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Full text of "Prosa ligera. Con una introd. de Martin García Mérou"

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in  2010  with  funding  from 

University  of  Toronto 


http://www.archive.org/details/prosaligeraconunOOcan 


PROSA  LIGERA 


MIGUEL  CAÑÉ 


>íació  en  Montevideo  en  18¿1,  durante  la  emigración.  Es- 
tudió en  el  Colegio  Nacional  de  Buenos  Aires  y  se  gradu-'» 
en  Derecho  en  la  Universidad  el  año  1872.  Perteneció  al 
grupo  de  espíritus  selectos  que  formó  la  "generación  del 
ochenta",  en  momentos  en  que  la  cultura  argontina  se  re- 
novaba substancialmente  en   el   orden  científico    y    literario. 

Su  actividad  fué  solicitada  alternativamente  por  la  po- 
lítica, la  diplomacia  y  la  vida  universitaria;  pero  siempre 
so  mantuvo  fiel  cultor  de  las  buenas  letras,  con  atlci.snio 
exquisito.  Nadie  pudo  ser  más  representativo  para  ocujiar 
el  primer  decanato  de  nuestra  Facultad  de  Filo.vofía  y  Letra-^. 
a  cuya  existencia  quedó  para  siempre  vinculado  su    nombro. 

Inició  su  carrera  de  escritor  en  "La  Tribuna'  y  "El  Na- 
(  ional".  En  1875  fué  d¡i)Utado  al  Congrreso;  en  1880  director 
general  de  correos  y  telégrafos;  despué.'^  de  1881  ministro 
plenipotenciario  en  Colombia,  Austria,  Alemania,  flspaña  y 
Francia.  En  1893  fué  Intendente  de  Buenos  Aires  y  poro 
después   Ministro  del  Interior  y  de  Uelaciones  Exteriores. 

Publicó  los  siguientes  libros,  que  le  asignan  un  ijuesto 
t  ininente  en  nuestra  historia  literaria:  "Ensayos"  (1877). 
Muvenilia"  (1882),  "En  viaje"  (1884),  "Charlas  literarias" 
(1885),  Traducción  de  "Enrique  IV"  (IHOO),  "Notas  e  impre- 
siones" (1901),  "Prosa  ligera"  (1903).  Ha  dejado  numerosos 
"Escritos  y  discursos"  que  pueden  ser  reunidos  en  un  ■  '• 
men  tan  interesante  como   los   anteriores. 

Con  excelente  gusto  crítico  y  ductilidad  de  estilo,  cualida- 
des que  educó  en  todo  tiempo,  logró  ser  el  m&s  leído  de 
nuestros  "croniqueurs",  igualando  los  buenos  modelos  de  este 
ííénero  esencialmente  francés.  Más  se  preocupó  de  la  gra- 
cia sonriente  que  de  la  disciplina  adusta,  prefiriendo  la 
línea  esbelta  a  la  pesada  robustez,  cotno  que  fué  en  .sus  afi- 
ciones   un   griego    de    París. 

Falleció  en  Buenos  Aires   el    5   de  Septiembre  de  19ü5. 


LA    CULTURA     ARGENTINA" 


IGUEL  CAÑÉ 


PRO 


Con  una  introducción  de 
MARTÍN  GARCÍA  MÉROU 


ADMINISTEACION  GENEEAL 

CASA  VACCARO  —  Av.  de  Mayo  &38,  Buwioe  Airen 
1919 


I  m 


D 


7 


L     N0V13  1968' 


Miguel  Cóné  y  sus  contemporáneos 

Un  día  Manuel  Láinez  me  preguntó  a  boca  de  jarro : 
¿Tiene  usted  ganas  de  hacer  un  viaje  largo  e  intere- 
sante? A  los  diez  y  ocho  años  puede  compren dei-se  fá- 
cilmente cuál  sería  mi  respuesta.  Perfectamente,  me 
dijo  Láinez:  y  al  día  siguiente  recibí  una  cartita  del 
doctor  Miguel  Cañé,  que  tengo  delante  de  mi  visit-a,  en 
la  cual  me  invitaba  para  ir  a  su  casa  a  hablar  con  él. 
Así  lo  hice ;  nos  pusimos  fácilmente  de  acuerdo  y  un 
mes  después,  nombrado  su  secretario,  en  la  misión  di- 
plomática que  se  le  confió  en  Venezuela  y  Colombia, 
pai-timos  juntos  a  ocupar  nuestro  puesto.  Decidida- 
mente, el  destino  se  empeñaba  en  facilitarme  la  vía 
literaria.  Cañé  había  sido  mi  examinador  en  Historia 
y,  a  la  aparición  de  mi  primer  libro  de  Poesías,  escribió 
en  El  Nacional,  algunas  líneas  afectuosas  de  aliento, 
C|ue  obligaban  mi  gr-atitud.  Desde  aciuel  tiempo  des- 
collaba como  uno  de  nuestros  más  finos  y  delicados 
talentos  literarios.  vSu  contacto,  sus  consejos,  no  po- 
dían menos  de  serme  y  me  fueron  extremadamente 
útiles.  Bajo  la  influencia  de  estos  sentimientos,  nues- 
tra amistad  debía  nacer  robusta  y  sólida,  como  lo  es 
en  efecto. 

He  pintado,  en  graneles  pinceladas,  algunos  de  los 
acontecimientos  psicológicos  de  aquella  larga  y  difícil 
peregrinaeón .  Mi  libro  de  Impresiones  contiene  en  su 
franqueza  e  ingenuidad  infantil  mis  obser\'aciones 
fundamentales  sobre  las  localidades  recorridas.  Nada 
nuevo  podía  decir  de  París;  pero  no  sucedía  lo  mismo 


8  INTRODUCCIÓN 

respecto  a  Venezuela  y  Colombia.  A  pesar  de  todo, 
lo  verdaderamente  interesante  se  me  quedó  en  el  tin- 
tero. Felizmente,  Cañé  ha  escrito  En  Viaje,  en  el 
cual  están  narrados  todos  los  incidentes  de  la  trave- 
sía, todos  los  detalles  de  la  permanencia,  con  un 
lujo  de  espiritualidad  brillante,  y  un  acopio  de  juicios 
exactos,  de  reflexiones  humorísticas  y  de  obsen-acio- 
nes  sagaces  que  hacen  de  esa  obra  una  do  las  más 
hermosas  y  vividas  de  nuestra  literatura. 

Nuestra  permanencia  en  Venezuela  no  pasó  do  cua- 
tro meses.  Vivíamos  juntos,  entregados  al  trabajo 
intelectual,  en  una  casita  pintoresca,  con  un  jardín 
bellísimo,  lleno  de  plantas  y  árboles  tropicales,  desde 
el  banano  que  deja  caer  sus  anchas  hojas  desmayadas 
hacia  la  tierra,  hasta  la  ílexible  palmera  que  yerjarue 
sus  móviles  penachos  sobre  el  entretejido  espeso  de  la¿í 
lianas  y  enredaderas.  Cuando  comíamos  solos,  abati- 
dos por  aquella  existencia  sin  aitractivos,  por  la  sole- 
dad y  el  alejamiento  de  la  patria,  absorbidos  en  pen- 
samientos que  en  ninguno  de  no.sotros  tenían  color  de 
rosa,  después  de  la  frase  obligada  de  saludo  ami.s- 
toso,  nos  sentábamos  a  la  mesa  cada  uno  con  un  libn) 
por  delante.  Desiniés,  a  los  trabajos  de  la  Legación  y 
sobre  todo  a  la  lectura  tenaz  y  a  la  producción  lit-e- 
raria.  Cañé  era  en  aquel  tiemi)o  uno  de  los  lectores 
más  formidables  e  incansables  que  conozco.  Perma- 
necía horas  y  horas,  desde  la  mañana  hasta  la  noche, 
con  el  liba*o  en  la  mano,  devorando  volúmenes,  de 
crítica,  de  lüstoria,  de  derecho  político,  de  filosofía, 
de  literaitura.  Entre  mi  provisión  de  libros,  llevaba 
yo  una  escogida  colección  en  la  cual  figura.])an,  Sha- 
kespeare, Ddckcns,  Taiue,  Balzac,  Schiller,  Goethe, 
Heine,  además  de  obras  científicas  que  formaban  la 
parte  pesada  del  bagaje.  Todas  ellas  fueron  leídas  o 
releídas  por  Cañé,  y  algunos  de  esos  libros,  que  han 
andado  conmigo  varios  miles  de  leguas,  cojisen-an  aán 
en  sus  páginas  sus  anotaciones  de  entonces.  No  quiero 


INTRODUCCIÓN 


ser  indiscreto ;  pero,  hoje^iiido  estos  días  el  tomo  de 
Les  moraUsfe.'i  frangais,  donde  están,  entre  oti'as 
obras  maestras,  las  Máximus  de  La  Roehefoncauld,  me 
llamó  la  atención  la  íjiguiente:  La  faihlesse  est  le  seul 
défnut  que  Von  ne  saurait  corriger;  a  cuyo  la-do,  de 
puño  y  letra  de  Cañé,  se  encuentran  las  iniciales  de 
r.n  nombre,  inútil  de  pronunciar,  pero  a  quien  le  cae 

1  sayo  de  perilla.  En  otra  parte,  después  de  esta 
sentencia:  8HI  y  a  un  amour  pur  et  exempt  du  mé- 
lange  de  nos  autres  passions,  c'est  celui  qui  est  caché 
au  fand  du  coeiir,  et  que  /lous  ignarons  nous  mimes. . . 
— Ei  encoré!  dice  el  amargo  comentario  de  Cañé. 

En  aquella  época  Cañé  escribió  las  resplandecien- 
tes escenas  de  Juvenüia,  que  me  envió  algunos  años 
más  tarde,  diciéndome  en  su  dedicatoria:  ''Usted  vio 
nacer  estas  páginas;  helas  marchando  en  la  vida. 
Van  a  usted  con  cariño;  acójalas  como  un  recuerdo 
de  las  negras  horas  pasadas''.  Sí,  yo  las  vi  escribir, 
día  por  día,  en  cuademitos  cuya  fabricación  era  una 
de  mis  especialidades,  y  que  se  llenaban  rápidamente, 

on  la  letra  menuda,  apretada  e  irregular  de  su  autor. 
Algunas  horas  en  que  el  splecn  nos  daba  un  respiro, 
me  leia  fragmentos  de  esas  deliciosas  reminiscencias 
de  la  vida  estudiantil.  Y  mi  primera  impresión  era 
la  misma  que  he  sentido  en  España,  cuando  llegaron 
a  mis  manos.  Es  una  pequeña  joya  ese  librito  artís- 
tico, que,  en  una  fonna  llena  de  sencillez  y  de  suavi- 
dad, contiene  todas  las  delicadezas  y  perfecciones  de 
un  estilo  de  admirable  factura,  en  el  cual  circula  una 
ráfaga  de  inspiración  juvenil,  un  soplo  de  brisa  pri- 
maveral, que  refresca  la  frente  abrumada  por  la  lucha 
diaria.  Cañé  ha  puesto  en  él  lo  mejor  de  su  espíritu 
fácil  y  luminoso,  de  su  talento  tan  lleno  de  seducción. 
Es  imposible  leer  los  cuadros  del  colegio,  las  aventu- 
ras infantiles  de  aquella  alegre  y  burlona  epopeya  d<' 
la  adolescencia,  sin  pasar  de  los  estallidos  de  la  más 
franca  hilaridad  a  las  dulziiras  del  enternecimiento. 


10  INTRODUCCIÓN 

No  hay  aquí  humour  ni  oriicinalidad  rebuscada.  Hay 
uu  inmenso  deiToclie  de  gracia  lií2:era  y  brillante,  de 
ocurrencias  inesperadas,  de  bocetos  extravaprantes,  de 
comparaciones  bufonas.  Y  todo  ello  tiene  un  carAeter 
especial,  típico,  un  colorido  nuestro,  porteño,  por  de- 
cirlo así,  que  constituye  otro  de  los  atractivos  de  este 
juguete  escrito  de  mano  maestra. 

En  los  Ensayo.s,  publicados  en  la  juventud  ilc  (  an.'*. 
el  pulso  se  muestra  menos  firme.  La  frase  es  siempre 
bella  y  fulgurante,  espiritual  y  ligera;  pero  es  irre- 
gular algunas  veces  y  en  otras  ligeramente  infantil. 
Sin  embargo,  como  fresc\ira  de  concepción  y  como 
espontaneidad  de  expresión  y  de  sentimientos,  ese 
libro  merece  ser  releído  porque  él  explica  tal  vez  me- 
jor que  En  viaje  y  la.s  Charlas  literarias,  las  moda- 
lidades íntimas  del  carácter  de  su  autor.  Tal  sucede 
'•on  la  mayor  parte  de  hus  producciones  de  la  pri- 
Miei-a  edad  de  la  vida,  que  se  presentan  desnudaH  de 
artificio  y  de  propositas  preconcebidas,  (;ontcniendo 
f  en  germen  todas  las  cualidades  que  luego  desarrollará 
p1  tiempo  y  el  trabajo,  y  ocultando  menos  todos  los 
<lefectos  y  vicios  del  sentimiento  (pie  mkn  tarde  dis- 
fraza la  habilidad  del  artificio,  examinándolas  con 
detención,  se  ve  que  las  Odes  (t  fiallafhs,  contienen 
todos  los  elementos  esenciales,  nativos,  de  Víctor  Hu- 
go, como  Mademoiselh  de  Maupin  contiene  todo  el 
color,  las  lincas  y  los  secretos  pictóricos  que  Gautier 
desenvuelve  más  tarde  en  centenares  de  volúmenes  de 
lodo  genero.  La  petulancia  juvenil  de  Ioh  Knsaifos 
revela  ya  el  prurito  de  originalidad  y  <le  indepond(ín- 
cia  de  juicio,  de  odio  a  lo  común  que  luego  aparece, 
bajo  diversa  fonna  y  a  desj^echo  de  la  voluntad  de  su 
autor,  en  no  pocas  ])ágina«  de  En  viaje  y  Charlas 
literarias.  El  personalismo  tiránico,  absorbente  y  al- 
alinas veces  afectado,  nace  en  los  Ensnt/os,  y  se  ma- 
nifiesta en  ellos  con  mayor  nideza  de  sinceridad  va- 
ronil, lo  f|ue  lo  hace  más  sini]>ático  y  dis<'ulp;ib1e. 


INTRODUCCIÓN  11 

Leyendo  los  libros  de  Gané,  más  de  una  vez  me  lia 
llamado  la  atención  que.  ellos  no  reflejen  en  realidad, 
la  verdadera  forma  de  su  espíritu,  tal  como  yo  la 
concibo.  Se  ve  en  ellos  lui  talento  ligero,  juguetón, 
alegi'e,  capaz  de  comprenderlo  todo  y  abarcarlo  con 
igual  facilidad,  con  tendencias  artísticas  decididas  y 
un  fondo  de  filosofía  mundana,  propio  del  que  liu 
yivido  mucho  en  la  sociedad  y  el  contacto  de  los 
hombres.  No  es  esto  poco,  ciertamente:  y  libros  es- 
critos por  temperamentos  de  esta  índole  pueden  ser 
frecuentemente  dignos  de  todo  aprecio  y  de  todo  elo- 
gio, que  es  lo  que  sucede  con  los  de  Cañé.  .Pero  hay 
otra  faz  de  su  intelecto  que  él  nos  oculta  por  una 
especie  de  coquetería  incrédula :  la  faz  seria,  pensa- 
dora, un  poco  ingrata,  si  se  ((uiere,  pero  necesaria 
para  penetrar  en  todo  un  orden  de  especulaciones 
morales  y  políticas,  en  el  amplio  sentido  de  la  pala 
bra,  que  son  las  que  hoy  preocupan  al  miuido  moder- 
na. En  la  primera  edad  se  comprende  que  un  escritoi*. 
refinado  y  lleno  de  dotes  amables,  se  entregue  a  un;) 
especie  de  epicureismo  que  le  evite  abordar  cuestione^ 
abstractas  y  de  naturaleza  árida :  pero  más  tarde  e- 
necesario  olvidar  las  fantasías  y  divagaciones,  rebo- 
santes de  talento  e  inspiración,  i^ero  que  en  su  eterna 
mariposeo,  en  su  continuo  afán  de  girar  de  flor  ci; 
flor,  concluyen  por  debilitar  el  pensamiento  y  mere- 
cen el  reproche  de  frivolidad  con  que^  los  qu-e  no 
comprenden  todo  el  esfuerzo  y  el  mérito  que  requier' 
esta  especialidad  se  apresuran  a  lapidar  al  ingeni» 
escéptico  o  desdeñoso.  Este  reproche  es  el  que,  con 
pena,  he  oído  dirigir  a  Cañé  por  los  que  no  conocen 
como  yo  al  hombre  íntimo,  que  está  muy  lejos  de  ser 
un  sonriente,  un  complacido:  y  que,  por  el  contrario, 
penetra  a  fondo  en  la  sociedad  y  en  la  vida,  medita 
con  madurez  e  independencia,  se  engolfa  en  los  es 
tudios  más  áridos  y  los  domina  con  admirable  cons- 
tancia, y  cuando  olvida  la  faz  amable  del  hombre  ú" 


12  INTRODUCCIÓN 

mundo,  se.  muestra  tal  cual  es  eu  realidad,  í,'rave  sin 
afectación,  envuelto  en  una  nube  de  tristeza,  desen- 
gañado desde  temprano  y  tal  vez  con  pocas  ilusiones 
en  el  porvenir. 

Por  lo  demás,  ¿uei-eíaito  decii-  (im-  i<ni,i>  his  pro- 
ducciones de  Gané  y  es])ecialmente  Juvcnilia  y  Eu 
viaje,  tienen  para  mí  un  emíanto  indecible?  ¡Qué 
exactitud  de  detalles,  qué  viveza  de  colorido,  que  gra- 
cia admirable  y  suprema,  la  de  esas  páo:inas  de  íntima 
belleza  en  que  narra  la  noche  de  Consuelo,  los  jH>r- 
menores  del  viaje  a  muía,  la  excui*sión  al  Tcípiendama 
y  la  homérica  lucha  nocturna  en  la  hacienda  de 
Umaña  en  que  aljruien  me  desi)ei*tó  mordiéndome  una 
oreja  con  dientes  de  caníbal!  ¡J'en  passe,  ct  d^s  mci' 
lleurs!  Todo  en  ese  libro  es  real,  palpitante,  tomado 
del  natural,  indicado  con  una  deli(!adeza  de  expre- 
sión y  de  análisis  (¡ue  asombra.  Se  ve  alli  al  diplo- 
mático fino,  al  hombre  de  mundo  lleno  de  distinción, 
al  escritor  de  espíritu  claro  y  brillante,  orij^inal  \ 
variado.  Y  esta  impresión  se  reproduce  sin  cesar  des- 
pués de  la  lectura  de  los  libros  d-e  Cañé.  Las  Charlas 
literarias  contienen  fra^mentoíí  deliciosos  como  los 
consagrados  al  Don  Carlos  de  Schiller,  a  David  Co- 
perfield,  y  a  Fahtaff  y  los  cuadros  de  viaje  que  ocu- 
pan la  última  parte  del   volumen. 

Debo  a  Gané,  por  otra  paii^^,  la  más  viva  gratitud 
por  la  franqueza  ruda  y  varonil  con  que  cuando  an- 
dábamos juntos  apreciaba  mis  estudios  literarios.  EIIm 
es  tal  vez  la  que  ha  mantenido  en  mí  la  jíasión  del 
trabajo  intelectual  incesante,  tenaz,  infatigable,  sin 
el  cual  es  imposible  la  producción.  Sus  consejos  y 
sus  observaciones  me  han  sido  siempre  de  la  mayor 
utilidad.  Le  sometía  invariablemente  todos  mis  escn- 
tos  en  prosa  y  verso;  y  su  crítica  despiadada,  bur- 
lona,  acerba,  sin  disimulos  íii  remilgos,  me  mostraba 
todas  sus  deficiencias  y  defectos.  Confieso  que,  algu- 
iinfí  voiTs.   (!   ;¡ni  -r   pronw)  v.-.  <n'n'spaba  ;    pero  luego 


IVTRCDUCCIÓN  13 

eomprftndíu  la  justicia  y  ln  aineeridad  de  la8  obser- 
vaciones y  me  ponía  de  nueve  a  la  labor,  sin  desalen- 
tarme por  los  primeros  fracasos.  En  este  sentido,  las 

artas  que  poseo  de  Cañé  son  altamente  interesantes. 
La  índole  especial  de  su  talento  y  su  carácter  se 
presta  admirablemente  para  este  género  literano  en 
'[ue  su  gracia  ligera  y  sarcástica,  sus  formas  de  una 
cultura  refinada,  su  preparación  en  las  más  diversas 
materias,  tienen  un  ancho  campo  en  que  espaciarse  y 
lucir.  Están  llenas  de  observaciones  profundas,  de 
sentencias  amables,  de  juicios  rápidos  y  penetrantes. 
■'Me  he  convencido,  dice  en  una,  que  el  mal  general 
de  nuestra  estructura  intelectual  es  la  vaguedad  del 
ideal.  Trate  de  determinarlo  y  verá  qué  cambio  se 
hará  sentir".  En  otra,  a  propósito  de  algunos  versos 

ncorrectos:  **La  línea  es  el  primer  insti'umento  poé- 
vico  que  existe.  La  prosa  puede  ser  el  filón  que  lleva 
oro  entre  esquisto,  mica,  cascajo  y  arena;  el  verso  la 
;oya  cincelada,   irreprochable...   o  no  ser!" 

Su  acuse  de  recibo,  en  forma  de  uotasi  rápidas  e 
incisivas,  a  mi  primer  libro  en  prosa.  Estudios  Lite- 
rari-os,  obra  de  la  primera  edad  de  la  \'ida,  da  una 
idea  acabada  de  la  franqueza  y  exactitud  de  sus  jui- 

•ios.  No  creo  cometer  una  indiscreción  transcribiendo 
estas  páginas  íntimas,  y  desde  luego  pido  peMón  a 
mis  lectores  por  esta  exliibición  de  mi  personalidad, 
que,  demasiado  lo  comprendo,  no  es  síntoma  de  buen 
¡jfusto.  Dice  así:  ^'El  alnm  de  Don  Jiian  podría  lla- 
marse, como  todos  los   artículos  del  libro   ''sinfonía 

obre  viejos  temas".  No  es  ima  crítica,  no  es  un 
istudio,  es  un  pretexto  de  estilo.  El  maestro  del 
género  es  Paúl  de  Saint- Víctor ;  y  después  de  una 
lectura  de  Homares  y  Dioses  o  de  Las  dos  máscaras, 
raro  es  aquel  que  se  defiende  contra  la  pluma  que 
se  agita  en  la  mano  y  pide  estilo. . .  como  nuestros 
caballos  ardorosos  piden  rienda.  Muy  bien  escritas 
esas  páginas,  pero  nada  más.  Ilustración  literaria,  un 


\^  INTRODUCCIÓN' 

tanto  dilcilaiiti,  t-lcíiainuí  -n  la  ínrina.  iiiui-lia  exci- 
tac'ióu  de  espíritu,  que,  cusa  L-uriosa,  liaee  resaltar, 
por  Jo  menos  aparcntemonte,  cierta  quietud  del  co- 
razón. El  tema  tal  vez  lo  exija,  pero  e!  hecho  es  que 
se  constata  un  paroxismo  de  estilo  constante.  Mi  opi- 
nión es  que  debe  us;ted  dejar  tranquila  en  adelante 
El  alma  de  Don  Juan  como  una  i)ágina  brillante  de 
su  juventud,  y  utilizar  en  cosas  íntimas  el  ijistni- 
meuto  annonioso  de  que  dispone.  Ije  encuentro  el 
estilo  mucho  más  español...  Por  lo  demás,  aplaudo 
la  reacción  contra  el  íralieismo  a  oiitrance,  porque  la 
i'csultante  será  un  estilo  con  la  marcha  lijrera  del 
francés  y  la  sonora  riqueza  del  español'". 

*'Los  cuentos,  los  conocía  ya.  Sinfonía  siempre. 
,  (^ué  le  habría  parecido,  con  eso  título,  hacer  un  es- 
tudio, lip-ero  como  Uls  riendas  con  (pie  «ijuiaba  Mnb. 
K«)bre  las  tribulaciones  rosadas  del  alma  de  Jos  niños, 
bajo  la  impi'csión  de  los  cuentos?  ¡  Cuántafl  cfwas 
babria  leído  en  los  ojos  abiertcKs  y  jírandes,  <'on  la 
vajnií'dad  fija  de  la  atención,  mientras  las  mejillas 
se  colorean  o  la  respiración  se  d«*tiene!  liien  ])or  el 
casticismo.  ¡Achaparrados  y  aquelarre!  Achaparrado 
es  tan  feo  como  el  rabougñ  francos  a  (jue  correspon- 
de, según  creo.  Di^ro  de  las  Haladas  (uno  de  las 
eapítulos  mejor  escritos)  lo  mismo  (¿ue  de  los  Cuen- 
tos,— Mujeres  y  (mtwes,  no  me  gusta;  el  estilo  os 
flojo,  no  está  castigado  y  .se  leen  frases  como  **la 
mujer  ha  sido,  en  toda  época,  objeto  de  serias  medi- 
taciones", aforismo  que  hubiera  podido  firmar  M.  dv 
la  Palisse  sin  que  su  reputaoión  padeciese.  No  hay 
plan  ni  objeto.  Esag  digresiones  de  fantasía  van  bien 
al  vei-so,  pero  ponga  el  Don  Juan  de  P>yí-on  o  el 
Diablo  Mundo  de  Espronceda  en  prosa.  En  una  pa- 
labra, para  concretar  mi  crítica  sobre  el  libi-o:  no  hay 
materia  para  un  libro.  Debe  concluir  una  vez  por 
todas  con  la  manía  de  recoger  lo  viejo  y  ataviarlo 
de  nuevo.  Todos  esos  trabajos  son  ejercicios,   ^//k.^^í 


INTRODUCCIÓN  lo 

'les,  contríis  para  hacerse  el  brazo  y  aprender  a  ma- 
nejar el  florete.  Una  vez  reuní  yo  también  mis  En- 
sayos e  hice  mal.  Hoy  tengo  t^pareidos  por  ahí 
materiales  para  dos  gruesos  volúmenes  y  me  hacen 
proposiciones  para  imi^rimirlos :  nequáquam!  Ahora, 
un  consejo:  baje  medio  tono  a  su  estilo.  El  mundo 
intelectual  marcha  a  la  sencillez.  Que  todo  no  sea 
reflejo  de  lecturas.  Un  lector,  si  no  ignorante,  lige- 
ramente instruido,  un  lector  común,  aún  selecto,  dada 
la  masa,  tendría  que  estar  con  un  diccionario  de  lite- 
ratura en  una  mano  y  su  libro  en  otra .  Me  gusta  más 
el  estilo  sueJto  y  fácil  d-e  alguna  de  sus  cartas  parti- 
culares que  el  lirismo  constante  y  un  poco  1830  de 
su  libro.  Muy  probablemente  podría  usted  hacerme 
los  mismos  cai-gos,  pero  a  más  de  que  ya  le  he  dicho 
(jue  creo  tener  más  gusto  que  facultad  literaria,  su 
argumento  ad  kominem,  si  bien  justo,  no  viciaría  en 
nada  mi  tesis.  No  detengo  jamás  a  un  amigo  po])re 
para  criticarle  su  toilette  descuidada  o  deficiente : 
pero  al  que  tiene  recursos  abundantes  le  indico  sin 
reparo  la  necesidad  de  renovar  el  guardarropa". 

Durante  la  pennanencia  de  Cañé  en  Viena  yo  resi- 
día en  Madrid,  y  establecimos  un  canje  continuo  de 
libros  y  publicaciones  interesantes.  Por  su  indicación 
leí  la  admirable  obra  de  Tolstoi :  La  guerre  et  la  paix, 
que  me  envió  haciéndome  de  ella  jiLstísimos  elogios. 
A  mi  vez,  le  remití  libros  de  Várela,  Menéndez  Pe- 
layo,  Pereda  y  otros.  El  juicio  que  le  mei'eció  Soti- 
Jeza,  del  último,  está  contenido  en  una  deliciosa  carta, 
(nerita  con  una  espontaneidad,  una  soltura  y  una 
gracia  que  encantan.  No  puedo  menos  que  transcri- 
birla aquí,  para  solaz  de  mis  lectores,  fatigados  sin 
duda  de  la  monotonía  de  estos  recuerdos:  "Es  un 
libro  shakesperiano ;  y  usted  que  conoce  mi  admira- 
ción apasionada  y  \'iolenta  por  el  poeta  inglés,  sabrá 
valorar  mi  elogio.  Hay  más  color  en  Sotileza  que  en 
todas  las  telas  de    los  venecianos  reunidas.   Eso  es 


Ig  INTRODUCCIÓN' 

jiataraiJ-'smo,  hinojo!  Kso  c^  verdad,  e.so  e«  \ida,  ouer- 
110  y  reeuerno!  r»ajo  este  aspecto  pongo  a  Pereda  a 
cien  codos  arriba  de  Zola.  FigTÍrese  a  ese  hombiv; 
conociendo  el  mundo  parisiense  como  conoce  el  micro- 
cosmo santanderino,  y  ayúdeme  a  sentir.  Se  necesita 
no  sólo  una  observación  incisiva,  un  poder  intelectual 
tremendo,  sino  un  don  natural  para  penetrar  así  a 
la  región  confusa  de  esos  cráneos  en  embrión,  de  esas 
i-risálidas  de  hombre.  No  basta  concebir  en  esos  casos; 
i'S  necesario  expresar,  rendir,  traducir  el  pensamiento. 
íJsted  que  plumea,  como  yo,  sa1>e,  menos  que  yo,  por- 
que yo  cepillo  más,  lo  que  cuesta  vestir  una  idea  que 
se  ve,  desnuda,  paseai'se  esbelta  por  el  espíritu.  Eso 
es  maravilloso  en  Pereda. — Muergo  es  Caliban,  esca- 
pado de  la  isla  de  Próspero,  sobre  un  tronco  de  árbol 
y  caído  a  la  playa  de  Santander  entre  la  resaca.  Lo 
que  es  admirable,  cierto,  íntimo,  un  sondazo  hondo 
como  un  pozo  a  la  naturaleza  humana,  es  la  {ías-ióu 
camal,  brutal,  de  Sotileza  por  el  monstnio,  más  vio- 
lenta si  cabe  que  los  nigidos  de  lascivia  áe  Muergo. — 
•Y  los  firvolrs  de  Cleto?  /.Quiere  nada  más  bueno 
que  ese  análisis  moral,  de  una  delicadeza  infinita,  pero 
aparentemente  tejido  con  la  burda  materia  que  secreta 
el  alma  de  «ese  scmi -bárbaro? — Las  Mocejón  dan  cua- 
tro cuerpos  a  las  viejas  harpías  clásicas  y  éstas  ni 
las  ven.  Son  hermanas  de  la  bruja  de  Macbeth;  la 
madre  me  recuerda  la  mcgere  asquerosa  que  prepara 
el  filtro  para  Fausto,  mientras  los  perros  cantan  con 
gran  aplauso  de  "Monsieur  le  Barón".— Andrés  tra- 
zado de  mano  maestra,  pero  ya  lo  conocía;  es  her- 
mano de  Pedro  Sánchez.  Anoche  se  me  erizó  el  pelo 
leyendo  la  descripción  de  la  galenia,  y,  en  el  insom- 
uio,  he  visto  constantemente  a  Andrés,  en  la  popa, 
pálido,  desencajado,  gritando:  ''Jesús  y  adelante", 
mientras  el  patrón,  abierto  el  cráneo,  yace  en  el  fondo 
de  la  barca  y  el  padre  en  la  orilla,  tiene  el  alma] 
sobre  la  cre.«}ta  de  la  ola  que  la  arrebata ! . . .   Decirle 


INTRODlCCiON  17 

el  afáü  que  tengo  de  mandarle  una  pomada  al  pa^ 
Polinar  para  su>s  pái*pados  en  carne  \'iva!  ¡Y  lo  que 
he  pujao  pá  el  sei'món  !  ¡  Y  la  filosofía  en  el  fiasco  1. . . 
N'o.  mire,  vayanse  a  lo  de  Pereda  y  dígale  que,  día 
más,  día  menos,  un  hombre  va  a  entrar  como  una 
bomba  en  su  cuarto,  lo  va  a  apretar  contra  el  pecho 
havsta  hacerlo  crujir  y  se  va  largar  sin  decirle  esta 
boca  es  mía.    Qii-e  no  busque  largo:  seré  yo". 


Es  imposible  hablar  de  Miguel  Cañé  sin  mencionar 
a  algunos  de  sus   contemporáneos.    Pellegrini,  arre- 
batado por   la   política  desde  temprano,   hombre  de 
acción  pública  y  de   parlamento,    personalidad  inte- 
lectual de  rasgos  propios  y  definidos ;  Del  Valle,  abo- 
gada distinguido,  orador  acostumbrado  a  la  victoria; 
Roque  Sáenz  Peña,  naturaleza  franca  y  caballeresca, 
espíritu  clarovidente  y  flexible  que  se  ha  revelado  en 
todo   el  esplendor  de  una  madurez  inesperada  en  el 
último    Congreso    de   "Washington    donde   pronunció 
vanos  discursos  que  bastan  para  hacer  la  reputación 
de  un  hombre;  Lucio  V.  López,  literato  esclarecido, 
poeta  en  su  juventud,  periodist-a  punzante,  que  ma- 
neja la  sátira  con  una  habilidad  t-emible  y  abruma- 
dora; José  ^I.  Ramos  Mejía,  cuyos  artículos  juveniles 
de  fina  y  agaida  crítica,  revelan  una  faz  de  su  talento 
desconocido  para  los  que  sólo  lo  ven  al  través  de  su 
obra  fundamental  Las  Jieurosis  celebres  en  I-a  Histo- 
ria Argentina,  libro  de  honda  psicología  y  de  teorías 
audaces,  pensado  con  reposo  y  escrito  con  elegancia, 
pert-enecen  a  esa  generación  de  la  que  ha  dicho  Grous- 
sac  "que  constituye,  por  decirlo  así,  la  capa  vegetal 
de  este  país  en  nuestros  días,  la  que  produce  y  fecun- 
da, sosteniendo  y  transformando  el  mantillo  todavía 
en  formaeión .  Llena  el  parlamento,  la  prensa,  el  foro, 
la  cátedra :  mueve  las  ideas  y  los  capitales :  es  la  ge- 


If^  INTRODUCCIÓN 

neración  que  actúa  hoy  en  pleno  desarrollo;  cabeza, 
corazón  y  brazo  del  pueblo  argentino". 

Lucio  V.  López  es  el  que  ha  penetrado  urájn  a 
fondo  y  ha  permanecido  más  tiempo  en  la  lihíraturn. 
He  manifestado  en  otra  oportunidad,  hace  ya  algunos 
íiños,  mi  juicio  sobre  su  talento.  No  desearía  repetir 
lo  que  dije  en  anteriores  circunstancias;  por  lo  cual 
me  limito  a  añadir  unas  pocas  palabras?  sobre  su  per- 
sona. Conocí  a  Lucio  V.  López,  hace,  ya  muchos  años, 
sobre  todo  para  nuestra  cílad,  treee  o  catorce  por  lo 
menos.  En  aquella  época,  el  doctor  Ooyena  me  dio 
una  tarjeta  de  presentación  para  nuestro  ilustre  his- 
toriador don  Vicente  F.  López,  que  ur^rido  por  un 
trabajo  importante,  necesitaba  alguien  que  le  sirviera 
de  secretario  para  aquel  caso,  papel  ípie  creo  desem- 
peñé satisfactoriamente,  a  pesar  de  mi  juventud.  Fué 
Lucio  López  el  que  me  introdujo  ante  .su  padre,  des- 
pués de  una  detenida  y  sabrosa  charla  en  que  habla- 
mos de  letras,  y  en  que,  lo  recuerdo  como  si  fuera 
ayer,  me  leyó  unos  versos  de  Guy  de  Maupassant  (lue 
me  eran  desconocidos.  Aquel  ttfe-a-icte  rápido  con 
el  doctor  Vicente  F.  López,  me  ha  dejado  una  im- 
presión profunda.  Desde  el  principio  conquistó  mis 
ardientes  simpatías,  inspiradas  por  el  brillo  incom- 
parable de  su  espíritu,  nutrido  de  savia  y  de  vigor, 
lleno  de  fresca  robustez  y  de  frondosidad  lozana. 
¡Qué  talento  admirable  do  historiador  y  literato  el 
de  aquel  hombre  que  encarnaba  para  mí  las  virtudes 
y  las  glorias  imperecederas  de  una  gran  generación 
de  patriotas  y  de  estadistas,  la  que  durante  la  emi- 
gración derramó  por  los  países  limítrofes  un  reguero 
de  luces  y  de  ideas;  la  que  combatió  contra  la  tiranía 
enseñoreada  del  suelo  de  la  patria  y  una  vez  vencido 
el  despotismo,  agotó  los  días  de  su  juventud  en  el 
doloroso  alumbramiento  de  un  nuevo  régimen  político 
c  institucional;  la  que  completó,  con  la  prensa  y  el 
libro,    con    la   pluma   vibrante  del   publicista  y  del 


IXTRODUCCIÓN  19 

filósofo,  la  obra  empezada  por  los  genios  de  la  iude- 
pendencia  con  el  filo  del  acero  victorioso ;  generación 
militante  y  tormentosa  de  López,  Mitre,  Sarmiento, 
Alberdi,  Echeverría  y  Juan  María  Gutiérrez,  para  no 
citar  sino  algunos  de  sus  miembros  esclarecidos.  En 
cuanto  al  autor  de  la  Historia  de  la  República  Avgen- 
iina,  no  es  este  el  momento  oportuno,  ni  podría  hacerlo 
a  menos  de  extendeinne  inconsideradamente,  de  ana- 
lizar el  carácter  y  las  excelencias  de  su  obra  vasta  y 
magistral.  Es  una  gi'ata  tarea  que,  Dios  mediante, 
espero  realizar  en  época  no  lejana. 

Como  la  mayor  parte  de  nuestros  mejores  escrito- 
res, Lucio  V.  López  ha  hecho  contadas  publicaciones: 
unas  Lecciones  de  Historia  Argentina^  bruscamente 
interiiimpidas,  la  novela  La  Gran  Aldea  y  un  peque- 
ño volumen  de  Recuerdos  de  viaje.  La  primera  de 
estas  obras  es  digna  de  la  mayor  estimación  y  debe 
deplorarse  que  su  autor  no  se  decida  a  terminarla. 
Me  he  ocupado,  en  otra  época,  extensamente  de  la  se- 
j^uida.  Los  Recuerdos  de  viaje  que  acabo  de  i*eleer. 
me  han  dejado  una  impresión  proñmda,  por  la  be- 
lleza elocuente  de  su  estilo,  la  intensidad  de  su  fondo 
y  el  magnífico  desarrollo  de  sus  temas  variados  e  in- 
teresantes. Es  el  libro  de  un  escritor  brillante  y  de 
im  pensador  concienzudo .  Con  razón  dice  Groussac : 
''López  describe  el  hom-e  inglés  que  es  el  núcleo  y  la 
clave  de  toda  la  evolución  británica,  como  lo  e-s  en 
Francia  la  conferencia,  el  paseo,  la  academia,  la  co- 
media, es  decir,  siempre  la  convei^sación  en  su  forma 
exquisita;  como  lo  es  en  Italia  la  aptitud  artística. 
Es  el  tino  certero  del  pensador.  Ello  no  impide  que 
su  imaginación  remonte  el  vuelo  ante  las  cien  mani- 
festaciones de  lo  bello :  es  una  organización  plástica, 
capaz  de  entrar  en  lo  íntimo  de  muchas  razas  y  civi- 
lizaciones. Pero  triunfa  sobre  todo  en  el  análisis; 
lleva  sus  tendencias  filosóficas  hasta  en  la  crítica 
literaria  y  el  gozo  artístico,  y  escribe  sus  más  hermo- 


20  IXTRODICCIOX 

sas  páginas  a  la  sombra  del  eottaíre  de  Bwmley,  o 
saludando  en  Walter  Scott  al  más  honrado  y  puro 
de  los  novelistas  y  al  gran  evocador  de  un  pasado 
histórico  ■ ' . 

Por  lo  demás,  los  Recuerdos  de  viaje  uo  reflejan 
sino  una  faz  del  espíritu  luminoso  de  Lueio  V.  Íjó- 
pez.  Poeta  de  eoi'azón,  aunque  ya  no  há^a  versos,  es 
al  mismo  tiempo  un  periodista  temible  por  el  empuje 
del  ataque  y  las  mil  puntas  aceradas  de  su  sátira  im- 
placable. Su  pensamiento  vigoroso  y  audaz  no  se  de- 
tiene en  la  superficie  de  los  homl)res  o  los  isucesos. 
Los  abarca  en  conjunto  y  en  detalle,  los  penetra,  los 
desmenuza  y  los  somete  a  la  visión  desi)iadada  de  su 
crítica  reflexiva  y  despi^eoeupada.  Su  úllim;)  discurso, 
pronunciado  en  una  colación  de  írrados,  en  nombre  de 
la  Facultad  de  Derecho,  hace  apenas  un  año,  es  luia 
pieza  magnífica  en  este  sentido.  Se  ven  allí  los  vicios 
intelectuales  y  morales  (pie  han  venido  deformando 
])aulatinamente  nuestro  carácter  nacional,  inoculando 
en  la  generosa  sangre  de  nuestra  raza  algunos  glóbu- 
los de  linfa  cartaginesa.  Es  en  <?sa  bellísima  pieza 
literaria  donde  se  encuentra  la  definición  de  lo  que, 
en  épocas  de  corrupción  social  y  de  mercantilismo  ver- 
gonzoso, se  llamaba  el  ''elemento  nuevo*'  para  dis- 
frazar las  claudicaciones  de  la  dignidad  de  los  extra- 
viados o  los  impacientes:  ''¡El  elemento  nuevo!... 
El  elemento  nuevo,  entre  nosotros,  no  significa,  no, 
señores,  la  juventud  que  avanza  coronada  la  sien  con 
las  palma.s  de  las  victorias  univei-sitarias;  no  es  una 
escuela  política  seria  que,  en  nombre  de  altos  princi- 
pios, traiga  inscripta  en  su  bandera  las  proposiciones 
de  una  refonna  constitucional  o  de  una  regeneración 
social;  no  es  una  pléyade  de  filólogos  o  de  arqueólogos 
que,  inspirándose  en  el  pasado  prehistórico  e  histórico 
de  la  América,  despierte  en  Europa  la  curiosidad  por 
estudiar  las  lenguas  indígenas  y  los  vestigios  de  nues- 
tras civilizaciones  desaparecidas,  la  geografía  del  con- 


INTRODUCCIÓM  21 

tinente  y  vsiis  remotos  orígenes;  no  es  un  cenáculo 
de  historiadores  versados  en  la  liistoria  de  la  domina- 
ción española  o  de  nuestra  independencia,  capaz  de 
producir  un  vuelco  en  la  manera  de  concebir  el  fondo 
y  la  forma  del  arte  esencialmente  aristocrático  de  Ma- 
caulay;  no  es  un  Parnaso  de  poetas  llamado  a  crear 
y  desarrollar  la  leyenda  argentina  y  a  reconstruir  y 
embellecer  la  obra  trunca  e  imperfecta  de  Echeverría ; 
no  es  un  gi^upo  de  periodistas  siquiera,  dueños  de  un 
estilo  propio,  capaces  de  educar  lectores  en  el  gusto 
exquisito  de  las  polémicas  impersonales;  no  sois  vos- 
otros, señores  doctores,  que  en  once  años  de  labor  cons- 
tante, día  por  día  y  hora  por  hora,  en  las  mañanas 
crudas  del  invierno,  sofocando  todos  los  ideales  juveni- 
les, sacudiendo  la  dulce  voluptuosidad  de  la  holganza, 
habéis  labrado  el  camino  de  la  vida,  tramo  por  tramo 
y  piedra  por  piedra,  para  conseguir  un  título  y  com- 
prar con  moneda  legítima  vuestro  sitio  en  la  vida.  No 
es  tampoco  la  nueva  generación  que  entra  al  templo 
del  trabajo,  con  un  programa,  con  una  creencia  fun- 
dada o  errónea  pero  sincera.  No,  señores:  el  elemento 
nuevo  son  los  improvisados,  es  esa  boiTa  de  las  demo- 
cracias, familia  arisca  que  mira  el  brillo  con  huraña  e 
indómita  desconfianza,  que  aparece  en  las  cimas  llo- 
vida por  los  constipados  de  la  atmósfera  social,  no  por 
haber  trepado  la  montaña  por  la  senda  pública  y  co- 
nocida de  la  lucha.  El  elemento  nuevo — no  os  dejéis 
engañar — no  es  elemento  ni  es  nuevo;  no  es  la  ju- 
ventud, no  es  la  vida  que  amanece,  grande  y  gloriosa 
como  una  aurora  boreal;  no  es  nuevo  porque  lleva  en 
sil  organismo  el  microbio  que  determina  la  caducidad ; 
no  es  elemento,  porque  mañana,  andando  los  años,  ni 
un  solo  miembro  de  esa  milicia  irregular  ha  de  llamar 
a  las  puertas  de  la  posteridad''. 

Martín  García  Merou. 


PROSA  LIGERA 

Gallicx  Constructiones 


E5PArÍA 


Una  vyisita  de   Núñez  de  ñrce 

Hace  doec  años,  era  yo  ministro  argentino  en 
Madrid.  Un  día  un  criado  me  anunció  que  el  señor 
Presidente  del  Ateneo  me  hacía  preguntar  si  podía 
recibirle.  En  el  acto  di  orden  de  introducirle.  Ees- 
petaba  al  Ateneo  de  Madrid  como  se  respetan,  las 
cosas  que  se  temen  y  ese  respeto  de  mi  parte  jus- 
tificaba el  origen  presunto  de  todas  las  religiones 
humanas.  A  pesar  de  mis  aficiones  literarias,  como 
suponía  honestamente  que  el  gobierno  argentino 
no  me  habría  nombrado  sti  representante  para 
darme  ocasión  de  desplegar  mis  talentos  estéticos 
o  mis  facultades  de  estilo,  sino  para  estudiar  los 
problemas  políticos  o  económicos  de  interés  nacio- 
nal, mis  esfuerzos  habían  tendido  a  tener  una  actua- 
ción eficaz  y  activa  en  el  más  alto  mundo  social  y 
en  los  círcidos  más  influyentes  de  la  política  del 
momento.  Así  es  qtie  conocía — o  por  lo  menos  tra- 
taba— a  muj'  pocos  de  los  representantes  del  mundo 
de  las  letras.  Fuera  de  Castelar,  más  político  que 
literato  y  dulcemente  afectuoso  siempre  con  todos 
nosotros  los  americanos  —  de  don  Juan  Yalera,  a 
quien  encontraba  con  frecttencia  en  el  mundo  diplo- 
mático, al  que  él  también  pertenecía  —  de  Menéndez 
Pelayo,  con  quien  comía  a  menudo  en  los  clásicos 
jueves  de  nuestro  buen  amigo  Bauer,  muchas  veces, 
por  feliz  azar  para  mí,  al  lado  tino  del  otro  —  de 
Grilo,   a  quien  conocía   en   casa  de  Tamames  y  que 


i¿^  MlOl'KL   CANK 

nos  enllantaba  cu  nuestras  deliciosas  correrías  por 
>SevilJa  —  no  había  hablado,  repito,  le  conocía,  lan 
-ólo  fuera  de  vista,  a  los  demás  altos  representantes 
del  pensamiento  español. 

'•¿Quién  será,  me  decía,  este  señor  Presidente  del 
Ateneo  de  Madrid?  Yo  debía  saberlo  y  precisamente 
por  eso  no  le  haj^o  prej^untar  por  su  nombre.  El 
Ateneo,  por  lo  demás,  es  la  [>rimera  institución  lit»'- 
raria  de  España,  y  sus  altibajos  coinciden  con  la 
exaltación  o  la  depresión  del  espíritu  público  de  este 
país.  No  sé  lo  que  este  señor  Presidente  vendrá  a 
pedirme,  pero  hay  que  tratarle  bien,  porque...*' 

En  esto  estaba  de  mi  soliloquio,  cuando  la  puerta 
de  mi  escritorio  se  abrió,  dando  paso  a  un  hombre 
pequeño,  deificado,  tan  distinguido  en  su  traje,  en  su 
fisonomía  y  en  su  expresión,  que  no  pude,  en  el 
primer  momento,  darme  cuenta  ni  de  cómo  estaba 
vestido,  ni  de  qué  cara  tenía,  ni  de  lo  que  era  o 
podía  ser. 

— Señor,  me  dijo  con  una  voz  reposada  y  serena, 
a  la  que  daba  im  valor  que  me  sorprendió,  la  manera 
de  mirar  de  sus  ojos  grandes,  claros  y  tranquilos. 
soy  'Piesidente  del  Ateneo  y  vengo  a  pedir.  El 
Ateneo,  entre  otros  achaques,  tirne  aquel  que  más 
nos  seduce  a  todos,  el  de  acercar  hasta  confundir  el 
alma  española  con  el  alma  hispano-americana.  Va- 
mos en  breve  a  celebrar  una  fiesta  precursora  de  la 
gran  solemnidad  del  centenario  de  Colón  y  vengo  a 
pedir  a  usted  (aquí  un  par  de  frases  amables  y  muy 
lisonjeras  para  mí)  que  quiera  honrarnos  encargán- 
dose de  una  de  las  conferencias  «lue  se  harán  en  <'l 
Ateneo  con  este  motivo. 

— Señor  Presidente  del  Ateneo,  antes  de  todo, 
¿quiere  usted  tener  la  bondad  de  decirme  con  quien 
tengo  el  honor  de  hablar  !f 

—Gaspar   Núñez  de  Arce,  señor. 

Me  puse  de  pie  e.omo  movido  por  un  resorte  y  un 


PKOSA    LIGERA  2f> 

|)ocü  euiifiLSO,  me  incliné  profundamento,  A  pesar 
de  mi  alejamiento  voluntario  de  los  centros  literarios 
(!e  Madrid,  había  dos  hombres  que  deseaba  viva- 
mente conocer :  Núñez  de  Arce  y  Pereda .  Al  prime- 
:o  por   su   inspiración  gentil,  vibrante    y  generosa. 

'or  el  ropaje  suntuario  de  su  lengua  opulenta,  len- 
gua mía,  de  mis  padres  y  de  mi  raza,  por  la  nobleza 
tradicional  de  su  carácter,  por  la  pregonada  sencillez 
(le  su  vida  armoniosa.  A  Pereda,  porque  un  día,  allá 
por  1884,  en  la  opaca  tristeza  geinnánica  de  Carlesbad, 
había  recibido  un  paquete  de  libros  acompañados 
por  una  grata  carta  de  Martín  García  Mérou,  qu^' 
enviaba  a  su  antiguo  jefe  y  siempre  amigo,  algunos 
libros  españoles,  entre  otros  la  Sotileza  del  escritor 
<!e  la  Montaña;  lo  había  empezado  a  leer,  lo  había 
devorado  y  había  contestado  al  que  tal  regalo  me 
había  hecho,  una  carta  entusiasta  y  cariñosa  que 
García  Mérou  envió  a  Pereda,  quien  me  hizo  decir 
•  I  lie  tenía  en  España  dos  brazos  abiertos  que  me 
esperaban.  Pero  mi  hombre  estaba  constantemente 
"letido  en  Santander  (decir  que  en  ese  tiempo  me- 
ditaba Peñas  arrihüf  esa  maravilla,  sin  que  yo  lo 
cupiera,  para  ir  a  rogarle  me  hiciera  visitar  el  teatro 
de  ese  drama  admirable!)  y  cuando  venía  a  Madrid, 
lo  hacía  tan  callandito,  que  los  diarios  anunciaban 
su  llegada  el  día  de  su  partida . 

Y  ahora,  de  pronto,  sin  sospecharlo,  tenía  en  mi 
casa,  a  mi  lado,  para  mí  solo^  a  Xúñez  de  Arce!  Le 
tome  la  mano,  le  dije  que  ha^sta  entonces,  al  ha- 
blar conmigo,  sólo  había  hablado  con  uji  particu- 
lar, pero  que  ahora  me  ponía  el  uniforme  diplo- 
mático, le  recordaba   que    estaba  reconocido  en  mi 

arácter  de  representante  de  mí  país  por  Su  Ma- 
jestad (Q.  Ü.  G.),  que  en  mis  credenciales  mi  gobier- 
no pedía  al  de  España — y  por  consiguiente  a  todos 
los  españoles  —  que  prestaran  fe  a  mis  palabras:  y 
que,  por  lo  tantOj  le   pedía  la  suya  al  manifestarle 


'>()  VI  lOfv  T     <  \ 


la  gratitud  profunda  de  todos  mis  compatriotas  que 
habían  tenido  la  fortuna  do  leerlo,  por  los  puros  y 
levantados  goces  de  orden  intelectual  y  moral,  en- 
contrados en  las  estrofas  de  sus  cantos  admirables, 
en  los  que,  bajo  formas  nuevas  c  impecables  que 
hacían  valer  el  viejo  idioma,  se  levantaban,  s()l)rt' 
el  chato  horizonte  moderno,  todas  las  nobles  ideas, 
todos  los  instintos  jrenerosos,  todas  las  actitudes  va- 
lientes, hasta  la  duda  misma,  que  animan  a  pensar 
que  el  alma  humana  es  al«ro  más  (pie  una  resultante 
fisiológica.  Le  hablé  de  sus  poemas,  de  sus  dramas, 
de  sus  trabajos  anunciados — y  el  poeta,  ante  mi 
acento  sincero,  me  escuchaba  con  placer,  entretenido. 
íiuizá,  en  oir  el  elo£r¡o  de  su  obra,  hecho  en  algo.  ])ara 
él,  como  un  idioma  extraño,  en  el  (pie  la  construc- 
ción de  la  frase,  la  cadencia  del  período,  hasta  el 
valor  de  las  consonantes,  parecía  dibujar  va^ramenfe. 
no  ya  el  español  del  pasado,  petrificado  allá  en 
Levante  en  labios  de  los  descendientes  de  moros  y 
judíos,  sino  un  castellano  del  porvenir,  ágil,  vivo, 
un  español  americano,  en  una  palabra,  listo  siempre 
a  jinetear,  sin  estribos,  la   mismísima  gramática. 

Nos  pusimos  a  charlar  o.  mejor  dicho,  le  hice  ha- 
blar larga,  afectuosa  y  abiertamente,  suscitando!»' 
nuevos  temas,  así  que  veía  que  el  anterior  iba  a 
agotarse.  Así  hablamos  mucho  de  arte,  un  poco  de 
política,  a  raudales  del  pasado  español  y  del  porve 
nir  americano.  Y  a  medida  que  los  juicios  del  poeta 
se  condensaban  en  frases  no  cuidadas,  pero  claras  y 
de  elegante  movimiento,  me  abandonaba  al  placer 
de  contemplar  ese  espíritu  ecuánime,  cuyas  raíces 
iban  a  beber  la  fresca  savia  que  le  animaba,  allá  en 
las  regiones  donde  el  corazón  encierra  la  bondad,  la 
ternura,  el  entasiasmo  y  la  fe,  sin  que  iiinguna  se 
extraviara  para  ir  a  aspirar  la  Donzoñn  dr-l  rwlin  n 
de  la  envidia . 

Y  el  tiempo  corría,  la  América  y  la  España  mibuia 


PROSA    Lir.KRA  81 

se  habían  acotado  y,  desaparecidos  lo^  Pirineos,  en- 
trábamos como  conquistadores,  a  través  del  Rosellón, 
en  vieja  tierra  de  Francia .  La  pléyade,  el  eenácnlo, 
los  Parnasianos,  los  estéticos,^  los  naturalistas,  los 
decadentes,  a  todos  los  pasamos  en  revista,  él,  con- 
teniendo con  su  sonrisa  moderadora  mis  juicios  im- 
petuosos, yo  animando  a  veces,  con  un  rasgo  atrevi- 
do, la  armoniosa  mesura  de  sus  opiniones.  Hace 
poco,  lej'cndo,  con  el  trabajo  que  mis  hemianos  en 
análoga  tarea  habrán  apreciado,  un  libro  de  Nietzs- 
che,  me  encontré  con  esta  gráfica  descripción  del 
autor  de  Nana:  *'Zola,  o  el  placer  de  heder'*  (-1) .  El 
juicio  de  Núñez  de  Arce  era  casi  idéntico,  pero  la 
forma  exquisita  en  que  se  enunciaba, ~lc  quitaba  la 
crudeza,  sin  disminuir  la  eficacia.  En  cambio,  como 
me  seguía  contento  con  su  mirada  animosa,  al  oirme 
decir  que  había  más  naturalismo  de  verdad  en  Fortu- 
nata y  Jacinta,  de  Pérez  Galdós,  que  en  la  obra  entera 
de  Zola,  y  más  belleza  en  la  descripción  que  el  mismo 
hace  de  Toledo  en  Ángel  Guerra,  que  en  todos  los 
celebrados  cuadros  descriptivos  del  autor  de  L'Asom- 
moir!  Y  luego,  de  un  salto  sobre  la  Mancha,  a  Ingla- 
terra y  allí,  arriba,  alto,  a  la  cumbre  y  al  honor, 
Dickens,  Elliot  y  entre  los  poetas  Keats,  Shelley,  el 
mismo  Byron,  los  que  tienen  entrañas,  sangre  y  vis- 
ceras: y  luego. . .  Se  puso  de  pie,  sacó  su  reloj,  gen- 
tilmente me  hizo  ver  el  largo  tiempo  transcurrido  y 
me  repitió  con  mucha  insistencia  su  amable  invitación 
para  el  Ateneo.  Entonces  le  hablé  con  toda  fran- 
queza . 

— Ahora  que   conoce  usted   un    poco    mi    espíritu, 
señor,  no  le  extrañará  oirme  afinnar  que  sólo  puedo 
hacer  lo  que  hago  con  convicción  y  sinceridad.    Ha- 
cer un  discurso  o  conferencia   sobre    Colón  y  las  re- 


(1)      Nietzt-('h(.  :     Le     i'rrnus.-uJc    dea    j'f"^'^-.     traducción     de     Albert, 
Pág.    172. 


32  MTíJrEL   CANt 

lacioues  liistóricns  hispajiü-americanus,  de  majiera  n 
([ue  sea  grato  a  lui  auditorio  (porque  nadie  está  obli- 
gado a  escribir  un  poema  épico  ni  a  decir,  en  materia 
de  arte,  cosas  desa^rradable^s),  será  para  mí  altro  muy 
difícil,  porque  siempre  Le  pensado  ípic  dos  de  los 
hombres  má^s  fatales  que  ha  tenido  España  (y  cui- 
dado que  no  se  ha  (juedado  atrás  en  la  especie!)  han 
sido  Colón  y  Felipe  el  Hermoso,  que  le  trajeron  dos 
de  las  calamidades  mayores  que  pueden  caer  sobr<í  un 
pueblo,  la  riqueza  fácil  y  la  gloria  militar.  El  pri- 
mero, con  su  América  y  su  oro,  su  espíritu  romántico. 
aventurero,  anti-industrial,  con  los  sií<t'*mas  absurdos 
que  el  galeón  esperado  e  indispensable  impuso;  el 
segundo  metiendo  a  España,  con  sus  vinculaciones 
germánicas  y  su  imperial  vastago  alemán,  en  todas 
las  complicaciones  de  la  Europa  de  entonces  y  a  H 
infeliz  que  salía  de  gucirear  siete  siglos  con  árabes 
y  moros,  obligándola  a  desangrai-se  de  nuevo  desdi- 
las  costas  de  Argel  hasta  las  dunas  de  Holanda,  sin 
olvidar  los  campos  de  Italia,  de  Ñapóles  a  los  AIjk's, 
los  llanos  de  Alemania  y  las  frescíus  colinas  de  Francia 
y  Bélgica.  ¿Qué  quiere  usted  que  vaya  a  decir  al 
Ateneo?  ¿Que  nosotros,  los  del  Río  de  la  Plata,  no 
teníamos  derecho  a  enviar  a  España  más  que  uno  o 
dos  barcos  por  ano,  con  tantos  cueros  consignados  a 
tal  casa  de  Cádiz?  ¿Que  se  nos  obligaba  a  ir  a  oom- 
prar  ropa,  calzado  y  sombreras  a  Panamá  o  Portobelo, 
Mue  estaban  a  seis  meses  de  distancia,  ida  y  vuelta, 
•on  cuyo  motivo  comi)rábamos  todo  lo  que  nos  hacía 
falta,  de  contrabando,  bien  entendido,  a  los  portu- 
gueses de  la  Colonia?  ¿Que  todo  eso,  si  bien  nos  dej') 
en  un  estado  de  delicioso  atraso,  pues  no  creo  que 
haya  habido  pueblo  más  feliz  que  el  colonial  Buenos 
Aires,  antes  que  los  ingleses  vinieran  a  hablarnos,  a 
balazos,  de  ideas  nuevas  y  paparruchas  liberales,  que 
todo  eso  remató  en  la  triste  España  de  Carlos  II  o  en 
la  dolorosa  de  Fernando  Vtí?  ¡Fernando  XIV  Fi- 


íiOSA    LláEBA  3S 

gúrese  usied  que  se  me  cruce  ese  nombre  en  mi  trabajo 
mental;  ¿puede  usted  imaginarse  todos  los  imprope- 
rios que  van  a  salir  de  esta  boca,  por  más  mesura  que 
le  imponga?  El  tratamiento  de  Maeaulay  a  Barére 
será  de  malvavisco  y  altea  al  lado  del  que,  sin  poder 
resistirlo,  propinaré  al  hijo  infame  de  Carlos  IV.  Y 
si,  hablando  de  los  autores  principales  del  hundimien- 
to español,  llegara  a  plantar,  delante  de  Cánovas  del 
Castillo,  que  es  Presidente  del  Consejo  de  Ministros, 
\'  que  seguramente  estará  en  el  Ateneo,  las  cuatro 
fre.scas  que  se  merece  el  Conde-Duque  de  Olivares, 
que  él  pretende  rehabilitar,  ¿a  dónde  irá  a  parar  mi 
reputación  diplomática  ? 

Núñez  de  Arce  me  oía  sonriendo,  pero  como  tsus 
ojos  insistían,  continué  r 

—Pero  como  usted  me  ha  hecho  un  honor  muy 
grande  y  con  ser  de  los  mayores  de  mi  vida,  un 
placer  que  lo  supera,  viniendo  a  mi  casa,  quiero  que 
salga  usted  en  su  empresa  mejor  de  lo  que  pensara. 
¿Conoce  usted  al  actual  ministro  del  Uruguay  en 
Madrid?  ¿No?  Pues  se  llama  Juan  Zorrilla  de  San 
Martín,  vive  aquí  a  la  "snielta  de  mi  casa  y  si  usted 
le  ve  con  sombrero  no  da  un  real  por  él,  ni  mucho 
menos  si  le  ve  descubierto.  Nadie  le  conoce  aún  aquí, 
porque  ha  llegado  hace  poco ;  pero  el  día  que  caiga  en 
un  cenáculo  intelectual  en  el  que  haya  algunos  poetas, 
uno  que  otro  hombre  de  pensamiento,  un  colorista  y 
algún  oído  habituado  a  oir  sonar  el  cristal  y  el  tem- 
plado bronce,  le  van  a  sacar  en  andas.  Para  que 
usted  no  olvide  esta  visita,  regalo  a  usted  y  al  Ateneo, 
a  mi  amigo  y  compañero  Zorrilla  de  San  Martín. 
Oiga  usted  un  momento. 

Tomé  Tabaré  en  el  annario  vecino  y  le  leí  algunas 
estrofas;  cuando  interrumpí  mi  lectura  para  conti- 
nuar, Núñez  de  Arce  me  tomó  el  libro  de  las  manos 
y  continuó  leyendo  en  silencio.   Al  fin  me  dijo: 

— ¡Pero  éste  es  un  Qjaestjo! 


Ui  Miguel  gané 

— ¿Sabe  usted  lo  que  he  dicho  a  Zorrilla  de  San 
Martín,  sobre  Taha  re,  en  el  álbum  de  su  señora?  Que 
versos  como  esos  valen  la  buena  prosa. 

Volvió  a  sonreír  Núñez  de  Arce  con  aire  de  dulce 
reproche  por  lo  que  parecía  considerar  una  mera  pa- 
radoja. 

Yo  me  defendí ;  le  recordé  que  los  primeros  bal- 
bulceos  de  la  humanidad  habían  tomado  la  fonna  mé- 
trica y  que  sólo  en  un  estado  de  civilización  relativa- 
mente avanzada  había  hecho  la  prosa  su  aparición. 
Que  recordaba  también  cuántos  poetas  eonsa«¿:rados 
enumeraba  la  historia  literaria,  desde  los  f^ricgos,  i)ara 
no  ir  más  arriba,  hasta  nosotros  y  que  al  lado  de  esa 
lista  nutrida  y  luunerosa,  contara,  con  los  dedos  de 
la  mano,  que  le  iban  a  sobi-ar,  cuántos  eran  los  pro- 
sistas de  primera  fila,  aquellos  que  nadie  diseute, 
como  Platón  entre  los  grief^os,  Tácito  entre  los  roma- 
nos, o,  saltando  al  mundo  moderno,  del  siprlo  XVI  al 
presente,  Montaij^ne,  (V^rvantes,  Kenán...  Y  i)ara 
hacerme  perdonar  mi  osadía,  le  recitó  de  memoria, 
que  así  las  sabía  eníonces,  dos  o  tres  estrofas  de  la 
Lamentación  de  Lord  Ihjron . 

Aceptó  que  yo  hablara  a  Zorrilla  antes  de  que  ól 
le  invitara,  y  se  retiró,  quedando  amipfos  ya. 

Vi  y  vio  a  Zorrilla,  que,  sumiso  y  contento,  no  sin 
temor,  se  encarjíó  de  la  conferencia  en  el  Ateneo. 
Esa  noche  fui  allí  por  primera  vez  y  con  encanto 
respiré  la  culta  atmósfera,  tan  afectuosa  para  nos- 
otros. Llegado  el  momento,  el  alma  vigorosa  y  bien 
templada  del  poeta  uruguayo,  subió  hasta  la  tribuim 
su  pequeña  envoltura  mortal.  El  público  miró  con 
sorpresa  aquel  rostro  invadido  por  la  hirsuta  y  re- 
belde eabellera  que,  al  avanzar  sobre  la  frente,  parecía 
continuarla,  para  dar  ancho  hogar  al  pensamiento. 
Cuando  empezó  a  hablar,  el  acento,  la  armonía  de  la 
palabra,  la  vibración  de  la  idea,  la  lujosa  forma  en 
que  salía  envuelta  y  la  gracia  con  que  se  movía,  con- 


PBOSA    LIGEBA  35 

quistaron  a  poco  anclar  al  auditorio,  que  rompió  en 
aplausos  calurosos.  Por  fin,  cuando  Zorrilla  de  San 
Martín,  de  pie,  en  la  cumbre  que  parte  del  istmo 
americano,  como  Balboa,  miró,  no  j'a  los  dos  océanos 
que  tendieron  su  inmensa  majestad  a  los  ojos  atónitos 
del  nido  navegante,  sino  el  cuadro  entero  de  esa  colo- 
sal América  latina,  que  empieza,  en  el  continente  aus- 
tral, por  las  regiones  que  baña  el  Orinoco  y  concluye 
en  la  glacial  soledad  del  último  cabo  del  mundo  habi- 
tado; cuando,  como  Andrade  en  su  canto,  describió 
una  a  una  las  naciones  desprendidas  del  vigoroso 
cuerpo  de  España,  sus  luchas  feroces,  herencia  de  su 
organismo  pasional,  sus  esfuerzos  por  surgir  a  la  luz, 
sus  riquezas,  sus  esperanzas  y  su  fe  en  el  porvenir; 
cuando  ligó  todo  ese  pasado  al  pasado  de  la  madre 
patria  y  confundió,  en  la  imagen  esplendorosa  del 
triunfo  definitivo  que  reservan  los  días  venideros,  a 
la  raza  entera,  entonces  los  ojos  se  llenaron  de  lágri- 
mas, los  corazones  se  agitaron  a  romperse  y  las  manos 
se  buscaron  instintivamente.  Núñez  de  Arce,  que  es- 
taba a  mi  lado,  murmuraba  a  cada  instante,  a  mi 
oído,  palabras  de  gratitud,  y  fué  con  un  abrazo  es- 
trecho que  recibió  a  Zorrilla  cuando  éste  descendió 
de  la  tribuna. 

Pocas  veces,  más  tarde,  tuve  ocasión  de  encontrar- 
me con  el  ilustre  poeta  español;  hacía  poca  vida 
social  y  su  delicada  salud  le  imponía  una  \ada  se- 
dentaria. Pero  mi  admiración  por  su  espíritu  crecía 
a  medida  que  nuevas  obras,  cada  vez  más  perfectas 
y  acabadas,  venían  a  enriquecer  los  tesoros  de  nuestra 
lengua,  como  se  aumentaba  mi  respeto  y  profunda 
estimación  por  su  carácter,  a  medida  que  rasgos  in- 
comparables de  su  noble  naturaleza  moral  me  eran 
conocidos.  Con  ser  tan  admirado,  no  creo  que  hubiera 
entonces,  en  España,  nadie  más  estimado  que  Núñez 
de  Arce. 

Dos  veces,  desde  entonces,  la  muerte,  rugiendo  como 


3g  MIGUEL   CAÑÉ 

lina  furia,  se  ha  arrojado  .s(.>bro  él,  y  dos  veces  la 
naturaleza  tan  amada  del  poeta,  ha  sostenido  por  v\ 
la  lucha,  animosa  siempre,  triunfante  al  fin.  Hoy  el 
pelig^ro  se  ha  alejado  y  vuelve  a  su  amplia  y  vigorosa 
plenitud  el  espíritu  admirable  y  delicado  que  envuel- 
ve, como  finísimo  encaje,  una  de  las  almas  más  nobles 
y  armoniosas  venidas  a  la  luz  en  suelo  español. 

1902. 


Por  montes  y  por  valles 

Las  diarios  ingleses  han  publicado  una  curiosa  cs- 
tadÍ5>tica  de  las  hazañas  cinegéticas  de  lord  Grej',  que 
ha  de  haber  sido  reproducida  por  la  prensa  universal. 
En  todo  caso,  hela  aquí.  Lord  de  Grey,  en  18  años, 
de  1877  a  1895,  ha  muoi-to  la  siguiente  cantidad  de 
animales : 

111.190  faisanes,  89.401  perdices,  47.468  graiiscs, 
'24.147  conejos,  26.417  liebres,  2.735  becasinas,  2.077 
coqs  d£  hruyérey  1.363  patos  silvestres,  381  ciers-os 
rojos.  186  cierv^os,  97  jabalíes,  94  aves  negras,  45  pa- 
letos, 12  búfalos,  11  tigres,  2  rinocerontes  y  8.450 
piezas  diversas:  lo  que  hace,  en  conjunto,  316.699 
piezas,  o  sea  un  téraiino  medio  de  diez  mil  piezas 
anuales . 

LoM  de  Grey  es  indudablemente  el  primer  caza- 
dor de  Europa,  y  no  me  extrañaría  que  el  sindicato 
de  fabrica íites  ingleses  de  armavS  y  cartuchos  de  caza, 
pensara,  al  día  siguiente  de  su  muerte,  en  levantarle 
un  monumento  que  consagrara  su  gratitud.  La  ca- 
sualidad me  hizo  cazar  un  día  en  compañía  de  lord 
de  Grey:  era  en  España,  y  los  azares  de  la  colocación 
hicieron  que  tuviese  el  puesto  contiguo  al  suyo  en  un 
ojeo.  La  estación  de  la  caza  estaba  ya  avanzada,  y 
las  perdices  rojas  españolas,  difíciles  siempre,  flaco- 
nas y  vigorosas,  hendían  el  aire  como  saetas,  gene- 
ralmente   fuera   del   alcance   del   fusil.    Yo,  cazador 


38  31IGLXL  CA.\É 

mediocre,  pero  sin  vanidad,  hacía  un  fuego  de  todos 
los  diablos,  muebas  veces  con  la  conciencia  de  la 
inutilidad  de  mi  tiro,  pero  sin  poder  resistir  al  placer 
de  apretar  el  gatillo  cuando  tenia  el  ave  en  linea. 
Lord  de  Grey  tiraba  mucho  menos;  pero  ese  día  no  le 
vi  desperdiciar  un  solo  tiro.  Tenía  dos  hombres  de- 
trás de  él,  que  le  pairaban  una  escopeta  carjrada  con 
una  rapidez  extraordinaria ;  concluido  el  ojeo,  los  dos 
servidores  no  perdían  una  sola  pieza  de  las  que  había 
abatido  su  señor,  merced  a  una  perrilla  ^ris,  de  po- 
bre aspecto,  pero  admirable  de  olfato. 

Hay  algunos  cazadores  (pie,  sin  ser  de  la  fuerza  de 
lord  de  Grey,  no  pierden  gfcneralmente  un  solo  tiro. 
El  príncipe  de  Monaco,  el  feliz  soberano  de  Monte 
Cario,  tiene  esa  reputación;  ])ero  parece  (pie  la  cuida 
de  tal  manera,  nue  a  veces  tran.scurren  horas  enteras 
sin  que  haga  un  disparo.  No  tira  sino  lo  seguro. 

Como  iinnca  lie  podido  comprender  ningún  aspecto 
de  la  vida  a  través  de  la  vanidad,  tampíK'o  me  ha 
sido  dado  entender  la  caza  de  esa  manera .  He  tenido 
gran  afición  por  ella,  afición  ((ue,  con  los  años,  va 
pasando,  como  tantas  otras  que  son  el  glorioso  séfpiito 
de  la  juventud.  Por  ese  motivo,  b)s  i)untos  donde  lie 
encontrado  mayor  placer  en  cazar  han  sido  mi  tierra 
y  España.  La  marclia  en  nuestras  admirables  prade- 
ras, sobre  el  tapiz  esjieso  y  elástico,  en  la  llana  ex- 
tensión que  se  prolonga  hasta  donde  los  ojos  alcanzan, 
precedido  por  un  buen  peiTo  hecho  a  nuestros  hábitos, 
bajo  un  cielo  de  una  transparencia  sin  igual  y  vn 
medio  de  esos  fugitivos  fenómoní«^  de  la  p.Hmpa  que 
los  hijos  del  suelo  comprendemos  y  .sentimos,  la  mar- 
cha en  esas  condiciones  es  una  de  las  sensaciones  nu'is 
gratas  que  pueden  dai^e.  En  España  la  empresa  es 
más  ruda.  En  primer  lugar,  la  temperatura;  he  ra- 
zado varias  veces  en  las  regiones  de  Avila  y  Segovia 
en  el  mes  de  Enero,  y  a  pesar  del  calor  natural  de 
la  marcha  y  de  todas  las  precauciones  necesarias,  el 


PBOSA    LIGERA  39 

cañón  de  la  escopeta  nos  helaba  las  manos.  Muchas 
veces  el  suelo  es  pedregoso  y  os  destroza  los  pies. 
Otras,  como  en  San  Bernardo,  cerca  de  Toledo,  la 
configuración  del  terreno  es  de  tal  manera  acciden- 
tada, que  se  necesitan  las  piernas  de  acero  que  tenía 
nuestro  inolvidable  Lucio  López,  uno  de  los  primeros 
cazadores  de  mi  tierra,  para  resistir  un  par  de  horas. 
Pero  al  fin^  es  la  caza,  es  la  aventura,  es  la  lucha, 
con  sus  pequeñas  mortificaciones,  que  son  recompen- 
sas. No  olvidaré  nunca  nuestras  largas  excursiones, 
en  pleno  invierno,  en  Extremadura,  allá  por  las  sie- 
rras de  Guadalupe,  a  caza  de  jabalíes,  en  tieiTas  de 
mi  amigo  el  marqués  de  la  Romana. 

Teníamos  una  noche  de  camino  de  hierro,  luego  un 
día  de  caballo  y  por  fin  empezábamos  a  trepar  los 
montes,  salvajes  si  los  ha}',  precisamente  por  las  mis- 
mas sendas,  talladas  en  la  piedrav  que  se  practicaron 
hace  quinientos  años,  cuando  don  Pedro  el  Cruel,  rey 
de  Castilla,  quiso  emprender  cacerías  en  aquellas  re- 
giones desconocidas.  Ya  en  América  había  observado 
el  mismo  fenómeno,  al  subir  los  contrafuertes  de  los 
Andes  por  los  mismos  escalones  socavados  en  la  piedra 
por  el  rudo  brazo  de  los  conquistadores :  una  vez  que 
el  español,  con  su  tesón  y  su  ímpetu  inicial,  ha  trazado 
una  ruta,  las  generaciones  pueden  sucederse  infinitas, 
todas  ellas  han  de  tomar  el  mismo  camino,  en  tanto 
que  subsiste,  pues  nadie  piensa  en  mejorarlo  ni  en 
conservarlo.  Por  estíis  gargantes,  ásperas  y  sombrías 
como  su  carácter,  subía,  pues,  don  Pedro,  camino  del 
Hospicio,  donde  iba  a  pasar  la  noche  para  ponerse 
en  caza  aV  día  siguiente.  En  el  Hospicio  dormimos 
también,  vasto  y  tosco  edificio  de  piedra,  elevado  sin 
arte,  pero  para  desafiar  los  siglos.  Los  ojeadores, 
guías,  peones  y  perreras,  ocupaban  la  enorme  cocina, 
que,  con  su  colosal  fogón  en  el  centro,  era  la  única 
pieza  habitable  de  la  casa,  porque  en  los  cuartos  des- 
tinados a  los  señores  el  frío  nos  penetraba  hasta  los 


40  MIQLTíX  CAÑÉ 

huesos.  En  ella  hicimos  campamento,  pues,  en  demo- 
crática promiscuidad,  y  env'ueltos  en  nuestras  mantas, 
esperamos  la  aurora  para  ponernos  en  movimiento. 
Nos  despertó  un  i'uido  infernal,  una  jauría  de  perros 
que  llegaba,  nada  menos  que  la  recova  del  marqués 
de  la  Conquista,  el  noble  anciano  descendiente  de 
Pizarro,  que,  impedido  por  un  achacjue  de  su  edad, 
de  tomar  parte  en  la  cacería,  nos  enviaba  sus  afama- 
dos perros,  con  una  carta  de  un  tono  de  admirable 
hidalguía,  en  la  que  nos  pedía  que  no  los  economizá- 
ramos, porque,  cuanto  más  numerosos  fueran  los  que 
auedaran  en  el  campo,  más  se  colmarían  sus  votos 
de  un  éxito  feliz.  Eran  ochenta  perros  de  primer 
orden,  hechos  al  combate,  pequeños,  fuertes  y  valien- 
tes, que  unidos  a  los  cincuenta  con  que  contábamos, 
nos  formaban  una  jauría  de  excepcional  imi)ortancia. 
La  del  marqués  de  la  Conquista  la  dirigía  el  perrero 
más  afamado  de  aíiuellas  regiones,  un  hombre  alto, 
seco  como  un  íilambre,  vestido  de  re^'io  cuero  de  pies 
a  cabeza,  con  el  hablar  lento  y  sentencioso,  conociendo 
todos  los  perros  de  la  comarca  por  sus  nombres  y 
hazañas,  y  las  costumbres  del  jabalí  mejor  que  las 
de  sus  semejantes.  Fué  él  (püen  me  inieió  en  los 
hábitos,  curiosos  a  veces,  del  animal  (jue  por  primera 
vez  iba  a  combatir.  Así,  mientras  defendía  al  jabalí 
de  ciertas  imputaciones  desdorosas,  confesaba  la  ma- 
licia y  la  prepotencia  del  solitario  (pie,  llegado  a  la 
venerable  edad  de  cuatro  años,  en  el  momento  en 
que  loa  colmillos  próximos  a  retorcerse  y  hacerse 
inofensivos,  son  más  temibles,  hace  vida  aparte,  aislado 
siempre,  como  su  nombre  lo  indica,  pero  no  sin  ha- 
cerse preceder,  tanto  en  marcha  como  en  el  reposo, 
por  un  Javacho  de  un  año  o  diez  y  ocho  meses,  al 
que  ha  atcn-orizado  hasta  el  punto  de  convertirlo  en 
centinela  avanzado  de  su  seguridad,  llamado  a  dar  el 
alerta  en  caso  necesario  o  a  sufrir  las  consecuencias 
del  primer  encuentro  dc«agradable.   Era  tan  curiosa 


PEOSA    LIGERA  41 

la  conversacióu  de  aquel  hombre,  tan  peregrinas  las 
historias  que  contaba,  que  tocios^  amos  y  criados,  es- 
tábamos suspensos  de  sus  labios,  al  calor  del  hogar 
alimentado  por  enormes  troncos  de  encina.  Por  fin 
al  amanecer  de  un  día  radiante  de  sol,  aunque  muy 
frío  en  la  mañana,  nos  pusimos  en  camino.  Eramos 
ocho  cazadores  y  seis  escopetas  negras.  Se  da  este 
nombre  a  los  guardas  armados  que  cierran  el  circuito 
del  ojeo;  ocupan  los  liltimos  puestos  a  ambos  extre- 
mos de  la  línea  para  tirar  sobre  los  jabalíes  que  esca- 
pan a  los  cazadores  o  ultimar  los  heridos.  Tienen 
una  reputación  de  tiradores  extraordinarios,  pero  yo 
creo  que  la  deben  a  sus  escopetas  viejas  y  ordinarias, 
con  el  cañón  reforzado  por  cuerdas,  composturas  y 
remiendos  primitivos  por  todos  lados.  Yo  les  he  visto 
errar   con  más    frecuencia  que  nosotros  mismos. 

Llegados  al  sitio  del  primer  ojeo,  nos  numeramos 
y,  según  la  suerte,  fuimos  ocupando  cada  uno  nuestro 
puesto,  separado  del  vecino  lo  menos  por  trescientos 
metros.  Cerrábamos  lui  valle  que  se  extendía  a  lo 
lejos,  entre  dos  montañas.  El  suelo  estaba  cubierto 
de  una  jara  espesa  y  bravia  de  más  de  dos  metros 
de  altura.  El  ojeo  abarcaba  cerca  de  una  legua  de 
valle :  los  ojeadores  con  los  perros  habían  partido  en 
otra  dirección  al  iniciar  nuestra  marcha.  Tardamas 
cerca  de  una  hora  en  ocupar  nuestros  puestos  y  cuan 
do  todos  estuvimos  colocados,  el  guarda  jefe,  que  nos 
mandaba  a  caballo,  hizo  un  disparo  de  fusil.  Un 
silencio  de  muerte  reinaba  en  ese  instante  en  el  som- 
brío valle;  las  cumbres  de  los  montes  vecinos  estaban 
ya  bañadas  por  el  sol,  cuya  luz  dorada  empezaba  a 
bajar  por  las  laderas.  A  mí  me  había  tocado  una 
pequeña  hondonada ;  era  un  buen  puesto,  porque  a 
mi  frente,  a  cincuenta  metros,  clareaba  por  momentos 
la  jara,  lo  que  indicaba  que  había  un  sendero  por  allí, 
que  probablemente  tomaría  el  jabalí  acosado.  Pero 
entre  ese  punto,  que  era  mi  campo  de  tiro  probable  y 


42  MIGUEL  CAÑÉ 

yo,  corría  un  arroyo  de  agua  muy  clara  y  muy  fría, 
cuya  profundidad  ignoraba.  Tenía  a  mi  lado  al  secre- 
tario, como  llamábamos  al  peón  encargado  de  llevar, 
en  la  marcha,  las  armas,  municiones  y  vituallas.  A 
las  ocho  y  media  de  la  mañana  tomé  posesión  del 
puesto  que  debía  ocupar  hasta  las  cuatro  de  la  tarde 
y  los  compañeros  siguieron  adelante.  Con  gran  rapi- 
dez y  silencioso  siempre,  según  los  cánones,  mi  secre- 
tario reunió  leña  para  hacer  fuego  en  el  momento 
necesario,  para  calentar  agua.  Me  senté,  preparé  mis 
armas  y  esperé.  Tartarín  se  habrí;i  mostrado  satisfe- 
cho de  mi  arsenal.  Tenía  una  carabina  r.rprcss,  aus- 
tríaca, de  dos  tiros,  de  la  que  el  fabricante  me  había 
dicho  maravillas,  mi  vieja  escopeta  calibre  16,  car- 
gada a  bala,  mi  revólver,  y  al  cinto,  lo  que  me  daba 
un  aspecto  feroz,  un  enorme  cuchillo  de  caza,  de  hí)ja 
ancha  y  filosa,  (pie  ya  había  hecho  ju^^ar  en  la  vaina, 
con  ciei*to  aire  de  d'Artagnan  antes  de  un  duelo. 

Me  había  provisto  de  un  libro,  sabiendo  de  antemano 
las  largas  horas  de  la  espera,  pero  est4d>a  tan  ner- 
vioso y  excitado,  tan  penetrado  por  aquella  naturaleza 
salvaje  y  tan  ctnpoignc  por  la  rudeza  de  la  caza,  que 
no  lo  abrí  un  momento.  Cuando  sonó  el  tiro  de  señal, 
me  puse  de  pie  precipitíidamente  y  empuñé  con  deci- 
sión mi  caral)ina.  Al  poco  tiempo  em])ezamos  a  oír 
a  lo  lejos,  como  un  eco,  el  ladrar  de  los  perros,  (jue 
se  fué  acentuando,  luego  disminuyejido,  hasta  no  oirse 
sino  el  aullar  penetrante,  como  (piejumbroso,  de  un 
solo  perro.  ''Es  el  ^latido  de  Juanicho,  me  dijo  casi 
al  oído  el  secretario.  Ha  olido  algo".  Juanicho  era 
la  perla  de  la  recova  del  manjués  de  la  Conciuista. 
A  los  veinte  minutos,  por  entre  la  jara,  a  nuesti't) 
frente,  silenciosos  ahora,  pero  husmeando  con  te.són, 
llegaron  cuatro  o  cinco  perros.  So  cruzaban,  se  dete- 
nían, levantaban  la  cabeza  como  para  aspirar  aire 
fresco  y  de  nuevo  seguían  rastreando.  Llegaron  hasta 
nosotros,  los  acariciamos  un  instante  en  silencio  y  vol- 


PROSA    LIGERA  43 

vieron  a  desandar  el  camino  hecho,  jadeantes  y  tena- 
ces; de  nuevo  la  calma  silenciosa  volvió  a  reinar; 
volví  a  sentarme,  pero  a  cada  movimiento  de  un  ar- 
busto, a  cada  ondulación  de  la  jara,  saltaba  sobre  mis 
pies.  Mi  secretario,  más  habituado  que  yo,  sin  em- 
bargo, saltaba  también,  e  instintivamente  llevaba  la 
mano  a  su  cuchillo,  su  única  arma.  Por  fin,  después 
de  dos  horas  de  espera,  oímos  una  algarabía  muy 
lejos;  pronto  cesó,  los  perros  estaban  despistados. 
Pero  a  mi  frente  la  jara  se  movía  de  un  modo  casi 
imperceptible.  Mi  secretario  me  tocó  suavemente  el 
hombro  y  me  alcanzó  municiones,  como  si  mis  armas 
no  estuvieran  cargadas.  Tendiendo  la  vista  anhelante, 
vi  a  unos  cincuenta  metros  y  cruzando  diagonaimente 
frente  a  mí,  un  jabalí  que  al  trote  se  deslizaba  cau- 
teloso entre  la  jara.-  Yo  sabía  que  debía  esperar  a 
(¡ue  pasara  por  el  punto  más  próximo.  La  vi  bien: 
era  una  jabalina  regoructa,  no  muy  grande.  Por  un 
esfuerzo  de  voluntad  conseguí  no  hacer  fuego,  si- 
guiendo con  el  cañón  de  mi  carabina  la  marcha  del 
animal;  pero  en  ese  momento  sonaron  varios  tiros  a 
mi  derecha  e  izquierda.  Sin  duda  la  banda  de  que 
formaba  parte  mi  jabalina  se  habría  dispei'^ado  y 
puesto  a  tiro  de  mis  compañeros.  Mi  animal  se  detu- 
vo, agachó  la  cabeza  y  dio  vuelta  como  para  alejarse : 
en  ese  momento  tiré.  La  jabalina  continuó  su  trote, 
que  no  interrumpió  el  segundo  tiro  y  se  perdió  entre 
la  espesa  jara.  Eché  a  un  lado  la  carabina  con  cólera; 
yo  no  soy  un  gran  tirador,  ]ii  mucho  menos :  pero  no 
dar  en  aquel  blanco,  a  cincuenta  metros,  era  dema- 
siado. Abandoné,  pues,  la  carabina  y  todas  sus  fara- 
niallas  y  tomé  mi  vieja  escopeta,  compañera  tranquila 
y  segura  de  cinco  años  de  campaña. 

Un  momento  después  se  dejó  oír  gran  aullar  de 
perros  en  la  altura  que  tenía  frente  a  mí  y  antes  de 
que  nos  diéramos  cuenta,  un  jabalí  enorme,  un  soli- 
tario, bajó  a  escape  la  cuesta  y  se  detuvo  jadeante, 


44  MIGUEL  CAÑÉ 

prestando  el  oído  a  los  perros  que  se  acercaban,  a 
treinta  o  cuarenta  metros  de  mí,  al  otro  lado  del 
arroyo .  Apunté  con  toda  la  calma  posible  e  hice  f  uep:o ; 
el  jabalí  se  levantó  casi  en  sus  dos  patas  traseras, 
se  sacudió  todo  y  como  los  perros  bajaban  ya,  frené- 
ticos, dio  dos  pasos  y  se  espaldó  en  el  troncd  de  un 
árbol  para  hacerles  frente.  Cuando  los  perros  estaban 
ya  casi  encima  de  él,  le  hice  mi  segundo  tiro,  que 
debió  darle,  porque  de  nuevo  se  sacudió  iodo,  pero 
no  cayó.  "¡Juanicho,  señor,  Juanicho  a  la  cabeza!" 
me  decía  entusiasmado  el  secretario,  st^lalAiidome  un 
perrillo  pequeño,  eiisang:rentado,  bravo  como  las  ar- 
mas, que  del  primer  salto  se  había  prendido  a  la  oreja 
del  jabalí  que  lo  sacudía  en  el  aire,  mientras  a  col- 
millo limpio  se  defendía  de  los  otros  perros.  Uno  de 
éstos  (eran  cinco  o  seis)  yacía  3'a  con  el  vientre  abierto 
y  otro  malherido  se  retiraba  del  combate  p:im¡endo. 
Sin  darme  cuenta,  sin  atinar  a  cargar  de  nuevo  la 
escopeta,  como  si  el  jabalí  se  me  fuera  a  volar,  tiré 
el  aniia,  saqué  el  cuchillo  y  a  escape  llegué  al  arroyo, 
me  metí  dentro  con  el  agua  a  la  cintura  y  fría  como 
el  demonio  y  llegué  hasta  el  animal  que  se  defendía 
desesperadamente.  "¡Por  detrás,  «eñorito,  por  de- 
trás!", me  gritaba  el  secretario  desde  el  medio  de! 
arroyo.  Pero  yo  no  le  oía;  a  gritos  y  puntapiés  tra- 
taba de  alejar  los  perros,  quí*  temía  sucumbieran  to- 
dos. Incluso  fluanicho,  si  soltaba  la  oreja.  Al  verme,  el 
jabalí  pretendió  hacerme  frente,  pero  estaba  muy  mal 
herido  y  los  perros  le  acosaban.  Por  fin,  ganándole 
el  lado,  conseguí  meterle  hasta  el  cabo  el  cuchillo  en 
el  codillo.  Cayó  como  una  masa;  pero  Juanicho  no 
soltaba,  a  pesar  de  los  esfuerzos  del  secretario  por 
arrancarlo.  Me  decidí  entonces  a  cortar  la  oreja  del 
jabalí  y  sólo  cuando  se  encontró  con  un  pedazo  de 
cuero  inerte  entre  los  dientes,  que  no  hacía  resisten- 
cia, Juanicho  soltó  la  presa.  Lo  llevamos  al  arrm-o  y 
lo  lavamos,    así  como  a   los   otros  perros   heridos,  y 


JPKOSA    LIGEBA  45 

echando  una  mirada  de  cariño  a  los  dos  muertos  en 
la  lucha,  arrastramos  al  jabalí  hasta  la  orilla  del 
curso  de  ag:ua.  A  los  tiros  y  gritos,  llegó  el  capitán 
(guarda-jefe) ;  el  secretario  le  narró  el  combate  mien- 
tras echaba  pie  a  tierra .  Me  saludó  y  diciéndome : 
*'jlos  derechos  del  capitán!",  convirtió  al  jabalí  en 
émulo  del  más  desgraciado  de  los  amantes  de  la  Edad 
Media.  No  vi  otro  jabalí  ese  día;  pero  cuando  a  la 
noche,  en  la  gran  cocina,  llamamos  al  perrero  del 
marqués  de  la  Conquista  para  charlar  de  la  jornada, 
éste  se  avanzó  con  las  manos  y  la  cara  destrozados 
por  las  espinas  de  la  jara  y  nos  dijo  que  habíamos 
perdido  catorce  perros,  diez  del  marqués  y  cuatro 
nuestros.  Luego  se  adelantó  hacia  mí  y  sacándose  el 
sombrero,  me  dijo  con  cierta  alteración  en  la  voz: 
''Pero  nada  se  ha  perdido,  porque  el  señorito  ha  sal- 
vado a  Juanicho.   ¡Dios  se  lo  pagará!". 

Nos  apretamos  la  mano,  y  desde  ese  día  somos  bue- 
nos amigos,  aunque  no  nos  hemos  vuelto  a  ver.  Yo  no 
tenía  gran  conciencia  de  ser  el  salvador  de  Juanicho ; 
pero  sin  duda  mi  secretario  debió  haber  arreglado  a 
su  manera  la  naiTación  de  la  hazaña.  Que  no  me 
disgustó  la  cosa,  lo  probó  más  tarde  la  propina. . . 

Se  me  ha  ido  la  pluma  contando  ese  recuerdo  de 
mis  gratas  cacerías  en  España,  porque  acabo  de  lle- 
gar de  una  partida  de  caza,  aquí,  a  tres  cuartos  de 
hora  de  París,  en  una  gran  propiedad,  con  un  casti- 
llo enorme  y  de  un  lujo  extraordinario.  Apenas  ba- 
jamos del  tren,  subimos  a  un  ómnibus  arrastrado  por 
un  tractor  automóvil,  que  nos  llevó  al  castillo.  Al- 
morzamos allí,  en  un  comedor  con  tapicerías  de  cien 
mil  francos.  Luego,  en  un  carruaje  cómodo,  nos  lle- 
varon hasta  el  sitio  de  la  caza  y  los  faisanes  enormes 
como  pavos,  engordados  a  grano,  comenzaron  a  volar 
pausadamente.  Se  tiró  más  o  menos  bien,  pero  el 
tahleau  fué  soberbio.  Nos  vestimos  de  frac  para  co- 
mer, se  hizo  un  poco  de  mvísiea,  se  jugó  al  ivhüt  y  a 


4á  líIGUEL   CANé 

las  12  de  la  noche  estábamos  de  regreso  eu  París. 
jOIi,  mis  ásperos  cerros  de  Extremadura!  Recordaba 
una  vez  más  la  linda  jornada,  desde  el  Hospicio  hasta 
el  Monasterio  de  Guadalupe,  aquella  inesperada  cate- 
dral perdida  entre  las  montañas,  consagrada  a  la  vir- 
gen maravillosa,  que,  según  la  leyenda,  talló  el  mismo 
San  Marcos  en  un  tosco  tronco  y  que  por  siglos  ha 
sido  venerada  en  toda  España.  A  ella  enviaba  reve- 
rente don  Juan  de  Austria,  al  día  siguiente  de  Le- 
panto,  la  soberbia  lámpara  de  la  nave  capitana,  y 
Zurbarán  cubría  los  muros  y  los  altares  de  la  iglesia 
de  telas  admirables  que  el  tiempo  empieza  a  destruir. 
Mientras  mis  compañeros,  creyentes  como,  buenos  hi- 
dalgos, se  arrastraban  de  rodillas  en  el  misterioso 
santuario  (jue  guarda  a  la  virgen,  yo,  de  rodilbus 
también,  admiraba  su  magníñco  manto  cuajado  ilo 
pedrerías,  las  imnimerables  joyas  que  la  cubrían  y  en 
la  sombra,  su  cara,  su  enigmática  cara,  casi  negra, 
toscamente  tallada.  Y  después  de  nosotros  los  perre- 
ros, los  peones,  los  criados,  con  el  rostro  desencajado 
por  la  emoción,  prosternándose  para  besar  la  orla  del 
vestido  de  la  imagen  y  pedirle  alivio  en  sus  vidas  mi- 
serables ! 

Allí  la  naturaleza,  el  hombre  libre,  creyente  y  fuer- 
te; aquí  la  convención  y  el  hombre  raciuítico,  escép- 
tico  y  snob.  ¡Buena  y  ro])ust»  tierra  de  España,  que 
guardas  en  tu  seno  los  huesos  de  mis  abuelos  y  en 
medio  de  tus  penas  y  dolores,  en  este  mundo  chato 
que  la  civilización  nivela  y  hace  cada  día  más  banal, 
conservas  aún  tu  altiva  fisonomía  y  los  rasgos  sobe- 
ranos de  tu  enérgica  personalidad,  yo  te  imploro,  oh 
buena  tierra  de  España,  resiste  a  la  ola  por  largos 
años,  para  que  nuestros  hijos  trepen  gozosos  tus  mon- 
tes salvajes  y  en  tus  rincones  perdidos,  que  el  riel  de 
hierro  no  cruza,  sueñen,  esperen  y  crean! 

ParíSj  enero  1897. 


El    arte    español 

ORIGEN   Y  CARÁCTER 

Al  principiar  el  siglo  XVII,  la  España,  que  en 
el  siglo  anterior  había  alcanzado  al  apogeo  de  su 
grandeza,  ejerciendo  sobre  la  Europa  entera,  bajo 
los  dos  primeros  príncipes  de  la  casa  de  Austria, 
una  influencia  incontrastable,  marchaba  ya  en  la 
senda  de  su  decadencia.  Felipe  III  había  vivido  con 
el  reflejo  de  su  prodecesor,  y  la  falta  colosal  "de  sw 
reinado,  aquella  expulsión  de  judíos  y  moriscos, 
que  dejó  una  cicatriz  jamás  cerrada  en  el  corazón 
de  España,  no  había  hecho  sentir  aiin  todas  sus 
consecuencias.  Pero  ya  la  dilatación  de  las  fuerzas 
españolas  que,  sin  la  organización  de  la  Inglaterra 
actual,  se  extendían  por  toda  la  Europa  y  el  nuevo 
mundo  en  vías  de  colonización,  empezaba  a  debilitar 
la  metrópoli,  que  poco  o  nada  había  aprovechado 
de  su  grandeza  pasajera. 

Casi  todos  los  pueblos  que  han  dejado  una  me- 
moria gloriosa  en  la  historia  humana,  han  aprove- 
chado sus  tiempos  de  esplendor  y  fuerza,  para  d^se 
una  organización  interna  estable  y  vigorosa,  merced 
a  la  que  han  vivido  independientes  y  respetados, 
cuando  la  época  extraordinaria  hubo  pasado.  No 
así  España,  Carlos  V  encontró  la  nacionalidad  espa- 
ñola fresca  y  flojamente  constituida;  el  provincia- 
lismo inveterado,  que   era  el  modo  de  ser  histórico 


4S  MIGUEL   CAÑÉ 

eu  la  Península,  persistía  en  los  hábitos  y  leyes 
locales,  aun  después  del  triunfo  de  unión  obtenido 
por  el  enlace  de  los  Reyes  Católicos.  Cada  región 
de  la  monarquía  era  tratada  según  su  derecho  his- 
tórico; unas,  como  las  tres  provincias  del  Norte, 
que  pretendían  haberse  incorporado  voluntariamen- 
te, tenían  condiciones  de  nobleza  y  privilegio.  Las 
accedidas  por  aporto  matrimonial,  como  Castilla  y 
León,  Aragón  y  Cataliüia,  tenían  fueros  menos  con- 
siderables, y  otras,  como  Valencia  y  Granada,  sobre 
las  que  pesaba  aún  la  conquista,  vivían  literalmente 
en  esclavitud.  De  ese  desquicio  orgánico,  Carlos  V 
y  Felipe  II  habían  exigido  esfuerzos  que  aun  a  una 
constitución  nacional  vigorosa  hubiera  sido  difícil 
alcanzar.  Constantes  y  aventuradas  expediciones  a 
América,  la  flor  de  la  juventud  española  enrolada 
en  los  ejércitos  que  consumían  las  guerras  de  Italiii, 
de  Flandes  y  de  Francia;  todos  los  recursos  del  país 
agotados  para  atender  a  los  vastos  dominios  de  la 
metrópoli,  una  política  comercial  estrecha  e  incon- 
cebible, y  en  fin,  por  meta  suprema,  un  ideal  teocrá- 
tico, ¿cómo  era  posible  que  España  resistiera?  El 
golpe  de  Felipe  III  la  hirió  de  muerte,  y  desde  en- 
tonces su  historia  es  sólo  la  de  una  lenta  agonía,  en 
la  que  el  enfermo  se  debate  desesperadamente  por 
momentos,  asombrando  i»or  energías  pasajeras,  que 
recuerdan  su  viril  constitución. 

Jamás  un  hombre  que  medite  sobre  las  causas  ge- 
nerales de  la  decadencia  española  dejará  de  consig- 
nar en  primera  linea  el  fanatismo  religioso  que 
circunscribió  el  horizonte  moral  de  aquel  pueblo,  y 
según  Buckle  le  hizo  para  siempre  impenetrable 
a  toda  idea  de  progreso.  Ese  hombre  tendrá  razón ; 
pero  no  se  puede,  no  se  de])e  olvidar,  que  si  bien 
la  decadencia  española  es  una  consecuencia  del  fa- 
natismo religioso,  éste  lo  es  y  fatal,  ineludible,  de 
la  historia  de  España.   Una   nación  que  se  rehac* 


TEOSA    UGEBA  49 

iieroicamente,  reconr|uistaiiclo  palmo  a  palmo  -su  te- 
rritorio invadido,  durante  ima  lucha  de  siete  siglos, 
sostenido  única  y  exclusivamente  por  el  espíritu  re- 
ligioso, modela  su  organismo  moral  bajo  un   ideal 
concreto,  inspirado  por  la  inflamación  de  un  senti- 
miento  especial,   que    la   gloria  y  la  gratitud  han 
consagrado.  Si  la  mayor  parte  de  las  desventuras  de 
España  han  venido  de  la  exacerbación  de  ese  senti- 
miento, todas    sus    glorias   lo  reconocen   por  origen. 
Sí,  él  encendió  las  hogueras  de  Felipe  11,  él  inspiró 
los  decretos  de  expulsión,  él  hizo  condenar  a  muerte 
en  masa  al  pueblo  flamenco,  él  ensangrentó  las  selvas 
americanas  con  la  hecatombe  de  indios,  él  clausuró 
el  espíritu  español  a  toda  idea  de  libertad  intelec- 
tual; pero  ¿quién  sino  él,   alentó  el  alma  de  aquel 
puñado  de  asturianos  que  principiaron  con  Pelayo 
la  obra  de  la  Reconquista,  qué  otro  guía  llevaba  San 
Fernando,  y  quién    condujo  a  los  Reyes  Católicos  a 
las  puertas  de  Granada?  El  espíritu  religioso  hizo 
la  España,  la  hizo  tal  como  podía  hacerla  y  no  de 
otra  manera.  Xo  se  puede  hacer  la  crítica  de  la  vida 
secular  de  un  pueblo,  sin  tener  constantemente  en 
vdsta  las  condiciones  especiales  de  su  organismo  pro- 
pio. ¿Ha  sido  un  bien  o  un  mal  para  la  humanidad 
la  ingerencia  de  España  como  factor  activo   en  su 
historia?  Hay  hombres  que  contemplando  los  restos 
soberbios  que  quedan  de  la  dominación  árabe,  o  es- 
tudiando el  estado  de  las  monarquías  incásica  y  az- 
teca en    el  momento  de  la   conquista   americana,  ven 
en  esas  formas  del  progreso  hiunano  .  verdaderas  ci- 
vilizaciones  avanzadas   y   deploran   la   intervención 
de   España  y  la   imposición  de  su  fórmula  propia 
aniquilando  aquéllas.  Es  una  paradoja  que  seduce  al 
espíritu,  sobre  todo   en  una  blanca  noche  de  luna, 
en  el  centro  del  patio  de  los  Leones  en  la  Alhambra 
o  en  el  ambiente  perfumado  de  los  jardines  del  Al- 
cázar de  Sevilla.  La  civilización  musulmana  hizo  su 


50  MiQUEL   CAXÉ 

evolución  completa,  alcanzando  el  apogQo  de  su  des- 
envolvimiento en  el  sentido  único  que  el  ideal  del 
pueblo  árabe  y  su  institución  religiosa  permitían. 
Las  maravillas  arquitecturales  que  hoy  contempla- 
mos con  asombro,  parecen  revelar  un  estado  de 
espíritu  culto,  pulido,  lleno  de  movimiento  y  luz, 
contrastando  con  la  sombría  órbita  moral  del  caba- 
llero cristiano  que  más  tarde  había  de  cubrir  los 
mosaicos  y  arabescos  de  las  mez(piitas  con  los  sím- 
bolos de  su  culto  ferviente.  Es  un  error;  fuera  de 
esa  arquitectura  característica  de  decadencia,  los 
árabes  no  tenían  una  sola  idea  que  valiera  el  vigo- 
roso y  amplio  ideal  cristiano,  susceptible  de  obscu- 
ridades transitorias,  pero  fecundo  en  su  germen, 
próximo  a  renacer  de  su  prolongado  letargo  de  la 
Edad  Media  y  a  sacudir  las  cadenas  del  misticismo, 
para  estallar  sobei'bio  en  el  cinqucccnto. 

'Organizada  i)ara  la  más  larga  y  dura  guerra  por 
la  fe  que  registra  la  historia,  la  España  ora  una 
entidad  moral  lógica  y  entera,  armónica  en  todas 
sus  manifestaciones.  Todo  en  ella  venía  de  Dios  y 
todo  volvía  a  Dios,  desde  las  manifestaciones  políti- 
cas de  sus  más  preclaros  ingenios,  hasta  el  brutal 
valor  del  soldado  o  el  caballeresco  arrojo  del  señor. 
Concebida  la  vida  nacional  como  un  culto  perenne, 
en  su  seno  no  tenían  eabida  los  (jue  no  participaban 
de  ese  ideal.  En  un  est^ido  análogo  de  opinión,  todas 
las  conquistas  morales  de  la  Refonna  y  la  filosofía 
del  siglo  XVIII,  habrían  sido  impotentes  para  evitar 
la  expulsión  de  los  heréticos.  Jamás  hubo  en  el  mun- 
do fanatismo  más  sincero;  no  era  más  ilustrada  y 
consciente  la  fe  de  un  fraile  mendicante  que  la  de 
Felipe  II  o  la  de  f>u  hijo.  Felipe  TV  ve  al  francés 
posesionarse  de  Barcelona,  el  Portugal  segregarse  de 
su  corona,  los  viejos  tercios  españoles  aniquilados  en 
Rocroy;  pero  su  preocupación  principal  es  la  resis- 
tencia del  papa  en  proclamar  el  dogma  de  la  Inraacu- 


PE03A    LIGEBA.  51 

lacla  Concepción  de  María.  Abandona  el  gobierno  en 
manos  de  Olivares  o  Haro,  i^ero  su  Egeria  política, 
social,  religiosa,  íntima,  es  una  obscura  monja  per- 
dida en  un  convento  de  Aragón,  cuyo  cuerpo  mace- 
rado y  espíritu  exaltado  le  dan  los  caracteres  que  la 
época  atribuía  a  la  beatitud.  Como  era  natural  en 
una  sociabilidad  semejante,  el  arte  nació  bajo  los 
auspicios  de  la  religión.  El  ideal  primero  no  fué  la 
tradición  ni  se  ayudó  de  la  fantasía  terrena;  el  arte 
bebió  su  inspiración  en  la  fe,  y  si  el  campo  fué  res- 
tringido, ahí  están  las  viejas  catedrales  góticas  para 
atestiguar  de  qué  manera  se  explotó.  Como  el  sacer- 
dote que  cumple  los  ritos  del  culto,  como  el  niño  que 
en  el  coro  eleva  su  voz  argentina  cantando  las  ala- 
banzas del  Señor,  como  el  soldado  que  derriba  moros 
en  nombre  de  Dios,  así  el  artista,  poniendo  piedra 
sobre  piedra,  esculpiendo  las  sillas  del  coral  o  trazan- 
do en  el  lienzo  las  figuras  de  los  bienaventurados, 
todo  acto,  toda  manifestación  intelectual  tendía  al 
mismo  objeto.  La  vida  nacional  entera  era  una  ora- 
ción colosal. 

Luego  el  artista,  llamado  a  interpretar  iconográ- 
ficamente los  misterios  del  culto  y  los  dogmas  reve- 
lados, ¿no  llenaba  acaso  una  misión  sacerdotal,  abrien- 
do, por  su  arte,  el  espíritu  de  los  miserables  y  des- 
lieredados,  a  la  comprensión  de  las  cosas  divinas?  En 
esa  aspiración  constante  del  alma  española  hacia  el 
cielo,  el  artista  que  reflejaba  en  sus  telas  las  escenas 
de  la  vida  futura  o  trazaba  los  cuadros  más  intensos 
de  la  Pasión,  era  para  el  clero  un  colaborador  pre- 
cioso. Así,  desde  que  el  duro  batallar  contra  infieles 
termina  con  la  conquista  y  que  las  primeras  tentati- 
vas artísticas  empiezan  a  producirse,  se  observa  que 
nacen  en  el  interior  de  los  conventos,  realizadas  por 
obscuros  frailes  cuyo  nombre  ni  aun  ha  conserv'ado 
la  historia.'  Figuraos  un  monje  enterrado  en  un  obs- 
curo claustro  americano,  sin   tradición,  sin  modelos, 


52  MIQLEL   CAÑE 

¡sin  nocioneís  prácticas  del  arto,  lucbando  con  la  im- 
potencia de  sus  medios  para  traducir  las  visiones  de 
su  alma.  Tal  debió  ser  la  primitiva  pintura  españo- 
la, vigorosa  de  expresión  como  todo  lo  que  e,s  sincero, 
pero  de  un  tecnicismo  infantil  e  ingenuo. 

Puede  contarse  entre  los  sucesos  que  mayor  tras- 
cendencia han  tenido  en  la  historia  de  España,  i«¡:ual 
en  consecuencias  de  im})ortuncia  al  descubrimiento 
de  América  o  a  la  conriuista  de  Granada,  el  enlace 
de  la  hija  única  de  los  Reyes  Católicos,  Doña  Juana, 
a  quien  la  historia  vacila  hoy  en  calificar  de  loca, 
eon  el  archiduque  de  Austria,  Felipe,  llamado  el 
Hermoso.  El  origen  del  príncipe  y  su  aporte  matri- 
monial, aquellos  Países  Bajos  que  tanta  sangre  y 
dinero  costaron  a  España,  arrancaron  a  ésta  de  su 
aislamiento  secular.  ím¡K'lida  por  el  espíritu  guerre- 
ro y  los  hábitos  de  aventura  contraídos  en  la  larga 
lucha,  volvió  su  energía  al  exterior  y  es  desde  ese 
momento  (jue  vemos  sus  ejércitos  recorrer  la  Europa 
entera,  fundar  y  conquistar  reinos,  sus  naves  sur<-ar 
los  mares  y  sus  famosos  capitanes  fijar  nombres  glo- 
riosos en  la  memoria  humaiui. 

Con  Carlos  V  el  espíritu  europeo  penetró  en  Es- 
])aña,  y  el  advenimiento  del  Emperador  puede  con- 
siderai-se  como  el  punto  de  partida  de  una  nueva  era. 
Hasta  entonces  España  Imbía  sido  un  soldado,  cuya 
vida  recta  y  monótona  í'stá  trazada  de  antemano. 
Combatir  al  infiel  era  toda  su  misión ;  de  hoy  en 
adelante,  entre  en  la  vida  colectiva,  necesita  foniiar- 
se  una  escuela  política  y  ensayar  las  artes  del  go- 
bierno  para  armonizarlas  con  sus  dotes  militares.  Lo.s 
grandes  capitanes  no  le  faltan:  Gonzalo  de  Córdoba, 
Alba,  Farnesio,  h>pínola.  Vi llaf ranea.  Sus  políticos 
habrían  estado  a  la  aJtui*a  <le  la  situación,  si  la  eon- 
centración  del  i:)oder  y  la  omnipotem-ia  de  la  volun- 
tad real  en  unos  casos  y  en  otros  la  privanza  de  fa- 
voritos ineptos,  no  hubiera  ahogado  su  iniciativa.   Si 


PBOSA    LIGEEA  53 

el  famoso  presidente  La  G-aaca,  cuj'a  acción,  des- 
envuelta en  un  mundo  desconocido  entonces,  ha  que- 
dado en  la  historia  borrada  por  la  distancia,  sin  que 
]io  obstante  sea  fácil  encontrarle  un  rival  en  habili- 
dad, prudencia  y  perseverancia,  si  La  Gasea,  repito, 
hubiera  estado  al  alcance  de  su  soberano  y  bajo  su 
constante  e  inmediata  inspiración,  la  España  habría 
perdido  el  Perú  en  el  siglo  XVI  en  vez  del  XIX. 

Pero  todos  los  grandes  señores  que  comandaban 
por  el  rey  en  el  esítranjero  ejércitos  o  provincias,  se 
habían  ido  iniciando  lentamente,  no  sólo  a  los  hábitof*^ 
más  cultos  y  costumbres  más  dulces  que  encontraban 
en  los  enemigos  que  combatían  o  en  los  pueblos  que 
gobernaban,  sino  también  tomando  gusto  por  las  co- 
sas del  arte.  La  imaginación  meridional,  fácilmente 
accesible  a  la  impresión  de  la  belleza  y  la  fastuosidad 
tradicional  del  magnate  español  hicieron  el  resto. 
Carlos  V,  al  recoger  el  pincel  del  Ticiano,  fijó  el  rum 
bo,  dio  el  ejemplo  y  facilitó,  ennobleciéndolo,  el  mo- 
vimiento artístico  que  alcanzó  su  apogeo  en  pleno 
siglo  XVII. 

El  momento  no  podía  ser  más  propicio:  los  ejer- 
citas españoles  pasaban  largos  años  en  Italia,  convul- 
sionada aún  por  el  Renacimiento,  o  en  los  Países 
Bajos,  donde  brillaba  ya  la  vieja  escuela  flamenca,  a 
hi  que,  renovada,  tan  grandes  días  estaban  reserva- 
dos. Los  nobles  españoles  que  acompañaban  a  Car- 
los V  fonnaban  su  gusto  en  las  telas  de  Leonardo, 
que  había  revolucionado  el  arte,  abriéndole  surcos 
nuevos  y  fecundos,  o  en  los  mármoles  del  Bounarot- 
ti,  y  sea  que  entraran  aclamados  en  la  Ciudad  Eter- 
na, o  por  la  brecha  con  Borbón,  se  presentaban  por 
primera  vez  ante  sus  ojos  las  maravillas  del  arte 
antiguo.  Existen  rudas  relaciones  de  soldados  de 
aquella  época  que  atestiguan  la  impresión  producida 
por  esos  espectáculos  inesperados.  La  inteligencia 
española  no  estaba   aún    preparada  para   penetrarse 


54  MIGUEL   CAÑÉ 

del  espíritu  del  Renacimiento  y  las  letras  clásicas, 
puestas  en  boga  por  Petrarca  y  sus  continuadores  en 
el  estudio  do  lo  antiguo,  dejaban  fríos  a  aquellos 
hombres,  que  no  concebían  otro  trabajo  digno  del 
espíi'itu  que  la  teología.  Pero  las  bellas  artes  tienen 
la  incomparable  ventaja  de  impresionar  a  los  hom- 
bres de  más  opuestas  tendencias  morales,  sin  exigirles 
una  preparación  especial.  No  es  necesario  conocer  y 
-entir  a  los  griegos  para  extas¡ai*se  ante  el  dibujo  de 
.Miguel  Aiigol  o  el  r.vlnv  ,]..i  Ti'Maun.  La  b' !lc7a  ha- 
bla por  sí  misma . 

Así,  el  desenvolvimiento  de  las  bellas  artes  en  Ks- 
paña  fué  debido  al  impulso  dado  por  la  aristoí-racia. 
Los  magnates  más  famosos  por  su  cuna,  sus  hechos  o 
su  hacienda,  cifraron  la  gloria  de  sus  casas  en  acu- 
mular en  ellas  riíjuezas  artísticas  o  tesoras  de  erudi- 
lión,  como  el  reunido  en  Ouadalajara  por  la  ilustre 
casa  de  Mendoza. 

El  duque  de  Alba,  el  grande  y  duro  guerrero  de 
Plandes,  el  soberbio  conquistador  de  Portugal,  con- 
virtió su  casa  de  Alba  de  Tomies  en  un  verdadero 
museo  de  obras  de  arte,  que  más  tarde  completó  su 
hijo,  ordenando  a  Gránelo  y  ('a.stello  celebraran  en 
lienzos  las  hazañas  del  padre.  El  gran  capitán  pa.só 
los  últimos  años  de  su  vida  en  la  Abadía,  antiguo 
castillo  de  Templarios,  en  Extremadura,  creando  .so- 
bre las  riberas  del  Ambroy  jardines  que  fueron  fa- 
mosos y  dando  hospitalidad  a  Lope  de  Vega,  que 
escribió  allí  su  Arcadkf,  en  la  que  describía  las  mag- 
nificencias de  la  morada  de  su  huósped  ilustre. 

Por  fin  Sevilla,  que  fué  el  emporio  de  la  riqueza  y 
las  artes  españolas  en  el  siglo  XVII,  teniendo  d 
monopolio  de  las  comunicacTones  con  América,  por  su 
(^asa  de  Contratación,  era  el  centro  donde  afluían 
infinidad  de  extranjeros,  deseosos  de  iniciar  negocios 
y  cambios  con  aquellas  fabulosas  regiones  america- 
nas, de  las  que  llegaba  oro  sin  cesar  y  que  la  imagi- 


PBOSA    LIGERA  55 

nación  popular  se  figuraba  como  el  tradicional  Eldo- 
rado.  Los  italianos,  holandeses  y  alemanes  que  lle- 
gaban a  Sevilla,  traían  una  educación  más  avanzada 
que  los  españoles  y  un  gasto  formado  ya  por  las 
cosas  del  arte.  Muchos  de  ellos,  sea  por  el  éxito  de 
sus  negocios,  sea  por  la  razón  eterna  que  persiste 
aún  en  el  día  a  fijar  en  aquel  suelo  a  muchos  de  los 
que  llegan  con  ánimo  transitorio,  la  belleza  de  la 
tierra,  la  pureza  de  la  atmósfera  y  la  suavidad  del 
clima,  concluían  por  formar  allí  su  hogar  y  adornarlo 
con  los  nacientes  productos  del  arte  español.  Su  buen 
gusto  contribuyó  en  mucho  a  modificar  el  carácter  de 
la  pintura  sevillana,  grosera  hasta  entonces,  sin  más 
clientela  que  el  populacho  ininteligente  de  las  ferias. 
Sus  relaciones  de  los  grandes  maestros  extranjeros, 
de  la  sabiduría  de  sus  composiciones,  de  la  corrección 
de  sus  dibujos  y  de  la  armonía  de  su  color,  fueron 
modificando  poco  a  poco  la  tendencia  dominante,  cu- 
yo último  representante  puede  decirse  que  fué  He- 
rrera el  Viejo,  pintando  enormes  lienzos  con  brocha 
gorda  y  a  distancia,  verdadera  escenografía,  absurda 
fuera  de  su  aplicación  natural.  Las  iglesias  y  cate- 
drales de  América,  especialmente  de  Méjico  y  el  Pe- 
rú, únicas  regiones  que  atraían  entonces  la  atención 
de  España,  deben  estar  aún  llenas  de  cuadros  de  esa 
época.  Aun  se  han  de  encontrar  algunos  retratos 
de  Sánchez  Coello  y  de  Pantoja  y  no  pocas  escenas 
religiosas  de  los  Herreras,  Pacheco,  etc.  Muchas  de 
esas  riquezas  se  habrán  perdido  y  entre  ellas  tal  vez 
aquellos  cuadros  que  pintó  Murillo  a  la  carrera,  di- 
vidiendo un  gran  lienzo  en  compartimientos  iguales, 
llenándolos  con  su  furia  vertiginosa  y  vendiéndolos 
a  mercaderes  americanos,  para  con  su  importe  tras- 
ladarse a  la  corte  a  perfeccionarse  en  el  arte  del  que 
más  tarde  fué  una  gloria. 

Bajo  el   punto  de  vista    artístico,  a  nadie  debe  la 
España  más  que  a  dos  hombres  que  para  su  felicidad 


56  MIGUEL   CAÑÉ 

y  grandeza  nunca  debieron  existir:  Felipe  IV  y  su 
favorito  el  conde-duque  de  Olivares.  Esos  dos  polí- 
ticos ineptos,  negligente  el  primero  hasta  la  culpa, 
ciego  y  soberbio  el  segundo  ha^ta  el  crimen,  parecie- 
ron concentrar  sus  facultades  todas  de  iuteiigeucia 
y  de  buen  gusto  en  fomentar  el  desarrollo  magníñco 
que  el  arte  español  tomó  bajo  su  impulso  ilustrado, 
favorecido  por  una  explosión  de  hombres  admirables, 
grupo  estupendo  que  la  Europa  no  liabía  visto  desde 
los  días  del  Renacimiento.  Como  en  el  reinado  ante- 
rior las  letras,  bajo  Felipe  IV  brilló  la  pintura  es- 
pañola de  una  manera  incomparable.  A  Cervantes, 
Lope  de  Vega,  Góngora,  ete.,  sucedieron  en  el  cielo 
intelectual  de  Españn,  Velázquez,  Murillo,  Alonso 
Cano,  Ribera  y  tantos  otros  que  hicieron  para  la  fa- 
ma artística  de  su  patria  lo  que  sus  grandes  capita- 
nes habían  hecho  para  su  gloria  militar. 

Son  esos  grandes  artistas,  son  sas  obras'  inimita- 
bles y,  en  los  dos  primeros,  la  altura  moral  de  su 
vida,  los  únicos  motivos  de  consuolo  (lUe  encuentra 
el  espíritu  al  recorrer  la  tristísima  historia  de  Es- 
paña en  esa  época,  y  al  contemplar,  con  la  melanco- 
lía que  inspiran  las  grandes  desventuras,  esa  caída 
de  un  imperio  colosal,  levantado  por  el  esfuerzo  do 
hombres  cuya  sangre  fue  la  nii.sma  (pío  corre  en  nues- 
tras venas. 

Entre  todos  los  grandes  artistas  españoles,  el  má.s 
personal,  aquel  cuyo  genio  propio  brilla  más  vig.^i'o- 
so,  fué  Velázquez.  Esa  personalidad  poderosa,  tan 
rara  en  la  historia  del  arte  que  sólo  pueden  citarse 
dos  o  tres  ejemplos,  no  lo  fué  «ólo  en  lai  manera  o 
el  estilo,  sino  en  algo  más  profundo  y  decisiva,  en 
la  concepción  misma  del  arte  y  cji  la  liberación  audaz 
de  la  tradición  de  la  pintura  española.  Puede  decirse 
quo  Velázquez,  el  católico  sincero,  el  pintor  de  cá- 
mara de  Felipe  IV  y  su  Aposentactor  Mayor,  procede 
más  de  la  Reforma  que  del  Renacimiento.    El  Rena- 


EHOl^A    LIGERA  57 

cimiento  emancipó  la  imaginación,  pero  la  Reforma 
emancipó  el  pensamiento.  Jamás  ningim  hombre  que 
haya  manejado  un  pincel  ha  pintado  con  mayor  li- 
bertad de  espíritu  que  Velázquez.  Uno  de  los  prime- 
ros y  con  una  intuición  genial,  comprendió  el  límite 
que  la  esencia  misma  de  las  bellas  artes  asignaba  a 
cada  una.  En  pintura  fué  lui  librepensador  y  si  la 
actividad  de  su  espíritu  le  hubiera  empujado  por 
otra  senda,  mal  se  habrían  avenido  sus  doctrinas  con 
las  de  la  Santa  Inquisición. 

Su  maestro  primero,  constante  y  único,  no  fué  el 
binital  Herrera  ni  el  afectuoso  Pacheco,  no  fué  aún 
el  divino  Buonarotti,  cuyos  frescos  copiaba  reverente 
un  día  en  la  capilla  Sixtina:  fué  la  naturaleza,  a  la 
que  pidió  todos  sus  secretos,  y  que  generosa  le  confió 
más  que  a  ningún  otro  mortal.  No  comprendió  ni 
podía  comprender  a  Rafael,  que  '^se  servía  de  la-s 
ideas  que  pasaban  por  su  mente''.  Para  él  la  forma, 
el  color  y  la  expresión  no  estaban  en  el  mundo  ima- 
ginario, sino  en  las  cosas  reales  y  los  organismos  vi- 
vos. Las  vírgenes  convencionales,  los  querubes  soña- 
dos, revoloteando  entre  nubes  tenues  y  transparentes, 
los  éxtasis  de  beatitud,  el  campo  ideal  de  las  de- 
liciosas fantasías  de  su  amigo  el  poeta  andaluz  de 
las  Concepciones,  no  le  decían  nada,  porque  no  los 
veía  y  la  sinceridad  de  su  arte  le  exigía  la  verdad. 
Velázquez  llevó  a  cabo  en  pintura  la  misma  revolu- 
ción que  Kant  hizo  triunfar  dos  siglos  más  tarde  en 
filosofía.  Como  el  solitario  de  Koenigsberg  que  cierra 
los  cielos  a  la  fantasía  humana  y  la  invita  a  buscar 
el  reposo,  limitándose  a  la  ya  vasta  órbita  de  las 
cosas  creadas,  Velázquez  cree  que  el  mundo  visible 
contiene  en  su  seno  inagotable  bellezas  de  forma  y 
expresión  bastantes  para  nutrir  y  levantar  el  arte  a 
su  más  alta  manifestación.  Es  el  gran  naturalista 
de  la  historia;  del  arte,  es  el  precursor  y  el  dechado 
de  la   escuela.   Para  reaccionar  no   necesitó  las  bru- 


53  MIGUEL   OATft 

talidades  de  Caravaorgio  ni  los  horrores  a  que  llegó 
Ribera  siguiendo  sn  senda.  Ha  concebido,  extrayen- 
do del  más  vulgar  objeto  que  se  ofrece  a  su  vista,  el 
tesoro  de  expresión  en  él  escondido,  y  pinta:  la  tela 
es  un  asombro,  ujia  maravilla,  Mengs  se  detiene  y 
dice:  ^'Esto  no  está  hecho  con  el  pincel,  sino  con  ól 
pensamiento";  pero,  con  todo,  no  es  más  que  el  re- 
flejo de  la  verdad.  A.sí  debió  ser  Felipe  IV,  así  el 
Bobo  de  Coria,  y  si  alguna  vez  hubo  en  el  mundo  un 
Aquiles,  su  retrato  es  ese  soldadote  vulgar. 

Un  día,  vagando  como  de  costumbre  en  el  Museo 
del  Prado,  me  detuve  largo  rato  delante  de  la  "Fra- 
gua de  Vulcano'',  de  Vclázquez.  Ninguna  de  sus 
telas  es,  en  mi  opinión,  más  propia  para  estudiar  «'I 
estilo  del  maestro  y  revelar  las  debilidades  de  su  pin- 
cel cuando  salía  de  la  esfera  trazada  por  su  concep- 
ción general.  ¿De  dónde  proviene  que,  al  lado  de 
aquellas  admirables  figuras  de  sus  herreros,  maravi- 
llas eternas  que  el  artista  estudiará  mientras  persista 
el  color  sobre  el  lienzo,  desfallezca  de  tal  manera  el 
Apolo  que  trae  la  jngrata  nueva?  /.Cómo  puede  ex- 
plicarse ese  spccimeyi  de  convencionalismo,  esa  insi- 
pidez de  expresión  en  un  cuadro  donde  el  vigor,  la 
verdad  y  la  fuerza  han  sido  llevadas  a  donde  sólo 
alcanzó  Miguel  Ángel  con  el  cincel  y  Sli;:k(Vsprar<'  con 
la  pluma? 

La  vida  de  Velázquez  y  la  histórica  de  esa  tela  me 
dieron  la  solución.  El  cuadro  fué  pintado  en  Italia, 
durante  el  primer  viaje  del  maestro,  y  el  Apolo  fué 
una  concesión  a  la  escuela  dominante,  la  única  tal 
vez  que  Velázquez  hizo  al  convencionalismo,  que  de- 
bía producir  el  amaneramiento  mediocre  de  los  Cario 
Dolci,  Guido  Heni  y  tantos  otros. 

De  ahí  surgió  en  mi  espíritu  la  idea  de  seguir  a 
Velázquez  en  sus  viajes,  de  estudiar  la  influencia 
producida  en  él  por  la  atmósfera  artística  de  Italia, 
acompañarle    a  Venecia,  Boloua,    Roma,    Xápoley   y 


PBOSA    LIGERA  59 

observar  las  impresiones  de  esa  alma  soberana  ante 
las  manifestaciones  del  viejo  arte  clásico,  cuyos  restos 
veía  por  primera  vez,  y  las  del  Renacimiento,   que 
tan  poco  le  dirían. 
Ese  fué  el  origen  de   este  libro    (*) . 

1887. 


( ')  Este  libro,  para  el  que  había  reunido  abundantes  elemen- 
tos, uo  ha  sido  escrito;  oiiando  pienso  en  el  placer  que  habría  sentido 
en  vivir  un  año  en  compañía  de  Velázquez,  en  la  Italia  del  siglo  XVII, 
siento    un   verdadero    pesar    por    haber    dejado    de   n^ano    ese   trabajo. 

Otra  pluma  más  autorizada  qxie  la  mía  lo  ha  llevado  posterior- 
mente a  cabo  con  brillo;  me  refiero  a  la  obra  del  profesor  Karl  Justi. 
cuyo  libro  "Velázquez  y  su  tiempo"  es  lo  mojor  que  se  ha  escrito 
.sobre    el    príncipe    de   los    pimoreí.   —   ^[ .    C.  i 


La  cuestión  del  idioma 


La5  primeras  impresiones  po>sitivameiite  desagra- 
dables que  sentí  respecto  a  la  manera  con  que  habla- 
mos y  escribimos  nuestra  lengua,  fué  cuando  las  exi- 
gencias de  mi  carrera  me  llevaron  a  habitar,  en  el 
extranjero,  países  donde  también  impera  el  idioma 
castellano.  Hasta  entonces,  como  supongo  pasa  hoy 
mismo  a  la  maj'oría  de  los  argentinos,  aun  en  su 
parte  ilustrada,  sentía  en  mí,  al  par  de  la  natural 
e  instintiva  simpatía  por  la  España  (y  al  hablar  así 
me  refiero  a  los  que  tenemos  sangre  española  en  las 
venas)  cierta  repulsión  a  acatar  sumisamente  las 
reglas  y  prescripciones  del  buen  decir,  establecidas 
por  autoridades  peninsulares.  Era  algo,  también  ins- 
tintivo, como  la  defensa  de  la  libertad  absoluta  de 
nuestro  pensamiento,  como  el  complemento  necesario 
de  nuestra  independencia.  Eso  nos  lia  llevado  hasta 
denominar,  en  nuestros  programas  oficiales,  "curso 
de  idioma  nacional"  a  aquel  en  que  se  enseña  la 
lengua  castellana.  Tanto  valdría  nacionalizar  el  ca- 
tolicismo, porque  es  la  religión  que  sostiene  el  esta- 
do, o  argentinizar  las  matemáticas,  porque  ellas  se 
enseñan   en  las  facultades  nacionales. 

A  mi  juicio  el  estado  de  ánimo,  por  lo  menos  de 
la  generación  a   que  x^^^tenezco,  respecto  ^  «^^a  cues- 


(52  MIOCTX    CAÑÉ 

tión,  provenía  priiicii)almenle  de  la  eelueaeiún  iutr- 
lectual,  recibida  casi  exclusivamente  en  libros  france- 
ses y  en  el  gusto  persistente  y  le¿rítimo  por  la 
literatura  de  ese  país,  que  por  su  criterio,  su  novedad 
y  la  potencia  de  sus  escritores,  estaba  entonces  muy 
arriba  de  la  contemporánea  española.  Empleado  r\ 
tiempo  de  la  lectura,  bien  corto  en  nuestra  agitada 
vida  política,  en  leer  novelas,  vei-sos  y  libros  de  his 
toria  en  francés,  alejados  con  horror  de  las  public:: 
ciones  hebdomadarias  de  la  i)ren8a  española,  raro  era 
aquel  de  entre  nosotros  que  conociera  pas<ibKMnentt' 
el  vsiglo  de  oro  de  la  literatura  española,  y  (jue  po- 
seyera la  colección  de  Kivadeneira  ma.s  que  como 
un  simjile  adorno  de  su  biblioteca,  a  la  manera  con 
quo  figuran  hoy  la  ''Historia  Tlniversal''  de  Cantú 
o  la  "Histeria  de  la  Humanidad'^  de  Laurcnt,  ve- 
nerables monumentos  que  dan  lustre  y  peso  a  los 
estantes,  amén  de  la  consideración,  hcnm  fidr,  (|ue 
recae  sobre  sus  })rop¡etarios.  Por  mí  sé  decir  que  fué 
bien  entrad ito  en  años  que  leí  a  Solís,  a  ^lel 
Quintana  y  a  otros  de  los  maestros  (jue  nos  presen- 
tan el  cuadro  incomjiarablc  do  nuestra  lengua,  bien 
manejada,  apta  y  flexible  para  todo,  a  pesar  de  las 
deficiencias  que  le  encontraba  af(uel  buen  señor  d' 
Ochoa,  que  declaraba  haber  ])asado  días  enteros  par;i 
verter  una  página  de  la  MaHmkf-  de  Sandeau,  tmi 
«útil  era  el  tejido  de  los  análisi.s  psicológicos  del 
escritor  francés.  Echar  la  culpa  a  la  lengua  en  eso^ 
casos,  vale  romper  los  i)in'jeles  con  los  que  no  sr 
alcanza  a  producir  una  obra  maestra. 

Era,  pues,  esa  y  lo  es  todavía,  la  causa  principal 
de  nuestro  abandono.  Luego,  las  exigencias  de  la 
Academia  Española,  la  pobreza  de  su  autoridad,  la 
sonrisa  universal  que  han  suscitado  algunas  de  si¡- 
ingenuidades,  el  mandarinismo  estrecho  de  sus  pre- 
ceptos, fueron  y  han  sido  parte  no  exigua  a  mantenei 
vivo  el  espíritu  de  oposición  en  las  comarcítf  ameri- 


PBOSA    LIGEBA  63 

canas.  Don  Juan  María  Gutiérrez,  mi  maestro  y 
amigo  de  ilustre  memoria,  fué  el  representante  más 
autorizado  de  ese  espíritu,  en  lo  que  a  la  Argentina 
toca.  El  planteó  la  cuestión  en  su  verdadero  terre- 
no: la  lengua  española,  una  e  indivisible,  bien  eomún 
de  todos  los  que  la  hablan  y  no  petrificada  e  inmó- 
vil, patrimonio  exclusivo,  no  ya  de  una  nación,  sino 
de  una  autoridad.  Nadie  tal  vez,  en  nuestro  país,  ha 
escrito  el  castellano  con  mayor  pureza,  como  nadie  ha 
defendido  las  prerrogativas  de  una  sociedad  culta  a 
mejorar,  enriquecer  el  lenguaje,  adaptándolo  a  todas 
las  necesidades  del  progreso  científico  y  del  desen- 
volvimiento intelectual.  Prefería  don  Juan  alaría  las 
formas  arcaicas  consen^adas  por  los  levantinos  de 
raza  española,  como  un  piadoso  recuerdo  de  sus  ma- 
yores inicuamente  expulsados  por  Felipe  II,  a  la 
jerigonza  estrecha  y  purista  que  pretendía  implantar 
la  Academia,  sin  dar  oídas  a  las  exigencias  naturales 
de  este  inmenso  depósito  de  sangre  española,  que  se 
llama  la  América,  y  que  es  la  verdadera  esperanza 
de  gloria  en  el  porvenir  de  la  raza. 

La.  acción  del  doctor  Gutiérrez  ha  sido  general- 
mente mal  entendida;  gentes  hay  que  piensan  de 
buena  fe  que  sus  preceptos  llegaban  hasta  sancio- 
nar los  barbarismos  y  galicismos  de  que  nuestro 
leng-uaje  escrito  y  hablado  rebosa  y  que  los  argenti- 
nos debíamos  regirnos  por  la  gramática  del  vent^  vos 
y  toma.  Nada  más  lejos  de  su  pensamiento;  pedía, 
sí,  y  en  eso  aunaba  su  esfuerzo  al  de  todos  los  ame- 
ricanos competentes  que  se  han  ocupado  de  la  cues- 
tión, que  la  lengua  que  hablamos  no  considerara 
como  espurios  aquellos  aportes  que  los  vigorosos  ras- 
tros de  los  idiomas  indígenas  y  las  necesidades  o 
diversos  aspectos  de  la  vida  esencialmente  america- 
na, traían  para  bien  y  comodidad  de  todos.  ¿Por 
qué  el  castellano  formado  por  las  diversas  capas  del 
fenicio, -el  céltico,  el  latino  (con  sus  raíces  indoeuro- 


64  MIGUEL   CAÑÉ 

peas),  el  árabe,  etc.,  habría  de  repudiar  voces  gua- 
raníes o  quichuas,  que  simplificaban  la  dicción  evitan- 
do perífrasis  y  rodeos?  ¡Cuántas  veces,  en  España, 
ante  esos  letreros  de  ''casa  de  vacas"  que  kc  ven 
en  todas  partes,  pensaba  en  nuestro  famho,  tan  neto 
y  expresivo!  ¡Cuántas  voces,  por  otra  parte,  flore- 
cientes y  usuales  en  el  siprlo  XIV  y  precisamente  de 
aquellas  que  más  caracterizan  nuestra  leuí^ua,  estáu 
hoy  relegadas  por  la  Academia  en  ese  enonne  arma- 
toste de  "anticuadas"  que  revienta  ya,  mientras  en 
los  países  americanos  conservíin  toda  su  eficacia  y 
su  verdad ! 

La  cuestión  no  es,  pues,  hacer  de  la  lenj^ia  un 
mar  congrelado :  la  cuestión  está  en  mantenerla  pura 
en  sus  fundamentos  y  al  enriquecerla  con  elemen- 
tos nuevos  y  v¡<rorosos,  fundir  a  éstos  en  la  masa 
común  y  someterlos  a  las  buenas  rejillas,  que  no  sólo 
son  base  de  estabilidad,  sino  condición  esencial  para 
hacer  posible  el  progreso. 

El  doctor  Gutiérrez  x^redieaba  con  el  ejemplo ;  le 
reputo  el  más  puro  y  castizo  de  nuestros  escritores 
de  nota.  Sarmiento  era  demasiado  impetuoso  para 
mantener  una  corrección  inalterable  y  si  bien  algunas 
de  sus  páginas  tienen  el  exquisito  sabor  del  fuerte  y 
viejo  castellano,  al  dar  vuelta  la  hoja  nos  encontra- 
mos con  verbos  estrujados,  sintaxis  de  fantasía,  cons- 
tnicciones  propias,  genuinai?,  como  si  la  originalidad 
de  las  ideas  exigiera  igual  carácter  a  la  manera  de 
expresarlas.  El  general  Mitre  ha  leído  mucho,  en 
muchos  idiomas,  y  la  influencia  de  esas  lecturas  se 
ve  con  frecuencia;  en  los  últimos  tiempos,  apurado 
por  un  trabajo  de  podero.so  aliento,  ha  tenido  que 
ensanchar  su  vocabulario,  buscando  en  la  historia  de 
nuestra  lengua  ricos  elementos  olvidados,,  cuyo  em- 
pleo le  ha  permitido,  si  bien  a  costa  de  cierta  im- 
presión de  extraüeza  en  el  lector,  traducir  la  Divina 


PROSA    UGERA  65 

Comedia  con  una  paciencia  de  benedictino  y  una  ve- 
neración de  sectario. . . 

II 

Ai  recorrer  el  nuevo  libro  del  señor  Abeille,  "El 
idioma  nacional  de  los  argentinos",  recordé  que  en- 
tre mis  viejos  papeles  debía  haber  algunas  carillas 
sobre  la  materia,  escntas  hace  ya  varios  años.  Son 
las  que  acaban  de  leerse  y  en  las  que,  a  la  verdad, 
encuentro  tan  exactamente  reflejada  mi  opinión  ac- 
tual,  que   en  nada  las  he  modificado. 

El  señor  Abeille  es  un  filólogo  distinguido,  aunque 
hasta  los  profanos,  como  yo,  echan  de  ver,  desde  lue- 
go, que  su  erudición,  si  bien  fresca  y  moderna,  no 
se  ha  formado  en  las  fuentes  originales  y  primitivas. 
Sabe  muy  bien  lo  que  hombres  como  Darmesteter, 
Bréal,  Paris,  Havet,  Schleiger,  "Weil  y  otros  han 
escrito  sobre  la  historia  anatómica  del  lenguaje ;  pero 
no  he  notado  en  su  libro  rasgos  que  revelen  un  co- 
nocimiento directo  de  Bopp,  Diez,  Dozj',  Engelmann, 
Pott,  etc.  No  es  esta  una  crítica  que,  por  cierto,  poca 
.autoridad  tendría  viniendo  de  quien,  mucho  menos 
que  el  señor  Abeille,  ha  llevado  sus  curioseos  lingüís- 
ticos a  esas  profundidades.  Pero  creo  poder  atribuir 
los  extremos  a  que  llega  el  señor  Abeille  en  el  des- 
envolvimiento de  su  tesis,  a  las  audacias  atrayentes 
y  licencias  extraordinarias  que  con  la  filología  se  han 
permitido  los  modernos  escritores  franceses.  Y  para 
terminar  con  este  punto,  señalo  también  el  descono- 
cimiento de  un  libro  verdaderamente  admirable  y 
que,  para  el  completo  esclarecimiento  del  tema  abor- 
dado por  el  señor  Abeille,  era  fundamental ;  me  re- 
fiero a  las  ''Apuntaciones  criticas  sobre  el  lenguaje 
bogotano"  de  Rufino  José  Cuervo,  libro  que,  en  ocho 
años  (1876-188-1)  tuvo  cuatro  ediciones  y  que  mere- 
ció al  autor,  de  parte  de  los  más  eminentes  filólogos 


66  MIGUEL   CAJTÉ 

de  Europa,  homenajes  de  real  admiración.  Si  el 
señor  Abeilíe  ha  leído  ya  ese  libro,  necesita  releerlo, 
porque  él  le  dará  la  nota  exacta  y  prudente  en  la 
manera  de   tratar  esta  cuestión. 

Indudablemente,  si  las  lenguas,  sin  abandonar  el 
terniTio,  se  transforman  hasta  el  punto  de  que  tal  vez 
Corbulón  no  habría  entendido  las  voces  de  mando  de 
Escipión  o  Paulo  Emilio,  ¿cuánto  mayor  no  será  esc 
cambio  si  ellas  reviven  en  países  lojanoü  al  de  su 
origen,  bajo  diverso  ambiente,  sirviendo  de  vehículo 
a  nuevas  ideas,  expuestas  a  todos  los  ataques  de  los 
idiomas  encontrados  en  el  suelo  conquistado,  amén 
de  los  que  de  afuera  vienen,  también  ellos,  en  son  de 
conquista?  Pretender,  pues,  fijar  un  idioma  es  tan 
absurdo,  que  cuando  se  consigue,  no  ya  el  hecho  en 
sí  mismo,  lo  que  es  imposible,  sino  la  admisión  de 
la  idea  como  un  postulado  colectivo,  se  llega  a  una 
verdadera  deformación  por  el  estancamiento  del  espí- 
ritu nacional.  Es  el  caso  de  la  China:  la  lengua 
que  hoy  so  habla  en  el  imperio  del  Medio  se  parece 
tanto  a  la  que  allí  se  hai)laba  cuando  Fidias  esculpía 
en  Atenas,  como  la  de  Pericles,  a  la  ([uc  hoy  habla 
el  rey  Jorge  de  Grecia.  La  diferencia  está  en  que 
mientras  el  idioma  de  Pericles,  nacido  como  todas  las 
lenguas  humanas  del  monosilabismo,  había  llegado 
a  su  perfección,  el  chino,  inmóvil  en  su  forma,  si 
bien  variable  en  su  fonética,  era  tan  monosilábico, 
tan  primitivo,  tan  "celular",  como  dice  muy  bien  el 
señor  Abeille,  entonces  como  hoy. 

¿Puede  nadie  pretender  que  el  castellano  se  pe- 
trifique de  esa  suerte?  ¿Puede  el  purista  más  em- 
pecinado e  inflexible  pretender  luchar  contra  las  mil 
influencias  que  han  de  determinar  las  modificacio- 
nes regionales  que  la  lengua  española  sufrirá  en 
América,  como  las  ha  sufrido  ya  en  las  mismas  pro- 
vincias peninsulares?  ¿Es  acaso  seasato  oponerse  a 
!os  neologismos  necesitados  por  los   progresos  de  laa 


PEOSA    LIGERA  67 

ciencias  y  las  artes  o  la  adopción  de  nuevos  usos,  y 
si  ho3^,  como  dice  Cuervo,  "no  hacemos  melindres  a 
voces  astrológicas  como  sinOf  estrelloy  desastre,  desas- 
trado, jovial,  saturnino,  ¿por  qué  liemos  de  negar 
a  nuestros  contemporáneos  el  empleo  oportuno  de 
términos  o  imágenes  suministrados  por  las  ciencias 
modernas,  cuando  más  si  se  considera  su  mayor  \iil- 
garización  con  respecto  a  los  siglos  pasados?" 

Lo  que  si  se  puede  y  se  debe  sostener,  es  que 
todos  los  aportes,  los  enriquecimientos,  las  adquisi- 
ciones por  conquista,  cambio,  compra,  violencia  y 
todo  otro  modo  de  adueñarse  de  lo  ajeno,  se  sometan 
a  las  reglas  generales  por  las  cuales  se  rige  la  co- 
munidad. Si  el  quichua  nos  trae  charqui  y  en  el  acto 
foniiamos  el  verbo  charquear,  conjuguémoslo  según 
lo  enseña  la  gramática  castellana  y  no  otra.  Si  en 
virtud  de  esos  fenómenos  de  derivación  que  tan  bien 
estudia  el  señor  Abeille,  de  cardo  sacamos  el  lindo 
y  expresivo  cardad,  de  hellaco,  heUaquear,  o  de  ba- 
quía, baqueano,  añadamos  sencillamente  esas  palabras 
a  nuestro  léxico  jjropio,  como  todos  los  otros  países 
americanos  añadirán  a  los  suyos  las  que  formen  por 
el  mismo  procedimiento — y  ha^'ámoslo  con  la  seguri- 
dad de  que  al  hacerlo  en  nada  adulteramos  los  prin- 
cipios fundamentales  de  nuestra  lengua  que  no  es 
"el  idioma  de  los  argentinos'',  ni  el  "idioma  nacio- 
nal", sino  simplemente  y  puramente  el  castellano. 

El  señor  Abeille,  que  es  un  entusiasta  de  nuestra 
tierra  (uno  no  puede  menos  que  conmoverse  al  verle 
entonar  el  himno  nacional  a  propósito  de  lingüística) 
tiene  tal  debilidad  complaciente  con  la  que  hablamos 
y  que  él  rotula  "idioma  nacional  de  los  argentinos", 
que  llega  hasta  justificar  los  cambios  sintácticos  que 
hemos  introducido  en  el  español,  sosteniendo  que  ''el 
uso  de  algunos  de  ellos  es  realmente  criticable  en 
una  lengua  fijada",  pero  que  ese  uso  "debe  favo- 
recerse en  una  lengua  en  evolución  como  la  nuestra ' '. 


68  MIGI.TEL   CAÑE 

Me  p.brece  ver  ijadear  al  iseíior  Abeille  en  su 
esfuerzo  para  defender  nuestro  *'hajo  el  punto  de 
vista",  eontra  ''del  punto  de  vista"  español.  Trae 
un  ejemplo  y  una  explicaeión  al  respeeto  que  entre- 
tienen bastante.  Nunca  le  hemos  de  aceptar  al  señor 
Abeille  que  se  diga,  cuando  se  empleen  ¡palabras  es- 
pañolas,  "me  ha  encargado  de  decirle"  en  vez  de 
"me  ha  encargado  decirle",  porque,  aunque  un  niño 
esté  en  formación,  no  hay  i)or  qué  habituarle  a  andar 
con  las  rodillas  y  no  con  los  pies,  que  es  lo  natural, 
lo  sano  y  lo  útil,  sin  contar  con  (lue  es  esa  la  única 
manera  (como  en  el  idioma)  que  permite  al  cuerpo 
desplegar  su  esbeltez  y  su  elegancia. 

Entre  las  excursiones  etimológicas  ([uc  iiac-c  el  se- 
ñor Abeille — que  son  frecuentes,  agradables  y  gene- 
ralmente fructuosas — hay  algunas  (jue  me  han  dejado 
pensativo,  precisamente  porque  se  refieren  a  voces 
que  han  echado  raíces  en  nuestro  suelo,  sin  que  se 
sepa  de  dónde  vino  la  semilla  j)rimitiva.  Una  de 
ellas  es  atorrante.  Esta  palabra,  puedo  asegurarle  al 
señor  Abeille,  es  de  introducción  relativamente  re- 
ciente en  el  "idioma  nacional  de  los  argentinos". 
Después  de  haber  vivido  más  de  un  cuarto  de  siglo 
la  oí  por  primera  vez  en  mi  tierra,  allá  por  el  año 
1884-,  de  regreso  de  Europa,  donde  había  pasado  al- 
gunos años.  Y  no  es  que  hubiera  vivido  en  mi  país 
entre  académicos  y  prosistas,  pues  hasta  cronista  de 
policía  substituto  había  sido   en  la  vieja  Tribuna. 

Pregunté  qué  significaba  aiorrante  y  de  dóndo 
venía.  Se  me  hizo  la  descripción  de  gitcux,  del  vaga 
bundo,  del  chemineux,  y  se  me  dijo  entonces  (no  hay 
lomo  como  el  de  la  etimología  para  soportar  carga) 
que  el  vocablo  tomaba  origen  en  el  hecho  de  que  los 
individuos  del  noble  gremio  así  denominado  dormían 
en  los  caños  enormes  que  obstnüan  entonces  nues- 
tras calles,  llamados  de  tormenta.  De  ahí  atorrante. 
Aunque  sin  forma  clásica,  esa  etimología  me  trajo  a 


PBOSA    LIGER.\  69 

la  memoria  la  que  da  el  maestro  Alejo  de  Tenegas, 
citado  por  CueiTO,  de  la  voz  alquiJ<ir. 

''Alquilar  se  compone  de  alius  qui  iÜam  hahefy  que 
es  otro  que  la  luibita^  con%"lene  a  saber,  la  casa  aje- 
na" (!). 

El  señor  Abeilie  es  más  científico;  pero  lo  que 
hay  que  admirar  má?,  es  la  agilidad  maravillosa  que 
despliega  para  extraer  del  verbo  latino  torrere,  que 
significa  secar,  tostar,  quemar,  incendiar,  inflamar, 
el  vocablo  atorrante,  el  que  se  lúel<iy  según  él,  porque 
Varro  emplea  el  verbo  citado  en  el  sentido  de  que- 
mar, hablando  del  frío.  Yo  consentiría  gustoso,  por- 
que estoy  curado  de  espanto  en  esa  material:  pero 
desearía  saber  cómo — y  poco  más  o  menos  cuándo — 
se  ha  colado  ese  torrere  en  nuestro  país,  y  por  qué 
causa  ha  hecho  su  evolución  tan  rápida,  pues,  lo 
repito,  y  apelo  a  la  memoria  de  todos  los  hombres  de 
mi  edad,  hace  veinte  años,  no  era  generalmente  co- 
noeida  la  palabra  "atorrante". 

Hubiera  deseado  que  el  señor  Abeille,  con  su  se- 
grura  información,  nos  hubiera  dicho  algo  sobre  el 
delicioso  guarango  de  nuestra  "idioma  nacional". 
r<up  ?i  viene  realmente  de  dos  palabras  quichuas  oue 
significan  varios  colores,  es  un  hallazgo  genial  del 
pueblo — y  d.el  odioso  macana,  que  no  se  acierta  a 
comprender  cómo  ha  venido  a  significar  disparaiej 
despropósito,  de  su  acepción  primitiva  y  aceptada, 
aun  en  España,  de  "arma  contundente  usada  por 
los  indios".  Y  llegando  a  las  profundidades  del 
"idioma  nacional  de  los  argentinos",  anda  por  ahí 
un  famoso  titeo,  muy  campante,  que  amenazando  de 
desalojo  al  castizo  hochinche,  ha  invadido  ya  los  do- 
minios de  la  hurla  y  de  la  broma,  sin  que  sepamos 
aún  qué  derechos  tiene,  semánticamente  hablando, 
r>ara  conducirse  así. 


70  MIGITEL   CAÑÉ 


III 


La  circunstancia  especial  de  ser  este  un  país  de 
inmigración,  hace  más  peligrosa  la  doctrina  que  in- 
forma el  libro  del  señor  Abeille  y  más  necesaria  sn 
categórica  condenación.  Sólo  los  países  de  buena  ha- 
bla tienen  buena  literatura  y  buena  literatura  signi- 
fica cultura,  progreso,  civili;sación.  Pretender  que  el 
idioma  futuro  de  esta  tierra,  si  admitimos  las  teorías 
del  señor  Abeille  y  salimos  de  las  rutas  gramatica- 
les del  castellano,  idioma  que  se  formará,  sobre  una 
base  de  español,  con  mucho  italiano,  un  poco  de  fran- 
cés, una  migaja  de  quichua,  una  narigada  de  guara- 
ní, amén  de  una  sintaxis  ioha,  tiene  un  grnn  por- 
venir, e:-;  lo  mismo  que  augurar  los  destinos  del  grie- 
go o  del  latín  a  la  jerga  c(uc  hablan  los  chinos  de  la 
costa  o  la  jerigonza  do  los  levantinos,  verdadero  vo- 
lapulv,  kíji  reglas,  creado  por  las  necesidades  del  co- 
mercio. Paréceme  que  si  el  señor  Abeille,  a  más  de 
tener  todo  el  cariño  que  muostra  por  esta  tierra  y 
que  creemos  sincero,  fuera  hijo  de  olla,  sentiría  en 
el  alma  algo  instintivo,  ((U;:  lo  rn(lorr7nri;:  '•!  r.r/,o- 
namiento  en  esta  materia. 

Y  ahora  me  voy  a  releer  la  muerte  de  Marco  Au- 
relio, de  Renán,  el  discui-so  sobre  la  nobleza  de  las 
armas,  de  Cervantes,  la  pintura  de  Inglaterra  al 
terminar  el  siglo  XVIT,  de  Macaulay  o  los  coros  del 
Adelghi,  de  Manzoni,  para  en  seguida  pedir  al  cielo 
conserve  en  nuestro  suelo  la  pureza  de  la  noble  len- 
gua que  hablamos,  a  fin  de  que  algún  día,  si  no  nos- 
otros, nuestros  hijos,  puedan  leer,  de  autores  nació 
nales,  páginas  como  aquellas. 

ISOO, 


Efi    LA  TiERRA 


Tucumana 

La  hacienda  del  ''Arrayán'^  dista  de  Tucumán 
poco  más  de  doce  leguas,  esto  es,  unas  buenas  diez 
horas  de  marcha.  Al  abandonar  el  valle  es  necesario 
acudir  a  la  muía  o  al  caballo  habituado  a  la  mon- 
taña. Así  se  asciende  lentamente,  se  cruzan  los  cua- 
dros más  bellos  que  pueden  contemplarse  en  suelo 
argentino;  cuadros  cuyo  aspecto  va  cambiando  de 
carácter  a  medida  que  los  caprichos  de  la  ruta  con- 
ducen a  una  garganta  de  la  que,  más  que  verse,  se 
adivina  el  fondo,  o  llevan  a  una  ciispide  desde  la 
cual  se  abarca  un  paisaje  dilatado.  Jamás  la  nieve 
cubrió  esos  montes,  vírgenes  del  helado  abrigo  bajo 
el  cual  se  cobija  la  tierra  en  los  duróos  climas  del 
Norte.  La  Naturaleza  desnuda,  siempre  alegre,  ^d- 
viendo  sin  cesar,  arroja  en  todas  las  formas  su  sa- 
via desbordante.  A  veces  cuando  el  sol  vibra  sobre 
ella  con  tal  intensidad  que  el  suelo  se  entreabre,  la  ac- 
ción generosa  de  los  bosques  que  cubren  los  cerros 
como  un  manto  real,  acumula  las  nubes  y  prepara 
la  lluvia,  que  empieza  en  largas  y  anchas  gotas,  se 
acelera,  se  enardece  con  el  estruendo  del  trueno,  se 
hace  frenética,  cae  a  torrentes,  amenaza,  va  a  he- 
rir.. .  y  se  disuelve  en  una  sonrisa  de  verano.  El 
que  no  conoce  esas  fantasías  del  trópico  no  puede 
darse  cuenta  de  la  vida  intensa  y  expresiva  de  la 
naturaleza ... 


74  MIOCTEL   CAITE 

El  "Arrayán",  propiedad  drí  don  Juan  aVndréa 
Segovia,  ocupaba  un  extenso  y  lujoso  valle  comple- 
tamente rodeado  por  colinas  de  poca  elevación  que 
lo  defendían  como  una  cadena  de  baluartes.  Bien 
patrimonial,  había  quedado  abandonado  hasta  1860, 
a  la  merced  de  todo  el  que  quería  llevar  allí  su 
rebaño  vaí^abundo.  Sólo  cuando  la  nacionalidad  se 
constituyó  y  que  la  paz  hizo  nacer  la  esperanza,  en 
ese  momento  diprno  de  estudio  en  nuestro  país,  cuan- 
do el  pueblo  arfrentino,  como  al  despertar  de  un 
larpo  su^ño,  empezó  a  palparse,  a  dan^e  cuenta  de  las 
necesidades  de  la  vida  y  a  estudiar  los  recursos  de 
nuestro  suelo  admirable,  sólo  entonces  Segovia,  uno 
de  los  precursores  en  su  provincia  do  la  implanta- 
ción de  la  industria  que  debía  hacer  su  riqueza, 
comprendió  el  inmenso  valor  del  *' Arrayán"  y  en- 
sayó un  pequeño  plantío  de  caña  de  azúcar.  Poco  a 
poco  el  campo  del  arado  se  extendió  y  la  tierra,  ató- 
nita de   rccil)ir  semilla  de  mano  del  hombre,  pozos?. 

de    la    aVOHtnr;)       rínili»'    í»Tíiilt'Ti{  n     o]     nr''s;írniu>    nni*»;]. 

raóhioso . 

Al  rancho  de  paja  sucedió  bien  pronto  una  habi- 
tación de  material,  que  cinco  años  más  tarde  cedió  el 
sitio  no  a  un  palacio,  sino  a  uno  de  aquellos  vastos 
y  cómodos  edificios,  sin  arte  ni  belleza,  pero  que  el 
instinto  del  hombre  más  ignorante  sabe  construir,  de 
acuerdo  con  las  exiírcncias  del  clima.  Sobre  una  pe- 
queña altura,  una  masa  cuadrada,  flanqueada  por 
anchos  corredores  y  en  el  centro  un  patio  enorme, 
cubierto  de  naranjales,  limoneros,  palmeras,  arraya- 
nes y  laureles  rosa. 

Del  mismo  modo,  el  viejo  trapiche  primitivo  había 
desaparecido  ante  la  enorme  maquinaria  moderna, 
esa  maravilla  de  mecánica  que  toma  el  verde  tronco 
de  la  caña  y  lanzando  el  jugo  que  le  extrae  a  su 
peregrinación  fantástica,   lo   transfomia  en  oro. 

El  ingenio  propiamente  dicho,  se  levantaba  a  tres- 


FB03A    LIQEBA 


/O 


cientos  metros  de  la  habitación  —  y  a  su  pie,  una 
pequeña  aldea  se  había  formado,  con  sus  cahitas 
limpias,  cuidadas,  rodeadas  de  árboles  y  flores,  mo- 
rada de  los  ingenieros  y  empleados  extranjeros  y  sus 
ranchos  casi  abiertos,  hogar  transitorio  del  criollo. 
En  el  centro,  una  pequeña  iglesia  levantaba  su  cam- 
panario blanco,  frente  a  la  escuela  modesta.  Los  dos 
edificios  parecían  mirarse  con  cariño  en  su  humildad 
recíproca ;  la  una  exigía  una  fe  serena  y  tranquila  y 
la  ciencia  que  en  la  otra  se  enseñaba  era  bien  tí- 
mida para  levantar  la  cabeza.  Los  peones  miraban 
con  envidia  a  sus  hijos  ir  a  la  escuela*"  y  pasaban 
larcras  horas  de  la  tarde,  al  concluir  las  faenas,  ha- 
ciéndose enseñar  los  insondables  misterios  del  alfa- 
beto por  los  niños  encantados  de  lucir  su  ciencia 
ante  sus  padres. 

Segovia  tenía  predilección  por  su  hacienda  del 
Arrayán;  no  sólo  era  la  base  principal  de  su  fortu- 
na, sino  que  encontraba  dulce  la  vida  allí,  rodeado 
de  su  familia  y  entregada  el  alma  a  esa  profunda 
satisfacción  moral  que  da  la  conciencia  de  ocupar 
útilmente  el  tiempo.  Parecía  que  al  descender  al 
valle,  todas  las  contrariedades  volaban  de  su  espíri- 
tu para  dar  lugar  a  un  contento  sereno  e  igual.  El 
día  de  su  llegada  era  caro ;  todos  los  necesitados,  to- 
dos los  que  se  habían  comido  anticipadamente  el  be- 
neficio de  la  estación,  todos  los  que  se  habían  ^ásto 
cortar  el  crédito  por  el  implacable  pulpero,  acudían 
a  él  y  rara  vez  volvían  descontentos.  Lo  que  le  ha- 
bía costado  más  implantar,  era  el  régimen  njoral.  A 
medida  que  su  hija  Clara  crecía,  Segovia  compren- 
día los  inconvenientes  de  aquel  estado  social  perfec- 
tamente primitivo,  en  el  que  las  teorías  más  avanza- 
das del  free  love  americano  habían  recibido  una  vi- 
gorosa aplicación  inconsciente.  Rara  era  la  pareja 
que  había  pasado  por  otro  altar  que  el  de  la  natura- 
leza antes  de  consumar  su  unión.   Segovia  constata- 


76  MIGUEL   CJLSt 

ba  que  los  resultados  podían  luchar  con  éxito  con 
las  productos  más  canónicos  de  las  sociedades  cultas 
y  que  esos  muchachos  rollizos  y  vigorosos,  concebi- 
dos al  azar  de  una  noche  de  verano,  bajo  un  cielo 
estrellado  y  la  callada  protección  de  un  naranjo 
dormido,  nada  tenían  que  envidiar  al  píllete  lívido 
de  las  ciudades,  venido  al  mundo  con  un  pertrecho 
completo  de  sacramentos  y  actos  oficiales.  En  tanto 
que  Clara  fué  pequeña,  Scprovia  sostuvo  impávido  su 
teoría  contra  los  enérgicos  asaltos  de  su  hermana, 
devota  combatiente,  y  los  más  flojos  de  su  mujer; 
pero  más  tarde  comprendió  que  debía  ceder  y  cedió. 
Fué  entonces  que  se  levantó  la  capilla  y  que  la  aldea 
del  Arrayán  presenció  respetuosa  la  entrada  solem- 
ne del  señor  don  Isidoro,  nombrado  capellán  del  es- 
tablecimiento y  enoarprado  de  poTier  un  poco  de  or- 
den en  aíjuel  pequeño  inundo  nue  hasta  entonces  ha- 
bía crecido  bajo  la  mirada  directa  del  Señor,  sin 
intervención   de  mi  santa  iglesia. 

Era  don  Isidoro  un  mocctón  {[o  veintiséis  o  vein- 
tiocho años,  bien  ])lantado,  alto,  robusto  y  hecho  a 
torno.  Visto  de  espaldas,  ])arocía  un  granadero  dis- 
frazado, un  hombre  de  acción  y  de  pasiones.  De 
frente,  el  problema  se  resolvía :  jamás  una  cara  más 
plácida,  dulce,  naturalmente  tranquila  y  alegre,  ha- 
bía reflejado  un  alma  más  alejada  de  las  concepcio- 
nes turbadoras  de  la  vida.  Inocente  a  veces  hasta  el 
exceso,  se  salvaba  siempre  no  sólo  de  las  dificultades, 
sino  del  ridículo  mismo,  por  su  bondad  profunda  y 
sana.  Ki'a  español;  muy  niño  vino  con  su  humilde 
familia  a  Buenos  Aires,  se  educó  en  el  seminario  y 
más  tardo  fué  familiar  de  un  prelado  que  le  tomó 
cariño,  le  dio  las  órdenes  y  trató  de  ayudarle.  Se- 
govia  le  conoció  en  uno  de  sus  viajes,  rió  un  poco  de 
su  inocencia,  le  intrigó  ese  rarísimo  fenómeno  de 
perfecta  pureza  y  concluyó  por  lavársele  a  Tucu- 
mán.  Al  mes  de  vida  íntima  le  trataba  con  afección 


PEOSA    LIGERA  77 

paternal;  pero  jamás  pudo  privarse  de  la  clásica 
broma  que  hacía  poner  rojo  a  don  Isidoro  y  que 
consistía  invariablemente  en  empezar  jDor  mirarle, 
analizar  sus  formas  atléticas,  suspirar  y  lanzar  su 
eterno  ''¡Qué  lástima!"  Don  Isidoro  se  ruborizaba, 
munnuraba  un  ' '  Señor  don  Juan  Andrés ! .  .  .  "  y 
sonreía  incómodo.  Lo  que  daba  lástima  a  Segovia 
era  el  desperdicio  de  un  liombrón  semejante,  que 
habría  hecho  tan  feliz  a  una  mujer  y  dado  tan  vi- 
gorosa prole. 

Lo  que  don  Isidoro  casó  y  bautizó  en  los  primeros 
tiempos,  no    está   escrito.   Al    principio    quiso    hacer 
una  amonestación  por  separado  a  cada  pareja ;  pero 
eran  tantas,  que  al  fin  resolvió  casar  de  10  a  12  a.  m. 
y  luego  proclamar  por  secciones  de  veinte.  Aunque 
don  Isidoro  tenía  su  casita  junto  a  la  capilla,  comía 
siempre  en   la  mesa    de   Segovia  durante    la  perma- 
nencia de  éste  en    la  hacienda.  A  más   de  él,  había 
dos  comensales    invariables:    el    ingeniero    principal, 
Mr.   Barclay,   un   americano    que  había   pasado  casi 
toda  su  vida    en  la  Habana  y  que    un  mal   azar  de 
fortuna  arrojó  al  Plata.   Tenía  50  años  sonados,  era 
silencioso,  trabajador    y  no   se    le  conocían  sino  dos 
pasiones :  la  música  y  Clara,  o  más  bien,  sólo  la  pri- 
mera, que  para  él  se  encarnaba  en  la  segunda.  Lue- 
go don  Benito  ^lorreón,  español,  maestro   de  prime- 
ras letras,  soltero,   de  cuarenta    años,  rubio,   descolo- 
rido, con  anteojos,  apasionado  por  la  filología,   pero 
sin  hablar  jota  do  francés,  ni   de  alemán,  ni  de   in- 
glés, ni  de  nada,  en  una  palabra,  aunque  hacía  diez 
años,   según  afirmaba,   que  se  había  entregado  al  es- 
tudio de  los    idiomas  eslavos,    para  empezar   por  lo 
más   difícil.   Su   sistema  consistía  en  llevar  un  libro 
enorme   en  el  que   copiaba,  jimto  a  la  voz  española, 
la  correspondiente  en  bohemio,   en  croata,  en  serbio, 
en  rutheno,  o  en  ruso,  echando  el  alma  en  la  trans- 
cripción de   los    caracteres  gráficos  de   cada    idioma, 


78  MiotJix  CAifá 

sin  avanzar  jamás  en  su  conocimiento.  El  sueño  de 
don  Benito  era  llegar  a  tener  discípulos  capaces  de 
comprender  el  curso  de  helio  ideal,  como  llamaba  a 
la  literatura,  curso  quo  pretendía  dar,  así  que  su 
pan  intelectual  hubiera  fortificado  el  espíritu  de  sus 
educandos.  Pero  éstos,  tan  pronto  como  sabían  leer, 
escribir  y  contar,  tomaban  el  machete  y  se  iban  a 
cortar  caña.  Don  Benito  presentaba  sus  quejas  a 
Segovia,  quien  le  demostraba  pacientemente  que  un 
peón  no  debe  jamás  tener  una  educación  superior  a 
su  posición  en  el  mundo.  Don  Benito  no  se  desani- 
maba y  esperaba  con  calma  la  explosión  de  un  genio 
entre  los  chinitos  descalzos  que  poblaban  su  escuela. 
Católico  ferviente,  ayudaba  invariablemente  la  misa 
de  don  Isidoro,  con  quien  mantenía  excelentes  rela- 
ciones. 

Luego  venía  Toribio,  el  hombre  de  confianza  de 
Segovia,  capataz  del  establecimiento  en  su  ausencia, 
pero  sin  jurisdicción  sobre  Barclay,  rey  y  señor  allá 
en  sus  máquinas.  Toribio  no  comía  en  la  mesa;  peón 
había  sido,  peón  había  quedado.  Decia  a  Clara  ''niña 
Clarita",  amansaba  él  mismo  los  caballos  destinados 
a  su  silla,  se  sacaba  el  sombrero  delante  de  don  Isi- 
doro o  don  Benito  y  trataba  a  los  peones  como  ami- 
gos, lo  que  no  impedía  que  de  tiempo  en  tiempo  de- 
moliera uno  o  dos  de  un  puñetazo.  La  hacienda, 
durante  las  faenas,  contaba  más  de  doscientos  hom- 
bres entre  los  cortadores  de  caña  y  los  adscriptos  a 
las  máquinas,  con  otras  tantas  mujeres  y  un  sinnú- 
mero de  chiquillos.  Manejar  todo  ese  mundo  no  era 
cosa  sencilla  y  se  necesitaba,  a  más  de  los  puños  de 
Toribio,  su  aureola  de  soldado  valeroso,  como  lo 
atestiguaban  las  medall^is  que  lucía  su  pecho,  en  las 
grandes  fiestas  de  iglesia. 

Como  Segovia,  su  mujer  y  Clara  amaban  la  ha- 
cienda. No  solo  encontraban  allí  una  vida  de  paz  y 
tranquilidad,  sino  también   aquel  secreto  halago  que 


PROSA    UGERA  79 

tan  profundamente  lian  de  haber  sentido  nuestros 
padres  y  que  para  nosotros  se  ha  desvanecido  por 
completo,  arrastrado  por  la  ola  del  cosmopolitismo 
democrático :  la  expresión  de  respeto  constante,  la 
veneración  de  ios  subalternos  como  a  seres  superio- 
res, colocados  por  una  ley  divina  e  inmutable  en  una 
escala  más  elevada,  algo  como  un  vestigio  vago  del 
viejo  y  manso  feudalismo  americano.  ¿Dónde,  dónde 
están  les  criados  viejos  y  fieles  que  entrevi  en  los 
primeros  años  en  la  casa  de  mis  padres?  ¿Dónde 
aquellos  esclavos  emancipados  que  nos  trataban  como 
a  pequeños  príncipes,  dónde  sus  liijos,  nacidos  hom- 
bres libres,  criados  a  nuestro  lado,  llevando  nuestro 
nombre  de  familia,  compañeros  de  juego  en  la  in- 
fancia, viendo  la  vida  recta  por  delante,  sin  más 
preocupación  que  serv^ir  bien  y  fielmente  ? . . .  El  mo- 
vimiento de  la,s  ideas,  la  influencia  de  las  ciudades, 
la  fluctuación  de  las  fortunas  y  la  desaparición  de 
los  viejos  y  sólidos  hogares,  ha  hecho  cambiar  todo 
eso.  Hoy  nos  sirve  un  sirviente  europeo  que  nos  ro- 
ba, que  se  viste  mejor  que  nosotros  y  que  recuerda 
su  calidad  de  hombre  libre  apenas  se  le  mira  con 
rigor.  Pero  en  las  pro^-incias  del  interior,  sobre  todo 
en  las  campañas,  quedan  aún  rastros  vigorosos  de  la 
vieja  vida  patriarcal  de  antaño,  no  tan  mala  como  se 
piensa. . . 

De  pie  con  el  sol,  Segovia  recorría  la  hacienda  a 
caballo,  vigilaba  el  corte,  charlaba  con  Toribio ;  rara 
vez,  al  volver,  dejaba  de  encontrar  a  Clara,  habi- 
tuada también  a  esos  paseos  matinales  deliciosos,  en 
los  que  el  aire  puro  de  los  campos  entra  a  raudales 
a  \ágorizar  los  pulmones.  Padre  e  hija  se  daban  los 
buenos  días,  buscaban  espacio  para  galopar  un  mo- 
mento y  volvían  contentos  y  pidiendo  a  voces  el  al- 
muerzo. Durante  el  día,  Clara  ponía  un  poco  de  or- 
den a  sus  numerosas  preocupaciones  de  caridad,  co- 
sía ropa  para  los  chiquillos,  visitaba  a  los  enfermos, 


80  MIGUEL   CAÑÉ 

celebraba  conferencias  con  don  Isidoro,  instándole 
para  que  se  armara  de  los  rayos  de  la  iglesia  contra 
el  peóii  Silvano,  que  bebía,  contra  Ruperto,  que  ha- 
bía estado  tres  días  ausente  sin  decir  nada  a  su 
mujer,  o  contra  Santiago,  que  no  enviaba  sus  hijos  a 
la  escuela.  El  momento  de  la  comida  era  la  hora 
grata  por  excelencia.  Parecía  increíble  que  la  mono- 
tonía de  aquella  vida  suministrara  tanto  tema  de 
conversación.  Un  observador  habría  podido  consta- 
tar que  cada  uno  de  los  interlocutores  decía  siempre 
la  misma  cosa;  pero  como  todos  se  encontraban  en 
igual  caso,  nadie  lo  notaba.  Cada  imo,  con  la  persi.s- 
tencia  tenaz  de  la  pasión,  pero  sin  salvar  los  límites 
de  las  conveniencias,  procuraba  llevar  la  conversa- 
ción al  terreno  grato  a  su  alma.  Don  Isidoro  hacía 
un  viaje  al  paraíso  cada  vez  que  CU^ra,  por  satisfa- 
cerle, recomenzaba  la  narración  de  su  recepción  en 
Roma  por  el  papa ;  Barclay  daba  giros  de  veinte  le- 
guas para  hacerle  repetir  sus  impresiones  en  laí< 
óperas  de  Wagucr  y  don  Beiiito  trabajaba  como  un 
benedictino  por  traer  a  colación  el  viaje  a  Rusia,  en 
el  que  encontraba  conexiones  con  su  estudio  favori- 
to. Clara  le  había  traído  gramática  y  diccionarios 
de  casi  todas  las  lenguas  eslavas ;  el  día  quo  los  re- 
cibió, don  Benito  sintió  un  nudo  en  la  garganta, 
rompió  a  llorar  y  estuvo  a  punto  de  caer  a  sus  pies. 
Desde  entonces  miraba  a  Clara  con  una  veneración 
profunda.  Después  de  comer,  Segovia  hacia  su  eter- 
na partida  de  bésigue  con  su  mujer,  ésta  asesorada» 
por  don  Isidoro  y  su  marido  por  el  maestro  de  escue- 
la. Barclay  ocupaba  su  sillón  no  lejos  del  piano  e 
inmóvil,  silencioso,  oía  con  recogimiento  a  Clara, 
asombrado  de  encontrar  bello  todo  lo  que  tocaba, 
sin  darse  cuenta  muchas  veces  de  que  Clara  tocaba 
precisamente  lo  que  él  encontraba  bello. 

Esa  noche,    la  alegría    general  producida    por  los 


PBOSA    LIGEBA  81 

huéspedes  queridos^    había     determinado    una  fiesta 
magna. 

Los  dos  amigos,   de  regreso  de  su  largo  paseo,  en 
contraron  en  el  corredor  sobre  el  que  daban  las  ven- 
tanas  del  salón,  tranquilamente  sentado,    al  capataz 
Toribio,  en  actitud  de  paxíiente  espera. 

— Hola,  amigo,  ¿qué  hace  por  aquí?,  dijo  Pepe. 

— Nada,  doctor;  la  niña  Clara  me  ha  dicho  que 
don  Benito  va  a  tocar  el  paine  y  he  venido  a  ver 
cómo  es. 

Todo  estaba  ya  organizado  en  la  sala  cuando  los 
dos  amiofos  entraron.  Clara  al  piano,  a  su  lado  su 
prima  María,  llesrada  esa  mañana  con  los  huéspedes; 
Barclay  en  posesión  de  su  sillón,  Sesovia,  la  señora 
y  el  cura  al  lado  de  la  mesa  de  bésierue,  pero  sin 
jugrar  —  y  en  la  pieza  contisi^ia,  sin  duda  don  Be- 
nito, poroue  se  oía  a  cada  instante  una  voz  que  de- 
cía ''¿Ya?",  como  si  se  tratara  de  hacer  partir  a  un 
tiempo  diez  caballos  o  de  disnarar  las  arma^  en  un 
duplo.  En  las  ventanas  que  daban  al  patio,  una  mul- 
titud de  cabezas,  cubiertas  de  pañuelos  de  colores, 
dejando  escapar  trenzas  de  cabello  negro  como  el 
ébano  y  cubriendo  fisonomías  sonrientes  e  ilumina- 
das por  ojos  llenos  de  vida.  Eran  las  chinitas  oue  se 
habían  a^rlomerado  para  oír  también  a  don  Benito 
tocar  el  paine,  invención  de  Clara,  a  falta  de  otro 
instrumento ;  todo  aauel  pequeño  mundo  estaba  al- 
borotado por  esa  prodigiosa  aplicación  de  tan  humil- 
de utensilio. 

— Es  la  primera  vez  que  el  público  hace  esperar 
a  los  artistas,  dijo  Clara.  Yamos,  coloqúense  ustedes 
bien   y  prepárense  a  gozar.    ¡Atención,  don   Benito! 

— ¡Ya!,  gritó  el  aludido  desde  la  región  ignota 
donde  procuraba  convertirse  en  eco  lastimero. 

— i  No,  hombre !  Oiga  bien  el  piano  y  entre  en  el 
acorde  que  le  hemas  indicado. 

— ¡Perdón!,  dijo  don  Benito,  asomando    la  cabeza 


82  MIGUEL   CAÑÉ 

por  la  puerta  del  cuarto  y  teuiendo  en  las  manos  el 
famoso  peine  en^oielto  en  papel  de  seda.  "¡Perdón! 
¿Pero  no  sería  posible  hacerme  saber  por  algún  me- 
dio visible,  cuál  es  el  acorde  indicado?  Hay  muchos 
que  se  parecen  y  me  puedo  confundir.  Además,  de 
donde  me  han   puesto  no  alcanzo  a  verlas  y. . . 

— ¿Pero  no  le  queda  el  oído?  Todos  los  eslavos  son 
músicos  de  nacimiento,  señor  Morreón,  y  ustod,  por 
simpatía,  debe  tener  oído. 

El  argumento  pareció  convencer  a  don  Benito,  que 
desapareció  asegurando  que  pescaría  el  acorde. 

Clara  dibujó  la  melodía  en  el  piano  y  María  em- 
pezó el  triste  recitativo  de  la  serenata  de  Bra^a  con 
6U  vocecita  débil  pero  afinada  V  simpática.  Todo  el 
mundo  había  hecho  silencio  y  el  público  menudo  de 
la  ventana  retenía  el  aliento  para  no  perder  una 
nota.  En  el  momento  oportuno,  justo  después  del 
acorde  indicado,  don  Benito,  puntual  bajo  la  excita- 
ción hecha  a  su  honor  panslavista,  rompió  denodada- 
mente el  fuego  con  bastante  pr(?cisión.  La  cosa  no 
era  muy  fácil,  porque  la  voz  llevaba  una  melodía  y 
el  piano  acompaíiaba,  mientras  don  Benito  debió  es- 
grimirse por  su  cuenta,  concurriendo  con  el  elemen- 
to principal  al  conjunto.  Había  empezado  bien;  pe- 
ro en  el  cambio  de  tono,  le  era  necesario  llegar  a  un 
sí  bemol  que  había  sido  uno  de  los  primeros  obstácu- 
los en  el  ensayo,  hasta  que  María  consiguió  hacer 
apretar  los  dientes  al  pedagogo  sobre  la  parte  unida 
del  peine  y  llegar  así,  por  un  esfuerzo  que  las  venas 
del  cuello  revelaban,  al  .n  bemol  deseado.  Don  Be- 
nito, todo  a  su  tarea,  apretó  con  tal  frenesí,  que  la 
nota  salió  vibrante,  no  muy  justa,  pero  potente  de 
sonoridad. 

— ¡Mira  el  paine!  —  exclamó  Toribio  sin  poderse 
contener,  con  medio  cuerpo  dentro  de  la  ventana. 

Todos  soltaron  la  carcajada,  María  la  primera,  que 
interrumpió  el  canto.  Toribio  se  puso  como  una  flor 


PBOSA    LIGEBA  83 

ele  amapola,  y  no  sabiendo  qué  hacer,  sonrió  humil- 
demente, mientras  don  Benito  asomaba  la  cabeza  con 
aire  agitado,  preguntando: 

— ¿Me  he  equivocado? 

— ^Al  contrario,  señor  Morreón;  merece  usted  un 
bravo,  dijo  la  señora.  Ha  sido  un  acceso  de  entusias- 
mo en  el  público. 

• — ¡Dg^  cacpo,  da  capo! — gritó  Pepe. 

La  serenata,  por  fin,  se  ejecutó  a  la  satisfacción 
general,  sobre  todo  del  maestro  de  escuela  que,  ago- 
biado por  las  felicitaciones  y  vislumbrando  un  por- 
venir de  gloria,  preguntó  a  María  muy  seriamente  si 
no  había  música  escrita  para  el  peine.  La  alegre 
criatura  le  aseguró  que  sí,  prometiéndole  hacer  venir 
la  partitura  de  una  ópera  de  Rubinstein,  transcripta 
para  ese  amable  instrumento. 

Luego  vino  el  esperado  dúo  de  don  Juan,  por  Ma- 
ría y  Barclay.  Barclay  conocía  la  música  y  allá  en 
sus  tiempos  debía  sin  duda  haber  cantado.  La  ver- 
dad es  que,  con  su  voz  sin  timbre,  pero  sumamente 
afinada,  supo  dar  al  '^la  ci  darem  la  mano"  una  ex- 
presión tan  característica  y  personal,  que  Carlos  lo 
miró  asombrado.  Algo  le  revelaba  que  en  aquel  co- 
razón silencioso  y  solitario  pa.sabau  cosas  que  la  cal- 
ma aparente  de  la-  vida  no  dejaba  ver.  La  música 
es  el  lenguaje  universal  de  tocio  lo  que  siente  y  su- 
fre; ella  sola  puede  traducir  con  la  vaguedad  nece- 
saria para  no  profanarlos,  los  sentimientos  más  ocul- 
tos y  profundos  que  se  mueven  en  el  fondo  del  alma 
humana.  Además,  Mozart  tiene  este  rasgo  caracterís- 
tico, que  la  excelencia  de  su  intei'pretación  no  depen- 
de exclusivamente  del  arte_,  sino  de  la  inteligencia. 
A  un  artista  sin  talento  se  le  puede  enseñar  bien 
una  ópera  cualquiera,  siempre  que  tenga  voz  y  sepa 
usarla.  Eso  no  basta  para  Mozart,  o  mejor  dicho, 
Mozart,  el  único,  puede  pasarse  de  esos  elementos. 
Fuera  de  Faure,  a  nadie  he  oído  la  serenata  de  don 


84  MIGUEL   CAÑÉ 

Juan  como  a  un  hombre  de  miuido,  casi  sin  voz,  qae 
la  mui-muraba  de  una  manera  cJJíquisita  para  las  ocho 
o  diez  persona.s  que  rodeaban  el  piano.  . . 

Así  corrían  las  noches  en  la  alegría,  como  los  días 
en  la  serenidad. 


La  primera  de  "Don  Juan"  en  Buenos  ñires 

Después  de  un  largo  eclipse,  nunca  completo, 
pues  tras  la«  penumbra  brilla  siempre  la  tenue  luz 
que  muchos  recordaban  como  una  fuente  deliciosa 
de  vida  y  armonía,  reaparece  en  el  cielo  el  astro  so- 
berano en  su  calma  serena  y  transparente. 

¿De  dónde  viene  el  engouement  actual  por  Mo- 
zart?  En  primer  lugar,  de  la  pobreza  de  la  produc- 
ción contemporánea  y  luego  por  su  eterna  belleza. 
Mozart  no  será  olvidado  jamás,  y  mientras  la  raza 
humana  persista,  continuará  fascinándola.  En  re- 
sumidas cuentas,  Mozart,  Beethoven,  Wagner.  Todo 
lo  demás  son  poetae  minores,  muy  apreciables,  pero 
que  al  lado  del  trío  majestuoso,  gravitan  como  par- 
tículas siderales  innominadas. 

Pero  a  mis  ojos,  Mozart  se  mantiene,  persiste  y 
triunfa,,  precisamente  por  la  ausencia  de  algunos 
de  los  caracteres  que  le  han  sido  generalmente  atri- 
buidos por  la  mayor  parte  de  los  escritores  —  y  son 
legión  —  que  de  él  se  han  ocupado.  Todos  sabéis 
que  hasta  hace  diez  o  doce  años,  para  el  ^Tilgo, 
música  alemana  era  sinónima  de  obscuridad,  de  im- 
penetrable profundidad,  de  ciencia  abstrusa  reser- 
vada únicamente  a  los  iniciados,  destinada  a  no  ser 
comprendida  jamás  por  el  buen  grueso  público,  a 
quien  gusta  salir  del  teatro  tarareando  los  motivos 
de  la  ópera  que  acaba  de  oír.  Recuerdo  que  en  uno 
de  los  novelones  de  Pérez  Escrieh,    ese  ilustre  pre- 


35  MIGUEL   CANÍ: 

decesor  de  Onhet,  que  hizo  la  delicia  de  nuestra  in- 
fancia, dos  personajes  conversan  al  salir  del  Real 
de  Madrid,  antes  de  ir  al  Café  Fornos^  que  para 
Escrich  era  el  summum  de  la  elegancia.  Han  oído. . . 
el  Fausto,  de  Gounod,  y  uno  de  ellos,  dilettante  apa- 
sionado y  con  autoridad  en  la  materia,  declara  que  el 
arte  musical  morirá  a  manos  de  esos  armonistas  mal- 
decidos, que  desprecian  la  melodía  y  les  da  por  hacer 
música  sabia  e  incomprensible.  Y  se  trataba  del 
Fausto! 

Así,  ¡  cuánto  se  ha  dicho  de  Mozart,  de  la  profun 
didad  de  su  concepción,  de  lo  intrincado  de  su  ma- 
nera y  de  la  preparación  especial  que  se  requiere 
para  entenderlo!  Y,  sin  embar^'o,  es  el  mayor  por- 
tento de  claridad,  de  nitidez  .cristalina  que  la  his- 
toria del  arte  registra.  Poro  a  su  maravillosa  facili- 
dad, al  espontáneo  torrente  de  melodía  que  brota 
de  su  cerebro,  se  unen  dos  condiciones  tan  raras, 
que  han  hecho  de  él  el  tínico  y  el  inimitable :  su 
instinto  dramático,  en  primer  lugar,  que  le  permite, 
con  sin  ií^ual  soltura,  traducir  la  situación,  y  en 
segundo,  la  elegancia,  la  distinción  suprema  de  su 
melodía.  Se  le  acusaba  de  haber  i)uesto  la  estatua 
en  la  orquesla  y  el  pedestal  en  la  escena.  Es  que  fuó 
de  los  primeros  en  comprender  que  una  batalla 
debe  darse  con  todas  las  fuerzas  de  que  se  dispone 
y  utilizó  los  pocos  instrumentos  con  que  <:ontaba, 
fundiéndolos  con  las  voces,  abriendo  así  esa  vía 
luminosa  que  Wagner  debía  recorrer  triunfalmente 
hasta  agotarla. 

Es  esa  la  maravilla  del  Don  Juan;  el  drama  está 
'ii  la  música  más  que  en  la  palabra  y  pienso  que 
hasta  sin  el  juego  escénico,  se  necesita  ser  muy  lego 
en  la  materia  para  no  sentir  y  comprender  la  inten- 
ción de  la  frase  musical  y  no  adivinar,  tras  las  me- 
lodías que  Mozart  hace  cantar  a  su  héroe,  el  alma 
voluptuosa,  lif-^ei'a  y  escéptica  del  seductor... 


PBOSA    UGEIÍA  87 

¡Pobre  Don  Juan!  No  hay  cuaderno  de  pequeñas 
melodías  para  el  primer  año  de  piano,  que  no  con- 
t-enga,  transcriptas  con  una  ingenuidad  de  deletreo, 
el  ^'la  cí  darem  la  mano",  el  ''Delí!  vieni  a  lu  fines- 
tra'\  el  minuet  ^'signore  masáiere"  y  el  i-^ndó  de 
Zerlina.  Lo  mismo  pasa  con  Virgilio :  nos  lo  hacen 
dnnoner  en  la  infancia,  l-e  tomamos  horror  y  no  lo 
volvemos  a  abrir  en  la  vida,  sin  darnos  cuenta  que 
el  magnífico  poema,  leído  sin  obligación,  es  una  de/ 
las  fuentes  más  puras  en  la  que  el  espíritu  humaoto 
pu-ede  encontrar  la  belleza. 

Y  a  propósito  de  Don  Juan,  se  agolpan  a  mi  me- 
moria recuerdos  lejanos  que  me  es  grato  saludar, 
como  a  una  evocación  de  muchos  seres  queridos  que 
reposan  para  siempi'^e. 

Hace  veinticinco  años  o  más,  Ferrari  (1),  esa  co- 
lumna lírico-argentina,  sin  sospechar  aún  los  altos 
destinos  a  que  su  estrella  le  llamaba,  había  saltado, 
con  más  audacia  que  capital,  del  modesto  salón  de 
la  Soci-edad  Filarmónica  que  había  fundado,  al  esce- 
nario del  Colón.  Lo  que  había  detenninado  de  voca- 
ciones musicales  esa  Sociedad  Filarmónica,  no  es 
decible.  Como  todas  las  coristas  eran  niñas  de  las 
principales  familias  de  Buenos  Aii-^s,  los  coristas, 
naturalmente,  se  reclutaban  entre  la  flor  de  la  ju- 
ventud porteña.  Se  cantaban,  en  los  conciertos,  piezas 
concertadas  o.  como  d-ecían  los  pocos  técnicos  aficio- 
nados, tuttis. 

Pero  había  un  antagonismo  de  criterio  respecto  a 
la  colocación,  entre  Ferrari  y  sus  artistas.  El  maestro 
quería  que  los  tenores  se  colocaran  detrás  de  las  so- 
pranos, los  barítonos  de  las  mezzo  y  los  bajos  de  las 
contraltos.    Tenía,    es  cierto,  la  «conciencia  ancha  y 


(1)      Aun    vivía    el    buen    maestro    cuando     fueron      escritas     esíí.3 
lineas. 


83  MIGUEL  ca:?íé 

cuando  se  lo  pedía  con  buen  modo,  al^n  tenor  ena- 
morado, conseguía  que  declarara  soprano,  a  una  mo- 
desta aficionada  que  trepaba  a  duras  penas  tres 
escalones.  Así,  recuerdo  que  un  día  apareció  en  los 
salones  del  Colii>eo,  para  un  ensayo,  un  ex  alférez 
**  largo,  lampiño  y  un  poco  dcsí^oznndo"  (1),  me 
pidió  que  lo  presentara  a  F-errari,  porque  quería 
tomar  parte  en  el  coro.  —  ¿Que  voce  al  —  No  sé.  — 
AUora,  ¿come  si  fa?  —  f^spérate.  Consulté  al  amigo, 
quien,  después  de  avcrip[uar  que  una  moroehita  que 
le  interesaba  era  soprano,  se  declaró  tenor.  Ferrari, 
un  poco»  desconfia  do,  debo  declararlo,  le  colocó  detrás 
de  la  8opranito  codiciada.  El  ensayo  empezó;  se  tra- 
taba nada  menos  que  del  final  del  tercer  acto  de  la 
Traviata. 

Astengo,  un  corredor  de  seguros  que  le  jugaba 
mÚBica  para  colocar  pólizas,  hacía  de  Alfredo,  mien- 
tras una  niña  rubia,  simpática,  con  una  voz  deliciosa 
y  verdadero  talento  ailLstico  (2),  tenía  el  papel  de 
Violetta.  Nosotros,  el  coro,  los  señores  y  damas  sin 
importancia,  repetíamos  hasta  el  cansancio  una  sola 
frase:  Qiuuita  pena  fa  al  cor!  Pero  había  (^ue  colo- 
carla a  tiempo,  por  lo  menos.  Esa  pena  i)rofunda  que 
sentíamos  por  la  deíjgracia  de  la  Traviata,  debíamos 
exjjrcsarla  oportunamente.  Pero  apenas  ésta  había 
lanzado  su  Alfredo,  Alfredo!,  mi  amigo,  aprovechan- 
do el  momento  en  (lue  Violetta  toma})a  aliento  para 
añadir:  di  questo  core,  etc.,  lanzó  un  guanta  peiia  fa 
al  cor,  tan  extemporánr^o,  tan  anacrónico,  que  Ferrari 
se  sintió  mal,  dio  un  batutazo  formidable,  y  dirigién- 
dose a  mí,  que  baritoneaba  en  un  rincón,  rugió  agi- 
tando los  brazos:  ma  fa  tacere  qxvcsto  pero!  En  aquella 
época,  Ferrari  no  podía  decir  perro.  La  escena  con- 


(1)  Agí  se  ha   dibujado   él  mismo,   Trtinla  años  lUsttuiM,  «a  la   de- 
litic?»   pííitiij.'\   que  Wvxw   este  tttxüo   y   que  publicó   La,   Biblioteca. 

(2)  La    ■eQori:a    üeooveva    AiLad^o. 


PROSA    LIGERA  89 

cluyó  por  una  transacción:  mi  amigo  continuaría 
siendo  tenor,  pero  sin  cantar,  tenor  seco,  como  le 
llamábamos. 

Cuando  Ferrari  tomó  la  dirección  del  Colón,  no 
le  dejábamos  ^dvir,  pidiéndole  que  abandonara  el  vie- 
jo repertorio  italiano  y  nos  hiciera  conocer  a  Mozart, 
a  Weber  y  Meyerbeer,  Lo  primero  que  conseguimos 
de  este  último,  fué  Roberto  el  Diablo;  la  impresión 
fué  colosal  y  el  éxito  lucrativo  para  Ferrari.  El  oía 
un  poco  entonces  esa  nu-eva  música  con  un  airecito 
escéptico  y  creo  que  aún  hoy,  en  el  fondo,  sus  gustos 
son  los  de  su  juventud.  Pero,  en  fin,  nuestro  consejo 
había  sido  buenOj  le  ayudábamos  cuanto  nos  -era  posi- 
ble en  la  prensa,  en  la  propaganda  social  y  en  aque- 
llas agarradas  musicales  del. Club  del  Progreso,  que 
ihacían  poner  furioso  al  pobre  don  Juan  Can-anza, 
en  su  eterno  bézigue  con  Adolfo  Alsina,  su  víctima 
ordinaria. 

Teníamos  entrada  franca  entre  telones  y  ayudába- 
mos a  bien  morir  a  Lebni,  en  el  Bailo  m  rtuiscJiera, 
bajo  el  disfraz  del  último  acto.  Recuerdo  qu-e  Adrián 
Arana  quería  salir  una  noche,  de  casco  y  barba 
postiza,  con  una  escopeta  de  dos  tiros,  a  cazar  hugo- 
notes en  el  último  acto  de  la  ópera  de  M-ej-erbeer, 
que  ahora  se  suprime  siempre  y  que  tiene  un  hermo- 
sísimo terceto.  Era  íntimo  amigo  de  un  corista  que 
se  colocaba  al  lado  de  la  avant-scéne  en  qué'  estaba 
Adrián  y  cantaba  sólo  para  éste,  que  le  aplaudía  con 
frenesí,  en  la  esperanza,  según  decía,  de  presenciar 
alguna  vez  el  estallido  de  la  vena  yugular  que,  allá 
por  el  sí  bemol,  tomaba  proporciones  de  cable  en  el 
pescuezo  del  corista...  ¡Esa  avant-scéne!  Eugenio 
Cambaceres,  con  el  atractivo  de  su  talento,  de  su 
gusto  artístico,  de  su  -exquisita  cultura,  de  su  for- 
tuna, de  su  aspecto  físico,  pues  todo  lo  tenía  ese 
hombre  que  parecía  haber  nacido  bajo  la  protección 
de   un   hada   bienhechora,   era   el   j-efe  iaeontestado. 


00  MIGUEL  ca:íé 

Lue^o  venía  Pairoclo,  el  insigne  Patroclo,  senador 
por  Jujuy,  s'Ü  voiis  plait,  chiquito,  tieso,  duro,  malí- 
niino,  que  no  podía  vivir  sino  entre  nosotros.  En  se- 
guida, leaza,  el  gallego  Icaza,  flaco,  t^nue,  impalpa- 
ble, exuberante,  lleno  de  (grandes  designios,  siempre 
irrealizados,  el  músico  técnico  de  la  compañía,  anun- 
ciando eternam-entc  un  trabajo,  alí^una  crítica  de 
arte,  en  la  que  pondría  las  peras  a  cuarto  y  cantaría 
las  verdades  al  hijo  del  sol,  pero  que  nunca  velamos. 
De  los  vivos,  ¿a  (¿ué  hablar?  Viejos  magistrados  unos, 
fruits  rotes  otros,  buenos  padres  de  familia  los  más, 
todos  vamos  siguiendo,  con  semblanza  de  conciencia, 
esta  cómica  ruta  cuyo  final  no  está  lejos. .  . 

Pero  vuelvo  a  mi  Don  Juan,  y  si  en  el  camino  me 
cxíravío  por  momentos,,  mirad  esos  zig-zags  con  in- 
dulgencia, porque  rae  traen  recuerdos  de  la  única 
época  realmente  feliz  de  la  vida...  Habíamos,  por 
fin,  lesuelto  a  Ferrari  a  poner  en  escena  la  anhelada 
ópera,  aprovechando  la  contrata  de  no  sé  qué  barí- 
tono italiano  que  cantaba  bien  y  traía  trajes  pasables. 
Ferrari  se  había  defendido  con  energía.  ¿Ma  come 
si  fa?  ¡Cinvuauta  niíUe  pezzi  de  decorazionc!  (de  los 
chicos,  de  entonces,  pero  que  se  estaban  quietos,  sin 
subir  ni  bajar) .  Si  e  un  fiasco,  ¿come  s-i  faf  Para 
destruir  esa  poderosa  argumentación  empleamos  todos 
los  recursos  imaginables,  y  Ferrari,  que  al  fin  y  al 
cabo  es  el  hombre  que  nos  ha  hecho  conocer  el  teatro 
lírico  casi  entero,  cedió  a  nuestra  instancia,  los  ensa- 
yos comenzaron  y  nos  pusimos  en  campaña.  Se  trata- 
ba, como  era  natural,  de  hacer  conocer  la  obra  de 
Mozart,  en  un  artículo  magistral,  que  arrebatara  los 
sufragios  del  público  y  que  llenara,  desde  la  primera 
noche,  la  vasta  sala  del  Colón,  tan  llorada  por  todos 
los  que  a  ella  teníamos  vinculada  nuestra  juventud  y 
nuestra  alegría.  ¿Quién  había  de  ser  el  designado 
para  llevar  a  cabo  la  magna  obra?  Icaza,  natural- 
mente, como  en  el  grupo  de  Pickwick,  todo  lo  que  so 


PROSA    LIQEBA  91 

referia  al  amor  tenía  su  representante  titular.  Con 
tres  meses  de  anticipación,  Icaza  acometió  la  empre- 
sa. Pasaba  tres  o  cuatro  horas  encerrado,  producía 
uno  o  dos  párrafos,  los  cepillaba,  los  limaba,  les  metía 
unas  puntitas,  que  él  llamaba  horadadoras,  y  cuando 
le  preguntábamos,  con  cierta  reserva  y  misterio:  "Y 
aquéllo,  ¿anda?",  nos  contestaba,  más  que  con  la 
palabra,  con  la  expresión,  porque  más  que  cara,  tenía 
fisonomía:  "Tente  tieso  y  ello  será".  Vivía  en  su 
artículo  y  hasta  había  cesado  de  hablar  de  una  mo- 
rena, más  fea  que  una  crisis,  que  le  tenía  sorbido  el 
seso.  Por  .fin,  a  los  tres  meses,  llegó  una  noche  al 
teatro,  con  aspecto  fatigado,  pero  radiante,  colgó  su 
sombrero,  y  en  su  lenguaje  apocalíptico  no  dija  sino 
estas  palabras:  "Abur  y  la  de  vamonos!"  Eso  sig- 
nificaba, claro  como  el  cristal  de  roca  para  nosotros, 
que  había  terminado  su  artículo  sobre  Don  Juan.  No 
hubo  medio  de  que  nos  lo  leyera;  ruegos,  amenazas 
de  pisotón  (lo  que  más  temía  físicamente  en  el  mun- 
do), todo  fué  inútil. 

Sin  vacilación,  todos  resolvimos  que  el  articulo  se 
publicaría  en  la  Tribuna.  La  Tribuna  era  el  diario 
a  la  moda,  el  único,  el  indispensable.  Cortado  y  diri- 
gido, instintiva  e  inconscientemente,  en  el  sentido  de 
las  preocupaciones  porteñas,  tenía  una  autoridad  ab- 
surda, pero  incontestable,  y  ha  sido  necesario  todo 
el  talento  comercial  de  los  Várela,  para  haber  dejado 
agotar  esa  fuente  de  fortuna.  Lo  dirigía  entonces, 
como  un  jinete,  con  espuelas  y  sin  riendas,  piiede 
dirigir  un  caballo,  Héctor  Várela,  que  acababa  de  lle- 
gar de  Europa  con  la  aureola  del  discui-so  de  Ginebra 
que  no  había  pronunciado.  Para  él,  artículos  de 
fondo,  inforaiación  política  y  financiera,  todo  eso 
era  secundario;  toda  su  atención  se  concentraba  en 
dos  folletines  que  aparecían  diariamente,  algo  como 
unos  Misterios  del  Paraguay,  con  Madama  L5^lch  por 
protagonista,  y  las  Cosas,  de  Orion,  que  él  redactaba 


92  MIGUEL   CAÑÉ 

bajo  ese  pseudónimo.  La  novela  ofrecía  pocas  difi- 
cultades ;  Héctor  había  escrito  los  dos  o  tres  primeros 
folletines  y  una  buena  mañana  se  había  cansado ; 
como  el  regente  (¡oh  vasto,  redondo  y  solemne  don 
Saturnino  Córdoba,  te  saludo  al  pasar!)  le  pidiera 
materiales,  tomó  la  primer  novela  que  le  cayó  a  mano, 
la  abrió  al  azar,  encoiitró  un  diálog-o,  le  metió  tijera 
y  lo  entregó  a  la  composición.  Los  lectores  (tenía 
y  muchos)  se  agarraban  la  cabeza,  no  entendían  una 
palabra,  pero  esperaban  pacientes  que  aquéllo  se 
aclarana  más  tarde.  Esa  publicación,  en  esa  forma, 
duró  meses  enteros,  y  lo  que  es  más  colosal,  el  primer 
tomo  apareció,  se  vendió  y  debe  aún  adornar  alguna 
biblioteca. 

En  cuanto  a  las  ''Cosas",  allí  cabía  cuanto  Dios 
crió.  Virutinjis,  felpas,  reclamo.s,  bombos,  anuncios, 
sablazos,  disimulados  o  no,  transcripciones,  cuentos, 
anécdotíu^,  versos,  cuanto  es  posible  imaginar,  todo 
bajo  la  firma  de  Orion. 

Nuestro  buen  Icaza  puso  en  limpio  su  artículo  ma- 
tristral,  en  buen  papel,  tinta  negra  y  letra  clara  y  se 
lo  llevó  solemnemente  a  Héctor,  <iue  entendía  de  mú- 
sica como  de  cual([uier  otra  noción  racional.  Estí;  se 
lo  recibió,  agradeció  al  compadre  Icaza  (todo  el  mun- 
do era  compadre  de  Héctor,  no  sé  por  qué)  su  valiosa 
colaboración  y  le  pidió  que  esa  misma  noclie  fuera  a 
corregir  las  pruebas.  Icaza  no  faltó  por  cierto,  espul- 
gó su  prosa,  teniendo  por  oidor  al  ñato  Montes  de 
Oca,  de  todos  los  errores  de  caja,  y  luego  se  nos 
presentó  en  el  teatro,  más  misterioso  que  nunca. 
"Mañana  y  a  callar!",  nos  dijo.  Preparamos  el  alma 
a  las  grandes  emociones,  advertimos  a  Ferrari,  nos 
fuimos  al  Club,  en  donde,  de  mesa  en  mesa,  propala- 
mos la  buena  nueva  y  a  la  mañana  siguiente,  nos 
despertamos  al  alba  para  pedir  la  Trihunu.  En  vano 
la  recon-íamos  desde  la  eruz  a  la  fecha:  ni  sombra 
del  artículo   de  Icaza!  Por   íin,  se  me  ocurre   echar 


PBOSA    LIGEBA  93 

una  mirada  sobre  las  ' '  Cosas ' '  de  Orion .  Lo  primero 
que  leo  es  lo  siguiente  :  ' '  El  buen  gringo,  mi  compadre 
Ferrari,  va  a  dar  el  Don  Juan,  de  Mozart,  ese  alemán* 
de  rechupete,  en  el  teatro  Colón".  En  seguida,  sin 
título  ninguno,  como  consecuencia  de  esa  frase  tras- 
cendental, el  artículo  de  Icaza,  menos  la  firma.  Al 
final,  este  parrafito,  dedicado  a  Ferrari  o  a  Mozart, 
el  texto  es  confuso:  ''¡Ali,  gringo  lindo!"  Luego  la 
firma:  Orion. 

Me  vestí  de  prisa  y  corrí  a  casa  de  Icaza;  un  sir- 
viente gallego  me  recibió,  trastornado :  ' '  El  señorito 
me  pidió  los  diarios  a  las  7,  en  seguida  le  dio  un  ata- 
que y  ahí  está  sin  sentido ;  le  han  puesto  ventosas ! ' ' 

1897. 


En  el  fondo  del  río  ^^^ 

El  último  día  de  cuarentena  tocaba  a  su  término. 
Había  a  bordo  un  bullicio  insólito .  El  piano,  golpea- 
do con  más  rigor  que  en  las  melancólicas  noches  de 
la  última  semana,  exhalaba  sus  quejidos  ásperos  con 
tal  buena  voluntad,  que  se  creía  adivinara  próximo 
el  momento  del  reposo.  Se  había  instalado  mi  nueve 
animadísimo  en  una  de  las  mesas  del  comedor  y  los 
maltratadas  en  la  travesía  trataban  de  rehacerse,  ten- 
tando la  suerte  del  viltimo  día,  postrera  esperanza, 
engañosa  como  todas.  Un  coro  de  señoras,  un  tanto 
enrojecidas  poi^  la  labor  interna  de  la  digestión,  ro- 
deaban el  piano,  donde  una  escuálida  criatura  de 
veinte  años  batía  las  teclas  sin  piedad,  mientras  su 
hermana  o  algo  así,  soñaba  en  voz  alta,  más  o  menos 
afinada,  con  bosques  sombríos,  claros  de  luna,  citas 
de  amor  y  mal  de  ausencia.  Los  corchos  de  cer^-eza 
y  limonada  gaseosa,  con  su  falso  ruido  de  champag- 
ne, saltaban  a  cada  instante.  Los  sirvientes,  al  pasar, 
solían  poner  la  mano  en  el  hombro  a  algunos  pasa- 


(1)  Este  fragmento,  así  como  los  dos  titulados  De  cepa  criolla,  y 
A  las  cuchillas,  formaba  parte  de  un  estudio  de  nuestra  sociabilidad 
en  aquel  momento,  que  empecé  a  escribir  en  1884.  Ese  trabajo  ha  que_ 
dado  definitivamente  sin  concluir  porque  esas  cosas,  cuando  no  se 
publican  de  primera  intención,  dan  más  trabajo  para  corregirlas,  que 
para  escribirlas  de  nuevo.  Si  publico  aquí  esos  fragmentos,  es  porque 
pueden  leerse  sin  que  choque  su  incoherencia,  refiriéndose  cada  uno 
a  un  cuadro  o  a  un  asunto  particular. 


06  iUQUEL   CAÑÉ 

jeros  y  les  deseaban,  con  nn  aire  de  superioridad 
incontestable,  buena  suerte  en  el  piquet   (1). 

Arriba,  sobre  el  puente,  la  luna,  el  espacio  tran- 
quilo, el  Plata  dormido,  meciendo  sus  olas  pequeña?: 
y  numerosas,  que  se  extin gruían  sin  rumor  contra  los 
flancos  del  navio.  A  lo  le.ios,  al  frente,  en  el  confín 
del  horizonte,  una  faja  rojiza  tenue,  como  el  resplan- 
dor loiano  de  un  incendio,  visto  a  través  de  una 
atmósfera  carprada  de  vapores  leves.  A  la  doreeha, 
también  distantes,  los  faros  do  las  costas  y  la  imper- 
ceptible raya  nocrra  nue  el  espíritu  adivinaba  máí5 
de  lo  nue  los  ojos  voian .  En  medio  dol  río.  va'^to 
como  un  mar,  multitud  de  lupe«:  nue  ofipílabnn  len- 
tamente on  lo  alto  de  Ins  mástiles.  De  tiemno  on 
tiompo  o]  oon  iri^fo  do  un''  onmnnna  nno  dnb?^  l«s 
horas,  como  si  rcpordaran  al  i^ven  oue  soñnba  sobre  ol 
puente  nue  aun  en  el  seno  dé  esa  paz  silenciasa.  la 
"\nda  corría  v   las  tristezas  oon  oilq 

"Fl^fpbn  «:olo  on  pnbí«rtn  t'^nrlído  «^ob^-o  nn  bnupo  ol 
bra^o  apovado  sobro  la  baranda  v  la  oabora  so<vtonida 
on  la  mano.  Tja  luna  bañaba  do  Hopo  su  rostro  de 
facciones  ro<Tulares.  jovon  ^nn.  poro  fa+i^rado.  Miraba 
al  n«!tro  volarlo  ñor  la  niobln  liorora  con  1a  persi<;ton- 
cia  do  lo«?  cofiadores  v  la  varra  oTprosión  ño'  sus;  ojos 
anupoiaba  nuo  su  alma  recorría  el  nadado. 

Las  boras  corrían  as;í.  lonta<:  e  lorualos.  Kn  el  co- 
medor so  babía  boobo  el  silonoio:  a  POPa.  un  otupo 
cine  hablaba  on  voz  baja,  sólo  revolaba  su  prosonoia 
por  el  intermitente  resplandor  rln  loc?  oicarro^:. 

Varias  veces  va  un  hombre  había  apareoido  en  lo 
alto  de  la  escalera  nuo  daba  al  puonte  v  Inooro  de 
mirar  con  interés  cariñoso  al  joven  inmóvil  había 
descendido.  Al  fin,  en  una  de  sus  últimas  subidas,  se 
acercó  suavemente  con  un  plaid  en  el  brazo  y  lo  ten- 


(])      Debe    recordara©    que    en    los    vapores    franceses     (Ifríio^rríc» 
Maritimee),   los   pasajeros   de    1.*  y   2. a   claacB,   vinjan    confundidotf. 


PROSA    LIGEÍÍA  97 

dio  al  joven,  diciéndole  en  francés  con  res$)etuoso 
acento : 

— La  humedad  de  la  noche  puede  hacerla  mal,  se- 
ñor. He  traído  este  abrigo,  por  si  el  señor  piensa  no 
recogerse  todavía. 

— Gracias.  No  descenderé  aún;  no  podría  dormir. 
Tráigame  un  poco  de  cognac  con  agua  y  cigarros. 

El  criado  reapareció  un  momiento  después,  el  joven 
encendió  un  tabaco,  se  envolvió  en  la  manta  y  quedó 
mirando  con  una  expresión  de  cariñosa  tristeza  a  su 
servidor . 

— Mañana    concluye  la  cuarentena,  Pedro. 

Pedro  se  inclinó. 

— Y  empiezan  los  días  amargos  de  que  le  he  ha- 
blado, añadió  el  joven  sonriendo. 

— Yo  estoy  bien  en  todas  partes  donde  el  señor 
quiera  tenerme  consigo. 

— Sí,  pero  usted  no  conoce  la  vida  do  nuestros 
campos,  sobre  todo  a  donde  vamos.  Es  el  desierto, 
la  soledad  y  el  silencio  constantes.  Tendrá  usted 
poco  o  nada  que  hacer  allí  y  el  fastidio  puede  engen- 
drar la  nostalgia.  Le  repito,  pues,  mis  palabras  de 
París:  no  hay  compromiso  ninguno  entre  nosotros. 
En  el  momento  en  que  lo  desee,  regresará  usted  a 
Europa  o  se  instalará  en  Buenos  Aires,  a  su  elección . 

— El  señor  es  siempre  bondadoso  conmigo ;  sólo  le 
pido  que  me  lleve  consigo  donde  vaya  y  que  me 
acepte  a  su  lado  mientras  mis  servicios  le  sean  útiles. 

— Bien,  bien;  tenemos  tiempo  de  hablar.  Prepare 
todo  para  descender  mañana  temprano.  ¿No  ha  ha- 
bido nuevos  curiosos? 

— No,  señor;  desde  Río  me  dejan  tranquilo. 

El  joven  hizo  un  gesto  de  fastidio  mientras  el  cria- 
do se  retiraba.  El  hecho  es  que  desde  Burdeos  había 
vivido  a  bordo  en  una  asechanza  constante,  en  una 
insoportable  persecución  de  la  curiosidad  ajena.  Su 
retraimiento  sistemático,   sus   respuestas   monoeilábi- 


98  MIGUEL  CAÑÉ 

cas,  dadas  con  glacial  corrección  a  los  que  niu-uiaban 
abrir  charla  con  él,  su  silencio  en  la  mesa,  el  imperioso 
deseo  de  soledad  que  revelaba  su  aspecto,  lo  habían 
señalado  al  mundo  de  a  bordo  como  un  personaje 
original,  orgulloso  primero,  enigmático  después,  sos- 
pechoso más  tarde.  Entre  los  pasajeros  había  pocos 
argentinos;  la  mayor  parte  eran  familiiis  de  extran- 
jeros radicados  en  el  país  y  sin  contacto  con  la  alta 
sociedad  port^^ña.  Así,  había  duda  hasta  sobre  el 
nombre  del  joven,  que  figuraba  en  sus  maletas,  en 
la  lista  de  pasajeros,  que  no  importaba  misterio  al- 
guno, pero  que  el  deseo  de  crear  historias  rodeaba  de 
sombras  en  el  ánimo  de  esa  buena  gente.  No  pu- 
diendo  sacar  nada  del  amo  se  dio  el  asalto  contra  el 
criado,  llevando  la  voz  los  que  hablaban  francés,  por- 
que Pedro  no  entendía  una  palabra  de  castellano. 
Pero  o  Pedro  tenía  un  natural  poco  comunicativo  o 
cumplía  instrucciones  terminaíites,  el  hecho  es  que 
tres  o  cuatro  respuestas  secas,  dadas  con  su  airo  de 
ceremonia,  pusieron  en  derrota  a  los  más  audaces. 

Sólo  se  snpo  a  punto  fijo  que  el  joven  se  llamaba 
Carlos  Narbal,  que  pertenecía  a  una  distinguida  fa- 
milia de  Buenos  Aires,  que  tenía  fortuna  y  que  había 
estado  muchos  años  ausente.  Y  esto,  gracias  a  tres 
o  cuatro  cocottcs  que  venían  a  Río  contratadas  para 
el  Alcázar,  según  decían,  que  se  daban  suntuosos  aires 
de  artistas,  pero  que  el  comisario  de  a  bordo,  que 
debía  conocerlas  a  fondo,  amenazaba  con  enviarlas  a 
perorar  sur  le  (jaillard  d'avant  cada  noche  que  el 
alboroto  promovido  por  las  ninfas  se  hacía  insopor- 
ttible.  Cuando  se  les  pasó  el  mareo  dol  golfo  y  en- 
trando a  las  ag-uas  más  tranquilas  del  Océano  empe- 
zaron a  recibir  los  galanteos  de  la  gente  de  a  bordo, 
(lue  en  general  ofrecía  poco  porvenir,  sus  miradas  no 
tardaron  en  dirigirse  sobre  Carlos,  cuyo  aspecto  au- 
guraba un  hombre  de  mundo.  Si  en  alguna  parte  las 
mujeres    tienen  conciencia  de  su    fuerza    es  induda- 


PHOSA    LIGERA  99 

blemente  sobre  la  cubierta  de  un  buque.  Caras  que 
no  se  han  percibido  en  el  momento  del  embarque, 
adquieren  cierto  atractivo  a  los  ocho  días  de  nave- 
gación, y  a  los  quince,  a  menos  de  ser  unos  monstruos, 
pasan  con  facilidad  por  bellezas  acabadas.  El  fe- 
nómeno se  produce  a  favor  de  un  sinnúmero  de 
circunstancias,  de  las  que  cuentan  en  primera  línea 
el  aire  vivificante  del  mar,  la  fuerte  alimentación, 
la  inacción  forzosa  y  la  ausencia  absoluta  de  puntos 
de  comparación .  Pero  todo '  eso  parecía  hacer  poco 
efecto  sobre  el  hombre  único  tal  vez  que  no  hacía 
avances.  El  repertorio  estaba  agotado,  las  miradas 
tiernas,  la  pantalla  caída  a  propósito,  el  ^'Mon  D-iexiy 
qu'il  fait  chaud!''  en  los  trópicos,  el  insinuante  y 
audaz*  ^'est-ce  que  vovs  conna'issez  Rio,  maimexir f  \ 
todo  el  arsenal  de  escaramuzas  femeninas.  Una  de 
ellas,  más  cráne  que  las  demás,  había  hecho  jugar  la 
gruesa  artillería  y  una  noche,  antes  de  llegar  a  Bahía, 
cuando  ya  hacía  rato  que  habían  sonado  las  doce  y 
que  los  corredores  estaban  desiertos,  se  entró  senci- 
llamente al  camarote  que  ocupaba  Carlos,  que  a  causa 
del  calor  había  dejado  sólo  la  cortina  corrida.  Car- 
los, que  no  dormía,  se  sentó  en  la  cama.  Entonces 
una  voz  queda,  pero  muy  queda,  ciiya  entonación 
procuraba  infiltrar  la  persuasión  de  que  los  vecinos 
no  se  despertarían,  murmuró:  '^Pardon,  monsieur  je 
me  suis  trompee  de  cabine".  Carlos  refunfuñó  algo, 
se  dejó  caer  sobre  el  lecho  y  la  poco  orientada  artista 
declaró  al  día  siguiente  que  aquello,  con  el  aspecto 
de  un  hombre,  y   méme  (pas  mal,  no  era  tal. 

Luego,  el  aislamiento,  las  largas  horas  pasadas  con 
los  libros  amigos,  con  el  Dumas  que  no  cansa  y  que 
se  relee  con  el  placer  que  da  la  evocación  de  las  im- 
presiones de  la  primera  lectura,  los  buenos  y  sanos 
libros  de  historia,  las  revistas  científicas,  las  narra- 
ciones de  ^4aje  que  llevan  el  espíritu,  a  regiones  re 
motas.  Y  por  la  noche  el  panorama  de  los  cielos  Henos 


loo  MIGUEL   CAÑÉ 

de  estrellas,  del  mar  que  las  refleja  con  cariño,  de 
la  estela  que  se  desvanece  lentamente  como  un  sueño, 
la  blanca  espuma  que  se  apa^^a  murmurando,  la  ca- 
prichosa fosforescencia  de  las  aguas  que  se  abrillaii- 
tan  por  instantes  como  el  espíritu  del  que  sufro,  con 
un  reflejo  de  esi)eranza,  para  caer  en  se{ruida  en  la 
sombra . .  . 

La  lütima  noehe,  pero  frente  a  la  patria,  cuyo  amor 
se  levanta  espléndido  sobre  todas  las  ruinas  morales. 
Ahí  estaba;  bajo  el  crepúsculo  incierto  del  horizonte 
dormía  la  ciudad  madre,  cuna  de  su  cuerpo,  nodriz;: 
de  su  alma,  fuente  también  sin  duda  de  todas  b  ^ 
amarguras  de  su  vida.  Miraba,  miraba  intensamente 
el  reflejo  lejano  y  a  medida  que  su  espíritu  leía  d 
])asado  en  la  memoria,  sus  ojos  se  impregnaban  do 
lágrimas  o  adquirían  una  dureza  de  aceró.  Luec») 
pasaba  la  mano  por  la  frente  y  quedaba  inmóvil. 

Un  dolor  profundo  o  un  error  inmenso  i)esab;i 
sobre  el  alma  de  esc  hombre;  o  se  había  estrellado 
contra  una  desventura  sin  remedio,  de  las  que  rom- 
pen la  armonía  interna  y  velan  el  poi*venir  o  bajo 
un  fastidio  colosal,  rl  (in.í2jen  de  su  mal  se  había  des- 
envuelto e  invadido  todo  el  ser  moral. 

¿Quién,    (piién   sabe   la^j    ideas    que  pasan    por    ei^ 
cerebro  de  un  hombre  joven  que  sueña  bajo  los  vien- 
tos dormidos,  sin  más  horizonte  a  su  mirada   que  las 
aguas  silenciosas  y  monótonas  ? .  .  . 

La  campana^  de.  proa  daba  las  dos  de  la  mañana, 
cuando  el  criado  avanzó  resueltamente  y  con  cierto 
aire  de  autoridad  y  un  ^Vc  vous  en  pric^  monsicur" 
insistente  y  suave,  pidió  a  Carlos  que  se  recogiera . 
El  joven  descendió;  la  luna  continuaba  brillando  ;i 
través  de  la  niebla  húmeda  que  se  aumentaba  por 
momentos,  el  círculo  amarillento  que  la  rodeaba  m' 
extendía  y  las  aguas  comenzaban  a  moverse  con  má^ 
rapidez  en  la  superficie  del  estuario  inmenso.  ^ 

A  la  mañana  siguiente,  al  alba,  la  inquieta  cxpec 


I 


PB03A    LIGERA  101 

tativa  del  desembarco  animaba  todo  el  mundo.  Pa- 
recía que  la  felicidad,  abiertos  sus  cariñosos  brazos, 
esperara  en  tierra  a  los  que  tanto  ansiaban  pisarla. 
La  mayor  parte,  sin  embargo,  iban  a  cambiar  la  vida 
libre  de  a  bordo  con  la  exigua  existencia,  detrás  de 
un  mostrador  o  la  ingrata  tarea  del  jornalero.  Los 
trajes  nuevos  habían  hecho  su  aparición ;  por  todas 
partes  cajas  de  sombreros,  jaulas  con  antipáticos  lo- 
ros dentro,  maletas  de  viaje,  gorras,  bultos. 

Por  fin  llegaron  los  vapores  de  desembarco,  se 
llenaron  las  formalidades  sanitarias  y  pronto  el  bu- 
que quedó  sólo  con  su  tripulación  y  allá  en  la  proa, 
los  emigrantes  apiñados,  mirando  con  ojos  de  ingenua 
curiosidad  cuanto  pasaba  a  su  alrededor  y  sintiendo 
pesar  sobre  su  alma  esa  impresión  de  abandono  que 
gravita  sobre  el  extranjero  al  pisar  por  primera  vez 
laííl  playas  de  una  tierra  desconocida.  Pronto  la 
atmósfera  fácil  y  cómoda  de  nuestra  patria  iba  a 
borrar  la  nube  de  tristeza  e  iluminar  la  vida  de  esos 
desgraciados  con  las  perspectivas  de  un  porvenir  se- 
guro. 

Carlos  había  bajado  sencillamente  en  el  vapor  de 
la  agencia,  seguido  de  Pedro,  silencioso  siempre  y 
grave  en  su  levita  abotonada  hasta  el  cuello.  Cmn- 
plidas  las  formalidades  de  aduana,  Carlos  hizo  avan- 
zar un  carruaje  y  media  hora  después  se  encontraba 
alojado  en  un  cuarto  del  hotel  de  Provence.  A  sii 
llegada  se  le  habían  entregado  cinco  o  seis  cartas, 
que  en  ese  momento  leía  con  atención.  L^na  de  ellas, 
tres  renglones  escritos  con  una  letra  de  una  pulgada 
y  con  una  ortografía  capaz  de  hacer  rugir  de  espanto 
a  un  académico  español,  parecía  haberle  L'ausado 
viva  satisfacción .   Traducida,   decía  así : 

''Desde  el  marteá  estoy  con  los  caballos  en  el 
Aznl,  esperándole". 

Tollas. 


102  MIGUEL   C\NÉ 

Las  otras  cartas  eran  puramente  de  intereses,  ciien 
tas,  etcétera. 

Carlos  comió  solo  l*ii  .su  t-uarto  y  al  caer  la  noche 
encendió  un  cigarro  y  salió,  después  de  indicar  a  un 
sir\'ient^  hiciera  acompañar  a  Pedro  al  teatro  Va- 
riedades. 

Carlos  luinñ  la  calle  de  KecoiKpiista,  llegó  a  la*]jlaza, 
la  cruzó  diagonalmentc,  entró  por  Victoria  hasta 
Peró,  dio  algunos  pasos  a  la  derecha,  pero,  retroce- 
diendo, tomó  resueltamente  hacia  la  izquierda.  A 
cada  instante,  a  pesar  de  la  confianza  que  tenía  en 
no  .ser  conocido,  por  el  cambio  completo  operado  en 
.su  fisonomía  en  los  últimos  cinco  años,  ocultaba  el 
rostro  al  i^asar  junto  a  alguna  de  sus  antiguas  rela- 
ciones. Iba  agitado  ])or  el  tumulto  interior  de  sus 
sensaciones;  echó  una  mirada  vaga  a  los  balcones 
iluminados  del  Club  del  Progreso,  sus  ojos  se  llenaron 
de  sombras,  inclinó  la  cabeza  y  siguió  marchando 
lentamente.  Así  vagó  cuatro  horas,  dcteniéndo.se  en 
un  punto,  mirando  con  atención  una  casa,  impreg- 
nando la  mirada  con  el  espectáculo  de  la  ciudad  que 
tanto  había  querido  y  en  la  (pie  marchaba  hoy  como 
un  desconocido.  A  las  11  de  la  noche  se  encontraba 
en  el  Retiro,  frente  al  río  sereno  y  rcsi)landeciendo 
bajo  la  luna.  I'no  que  otro  carruaje  volvía  de  Pa- 
lermo  o  tomaba  la  calle  de  Charcas;  a  veces  una  ex- 
])losión   de  alegría  llegaba   a  oídos  del  .solitario. 

Bien  solo,  por  cierto.  Esa  alma  debía  estar  enfer- 
ma, rendida  por  una  lucha  sostenida  tal  vez  sin  euei*- 
gía.  pero  no  por  e.so  menos  agobiadora.  Y  así,  mar- 
chando en  los  sueños  íntimos,  llegó  tristemente  a  su 
h^el,  se  tendió  en  un  sofá,  tomó  un  libro  que  pronto 
cayó  de  sus  manos  y  quedó  inmóvil ^  con  hi  mirada 
fija  en  el  techo.  Su  cara  fué  perdiendo  la  expresión 
adusta,  sus  ojos  se  llenai'on  de  lágrimas  y  un  sollozo 
ahogado  pasó  por  su  garganta.  La  reacción  fué  vio- 
lenta,  se   puso  de  pie^   enjugó  el   ro.stro,  sonrió   con 


PROSA    LIGERA  1@3 

desprecio   de  sí  mismo,   se  paseó  largo   rato  por  la 
pieza  y  luego  llamó  a  Pedro. 

— El  tren  sale  a  las  7,  Pedro.  Que  todo  esté  pronto. 

Luego  se  acostó  y  empezó  para  él  el  infíerno  co- 
tidiano de  los  que  han  perdido  el  dulce  sueño,  repa- 
rador de  la  vida . . . 

Corría  el  tren  por  los  campos  iguales  y  monótonos. 
En  el  vagón  que  ocupaba  Carlos  iban  dos  o  tres  per- 
sonas desconocidas  entre  sí,  lo  que  no  impidió  que  a 
partir  del  almuerzo  trabaran  una  larga  conversación 
sobre  los  temas  eternos  de  la  vida  de  campo,  la  lluvia 
que  bacía  falta,  porque  los  pastos  estaban  flojos,  el 
cardo  que  tardaba,  las  barbaridades  de  los  jueces  de 
paz  de  los  partidos  respectivos  a  que  pertenecían  los 
viajeros,  y  por  fin,  la  política,  -^nsta  al  microscopio, 
las  profesiones  de  fe  grotescas,  una  estrechez  de  es- 
píritu inconcebible.  Carlos  oía  con  cierta  atención  la 
insípida  charla:  como  los  campos  que  atravesaba  le 
traían  la  perdida  nota  impresional  de  la  patria,  así 
el  palabreo  que  llegaba  a  sus  oídos  hacía  revivir  en 
su  memoria  el  mundo  normal  en  cuyo  seno  pasó  su 
juventud.  lAiego  sus  ojos  se  perdían  en  la  dilatada 
llanura,  extensa  como  el  mar  y  como  él  generadora 
de  tristezas. 

Pedro,  solo  y  grave  en  un  vagón  de  2.^,  miraba 
con  asombro  nuestros  campos,  buscando  en  ellos  el 
cultivo,  la  subdivisión,  el  canal  de  riego,  el  bosque, 
el  aspecto  europeo,  en  una  palabra.  Una  sensación 
indefinible  le  oprimía  y  a  veces  sacaba  la  cabeza  por 
la  portezuela,  ansioso,  en  la  expectativa  de  un  cambio 
que  no  se  producía. 

Por  fin,  a  la  caída  del  día,  el  tren  llegó  al  Azul: 
Carlos  se  dirigió  a  la  posada.  En  la  puerta  del  gran 
patio  donde  llegan  las  diligencias,  carruajes  y  gentes 
de  a  caballo,  se  encontraba  un  hombre  recostado  en 
un  poste.  Tendría  de  cuarenta  a  cincuenta  años; 
alto,  delgado,  barba  canosa,  ojos  negros  serenos.    Su 


IQl  UIGVVA.    CAÑÉ 

traje  era  el  de  nuestros  ^'auelios,  chiripá,  poncho, 
un  modesto  tirador  viejo  ya,  un  sombrero  de  felpa 
utrado  en  años  y  unas  fuertes  botas  de  baqueta, 
nuevas,  compra  sin  duda  de  la  víspera.  A  pesar  de 
haber  visto  a  Carlos,  no  hizo  un  movimiento.  Este 
avanzó  sonriendo  hacia  él  y  le  puso  la  mano  en  el 
hombro . 

— ¿No  me  reconoces,  Tobía^i? 

— Niño  Carlos. . . 

No  pudo  decir  más;  se  sacó  el  sombrero,  empezó  a 
darlo  vuelta  entre  las  manos  y  se  quedó  mirando  a 
Carlos  con  tamaños  ojos  de  asombro. 

— 8í,  mi  buen  Tobías,  estoy  muy  cambiado.  Ade- 
más, hace  como  diez  años  (}ue  no  nos  vemos.  ¿Y 
cómo  va  la  salud?  ¿Y  los  hijos? 

■ — Buenos  todos,  señor;  los  muchachos  andan  en 
tropa.  Anselmo  salió  anteayer  con  una  punta  y  Ore- 
frorio  debe  Herrar  mañana  o  pasado. 

— ¡,Y  quiénes  hay  en  la  Quebrada? 

— Manuel  Tabares,  cuatro  peones  y  la  vieja  Ni- 
casia. 

— ¿Aún  vive  Nicasia? 

— Cuando  ha  sabido  que  el  niño  iba  a  venir  se 
lia  ])Ucsto  como  loca. 

— Bueno;  tcn'Miios  tiempo  <lc  ]i:ibi;i".  •rn'n^"'^  r'¡\. 
bal  los  has  traído? 

— Cuatro,  por  si  acaso,  aunque  nin^no  hemos  de 
tener  que  cambiar. 

— ¿Y  el  carro? 

— Lleírará  mañana  a  la  tarde.  ¿Cuándo  nos  va- 
mos, spfior? 

— Mañíina  bien  temprano,  i)ara  llegar  con  dia. 

— Saliendo  a  las  seis  estamos  a  Ifts  cin<'f»  ^n  la 
Quebrada. 

— Tobías,  este  hombre  (y  señalaba  a  Pedro,  que, 
con  un  saco  de  noche  en  la  mano,  correcto  c  inmóvil, 
había    presenciado  d  dinloiro   sin  entend'M'  ^¡na  pala 


PKOSA  ugí:ka  105 

bra,  este  hombre  es  mi  sirviente,  pero  uo  habla 
español.  Dice  que  aunque  no  es  muy  de  a  caballo, 
quiere  ir  montado,  en  vez  de  esperar  el  carro.  Dale 
uno  de  buen  andar  y  manso. 

— El  moro,  señor. 

— Vaya  por  el  moro.  A  las  5  me  recuerdas  con 
todo  listo. 

Desfiló  el  clásico  menú  de  los  hoteles  de  campaña 
en  nuestra  tierra.  ¿Un  buen  puchero?  ¿Un  buen 
asado?  ¡Jamás!  Frituras,  guisos  jDseudo-franceses, 
combinaciones  de^'un  chef  que,  para  elevarse  al  arte 
cree  deber  salir  de  la  naturaleza.  Carlos  recorrió  la 
lista,  recordó  su  experiencia  pasada  y  pidió  un  inge- 
nuo bife  con  dos  de  a  cahallo,  una  botella  de  cerveza 
inglesa  y  queso.  ¡Ay  de  aquel  que  sale  de  ese  ré- 
gimen higiénico ! 

El  cansancio  del  ferrocarril  le  dio  algunas  horas 
de  sueño.  Pero  cuando  a  las  5  de  la  mañana  Tobías 
vino  a  golpear  su  puerta,  le  encontró  vestido  y  pron- 
to a  montar. 

Así  que  dejaron  el  pueblo  y  que  el  espacio  abierto 
se  presentó,  Carlos  sintió  esa  sensación  deliciosa  que 
sólo  los  argentinos  sabemos  apreciar,  cuando,  sobre 
un  buen  caballo,  se  galopa  por  los  campos  en  la 
mañana.  Una  leve  brisa,  fresca,  con  un  olor  sano  e 
intenso,  venía  de  oriente,  donde  el  sol  se  elevaba  ya, 
pugnando  por  abrir  camino  a  sus  rayos  al  través  de 
un  grupo  de  nubes.  Las  estancias  esparcida-s  en  la 
extensión  de  la  llanura,  como  islas  en  un  mar  inmen- 
so,, manchaban  con  sus  tonos  obscuros  la  sábana  de 
verde  pálido  en  la  que  la  vista  se  perdía  hasta  el 
confin  del  horizonte.  Los  caballos,  contentos  y  brio- 
sos, resoplaban  con  energía,  levantando  sobre  el  c<i- 
mino  resecado  una  nube  de  polvo,  que  iba  a  disolverse 
a  la  espalda  en  fugitivos  remolinos.  Un  grupo  de 
ovejas  que  comía  al  borde  de  la  ruta  se  precipitaba 
al  lado  opuesto  y  detrás  iba  toda  la  majada,  deí>aten- 


106  MIGUEL    CJINÉ 

tada,  como  si  corriera  im  peligro  inmenso.  Cuatro 
o  cinco  corderos  quedaban  rezagados,  con  la  eolita 
entre  las  piernas,  enclenques,  temblorosos  bajo  su 
cuero  desnudo  y  arrugado,  balando  con  un  quejido 
lastimoso.  Diez  o  doce  madres  habían  dado  vuelta  la 
cara  y  respondían  al  llamado  sin  cesar,  como  sacando 
la  voz  de  las  entrañas  j-íara  que  sus  hijos  las  recono- 
cieran. Un  perro,  girando  a  la  carrera  alrededor  del 
rebaño,  ladraba  furioso  al  pasar  junto  al  grupo  de 
jinetes,  cuyos  caballos  agachaban  las  orejas  e  liin- 
chaban  ligeramente  el  lomo.  Luego,  una  manada  de 
yeguas  que  sale  a  escape,  se  detiene  a  cincuenta 
varas  y  queda  iinnóvil,  las  orejas  rectas,  los  ojos 
grandes  e  ingenuos.  El  sultán  está  a  la  cabeza,  so- 
berbio codi  su  larga  crin  y  opulenta  cola.  Brilla  su 
pelo  inmaculado  como  un  tejido  de  acero.  Un  potrillo 
más  audaz  se  acerca,  hace  una  cabriola,  rompe  a  la 
carrera,  se  detiene  al  pie  de  la  madre  y  se  pone 
tranquilamente  a  mamar.  Las  vacas  son  más  repo- 
sadas; algunas  levantan  la  cabeza,  pero  pronto  la 
inclinan  sobre  la  tierra  y  continúan  rumiando.  Uno 
'¡ue  otro  toro  espléndido  se  cuadra  luiliLnuMifó.  ov- 
'•arba  el  suelo  y  mira  con  arrogancia . 

Los  ieroí^  atronan  el  aire;  parecen  la  bocina  del 
derecho  iiidio.  clamando  eternamente  sobre  la  pampa 
contra  la  conquista  europea.  Avanzan  audaces,  cru- 
zan a  dos  varas  de  los  jinetes  como  una  saeta  y  so 
pierden  a  lo  lejos,  dando  la  voz  de  alarma  que  hace 
poner  en  fuga  a  los  patos  que  reposan  en  la  próxima 
laguna,  rica  en  juncos  y  pobre  en  agua.  La  lechuza, 
inmóvil  sobre  una  vizcachera  o  en  la  punta  de  un 
palo  de  alambrado,  abre  el  pico  como  un  res^orte 
mecánico,  lanza  su  grito  gutural,  que  en  la  noche  in- 
quieta los  espíritus  más  serenos,  deja  caer  sus  párpa- 
dos amarillentos,  que  tienen  más  expresión  aue  sus 
ojos  mismos  y  queda  en  su  postura  egipcia.  Multitud 
de  pe^jueñas  aves  saltan  a  cada  instante  de  entre  el 


PROSA    LIGEi?.  107 

pasto;  por  momentos,  una  perdiz  hiende  el  aire  con 
su  silbido  caracteristico  y  el  ruido  estridente  de  sus 
alas  al  batir  precipitadas;  otras  se  agachan,  se  di- 
suelven entre  los  tonos  grises  de  la  tierra  y  quedan 
inmóviles.  De  tiempo  en  tiempo  Tobías  les  lanza  su 
rebenque,  no  siempre  sin  resultado,  ante  el  asombro 
de  Pedro,  que  contempla  atónito  el  nuevo  sistema 
cinegético . 

Y  así   avanzan   en  silencio,    Carlos  perdido  en  sus 
reflexiones,   el  sirviente  un  tanto  dolorido  ya,  Tobías 
con  la  indiferencia  suprema  del  gaucho  por  todas  las 
cosas   de   la    vida.    Cada  media  hora,  Tobías  da  la 
señal  de  reposo  deteniendo  su  caballo  y  poniéndolo  a 
un  trote  suave,  pero  que  rinde  camino.  Según  él,  el 
secreto   para  llegar  pronto  no  está  en  andar  ligero, 
sino   en  andar  seguido.    Tobías  nombra  las  estancias 
que  aparecen  a  lo  lejos,   a  medida  que  se  avanza  y 
ciue  las  copas  de  álamos  que  se  veían  suspendidas  en 
el  aire   se  unen  a  sus  troncos  al  cesar  el  miraje.  A 
las  doce  se  hace  alto  junto  a  un  jagüel  rodeado  de 
algunos  sauces   y  paraísos   que    ofrecen  una  sombra 
suficiente.   Carlos  no  ha  querido  ir  a  una  pulpería 
que  está  a  diez  cuadras,  en  una  estancia  donde  indu- 
dablemente habría  sido  muy  bien   recibido,   pero   €n 
lo  que  habrían  tardado  tres  horas  en  matar  algunos 
pollos  y  donde  habría  tenido  que  hablar  sobre  cuanto 
Dios  crió.    Tobías,   que  se  ha  avanzado,    después   de 
manear  cuidadosamente  los  dos  caballos  de  repuesto, 
vuelve    a  la  media   hora   con  un   carnero   muerto  y 
degollado,  pan,  vino   y  sal,  hace   fuego,    fabrica  un 
asador  con  una  rama  de  sauce  y  a  los  veinte  minu- 
tos se  presenta  con  un  asado  color  de  oro,  chisporro- 
teando aún  y  chorreando  de  jugo. 

Diez,  veinte  años  de  París,  comiendo  en  Bignon, 
cenando  en  el  café  Anglais,  no  alcanzan  jamás  a 
borrar  en  nosotros  el  tinte  criollo,  la  tendencia  indí- 
gena, el  amor  a  las  cosas  patrias...  y  el  gusto  por 


]08  MIGUEL   Cfi'St 

el  cordero  al  asador.  Se  quema  mío  loá  dedos,  es 
cierto,  queda  en  la  boca  cierto  saber  empaté,  pero  es 
esa  una  sensacióu  posterior,  altamente  compensada 
por  las  delicias  del  primer  momento. 

La  charla  de  sobremesa  animó  a  Tobías,  cjue  apro- 
vechó una  buena  ocasión  para  e^har  fuera  lo  que 
sin  duda  le  estaba  trabajando  hacía  tiempo. 

— Dí<r:ime,  señor,  ¿viene  por  mucho  tiempo  a  la 
Quebrada? 

— Por  mucho  tiempo,  Tobías;  no  pienso  moverme 
de  allí  hasta  que  vuelva  a  Europa. 

—¡Pero  cómo  va  a  vivir  en  esos  ranchos,  señor! 
¿Cómo  no  se  ha  ido  más  bien  a  las  Tunas? 

— ¿Te  incomoda  mi  visita,  mi   buen  Tobías? 

— j  Por  dónde,  señor  ! 

— Entonces,  no  hay  que  liabhir. 

Tobías  se  rascó  la  nuca,  ensilU)  <.le  nuevo  los  caba- 
llos y  pronto  la  partida  estaba  en  marcha.  Fué  ese 
el  momento  duro  para  Pedro.  Al  principio,  el  buen 
jralope  del  moro  recomendado  por  Tobías  le  había  se- 
ducido; pero  pronto  le  dolió  la  cintura,  las  rodillas  le 
empezaron  a  arder  en  la  parte  que  frotaban  la  silla 
y  cuando  después  del  reposo  del  almuerzo  volvió  a 
8u  postura  de  centauro,  todo  el  cuerpo  protestó  en  un 
estremecimiento.  Se  domíjió,  sin  embargí».  ^f>iiri('  a 
Carlos  y  partió  heroicamente  al  galope. 

A  las  tres  de  la  tarde,  poco  después  de  atravesar 
el  arroyo  de  Chapaleofú,  algunas  gotas  de  agua  em- 
pezaron a  caer.  El  cielo  se  había  cubierto  por  com- 
pleto y  pronto  un  aguacero  tremendo  cayó  sobre  los 
viajeros.  La  ticiTa  parecía  revivir  bajo  la  onda;  un 
olor  de  humedad  se  desprendía  del  suelo.  El  horizonte 
se  había  estrechado  y  los  montes  de  las  estancias  más 
í)róximas  se  iban  disolviendo  entre  la  bruma.  La 
lluvia  redoblaba  de  violencia  a  cada  instante  y  los 
viajeros  estaban   empapados  hasta  la  carne. 

Así  marcharon  dos  horas,  lentamente,  al  paso,  por- 


PnOSA   LIGEiv  1G9 

que  el  suelo  se  había  hecho  resbaladizo.  Carlos,  re 
beldé  a  la  fatiga  física,  había  recibido  con  placer  h 
lluvia.  En  cuanto  a  Pedro,  sólo  Dios  y  él  saben  le 
que  pasó  en  esos  momentos  por  su  alma  y  la  opiniór 
que  formó  de  nuestra  tierra  argentina  y  de  sus  mo 
dos  de  vialidad. 

A  las  7  de  la  noche,  profundamente  obscura,  bají 
la  lluvia,  un  violento  aullar  de  perros  se  hizo  oir  5 
una  luz  mortecina  apareció  a  unos  cien  pasos. 

— Llegamos,  señor,  dijo  Tobías, 

El  viejo  capataz  se  avanzó,  gritó  a  los  perros,  quí 
callaron  al  reconocer  su  voz  y  dio  los  caballos  a  do5 
o  tres  hombres  que  habían  salido  de  la  cocina.  Un£ 
viejecita,  con  la  cabeza  descubierta  bajo  la  lluvia,  s( 
avanzó  mirando  a  uno  y  otro  lado  y  cuando  hube 
reconocido  a  Carlos,  lo  ayudó  a  bajar,  repitiendo  sir 
cesar:  "¡Niño  Carlitos!  ¡Dios  se   lo  pague!" 

Carlos  cortó  el  torrente  de  las  expansiones  y  ganr 
rápidamente   la  casa,  seguido  de  Pedro,   rígido  comí 
lui  autómata.   Cambió  de  ropa,  comió  y  con  inmensí 
delicia  se  tendió  en  una  cama . 

A  la  mañana  siguiente  se  levantó  temprano,  tuv( 
su  conferencia  con  Nicasia,  a  quien  pronto  despachí 
a  la  cocina  y  dio  un  vistazo  sobre  su  morada.  H( 
aquí  lo  que  vio. 

Una  pequeña  casa  de  material,  con  techo  de  hierrí 
de  media  agua,  ocupaba  el  fondo  de  un  cuadrado.  A 
la  derecho  un  rancho,  cocina  y  cuarto  de  peones.  A 
la  izquierda  la  habitación  de  Nicasia,  sin  duda,  m 
pequeño  rancho  de  paja.  Al  frente  un  palenque  part 
atar  caballos  y  en  el  centro  del  patio  un  ombú  raqui 
tico  que  se  había  ido  en  raíces.  Las  tres  piezas  dt 
su  apartamento  consistían  en  un  dormitorio  casi  des 
nudo  de  muebles,  un  comedor  por  el  estilo  y  un  grar 
cuarto  donde  había  algunas  viejas  sillas  de  montar 
bolsas,  una  romana,  una  pila  de  cueros  secos  en  ui 
rincón,  diarios  viejos,  un  tercio  de  yerba,  una  dama 


lio  MIGUEL   CAXt 

juana  de  aguardiente,  barricas  de  aziiear,  una  bolsa 
de  sal  y  en  una  pared  un  retrato  del  general  élitro 
en  1860.   Allí  había  dormido  Pedro. 

Carlos  sacó  una  silla  al  corredor,  puso  sobre  otra 
Jatj  piernas  y  oayó  en  profunda  meditaeión.  El  día 
estaba  espesamente  nublado  y  la  lluvia  caía  por  mo- 
mentos. Un  silencio  do  muerte  reinaba  sobre  los 
campos  y  el  horizonte  coneluia  a  cien  varas.  A  h» 
lejos,  él  eco  amortiguado  de  un  cencerro  o  el  apagado 
ladrido  de  un  i)erro.  Contra  un  pilar  del  corredor, 
el  criado  fiel,  perdido  en  ese  mundo  nuevo  para  él, 
dejaba  vagar  su  mirada  por  el  cielo  gris.  Carlos 
sintió  que  el  corazón  se  le  oprimia ;  temió  que  la  paz 
tan  buscada  no  estuviera  allí,  comprendió  que  mien- 
tras durase  la  tormenta  intensa  era  inútil  buscar  la 
trancjuilidad  de  las  cosas  para  darla  a  su  espíritu 
conturbado  y  pasó  la  mano  ])or  su  frente.  De  nuevo 
miró  a  su  alrededor;  un  recuerdo  pa.só  por  su  memo- 
ria, una  amarga  noche  en  que  inclinaba  3'a  su  cuerpo 
sobre  el  Sena,  en  París,  para  buscar  la  calma  en  Ift 
muerte.  La  lluvia  caía,  monótona,  triste,  sepulcral; 
la  llanura  parecía  envuelta  en  una  mortaja.  Carlos 
inclinó  la  cabeza  llena  de  sombras,  munnurando: 

— Heme  en  el  fondo  del  río,  con  una  piedra  al 
cuello. 

18S4. 


De  cepa  criolla 

Carlos  Narbal  pertenecía  a  una  familia  de  larga 
data  en  tierra  argentina  y  a  la  que  no  habían  faltado 
las  ilustraciones  patrióticas  de  la  independencia  ni 
los  mártires  de  las  luchas  civiles.  Su  abuelo,  el  pri- 
mer Narbal  criollo,  fué  sorprendido  a  los  veinticinco 
años  por  la  tormenta  de  1810.  De  la  tranquila  vida 
colonial,  un  momento  interrumpida  por  el  rechazo  de 
las  invasiones  inglesas,  en  el  que  había  tomado  una 
parte  honorable  como  oficial  subalterno,  se  vio  de 
pronto  envuelto  en  el  torbellino  de  la  revolución,  al 
que  le  empujaban  más  sus  amistades  y  vinculaciones 
con  las  cabezas  calientes  de  la  juventud  patricia,  que 
sus  inspiraciones  propias.  Rico,  relativamente  a  la 
época,  hacendado  y  por  lo  tanto  fanático  por  D.  Ma- 
riano Moreno,  bastó  la  presencia  de  su  ídolo  en  la 
primera  junta  ¡Dará  determinar  el  partido  a  que  había 
de  afiliarse.  Gritó:  j  abajo  Cisneros!  el  25  de  mayo, 
sin  ponerse  ronco,  formó  parte  de  un  grupo  que 
arrancaba  carteles,  aplaudió  a  Passo,  hizo  una  crí- 
tica razonable  contra  el  discurso  de  recepción  de 
Saavedra  y  luego,  entrada  la  noche,  como  hacía  frío 
y  lloviznaba,  abrió  su  paraguas  y  se  ñié  tranquila- 
mente a  su  casa,  donde  contó  la  jornada  a  su  vieja 
madre  con  la  misma  sencillez  con  que  hubiera  na- 
rrado una  corrida  de  sortijas.  No  se  daba  cuenta  de 
la  importancia  del  movimiento,  no  tenía  ambiciones 
ni   imacrínación .    Era,    pues,   un  hombre    feliz  de  la 


112  MIGUEL   CANK 

colonia,  el  tipo  más  completo  de  la  especie  que  haya 
vivido  sobre  la  tierra.  Una  noche,  en  una  sobremesa 
del  café  de  Malloos  en  que  se  había  apurado  más  do 
lo  habitual  el  Valdepeña-s  y  el  Jerez,  varios  do  sns 
amigos  declararon  su  intención  de  ir  a  reunirse  al 
ejército  del  coronel  Balcarce  que  operaba  en  el  Ahn 
Perú,  aprovechando  la  partida  de  Castelli,  el  fujía/. 
Saint-Just  de  n\iestra  revohición.  No  sé  cómo  vendría 
la  cosa,  pero  nuestro  hoiubre  juró,  se  arrepintió  un 
poco  a  la  mañana  siguiente,  se  consoló  al  mediodía, 
arregló  su  e([UÍpo  a  la  noche,  partió  con  los  compa- 
ñeros, se  unió  a  Balcarce  la  víspera  de  Suipacha,  s-* 
batió  dignpmeiite  y  se  disgustó  por  completo  del  ofi- 
cio el  día  de  la  ejecución  de  Córdoba,  Nieto  y  Paula 
Sauz.  En  la  primera  (K*asión  regresó  a  Buenos  Aire<. 
habiendo  pagado  su  deuda  a  la  patria,  se  casó  y 
pronto  dos  hijos  le  dieron  el  corte  definitivo  drl 
hombre  de  hogar.  El  primogénito  creció  en  aquella 
atmósfera  njidosa  y  vehemente  de  la  revolución,  taii 
lejos  hoy  de  nosotros,  que  cada  año  transcurrido  pn- 
rece  un  siglo.  Los  cuentos  de  los  viejos  sÍT'\'ientes  de 
la  casa,  que  todos  hablan  servido,  respiraban  olor  a 
combates.  La  nota  tosca  del  heroismo,  la  habitud 
de  la  idea  de  lucha  .se  hundía  en  el  cerebro  del  niño. 
Luego  las  guerras  civiles,  los  amargos  momentos  del^ 
año  veinte,  el  hogar  inquieto,  el  padre  meditabundo, 
la  madre  llorosa.  Tenía  catorce  años  el  día  de  Itu- 
zaingó  y  era  ya  un  pequeño  patricio,  exaltado,  entu- 
siasta, sediento  de  acción,  la  antítesis  del  padre,  a 
quien  sólo  debía  \á  vida,  pues  su  alma  era  hija  di- 
recta de  la  revolución.  Cuando  aluúó  loe  ojos  a  la 
luz  y  con  la  virilidad  llegó  la  dignidad,  vio  a  su 
padre  consumirse  lentamente  en  la  agonía  moral  de 
la  dictadura,  bajo  el  peso  del  oprobio  y  la  vergüenza. 
Rosas  imperaba  y  la  juventud  se  estremecía.  Muerto 
su  padre,  casada  su  hcnnana  con  un  hombre  de  la 
situación  que  protegería  a  la  madre,  logró  una  noche 


PROSA    LIGERA  ll3 

embarcarse  y  pasó  a  Montevideo.  La  revolución  del 
Siid  le  contó  entre  ísUS  soldados:  batidos,  desliedlos, 
pocos  lograron  salvar  del  desastre.  Narbal  escapó, 
se  unió  a  Lavalle,  luego  a  Paz  y  de  nuevo  se  encerró 
en  Montevideo  con  la  ilusión  perdida  y  el  alma  re- 
suelta. ¡Cuan  largos  han  sido  para  nuestros  padres 
esos  días,  esos  años  de  etenia  espectativa,  en  que 
cada  nueva  Urna  traía  la  noticia  de  un  nuevo  desas- 
tre, fijos  los  ojos  en  la  dictadura  granítica  que  del 
otro  lado  del  Plata  se  levantaba  sombría,  desafiando 
el  tiempo  y  el  esfuerzo  humano !  En  el  día  la  batalla 
estéril  en  la  que  se  pierde  la  \^da  sin  esperanza  de 
que  el  tiempo  fugitivo  traiga  la  libertad :  en  la  noche, 
el  insomnio  que  csusa  la  conciencia  del  porvenir 
perdido  y  la  amargura  infinita  de  la  patria  deshon- 
rada! 

Tarde  ya,  pasados  los  treinta  años,  Narbal  unió  su 
suerte  a  la  de  la  hija  de  i^n  proscripto  como  61,  dulce 
criatura  que  había  crecido  atónita  dentro  de  un  in- 
fierno de  odios  y  de  sanere.  Carlos  nació  en  1850  y 
desde  ese  día  la  fisonomía  de  su  padre  se  hizo  más 
obscura  aun.  El  porvenir  de  su  hijo,  sin  patria  desde 
la  cuna,  sin  fortuna  (sus  bienes  habían  sido  confis- 
cados por  Rosas)  le  aterraba.  Por  fin  brilló  el  ben- 
decido momento  de  Caseros.  Los  que  en  aquel  ins- 
tante grabaron  el  nombre  del  libertador  en  el  alma, 
no  lo  olvidaron  jamás.  Caseros  lava  la  vida  entera 
de  TTrquiza,  como  Ituzairo:ó  la  de  Alvear.  No  se  da 
la  libertad  a  un  pueblo  ni  se  salva  la  indenendencia 
de  la  patria,  sin  que  la  historia  olvide  las  debilidades 
humanas  y  consagre  el  tipo  de  los  hombres  en  el 
momento  trágico  de  su  vida. 

Narbal  volvió  a  su  patria  y  al  ensanchar  sus  pul- 
mones, al  empezar  la  vida  a  los  cuarenta  años,  como 
si  su  organismo  moral  se  hubiera  renovado,  de  nuevo 
al  destierro,  empujado  por  muchos  de  los  que  había 
combatido  cuando  doblaban  la  cabeza  ser\^l  bajo  Ro- 


114  MIGUEL   CAXÉ 

sas  y  por  la  agitación  insensata  de  una  juventud 
ávida  de  ruido,  sin  conciencia  del  pasado  y  sin  visión 
del  porvenir.  El  grolpe  fué  rudo  y  la  tierra  extraña 
más  sola  que  en  los  amarj^os  días  de  la  lueha.  Una 
melancolía  profunda  se  apoderó  de  él,  perdió  la  es- 
peranza que  un  momento  había  brillado  ante  sus  ojos 
y  se  exting*uió  en  silencio  en  brazos  de  su  fiel  com- 
pañera, oprimiendo  la  mano  de  su  hijo. 

Carlos  volvió  a  la  patria;  los  bienes  de  su  familia 
le  habían  sido  restituidos.  Su  primera  educación  fué 
la  de  todos  nosotl^os,  superficial,  arrancada  a  trozos 
a  la  debilidad  de  la  madre,  con  sus  larj^'as  estadías 
en  el  cami)o  predilecto,  los  numerosos  años  recomen- 
zados en  el  curso  universitario  y  en  la  adolescencia, 
la  vida  va'j:abunda,  un  tanto  compadre,  (juo  hoy  se  ha 
perdido  felizmente  por  completo.  Las  hazañiis  de  me- 
dia noche,  las  asociaciones  para  el  escándalo  nocturno, 
el  prurito  del  valor  en  las  luchas  contra  el  infeliz 
scrcnOy  el  asalto  a  los  cafés,  a  los  bailes  de  los  subur- 
bios, el  contacta  malsano  de  las  bajas  clases  sociales 
cuyos  hábitos  se  toman,  el  lento  desvanecimiento  do 
las  lecci(mes  puras  del  ho^^ar.  Los  (pie  han  pasado  en 
esa  atmósfera  su  primera  juventud  y  han  consej^uido 
rehacerse  una  ilusión  de  la  vida  y  una  concepción 
recta  del  honor,  necesitan  haber  tenido  de  acero  los 
resortes  fundamentales  del  alma.  La  pruerra  del  Pa- 
raguay fué,  eii  ese  sentido,  un  beneficio  inmenso  para 
nuestro  país.  Por  afición  a  las  armas,  por  admiración 
a  muchos  oficiales  de  la  época,  pendencieros,  decido- 
res, eternos  arrastradores  de  poncho,  tal  vez  un  poco 
por  el  palpitar  de  la  fibra  salvaje  que  jamás  se  ex- 
tinji^ie  por  completo,  muchos  jóvenes  de  18  a  25  años, 
de  los  que  entonces  hacían  esa  vida  ignominiosa,  par- 
tieron a  campaña  y  se  rehabilitaron  cayendo  noble- 
mente en  los  campos  de  batalla  o  ilustrando  su 
nombre  por  el  valor  y  la  buena  conducta. 

Carlos  era  muy  joven  atan.  Por  otra  parte,  su  ín- 


PB03A    LIGERA  115 

dolé  recta  y  generosa,  cierto  amor  düettante  al  estn- 
dio,  sobre  todo  a  la  lectura,  y  por  último  uu  largo 
viaje  para  terminar  su  educación  en  Europa,  que  su 
madre,  bien  aconsejada  le  hizo  hacer,  le  salvaron  del 
peligro  de  una  vida  que  habría  destimído  su  por- 
venir. Pasó  tres  años  en  un  colegio  inglés,  anexo  a 
la  Universidad  de  Oxford  y  allí  se  operó  la  trans- 
formación radical   de  su  organismo  moral. 

Nada  como  la  atmósfera  inglesa  para  regularizar 
este  conflicto  eterno  que  se  llama  el  alma  de  un  latino 
y  más  aún  el  alma  de  un  sudamericano.  Sea  tradi- 
ción de  raza,  atavismo  revolucionario  o  simple  in- 
fluencia etnográfica,  el  tipo  general  de  nuestros  jó- 
venes se  combina  moralmente  de  excesos  y  depresiones 
curiosas  en  sus  diversos  elementos.  La  imaginación 
ocupa  un  espacio  inmenso  y  su  constante  acción  de- 
termina una  insoportable  prisa  de  vivir,  de  llegar,  de 
gozar  de  entrada  la  plenitud  del  objetivo.  Al  mismo 
tiempo  y  por  la  misma  influencia,  el  objetivo  es  vago 
e  indefinible  para  los  mismos  que  lo  pei*siguen.  El 
valor  nos  sobra,  el  valor  instintivo,  el  valor  de  em- 
puje momentáneo,  pero  la  voluntad  persistente  nos 
falta.  Entre  nosotros  todo  el  que  ha  querido  ha  lle- 
gado. Además,  la  vida  de  ''Gran  Aldea'',  el  círculo 
relativamente  circunscripto  de  nu^tro  mundo  so- 
cial, las  amistades  de  la  infancia,  que  se  perpetúan 
en  el  contacto  tenaz  y  obligado  de  una  vida  en  co- 
mún, las  extensa.s  vinculaciones  de  sangre  que  son 
apoyos  inconscientes,  determinan  en  nuestra  juven- 
tud la  atrofia  de  la  individualidad,  la  pérdida  de  lá 
iniciativa  propia  y  de  esa  reserva  legítima  que  acon- 
seja hacer  un  fondo  inviolable,  personal,  de  fuerzas 
morales,  en  vista  de  la  dura  lucha  que  se  prepara. 

Como  el  gaucho  de  otros  tiempos  que  vi^áa  indo- 
lente en  la  seguridad  de  la  subsistencia,  vivimos  tran- 
quilos, unos  reposando  en  la  fortuna  heredada,  otros 
en  el  empleo  infalible,  los  más  en  los  recursos  de  la 


ll(5  MIGUEL   CAÑÉ 

política.  Ncks  apoyamos  unos  a  otros,  vamos  rodando 
en  común  y  muchas  veces  una  fuerza  individual  que 
estalla  en  plena  juventud  con  carácter  de  alguien,  se 
desilusiona  en  el  primer  esfuerzo  ante  la  necesidad 
de  ceder  a  la  apatía  general  para  no  marchar  solo  e 
impotente. 

Tal  era  el  corte  moral  de  Carlos;  la  atmósfera 
,ino;le.sa  pc.-^ó  sobre  él  como  una  pesada  máquina 
de  nivelación.  ]jOs  fuertes  ejercicios  físicos  desenvol- 
vieron y  dieron  fuerza  a  su  cuerpo,  más  aún,  si  se 
quiere,  acentuaron  sus  necesidades  animales,  en  salu- 
dable detrimento  de  sus  crisis  morales  perpetuas.  El 
limitado  trabajo  intelectual  de  la  educación  inglesa 
permitió  a  su  espíritu  el  lento  y  progresivo  desarrollo 
tan  raro  entre  nosotros,  donde  la  inteligencia  niareha 
a  saltos  y  procede  por  aglomeraciones  de  difícil  di- 
gesiión  que  congestionan  el  órgano.  Luego,  en  aquella 
vida  libre  del  CvStudiante  inglés,  confiado  a  sus  fuer- 
zas, a  sus  recui'íios,  aprendió  el  valor  de  su  propia 
individualidad,  adquirió  el  aspecto  serio  que  oculta 
la  prudente  reserva  y  se  hizo  un  hombre  de  reflexión 
y  de  voluntad.  Al  mismo  tiempo,  recuperó  la  pureza 
moral  de  la  adolescencia  y  cuando  llegó  la  edad  de 
los  cariños,  se  encontró  con  el  alma  preparada  para 
querer  y  querer  profundamente. 

No  es  cierto  que  la  juventud  sea  idéntica  en  todas 
partes,  como  la  mañana  no  es  igual  en  todo  el  orbe. 
Hay  en  los  jóvenes  ingleses  un  rei)oso  que  nos  es 
desconocido,  un  residuo  de  infancia  que  a  los  veinte 
años  ha  ido  a  reunirse,  entre  nosotros,  con  los  cuentos 
de  la  nodriza  y  los  juegos  de  la  gallina  ciega.  La  pre- 
cocidad con  que  se  obtienen  los  honores  viriles,  la  fal- 
ta de  un  aprendizaje  en  todo,  la  improvisación  de 
competencias  que  acaba  por  comunicar  al  que  las  al- 
canza una  alta  opinión  de  sí  mismo,  son  elementos 
desconocidos  en  Inglaterra,  donde  la  vida  se  desen- 
vuelve lenta  y  regular. 

Llegado  a  los  17  años  a  Oxford,  Carlos  se  encon- 


HíOSA    UGESA  .       Il7 

tro  con  un  mundo  nuevo  que  le  sorprendió  sin  atraer- 
le. Sus  placeres  no  eran  los  mismos  a  que  veía  en- 
tregarse a  sus  compañeros.  Su  ingénita  aristocracia 
latina  repugnaba  al  ejercicio  muscular  constante  y 
violento  que  era  el  fondo  de  la  ocupación  de  sus 
felloics.  Pero  bien  pronto  la  emulación,  cierto  pini- 
rito  patriótico  (¿dónde  no  va  a  meterse?)  le  deter- 
minaron a  esforzarse,  a  trabajar,  a  querer  y  tras  lar- 
gas y  terribles  horas  pasadas  al  sol,  inclinado  sobre 
el  remo  o  jadeante  en  el  campo  del  cricket,  fué  un 
día  admitido  a  ocupar  un  puesto  en  la  canoa  de  ho- 
nor. 

Pronto  tomó  gusto  a  la  vida  independiente  del  es- 
tudiante inglés,  tuvo  su  apartamento,  su  sei^cio,  su 
caballo,  el  valet  de  cliamhre  hábil  y  correcto,  invitó 
a  lunchs,  entró  por  las  formidables  ici)ies  partijs,  y 
como  era  generoso  y  sus  medios  le  permitían  ser  es- 
pléndido, conquistó  su  carta  de  ciudadanía  en  el  di- 
fícil mundo  estudiantil  en  el  que  se  requiere  un  tino 
exquisito  para  no  ser  demasiado  obsequioso  con  un 
hijo  de  Lord  o  seco  en  demasía  con  el  triste  vastago 
de  un  cura  de  campaña. 

Introducido  por  sus  compañeros  o  por  medio  de 
cartas  venidas  de  Londres,  en  el  seno  de  algunas  fa- 
milias, sus  ideas  artificiales  sobre  la  mujer,  formadas 
en  los  bailes  de  suburbio  en  Buenos  Aires  o  en  sitios 
más  característicos  aún.  empezaron  a  transformai^e 
en  un  respeto  instintivo.  La  atmósfera  de  pureza  mo- 
ral que  respira  un  hogar  inglés  le  penetró  por  com- 
pleto y  pronto,  al  ser  tratado  como  un  hombre  de 
honor  por  un  padre  que  le  confiaba  su  hija,  com- 
prendió que  no  es  necesario  una  lucha  tenaz  con  el 
instinto  bestial  que  inspira  infamias,  para  vencerlo 
con  nobleza.  Así,  lentamente,  sus  facultades  de  raza, 
aquellas  que  no  debemos  envidiar  a  pueblo  alguno  de 
la  tierra,  se  elevaron  por  la  conciencia  de  sí  mismas 
y  acercaron  a  Carlos  al  ideal  de  un  hombre,  esto  es. 
el  hombre  sereno.,  correcto,  leal  y  reserv^ado,  cómodo 


i  18  MIGUEL   CAÑÉ 

en  la  vida,  preparado  por  la  reflexión  para  el  porve- 
nir, eomo  la  fortaleza  prepara  para  la  deserrada.  El 
rasero  fundamental  de  su  earáeter  fué  la  profundi- 
dad inaltej'able  de  siLs  afeeeiones.  Quería  a  poeos, 
pero  quería  bien.  Era  un  ainii?o  de  novela  latente; 
más  de  una  tarde,  solo,  pensando  en  la  patria  lejana, 
sonreía  al  ver  pasar  por  su  espíritu  la  ima.iíon  seduc- 
tora del  sacrificio  en  obsequio  de  un  amigo.  TikIo  ha- 
bría hecho  en  caso  necesario.  Con  una  concepción 
semejante  de  la  amistad,  los  pequeños  ra-sj^uños  due- 
len como  heridavS  profundas. 

¿Amores?  El  ligero  flirtalion  del  estudiante,  la 
cinta  recibida  en  una  suave  presión  de  jnano  para 
adornar  su  pecho  en  la  rcí^ata.  dos  ojos  azules  pal- 
pitantes de  jtábilo  el  día  de  triunfo  eii  el  cricket,  los 
]jasco.s  poi*  la  tarde  o  la  lectura  romántica  de  Teii- 
nys'  íi.  pero  uiiiínina  impresión  honda  ni  duradera. 

A  los  veinte  añ(»s,  el  primer  rayo  de  la  tormenta 
layó  sobre  su  alma  serena.  Un  tele<;rama  lo  Ilaníó  a 
Buenos  Aire.s,  al  lado  de  su  nmdre  «¿^ravenuMite  en- 
ferma. Era  su  única  familia,  su  mundo,  su  idolatría, 
l'uona  y  dulce,  no  pudiendo  habituarse  a  la  separa- 
fión,  pero  con  esa  fuerza  de  sacrificio  en  la  que  las 
madres  concentran  toda  su  enerf?ía,  su  cuerpo  se  fu»' 
debilitando  hasta  que  el  primer  accidente  la  encon- 
tró sin  vip:or  para  hi  lucha. 

Carlos  Ucí^ó  a  tiempo  para  pasar  dos  días  al  í)¡c 
de  su  lecho  y  recostar  en  .su  seno  la  cabe;ía  (juerida 
en  el  último  momento. 

Cna  desespei'ación  lionda  y  callada  .<-t  apoderó  de 
él.  En  esos  instantes,  los  amij^os  no  bastan.  El  alma 
aspira  al  dolor  con  una  voluntad  persistente  e  in- 
venciljle.  La  vida  de  la  ciudad  se  le  hizo  inso])ortablc 
y  fué  a  pasar  sus  horas  de  amar<^aira  en  uno  de  los 
establecimientos  de  campo  que  formaban  «u  patri- 
monio. 

Su  vida  de  dos  años,  pon  raras  aiuiriciunrN  m  l;i 
ciudad.   y)asada   en    In   atmósfera   serena  y  monótona 


PUOSA    LIGEBA  119 

de  los  campos,  borró  la  impresión  aguda,,  dejando 
sólo  la  m.elancolía  del  recuerdo  que  jamás  se  olvida, 
pegado  al  corazón  hasta  la  tumba.  Ese  aislamiento 
voluntario  tiene  el  peligro  del  embrutecimiento,  si 
no  hay  voluntad  para  resistir  la  inerte  tendencia  ani- 
mal que  empuja  a  la  vegetación,  al  acuerdo  incons- 
ciente con  todo  lo  que  vive  y  muere  alrededor.  La 
música,  la  lectura,  las  visitas  de  sus  amigos,  la  larga 
correspondencia  sujetiva^  salvaron  a  Carlos.  Un  in- 
cidente le  deteraiinó  venir  a  Buenos  Aires.  En  una 
campaña  electoral  uno  de  sus  amigos  fué  candidato 
a  la  diputación  nacional.  El  comité  conociendo  las 
relaciones  de  éste  con  Carlos  y  deseando  atraer  un 
hombre  que  en  tres  partidos  de  campaña  podría  pre- 
sentar quinientos  electores  perfectamente  alineados, 
a  caballo  y  con  facón,  sin  más  voluntad  que  la  de 
Don  Carlítos,  nombró  secretario  a  Narbal.  Este,  a 
pesar  de  no  tener  gran  afición  a  la  política,  aceptó 
en  el  acto,  en  obsequio  de  su  amigo.  Además,  la  plata- 
forma de  la  lucha  del  momento  era  la  cuestión  cle- 
rical; En  ese  terreno  Carlos,  hombre  de  ideas  libe- 
rales y  tolerantes  hasta  el  extremo,  opinaba,  como 
toda  la  gente  razonable,  que  lo  mejor  es  no  meneaUo. 
Pero  como  cuando  hay  dos  que  pueden  menear  algo, 
no  basta  que  uno  solo  no  quiera  hacerlo,  resultó  que 
los  clericales  menearon  de  tal  manera  que  fué  nece- 
sario salirles  al  encuentro.  Como  siempre,  el  público, 
el  pueblo,  quedó  indiferente.  Pero  la  emulación  in- 
telectual, los  pinchazos  por  la  prensa,  la  polémica 
que  arrebata,  acabaron  por  comunicar  a  los  comba- 
tientes la  falsa  convicción  de  que  se  encontraban  en 
presencia  de  uno  de  los  más  graves  problemas  que  se 
hubiera  presentado  desde  el  "día  de  la  organiza- 
ción". Un  artículo  cualquiera  fué  atribuido  a  Carlos 
por  una  hoja  clerical.  Como  el  artículo  no  era  bueno, 
la  réplica  fué  sabrosa,  sin  que  faltara  la  alusión  '*a 
la  gente  que  mide  su  competencia  por  el  número  de 
vacas  que  posee"  o  que  cree  ''que  basta  saber  inglés 


120  MIGUEL   CANK 

para  eDtender  de  todo".  En  seguida,  toda  la  guen-illa 
guaranga  de  los  sueltistas  que,  a  pesar  de  tener  una 
idea  muy  vaga  y  difusa  de  lo  que  significa  patronato 
y  que  a  veces  dicen  cañon-es  por  cánones,  se  tratan 
unos  a  otros  de  gran  batata,  monigote  y  demás  genti- 
lezas de  un  gusto  perfecto. 

Carlos  se  irritó.  En  su  vida  había  publicado  nada, 
pero  tenía  los  cajones  de  su  escritorio  repletos  de  to- 
das esas  cosas  que  se  escriben  en  la  juventud.  ''Sue- 
ños", más  o  menos  fantásticos,  ''Recuerdos",  cona- 
tos de  novela,  biografías  de  proceres,  versos,  etcé- 
tera. La  pluma  no  le  era  un  instrumento  desco- 
nocido ni  la  cuestión  tampoco,  a  cuyo  estudio  había 
dedicado  el  últiuiO  año  de  su  vida  de  campo.  Replicó, 
la  polémica  se  hizo  más  extensa  y  levantada,  creyó 
tener  por  adversarios,  bajo  el  anónimo  de  la  prensa, 
a  hombres  del  valor  de  Goyena  y  Estrada  y  con  oí 
respeto  de  sí  mismo  que  janiás  le  abandonaba,  resol- 
vió suspender  la  improvisación  del  momento  que  a 
veces  desvirtúa  la  idea,  esparciendo  los  argumento.^, 
y  después  de  un  mes  de  laborioso  esfuerzo  publicó  un 
nutrido  folleto  titulado  "La  iglesia  ante  la  sociedad 
política". 

El  libro  hizo  efecto;  escrito  en  un  estilo  simple  y 
elevado,  con  una  cultura  no  desmentida  y  un  ver- 
dadero respeto  a  la  religión,  quitó  en  la  réplica  a  su»s 
adversarios  el  derecho  a  la  invectiva,  sin  la  cual  un 
escritor  clerical  de  la  buena  escuela  no  hace  nunca 
nada  que  valga  la  pena.  El  nombre  de  Carlos,  hasta 
entonces  desconocido  o  poco  menos,  tomó  cierta  cele- 
bridad. En  la  memoria  del  pueblo  se  reavivó  el  re- 
cuerdo de  su  padre  y  de  .su  abuelo,  hombres  dignos 
y  que  habían  servido  bien  a  su  país  y  pronto  sintió 
Carlos  que  se  abría  ante  él  un  porvenir  que  no  había 
sospechado. 

A  los  veintitrés  años  se  encontró  en  una  de  las  po- 
siciones más  envidiables  que  es  posible  alcanzar  en 
nuestra  tierra  y  en  muchas  otras;  un  nombre  respe-' 


PBOSA    UGEEÁ  12  i 

tado,  una  fortuna  sólida  que  crecía  todos  los  días  en 
el  movimiento  progresivo  del  país,  con  la  estimación 
general  y  el  cariño  profundo  de  sus  amigos,  inteli- 
gente e  ilustrado  y  todo  esto  acompañado  de  una  ñ- 
gurá  elegante. 

Alto,  delgado,  grandes  ojos  pensativos  y  de  mirar 
abierto  y  franco,  culto  y  correcto,  sin  aquella  afec- 
tación inglesa  que  es  la  caricatura  del  género,  un 
tanto  callado,  haciendo  poco  o  nada  por  divertir  la 
rueda,  pero  apreciando  como  el  que  más  los  buenos 
rasgos  de  espíritu,  con  buenas  costumbres  por  exceso 
de  lujo,  su  entrada  en  nuestra  sociedad  porteña  fué 
sembrada  de  flores. 

Hay  hombres  que  apenas  llegan  a  la  plenitud  de 
su  fuerza  moral,  no  tienen  más  pensamiento  fijo  que 
el  de  encontrar  una  compañera  para  la  gran  ruta  de 
la  vida.  Carlos  era  uno  de  ellos;  allá  en  el  fondo, 
había  resraelto  casarse,  sin  comunicar  su  proyecto  ni 
aun  a  sus  más  íntimos  amigos,  por  temor,  no  sólo  del 
combate  diario  contra  las  presuntas  suegras,  sino  so- 
bre todo  de  perder,  en  la  caza  implacable  de  que  se- 
ría víctima,  todas  sus  ilusiones  y  esperanzas. 

Naturaleza  seria  y  reposada,  sentía  una  repugnan- 
cia instintiva  por  todas  esas  pueriles  escaramuzas 
del  amor,  tan  comunes  en  nuestra  tierra. 

— ¿Pero  qué  tie;ie  eso  de  particular,  Carlos? — le 
decía  una  noche  uno  de  sus  amigos,  joven  elegante, 
sin  más  pensamiento  que  la  mujer,  de  eterna  buena 
fe  en  sus  entusiasmos,  creyéndose  sinceramente  ena- 
morado de  la  última  con  quien  hablaba,  escéptieo  con- 
tra el  matrimonio,  predes1:inado  por  lo  tanto  a  casarse 
con  una  contralto  cualquiera. — ¿Qué  tiene  de  parti- 
cular que  en  vez  de  hablar  de  nimiedades  en  un  salón, 
se  cante  a  una  mujer  joven  y  linda  la  canción  soña- 
da cuya  música  adivina  sin  que  la  letra  haya  llegado 
a  su  oído  ?  Hay  una  especie  de  convención  social  que 
sonríe  ante  esos  amores  primaverales  y  no  les  da  im- 
portancia alííuna.  A  más,  la  pureza  sale  sin  mancha 


122  MIGUKL   CA>'£ 

(le  esa  esgrima  del  seutimicnto  que  sirve  para  cono- 
cerse a  sí  mismo  y  no  tomar  por  un  afecto  profundo 
la  veleidad  de  un  atractivo  pasajero. 

— ^Te  equivocas,  replicaba  Carlos  tristemente.  Esa 
•onvención  social  en  cuya  protección  buscas  la  im- 
punidad, no  existe  ni  puede  existir.  Por  lo  quo  a  la 
mujer  toca,  i  no  comprendes  que  en  eso  que  has  lla- 
mado la  esgrima  del  sentimiento  pierde  toda  la  in- 
maculada inocencia  que  hacía  su  encanto?  ¿No  has 
oído  mil  veces  a  tus  .mismos  amigos,  en  csa.^  largas 
oharlas  del  club,  fijar  su  ideal  de  esposa  en  uim 
ci'iatura  que  hubiera  abierto  para  el  solo  y  único  la 
virginidad  del  alma?  ¿Quieres  un  ejemplo?  Hace  un 
año,  en  un  gi-an  baile  sumamente  fastidioso,  te  dio 
n  tí  mismo  (|ue  me  hablas,  por  enamorar  a  esa  hci*- 

losa  y  buena  criatura  que  se  llama  Julia  X. . .  Como 
'!e  castumbre,  esa  noche  te  enamoraste  i)erdidamente 
lo  que  no  imi)idi()  ([Ue  a  la  mañana  siguiente  te  hu- 
bieras olvitlatlo  por  completo  de  tu  campaña.  —  Ti-es 
meses  después,  Jorge  tuvo  la  inspiración  de  proceder 
a  la  misma  esgrima  en  circunstancias  análogas. 
;.  (^uántas  veces  les  he  oído  entregar.se  a  la  eterna 
broma  de  la.s  reconvenciones  recíi)rocas  y  tacharse, 
riendo,  de  deslealtad?  ¿No  crees  que  ese  incidente 
bastaría  para  detener  a  un  hombre  caviloso  (]ue 
hubiera  pensado  seriamente  en  hacer  de  Julia  la  com- 
])añera  de  su  vida?  No  es  por  cierto  poniue  la  pobre 
criatura  haya  desmerecido  ni  que  su  pureza  sea  sos- 
l>echuda;  pero  la  fuerza  de  las  cosaos  e.s  así.  El  ex- 
cepticismo  fundamental  de  u.stedes  en  materia  de  mu- 
jeres, sólo  puede  ser  vencido  por  la  fuerza  de  la  ino- 
cencia absoluta,  indiscutible.  Una  mujer  (pie  ha  te- 
nido amores  con  un  hombre,  por  más  ideales  y  castos 
(lue  hayan  sido,  parece  consen-ar  sobre  .sus  labios,  a 
los  ojos  extiaños,  el  rastro  de  un  beso  furtivo.  Me 
dirás  que  un  beso  es  nada ;  a  veces  es  un  abismo. 
— Pero  no  se  llega  siempre  al  beso,  Carlos. 


PBOSA    LIGERA  123 

— ¿Quién  lo  sabe?  ¿Quién  va  a  preguntarlo? 
¿Quién  te  creerá  si  niegas,  como  es  tu  deber?  La 
duda  basta.  ¿Además,  por  ustedes  mismos,  qué  ne- 
cesidad tienen  de  ir  a  buscar  en  el  mundo  donde  se 
reclutau  nuestras  madres,  que  será  el  de  nuestras  hi- 
jas, esas  vanas  satisfacciones  del  amor  propio  que 
con  un  poco  de  dinero  y  audacia,  se  obtienen  tan 
fácilmente  en  otra  parte? 

— ¿Quieres  hacer  entonces  de  nuestra  sociedad  un 
convento  ? 

— Xo ;  quiero  sólo  una  concepción  vasta  y  comple- 
ta del  honor:  he  ahí  todo.  Para  ustedes,  la  altura 
desinteresada  en  materia  de  dinero  y  la  suceptibili- 
dad  exquisita  que  pone  la  espada  en  la  mano  por 
una  nimiedad,  constituyen  el  código  completo.  El 
engaño  de  una  mujer  joven  y  candorosa,  que  cree 
cuanto  le  dices,  porque  no  tiene  razones  para  dudar, 
el  desgarramiento  moral  que  sucede  a  la  desilusión, 
el  compromiso  de  la  felicidad  de  su  vida  entera,  j  no 
te  parece  un  acto  tan  reprochable  como  el  de  dejar 
de  pagar  tres  o  cuatro  mil  pesos  a  uno  de  esos  bar- 
bones del  Club,  que  apoyándose  en  su  experiencia  y 
sangre  fría,  te  ganan  todas  las  noches  al  hésigue? 

— ¿Es  decir,  que  no  debemos  ni  aún  ser  sociables? 

— ¡  Es  curioso  !  ¡  Parece  que  pretendieran  ustedes 
serlo !  ¡  Sociables !  ¡  Pero  si  ni  idea  tienen  de  lo  que 
es  la  sociedad !  Pasan  ustedes  la  vicia  en  el  Club ;  ja- 
más una  visita,  jamás  esas  atenciones  cordiales  que 
son  el  encanto  de  la  vida.  En  el  teatro,  o  metidos  en 
el  fondo  de  la  avant-scéne,  fumando  como  en  un  ca- 
fé, o  paseándose  en  el  vestíbulo  en  los  entreactos. 
Viene  un  baile ;  a  amar  con  la  primera  que  cae, 
cuestión  de  tener  a  C[uien  clavar  los  anteojos  en  Co- 
lón. Por  el  contrario,  les  pediría  más  sociabilidad, 
más  solidaridad  en  el  restringido  mundo  a  que  per- 
tenecen, más  respeto  a  las  mujeres  que  son  su  orna- 
mento, más  reserva  al  hablar    de   ellas,   para   evitar 


í-24  MIGITEL   CAÑÉ 

que  el  primer  gruarango  democrático  enriquecido  en 
el  comercio  de  suelas  se  crea  a  su  vez  con  derecho  a 
echar  su  manito  de  tenorio  en  un  salón  al  que  entra 
tropezando  con  los  muebles.  No  tienes  idea  de  la 
irritación  sorda  que  me  invade  cuando  veo  a  una 
criatura  delicada,  fina,  do  castíi,  cuya  madre  fuú 
amiga  de  la  mía,  atacada  por  un  grosero  ingénito, 
cepillado  por  un  sastre,  cuando  observo  sus  ojos 
clavarse  bestialmente  en  el  cuerpo  virginal  que  se 
entrega  en  su  inocencia...  Mira,  nuestro  deber  sa- 
grado, primero,  arriba  de  todos,  es  defender  nues- 
tras mujeres  contra  la  invasión  tosca  del  mundo  he- 
terogéneo, cosmopolita,  híbrido,  que  es  hoy  la  base 
de  nuestro  país.  ¿Quieren  placeres  fáciles,  cómodos 
o  peligrosos?  Nues-tra  sociedad  múltiple,  confusa, 
ofrece  campo  vasto  e  inagotable.  Pero  honor  y  res- 
peto a  los  restos  puros  de  nuestro  grupo  patrio ;  cada 
día,  los  argeiítinos  disminuímos.  Salvemos  nuestro 
predominio  legítimo,  no  sólo  desenvolviendo  y  nu- 
triendo nuestro  espíritu  cuanto  es  posible,  sino  colo- 
cando a  nuestras  mujeres,  por  la  veneración,  a  una 
altura  a  que  no  llegan  las  bajas  aspiraciones  de  la 
turba.  Entre  ellas  encontraremos  nuestras  compañe- 
ras, entre  ellas  las  encontrarán  nuestros  hijos.  Ce- 
rremos el  círculo  y  velemos  sobre  él. 

— ¡  El  cuadro  de  la  aristocracia  austríaca  ! 

— No  la  critiques,  que  tiene  su  razón  de  ser.  Es 
la  defensa  de  la  naturaleza.  Tú  conoces  mis  ideas  y 
sabes  que  sólo  acepto  las  aristocracias  sociales.  En 
las  instituciones,  en  los  atrios,  en  la  prensa,  ante  la 
ley,  la  igualdad  más  absoluta  es  de  derecho.  Pero 
es  de  derecho  natural  también  el  perfeccionamiento 
de  la  especie,  el  culto  de  las  leyes  morales  que  levan- 
tan la  dignidad  humana,  el  amor  a  las  cosas  bellas, 
la  protección  inteligente  del  arte  y  de  toda  manifes- 
tación intelectual.  Eso  se  obtiene  por  una  larga  he- 
rencia   de   educación,    por    la  conciencia  de  una  mi- 


PSOSA    LICFKA  125 

sión,  casi  diría  providencial,  en  ese  sentido.  Tal  es 
la  razón  de  ser  de  la  aristocracia  en  todos  los  países 
de  la  tierra,  tenga  o  no  títulos  y  preocupaciones  más 
o  menos  estrechas.  Entre  nosotros  existe  y  es  bueno 
que  exista.  No  lo  constituye  por  cierto  la  herencia, 
sino  la  concepción  de  la  vida . . . 

Con  semejantes  ideas  no  era  extraña  por  cierto  la 
reputación  de  aristócrata  que  Carlos  adquirió.  Son- 
reía y  dejaba  decir,  observándose  con  una  rigidez 
implacable  para  poner  de  acuerdo  sus  actos  con  sus 
principios .  , 

1884. 


ñ  las  cuchillas 

ñ  Eugenio  Barzón . 


La  idea  de  volver  a  la  patria  se  había  presentado 
al  espíritu  de  Narbal  inseparable  de  la  de  no  vivir 
en  Buenos  Aires.  ¿Por  qué?  No  lo  discutía,  no  lo 
analizaba.  Era  una  aprensión  nerviosa  y  tenaz,  que 
le  ha-eía  considerar  el  retorno  a  la  existencia  de  otro 
tiempo,  como  una  fuente  de  amarguras  insoporta- 
bles. Además,  el  ginipo  simpático  se  había  disuelto 
por  los  azares  de  la  vida  y  era  muy  tarde  ya  para 
pensar  en  crearse  nuevos  cariños.  Lorenzo  se  había 
casado  hacía  cinco  años  y  los  tres  hijos  deliciosos  que 
encantaban  su  hogar,  le  habían  convertido  en  el  bur- 
gués pacífico,  trabajador  y  tranquilo,  que  era  a  sus 
ojos,  en  épocas  pasadas  el  tipo  perfecto  del  embru- 
tecimiento humano.  Muchos,  la  mayor  parte  de  sus 
antiguos  camaradas,  habían  seguido  el  mismo  cami- 
no, aunque  algunos  sin  transformarse,  continuando 
bajo  la  cadena  conj-ngal,  bien  ligera  para  ellos,  sus 
\dejos  hábitos  de  club,  de  sport,  de  juego  y  todo  lo 
que  acompaña  la  vida  fácil.  A  veces,  Carlos,  solo, 
por  las  mañanas,  mecido  por  el  paso  lento  e  igual 
de  su  caballo,  evocaba  el  recuerdo  de  los  compañeros 
de  juventud  y  comparaba  su  vida  actual  a  la  que  se 
presentaba  ante  él.   Uno  había  abrazado   con  pasión 


12ft  MlGl'EL   C\yt 

la  carrera  militar  y  acallando  sus  gnstos  sociales,  su 
amor  a  los  placeres,  vivía  pcrdiilo,  pero  no  olvida- 
do, allá  en  la  remota  frontera,  batallando  obscura- 
mente con  lo?;  indios,  conquistando  palmo  a  palmo 
comarcas  enteras  para  entregar  a  la  civilización, 
soldado  y  explorador,  desenvolviéndose  en  la  vida 
militar  moderna,  concebida  con  inteligencia.  ¡Feliz 
él,  que  veía  la  ruta  recta  y  luminosa  abrirse  ante  sus 
pasos !  Otro,  en  un  acto  de  energía,  se  había  arran- 
cado a  la  patria  y  la  sentía  con  toda  la  fuerza  do 
espíritu  y  el  amor  de  vSU  alma,  allá  en  lejanas  tierras 
americanas,  donde  el  nombre  argentino  estaba  olvi- 
dado y  que  él  hacía  sonar  perseverante  y  respetuo- 
so. Aí[uel,  joven,  brillante,  por  quien  Narbal  había 
sentido  siempre  una  vivísima  simpatía,  dejaba  correr 
la  vida  insensiblemente,  como  algo  que  le  fuera  ex- 
traño, después  de  haber  bebido  también  su  cáliz  y 
l)u.scado  la  muerte  honrosa  del  combate...  Perdía, 
recorriendo  así  el  pasado,  la  noción  del  tiempo;  las 
figuras  se  borraban  en  una  penumbra  indecisa  y  le 
parecía  que  esos  hombres  habían  vivido  largos  años 
atrás  y  que  él  mismo  sobrevivía  a  un  viejo  mundo 
desvanecido.  A  veces,  una  figura  delicada,  esbelta, 
cruzaba  su  memoria  e,  involuntariamente,  detenía  su 
montura  y  entrecerraba  los  ojos  buscando  el  nombre 
de  la  visión  fugaz. . .  ya  había  pasado  y  otra  la  reem- 
plazaba. La  asociación  de  recuerdos  bajo  la  activi- 
dad del  espíritu  le  hacía  por  momentos  recorrer  su 
vida  entera  en  un  rolámpago.  Empezaba  la  evoca- 
ción sonriendo  y  concluía  en  un  quejido. 

Narbal  había  buscado  la  existencia  vegetativa  y 
la  sentía  a  cada  instante  alejarse  de  él.  Los  trabajos 
del  campo  a  que  se  entregó  con  vehemencia,  le  fati- 
garon al  cabo  de  un  mes.  Muerta  la  curiosidad  in- 
telectual, los  libros  no  le  decían  nada,  la  pluma  le 
inspiraba  repulsión,  un  cansancio  mortal  le  oprimía. 
Vencido  a  medio  día  por  el  sueño,  se  preparaba  lar- 


PROSA    LIGEEA  129 

gas  noches  de  insomnio,  de  las  que  salía  profunda- 
mente quebrantado.  A  la  verdad,  el  corte  definitivo 
estaba  ya  adquirido,  hasta  el  punto  que,  si  un  mila- 
gro hubiera  hecho  desaparecer  el  pasado,  el  estado 
moral  de  ese  hombre  no  se  habría  modificado.  Más 
que  insoportable,  la  ^ida  se  había  hecho  indiferente 
para  Narbal:  todo  le  era  igual,  nada  le  atraía.  No 
hablaba,  cesó  de  montar  a  caballo  y  los  intermina- 
bles días  de  la  campaña  corrían  lentos  sin  que  se 
moviera  de  su  cama,  en  la  que,  tendido,  fumando, 
dormitando,  pasaba  las  horas  muertas. 

Quince  días  después  de  su  llegada   había  recibido 
una  larga  y  afectuosa   carta  de  Lorenzo,    en  la  que 
éste  se  quejaba  con  cariño  de  la  conducta  de  Carlos 
a  su  respecto.    Narblil  contestó,  sin  disculparse.  Una 
correspondencia  seguida   se  estableció.   Lorenzo,   que 
al  principio  no   había  querido  hablar  de   su  mujer, 
de  sus  hijos,  por  un  sentimiento    de  exquisita  deli- 
cadeza, abordó  el  tema  con  franqueza  un  día :  "  Ven, 
le  decía,  mi  hogar  será  el  tuyo;  estoy  seguro  de  que 
las  caricias  de   mis   hijos  te  calentarán   el  corazón. 
Hay  entre   ellos    un   personaje  de    tres  años,  rubio, 
alegre,  preguntón,  con   unos    ojos  llenos  de   malicia 
que,  si  recuerdo  bien  tu  amor  a  las  criaturas,  te  va 
a  conquistar.  Figúrate  que  te  apasiones  por  ese  mu- 
chacho; la  salud  moral  no  está  lejos".  Era  tarde  ya. 
Hacía  tres  meses  que  Narbal  se  encontraba  en  la 
Quebrada,  cuando  recibió  una  carta  de  Lorenzo  que 
produjo  en   él  la  primera    impresión  violenta  desde 
largo  tiempo  atrás .  ¿  La  había  escrito  el  amigo  en  un 
momento  de     sincera  indignación    o  ensayaba,   bajo 
esa  forma,  estremecer  las  fibras  anestesiadas  del  co- 
razón de  Carlos"  Tal  vez  ambas  cosas.  La  carta  de- 
cía así : 

''ffi  querido  Carlos:  Te  escribo  en  un  momento  de 
profunda  agitación  para  todos  nosotros.  Los  diarios 
adjuntos  te  impondrán  de  lo  que  acaba  de  pasar  en 


130  UTGUKi.  r-AMi'- 

Montevideo.  Las  jiistitucioiics  lian  sido  pisoteadas, 
los  poderes  constituidos  derribados  por  \in  motín  de 
cuartel,  el  degüello,  el  viejo  degüello  salvaje,  reapa- 
recido en  las  calles,  y,  como  siempre  en  ese  desgra- 
ciado pedazo  de  tierra,  la  barbarie  ha  triunfado  de 
la  civilización.  Los  hombres  de  pensamiento  y  de 
honor,  viejos  y  jóvenes,  que  no  han  sido  asesinados 
o  metidos  en  un  calabozo,  han  tomado  el  camino  del 
destierro.  La  mayor  parte  han  conseguido  pasar  a 
Piuenos  Aires  y  se  encuentran  acjuí  »sin  recursos  de 
ningún  género  y,  por  todo  bagaje,  con  aquella  enor- 
me altivez  que  les  conoces  y  que  les  impide  aceptar 
el  menor  auxilio.  Nuestra  ])rensa,  felizmente,  ha 
condenado  unánime  el  atentado.  Nadie  lo  dice,  pil- 
que sería  absurdo,  pero  está'  en  todos  los  corazones 
el  deseo  de  que  el  gobierno,  por  los  mil  medios  in- 
directos que  tiene  a  su  alcance,  inter\'enga  de  una 
manera  favorable  a  la  causa  de  la  justicia.  No  se 
trata  aquí  de  blancos  ni  de  colorados.  La  cuestión 
en  entre  los  hertiileros  de  las  hordas  semibárbaras  de 
un  López  o  un  ('arrera  y  los  hijos  de  aquellos  que 
combatieron  contra  Rosas  al  lado  de  nuestros  pn- 
di'cs.  ¡O  el  año  20  o  la  marcha  adelante!... 

"Anoche  reuní  algunos  amigos  en  casa;  no  había 
sino  un  oriental.  Castellar,  con  (¿uien,  como  sabes, 
me  liga  mía  vieja  amistad.  Llegó  anteayer,  herido. 
Parece  fpie  ha  salvado  la  vida  milagrosamente  y  que 
el  cónsul  inglés  le  embarcó  ])or  la  noche.  No  tiene 
más  que  im  pensamiento:  organizar  una  expedición. 
Es  un  carácter  entusiasta  y  generoso,  que  vive  en 
la  obediencia  de  un  espíritu  soñador  y  visionario. 
Cree  y  añnna  con  una  convicción  profunda  que  se 
comunica,  (jue  l)astará  la  presencia  de  200  hombres 
bien  armados,  en  un  punto  cualquiera  del  litoral 
oriental  para  determinar  un  levantamiento  del  país 
entero.  Todos  ellos,  es  decir,  unos  cincuenta  jóve- 
nes, están   resueltos  a  tentar  la  aventura  y   Castellai" 


PEOSA    LIGERA  131 

l)ablaba  eu  su  nombre  anteanoche.  Ellos,  qne  por 
nada  aceptarían  nna  imitación  a  comer,  en  la  impo- 
sibilidad de  devolverla,  han  jurado,  si  es  necesario, 
ir  de  puerta  en  puerta,  por  las  calles  de  Buenos  Ai- 
res, para  mendigar  con  el  sombrero  en  la  mano,  pero 
la  frente  levantada,  un  fusil  para  sus  manos  iner- 
.ines.  No  tienes  idea  del  efecto  que  nos  produjo  la 
])alabra  inflamada  de  Castellar.  Al  principio,  esa 
declamación,  natural  a  los  orientales  eu  el  estrío 
y  en  la  oratoria,  que  nos  parece  una  falta  de  gusto, 
trajo  sonrisas  sobre  muchos  labios.  Pero  cuando  se 
empezó  a  sentir  el  calor  real  que  los  animaba,  cuando 
Castellar  habló  de  mujeres  insultadas,  de  ancianos 
asesinados,  del  porvenir  de  itoda  una  generación, 
roto  en  esa  bacanal  de  sangre  y  robo;  cuando  dijo, 
sencillamente  esta  vez  que  todos  ellos  preferían  morir 
a  la  \'ida  con  el  cuadro  constante  de  esa  depresión 
profunda  de  la  patria ;  caiando  se  puso  de  pie,  pi- 
diéndonos armas,  a  nosotros,  los  felices,  que  había- 
mos salido  para  siempre  del  lodo,  te  aseguro  que  las 
sonrisas  habían  cesado  y  fué  con  viril  emoción  que 
todos  lo  estrechamos  entre  nuestros  brazos,  como  si 
en  ese  instante  representara  su  pobre  tierra  escar- 
necida. 

"Por  lo  pronto,  tenemos  por  base  los  cincuenta 
remington  y  que  hace  tres  años  reunimos  para  de- 
fendernos del  famoso  golpe  de  mano  anunciado  y 
que  felizmente  nunca  tomó  forma.  Cada  uno  de  nos- 
otros va  a  ponerse  en  campaña  y  no  dudamos  reunir 
en  nna  semana  dos  o  trescientos  fusiles.  El  embarque 
puede  ofrecer  dificultades;  pero  Jaramillo,  que  aca- 
ba de  ser  gobernador  de  Lp,  Rioja,  que  ha  llegado 
hace  nn  mes  de  senador  al  Congreso  y  qne  asistió  a 
la  reunión,  nos  ha  tranquilizado  al  respecto.  Es  ami- 
go particular  y  político  de  los  ministros  de  Relacio-- 
nea  Exteriores  y  de  Guerra  y  Marina  y  no  cree 
difícil  obtener  de  ellos,  ayudado  por  otra  parte  por 


132  :NricrEL  CÁNft 

1 1  sontimiento  público,  qnc  no  hc.  íijon  mucho  si  los 
sii])altcrnos  hacen  la  vista  gorila. 

*'Pero  no  es  eso  todo;  hay  f^aslos  iiidis])ciis;ihl('s 
y  no  hay  un  peso.  So  trata  de  equipar  unos  cien 
hombres,  y  lo  más  serio,  do  fletar  oin  vapor  por  un 
precio  que  liaga  aceptar  al  armador  todos  los  ries- 
gos do  una  eni})resa  somojanto.  liemos  iniciado  una 
lista  de  .subscripción  y  tenemos  ya  cerca  de  dos  mil 
duros  reunidos.  No  dudando  que  tú  me  enviarías  aliiro 
pero  deseando  ponerte  en  j?uardia  contra  tí  mismo, 
te  he  apuntado  i)or  200  duros,  que  te  ruego  des  orden 
;i  tu  apoderado  para  que  me  los  remita. 

"No  puedo  ser  más  largo,  porque  tengo  la  casa 
llena.  Mi  mujer  está  asustada  y  anoche  me  ha  hecho 
jurar  sobre  la  cabeza  de  mi.s  hijos  que  no  pienso  to- 
jiiar  parte  en  la  expedición.  ^lo  eché  a  reir,  pero  la 
verdad  es  que  respiramos  una  atmósfera  que  ])redis- 
])one  a  todas  las  locuras  imaginables.  Por  lo  pronto, 
dos  o  tres  de  los  muchachos  (los  muchachos!  si  vie- 
jas qué  nuü  ompieza  a  sentarnos  el  nombre!)  irán  en 
la  expedición,  unos  por  curiosidad,  otros  por  hastío. 
Hubo  un  momento  eu  que  Jaramillo,  ¡un  venerable 
padre  de  la  patria !,  casi  se  compromete  a  acompa- 
ñarlas. Me  costó  un  triunfo  disuadirlo;  quería  a 
toda  costa  poner  un  reemplazante,  pero  Castellar  ha 
declarado  que  no  quieren  gente  mercenaria  y  que, 
por  otra  parte,  lo  que  va  a  sobrar  son  hombrea,  asi 
que  pisen  el   suelo  oriental. 

"Excuso  decirte  que  los  huéspedes  forzados  son 
los  leone.s  del  día;  la  mecha  de  Eugenio  está  más  irre- 
sistible que  nunca,  cubriendo  la  frente  sombría  y 
fatal  del  proscripto.  Ha  hecho  la  conquista  de  nuestro 
V^spasiano,  a  quien  las  graves  ocupaciones  cúrales 
no  impiden,  por  cierto,  mariposear  como  en  los  tiem- 
pos en  que  se  levantaba  una  bailarina  del  Colón 
como  un  atleta  cien  kilos. 


PBOSA    LIGEBA  133 


''Te  escribo  a  la  carrera  y  nervioso;  la  expecta- 
tiva de  la  acción  nos  electriza.  Puedes  figurarte  con 
qué  ansiedad  vamos  a  esperar  los  sucesos! 

''Cariños  de  mi  mujer  y  un  beso  de  mis  hijos. 

Lorenzo. 


í  i 


P.  D.  ¿Qué  has  hecho  del  Winchester  de  repe- 
tición que  tenías  antes  de  tu  partida  a  Europa?  Si 
lo  dejaste  en  Buenos  Aires  ordena  que  me  lo  entre- 
guen. Jamás  1h  sangre  que  derrame  correrá  más  jus- 
tamente. —  Y.^' 

La  tarde  empezaba  a  caer  cuando  Narbal  concluyó 
de  leer  los  diarios  que  le  había  remitido  Lorenzo.  Na- 
cido en  Montevideo,  conserv^aba  por  su  cuna  casual 
ese  afecto  orgánico  que  liga  al  hombre  como  a  la  bes- 
tia al  Dunto  en  que  viene  a  la  ^áda  —  y  sentía  en  su 
alma,  ásperamente,  la  ignominia  de  ese  gentil  pedazo 
de  suelo,  tan  bello,  tan  atrayente,  tan  hecho  por  la 
naturaleza  para  ser  hogar  de  un  pueblo  libre  y  feliz... 
Pasó  la  mano  por  su  frente,  hizo  e?isillar  su  caballo 
y  se  echó  a  vagar  por  la  llanura.  El  cielo,  de  uíua 
claridad  admirable,  empezaba  a  tachonarse  de  chis- 
pas brillautes  y  una  calma  profunda  reinaba  sobre 
los  campos  que  se  preparaban  para  el  sueño.  Y  él, 
con  la  mirada  perdida  en  ese  portento  de  paz,  pen- 
saba en  las  familias  que.  a  la  misma  hora,  en  el  duelo 
y  el  llanto,  temblaban  por  el  hijo  perseguido,  por  el 
viejo  padre  prisionero  o  lloraban  sin  esperanza  el 
hermano  bárbaramente  sacrificado.  Levantó  la  frente, 
una  expresión  viril  se  pintó  en  su  rostro,  que  una 
ráfaga  interior  iluminó,  y  a  lento  paso  volvió  a  su 
triste  rancho. 


134  AllüL  I  L  -CAÑÉ 


TI 


Lorenzo  d^ría  la  verdad ;  los  sucasos  de  ]\Ionlp- 
video  habían  ]jrodncido  una  intensa  agitación  en 
r>uenos  Aires.  Una  filna  del  eorazón  común  había  su- 
frido y  las  otras  se  extremecían.  La  política,  los  par- 
tidos, los  antapTonismos  personales,  todo  había  des- 
a))arecido  ante  la  brutalidad  de  los  hechos,  que  hacían 
Tcvivir,  en  la  memoria  de  los  viejos,  los  cuadros  san- 
grientos del  i)aKado  e  inflamaban  el  espíritu  de  los 
jóvenes,  ardientes  por  probar,  como  los  mayores,  quo 
también  ellos  amaban  la  libertad  y  ei'an  capaces  de 
saci'ificarse  por  ellii. 

No  se  hablaba  de  otra  cosa;  los  diarios  se  habían  pa- 
sado la  voz,  los  corrillos  no  salían  del  tema  obligado 
y  hasta  la  rueda  de  la  Bolsa,  en  los  momentos  de 
reposo,  parecía  moverse  eojno  un  trípode  espiritií^la, 
!  eco  de  palabras  íjenerosas  y  maldiciones  elocuentes 
a  las  (|ue  por  ciei'to  no  estaba  acostumbrada.  El  mo- 
iHíMito  rra  propicio  y  convenía  batir  el  fierro  mion- 
tras  estaba  caliente.  Así  lo  comi)rendió  Castellar. 

P>a  el  tipo  completo  del  oriental,  con  todas  sus  abe- 
ii-aciones  y  sus  virtudes.  Triti'ligcncia  clara,  tal  vez 
nn  poco  supei'íicial,  pero  abarcando  con  el  extraoidi- 
nario  aplomo  eme  da  la  inmisción  prematura  de  la 
vida  pública,  todas  les  cuestiones  susceptibles  de  dc- 
If'nninar  una  opinión;  fotroso,  paradojal,  armado  de 
juicios  hechos,  dclinitivos  y  casi  ásperos  en  su  forma 
intransigente,  bravo,  líricí»  a  fuerza  de  exaltado,  gi- 
londino  en  la  ])alabra,  digno  del  ccnúcido  en  el  e-s- 
tilo,  a  tres  mil  leguas  do  la  evolución  })Ositivista  del 
('sj)íritu  moderno,  leyendo  y  citando  de  buena  fe  los 
libros  de  Pclletan,  encantado  del  "París  en  Améri- 
ca'' de  Laboulaye,  que  acababa  do  íeer  y  que  hoy 
fuiele  a  moho;  entusiasta  ])(»r  Artigas,  sobre  cuyi^ 
íK'ción  real  estaba  muy  vagamente  infornuido,  pero 
\\i('  la  tradición  de  su  paLs  le  presentaba  como  la  en- 


PROSA    LIGEKA  135 

caruacióu  de  la  nacionalidad;  colorado  fanático,  pero 
orgulloso  de  la  noble  defensa  de  Paysandú;  adoran- 
do a  Juan  Carlos  Gómez,  pero  atribuyendo  a  una 
ofuscación  del  espíritu  de  su  héroe  la  concepción  de 
la  patria  grande,  tal  era  el  corte  intelectual  del  jo- 
ven que  probaba  por  primera  vez  las  amarguras  de 
la  proscripción.  Entre  sus  compañeros  había,  por 
cierto,  hombres  de  autoridad  considerable  y  de  pen- 
samiento reposado;  pero  ellos  mismos  habían  com- 
prendido que  lo  que  se  necesitaba  en  esos  momentos 
lio  eran  demostraciones  lógicas  de  que  asesinar  la 
gente  y  derrocar  gobiernos  a  lanzadas  es  una  barba- 
ridad, sino  corazones  calientes  que,  comunicando  la 
indignación,  supieran  utilizarla.  Por  otra  parte,  vie- 
jos aguerridos  de  la  política,  diez  veces  desterrados, 
diez  veces  batidos  en  empresas  de  reivindicación  ar- 
mada, su  preocupación  principal  era  ocultar  a  los 
jóvenes,  llenos  de  entusiasmo,  su  invencible  y  funda- 
mental desesperanza. 

Cómo  y  por  qué  la  elección  de  jefe  militar  de  la 
expedición  cayó  en  el  coronel  Galindo,  sería  cues- 
tión difícil  de  resolver.  En  esos  momentos  de  exal- 
tación, el  deseo  ardiente  de  encontrar  un  caudillo 
favorable,  hace  que  cada  uno,  por  una  complicidad 
inconsciente  y  generosa,  adorne  al  elegido  con  todas 
las  virtudes  ideales  a  que  aspira.  Galindo  *'era  un 
bravo,  tenía  una  inmensa  popularidad  en  los  depar- 
tamento de  la  costa  del  Uruguay,  conocía  palmo  a 
palmo  el  terreno  de  las  futuras  operaciones,  era  un 
hombre  seguro,  sobre  el  que  nada  podrían  ni  las 
amenazas  ni  las  promesas  de  los  que  mandaban  en 
Montevideo,  tenía  íntimas  relaciones  con  muchos  de' 
los  principales  jefes  del  ejército  argentino,  inspira- 
ba confianza,  etc.,  etc."  Tal  lo  pintaban  los  diarios 
que,  con  la  indiscreción  propia  del  oñcio  y  yendo 
contra  los  intereses  de  la  causa  por  la  que  manifes- 
taban tanta   simpatía,   daban  cuenta  diariamente   de 


136  MIGUEL   CAÑÉ 

todos  los  preparativos  de  la  expedición,  poniendo  en 
serios  apuros  al  Ministerio   de   Relaciones  Exteriores 
y  sirviendo  de  bomberos  inconscientes  a  la  frente  que 
en  Montevideo  tenía  la  escoba  por  el  mango.  Galin- 
do  mismo,   que  al   principio  leía  con    asombro   todos 
esos  datos  que  refiriéndose    a    él,   ignoraba  por  com- 
pleto, acabó  por  convencerse  de  su  importancia.   En 
realidad,  su  vida,  si  bien  confusa,  era  insignificante. 
Había  servido  en  la  fruerra    d^l  Paraguay  como   te- 
niente, se  había  batido  bien,  luego,  en  la  patria,  en 
una  y  otra  revolución,  había  llegado  a  coronel,  hasta 
que,  después  &e  la  última,  salvado  a  uñas  de  buen 
caballo  por  la  frontera  del  Brasil,  cinco  años   atrás, 
vino  a  caer  a  Buenos  Aires.  Naturalmente,  al  cabo 
de  tres  meses,  abrió  su  correspondiente  escritorio  de 
comisiones,  gestión  de  asuntos  ante  los  dos  gobiernos, 
despacho  de  aduana,  órdenes  de  Bolsa,  remates,  etc., 
pero  cuyo    resultado     positivo    fué    embrutecer  por 
completo   al  joven  dependiente  que  pasaba  las  horas 
muertas  cebando  mate  y  oyendo,  dentro  de  una   in- 
tolerable   atmósfera  de  tabaco    negro,  cterníus  discu- 
siones políticas  en   Iji  que  tomaban   parte  cuotidiana, 
a  más  del  coronel  y  su  socio,  mi  rematador  de  Bue- 
nos Aires,  fundido,  todos  los  vagos  de  ambas  orillas 
del  Plata  fjue  el  azar  empujaba  hacia   la   calle    San 
Martín,   ubicación  del  famoso    escritorio  de   Gal  indo 
y  Cia. 

A  los  tres  meses,  (íalindo,  agobiado  por  el  peso 
del  alquiler,  se  vio  obligado  a  sacar  las  tablillax.  Vn 
cobro  imposible  al  gobierno  nacional  se  arrastraba 
como  antes  de  que  la  sociedad  lo  tomara  en  mano  y 
el  jefe  de  una  casa  inglesa  que,  por  una  recomenda- 
ción de  Montevideo,  había  ido  al  escritorio  de  Ga- 
lindo  a  darle  una  comisión,  regresó  de  la  puerta 
asustado  por  el  tumulto.  El  bravo  coronel  fué  a 
aumentar  el  número  de  despojos  que  flotan  cu  las 
aguas  turbias  de  la  Bolsa,  pescando  aquí  y  allí,  una 


PKOSA    LIGERA  l87 

pequeña  comisión,  dada  por  uu  especulador  en  ansia 
de  despistar  al  adversario,  practicando  la  multa  con 
circunspección  y  asiduidad,  atando,  en  fin,   los  liilos 
de  fin   de   mes  con  tanto   esfuerzo  como    necesitaba 
Fígaro  para  vivir.   La  palabra  francesa  vivoter  ex- 
plica muy  bien  ese  vaivén  instable  de  la  fortuna,  esa 
angustia  perenne   al  principio,  pero   que  pronto   de- 
genera (las  pacientes  dicen  se  regenera)  en  una  indi- 
ferencia mezclada  con  la  confianza  indolente  en  una 
estrella,    de   poco    brillo,    pero   que    no  se    extingue 
nunca.    Así  vivoteó  cinco  años  el  coronel   Galludo  y 
en  esa  situación  le  encontraron  los  sucesos   de  Mon- 
tevideo.  Castellar,  que  le  conocía  de  larga  data,  pero 
que  sufría  a  su  respecto  la  aberración  del  momento, 
vio  en  él  al  hombre  de  las  circunstancias  y  le  pro- 
puso  ponerse   al   frente  de    la  expedición.    Galindo, 
pronto  a  todas  esas  aventuras  por  naturaleza,  educa- 
ción e  instintos,  aceptó  en  el  acto,  poniendo,  por  la 
forma,  algunas  condiciones  referentes  a  la  disciplina, 
a   la  absoluta  independencia   en  la    dirección  de   las 
operaciones  militares,  que  acabaron  por  cimentar  la 
confianza  que  se  había  resuelto  depositar  en  él.  Ori- 
ginario de  Fray  Bentos,  aprove<ihó  el  azar  para  sos- 
tener sus  extensas  relaciones  en  la  costa.  Pidió   dos- 
cientos hombres  bien  armados,  un  vapor  a  sus  órdenes 
y  completa  latitud  de  acción . 

A  pedido  de  Castellar,  Lorenzo  facilitó  el  salón  de 
su  casa,  el  mismo  en  que  había  tenido  lugar  la  re- 
unión de  que  hablara  a  Narbal,  para  celebrar  todas 
las  que  fueran  necesarias.  Lo  hacía  con  placer,  por- 
que en  realidad  estaba  profundamente  indignado. 
Además,  ese  movimiento,  esa  actividad  ajena  a  sus 
monótonas  ocupaciones  diarias,  le  había  galvanizado, 
haciéndolo  volver  a  los  viejos  tiempos  en  que  andaba 
siempre  por  los  extremos,  pensando  en  soluciones  vio- 
lentas a  todas  las  cuestiones  de  la  videL.  Su  casa 
había  tomado  el  aspecto  de  un  cuartal  electoral,  para 


13S  MIGUEL    CAXE 

(lescsperacióii  de  su  mujer,  que  veía  fusiles  en  todos 
los  rincones,  a  los  ehiquitos  jugando  eon  sables  o 
íirrastrando  eartuelieras,  al  par  que  la  deseomponía  el 
olor  frío  de  1a))aeo,  pegado  a  las  eortinas  y  a  los 
muebles.  No  eomprendía  bien  ese  patriotismo^  por 
asuntos  de  tierra  extraña,  pero  con  una  confianza 
alKSoluta  en  la  nobleza  de  los  sentimientos  de  su  ma- 
rido, se  resignaba  jxiniendo  al  mal  trance  la  mejor 
ara  posible.  Jaramillo,  que  comía  todos  los  domingos 
l!í  v  quien  tenía  la  viva  sim])atía  que  el  abierto 
.'iojano.  inspiraba  generalmente,  le  repetía  <\nc  los 
'.rientales  W  deberian  una  buena  parte  de  su  libertad 
'  la  exhortaba  a  bordar  con  .sus  propia-s  manos  la 
bandera  del  cuerpo  expedicionario.  Herminia,  des- 
armada, sonreía. 


La  reunión  que  se  celebraba  esa  noche  tenía  una 
imporlaneia  capital,  porque,  a  más  de  recapitular  lo> 

•  lementos  de  <iue  disponía,   Castellar  pensaba  propo 
ner  la  rctdización  inmediata  de  la  empresa.  Cada  una 

•  !ebia  dar  cuenta  fie  la  comisión  que  le  fuera  eneo- 
'uendada  y  ej  coronel  (lalindo.  ]M^y  py]]]-)or:t  \o/  v.>. 
i.ietería  su  plan  de  campaña. 

lia  reunión  tenía  lugar  en'  el  comedor,  más  va.sto 
y  sobre  todo,  i)or  la  disnosición  de  la  casa,  más  ai.-ila- 
<io  (jue  el  salón.  Estaban  reuniílas  unas  veinte  per- 
onas,  entrd  las  que!  se/  erhcontraban  cinco  o  sei^i 
personajes  de  Montevideo,  otros  tantos  jóvenes,  algu- 
nos militares  y  sólo  tres  argentinos,  esto  es,  íiorc?izo, 

•  íaramillo  y  un  amigo  del  primero,  que  debía  dar 
(lienta  de  su  trabajo  en  el  sentido  de  obtener  un 
vapor.  Todos  estaban  más  o  menos  t»xaltados,  pero 
';i  expresión  era  diferente.  Lorenzo  hablaba  poco  pero 

'•  niovía  mueho,  .íarajnillo  se  movía   y    hablaba   enn 
;il)UJidancia,  los  jóvenes  orientales  dominaban   mal  su 


impaciencia,  los  viejos  procuraban  poner  cara  de  palo 
y  Galindo,  como  los  oficiales  que  le  acompañaban. 
-e  sentían  incómodos. 

Castellar  habló   primero. 

— El  caballero,  dijo,  que  nos  da  la  hospitalidad  y 
cuyo  nombre  recordaremos  siempre  los  orientales  co- 
mo el  de  uno  de  los  más  generosos  y  desinteresados 
entre  los  amigos  de  nuestro  país,  va  a  exponer  a 
ustedes  el  estado  de  las  cosas.  Debo  declarar,  porque 
íisí  me  lo  ha  repetido  con  frecuencia,  que  en  todos 
aquellos  de  sus  compatriota.s  a  quienes  ha  acudido, 
'^a  encontrado  una  acogida  simpática,  que  se  ha  tra- 
lucido  en  hechos.  Eso  nos  prueba  ima  vez  más, 
ñadió, — no  sin  echar  una  rápida  mirada  a  un  hom- 
i-re  de  hermosos  cabellos  plateados  y  fisonomía  abierta 
y  expresiva,  que  lo  miraba  con  .sus  ojof;  claros  y 
dulces, — eso  nos  prueba  una  vez  más,  que  el  destino 
lia  hecho  a  nuestros  dos  países  para  marchar  y  des- 
envolverse en  armonía,  cada  uno  según  su  índole  y 
las  exigencias  de  su  historia,  pero  unidos  por  los  mil 
vínculos  en  que  el  pasado  nos  liga  y  el  porvenir 
(estrechará.  Como  se  verá  dentro  de  un  momento, 
podemos  pensar  ya  en  la  realización  inmediata  de 
nuestra  empresa .  Cada  día  que  pasa  es  una  vergüen- 
za más  para  nuestra  patria  y  un  peligro,  porque  el 
tiempo  sanciona  lentamente  los  hechos  consumados. 
Los  elementos  necesarios  est-án  reunidos,  tenemos  con- 
fianza en  el  éxito  y  estamos  dispuestos  a  dar  la  vida 
con  júbilo.  Por  mi  parte,  si  en  la  empresa  la  pierdo, 
estoy  recompensado  por  la  confianza  que  no  sólo  mi> 
amigos,  sino  también  los  hombres  venerables  que  me 
escuchan,  han  depositado  en  mí.  Sólo  me  resta  pre- 
sentar a  ustedes  a  nuestro  futuro  jefe,  el  coronel  Ga- 
lindo,  un  patriota  ¡i robado,  cuyo  valor  y  experiencia 
^oji  una  gai'antía  de  éxito. 

— A  mi  vez,  agradezco  a  Castellar  sus  palabras  de 
gratitud,  dijo  Lorenzo.  No  las  merecemos,  porque  es 


140  MIGUEL  CAÑÉ 

difícil  obrar  bajo  la  idea  de  que  los  orientales  nos 
son  extranjeros.  Por  lo  pronto,  declaro  que  siento 
los  dolores  de  su  patria  de  ustedes  como  los  de  la  mía 
l)ropia.  Es  un  deber  recíproco  de  ayudarnos  en  las 
horas  amargras,  en  nombre  de  la  solidaridad  de  la 
civilización.  Tendámouos  la  mano,  pues,  guardemos 
en  el  fondo  del  alma  el  sentimiento  que  nuestros  act()s 
nos  inspiren  y  obremos. 

Lue;,'0  tomó  algunos    papeles  y  continuó; 

— He  aquí  lo  (lue  hemos  podido  reunir  hasta  este 
momonto:  160  réniiii^'ton,  40  í*ariil)ina.s,  éstas  como 
l(js  primeros  con  su  correaje  corres¡)ondiente,  80  sa- 
bles y  otras  tantas  lanzas.  Se  han  adciuirido  20.000 
cartuchos.  Todo  está  depositado  en  un  corralón  de  mi 
j)ropiodad.  La  suscripción,  contando  con  lo  jrastado 
en  las  municiones,  ha  producido,  ])or  nuestra  p;irti', 
7.500  pesos  fuertes. 

— Agregue  usted  5.000  más  que  he  recibido  de  una 
suscripción  privada,  hecha  en  ^lontevideo,  dijo  mío 
de  los  v(  ncrablcs,  eomo  les  liabía  Ihmiado  Castellar, 

Ilubo  un  murmullo  de  satisfacción,  Lorenzo  iba  a 
continuar,  cuaudo  alguien  golpeó  la  puerta  del  co- 
medor. Lorenzo  abrió  y  un  criado  le  entregó  una 
tarjeta.  Apenas  echó  los  ojos  sobre  ella,  sintió  una 
emoción  violenta,  se  puso  pálido  y  dio  un  paso  hacia 
la  puerta.  Uos  o  tres  personas  corrieron  hacia  él 
iníjuietas.  Lorenzo  se  detuvo  y,  haciendo  un  esfuer- 
zo, se  serenó  i-ápidameiite. 

— Pido  a  ustedes  disculpa,  señores.  Pero  un  amigo, 
el  mejor  de  mis  amigos,  el  hombre  (jue  más  estimo  y 
(piiero  sobre  la  tierra  y  a  quien  no  veía  hace  cinco 
HÜos,  ([ue  para  él  han  sido  muy  amargos,  acaba  de 
llegar  y  me  envía  esta  tarjeta  de  al  lado  de  la  cuna 
(le  uno  de  mis  hijos:  ''Llego  en  este  momento  y  sé 
que  tienes  una  reunión  referente  al  noble  propósito 
sobre  el  (pie  me  escribes.  Te  ruego  pidas  en  mi  nom- 
bre a  esos  caballeros  me  concedan  i'l  honor  de  comba- 


PR0Í5A    LTGERA  141 

/ 

tir  en  sus  filas  por  la  diírnidad  del  país  en  cuyo  suelo 
naeí".  ¿Quieren  ustedes  permitirme,  señores,  presen- 
tar a  Carlos  Narbal? 

Todos  asintieron  calurosamente  y  antes  que  Loren- 
zo hablara,  Jaramillo,  que  estaba  fuera  de  sí,  se  pre- 
cipitó hacia  la  puerta.  El  riojano  había  conservado 
un  culto  por  Carlos;  el  alejamiento  silencioso  de  éste, 
sus  propias  preocupaciones  políticas,  le  habían  impe- 
dido mantener  correspondencia  con  Narbal,  como  lo 
hubiera  deseado.  Pero  jamás  le  olvidó  y  quedó  en  su 
recuerdo  como  la  personificación  del  hombre  elegante, 
generoso,  aristocrático  de  gustos,  robusto  de  ascen- 
diente moral,  que  era  su  tipo  ideal,  realzado  aún  por 
la  circunstancia  de  haber  sido  su  introductor  en  el 
mmido  porteño.  Cuando  guiado  por  el  sirviente,  se 
halló  de  pronto  frente  a  Carlos  que  hablaba  con  Her- 
minia teniendo  en  sus  rodillas  un  delicioso  muchacho 
de  tres  años  que  acababa  de  despertarse  y  que  le  había 
tendido  los  brazos  como  a  un  viejo  amigo,  Jaramillo 
tuvo  que  hacer  un  esfuerzo  para  ocultar  la  emoción 
que  el  cambio  de  Carlos  le  producía.  Se  echó  en  sus 
brazos  con  un  ímpetu  de  cariño  tan  sincero,  que  Nar- 
bal lo  estrechó  con  verdadera  afección.  Un  instante 
después  entró  Lorenzo.  Largo  tiempo,  en  silencio,  sus 
corazones  latieron  unidos;  cuando  Lorenzo  apartó  a 
Carlos  para  mirarle,  teniéndole  dé  las  manos,  sus 
ojos  estaban  húmedos.  Herminia  lloraba  sencilla- 
mente y  el  niño,,  con  los  ojos  muy  ^abiertos,  miraba 
la  escena  con  asombro.  Un  nuevo  afecto,  que  echa  su 
noble  raíz  en  el  corazón  o  un  viejo  cariño  que  se 
despierta  con  energía,  aumentan  la  intensidad  de  to- 
das nuestras  afecciones,  como,  en  el  suelo  tropical,  la 
soberbia  robustez  de  un  árbol,  aumenta  la  lozanía  de 
las  plantas  que  lo  rodean,  protegiéndolas  con  su 
sombra  y  dando  a  la  tierra  un  impulso  de  vida.  Lo- 
renzo oprimió  las  manos  de  Herminia,  besó  a  su 
hijo,  dio  un  vigoroso  shakehands  a  Vespasiano,  que 


!4>í  MK.l  KT.    .   ANÍ: 

luraba  L'omo  un  becerro  \  loiuaiido  a  CarloR  del  bra- 
o,  le  dijo : 
■ — VíJinos;  nos  esperan. 

Narbal  eoraprondió  y  sisruió  a  su  amigo  en  silencio. 
Vu  momento  antes  de  abrir  la  puerta  del  comcílor, 
l-orenz(>,  easi    inconscientemente  se  detuvo. 
— ¿,K^  cosa  resuelta? — dijo. 

Carlos  sonrió  tristemente.    Lorenzo  sintió  la  pueri- 
lidad de  su  pregunta  y  abrió  la  puerta  con  resolución. 
Xarl)al   fué    acogido  cou   re.tipetiujsa    simpatía.    Los 
\  iejos  habían  conocido  a  su  padre  y  para  los  jóvenes 
unía  ese  atractivo  curioso  que    los  contrastes  serios 
le  la  vida  dan  a  los  hombres.  Kespondió  a  las  maní 
i  estaciones  cariñosas  de  que  era  objeto  y  fué  a  eolit 
carse  silenciosamente  en  una  silla  al  lado  de  »Iarami- 
llo,  que  hacía  esfuerzos  enormes,  pero  fructuasos,  para 
no  hablar  de  co.sas  que    tenían  una  conexión   suma- 
mente remota   con   los  sucesos  orientales. 
J^orenzo  continuó: 

— Reuniendo,  pues,  las  sumas  obtenidas  hasta  hoy, 
"  puede  disponer,  a  más  de  lo  gastado,  de  diez  mil 
¡tatacones.   He  declarado  ya  a  mi  amigo  Castellar  que 
jui   intervención  no  tenía  más  alcance  (juc  la  reunión 
<le  fondos  y   elementos  y  que  esperaba  que  el  senti- 
miento que  me  dictaba  esa   línea  de  conducta  fuera 
bien   comprendido.   Es  necesarif    no  dar  a  los  adver- 
arios  la  enorme  ventaja  de  acusar  a  ustedes  de  apelar 
:l  extranjero.    Sé  que  sería  un   absurdo;  pero  nada 
hoy    más  terrible   que   el    absurdo  cuando  tOBia   una 
forma  definitiva  y  neta.  .Sólo  me  resta,  rogar  a  nues- 
i'o  amigo  .Martínez  quiera  dar  cuenta  de  la  comisión 
que  tuvo  a  bien  aceptar. 

—El  vapor  Urano,  dijo  el  iiiteri)elado,  f^tá  a  nues- 
tra disposición,  mediante  cinco  mil  duros  y  los  gastos 
de  seguro.  Es  un  buen  buque,  no  muy  grande,  pero 
que  puede  fácilmente  transportar  trescientos  hombre^. 
Lo  manda  un  italiano,  el  capitán    íiamberti,  que  me 


>ROSA    LIGERA  143 

parece  un  hombre  diguo  de  confianza.  Como  el  segu- 
ro ofrece  muy  serias  dificultades,  tal  vez  insui)e ra- 
bies, he  propuesto,  salva  ratificación  de  parte  de  lus- 
tedes,  que  los  propietarios  mismos  se  encarguen  de 
asegurarlo.  Hi^to  importará  un  gasto  considerable. 

— ¿Han  aceptado? 

— Sí,  pero  piden  diez  mil  duros. 

— No  será  difícil  encontrarlos,  dijo  Lorenzo. 

— Bien.  Ahora,  ocupémonos  un  poco  del  plan  ge- 
neral, dice  Ca.stellar.  ¿Qué  piensa  el  coronel  Galrndo? 

El  bravo  coronel  era  un  hombre  de  fisonomía  sim- 
pática y  esencialmente  criolla.  A  primera  vista,  se 
notaba  la  ausencia  del  golpe  de  cepillo  social,  pero  en 
cambio  se  veía  el  valor.  Algo  bajo  y  grueso,  el  pelo 
bastante  largo,  bigote  y  pera  entrecana,  brazos  cortos 
y  pies  anchos.  Se  levantó,  pero,  al  hablar,  juzgó  sin 
duda  que  así  era  más  difícil  y  se  volvió  a  sentar. 

— Conozco  dos  o  tres  puntos  en  que  el  desembarque 
^erá  fácil,  dijo.  Escribiendo  unos  días  antes  a  los 
amigos  de  la  costa,  estoy  seguro  que  nos  esperan  qui- 
nientos hombres  con  caballada  suficiente.  Luego  se 
lanza  el   manifiesto,  entramos  en  campaña  y. . . 

— ¿Qué  manifiesto? — dijo  uno  de  los  an<*ianos. 

— ¡  Pues ! . . .  i  el  manifiesto ...  el  manifiesto  que  se 
lanza  siempre  I — dijo  Galindo  mirando  con  asombro 
al  que   le  interrimipía. 

— Es  necesario  ponernos  de  acuerdo  sobre  ese  do- 
cumento— dijo  el  viejo  formulista. 

— Cuatro  líneas  bastarán,  señor,  contestó  Castellar. 
Una  vez  presentados  los  hechos  en  toda  su  brutalidad, 
no  creo  necesario  agregar  una  palabra  más. 

— Sí,  pero  creo  conveniente,  creo  indispensable  de- 
terminar de  una  manera  fija  el  objetivo  de  la  ex- 
pedición y  anunciar  el  uso  que  se  piensa  hacer  del 
triunfo . 

— Es  precisamente  lo  que  pienso  que  debe  evitarse, 
dijo  Castellar  con  cierta  impíieiencia .   Mi  pensamien- 


14 1  Mío L' EL   CAÑÉ 

1o  OS   éste:  el   manifiesto   no  debe   ser   ni  blaneo  ni 
colorado. . . 

— Sin  embari^'o,  replicó  el  tenaz  anciano,  el  aten- 
tado inicuo  li;t  ^i'lo  ))<'.'})o  »'!)  ünmbre  del  partido  co- 
lorado . . . 

Castellar  iba  a  replicar,  tal  vez  sin  suficiente  cal- 
ma, cuando  Narbal  le  previno. 

— Puesto  (pie  se  juzga  necesario  un  manifiesto  ¿no 
(•¡•een  ustedes,  señores,  que  el  llamado  a  dirigirlo  al 
j)ueblo  oriental,  sea  el  presidente  constitucional  de  la 
Ixepública,  (pie  acaba  de  ser  de]>uesto  de  una  manera 
violenta?  Nadie  j)uede  tener  mayor  autoridad  que  él. 
l'na  palabra  su\a  pondrá  las  cosas  en  su  lugar:  ellos 
los  revolucionarios,  nosotros  los  defensores  del  orden 
legal. 

El  silencio  que  siguit')  no  era  S('>lo  consideraei(3n  por 
Xarbal.  Dos  o  tres  personas  sonrieron  irónicamente 
y  la  fisonomía  de  Castellar  se  obscureció. 

— A  mí  me  ])areee  »iue  el  señor  tiene  razón,  dijo 
Galindo  con   franíjueza. 

— Conviene  que  usted  sepa  lo  que  sucede,  señor 
Narbal,  dijo  Castellar  con  tristeza,  puesto  que  tan 
noblemente  nos  trae  su  concurso.  El  doctor  Erauz- 
(juin,  presidente  de  la  República  Oriental,  es  un 
hombre  esencialmente  inerte,  sin  ambiciones,  sin  re- 
solución para  ser  enérgico,  teniendo  todos  los  elemen- 
tos para  conseguirlo  y  que  llevamos  al  poder  liaciendo 
violencia  a  su  voluntad.  En  su  derrocamiento  sólo 
vio  su  liberación  y  el  medio  de  volver  a  la  vida  pri- 
vada. Se  encuentra  actualmente  en  el  Brasil,  donde 
su  fortuna  le  permitirá  vivir  tranquilamente,  si  es 
que  no  se  pasa  a  Europa  en  breve.  Se  le  ha  escrito, 
se  le  ha  instado,  se  han  tocado  todas  las  cuerdas  que 
suponíamos  vibraran  aún  en  él  para  decidirle  a  venir 
a  ponerse  a  nuestro  frente.  Nos  ha  contestado  ofre- 
ciéndonos dinero  para  ayudar  a  los  compatriotas  pros- 
criptos que  se  encuentran  sin  recursos,  pero  añadiendo 


PBOSA    LIGEBA  145 

«nit  y\)r  uin^^iui  motivo  tomaría  parte  en  ningún  mo- 
vimiento político.  Es  inútil  contar  con  él.  Me  es 
doloroso  hablar  así,  no  sólo  porque  comprendo  la 
falta  que  noc  hará  vsu  adhesión  moral  sino  porque  soy 
amigo  particular  del  doctor  Erauzquin. 

Había  algo  de  súplica  en  las  últimas  palabras  de 
Castellar;  todos  lo  comprendieron. 

Un  hombre  viejo,  el  último  de  su  grupo,  no  había 
abierto  aún  sus  labios.  Cuando  el  coronel  Galindo 
habló,  algo  como  una  expresión  de  ira  o  de  desprecio 
pasó  por  su  cara .  Al  concluir  Castellar,  no  pudo  con- 
tenerse . 

— Quieran  los  jóvenes  aquí  presentes,  dijo,  prestar 
un  poco  de  atención  a  un  hombre  cargado  de  años  y 
de  experiencia.  He  estado  encerrado  ocho  años  en 
Montevideo,  durante  el  sitio  que  es  y  será  nuestra 
página  de  gloria  nacional.  Desde  1852  hasta  la  fecha, 
he  tomado  parte  activa  en  la  política  del  Río  de  la 
Plata,  con  los  vencedores  pocas  veces,  muchas  con  los 
vencidos .  No  es  esta  la  primera  vez  que  me  encuentro 
en  una  reunión  semejante.  Como  ustedes  he  sido  jo- 
ven, me  he  indignado,  me  he  batido,  he  quedado  ten- 
dido en  los  campos  de  batalla,  he  evitado  el  golpe  de 
ios  asesinos,  conozco  bien  nuestra  triste  vida  nacional. 
Hoy,  ante  el  derrumbe  de  todas  mis  ilusiones,  ante 
la  realidad  repugnante  que  destruye  en  un  minuto 
tantos  años  de  esfuerzo,  siento  que  hablar  es  un  deber, 
aunque  vaya  a  chocar  contra  el  noble  sentimiento  que 
anima  a  iLstedes.  Pero  ustedes  son  nuestros  hijos,  us- 
tedes son  la  esperanza  única  del  país  y  no  puedo 
conformarme  en  silencio  al  sacrificio  estéril  que  van 
a  imponerse.  No,  coronel  Galindo,  no  encontrará  us- 
ted quinientos  hombres  al  desembarcar;  encontrará 
usted  mil,  dos  mil,  semibái*baros,  guiados  por  caudi- 
llos locales  que  sostendrán  frenéti-cament^  el  nuevo 
régimen  de  Montevideo,  porque  importa  la  deroga<!Íón 
de  toda  ley  y  sujeción .  Aunque  no  lo  quiera,  tendrá 


146  MIGUEL   CAXÉ 

usted  que  hacer  pie  finne  y  presentar  combate,  porque 
sus  soldados  se  lo  exigiráu.  Y  este  puñado  de  jóvenes, 
lo  más  noble,  lo  más  di^no  del  país,  el  grano  del 
porvenir,  caerán  uno  a  uno,  luchando  contra  gauchos 
salvajes,  cuya  existencia  sólo  tiene  importancia  vege- 
tativa. Robustecidos  por  un  triunfo  fácil  e  inevitable, 
los  hombres  de  Montevideo  se  afirmarán  en  el  poder 
y  toda  esperanza  de  volver  a  la  libertad  y  al  decoro 
se  alejará  por  nuichos  años!.  . . 

Castellar  había  oído  mordiéndose  los  labios. 

— ¡No  puedo  suponer  que  usted  nos  aconseje  la 
aceptación  de   los  hechos  consumados! — dijo. 

— Lo  que  propongo  a  ustedes  es  el  único  tempera- 
mento que  la  historia  de  todos  los  j)ueblos  que  han 
ciTizado  épocas  análogas  señala  como  eficaz:  la  ex- 
pectativa, la  perseverancia.  Los  lobos  acaban  siempre 
por  devorai*se  entre  ellos,  nuestros  dictadores  crían 
siempre  serpientes  en  su  seno  y  en  ese  mundo  moral  la 
traición  es  elemento  normal.  Esperemos:  dentro  de 
seis  meses,  esos  hombres  se  separarán  en  do8  bandos. 
¡  Entonces  llevaremos  nuestra  fuerza  intelectual,  nues- 
tra autoridad!  ¡qué  digo!  toda  la  autoridad  de  la 
sociedad  culta,  a  aquel  de  ambos  que  ofrezca  proba- 
bilidades de  reacción  contra  la  barbarie.  Y  así,  len- 
tamente, favoreciendo  a  unos  contra  otros,  inoculando 
con  paciencia  nuestras  ideas,  hemos  de  ver,  verán 
ustedes,  seguramente,  el  orden  definitivo  imperando, 
porque  se  basará  sobre  el  cimiento  de  granito  de  una 
evolución  pacífica  y  no  sobre  la  sangre,  que  en  nues- 
tra tierra  marea  y  enloquece... 

— ¡  No ! — exclamó  con  voz  vibrante  el  hombre  dé 
ojos  claros  y  largos  cabellos  plateados  a  quien  Caste- 
llar había  mirado  con  intención  al  hablar  de  la  inde- 
pendencia oriental.  ¡No!  también  soy  viejo,  también 
mi  vida  ha  transcurrido  en  la  lucha,  también  he  co- 
Docido  la  proscripción,  puesto  que  vivo  en  ella  hace 
20  años.  Respeto  el  móvil  de  mi  digno  amigo;  pero 


PROSA    LIGERA 


no  puedo  couseutir  en  silencio  en  que  nuestras  canas 
nos  den  derecho  para  venir  a  ahogar  esa  explosión 
de  viril  indx2;nación  que  inflama  hoy  el  alma  de  los 
jóvenes  orientales.  ¿Por  qué  ese  horror  de  la  sangre? 
Es  el  rocío  sagrado  sin  cuyo  riego  jamás  un  pueblo 
llegó  a  nada  grande.  Luchamos  contra  bárbaros,  lu- 
chamos contra  fieras  y  la  palabra  es  inútil.  Un  pueblo 
que  acepta  silenciosamente  la  opresión  y  que  busca 
la  redención  en  combinaciones  bizantinas,  es  un  pueblo 
que  abdica.  Ustedes,  jóvenes,  son  hoy  el  pueblo  orien- 
tal, llevan  en  su  corazón  el  depósito  de  su  dignidad 
y  en  sus  brazos  el  estandarte  de  su  gloria.  El  movi- 
miento que  les  impulsa  a  la  lucha  es  la  obediencia  a 
la  voz  de  la  patria  que  llama  e  implora.  ¿Seréis  ven- 
cidos? Y  bien,  queda  el  ejemplo.  No  se  pierden  jamás 
los  rastros  de  la  sangre  derramada  por  una  causa 
santa  y  como  el  polvo  de  los  Gracos  engendró  a  Mario 
así  la  sangre  vertida  en  las  hecatombes  del  año  40 
clamó  al  cielo  y  Caseros  fué ...  ^ 

De  pie,  con  su  elegante  figura,  con  los  ojos  chis- 
peantes, todos  le  contemplaban  bajo  una  atracción 
misteriosa.  Habló  largo  rato  con  palabra  de  fuego, 
colorida,  poco  lógica,  pero  irresistible.  El  argumento 
flameaba  como  una  bandera  de  guerra  y  él  mismo 
creía  sentir  el  olor  del  combate. 

¿  Cómo  rebatir  esas  cosas  ?  ¿  Cómo  hacer  oir  la  razón 
cuando  el  corazón  late  a  reventar?  Las  manos  se  es- 
trecharon en  un  movimiento  impetuoso  que  hizo  aca- 
llar todas  las  dudas  y  la  resolución  suprema  se  adop- 
tó .  El  pon'enir  podía  ser  obscuro,  los  negros  vaticinio? 
del  anciano  realizarse,  el  esfuerzo  ser  inútil,  pero,  en 
el  fondo,  jamás  un  gnipo  de  hombres  tuvo  la  con- 
ciencia más  pura  en  el  momento  de  aceptar  el  sacri- 
ficio. Allá,  a  lo  lejos,  en  el  seno  de  las  sociedades 
secularmente  organizadas,  hay  una  eterna  soñrfs~a 
para  nuestras   asonada^s  americanas,  y,  sin  embargo. 


]\H  MlGltL    CAÑÉ 

¡l'Daiií.i     ViLUi'lcn.i,     cuanta     altUlM    »ii'     jM'iK>.iia:rniu    ilil- 

purtaa  muchas  veces  I  Esa  fatalidad  histórica  es  nues- 
tra cruz;  llevémosla  sin  desesperar,  porque,  en  el  fon- 
do  del  caos  aparente,  se  mueven  ya  los  elementos  de 
la  organización  definitiva. 

1884. 


fíguafuerte 

D'npre's  Zurbarán. 

...El  corazón  de  Rejalte  yace  en  silencio,  había 
dielio  alguien  del  fraile.  Tal  era  la  impresión  que 
recibía  el  que  por  primera  vez  veía  a  ese  hombre,  cuyo 
aspecto  helado,  seco,  en  vez  de  la  consunción  por  el 
fuego  de  una  pasión  íntima,  revelaba  la  mediocridad 
de  una  naturaleza  moral  sin  resortes  para  la  exalta- 
ción. Hijo  de  un  obscuro  maestro  de  escuela  de  la 
colonia,  cuya  vida  entera  había  transcumdo  en  Cór- 
doba, Rejalte  había  heredado  de  su-  padre  una  inte- 
ligencia limitada,  un  carácter  porfiado  hasta  el  absur- 
do y  una  moralidad  circunscripta  y  severa.  Educado 
en  el  seminario,  corrió  allí  su  juventud  fría,  sin  sen 
íir  una  sola  vez  el  impulso  de  curiosidad  por  conocer 
]o  que  pasaba  en  el  mundo  fuera  de  las  cuatro  paredes 

iue  formaban  su  horizonte.  Cuando  llegó  la  adoles- 
i.encia,  la  savia  primaveral  que  trepa  al  tronco  de  las 
palmeras  más  opulentas  como  al  de  los  arbustos  más 
raquíticos,  llenó  un   instante  el  corazón  y  la    cabeza 

leí  flaco  seminarista.  En  la  estrechez  de  su  devoción, 
ixejalte  sintió  con  horror  esa  agitación  desconocida 
y  con  la  tenacidad  de  un  sectario,  la  combatió  por 
la  abstinencia  y  la  oración,  por  el  cilicio,  las  larga^^; 

lloras  pasadas  en  el  claustro  desnudo  y  la  concentra- 
ción del  pensamiento  en  el  Ser  divino  que  su  inte- 
ligencia le  pennitía  concebir,  no  un  Dios  de  amor  y 
de  paz,  manso  y  perdonador,  sino  el  Jehovah  bíblico. 


150  MIOl'EL   CAXÍ: 

oculto  y  temible,  reinando  en  el  i)aruxisni()  de  ]a   ira. 
la  majio  pronta  a  la  venganza  y  rápida. 

R^jalte  había  perdido  a  su  padre  muy  niño  aún : 
cuando  al  cumplir  los  veinte  años  salió  del  seminario 
para  recibir  las  órdenes  y  ejercer  el  saecrdcK'io,  su 
alma  no  había  sentido  un  solo  cariño  humano,  una 
sola  afección  capaz  de  suavizar  la  ri«íidcz  impresa  en 
su  espíritu  por  la  tristeza  de  la  atmósfera  en  que 
había  vivido.  Era  \\n  hombre  vulo:.;r,  sin  pasiones, 
sin  luchas  íntimas,  sin  exigencias  intelectuales.  Jamás 
tuvo  una  dtida,  jamás  se  permitió  una  lectura  que 
pudiera  arrojar  lui  germen  de  turbación  en  él,  no  por 
lemor,  sino  ]^or  fHlta  de  curiosidad  y  por  la  disciplina 
estricta  que  le  apartó  toda  su  vida  de  los  libros  mar 
cados  en  el  Index.  Como  un  soldado,  veía  el  camino 
recto  ante  él.  No  aspiraba  a  ascender,  no  tenía  ambi- 
ciones ni  necesidades.  Los  grandes  problemas  de  hi 
lilosofia  j'cligiosa,  esa  agitación  moral  ((ue  el  estudio 
sincero  y  venerado  de  la  teología  despierta  en  el  alma 
de  la  mayor  parte  de  los  sacerdotes  de  buena  fe,  no 
existían  a  sus  ojos.  Durante  el  curso  de  sus  estudios 
especiales,  conünuados  en  todo  tiempo,  no  levantó 
\nia  sola  vez  la  cabeza  del  libro  sagrado,  para  perder 
la  mirada  en  el  espacio  y  caer  en  el  sueño  penoso  de 
h\  especulación.  Sabía  su  oficio  como  un  buen  oficial 
sabe  la  táctica .  Para  él,  los  nombres  de  Lanmienais, 
de  Montalembert,  de  Falloux,  del  mismo  Ozanara,  te- 
nían idéntica  significación  que  los  de  Lutero,  Calvino 
o  Zwijigle.  No  conocía  uno  solo  de  los  libros  de  con- 
trovcrsaria  escritos  en  nuestro  siglo;  jamás  leyó  una 
l)ágina  de  Renán,  no  por  temor,  lo  repito,  sino  por 
la  ausencia  absoluta,  por  la  atrofia  nativa  de  toda 
curiosidad  intelectual.  Su  religión  era  un  conjunto 
de  reglas  claras,  concretas,  definidas,  cuya  enumera- 
ción encontraba  en  la  historia  canónica  y  cuya  obser- 
vancia no  pej-mitía  la  menor  desviaeión.  Jamás  se  en- 
contró frente   íi    un   conflicto,    porque    el    mundo    de 


PBOSA    LIQEfiA  l51 

carue  y  pasiones,  para  cuyo  gobierno  moral  se  ha 
hecho  la  r-'^ügión,  no  existía  en  su  concepto.  La  fe 
no  se  revestía  a  sus  ojos  de  los  caracteres  celestes 
con  que  la  cubrió  la  predicación  inmaculada  de  Jesús; 
era  simplemente  un  deber,  idéntico  al  del  obrero  hon- 
rado que  en  las  horas  de  trabajo  no  escasea  el  esfuerzo 
ni  la  perseverancia.  La  palabra  fanatismo,  que  pesó 
constantemente  sobre  él,  no  le  era  aplicable.  El  fa- 
natismo importa  calor  y  pasión,  es  capaz  de  crear, 
renovar,  agitar  ideas  y  suscitar  emociones.  La  reli- 
gión de  Rejalte  era  fría,  definida  y  sin  ideal.  Nunca 
sintió  tampoco  rozar  su  alma,  ni  aun  en  los  largos 
años  pasados  en  la  tumba  claustral  de  un  convento 
boliviano,  por  las  alas  de  aquel  misticismo  callado  que 
iiace  en  las  soledades  y  que,  bajo  la  meditación,  con- 
suela .  No  fué  un  acceso  de  amor  divino,  no  fué  una 
necesidad  moral  la  que  le  llevó  al  triste  convento; 
para  él  el  mundo  entero  era  un  convento.  Ni  en  la 
sociedad  ni  en  el  claustro  necesitó  jamás  esfuerzo. 
No  había  metodizado  su  vida,  ni  disciplinado  su  es- 
píritu. Como  la  hoja  que,  al  brotar  en  el  árbol  en 
un  botón  imperceptible,  tiene  ya  marcada  su  forma  y 
su  color,  la  vida  espirtual  de  Rejalte,  por  un  capricho 
de  la  naturaleza,  se  había  sustraído  a  la  ley  de  varia- 
ción que  la  influencia  del  mundo  determina. 

Pasó  cinco  años  en  el  convento,  simple  fraile,  sin 
pretender  a  los  pequeños  honores  que  en  aquella  exis- 
tencia de  desesperante  monotonía  y  sordas  rivalida- 
des, se  persiguen  con  igual  tenacidad  que  las  grande- 
zas de  la  tierra .  El  no  pensó  en  ellas  y  nadie  pensó 
en  él.  Cuando  pasaba  por  el  claustro  con  su  fisono- 
mía yerta,  sin  un  vestigio  de  pasiones,  pero  también 
sin  el  reflejo  soberano  que  da  la  serenidad  conquis- 
tada sobre  el  tumulto  moral  vencido,  los  tristes  frailes, 
jóvenes  aún,  que  morían  lentamente,  minados  por  el 
invencible  recuerdo  de  su  vida  destrozada,  le  miraban 
con  cólera    y   envidia.    Rejalte   no  los  veía,  no  los 


152  MIGUEL  CAÑÉ 

cDmpreudía.  Nimca  el  aspecto  de  un  hombre  heló 
más  la  expansiüD  en  el  labio  ajeno.  El  cumplimiento 
(le  los  deberes  mecánicos  del  culto,  llenaba  gran  parte 
de  su  tiempo ;  durante  el  resto,  leía  siempre  los  mis- 
mos libros  sin  que  jamás  una  idea  nueva  se  levantara. 
Para  su  alma  nada  era  sugestivo.  Comprendía  la 
letra  y  la  letra  le  bastaba.  La  vivificación  por  el 
espíritu  no  tenia  sentido  para  él.  Ea  el  orden  de  las 
criaturas  animadas,  tal  cual  la  naturaleza  las  ha 
creado,  Rejalte  era  un  monstioio.  Esa  frialdad^  sin 
dolor  y  sin  pesar,  habría  sido  terrible  como  base  de 
una  inteligencia  de  \'uelo  elevado.  La  mediocridad 
absoluta  de  ésta  fué,  en  este  caso,  la  defensa  del  calor 
vital  que  se  anida  en  la  aglomeración  humana. 

Uno  de  sus  viejos  profesores,  espíritu  débil,  sin 
voluntad,  veg-etativo,  fué  hecho  obispo  y  le  llamó  a 
su  lado.  En  1870  acompañó  al  prelado  a  Roma.  La 
influencia  (jue  la  atmósfera  de  la  ciudad  eterna  ejer- 
ció sobre  Rejalte,  puede  comj)ararse  a  la  que  tendría 
un  veneno  o  un  bálsamo  vivificante  sobre  un  cuerj'Xí 
inanimado.  En  8an  Pedro,  sus  ojos  no  vieron  más  que 
el  altar  durante  el  oficio  y  el  libro.  Asistió  a  una 
^esión  pública  del  concilio  y  no  volvió.  Esperó  el 
resultado  sin  premura,  sin  impaciencia,  sin  agitación. 
Una  vez  conocido,  lo  anotó.  En  adelante,  eJ  Papa  era 
infalible,  como  Cri.sto  está  presente  en  la  hostia;  era 
un  dogma,  sin  época,  sin  ubicación  en  el  tiempo  y  el 
espacio,  sin  conexión  con  el  estado  de  la  iglesia ;  era 
un  dogma.  Vino  el  Syllahus;  sus  autores  mismos  pre- 
tendieron explicarlo,  atenuar  la  letra  por  el  espíritu 
Para  Rejalte  el  comentario  no  existía,  su  inteligencia 
no  lo  necesitaba  ni  lo  comprendía.  Lo  anotó  como 
había  anotado  la  infalibilidad,  como  anotó  el  dogma 
de  la  Inmaculada  Concepción. 

Su  vida  material  en  Roma,  en  cuanto  era  posible, 
fué  la  misma  que  en  los  claustros  del  convento  boli- 
viano.   El  espíritu   luminoso  de  Esquió,  turbado  por 


PROSA    LIGERA  153 

la  absorción  eu  mía  sola  idea,  lanzó  un  grito  de  alar- 
ma al  encontrarse  por  primera  vez  frente  al  progreso 
humano,  prcfétiv?  en  su  a,divinación,  señalando  en  él 
el  germen  de  muerte  del  catolicismo.  Rejalte  no  vio 
iiada  de  eso;  cruzó  los  mares  y  media  Italia  sin  ad- 
quirir una  noción,  sin  el  inquieto  germinar  de  una 
Dueva  idea.  Vio  y  habló  un  día  al  Papa;  habituado 
ai  respeto  mecánico  de  la  idea  encarnada  en  el  Pon- 
tífice, la  forma  visible  no  le  impresionó.  Se  arrodilló 
•diite  él  como  al  alba,  allá  en  el  convento  lejano,  so- 
bre  la  dura  losa,  para  la  oración  de  la  mañana,  Y 
nada  más. 

Voháó  a  la  tierra,  quedó  al  lado  del  obispo  durante 
un  año,  y  al  vacar  la  vicaría  de  Tueumán  fué  nom- 
brado para  desempeñarla.  No  la  había  solicitado,  no 
la  rehusó.  Se  instaló  en  su  nuevo  puesto,  pobre  y 
humildemente.  Jamás  había  tenido  en  su  poder  más 
dinero  que  el  estrictamente  necesario  para  la  vida 
material.  A  los  seis  meses  vio  que  el  curato  de  Tueu- 
mán era  rico.  La  idea  de  reunir  una  pequeña  fortuna 
no  pasó  un  instante  por  su  espíritu.  La  caridad  era 
un  precepto  y  lo  cmnplió,  sin  sacrificio  y  sin  placer. 
Xo  tenía  el  secreto  de  aumentar,  de  centuplicar  el 
valor  de  un  don  con  la  palabra  generosa  que  lo  realza 
:•'  lleva  el  consuelo  al  alma,  al  par  que  el  pan  al  cuer- 
po, como  tíimpoco  la  facultad  de  gozar  de, esa  pro- 
funda y  serenadora  fruición  que  es  el  premio  divino 
del  ejercicio  de  la  caridad.  Sabía  que  su  guardarropa, 
su  cocina,  su  casa,  consumían  tanto  al  año;  tanto  las 
exigencias  del  culto.  Una  vez  reservada  la  cantidad 
necesaria,  daba  el  resto  de  una  manera  mecánica. 
Todos  los  sábados  la  vieja  ama  de  llaves  formaba  en 
fila,  en  el  patio  de  la  vicaría,  los  pobres  habituales  y 
hacía  el  reparto.  Rejalte  no  aparecía  jamás. 

En  aquella  pequeña  sociedad  tucumana,  Uena  de 
movimiento,  vida  e  imaginación,  Rejalte  cayó  como 
un  soplo  helado.  Las  mujeres  s:e  sobrecogieron  y  los 


15  t  MIOUKL   CAJÍK. 

hombres  fruncieron  el  entrecejo.    Durante  un  mes  hi 
sociedad  y  el  \icario  se  miraron  como  dos  adversarios    í 
que  se  estudian.  Pero  Rejalte  no  estudiaba  la  socie-    | 
dad;   en   la  parroquia  más  mundanal  de  París   o  en 
l^urgos,  en    el  siglo    XVI í,  se    liabría   conducido   lo 
mismo.  Tenía  una  inflexibilidad  orgánica  que  era  su 
modo  genial  de  ser,  arriba  de  toda  contingencia.   La 
joserva  que  se  le  manifestó,  si  os  que  de  ella  se  aper- 
cibió, no  le  hizo  la  menor  impresión.   Al  fin  se  habi-    ', 
tuaron  a  él.    Las  autoridades  civiles  desarmaron   las  | 
primeras.  Kejalte  no  tomaba  la  menor  ingerencia  en   J 
la  política  militante,  cpie  le   era  absolutamente   indi-    ' 
í'crente,  en  tanto  que  no  tocara  en  nada  a  los  derechos 
(le  la  iglesia,  el  menor  de  los  cuales  formaba  para  él   \ 
la   base  y  la   esencia  de  la   religión.    En  ese  terreno   ' 
habría  sido  de  una   intransigencia  de  hierro.  Así,  las 
autoridades  laicas  huyendo  y  temiendo  todo  conflicto 
de  carácter  i-eligioso,  se  tranípiilizaron  al  constatar  que   v 
líejalte,  el  primero,  no  lo  crearía.   La  sociedad  al  mes   « 
10  pensó  más  en   el  vicario,  cuya   vida  silenciosa  se    '■ 
.>ubstraía  al  comentario.  El  hecho  de  su  calidad,  por 
otra  parte,  le  hizo  ganar  en  consideración,  y  avnidado 
por  la  insignificaucia  de  su  personalidad,  sintió  pron- 
to el  tiempo  correr  sobre  61,  sin  que  un  día  se  distin- 
LTuiera  sobre  otro.    Las  tímidas  criaturas,  habituadas 
.1  abrir  su  alma  al   viejo  vicario  muerto  ya,  que  las 
había  visto  nacer  y  que  las  acogía  suavemente  y  con 
carino,  sentían,  sí,  al  aproximarse  al  confesonario  en 
cuyo  fondo  se  dibujaba  la  rígida   figura  de  Picjaltc 
ciei'to   temoi"  instintivo,  justificado  por   la  severidad 
del  confesor  que  les  quitaba  todo  el  consuelo  que  las 
almas  religiosas  encuentran  en  esa  práctica  católica. 
Las   viejas  beatas,  por  el   contrario,    nadaban  en    la 
-rloria;  Rejalte   era  para   ellas  eL ideal   y  pronto  su 
nombre  sonó  en  labios  secos  y  descoloridos  con  la  un- 
ción con  (pie  pronunciaban  los  de  los  bienaventurados. 
El  vicario  tenía   la  misma  palabra,  el   mismo   acento 


PBOSA    LIGERA  155 

e  idéntica  expresión  para  ia  virgen  de  diez  y  seis  años 
que  venía  temblorosa  a  mostrarle  sus  tenues  nubes 
morales,  sus  tinxi-^as  y  secretas  aspiraciones,  efluvios 
con  que  el  aliento  de  la  primavera  llenaba  sus  pechos, 
que  para  la  devota  solterona  que  a  las  cuarenta 
años  t^nía  el  alma  seca  y  arrollada  como  mi  per- 
gamino . . . 

1S84. 


RECORDAMDO 


M¡  estreno  diplomático 

Los  azares  de  la  vida  diplomática  me  han  llevado 
desde  las  capitales  más  recónditas  de  la  América  Me- 
ridional hasta  las  cortes  más  brillantes  de  Europa. 
En  los  apuntes  de  viaje  que  he  publicado,  algo  he 
contado  de  mi  vida  en  las  primeras ;  pero  razones  de 
un  orden  especial,  relacionadas  no  sólo  con  mi  posi- 
ción oficial  en  esa  época,  sino  también  con  hombres, 
que  por  entonces  ocupaban  otras  quizás  más  elevadas, 
en  sus  respectivos  países,  me  han  impedido  contar, 
como  me  gusta  hacerlo,  con  la  pluma  suelta  y  el 
espíritu  benevolente,  pero  libre,  algunas  escenas  ca- 
racterísticas, en  las  que  era  actor  obligado  y  obser- 
vador forzoso.  Ocúrreseme  hoy,  tras  largos  años  pa- 
sados, recordar  cómo  he  sido  recibido,  en  mi  carácter 
^  diplomático,  por  los  diferentes  gobiernos  ante  los  cua- 
les fui  acreditado . 

Habría  deseado  contar,  pues,  por  su  orden,  cómo 
fui  recibido  en  Venezuela,  siendo  presidente  el  gene- 
ral Guzmán  Blanco :  en  Colombia,  siendo  presidente 
el  doctor  Rafael  Xúñez:  en  Alemania,  reinando  el 
emperador  GuilleiTQO  I;  en  Austria  Hungría,  por  el 
emperador  Francisco  José:  en  Sajonia,  por  el  rey  Al- 
berto I;  en  España,  por  la  reina  regente  María  Crís- 
tma;  en  Suecia,  por  el  rey  Osear;  en  Francia,  por  el 
presidente  Faure,  y  en  Bélgica,  por  el  rey  Leopoldo  II 
(1) .   Como  se  ve,  había  para  todos  los  gustos,  desde 

(1)  De  esos  proyectos?,  sólo  he  realizado  el  primero,  en  las  pá- 
ginas que  van  a  leerse. 


160  Miirl  KL    t  ANÍ: 

la  seueillez  ivpiibliraiia  hasta  la  pompa  monárquica. 
Algo  tal  vez  hubiera  sido  más  interesante  (jue  eso 
tema :  la  pintura  de  los  diversos  cuerpos  diplomáticos 
de  que  me  ha  tocado  en  suerte  foiniiar  part€.  Pero, 
además  de  que  en  el  cui'no  de  aquellas  páginas  se 
liabríun  ido  acunuihindo  raseros  y  anécdotas  suficien- 
tes para  caracterizar  a  esas  amables  y  monótonas  co- 
lectividades, quizá  me  hubiera  repetido,  porque  nada 
he  visto  más  parecido  en  el  mundo  que  un  cuerpo 
diplomático  a  otro  cuerno  diplomático.  La  larga  lucha 
por  el  ascenso,  la  constante  sujeción,  el  temor  de  des- 
agradar, no  menos  constante,  el  campo  restringido  (U 
!os  estudios,  el  hábito  de- cambiar  de  residencia,  indi- 
ftTCutemente,  el  egoísmo  determinado  por  la  falta  de 
afección  y  simpatía  por  todo  lo  que  se  mueve  y  vive 
alrededor,  el  uniforme  mismo,  las  distinciones  honori- 
ficas,  casi  nunca  merecidas,  anheladas  sieinpre;  la^ 
rivalidades  de  oficio,  desenvolviéndose  sordamente ; 
el  amor  a  la  patria  que  se  agria  por  el  alejamiento : 
todo  esto  reunido,  concluye  por  dar  al  espíritu  del 
diplomático  un  corte  sui  gencris,  análogo  a  la  defor- 
mación física  que  ciertos  oficios  mecánicos  acaban  por 
imprimir  al  cuerpo  del  obrero. 

Recuerdo  que  durante  una  de  mis  licencias  fui  a 
visitar,  así  que  llegué  a  la  patria,  a  mi  jefe,  el  minis- 
tro de  "Relaciones  Exteriores,  qne  era  entonces  el  doo 
tor  Eduardo  Costa.  Estaba  en  su  gabinete  con  uno 
de  mis  colegas  en  el  extranjero,  también  en  conqc, 
hombre  penetrado  de  sus  altas  funciones,  acompasado, 
creyente  en  su  misión,  fijos  los  ojos  de  su  espíritu 
en  un  Talleyrand  invisible,  a  cuyo  criterio  parecía 
someter  todos  sus  actos  y,  por  lo  demás,  tan  acabado 
imbécil,  que  se  me  figuraba,  despojado  de  su  carácter 
diplomático,  como  una  mujer  flaca  y  sin  formas,  una 
vez  caídas  las  artísticas  ropas  que  disimulan  sus  ári- 
dos contornos.  Cuando  mi  colega  se  despidió,  sin  que 
yo  hubiera  desplegado  los  labios,  no  pude  menos  de 


í>BOSA    LIGERA  16  í 

echarme  a  reir.  El  doctor  Costa,  que  me  había  tra- 
tado poco,  me  miró  sorprendido  y  me  dijo  en  voz  baja : 
"Veo  que  usted  no  cree  en  el  cuerpo  diplomático; 
hágame  usted  el  favor  de  cerrar  la  puerta  y  vamos  a 
charlar ' ' . 

Es  la  verdad,  no  creo  en  el  cuerpo  diplomático. 
La  vida  que  la  diplomacia  impone,  determina  con 
tal  rapidez  un  pliegue  tan  tenaz,  que  cuesta  un  ver- 
dadero esfuerzo  deshacerlo  y  volver  a  la  vida  normal, 
a  la  vida  humana,  con  penas,  alegrías,  expansiones, 
esperanzas,  luchas,  triunfos  y  caídas.  Bien  feliz  aquel 
que  consigue  desprenderse  de  ella  antes  que  sus  fa- 
cultades se  havan  cristalizado  en  la  estrecha  órbita  de 
una  función  idéntica  y  constante .  Hasta  los  cuarenta 
y  cinco  años  o  cincuenta,  con  un  régimen  tonificante 
y  vigoroso,  empleando  remedios  heroicos,  en  el  último 
caso,  se  puede  volver  a  hacer  un  diplomático,  un 
hombre ;  pasado  los  cincuenta,  un  diplomático,  que  no 
ha  sido  otra  cosa,  salvo  muy  contadas  excepciones,  na 
sirve  ya  para  nada,  inclusive,  a  veces,  sus  mismas  fun- 
ciones. . .  ¡Pobres  colegas,  algunos  tan  bien  dotados  db 
initio,  a  lo  que  se  traslucía  por  los  hermosos  restos  que 
solían  \islumbrai*se  allá  en  las  penumbras  de  su  fiso- 
nomía moral  1  Pero  a  la  verdad,  sus  discusiones,  sus 
cuestiones,  sus  disputas  de  rango,  me  hicieron  siempre 
el  efecto  de  aquella  grave  disidencia  sobre  la  manera 
de  romper  el  huevo,  por  el  lado  grueso  o  por  el  puntia- 
gudo, que  dividía  a  los  liliputienses...  Me  ha  salido 
la  palabra ;  severa,  pero  no  tengo  ánimo  para  borrarla. 


Hice  la  corta  travesía  del  Avila,  montaña  que  se- 
para Caracas  de  la  Guayra,  en  la  costa,  en  tres  o 
cuatro  horas  y  en  carruaje.  Llegué  a  Caracas  con 
mi  secretario  y,  naturalmente,  nos  dirigimos  al  único 
hotel  que  existía  con  reputación  de  decente.   El  hotel 


162  MIGUEL   CANf: 

estaba  lleno  y  a  duras  llenas  eiicontraron  alojamiento 
en  él  mi  secretario  y  dos  jóvenes  franceses  con  quie- 
nes habíamos  lieclio  la  travesía  desde  Europa.  No 
teniendo  pieza  que  danne,  digna  de  mi  jerarquía,  co- 
mo decía  el  hotelero,  me  acordó  magnánimamente  el 
anexo  del  hotel,  que  parece  se  reservaba  para  las  j^ran- 
des  circunstancias.  Era  este  famoso  anexo  una  pieza 
baja,  contigua  al  hotel,  con  una  sola  puerta,  enorme 
y  maciza,  que  daba  directamente  del  cuarto  a  la  calle. 
No  habiendo  otra  entrada,  ni  nicho  ni  cuai'tujo  alg:uno 
donde  alojar  un  sirviente,  el  ocupante  debía  servirse 
a  sí  mismo  de  i)ortero:  abrir,  cerrar,  responder  a  los 
llamados  y,  para  alcanzar  los  aiLxilios  de  un  cama- 
rero, salir  a  la  calle  e  ir  en  persona  a  buscarle  al  hotel. 

Fatigado  por  el  viaje,  después  de  dar  una  vuelta 
en  compañía  de  nuestro  cónsul  general  en  Caracas, 
me  recogí,  cerré  la  puerta,  me  metí  en  cama  y  traté 
inútilmente  de  donnir.  La  excitación  nerviosa  de  la 
llegatla  y  las  pr(»ocupaeiones  de  mi  misión  me  tuvieron 
desvelado  hasta  que,  cerca  ya  el  alba,  el  cansancio  me. 
rindió.  Estaba  en  lo  mejor  de  mi  sueno,  cuando  des- 
perté sobresaltado  por  unos  rudos  gol])es  dados  en  la 
puerta,  desde  la  calle.  Miré  el  reloj:  eran  las  7  de 
la  mañana.  Dí^pués  de  un  "¿quién  es?"  malhumo- 
rado y  una  respuesta  que  no  entendí,  por  el  espesor 
de  la  puerta,  como  continuaran  los  golpes,  salté  de  la 
i'ama  y  en  el  mismo  traje  sumario  en  que  me  hallaba, 
bajé  los  pasadores  y  entreabrí  una  hoja.  Un  hombre 
pequeño,  recién  afeitado,  rigurosamente  vestido  de 
negro  y  con  un  enorme  soml)rero  de  copa,  me  saludó 
con  dignidad.  La  gravedad  del  per.sonaje  me  impuso 
y  disminuí  un  poco  la  abertura,  a  través  de  la  que 
íbamos  a  parlamentar. 

— ¿Se   puede  ver  al   señor  ministro  argentino? 

— ¿Es  algo  urgente,  señor?  Me  parece  que  la  hora... 

— lie  querido  apresurarme  a  saludarle.  Soy  el  mi- 
nistro de  relaciones  exteriores  y. . . 


tROSA    LTGEnA  163 

— Mil  perdones,  señor.  Yo  soy  el  ministro  argenti- 
no, muy  agradecido  a  su  atención,  pero,  por  el  mo- 
mento, en  un  traje  tan  poco  diplomático  y  en  una 
instalación  tan  exigua,  no  me  es  posible  recibir 
su  visita.  Así  que  me  vista,,  tendré  el  honor  de  pasar 
a  saludar  al  señor  ministro. 

— No,  vístase  usted  tranquilamente.  Voy  a  dar  una 
vuelta  y  vuelvo.  Hasta  dentro  de  un  momento,  se- 
ñor ministro. 

— ¿Sería  abusar  de  la  amabilidad  de  usted,  señor 
ministro,  si  le  rogara  que  al  pasar  frente  al  liot-el 
contiguo  tuviera  la  bondad  de  enviarme  un  camarero  ? 

— Con  mucho  gusto.  Hasta  luego. 

— Hasta  luego  y  gracias,  señor. 

Supe  más  tarde  que  el  señor  ministro  de  relaciones 
exteriores  había  tenido  la  deferencia  de  interponer 
sus  buenos  oficios  a  fin  de  conseguir  fuera  un  cama- 
rero a  servirme;  pero,  sea  porque  se  le  desconociera 
jurisdicción  o  por  causas  que  la  historia  no  pone  en 
claro,  el  hecho  es  que  no  vino  nadie  y  que,  cuando  al 
cabo  de  una  hora  volvió  el  señor  ministro,  casi  me 
sorprende  tendiendo  con  mis  diplomáticas  manos  una 
colcha  que  ocultara  el  desorden  de  mi  alborotado  lecho. 

Como  había  entrado  de  noche,  recién  me  apercibí 
que  mi  cuarto  no  tenía  ventana,  recibiendo  todo  su 
aire  y  toda  su  luz  por  la  puerta  de  calle.  Abrí  ésta 
cuan  grande  era  (el  señor  ministro  tuvo  la  bondad  de 
ayudarme,  encargándose  de  la  hoja  más  recalcitrante, 
cuyo  pasador  inferior  necesitó  el  empleo  de  una  toalla 
torcida,  a  guisa  de  tirador),  acercamos  dos  sillas  y 
nos  pusimos   amistosamente  a  platicar. 

Era  el  señor  ministro  el  decano  de  los  funcionarios 
del  ministerio  ¿e  relaciones  exteriores,  en  el  que  había 
})asado  su  vida  entera,  hasta  que  la  alta  dignidad  que 
ocupaba,  le  sorprendió  mientras  desempeñaba  el  pues- 
to de  archivero.  Tenía  el  título  de  general,  como  mu- 
chos centenares  de  sus   compatriotas  civiles,   pero  lo 


16  i  MIGUEL   CAÑÉ 

había  recibido  como  uua  mera  distiución,  sin  que  abri- 
gara el  menor  propósito  de  cambiar  su  apacible  exis- 
tencia por  la  agitada  vida  militar.  Era  un  hombre 
callado,  taciturno,  seguramente  enfermo  del  estómago 
y  quizá  con  algunas  perturbaciones  en  el  liígado. 
Nunca  pude  hablar  con  él  sin  tener  que  dominarme 
para  no  ofrecerle  una  botelhi  de  apnia  de  Vichy.  Creo, 
aún  hoy  núsjuo,  que  le  habría  hecho  mucho  bien. 

Kespecto  a  los  negocios  de  estado,  especialmente  de 
aquellos  de  caráctci  esenciahnente  político,  como  los 
(pie  yo  llevaba,  su  modestia  llegaba  a  tal  j)unt()  que,  a 
j)esar  de  su  innegable  y  reconocida  competencia,  no 
abría  opinión  nunca  sobre  ellos  y  liasta  evitó  conmigo 
ese  género  de  convei*sación,  fundándose  en  que  todo 
eso  tendría  que  hablarlo  más  tarde  con  el  ''ilustre 
americano''.  Como  esta  designación  del  primer  ma- 
gistrado de  Venezuela,  volviera  con  insistencia,  por 
su  parte,  en  el  curso  de  la  visita,  insistí  con  igual 
tesón  en  llamar  a  dicho  magistrado,  cada  vez  que  a  él 
me  refería,  "el  señor  presidente".  Por  fin,  mi  dis- 
tinguido visitante  me  comiuiicó,  que,  si  bien  Su  Exce- 
lencia estaba  arriba  de  las  pequeñas  vanaglorias  de 
títulos  y  honores,  todos  los  funcionarios  públicos,  en 
gratitud  a  los  eminentes  servicios  prestados  al  país 
por  S.  E.,  le  daban  siempre,  en  sus  comunicaciones 
oficiales  y  en  el  trato  directo,  el  título  de  "ilustre 
americano"  que  le  había  sido  discernido  por  el  con- 
greso de  Venezuela.  Ante  esa  insinuación  cortés,  peio 
luminosa  en  su  ingenua  claridad,  contesté  que  yo  tra- 
taría al  señor  presidente  exactamente  de  la  misma 
manera  como  le  trataran  mis  colegas  del  cuerpo  diplo- 
mático, para  lo  que  me  apresuraría  a  conferenciar 
ese  mismo  día  con  el  decano. 

Excuso  decir,  para  terminar  este  punto,  que  ningún 
diplomático  dio  nunca  al  presidente  de  Venezuela  tal 
título;  más  tarde,  en  plena  confianza  ya,  yo  sostenía 
al  mismo  presidente,  que  sólo  la  América  entera,  re- 


PBOSA    LIGERA  -    165 

unida  eu  convcncióu  especial,  podía  discernir  ese  ho- 
nor. A  ningún  argentino  escapará  la  impresión  penosa 
que  ese  título  me  causaba,  por  la  triste  y  odiosa  remi- 
niscencia histórica  que  suscitaba. 

El  señor  presidente  estaba  informado  de  mi  llega- 
da y,  como  se  encontraba  con  su  familia  tomando 
campo  en  Antímano,  pequeña  población  eu  el  mismo 
valle  de  Caracas,  a  dos  horas  de  ésta,  me  hacía  invitar 
por  el  señor  ministro  a  pasar  a  verle  en  el  día,  a  eso 
de  las  tres  de  la  tarde.  Anuncié  que  lo  haría,  como 
era  natural,  y  nos  despedimos  cordialmente,  prome- 
tiéndome el  señor  ministro,  en  su  inagotable  bondad, 
darme  cuenta  de  cualquier  noticia  que  le  llegara  de 
alguna  casa  amueblada,  donde  poder  instalarme  con 
la  legación,  conviniendo  conmigo  en  que,  por  poco  que- 
se  contagiara  su  matinal  amabilidad,  me  iba  a  exte- 
nuar en  viajes,  de  la  eama  a  la  puerta,  sin  contar 
con  los  resfriados,  que  hacía  poco  probables  el  ben- 
decido clima  de  Caracas. 

Eran  dos  horas  de  viaje ;  a  la  una  en  punto,  con  la 
puntualidad  que  caracteriza  a  los  diplomáticos  y  cuya 
observancia,  para  los  noveles,  es  ya  un  rasgo  de  vaga 
semejanza  con  Metternich,  tomamos  un  carruaje,  el 
cónsul  general  y  yo,  y  nos  pusimos  en  camino.  En 
efecto,  el  trayecto  duraba  el  tiempo  indicado,  a  lo 
largo  del  pintoresco  valle,  estrechamente  encerrado 
por  dos  líneas  de  montaña,  bien  cultivado  y  lujoso 
en  su  vegetación  tropical.  Serían  las  tres  cuando  el 
carruaje  se  detuvo  frente  a  una  casa  de  antigua 
construcción  española,  de  un  solo  piso,  pero  amplia  y 
con  vastos  patios  llenos  de  árboles  y  flores .  Echamos 
pie  a  tierra  y  nos  encontramos  con  el  cuadro  siguiente: 
En  la  puerta  de  la  casa,  cuatro  o  cinco  soldados  re- 
costados contra  la  pared;  en  medio  de  la  calle,  otros 
soldados  teniendo  de  la  brida  algunos  caballos  ensi- 
llados ya.  Dos  niñas  de  7  a  9  años  de  edad,  de  singu- 
lar beUeza    (una  de  ellas  es   la   que  fué  más   tarde 


Ifi^  MIGUEL  ca:t4 

duquesa  de  Moruy  y  es  hoy  festejada  e)i  la  alta  so- 
ciedad de  París  como  uua  de  sus  bcautcs  más  consa- 
gradas) y  UQ  niño,  un  poco  mayor,  esperaban  que  se 
acabara  de  cinchar  un  petizo,  de  aire  tranquilo,  pero 
de  enorme  panza,  que  se  entregaba  resi<^nado  a  la 
operación.  El  operador,  o  sea  el  que  cinchaba,  y  que 
debía  estar  dotado  de  una  dentadura  férrea,  porque 
era  a  colmillo  limpio  que  pretendía  reducir  el  abultado 
abdomen  del  petizo,  había  echado  hacia  la  nuca  su 
kepi,  en  el  que  se  contaba  el  número  de  galones  ne- 
cesario para  hacerme  comprender  ([ue  me  encontraba 
en  i)resencia  de  un  coronel. 

Vo  había  sacado  una  de  mis  flamantes  tarjetas, 
fabricadas  expresamente  en  París,  por  Stern,  en  finí- 
simo bristol,  vírprcnes  aún,  pero  anlielando  entrar  en 
bataHa.  Después  do  mi  nombre  se  leía:  ''ministro  de 
la  R<M)úhlica  Ar;íoiitina".  Si  se  me  pregunta  porqué 
no  había  puesto  mi  título  e.xacto,  esto  es,  "ministro 
residente,  etc."  diré  que  la  supresión  de  la  palabra 
"residonte"  podía  dar  lugar  a  dudas,  que  nunca  se- 
rían resueltas  ])ara  abajo  y  sí,  algunas  veces,  para 
arriba.  Los  diplomáticos,  mis  hermanos,  me  compren- 
derán . 

Armado,  puo,  de  uii  taijt'ta,  m<'  avancé  hacia  el 
(M.ronol,  esperé  hábilmente  í[ue  un  feliz  golpe  de  col- 
millo hiciera  llegar  el  clavo  de  la  hebilla  al  agujero 
ansiado  y,  si  bien  con  correcta  dignidad,  con  acento 
afable,  dije  al  guerrero  en  reposo: 

— ;  El  señor  presidente  está  visible? 

Debo  decir  que  durante  la  operación,  a  la  que  aca- 
baba de  dar  coronado  fin,  nuestra  llegada,  descenso 
y  avance,  habían  sido  obsei*^'ados  por  el  señor  coronel, 
a  cuyo  efecto  había  impreso  a  su  ojo  izquierdo  una 
desviación  que,  a  ser  definitiva,  habría  introducido 
un  elemento  perturbador  de  la  armonía  de  su  rostro : 
al  oir  mi  voz,  cesó  la  desviacióií,  ])ero  los  ojos  se  diri- 
gieron a  un  punto  vago  en  el  espacio,  frente  a  él,  sin 


FBOSA    UGEBA  167 

duda  de  un  interés  palpitante,  porque  no  los  apartó 
un  momento  para  fijarlos  en  nosotros.  Su  silencio  me 
hizo  nacer  la  duda  de  una  alteración  de  sus  órganos 
auditivos  y  repetí  mi  pregunta  en  voz  más  alta.  En- 
tonces contestó: 

— S.  E.   no  recibe  a  nadie. 

— Pero  habiendo  tenido  el  honor  de  ser  citado  por 
Su  Excelencia,  creo  que  hará  una  excepción  en  mi 
favor.  Tenga  usted  la  bondad  de  pasarle  mi  tarjeta . 

— ¿  Qué  tarjeta  ? 

— Este  pequeño  trozo  de  papel,  en  el  que  están 
escritos  mi  nombre  y  calidad. 

— Yo  no  le  paso  nada ;  a  esta  hora  no  le  gusta  que 
le  incomoden  y  después  la  bronca  es  para  mí. 

— Me  parece  que  la  bronca  firme  le  va  a  venir  si 
usted  no  hace  lo  que  le  digo.  Soy  el  ministro  argen- 
tino, vengo  de  dos  mil  leguas  de  distancia  a  saludar 
a  S.  E.,  S.  E.  me  espera  y  no  es  natural  que  por 
un  capricho  de  usted  deje  de  verle. 

— i  Eche  leguas !  ¿  Cuánt-as  dijo  ?  ¿  Dos  mil  ? — y  echó 
ima  mirada  a  un  soldado  próximo  que,  ruborizado  de 
mi  enormidad,  sonrió  subordinado. 

En  tanto,  los  chicuelos,  a  quienes  el  coronel  debía 
acompañar  a  caballo,  le  invitaban  a  cada  instante 
con  sus  ¡vamos!  apurados  y  se  habían  puesto  instin- 
tivamente en  contra  del  que  amenazaba  aguarles  la 
fiesta . 

Una  nueva  tentativa  no  me  dio  mejor  resultado. 
Medité  un  momento  y  resolví,  por  si  acaso  aquel  sín- 
toma revelaba  un  sistema  completo,  cortar  por  lo  sano 
desde  el  principio.  Arrastré  al  coche  al  cónsul,  que 
quería  penetrar  hasta  por  la  fuerza  y  di  orden  de 
volver  a  Caracas.  Abandono  a  la  penetración  del  lec- 
tor las  reflexiones  del  camino.  Era  mi  primer  acto 
diplomático,  y  el  éxito,  a  la  verdad,  prometía  poco 
para  el  porvenir.  Luego  temía  dos  cosas:  o  que  la 
cólera  me  hiciera  una  tontería  o  que  la  risa  me  im- 


168  MIGUEL  CAÑÉ 

pulsara  a  tomar  el  incidoute  con  demasiada  indife- 
rencia. Debo  recordar  que  yo  no  había  aún  cumplido 
treinta  anos,  y  el  hecho  es  que  me  preocupaba  enor- 
memente la  apreciación  futura  de  mi  conducta  en 
Buenos  Aires,  cuando  a  la  noticia  del  incidente,  di- 
jeran los  unos,  con  esa  suave  benevolencia  que  es  el 
rasgo  característico  de  mis  concréneres:  "¡claro!  ¡de 
llegada,  se  peleó  con  Guzmán  Blanco!"  o  esta  otra 
fríuse  en  caso  contrario:  "¡de  llegada  hizo  un  barro, 
aceptando  en  silencio  una  grosería  de  Guzmán  Blan- 
co!". Yo  no  quería  pelear,  ni  aceptar  groserías  de 
nadie.  Pedí,  pues,  a  mi  cónsul  general  que  se  entre- 
gara durante  el  viaje  a  la  contemplación  del  paisaje 
y  me  hundí,  durante  el  regreso,  en  una  reflexión 
honda  y  pareja  que  me  suraini.stró  una  resolución,  a 
hi  que  me  dfH'idí  sin  vacilaeión.  Así  que  llegamos  a 
Caracas,  tomó  la  pluma  y  escribí  una  carta  a  mi  ama- 
i)le  ministro  de  relaciones  exteriores,  en  la  Q.ue  le  de- 
cía (lue,  siguiendo  su  indicación  y,  de  acuerdo  con  los 
deseos  que  me  había  expresado  en  nombre  del  señor 
presidente,  me  había  trasladado  a  Ant imano,  a  la 
hora  indicada,  siendo  recibido  por  un  jefe  del  ejér- 
cito venezolano  cuya  tenacidad  en  no  querer  anun- 
ciarme al  señor  presidente,  bajo  pretexto  de  que  éste 
estaba  ocupado,  sólo  igualaba  la  mala  crianza  em- 
pleada con  esc  objeto.  Que  el  hecho  de  no  haber  dado 
orden  el  señor  presidente  de  introducirme,  así  que 
llegara,  justificaba  hasta  cierto  punto  la  actitud  del 
coronel  y  que  en  vista  de  las  apremiantes  ocupaciones 
que  embargaban,  a  lo  que  parecía,  el  ánimo  del  señor 
presidente,  aprovechaba  la  circunstancia  de  estar 
también  acreditado  en  Colombia  y  partiría  a  la  ma- 
ñana siguiente  para  la  Gua^Ta,  a  tomar  el  vapor  que 
me  acercaría  a  la  ruta  de  mi  nuevo  destino. 

Entretanto,  destaqué  a  mi  cónsul  general  para 
que  explicara  al  señor  ministro  todo  lo  que  había  pa- 
sado en  Antímano.   En  el  fondo,  yo  estaba  persuadí- 


PBOSA    LIGERA  169 

do  de  que  el  presidente  era  completamente  inocente 
de  lo  ocurrido,  salvo  de  la  omisión  del  aviso  previo 
de  mi  llegada .  Sabía,  por  tanto,  que  el  pato  de  la 
boda  iba  a  ser  el  coronel ;  pero  me  encontraba  en  una 
disposición  de  ánimo  feroz,  y  esa  noche  habría  sus- 
cripto gustoso  la  sentencia  de  un  centenar  de  azotes 
en  las  robustas  partes  carnudas  del  guerrero  indí- 
gena. 

No  habría  pasado  una  hora  del  envío  de  mi  epís- 
tola, cuando  recibí  un  telegrama  del  presidente,  da- 
tado en  Antímano,  en  el  que  me  pedía  disculpara  lo 
ocurrido  por  pura  imbecilidad  de  un  subalterno  y 
me  anunciaba  que  al  día  siguiente  vendría  expresa- 
mente a  Caracas  para  recibirme,  esperándome  a  las 
dos  de  la  tarde  en  su  casa  particular.  Así,  cuando 
llegó  alarmado  el  señor  ministro  de  relaciones  exte- 
riores encontró  que  el  estado  de  ánimo,  que  había 
determinado  mi  carta,  real  o  fingido,  había  cedido  el 
sitio  a  cierta  conformidad,  sin  entusiasmo,  pero  sin 
rencor . 

Al  día  siguiente  tuve  el  gusto  de  conocer  al  ''ilus- 
tre americano".  Un  hombre  alto,  robusto,  cargado  de 
espaldas,  algo  miope,  con  una  enorme  pera  blanca, 
cariñosamente  cuidada,  sin  duda,  por  el  carácter  mi- 
litar que  su  propietario  pensaba  deber  a  ese  apéndice. 
Cierta  cultura  nativa  (por  la  madre  pertenecía  a  una 
antigua  familia  colonial)  ;  barniz  de  una  sola  capa 
de  ilustración  general ;  una  colosal  opinión  de  sí  mis- 
mo, una  soltura  incomparable  para  resolver,  en  fra- 
ses sentenciosas  y  estudiadas,  los  más  arduos  pro- 
blemas sociales  y  políticos;  teorías  constitucionales 
abundantes,  pero  propias,  exclusivas,  que  para  nada 
tenían  en  cuenta  ni  la  experiencia  de  la  historia,  ni 
las  dificultades  que  el  razonamiento  podía  oponerles. 
En  política  americana,  arbitro,  materia  propia,  do- 
minio inena jenable,  indivisible  de  su  inteligencia. 
Heredero,  continuador  de  Bolívar,  no  sin  señalar  con 


170  MIGL'EL   CAÑÉ 

cierta  expresión  de  respetuosa  compasión,  los  errores 
cometidos  por  el  Libertador.  Un  de.sprecio  por  los 
hombres  análogo  al  que  se  le  atribuye  a  Tarquino;  no 
volteaba  las  cabezas  de  las  plantas  (jue  sobrevivían, 
pero  las  islas  contiguas  al  continente,  las  calles  de 
Xucva  York  y  de  las  capitales  europeas,  contaban- en- 
lr('  sus  paseantes  y  vagos,  más  de  un  venezolano  a 
(|uien  el  talento,  la  fortuna  o  la  audacia  parecían 
ofrecer  un  porvenir  brillante  en  su  país  (1).  Se  ase- 
guraba también,  por  aquel  entonces,  que  las  cá/celes 
estaban  bien  pobladas.  Tenía  la  reputación  de  no  ser 
cruel,  sino  frío  de  alma.   El   cansancio  de  una   larga 

0  interminable  ananpiía,  había  hecho  aceptar  el  pri 
mer  gobierno  fuerte  que  logró  cimentarse  en   la  agi- 

1  ación  incesante  de  las  luchas  intestinas,  (ruzmán 
Jjlanco  ahogó  la  libertad,  llenó  sus  arcas  e  hizo  bajar 
el  nivel  moral  del  pueblo  venezolano,  pero  dio  diez 
años  de  paz  a  su  patria  y  no  derramó  sangre.  *'La 
l)az  de  Varsovia!",  diría  un  estudiante  de  retórica. 
¡Eh!  ¡eh!,  diez  años  de  paz  representan  muchos  ca- 
minos carreteros,  muchas  escuelas  abiertas,  muchas 
hectáreas  sembradas  de  cacao,  tabaco,  añil  y  cereales, 
mucho  hábito  de  orden.  No  sólo  de  eso  vive  el  hom 
bre,  convenido;  pero  si  sólo  se  alimenta  con  el  re- 
cuerdo de  los  G ráeos,  la  declaración  de  los  derechos 
del  hombre  y  la  lectura  de  una  constitución  más  li- 
bérrima que  el  estado  primitivo,  paréceme  que  se  ha 
de  crear  un  tantico  entecado,  con  un  cerebro  difor- 
me, para  unas  piernas  muy  flacas  y  un  vientre  muy 
vacío  (2) . 


(1)  Entre  los  qup  abandonaron  la  patria.  huRcando  nirc  libro  que 
respirar,  80  cuntubuu  los  scüores  Zárraga  y  Herrera  Vega,  muerto 
el  primero  entre  nosotros,  innj-  joven  aun,  habiendo  el  negando,  n.f- 
dico  insigne,  conqlli^tado  altítinio  pue^t'o  eu  la  consideración  y  el 
afecto   de   la   sociedad   argentina. 

(2)  El  triste  y  desconsolador  et-pcctáeulo  que  ofrece  Venezuela 
en  los  momentos  en  que  tíc  imprimen  estas  páginas,  jubttfica  aúu  Bi&i. 
ii  cabe,   el  juicio  que  precede. 


rSOSA    LIGEKA  17l 

Mi  juicio  de  entonces  (hablo  de  1881)  sobre  el 
"ilustre  americano",  ha  persistido  casi  idéntico. 
Nunca  fué  de  una  severidad  cruel ;  nunca  olvido  que 
esos'  hombres  son  productos  de  un  estado  social  de- 
tenninado,  agentes  inconscientes  de  la  naturaleza  en 
la  prosecución  de  sus  fines.  Es  natural  que  pensemos 
que  la  naturaleza  se  equivoca,  si  juzgamos  su  acción 
con  el  criterio  (jbien  estrecho,  hennanos  míos!)  de 
nuestra  moral  convencional.  Mientras  el  hombre 
crea  que  lo  bueno  y  lo  malo  son  y  no  pueden  ser  de 
otra  manera,  que  como  él  los  concibe.  Nerón  será 
tratado  como  de  acuerdo  con  esas  nociones  merece,  y 
Vespasiano  ensalzado.  Pero  si  algún  día  (todo  es  po- 
sible, hasta  Dios,  dice  Renán),  los  hombres  llegan  a 
concebir  la  acción  de  los  personajes  históricos,  como 
el  desenvolvimiento  de  fuerzas  análogas  a  las  que 
hacen  germinar  las  plantas,  girar  los  astros,  subir  las 
aguas  o  temblar  el  suelo,  todos  nuestros  anatemas 
históricos  han  de  hacerles  sonreír.  Puede  muy  bien 
que  el  balance  de  Guzmán  Blanco,  hecho  por  esa 
remota  posteridad,  no  le  sea  muy  desfavorable,  si  es 
que  su  nombre  llega  hasta  ella.  Las  acciones  de  Ba- 
cón  se  han  de  cotizar  más  altas  que  las  de  Sócrates 
(a  esa  distancia,  casi  contemporáneos),  sin  que  in- 
fluya, en  el  juicio  definitivo,  ni  la  degradación  del 
primero,  ni  la  cicuta  del  segundo.  Me  agita,  a  veces, 
el  espíritu,  el  esfuerzo  por  concebir  la  idea  que,  den- 
tro de  dos  o  tres  mil  años,  si  no  se  queman  las  bi- 
bliotecas o  si  nuestros  idiomas  actuales  persisten  sien- 
do inteligibles  para  la  comunidad,  se  tendrá  de  B3-- 
ron  o  Víctor  Hugo.  Paréceme  que  no  estará  distante 


Cuando  se  picusa  en  lo  que.  en  los  últimos  años.  Lan  hecho  tres  de 
los  pueblos  más  cultos  de  la  tierra,  la  Inglaterra  en  Sud  África,  los 
Estados  Unidos  en  Filipinas  y  la  Alemania  en  Venezuela,  puede  augu- 
rarse tranquilan.ente  la  muerte  del  derecho  público,  aun  en  su  forma 
externa,    en    época    no   lejana. 

Poro  hay  que  esperar  también  que  la  página  vergonzosa  de  Vene- 
zuela,   dentro  y  fuera,    sea  la   única   en   la   liistoi'ia    de   America. 


172  MKil  KJ,    CAh'É 

de  ia  que  tenemos  Jos  liombies  maduros  de  los  jugue- 
tes que  nos  entretuvieron  en  la  infancia... 

La  recepción  oficial  tuvo  lugar  de  acuerdo  con  la 
rutina  —  un  coche  de  gala,  un  oficial  de  ministerio, 
amable  y  sonriente,  una  pequeña  escolta  y  al  Capito- 
lio. En  el  palacio  de  gobierno  que  lleva  ese  modesto 
nombre,  perfectamente  justificado  porque  recuerda 
las  violencias  y  profanaciones  de  que  la  augusta  co- 
lina fué  objeto,  un  par  de  discursos,  lo  más  breve 
posible  el  mío,  vei'dadero  trabajo  de  benedictino  para 
evitar  la  fraseología  obligada  de  solidaridad  ameri- 
cana, lazos  indisolubles,  comunidad  de  origen  y  otras 
paparruchas  que  han  de  concluir  por  cerrar  hermé- 
ticamente las  puertas  de  la  diplomacia,  en  tierra  do 
Colón,  a  los  hombres  de  l)uen  gusto.  Porque  en  esto 
de  los  discursos  diplomáticos  pasa  algo  curioso;  si 
los  intereses  de  momento  determinan  en  la  sociedad 
a  cuyo  seno  se  llega,  una  actitud  de  calurosa  simpa- 
tía, inslhitiva  invitación  para  (|ue  el  diplomático  que 
llega,  aconseje  a  su  gobierno  marchar  en  la  senda 
que  conviene  al  país  que  lo  recibe;  si  la  acogida  ea 
entusiasta,  repito,  el  em])lc()  del  sentido  común  y  del 
buen  gusto,  (pie  aconseja  discursos  sobrios  y  mode- 
rados, resalta  como  una  nota  discordante  en  la  armo- 
nía del  conjunto  y  parece  deshacerse  en  un  minuto 
todo  el  camino  andado.  Ku  cambio,  si  el  diplomático, 
sea  por  contagio  de  la  atmósfera  ambiente,  sea  por 
frío  cálculo,  se  entrega  a  un  ditirambo  desmelenado, 
con  más  retórica  que  una  alocución  tribunicia,  es 
casi  seguro  que  el  contragolpe  en  el  país  que  lo  man- 
dó, y  que  está  lejos  y  frío,  puede  costar  al  enviado 
extraordinario  su  reputación  y  su  buen  nombre. 

Es  por  eso,  hermanos  del  futuro,  diplomáticos  en 
ciernes,  a  quienes  el  porvenir  reserva  tal  vez  recorrer 
los  países  americanos,  que  este  viejo  viajador  en  esos 
mares,  os  da  el  consejo  sano  de  ser  siempre  parcos 
en   palabras,    reemplazándolas,     para    las    efusiones, 


i'KOsA    LlGEllA  173 

quizás  indispensables  del  primer  momento,  por  la 
opulenta  gama  de  gestos  expresivos  que  la  naturaleza 
ha  puesto  a  nuestra  disposición,  como  ser  los  ojos 
húmedos,  la  mano  sobre  el  corazón,  la  mirada  vuelta 
al  cielo,  en  actitud  reconocida,  y  cuando  la  cosa 
apura  y  la  escena  es  caram  pop  id  o,  la  elección  del 
más  haraposo  de  los  pilletes  que  os  circundan,  para 
estrecharle  en  vuestros  brazos  y  darle  el  ósculo  de 
solidaridad  americana.  Con  lavaros  más  tarde,  no 
queda  rastro,  mientras  que  el  colorete  metafórico  de 
un  discurso  bombástico,  no  se  borrará  ni  con  todas 
las  aguas  que  se  desprenden  de  los  Andes . . . 

Al  día  siguiente  de  mi  recepción  oficial,  el  *"  ilus- 
tre americano",  por  un  acto  de  deferencia  especial, 
se  dignó  visitarme  en  mi  morada,  que  era  ya  enton- 
ces una  buena,  hermosa  y  cómoda  casa,  llena  de  luz, 
aire  y  árboles,  que  había  tenido  la  fortuna  de  arren- 
dar amueblada.  Recibíle  con  los  honores  debidos  y, 
mientras  hablábamos,  vi,  a  través  de  los  cristales  del 
salón,  todos  los  pilletes  de  Caracas,  a  más  de  las  mu- 
jeres del  barrio,  en  asamblea  delante  de  mi  puerta, 
contemplando  la  brillante  escolta  a  caballo  que  ha- 
bía acompañado  al  iDresidente,  así  como  un  piquete 
de  infantería  que  guardaba  todo  el  frente  de  mi 
casa .  La  presencia  de  esa  gente  de  a  pie  me  intrigó ; 
a  la  despedida  acompañé  al  presidente  hasta  el  um- 
bral. El  coche,  precedido  por  la  escolta  de  jinetes, 
partió  a  escape,  y  atrás,  con  el  fusil  en  la  mano,  el 
kepi  en  la  nuca  y  la  lengua  de  fuera,  los  infantes, 
desalados  tras  del  coche,  para  no  perder  su  contacto. 
Si  a  turno  todo  el  ejército  venezolano  hubiera  sido 
sometido  a  ese  ejercicio,  las  marchas  de  Sylla,  Aní- 
bal o  Napoleón,  hubieran  quedado  pequeñitas  ante 
las  hazañas  que  aquél  habría  llevado  a   cabo. 

Poco  tiempo  después  de  mi  llegada,  había  ido  a 
gozar,  por  la  noche,  del  aire  embalsamado  de  la  prin- 
cipal plaza    pública  de    Caracas,    sitio     habitual    de 


174  MIGUEL   CAÑÉ 

reunión  entonces.  En  el  centro  se  levantaba  la  esta- 
tua, en  pie,  del  general  Guzmán  Blanco.  Había  otra 
del  mismo,  ecuestre,  enorme,  de  fabricación  yankee ; 
pero  esa  estaba  en  la  cumbre  del  próximo  paseo, 
llamado  o]  "Calvario".  i]sa  noche  un  movimiento 
inusitado  me  reveló  la  presencia  en  la  plaza  del 
"ilustre  amei'icano".  Así  que  me  vio  vino  hacia  mí 
y  me  mvitó  a  dar  luios  pasos.  Caminábamos  lenta- 
mente por  las  anchas  veredas  que  rodean  la  estatua. 
Vivo  y  perspicaz,  comprendió  tal  vez  por  la  indis- 
creta dirección  de  mi  mirada,  (pie  mi  espíritu  estaba 
preocupado  por  el  peregrino  caso  que  me  ocurría . 

— ¿No  le  hace  a  usted,  señor  ministro,  me  dijo 
con  un  acento  especial^  lui  curioso  efecto  pase.arso 
con  un  hombre  al  pie  de  su  pro])ia  estatua? 

— A  la  verdad,  señor,  "es  un  caso  original,  que  nn 
me  ha   ocurrido  nunca". 

— Sí,  añadió:  y  su  fisonomía  tomó  una  expresión  de 
(Utachfmcnt  completo  de  las  cosas  terrena.s,  un  vago 
tinte  de  más  allá;  sí,  es  anómalo  3'  admira  al  extran- 
jero. No  he  podido  evitarlo,  o  mejor  dicho,  no  me 
he  sentido  ni  con  fuerzas  ni  con  derecho  para  impe- 
dir que  el  pueblo  glorifique  su  propia  acción,  que  la 
Providencia  ha  personificado  en  mí.  Por  lo  demás, 
3'0  he  entrado  ya  a  la  posteridad  y  ese  homenaje  es 
ya  un  juicio  postumo . .  . 

Yo  miraba  a  aquel  hombre  con  la  admiración  pro- 
funda que  me  inspiran  las  dotes  de  que  carezco,  lle- 
vada» a  su  más  esplendoroso  desarrollo.  El  buen 
}i:usto,  el  tacto,  la  delicadeza  moral,  el  sentido  común, 
cual  me  aparecieron  entonces  como  la  triste  impedi- 
menta que  nos  obstruye  a  nosotros,  los  vulgares,  el 
camino  de  las  grandes  situaciones  y  de  las  ilustres 
denominaciones!  ¡Me  sentí  pequeño;  comprendí  que 
no  estaba  predestinado,  que  no  se  fundiría  el  bronce 
que  había  de  dar  foima  a  la  estatua  que  me  inmorta- 
lizaría, ni  aun  en  la  plaza  de  un  pueblo  de  campo  de 


t»ÍlOSA    LIÜECA  17n 

las  pampa^s  argentinas,  3'  volví  mis  ojos  reverentes 
para  admirarle  una  vez  más,  al  hombre  que,  tran- 
quilo y  sonriente,  se  contemplaba  a  sí  mismo,  con 
cuerpo  de  metal,  de  pie,  sobre  granito,  duras  mate- 
rias, resistentes  ai  tiempo  y  al  olvido ! 

Dos  años  m¿ís  tarde,  recibía  en  mi  modesto  cuarto 
del  Grand  Hotel,  en  París,  la  visita  del  general  Guz- 
mán  Blanco,  instalado  en  la  capital  francesa  con  su 
familia,  en  virtud  de  un  \'uelco  político  ocurrido  en 
Venezuela,  con  caracteres  de  terremoto,  por  cuanto 
dio  en  tierra  con  las  estatuas  del  "ilustre  america- 
no", teniendo  la  posteridad,  por  ese  accidente,  que 
rehacer  su  juicio  sobre  el  distinguido  personaje.  A 
ella  V ardua  sentenza  (1) . 

1890. 


(1)  El  general  Guzn.án  Blanco  murió  en  París,  en  Agosto  de  1900, 
Haní.'i  ya  muchos  aüos  (^ue  liabía  cesado  de  fisnrar  en  la  escena  po- 
lítica  de  su   país. 


Sarmiento  en  París 

Salgo  del  taller  de  Rodin;  la  figura  de  Sarmiento 
va  tomando  vida  y  forma.  El  soberbio  viejo,  que  fué 
uno  de  los  raros  cultos  individuales  de  mi  vida,  me 
llena  el  espíritu ;  su  memoria  suscita  la  de  tantos 
otros  seres  queridos  que  la  ola  nos  ha  arrebatado, 
sin  darles  tiempo,  como  a  él,  de  cumplir  la  misión 
que  sus  cerebros  luminosos  y  sus  almas  levantadas 
les  marcaban  en  la  tierra. . .  Decididamente,  es  bue- 
no que  por  algún  tiempo  deje  de  andar  entre  tum- 
bas; bastan  para  echar  sombras  persistentes  sobre 
mi  alma  los  diarios  de  la  patria,  que  día  a  día  me 
traen  la  noticia  de  que  uno  más  ha  entrado  al  reposo 
eterno.  Es  el  lado  negro  de  la  espera  del  tui'no. 

De  vuelta,  me  echo  a  vagar  por  las  calles  de  este 
París  que  entra  a  su  vida  normal,  pasado  el  sínco- 
pe (1)  y  de  nuevo  Sarmiento  surge  en  mi  memoria, 
como  si  su  personalidad  absorbente  saltara  de  la  tum- 
ba para  imponerse  a  los  vivos,  como  en  tiempo  de  la 
acción,  por  el  vituperio  o  el  entusiasmo,  por  el  cari- 
ño o  el  odio. 

Y  pienso  que  hace  cin^ienta  años,  justo  medio  si- 
glo, él  también  recorrió  estas  calles,  allá  en  el  mes 
de  octubre  de  1846.  Tenía  ya  más  de  treinta  años, 
había  publicado  el  Facundo,  y  hecho  la  campaña  pe- 


(1)     Estas   líneas    fueron   escritas   pocos   días   después   de   la   risita, 
a    París,   hecha   por    el   zar   de   Rusia. 


178  MIGUEL   CAÑÉ 

riüdistica  de  Chile  que,  por  el  vi^ror,  la  originalidad 
y  la  luz  intensa  que  proyectó,  no  sólo  sobre  laa 
cuestiones  de  su  tiempo,  sino  sobre  el  porvenir  y  la 
ruta  de  salvación  del  mundo  americano,  no  tiene  ri- 
val en  los  fastos  de  ninjorún  país.  Al  fin  pudo  realizar 
un  sueño  de  su  vida,  y  en  1845  se  embarcó  cu  Val- 
paraíso para  Europa,  a  completar  sus  estudios  sobre 
educación  popular  y,  sobre  todo,  para  ver,  con  los 
ojos  de  su  cuerpo,  lo  que  los  ojos  de  su  espíritu  ha- 
bían admirado,  la  tradición,  el  arte,  la  cultura  de 
este  viejo  mundo. 

Vosotros,  los  que  tenéis  en  vuestras  bibliotecas  sin 
vida,  los  ocho  o  diez  tomos  publicados  de  las  obras 
de  Sarmiento  (1),  haced  un  esfuerzo  sobre  vuestro 
horror  de  la  letra  de  molde  y  abrid,  por  cinco  minu- 
tos, el  volumen  de  Vwjcs.  Y  vosotros,  jóvenes,  los 
que  os  ((uejáis  dolientes  de  que  no  hay  atmósfera 
intelectual  en  nuestro  país,  hacedla  revivir,  volvien- 
do a  las  fuentes  puras  c  incomparables  del  pasado. 
Leed  esos  libros  admirables,  escritos  hace  más  de 
medio  siglo  y  que,  como  las  telas  de  los  grandes 
maestros,  conservan  en  sus  líneas  y  en  su  color  una 
frescura  jamás  igualada  en  el  correr  de  los  tiempos. 
Declaro  que  no  conozco,  en  prosa  castellana,  ni  aun 
en  los  grandes  modelos  del  género,  páginas  compa- 
rables a  algunas  de  las  de  Sarmiento  en  sus  Viajes, 
al  retrato  de  don  Domingo  de  Oro,  en  sus  Rcciier- 
<los  de  Provincm,  o  a  esa  armonía  profunda  con  que 
^1  genio  del  escritor  acaricia  la  memoria  de  la  madre, 
l^eed,  leed  esos  libros,  jóvenes,  y  veréis  con  qué  ,or- 
iruUo   sentiréis  el   alma    de  vuestra  raza    palpitar  en 


(1)  íbon  hoy  (Enero  1900)  51  y  no  ponticnen  unn  pát^ina  que  no 
haya  sido  eurrita  por  Sarn.iento:  hay  muy  poro  inédito,  porque  para 
Sarmiento,  escribir  era  ohrar.  Abí,  on  esa  publicación,  en  la  nuf.  corno 
Be  debía,  se  nos  ha  dado  "todo"  lo  que  en  vida  publicó  ese  oípíritu 
extraordinario,  no  ae  encuentra,  como  en  los  "escritos  pÓBtunios"  do 
Albcrdi,  una  sola  línea  que  produzca  la  impresión  dolorosa  de  una 
profanación. 


PROSA    LIGERA  lT9 

SUS  páginas.  Son  libros  geuuiuameute  nuestros,  que 
no  han  podido  ser  escritos  en  otra  parte  y  que  cons- 
tituyen, hoy  por  hoy,  la  nota  más  clara  y  luminosa 
para  ayudarnos  a  comprender  la  gestación  caótica 
de  nuestra  nacionalidad.  No  os  hablo  de  moral,  no 
os  hablo  de  patriotismo,  no  os  hablo  de  que  esa  lec- 
tura pueda  determinaros  a  ser  pequeños  Sarmientos, 
en  lo  que,  por  otra  parte,  no  perderíais  nada  ni 
vosotros  ni  el  país:  os  hablo  de  arte,  os  hablo  de  la 
única  manera  posible  de  resucitar  entre  nosotros  esa 
atmósfera  intelectual  por  la  que  lloráis ;  os  invito  a 
entrar  a  esos  libros,  como  empujo  a  todos  los  jóvenes 
argentinos  que  hay  en  París,  a  ir  al  Louvre,  al  Cole- 
gio de  Francia  o  a  la  Facultad  de  Letras,  para  que 
se  den  cuenta  que  hay  otras  cosas  en  el  mundo  que 
el  oficio  de  abogado,  la  chieana  política,  la  operación 
de  bolsa  o  el  casamiento  ventajoso... 


Sarmiento  se  embarca,  pues,  sobre  la  Enriqueta, 
uno  de  esos  barcos  de  vela  que  fueron  el  martirio 
de  nuestros  padres  y  que  deben  haber  sacado  de  qui- 
cio y  arrancado  a  su  compostura  colonial,  hasta  a 
las  personas  más  graves  de  nuestra  revolución;  sólo 
concibo,  desptiés  de  diez  días  de  calma  chicha  y 
treinta  de  fréjoles  secos,  igual,  solemnCj  acompasado, 
abrochado  y  manteniendo  su  actittid  con  dignidad, 
por  si  los  pescados  le  miran,  a  don  Bemardino  Ri- 
vadavia . . . 

Sarmiento  descubre,  al  pasar,  la  isla  de  Robinson, 
que  describe  en  páginas  inimitables,  dobla  el  cabo 
de  Hornos  y,  por  fin,  en  medio  de  una  tormenta  des- 
hecha, entra  en  aguas  del  Río  de  la  Plata  y  des- 
embarca en  Montevideo.  La  descripción  de  lo  que 
allí  ve,  hecha  con  tm  brío  y  un  color  incomparables, 
salpicada  de  retratos  que  en  tres  líneas  dibujan  una 


1«Í0  MIGl'EL   CAÑÉ 

págiua  para  la  postí^ridad,  es  lo  único  que  tenemos 
de  real,  de  vivido,  sobre  esos  días  de  honor  de  nues- 
tra historia.  Un  libro  sobre  el  Sitio,  hecho,  no  al  frío 
resplandor  de  los  documentos  oficiales,  sino  ilumi 
nado  por  la  vibración  del  recuerdo,  con  toda  la  pa- 
sión viril  y  generosa  de  la  ca\isa  que  se  defendía,  eso 
es  lo  que  Lucio  V.  López,  poco  antes  de  morir,  pe- 
día a  su  padre,  nuestro  ilustre  historiador,  eso  es  lo 
que  todos  Jiosotros  hemos  pedido  y  pedimos  al  gene 
ral  Mitre,  en  vez  de  la  labor  mecánica  a  que  ha 
dedicado  sus  últimos  años   de  vigor  intelectual. 

Sarmiento  pasa  rápidamente  por  Montevideo,  pero 
su  sensación  es  tan  fuerte  y  tan  intensa,  que  creo 
(lificilmentp  que  ningún  libro  del  futuro  nos  dé,  con 
igual  verdad,  la  inipresiún  real  del  cuadro.  Hoy  que 
nuestro  país  ha  entrado  definitivamente  en  la  ruta 
banal  de  la  marcha  do  las  sm-iedades  modernas,  para 
las  que  los  problemas  vitales  de  hace  cincuenta  años 
se  han  convertido  en  axiomas  de  arcliivo,  que  no  se 
discuten,  ese  sitio  de  Montevideo,  con  siis  anteceden- 
tes y  sus  consecuencias,  toma  cierto  carácter  de  no- 
vela romántica  quo  nadie  lee  ya,  que  se  recuerda  on 
nno  que  otro  texto  de  literatura,  pero  cuyo  estudio, 
como  el  de  los  poemas  clásicos,  tiene  poca  o  ninguna 
utilidad  a  los  ojos  de  los  que  sólo  ven,  como  signos 
positivos  de  la  grandeza  de  un  pueblo,  sus  estadís- 
ticas (]o  aduana  y  el  kilometraje  de  sus  caminos  de 
hierro.  Ese  escepticismo,  esa  sonrisa  despreciativa 
para  el  recuerdo  de  los  días  de  mayor  sufrimiento  y 
de  mayor  ])ureza  moral  de  nuestro  pueblo,  han  per- 
mitido, han  sugerido  ya  la  publicación  de  libros, 
<  iiya  buena  fe  no  salva  que  sean  una  injuria  para  la 
memoria  de  los  que  dieron  o  su  vida  o  su  juventud 
y  su  felicidad  en  holocausto  a  su   país. 

Los  que  hemos  nacido  en  los  últimos  años  de  ese 
asedio  inmortal,  bajo  la  bandera  y  en  los  cuadros 
casi  de  esa  legión    argentina  que   el   plomo  enemig^J 


PBOSA    LIGEKA  181 

acabó  por  reducir  a  iiu  puñado  de  hombres,  liemos 
oído  a  nuestras  madres,  a  los  viejos  servidores  de  la 
familia,  durante  los  años  de  la  infancia,  las  narra- 
ciones heroicas  de  aquellos  días.  ¡Qué  desprecio  por 
la  vida !  \  Qué  connaturalización  con  aquella  atmós- 
fera de  fuego,  dentro  de  la  que  se  jugaba  el  porvenir 
de  un  pueblo,  y  más  de  cerca,  no  ya  la  existencia, 
sino  el  honor  de  madres,  hijas,  mujeres  y  herma- 
nas ! . . .  Podéis  sonreír  del  épico  momento,  escépti- 
cos  satisfechos  que  gozáis  hoy.  en  la  plena  obesidad 
de  \^iestra  atrofia  moral,  de  la  fortuna  territorial 
amasada  por  M.iestros  padres  a  favor  del  acatamien- 
to y  la  adulación  del  bárbaro  sangriento  que  los 
nuestros  combatían !  Podéis  sonreír,  que  nadie  ni  na- 
da borrará  de  nuestro  corazón  ni  de  nuestro  nombre 
el  sello  de  nobleza  de  ese  abolengo . . . 

Sarmiento  venía  de  Chile,  a  donde  los  últimos  re- 
botes de  la  ola  de  barbarie  que  asolaba  al  pueblo  ar- 
gentino, k  habían  arrojado  por  sobre  los  Andes.  Su 
acción  intelectual  de  Chile,  la  volvía  a  encontrar  en 
Montevideo,  pero  candente  y  desesperada,  como  el 
jadear  de  los  pechos  en  la  trinchera  perenne.  ¿Có- 
mo aquel  apretón  de  manos  que  dio  entonces  a  Mi- 
tre, a  Gutiérrez,  a  Mármol,  a  Alsina,  a  Cañé,  no  hizo 
sagrados,  para  la  vida  entera,  a  esos  hombres  entre 
sí?  ¿Cómo,  más  tarde,  la  política  pudo  dividirlos  y 
arrojarlos  a  campos  opuestos?. . . 

Al  pisar  la  cubierta  del  barco  que  le  llevaba  a 
Río  de  Janeiro,  en  rumbo  a  Europa,  Sarmiento  de- 
bió sacudir  su  poderosa  cabeza,  como  para  disipar  el 
mal  sueño  y  preparar  su  espíritu  a  la  esperanza.  La 
bahía  del  Río,  la  estupenda  aparición  de  la  región 
tropical,  le  inspiran  páginas,  entre  otras  aquella  en 
que  pinta  la  esclavatura  y  el  canto  de  caridad  con 
que  los  miserables  se  sostienen  y  se  alientan  en  su 
faena,  como  quisiera  que  de  tiempo  en'  tiempo  se 
escribieran  en  nuestra  lengua.  ¡Qué  variedad  de  to- 


182  MIOCEI.   CAÑÉ 

nos  en  esa  paleta  admirable !  Todos  los  que  en  nues- 
tra tierra  leéis,  conocéis  el  estilo  general  de  Sar- 
miento, ese  ímpetu  un  tanto  desordenado,  aquel  atro- 
pellarse  de  las  ideas,  que  se  quitan  el  sitio  unas  o 
otras  para  llegar  primero,  aquellas  indicaciones  bien 
vagas  a  veces,  que  nos  obligaban,  a  Del  Valle  y  a 
mí,  a  ir  metiendo  en  las  frases  los  verbos  ausen- 
tes (1).  Todos  recordáis  el  látigo  iracundo  de  la 
polémica,  el  apostrofe  (pie  aplastaba  a  un  hombre  o 
a  una  camarilla  para  toda  la  siega,  como  también  el 
movimiento  majestuoso  de  su  verbo,  cuando,  en  vue- 
lo soberano,  postrándose  ante  la  bandera,  su  espíritu 
invocaba  la  bendii-ión  divina  sobro  su  pueblo.  Pues 
bien;   leed  la  página  sobre  la   poesía,   que  le  inspira 

II  encuentro  con  Mármol  y  la  lectura  que  el  poeta 
|)roseripto  le  hace  de  sus  cantos  del  Peregrino^  y 
veréis  la   inagotable  fecuJididad  de  esa  paleta,   de  la. 

iue  el  artista  arranca,  al  pasar  y  sin  esfuerzo,  todos 
los  tonos,  todos  los  colores  para  reflejar  el  mar  y  los 
•lelos,  la   tierra   y  el  alma. 

Allí  se   topa   también  con   A    pardejón    Rivera,  el 
teniente  de  Artigas,   el  teniente    de  los  portugueses, 

1  teniente  de  Lavalleja,  el  teniente  de  todas  las  cau- 
sas, buenas  y  malas,  j)or  las  que  se  derramaba  san- 
L»i'e  en  las  orillas  del  Uruguay.  ¡Qué  delicioso  tipo 
<lí'  imbécil,  guarango,  soez  y  bruto,  de  gaucho  pre- 
tencioso í  Nada  comparable  a  aquella  comida  en  la 
que,  delante  del  ministro  francés  y  otras  personns 
cultas,  Rivera  cuenta,  mu3'  suelto  de  cuerpo,  (|ue  don 
Pedro  I  del  Brasil  le  quiso  casar  con  su  hija  doña 
María  da  Ciorla,  pero  que  él  se  había  resistido.  Sar- 
miento  le  toma  el  pelo  en  el  acto  y  doploi-a  que  haya 
desdeñado  de  ese  modo  la  corona  de  Portugal!  ¡Don 
Frutos  T,  rey  de  los  Algarbesl...  Allí  en  mi  juven- 


il)     ruando  corregían. os  en   FJ   'Sut^lonal  las  pnieljaF   de  los  artítu- 

lim    de    ^v■l  rrnit'rito. 


PBOSA.    LIGERA  1S3 

tud,  con  Kicardo  Gutiérrez,  que  acaba  de  terminar  su 
misión  de  luz  y  caridad  sobre  la  tierra,  estuvimos  a 
punto  de  persuadir  a  uno  de  nuestros  compatriotas, 
otra  cuerda  que  Rivera,  pero  también  tipo  genuino 
del  país,  que  la  impresión  que  había  producido,  en 
un  teatro,  a  una  reina,  entonces  joven,  le  abría  el 
acceso  a  un  trono  de  Europa,  pequeño,  pero  confor 
table . . . 

II 

Al  fin  pisa  Sarmiento  tieiTa  de  Europa,  remonta 
el   Sena  y  por  Rouen,  gana  París. 

La  carta  que  de  allí  escribe  es  dirigida  a  don  An- 
tonio Aberastain,  aquel  mártir  del  Pocito,  una  de  las 
últimas  víctimas  de  la  barbarie  argentina.  Siendo 
yo  niño  aún,  recuerdo  haber  visto  a  mi  padre,  con 
las  lágiñmas  en  los  ojos  y  presa  de  una  indignación 
profunda,  dictar  uno  de  esos  artículos  más  enérgicos 
sobre  aquel  asesinato.  ''¡Pobre  Buey!,  repetía  mi 
padre  a  la  noticia  de  la  catástrofe:  ¡el  hombre  más 
puro  y  más  sano  que  he  conocido!".  Ese  apodo  ha- 
bía sido  dado  a  Aberastain  en  el  colegio  (se  había 
educado  en  Buenos  Aires)  por  su  corpulencia  obesa, 
pesada  y  la  indiferencia  tranquila  con  que  miraba 
todo.  Algunos  años  más  tarde  entraba  yo  al  Colegio 
Nacional  y  tenía  por  condiscípulo  en  mi  clase  al 
hijo  del  mártir;  era  idéntico  al  retrato  que  de  su 
padre  había  oído  al  mío,  y  pronto  el  apodo  paterno 
le  distinguió  entre  nosotros.  Pedro  Goyena,  que  em- 
pezaba, a  los  veinte  años,  a  dictarnos  una  clase  de 
filosofía,  descubrió  en  el  Buey  una  ^  inteligencia  de 
una  claridad  extraordinaria,  pero  de  una  lentitud 
curiosa  para  ponerse  en  movimiento.  El  joven  Abe- 
rastain fué  una  de  las  primeras  víctimas  del  cólera 
entre  nosotros.  Cuando  tuve  el  honor  de  ser  compa- 
ñero de  Sarmiento  en  el  Consejo  General  de  Educa- 


KH4  MIGUEL   CXSt 

ción  de  la  provincia  de  Buenos  Aires,  le  hablé  un 
día  de  mi  joven  condiscípulo,  tan  prematuramente 
arrebatado  a  la  vida;  su  fisonomía  se  cubrió  de  una 
tristeza  profunda  y  sin  duda  pensando  en  el  amigo 
de  los  días  amargos,  pensaba  también  en  su  hijo 
único  y  querido,  que  había  dado  su  vida  a  la  patria, 
privándole  a  él  del  bastón  de  su  vejez. . . 

La  primera  imi)resión  de  París  que  Sarmiento  co- 
munica a  Aberastain  es  característica ;  como  el  jo- 
ven que  llega  a  Ed¡m])urgo  o  a  Verona.  cree  ver  por 
todas  partes  a  María  Estuardo  o  a  Romeo  y  Julie- 
ta, la  generación  de  Sarmiento  sólo  veía  a  París  a 
través  de  los  Múicr'ios  de  Eugenio  Sué.  La  influen- 
cia del  romanticismo  francés  había  penetrado  y  con- 
íjuistado  los  espíritus  americanos,  con  más  fuerza, 
ayudada  por  la  imaginación,  que  treinta  años  antes 
los  enciclopedistas.  A  mis  ojos,  esa  influencia  no 
pudo  ser  más  perjudicial  para  el  porvenir  de  las 
letras  argentinas.  La  lucha  constante  y  la  excitación 
intelectual  que  traía  habían  prodncido  un  lUK'leo  de 
escritores  que,  librados  tal  vez  a  su  propia  inspira- 
ción, habrían  reflejado  en  sus  libros  el  ambiente,  el 
color,  el  sabor  de  nuestra  tierra  y  habrían  dejado 
una  base  inconmovible  a  nuestra  literatura  nacional. 
Pero  Byron,  Hugo,  Lamartine,  en  la  poesía ;  Dumas, 
Hugo,  Sué,  Féval,  en  el  teatro  y  la  novela,  se  apode- 
raron de  tal  manera  de  la  inteligencia  argentina, 
ciue,  desdeñando  o  i)asando  al  lado  sin  verla,  la  fuen- 
te viva  y  fecunda  del  suelo  y  la  sociedad  natal,  los 
jóvenes  que  manejaban  una  pluma,  se  limitaban  a 
copiar  los  poemas  y  reflejar  el  ideal  de  los  román- 
ticos, en  boga,  como  los  poetas  de  la  revolución  ha- 
bícin  imitado,  en  sus  odas  de  ])esado  vuelo,  el  modelo 
de  los  poetas  españoles  de  la  decadencia.  Echeverría 
(salvo  OÍ  algunos  y  no  muchos  momentos  de  la  Cou- 
fiva).  Mármol,  Gutiérrez,  Domínguez  (los  de  Rivera 
índarte  no  eran  versos,  ni  cosa  que  se  les  pareciera) 


PROSA    LIGERA  185 

seguían  el  movimiento  de  la  lira  francesa.  Mitre  tra- 
ducía el  Ruy  Blas  de  Hugo,  que  cincuenta  años  más 
tarde  publicaba  con  su  valor  habitual:  Y.  F.  López, 
lleno  de  Walter  Scott,  escribía  la  Novia  del  Hereje^ 
en  vez  de  dar  forma  a  los  cuadros  de  la  Eevolución, 
que  concebía  ya  bajo  el  molde  de  la  novela;  mi  pa- 
dre, a  quien  la  naturaleza  había  dotado  de  iin  gusto 
artístico,  exquisito  y  de  un  estilo  de  una  galanura 
inimitable,  doblemente  impregnado  por  el  romanti- 
cismo francés  y  el  iverfherismo  italiano,  a  lo  Ugo 
Foseólo,  fúnebre  y  sentimental,  escribía  su  hluette 
de  Esther  o  imitaba,  en  la  Noche  de  boda,  las  más 
románticas  concepciones  de  la  época.  Sólo  dos  hom- 
bres escaparon  a  esa  influencia  y,  conservando  su 
personalidad  propia,  buscaron  en  el  suelo  patrio  la 
fuente  de  su  inspiración :  Sarmiento,  por  ímpetu 
interno  y  porque  vivía,  respiraba  y  soñaba  dentro  de 
un  ideal  exclasivamente  americano,  y  Ascasubi,  por- 
que ignoraba  la  existencia  del  movimiento  intelec- 
tual europeo;  sintiendo  como  un  gaucho  y  sabiendo 
hablar  como  él,  nos  dejó  en  sus  cantos,  en  forma 
imperecedera,  la  nota  moral  de  las  masas  argentinas 
de  entonces. . . 

¿Pero  qué  queréis?  En  Chile,  en  Montevideo,  en 
Buenos  Aires  mismo,  allá  en  los  últimos  rincones 
donde  se  leía  aún,  el  Churriador,  la  Lechuza,  Rodol- 
fo y  Flor  de  María  eran  tan  populares  como  un  mo- 
mento lo  fueron  en  Francia  los  héroes  de  Madame 
Cottin  o  en  Inglaterra  Loveiace  y  Clarisse  Harlowe. 
Por  eso  Sarmiento,  frescamente  desembarcado  en 
París,  da  noticia  de  Tortillard,  Brazo-Rojo  y  la  Ri- 
goleta,  sintiendo  que,  por  los  barrios  donde  Rodolfo 
daba  aquellos  puñetazos  fenomenales,  se  haya  ' '  abier- 
to por  medio  de  la  Cité,  una  magnífica  calle  que 
atraviesa  desde  el  Palacio  de  Justicia  hasta  la  plaza 
de  Nuestra  Señora,  iluminada  a  gas  y  bordada  de 
ostas  tiendas    de  París,  envueltas    en   cristales  como 


186  MIGUEL   CANK 

gasas  transparentes,  graciosas  y  coquetas   como  una 
novia ' ' . 

Luego  se  echa  a  vagar,  a  flancr,  como  él  dice,  de- 
teniéndose extasiado  ante  esta  palabra  que  ninguna 
otra  lengua  posoe  y  que  tan  bien  expresa  ese  dulce 
abandono  del  cuerpo  y  del  espíritu,  flotando  entre 
los  mil  atractivos  (pie  lo  solicitan  al  pasar.  "Ando 
lelo ;  i)aréccme  que  no  camino,  que  no  voy,  sino  que 
me  (k'jo  ir,  que  floto  sobre  el  asfalto  de  las  aceras 
de  los  boulevares".  Siento  consignar  este  detalle, 
¡oh  jóvenes  snobs  de  todas  nacionalidades,  inclusa  y 
«spei'ialmcnte   la    nuestra,   que    llegáis   a  Paris  como 

1  hubierais  visto  la  luz  en  la  ciudad  ideal  de  todas 
las  perfecciones  y  encontráis  todo  común,  vulgar, 
chato  y  dcsi)rcciable !  Siento  daros  ese  mal  rato:  Sar- 
miento se  quedaba  "con  un  ])almo  de  boca,  contem- 
])lando  la  Maison  Dorée,  el  Café  Cardinal  o  los  Ba- 
ños Chinescos'*.  ¿Pero  es  un  mal  rato,  en  verdad, 
para  los  snobs,  esa  reminiscencia?  ¿Para  ellos.  Sar- 
miento no    ligura,  acaso    entre  esas    cosas    vulgares, 

batas  e  indignas  de  atención?  Por  mi  parte,  tengo 
mi  juicio  hecho  bien  pronto,  a  favor  de  esa  piedra 
de  toíjue  invariable:  jnvon  <[ue,  llegado  a  París,  le 
juega  indiferencia,  no  se  admira  de  nada  y  hasta 
mete  pullitas  compadres  al  compañero  que,  como  Sar- 
miento, se  queda  lelo:  imbécil. 

Sarmiento,  vagando  lmi  las  calles,  se  j)icrdc  a  cada 
momento  y  es  de  ver  la  admiración  profunda  que 
le  causa  la  hospitalaria  cultura  del  pueblo  francés, 
la  solícita  atención  con  que  el  primer  viandante  le 
])nne  en  el  buen  camino,  le  acompaña  si  es  necesario, 
corre  tras  él  si  de  nuevo  toma  una  calle  que  no  va 
—  y  todo  dentro  de  esas  fórmulas  exquisitas  de:  Ayez 
hi.  coinplaifiance . . .  Soijcz  assez  bou...  que  son  la 
menuda  moneda  de  la  urbanidad  de  esta  gente.  Hoy 
mismo  pasa  el  mismo  fenómeno,  y  en  todo  tiempo  Jos 
viajeros   qne  han   recorrido  la  Francia   han   consig- 


PROSA    LIGERA  l87 

liado  igual  impresión .  Pero  a  la  verdad,  fuera  de 
que  en  Alemania  o  en  Inglaterra  cualquier  pasante 
os  pone  en  el  buen  camino  (sólo  entre  nosotros  se 
suele  encontrar  al  chusco  que  endereza  al  extranjero 
camino  del  Once,  cuando  quiere  ir  al  Retiro),  ¿esa 
hospitalidad,  en  Francia,  se  encuentra  también  de 
puertas  adentro?  Sarmiento  mismo,  si  la  hubiera 
buscado  ¿habría  encontrado  en  París  una  acogida 
del  género  de  la  que  recibió  Gotinga,  en  aquel  se- 
reno centro  intelectual,  perdido  en  el  fondo  de  la 
Alemania  y  al  que  no  ¡jarecían  llegar  las  brisas  del 
mundo?  Cuando  un  inglés  os  recibe  en  su  casa,  veis 
en  su  cara,  sentís  en  la  atmósfera  de  su  hogar,  que 
aquel  dccueil  es  sincero^  completo  y  sin  límites.  Un 
francés  os  recibe  sonriendo,  os  presenta  sonriendo  a 
su  familia,  que  sonríe  toda,  os  da  muy  bien  de  co- 
mer, en  un  comedor  abrigado,  os  brinda  buenos  vi- 
nos y  malos  cigarros  y  os  desjDÍde  sonriendo  siempre, 
hasta  la  vista.  Para  volver,  necesitáis  una  nueva 
invitación,  que  reanude,  por  así  decir,  la  relación. 
Algunos  prefieren  el  sistema  inglés,  los  que  creen  que 
la  humanidad  puede  ser  sincera  en  algunos  momen- 
tos y  aman  verla  bajo  ese  aspecto;  otros,  que  creen 
saber  a  qué  atenerse,  piensan  que  todo  lo  que  debe  y 
puede  exigirse  a  los  hombres,  es  la  cultura  externa, 
y  se  dan  por  satisfechos  con  la  sonrisa  francesa,  que 
no  exige  en  cambio  sino  otro  pliegue  de  labios/  y 
que  pone  a  todo  el  mundo  cómodo.  Entre  nosotros, 
el  problema  se  ha  resuelto  por  lo  hondo:  no  se  abre 
la  puerta,  no  se  recibe  a  nadie:   ¡la  señora  no  está! 

III 

Haciendo  Sarmiento  la  enumeración  de  todos  los 
atractivos  que  ofrece  París  para  el  pensador,  el  li- 
terato, el  petimetre,  el  gastrónomo,  el  artista,  etcé- 
tera,  habla  de    un   tal  Leverrier,    que  "anda  persi- 


188  MIGUEL   CAÑÉ 

j^iendo  eu  los  espacios  celestes  y  llaiuaiulo  a  todos 
los  astrónomos  que  se  aposten  en  tales  o  cuales  lu- 
gares que  él  señala,  para  cogerlo  al  paso  a  un  planeta 
que  él  dice  que  hay  vn  e¡  cielo,  por(|ue  debe  haberlo, 
por  requerirlo  así  una  demostración  de  las  matemá- 
ticas". Neptuno  estaba,  en  efecto,  en  el  punto  del 
cielo  fijado  por  la  genial  penetración  de  Leverrier  y 
encuentro  admirable  esa  robusta  fe  en  la  ciencia  y 
la  razón,  ¡lor  parte  de  un  joven  americano,  como 
Sarmiento,  sobre  el  que  no  hace  mella  la  burlona 
incredulidad  del  París  de   entonces. 

Otras  de  las  miradas  penetrantes  de  Sanniento,  en 
ese  momento,  atraviesa  el  caos  de  la  situación  social 
y  política  de  la  Europa.  **En  medio  de  la  gendar- 
mería de  las  ideas  dominantes,  —  escribe  —  oficia- 
les, moderadas,  ve  usted  moverse  figuras  nuevas,  des- 
conocidas, j)ensamientos  (^ue  tienen  el  aspecto  do 
i>and¡dos,  escapados  al  haijne,  al  j)residio  en  que  los 
han  confundido  con  los  criminales  de  hecho,  ellos 
ijuc  no  son  mAs  (pie  revolucionarios".  Más  tarde,  en 
Italia,  su  visión  se  completará  y  poco  le  faltará  para 
predecir  el  trastorno  profundo  que,  un  ano  después 
iba  a  sacudir  la  Europa  entera  y  abrir  las  puertas, 
I)or  decir  así,  a  las  verdaderas  corrientes  modernas. 
La  revolución  de  1848  estalló  vn  París  y  repercutió 
en  Berlín,  Viena,  la  Europa  entera,  cuando  Sarmien 
to  estaba  ya  de  regreso  en  Chile.  Esta  noticia  debe 
haberle  producido  el  mayor  júbilf»  de  su  vida,  por- 
«lue  había  regresado  de  Europa  con  la  convicción  de 
que  mientras  imperaran  como  ¡deas  dirigentes  los 
residuos  de  la  Santa-Alianza  o  el  impuro  3^  estrecho 
burguesismo  de  Luis  Felij)e,  no  habría  es])eranzíi  de 
regeneración   para  el  mundo  americano. 

Al  pasar,  Sarmiento  da  cuenta  de  que  también  ha 
desaparecido,  como  las  tabernas  de  la  Cité,  otra  fiso- 
nomía del  pensamiento  francés,  el  eclectismo,  que 
''ha  muerto  de  muerte  natural,  como  todas  Ihk  cosas 


PROSA    UGEiJA  189 

caducas  que  no  estáu  fundadas  en  la  verdad".  Para 
Sarmiento,  que  veía  las  cosas  de  arriba  y  que  no 
iba  a  buscar  en  los  programas  universitarios  cuál 
era  la  corriente  de  ideas  imperante,  el  eclectismo,  la 
pomada  de  M.  Cousin,  había  realmente  muerto.  Sin 
embargo,  en  esos  meses,  Jacques  y  Simón  trabaja- 
ban en  el  manual  que  debía  ser,  hasta  poco  antes  del 
70,  el  libro  clásico  de  la  enseñanza  filosófica.  Si  en 
vez  de  perder  su  tiempo  en  visitas  inútiles  y  empre- 
sas inspiradas  por  el  más  puro  patriotismo,  algún 
amigo  hubiera  llevado  a  Sarmiento  a  la  bohardilla 
donde  trabajaba  Augusto  Comte,  ¡  qué  admirable  re- 
trato tendríamos  del  ilustre  pensador  y  con  qué  cla- 
ridad Sarmiento  habría  valorado  la  influencia  de  su 
doctrina  sobre  el  desenvolvimiento  de  la  ciencia ! 
¡  Cómo  habría  reído  también,  dentro  de  su  barba,  él, 
profundamente  liberal,  pero  profundamente  prácti- 
co también,  si  Comte  le  hubiera  comunicado  su  vi- 
sión de  una  sociedad  organizada  sobre  los  principios 
de  su  política  I  Después  de  la  tiranía  bestial  de  un 
Rosas,  nada  ha  detestado  más  Sarmiento  en  su  vida 
que  el  jacobinismo  en  todas  sus  formas. . . 

Pero  helo  ya  hecho  un  parisiense;  un  amigo,  que 
no  debía  de  ser  lerdo,  le  da  de  entrada  una  lección 
de  vida  práctica,  de  gran  valor  para  él.  "No  bien 
hubimos  llegado,  dice,  Uevóme  a  los  F reres  Proven- 
qauxy  donde  cenamos  ambos  por  60  francos;  al  día 
siguiente,  por  30,  almorzamos  en  el  café  de  París ;  en 
un  restaurant  comimos  por  10,  en  un  pasaje:  al  día 
siguiente,  fuimos  a  almorzar  por  3  y  a  comer  por  32 
sueldos  al  Passage  Choiseul;  viltimamente  a  una  abo- 
minable pocilga,  detrás  de  la  Magdalena,  decorada 
con  el  nombre  de  Hotel  Inglés^  donde  se  s\Tve  carne 
cruda  de  procedencia  más  que  sospechosa,  porotos 
duros  y  cerveza  infame,  todo  por  un  franco,  para 
regalo  de  los  que  quieren  salvar  el  honor  de  la  bolsa, 
afectando  anglomanía.  Había,  pues,  en  tres  días,  re- 


190  MIGUEL   CANK 

corrido  los  úqíc  escalones  de  la  vida  parisien^o  y 
conocido  el  camino  que  va  de  la  opulencia  a  la  es- 
casez, haciéndome  mi  mentor  este  curso  para  preca- 
verme de  todo  accidente.  Lú-dcssu^^  podía  peimane- 
cer  tranquilo ;  en  una  crisis  financiera,  conocía  ya  el 
camino  del   soi-disant   Hotel  Inglés". 

lie  quedado  pensativo  después  de  este  párrafo. 
¡  Cómo  sería  aquel  Hotel  Inglés,  para  haber  hecho 
o>a  impresión  sobre  un  estómago  como  el  di)  Sar- 
miento! Para  darse  una  idea  de  la  indiferencia  abso- 
luta con  que  acometió  —  y  eso  ha.sta  en  su  vejez  — 
cualquier  plato  que  se  le  ponía  por  delante,  3'de  la 
conciencia  de  su  valor  en  esas  refriegas,  no  puedo 
resistir  a  la  tentación  de  transcribir  este  delicioso 
cuadro.  Sarmiento  viaja  en  África  y  es  agasajado 
por  un  jefe  árabe  bajo  la  tienda.  En  una  postura 
incómoda,  que  él  trampea  un  poco,  a  pesar  de  su 
origen  árabe,  levantando  una  rodilla  a  la  altui'a  (lo 
la  cara,  esperaba  a  pie  firme  la  diffa,  el  banquete 
obligado.   Pero  oigámosle: 

'*La  diffn  se  aiuincin  al  fin;  precedíala  un  j)lalo 
de  madera  lleno  de  tortas  fritas,  colocadas  simétri- 
camente para  dar  luj^ar  y  apoyo  a  una  docena  de 
huevos  durísimos  que  f()rmaban  una  pirámide  hacia 
el  centro.  Un  árabe  se  lavó  sólo  la  punta  de  los  de- 
dos en  uno  sucia  y  abollada  vasija  de  cobre,  en  la 
cual  se  nos  sirvió  en  seguida  agua  para  beber,  más 
tarde  leche  de  oveja,  y  luego  agua  de  huevo.  A  cada 
ronda  que  la  malhadada  vasija  hacía,  seguíanla  mis 
ojos  de  mano  en  mano  para  llevar  cuenta  de  los 
puntos  del  borde  donde  los  árabes  ponían  sus  labios. 
¡Esfuerzo  inútil!  Al  fin  descubrí  una  abolladura 
inaccesible  c|ue  me  reservé  desde  entonces  para  mi 
uso  personal.  El  árabe  que  se  había  lavado  dos  dedos 
lo  suficiente  para  alcanzarse  a  discernir  de  lejos  la 
costa  firme  que  descubría  la  parte  virgen  de  la  ma- 
no, me   descascaró  dos  huevos  í^ue  engullí  casi  ente- 


TKOSA    LIGEBA  •  19l 

ix)S,  a  fin  de  que  pasase  cnanto  antes  aquel  cáliz  de 
mi  boca. 

"Tenga  usted  paciencia,  mi  querido  amigo,  ya  ve 
que  cumplo  con  la  promesa  que^  a  petición  suya  le 
hice  de  describirle  las  costumbres  árabes.  Las  torti- 
llas fritas  vinieron  en  seguida,  y  aunque  crasas  y 
espirituosas  en  fuerza  de  lo  rancio  de  la  mantequilla, 
3^0  sostuve  como  un  héroe  mi  posición,  sin  pestañear, 
sin  titubear  un  momento,  sin  echar  mano  siquiera  de 
uno  de  tantos  subterfugios  y  engañifas  de  que  en 
iguales  casos  se  habría  servido  un  gastrónomo  xul- 
gar.  Más  hice  todavía.  Habiéndome  revelado  algu- 
nos que  aquel  lago  fangoso  que  se  divisaba  en  el 
fondo  del  plato  y  que  yo  había  respetado,  tomándolo 
por  sebuno  depósito  de  la  fritanga,  era  miel  de  abe- 
jar?, descendí  hasta  él  con  los  pedazos  de  las  tortillas, 
alzando  una  buena  porción  en  cada  re\Tielco.  Hasta 
aquí  todo  marchaba  en  el  mejor  orden ;  pero  aún 
faltaba  lo  má.s  peliagudo  de  la  empresa,  y  nada  se 
había  hecho,  si  no  lograba  hacer  pasar  el  cuscussúf 
verdadero  quis  vel  quid,  para  estómagos  europeos, 
de  la  regalada  gastronomía  del  desierto.  Es  el  cus- 
ciissit  una  arenilla  confeccionada  a  mano,  hecha  con 
harina  frita  sin  sal  y  anegada  después  en  leche .  Con- 
fieso que  cuando  se  presentó  el  enorme  plato  que  lo 
contenía,  el  cuerpo  me  temblaba  de  pies  a  cabeza,  no 
obstante  que  nunca  he  tenido  miedo  a  manjar  nin- 
guno; un  sudor  helado  corría  por  mis  sienes,  y  el 
estómago,  no  que  el  corazón,  me  latía  cual  gime  el 
niño  a  quien  el  pedagogo  manda  al  rincón.  Lo  peor 
del  caso  era  que  yo  debía  principiar,  como  el  héroe 
de  la  fiesta,  sin  lo  cual  nadie  era  osado  de  hundir 
su  cuchara  de  palo  en  la  movible  arena  farinácea. 
Repentinamente,  como  el  que  al  bañarse  en  el 
mar  se  precipita  de  cabeza  después  de  haber  vacilado 
largo  tiempo,  presintiendo  la  impresión  del  frío,  yo 
enterré  mi  cuchara  hasta  el  mango,  y  sacándola  llena 


192  MIGUEL   CAÑE 

de  ciiacu^sú  y  leche  la  fsepulté  en  la  boca.  Lo  que 
pasó  dentro  de  mí  en  ese  momento  resiste  a  toda  des- 
cripción. Cuando  abrí  los  ojos,  me  pareció  hallarme 
en  un  mundo  nuevo ;  todos  mis  tendones  contraídos 
por  el  sublime  esfuerzo  de  voluntad  que  acababa  de 
hacer,  se  fueron  estirando  poco  a  poco,  y  dispersán- 
dose con  la  alegría  de  soldados  que  abandonan  la 
formación  después  de  disipada  la  alanna.  hija  de 
alguna  noticia  falsa.  De  todo  ello  he  coiuduído  (pie, 
o  el  cuscussil  no  es  abominablemente  ingrato;  o  que 
Dios  es  grande  y  8us  obras  maravillosas;  o,  en  fin, 
que  no  se  ha  inventado  todavía  el  potaje  q\ic  me  ha 
de   hacer  volver  la   cara". 

IV 

Vn  momento,  Sarmiento  .se  había  lialagado  con  la 
idea  de  que  la  fuerza  de  la  oposición  contra  el  minis- 
teiio  Guizot,  encabezada  por  M.  Thiers  y  uno  de 
cnyos  tópicos  má.s  formidables  do  ataque  era  la  cues- 
tión del  Río  de  la  Plata,  empujaría  al  gobierno  fran- 
cés a  tomar  una  actitud  enérgica  no  sólo  en  nombre 
de  la  civilización  y  la  humanidad,  sino  también  de 
la  dignidad  de  la  Francia.  Para  dar  una  idea  de 
la  indiferencia  pública  respecto  a  los  asuntos  argen- 
tinos, indiferencia  que  reflejaba  con  mayor  vigor  aún 
rn  las  esferas  del  gobierno.  Sarmiento  recuerda  el 
folletín,  que  era  el  corte  periodístico  literario  a  la 
moda,  que  acababa  de  escribir  León  Gozlan,  anun- 
ciando el  establecimiento  de  una  casa  donde  todos  los 
agitados  de  la  política,  de  las  artes,  de  las  letras  y 
de  la  finanza,  encontrarían,  tarifadas,  las  horas  de 
snefio  necesarias  para  reparar  sus  insomnios  caseros, 
l'or  el  momento,  la  receta  era  hacer  leer,  en  voz  alta 
y  entre  bostezos,  por  un  empleado  de  la  casa  "noti- 
cias del  Río. . .  de. . .  ¡aah!. . .  la. . .  Plata!  el  Ge. . . 
ne. . .  ral  ¡aah!. . .  Madari.  .  .  aga  ha  derro. . .   ta. . . 


PROPA    LTGEEA  193 

do...!'*  El  remedio  era  infalible  y  todo  el  mundo 
dormía  a  los  cinco  minutos.  "Ese  es  el  lugar  que  en 
la  opinión  pública  ocupan  nuestros  asuntos  del  Río 
de  la  Plata",  agrega  Sarmiento. 

Ya  don  Florencio  Várela,  a  pesar  de  la  acogida 
personalmente  simpática  que  recibió  de  altas  notabi- 
lidades francesas,  había  hecho  la  misma  triste  expe- 
riencia, y  antes  que  él,  Rivada\ia  y  don  Valentín 
Gómez,  como  después  de  todos  ellos  cuantos  han  te- 
nido por  su  desgracia  que  ocuparse  de  las  relaciones 
de  nuestro  país  con  esta  Francia  fantástica,  que  ardía 
de  entusiasmo  por  los  griegos  sometidos  a  la  domi- 
nación, en  el  fondo  mansa,  de  los  turcos,  y  conside- 
raba a  Rosas  como  un  gobierno  conser^-ador,  estable 
y  progresista.  Lamartine,  recuerda  Sarmiento,  pre- 
guntaba a  Várela  qué  idioma  hablábamos,  y  un  pe- 
riodista pedía  al  mismo  Sarmiento  pormenores  sobre 
nuestras  luchas  con  los  mahometanos.  Medio  siglo 
más  tarde,  un  ministro  de  negocios  extranjeros  de 
una  monarquía  europea,  me  preguntaba  a  mí  si  era 
cierto  que  la  República  Argentina  pensaba,  con  el 
Salvador,  Guatemala,  Honduras,  etc.,  formar  un  solo 
Estado . . .  Hay  que  habituarse  a  estas  cosas,  trabajar 
en  silencio  y  orden,  hasta  que  nuestro  país  se  levante 
tan  alto  sobre  la  línea  del  horizonte,  que  la  distancia, 
como  a  los  cuerpos  celestes,  no  impida  verlo  y  admi- 
rarlo. Si  no  me  es  permitido  llevar,  como  Sarmiento, 
piedras  ciclópeas  para  la  fundación,  llevemos  cada 
uno  nuestro  grano  de  arena;  nuestros  hijos  harán  el 
resto,  como  nosotros  hemos  tratado  de  completar  hon- 
radamente la  obra  de  nuestros  padres. . . 

Sarmiento  no  se  desanima,  como  no  se  desanimó 
jamás,  por  ese  estado  de  la  opinión  y  emprende  su 
patriótica  cruzada.  Su  primer  chociue  es  con  M. 
Dessage,  jefe  del  departamento  político  del  Ministe- 
rio del  Interior  y  brazo  derecho  de  M.  Guizot.  Sar- 
miento le  explica:  "Entre  nosotros  hay  dos  partidos, 


194  MIGUEL   CAÑÉ 

los  hombres  civilizados  y  las  masas  semibárbaras.  — 
El  partido  moderado^  me  cor)'ige  M.  Dessagc,  esto 
es,  el  partido  moderado  que  apoya  a  Luis  Felipe,  el 
mismo  que  apoya  a  Rosas.  —  No,  señor  fion  campe- 
sinos que  llamamos  gauchos.  —  jAh!  los  propieta- 
rios, la  petitc  propriíté,  la  burguesía. . .  —  Los  hom- 
bres que  amau  las  instilucioucs,  coutiuúo...  —  La 
oposición,  me  rectifica  el  ojo  y  el  oído  de  M.  Guizot, 
la  opoüición  francesa  y  la  oposición  a  Rosas  de  e¿os 
que  pretenden  instiiucioues!  Me  esfuerzo  en  hacerle 
entender  algo,  pero  imposible  I  Ls  griego  para  ól  todo 
lo  que  hubio.  En  resumen,  para  ellos:  Rosas  igual 
Luii  Felipe.  La  mazorca^«=el  partido  moderado.  — 
Loi  gauchüs-^la  pcíit6  proprUié.  —  Los  unitarios»— 
la  oposición.  —  Paz,  Várela,  etc.— Thiers,  Rollíu, 
Odiion-Barrot". 

La  conversación  con  ^l.  Oui^ui  es  premeditada- 
mente banal  por  parte  de  éste,  que  afecta  creer  que 
Sarmiento,  viniendo  de  Chile,  donde  ha  pasado  seis 
anos,  no  está  interiorizado  de  los  asunto*  del  Río 
de  la  Plata. 

La  entrevista  con  el  vicealmirante  Mackau,  minis- 
tro de  marina,  es  uno  de  los  buenos  trozos  de  la 
narración.  Mackau  es  un  imbécil  acabado,  de  espeso 
cerebro  al  que  no  penetran  las  ideas  ni  a  martillo. 
Cuando  no  entiende,  sonríe  afablemente,  lo  que  hace 
que  pase  la  vida  sonriendo.  Sarmiento,  más  cómodo 
<iue  con  M.  Guizot,  le  espeta  un  discurso  en  tres 
partos,  soberbio,  admirable,  el  mejor  que  haya  pro- 
nunciado jamás,  según  él,  y  de  pronto  se  apercibe 
que  el  ruido  de  sus  palabras  llega  al  oído  del  almi- 
rante como  un  ''vago  auvergnat"  í^ue  no  ha  escu- 
chado ni  comprendido.  El  rencor  de  Sarmiento  es 
formidable  y  cuando  más  tarde  ve  a  Mackau  ocupar 
-u  asiento  en  la  Cámara,  en  el  banco  de  los  ministros, 
le  llama   molusco ! 

Sarmiento  va  a  buscar  la  opinión  de  ios  america- 


PROSA    LIGERA  195 

nos  mismos,  residentes  en  París  y  en  todas  partes 
encuentra  "igual  incapacidad  de  juzgar".  "San 
Martín  es  el  ariete  desmontado  ya,  que  sii'vió  a  ia 
destrucción  de  los  españoles;  hombre  de  una  pieza; 
batido  y  ajado  por  las  revoluciones  americanas,  ve 
en  Rosas  el  defensor  de  la  independencia  amenazada 
y  su  ánimo  noble  se  exalta  y  ofusca.  Sarratea  el 
compañero  de  orgía  de  Jorge  IV,  antes  de  ser  rey 
de  Inglaterra,  viejo  escéptico,  Voltaire  que  no  ha  es- 
crito, hoy  toda-vda  en  París  mismo  modelo  de  finura, 
de  gracia  noble  y  de  sencillez  artística  en  el  vestir, 
tiene,  con  más  talento  y  menos  despilfarro,  la  gastada 
conciencia  de  Olañeta.  Rosales,  el  hombre  más  ama- 
ble, el  cortesano  de  la  monarquía, .  todo  bondad  para 
nosotros,  ha  sido  educado  en  este  punto  por  Sarratea, 
su  Mepliistópheles,  el  cual  lo  lanza  a  las  confidencias 
con  Luis  Felipe,  a  quien  pone  miedo  con  la  indigna- 
ción de  la  América". 

En  fin,  ve  a  M.  Thiers.  Este  le  escuclia  con  aten- 
ción, le  pregunta  por  Várela,  se  muestra  satisfecho 
de  sus  datos,  del  nuevo  aspecto  de  la  cuestión  que 
le  presenta,  mucha  agua  bendita,  mucho  jarabe  de 
pico,  peor  en  el  fondo,' el  egoísmo  feroz  del  orador  y 
del  político,  que  no  ve  sino  temas  de  diicursos  y 
argumentos  de  oposición,  en  la  agonía  de  un  pueblo 
entero  que  perece  bajo  la  bota  de  un  bárbaro.  A  la 
despedida,  como  un  obsequio  singular,  Thiers  comu- 
nica a  Saraiiento,  bajo  la  mayor  reserva,  que  en  la 
próxima  sesión  de  la  Cámara,  a  ia  que  le  invita  a 
asistir,  va  a  hablar  tres  Jioras.  Me  represento  al 
petulante  marsellés  regocijándose  ya  del  efecto  que 
va  a  producir  sobre  el  espíritu  de  ese  joven  ameri- 
cano, a  quien  ha  descubierto  ilustración  y  talento  y 
que  se  va  a  convertir,  de  regreso  a  su  lejana  patria, 
en  trompeta  de  su  fama. 

Y  Sarmiento  va  a  la  Cámara,  contempla  el  curioso 
espectáculo,  sobre  todo  para  un  sudamericano  de  en- 


196  MIGT-EL    CX-St 

tonces,  de  esas  sesiones  tumultuosas,  vacías  y  teatra- 
les. Desde  entonces  ine  parece  que  el  régimen  par- 
lamentario está  condenado  a  sus  ojos.  Treinta  años 
más  tarde,  redactaba  yo  El  Nacional  de  Buenos  Aires 
y  no  era,  por  cierto,  tierno  para  la  administra<íión 
de  Avellaneda.  Sarmiento,  como  era  natural,  era 
siempre  el  primero  en  la  casa  y  los  artículos  que  se 
le  ocurría  oscriuir,  venían  directamente  al  Gerente, 
que  lü«  eutrcj;aba  a  la  composición,  sin  darme  aviso, 
de  acuerdo  conini^fo.  sino  en  los  casos  en  que  era 
necesario  mechar  de  verbos  el  artículo  o  apuntalar 
una  que  otra  frase  que  había  quedado  en  el  aire. 
N'o  recuerdo  a  propósito  de  qué  incidente  en  el  que 
«i  Ministerio  había  hecho  un  triste  papel  en  el  Con- 
i;rewo,  y  tomando  como  base  los  eütudios  sobra  la 
Inglaterra  en  el  sij^lo  X\  íll,  de  M.  de  Kémusat, 
escribí  un  artículo  convencido,  entusiasta  y,  a  mi 
juicio  ii*ret*utable,  sobre  las  ventajas  del  réjíimen 
parlamentario  y  la  necesidad  do  reformar  nuestra 
cojistituciun  en  ese  sentido.  Al  día  sij^uiente,  al  mis- 
mo tiempo  que  recibía  cuatro  líneas  cariñosas  y  apro- 
batorias del  doctor  Vicente  F.  López,  llej^'ó  a  mis 
manos...  mi  proxjio  diario,  El  Nncionul.  En  el  sitio 
de  honor,  que  era  el  que  se  reservaba  siempre  a  todo 
lo  que  Sarmiento  escribía,  porque  el  estilo  bastaba 
para  firmarlo,  se  registraba  la  filípica  más  furibun- 
da que  redactor  de  El  Nücional  hubiera  recibido  hasta 
entonces.  Iluso,  ignorante,  atrevido,  propagador  de 
malas  ideas,  ¡qué  no  me  decía  Sarmiento!  Tuve  un 
momento  de  indignación  ante  esa  falta  de  atención, 
de  consideración  para  ccn  un  hombre  que  desde  que 
había  empezado  a  pensar  por  sí  mismo,  había  sido 
un  partidario  decidido  y  ardiente  de  Sarmiento.  Tomé 
el  diario  y  me  fui  derechamente  a  su  casa,  dispuesto 
a  decirle  todo  lo  que  tenía  adentro  y  poner  las  cosas 
en  su  lugar.  Me  recibió  con  su  cordialidad  un  tanto 
uniforme  para  todo  el  mundo,  y  antes  de  darme  tiem- 


PBCSA    IIGESA  197 

po  de  tomar  una  actitud  trágica  y  comenzar  mi 
dolora,  tomó  la  palabra,  como  siempre,  y  debutó  por 
esta  frase:  —  "¿Ha  visto  usted  un  artículo  preco- 
nizando el  sistema  parlamentario  en  El  Nacional  de 
ayer?"  —  Ni  una  palabra  del  autor;  y  en  el  fondo, 
no  sé  si  sabía  que  era  o  no  mío,  ni  le  importaba  un 
bledo.  De  ahí  partió  para  una  carga  a  fondo  contra 
su  caiichemar,  tan  completa,  tan  enérgica  y  tan  deci- 
siva, que  mis  convicciones  tambalearon  y  ante  aquella 
elocuencia,  aquel  saber  y  aquella  experiencia,  en  vez 
de  formular  las  recriminaciones  proyectadas,  incliné 
la  cabeza,  hice  la  venia  y  salí. 

Después  he  visto  el  régimen  parlamentario  en  ac- 
ción, como  todos  los  que  han  inventado  los  hombres 
para  gobernar  las  sociedades ;  lo  que  he  visto  en  Fran- 
cia y  especialmente  en  España,  país  cuyas  condicio- 
nes políticas  y  electorales  se  acercan  más  a  las  nues- 
tras, no  ha  sido  por  cierto  como  para  debilitar  las 
opiniones  de  Sarmiento.  Ningún  sistema  es  bueno 
cuando  no  encarna  la  tradición  de  un  pueblo,  sus  cos- 
tumbres y  sus  ideas.  Por  eso  el  gobierno  parlamen- 
tario es  una  maravilla  en  Inglaterra  y  un  absurdo 
en  España.  Por  eso  pienso  que,  hoy  por  hoy,  el  mejor 
régimen  político  para  la  Rusia,  es  la  autocracia .  Na- 
die me  podrá  quitar  de  la  cabeza  que  es  una  inspi- 
ración de  inssno  dar  derechos  electorales  a  los  negros 
de  Dakar  o  a  ciertos  blancos  del  otro  lado  del  agua. . . 

En  el  .recinto  Sarmiento  ve  a  "M.  Mauguin,  cen- 
tro izquierdo,  a  Berryer,  centro  derecho,  en  la  iz- 
quierda a  BaiTot,  Arago,  Cormenin,  Ledru-Rollin . 
Lamartine,  el  vizconde,  que  tenía  su  asiento  en  la 
extrema  derecha,  va  caminando  hacia  la  izquierda, 
como  Beaumont  y  Duvergier  de  Hauranne;  Emilio 
de  Girardin  está  en  el  heaii  miUeii-  del  centro,  es  mi- 
nisteriar'.  La  descripción  del  discurso  de  Thiers,  a 
pesar  de  la  admiración  que  su  facundia  y  su  habili- 
dad le  causan,  revela  en   Sarmiento  la  triste  imnre- 


las  MTOrEL  CArt 

sión  que  le  produce  la  iiiaii:dad  de  csn<;  paradas  ora- 
torias. El  aplomo  doetrinario,  el  soberbio  desdén  de 
M.  Guizot,  la  autoridad  pedante  de  sus  maneras  de 
magistcr,  la  falta  de  honestidad  que  en  el  fondo  hace 
ver  la  defensa  de  heehos  turbios,  de  verdaderos  aten- 
tados a  la  moral  ¡)''iblica,  la  obediencia  servil  de  aque- 
lla masa  de  elegidos  del  sufragio  restringido,  pero 
cuidado5iamente  escogido,  todo  hace  comprender  a 
Sarmiento  que  aquel  régimen  está  condenado  y  sus 
lías  contados.  Esa  monarquía  de  Julio,  que  muchos 
conservadores  rn  Fr»ncia  consideran  hoy  mismo  como 
la  ^poca  edénica  de  la  libertad  política,  fué  uno  de 
los  sistemas  mn»  corrompidos  y  corruptores  de  la 
historia  francesa.  Entre  otros  detalles,  Sarmiento  re- 
(^uerda  aquella  donación  a  Luis  Felipe  del  corte  de 
los  bosques,  que  a  rjtzón  de  un  corte  por  siglo  debía 
producir  cuntro  millonrs  de  francos  anurles  y  al  que, 
por  una  tala  devastadora,  el  rey  ciudadimo  hizo  pro- 
ducir setenta  y  cinco  millones  el  primer  año  I. . . 


La  narración  de  la  visita  de  Sarmiento  a  San  Mar- 
tín, es  floja,  o  mejor  dicho,  la  entrevista  misma  no 
n  ^r;onde  a  nuestra  expectativa.  Se  adivina  que  ha 
debido  ser  incómoda,  poco  cordial,  a  pesar  de  la  deu- 
da de  gratitud  que  el  ilustre  guerrero  tenía  para  con 
el  escritor  que  había  reivindicado  en  el  corazón  de 
Chile,  el  puesto  de  honor  que  correspondía  a  San 
Martín.  Podemos  hoy  hablar,  con  la  reverencia  que 
debemos  a  nuestros  mayores,  sobre  todo  a  hombres 
como  el  vencedor  de  Maipo,  con  la  verdad  que  la 
justicia  de  la  hi.storia  impone.  Debía  ser  necesario 
todo  el  respeto  y  toda  la  gratitud  inteligente  de  los 
hombres  como  Várela,  Sarmiento  y  otros  argentinos 
ilustres  que  visitaban  a  S?n  Martín  en  su  retiro,  para 
rendirle  ese  homenaje.   El  envío  de  la  espada  de  los 


PROSA    LIGEBA  109 

Andes,  símbolo  vivo  de  la  más  pura  de  nuestras  glo- 
rias, al  tirano  bratal  que  condenaba  ante  los  ojos 
del  mundo  el  esfuerzo  por  la  independencia,  debió 
herir  mortalmente  el  alm?c  de  los  patriotas  que  hacía 
quino  años,  en  el  destierro,  en  la  prisión,  en  el 
martirio,  so??tenían  la  causa  de  la  libertad.  Es  esa 
una  triste  páeina  m  la  historia  del  gran  emancipador, 
t?n  triste  como  el  abandono  frío  que  hizo  de  su  patria 
aeronizante,  vs^'f^  ir  a  buscar  en  I05  campos  de  bata- 
lla, con  un  eiército  one  consideraba  suvo  a  la  manera 
de  un  condottiTe  italiano,  la  gloria  militar  oue  pm- 
b^'cionaba .  No,  no  e««  posible  sostener  que  la  adhesión 
de  í^^'n  Ma'"tin  a  Eosas  venía  de  «u  americanismo 
exalta  do 'y  de  su  temor  o  sii  odio  al  extraniero.  El 
íTtr^niero.  •p^ra  él,  h^bía  «ido  el  esnañol,  el  cjodo,  y 
precisamente  la  iinVa  legión  de  ext'^í'Ti.iera"!  one  com- 
batía por  Kos^s.  erq  fl  cuerno  r^p  600  esn^íñ'^lp'?  nne, 
a  l«s  órd^^nes  df^'  Oribe,  c^^+rcphíiba  el  sit^'o  d*^  Mon- 
te^nd«^o.  Lo  ono  h'^bía  en  el  fnndo  era  vn  odio.  sí.  np-ro 
contra  los  hombres  del  conoreso  de  1826,  contrp  los 
Mv^fnrio^,  ov.^  ííl  p^sí^"^  ^í^n  Ma'^'tín  delí>n+«='  dp  "Rueños 
Airps  no  r>udÍPron  olvidar  rme  a  su  d^sob^dienoia  y 
al  indi^p'^pnti'ímo  con  oue  miró  la«5  an^istías  de  su 
patna.  ba.io  r>retexto  de  no  manchar  sus  laurel'^'!  en 
las  luchnc;  civiles,  debimos  los  horrores  d^l  año  XX. 
Los  unitarios  pudie'f'on  eouivocarse  y  la  hí^^tori?»  em- 
pica va  a  iu'^^ar  sp^'^prampute  los  erro7*es  de  los  más 
pr^^davos  de  entre  ellos:  rtpro  la  pureza  de  intpnción 
dp  los  que  elevaron  a  Rivadavia  a  la  n-rpíid^^ncia, 
será  siemnre  un  título  de  respeto  para  todas  las  ge- 
rjpT'r.p'rin'^g  d^  ar<?pntinos. 

Nada  encuentro  más  die-no  de  veneración  aue  la 
fiímra  y  la  acción  de  los  hombres  civiles  de  la  lucha 
por  la  independencia,  nada  más  noble  y  grande  que 
el  valor,  la  perseverancia  inteligente,  la  serena  tena- 
sidad  de  Pueyrredóu.  La  vida  de  campaña,  la  ba- 
talla, la  victoria,  la  entrada  triunfal  en  las  ciudades 


200  anOUKL  CAÑÉ 

conquistadas  ¿no  es  acaso  un  sueño  vivido  para  un 
militar?  ¡Para  ellos,  a  quienes  el  mundo  dio  todo  lo 
que  el  hombre  puede  aspirar  sobre  la  tierra,  las  es- 
tatuas, las  tumbas  regias,  los  honores  postumos!  ¡Para 
el  patriota  abnegado  que  luchó,  con  el  santo  amor 
de  la  patria  en  el  alma,  en  medio  de  la  asechanza, 
del  odio,  de  la  división  y  de  la  discordia,  sacando  de 
la  miseria  recursos  para  armar  ejércitos,  con  la  Eu- 
ropa entera  coaliprada  contra  su  país,  con  Artisras  en 
lai?  selvas,  los  portugueses  en  ^Montevideo  y  Morillo 
en  el  horizonte,  para  él,  para  Pueyrredón,  el  olvido 
y  la  ingratitud  nacional !  ¡No  sé  donde  está  su  tumba! 

Fuera  de  las  pácjinas  consagradas  a  su  aoción  co- 
losal en  los  trabajos  históricos  de  López  y  Mitre,  no 
hay  un  libro  en  nuestra  literatura  sobre  el  Directorio 
de  Pue3'rredón .  Y  sin  embarcro,  ¿  qué  vida  más  pre- 
ciosa y  qué  tema  más  simpático  puede  encontrar  la 
pluma  de  un  escritor  argentino?  Las  estatuas  han 
empezado  a  levantarse  sobre  nuestro  suelo,  símbolos 
vivos  de  la  gratitud  nacional.  No  sé  que  exisia  ni  un 
busto  de  Pueyrredón.  Nuestros  partidos  de  campa- 
ña, nuestros  dejiartamentos  lejanos,  van  recibiendo  el 
nombre  de  los  hombres  secundarios  de  la  revolución 
o  las  luchas  civiles.  A  Pueyrredón  también  se  le 
asi«jriió  el  suyo,  pero  como  si  fuera  por  un  propósito 
premeditado  de  olvido,  nadie  llama  al  partido  Puej-- 
rredón,  sino  Mar  del  Plata.  Por  fin,  en  la  misma 
ciudad  de  Buenos  Aires,  donde  existe  una  plaza  "Lo- 
rea'',  pero  no  un  habitanle  que  pueda  decir  quién 
fué  ese  ciudadano  así  glorificado,  donde  dos  de  las 
calles  principales  se  llaman  de  Buen  Orden  y  la 
Piedad,  existe  sólo  una  callejuela,  creo  que  es  la 
más  corta  de  todas,  para  conmemorar  la  memoria  del 
gran  Director  Supremo  de  las  Provincias  Unidas  del 
Piío  de  la  Plata. 

Hago  un  llamado  a  la  juventud  argentina  y  le 
entrego  esa  obra  de  reparación.    Si  ella  estudia  esa 


PÍOS A   iiGrEA  20l 

vida,  su  entusiasmo  por  aquella  nobleza  de  alma,  esa 
altura  y  esa  distinción  intelectual,  ese  valor  moral 
incomparable,  la  llevará  a  realizar  lo  que  nosotros 
debimos  hacer  y  no  hemos  hecho,  y  pronto  la  soberbia 
figura  de  Pue^Tredón  se  levantará  en  una  de  niies- 
tras  plazas,  para  orgullo  de  nuestros  ojos. 


VI 


*'A1  despediime  de  mi  buen  amigo  el  señor  Montt, 
refiere  Sarmiento,  le  decía  yo  con  aquella  modestia 
que  me  caraeteriza :  la  llave  de  dos  puertas  llevo  para 
penetrar  en  París,  la  recomendación  oficial  del  go- 
bierno de  Chile  y  el  * '  Facundo ' ' ;  tengo  fe  en  este 
libro.  Llego,  pues,  a  París  y  piiiebo  la  segunda  lla- 
ve. ¡Nada!  Ni  para  atrás,  ni  para  adelante;  no  hace 
a  ningtin  ojo.  La  desgracia  había  querido  que  se 
perdiese  un  envío  de  algunos  ejemplares  hecho  de 
Valparaíso.  Tenía  yo  uno,  pero  jcómo  deshacerme 
de  él?  ¿Cómo  darlo  a  todos  los  diarios,  a  todas  las 
revistas  a  un  tiempo?  Yo  quería  decir  a  cada  escritor 
que  encontraba:  ancJi'io!  Pero  mi  libro  estaba  en  mal 
español  y  el  español  es  una  lengua  desconocida  en 
París,  donde  creen  los  sabios  que  sólo  se  hablaba  en 
tiempo  de  Loüe  de  Vega  o  Calderón :  después  ha  de- 
generado en  dialecto  inmanejable  para  las  ideas :  ten- 
go, pues,  que  gastar  cien  francos  para  que  algún 
orientalista  me  traduzca  alguna  parte". 

Aquí  empieza  para  Sarmiento  la  azarosa  tribula- 
ción del  autor  novel  que  con  su  manuscrito  debajo  del 
brazo  se  presenta  a  los  dispensadores  de  la  «"loria. 
Por  consejo  de  un  amioro,  ve  a  'M.  Buloz.  el  tuerto 
director  de  la  Bevista  de  Aintos  Mundcs  y  de  la  Ope- 
ra Cómica,  el  hombre  sobre  quien  se  ejercitaba  con 
más  furia  la  acerba  crítica  de  los  escritores  franceses, 
pero  cuya  perseverancia  creó  la  revista  tipo,  que  du- 


202  MIGUEL   CANÍ 

rante  tan  largros  años  ha  mantenido  su  incontrastable 
autoridad  sobre  el  raundo  civilizado,  hrsta  que  muerto 
el  cíclope,  y  refractaria  a  la  penetración  de  las  nue- 
vas corrientes  que  debían  refrescar  y  vivificar  su 
snnirre,  vio  crecer  a  su  lado  émulos  que  en  otro  tiem- 
po hnbría  despreciado  y  que  le  toman  hoy  una  buena 
parte  de  su  sitio  al  sol. 

Nuestro  pobro  «raericnno,  consciente  del  valor  do 
su  trabajo,  ^aa'^lvp  todas  las  semanas  a  conocer  el 
destino  oue  le  esp*»ra.  ¡N^d'\!  No  se  ha  l^fdo  aún: 
h?sta  el  otro  iueves.  Sarmiento  T)ersiste.  pornue  nuif- 
re  conopor  a  los  hombres  df»  letras  y  de^^a  s«r  Intro- 
ducido por  su  ''Fní'nndo",  para  que  le  traten  de 
^'"iial  a   irnial.   Pnr  fin.  un   día.  día  rfldi^nt^  r^n-rn  él, 

las  puertas  de  la   red«<»p¡6n   se  m*»  nbrf»Ti  de  n^r  en 
par.   '^Q^^é  tran«formaci<^n !   M.   Bulo^  t^en*»   do^  oíos 
esta   ve^.    el  uno  one  mira  dnlne  v  r'»<»netnos«Tn'*n+e, 
el    otro    Olí'-'   no   mira,  pero  oue    pr^^t^ñn^    v  pí^píjqTn, 
como   perrito  oue  menea  la  cola.   M^  h''bl<í  oon   efn- 
sión,   me  introduce,  m*»  pro«;<»nta   a  cu?ítro  rpd'»<^tore.9 
oue    esperRn    para    snlnmnizar   la  rerenoi/>n.    Sov  yo 
el    antier  del   mann^er'to. .  .    hina    revpr«npÍRV  .  .     el 
amerififino.  .  ,    fuña   rr»vf»7'Pncia>,    el    estí^díqf^.    ol  h^s- 
toriiidor.  .  .    me  salnd'ín,   me  hoppri    revr^eneias.     9>c 
hí^bla    del    libro.     Hnv   un    redactor   encariñado    del 
Comvfe-rendu  d^  loa  libros  españoles,  ou*»  oui'»rf»  ver 
la  obra  entera  par^i  estudiar  el  asunto.  M.  Bnloz  me 
suplica  (uie  me  encprtrue  de  la  redacción   de   los  ar- 
tículos sobre  la  América.  La  Rrvisia  ha  faltado  a  su 
título  de  Amhos  Mnndos.  por  falta  de  hombres  eora- 
pt'tentes;  podemos  arrcErlamos.  Dessrrpciadamente,  el 
artículo  sobre  mi  libro  no  puede  aparecer  eino  en  dos 
meses.    EstMU   tomadas    las   columnas    para    muchos 
más;  pero  se  hará  una  alteración". 

Contento  con  esa  recepción    y  esa  «spei'anza    (»1 


PBOSA    LIGERA  203 

artículo  de  la  Revista  apareció  (1)  cuando  Sarmiento 
estaba  en  Barcelona,  donde  tanto  por  cartas  de  in- 
troducción como  por  el  éxito  de  su  trabajo,  M.  de 
Lesseps,  el  futuro  hombre  de  Suez,  cónsul  de  Fran- 
cia entonces,  le  recibió  muy  cordialmente),  animado 
ya,  pues,  Sarmiento  ve  a  algunas  notabilidades  de  las 
letras,  a  Ledru-Rollin,  en  casa  de  San  Martín,  de 
quien  es  vecino,  a  Jules  Janín,  en  su  escritorio,  sa- 
liendo encantado  de  su  trato  familiar.  Penetra  en  el 
salón  de  msdame  Tastu,  "donde  puede  entrar  la 
majio  muy  adentro  de  las  llagas  de  la  Francia".  Allí 
ve  a  Cormenín,  a  Tissct,  el  diarista  formidable  que 
tanto  contribuyó  fl  dar  en  tierra  con  los  Borbones. 
Por  fin,   sus   estudios   sobre   educación    primaria  le 


(1)  He  tenido  la  curiosidad  de  leer  el  artículo  ana  la  Revistn  de 
Ambos  Mundos  dedicó  si  Facundo.  Está  en  el  número  del  15  de  No- 
viembre de  1846,  bHJo  el  título  De  l'Americcniisme  et  des  républinuea 
du  Sud. — La  saHété  arpevtine.  Qvirona  et  Roms.  l.veTO  el  título 
completo  del  libro  de  Sarmiento  y  el  de  un  folleto.  Cuestiones  anieri- 
ccinnit,  del  mismo.  E?  "n  buen  trabaio  de  M.  Charles  de  M"Z'>de.  xin 
análisis  completo  de  Civüizarión  y  harharfe.  Se  ve  que  el  crítico  ha 
aprendido  el  Dsun+o  en  el  libro  que  analizr.  y  que  ha  leído  con  con- 
ciencia. Las  Cue-ftiones  aweriravns  le  han  ayud^ído  mucho  para  darse 
cuenta  del  estado  de  los  p-'íses  del  Plata,  aue  a  la  verdad  no  debía  ser 
ninv  fácil  3e  on'^ender  para  un  francés  de  1346  Habbndo  de  Mon- 
tevideo, dice  M.  de  Marade:  "se  ha  comparado  a  M-in+evideo  a  Co- 
l)]pn-7.:  Coblputz  si  se  ou'ere,  pero  es  allí  que  se  refuírió  la  inteligencia 
argentina".  Sobre  el  libro,  escribe:  "obra  nueva  y  llena  d?  atraf'tivo, 
instructiva  con-o  la  historia,  interesante  como  una  novela,  brillante 
de   imáí'pnes  y   de   color". 

"El  libro  del  señor  Sarmiento,  aareara.  eí?  una  de  las  obras  excep- 
cionales de  la  nnevfi  Aménca,  en  el  oue  brill-'  a1?una  orieinalidad :  es 
un  estudio  hecho  sobre  lo  vivo,  enérgico,  profundo,  de  todos  l'>s  fenó- 
cienns  de  la  sof-iedad  americana  y  partif-alsrmente  de  la  sociedad  ar- 
gentina. El  esplendor  del  estilo  está  a  la  altura  del  vigor  del  pensa- 
miento". 

"El  ameri''ani»n}o,  díco  más  adelante,  representa  la  holsrazRuería,  la 
ind!sc^"plina,  la  pereza,  la  puerilidad  salvaje,  todas  las_  inclinaciones 
estacionarias,  todas  las  pasiones  hostiles  a  la  civilización;  la  igno- 
ranciíj,  la  degeneración  física  de  las  razas,  así  como  su  corrupción 
moral...  Oblisrando  e  las  potencias  europeas  a  emplear  las  am^as 
contra  él.  el  americanismo  hi  puesto  en  claro  un  hecho  que  resume 
las  relaciones  de  embos  mundos:  es  oue  la  Europa  se  verá  fatalmente 
empu.iada  a  hacer  la  conquista  material  de  la  América,  si  no  hace  pa- 
cíficamente   m   conquista   moral". 

El  se?undo  téiTLino  del  vaticinio  se  va  cumpliendo,  pero  i  cuan 
!ent2m«nte!  ' 


£04  MIGUEL   CAÑÉ 

ponen  en  contacto  con  sabios  y  hombres  profesionales. 
Sarmiento,  que  viene  de  un  mundo  semibárbaro 
aún,  donde  los  restos  de  aquella  civilidad  estrecha  y 
acompasada  de  la  colonia  se  han  refugiado  en  un 
núcleo  social  bien  restringido,  mientras  la  masa  del 
pueblo,  sumida  en  la  anaríjuía,  parece  retrogradar 
al  salvajismo,  queda  encantado  ante  la  cultura  de 
ese  pueblo  francés,  que  lleva  de  frente  los  más  arduos 
trabajos  de  la  inteligencia,  las  más  delicadas  creacio- 
nes del  arte,  sin  decaer  un  punto  de  su  virilidad  ni 
en  la  energía  con  que  defiende  su  patrimonio  his- 
tórico. . . 

Los  bailes  públicos  de  París,  mucho  más  en  voga 
entonces  que  medio  siglo  más  tarde,  pues  la  democra- 
cia ha  penetrado  has:ta  ellos  y  hoy  se  confunden  allí 
no  sólo  todas  las  clases  sociales,  sino  también  todos 
los  írremios,  entretenían  a  Sarmiento  lo  que.  no  es 
decible.  Se  asoma  a  ellos,  dice,  de  vez  en  cuando, 
"para  curarme  del  mal  de  la  patria,  que  me  incomo- 
da. No  tengo  ni  gusto  ni  dinero  para  oncrolfarme  en 
las  costosas  frivolidades  cuyo  goce  envidio  a  otros. 
¡Ah!  si  tuviera  cuarenta  mil  pesos  nada  más,  ¡qué 
año  me  daba  en  París!  ]  Qué  página  luminosa  ponía 
en  mis  recuerdos  para  la  vejez  I  Pero  soy  sagfí  y  me 
contento  con  mirar,  en  lus-nr  rl^  rñlnyhirar,  fnnin  li;i 
•n  otros". 

¿Cómo  es  eso?  ¿No  pilqnÍ7icamos  porque  no  nos 
gusta  o  pQrque  no  tenemos  cuarenta  mil  pesos?  Tengo 
para  mí  que  la  segunda  razón  ha  de  haber  influido 
más  que  la  primera  en  la  sagessc  de  Sarmiento,  a 
estar  a  la  complacencia  con  que  describe  el  baile  del 
Banda fjh,  donde  ha  visto  a  Balzac,  Jorge  Sand  y  otras 
notabilidades  literarias;  el  Chaieau-fíouge,  eomo  ilu- 
minación, le  fascina;  Mahillc,  que  ostenta  las  baila- 
rinas más  afamadas,  la  Chaumiere,  el  edén  del  barrio 
latino,  y  a  estar  también  al  estilo  inflamado  con  que 


PBOSA    LIGEBA  205 

describe  las  proezas  coreográficas  de  la  Eigolette,  pre- 
cursora ancestral  de  Grille  d'Egout  y  la  Goulue. 

El  Hipódromo  le  inspira  una  brillante  descripción. 
En  fin,  va  a  todas  partes,  mira,  observa,  se  mueve  y 
va  haciendo  piel  nueva  dentro  de  esta  atmósfera, 
sin  acción  para  aquellos  que  han  nacido  refractarios 
a  todo  progreso  interno,  pero  incomparable  para  ace- 
lerar el  desenvolvimiento  de  todo  germen  de  luz  que 
brille  vacilante  en  el  fondo  de  una  conciencia  humana. 

Sarmiento  se  pone  en  camino  para  España  y  en 
las  dura:5  e  implacables  páginas  que  consagra  a  la 
madre  patria,  y  cu3'o  estudio  sale  ae  ese  cuadro  pa- 
rece dar  la  pauta  a  Buckle  para  su  inexorable  juicio. 
La  Italia  le  airae  en  seguiaa  *'para  educarme  y  po- 
der hablar  de  bellas  arte^''.  Promete  volver  a  París 
después  de  estas  correrías,  pero  sus  cartas  de  viaje 
no  mencionan  una  nueva  permanencia  en  la  capital 
francesa.  Del  otro  lado  del  mar  le  esperan  los  Esta- 
dos Unidos,  cuya  admirable  naturaleza  describe  con 
ia  misma  pluma  que  trazó  en  el  ±  aciindo  el  cuadro 
inmortal  de  nuestra  tierra.  En  aquel  mundo  nuevo 
desaparece  el  viejo  espíritu  curioso  j  cuando  Sarmien- 
to abandone  la  patria  de  "Washington,  será  el  hombre 
de  Estado  llamado  a  tan  altos  destinos. . . 

Bajo  la  impresión  de  mi  respeto  profundo  por  la 
memoria  de  ese  hombre  extraordinario  y  del  afecto 
que  siempre  me  inspiró,  he  querido  recorrer  de  nuevo 
los  sitios  que  él  visitó  en  París.  En  el  andar  verti- 
ginoso de  nuestro  siglo,  cincuenta  años  son  un  espa- 
cio enorme.  Todo  ha  cambiado  en  la  faz  del  mundo, 
incluso  la  patria  que  Sarmiento  amó  con  toda  su  alma 
y  a  la  que  consagró,  con  admirable  esfuerzo  de  cere- 
bro y  corazón,  su  larga  y  soberbia  vida. . . 

París,  octubre,  1896. 


Nuevos  rumbos  humanes 


También  yo,  como  la  mayor  parte  de  los  qne  es- 
tas líneas  lean,  he  atravesado  la  edad  soberana  por 
excelencia,  aquella  en  la  que  se  profesan  ideas  cla- 
ras, netas  y  precisas  sobre  todas  las  cuestiones  ca- 
¡jitalea  de  la  vida  humana,  én  la  que  poco  se  duda, 
todo  se  afirma,  y  en  la  que  la  voz  de  la  experien- 
cia suena  como  nota  falsa  en  los  oídos  habituados 
a  la  rotundidad  sonora  de  las  añrmaciones  absolu- 
tas. Es  un  fenómeno  que  ocurre  allá  por  ios  veinte 
años  y  que  dura  más  o  menos  tiempo,  según  la 
previa  posición  individual  para  resistir,  dentro  del 
ideal,  a  los  rudos  y  repetidos  golpes  de  la  vida  po- 
sitiva. Entre  esas  convicciones  profundas,  tan  nu- 
merosas como  los  deliciosos  fenómenos  de  la  natu- 
raleza al  venir  la  primavera,  abrigaba  una  que,  en 
materia  de  sociología  política,  formaba  un  credo 
definitivo  y  sobre  el  que  nunca  pensé,  no  diré  cam- 
biar de  criterio,  pero  ni  aún  dudar.  No  concebía, 
no  podía  concebir  otra  forma  legítima  de  gobier- 
no, para  las  sociedades  humanas,  que  el  gobierno 
republicano  y  representativo.  A  lo  sumo,  allá  en 
mis  cavilosidades  filosóficas  sobre  la  materia,  admi- 
tía que  se  pudiera  disentir  sobre  las  ventajas  de  la 
federación,  y  encontraba  puesto  en  razón  que  hu- 


20ft  IMlOrF.L   CA>'É 

biera  gentes  que  sostuvieran  la  superioridad  del 
régimen  unitario.  Pero,  admitir  la  legitimidad, 
menos  aún,  la  conveniencia,  en  nombre  de  intere- 
ses mas  o  menos  graves,  de  la  institución  monárqui- 
ca, m»  parecía  tan  absurdo  entonces  como  no  pro- 
fesar el  librecambio  o  sost-ener  la  necesidad  de  re- 
glamentar la  libertad  de  la  prensa.  Todo  argumen- 
to adverso  a  mi  absolutismo  democrático,  se  estre- 
llaba contra  la  idea  de  la  dignidad  humana,  en  tal 
forma  arraigada  en  mi  conciencia,  que  no  encon- 
traba modus  vivendi  honorable  entre  ella  y  el  pri- 
vilegio antinatural  de  una  familia  sobre  el  resto 
del  pueblo.  Más  tarde,  procuraba  explicarme  esa 
preocupación,  de  la  que  participan  todos  log  ar- 
gentijiüs  que  viven  exclusivamente  dentro  de  la 
conciencia  nacional,  recordando  los  antecedentes 
políticos  peculiares  de  nuestro  país:  aquel  monar- 
ca español,  viviendo  eternamente  en  el  limbo  para 
nosotros;  sus  representantes  aquí,  insignuicautes 
cuando  no  ridículos,  nulos  en  los  momentos  de  ac- 
ción liistórica;  nuestra  lenta  y  democrática  forma- 
ción colonial,  y,  por  fin,  la  forma  republicana  de 
gobierno,  surgiendo  impetuosa  en  el  suelo  argenti- 
no, imponiéndose  a  los  patriotas  inconscientes  de 
.su  fuerza  irresistible,  y  arrastrando  como  hojaras- 
ca todas  las  combinaciones  de  la  política  y  los 
cálculos  de  la  diplomacia.  Así  procuraba  explicar- 
Bie,  repito,  ese  sentimiento  de  repulsión  que  conti- 
nuaba dominándome ;  y  fué  armado  de  esa  inf lexi-  . 
bilidad  moral,  de  ese  convencimiento  recio  e  inabor-  | 
dable,  que  eché  a  rodar  mi  cuerpo  y  mi  espíritu  j 
por  esos  mundos  de  Dios,  movido  por  un  impulso  \ 
que  creí  durara  un  año  y  que  me  mantuvo  casi  tres 
lustros  lejos  de  mi  patria.  Fué  durante  ese  tiempo 
y  bajo  la  acción  de  los  medios  en  que  vivía,  que  mis 
ideas  sobre  el  gobierno  de  los  hombres,  empezaron 


PSOSA    LIGERA  209 

a  recibir  los  primeros  choques,  a  perder  su  austeri- 
dad, por  decirlo  así,  y  a  moverse  de  tal  suerte  que 
aun  hoy  las  siento  cruiir,  presintiendo  vagamente 
que  ho  de  llegar  al  término  de  mi  jornada  sin  en- 
contrar los  medios  de  resolver  la  cuestión. 

Ocúrreseme,  pues,  exponer  sinceramente  las  fases 
de  esa  crisis,  augurando  a  mis  jóvenes  lectores  ar- 
gentinos que,  cual  más,  cual  menos,  pasarán  todos 
por  la  misma,  por  poco  que  la  proyección  de  su  pen- 
samiento alcance  a  la  región  de  las  ideas  generales. 

n 

Hace  ya  más  de  medio  siglo  que  Tocqueville  re- 
veló 8  la  Europa  el  curioso  fenómeno  de  la  democra- 
cia natural,  que  había  encontrado  en  los  Estados 
Unidos :  y  di<ro  natural,  porque  a  mis  oíos  el  mérito 
extraordinario  de  ese  pensador,  hoy  un  tanto  olvi- 
dado y  a  cuyas  obra-s  sólo  falta  la  mortaia  del  per- 
gamino, fué  ver  en  la  democracia  americana  un  hecho 
social  y  no  un  her>ho  leiral.  v^'ió  que  ese  oro'anismo 
político  había  surgido  del  seno  de  ese  pueblo,  por 
causas  tan  lóí?icas  como  las  qU'^  determ.inan  el  clima 
de  una  región,  y  augruró  a  la  Europa,  para  ÓDoca  no 
lejana,  el  advenimiento  de  la  democracia  triunfante, 
así  que  las  condiciones  sociales  que  en  ella  predomi- 
naban, se  fuersn  acercando,  bajo  la  acción  de  los 
prosTCsos,  de  la  ciencia  y  de  la  educación  -oopular. 
al  estado  en  oue  se  hallaba  la  sociedad  norteameri- 
cana. Tocoupville  fué  más  leios  aim,  y  en  un  cariítulo 
admirable  dio  la  voz  de  alerta  contra  los  pelisrros 
que  ese  triunfo  definitivo  podría  traer  para  el  pro- 
greso humano.  Como  acción  general,  la  "palabra  de 
Tocqueville  cavó  en  el  vacío ;  los  Estados  Unidos 
eran  para  la  Europa  una  nebulosa,  interesante,  sin 
duda,  pero  extraña  a  su  sistema;  algo  así  como  los 


210  MIGUEL   CAÑÉ 

canales  de  Venecia,  que  se  admiran  sin  que  por  eso 
se  le  ocurra  a  nadie  cavar  y  llenar  de  agua  las  calles 
de  París  o  Viena. 

Tocqueville  estudiaba  la  marcha  de  la  marea  des- 
de los  oríg:enes  de  la  historia  moderna,  y  al  determi- 
nar la  ley  de  ascensión  del  número  sobre  las  clases, 
en  los  orp^anismos  sociales,  predecía,  tal  vez  para  una 
época  más  remota  que  la  actual,  el  ascendiente  irre- 
sistible de  las  masas.  Más  tarde,  otro  espíritu  supe- 
rior, tan  noble  y  puro  como  el  de  Tocqueville,  pero 
quizás  más  apasionado  y  menos  sereno,  Stuart  Mili, 
llefraba,  por  el  estudio  del  desenvolvimiento  humano, 
al  que  había  aplicado  las  rep:las  de  una  Incriea  por  él 
dotada  de  nueva  vida  y  vipor,  a  ese  socialismo  va^ro, 
indeterminado  y  temeroso,  en  el  que  caen  los  espí- 
ritus sinceros  que  en  la  tensión  esneculativa,  pierden 
el  contacto  moderador  de  la  tierra.  Stuart  Mili  no 
cayó  baio    aquella    desesperanza    triste  y  profunda 
que  invadió  el  alma  do  Tocqueville,  el  día  del  golpe 
de  Estado  del  2  de  Diciembre;  pero  la  sorda  irrita- 
ción de  su  espíritu,  ante  la  lentitud  de  las  reformas 
que  reclamaba  como  indispensables  para  la  sociedad 
política  de  Inírlaterra,   le  minaba  sordamente.  Era 
inirl^  y  conocía  a  su  patria ;  sabía  que  si  ésta  se  ha- 
bía salvado  de  los  horrores  del  93,  si  no  debía  temer- 
los para  lo  futuro,  como  los  temía  Heine  para  la  Ale- 
mania, era  precisamente  por  ese  andar  pausado  de 
la  historia  inglesa,  ese  respeto  profundo  a  lo  pasado, 
ese  fetiouismo  de  lo  existente,  que  sólo  se  rinde  a  la 
innovación  eunndo  ésta  ha  penetrado  ya  en  las  cos- 
tumbres. Nacía,  la  prisa  de  Mili,  de  que  sentía  ru^ir 
sordamente  la  ola;  comprendía  que  nada  ni  nadie 
podría  resistirla  y  juzgaba  que,  de  no  allanarle  el 
camino,  arrasaría  todo. 

Y  bien,  el  hecho  se  ha  producido,  antes  de  la  época 
predicha,  y  hoy  nos  encontramos  con  la  democracia 


PEO»  A    LWEEA  211 

triunfante  en  las  ideas,  en  las  costumbres  t  en  las 
leyes.  Veamos  si  la  sociedad  humana  se  va  acercando 
al  ideal,  al  objetivo  lógico  de  todo  organismo,  colec- 
tivo o  individual,  esto  es,  a  su  bienestar  y  su  perfec- 
cionamiento. 

III 

Es  indudable  que  las  condiciones  de  la  vida  huma- 
na en  el  presente  son  infinitamente  superiores  a  las 
del  pasado.  Por  un  fenómeno  curioso,  a  medida  que 
el  sentimiento  religioso  se  ha  ido  debilitando  en  la 
conciencia  de  los  hombres,  aquella  piedad  que  él  pro- 
clamaba como  elemento  de  salvación  y  regla  normal 
de  la  existencia,  ha  venido  desarrollándose,  ya  sea 
por  las  exÍ2:encias  de  la  defensa  social,  ya  porque  la 
cultura  del  espíritu  determine  un  sentimiento  de 
solidaridad,  desconocido  para  aquellos  que  vivieron 
petrificados  en  la  legitimidad  de  la  di^^sión  "por 
castas.  En  todos  los  pueblos  civilizados  la  caridad 
se  ha  organizado  y  a  más  de  los  dona'^^ivos  espontá- 
neos, una  buena  parte  de  la  renta  pública  está  des- 
tinada a  la  manutención  y  abrigo  de  los  desheredados. 
Hace  cien  años  en  da  cama  de  hospital  era,  más  oue 
lecho,  tumba  de  tres  o  más  enfermos.  Las  gentes  del 
campo  esperaban  como  una  bendición  el  retomo  de 
la  primavera,  para  alimentarse  de  las  yerbas,  a  la  par 
de  los  animales  nue  custodiaban.  Las  leves  penales, 
de  una  crueldad  inexcusable,  castigaban  los  delitos 
del  p-^oletario  con  más  rigor  aue  los  crímenes  del  gran- 
de. Las  jurisdicciones  especiales  eran  la  resala,  y  la 
justicia  era  un  mito  que  la  imaginación  popular,  su- 
mida en  la  desesperanza,  colociiba  en  el  pasado.  Hoy, 
es  tal  la  condición  material  del  obrero,  del  agricultor, 
del  vago  mismo,  que  habría  sido  un  sueño  ahora  un 
siglo.  Aquel  obrero  que  en  su  furia  instintiva  arrojó 
al  Ródano  la  máquina  de  tejer  inventada  por  Jac- 


2l2  XIGt'EL   CA'Si 

quard,  sin  comprender  que  no  hay  ahorro  de  fuerza 
que  no  aproveche  a  la  liumanidad  entera,  fué  el  últi- 
mo representante  de  su  tiempo.  Con  su  p:rito  de  cólera 
se  hundió  para  siempre  la  esclavitud  del  hombre  y 
surgió  el  imperio  de  la  ciencia  sobre  la  naturaleza. 
La  Revolución  francesa,  con  sus  declaraciones,  sus 
derechos  políticos,  sus  sacudimientos,  sus  grandezas 
y  sus  horrores.,  habría  sido  estéril  para  la  humanidad, 
como  lo  fueron  las  de  1640  y  1688  de  Inglaterra,  si 
no  hubiera  precedido  ])or  pocos  años  aquel  erfuerzo 
de  la  intdiíí^encia  humana  que,  con  la  física,  la  quí- 
mica y  la  mecánica,  iba  a  transformar  la  faz  del 
universo. 

No  es,  pues,  a  las  instituciones  políticas  que  co- 
rresponde el  honor  del  mejoramiento  incontestable 
en  las  condiciones  de  la  vida  humana.  La  rapidez  en 
el  transport-e  de  los  cuerpos,  en  la  transmisión  de  las 
ideas  y  de  la  palabra,  no  es  mayor  en  Sui^a  que  en 
Rusia ;  los  desxíubriraientos  de  Claudio  Bernard,  de 
Che\Teu  y  de  Pasteur  son  la  base  de  la  industria  así 
/•n  Austria  como  en  Bélfrica.  Ba.io  el  punto  de  vista 
del  bienestar  humano,  pues,  ¿qué  diferencia  esencial 
hay  entre  los  pueblos  que  ¡gjozan  d^  instituciones  de- 
mocráticas y  aquellos  que  se  mantienen  aún  bajo  el 
réí^imen  monárciuieo?  Confieso  que  no  la  veo;  dife- 
rencia la  hiy,  indudablemente,  pero  responde  a  cau- 
sas completamente  ajenas  a  este  orden  de  ideas.  So- 
ría  tan  absurdo  atribuir  la  potencia  industrial  de  la 
Francia  a  su  sistema  actual  de  gobierno,  como  res- 
ponsabilizar a  la  re^^ecía  portuguesa  de  la  decadencia 
de  ese  pueblo. 

Por  lo  demá«,  la  fuerza  del  sentimeinto  democráti- 
co no  radica  en  su  incorporación  a  las  leyes  positivas, 
sino  en  su  mayor  o  menor  difusión  en  un  pueblo  y 
en  su  imperio  en  las  costumbres.  8i  se  da  a  la  de- 
mocracia su  sentido  general,  que  es  algo  más  que  el 
g:obierno  de  todos  para  todos,  que  es  la  igualdad  de 


PEOSA    LIGEIÍA  213 

[lereclios,  la  conciencia  de  la  dignidad  individual,  se- 
ría absurdo  suponer  que  un  ciudadano  argencino  o 
francés,  es  más  demócrata  que  un  inglés.  El  hecho 
de  ser  nosotros  o  los  franceses  gobernados  por  un 
presidente  electo,  y  los  ingleses  por  un  monarca  he' 
reditario,  es  tan  insignificante  para  el  desenvolvi- 
miento de  la  sociabilidad  humana  como  las  tempesta- 
des de  la  atmósfera  terrestre  para  la  marcha  del  astro 
¿n  el  espacio.  La  monarquía  hizo  la  Francia,  la  aris 
tocracia  hizo  la  Inglaterra,  la  oligarquía  ha  hecho  a 
Chile,  la  democracia  ha  creado  ios  Estados  Unidos; 
he  ahí  hechos  históricos  incontestables.  Pero  ¿quien 
puede  negar  que  la  monarquía  mató  a  la  España,  la 
aristocracia  a  la  Polonia,  la  oligarquía  a  Venecia  y 
la  democracia  a  la  vieja  Italia  V  La  historia  se  ríe 
ante  la  virtud  mirífica  de  las  instituciones;  imitarlas, 
adaptarlas,  todo  es  inútil.  Se  .puede  retardar  el  des- 
arrollo de  un  pueblo  con  tanta  fuerza,  dándole  una 
constitución  liberal,  como  sujetándolo  a  un  régimen 
absolutista.  Las  causas  del  progreso  son  más  hondas 
y  complicadas;  las  palabras,  por  más  solemnemente 
que  se  escriban,  no  cambian  ni  modifican  los  hechos. 
España  tiene  hoy  el  juicio  por  jurados,  el  matrimo- 
nio civil,  el  sufragio  universal,  códigos  civil  y  penal 
que  son  modelos  del  género ;  'todas  las  conquistas  ae 
la  democracia,  en  fin,  incorporadas  a  la  legislación 
positiva .  En  Inglaterra,  el  sufragio  es  restringido ;  la 
legislación  política,  civil  y  criminal  es  un  caes,  en  el 
que  los  mismos  jurisconsultos  se  pierden.  Sin  em- 
bargo, medid  el  camino  andado  por- los  dos  pueblos! 

lY 

Entonces,  si  el  régimen  de  gobierno  es  un  factor 
despreciable  en  el  problema  de  la  felicidad  humana, 
¿por  qué  esas  luchas  incesantes  de  lo*  pueblos,  esos 
esfuerzos  constantes  por  conquistar  la  libertad  bajo 


214  MIGUEL  taxi: 

todas  sus  formas?  ¿Es  un  error  general  de  la  especie, 
y  después  de  tantos  siglos  vamos  a  tener  que  consta- 
tar (|ue  toda  esa  enorme  fuerza  ha  sido  inútilmente 
gastada?  No;  lo  único  que  el  hombre  comprueba  es 
su  absoluta  incapacidad  para  explicar  las  causas  úl- 
timas; el  día  en  que  se  rae  revele  la  razón  del  orga- 
nismo social  de  las  hormigas,  me  será  permitido  creer 
({ue  la  ciencia  positiva  llegará  en  algún  momento  a 
explicar  la  historia  humana.  Uno  de  los  espíritus  más 
luminosos  que  han  surgido  en  la  humanidad,  nos  aca- 
ba de  dejar  su  tiestamente  filosófico.  llenan  piensa 
que  Dios  está  en  formación ;  que  todo  este  gigímte 
esfuerzo  de  lo  creado,  desde  el  átomo  que  existe  dentro 
de  la  piedra  hasta  la  iniciativa  genial  del  hombre, 
desde  el  movimiento  solemne  de  los  mundos  descono- 
cidos, hasta  el  crecimiento  misterioso  de  la  yerba  de 
los  campos,  todos  estos  fenómenos  múltiples  del  Uni- 
verso, son  notas  aisladas  que  un  dia  llegarán  a  formar 
la  armonía  colosal  e  inconcebible  a  la  que  da  el  nom- 
bre de  Dios.  Voltaire  había  propuesto  ya  inventarlo; 
tanto  vale  lo  uno  como  lo  otro. 

Dejemos,  dejemos  de  lado  ese  pro])lema  de  las  cau- 
sas fanales,  arrojado  a  la  curiosidad  del  espíritu  í*o- 
mo  un  freno  contra  su  infatuación.  Pensemos,  sí,  con 
r<?poso,  que  todo  va  a  alguna  parte,  constatemos  el 
movimiento  sin  pretender  averiguar  el  objetivo  y 
volvamos  modestamente  los  ojos  a  la  tierra. 


Y,  pues  que  de  movimiento  hablamos,  si  no  es  para 
la  conquista  de  regímcue>s  de  gobierno  detenninados, 
¿qué  causas  y  qué  fin  tiene  ese  sacudimiento  pavo- 
roso, extendido  hoy  por  todo  el  mundo  civiliza/:lo,  esa 
protesta  violenta  contra  el  orden  existente,  que  em- 
pieza a  cubrir  de  sombras  el  porvenir? 

La  revolución  social  está   en    todas   partes.    A   l©s 


PBOSA    LIGEBA  215 

sueños  de  los  enciclopedistas,  a  las  pastorales  del  aba- 
te de  Pradt,  a  los  organismos  teatrales  de  Saint-Simon 
y  a  los  sofismas  elocuentes  de  Proudhon,  ha  sucedido 
un  período  de  acción  que,  echando  a  un  lado  las  es- 
peculaciones, entra  resueltamente  al  combate  y  ataca 
de  frente  al  enemigo  que  la  experiencia  ha  demostrado 
ser  el  único,  si  bien  terrible  en  la  defensa  y  poderoso. 
Ese  enemigo  es  precisamente  la  base,  la  piedra  an- 
gular de  nuestro  organismo  social,  es  la  idea  madre 
sobre  la  que  hemos  levantado  este  palacio  maravilloso 
de  las  convenciones  humanas:  idea  tan  fuerte  y  ex- 
traordinaria que,  a  partir  del  momento  en  que  el 
hombre  cesó  de  ser  una  fiera  salvaje,  ha  impuesto  a 
los  millones  de  individuos  de  la  especie  que  no  tienen 
pan,  el  respeto  por  las  vituallas  de  los  que  se  hartan ; 
y  que,  extendiéndose  con  la  ayuda  de  las  convencio- 
nes morales,  ha  permitido  que  las  mujeres  hermosas 
sólo  tengan,  algunas  veces,  un  solo  dueño.  Esa  idea 
es  la  de  la  propiedad,  y  es  contra  ella  que  se  ejercita 
el  empuje  del  movimiento  de  reacción  que  se  observa 
en  el  mundo  actual.  Kevelaría  un  candor  y  una  ino- 
cencia incomparables,  aquel  que  creyera  que  van  en 
busca  de  refoi-mas  políticas  los  nihilistas  rusos,  los 
anarquistas  franceses,  los  socialistas  alemanes,  los 
fasci  italianos,  los  huelguistas  de  Inglaterra  y  Norte 
América,  los  cantonales  españoles,  todos  los  descon- 
tentos que,  bajo  las  mil  denominaciones  que  las  cir- 
cunstancias locales  les  imponen,  trabajan  con  una 
unidad  de  acción  quizá  inconsciente,  como  instru- 
mentos fatales,  a  la  destrucción  de  lo  existente. 
¿Pensáis  que  ese  esfuerzo  patente,  profundo,  como 
que  arranca  de  las  entrañas  mismas  de  la  masa  hu- 
mana, va  tras  el  ideal  del  régimen  representativo,  el 
cual  empieza  a  tomar  los  contornos  de  una  supersti- 
ción vetusta,  o  tras  el  sufragio  universal,  más  ilógico 
y  absurdo,  como  criterio  de  gobierno,  que  el  viejo 
derecho  divino  que  suplantó  por  una   ab«rracÍQtt  áe 


216  MIGUEL   CAÑÉ 

que  el  mundo  moderno  empieza  a  darse  cuenta  ?  No : 
si  el  nihilista  ruso  busca  la  muerte  del  zar,  es  porque 
la  autocracia  representa  la  propiedad  y  es  la  encarna- 
eiún  del  orden  social  establecido.  El  anarquista  fran- 
cés se  ríe  de  la  democracia  imperante,  de  la  libertad 
electoral  o  de  las  garantías  individuales  de  que  goza, 
como  el  inglés,  el  italiano  o  el  español. 

Es  tal  el  progreso  del  espíritu  humano  eu  csLc  siglo 
y  tan  enorme  la  suma  de  datos  reunidos  y  clasifica- 
dos, tanto  en  el  orden  científico  como  en  el  oiden 
moral,  que  el  razonamiento  general  que  autoriza  la 
previsión,  empieza  a  ejercitarse  sobre  materias  que 
se  confundían,  hace  cien  años,  con  los  misterios  im- 
penetrabies  de  las  causas  finales.  Un  geólogo  os  dirá 
hoy  cuánto  tiempo  durará  la  provisión  terrestre  de 
hulla;  un  demógrafo  la  población  probable  de  una 
riudud  dentro  de  un  siglo;  un  filó.sofo  la  época,  quizá 
próxima,  en  la  que  se  extinguirán  para  siempre  es^s 
luces  vagas  y  vacilantes  de  ios  últimos  dogmas  sa- 
turados, que  fueron  el  sustento  del  alma  de  nuestros 
mayores,  liiuje  cincuenta  años  se  predecía  el  triiuito 
de  la  democracia  para  el  fin  de  esta  centuria,  y  ya, 
para  decenas  de  millones  do  hombres,  las  institucio- 
nes democráticas  parecen  vetustas  y  anticuadas. 
Puede,  pues,  preverse,  no  ya  el  triunfo  de  las  nuevas 
ideas,  sino  la  ruina  de  las  actuales.  Porque  el  rasgo 
esencial  de  toda  revolución  general  y  profiuida  en 
la  historia,  es  precisamente  su  carácter  destructor  y 
su  incapacidad  absoluta  para  definir  y  precisar  el 
ideal  nuevo  que  encarna.  Atila  marchaba  ciegamente 
sobre  el  mundo  romano,  como  la  piedra  de  una  honda 
lanzada  por  una  mano  providencial.  La  Europa  se 
echaba  sobre  el  Asia  en  las  Cruzadas,  realizadas  con 
un  pretexto  pueril,  y  cuatVo  siglos  más  tarde  sobro 
la  América,  entre  sueños  de  oro  y  de  proselitismo. 
¿Pensaba  Aiarico,  pensaban  Godofredo  o  Ricardo, 
Pizarro  o  Cortés,  en  lo  que  ibun  a  le^/antar  sobr.?  las 


PEOSA    LiaERA  217 

minas  de  lo  que  destruían?  Directores  de  hombres  o 
movimientos  eole<;tivos  inconscientes,  todos  son  ins- 
tramentos  fatales,  que  aparecen  en  el  momento  nece- 
sario, bajo  la  acción  de  leyes  desconocidas,  pero  reales. 

VI 

Ante  ese  problema  pavoroso  de  una  transformación 
social,  profunda  e  inminente,  el  espíritu  no  puede  ja. 
apasionarse  por  las  fútiles  combinaciones  de  la  polí- 
tica ni  por  las  excelencias  de  un  sistema  de  gobierno 
sobre  otro.  ¿Qué  significado  pueden  tener  esas  pala- 
bras mismas :  qué  puede  entenderse  por  gobierno,  li- 
bertad, orden,  familia,  derecho,  patria,  el  día  que 
desaparezca  el  suelo  que  les  da  vida:  esa  idea  de  la 
propiedad  que  sustenta  y  sostiene  todo  nuestro  me- 
canismo social?  Ese  desapasionamiento,  esa  serena 
contemplación  de  las  corrientes  generales  que  arras- 
tran a  la  especie  humana  en  busca  de  nuevos  ideales, 
es  altamente  saludable.  Enseña  a  creer  y  esperar, 
enseña  a  restringir  el  horizonte  del  esfuerzo  intelec- 
tual y  moral,  a  mejorarnos  para  ser  más  iitiles  en  la 
tarea  transitoria  que  nos  ha  sido  depai1:ida.  Al  correr 
'de  los  tiempos,  cuando  los  últimos  baluartes  de  la 
sociedad  actual  hayan  cedido;  dentro  de  dos  o  tres 
mil  años,  cuando  se  hable  de  la  propiedad  como  nos- 
otros hablamos  del  feudalismo,  que  no  hace  aún  qui- 
nientos años  fué  una  institución  salvadora,  tan  fuerte 
que  parecía  perdurable,  ¿qué  nuevos  organismos  im- 
perarcín  sobre  los  escombros  de  lo  que  hoy  existe?  La 
insolubilidad  del  problema  no  debe  inquietarnos,  fir- 
mes en  nuestra  fe  inalterüble  en  el  destino  de  la 
especie,  el  cual  es  ir  siempre  adelante,  al  mejora- 
miento y  a  la  perfección.  Si  a  la  milésima  generación 
de  nuestros  descendientes  se  le  acaba  el  carbón,  ya 
encontrarán  cómo  mover  sus  máquixias  y  defenderse 
contra   el  frío;   aun   queda  bástante    grasa   sobre  la 


21 8  MIGUEL   CAXÉ 

tierra  y  no  la  usamos  ya  para  alum])raruos  (1) .  Aun 
esconden  los  cerros  en  sus  entrañas  bastante  oro  y 
ya  lo  hemos  reemplazado  coxi  tiras  de  papel,  n;ás  o 
menos  oscilantes  en  su  significación,  pero  que,  por 
el  momento,  constituyen  pura  y  simplemente  la  base 
de  nuestra  organización.  Si  los  hombres  del  siglo  50 
estudian  nuestros  códigos  civiles,  como  nosotros  es- 
tudiamos la  legislación  de  los  vedas,  que  fué  tan  po- 
sitiva en  su  época  como  nuestra  reglamentación  edi- 
licia  actual,  opongamos  de  antemano,  a  la  sonrisa  de 
conmiseración  que  nos  dedicarán,  el  asombro  con  que 
constatarán  el  atraso  de  ellos  mismos,  sus  propios 
descendientes,  allá  por  el  siglo  150  ó  200. 

Si  somos  razonables,  si  admitimos  que  ese  movi- 
miento de  reacción  general  obedece  a  leyes  descono- 
cidas, pero  ineludibles,  es  lógico  que  nuestros  adver- 
sarios, los  obreros  ciegos  del  porvenir,  reconozcan  a 
MI  vez  la  existencia  de  leyes  en  virtud  de  las  cuales 
nos  oponemos  a  sii  tendencia.  Ellos  sostienen  que  la 
j)n)pieda(l  es  un  anacronismo  y  una  injusticia  mons- 
truosa :  nosotros  pensamos  ([Ue  sin  ella  no  se  habría 
organizado  en  sociedad  la  raza  humana,  y  que  anda- 
ríamos aún,  como  en  la  edad  primitiva,  a  dentelladas 
y  trancazo  limpio.  Ellos  nos  suprimen  por  la  dina- 
mita, nosotros  los  suprimimos  por  la  le}'.  Debe  ser 
lecesario,  para  los  ol3Jetivos  finales,  ese  carácter  un 
tanto  agrio  de  la  controversia.  Si  las  instituciones 
sociales  pudieran  modificarse  tan  fácilmente  como  las 
políticas,  bastaría  con  dos  o  tres  jornadas  (jloriosaHj 
como  las  de  julio,  para  que  un  Ravachol  durmiera 
en  el  Elíseo  o  en  Windsor.  Por  el  momento,  no  te- 
niendo el  honor  de  vivir  en  el  siglo  50  y  juzgando 
que  ese  incidente  nc  sería  favorable  a  la  felicidad  de 
los  hombres,  nos  oponemos  a  él  con  todas  nuestras 
fuerzas  y  nos  defendemos  con  todas  nuestras  armas. 

(1)  Goétlie,  o  principios  del  sifflo  pnsndo,  decía  qut  uno  da  los 
Bifiyores  benefactores  de  la  humanidad,  «ería  el  que  inventara  uua 
clase   de   velas   que  hioisra    íBÚtil   el   us»   do   las   daupabiladeras. 


PROSA    LIGEEA  219 


YII 


Jamás  lina  lucha  entre  los  hombres  se  ha  iniciado 
con  caracteres  más  horribles.  Es  precisamente  en  este 
momento  de  la  historia  humana,  en  que  la  conciencia 
general  condena  y  maldice  las  hecatombes  del  pasado, 
las  guerras  sin  cuartel  de  la  antigüedad,  el  martirio 
de  los  cristianos,  los  exterminios  religiosos  de  los  si- 
glos XVI  y  XVII,  cuando  la  bestia  que  la  civiliza- 
ción había  conseguido  domeñar,  se  despierta  más  feroz 
que  nunca  y,  en  nombre  de  pretendidos  derechos,  de 
sueños  de  ebrio,  asesina  ancianos,  mujeres  j  niños,  y 
elige  los  corazones  más  nobles  para  partirlos  con  el 
puñal  del  asesino! 

La  muerte  de  Carnot  (1)  que  ha  conmovido  al 
mundo  entero,  porque  la  altura  moral  de  ese  hombre 
ennoblecía  a  la  especie  toda,  parece  indicar  que  el 
período  fatal  se  acerca  y  que  el  incendio  va  a  comu- 
nicarse a  toda  la  tierra  civilizada.  ¡Triste  y  sombría 
es  la  perspectiva !  En  cuanto  a  nosotros,  aquellos  que 
crean  que  la  riqueza  de  nuestro  suelo  y  la  facilidad 
de  nuestra  vida,  van  a  eximir  a  nuestro  país  de  ser 
teatro  de  combates  de, ese  género,  se  equivocan,  a  mi 
juicio.  Nada  hay  comparable  en  el  mundo  actual  a 
la  condición  del  proletario  francés;  la  maravillosa 
feracidad  de  esa  tierra,  su  belleza,  sii  desenvolvimien- 
to industrial,  la  laboriosidad  y  la  iniciativa  de  ese 
pueblo  amable  ©  inteligente,  su  organización  casi 
perfecta  en  lo  humanamente  posible,  dan  con  toda 
holgura  al  obrero,  el  pan,  el  salario  y  la  tranquilidad 
necesarios  para  el  viaje  de  la  vida.   En  pocas  partes 


(!>•  En  los  seis  años  transcurridos  desde  que  estas  páginas  fue- 
ron escritas,  nuevas  víctimas  no  menos  nobles,  no  n^enos  ilustres,  han 
caído  asesinadas.  Cánovas,  la  emperatriz  Isabel,  el  rey  Humberto  I? 
el  presidente  Mackinley  continúan  la  serie,  sin  que  las  sombras  que 
cubren  el  horizante  nos  perüitan  esperar  que  esta  se  haya  cerrado  pera 
siempre. 


220  MrGn:L  cx'sf: 

los  salarios  sou  más  aitos,  en  uinguiia  las  asociacio- 
nes de  mutua  proteccióón  más  perfectas,  ni  la  auto- 
ridad más  paternal  para  el  desheredado.  Y  es  allí 
donde  estalla  con  más  fuerza  esta  reacción  iracunda 
contra  la  desigualdad  social!  Se  creería  que  esos  hom- 
bres obran  movidos  por  un  atavismo  inconsciente,  por 
el  rencor  acumulado  en  el  corazón  de  cien  generacio- 
nes de  parias,  que  ha  venido  a  estallar  precisamente 
en  rl  momento  en  que  el  sufrimiento  y  el  largo  penar 
cesaban  para  sus  desatendientes!  ¿Qué  remedio  opo- 
ner? ¿Cómo  hablar  de  razón  al  demente  enfurecido? 
VA  viejo  papa,  en  este  estertor  de  todas  las  \ncjas 
creencias  humaui.s,  habla  nn  lenguaje  ya  muerto  so- 
bre la  tierra,  y  hace  un  llamado  a  esos  descarriados 
para  que  vuelvan  al  seno  de  la  Iglesia.  Otros,  los 
filósofos,  los  teóricos,  los  que  tienen  fe  en  la  eficacia 
do  la  iuteligencia  humana,  hablan  del  '^'  ••••^'•^mo  de 
Estado.  No  es  una  novedad  el  nuevo  t  ^  »o  y  el 
KÍto  de  los  ensayos  hechos  no  anima  por  cierto  a 
recomenzarlos.  Además,  preconizar  la  omnipotencia 
del  Estado  ante  aquellos  que  bu.^can  ciegamente  su 
aniquilamiento,  j)aréceme  realmente  un  ilogismo  can- 
cloroso. 

En  1836,  cuando  la  democracia  estaba  lejos  de 
triunfar  sobre  el  mundo  europeo,  ante  los  peligros 
,ue  su  victoria  liacía  entrever  para  el  porvenir,  el 
loble  escritor  que  antes  he  citado,  exclamaba: 

''¿  Pensaré  que  el  Creador  ha  hecho  al  hombre  para 
dejarle  agitarse  en  medio  de  las  miserias  intelectua- 
les que  nos  rodean?  No  jiuedo  creerlo:  Dios  prepara 

las  sociedades  europeas  un  porvenir  más  fijo  y  más 
tranquilo;  ignoro  sus  designios,  i>ero  no  cesaré  do 
creer  en  ellos  porque  no  puedo  penetrarlos  y  prefie- 
ro dudar  de  mis  luces  que  de  su  justicia". 

Esa  es  la  buena  palabra  y  esa  es  la  buena  inita 
para  todos,  para  aquellos  que  dudan,  como  para  los 
que  creen  qu8  el  mundo  marcha  guiado  ix>r  una  vo- 


PB09A    LIGEBA  231 

luntad  divina.  De  la  misma  manera  que  las  batallas 
se  ^^anan  por  la  suma  de  los  esfuerzos  individuales, 
y  que  el  deber  del  soldado  es  combatir  y  vencer  al 
enemigo  que  tiene  al  frente,  el  deber  de  cada  hombre 
es  trazar  su  camino  con  claridad  y  seguirlo  con  fir- 
meza. Un  país  será  próspero  y  grande,  no  porque 
se  desenvuelva  bajo  tal  o  cual  régimen  de  gobierno, 
sino  porque  sus  hijos  conciban  bien  sus  deberes  de 
patriotismo  y  los  cumplan  como  buenos.  El  patrio- 
tismo no  está  sólo  en  pelear  en  los  combates  al  son 
del  himno  y  a  la  sombra  de  la  bandera,  no  está  sólo 
en  cantar  las  glorias  patrias;  está  también  y  sobre 
todo  en  la  prudencia,  la  fuerza  de  voluntad  para 
contener  las  indignaciones  violentas,  la  fe  en  la  evo- 
lución que  cura,  y  no  en  el  prurito  de  la  revolución 
que  mata.  ''La  verdad  y  el  derecho  lesritiman  alo'u- 
nas  y  raras  revoluciones,  pero  no  acompañan,  en  todo 
lo  oue  emprende,  al  espíritu  revolucionario.  Lo  que 
se  llama  así,  no  es  el  noble  espíritu  que  animaba  a 
los  autores  de  las  revoluciones  necesarias ;  es  el  eusto 
de  las  revoluciones  por  ellas  mismas ;  es  el  movimien- 
to continuo  de  esas  almas  sin  resrla  que  la  imaginación 
gobierna  a  falta  de  la  razón,  aouellas  para  quienes 
las  ideas  innovadoras  son  las  solas  verdaderas  y  las 
ideas  extremas  las  únicas  lógicas.  Los  que  juzgan  to- 
do permitido  a  la  abnegación,  toman  por  abneeación 
al  fanatism.o  y  creen  absueltas,  y  aun  santificadas 
en  sus  excesos,  las  pasiones  que  hacen  el  mal  en  nom- 
bre del  bien.  El  espíritu  revolucionario,  no,  no  es  la 
adhesión  de  un  Holandés  a  la  revolución  de  1579,  de 
un  Inírlés  a  la  revolución  de  1688,  de  un  Americano 
a  la  de  1776,  de  un  Francés  a  la  revolución  de  1789 ; 
es  el  amor  por  las  revoluciones  sin  término.  Harto 
ha  sacudido  nuestro  país  ese  genio  de  la  agitación 
perpetua.  Harto  nos  ha  faltado  esa  constancia  que 
se  apega  a  los  bienes  adquiridos  y  sabe  guardar  sus 
conquistas.   Soñarlo  todo,   tentarlo  todo,  es  el  medio 


222  Mioi'EL  cA:«t 

Je  perderlo  todo".  ¿No  parecen,  acaso,  escritas  para 
nosotros  esas  palabras  que  el  luminoso  espíritu  de 
Carlos  de  Rému.sat  pone  al  frente  de  sus  admirables 
estudios  sobre  la  liujlat*  rm  ,  ,>  rl  siglo  XV II I? 

VIII 

En  cuanto  a  nuestras  sociedades  nuevas  y  en  for- 
mación, la  manera  cómo  en  ellas  repercuten  los  fe- 
nómenos políticos  y  sociales  de  carácter  ^jencral  que 
hemos  apuntado,  constituye  un  problema  especial, 
cuya  solución  no  e^iíx  en  nuestras  manos.  No  son  las 
instituciones,  no  son  las  leyes,  lo  hemos  visto  ya,  las 
(iue  fijarán  y  determinarán  el  rumbo  deseado.  El 
factor  principal  ()uo,  en  el  estado  actual  de  la  Euro- 
pa, e.icrce  una  influencia  poderosa  e  indiscutida  en 
la  gestación  que  está  elaborando  los  nuevos  destinos 
humanos:  la  raza,  sufre  entre  nosotros  una  modifica- 
ción tan  fundamental,  que  complica  y  da  otro  aspec- 
to al   problema. 

/Preponderará  con  el  tiempo  alpnm  espíritu  espc- 
cinl  de  raza  entre  nosotros?  /Los  írrandes  e  irresis- 
tibles medios  de  a<?imilación  oue  posee  el  suelo  ame- 
ricano, y  en  el  el  nuestro  principalmente,  concluirán 
por  bacer  del  pueblo  nue  habita  la  vasta  recrión  ar- 
gentina, una  sociedad  homogénea,  con  caracteres  ét- 
nicos propios?  Todo  parece  indicarlo  así;  pero  no 
está  tampoco  ahí  el  problema  del    pors'cnir. 

No  se  puede  hr.cer  nue  los  ríos  remonten  su  co- 
rriente, y  la  vieia  farmacopea  es  inútil  ante  la  pato- 
Incría  actual.  Reformar  nuestra  constitnción,  en  el 
sentido  de  bacer  desaparecer  sus  aberraciones  y  ar- 
caísmos, es  como  nuitar  la  mancha  de  una  mosca  en 
el  disco  de  un  telescopio  para  ver  más  cercanos  los 
astros.  Aírreirarle,  en  forma  preceptiva,  las  tres  o 
cuatro  aspiraciones  socialistas  formuladas  en  primer 
téiTQino,    sería  inbábil   y  peligroso:    la  concesión  de 


PBOSA    LIGEBA  223 

una  parte  nunca  satisfizo  a  los  que  piden  el  todo. 
Además,  volvemos  a  lo  mismo:  la  ineficacia  de  la  ley 
escrita,  buena  o  mala.  Los  ingleses,  contentos  y  có- 
modos dentro  de  su  caos  institucional,  comparaban 
a  la  constitución  norteamericana  con  un  aro  de  acero 
puesto  a  un  tronco  joven,  y  auguraban  que  impediría 
el  crecimiento  de  éste.  Los  americanos  contestaban 
que  el  aro  se  haría  flexible  y  se  ensancharía  armo- 
niosamente con  el  árbol.  No,  no  es  eso;  el  árbol 
crece  porque  sus  raíces  están  en  tierra  fecunda,  y  el 
fenómeno  del  desenvolvimiento  de  ese  pueblo  respon- 
de a  causas  ajenas  a  la  influencia  de  su  constitución 
política. 

No  no  reformemos  nuestra  carta.  Con  ella  vamos 
un  poco  a  tropezones,  pero  vamos.  Habría  tanta  jus- 
ticia en  atribuirle  nueí?tras  miserias,  como  nuestros 
éxitos.  Los  que  sueñan  con  el  régimen  parlamentario 
como  panacea,  o  los  que  desearían  ver  sancionado 
por  la  ley  política  el  unitarismo  imperante  de  he- 
cho, me  hacen  el  efecto  de  los  que  procuran  resolver 
el  problema  de  la  aviación  con  cuerpos  más  ligeros 
que  el  aire,  cuando  la  experiencia  nos  enseña  que  las 
aves  pesan  más  que  aquél. 

¿Y  el  x'emedio,  entonces?,  se  nos  dirá  a  los  que 
arriesgamos  pasar  por  pesimistas,  al  presentar  since- 
ramente un  cuadro  de  observaciones  hechas  serena  y 
desapasionadamente.  No  vislumbramos  sino  uno:  la 
cultura  moral  del  individuo,  que  determinará  la  cul- 
tura y  la  inteligencia  de  la  masa.  El  átomo  carac- 
teriza al  cuerpo,  y  si  el  átomo  es  susceptible  de  per- 
feccionamiento, ahí  está  el  remedio  supremo.  La 
esperanza  y  el  honor  de  la  raza  humana,  está  en  la 
noción  innata  del  deber;  ese  es  el  átomo  que  hay  que 
cultivar  y  perfeccionar.  Su  desenvolvimiento  sano  y 
vigoroso  dará  vida  a  las  virtudes  necesarias  para  la 
armonía  y  el  progreso  social. 


OOi  MIGUEL   C.V:^É 

Es  vulgar  y  nimio,  pero  el  hombre  no  ha  inventa- 
do otra  cosa.  Tengamos  &:iempre  limpio  el  corazón, 
cultivemos  siempre  la  inteligencia:  al  resplandor  de 
esas  luces,  es  difícil  errar  el  buen  camino.  Nunca  al- 
canzaremos la  conciencia  de  marchar  en  él,  pero  ea  ^ 
el  único  remedio  de  tener  la  de  intentarlo.  | 


I 


Ocaso 

París,  Enero  de  1902. 

La  primera  impresión,  al  pisar  de  nuevo  el  suelo 
francés,  es  complicada  y  compleja :  sin  embargo,  dos 
rasgos  característicos  parecen  desprenderse  sobre  el 
confuso  ondear  del  espíritu,  que,  curioso,  vuela  de 
luia  sensación  a  otra,  como  buscando  la  clave  de  un 
enigma.  El  primero  de  esos  rasgos  es  la  persistencia 
irreductible  de  los  modos  y  formas  que  esta  mezcla 
de  razas,  cuya  resultante  es  el  francés,  se  ha  dado 
para  vivir  su  vida.  Todos  los  pueblos  de  la  Europa, 
los  del  extremo  Oriente  mismo,  el  Japón  ayer,  tal 
vez  mañana  la  China,  modifican  su  modalidad,  in- 
compatible ya  con  el  concepto  de  la  vida  actual  y  la 
necesidad  de  luchar  por  ella ;  todos  se  adaptan  flexi- 
blemente a  las  exigencias  de  un  ambiente  diverso  al 
que  respiraron  durante  siglos,  todos  cambian  sus 
métodos  de  trabajo,  sus  sistemas  de  producción,  mos- 
trándose así  dispuestos  a  disputar  el  terreno  a  todo 
competidor.  La  Francia,  única,  ve  que  la  rutina  la 
está  minando  con  un  mal  sordo  e  inflexible ;  ve  que, 
de  la  cumbre  desde  donde,  no  ha  mucho,  dominalía  a 
hi  humanidad,  va  descendiendo  con  una  rapidez  que. 
medida  con  la  vasta  unidad  de  tiempo  con  que  se 
computan  los  movimientos  de  los  pueblos  sobre  la 
tierra,  es  realmente  vertiginosa.  Su  población  dis- 
minuye ;  la  cifra  de  su  comercio  baja  anualmente,  a 


220  MIGrEL   CANÍ: 

medida  que  sube  la  de  su  deuda ;  los  hombre.^  todos 
del  ^rlobo  ([ue,  movidos  por  esa  claustrofobia  que  echa 
a  los  seres  humanos  fuera  de  su  easa  y  de  su  patria 
—  y  que  otrora  uo  tenían  más  norte  que  París,  — 
se  sienten  hoy  atraídos  por  muchos  otros  centras  que, 
♦'xplotando  las  afinidades  de  raza  y  las  facilidades  del 
idioma,  hacen  esfuerzos  de  todo  trénero  jíor  acaparar 
muí  parte  de  la  incompai'able  clientela  de  París.  La 
Francia  sabe  tíKlo  eso;  pero  su  eoncepción  de  la  vida 
t*s  tan  armónica  con  la  cstnictura  de  la  ^ente  que  la 
liabita,  que  cambiarla  en  este  momento  de  su  vida 
histórica,  le  es  p(K*o  menos  que  imposible.  De  ahí  se 
desprende  el  sejrundo  rns^o  característico  de  que  an- 
tes habló:  la   imi^resión  fie  decadencia. 

Decadencia  inneprjible.  Contra  la  ley  de  evolución 
que  hace  desaparecer  naciones  enteras,  imperios  po- 
<lerosos,  ciudades  estupeiulas,  hasta  no  dejar  de  ellas 
ni  rastros  sobre  la  corteza  del  «;1obo.  aijrunos  ¡)ueblos 
niodei'nos  parecen  ])rccavcrse  hasta  donde  la  humana 
prudencia  alcanza  a  ver.  La  Inprlaterra  a  la  cabeza, 
ha  cubierto  el  mundo  con  ramas  vigrorosas  de  su 
tronco  robusto;  cuando  la  isla,  orpridlosa  como  la 
Sanios  de  Polícrates  y  como  ella  guerrera  y  rica, 
haya  desaparecido,  como  desapareció  aquella  maravi- 
lla del  mar  Epeo,  nuevos  pueblos  de  habla  y  alma 
infjlesas,  sur«iirá?i  triunfantes  y  enéríricos,  como  sur- 
^►•cn  hoy  esos  Estados  Unidos  de  Aiiiórica.  ípu'  son  la 
j)esadilla  de  la  Europa . 

Pero  esta  dulce  Fnnicia.  ;.  cómo  va  a  revivir  en  el 
tiempo  y  el  espacio?  ;.  Sei*á  acaso  en  su  Arp^elia  más 
irreductible  rpie  el  acero,  tíin  árabe  hoy  como  el 
día  de  la  conquista,  tan  (ícrrada  a  todo  espíritu  que 
no  airanque  del  Corán  y  sobre  la  que  han  pasado, 
i'ozando  apenas  su  epidermis,  dos  mil  años  de  cidtu- 
rji  grreco-romana  y  otros  tantos  de  cristianismo?  ¿Se- 
rá «MI  las  vastas  regiones  de  la  Indo-China,  donde  su 
espíritu    lucha,    no  ya    con    la    tenacidad    del   semita 


PKOSA    LIGEEA  227 

africano,  sino  con  la  flexible  y  moluscular  blandura 
del  ariano  asiático,  sobre  cuya  alma  ningún  sello 
deja  impresión  durable?  ¿Será  en  el  África  obscura, 
ten  impenetrable  a  su  espíritu  luminoso,  como  sus 
bosques  centrales  al  paso  del  europeo? 

No,  organismos  como  estos,  a  los  que  un  capricho 
de  la  historia  ha  permitido,  un  momento  de  su  vida, 
unir  la  fuerza  y  la  riqueza  a  la  inteligencia  y  a  la 
más  alta  cultura,  no  pueden  persistir.  Como  la  ma- 
dre admirable  que  la'  dio  vida,  como  aquella  Grecia 
que,  mientras  engendraba  todo  lo  grande,  todo  lo  no- 
ble, todo  lo  bello  que  han  conocido  los  hombres  so- 
bre la  tierra,  sacaba  del  inagotable  fondo  de  su  ener- 
gía, fuerzas  para  luchar  contra  el  Bárbaro  o  para 
desgarrarse  en  lucha  fratricida,  la  Francia  teiTninará 
el  corto  ciclo  de  su  hegemonía  política  y  guerrera,  en 
la  conciencia  de  perderla  para  siempre.  Sentirá  que 
la  atmósfera  ha  variado  por  completo  para  ella,  y 
en  la  imposibilidad  de  modificar  su  organismo,  vivi- 
rá, como  la  vieja  madre,  en  la  contemplación  del 
pasado.  Y  a  medida  que  la  nueva  forma  de  Barba- 
rie, el  modo  americano,  vaya  invadiendo  la  tierra 
entera,  destruyendo  aquí  una  obra  de  arte,  allí  un 
recuerdo  histórico,  más  allá  un  monumento  consa- 
grado a  perpetuar  un  ridículo  acto  de  sublime  des- 
interés, a  medida  que  el  pico  demoledor  del  contra- 
tista de  casernas  del  diez  pisos  en  avenidas  de  cin- 
cuenta metros,  derribe  cuanto  a  su  paso  encuentre, 
de  todos  los  rincones  de  la  tierra  habitada,  vendrán 
en  peregrinación  a  esta  nueva  ciudad  de  Pallas 
Athenea,  todos  las  hombres  que  conservan  el  alma 
enamorada  del  arte.  París  ni  será  ya,  quizá,  el  cen- 
tro sensual  de  hoy ;  su  epicureismo  se  habrá  refinado, 
inmaterializado  casi.  Y  como  en  el  mundo  romano, 
a  partir  del  segundo  siglo  del  imperio,  la  atra<íción 
de  Atenas  crecía  a  medida  que  la  conquista  se  ex- 
tendía, así  París,   a  medida    que  el   espíritu  penetre 


228  MIGUEL  cxy± 

más  y  más  en  los  rincones  hoy  silenciosos  del  jjlobo, 
será  la  luz  única  que  en  medio  de  la  opaca  atmósfera 
ambiente,  vendrán  a  buscar  todos  los  asfixiados  de 
ese  triste  mundo. 

Y  quién  sabe  si  el  francés,  de  día  en  día  más  có- 
modo en  su  rica  y  despoblada  tierra  y  por  tanto 
más  sedentario,  acabará  por  ser,  en  el  extranjero,  un 
objeto  dé  curiosidad,  al  que  se  hará  venir  a  precio 
de  oro,  como  los  sátra])as  persas  a  los  artistas  grio- 
íros,  para  levantar  un  templo  a  los  dioses,  para  es- 
culpir en  mármol  la  figura  de  un  triunfador  en  la 
palestra,  para  ensoñar  el  arte  divino  de  la  música  o 
f'l  no  menos   olímpico    de   incrustar  en  el   verso  i*íl- 

11  ico  y  cadencioso,  el  alto  pensamiento  o  el  conce])to 
gentil. 

Y  así  la  liisiona.  como  todo  lo  creado,  coiitiiiuaiá 
'cnovándose   eternamente,    bajo    la   sercjuí  íjidifcren- 

ia  de  la  naturaleza,  que  es  lo  úuico  inmutable. 


índice 


Págs. 

Miguel  Cañé 4 

Miguel  Cañé  y  sus  contemporáneos,       por   Mar- 
tín   Garcíat   uVlérou      .         . 7 

España  /^ 

Una,    visita   -de    Núñez    de    Arce      .....  27 

Por  montes  y  por  valles 37 

El  arte  español.  —     Origen   y   carácter    ...  47 

La  cuestión  del   idioma €1 

En   la  tierra 

Tucumana 73 

La  primera  de  "Don  Juan"  en   Buenos  Aires.     .  85 

En  -el   fondo  del   río 95 

De   cepa   criolla 111 

Aguafuerte    .            149 

Recordando 

Mi   estreno   diplomático 159 

Sarmiento   en   París 177 

Nuevos    rumbos    humanos 207 

Ocaso 225 


.s 


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U  J.  Romo  y  Cía.  -  H-  Airea 
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Gregorio  Araoz  Alfaro,  Carlos  Ameghino,  Alvaro  Metían 
Lafinur,  Cristóbal  M  Hicken,  Lucas  Ayarragaray, Rodolfo 
Senet,  Alberto  Williams,  Carlos  Sánchez  Viamonte,  Alberto  L. 
Casiex,  Raquel  Camaña,  José  Oliva,  Eduardo  Acevedo,  Julit 
Barreda  Lynch,  Martín  Jhello  Jurado,  Salvador  Debenedetti, 
Juan  W.  Gez,  Ricardo  Rojas,  Maximio  S.  Victoria,  Alfredo 
Colmo,  Alicia  Moreau,  Emilio  Zuccartni,  Augusto  Bunge, 
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Melgar,  Julto  Cruz  Ghio,  Nerio  A.  Rojas,  A.  Alberto  Palco% 
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Lucio  V.  López 
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Nicolás   Avcüaneda 
Francisco  ivamos  Mejfa 
Florentino    Ameghino 
A^'ustín  Aivarez 


Vicente  O    Quesada 
Martín  García  Mérou 

»  >»  H 

J.  I.  de  Qorriti 
Juan  Cruz  Várela 
Francisco  J.    Muftii 
Florencia  Sánchez 
Mff uei  cana 


José  Mármol 

Jo»e  Manuel   Estrada 
tvarlsto  Carriejfo 
Alrjo  Peyret 
Pedro  Qoyena 
Juan  B.  AmbrossttI 
Raquel  Camaffa 

losé  de  Maturana 
Manuel    Moreno 
Carlos  Ortiz 


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:a. 

completas 
>s  de  viaje 


'ino. 
^r-  ^^„,....lllentos 
!cl  irundo  moral 

')S? 

tulokia  política. 

iral  (Tres  KepiqueiJL 

■•>\a\  argentina. 

icrf  r¡<»S 
Americanos 
e« 


'^ I   if  ^r.i  1  i;i  " 

En  viaje  -*). 

Notas  e  i  iies. 

Armonías. 

C.int.^'í  del  Peregrino. 

a  liberal  bajo  la  Tiranía  de  Rosas. 
rrpjes  —  La  Canción  del  Barrio 
i  <i  1  del  Cristianismo. 

Crit;  ia. 

«-•••  •   leyendas. 


'cntlmental. 
iiio  en  flor. 
\  .    I  de  Mariano  Moreno. 
El  poema  de  las  mieses. 


I 


BINDING  SECT.  DEC  2  3  1969 


PQ  Gane,  Miguel 

7797  Prosa  ligera 

C27P7 
1919 


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