que la de
Don Carlítos, nombró secretario a Narbal. Este, a
pesar de no tener gran afición a la política, aceptó
en el acto, en obsequio de su amigo. Además, la plata-
forma de la lucha del momento era la cuestión cle-
rical; En ese terreno Carlos, hombre de ideas libe-
rales y tolerantes hasta el extremo, opinaba, como
toda la gente razonable, que lo mejor es no meneaUo.
Pero como cuando hay dos que pueden menear algo,
no basta que uno solo no quiera hacerlo, resultó que
los clericales menearon de tal manera que fué nece-
sario salirles al encuentro. Como siempre, el público,
el pueblo, quedó indiferente. Pero la emulación in-
telectual, los pinchazos por la prensa, la polémica
que arrebata, acabaron por comunicar a los comba-
tientes la falsa convicción de que se encontraban en
presencia de uno de los más graves problemas que se
hubiera presentado desde el "día de la organiza-
ción". Un artículo cualquiera fué atribuido a Carlos
por una hoja clerical. Como el artículo no era bueno,
la réplica fué sabrosa, sin que faltara la alusión '*a
la gente que mide su competencia por el número de
vacas que posee" o que cree ''que basta saber inglés
120 MIGUEL CANK
para eDtender de todo". En seguida, toda la guen-illa
guaranga de los sueltistas que, a pesar de tener una
idea muy vaga y difusa de lo que significa patronato
y que a veces dicen cañon-es por cánones, se tratan
unos a otros de gran batata, monigote y demás genti-
lezas de un gusto perfecto.
Carlos se irritó. En su vida había publicado nada,
pero tenía los cajones de su escritorio repletos de to-
das esas cosas que se escriben en la juventud. ''Sue-
ños", más o menos fantásticos, ''Recuerdos", cona-
tos de novela, biografías de proceres, versos, etcé-
tera. La pluma no le era un instrumento desco-
nocido ni la cuestión tampoco, a cuyo estudio había
dedicado el últiuiO año de su vida de campo. Replicó,
la polémica se hizo más extensa y levantada, creyó
tener por adversarios, bajo el anónimo de la prensa,
a hombres del valor de Goyena y Estrada y con oí
respeto de sí mismo que janiás le abandonaba, resol-
vió suspender la improvisación del momento que a
veces desvirtúa la idea, esparciendo los argumento.^,
y después de un mes de laborioso esfuerzo publicó un
nutrido folleto titulado "La iglesia ante la sociedad
política".
El libro hizo efecto; escrito en un estilo simple y
elevado, con una cultura no desmentida y un ver-
dadero respeto a la religión, quitó en la réplica a su»s
adversarios el derecho a la invectiva, sin la cual un
escritor clerical de la buena escuela no hace nunca
nada que valga la pena. El nombre de Carlos, hasta
entonces desconocido o poco menos, tomó cierta cele-
bridad. En la memoria del pueblo se reavivó el re-
cuerdo de su padre y de .su abuelo, hombres dignos
y que habían servido bien a su país y pronto sintió
Carlos que se abría ante él un porvenir que no había
sospechado.
A los veintitrés años se encontró en una de las po-
siciones más envidiables que es posible alcanzar en
nuestra tierra y en muchas otras; un nombre respe-'
PBOSA UGEEÁ 12 i
tado, una fortuna sólida que crecía todos los días en
el movimiento progresivo del país, con la estimación
general y el cariño profundo de sus amigos, inteli-
gente e ilustrado y todo esto acompañado de una ñ-
gurá elegante.
Alto, delgado, grandes ojos pensativos y de mirar
abierto y franco, culto y correcto, sin aquella afec-
tación inglesa que es la caricatura del género, un
tanto callado, haciendo poco o nada por divertir la
rueda, pero apreciando como el que más los buenos
rasgos de espíritu, con buenas costumbres por exceso
de lujo, su entrada en nuestra sociedad porteña fué
sembrada de flores.
Hay hombres que apenas llegan a la plenitud de
su fuerza moral, no tienen más pensamiento fijo que
el de encontrar una compañera para la gran ruta de
la vida. Carlos era uno de ellos; allá en el fondo,
había resraelto casarse, sin comunicar su proyecto ni
aun a sus más íntimos amigos, por temor, no sólo del
combate diario contra las presuntas suegras, sino so-
bre todo de perder, en la caza implacable de que se-
ría víctima, todas sus ilusiones y esperanzas.
Naturaleza seria y reposada, sentía una repugnan-
cia instintiva por todas esas pueriles escaramuzas
del amor, tan comunes en nuestra tierra.
— ¿Pero qué tie;ie eso de particular, Carlos? — le
decía una noche uno de sus amigos, joven elegante,
sin más pensamiento que la mujer, de eterna buena
fe en sus entusiasmos, creyéndose sinceramente ena-
morado de la última con quien hablaba, escéptieo con-
tra el matrimonio, predes1:inado por lo tanto a casarse
con una contralto cualquiera. — ¿Qué tiene de parti-
cular que en vez de hablar de nimiedades en un salón,
se cante a una mujer joven y linda la canción soña-
da cuya música adivina sin que la letra haya llegado
a su oído ? Hay una especie de convención social que
sonríe ante esos amores primaverales y no les da im-
portancia alííuna. A más, la pureza sale sin mancha
122 MIGUKL CA>'£
(le esa esgrima del seutimicnto que sirve para cono-
cerse a sí mismo y no tomar por un afecto profundo
la veleidad de un atractivo pasajero.
— ^Te equivocas, replicaba Carlos tristemente. Esa
•onvención social en cuya protección buscas la im-
punidad, no existe ni puede existir. Por lo quo a la
mujer toca, i no comprendes que en eso que has lla-
mado la esgrima del sentimiento pierde toda la in-
maculada inocencia que hacía su encanto? ¿No has
oído mil veces a tus .mismos amigos, en csa.^ largas
oharlas del club, fijar su ideal de esposa en uim
ci'iatura que hubiera abierto para el solo y único la
virginidad del alma? ¿Quieres un ejemplo? Hace un
año, en un gi-an baile sumamente fastidioso, te dio
n tí mismo (|ue me hablas, por enamorar a esa hci*-
losa y buena criatura que se llama Julia X. . . Como
'!e castumbre, esa noche te enamoraste i)erdidamente
lo que no imi)idi() ([Ue a la mañana siguiente te hu-
bieras olvitlatlo por completo de tu campaña. — Ti-es
meses después, Jorge tuvo la inspiración de proceder
a la misma esgrima en circunstancias análogas.
;. (^uántas veces les he oído entregar.se a la eterna
broma de la.s reconvenciones recíi)rocas y tacharse,
riendo, de deslealtad? ¿No crees que ese incidente
bastaría para detener a un hombre caviloso (]ue
hubiera pensado seriamente en hacer de Julia la com-
])añera de su vida? No es por cierto poniue la pobre
criatura haya desmerecido ni que su pureza sea sos-
l>echuda; pero la fuerza de las cosaos e.s así. El ex-
cepticismo fundamental de u.stedes en materia de mu-
jeres, sólo puede ser vencido por la fuerza de la ino-
cencia absoluta, indiscutible. Una mujer (pie ha te-
nido amores con un hombre, por más ideales y castos
(lue hayan sido, parece consen-ar sobre .sus labios, a
los ojos extiaños, el rastro de un beso furtivo. Me
dirás que un beso es nada ; a veces es un abismo.
— Pero no se llega siempre al beso, Carlos.
PBOSA LIGERA 123
— ¿Quién lo sabe? ¿Quién va a preguntarlo?
¿Quién te creerá si niegas, como es tu deber? La
duda basta. ¿Además, por ustedes mismos, qué ne-
cesidad tienen de ir a buscar en el mundo donde se
reclutau nuestras madres, que será el de nuestras hi-
jas, esas vanas satisfacciones del amor propio que
con un poco de dinero y audacia, se obtienen tan
fácilmente en otra parte?
— ¿Quieres hacer entonces de nuestra sociedad un
convento ?
— Xo ; quiero sólo una concepción vasta y comple-
ta del honor: he ahí todo. Para ustedes, la altura
desinteresada en materia de dinero y la suceptibili-
dad exquisita que pone la espada en la mano por
una nimiedad, constituyen el código completo. El
engaño de una mujer joven y candorosa, que cree
cuanto le dices, porque no tiene razones para dudar,
el desgarramiento moral que sucede a la desilusión,
el compromiso de la felicidad de su vida entera, j no
te parece un acto tan reprochable como el de dejar
de pagar tres o cuatro mil pesos a uno de esos bar-
bones del Club, que apoyándose en su experiencia y
sangre fría, te ganan todas las noches al hésigue?
— ¿Es decir, que no debemos ni aún ser sociables?
— ¡ Es curioso ! ¡ Parece que pretendieran ustedes
serlo ! ¡ Sociables ! ¡ Pero si ni idea tienen de lo que
es la sociedad ! Pasan ustedes la vicia en el Club ; ja-
más una visita, jamás esas atenciones cordiales que
son el encanto de la vida. En el teatro, o metidos en
el fondo de la avant-scéne, fumando como en un ca-
fé, o paseándose en el vestíbulo en los entreactos.
Viene un baile ; a amar con la primera que cae,
cuestión de tener a C[uien clavar los anteojos en Co-
lón. Por el contrario, les pediría más sociabilidad,
más solidaridad en el restringido mundo a que per-
tenecen, más respeto a las mujeres que son su orna-
mento, más reserva al hablar de ellas, para evitar
í-24 MIGITEL CAÑÉ
que el primer gruarango democrático enriquecido en
el comercio de suelas se crea a su vez con derecho a
echar su manito de tenorio en un salón al que entra
tropezando con los muebles. No tienes idea de la
irritación sorda que me invade cuando veo a una
criatura delicada, fina, do castíi, cuya madre fuú
amiga de la mía, atacada por un grosero ingénito,
cepillado por un sastre, cuando observo sus ojos
clavarse bestialmente en el cuerpo virginal que se
entrega en su inocencia... Mira, nuestro deber sa-
grado, primero, arriba de todos, es defender nues-
tras mujeres contra la invasión tosca del mundo he-
terogéneo, cosmopolita, híbrido, que es hoy la base
de nuestro país. ¿Quieren placeres fáciles, cómodos
o peligrosos? Nues-tra sociedad múltiple, confusa,
ofrece campo vasto e inagotable. Pero honor y res-
peto a los restos puros de nuestro grupo patrio ; cada
día, los argeiítinos disminuímos. Salvemos nuestro
predominio legítimo, no sólo desenvolviendo y nu-
triendo nuestro espíritu cuanto es posible, sino colo-
cando a nuestras mujeres, por la veneración, a una
altura a que no llegan las bajas aspiraciones de la
turba. Entre ellas encontraremos nuestras compañe-
ras, entre ellas las encontrarán nuestros hijos. Ce-
rremos el círculo y velemos sobre él.
— ¡ El cuadro de la aristocracia austríaca !
— No la critiques, que tiene su razón de ser. Es
la defensa de la naturaleza. Tú conoces mis ideas y
sabes que sólo acepto las aristocracias sociales. En
las instituciones, en los atrios, en la prensa, ante la
ley, la igualdad más absoluta es de derecho. Pero
es de derecho natural también el perfeccionamiento
de la especie, el culto de las leyes morales que levan-
tan la dignidad humana, el amor a las cosas bellas,
la protección inteligente del arte y de toda manifes-
tación intelectual. Eso se obtiene por una larga he-
rencia de educación, por la conciencia de una mi-
PSOSA LICFKA 125
sión, casi diría providencial, en ese sentido. Tal es
la razón de ser de la aristocracia en todos los países
de la tierra, tenga o no títulos y preocupaciones más
o menos estrechas. Entre nosotros existe y es bueno
que exista. No lo constituye por cierto la herencia,
sino la concepción de la vida . . .
Con semejantes ideas no era extraña por cierto la
reputación de aristócrata que Carlos adquirió. Son-
reía y dejaba decir, observándose con una rigidez
implacable para poner de acuerdo sus actos con sus
principios . ,
1884.
ñ las cuchillas
ñ Eugenio Barzón .
La idea de volver a la patria se había presentado
al espíritu de Narbal inseparable de la de no vivir
en Buenos Aires. ¿Por qué? No lo discutía, no lo
analizaba. Era una aprensión nerviosa y tenaz, que
le ha-eía considerar el retorno a la existencia de otro
tiempo, como una fuente de amarguras insoporta-
bles. Además, el ginipo simpático se había disuelto
por los azares de la vida y era muy tarde ya para
pensar en crearse nuevos cariños. Lorenzo se había
casado hacía cinco años y los tres hijos deliciosos que
encantaban su hogar, le habían convertido en el bur-
gués pacífico, trabajador y tranquilo, que era a sus
ojos, en épocas pasadas el tipo perfecto del embru-
tecimiento humano. Muchos, la mayor parte de sus
antiguos camaradas, habían seguido el mismo cami-
no, aunque algunos sin transformarse, continuando
bajo la cadena conj-ngal, bien ligera para ellos, sus
\dejos hábitos de club, de sport, de juego y todo lo
que acompaña la vida fácil. A veces, Carlos, solo,
por las mañanas, mecido por el paso lento e igual
de su caballo, evocaba el recuerdo de los compañeros
de juventud y comparaba su vida actual a la que se
presentaba ante él. Uno había abrazado con pasión
12ft MlGl'EL C\yt
la carrera militar y acallando sus gnstos sociales, su
amor a los placeres, vivía pcrdiilo, pero no olvida-
do, allá en la remota frontera, batallando obscura-
mente con lo?; indios, conquistando palmo a palmo
comarcas enteras para entregar a la civilización,
soldado y explorador, desenvolviéndose en la vida
militar moderna, concebida con inteligencia. ¡Feliz
él, que veía la ruta recta y luminosa abrirse ante sus
pasos ! Otro, en un acto de energía, se había arran-
cado a la patria y la sentía con toda la fuerza do
espíritu y el amor de vSU alma, allá en lejanas tierras
americanas, donde el nombre argentino estaba olvi-
dado y que él hacía sonar perseverante y respetuo-
so. Aí[uel, joven, brillante, por quien Narbal había
sentido siempre una vivísima simpatía, dejaba correr
la vida insensiblemente, como algo que le fuera ex-
traño, después de haber bebido también su cáliz y
l)u.scado la muerte honrosa del combate... Perdía,
recorriendo así el pasado, la noción del tiempo; las
figuras se borraban en una penumbra indecisa y le
parecía que esos hombres habían vivido largos años
atrás y que él mismo sobrevivía a un viejo mundo
desvanecido. A veces, una figura delicada, esbelta,
cruzaba su memoria e, involuntariamente, detenía su
montura y entrecerraba los ojos buscando el nombre
de la visión fugaz. . . ya había pasado y otra la reem-
plazaba. La asociación de recuerdos bajo la activi-
dad del espíritu le hacía por momentos recorrer su
vida entera en un rolámpago. Empezaba la evoca-
ción sonriendo y concluía en un quejido.
Narbal había buscado la existencia vegetativa y
la sentía a cada instante alejarse de él. Los trabajos
del campo a que se entregó con vehemencia, le fati-
garon al cabo de un mes. Muerta la curiosidad in-
telectual, los libros no le decían nada, la pluma le
inspiraba repulsión, un cansancio mortal le oprimía.
Vencido a medio día por el sueño, se preparaba lar-
PROSA LIGEEA 129
gas noches de insomnio, de las que salía profunda-
mente quebrantado. A la verdad, el corte definitivo
estaba ya adquirido, hasta el punto que, si un mila-
gro hubiera hecho desaparecer el pasado, el estado
moral de ese hombre no se habría modificado. Más
que insoportable, la ^ida se había hecho indiferente
para Narbal: todo le era igual, nada le atraía. No
hablaba, cesó de montar a caballo y los intermina-
bles días de la campaña corrían lentos sin que se
moviera de su cama, en la que, tendido, fumando,
dormitando, pasaba las horas muertas.
Quince días después de su llegada había recibido
una larga y afectuosa carta de Lorenzo, en la que
éste se quejaba con cariño de la conducta de Carlos
a su respecto. Narblil contestó, sin disculparse. Una
correspondencia seguida se estableció. Lorenzo, que
al principio no había querido hablar de su mujer,
de sus hijos, por un sentimiento de exquisita deli-
cadeza, abordó el tema con franqueza un día : " Ven,
le decía, mi hogar será el tuyo; estoy seguro de que
las caricias de mis hijos te calentarán el corazón.
Hay entre ellos un personaje de tres años, rubio,
alegre, preguntón, con unos ojos llenos de malicia
que, si recuerdo bien tu amor a las criaturas, te va
a conquistar. Figúrate que te apasiones por ese mu-
chacho; la salud moral no está lejos". Era tarde ya.
Hacía tres meses que Narbal se encontraba en la
Quebrada, cuando recibió una carta de Lorenzo que
produjo en él la primera impresión violenta desde
largo tiempo atrás . ¿ La había escrito el amigo en un
momento de sincera indignación o ensayaba, bajo
esa forma, estremecer las fibras anestesiadas del co-
razón de Carlos" Tal vez ambas cosas. La carta de-
cía así :
''ffi querido Carlos: Te escribo en un momento de
profunda agitación para todos nosotros. Los diarios
adjuntos te impondrán de lo que acaba de pasar en
130 UTGUKi. r-AMi'-
Montevideo. Las jiistitucioiics lian sido pisoteadas,
los poderes constituidos derribados por \in motín de
cuartel, el degüello, el viejo degüello salvaje, reapa-
recido en las calles, y, como siempre en ese desgra-
ciado pedazo de tierra, la barbarie ha triunfado de
la civilización. Los hombres de pensamiento y de
honor, viejos y jóvenes, que no han sido asesinados
o metidos en un calabozo, han tomado el camino del
destierro. La mayor parte han conseguido pasar a
Piuenos Aires y se encuentran acjuí »sin recursos de
ningún género y, por todo bagaje, con aquella enor-
me altivez que les conoces y que les impide aceptar
el menor auxilio. Nuestra ])rensa, felizmente, ha
condenado unánime el atentado. Nadie lo dice, pil-
que sería absurdo, pero está' en todos los corazones
el deseo de que el gobierno, por los mil medios in-
directos que tiene a su alcance, inter\'enga de una
manera favorable a la causa de la justicia. No se
trata aquí de blancos ni de colorados. La cuestión
en entre los hertiileros de las hordas semibárbaras de
un López o un ('arrera y los hijos de aquellos que
combatieron contra Rosas al lado de nuestros pn-
di'cs. ¡O el año 20 o la marcha adelante!...
"Anoche reuní algunos amigos en casa; no había
sino un oriental. Castellar, con (¿uien, como sabes,
me liga mía vieja amistad. Llegó anteayer, herido.
Parece fpie ha salvado la vida milagrosamente y que
el cónsul inglés le embarcó ])or la noche. No tiene
más que im pensamiento: organizar una expedición.
Es un carácter entusiasta y generoso, que vive en
la obediencia de un espíritu soñador y visionario.
Cree y añnna con una convicción profunda que se
comunica, (jue l)astará la presencia de 200 hombres
bien armados, en un punto cualquiera del litoral
oriental para determinar un levantamiento del país
entero. Todos ellos, es decir, unos cincuenta jóve-
nes, están resueltos a tentar la aventura y Castellai"
PEOSA LIGERA 131
l)ablaba eu su nombre anteanoche. Ellos, qne por
nada aceptarían nna imitación a comer, en la impo-
sibilidad de devolverla, han jurado, si es necesario,
ir de puerta en puerta, por las calles de Buenos Ai-
res, para mendigar con el sombrero en la mano, pero
la frente levantada, un fusil para sus manos iner-
.ines. No tienes idea del efecto que nos produjo la
])alabra inflamada de Castellar. Al principio, esa
declamación, natural a los orientales eu el estrío
y en la oratoria, que nos parece una falta de gusto,
trajo sonrisas sobre muchos labios. Pero cuando se
empezó a sentir el calor real que los animaba, cuando
Castellar habló de mujeres insultadas, de ancianos
asesinados, del porvenir de itoda una generación,
roto en esa bacanal de sangre y robo; cuando dijo,
sencillamente esta vez que todos ellos preferían morir
a la \'ida con el cuadro constante de esa depresión
profunda de la patria ; caiando se puso de pie, pi-
diéndonos armas, a nosotros, los felices, que había-
mos salido para siempre del lodo, te aseguro que las
sonrisas habían cesado y fué con viril emoción que
todos lo estrechamos entre nuestros brazos, como si
en ese instante representara su pobre tierra escar-
necida.
"Por lo pronto, tenemos por base los cincuenta
remington y que hace tres años reunimos para de-
fendernos del famoso golpe de mano anunciado y
que felizmente nunca tomó forma. Cada uno de nos-
otros va a ponerse en campaña y no dudamos reunir
en nna semana dos o trescientos fusiles. El embarque
puede ofrecer dificultades; pero Jaramillo, que aca-
ba de ser gobernador de Lp, Rioja, que ha llegado
hace nn mes de senador al Congreso y qne asistió a
la reunión, nos ha tranquilizado al respecto. Es ami-
go particular y político de los ministros de Relacio--
nea Exteriores y de Guerra y Marina y no cree
difícil obtener de ellos, ayudado por otra parte por
132 :NricrEL CÁNft
1 1 sontimiento público, qnc no hc. íijon mucho si los
sii])altcrnos hacen la vista gorila.
*'Pero no es eso todo; hay f^aslos iiidis])ciis;ihl('s
y no hay un peso. So trata de equipar unos cien
hombres, y lo más serio, do fletar oin vapor por un
precio que liaga aceptar al armador todos los ries-
gos do una eni})resa somojanto. liemos iniciado una
lista de .subscripción y tenemos ya cerca de dos mil
duros reunidos. No dudando que tú me enviarías aliiro
pero deseando ponerte en j?uardia contra tí mismo,
te he apuntado i)or 200 duros, que te ruego des orden
;i tu apoderado para que me los remita.
"No puedo ser más largo, porque tengo la casa
llena. Mi mujer está asustada y anoche me ha hecho
jurar sobre la cabeza de mi.s hijos que no pienso to-
jiiar parte en la expedición. ^lo eché a reir, pero la
verdad es que respiramos una atmósfera que ])redis-
])one a todas las locuras imaginables. Por lo pronto,
dos o tres de los muchachos (los muchachos! si vie-
jas qué nuü ompieza a sentarnos el nombre!) irán en
la expedición, unos por curiosidad, otros por hastío.
Hubo un momento eu que Jaramillo, ¡un venerable
padre de la patria !, casi se compromete a acompa-
ñarlas. Me costó un triunfo disuadirlo; quería a
toda costa poner un reemplazante, pero Castellar ha
declarado que no quieren gente mercenaria y que,
por otra parte, lo que va a sobrar son hombrea, asi
que pisen el suelo oriental.
"Excuso decirte que los huéspedes forzados son
los leone.s del día; la mecha de Eugenio está más irre-
sistible que nunca, cubriendo la frente sombría y
fatal del proscripto. Ha hecho la conquista de nuestro
V^spasiano, a quien las graves ocupaciones cúrales
no impiden, por cierto, mariposear como en los tiem-
pos en que se levantaba una bailarina del Colón
como un atleta cien kilos.
PBOSA LIGEBA 133
''Te escribo a la carrera y nervioso; la expecta-
tiva de la acción nos electriza. Puedes figurarte con
qué ansiedad vamos a esperar los sucesos!
''Cariños de mi mujer y un beso de mis hijos.
Lorenzo.
í i
P. D. ¿Qué has hecho del Winchester de repe-
tición que tenías antes de tu partida a Europa? Si
lo dejaste en Buenos Aires ordena que me lo entre-
guen. Jamás 1h sangre que derrame correrá más jus-
tamente. — Y.^'
La tarde empezaba a caer cuando Narbal concluyó
de leer los diarios que le había remitido Lorenzo. Na-
cido en Montevideo, conserv^aba por su cuna casual
ese afecto orgánico que liga al hombre como a la bes-
tia al Dunto en que viene a la ^áda — y sentía en su
alma, ásperamente, la ignominia de ese gentil pedazo
de suelo, tan bello, tan atrayente, tan hecho por la
naturaleza para ser hogar de un pueblo libre y feliz...
Pasó la mano por su frente, hizo e?isillar su caballo
y se echó a vagar por la llanura. El cielo, de uíua
claridad admirable, empezaba a tachonarse de chis-
pas brillautes y una calma profunda reinaba sobre
los campos que se preparaban para el sueño. Y él,
con la mirada perdida en ese portento de paz, pen-
saba en las familias que. a la misma hora, en el duelo
y el llanto, temblaban por el hijo perseguido, por el
viejo padre prisionero o lloraban sin esperanza el
hermano bárbaramente sacrificado. Levantó la frente,
una expresión viril se pintó en su rostro, que una
ráfaga interior iluminó, y a lento paso volvió a su
triste rancho.
134 AllüL I L -CAÑÉ
TI
Lorenzo d^ría la verdad ; los sucasos de ]\Ionlp-
video habían ]jrodncido una intensa agitación en
r>uenos Aires. Una filna del eorazón común había su-
frido y las otras se extremecían. La política, los par-
tidos, los antapTonismos personales, todo había des-
a))arecido ante la brutalidad de los hechos, que hacían
Tcvivir, en la memoria de los viejos, los cuadros san-
grientos del i)aKado e inflamaban el espíritu de los
jóvenes, ardientes por probar, como los mayores, quo
también ellos amaban la libertad y ei'an capaces de
saci'ificarse por ellii.
No se hablaba de otra cosa; los diarios se habían pa-
sado la voz, los corrillos no salían del tema obligado
y hasta la rueda de la Bolsa, en los momentos de
reposo, parecía moverse eojno un trípode espiritií^la,
! eco de palabras íjenerosas y maldiciones elocuentes
a las (|ue por ciei'to no estaba acostumbrada. El mo-
iHíMito rra propicio y convenía batir el fierro mion-
tras estaba caliente. Así lo comi)rendió Castellar.
P>a el tipo completo del oriental, con todas sus abe-
ii-aciones y sus virtudes. Triti'ligcncia clara, tal vez
nn poco supei'íicial, pero abarcando con el extraoidi-
nario aplomo eme da la inmisción prematura de la
vida pública, todas les cuestiones susceptibles de dc-
If'nninar una opinión; fotroso, paradojal, armado de
juicios hechos, dclinitivos y casi ásperos en su forma
intransigente, bravo, líricí» a fuerza de exaltado, gi-
londino en la ])alabra, digno del ccnúcido en el e-s-
tilo, a tres mil leguas do la evolución })Ositivista del
('sj)íritu moderno, leyendo y citando de buena fe los
libros de Pclletan, encantado del "París en Améri-
ca'' de Laboulaye, que acababa do íeer y que hoy
fuiele a moho; entusiasta ])(»r Artigas, sobre cuyi^
íK'ción real estaba muy vagamente infornuido, pero
\\i(' la tradición de su paLs le presentaba como la en-
PROSA LIGEKA 135
caruacióu de la nacionalidad; colorado fanático, pero
orgulloso de la noble defensa de Paysandú; adoran-
do a Juan Carlos Gómez, pero atribuyendo a una
ofuscación del espíritu de su héroe la concepción de
la patria grande, tal era el corte intelectual del jo-
ven que probaba por primera vez las amarguras de
la proscripción. Entre sus compañeros había, por
cierto, hombres de autoridad considerable y de pen-
samiento reposado; pero ellos mismos habían com-
prendido que lo que se necesitaba en esos momentos
lio eran demostraciones lógicas de que asesinar la
gente y derrocar gobiernos a lanzadas es una barba-
ridad, sino corazones calientes que, comunicando la
indignación, supieran utilizarla. Por otra parte, vie-
jos aguerridos de la política, diez veces desterrados,
diez veces batidos en empresas de reivindicación ar-
mada, su preocupación principal era ocultar a los
jóvenes, llenos de entusiasmo, su invencible y funda-
mental desesperanza.
Cómo y por qué la elección de jefe militar de la
expedición cayó en el coronel Galindo, sería cues-
tión difícil de resolver. En esos momentos de exal-
tación, el deseo ardiente de encontrar un caudillo
favorable, hace que cada uno, por una complicidad
inconsciente y generosa, adorne al elegido con todas
las virtudes ideales a que aspira. Galindo *'era un
bravo, tenía una inmensa popularidad en los depar-
tamento de la costa del Uruguay, conocía palmo a
palmo el terreno de las futuras operaciones, era un
hombre seguro, sobre el que nada podrían ni las
amenazas ni las promesas de los que mandaban en
Montevideo, tenía íntimas relaciones con muchos de'
los principales jefes del ejército argentino, inspira-
ba confianza, etc., etc." Tal lo pintaban los diarios
que, con la indiscreción propia del oñcio y yendo
contra los intereses de la causa por la que manifes-
taban tanta simpatía, daban cuenta diariamente de
136 MIGUEL CAÑÉ
todos los preparativos de la expedición, poniendo en
serios apuros al Ministerio de Relaciones Exteriores
y sirviendo de bomberos inconscientes a la frente que
en Montevideo tenía la escoba por el mango. Galin-
do mismo, que al principio leía con asombro todos
esos datos que refiriéndose a él, ignoraba por com-
pleto, acabó por convencerse de su importancia. En
realidad, su vida, si bien confusa, era insignificante.
Había servido en la fruerra d^l Paraguay como te-
niente, se había batido bien, luego, en la patria, en
una y otra revolución, había llegado a coronel, hasta
que, después &e la última, salvado a uñas de buen
caballo por la frontera del Brasil, cinco años atrás,
vino a caer a Buenos Aires. Naturalmente, al cabo
de tres meses, abrió su correspondiente escritorio de
comisiones, gestión de asuntos ante los dos gobiernos,
despacho de aduana, órdenes de Bolsa, remates, etc.,
pero cuyo resultado positivo fué embrutecer por
completo al joven dependiente que pasaba las horas
muertas cebando mate y oyendo, dentro de una in-
tolerable atmósfera de tabaco negro, cterníus discu-
siones políticas en Iji que tomaban parte cuotidiana,
a más del coronel y su socio, mi rematador de Bue-
nos Aires, fundido, todos los vagos de ambas orillas
del Plata fjue el azar empujaba hacia la calle San
Martín, ubicación del famoso escritorio de Gal indo
y Cia.
A los tres meses, (íalindo, agobiado por el peso
del alquiler, se vio obligado a sacar las tablillax. Vn
cobro imposible al gobierno nacional se arrastraba
como antes de que la sociedad lo tomara en mano y
el jefe de una casa inglesa que, por una recomenda-
ción de Montevideo, había ido al escritorio de Ga-
lindo a darle una comisión, regresó de la puerta
asustado por el tumulto. El bravo coronel fué a
aumentar el número de despojos que flotan cu las
aguas turbias de la Bolsa, pescando aquí y allí, una
PKOSA LIGERA l87
pequeña comisión, dada por uu especulador en ansia
de despistar al adversario, practicando la multa con
circunspección y asiduidad, atando, en fin, los liilos
de fin de mes con tanto esfuerzo como necesitaba
Fígaro para vivir. La palabra francesa vivoter ex-
plica muy bien ese vaivén instable de la fortuna, esa
angustia perenne al principio, pero que pronto de-
genera (las pacientes dicen se regenera) en una indi-
ferencia mezclada con la confianza indolente en una
estrella, de poco brillo, pero que no se extingue
nunca. Así vivoteó cinco años el coronel Galludo y
en esa situación le encontraron los sucesos de Mon-
tevideo. Castellar, que le conocía de larga data, pero
que sufría a su respecto la aberración del momento,
vio en él al hombre de las circunstancias y le pro-
puso ponerse al frente de la expedición. Galindo,
pronto a todas esas aventuras por naturaleza, educa-
ción e instintos, aceptó en el acto, poniendo, por la
forma, algunas condiciones referentes a la disciplina,
a la absoluta independencia en la dirección de las
operaciones militares, que acabaron por cimentar la
confianza que se había resuelto depositar en él. Ori-
ginario de Fray Bentos, aprove<ihó el azar para sos-
tener sus extensas relaciones en la costa. Pidió dos-
cientos hombres bien armados, un vapor a sus órdenes
y completa latitud de acción .
A pedido de Castellar, Lorenzo facilitó el salón de
su casa, el mismo en que había tenido lugar la re-
unión de que hablara a Narbal, para celebrar todas
las que fueran necesarias. Lo hacía con placer, por-
que en realidad estaba profundamente indignado.
Además, ese movimiento, esa actividad ajena a sus
monótonas ocupaciones diarias, le había galvanizado,
haciéndolo volver a los viejos tiempos en que andaba
siempre por los extremos, pensando en soluciones vio-
lentas a todas las cuestiones de la videL. Su casa
había tomado el aspecto de un cuartal electoral, para
13S MIGUEL CAXE
(lescsperacióii de su mujer, que veía fusiles en todos
los rincones, a los ehiquitos jugando eon sables o
íirrastrando eartuelieras, al par que la deseomponía el
olor frío de 1a))aeo, pegado a las eortinas y a los
muebles. No eomprendía bien ese patriotismo^ por
asuntos de tierra extraña, pero con una confianza
alKSoluta en la nobleza de los sentimientos de su ma-
rido, se resignaba jxiniendo al mal trance la mejor
ara posible. Jaramillo, que comía todos los domingos
l!í v quien tenía la viva sim])atía que el abierto
.'iojano. inspiraba generalmente, le repetía <\nc los
'.rientales W deberian una buena parte de su libertad
' la exhortaba a bordar con .sus propia-s manos la
bandera del cuerpo expedicionario. Herminia, des-
armada, sonreía.
La reunión que se celebraba esa noche tenía una
imporlaneia capital, porque, a más de recapitular lo>
• lementos de <iue disponía, Castellar pensaba propo
ner la rctdización inmediata de la empresa. Cada una
• !ebia dar cuenta fie la comisión que le fuera eneo-
'uendada y ej coronel (lalindo. ]M^y py]]]-)or:t \o/ v.>.
i.ietería su plan de campaña.
lia reunión tenía lugar en' el comedor, más va.sto
y sobre todo, i)or la disnosición de la casa, más ai.-ila-
<io (jue el salón. Estaban reuniílas unas veinte per-
onas, entrd las que! se/ erhcontraban cinco o sei^i
personajes de Montevideo, otros tantos jóvenes, algu-
nos militares y sólo tres argentinos, esto es, íiorc?izo,
• íaramillo y un amigo del primero, que debía dar
(lienta de su trabajo en el sentido de obtener un
vapor. Todos estaban más o menos t»xaltados, pero
';i expresión era diferente. Lorenzo hablaba poco pero
'• niovía mueho, .íarajnillo se movía y hablaba enn
;il)UJidancia, los jóvenes orientales dominaban mal su
impaciencia, los viejos procuraban poner cara de palo
y Galindo, como los oficiales que le acompañaban.
-e sentían incómodos.
Castellar habló primero.
— El caballero, dijo, que nos da la hospitalidad y
cuyo nombre recordaremos siempre los orientales co-
mo el de uno de los más generosos y desinteresados
entre los amigos de nuestro país, va a exponer a
ustedes el estado de las cosas. Debo declarar, porque
íisí me lo ha repetido con frecuencia, que en todos
aquellos de sus compatriota.s a quienes ha acudido,
'^a encontrado una acogida simpática, que se ha tra-
lucido en hechos. Eso nos prueba ima vez más,
ñadió, — no sin echar una rápida mirada a un hom-
i-re de hermosos cabellos plateados y fisonomía abierta
y expresiva, que lo miraba con .sus ojof; claros y
dulces, — eso nos prueba una vez más, que el destino
lia hecho a nuestros dos países para marchar y des-
envolverse en armonía, cada uno según su índole y
las exigencias de su historia, pero unidos por los mil
vínculos en que el pasado nos liga y el porvenir
(estrechará. Como se verá dentro de un momento,
podemos pensar ya en la realización inmediata de
nuestra empresa . Cada día que pasa es una vergüen-
za más para nuestra patria y un peligro, porque el
tiempo sanciona lentamente los hechos consumados.
Los elementos necesarios est-án reunidos, tenemos con-
fianza en el éxito y estamos dispuestos a dar la vida
con júbilo. Por mi parte, si en la empresa la pierdo,
estoy recompensado por la confianza que no sólo mi>
amigos, sino también los hombres venerables que me
escuchan, han depositado en mí. Sólo me resta pre-
sentar a ustedes a nuestro futuro jefe, el coronel Ga-
lindo, un patriota ¡i robado, cuyo valor y experiencia
^oji una gai'antía de éxito.
— A mi vez, agradezco a Castellar sus palabras de
gratitud, dijo Lorenzo. No las merecemos, porque es
140 MIGUEL CAÑÉ
difícil obrar bajo la idea de que los orientales nos
son extranjeros. Por lo pronto, declaro que siento
los dolores de su patria de ustedes como los de la mía
l)ropia. Es un deber recíproco de ayudarnos en las
horas amargras, en nombre de la solidaridad de la
civilización. Tendámouos la mano, pues, guardemos
en el fondo del alma el sentimiento que nuestros act()s
nos inspiren y obremos.
Lue;,'0 tomó algunos papeles y continuó;
— He aquí lo (lue hemos podido reunir hasta este
momonto: 160 réniiii^'ton, 40 í*ariil)ina.s, éstas como
l(js primeros con su correaje corres¡)ondiente, 80 sa-
bles y otras tantas lanzas. Se han adciuirido 20.000
cartuchos. Todo está depositado en un corralón de mi
j)ropiodad. La suscripción, contando con lo jrastado
en las municiones, ha producido, ])or nuestra p;irti',
7.500 pesos fuertes.
— Agregue usted 5.000 más que he recibido de una
suscripción privada, hecha en ^lontevideo, dijo mío
de los v( ncrablcs, eomo les liabía Ihmiado Castellar,
Ilubo un murmullo de satisfacción, Lorenzo iba a
continuar, cuaudo alguien golpeó la puerta del co-
medor. Lorenzo abrió y un criado le entregó una
tarjeta. Apenas echó los ojos sobre ella, sintió una
emoción violenta, se puso pálido y dio un paso hacia
la puerta. Uos o tres personas corrieron hacia él
iníjuietas. Lorenzo se detuvo y, haciendo un esfuer-
zo, se serenó i-ápidameiite.
— Pido a ustedes disculpa, señores. Pero un amigo,
el mejor de mis amigos, el hombre (jue más estimo y
(piiero sobre la tierra y a quien no veía hace cinco
HÜos, ([ue para él han sido muy amargos, acaba de
llegar y me envía esta tarjeta de al lado de la cuna
(le uno de mis hijos: ''Llego en este momento y sé
que tienes una reunión referente al noble propósito
sobre el (pie me escribes. Te ruego pidas en mi nom-
bre a esos caballeros me concedan i'l honor de comba-
PR0Í5A LTGERA 141
/
tir en sus filas por la diírnidad del país en cuyo suelo
naeí". ¿Quieren ustedes permitirme, señores, presen-
tar a Carlos Narbal?
Todos asintieron calurosamente y antes que Loren-
zo hablara, Jaramillo, que estaba fuera de sí, se pre-
cipitó hacia la puerta. El riojano había conservado
un culto por Carlos; el alejamiento silencioso de éste,
sus propias preocupaciones políticas, le habían impe-
dido mantener correspondencia con Narbal, como lo
hubiera deseado. Pero jamás le olvidó y quedó en su
recuerdo como la personificación del hombre elegante,
generoso, aristocrático de gustos, robusto de ascen-
diente moral, que era su tipo ideal, realzado aún por
la circunstancia de haber sido su introductor en el
mmido porteño. Cuando guiado por el sirviente, se
halló de pronto frente a Carlos que hablaba con Her-
minia teniendo en sus rodillas un delicioso muchacho
de tres años que acababa de despertarse y que le había
tendido los brazos como a un viejo amigo, Jaramillo
tuvo que hacer un esfuerzo para ocultar la emoción
que el cambio de Carlos le producía. Se echó en sus
brazos con un ímpetu de cariño tan sincero, que Nar-
bal lo estrechó con verdadera afección. Un instante
después entró Lorenzo. Largo tiempo, en silencio, sus
corazones latieron unidos; cuando Lorenzo apartó a
Carlos para mirarle, teniéndole dé las manos, sus
ojos estaban húmedos. Herminia lloraba sencilla-
mente y el niño,, con los ojos muy ^abiertos, miraba
la escena con asombro. Un nuevo afecto, que echa su
noble raíz en el corazón o un viejo cariño que se
despierta con energía, aumentan la intensidad de to-
das nuestras afecciones, como, en el suelo tropical, la
soberbia robustez de un árbol, aumenta la lozanía de
las plantas que lo rodean, protegiéndolas con su
sombra y dando a la tierra un impulso de vida. Lo-
renzo oprimió las manos de Herminia, besó a su
hijo, dio un vigoroso shakehands a Vespasiano, que
!4>í MK.l KT. . ANÍ:
luraba L'omo un becerro \ loiuaiido a CarloR del bra-
o, le dijo :
■ — VíJinos; nos esperan.
Narbal eoraprondió y sisruió a su amigo en silencio.
Vu momento antes de abrir la puerta del comcílor,
l-orenz(>, easi inconscientemente se detuvo.
— ¿,K^ cosa resuelta? — dijo.
Carlos sonrió tristemente. Lorenzo sintió la pueri-
lidad de su pregunta y abrió la puerta con resolución.
Xarl)al fué acogido cou re.tipetiujsa simpatía. Los
\ iejos habían conocido a su padre y para los jóvenes
unía ese atractivo curioso que los contrastes serios
le la vida dan a los hombres. Kespondió a las maní
i estaciones cariñosas de que era objeto y fué a eolit
carse silenciosamente en una silla al lado de »Iarami-
llo, que hacía esfuerzos enormes, pero fructuasos, para
no hablar de co.sas que tenían una conexión suma-
mente remota con los sucesos orientales.
J^orenzo continuó:
— Reuniendo, pues, las sumas obtenidas hasta hoy,
" puede disponer, a más de lo gastado, de diez mil
¡tatacones. He declarado ya a mi amigo Castellar que
jui intervención no tenía más alcance (juc la reunión
<le fondos y elementos y que esperaba que el senti-
miento que me dictaba esa línea de conducta fuera
bien comprendido. Es necesarif no dar a los adver-
arios la enorme ventaja de acusar a ustedes de apelar
:l extranjero. Sé que sería un absurdo; pero nada
hoy más terrible que el absurdo cuando tOBia una
forma definitiva y neta. .Sólo me resta, rogar a nues-
i'o amigo .Martínez quiera dar cuenta de la comisión
que tuvo a bien aceptar.
—El vapor Urano, dijo el iiiteri)elado, f^tá a nues-
tra disposición, mediante cinco mil duros y los gastos
de seguro. Es un buen buque, no muy grande, pero
que puede fácilmente transportar trescientos hombre^.
Lo manda un italiano, el capitán íiamberti, que me
>ROSA LIGERA 143
parece un hombre diguo de confianza. Como el segu-
ro ofrece muy serias dificultades, tal vez insui)e ra-
bies, he propuesto, salva ratificación de parte de lus-
tedes, que los propietarios mismos se encarguen de
asegurarlo. Hi^to importará un gasto considerable.
— ¿Han aceptado?
— Sí, pero piden diez mil duros.
— No será difícil encontrarlos, dijo Lorenzo.
— Bien. Ahora, ocupémonos un poco del plan ge-
neral, dice Ca.stellar. ¿Qué piensa el coronel Galrndo?
El bravo coronel era un hombre de fisonomía sim-
pática y esencialmente criolla. A primera vista, se
notaba la ausencia del golpe de cepillo social, pero en
cambio se veía el valor. Algo bajo y grueso, el pelo
bastante largo, bigote y pera entrecana, brazos cortos
y pies anchos. Se levantó, pero, al hablar, juzgó sin
duda que así era más difícil y se volvió a sentar.
— Conozco dos o tres puntos en que el desembarque
^erá fácil, dijo. Escribiendo unos días antes a los
amigos de la costa, estoy seguro que nos esperan qui-
nientos hombres con caballada suficiente. Luego se
lanza el manifiesto, entramos en campaña y. . .
— ¿Qué manifiesto? — dijo uno de los an<*ianos.
— ¡ Pues ! . . . i el manifiesto ... el manifiesto que se
lanza siempre I — dijo Galindo mirando con asombro
al que le interrimipía.
— Es necesario ponernos de acuerdo sobre ese do-
cumento— dijo el viejo formulista.
— Cuatro líneas bastarán, señor, contestó Castellar.
Una vez presentados los hechos en toda su brutalidad,
no creo necesario agregar una palabra más.
— Sí, pero creo conveniente, creo indispensable de-
terminar de una manera fija el objetivo de la ex-
pedición y anunciar el uso que se piensa hacer del
triunfo .
— Es precisamente lo que pienso que debe evitarse,
dijo Castellar con cierta impíieiencia . Mi pensamien-
14 1 Mío L' EL CAÑÉ
1o OS éste: el manifiesto no debe ser ni blaneo ni
colorado. . .
— Sin embari^'o, replicó el tenaz anciano, el aten-
tado inicuo li;t ^i'lo ))<'.'})o »'!) ünmbre del partido co-
lorado . . .
Castellar iba a replicar, tal vez sin suficiente cal-
ma, cuando Narbal le previno.
— Puesto (pie se juzga necesario un manifiesto ¿no
(•¡•een ustedes, señores, que el llamado a dirigirlo al
j)ueblo oriental, sea el presidente constitucional de la
Ixepública, (pie acaba de ser de]>uesto de una manera
violenta? Nadie j)uede tener mayor autoridad que él.
l'na palabra su\a pondrá las cosas en su lugar: ellos
los revolucionarios, nosotros los defensores del orden
legal.
El silencio que siguit') no era S('>lo consideraei(3n por
Xarbal. Dos o tres personas sonrieron irónicamente
y la fisonomía de Castellar se obscureció.
— A mí me ])areee »iue el señor tiene razón, dijo
Galindo con franíjueza.
— Conviene que usted sepa lo que sucede, señor
Narbal, dijo Castellar con tristeza, puesto que tan
noblemente nos trae su concurso. El doctor Erauz-
(juin, presidente de la República Oriental, es un
hombre esencialmente inerte, sin ambiciones, sin re-
solución para ser enérgico, teniendo todos los elemen-
tos para conseguirlo y que llevamos al poder liaciendo
violencia a su voluntad. En su derrocamiento sólo
vio su liberación y el medio de volver a la vida pri-
vada. Se encuentra actualmente en el Brasil, donde
su fortuna le permitirá vivir tranquilamente, si es
que no se pasa a Europa en breve. Se le ha escrito,
se le ha instado, se han tocado todas las cuerdas que
suponíamos vibraran aún en él para decidirle a venir
a ponerse a nuestro frente. Nos ha contestado ofre-
ciéndonos dinero para ayudar a los compatriotas pros-
criptos que se encuentran sin recursos, pero añadiendo
PBOSA LIGEBA 145
«nit y\)r uin^^iui motivo tomaría parte en ningún mo-
vimiento político. Es inútil contar con él. Me es
doloroso hablar así, no sólo porque comprendo la
falta que noc hará vsu adhesión moral sino porque soy
amigo particular del doctor Erauzquin.
Había algo de súplica en las últimas palabras de
Castellar; todos lo comprendieron.
Un hombre viejo, el último de su grupo, no había
abierto aún sus labios. Cuando el coronel Galindo
habló, algo como una expresión de ira o de desprecio
pasó por su cara . Al concluir Castellar, no pudo con-
tenerse .
— Quieran los jóvenes aquí presentes, dijo, prestar
un poco de atención a un hombre cargado de años y
de experiencia. He estado encerrado ocho años en
Montevideo, durante el sitio que es y será nuestra
página de gloria nacional. Desde 1852 hasta la fecha,
he tomado parte activa en la política del Río de la
Plata, con los vencedores pocas veces, muchas con los
vencidos . No es esta la primera vez que me encuentro
en una reunión semejante. Como ustedes he sido jo-
ven, me he indignado, me he batido, he quedado ten-
dido en los campos de batalla, he evitado el golpe de
ios asesinos, conozco bien nuestra triste vida nacional.
Hoy, ante el derrumbe de todas mis ilusiones, ante
la realidad repugnante que destruye en un minuto
tantos años de esfuerzo, siento que hablar es un deber,
aunque vaya a chocar contra el noble sentimiento que
anima a iLstedes. Pero ustedes son nuestros hijos, us-
tedes son la esperanza única del país y no puedo
conformarme en silencio al sacrificio estéril que van
a imponerse. No, coronel Galindo, no encontrará us-
ted quinientos hombres al desembarcar; encontrará
usted mil, dos mil, semibái*baros, guiados por caudi-
llos locales que sostendrán frenéti-cament^ el nuevo
régimen de Montevideo, porque importa la deroga<!Íón
de toda ley y sujeción . Aunque no lo quiera, tendrá
146 MIGUEL CAXÉ
usted que hacer pie finne y presentar combate, porque
sus soldados se lo exigiráu. Y este puñado de jóvenes,
lo más noble, lo más di^no del país, el grano del
porvenir, caerán uno a uno, luchando contra gauchos
salvajes, cuya existencia sólo tiene importancia vege-
tativa. Robustecidos por un triunfo fácil e inevitable,
los hombres de Montevideo se afirmarán en el poder
y toda esperanza de volver a la libertad y al decoro
se alejará por nuichos años!. . .
Castellar había oído mordiéndose los labios.
— ¡No puedo suponer que usted nos aconseje la
aceptación de los hechos consumados! — dijo.
— Lo que propongo a ustedes es el único tempera-
mento que la historia de todos los j)ueblos que han
ciTizado épocas análogas señala como eficaz: la ex-
pectativa, la perseverancia. Los lobos acaban siempre
por devorai*se entre ellos, nuestros dictadores crían
siempre serpientes en su seno y en ese mundo moral la
traición es elemento normal. Esperemos: dentro de
seis meses, esos hombres se separarán en do8 bandos.
¡ Entonces llevaremos nuestra fuerza intelectual, nues-
tra autoridad! ¡qué digo! toda la autoridad de la
sociedad culta, a aquel de ambos que ofrezca proba-
bilidades de reacción contra la barbarie. Y así, len-
tamente, favoreciendo a unos contra otros, inoculando
con paciencia nuestras ideas, hemos de ver, verán
ustedes, seguramente, el orden definitivo imperando,
porque se basará sobre el cimiento de granito de una
evolución pacífica y no sobre la sangre, que en nues-
tra tierra marea y enloquece...
— ¡ No ! — exclamó con voz vibrante el hombre dé
ojos claros y largos cabellos plateados a quien Caste-
llar había mirado con intención al hablar de la inde-
pendencia oriental. ¡No! también soy viejo, también
mi vida ha transcurrido en la lucha, también he co-
Docido la proscripción, puesto que vivo en ella hace
20 años. Respeto el móvil de mi digno amigo; pero
PROSA LIGERA
no puedo couseutir en silencio en que nuestras canas
nos den derecho para venir a ahogar esa explosión
de viril indx2;nación que inflama hoy el alma de los
jóvenes orientales. ¿Por qué ese horror de la sangre?
Es el rocío sagrado sin cuyo riego jamás un pueblo
llegó a nada grande. Luchamos contra bárbaros, lu-
chamos contra fieras y la palabra es inútil. Un pueblo
que acepta silenciosamente la opresión y que busca
la redención en combinaciones bizantinas, es un pueblo
que abdica. Ustedes, jóvenes, son hoy el pueblo orien-
tal, llevan en su corazón el depósito de su dignidad
y en sus brazos el estandarte de su gloria. El movi-
miento que les impulsa a la lucha es la obediencia a
la voz de la patria que llama e implora. ¿Seréis ven-
cidos? Y bien, queda el ejemplo. No se pierden jamás
los rastros de la sangre derramada por una causa
santa y como el polvo de los Gracos engendró a Mario
así la sangre vertida en las hecatombes del año 40
clamó al cielo y Caseros fué ... ^
De pie, con su elegante figura, con los ojos chis-
peantes, todos le contemplaban bajo una atracción
misteriosa. Habló largo rato con palabra de fuego,
colorida, poco lógica, pero irresistible. El argumento
flameaba como una bandera de guerra y él mismo
creía sentir el olor del combate.
¿ Cómo rebatir esas cosas ? ¿ Cómo hacer oir la razón
cuando el corazón late a reventar? Las manos se es-
trecharon en un movimiento impetuoso que hizo aca-
llar todas las dudas y la resolución suprema se adop-
tó . El pon'enir podía ser obscuro, los negros vaticinio?
del anciano realizarse, el esfuerzo ser inútil, pero, en
el fondo, jamás un gnipo de hombres tuvo la con-
ciencia más pura en el momento de aceptar el sacri-
ficio. Allá, a lo lejos, en el seno de las sociedades
secularmente organizadas, hay una eterna soñrfs~a
para nuestras asonada^s americanas, y, sin embargo.
]\H MlGltL CAÑÉ
¡l'Daiií.i ViLUi'lcn.i, cuanta altUlM »ii' jM'iK>.iia:rniu ilil-
purtaa muchas veces I Esa fatalidad histórica es nues-
tra cruz; llevémosla sin desesperar, porque, en el fon-
do del caos aparente, se mueven ya los elementos de
la organización definitiva.
1884.
fíguafuerte
D'npre's Zurbarán.
...El corazón de Rejalte yace en silencio, había
dielio alguien del fraile. Tal era la impresión que
recibía el que por primera vez veía a ese hombre, cuyo
aspecto helado, seco, en vez de la consunción por el
fuego de una pasión íntima, revelaba la mediocridad
de una naturaleza moral sin resortes para la exalta-
ción. Hijo de un obscuro maestro de escuela de la
colonia, cuya vida entera había transcumdo en Cór-
doba, Rejalte había heredado de su- padre una inte-
ligencia limitada, un carácter porfiado hasta el absur-
do y una moralidad circunscripta y severa. Educado
en el seminario, corrió allí su juventud fría, sin sen
íir una sola vez el impulso de curiosidad por conocer
]o que pasaba en el mundo fuera de las cuatro paredes
iue formaban su horizonte. Cuando llegó la adoles-
i.encia, la savia primaveral que trepa al tronco de las
palmeras más opulentas como al de los arbustos más
raquíticos, llenó un instante el corazón y la cabeza
leí flaco seminarista. En la estrechez de su devoción,
ixejalte sintió con horror esa agitación desconocida
y con la tenacidad de un sectario, la combatió por
la abstinencia y la oración, por el cilicio, las larga^^;
lloras pasadas en el claustro desnudo y la concentra-
ción del pensamiento en el Ser divino que su inte-
ligencia le pennitía concebir, no un Dios de amor y
de paz, manso y perdonador, sino el Jehovah bíblico.
150 MIOl'EL CAXÍ:
oculto y temible, reinando en el i)aruxisni() de ]a ira.
la majio pronta a la venganza y rápida.
R^jalte había perdido a su padre muy niño aún :
cuando al cumplir los veinte años salió del seminario
para recibir las órdenes y ejercer el saecrdcK'io, su
alma no había sentido un solo cariño humano, una
sola afección capaz de suavizar la ri«íidcz impresa en
su espíritu por la tristeza de la atmósfera en que
había vivido. Era \\n hombre vulo:.;r, sin pasiones,
sin luchas íntimas, sin exigencias intelectuales. Jamás
tuvo una dtida, jamás se permitió una lectura que
pudiera arrojar lui germen de turbación en él, no por
lemor, sino ]^or fHlta de curiosidad y por la disciplina
estricta que le apartó toda su vida de los libros mar
cados en el Index. Como un soldado, veía el camino
recto ante él. No aspiraba a ascender, no tenía ambi-
ciones ni necesidades. Los grandes problemas de hi
lilosofia j'cligiosa, esa agitación moral ((ue el estudio
sincero y venerado de la teología despierta en el alma
de la mayor parte de los sacerdotes de buena fe, no
existían a sus ojos. Durante el curso de sus estudios
especiales, conünuados en todo tiempo, no levantó
\nia sola vez la cabeza del libro sagrado, para perder
la mirada en el espacio y caer en el sueño penoso de
h\ especulación. Sabía su oficio como un buen oficial
sabe la táctica . Para él, los nombres de Lanmienais,
de Montalembert, de Falloux, del mismo Ozanara, te-
nían idéntica significación que los de Lutero, Calvino
o Zwijigle. No conocía uno solo de los libros de con-
trovcrsaria escritos en nuestro siglo; jamás leyó una
l)ágina de Renán, no por temor, lo repito, sino por
la ausencia absoluta, por la atrofia nativa de toda
curiosidad intelectual. Su religión era un conjunto
de reglas claras, concretas, definidas, cuya enumera-
ción encontraba en la historia canónica y cuya obser-
vancia no pej-mitía la menor desviaeión. Jamás se en-
contró frente íi un conflicto, porque el mundo de
PBOSA LIQEfiA l51
carue y pasiones, para cuyo gobierno moral se ha
hecho la r-'^ügión, no existía en su concepto. La fe
no se revestía a sus ojos de los caracteres celestes
con que la cubrió la predicación inmaculada de Jesús;
era simplemente un deber, idéntico al del obrero hon-
rado que en las horas de trabajo no escasea el esfuerzo
ni la perseverancia. La palabra fanatismo, que pesó
constantemente sobre él, no le era aplicable. El fa-
natismo importa calor y pasión, es capaz de crear,
renovar, agitar ideas y suscitar emociones. La reli-
gión de Rejalte era fría, definida y sin ideal. Nunca
sintió tampoco rozar su alma, ni aun en los largos
años pasados en la tumba claustral de un convento
boliviano, por las alas de aquel misticismo callado que
iiace en las soledades y que, bajo la meditación, con-
suela . No fué un acceso de amor divino, no fué una
necesidad moral la que le llevó al triste convento;
para él el mundo entero era un convento. Ni en la
sociedad ni en el claustro necesitó jamás esfuerzo.
No había metodizado su vida, ni disciplinado su es-
píritu. Como la hoja que, al brotar en el árbol en
un botón imperceptible, tiene ya marcada su forma y
su color, la vida espirtual de Rejalte, por un capricho
de la naturaleza, se había sustraído a la ley de varia-
ción que la influencia del mundo determina.
Pasó cinco años en el convento, simple fraile, sin
pretender a los pequeños honores que en aquella exis-
tencia de desesperante monotonía y sordas rivalida-
des, se persiguen con igual tenacidad que las grande-
zas de la tierra . El no pensó en ellas y nadie pensó
en él. Cuando pasaba por el claustro con su fisono-
mía yerta, sin un vestigio de pasiones, pero también
sin el reflejo soberano que da la serenidad conquis-
tada sobre el tumulto moral vencido, los tristes frailes,
jóvenes aún, que morían lentamente, minados por el
invencible recuerdo de su vida destrozada, le miraban
con cólera y envidia. Rejalte no los veía, no los
152 MIGUEL CAÑÉ
cDmpreudía. Nimca el aspecto de un hombre heló
más la expansiüD en el labio ajeno. El cumplimiento
(le los deberes mecánicos del culto, llenaba gran parte
de su tiempo ; durante el resto, leía siempre los mis-
mos libros sin que jamás una idea nueva se levantara.
Para su alma nada era sugestivo. Comprendía la
letra y la letra le bastaba. La vivificación por el
espíritu no tenia sentido para él. Ea el orden de las
criaturas animadas, tal cual la naturaleza las ha
creado, Rejalte era un monstioio. Esa frialdad^ sin
dolor y sin pesar, habría sido terrible como base de
una inteligencia de \'uelo elevado. La mediocridad
absoluta de ésta fué, en este caso, la defensa del calor
vital que se anida en la aglomeración humana.
Uno de sus viejos profesores, espíritu débil, sin
voluntad, veg-etativo, fué hecho obispo y le llamó a
su lado. En 1870 acompañó al prelado a Roma. La
influencia (jue la atmósfera de la ciudad eterna ejer-
ció sobre Rejalte, puede comj)ararse a la que tendría
un veneno o un bálsamo vivificante sobre un cuerj'Xí
inanimado. En 8an Pedro, sus ojos no vieron más que
el altar durante el oficio y el libro. Asistió a una
^esión pública del concilio y no volvió. Esperó el
resultado sin premura, sin impaciencia, sin agitación.
Una vez conocido, lo anotó. En adelante, eJ Papa era
infalible, como Cri.sto está presente en la hostia; era
un dogma, sin época, sin ubicación en el tiempo y el
espacio, sin conexión con el estado de la iglesia ; era
un dogma. Vino el Syllahus; sus autores mismos pre-
tendieron explicarlo, atenuar la letra por el espíritu
Para Rejalte el comentario no existía, su inteligencia
no lo necesitaba ni lo comprendía. Lo anotó como
había anotado la infalibilidad, como anotó el dogma
de la Inmaculada Concepción.
Su vida material en Roma, en cuanto era posible,
fué la misma que en los claustros del convento boli-
viano. El espíritu luminoso de Esquió, turbado por
PROSA LIGERA 153
la absorción eu mía sola idea, lanzó un grito de alar-
ma al encontrarse por primera vez frente al progreso
humano, prcfétiv? en su a,divinación, señalando en él
el germen de muerte del catolicismo. Rejalte no vio
iiada de eso; cruzó los mares y media Italia sin ad-
quirir una noción, sin el inquieto germinar de una
Dueva idea. Vio y habló un día al Papa; habituado
ai respeto mecánico de la idea encarnada en el Pon-
tífice, la forma visible no le impresionó. Se arrodilló
•diite él como al alba, allá en el convento lejano, so-
bre la dura losa, para la oración de la mañana, Y
nada más.
Voháó a la tierra, quedó al lado del obispo durante
un año, y al vacar la vicaría de Tueumán fué nom-
brado para desempeñarla. No la había solicitado, no
la rehusó. Se instaló en su nuevo puesto, pobre y
humildemente. Jamás había tenido en su poder más
dinero que el estrictamente necesario para la vida
material. A los seis meses vio que el curato de Tueu-
mán era rico. La idea de reunir una pequeña fortuna
no pasó un instante por su espíritu. La caridad era
un precepto y lo cmnplió, sin sacrificio y sin placer.
Xo tenía el secreto de aumentar, de centuplicar el
valor de un don con la palabra generosa que lo realza
:•' lleva el consuelo al alma, al par que el pan al cuer-
po, como tíimpoco la facultad de gozar de, esa pro-
funda y serenadora fruición que es el premio divino
del ejercicio de la caridad. Sabía que su guardarropa,
su cocina, su casa, consumían tanto al año; tanto las
exigencias del culto. Una vez reservada la cantidad
necesaria, daba el resto de una manera mecánica.
Todos los sábados la vieja ama de llaves formaba en
fila, en el patio de la vicaría, los pobres habituales y
hacía el reparto. Rejalte no aparecía jamás.
En aquella pequeña sociedad tucumana, Uena de
movimiento, vida e imaginación, Rejalte cayó como
un soplo helado. Las mujeres s:e sobrecogieron y los
15 t MIOUKL CAJÍK.
hombres fruncieron el entrecejo. Durante un mes hi
sociedad y el \icario se miraron como dos adversarios í
que se estudian. Pero Rejalte no estudiaba la socie- |
dad; en la parroquia más mundanal de París o en
l^urgos, en el siglo XVI í, se liabría conducido lo
mismo. Tenía una inflexibilidad orgánica que era su
modo genial de ser, arriba de toda contingencia. La
joserva que se le manifestó, si os que de ella se aper-
cibió, no le hizo la menor impresión. Al fin se habi- ',
tuaron a él. Las autoridades civiles desarmaron las |
primeras. Kejalte no tomaba la menor ingerencia en J
la política militante, cpie le era absolutamente indi- '
í'crente, en tanto que no tocara en nada a los derechos
(le la iglesia, el menor de los cuales formaba para él \
la base y la esencia de la religión. En ese terreno '
habría sido de una intransigencia de hierro. Así, las
autoridades laicas huyendo y temiendo todo conflicto
de carácter i-eligioso, se tranípiilizaron al constatar que v
líejalte, el primero, no lo crearía. La sociedad al mes «
10 pensó más en el vicario, cuya vida silenciosa se '■
.>ubstraía al comentario. El hecho de su calidad, por
otra parte, le hizo ganar en consideración, y avnidado
por la insignificaucia de su personalidad, sintió pron-
to el tiempo correr sobre 61, sin que un día se distin-
LTuiera sobre otro. Las tímidas criaturas, habituadas
.1 abrir su alma al viejo vicario muerto ya, que las
había visto nacer y que las acogía suavemente y con
carino, sentían, sí, al aproximarse al confesonario en
cuyo fondo se dibujaba la rígida figura de Picjaltc
ciei'to temoi" instintivo, justificado por la severidad
del confesor que les quitaba todo el consuelo que las
almas religiosas encuentran en esa práctica católica.
Las viejas beatas, por el contrario, nadaban en la
-rloria; Rejalte era para ellas eL ideal y pronto su
nombre sonó en labios secos y descoloridos con la un-
ción con (pie pronunciaban los de los bienaventurados.
El vicario tenía la misma palabra, el mismo acento
PBOSA LIGERA 155
e idéntica expresión para ia virgen de diez y seis años
que venía temblorosa a mostrarle sus tenues nubes
morales, sus tinxi-^as y secretas aspiraciones, efluvios
con que el aliento de la primavera llenaba sus pechos,
que para la devota solterona que a las cuarenta
años t^nía el alma seca y arrollada como mi per-
gamino . . .
1S84.
RECORDAMDO
M¡ estreno diplomático
Los azares de la vida diplomática me han llevado
desde las capitales más recónditas de la América Me-
ridional hasta las cortes más brillantes de Europa.
En los apuntes de viaje que he publicado, algo he
contado de mi vida en las primeras ; pero razones de
un orden especial, relacionadas no sólo con mi posi-
ción oficial en esa época, sino también con hombres,
que por entonces ocupaban otras quizás más elevadas,
en sus respectivos países, me han impedido contar,
como me gusta hacerlo, con la pluma suelta y el
espíritu benevolente, pero libre, algunas escenas ca-
racterísticas, en las que era actor obligado y obser-
vador forzoso. Ocúrreseme hoy, tras largos años pa-
sados, recordar cómo he sido recibido, en mi carácter
^ diplomático, por los diferentes gobiernos ante los cua-
les fui acreditado .
Habría deseado contar, pues, por su orden, cómo
fui recibido en Venezuela, siendo presidente el gene-
ral Guzmán Blanco : en Colombia, siendo presidente
el doctor Rafael Xúñez: en Alemania, reinando el
emperador GuilleiTQO I; en Austria Hungría, por el
emperador Francisco José: en Sajonia, por el rey Al-
berto I; en España, por la reina regente María Crís-
tma; en Suecia, por el rey Osear; en Francia, por el
presidente Faure, y en Bélgica, por el rey Leopoldo II
(1) . Como se ve, había para todos los gustos, desde
(1) De esos proyectos?, sólo he realizado el primero, en las pá-
ginas que van a leerse.
160 Miirl KL t ANÍ:
la seueillez ivpiibliraiia hasta la pompa monárquica.
Algo tal vez hubiera sido más interesante (jue eso
tema : la pintura de los diversos cuerpos diplomáticos
de que me ha tocado en suerte foiniiar part€. Pero,
además de que en el cui'no de aquellas páginas se
liabríun ido acunuihindo raseros y anécdotas suficien-
tes para caracterizar a esas amables y monótonas co-
lectividades, quizá me hubiera repetido, porque nada
he visto más parecido en el mundo que un cuerpo
diplomático a otro cuerno diplomático. La larga lucha
por el ascenso, la constante sujeción, el temor de des-
agradar, no menos constante, el campo restringido (U
!os estudios, el hábito de- cambiar de residencia, indi-
ftTCutemente, el egoísmo determinado por la falta de
afección y simpatía por todo lo que se mueve y vive
alrededor, el uniforme mismo, las distinciones honori-
ficas, casi nunca merecidas, anheladas sieinpre; la^
rivalidades de oficio, desenvolviéndose sordamente ;
el amor a la patria que se agria por el alejamiento :
todo esto reunido, concluye por dar al espíritu del
diplomático un corte sui gencris, análogo a la defor-
mación física que ciertos oficios mecánicos acaban por
imprimir al cuerpo del obrero.
Recuerdo que durante una de mis licencias fui a
visitar, así que llegué a la patria, a mi jefe, el minis-
tro de "Relaciones Exteriores, qne era entonces el doo
tor Eduardo Costa. Estaba en su gabinete con uno
de mis colegas en el extranjero, también en conqc,
hombre penetrado de sus altas funciones, acompasado,
creyente en su misión, fijos los ojos de su espíritu
en un Talleyrand invisible, a cuyo criterio parecía
someter todos sus actos y, por lo demás, tan acabado
imbécil, que se me figuraba, despojado de su carácter
diplomático, como una mujer flaca y sin formas, una
vez caídas las artísticas ropas que disimulan sus ári-
dos contornos. Cuando mi colega se despidió, sin que
yo hubiera desplegado los labios, no pude menos de
í>BOSA LIGERA 16 í
echarme a reir. El doctor Costa, que me había tra-
tado poco, me miró sorprendido y me dijo en voz baja :
"Veo que usted no cree en el cuerpo diplomático;
hágame usted el favor de cerrar la puerta y vamos a
charlar ' ' .
Es la verdad, no creo en el cuerpo diplomático.
La vida que la diplomacia impone, determina con
tal rapidez un pliegue tan tenaz, que cuesta un ver-
dadero esfuerzo deshacerlo y volver a la vida normal,
a la vida humana, con penas, alegrías, expansiones,
esperanzas, luchas, triunfos y caídas. Bien feliz aquel
que consigue desprenderse de ella antes que sus fa-
cultades se havan cristalizado en la estrecha órbita de
una función idéntica y constante . Hasta los cuarenta
y cinco años o cincuenta, con un régimen tonificante
y vigoroso, empleando remedios heroicos, en el último
caso, se puede volver a hacer un diplomático, un
hombre ; pasado los cincuenta, un diplomático, que no
ha sido otra cosa, salvo muy contadas excepciones, na
sirve ya para nada, inclusive, a veces, sus mismas fun-
ciones. . . ¡Pobres colegas, algunos tan bien dotados db
initio, a lo que se traslucía por los hermosos restos que
solían \islumbrai*se allá en las penumbras de su fiso-
nomía moral 1 Pero a la verdad, sus discusiones, sus
cuestiones, sus disputas de rango, me hicieron siempre
el efecto de aquella grave disidencia sobre la manera
de romper el huevo, por el lado grueso o por el puntia-
gudo, que dividía a los liliputienses... Me ha salido
la palabra ; severa, pero no tengo ánimo para borrarla.
Hice la corta travesía del Avila, montaña que se-
para Caracas de la Guayra, en la costa, en tres o
cuatro horas y en carruaje. Llegué a Caracas con
mi secretario y, naturalmente, nos dirigimos al único
hotel que existía con reputación de decente. El hotel
162 MIGUEL CANf:
estaba lleno y a duras llenas eiicontraron alojamiento
en él mi secretario y dos jóvenes franceses con quie-
nes habíamos lieclio la travesía desde Europa. No
teniendo pieza que danne, digna de mi jerarquía, co-
mo decía el hotelero, me acordó magnánimamente el
anexo del hotel, que parece se reservaba para las j^ran-
des circunstancias. Era este famoso anexo una pieza
baja, contigua al hotel, con una sola puerta, enorme
y maciza, que daba directamente del cuarto a la calle.
No habiendo otra entrada, ni nicho ni cuai'tujo alg:uno
donde alojar un sirviente, el ocupante debía servirse
a sí mismo de i)ortero: abrir, cerrar, responder a los
llamados y, para alcanzar los aiLxilios de un cama-
rero, salir a la calle e ir en persona a buscarle al hotel.
Fatigado por el viaje, después de dar una vuelta
en compañía de nuestro cónsul general en Caracas,
me recogí, cerré la puerta, me metí en cama y traté
inútilmente de donnir. La excitación nerviosa de la
llegatla y las pr(»ocupaeiones de mi misión me tuvieron
desvelado hasta que, cerca ya el alba, el cansancio me.
rindió. Estaba en lo mejor de mi sueno, cuando des-
perté sobresaltado por unos rudos gol])es dados en la
puerta, desde la calle. Miré el reloj: eran las 7 de
la mañana. Dí^pués de un "¿quién es?" malhumo-
rado y una respuesta que no entendí, por el espesor
de la puerta, como continuaran los golpes, salté de la
i'ama y en el mismo traje sumario en que me hallaba,
bajé los pasadores y entreabrí una hoja. Un hombre
pequeño, recién afeitado, rigurosamente vestido de
negro y con un enorme soml)rero de copa, me saludó
con dignidad. La gravedad del per.sonaje me impuso
y disminuí un poco la abertura, a través de la que
íbamos a parlamentar.
— ¿Se puede ver al señor ministro argentino?
— ¿Es algo urgente, señor? Me parece que la hora...
— lie querido apresurarme a saludarle. Soy el mi-
nistro de relaciones exteriores y. . .
tROSA LTGEnA 163
— Mil perdones, señor. Yo soy el ministro argenti-
no, muy agradecido a su atención, pero, por el mo-
mento, en un traje tan poco diplomático y en una
instalación tan exigua, no me es posible recibir
su visita. Así que me vista,, tendré el honor de pasar
a saludar al señor ministro.
— No, vístase usted tranquilamente. Voy a dar una
vuelta y vuelvo. Hasta dentro de un momento, se-
ñor ministro.
— ¿Sería abusar de la amabilidad de usted, señor
ministro, si le rogara que al pasar frente al liot-el
contiguo tuviera la bondad de enviarme un camarero ?
— Con mucho gusto. Hasta luego.
— Hasta luego y gracias, señor.
Supe más tarde que el señor ministro de relaciones
exteriores había tenido la deferencia de interponer
sus buenos oficios a fin de conseguir fuera un cama-
rero a servirme; pero, sea porque se le desconociera
jurisdicción o por causas que la historia no pone en
claro, el hecho es que no vino nadie y que, cuando al
cabo de una hora volvió el señor ministro, casi me
sorprende tendiendo con mis diplomáticas manos una
colcha que ocultara el desorden de mi alborotado lecho.
Como había entrado de noche, recién me apercibí
que mi cuarto no tenía ventana, recibiendo todo su
aire y toda su luz por la puerta de calle. Abrí ésta
cuan grande era (el señor ministro tuvo la bondad de
ayudarme, encargándose de la hoja más recalcitrante,
cuyo pasador inferior necesitó el empleo de una toalla
torcida, a guisa de tirador), acercamos dos sillas y
nos pusimos amistosamente a platicar.
Era el señor ministro el decano de los funcionarios
del ministerio ¿e relaciones exteriores, en el que había
})asado su vida entera, hasta que la alta dignidad que
ocupaba, le sorprendió mientras desempeñaba el pues-
to de archivero. Tenía el título de general, como mu-
chos centenares de sus compatriotas civiles, pero lo
16 i MIGUEL CAÑÉ
había recibido como uua mera distiución, sin que abri-
gara el menor propósito de cambiar su apacible exis-
tencia por la agitada vida militar. Era un hombre
callado, taciturno, seguramente enfermo del estómago
y quizá con algunas perturbaciones en el liígado.
Nunca pude hablar con él sin tener que dominarme
para no ofrecerle una botelhi de apnia de Vichy. Creo,
aún hoy núsjuo, que le habría hecho mucho bien.
Kespecto a los negocios de estado, especialmente de
aquellos de caráctci esenciahnente político, como los
(pie yo llevaba, su modestia llegaba a tal j)unt() que, a
j)esar de su innegable y reconocida competencia, no
abría opinión nunca sobre ellos y liasta evitó conmigo
ese género de convei*sación, fundándose en que todo
eso tendría que hablarlo más tarde con el ''ilustre
americano''. Como esta designación del primer ma-
gistrado de Venezuela, volviera con insistencia, por
su parte, en el curso de la visita, insistí con igual
tesón en llamar a dicho magistrado, cada vez que a él
me refería, "el señor presidente". Por fin, mi dis-
tinguido visitante me comiuiicó, que, si bien Su Exce-
lencia estaba arriba de las pequeñas vanaglorias de
títulos y honores, todos los funcionarios públicos, en
gratitud a los eminentes servicios prestados al país
por S. E., le daban siempre, en sus comunicaciones
oficiales y en el trato directo, el título de "ilustre
americano" que le había sido discernido por el con-
greso de Venezuela. Ante esa insinuación cortés, peio
luminosa en su ingenua claridad, contesté que yo tra-
taría al señor presidente exactamente de la misma
manera como le trataran mis colegas del cuerpo diplo-
mático, para lo que me apresuraría a conferenciar
ese mismo día con el decano.
Excuso decir, para terminar este punto, que ningún
diplomático dio nunca al presidente de Venezuela tal
título; más tarde, en plena confianza ya, yo sostenía
al mismo presidente, que sólo la América entera, re-
PBOSA LIGERA - 165
unida eu convcncióu especial, podía discernir ese ho-
nor. A ningún argentino escapará la impresión penosa
que ese título me causaba, por la triste y odiosa remi-
niscencia histórica que suscitaba.
El señor presidente estaba informado de mi llega-
da y, como se encontraba con su familia tomando
campo en Antímano, pequeña población eu el mismo
valle de Caracas, a dos horas de ésta, me hacía invitar
por el señor ministro a pasar a verle en el día, a eso
de las tres de la tarde. Anuncié que lo haría, como
era natural, y nos despedimos cordialmente, prome-
tiéndome el señor ministro, en su inagotable bondad,
darme cuenta de cualquier noticia que le llegara de
alguna casa amueblada, donde poder instalarme con
la legación, conviniendo conmigo en que, por poco que-
se contagiara su matinal amabilidad, me iba a exte-
nuar en viajes, de la eama a la puerta, sin contar
con los resfriados, que hacía poco probables el ben-
decido clima de Caracas.
Eran dos horas de viaje ; a la una en punto, con la
puntualidad que caracteriza a los diplomáticos y cuya
observancia, para los noveles, es ya un rasgo de vaga
semejanza con Metternich, tomamos un carruaje, el
cónsul general y yo, y nos pusimos en camino. En
efecto, el trayecto duraba el tiempo indicado, a lo
largo del pintoresco valle, estrechamente encerrado
por dos líneas de montaña, bien cultivado y lujoso
en su vegetación tropical. Serían las tres cuando el
carruaje se detuvo frente a una casa de antigua
construcción española, de un solo piso, pero amplia y
con vastos patios llenos de árboles y flores . Echamos
pie a tierra y nos encontramos con el cuadro siguiente:
En la puerta de la casa, cuatro o cinco soldados re-
costados contra la pared; en medio de la calle, otros
soldados teniendo de la brida algunos caballos ensi-
llados ya. Dos niñas de 7 a 9 años de edad, de singu-
lar beUeza (una de ellas es la que fué más tarde
Ifi^ MIGUEL ca:t4
duquesa de Moruy y es hoy festejada e)i la alta so-
ciedad de París como uua de sus bcautcs más consa-
gradas) y UQ niño, un poco mayor, esperaban que se
acabara de cinchar un petizo, de aire tranquilo, pero
de enorme panza, que se entregaba resi<^nado a la
operación. El operador, o sea el que cinchaba, y que
debía estar dotado de una dentadura férrea, porque
era a colmillo limpio que pretendía reducir el abultado
abdomen del petizo, había echado hacia la nuca su
kepi, en el que se contaba el número de galones ne-
cesario para hacerme comprender ([ue me encontraba
en i)resencia de un coronel.
Vo había sacado una de mis flamantes tarjetas,
fabricadas expresamente en París, por Stern, en finí-
simo bristol, vírprcnes aún, pero anlielando entrar en
bataHa. Después do mi nombre se leía: ''ministro de
la R<M)úhlica Ar;íoiitina". Si se me pregunta porqué
no había puesto mi título e.xacto, esto es, "ministro
residente, etc." diré que la supresión de la palabra
"residonte" podía dar lugar a dudas, que nunca se-
rían resueltas ])ara abajo y sí, algunas veces, para
arriba. Los diplomáticos, mis hermanos, me compren-
derán .
Armado, puo, de uii taijt'ta, m<' avancé hacia el
(M.ronol, esperé hábilmente í[ue un feliz golpe de col-
millo hiciera llegar el clavo de la hebilla al agujero
ansiado y, si bien con correcta dignidad, con acento
afable, dije al guerrero en reposo:
— ; El señor presidente está visible?
Debo decir que durante la operación, a la que aca-
baba de dar coronado fin, nuestra llegada, descenso
y avance, habían sido obsei*^'ados por el señor coronel,
a cuyo efecto había impreso a su ojo izquierdo una
desviación que, a ser definitiva, habría introducido
un elemento perturbador de la armonía de su rostro :
al oir mi voz, cesó la desviacióií, ])ero los ojos se diri-
gieron a un punto vago en el espacio, frente a él, sin
FBOSA UGEBA 167
duda de un interés palpitante, porque no los apartó
un momento para fijarlos en nosotros. Su silencio me
hizo nacer la duda de una alteración de sus órganos
auditivos y repetí mi pregunta en voz más alta. En-
tonces contestó:
— S. E. no recibe a nadie.
— Pero habiendo tenido el honor de ser citado por
Su Excelencia, creo que hará una excepción en mi
favor. Tenga usted la bondad de pasarle mi tarjeta .
— ¿ Qué tarjeta ?
— Este pequeño trozo de papel, en el que están
escritos mi nombre y calidad.
— Yo no le paso nada ; a esta hora no le gusta que
le incomoden y después la bronca es para mí.
— Me parece que la bronca firme le va a venir si
usted no hace lo que le digo. Soy el ministro argen-
tino, vengo de dos mil leguas de distancia a saludar
a S. E., S. E. me espera y no es natural que por
un capricho de usted deje de verle.
— i Eche leguas ! ¿ Cuánt-as dijo ? ¿ Dos mil ? — y echó
ima mirada a un soldado próximo que, ruborizado de
mi enormidad, sonrió subordinado.
En tanto, los chicuelos, a quienes el coronel debía
acompañar a caballo, le invitaban a cada instante
con sus ¡vamos! apurados y se habían puesto instin-
tivamente en contra del que amenazaba aguarles la
fiesta .
Una nueva tentativa no me dio mejor resultado.
Medité un momento y resolví, por si acaso aquel sín-
toma revelaba un sistema completo, cortar por lo sano
desde el principio. Arrastré al coche al cónsul, que
quería penetrar hasta por la fuerza y di orden de
volver a Caracas. Abandono a la penetración del lec-
tor las reflexiones del camino. Era mi primer acto
diplomático, y el éxito, a la verdad, prometía poco
para el porvenir. Luego temía dos cosas: o que la
cólera me hiciera una tontería o que la risa me im-
168 MIGUEL CAÑÉ
pulsara a tomar el incidoute con demasiada indife-
rencia. Debo recordar que yo no había aún cumplido
treinta anos, y el hecho es que me preocupaba enor-
memente la apreciación futura de mi conducta en
Buenos Aires, cuando a la noticia del incidente, di-
jeran los unos, con esa suave benevolencia que es el
rasgo característico de mis concréneres: "¡claro! ¡de
llegada, se peleó con Guzmán Blanco!" o esta otra
fríuse en caso contrario: "¡de llegada hizo un barro,
aceptando en silencio una grosería de Guzmán Blan-
co!". Yo no quería pelear, ni aceptar groserías de
nadie. Pedí, pues, a mi cónsul general que se entre-
gara durante el viaje a la contemplación del paisaje
y me hundí, durante el regreso, en una reflexión
honda y pareja que me suraini.stró una resolución, a
hi que me dfH'idí sin vacilaeión. Así que llegamos a
Caracas, tomó la pluma y escribí una carta a mi ama-
i)le ministro de relaciones exteriores, en la Q.ue le de-
cía (lue, siguiendo su indicación y, de acuerdo con los
deseos que me había expresado en nombre del señor
presidente, me había trasladado a Ant imano, a la
hora indicada, siendo recibido por un jefe del ejér-
cito venezolano cuya tenacidad en no querer anun-
ciarme al señor presidente, bajo pretexto de que éste
estaba ocupado, sólo igualaba la mala crianza em-
pleada con esc objeto. Que el hecho de no haber dado
orden el señor presidente de introducirme, así que
llegara, justificaba hasta cierto punto la actitud del
coronel y que en vista de las apremiantes ocupaciones
que embargaban, a lo que parecía, el ánimo del señor
presidente, aprovechaba la circunstancia de estar
también acreditado en Colombia y partiría a la ma-
ñana siguiente para la Gua^Ta, a tomar el vapor que
me acercaría a la ruta de mi nuevo destino.
Entretanto, destaqué a mi cónsul general para
que explicara al señor ministro todo lo que había pa-
sado en Antímano. En el fondo, yo estaba persuadí-
PBOSA LIGERA 169
do de que el presidente era completamente inocente
de lo ocurrido, salvo de la omisión del aviso previo
de mi llegada . Sabía, por tanto, que el pato de la
boda iba a ser el coronel ; pero me encontraba en una
disposición de ánimo feroz, y esa noche habría sus-
cripto gustoso la sentencia de un centenar de azotes
en las robustas partes carnudas del guerrero indí-
gena.
No habría pasado una hora del envío de mi epís-
tola, cuando recibí un telegrama del presidente, da-
tado en Antímano, en el que me pedía disculpara lo
ocurrido por pura imbecilidad de un subalterno y
me anunciaba que al día siguiente vendría expresa-
mente a Caracas para recibirme, esperándome a las
dos de la tarde en su casa particular. Así, cuando
llegó alarmado el señor ministro de relaciones exte-
riores encontró que el estado de ánimo, que había
determinado mi carta, real o fingido, había cedido el
sitio a cierta conformidad, sin entusiasmo, pero sin
rencor .
Al día siguiente tuve el gusto de conocer al ''ilus-
tre americano". Un hombre alto, robusto, cargado de
espaldas, algo miope, con una enorme pera blanca,
cariñosamente cuidada, sin duda, por el carácter mi-
litar que su propietario pensaba deber a ese apéndice.
Cierta cultura nativa (por la madre pertenecía a una
antigua familia colonial) ; barniz de una sola capa
de ilustración general ; una colosal opinión de sí mis-
mo, una soltura incomparable para resolver, en fra-
ses sentenciosas y estudiadas, los más arduos pro-
blemas sociales y políticos; teorías constitucionales
abundantes, pero propias, exclusivas, que para nada
tenían en cuenta ni la experiencia de la historia, ni
las dificultades que el razonamiento podía oponerles.
En política americana, arbitro, materia propia, do-
minio inena jenable, indivisible de su inteligencia.
Heredero, continuador de Bolívar, no sin señalar con
170 MIGL'EL CAÑÉ
cierta expresión de respetuosa compasión, los errores
cometidos por el Libertador. Un de.sprecio por los
hombres análogo al que se le atribuye a Tarquino; no
volteaba las cabezas de las plantas (jue sobrevivían,
pero las islas contiguas al continente, las calles de
Xucva York y de las capitales europeas, contaban- en-
lr(' sus paseantes y vagos, más de un venezolano a
(|uien el talento, la fortuna o la audacia parecían
ofrecer un porvenir brillante en su país (1). Se ase-
guraba también, por aquel entonces, que las cá/celes
estaban bien pobladas. Tenía la reputación de no ser
cruel, sino frío de alma. El cansancio de una larga
0 interminable ananpiía, había hecho aceptar el pri
mer gobierno fuerte que logró cimentarse en la agi-
1 ación incesante de las luchas intestinas, (ruzmán
Jjlanco ahogó la libertad, llenó sus arcas e hizo bajar
el nivel moral del pueblo venezolano, pero dio diez
años de paz a su patria y no derramó sangre. *'La
l)az de Varsovia!", diría un estudiante de retórica.
¡Eh! ¡eh!, diez años de paz representan muchos ca-
minos carreteros, muchas escuelas abiertas, muchas
hectáreas sembradas de cacao, tabaco, añil y cereales,
mucho hábito de orden. No sólo de eso vive el hom
bre, convenido; pero si sólo se alimenta con el re-
cuerdo de los G ráeos, la declaración de los derechos
del hombre y la lectura de una constitución más li-
bérrima que el estado primitivo, paréceme que se ha
de crear un tantico entecado, con un cerebro difor-
me, para unas piernas muy flacas y un vientre muy
vacío (2) .
(1) Entre los qup abandonaron la patria. huRcando nirc libro que
respirar, 80 cuntubuu los scüores Zárraga y Herrera Vega, muerto
el primero entre nosotros, innj- joven aun, habiendo el negando, n.f-
dico insigne, conqlli^tado altítinio pue^t'o eu la consideración y el
afecto de la sociedad argentina.
(2) El triste y desconsolador et-pcctáeulo que ofrece Venezuela
en los momentos en que tíc imprimen estas páginas, jubttfica aúu Bi&i.
ii cabe, el juicio que precede.
rSOSA LIGEKA 17l
Mi juicio de entonces (hablo de 1881) sobre el
"ilustre americano", ha persistido casi idéntico.
Nunca fué de una severidad cruel ; nunca olvido que
esos' hombres son productos de un estado social de-
tenninado, agentes inconscientes de la naturaleza en
la prosecución de sus fines. Es natural que pensemos
que la naturaleza se equivoca, si juzgamos su acción
con el criterio (jbien estrecho, hennanos míos!) de
nuestra moral convencional. Mientras el hombre
crea que lo bueno y lo malo son y no pueden ser de
otra manera, que como él los concibe. Nerón será
tratado como de acuerdo con esas nociones merece, y
Vespasiano ensalzado. Pero si algún día (todo es po-
sible, hasta Dios, dice Renán), los hombres llegan a
concebir la acción de los personajes históricos, como
el desenvolvimiento de fuerzas análogas a las que
hacen germinar las plantas, girar los astros, subir las
aguas o temblar el suelo, todos nuestros anatemas
históricos han de hacerles sonreír. Puede muy bien
que el balance de Guzmán Blanco, hecho por esa
remota posteridad, no le sea muy desfavorable, si es
que su nombre llega hasta ella. Las acciones de Ba-
cón se han de cotizar más altas que las de Sócrates
(a esa distancia, casi contemporáneos), sin que in-
fluya, en el juicio definitivo, ni la degradación del
primero, ni la cicuta del segundo. Me agita, a veces,
el espíritu, el esfuerzo por concebir la idea que, den-
tro de dos o tres mil años, si no se queman las bi-
bliotecas o si nuestros idiomas actuales persisten sien-
do inteligibles para la comunidad, se tendrá de B3--
ron o Víctor Hugo. Paréceme que no estará distante
Cuando se picusa en lo que. en los últimos años. Lan hecho tres de
los pueblos más cultos de la tierra, la Inglaterra en Sud África, los
Estados Unidos en Filipinas y la Alemania en Venezuela, puede augu-
rarse tranquilan.ente la muerte del derecho público, aun en su forma
externa, en época no lejana.
Poro hay que esperar también que la página vergonzosa de Vene-
zuela, dentro y fuera, sea la única en la liistoi'ia de America.
172 MKil KJ, CAh'É
de ia que tenemos Jos liombies maduros de los jugue-
tes que nos entretuvieron en la infancia...
La recepción oficial tuvo lugar de acuerdo con la
rutina — un coche de gala, un oficial de ministerio,
amable y sonriente, una pequeña escolta y al Capito-
lio. En el palacio de gobierno que lleva ese modesto
nombre, perfectamente justificado porque recuerda
las violencias y profanaciones de que la augusta co-
lina fué objeto, un par de discursos, lo más breve
posible el mío, vei'dadero trabajo de benedictino para
evitar la fraseología obligada de solidaridad ameri-
cana, lazos indisolubles, comunidad de origen y otras
paparruchas que han de concluir por cerrar hermé-
ticamente las puertas de la diplomacia, en tierra do
Colón, a los hombres de l)uen gusto. Porque en esto
de los discursos diplomáticos pasa algo curioso; si
los intereses de momento determinan en la sociedad
a cuyo seno se llega, una actitud de calurosa simpa-
tía, inslhitiva invitación para (|ue el diplomático que
llega, aconseje a su gobierno marchar en la senda
que conviene al país que lo recibe; si la acogida ea
entusiasta, repito, el em])lc() del sentido común y del
buen gusto, (pie aconseja discursos sobrios y mode-
rados, resalta como una nota discordante en la armo-
nía del conjunto y parece deshacerse en un minuto
todo el camino andado. Ku cambio, si el diplomático,
sea por contagio de la atmósfera ambiente, sea por
frío cálculo, se entrega a un ditirambo desmelenado,
con más retórica que una alocución tribunicia, es
casi seguro que el contragolpe en el país que lo man-
dó, y que está lejos y frío, puede costar al enviado
extraordinario su reputación y su buen nombre.
Es por eso, hermanos del futuro, diplomáticos en
ciernes, a quienes el porvenir reserva tal vez recorrer
los países americanos, que este viejo viajador en esos
mares, os da el consejo sano de ser siempre parcos
en palabras, reemplazándolas, para las efusiones,
i'KOsA LlGEllA 173
quizás indispensables del primer momento, por la
opulenta gama de gestos expresivos que la naturaleza
ha puesto a nuestra disposición, como ser los ojos
húmedos, la mano sobre el corazón, la mirada vuelta
al cielo, en actitud reconocida, y cuando la cosa
apura y la escena es caram pop id o, la elección del
más haraposo de los pilletes que os circundan, para
estrecharle en vuestros brazos y darle el ósculo de
solidaridad americana. Con lavaros más tarde, no
queda rastro, mientras que el colorete metafórico de
un discurso bombástico, no se borrará ni con todas
las aguas que se desprenden de los Andes . . .
Al día siguiente de mi recepción oficial, el *" ilus-
tre americano", por un acto de deferencia especial,
se dignó visitarme en mi morada, que era ya enton-
ces una buena, hermosa y cómoda casa, llena de luz,
aire y árboles, que había tenido la fortuna de arren-
dar amueblada. Recibíle con los honores debidos y,
mientras hablábamos, vi, a través de los cristales del
salón, todos los pilletes de Caracas, a más de las mu-
jeres del barrio, en asamblea delante de mi puerta,
contemplando la brillante escolta a caballo que ha-
bía acompañado al iDresidente, así como un piquete
de infantería que guardaba todo el frente de mi
casa . La presencia de esa gente de a pie me intrigó ;
a la despedida acompañé al presidente hasta el um-
bral. El coche, precedido por la escolta de jinetes,
partió a escape, y atrás, con el fusil en la mano, el
kepi en la nuca y la lengua de fuera, los infantes,
desalados tras del coche, para no perder su contacto.
Si a turno todo el ejército venezolano hubiera sido
sometido a ese ejercicio, las marchas de Sylla, Aní-
bal o Napoleón, hubieran quedado pequeñitas ante
las hazañas que aquél habría llevado a cabo.
Poco tiempo después de mi llegada, había ido a
gozar, por la noche, del aire embalsamado de la prin-
cipal plaza pública de Caracas, sitio habitual de
174 MIGUEL CAÑÉ
reunión entonces. En el centro se levantaba la esta-
tua, en pie, del general Guzmán Blanco. Había otra
del mismo, ecuestre, enorme, de fabricación yankee ;
pero esa estaba en la cumbre del próximo paseo,
llamado o] "Calvario". i]sa noche un movimiento
inusitado me reveló la presencia en la plaza del
"ilustre amei'icano". Así que me vio vino hacia mí
y me mvitó a dar luios pasos. Caminábamos lenta-
mente por las anchas veredas que rodean la estatua.
Vivo y perspicaz, comprendió tal vez por la indis-
creta dirección de mi mirada, (pie mi espíritu estaba
preocupado por el peregrino caso que me ocurría .
— ¿No le hace a usted, señor ministro, me dijo
con un acento especial^ lui curioso efecto pase.arso
con un hombre al pie de su pro])ia estatua?
— A la verdad, señor, "es un caso original, que nn
me ha ocurrido nunca".
— Sí, añadió: y su fisonomía tomó una expresión de
(Utachfmcnt completo de las cosas terrena.s, un vago
tinte de más allá; sí, es anómalo 3' admira al extran-
jero. No he podido evitarlo, o mejor dicho, no me
he sentido ni con fuerzas ni con derecho para impe-
dir que el pueblo glorifique su propia acción, que la
Providencia ha personificado en mí. Por lo demás,
3'0 he entrado ya a la posteridad y ese homenaje es
ya un juicio postumo . . .
Yo miraba a aquel hombre con la admiración pro-
funda que me inspiran las dotes de que carezco, lle-
vada» a su más esplendoroso desarrollo. El buen
}i:usto, el tacto, la delicadeza moral, el sentido común,
cual me aparecieron entonces como la triste impedi-
menta que nos obstruye a nosotros, los vulgares, el
camino de las grandes situaciones y de las ilustres
denominaciones! ¡Me sentí pequeño; comprendí que
no estaba predestinado, que no se fundiría el bronce
que había de dar foima a la estatua que me inmorta-
lizaría, ni aun en la plaza de un pueblo de campo de
t»ÍlOSA LIÜECA 17n
las pampa^s argentinas, 3' volví mis ojos reverentes
para admirarle una vez más, al hombre que, tran-
quilo y sonriente, se contemplaba a sí mismo, con
cuerpo de metal, de pie, sobre granito, duras mate-
rias, resistentes ai tiempo y al olvido !
Dos años m¿ís tarde, recibía en mi modesto cuarto
del Grand Hotel, en París, la visita del general Guz-
mán Blanco, instalado en la capital francesa con su
familia, en virtud de un \'uelco político ocurrido en
Venezuela, con caracteres de terremoto, por cuanto
dio en tierra con las estatuas del "ilustre america-
no", teniendo la posteridad, por ese accidente, que
rehacer su juicio sobre el distinguido personaje. A
ella V ardua sentenza (1) .
1890.
(1) El general Guzn.án Blanco murió en París, en Agosto de 1900,
Haní.'i ya muchos aüos (^ue liabía cesado de fisnrar en la escena po-
lítica de su país.
Sarmiento en París
Salgo del taller de Rodin; la figura de Sarmiento
va tomando vida y forma. El soberbio viejo, que fué
uno de los raros cultos individuales de mi vida, me
llena el espíritu ; su memoria suscita la de tantos
otros seres queridos que la ola nos ha arrebatado,
sin darles tiempo, como a él, de cumplir la misión
que sus cerebros luminosos y sus almas levantadas
les marcaban en la tierra. . . Decididamente, es bue-
no que por algún tiempo deje de andar entre tum-
bas; bastan para echar sombras persistentes sobre
mi alma los diarios de la patria, que día a día me
traen la noticia de que uno más ha entrado al reposo
eterno. Es el lado negro de la espera del tui'no.
De vuelta, me echo a vagar por las calles de este
París que entra a su vida normal, pasado el sínco-
pe (1) y de nuevo Sarmiento surge en mi memoria,
como si su personalidad absorbente saltara de la tum-
ba para imponerse a los vivos, como en tiempo de la
acción, por el vituperio o el entusiasmo, por el cari-
ño o el odio.
Y pienso que hace cin^ienta años, justo medio si-
glo, él también recorrió estas calles, allá en el mes
de octubre de 1846. Tenía ya más de treinta años,
había publicado el Facundo, y hecho la campaña pe-
(1) Estas líneas fueron escritas pocos días después de la risita,
a París, hecha por el zar de Rusia.
178 MIGUEL CAÑÉ
riüdistica de Chile que, por el vi^ror, la originalidad
y la luz intensa que proyectó, no sólo sobre laa
cuestiones de su tiempo, sino sobre el porvenir y la
ruta de salvación del mundo americano, no tiene ri-
val en los fastos de ninjorún país. Al fin pudo realizar
un sueño de su vida, y en 1845 se embarcó cu Val-
paraíso para Europa, a completar sus estudios sobre
educación popular y, sobre todo, para ver, con los
ojos de su cuerpo, lo que los ojos de su espíritu ha-
bían admirado, la tradición, el arte, la cultura de
este viejo mundo.
Vosotros, los que tenéis en vuestras bibliotecas sin
vida, los ocho o diez tomos publicados de las obras
de Sarmiento (1), haced un esfuerzo sobre vuestro
horror de la letra de molde y abrid, por cinco minu-
tos, el volumen de Vwjcs. Y vosotros, jóvenes, los
que os ((uejáis dolientes de que no hay atmósfera
intelectual en nuestro país, hacedla revivir, volvien-
do a las fuentes puras c incomparables del pasado.
Leed esos libros admirables, escritos hace más de
medio siglo y que, como las telas de los grandes
maestros, conservan en sus líneas y en su color una
frescura jamás igualada en el correr de los tiempos.
Declaro que no conozco, en prosa castellana, ni aun
en los grandes modelos del género, páginas compa-
rables a algunas de las de Sarmiento en sus Viajes,
al retrato de don Domingo de Oro, en sus Rcciier-
<los de Provincm, o a esa armonía profunda con que
^1 genio del escritor acaricia la memoria de la madre,
l^eed, leed esos libros, jóvenes, y veréis con qué ,or-
iruUo sentiréis el alma de vuestra raza palpitar en
(1) íbon hoy (Enero 1900) 51 y no ponticnen unn pát^ina que no
haya sido eurrita por Sarn.iento: hay muy poro inédito, porque para
Sarmiento, escribir era ohrar. Abí, on esa publicación, en la nuf. corno
Be debía, se nos ha dado "todo" lo que en vida publicó ese oípíritu
extraordinario, no ae encuentra, como en los "escritos pÓBtunios" do
Albcrdi, una sola línea que produzca la impresión dolorosa de una
profanación.
PROSA LIGERA lT9
SUS páginas. Son libros geuuiuameute nuestros, que
no han podido ser escritos en otra parte y que cons-
tituyen, hoy por hoy, la nota más clara y luminosa
para ayudarnos a comprender la gestación caótica
de nuestra nacionalidad. No os hablo de moral, no
os hablo de patriotismo, no os hablo de que esa lec-
tura pueda determinaros a ser pequeños Sarmientos,
en lo que, por otra parte, no perderíais nada ni
vosotros ni el país: os hablo de arte, os hablo de la
única manera posible de resucitar entre nosotros esa
atmósfera intelectual por la que lloráis ; os invito a
entrar a esos libros, como empujo a todos los jóvenes
argentinos que hay en París, a ir al Louvre, al Cole-
gio de Francia o a la Facultad de Letras, para que
se den cuenta que hay otras cosas en el mundo que
el oficio de abogado, la chieana política, la operación
de bolsa o el casamiento ventajoso...
Sarmiento se embarca, pues, sobre la Enriqueta,
uno de esos barcos de vela que fueron el martirio
de nuestros padres y que deben haber sacado de qui-
cio y arrancado a su compostura colonial, hasta a
las personas más graves de nuestra revolución; sólo
concibo, desptiés de diez días de calma chicha y
treinta de fréjoles secos, igual, solemnCj acompasado,
abrochado y manteniendo su actittid con dignidad,
por si los pescados le miran, a don Bemardino Ri-
vadavia . . .
Sarmiento descubre, al pasar, la isla de Robinson,
que describe en páginas inimitables, dobla el cabo
de Hornos y, por fin, en medio de una tormenta des-
hecha, entra en aguas del Río de la Plata y des-
embarca en Montevideo. La descripción de lo que
allí ve, hecha con tm brío y un color incomparables,
salpicada de retratos que en tres líneas dibujan una
1«Í0 MIGl'EL CAÑÉ
págiua para la postí^ridad, es lo único que tenemos
de real, de vivido, sobre esos días de honor de nues-
tra historia. Un libro sobre el Sitio, hecho, no al frío
resplandor de los documentos oficiales, sino ilumi
nado por la vibración del recuerdo, con toda la pa-
sión viril y generosa de la ca\isa que se defendía, eso
es lo que Lucio V. López, poco antes de morir, pe-
día a su padre, nuestro ilustre historiador, eso es lo
que todos Jiosotros hemos pedido y pedimos al gene
ral Mitre, en vez de la labor mecánica a que ha
dedicado sus últimos años de vigor intelectual.
Sarmiento pasa rápidamente por Montevideo, pero
su sensación es tan fuerte y tan intensa, que creo
(lificilmentp que ningún libro del futuro nos dé, con
igual verdad, la inipresiún real del cuadro. Hoy que
nuestro país ha entrado definitivamente en la ruta
banal de la marcha do las sm-iedades modernas, para
las que los problemas vitales de hace cincuenta años
se han convertido en axiomas de arcliivo, que no se
discuten, ese sitio de Montevideo, con siis anteceden-
tes y sus consecuencias, toma cierto carácter de no-
vela romántica quo nadie lee ya, que se recuerda on
nno que otro texto de literatura, pero cuyo estudio,
como el de los poemas clásicos, tiene poca o ninguna
utilidad a los ojos de los que sólo ven, como signos
positivos de la grandeza de un pueblo, sus estadís-
ticas (]o aduana y el kilometraje de sus caminos de
hierro. Ese escepticismo, esa sonrisa despreciativa
para el recuerdo de los días de mayor sufrimiento y
de mayor ])ureza moral de nuestro pueblo, han per-
mitido, han sugerido ya la publicación de libros,
< iiya buena fe no salva que sean una injuria para la
memoria de los que dieron o su vida o su juventud
y su felicidad en holocausto a su país.
Los que hemos nacido en los últimos años de ese
asedio inmortal, bajo la bandera y en los cuadros
casi de esa legión argentina que el plomo enemig^J
PBOSA LIGEKA 181
acabó por reducir a iiu puñado de hombres, liemos
oído a nuestras madres, a los viejos servidores de la
familia, durante los años de la infancia, las narra-
ciones heroicas de aquellos días. ¡Qué desprecio por
la vida ! \ Qué connaturalización con aquella atmós-
fera de fuego, dentro de la que se jugaba el porvenir
de un pueblo, y más de cerca, no ya la existencia,
sino el honor de madres, hijas, mujeres y herma-
nas ! . . . Podéis sonreír del épico momento, escépti-
cos satisfechos que gozáis hoy. en la plena obesidad
de \^iestra atrofia moral, de la fortuna territorial
amasada por M.iestros padres a favor del acatamien-
to y la adulación del bárbaro sangriento que los
nuestros combatían ! Podéis sonreír, que nadie ni na-
da borrará de nuestro corazón ni de nuestro nombre
el sello de nobleza de ese abolengo . . .
Sarmiento venía de Chile, a donde los últimos re-
botes de la ola de barbarie que asolaba al pueblo ar-
gentino, k habían arrojado por sobre los Andes. Su
acción intelectual de Chile, la volvía a encontrar en
Montevideo, pero candente y desesperada, como el
jadear de los pechos en la trinchera perenne. ¿Có-
mo aquel apretón de manos que dio entonces a Mi-
tre, a Gutiérrez, a Mármol, a Alsina, a Cañé, no hizo
sagrados, para la vida entera, a esos hombres entre
sí? ¿Cómo, más tarde, la política pudo dividirlos y
arrojarlos a campos opuestos?. . .
Al pisar la cubierta del barco que le llevaba a
Río de Janeiro, en rumbo a Europa, Sarmiento de-
bió sacudir su poderosa cabeza, como para disipar el
mal sueño y preparar su espíritu a la esperanza. La
bahía del Río, la estupenda aparición de la región
tropical, le inspiran páginas, entre otras aquella en
que pinta la esclavatura y el canto de caridad con
que los miserables se sostienen y se alientan en su
faena, como quisiera que de tiempo en' tiempo se
escribieran en nuestra lengua. ¡Qué variedad de to-
182 MIOCEI. CAÑÉ
nos en esa paleta admirable ! Todos los que en nues-
tra tierra leéis, conocéis el estilo general de Sar-
miento, ese ímpetu un tanto desordenado, aquel atro-
pellarse de las ideas, que se quitan el sitio unas o
otras para llegar primero, aquellas indicaciones bien
vagas a veces, que nos obligaban, a Del Valle y a
mí, a ir metiendo en las frases los verbos ausen-
tes (1). Todos recordáis el látigo iracundo de la
polémica, el apostrofe (pie aplastaba a un hombre o
a una camarilla para toda la siega, como también el
movimiento majestuoso de su verbo, cuando, en vue-
lo soberano, postrándose ante la bandera, su espíritu
invocaba la bendii-ión divina sobro su pueblo. Pues
bien; leed la página sobre la poesía, que le inspira
II encuentro con Mármol y la lectura que el poeta
|)roseripto le hace de sus cantos del Peregrino^ y
veréis la inagotable fecuJididad de esa paleta, de la.
iue el artista arranca, al pasar y sin esfuerzo, todos
los tonos, todos los colores para reflejar el mar y los
•lelos, la tierra y el alma.
Allí se topa también con A pardejón Rivera, el
teniente de Artigas, el teniente de los portugueses,
1 teniente de Lavalleja, el teniente de todas las cau-
sas, buenas y malas, j)or las que se derramaba san-
L»i'e en las orillas del Uruguay. ¡Qué delicioso tipo
<lí' imbécil, guarango, soez y bruto, de gaucho pre-
tencioso í Nada comparable a aquella comida en la
que, delante del ministro francés y otras personns
cultas, Rivera cuenta, mu3' suelto de cuerpo, (|ue don
Pedro I del Brasil le quiso casar con su hija doña
María da Ciorla, pero que él se había resistido. Sar-
miento le toma el pelo en el acto y doploi-a que haya
desdeñado de ese modo la corona de Portugal! ¡Don
Frutos T, rey de los Algarbesl... Allí en mi juven-
il) ruando corregían. os en FJ 'Sut^lonal las pnieljaF de los artítu-
lim de ^v■l rrnit'rito.
PBOSA. LIGERA 1S3
tud, con Kicardo Gutiérrez, que acaba de terminar su
misión de luz y caridad sobre la tierra, estuvimos a
punto de persuadir a uno de nuestros compatriotas,
otra cuerda que Rivera, pero también tipo genuino
del país, que la impresión que había producido, en
un teatro, a una reina, entonces joven, le abría el
acceso a un trono de Europa, pequeño, pero confor
table . . .
II
Al fin pisa Sarmiento tieiTa de Europa, remonta
el Sena y por Rouen, gana París.
La carta que de allí escribe es dirigida a don An-
tonio Aberastain, aquel mártir del Pocito, una de las
últimas víctimas de la barbarie argentina. Siendo
yo niño aún, recuerdo haber visto a mi padre, con
las lágiñmas en los ojos y presa de una indignación
profunda, dictar uno de esos artículos más enérgicos
sobre aquel asesinato. ''¡Pobre Buey!, repetía mi
padre a la noticia de la catástrofe: ¡el hombre más
puro y más sano que he conocido!". Ese apodo ha-
bía sido dado a Aberastain en el colegio (se había
educado en Buenos Aires) por su corpulencia obesa,
pesada y la indiferencia tranquila con que miraba
todo. Algunos años más tarde entraba yo al Colegio
Nacional y tenía por condiscípulo en mi clase al
hijo del mártir; era idéntico al retrato que de su
padre había oído al mío, y pronto el apodo paterno
le distinguió entre nosotros. Pedro Goyena, que em-
pezaba, a los veinte años, a dictarnos una clase de
filosofía, descubrió en el Buey una ^ inteligencia de
una claridad extraordinaria, pero de una lentitud
curiosa para ponerse en movimiento. El joven Abe-
rastain fué una de las primeras víctimas del cólera
entre nosotros. Cuando tuve el honor de ser compa-
ñero de Sarmiento en el Consejo General de Educa-
KH4 MIGUEL CXSt
ción de la provincia de Buenos Aires, le hablé un
día de mi joven condiscípulo, tan prematuramente
arrebatado a la vida; su fisonomía se cubrió de una
tristeza profunda y sin duda pensando en el amigo
de los días amargos, pensaba también en su hijo
único y querido, que había dado su vida a la patria,
privándole a él del bastón de su vejez. . .
La primera imi)resión de París que Sarmiento co-
munica a Aberastain es característica ; como el jo-
ven que llega a Ed¡m])urgo o a Verona. cree ver por
todas partes a María Estuardo o a Romeo y Julie-
ta, la generación de Sarmiento sólo veía a París a
través de los Múicr'ios de Eugenio Sué. La influen-
cia del romanticismo francés había penetrado y con-
íjuistado los espíritus americanos, con más fuerza,
ayudada por la imaginación, que treinta años antes
los enciclopedistas. A mis ojos, esa influencia no
pudo ser más perjudicial para el porvenir de las
letras argentinas. La lucha constante y la excitación
intelectual que traía habían prodncido un lUK'leo de
escritores que, librados tal vez a su propia inspira-
ción, habrían reflejado en sus libros el ambiente, el
color, el sabor de nuestra tierra y habrían dejado
una base inconmovible a nuestra literatura nacional.
Pero Byron, Hugo, Lamartine, en la poesía ; Dumas,
Hugo, Sué, Féval, en el teatro y la novela, se apode-
raron de tal manera de la inteligencia argentina,
ciue, desdeñando o i)asando al lado sin verla, la fuen-
te viva y fecunda del suelo y la sociedad natal, los
jóvenes que manejaban una pluma, se limitaban a
copiar los poemas y reflejar el ideal de los román-
ticos, en boga, como los poetas de la revolución ha-
bícin imitado, en sus odas de ])esado vuelo, el modelo
de los poetas españoles de la decadencia. Echeverría
(salvo OÍ algunos y no muchos momentos de la Cou-
fiva). Mármol, Gutiérrez, Domínguez (los de Rivera
índarte no eran versos, ni cosa que se les pareciera)
PROSA LIGERA 185
seguían el movimiento de la lira francesa. Mitre tra-
ducía el Ruy Blas de Hugo, que cincuenta años más
tarde publicaba con su valor habitual: Y. F. López,
lleno de Walter Scott, escribía la Novia del Hereje^
en vez de dar forma a los cuadros de la Eevolución,
que concebía ya bajo el molde de la novela; mi pa-
dre, a quien la naturaleza había dotado de iin gusto
artístico, exquisito y de un estilo de una galanura
inimitable, doblemente impregnado por el romanti-
cismo francés y el iverfherismo italiano, a lo Ugo
Foseólo, fúnebre y sentimental, escribía su hluette
de Esther o imitaba, en la Noche de boda, las más
románticas concepciones de la época. Sólo dos hom-
bres escaparon a esa influencia y, conservando su
personalidad propia, buscaron en el suelo patrio la
fuente de su inspiración : Sarmiento, por ímpetu
interno y porque vivía, respiraba y soñaba dentro de
un ideal exclasivamente americano, y Ascasubi, por-
que ignoraba la existencia del movimiento intelec-
tual europeo; sintiendo como un gaucho y sabiendo
hablar como él, nos dejó en sus cantos, en forma
imperecedera, la nota moral de las masas argentinas
de entonces. . .
¿Pero qué queréis? En Chile, en Montevideo, en
Buenos Aires mismo, allá en los últimos rincones
donde se leía aún, el Churriador, la Lechuza, Rodol-
fo y Flor de María eran tan populares como un mo-
mento lo fueron en Francia los héroes de Madame
Cottin o en Inglaterra Loveiace y Clarisse Harlowe.
Por eso Sarmiento, frescamente desembarcado en
París, da noticia de Tortillard, Brazo-Rojo y la Ri-
goleta, sintiendo que, por los barrios donde Rodolfo
daba aquellos puñetazos fenomenales, se haya ' ' abier-
to por medio de la Cité, una magnífica calle que
atraviesa desde el Palacio de Justicia hasta la plaza
de Nuestra Señora, iluminada a gas y bordada de
ostas tiendas de París, envueltas en cristales como
186 MIGUEL CANK
gasas transparentes, graciosas y coquetas como una
novia ' ' .
Luego se echa a vagar, a flancr, como él dice, de-
teniéndose extasiado ante esta palabra que ninguna
otra lengua posoe y que tan bien expresa ese dulce
abandono del cuerpo y del espíritu, flotando entre
los mil atractivos (pie lo solicitan al pasar. "Ando
lelo ; i)aréccme que no camino, que no voy, sino que
me (k'jo ir, que floto sobre el asfalto de las aceras
de los boulevares". Siento consignar este detalle,
¡oh jóvenes snobs de todas nacionalidades, inclusa y
«spei'ialmcnte la nuestra, que llegáis a Paris como
1 hubierais visto la luz en la ciudad ideal de todas
las perfecciones y encontráis todo común, vulgar,
chato y dcsi)rcciable ! Siento daros ese mal rato: Sar-
miento se quedaba "con un ])almo de boca, contem-
])lando la Maison Dorée, el Café Cardinal o los Ba-
ños Chinescos'*. ¿Pero es un mal rato, en verdad,
para los snobs, esa reminiscencia? ¿Para ellos. Sar-
miento no ligura, acaso entre esas cosas vulgares,
batas e indignas de atención? Por mi parte, tengo
mi juicio hecho bien pronto, a favor de esa piedra
de toíjue invariable: jnvon <[ue, llegado a París, le
juega indiferencia, no se admira de nada y hasta
mete pullitas compadres al compañero que, como Sar-
miento, se queda lelo: imbécil.
Sarmiento, vagando lmi las calles, se j)icrdc a cada
momento y es de ver la admiración profunda que
le causa la hospitalaria cultura del pueblo francés,
la solícita atención con que el primer viandante le
])nne en el buen camino, le acompaña si es necesario,
corre tras él si de nuevo toma una calle que no va
— y todo dentro de esas fórmulas exquisitas de: Ayez
hi. coinplaifiance . . . Soijcz assez bou... que son la
menuda moneda de la urbanidad de esta gente. Hoy
mismo pasa el mismo fenómeno, y en todo tiempo Jos
viajeros qne han recorrido la Francia han consig-
PROSA LIGERA l87
liado igual impresión . Pero a la verdad, fuera de
que en Alemania o en Inglaterra cualquier pasante
os pone en el buen camino (sólo entre nosotros se
suele encontrar al chusco que endereza al extranjero
camino del Once, cuando quiere ir al Retiro), ¿esa
hospitalidad, en Francia, se encuentra también de
puertas adentro? Sarmiento mismo, si la hubiera
buscado ¿habría encontrado en París una acogida
del género de la que recibió Gotinga, en aquel se-
reno centro intelectual, perdido en el fondo de la
Alemania y al que no ¡jarecían llegar las brisas del
mundo? Cuando un inglés os recibe en su casa, veis
en su cara, sentís en la atmósfera de su hogar, que
aquel dccueil es sincero^ completo y sin límites. Un
francés os recibe sonriendo, os presenta sonriendo a
su familia, que sonríe toda, os da muy bien de co-
mer, en un comedor abrigado, os brinda buenos vi-
nos y malos cigarros y os desjDÍde sonriendo siempre,
hasta la vista. Para volver, necesitáis una nueva
invitación, que reanude, por así decir, la relación.
Algunos prefieren el sistema inglés, los que creen que
la humanidad puede ser sincera en algunos momen-
tos y aman verla bajo ese aspecto; otros, que creen
saber a qué atenerse, piensan que todo lo que debe y
puede exigirse a los hombres, es la cultura externa,
y se dan por satisfechos con la sonrisa francesa, que
no exige en cambio sino otro pliegue de labios/ y
que pone a todo el mundo cómodo. Entre nosotros,
el problema se ha resuelto por lo hondo: no se abre
la puerta, no se recibe a nadie: ¡la señora no está!
III
Haciendo Sarmiento la enumeración de todos los
atractivos que ofrece París para el pensador, el li-
terato, el petimetre, el gastrónomo, el artista, etcé-
tera, habla de un tal Leverrier, que "anda persi-
188 MIGUEL CAÑÉ
j^iendo eu los espacios celestes y llaiuaiulo a todos
los astrónomos que se aposten en tales o cuales lu-
gares que él señala, para cogerlo al paso a un planeta
que él dice que hay vn e¡ cielo, por(|ue debe haberlo,
por requerirlo así una demostración de las matemá-
ticas". Neptuno estaba, en efecto, en el punto del
cielo fijado por la genial penetración de Leverrier y
encuentro admirable esa robusta fe en la ciencia y
la razón, ¡lor parte de un joven americano, como
Sarmiento, sobre el que no hace mella la burlona
incredulidad del París de entonces.
Otras de las miradas penetrantes de Sanniento, en
ese momento, atraviesa el caos de la situación social
y política de la Europa. **En medio de la gendar-
mería de las ideas dominantes, — escribe — oficia-
les, moderadas, ve usted moverse figuras nuevas, des-
conocidas, j)ensamientos (^ue tienen el aspecto do
i>and¡dos, escapados al haijne, al j)residio en que los
han confundido con los criminales de hecho, ellos
ijuc no son mAs (pie revolucionarios". Más tarde, en
Italia, su visión se completará y poco le faltará para
predecir el trastorno profundo que, un ano después
iba a sacudir la Europa entera y abrir las puertas,
I)or decir así, a las verdaderas corrientes modernas.
La revolución de 1848 estalló vn París y repercutió
en Berlín, Viena, la Europa entera, cuando Sarmien
to estaba ya de regreso en Chile. Esta noticia debe
haberle producido el mayor júbilf» de su vida, por-
«lue había regresado de Europa con la convicción de
que mientras imperaran como ¡deas dirigentes los
residuos de la Santa-Alianza o el impuro 3^ estrecho
burguesismo de Luis Felij)e, no habría es])eranzíi de
regeneración para el mundo americano.
Al pasar, Sarmiento da cuenta de que también ha
desaparecido, como las tabernas de la Cité, otra fiso-
nomía del pensamiento francés, el eclectismo, que
''ha muerto de muerte natural, como todas Ihk cosas
PROSA UGEiJA 189
caducas que no estáu fundadas en la verdad". Para
Sarmiento, que veía las cosas de arriba y que no
iba a buscar en los programas universitarios cuál
era la corriente de ideas imperante, el eclectismo, la
pomada de M. Cousin, había realmente muerto. Sin
embargo, en esos meses, Jacques y Simón trabaja-
ban en el manual que debía ser, hasta poco antes del
70, el libro clásico de la enseñanza filosófica. Si en
vez de perder su tiempo en visitas inútiles y empre-
sas inspiradas por el más puro patriotismo, algún
amigo hubiera llevado a Sarmiento a la bohardilla
donde trabajaba Augusto Comte, ¡ qué admirable re-
trato tendríamos del ilustre pensador y con qué cla-
ridad Sarmiento habría valorado la influencia de su
doctrina sobre el desenvolvimiento de la ciencia !
¡ Cómo habría reído también, dentro de su barba, él,
profundamente liberal, pero profundamente prácti-
co también, si Comte le hubiera comunicado su vi-
sión de una sociedad organizada sobre los principios
de su política I Después de la tiranía bestial de un
Rosas, nada ha detestado más Sarmiento en su vida
que el jacobinismo en todas sus formas. . .
Pero helo ya hecho un parisiense; un amigo, que
no debía de ser lerdo, le da de entrada una lección
de vida práctica, de gran valor para él. "No bien
hubimos llegado, dice, Uevóme a los F reres Proven-
qauxy donde cenamos ambos por 60 francos; al día
siguiente, por 30, almorzamos en el café de París ; en
un restaurant comimos por 10, en un pasaje: al día
siguiente, fuimos a almorzar por 3 y a comer por 32
sueldos al Passage Choiseul; viltimamente a una abo-
minable pocilga, detrás de la Magdalena, decorada
con el nombre de Hotel Inglés^ donde se s\Tve carne
cruda de procedencia más que sospechosa, porotos
duros y cerveza infame, todo por un franco, para
regalo de los que quieren salvar el honor de la bolsa,
afectando anglomanía. Había, pues, en tres días, re-
190 MIGUEL CANK
corrido los úqíc escalones de la vida parisien^o y
conocido el camino que va de la opulencia a la es-
casez, haciéndome mi mentor este curso para preca-
verme de todo accidente. Lú-dcssu^^ podía peimane-
cer tranquilo ; en una crisis financiera, conocía ya el
camino del soi-disant Hotel Inglés".
lie quedado pensativo después de este párrafo.
¡ Cómo sería aquel Hotel Inglés, para haber hecho
o>a impresión sobre un estómago como el di) Sar-
miento! Para darse una idea de la indiferencia abso-
luta con que acometió — y eso ha.sta en su vejez —
cualquier plato que se le ponía por delante, 3'de la
conciencia de su valor en esas refriegas, no puedo
resistir a la tentación de transcribir este delicioso
cuadro. Sarmiento viaja en África y es agasajado
por un jefe árabe bajo la tienda. En una postura
incómoda, que él trampea un poco, a pesar de su
origen árabe, levantando una rodilla a la altui'a (lo
la cara, esperaba a pie firme la diffa, el banquete
obligado. Pero oigámosle:
'*La diffn se aiuincin al fin; precedíala un j)lalo
de madera lleno de tortas fritas, colocadas simétri-
camente para dar luj^ar y apoyo a una docena de
huevos durísimos que f()rmaban una pirámide hacia
el centro. Un árabe se lavó sólo la punta de los de-
dos en uno sucia y abollada vasija de cobre, en la
cual se nos sirvió en seguida agua para beber, más
tarde leche de oveja, y luego agua de huevo. A cada
ronda que la malhadada vasija hacía, seguíanla mis
ojos de mano en mano para llevar cuenta de los
puntos del borde donde los árabes ponían sus labios.
¡Esfuerzo inútil! Al fin descubrí una abolladura
inaccesible c|ue me reservé desde entonces para mi
uso personal. El árabe que se había lavado dos dedos
lo suficiente para alcanzarse a discernir de lejos la
costa firme que descubría la parte virgen de la ma-
no, me descascaró dos huevos í^ue engullí casi ente-
TKOSA LIGEBA • 19l
ix)S, a fin de que pasase cnanto antes aquel cáliz de
mi boca.
"Tenga usted paciencia, mi querido amigo, ya ve
que cumplo con la promesa que^ a petición suya le
hice de describirle las costumbres árabes. Las torti-
llas fritas vinieron en seguida, y aunque crasas y
espirituosas en fuerza de lo rancio de la mantequilla,
3^0 sostuve como un héroe mi posición, sin pestañear,
sin titubear un momento, sin echar mano siquiera de
uno de tantos subterfugios y engañifas de que en
iguales casos se habría servido un gastrónomo xul-
gar. Más hice todavía. Habiéndome revelado algu-
nos que aquel lago fangoso que se divisaba en el
fondo del plato y que yo había respetado, tomándolo
por sebuno depósito de la fritanga, era miel de abe-
jar?, descendí hasta él con los pedazos de las tortillas,
alzando una buena porción en cada re\Tielco. Hasta
aquí todo marchaba en el mejor orden ; pero aún
faltaba lo má.s peliagudo de la empresa, y nada se
había hecho, si no lograba hacer pasar el cuscussúf
verdadero quis vel quid, para estómagos europeos,
de la regalada gastronomía del desierto. Es el cus-
ciissit una arenilla confeccionada a mano, hecha con
harina frita sin sal y anegada después en leche . Con-
fieso que cuando se presentó el enorme plato que lo
contenía, el cuerpo me temblaba de pies a cabeza, no
obstante que nunca he tenido miedo a manjar nin-
guno; un sudor helado corría por mis sienes, y el
estómago, no que el corazón, me latía cual gime el
niño a quien el pedagogo manda al rincón. Lo peor
del caso era que yo debía principiar, como el héroe
de la fiesta, sin lo cual nadie era osado de hundir
su cuchara de palo en la movible arena farinácea.
Repentinamente, como el que al bañarse en el
mar se precipita de cabeza después de haber vacilado
largo tiempo, presintiendo la impresión del frío, yo
enterré mi cuchara hasta el mango, y sacándola llena
192 MIGUEL CAÑE
de ciiacu^sú y leche la fsepulté en la boca. Lo que
pasó dentro de mí en ese momento resiste a toda des-
cripción. Cuando abrí los ojos, me pareció hallarme
en un mundo nuevo ; todos mis tendones contraídos
por el sublime esfuerzo de voluntad que acababa de
hacer, se fueron estirando poco a poco, y dispersán-
dose con la alegría de soldados que abandonan la
formación después de disipada la alanna. hija de
alguna noticia falsa. De todo ello he coiuduído (pie,
o el cuscussil no es abominablemente ingrato; o que
Dios es grande y 8us obras maravillosas; o, en fin,
que no se ha inventado todavía el potaje q\ic me ha
de hacer volver la cara".
IV
Vn momento, Sarmiento .se había lialagado con la
idea de que la fuerza de la oposición contra el minis-
teiio Guizot, encabezada por M. Thiers y uno de
cnyos tópicos má.s formidables do ataque era la cues-
tión del Río de la Plata, empujaría al gobierno fran-
cés a tomar una actitud enérgica no sólo en nombre
de la civilización y la humanidad, sino también de
la dignidad de la Francia. Para dar una idea de
la indiferencia pública respecto a los asuntos argen-
tinos, indiferencia que reflejaba con mayor vigor aún
rn las esferas del gobierno. Sarmiento recuerda el
folletín, que era el corte periodístico literario a la
moda, que acababa de escribir León Gozlan, anun-
ciando el establecimiento de una casa donde todos los
agitados de la política, de las artes, de las letras y
de la finanza, encontrarían, tarifadas, las horas de
snefio necesarias para reparar sus insomnios caseros,
l'or el momento, la receta era hacer leer, en voz alta
y entre bostezos, por un empleado de la casa "noti-
cias del Río. . . de. . . ¡aah!. . . la. . . Plata! el Ge. . .
ne. . . ral ¡aah!. . . Madari. . . aga ha derro. . . ta. . .
PROPA LTGEEA 193
do...!'* El remedio era infalible y todo el mundo
dormía a los cinco minutos. "Ese es el lugar que en
la opinión pública ocupan nuestros asuntos del Río
de la Plata", agrega Sarmiento.
Ya don Florencio Várela, a pesar de la acogida
personalmente simpática que recibió de altas notabi-
lidades francesas, había hecho la misma triste expe-
riencia, y antes que él, Rivada\ia y don Valentín
Gómez, como después de todos ellos cuantos han te-
nido por su desgracia que ocuparse de las relaciones
de nuestro país con esta Francia fantástica, que ardía
de entusiasmo por los griegos sometidos a la domi-
nación, en el fondo mansa, de los turcos, y conside-
raba a Rosas como un gobierno conser^-ador, estable
y progresista. Lamartine, recuerda Sarmiento, pre-
guntaba a Várela qué idioma hablábamos, y un pe-
riodista pedía al mismo Sarmiento pormenores sobre
nuestras luchas con los mahometanos. Medio siglo
más tarde, un ministro de negocios extranjeros de
una monarquía europea, me preguntaba a mí si era
cierto que la República Argentina pensaba, con el
Salvador, Guatemala, Honduras, etc., formar un solo
Estado . . . Hay que habituarse a estas cosas, trabajar
en silencio y orden, hasta que nuestro país se levante
tan alto sobre la línea del horizonte, que la distancia,
como a los cuerpos celestes, no impida verlo y admi-
rarlo. Si no me es permitido llevar, como Sarmiento,
piedras ciclópeas para la fundación, llevemos cada
uno nuestro grano de arena; nuestros hijos harán el
resto, como nosotros hemos tratado de completar hon-
radamente la obra de nuestros padres. . .
Sarmiento no se desanima, como no se desanimó
jamás, por ese estado de la opinión y emprende su
patriótica cruzada. Su primer chociue es con M.
Dessage, jefe del departamento político del Ministe-
rio del Interior y brazo derecho de M. Guizot. Sar-
miento le explica: "Entre nosotros hay dos partidos,
194 MIGUEL CAÑÉ
los hombres civilizados y las masas semibárbaras. —
El partido moderado^ me cor)'ige M. Dessagc, esto
es, el partido moderado que apoya a Luis Felipe, el
mismo que apoya a Rosas. — No, señor fion campe-
sinos que llamamos gauchos. — jAh! los propieta-
rios, la petitc propriíté, la burguesía. . . — Los hom-
bres que amau las instilucioucs, coutiuúo... — La
oposición, me rectifica el ojo y el oído de M. Guizot,
la opoüición francesa y la oposición a Rosas de e¿os
que pretenden instiiucioues! Me esfuerzo en hacerle
entender algo, pero imposible I Ls griego para ól todo
lo que hubio. En resumen, para ellos: Rosas igual
Luii Felipe. La mazorca^«=el partido moderado. —
Loi gauchüs-^la pcíit6 proprUié. — Los unitarios»—
la oposición. — Paz, Várela, etc.— Thiers, Rollíu,
Odiion-Barrot".
La conversación con ^l. Oui^ui es premeditada-
mente banal por parte de éste, que afecta creer que
Sarmiento, viniendo de Chile, donde ha pasado seis
anos, no está interiorizado de los asunto* del Río
de la Plata.
La entrevista con el vicealmirante Mackau, minis-
tro de marina, es uno de los buenos trozos de la
narración. Mackau es un imbécil acabado, de espeso
cerebro al que no penetran las ideas ni a martillo.
Cuando no entiende, sonríe afablemente, lo que hace
que pase la vida sonriendo. Sarmiento, más cómodo
<iue con M. Guizot, le espeta un discurso en tres
partos, soberbio, admirable, el mejor que haya pro-
nunciado jamás, según él, y de pronto se apercibe
que el ruido de sus palabras llega al oído del almi-
rante como un ''vago auvergnat" í^ue no ha escu-
chado ni comprendido. El rencor de Sarmiento es
formidable y cuando más tarde ve a Mackau ocupar
-u asiento en la Cámara, en el banco de los ministros,
le llama molusco !
Sarmiento va a buscar la opinión de ios america-
PROSA LIGERA 195
nos mismos, residentes en París y en todas partes
encuentra "igual incapacidad de juzgar". "San
Martín es el ariete desmontado ya, que sii'vió a ia
destrucción de los españoles; hombre de una pieza;
batido y ajado por las revoluciones americanas, ve
en Rosas el defensor de la independencia amenazada
y su ánimo noble se exalta y ofusca. Sarratea el
compañero de orgía de Jorge IV, antes de ser rey
de Inglaterra, viejo escéptico, Voltaire que no ha es-
crito, hoy toda-vda en París mismo modelo de finura,
de gracia noble y de sencillez artística en el vestir,
tiene, con más talento y menos despilfarro, la gastada
conciencia de Olañeta. Rosales, el hombre más ama-
ble, el cortesano de la monarquía, . todo bondad para
nosotros, ha sido educado en este punto por Sarratea,
su Mepliistópheles, el cual lo lanza a las confidencias
con Luis Felipe, a quien pone miedo con la indigna-
ción de la América".
En fin, ve a M. Thiers. Este le escuclia con aten-
ción, le pregunta por Várela, se muestra satisfecho
de sus datos, del nuevo aspecto de la cuestión que
le presenta, mucha agua bendita, mucho jarabe de
pico, peor en el fondo,' el egoísmo feroz del orador y
del político, que no ve sino temas de diicursos y
argumentos de oposición, en la agonía de un pueblo
entero que perece bajo la bota de un bárbaro. A la
despedida, como un obsequio singular, Thiers comu-
nica a Saraiiento, bajo la mayor reserva, que en la
próxima sesión de la Cámara, a ia que le invita a
asistir, va a hablar tres Jioras. Me represento al
petulante marsellés regocijándose ya del efecto que
va a producir sobre el espíritu de ese joven ameri-
cano, a quien ha descubierto ilustración y talento y
que se va a convertir, de regreso a su lejana patria,
en trompeta de su fama.
Y Sarmiento va a la Cámara, contempla el curioso
espectáculo, sobre todo para un sudamericano de en-
196 MIGT-EL CX-St
tonces, de esas sesiones tumultuosas, vacías y teatra-
les. Desde entonces ine parece que el régimen par-
lamentario está condenado a sus ojos. Treinta años
más tarde, redactaba yo El Nacional de Buenos Aires
y no era, por cierto, tierno para la administra<íión
de Avellaneda. Sarmiento, como era natural, era
siempre el primero en la casa y los artículos que se
le ocurría oscriuir, venían directamente al Gerente,
que lü« eutrcj;aba a la composición, sin darme aviso,
de acuerdo conini^fo. sino en los casos en que era
necesario mechar de verbos el artículo o apuntalar
una que otra frase que había quedado en el aire.
N'o recuerdo a propósito de qué incidente en el que
«i Ministerio había hecho un triste papel en el Con-
i;rewo, y tomando como base los eütudios sobra la
Inglaterra en el sij^lo X\ íll, de M. de Kémusat,
escribí un artículo convencido, entusiasta y, a mi
juicio ii*ret*utable, sobre las ventajas del réjíimen
parlamentario y la necesidad do reformar nuestra
cojistituciun en ese sentido. Al día sij^uiente, al mis-
mo tiempo que recibía cuatro líneas cariñosas y apro-
batorias del doctor Vicente F. López, llej^'ó a mis
manos... mi proxjio diario, El Nncionul. En el sitio
de honor, que era el que se reservaba siempre a todo
lo que Sarmiento escribía, porque el estilo bastaba
para firmarlo, se registraba la filípica más furibun-
da que redactor de El Nücional hubiera recibido hasta
entonces. Iluso, ignorante, atrevido, propagador de
malas ideas, ¡qué no me decía Sarmiento! Tuve un
momento de indignación ante esa falta de atención,
de consideración para ccn un hombre que desde que
había empezado a pensar por sí mismo, había sido
un partidario decidido y ardiente de Sarmiento. Tomé
el diario y me fui derechamente a su casa, dispuesto
a decirle todo lo que tenía adentro y poner las cosas
en su lugar. Me recibió con su cordialidad un tanto
uniforme para todo el mundo, y antes de darme tiem-
PBCSA IIGESA 197
po de tomar una actitud trágica y comenzar mi
dolora, tomó la palabra, como siempre, y debutó por
esta frase: — "¿Ha visto usted un artículo preco-
nizando el sistema parlamentario en El Nacional de
ayer?" — Ni una palabra del autor; y en el fondo,
no sé si sabía que era o no mío, ni le importaba un
bledo. De ahí partió para una carga a fondo contra
su caiichemar, tan completa, tan enérgica y tan deci-
siva, que mis convicciones tambalearon y ante aquella
elocuencia, aquel saber y aquella experiencia, en vez
de formular las recriminaciones proyectadas, incliné
la cabeza, hice la venia y salí.
Después he visto el régimen parlamentario en ac-
ción, como todos los que han inventado los hombres
para gobernar las sociedades ; lo que he visto en Fran-
cia y especialmente en España, país cuyas condicio-
nes políticas y electorales se acercan más a las nues-
tras, no ha sido por cierto como para debilitar las
opiniones de Sarmiento. Ningún sistema es bueno
cuando no encarna la tradición de un pueblo, sus cos-
tumbres y sus ideas. Por eso el gobierno parlamen-
tario es una maravilla en Inglaterra y un absurdo
en España. Por eso pienso que, hoy por hoy, el mejor
régimen político para la Rusia, es la autocracia . Na-
die me podrá quitar de la cabeza que es una inspi-
ración de inssno dar derechos electorales a los negros
de Dakar o a ciertos blancos del otro lado del agua. . .
En el .recinto Sarmiento ve a "M. Mauguin, cen-
tro izquierdo, a Berryer, centro derecho, en la iz-
quierda a BaiTot, Arago, Cormenin, Ledru-Rollin .
Lamartine, el vizconde, que tenía su asiento en la
extrema derecha, va caminando hacia la izquierda,
como Beaumont y Duvergier de Hauranne; Emilio
de Girardin está en el heaii miUeii- del centro, es mi-
nisteriar'. La descripción del discurso de Thiers, a
pesar de la admiración que su facundia y su habili-
dad le causan, revela en Sarmiento la triste imnre-
las MTOrEL CArt
sión que le produce la iiiaii:dad de csn<; paradas ora-
torias. El aplomo doetrinario, el soberbio desdén de
M. Guizot, la autoridad pedante de sus maneras de
magistcr, la falta de honestidad que en el fondo hace
ver la defensa de heehos turbios, de verdaderos aten-
tados a la moral ¡)''iblica, la obediencia servil de aque-
lla masa de elegidos del sufragio restringido, pero
cuidado5iamente escogido, todo hace comprender a
Sarmiento que aquel régimen está condenado y sus
lías contados. Esa monarquía de Julio, que muchos
conservadores rn Fr»ncia consideran hoy mismo como
la ^poca edénica de la libertad política, fué uno de
los sistemas mn» corrompidos y corruptores de la
historia francesa. Entre otros detalles, Sarmiento re-
(^uerda aquella donación a Luis Felipe del corte de
los bosques, que a rjtzón de un corte por siglo debía
producir cuntro millonrs de francos anurles y al que,
por una tala devastadora, el rey ciudadimo hizo pro-
ducir setenta y cinco millones el primer año I. . .
La narración de la visita de Sarmiento a San Mar-
tín, es floja, o mejor dicho, la entrevista misma no
n ^r;onde a nuestra expectativa. Se adivina que ha
debido ser incómoda, poco cordial, a pesar de la deu-
da de gratitud que el ilustre guerrero tenía para con
el escritor que había reivindicado en el corazón de
Chile, el puesto de honor que correspondía a San
Martín. Podemos hoy hablar, con la reverencia que
debemos a nuestros mayores, sobre todo a hombres
como el vencedor de Maipo, con la verdad que la
justicia de la hi.storia impone. Debía ser necesario
todo el respeto y toda la gratitud inteligente de los
hombres como Várela, Sarmiento y otros argentinos
ilustres que visitaban a S?n Martín en su retiro, para
rendirle ese homenaje. El envío de la espada de los
PROSA LIGEBA 109
Andes, símbolo vivo de la más pura de nuestras glo-
rias, al tirano bratal que condenaba ante los ojos
del mundo el esfuerzo por la independencia, debió
herir mortalmente el alm?c de los patriotas que hacía
quino años, en el destierro, en la prisión, en el
martirio, so??tenían la causa de la libertad. Es esa
una triste páeina m la historia del gran emancipador,
t?n triste como el abandono frío que hizo de su patria
aeronizante, vs^'f^ ir a buscar en I05 campos de bata-
lla, con un eiército one consideraba suvo a la manera
de un condottiTe italiano, la gloria militar oue pm-
b^'cionaba . No, no e«« posible sostener que la adhesión
de í^^'n Ma'"tin a Eosas venía de «u americanismo
exalta do 'y de su temor o sii odio al extraniero. El
íTtr^niero. •p^ra él, h^bía «ido el esnañol, el cjodo, y
precisamente la iinVa legión de ext'^í'Ti.iera"! one com-
batía por Kos^s. erq fl cuerno r^p 600 esn^íñ'^lp'? nne,
a l«s órd^^nes df^' Oribe, c^^+rcphíiba el sit^'o d*^ Mon-
te^nd«^o. Lo ono h'^bía en el fnndo era vn odio. sí. np-ro
contra los hombres del conoreso de 1826, contrp los
Mv^fnrio^, ov.^ ííl p^sí^"^ ^í^n Ma'^'tín delí>n+«=' dp "Rueños
Airps no r>udÍPron olvidar rme a su d^sob^dienoia y
al indi^p'^pnti'ímo con oue miró la«5 an^istías de su
patna. ba.io r>retexto de no manchar sus laurel'^'! en
las luchnc; civiles, debimos los horrores d^l año XX.
Los unitarios pudie'f'on eouivocarse y la hí^^tori?» em-
pica va a iu'^^ar sp^'^prampute los erro7*es de los más
pr^^davos de entre ellos: rtpro la pureza de intpnción
dp los que elevaron a Rivadavia a la n-rpíid^^ncia,
será siemnre un título de respeto para todas las ge-
rjpT'r.p'rin'^g d^ ar<?pntinos.
Nada encuentro más die-no de veneración aue la
fiímra y la acción de los hombres civiles de la lucha
por la independencia, nada más noble y grande que
el valor, la perseverancia inteligente, la serena tena-
sidad de Pueyrredóu. La vida de campaña, la ba-
talla, la victoria, la entrada triunfal en las ciudades
200 anOUKL CAÑÉ
conquistadas ¿no es acaso un sueño vivido para un
militar? ¡Para ellos, a quienes el mundo dio todo lo
que el hombre puede aspirar sobre la tierra, las es-
tatuas, las tumbas regias, los honores postumos! ¡Para
el patriota abnegado que luchó, con el santo amor
de la patria en el alma, en medio de la asechanza,
del odio, de la división y de la discordia, sacando de
la miseria recursos para armar ejércitos, con la Eu-
ropa entera coaliprada contra su país, con Artisras en
lai? selvas, los portugueses en ^Montevideo y Morillo
en el horizonte, para él, para Pueyrredón, el olvido
y la ingratitud nacional ! ¡No sé donde está su tumba!
Fuera de las pácjinas consagradas a su aoción co-
losal en los trabajos históricos de López y Mitre, no
hay un libro en nuestra literatura sobre el Directorio
de Pue3'rredón . Y sin embarcro, ¿ qué vida más pre-
ciosa y qué tema más simpático puede encontrar la
pluma de un escritor argentino? Las estatuas han
empezado a levantarse sobre nuestro suelo, símbolos
vivos de la gratitud nacional. No sé que exisia ni un
busto de Pueyrredón. Nuestros partidos de campa-
ña, nuestros dejiartamentos lejanos, van recibiendo el
nombre de los hombres secundarios de la revolución
o las luchas civiles. A Pueyrredón también se le
asi«jriió el suyo, pero como si fuera por un propósito
premeditado de olvido, nadie llama al partido Puej--
rredón, sino Mar del Plata. Por fin, en la misma
ciudad de Buenos Aires, donde existe una plaza "Lo-
rea'', pero no un habitanle que pueda decir quién
fué ese ciudadano así glorificado, donde dos de las
calles principales se llaman de Buen Orden y la
Piedad, existe sólo una callejuela, creo que es la
más corta de todas, para conmemorar la memoria del
gran Director Supremo de las Provincias Unidas del
Piío de la Plata.
Hago un llamado a la juventud argentina y le
entrego esa obra de reparación. Si ella estudia esa
PÍOS A iiGrEA 20l
vida, su entusiasmo por aquella nobleza de alma, esa
altura y esa distinción intelectual, ese valor moral
incomparable, la llevará a realizar lo que nosotros
debimos hacer y no hemos hecho, y pronto la soberbia
figura de Pue^Tredón se levantará en una de niies-
tras plazas, para orgullo de nuestros ojos.
VI
*'A1 despediime de mi buen amigo el señor Montt,
refiere Sarmiento, le decía yo con aquella modestia
que me caraeteriza : la llave de dos puertas llevo para
penetrar en París, la recomendación oficial del go-
bierno de Chile y el * ' Facundo ' ' ; tengo fe en este
libro. Llego, pues, a París y piiiebo la segunda lla-
ve. ¡Nada! Ni para atrás, ni para adelante; no hace
a ningtin ojo. La desgracia había querido que se
perdiese un envío de algunos ejemplares hecho de
Valparaíso. Tenía yo uno, pero jcómo deshacerme
de él? ¿Cómo darlo a todos los diarios, a todas las
revistas a un tiempo? Yo quería decir a cada escritor
que encontraba: ancJi'io! Pero mi libro estaba en mal
español y el español es una lengua desconocida en
París, donde creen los sabios que sólo se hablaba en
tiempo de Loüe de Vega o Calderón : después ha de-
generado en dialecto inmanejable para las ideas : ten-
go, pues, que gastar cien francos para que algún
orientalista me traduzca alguna parte".
Aquí empieza para Sarmiento la azarosa tribula-
ción del autor novel que con su manuscrito debajo del
brazo se presenta a los dispensadores de la «"loria.
Por consejo de un amioro, ve a 'M. Buloz. el tuerto
director de la Bevista de Aintos Mundcs y de la Ope-
ra Cómica, el hombre sobre quien se ejercitaba con
más furia la acerba crítica de los escritores franceses,
pero cuya perseverancia creó la revista tipo, que du-
202 MIGUEL CANÍ
rante tan largros años ha mantenido su incontrastable
autoridad sobre el raundo civilizado, hrsta que muerto
el cíclope, y refractaria a la penetración de las nue-
vas corrientes que debían refrescar y vivificar su
snnirre, vio crecer a su lado émulos que en otro tiem-
po hnbría despreciado y que le toman hoy una buena
parte de su sitio al sol.
Nuestro pobro «raericnno, consciente del valor do
su trabajo, ^aa'^lvp todas las semanas a conocer el
destino oue le esp*»ra. ¡N^d'\! No se ha l^fdo aún:
h?sta el otro iueves. Sarmiento T)ersiste. pornue nuif-
re conopor a los hombres df» letras y de^^a s«r Intro-
ducido por su ''Fní'nndo", para que le traten de
^'"iial a irnial. Pnr fin. un día. día rfldi^nt^ r^n-rn él,
las puertas de la red«<»p¡6n se m*» nbrf»Ti de n^r en
par. '^Q^^é tran«formaci<^n ! M. Bulo^ t^en*» do^ oíos
esta ve^. el uno one mira dnlne v r'»<»netnos«Tn'*n+e,
el otro Olí'-' no mira, pero oue pr^^t^ñn^ v pí^píjqTn,
como perrito oue menea la cola. M^ h''bl<í oon efn-
sión, me introduce, m*» pro«;<»nta a cu?ítro rpd'»<^tore.9
oue esperRn para snlnmnizar la rerenoi/>n. Sov yo
el antier del mann^er'to. . . hina revpr«npÍRV . . el
amerififino. . , fuña rr»vf»7'Pncia>, el estí^díqf^. ol h^s-
toriiidor. . . me salnd'ín, me hoppri revr^eneias. 9>c
hí^bla del libro. Hnv un redactor encariñado del
Comvfe-rendu d^ loa libros españoles, ou*» oui'»rf» ver
la obra entera par^i estudiar el asunto. M. Bnloz me
suplica (uie me encprtrue de la redacción de los ar-
tículos sobre la América. La Rrvisia ha faltado a su
título de Amhos Mnndos. por falta de hombres eora-
pt'tentes; podemos arrcErlamos. Dessrrpciadamente, el
artículo sobre mi libro no puede aparecer eino en dos
meses. EstMU tomadas las columnas para muchos
más; pero se hará una alteración".
Contento con esa recepción y esa «spei'anza (»1
PBOSA LIGERA 203
artículo de la Revista apareció (1) cuando Sarmiento
estaba en Barcelona, donde tanto por cartas de in-
troducción como por el éxito de su trabajo, M. de
Lesseps, el futuro hombre de Suez, cónsul de Fran-
cia entonces, le recibió muy cordialmente), animado
ya, pues, Sarmiento ve a algunas notabilidades de las
letras, a Ledru-Rollin, en casa de San Martín, de
quien es vecino, a Jules Janín, en su escritorio, sa-
liendo encantado de su trato familiar. Penetra en el
salón de msdame Tastu, "donde puede entrar la
majio muy adentro de las llagas de la Francia". Allí
ve a Cormenín, a Tissct, el diarista formidable que
tanto contribuyó fl dar en tierra con los Borbones.
Por fin, sus estudios sobre educación primaria le
(1) He tenido la curiosidad de leer el artículo ana la Revistn de
Ambos Mundos dedicó si Facundo. Está en el número del 15 de No-
viembre de 1846, bHJo el título De l'Americcniisme et des républinuea
du Sud. — La saHété arpevtine. Qvirona et Roms. l.veTO el título
completo del libro de Sarmiento y el de un folleto. Cuestiones anieri-
ccinnit, del mismo. E? "n buen trabaio de M. Charles de M"Z'>de. xin
análisis completo de Civüizarión y harharfe. Se ve que el crítico ha
aprendido el Dsun+o en el libro que analizr. y que ha leído con con-
ciencia. Las Cue-ftiones aweriravns le han ayud^ído mucho para darse
cuenta del estado de los p-'íses del Plata, aue a la verdad no debía ser
ninv fácil 3e on'^ender para un francés de 1346 Habbndo de Mon-
tevideo, dice M. de Marade: "se ha comparado a M-in+evideo a Co-
l)]pn-7.: Coblputz si se ou'ere, pero es allí que se refuírió la inteligencia
argentina". Sobre el libro, escribe: "obra nueva y llena d? atraf'tivo,
instructiva con-o la historia, interesante como una novela, brillante
de imáí'pnes y de color".
"El libro del señor Sarmiento, aareara. eí? una de las obras excep-
cionales de la nnevfi Aménca, en el oue brill-' a1?una orieinalidad : es
un estudio hecho sobre lo vivo, enérgico, profundo, de todos l'>s fenó-
cienns de la sof-iedad americana y partif-alsrmente de la sociedad ar-
gentina. El esplendor del estilo está a la altura del vigor del pensa-
miento".
"El ameri''ani»n}o, díco más adelante, representa la holsrazRuería, la
ind!sc^"plina, la pereza, la puerilidad salvaje, todas las_ inclinaciones
estacionarias, todas las pasiones hostiles a la civilización; la igno-
ranciíj, la degeneración física de las razas, así como su corrupción
moral... Oblisrando e las potencias europeas a emplear las am^as
contra él. el americanismo hi puesto en claro un hecho que resume
las relaciones de embos mundos: es oue la Europa se verá fatalmente
empu.iada a hacer la conquista material de la América, si no hace pa-
cíficamente m conquista moral".
El se?undo téiTLino del vaticinio se va cumpliendo, pero i cuan
!ent2m«nte! '
£04 MIGUEL CAÑÉ
ponen en contacto con sabios y hombres profesionales.
Sarmiento, que viene de un mundo semibárbaro
aún, donde los restos de aquella civilidad estrecha y
acompasada de la colonia se han refugiado en un
núcleo social bien restringido, mientras la masa del
pueblo, sumida en la anaríjuía, parece retrogradar
al salvajismo, queda encantado ante la cultura de
ese pueblo francés, que lleva de frente los más arduos
trabajos de la inteligencia, las más delicadas creacio-
nes del arte, sin decaer un punto de su virilidad ni
en la energía con que defiende su patrimonio his-
tórico. . .
Los bailes públicos de París, mucho más en voga
entonces que medio siglo más tarde, pues la democra-
cia ha penetrado has:ta ellos y hoy se confunden allí
no sólo todas las clases sociales, sino también todos
los írremios, entretenían a Sarmiento lo que. no es
decible. Se asoma a ellos, dice, de vez en cuando,
"para curarme del mal de la patria, que me incomo-
da. No tengo ni gusto ni dinero para oncrolfarme en
las costosas frivolidades cuyo goce envidio a otros.
¡Ah! si tuviera cuarenta mil pesos nada más, ¡qué
año me daba en París! ] Qué página luminosa ponía
en mis recuerdos para la vejez I Pero soy sagfí y me
contento con mirar, en lus-nr rl^ rñlnyhirar, fnnin li;i
•n otros".
¿Cómo es eso? ¿No pilqnÍ7icamos porque no nos
gusta o pQrque no tenemos cuarenta mil pesos? Tengo
para mí que la segunda razón ha de haber influido
más que la primera en la sagessc de Sarmiento, a
estar a la complacencia con que describe el baile del
Banda fjh, donde ha visto a Balzac, Jorge Sand y otras
notabilidades literarias; el Chaieau-fíouge, eomo ilu-
minación, le fascina; Mahillc, que ostenta las baila-
rinas más afamadas, la Chaumiere, el edén del barrio
latino, y a estar también al estilo inflamado con que
PBOSA LIGEBA 205
describe las proezas coreográficas de la Eigolette, pre-
cursora ancestral de Grille d'Egout y la Goulue.
El Hipódromo le inspira una brillante descripción.
En fin, va a todas partes, mira, observa, se mueve y
va haciendo piel nueva dentro de esta atmósfera,
sin acción para aquellos que han nacido refractarios
a todo progreso interno, pero incomparable para ace-
lerar el desenvolvimiento de todo germen de luz que
brille vacilante en el fondo de una conciencia humana.
Sarmiento se pone en camino para España y en
las dura:5 e implacables páginas que consagra a la
madre patria, y cu3'o estudio sale ae ese cuadro pa-
rece dar la pauta a Buckle para su inexorable juicio.
La Italia le airae en seguiaa *'para educarme y po-
der hablar de bellas arte^''. Promete volver a París
después de estas correrías, pero sus cartas de viaje
no mencionan una nueva permanencia en la capital
francesa. Del otro lado del mar le esperan los Esta-
dos Unidos, cuya admirable naturaleza describe con
ia misma pluma que trazó en el ± aciindo el cuadro
inmortal de nuestra tierra. En aquel mundo nuevo
desaparece el viejo espíritu curioso j cuando Sarmien-
to abandone la patria de "Washington, será el hombre
de Estado llamado a tan altos destinos. . .
Bajo la impresión de mi respeto profundo por la
memoria de ese hombre extraordinario y del afecto
que siempre me inspiró, he querido recorrer de nuevo
los sitios que él visitó en París. En el andar verti-
ginoso de nuestro siglo, cincuenta años son un espa-
cio enorme. Todo ha cambiado en la faz del mundo,
incluso la patria que Sarmiento amó con toda su alma
y a la que consagró, con admirable esfuerzo de cere-
bro y corazón, su larga y soberbia vida. . .
París, octubre, 1896.
Nuevos rumbos humanes
También yo, como la mayor parte de los qne es-
tas líneas lean, he atravesado la edad soberana por
excelencia, aquella en la que se profesan ideas cla-
ras, netas y precisas sobre todas las cuestiones ca-
¡jitalea de la vida humana, én la que poco se duda,
todo se afirma, y en la que la voz de la experien-
cia suena como nota falsa en los oídos habituados
a la rotundidad sonora de las añrmaciones absolu-
tas. Es un fenómeno que ocurre allá por ios veinte
años y que dura más o menos tiempo, según la
previa posición individual para resistir, dentro del
ideal, a los rudos y repetidos golpes de la vida po-
sitiva. Entre esas convicciones profundas, tan nu-
merosas como los deliciosos fenómenos de la natu-
raleza al venir la primavera, abrigaba una que, en
materia de sociología política, formaba un credo
definitivo y sobre el que nunca pensé, no diré cam-
biar de criterio, pero ni aún dudar. No concebía,
no podía concebir otra forma legítima de gobier-
no, para las sociedades humanas, que el gobierno
republicano y representativo. A lo sumo, allá en
mis cavilosidades filosóficas sobre la materia, admi-
tía que se pudiera disentir sobre las ventajas de la
federación, y encontraba puesto en razón que hu-
20ft IMlOrF.L CA>'É
biera gentes que sostuvieran la superioridad del
régimen unitario. Pero, admitir la legitimidad,
menos aún, la conveniencia, en nombre de intere-
ses mas o menos graves, de la institución monárqui-
ca, m» parecía tan absurdo entonces como no pro-
fesar el librecambio o sost-ener la necesidad de re-
glamentar la libertad de la prensa. Todo argumen-
to adverso a mi absolutismo democrático, se estre-
llaba contra la idea de la dignidad humana, en tal
forma arraigada en mi conciencia, que no encon-
traba modus vivendi honorable entre ella y el pri-
vilegio antinatural de una familia sobre el resto
del pueblo. Más tarde, procuraba explicarme esa
preocupación, de la que participan todos log ar-
gentijiüs que viven exclusivamente dentro de la
conciencia nacional, recordando los antecedentes
políticos peculiares de nuestro país: aquel monar-
ca español, viviendo eternamente en el limbo para
nosotros; sus representantes aquí, insignuicautes
cuando no ridículos, nulos en los momentos de ac-
ción liistórica; nuestra lenta y democrática forma-
ción colonial, y, por fin, la forma republicana de
gobierno, surgiendo impetuosa en el suelo argenti-
no, imponiéndose a los patriotas inconscientes de
.su fuerza irresistible, y arrastrando como hojaras-
ca todas las combinaciones de la política y los
cálculos de la diplomacia. Así procuraba explicar-
Bie, repito, ese sentimiento de repulsión que conti-
nuaba dominándome ; y fué armado de esa inf lexi- .
bilidad moral, de ese convencimiento recio e inabor- |
dable, que eché a rodar mi cuerpo y mi espíritu j
por esos mundos de Dios, movido por un impulso \
que creí durara un año y que me mantuvo casi tres
lustros lejos de mi patria. Fué durante ese tiempo
y bajo la acción de los medios en que vivía, que mis
ideas sobre el gobierno de los hombres, empezaron
PSOSA LIGERA 209
a recibir los primeros choques, a perder su austeri-
dad, por decirlo así, y a moverse de tal suerte que
aun hoy las siento cruiir, presintiendo vagamente
que ho de llegar al término de mi jornada sin en-
contrar los medios de resolver la cuestión.
Ocúrreseme, pues, exponer sinceramente las fases
de esa crisis, augurando a mis jóvenes lectores ar-
gentinos que, cual más, cual menos, pasarán todos
por la misma, por poco que la proyección de su pen-
samiento alcance a la región de las ideas generales.
n
Hace ya más de medio siglo que Tocqueville re-
veló 8 la Europa el curioso fenómeno de la democra-
cia natural, que había encontrado en los Estados
Unidos : y di<ro natural, porque a mis oíos el mérito
extraordinario de ese pensador, hoy un tanto olvi-
dado y a cuyas obra-s sólo falta la mortaia del per-
gamino, fué ver en la democracia americana un hecho
social y no un her>ho leiral. v^'ió que ese oro'anismo
político había surgido del seno de ese pueblo, por
causas tan lóí?icas como las qU'^ determ.inan el clima
de una región, y augruró a la Europa, para ÓDoca no
lejana, el advenimiento de la democracia triunfante,
así que las condiciones sociales que en ella predomi-
naban, se fuersn acercando, bajo la acción de los
prosTCsos, de la ciencia y de la educación -oopular.
al estado en oue se hallaba la sociedad norteameri-
cana. Tocoupville fué más leios aim, y en un cariítulo
admirable dio la voz de alerta contra los pelisrros
que ese triunfo definitivo podría traer para el pro-
greso humano. Como acción general, la "palabra de
Tocqueville cavó en el vacío ; los Estados Unidos
eran para la Europa una nebulosa, interesante, sin
duda, pero extraña a su sistema; algo así como los
210 MIGUEL CAÑÉ
canales de Venecia, que se admiran sin que por eso
se le ocurra a nadie cavar y llenar de agua las calles
de París o Viena.
Tocqueville estudiaba la marcha de la marea des-
de los oríg:enes de la historia moderna, y al determi-
nar la ley de ascensión del número sobre las clases,
en los orp^anismos sociales, predecía, tal vez para una
época más remota que la actual, el ascendiente irre-
sistible de las masas. Más tarde, otro espíritu supe-
rior, tan noble y puro como el de Tocqueville, pero
quizás más apasionado y menos sereno, Stuart Mili,
llefraba, por el estudio del desenvolvimiento humano,
al que había aplicado las rep:las de una Incriea por él
dotada de nueva vida y vipor, a ese socialismo va^ro,
indeterminado y temeroso, en el que caen los espí-
ritus sinceros que en la tensión esneculativa, pierden
el contacto moderador de la tierra. Stuart Mili no
cayó baio aquella desesperanza triste y profunda
que invadió el alma do Tocqueville, el día del golpe
de Estado del 2 de Diciembre; pero la sorda irrita-
ción de su espíritu, ante la lentitud de las reformas
que reclamaba como indispensables para la sociedad
política de Inírlaterra, le minaba sordamente. Era
inirl^ y conocía a su patria ; sabía que si ésta se ha-
bía salvado de los horrores del 93, si no debía temer-
los para lo futuro, como los temía Heine para la Ale-
mania, era precisamente por ese andar pausado de
la historia inglesa, ese respeto profundo a lo pasado,
ese fetiouismo de lo existente, que sólo se rinde a la
innovación eunndo ésta ha penetrado ya en las cos-
tumbres. Nacía, la prisa de Mili, de que sentía ru^ir
sordamente la ola; comprendía que nada ni nadie
podría resistirla y juzgaba que, de no allanarle el
camino, arrasaría todo.
Y bien, el hecho se ha producido, antes de la época
predicha, y hoy nos encontramos con la democracia
PEO» A LWEEA 211
triunfante en las ideas, en las costumbres t en las
leyes. Veamos si la sociedad humana se va acercando
al ideal, al objetivo lógico de todo organismo, colec-
tivo o individual, esto es, a su bienestar y su perfec-
cionamiento.
III
Es indudable que las condiciones de la vida huma-
na en el presente son infinitamente superiores a las
del pasado. Por un fenómeno curioso, a medida que
el sentimiento religioso se ha ido debilitando en la
conciencia de los hombres, aquella piedad que él pro-
clamaba como elemento de salvación y regla normal
de la existencia, ha venido desarrollándose, ya sea
por las exÍ2:encias de la defensa social, ya porque la
cultura del espíritu determine un sentimiento de
solidaridad, desconocido para aquellos que vivieron
petrificados en la legitimidad de la di^^sión "por
castas. En todos los pueblos civilizados la caridad
se ha organizado y a más de los dona'^^ivos espontá-
neos, una buena parte de la renta pública está des-
tinada a la manutención y abrigo de los desheredados.
Hace cien años en da cama de hospital era, más oue
lecho, tumba de tres o más enfermos. Las gentes del
campo esperaban como una bendición el retomo de
la primavera, para alimentarse de las yerbas, a la par
de los animales nue custodiaban. Las leves penales,
de una crueldad inexcusable, castigaban los delitos
del p-^oletario con más rigor aue los crímenes del gran-
de. Las jurisdicciones especiales eran la resala, y la
justicia era un mito que la imaginación popular, su-
mida en la desesperanza, colociiba en el pasado. Hoy,
es tal la condición material del obrero, del agricultor,
del vago mismo, que habría sido un sueño ahora un
siglo. Aquel obrero que en su furia instintiva arrojó
al Ródano la máquina de tejer inventada por Jac-
2l2 XIGt'EL CA'Si
quard, sin comprender que no hay ahorro de fuerza
que no aproveche a la liumanidad entera, fué el últi-
mo representante de su tiempo. Con su p:rito de cólera
se hundió para siempre la esclavitud del hombre y
surgió el imperio de la ciencia sobre la naturaleza.
La Revolución francesa, con sus declaraciones, sus
derechos políticos, sus sacudimientos, sus grandezas
y sus horrores., habría sido estéril para la humanidad,
como lo fueron las de 1640 y 1688 de Inglaterra, si
no hubiera precedido ])or pocos años aquel erfuerzo
de la intdiíí^encia humana que, con la física, la quí-
mica y la mecánica, iba a transformar la faz del
universo.
No es, pues, a las instituciones políticas que co-
rresponde el honor del mejoramiento incontestable
en las condiciones de la vida humana. La rapidez en
el transport-e de los cuerpos, en la transmisión de las
ideas y de la palabra, no es mayor en Sui^a que en
Rusia ; los desxíubriraientos de Claudio Bernard, de
Che\Teu y de Pasteur son la base de la industria así
/•n Austria como en Bélfrica. Ba.io el punto de vista
del bienestar humano, pues, ¿qué diferencia esencial
hay entre los pueblos que ¡gjozan d^ instituciones de-
mocráticas y aquellos que se mantienen aún bajo el
réí^imen monárciuieo? Confieso que no la veo; dife-
rencia la hiy, indudablemente, pero responde a cau-
sas completamente ajenas a este orden de ideas. So-
ría tan absurdo atribuir la potencia industrial de la
Francia a su sistema actual de gobierno, como res-
ponsabilizar a la re^^ecía portuguesa de la decadencia
de ese pueblo.
Por lo demá«, la fuerza del sentimeinto democráti-
co no radica en su incorporación a las leyes positivas,
sino en su mayor o menor difusión en un pueblo y
en su imperio en las costumbres. 8i se da a la de-
mocracia su sentido general, que es algo más que el
g:obierno de todos para todos, que es la igualdad de
PEOSA LIGEIÍA 213
[lereclios, la conciencia de la dignidad individual, se-
ría absurdo suponer que un ciudadano argencino o
francés, es más demócrata que un inglés. El hecho
de ser nosotros o los franceses gobernados por un
presidente electo, y los ingleses por un monarca he'
reditario, es tan insignificante para el desenvolvi-
miento de la sociabilidad humana como las tempesta-
des de la atmósfera terrestre para la marcha del astro
¿n el espacio. La monarquía hizo la Francia, la aris
tocracia hizo la Inglaterra, la oligarquía ha hecho a
Chile, la democracia ha creado ios Estados Unidos;
he ahí hechos históricos incontestables. Pero ¿quien
puede negar que la monarquía mató a la España, la
aristocracia a la Polonia, la oligarquía a Venecia y
la democracia a la vieja Italia V La historia se ríe
ante la virtud mirífica de las instituciones; imitarlas,
adaptarlas, todo es inútil. Se .puede retardar el des-
arrollo de un pueblo con tanta fuerza, dándole una
constitución liberal, como sujetándolo a un régimen
absolutista. Las causas del progreso son más hondas
y complicadas; las palabras, por más solemnemente
que se escriban, no cambian ni modifican los hechos.
España tiene hoy el juicio por jurados, el matrimo-
nio civil, el sufragio universal, códigos civil y penal
que son modelos del género ; 'todas las conquistas ae
la democracia, en fin, incorporadas a la legislación
positiva . En Inglaterra, el sufragio es restringido ; la
legislación política, civil y criminal es un caes, en el
que los mismos jurisconsultos se pierden. Sin em-
bargo, medid el camino andado por- los dos pueblos!
lY
Entonces, si el régimen de gobierno es un factor
despreciable en el problema de la felicidad humana,
¿por qué esas luchas incesantes de lo* pueblos, esos
esfuerzos constantes por conquistar la libertad bajo
214 MIGUEL taxi:
todas sus formas? ¿Es un error general de la especie,
y después de tantos siglos vamos a tener que consta-
tar (|ue toda esa enorme fuerza ha sido inútilmente
gastada? No; lo único que el hombre comprueba es
su absoluta incapacidad para explicar las causas úl-
timas; el día en que se rae revele la razón del orga-
nismo social de las hormigas, me será permitido creer
({ue la ciencia positiva llegará en algún momento a
explicar la historia humana. Uno de los espíritus más
luminosos que han surgido en la humanidad, nos aca-
ba de dejar su tiestamente filosófico. llenan piensa
que Dios está en formación ; que todo este gigímte
esfuerzo de lo creado, desde el átomo que existe dentro
de la piedra hasta la iniciativa genial del hombre,
desde el movimiento solemne de los mundos descono-
cidos, hasta el crecimiento misterioso de la yerba de
los campos, todos estos fenómenos múltiples del Uni-
verso, son notas aisladas que un dia llegarán a formar
la armonía colosal e inconcebible a la que da el nom-
bre de Dios. Voltaire había propuesto ya inventarlo;
tanto vale lo uno como lo otro.
Dejemos, dejemos de lado ese pro])lema de las cau-
sas fanales, arrojado a la curiosidad del espíritu í*o-
mo un freno contra su infatuación. Pensemos, sí, con
r<?poso, que todo va a alguna parte, constatemos el
movimiento sin pretender averiguar el objetivo y
volvamos modestamente los ojos a la tierra.
Y, pues que de movimiento hablamos, si no es para
la conquista de regímcue>s de gobierno detenninados,
¿qué causas y qué fin tiene ese sacudimiento pavo-
roso, extendido hoy por todo el mundo civiliza/:lo, esa
protesta violenta contra el orden existente, que em-
pieza a cubrir de sombras el porvenir?
La revolución social está en todas partes. A l©s
PBOSA LIGEBA 215
sueños de los enciclopedistas, a las pastorales del aba-
te de Pradt, a los organismos teatrales de Saint-Simon
y a los sofismas elocuentes de Proudhon, ha sucedido
un período de acción que, echando a un lado las es-
peculaciones, entra resueltamente al combate y ataca
de frente al enemigo que la experiencia ha demostrado
ser el único, si bien terrible en la defensa y poderoso.
Ese enemigo es precisamente la base, la piedra an-
gular de nuestro organismo social, es la idea madre
sobre la que hemos levantado este palacio maravilloso
de las convenciones humanas: idea tan fuerte y ex-
traordinaria que, a partir del momento en que el
hombre cesó de ser una fiera salvaje, ha impuesto a
los millones de individuos de la especie que no tienen
pan, el respeto por las vituallas de los que se hartan ;
y que, extendiéndose con la ayuda de las convencio-
nes morales, ha permitido que las mujeres hermosas
sólo tengan, algunas veces, un solo dueño. Esa idea
es la de la propiedad, y es contra ella que se ejercita
el empuje del movimiento de reacción que se observa
en el mundo actual. Kevelaría un candor y una ino-
cencia incomparables, aquel que creyera que van en
busca de refoi-mas políticas los nihilistas rusos, los
anarquistas franceses, los socialistas alemanes, los
fasci italianos, los huelguistas de Inglaterra y Norte
América, los cantonales españoles, todos los descon-
tentos que, bajo las mil denominaciones que las cir-
cunstancias locales les imponen, trabajan con una
unidad de acción quizá inconsciente, como instru-
mentos fatales, a la destrucción de lo existente.
¿Pensáis que ese esfuerzo patente, profundo, como
que arranca de las entrañas mismas de la masa hu-
mana, va tras el ideal del régimen representativo, el
cual empieza a tomar los contornos de una supersti-
ción vetusta, o tras el sufragio universal, más ilógico
y absurdo, como criterio de gobierno, que el viejo
derecho divino que suplantó por una ab«rracÍQtt áe
216 MIGUEL CAÑÉ
que el mundo moderno empieza a darse cuenta ? No :
si el nihilista ruso busca la muerte del zar, es porque
la autocracia representa la propiedad y es la encarna-
eiún del orden social establecido. El anarquista fran-
cés se ríe de la democracia imperante, de la libertad
electoral o de las garantías individuales de que goza,
como el inglés, el italiano o el español.
Es tal el progreso del espíritu humano eu csLc siglo
y tan enorme la suma de datos reunidos y clasifica-
dos, tanto en el orden científico como en el oiden
moral, que el razonamiento general que autoriza la
previsión, empieza a ejercitarse sobre materias que
se confundían, hace cien años, con los misterios im-
penetrabies de las causas finales. Un geólogo os dirá
hoy cuánto tiempo durará la provisión terrestre de
hulla; un demógrafo la población probable de una
riudud dentro de un siglo; un filó.sofo la época, quizá
próxima, en la que se extinguirán para siempre es^s
luces vagas y vacilantes de ios últimos dogmas sa-
turados, que fueron el sustento del alma de nuestros
mayores, liiuje cincuenta años se predecía el triiuito
de la democracia para el fin de esta centuria, y ya,
para decenas de millones do hombres, las institucio-
nes democráticas parecen vetustas y anticuadas.
Puede, pues, preverse, no ya el triunfo de las nuevas
ideas, sino la ruina de las actuales. Porque el rasgo
esencial de toda revolución general y profiuida en
la historia, es precisamente su carácter destructor y
su incapacidad absoluta para definir y precisar el
ideal nuevo que encarna. Atila marchaba ciegamente
sobre el mundo romano, como la piedra de una honda
lanzada por una mano providencial. La Europa se
echaba sobre el Asia en las Cruzadas, realizadas con
un pretexto pueril, y cuatVo siglos más tarde sobro
la América, entre sueños de oro y de proselitismo.
¿Pensaba Aiarico, pensaban Godofredo o Ricardo,
Pizarro o Cortés, en lo que ibun a le^/antar sobr.? las
PEOSA LiaERA 217
minas de lo que destruían? Directores de hombres o
movimientos eole<;tivos inconscientes, todos son ins-
tramentos fatales, que aparecen en el momento nece-
sario, bajo la acción de leyes desconocidas, pero reales.
VI
Ante ese problema pavoroso de una transformación
social, profunda e inminente, el espíritu no puede ja.
apasionarse por las fútiles combinaciones de la polí-
tica ni por las excelencias de un sistema de gobierno
sobre otro. ¿Qué significado pueden tener esas pala-
bras mismas : qué puede entenderse por gobierno, li-
bertad, orden, familia, derecho, patria, el día que
desaparezca el suelo que les da vida: esa idea de la
propiedad que sustenta y sostiene todo nuestro me-
canismo social? Ese desapasionamiento, esa serena
contemplación de las corrientes generales que arras-
tran a la especie humana en busca de nuevos ideales,
es altamente saludable. Enseña a creer y esperar,
enseña a restringir el horizonte del esfuerzo intelec-
tual y moral, a mejorarnos para ser más iitiles en la
tarea transitoria que nos ha sido depai1:ida. Al correr
'de los tiempos, cuando los últimos baluartes de la
sociedad actual hayan cedido; dentro de dos o tres
mil años, cuando se hable de la propiedad como nos-
otros hablamos del feudalismo, que no hace aún qui-
nientos años fué una institución salvadora, tan fuerte
que parecía perdurable, ¿qué nuevos organismos im-
perarcín sobre los escombros de lo que hoy existe? La
insolubilidad del problema no debe inquietarnos, fir-
mes en nuestra fe inalterüble en el destino de la
especie, el cual es ir siempre adelante, al mejora-
miento y a la perfección. Si a la milésima generación
de nuestros descendientes se le acaba el carbón, ya
encontrarán cómo mover sus máquixias y defenderse
contra el frío; aun queda bástante grasa sobre la
21 8 MIGUEL CAXÉ
tierra y no la usamos ya para alum])raruos (1) . Aun
esconden los cerros en sus entrañas bastante oro y
ya lo hemos reemplazado coxi tiras de papel, n;ás o
menos oscilantes en su significación, pero que, por
el momento, constituyen pura y simplemente la base
de nuestra organización. Si los hombres del siglo 50
estudian nuestros códigos civiles, como nosotros es-
tudiamos la legislación de los vedas, que fué tan po-
sitiva en su época como nuestra reglamentación edi-
licia actual, opongamos de antemano, a la sonrisa de
conmiseración que nos dedicarán, el asombro con que
constatarán el atraso de ellos mismos, sus propios
descendientes, allá por el siglo 150 ó 200.
Si somos razonables, si admitimos que ese movi-
miento de reacción general obedece a leyes descono-
cidas, pero ineludibles, es lógico que nuestros adver-
sarios, los obreros ciegos del porvenir, reconozcan a
MI vez la existencia de leyes en virtud de las cuales
nos oponemos a sii tendencia. Ellos sostienen que la
j)n)pieda(l es un anacronismo y una injusticia mons-
truosa : nosotros pensamos ([Ue sin ella no se habría
organizado en sociedad la raza humana, y que anda-
ríamos aún, como en la edad primitiva, a dentelladas
y trancazo limpio. Ellos nos suprimen por la dina-
mita, nosotros los suprimimos por la le}'. Debe ser
lecesario, para los ol3Jetivos finales, ese carácter un
tanto agrio de la controversia. Si las instituciones
sociales pudieran modificarse tan fácilmente como las
políticas, bastaría con dos o tres jornadas (jloriosaHj
como las de julio, para que un Ravachol durmiera
en el Elíseo o en Windsor. Por el momento, no te-
niendo el honor de vivir en el siglo 50 y juzgando
que ese incidente nc sería favorable a la felicidad de
los hombres, nos oponemos a él con todas nuestras
fuerzas y nos defendemos con todas nuestras armas.
(1) Goétlie, o principios del sifflo pnsndo, decía qut uno da los
Bifiyores benefactores de la humanidad, «ería el que inventara uua
clase de velas que hioisra íBÚtil el us» do las daupabiladeras.
PROSA LIGEEA 219
YII
Jamás lina lucha entre los hombres se ha iniciado
con caracteres más horribles. Es precisamente en este
momento de la historia humana, en que la conciencia
general condena y maldice las hecatombes del pasado,
las guerras sin cuartel de la antigüedad, el martirio
de los cristianos, los exterminios religiosos de los si-
glos XVI y XVII, cuando la bestia que la civiliza-
ción había conseguido domeñar, se despierta más feroz
que nunca y, en nombre de pretendidos derechos, de
sueños de ebrio, asesina ancianos, mujeres j niños, y
elige los corazones más nobles para partirlos con el
puñal del asesino!
La muerte de Carnot (1) que ha conmovido al
mundo entero, porque la altura moral de ese hombre
ennoblecía a la especie toda, parece indicar que el
período fatal se acerca y que el incendio va a comu-
nicarse a toda la tierra civilizada. ¡Triste y sombría
es la perspectiva ! En cuanto a nosotros, aquellos que
crean que la riqueza de nuestro suelo y la facilidad
de nuestra vida, van a eximir a nuestro país de ser
teatro de combates de, ese género, se equivocan, a mi
juicio. Nada hay comparable en el mundo actual a
la condición del proletario francés; la maravillosa
feracidad de esa tierra, su belleza, sii desenvolvimien-
to industrial, la laboriosidad y la iniciativa de ese
pueblo amable © inteligente, su organización casi
perfecta en lo humanamente posible, dan con toda
holgura al obrero, el pan, el salario y la tranquilidad
necesarios para el viaje de la vida. En pocas partes
(!>• En los seis años transcurridos desde que estas páginas fue-
ron escritas, nuevas víctimas no menos nobles, no n^enos ilustres, han
caído asesinadas. Cánovas, la emperatriz Isabel, el rey Humberto I?
el presidente Mackinley continúan la serie, sin que las sombras que
cubren el horizante nos perüitan esperar que esta se haya cerrado pera
siempre.
220 MrGn:L cx'sf:
los salarios sou más aitos, en uinguiia las asociacio-
nes de mutua proteccióón más perfectas, ni la auto-
ridad más paternal para el desheredado. Y es allí
donde estalla con más fuerza esta reacción iracunda
contra la desigualdad social! Se creería que esos hom-
bres obran movidos por un atavismo inconsciente, por
el rencor acumulado en el corazón de cien generacio-
nes de parias, que ha venido a estallar precisamente
en rl momento en que el sufrimiento y el largo penar
cesaban para sus desatendientes! ¿Qué remedio opo-
ner? ¿Cómo hablar de razón al demente enfurecido?
VA viejo papa, en este estertor de todas las \ncjas
creencias humaui.s, habla nn lenguaje ya muerto so-
bre la tierra, y hace un llamado a esos descarriados
para que vuelvan al seno de la Iglesia. Otros, los
filósofos, los teóricos, los que tienen fe en la eficacia
do la iuteligencia humana, hablan del '^' ••••^'•^mo de
Estado. No es una novedad el nuevo t ^ »o y el
KÍto de los ensayos hechos no anima por cierto a
recomenzarlos. Además, preconizar la omnipotencia
del Estado ante aquellos que bu.^can ciegamente su
aniquilamiento, j)aréceme realmente un ilogismo can-
cloroso.
En 1836, cuando la democracia estaba lejos de
triunfar sobre el mundo europeo, ante los peligros
,ue su victoria liacía entrever para el porvenir, el
loble escritor que antes he citado, exclamaba:
''¿ Pensaré que el Creador ha hecho al hombre para
dejarle agitarse en medio de las miserias intelectua-
les que nos rodean? No jiuedo creerlo: Dios prepara
las sociedades europeas un porvenir más fijo y más
tranquilo; ignoro sus designios, i>ero no cesaré do
creer en ellos porque no puedo penetrarlos y prefie-
ro dudar de mis luces que de su justicia".
Esa es la buena palabra y esa es la buena inita
para todos, para aquellos que dudan, como para los
que creen qu8 el mundo marcha guiado ix>r una vo-
PB09A LIGEBA 231
luntad divina. De la misma manera que las batallas
se ^^anan por la suma de los esfuerzos individuales,
y que el deber del soldado es combatir y vencer al
enemigo que tiene al frente, el deber de cada hombre
es trazar su camino con claridad y seguirlo con fir-
meza. Un país será próspero y grande, no porque
se desenvuelva bajo tal o cual régimen de gobierno,
sino porque sus hijos conciban bien sus deberes de
patriotismo y los cumplan como buenos. El patrio-
tismo no está sólo en pelear en los combates al son
del himno y a la sombra de la bandera, no está sólo
en cantar las glorias patrias; está también y sobre
todo en la prudencia, la fuerza de voluntad para
contener las indignaciones violentas, la fe en la evo-
lución que cura, y no en el prurito de la revolución
que mata. ''La verdad y el derecho lesritiman alo'u-
nas y raras revoluciones, pero no acompañan, en todo
lo oue emprende, al espíritu revolucionario. Lo que
se llama así, no es el noble espíritu que animaba a
los autores de las revoluciones necesarias ; es el eusto
de las revoluciones por ellas mismas ; es el movimien-
to continuo de esas almas sin resrla que la imaginación
gobierna a falta de la razón, aouellas para quienes
las ideas innovadoras son las solas verdaderas y las
ideas extremas las únicas lógicas. Los que juzgan to-
do permitido a la abnegación, toman por abneeación
al fanatism.o y creen absueltas, y aun santificadas
en sus excesos, las pasiones que hacen el mal en nom-
bre del bien. El espíritu revolucionario, no, no es la
adhesión de un Holandés a la revolución de 1579, de
un Inírlés a la revolución de 1688, de un Americano
a la de 1776, de un Francés a la revolución de 1789 ;
es el amor por las revoluciones sin término. Harto
ha sacudido nuestro país ese genio de la agitación
perpetua. Harto nos ha faltado esa constancia que
se apega a los bienes adquiridos y sabe guardar sus
conquistas. Soñarlo todo, tentarlo todo, es el medio
222 Mioi'EL cA:«t
Je perderlo todo". ¿No parecen, acaso, escritas para
nosotros esas palabras que el luminoso espíritu de
Carlos de Rému.sat pone al frente de sus admirables
estudios sobre la liujlat* rm , ,> rl siglo XV II I?
VIII
En cuanto a nuestras sociedades nuevas y en for-
mación, la manera cómo en ellas repercuten los fe-
nómenos políticos y sociales de carácter ^jencral que
hemos apuntado, constituye un problema especial,
cuya solución no e^iíx en nuestras manos. No son las
instituciones, no son las leyes, lo hemos visto ya, las
(iue fijarán y determinarán el rumbo deseado. El
factor principal ()uo, en el estado actual de la Euro-
pa, e.icrce una influencia poderosa e indiscutida en
la gestación que está elaborando los nuevos destinos
humanos: la raza, sufre entre nosotros una modifica-
ción tan fundamental, que complica y da otro aspec-
to al problema.
/Preponderará con el tiempo alpnm espíritu espc-
cinl de raza entre nosotros? /Los írrandes e irresis-
tibles medios de a<?imilación oue posee el suelo ame-
ricano, y en el el nuestro principalmente, concluirán
por bacer del pueblo nue habita la vasta recrión ar-
gentina, una sociedad homogénea, con caracteres ét-
nicos propios? Todo parece indicarlo así; pero no
está tampoco ahí el problema del pors'cnir.
No se puede hr.cer nue los ríos remonten su co-
rriente, y la vieia farmacopea es inútil ante la pato-
Incría actual. Reformar nuestra constitnción, en el
sentido de bacer desaparecer sus aberraciones y ar-
caísmos, es como nuitar la mancha de una mosca en
el disco de un telescopio para ver más cercanos los
astros. Aírreirarle, en forma preceptiva, las tres o
cuatro aspiraciones socialistas formuladas en primer
téiTQino, sería inbábil y peligroso: la concesión de
PBOSA LIGEBA 223
una parte nunca satisfizo a los que piden el todo.
Además, volvemos a lo mismo: la ineficacia de la ley
escrita, buena o mala. Los ingleses, contentos y có-
modos dentro de su caos institucional, comparaban
a la constitución norteamericana con un aro de acero
puesto a un tronco joven, y auguraban que impediría
el crecimiento de éste. Los americanos contestaban
que el aro se haría flexible y se ensancharía armo-
niosamente con el árbol. No, no es eso; el árbol
crece porque sus raíces están en tierra fecunda, y el
fenómeno del desenvolvimiento de ese pueblo respon-
de a causas ajenas a la influencia de su constitución
política.
No no reformemos nuestra carta. Con ella vamos
un poco a tropezones, pero vamos. Habría tanta jus-
ticia en atribuirle nueí?tras miserias, como nuestros
éxitos. Los que sueñan con el régimen parlamentario
como panacea, o los que desearían ver sancionado
por la ley política el unitarismo imperante de he-
cho, me hacen el efecto de los que procuran resolver
el problema de la aviación con cuerpos más ligeros
que el aire, cuando la experiencia nos enseña que las
aves pesan más que aquél.
¿Y el x'emedio, entonces?, se nos dirá a los que
arriesgamos pasar por pesimistas, al presentar since-
ramente un cuadro de observaciones hechas serena y
desapasionadamente. No vislumbramos sino uno: la
cultura moral del individuo, que determinará la cul-
tura y la inteligencia de la masa. El átomo carac-
teriza al cuerpo, y si el átomo es susceptible de per-
feccionamiento, ahí está el remedio supremo. La
esperanza y el honor de la raza humana, está en la
noción innata del deber; ese es el átomo que hay que
cultivar y perfeccionar. Su desenvolvimiento sano y
vigoroso dará vida a las virtudes necesarias para la
armonía y el progreso social.
OOi MIGUEL C.V:^É
Es vulgar y nimio, pero el hombre no ha inventa-
do otra cosa. Tengamos &:iempre limpio el corazón,
cultivemos siempre la inteligencia: al resplandor de
esas luces, es difícil errar el buen camino. Nunca al-
canzaremos la conciencia de marchar en él, pero ea ^
el único remedio de tener la de intentarlo. |
I
Ocaso
París, Enero de 1902.
La primera impresión, al pisar de nuevo el suelo
francés, es complicada y compleja : sin embargo, dos
rasgos característicos parecen desprenderse sobre el
confuso ondear del espíritu, que, curioso, vuela de
luia sensación a otra, como buscando la clave de un
enigma. El primero de esos rasgos es la persistencia
irreductible de los modos y formas que esta mezcla
de razas, cuya resultante es el francés, se ha dado
para vivir su vida. Todos los pueblos de la Europa,
los del extremo Oriente mismo, el Japón ayer, tal
vez mañana la China, modifican su modalidad, in-
compatible ya con el concepto de la vida actual y la
necesidad de luchar por ella ; todos se adaptan flexi-
blemente a las exigencias de un ambiente diverso al
que respiraron durante siglos, todos cambian sus
métodos de trabajo, sus sistemas de producción, mos-
trándose así dispuestos a disputar el terreno a todo
competidor. La Francia, única, ve que la rutina la
está minando con un mal sordo e inflexible ; ve que,
de la cumbre desde donde, no ha mucho, dominalía a
hi humanidad, va descendiendo con una rapidez que.
medida con la vasta unidad de tiempo con que se
computan los movimientos de los pueblos sobre la
tierra, es realmente vertiginosa. Su población dis-
minuye ; la cifra de su comercio baja anualmente, a
220 MIGrEL CANÍ:
medida que sube la de su deuda ; los hombre.^ todos
del ^rlobo ([ue, movidos por esa claustrofobia que echa
a los seres humanos fuera de su easa y de su patria
— y que otrora uo tenían más norte que París, —
se sienten hoy atraídos por muchos otros centras que,
♦'xplotando las afinidades de raza y las facilidades del
idioma, hacen esfuerzos de todo trénero jíor acaparar
muí parte de la incompai'able clientela de París. La
Francia sabe tíKlo eso; pero su eoncepción de la vida
t*s tan armónica con la cstnictura de la ^ente que la
liabita, que cambiarla en este momento de su vida
histórica, le es p(K*o menos que imposible. De ahí se
desprende el sejrundo rns^o característico de que an-
tes habló: la imi^resión fie decadencia.
Decadencia inneprjible. Contra la ley de evolución
que hace desaparecer naciones enteras, imperios po-
<lerosos, ciudades estupeiulas, hasta no dejar de ellas
ni rastros sobre la corteza del «;1obo. aijrunos ¡)ueblos
niodei'nos parecen ])rccavcrse hasta donde la humana
prudencia alcanza a ver. La Inprlaterra a la cabeza,
ha cubierto el mundo con ramas vigrorosas de su
tronco robusto; cuando la isla, orpridlosa como la
Sanios de Polícrates y como ella guerrera y rica,
haya desaparecido, como desapareció aquella maravi-
lla del mar Epeo, nuevos pueblos de habla y alma
infjlesas, sur«iirá?i triunfantes y enéríricos, como sur-
^►•cn hoy esos Estados Unidos de Aiiiórica. ípu' son la
j)esadilla de la Europa .
Pero esta dulce Fnnicia. ;. cómo va a revivir en el
tiempo y el espacio? ;. Sei*á acaso en su Arp^elia más
irreductible rpie el acero, tíin árabe hoy como el
día de la conquista, tan (ícrrada a todo espíritu que
no airanque del Corán y sobre la que han pasado,
i'ozando apenas su epidermis, dos mil años de cidtu-
rji grreco-romana y otros tantos de cristianismo? ¿Se-
rá «MI las vastas regiones de la Indo-China, donde su
espíritu lucha, no ya con la tenacidad del semita
PKOSA LIGEEA 227
africano, sino con la flexible y moluscular blandura
del ariano asiático, sobre cuya alma ningún sello
deja impresión durable? ¿Será en el África obscura,
ten impenetrable a su espíritu luminoso, como sus
bosques centrales al paso del europeo?
No, organismos como estos, a los que un capricho
de la historia ha permitido, un momento de su vida,
unir la fuerza y la riqueza a la inteligencia y a la
más alta cultura, no pueden persistir. Como la ma-
dre admirable que la' dio vida, como aquella Grecia
que, mientras engendraba todo lo grande, todo lo no-
ble, todo lo bello que han conocido los hombres so-
bre la tierra, sacaba del inagotable fondo de su ener-
gía, fuerzas para luchar contra el Bárbaro o para
desgarrarse en lucha fratricida, la Francia teiTninará
el corto ciclo de su hegemonía política y guerrera, en
la conciencia de perderla para siempre. Sentirá que
la atmósfera ha variado por completo para ella, y
en la imposibilidad de modificar su organismo, vivi-
rá, como la vieja madre, en la contemplación del
pasado. Y a medida que la nueva forma de Barba-
rie, el modo americano, vaya invadiendo la tierra
entera, destruyendo aquí una obra de arte, allí un
recuerdo histórico, más allá un monumento consa-
grado a perpetuar un ridículo acto de sublime des-
interés, a medida que el pico demoledor del contra-
tista de casernas del diez pisos en avenidas de cin-
cuenta metros, derribe cuanto a su paso encuentre,
de todos los rincones de la tierra habitada, vendrán
en peregrinación a esta nueva ciudad de Pallas
Athenea, todos las hombres que conservan el alma
enamorada del arte. París ni será ya, quizá, el cen-
tro sensual de hoy ; su epicureismo se habrá refinado,
inmaterializado casi. Y como en el mundo romano,
a partir del segundo siglo del imperio, la atra<íción
de Atenas crecía a medida que la conquista se ex-
tendía, así París, a medida que el espíritu penetre
228 MIGUEL cxy±
más y más en los rincones hoy silenciosos del jjlobo,
será la luz única que en medio de la opaca atmósfera
ambiente, vendrán a buscar todos los asfixiados de
ese triste mundo.
Y quién sabe si el francés, de día en día más có-
modo en su rica y despoblada tierra y por tanto
más sedentario, acabará por ser, en el extranjero, un
objeto dé curiosidad, al que se hará venir a precio
de oro, como los sátra])as persas a los artistas grio-
íros, para levantar un templo a los dioses, para es-
culpir en mármol la figura de un triunfador en la
palestra, para ensoñar el arte divino de la música o
f'l no menos olímpico de incrustar en el verso i*íl-
11 ico y cadencioso, el alto pensamiento o el conce])to
gentil.
Y así la liisiona. como todo lo creado, coiitiiiuaiá
'cnovándose eternamente, bajo la sercjuí íjidifcren-
ia de la naturaleza, que es lo úuico inmutable.
índice
Págs.
Miguel Cañé 4
Miguel Cañé y sus contemporáneos, por Mar-
tín Garcíat uVlérou . . 7
España /^
Una, visita -de Núñez de Arce ..... 27
Por montes y por valles 37
El arte español. — Origen y carácter ... 47
La cuestión del idioma €1
En la tierra
Tucumana 73
La primera de "Don Juan" en Buenos Aires. . 85
En -el fondo del río 95
De cepa criolla 111
Aguafuerte . 149
Recordando
Mi estreno diplomático 159
Sarmiento en París 177
Nuevos rumbos humanos 207
Ocaso 225
.s
Tall«reB Oráíioot Argentinos
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Notas e i iies.
Armonías.
C.int.^'í del Peregrino.
a liberal bajo la Tiranía de Rosas.
rrpjes — La Canción del Barrio
i <i 1 del Cristianismo.
Crit; ia.
«-••• • leyendas.
'cntlmental.
iiio en flor.
\ . I de Mariano Moreno.
El poema de las mieses.
I
BINDING SECT. DEC 2 3 1969
PQ Gane, Miguel
7797 Prosa ligera
C27P7
1919
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