Skip to main content

Full text of "Recuerdos del pasado (1814-1860)"

See other formats


Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2010  with  funding  from 

University  of  Toronto 


http://www.archive.org/details/recuerdosdelpasaOOpere 


Recuerdo. —  1 


RECUERDOS  DEL  PASADO 


AUTORES         CHILENOS 


EMPRESA   EDITORA   ZIG-ZAG.  —  SANTIAGO. 


VICENTE  PÉREZ  ROSALES 


RECUERDOS 
DEL  PASADO 


(1814-1800) 


Z     I     G     -     Z     A     G 


VICENTE  PÉREZ  ROSALES 

Como  el  inmortal  autor  de  la  historia  del  hidalgo  de  la 
Mancha  firmaba  la  dedicatoria  de  la  postrera  de  sus  novelas 
puesto  j'a  el  pie  en  el  estribo,  el  autor  de  Recuerdos  del  Pa- 
sado, que  en  aventuras  raras  y  singulares  no  cedió  la  palma 
a  aquel  maravilloso  historiador  ni  a  su  asendereado  hidalgo; 
puesto  taonbién  el  pie  en  el  estribo  firmó  el  prólogo  de  esta 
tercera  y  aumentada  edición  de  sus  Recuerdos,  y  como  lega- 
do de  confianza  y  de  amistad,  a  que  añadió  un  centenar  de 
cartas  y  el  manuscrito  del  Diccionario  del  Entrometido,  púso- 
las bajo  nuestro  cuidado  para  la  corrección  de  pruebas  y  con- 
siguiente presentación  al  público. 

No  vamos,  sin  embargo,  a  escribir  estas  lineas  para  reco- 
mendar una  obra  de  todos  conocida  por  dos  ediciones  suce- 
sivas; y  aunque  tal  hubiera  sido  el  deseo  de  su  autor,  que  en 
su  modestia  no  le  daba  mayor  importancia,  más  que  a  tribu- 
tarle elogios  que  ella  no  necesita,  preferimos  contraernos  a 
completarla  en  parte,  apuntando  algunas  fechas  omitidas. 

Don  Vicente  Pérez  Rosales  nació  en  Santiago  el  5  de  abril 
d€  1807.  Salido  de  una  familia  opulenta,  en  una  ciudad  cu- 
yos tranquilos  moradores  no  emigraban  sino  en  los  veranos 
a  las  chacras  vecinas,  que  no  recibía  extranjeros  y  donde  no 
había  imprenta,  si  un  astrólogo  hubiera  predicho  su  sino,  se 
habría  oído  en  medio  del  asombro  general  que  aquel  niño  es- 
taba destinado  a  sufrir  grandes  contrastes  de  fortuna,  des- 
de deportado  por  incorregible  hasta  agente  oficial  en  Euro- 
pa, desde  contrabandista  hasta  senador,  que  traería  a  los  he- 
rejes de  Alemania  para  establecerlos  en  Chile  como  en  su 
propia  tierra,  y,  por  fin,  que  escribiría  para  la  prensa.  Un 
día  que  esto  le  decíamos,  nos  respondió:  "Quien  sabe  si  eso 
que  se  llama  la  suerte  no  es  el  desarrollo  necesario  de  ciertos 
antecedentes  que  a  veces  no  conocemos  o  no  sabemos  esti- 
mar en  lo  que  valen;  mi  padre,  que  se  llamaba  don  José  Joa- 
quín Pérez,  .murió  muy  joven  y  de  tisis,  según  me  han  dicho, 
pero  yo  he  heredado  el  vigor  corporal  de  mi  madre  y  de  mis 
dos  abuelos,  que  llegaron  a  mucha  edad;  mi  abuelo  paterno, 
don  José  Pérez  García,  era  de  España  y  ha  dejado  manuscri- 
ta una  voluminosa  historia  de  Chile;  mi  abuelo  Rosales,  que 


8  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

tampoco  era  chileno,  leía  mucho,  y  mi  madre  me  enseñó  a 
leer  y  las  primeras  nociones  de  inglés".  Así  el  nieto  criollo 
de  dos  peninsulares  trataba  de  explicarnos,  por  una  especie 
de  teoría  de  Ja  selección,  las  aventuras  de  su  vida. 

La  explicación,  sin  embargo,  nos  parece  muy  alta.  Los 
accidentes  del  desarrollo  de  la  vida,  es  decir,  el  contraste  en- 
tre los  hechos  y  el  ideal  a  que  se  querría  someterlos,  lo  ex- 
perimentan todos,  unos  midiendo  el  mundo  a  trancos,  otros 
sin  salir  de  su  ciudad  y  sin  apariencias  de  lucha;  pero  en  el 
fondo  de  la  vida  de  cada  hombre  el  combate  es  el  mismo,  y 
má-s  nos  conmueven  los  sufrimientos  de  Rousseau  en  sus  úl- 
timos años  en  que  su  negra  melancolía  le  pintaba  enemigos  y 
complots  en  todas  partes,  que  las  aventuras  a  lo  Gil  Blas  d© 
su  juventud  destituida  y  vagabunda. 

Don  Juan  Enrique  Rosales  había  sido  miembro  de  la  jun- 
ta gubernativa  instalada  con  leal  intención  por  el  vecinda- 
rio de  Santiago  el  18  de  septiembre  de  1810.  Era  un  anciano 
respetable  e  inofensivo,  pero  la  junta  inició  la  revolución,  y 
los  españoles  confinaron  a  todos  sus  miembros  al  presidio  de 
la  isla  de  Juan  Fernández  en  pena  de  su  patrio tism.o . 

La  piedad  filial  de  doña  Rosario  Rosales,  que  acompañó 
a  su  padre  al  presidio  para  prodigarle  sus  cuidados,  ha  for- 
mado uno  de  los  episodios  más  patéticos  de  nuestra  historia. 

El  recuerdo  de  esos  sufrimientos  obligó  a  la  familia  Ro- 
sales a  emigrar  a  Mendoza  después  del  desastre  de  Cancha 
Rayada.  Principia  entonces  para  don  Vicente  Pérez,  a  los 
once  años,  esa  odisea  que  no  había  de  concluir  sino  en  su 
edad  madura.  En  Mendoza  asiste  como  alumno  armado  del 
único  colegio  que  había  en  la  ciudad,  a  formar  escolta  para 
la  inmolación  de  los  dos  hermanos  Carrera,  cobardemente 
sacrificados  en  los  días  de  incertidumbre  que  transcurrieron 
entre  aquel  desastre  y  la  siguiente  victoria  de  Maipo. 

Compréndese  que  los  niños  que  crecían  en  medio  de  tras- 
tornos que  conmovían  profundamente  las  familias  y  la  so- 
ciedad, se  entregaran  a  juegos  varoniles  en  consonancia  con 
la  fisonomía  revuelta  de  esos  tiempos .  De  regreso  a  Chile  don 
Vicente,  un  día  que  un  almirante  inglés,  de  visita  en  la  casa, 
lo  oyó  llamar  incorregible  por  su  madre,  dando  a  esta  pala- 
bra el  alcance  que  tiene  en  el  diccionario,  tan  diverso  del 
usual  y  corriente  con  que  entre  nosotros  se  aplica  a  los  ni- 
ños, ofreció  a  la  señora  embarcarlo  en  su  buque.  Algún  tiem- 
po después  supo  la  pobre  madre  que  el  hombre  a  quien  había 
confiado  su  hijo  para  formarlo  para  la  carrera  del  mar,  con- 
siderándole un  deportado,  lo  había  arrojado  en  playa  lejana 
e  insalubre;  pero  que,  acogido  generosamente  por  dos  paisa- 
nos, esperaba  recursos  para  la  vuelta. 

Restituido  a  su  hogar,  emprende  nuevo  viaje  a  Europa 


RECUERDOS     DEL     PASADO  9 

en  compañía  de  un  grupo  de  jóvenes  de  las  primeras  familias 
de  Santiago  que,  aceptando  los  ofrecimientos  de  un  capitán 
de  buque  francés,  partieron  en  1825  para  ir  a  educarse  en 
París. 

Mientras  la  América  y  la  España  se  hacían  cruda  gue- 
rra para  romper  las  cadenas  que  las  ataban,  los  hombres  ilus- 
trados de  España  y  de  América  fraternizaban  en  las  nuevas 
ideas  en  que  ambos  continentes  buscaban  su  regeneración. 
Don  Manuel  Silvela,  español  de  ios  que  se  llamaron  afrance- 
sados, acogido  a  los  dominios  del  Borbón  de  Francia,  huyen- 
do del  despotismo  del  Borbón  de  la  Península,  había  abierto 
un  colegio  a  cuyas  aulas  fueron  a  incorporarse  el  joven  Pé- 
rez Rosales  y  sus  compañeros.  Silvela  había  esparcido  profu- 
samente por  todos  los  países  de  habla  española  el  prospecto 
de  su  establecimiento,  y  a  él  acudieron  a  formar  como  una 
colonia  estudiantil  en  el  centro  de  la  Europa,  jóvenes  penin- 
sulares, chilenos,  argentinos,  peruanos,  colombianos,  etc.  A 
los  ramos  y  al  sistema  de  enseñanza,  todo  bien  diverso  por 
cierto  de  lo  que  acá  se  usaba,  uníase  la  calidad  personal  de 
cada  uno  de  los  profesores  que  hacían  de  aquel  centro,  más 
que  un  aula,  una  academia;  daban  ahí  sus  lecciones  Maury, 
poeta  tan  elegante  en  español  como  en  francés,  a  cuya  len- 
gua tradujo  muchos  poetas  castellanos;  Pinheiro  Ferreira, 
tratadista  de  derecho  internacional;  Valle  jo,  cuyos  textos  de 
matemáticas  han  pasado  por  magistrales;  Moratín,  de  quien 
puede  decirse  que  fué  el  último  clásico  de  España;  y  el  mis- 
mo Silvela,  jurisconsulto  y  literato  de  gusto,  a  quien  se  debe 
una  antología  de  Jiteratura  española,  en  su  tiempo  muy  leí- 
da. Para  completar  la  educación  que  de  tales  maestros  se  re- 
cibía, estaba  el  gran  teatro  de  Francia,  París,  el  centro  de 
la  Europa,  que  luego  con  una  violenta  sacudida  iba  a  dar  en 
tierra  con  la  reacción  absolutista,  un  momento  triunfante, 
para  restaurar  en  su  curso  las  ideas  nuevas. 

Conoció  entonces  don  Vicente  Pérez,  tratándolos  de  cer- 
ca, entre  otros  americanos  distinguidos  que  se  hallaban  en 
Europa  en  comisiones  de  sus  gobiernos  o  náufragos  ya  de 
la  primera  etapa  de  la  revolución,  a  San  Martín,  a  Egaña,  a 
Irisarri,  a  García  del  Río,  a  Santander,  a  Olmedo,  a  Bello,  a 
Sarratea.  Sobre  el  primero  de  ellos,  sobre  San  Martín,  ha^y 
una  página  en  estos  Recuerdos  que  nos  permite  ver  expansi- 
vo por  un  momento  al  vencedor  de  Maipo.  Ai  leerla  la  pri- 
mera vez,  nos  preguntamos  involuntariamente:  ¿será  ver- 
dad? Histórica  es  ya  la  reserva  que  usó  San  Martín  mientras 
tuvo  mando,  y  la  parsimonia  con  que  después  hablaba  de  los 
sucesos  en  que  había  intervenido.  La  entera  franqueza  de  su 
joven  interlocutor  debió  sorprenderle  y  agradarle;  y  luego 
debe  pensarse  que  los  políticos  reservados  lo  son  cuando  es- 


10  VICENTE    PEI^EZ    ROSALES 

tan  en  escena,  con  sus  iguales  que  pueden  sondearlos,  no  con 
los  jóvenes  que  se  les  acercan  a  tributarles  respeto,  y  éste  era 
el  caso  úe  Pérez  Rosales  con  San  Martin. 

Es  lástima  que  el  escritor  que  hubiera  podido  referir 
otras  anécdotas  como  aquélla,  que  narra  con  tanta  gracia  y 
abandono  sus  recuerdos  de  la  niñez,  sus  primeras  impresio- 
nes de  adolescente,  a  medida  que  avanza  en  su  relato  se  sien- 
ta como  arrastrado  a  compendiar,  y  con  falsas  apariencias 
de  franqueza  nos  distraiga  precisamente  de  los  puntos  adon- 
de hubiéramos  querido  ser  llevados. 

A  este  período  de  su  primera  residencia  en  Europa,  en 
que  la  persona  del  viajero  se  oculta,  pintando  con  rasgos  ge- 
nerales la  vida  pari-siense,  corresponde  una  aventura  román- 
tica con  la  divina  cantatriz  Malibrán,  entonces  en  todo  el 
esplendor  de  sus  primeros  triunfos,  aventura  de  la  que  ape- 
nas si  ha  dejado  indicios  refiriendo  una  anécdota  que  él  su- 
po años  más  tarde  por  el  banquero  Heine. 

Después  de  la  revolución  de  Julio,  el  viajero  volvió  a  Chi- 
le. Joven,  bien  parecido,  con  situación  social,  con  educación 
europea,  o  más  propiamente  parisiense,  ¡cuántos  no  hubie- 
i'an  querido  su  situación!  Todo  ello,  sin  embargo,  no  iba  a 
a  ser  sino  incentivo  en  que  se  cebaría  la  mala  suelte .  El  país 
acababa  de  salir  de  la  guerra  civil,  y  bajo  el  poder  de  una  re- 
acción vigorosa,  pero  cuyos  buenos  frutos  sólo  más  tarde  se- 
ría posible  recoger,  se  entregaba  al  descanso  de  la  política  y 
a  los  afanes  de  la  industria.  La  política  nada  ofrecía,  y  el 
petime'tre  se  convirtió  en  campesino.  También  la  situación 
en  que  encontró  a  su  familia  le  impuso  el  trabajo  como  im- 
prescindible deber.  Su  padre  político  don  Felipe  S.  del  So- 
lar, acaudalado  comerciante,  cuyo  giro  se  había  extendido 
desde  Lima  a  Río  de  Janeiro,  encontrábase  desterrado  y  con 
su  fortuna  perdida.  Hízose,  pues,  hacendado,  y  no  obteniendo 
resultados,  comerciante,  y  después  contrabandista  por  la  cor- 
dillera, y  después  minero,  y  después  empresario  de  teatros. 
Recorrió  el  norte  y  el  sur  de  Chile;  las  pampas  argentinas, 
desde  las  punas  de  Jujuy  hasta  las  inmediaciones  del  Estre- 
'Cho;  atravesó  el  Pacífico  y  cruzó  en  seguida  los  campos  au- 
ríferos de  California  y  del  Oregón,  desde  la  Nevada  hasta 
Monterrey,  y  en  todas  partes  la  adversa  suerte  o  le  esquivaba 
el  cuerpo  o  él  se  empeñaba  en  encontrarla  donde  no  había 
de  estar;  porque  es  casi  siempre  la  suerte  una  divinidad  que 
nosotros  fabricamos  con  nuestros  propios  errores  para  des- 
pués prosternarnos  ante  ella.  Mas,  si  don  Vicente  Pérez  se 
fabricó  el  ídolo,  tuvo  el  mérito  de  no  adorarle;  verdad  es  tam- 
bién que,  aleccionado  con  su  misma  vida  aventurera,  lo  que 
a  nosotros  hubiera  quebrado,  a  él  apenas  lo  doblaba,  permi- 


RECUERDOS     DEL    PASADO  11 


tiéndele  la  rara  ductilidad  que  al  fin  adquirió  su  carácter  en 
los  contrastes:   erguirse  a  cada  golpe  con  mé^  brío. 

Los  descubrimientos  auríferos  de  California,  abriendo  un 
mercado  que  antes  no  existia,  fueron  un  golpe  de  varilla  má- 
gica para  nuestra  agricultura  y  escaso  comercio;  mas  los 
emigrados  chilenos  que  aportaron  allá  en  busca  del  codicia- 
do vellocino,  personalmente  sólo  recogieron  desengaños  y  des- 
dichas. Don  Vicente  Pérez,  d&spués  de  perder  sus  últimos  re- 
cursos en  un  incendio  de  San  Francisco,  se  apresuró  a  vol- 
ver a  Chile. 

La  suerte,  que  tantas  veces  lo  había  desairado,  parecía 
llamarle  en  ésta,  pues  llegaba  a  tiempo  para  dar  a  la  expe- 
riencia recogida  en  sus  peregrinaciones  de  veinte  años,  ex- 
periencia, que  de  otro  modo  se  hubiera  perdido  estérilmente, 
un  empleo  útil  que  redundara  en  provecho  de  su  patria. 

Buscando  en  él  la  tranquilidad  de  e.spíritu  del  hombre  que 
vuelve  del  extranjero  extraño  a  las  pasiones  del  momento,  el 
Ministro  del  Interior,  don  Antonio  Varas,  le  ofreció  li  in- 
tendencia de  Aconcagua,  provincia  que  se  encontraba  agita- 
da por  movimientos  sediciosos  en  qu-e  se  había  llegado  hasta 
dar  de  cuchilladas  al  Intendente,  vecino  pacífico  de  la  misma 
Iccai'idad.  Don  Vicente  Pérez  tenía  aversión  a  la  política,  ma- 
yor aun  a  la  politiquería  lugareña,  que  no  otra  cosa  eran  los 
movimientos  igualitarios  de  San  Felipe,  y  prefirió  sobre  esta 
intendencia,  el  empleo  con  título  más  modesto,  de  Agente  de 
la  Colonización  del  sur,  para  el  cual  fué  nombrado  el  11  de 
octubre  de  1850. 

Requeríase  para  plantear  la  colonización  que  iba  a  em- 
prenderse un  hombre  de  mundo,  de  carácter  flexible  y  d3 
miras  levantadas,  que  pudiera  extender  la  vista  sobre  el  estre- 
cho horizonte  en  que  las  preocupaciones  nacionales  y  religio- 
sas requerían  ahogar  esa  obra  patriótica,  concitándole  todo 
género  de  tropiezos  y  dificultades.  El  Agente  venció,  con  su 
constancia,  todas  las  resistencias  que  se  presentaron;  allá, 
entre  los  antiguos  vecinos  de  aquellos  lugares,  que  se  llama- 
ban despojados  de  tierras  que  nunca  habían  ocupado;  en  el 
centro  de  la  República,  entre  los  propietarios  que  temían  un 
alza  de  salarios;  en  el  Consejo  de  la  Universidad,  entre  los 
sabios,  que  temblaban  porque  el  país  iba  a  ser  escandalizado 
con  la  introducción  de  disidentes.  El  Gobierno  mismo  llegó  a 
temer  que  el  sitio  elegido  para  plantear  la  nueva  población 
no  fuese  favorable  a  su  futuro  desarrollo,  pues  un  viajero  tan 
autorizado  como  Pitz-Roy,  había  calificado  el  lugar  de  Meli- 
pulli  eomo  una  playa  atroz,  donde  escasam.ente  hallaría  el 
hombre  civilizado  donde  asentar  su  planta. 

No  se  pueden  leer  con  indiferencia  las  páginas  de  este  li- 
bro, en  que  su  autor  nos  refiere  las  exploraciones  que  hizo 


12  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

en  busca  de  campos  donde  instalar  a  los  extranjeros  a  quie- 
nes se  habla  ofrocido  una  patria  y  se  condenaba  a  ii'la  a  con- 
quistar en  los  bosques  impenetrables.  Cuando,  desde  las  en- 
cumbradas faldas  del  volcán  Osorno,  descubrió  la  extensa  la- 
guna de  Llanquihue.  reflejando  en  sus  tranquilas  aguas  las  ci- 
mas nevadas  de  la  cordillera,  y  más  al  sur  y  sólo  separado  por 
una  angosta  faja  de  tierra  cubierta  de  vegetación,  el  seno 
del  Reloncavi,  surcado  por  una  que  otra  piragua,  debió  sen- 
tir las  puras  emociones  de  Balboa.  Los  griegos  habrían  hecho 
de  aquellos  tres  colonos  que.  al  ocuparse  la  boscosa  playa  don- 
de hoy  se  levanta  Puerto  Mcntt,  desaparecieron  en  la  espe- 
sura, y  cuyos  restos  fueron  encontrados  años  más  tarde,  tres 
victimas  inmoladas  al  dios  de  esas  selvas  seculares. 

La  colonización  era  profundamente  antipática  ai  país, 
pues  chocaba  con  todas  sus  tradiciones  españolas  y  católicas; 
para  ilustrarle,  el  Agente  de  Coionización  publicó  una  memo- 
ria en  que  discutió  los  puntos  principales  de  la  critica;  pero 
la  opinión  pública  suele  ser  sorda  como  el  que  no  quiere  oir, 
y  la  opinión  siguió  durante  mucho  tiempo  todavía  mirando 
con  desconfianza  la  instalación  de  extranjeros  y  de  disiden- 
tes en  el  extremo  sur  de  la  República.  Fué  preciso  que  trans- 
currieran treinta  años,  y  que  los  frutos  recogidos  de  aquel 
primer  ensayo  de  inmigración  hubieran  excedido  a  las  espe- 
ranzas concebidas  por  sus  iniciadores,  para  que  una  nueva 
administración  reanudara  el  hilo  roto  de  la  inmigración  ex- 
tranjera, como  medio  de  entregar  al  dominio  de  la  industria 
los  territorios  desiertos  del  sur. 

Al  cabo  de  seis  años  de  incesantes  fatigas  y  cuando  el  te- 
rritorio de  colonización  había  adquirido  ya  la  importancia  de 
una  provincia  de  la  República,  y  su  capital  era,  por  su  cultu- 
ra y  comercio,  más  importante  que  muchas  de  las  antiguas 
ciudades  de  Chile,  don  Vicente  Pérez  partió  para  Europa  con 
los  títulos  de  Agente  de  Coionización  y  Cónsul  de  Chile  en 
Hamburgo  (28  y  29  de  marzo  de  1855)  . 

En  Alemania  publicó  un  excelente  libro  descriptivo,  el 
Ensayo  sobre  Chile,  para  dar  a  conocer  a  este  país  a  los  in- 
migrantes. La  tarea  de  popularizar  a  Chile  en  un  mundo  don- 
de apenas  su  nombre  era  conocido,. y  de  hacerlo  aceptable  al 
proletario  dispuesto  a  emigrar,  era  mayor  de  lo  que  a  prime- 
ra vista  puede  uno  imaginarse.  Fuéle  necesario  responder  por 
la  prensa  a  frecuentes  polémicas,  suscitadas,  o  por  otros  agen- 
tes de  colonización,  o  por  algunos  de  los  pocos  alemanes  que 
habían  vuelto  desencantados  de  no  haber  encontrado  en  los 
bosques  del  sur  sino  tierras  que  sólo  rendían  sus  dones  a  los 
que  los  alcanzaban  con  su  trabajo,  y  que  querían  en  su  des- 
pecho desacreditar  a  Chile  y  al  agente  ante  sus  paisanos.  A 
un  alemán  que  dijo  que  no  se  podía  vivir  en  Valdivia  porque 


RECUERDOS     DEL     PASADO  13 


llovía  mucho  y  la  gente  se  ahogaba  en  ios  pantanos  de  los 
caminos,  le  contestó:  "ha  hecho  usted  bien  en  volverse,  pues 
allá  no  necesitamos  hombres  que  se  pegan  en  el  barro".  Su 
propaganda  nos  granjeó  colonos,  y  en  la  alta  sociedad,  ami- 
gos y  simpatías.  Conversando  con  el  barón  de  Humboldt,  a 
quien  ningún  viajero  podía  dispensarse  de  visitar  en  su  re- 
sidencia de  Potsdam,  el  eminente  sabio  le  manifestó  que  co- 
nocía la  obra  de  Gay  publicada  a  expensas  del  gobierno  chi- 
leno; "pero  lo  que  da  la  mejor  idea  de  ese  país,  añadió,  es  la 
fundación  de  un  observatorio  astronómico  para  estudiar  el 
•cielo  aun  no  explorado  del  hemisferio  sur;  la  astronomía  no 
es  una  ciencia  popular,  y  cuando  un  gobierno  sufraga  los  gran- 
des costos  que  un  observatorio  demanda  es  porque  compren- 
de lo  que  se  debe  a  las  ciencias". 

Hecho  ya  el  primer  ensayo  sobre  colonización  y  mientras 
el  tiempo  permitía  recoger  sus  frutos,  el  Agente  en  Alemania 
fué  llamado  a  desempeñar  la  intendencia  de  Concepción,  pa- 
ra la  cual  se  le  nombró  en  11  de  diciembre  de  1859.  Poco  des- 
pués de  concluir  la  administración  Montt,  don  Vicente  Pérez 
volvió  a  la  vida  privada.  En  esta  ciudad  conoció  a  una  dis- 
tinguida señora  viuda  y  rica,  que  le  dio  su  mano  y  su  fortu- 
na y  en  cuya  compañía  pasó  sus  últimos  años.  Fué  senador 
por  Llanquihue  en  el  período  de  1876  a  1881,  y  desde  su  fun- 
dación, miembro  de  la  Sociedad  de  Fomento  Fabril,  que  lo 
hizo  su  presidente.  A  los  principios  de  la  administración 
Santa  María  publicó  en  El  Heraldo  de  Santiago  una  serie  de 
artículos,  que  merecen  ser  coleccionados,  planteando  de  nue- 
vo la  olvidada  cuestión  de  colonizar  el  sur,  y  en  gran  parte  a 
esa  iniciativa  se  debe  que  este  gobierno  haya  dotado  al  país 
de  las  colonias  de  vascos  y  de  suizos  que  hoy  ocupan  el  terri- 
torio que  hasta  ayer  poseyeron  los  araucanos. 

Don  Vicente  Pérez  murió  en  Santiago,  el  6  de  septiembre 
de  1886,  a  los  79  años.  5  meses  y  un  día  de  edad.  Postrado  su 
eueroo  por  una  parálisis,  fueron  necesarios  largos  días  de 
dolor  y  agonía  para  que  su  espíritu  le  abandonara. 

Tal  ha  sido  su  vida:  llena  en  su  primera  mitad  de  inci- 
dentes, ora  terribles,  ora  cómicos;  útil  después,  consagrada  a 
una  obra  que  lo  coloca  entre  los  hombres  benéficos  que  ha  te- 
nido este  país;  y  tranquila,  holgada,  rodeada  de  respetos  al 
último,  como  en  indemnización  de  aquellas  peripecias  y  en 
premio  de  estos  servicios. 

La  historia  de  esa  vida  en  sus  accidentes  principales  es 
el  argumento  de  estos  Recuerdos. 

Conocimos  a  don  Vicente  Pérez  en  sus  últimos  años,  en 
esa  edad- en  que  los  recuerdos  son  la  mitad  de  la  vida,  y  oyén- 
dole con  agrado  sus  reminiscencias,      pues  era  conversador 


14  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

amenisimo,  y  tocándole  nosotros  siempre  punto  para  que  vol- 
viese a  ellas,  no  fuimos  poca  parte  para  que  al  fin  &s  resol- 
viese a  compaginar  los  recuerdos  de  su  infancia  con  sus  apun- 
tes de  cartera  de  años  posteriores,  y  nos  diese  este  libro. 

Hay  en  este  libro  un  vacío  sobre  e>l  cual  le  llamamos  la 
atención,  pero  que  él  no  se  atrevió  a  llenar,  vacio  que  sus  mis- 
mas aventuras  explican  de  sobra. 

¿Por  qué  éJ,  que  cuenta  tantas  anécdotas  y  pinta  tantas 
situaciones,  no  ha  retratado  a  algunos  de  los  hombres  nota- 
bles que  conoció  en  su  larga  vida?  Er  guijarro  que  el  torrente 
arrastra  de  la  montaña,  abrupto  y  anguloso,  rodando  y  ro- 
dando, llega  por  fin  a  depositarse  en  el  lecho  del  río,  con  las 
faces  pulidas,  variada  su  forma  antigua,  pero  adaptado  para 
seguir  adelante  si  la  corriente  lo  arrastra  de  nuevo.  Don  Vi- 
cente Pérez  había  rodado  muchas  tierras,  había  conocido  mu- 
chos hombres,  y  de  sus  largas  peregrinaciones  y  trato  de  las 
gentes  aprendió  a  ser  con  todos  benévolo  y  equitativo,  y  con 
esa  prudencia,  casi  diríamos  cobardía,  que  se  llega  a  adqui- 
rir en  el  comercio  del  mundo,  temió  emitir  juicios  que,  pu- 
diendo  ser  contestables,  lo  pusieran  a  él  también  bajo  el  aná- 
lisis de  la  crítica. 

El  retrato  del  huaso  Rodríguez,  capitán  del  fuerte  de  San 
Rafael;  los  bosquejos  del  terrible  San  Bruno,  del  matemático 
Valle  jo,  y  algunos  otros,  manifiestan  cuánto  hubiera  ganado 
este  libro  con  una  galería  más  numerosa.  ¡Cuántos  perso- 
najes de  América  y  Europa  no  habríamos  visto  desfilar  ani- 
m.ados  ante  nosotros  por  su  pluma  colorista! 

Para  reparar  en  parte  este  que  consideramos  un  defecto 
que  le  ha  quitado  valor  al  libro,  vamos  a  insertar  dos  cartas, 
que  casi  son  dos  retratos,  copiadas  del  legajo  ds  su  corres- 
pondencia. 

Sea  la  primera  una  del  celebrado  argentino  don  Domin- 
go de  Oro,  especie  de  judío  errante  arrojado  desde  temprano 
a  la  emigración  por  las  revoluciones  de  su  patria,  y  natura- 
leza ricamente  dotada  que  malgastó  ochenta  años  encantan- 
do con  su  charla  por  dondequiera  que  pasaba,  sin  lograr  ja- 
más llegar  a  nada. 

"Buenos  Aires,  11  de  agosto  de  1879. 

"Señor  don  Vicente  Pérez  Rosales. 

"Mi  querido  amigo:  Espero  que  no  ha  de  extrañar  esta 
familiaridad  de  lenguaje,  por  muchos  que  sean  los  años 
transcurridos  desde  que  no  nos  vemos,  ni  siquiera  sabemos 
uno  de  otro.  Los  hombres  de  corazón  suelen  ser  m^alos  cal- 
culadores, y  cuando  se  trata  de  sentimiento  lo  primero  que 
olvidan  es  los  ?,ños.  Hablo  a  usted,  pues,  poniendo  a  un  lado 


RECUERDOS     DEL    PASADO  15 

unos  cuarenta  años  que  me  estorban.   Estamos  en  1835  sin 
anacronism.o. 

"En  los  periódicos  he  visto  que  usted  asistió  a  una  fun- 
ción pública,  y  apenas  he  llegado  aquí,  le  escribo  para  dar 
expansión  a  ia  satisfacción  que  me  causa  saber  que  existe, 
porque  desconfiaba  de  ello.  Le  doy  mil  abrazos  del  fondo  del 
alma. 

"Ahora  le  pido  que  me  dé  noticias  tan  minuciosas  como 
le  sea  posible,  de  su  pasado  y  su  presente,  así  como  de  las; 
personas  que  le  tocan  de  cerca,  y. . .  le  iba  a  agregar  otra  pe- 
tición, pero  se  da  haré  más  abajo. 

"Como  su  curiosidad  se  ha  de  excitar  algo  a  mi  respec- 
to, le  diré  que  dentro  de  50  días  tendré  79  años  cumplidos; 
que  estoy  inválido  y  camino  con  dos  bastones  trabajosamen- 
te; que  mi  físico  se  está  deshaciendo;  la  memoria  (no  la  del 
■corazón),  la  vLsta  y  el  oído  mal;  el  ánimo  entero,  y  ni  mi 
buen  humor  he  perdido.  Mal  de  fortuna,  como  siempre;  pero 
no  en  miseria,  porque  mi  hijo,  aunque  pobre  también,  cuen- 
ta con  que  hemos  cambiado  de  papeles.  Porque  yo  no  me 
doy  por  muerto,  y  en  prueba  de  ello  pronto  me  arrastraré  al 
Chaco,  que  empieza  a  poblarse,  y  donde,  probablemente,  aca- 
baré mis  días.  Estoy  satisfecho  de  mi  hijo  Antonio  y  de  su 
familia,  de  todos  mis  deudos  y  de  mis  antiguos  amigos,  que 
me  son  consecuentes. 

"Mi  habitación  es  una  especie  de  barbería  por  los  cuadros 
y  cuadritos  que  la  llenan .  La  sola  diferencia  que  hay  es  que 
todos  los  cuadros  son  retratos  de  vivos  y  muertos.  Entre  ios 
últimos  están  Juan  Espinosa,  Rafael  Valdés,  Juan  Gcdoy, 
Emigdio  Salvigni,  general  Las  Keras.  Para  darle  lugar  entre 
los  primeros,  quisiera  el  de  usted.  ¿No  me  mandará  usted 
una  tarjeta?  Su  carta  podría  venir  aquí  dirigida  al  doctor  don 
Tomás  Sarmiento,  a  don  Demingo  id.,  al  general  Mitre,  que 
cualquiera  de  ellos  me  la  encaminará.  Y  por  Mendoza,  po- 
dría mandarse  a  don  Tomás  García. 

"Me  aseguran  que  vive  don  Manuel  Portales.  Es  otra  de 
las  personas  de  ese  país  a  quien  tengo  gratitud  y  amistad, 
porque  me  honró  con  la  suya.  Si  usted  lo  trata,  déle  un  abra- 
zo cordial  a  mi  nombre,  añadiéndole  cuantas  expresiones 
afectuosas  sugiere  el  corazón  en  tales  casos.  También  quisie- 
ra su  retrato,  y  si  fuera  posible,  el  del  histórico  don  Diego. 

"Aquí  concluyo,  mi  amigo.  Le  repito  que  me  dé  la  satis- 
facción de  creer  que  para  mis  sentimientos  de  amistad  a  us- 
ted no  han  transcurrido  los  años  que  hace  que  los  sucesos  nos 
obligaron  a  perdernos  de  vista. 

"Siempre  suyo. 

7  Domingo  de  Oro." 


16  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Es  la  segunda  de  estas  cartas,  que  copiamos  de  su  origi- 
nal sin  traducirla,  un  billetito  que  lleva  la  firma  de  un  ban- 
quero israelita  de  Hamburgo,  primo  hermano  del  gran  poeta 
Enrique  Heine:  en  una  sola  frase  deja  sospechar  que  la  alta 
originalidad  oue  en  éste  admiramos,  no  es  tal  vez  sino  la 
quinta  esencia  en  él  concentrada  de  las  cualidades  críticas 
de  su  familia  y  de  su  raza. 

"Mon  cher  Monsieur, 

"J'ai  déjá  vu  votre  livre  au  club  (el  Ensayo  sobre  Chile), 
et  je  Tai  parcouru;  mes  remerciments  sinceres  de  votre  bon 
souvenir. 

"Je  vous  ai  cru  mauvais  su  jet  et  pas  gran  écrivain;  on  se 
trompe  bien  dans  ce  monde.  Votre  livre  est  tres  intéressant, 
et  je  ne  doute  pas  d'y  trouver  des  passages  amusantes. 

•'Mme.  Heine  et  mol  se  plaignent  beaucoup  de  ne  pa5 
vous  voir. 

"Votre  dévoué. 

"C.  Heine. 
"Monsieur  Pérez  Rosales." 


Deja  don  Vicente  Pérez,  además  de  e¿tos  Recuerdos  y  de 
varios  escritos  sobre  inmigración  y  sobre  agricultura,  de  los 
cuales  en  otra  parte  daremos  noticia,  una  obra  m^iscelánica  ti- 
tulada el  Diccionario  del  Entrometido,  del  qu-e  sólo  publicó 
fragmentos  y  que  nos  proponemos  en  estos  dias  entregar  por 
entero  a  la  luz  pública. 

Recuerdos  del  Pasado,  escrito  así  como  lo  ha  sido,  al 
correr  de  la  pluma  y  sin  pretensión  literaria  alguna,  es 
tal  vez  el  libro  más  original  que  hasta  hoy  ha  producido  la 
(prsnsa  chilena,  y  ,por  sí  solo  haría  vivir  el  nombre  de  su 
autor,  si  no  tuviese  titules  mejores  al  recuerdo  de  los  chile- 
nos. En  homenaje  a  sus  trabajos  de  colonizador,  una  de  las 
nuevas  poblaciones  del  sur  debería  llevar  el  nombre  de  Pé- 
rez Rosales.- 

LUIS  MONTT. 


PROLOGO  DE  LA   TERCERA   EDICIÓN 


Esta  tercera  edición  de  los  Recuerdos  del  Pasado  no  debe 
su  existencia  a  la  voluntad  expresa  de  su  autor,  sino  al  oficio- 
so y  muy  eficaz  empeño  de  un  generoso  amigo  para  quien  no 
hay  cuesta  arriba  cuando  se  trata  de  hacer  bien  a  sus  seme- 
jantes. 

Conociendo  el  señor  don  Nathaniel  Miers-Cox  el  triste  es- 
tado de  angustiosa  vida  a  que  la  pobreza  tenía  reducida  a  la 
santa  sección  de  caridad  que  tanto  enalteció  con  su  abnega- 
ción y  sus  luces  la  digna  Madre  Eulalia,  cuya  reciente  muerte 
así  lloran  los  amantes  de  las  virtuosas  prácticas  como  los  des- 
validos que  reportan  de  ellos  inmediatos  frutos,  no  ha  cesa- 
do un  solo  instante  de  arbitrar  medios,  más  o  menos  ingenio- 
sos, para  acudir  en  ayuda  de  los  humanos  propósitos  de  tan 
digna  corporación,  como  se  deduce  del  generoso  paso  que  mo- 
tiva la  presente  publicación. 

Oyó  decir  el  señor  Miers-Cox  que  mi  opúsculo  Recuerdos 
del  Pasado,  corregido  y  aumentado,  iba  a  pasar  por  orden 
mía,  así  como  mis  demás  manuscritos,  a  aumentar  el  núm.e- 
ro  de  aquellos  que  yacen  olvidados  en  los  estantes  de  la  Bi- 
blioteca Nacional,  y  esta  simple  noticia,  que,  por  insignifi- 
cante, ni  rastros  hubiera  dejado  en  la  mente  de  otro  alguno, 
bastó  para  despertar  en  la  del  señor  Miers-Cox  la  idea  de 
utilizarla  en  obsequio  de  sus  protegidas.  Propúsose  solicitar 
de  mí  el  obsequio  del  manuscrito,  correr  con  todos  los  gastos 
y  las  molestias  de  su  impresión,  y  entregar  la  edición  a  las 
benéficas  madres  para  que  la  vendiesen,  o  para  que  en  cam- 
bio de  las  limxsnas  que  pidiesen  pudiesen  dar  el  modesto  tri- 
buto de  un  ejemplar  impreso  santificado  con  el  propósito  con 
que  se  daba. 

En  verdad  que  al  redactar  los  desaliñados  apuntes  que  co- 
rren impresos  con  el  nombre  de  Recuerdos  del  Pasado,  ni  por 
acaso  atravesó  mi  mente  aquello  de  que  ellos  pudiesen  ser- 
vir para  más  calificado  objeto  que  para  manifestar,  con  la 
fuerza  del  ejemplo,  el  poder  de  la  perseverancia,  cuando  lu- 
chando contra  los  ataques  de  la  aviesa  suerte,  insiste  el  hom- 
bre en  buscar  el  humano  bienestar  sin  apartarse  de  los  pre- 
ceptos de  la  honradez  ni  desviarse  de  la  senda  del  trabajo. 


18  VICENTE     PÉREZ    ROSALES 

Cuando  me  hube  impuesto  del  objeto  de  la  visita  con  que 
me  honraba  el  señor  Miers-Cox,  no  pude  menos  de  expresar 
a  este  excelente  amigo  mi  repugnancia  a  acceder  a  sus  be- 
névolos deseos;  no  porque  yo  creyese  inoportuno  su  propósi- 
to, sino  por  la  poca  importancia  del  juguete  literario  que  se 
me  pedia  para  alcanzar  tan  noble  fin.  Fueron,  sin  embargo, 
tales  las  exigencias  del  generoso  solicitante,  y  tales  las  razo- 
nes que  supo  darme  aquel  recto  corazón,  siempre  dispuesto  al 
planteo  o  al  fomento  de  toda  patria  institución  que,  entra- 
ñando el  santo  principio  de  la  caridad  cristiana,  tiende  a  me- 
jorar la  condición  del  menesteroso,  que  si  el  señor  Miers-Cox 
ha  creído  que  cumplía  con  su  deber  exigiendo  lo  que  de  mi 
exigía,  yo  creo  haber  cumplido  con  el  mío,  después  de  resis- 
tirme, cediendo  a  sus  solícitos  deseos. 

Ve,  pues,  de  nuevo,  la  luz  pública  esta  edición  de  los  Re- 
cuerdos del  Pasado,  si  no  muy  mejorada  por  el  crecido  au- 
mento de  su  primitivo  contenido,  por  lo  menos  muy  purga- 
da de  los  empachosos  errores  que  nacen  y  corren  sin  freno 
en  las  boletines  de  los  diarios. 

Publicada  la  primera  edición  en  las  columnas  del  diario 
La  Época  de  la  capital,  cuando  el  autor  se  encontraba  a  la 
sazón  ausente,  fueron  tantos  los  falsos  testimonios  con  que 
la  impericia  del  corrector  agravó  los  que  levantaron  al  ma- 
nuscrito los  atropellados  cajistas,  que  bastaría  esto  solo  para 
imponer  silencio  y  taciturnidad  al  más  atrevido  escritor,  sí 
no  ofrecieran  socorrerle,  como  sucede  ahora,  más  atrevidos 
editores.  Con  todos  estos  errores  apareció  la  segunda  edi- 
ción, que  fué  tirada  por  separado  sobre  aquella  composición. 

Cierto  es  que  puede  tolerarse  que  un  cajista  haga  decir 
a  un  desventurado  escritor,  blancura  por  llanura,  terneros 
por  torreones,  tumultos  por  túmulos,  etc.,  pero  en  manera  al- 
guna que  se  dejen  correr  hasta  contradicciones,  como  ser,  tí- 
mido por  temido,  no  se  podía  por  podía,  desconocidos  por  co- 
nocidos, desairado  por  airado,  etc.,  y  basta,  porque  reprodu- 
cir cada  uno  de  estos  descuidos,  amén  de  correcciones  de  pa- 
labras y  aun  de  fechas,  sería  reproducir  la  obra  entera. 

De  desear  es,  ahora,  que  el  generoso  propósito  del  señor 
don  Nathaniel  Miers-Cox  se  cumpla  en  toda  la  extensión  de 
sus  deseos,  y  creo  que  se  cumplirá,  por  poco  valioso  que  sea  el 
regalo;  porque  si  es  cierto  lo  que  sienta  el  inmortal  Cervantes 
en  su  Quijote:  que  "no  hay  libro  tan  malo  que  no  tenga  al- 
guna cosa  buena",  por  malo  que  sea  el  de  los  Recuerdos  del 
Pasado,  siempre  tendrá  de  bueno  el  objeto  a  que  le  destina  el 
generoso  desprendimiento  del  señor  Miers-Cox,  y  el  nombre 
de  la  santa  corporación  que  le  sirve  de  Mecenas. 

20  de  agosto  de  1886. 


PROLOGO  DE  LA   SEGUNDA  EDICIÓN 


La  palabra  que  estas  líneas  encabeza  no  siempre  tiene  el 
verdadero  significado  que  se  le  atribuye,  pues  que  siendo  las 
más  veces  el  prólogo  obra  posterior  y  no  anterior  a  los  escri- 
tos que  encamina,  más  le  cuadraría  el  nombre  de  postfacio 
que  el  de  prefacio,  que  es,  precisamente,  lo  que  ahora  aconte- 
ce respecto  a  los  Recuerdos  del  Pasado  contenidos  en  la  pre- 
sente publicación. 

Gomo  mis  amigos,  al  oírme  referir  algunos  rasgos  de  mi 
andariega  y  no  siempre  afortunada  vida,  me  han  expresado 
deseos  de  verlos  escritos  de  mi  puño  y  letra,  sin  sospechar  si- 
quiera que  ya  lo  estuviesen  en  algunas  revistas  periódicas, 
bien  que  bajo  el  velo  de  pura  invención  o  de  amena  literatu- 
ra, he  creído  complacerles  reuniendo  en  un  solo  cuerpo  las 
pocas  memorias  que  me  ha  sido  dado  recoger,  asignando  a  ca- 
da una  de  ellas  su  verdadero  significado  y  la  colocación  cro- 
nológica que  en  el  curso  de  mi  vida  le5  corresponde. 

No  se  crea,  sin  embargo,  que,  al  aclarar  este  misterio,  en- 
trego impávido  a  la  publicación  la  vida  estéril  de  un  simple 
individuo;  porque  al  escribir  las  aisladas  memorias  que  ahora 
recopilo,  no  sólo  tuve  en  mira  combatir  errores  y  reírme  de 
ridiculeces  propias  y  ajenas,  para  desterrarlas  de  mi  patria, 
sino  también  consignar,  en  calidad  de  testigo  presencial,  lo 
que  éramos,  para  mejor  valorizar  lo  que  somos,  y  lo  que  pu- 
diéramos ser,  si  hubiéramos  sido  menos  remisos  en  seguir 
ejemplos  dignos  de  ser  imitados. 

Da  prueba  de  estos  últimos  propósitos  lo  escrito  sobre  la 
colonización,  y  lo  ratifica  mi  viaje  a  California,  que  di  a  luz 
con  el  solo  objeto  de  exhibir  ante  los  ojos  de  mis  paisanos  los 
portentosos  progresos  materiales  e  intelectuales  que  alcanza 
siempre  la  libre  iniciativa  individual,  cuando  al  firme  propó- 
sito de  adquirir  aquello  que  se  desea  se  agrega  la  convicción 
yanqui:  que  el  verdadero  capital  en  el  mundo  es  la  juiciosa 
aplicación  o/  bone  and  muscle. 

Testigo  siempre,  y  muchas  veces  actor,  bosquejo  ios  he- 
chos que  relato  ajustándome  a  la  forma  y  colorido  que  tenían 
cuando  se  exhibieron  a  mi  vista;  y  si  ahora,  muy  a  pesar  mío, 
y  con  el  solo  objeto  de  dar  má^  unidad  a  este  ligero  juguete, 


20  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

¿e  me  ve  emplear  con  frecuencia  el  antipático  yo  individual, 
es  porque  no  pueden  escribirse,  excluyéndolo,  recuerdos  pre- 
senciales. 

No  encontrarán  mis  amigos  en  este  opúsculo  ni  aconte- 
cimientos completos,  ni  igualdad  en  el  estilo  en  que  se  narran, 
porque,  en  el  viaje  de  la  vida,  los  hechos  presenciales  sólo  pue- 
den tener  la  ilación  de  continuidad  que  la  fecha  en  que  ocu- 
rrieron les  asigna;  ni  tampoco  puede  haber  estilo  iguad  y  sos- 
tenido, porque  entre  lo  serio  y  lo  ridiculo,  entre  el  llanto  y 
la  alegría  a  que  están  sometidos  los  humanos  acontecimien- 
tos, no  cabe  muchas  veces  transición. 

Santiago,  20  de  abril  de  1882. 


CAPITULO  PRIMERO 

De  cómo  el  Santiago  del  año  de  1814  al  del  22  no  alcanza  a  ser 
ni  la  sombra  del  Santiago  de  1860. 

¿Qué  era  Santiago  en  1814?  ¿Qué  era  entonces  esta  ciu- 
dad de  tan  aventajada  estatura  hoy  para  su  corta  edad,  y  que 
a  las  pretensiones  más  o  menos  fundadas  de  gran  pueblo  reú- 
ne aún  las  pequeneces  propias  de  la  aldea? 

Santiago  de  1814,  para  sus  felices  hijos  un  encanto,  era 
para  el  recién  llegado  extranjero,  salvo  el  cielo  encantado  de 
Chile  y  el  imponente  aspecto  de  los  Andes,  una  apartada  y 
triste  población,  cuyos  bajos  y  mazacotudos  edificios,  bien 
que  alineados  sobre  rectas  calles,  carecían  hasta  de  sabor  ar- 
quitectónico. Contribuía  a  disminuir  el  precio  de  esta  joya 
del  titulado  Reino  de  Chile,  hasta  su  inmundo  engaste,  por- 
que si  bien  se  alzaba  sobre  la  fértil  planicie  del  Mapocho,  li- 
mitaba su  extensión,  al  norte  el  basural  del  Mapocho;  al  sur 
el  basural  de  la  Cañada;  al  oriente  el  basural  del  recuesto  del 
Santa  Lucía,  y  el  de  San  Miguel  y  San  Pablo  al  occidente. 

Si  la  orla  de  Santiago  era  basura,  ¿qué  nombre  podría 
cuadrar  a  los  campos  que  arrancaban  de  ella,  vista  la  índole 
apática  y  satisfecha  de  sus  ceremoniosos  hijos?  _^ 

Sólo  el  valle  oriental  del  pueblo,  merced  a  las  aguas  del 
Manzanares  chileno  y  a  las  de  los  cristalinos  arroyos  que  sur- 
gen de  los  primeros  escalones  de  los  Andes,  era  un  verdadero 
jardín,  comparado  con  los  yermos  campos  que  se  extendían/ 
al  norte,  al  oriente  y  al  sur  de  nuestra  capital.  — ^ 

El  llano  de  Maipo,  verdadera  hornaza  donde  el  sol  esti-1 
val  caldeaba  sin  contrapeso  el  sediente  pedrero,  sólo  ostenta- 
ba, en  vez  de  árboles,  descoloridos  romeros,  y  en  vez  de  pas- 
tos, el  fugaz  pelo  de  ratón.  Allí,  según  el  poético  decir  de  nuesj 
tros  huasos,  ni  el  canto  de  las  diucas  se  escuchaba.  '"^ 

¡Quién  al  contemplar  la  satisfecha  sorna  de  nuestro  mo- 
do material  de  hilar  la  vida,  hubiera  podido  adivinar  enton- 
ces, que  andando  el  tiempo,  esos  inútiles  eriazos  visitados  por 
vez  primera  el  año  20  por  el  turbio  Maipo,  época  en  que  este 
río  unió  parte  de  su  fecundo  caudal  con  las  escasas  y  siem- 
pre disputadas  aguas  del  Mapocho,  habían  de  ser  los  mismos 


22  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

por  donde  ahora  brama  y  corre  la  locomotora  a  través  de  las 
1  frescas  arboledas  que  circundan  mil  valiosas  heredades  rústi- 
\  cas,  en  cada  una  de  las  cuales  la  industria,  y  el  arte  y  las  co- 
'  modidades  de  la  vida,  parece  que  hubiesen  encontrado  su  na- 
tural asiento!  ¡Quién  hubiera  imaginado  que  aquellos  inmun- 
dos ranchos  que  acrecían  la  ciudad  tras  el  basural  de  la  an- 
tigua Cañada,  se  habían  de  convertir  en  parques,  en  suntuo- 
sas y  regias  residencias,  y  lo  que  es  más,  que  el  mismo  basural 
se  habia  de  tomar  en  Alameda  de  las  Delicias,  -oa^eo  que.  sin 
ruborizarse,  puede  envidiarnos  para  sí  la  más  pintada  ciudad 
de  la  culta  Eurona!  Milas,ros  todos,  hijos  legítimos  de  nuestro 
inmortal  12  de  febrero  de  1818,  época  en  la  que,  rota  defini- 
tivamente la  valla  que  se  alzaba  entre  nosotros  y  el  resto  del 
mundo  civilizado,  nos  resolvimos  a  campear  por  nuestra  pro- 
pia y  voluntaria  cuenta, 

Pei^o  no  anticipemos. 

Santiago,  que  veinticuatro  años  después  de  la  época  a  que 
me  refiero  sólo  contaba  con  46,000  habitantes,  visto  desde  la 
altura  del  Santa  Lucía,  parecía,  por  sus  muchos  arbolados, 
una  aldea  compuesta  de  ca^sas-quintas  alineadas  a  uno  y  otro 
lado  de  calles  cuyas  estrechas  veredas  invadían  con  frecuen- 
cia, ya  estribos  salientes  de  templos  y  de  conventos,  ya  pilas- 
trones  d-e  casas  más  o  m.enos  pretenciosas  de  vecinos  acauda- 
lados: cosa  que  no  debe  causar  maravilla,  porque  la  Iglesia  y 
la  Riqueza  nunca  olvidan  sus  tendencias  invasoras. 

Nuestra  capital  sólo  contaba  con  una  recova  y  con  una 
sola  plaza  mayor,  en  la  cual  se  encontraban,  junto  con  las  me- 
jores tiendas  de  comercio,  la  Catedral',  un  convento  de  mon- 
jas, la  residencia  de  las  autoridades,  el  cabildo,  y  la  inexo- 
rable cárcel  pública,  que.  a  usanza  de  todos  los  pueblos  de  ori- 
gen español,  ostentaba  su  adusta  reja  de  fierro  y  las  puercas 
manos  de  los  reos  que.  asidos  a  ella,  daban  audiencia  a  sus 
cotidianos  visitantes.  Era  cosa  común  ver  todas  la-s  mañanas 
tendidos,  al  lado  de  afuera  de  la  arquería  de  este  triste  edifi- 
cio, uno  o  dos  cadáveres  ensangrentados,  allí  expuestos  por 
la  policía  para  que  fuesen  reconocidos  por  sus  respectivos 
deudos. 

Desde  la  puerta  de  la  cárcel,  y  formando  calle  con  la  que 
ahora  llamamos  del  Estado,  se  veía  alineada  una  fila  de  bur- 
dos casuchos  de  madera  y  de  descuidados  toldos,  aue,  con  el 
nombre  de  baratillos,  hacían  entonces  las  veces  de  las  gra- 
ciosas y  limpias  tiendecillas  que  adornan  ahora  las  bases  de 
las  columnas  del  nortal  Fernández  Concha.  Tras  aquellos 
repugnantes  tendejones  se  ostentaba  un  mundo  de  canastos 
llgnos  de  muy  poco  fragantes  zapatos  ababuchados.  que  es- 
peraban allí  la  venida  de  los  sábados  para  proveer  de  calza- 
do a  los  hijos  de  las  primeras  familias  de  la  metrópoli,  por- 


RECUERDOS    DEL    PASADO  23 


que  parecía  de  ordenanza  que  a  esos  jovencitos  sólo  debía  du- 
rar una  semana  un  par  de  zapatos  de  a  cuatro  reales  el  par. 

En  vez  del  actual  portal  Fernández  Concha  existía  una 
baja  y  obscura  arquería,  donde  estaban  colocadas  las  tiendas 
de  más  lujo,  verdaderos  depósitos  de  abasto,  en  los  cuales 
encontraba  él  comprador,  colocados  en  la  forma  más  demo- 
crática, ricos  géneros  de  la  China,  brocados,  lamas  de  oro, 
gafetas,  zarazas,  lozas  y  cristales,  cuentas  para  rosarios,  cha- 
quiras,  juguetes  para  niños,  cuadros  de  santos,  cohetecitos  de 
la  China,  azúcar,  chocolate,  yerba,  quincalla,  y  cuanto  Dios 
crió,  alumbrado  de  noche  con  velones  de  puro  sebo  colocados 
en  candeleros  de  no  menos  puro  cobre,  con  su  obligado  sé- 
quito de  platillos,  de  despabiladeras  y  de  chorreras  de  sebo. 

En  medio  de  aquella  plaza,  que  así  servía  para  las  proce- 
siones y  para  las  corridas  de  toros  como  para  el  lucimiento  de 
las  milicias,  se  veía  un  enorme  pilón  de  bronce  rodeado  siem- 
pre de  aguadores,  que  después  de  llenar  con  mates  (caZaüa- 
zos)  los  barriles  de  sus  cabalgaduras,  proveían  de  agua  pota- 
ble a  la  población;  y  a  uno  y  a  otro  lado,  con  frecuencia  una 
o  dos  horcas  para  los  ajusticiados,  sin  que  su  tétrica  presen- 
cia desterrase  ni  por  un  instante  de  aquella  aristocrática  pla- 
za la  fatídica  y  permanente  estaca  que  llamaban  rollo. 

Valdivia  ni  soñó  siquiera  con  la  probable  altura  que,  con 
el  tiempo,  debían  alcanzar  las  casas  de  la  capital  cuando  su 
recto  trazado  ejecutaba,  puesto  que  sus  calles  de  regular  an- 
chura para  casas  de  un  solo  piso,  ya  son  angostas  para  casas 
de  dos,  y  bastaría  un  piso  más  para  que  quedasen  condenadas 
a  perpetua  sombra. 

Gozaban  las  casas  de  patios,  de  corrales  y  de  jardines;  to- 
das ostentaban,  por  entrada,  enormes  portones,  en  cuyas  ro- 
bustas manos  lucían  filas  de  abultados  pernos  de  cobre  pa- 
ra aumentar  su  solidez;  y  a  ninguna  de  aquellas  que  perte- 
necían a  magnates  hacía  falta,  a  guisa  de  adorno  coronan- 
do el  portón,  un  empingorotado  mojinete  triangular,  en  cu- 
yo centro  se  veían  esculpidas  las  armas  que  acreditaban  la 
nobleza  de  sus  respectivos  dueños. 

Todavía  el  lujo  extranjero  ni  pensaba  invadirnos;  así  es 
que  los  salones  de  nuestros  ricos-homes  sólo  ostentaban  lujo 
chileno;  en  vez  de  empapelado,  blanqueo;  en  vez  de  alfom- 
bra de  tripe  cortado,  estera  de  la  India  o  alfombra  hechiza 
que  ocupaba  sólo  el  cenCro  del  salón  y  dejaba  francos  los  la- 
dos de  la  pared  para  los  asientos,  cuya  colocación  concorda- 1 
ba  con  las  rígidas  apariencias  morales  propias  de  aquel  en- 
tonces; porque  los  destinados  a  las  señoras  se  colocaban  siem- 
pre en  el  costado  opuesto  a  aquel  donde  sólo  debía  sentar&e  el 
sexo  masculino.  Dedúcese  de  esta  poco  estratégica  colocación 
para  las  amorosas  batallas,  la  mutua  angustia  de  los  enamo- 


24  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

rados,  aunque  es  fama  que  ellos  se  desquitaban  después,  ya 
por  entre  las  rejas  de  las  ventanas  que  daban  a  la  <;alle,  ya 
por  sobre  las  bardas  de  las  paredes  de  los  corrales.  Por  lo  de- 
más, mesas  de  maderas  con  embutidos  de  lo  mismo,  junto 
con  sus  blandones  de  maciza  plata,  ostentaban  imágenes  re- 
ligiosas, pastillas  adornadas  del  Perú,  pavos  de  filigrana  de 
plata,  y  mates,  manserinas,  sahumadores  y  pebeteros  del 
mismo  metal.  El  adorno  de  das  paredes  se  reduela  a  uno  o 
dos  espejos  con  marcos  de  recortes  de  espejitos  artísticamen- 
te acomodados,  uno  que  otro  cuadro  del  santo  de  la  devoción 
de  la  familia,  y  tal  cual  espantable  retratón  de  algún  titula- 
do antecesor  hecho  por  el  estilo  del  buen  Josephus  Gil.  El 
alumbrado  de  todo  el  retablo  se  hacía  con  velones  de  sebo,  y 
en  los  inviernos  se  templaba  el  aire  del  salón  con  brasas  de 
carbón  de  espino  colocadas  en  un  poderoso  brasero  de  pla- 
ta maciza  con  su  guapa  tarima  en  medio  del  aposento. 

Las  familias  menas  acomodadas  ostentaban  en  sus  salas 
de  recibo  el  mismo  lujo  que  las  ricas;  pero  en  menor  escala, 
porque  salvo  la  presencia  del  pianoforte,  muy  escasos  enton- 
ces, o  la  del  clave,  instrumentos  que  el  pobre  suplía  con  la 
guitarra  arrimada  a  la  pared,  y  la  de  la  alfombra  entera,  que 
el  pobre  suplía  también  con  una  tira  de  jergón  colocada  so- 
bre una  tarima  bajo  la  cual  se  sentía  el  retozo  de  algunos 
cuicitos,  ver  una  sala  de  recibo  bastaba  para  poder  dar  a  las 
demás  por  vistas. 

No  sucedía  lo  mismo  con  el  lujo  exterior,  cuyo  símbolo 
principal"  era  la  calesa,  pues  semejante  carruaje  sólo  por  no- 
bles era  usado.  Este  espantable  vehículo,  con  ruedas  por  de- 
trás, con  una  fila  de  clavos  jemales  enhiestos  en  la  tabla  que 
les  servía  de  unión,  para  evitar  que  los  niños  de  la  calle  au-  ' 
mentasen  con  su  peso  el  abrumador  del  armatoste,  con  sopan- 
das de  cuero,  con  llantas  a  pedacitos  sujetas  en  las  camas 
con  monstruosos  estoperoles.  era  para  la  gente  acomodada, 
arca  de  Noé  tirada  por  una  sola  muía,  sobre  la  cual,  para  ma- 
yor abundamiento,  se  arrellanaba  el  auriga,  zambo  gordo,  con 
su  correspondiente  poncho  y  sombrero  guarapón. 

Las  calles  que  atravesaba  dando  coscorrones  este  digesti- 
vo vehículo,  en  vez  de  convexas,  eran  cóncavas,  y  por  su 
centro,  orillado  de  pedrones,  corrían  regueros  del  Mapocho. 

No  carecía  de  chiste  lo  que  llamaban  alumbrado  públi- 
co. (Consistía  éste  en  un  farol  que  la  policía  obligaba  a  cos- 
tear a  cada  uno  de  los  vecinos  del  buen  Santiago,  para  que, 
colgado  en  el  umbral  de  la  puerta  de  la  calle,  alumbras?,  con ' 
una  velita  de  sebo,  algo  siquiera  de  las  solitarias  calles,  en 
las  primeras  horas  de  la  noche.  Mas,  como  la  policía  no  fija- 
ba ni  la  clase  de  farol,  ni  el  tamaño  de  la  vela,  faroles  de  pa- 
pel y  agonizantes  y  corridos  cabitos  de  sebos  lanzaban  desde 


RECUERDOS     DEL     PASADO  25 

muchas  puertas  una  mezquina  y  opaca  luz  sobre  las  no  muy 
limpias  veredas  que  tenían  al  frente,  y  digo  no  muy  limpias, 
porque,  si  medio  siglo  después  aquellas  garitas  de  aseo  que 
bautizó  el  uusblo  con  el  nombre  de  chaurrinas  no  fueron 
aceptadas,  dejo  al  lector  deducir  lo  que  sería  el  tal  aseo  me- 
dio siglo  antes.  A^í  es  que  para  evitar  indecentes  encuentros, 
las  dam.as  que  salían  a  visitar  de  noche  iban  siempre  precedi- 
das de  un  sirviente  que,  armado  de  un  garrote  y  provisto  de 
un  farol,  se  detenía  a  cada  momento,  ya  para  alumbrar  el 
pasaje  de  las  acequian  que  corrían  a  cara  descubierta  por  el 
medio  de  las  calles  derechas,  ya  para  hacer  lo  mismo  en  el  de 
las  subterráneas  de  las  atravesadas,  cuyos  desbordes,  que  lla- 
maban tacos,  inundaban  con  asquerosas  avenidas  trechas  ex- 
tensos de  la  vía  pública. 

Pero  no  se  crea  que  porque  hablamos  de  garrotes  y  de  fa- 
rolitos pretendemos  sentar  que  la  capital  del  Reino  de  Chile 
carecía  entonces  de  policía  nocturna  de  seguridad:  poraue  esa 
policía  existía  y  con  el  curioso  nom.bre  de  Serenía,  así  como 
sus  soldados,  con  el  de  serenos;  si  bien  hasta  ahora  nadie  ha 
podido  adivinar  si  este  nombre  proviene  del  sereno  que  cogía 
el  guardián  en  las  noches  claras,  o  bien  de  la  serenidad  con 
que  aguantaba  los  aguaceros  en  las  noches  turbias.  El  sere- 
no, a  su  privativa  oblieación.  reunía  la  de  asustar  al  diablo  y 
la  de  ser  el  reloj  y  el  barómetro  ambulante  del  pueblo.  Oían- 
se a  cada  rato,  en  las  silenciosas  horas  de  la  noche,  los  desapa- 
cibles berridos  de  estos  p-uardianes.  quienes,  tras  im  destem- 
plado y  estrenitoso  ¡Ave  María  Purísima! .  gritaban  la  hora  que 
sonaba  el  histórico  reloj  del  templo  de  la  Compañía,  y,  en  se* 
guida,  el  estado  atmosférico. 

Un  día,  después  de  recorrer  las  casas  del  barrio,  entró  en 
la  de  mis  padres,  con  gran  séquito  de  muchachos  y  de  curio- 
sos, una  bandeja  que  bajo  una  añascada  servilleta  ocultaba 
en  su  centro  un  misterioso  bulto.   ¿Qué  podría  ser  aquello? 

¿Por  qué  se  daban  tanta  prisa  en  santiguarse  las  beatas 
al  aproximarse  a  la  bandeja?  ¡Qué  otra* cosa  había  de  ser  si- 
no aue  allí  estaba  en  el  cuerpo  y  alma  el  mismísimo  zapato  del 
diablo,  con  sus  clavos  gastados,  su  talón  caído  y  su  azufrado 
aliento!  Decía  la  crónica  de  entonces,  que  la  noche  anterior. 
al  atravesar  el  diablo  la  plazuela  de  la  Comoañía,  caballero 
sobre  otro  diablo  introducido  en  una  yegua,  tuvo  tal  susto  al 
oír  un  inspirado  ¡Ave  María!  que  le  disparó  un  sereno  al  can- 
tar la  hora  que.  sobrecogido,  cerdió  los  estribos,  y  que  al  volar 
maldiciendo  y  dándose,  asimismo,  calle  abajo,  se  le  había  caí- 
do anueT  zanato. 

Exhibiciones  que  tan  a  lo  vivo  como  ésta  manifestaban  eJ 
estado  de  inocente  credulidad  en  que  nuestro  pueblo  se  en- 
contraba en  la  época  colonial,  no  eran  escasas;   pues  yo  re- 


26  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

cuerdo  haber  visto,  después  de  la  batalla  de  Chacabuco,  otra 
bandeja  igualmente  andariega  y  misteriosa,  en  la  cual,  en 
vez  de  un  sucio  chancletón,  se  veía  un  celemín  de  colitas  de 
marrano,  aue  nasaban  por  apéndices  traceros  cortados  por 
nuestros  soldados  en  el  fragor  de  aquella  refriega  a  los  sarra- 
cenos, nombre  que  también  se  daba  entonces  a  los  militares 
peninsulares . 

Pero,  si  es  cierto  que  Santiago  no  gozaba  de  aquellos  re- 
galos ni  de  aquellas  comodidades  que  constituyen  lo  que  los 
ingleses  llaman  co7ifortable.  también  lo  es  que  a  medida  oue 
hemr<;  ido  entrando  en  ellas,  hemos  ido  periiendo  aquslla 
manifiesta  y  leal  confraternidad,  aquella  envidiable  franaue- 
za  que  desnlegaban  los  dueños  de  casa  para  con  las  familias 
amigas  o  desconocidas  que  venían  de  otro  barrio  a  avecindar- 
se en  el  suyo;  núes  al  recado  de  felicitación  se  unía  siempre  el 
ofrecimiento  de  la  paila  y  de  la  jeringa.  Esta  confraternidad 
su>^ía  d^  Dimto  nara  con  los  deudos  y  convidados,  sobre  todo 
a  la  hora  de  comer.  La  dueña  de  casa,  a  ñoco  de  principiar  la 
comida,  buscaba  solícita  en  su  propio  plato  o  en  el  de  aceitu- 
nas, que  nunca  hacía  falta  en  la  mesa,  un  apetitoso  bocado, 
y.  elevándolo  con  '^n  nroDio  tenedor,  se  lo  ofrecía  con  srracioso 
ademán  al  convidado,  auien,  haciendo  con  presteza  otro  tan- 
to con  su  tenedor,  devolvía  a  la  dama  la  fineza  con  un  cortés 
saludo.  Cuando  se  servía  algún  guiso  o  alguna  notable  con- 
fección culinaria,  al  momento  el  dueño  de  casa  se  acordaba 
de  aauel  de  sus  amigos  o  parientes  aue  más  gustaba  de  este 
bocado.  V  en  el  acto,  colocado  en  una  fuente  con  tapa  un  buen 
trozo  del  aoptitoso  manjar,  cubierto  todo  con  una  añascada  y 
limoia  servilleta,  caminaba  para  la  casa  del  favorecido.  Pe- 
ro esto  nada  era  en  comparación  del  recado  aue  acompañaba 
^1  obsequio,  recado  que  era,  es,  y  será  mientras  vivan  hom- 
brps  en  el  mundo,  la  ouinta  esencia  de  todas  las  finesas  ha- 
bidas y  por  haber.  Decía  así:  "mando  a  usted  ese  bocado. 
voroue  me  estaba  gustando".  Ese  me  estaba  gustando,  aue 
tamnoco  se  usa  en  el  día  en  narte  alguna  por  lo  difícil  que 
ps  al  hombre  traducir  en  hechos  su  significado,  se  usaba  en- 
tonces en  Chile:  y  a  fe  nue  .si  el  buen  Víctor  Hua:o  le  cogiese 
a  mano,  si  nara  traducir  el  sentido  de  la  norquería  que  diio 
el  irritado  Cambronne  empleó  náerinas  enteras,  para  el  me 
estaba  gustando,  escribiría  tres  tomos. 

El  bello  sexo  santiagueño  del  año  14  merecía,  sin  ser  tan 
artificioso  en  su  atavío  como  lo  es  el  del  día,  el  nombre  de  be- 
llo oiie  .siemnr?  1?  ha  -entaio. 

El  adorno  de  la  cabeza  se  reducía,  en  vez  de  sombrero  eu- 
roneo  al  prooio  e  incomnarable  cabello  de  la  mujer  chilena, 
a.  la  airosa  mantilla,  y  a  tal  cual  flor  recién  cogida  del  jardín. 
Las  niñas  lucían     simples  trenzas     y  sólo  levantaban  moño 


RECUERDOS     DEL     PASADO  27 

cuando  se  casaban.  Lo  que  es  polvo  de  arroz,  velutina,  bri- 
llantina y  cuantas  trampas  terminan  en  ina.  no  se  merecían 
en  aquella  época;  pero  a  trueque  de  todos  ellas,  nunca  dejó 
de  oírse  a  todas  horas  en  las  calles  de  Santiago  la  voz  chillo- 
na de  una  vieja  que  de  puerta  en  puerta  repetía:  ¡Oblea!  ¡ Pa- 
juela f  ! Solivian  crudo!  Eran:  lo  orim-ero.  unas  hostias  mal  he- 
chas, de  las  cuales  cortaba  con  tijera,  el  que  escribía,  cuadros 
para  pegar  el  cierro  de  sus  cartas;  lo  segundo,  mechas  de  al- 
godón azufradas  que  desempeñaban  las  funciones  de  los  fós- 
foros del  día:  y  lo  tercero,  el  precursor  obligado  de  todos  los 
afeites  femeninos. 

La  palidez  y  las  ojeras  sólo  indicaban  entonces  enferme- 
dades, calaveradas  o  malas  noches,  y  nunca  la  echaron  de  ce- 
bo para  atraer  enamorados,  ni  de  galas  de  hermosura,  como 
sucedió  después.  Merced  a  la  sencillez  y  a  la  lim.pieza  del  ves- 
tido corto,  nunca  profanado  por  la  tierra  y  la^  inmundicias  de 
la  cai'le,  lucía  en  todas  partes  la  airosa  santiagueña  imo  de 
sus  más  inocentes  y  poderosos  atractivos,  aquel  pulido  y  bien 
calzado  píe  aue  nunca  deja  de  admirar  la  raza  sajona  cuando 
visita  las  regiones  meridionales:  así  es  aue  ni  en  la  mente  más 
extravasante  pudo  detenerse  entonces  la  estrafalaria  idea  de 
aue  algún  día  llegase  la  muier  chilena,  por  esníritu  de  imita- 
ción, a  ocupar  su  pie  bajo  los  polvorosos  pliegues  de  una  as- 
auerosa  escoba  de  barrer  calles,  que  no  es  otra  cosa  el  traje 
rico  y  arrastrado  aue  ahora  llevan.  Ocurriósele  en  aquel  tiem- 
po a  una  bisoja,  pero  elegante  y  acaudalada  moza  española, 
encubrir  su  defectuoso  mirar  echándose  al  descuido  y  con 
cuidado  sobre  el  ojo  izauierdo  un  crespo  de  sus  preciosos  ca- 
bellos, y  las  chilenas  encubrieron  uno  de  sus  dos  luceros,  por 
entrar  en  la  moda.  QuL^n  una  barrigona  embarazada  dar  a  sus 
dos  contrapuestas  promínencíasnina  f  orma  mas"  acepta  bier  y 
se  caló  el  guardaínfáñte7Güe  acabcTpoF  crinolina,  y  las  donce- 
llas chilenas,  sin  t-ener  infantes  que  guardar,  se  plantaron 
también  su  guardainfante.  A  otra  vieja  francesa,  por  en- 
<;ubrir  las  arrugas  de  su  frente,  se  le  ocurrió  desparramar  so- 
bre aquel  eriazo  un  borbollón  de  crespos  postizos,  y  las  chi- 
lenas ocultaron  y  siguen  ocultando  su  hermosa  y  tersa  frente 
con  esos  extravagantes  apéndices  aue  sólo  pueden  caer  bien  a 
las  viejas  y  a  los  caballos.  Pero  consolémonos,  núes  todas  es- 
tas tramnillas  no  alcanzan  sólo  a  la  mujer  chilena,  porque 
son  importadas. 

,  Embrionaria  por  demás*  era  la  educación  escolar  en  aquel 
pasado  tiempo;  la  que  se  daba  a  la  mujer  se  reducía  a  leer, 
a  escribir  y  a  rezar;  la  del  hombre  que  no  aspiraba  ni  a  la 
iglesia  ni  a  la  toga,  a  leer  con  sonsonete,  a  escribir  sin  gra- 
mática, y  a  saber  de  saltado  la  tabla  de  multinlicar,  con  aque- 
llo de  fuera  de  los  nueves.  Olvidábaseme  de-cir  que  el  alfabe- 


VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


to  tenía  una  letra  más  de  las  que  ahora  tiene,  la  Cruz  de 
Malta,  que  precedía  a  la  letra  A.  y  que  se  llamaba  Crlstus. 

Nuestras  escuelas  de  hombres,  adonde  concurríamos  niñi- 
tos  hasta  de  17  años  de  edad,  todos  de  chaqueta  y  mal  traí- 
dos, no  por  falta  de  recursos,  sino  por  sobrado  desastrosos,  a 
pesar  del  látigo  y  del  mango  del  plumero  manejado  con  bas- 
tante destreza  por  nuestros  graves  antecesores,  se  reducían 
a  un  largo  salón  partido  de  por  medio  por  una  mesa  angosta 
que  dividía  a  los  educados  en  dos  bandas,  para  que  pudiesen 
mejor  disputarse  la  palma  del  saber.  Uno  de  los  costados  de 
la  mesa  llevaba  el  nombre  de  Roma,  el  otro  el  de  Cartago;  y 
un  cuadro  simbólico  representando  la  cabeza  de  un  borrico, 
de  cuvo  hocico  colgaban  un  látigo  y  una  palmeta,  era  por  su 
mudable  colocación  el  castigo  del  vencido  o  el  premio  del  ven- 
cedor. 

El  profesor  o  dómine,  quien,  como  todos  los  de  su  especie 
entonces,  podía  llamarse  don  Tremendo,  ocupando  en  alto  una 
de  !as  cabeceras  del  salón,  ostentaba  sobre  la  mesa  que  tenía 
por  delante,  al  lado  de  algunas  muestras  de  escritura  y  dP: 
tal  cual  garabateado  catón,  una  morruda  palmeta  con  su  co- 
rrespondiente látigo,  verdaderos  propulsores  de  la  instrucción 
y  del  saber  humanos  en  una  época  en  oue  se  encontraba  su- 
mo chiste  y  mucha  verdad  al  dicho  brutal:  la  letra  con  san- 
gre entra. 

En  cuanto  a  la  educación  superior,  peor  es  meneallo,  por- 
que todo  lo  aprendíamos  en  latín,  para  mayor  claridad.  Del 
estudio  esnecial  del  idioma  español,  ¿para  aué  hablar?  ni 
¿quién  podía  perder  tiempo  en  ponerse  a  estudiar  un  idioma 
que  todos  nacíamos  hablando?  Como  diz  que  se  expresó,  por 
mal  de  sus  pecados,  el  buen  don  Juan  Egaña  cuando  se  le 
consultó  si  el  estudio  de  la  gramática  castellana  debería  o  no 
entrar  a  formar  parte  de  los  ramos  esoeciales  que  se  ense- 
ñaban en  nuestros  colegios.  Y  ya  que  el  acaso  me  ha  hecho 
topar  con  la  gramática  de  la  Academia  Española,  no  está  de 
más  que  sepan  nuestras  sabios  del  día  que  en  1814  ni  vis- 
lumbre siquiera  existía  en  Chile  de  semejante  mueble.  En  las 
conversaciones  oue  el  acaso  me  proporcionaba  tener  con  el 
distinguido  patriota  y  sabio  .iurisconsulto  don  Gabriel  Pal- 
ma sobre  la  educación  que  se  daba  en  Chile  a  la  juventud  en 
acuella  época,  me  aseguró,  y  este  dato  fué  ratificado  desoués 
por  los  viejos  generales  Lastra  y  Pinto,  que  en  1815.  siendo  él 
orofesor  de  latinidad  en  el  Seminario,  enseñaba  a  hurtadi- 
llas y  como  por  mero  adorno  suplemental  a  sus  manteistas, 
algunas  reglas  de  hablar  y  de  escribir  en  castellano,  oorque 
nadie  se  hubiera  entonces  atrevido  a  enseñar  al  público  se- 
mejante baeatela.  No  ha-bía  en  narte  alguna  ni  gramáticas 
ni  diccionarios  puramente  españoles,  porque  estas    dos  basea 


RECUERDOS     DEL     PASADO  29 


fundamentales  de  nuestro  idioma  sólo  comenzaron  a  verse 
entre  nosotros,  y  en  muy  contado  número,  a  principios  del 
ano  de  1817. 

Nadie  podrá  disputar  con  justicia  a  Palma  la  gloria  de 
haber  sido  el  primer  profesor  de  gramática  castellana  en  Chi- 
te, ni  al  general  don  Francisco  Antonio  Pinto  la  de  haber  he- 
cho terciar,  por  primera  vez,  al  gobierno  patrio  en  esta  me- 
jora de  la  pública  instrucción,  al  ordenar,  cx)mo  ministro  del 
Interior,  el  año  de  1825,  que  tuviese  el  estudio  especial  de  la 
gramática  castellana  como  parte  integrante  de  los  del  Ins- 
tituto. Pero  no  quiero  anticiparme,  para  no  destruir  la  ila- 
ción que  me  imponen  las  fechas. 

La  cimarra,  sustantivo  chileno  derivado  del  adjetivo  ci- 
marrón, fué  seguramente  inventada  para  los  niños  de  mi 
tiempo.  Concurríamos  temprano  a  las  escuelas,  y  por  poco 
que  lardase  en  abrir  el  profesor,  nos  llamábamos  a  huelga, 
y  sin  más  esperar  nos  marchábamos  al  rio  a  provocar  a  los 
chimberos  para  decidir  quién  quedaría  dueño  aquel  día  del 
puente  de  palo.  En  él  y  bajo  de  él,  porque  el  río  iba  casi  siem- 
pre en  seco,  nos  zamarreábamos  a  punta  de  pedradas  y  de 
puñetes  hasta  la  hora  de  regresar  a  nuestras  casas,  lleno  el 
cuerpo  de  moretones  y  la  cabeza  de  disculpas,  para  evitar  las 
consecuencias  del  enojo  paterno,  aunque  siempre  en  vano, 
porque  eLpalCL_deLplumejxi  nunca^  dejaba  de  quitarnos  de  las 
astillas  el_poco^olyo_au.e  no^  iiabían^  de j  ado  en  ellas  los  moji- 
cmiesT        — — 

Cuando  recuerdo  que  hombrecitos  de  14  a  16  años  andá- 
bamos todas  las  siestas,  a  hurto  de  nuestros  padres,  corrien- 
do por  tejados  y  desvanes  pesa  en  mano,  para  apoderarnos  de 
los  volantines  ajenos;  cuando  recuerdo  cuánto  afán  costaba 
a  nuestros  padres,  después  de  hacernos  saludar  a  la  gente,  el 
conseguir  que  permaneciésemos  algunos  momentos  en  la  sa- 
la de  recibo,  y  veo  que  los  niños  del  día,  no  sólo  acuden  a 
saludar  sin  ser  llamados,  sino  que  ni  siquiera  nos  dejan  ha- 
blar por  quererse  meter  a  gentes  antes  de  tiempo;  cuando  re- 
cuerdo que  considerábamos  perdido  el  día  domingo  que  no 
había  sido  empleado  en  correr  a  caballo,  en  enlazar,  en  bus- 
car camorras,  en  trepar  sobre  los  árboles,  en  rompernos  la  ro- 
pa, en  embarrarnos  y  hasta  en  extender  cuerda  de  vereda  a 
vereda  para  levantar  perros  a  la  pasada;  y  veo  ahora  que 
jueves  y  domingo  se  inunda  de  pequeños  y  satisfechos  estu- 
diantes nuestro  principal  paseo;  que  cada  uno  de  ellos  en  los 
días  comunes  anda  mejor  traído  que  lo  que  andábamos  nos- 
otros en  los  días  festivos-  que  a  ninguno  le  falta  bastón  en 
vez  de  llevar  pañuelo,  pues  más  necesidad  tienen  las  narices 
de  éste,  que  sus  infantiles  pies  del  primero;  que  en  todas 
partes  se   adelantan  a  ocupar  los  sofás  de  preferencia,  sin 


30  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

cuidarse  de  cederlos  a  las  señoras;  que  cuando  andan  juntos 
no  se  oye  más  voz  que  la  de  ellos,  y  cuando  solos,  parece  por 
su  afectada  gravedad  que,  puesta  la  mente  en  alguna  Dulci- 
nea, anduviesen  en  pos  de  consonante*s  para  una  endecha 
amorosa;  cuando  les  oigo  muy  orondos  meter  su  cuchara  de 
pan  en  los  puntos  más  delicados  del  derecho,  en  lo  más  in- 
trincado de  las  cuestiones  religiosas,  en  la  inconstancia  de 
las  mujeres,  y  hasta  en  el  hastio  que  les  causan  los  desenga- 
ños de  la  vida,  de  veras  que  me  siento  humillado  por  mi¿  an- 
tecedentes. La  altura  a  que  han  llegado  nuestros  niños  en 
el  día,  sólo  puede  igualarse  en  tamaño  con  la  hondura  del 
abismo  en  que  se  criaren  los  niños  de  mi  tiempo. 

También  gozaban  de  especial  sabor  las  diversiones  públi- 
cas de  aquel  Santiago  del  recién  proscrito  faldellín.  Las  ca- 
rreras de  la  Pampilla  y  del  Llanito  de  Portales  eran  los  luga- 
res donde  a  campo  abierto  y  sin  tribuna  alguna,  nobles  y  ple- 
beyos acudían  encaramados  sobre  toneladas  de  pellejos  ligua- 
nos  a  disputar  el  premio,  ya  de  la  velocidad  o  ya  del  poderoso 
empuje  del  pecho  de  los  caballos,  diversión  que,  escimulada 
por  la  bebida  y  el  canto,  solía  lucir  por  obligado  postre,  amén 
de   algunas   costaladas,   tal   cual   descomedida   puñalada.    No 
menos  democráticos  que  las  carreras,  los  burdos  asientos  del 
reñidero  de  gallos  colocaban  hombro  con  hombro  al  marqués 
y  al  pollero,  sin  que  ninguna  de  estas  dos  opuestas  entidades, 
entusiasmadas  por  el  ruido  de  las  apuestas  y  el  revuelo  de 
los  gallos,  se  curase  de  averiguar  la  supuesta  o  la  real  imp>or- 
tancia  de  su  vecino.   Las  corridas  de  toros,  las  de  gallardas 
cañas,  se  alternaban  con  las  festividades  religiosas  de  dentro 
y  de  fuera  de  los  templos.  Los  días  de  los  santos  de  hombres 
ricos,  la  escasa  música  de  la  guarnición  de  la  plaza  recorría 
solícita  las  calles  y  tocaba  en  los  patios  de  las  casas  de  los 
pudientes  que   enteraban   año.    El   ceremonioso  contoneo,   la 
bolonilla,  el  calzón  corto  y  la  hebilla  de  oro,  ordinarios  acó- 
litos de  los  besamanos,   contrastaban     con  los  repiques     de 
campanas  y  con  los  voladores  y  las  temidas  viejas  que  atro- 
naban el  aire  cuando  el  natalicio  del  Rey  o  cuando  la  entra- 
da de  un  nuevo  Gobernador  y  Capitán  General  del  Reino  de 
Chile.  Las  visitas  a  los  retablos  de  los  nacimientos  y  las  co- 
misiones, esas  batallas  aéreas  de  volantines  contra  estrellas 
hasta  de  cien  pliegos  de  papel  de  magnitud,  cuyas  caídas  y 
enredos  de  cordeles  alborotaban  a  los  dueños  de  casa,  se  lle- 
vaban las  tejas  por  delante  y  ocasionaban  en  las  calles  cha- 
ñaduras y  muchas  veces  navajazos  y  bofetadas;   todas  estas 
diversiones,  inclusa  aquella  de  sacar  reos  de  la  cárcel"  para 
matar  a  garrotazos  perros  en  las  calles,  daban  golpe  y  mate- 
ria de  variada  conversación  en  el  feliz  Santiago. 

Lo  que  es  teatro,  poco  o  nada  se  estilaba;  porque  todavía 


RECUERDOS     DEL     PASADO  31 

los  títeres,  verdaderos  precursores  del  teatro,  cuasi  ocupaban 
por  entero  su  lugar,  asi  es  que  muy  de  tarde  en  tarde  hacían 
olvidar  los  chistes  del  antiguo  Josccito,  hoy  Don  Pascual,  al- 
gunos espantables  comediones  o  saínetes  que,  con  el  nombre 
de  Autos  Sacramentales,  solían  representarse  en  los  conventos. 
Siempre  entraban  en  estas  composiciones  religiosas,  muy 
celebradas  entonces,  su  San  Pedro,  su  San  Miguel  con  aque- 
llo de: 

Yo  soy  el  ángel  que  vengo 

De  la  celestial  esfera 

Mandado  del  mismo  Dios 

Para  hacerte  cruda  guerra; 

el  Rey  Moro,  el  Diablo,  el  gracioso,  la  criada  respondona,  y 
cuantos  otros  disparates  podía  personificar  el  mal  gusto. 

Concordaban  a  lo  vizcaíno  los  trajes  con  .las  personas  que 
debían  caracterizar,  y  sólo  faltó  para  su  incuestionable  per- 
fección, que  algún  roto  saliera  haciendo  de  Julio  César  con 
botas  granaderas  y  su  guapa  chapa  de  pedreñales  en  la  cin- 
tirra. 

Puede  calcularse  cuan  en  mantillas  estaría  el  teatro  el 
año  catorce  por  lo  que  era  el  año  veinte,  y  esto  que  tenía 
por  padre  y  por  sostenedor  a  un  hombre  tan  activo,  tan  in- 
teligente y  patriota  como  lo  era  don  Domingo  Arteaga,  sin 
cuyo  celo  quién  sabe  cuánto  tiempo  más  hubiéramos  tenido 
que  pasar  contentándonos  con  simples  teatros  como  el  de  la 
chingana  de  ña  Borja.  A  este  activísimo  empresario  debemos 
la  erección  del  primer  teatro  chileno,  fundado  el  año  18  en  la 
calle  de  las  Ramadas,  trasladado  el  año  19  a  la  de  la  Cate- 
dral y  colocado  de  firme  el  año  20  en  la  antigua  plazuela  de 
la  Compañía,  hoy  plaza  de  O'Higgins. 

Como  la  moralidad  de  las  representaciones  teatrales  era 
cuestionada  por  los  rancios  partidarios  del  Rey,  los  patriotas, 
convirtiendo  el  teatro  en  arma  de  combate,  después  de  escri- 
bir con  gordas  letras  en  el  telón  de  boca  estos  dos  versos  de 
don  Bernardo  de  Vera: 

He  aquí  el  espejo  de  virtud  y  vicio, 
Miraos  en  él  y  pronunciad  el  juicio, 

establecieron  como  regla  fija  que  el  teatro  se  abriera  siem- 
pre con  la  Canción  Nacional,  versos  del  mismo  Vera  y  músi- 
ca del  violinista  don  Manuel  Robles,  y  que  sólo  se  represen- 
taran en  él,  con  preferencia  a  otros  dramas,  aquellos  que, 
como  Roma  libre,  tuvieran  más  rela.^ión  con  la  situacián  po- 
lítica en  que  el  país  se  encontraba. 

Como  quiera  que  fuese,  en  el  teatro,  ni  actores  ni  especta- 
Hccuerdo. — 2 


32  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

dores  se  daban  cuenta  del  papel  que  a  cada  uno  correspon- 
día. En  el  simulacro  de  las  batallas,  los  de  afuera  animaban 
a  los  del  proscenio;  en  el  baile,  los  de  afuera  tamboreaban  el 
compás,  y  si  alguno  hacía  de  escondido  y  otro  parecía  que  le 
buscaba  inútilmente,  nunca   faltaba  quien  le  ayudase  desde 
la  plantea  diciendo:  ¡Bajo  la  mesa  está!  Recuerdo  dos  hechos 
característicos.    Fué  una  vez  pifiada  aquella  afamada  cómi- 
ca Lucía,  que  era  la  mejor  que  teníamos,  y  ella,  en  cambio,  y 
con  la  mayor  desenvoltura,  increpó  al  público,  lanzándole  con 
desdeñoso  ademán  la  palabra  más  puerca  que  puede  salir  de 
la  boca  de  una  irritada  verdulera.  Fué  llevada  a  la  cárcel,  es 
cierto;  pero  también  lo  es  que  al  siguiente  domingo,  median- 
te un  cogollo  o  pecavi  que  ella  confabuló  para  el  público,  éste 
la  comenzó  a  aplaudir  de  nuevo.  En  la  platea  figuraban  siem- 
pre en   calidad  de  policía  tres  soldados  armados  de  fusil  y 
bayoneta:  uno  a  la  izquierda,  otro  a  la  derecha  de  la  orquesta 
y  el  tercero  en  la  entrada  principal.   Principiaba  entonces  el 
uso  de  no  fumar  en  el  teatro;  pero  un  gringo  que  no  entendía 
de   prohibiciones,   sobre   todo   en   América,   sin   recordar   que 
tenía  el  soldado  a  su  lado,  y  sobre  su  cabeza  el  palco  del  Di- 
rector Supremo,  don  Bernardo  O'Higgins,  sacó  un  puro  y  muy 
tranquilo  se  lo  puso  a  fumar.  El  soldado  lo  reconvino,  el  grin- 
go no  hizo  caso;  pero  apenas  volvió  el  soldado  a  reconvenir- 
lo con  ademán  amenazador,  cuando  saltando  el  gringo  como 
un  gato  rabioso,  empuña  el  fusil  del  soldado  para  quitárselo, 
y  se  arma  entre  ambos  tan  brava  pelotera  de  cimbrones  y  de 
barquinazos,  que  Ótelo  y  Loredano  desde  el  proscenio  y  los 
espectadores   desde   afuera,  se   olvidaron     de  la     enamorada 
Edelmíra  para  sólo  contraerse  al  nuevo  lance.  O'Higgins,  que 
no  quiso  ser  menos  que  todos  los  demás,  sacando  el  cuerpo 
fuera  del  pailco,  con  voz  sonora  gritó  al  soldado:  ¡cuidado,  mu- 
chacho, como  te  quiten  el  fusil!  Envalentonado  entonces  el 
soldado,  desprendió  el  fusil  de  la  garra  británica,  y  de  un  es- 
forzado culatazo  tendió  al  gringo  de  espalda  en  el  suelo.   ¿Y 
qué  sucedió  después?  Nada.   Se  dio  por  terminado  el  inciden- 
te y  Edelmíra  volvió  a  recobrar  sus  fueros. 
j~       Pero  no  todo  era  solaz  y  recreo  en  el  Santiago  de  la  Patria 
Vieja  y  de  San  Bruno,  porque  la  seguridad  individual  que  ss 
gozaba  en  él  casi  no  merecía  semejante  nombre.  A  cada  ra- 
to corría  de  boca  en  boca,  a  falta  de  diarios  noticiosos,  que 
algún  salteo  o  algún  asesinato  se  había  perpetrado  en  alguno 
de  los  conocidos  centros  del  crimen,  como  ser  Pasos  de  Hue- 
■churaba,  San  Ignacio,  Portezuelo  de  Colina,  La  Dormida,  Cues- 
tas de  Lo  Prado  y  de  Zapata,  Llanos  de  Peñuelas  y  otros  lu- 
gares cuyos  nombres  omito,  porque  no  estaban,  como  lo  esta- 
ban éstos,  en  tan  frecuentado  contacto  con  la  capital. 

Los  viajes  se  hacían  a  caballo;  mas  ninguno  viajaba  sin 


RECUERDOS     DEL     PASADO  33 

SU  chapa  de  pistolas,  su  machete  y  muchas  veces  sin  su  na- 
ranjero, antigua  ametralladora  en  cuya  boca,  que  parecía 
trompa,  se  echaba,  para  cargarle,  un  puñado  de  balas. 

Allá  por  los  fines  de  cada  septiembre,  época  de  los  rodeos, 
se  notaba  gran  movimiento  de  carretas,  de  muías  y  de  huasos 
a  caballo  en  las  puertas  y  en  los  patios  de  las  casas  áe  los 
hacendados  que  se  disponían  a  marchar  con  sus  familias  ha- 
cia sus  propiedades  rurales.  Las  carretas,  único  vehículo  que 
en  los  viajes  usaban  las  señoras,  los  niños  y  las  criadas,  eran 
unos  pesadísimos  y  antediluvianos  armatostes,  cuyas  toscas 
ruedas  llevaban  por  llantas  burdos  trozos  de  algarrobo  sujetos 
con  estacas  de  lo  mismo,  y  por  ejes,  gruesos  garrotes  de  ma- 
dera, hechos,  como  vulgarmente  se  dice,  a  punta  de  hacha, 
que  no  dejaban  de  chirriar  desdé  el  momento  de  ponerse  en 
marcha  hasta  el  de  llegar  a  su  destino.  Sól9-2€^-años-iiespués, 
esto  es,  el  año  1830 ,_s£LÍrLtrp_duio_  por  primera  vez  en  Chile  el 
Üso]5ell0íaiia^de_fierro_j3aj:a  jT^^  esta  importante  Arca 
de_Noé.  En  ella,  junto  con  los  colchones  que  cubrían  el  cen- 
tro para  mitigar  la  fuerza  de  los  golpes  que  le  hacían  dar  las 
desigualdades  del  piso  de  los  caminos,  y  la  cortina  de  seda 
que  adornaba  su  entrada,  se  veía  siempre  figurar  en  el  más 
amigable  y  franco  consorcio,  señoras,  criadas,  niños,  canastos 
con  naranjas,  canastos  con  huevos  duros  y  con  fiambres,  ca- 
tnastitos  de  dulces  de  las  recogidas,  el  tiesto  íntimo  de  plata 
maciza,  la  harina  tostada,  el  charqui  para  valdiviano,  el  te- 
rrífico instrumento  del  bitoque  y  la  siempre  consoladora  gui- 
tarra. Con  este  ajuar,  y  al  lento  paso  de  pesados  bueyes,  se 
llegaba  al  cabo  del  día,  después  de  sufrir  un  sol  abrasador,  a 
unos  simulacros  de  posadas  o  de  ventas  donde  todo  faltaba 
menos  la  incomodidad.  En  cuatro  días  se  llegaba  a  Valparaí- 
so, y  en  más  o  menos  tiempo  a  las  haciendas  adonde  se  diri- 
gían las  caravanas  primaverales. 

Los  com.erciantes  de  Santiago  ocurrían  con  frecuenciaTn 
para  el  abasto  de  mercaderías  a  Buenos  Aires,  desde  cuya  pía-  ' 
za,  a  lomo  de  muía  y  a  través  de  las  peligrosas  laderas  de  los  . 
Andes,  internaban  en  Chile  los  efectos  que  no  les  era  dadoJ 
encontrar  en  la  aldea  de  Valparaíso. 

¡Cuánto  tiempo  no  se  perdía  entonces,  cuánta  vida  no  se 
malgastaba  en  puros  viajes! 

No  sólo,  pues,  debe  buscarse  la  causa  del  atraso  en  que 
yacen  algunas  naciones  en  las  instituciones  políticas  que  las 
rigen.  El  forzoso  aislamiento  en  que  se  encuentran  en  sus 
respectivas  residencias  los  hijos  del  mismo  país,  la  falta  de 
continuo  y  fácil  contacto  entre  unos  y  otros,  concurren  a  una, 
con  las  malas  instituciones,  al  lamentable  atraso  del  comer- 
cio, de  la  industria  y  al  de  la  misma  civilización.  Los  caminos 
y  la  supresión  de  las  distancias  hacen  al  hombre  más  social, 


34  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

prolongar  su  vida  iilil,  y  con  la  experiencia  que  ésUi  da,  me- 
jora en  todos  sentidos  su  condición. 

Quien  vio  a  Santiago  el  año  1814  y  lo  tornó  a  ver  el  de 
1825,  pudo  decir  con  fundamento:  O  los  grandes  aconteci- 
mientos políticos  y  sociales  recién  desarrollados  en  este  pue- 
blo no  le  han  dado  siquiera  tiempo  para  vestir  un  traje  me- 
nos raído,  o  Santiago  ha  nacido  para  eternizarse  como  se 
está.^ 

lEl  Santiago  material  del  año  catorce,  salvo  escasísimos  re- 
toques, era  el  mismísimo  del  año  veinticincó7>Sólo  porque  no 
se  me  enfaden  los  santiagueños  nacidos  el  afib  1830  no  quiero 
traer,  con  detalles,  a  la  memoria  los  sustos  que  pasábamos  en 
la  feliz  Cañada  cuando  escapaba  alguna  vaca  del  inmundo 
matadero  de  San  Miguel,  perseguida  con  temerosa  algazara 
por  perros  y  por  huasos  de  a  caballo,  y  atravesaba  furiosa 
aquel  paseo,  llevándose  por  delante  cuanto  encontraba.  Cier- 
to es  que  el  año  de  1830  ya  no  tenía  que  andar  forzosamente 
el  Presidente  con  banda  lacre  y  rapacejos  de  oro,  como  lo  es 
también  que  ya  ese  año  comenzó  la  derrota  de  las  pesadí- 
simas calesas,  la  feliz  aunque  lenta  introducción  de  birlo- 
chos y  de  coches,  aunque  para  ser  justos  es  fuerza  no  olvidar 
que  los  tales  carruajes  se  lavaban  en  plena  calle  a  fuerza 
de  abluciones  de  agua  de  la  acequia  lanzadas  sobre  el  vehícu- 
lo a  punta  de  mate  o  de  cascaras  de  sandías. 

Pero  no  nos  burlemos  de  modestas  cunas;  las  andrajosas 
aldeas  de  Santiago  y  Concepción  fueron  las  de  nuestros  pa- 
dres, y  de  entre  aquellos  andrajos  se  alzaron  los  gigantes  a 
quienes  debemos  patria  y  libertad. 

Descrito  sobre  corriendo  el  primer  teatro  de  mis  pasados 
tiempos,  voy  a  seguir  consignando,  según  el  orden  numérico 
de  los  años  transcurridos,  lo  poco  que  la  edad  no  ha  podido 
aún  borrar  de  mi  memoria. 


•  CAPITULO  II 

Valparaíso. —  Primera  lección,  de  Derecho  Internacional  Po- 
sitivo.—  Lastra. —  Carrera. —  Derrota  de  Rancagua.  — 
Osorio. —  Juan  Fernández. —  Juan  Enrique  Rosales. —  Su 
hija  Rosario. —  Prisión  de  mi  madre. —  Felipe  Santiago 
del  Solar. 

Entonces  como  ahora,  en  los  veranos,  muchas  famüias  de 
Santiago,  por  buscar  expansión  y  mejor  aire,  trocaban  las  co- 
modidades del  aristocrático  hogar,  ya  por  las  rústicas  e  incó- 
modas ratoneras  de  sus  casas  de  campo,  ya  por  los  no  menos 
incómodos  alojamientos  que  se  procuraban  en  lo.i  puertos  ma- 
rítimos, adonde  acudían  a  bañarse,  a  torear  la  ola,  a  ver  bar- 
cos y  a  recoger  caracolitos  para  regalar  a  las  amigas  a  su 
vuelta  a  Santiago. 

Y  tenia  razón  de  huir  de  tan  poco  higiénica  población  las 
gentes  en  los  veranos. 

En  pos  de  respirar  más  puros  aires,  encontrábase  entonces 
mi  familia  respirando  el  que  en  aquella  época  corría  en  el 
desgreñado  Valparaíso:  ambiente  que  si  entonces  era  hedion- 
do, merece  por  lo  menos  el  premio  de  la  perseverancia,  pues 
ha  sabido  conservar,  si  no  aumentar,  sus  quilates  hasta  la 
époc^  presente. 

jNuestro  Valparaíso  comenzaba  apenas  en  el  año  de  1814 
a  acrandonar  la  cascara  que  encubría  su  casi  embrionaria  exis- 
tencia. La  aristocracia,  ei  comercio  y  las  bodegas  se  daban  la 
m^ano  para  no  alejarse  de  la  iglesia  Matriz;  y  el  gobernador  vi- 
vía encaramado  en  el  castillo  más  inmediato,  que  era  uno  de 
los  tres  que  defendían  el  puerto  contra  las  correrías  de  los 
piratas.  Lo  que  es  ahora  suntuoso  Almendral,  era  a  modo  de 
una  calle  larga  formada  de  ranchitos  y  de  tal  cual  casucho  de 
teja,  arrabal  por  donde  pasaban,  para  llegar  al  puerto,  las 
chillonas  carretas  y  las  pocas  recuas  de  muías  que  conducían 
frutos  del  país  para  embarcar  y  para  el  escaso  consumo  de 
aquella  aldea.  Toda  la  playa,  desde  ese  extremo  al  otro  de 
la  bahía,  era  un  desierto  que  sólo  visitaban  las  mareas,  y  en 
el  cual,  en  medio  del  sargazo  y  junto  a  algunas  estacas  don- 
de los  pescadores  colgaban  sus  redes  para  orearlas,  se  veían 


36  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


varados  algunos  de  los  informes  troncos  de  árboles  ahuecados 
que  llevan  aún  el  nombre  de  canoas. 

La  comunicación  del  puerto  con  el  Almendral  no  era  tam- 
poco expedita,  puesto  qu.e  el  mar,  azotando  en  las  altas  ma- 
reas con  violencia  las  rocas  de  la  caverna  llamada  Cueva  del 
Chivato,  cortaba  en  dos  partes  la  desierta  playa.  Recuerdo 
que  la  policía,  para  evitar  los  robos  que  solían  hacerse  de 
noche  en  aquel  estrecho  paso,  colocaba  en  él,  suspendido  de 
una  estaca,  un  farolito  de  papel  con  su  guapa  vela  de  sebo 
de  las  de  a  cinco  al  real.  Con  decir  que  los  zapatos  se  man- 
daban hacer  a  Santiago,  basta  para  dejar  sentado  que,  des- 
pués de  San  Francisco  de  California,  con  iguales  recursos, 
ningún  pueblo  de  los  conocidos  ha  aventajado  a  Valparaíso, 
ni  en  la  rapidez  de  su  crecimiento  ni  en  su  importancia  rela- 
tiva, sobre  las  aguas  de  los  mares  occidentales. 

Entre  los  contados  cascarones  que  mecían  las  aguas  de 
aquella  desierta  bahía,  sobresalía  imponente,  al  mando  del 
bizarro  comodoro  David  Porter,  la  hermosa  Essex,  fragata 
norteamericana  de  cuarenta  cañones,  cuya  alegre  marine- 
ría en  los  cerros,  y  su  no  menos  festiva  oficialidad  en  los 
planes,  daban  a  la  dormida  aldea  un  aspecto  dominguero,  lo 
cual,  por  lo  mismo  que  era  bueno,  no  pudo  ser  de  larga  du- 
ración. 

Habían  ocurrido  de  nuevo  al  desastroso  recurso  de  las  ar- 
mas la  antigua  madre  Inglaterra  y  su  altiva  y  recién  eman- 
cipada hija  Norteamérica.  Buscábanse  sus  respectivas  naves 
en  todos  los  mares  para  despedazarse,  cuando  en  medio  del 
contento  que  esparcía  en  Valparaíso  la  estadía  de  la  Essex, 
se  vio  con  espanto  en  la  boca  del  puerto  aparecer  en  demanda 
de  ella  a  la  Phoebe  y  a  la  Cherub,  dos  poderosos  buques  de 
guerra  británicos  que,  a  todo  trapo,  tiraban  a  acortar  las  dis- 
tancias para  cañonearla. 

Hízose  fuego  desde  tierra  para  indicar  a  los  agresores,  con 
los  penachos  de  agua  que  levantaban  las  balas  de  nuestros 
castillos,  hasta  dónde  alcanzaba  nuestra  jurisdicción  maríti- 
ma y  el  propósito  de  sostener  nuestra  neutralidad  en  ella,  lo 
que  parecieron  comprender  los  ingleses,  pues  ese  día  y  el  si- 
guiente limitaron  su  acción  a  simples  voltejeos  fuera  de  tiro 
de  cañón. 

Recuerdo  que  en  la  tarde  del  día  28  de  marzo,  cuando  es- 
taban en  lo  mejor  vaciando  algunas  botellas  en  casa  de  las 
Rosales  algunas  de  los  oficiales  de  la  Essex  que  habían  bajado 
en  busca  de  provisiones  frescas,  el  repentino  estruendo  de  un 
cañonazo  de  ésta  les  hizo  a  todos  lanzarse  a  sus  gorras,  y  sin 
más  despedida  que  el  fantástico  adiós  para  siempre  del  ale- 
gre y  confiado  calavera,  saltar  echando  burras  en  su  bote. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  37 

Muchas  familias  acudieron  a  los  cerros  para  mejor  pre- 
senciar lo  que  calculaban  que  iba  a  pasar,  y  vimos  que  la 
Ejsex,  aprovechando  de  un  viento  fresco  y  confiada  en  su 
superior  andar,  se  disponía  a  forzar  el  bloqueo,  ya  que  no  le 
era  posible  admitir  el  desigual  combate  que  se  le  ofrecía, 
cuando  las  naves  inglesas,  temerosas  de  que  se  les  escapase  la 
codiciada  presa,  la  atacaron  en  el  mismo  puerto.  Faltóle  el 
viento  a  la  Essex  en  su  segunda  bordada,  quedando  en  tan 
indefensa  posición  que  llegamos  a  creerla  encallada,  y  allí,  a 
pesar  de  los  disparos  de  nuestras  fortalezas  para  que  los  in- 
gleses no  siguieran  su  obra  de  agreáión  dentro  de  nuestras 
mismas  aguas,  fué  la  Essex  despedazada  y  rendida. 

Tal  fué  la  primera  lección  de  Derecho  Público  positiva  y 
práctica  que  me  hizo  apuntar  en  la  cartera  de  mis  recuerdos 
la  culta  Inglaterra,  pues  ni  siquiera  dio  después  al  amigo,  cu- 
ya casa  había  atropellado,  la  más  leve  satisfacción. 

Vueltos  a  Santiago,  no  tardamos  en  convencernos  de  que 
el  año  de  1814,  año  de  disturbios  y  de  desaciertos,  de  glorias 
y  de  desastres,  no  debía  de  terminar  antes  de  grabar  con  su 
propia  mano,  en  la  sangrienta  lápida  destinada  a  cubrir  los 
gloriosos  restos  de  la  Patria  Vieja,  su  mortuorio  epitafio. 
Mas,  no  siendo  mi  propósito  entrar  en  el  dominio  de  la  his- 
toria al  sacar  del  olvido  estos  recuerdos,  no  debe  extrañarse 
que,  dejando  esa  tarea  a  más  calificadas  plumas,  concrete 
estos  apuntes  y  señalar  los  hechos  íntimos  que  yo  mismo  he 
presenciado,  y  a  dibujarlos  tales  como  se  me  presentaron, 
desnudos   de    comentarios   y   de   antojadizas   apreciaciones. 

Gobernaba  entonces  en  Santiago,  con  el  título  de  Di- 
rector SupreniD  del  Estado,  el  cumplido  y  recto  caballero  co- 
ronel don  Francisco  de  la  Lastra,  patriota  sin  miedo  y  sin 
tacha,  quien,  después  de  haber  servido  en  la  real  armada  es- 
pañola, había  entrado,  sin  titubear,  en  el  torbellino  revolu- 
cionario en  obsequio  de  la  libertad  de  su  patria.  Desgracia- 
damente la  honradez  del  caballero  y  el  puro  y  desinteresado 
patriotismo  no  eran  entonces  prendas  capaces  por  sí  solas 
de  sostener  a  nadie  en  lo  alto  del  poder. 

Para  conseguir  ese  propósito  era  necesario  que  a  tan 
apreciables  dotes  se  uniesen  el  arrojo  y  la  suspicacia  que 
acom.pañan  siempre  a  la  ambición,  y  Lastra  era  tan  poco 
ambicioso  cuanto  confiado  en  demasía. 

Entre  des  bandos  políticos  que  se  disputaban  porfiados  el 
manejo  de  las  riendas  del  Estado,  descollaba  el  carrerino, 
en  el  cual  figuraban  en  primer  término,  al  lado  de  muy  dis- 
tinguidos hom.bres  de  letras  y  de  valía,  el  brillante  don  José 
Migijel,  el  adainutlo  don  Lui.s  y  el  juyán  de  la  familia,  don 
Juan  José  Carrera.  Militares  los  tres  hermanos  e  igualmen- 


38  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

te  exaltados  patriotas,  don  Luis  y  don  Juan  José  reconocían 
a  don  José  Miguel  como  jefe  de  la  familia  y  del  partido,  tan- 
to por  su  talento  y  sus  conocimientos  militares,  cuanto  por  las 
consideraciones  de  general  aprecio  que  supo  granjearse  des- 
d:  io=;  primeros  dias  de  su  llegada  de  España  al  seno  de  su . 
patna. 

Este  joven,  que  tan  brillantes  cuanto  dolorosas  páginas 
ocupa  con  su  vida  en  la  historia  de  los  primeros  tiempos  de 
nuestra  emancipación  política,  había  llegado  a  Chile  poco 
después  de  la  instalación  de  nuestro  primer  ensayo  de  Con- 
greso, precedido  del  honroso  antecedente  de  haber  abando- 
nado en  España  el  seguro  y,  para  su  edad,  brillante  puesto 
de  teniente  coronel  de  Húsares  de  los  reales  ejércitos,  por  co- 
rrer los  azares  y  peligros  de  una  revolución  de  dudoso  éxito, 
pero  que  podía,  tal  vez,  dar  por  resultado  la  emancipación  de 
su  patria  del  dominio  español. 

Acompañaban  a  su  feliz  estrella,  para  hacerle  desear  en 
los  estrados,  su  figura  bien  proporcionada,  su  más  bien  alta 
que  mediana  estatura,  su  carácter  festivo  y  travieso,  su  do- 
nairosa conversación  sazonada  de  pullas  gaditanas  que  ace- 
raba su  natural  talento,  la  soltura  y  desembarazo  del  solda- 
do caballero,  el  fantástico  y  siempre  elegante  modo  de  ves- 
tirse, y  su  exquisita  galantería  para  con  las  damas;  para 
captarle  el  aprecio  de  los  hombres  pensadores  sus  ideas  re- 
publicanas, su  desembarazado  arrojo  para  emitirlas,  sus  co- 
nocimientos militares  y  el  ningún  empacho  que  tenía  para 
sacar  impávido  la  cara  en  los  peligros  que  podían  surgir  de 
su  franca  energía;  y  para  hacerle  ídolo  del  soldado  y  del  ba- 
jo pueblo,  su  llaneza,  su  afectado  desprecio  a  las  clases  pri- 
vilegiadas y  su  generosidad,  que  rayaba  en  derroche. 

Con  semejantes  prendas,  fácil  hubiera  sido  deducir  has- 
ta dónde  hubiera  podido  alcanzar  este  Alcibíades  chileno  a 
quien  tan  poco  le  costaba  ser  docto  entre  los  doctos,  Love- 
lace  entre  las  mujeres,  grosero  y  travieso  en  los  arrabales,  y 
soldado  en  los  cuarteles,  si  la  ambición  de  ser  entre  todos  el 
primero,  le  hubiera  permitido  esperar  los  acontecimientos 
que  junto  con  otros  preparaba,  en  vez  de  precipitarlos. 

Fueron  los  tres  hermanos  Carrera,  y  muy  especialmente 
don  José  Miguel,  íntimos  amigos  de  la  familia  de  los  Rosa- 
les. Asi  es  que  no  nos  causó  extrañeza.  cuando  volvimos  de 
Valparaíso,  encontrar  ocultos  y  asilados  en  nuestra  casa  al 
loco  de  José  Miguel,  como  lo  apellidaba  por  cariño  mi  abue- 
lo don  Juan  Enrique  Rosales,  y  a  su  hermano  Luis,  recién 
escapado  de  la  cárcel  de  Chillan,  a  donde  el  torbellino  polí- 
tico lo  habíQ  arrojado. 

Es  mucho  más  difícil  y  au.n  peligroso  de  lo  que  parece, 


RECUERDOS     DEL     PASADO  39 

estarse  en  los  términos  medios  en  politica.  No  tenia  mi  fami- 
lia motivo  alguno  para  ser  enemiga  de  Lastra,  tenía  motivos 
para  estimar  a  Carrera  y  a  O'Higgins,  bizarro  rival  de  éste, 
y  todos  dispensaban  a  mis  padres  cariños  y  respetos  debida- 
mente correspondidos. 

La  presencia  de  los  Carrera  en  casa,  el  desenfado  y  aun 
la  imprudencia  con  que  don  José  Miguel  salia  y  entraba  de 
noche  en  ella,  recibía  visitas  de  encapados  y  despachaba 
emisarios,  tenían  alarmada  a  la  familia,  que  tem.ía  por  ins- 
tantes verse  arrastrada  por  corrientes  de  las  circunstancias 
a  hacerse  reo  de  actos  que  no  aceptaba,  pero  que  la  amistad 
la  obligaba  a  tolerar.  Esta  situación  no  estaba  ni  podía  estar 
destinada  a  ser  de  larga  duración. 

La  noche  que  precedió  a  la  violenta  deposición  del  Direc- 
tor Supremo  don  Francisco  de  la  Lastra  tuvo  don  José  Mi- 
guel en  la  antesala  de  casa  una  acalorada,  bien  que  amiga- 
ble discusión  con  mi  madre  doña  Mercedes  Rosales.  Procu- 
raba él  tranquilizarla,  desvirtuando  con  alegres  chistes  las 
serias  reflexiones  que  la  señora  le  dirigía;  tanto  que  llegó  el 
momento  en  cue  ella,  amenazándolo  con  el  abanico,  le  dijo 
estas  palabras,  cuyo  significado  vine  a  comprender  después: 
"¡Hasta  cuándo  eres  loco,  José  Miguel!  Mira  que  al  cabo  te 
ha  de  suceder  alguna  desgracia;  espera  siquiera  que  llegue 
mi  padre!"  Don  José  Miguel,  que  parecía  en  ese  instante 
más  preocupado  de  lo  que  pensaba  que  de  lo  que  oia,  sol- 
tando una  sonora  carcajada,  después  de  haber  mirado  su 
reloj,  cogió  precipitado  el  sombrero,  y  con  un  expresivo  "no 
tenga  usted  cuidado,  misiá  Merceditas;  haga  usted  de  cuen- 
ta que  ya  el  pájaro  está  en  la  jaula  y,  por  si  acaso,  asegure 
bien  la  puerta"'.  En  seguida  dirigióse  hacia  la  de  la  cochera, 
por  donde  solía  manejarse,  y  desapareció. 

Al  día  siguiente  fué  Lastra  arrojado  del  poder. 
En  la  fresca  mañana  del  día  1."  de  octubre  de  1814  el 
amodorrado  Santiago  de  1809,  lanzado  un  año  después  en  el 
torbellino  revolucionario  que  inició  la  era  de  la  emancipación 
política  del  conocido,  aunque  no  sé  por  qué  llamado  Reino 
de  Chile,  presentaba  el  aspecto  de  un  pueblo  desasosegado  en 
cuyo  ánimo  alternaban,  con  febril  afán,  la  alegría  y  el  te- 
mor, la  esperanza  y  el  desconsuelo;  y  no  sin  causa,  pues  echá- 
base en  aquellos  momentos  a  la  dudosa  suerte  de  las  armas, 
en  la  heroica  aldea  de  Rancagua,  el  porvenir  del  país  como 
nación  independiente. 

Mal  cimentado  aún  el  gobierno  patrio  por  haber  sido  pre- 
sa hasta  entonces  de  las  naturales  convulsiones  que  siem- 
pre agitan  a  jos  pueblos  en  la  época  de  su  regeneración  po- 
litica, y  sorprendido  en  medio  de  una  revolución  fratricida 


40  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

por  la¿i  fuerzas  españolas  que  venían  a  la  reconquista  al  man- 
do de  don  Mariano  Osorio,  marchando  sobre  la  capital,  no 
había  quedado  a  los  jefes  patriotas  tardíamente  arrepenti- 
dos de  su  locura  otro  arbitrio  que  el  de  abrigarse  en  la  inde- 
fensa Rancagua,  donde  hacían  a  la  sazón  los  más  desespera- 
dos esfuerzos  para  defenderse. 

A  los  sostenedores  de  nuestra  emancipación  política,  a 
los  que  apenas  comenzaban  a  gozar  de  sus  envidiables  fru- 
tos, no  les  era  posible  resignarse  a  perder  de  un  solo  golpe 
lo  que  con  tantos  sacrificios  habían  adquirido. 

Santiago,  agitado  en  el  día,  no  durmió  en  la  noche;  carre- 
ras de  caballos  por  las  calles,  gritos  sediciosos,  vivas  y  mueras 
a  la  Patria,  rumores  y  noticias  confidenciales,  pero  siem- 
pre aterradoras  y  siempre  embusteras,  fomentaban  la  más 
cruel  ansiedad  en  el  ánimo  de  los  comprometidos,  al  propio 
tiempo  que  despertaban  frenética  alegría  en  el  de  los  adictos 
a  la  corona. 

Llegó,  ignorándose  aún  lo  que  pasaba,  la  primera  luz  del 
día  2,  tan  funesta  cuanto  gloriosa  para  nuestras  melladas 
armas.  Expresos  matando  caballos  llegaron  del  lugar  de  la 
catástrofe  gritando  que  todo  se  había  perdido;  y  como  to- 
dos recordaban  aquella  altanera  intimación  de  Osorio  diri- 
gida A  los  que  mandan  en  Chile:  "que  si  no  se  rendían  a  las 
tropas  reales,  hr-ría  la  guerra  a  sangre  y  fuego  sin  dejar  pie- 
dra sobre  piedra",  puede  deducirse  que  esperaban  que  suce- 
diese en  Santiago,  en  caso  de  resistir,  lo  que  ya  daban  por 
hecho  que  había  sucedido  en  Rancagua.  Antes  de  entrarse  el 
sol  y  en  el  resto  de  la  triste  noche  de  aquel  aciago  día, 
fracciones  destrozadas  de  nuestro  ejército,  hombres  y  muje- 
res a  pie  llevando  a  cuestas  partes  de  su  ajuar  y  a  sus  pe- 
queños hijos  de  la  mano,  pintado  el  terror  en  sus  semblan- 
tes, invadieron  los  barrios  del.  sur,  sin  que  se  oyese  por  todas 
partes  otra  exclamación  que  la  terrorífica  "¡ya  nos  alcanza  el 
enemigo!"  Pero  lo  que  acabó  de  sembrar  el  terror  en  el  an- 
gustiado Santiago  fué  menos  la  confirmación  de  la  derrota 
que  la  seguridad  de  la  inmediata  y  precipitada  partida  de 
nuestros  dispersos  destacamentos  hacia  la  cordillera  de  los 
Andes.  Templos,  oficinas  fiscales,  depósitos  de  guerra,  todo 
se  puso  a  contribución  por  los  fugitivos  jefes  del  destrozado 
bando  patrio,  con  el  propósito  de  privar  de  recursos  a  los 
vencedores.  Así  fué  que  lo  que  no  pudo  llevarse,  se  entregó 
al  saqueo. 

De  paso  para  Aconcagua,  don  José  Miguel  Carrera  tuvo 
una  conferencia  en  casa  de  mis  padres  con  mi  abuelo  Rosa- 
les para  tranquilizarlo,  asegurájidole  que  la  desgracia  de  Ran- 
cagua no  era  definitiva,  puesto  que  en  pocos  días  más,  re- 


RECUERDOS     DEL    PASADO  41 

hecho  en  Aconcagua,  volvería  a  arrojar  a  los  españoles  de 
Santiago.  O'Hlggins.  intimo  amigo  también  de  mi  familia, 
no  parecía  abrigar  las  mismas  esperanzas,  puesto  que  al  des- 
pedirse precipitadamente  de  ella,  a  consecuencia  del  aviso 
de  que  las  fuerzas  de  Elorreaga  seguían  a  marchas  forza- 
das a  los  dispersos,  dijo  a  mi  padre  con  enfurecido  semblan- 
te:  "¡Carrera  no  más  tiene  la  culpa  de  cuanto  pasa!" 

Huía  el  soldado;  ¡cómo  no  había  de  huir  el  simple  par- 
ticular comprometido!  Las  gentes  de  escasa  fortuna,  al  ver 
que  el  rico  huía,  poseídas  del  mayor  terror,  huyeron  tam- 
bién; y  asi  es  que  por  muchos  días  consecutivos  después  del 
de  la  catástrofe  de  Rancagua  se  vieron  pobladas  las  peli- 
grosas laderas  de  los  Andes  con  soldados  desmoralizados,  con 
mujeres,  con  niños  y  con  ancianos,  que  sólo  veían  su  salva- 
ción tras  las  nevadas  crestas  de  aquella  sierra.  Las  so- 
litarias casas  ae  las  incultas  haciendas  de  aquel  entonces 
sirvieron  de  asilo  a  los  patriotas  que  por  su  edad  o  por  sus 
achaques  no  pudieron  seguir  a  los  demás  para  Mendoza;  y 
mi  debilitado  abuelo  con  sus  hijos  y  sus  nietos,  sirviéndole 
de  cariñoso  báculo  su  tierna  hija  Rosario  Rosales,  se  ocultó 
en  los  ranchos  de  Tunquen  de  las  Tablas,  cerca  de  Valparaíso. 

Tras  la  huida  de  los  comprometidos,  tras  el  completo 
abandono  de  sus  casas,  provistas  entonces  de  todo,  era  na- 
tural que  el  robo,  el  saqueo  y  muchas  veces  la  muerte  im- 
perasen en  la  desgraciada  Santiago,  desórdenes  y  escándalos 
que  sólo  terminaron  con  la  llegada  de  los  primeros  destaca- 
mentos de  los  vencedores,  y  sobre  todo,  con  la  fastuosa  y 
triunfal  entrada  de   Osorio,  verificada  el  día  9. 

La  población  no  sólo  se  componía  de  partidarios  de  la 
independencia;  habitaban  también  en  Santiago  muchísimas 
familias  adictas  al  régimen  colonial,  y  io  probó  el  grande  en- 
tusiasm.o  con  que  el  pueblo,  vestido  de  gala,  solemnizó  en  la 
entrada  del  vencedor  el  fausto  acontecimiento  de  la  vuelta 
de  Chile,  hijo  pródigo  entonces,  al  seno  de  la  Real  Corona 
de  Castilla.  Arcos  triunfales,  banderas  y  cortinas  de  seda  en 
los  balcones,  repiques  de  campanas  pregonaban  el  general 
contento,  y  flores  desparramadas  con  profusión  señalaban 
sobre  el  pavimento  de  las  calles  ^1  faustoso  rastro  que  iba 
dejando  en  ellas  la  satisfecha  comitiva  de  aquel  afortunado 
redentor  que  tantas  lágrimas  había  de  hacer  verter  después 
a  muchos  de  Ioí-  mismcs  que  con  tanto  alborozo  le  recibían. 
Rancagua  fué,  pues,  el  sepulcro  de  aquella  "Patria  Vieja 
tan  mentada,  que  desde  su  primera  infancia  supo  en  su  mis- 
ma cuna  ostentar,  como  Alcides.  el  poder  de  su  voluntad  y 
de  su  fuerza.  Nacida  el  18  de  septiembre  de  1810  para  lan- 
zarse, sin  más  brújula  que   el  patriotismo,  al   través  de   las 


42  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

borrascas  que  levanta  siempre  el  huracán  dé  las  emancipa- 
ciones políticas,  sólo  después  de  haberla  arrastrado  durante 
cuatro  años  consecutivos,  luciendo  siempre  en  ellas,  bien  que 
con  algunos  naturales  desaciertos,  cuantas  virtudes  cívicas, 
cuanto  heroísmo  y  cuanta  patriótica  poesía  puede  engala- 
nar el  corazón  humano,  murió  como  el  fénix,  legando  a  Chile 
aquellas  gloriosas  cenizas  que  debían  renacer  inmortales  en 
Chacabuco  con  el  nom.bre  de  Patria  Nueva. 

Bajado  el  telón  que  separa  el  primero  del  segundo  acto 
del  sangriento  drama  de  nuestra  emancipación,  Osorio  y  des- 
pués de  él  Marcó,  guiados  por  la  mano  de  una  política  mal 
entendida,  arbitraria-  y  cruel,  parece  que  sólo  se  ocuparon 
en  no  errar  desaciertos  para  provocar  la  reacción. 

Puede  ser  que  Osorio,  al  llegar  a  Santiago,  abrigase,  como 
lo  aseguran  algunos  escritores  peninsulares,  el  pensamien- 
to de  seguir  una  política  de  conciliación  tal,  que  captándose 
las  voluntados  de  los  adustos  republicanos  que  acababa  de 
vencer,  adquirirse  al  mism.o  tiempo,  a  fuerza  de  dulzura  y 
de  actos  de  equidad,  lo  que  no  era  dado  exigir  del  mal  en- 
tendido rigor;  pero  desgraciadamente,  presupuesto  semejan- 
te pensamiento,  no  pasó  esto  de  ser  un  ligerísimo  destello 
de  cordura.  El  corazón  de  ese  hombre  no  era  bueno,  y  si 
lo  fué.  será  forzoso  convenir  en  que  las  sugestiones  del  mie- 
do y  la  de  los  malos  consejos  pueden  provocar  actos  de  fie- 
ra en  las  almas  m.ás  bien  puestas. 

Comenzó  este  terrible  jefe  desde  el  mismo  día  en  que  co- 
locó su  sala  de  despacho  en  la  casa  del  Conde  de  la  Conquis- 
ta, lugar  de  su  primer  alojamiento,* por  desmentir  con  tan- 
to disimulo  cuantos  dichos  de  rigor  se  le  habían  atribuido, 
y  por  aparentar  tanta  mansedumbre  y  natural  dulzura  para 
con  los  vencidos,  que  éstos  llegaron  hasta  creerle  sincero;  y 
aun  recuerdo  haber  visto  a  hombres  muy  respetables  alzar, 
en  casa  de  mis  padres,  las  manos  al  cielo  en  actitud  de  darle 
gracias  por  tan  inesperado  beneficio. 

Bien  poco  duró,  sin  embargo,  el  motivo  de  esta  efusión 
de  reconocimiento,  puesto  que  aun  no  se  había  secado  la 
tinta  con  que  se  firm_aban  las  promesas,  cuando  viendo  el  con- 
fiado redil  al  alcance  d^  su  garra,  ese  lobo,  que  en  vano  ha 
querido  justificar  la  historia,  se  lanzó  sobre  él. 

El  recuerdo  de  la  brutal  e  inútil  tiranía  que  desplegó  Oso- 
rio  a  los  doce  días  de  su  entrada  en  Santiago  sobre  cuantos 
padres  de  familia  y  cuantos  hombres  de  su  posición  po- 
dían honrar  a  su  país  con  sus  talentos  y  con  sus  virtudes,  vi- 
virá en  la  memoria  de  los  chilenos  tanto  tiempo  cuanto  fue- 
re el  de  la  duración  de  nuestra  historia. 

El  aspecto  que  presentaba  la  plaza  de  Santiago  la  tarde 


RECUERDOS     DEL    PASADO  43 

del  día  2  de  noviembre  de  1814.  invadida  por  una  multitud 
de  gentes  cuyos  semblantes  traslucían  ya  la  simple  curiosi- 
dad, ya  el  dolor,  o  ya  el  gesto  de  la  venganza  satisfecha,  era 
lógica  consecuencia  del  atentado  perpetrado  por  Osorio  en 
las  altas  horas  de  la  noche  precedente  sobre  muchos  de  los 
principales  y  descuidados  vecinos  de  la  reivindicada  capi- 
tal. En  el  espacio  que  un  cordón  de  soldados  conteniendo 
la  gente  agrupada  dejaba  franco  en  frente  de  la  portada 
de  la  cárcel,  se  veían,  sin  que  muchos  atinasen  el  porqué, 
como  cincuenta  ruines  cabalgaduras,  ensilladas  unas,  otras 
con  simples  pellejos  de  ovejas  por  monturas,  y  la  mayor  par- 
te con  bozales  de  cáñamo  o  de  cuero  en  vez  de  frenos.  ¡Quién, 
sin  saberlo  de  antem.ano,  hubiera  podido  imaginarse  que  aque- 
lla recua  de  animales,  maltratados  y  provistos  de  tan  mí- 
seros arneses,  era  el  único  medio  de  transporte  que  una  in- 
útil crueldad  proporcionaba  -a  ilustres  expatriados  para  lle- 
gar a  Valparaíso,  primer  descanso  de  la  escala  del  marti- 
rio que  conducía  al  presidio  de  la  lejana  isla  de  Juan  Fer- 
nández! 

Era,  sin  embargo,  la  verdad.  Antes  de  cerrar  el  día  y  en 
medio  del  silencio  doloroso  de  los  espectadores,  silencio  que 
sólo  interrumpía  de  cuando  en  cuando  alguna  brutal  impre- 
cación de  un  sargento  de  Talaveras,  se  vio  salir  con  tardo  y 
enfermizo  paso  del  portal  de  la  cárcel,  un  grupo  de  más  de 
cuarenta  respetables  patriotas,  los  cuales,  a  pesar  de  su  me- 
recimiento, del  respeto  que  inspiran  las  canas,  y  de  los  mi- 
ramientos que  dispensan  siempre  los  corazones  bien  pues- 
tos a  la  desgracia,  fueron  obligados,  poco  menos  que  a  empe- 
llones, a  cabalgar,  y  sirviendo  su  dolorosa  y  ridicula  apostu- 
ra de  tema  para  brutales  risas,  a  marchar  bajo  una  fuerte 
custodia  para  el  vecino  puerto. 

Asi  caminaron  para  .su  destino,  sin  más  ajuar  que  la  ropa 
que  llevaban  puesta  ni  más  alivio  en  tan  penoso  viaje  que 
el  que  podían  adquirir  de  sus  guardas,  con  el  poco  oro  que 
el  acaso  les  permitió  llevar  consigo  cuando  fueron  prendidos, 
Rojas,  Cienfuegos,  Egaña,  Eyzaguirre,  Solar  y  tantos  otros 
distinguidos  patriotas  que  por  muy  conocidos  no  menciono; 
pues  será  sobrado  decir  que  no  quedó  nombre  considerado 
que  no  figurase  en  la  lista  de  los  proscritos,  ni*  casa  respetable 
de  Santiago  que  no  vistiese  luto  por  la  suerte  que  a  sus  deu- 
dos o  amigos  esperaba. 

La  próvida  naturaleza,  que  ha  derramado  siempre  sobre 
la  mujer  chilena,  junto  con  los  encantos  de  la  hermosura, 
les  atractivos  de  la  virtud,  parece  que  se  hubiese  complaci- 
do en  aquel  entonces  en  concentrar  en  Rosario  Rosales  ni- 
ñez, hermosura  y  un  inagotable  tesoro  de  amor  filial. 


44  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


Sorprendida  aquella  tierna  niña  con  los  alaridos  de  la  fa- 
milia de  su  anciano  padre,  don  Juan  Enrique  Rosales,  al  ver 
que  una  tropa  de  soldados,  atropellándolo  todo,  le  arranca- 
ron del  lecho  para  arrojarlo,  enfermo  como  estaba,  a  una 
cárcel  en  la  tenebrosa  noche  en  que  se  dio  aquel  odioso  gol- 
pe de  autoridad:  envuelta  con  precipitación  en  su  mantilla, 
sin  consultar  a  nadie,  ni  darse  cuenta  de  lo  que  hacía,  siguió 
desatentada  a  los  raptores  del  único  bien  que  po.seyó  en  el 
mundo;  mas.  al  llegar  a  la  cárcel,  al  oír  el  ruido  de  la  reja 
que  se  cerraba  tras  él.  la  naturaleza,  recobrando  sus  fue- 
ros, la  derribó  desmayada  sobre  las  frías  baldosas  de  la  en- 
trada de  aquel  temido  lugar.  Recogida  por  los  hermanos  que 
siguieron  tras  aquella  desgraciada  personificación  del  amor 
filial,  apenas  volvió  en  sí,  cuando  perseguida  por  la  idea 
de  que  iban  a  matar  a  su  padre,  corrió  despavorida  a  golpear 
en  todas  las  casas  donde  el  instmto  le  decía  que  podía  encon- 
trar a  auien.  apiadado  de  su  situación,  intercediese  por  la 
conservación  de  vida  tan  preciosa;  mas,  como  en  todas  par- 
tes sólo  encontrase,  bien  que  con  buena  voluntad,  la  indeci- 
sión del  desconsuelo,  venciendo  todas  las  dificultades  que  el 
adusto  Osorio  oponía  a  cuantos  intentaron  hablar  con  él  en 
los  momentos  supremos  de  la  deportación,  el  ángel  del  amor 
filial  bañó  en  vano  con  suplicantes  lágrimas  las  inmundas 
botas  de  aquel  sátrapa.  Don  Juan  Enrique  Rosales  había  sido 
m.iembro  de  la  primera  Junta  Patriota  erigida  para  baldón 
de  España  el  18  de  septiembre  de  1812;  era  preciso,  pues,  que 
él.  así  como  sus  compañeros  Marín,  Encalada  y  Mackenna, 
pagasen  tan  atroz  atentado  contra  la  Corona  de  Castilla. 

Rosario,  acompañada  de  'su  hermano  Joaquín,  siguió  la 
escolta  de  su  cautivo  padre,  quien,  junto  con  sus  demás  com- 
pañeros de  desgracia,  llegó  a  la  aldea  de  Valparaíso  a  los  tres 
días  de  un  penoso  viaje. 

En  ese  villorrio,  que  por  la  emoción  que  causan  en  mi 
viejo  corazón  los  tristes  recuerdos  de  aquella  época,  no  des- 
cribo ahora,  existía  entonces,  por  fortuna  para  los  recién  lle- 
gados, el  caritativo  y  bondadoso  español  don  Pablo  Casa- 
nova,  quien  de  limosna,  porque  ésta  es  la  palabra  aue  tra- 
duce sus  actos,  m.antuvo  a  los  prisioneros  los  tres  días  que 
permanecieron«en  tierra,  mientras  se  alistaba  la  barca  Sebas- 
tiana, que  debía  transportarlos  a   Juan  Fernández. 

La  hija  del  anciano  Rosales,  entretanto,  para  conseguir 
siquiera  que  se  la  permitiese  compartir  con  el  autor  de  sus 
días  el  destierro,  repitió  en  Valparaíso  en  casa  del  jefe  de  la 
plaza  la  misma  escena  que  le  había  valido  en  Santiago  la 
cruel  repulsa  del  mandatario  O.sorio.  Fue,  pues,  al  segundo 
día  de  su  llegado,  a  depositar  sus  lágrimas  y  sus  ruegos  a 


RECUERDOS     DEL     PASADO  45 

los  pies  del  gobernador  del  puerto,  que  lo  era  entonces  el  co- 
mandante de  fragata  de  la  Real  Armada,  Ballesteros. 

Voy  a  consignar  las  palabras  con  las  que.  en  tiempos  más 
serenos,   me   refería   mi   tia   este   lance   de  su   azarosa   vida: 
"Después  de  una  hora  de  angustiosa  espera,  se  dignó  darme 
audiencia  Ballesteros,  quien,  sentado  en  su  escritorio,  pare- 
cía conferenciar  con  algunos  oficiales  del  ejército.  Aquel  frío 
¿qué  se  le  ofrecía?  que  me  dirigió  el  gobernador  con  terca 
seriedad,  sin  siquiera  dignarse  ofrecerme  un  asiento,  me  quitó 
desde  luego  la  poca  esperanza  que  abrigué  hasta  que  estuve 
en  su  presencia    Me  oyó  impasible   tartamudear  mi  súplica, 
y  al  ver  que  en  los  momentos  de  silencio  en  que  me  ahoga- 
ba el  llanto,  en  vez  de  contestarme  parecía  entretenerse  en 
trazar  distraído,  sobre  una  hoja  de  papel,  algunos  garabatos 
que  después  borraba,  sin  saber  por  qué,  ya  parecía  inútil  mi 
íi:sistencia,   cuando    el    gobernador,  encarándome   con   dureza 
estas  palabras:  ¡Basta  de  lágrimas,  señora,  lo  que  no  se  puede 
no  se  puede!...    ¡no  sé  cómo  no  me  caí  muerta!     No  pude 
retirarme.  La  imagen  de  mi  padre  enfermo,  muriéndose  en 
el  desamparo  del  destierro,  sin  tener  a  su  lado  ni  siquiera 
una  mano   amiga  que  le  cerraje  los  ojos,  me  había  dejado 
como  petrificada,  lo  cual,  visto  por  el  gobernador,  al  pare- 
cer im.paciente  por  mi  tardanza  en  despejar  la  sala,  me  asió 
entre  brutal  y  comedido  y  me  condujo  a  la  puerta  del  des- 
pacho, donde  arrojando  un  papel  al  lado  de  afuera,  me  vol- 
vió con  desenfado  la  espalda.  Dios  me  inspiró  que  levantara 
del  suelo  aquel  papel,  que  leído  momentos  después,  contenía 
estas  palabras  que  sólo  el  gobernador  y  yo  podíamos  inter- 
pretar:  Embarcarse,  como  para  viajar .  .  .   Supe  después,  con- 
tinuaba mi  tía,  por  el  contador  de  la  Sebastiana,  que  entre 
otras  cosas  que  el  gobernador  había  hablado  con  el  capitán 
de  esa  nave,  le  había  dicho:   "en  caso  que  la  chica  de  esa 
buena  pieza  de  Rosales  deseare  acompañar  a  su  padre,  dé- 
jela usted  que  le  acompañe,  que  no  por  ser ^ mujer,   deja  de 
ser  insurgente". 

Esta  tira  salvadora  de  papel,  conservada  como  reliquia 
por  mi  tia  hasta  sus  últimos  momentos,  obra  en  mi  poder,  y 
la  conservo  com.o  un  fehaciente  testimonio  que  caracteriza 
el  espíritu  que  dominaba  en  aquella  época,  en  la  cual,  hasta 
para  hacer  mercedes  tenían  los  dependientes  de  Osorio  que 
parecer  brutales. 

La  vida  del  anciano  patriota  don  Juan  Enrique  Rosales, 
la  de  su  hija  Rosario,  la  de  cada  una  de  las  victimas  que 
compartieron  por  igual  delito  las  angustias  y  privaciones  del 
destierro  a  Juan  Fernández  desde  el  día  de  su  cautiverio 
hasta  el  25  de  marzo  de  1817,  época  de  su  repatriación  por 


46  VICENTE     PÉREZ    ROSALES 

O'Higgins,   es   un   draiiia   que   no   entra  en  mi  propósito  na- 
rrar. 

Contábase  entre  los  vecinos  de  Santiago  que  no  siguie- 
ron el  camino  de  Mendoza,  ni  tampoco  el  de  Juan  Fernández 
o  el  de  las  casas-matas  de  los  castillos  del  Callao,  mi  padras- 
tro doctor  don  Felipe  Santiago  del  Solar,  a  quien  daba  yo 
y  doy  todavía  el  nombre  de  padre.  Era  este  uno  de  los  acau- 
dalados y  tenaces  patriotas  a  quienes  la  política  de  Osorio 
convenia  atraer  o  arruinar.  No  habiendo  podido  conseguir 
el  logro  de  la  primera  parte  de  esta  terrible  disyuntiva, 
entró  Osorio  de  lleno  en  la  segunda,  imponiendo  a  Solar  tal 
copia  de  contribuciones,  de  préstamos  y  donativos  forzosos, 
que,  a  no  haber  sido  por  las  relaciones  mercantiles  que  con- 
servaba aquella  poderosa  casa  en  Buenos  Aires,  le  hubiera 
arruinado  por  completo.  Parecióle  esto,  sin  embargo,  poco 
al  desapiadado  mandatario;  quiso  tocar  cuerda  más  sensible 
para  reducir  al  incorregible  insurgente,  y  su  exquisita  cruel- 
dad le  sugirió  la  idea  de  herir  al  rebelde  en  el  corazón,  en- 
carcelando a  mi  madre! 

Al  ver  la  tenacidad  con  que  Osorio  procuraba  la  ruina  de 
los  intereses  de  Solar,  no  parece  sino  que  este  suspicaz  man- 
datario sospechaba  en  el  papel  que  debían  desempeñar  en  la 
obra  de  la  emancipación  americana  el  ardiente  patriotismo 
y  las  riquezas  ae  su  perseguido;  pues,  apenas  entró  el  año  de 
1820,  cuando  aquella  sospecha  se  tornó  en  presagio,  como 
consta  del  documento  histórico  que  a  continuación  copio,  por 
no  ser  de  todos  conocido: 

Lima,  octubre  4  de   1833. 

Reconócese  por  el  Estado  a  favor  de  áon  Felipe  Santiago  del 
Solar  60.000  pesos  en  parte  de  la  cantidad  que  le  declaró  el  Con- 
gr€.«o  en  3  de  diciembre  de  1832,  por  resto  del  .saldo  de  las  cuentas 
respectivas  a  la  habilitación  del  Ejército  Libertador  que  vino  al 
Perú  en  1820,  al  mando  del  general  San  Martin,  cuya  cantidad 
será  satisfecha  en  el  modo  y  en  las  oportunidades  que  lo  permitan 
las  actuales  exigencias  del  erario. — Tómese  razón  de  la  Contaduría 
Ganeral  de  Valores  y  Tesorería  GeneY3.].—Gamarra. 

Tómese  razón  en  la  Contadu-  Tómese  razón  en  la  Tesore- 
ría General  de  Valores.  —  Lima,  ría  General  de]  Estado.  —  Li- 
octubre  8  de  183'3. —Arri~..  ma,  octubre  8  de  1833.— Burgos. 

No  habían  transcurrido  tres  semanas  después  de  la  sali- 
da de  la  Sebastiana  cuando  recibió  ese  nuevo  golpe  mi  fami- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  47 

lia.  Corría  la  tarde  del  17  de  noviembre,  y  al  abrigo  del  co- 
rredor que  daba  al  jardín  procuraba  en  vano  mi  padre  calmar 
el  llanto  que  arrancaba  a  su  esposa  el  doloroso  recuerdo  del 
destierro  de  su  anciano  padre,  cuando  fué  interrumpido  por 
el  extraño  aviso  de  que  un  carruaje  custodiado  por  soldados 
se  acababa  de  detener  en  la  puerta  de  calle. 

Corrimos  mi  hermano  Carlos  y  yo  a  averiguar  lo  que 
aquello  significaba,  y  no  tardamos  en  ver  salir  del  carruaje  a 
un  militar  rechoncho,  bajo  de  cuerpo,  ancho  de  espaldas, 
pescuezo  corto,  cara  expresiva  y  anchos  bigotes  castaños.  Iba 
vestido  con  afectación,  y  en  su  alto  morrión,  que  no  decía  con 
su  estatura,  llevaba  esculpidos  en  latón  amarillo,  junto  con 
la  corona,  los  leones  heráldicos  de  España.  Este  personaje, 
que  nos  llenó  de  miedo,  después  de  atravesar  con  desemba- 
razo y  seguido  de  dos  soldados  el  primer  patio:  ¡Ah,  de  casa!, 
gritó  en  la  antesala,  y  mi  padre,  que  le  salió  al  encuentro,  sa-, 
ludándole  con  el  nombre  de  señor  don  Vicente  San  Bruno, 
le  preguntó  la  causa  que  le  proporcionaba  la  ocasión  de  verle. 
San  Bruno  contestó:  "Yo  no  le  busco  a  usted.  Todo  por  su 
orden,  pero  no  tenga  usted  cuidado  por  eso,  que  no  ha  de 
tardar  mucho  en  que  nos  veamos  más  de  cerca  las  caras. 
Busco  a  doña  Mercedes  Rosales,  y  es  lástima  que  sea  tan  gua- 
pa moza  esa  insurgente...  ¡Vamos,  no  perdamos  tiempo!" 
Intimada  la  orden  de  prisión  a  la  madre  querida,  junto  con 
€l  ademán  de  asirla  de  un  brazo,  Carlos  y  yo,  dando  alaridos, 
nos  lanzamos  sobre  San  Bruno,  quien  de  un  solo  revés  al 
proseguir  su  marcha,  tendió  a  los  dos  pobres  niños  sobre  las 
piedras  del  patio. 


~    I'        CAPITULO   III 

Conflictos  de  Man  '.ó. —  Chacabuco. —  Gran  sarao  dado  al  ejér- 
cito vencedor.-  —Armas  ^heráldicas  de  Chile.  —  Derrota  de 
C  ancha- Rayaa'n,.—  Segunda  emigración  a  Mendoza. — 
Muerte  de  los    dos  hermanos  Carrera,  Luis  y  Juan  José. 

i 
Ya  no  era  den.  Mariano  Osorio  quien  gobernaba  entonces. 
Habiale  suced  ido  en  el  mando  otro  procónsul  llamado  Ca- 
simiro Marcó  del  Ptnit,  menos  capaz  que  el  anterior,  aunque 
no  menos  cruel,  ''lias  confinados  en  Juan  Fernández,  de  quie- 
nes muy  de  tard  p  íeii  tarde  se  recibían  noticias,  seguian  sin 
esperanza  sufriei  laa©  los  caprichos  de  los  carceleros  de  aque- 
lla Ceuta  americ  a  na,  al  paso  que  sus  deudos  y  los  demás  pa- 
triotas del  titul;  into  Reino  de  Chile,  impotentes  para  defen- 
derse contra  les  ipurfxuntarios  atropellos  del  poder  que  los  abru- 
maba, atesoraba  <m.  en  sus  corazones  un  caudal  de  agravios, 
cuyo  estallido,  r  ;ii'dndo  sucediese,  no  podía  menos  de  extirpar 
para  siempre  ei    (dominio  español  de  nuestro  suelo. 

En  efecto,  bsibíase  iniciado  el  año  de  1817.  con  pronósti- 
cos de  invasió^  a  patriótica,  una  expedición  alistada  del  otro 
lado  de  los  Ar  jíites  por  el  incansable  celo  del  bizarro  coronel 
de  granaderos  s  caballo  don  José  de  San  Martin,  gobernador 
entonces  de  í  fendoza,  y  reforzada  por  los  heroicos  fugitivos 
de  Rancagua,  oiyo  ardiente  valor  y  patriotismo  clamaba  por 
un  sangriento  .  desquite.  No  es,  pues,  de  extrañar  que  el  ánimo 
de  Marcó,  pe  rturbado  con  las  amenazantes  noticias  de  estos 
aprestos  béli'  '^os,  le  indujese  a  exclamar  en  uno  de  sus  malos 
momentos  "  ¡qv:e  ni  lágrimas  que  llorar  habia  de  dejar  a  los 
chilenos  enf  mvios  de  su  rey!"  Pero  la  suerte  lo  habia  dis- 
puesto de  o  :ro  modo,  y  estaba  escrito  en  el  libro  del  destino 
que  las  ago  Cadí  is  lágrimas  de  las  víctimas  chilenas  las  habia 
de  volver  é)  ¿  mi  smo  con  las  propias  suyas  en  un  destierro. 

En  un'  j^  de  los  largos  y  calurosos  días  del  mes  de  enero  de 
aquel  año  se  p:  aseaba  inquieto  en  el  espacioso  y  obscuro  salón 
de  una  c  onüci(  la  y  antigua  casa  de  Santiago,  llamada  de  los 
Carrera,  un  aj:  uesto  caballero  corno  de  treinta  y  cinco  años, 
alto,  oj'  js  azuii3s,  nariz  prominente  y  cabello  negro.  Su  aire 
preocui  >^do,  sii  continuo  mirar  por  la  entornada  ventana  ha- 


30  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 


cia  la  calle,  junte  con  sus  convulsos  movimientos  de  impacien- 
cia, denotaban  que  esperaba  por  instantes  la  noticia  de  algún 
serio  acontecimiento.  Como  a  eso  de  las  tres  de  la  tarde, 
hora  de  la  siesta  y  de  general  silencio  en  aquella  estación, 
se  vio.  gallinas  al  hombro,  atravesar  el  patio  de  la  casa  a 
uno  de  esos  andrajosos  vendedores  de  aves  que  llegaban  de 
los  campos  con  tanta  frecuencia  a  la  caiDital  a  expender  su 
modesta  mercancía,  el  cual,  deteniéndose  a  la  puerta  de  la 
antesala,  dio  el  grito  de  ordenanza:  ¡Llevo  gallinas  gordas, 
casero! .  . .  Solar,  que  no  era  otro  el  silencioso  e  inquieto  per- 
sonaje que  traigo  de  nuevo  a  la  .escena,  estremeciéndose  co- 
mo herido  por  una  chispa  eléctrica  al  oíir  esa  voz  que  pare- 
cía serle  conocida,  hizo  a  mi  madre  señas  para  que  me  en- 
tretuviese, y  saliendo  precipitado  de  la  sala,  ordenó  que  un 
sirviente  cargase  con  las  aves,  y  en  cuanto  se  consideró  so- 
lo, tomó  del  brazo  al  vendedor  y  desapareció  con  él  en  su 
inmediato  escritorio. 

¿Quién  podría  ser  este  haragán?  ¿Quó  significaba  aquel 
misterioso  encierro  con  mi  padre  a  solas?  Cuestiones  fueron 
éstas  a  las  que  mi  madre,  más  preocupada  de  velar  sobre  la 
conservación  del  aislamiento  de  la  vecindad  del  escritorio 
que  de  satisfacer  mi  infantil  curiosidad,  se  limitó  a  contestar 
imponiéndome  silencio. 

Un  momento  después  el  vendedor  de  aves,  con  aire  de 
triste  pordiosero,  salió  a  la  calle  y,  tendiendo  la  mano  a  cuan- 
tos encontraba,  en  busca  de  merced,  desapareció  por  la  calle 
de  los  Huérfanos  abajo. 

Sólo  cuatro  años  después  de  lo  ocurrido  pude  recoger,  de 
boca  de  mi  madre,  la  solución  del  enigma  del  pollero.  Con- 
servaba la  señora  en  su  libro  de  autógrafos  un  pequeño  cua- 
drito  de  papel  que,  arrollado,  podía  desempeñar  la  aparien- 
cia de  tabaco  dentro  de  la  hoja  de  un  cigarro.  En  este  papel 
se  podían  leer  con  facilidad  estas  palabras:  "15  de  enero: 
hermano  S.. .  Remito  por  los  Patos  4.000  pesos  fuertes.  Den- 
tro de  un  mes  estará  con  ustedes  el  hermano  José". —  El  su- 
puesto vendedor  de  aves  era  uno  de  los  muchos  espías  y  emi- 
sarios de  quiene5:  se  valía  el  gobernador  de  Mendoza,  ya  para 
sostener  el  ánim.o  de  los  patriotas  que  gemían  de  este  lado 
de  los  Andes,  ya  para  avivar  las  indecisiones  de  Marcó;  la  fe- 
cha indicaba  el  día  de  la  salida  del  ejército,  los  pesos  fuertes 
el  número  de  soldados,  y  el  hermano  José  el  nombre  del 
ilustre  soldado  libertador,  don  José  de  San  Martín. 

Nunca  vi  más  radiante  de  contento  la  fisonomía  de  mi 
padre  que  cuando  despidió  al  supuesto  mendigo.  Hubo  en  las 
primeras  horns  de  la  noche  numerosas  visitas,  todos  habla- 
ban a  media  voz,  todos  accionaban  con  más  o  menos  vehe- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  51 

mencia,  y  en  todos  dominaba  la  alegría  que  trae  consigo  al- 
gún feliz  y  cercano  acontecimiento. 

Desde  ese  día  para  adelante  no  dejé  de  notar  en  las  ca- 
lles de  Santiago  el  más  inusitado  movimiento.  Partes  preci- 
pitados que  volaban  reventando  cinchas,  salían  a  cada  ins- 
tante de  palacio,  ya  para  el  norte,  ya  para  el  sur  del  Reino. 
Se  llamaban  tropas  del  sur,  se  las  detenía  en  su  marcha,  y  se 
las  fraccionabu  para  sembrarlas  por  destacamentos  en  todos 
los  pasos  de  la  cordillera;  porque  fueron  tantas  las  trazas  y  los 
ardides  de  que  se  valió  San  Martín  para  ocultar  el  rumbo  de 
sus  tropas,  que  hubo  momentos  en  que  los  realistas  llegaron 
a  ver  en  todos  y  en  cada  uno  de  los  boquetes  andinos  aso- 
mar al  mismo  tiempo  el  amenazador  fantasma  del  ejército 
libertador. 

Llegó  el  lía  11  de  febrero,  y  con  él  tanto  toque  de  cajas  y 
de  cornetas,  tantas  carreras  de  caballos  por  la  ciudad,  al  pro- 
pio tiempo  que  se  veían  salir  apresuradas  por  la  Cañadilla, 
las  pocas  tropas  que  aun  quedaban  en  Santiago,  que  este  pue- 
blo parecía  campamento  que,  sorprendido,  levantaba  asiento 
a  toque  de  rebato. 

No  había  un  solo  semblante  en  el  cual  no  se  encontrase 
trazada  con  enteros  rasgos  la  ansiedad.  El  temor  y  la  espe- 
ranza luchaban  en  todos  los  corazones;  decían  unos  que  ya 
San  Martín,  al  mando  de  más  de  diez  mil  hombres,  habla  pa- 
sado la  cordillera,  y  que  lanzaba  sobre  el  desgraciado  Reino 
de  Chile  una  Inundación  de  excomulgados  insurgentes  que 
todo  lo  venían  arrasando;  otros,  que  San  Martín  solo  capita- 
neaba a  cuatvD  gatos  cansados  con  el  viaje  y  tan  mal  arma- 
dos, que  al  menor  asomo  de  las  tropas  reales,  ni  rastro  queda- 
ría de  ellos.  Llegó  después  la  noche  que  tan  vivos  recuerdos 
ha  dejado  en  mi  alm.a.  Tedas  las  puertas  de  calle  que  no  es- 
taban herméticamente  cerradas  después  de  las  oraciones,  es- 
taban entornadas  y  vigiladas  para  evitar  los  desbordes  de  las 
turbas  inconscientes,  para  las  cuales  no  podía  haber  desen- 
lace sin  saqueo.  Alternábase  el  silencio  con  el  ruido.  Momen- 
tos hubo  en  que  pudo  sentirse  el  vuelo  de  una  mosca,  y  mo- 
mentos en  que  todo  lo  atronaban  las  imprecaciones  de  las 
patrullas  a  caballo,  lanzadas  a  escape  tras  aquellos  impa- 
cientes insurgentes  que,  por  desahogo,  gritaban  antes  de  tiem- 
po   "¡Viva  la  Patria!" 

Uno  de  estos  imprudentes  atravesó  como  un  celaje  el  pa- 
sadizo de  nuestra  casa  al  mismo  tiempo  que  seis  soldados  a 
caballo,  lanzándose  en  el  patio,  entraron  con  gran  ruido  de 
sables  y  herraduras  hasta  la  mitad  de  la  antesala,  donde  se 
encontraba  reunida  la  familia.  A  la  orden  altanera  del  que 
comandaba  el  piquete,  de  entregar  en  el  acto  al  insurgente 


52  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


que  acababa  de  aislarse  en  casa,  Solar,  sin  turbarse,  echó 
mano  a  un  candelabro,  y  convidando  a  los  soldados  a  seguir- 
le, hizo  una  correría  por  la  casa,  como  si  no  pensase  en  otra 
cosa  que  en  la  entrega  del  fugitivo,  cuya  entrada  protestaba 
ignorar;  y  supo  hacer  su  papel  tan  a  lo  vivo,  que  después  de 
remover  hasta  los  colchones  de  los  «catres,  donde  él  sabía  que 
nada  habían  de  encontrar,  no  se  detuvo  hasta  dar  con  ellos  en 
una  azotea  interior  que  comunicaba  con  el  tejado.  Viéronse, 
pue«.  obligados  a  dar  por  terminada  su  persecutora  e  inútil 
tarea,  volvieron  a  la  sala  prorrumpiendo  en  reniegos,  cobra- 
ron en  ella  sus  cabalgaduras,  y  lanzando  a  todos  miradas  de 
despecho,  salieron  a  la  calle  dejando  el  salón  pasado  a  sudor 
y  a  estiércol  de  caballo. 

Pero  ya  estaban  sonando  para  el  poder  peninsular  los  úl- 
timos tañidos  de  la  campana  de  una  agonía  que,  principiando 
el  12  de  febrero  de  1817  sobre  los  gloriosos  recuestos  de  Cha- 
cabuco.  debía  terminar  en  la  para  siempre  memorable  jor- 
nada de  Maipú. 

El  espantado  Marcó  recibió  en  la  tarde  de  ese  día  la  vaga 
noticia  de  la  derrota  de  las  fuerzas  reales  confiadas  a  Maroto 
en  Chacabuco.  y  sin  esperar  la  confirmación  de  ella,  huyó 
despavorido,  junto  con  algunos  subalternos,  hacia  la  costa  de 
San  Antonio,  esperanzado  de  encontrar  en  ella  alguna  nave 
española  donde  poder  asilarse.  Pero  tras  Marcó  había  sa- 
lido matando  caballos,  un  expreso  para  imponer  de  lo  que  pa- 
saba a  don  Francisco  Ramírez,  dueño  de  aquella  hacienda  de 
las  Tablas  que  sirvió  de  escondite  a  mi  familia  recién  entró 
Osario  a  la  rendida  Santiago;  y  Marcó  cayó  en  manos  de  mi 
irritado  tío,  quien  le  condujo  con  sus  huasos  a  Santiago  y  lo 
entregó  a  los  vencedores,  custodiados  por  Aldao,  capitán  de 
granaderos  del  ejército  de  los  Andes,  el  día  24. 

No  debe  causar  extrañeza  verme  pasar  tan  de  corrido  so- 
bre los  acontecimientos  políticos  que  han  ido  ocurriendo  a  mi 
vista  durante  el  curso  de  mi  vida,  por  no  ser  historia  políti- 
ca la  que  escribo.  Y  si  de  vez  en  cuando  se  me  ve  desviar  de  mi 
propósito,  es  ya  por  consignar  hechos  poco  conocidos,  o  ya 
por  dar  unidad  a  mi  narración,  aduciendo  aquellos  que  han 
motivado   estos  recuerdos. 

La  casa  de  don  Juan  Enrique  Rosales,  quien  aun  gemía 
en  el  destierro  de  Juan  Fernández  sin  más  consuelo  ni  más 
ángel  tutelar  üue  su  abnegada  hija  Rosario,  había  cambiado, 
junto  con  la  entrada  de  San  Martín  a  Santiago,  su  crespón 
de  luto  por  el  vestido  de  baile,  y  el  tétrico  silencio  que  la 
violenta  separación  del  amo  l-e  legara,  por  el  más  bullicioso  y 
alegre  afán  de  engalanarlo  todo. 

Las  hijas  y  ios  yernos  de  Rosales  quisieron  dar  a  los  ven- 


RECUERDOS     DEL    PASADO  53 

cedores  en  Chacabuco  una  leve  prueba  de  su  reconocimiento; 
y  persuadiéndose  de  que  el  desterrado  padre,  lejos  de  consi- 
derar su  casa  profanada  por  la  alegría  mientras  él  gemía  en 
el  destierro,  bendeciría  el  obsequio  que  sus  hijos  hacían  a 
tantos  héroes  a  quienes  comenzábamos  a  deber  patria  y  li- 
bertad, se  esmeraron  en  preparar  para  ello  el  más  suntuoso 
sarao  que  en  aquel  entonces  permitían  las  circunstancias. 
Acabábase  de  proclamar  a  O'Higgins  Supremo  Director 
del  Estado,  el  memorable  día  16  de  febrero,  y  parecía  tanto 
más  justificada  la  alegría  de  los  deudos  de  Rosales,  cuanto 
que  ya  se  sabía  que  el  más  apremiante  afán  de  este  bizarro 
jefe  era  el  de  repatriar  a  los  proceres  chilenos  confinados  en 
Juan  Fernández. 

Para  que  se  vea  cuan  sencillas  eran  las  costumbres  de 
aquel  entonces,  voy  a  referir  muy  a  la  ligera  lo  que  fué  aquel 
mentado  baile,  que  si  hoy  viéramos  su  imagen  y  semejanza, 
hasta  lo  calificaríamos  de  ridículo,  sí  no  se  opusiera  a  ello  el 
sagrado  propósito  a  que  debió  su  origen. 

Ocupaba  la  casa  de  mi  abuelo  el  mismo  sitio  que  ocupa 
ahora  el  palacio  del  héroe  de  Yungay,  y  contaba,  como  todos 
los  buenos  edificios  de  Santiago,  con  sus  dos  patios  que  da- 
ban luz  por  ambos  lados  al  cañón  principal. 

Ambos  patios  se  reunieron  a  los  edificios  por  medio  de 
toldos  de  campaña  hechos  con  velas  de  embarcaciones  que 
para  esto  solo  trajeron  de  Valparaíso.  Velas  de  buques  tam- 
bién hicieron  las  veces  de  alfombras  sobre  el  áspero  empe- 
drado de  aquellos  improvisados  salones.  Colgáronse  muchas 
militares  arañas  para  el  alumbrado,  hechas  con  círculos  con- 
céntricos de  bayonetas  puntas  abajo,  en  cuyos  cubos  se  co- 
locaron velones  de  sebo  con  moños  de  papel  en  la  base  para 
evitar  chorreras.  Arcos  de  arrayanes,  espejos  de  todas  for- 
mas y  dimensiones,  adornaron  con  profusión  las  paredes,  y 
en  los  huecos  de  algunas  puertas  y  ventanas  se  dispusieron 
alusivos  transparentes  debidos  a  la  brocha-pincel  del  maes- 
tro Dueñas,  profesor  de  Mena,  quien,  siendo  el  más  aprove- 
chado de  sus  discípulos,  para  pintar  un  árbol  comenzaba  por 
trazar  en  el  lienzo,  con  una  regla,  una  recta  perpendicular, 
color  de  barro,  cogía  después  una  brocha  bien  empapada  en 
pintura  verde,  embarraba  con  ella  sobre  el  extremo  de  la  rec- 
ta, que  él  llamaba  tronco,  un  trecho  como  del  tamaño  de  una 
sandia,  y  si  al  palo  aquel  con  cachiporra  verde  no  le  ponía 
al  pie  "este  es  un  árbol",  era  porque  el  maestro  no  sabía  es- 
cribir. Tras  de  dos  grandes  biombos,  pintados  también,  se 
colocaron  músicas-en  uno  y  otro  patio,  y  se  reservó  una  banda 
volante  para  que  acudiese,  como  cuerpo  de  reserva,  a  los  pun- 
tos donde  más  se  necesitase.  Pero  lo  que  más  llamó  la  aten- 


54  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


cióii  de  ly  capiUil,  fué  la  cstiepiloísa  idea  de  colocar  en  la 
calle,  junto  a  la  pxierta  principal  de  la  entrada  al  sarao  una 
batería  de  pir-zat  de  montaña,  que  contestando  a  los  brindis  y 
a  las  alocuciones  patrióticas  del  interior,  no  debía  dejar  vi- 
drio parado  en  todas  las  ventanas  de  aquel  barrio.  Los  salo- 
nes interiores  vestían  el  lujo  de  aquel  tiempo,  y  profusión  de 
enlazadas  banderas  daban  al  conjunto  el  armonioso  aspecto 
que  tan  singular  ornamentación  requería. 

Ocupaba  el  cañón  principal  de  aquel  vasto  y  antiguo  edi- 
ficio una  improvisada  y  larguísima  mesa  sobre  cuyos  mante- 
les, de  orillas  añascadas,  lucía  su  valor,  junto  con  platos  y 
fuentes  de  plata  maciza  o.ue  para  esto  sólo  se  desenterraron, 
la  antigua  y  preciada  loza  de  la  China.  Ninguno  de  los  más 
selectos  manjares  de  aquel  tiempo  dejó  de  tener  sl}  represen- 
tante sobre  aquel  opíparo  retablo,  al  cual  servían  de  acompa- 
ñamiento y  de  adorno,  pavos  con  cabezas  doradas  y  banderas 
en  los  picos;  cochinitos  rellenos  con  sus  guapas  naranjas  en 
el  hocico  y  su  colita  coquetonamente  ensortijada,  jamones  de 
Chiloé,  almendrados  de  las  monjas,  coronillas,  manjar  blan- 
co, huevos  chimbos  y  mil  otras  golosinas,  amén  de  muchas 
cuñitas  de  queso  de  Chanco,  aceitunas  sajadas  con  ají,  ca- 
bezas de  cebolla  en  escabeche,  y  otros  combustibles  cuyo  in- 
cendio debería  apagarse  a  fuerza  de  chacolí  de  Santiago,  de 
asoleado  de  Concepción  y  de  no  pocos  vinos  peninsulares. 

Fué  convenido  que  las  señoras  concurriesen  coronadas  de 
flores,  y  que  ningún  convidado  dejase  de  llevar  puesto  un 
gorro  frigio  lacre  con  franjas  de  cinta  bicolores,  azul  y  blanco. 

Excusado  me  parece  decir  cuál  fué  el  estruendo  que  pro- 
dujo en  Santiago  este  alegre  y  para  entonces  suntuosísimo 
sarao.  Dio  principio  con  la  canción  nacional  argentina  ento- 
nada por  todos  los  concurrentes  a  un  mismo  tiempo,  y  seguida 
después  con  una  salva  de  veintiún  cañonazos,  que  no  dejó 
casa  sin  estremerse  en  todo  el  barrio.  Siguieron  el  rninué,  la 
contradanza,  el  rin  o  rin,  bailes  favoritos  entonces,  y'  en  ellos 
hicían  su  juventud  y  gallardía  el  patrio  belio  sexo  y  aquella 
falange  chileno-argentina  de  brillantes  oficiales,  quienes  su- 
pieron conseguir,  con  sus  heroicos  hechos,  el  título  para  siem- 
pre honroso  de  Padres  de  la  Patria. 

Jóvenes  entonces  y  trocado  el  adusto  ceño  del  guerrero 
por  la  amable  sonrisa  de  la  galantería,  circulaban  alegres  por 
los  salones  aquellos  héroes  que  supo  improvisar  el  patrio- 
tismo, y  que  ei)  ese  momento  no  reconocían  más  jerarquías 
que  las  del  verdadero  mérito,  ni  más  patria  que  el  suelo  ame- 
ricano. Allí  el  glorioso  hijo  de  Yapeyú  estrechaba  con  la  mis- 
ma efusión  de  fraternal  contento  la  adamada  mano  del  es- 
forzado teniente  Lavalle,  como  la  encallecida  del  temerario 


RECUERDOS     DEL     PASADO  55 

O'Higgins,  y  nadie  averiguaba  a  qué  nación  pertenecían  los 
orientales  Martínez  y  Arellano,  los  argentinos  Soler,  Quinta- 
na, Berutí.  Plaza,  Frutos,  Alvarado,  Conde,  Necochea,  Zapiola, 
Melián,  los  chilenos  Zenteno,  Calderón,  Freiré;  los  europeos 
Paroisin,  Arcos  y  Cramer,  y  tantos  otros  cuya  nacionalidad 
se  escapa  a  mis  recuerdos,  como  Correa,  Nozar,  Molina,  Gue- 
rrero, Medina,  Soria,  Pacheco  y  todos  aquellos  a  quienes  los 
asuntos  del  servicio  permitieron  adornar  con  su  presencia  la 
festiva  reunión  en  que  se  encontraban.  Concurrieron  tam- 
bién a  ella  lo  r/iás  lucido  de  la  juventud  patriótica  de  Santia- 
go, los  contados  viejos  que  la  crueldad  de  Marcó  dejó  sin  des- 
terrar, el  alegre  y  decidor  Vera,  y  aquel  célebre  pirotécnico  de 
la  guerra,  el  padre  Beltrán,  que,  encargado  de  colocar  alas 
en  los  cañones  para  transponer  los  Andes,  no  debía  tardar 
en  asumir  el  carácter  de  Vulcano,  forjando  en  la  maestranza 
rayos  para  el  Júpiter  de  nuestra  independencia. 

La  mesa  vino  en  seguida  a  dar  la  última  mano  al  conten- 
to general.  La  confianza,  hija  primogénita  del  vino,  hizo  más 
expansivos  a  los  convidados,  y  los  recuerdos  de  las  peripecias 
de  la  reciente  batalla  de  Chacabuco  contados  copa  en  mano 
por  la  misma  heroica  juventud  que  acaba  de  figurar  en  ella, 
unidos  al  estrépito  de  las  salvas  de  artillería,  produjeron  en 
todo  aquel  recinto  y  en  sus  contornos  el  más  alegre  estruen- 
do que  al  compás  del  cañón,  de  las  músicas  y  de  los  ¡hurras! 
había  oído  Santiago  desde  su  nacimiento  hasta  ese  día. 

Todos  brindaban;  cada  brindis  descollaba  por  su  en^r- 
P'lco  laconismo  y  por  las  pocas  pero  muy  decidoras  palabra' 
de  que  constaba.  ¡Cuan  frías  no  parecían  en  el  día,  que  acos- 
tumbramos medir  la  bondad  de  los  brindis  por  el  tiempo  que 
tardamos  en  expresarlos,  aquellas  lacónicas  pero  enérgicas 
expansiones  de  almas  electrizadas  por  el  patriotismo!  Antes 
se  brindaba  con  el  corazón,  ahora  brindamos  con  la  cabeza. 

San  Martín,  después  de  un  lacónico  pero  enérgico  y  pa- 
triótico brindis,  puesto  en  pie,  rodeado  de  su  estado  mayor  y 
en  actitud  de  arrojar  contra  el  suelo  la  copa  en  que  acababa 
de  beber,  dirigiéndose  al  dueño  de  casa,  dijo:  "Solar,  ¿es 
permitido?",  y  habiendo  éste  contestado  que  esa  copa  y  cuanto 
había  en  la  mesa  estaba  allí  puesto  para  romperse,  ya  no  se 
propuso  un  solo  brindis  sin  que  dejase  de  arrojarse  al  suelo 
la  copa  para  que  nadie  pudiese  profanarla  después  con  otro 
que  expresase  contrario  pensamiento.  El  suelo,  pues,  quedó 
como  un  campo  de  batalla  lleno  de  despedazadas  copas,  vasos 
y  botellas-. 

Dos  veces  se  cantó  la  canción  nacional  argentina  y  la 
última  vez  lo  hizo  el  mismo  San  Martín.  Todos  se  pusieron  de 
pie,  hízose  introducir  en  el  comedor  dos  negros  con  sus  trom- 


56  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

pas,  y  al  son  viril  y  majestuoso  de  estos  instrumentos,  hizose 
oír  electrizando  a  todos  la  voz  de  bajo,  áspera,  pero  afinada 
y  entera,  del  héroe  que  desde  el  paso  de  los  Andes  no  había 
dejado  de  ser  un  solo  instante  objeto  de  general  veneración. 
No  pudo  entonces  la  canción  chilena  terciar  en  el  sarao  con 
sus  eléctricos  sonidos,  porque  aun  no  había  nacido  este  sím- 
bolo de  unión  y  de  gloria,  que  sclo  fué  adoptado  por  el  Se- 
nado el  20  de  septiembre  de  1819  y  cantado  por  primera  vez 
con  música  chilena,  ocho  días  después. 

Otro  tanto  ocurrió  con  las  armas  heráldicas  de  Chile,  que 
muy  en  embriór-  figuraron  al  lado  de  las  argentinas  en  los 
biombos  y  lienzos  que  adornaban  los  patios,  pues  sólo  tres 
días  después  de  adoptarse  por  el  Senado  la  canción  nacional, 
vino  el  mismo  cuerpo  a  fijar  la  forma  que  en  los  primeros 
itiempos  tuvieron.  Reducíase  ésta  a  un  óvalo  en  cuyo  centro 
de  azul  obscuro  resaltaba  una  columna  dórida  Ülanca  con  su 
letrero  Libertad,  encima.  Sobre  éste  veíase  una  estrella  de 
cinco  puntas  que  representaba  a  Santiago,  y  dos  más  a  uno  y 
otro  lado  para  representar  a  Coquimbo  y  Concepción,  nom- 
bres que  tenían  las  tres  grandes  secciones  políticas  en  que 
entonces  se  dividía  el  país.  Servía  de  orla  a  estas  insignias 
ramas  de  laureles  atadas  con  cintas  tricolores,  y  a  todo  el  es- 
cudo, completos  trofeos  de  armas,  de  banderas  y  de  cadenas 
rotas. 

No  carece  de  interés  el  consignar  aquí  lo  que  fueron  nues- 
tras insignias  patrias  en  sus  primeros  nasos.  Chile,  desle  r>us 
primeras  camorras  políticas  del  año  10  hasta  la  feliz  inter- 
vención de  don  José  Miguel  Carrera,  en  nu^estra  revolución, 
no  tuvo  ni  más  bandera  aue  la  española,  ni  otro  escudo  h?- 
ráldico  que  el  de  los  reyes  de  Castilla,  lo  que  hace  sospechar  6 
que  no  pasaba  por  la  mente  de  nuestros  pairas  la  idea  de  una 
separación  absciluta  de  la  madre  patria,  o  que  si  pasaba,  se 
temía  darlo  a  entender. 

Débese  a  este  intrépido  patriota  el  oportuno  y  arrojado 
término  de  la,':,  indecisiones,  y  ya  en  1812,  sancionado  el  año 
siguiente  por  el  Senado,  hacia  lucir  ante  los  atónitos  ojos  de 
los  chilenos  aquella  primitiva  enseña  tricolor,  azul,  blanca  y 
amarilla,  que  tantas  glorias  y  tantas  desgracias  supo  enérgi- 
ca presenciar.  Aturdida,  pero  no  muerta  en  la  funesta  catás- 
trofe de  Rancagua,  pudo  volver  el  año  de  1817  a  su  gloriosa 
vida,  ya  no  luciendo  el  color  amarillo  que  antes  ostentaba, 
sino  el  rojo  en  que  éste  se  había  convertido,  según  la  poética 
expresión  de  Vera,  por'  la  sangre  de  sus  propios  defensores. 

Arrojada  para  siempre  del  suelo  chileno  la  legendaria  en- 
.soña  (ie  los  leone.s,  .so  alzó  brili;mte  sobro  ol  azul  do  nuestro 
Ifbre  cielo  aquella  hermosa  y  solitaria  estrella  que  siempre  ha 


RECUERDOS     DEL    PASADO  57 

sido,  es  y  será  la  precursora  de  los  más  arrojados  triunfos 
militares. 

Terminado  el  sarao  y  vuelto  cada  cual  a  la  tarea  de  con- 
solidar la  obra  con  tanta  dicha  iniciada  en  Chacabuco,  lo 
primero  en  que  se  pensó  fué  en  repatriar  cuanto  antes  a  los 
patriotas  que  la  crueldad  española  tenía  confinados  en  Juan 
Fernández.  Temíase  con  razón  que  en  cuanto  llegase  noticia 
a  Abascal,  virrey  entonces  del  Perú,  de  lo  que  en  Chile  ocu- 
rría, no  tardarían  aquellos  infelices  patriotas  y  troncos  de 
las  primeras  familias  de  este  país,  en  ser  trasladados  a  las 
casamatas  de  los  castillos  del  Callao,  y  así  hubiera  oucsdi- 
do  si  el  engañado  bergantín  español  Águila  no  hubiese  caído 
en  manos  de  los  patriotas  al  entrar  en  Valparaíso,  creyendo 
aún  aquel  puerto  en  poder  de  los  españoles. 

Salió  este  bergantín  sin  tardanza  para  la  isla,  y  no  ha- 
biendo encontrado  en  don  José  Piquero,  gobernador  de  aquel 
presidio,  resistencia  alguna  para  entregar  los  prisioneros,  tu- 
vieron éstos  la  dicha  de  embarcarse  libres  para  tornar  al 
¿seno  de  sus  desconsoladas  familias  el  25  de  marzo,  mes  y 
medio  después  de  la  mem.orable  jornada  de  Chacabuco. 

Estos  paréntesis  de  dicha  entre  las  tormentas  del  pasado 
y  las  borrascas  que  nos  preparaba  el  porvenir  antes  de  termi- 
nar la  epopeya  de  nuestra  emancipación  política,  no  fueron 
de  larga  duración.  La  vida  de  entonces  era  una  vida  de  con- 
trastes; pasábase  en  ella  casi  sin  transición  de  la  risa  al  llan- 
to, y  del  llanto  a  la  risa.  ¡Cuándo  hubiera  podido  imaginarse 
Marcó  que  sus  mismos  edictos  de  expoliación  y  de  tortura  que 
un  día  antes  no  más  llenaban  de  vengativo  alboroto  a  los 
realistas,  habían  de  servir  un  día  después  al  despojo  y  al  tor- 
mento de  esos  mismos  realistas,  sobre  quienes  caía  inexo- 
rable la  pena  del  tallón!  ¡Ni  cómo  los  que  se  entregaban  a  los 
delirios  de  alegres  festejos  en  medio  de  la  confianza  que  ins- 
piraba un  porvenir  al  parecer  seguro,  podrían  imaginarse  la 
hondura  del  abismo  que  la  incierta  suerte  de  la  guerra  les  te- 
nía preparado  en  Cancha  Rayada! 

Principiaba  apenas  a  correr  el  siempre  conmemorable  año 
de  1818,  año  de  lágrimas  y  de  glorias  y  piedra  angular  que  sir- 
ve de  base  a  nuestra  autonomía  política,  cuando  el  placer  y 
la  esperanza  de  ir  afianzando  cada  día  más  nuestra  libertad, 
se  tornó  en  la  derrota  de  Cancha  Rayada  en  la  más  cruel  de 
todas  las  decepciones.  El  efecto  que  la  noticia  de  esta  catás- 
trofe, ocurrida  el  19  de  marzo,  produjo  en  la  capital,  tanto 
más  sorprendida  cuanto  menos  preparada  para  recibirla,  no 
es  para  descrito.  Cuando  la  derrota  de  Rancagua,  el  año  14, 
no  todos  los  santiagueños  adictos  a  la  causa  de  la  emanci- 
pación creyeron  necesario  trasponer  los  Andes  para  salvarse 


58  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

del  reiicur  realiíjla,  porque  si  bien  es  cierto  que  eran  patrio- 
tas de  corazón,  sus  hechos  no  los  calificaban  aún  de  incorre- 
gibles insurgentes;  al  paso  que  a  may  pocos  santiagueños  en 
el  año  18  les  cogió  Cancha  Rayada  con  la  careta  que  antedi 
los  encubría  pov  haberla  arrojado  con  sumo  desembarazo  des- 
pjcs  de  la  gloriosa  jornada  de  Chacabuco.  Enseñoreóse,  pues, 
del  infeliz  Santiago  el  pánico  más  desatinado,  y  aguijoneado 
por  instantes  el  instinto  de  salvación  por  las  atropelladas 
noticias  que  traían  los  prófugos  del  campo  de  batalla,  sólo 
pensó  en  buscar  refugio  del  otro  lado  de  los  Andes. 

El  cómo  moverse  un  pueblo  entero  desprevenido  y  apu- 
rado, a  nadie  preocupó  como  imposible.  El  ¡sálvese  quien  pue- 
da! todo  lo  allana,  por  lo  que  empequeñece  el  temor  los  más 
insuperables  obstáculos  que  se  oponen  a  la  huida. 

Espantaba  ver  el  gentío  de  a  pie  y  de  a  caballo  que  seguía, 
llevándoselo  todo  por  delante,  el  conocido  camino  de  la  cues- 
ta de  Chacabuco  en  demanda  del  de  los  Andes;  y  en  el  co- 
razón de  la  sierra,  aquí  y  allí  sembrados,  no  se  veía  otra  cosa 
que  grupos  de  hombres  y  de  mujeres  a  pie,  llevando  unos  a 
sus  hijos  por  la  mano,  otros  sentados  para  cobrar  aliento,  y 
los  más  solicitando  de  la  gente  que  huía,  alimentos  con  que 
sustentarse  para  seguir  huyendo. 

Para  que  se  deduzca  cuánto  debieron  sufrir  las  familias 
menos  acomodadas  que  la  mía  en  la  emigración,  básteme  re- 
ferir que  por  sólo  nueve  muías  de  silla  que  nos  franqueó  por 
especial  favor  el  conocido  Loyola,  empresario  de  carretas  en 
el  camino  de  Valparaíso,  pagó  mi  padre  catorce  mil  pesos. 
Nada,  pues,  pudimos  llevar,  todo  quedó  en  la  casa  a  cargo 
de  un  antiguo  y  buen  sirviente,  como  si  debiéramos  volver  a 
ella  el  mismo  día.  Recuerdo  que  mientras  ensillaban  las  ca- 
balgaduras y  se  echaban  colchones  hasta  sobre  los  caballos 
regalones  de  Solar,  el  resto  de  la  familia  se  ocupaba  en  en- 
terrar, bajo  los  ladrillos  de  las  piezas  interiores,  las  alhajas 
y  la  plata  labrada  que  aun  nos  quedaba  y  que  muchos  tale- 
gos de  a  mil  pesos  cada  uno,  se  arrojaron,  a  hurto  de  los 
sirvientes,  en  el  pozo  del  último  patio.  Hecho  esto  y  con  poco 
más  que  lo  encapillado,  emprendimos  la  huida  para  Mendo- 
za a  las  3  de  la  tarde  del  día  23. 

Todavía  no  habíamos,  pues,  acabado  de  celebrar  la  vuel- 
ta de  Juan  Fernández  del  anciano  abuelo  Rosales  y  la  de  su 
inseparable  hija  Rosario,  cuando  ya  nos  vimos  precisados  a 
proveer  de  nuevo  y  de  un  modo  más  eficaz  a  la  salvación  de 
aquel  venerado  tronco  de  nuestra  familia;  pero  todos  los  pa- 
decimientos del  viaje  hubiesen  sido  llevaderos,  si  una  nueva 
e  imprevista  desgracia  no  hubiera  venido  a  sorprendernos  en 
la  áspera  ladera  de  Las  Vacas.  La  muía  en  que  montaba  mi 


RECUERDOS     DEL     PASADO  59 

madre  dio  un  triispié,  que  arrojando  a  la  señora  de  la  silla,  la 
hubiese  hecho  pedazos  centra  una  roca  si  mi  tía  Rosario,  esa 
víctima  de  amor  a  la  familia,  no  se  hubiera  arrojado  de  su 
cabalgadura  para  interponerse  entre  la  roca  y  el  cuerpo  de  su 
hermana,  a  quien  salvó  la  vida  a  expensas  de  quebrarse  ella 
el  hueso  del  muslo  con  el  choque. 

Una  incómoda  angarilla  hasta  llegar  al  pueblo  de  Men- 
doza, fué  el  único  vehículo  que,  huyendo,  pudimos  proporcio- 
nar a  esa  joven  excepcional,  para  quien  parecía  deber  inelu- 
dible sacrificar  su  existencia  por  todos  y  por  cada  uno  de  los 
miembros  de  su  familia. 

Así  llegados  a  la  pobre  aldea  de  Mendoza,  buscamos,  co- 
mo los  demás,  en  ella,  cuarteles  de  invierno,  y  como  en  aquel 
pueblo  hubiese  un  escolón  que,  por  ser  único,  tenía  sus  som- 
bras y  sus  dejos  de  colegio,  a  él  fuimos  a  parar  todos  los  hijos 
varones  de  los  fugitivos  chilenos. 

Entretanto  la  llegada  de  éstos  a  Mendoza  llenó  a  ese 
pueblo  del  más  acerbo  espanto. 

Aquella  sección  política  del  antiguo  Virreinato  de  la  Pla- 
ta, sin  tropas  ni  recursos  para  crearlas,  no  sólo  estaba  ex- 
puesta a  una  invasión  reivindicadora  de  parte  del  victorioso 
ejército  español,  sino  también  a  los  trastornos  que  hacía  ger- 
minar en  toáas  partes  la  agraviada  ambición  de  los  herma- 
nos Carrera,  enemigos  jurados  de  O'Higgins  desde  antes  de  la 
funesta  jornada  de  Rancagua.  Los  héroes  de  la  Patria  Vieja, 
a  quienes  tanto  debía  la  causa  de  la  independencia,  parecía 
que  no  podían  obrar  de  acuerdo  con  los  héroes  de  ía  Patria 
Nueva.  Alzábase  entre  las  patrióticas  almas  de  aquellos  pa- 
dres de  nuestra  libertad  el  fantasma  de  la  rivalidad;  y  ese 
principio,  tan  noble  siempre  que  obra  en  el  sentido  del  mejo- 
ramiento de  las  obras  humanas,  extraviado  entonces,  sólo 
propendía  al  exterminio  del  uno  o  del  otro  partido.  Cupo  a 
los  Carrera  la  triste  suerte  de  sucumbir  en  esta  fratricida  lu- 
cha, y  al  que  estas  líneas  escribe,  el  dolor  de  haber  presencia- 
do el  desenlace  de  ese  sangriento  drama. 

Gobernaba  entonces  en  Mendoza  don  Toribio  Luzuriaga, 
quien,  para  aliviar  el  servicio  de  la  escasa  guarnición  de  la 
plaza,  había  dado  orden  de  armar  y  de  dar  instrucción  mili- 
tar para  el  servicio  ordinario  de  ella  a  todo  colegial  que  pa- 
sase de  10  años  de  edad. 

Al  cargar  por  primera  vez,  lleno  de  altivo  gozo,  la  terce- 
rola que  se  puso  en  mis  manos;  al  seguir  con  mis  demás  com- 
pañeros el  cadencioso  paso  del  toque  de  marcha;  al  obedecer 
con  rapidez  y  marcial  continente  las  voces  de  mando  del  ca- 
pitán del  ejército  que  nos  servía  de  instructor,  ¡cuándo  pude 
imaginar  que  poco  tiempo  después,  con  la  misma  arma,  al 


GO  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


mismo  paso,  y  obedeciendo  a  las  mismas  órdenes,  habia  yo  de 
servir  de  valla  al  tétrico  recinto  que  ocupaban  los  bancos 
donde  debían  ser  fusilados  los  íntimos  amigos  de  mi  fami- 
lia, don  Luis  y  don  Juan  José  Carrera! 

Los  dos  íiermanos  habían  caído  en  manos  de  sus  enemi- 
gos, el  primero  bajo  el  nombre  de  Leandro  Barra,  el  segundo 
bajo  el  nombre  de  Narciso  Méndez,  y  ambos,  encadenados,  ya- 
cían incomunicados  en  la  cárcel  de  Mendoza. 

El  4  de  abril,  víspera  de  la  acción  de  Maipú,  supimos  con 
espanto  que  3l  fiscal  Corbalán  había  pedido  se  aplicase  a  los 
reos  la  pena  ordinaria  de  muerte;  mas,  este  dictamen  con- 
movió tan  profundamente  el  ánimo  de  la  población,  que  los 
mismos  que  parecían  más  interesados  en  ejecutarlo  se  vie- 
ron precisados  a  dar  al  juicio  la  solemnidad  de  someterlo  al 
nuevo  acuerdo  de  los  letrados  Galigníana,  Cruz  Vargas  y 
Monteagudo. 

Nunca  se  vio  caminar  un  asunto  tan  serio  con  más  atro- 
pellada rapidez.  Y  fué  la  causa  de  ella  el  temor  de  que  es- 
tando en  vísperas  de  estrellarse  el  roto  ejército  de  San  Mar- 
tín con  el  vencedor  en  Quecherehuas,  la  menor  noticia  de  un 
nuevo  descalabro  podría  lanzar  a  Mendoza  en  un  movimien- 
to revolucionario  del  cual  no  tardarían  en  ser  caudillos  los 
Carrera. 

Monteagudo  y  Cruz  Vargas  opinaron  que,  por  duro  que 
pareciese,  debía  consumarse  el  sacrificio. 

El  día  8  de  abril,  a  las  3  de  la  tarde,  se  notificó  a  los  des- 
graciados presos  que  a  las  5  de  ese  mismo  día  debían  morir. 

A  la  misma  hora  de  la  notificación  se  tocó  a  tropa  a  la 
guarnición  de  estudiantes,  y  a  las  cuatro  en  punto  se  encon- 
traba ésta  formada  en  la  plaza  cerca  de  una  pared  baja,  que 
contigua  a  la  cárcel,  servia  de  respaldo  a  dos  rústicos  bancos 
destinados  a  .ser  el  último  asiento  de  dos  victimas  de  la  bru- 
talidad humana. 

Reclamaron  nuestros  padres,  creyendo  que  se  nos  iba  a 
obligar  a  hacer  fuego  sobre  las  víctimas;  pero  habiendo  con- 
testado el  gobernador  que  para  eso  no  faltaban  veteranos,  si- 
guió adelante  la   mortal  tarea. 

Crecía  por  momentos  la  concurrencia,  y  tanto,  que  ape- 
nas podíamos  impedir  que  no  se  rompiese  la  linea  que  ser- 
via de  valla  para  dejar  expedita  la  acción  de  los  verdugos. 

A  las  cinco  y  tres  cuartos  el  gran  movimiento  que  nota- 
mos en  la  guardia  de  la  cárcel  nos  dio  a  entender  que  el  atroz 
desenlace  del  drama  iba  a  principiar;  y  no  nos  equivocába- 
mos, pues  el  antiguo  toque  de  agonía  en  la  iglesia  vecina  co- 
menzó con  lúgubres  tañidos  a  anunciar  al  pueblo  que  orase 
por  el  alma  de  los  ajusticiados. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  61 

Un  instante  después  y  en  medio  del  más  sepulcral  silen- 
cio, asidos  de  las  manos,  aparecieron  bajo  el  portal  de  la 
cárcel,  rodeados  de  bayonetas,  las  dos  ilustres  víctimas,  Luis 
y  Juan  José  Carrera,  a  los  cuales,  en  más  felices  años,  debí 
tantos  cariños  cuando,  unidos  a  José  Miguel,  confiaban  amis- 
tosos a  mi  madre,  ya  sus  temores,  ya  sus  esperanzas  sobre  la 
futura  suerte  Oe  la  patria,  o  ya  sus  frecuentes  y  locas  trave- 
suras. 

Precedidos  por  cuatro  soldados  y  seguidos  por  un  piquete 
de  fusileros,  grillos  en  los  pies,  cabeza  desnuda  y  un  sacerdote 
a  cada  lado,  atravesaron  con  dificultoso  paso  el  corto  tre- 
cho que  mediata  entre  la  cárcel  y  los  banquillos.  El  sem- 
blante de  los  tíos  hermanos  estaba  pálido;  el  ademán  del  ada- 
mado Luis,  tranquilo;  el  de  Juan  José,  convulso;  y  parecía 
que  aquellos  desgraciados  tenían  mucho  que  confiarse  antes 
de  morir,  pues  no  cesaron  un  solo  instante  de  hablarse  a 
media  voz,  hasta  que,  llegados  al  término  de  aquella  fatal 
jornada,  fué  preciso  que  los  sacerdotes  les  dijesen  algo  que 
no  oí,  para  que  después  de  un  estremecimiento  involuntario, 
se  volviesen  a  ellos,  les  diesen  las  gracias,  y  estrechasen  con 
efusión  contra  el  corazón  un  crucifijo  que  besaron  en  segui- 
da respetuosos. 

Sentáronse  resignados  y  como  agobiados  por  el  cansancio, 
y  suplicando  al  que  hacía  de  verdugo  que  no  les  vendase  los 
ojos,  Luis  se  echó  a  la  cara  su  pañuelo  y  exclamó:  ¡Esto  será 
bastante!  Mas  no  les  fué  concedida  esta  última  merced.  Ven- 
dada, pues,  la  vista,  lista  y  en  acecho  la  mira  de  los  fusiles 
ya  comenzaban  a  desviarse  los  sacerdotes  esforzando  la  voz 
del  último  consuelo,  cuando  de  repente  y  como  movidos  por 
un  solo  resorte,  en  medio  del  espanto  de  un  público  sobreco- 
gido, se  levantaron  los  dos  hermanos,  arrojaron  la  venda  y 
lanzándose  el  uno  en  los  brazos  del  otro,  mudos  y  convulsos, 
permanecieron  así  medio  minuto.  ¡Era  el  último  adiós  que 
daban  juntos  &1  hermano,  a  la  vida  y  a  la  patria! 

¡Nunca  he  podido  borrar  de  mi  memoria  la  terrible  im- 
presión que  dejo  en  mi  alma  esa  solemne,  muda  e  inesperada 
protesta  contra  las  atrocidades,  hasta  ahora  interminables, 
del  titulado  'jer  más  perfecto  de  la  creación  del  hombre! 

Vueltos  po^:  mano  del  verdugo  a  su  funesto  asiento,  entre 
el  humo  de  una  sola  descarga,  volaron  las  almas  de  aquellos 
desdichados  hacia  el  cielo.. . 

Luis  cayó  sin  movimiento  hacia  adelante;  Juan  José  bam- 
boleó un  instante  sobre  el  banquillo,  y,  articulando  algunas 
palabras  que  la  emoción  no  me  permitió  oír,  se  despJoiDló 
de.spué.s. 


CAPITULO   IV 

De  cómo  pagó  los  servicios  que  se  le  \fiicieron  en  Chile  Lord 
Spencer. —  El  Brasil. —  El  primer  vapor  que  llegó  a  Rio 
de  Janeiro. —  Idea  que  se  tenia  de  los  vapores  en  aquel 
tiempo. —  Esclavatura. —  Emancipación  politica  del  Bra- 
sil.—  La  célebre  escritora  María  Graham. —  Temblor  del 
año  1S22. —  O'Higgins. —  Días  patrios. —  Chile  en  el  año 
1824. —  Notable  proclama  del  general  Luis  de  Mauri. — 
Ideas  de  Camilo  Henriquez  sobre  emigración. 

Chile,  que  aun  más  que  el  nombre  de  Reino  que  llevaba 
el  año  de  1810,  merecía  el  de  hacienda  mal  arrendada,  en  la 
cual  el  arrendatario  se  cuidaba  menos  del  porvenir  del  fundo 
que  de  su  propio  lucro,  sólo  desde  el  día  en  que  volvió  a  ma- 
nos de  su  legitimo  dueño  pudo  comenzar  a  lucir  los  benéficos 
efectos  que  siempre  produce  el  contacto  inmediato  con  las  na- 
ciones cultas  después  de  un  mal  entendido  aislamiento.  Abier- 
tas de  par  en  par  sus  puertas  al  comercio,  acudió  de  todas 
partes  a  sus  libres  playas  el  elemento  extranjero  y  nuestros 
puertos  dejaron  de  ser  el  exclusivo  asilo  de  las  naves  caste- 
llanas. 

Entre  aquellas  de  guerra  extranjeras  que  lucian  el  año 
de  1821  sus  respectivos  pabellones  en  la  no  ha  mucho  de- 
sierta rada  de  Valparaíso,  descollaba  la  hermosa  fragata  bri- 
tánica Owen-Glendower.  cuyo  comandante.  Lord  Spencer,  más 
noble  por  su  ?,pellido  que  por  el  acto  que  voy  a  referir,  visi- 
taba entonces,  como  tantos  otros  extranjeros,  la  opulenta 
casa  de  Solar,  en  Santiago. 

Sentado  este  buen  lord  al  lado  de  mi  madre  en  un  sofá 
que  miraba  al  jardín  de  la  casa,  un  día,  de  cuya  fecha  no 
quiero  acordarme,  parecía  absorto  y  entretenido  siguiendo 
con  la  vista  ci  destrozo  que  hacía  en  las  botellas  llenas  de 
rapé  (que  mi  buen  abuelo  don  Juan  Enrique  Rosales,  a  fal- 
ta de  mejor  sorbetorio,  preparaba  y  exponía  a  la  acción  del 
sol  suspendidas  en  la  pared  del  jardín)  un  muchacho  alto, 
flaco  y  de  aspecto  enfermizo,  pero  que  no  por  esto  dejaba 
de  aprovechar  la  impunidad  que  la  visita  etiquetera  del  es- 
tirado gringo  le  proporcionaba,  para  dar  vuelo  a  su  espíritu 

Recuerdo. — 3 


64  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

destructor.  Cada  media  botella  que  una  acertada  pedrada 
traía  al  suelo,  dejando  el  resto  suspendido  del  gollete,  parecía 
ser  tan  aplaudido  por  Spencer,  con  el  mudo  visto  bueno  qu2 
los  yanquis  dispensan  al  Wellshot.  como  reprobado  por  la 
señora,  que  a  falta  de  medios  más  activos  de  represión,  des- 
pués de  algunas  señales  telegráficas  de  desaprobación,  no 
pudiendo  tolerar  por  más  tiempo  lo  que  presenciaba,  alcanzó, 
por  mal  de  mis  pecados,  a  exclamar:  "¡Mira,  Vicente,  que  ya 
me  tienes  cansada!" 

Este  dicho,  tan  sin  alcance  y  tan  frecuente  en  boca  de 
las  madres  chilenas,  fué  para  el  no6le  inglés  la  puerta  que  el 
acaso  le  abrió  para  corresponder  los  miramientos  que  debía 
a  mi  familia  librándola,  para  lo  sucesivo,  de  la  mancha  que 
podía  echar  schre  el  apellido  Rosales  la  futura  conducta  del 
hijo  que  tan  t*^m.prano  había  llegado  a  agotar  el  sufrimiento 
de  su  misma  madre.  Electrizado  con  tan  feliz  idea  propuso  a 
la  señora  llevar  al  enfermizo  muchacho  a  Valparaíso  y  hos- 
pedarlo en  la  fragata,  donde  encontraría  guardiamarinas 
de  su  edad  para  divertirse,  ejercitarse  y  aun  hasta  para  apren- 
der algo  inglés.  Mi  madre  dijo  no,  mi  padre  dijo  sí.  Cuatro 
días  después  iba  yo  en  marcha  para  Valparaíso;  el  quinto 
dormí  a  bordo,  y  el  sexto  recordé  mareado  en  alta  mar,  con 
rumbo  al  Cabo  de  Hornos. 

La  visita  de  Spencer  había  sido  visita  de  despedida,  y  só- 
lo la  ocurrencia  de  retornar  a  mí  familia  de  tan  raro  modo 
sus  servicios  hjzo  al  lord  ocultar  el  objeto  de  ella.  Arrojóse- 
me  por  orden  suya  a  vivir  entre  los  marineros  de  proa;  dióse 
orden  a  la  oficialidad  para  excusar  todo  trato  con  el  pobre 
prisionero;  arrojóse  en  la  bodega  mí  baulito  con  ropa,  y  con 
lo  encapillado,  sin  más  cama  que  una  ham.aca  de  marine- 
ro ni  más  alimento  que  los  burdos  que  distribuían  a  la  tripu- 
lación, enfermo,  sucio  y  alquitranado  hasta  el  cabello,  sufrió 
el  desvalido  muchacho,  sin  poderse  dar  cuenta  de  lo  que  con 
él  se  hacía,  un  mes  y  veinte  días  que  duró  la  navegación  de 
la  Owen-Glendower  hasta  llegar  a  la  altura  de  Río  de  Ja- 
neiro.» 

Anclada  la  fragata  en  aquel  hermoso  puerto,  después  de 
dar  y  recibir  los  saludos  militares,  se  hizo  embarcar  en  el 
chinchorro  de  los  marineros  al  mustio  expatriado,  y  sin  que 
nadie  le  tendier.e  una  mano  amiga,  le  llevó  el  bote  a  la  con- 
tracosta llamada  Playa  Grande,  donde  con  la  mayor  crueldad 
fué  abandonado. 

Solo,  sin  gLía,  sin  recursos  y  expuesto  a  perecer  de  ham- 
bre y  de  mi.se :-ia.  a  dos  mil  leguas  de  su  patria,  en  un  lugar 
diinde  ni  .siquiera  se  luibhibn  el  idioma  de  sus  pudri-s,  aquella 
victima  de   un   loco   descorazonado   no   estuviera   ahora,   ago- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  65 

biado  por  la  edad,  evocando  recuerdos  que  aun  le  hacen  es- 
tremecer, si  Dios,  para  no  desesperar  de  la  humanidad,  no 
hubiese  hecho  venir  a  socorrerle  al  señor  Macdonald,  primer 
teniente  de  la  fragata,  quien,  movido  a  compasión,  salió  tras 
del  chinchorro,  constituido  en  ángel  tutelar  para  salvarlo. 

Preguntóme  si  había  traido  cartas  de  recomendación . . . 
Espantado  entonces  aquel  viejo  marino  de  lo  que  ocurría,  sin 
atreverse  a  más  por  no  disgustar  a  Spencer,  puso  en  mis  ma- 
nos dos  monedas  de  oro,  y  encargándome  que  no  me  separa- 
se de  una  enramada  que  hacía  las  veces  de  dormitorio  para 
negros  esclavos,  a  cuyo  mayoral  me  dejó  recomendado,  se  se- 
paró de  mí. 

¡Lo  que  son  los  muchachos!  Harto  de  plátanos,  de  guaya- 
bas y  de  caña  dulce  que  una  negra  vieja  me  enseñó  a  mascar, 
dormí  aquella  noche  en  el  suelo  y  entre  mis  nuevos  compa- 
ñeros como  hubiera  podido  dormir  en  la  más  mullida  cama. 

A  eso  de  las  doce  del  día  siguiente,  saltaron  de  un  bote 
con  dirección  a  la  enramada  tres  caballeros  que  venían  a 
buscarme:  un  cónsul  inglés,  el  español  don  Juan  Santiago 
Barros  y  don  José  Ignacio  Izquierdo,  natural  de  Chile.  La 
impresión  que  debió  causarles  mi  puerca  y  alquitranada  ca- 
tadura no  debió  per  cierto  ser  muy  favorable,  por  el  modo 
como  se  acercaron  a  mí.  Ellos  buscaban  a  un  hijo  de  una 
de  las  primeras  familias  de  Santiago,  como  se  lo  había  ase- 
gurado el  buejí  Macdonald,  y  lo  que  tenían  a  la  vista  más  pa- 
recía un  galopín  de  cocina,  con  todo  su  puerco  ajuar,  que 
otra  cosa.  Mas,  todo  cambió  cuando  les  hube  dicho  el  nom- 
bre de  mis  padres.  El  señor  Izquierdo,  lleno  de  sorpresa  y  de 
entusiasmo,  exclamó:  "¿Hijo  de  Mercedes?  Caballeros,  el  ni- 
ño no  sale  de  mi  poder,  soy  íntimo  amigo  de  su  familia".  Don 
Juan  Santiago  Barros  dijo:  "yo  me  lo  llevo,  soy  apoderado 
de  Solar";  mas  el  cónsul,  interponiéndose,  dijo  a  su  vez:  "na- 
die tiene  mejores  títulos  que  yo,  porque  a  mí  y  no  a  uste- 
des se  dirigió  primero  el  señor  Macdonald  para  que  repatria- 
se a  este  caballerito." 

¡Cuántas  veces  no  sucede  algo  parecido  en  el  trascurso 
de  la  vida!  De  la  dicha  a  la  desgracia  y  de  ésta  a  la  dicha  no 
hay  casi  siempre  más  que  un  solo  paso.  Tuvieron  que  tran- 
sar mis  protectores  providenciales.  Fué  convenido  que  alo- 
jaría en  casa  de  Barros,  y  que  comería  alternativamente  con 
cada  uno  de  mis  caritativos  pretendientes. 

Cosa  de  dos  años  permanecí  en  Río  de  Janeiro,  capital 
del  Brasil,  anteí-  que  se  proporcionase  oportuna  ocasión  de 
volver  al  hogar  paterno.  Poco  o  nada  diré  por  no  repetir,  sin 
provecho  práctico,  lo  que  tantos  escritores  han  dicho  sobre  la 
bahía  y  sobre  la  capital  de  este  x^oloso  territorial  de  la  Amé- 


66  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

rica  del  Sur.  Bcsta  para  mi  propósito  indicar  que  la  bahía, 
segura  como  pocas  en  el  mundo,  con  una  entrada  que  ape- 
nas mide  dos  kilómetros  de  anchura,  tiene  treinta  de  N.  a  S  , 
y  veint^Lséis  de  ancho;  que  la  ciudad,  sin  s-er  más  regular, 
contaba  en  1321  con  todos  los  establecimientos  civiles,  mili- 
tares y  religiosos,  y  con  cuantas  comodidades  podían  hacer 
grata  la  existencia  del  hombre  en  ella  en  aquel  tiempo;  y 
que  el  todo  ofrecía  entonces,  como  ofrece  ahora,  el  paisaje 
más  imponente  y  pintoresco. 

Don  Jorge  IV  de  Inglaterra  acababa  de  obsequiar  al  Re- 
gente don  Pedro  del  Brasil,  como  muestra  de  los  adelantos  y 
progresos  de  la  fuerza  motriz  del  vapor,  un  vaporcito  con  má- 
quina de  alta  presión,  para  paseos  dentro  de  la  bahía.  Un 
fenómeno  de  esta  naturaleza,  que  sin  auxilio  del  remo  ni  del 
viento  podía  n^iverse  y  surcar  las  aguas  como  lo  hacían  las 
demás  embarcaciones,  era  natural  que  produjese  la  más  vi- 
va admiración;  así  fué  el  día  que  asistimos  al  primer  ensayo, 
las  campanas  se  echaron  a  vuelo,  los  buques  surtos  en  la 
bahía  empavesaron,  y  el  Santa  Cruz  y  el  Cobras  atronaron 
la  atmósfera  con  sus  reales  salvas.  ¡Pero  cuánta  decepción 
para  tanta  bulla! 

Puesto  en  movimiento  aquel  pesadísimo  armatoste,  los 
mil  botes  y  chalupas  que  por  acompañarle  poblaban  el  mar, 
tuvieron,  ¿quién  lo  creyera  ahora?,  que  moderar  su  andar 
para  no  dejar  atrás  al  Perico  ligero  del  Regente;  lo  cual  visto 
por  don  Santiago  Barros,  que  en  una  de  las  embarcaciones 
formaba  conmigo  parte  de  la  comitiva,  lleno  de  despecho  me 
dio  esta  lección  de  buen  gobierno  republicano:  "¿Ves,  hijo, 
lo  que  tanta  algazara  levanta?...,  pues  sábete,  y  no  lo  olvi- 
des, que  todos  estos  embelecos,  inútiles  recreos  de  los  reyes, 
se  los  hacen  co&tear  al  pueblo  con  su  sudor  y  su  trabajo.  Es- 
to no  sirve  ni  servirá  jamás  para  maldita  de  Dios  la  cosa!" 
¿Y  qué  mucho  es  que  asi  se  expresase  aquel  honrado  godo, 
cuando  las  doctrinas  inquisitoriales  de  entonces  declaraban 
pecado  el  uso  del  steam  hoat,  como  ramo  de  nigromancia,  o 
como  máquinas  que  no  podían  ponerse  en  actividad  sino  con 
ayuda  del  Demonio  o  con  pacto  expreso  con  aquel  Invisible 
artífice?  ¡Qué  no  diría  ahora  aquel  rancio  español  si  aún 
viviese! 

No  se  crea,  sin  embargo,  que  sólo  el  año  de  1821  llegaron 
por  primera  vez  a  la  América  latina  naves  movidas  por  va- 
por; porque  ya  a  fines  de  1818,  y  bajo  el  solo  nombre  de  steam 
boat,  navegaba  con  éxito  en  la  isla  de  la  Trinidad  y  en  sus 
contornos  un  vaporcito  que,  según  el  Correo  del  Orinoco  de 
aquella  época,  o  aba  gusto  verle  navegar  contra  la  corriente. 
¡Si  aquel  buen  español  viviera  ahora,  qué  me  diría! 


RECUERDOS     DEL     PASADO  67 

En  el  día,  en  vista  de  los  milagros  del  vapor,  de  la  foto- 
grafía y  de  la  electricidad,  cuando  más  es  permitido  suspen- 
der el  juicio  sobre  el  alcance  del  poder  del  hombre;  pero  ne- 
garlo, ¡nunca! 

Lo  que  más  me  llamó  la  atención  en  Río  de  Janeiro,  a 
pesar  de  mi  corta  edad,  fué  la  esclavatura.  Parece  propio  de 
las  regiones  intertropicales  la  falta  de  fuerza  muscular  y  la 
abundancia  de  laxitud  y  de  modorra  en  la  raza  blanca;  como 
parece  cierto  también  que  el  hombre  de  las  regiones  frías  y 
templadas  está  expuesto,  en  las  cálidas,  a  enfermedades  que 
esterilizan  tarde  o  temprano  su  natural  vigor.  Estas  conside- 
raciones son,  a  mi  juicio,  las  que  explican  la  necesidad  del 
negro  para  el  fomento  de  la  industria  en  los  dominios  inme- 
diatos al  sol. 

En  1821  no  se  prohibía,  como  ahora,  el  comercio  de  es- 
clavos. Embarcaciones  que  provenían  de  las  costas  africanas 
llegaban  con  frecuencia  al  puerto  cargadas  de  infelices  boza- 
les comprados  por  aguardiente,  o  arrebatados  por  engaño 
de  su  inculta  patria,  para  ser  vendidos,  como  bestias  de  la- 
bor y  de  carga,  en  las  lonjas  de  los  pueblos  civilizados.  Ate- 
rrador era  el  número  de  víctirhas  que  el  comercio  siempre  des- 
corazonado, acarreaba  cada  año  de  las  costas  africanas  a  las 
brasileras.  Según  datos  oficiales,  en  las  52  naves  que  arriba- 
ron al  solo  puerto  de  Río  de  Janeiro  cargadas  con  esa  atroz 
mercadería  en  el  año  de  1823,  salieron  de  África  20.610  bo- 
zales, y  sólo  llegaron  19.173,  después  de  haber  sido  arrojados 
por  la  borda  1.437  cadáveres.  Muchas  veces  concurrí  a  pre- 
senciar tan  inhumano  cuanto  vergonzoso  tráfico. 

Después  de  evacuados  los  trámites  aduaneros,  entraba 
aquella  triste  mercancía  a  un  corralón  rodeado  de  corredo- 
res, donde,  distribuida  en  ellos  por  cuenta  del  consignatario, 
y  bajo  la  férula  de  robustos  mayorales  armados  de  reben- 
ques, cuyo  chasquido  se  oía  con  frecuencia,  esperaban  silen- 
ciosos al  comprador. 

El  negro,  antes  de  entrar  al  corral  iba  ya  bien  lavado, 
operación  previa  que  se  hacía  lanzándosele  al  mar  a  fuerza 
de  latigazos.  Poníaseles  después  un  taparrabo,  y  hombres, 
mujeres  y  niños  ocupaban  en  seguida  el  puesto  que  se  les 
asignaba  en  tan  repugnante  mercado.  Los  compradores  pro- 
cedían luego  al  minucioso  examen  de  cada  una  de  las  cuali- 
dades personales  del  pobre  negro  que  deseaban  comprar.  Se 
le  plantaba  como  una  estatua,  se  le  examinaba  de  pies  a  ca- 
beza; se  le  hacía  encorvar,  levantar  recios  pesos  del  suelo,  o 
sostenerlos  con  los  brazos  extendidos,  para  calcular  su  fuer- 
za muscular;  se  le  apretaba  el  pecho  y  la  cintura  para  ver 
si  sufría  algún  dolor;  se  le  hacía  después  abrir  la  boca  para 


68  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


examinar  el  estado  de  la  dentadura;  se  les  sometía,  en  fin, 
al  examen  a  que  se  somete  en  Chile  a  los  caballos  antes  de 
ajustar  su  precio.  Comprado  el  animal,  se  le  entregaba  des- 
pués a  los  corredores  de  educación,  robustos  y  crueles  mula- 
tos, los  cuales  después  de  enseñar  a  los  negros  algo  de  por- 
tugués, y  sobre  todo,  a  obedecer,  los  devolvían  a  sus  dueños 
'para  que  siguiesen  bajo  su  yugo,  hasta  la  muerte,  la  espan- 
tosa carrera  del  esclavo.  He  visto  rollos  públicos  donde  cas- 
tigaban con  azotes  sin  cuento  delitos  domésticos;  y  he  visto 
también  espaldas  laceradas  y  llenas  de  costras,  sufrir  de 
nuevo  atroces  vapuleos,  sin  que  los  viandantes  por  las  calles 
se  impresionasen  más  por  esto  que  lo  que  se  impresiona  la 
generalidad  de  nuestro  pueblo  cuando  se  encuentra  con  un 
brutal  carretonero  castigando  por  venganza  a  su  debilitada 
cabalgadura. 

Antes  de  doblar  la  hoja  sobre  este  particular,  no  puedo, 
aunque  lo  deseo,  dejar  de  referir  un  hecho  que  presencié  es- 
tando almorzando  un  día  en  casa  de  don  Juan  Santiago  Ba- 
rros. Tratábase  de  un  regalo  que  este  señor  quería  hacer  a 
un  amigo  suyo  a  quien  le  había  oído  decir  que  necesitaba 
una  negrita  para  su  señora.  Había  ya  comprado  una  recién 
desembarcada  y  que  tendría  como  dieciséis  años  de  edad.  Pa- 
ra estar  más  seguro  de  que  el  regalo  era  digno  de  la  persona 
a  quien  se  destinaba,  hizo  ir  al  comedor,  desnuda,  aunque 
envuelta  en  una  sábana,  a  la  negrita,  muy  jabonada  y  muy 
peinada;  y  cuando  estuvo  en  presencia  de  todos,  la  hizo  qui- 
tar el  lienzo  que  la  cubría,  ¡sin  siquiera  acordarse  de  que  un 
hijo  de  él  y  yo  estábamos  presentes!  La  infeliz  criatura,  que 
más  parecía  una  estatua  automática  de  ébano  que  un  ser  ani- 
mado, después  de  merecer  la  aprobación  de  los  concurren- 
tes, fué  vestida  y  remitida  a  su  destino. 

Ya  a  mediados  de  junio  de  1821,  circulaban  por  la  ciudad 
rumores  alarmantes  sobre  el  mal  estado  de  las  relaciones 
amistosas  que  reinaban  entre  el  Brasil  y  el  Portugal,  su  ma- 
dre patria;  tanto  que  pocos  días  después,  reparando  que  es- 
tos rumores  iban  cobrando  por  momentos  la  actitud  de  las 
más  violentas  recriminaciones,  llegué  a  temer  presenciar  en 
Río  de  Janeiro  las  mismas  luctuosas  escenas  que  había  pre- 
senciado en  Chile  en  los  años  14  y  18,  pues  también  trataba 
el  Brasil  de  entrar  en  el  goce  de  la  vida  independiente. 

Estaba  equivocado;  la  independencia  brasilera  ni  costó 
lágrimas  ni  sangre;  porque  no  fué  más  que  la  consecuencia 
lógica  y  tranquila  de  los  antecedentes  que  la  motivaron. 

Las  exigencias  de  Napoleón  I,  empeñado  en  llevar  a  cabo 
su  idea  favorita  del  bloqueo  continental  contra  Inglaterra, 
obligaron   a   la   casa   de   Braganza,   que   reinaba   entonces  en 


RECUERDOS     DEL     PASADO  69 

Portugal,  a  aislarse  en  sus  Estados  Americanos.  El  Portugal, 
como  la  España,  observaba  hasta  entonces  en  sus  colonias  el 
torpe  régimen  restrictivo  que  provocó  la  emancipación  de  la 
América  Española;  y  como  junto  con  entrar  la  familia  real 
en  el  Brasil  comenzó  esta  hermosa  región  del  mundo  a  gozar 
de  todas  aquellas  franquicias  y  privilegios  de  que  antes  sólo 
gozaba  Portugal  a  expensas  de  ella,  no  era  posible  que  se  re- 
signase a  tornar  al  estado  de  colonia,  después  de  la  vuelta 
de  don  Juan  VI,  su  legítimo  soberano,  a  sus  Estados  europeos. 
En  aquel  entonces  los  privilegios  y  las  regalías  no  eran  patri- 
monio de  los  pueblos,  sino  de  las  casas  coronadas  que  los 
gobernaban.  Con  el  rey  entraba  el  privilegio  en  todas  partes, 
y  con  el  rey  salía;  asi  fué  que  apenas  salió  para  Lisboa  don 
Juan  VI  dejando  en  marzo  de  1821,  en  calidad  de  Regente  del 
Brasil,  a  su  hijo  don  Pedro,  cuando  comenzaron  a  sentirse  los 
aflictivos  efectos  de  su  ausencia.  El  Brasil  tornó  a  ser  colo- 
nia; y  Portugal,  de  casi  colonia,  por  ausencia  de  su  rey,  tornó 
de  nuevo  a  la  despótica  categoría  de  metrópoli. 

Mal  aconsejadas  las  cortes  portuguesas,  y  sin  siquiera 
traer  a  la  memoria  las  causas  de  la  reciente  emancipación  de 
la  América  Española,  ni  mucho  menos  al  natural  disgusto  con 
que  debía  el  Brasil,  por  solo  la  ausencia  del  rey,  tornar  de 
amo  a  criado,  se  propusieron,  impolíticas,  borrar  hasta  el  re- 
cuerdo de  su  mom.entánea  dicha.  Para  no  dejar  rastros  de 
paridad  entre  la  categoría  de  los  dos  Estados,  decretaron  vol- 
viese el  príncipe  al  lado  de  su  padre,  enviando  al  mismo  tiem- 
po para  su  custodia  una  poderosa  escuadra  a  las  aguas  de 
Río  de  Janeiro. 

Alarmados  los  brasileros  con  lo  que  ocurría,  y  resueltos  a 
apelar  a  las  armas  en  caso  necesario,  tuvieron  el  feliz  pen- 
samiento de  ocurrir  primero  al  príncipe,  ofreciéndole,  por 
medio  de  sus  cabildos,  la  gloria  de  tornar  en  imperio  sobera- 
no el  muy  rico  y  extenso  Estado  que  gobernaba,  del  cual  pon- 
drían en  su  mano  el  envidiable  cetro,  si  no  los  abandonaba. 
Aceptó  don  Pedro  tan  insigne  honor,  y  las  poderosas  fortale- 
zas de  la  plaza,  junto  con  la  noticia  de  tan  fausto  aconteci- 
miento para  el  Brasil,  recibieron  orden  de  imponer  a  la  es- 
cuadra portuguesa,  cuando  llegase,  la  obligación  de  anclar 
fuera  del  alcance  de  sus  baterías.  Las  tropas  peninsulares  que 
había  dejado  don  Juan  VI  en  el  Brasil  para  que  sirviesen  a 
su  hijo  de  custodia,  fueron  las  únicas  que  pretendieron  opo- 
nerse a  este  nuevo  orden  de  cosas,  tratando  de  fortalecerse  en 
sus  cuarteles;  pero  pronto  tuvieron  que  ceder,  asediadas  por 
todas  partes  por  el  pueblo  que.  reunido  en  masa  en  el  vasto 
campo   de  Santa  Ana  y   ayudado   por   tropas  nacionales,   las 


70  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

obligó  a  entregarse  sin  más  condición  que  la  de  ser  repa- 
triadas. 

Había^eme  proporcionado,  en  esos  azarosos  días,  propicia 
ocasión  de  volver  a  mi  lejana  patria  a  bordo  de  la  fragata  de 
guerra  Doris,  de  la  marina  inglesa,  y  al  atravesar  en  ella  por 
entre  la  escuadra  portuguesa,  lista  para  zarpar,  llevando  a 
Portugal  la  infausta  noticia  de  la  emancipación  brasilera, 
tuve  ocasión  de  ver  que  se  embarcaba  en  ella  el  resto  de  las 
tropas  reales  que  habían  capitulado  y  que  dejaban  esas  lu- 
gares para  no  volver  a  poner  más  los  pies  en  ellos. 

Este  grande  acontecimiento,  que  por  la  tranquilidad  y  la 
cordura  que  le  dieron  el  ser,  es  uno  de  los  más  pacíficos  que 
registran  los  anales  de  la  historia  de  las  emancipaciones  de 
los  pueblos,  iniciado  en  los  primeros  meses  del  año  1822,  reci- 
bió la  sanción  de  los  felices  hijos  del  Brasil  el  7  de  septiem- 
bre del  mismo  año  con  la  exaltación  al  trono  del  naciente 
imperio  brasilero  del  príncipe  don  Pedro  I,  Emperador  y  De- 
fensor Perpetuo  del  Brasil. 

Ingrato  por  demás  sería  si  no  consagrase  a  la  memoria 
de  la  sabia  escritora  María  Graham,  viuda  del  malogrado  ca- 
pitán de  la  Doris,  muerto  por  un  fatal  accidente  en  los  ma- 
res del  Cabo,  el  recuerdo  del  sincero  agradecimiento  que  la 
debo.  Ella  compensó  en  la  Doris,  con  usura,  a  fuerza  de  ma- 
ternales cariños,  el  brutal  e  inmotivado  trato  que  me  había 
dado  en  la  Owen  Glendower  Spencer,  cuando  me  robó  del 
lado  de  mis  padres. 

Vuelto  a  mi  Chile,  aunque  era  yo  entonces  demasiado 
niño  para  darme  cabal  cuenta  de  los  adelantos  de  mi  país, 
porque  entonces  éramos  niños  hasta  la  edad  de  17  años  y 
muchachos  más  allá  de  la  de  los  20,  ya  comenzaba  mi  mente 
a  gozar  de  bastante  independencia  para  permitirme  motejar 
preocupaciones  o  reírme  de  ellas. 

La  historia  de  los  terremotos  que  agregó  el  año  22  una 
página  más  a  los  desastres  que  conmemora,  me  proporcionó 
ocasión  de  hacer  a  un  tiempo  uno  y  otro;  pues  el  tal  terre- 
moto, que  no  fué  por  cierto  uno  de  los  mayores  que  han  es 
tremecldo  nuestro  suelo,  vino  a  aumentar  las  pruebas,  ya  por 
de«sgracia  sobradas,  de  que  las  preocupaciones  no  pierden 
ni  perderán  jamás  su  imperio  sobre  el  corazón  del  hombre 
poco  instruido,  mientras  exista  la  humanidad  sobre  el  mun- 
do sublunar.  El  terror  fué  justo;  la  turbación,  necesaria.  Cu- 
briéronse las  veredas  de  las  calles  y  los  contornos  de  los  pa- 
tios con  altos  de  tejas  despedazadas.  En  medio  del  espanto 
general,  de  las  carreras  y  de  los  encontrones  que  se  daba  el 
pueblo  consternado  por  evitar  el  peligro,  alzando  ni  rielo  el 


RECUERDOS     DEL     PASADO  71 

conocido  grito  de  ¡Misericordia!,  tuve  ocasión  de  ver  deba- 
tirse en  el  frente  de  la  puerta  de  mi  casa  a  un  asustado  sa- 
cerdote que  pugnaba  por  desprenderse  de  una  mujer  que  asi- 
da de  su  sotana  se  arrastraba  de  rodillas  implorando  a  gri- 
tos la  absolución  de  los  pecados  que  en  alta  voz  le  confesa- 
ba. Ocurriósele  a  una  santa  monja  decir,  a  eso  de  las  diez  y 
media  de  aquella  temerosa  noche,  que  sabía  por  revelación 
que  el  temblor  era  precursor  del  fin  del  mundo,  y  que  la  ho- 
ra del  juicio  final  debía  sonar  a  las  once  de  la  próxima  ma- 
ñana. A  tan  aterradora  noticia,  que  se  esparció  por  Santiago 
con  rapidez  eléctrica,  contestó  el  pueblo  saliendo  de  estam- 
pido hacia  las  plazas,  plazuelas  y  paseos  públicos,  y  sin  dar- 
se razón  de  lo  que  hacía,  el  hombre  ilustrado  como  el  que 
no  lo  era,  la  señora  y  la  simple  fregona,  todos,  grandes  y  chi- 
cos, hicieron  llevar  atropellados  a  esos  lugares  de  asilo,  tal 
acopio  de  cam.as  y  colchones,  que  en  un  momento  parte  del 
tajamar,  las  plazas  públicas  y  la  reciente  alameda,  se. cubrie- 
ron con  ellos. 

¿Qué  hubiera  dicho  de  nosotros  un  hombre  de  ilustrado 
juicio  traído  por  encanto  a  Santiago  en  esos  momentos,  al 
ver  por  entre  los  colchones  relumbrar  los  carbones  encendi- 
dos de  muchos  braseros  provistos  de  tachos  y  teteras  para  el 
vicio  del  mate,  y  al  notar  el  tembloroso  ademán  con  que  chu- 
paban ios  fieles  la  bombilla,  al  mismo  tiempo  que  imploraban 
el  perdón  de  sus  pecados? 

Terminó  el  fin  del  angustiado  plazo,  y  cuando  huyendo 
de  terror,  unos  cerraban  los  ojos  y  otros  se  desmayaban,  un 
repique  general  de  campanas  vino  a  anunciar  al  feliz  San- 
tiago que  el  Dios  de  las  bondades,  merced  a  los  ruegos  de  las 
monjas,  había  perdonado  al  género  humano  otorgándole  más 
años  de  vida. 

Pero  estas  nuevas  pasajeras  que  de  vez  en  cuando  suelen 
caracterizar,  con  un  solo  hecho,  el  estado  de  progreso  inte- 
lectual de  algunos  pueblos  de  la  tierra,  no  puede  proyectar 
más  que  sobre  una  pequeña  parte  de  nuestra  civilización  una 
luz  desconsoladora,  cuando  no  ridicula.  Todo  progresaba  en- 
tonces en  Chile,  y  progresaba  con  harta  más  rapidez  que 
aquella  que  podía  esperarse,  ya  de  sus  coloniales  anteceden- 
tes, ya  de  la  semipropia  existencia  de  que  gozaba  desde  el 
año  1810. 

Corría  el  año  de  1824.  El  Director  Supremo,  don  Bernar- 
do O'Higgirus,  había  abdicado  el  mando,  o  más  bien  dicho, 
se  había  visto  obligado  a  reconocer  que  no  podía  permane- 
cer por  más  tiempo  al  frente  de  los  negocios  públicos  sin 
lanzar  a  su  país  en  el  abismo  de  los  horrores  de  una  lucha 
fratricida. 

El  23  de  enero  de  1823  este  héroe  chileno  completó  la  nó- 


72  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

mina  de  sus  esclarecidos  servicios  con  estas  sentidas  pala- 
bras: "Creyendo  que  en  las  circunstancias  actuales  puede 
contribuir  a  que  la  patria  adquiera  su  tranquilidad  el  que  yo 
deje  el  mando  supremo  del  Estado,  he  venido  en  abdicar  la 
Dirección  Suprema  y  consignar  su  ejercicio  provisorio  en  una 
junta  gubernativa,  compuesta  de  los  ciudadanos  don  Agustín 
Eyzaguirre,  don  José  Migu-el  Infante  y  don  Fernando  Errá- 
zuriz".  « 

Pudo  haber  agregado  lo  que  cuatro  meses  antes  había 
dicho,  ai  separarse  del  Perú,  el  héroe  americano  San  Mar- 
tín: "En  cuanto  a  mi  conducta  pública,  mis  compatriotas  di- 
vidirán sus  opiniones;  pero  los  hijos  de  éstos  darán  el  ver- 
dadero fallo". 

El  fin  que  tuvo  la  vida  pública  de  O'Higgins,  de  ese  gran 
servidor  de  la  patria,  cuyas  virtudes  son  harto  más  patentes 
que  sus  defectos,  agregó  nueva  prueba  al  filósofo  axioma  que 
del  Capitolio  a  la  roca  Tarpeya  no  hay  más  que  un  paso. 
Todavía  no  se  había  esparcido  la  noticia  de  su  renuncia  cuan- 
do, hecho  prisionero  por  Ramón  Freiré  en  Valparaíso,  en  el 
momento  de  quererse  expatriar  para  siempre  de  ese  Chiie  en 
cuyo  obsequio  había  expuesto  tantas  veces  su  vida,  quiso  so- 
metérsele a  un  juicio  de  residencia. 

Circunstancias  que  otros  han  referido  y  que  no  entra 
en  el  propósito  de  estas  memorias  reproducir,  condujeron  en 
seguida  a  ese  orgullo  cívico  y  militar  de  Chile  a  las  lejanas 
playas  del  Perú,  de  donde  sólo  pudieron  venir  sus  restos  mor- 
tales al  seno  de  la  patria  agradecida,  cerca  de  medio  siglo 
después . 

Cada  vez  que  celebramos  en  Chile  los  días  patrios  de  sep- 
tiembre, acuden  sin  esfuerzo  a  mi  memoria  las  solemnidades 
con  que  celebraban  los  patriotas  del  año  de  1824  el  ya  casi 
olvidado  12  de  febrero,  día  que,  cual  ningún  otro,  ostenta  tí- 
tulos que  le  hacen  merecedor  al  más  justo  y  cumplido  acata- 
miento del  hombre  ciiileno.  El  12  de  febrero  de  1541  fundó 
Pedro  de  Valdivia  nuestro  orgulloso  Santiago;  el  12  de  fe- 
brero del  año  1817  eí  ejército  libertador,  después  de  haber  re- 
suelto con  pericial  arrojo  el  problema  del  paso  de  los  Andes 
a  la  vista  del  enemigo,  nos  dio  en  Chacabuco  la  libertad  que 
el  12  de  febrero  del  siguiente  año  sancionó  el  país  con  la  so- 
lemne Jura  de  nuestra  Independencia. 

Celebrábase  entonces  ese  gran  día  y  no  el  18  de  septiem- 
bre; y  sólo  el  que  asistió  a  esas  festividades,  en  las  que;  se 
ostentaba  en  medio  del  más  loco  contento  la  expresión  del 
más  puro  agradecimiento,  glorificando  a  los  padres  de  la  patria, 
puede  valorizar  los  efectos  que  produce  la  sorda  lima  del  tiem- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  73 

po  hasta  sobre  los  recuerdos  de  las  costumbres  más  dignas  de 
inmortalidad. 

En  ese  día,  la  bandera  a  cuya  sombra  se  había  jurado  la 
independencia,  llevada  con  gran  pompa  por  el  Director  Su- 
premo, era  colocada  sobre  un  trono  levantado  en  el  Cabildo, 
y  de  allí  acompañada  de  todas  las  autoridades  civiles,  mili- 
tares y  religiosas,  a  la  catedral,  donde,  después  del  evangelio, 
en  vez  de  nuestro  acostumbrado  sermón,  se  leía  al  pueblo,  en 
alta  e  inteligible  voz,  el  acta  original  de  nuestra  independen- 
cia, llevada  hasta  el  templo  por  el  mismo  Jefe  del  Estado  con 
este  objeto. 

De  estas  festividades  expresivas  y  conmemoradoras  sólo 
conservamos  el  cañoneo  de  Hidalgo,  las  luminarias  y  los  ador- 
nos de  las  calles,  que  hoy,  con  más  o  menos  ostentación,  se 
han  trasladado  a  la  Alameda;  porque  hasta  eí  posterior  pa- 
seo a  la  alegre  Pampilla,  hoy  Parque  Ck)usiño,  totalmente  des- 
pojada de  su  primitivo  carácter  democrático,  sólo  se  desti- 
na ahora  a  la  nobleza  encarrozada,  dejando  puerta  afuera  a 
la  humilde  y  nacional  carreta. 

¿Cuántos  de  los  que  concurren  a  lucir  sus  carruajes  y  sus 
caballos  en  los  paseos  públicos;  cuántos  de  los  que  van  al  tea- 
tro, donde  aun  se  entona  la  Canción  Nacional,  más  por  lucir 
la  voz  de  ios  cantores  que  por  el  significado  de  sus  estrofas, 
significado  que  hasta  llegó  a  alterarse  después  sólo  por  ceder 
a  tontas  insinuaciones  que  pidieron  la  profanación  de  ese 
monumento  histórico;  cuántos,  digo,  tienen  presente,  en  los 
regocijos  de  estos  días,  a  aquellos  a  quienes  deben  patria  y 
libertad   y  el  saber  y  la  holganza  de  que  ahora  disfrutan? 

Las  voces  Patria  y  Chile  no  fueron  voces  sinónimas  en  los 
primeros  tiempos  de  nuestra  vida  republicana.  Patria  no  sig- 
nificaba al  pie  de  la  letra  lo  que  ahora  significa  Chile,  sino 
el  conjunto  de  principios  democráticos  que  luchaban  a  cuer- 
po partido  contra  los  absolutistas  de  la  monarquía  española, 
y,  además,  hasta  las  mismas  personas  que  capitaneaban  las 
banderas  independientes,  y  esto  explica  por  qué  tuvimos  en- 
tonces Patria  Vieja  y  Patria  Nueva. 

Sólo  en  1824  vino  a  darse  por  decreto  supremo  a  la  voz 
Patria  su  legitimo  significado:  se  mandó  que  en  adelante  se 
dijese  ¡viva  Chile!  en  vez  de  ¡viva  la  Patria!  en  los  grandes 
días  en  que  debían  celebrarse,  ya  las  glorias  de  reciente  fe- 
cha, ya  aquellas  que  conmemoraban  las  que  nos  dieron  li- 
bertad . 

Dlcese  con  bastante  razón,  pero  no  con  toda  ella,  que 
los  viejos  sólo  viven  de  recuerdos  y  que  adolecen  de  la  manía 
de  encontrar  malo  todo  aquello  que  no  se  asemeja  a  lo  que 
ocurrió  o  se  hacía  en  sus  verdes  años.  A  mí  no  me  tocan  las 
generales  de  esta  ley,  porque  para  mí  lo  bueno  no  envejece, 


74  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

ni  dejo  ahora  de  acatar  lo  nuevo  siendo  bueno,  con  todo  el 
ardor  de  mis  primeros  años.  Mas,  como  esta  no  es  condición 
exclusivamente  mía,  ni  es  tampoco  posible  que  muchos  pue- 
dan traer  sin  trabajo  a  la  memoria  lo  bueno  antiguo,  creo 
que  no  mirarán  de  reojo  los  que  estos  renglones  leyeren,  si 
les  dejo,  antes  de  pasar  al  año  de  1825,  un  pálido  bosquejo 
de  lo  que  era  Chile  en  el  año  de  1824,  para  que  deduzcan  de  él 
lo  que  fué  el  año  de  1810,  y  sepamos  dar  al  César  lo  que  al 
César  pertenece. 

I  Dividíase  el  territorio  republicano,  que  sólo  alcanzaba  en 
aquel  entonces  desde  Atacama  al  canal  de  Chacao,  en  tres 
grandes  departamentos  llamados  Coquimbo,  Santiago  y  Con- 
cepción, y  en  los  gobiernos  de  Valdivia,  Talcahuano  y  Val- 
paraíso . 

El  departamento  de  Coquimbo  confinaba  al  norte  con  la 
provincia  de  Atacama  del  Alto  Perú  en  el  río  Sala  Agua  Bue- 
na y  médano  de  Atacama,  y  al  sur  con  el  departamento  de 
Santiago,  en  la  quebrada  del  Negro  y  portezuelo  de  Tilama. 
El  departamento  de  Santiago  tenía  por  límites  al  sur  el  río 
de  Maule,  que  le  separaba  del  de  Concepción,  y  éste  termi- 
naba por  la  parte  del  sur  con  el  río  Vergara,  cerro  de  Santa 
Juana  y  Rumen. 

La  jurisdicción  de  los  titulados  gobiernos  de  Talcahua- 
no y  de  Valparaíso  no  pasaba  del  recinto  de  cada  una  de  esas 
plazas;   pero  no  así  la  del  de  Valdivia,  que  alcanzaba  hasta 
|_el,  canal  de  Chacao,  punto  donde  se  detenía  la  bandera  patria. 

Esta  patria,   pobre   y   apartado   rincón     del     Continente 

Americano,  sólo  conocida  por  la  sangre  y  los  caudales     que 

j  costó  a  la  España  su  estéril  conquista,  contaba  en  1824,  según 

I  cálculos  cuya  exactitud  no  me  ha  sido  posible  averiguar,  con 

1.300,000  habitantes  entre  ambas  razas,  la  indígena  y  la  eu- 

j  ropea,  más  o  menos  puras  o  mezcladas. 

Dedúcese  fácilmente  lo  que  debieron  ser  en  1810  la  ilus- 
tración, las  tendencias  y  las  aspiraciones  de  esta  pequeña  y 
aislada  sección  del  género  humano,  donde  predominaba  en 
la  nobleza,  casi  siempre  comprada,  el  Plata  te  dé  Dios,  hijo, 
que  el  saber  poco  te  vale;  en  las  aulas,  el  antiguo  ergoteo;  en 
el  comercio,  los  privilegios  peninsulares;  en  el  suelo  a  medio 
elaborar,  sobrados  productos  alimenticios;  en  el  pueblo,  aque- 
llo de  Después  de  Dios  el  Rey  y  después  del  Rey  el  amo;  en 
el  indígena,  la  lanza  y  el  saqueo;  y  en  muy  contadas  perso- 
nas, el  deseo  de  instruirse,  devorando,  a  hurto,  los  pocos  li- 
bros científicos,  políticos  o  industriales  que  el  contrabando  o 
el  acaso,  siempre  peligroso,  ponía  en  sus  manos. 

¡Cómo  es  posible  creer  que  con  tan  exiguos  elementos  pu- 
diera Chile  en  sólo  trece  años  de  existencia  propia,  trece  años 
de  febril  y  borrascosa  vida,  en  la  que  simultáneamente  se  al- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  75 

temaban  los  triunfos  y  los  desastres,  las  esperanzas  y  la.s  de- 
cepciones, sin  dejar  un  solo  instante  de  peligrar  la  libertad, 
las  haberes  y  la  vida  de  los  protagonistas  del  sangriento  dra- 
ma de  nuestra  independencia,  llegar  como  llegó  al  año  1824! 

En  la  historia  de  los  primeros  tiempos  de  nuestra  vida 
republicana  hay  un  hecho  digno  de  fijar  la  atención  del  fi- 
lósofo y  del  estadista,  y  es  que  esos  héroes  improvisados  a 
quienes  tanto  debemos,  al  mismo  tiempo  que  defendían  a  es- 
tocadas su  propia  vida,  no  dejaron  de  sembrar,  para  nosotros, 
instituciones  de  progreso,  ni  en  los  momentos  mismos  en  que 
la  patria,  desangrada  y  sin  recursos,  parecía  hundirse  con  ellos 
en  el  cielo  de  la  recolonización  (1)  . 

Entre  nuestras  actuales  instituciones  hay,  en  efecto,  muy 
pocas  que  no  deriven  su  existencia  de  otras  iguales  o  análo- 
gas dictadas  por  aquellos  gigantes  de  abnegación  y  de  patrio- 
tismo en  medio  de  los  horrores  y  de  las  angustias  de  la  gue- 
rra. En  el  año  1824  ya  existían  en  Chile,  si  no  como  institu- 
ciones perfectas  y  en  pleno  auge,  al  menos  como  ideas  que 
debían  desarrollarse  a  su  tiempo,  m_ultitud  de  acuerdos  más 
o  menas  elaborados  y  puestos  en  planta  para  elevar  a  la  Re- 
pública al  rango  de  nación  civilizada. 

En  esos  trece  años  se  dictaron  variar  Constituciones,  y 
la  dei  año  de  1823  ha  mant-enido  sus  prescripciones  en  la 
parte  judicial  hasta  estos  últimos  años,  1874. 

La  división  territorial  de  las  secciones  gubernativas  del 
día  tiene  mucho  de  lo  que  eran  en  aquel  entonces.  Llamában- 
se delegaciones  lo  que  ahora  llamamos  intendencias;  y  dis- 
tritos, muchos  de  los  que  ahora  llevan  el  nombre  de  departa- 
mentos. Dividíase  entonces  el  país  en  tres  g'randes  secciones, 
es  cierto;  pero,  ¿quién  puede  asegurar  que  esa  división,  mejor 
estudiada,  no  pudiera  aprovechar,  reviviendo,  a  la  fiscaliza- 
ción má^  inmediata  de  los  actos  de  los  funcionarios  públicos 
y  a  la  descentralización  para  dar  más  vida  y  animación  a  la 
iniciativa  de  los  gobernados? 

La  Sociedad  de  Amigos  de  Chile,  decretada  el  5  de  agos- 
to de  1818  para  promover  los  adelantos  del  país  en  los  ramos 
de  agricultura,  comercio,  minería,  artes  y  oficios,  es  la  base 
del  Ministerio  de  Fomento  que  aun  no  vemos  establecido  en 
Chile. 

Sintiendo  la  imperiosa  necesidad  de  conocer  con  la  posi- 
ble perfección  el  país  que  organizaba,  decretaron  el  26  de  ju- 
nio del  año  1823  la  creación  de  una  comisión  de  estadística 


(1)  Era  tal  la  escasez  .de  recursos  del  Gobierno  y  con  ella  tan 
exiguo  su  crédito,  que  en  octubre  de  1818  llegó  a  paralizarse  la 
fábrica  de  cartuchcs  en  la  maestranza  per  no  existir  en  arcas 
fiscales  con  qué  comprar  papel. 


76  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

encargada  do  un  viaje  científico  por  el  territx)rio  del  Estado 
con  el  objeto  de  examinar  la  geología  del  país,  sus  plantas, 
sus  minerales,  y  suministrar  todos  los  datos  que  pudieran 
contribuir  a  formar  una  completa  estadística;  y  seis  meses 
después,  el  20  de  diciembre,  se  organizó  la  comisión  corográ- 
fica  para  levantar  el  mapa  de  Chile,  promover  la  industria, 
y  proveer  a  la  defensa  de  la  patria. 

Dictóse  el  21  de  mayo  de  1823  un  notable  reglamento  de 
policía  y  de  costumbres,  en  el  cual,  salvo  algunos  artículos, 
hijos  legítimos  de  aquella  época,  pudieran  mucho  aprender 
nuestros  intendentes  y  gobernadores. 

uTa  policía  rural,  de  la  que  sólo  ahora  se  ha  venido  a  ha- 
cer seria  mención  entre  nosotros,  fué  decretada  el  26  de  ma- 
yo del  mismo  año,  y  colocada  a  cargo  de  jueces  que  a  las  fun- 
ciones de  las  juntas  actuales  de  caminos  unían  las  obliga- 
ciones que  imponen  la  salubridad  de  los  campos,  de  los  hom- 
bres y  de  los  ganados,  la  conservación  de  los  bosques  y  la 
multiplicación  de  los  plantíosj 

Creóse  una  comisión  de  beneficencia  encargada  de  la 
protección  y  fomento  de  todos  los  establecimientos  de  cari- 
dad. Se  restableció  el  hospicio  para  extirpar  la  mendicidad, 
acogiendo  en  él  a  todos  los  miserables  de  uno  y  otro  sexo  pa- 
ra darles  ocupación  según  sus  aptitudes  y  para  socorrerles  en 
todas  sus  necesidades. 

No  descuidaron  las  exigencias  de  la  sanidad,  y  la  junta 
decretada  con  este  nombre  y  la  prohibición  de  enterrar  en 
adelante  cadáveres  en  las  iglesias,  dan  de  ello  la  más  patente 
prueba. 

Creóse  en  1820  el  hospital  militar,  al  que  se  le  condecoró 
con  el  nombre  de  Hospital  del  Estado. 

Los  indígenas,  llamados  hermanos  desde  1811',  mc^recie- 
ron  entonces  reglamentos  que  promovían  y  aceleraban  su  ci- 
vilización. 

La  justicia  y  la  instrucción  pública  deben  a  nuestros  pa- 
dres de  la  patria  la  creación  de  la  Corte  Suprema,  la  Academia 
Chilena  creada  por  decreto  de  10  ds  diciembre  de  1823.  con  sus 
tres  secciones:  ciencias  morales  y  políticas,  ciencias  físicas 
y  matemáticas,  literatura  y  artes:  la  Academia  de  Leyes  y 
Práctica  Forense:  el  Instituto  Nacional  en  la  capital  y  en  los 
departamentos,  establecimiento  instalado  en  1813,  restableci- 
do en  1819  y  reorganizado  en  1823:  las  escuelas  conventuales 
para  hombres:  las  de  los  monasterios  para  las  mujeres;  es- 
cuelas lancasterianas.  el  Museo,  la  Biblioteca  Nacional  y  la 
libertad  de  imprenta. 

Colocaron  la  dignidad  del  hombre  en  su  verdadero  tro- 
no con  la  abolición  de  la  esclavatura,  la  de  los  azotes,  la  de 


RECUERDOS     DEL     PASADO  77 

los  palos  en  el  ejército,  los  títulos  de  nobleza  heredada  o 
comprada,  y  cuanto  tiende  a  degradar  al  hombre  o  a  hacerle 
más  ridiculo  de  lo  que  es. 

Al  mismo  ti-empo  que  se  abolían  los  efectos  de  la  cruel- 
dad y  del  necio  orgullo,  nada  se  omitía  para  enaltecer  el  es- 
píritu ni  para  formar  hom.bres  capaces  de  ostentar  con  jus- 
to orgullo  el  titulo  de  ciudadanos  de  una  república  ilustra- 
da. Decretóse  con  este  objeto  el  año  1817  la  creación  de  la 
Legión  de  Mérito,  para  premiar  las  virtudes  y  los  talentos 
en  todas  las  carreras,  premios  que  llevaban  el  calificativo  de 
"la  más  honrosa  y  la  más  estimable  distinción  nacional". 

Decretáronse,  asimismo,  premios  al  preceptorado  y  pre- 
mios a  los  alumnos  que  aventajasen  en  estudio  y  saber  a  los 
demás.  Lo  que  no  hemos  hecho  hasta  ahora,  ni  creo  por  des- 
gracia que  lo  hagamos  tan  luego,  ya  lo  tenían  hecho  los  pa- 
dres de  la  patria  el  año  d^  1820.  Entonces  seis  años  de  servi- 
cios en  las  clases  superiores  era  mérito  suficiente  para  obte- 
ner prebendas  en  las  catedrales,  y  esos  mismos  seis  años  en 
los  legos  le  daba  opción  a  los  destinos  análogos  de  su  carre- 
ra. Siguiendo  el  mismo  propósito,  acordóse  el  título  de  be- 
nemérito de  la  juventud  al  alumno  que  más  sobresaliese,  ya 
en  la  probidad  de  sus  costumbres  y  ejercicios  de  las  virtudes 
cívicas  y  morales,  ya  en  el  aprovechamiento  científico  o  in- 
dustrial; y  a  más  de  las  preeminencias  del  lugar  que  se  le  ha- 
cía ocupar  en  todas  partes  y  de  las  consideraciones  con  que 
se  le  trataba,  se  le  concedía  el  derecho  de  continuar  gratui- 
tamente sus  estudios. 

Los  empleados  públicos  no  trabajaban  sin  esperanza  de 
premio,  como  casi  siempre  acontece  ahora:  el  decreto  de  3  de 
junio  de  1820,  al  exigir  que  al  principio  de  cada  año  el  jefe 
de  las  oficinas  de  hacienda  pasase  al  ministerio  de  este  nom- 
bre la  foja  de  servicios  de  cada  empleado  para  la  provisión 
de  los  empleos  de  los  que  hubiesen  servido  en  un  destino  in- 
ferior, lo  está  probando. 

Mandáronse  someter  todos  los  gastos  del  Estado  a  rigu- 
rosos presupuestos,  y  rastros  se  encuentran  en  aquella  época, 
hasta  la  consolidación  de  nuestra  deuda  interior. 

El  arte  de  la  guerra,  esa  necesidad  imperiosa  de  la  raza 
humana,  debe  a  los  hom.bres  de  aquella  tumultuosa  y  angus- 
tiada era,  la  Academia  Militar,  la  Escuela  de  Pilotos,  la  co- 
misión encargada  de  formar  un  código  militar,  y  la  Maes- 
tranza de  armas  y  de  instrumentos  bélicos. 

No  andaban  entonces  nuestros  inválidos  sueltos  y  men- 
digando como  ahora,  porque  el  año  23  ya  contaba  el  valor 
desgraciado  con  un  asilo  protector  a  cargo  y  bajo  la  inme- 
diata vigilancia  del  comandante  general  de  armas,  para  que 
nada  faltase  a  aquellos  infelices. 


78  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

El  decreto  cic  10  de  dieienibre  de  1822  echó  por  primera 
vez  €n  Santiago  los  verdaderos  cimientos  de  la  guardia  na- 
cional . 

Para  no  parecer  por  demás  prolijo,  enumerando,  aunque 
sea  tan  a  la  ligera,  cuanto  a  nuestros  padres  debemos,  ter- 
minaré esta  reseña  sentando  que  hasta  de  aumentar  los  días 
útiles  de  trabajo  que  tenia  el  año  chileno  se  ocuparon;  pues, 
perseguida  la  holganza  y  el  ocio  hasta  en  sus  más  sagrados 
retretes,  lograron  que  las  fiestas  de  riguroso  precepto,  que  al- 
canzaban entonces  a  cuarenta,  quedaran  reducidas  a  sólo  do- 
'ce,  y  abolidas  completamente  las  muchas  de  medio  precepto 
que  casi  siempre  y  sobre  todo  en  los  pueblos,  se  volvían  de 
precepto  entero. 

Todo  lo  preveían  solícitos.  La  América  española  no  era 
para  nuestros  padr-es  un  conjunto  de  distintas  naciones;  era 
sólo  un  único  estado  por  emancipar,  y  la  emancipación  no  la 
consideraban  completa  mientras  imperase  en  alguna  de  sus 
secciones  el  dominio  español.  La  historia  contemporánea  ar- 
gentino-chilena llevaba  ya  consignados  en  sus  preciosas  pá- 
ginas muchos  de  los  hechos  que  acreditan  esta  verdad  cuan- 
do se  trató  de  emancipar  al  Perú;  mas  como  no  he  visto  con- 
memorar aquellos  cuyo  alcance  llegaba  hasta  los  más  remo- 
tos términos  del  dominio  español  en  la  América,  debe  permi- 
tirse a  mi  patrio  orgullo  el  que  consigne  aquí,  aunque  sean 
las  primeras  palabras  de  la  notable  proclama  que  don  Luis 
Mauri,  general  en  jefe  de  las  fuerzas  destinadas  a  obrar  con- 
tra Nueva  Granada,  dirigió  a  sus  compatriotas  el  10  de  julio 
de  1818,  después  de  haber  tomado  posesión  de  las  islas  de 
Santa  Catalina,  Providencia  la  Vieja  y  San  Andrés,  depen- 
dientes de  aquel  virreinato.  Dice  así: 

"¡Compatriotas!  Los  poderosos  Estados  Unidos  de  Buenos 
Aires  y  Chile,  deseando  cooperar  en  cuanto  les  sea  posible  a 
la  emancipación  de  sus  oprimidos  hermanos,  me  han  comisio- 
nado para  cumplir  esta  noble  empresa  en  la  Nueva  Grana- 
da. Gracias  al  cielo  que  les  ha  inspirado  tan  magnánimos 
sentimientos.  Sea  su  unión  y  su  sabia  conducta  nuestra  guía 
en  nuestras  futuras  operaciones"  (1)  . 

¿Y  qué  decir  ahora  de  las  ideas  que  entonces  se  tenían  so- 
bre la  importancia  de  la  inmigración  de  extranjeros,  como 
complemento  de  la  grande  obra  con  tantos  sacrificios  ini- 
ciada? En  la  Camila,  que  el  célebre  patriota  Camilo  Henrí- 
quez  escribió  para  nuestro  teatro,  con  el  objeto  de  sembrar 
en  la  mente  de  los  concurrentes  semillas  de  legítimo  progre- 
so, dice  uno  de  los  interlocutores:  "Si  la  América  no  olvida 
las  preocupaciones  españolas  y  no  adopta  más  liberales  prin- 


(1)   Correo  del  Orinoco,  núm.   17,  año  de   1819,  Angostura. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  79 

cipioa,  jamás  «aldrá  de  la  esfera  de  una  España  ultramarina, 
miserable  y  obscura  como  la  España  europea.  Para  remediar 
la  lastimosa  despoblación  de  la  América  y  su  atraso  en  las  ar- 
t€s  y  en  la  agricultura,  es  necesario  llamar  extranjeros  con  el 
atractivo  de  unas  leyes  imparciales,  tolerantes  y  paternales." 

Nada  se  escapó,  pues,  a  las  miradas  de  esos  lionibres  ex- 
traordinarios que  asi  pasaban  la  espada  del  guerrero  a  la 
mano  izquierda  para  dejar  libre  la  derecha  a  la  pluma  orga- 
nizadora, como  el  acero  al  poderoso  puño  para  de  tender  jun- 
to con  los  fueros  de  la  patria  la  propia  vida. 

Teníamos;  en  las  naciones  extranjeras  cuatro  misiones  di- 
plomáticas en  €l  año  24.  Eran  ministros  plenipotenciarios  de 
Ohile,  en  Buenos  Aires,  don  Joaquín  Campino;  en  Europa,  don 
José  Antonio  Irizarri;  en  el  Perú,  don  Miguel  Zañartu,  y  en 
Roma  don   Ignacio  Cienfuegos. 

Para  Chile  sólo  eran  extranjeros  los  enemigos  de  su  li- 
bertad, y  la  idoneidad  el  candidato  jurado  para  los  más  de- 
licados puestos  públicos.  A  Dauxion  Lavaysse  se  confió  la  di- 
rección de  la  comisión  de  estadística;  a  Alberto  d'Albe  y  Car- 
los Lozier  la  de  la  corografía;  Zegers,  o  Zeggers  como  se  es- 
cribía entonces,  era  oficial  presidente  del  despacho  de  rela- 
ciones exteriores;  Bayarna  era  director  de  la  Academia  Mi- 
litar; Ocampo,  consultor  de  lo  que  entonces  llamaban  Cá- 
mara Nacional.  En  resolución,  Chile  de  entonces  supo  na- 
cionalizar los  ilustres  nombres  de  San  Martín,  de  Cochrane  y 
de  Blanco,  y  los  retoños  de  aquellos  denodados  oficiales  de 
mar  y  tierra  que  nos  trajeron  generosos  el  precioso  contigen- 
te  de  su  sangre  y  de  sus  luces  de  que  tanto  necesitábamos,  nos 
siguen  dando  días  de  gloria  como  si  sus  padres  no  hubiesen 
tenido  más  patria  que  la  propia  nuestra. 


CAPITULO  V 

El  barón  de  Mackau  y  el  corsario  Quintanüla. —  Viaje  a  Fran- 
cia.—  Rio  de  Janeiro. —  Havre  de  Grao2. —  Patís  de 
aquel  entonces. —  María  Malibrán  Garda. —  Un  hijito  de 
Fernando  VIL —  La  duquesa  de  Berri. —  Colegio  de  Sil- 
vela. —  El  matemático  Vallejo. —  Don  Andrés  A.  de  Gor- 
lyea. —  Don  Leandro  Fernández  de  Moratin. —  Don  Silves- 
tre Pinheiro  Ferreira,  profesor  de  Derecho  Publico. —  El 
romanticismo. —  Alejandro  Dumas. —  El  general  San  Mar- 
tin en  Francia. —  El  general  Murillo. 

Entre  las  naciones  europeas  que  comenzaron  a  frecuen- 
tar con  sus  naves  nuestras  costas,  así  que  la  guerra  de  la  in- 
dependencia se  lo  permitió,  la  Inglaterra  y  la  Francia  fue- 
ron las  más  solícitas  a  captarse  las  simpatías  del  Nuevo  Es- 
tado que  abría  a  los  frutos  de  la  industria  extranjera  sus  co- 
diciados puertos. 

Fué  éste  uno  de  los  motivos  que  impulsaron  al  Ministro 
de  Marina  francés  a  autorizar  a  los  jefes  de  su  escuadra  del 
Pacifico  para  que  concediesen  pases  libres,  en  sus  gabarras 
o  transportes,  a  los  hijos  de  las  familias  influyentes  de  San- 
tiago que  solicitasen  ir  a  continuar  en  Francia  sus  estudios. 

Cupo  al  almirante  Mackau,  que  alcanzó  después  a  ser  Mi- 
nistro de  Estado  en  tiempo  de  Luis  Felipe  de  Orlsans,  ser  in- 
térprete de  estas  buenas  disposiciones  para  con  Chile,  y  aun 
el  gusto  de  exagerarlas,  como  aparece  del  hecho  que  voy  a 
referir  y  que,  por  haber  pasado  muy  de  puertas  adentro,  mu- 
chos^ ignoran. 

¿Aun  no  existían  en  Chile  en  1823  casas  extranjeras  de 
comercio,  y  los  franceses  habían  elegido  la  muy  opulenta  de 
don  Felipe  Santiago  del  Solar  para  la  consignación  de  sus 
naves  y  la  de  los  cargamentos  de  mercaderías  que  comenza- 
ban a  enviar  de  su  país  a  nuestra  recién  naciente  República^ 

El  barón  de  Mackau,  comandante  de  la  fragata  de  guerTa 
francesa  Clorinda,  que  se  gallardeaba  a  la  sazón  en  medio  de 
los  buques  ingleses  y  norteamericanos  surtos  en  la  bahía  de 
Valparaíso,  trasladado  a  Santiago  con  algunos  de  sus  oficia- 
les, se  hospedaba  entonces  en  casa  de  mi  padre,  donde,  para 


82  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


hacerle  más  grata  su  permanencia,  se  le  trataba  a  cuerpo  de 

rey. 

Todo  el  territorio  chileno  no  se  encontraba  aún  libre  de 
las  autoridades  españolas,  pues  en  el  vasto  asiento  de  las  Is- 
las, con  Chiloé  por  cabecera,  imperaba  todavía  el  terrible  cau- 
dillo Quintanilla-,  aunque  no  era  esto  parte  a  impedir  que 
nuestros  corsarios  asolasen  el  comercio  español  desde  las 
aguas  de  Valdivia  hasta  las  de  Guayaquil;  pues  nuestros  fa- 
luchos, que  no  eran  entonces  otras  nuestras  naves,  desvalija- 
ban que  era  un  contento  a  cuantos  buques  españoles  de  co- 
mercio se  les  venian  a  las  manos.  La  sola  casa  de  Solar  con- 
taba con  cuatro  corsarios,  cuya  capitana.  El  Chileno,  había 
hecho  tanto  daño  a  Quintanilla,  capturando  cuantos  buques 
con  recursos  le  enviaban  del  Perú,  que,  exasperado,  aiTnó  la 
célebre  nave  La  Quintanilla,  que.  al  mando  de  un  tal  Martelí, 
nc  tardó  en  dar  al  traste  con  toda  la  división  Solar,  obhgando 
a  El  Chileno,  único  cachucho  que  escapó  do  sus  garras,  a  asi- 
larse bajo  los  fuegos  de  las  baterías  de  Valparaíso.  Supo  el 
buen  barón  de  Mackau  por  boca  de  Solar  lo  que  pasaba;  ig- 
noro lo  que  entre  los  dos  hablaron;  pero  no  ignoro  lo  que  ocu- 
rrió después;  pues  es  lo  cierto  que,  a  poco  de  andar,  ya  la  terri- 
ble La  Quintanilla  era  declarada  Duena  presa  de  la  fragata 
Clorinda,  y  que  el  no  menos  terrible  Martelí  se  encontraba  en- 
cerrado en  la  cahdad  de  preso  a  bordo  de  la  gabarra  francesa 
Mosselle. 

Estas  felices  travesuras  y  otras  a  ésta^  parecidas,  que  no 
hay  para  qué  relatar;  el  con ta eco  cada  día  más  frecuente  que 
la  actividad  comercial  nos  proporcionaba  con  el  extranjero; 
la  sucesiva  llegada  a  nuestras  poco  frecuentadas  playas  de 
capacidades  como  la  de  Lozier,  y  la  de  muchas  otras,  que.  sin 
ser  reales  de  a  ocho  en  sus  respectivos  países,  venían  a  serlo 
sin  esfuerzo  en  nuestra  patria;  la  preferente  acogida  que  dis- 
pensaba. Dor  las  anteriores  razones,  a  todo  lo  de  fuera,  la  in- 
consulta hospitalidad  de  nuestros  estrados,  aunque  los  tales 
de  fuera  no  fuesen  otra  cosa  que  meros  mercachifles  engala- 
nados con  la  natural  desenvoltura  del  commis  voyageur.  con 
al  arte  de  anudarse  la  corbata  y  con  el  no  menos  atractivo  de 
saber  bailar  y  enseñar  las  recién  llegadas  cuadrillas,  hicieron 
creer  a  muchos  padres  de  fam.ilia  que  la  instrucción,  para  ser 
buena,  sólo  podía  adquirirse  en  la  culta  Europa;  y  a  muchas 
madres  y  hasta  entonces  encogidas  hijas  en  el  campo  de  los 
devaneos  sociales,  que  fuera  de  Francia  o  de  Inglaterra,  no 
podía  encontrarse  ni  la  fuente  del  galano  decir  ni  el  verda- 
dero comme  il  faut,  padre  del  encanto  de  los  salones. 

Antes,  pues,  que  se  notificase  a  los  chilenos  la  benévola 
disposición  del  Gobierno  francés  para  con  los  jóvenes  ameri- 
canos, ya  habían  salido  Carlos  Pérez  Rosales  y  Juan  Enrique 


RECUERDOS     DEL     PASADO  83 

Ramírez,  el  primero  para  Inglaterra  y  para  Escocia  el  segun- 
do, y  el  16  de  enero  de  1825  se  daba  a  la  vela  del  puerto  de 
Valparaíso  para  la  Francia,  y  cargado  de  jóvenes  chilenos,  el 
transporte  Mosselle,  de  la  marina  de  guerra  francesa. 

¿Adonde  iban  esos  jóvenes,  orgullo  y  esperanza  de  sus  pa- 
dres, llenando  de  envidia  a  los  que  por  falta  de  recursos  que- 
daban reducidos  a  las  escuelas  patrias?  ¡Iban  a  Francia  en 
busca  de  un  fácil  saber,  sin  sospechar  ni  por  un  instante  que 
allí  les  esperaba  la  sabiduría,  como  esperó  a  muchos,  veinti- 
cuatro años  después,  el  oro  que  a  paladas  pensaron  recoger 
en  California! 

Fueron  los  alegres  pasajeros  de  la  Mosselle:  Santiago  Ro- 
sales, Manuel  Solar,  los  cuatro  hermanos  Jara-Quemada,  Lo- 
renzo, Ramón,  Manuel  y  Miguel;  los  hermanos  Antonio  y  Jo- 
sé de  la  Lastra.  José  Manuel  Ramírez,  mi  hermano  Ruperto 
Solar  y  yo. 

Tras  esta  primera  expedición,  pero  ya  no  en  buques 
de  la  armada  francesa,  salieron  otros  con  el  mismo  destino, 
conduciendo  a  los  hermanos  Guerrero,  Calixto,  Lorenzo  y  Víc- 
tor; a  los  hermanos  Larraín  Moxó,  Rafael,  Santiago  y  José 
María;  a  los  hermanos  Toro,  Bernardo,  Domingo,  Alonso  y 
Nicasio;  a  José  Manuel  Izquierdo,  a  Manuel  Talavera,  José 
Luis  Borgoño,  Ramón  Undurraga  y  Miguel  Ramírez.  Todos 
estos  jóvenes,  unidos  a  los  del  primer  viaje,  a  excepción  de 
Manuel  Talavera,  Calixto  Guerrero,  Bernardo  Toro,  Miguel  y 
José  Manuel  Ramírez,  ocuparon  un  asiento  en  el  mentado  co- 
legio de  Silvela,  único  en  su  época,  así  por  el  nombre  y  la  ca- 
pacidad intelectual  de  sus  notabilísimos  preceptores,  como 
por  el  gran  número  y  la  juiciosa  distribución  de  los  distintos 
ramos  del  saber  humano  que  allí  se  cursaban. 

De  toda  aquella  dorada  juventud  chilena  que  en  pos  de 
la  instrucción  cruzó  los  mares  hasta  llegar  a  la  envidiada  Eu- 
ropa, ¿qué  nos  queda?  Sólo  recuerdos  de  infructuosos  afanes 
y  tres  testigos  presenciales  del  general  malogro:  don  Rafael 
Larraín  Moxó,  don  Domingo  José  de  Toro  y  la  mano  debili- 
tada que  estos  renglones  traza. 

Mal  camino  seguirán  siempre  los  padres  de  familia  quéX 
sin  dar  prim.ero  a  sus  hijos  la  instrucción  elemental,  les  se- 
paran de  su  lado  y  de  su  patria  para  que  vayan  a  estudiar  en 
Europa,  en  perverso  francés  o  mal  inglés,  aquello  que  pueden 
aprender  en  Chile  en  correcto  castellano.  Sólo  debe  pasar  a 
Europa  el  joven  ya  formado  que,  habiendo  adquirido  en  las 
aulas  patrias  cuanto  en  ellas  puede  aprenderse,  deseare  per- 
feccionar sus  conocimientos  profesionales,  o  aquellos  otros 
que  caracterizan  al  hombre  de  mundo  y  que  sólo  pueden  ad- 
quirirse en  el  roce  ordinario  que  motivan  los  viajes  entre  to- 
do linaje  de  gentes,  en  el  prolijo  estudio  de  las  costumbres  y 


84  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

en  el  inmediato  contacto  con  los  hijos  de  las  naciones  más 
cultas  del  Viejo  Mundo. 

Volvimos,  pues,  los  que  allá  fuimos  con  poco  más  del 
triste  alfabeto  por  aprendizaje,  sin  siquiera  poder  decir  cuan 
do  llegamos,  que  sabíamos  tanto  cuanto  encontramos  que  sa- 
bían, sin  salir  de  Chile,  aquellos  mismos  que  suspiraron  por 
no  podernos  seguir.  Pero,  para  ser  justos,  es  preciso  confesar 
que  aquello  de  superfluidades,  de  gahachismos  y  de  meter  en 
todo  ex  cathedra  la  mano,  nadie  hasta  ahora  nos  ha  podido 
aventajar.  ' 

Pero  veo  que  me  he  apartado  de  mi  viaje  a  bordo  de  aque- 
lla mentada  Mosselle  que  tanto  nos  hizo  padecer.  Seguimos, 
pues,  en  eila  acompañados  del  prisionero  Martelí,  y  al  cabo 
de  treinta  y  seis  días  de  navegación,  después  de  doblar  de 
nuevo  el  Cabo  de  Hornos,  pude  contemplar  por  segunda  vez 
ese  Río  de  Janeiro  y  esa  terrible  Playa  Grande  donde  cuatro 
años  antes  había  sido  arrojado,  sin  amparo,  por  la  exquisita 
crueldad  de  Lord  Spencer. 

El  Río  de  Janeiro  del  año  25  era  el  mismo  poblachón  del 
año  21,  con  sólo  cuatro  años  más  de  edad.  Este  pueblo  negre- 
ro, de  irregular  trazado,  de  perversa  policía  de  cuseo  y  de  nin- 
guna sanidad  desde  medianoche  para  adelante,  pues,  a  falta 
de  depósitos  salubres  y  fijos  de  aquel  residuo  cuyo  nombro 
ponderó  tanto  Víctor  Hugo  en  boca  del  irritado  Cambronne 
barriles  sin  má5  tapa  que  la  atmósfera  corrían  de  todaa  par- 
tes a  inficionar  las  playas  de  la^  tranquilas  aguas  de  la  bahía. 
Salvo  algunas  excepciones,  mientras  más  lucía  sus  galas  la 
naturaleza  en  aquel  lugar,  más  lucía  la  incuria  y  el  desgreño 
de  sus  sudorientos  habitantes. 

Entonces,  como  en  los  años  30.  45,  60.  épocas  en  que  tuve 
ocasión  de  visitar  de  nuevo  esa  capital  de  imperio,  no  encon- 
tré en  ella  un  solo  edificio,  incluso  el  palacio  imperial,  que 
pudiera  equipararse  con  ninguno  de  los  edificios  públicos  o 
privados  de  nuestro  actual  Santiago. 

Llamóme  entonces  la  atención  ei  templo  que,  comuni- 
cado con  el  palacio,  servia  de  capilla  u  oratorio  a  sus  majes- 
tades, no  tanto  por  su  construcción  arquitectónica  cuanto 
por  la  naturaleza  de  los  cantores  de  su  poderoso  coro.  ¡Quién 
lo  creyera!  Victimas  de  aquella  inmoral  mutilación  que  acre- 
dita para  guardián  de  serrallo  en  la  polígama  Turquía,  eran 
los  cantores  que  acompañaban  con  infantiles  y  plateadas  vo- 
ces el  santo  sacrificio  de  la  misa,  y  todos  eran  hijos  de  la  en- 
tonces desmembrada  Italia! 

El  mismo  efecto  que  produce  sobre  el  ternero  este  acto 
que  autoriza  la  voracidad  humana,  se  produce  también  sobre 
el  hombre.  Tenían  aquellos  infelices  coristas  voces  de  mujer, 


RECUERDOS     DEL     PASADO  85 


cara  de  niño  y  cuerpo  y  abdomen  elefantado.   ¿Eran  más  fe- 
lices que  los  demás  hombres? . .  .   ¿Quién  pudiera  decirlo? 

En  esa  época,  el  afortunado  Brasil,  sin  haber  tenido  que 
pasar  por  ninguna  de  las  tormentas  que  casi  desmantelados 
arrastramos  en  la  lucha  contra  los  mandarines  de  Castilla, 
había  ya  tranquilo  promulgado,  el  25  de  marzo,  la  Constitu- 
ción política  del  imperio,  calificada,  no  sé  por  qué,  por  los  hi- 
jos del  país,  como  la  tercera  en  antigüedad  de  cuantas  se  co- 
nocen en  el  mundo. 

Los  favores  que  se  dispensan  tan  a  vuelo  de  pájaro  co- 
mo el  que  a  nosotros  nos  dispensó  el  Gobierno  francés,  sue- 
len pagarse  caros.  En  Rio  de  Janeiro  tuvimos  que  abandonar 
la  Mosselle,  a  causa  del  adusto  y  casi  brutal  trato  que  nos  ha- 
bía dado,  en  el  viaje  desde  Valparaíso,  su  buen  capitán,  y 
prosiguiendo  nuestro  viaje  a  bordo  de  una  barca  francesa 
mandada  por  el  capitán  Blatin,  llegamos  a  los  ciento  dos  días 
de  nuestra  salida  de  Chile  a  la  desembocadura  del  canal  de 
la  Mancha,  desde  donde  a  poco  andar  nos  encontramos  en  el 
curiosísimo  puerto  francés  llamado  Havre  de  Grace. 

El  canal  de  la  Mancha,  el  golfo  de  Vizcaya  y  el  mar  de  las 
Antillas,  parece  que  se  disputasen  entre  ellos  el  dominio  de 
las  tempestades  en  la  época  de  los  equinoccios.  En  esos  bo- 
rrascosos mares  no  se  cuentan  los  naufragios  anuales  por  de- 
cenas sino  por  centenares.  El  Havre  de  Grace,  cuyo  nombre 
está  diciendo  lo  que  era  antes  que  el  saber  y  el  brazo  del  hom- 
bre le  convirtieran  en  lo  que  ahora  es;  el  puerto  de  Cher- 
burgo  y  muchos  otros,  son  pruebas  palmarias  de  que  no  hay 
mala  rada  ni  simple  apariencia  de  rada  que  no  pueda  con- 
vertirse en  excelente  puerto.  Por  esta  razón,  cuando  descui- 
damos los  caminos  que  conducen  a  los  peligrosos  puertos  que 
median  entre  Valparaíso,  mal  puerto  también,  y  la  bahía  de 
Concepción,  obramos  con  poca  previsión.  Si  los  franceses  hu- 
biesen encontrado  donde  ahora  se  alza  el  poderoso  puerto  de 
Cherburgo,  los  recursos  naturales  que  ofrecen  el  puerto  de 
Topocalma,  los  bajos  y  las  lagunas  de  Vichuquén  y  Boyeru- 
ca;  y  si  los  franceses,  para  hacer  navegable  el  Sena  desde 
el  mismo  mar  donde  desemboca,  hubiesen  contado  como  nos- 
otros contamos  en  Talcahuano,  con  un  bajo  que  llenan  las 
aguas  del  Bio-Bío  en  sus  creces  y  que,  pasando  al  costado 
mismo  de  Concepción,  desemboca  junto  al  puerto,  ¡cuánto 
menos  no  le  hubiera  costado  el  puerto  de  Cherburgo,  y  cuán- 
tos años  no  contaría  ya  la  fácil  navegación  fluvial  y  maríti- 
ma del  Bío-Bío,  dejando  a  un  lado  su  peligrosa  barra! 

¿Cuántos  afanes  no  costó  la  construcción  del  Havre? 
Apenas  comenzaban  a  elevarse  los  tajamares  que  debían  po- 
ner al  futuro  puerto  a  cubierto  de  las  invasiones  de  las  ma- 
rean zizigiales,  a  las  que  daba  el  viento  el  carácter  de  un  mar 


86  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

embravecido,  cuando  en  la  noche  del  15  de  enero  de  1525,  p«s 
reció  ahogada  la  tercera  parte  de  la  población  a  impulsos  de 
una  repentina  crece  que  alcanzó  a  precipitar  dentro  de  los 
íosos  del  castillo  Gravelle  hasta  28  embarcaciones.  Análogos 
accidentes  ocurrieron  en  el  mismo  puerto  en  los  años  1718  y 
1765,  y  fué  tal  el  empuje  del  viento  en  el  primero,  que  aún  en 
el  dia  se  recuerda  con  espanto  que  un  cañón  de  a  36  con  su 
cureña  fué  arrojado  de  su  asiento.  Pues  bien,  ese  mismo  lu- 
gar, merced  al  trabajo  del  hombre,  ostenta  en  el  día  el  se- 
guro y  muy  mercantil  puerto  artificial  donde  acabábamos  de 
desembarcar. 

Nadie  pensó,  para  comunicar  el  Sena  con  el  mar,  en  com- 
batir la  barra  y  los  bancos  que  sus  tumultuosas  aguas  forma- 
ban en  su  desembocadura,  como  nosotros  hemos  pensado  va- 
rias veces  hacerlo  en  nuestro  Maule,  creyendo  que  el  aumen- 
te artificial  de  sus  aguas  pudiera  arrojar  la  barra  mar  aden- 
tro: notable  absurdo  que  combate  el  resultado  del  estudio  de 
la  desembocadura  del  caudaloso  Marañón,  cuyas  violentas 
aguas,  sin  dejar  de  formar  barra,  penetran  cuarenta  leguas 
mar  adentro  sin  mezclarse  con  las  del  océano.  Utilízase  sólo 
la  desembocadura  del  Sena  para  aprovechar  los  bajos  que  el 
retiro  periódico  de  las  mareas  dejaban  en  su  margen  orien- 
tal. Esos  bajos,  circundados  de  murallones  y  ahondados  a 
fuerza  de  draga  y  de  barreta  hasta  el  nivel  de  las  más  bajas 
mareas,  convertidos  en  espaciosas  y  tranquilas  plazas  públi- 
cas de  agua,  son  el  ancladero,  sin  necesidad  de  ancla  donde 
■con  orden  simétrico  y  costado  a  costado  se  colocan,  como  en 
una  taza  de  leche,  centenares  de  embarcaciones  que  año  por 
año  llegan  a  aquel  puerto,  cuya  entrada,  protegida  por  quie- 
braolas,  les  franquea  el  más  fácil  acceso. 

Contaba  el  Havre  en  1825  con  tres  plazas  de  agua  comu- 
nicadas por  canales,  y  las  tres  podían  contener  con  desahogo 
hasta  200  embarcaciones  de  alto  calado.  Como  pueblo  para 
vivir  en  él,  nada  tenía  de  notable;  por  el  contrario,  plaza 
fuerte,  aunque  de  tercer  orden,  sus  fosos,  arsenales  y  astille- 
ros, sus  inexorables  e  incómodas  cuatro  únicas  puertas,  su 
corta  población,  que  alcanzaba  a  sólo  22,000  almas  de  resi- 
dentes y  a  cuatro  de  transeúntes,  y  su  carácter  puramente 
militar  y  mercantil,  sólo  dejaron  en  mi  ánimo  el  recuerdo  de 
cuánto  pueden  la  industria  y  el  trabajo  cuando  luchan  per- 
severantes cuerpo  a  cuerpo  contra  las  dificultades  materia- 
les que  puede  oponer  al  logro  de  su  propósito  la  simple  na- 
turaleza. 

Dejé  el  Havre  como  dejan  las  aves  pasajeras  los  puntos 
que  recorren;  y  al  quinto  día  de  mi  llegada  a  la  envidiada 
Europa,  después  de  una  pesada  trasnochada  en  los  violentos 
carromatos  de  la  compañía  Lafitte  y  Caillard,  me  encontré 


RECUERDOS     DEL     PASADO  87 

en  el  mentado  París,  centro  de  lo  bueno  y  de  lo  malo,  de  lo 
alegre  y  de  lo  triste,  patria  de  buen  gusto  y  de  ridiculas  ex- 
travagancias, y  emporio  favorito  del  devaneo  y  de  las  disipa- 
ciones, calificado  por  el  buen  Víctor  Hugo  con  el  pomiposo 
nombre  de  "cerebro  de  la  humanidad". 

Las  ciudades  aventajan  a  los  hombres  en  la  facultad  de 
rejuvenecer.  Pocas  hay  que  cuenten  en  el  mundo  más  abri- 
les que  la  antigua  Lutecia,  pueblo  que  llegó  a  llamar  Oppi-] 
dum  el  mismo  Julio  César,  como  testimonio  de  que  en  aquel 
entonces  gozaba  ya  de  los  humos  de  capital.  París  del  año  de 
1825,  cuando  me  encontré  por  primera  vez  en  él,  era  respecto 
al  París  que  visité  por  tercera  vez  el  año  de  1859,  lo  que  es  la 
figura  de  un  hombre  contrahecho,  garabateado  con  tiza  y 
carbón  sobre  una  pared,  comparada  con  una  pintura  hija  del 
arte  expuesta  en  un  museo.  No  quiere  decir  esto  que  sus  pa- 
lacios, sus  templos,  sus  academias  y  sus  museos,  que  tantas 
riquezas  atesoran,  no  existiesen  entonces,  porque  la  mayor 
parte  de  esos  pasmos  del  genio  humano  ya  existían;  pero  tan 
diseminados  y  perdidos  en  un  inmenso  poblachón  que  sin 
obedecer  a  ningún  regular  trazado  había  ido  creciendo  a  fuer- 
za de  inconsultos  agregados,  poblachón  con  calles  en  general 
tortuosas  y  sin  salidas,  anchas  unas,  estrechísimas  otra-s,  y 
las  más  sombrías,  húmedas  y  hediondas,  con  descuidado  pavi- 
mento y  perverso  alumbrado  de  aceite  de  ballena,  cuya  escasa 
luz  solían  corregir  tiestos  de  barro  con  sebo  y  sus  mechas  ar- 
diendo que  la  policía  solía  colocar  sobre  los  tropiezos  acciden- 
tales para  precaver  el  vuelco  de  los  carruajes,  que  no  se  com- 
prende, en  verdad,  cómo  podían  lucir  tan  ricas  joyas  sobre 
tan  burdo  engaste. 

Aquel  París  del  año  25  no  existía  ya  en  el  de  59 ,  Luis  Fe- 
lipe de  Orleáns  había  ya  comenzado  a  transformarle  ensan- 
chando su  recinto,  rodeándole  de  poderosos  y  artillados  ba- 
luartes y  trazando  entre  éste  y  aquél  hermosas  calles,  cuan- 
do el  tercer  Napoleón,  su  inesperado  sucesor,  con  el  triple  pro- 
pósito de  quitar  a  los  revolucionarios  parisienses  su  natural 
guarida,  de  dar  ocupación  a  ociosos  brazos,  siempre  dispues- 
tos a  reforzar  tumultos,  y  de  hermosear  la  ciudad  a  fuerza  de 
costosas  demoliciones  que  nada  respetaban,  echó  a  través  de 
aquel  intrincado  y  vetusto  laberinto,  las  muy  anchas  y  sun- 
tuosas calles  que  llevan  en  el  día  el  pomposo  nombre  de  ave- 
nidas . 

Las  Campos  Elíseos  no  tenían  de  Elíseos  más  que  el  aire 
más  puro  que  en  ellos  se  respiraba  saliendo  del  centro  de  la 
población.  El  bosque  de  Boulogne  era  una  pequeña  selva  des- 
tinada a  las  cacerías  reales,  y  el  lugar  jurado,  que,  por  su 
apartamiento,  servía  para  el  desquite  sangriento  de  las  ofen- 
sas individuales.  El  bosque  de  Vincennes,  situado  en  el  lado 


88  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

opuesto,  servia  también  para  lo  mismo,  sin  más  diferencia 
que  exhibir  a  la  entrada  los  torreones  ennegrecidos  de  la  for- 
taleza de  Vincennes.  que  hacia  entonces  las  veces  de  Basti- 
lla, y  en  cuyos  fosos  se  veía  señalado  con  un  triste  monu- 
mento mortuorio  el  i'ugar  donde  había  sido  asesinado,  por 
orden  de  Napoleón  I,  el  duque  de  Enghien.  Por  lo  demás,  el 
bullicio,  el  movimiento,  los  flaneurs  o  aplanadores  de  calles, 
la  alegría,  el  tormento,  las  modas,  los  devaneos  de  las  coque- 
tas, las  disipaciones,  los  bailes  aristocráticos,  y  aquellos  don- 
de luce  el  cancán,  las  caricaturas,  los  retruécanos,  los  desa- 
fios, la  riqueza  y  la  miseria,  viven  y  reinan  ahora  en  la  gran 
ciudad  ni  más  ni  menos  como  vivían  o  reinaban  en  aquel  en- 
tonces . 

En  París  se  puede  vivir  con  dos  reales  o  con  dos  millo- 
nes, y  estar  siempre  tanto  el  poseedor  de  los  dos  reales,  cuan- 
to el  de  los  dos  millones,  pobres  y  entrampados  hasta  los  ojos. 
Razón  tienen  los  viajeros  cuando  encarecen  la  perfección  de 
las  representaciones  líricas  y  dramáticas,  que  son  el  encan- 
to del  abultado  París.   En  general,  se  cree  que  sin  el  vistc\ 
bue?io  parisiense  no  puede  ser  moneda  corriente  actor  alguno. 
Contaba  el  París  de  mis  primeros  tiempos  con  nueve  tea- 
tros de  alguna  consideración  para  su  época,  amén  de  otros 
muchos  de  menor  y  aun  de  minimísima  cuantía.  Quien  quería 
saciarse  de  clasicismo  y  de  oír  hablar  con  académica  perfec- 
ción el  idioma  francés,  ocurría  hasta  el  año  de  1827  al  teatro 
francés,  donde  todavía  representaba  la  célebre  Mars.   Quien 
quería  hartarse  de  chistes,  de  pullas  y  retruécanos,  tenía  a  la 
mano  a  la  Gaité;  para  los  horrores  parecidos  a  los  del  terri- 
ble Trienta  años  o  la  vida  de  un  jugador,  alJí  estaban  la  Puer- 
ta de  San  Martín,  el  Ambigú  y  otros;  para  la  música  ligera  y 
alegre,  la  Opera  Cómica;   para  la  seria  y  alegre,  aunque  de 
otra  escuela,  tenían  el  Teatro  Italiano,  donde  resonaban  los 
fáciles  gorjeos  de  la  friona  Santag.  que  parecía  tener  en  la 
garganta  un  nido  de  ruiseñores,  y  la  poderosa,  sensible  y  mo- 
dulante voz  de  la  incomparable  María  Malibrán  García,  orgu- 
llo de  España,  encanto  de  la  Francia,  de  la  Bélgica  y  de  la 
Inglaterra,   donde   alternativamente   representaba,     y   artista 
que,  según  los  diarios  de  la  época,  merecía  ser  servida  y  adu- 
lada por  Talía  y  Melpómene  al  mismo  tiempo;  y  para  lo  que 
es  la  música  majestuosa,  tenían  la  Grande  Opera,  afamada 
entonces  por   el  riquísimo  aparato  de  sus  suntuosas  decora- 
ciones y  por  la  voz  del  único  tenor  que  recuerdan  con  orgullo 
los  franceses,  de  aquel  Nourrit  que  se  suicidó  cuando  supo  que 
otro  hombre  cantaba  tan  bien  como  él. 

Para  lo  que  es  la  gaya  producción  de  eróticos  devaneos, 
n(}  lüiy  tíTreno  mi'us  feraz  (jiie  la.s  tabla.s  do  un  prosceniü;  y 
no   porque   en   ellas  encuentre   el   aficionado   mejores  y   más 


RECUERDOS     DEL     PASADO  89 


baratos  encantos  que  los  que  pudiera  encontrar  por  fuera,  si- 
no Dor  el  prurito  que  tiene  cada  hijo  de  vecino  de  hacerse 
dueño  de  todo  aquello  que  los  demás  admiran.  En  el  teatro, 
corral  como  en  ei  teatro  mundo,  parece  que  fuera  esto  una 
regla  general,  a  pesar  de  que  todos  saben  que  donde  se  pro- 
fesa el  fingimiento,  no  puede  haber  nada  que  no  lo  sea. 

Sin  embargo,  en  el  gremio  ambulante  de  los  que  ganan  su 
vida  remendando  vicios  o  virtudes  ajenos,  ocultando  bajo  fin- 
gidas carcajadas  verdaderas  lágrimas,  o  dando  ardientes  y  ca- 
riñosos besos  a  los  que  quisieran  ver  fritos,  suele  de  vez  en 
cuando  encontrarse  la  sinceridad,  obligada  por  la  necesidad 
al  fingimiento.  Tal  es  lo  que  acontecía  con  la  artista  que  aca- 
bo de  mencionar,  con  la  justamente  celebrada  Maria  Mali- 
brán  García,  hija  del  ponderado  tenor  Garcia  y  hermana  de 
aquella  mentada  Viardot,  que  encantaba  con  su  voz  a  los  ru- 
sos en  el  Teatro  Imperial  de  San  Petersburgo.  La  Malibrán 
sólo  fué  cómica  en  las  tablas.  Recuerdo  un  hecho  cuya  ver- 
dad me  consta,  y  cuyos  pormenores  publicó  bien  que  con  pru- 
dente cautela,  el  "Constitucional"  del  año  de  1828. 

Uno  de  aquellos,  no  sé  si  felices  o  desgraciados  ociosos, 
cuya  riqueza  supera  a  veces  las  exigencias  de  la  disipación, 
tuvo  una  mañana  la  ocurrencia  de  dirigir  a  la  Malibrán,  ba- 
jo el  cierro  de  una  sahumada  esquela,  una  cédula  de  cien  mil 
francos  acompañada  con  estos  cortos  renglones:  "Señorita: 
un  solo  momento  de  entrevista  privada,  con  la  designación 
del  dia  y  de  la  hora,  solicita  de  Ud.  este  humilde  servidor. 
Heine",  y  la  esquela  y  su  contenido  le  fueron  devueltos  con 
esta  lacónica  contestación:  "Yo  no  me  vendo;  y  si  la  desgra- 
cia me  obligara  a  faltar  a  mi  deber,  no  seria  Ud.  el  elegido. — 
M.  M.   G." 

Heine  tuvo  el  generoso  capricho  de  entregar  a  la  re- 
dacción del  Constitucional  ambas  comunicaciones  con  encar- 
go, debidamente  remunerado,  de  hacer  sobre  ellas  filosóficas 
observaciones.  La  redacción  se  contentó  con  la  publicación 
de  ambas  cartas,  conservando  en  ellas  las  iniciales  de  los  que 
la  autorizaban,  y  con  acompañarlas  con  esta  sola  reflexión: 
"¡Digan  ahora  que  quien  plata  tiene  todo  lo  puede!" 

Y  ya  que  sin  saber  por  qué  entró  mi  pluma  en  la  región 
del  galanteo,  aprovecharé  la  tinta  que  aun  le  queda  en  re- 
ferir un  rasgo  de  galantería  española  que  alcanzó  a  ocupar 
hasta  por  dos  días,  y  esto  es  un  mundo,  la  atención  de  la  no- 
vedosa capital  de  Francia. 

Encontrábase  a  la  sazón,  año  de  1828,  en  el  colegio,  co- 
locado  por  el  embajador  de  España,  un  sim.pático  jovencito, 
cuyo  rostro  reflejaba,  como  pudiera  hacerlo  un  buen  espejo, 
las  facciones  que  cuando  niño  debió  tener  el  mismísimo  Fer- 
nando VII.   Ignoro,  como  es  natural,  cuál  de  estos  dos  moti- 


90  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

VOS,  O  si  ambos  junios,  granjeaban  a  esU-  joven  el  rcsp;:to 
con  que  se  le  trataba;  lo  único  que  recuerdo  es  que  éramos 
aparceros,  que  se  llamaba  Fernando  Solís  y  que  daba  al  em- 
bajador el  título  de  padre.  Fernandito  fué  quien  me  puso  al 
corriente  de  la  insulsa  historieta  que  voy  a  contar,  por  ha- 
berla presenciado  él  en  casa  de  su  titulado  padre. 

Propúsose  la  embajada  de  España  obsequiar  con  un  sun- 
tuoso sarao  a  la  rumbosa  duquesa  de  Berri,  que  era  entonces 
la  persona  menos  mal  querida  de  cuantas  componían  la  corte 
del  viejo  y  devoto  cazador  Carlos  X  de  Francia,  y  esto  bas- 
tó, como  siempre  acontece,  para  excitar  el  entusiasmo  coreo- 
gráfico de  los  hijos  mimados  de  la  fortuna,  para  hacer  tras- 
nochar sastres,  modistas  y  peluqueros,  y  hasta  para  cortar 
por  medio  los  nudos  gordianos  de  las  bolsas  que  no  podían 
desatarse  de  otro  modo.  Ya  yo  había  visto  bastante  de  cerca 
a  la  obsequiada  en  el  teatro  Gimnasio,  nombre  que,  a  instan- 
cias de  ella,  por  tenerla  por  protectora  de  las  artes,  había 
cambiado  el  buen  Carlos  X  por  el  de  teatro  de  Madame;  y  en 
verdad  que  no  había  encontrado  en  su  lujosa  personita  ni  la 
hermosura  ni  la  admirable  gallardía  que  el  cortesano  adulón 
la  prestaba. 

María  Carolina  de  Borbón,  viuda  del  asesinado  duque  de 
Berri.  no  tendría  a  la  sazón  menos  de  J9  añosuiero-esta  ^dad, 
que^^ar^Ta^^m^jeEiEIÍeñ^^MIíO^ÉJ^^  ser,  no 

hábía~aún  menoscabado  en  la  duquesa  sus  verdaderos  atrac- 
tivos, pues  todavía  podía  lucir  con  justo  orgullo  incompara- 
ble tez,  rubios  y  sedosos  cabellos,  brazos  hechos  a  torno  y  dos 
menudos  pies  que,  a  pesar  de  algo  inclinados  hacia  adentro, 
eran  el  encanto  de  los  aficionados,  circunstancia  que  ella  no 
ignoraba.  Esta  alegre  y  voluntariosa  napolitana  era,  además, 
madre  del  entonces  duque  de  Burdeos,  heredero  presuntivo  de 
la  corona  de  Francia,  conde  de  Chambord  después,  y  hoy  as- 
pirante al  regio  nombre  de  Enrique  V,  circunstancias  todas 
que  aumentaban  el  caudal  de  su  propio  valer. 

Estilábase  entonces  en  los  bailes  de  corte,  tender  alfom- 
bras hasta  sobre  la  vereda  de  la  calle  que  daba  a  la  puerta 
del  palacio,  bajo  cuyo  dintel  se  encontraban  apuestos  jóvenes 
para  recibir  y  conducir  a  las  convidadas  a  medida  que  iban 
llegando.  Acababa  uno  de  los  repentinos  chubascos  que  sue- 
len descolgarse  con  frecuencia  en  París,  no  sólo  de  empapar 
la  alfombra  colocada  sobre  la  vereda  de  la  casa  de  la  emba- 
jada, sino  también  de  llenar  de  agua  los  hundimientos  del 
perverso  adoquinado  de  la  calle,  cuando  llegó  el  coche  de  la 
duquesa  con  gran  ruido  de  caballos  y  de  engalonados  lacayos. 
Calzaba  la  esplendorosa  convidada,  aquella  noche,  un  par  de 
medias  cuyo  valor  hacía  subir  la  fama  a  la  fabulosa  suma  de 
cinco  mil  francos.   ¿Cómo  exponer  a  aquel  primor  de  arte  y 


RECUERDOS     DEL     PASADO  91 


el  lujosísimo  zapato  a  la  proiaiíación  de  un  pringue  ele  mal 
barro?  Aquí  de  los  apuros  de  los  receptores;  sólo  había  un 
tranco  que  dar  para  entrar  en  sagrado,  pero  ese  tranco  no  era 
para  mujer,  ¿qué  hacer  entonces?  Colocar  una  tabla  era  ri- 
dículo; ocurrir  por  otra  alfombra,  moroso,  y  suspender  en 
brazos  a  la  dama,  como  se  le  ocurrió  a  un  galán  francés,  un 
desacato;  todo  era  atropellada  confusión,  cuando  un  gallar- 
do joven  español  de  los  allegados  a  la  embajada,  colocando 
con  desembarazo  en  el  barro,  su  lujoso  tricornio  y  tendiendo 
la  mano  a  la  recién  llegada  le  dijo:  --soberana  señora,  aquí  se 
pisa".  Causó  este  rasgo  de  desenvuelta  y  culta  galantería,  ad- 
miración y  aplauso,  y  el  atento  sacrificio  aceptado  sin  titu- 
bear por  la  duquesa,  no  sólo  valió  al  feliz  godo  la  honra  de  ser 
nombrado  caballero  suyo  durante  toda  aquella  noche,  sino 
también  los  elogios  de  los  entrometidos  reporters  de  la  pren- 
sa. Nada  más  dice  la  historia  auténtica  de  lo  que  sucedió 
después;  la  desautorizada...  Pronto  veremos  a  esta  dulce  ni- 
ña de  39  años  reaparecer  en  mis  pocos  murmuradores  relatos, 
y  se  verá  entonces  lo  que  va  de  lo  vivo  a  lo  pintado. 

Pero  no  usurpemos  a  plumas  más  francas  y  galanas  el 
derecho  de  pintar  o  describir  a  París,  verdadero  pueblo  Dul- 
cinea que  tiene  la  virtud  de  convertir  en  amorosos  Quijotes  a 
cuantos  la  visitan. 

La  vuelta  de  Fernando  VII  al  trono  de  las  Españas  ha- 
bía poblado  la  Francia  de  sabios  españoles  a  quienes  sus  ideas 
liberales  obligaron  a  buscar  asilo  del  otro  lado  de  los  Pirineos. 
Entre  estos  eminentes  escritores  cúpome  la  suerte  de  tratar 
muy  de  cerca  al  eminente  matemático  Valle  jo  y  a  los  distin- 
guidos literatos  y  jurisconsultos  Moratín,  Sil  vela  Ferrer,  Sal- 
va Saavedra,  Mendivil  y  Mauri. 

Acababa  de  establecerse  en  la  calle  de  la  Mi-Chaudiere, 
número  9,  un  colegio  para  españoles  a  cargo  del  presbítero 
Prado  y  del  profesor  Vallejo,  a  quien  debo,  junto  con  mi  afi- 
ción a  las  ciencias  exactas,  las  pocas  nociones  que  tengo  de 
elfas . 

Era  Vallejo  un  hombre  alto,  barrigón,  de  ojos  pequeños  y 
capotudos,  pero  inteligentes,  de  levantada  frente  y  de  muy 
abultada  nariz.  Su  andar,  cuando  iba  solo,  era  pausado  y  casi 
siempre  interrumpido  como  por  puntos  suspensivos. 

Fanático  por  la  ciencia  que  ha  inmortalizado  su  nombre, 
trabajaba  noches  enteras  tan  absorto  en  sus  cálculos,  que 
muchas  veces,  cuando  la  cam.pana  del  colegio  tocaba  a  ma- 
drugar, él  creía  que  era  el  toque  de  recogerse,  y  no  era  poca 
su  sorpresa  cuando  al  salir  de  su  estudio  se  encontraba  con 
ia  luz  del  sol.  Esas  veladas  y  el  continuo  meditar  fueron  po- 
co a  poco  debilitando  tanto  su  cabeza,  que  al  último  dio  en  la 
manía  de  creer  que  había  encontrado  un  modo  infalible  de 


92  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

libertar  a  la  humanidad  de  los  desastrosos  efectos  de  los  te- 
rremotos . 

Habiame  cobrado  singular  cariño;  y  como  en  las  horas 
de  recreo,  y  aun  en  las  excursiones  que  hacíamos  juntos  por 
los  contornos  de  París  con  el  objeto  de  adiestrarme  en  el  le- 
vantamiento de  planos,  no  me  hablase  de  otra  cosa  que  de  su 
paratemblor,  no  tardé  en  persuadirme  de  que  el  sabio  profe- 
sor acabaría  por  perder  el  juicio;  y  así  fué.  por  desgracia,  la 
verdad,  pues  tuve  el  dolor  de  verle  llevar  al  hospital  de  Lyon, 
afamado  entonces  para  la  curación  de  la  miis  triste  de  las 
humanas  enfermedades:    ¡la  locura! 

Los  emigrantes  a  quienes  políticos  descomedimientos  obli- 
gan a  expatriarse,  forman  siempre  en  aquellos  lugares  donde 
se  asilan  sociedades  de  lamentos  o  de  reniegos  que  alimenta 
la  común  desgracia.  Entre  muchos  españoles  que  purgaban 
en  aquel  entonces  en  Francia  el  pecado  del  sensato  patriotis- 
mo, sobresalía  por  sus  frecuentes  visitas  al  establecimiento 
de  la  calle  de  la  Mi-Chaudiere,  el  distinguido  profesor  de  ma- 
temáticas don  Andrés  Antonio  de  Gorbea,  y  en  verdad  que 
al  tratar  a  ese  eminente  educacionista  nunca  se  me  ocurrió 
que  trataba  con  el  futuro  chileno  cuyas  luces  y  especiales  co- 
nocimientos en  las  ciencias  exactas  debían  ser  un  justo  títu- 
lo de  orgullo  para  sus  discípulos  en  Chile. 

El  mísero  estado  de  los  recursos  pecuniarios  de  Gorbea 
en  Francia  puede  deducirse  del  placer  con  que  aceptó  en  1825 
el  mezquino  sueldo  de  500  pesos  que  le  ofreció  don  Mariano 
Egaña,  a  la  sazón  ministro  plenipotenciario  de  Chile,  para 
que  se  trasladase  a  la  República  en  calidad  de  profesor  de 
matemáticas. 

A  fines  de  ese  mismo  año  se  presentó  el  pobre  expatria- 
do a  nuestro  colegio  llevando  de  la  mano  a  su  hijito  Luis  de 
Gorbea  Baltar  para  confiarlo  al  paternal  cuidado  de  Vallejo 
que,  en  tiempos  más  felices,  había  sido  su  maestro  de  mate- 
máticas. Fué  Luis  de  Gorbea  Baltar  condiscípulo  mío  en  el 
colegio  Prado  y  Vallejo  todo  el  tiempo  que  permanecí  en  ése 
establecimiento  de  educación,  hasta  que  me  trasladé  al  del 
eminente  jurisconsulto  don  Manuel  Silvela.  Luis  salió,  pues, 
a  educarse  fuera  de  su  patria,  y  merced  a  los  sacrificios  de 
su  solícito  padre,  obtuvo  colocación  en  París  en  el  acredita- 
do colegio  que  regentaba  Prado. 

Me  he  detenido  en  este  insignificante  suceso  por  devolver 
al  señor  Gorbea  su  título  de  padre  celoso  por  la  educación 
de  su  hijo,  título  que  parece  que  éste  quisiera  disputarle  al 
escribir  al  señor  don  Salustio  Fernández,  biógrafo  de  Gor- 
bea, que  él  nunca  había  salido  a  educarse  fuera  de  su  patria. 

En  un  pobre  desván  de  la  casa  número  117,  calle  de  Or- 
Icáns,  de  la  ciudad  de  Burdeos,  se  encontraba  aislada  en  el 


RECUERDOS     DEL     PASADO  93 

año  de  1822  otra  víctima  de  la  proscripción  española.  A  juz 
gar  por  el  amueblado  de  aquel  mezquino  retrete,  podía  dedu- 
cirse que  la  pobreza  del  huésped  alcanzaba  los  términos  de 
la  ponderación,  si  bien  es  cierto  que  parecía  contrastar  con 
ella  una  copia  como  de  trescientos  libros  que,  a  falta  de  es- 
tantes, se  encontraban  cuidadosamente  alineados  en  el  des- 
nudo entablado  del  aposento.  Leíase  sobre  la  pasta  de  estos 
libros  los  nombres  de  Lope,  Solís.  Moreto,  Calderón,  Cervan- 
tes, Rioja,  Argensola  y  otros  de  los  más  sobresalientes  inge- 
nios del  parnaso  español. 

El  señor  de  aquel  poco  envidiable  rincón,  que  era  de  me- 
diana estatura,  más  grueso  que  delgado,  cabezón,  de  abulta- 
da nariz  en  su  remate,  de  ojos  pequeños  y  vivos,  de  labios 
gruesos  y  de  tez  blanca,  aunque  arrugada  y  marchita,  conta- 
ría entonces  con  más  de  sesenta  años  de  edad  y  su  ocupa- 
ción favorita  parecía  no  ser  otra  que  la  de  hojear  mamotre- 
tos, sacar  apuntes  de  ellos,  hacer  anotaciones  y  compaginar 
manuscritos . 

En  la  tarde  del  día  l.o  de  noviembre  del  año  a  que  me  re- 
fiero, el  singular  solitario  acababa  de  escribir  con  letra  menu- 
da, pero  clara,  bajo  el  título  de  una  de  las  comedias  de  Lope, 
estas  palabras:  "Apariciones,  belleza  y  disparates  sin  fin", 
cuando  sintió  que  golpeaban  la  puerta  de  su  desván. 

La  poesía  y  la  necesidad  han  sido  y  lo  serán  siempre,  bien 
que  con  raras  excepciones,  inseparables  compañeras;  así  fué 
que  al  oír  el  llamado,  no  quedando  al  desgraciado  anciano  ya 
prenda  alguna  que  empeñar  para  cubrir  el  gasto  de  la  posada 
cuyo  forzoso  pago  a  ese  día  correspondía,  afligido  con  el  cru- 
do pensamiento  de  tener  que  sacrificar  a  la  necesidad  sus  li- 
bros, únicos  y  constantes  compañeros  que  engalanaban  su 
existencia  en  el  destierro,  se  le  escapó  la  pluma  de  la  mano, 
alzóse  con  trabajo  y  lleno  de  angustia  acudió  a  la  puerta. 

El  hombre  que  golpeaba  era  un  personaje  alto,  flaco,  de 
color  cetrino  y  deslumhrado,  de  nariz  aguileña  y  prominente, 
bisojo  además,  y  tan  erguido  que  no  parecía  sino  que  fuese  el 
mismo  don  Quijote  que  en  cuerpo  y  alma  venía  a  amparar 
a  las  afligidas  doncellas  del  Parnaso.  Abrir  la  puerta,  oírse 
un  grito  común  de  alegría  y  de  sorpresa,  lanzarse  en  los  bra- 
zos uno  de  otro,  decir  éste  i  Manuel  ¡  y  aquél  ¡Leandro!,  fué 
todo  uno. 

Era  don  Manuel  Sílvela,  el  sabio  jurisconsulto  condeco- 
rado entre  las  Arcades  de  Roma  con  el  nombre  de  Logisto  Ca- 
rio, que  venía  a  favorecer  al  primer  poeta  dramático  de  la 
Escuela  clásica  del  siglo  XIX,  a  su  amigo  don  Leandro  Fer- 
nández de  Moratín,  al  afamado  Inarco  Celenio  de  la  misma 
sabia  corijoraciún  romana. 

Cinco  años  después  figuraba  con  pompa   en  la   calle  de 


94  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


MoJitreuil,  arrabal  de  San  Antonio  de  ParLs,  aquel  importante 
liceo  hispanoamericano,  conocido  hasta  el  año  32  con  el  nom- 
bre del  sabio  fundador  Silvela.  Aunque  no  indicaba  la  traza 
de  este  notable  ingenio  el  talento  que  cobijaba,  bastaba  oír 
hablar  una  sola  vez  a  Silvela  para  que  su  fácil  y  cadenciosa 
locución,  sus  oportunas  y  siempre  atinadas  respuestas,  sus 
claras  y' eruditas  explicaciones,  llenas  de  sentencias  y  de  pre- 
ceptos que  fluían  sin  esfuerzo  de  sus  elocuentes  labios,  le  con- 
cilia<sen  el  cariño  y  el  respeto  a  que  le  hacían  merecedor  tan 
envidiables  dotes. 

Aquel  vasto  e  importante  establecimiento  de  educación, 
constituido  desde  el  día  de  su  fundación  en  asilo  de  cuantas 
inteligencias  peninsulares  mendigaban  en  Europa  el  amargo 
pan  del  expatriado,  contaba  a  don  Leandro  Fernández  de  Mo- 
ratín  como  profesor  de  amena  literatura,  a  Silvela.  a  Ferrer 
y  Mendivil  como  humanista,  a  don  Silvestre  Pinheiro  Ferrei- 
ra,  ex  ministro  de  Portugal,  como  profesor  de  derecho  públi- 
co' y  al  matemático  Planche,  como  sucesor  del  escritor  Va- 
llejo.  que  acababa  de  perder  el  juicio.  A  excepción  de  Plan- 
che, que  era  francés,  todos  los  demás  que  dejo  nombrados  y 
muchos  otros  que  prestaban  a  la  educación  que  se  daba  en 
aquel  establecimiento  modelo,  eí  concurso  de  sus  luces,  de- 
bían su  forzosa  permanencia  en  Francia  a  la  restauración  de 
los  Borbones  en  España. 

Sin  embargo,  según  tuve  ocasión  de  averiguarlo  después, 
es  inexacto  lo  que  sientan  algunos  biógrafos  franceses  al  ha- 
blar de  Moratín.  Este  escritor  no  salió  de  España  perseguido 
por  edictos  reales,  sino  por  exceso  de  timidez.  Creyó  que  se 
le  perseguiría  como  a  los  demás,  y  éste,  y  no  otro,  fué  el  mo- 
tivo que  le  expuso  a  morir  de  hambre  fuera  de  su  patria. 

La  modestia  y  la  timidez  fueron  siempre  para  este  pro- 
fundo y  chistosísimo  escritor,  dogales  que  no  sólo  le  hacían 
enmudecer,  sino  hasta  pasar  por  tonto  ante  el  primer  desco- 
nocido suyo  que  entrase  de  repente  a  terciar  en  las  reunio- 
nes de  amigos  a  quienes  Moratín  embelesaba  con  su  amena  y 
siempre  instructiva  conversación. 

No  he  conocido  literato  más  apegado  a  la  pureza  del  idio- 
ma, ni  más  est^cto  observador  de  las  leyes  de  la  escuela  clá- 
sica. Con  nadie  transigía  en  estos  dos  punt;OS  capitales,  y  al 
último,  ni  con  él  mismo,  pues,  degenerando  esto  ya  en  manía, 
dio  en  la  de  corregir  y  borronear  cuanto  había  escrito  hastia 
aquella  época;  y  hubiera  continuado  si  Silvela,  una  mañana, 
fastidiado  con  lo  que  él  llamaba  profanación,  no  le  hubiera 
sustraído  sus  impresos  y  sus  manuscritos.  Dio  Moratín,  sin 
embargo,  en  el  colegio  la  última  mano  a  su  trabajo  sobre  el 
orio:en  del  teatro  español,  y  yo.  a  fuerza  de  cogerle  en  contra- 
dicciones, debí  al  cariño  que  me  tenía,  hacerle  confesar  que 


RECUERDOS     DEL     PASADO  95 

él  era  el  autor  de  aquel  chistosisimo  folleto  titulado  "La  de- 
rrota de  los  pedantes",  obra  que  si  en  España  hubiese  llevado 
su  nombre,  hubiera  podido  causar  su  ruina,  porque  las  ofen- 
sas literarias,  cuando  hieren  el  amor  propio,  asumen  siempre 
el  carácter  de  imperdonables. 

Moratín  tenia  que  hacer  con  mi  modo  americano  de  pro- 
nunciar; dejábame  en  lo  mejor  lelo,  con  alguna  inspirada 
sonrisa  y  con  este  inexorable  estribillo:  "estudia  chico,  estu- 
dia, que  no  siempre  el  olor  a  pina  de  tus  palabras  hace  pasar 
disparates".  Tres  ocasiones  le  llevé  mis  primeros  ensayos  li- 
terarias para  que  me  diese  su  parecer  sobre  ellos,  y  otras  tan- 
tas, después  de  habérmelos  hecho  leer,  colocó  silencioso  el  es- 
crito dentro  de  un  sobre,  le  lacró  y  escribió  sobre  él  estas  pa- 
labras: "Te  prohibo  que  corrijas  el  borrador  de  este  escrito. 
Dentro  de  seis  meses  volverás  a  leerle  y  tu  mismo  parecer  en- 
tonces será  lo  que  es  ahora  el  mío". 

Si  los  noveles  y  añejos  escritores  hicieran  otro  tanto, 
} cuántos  disparates  dejarían  de  ver  la  luz  pública!  Ellos  mis- 
mos se  maravillarían  de  lo  que,  seis  meses  antes,  llegaron  a 
considerar  como  obra  maestra. 

Era  extraordinaria  la  facilidad  con  que  versificaba,  y  a 
no  haber  sido  tan  esclavo  de  lo  perfecto,  es  indudable  que  hu- 
biese podido  decir,  como  Lope  de  Vega,  al  hablar  de  sus  co- 
medias : 

Y  más  de  ciento  en  horas  veinticuatro, 
pasaron  de  mis  manos  al  teatro. 

Recuerdo  que  un  mes  antes  de  morir,  departiendo  con- 
migo sobre  una  zambra  que  unos  malditos  gat-os  habían  ar- 
mado la  noche  anterior  en  el  desván,  sazonó  la  conversación, 
a  pesar  de  sus  dolencias,  con  tan  oportunas  y  chistosas  ocu- 
rrencias, que  yo,  por  no  dejar  de  salir  con  algún  disparate, 
le  dije:  "¿por  qué  no  hace,  señor,  un  poema  épico  tal,  que 
dé  al  traste  con  todos  esos  bribones?"  "Hombre,  hombre,  re- 
puso él,  conque  un  poema  épico,  ¿eh?  ¡Vaya  una  ocurrencia! 
Pues,  escribe  chico,  escribe,  que  chismes  no  faltan  para  ello 
stobre  esa  mesa".  Obedecí  ^1  instante,  y  nunca  hubiera  podi- 
do persuadirme,  si  no  lo  hubiera  visto,  que  aquel  anciano,  lle- 
no de  dolores  y  con  el  estómago  perdido,  pudiese  conservar  en 
su  cabeza  privilegiada,  junto  con  el  manantial  inagotable  de 
epigramas  filosóficos,  que  sólo  fluye  de  la  edad  y  de  la  ex- 
periencia, la  fresca  y  traviesa  imaginación  de  un  niño.  En 
brevísimo  tiempo,  y  con  muy  contadas  pausas,  me  dio  en 
canto  y  medio  de  octavas  reales,  la  primera  parte  de  la  más 
original  y  chistosa  gatomaquia.  Dictaba  Moratín  junto  a  una 
estufa;   y  al  parecer  fatigado,  me  pidió   el  manuscrito  para 

Recuerdo. — 4 


96  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

i 
corregirle.  En  mala  hora  se  me  ocurrió  obedecer,  pues  al  sa- 
lir éste  de  mis  manos,  pasó  de  las  suyas  a  las  llamas,  con  este 
solo  réquiem,  que  me  desesperó:    ¡"basta  de  disparates"! 

Moratín  no  fué  casado  ni  quiso  serio;  temia  a  las  muje- 
res, pero  nunca  las  trató  con  la  crueldad  de  Quevedo. 

Un  mes  después  de  la  ocurrencia  de  los  gatos,  las  Musas, 
vestidas  de  luto,  asistían  al  entierro  del  hasta  entonces  pri- 
mer poeta  dramático  del  siglo  XIX.  Moratin  murió  en  mis 
brazos  el  21  de  junio  del  año  1828,  y  aún  en  1853  se  veía  en  el 
cementerio  Pére-Lachaise  un  modesto  túmulo  alzado  a  ex- 
pensas de  sus  discípulos,  entre  el  sepulcro  de  Moliere  y  el  de 
Lafontaine. 

Nadie  se  había  acordado  del  eminente  vate,  cuando  vivo. 
Sin  Silvela  hubiera  muerto  de  hambre;  mas,  después  de  muer- 
to, no  hubo  diario  europeo  que  no  lamentase  la  pérdida  que 
hacían  en  él  las  letras  españoras  y  la  escuela  clásica  en  el 
mundo.  El  mismo  rey  de  España,  don  Fernando  VII,  que  no 
siempre  fué  malo,  cuando  se  dejó  llevar  de  sus  propias  ins- 
piraciones, escribió  a  Silvela  de  su  puño  y  letra,  pidiéndole 
las  obras  impresas  y  los  manuscritos  de  Moratín  para  hacer- 
los publicar  bajo  su  real  patrocinio,  y  asig-nando  ai  que  fuese 
-SU  heredero  una  renta  vitalicia  de  cuatro  mil  reales,  paga- 
dos con  su  propio  peculio. 

No  fué  sólo  la  España  la  nación  que  entonces  expatrió  a 
sus  hijos;  hízolo  también  el  Portugal.  El  ex  ministro  de  don 
Juan  VI,  ei  gran  maestre  de  la  orden  de  Cristo  y  sabio  es- 
critor de  Derecho  Público  don  Silvestre  Pinheiro  Ferreha, 
arrojado  de  Portugal,  vino  al  colegio  de  Silvela,  refugio  de 
varios  proscriptos,  a  aumentar  con  su  presencia  su  número, 
y  con  sus  conocimientos,  el  caudal  de  luces  que  aquel  privi- 
legiado establecimiento  de  educación  esparcía  por  todas 
partes . 

Tendría  entonces  nuestro  profesor  de  Derecho  Público 
unos  62  años.  Era  su  cuerpo  pequeño  pero  proporcionado,  es- 
paciosísim.a  su  hermosa  frente,  vivos  e  inteligentes  sus  pe- 
queños ojos,  abultada  su  aguileña  nariz,  y  su  boca  semejante 
a  la  que  dan  las  estatuas  al  autor  del  Espíritu  de  las  Costum- 
bres. 

Verdadero  poligloto,  Pinheiro  *ha  dejado  varias  obras  es- 
•ci'itas  en  distintos  idiomas,  y  en  el  tiempo  que  permaneció 
en  el  colegio  desempeñando  el  modesto,  pero  honroso  papel 
de  simple  profesor  de  Derecho  Internacional,  ni  una  sola  vez 
se  le  oyó  recordar  el  alto  puesto  que  en  su  patria  había  ocu- 
pado, ni  tampoco  dejó  de  aprovechar  un  solo  instante  sus 
momentos  de  solaz  en  terminar  las  obras  que  debían  fran- 
quear a  su  nombre  el  camino  de  la  inmortalidad. 

Hasta   el  año   1826  las  enemigas  escuelas  literarias,  clá- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  97 

sica  y  romántica,  se  hacían  en  Francia  una  guerra,  aunque 
solapada,  sumamente  tenaz.  La  escuela  clásica  reinaba  des- 
pótica en  las  aulas  públicas,  disponía  de  todos  los  elementos 
que  le  había  legado  la  docta  antigüedad  y  de  la  fuerza  vital 
que  daba  a  su  restrictiva  pauta  el  inexorable  plus  ultra  de  io 
que  entonces  se  llamaba  buen  gusto,  apoyado  en  las  obras 
maestras  de  aquella  falange  de  sabios  ingenios  que  produjo 
en  Francia  el  siglo  de  Luis  XIV. 

Incarpaz  hasta  entonces  el  romanticismo,  que  clamaba 
por  emanciparse,  de  derribar  un  árbol  con  tan  poderosas  raí- 
ces sustentado,  hubiera  continuado  sometido  al  yugo  de  las 
reglas  recopiladas  por  Boileau  en  su  Arte  Poética,  quién  sabs 
por  cuánto  tiempo  más,  si  el  notable  ingenio  de  Víctor  Kugo. 
joven  entonces,  no  hubiese  tomado  a  su  cargo,  impávido  y 
resuelto,  la  tarea  de  redimir  cautives  del  clasicismo,  lanzan- 
do al  teatro  su  célebre  Hernani,  que,  comiO  un  huracán,  se 
llevó  por  delante  cuantas  reglas  ci'ásicas  le  salieron  al  en- 
cuentro en  su  camino. 

Asistí  a  la  primera  representación  de  ese  drama,  que  con 
suma  dificultad  admitió  el  Teatro  Francés,  trono  hasta  ese 
día  de  absoluto  clasicismo.  La  im.presión  que  produjo  el  en- 
tonces descarado  desacato  que  entrañaba  esta  obra,  no  fué 
;an  borrascosa  como  yo  me  lo  esperaba  el  primer  día:  pero  de 
él  en  adelante  fué  tal  el  alboroto  que  produjeron  dentro  y 
fuera  del  teatro  sus  repetidas  representaciones  entre  los  mo- 
dernos y  los  añejos  literatos  que  las  presenciaban,  que  las  re- 
presentaciones del  Hernani  ya  no  fueron  representaciones,  si- 
no retretas  de  cajas  y  de  pitos  disonantes.  Organizaron  los 
clásicos  compañías  de  pitos  reprobadores;  los  románticos, 
compañías  de  puños  y  de  voces  de  aprobación.  Los  gritos  sl- 
m.ultáneos  con  que  al  compá,s  de  agudísimos  silbidos  se  de- 
cía: ¡ahajo  la  pieza!  ¡fuera  el  mal  gusto!  eran  contestados 
con  redobles  de  patadas  en  el  suelo  y  atronadores  ¡dejen  re- 
presentar! ¡travo  Víctor  Hugo!  ¡abajo  los  retrógrados!  A  los 
gritos  contradictores  seguían  los  codazos,  a  éstos,  los  mojico- 
nes, y  a  la  voz  ¡a  la  porte!,  tan  común  y  temida  en  los  teatros 
franceses,  se  veían  salir  por  las  puertas  mancornados  y  dan- 
do ai  demonio  (y  arrastrando  en  su  descompuesta  marcha  a 
los  mismos  malparados  agentes  de  policía  que  intentaban  se- 
pararlos) ,  nudos  ciegos  de  literatos  dispuestos  a  derramar 
hasta  la  últimia  gota  de  su  tinta  en  obsequio  del'  partido  que 
sustentaban . 

Vióse  en  efecto  aparecer  pocos  díais  después,  en  los  de- 
más teatros,  dramas,  comedias  y  saínetes  de  raro  mérito,  en 
que  amibos  partidos  se  ridiculizaban  sin  piedad. 

Al  espantable  sainetón.  en  el  que  los  clásicos,  para  más 
afear  el  sistema  romántico  hacían  nacer  a  un  niño  en  el  pri- 


98  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

mer  acto  con  acompañamiento  de  uno  o  de  dos  muertas,  para 
que  e¿:e  niño,  en  el  tercero  muriese  cargado  de  vejez  y  rodea- 
do de  tantos  muertos  que  hasta  el  mismo  apuntador,  sacando 
la  cabeza  de  la  concha,  se  suicidaba  con  la  despabiladera, 
cor. testaron  los  románticos  con  su  Avant,  Pendant  et.  A  ores— 
antes  de  la  revolución,  en  la  revolución  y  después  de  la  re- 
volución— ,  obra  notabilisima.  hablando  de  la  cual  me  dijo 
el  exaltado  clásico  Silvela:  "Y  lo  peor  de  todo,  hijo,  es  que\ 
ese  drama  interesa,  atrae  y  enseña";  y  Moratín,  menos  tran- 
sigente que  Silvela,  alcanzó  a  decirme,  como  hablando  para 
£i:    'iQ.ue  lástima  de  ingenio  tan  mal  empleado!" 

Desde  entonces  igualaron  sus  fuerzas,  en  Francia,  las  dos 
eicuel?.s  que  hasta  ahora  se  disputaban  la  banda  presidencial 
en  ia  República  de  las  letras. 

Empero,  semejante  igualdad  no  podia  ser  de  larga  dura- 
ción, porque  desligada  la  mente  de  los  nuevos  ingenios  de  los 
adustos  preceptos  del  clasicismo,  la  nueva  escuela  se  llenó 
de  adeptos.  Así  es  que  apenas  se  acabó  de  estrenar  Hugo 
cuando  se  vio  im.pávido  entrar  en  la  palestra  de  las  innovacio- 
nes al  célebre  Alejandro  Davy  Dumas,  pobre  y  desvalido  mu- 
chacho que  entraba  en  los  veintiséis  años  de  edad. 

Hijo  del  estudio  y  de  sus  propias  obras,  este  notabilísima 
ingenio  que  habla  principiado  su  angustiosa  carrera  literaria 
con  algunas  .novelas  y  proyectos  de  comedias  que  nada  le  pro- 
dujeron, imbuidos  en  los  preceptos  de  las  escuelas  inglesa  y 
la  alemana  y  entusiasmado  por  el  éxito  que  acababa  de  al- 
canzar Hugo,  consiguió  por  influjo  del  duque  de  Orleáns,  en 
cuya  oficina  trabajaba  como  oficial  de  pluma,  que  el  severo 
teatro  francés,  trono  del  clasicismo,  le  permitiera  represen- 
tar en  él  el  drama  Enrique  III  que  acababa  de  escribir.  Estre- 
pitoso por  demás  fué,  en  1829,  el  estreno  de  este  drama:  y  si 
en  el  de  Hernani  los  gritos  de  los  innovadores  se  limitaron  a 
pifiar  los  preceptos  del  clasicismo,  en  el  Enrique  III  se  oye- 
ron hasta  ¡mueras!  contra  el  pobre  Racine  y  contra  el  terri- 
ble Boiieau,  para  quien,  fuera  de  las  reglas  de  su  arte  poéti- 
ca, no  podía  encontrar  salvación  el  literato. 

Estaba  ya  escrito  que  el  romanticismo,  con  su  licenciosa 
pero  atractiva  libertad,  debía  triunfar  en  toda  la  línea.  Para 
el  reinado  de  los  preceptos  de  Aristóteles,  de  Horacio  y  de 
Boiieau,  decálogos  del  buen  gusto,  según  el  decir  de  los  seve- 
ros clásicos,  sonaba  ya  su  última  hora;  y  no  era  para  menas, 
pues  acometían  a  un  tiempo  a  les  tercos  preceptos  de  una 
escuela  envejecida  que  sólo  defendían  la  tradición  y  tal  cual 
notable  ingenio.  Goethe  en  Alemania,  Byron  en  Inglaterra, 
Hugo  en  Francia,  Manzzoni  en  Italia  y  Espronceda  en  Espa- 
ña, donde  tan  poco  costaba  evocar  los  recuerdos  de  Calderón. 
de  Lope,  de  Tirso  y  de  Alarcón,  reforzados  todos  por  un  en- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  99 


Jambre  de  recientes  novadores  como  Dumas,  Rivas,  Tapia,  Gil 
y  otros  muchos  que  parecian  brotar  por  todas  partes. 

Conoci  de  vista  a  Dumas  el  año  de  1829,  cuando  el  estre- 
no de  su  Enrique  III,  y  de  trato  veintisiete  años  después.  En 
el  primer  entonces,  según  él  mismo  me  dijo  riéndose,  sólo  con- 
taba con  veinte  pesos  mensuales  para  vivir  en  París;  en  el 
segundo  ya  había  derrochado  caudales  y  gozaba  de  una  ren- 
ta de  ocho  mil,  todo  debido  a  su  sola  pluma.  Tal  es  el  poder 
de  las  letras  en  esa,  para  muchos,  frivola  Francia  y  que  sabe, 
sin  embargo,  albergar  en  palacios  al  mérito  y  reservar  la  mí- 
sera guardilla,  ordinario  refugio  de  nuestros  vates,  al  ocio  y 
a  la  ineptitud. 

¿Por  qué  no  había  de  pintar  yo  también,  aunque  fuera 
valiéndome  d€  la  brocha  con  que  el  maestro  Mena  pintaba 
árboles  en  los  bastidores  de  nuestro  antiguo  teatro,  a  este  no- 
tabilísimo escritor  que  tan  boyante  estuvo  en  el  mundo  lite- 
rario? Era  Dumas  de  regular  altura  y  de  cuerpo  más  grueso 
que  d-elgado;  su  tez  era  mulata,  vivísimos  y  traviesos  sus  ne- 
gros ojos,  llevaba  en  la  boca  una  batería  de  envidiables  dien- 
tes, cuya  blancura  lucía  con  frecuentes  y  francas  carcajadas, 
y  sobre  la  cabeza  un  vellón  entero  de  ensortijada  lana.  Con 
más  talento  que  sólida  Instrucción,  fué  el  rey  de  los  folleti- 
nistas  de  su  tiempo;  supo  con  sus  escritos  encantar  a  sus  lec- 
tores, trampear  a  los  diaristas  y  mentir  con  elegante  aplomo. 
Escribió  en  su  vida  dictando  más  de  lo  que  puede  escribirse 
copiando,  y  dio  un  solemne  bofetón  al  pecado  del  plagio,  de- 
clarando buena  presa  toda  idea  que  se  encontrase  perdida 
por  esos  libros  de  Dios;  tuvo,  en  fin,  por  Dulcinea  a  la  Poesía, 
eme  formó  parte  de  su  propia  existencia,  hasta  por  entre  las 
cacerolas  de  la  cocina,  donde  con  frecuencia  el  padre  de  los 
Mosqueteros  supo  ostentar  talentos  culinarios. 

Las  personas  a  quienes  el  ocio  haya  permitido  tender  la 
vista  sobre  estos  renglones,  habrán  notado  que  todos  mis  pro- 
fesores fueron  narigudos,  y  como  se  sabe  que  todos  ellos  fue- 
ron verdaderos  sabios,  fluye  naturalmente  de  aquí  esta  pre- 
gunta: ¿Habrá  alguna  relación  más  o  menos  directa  entre 
e^e  apéndice  de  la  cara  que  llamamos  nariz  y  el  talento  del 
que  le  lleva?  Vulgarmente  hablando,  tener  largas  narices 
equivale  a  tener  aguda  previsión.  Quevedo  era  narigudo;  na- 
rigudo era  Cervantes,  y  estoy  seguro  de  que  a  Moreto  y  a 
Solís,  a  Lope  y  a  Calderón,  si  no  mienten  sus  retratos,  no  les 
faltaban  narices.  A  Ovidio  no  por  ñato  le  llamaron  Nasón,  y 
lo  que  le  faltaba  de  nariz  al  buen  Cicerón  lo  completaba  el 
serio  garbanzo  que  cabalgaba  sobre  ella.  Cierto  es  que  Sócra- 
tes era  ñato,  pero  esto  mismo  tiende  a  probar  las  preeminen- 
cias de  la  abultada  nariz,  porque  no  hay  regla  que  no  tenga 
¿u  excepción.  Entrego,  pues,  este  problema  a  los  fisonomistas 


100  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

para  seguir  hilvanando  mis  recuerdos  de  aquellos  tiempos,  po: 
mi  mal,  pasados. 

Habia  ya  entrado  el  año  de  1829  sin  que  hasta  entoncas 
nada  hubiese  perturbado  la  tranquila  marcha  que  llevaba  el 
colegio  Silvela,  cuando  un  acontecimiento  inesperado  vino  a 
sembrar  en  aquel  templo  de  instrucción  la  discordia  de  un 
verdadero  campo  de  Agramante. 

El  general  San  Martin,  el  héroe  de  los  Andes  en  1817,  el 
soldado  que  desechó  en  Chile  una  presidencia  y  en  el  Perú 
una  corona,  aquel  abnegado  patriota  que,  según  emponzoña- 
das lenguas,  había  acumulado  en  el  Banco  de  InglateiTa  cau- 
dales debido  a  su  puesto  y  a  sus  no  muy  honrados  manejos 
durante  la  brillante  epopeya  de  nuestra  independencia,  pro- 
longaba aún  en  Europa,  solo,  -ignorado  y  pobre,  el  voluntario 
destierro  que  con  tanta  fuerza  de  voluntad  se  había  impues- 
to, cuando  ya  no  tuvo  en  América  enemigos  que  vencer. 

San  Martín  acababa  de  volver  de  un  colegio  de  Brusela.- 
donde  había  conseguido  una  beca  de  gracia  para  su  única  c 
interesante  hija  Mercedes,  que  llevó  consigo  cuando  salió  de 
Buenos  Aires  para  Europa;  y  en  cuanto  supo  que  existía  ^n 
París  un  colegio  español-americano  en  el  cual  se  educabai. 
muchos  argentinos,  chilenos  y  peruanos,  se  dirigió  presuroso 
a  visitar  en  él  a  los  hijos  de  sus  antiguos  compañeros  de  glo- 
rias y  de  trabajos. 

.  La  presencia  de  San  Martín  en  el  colegio  causó  a  los  chi- 
lenos y  a  los  argentinos  la  más  viva  alegría,  a  los  peruana?, 
taciturnidad,  y  a  los  españoles,  descontento.  El  General  lle- 
gó a  pie  al  colegio,  a  pesar  de  la  distancia  que  le  separaba  de 
su  miodesta  habitación;  vestía  levitón  gris  rigurosamente  abo- 
tonado, llevaba  guantes  de  ante  del  mismo  color,  y  se  apoya- 
ba sobre  un  grueso  bastón.  Al  principio  no  me  conoció;  mas 
como  viese  que  yo  me  lanzaba  a  abrazarle,  llamándole  con 
gritos  de  contento:  "¡Mi  general!"  después  de  abrazarme  con 
efusión,  de  separarme  un  poco,  de  mirarme  con  atención  y 
de  preguntarme  de  dónde  era  y  a  qué  familia  pertenecía,  con 
mi  contestación  me  pareció  ver  brillar  en  aquellos  ojos,  tan 
serenos  y  altaneros,  con  que  tantas  veces  supo  despreciar  a 
la  muerte  en  los  campos  de  batalla,  una  lágrima  de  ternura 
Fué  aquella  escena  de  demostraciones  de  cariño,  en  la  cuai 
uno  a  uno  iba  estrechando  en  sus  brazos  a  los  colegiales  que 
acudieron  a  saludarle,  la  más  perfecta  imagen  de  lo  que  acon- 
tece en  una  familia  cuando  inesperadamente  vuelve  a  la  ca- 
sa un  padre  querido.  Maravilloso  era  el  alcance  de  la  me 
moría  de  este  hombre  singular;  pues  casi  no  quedó  miembr-; 
de  nuestras  familias  por  el  cual  no  preguntase  con  solícito 
interés . 

Habiendo  dejado  de  ser  estos  Recuerdos  del  Pasado  obrs. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  101 

postuma,  como  yo  me  lo  tenía  presupuesto,  fuerza  ha  sido 
reparar  de  ellos  muchas  fojas  que,  por  relacionadas  con  la 
nistoria,  son  todavía  de  inoportuna  publicación. 

Sin  embargo,  restituyo  ahora  las  siguientes  a  su  primiti- 
vo lugar,  porque,  bien  pensado,  ni  ellas  se  apartan  de  mi  char- 
la Intima,  ni  tampoco  invaden  los  dominios  de  la  adusta  Clío. 

Nunca  dejé  de  acompañar  hasta  su  alojamiento  al  Gene- 
ral querido,  siempre  que  iba  a  visitamos:  y  un  día  tuvimos, 
entre  otras,  la  siguiente  conversación,  pasando  el  sol  a  la 
vsombra  de  los  hermosos  árboles  de  las'  Tullerías.  El  General, 
oue  parecía  complacerse  en  hacerme  saltar  la  taravilla,  me 
dijo:  "Conque  también  tocó  al  colegial  echar  armas  al  hom- 
bro en  Mendoza,  ¿eh?  Vaya,  mucho  que  me  alegro  de  tener  a 
rni  lado  después  de  tanto  tiempo,  a  tan  amable  colega".  "Ge- 
neral, repuse,  me  parece  que  el  colega  que  acaba  usted  de 
descubrir  no  es  de  aquellos  que  más  honor  pueden  hacer  al 
arte  de  matar  a  compás  y  a  son  de  música;  porque,  si  en  ca- 
lidad de  simple  recluta  suplementario  y  de  virgen  espada,  en- 
tré o  me  entraron  al  servicio,  en  la  misma  calidad  lo  terminé; 
así  es  que  ni  siquiera  se  me  ha  ocurrido  hacer  lo  que  tantos 
otros  militares  de  mi  calaña,  esto  es,  ocultar  esa  virginidad 
y  darme  aires  de  mujer  corrida,  para  mejor  optar  a  premios". 
Soltó,  al  oír  esto,  el  viejo  veterano,  una  estrepitosa  carcajada, 
■  sin  dejarme  proseguir  me  dijo:  "¿Qué  se  decía  en  Chile  de 
los  argentinos,  cuando  usted  salió  para  acá?  ¿Se  acordaban 
del  ejército  de  los  Andes?"  "Señor,  le  contesté:  acontecimien- 
tos hay  que  no  pueden  ser  olvidados,  y  el  paso  de  los  Andes 
es  uno  de  ellos".  "Bien  está,  repuso;  pero  eso  no  era  preci- 
.>am.ente  lo  que  quería  averiguar.  ¿Me  quedan  aún  en  Chile 
os  pocos  amigos  sinceros  que  dejé  al  salir?  Porque  amigos 
de  nombre,  amiguito,  prosiguió,  poniéndome  con  cariño  la 
mano  en  el  hombro,  rodean  con  tanta  abundancia  al  que  dis- 
:'X)ne  de  empleos  que  poder  repartir,  cuanta  es  la  escasez  de 
los  sinceros".  "Con  la  entrada  de  Freiré  al  poder,  contesté, 
conmovido  por  el  aspecto  que  asumió  el  semblante  del  Ge- 
neral al  terminar  su  frase,  muchos  de  los  amigos  íntimos  de 
usted,  por  serlo  también  de  O'Higgins,  han  enmudecido,  y 
otros,  como  Solar,  cuya  casa  frecuentaba  usted  tanto,  han  si- 
do arrancados  entre  gallos  y  medianoche  del  seno  de  sus 
familias,  para  hacerles  pagar  en  el  destierro  el  crimen  de  la 
amistad  que  profesaban  al  héroe  de  Rancagua".  "¿De  mane- 
ra, repuso  San  Martín  con  viveza,  que  mi  pobre  reputación, 
]X)r  igual  motivo,  no  andará  de  lo  mejor  parada  por  allá?" 
•Así  es  la  verdad,  contesté,  porque. . .  no  me  atrevo. . ."  "Atré- 
vase, usted,  querido,  dijo  entonces  animándome,  haga  usted 
cuenta  que  está  hablando  con  un  condiscípulo  suyo.  ¿Por 
':ué...    decía  usted?"   "Porque   así   como  O'Higgins,   proseguí 


102  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


diciendo  con  timidez,  tiene  sos  enemigos  por  allá,  a  usted 
tampoco  le  faltan,  pues  son  contados  los  hijos  de  la  Patria 
Vieja  que  no  atribuyan  a  usted  y  a  don  Bernardo  la  desastro- 
sa muerte  de  los  Carrera,  cuya  ejecución  califican  de  inútil 
y  de  atroz  asesinato;  ni  faltan  tampoco  malas  lenguas  que 
atribuyan  a  usted  poca  pureza  en  la  administración  de  ios 
dineros  que  Chile  ponia  en  sus  manos  para  que  atendiese  con 
ellos  a  la  libertad  del  Perú". 

Echó  San  Martín,  al  oír  esto,  su  rostro  con  violencia  en- 
tre ambas  manos,  y  tanto  rato  permaneció  en  esta  nerviosa 
situación,  que  así  podía  significar  evocación  de  dolorosos  re- 
cuerdos, como  el  disgusto  amargo  que  siempre  causa  en  cora- 
zones bien  puestos  la  humana  ingratitud;  y  ya  comenzaba  yo 
a  arrepentirme  de  haber  sido  tan  sobradamente  franco  al 
contestarle,  cuando  enderezándose  y  aspirando  el  aire  con 
viciencia,  y  fija  la  vista,  como  distraído,  e^i  las  copas  de  los 
árboles,  exclamó,  a  media  voz,  y  como  hablando  para  sí: 
"¡Gringo  badulaque,  Almirantito,  que  cuanto  no  podía  em- 
bolsicar lo  consideraba  robo!...  Dispénseme  usted,  querido 
colegial,  continuó,  no  sé  dónde  se  me  había  ido  la  cabeza . 
¿Conque  todo  eso  dicen  por  allá?  ¡Eh!  razones  tendrán  pa- 
ra ello,  y  ahora  dígame  usted:  ¿qué  hubieran  hecho  ustedes 
en  Chile  con  tres  argentinos,  que  por  haber  sido,  con  razón 
y  sin  ella,  no  sólo  mal  recibidos,  sino  hasta  perseguidos  por  eí 
Gobierno  chileno,  se  hubiesen  metido,  aunque  llenos  de  la¿ 
más  patrióticas  intenciones,  dos  de  ellos  a  revolucionarios  3' 
el  tercero  a  sangriento  montonero?  ¿Qué  hubieran  hecho  us- 
tedes ante  el  peligro  de  la  pública  tranquilidad  y  ante  el  as- 
pecto de  la  sangre  chilena  derramada  por  las  armas  de  éste 
hasta  en  las  puertas  del  mismo  Santiago,  si  esos  tres  argenti- 
nos hubiesen  caído  en  sus  manos?  ¿Hubieran  necesitado  us- 
tedes de  los  consejos  de  un  O'Higgins  o  de  un  pobre  San  Mar- 
tín para  hacerlos  fusilar?...  En  cuanto  a  lo  de  la  poca  pu- 
reza, prosiguió  con  triste  sonrisa,  después  de  echar  una  sar- 
cástica  mirada  sobre  su  ropa  y  de  contemplar,  dándolos  vuel- 
ta sus  gruesos  guantes  de  gamuza,  ya  lustro.sos  por  el  uso,  ¡a 
la  vista  está!" 

¡Pobre  amigo!  Pésame  aún  haber  pulsado  en  aquella 
conversación  tan  repugn?inte  cuerda;  pues  de  todo  podría  la 
Ciaiedicencia  acusar  a  San  Martín  menos  de  peculado.  Yo 
conocía  la  pureza  de  San  Martin  en  el  manejo  de  los  dineros 
que  corrían  por  su  mano;  pero  ignoraba  muchos  de  sus  ras- 
gos de  generoso  desprendimiento  en  obsequio  del  mismo  paí.> 
por  cuya  libertad  lidiaba.  Ignoraba  que  los  diez  mil  pesos,  su- 
ma enorme  entonces,  obsequiados  al  héroe  por  el  cabildo  de 
Santiago  para  costear  su  viaje  a  Buenos  Aires,  después  de  la 


RECUERDOS     DEL     PASADO  103 

batalla  de  Chacabuco,  los  había  éste  cedido  para  que,  con 
ellos,  se  echasen  los  primeros  cimientos  de  nuestra  actual  Bi- 
iblioteca  Nacional,  y  entre  otras  generosidades  de  aquella 
hermosa  alma,  ignoraba  también  que  hasta  el  fomento  de  la 
vacuna  costaba  a  San  Martin  la  tercera  parte  de  los  produc- 
tos de  un  fundo  rústico  que  poseía  en  Santiago,  ¡y  San  Mar- 
tín era  pobre! 

Con  mi  vuelta  a  Chile  a  fines  del  año  30,  terminaron 
mis  relaciones  íntimas  con  este  viejo  y  respetado  amigo,  cuya 
conversación  me  instruía  y  agradaba  al  mismo  tiem.po.  Perdíle 
desde  entonces  de  vista,  para  tener  veintinueve  años  después 
el  sentimiento  de  encontrar  tan  sólo  patentes  y  dolorosos  ras- 
tros suyos  en  casa  de  su  yerno  Barcárcel,  situada  a  algunos 
kilómetros  de  París,  sobre  el  margen  del  turbio  Marne.  En 
ella  y  a  cargo  de  las  preciosas  nietas  de  aquel  procer  de  nues- 
tra independencia,  no  sólo  se  conservaba  con  religioso  cuida- 
do el  orden  de  colocación  que  había  dado  a  sus  modestos  mue- 
bles en  el  pequeño  cuarto  que  ocupaba,  sino  que  hasta  se 
veía,  sobre  el  velador  que  acompañaba  su  lecho  de  campaña, 
un  braserillo  para  fumar,  en  cuya  fría  ceniza  se  ostentaba 
clavado  el  resto  de  un  último  cigarro.  Lucíanse  en  las  pare- 
des de  aquel  aposento,  que  toda  la  familia  apellidaba  el  cuarto 
de  Padre,  algunas  armas  y  entre  ellas  aquel  sombrero  de  hule 
y  aquella  corva  espada  con  cadenilla  en  vez  de  guarda-puño, 
que  sirvieron  de  enseña  de  gloria  a  los  patriotas  de  Chaca- 
buco  y  de  Maipú,  y  que  reproduce  con  rara  perfección  la  es- 
tatua ecuestre  que  engalana  la  entrada  de  nuestra  ancha  y 
conocida  calle  del  Dieciocho. 

Triste  es,  sin  duda,  la  suerte  de  los  grandes  servidores  de 
.a  humanidad,  cuando  la  relación  histórica  de  sus  laudables 
hechos  corre  a  cargo  de  miopes  plumias  que,  a  semejanza  de 
las  pedantes  críticas  literarias,  se  atreven,  muy  orondas,  a 
juzgar  lo  que  ni  son  capaces  de  idear  ni  mucho  menos  de  es- 
cribir. 

Poco  tienen  que  agradecer  los  heroicos  hechos  de  San 
Martín  a  sus  intrusos  comentadores,  y  para  colmo  de  nece- 
dades veo  que  en  el  día  cunde  el  maniático  empeño  de  jun- 
tar a  Bolívar  con  San  Martín,  no  para  erigir  altares  a  esos 
venerados  padres  de  la  patria  americana,  sino  para  sentar- 
los en  el  banco  de  los  acusados,  para  parangonarlos,  para  de- 
ducir del  parangón  conclusiones  sacrilegas,  y  para  estable- 
cer entre  ellos  hasta  comparaciones  lugareñas,  como  si  la 
patria  de  Bolívar  fuese  otra  que  la  patria  de  San  Martín. 

San  Martín  y  Bolívar  no  son  más  que  las  dos  sublimes 
mitades  de  aguel  sagrado  todo  único  e  indivisible  que  la  mano 
del  siglo  diecinueve  formó  para  la  redención  americana.  Coló- 


104  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

cadas  cada  una  de  estas  dos  mitades  en  opuestos  hemisférica, 
cada  una  de  por  sí  desempeñó  con  decisión  y  gloria  en  el  cam- 
po que  le  cupo  en  suerte,  la  tarea  que  la  abnegación  y  el  pa- 
triotismo les  impusiera.  Bolívar  no  habría  hecho  más  en  el  sur 
del  Ck)ntinente  que  lo  que  el  hijo  de  Yapeyú  hubiera  podido 
hacer  en  el  norte.  ¿Qué  hubiera  sido  el  uno  sin  el  otro?  Esas 
dos  sublimes  mitades,  pues,  nacieron  para  completarse  y  nun- 
ca para  ser  con  justicia  parangonadas. 

Pero  veo  que  mis  recuerdos  me  apartan  de  la  ilación  qu€ 
me  imponen  las  fechas;  vuelvo,  pues,  a  las  consecuencias  de 
la  visita  de  San  Martín  al  colegio  de  Silvela. 

Los  peruanos  y  los  españoles,  de  cuya  alianza  contra  los 
chilenos  y  los  argentinos  no  he  podido  darme  hasta  ahora 
razón,  comenzaron  a  separarnos  y  aun  a  hostilizarnos  a  hur- 
tadillas; pero  el  mal  no  hubiera  pasado  de  allí  sí  otro  inci- 
dente, tan  casual  como  el  de  la  presencia  de  San  Martín  en  el 
colegio,  no  hubiese,  pocos  días  después,  venido  a  agravar  la 
situación,  aumentando  los  combustibles,  cuya  explosión  de- 
bía hacer  cerrar  para  siempre  las  puertas  de  tan  notable  es- 
tablecimiento. 

El  general  Morillo,  aquel  valiente  y  feroz  militar  que  lu- 
chó contra  Bolívar  en  Colombia,  héroe  para  los  españoles, 
monstruo  de  crueldad  y  de  ignominia  para  los  americanos, 
vino  también  a  visitar  nuestro  colegio. 

Este  sargento,  de  recia  constitución  y  de  desembarazado 
mirar,  en  quien  las  palas  de  general  no  alcanzaban  a  encu- 
brir la  burda  cascara  de  sus  feroces  instintos,  tenía  el  cuerpo 
lleno  de  cicatrices.  Mi  condiscípulo  Torres,  colocado  por  él 
en  el  colegio,  me  decía  que  era  imposible  conciliar  el  sueño 
durmiendo  cerca  de  él,  en  los  cambios  atmosféricos,  pues  más 
que  simples  quejidos,  eran  bramidos  los  que,  durmiendo,  le 
arrancaba  el  dolor  de  sus  antiguas  heridas.  La  presencia  de 
este  militar  en  el  colegio  causó  tanto  contento  a  ios  españo- 
ies,  y  sin  saber  por  qué  a  los  ¡peruanos  —  que  sin  salirle  a  re- 
cibir, se  regocijaban  con  ella — ,  cuanto  disgusto  a  los  i:hilenos. 
argentinos  y  colombianos,  entre  los  cuales  hubo  uno  a  quien 
fué  preciso  contenerle  para  que  no  fuese  a  insultar  a  Morillo 
en  la  misma  sala  de  recibo. 

El  resultado  de  estas  dos  visitas  no  podía  ser  dudoso,  y  si 
la  revolución  de  julio  de  1830  no  hubiese  venido  a  dar  a  los 
encontrados  ánimos  de  los  ciento  ochenta  alumnos  del  cole- 
gio otro  giro,  sin  duda  alguna  ese  año  hubiera  terminado 
con  escándalo  sus  no  ha  mucho  ordenadas,  pacíficas  e  ins- 
tructivas tareas,  un  establecimiento  cuya  importancia  aún 
conmemoran  cuantos  le  conocieron. 


CAPITULO   VI 

Síntomas  de  la  revolución  de  julio  de  1830.  — Expedición  y 
toma  de  Argel. —  Revolución  de  julio. —  Otra  vez  la  Du- 
quesa de  Berri. —  Ridículo  desenlace  que  tuvo  la  venida 
del  Dey  de  Argel  a  París. 

Carlos  X  de  Francia,  rey  esencialmente  cazador,  muy  da- 
do a  las  prácticas  religiosas  y  extremosamente  apegado  a  los 
fueros  y  privilegios  de  que  habían  gozado  sus  antecesores  an- 
tes que  ia  demagogia  y  espíritu  religioso  hubiesen  venido  a 
estremecer,  como  él  decía,  el  tranquilo  y  legitimo  asiento  de 
sus  padres,  no  podía  conformarse  con  la  obligación  temporal 
de  sustraer  a  los  placeres  de  la  caza  y  a  los  de  oír  su  misa 
como  la  oyen  los  reyes  acanonigados,  el  tiempo  precioso  que 
le  quitaban  los  quehaceres  del  reino,  ni  mucho  menos  con  la 
de  sufrir  los  efectos  de  la  irreverente  tutela  que  a  causa  de 
una  exótica  institución  política  llameada  Constitución,  le  im- 
ponía la  Representación  Nacional.  Viejo,  de  cortos  alcances, 
y  más  bien  bonachón  que  mal  intencionado,  su  terquedad  pa- 
ra plegarse  a  las  luminosas  exigencias  políticas  de  su  siglo 
sólo  provenía  de  querer  defender  a  todo  trance  cuanto  con- 
sideraba legítimamente  suyo,  la  herencia  de  sus  padres;  y 
como  la  cuantía  de  esa  herencia  había  ya  sido  designada  por 
sus  antecesores  con  la  expresiva  frase:  La  France  c'est  moü' 
no  fué  de  extrañar  que  a  poco  de  ser  azuzado  por  sus  corrom- 
pidos cortesanos,  entrase  de  lleno  en  la  peligrosísima  vía  de 
las  restauraciones,  nombrando,  para  llevarlas  a  cabo,  primer 
ministro  al  odiado  y  enérgico  príncipe  de  Polignac,  el  8  de 
agosto  de  1829. 

Alarmada  la  representación  nacional,  que  acababa  de 
arrojar  de  su  asiento  al  ministro  Villele,  por  sus  tendencias 
restauradoras,  pero  en  manera  alguna  intimidada  con  la  ame- 
xiazadora  presencia  del  nuevo  ministerio,  junto  con  recoger  el 
guante  que  se  le  arrojaba,  reprobó  con  entero  desenfado  la 
desacertada  y  peligrosa  política  del  soberano  que  tales  me- 
didas adoptaba. 

A  tan  inesperado  desacato  contestó  un  regio  decreto  de 
disolución. 


106  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Apelóse  entonces,  como  se  dice  en  estos  casos,  al  íallo 
de  la  nación,  y  los  partidos  se  lanzaron  frenéticos  en  la  lu- 
cha electoral.  Militaba  por  un  lado  la  santa  causa  de  los  sa- 
nos principios;  por  el  otro,  la  de  los  añejos  reales  privilegios 
apoyada  sobre  la  inconsciente  fuerza  de  las  bayonetas,  y  co- 
mo ninguno  de  los  dos  contendientes  quisiese  sesgar,  siendo 
principio  inconcuso  que  en  las  batallas  poliiicas  los  jefes  son. 
los  que  primero  mueren,  era  evidente  que  uno  de  los  que  co- 
rrían la  plenitud  de  este  peligro,  en  caso  de  desgracia,  era 
Carlos  X  y  no  sus  ministros,  como  la  simpleza  de  su  corto  in- 
genio se  lo  había  dado  a  entender. 

Sordo  el  incauto  soberano  a  todo  linaje  de  consejos,  y 
metido  en  su  Versailles,  donde  sólo  ocupaban  su  imaginación 
las  cacerías  y  corridas  de  ciervos  en  los  bosques  reales,  ni  vio 
lo  que  pasaba  fuera  de  ellos,  ni  el  sonido  de  las  trompetas 
cazadoras  le  permitió  oír  el  estruendo  de  la  borrasca  polí- 
tica que  promovían,  imprudentes,  sus  ministros  al  jugar  en 
una  sola  partida  y  al  más  peligroso  juego  de  azar  su  propia 
corona. 

¿Quién  ignora  a  cuánto  no  se  prestan  las  mejores  leyes 
cuando  hay  intereses  y  sobre  todo  posibilidad  de  falsear  el 
resultado  de  acaloradas  elecciones?  ¿Quién  ignora,  también, 
el  caudal  de  nervioso  rencor  que  atesora  en  su  corazón  el  que- 
resulta  vencido  por  la  injusticia,  y  con  cuánto  entusiasmo  no 
aprovecha  la  ocasión  del  desquite? 

Dedúzcase,  pues,  de  lo  que  entre  nosotros  frecuentemen- 
te pasa,  lo  que  debió  pasar  allá  en  aquel  tiempo;  porque  los 
hombres  en  igualdad  de  circunstancias,  iguales  en  ideas,  lo 
son  también  en  sus  actos. 

Diéronse  los  diarios  del  Gobierno  a  propagar  las  más  ex- 
travagantes doctrinas.  Para  ellos  no  sólo  era  ilegal  sino  tam- 
<bién  atentatoria  la  reelecciqn  de  diputados  que  hubiesen 
formado  parte  de  la  disuelta  cámara;  y  el  órgano  inmediato 
de  Polignac,  la  Bandera  Blanca,  llevó  su  impavidez  hasta  el 
arrojo  de  gritar:  ¡¡¡basta  de  presupuestos;  basta  de  conce- 
siones; basta  de  Constitución;  pues  sobra  para  entrar  a  dís- 
colos en  vereda,  el  simple  esfuerzo  de  las  bayonetas!!!  Para 
aumentar  más  el  desaliento  de  los  constitucionales,  se  hizo 
susurrar  por  todas  partes  que  serían  vanos  y  aun  peligrosos 
sus  esfuerzos,  porque  el  Gobierno,  en  caso  que  el  fallo  de  las 
urnas  le  fuese  adverso,  estaba  resuelto  a  apelar  a  un  golpe  de 
Estado  tal,  que  barriendo  con  todas  las  concesiones  que  la  be- 
nignidad del  soberano  habia  hecho  al  pais,  debía  dejar  a  los 
atrevidos  innovadores,  tal  vez  en  peor  estado  que  aquel  en 
que  se  encontraban  antes  de  que  las  constituciones  y  las  nove- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  107 

dades  de  los  demagogos  principiasen  a  alzar  su  cabeza  irre- 
verente. 

¿Podráse  creer  que  hasta  incendios  se  promovieron  en 
muchisimas  circunscripciones  del  reino  para  tener  ocasión  de 
acriminarse  mutuamente  y  de  conmover  las  masas?  Contes- 
tando los  diarios  reales  los  cargos  de  los  constitucionales,  res- 
pondían que  todos  estos  males  se  debían  a  la  Comisión  Revo- 
lucionaria Directiva,  que  ella  era  la  que  designaba  las  víc- 
timas, la  que  escogía  los  verdugos  y  la  que  los  gratificaba  con 
munificencia. 

En  medio  de  estos  desórdenes  y  de  estas  amenazas  prepa- 
ratorias, era  natural  que  todos  fijasen  la  vista  en  el  ejérci- 
to; y  como  la  tropa  podía  ser  contaminada,  un  agravio  in- 
ternacional inferido  a  la  Francia  tres  años  antes  por  la  Re- 
gencia de  Argel  proporcionó  a  Polignac  ocasión  de  sustraer 
a  la  acción  del  partido  constitucional  un  respetable  cuerpo  de 
ejército,  que  al  mismo  tiempo  que  debía  servirle  para  dar  es- 
plendor por  sus  hechos  al  Gobierno,  podía  ser  utilizado  como 
realista  puro  para  defenderlo  contra  sus  enemigos. 

Promover  una  expedición  ultramarina  parecía  el  com- 
plem.ento  de  tan  feliz  propósito,  y  ésta  no  tardó  en  llevarse 
a  cabo. 

La  antigua  Mauritania  y  la  Numidia,  madrigueras  de  ter- 
cos e  incorregibles  piratas,  cuyas  depredaciones  habían  sido 
sucesiva  e  inútilmente  castigadas  por  todas  y  por  cada  una 
de  las  potencias  marítimas  de  la  cristiandad,  se  sostendría 
tal  vez  aún,  para  vergüenza  de  las  naciones  civilizadas,  mu- 
chos años  más  si  una  injusticia  de  parte  de  la  Francia,  y  el 
acto  desdoroso  con  que  ella  fué  contestada  por  el  soberano 
de  la  Regencia  de  Argel,  no  hubiesen  tocado  el  año  de  1830 
la  última  hora  que  quedaba  de  vida  independíente  a  ese 
estado  africano. 

La  Francia,  desde  la  época  de  la  República,  debía  al  co- 
mercio de  Argel  fuertes  sumas  por  valor  de  trigos  que  éste 
le  había  anticipado,  y,  según  parece,  el  deudor  no  se  empe- 
ñaba mucho  en  saldar  su  crédito.  Mas,  como  las  cobranzas  me- 
nudeaban sus  activas  exigencias,  más  bien  para  librarse  de 
ellas  que  para  satisfacerlas,  se  había  confiado  el  arreglo  del 
asunto  al  cónsul  francés  en  Argel,  señor  Deval,  en  el  año  de 
1827.  Según  me  lo  refirió  años  después  el  mismo  Abd-el-Kader, 
fué  tanto  lo  que  fastidió  el  cónsul  con  sus  subterfugios  al 
Dey,  que,  irritado  éste,  profiriendo  denuestos  contra  la  Fran- 
cia, estrelló  su  abanico  de  plumas  en  la  cara  del  buen  Deval. 
Como  era  natural  que  sucediese,  este  acto  poco  templado  de 
Houssein  Pacha  no  sólo  canceló  de  golpe  la  deuda  francesa, 
sino   que   hizo   quedar   debiendo   al   mismo   cobrador.   Pronto 


108  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


una  escuadra  francesa  bloqueó  los  puertos  argelinos,  y  sólo 
tres  años  después  de  estar  bloqueados,  la  necesidad  politica  de 
sustraer  tropas  a  la  acción  demagógica  para  utilizarlas  des- 
pués, convirtió  el  bloqueo  en  invasión. 

El  16  de  mayo  de  1830  zarpó  de  Tolón  para  las  costas 
africanas  la  poderosa  escuadra  del  almirante  Duperré,  custo- 
diando transportes  que  conduelan  36.000  hombres  de  desem- 
barco, a  cargo  del  antiguo  y  conocido  mariscal  Bourmont. 

Llegó  la  expedición  el  13  de  junio  a  su  destino;  el  14  des- 
embarcó en  la  caleta  Sidi-Ferruch,  inmediata  a  Argel;  el  19 
ganó  la  memorable  batalla  de  Staoueli,  derrotando  a  40,000  be- 
duinos; y  el  4  de  julio,  Hcussein  Pacha,  acometido  con  vi- 
gor por  los  franceses,  después  de  haber  visto  volar  su  propia 
residencia,  antiguo  castillo  de  Carlos  V,  erigido  en  la  capi- 
tal de  la  Regencia  por  este  poderoso  soberano,  capituló,  que- 
dando libre  para  embarcar  en  la  flota  inglesa,  que  estaba 
allí  en  observación  junto  con  su  persona,  sus  tesoros  y  sus 
más  favoritas  odaliscas. 

Anuncióse  con  estudiada  pompa  la  toma  de  Argel  en  me- 
dio de  una  representación  lírica  en  la  Gran  Opera,  el  día 
5  a  las  once  de  la  noche.  El  célebre  y  aplaudido  tenor  Nourrit, 
interrumpido  el  canto,  se  lanzó  al  proscenio,  y  alzando  con 
orgullo  la  bandera  de  los  lirios,  anunció  en  alta  voz  a  los  es- 
pectadores la  noticia  de  aquel  fausto  acontecimiento.  Todos 
salimos  del  teatro,  nacionales  y  extranjeros,  sin  esperar  la 
conclusión  de  la  ópera,  y  los  cafés  y  las  calles  del  novedoso 
París  no  tardaron  en  llenarse  de  la  más  alegre  gente.  Pero  el 
entusiasmo  que  produjo  en  todos  la  victoria  no  tardó  en  des- 
vanecerse ante  el  influjo  de  la  poderosa  preocupación  polí- 
tica que  trababa  ei  ánimo  de  la  mayoría  de  los  hijos  de  ese 
gran  pueblo.  Para  ella,  todo  lo  que  no  fuera  triunfo  de  ideas, 
era  entonces  una  verdadera  fruslería;  y  tenía  razón,  porque, 
amenazada  su  libertad,  los  trabajos  preparatorios  electorales, 
en  los  cuales  liabían  terciado  con  descaro  la  intriga,  la  pro- 
mesa, la  amenaza  y  el  fanatismo  político,  no  daban  lugar  a 
otra  cosa. 

Nadie  quería  admitir  conciliaciones;  ninguno,  términos 
medios:  o  todo  o  nada. 

Por  haber  querido  dar  consejos  conciliatorios,  fueron  des- 
pojados de  la  confianza  ministerial  el  duque  de  Doudeauvl- 
lle,  el  conde  de  la  Ferronnays,  el  muy  realista  Martignac,  el 
conde  de  Chabrol,  y  muchos  otros  sectarios  del  absolutismo. 

Pronósticos,  después,  casi  seguros  de  un  resultado  anti- 
ministeríal  en  las  elecciones,  exasperaron  tanto  los  ánimos 
de  los  realistas,  que  hasta  llegaron  a  tener  la  imprudencia 
de  dar  por  sentado  que  el  Gobierno  tenía  ya  dispuesto  un  gol- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  109* 

pe  de  Estado  tal,  que  debía  dar  al  través,  para  siempre,  con 
los  perturbadores  de  lo  que  ellos  llamaban  pública  y  feliz 
tranquilidad. 

La  Inglaterra,  que  miraba  atenta  aunque  al  parecer  im- 
pasible, los  acontecimientas  que  se  desarrollaban  del  otro 
lado  de  la  Mancha,  siempre  pensadora,  dedujo  de  este  posi- 
ble atentado  un  inevitable  trastorno  político.  Por  esto  el 
Times  del  5  de  julio  se  preguntaba  qué  debería  hacer  la  In- 
glaterra en  caso  de  que  la  Francia  tornare  a  la  vida  revolucio- 
naria, y  cuidaba  de  contestarse  para  preparar  los  ánimos,  que 
la  Inglaterra,  cualquiera  que  fuese  la  naturaleza  de  los  cam- 
bios interiores  que  produjese  una  revolución  en  Francia,  no 
debería  intervenir  en  nada,  salvo  el  caso  de  que  la  Francia 
intentase  pasar  la  frontera  con  ánimo  de  perturbar  la  paz  en 
Europa. 

El  temido  golpe  de  Estado  se  dio  el  25  de  julio,  sin  que- 
rer esperar  el  3  de  agosto,  época  destinada  para  la  apertura 
de  las  Cámaras;  y  el  día  26  aparecieron  en  las  columnas  del 
Moniteur  aquellas  ordenanzas  que,  atropeliando  la  charte, 
los  juramentos  y  las  instituciones,  anulaban  la  representa- 
ción nacional,  amordazaban  la  libre  emisión  del  pensamien- 
to, y  restablecían  en  pleno  poder  el  imperio  de  los  antiguos 
privilegios. 

El  primer  acto  de  la  ofendida  Francia  fué  el  estupor; 
pero  no  el  estupor  que  proviene  del  espanto,  sino  aquella  pa- 
ralización instantánea  en  la  que  el  hombre  parece  recogerse 
para  lanzarse  frenético  en  seguida  sobre  su  ofensor.  Volvía 
yo  ese  día  a  las  tres  de  la  tarde  de  la  escuela  de  natación,  e 
instruido  de  antemano  de  cuánto  pasaba,  no  me  causó,  como 
a  otros,  admiración  saber  que  los  guardias  de  los  puestos  se 
habían  duplicado;  ver  aquí  y  allí  patrullas  de  soldados  reco- 
rriendo con  tardo  paso  las  plazas  y  los  paseos  públicos;  ob- 
servar a  medio  París  en  la  calle  que.  ya  fonnando  grupos  ta- 
citurnos y  amenazadores,  ya  bullicioso  y  altanero,  arranca- 
ban de  las  paredes  los  om.inosos  cartelones  que  contenían  los 
inmortales  decretos  que  tan  caros  debía  pagar  Carlos  X. 

La  Corte  se  trasladó  a  Saint  Cloud,  dejando  el  mando  del 
desgraciado  pueblo  en  manos  de  aquel  mariscal  Marmont, 
duque  de  Ragusa,  de  quien  tantas  infidencias  se  refieren. 
Destruida  la  guardia  nacional  por  el  ministro  Villele,  sólo 
quedaban  en  París  algunos  cuerpos  de  linea  y  la  gendarme- 
ría, que  juntos  formaban  un  todo  de  quince  mil  hombres,  con 
los  cuales  se  creyó  que  bastaría  para  imponer  silencio  y  ha- 
cer entrar  en  vereda  a  los  más  tercos  revolucionarios. 

El  día  27  por  la  mañana,  la  policía  destinada  a  recoger  la 
edición  de  todos  los  diarios  disidentes  antes  que  se  repartie- 


lio  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

sen.  practicó  visitas  domiciliarias  en  las  imprentas,  inutili- 
zó sus  principales  piezas,  e  impuso  multas  y  castigos  a  sus 
directores  por  la  menor  publicación  que  se  hiciese  sin  previo 
permiso  de  la  autoridad. 

El  activo  e  imprudente  Mangin,  prefecto  de  policía,  hizo 
en  seguida  cerrar  los  cafés  y  los  clubes  de  lectura;  y  sin 
embargo,  llovían  por  las  calles  hojas  sueltas  de  imprentas 
invisibles,  y  esas  hojas  se  leían  con  desenfado  en  presencia 
misma  de  las  bayonetas  de  las  muchas  patrullas  que  cruza- 
ban en  todo  sentido  la  ciudad. 

Al  aspecto  amenazador  de  las  turbas  azuzadas  por  los 
alumnos  de  la  escuela  politécnica  y  los  de  la  de  medicina  y 
de  derecho,  se  cerraron  las  fábricas  y  los  talleres,  las  opu- 
lentas tiendas  de  las  calles  RicheUeu,  Saint-Denis  y  Saint- 
Honoré.  las  rejas  del  palacio  de  las  Tullerías  y  las  del  Real  de 
los  Orleáns;  y  se  ocuparon  militarmente  as  plazas,  los  paseos 
públicos  y  cuantos  lugares  urbanos  podían  prestarse  a  agru- 
pamientos. 

Mas  todo  fué  en  vano;  sangre  debía  principiar  a  co- 
rrer y  corrió  en  efecto,  no  pudiendo  contener  el  soldado,  de 
otro  modo,  al  pueblo  irritado,  que,  aunque  desarmado,  pre- 
tendió arrancar  de  manos  de  los  gendarmes  los  prisioneros 
que  cautivaban  para  conservar  el  orden.  Esa  primera  sangre 
fué  la  mecha  encendida  que  produjo  aquella  inmensa  explo- 
sión popular,  que  para  espanto  de  la  humanidad  y  escarmien- 
to de  los  tiranos,  anegó  en  sangre  durante  tres  días  conse- 
ciitivos,  la  más  simpática  de  tedas  las  capitales  de  la  culta 
Europa.  En  la  noche  de  uquel  día,  y  en  los  dos  subsiguientes, 
el  pueblo  enfurecido  echó  abajo  las  puertas  de  las  armerías, 
construyó  barricada.^,  volcando  carruajes  en  las  calles  y  lle- 
nándolos de  baldosas;  transformó  líis  casas  en  fortalezas, 
en  campos  de  batalla  cada  plaza  y  cada  encrucijada,  donde 
el  valor,  el  arrojo  y  la  temeridad  parecían  quererse  disputar 
la  palma  del  exterminio. 

Banderas  negras  alzadas  en  muchos  edificios;  el  toque 
de  las  campanas  a  rebato;  el  estruendo  del  cañón  de  las  tro- 
pas reales,  el  de  los  fusiles;  la  grita  y  el  tumulto  de  los  com- 
batientes; los  charcos  de  sangre,  que  convertían  en  resba- 
ladizas las  baldosas  de  las  veredas;  los  espantosos  rimeros 
de  cadáveres  que  circundaban  los  cuerpos  de  guardia,  re- 
cién incendiados  o  ardiendo  todavía;  las  cruces  plantadas  so- 
bre fosas  a  medio  cavar  en  la  mentada  plaza  de  las  columnas 
del  palacio  de  las  Tullerías,  ostentando  inscripciones  aterrado- 
ras contra  la  tiranía;  las  balsas  atestadas  de  cuerpos  hu- 
manos, lanzadas  una  en  pos  de  otra  en  las  aguas  del  Sena 
con   dirección   a  Saint  Cloud,  llevando   en   alto  inscripciones 


RECUERDOS     DEL     PASADO  111 

que  decían:  ¡Dejad  pasar  la  justicia  del  pueblo!;  todo  anun- 
ciaba la  inevitable  y  fúnebre  caída  de  la  primogénita  rama 
de  la  raza  borbónica  en  Francia. 

¿Y  Carlos  X  qué  hacía  entonces,  mientras  que  por  orden 
suya  degollaban  a  su  buen  pueblo  de  París?  Es  fama  que  oía 
misa  cuando  le  llegó  la  noticia  de  que  el  pueblo  vencedor, 
apoderándose  de  cuantos  carruajes  pudo  reunir  en  las  afue- 
ras de  París,  se  dirigía  a  perseguirlo  y  a  rendir  el  destaca- 
mento de  guardias  que  le  servía  de  custodia. 

En  tanto  la  duquesa  de  Berri,  aquel  ser  sensible  y  deli- 
cado que  hemos  visto  en  el  baile  de  la  embajada  de  España 
disputar  a  las  de  su  sexo  el  arte  de  agradar,  más  despierta 
que  el  gazmoño  Carlos,  ceñía,  vestida  de  amazona,  a  su  fle- 
xible cintura,  una  chapa  de  pistolas,  y  se  disponía  a  pre- 
sentarse ante  los  irritados  parisienses  para  reanimar  en  ellos 
los  sentimientos  de  lealtad  que  las  torpezas  del  soberano  les 
habían  hecho  perder.  Atónito  Carlos  X  al  presenciar  la  re- 
suelta apostura  de  la  duquesa  e  instruido  del  temerario  pro- 
pósito que  perseguía:  — "¿Qué  pensáis  hacer?",  le  gritó,  sa- 
llándole al  encuentro.  — "¡Defender  el  patrimonio  de  mi  hi- 
jo, contestó  airada,  ya  que  vos  no  podéis  o  no  lo  queréis  ha- 
cer!" —  Hubo  entonces  escandaloso  alboroto  en  el  palacio. 
Detenida  la  duquesa  por  orden  del  rey  cuando  ella,  despecha- 
da, descendía  la  escalera  para  salir  al  patio  del  alcázar,  lle- 
gada al  colmo  su  desesperación,  exclamó:  "¡Dios  mío,  ahora 
es  cuando  conozco  la  desgracia  de  haber  nacido  mujer!"  Es- 
tas palabras  como  aquellas  que  la  pulcra  historia  atribuye  al 
general  Cambronne  en  la  batalla  de  Waterloo,  nada  tienen  de 
verdaderas.  No  hubo  boca  que  no  repitiese  entonces  en  todo 
París,  cuánto  aquella  mimada  y  fina  duquesita,  transformada- 
en  furia,  dejó  escapar  por  la  suya  para  afear  la  impotencia  y 
el  afeminamiento  de  toda  la  real  familia,  que  haciéndose  mil 
cruces  la  rodeaba;  porque  sólo  entre  verduleras  podría  oírse 
tan  desenvuelto  lenguaje.  ¡Pobre  duquesa!  La  historia  de  su 
vida  para  adelante  fué  una  odisea  novelesca  en  la  cual  lo  te- 
rrible y  lo  ridiculo  se  disputaron  el  primer  papel  hasta  el 
día  de  su  muerte. 

El  astuto  Luis  Felií>e  de  Orleáns,  en  tanto,  si  aparentar 
tomar  parte  en  el  tremiendo  trastorno  que  presenciaba,  con- 
tinuaba, sin  embargo,  siendo  su  más  poderoso  atizador  y  el 
disimulado  caudillo  de  los  hombres  pensadores,  para  quie- 
nes sólo  un  gobierno  monárquico  constitucional  pedía  con- 
venir a  los  franceses. 

¡Qué  pueblo  tan  digno  de  ser  admirado  es  el  francés,  y 
con  cuánta  facilidad  no  pasa,  como  lo  dice  un  canto  favorito 
popular,  del  amor  al  combate,  de  lo  serio  a  lo  chistoso,  del 


112  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

enardecimiento  a  la  calma!  Peleó  tres  días  con  un  furor  que 
parecía  incontenible,  y  esos  tres  días  abundaron  en  rasgos 
de  la  más  hidalga  generosidad.  Penetró  por  la  fuerza  y  atre- 
pellándolo todo  en  el  palacio  de  sus  reyes;  descamisados  se 
repantigaron  en  el  sillón  del  trono,  ¡y  ni  un  solo  robo,  ni 
una  sola  obra  de  arte  mutilada,  salvo  los  bustos  de  Carlos  X. 
indicaron  el  paso  de  los  rústicos  republicanos  al  través  de 
los  regios  salones  del  ya  destronado  monarca! 

El  día  30,  terminado  por  completo  el  estruendo  aterrador 
de  la  pelea,  humeando  aún  los  escombros  de  los  edificios  que 
fueron  residencia  arzobispal,  cuarteles  y  cuerpos  de  guardia?; 
fresca  aún  la  sangre  que  empapaba  las  baldosas  de  las  calles 
y  los  adoquines  de  la¿  barricadas,  salí  del  barrio  de  San  An- 
tonio, ansioso  de  saber  qué  suerte  habían .  corrido  los  chile- 
nos que  se  encontraban  en  París. 

Con  no  poco  trabajo,  pues  a  cada  rato  tenía  que  trepar 
barricadas,  y  lleno  de  aquel  espanto  que  más  bien  se  com- 
prende que  se  describe,  después  de  hora  y  media  de  marcha 
llegué  a  la  rué  d'Artoi,  donde  residían  don  Javier  Rosales  y 
otros  de  mis  paisanos.  Llevaba  el  pecho  cubierto  de  escara- 
pelas tricolores,  distinción  que  multitud  de  mujeres  vistosa- 
mente engalanadas  repartían  con  gracia  a  los  viandantes, 
colocándolas  ellas  mismas  con  galano  ademán  y  patrióticas 
palabras  en  la  vuelta  del  cuello  del  paleto  de  cuantos  en- 
contraban por  la  calle. 

Don  José  Joaquín  Pérez,  secretario  entonces  de  la  lega- 
ción chilena  en  Francia,  excitado  por  lo  que  me  oía  contar 
que  había  visto  en  el  inmenso  campo  de  batalla  que  acababa 
de  atravesar,  salió  conmigo  a  averiguar  el  significado  de  un 
tumulto  que  se  hallaba  en  aquel  momento  en  la  calle  Lafitte. 
Llegamos  a  una  barricada  que  casi  cerraba  por  completo  la 
puerta  de  la  casa  del  viejo  Lafayette,  quien,  obligado  por  los 
gritos  del  pueblo  a  presentarse  para  ser  llevado  a  casa,  del 
duque  de  Orleáns.  pugnaba  por  desasirse  de  los  que  que- 
rían llevarlo  en  silla  de  manos.  Nos  acercamos  y  apenas  aca- 
bábamos de  oír  a  aquel  respetable  hijo  de  las  revoluciones: 
"¡Dejadme;  iré  a  pie  amigos  míos!"  Je  sui  jeune  aujourd'hui. 
cuando  una  avenida  de  pueblo  por  un  extremo  de  la  calle  y 
otra  de  inesperados  soldados  de  línea  por  el  extremo  opues- 
to, nos  dejaron  encerrados  en  la  más  expuesta  y  temerosa 
ratonera,  y  aunque  la  fortuna  quiso  que  los  opuestos  ban- 
dos, en  vez  de  destrozarse,  fraternizaran,  el  susto  que  nos 
llevamos  entonces  no  ha  tenido  hasta  ahora  otro  que  pueda 
igualarle. 

El  día  31  fué  en  París  el  de  las  entusiastas  manifesta- 
ciones.  Ese   día  Luis  Felipe,   desembozado  ya,   se  trasladó   a 


RECUERDOS     DEL     PASADO  113 


caballo  al  Hotel  de  Ville,  donde  le  esperaba  Lafayette.  Asi- 
dos ambos  de  la  mano,  salieron  al  balcón  que  da  a  la  plaza, 
y  en  él  en  medio  del  más  estruendoso  entusiasmo  de  miles 
de  espectadores,  vi  echarse  al  uno  en  los  brazos  del  otro.  Luis 
Felipe,  capitán  general  del  reino  desde  ese  momento,  fué 
ocho  días  después  proclamado  rey  de  los  franceses. 

Carlos  X  y  su  hijo  habían  ya  abdicado  y  elegido  las  cos- 
tas de  Escocia  para  su  futura  residencia.  Allí  fueron  ambos 
recibidos  con  el  mismo  indiferente  silencio  que  les  sirvió  de 
despedida  al  abandonar  las  playas  francesas. 

El  Fígaro,  pequeño  pero  chistosísimo  diario  francés  de 
aquella  época,  encargado  de  hacer  la  necrología  del  ex  rey 
de  Francia,  sólo  dijo  estas  palabras:  "La  revolución  de  julio 
ha  sido  funesta  para  los  conejos  de  la  Escocia". 

Pero  todo  no  ha  de  ser  referir  desgracias  ni  trastornos 
políticos. 

Sigamos,  pues,  por  un  momento,  al  buen  Houssein  Pacha, 
a  quien  después  de  la  pérdida  de  sus  estados  africanos,  deja- 
mos asilado  con  sus  riquezas  y  con  sus  odaliscas  a  bordo  de 
la  capitana  de  la  escuadra  inglesa,  de  observación  en  la  rada 
de  Argel.  ¿Cuál  cree  el  lector  que  fué  el  primer  pensamien- 
to del  desposeído  soberano  al  instalarse  en  su  nuevo  domici- 
lio? ¿Dirigirse  acaso  a  la  Sublime  Puerta?.  ..¿Implorar  de 
Inglaterra  su  valiosa  intervención  para  que  le  fuesen  de- 
vueltos sus  estados?  ¿Ofrecer  indemnizaciones  a  la  Francia? 
¡Qué  pasos  en  este  sentido,  ni  qué  berenjenas!  Lo  primero 
que  se  le  ocurrió  para  olvidar  el  percance  que  en  mala  hora 
le  atrajo  la  soltura  de  su  mano  para  aplicar  abanicazos  en 
el  rostro  de  un  cónsul  trapalón,  fué  el  ir  a  echar  un  verde  al 
mismo  París. 

Hízolo  así,  y  la  nunca  desmentida  galantería  francesa, 
no  contenta  con  hospedarle  en  el  palacio  de  las  Tullerías,  se 
propuso  deslumhrar  al  derrotado  huésped  con  ia  suntuosa 
representación  del  Mahomet  en  el  real  teatro  de  la  Grande 
Opera. 

Acudieron  a  este  teatro  tantísimos  novedosos  la  noche 
ce  la  fiesta,  que  apenas  pudimos  encontrar  asiento  en  la  pla- 
tea por  el  precio  de  veinticinco  francos  cada  uno.  Los  dos 
palcos  fronterizos  al  proscenio,  unidos  entre  sí  y  adornados 
con  pompa  oriental,  llamaban  la  atención  de  los  concurren- 
tes, por  haber  sido  destinados  a  las  visitas  africanas.  Ape- 
nas llegó  la  hora  de  dar  principio  a  la  función  cuando  un 
movimiento  general,  acompañado  de  activísimo  cuchucheo, 
vino  a  anunciar  la  entrada  de  la  esperada  comitiva,  cuyos 
miembros,  con  ademán  pausado  y  grave,  fueron  ocupando 
ios   sitiales   que   para   ellos   se   tenían   preparados.   El   Pacha, 


114  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


que  rellenaba  el  sillón  con  su  pesada  humanidad,  y  que  podría 
contar  con  unos  sesenta  inviernos,  aunque  no  los  represen- 
taba, era  un  hombre  más  bien  alto  que  bajo,  de  rostro  encen- 
dido, complexión  sanguínea  y  perfil  griego;  tenía  además  los 
ojos  vivos,  pobladas  las  ceja^,  y  barba  cuidadosamente  ex- 
tendida sobre  el  pecho.  Vestía  un  traje  talar  de  riquísima 
cachemira;  llevaba  en  la  cabeza  una  especie  de  coraza  alta  y 
reluciente,  con  profusión  de  piedras  preciosas,  y  en  la  cin- 
tura lucia  el  puño  de  oro  con  brillantes  de  un  puñal  damas- 
quino. Tras  este  exótico  personaje,  que  hacía  recordar  la  fi- 
gura del  Gran  Lama,  se  colocaron,  como  dos  estatuas  de  éba- 
no, dos  poderosos  negros  guardianes  del  harén,  con  sus  bo- 
netes suavos,  sus  chalecos  bordados,  sus  anchos  mamelucos  y 
sus  inexorables  puñales  de  guarnición  dorada.  A  uno  y  otro 
lado  de  este  mudo  frontispicio,  porque  la  tal  trinidad  todo  lo 
miraba  y  de  nada  se  dolía,  se  extendían  como  alas  nueve 
preciosas  damas  orientales,  en  cuya  fisonomía  parece  que 
la  naturaleza  se  hubiese  complacido  en  acumular  lanza-fue- 
gos para  hacer  estallar  la^  bombas  de  los  corazones  france- 
ses. Vestían  como  los  colegiales,  trajes  uniformes  y  muy  se- 
mejantes en  el  corte  a  los  que  estilan  las  acaudaladas  hijas 
de  la  Grecia,  pero  con  tal  copia  de  perlas  y  de  joyas,  que  po- 
día decirse  que  cada  una  de  ellas  llevaba  a  cuestas  un  teso- 
ro. A  pesar  del  rico  trasparente  velo  con  chispas  de  plata 
que  al  descuido  y  con  cuidado  caía  sobre  el  rostro  de  aque- 
llos angelitos  de  andas,  podía  conocerse  que  ocho  eran  tri- 
gueñas de  ojos  negros  y  rasgados,  una  rubia  de  ojos  azules, 
y  que  la  que  más  edad  podría  tener,  no  pasaría  de  veintidós 
primaveras. 

Comenzó  la  representación  con  la  pompa  de  costumbre 
mas   la  concurrencia,  en  vez  de  mirar  al  proscenio,  sólo  diri- 
gió la  puntería  de  sus  anteojos  al  palco  encantado  donde,  a 
cada  momento,  la  ardiente  imaginación  francesa    creía    ver 
a  lo  vivo  los  cuentos  fantásticos  de  las  Mil  y  una  Noches. 

En  vano  procuraron  atraer,  como  siempre,  la  atención  del 
público,  la  voz  argentina  de  Nourrit,  la  incomparable  de  la 
Damoreau  Cinti,  las  cabriolas  de  Paul,  las  encantadoras  gra 
cías  de  la  Taglioni  y  las  maravillosas  y  turbulentas  pierneci- 
Uas  de  la  menuda  Montecu;  todo  parecía  paja  picada  al  lado 
del  palco  oriental. 

Era  regular  que  otro  tanto  sucediese  a  las  esposas  del 
Dey,  respecto  a  los  jóvenes  que  las  miraban;  máxime  enton- 
ces que  tenían  tan  a  la  mano  la  posibilidad  de  comparar  la 
indifente  y  taimada  cachaza  del  adusto  barbón  con  las  co- 
medidas  y   corteses  miradas   de   tantos   apuestos   y   galantes 


RECUERDOS     DEL     PASADO  115 

mancebos,  que  parecían  no  aspirar  a  otra  cosa  que  a  pare- 
cerles  bien. 

Entre  las  maravillas  del  telégrafo  Eléctrico  y  las  mara- 
villas del  telégrafo  Mirada,  estoy  por  las  de  éste.  El  primera 
habla  sólo  el  idioma  del  país  en  que  funciona;  el  segundo  ha- 
bla todos  los  idiomas  conocidos  y  por  conocer.  Para  ponerse 
al  corriente  de  la  clave  del  primero  se  necesita  estudio  y 
contracción;  para  manejar  el  segundo  con  primor,  sólo  se  re- 
quiere la  edad  de  la  pubertad.  Hago  estas  reflexiones  por 
atestiguar  lo  mucho  que  debieron  de  haber  hablado  aquella 
noche  los  franceses  en  árabe  y  las  beduinas  en  francés;  pues- 
to que  dos  días  después  de  la  función  teatral,  volaron,  sin 
saber  cómo,  del  lado  del  confiado  Pacha  todas  sus  tímidas 
esposas,  del  propio  modo  que  vuela  y  se  dispersa  una  banda- 
da de  cautivas  tortolitas  cuando  el  guardián  descuida  la 
puerta  de  la  jaula. 

Irritado  Houssein  por  semejante  rapto,  que  no  pudo  lla- 
marse de  otro  modo,  embistió  con  el  eunuco  de  turno,  y  sin 
más  esperar  ordenó  al  otro  que  le  cortase  la  cabeza  y  la  ex- 
pusiese en  el  balcón  para  escarmiento  de  los  malos  funcio- 
narios... A  los  gritos  del  agredido  negro,  que  formaban  coro 
con  los  reniegos  árabes  del  Dey,  acudieron  los  sirvientes  y 
guardias  de  palacio;  arrancaron  de  las  manos  que  lo  rete- 
nían al  pobre  prisionero,  y  notificaron  al  amo  el  peligro  a 
que  se  exponía  en  Francia  si  cometía  el  menor  asesinato . . . 
¡Tableau!  Amurrado  entonces  el  desvalido  soberano,  mandó 
en  silencio  que  le  preparasen  sus  maletas  de  viaje,  se  metió 
con  su  único  sirviente  y  las  pocas  riquezas  que  le  quedaron  en 
un  coche  de  posta,  y  dando  al  diablo  contra  el  país  de  bru- 
tos donde  el  propietario  no  podía  hacer  cera  y  pabilo  de  lo 
que  era  suyo,  lo  perdí  de  vista  en  el  camino  que  conduce  a 
la  frontera  de  la  Confederación  Germánica. 

Quince  días  después  tuve  ocasión  de  volver  a  ver  a  las 
mentadas  odaliscas,  sin  joyas  ya,  pero  vestidas  a  la  france- 
sa, pasearse  con  nuevos  amos  o  en  busca  de  otros,  porque  los 
primeros,  contentos  con  las  plumas  que  les  habían  quitado, 
ya  no  las  acompañaban. 


CAPITULO  VII 

De  lo  mucho  que  nos  equivocamos  cuando  creemos  que  todo' 
el  mundo  nos  conoce.  — Primeros  pasos  de  los  caminos 
de  fierro  en  Europa. —  Burdeos. —  Los  vinos  y  sus  tram- 
pas.—  Modo  de  sacar  partido  de  los  arenales. —  Escapada 
providencial. —  Tenerife. —  Mares  tropicales. —  Región  de 
los  pamperos. —  De  lo  que  puede  en  una  navegación  la 
falta  de  agua  potable. —  Pasada  y  repasada  del  Cabo  de 
Hornos. —  Islas  Malvinas. 

Toda  nación,  por  insignificante  que  sea,  padece  de  la  in- 
nata debilidad  de  creer  que  todas  las  demás  la  tienen  muy 
presente,  o  por  lo  menos,  que  se  ocupan  con  frecuencia  de 
ella;  por  esta  razón,  persuadir  a  sus  nacionales  de  lo  contra- 
rio es  exponerse,  o  a  quedar  por  embustero,  o  a  cargar  con 
el  descontento  de  todos  ellos. 

Chile  era  tan  poco  conocido  en  Europa  en  1830,  como  lo 
es  para  los  chilenos  en  el  día  la  geografía  de  los  comparti- 
mientos lunares. 

En  esto  no  hay  ni  cabe  exageración. 

Para  la  abrumadora  mayoría  del  hombre  europeo,  sólo 
hay  en  la  América  española  dos  naciones:  Perú  y  México;  y 
Perú  y  México  en  el  diccionario  de  esos  sabios  son  sinónimos 
de  oro  y  de  revoluciones;  aunque  sea  muy  cierto  que  en  las 
cancillerías  de  los  grandes  estados  marítimos,  se  hace  al 
Perú,  a  México  y  a  los  otros  rincones  o  pueblos  satélites  de 
esos  astros,  el  honor  de  considerarlos  aptos  para  pagar  inde- 
bidas indemnizaciones. 

En  Chile  todos  nos  conocemos,  en  el  mundo  bien  poco  se 
conocen  unas  a  otras  las  naciones  que  viven  y  reinan  sobre 
su  superficie.  Sería,  pues,  tan  ridículo  que  los  chinos  se  rie- 
ran de  nuestra  ignorancia,  porque  muy  pocos  sabemos  que 
Nankin  no  es  trapo,  sino  ciudad,  cuanto  que  nosotros  nos 
enfadáramos  porque  en  la  China  ni  siquiera  se  sospecha  que 
existimos  por  acá. 

He  hecho  esta  digresión  para  poder  disculpar  más  a  mis 
anchas  al  oficinista  parisiense  que  debió  extender  mi  pasa- 
porte para  Chile,  y  que  no  lo  hizo  porque  no  quise  sentar  ba- 


118  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

jo  mi  firma  que  Chile  y  México  eran  una  misma  y  sola  cosa. 

— ¿De  qué  país  es  usted,  caballero?  —  me  preguntó  el 
oficinista. 

— De  la  República  Chilena. 

— ¿Cómo   dice   usted? 

— De  Chile,  señor. 

— ¿Qué  está  usted  diciendo?...   Chile,  ¡vaya  un  nombre! 

— Sí,  señor  —  repuse  asareado — ;  de  Chile,  república  ame- 
Ticana;   ¿qué  tiene  de  extraño  este  nombre? 

— ¡Ah,  ah!,  ¿de  l'Amerique,  eh?...  Chili...  Chile,  aguar- 
de usted. . .  Chile.  Dígame  usted  más  bien,  caballero,  ¿de  qué 
pueblo  es  usted?,  porque  del  tal  Chili  no  hago  memoria. 

— De  la  ciudad  de  Santiago,  señor. 

— ¡x\nda  diablo!  —  exclamó  entonces  el  sabio  oficinista — 
¡acabará  usted  de  explicarse!,  y  volviéndose  a  su  escribiente 
le  dictó  estas  palabras; 

V.  Pérez  Rosales,  natural   de   Santiago  de  México. 

Al  oír  semejante  atrocidad,  ¡de  Chile  que  no  de  México!, 
exclamé  echando  un  voto. 

— Pues,  mándese  mudar  de  aquí  —  dijo  entonces  alzán- 
dose de  su  asiento  el  geógrafo  francés,  y  no  me  vuelva  a  en- 
trar en  mi  oficina  antes  de  averiguar  mejor  cuál  es  su  pa- 
tria. 

Mes  y  medio  después  volví  a  la  misma  oficina,  de  cuya 
jefatura  había  arrojado  la  reciente  revolución  de  julio  al 
sabio  profesor  de  geografía  para  quien,  diciendo  América  es- 
pañola, debía  decirse  forzosamente  México;  y  no  con  tanta 
dificultad,  pero  siempre  con  alguna,  salí  del  paso. 

No  era  poca  tarea  viajar  por  Europa  en  1830;  todo  se  ha- 
cía en  carruajes  parecidos  a  los  que  corría  el  empresario 
Carpentier  por  los  caminos  del  sur  en  nuestro  Chile,  antes 
que  los  caminos  de  fierro  viniesen  a  librar  de  semejantes  po- 
tros a  los  viandantes. 

La  vía  férrea  apenas  principiaba  entonces  a  dar  señales 
de  vida  en  la  industriosa  Europa,  y  puede  decirse  que  más 
bien  a  la  necesidad  de  abaratar  el  transporte  de  los  productos 
de  las  minas  de  carbón,  que  a  otra  cosa,  debe  su  existencia 
esta  palanca  propulsora  de  la  riqueza  y  de  la  industria  hu- 
mana. 

Los  primitivos  rieles  no  fueron  más  que  un  suelo  endu- 
recido y  nivelado;  siguieron  a  éstos  vigas  de  maderas  labra- 
das, sobre  las  cuales  corrían  sin  tropiezo  las  ruedas  de  los 
carros.  A  esta  invención  que  sorprendió  por  sus  felices  re- 
sultados, se  agregó  después  la  mejora  de  la  superposición 
de  un  angosto  entablillado  de  hierro,  para  evitar  el  desgaste 
de  la  madera,  y,  por  último,  ya  se  hicieron  caminos  de  pu- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  119 

n>  fierro,  cuyos  rieles,  de  a  metro  de  largo  cada  uno,  apoya- 
ban sus  extremos  sobre  pedrones  que,  embutidos  en  el  suelo. 
desempeñaban  el  papel  de  los  actuales  durmientes  de  ma- 
dera. Estos  caminos,  muy  usados  en  las  minas  de  carbón  pa- 
ra multiplicar  las  fuerzas  del  caballo  que  tiraba  de  los  ca- 
rros, no  tardaron  en  salir  de  los  establecimientos  carbone- 
ros para  ponerse  al  servicio  del  comercio  en  general,  y  en 
1829  tuve  ocasión  de  viajar  entre  Portsmouth  y  Londres,  al 
través  del  condado  Surrey,  en  un  camino  de  fierro  de  esta 
especie,  en  el  cual  un  solo  caballo  arrastraba  a  trote  largo 
tres  carros  con  más  de  doscientos  quintales  de  carga. 

La  tracción  por  vapor  comenzaba  también  entonces  a 
ensayarse,  y  merced  a  la  invención  del  célebre  Oliverio  Evans 
una  maquinita  de  fuerza  de  tres  caballos  que  vi  funcionar 
en  Newcastle,  comenzó  a  asombrar  con  sus  movimientos  au- 
tomáticos y  con  su  sorprendente  fuerza  a  cuantos  seguían 
con  la  vista  a  ese  prodigio  de  la  física  y  de  la  mecánica,  que 
colocado  entre  veinte  carros,  a  diez  empujaba,  al  mismo 
tiempo  que  arrastraba  a  otros  diez,  como  pudiera  hacerlo  un 
poderoso  caballo  con  el  más  insignificante  peso. 

Pero  esto  no  pasaba  de  ensayo  ni  podía  aplicarse  aún  en 
grande  escala,  no  sólo  por  los  defectos  de  la  máquina,  sino- 
también  porque  no  se  había  probado  aún  que  el  roce  sobre 
los  rieles,  ayudado  por  el  peso  de  la  locomotora,  basta  como 
punto  de  resistencia  para  arrastrar  los  carros  de  todo  un 
tren. 

Así  es  que  las  ruedas  de  la  locomotora  eran  endentadas. 
y  endentados  también  los  rieles  que  las  sustentaban.  ¡Quién 
al  ver  estos  modestos  principios,  hubiera  podido  descubrir  en 
ellos  los  resultados  que  ahora  palpamos! 

Molido  y  trasnochado  en  los  pesados  carromatos  de  la 
poderosa  empresa  de  coches  Lafitte  y  Caillard,  llegué  a  Bur- 
deos en  los  últimos  meses  de  1830,  en  busca  de  embarcación 
para  volver  a  Chile. 

La  ciudad  de  Burdeos,  situada  en  la  margen  septentrio- 
nal del  tranquilo  y  profundo  Garona,  río  de  origen  españoL 
que  después  de  un  curso  navegable  de  más  de  cien  leguas  en- 
tra al  golfo  de  Vizcaya  con  el  nombre  de  Gironda,  dista  vein- 
ticinco leguas  de  la  desembocadura  de  esta  preciosa  vía  flu- 
vial. 

Esta  ciudad,  cuya  población  en  la  época  a  que  me  refie- 
ro alcanzaba  a  cien  mil  almas,  era  entonces  tenida  por  una 
de  las  más  ricas,  importantes  y  mercantiles  de  Francia.  En 
el  irregular  trazado  de  su  planta  no  escaseaban  hermosas 
plazas,  espaciosas  calles,  jardines  y  paseos  públicos,  entre  los. 


120  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

cuales  lucían  sus  históricos  restos   un   anfiteatro  romano  y 
los  escombros  del  palacio  de  Galiano. 

Poseía  además,  el  mejor  y  más  hermoso  teatro  de  Fran- 
cia y  aquel  mentado  puente  con  sus  diecisiete  ojos  y  sus  trea 
cuadras  chilenas  de  largo,  construido  sobre  las  aguas  nave- 
gables del  Garona.  Por  lo  demás,  este  puerto,  que  podía  abri- 
gar más  de  mil  naves,  y  que  estaba  dotado  de  muelles,  de 
vastos  almacenes  de  depósito,  de  astilleros  de  construcción 
y  de  cuantos  recursos  reclaman  la  navegación  y  el  comer- 
cio, contaba  también,  para  hacer  su  residencia  más  grata, 
con  un  hermoso  cielo  y  con  cuantos  establecimientos  recla- 
man la  beneficencia,  el  culto,  las  ciencias  y  las  artes  en  todo 
centro  civilizado. 

Siendo  el  vino  una  de  las  principales  riquezas  del  Me- 
diodía de  la  Francia,  y  Burdeos  su  factoría  central,  lo  pri- 
mero que  se  le  ocurre  al  viajero  es  visitar  los  viñedos,  los 
principales  centros  de  elaboración  y,  sobre  todo,  las  bodegas 
de  depósitos  y  de  manipuleos  especiales,  que  siempre  se  ocul- 
tan a  los  ojos  indiscretos  del  curioso.  Después  de  visitar  con 
suma  detención  durante  un  mes  entero  los  distritos  viñeros, 
cuyos  licores  se  exportan  por  Burdeos,  y  de  enterarme  de 
cuantos  datos  estadísticos  me  cayeron  a  la  mano,  confieso 
que  no  pude  ciarme  cuenta  de  cómo  una  producción  tan  bien 
contada  que,  aunque  grande,  no  era  posible  que  alcanzase  a 
satisfacer  las  necesidades  del  consumo  puramente  francés, 
podía  desparramarse  inagotable  por  cajones,  por  barriles  y 
por  cargamentos  enteros,  hasta  en  los  más  recónditos  rin- 
cones de  la  tierra. 

¿Quién,  sino  un  iniciado  en  los  misterios  de  aquel  con- 
ditura  vinorum  de  los  antiguos  romanos,  podría  dar  solución 
al  problema  de  sacar  en  limpio  el  cómo,  siendo  tan  contadas 
las  buenas  marcas  de  vinos  de  Medoc,  no  hay  rincón  de  la 
tierra,  por  obscuro  y  desconocido  que  sea,  donde  no  figuren 
muy  orondas,  sobre  la  mesa  del  rico  que  tiene  relaciones  con 
Europa,  botellas  de  Lafitte,  de  Margaux  o  de  Latour;  siendo 
así  que  esos  m.entados  licores  por  su  escasa  cuantía,  ni  si- 
quiera humedecen  los  labios  de  infinitos  bebedores  europeos 
que  quieren  y  pueden  comprarlos  por  caros  que  ellos  sean? 

Chateau  Lafitte  ni  siquiera  propiedad  francesa  alcanza 
a  ser,  pues  pertenece  a  Mr.  Samuel  Scott,  que  conduce  a  In- 
glaterra cuantos  toneles  de  vino  producen  las  setenta  y  cua- 
tro hectáreas  de  viña  que  tiene  esa  propiedad.  Chateau  Mar- 
gaux es  propiedad  del  rico  banquero  Aguado,  a  quien  enamo- 
ran los  europeos  para  que  no  los  deje  sin  parte  del  vino  que 
oroducen   sus   ochenta   hectáreas   de   viña   aún   no   acabadas 


RECUERDOS     DEL     PASADO  121 

de  plantar;  y  Chateau  Latour  sólo  produce  en  años  abundan- 
tes, cosa  de  ciento  diez  toneles  de  \áno. 

Quiso  la  fortuna  que  topase  en  Burdeos  con  un  discípu- 
lo de  colegio,  dependiente  a  la  sazón  de  una  poderosa  casa 
exportadora  de  vinos,  la  cual,  como  todas  las  de  su  especie, 
blasonaba  de  ser  la  única  que  lo  exportaba  legítimo.  "Ten 
presente,  me  decía  mi  ingenuo  condiscípulo,  que  en  Burdeos 
no  hay  ni  puede  haber  legítimos  vinos  sobrantes  para  expor- 
tar, sino  el  muy  malo,  producido  por  malísima  calidad  de  co- 
sechas, o  el  falsificado,  que  tiene  tanto  de  hijo  de  uva  coma 
yo  de  caballo  frisón.  Para  las  tragaderas  de  los  potentados 
de  Francia  y  de  Inglaterra  no  basta  todo  el  vino  bueno  que 
9e  cosecha  en  el  Mediodía  de  la  Francia;  pero  no  tengas  cui- 
dado por  esto,  que  para  ese  déficit  y  proveer  al  extranjero,. 
aquí  estamos  nosotros.  No  hay  cosa,  agregaba,  que  tenga  ju- 
go más  o  menos  azucarado,  que  no  sirva  para  hacer  vino,  y 
así  como  los  ingleses  tienen  en  sus  lecherías  la  bomba  del 
pozo  que  llaman  ixtca  negra,  cuya  agua  les  sirve  para  aumen- 
tar la  leche  que  envían  al  mercado,  nosotros  tenemos  aquí  la 
azúcar,  la  mJel,  la  pera,  la  manzana,  la  raíz  azucarada,  y  de 
tarde  en  tarde,  admírate,  hasta  racimos  de  uvas,  para  hacer 
y  aumentar  nuestros  vinos.  Olor,  sabor,  colorido,  todos  son  ob- 
jetos secundarios,  habiendo  esencia  de  moscatel,  flores  de 
saúco  y  de  parra,  frambuesas,  cam^peche,  tornasol,  laca  car- 
minada, y  otras  zarandajas  por  este  estilo". 

No  se  crea  por  esto  que  el  vino  artificial  siempre  sea  más 
nocivo  que  el  vino  natural.  El  vino  artificial  es  menos  noci- 
vo, con  mucho,  que  el  vino  natural,  cuando  éste,  por  su  ma- 
la calidad,  requiere  condimentos  minerales  para  enmascarar 
su  acidez.  Por  estas  y  otras  razones  se  comprende  el  ix>rqué 
de  las  ingeniosas  tretas  del  caballero  de  Jacourt  y  el  de  las 
no  menos  admirables,  aunque  antiguas,  del  célebre  Baccius 
en  su  Naturi  vinorum  historia,  publicada  en  Roma  por  los 
años  1596. 

Pero  a  mi  no  me  maravillan  las  falsificaciones;  porque 
tanto  en  física  cuanto  en  moral,  lo  malo  que  no  parece  bue- 
no no  se  vende;  lo  que  me  maravilla,  lo  que  me  saca  de  jui- 
cio es  observar  el  aire  doctorai  y  satisfecho,  la  gravedad  sin 
par  con  la  que  muchos  de  los  más  supuestos  preciados  cono- 
cedores de  licores,  sorben  y  saborean  tragos  de  vino  artifi- 
cial, ponderándole  ante  sus  convidados  como  grave  pur  sang 
y  exhibiendo  además,  para  mayor  abundamiento,  la  marca, 
el  sello  de  la  botella,  y  hasta  la  carta-guía  de  la  acreditada 
casa  que  remitió  el  licor. 

El  vino  falsificado,  o  más  bien  dicho,  el  arte  de  falsifi- 
carle, nació  el  mism.o  día  en  que  nació  la  parra.  Los  grie- 


122  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

gos  saturaban  con  agua  del  mar  su  mentado  vino  de  Chios. 
tan  apreciado  por  los  romanos;  y  hasta  el  buen  Catón,  según 
Plinio,  llegó  a  falsificar  vino  con  tanta  perfección,  que  se  la 
pegaba  a  los  mejores  mojones  de  su  época;  ¡y  esto  que  se  lla- 
maba Catón!  ¡Calcule  ahora  el  prudente  lector,  cuanto  más 
no  hubiera  hecho  si  se  hubiese  llamado  Lafitte,  Margaux, 
etc.! 

En  mis  correrías  por  los  distritos  viñeros  tuve  ocasión  de 
atravesar  con  frecuencia  parte  de  los  grandes  arenales  que 
por  allá  llaman  laudes,  y  que  tienen  alguna  semejanza  con 
los  que  se  forman  en  Chile  en  las  inmediaciones  del  desagüe 
de  los  ríos  en  el  mar.  como  en  Talcahuano,  en  Boyeruca  y  en 
algunos  trechos  que  forman  parte  de  las  riberas  del  Bío-Bio. 
Esta  ciase  de  arenales,  cuyas  arenas  movedizas  no  sólo  no 
se  prestan  al  cultivo,  sino  que,  impulsadas  por  el  viento,  in- 
vaden e  inutilizan  cuantos  terrenos  cultivables  están  en  sus 
inmediaciones,  y  que  se  consideraban  no  hacía  muchos  años 
en  Francia  como  enteramente  inútiles,  son  en  el  día,  allá,  una 
verdadera  fuente  de  riquezas.  La  industria  agrícola  ha  lo- 
grado vencer  la  instabilidad  de  las  arenas;  y  ha  encontrado, 
además,  árboles  útiles  que  se  placen  en  ellas. 

No  dudo  que  lo  que  se  hace  en  Francia,  en  las  laudes. 
pudiéramos  hacerlo  nosotros  con  igual  provecho  en  nuestros 
arenales. 

Sencillísimos  son  los  procedimientos  para  fijar  y  utilizar 
las  arenas  movedizas.  Comienza  el  landés  por  establecer  un 
cierro  que  impida  todo  tránsito  por  sobre  el  arenal  que  quie- 
re utilizar;  nivela  después  a  la  ligera,  por  medio  del  rastri- 
llo, las  desigualdades  del  arenal,  y  en  la  época  oportuna  des- 
parrama sobre  ese  suelo  y  tapa  con  rastrillo  de  dientes  cortos, 
el  residuo  de  la  limpia  de  los  trigos,  mezclados  con  gramas 
de  poco  precio,  a  razón  de  ocho  hectolitros  por  hectárea.  Es- 
tas semillas,  que  no  tardan  en  nacer  y  en  adquirir  muy  re- 
gular desarrollo,  puesto  que  la  grama  siempre  lo  adquiere, 
aunque  sea  sobre  una  mota  de  algodón  humedecida,  forman 
con  sus  raíces  entrelazadas  una  verdadera  alfombra,  cuya 
trama,  si  no  la  rompe  el  pie  del  animal,  impide  por  comple- 
to la  instabilidad  de  las  arenas,  mientras  cobra  vida  el  árbol 
que  se  planta  en  ellas.  Los  landeses,  quienes  para  no  ente- 
rrarse en  aquellos  inmensos  arenales  andan  sobre  enormísi- 
mos zancos,  plantan  en  seguida  sobre  el  sembrado  aquella 
clase  de  pino  marítimo  que  se  llama  pequeño  y  que  se  distin- 
gue por  sus  hojas  unidas,  largas  y  tenues. 

La  plantación  del  pino  se  hace  en  cuanto  terminan  las 
operaciones  de  las  siembras;  y  el  arbolito,  como  de  un  metro 
de   altura,  nacido  y  cuidado  anticipadamente   en   almácigas. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  123 

se  desarrolla  admirablemente  en  el  arenal.  Con  estas  plan- 
taciones logra  el  landés  el  triplicado  beneficio  de  dar  consis- 
xencia  y  feracidad  a  unos  arenales  que  por  muchísimos  años 
fueron  considerados  como  inútiles;  de  proporcionarse  abun- 
dancia de  combustible  y  de  maderas  de  que  antes  carecía; 
y  por  últiíjio,  de  echar  al  comercio  los  grandes  acopios  de  re- 
ciñas que  producen  los  pinos  con  sólo  arrancar  a  su  tronco 
tiras  de  cortezas  en  el  sentido  de  su  largo,  y  colocar  al  pie 
de  ellas  tiestos  para  recibir  la  savia  resinosa  que  fluye  de 
■estas  heridas. 

Aunque  varias  veces  he  vislumbrado  la  protectora  acción 
■del  ángel  tutelar  que  parece  velar  sobre  la  conservación  de 
mis  días,  nunca  he  visto  más  patente  la  mano  de  la  Provi- 
dencia que  cuando  emprendí  mi  viaje  de  vuelta  hacia  mi  pa- 
tria en  los  últimos  meses  del  año  1830. 

Tres  buques  se  encontraban  en  Burdeos  enterando  su 
■carga  para  salir  para  Chile:  la  Petite  Louise,  el  Newcastle  y 
•el  Carlos  Adolfo.  El  capitán  del  primero,  sin  la  menor  atendi- 
ble razón,  me  negó,  con  la  más  terca  obstinación,  el  dere- 
cho de  ocupar  un  buen  camarote  a  bordo  de  su  buque,  y  fue- 
ron tales  sus  groseras  maneras  de  comportarse  conmigo 
cuando  fui  a  examinar  las  comodidades  de  la  barca,  que  muy 
a  pesar  mío  me  vi  en  la  precisión  de  trasladarme  al  Newcas- 
tle. El  capitán  de  esta  otra  embarcación,  que  paremia  va- 
ciado en  el  mismo  molde  que  dio  forma  humana  a  su  desco- 
nocido colega  de  la  Petite  Louise,  me  salió  con  un  despanzu- 
rro tan  idéntico  para  negarme  un  camarote  que,  sin  ser  el 
mejor  de  todos  los  del  buque,  pretendía  yo  ocupar,  que  puede 
decirse  me  despidió  de  a  bordo.  Amostazado  con  estajs  injus- 
tas exclusiones,  puesto  que  nunca  traté  del  tanto  más,  cuánto 
del  valor  del  pasaje,  me  dirigí  al  Carlos  Adolfo,  cuyo  capitán 
Ticaut,  tipo  de  la  más  cumplida  educación,  no  sólo  me  cedió 
•el  camarote  que  yo  escogí,  sino  que  alcanzó  a  ofrecerme  el 
suyo  propio,  si  en  el  curso  de  la  navegación  llegaba  yo  a  en- 
íermar. 

Salieron  los  tres  buques  a  un  tiempo  de  Burdeos  y  casi  al 
mismo  tiempo  llegaron  a  las  Canarias;  y  desde  entonces  has- 
ta ahora  no  se  ha  vuelto  a  saber  más  de  aquellas  dos  embar- 
caciones, ni  de  sus  inhospitalarios  capitanes. 

Zarpamos  de  Burdeos  en  los  primeros  días  de  septiem- 
bre, y  después  de  navegar  por  las  tranquilas  y  profundas 
aguas  de  la  Gironda,  cuyas  márgenes,  ya  cultivadas,  ya  cu- 
biertas de  espesísimos  bosques  de  pinos  y  alcornoques  o  ya 
de  áridos  y  de  movedizos  arenales,  formian  un  variado  pa- 
norama, no  tardamos  en  perder  de  vista  la  imponente  torre 
ó  faro  de  Cordovan,  que  ilumina  la  entrada  de  aquella  po- 


124  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

derosa  vía  fluvial,  y  poco  después  nos  encontramos  surcando 
el  conmemorado  cuanto  temido  por  sus  borrascas,  golfo  de 
Vizcaya.  Parece  que  los  tres  buques  que  dejo  nombrados  per- 
seguían el  mismo  propósito  de  completar  su  carga  fuera  de 
Francia,  puesto  que  navegando  como  en  convoy  con  sólo  doA 
días  de  diferencia,  soltaron  sus  anclas  en  Santa  Cr^iz  de  Te- 
nerife, que  es  una  de  las  más  notables  islas  del  conocido  gru- 
po de  las  Canarias  en  las  aguas  europeas  del  Atlántico. 

Estas  islas,  que  en  los  antiguos  y  fabulosos  tiempos  die- 
ron tanto  sobre  que  divagar  a  Platón  con  sus  famosas  Atlán- 
tides,  que  sólo  comenzaron  a  ser  conocidas  desde  que  al  mem- 
brudo Hércules  se  le  ocurrió,  a  fuerza  de  empellones,  abrir 
paso  al  mar  Mediterráneo  al  través  del  estrecho  Gaditano, 
fueron  bautizadas  después  con  el  nombre  de  Espérides,  y  en 
seguida  y  por  mucho  tiempo  con  el  de  Afortunadas,  pueden 
considerarse,  tanto  por  su  benigno  cielo  cuanto  por  sus  ri- 
quísimas producciones  agrícolas,  como  una  de  las  muchas 
joyas  que  adornan  la  corona  de  Castilla. 

Consta  el  grupo  volcánico  de  las  Canarias  de  muchas  i.s- 
litas.  Una  de  ellas  ostenta  el  afamado  pico  de  Tenerife,  te- 
nido hasta  el  año  1765  por  la  montaña  más  elevada  del  mun- 
do, y  por  causa  única  de  aquel  terrible  terremoto  que,  estre- 
meciendo las  islas  circunvecinas,  duró  desde  el  24  de  diciem- 
bre de  1704  hasta  el  5  de  enero  del  año  subsiguiente:  y  otra 
que,  llamada  isla  del  Fierro,  ha  gozado,  y  sigue  gozando  aún 
para  muchos  geógrafos,  del  privilegio  de  ser  considerada  in- 
dispensable como  punto  de  partida  para  un  meridiano  uni- 
versal. No  hay  fruto  tropical  que  no  se  encuentre  en  ellas,  y 
quien  quiera  saborear  el  malvasía,  haría  mal  en  comprarlo 
en  otra  parte. 

Seis  días  después  de  abandonar  las  islas  Afortunadas  y 
de  dar  el  último  adiós  a  la  Petite  Louise  y  al  Neiüscastle,  que 
me  habían  negado  en  Burdeos  hospitalario  pasaje,  nos  en- 
contramos luchando  contra  la  forzada  inmovilidad  que  la  cal- 
ma de  la  zona  tórrida  impone  a  los  buques  de  vela. 

Fritos  con  el  calor  de  los  rayos  solares,  estuvimos  largo,? 
días  sin  esperanza  de  la  más  leve  brisa  para  salir  cuanto  an- 
tes de  unas  aguas  que  por  su  quietud,  por  la  multitud  de 
plantas  marítimas  que  las  cubren  y  hasta  por  sus  visos  acei- 
tosos y  metálicos,  más  parecen  charcos  detenidos  que  ver- 
daderos mares. 

Sin  embargo,  para  el  viajero  que  no  considera  el  viaje  co- 
mo parte  perdida  de  su  vida,  y  que  por  lo  mismo  no  quiere 
que  se  sustraigan  esos  días  de  los  que  tiene  que  vivir,  lo- 
mares intertropicales,  a  pesar  de  sus  molestas  calmas,  tienrr. 
también  sus  gratos  atractivos. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  125 

Nada  más  grandioso  ni  más  imponente  que  el  aspecto  del 
cielo  después  de  puesto  el  sol  en  aquellos  abrasados  horizon- 
tes. El  crepúsculo  vespertino,  que  no  dura  menos  de  media 
hora  cada  tarde,  es  una  inmensa  y  fantástica  cortina  de  vi- 
vísimos colores,  que  alzándose  lentamente  sobre  la  ilumina- 
da base  del  océano,  exhibe  a  los  ojos  atónitos  del  observador 
tan  caprichosas  formas,  tantos  matices  de  suave  y  atrevido 
colorido,  y  tantas  orlas  de  púrpura  y  de  oro  que  nacen,  se  ex- 
tienden, se  recogen  y  vuelven  a  aparecer  cuando  menos  se 
lo  espera,  que  sólo  la  imaginación,  mas  nunca  la  paleta  del 
más  afamado  pintor  podría  reproducir. 

El  mar,  aunque  dormido  y  cubierto  de  sargazo,  no  care- 
ce tampoco  de  atractivos.  Cardúm.enes  de  doradas  iluminan 
con  frecuencia  los  costados  de  las  embarcaciones  con  los  re- 
flejos del  sol  sobre  sus  doradas  escamas.  El  precioso  pez  co- 
nocido con  el  nombre  de  bonito,  persiguiendo  con  la  rapidez 
•de  un  rayo  a  los  pececillos  voladores,  puebla  el  aire  de  ban- 
dadas de  estos  pobres  fugitivos,  que  caen  desatinados  y  dan- 
do saltos  sobre  la  cubierta  de  los  buques,  donde  encuentran 
en  medio  de  la  algazara  de  las  tripulaciones,  la  misma  muer- 
te que  pretenden  evitar,  ya  huyendo  de  la  voracidad  del  pez 
que  los  persigue,  ya  del  pico  de  las  aves  marinas  que  los  ca- 
zan al  vuelo.  De  vez  en  cuando  aparece  por  la  popa  del  bu- 
que algún  espantable  tiburón,  que,  siguiendo  sus  aguas,  a  unos 
horroriza  y  a  otros  entretiene,  y  que  casi  siempre  concluye 
su  visita  atravesado  con  un  harpón  sobre  la  cubierta  de  la 
nave. 

El  sargazo  mismo  que  se  extrae  del  mar  y  se  arroja  sobre 
la  cubierta  para  observarlo  mejor,  es  un  tesoro  para  el  na- 
turalista por  la  multitud  de  curiosísimos  pececillos,  j albitas 
y  moluscos  que  viven  en  él;  y  como  todo  es  aquilatado  en  las 
regiones  tropicales,  donde  hasta  las  moscas  suelen  ser  vene- 
nosas, las  raíces  que  a  manera  de  hebras  de  seda  rosada  pen- 
den de  las  babosas  llamadas  galeras,  queman  el  cutis  con  tal 
intensidad,  que  muchas  veces  los  curiosos  que  manosean  el 
sargazo  salen  dando  gritos  o  echando  votos,  por  habérseles 
enredado  en  los  dedos  esos  hilos  endiablados. 

Poco  a  poco  y  a  fuerza  de  paciencia  y  de  no  malograr  la 
menor  brisa,  salimos  de  nuestro  atolladero  y  entramos  en 
una  región  más  frecuentada  por  los  vientos,  hasta  llegar  a  la 
altura  de  Montevideo,  desde  donde  aumenta  un  tanto  su  in- 
tensidad, que  puede  decirse  que  del  extremo  de  la  quietud  y 
del  calor  saltamos  a  velas  llenas  al  extremo  del  movimiento 
del  frío  desapacible. 

No  sólo  de  los  terrenos  bajos  de  la  desierta  Libia  arran- 
can furiosos  huracanes;  de  las  dilatadas  planicies  de  las  pam- 


126  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

pas  patagónicas  por  una  análoga  consecuencia  física,  se  lan- 
zan también  con  frecuencia  tan  terribles  vientos  sobre  los 
mares  que  bañan  sus  costas  orientales,  que  el  solo  nombre 
de  pampero  hace  estremecer  a  los  marinos.  Sorprendidos  por 
uno  de  esos  molestísimos  ventarrones,  corrimos  a  palo  seco 
un  deshecho  temporal  durante  nueve  días  consecutivos,  y 
cuando  estábamos  en  lo  mejor,  para  colmo  de  angustias,  nos 
anunció  el  capitán  que  estando  nuestra  provisión  de  agua 
muy  menoscabada,  era  preciso  que  nos  sometiésemos  a  la 
más  estricta  ración.  Autorizónos  a  consumir  el  vino  que  qui- 
siésemos, con  tal  que  no  tocásemos  el  agua;  y  esto,  que  al 
principio  causó  más  bien  regocijo  que  tristeza,  no  tardó  en 
aumentar  la  desesperación  que  causa  la  sed,  porque  es  me- 
nester tenerla  que  sufrir  sin  apagarla  para  darse  cuenta  del 
sacrificio  que  esa  calamidad  impone.  En  los  cortos  momen- 
tos que  el  crujir  del  buque  y  sus  balances  nos  dejaban  dor- 
mir, soñábamos  con  ríos  y  con  lagos  de  agua  dulce,  del  propio 
modo  que  cuando  se  sufren  los  efectos  de  la  pobreza,  se  sue- 
ña con  rimeros  de  oro.  Para  aumento  de  nuestra  desespe- 
ración, veíamos  el  horizonte  cubierto  de  chubascos,  cuando 
ni  una  sola  gota  de  agua  caía  sobre  nuestra  cubierta.  Al  sép- 
timo día  de  martirio,  la  suerte,  apiadada  de  nosotros,  des- 
cargó sobre  el  Carlos  Adolfo  y  sus  sedientos  pasajeros  el  más 
bienvenido  y  copioso  de  todos  los  diluvios.  Pronto  se  tendie- 
ron las  toldetas,  se  echaron  balas  de  cañón  en  varias  partes 
para  formar  embudos  en  ellos,  se  acomodaron  mangas  en  los 
enormes  chorros  que  despedían;  y  nosotros  todos,  de  capitán 
a  paje,  enteramente  desnudos,  porque  necesitábamos  beber 
agua  hasta  por  los  poros  del  cuerpo,  en  menos  de  tres  hora¿ 
llenamos  sesenta  barricas  de  ese  jugo  de  la  vida,  nunca  con 
tanto  entusiasmo  festejado.  De  veras  que  causaba  risa  ver- 
nos llenar  de  agua  para  guardar  hasta  las  vasijas  confiden- 
ciales de  nuestros  camarotes,  por  temor  de  encontramos  er 
otra  sequedad. 

Se  observa  en  las  aguas  del  mar,  por  embravecidas  que  se 
encuentren,  un  fenómeno  singular  cuando  cae  sobre  ellas  al- 
gún fuerte  chaparrón;  la  cortina  de  agua  que  se  forma  en  la 
atmósfera  al  llover,  contiene  el  viento,  la  ola  deja  de  rom- 
perse con  sus  estrellones,  y  el  mar  queda  sin  espumas  aunque 
levantando  y  bajando  siempre  sus  imponentes  colinas  de 
agua. 

Como  el  agua  que  bebimos  fué  tanta,  y  tanta  la  carga- 
zón de  alquitrán  que  ella  tenía,  porque  tras  de  recorrer  la 
jarcia  había  pasado  por  velas  alquitranadas,  resultó  que  aún 
no  habían  recobrado  los  Adanes  sus  vestidos,  cuando  al  gene- 
ral contento  sucedió  la  escena  del  más  ridículo  desconsuelo 


RECUERDOS     DEL     PASADO  127 

Deplorables  fueron,  sin  duda,  los  efectos  de  tal  agua  alqui- 
tranada, pero  muy  provechosa  para  la  salud  de  los  compun- 
gidos navegantes. 

Prosiguiendo  con  tiempo  menos  borrascoso  en  demanda 
de  los  mares  del  Cabo,  tuvimos  la  desgracia  de  encontrar- 
nos en  la  boca  meridional  del  estrecho  de  Lemaire  con  el  más 
violento  y  contrario  noroeste.  Contrariados  también  alli  por 
una  tenaz  llovizna  y  por  una  espesísima  neblina,  sufrimos 
largas  horas  el  temido  embate  de  aquellas  montañas  de  agua 
en  vez  de  olas,  que  siempre  ostentan  los  mares  australes, 
cuando  los  agita  un  viento  huracanado.  Sin  embargo,  a  los 
cuatro  dias  de  una  lucha  tenaz,  doblamos  el  Cabo,  pero  como 
estaba  escrito  que  aun  no  habíamos  de  descansar,  íbamos 
ya  perdiendo  de  vista  al  oriente  la  isla  de  Diego  Ramírez, 
últimos  restos  de  las  despedazadas  cordilleras  de  los  Andes 
en  aquellos  tormentosos  lugares,  cuando  un  esfuerzo  repen- 
tino del  viento  tronchó  la  verga  de  nuestro  palo  mayor  y  la 
arrojó  con  tanta  violencia  sobre  la  cubierta  del  buque,  que 
turbado  el  timonel,  casi  nos  pierde  para  siempre.  Con  su 
turbación  embarcamos  por  la  proa  una  ola  que  pasando  co- 
mo un  torrente  por  sobre  la  cubierta,  arrastró  junto  con  dos 
infelices  marineros,  la  lancha  del  centro  y  la  cocina,  causán- 
donos además  tantos  destrozos  que,  junto  con  perder  la  es- 
peranza que  poco  antes  teníamos  de  llegar  a  nuestro  destino, 
llegamos  a  perderla  de  salvar  la  vida. 

Sin  embargo,  como  el  hombre  en  estos  lances  de  su  mis- 
ma flaqueza  saca  fuerzas,  a  pesar  de  la  entrada  de  la  noche 
que  vino  a  aumentar  el  horror  de  nuestra  situación,  se  tra- 
bajó con  tanto  tesón,  cuidando  sólo  de  sostener  a  flote  la 
barca,  que  al  día  siguiente,  empujada  por  el  viento  y  las  co- 
rrientes del  Pacífico,  se  encontró  de  nuevo  tan  al  oriente  del 
cabo  de  Hornos,  que  no  nos  fué  posible  pensar  en  otra  cosa 
que  en  buscar  una  caleta  hospitalaria  donde  poder  reparar 
nuestras  averías. 

Dos  días  después  de  tan  angustiosa  situación,  la  firme 
aunque  desmantelada  Carlos  Adolfo  soltó  el  ancla  en  el  abri- 
gado puerto  Egmont  de  las  desiertas  islas  Malvinas. 

¡Cuánto  nos  costaban  en  aquel  tiempo  los  viajes  a  Euro- 
pa, que  son  en  el  día  simples  paseos  de  recreo! 

Nos  aislamos,  pues,  en  uno  de  los  más  espaciosos  y  có- 
modos puertos  del  mundo,  y  en  él,  gracias  a  la  estabilidad  de 
sus  tranquilas  aguas,  y  libres  del  zangoloteo,  pudimos  des- 
cansar, dormir  con  sosiego  y  reparar  nuestras  averías. 

Las  islas  Malvinas,  conocidas  en  el  día  con  el  nombre  de 
Falkland,  no  son  tres  ni  cuatro  inútiles  islotes  buenos  sólo 
para  ser  ocupados  como  punto  estratégico  en  la  boca  de  un 

Recuerdo. — 5 


128  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


estrecho  tan  importante  como  lo  es  el  de  Magallanes;  las 
islas  de  Falkland  son  un  verdadero  archipiélago,  que  cuenta 
por  lo  menos  doscientas  islas  agrupadas  en  dos  secciones 
conocidas  con  los  nombres  de  grupo  Oriental  y  de  grupo  Oc- 
cidental. Las  costas  de  las  islas  del  primero  ¿on  generalmente 
bajas,  al  paso  que  las  del  segundo  están  llenas  de  alturas  y 
de  poderosísimas  rocas  y  ribazos  que  alcanzan  una  elevación 
de  más  de  cien  metros.  No  se  encuentran  en  el  archipiélago 
ni  rastros  de  alta  vegetación;  pero,  en  cambio,  sus  ricos  y 
abundantes  pastos  naturales  se  prestan,  bajo  un  clima  rela- 
tivamente benigno,  a  la  crianza  de  ganaderías,  como  lo  ma- 
nifestaban, cuando  nuestra  recalada,  las  muchas  vacas  y  ca- 
ballos silvestres  que  persiguieron  a  balazos  los  pasajeros  del 
hacía  pocos  días  atribulado  Carlos  Adolfo. 

La  existencia  de  animales  domésticos  en  islas  tan  poco 
frecuentadas  proviene  de  las  muchas  intentonas  hechas  por 
algunas  naciones  para  adueñarse  de  ellas,  alegando  dere- 
chos que  ninguna  parece  tener  perfectos  y  claros. 

Creen    algunos   que    fueron   descubiertas   por    Vespucio. 
Davis  las  alcanzó  a  divisar  en  1592.  Hawkins  recorrió  sus  de- 
siertas costas  en  1594.  Strong'hizo  algo  más,  pues  ancló  en 
el  estrecho  que  separa  las  dos  islas  mayores  del  archipiéla- 
go en  el  año  1600. 

La  manía  que  tenían  los  navegantes  del  siglo  de  Cook,  de 
dar  nombres  nuevos  a  cuantas  islas  encontraban  en  sus  aven- 
turados viajes,  sin  quererse  acordar  si  esas  regiones  tenían 
o  no  ya  nombres  conocidos,  es  el  motivo  por  que  pocas  islas 
llevan  más  apellidos  que  éstas.  El  viajero  Cov^ley  las  llamó 
Pepys;  Ricardo  Hawkins,  Virginia,  para  conmemorar  la  vir- 
ginidad de  la  reina  Isabel  de  Inglaterra;  los  marinos  fran- 
ceses de  Saint-Malo,  Maluinas;  y  otros  las  llamaron  Falk- 
land. Comoquiera  que  fuese,  Bougainville  fué  el  primer  ma- 
rino que  tomó  de  ellas  posesión  a  nombre  de  Francia,  y  el 
primero  también  que  procuró  establecer  colonias  en  aque- 
llos desiertos  y  fríos  parajes,  fundando  en  1763  la  de  San 
Luis. 

La  Inglaterra,  que  con  razón  o  sin  ella,  consideraba  suyas 
aquellas  islas,  al  ver  semejante  detentación,  tomó,  sin  más 
esperar,  posesión  de  ellas,  se  estableció  en  puerto  Egmont  y 
exigió  que  los  franceses  entregasen  el  dominio  disputado  al 
capitán  Mackride,  lo  cual  visto  por  España,  que  ya  miraba 
de  reojo  que  cada  cual  quisiese  apoderarse  de  lo  que  legíti- 
mamente le  pertenecía,  por  formar  aquellas  islas  parte  inte- 
grante de  sus  posesiones  americanas,  asumió  tan  amenaza- 
dora actitud  que  no  sólo  los  ingleses  se  hicieron  a  un  lado, 
sino  que  los  mismos  franceses,   contentándose   con  la   devo- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  129 

lución  de  los  gastos  hechos  en  San  Luis,  dieron  orden  al  mis- 
mo Bougainville  para  que  al  mando  de  la  fragata  Boudeuse 
pasase  a  entregar  aquellas  Islas,  con  las  ceremonias  y  caño- 
neo de  costumbre,  al  comandante  don  Felipe  Ruiz  de  la 
Puente,  que  al  mando  de  las  fragatas  Esmeralda  y  Liebre,  se 
entregó  de  ellas  a  nombre  de  la  España  el  día  1.-  de  abril 
de  1767. 

Mas,  como  los  españoles  tuviesen  en  América  tanto  y  tan 
bueno  que  aprovechar,  para  cometer  la  simpleza  de  malba- 
ratar brazos  y  riquezas  por  sólo  el  gusto  de  conservar  lo  que 
en  aquel  entonces  nada  valía,  no  tardaron  en  abandonar  la 
colonia,  cuyos  restos  notamos  en  nuestras  correrías  por  las 
isla-s.  Ya  sabemos  cuáles  fueron  las  pretensiones  argentinas 
al  dominio  de  las  Malvinas  después  de  la  lucha  de  la  Inde- 
pendencia, como  sabemos  también  el  caso  que  hicieron  de  ella 
los  ingleses,  quienes,  a  pesar  de  las  protestas  de  la  Repú- 
blica, tomaron  posesión  definitiva  de  las  islas  cuestionadas, 
en  1833. 

A  los  nueve  días  de  holgada  y  alegre  residencia  en 
Egmont,  con  viento  fresco  y  cielo  despejado  emprendimos  de 
nuevo  la  suspendida  tarea  de  doblar,  como  dicen,  el  Cabo, 
la  que  verificamos  con  tanta  dicha,  que  catorce  días  después 
soltábamos  ancla  en  Valparaíso,  a  los  ciento  siete  de  nuestra 
salida  de  Burdeos. 


CAPITULO  VIII 

Llegada  a  Chile. —  El  recién  llegado. —  El  novel  hombre  de 
campo. —  El  fabricante  de  aguardiente. —  El  porqué  del 
fracaso  de  nuestras  fábricas. —  El  tendero. —  El  médi- 
co.— Primer  ensayo  de  escritor  público. —  Consecuencias 
de  llegar  a  ser  rico  de  repente. —  Contrabando  ds  taba- 
cos y  de  ganados  por  la  vía  andina. —  A  generoso,  gene- 
roso y  medio. 

Si  para  el  recién  llegado  de  Europa,  en  el  día,  es  tan  tris- 
te y  aun  repelente  nuestro  actual  orgulloso  Valparaíso,  antes 
de  haberlo  tratado  con  alguna  intimidad,  ¡qué  no  sería  el 
año  de  1830,  con  sus  andrajosas  quebradas,  sus  casuchos  to- 
reando la  ola,  en  el  reducido  plan  de  tierra  firme  que  media- 
ba entre  el  mar  y  los  cerros,  los  solitarios  buques  que  se  ba- 
lanceaban en  la  bahía,  y  aquella  interminable  calle  o  vía  ca- 
rretera, verdadera  villa  del  Covin,  que  con  sus  desiguales 
ranchos  y  casuchas  conducía  desde  el  lugar  que  llamaban  el 
puerto  al  pie  de  la  antigua  y  conocida  cuesta  de  Polanco! 

El  extranjero,  para  quien  América  significaba  selvas  se- 
culares, bosques  de  palmeras,  algazara  de  cacatúas  y  oro  a 
mano,  después  de  traslomar  cuestas  y  más  cuestan,  encajo- 
nado, sin  ver  nada  de  todo  eso,  en  aquellos  vehículos  diges- 
tivos de  Loyola,  que  por  lo  saltones  merecieron  el  nombre 
de  cabras,  llena  de  chichones  la  cabeza  y  los  pulmones  de 
polvo,  entraba  a  Santiago  por  la  interminable,  sucia  y  des- 
greñada calle  de  San  Pablo,  que  principiando  por  ranchos, 
chicherías  y  canchas  de  bolas,  terminaba  casi  en  la  plaza 
principal  de  la  ahora,  a  nuestro  parecer,  opulentísima  eapita,! 
de  Chile. 

Hay.  sin  embargo,  un  fenómeno  que  notar  en  el  cambio, 
siempre  seguro,  de  adverso  en  favorable,  que  sufren  las  pri- 
meras impresiones  del  recién  llegado  a  poco  de  permanecer 
algún  tiempo  en  nuestro  Santiago.  Las  casas  parece  que  cre- 
cieran en  altura,  y  .su.«í  tejados,  que  al  principio  hasta  se  cree 
que  urneuH/.Mii  l(>t;  .sonibreru.i  pui'  lo  vecünoá  ai  pitVinieiiLo 
de  las  veredas,  se  elevan,  sin  saber  por  qué,  a  la  más  pro- 
porcionada altura, 


132  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

El  Santiago  de  entonces,  como  el  de  ahora,  asustaba  al 
principio  para  agradar  después  a  todo  viajero  que,  cerrando 
los  ojos  al  salir  de  Europa,  sólo  los  viene  a  abrir  cuando  lle- 
ga a  Chile. 

Vuelto,  pues,  a  la  deseada  patria,  y  henchido  de  aquella 
injustificable  suficiencia  que  ostentamos  siempre  los  recién 
llegados  de  por  allá,  metiendo  en  todo  ex  cathedra  la  mano, 
comencé  por  mirar  de  alto  a  bajo  a  los  modestos  y  estudio- 
sos jóvenes  chilenos  que,  a  fuerza  de  trabaje,  estudio  y  con- 
tracción, trataban  de  compensar  la  falta  que  a  los  ojos  vul- 
gares les  hacia  un  baño  europeo.  Y  no  sin  causa,  porque  en- 
tonces todo  recién  llegado  del  mágico  Paris,  a  más  del  necio 
orgullo  que  ostentan  los  que  ahora  llegan,  contábamos  con 
los  atractivos  que  da  la  moda  al  corte  de  un  vestido,  con  la 
grata  sorpresa  de  aquel  que  oye  hablar  en  francés  a  un  pe- 
huenche  y  con  un  caudal  de  portentosas  descripciones,  de 
chistosos  galicismos,  de  muy  variados  y  siempre  elegantes 
nudos  de  corbatas  y  de  no  pocos  nuevos  pasos  que  agregar 
al  baile  de  las  cuadrillas.  Teníamos,  en  fin,  para  muchas  ma- 
mas y  para  no  pocos  bobos,  todos  los  encantos  de  los  trajes 
de  moda  recién  desencajonados. 

Mas,  como  la  moda  cambia  siempre,  por  muoha  bulla  que 
ella  haya  metido  al  principio,  sucedió  que.  pasado  de  moda 
el  petimetre,  con  la  contestación  a  la  terrible  pregunta, 
"¿cuánto  tiene?",  nadie  volvió  a  acordarse  más  de  él. 

Vióse,  pues,  precisado  el  desvalido  dandy,  a  los  dos  años 
del  más  deleitoso  far  Jiiente,  a  buscar  medios  más  sólidos  de 
enterar  la  vida. 

Esta  resolución,  para  todos  acto  meritorio,  no  mereció  la 
aprobación  de  la  suerte,  pocas  veces  Mecenas  de  los  buenos 
propósitos,  pues  desde  aquí  comienza  aquel  rosario  de  con- 
tratiempos y  de  crueles  tropezones,  cuyas  cuentas,  no  de  oro, 
sino  de  burdo  palo,  sólo  tocaré  con  las  puntas  de  los  de- 
dos, por  no  ser  mi  propósito  escribir  la  vida  insulsa  de  un 
simple  majadero,  sino  aquello  que,  relacionándose  con  ella, 
puede  ofrecer  algún  resultado  atendible  y  práctico. 

Tan  amigo  de  la  vida  independiente  cuanto  enemigo  de 
todo  lo  que  fuese  someterme  al  obediente  yugo  de  los  desti- 
nos públicos,  creí,  como  creen  en  el  día  muchos  jóvenes  po- 
bres, pero  enamorados,  que  con  sólo  tomar  un  fundo  rústico 
en  arriendo,  sin  más  recursos  que  dineros  prestados  a  corto 
plazo,  con  tal  que  abundase  el  deseo  de  trabajar,  bastaba 
pa'-a  meter  en  casa,  juntamente  con  la  esposa,  la  dicha  y  la 
riqueza. 

Comencé  por  pagar  a  la  huasería  el  forzoso  tributo  que 
siempre  paga  el  novel  campesino  que  endosa  poncho  por  la 


RECUERDOS     DEL     PASADO  133 


vez  primera.  Buenos  caballos,  estrafalariavs  monturas,  crue- 
les rodajones,  riíacliete,  lazo,  pehual,  maneas,  cojjas  de  ale- 
gría y  guampar.  con  ribete  de  plata  en  las  alforjas;  olvidé  el 
idioma  de  Cervantes  por  la  jerga  provincialesca;  rivalicé 
con  los  más  poderosos  jinetes  en  el  manejo  del  caballo  y  el 
lazo;  madrugué  antes  que  el  lucero,  trabajé  como  trabajan 
los  machos  de  carga;  me  lloví;  me  asoleé;  dormí  en  el  suelo; 
y  al  cabo  de  dos  años,  por  fruto  de  tanto  afán,  salió  el  afran- 
cesado dándose  a  santo,  con  sólo  lo  encapillado  y  con  dos 
años  más  de  edad  a  cuestas. 

Maltrecho,  pero  no  desanimado,  solicitó  entonces  de  la 
perfección  de  una  industria  embrionaria  en  Chile,  el  des- 
agravio de  su  agrícola  malandanza,  y  planteó  una  fábrica  de 
aguardiente  a  la  europea,  en  el  departamento  de  San  Fer- 
nando. Mas,  el  resultado  final  de  esta  nueva  empresa,  si  no 
fué  idéntico,  fué  muy  parecido  al  de  la  anterior;  porque  a 
fuer  de  chileno  píír  sang,  tuvo  que  pagar  nuestra  común  ma- 
nía de  no  comenzar  a  hacer  las  cosas  por  el  principio,  sino 
por  donde  éstas  deberían  terminar.  El  progreso  y  la  perfec- 
ción no  sólo  no  dan  saltos,  sino  que  presuponen  la  existen- 
cia de  primeros  pasos.  El  niño  gatea  antes  de  correr;  el  bo- 
tín de  charol,  como  lo  he  repetido  mil  veces,  supone  cur- 
tiembres y  zapaterías,  y  éstas,  fábricas  de  hormas,  de  esta- 
quillas, y  además,  de  manos,  que  comenzaron  por  hacer  ba- 
buchas, siguieron  por  zapatos  y  concluyeron  por  botines.  En 
mí  fábrica  de  aguardiente  tuve  que  ser  fumista,  alambi- 
quero, broncero  y  tonelero  juntamente.  Una  llave  de  pulgada 
y  media  de  diámetro  era  un  tesoro  entonces,  y  por  lo  mismo, 
cuando  se  descomponía,  ni  por  un  tesoro  se  encontraba  a 
tiempo  otra  que  comprar, 
f"^  Fracasó  la  industria  alfarera  en  Chile,  porque  se  nos  ocu- 
rrió comenzar  por  lozas  finas,  cuando  aun  no  habíamos  sa- 
lido del  cántaro  y  del  plato  de  Talagante. 

Fracasó  la  fábrica  de  vibrios,  porque  en  vez  de  comenzar 
por  hacer  botellas  de  vidrio  común,  se  ha  tenido  la  imperti- 
nencia de  comenzar  por  vasijas  finas  y  por  vidrios  planos. 

Fracasó  la  de  azúcar  de  betarraga,  porque  el  fabricante 
tuvo  que  ser  agricultor,  y  el  producto,  por  ser  chileno,  refi- 
nado. 

Lleva  lánguida  existencia  la  fábrica  de  paños,  porque  en 
vez  de  comenzar  por  ponchos,  frazadas  y  jergones,  nos  dio 
el  diablo  por  comenzar  por  casimires;  y  fracasó  mi  fábrica 
de  aguardientes,  porque  en  vez  de  contentarme  con  mejorar 
algo  el  cañón  condensador,  me  metí  a  rasca;  porque  en  vez 
d€  usar  pailones  hechizos,  me  lancé  al  delgadísimo  alambi- 


134  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


ü 


que  francés,  y  porque  en  vez  de  hacer  mejor  chivato,  me  en- 
golfé en  el  coñac,  en  el  anisete,  en  el  perfecto  amor. 

De  aquí  se  desprende  este  verdadero  y  triste  axioma: 
toda  industria  perfeccionada  que  se  introduce  en  un  pais 
que  carece  de  industrias  rudimentales,  lleva  en  si  misma  el 
presagio  de  la  ruina  del  empresario. 

Por  más  que  dijeren  que  el  hábito  no  hace  al  monje,  el 
resultado  de  mi  fábrica  está  allí  para  probar  lo  contrario. 
Habia  hecho  venir  de  Europa  para  el  adorno  ae  las  botellas 
una  guapa  colección  de  vistosas  estampillas,  cuyos  dorados 
arabescos  guarnecían  estas  palabras:  Oíd  Champagne  Cog- 
nac, y  para  que  la  ilusión  fuese  más  completa,  habia  hecho 
escribir  sobre  la  portada  de  mi  despacho,  con  gordas  letras: 
Importación  directa.  Deseo,  entre  paréntesis,  que  no  se  me 
alboroten  por  esto,  algunos  de  los  muchos  importadores  di- 
rectos del  día  creyéndose  aludidos  porque  sólo  en  mi  tiempo 
se  pasaba  gato  por  liebre,  y  en  el  día  todo  es  puro  París,  o 
cuando  no  Burdeos. 

A  la  sombra  de  esta  túnica  encantada  caminó  también 
la  venta  en  los  primeros  meses,  que  llegado  a  insurreccio- 
narse mi  orgullo  patrio,  al  ver  que  yo  mismo  estaba  dando 
al  extranjero  una  fama  que  sólo  a  Chile  correspondía,  eché 
al  fuego  las  estampillas  europeas,  puse  en  la  portada  del  al- 
macén Fábrica  Nacional,  y  en  el  rótulo  de  las  botellas  Coñac. 

Cunaco  y  el  diablo  cargaron  con  cuanto  habia.  Arrojado 
e1  hábito,  arrojé  sin  saberlo  la  bondad  de  lo  que  v-endía;  pues 
tornado  de  bueno  en  malo,  nadie  se  volvió  a  acordar  ni  del 
licor,  ni  del  restaurador  del  patrio  crédito  industrial. 

Fui  tendero  después,  y  no  dejé  parroquiana  a  la  cual,  za- 
lamero, sagaz  y  mentiroso,  no  tratase  de  endosar  los  huesos 
de  la  tienda  persuadiéndola  de  que  perdía  plata  en  la  venta 
y  que  sólo  lo  hacia  por  ser  la  favorecida  quien  era,  con  tal 
que  no  divulgase  el  secreto  de  una  baratura  tan  ruinosa 
cuanto  excepcional;  mas  cuando  llegaba  el  caso  de  vender 
por  mayor,  entonces  sólo  recohralJki.  la  virtud  de  sus  fueros.  La 
verdadera  factura  iba  a  la  caja;  la  que  me  sirvió  para  la 
Aduana,  por  ser  ésta  su  único  destino,  había  caminado  ya 
para  otra  parte,  y  sólo  aquella  de  abultados  precios  se  mas- 
traba  a  los  ojos  del  comprador,  a  quien  se  le  vendía  por  es- 
pecial favor,  perdiendo  plata,  al  precio  de  factura. 

Aunque  de  tendero  a  médico  va  trecho,  mi  afición  a  las 
ciencias  naturales  estrechó  tanto  la  distancia  que  mediaba 
entre  estas  dos  facultades,  que  asi  vendía  zalamero  y  oficio- 
so mis  huesüj  tenderiles,  como  vendía  grave  y  satisfecho  de 
mi  saber  mis  doctísimas  recetas;  cuidándome  poco,  como  lo 
hacen  muchos,  de  averiguar  si  ellas  podrían  o  no  tornarse  en 


RECUERDOS     DEL    PASADO  135 

verdaderos  pasaportes  para  la  otra  vida.  Si  el  enfermo  se  iba, 
los  dolientes  y  el  médico  exclamaban:  "los  días  son  contados, 
¡quién  se  opone  a  la  voluntad  de  Dios!"  Mas,  si  el  enfermo, 
a  fuerza  de  luchar  contra  los  aliados  médico  y  boticario,  lle- 
gaba a  sanar,  como  también  sucede  en  los  lugares  donde  hay 
médicos  y  protomédicos,  nadie  se  acordaba  de  la  voluntad  de 
Dios,  sino  de  la  sabiduría  del  experto  esculapio  en  cuyas  ma- 
nos se  había  puesto  el  venturoso  enfermo. 

A  nadie  cobré  visitas,  porque  no  tenia  a  mi  disposición 
un  protomedicato  que  apoyase  mis  arbitrarios  precios;  pero 
en  cambio  cobré  ingratos,  cosa  que  a  los  médicos  recibidos 
no  acontece,  por  la  sencilla  razón  de  que  el  vendedor  de  una 
especie  sólo  puede  hacerse  de  enemigos,  porque  vende  gato 
por  liebre,  pero  nunca  de  ingratos.  La  ingratitud,  como  bien 
a  las  claras  lo  dice  la  palabra,  sólo  nace  de  servicios  gratui- 
tos, ¿y  cuántos  son  ios  servicios  gratuitos  que  en  general 
dispensan  a  la  doliente  humanidad  la  mayoría  de  los  escu- 
lapios, para  que  pomposos  asuman  como  lo  hacen  muchas 
veces,  el  título  de  humanos  por  excelencia? 

Pero  no  se  me  alboroten  por  lo  que  dejo  expuesto  los  legí- 
timos hijos  de  Hipócrates,  porque  la  ciencia  siempre  ha  ocu- 
pado para  mi  un  lugar  sagrado;  y  sólo  aludo  a  los  que,  em- 
bozándose en  ella,  dicen  que  venden  virtud,  cuando  sólo  ven- 
den interesados  servicios. 

El  médico  en  general,  si  busca  nombradla,  es  más  por  el 
provecho  pecuniario  que  de  ella  saca,  que  por  simple  gloria 
vana  y  sin  substancia;  y  si  con  frecuencia  se  embosca  tras  de 
lo  que  llamamos  humanidad  caritativa,  es  menos  por  hacer 
obras  gratuitas  de  misericordia,  que  por  acertar  el  tiro  de 
llenar  los  deberes  que  le  impone  el  precepto:  la  piedad  bien 
entendida  comienza  siempre  por  casa.  Yo  no  los  critico  por 
lo  que  hacen  —  en  su  derecho  están — ,  sino  por  el  mérito  mo- 
ral que  ellos  atribuyen  a  sus  actos  y  por  lo  que  dejan  de  ha- 
cer para  merecerlo.  ¿Puede  vivir  el  médico  donde  no  haya 
enfermedades?  ¿No  son  las  enfermedades  que  afligen  a  la  hu- 
manidad, el  tesoro,  la  mina,  el  coche,  el  pan  y  la  educación 
de  los  hijos  del  profesor?  ¿Cómo  es  posible  entonces  que  ha- 
ya crédulos  que  se  imaginen  que  el  médico,  que  es  hombre 
como  todos  los  demás,  trate  de  destruir  o  de  disminuir  do- 
lencias, que  son  el  tesoro,  la  mina,  el  coche,  el  pan  y  la  edu- 
cación de  sus  hijos? 

Pero  ya  para  digresiones  basta  y  sobra  con  lo  dicho. 

El  ocio  del  mostrador  me  hizo  hojear  libros;  los  libros 
medio  renovaron  en  mi  alma  mi  antiguo  amor  a  las  letras; 
y  como  no  cabe  enamorado  de  las  letras  sin  garabatos,  ni 
hay  garabatos  de  esta  calaña  que  no  vayan  al  fin  y  al  cabo 


136  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

a  rematar  a  la  imprenta  para  pasar  de  allí  a  servir  de  en- 
voltorio de  drogas  en  las  boticas,  sucedió  que,  atribuyendo 
mis  malas  andanzas  a  lo  errado  de  mi  vocación,  me  sugirió 
el  mal  genio  que  me  perseguía,  la  tonta  idea  ae  emprender 
la  regeneración  de  mi  escuálido  bolsillo  por  el  florido  ca- 
mino de  las  letras,  y  sin  más  esperar  me  metí  a  escritor  pú- 
blico. 

Para  dar  a  mis  primeros  ensayos  crédito  y  nombradla, 
quise  echarla,  como  lo  hacen  los  médicos,  de  hombre  más 
ocupado  del  bien  ajeno  que  del  propio  suyo,  y  remití  a  un 
diario  santiagueño,  de  alguna  fama  entonces,  un  tremendo 
articulo,  en  el  que  se  probaba  hasta  la  evidencia  que  un  cura 
campesino,  de  cuyo  nombre  no  quiero  acordarme,  en  vez  de 
dar  ejemplo  a  su  grey  de  pureza  y  de  honradez,  estaba  falsi- 
ficando la  firma  del  prelado  para  los  efectos  de  cobrar  ma- 
yores derechos  que  aquellos  que  designaba  la  tarifa  pa- 
rroquial . 

Esperaba  yo  contento,  tras  mi  molestoso  mostrador,  el 
título  de  repórter,  o  por  lo  menos,  aplausos  que  me  lo  hicie- 
sen merecer,  cuando  me  llegó  la  noticia  de  que  mi  articulo 
había  sido  acusado,  y  pocos  días  después  la  de  mi  condena  en 
primer  grado,  la  cual  me  imponía  una  multa  superior  a  mis 
escasas  fuerzas.  En  vano  me  trasladé  a  Santiago,  llevando 
por  tardía  justificación  de  cuanto  había  escrito  contra  el  cu- 
ra, un  cascarón  de  la  pared  de  la  iglesia  del  curato  en  el  cual 
estaba  pegada  la  malhadada  tarifa  falsificada.  El  modesto 
y  pundonoroso  prelado,  mi  buen  tío  don  Manuel  Vicuña,  cu- 
ya memoria  venero  a  pesar  de  esto,  oída  mi  doliente  exposi- 
ción, se  contentó  con  apartar  de  su  vista,  con  horror,  el  raro 
documento  qus  yo  le  presentaba,  y  con  despedirme,  dicién- 
dome: 

— ¡Hijo  mío,  no  me  pesan  a  mí  tanto  mis  pecados,  cuan- 
to me  pesa  el  que  te  hayan  enviado  a  educar  a  Francia! 

No  hubo  más  que  replicar;  pagué,  callé  y  me  fui  can  la 
música  a  otra  parte. 

¿Qué  me  quedaba  que  hacer?  Pasado  el  primer  aturdi- 
miento, mi  contrariada  pero  nunca  vencida  imaginativa  no 
tardó  en  indicarme  el  camino  de  las  minas.  Me  hice,  pues, 
minero.  Hice  pedidos  de  vetas  levantándome  el  falso  testi- 
monio de  ser  minero  de  profesión,  como  lo  hacen  tantos  que 
no*  han  visto  minas  en  su  vida,  y  echándome  por  esos  cerros 
de  Dios  en  busca  de  lo  que  no  había  perdido,  ya  me  cansaba, 
armado  de  bonete  y  de  culero,  de  tratar  de  resolver  entre  pi- 
ques y  frontones,  adivinanzas  a  obscuras,  cuando  mi  aviesa 
suerte,  que  no  se  cansaba  de  halagarme  para  volverme  en  lo 
mejor  la  espalda,  me  hizo  encontrar  en  el  obscuro  fondo  de 
un  viejo  laboreo  de  la  mina  del  Sauce,  en  los  cerros  costinos 


RECUERDOS    DEL    PASADO  137 


de  la  vieja.  Colchagua,  esto  que  llaman  los  mineros  colados 
un  ¡asiento  de  candelero!  Aquí  de  mi  alegría,  aquí  del  justo 
presumir  del  contratiempo  que  con  mi  inesperada  fortuna 
iban  a  experimentar  cuantos,  por  pobre,  me  habían  despre- 
ciado. El  oro  en  todas  partes  es  juventud,  es  talento,  es  her- 
mosura; tenía  yo,  pues,  motivos  para  congratularme. 

En  el  fondo  de  la  obscura  y  húmeda  labor,  en  la  cual  se 
acababa  de  dar  el  último  brocazo  que  me  hacía  poseedor  de 
aquel  tesoro  sólo  porque  lo  hice  despejar,  pasé  y  volví  a  pa- 
sar conmovido  el  humeante  candil  del  minero  por  el  frente 
de  la  roca  cuarzosa  cubierta  de  clavos  y  de  venas  de  oro  que 
parecían  asegurar  mi  fortuna.  Fué  aquel  un  momento  encan- 
tador, un  sueño,  pero  no  pasó  de  sueño.  La  riqueza  no  fué 
más  que  lo  que  estaba  a  la  vista  y  apenas  dio  para  los  gastos. 

En  los  primeros  momentos  del  engañoso  hallazgo,  el  ba- 
rretero había  contado  a  los  apires  de  cómo  el  patrón  se  en- 
contraba en  un  pozo  de  oro  a  mano;  los  apires  le  contaron  a 
los  peones,  éstos  a  los  pasajeros,  los  pasajeros  llevaron  abul- 
tadísima la  noticia  a  Curicó,  y  ésta  de  un  salto,  con  formas 
colosales,  se  trasladó  a  Santiago.  Pronto  comenzaron  los  re- 
galos de  los  indiferentes,  y  las  cartas  hasta  de  mis  más  de- 
cididos despreciadores  a  ejercer  su  adulador  oficio;  puesto 
que,  encontrándome  sentado  en  la  boca  de  la  mina,  triste  y 
convulso  por  mi  nuevo  chasco,  tuve  el  gusto  de  abrir  algunas 
en  cuyo  final  se  leían  estas  textuales  palabras: 

"Espero  que  el  exceso  de  su  merecida  fortuna  no  le  hará 
olvidar  a  sus  muchos  y  buenos  amigos,  entre  los  cuales  ha 
debido  usted  contar  en  primera  línea  a  este  su  afectísimo  y 
seguro  servidor". 

He  conservado  las  cartas  en  un  libro  de  tapas  negras  con 
el  título  de  "Desengaños". 

En  cuanto  a  los  regalos  de  bizcochuelos  y  de  pavos  me- 
chados mandados  por  personas  que  ni  siquiera  me  ofrecían 
antes  un  cortés  asiento,  a  medida  que  llegaban,  los  manda- 
ba arrojar  a  la  mina,  diciendo  al  conductor  por  única  res- 
puesta: Que  la  mina  daba  las  gracias  al  desinteresado  re- 
mitente. 

Terminada  mi  rápida  fortuna  como  los  cartuchos  de  los 
linajes  de  Cervantes,  anchos  arriba  y  en  aguda  punta  aba- 
jo, bajé  de  las  regiones  del  talento  al  antiguo  reinado  de  des- 
preciable tonto.  Pobre  además  para  poder  emprender  nego- 
cios compatibles  con  la  independencia  de  acción  que  siempre 
he  tratado  de  conservar,  y  sin  más  recursos  que  los  que  mi 
salud  y  mi  notable  actitud  para  sufrir  fatigas  corporales  me 
proporcionaban,  de  acuerdo  con  algunos  engorderos  me  lan- 
cé a  las  provincias  argentinas,  y  en  ellas,  ya  buscando  gana- 
dos, ya  sirviendo  de  intermediario  entre  los  negociantes  de 


138  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

una  y  otra  banda,  vagué  once  años  consecutivos  sin  más  des- 
cansos que  los  que  me  proporcionaron  un  improvisado  viaje  a 
Francia  y  tal  cual  visita  a  mi  olvidado  Santiago. 

Veintitrés  pasos  conozco  en  las  cordilleras  de  los  Andes; 
y  por  los  más  frecuentados  por  mí,  donde  puede  decirse  que 
vivía  ios  veranos,  no  recuerdo  las  veces  que  he  pasado.  Fue- 
ron éstos,  para  mis  asuntos  de  Salta,  Catamarca,  La  Rioja  y 
San  Juan,  los  pasos  de  Antofagasta,  San  Guillermo,  Doña 
Ana,  No  te  duermas  y  Agua  Negra;  y  para  los  de  San  Luis, 
Mendoza,  San  Carlos,  San  Rafael  y  los  malales  del  Payen,  en 
los  desiertos  patagónicos,  los  pasos  del  Portillo,  Leñas  Ama- 
rillas, Planchón,  Maule,  Longaví,  Canteras  y  Chillan. 

La  práctica  experiencia  que  mis  correrías  por  los  Andes 
me  ha  dejado,  me  induce  a  repetir  hasta  el  cansancio  cuan 
inútiles  o  por  lo  menos  cuan  inoficiosos  son,  para  precaver  el 
contrabando,  los  dichosos  resguardos  que  los  gerentes  de  la 
hacienda  pública  sostienen  en  los  pasos  o  boquetes  andinos, 
pues  no  hay  uno  solo  cuya  vigilancia  no  pueda  ser  fácilmente 
eludida.  Cuando  no  puede  evitarse  el  contrabando  en  pode- 
rosa escala,  como  sucede  en  Chile  con  el  del  tabaco,  la  razón 
económica  sólo  prescribe  dos  medios  de  precaver  su  inmora- 
lidad: o  rebajar  los  derechos  hasta  hacer  más  perjudicial  que 
provechoso  el  contrabando,  o  suprimirlos  por  completo.  Con 
el  primer  recurso  se  evita  un  gravamen  sin  compensación  al 
comerciante  honrado  y  se  niega  un  premio  dispensado,  sin 
quererlo,  al  que  no  lo  es.  Con  el  segundo  se  protege  una  in- 
dustria que  ha  muchos  años  debiera  ser  poderosa  fuente  de 
riqueza  para  Chile. 

Antes  de  pasar  adelante,  quiero  dejar  aquí  consignado 
un  hecho  presencial  que  ya  puede,  sin  inconveniente,  referir- 
se, hecho  que  enaltece  el  corazón  de  uno  de  los  más  acauda- 
lados, benéficos  e  industriosos  hijos  de  Chile,  y  que  agroga 
nueva  prueba  al  axioma  de  la  inconstancia  de  la  fortuna,,  pa- 
ra autorizarme  a  repetir  al  desgraciado:    ¡no  desmayes! 

Allá  en  tiempo  de  entonces  y  cuando  el  insigne  minero 
don  Zacarías  Nikson  trabajaba  en  Colchagua  las  minas  de 
oro  del  mentado  Millahue,  alojaba  no  muy  distante  de  los 
trapiches  del  opulento  "gringo",  en  una  modesta  heredad,  un 
honrado  y  silencioso  caballero,  blanco  como  yo,  de  los  bruta- 
les tiros  de  la  adversa  suerte.  Perseguido  por  sus  acreedores 
de  Santiago  y  obligado  a  malbaratar  lo  poco  que  le  quedaba 
para  honrar  su  firma,  golpeó  en  vano  este  infeliz  caballero 
las  puertas  de  los  Argomedo.  Calvo  y  Rencoret,  verdaderos 
Rothschild  que  monopolizaban  las  compras  de  ganados  de  la 
industriosa  aldea  de  Nancagua,  a  fin  de  conseguir  por  los  que 
arreaban  un  precio  equitativo;  porque  -entonces,  en  toda 
compraventa,  el  derecho  de  imponer  condiciones  sólo  corres- 


RECUERDOS     DEL    PASADO  139 

pondia  al  vendedor  bu.scado  y  janiá^j  al  vendedor  que  bu.sca- 
ba,  costumbre  que,  según  entiendo,  vive  y  reina  aún  en  los 
retoños,  como  vivía  y  reinaba  allá  en  los  troncos.  Nuestro 
apurado  vendedor,  colocado  entre  el  salteo  y  la  cárcel  por 
deudas,  no  sabía  ya  dónde  dar  con  la  cabeza,  cuando  el  aca- 
so, padre  de  inesperadas  soluciones,  vino  a  abrirle,  ya  que  no 
una  puerta,  siquiera  una  ventana  por  donde  poder  escapar. 

Florecía  entonces  en  Nancagua  aquella  simpática,  cono- 
cida e  industriosa  señora  doña  Carmen  Gálvez,  cuyos  incom- 
parables alfajores  paladeaban  con  encanto  los  provinciales 
de  los  conventos  y  acaudalados  hijos  de  la  culta  Santiago. 
Esta  señora,  que  por  ser  pobre  era  caritativa,  dolida  de  las 
cuitas  del  atribulado  vendedor  de  animales,  le  encaminó  con 
una  fina  carta  de  recomendación  al  vecino  fundo  de  Boldo- 
mávida,  donde,  según  ella,  residía  un  joven  que,  aunque  afran- 
cesado, tenía  más  corazón  que  cabeza. 

Una  mañana,  después  de  darle  vuelta  al  campo,  porque 
no  hay  campos  más  dados  vueltas  que  los  chilenos,  encontrá- 
bame pasando  el  sol  en  el  corredor  de  las  casas  de  Boldomá- 
vida,  fundo  que  corría  entonces  a  cargo  mío,  cuando  acerté 
a  ver  que  por  la  puerta  del  patio  entraba,  sobre  miseras  ca- 
balgaduras, un  huaso  acaballerado  seguido  de  un  muchachi- 
to que  parecía  servirle  de  asistente.  El  que  hacía  de  amo 
era  un  mozo  más  que  sobresaliente,  de  mediana  estatura,  de 
pelo  negro,  de  pálido  semblante  y  al  parecer  de  robusta  cons- 
titución. Su  vestido,  bien  que  aliñado,  no  encubría  la  po- 
breza que  en  alto  pregonaban  el  rocinante,  los  pellones  de 
la  montura  y  la  ausencia  de  aquellas  mentadas  copas  de  ale- 
gría que,  a  la  par  con  los  enormes  rodajones  de  las  espuelas 
de  plata,  constituían  entonces  los  arreos  del  huaso  acau- 
dalado. Fué  el  saludo  del  recién  llegado  más  bien  tímido  que 
desembarazado;  pero  como  entre  el  recomendado  de  la  Gálvez  y 
yo  no  cabía  etiqueta,  no  tardamos,  sentados  en  el  mismo  ban- 
co, en  comenzar  a  departir  como  podían  hacerlo  antiguos 
conocidos.  Contóme  lo  que  le  pasaba,  dijome,  además,  que 
viéndoles  algunos  precisado  a  vender,  aprovechando  la  oca- 
sión se  le  ofrecían  seis  pesos  por  la  vaca  seca,  siete  por  la 
parida,  y  por  el  buey  nueve;  que  él  no  venia  a  pedirme  más 
por  su  ganado,  pues  sólo  deseaba,  ya  que  era  preciso  sacrifi- 
car, que  el  sacrificio  redundase  más  bien  en  favor  de  un  mo- 
desto trabajador  que  en  el  de  ricos  descorazonados.  Halagado 
cuanto  conmovido,  después  de  una  corta  pausa,  le  dije:  ¿le 
parecerían  a  usted  mal  siete,  ocho  y  medio  y  doce  pesos?  Se- 
ñor, me  contestó,  eso  es  hasta  más  de  lo  que  puedo  desear. 
Pues,  entonces,  le  dije,  el  ganado  es  mío;  y  como  él  se  dispu- 
siese a  marchar  por  él,  le  supliqué  que  honrase  mi  al<muerzo 


140  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

con  SU  presencia  antes  de  lodo.  Hizosc  asi,  y  como  yo  repa- 
rase que  al  acompañarme  al  comedor,  vuelta  la  cara  con  ca- 
riño hacia  su  ayudante,  le  dijese:  póngase  por  alli  a  la  som- 
brita  no  más.  que  luego  nos  iremos;  di  orden  ai  mayordomo 
de  patio  para  cuidar  de  los  caballos  y  para  conducir  al  iiiño 
a  almorzar  a  la  cocina. 

Quiero  ser  breve;  entregado  del  ganado  al  día  siguiente, 
tuve  el  gusto  de  regalar  a  mi  extraño  vendedor  de  animales 
un  par  de  pantalones  de  ante,  que  aunque  usados,  podían  pa- 
sar por  decentes  al  lado  de  los  de  raido  casimir  que  él  traía 
puestos.   Recibió  mi  amable  huésped  ese  misero  regalo,  con 
la  demostración  del  más  puro  agradecimiento,  y  al  darme  el 
abrazo  de  su  despedida,  me  pareció  sentir  sobre  mi  pecho  los 
latidos  de  un  corazón  conmovido.   Desde  ese  día  le  perdí  de 
vista.  Pasaron  años  y  más  añoj,  y  ya  mi  memoria  no  conser- 
vaba del  tal  vendedor  de  ganados  ni  el  más  mínimo  rastro, 
cuando  corriendo  el  año  1860  y  estando  yo  firmando  el  des- 
pacho ordinario  de  la   Intendencia   de   Concepción,   llamóme 
repentinamente  la  atención  tal  ruido  de  asientos  aportados 
y  de  corteses  arrastraduras  de  pies  que  hacían  los  empleados 
subalternos  en  la  vecina  sala,  que  al  preguntar  incómodo  lo 
que  aquel  movimiento  significaba,  vi  a  mi  secretario  que,  sa- 
ludando con  respeto,  introducía  en  la  sala  del     despacho  al 
opulento  señor  don  Matías  Cousiño.    Yo  que   desde     mucho 
tiempo  antes  de  mi  salida  de  Europa  conocía  de  fama  la  im- 
portancia del  papel  que  el  señor  don  Matías  representaba  en 
Chile,  me  alzaba  de  mi  bustaca  para  recibirle  conforme  a  sus 
merecimientos,  cuando  él,  con  el  más  cariñoso:   "permítame, 
señor  don  Vicente,  que  le  abrace",  me  echó  los  brazos  con  efu- 
sión al  cuello.  Confieso  que  tan  inesperada  manifestación  me 
dejó  suspenso.   ¿Cuándo  he  tratado  yo  a  este  amable  caballe- 
ro, para  que  asi  se  manifieste  conmigo?  ¿Qué  he  hecho  yo  por 
él,  dónde,  cómo?  ¿No  habrá  en  todo  esto  alguna  lamentable 
equivocación? 

La  misma  incertidumbre  refrescó  mis  recuerdos.  Aquel 
emocionado  abrazo  cuya  causa  no  atinaba  a  descubrir,  no  era 
el  primero  que,  con  calidad  de  idéntico,  tenía  recibido  en  el 
curso  de  mi  vida;  otro  igual  me  había  sido  dado  años  antes 
por  un  pobre  huaso  a  quien  había  yo  regalado  un  par  de  pan- 
talones usados  de  ante,  en  época  para  él  angustiosa. 

— Vengo  quejoso  contra  usted,  fueron  las  primeras  pala- 
bras que  me  dirigió  aquel  Creso  chileno,  por  sus  riquezas  y 
muy  superior  al  romano  por  sus  virtudes.  Al  natural,  ¿por  qué?, 
de  mi  solícita  respuesta,  me  contestó  con  cariñosa  seriedad: 
porque  ya  van  para  cuatro  meses  que  usted  volvió  a  Chile,  y 
por  no  querer  cobrarme  lo  que  le  debo,  sigue  usted,  a  pesar 
suyo,  esclavo  de  los  destinos  públicos.   —  Válgame  Dios,  se- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  141 

ñor  don  Matías,  repuse,  ¿deberme  usted  algo  a  mi?  —  Y  qué 
trascordado  está  usted,  contestó;  voy  a  ver  si  puedo  refrescar 
su  memoria;  y  cogiéndome  amistosamente  la  mano,  se  ex- 
presó de  tal  modo,  que  me  hizo  reconocer,  aunque  con  ver- 
güenza mia,  que  yo  fui  aquel  de  la  dádiva  de  los  calzones  de 
ante  y  él  el  que  los  había  recibido. 

Excuso  referir  cuánto  hizo,  desipués  de  esta  entrevista, 
aquel  noble  y  agradecido  corazón  en  obsequio  del  antiguo  re- 
partidor de  ropa  usada,  para  limitarme  a  decir  que  he  consi- 
derado ineludible  conmemorar  este  corto  episodio  de  mi  vida, 
para  que  pueda  completarme  con  él  el  cuadro  de  las  relevan- 
tes prendas  que  adornaron  al  incansable  servidor  de  la  indus- 
tria y  del  comercio  patrios,  a  don  Matías  Cousiño,  para  quien 
la  presencia  del  que  le  conoció  pobre,  muy  lejos  de  afrentosa, 
era  un  elogio,  lo  que  nunca  acontece  entre  vulgares  corazones. 


CAPITULO  IX 

Revoluciones. —  Guerra  de  Santa  Cruz. —  Fusilamiento  en  Cu- 
rico. —  Lo  que  cuesta  viajar  sin  pasaporte. —  A  lo  que  ex- 
pone una  mentira  aunque  sea  a  tiempo. —  Lance  a  San 
Carlos  y  mi  juga  para  La  Rioja. —  Riquezas  naturales  que 
se  encuentran  entre  San  Carlos  y  Famatina. —  Momias. — 
Petrificaciones. —  Chilecito  de  Famatina. —  Comercio  en 
Chile. —  Precios  de  los  ganados. —  Tabaco  y  su  contraban- 
do.—  Falsa  designación  de  un  solo  tronco  a  las  cordille- 
ras.—  Errores  del  geógrafo  Napp  sobre  la  elevación  y  ba- 
se de  los  Andes. —  Lo  que  vale  pintar  santos. —  Desastro- 
so regreso  a  Chile. 

Mal  hubieran  cumplido  los  pueblos  americanos  con  la 
mente  que  les  impulsó  a  correr  los  azares  de  la  sangrienta  lu- 
cha que  dio  por  resultado  su  «mancipación  política,  si  des- 
pués de  despedazar  el  yugo  de  Castilla  hubiesen  permaneci- 
do estacionarios. 

Aquel  grande  acto  aconsejado  por  la  razón,  por  la  justi- 
cia y  por  los  más  sanos  principios  de  la  ley  natural,  tenía  dos 
forzosas  fases:  el  triunfo  en  la  lucha  y  la  organización  en  la 
independencia;  entidades  ambas  que  debían  completarse  en- 
tre sí  y  formar  juntas  un  todo  indivisible. 

Ya  las  repúblicas  hermanas  habían  entrado  de  lleno  en 
la  segunda  fase,  aunque  por  una  desgracia  de  sencilla  expli- 
cación, ostentaban  todavía  el  espectáculo  conmovedor  de 
desastrosas  guerras  intestinas,  en  las  cuales  luchaba  cuerpo 
a  cuerpo  el  patriotismo  organizador  más  o  menos  exagerado 
contra  las  exigencias  avasalladoras  del  patriotismo  del  solda- 
do. Y  no  podía  ser  de  otro  modo,  atendido  el  carácter  y  las 
tendencias  generales  del  corazón  humano. 

Muy  recién  entradas  en  la  carrera  de  naciones  indepen- 
dientes, y  sin  más  antecedentes  preparatorios  para  ocupar  con 
debida  dignidad  tan  alto  puesto,  que  aquellos  que  les  dio  el 
triunfo  obtenido  contra  las  tropas  peninsulares,  era  natural 
que  los  victoriosos  guerreros  proclamados  Padres  de  la  Pa- 
tria pretendiesen  los  honores  de  organizadores  y  aun  de  je- 
íes  supremos  de  Jos  Estados  que  debían  a  sus  esfuerzos  su 


144  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 


temprana  existencia .  Mas,  como  los  calificados  militares  eran 
tantos,  y  no  fuese  posible  crear  un  Estado  aparte  para  cada 
uno  de  ellos,  ni  mucho  menos  tardar  niíis  tiempo  que  el  co- 
rrido entrar  en  pleno  goce  de  las  imprescindibles  garantías 
soaiales  que  aseguran  al  individuo,  junto  con  la  vida,  la  li- 
bertad y  la  hacienda,  los  pueblos,  sin  desconocer  los  méri- 
tos de  .su.s  guerreros,  solicitaron  de  la  toga  y  de  la  pluma  lo 
que  no  les  era  dado  conseguir  de  la  rústica  espada  del  .solda- 
do, por  templada  y  gloriosa  que  ella  fuese.  De  aquí  la  lucha 
fratricida  que  hasta  ahora  se  perpetúa  en  algunos  Estados 
republicanos,  y  de  aquí  los  trastornos  que  todavían  hacen 
■creer  a  muchos  ilusos  europeos,  que  la  voz  República  sea  el 
genuino  y  único  sinónimo  de  la  voz  Revolución. 

El  motín  militar  del  Callao  encabezado  por  Salaverry  el 
año  de  1835  contra  el  presidente  Orbegoso,  había  atraído  al 
año  siguiente  sobre  el  Perú  la  sangrienta  intervención  del 
Pi-esídente  de  Bolivia,  don  Andrés  Santa  Cruz.  Tiempo  ha- 
cía que  este  jefe  ambicioso  y  sagaz  maduraba  la  idea  de  do- 
tar al  país  mediterráneo  que  gobernaba,  con  una  salida  ma- 
rítima que,  poniéndole  en  contacto  más  directo  con  el  mundo 
mercantil,  facilitase  el  expendio  de  los  ricos  y  variados  pro- 
ductos de  su  precioso  suelo. 

Habíasele,  pues,  presentado  propicia  ocasión  para  el  lo- 
gro de  sus  deseos;  pero,  mal  aconsejado  por  la  ambición,  tuvo 
el  desacierto  de  elegir  entre  los  muchos  arbitrios  de  que  siem- 
pre dispone  un  vencedor,  el  único  que  podía  alarmar  al  veci- 
no Chile,  al  ver  que  se  alzaba  de  repente  en  su  propia  fronte- 
ra el  poderosísimo  Estado  que,  con  el  nombre  de  Confedera- 
ción Perú-Boliviana,  resucitaba  al  antiguo  Perú  con  todo  el 
poderío  que  a  su  extensión  y  a  sus  riquezas  les  correspondía 
sobre  los  demás  Estados  del  Pacífico. 

Este  motivo  y  otros,  que  por  muy  narrados  por  competen- 
tes plumas  excuso  repetir,  ocasionaron  la  declaración  de  gue- 
rra hecha  a  Santa  Cruz  por  el  Gobierno  ciiileno  el  26  de  di- 
ciembre de  1836,  declaración  a  la  cual  el  orgulloso  boliviano 
contestó  un  mes  después  con  la  pública  y  solemne  erección 
del  nuevo  Estado,  cuya  existencia  rechazaba  la  política  chi- 
lena. 

Para  consolidarle,  conjurando  al  mismo  tiempo  la  tor- 
menta que  le  amenazaba  desde  el  sur,  contaba  el  astuto  San- 
ta Cruz  con  sus  antiguas  relaciones  en  Chile,  con  el  descon- 
tento de  los  vencidos  restos  del  partido  pipiólo,  y,  sobre  todo, 
con  el  indignado  militarismo,  al  que  el  genio  organizador  del 
insigne  hombre  de  Estado  don  Diego  Portales  había  asesta- 
do, no  hacía  mucho  tiempo,  un  golpe  mortal.  Con  semejan- 
tes elementos  de  trastornos  políticos  en  su  propio  seno,  obli- 
gado Chile  a  recorrer  en  el  extranjero  los  azares  de  una  gue- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  145 


rra  inesperada,  para  asegurar  su  amenazado  porvenir,  y  a 
sostener  a  todo  trance  la  paz  en  el  hogar,  nada  tiene  de  ex- 
traño que  el  año  de  1837  principiase  su  curso  con  los  tristes 
atavíos  de  guerra  en  el  extranjero,  de  estados  de  sitio  y  de 
consejos  de  guerra  permanentes  en  el  interior. 

A  Mortales,  a  ese  padre  de  la  moderna  patria,  que  por  mal 
comprendido  era  entonces  tan  detestado  cuanto  venerada  fué 
su  memoria  después  hasta  por  sus  más  encarnizados  enemi- 
gos, se  debieron  esas  medidas  de  insólito  rigor  y  de  firmeza 
que  aplastaron  la  hidra  revolucionaria  en  cuantas  partes  se 
atrevió  a  alzar  su  antipatriótica  cabeza. 

Ese  genio  que  pagó  con  sus  riquezas  y  con  su  propia  vida 
la  merecida  fama  de  que  hoy  goza,  había  exclamado  en  un 
momento  de  abnegada  exaltación: — Si  mi  padre  se  metiese 
a  revolucionario,  a  mi  mismo  padre  haría  fusilar.  Portales 
nunca  prometió  hacer  lo  que  no  tenía  ánimo  de  cumplir. 

Estábamos,  pues,  en  plena  época  de  terror,  cuando,  dejan- 
do a  mis  sirvientes  el  cuidado  de  hacer  repechar  cordillera 
adentro  los  ganados  que  conducía  a  Chile  desde  San  Luis,  me 
adelanté  para  llegar  a  Curicó,  capital  de  la  antigua  provin- 
cia de  Colchagua,  que  gobernaba  entonces  en  calidad  de  in- 
tendente, el  conocido  y  eminente  escritor  americano  don  An- 
tonio José  de  Irisarri. 

Al  entrar  en  la  plaza  principal  de  este  pueblo,  plaza  que 
más  parecía  potrero  que  otra  cosa  por  su  desgreño,  en  la  cual, 
como  en  todas  las  demás  aldeas  rurales  de  Chile,  sólo  se  veía 
una  pobre  iglesia  parroquial,  una  sucia  cárcel,  tal  cual  edifi- 
cio de  mezquino  aspecto,  y  por  todo  adorno  de  su  empastado 
piso,  una  angosta  vereda  de  menudas  piedras,  que,  formando 
crucero,  así  servía  para  evitar  el  fango  del  invierno  como  el 
polvo  del  verano,  encontré  tanta  gente  reunida,  que,  excitada 
mi  curiosidad,  no  pude  menos  de  detenerme  a  averiguar  el 
motivo  de  tan  inusitada  concurrencia.  Más  me  hubiera  va- 
lido pasar  de  largo,  pues  nunca  me  imaginé  que  a  mi  llega- 
da a  Chile,  lo  primero  que  había  de  llamar  mi  atención  fue- 
se ¡un  patíbulo!  Observé  con  horror  que  la  gente  se  agrupa- 
ba, mustia  y  silenciosa,  al  frente  de  tres  banquillos  que,  cus- 
todiados por  algunos  granaderos,  iban  a  servir  en  aquel  ins- 
tante de  funesto  y  último  asiento  en  la  vida  a  otros  tantos 
distinguidos  caballeros  que  un  implacable  y  brutal  consejo  de 
guerra  había  condenado  el  día  anterior  a  ser  pasados  por  las 
armas. 

Conatos  revolucionarios,  que  tal  vez  hubiera  podido  ani- 
quilar la  reclusión  o  el  destierro,  iban  a  llevar  al  patíbulo  im- 
pulsados por  la  mano  de  hierro  de  esto  que  llamamos  justicia 
humana,  a  los  conocidos  vecinos  don  Manuel  Barros,  don 
Faustino  Valenzuela  y  don  Manuel  José  Arriagada. 


14G  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Al  toque  de  las  diez,  la  corneta  di^l  destacamento  de  gra- 
naderos, guardia  privada  del  jefe  de  la  provincia,  anunció 
con  su  habitual  y  destemplado  acento  la  llegada  del  momen- 
to supremo,  y  un  instante  después,  cargados  de  grillos  y  ro- 
deados con  el  aterrador  aparato  de  costumbre,  aparecieron  en 
la  portada  de  la  cárcel  las  victimas  cuya  muerte  iba  a  anegar 
en  llanto  y  cubrir  con  la  negra  túnica  del  luto  a  tantas  ino- 
centes familias. 

Lleno  de  espanto  y  el  corazón  henchido  de  tristeza,  pi- 
qué convulso  los  ijares  de  mi  caballo,  volvi  las  riendas  y  me 
lancé  al  galope  hacia  la  casa  de  Labarca;  mas,  aún  no  había 
llegado  a  ella  cuando  un  estruendo  de  fusilería  anunció  al 
pueblo  consternado  el  sangriento  desenlace  de  este  funesto 
drama.  -      *l 

Variados  e  incoherentes  son  los  lances     del  tragicómico 
drama  de  la  vida  humana  que  con  tanto  afán  representamos. 
Marchaba  lleno  de  alegría  a  terminar  un  simple  negocio  mer- 
cantil, y  tuve  que  atravesar,  para  llegar  a  mi  destino,  por  en- 
tre el  horror  que  infunde  y  las  lágrimas  que  arranca  el  fúne- 
bre aparato  de  un  cadalso  político.  Cinco  días  después,  sobre 
aquella  espantable  decoración  y  sus  tétricos  atributos,  habla 
ya  caído  otro  telón  que  representaba  la  más  imponente  y  vir- 
gen naturaleza.    La  inmensa   meseta  de  los  Andes,     aquella 
blanca  sábana  de  heladas  alturas  que  se  extiende  dilatada  y 
resplandeciente   en  la  región  del  norte  del  elevado  pico  del 
Planchón,  reemplazaba   la   estrecha  y  mustia  plaza   del  ate- 
morizado Curicó.   La  marcha  acompasada  del  adusto  solda- 
do verdugo  había  cedido  su  lugar  a  las  desordenadas  carre- 
ras y  encontrones  de  jinetes  ocupados  en  apartar  ganado,  y 
el  lastimero  acento  del  sacerdote  que  exhorta  a  bien  morir, 
a  la  grita'  atronadora  y  la  algazara  del  diestro  huaso,  cruzan- 
do en  su  corcel  como  un  celaje  tras  el  ganado  bravio,  las  li- 
bres planicies  de  la  sierra.    ¡Así  va  el  mundo!  Los  lances  su- 
ceden a  los  lances,  y  tras  éstos  llegan  otros  nuevos,  hasta  que 
carga  al  fin  con  el  cómico  y  con  el  espectador,  quien  carga 
siempre  con  todo  lo  creado. 

En  la  época  a  que  me  refiero,  aún  no  se  habían  habili- 
tado los  boquetes  cordilleranos  del  sur  para  la  libre  interna- 
ción de  ganados  argentinos.  Aquellos  que  se  importaban,  que 
eran,  sin  embargo,  muchos,  porque  son  siempre  inútiles  las 
prohibiciones  que  pueden  eludirse  sin  peligro,  se  traían  a 
hurto  de  la  autoridad  local.  Al  vendedor,  que  nada  tenía  que 
hacer  en  Chile,  incumbía  poner  las  reses  en  cargadero,  y  al 
comprador  residente,  el  correr  con  lo  demás. 

Terminadas  el  20  de  abril  mis  operaciones  de  vender  ga- 
nados en  los  corralones  que  forman  las  antiguas  lavas  del  Pe- 
teroa,  dejé  mi  gente  a  los  compradores  para  que  les  ayudasen, 


RECUERDOS    DEL    PASADO  147 

y  acompañado  de  un  solo  sirviente,  emprendí  apresurado  via- 
je hacia  el  boquete  de  las  Yaretas,  para  que  la  primera  ne- 
vazón tempranera  que,  cerrada  y  obscura,  se  extendía  ame- 
nazadora sobre  aquellas  áridas  alturas  no  me  cerrase  el  paso; 
y  ya  pisaba  contento  las  primeras  aparragadas  verduras,  que 
como  manchas  se  encuentran  aquí  y  allí  diseminadas  en  las 
faldas  orientales  de  la  cordillera,  cuando  vino  a  turbar  y  a 
cortar  el  hile  de  mis  alegres  ilusiones  mercantiles  el  aspecto 
de  cinco  sabanillas  lacres,  guardias  volantes  de  los  volantes 
resguardos  de  ultra  cordillera.  Eran  en  general  los  tales  sa- 
banillas lacres,  llamados  así  por  usar  vestuario  de  bayetilla 
de  color  simbólico  de  sangre,  los  soldados  federales  de  San 
Juan  y  de  Mendoza,  tunantes  de  tomo  y  lomo,  cuya  arbitra- 
ria jurisdicción  en  aquella  época  los  hacía  tanto  más  temi- 
bles cuanto  más  distantes  se  encontraban  de  los  centros  de 
población. 

Acercáronse  a  mí  armados  de  lanza,  y  cuando  les  dije, 
que  iba  a  Chile,  me  pidieron  el  pasaporte.  Desgraciadamente, 
la  impresión  que  me  habían  dejado  en  -el  alma  los  recientes 
fusilamientos  en  Curicó,  los  cortos  instantes  que  estuve  en 
Chile,  y,  sobre  todo,  la  urgencia  de  despachar  mis  ganados 
antes  que  me  sorprendiesen  las  nieves,  ni  siquiera  me  habían 
dado  lugar  para  pensar  en  solicitar  de  las  autoridades  chile- 
nas tan  estúpido  papelucho:  y  esta  omisión  de  trámite,  no  só- 
lo vino  a  concluir  con  todas  mis  ilusiones,  sino  que  llegó  a  es- 
tar a  punto  de  hacerme  perder  la  misma  vida. 

No  sólo  en  Chile  reinaba  la  época  del  terror  por  causas 
políticas.  La  desconfianza  y  el  asesinato,  la  inseguridad  y 
el  patíbulo,  eran  en  las  provincias  argentinas  la  peste  asola- 
dora  que,  alimentada  por  el  fogoso  espíritu  de  los  dos  opues- 
tos partidos,  Unitaric  y  Federal,  todo  lo  avasallaba;  y  si  en 
Chile  revestían  los  patíbulos  togas  legales,  raras  veces  se  dis- 
pensaba en  la  otra  banda  a  la  brutal  cuchilla  del  verdugo  ese 
triste  disfraz. 

Los  horrores  de  aquella  guerra  fratricida  habían  obliga- 
do a  buscar  asilo  fuera  del  país  a  multitud  de  calificados  ar- 
gentinos, los  cuales,  pugnando,  como  era  natural,  por  volver  a 
su  patria,  no  perdonaban  ocasión  de  hostilizar  a  sus  perse- 
guidores políticos,  ya  con  sus  escritos,  ya  con  sus  intrigas,  o 
ya  con  cuantos  medios  les  permitía  echar  mano  la  impoten- 
cia a  que  estaban  reducidos. 

Era,  pues,  preciso  pisar  muy  precavido  en  aquellos  terre- 
nos, porque  de  la  sospecha  a  un  mal  juicio,  y  de  éste  al  pa- 
tíbulo o  a  la  completa  confiscación  de  bienes,  no  había  más 
que  un  solo  paso. 

Rosas,  cuyo  poder  había  quedado  sin  contrapeso  con  la 
violenta  muerte  de  aquel  Quiroga  que  por  sus  atrocidades  me- 


148  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


recio  el  nombre  ele  Tigre  de  las  Pampas,  sólo  había  conserva- 
do al  frente  de  cada  una  de  las  provincias  o  Estados  sobre  los 
cuales  ejercía  .su  diclatürial  poder,  a  los  más  ciegos  y  feroces 
instrumentes  de  su  absoluta  voluntad,  y  en  Mendoza,  bien 
que  con  el  especioso  título  de  general  de  la  frontera  del  Sur 
en  San  Carlos,  gobernaba  Aldao. 

Era  éste  aquel  terrible  y  obeso  fraiión  franciscano  cuyo 
sanguinario  arrojo  había  a  todos  espantado  cuando,  en  ca- 
lidad de  segundo  capellán  del  ejército  de  los  Andes,  al  man- 
do del  general  San  Martín,  se  presentó  al  coronel  Las  Heras, 
bañado  en  sangre  vertida  por  su  propia  mano  en  el  encuen- 
tro de  la  Guardia  Vieja,  camino  de  Uspallata. 

Sátiro  arrojado  y  brutal  en  sus  primeros  años,  granadero 
feroz  y  sanguinario  después,  un  verdadero  amor,  ¡quién  lo 
creyera!,  había  dominado  a  aquella  fiera,  y  tranquilo,  aunque 
mal  casado,  hubiera  permanecido  en  Chile  sí,  según  lo  he  oído 
de  su  propia  boca,  la  curia  eclesiástica  no  le  hubiese  lanzado 
de  nuevo  en  aquel  mar  de  aventuras,  en  el  que  había  consu- 
mido ya  los  dos  primeros  tercios  de  su  borrascosa  vida. 

La  vejez,  cuando  ocupó  el  mando  de  la  frontera  del  Sur, 
había  ya  gastado  su  energía,  y  trocado  en  el  año  de  1837  aquel 
valor  de  probado  granadero,  que  a  todos  espantaba  en  sus 
primeros  tiempos,  en  la  timidez  de  la  más  injustificable  co- 
bardía. Temía  que  le  asesinasen;  de  todos  a  un  tiempo  des- 
confiaba, y  era  contado  el  desconocido  en  quien  no  creyese 
divisar  un  unitario. 

Puede  deducirse  el  mar  de  apuros  en  que  la  falta  de  pa- 
saporte me  lanzaba,  por  el  conocimiento  que  tenia  del  terre- 
no en  que  pisaba;  mas  de  éste,  como  de  tantos  otros  peligros 
que  he  corrido  en  el  curso  de  mi  vida,  debían  salviirme  la  se- 
renidad y  el  conocimiento  del  corazón  humano,  que  Iba  ha- 
ciéndoseme ya  familiar. 

Dije  a  mis  colorados  que  era  chileno,  negociante,  que  mi 
pasaporte  venía  sobre  la  ropa  del  baúl  en  la  carga  que  dejaba 
atrás,  por  creer  que  sólo  lo  necesitaría  en  San  Carlos,  donde 
pensaba  alojarme;  que  si  dudaban  de  mi  verdad,  porque  vi 
que  efectivamente  algo  sospechaban  de  ello,  allí  les  entrega- 
ba mis  llaves  para  que  en  cuanto  llegase  mi  carga  se  persua- 
diesen de  que  no  tenía  por  qué  engañarlos;  que  yo  entre  tan- 
to proseguiría  a  San  Carlos,  con  tal  que  ellos  me  hiciesen  el 
favor  de  no  demorarme  el  macho. 

La  ocasión  de  hacerse  de  algo  de  lo  ajeno  contra  la  vo- 
luntad o  el  conocimiento  de  su  dueño,  no  era  para  desperdi- 
ciar; a  lo  menos  así  lo  alcancé  a  traslucir  por  ciertas  guiña- 
das de  inteligencia  que  se  hicieron  entre  ellos  aquellos  honra- 
dos militares.  Mas  no  son  tan  sencillos  los  cuyanos  como  sue- 
le parecer.  Impusiéronme,  pues,  arresto,  bajo  la  custodia  de 


RECUERDOS     DEL     PASADO  149 

dos  de  ellos  hasta  la  llegada  de  la  carga,  y  los  tres  restantes, 
áin  acordarse  de  devolverme  mis  llaves,  prosiguieron  por  la 
senda  que  acababa  de  dejar,  a  seguir  cortando,  según  ellos 
dijeron,  nuevos  rastros. 

Confieso  que  en  el  primer  momento  me  creí  perdido.  Yo 
no  andaba  con  carga  ni  con  cosa  que  se  le  pareciese.  En  mi 
montura  llevaba  mi  cama,  y  en  las  alforjas  y  maletas  ligeras, 
llevábamos,  mi  sirviente  y  yo,  el  resto  del  equipaje.  ¡Adonde 
podía,  pues,  conducirme  mi  imprudencia!  ¡Adonde  mi  impro- 
visada mentira!  Era  evidente  que  a  poco  andar  habían  de  vol- 
ver despechados  aquellos  fariseos  y  también  que  mi  asunto  ya 
no  tenia  compostura .  En  este  aprieto  y  apurando  el  tiempo, 
no  me  quedó  más  recurso  que  buscar  en  ios  ojos  de  mi  fiel 
Manuel  un  amparo  que  ni  por  asomos  vislumbraba  en  mi  tur- 
bación. Manuel  me  comprendió;  y  una  botella  de  excelente 
anisado  que  sacó  de  las  alforjas  para  matar  mejor  el  tiempo, 
no  tardó  en  hacer  expansiva  y  cordial  la  conversación  entre 
los  cuatro  interlocutores,  que  un  mal  acaso  tenía  reunidos  en 
aquel   desierto. 

Manuel  Campos,  abnegado  sirviente  mío.  no  era  hombre 
vulgar.  Hijo  de  los  minerales  de  Apaita  y  antiguo  salteador 
en  los  cerrillos  de  Teño,  fué  Campos  aquel  atroz  bandido  que 
dio  tanto  en  que  entender  a  Urriola,  Intendente  de  Colcha- 
gua,  para  librar  a  su  provincia  de  semejante  bárbaro;  era 
además  sagaz  contrabandista,  y  el  más  diestro  baquiano  de 
cuantos  florecían  entonces  entre  el  mentado  Chilecito  de 
La  Rioja  y  los  malales  de  San  Rafael,  en  las  pampas  patagó- 
nicas. Habíale  yo  salvado  la  vida,  sin  conocer  quien  fuese, 
en  un  angustioso  trance,  y  este  servicio  que  hasta  las  fieras 
agradecen,  había  obrado  tal  transformación  en  las  tenden- 
cias de  su  extraviado  corazón,  que.  sin  dejar  de  ser  feroz  y 
atrevido  para  con  todos  los  demás  hombres,  era  suave,  cari- 
ñoso y  hasta  cobarde  para  conmigo. 

Llegados  los  alegres  bebedores  al  término  de  echar  bra- 
vatas y  de  contar  proezas,  una  expresiva  mirada  de  Manuel 
me  hizo  echar  mano  a  la  pistola  del  bolsillo  que  siempre  me 
acompañaba,  y  mientras  él,  lanzado  como  un  rayo  sobre  su 
inmediato  y  desprevenido  interlocutor,  le  oprimía  derribado 
contra  el  suelo  y  le  arrancaba  el  puñal,  yo  con  ademán  re- 
suelto ofrecí  a  su  sorprendido  compañero  una  onza  de  oro 
o  una  bala  por  sus  dos  caballos  ensillados.  Excuso  referir  el 
espanto  que  se  apoderó  de  estos  dos  infelices  agentes  del  po- 
der con  un  acto  de  agresión  tan  violento  cuanto  inesperado. 
Cerróse  el  trato  por  la  onza  de  oro,  y  un  momento  después, 
porque  no  había  un  solo  instante  que  perder,  acollarados  mis 
dos  caballos  de  tiro  y  los  dos  ensillados  que  nos  habían  con- 
ducido hasta  aquella  ratonera,  cabalgando  sobre  los  pilones 


150  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

que  acabábamos  de   comprar,  emprendimos  la  más   violenta 
fuga  que  la  necesidad  de  conservar  los  animales  de  remoni 
que  llevábamos  nos  permitió  adoptar  (1)  . 

Patentizóse  de  nuevo  aqui  adonde  puede  conducir  un  ac 
to  de  la  más  insignificante  impremeditación  en  ciertas  cir 
cunstancias  de  la  vida.  La  simple  omisión  del  trámite  del  pa 
saporte  me  obligó  a  mentir,  la  mentira  produjo  mi  arresto,  el    \ 
arresto  casi  me  condujo  al  crimen,  y  el  acto  que  dio  margen    ! 
a  mi  fuga,  pudo  haberme  llevado  hasta  el  patíbulo. 

Puesta  mi  suerte  en  manos  del  sagaz  Manuel,  me  limité 
a  seguir  sus  indicaciones,  que.  por  lo  pronto,  no  fueron  otras 
que  las  de  no  perdonar  la  espuela  y  el  rebenque  para  alejar- 
nos de  aquel  lugar,  donde  quedaron  renegando  ios  vendedo- 
res de  caballos.  Nos  constaba  que  habíamos  de  ser  activa- 
mente perseguidos  por  el  rastro  que  dejaban  las  pisadas  de 
nuestros  caballos,  y  sabíamos  también  que  estábamos  en  un 
país  donde  el  arte  del  rastrero,  sólo  comparable  con  el  ins- 
tinto del  perro  perdiguero,  había  llegado  a  los  términos  de  lo 
sublime;  pues  es  fama,  aunque  parezca  ridículo  contarlo,  que 
hasta  si  es  viejo  o  mozo  el  perseguido,  descubre  por  el  ras- 
tro un  buen  rastrero.  Mas,  como  contra  esos  siete  vicios,  co- 
mo suele  decirse,  hay  siete  virtudes,  mi  buen  Manuel,  que  no 
era  en  esta  la  primera  vez  que  había  sido  perseguido,  em- 
pleaba las  que  él  conocía  en  cuantas  partes  encontraba  oca- 
sión propicia  para  hacerlo. 

Cansados  las  pilones  en  que  cabalgábamos  con  un  furio- 
so galope  de  cuatro  hora^  por  las  perversas  sendas  y  altiba- 
jos que  median  entre  el  pueblo  o  fuerte  de  San  Carlas  y  los 
segundos  escalones  de  la  sierra,  caminamos  al  tranco  un  cuar- 
to de  hora,  hasta  que  dimos  con  el  principal  arroyo  que  se 
desprende  de  la  cordillera  para  engrosar  con  sus  aguas  las  del 
Tunuyán.  Dentro  del  agua  cabalgaduras  y  jinetes,  sin  salir 
de  ella,  saltamos  a  nuestras  primitivas  monturas,  y  ocultan- 
do el  freno  que  tascaban  cansadas  las  de  los  soldados,  hici- 
mos andar  a  éstas  aguas  abajo  cosa  de  tres  cuadras,  hasta 
llegar  a  unas  vegas,  donde  las  abandonamos  a  su  destino.  De 
allí  volvimos  por  el  mism.o  camino  y  proseguimos  aguas  arri- 
ba, sin  desviarnos  del  centro  del  estero,  hasta  que  llegados  a 
un  seco  pedrero  que  ningún  rastro  podía  conservar,  echamos 
por  él  y  proseguimos  siempre  recelosos,  pero  con  menos  pre- 
cipitación, nuestra  marcha. 

Sin  más  compañía  que  la  del  antiguo  demonio,  constitul- 


(1)  Llaman  en  las  provincias  argentinas,  pilonar,  cortar  una 
oreja;  y  en  Mendoza  ??  pilonaban  lo.s  mejores  caballos  del  Ejérci- 
to, como  medio  más  eficaz  de  evitar,  con  la  fealdad  que  produce 
la  mutilación,  el  robo  tan  frecuente  de  caballos  en  aquella  época. 


RECUERDOS    DEL    PASADO  151 

do  €11  aquel  trance  en  mi  ángel  tutelar,  ni  más  caballos  de  re- 
monta que  los  dos  que  había  traído  de  Chile,  caminamos  to- 
do aquel  día  y  parte  de  la  noche,  y  sólo  nos  detuvimos  a  dar 
resuello  a  nuestros  caballos  cuando  creímos  muy  dudoso  que 
se  nos  alcanzase. 

Sólo  el  tercer  día  de  marcha  se  prendió  fuego  en  nuestro 
alojamiento;  al  cuarto  entramos  en  la  provincia  de  San  Juan, 
alojamos  el  quinto  en  Calingasta,  aldea  indígena  de  aquellos 
pobres  andurriales,  y  aunque  estábamos  persuadidos  de  que 
Benavides,  gobernador  entonces  de  San  Juan,  era  harto  me- 
nos desconfiado  y  cruel  que  fray  Aldao,  no  consideramos  ter- 
minado nuestro  aventurero  viaje  hasta  no  considerarnos  en 
la  casa  del  chileno  Díaz,  honrado  minero  de  menor  cuantía 
del  pueblo  Chilecito  de  La  Rioja. 

Nuestros  alimentos  hasta  entonces,  salvo  la  absoluta  ca- 
rencia de  pan  o  de  algo  que  se  le  pareciese,  pues  ya  había- 
mos dado  cuenta  de  la  poca  harina  tostada  que  nos  quedaba, 
no  habían  sido  por  fortuna  escasos;  sobre  todo,  desde  que  pu- 
dimos prender  lumbre,  porque  no  conozco  país  alguno  que 
ofrezca  con  más  espontaneidad  que  éste  a  la  mano  del  via- 
jero más  medios  de  satisfacer  el  hambre.  A  esta  feliz  circuns- 
tancia, sin  embargo,  deben  los  hijos  de  aquellos  casi  desiertos 
territorios  su  desapego  a  ios  trabajos  agrícolas,  el  desgreño 
de  sus  moradas  y  el  carácter  independiente  propio  del  caza- 
dor, para  quien  es  calzado  un  simple  forro  de  piel  de  potro, 
el  suelo  cama  y  el  chiripá  cobija. 

El  huanaco  se  entrega  a  fuerza  de  ser  novedoso;  la  viz- 
cacha y  la  perdiz  se  cogen  a  palos;  el  mataco  y  el  sabroso  pe- 
ludo, indefensos  tatús  que  pueblan  aquellos  campos,  no  impo- 
nen al  viajero  más  trabajo  para  ser  cogidos  que  el  alzarlos  del 
suelo,  ni  necesitan,  para  ser  cocinados,  de  más  cazuela  que 
las  que  forman  las  pequeñas  escamas  que  los  cubren.  No  hay 
morada,  por  pobre  que  ella  parezca,  donde  no  se  encuentren 
con  frecuencia,  suspendidos  al  lado  de  su  entrada,  gordos 
cuartos  de  vaca  o  de  huanaco  que  están  a  disposición  del  ve- 
cino o  del  viajero.  Es  tenido  por  chileno  o  por  hombre  mal 
criado  aquel  que  procura  remunerar  con  dinero  la  carne  que 
generosamente  se  le  ofrece. 

Llegados,  pues,  a  Chilecito,  y  colocados  al  abrigo  de  pai- 
sanos, que  si  son  egoístas  en  su  propio  país,  hacen  siempre  vi- 
da común  en  el  ajeno,  no  me  quedó  por  de  pronto  más  que- 
hacer que  descansar  de  las  fatigas  de  mi  viaje  y  esperar  la 
contestación  a  las  cartas  que  escribí  a  Mendoza,  para  hacer- 
me de  los  recursos  que  allí  tenía.  Mas,  estaba  visto  que  todo 
había  de  salirme  mal  en  aquel  año,  porque  ni  cartas  ni  re- 
cursos me  llegaron.   Los  deudores  cancelan  sus  cuentas  con 


152  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

ios  miiertoi»  cuando  no  dejan  documentos,  y  con  los  vivos 
cuando  é.slas  son  perseguidos. 

Obligado  entonces  a  variar  el  pian  de  mis  negocios,  re- 
solví volver  a  Chile  tan  pronto  como  me  lo  permitiesen  las 
nieves  de  la  próxima  cordillera;  mas  como  no  era  posible  que 
este  viaje  se  perdiese  del  todo,  mientras  se  abrian  los  pasos 
me  contraje,  ya  a  estudios  y  exploraciones  que  me  pusiesen 
al  cabo  del  partido  que  podia  sacar  un  chileno  activo  nego- 
ciando con  Catamarca  y  con  La  Ricja.  ya  coordinando  los 
apuntes  y  ios  recuerdos  del  viaje  que  a  vuelo  de  pájaro  acaba- 
ba de  hacer  desde  la  frontera  de  San  Carlos  hasta  La  Rioja. 

Pocos  territorios  conozco  que  sean  más  interesantes  y  que 
estén  menos  explorados  que  éstos,  que  un  ingrato  acaso  me 
hizo  recorrer  desde  el  grado  20  hasta  el  24  de  latitud  austral. 
Las  riquezas  minerales  que  entre  estas  dos  latitudes  encierra 
la  larga  zona  del  recuesto  oriental  de  los  Andes,  desde  la  linea 
inferior  de  las  nieves  eternas  hasta  la  base  sobre  que  se  alzan 
las  segundas  alturas  de  esta  tierra  son  tales,  que  bastarían 
ellas  solas,  al  abrigo  de  la  paz,  para  asombrar  al  mundo  mi- 
nero con  los  tesoros  que  la  pródiga  naturaleza  ha  acumulado 
en  ella.  Posteriores  correrlas  más  al  norte  del  grado  24,  me 
han  dado  después  a  conocer  que  esas  riquezas,  lejos  de  termi- 
nar en  él.  parece  que  fueran  en  aumento,  extendiéndose  sin 
término  por  el  territorio  de  Bolivia  adentro 

La  carencia  absoluta  de  aquella  vegetación  que  consti- 
tuye el  adorno  y  la  riqueza  del  recuesto  occidental  de  los  An- 
des, el  aspecto  metalizado  de  los  cerros  vestidos  de  los  más 
variados  y  muchas  veces  resaltantes  colores,  entre  los  cuales 
predominan  ei  rojo,  el  pardo,  el  negruzco,  el  azul,  el  rosado  y 
el  cenizo;  la  formación  geológica  patentizada  con  poderosísi- 
mos derrumbes  y  con  los  hondos  cauces  que  abren  los  torren- 
tes en  los  pequeños  planes  que  le  sirven  de  base;  la  vista  de 
venas  metálicas  cuyos  rodados  cubren  los  caminos  como  si  lo 
hicieran  a  propósito  para  mejor  manifestarse;  todo  da  allí  a 
entender  que,  andando  el  tiempo,  el  virgen  suelo  de  esas  re- 
giones para  los  trabajos  agrícolas  no  será  ia  única  fuente  de 
sus  inagotables  riquezas. 

Sin,  embargo,  sobre  esta  muda  pero  rica  naturaleza,  si- 
gue pasando  hasta  ahora  como  un  celaje  en  pos  del  avestruz 
o  del  huanaco,  el  caballo  del  diestro  cazador  de  las  montañas, 
sin  que  sospeche  siquiera,  el  que  lo  guía,  los  tesoros  que  pisa 
y  deja  atrás. 

Sobre  el  recuesto  andino  que  mira  a  Mendoza  y  a  San 
Juan  tuve  ocasión  de  atravesar  en  mi  fuga  por  sobre  vetas, 
vetarrones  y  rodados,  que,  examinados  sin  angustia  en  mis 
viajes  posteriores,  resultaron  ser  unos  de  purísima  galena, 
otros  de  galena  argentífera,  de  plata  arsenical  con  chispas  de 


RECUERDOS    DEL    PASADO  153 

rosicler  y  filamentx)s  de  plata  nativa,  de  cloruros  como  en  la 
tierra  de  la  Huerta,  y  otros  de  cobre  de  subida  ley,  cuyos  de- 
rrumbes tiñen  de  azul  y  verde  los  costados  de  los  cerros  de 
donde  se  desprenden. 

En  Gualilán  se  encuentra  el  oro  en  gangas  calizas.  Déja- 
se ver  en  varias  partes  el  níquel,  y  -en  muchas  otras  el  sulfa- 
to de  alúmina,  y  recuerdo  que  al  ensillar  mi  caballo  una  ma- 
ñana, vine  a  conocer,  por  la  resistencia  que  opuso  el  freno  al 
separarse  del  suelo,  que  el  piso  negro  y  liso  donde  habíamos 
alojado  no  era  otra  cosa  que  una  enorme  masa  de  fierro 
magnético. 

Pasada  la  provincia  de  San  Juan,  les  metales  de  La  Río- 
ja  asumen  en  general  el  carácter  de  nativos,  lo  que  hace  que 
el  afamado  distrito  de  Famatina  sea  tenido  por  uno  de  los 
más  ricos  del  mundo.  En  él  el  oro  se  encuentra  en  criaderos 
de  toxtura  pizarrosa,  o  libre  en  las  arenas  de  los  ríos.  En  el 
Cerro  Negro,  a  inmediaciones  de  Chilecito,  se  encuentran  las ' 
más  ricas  minas  de  cloruros,  de  sulfatos  de  plata  y  de  rosi- 
cler; y  en  Tagué,  cobre  nativo,  piritas  de  cobre  y  níquel  roji- 
zo. De  carbón  mineral  sólo  encontré  rastros  al  atravesar  la 
mayor  quebrada  que  estría  la  sierra  de  Pie  de  Palo  en  la  pro- 
vincia de  San  Juan.  En  Huaco,  de  la  misma  provincia,  exis- 
ten aguas  termales  llamadas  Hediondez  y  vertientes  de  agua 
salada. 

Pero  si  las  minas  metálicas  abundan  en  esos  lugares  inex- 
plorados, no  sucede  lo  mismo  con  aquella  mina  más  perma- 
nente, que  siempre  anuncia  la  presencia  de  los  bosques.  Ar- 
boles no  se  encuentran  ni  en  las  altas  ni  en  las  bajas  mese- 
tas del  recuesto  oriental  de  los  Andes,  situado  al  norte  de 
Mendoza . 

En  ellos,  y  no  en  grupos  apiñados  sino  muy  dispersos,  só- 
lo se  ven  el  algarrobillo,  el  chañar  espinudo,  la  farilla  y  la 
retama,  arbustos  cuyas  maderas  no  se  prestan  al  uso  de  las 
construcciones.  Abundan  en  las  faldas  tendidas  las  gramas 
que  aquí  llamamos  cepilla  y  coironcillo,  excelentes  forrajes 
para  toda  clase  de  ganados;  y  en  las  vegas  y  márgenes  de  los 
ríos,  la  totora,  la  cortadera  y  la  chuca.  Pero  así  como  esca- 
sean los  vegetales  para  el  uso  del  simple  industrial,  no  sucede 
lo  mismo  para  el  botánico,  a  cuyos  ojos  hasta  el  musgo  tiene 
sus  atractivos.  Tan  sólo  con  las  cácteas  podría  formarse  una 
envidiable  colección.  He  visto  monstruosos  y  aparragados  al 
lado  de  colosales  columnarios,  cuyos  vastagos  armados  de  ace^ 
radas  giiiscas,  no  tenían  menos  "de  pie  y  m^dio  de  diámetro. 
Pin  cuén  Ira  liso  también  varias  especies  de  nopales,  bien  que 
de  menores  paletas  que  I0.3  nuestros,  y  que  ya  la  industria  co- 
mienza a  utilizar,  criando  en  ellos  la  cochinilla  que  se  ex- 
pende con  el  nombre  de  grana.  Hay  cácteas  que  por  su  peque- 


154  VICENTE     PÉREZ    ROSALES 

ñez  pudiéramos  llamar  microscópicas,  y  abundan  otras  que 
parecen,  por  lo  débiles  y  delgadas,  cordeles  articulados. 

Ya  he  indicado  cuánto  abundan  los  animales  de  cacería, 
y  ojalá  no  sucediese  otro  tanto  con  las  víboras  ponzoñosas, 
que  son  el  terror  de  los  noveles  viajeros  en  sus  forzosos  aloja- 
mientos a  cielo  raso,  y  con  los  molestísimos  enjambres  de  vin- 
chucas, que.  cuando  hartas  de  sangre,  más  parecen  guindas 
que  vinchucas. 

Entre  la  volatería  llaman  mucho  la  atención,  la  muy  pe- 
queña y  donosa  tortolita  otrabandeña,  que  frecuenta  hasta 
los  patios  de  las  habitaciones  de  los  pueblos,  y  las  pequeñas 
y  verdes  nubecitas  de  catas,  que  a  veces  forman  en  medio 
de  los  terrenos  más  áridos  vivos  prados  de  verduras,  y  otras 
hacen  creer  que  los  árboles,  despojados  de  todas  sus  hojas 
en  medio  del  invierno,  están,  por  la  lozana  verdura  que  ac- 
cidentalmente les  cubre,  en  plena  primavera. 

En  una  de  mis  correrías  alojé  frente  al  cerro  del  Azufre 
dentro  de  una  curiosa  gruta  que,  cubierta  de  vistosas  crista- 
lizaciones y  estalactitas,  servía  de  rústica  catacumba  a  cinco 
momias  de  indios  que  yacían,  al  parecer  de  tiempo  muy  atrás, 
colocadas  allí  por  la  mano  de  algún  piadoso  deudo.  Estos  es- 
queletos, perfectamente  conservados  y  que  descansaban,  pues- 
tos en  cuclillas,  sobre  un  tejido  de  esparto  casi  deshecho  por 
la  acción  del  tiempo,  parece  que  debiesen  su  conservación,  co- 
mo lo  confirma  la  presencia  de  los  muchos  caballos  secos  que 
los  viajeros,  por  entretención,  dejan  parados  para  que  parez- 
can vivos  en  las  cordilleras,  a  algún  fluido  que  existe  en  la 
atmósfera  y  el  cual  paraliza  la  fermentación  pútrida,  pues  no 
puede  atribuirse  sólo  a  la  temperatura,  que  es  ardiente  mu- 
chas veces  en  la   misma  sierra,  semejante  fenómeno. 

Otro  fenómeno  llamó  también  mi  atención,  y  es  la  pre- 
sencia de  petrificaciones,  que,  por  lo  circunscrito  del  lugar 
donde  se  encontraban  y  lo  delicado  de  los  objetos  petrifica- 
dos, da  a  entender  que  la  petrificación  ha  sido  instantánea. 
He  recogido  muestras  curiosísimas  de  ganchos  de  algarrobo 
petrificados  hasta  sus  más  menudos  extremos,  algunas  cuca- 
rachas en  actitud  de  marchar,  y  una  gruesa  oruga  roedora, 
en  la  oquedad  de  un  palo  igualmente  convertido  en  sílex. 

Chilecito  de  Famatina,  centro  de  mis  continuas  correrías 
y  hospitalario  villorrio  de  La  Rioja,  no  debe  sólo  su  existencia 
al  riquísimo  distrito  minero  donde  tiene  su  asiento,  sino  tam- 
bién a  ios  esfuerzos  siempre  activos  del  andariego  e  industrio- 
so chileno,  que  nunca  considera  a  qué  país  se  dirige,  con  tal 
que  en  él  encuentro  utilidad:  ni  hay  rincón  territorial  donde 
viva  con  olin.s  chiirno.s  qiio  no  ))autice  con  el  nombre  de  Chi- 
lecito. 

Aunque  la  alta  planicie  donde  se  encuentra  colocado  este 


RECUERDOS    DEL    PASADO  155 


pueblo  minero  agricultor  no  baje  de  3,000  metros  sobre  el  ni- 
vel del  mar,  su  clima  es  grato  y  sano.  El  mineral  de  Famatina 
está  situado  en  la  gran  sierra  del  mismo  nombre,  ia  cual  es 
uno  de  los  poderosos  cordones  que  ensanchan  y  hacen  perder 
su  aparente  unidad  a  la  cadena  del  sistema  andino  en  aque- 
llas latitudes.  Sobre  la  aproximada  mitad  de  este  cordón  se 
alza  el  imponente  nevado  de  Famatina,  cuyas  faldas  orien- 
tales ostentan  sobre  prodigiosas  alturas  sus  afamadas  minas; 
pero  no  hay  una  sola  de  éstas  que  tenga  trabajos  formales,  ni 
deja  rastro  de  que  los  haya  tenido  que  los  que  dejó  aquella 
gran  compañía  minera  nacional  y  extranjera  fundada  en  1824 
a  costa  de  tantos  caudales  y  de  sacrificios  y  que  cupo  al  feroz 
Quiroga  la  fea  nombradla  de  destruir  con  el  asesinato  del 
profesor  Von  der  Hoelten,  que  regentaba  los  trabajos.  ¡Cuán- 
ta riqueza  abandonada  en  ese  solo  cerro  cuyos  ríos  se  consi- 
deran Pactólos,  y  cuyo  cuerpo  desde  las  boca-minas  de  San- 
to Tomáis  del  Espino,  que  yacen  al  nivel  de  las  nieves  perpe- 
tuas, hasta  su  base,  está  lleno  de  los  más  ricos  minerales  de 
oro,  de  plata  y  de  cobre!  Pero  para  qué  maravillarse  del  aban- 
dono o  de  la  incuria  en  que  yacía  entonces  la  industria  mi- 
nera, cuando  la  agrícola  se  reducía  a  arañar  el  suelo  con  ras- 
trones  de  algarroba  o  con  arados  antediluvianos,  a  segar  las 
mieses  con  cuchillos  y  a  llevar  las  gavillas  sobre  rastras  de 
cuero  al  lugar  destinado  para  trillarlas,  como  lo  hacíamos 
nosotros,  a  fuerza  de  pie  de  yegua!  La  industria  de  las  provin- 
cias andinas  puede  decirse  que  en  general  se  concretaba  en 
1837  a  la  sola  recolección  de  productos  naturales  y  a  su  in- 
mediata venta,  y  nada  más.  La  abundancia.de  los  medios  de 
satisfacer  las  primeras  necesidades  de  la  vida  en  pueblos  rus-  ; 
ticos  y  hasta  entonces  sin  notables  aspiraciones,  las  muy  pas-  j 
tosas  y  extensas  llanuras  y  la  benignidad  del  clima  para  la 
natural  propagación  de  los  ganados,  daban  a  esos  pueblos  el  i 
carácter  de  pastores,  y  lo  eran  en  efecto.  Los  Estados  medí-  ] 
terráneos,  Mendoza,  San  Luis,  San  Juan,  La  Rioja  y  Cata-  : 
marca,  no  tenían  por  entonces  más  puertos  para  el  expendio  ; 
y  salida  de  sus  frutos  que  Valparaíso,  Coquimbo  y  Copiapó, 
por  lo  dispendioso  del  viaje  carretero  hasta  Buenos  Aires;  así  / 
es  que  no  es  de  maravillarse  que  se  limitase  a  colectar  produc-  ' 
tos  pastoriles,  ya  por  ser  éstos  también  los  únicos  que  más 
provecho  les  dejaba  en  sus  cambios  con  la  Repúbhca  chilena, 
ya  porque  el  jabón  de  Mendoza,  los  cordobanes  de  San  Luis  y 
las  frutas  secas  de  San  Juan  no  figuraban  en  el  comercio  sino 
en  mínima  escala.  No  sucedía  lo  mismo  con  el  tabaco  llama- 
do por  uno.s  corrontino  y  por  otro.s  riojano,  aunque  no  .se  cul- 
tivaba en  grande  escala  en  c.sta  úllinuí  pruvinciu.  De  San 
Juan  y  de  La  Rioja,  verdaderas  bodegas  o  puertos  de  tránsi- 
to de  este  artículo,  partían  todos  los  años  para  pasar  por  so- 


156  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


bre  los  inútiles  guardas  de  los  puertos  secos,  o  más  bien  hú- 
medos de  nuestras  cordilleras,  cargamentos  de  tabaco  que  no 
han  cesado  desde  tiempo  atrás,  así  como  lo  han  hecho  las 
siembras  de  este  vegetal  en  Chile,  de  gritar  a  los  gobiernos 
patrios:  ¿hasta  cuándo  se  conserva  el  estanco,  esa  fea  man- 
cha de  nuestro  sistema  de  rentas  e  incalificable  azote  de  una 
industria  agrícola  y  fabril  que  acepta  nuestro  suelo,  y  que  a 
despecho  de  los  torpes  y  tímidos  ministros  ha  de  ser  »con  el 
tiempo  una  de  nuestras  principales  fuentes  de  riqueza? 

El  precio  que  tenian  entonces  los  ganados  argentinos  va- 
riaban según  el  lugar  donde  se  compraban.  En  los  mátales 
contiguos  a  las  pampas,  al  sur  de  San  Rafael,  la  vaca  se  pa- 
gaba a  tres  pesos,  el  buey  a  cinco,  y  el  caballo  a  uno  y  medio. 
En  Mendoza,  y  sobre  todo  en  San  Luis,  la  vaca  con  cria  o  sin 
€lla,  a  cuatro  pesos,  el  buey  a  siete,  el  caballo  a  veinte  rea- 
les, y  la  muía  escogida  de  carga  o  de  silla,  a  cinco  pesos. 

No  por  estar  entretenido  en  mis  viajes  y  en  mis  cálculos 
para  mis  futuros  negocios,  mejoraba  por  esto  mi  condición 
pecuniaria.  Ck)ntaba  ya  tres  mortales  meses  de  estación  en 
aquellos  destierros,  en  los  cuales,  para  ayuda  de  costas,  tuve 
que  poner  a  contribución  mis  escasos  conocimientos  genera- 
les en  agricultura,  en  minería  y.  sobre  todo,  en  medicina; 
mas,  como  perdiese  del  todo  la  esperanza  de  que  algo  me  vi- 
niese de  Mendoza  por  conducto  del  honrado  corresponsal  que 
tenía  en  aquella  plaza,  antes  de  quedar  en  paz  y  sin  recursos, 
a  pesar  de  la  oposición  y  de  las  reflexiones  de  mi  buen  Cam- 
pos, me  resolví  a  hacer  la  hombrada  de  intentar  el  paso  de 
los  Andes  por  Pulido,  boquete  donde  las  nieves  perpetuas  se 
estacionan  a  más  de  mil  metros  de  altura  sobre  la  línea  de 
las  permanentes  del  Planchón. 

Agotados  en  los  preparativos  los  recursos  que  me  queda- 
ban, y  sin  seguir  más  con.sejos  que  los  que  me  daba  la  presun- 
ción o  la  confianza  que  en  mis  fuerzas  tenía,  emprendí  el  pa- 
so de  la  sierra  de  Famatina,  el  cual,  a  pesar  de  las  nieves,  lo- 
gré vencer.  Al  trasponer  aquellas  heladas  y  blancas  rambres 
que  con  mi  ningún  conocimiento  de  las  cordilleras  en  esa  la- 
titud, creía  que  fuesen  la  línea  divisorici  que  nos  separa  de 
las  provincias  argentinas,  no  pude  menos  de  echar  mirada 
como  de  vencedor  sobre  mi  silencioso  sirviente,  quien  se  con- 
tentó con  decirme  con  tristeza:  "Bueno  pues,  patrón,  usted 
sabrá  lo  que  hace,  que  en  cuanto  a  mí,  ya  sabe  que  muero 
donde  usted  muera,  porque  todavía  estamos  principiando  el 
viaje". 

En  efecto,  franqueada  la  elevada  altiplanicie  que  se  en- 
cuentra al  poniente  de  la  sierra  de  Famatina.  la  sucesión  más 
o  menos  ordenada  de  los  erguidos  picazos  que  se  notan  en 
ella  me  dio  a  entender  que  era  otro  cordón  que  guardaba  cier- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  157 


to  paralelismo  con  el  anterior;  y  prosiguiendo  mi  marcha,  no 
tardó  en  desarrollarse  a  mi  espantada  vista  otra  imponente 
y  prolongada  sierra  que,  con  el'  nombre  de  Guandacol,  corre 
paralela  con  la  que  acabábamos  de  dejar  al  poniente,  for- 
mando con  ella  caja  al  profundo  valle  por  donde  corren  las 
aguas  del  Bermejo. 

Después  de  cinco  días  de  tenaz  porfía  en  mi  angustioso 
viaje,  detenido  por  las  nieves,  empujado  por  los  vientos  hu- 
racanados que,  alzando  penachos  de  nieve  sobre  aquellas  des- 
lumbradoras alturas,  muchas  veces  arrojan  al  jinete  y  el  ca- 
ballo en  hondos  precipicios;  sin  víveres  para  esperar  mucho 
tiempo  allí,  ni  caballo  que  pudiese  soportar  nuevos  repechos, 
tuve,  mal  de  mi  grado,  que  volver  atrás,  y  siguiendo,  hasta 
salir  del  cajón,  el  curso  del  Bermejo,  buscar  asilo  en  el  pue- 
blecito  de  indios  de  Calingasta,  donde  terminó  mi  mal  an- 
dante retirada. 

Muy  equivocados  están  ios  escritores  que  tratan  de  la  geo- 
grafía de  América  cuando,  guiados  por  el  trazado  más  o  me- 
nos antojadizo  de  los  mapas  generales,  dan  por  sentado  que 
la  gran  cordillera  de  los  Andes  es  desde  su  entrada  a  Chile  un 
cordón  continuo  hasta  las  aguas  del  estrecho  magallánico.  Ni 
hay  tal  cordón,  ni  tal  continuidad,  sino  en  la  medianía,  y  és- 
ta no  alcanza  a  abarcar  la  cuarta  parte  de  la  extensión  que 
se  da  al  todo  de  la  sierra  chilena. 

Desde  San  Juan,  por  el  norte,  ya  se  nota  la  anchura  gra- 
dual de  la  base  oriental  de  los  i^ndes  en  esas  latitudes,  y  tam- 
bién la  aparición  de  extremos  de  cordones,  que,  sin  dejar  de 
ser  contrafuertes  de  un  tronco  principal,  parece  que  siguieran 
un  runibo  paralelo  a  él.  Estos  extremos,  convertidos  después 
en  cordones  parciales  con  nevados  picazos,  dejan  tales  y  tan 
elevadas  planicies  entre  unos  y  otros,  que  al  llegar  a  las  lati- 
tudes de  Atacama  y  de  Antofagasta  no  atina  el  viajero  que 
se  encuentra  en  ellas,  a  asegurar  que  está  en  la  sierra  o  los 
planes,  a  pesar  de  encontrarse  sobre  alturas  superiores  a  las 
que  ostentan  muchos  de  los  nevados  del  sur  de  Chile  sobre  el 
nivel  del  mar. 

A  la  simple  vista  del  hombre  medianamente  acostumbra- 
do a  fijar  posiciones  geográficas  en  sus  viajes,  las  cordilleras 
riojanas  exhiben  tres  cordones  principales  dotados  de  pode- 
rosos nevados  y  separados  entre  sí  por  altísimos  valles,  el  cor- 
dón de  la  sierra  de  Famatina,  sobre  el  cual  se  alza  el  impo- 
nente gigante  del  mismo  nombre,  con  una  altura,  según  el 
malogrado  Von  der  Hoelten,  de  más  de  6,000  metros  sobre  el 
nivel  del  mar;  el  de  Guandacol,  y  el  que  indica  el  divorcio  de 
las  aguas  entre  las  dos  repúblicas;  mas,  no  se  crea  que  la  an- 
cha ba¿e  oriental  de  la  cordillera  termina  al  fin  de  los  recues- 


158  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

tas  del  Famatina,  porque  miis  al'  oriente  aún  he  tenido  oca- 
sión de  pasar  la  sierra  de  Velazco,  que  corre  casi  paralela  a 
la  anterior,  con  una  altura  media  como  de  2,000  metros. 

En  mi  viaje  tuve  ocasión  de  notar  el  singular  fenómeno 
de  que  los  recuestos  de  todos  estos  cordones  laterales  son  más 
escarpados  al  poniente  que  al  oriente. 

Compaginando  los  apuntes  de  mis  recuerdos  y  relacio- 
nándolos con  mis  posteriores  viajes,  puedo  asegurar  que  es 
enteramente  antojadiza  la  aserción  del  escritor  Napp,  en  su 
República  Argentina,  al  sentar  en  la  página  67  de  esa  obra 
que  "al  sur  del  grado  32,  la  meseta  andina  se  estrecha  convir- 
tiéndose al  fin  en  cresta  que,  disminuyendo  gradualmente,  se 
extiende  hasta  el  extremo  meridional  del  continente".  Al  sen- 
tar como  cierta  semejante  inexactitud,  el  buen  Napp,  o  ha 
obedecido  al  propósito  que  se  perseguía  entonces  de  estrechar 
el  territorio  chileno  en  aquellas  latitudes,  o  ha  creido  oportu- 
no sancionar  por  escrito,  como  exacto,  los  muchos  desaciertos 
que  luce  su  mapa  de  la  República  Argentina  en  la  designación 
de  sus  fronteras  con  la  República  chilena.  La  altura  no  co- 
mienza a  disminuir  desde  el  grado  32,  como  él  lo  sienta,  pues- 
to que  el  cerro  del  Juncal,  que  está  casi  sobre  el  grado  24,  es 
superior  en  altura  a  la  que  se  presupone  alcanza  el  nevado  de 
Famatina,  y  casi  enteramente  igual  a  la  que  se  asigna  al'  Yu- 
yaillaco,  situado  mucho  más  al  norte,  entre  los  grados  24  y 
25,  sin  contar  con  que  el  gigante  del  sistema  andino,  el  Acon- 
cagua, se  encuentra  casi  sobre  el  grado  33.  La  verdadera  dis- 
minución progresiva  de  la  altura  general  del  tronco  de  la  sie- 
rra, comprendida  entre  los  grados  24  y  34,  comienza  en  este 
último,  y  sigue  disminuyendo  con  notabilísimas  desigualdades 
hasta  terminar  en  los  mares  del  Cabo.  Pero  si  es  cierto  que 
disminuye  su  altura  sobre  el  nivel  del  mar,  también  lo  es  que 
su  anchura,  en  vez  de  convertirse  en  la  supuesta  cresta,  del 
escritor  germano-argentino,  cobra  tal  extensión  sobre  su  ba- 
se, que  parece  muy  superior  a  la  del  norte,  como  lo  acreditan 
las  alturas  de  los  cerros  de  nuestros  archipiélagos,  verdaderos 
arranques  de  la  cordillera,  y  las  exploraciones  de  nuestros  ma- 
rinos en  los  ríos  Huemules  y  Aysen,  entre  los  grados  45  y  46 
de  latitud  austral. 

Volviendo  al  hilo  de  mi  interrumpida  relación  de  viaje, 
era  entonces  Calingasta  lo  que  fué  en  otro  tiempo  nuestro 
Santa  Cruz,  y  sus  modestos  y  apacibles  habitantes,  dueños 
todos  de  pequeñas  heredades  rústicas,  así  trabajaban  como 
mineros  en  las  minas  de  oro  del  mentado  Gualilán,  como  en 
calidad  de  agricultores  en  sus  tierras.  Calingasta  era  en  mi 
tiempo  uno  de  los  lugares  obligados  para  los  depósitos  de  ta- 
bacos que  saltaban  después,  como  por  encanto,  la  cordillera 
para  llegar  a  Chile;  así  era  que  abiertos  los  pasos  de  la  sie- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  159 


rra  por  los  meses  de  octubre,  con  la  llegada  de  los  chilenos  al 
lugarcito,  se  observaba  en  el  mismo  movimiento  que  reina- 
ba en  Valparaíso  cuando  la  llegada  y  la  salida  de  los  vapores . 

Solicité  y  obtuve  hospitalidad  en  casa  del  sencillo  y  mo- 
desto Gómez,  viejo  chileno  y  antiguo  vecino  de  aquel  lugar, 
donde,  a  más  de  haberse  casado,  había  adquirido  tan  a  lo 
vivo  el"  sonsonete  del  cuyano,  que  no  dejaba  palabra  del  dic- 
cionario a  la  que  no  le  diese  el  canto  del  esdrújulo. 

Tendí  mis  pellejos  bajo  la  tupida  enramada  de  algarro- 
bos que  el  hospitalario  paisano  designó  para  mi  dormitorio; 
y  -después  de  hartarme  de  hapi  frío,  especie  de  jalea  de  maíz 
a  medio  majar  y  muy  cocido,  que  se  puso  a  mi  disposición, 
dormí  como  si  descansase  en  el  lecho  del  príncipe  de  Astu- 
rias, no  embargante  el  diluvio  de  tremendas  vinchucas  con 
que  estaba  plagado  mi  nuevo  domicilio. 

Cambalaché  al  día  siguiente  mis  siete  estropeados  caba- 
llos por  dos  robustos  alazanes  y  una  excelente  muía;  y  para 
alentar  la  confianza  de  mi  huésped,  regalé  a  su  señora  una 
cuchara  de  plata,  último  resto  de  la  antigua  Roma  que  aún 
me  quedaba  en  la  maleta. 

El  octavo  día  de  mi  fastidiosa  residencia  en  Calingasta. 
pues  sólo  me  ocupaba  en  averiguar  cuándo  me  permitirían  las 
nieves  salir  de  mi  destierro,  tuvieron  el  buen  Gómez  y  su  ama- 
ble esposa  la  amabilidad  de  dejarme  de  dueño  de  casa  m.i€n- 
tras  ellos  iban  al  Albardón.  Triste,  sentado  en  un  banquillo, 
los  pies  al  sol  y  la  mente  en  Chile,  vagaba  mi  imaginación  por 
todas  partes,  cuando  topó  mi  vista  con  una  imagen  relígio- 
vsa  que,  grabada  sobre  una  antigua  y  sucia  hoja  de  papel,  se 
encontraba  sujeta  con  una  espina  de  algarrobo  en  la  cabe- 
cera del  catre  nupcial  de  la  feliz  pareja  que  me  hospedaba. 
Por  vía  de  pasatiempo  se  me  ocurrió  dar  una  mano  de  colo- 
rido a  Nuestra  Señora  del  Carmen,  que  era  la  imagen  que  en 
aquel  papelucho  se  representaba;  y  como  nunca  ha  dejado  de 
acompañarme  en  mis  correrías  otrabandeñas  una  cajita  de 
odores  de  agua  que  me  servía  para  enriquecer  mi  colección 
de  vistas  y  de  curiosidades  naturales  de  difícil  conservación, 
ocudí  a  ella,  y  un  momento  después  ya  estaba  terminado  mi 
trabajo  y  vuelta  a  su  primitivo  lugar  aquella  terrible  obra  de 
arte,  que  asi  pintada  y  a  lo  lejos,  más  parecía  un  rey  de  oros 
que  otra  cosa. 

Encontrábame  en  mi  alojamiento  departiendo  con  mi  fiel 
Camoos.  cuando  a  poco  de  estar  en  la  casa  los  recién  llega- 
dos del  Albardón,  les  vimos  salir  de  estampido  puerta  afuera, 
gritando  el  uno:  ¡Milagro!  y  el  otro:  ¡vengan  a  ver.  .  .!  A  las 
voces  salimos  también  corriendo  y  como  ni  yo  me  acordaba 
de  la  mano  de  colorete  que  había  dado  a  la  imagen,  ni  ellos 

Beouerdo. — 6 


160  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

sospechaban,  por  mi  facha,  que  bajo  aquella  manta  se  en- 
contraba un  buen  pintor,  no  es  de  maravillar  que  al  principio 
los  gritos  me  asustasen  y  que  después  me  costase  verdadero 
trabajo  persuadir  a  mis  huéspedes  de  que  yo  era  el  autor  de 
tan  inesperada  transformación. 

Pronto,  con  la  relación  de  mis  sencillos  huéspedes,  se  lle- 
nó de  curiosos  la  casa,  y  convertida  mi  humilde  enramada  en 
un  taller  de  pintura  de  estampas  y  aun  de  viejísimos  cuadros 
al  óleo  para  restaurar.  Los  grabados  que  venian  en  hojas  de 
papel  arrancadas  de  misales  viejos  o  de  libros  devotos,  no 
ofreeían  al  artista  dificultad  ninguna;  mas  no  asi  los  cua- 
dros al  óleo,  para  los  que  nada  servían  los  colores  de  agua, 
únicos  que,  aunque  pocos,  tenía  aquél  a  su  disposición.  Sin 
embargo,  como  mi  creciente  reputación  exigiese  salir  de  todo 
paso,  aunque  fuese  ix)r  la  tangente,  el  aceite  de  comer  verti- 
do 'abundantemente  en  el  envés  de  la  tela,  para  remozar  e^ 
colorido,  y  la  clara  de  huevo  por  ei  derecho,  para  que  hiciese 
de  barniz,  me  fueron  sacando  tan  bien  de  apuros,  que  a  los 
veinte  días  de  embadurnar  telas  viejas  y  papeles  puercos,  me 
sobraron  aperos  para  el  viaje,  amén  de  algunos  devotos  reales 
que  cayeron  también  en  mi  bolsa  para  la  mayor  de  espadas. 

Mas  tanto  bien,  por  serlo  tanto,  no  podía  ser  de  larga  du- 
ración; y  la  suerte  se  encargó  de  probar  esta  verdad  lanzán- 
dome de  nuevo,  con  la  más  Inesperada  ocurrencia,  desde  mi 
tranquilo  y  seguro  taller,  a  los  afanes  y  peligros  de  las  nie- 
ves a  medio  deshacer  que  me  esperaban  en  los  Andes. 

La  fama  había  llamado  las  miradas  de  las  autoridades 
de  aquel  lugar  sobre  el  modesto  artista  que  la  disfrutaba.  Es- 
te no  podía  ser  hombre  vulgar,  los  conocimientos  que  desple- 
gaba no  guardaban  concordancia  con  su  modesto  traje.  ¿Quién 
podría  ser  este  hombre?  ¿Sería  por  acaso  algún  espía?  Tales 
eran  las  preguntas  que  se  hacían,  y  al  parecer  no  sin  causa, 
porque  atravesábamos  precisamente  entonces  la  época  en  que 
no  sólo  Chile  se  rompía  los  cascos  contra  la  Confederación 
Perú-Boliviana,  sino  también  aquella  en  que  el  dictador  Ro- 
sas había  cortado  toda  clase  de  relaciones  amistosas  con  este 
último  Estado. 

Supe  que  la  noche  del  décimooctavo  día  de  mi  llega- 
da a  Calingasta,  un  cabo  de  sabanillas  coloradas,  que  eran  mi 
eterna  pesadilla,  había  hablado  con  un  vecino,  quien,  dirigién- 
dose en  el  acto  a  mi  huésped,  le  había  dicho  que  no  era  cier- 
to que  yo  fuese  chileno,  sino  que  era  boliviano,  y  boliviano  de 
suposición,  enviado  por  el  general  Santa  Cruz,  quién  sabe  con 
qué  propósito,  a  La  Rio  ja  y  a  San  Juan;  terminando  aquella 
inventada  suposición  con  encarecer  lo  mucho  que  se  exjwnía 


RECUERDOS     DEL     PASADO  161 

si  me  sorprendían  en  su  casa,  donde  sabía  que  me  iban  a 
aprehender . 

Al  instante  acudieron  a  mi'  mente  el  olvido  del  pasaporte, 
mi  detención  y  mi  travesura  de  San  Carlos,  mi  precipitada 
fuga,  y  cuantos  motivos  de  justo  terror  podían  perturbar  la 
tranquilidad  de  un  extranjero  colocado  en  mi  situación  en 
aquel  lugar  tan  infeliz  entonces;  y  como  ei  afán  de  mi  pobre 
huésped  por  que  yo  partiese  cuanto  antes  de  sli  casa  me  hi- 
ciese comprender  que  no  había  un  solo  instante  que  desperdi- 
ciar, hechos  con  la  más  insólita  precipitación  los  aprestos  de 
mi  viaje  para  Chile,  horas  después  de  aquel  terrible  aviso  y 
favorecido  con  las  sombras  de  la  noche,  mi  intrépido  Cam- 
pos y  yo,  con  sólo  cuatro  caballos  y  una  muía  cargada,  aban- 
donamos la  hospitalaria  casa  del  asustado  Gómez.  Seguimos, 
pues,  mal  de  nuestro  grado,  el  poco  práctico  sendero  que  con- 
duce desde  Callngasta  al  conocido  boquete  de  la  cordillera  de 
Agua  Negra. 

Ya  los  calores  de  octubre  comenzaban  a  derretir  las  nie- 
ves que  los  inviernos  acumulan  en  los  encum.brados  pasos  de 
loss  Andes,  pasos  que  en  el  norte  se  abren  más  temprano  que 
en  el  sur,  sin  dejar  por  esto  de  ser  peligrosos  para  el  viajero 
que  primero  se  aventura  en  ellos. 

Las  nevazones  invernales  que  ostentan  imponentes  con 
su  blancura  nuestras  sierras,  son  ante  los  ojos  del  viajero  que 
a  la  distancia  las  contempla,  harto  mas  poderosas  de  lo  que 
parecen  desde  lejos.  Pocas  veces  graniza  en  la  sierra  y  sólo 
dos  he  visto  nevar  con  viento;  y  es  tal  la  cantidad  de  nieve 
que  siempre  cae  en  forma  de  leves  pluma-s  de  aves  que  se  me- 
cen, bajan,  suben  y  remolinean  en  la  tranquila  atmósfera, 
que  hasta  llegan  a  tapar  la  vista,  pues  ni  la  mano  de  un  brazo 
tendido  hacia  adelante  puede  verse.  La  nieve  del  invierno 
cordillerano  no  moja,  y  el  viajero  sorprendido  por  ella  puede 
caminar  horas  enteras  si  es  muy  baquiano,  porque  de  lo  con- 
trario, muere  perdido,  llevando  intactas  en  el  sombrero,  en 
los  hombros  y  en  cuantos  puntos  pueden  sujetarse,  las  leves 
plumas  que  lo  blanquean. 

La  nevazón  todo  lo  colma,  todo  lo  empareja;  las  desigual- 
dades de  las  altiplanicies  se  nivelan  con  ella,  y  las  primeras 
quebradas  que  arrancan  de  las  alturas  se  borran  en  tanto 
grado  que,  transformado  el  aspecto  gráfico  del  paisaje,  sólo 
un  experimentado  baquiano,  y  no  siempre,  puede  designar 
dónde  está  el  suelo  firme  y  dónde  la  trampa  de  fofa  nieve  que 
encubre  un  abismo  aterrador. 

Pasado  el  invierno,  con  la  alborada  de  la  benigna  esta- 
ción nacen  para  los  primeros  viajeros  nuevos  peligros.  Con 
el  calor  del  día  el  agua  que  se  forma  sobre  la  superficie  de  las 


162  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

nieves  se  lanza  con  estruendo  cuesta  abajo,  formando  a  tra- 
vés de  las  rocas  y  de  los  precipicios  por  donde  se  despeña,  pe- 
ligrosísimos torrentes.  Con  los  fríos  de  la  noche  cesa  la  li- 
cuación de  la  nieve,  acuden  las  heladas,  y  con  ellas,  en  la  s; 
guíente  madrugada,  encuentra  el  viajero,  en  lugar  de  la  fofa 
nieve  que  pisaba  el  día  anterior,  una  costra  de  hielo  endure- 
cido que,  por  lo  resbalosa,  soporta,  sin  romperse,  el  peso  del 
caballo,  pero  o  no  le  permite  asegurar  la  uña,  o  le  derriba  al 
suelo;  y  si  por  el  contrario  no  le  soporta,  a  cada  rato  le  hunds 
en  la  nieve  hasta  los  pechos. 

Pero  todos  estos  contratiempos  serían  tortas  y  pan  pin- 
tado para  el  viajero,  si  no  tuviese  que  pasar  laderas  inclina- 
das con  hondos  precipicios  por  remate.  Ei  nombre  solo  que 
muchos  de  estos  pasos  'llevan,  indica  lo  que  son .  Llámanlos 
los  huasos  ¡Imposibles!  Por  esto  dijo  con  tanto  chiste  como 
razón,  un  ingeniero  español,  hablando  de  ellos:  "¡Sólo  el  dia- 
blo habrá  podido  pasar  por  aquí  siendo  joven,  porque  ahora 
juro  que  no  lo  haría!" 

Con  todo,  a  fuerza  de  constancia  y  de  fatigas,  vencimos 
la  cumbre,  habiendo  dejado  en  la  demanda  dos  de  nuestros 
caballos,  pero  sin  que  esto  nos  desanimase,  porque  no  apu- 
rando mucho  a  los  dos  que  nos  quedaban,  podíamos  con  ellos 
alcanzar  las  primeras  habitaciones  chilenas  que  existen  en  el 
camino  cordillerano  de  Elqui. 

Seguimos,  pues,  cuesta  abajo  el  rumbo  que  conduce  a  la 
Laguna,  luchando  con  las  nieves  del  fondo  de  una  honda  que- 
brada, cuyas  alturas  ostentaban  por  entre  la  blanca  sábana 
que  las  cubría  las  rocas  de  sus  negros  crestones,  hasta  qu/3 
acosados  por  el  frío,  el  hambre  y  el  cansancio,  dimos  a  inme- 
diaciones de  la  Laguna  con  una  de  las  m.uchas  cuevas  o  ca- 
vernas que,  exentas  de  nieves,  suele  la  piadosa  naturaleza  po- 
ner en  los  Andes  al  alcance  del  viajero.. 

En  uno  de  los  rincones  de  aquel  obscuro  retrete,  cuya  en- 
trada defendía  de  la  acción  del  viento  rústica  pirca,  encon- 
tramos, con  la  más  grata  sorpresa,  el  único  tesoro  que  podía 
entonces  salvarnos:  un  pequeño  acopio  de  guano  de  caballo, 
precioso  e  impagable  combustible  que  el  viajero  andino  reco- 
ge siem.pre,  y  siempre  economiza  para  que  pueda  servir  al  que 
le  sigue  por  el  mismo  camino.  Allí  tomé  lo  que  llamaba  mi 
buen  Cam.pos,  café,  que  no  es  otra  cosa  que  un  cacho  de  agua 
caliente  con  un  puñado  de  tierra  adentro,  y  que  se  bebe  en 
cuanto  ésta  se  asienta.  Esta  bebida,  que  para  los  de  fuera 
puede  tener  el  nombre  que  quisieren  darle,  no  es  para  des- 
preciada en  las  alturas  cordilleranas,  sobre  todo  cuando  se  pa- 
decen afecciones  asmáticas.  No  sé  si  los  pulmones  necesitan 
o  no  respirar  un  aire  menos  purificado  que  aquel    que  se  aspi- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  163 

ra  en  las  supremas  alturas,  ni  si  la  tierra,  trabajada  por  el 
agua  hirviendo,  dota  al  aire  que  se  aspira  al  beber  de  aquellos 
ílúidos  térreos  de  que  el  aire  rarificado  carece;  lo  cierto  es  que 
':vA  fatigada  respiración  volvió  a  su  estado  natural,  y  que  me- 
diante semejante  café  y  un  pedazo  de  charqui  a  medio  ca- 
lentar, dormí  aquella  noche  como  un  lirón. 

Hacía  rato,  al  siguiente  día,  que  la  manta  del  pobre,  como 
.lamaba  mi  sirviente  al  sol,  se  encontraba  extendida  sobre  la 
deslumbradora  superficie  de  aquella  Siberia  donde  nos  en- 
contrábamos, cuando  terminado  el  último  sorbo  de  mi  mati- 
nal cachada  de  café,  nos  pusimos  en  marcha  en  busca  del  ca- 
jón del  río  Turbio,  que  comienza  del  otro  lado  de  la  Laguna. 
Caminamos  un  rato  con  cautela  contemplando  nuestras  des- 
comidas cabalgaduras,  entre  la  recia  cordillera  de  Doña  Rosa, 
que  dejamos  a  la  espalda,  y  la  escarpada  de  Doña  Ana,  que 
parecía  cerramos  el  paso  por  el  lado  del  norte.  Como  entre 
estos  dos  poderosos  macizos  se  encuentra  el  altísimo  depósi- 
to de  aguas  que  sin  otro  nombre  que  el  de  Laguna  constituye 
una  de  las  principales  fuentes  del  río  de  Elqui,  fué  preciso 
aventurarnos  por  una  de  las  peligrosas  laderas  de  su  escar- 
pada margen  para  entrar  en  el  hondo  cajón  que  debía  con- 
ducirnos a  poblado. 

Entre  esta  laguna  congelada,  cuyo  diámetro  no  me  pare- 
ció medir  arriba  de  un  kilómetro  en  su  mayor  anchura,  y  la 
inclinada  altura  por  donde  debíamos  pasar,  existía  entonces 
un  Imposible  que,  aunque  corto,  lo  era  y  en  sumo  grado.  La 
idea  de  que  el  menor  accidente  podía  lanzarnos  desde  aque- 
lla altura  al  fondo  de  tan  aterrador  abismo,  me  hizo  desde 
iuego  estremecer.  Volver  sobre  nuestros  pasos  era  imposible; 
proseguir,  lo  parecía  también;  mas,  como  entre  la  seguridad 
ele  perecer  de  hambre  y  petrificado  por  los  hielos,  o  la  dudosa 
de  perecer  despeñado  no  hubiese  que  titubear,  ¡a  la  mano  de 
Dios!,  dijimos,  y  picamos  los  caballos. 

Sujeto  el  resuello,  como  sucede  siempre  en  estos  lances,  y 
fija  la  vista  donde  ponían  los  inseguros  pasos  nuestras  cabal- 
gaduras, que  a  cada  momento  resbalaban,  íbamos  ya  ven- 
ciendo aquel  peligro,  cuando  la  muía  de  carga,  impulsada  por 
el  vaivén  de  una  violenta  caída,  sin  ser  parte  a  animarla 
nuestros  gritos,  se  fué  por  el  resbaladero  cuesta  abajo,  al  mis- 
mo tiempo  que,  turbado  mi  caballo  por  alguna  imprudente 
sofrenada,  hija  de  aquella  deplorable  escena,  cayó  también 
de  costado,  y  arrojando  lejos  al  jinete,  siguió  el  forzoso  rum- 
bo que  condujo  al  precipicio  a  su  desventurada  compañera. 
Un  instante  después  dos  inolvidables  estruendos  nos  anun- 
ciaron que  ya  no  volveríamos  a  ver  más  a  aquellos  dóciles  y 
generosos  brutos  que  hasta  entonces  nos  habían  acompaña- 


164  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

do.  Aturdido  con  el  golpe,  atravesada  el  alma  y  presa  de  un 
vértigo  que  no  puedo  expresar,  debí  luego  a  la  serenidad  de 
Campos  mi  salvación.  Este  fiel  compañero,  corriendo  serio 
peligro,  porque  los  malos  pasos  se  andan  mucho  mejor  a  ca 
bailo  que  a  pie  en  las  cordilleras,  me  alzó  solícito  del  suelo, 
me  serenó,  y  un  momento  después,  a  fuerza  de  brazos  y  cla- 
vando en  el  resbaladizo  suelo  nuestros  puñales  para  asirnos 
de  ellos,  logramos  trasponer  el  imposible. 

Quedábanos,  pues,  por  todo  equipaje  lo  encapillado,  el  ca- 
ballo y  la  montura  de  Campos,  y  por  todo  alimento  un  cuar- 
to de  huanaco  que  yo  había  cazado  dos  días  antes  y  que  por 
fortuna  no  había  corrido  la  suerte  de  los  demás. 

Según  los  cálculos  de  mi  buen  compañero,  teníamos  aún 
que  caminar  como  diez  leguas  hasta  llegar  a  Tilo,  que  era  la 
pMDsesión  habitada   más  cercana  a  nosotros,  en  aquella  sierra. 

Pero  no  quiero  cansar  ni  cansarme  yo,  refiriendo  vulga- 
res padecimientos  de  viajes.  Estoy  por  el  laconismo  de  la 
Monja  Alférez,  cuando  refirió  en  cuatro  renglones  la  brava 
historia  de  su  brava  vida.  Caminé  a  pie,  dormí  entre  rocas, 
trepé  cerros,  descendí  laderas,  sufrí  ríos,  aguanté  el  cansan- 
cio, me  mantuve  tres  días  con  sólo  una  cachada  de  sangre  ca- 
liente del  pobre  caballo  que  nos  quedaba,  y  si  no  hubiese  sido 
por  la  robustez  de  Campos,  quien  me  dejó  atrás  para  adelan- 
tarse a  buscar  socorro,  y  por  el  humano  proceder  del  señor 
Sagüez,  que  acudió  a  salvarme,  es  seguro  que  entre  el  río 
Turbio,  invadeable  para  un  hombre  debilitado,  y  las  rocas  de 
su  margen,  al  sur  del"  torrente  de  los  Piuquenes,  se  hubiese 
encontrado  algún  .'tiempo  después,  junto  con  un  esqueleto 
humano,  una  cartera  lacre  que  aún  conservo,  y  en  la  cual  se 
encuentra  escrito  con  lápiz  mi  temprano  epitafio. 


CAPITULO  X 

El  huaso  Rodríguez,  jefe  militar  de  San  Rafael. —  Las  tri^ 
lias. —  Desafío  de  Rodríguez. —  Su  fuga. —  El  Planchón. 
— Resguardos  en  la  cordillera. —  Chilecitos. —  Alda^.  — 
Siguen  las  aventuras  de  Rodríguez. —  Su  muerte. —  Le- 
guario y  archivos  de  Rodríguez. —  Banda  oriental  de  los 
Andes  del  Sur. —  Nota  del  literato  de  Loló. 

Encontrábame  el  día  26  de  octubre  de  1842  en  la  pequeña 
pero  muy  productora  heredad  de  Boldomávida,  fundo  inme- 
diato al  de  los  Culenes,  de  la  antigua  Colchagua,  el  cual  aca- 
baba de  arrendar.  Reposábame  en  él,  con  no  poca  admira- 
ción propia  y  ajena,  de  mis  viajes  entre  Mendoza  y  Buenos 
Aires;  de  mis  correrías  ha-sta  Salta;  de  mis  vueltas  y  revuel- 
tas entre  La  Rio  ja,  San  Luis,  San  Juan  y  Mendoza;  y  de  mis 
activas  entradas  y  salidas  a  través  de  los  boquetes  de  los 
Andes,  cuyo  práctico  conocimiento  me  había  granjeado  el  en- 
vidiable nombre  de  baquiano. 

¡Cuántos  acontecimientos  políticos  no  habían  tenido  lu- 
gar desde  mi  correteada  de  San  Carlos  hasta  ase  día  en  nues- 
tro Chile! 

El  inesperado  tratado  de  Paucarpata; 

El  nunca  debidamente  execrado  motín  de  Quillota,  que, 
encabezado  por  Vidaurre,  causó  la  lamentable  muerte  del  in- 
signe Portales; 

La  sangrienta  batalla  del  Barón,  en  las  alturas  de  Val- 
paraíso ; 

El  siempre  conmemorado  triunfo  de  Yungay,  en  el  cual 
las  fuerzas  chilenas,  al  mando  del  sagaz  y  valiente  general 
Bulnes  habían  destrozado  la  amenazadora  Confederación  Pe- 
rú-Boliviana; 

El  pabellón  mercante  español  luciendo  tranquilo  sus  co- 
lores al  lado  de  ios  del  pabellón  chileno; 

.   Bulnes  ocupando  el  supremo  poder  del  Estado  como  me- 
recido premio  a  sus  servicios; 

Y,  sobre  todo,  ¡la  ley  de  amnistía,  que  devolvía  al  patrio 
hogar  a  los  desterrados  políticos! 

Después  de  la  guerra,  el  trabajo,  me  decía  yo  entonces;  y 
tranquilo  sobre  la  futura  suerte  que  el  destino  deparaba  a  mi 


166  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

patria  afortunada,  tornó  mi  imaginación  con  toda  fuerza  a  la. 
idea  de  nuevas  correrías. 

Solo,  y  tomando  un  mate  cuyano  bajo  el  modesto  corre- 
dor de  mi  casa,  sin  apartar  la  vista  de  las  plantaciones,  mi 
imaginación  vagaba  activa,  ya  por  las  breñas  de  la  fría  cor- 
dillera que  tantas  veces  había  frecuentado,  ya  por  aquellas 
dilatadas  planicies  de  las  pampas,  cuyos  misterios  aún  no  co- 
nocía más  allá  de  los  primeros  confines  australes  de  Mendoza- 
Faltábame,  pues,  aún  emprender  mis  siempre  malas  an- 
danzas por  aquellos  misteriosos  lugares  patagónicos,  donde  me 
aseguraban  que  podría  mi  actividad  obtener  brillantes  resul- 
tados. Sólo  el  desencanto  que  me  había  producido  el  de  mis 
viajes  anteriores  fué  capaz  de  sujetarme  y  aun  de  obligarm.e, 
por  primera  vez,  a  esperar  más  propicias  ocasiones  para  lan- 
zarme en  lo  desconocido,  porque  hasta  entonces  nunca  ha- 
bía dejado  de  anticiparme  a  ellas. 

No  tardó,  sin  embargo,  en  presentarse  una,  aunque  débiL 
que  vino  a  dar  de  nuevo  a  través  con  todos  mis  propósitos  de 
calma . 

Acerté  a  ver  que  por  el  camino  de  las  casas  y  como  con 
dirección  a  ellas,  caminaba  una  arria  de  algunos  caballos  y 
de  cuatro  bueyes,  cuya  prodigiosa  estatura  me  llamó  la  aten- 
ción. Subió  de  punto  mi  admiración  cuando  vi  que  la  arria 
entró  en  mi  patio  y  que  un  huaso,  vestido  a  lo  cuyano  y  bien 
montado,  echó  pie  a  tierra  y  me  presentó  con  alegre  y  respe- 
tuosa cortesía  una  carta  envuelta  en  un  pañuelo.  De  pronto 
no  conocí  quién  era;  mas,  al  oírme  llamar  patrón  y  por  mi 
nombre,  vi  que  el  desconocido  no  era  otro  que  mi  antiguo  y 
fiel  Campos,  a  quien  había  yo  perdido  de  vista  cuatro  años 
antes,  y  el  cual,  a  fuerza  de  ponderar  mis  para  él  inmejorables 
prendas  ante  los  ojos  de  su.  nuevo  patrón,  venía  del  fuerte 
transandino  de  San  Rafael,  trayendo  para  mí  un  regalo  de 
parte  suya.  Firmaba  la  carta  inesperada  aquel  mentado  chi- 
leno don  Juan  Antonio  Rodríguez,  hijo  de  Loló,  que  fué  por 
tantos  años  el  brazo  derecho  de  Aldao  y  el  terror  de  los  uni- 
tarios, y  que  entonces,  jefe  o  adelantado  del  fuerte  de  San 
Rafael,  sobre  la  frontera  patagónica  de  Mendoza,  tuvo  el  raro 
capricho  de  solicitar  mi  amistad. 

La  parte  de  la  historia  del  terror  que  le  cabe  a  la  provin- 
cia de  Mendoza  durante  el  gobierno  del  atroz  Aldao  no  pue- 
de escribirse  sin  hacer  muy  especial  mención  de  aquel  terri- 
ble soldado  aventurero  a  quien  los  argentinos  no  dejan  aún 
de  llamar  feroz  bandido. 

La  llegada  de  mi  buen  Campos,  los  antecedentes  que  te- 
nía de  Aldao,  cuya  amistad  debía  captarme,  la  que  me  brin- 
daba Rodríguez,  la  abultada  hermosura  ponderada  por  Cam- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  167 

pos  de  aquellos  inexplorados  lugares,  la  abundancia  y  bara- 
tura de  sus  inagotables  ganados,  y,  sobre  todo,  lo  posibilidad 
de  no  poder  ser  de  nuevo  correteado  como  lo  fui  no  hacia 
mucho  tiempo  en  San  Carlos,  me  lanzaron  de  nuevo  en  la 
vía  de  las  aventuras  de  ultra  cordillera. 

Pero  antes  de  proseguir,  debo  la  siguiente  explicación: 
como  algunos  de  estos  y  otros  viajes  míos  han  visto,  bien  que 
mutilados,  la  luz  pública,  pero  siempre  a  expensas  de  fojas 
arrancadas  de  estos  apuntes,  he  creído  conveniente,  para 
conservar  la  ilación  de  los  acontecimientos  que  han  pasado 
a  mi  vista,  restituir  esas  fojas  a  su  lugar. 

Volviendo,  pues,  a  lo  que  en  aquel  momento  pasaba,  he 
aquí,  sin  quitar  ni  poner  ni  un  solo  punto,  el  tenor  de  la  car- 
ra que,  envuelta  en  un  pañuelo,  me  acababa  de  entregar  el 
alegre  Campos. 

VIVA  LA  FE  DE  CRISTO  Y  LA  RAZÓN  (1) . 

San  Rafael,  a  11  días  de  marzo  de  1843. 

A'  caballero  don  V.  P.  R. 

Muy  señor  mío  y  mi  dueño: 

La  fama  de  su  buen  nombre  ha  llegado  hasta  aquí,  y  por 
lo  mismo  mi  escaso  valimiento  anda  con  cortedad  en  procura 
¿e  su  amistad,  que  espero  no  se  la  mezquinará  a  quien  se  la 
pide  de  veras. 

Ei  le  mando  esos  cuatro  terneritos  para  que  los  tome  en 
ccm.paña  de  sus  amigos,  y  también  para  lo  que  es  el  uso  de 
su  montura,  aunque  Ud.  los  tendrá  mejores  por  Colchagua, 
esos  seis  potrones  mansos  que  no  son  al  todo  despreciables. 

Para  qué  es  hablar  de  la  gran  escasez  de  pólvora  fina  y 
de  trabucos  de  cintura  en  que  estamos  por  acá.  En  fin,  se- 
ñor don  Vicente,  aquí  quedamos  rogando  a  Dios  que  le  au- 
mente la  salud,  y  no  le  dice  más  este  su  amigo  que  servirle 
desea. — J.  Antonio  Rodríguez. 

Junto  con  esta  carta  recibí  cuatro  hermosos  bueyes,  que 
han  sido  los  mayores  que  he  visto  en  mi  vida,  y  tres  parejas 
de  preciosos  caballos. 

¿Quién  podría  ser  este  hombre  que  sin  conocerme  me  ob- 
sequiaba, y  que  sin  pedirme  me  pedia? 


(1)  El  lema  que  se  usaba  entonces  en  todas  las  comunicacio- 
rifs  oficiales  de  la  Confederación  Argentina:    ¡Viva  la  Confedera- 
íón  Argentina;  mueran  les  salvajes   unitarios!,  nunca   lo  usó  el 
protagonista  que  motiva  la  consignación  de  estos  recuerdos. 


168  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Sigamos  su  rastro  por  algunos  momentos. 

En  el  año  de  1833  ni  aun  en  Europa  se  sospechaba  que 
trilladoras  mecánicas  habían  de  venir  un  día,  a  fuerza  de  per- 
feccionadas, a  suplir  allá  el  uso  del  azote,  y  en  Chile,  el  de  las 
yeguas  en  las  cosechas  de  cereales.  Y  ya  que  de  máquinas 
hablamos,  ocurre  preguntar:  ¿qué  razón  tendrá  la  humanidad 
para  erigir  estatuas  a  los  seres  que  se  adiestran  en  hacer  y 
en  usar  máquinas  para  acortar  la  vida,  y  no  a  aquellos  que 
se  desvelan  en  hacerlas  para  prolongarla? 

A  Pitt  y  a  Ramsons  no  sólo  debe  la  agricultura  chilena, 
junto  con  la  celeridad  del  trabajo,  la  seguridad  de  la  cose- 
cha, sino  también  el  poder  hacer  ahora,  en  uno  o  dos  meses, 
según  la  magnitud  de  las  sementeras,  la  recolección  que  antes 
se  hacía  en  cuatro,  y  siempre  bajo  el  apremio  de  las  aguas 
tempraneras . 

El  que  pudo  devolvernos  para  el  trabajo  activo  en  la  épo- 
ca de  las  cosechas  medio  millón  de  brazos,  que  sin  producir 
consumían,  aguardando  meses  enteros,  horqueta  en  mano,  la 
merced  del  viento  para  liquidar  el  trigo,  ¿no  m^'^recería,  me- 
jor que  otros  muchos,  estatuas  que  le  presentasen  a  la  vene- 
ración de  la  posteridad  agradecida? 

Perdóneseme  el  preámbulo  en  obsequio  de  la  intención, 
y  vamos  adelante. 

En  la  falda  septentrional  de  la  cuesta  de  Quiahue,  en  los 
confines  marítimos  de  la  vieja  Colchagua,  vegetaba  en  1830, 
como  tantas  otras  semillas  de  pueblos  mal  plantados,  un  lu- 
garejo  que  llevaba  el  nombre  de  Loló.  La  estación  del  año  a 
que  se  refieren  estos  recuerdos  era  la  de  las  trillas,  género 
durísimo  de  trabajo  que  aquellas  buenas  gentes  soportaban  a 
fuerza  de  alegres  intermedios  de  arpa,  de  guitarra  y  de  harta 
chicha,  para  hacer  correr  el  polvo  que  se  les  pegaba  en  el 
gaznate . 

La  trilla  y  ios  rodeos  en  las  propiedades  rurales  eran  fes- 
tividades que  convidaban  sin  convite  y  que  daban  hospita- 
lario asiento  en  ellas  a  cuantos  comedidos  pudiesen  disponer 
de  un  buen  caballo;  y  como  en  la  extensa  y  cómoda  ramada 
que  se  colocaba  siempre  a  inmediaciones  de  la  faena  para  el 
recreo  y  solaz  de  los  voluntarios,  nunca  faltaban  el  trago  y 
buen  canto,  ni  ocasiones  de  lucir  el  garbo  y  el  caballo,  debe 
prudentemente  deducirse  que  no  siempre  reinaba  en  aquellos 
espectáculos,  en  los  cuales  eran  todos  actores  y  espectadores 
a  un  mismo  tiempo,  aquella  envidiable  paz  y  aquella  concor- 
dia que  deben  reinar  entre  los  príncipes  cristianos,  m.áxime 
si  llegaba  a  terciar  en  el  corrillo  algún  lacho  guapetón. 

El  lacho  guapetón,  tipo  puramente  chileno  y  casi  olvida- 
do en  el  día,  era  entonces  la  viva  encarnación  del  caballe- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  169 

ro  andante  de  los  siglos  medios,  con  poncho  y  con  botas  arrie-  / 
ras,  tanto  por  su  modo  de  vivir  cuanto  por  sus  gustos  y  sus/ 
tendencias.  Como  él,  buscaba  aventuras;  como  él,  buscaba! 
guapos  a  quienes  vencer,  entuertos  que  enderezar,  derechos/ 
que  entortar  y  doncellas  a  quienes  agradar,  unas  veces  con 
comedimientos  y  otras  veces  sin  ellos,  pues  los  hubo  descome-i 
didos  y  follones  además.  Así  como  el  caballero  andante  no  per- 
donaba torneo  donde  pudiese  lucir  su  gallardía  y  el  poder, 
irresistible  de  su  lanza,  primero  faltaría  el  sol  que  faltar  el' 
lacho  guapetón  en  las  trillas,  en  los  rodees,  en  las  corridas  dej 
caballos  y  en  cuantos  lugares  hubiese  muchachas  que  ena-i 
morar,  chicha  que  beber,  tonadas  que  oír,  cogollos  que  obse-: 
quiar,  generosidad  y  garbo  que  lucir,  y  pechadas  y  mache- 
tazos que  dar  y  recibir,  aunque  no  fuese  por  otro  motivo  que 
por  haber  rehusado  beber  en  el  mismo  vaso. 

Cuatro  días  llevaban  corridos  los  trabajos  de  la  trilla  de 
Loló  sin  que  nada  hubiese  turbado  hasta  entonces  ni  la  mar- 
cha de  la  labor  ni  sus  alegres  intermedios;  mas  llegó  el  quin- 
to, y  como  en  él  llegase  también  el  fin  de  fiesta,  fué  de  orde- 
nanza despedir  al  auditorio  con  una  alegre  trasnochada,  su- 
pliendo la  ausencia  del  sol  a  punta  de  fogata.  A  poco  andar, 
pues,  se  hizo  tan  general  la  alegría  en  la  enramada,  que  se- 
gún el  decir  de  los  entrantes  y  salientes,  ¡estaba  aquello  que 
se  ardía! 

El  dueño  de  casa  se  había  esmerado  por  despedir  regia- 
mente a  sus  huéspedes;  nada  faltaba  en  el  sarao:  arpa,  rabel 
y  guitarra,  ponche  con  malicia,  vino,  arrollado  y  ternera 
con  harto  ají. 

Gozando  de  esta  bienaventuranza  y  reclinado  sobre  una 
cantora  se  veía,  vaso  de  ponche  en  mano,  un  gallardo  huaso 
como  de  cuarenta  años  de  edad,  de  tez  tostada,  músculos  for- 
nidos y  ademán  resuelto.  Era  éste  el  mentado  haragán  Fran- 
cisco Araya,  antiguo  barretero  de  Alhué,  aquel  que  puso  el  se- 
llo a  la  fama  de  su  valor  brutal  y  sereno  sosteniendo,  puñal 
en  mano,  y  el  pie  izquierdo  atado  al  de  su  contrario,  igual- 
mente armado,  aquel  atroz  desafío  en  el  que,  sin  ultimar  a 
su  rival,  le  hizo  confesar  que  era  menos  hombre  que  él.  En- 
contrándose~~üe~tránsito  en  Loló,  era  de  presumir  que  quien 
hacía  gala  de  camorrero  no  había  de  hacer  falta  en  la  en- 
ramada. 

Al  frente  de  ese  tal,  pero  al  lado  de  afuera,  a  veces  oculto 
por  la  sombra  y  otras  veces  iluminado  por  la  luz  de  la  foga- 
ta, se  veía  un  jinete  al  parecer  entretenido  con  el  espectácu- 
lo de  aquella  alegre  borrachera.  Este  nuevo  personaje,  que 
por  su  traje  y  apostura  parecía  pertenecer  a  la  aristocracia 
lololense,  y  que  era  alto  de  cuerpo,  bien  proporcionado,   de 


170  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

rostro  blanco  y  encendido,  de  ojos  azules,  de  nariz  aguileña, 
de  pelo  rubio  y  de  colorado  bigote,  sólo  daba  indicio  de  ter- 
ciar en  aquella  fiesta  por  tal  cual  tonadilla  que,  mirando  al 
cielo,  entonaba  entre  dientes  a  cada  baladronada  de  las  mu- 
chas que  a  cada  instante  echaba  el  matón  Araya. 

En  uno   de  los   intermedios   de   canto,   un   roto  lololeño. 
cansado  de  no  oír  más  que  la  voz  de  Araya: 

— No  hable  tanto,  patrón  —  le  dijo  con  acento  socarrón — ^ 
que  donde  hay  hombre,  hay  hombre,  y  en  Quiahue  no  falta 
quien  pueda  decir  al  teniente  que  miente,  porque  de  donde 
menos  se  piensa  suele  encumbrarse  una  perdiz. 

Araya,  al  ver  la  traza  del  interruptor,  soltando  una  es- 
trepitosa carcajada,  exclamó: 

— ¿Una  perdiz,  y  en  Loló?  Ojalá  volasen  dos,  porque  con 
una  me  quedaría  con  hambre.  Mire,  ñor-usté,  ¿sabe  qué  más? 
que  todavía  no  ha  nacido  si  que  sea  capaz  de  dar  palmada  a 
Pancho  Araya,  y  para  que  conste,  para  nadie  va  a  haber  co- 
gollos esta  noche,  sino  para  quien  me  diere  la  regalada  gana; 
¡y  chiste  alguno! 

No  había  terminado  el  atrevido  reto,  cuando  el  descono- 
cido del  bigote  rojo,  saltando  del  caballo,  dio  al  matón  un 
encontrón  con  el  hombro,  y  sin  dejar  de  mirarle  de  alto  abajo 
de  un  solo  tajo  rebanó  las  cuerdas  del  arpa  con  su  puñal. 

Este  inesperado  incidente  heló  la  sangre  a  los  circuns- 
tantes, produciendo  en  todos  un  silencio  mortal;  sólo  habla- 
ron las  airadas  miradas  de  estos  dos  singulares  antagonistas, 
lanzando  rayos  que,  envolviendo  mutuas  sentencias  de  muer- 
te, si  hubiesen  sido  de  acero,  al  encontrarse  hubieran  pobla- 
do de  chispas  el  espacio.  Entre  hombres  de  este  temple  pocae 
palabras.  Los  dos  se  comprendieron,  y  sin  más  demorar,  ha- 
ciéndose un  ademán  amenazador,  se  lanzaron  fuera  de  la  en- 
ramada en  busca  de  sus  caballos.  Cada  cual  ocurrió  por  su 
lado  a  hacer  otro  tanto,  y  con  un  silencio  aterrador  un  mo- 
mento después  un  círculo  de  hombres  montados  cerraba  el 
palenque,  en  cuyo  centro,  machete  en  mano,  se  embestían 
ciegos  de  cólera  estos  dos  extremados  jinetes,  choque  espan- 
toso que  sólo  cesó  cuando  el  ronco  alarido  de  la  muerte  hizo 
rodar  un  cuerpo  herido  a  los  pies  del  caballo  de  su  vencedor. 
Don  Juan  Antonio  Rodríguez,  en  leal  y  caballeresco  de- 
safío, acababa  de  abrir  el  cráneo  de  Araya  con  un  poderoso 
machetazo. 

Saliendo  del  árido  territorio  que  ocupaban  los  antes  men- 
tados Cerrillos  de  Teño,  pasando  el  río  de  este  nombre  y  en- 
caminándose al  orient-e,  siguiendo  el  cajón  de  cordilleras  que 
le  sirve  de  lecho,  se  entra  en  el  pintoresco  y  frecuentado  ca- 
mino que  conduce  al  boquete  del  Planchón. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  171 

Quien  sólo  haya  recorrido  nuestras  cordilleras  desde  San- 
tiago a  Atacama,  no  es  posible  que  se  forme  idea  cabal  del 
abundante  germen  de  riquezas  agrícolas  y  fabriles  que  encie- 
rran los  misteriosos  valles  de  las  del  sur.  Poseen  hermosa  y 
siempre  verde  vegetación,  poderosas  cascadas  que  son  otras 
tantas  económicas  fuerzas  motrices  al  lado  de  las  materias 
primeras  que  las  requieren  para  ser  utilizadas,  clima  más  be- 
nigno en  muchos  de  los  valles  rodeados  de  nevados  cresto- 
nes que  aquel  de  que  gozan  los  moradores  del  Valle  Central, 
pues  en  él  la  vid,  el  naranjo  y  las  flores  delicadas,  no  están 
tan  expuestas  com.o  en  éste  a  destructoras  e  imprevistas  he- 
ladas. Lugares  hay  donde  la  humedad  natural,  sin  ser  excesi- 
va, excluye  la  necesidad  de  los  riegos,  y  en  los  cuales  las  al- 
falfas, para  su  desarrollo  y  su  sostén,  sólo  requieren  ser  sem- 
bradas una  sola  vez. 

El  camino  de  Teño  hacia  el  Planchón,  desde  que  se  sale 
de  los  cerrillos  es,  en  los  primeros  escalones  de  la  sierra,  un 
risueño  y  prolongado  parque  dotado  con  todos  los  vistosos  y 
raros  atractivos  que  sólo  la  naturaleza  sabe  crear,  y  en  los 
últimos  el  conjunto  severo  e  imponente  de  cuanto  puede  ne- 
cesitar el  sabio  para  leer  en  él  los  misterios  del  segundo 
tiempo  de  la  form.ación  del  globo. 

A  m.edida  que  se  avanza  en  el  ascenso,  la  vegetación  pa- 
rece resentirse  del  vacío  de  la  altura,  puesto  que  se  la  ve  dis- 
minuir de  lozanía  y  de  tamaño;  así  es  que  pasado  el  res- 
guardo de  los  Quenes  ya  comienza  el  viajero  a  ver  conver- 
tidas en  enanas  las  mismas  especies  de  los  corpulentos  ár- 
boles que  a  pocas  leguas  de  distancia  asombran  con  su  al- 
tura. Este  fenómeno  se  hace  más  palpable  aún  a  medida  que 
se  va  llegando  a  la  región  de  las  nieves  eternas,  pues  los  ci- 
preses  que  aún  vegetan  casi  en  la  misma  ceja  de  los  plan- 
chones, sólo  alcanzan  una  altura  de  tres  pulgadas  y  son  j-'a 
iejos.  Antes  de  llegar  a  tan  áridos  lugares  comienza  el  via- 
jero el  repecho  del  volcán  de  Peterca,  cuyo  morro,  con  su 
inmenso  cráter,  comparte  las  aguas  entre  Chile  y  la  provin- 
cia de  Mendoza. 

En  el  cráter  mismo  de  este  volcán,  siem.pre  en  actividad, 
aunque  no  con  fuerza,  se  encuentran  algunos  corralones  de 
lava  mezclada  con  hielo  empedernido,  y  aquí  y  allí  tal  cual 
grieta  por  doade  algunas  fumarolas,  desahogándose  con  bu- 
fidos, llenan  el  aire  de  vapores  azufrados.  Uno  de  esos  corra- 
Jones  lleva  el  nombre  de  Plaza  de  Armas,  y  en  él  aloja  forzo- 
samente el  viajero  para  poder  sin  peligro,  cabalgando  en  ca- 
ballos descomidos,  alcanzar  de  una  jornada  al  tranco  al 
opuesto  paso  de  las  Yaretas,  que  es  donde  puede  considerar- 
se ya  libre  de  las  aterradoras  nevadas  que  caen  con  frecuen- 


n2  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


cia  sobre  la  blanca  planicie  de  la  meseta  superior  de  los  An- 
des que  media  entre  la  Plaza  de  Armas  y  el  citado  portillo. 

Sobre  la  escabrosa  superficie  de  este  planchón  congelado 
se  alzan  de  vez  en  cuando  aquellos  fantasmones  de  puro  hielo 
que  llaman  penitentes,  cuya  blancura,  semejante  a  la  del 
cristal  esmerilado,  hace  resaltar  los  negros  y  áridos  cresto- 
nes de  las  rocas  acantiladas,  que  así  sirven  de  bordo  al  ven- 
tisquero, como  también  a  hondos  precipicios  que  espumosas 
nieves  ocultan  a  la  vista  del  viajero. 

En  la  fresca  mañana  del  18  de  febrero  de  1830,  a  través 
de  la  neblina  producida  por  las  fumarolas  del  Peteroa  en  la 
Plaza  de  Armas,  se  veían  cuatro  hombres  y  un  cabo,  que  te- 
niendo tanto  de  soldados  cuanto  de  rústicos  patanes,  se  em- 
peñaban en  ensillar  a  toda  prisa  sus  caballos  para  prose- 
guir un  precipitado  viaje  hacia  el  oriente.  Eran  chilenos,  y 
como  soldados  armados  no  podían  trasponer  la  frontera; 
parecía  deducirse  de  aquí  que  en  vez  de  ser  viajeros,  debían 
andar  al  alcance  de  alguno  de  los  muchos  criminales  que  en 
aquel  entonces  buscaban,  como  ahora  buscan,  la  impunidad 
de  sus  maldades  en  las  provincias  trasandinas. 

El  perseguido,  si  a  alguien  perseguían,  debió  pasar  la  no- 
che anterior  por  ei  mismo  lugar  donde  ellos  se  encontraban; 
pero  no  había  dormido  allí.  Rastros  recientes  de  sangre  que 
conservaba  el  hielo  en  dirección  a  las  Yaretas,  indicaban  que 
im  solo  caballo  había  pasado  por  allí,  y  que  éste  iba  muy  can- 
sado y  además  herido  en  las  manos;  era,  pues,  evidente  que, 
apresurando  la  marcha,  podría  alcanzársele  antes  que  en- 
trase en  sagrado. 

Después  de  algunas  horas  de  marcha,  siguiendo  el  ras- 
tro por  senderos  y  por  pasos  desconocidos  hasta  entonces  pa- 
ra el  que  hacía  de  jefe  del  piquete,  sin  descubrir  nada  que  pu- 
diese alentarle  en  aquella  penosísima  tarea,  ya  comenzaba  a 
desmayar,  cuando  llamó  vivamente  la  atención  de  un  solda- 
do la  presencia  lejana  de  un  objeto  negro  que  parecía  que- 
rerse ocultar  tras  de  un  crestón  de  nieve.  Cobrando  enton- 
ces nuevos  bríos,  precipitaron  la  marcha,  nías  al  llegar  al 
helado  penitente,  no  fué  poca  su  sorpresa  y  su  desconsuelo  al 
ver  tras  de  él,  en  vez  de  la  persona  que  buscaba,  a  un  solo 
caballo  muerto  y  a  medio  ensillar. 

Al  abrigo  del  témpano,  pues,  había  pasado  la  noche  el 
fugitivo;  pero,  ¿dónde  encontrarle  ya?  El  rastro  de  sangre 
terminaba  allí;  el  de  pie  de  hombre  apenas  dejaba  señales 
en  el  hielo.  La  vergüenza  de  haber  sido  burlados  en  su  pro- 
pósito, porque  rera  efectivo  que  a  alguien  perseguían,  les  im- 
pulsó a  seguir  acelerados  a  tomar  posesión  del  único  paso  que 
entre  dos  enopmes  y  negros  farellones  se  divisaba  a  corta  dis- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  173 

tancia;  pero  llegaron  tarde,  pues  sólo  vinieron  a  cerciorarse 
de  que  habían  alcanzado  al  fugitivo,  por  el  estruendo  que 
hizo  al  quebrarse  un  enorme  alero  de  nieve  suspendido  so- 
bre un  abismo,  cuyo  fondo  encubría  un  grueso  lecho  de  es- 
ponjosa nieve,  sobre  la  cual,  de  tan  tremenda  altura,  había 
lanzado  la  desesperación  ai  misterioso  perseguido. 

Atónitos  los  perseguidores,  acompañaron  con  un  grito  de 
espanto  aquel  arranque  de  desesperado  valor,  y  aún  no  se  ha- 
bían apartado  de  la  orilla  del  precipicio  que  burlaba  sus  es- 
peranzas, cuando  alcanzaron  a  ver  debatirse  entre  el  fofo  y 
blanco  lecho  que  encubría  el  fondo  del  barranco,  a  un  hom- 
bre vivo,  que  saliendo  cubierto  de  nieve  al  lado  opuesto,  sa- 
cudía tranquilo  la  manta  y  un  cuero  que  llevaba  consigo.      ], 

¡Don  Juan  Antonio  Rodríguez  se  había  salvado  de  la 
persecución  que  la  muerte  de  Araya  le  acarreara! 

Don  Juan  Antonio  Rodríguez  no  salió  de  su  país  cual 
suele  un  malhechor  avezado  en  la  carrera  del  crimen.  Salió 
por  una  de  aquellas  calamidades  que  ni  la  misma  prudencia 
puede  a  veces  evitar  y  que  la  ley  no  perdona. 

Nacido  en  Chile,  en  los  confines  marítimos  de  la  antigua 
Colchagua,  de  una  familia  honrada  y  bastante  pudiente  para 
ser  tenida  en  algo  por  los  hijos  de  la  antigua  provincia  de  San 
Fernando,  su  educación  había  sido  bastante  esmerada  para 
la  que  se  daba  en  Chile  en  tan  apartado  lugar  en  el  año  de 
1790.  Leer  mal,  escribir  peor  y  apenas  contar;  esto  y  las  ru- 
tineras máximas  de  moral  que,  explicadas  por  la  ignoran- 
cia, más  conducen  al  fanatismo  que  al  sentimiento  de  una 
verdadera  religión,  fueron  las  ocupaciones  de  sus  primeros 
años.  Llegado  a  la  edad  de  pubertad,  su  constitución  de  hie- 
rro, su  extraordinario  arrojo  en  el  manejo  del  caballo,  su 
valor  que  llegó  a  hacerse  proverbial,  su  juicio  sarcástico  a 
la  par  que  festivo,  y  sus  liberalidades  sin  límites,  le  gran- 
jearon una  reputación  provincial  que  hasta  1850  no  desmen- 
tía el  recuerdo  que  aún  queda  en  Quiahue  de  este  tipo  del 
lacho  guapetón. 

Oculto,  pero  siempre  perseguido  por  el  acecho  después 
del  lance  con  Araya,  salió  disfrazado  para  el  pueblo  de  Cu- 
ricó,  en  dónde  supo  por  sus  amigos  que  ciertos  celos  del  juez 
sumariante,  y  no  muy  inciertos  garrotazos  que  había  reci- 
bido de  manos  de  Rodríguez  delante  de  la  querida  disputada, 
habían  elevado  su  desgraciado  encuentro  en  la  trilla  de  Loló 
a  la  categoría  del  más  alevoso  y  premeditado  asesinato.  Fué 
preciso,  pues,  resolverse  a  abandonar  temporalmente  su  pa- 
tria, y  recorrer,  en  calidad  de  pobre  y  desvalido  fugitivo, 
aquellas  cordilleras  y  aquellas  pampas  en  las  que  tantas  ve- 


174  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

ees   había   figurado    como   ladino,   acaudalado    y    prestigioso 
contrabandista. 

Salió,  pues,  sin  más  esperar,  como  dicen  los  campesinos, 
en  lo  montado,  huyendo  de  las  cárceles  y  del  patíbulo.  Supo 
al  llegar  a  la  hacienda  de  la  Huerta,  que  el  resguardo  estaba 
sobre  aviso  para  aprehenderle.  Pero  para  Rodríguez  un  re*s- 
guardo  fué  siempre  el  menor  de  los  tropiezos,  aunque  tuviese, 
como  tenía  con  el  de  entonces,  una  endiablada  cuenta  atra- 
sada que  cancelar.  Sin  dar,  pues,  tregua  ni  descanso  al  gene- 
roso bruto  que  montaba,  esa  misma  noche  dejó  atrás  el  res- 
guardo, pasando  por  donde  él  sabía  que  podía  pasar  sin  ser 
sentido. 

No  hay  dineros  peor  empleados  que  aquellos  que  se  gas- 
tan en  los  mentados  resguardos  de  la  cordillera,  tanto  por 
las  facilidades  sin  cuento  que  la  misma  sierra  ofrece  en  to- 
das partes  para  burlar  su  vigilancia,  cuanto  por  la  misma  ti- 
bieza con  que  los  tales  guardianes  desempeñan  sus  obliga- 
ciones. Mas,  como  parece  que  la  actividad  desplegada  por  los 
perseguidores  de  Rodríguez  desmintiese  esta  verdad,  creo  del 
caso  explicar  la  causa  de  tan  raro  fenómeno. 

Dos  años  antes  de  la  persecución  que  dejo  narrada,  venia 
de  la  otra  banda  el  chileno  Rodríguez,  que  así  le  llamaban 
entonces,  con  un  buen  cargamento  de  costales  de  tabaco.  Pa- 
ra librarse  de  las  asechanzas  de  los  resguardos  cordilleranos 
no  hay  mejor  arbitrio  que  el  rodear;  mas  como  el  rodear,  por 
el  tiempo  que  se  pierde  en  ello,  perjudica  muchas  veces  al  ex- 
pendio, a  don  Juan  Antonio,  que  sin  saber  el  inglés,  sabía  que 
el  tiempo  es  plata,  se  le  ocurrió  la  travesura,  como  éi  crecía, 
de  dejar  la  carga  atrás,  de  adelantar  su  gente,  de  hacerla 
alojar  en  el  puesto  en  calidad  de  vendedores  de  ganados,  de 
amarrar  en  la  noche  a  los  guardianes,  de  hacerles  traslomar 
la  cordillera,  y  de  dejarlos  por  doce  días  en  depósito  en  po- 
der de  la  reducción  del  cacique  pehuenche  Faipanque,  dueño 
de  unos  potreros  al  sur  del  río  Salado. 

El  obsequio  de  un  buen  caballo,  regalado  por  orden  de 
Rodríguez  a  cada  uno  de  los  prisioneros  cuando  se  les  puso 
en  libertad,  no  había  sido  bastante  para  adormecer  el  germen 
de  ira  y  de  venganza  que  dejó  en  el  ánimo  de  los  protectores 
de  la  hacienda  pública  tan  pesada  mano,  y  la  vergüenza, 
junto  con  el  deseo  de  vengarse,  hicieron  que  ni  el  mismo  go- 
bernador de  Curicó  supiese  nada  de  lo  ocurrido. 

La  persecución,  pues,  fué  tan  activa,  que  pudo  decirse 
que  ponían  ellos  el  pie  donde  acababa  de  alzar  el  suyo  el  fu- 
gitivo. 

Rodríguez  no  alojó,  como  se  ha  visto,  en  la  Piaza  de  Ar- 
mas  del   cráter   del   volcán   de   Peteroa,   y   prosiguió  sin   dar 


RECUERDOS     DEL     PASADO  175 

resuello  a  su  debilitada  cabalgadura  por  el  medio  de  aquel 
desierto  de  empedernido  hielo,  hasta  que  el  generoso  ani- 
mal, extenuado  por  el  cansancio  y  por  el  hambre,  destrozada 
la  piel  del  nacimiento  de  las  uñas  por  las  aristas  y  los  filos  del 
hielo  cristalizado  que  rompía,  arrollándose  junto  a  un  alto 
penitente,  abandonó  junto  con  la  vida  al  amo  que  cargaba. 

Precisado  a  pasar  alli  la  noche,  muerto  de  frió  y  sin  poder 
hacer  fuego,  ni  aun  con  la  bosta  de  caballo  que  llevaba,  como 
lo  hacen  cuantos  emprenden  la  travesía  del  Planchón,  por 
temor  de  ser  descubierto,  aquel  hombre  de  fierro  esperó  el 
alba  envuelto  en  los  pellejos  de  su  montura,  al  reparo  del 
vientre,  aún  tibio,  del  fiel  compañero  que  le  había  conducido 
hasta  allí,  y  que  aún  después  de  muerto  le  cedía  el  último 
calor  que  le  quedaba. 

El  primer  destello  del  alba  encontró  a  Rodríguez  desvia- 
do del  camino  público,  marchando  a  pie  por  uno  de  los  sen- 
deros extraviados  y  salvadores  que  él  conocía,  envuelto  el  pe- 
cho con  el  pellón  encimero  de  su  montura,  sin  más  provisión 
que  el  último  pedazo  de  charqui  que  devoraba,  sin  más  ar- 
mas que  aquel  machete  que  ocasionó  su  desgracia,  ni  más 
ajuar  que  su  yesquero.  Mas,  ¿qué  podía  hacer  un  hombre  a 
pie  en  aquellas  blancas  planicies  para  librarse  de  la  vista  de 
los  que  le  perseguían  bien  montados?  Fué,  pues,  encontra- 
do cuando  apenas  entraba  en  el  estrecho  y  peligroso  sendero 
que  faldea,  por  el  lado  del  sur,  el  peinado  farellón  que,  afir- 
mando su  planta  en  un  abismo,  alimenta  con  las  nieves  de 
sus  mesetas  las  primeras  vertientes  del  Salado. 

¡Terrible  situación  la  de  aquel  desgraciado!  Proseguir 
huyendo  por  aquel  sendero,  que  caminado  una  hora  antes, 
le  habría  puesto  a  muchas  leguas  de  sus  enemigos,,  era  por 
€ntonces  caer  indudablemente  en  sus  manos;"  desviarse  de 
él,  era  precipitarse  en  un  abismo  cuya  hondura  no  podía 
calcularse  por  estar  encubierta  con  las  nieves  de  la  últim.a 
nevazón.  En  aquel  aciago  instante,  el  aspecto  de  una  muerte 
desastrosa  e  inevitable  se  presentó  a  sus  ojos;  sólo  le  queda- 
"bá  el  arbitrio  de  elegirla;  mas,  para  las  almas  de  su  temple, 
entre  morir  en  el  ignominioso  patíbulo  del  criminal  o  morir 
despedazado,  pero  libre,  no  había  que  titubear.  Así  es  que  a 
la  primera  intimación  de  sus  perseguidores,  sólo  contestó  con 
aquel  espantoso  salto,  que  llevándose  tras  sí  los  carámba- 
nos de  la  orilla,  fué  a  rematar  al  fondo  del  abismo,  donde  se 
sepultó  en  las  nieves.  Rodríguez  acababa  con  su  arrojo  sin 
ejemplo  de  salvar  dos  veces  su  existencia:  la  una  por  no  en- 
contrar la  nieve  endurecida,  la  otra  porque  la  situación  en 
cue  se  encontró   en  el  fondo  de  la  quebrada   acortaba   mu- 


176  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

chas  leguas  un  camino  que  le  hubiera  sido  imposible  reco- 
rrer, debilitado  como  estaba,  sin  perecer  helado. 

El  rapidísimo  descenso  de  la  quebrada,  cuyos  saltos,  siem- 
pre peligrosos,  bajó  a  fuerza  de  brazos  y  dando  caídas,  le  con- 
dujo hasta  los  primeros  céspedes  amarillentos  donde  se  de- 
tienen las  nieves.  Alli,  extenuado  por  el  cansancio,  por  el 
hambre  y  por  tan  crueles  emociones,  se  asiló  en  una  caverna 
donde  el  calor  del  fuego  le  volvió  la  vida.  En  ella,  sin  más  le- 
cho que  el  suelo  rem.ovido  con  el  machete,  sin  más  cobija  que 
el  pellón  que  nunca  abandonó,  y  sin  mejor  almohada  que 
su  fornido  aunque  debilitado  brazo  para  defender  la  cabeza 
de  los  pedruscos,  pasó  la  noche. 

Colocado  después  por  la  fortuna  en  situación  más  envi- 
diable, departiendo  sobre  esto,  me  decía  que  en  vez  de  des- 
cansar aquella  noche,  amaneció  más  aniquilado  que  antes, 
pues  unas  veces  soñaba  que  corría,  otras  que,  alcanzado,  le 
sentaban  en  un  banquillo,  y  otras  que  se  lanzaba  en  el  abis- 
mo. 

Con  la  vuelta  del  día,  y  con  la  seguridad  de  hallarse  li- 
bre, no  tardó  este  hombre  singular  en  recobrar  la  totalidad  de 
los  bríos  que  las  emociones  de  la  noche  y  la  pasada  tormen- 
ta le  habían  quitado,  y  prosiguiendo  el  descenso  unas  veces 
por  las  orillas  del  río,  y  otras  traslomando  puntillas,  tuvo  la 
suerte  de  ser  encontrado  y  protegido  por  algunos  cazadores 
de  guanacos  que  recorrían  aquellos  contornos,  y  la  de  ser  lle- 
vado en  seguida,  hasta  dejarle  bueno  y  sano,  en  Chilecito  de 
Mendoza. 

Pero,  ¿qué  es  este  Chilecito,  se  me  preguntará,  que  con 
tanta  frecuencia  conmemoro?  Helo  aquí: 

El  hombre   chileno   es,   en   general,  esencialmente   anda- 
■     riego;   para  él  distancias  no  son  distancias,  siempre  que  al 
cabo  de  ellas  llegue  a  divisar  o  mucho  lucro,  o  mucho  que 
admirar.  Si  no  se  le  ve  en  todas  partes,  no  es  tanto  por  falta 
'^1  de  deseos,  cuanto ^or^falta^jie-4=©cursü5_^aijL satis  su  na- 

tural propensión^  ~" 

Xleñas^stán  de  chilenos  las  ardientes  y  arenosas  costas 
\  bolivianas;  en  el  Perú  se  encuentran  por  miles;  y  en  uno  y 
1  otro  Estado  nadie  disputa  al  peón  chileno  la  palma  de  la 
I  actividad,  del  arrojo  y  del  trabajo,  al  revés  de  lo  que  le  su- 
I  cede  en  su  propio  país,  donde  no  teniendo  a  quién  lucir  esas 
virtudes,  no  sólo  es  desidioso,  sino  que  llega  a  ser  manso  y 
sumiso,  cuando  fuera  de  él  es  siempre  altanero  y  orgulloso. 

Chilenos  fueron  los  primeros  pobladores  que,  corriendo 
en  pos  del  vellocino  de  oro,  pisaron  las  encantadas  playas  de 
Caiiíornia.  Enjellas_ia  aiemjna^cimT^^^elocip^^^^  de  al-^ 

gunos  hy(5s''de]^sVñméras  f  amííias~ai^antiago^~'séTras-^ 


RECUERDOS     DEL     PASADO  177 

formaron,  bajo  el  solo  influjo  de  un  cielo  extranjero,  en  en- 
vidiables tipos  de  arrojo  y  de  trabajo.  Los  he  visto  con  la 
risa  en  los  laloios  trocar  el  roce  del  guante  de  suave  cabriti- 
lla por  el  áspero  de  la  barreta  del  gañán;  la  camisa  de  hilo, 
el  lucido  chaleco  y  la  vistosa  levita  de  fino  paño,  por  una 
simple  y  burda  camisa  de  áspera  lana.  Los  he  visto  dormir 
en  el  suelo  sin  más  abrigo  que  un  sarape,  ni  más  almohada 
que  el  sombrero,  y  confiados  en  sus  valimentos  personales, 
desafiar  impávidos  el  sol,  el  agua,  el  trabajo  y  el  cansancio. 
En  California  el  sentimental  y  petimetre  santiagueño,  jun- 
to con  el  gañán  de  nuestros  campos,  fueron  alternativamen- 
te amos  y  sirvientes,  codiciados  fleteros,  incansables  carga- 
dores, carpinteros,  cortadores  de  •  adobes,  lavadores  de  oro, 
constructores  y  comerciantes.  Los  he  visto,  de  ambos  exigentes 
y  regañones  en  Chile,  tornarse  sin  esfuerzo  en  modestos  cria- 
dos de  un  mulato  afortunado. 

Chilenos  hevisto  en  los  terrales  hielos  del  Báltico,  a  in- 
mediaciones de'  Cronstadt,  abandonar  serenos,  prendidos  en 
las  nieves,  la  nave  en  que  servían,  seguir  a  pie  sobre  el  mar 
congelado  hasta  el  continente,  y  de  allí  venir  de  cárcel  en 
cárcel,  hasta  llegar  a  Hamburgo,  desde  donde  tuve  ocasión 
de  repatriarles.  Los__he^  visto,  muy  sueltos  de  cuerpo,  echar 
bravatas  sobre  un  muelle  de  Burdeos  donde  acababan  de 
desembarcar,  aunque  se  encontraban  en  el  más  completo 
aislamiento  de  relaciones,  tan  serenos  y  resueltos,  como  si 
aun  estuviesen  sobre  el  de  San  Carlos  de  Ancud.  He.  visto 
chilenos  acaudalados^  malbaratar  a  manos  llenas  sus  cauda- 
les en  todas  las  capitales  de  la  Europa,  sin  cuidarse  del  por- 
venir; chilenos  muy  pobres, Jbuscandp  con  confianza  y  con  fe 
en  sus  propios  talentos^  el  43restigio  y  la  honra  que  dan  en 
aquellos  centros  de  civilización  el  mejoramiento  de  las  cien- 
cias y  de  las  artes;  y  chilenos,  simples  marineros  y  desertores 
además,  atravesar  contentos  la  Francia  a  pie,  desde  Burdeos 
hasta  el  Havre,  para  buscar  otro  buque  donde  servir.  Chileno 
fué  aquel  atrevido  marino  aventurero  que  siguió  a  Cochrane 
a  la  Grecia;  chilenos  son  los  infinitos  viandantes  que,  alfor- 
jas al  hombro  y  garrote  en  mano,  se  encuentran  a  cada  pa- 
so en  los  boquetes  de  los  Andes,  aprovechando  del  verano 
para  ir  a jpie,  en  busca  de  una  yunta  de  novillos  de  amansa, 
o^deun  caHálTo  para  sü'monturaj,  y  chilenos^  también  los  po- 
lDladorés~~ae~  cuañtós_T'7i2Tec¿íp5_  sñ__^lzan  al  pie  oriental  de 
nuestros  Andes,  porque  donde  hay  chilenos  juntos  en  el  ex- 
tranjero, debe  surgir  forzosamente  un  Chilecito. 

Estos^^Wlecitos,  que  ni  siquiera  merecen  el  nom.bre  de 
villorrios,  por  no  ser  más  que  una  informe  aglomeración  de 
casuchQS^_dfe_üncas__y  de  solares  colocados  sin  orden^  ni  con- 


178  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

cierto  alguno,  son  siempre  el  primer  asiento  hospitalario  que 
se  afj^ece  a  la  vista  del  chileno  que  atraviesa  los  Andes. 

Colonias  naturales  que  la  necesidad  y  el  acaso  han  ido 
formando,  los  Chilecitos  de  ultracordillera  no  son  otra  cosa 
que  un  compuesto  de  pobladores  chilenos  afincados  y  am- 
bulantes, en  el  cual  alternan  casi  siempre  por  iguales  partes 
el  hombre  de  bien  y  el  hombre  de  mal.  Y  no  es  de  extrañar- 
lo, porque  siendo  para  los  chilenos  las  cordilleras  de  los  Ar- 
des en  su  costado  oriental,  o  el  refugio  del  malvado,  o  el  asilc- 
y  la  recompensa  del  trabajador,  así  Jjusca  ese  sagrado  el 
criminal,  cerno  lo  busca  el  que  no  lo  es3 

Chilecito  de  Mendoza  fué,  pues,  el  lugar  en  donde  los  com- 
pasivos cazadores  de  guanacos  dejaron  al  pobre  perseguido . 
Una  ruin  cocina  de  un  tal  Cubillos,  poco  tiempo  después  sub- 
alterno y  amigo  de  aquel  terrible  Rodríguez  que  tanto  fatigó 
con  sus  audaces  hechos  el  clarín  de  la  fama  de  los  guerreros 
de  la  Pampa,  fué  el  primer  peldaño  de  la  escala  que  elevó  al 
poder  absoluto  al  desvalido  fugitivo,  para  quien  ese  chique- 
ro fué  entonces  un  palacio. 

Pobre  y  aislado,  sin  más  caudal  que  sus  brazos,  sin  má>; 
porvenir  que  la  carrera  del  crimen,  que  ancha  y  florida  se  os- 
tentaba a  su  vista,  en  un  centro  en  donde  tanto  alcanzaba 
el  valor  personal  y  el  derecho  del  más  fuerte.  Rodríguez,  que 
no  había  nacido  para  criminal,  supo  dominarse,  y  resignado 
ofreció  sus  servicios  en  calidad  de  peón  gañán  a  Cubillos,  en 
cuya  casa  pasó  los  primeros  meses  de  su  destierro. 

No  tardó  Cubillos  en  saber  quién  era  el  robusto  y  sumiso 
peón  que  le  servía,  y,  avergonzado,  se  apresuró  a  darle  un-a 
habilitación  para  que  negociase  en  expendio  de  licores.  Des- 
de entonces,  activando  su  pequeño  negocio,  nunca  dejó  de 
verse  al  chileno  Rodríguez  en  San  Vicente,  en  San  Carlos,  en 
Lujan,  en  Chilecito  de  Mendoza,  y  en  cuantos  puntos  pKDdian 
ser  propicios  a  impulsar  la  venta  de  la  rica  vichanga,  (1). 
que  él  sólo  sabía  aclarar.  En  estas  y  otras  correrías  fué  don- 
de peco  a  poco  se  dio  a  conocer  y  a  estimar  de  todos,  y  donde 
con  esta  estimación  echó  los  primeros  cimientos  del  cariño 
y  del  respeto  que  nunca  dejaron  de  tenerle  aquellas  sencillas 
gentes.  Rodríguez  no  sólo  era  querido  como  amigo,  lo  era 
también  como  juez  inexorable  e  imparcial,  pues  en  varias  oca- 
siones ocurrían  a  él  como  si  fuese  juez  de  derecho,  y  de  su5 
sentencias  nunca  se  apelaba,  no  faltando  casos  en  los  que  el 
tal  juez  derribase  a  palos  a  una  de  las  partes,  cuando  sospe- 
chaba que  le  faltaba  al  respeto. 

La  fama  y  nombradía  del  chileno  no  tardó  en  alcanzar- 


(1)  Pichanga;  nombre  que  le  dan  en  Mendoza  al  vino  nuevo 


RECUERDOS     DEL     PASADO  179' 

al  palacio  de  aquel  fraile  feroz  y  despiadado,  que  parece  que 
el  infierno  hubiese  vomitado  sobre  la  desgraciada  provincia 
de  Mendoza.  Rodríguez,  ya  cansado  con  el  oficio  de  vender 
licores  y  electrizado  con  la  relación  de  los  brillantes  he- 
chor de  armas  de  sus  propios  amigos  en  la  guerra  civil  de  la 
República,  deseó  entrar  en  el  ejército,  y  apenas  supo  que  el 
fraile-general  deseaba  conocerle,  cuando  se  presentó  a  él  y 
le  pidió  servicio  en  calidad  de  soldado  raso. 

El  aspecto  atlético  del  recluta,  su  fisonomía  franca  y  re- 
suelta, asi  como  su  modesta  aspiración,  bastaron  a  aquel  sa- 
gaz caudillo  para  conocer,  como  lo  expresó  después,  que  un 
hombre  como  Rodríguez  era  lo  que  hacia  tievipo  que  buscaba.. 
En  efecto,  habíale  bastado  un  solo  rato  de  conversación  con 
Rodríguez  para  descubrir  en  él  la  lealtad  del  perro,  virtud  que 
desconocía  en  el  hombre;  la  fuerza  y  vigilancia  del  guerrero 
tan  necesaria  entonces;  y  junto  con  un  carácter  impetuoso,  la 
inocente  sencillez  del  niño.  Propúsose  desde  entonces  hacerse 
dueño  absoluto  de  su  voluntad,  y  puede  asegurarse  que  nin- 
guna empresa  fué  coronada  con  un  éxito  más  feliz.  Rodríguez 
sólo  era  Rodríguez  cuando  sus  acciones  y  sus  pensamientos 
no  tenían  relación  con  las  acciones  y  los  pensamientos  de  su 
protector  y  padre,  com.o  él  le  llamaba;  mas  cuando  sucedía 
lo  contrario,  aquel  huaso  generoso  y  valiente  dejaba  de  ser 
quien  era,  para  transformarse  en  una  fracción  física  y  mo- 
ral de  Aldao,  colocada  a  más  o  menos  distancia  de  su  centro. 

Rodríguez,  en  vez  de  ser  admitido  como  soldado  raso,  fué 
desde  luego  incorporado  entre  los  oficiales  de  la  guardia  pri- 
vada del  general,  y  favorecido  con  demostraciones  y  preferen- 
cias que  llegaron  a  ofender  a  sus  mismos  camaradas. 

Alarmada  la  oficialidad  por  el  repentino  favor  del  nuevo 
intruso,  procuraron  hacerle  el  servicio  insoportable;  pero  Ro- 
dríguez, en  un  teatro  más  análogo  al  suyo,  fué  tanto  lo  que 
les  dio  en  que  entender,  que  estuvieron  varias  veces  a  punto 
de  ensangrentar  sus  reuniones,  y  así  hubiera  sucedido  si  el 
recuerdo  de  la  catástrofe  de  Chile  no  hubiese  contenido  el 
iracundo  brazo  de  ex  vendedor  de  licores. 

Seguro  del  cariño  de  Aldao,  a  quien  llamó  desde  enton- 
ces su  padre,  así  como  aquél  lo  distinguiera  con  el  nombre  de 
hijo,  procuraba,  con  la  lealtad  del  ciego  y  entusiasta  agrade- 
cimiento, una  ocasión  siquiera  de  hacerse  descuartizar  por  su 
bienhechor.  No  se  presentó  este  extremado  caso;  pero  no  le 
faltaron  medios  de  servirle  exponiéndose,  porque  quien  busca 
los  i>eligros  los  encuentra,  y  porque  tal  vez  sean  ellos  una  de 
las  pocas  cosas  de  que  se  pueda  disfrutar,  sin  disputa,  entre 
los  hombres. 

Súpose  que  varias  tribus  de  nuestros  moluches  infestaban. 


ISO  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

las  pampas  yjque,  unidos  a  los  batidores  del  caudillo  Baigo- 
rría,  estaban  devastando  la  provincia  y  amagaban  a  San  Car- 
los desde  la  desierta  y  peligrosa  frontera  de  San  Rafael,  que 
confina  con  la  Patagonia.  Rodríguez  ofreció  salirles  al  en- 
cuentro, poner  en  pie  de  defensa  la  abandonada  frontera,  y 
aun  mantenerse  en  ella  a  despecho  de  todos  si  fuere  preciso. 
Así  lo  verificó,  y  esto  le  valió  el  titulo  de  capitán  del  fuerte 
de  San  Rafael. 

Desde  aquel  momento  comenzó  la  vida  de  nuestro  sol- 
dado aventurero  a  revestirse  del  carácter  público  con  que  se 
le  vio  tantas  veces  figurar  en  los  sangrientos  encuentros  de 
la  guerra  intestina  que,  por  tantos  años,  sentó  en  la  Repú- 
blica Argentina  sus  atroces  reales.  Pero  no  siendo  mi  propó- 
sito seguirle  en  ella,  sino  el  de  referir  lisa  y  llanamente  aque- 
llos rasgos  sobresalientes  de  la  vida  íntima  del  proscripto  hijo 
de  Quiahue  que  más  se  relacionan  con  la  mía,  me  bastará 
decir,  antes  de  continuar,  que  no  hubo  en  aquella  guerra  mor- 
tal y  fratricida  hombre  que  más  prodigase  su  vida  en  las  crue- 
les encuentros  donde  le  llamaba  el  deber  y  el  amor  a  su  jefe. 
Rodríguez  casi  no  tenía  en  el  cuerpo  un  solo  lugar  que  no 
mostrase  o  el  rastro  de  una  lanza  o  el  de  una  bala. 

Pero  quien  creyere  que  Rodríguez,  en  vida  del  general  Al- 
dao,  haya  hecho  algo  sin  mandato  de  su  jefe,  o  tenido  una 
sola  idea  que  no  haya  sido  sugerida  por  él,  formará  del  carác- 
ter público  de  este  hombre  singular,  el  juicio  más  equivocado. 
Rodríguez  no  ha  sido  más  que  lo  que  es  en  todo  tiempo  un 
soldado  valiente;  su  consigna  era  obedecer,  y  obedecía  sin  pre- 
guntar por  qué.  Si  a  esto  se  agrega  que  Aldao,  después  de  Dios, 
era  para  él  la  suprema  perfección,  y  que  hasta  adivino  lle- 
gaba a  ser.  es  evidente  que  para  Rodríguez,  Aldao  no  manda- 
ba ni  podía  mandar  cosa  que  no  fuese  justa  y  necesaria.  De 
aquí  aquella  mezcla  de  sensibilidad  y  de  inexorable  firmeza 
con  que  ejecutaba  hasta  los  menores  deseos  de  su  genio  tu- 
telar; de  sensibilidad,  porque  el  corazón  de  Rodríguez  nunca 
fué  cruel;  y  de  inexorable  firmeza,  porque  tal  era  el  carácter 
que  le  imponía  el  deber  de  obedecer;  pero  no  de  aquella  in- 
flexibilidad  cruel  que  se  goza  en  el  tormento  de  sus  semejan- 
tes, sino  de  aquella  que  nace  del  profundo  convencimiento  y 
de  la  conciencia  intima  de  que  lo  que  se  hace  es  necesario 
y  justo. 

Encontrándome  departiendo  con  él  en  su  nueva  residen- 
cia de  San  Rafael,  me  acababa  de  pasar,  con  su  franqueza  de 
soldado,  la  mitad  de  una  hermosa  sandía  que  él  mismo  ha- 
bía partido  para  mi  regalo,  cuando  entraron  en  el  aposen- 
to dos  soldados  conduciendo  maniatado  a  un  prisionero  cuyo 
aspecto  repugnante  me  impresionó.  Era  su  estatura  mediana 


RECUERDOS     DEL     PASADO  181 

y  contrahecha,  pero  fornida,  cetrino  el  color  de  su  semblan- 
te, y  su  mirar  traidor;  una  honda  cicatriz,  producida  al  pa- 
recer por  un  tajo  que  llevándole  parte  de  la  nariz  sólo  se  de- 
tuvo en  la  quijada,  daban  al  todo  de  aquel  desgraciado  un 
aspecto  repelente  e  indescriptible.  Rodríguez,  quien  pareció 
reconocerle,  alzándose  de  su  asiento,  dijo  estas  palabras: 

— ¡Oiga!  ¿Conque  eres  tú,  Godoicito,  no?  Ñato  bribón,  al 
cabo  habíais  de  caer  en  mis  manos! 

Y  dirigiéndose  en  seguida  a  los  soldados,  agregó: 

— Llévenlo,  pues,  por  allá  lejitos,  donde  el  amigo  don  Vi- 
cente ni  yo  oigamos  nada,  y  después  al  río,  que  ni  cristiano 
es  siquiera. 

Aterrado  yo  con  este  inesperado  lance,  no  pudiendo  ni 
conservar  en  las  manos  la  sandía,  la  coloqué  con  desaliento 
sobre  la  mesa,  lo  cual  visto  por  Rodríguez,  lanzándose  fuera 
de  la  sala,  gritó  que  trajesen  de  nuevo  al  reo  a  su  presencia, 
agregando  al  volver  a  mi  lado: 

— Don  Vicente,  usted  no  sabe  lo  picaros  que  son  estos  de- 
sertores; pero  ya  que  le  he  oído  decir  tantas  veces  a  usted 
que  es  una  gran  virtud  perdonar,  ¿por  qué  no  hemos  de  ser 
virtuosos  también  por  acá? 

Llegado  el  reo  a  su  presencia: 

— Desaten  a  ése,  dijo;  híncate,  bellaco,  a  los  pies  de  este 
caballero;  ya  estás  libre  y  haz  de  cuenta  que  jamás  te  he  visto. 

Mas,  si  este  caudillo,  a  quien  llaman  bandido  atroz  los 
Unitarios,  perdonaba  con  tanta  facilidad  delitos  de  muerte 
cuando  sólo  dependía  de  su  corazón  el  hacerlo,  no  era  ni  con 
mucho  lo  mismo  cuando  sucedía  lo  contrario,  porque  habiendo 
recibido  poco  tiempo  después  orden  terminante  aunque  equi- 
vocada, de  hacer  matar  a  uno  de  sus  mejores  soldados,  lo 
mandó  ejecutar  llorando,  y  recogiendo  al  mismxO  tiempo  bajo 
su  amparo  a  la  viuda  e  hijos  de  aquel  desgraciado. 

Era,  pues,  el  capitán  Rodríguez  menos  cruel  de  lo  que  se 
decía,  y  por  esto  se  ve  que  nunca  encabezó  sus  cartas  con  el 
lema  aterrador:  ¡Viva  la  Confederación  Argentina;  mueran 
los  salvajes  unitarios!,  sino  con  éste  de  su  indisputable  crea- 
ción:   ¡Viva  la  fe  de  Cristo  y  la  razón! 

El  encarnizado  antagonismo  que  reinaba  entre  los  par- 
tidos Unitario  y  Federal  había  llegado  a  tal  extremo  poco  an- 
tes de  la  muerte  de  Quiroga,  que  hasta  la  salvadora  palabra 
cuartel  había  perdido  su  significado.  Muchos  unitarios  de 
San  Luis  y  de  Mendoza,  perseguidos  con  tenacidad,  habían 
buscado  asilo  en  el  seno  de  las  indiadas  ranquenches  que, 
obedeciendo  a  un  tal  Baigorría,  infestaban  con  frecuentes  ex- 
cursiones, no  sólo  los  contornos  de  sus  guaridas,  sino  también 


182  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

los  más  lejanos  lugares,  sembrando  en  todas  partes  desola- 
ción y  espanto. 

Sin  embargo,  entre  tanta  atrocidad  solia  de  tarde  en 
tarde  venir  al  amparo  del  crédito  de  la  humanidad  tal  cual 
rasgo  de  virtud  privada,  que  hacia  reconciliarse  con  él. 

Al  sur  de  la  ciudad  de  San  Luis,  con  un  cuarto  de  incli- 
nación al  oeste,  yace  la  laguna  del  Bebedero.  El  territorio 
comprendido  entre  la  laguna  y  el  pueblo,  casi  desierto  enton- 
•ces,  exhibía,  de  cuando  en  cuando  y  a  grandes  distancias, 
tal  cual  ranchón  o  enramada  hecha  con  toscas  ramadas  de 
algarrobos,  más  bien  para  indicar  que  aquellos  campos,  dedi- 
cados a  la  crianza  de  ganados,  tenían  dueños,  que  para  ser- 
vir de  residencia  fija  a  sus  respectivos  propietarios. 

En  una  obscura  noche  del  mes  de  marzo  de  1844,  a  la  luz 
de  dos  hermosas  fogatas,  una  de  estas  rústicas  enramadas 
reflejaba  sus  contornos  en  las  blancas  aguas  que  terminan 
en  la  playa  septentrional  del  Bebedero.  A  la  luz  de  la  fogata 
•dei  lado  izquierdo  se  veían  algunos  soldados  recién  desmon- 
tados, que  parecían  disponerse  a  vivaquear  en  aquel  lugar, 
y  que,  a  juzgar  por  sus  trajes  y  por  la  naturaleza  de  sus  des- 
iguales armas,  más  parecían  bandidos  que  soldados.  Divisá- 
banse también  entre  ellos  algunos  heridos;  pero  esto  no  per- 
turbaba ni  la  alegre  charla,  ni  las  risas  y  maldiciones  de  los 
demás,  mientras  lo  disponían  todo  para  el  descanso. 

Dentro  de  la  enramada,  a  la  luz  de  los  fuegos  que  deja- 
ba pasar  la  mala  cerca  de  algarrobo  que  hacía  veces  de  pa- 
red en  ella,  se  divisaba  atado  de  pies  y  manos  y  sentado  en 
el  suelo,  a  un  hombre  de  estatura  aventajada,  de  rostro  blan- 
co y  de  anchos  bigotes  rojos,  al  parecer  herido,  pues  tenía  el 
cuello  envuelto  con  un  pañuelo  ensangrentado,  y  cerca  de 
él  a  un  soldado  armado  con  tercerola  y  puñal. 

Al  amor  de  la  segunda  fogata  departían  solos  el  jefe  de 
la  partida  y  su  lugarteniente,  y  tanto  tenía  de  apuesta  y  de 
simpática  la  figura  del  primero,  cuanto  de  antipática  la  del 
segundo;  pues  que,  a  más  de  pequeña  y  contrahecha,  llevaba 
en  la  amarillenta  cara  el  rastro  de  un  antiguo  tajo  que  se 
la  hacía  aún  más  repugnante  de  lo  que  era  en  sí. 

— ¿Diste  tus  órdenes,  Godoy?,  dijo  el  primero  al  segundo. 

— Si,  mi  teniente;  lo  que  ^s  un  resuello  para  los  caballos, 
y  unas  cuatro  horas  de  descanso  para  la  tropa,  cosa  de  que 
el  lucero  nos  encuentre  a  caballo,  y  nada  más. 

— Qué  buen  tiro,  ¿eh? 

— ¡Vaya,  pues! 

— ¿Escaparía   alguno?    No   sea   que   estos... 

— ¡Vaya!  ¡Ya  que  iban  a  escapar!  En  cuanto  no  más 
voleó  usted  al  chileno  de  un  balazo,  los  que  iban  disparando, 


RECUERDOS     DEL     PASADO  183 

castigando  a  des  verijas,  se  nos  vinieron  como  perros  a  bofe 
encima,  para  llevarse  el  cuerpo;  pero  contra  lanza  y  aba- 
nico, no  hay  tutia;  ¡ahí  quedaron  no  más  todos! 

— Ahora  me  alegro  que  no  haya  muerto  ese  chileno  intru- 
so; y  se  acabó  el  perro  bravo  del  fraile.  ¡Qué  buen  tútano  va 
a  sorberse  Baigorría!   ¿Y  está  bien  asegurado? 

— ¡Vaya,  pues!  Mi  teniente  lo  ató  con  sus  propias  manos. 

— No  descuidarse;  yo  voy  aunque  sea  a  despuntar  un 
sueño. 

— Ya  están  todos  roncando,  justo  es  que  descanse  usted 
también,  mi  teniente. 

Un  instante  después,  todo  había  pasado  del  movimiento 
a  la  quietud;  las  fogatas  fueron  poco  a  poco  consumiéndose, 
y  el  silencio  que  en  todas  partes  reinaba,  sólo  era  interrum- 
pido por  el  grito  de  las  aves  acuáticas  de  la  laguna,  por  el 
violento  resoplido  que  lanzaban  de  cuando  en  cuando  los  ca- 
ballos atados  alrededor  del  campamento,  y  por  el  tardo  paso 
del  centinela  de  vista  que  vigilaba  al  prisionero. 

Al  segundo  canto  del  gallo,  la  presencia  de  tres  hombres 
armados  en  la  entrada  de  la  enramada  dio  a  entender  ai 
desgraciado  cautivo  que  sus  momentos  eran  ya  contados;  pe- 
ro se  equivocaba;  era  el  retén  del  relevo.  Prisioneros  como  él 
sólo  debían  morir  delante  de  Baigorría.  Para  mayor  seguri- 
dad, el  que  hacía  de  jefe  entró  en  la  enramada  a  registrar  en 
persona  las  ligaduras  del  encarcelado.  El  prisionero,  sin  po- 
derse dar  cuenta  de  lo  que  iba  a  ocurrir,  sintió  con  estre- 
mecimiento que  le  oprimían  el  hombro  con  dulzura,  que  re- 
banaban las  cuerdas  de  cuero  que  ataban  a  la  espalda  sus 
casi  adormecidas  manos,  y  que  dejaban,  sin  saber  cómo,  en 
ellas  un  puñal. 

Rodríguez,  que  no  era  otro  el  misterioso  herido,  conmo- 
vido con  lo  que  le  acababa  de  pasar,  sin  poderse  dar  cuenta 
de  dónde  podía  venirle  tan  inesperado  auxilio,  atrajo  bajo  el 
poncho  sus  ligados  pies,  cortó  con  convulsa  mano  las  ama- 
rras, y  dando  tiempo  al  restablecimiento  de  la  circulación  de 
la  sangre,  lanzarse  sobre  el  descuidado  centinela,  derribarle 
de  un  poderoso  cachazo  en  la  frente,  saltar  por  sobre  él,  y 
precipitarse  al  lago,  fué  todo  uno.  A  los  gritos  del  derribado 
centinela  todos  recuerdan  y,  en  confuso  tropel,  siguiendo  al 
cabo  Godoy,  que  intencionalmente  los  extravía,  dando  voces 
de  persecución,  corren  precipitados  dejando  tranquila  atrás 
la  codiciada  presa.  Rodríguez,  entonces,  saliendo  apresurado 
del  fango  donde  estaba  sumergido,  se  lanza  en  pelo  sobre  el 
mejor  caballo  de  los  que  allí  están  atados,  atrepella  a  dos  sol- 
(iados  que  quieren  oponerse  a  su  fuga  y  desaparece  como  un_ 


184  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

celaje  por  entre  la  obscuridad  y  la  densa  niebla  que  se  alza 
de  la  tibia  superficie  del  lago. 

Dos  años  después,  en  mi  tercer  viaje  a  San  Rafael,  Rodrí- 
guez, refiriéndome  este  suceso,  agregaba:  ¡El  hacer  bien  nun- 
ca se  pierde! 

La  bala  le  había  entrado  cerca  de  la  garganta,  y  sin 
saber  cómo  se  había  alojado,  sin  matarle,  junto  a  la  nuca.  En 
San  Rafael  ni  cosa  había  que  se  pareciese  a  cirujano;  asi  fué 
que.  sin  un  nuevo  arrojo  de  este  hombre  singular,  difícil  hu- 
biera sido  me  contase  este  suceso.  Aburrido  el  huaso  colcha - 
güino  con  la  fiebre  y  el  dolor  que  le  ocasionaba  semejante 
huésped,  se  dio  con  el  puñal  y  a  tientas,  un  peligroso  tajo,  y 
corriendo  con  fuerza  la  mano  de  adelante  para  atrás,  ¡allá  va 
esa  moledera!,  dijo,  viendo  saltar  sobre  el  pavimento  una 
ensangrentada  bala  de  a  onza  que  llevaba  aún  adherido  un 
pedazo  de  gordura  de  su  robusto  cuello. 

La  muerte  de  Aldao,  considerada  por  Rodríguez  como  la 
mayor  calamidad  que  pudo  recaer  sobre  la  provincia  de  Men- 
doza, cambió  enteramente  el  carácter  y  las  tendencias  de 
su  protegido. 

San  Rafael  fué  convertido,  desde  entonces,  en  centro  de 
un  nuevo  gobierno  sometido,  sólo  en  el  nombre,  a  las  autori- 
dades de  Mendoza.  Aumentó  sus  fuerzas  alistando,  entre  sus 
soldados,  cuantos  chilenos  llegaban  al  fuerte,  bien  fuese  im- 
pelidos por  la  pobreza,  bien  por  sus  crímenes;  se  proveyó  de 
caballada,  de  armas  y  de  municiones,  y  a  la  sombra  de  su 
actitud  imponente,  esperó  confiado  el  porvenir.  Los  pueblos 
de  San  Vicente.  Lujan,  San  Carlos  y  Chilecito,  atraídos  por 
sus  liberalidades,  se  pusieron  tácitamente  bajo  su  inmedia- 
ta protección,  y  aunque  sometidos,  en  el  nombre,  a  sus  auto- 
ridades locales,  no  reconocieron  más  jefe  ni  más  autoridad 
que  al  chileno  Rodríguez,  padre  de  todos  los  cuyanos  hon- 
rados. 

Era.  en  efecto,  este  soldado  aventurero,  el  supremo  tri- 
bunal adonde  acudían,  en  último  resultado,  los  agraviados  en 
las  sentencias  dadas  por  los  juzgados  de  la  provincia.  Por 
intrincada  que  pareciese  la  cuestión.  Rodríguez  la  resolvía  en 
el  acto;  daba  oídos  al  primer  querellante  que  se  le  presenta- 
ba, y  sobre  su  sola  relación  dictaba  verbalmente  su  irrevo- 
cable fallo.  Tal  era  la  íntima  convicción  en  que  estaba  de  que 
aquellos  ladrones,  como  él  llamaba  a  los  empleados  públicos, 
no  habían  de  hacer  más  que  cosas  arrevesadas,  que  con  tal 
que  la  sentencia  suya  fuese  diametralmente  opuesta  a  la  que 
habían  dado  aquéllos,  ya  la  tenía  y  reputaba  por  justa  y  santa. 

Mal  cimentadas  aún  las  autoridades  de  Mendoza  para 
arrostrar  sin  peligro  la  desobediencia  armada  del  alzado  chi- 


RECUERDOS     DEL     PASADQ  185 

leño,  y  calculando  adonde  podría  conducirles  su  conocido 
arrojo,  comenzaron,  desde  entonces,  a  mirar  sigilosas  su  po- 
der; y  lo  consiguieron,  porque  en  Rodríguez  no  se  hallaba  un 
ápice  de  cabeza;  porque  en  él  todo  era  corazón. 

Hacía  tiempo  que  yo  sospechaba  estas  maniobras;  tiem- 
po hacía  también  que  sin  parecer  tomar  parte  activa  en 
cuanto  veía,  procuraba  combatir  en  el  ánimo  de  aquel  sol- 
dado la  idea  de  vengar  agravios  que  a  puño  cerrado  creía  que 
se  hacían  a  la  memoria  de  Aldao,  hasta  que  al  fin  me  abrió 
entero  su  corazón. 

Era  Rodríguez  supersticioso,  sin  ser  fanático;  creía,  con 
la  fe  del  carretero,  en  brujos  y  en  apariciones,  y  aquel  cora- 
zón que  nunca  se  inmutó  ante  las  lanzas  enemigas,  tembla- 
ba como  el  de  un  niño  ante  todo  lo  que  olía  a  sobrenatural. 

Refirióme  que  pasando  solo  una  noche  por  las  orillas  del 
Diamante,  donde  había  ido  a  llorar,  sin  que  nadie  le  viese,  la 
muerte  de  Aldao,  su  ídolo  y  su  padre,  había  visto  alzarse  so- 
bre las  tranquilas  aguas  de  aquel  río  a  un  fraile  vestido  con 
hábitos  blancos,  que  le  hacía  señas  para  que  se  acercase  a  él. 
Yo,  señor,  me  decía  conmovido,  sentí  que  me  empujaban  ha- 
cia aquella  aparición,  como  si  ella  fuera  una  lampalagua;  pa- 
sé, sin  saber  cómo,  por  sobre  el  cercado  de  un  huerto  que  está 
a  la  orilla  del  agua,  acercándome  cada  vez  más  a  aquel  fan- 
tasma que,  con  los  brazos  abiertos,  señalaba  con  el  derecho 
la  pampa  oriental  y  con  el  izquierdo  mis  pies;  iba  a  caer  al 
rio,  cuando  sentí  que  me  sujetaban  y  me  arañaban  una  pier- 
na. ¡No  sé  cómo  no  me  caí  muerto  de  susto  en  aquel  lugar! . . . 
Cuando  volví  en  mí,  ya  todo  había  desaparecido,  y  me  en- 
contré todo  clavado  en  un  matorral  de  rosas,  donde  había 
caído. . .  ¿Qué  será  esto,  señor  don  Vicente?,  usted  que  es  tan 
leído  y  que  ha  viajado  tanto.  ¿No  será  algún  aviso  del  cielo? 
Porque  es  menester  que  sepa  que,  poco  antes  de  morir,  mi  pa- 
dre me  llamó  a  su  lado,  y  estrechándome  la  mano,  me  dijo: 

— ¡Hijo  mío.  Si  muero,  véndelo  todo  y  vete  a  tu  tierra,  o 
si  no,  marcha  en  el  acto  con  tus  soldados  y  ponte  al  servicio 
inmediato  del  Dictador.  Si  te  quedas,  desconfía  de  todos  los 
mendocinos:    ¡te  matarán! .. . 

Proféticas  fueron,  por  dfísgra.cia,  para  aquel  soldado  aven- 
turero las  últimas  palabras  ae  aquel  fraile  cruel,  pues  no  tar- 
dó mucho  tiempo  su  funesta  realización. 

Rodríguez,  al  terminar  aquel  relato,  saltó  como  lanzado 
por  un  resorte  de  su  asiento,  e  irguiendo  su  imponente  fren- 
te, dijo  con  voz  entera  estas  palabras,  que  me  helaron  de  es- 
panto:— ¡No  obedezco,  ni  quiero  obedecer,  mientras  esté  vi- 
vo uno  de  los  detractores  de  Aldao!  Yo  les  probaré  a  esos  'oa- 


186  .VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

guales  que  gobiernan  en  Mendoza,  que  así,  viejo  como  está,  ] 
Rodríguez  puede  todavía  quebrantarles  el  lomo. 

El  abatimiento  que  sigue  a  la  exaltación  no  tardó  en  apo- 
derarse de  ese  corazón  henchido  de  agradecimiento,  y  vol-   ■ 
vio  a  sentarse  silencioso,  fija  la  vista,  sin  pestañear,  en  el  ^ 
horizonte. 

¡Pobre  amigo!,  ¿trabajaba  en  ese  instante  su  mente,  el  , 
convencimiento  de  su  impotencia  intelectual  para  llevar  a  ca- 
bo sus  propósitos?  Muerto  Aldao,  aquella  alma  inquieta  vaga- 
ba incierta  de  proyecto  en  proyecto,  buscando  con  ansia  al- 
guna amiga  inteligencia  que,  dirigiendo  la  marcha  de  sus  po- 
derosos medios  de  acción,  los  hiciese  fructuosos. 

Tomóme  en  seguida  de  la  mano,  y  dirigiéndose  a  núes-  ' 
tros  caballos  ensillados  que  esperaban  afuera,  nos  entramos  ' 
silenciosos  en  la  Pampa.  Poco  después,  se  detuvo,  y  alzando 
el  brazo  con  dirección  al  sur,  me  dijo:  Patrón,  ¿alcanza  a  ver 
allá  abajo  el  nevado?...   Ese  es  el  Gigante.  Dé  vuelta  ahora 
su  caballo,  y  mire  usted  alrededor  suyo,  hasta  donde  le  al- 
cance  la   vista...    ¿Vio   también   a   San   Rafael?...    Míreme" 
ahora  las  míanos,  y  en  vez  de  manos,  me  mostró  manoplas...  i 
¿Servirá  de  algo  todo  esto? . . .  Pues  bien,  todo  cuanto  ha  vis-  I 
to  es  suyo;  quédese  conmigo,  no  vuelva  a  Chile.  Confieso  que,  * 
espantado  con  tan  extremosa  demostración   de   generosidad,  • 
cuyo  propósito  ya  no  admitía  duda  para  mí,  me  dejó  sin  po-  \ 
der  contestarle  de  pronto.  Rodríguez,  entonces,  interpretan-  : 
do  mal  mi  indecisión,  agregó:  Sé  que  todo  esto  no  es  gran  co-  i 
sa  para  hombres  acostumbrados  a  regalos,  como  lo  es  usted; 
pero  entiéndame  bien,  todo  esto  no  es  m.ás  que  un  estribo 
que  le  alcanzo,  para  que  se  afirme  en  él  y  suba  a  ocupar  el  1 
puesto  que  ocupaba  mi  general...   El  caso  no  admitía  duda;  \ 
mas  yo  lo  único  que  pude  comprender  fué  que,  estando  ya  ¡ 
en  posesión  de  semejante  secreto,  mi  permanencia  en  aque-  i 
líos  lugares  se  había  hecho  de  todo  punto  insostenible. 

Agotados  los  medios  de  persuasión  para  disuadirle  de  tan  ■ 
descabellado  propósito,   le   hice   consentir  en  la   importancia  \ 
de  un  viaje  mío  a  Chile;  y  con  la  promesa  de  no  dar  paso' 
ninguno  antes  de  mi  vuelta,  me  custodió  con  cien  lanzas  has- 
ta el  pie  de  las  nieves.  Allí  le  hice  presente  cuan  rodeado  es-  \ 
taba  de  traidores  y  de  asechanzas;  que  no  fiase  secretos  ni 
a  su  almohada,  que  continuase  obediente  como  leal  militar, 
y,  sobre  todo,  que  no  diese  paso  ninguno  subversivo,  si  no  me 
encontraba  yo  a  su  lado;   y  héchole  prometer  todo  esto,  di,' 
con  el  desconsuelo  del  que  pierde  la  esperanza,  al  pobre  ami- 
go, el  último  abrazo  que  debía  recibir  de  mí  en  el  mundo.     , 
Rayaba   ai>enas  el   año  de    1848   cuando   llegó    a   Chile   laj 
noticia   de  un  poderoso  movimiento  militar  que.   organizado^ 


1 


RECUERDOS     DEL     PASADO  187 

en  San  Rafael,  amagaba  derrocar  las  autoridades  constitui- 
das de  l-a  provincia  de  Mendoza,  marchando  amenazador  so- 
bre la  capital;  y  muy  pocos  días  despiiés,  el  .lele  que  la 
encabezaba,  traicionado  y  vencido  cerca  de  Lujan,  habla  si- 
tío  alcanzado  en  su  fuga,  cerca  de  las  Yaretas,  y  entregado 
a.i  brazo  del  verdugo.  ¡Los  cariados  huesos  de  Araya,  venga- 
do por  la  mano  del  destino,  debieron  estremecerse  en  su  se- 
pulcro! 

Así  murió  a  los  setenta  y  cuatro  años  de  edad,  después 
ce  una  vida  henchida  de  borrascas,  el  valiente  huaso  de  Quia- 
hue,  la  espada  mejor  templada  del  despiadado  fraile  Aldao, 
Rodríguez,  cuya  m.emoria  será  siempre  grata  a  los  sur-sancar- 
leños  de  Mendoza,  cuyos  recuerdos  vivirán  mientras  vivan 
los  campos  de  batalla  donde  lució  su  espada  el  antiguo  y 
prestigioso  jefe  de  la  frontera  patagónica  de  San  Rafael,  a 
quien  sus  enemigos  llamaron  atroz  bandido,  y  sus  amigos,  pa- 
dre amoroso  de  la  gente  honrada. 

Con  la  muerte  de  Rodríguez,  en  cuya  compañía  había 
hecíio  varias  expediciones  guerrero-mercantiles  hasta  más 
allá  del  río  Colorado,  que  arroja  sus  aguas  en  el  Atlántico, 
terminó  también  mi  afición  al  negocio  ganadero  de  las  pam- 
peas, que  consistía,  ya  en  cautivar  ganados  alzados  que  a 
fuerza  de  gritos  y  de  carreras  lográbamos  encaminar  a  lu- 
gares sin  salida,  ya  recobrando  por  la  fuerza,  de  manos  de  in- 
dios chilenos,  aquellos  que  conducían  robados  de  la  provin- 
cia de  Buenos  Aires,  o  ya  asaltando  los  aduares  de  indígenas 
pamperos  que  obedecían  a  Baigorría. 

¡Cuántas  riquezas  naturales  para  la  industria  minera,  y 
soDie  todo,  para  la  pastoril,  no  encierra  el  agreste  y  poco  co- 
nccido  territorio  formado  por  el  recuesto  oriental  de  los  An- 
des, entre  el  conocido  paso  del  Planchón  y  el  grado  37  de  la- 
titud sur,  y  entre  las  nieves  eternas  y  el  remate  de  los  con- 
trafuertes que,  escalonados  unos,  guardando  cierto  paralelis- 
mo con  las  heladas  cuchillas  de  la  sierra,  y  arrancando  otros 
formando  rectos  ángulos  con  ellas,  van  disminuyendo  de  al- 
tura hasta  que,  transformados  en  colinas,  se  pierden  en  las 
vastísimas  planicies  de  las  pampas! 

Conservo  de  este  territorio  el  mismo  leguario  original  que 
servía  a  Rodríguez  de  guía  en  sus  expediciones,  y  que  debo 
a  su  confiada  am.abilidad  para  conmigo.  Este  hombre  singu- 
lar había  cedido,  en  mi  primera  visita,  su  propio  dormitorio 
para  mi  alojamiento.  Incomodado  yo  en  las  primeras  horas 
de  la  noche  por  notables  irregularidades  que  me  parecía  en- 
contrar bajo  el  colchón,  introduje  la  mano,  y  al  notar  que 
provenían  de  muchos  paquetes  de  papeles,  la  retiré  con  es- 
Anto.  presumiendo  que  podían  ser  ellos  documentos  de  tal 


188  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

naturaleza,  que  sólo  debían  archivarse  tan  a  la  mano  del  guar- 
dador, cuanto  lo  estaba  la  amartillada  chapa  de  pistolas  que 
éste  llevaba  siempre  en  la  cintura. 

Departiendo  con  él  al  siguiente  día  sobre  los  hombros  y 
las  distancias  de  algunos  lugares  que  desde  nuestro  asiento 
se  divisaban,  entró  conmigo  a  su  cuarto,  y  después  de  intro- 
ducir la  mano  entre  mi  colchón  y  las  tablas  de  su  catre,  ex- 
trajo de  entre  varios  legajos  que  me  dijo  contenían  delicados 
documentos  y  cartas  de  Rosas  y  de  Aldao,  el  leguario  a  que 
me  refiero  y  que  en  tan  especial  archivo  conservaba. 

No  es  ésta  ocasión  de  publicar  este  importantísimo  docu- 
mento, lleno  de  notas  y  de  correcciones  hechas  por  mano  del 
mismo  Rodríguez  durante  todo  el  tiempo  que  ejerció  su  in- 
sólito poder  en  la  fronetra;  pero  ya  que  he  de  decir  algo  so- 
bre lo  propicio  de  aquellos  lugares  para  el  fácil  desarrollo  de 
la  industria  pastoril,  prefiero  que  oigan  mis  lectores,  de  pro- 
pia boca  del  literato  de  Loló,  la  parte  del  leguario  que  escri- 
bió sobre  la  sección  menos  rica  de  todos  ellos,  que  es  el  curso 
del  río  Atuel,  desde  el  punto  denominado  Juntas,  hasta  su 
nacimiento  en  las  cordilleras  que  dan  a  Rancagua. 

Dice  al  pie  de  la  letra  así: 

"De  Las  Juntas,  caminando  al  noroeste  hasta  llegar  a  Bu- 
talo,  hay  ocho  leguas.  Campo  pastoso,  algarrobales,  médanos, 
pampas  grandes  y  cerrilladas  al  poniente.  En  este  punto  alo- 
jó el  general  Aldao.  con  la  división  del  centro,  el  año  33,  por 
ser  campo  de  muchos  recursos  y  de  varias  lagunas  de  agua 
dulce. 

"De  aquí  al  paso  de  los  Púntanos,  nominado  Puntano 
Milagüe,  hay  ocho  leguas.  Campo  pastoso  con  médanos  y  al- 
garrobales. Contra  el  albar'dón  de  un  médano  había  vivien- 
das de  los  indios  Guitrao  y  del  cacique  Barbón,  que  finaren 
todos  el  año  33,  perseguidos  por  la  vanguardia  de  la  división 
del  centro. 

"De  aquí  a  Loncoboca,  tres  leguas.  Algarrobales  encum- 
brados, chañares,  médanos,  guaiguerias  y  muchos  pastos  en 
las  costas  del  río. 

"De  aquí  a  Chilquita  o  Bain.  dos  leguas.  Igual  cíase  de 
campo,  con  una  cañada  muy  pastosa  a  la  costa  de  la  cordi- 
llera del  poniente;  multitud  de  animales  alzados  bajan  al 
agua  de  la  laguna  que  hay  en  el  centro  de  una  gran  trave- 
sía de  las  inmediaciones. 

"De  aquí  a  Soitué  hay  tres  leguas.  Igual  clase  de  campo 
pastoso  con  grandes  pampas  al  poniente.  Caza  de  chanchos 
jabalíes,  mucha  hacienda  alzada,  y  sigue  la  cordillera  al  po- 
niente. Se  pasa  el  río  al  naciente  por  el  paso  del  Loro,  por 
no  haber  camino  por  la  costa  del  poniente  que  hemos  se- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  189 

guido  y  que  dista  seis  leguas  de  Soitué.  Hay  en  el  paso  un  agi- 
gantado algarrobo,  campamento  antiguo  de  indios  que  no 
existen. 

'•De  aquí  a  la  pampa  de  la  Víbora  (Tilulelfún)  hay  una 
legua.  Esta  pampa  es  de  boleadas  de  avestruces,  por  ser  mu- 
chísimos los  que  hay;  campos  pastosos,  pozos  de  rica  agua 
donde  alojan  los  indios  cuando  vienen  a  invadir  a  San  Ra- 
fael. 

"De  aquí  a  Currulaca,  cinco  leguas.  Lugares  pastosos  y 
bosques  de  algarrobos  y  chañares.  Inmensa  multitud  de  aves 
de  caza.  Campo  hermoso  para  sacar  agua  en  todos  los  pun- 
tos. Muchos  chanchos  y  jabalíes  y  hacienda  vacuna  y  cabal- 
gar alzada,  que  bajan  a  este  punto  del  río  a  tomar  agua. 

'•De  aquí  a  La  Varita,  cinco  leguas,  de  igual  clase  de  cam- 
po con  fumales. 

'•De  La  Varita  hasta  los  Marcos  hay  una  travesía  de  ca- 
torce leguas.  En  este  intermedio  entra  mucho  el  río  al  po- 
niente, lugar  de  muchos  tigres,  jabalíes,  avestruces  y  mon- 
tañas de  algarrobos  y  chañares. 

"De  aquí  a  la  bajada  del  Tigre,  hay  una  legua,  con  ca- 
mino angosto,  lagunas,  algarrobos  y  chañares. 

"De  aquí  al  Corral  de  Vicente,  tres  leguas  de  senda  es- 
trecha con  vueltas.  Gran  chañar  sombradizo,  algarrobos  tu- 
pidos. 

"De  aquí  a  Yuncalito,  dos  leguas  de  pichanal,  algarrobal 
y  chañar,  campo  pastoso  y  ramblones  de  agua  de  lluvia. 

"De  aquí  al  Corral  de  Novillos,  cinco  leguas.  Grandes  ba- 
rrancas al  lado  del  río,  que  forman  corrales  de  encierra;  cam- 
po igual  al  anterior. 

"De  aquí  al  Real  del  Mundo,  cuatro  leguas.  Campo  al- 
falfado a  la  costa  del  río,  por  haber  habido  alojamiento  o  vi- 
vienda; y  al  naciente  montuoso. 

"De  aquí  al  Real  del  Padre,  cinco  leguas;  alfalfales  y 
algarrobales. 

"De  aquí  a  Las  Juntas,  cinco  leguas.  En  medio  de  Las  Jun- 
tas hay  un  fuerte  redondo  de  altas  barrancas  con  chañares 
ralos  para  sombrear.  Pasa  por  este  fuerte  el  camino  que  con- 
duce a  San  Rafael,  y  al  lado  del  norte  hay  una  loma  grande 
vestida  de  montes,  donde  se  ocultan  los  indios  espías  para 
pillar  a  los  campeadores  cristianos." 

No  fastidiaré  más  al  lector  con  la  minuciosa  copia  del  le- 
guario que  indica  el  curso  del  Atuel  hasta  sus  fuentes  andi- 
nas, curso  que  desde  el  punto  de  partida  llamado  Juntas,  al- 
canza en  sus  vueltas  y  revueltas  por  entre  algunos  planes  y 
cuesta  arriba,  144  leguas  según  Rodríguez.  Básteme  decir  que 
los  pastos  y  los  abrigos  .vegetales  para  los  ganados,  alcanzan 


190  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

muy  cerca  de  las  cumbres;  que  en  el  lugar  llamado  Boca  del 
Río.  a  20  leguas  del  último  que  señala  el  leguario,  existen 
canteras  de  preciosos  mármoles;  que  en  el  Loncoboca,  más 
arriba  aún.  existen  excelentes  salinas;  que  a  27  leguas  de  Lon- 
coboca, en  lo  que  llaman  Acequia  del  Atuel,  después  de  ca- 
minar por  piedras  y  chupa  sangre,  se  llega  a  unos  baños  ter- 
males llamados  Aguas  Calientes,  que  nacen  entre  cortadera - 
les  donde  se  encuentran  volcanes  de  agua,  en  los  que  al  an- 
dar sin  apercibirse,  se  precipita  uno  como  en  pozos  profundo  i, 
que  moUes  formando  bosques,  se  encuentran  en  los  valles 
pastosos  que  yacen  en  el  mismo  pie  del  alto  Sosneado,  y  que- 
en  el  cajón  que  se  desprende  de  la  falda  septentrional  con 
el  de  ese  cerro,  se  encuentran  las  abundantes  salinas  del  ca- 
cique Maturano. 

He  señalado  prolijo  la  importancia  de  la  hoya  del  Atuel 
por  ser  ella  la  que  se  considera  menos  adecuada  a  la  crianza 
de  ganados  que  los  demás  campos  que  siguen  para  el  sur 
hasta  el  rio  Colorado,  para  que  no  se  admire  ni  la  abundan- 
cia de  animales  que,  gozando  de  plena  libertad,  pastan  en 
ellos,  ni  su  extraordinario  bajo  precio. 

La  suma  abundancia  de  pastos  perennes  que  existen  er. 
los  cajones  y  en  las  lomas  y  valles  del  recuesto  oriental  c-^^ 
los  Andes,  y  que  van  en  aumento  desde  la  altura  geográfi- 
ca de  Rancagua  hasta  la  del  volcán  de  Antuco,  territorio  que 
con  frecuencia  he  recorrido,  explica  el  porqué  del  conthiui 
enviar  de  ganados  chilenos  a  esos  lugares,  a  pesar  de  la  abun- 
dancia y  riqueza  de  nuestros  pastos  y  del  peligro  que  van  ?. 
correr  fuera  de  nuestro  territorio  entre  los  indios.  Entre  los 
pasos  de  Leñas  Amarillas  al  norte  y  el  del  volcán  Antuco  a: 
sur.  se  crian  y  apacientan,  a  más  de  los  ganados  domésticos 
y  alzados  propios  de  aquellos  lugares,  miles  de  animales  chi- 
lenos que  desde  Quechereguas  para  el  sur.  confían  los  ha- 
cendados al  cuidado  de  los  caciques  propietarios  de  aquellos 
desiertos. 

Así  como  aumenta  la  lozanía  y  el  vigor  del  pasto  a  me- 
dida que  se  avanza  hacia  las  regiones  del  sur.  asi  también  .«e 
nota  la  gradual  variedad,  corpulencia  y  altura  de  los  árbole-s 
que  los  acompañan,  pues  no  pasando  éstos,  en  el  norte,  de 
chañares  y  de  algarrobos  aparragados  y  de  tal  cual  arbiis':: 
espinoso,  a  medida  que  se  acercan  al  sur,  no  sólo  van  adqui- 
riendo altura  y  robustez,  sino  que  se  acompañan  con  la  ve- 
getación chilena  de  manzanas  silvestres,  de  moUes,  roble;", 
guaigones  y  aun  de  cipreses,  de  los  cuales  vi  muchos  en  ei 
valle  de  las  Lagunas  Acollaradas  o  Epulanquen  a  inmedia- 
ciones de  las  fuentes  del  río  Curileufu. 

Parece  que  la  riqueza  y  abundancia  de  m.inerales  fueri 


RECUERDOS     DEL     PASADO  191 

peculiar  a  las  regiones  inmediatas  al  Ecuador;  pues  a  medi- 
da que  se  aleja  de  ellas  el  minero,  menos  ocasiones  encuentra 
donde  ejercer  su  industria. 

Salvo  la  gran  veta  de  plata  que  se  ve  y  se  ha  trabajado 
en  Uspallata,  y  cuyos  rastros  se  encuentran  de  vez  en  cuan- 
do en  las  serranías  del  sur,  confinando  la  extensión  de  su  co- 
rrida, ninguna  otra  mina  de  este  metal,  ni  de  ero,  he  en- 
contrado en  las  regiones  que  señalo. 

Las  de  cobre  abundan,  sobre  todo  en  el  valle  de  los  Cie- 
gos, a  inmediaciones  del  Planchón,  y  en  las  del  rio  Tordillo, 
donde  he  observado  vastos  derrumbes  de  metales  de  subida 
ley  que  nadie  explotaba  por  las  dificultades  que  ofrece  la  au- 
sencia o  el  peligro  de  los  caminos.  Abundan  grandes  depó- 
sitos de  puro  azufre  y  de  sulfato  de  alúmina,  y  llama  muy 
especialmente  la  atención  del  viajero,  en  las  alturas  del  ca- 
mino del  Planchón  a  San  Rafael,  una  solitaria  e  imponente 
laguna  de  brea  que,  fluyendo  de  una  grieta  volcánica,  llena 
el  aire  de  miasmas  azufrados.  La  árida  margen  de  este  ne- 
gro y  pegajoso  depósito  de  substancias  bituminosas  contrasta 
con  la  blancura  de  cientos  de  esqueletos  de  animales  que 
atraídos  a  este  lugar,  tal  vez  por  la  curiosidad,  han  muerto 
presos  de  patas  en  él. 

Minas  o  depósitos  de  excelente  sal  se  encuentran  a  cada 
rato;  sobre  todo  donde  cruza  el  camino  denominado  Barsas 
de  las  Barrancas  que  conducen  a  Curileufu. 

El  comercio  que  sostienen  todos  estos  lugares  con  el  sur 
de  Chile  se  reduce  a  arrendamientos  de  potreros  y  a  inter- 
nar en  él,  animales,  plumas  de  avestruces,  brea  para  tinajas 
y  sal.  .^ 

Desde  tiempo  inmemorial  nuestras  compras  de  animales  I 
a  los  indios  de  ultra  Bío-Bio  han  sido  y  siguen  siendo  la  prin- 
cipal causa  de  los  robos  y  diarios  ataques  a  la  propiedad  ar- 
gentina, verificados  por  los  indígenas  de  una  y  otra  banda 
de  la  cordillera.  Antes,  pues,  de  dar  de  mano  en  esta  parte 
a  mis  recuerdos,  y  como  comprobante  de  esta  verdad,  voy  a 
copiar  al  pie  de  la  letra  una  nota  que  el  buen  literato  de  Lo- 
ló  puso  en  su  interesante  leguario  al  hablar  en  otra  del  co-  1 
mercio  pampero  con  Chile.  Dice  la  nota  así:  — ^ 

"Memoria  de  algunos  sucesos  y  circunstancias  que  se  ha- 
ce necesario  tener  en  vista  sobre  los  terrenos  que  pertene- 
cen a  los  indios  Ñorquinos,  donde  ellos,  por  su  ignorancia,  de- 
jan pasar  a  los  chilenos.  Los  lenguaraces  Zúñiga  y  Salvo  lo- 
gran a  fuerza  de  amenazas  que  los  Ñorquinos  dejen  pasar  a 
sus  espías,  para  que  pasen  hasta  Banquiimacó  a  comerciar, 
es  decir,  a  robar  y  dar  malones  juntos  con  los  indios  del  na- 

Re  cuerdo. — 7 


192  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

ciente.  Estos  cristianos  se  entreveran  con  los  indios  ladro- 
nes, se  visten  de  chamal  y,  en  pelota,  quedan  a  igual  clase 
de  ellos;  pasan  después  a  juntarse  con  los  baigorrianos,  y  a 
su  vuelta,  después  de  los  trabajos  que  hacen  en  robar,  se  des- 
piden, vuelven  a  su  tierra  vestidos  como  antes  y  entregan  el 
robo  a  Zúñiga  o  a  Salvo,  que  lo  mandan  vender." 


CAPITULO  XI 

Cerrillos  de  Teño. —  Pena  de  azotes. —  Sociedades  de  ladro- 
nes.—  Tierras  auríferas. —  La  langosta  y  la  Sociedad  de 
Agricultura. —  El  nuevo  pintor  de  decoraciones  del  teatro 
de  Santiago. —  Sarmiento,  Tejedor  y  la  literatura  ar- 
gentina. 

Allá  en  el  año  1847  arrendaba  yo  la  hacienda  de  Coma- 
lie,  propiedad  de  aljüel  "distinguido  literato  y  adusto  manda- 
tario que,  siéndolo  de  Curicó,  donde  ella  se  encontraba  ubi- 
cada, solía  escribir  a  su  amigo  Luis  Labarca  cuando  el  pueblo 
tendía  a  insurrecciones:  "Pronto  iré  a  hacer  temblar  a  esos 
zamarros  con  el  ruido  de  las  ruedas  de  mi  birlocho". 

Comalle  y  los  tupidos  bosques  de  Chimbarongo,  como 
ahora  se  dice,"erán  entonces  la  morada  y  el  seguro  escondite 
de  aquellos  afamados  ladrones  pela-caras  que  hacían  teme- 
rosos, con  sus  atroces  correrías,  los  mentados  Cerrillos  de 
Teño;  y  como  habían  sido  hasta  entonces  inútiles  cuantas 
medidas  había  adoptado  la  autoridad  para  purgar  aquellos 
lugares  de  semejante  plaga,  solicité  y  obtuve  el  cargo  de  sub- 
delegado de  esa  temida  sección  del  departamento  de  Curicó, 
con  el  solo  objeto  de  manifestar  con  hechos  que  el  azote  no 
siempre  merece  el  vituperio  de  los  filántropos.  Fueron  los.  más 
acaudalados.  jDropietarios  dej  lugar  mis  a,ctiyo5  inspectores; 
armáron^e_los~lñigQillmóJ,^^^y^  éstos  por  sus  res- 

pectivos patrones,  en  todas  partes  se  persiguió  al  bandido, 
y  en  ninguna  se  substituyó  la  relegación  al  dolor  físico.  No 
teniendo  ya  el  bribón  donde  asilarse,  ni  buen  techo  ni  co- 
mida por  castigo  en  aquellas  aulas  que  llamamos  cárceles, 
verdadera  escuelas  de  nefandos  crímenes,  tuvo  forzosamente 
que  abandonar  el  teatro  de  sus  depredaciones  y  buscar  más 
allá  de  los  Andes  la  impunidad  que  no  encontraba  en  Chile. 
Poco  tiempo  después  ya  podía  viajarse  por  los  cerrillos  del 
mentado  Teño  sin  llevar  el  viajero  ni  un  solo  cortaplumas  en 
el  bolsillo. 

Es  preciso  que  nos  emancipemos  alguna  vez  del  fascina- 
dor iñfriijo  de  la  mal  enteníTlihi  iHaritiopia.  El  hombre,  en 
cuanto  animal,  cobija  en  su  corazón  el  germen  de  los  más 


194  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

atroces  actos;  y  si  es  cierto  que  la  educación  ahoga,  en  ge- 
neral, el  desarrollo  y  crecimiento  de  tan  funesta  semilla,  tam- 
bién lo  es  que  la  misma  educación  muchas  veces  los  perfec- 
ciona. La  educación,  además,  sólo  puede  surtir  morales  efec- 
tos sobre  el  virgen  corazón  del  niño,  que  no  teniendo  aún 
nociones  fijas  ni  de  virtudes  ni  de  vicios,  no  tiene  tampoco 
por  qué  deshechar  la  honrada  senda  que  un  buen  profesor 
puede  indicarle.  Pero  la  educación  está  muy  lejos  de  obrar 
idénticos  efectos  sobre  el  corazón  del  hombre  adulto,  cuan- 
do éste  ha  llegado  a  familiarizarse  con  el  crimen.  La  planta 
que  al  nacer  puede  arrancarse  con  sólo  el  leve  esfuerzo  de  la 
presión  de  los  dedos,  cuando  llega  a  su  completo  desarrollo, 
sólo  la  excavación  o  el  hacha  puede  extirparla  del  suelo  don- 
de se  la  dejó  crecer.  De  aqui  el  proverbio  español,  que  no 
por  ser  vulgar  deja  de  ser  cierto,  que  "moro  viejo  no  puede 
ser  buen  cristiano". 

En  el  moro  viejo  es  precisamente  donde  predomina  la 
parte  animal  sobre  la  intelectual;  y  a  la  parte  animal  sólo 
puede  hablársele  con  el  atractivo  del  pan  o  con  el  tem^or  del 
dolor  físico.  ¡Cuántos  hombres-fieras  no  hemos  visto  cami- 
nar hacia  el  patíbulo  con  la  más  espantable  serenidad! 
¡Cuántos  no  hemos  visto  salir  de  la  Penitenciaría  y  de  las 
cárceles  despidiéndose  con  cínica  sonrisa  de  sus  compañeros, 
con  un  repugnante  ¡Hasta  luego!  ¿Hay  alguno  que  se  dirija 
al  rollo  del  mJsmo  modo?  Ninguno.  El  dolor  físico  hace  que 
el  tigre  admita  sin  morderla,  en  su  propia  boca,  la  cabeza 
del  domador. 

La  simple  reclusión  sólo  produce  fastidio  y  no  escarmien- 
to €n  la  mente  del  endurecido  criminal,  por  no  poder  en  ella 
satisfacer  el  mar  de  vicios  donde  enfangado  ha  vivido,  y  es 
seguro  que  más  aprovecharía  a  la  pública  seguridad  una  me- 
dia docena  de  bien  aplicados  garrotazos  al  falseador  de  cie- 
rros, cada  ocasión  que  se  le  sorprendiese  cometiendo  el  crimen, 
que  un  año  de  reclusión  al  abrigo  de  m.ejor  techo  que  el  que 
antes  de  cautivo  le  cobijaba,  y  con  mejores  y  gratuitos  ali- 
mentos que  aquellos  que  sólo  a  fuerza  de  trabajo  podía  pro- 
porcionarse cuando  libre. 

No  quiere  esto  decir  que  la  reclusión  del  ladrón  no  sea 
un  medio  de  evitar  temporalmente  que  siga  robando  como  lo 
hacia  cuando  libre.  ¿Pero  basta  la  privación  de  la  libertad? 
¿Devuelve  acaso  el  ladrón  al  despojado  lo  que  le  quitó  por 
astucia  o  por  violencia,  a  menos  que  la  casualidad  no  ponga 
en  manos  de  la  policía  el  robo?  ¿Devuelve  el  ladrón  a  la  co- 
munidad los  gastos  que  le  impone  .su  temporal  reclusión?  Si 
al  huilón.  L'ii  vt'z  de  darle  unu  Iclpa  a  liempu  y  mandarle  des- 
pués a  rascarse  a  otra  parte,  se  le  encierra,  enciérreselc  en 


RECUERDOS     DEL     PASADO  195 

hora  buena,  pero  obligándole  a  pagar  en  el  encierro  con  vio- 
lentos y  forzados  trabajos,  ya  el  sustento  que  debe  a  la  socie- 
dad, ya  el  robo  que  debe  al  despiojado. 

En  los  robos  y  asesinatos  de  los  Cerrillos  de  Teño  ter- 
ciaban también  los  indios  pehuenches,  circunstancia  de  muy 
pocos  conocida,  y  cuya  certidumbre  tenia  yo  antes  de  trans- 
formarme en  sátrapa  de  aquellos  lugares.  Llegaban  todos  los 
años  aduares  de  pehuenches  al  departamento  de  Curicó,  pro- 
vistos de  plumas  de  avestruz  y  de  breas  para  vender,  y  nadie 
descubría  ocultas  en  esas  mercaderías  la  garra  del  ladrón  ni 
el  puñal  del  asesino. 

No  atinaba  a  encontrar  el  modo  de  librar  a  mi  subde- 
legación  de  semejante  plaga,  por  lo  bien  constituidas  de  las 
partidas   de   aves   de   rapiña,   que   con   distintos   disfraces   lo 
infestaban  todo.  Tenían   esas  sociedades  sucursales  en  Con- 
cepción y  en  Coquimbo.  Los  animales  robados  en  uno  y  otro 
de  estos  dos  lugares  caminaban  para  los  Cerrillos  o  para  los 
bosques  de  Chimbarongo.  En  el  punto  de  reunión  se  hacia  el 
canje,  y  nuevos  arrieros  conducían  al  mercado  de   Concep- 
ción los  animales  de  Coquimbo,  y  al  mercado  de  Coquimbo  los 
de  Concepción.  Mas.  como  no  siempre  convenía  a  los  intere- 
ses de  esas  sociedades  unidas  las  traslaciones,  se  entregaban 
a  los  pehuenches  grandes  partidas  de  caballos  chilenos,  que    , 
gozaban  de  alto  precio  en  Cuyo,  a  trueque  de  animales  va-   í 
cunes  para  la  siguiente  primavera.  Los  pehuenches  pagaban  / 
siempre  con  munificencia  esas  compras  a  plazos,  a  expensas  ) 
de  los  robos  que  hacían  en  las  haciendas  de  ultracordillera.  | 

Encontrábame  de  visita  en  casa  del  señor  don  Mateo  Mo- 
raga, arrendatario  de  Teño  y  uno  de  mis  más  activos  ins- 
pectores, cuando  entrada  la  noche  vino  un  pehuenche  todo 
ensangrentado  a  avisarme  que  el  jefe  de  su  reducción,  Tai- 
pangue,  que  no  era  otro,  como  vine  a  saberlo  a  destiempo, 
que  un  bandido  de  sangre  española  que  así  devsempeñaba  el 
papel  de  capitanejo  como  el  de  honrado  y  sencillo  campesi- 
no, vendedor  de  animalitos  para  engorda,  acababa  de  matar 
a  su  hermano,  deshaciéndole  a  pedradas  la  cabeza.  Muy  irri- 
tado con  este  denuncio,  a  pesar  de  los  esfuerzos  que  hacía 
Moraga  para  que  le  esperase,  iba-  a  montar  precipitadamen- 
te a  caballo  para  trasladarme  con  los  huasos  que  me  acom- 
pañaban a  la  reducción  o  toldería  del  tal  Taipangue,  cuando 
se  nos  apareció  dando  gemidos  una  pehuencha,  ensangren- 
tada también,  diciendo  a  voces  que  no  fuesen  pocos  soldados, 
porque  habiendo  sabido  el  cacique  que  su  cuñado  había  ve- 
nido a  denunciarle,  había  hecho  montar  su  gente  y  dispués- 
tolü  todu  paiit  repeler  la  fuerza  por  la  fuer/a.  Dióse  inmedia- 
tamente aviso  a  los  inspectores  don  Luis  Labarca,  dueño  de 


196  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Rauco,  y  don  Jorge  Smith,  yerno  de  Irisarri,  para  que  se  me 
reunieran  con  su  gente,  y  una  hora  después,  acompañados 
con  el  médico  de  Talca,  don  Pedro  MoUer,  ya  estuvimos  en 
la  toldería.  Aunque  pocos,  porque  aun  no  se  me  habían  re- 
unido los  demás  compañeros,  crei  que  esto  no  pasaría  de 
oquí,  hasta  que  las  contestaciones  altaneras,  la  vista  de  un 
cuerpo  bañado  en  sangre  y  al  parecer  examine,  y  el  intento 
de  arrebatarme  por  la  fuerza  a  un  prisionero,  me  obligó  a 
atacarlo  sin  consideración  ni  miramiento  alguno.  Vertióse 
sangre,  es  cierto,  pero  también  lo  es  que  quedó  ileso  el  prin- 
cipio de  autoridad. 

Si  yo  me  hubiera  demorado  en  agredir,  si  yo  por  acatar 
lo  que  enseñan  algunos  compasivos  criminalistas,  que  la  de- 
fensa sólo  debe  superar  al  ataque  en  lo  que  fuese  estricta- 
mente necesario  para  inutilizarle;  si  yo  me  hubiera  puesto 
a  medir  el  largo  y  la  profundidad  de  las  heridas,  tal  vez  no 
estuviera  ahora  recordando  este  episodio,  que  siempre  se  apa- 
rece a  mi  memoria  cuando  veo  a  un  pobre  vigilante  atacar 
con  solo  su  mala  espada  a  un  bandido  que  lo  hiere  con  pis- 
tola, y  que  no  mata  al  malhechor  porque  no  se  diga  que  se  ha 
excedido  en  el  ataque  y  se  le  someta  a  juicio. 

Comoquiera  que  fuere,  la  prisión  del  herido  Taipangue, 
la  de  algunos  de  sus  principales  mocetones,  y  el  temor  de  que 
las  declaraciones  de  éstos  pusiesen  en  claro  Jas  maniob.as  de 
los  demás  vendedores  de  plumas  y  de  breas,  hicieron  tomar  a 
los  cerrilleros  de  chiripá  el  rumbo  de  los  malales  del  sur  de 
San  Rafael  en  la  provincia  de  Mendoza. 

Los  santiagueños,  que  son  siempre  los  apuntadores  y  los 
directores  de  escena  en  el  drama  tragicómico  de  nuestra  vi- 
da pública,  comenzaban  a  dormitar,  cuando  a  un  francés 
que  vivía  en  el  piso  bajo  de  la  casa  de  Solar  (hoy  Hotel  In- 
glés) ,  pobre  de  riquezas  monetarias,  pero  riquísimo  de  arbi- 
trios, 3'a  que  no  disponía  de  monedas,  de  pomadas  ni  de 
afeites  para  imponer  a  los  maridos  contribuciones  indirectas, 
se  le  ocurrió  la  peregrina  idea  de  explotar  al  soltero  y  al  ca- 
sado, vendiendo  muchas  esperanzas  de  caudales  por  poquí- 
simo dinero. 

Alojaba  yo,  cuando  iba  de  la  hacienda  a  Santiago,  so- 
bre el  aposento  de  este  buen  industrial,  y  observaba  que  cuan- 
do estaba  solo  ni  siquiera  se  movía,  al  paso  que  cuando  es- 
taba acompañado  era  tal  el  ruido  de  choques  de  baldes  y  so- 
najera como  de  molinillos  de  café  que  allí  ,se  hacían,  que  daba 
ya  al  demonio  con  semejante  vecindad,  cuando  vi  salir  co- 
rriendo al  francés,  sin  sombrero,  en  mangas  de  camisa,  gri- 
tando como  loco  por  el  patio:  —  ¡Protección!  ¡Protección! 
¡Chile  es  un  pozo  de  oro!    ¡Yo  sé  cómo  .cacarlo! 


RECUERDOS     DEL     PASADO  197 

¡Oro!  dijiste.  El  alboroto  se  hizo  general;  detuviéronse 
en  la  puerta  de  calle  muchos  mirones,  otros  entraron:  el 
cuarto  del  francés  se  pobló  de  curiosos.  Todos  oyeron  boquia- 
biertos los  gritos  de  aleluya  con  los  que  el  sabio  químico  les 
anunció  que  en  la  composición  de  todos  los  terrenos  de  Chile 
entraba,  en  prodigiosa  abundancia,  el  elemento  oro;  tanto, 
que  hasta  en  los  ladrillos  de  su  propio  cuarto  le  habla  en- 
contrado; y  todos  vieron  con  sus  propios  ojos,  sobre  una 
mesa  artísticamente  acomodada,  alineados,  montoncitos  de 
distintas  tierras,  cada  uno  con  una  tarjeta  que  indicaba  la 
procedencia  de  ella,  la  cantidad  de  oro  que  producía  por  ca- 
jón y  los  quilates  del  precioso  metal,  representados  por  pelli- 
tas  homeopáticas,  colocadas  al  lado  de  cada  montón,  en  su 
correspondiente  frasquito.  Veíase  también  en  aquel  improvi- 
sado laboratorio  una  pequeña  hornilla,  algunos  crisoles,  fras- 
cos de  azogue,  algunos  ácidos  o  líquidos  misteriosos,  y  sobre 
una  tarima  bastante  sólida,  algo  que  parecía  máquina,  cuida- 
dosamente tapada  con  un  tapete. 

El  sabio  profesor,  acosado  por  las  preguntas  y  cansado 
de  hablar,  después  de  regalar  dos  cartuchitos  de  tierra  y  dos 
pellitas  que  no  hacían  falta  a  su  colección,  a  los  que  le  pa- 
recieron más  idóneos  propagandistas,  despidió  con  súplicas 
exigentes  a  las  visitas,  pues  tenía  algo  de  importancia  vital  que 
hacer  a  esa  hora,  cerró  cuidadosamente  su  cuarto  con  can- 
dado de  letras,  hizo  como  que  encargaba  algo  en  secreto  a  su 
compañero,  que  hacía  veces  de  sirviente,  y  desapareció,  de- 
jando por  un  momento  como  estatuas  a  los  reverentes  cu- 
riosos, que  parecían  envidiar  la  "tuerte  del  futuro  dispensa- 
dor de  las  riquezas. 

Apenas  comenzó  a  circular  por  Santiago  la  noticia  de  es- 
te portentoso  descubrimiento,  cuando,  como  siempre  suce- 
de tn  estos  casos,  aparecieron  supuestos  alquimistas  que,  ex-, 
plotando  la  sencilla  credulidad  de  grandes  y  de  chicos,  con  el 
resultado  de  falsos  ensayos  que  les  vendían,  dieron  más  pe- 
so a  la  verdad  del  primitivo  descubridor. 

Concurrieron  a  esas  oficinas,  de  descarada  ratería,  hom- 
bres serios  y  circunspectos,  y  a  ninguno  vi  salir  de  ellas  sin 
que  dejase  de  llevar  tierra  en  los  bolsillos,  contento  en  el  sem- 
blante y  un  mar  de  locas  esperanzas  en  la  mollera. 

A  consecuencia  de  estos  ensayos,  cuya  riqueza  subía  o  ba- 
jaba el  ensayador,  según  el  aspecto  más  o  menos  pagano  de 
la  víctima  que  le  iba  a  consultar,  no  quedaron  en  el  país  ocres 
ni  antiguos  relaves  que  no  se  denunciaran;  mas,  como  estas 
propiedades  nada  valían  si  no  se  disponía  del  secreto  que  les 
daba  valor,  secreto  que  sólo  podía  aprovechar  la  compañía 


198  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

que  uniese  sus  caudales  a  los  talentos  del  inventor,  luego  se 
pusieron  en  planta  mil  arbitrios  para  sorprenderle. 

Cada  íuul  se  creía  en  posetiión  de  algún  hilo  que  conducía 
u  este  misterio.so  ovillo;  llovieron  por  todas  partes  inven- 
ciones que  cuidadosamente  se  ocultaban  a  las  envidiosas  mi- 
radas de  los  que  se  velan  privados  de  semejante  tesoro.  En 
una  palabra,  llegó  a  tanto  la  fiebre  de  las  tierras  auríferas, 
que  hasta  muchos  de  los  que  comenzaron  por  engañar  se  en- 
gañaron; en  tanto  grado  es  cierto  lo  que  dijo  el  poeta,  que  la 
sed  del  oro  da  siempre  al  traste  con  la  razón  del  hombre. 

Pero  no  sólo  se  ocupaban  los  ingenios  del  siempre  nove- 
doso Santiago  en  buscar  soluciones  mineralógicas,  porque 
junto  con  la  bullanga  de  las  tierras  auríferas,  llegó  tamblin 
la  de  una  inesperada  invasión  de  langostas  sobre  los  campos 
de  Maipo  a  ocupar  un  lugar  preferente  en  la  lista  de  las  cues- 
tiones por  ventilar. 

Cúpole  entonces  a  nuestra  recién  nacida  Sociedad  de 
Agricultura  la  mal  intencionada  ocasión  de  probar  cuánto  su- 
pera la  buena  voluntad  a  la  pericia  en  los  primeros  pasos  que 
dan  las  asociaciones  patrióticas  cuando  no  las  llevan  de  la 
mano  el  saber  y  la  experiencia. 

La  langosta,  que  arrasa  campiñas  enteras  en  las  provin- 
cias argentinas,  no  emigra  de  una  provincia  a  otra  entre  nos- 
otros, ni  donde  se  la  encuentra  asume  el  carácter  devastador 
que  en  otras  partes.  Este  voraz  insecto,  que  hasta  el  nombre 
de  plaga  ha  logrado  merecer,  vive  y  reina  en  algunos  seca- 
nos de  nuestro  Chile,  y  muy  especialmente  en  los  pichin- 
gales  situados  al  oriente  de  la  provincia  de  Curicó,  de  donde 
ya  comienzan  el  arado  y  el  riego  a  hacerle  desaparecer  sin  re- 
torno. 

De  vez  en  cuando  se  notan  sobre  algunos  puntos  de  nues- 
tro suelo  invasiones  de  ciertos  animales  que  pasan  con  la 
misma  rapidez  que  aparecen,  sin  que  nadie  hasta  ahora  haya 
podido  explicar  est-e  fenómeno.  Hay  años  de  aves,  años  de  ra- 
tones, años  de  hormigas,  años  de  palomillas,  de  pulgas,  etc. 

El  año  de  1855  se  vio  el  Gobierno  precisado  a  decretar 
auxilios  para  los  colonos  de  Llanquihue,  sobre  cuyos  campos 
se  había  batido  primero  una  asombrosa  cantidad  de  aves  que 
destruyó  todos  los  sembrados,  y  después,  un  mundo  de  rato- 
nes que,  brotados  como  por  encanto  del  territorio  meridional 
del  pueblo  de  Osorno,  se  extendieron  como  mancha  de  aceite, 
arrasándolo  todo  hacia  el  sur,  hasta  desaparecer  por  comple- 
to y  sin  saber  por  qué,  al  llegar  a  las  aguas  del  seno  de  Re- 
loncaví;  siendo  de  notar  que  en  esos  lugares  eran  el  año  an 
terior  escasísimas  las  aves,  y  que  nadie  conocía  ni  siquiera  el 
nombre  del  ratón  invasor  que  vino  después. 


RECUERDOS    DEL    PASADO  199 

Los  agricultore.s  de  Maipo  y  de  Santiago,  que,  como  los  d€ 
las  otras  provincias,  poco  se  fijan  en  averiguar  la  causa  de 
estos  fenómenos  sino  cuando  tienen  la  calamidad  a  cuestas, 
y  que  entonces  era,  como  lo  es  ahora,  costumbre  de  esperar- 
lo todo  del  Gobierno,  elevaron  hacia  él  sus  sentidos  clamo- 
res. El  Gobierno,  que  siempre  sabe  menos  que  los  agricultores 
cuanto  a  la  agricultura  atañe,  por  complacerles  consultó  a 
la  Sociedad  de  Agricultura,  que  debía  saber  más  que  todos 
juntos  sobre  las  medidas  que  deberían  adoptarse  para  la  ex- 
tirpación de  aquella  plaga  egipcíaca. 

CLa  doria  corporación,  interpelada,  pareciéndo)le  desdo- 
roso dar  a  entender  que  sabía  tanto  en  esto  de  langostas  co- 
mo el  Gobierno  en  aquello  de  agricultura,  acordó,  después  de 
seria  meditación,  aconsejar  la  medida  salvadora  de  apacen- 
tar grandes  tropas  de  pavos  sobre  los  campos  infestados,  y 
para  precaver  robos,  la  creación  de  una  policía  guarda-pavos, 
que  pusiese  a  e^tos  útiles  obreros  a  cubierto  de  raptores  y  de 
pavicidas. 

Este  acuerdo,  que  no  sé  si  llamar  plagio  o  limitación  dpi 
remedio  portugués  contra  las  pulgas,  y  los  desatinados  me- 
dios de  tirar  a  sacar  oro  de  todas  partes,  que  tan  alborotados 
traían  a  todos  los  caletres,  pusieron  por  segunda  vez  la  pluma 
en  mi  mano,  y  a  riesgo  de  que  me  pasase  lo  que  me  pasó  la 
vez  primera  que  me  metí  a  escritor,  critiqué  con  las  armas 
del  ridiculo  la  manía  incurable  de  creer  que  el  oro  iba  a 
abaratar  a  impulso  del  numen  creador  de  un  descarado  char- 
latán, y  el  temor  de  que  se  amengüe  el  talento  en  el  momen- 
to mismo  en  que  más  se  enaltece,  confesando  modesto  que  no 
sabe  lo  que  efectivamente  ignora. 

Por  fortuna,  como  en  Chile  siempre  se  lee  sobre  corriendo 
lo  que  despacio  se  escribe,  nadie  me  hizo  caso,  y  yo,  para 
evitar  nuevas  tentaciones,  torné  diligente  del  buen  Santiago 
a  mi  desierto  Teño. 

No  tardó  en  agotar  mi  turbulenta  paciencia  la  monoto- 
nía de  las  tareas  rurales,  y,  buque  sin  timón  y  escaso  lastre, 
arrebatado  por  el  quijotesco  viento  de  las  aventuras,  se  me 
vio  salvar  de  nuevo  los  Andes,  correr  a  palo  seco  sucesivas  tor- 
mentas, y  después  de  forcejear  inútilmente  centra  mi  aviesa 
suerte,  recalar  con  serias  averías  en  la  caleta  Teatro  de  la 
Universidad,  de  la  gran  bahía  de  Santiago. 

Aun  no  había  venido  a  Chile  el  célebre  pintor  Giorgi  a 
hacernos  saber  lo  que  son  decoraciones  en  los  teatros.  Flore- 
cía entonces  en  el  nuestro,  que  se  llamaba  de  la  Universidad, 
por  su  colocación,  el  distinguido  artista  maestro  Mena,  pin- 
tor decorista  y  hombre  de  los  equivalentes,  para  el  cual  no 


200  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

había  pintura  que  careciese  de  oportunidad,  si  en  su  traza- 
do cabía  lo  que  él  llamaba  una  cantería. 

— Maestro,  aquí  necesitamos  un  árbol. 

— ¿Árbol?...    está  bien;   pondremos  una  cantería. 

—Hombre,  no  se  nos  venga  usted  con  canterías  ahora, 
porque  aquí  necesitamos  de  un  espejo. 

— ¿Espejo?...  Pues,  señor,  ¿no  sería  lo  mismo  una  can- 
tería? ¿Qué  saben  allá  abajo  de  espejos? 

Los  árboles  sobre  el  campo  blanco  de  los  bastidores,  pare- 
cían bonetes  verdes  de  cucurucho,  ensartados  en  un  garrote. 
Después  de  la  cantería,  era  el  pino  el  sácame-con-bíen  en  las 
selvas  teatrales;  y  en  cuanto  a  los  telones  de  fondo,  dejo  al 
cuidado  del  lector  el  reducir  de  estos  antecedentes  su  verda- 
dera efigie. 

Emulo  de  Mena,  trabajé  entonces  para  el  teatro,  con  mi 
hermano  Ruperto,  una  decoración  completa  de  jardín,  que 
aunque  mía,  fué  la  primera  que  lució  en  Chile  un  mediano 
olor  a  gente.  Llenáronme  de  aplausos,  que  yo  recibí  con  toda 
la  modesta  compunción  y  erizamiento  nervioso  de  pelos  que 
envuelve  a  los  noveles  autores  dramáticos  cuando  el  respe- 
table público  aplaude  el  primero  de  sus  terribles  sainetones. 

Encontrábase  entonces  entre  nosotros  el  notable  y  muy 
aplaudido  pintor  francés  Monvoisin,  que  vino  a  perder  en 
Chile,  a  fuerza  de  hacer  retratos,  como  Lope  de  Vega  hacía 
sus  improvisadas  comedias,  la  celebridad  que  había  adqui- 
rido en  Europa.  Maestro  y  amigo,  tuvo  la  bondad  de  visitar 
mi  taller;  mas  al  encontrarse  de  manos  a  boca  con  un  árbol 
colosal  que  acababa  de  pintar  para  la  Norma,  cómo  sería  su 
follaje,  cuando  en  vez  de  saludarme,  exclamó  con  horror: 
¡Este  no  es  árbol;  esto  es  una  ensalada! 

Tuve  pocos  días  después,  ocasión  de  pintar  un  mapilla 
geográfico  sobre  una  de  las  caras  de  un  biombo,  y  al  día  si- 
guiente el  sabio  escritor  argentino  Tejedor  dijo  en  el  edito- 
rial de  El  Progreso,  que  eran  tan  brutos  los  pintores  del  tea- 
tro, que  en  vez  de  la  América  del  Sur,  habían  pintado  un  ja- 
món. 

No  me  atreví  a  campear  por  mi  respeto,  o  más  bien  dicho, 
por  el  de  mi  brocha,  por  no  habérseme  olvidado  aún  la  acusa- 
ción de  marras;  así  fué  que,  prudente  y  moderado,  me  hube 
de  contentar  con  borrar  el  malhadado  Sud-América,  y  colo- 
car en  su  lugar  el  retrato  del  autor  de  los  Estudios  Teatrales, 
orlado  con  una  glorieta  de  Julias  ingratas;  lo  cual,  visto  por 
Tejedor,  que  no  pudo  negar  su  semejanza  con  la  de  un  chivo, 
porque  allí  estaba  el  público  para  desmentirlo,  selló  en  sus 


RECUERDOS     DEL     PASADO  201 

adentros  eterna  paz  conmigo,  piie.s  no  volvió  a  buscar  seme- 
janzas culinarias  a   los  inocentes  partos  de   mi   brocha. 

Y  ya  que  Tejedor  vino  a  la  mano,  ¿por  qué  no  referir  lo 
que  él  tejia,  así  como  el  trabajo  de  otros  compañeros,  que  arre- 
batados por  el  torbellino  revolucionario  de  ultracordillera, 
fueron  en  aquel  excepcional  entonces,  arrojados  maltrechos 
entre  nosotros? 

Constante  refugium  peccatorum  para  peruanos  y  para  ar- 
gentinos, Chile  ha  sido  para  ambos  lo  que  el  tabladillo  de  sal- 
vamento en  las  plazas  de  corridas  de  toros  para  el  apurado 
toreador,  que  espada,  o  garrocha  en  mano,  provoca  la  ira  del 
toro  que  lo  persigue. 

Del  número  de  los  correteados  que,  salvando  los  Andes, 
daban  entre  nosotros,  puede  deducirse,  ya  la  intensidad  del 
miedo  de  que  venian  repletos,  ya  la  de  la  persecución  al  lar- 
garse tras  ellos;  aunque  acontecimientos  han  venido  pro- 
bando después  cuánto  puede  sobre  el  ánimo  del  hombre  el 
terror  pánico,  por  poco  que  a  éste  aguije  la  intranquilidad 
de  la  conciencia.  El  mismo  Rosas,  departiendo  conmigo  quince 
años  después  en  Inglaterra,  me  decía  que  si  aumentaba  la 
algazara  de  la  persecución,  era  más  con  el  propósito  de  que 
los  chilenos  conociesen,  por  experiencia,  los  quilates  de  sus 
enemigos,  que  por  el  temor  que  podían  inspirarle  semejan- 
tes charladores.  No  quiere  decir  esto  que  los  inmigrados  fue- 
sen todos,  ni  con  mucho,  hombres  de  poco  más  o  menos  por 
su  talento,  sus  luces  y  su  sincero  patriotismo;  porque  sería 
sentar  una  falsedad,  así  como  lo  sería  sí  nos  empeñásemos  en 
negar  que  los  argentinos  en  general,  no  supieran  hacerse  es- 
timar en  el  país  que  los  asilaba,  porque  si  bien  es  cierto  que 
algunos  entraron  en  las  excepciones  de  esta  verdad,  también 
lo  es  que  a  cada  paso  nos  encontrábamos  con  follones  y  des- 
comedidos además.  Los  argentinos  olvidaron  que  en  la  Re- 
pública de  las  Letras  no  se  admiten  las  petulancias  que  suele 
tolerar  el  común  trato;  así  es  que  en  cuanto  no  más  se  les  oyó 
decir,  porque  frecuentaban  las  imprentas,  que  la  perfección 
del  periodismo  en  Chile  sólo  a  ellos  era  debida,  la  compasión 
que  muchos  inspiraban  se  tornó  en  desprecio. 

Los  chilenos  de  entonces  no  éramos,  ni  con  mucho,  lo 
que  ahora  somos.  Antes  se  hacia  mucho  y  se  hablaba  poco; 
ahora  se  hace  poco  y  se  habla  mucho.  En  los  diarios  nunca 
buscaba  el  escritor  chileno  lucro  ni  gloria  literaria,  sino  el 
triunfo  de  la  verdad  sobre  las  preocupaciones  coloniales,  y  el 
de  los  principios  republicanos  sobre  los  caprichosos  avances  de 
la  autoridad.  Los  padres  de  la  patria  sólo  se  ocupaban  en  edu- 
car a  la  juventud  que  debía  sucederles.  y  ésta,  más  en  ate- 


202  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

sorar  y  en.  madurar  sus  conocimientos  que  en  echarlos  con 
pedantesco  desenfado  por  la  puerta  de  la  prensa  a  la  luz  pú- 
blica. Fué  este  el  verdadero  motivo  por  que  nuestros  principa- 
les diarios  se  encontraban  en  poder  de  los  argentinos.  El  in- 
migrado había  solicitado  de  la  prensa  el  pan  del  proscrito,  y 
la  prensa  se  lo  había  concedido. 

Aplicando  ahora  el  sistema  climatérico  de  consultar  los 
extremos  del  frío  y  del  calor  para  deducir  de  ambos  la  tempe- 
ratura media  de  una  región,  a  la  averiguación  del  término 
medio  de  las  facultades  científicas  y  literarias  que  nos  im- 
portó la  inmigración  argentina,  resaltan,  desde  luego,  ante  los 
ojos  del  observador,  el  ingenio  y  la  chispa  de  Sarmiento  y  la 
necia  opacidad  de  Tejedor.  Cito  a  un  mismo  tiempo  estos  dos 
personajes,  no  porque  crea  que  pueden  marchar  juntas  tan 
opuestas  inteligencias,  sino  por  el  desplante  y  la  desfachata- 
da arrogancia  que  uno  y  otro  tuvieron  para  dar  a  la  estampa 
en  un  español  barbarizado  cuanto  disparate  se  les  venía  ai 
pico  de  la  pluma. 

Sarmiento,  cuando  vino  por  primera  vez  a  Chile,  tenía 
más  talento  que  instrucción,  y  menos  prudencia  que  talento. 
Su  vivísima  imaginación,  sus  arrebatos,  sus  inconsecuencias, 
su  espíritu  polemista  por  excelencia,  le  hicieron  olvidar  ya  la 
sagaz  cortesía  que  debía  a  ios  adelantos  intelectuales  del  país 
que  le  asilaba,  por  diminutos  que  ellos  fuesen,  ya  los  dicta- 
tados  de  su  propia  conciencia,  pues  al  mismo  tiempo  que  elo- 
giaba la  pureza  del  lenguaje,  la  propiedad  de  los  giros  y  la 
perfección  artística  del  canto  elogiado,  que  arrancó  a  la  culta 
pluma  de  don  Andrés  Bello  la  funesta  catástrofe  del  templo 
de  la  Compañía,  ocurrida  el  13  de  mayo  de  1841,  se  le  vio  sa- 
lir en  las  mismas  columnas  de  El  Mercurio,  que  a  la  sazón  re- 
dactaba, con  el  audaz  despropósito  que  era  desatino  estudiar 
la  lengua  castellana,  porque  el  castellano  era  un  idioma  muer- 
to para  la  civilización,  y  con  otras  herejías  literarias  de  este 
jaez,  intercaladas  con  descomedidos  insultos  a  nuestra  pobre 
literatura  patria.  Tratónos  de  entendimientos  bobos,  nos  di- 
jo que  mientras  que  las  musas  acariciaban  festivas  a  los  Vá- 
rela y  Echeverría  en  Buenos  Aires,  sólo  se  ocupaban  en  ron- 
car a  pierna  suelta  en  Chile,  y  pareciéndole  todavía  poco  es- 
to, hasta  de  idiotas  nos  bautizó  porque  nos  ocupábamos  más 
de  expresar  con  propiedad  nuestras  ideas  que  de  aumentar  el 
caudal  de  ellas. 

Todavía  existen,  para  vergüenza  nuestra,  en  los  boletines 
de  leyes  de  aquella  estrafalaria  época  literaria,  muestras  de 
la  ortografía  Sarmiento;  ortografía  que  nunca  hubiera  pasa- 
do de  la  imaginación  de  los  soñadores  a  la  región  de  los  he- 
chos, sin  el  apoyn  Que  le  dio  el  Gobierno.  Sin  embargo,  para 


RECUERDOS     DEL     PASADO  203 

ser  justos,  fuerza  es  sentar  que  en  todos  los  escritos  de  aquel 
inculto  ingenio  lucían  chispas  de  la  más  envidiable  y  creado- 
ra imaginación,  y  que  su  misma  reforma  ortográfica,  sin  ser 
idea  puramente  suya,  fué  más  hija  del  estudio  que  de  la  pe- 
tulante ignorancia.  Sarmiento  en  literatura  era  más  loco  que 
pedante. 

De  veras  que  causa  pena  dejar  a  un  lado  al  ingenio  atre- 
vido y  creador  del  hijo  de  San  Juan,  para  dar  con  el  extremo 
opuesto  del  juicio  y  del  saber  tan  brillantemente  representado 
por  el  buen  Tejedor,  redactor  entonces  de  El  Progreso  de  San- 
tiago . 

Si  Sarmiento  en  todos  sus  desvarios  literarios  lucía  siem- 
pre su  natural  talento,  Tejedor  en  los  suyos  sólo  supo  mani- 
festar carencia  de  juicio  y  abundante  desfachatez  para  lucir- 
la. Como  de  todo  y  sobre  todo  era  preciso  escribir  para  llenar 
las  vacías  columna.s  de  El  Progreso,  dióle  el  diablo  por  declarar- 
se censor  oficioso  de  las  composiciones  teatrales.  En  todo  en- 
contraba pecado,  y  su  malicia  le  sugirió  tal  maña  para  des- 
nudar las  frases  más  inocentes  y  para  presentarlas  en  cueros 
vivos  a  los  ojos  de  las  madres  timoratas,  que  casi  consiguió: 
que  volviesen  a  las  tablas  los  autos  sacramentales  del  feliz 
antaño.  Se  echó  después  a  poeta,  y  encomendándose  de  todo 
corazón  a  la  sin  par  Julia  ingrata,  dueña  y  señora  de  sus  más 
azucarados  pensamientos,  tiritó  en  el  Cabo  de  Hornos  con  la 
fiebre  del  frío,  y  para  desquitarse  y  volver  ai  calor  natural,  la 
emprendió  con  la  música  para  aumentar  con  sus  disertaciones 
el  caudal  de  los  conocimientos  que  atesoraban  sus  Estudios 
Teatrales.  Preguntóse  en  ellos:  ¿Qué  es  la  música?,  y  antes 
que  otro  le  arrebatara  la  gloria  de  contestar,  contestóse  a  sí 
mismo:  "La  música  es  una  cristalización  multiforme  de  las  di- 
versas fases  tormentosas  de  la  materia,  bien  sea  que  se  ele- 
ven en  los  aires,  bien  que  se  incrusten  en  el  corazón  humano". 

Con  la  explosión  de  semejante  torpedo,  de  que  supo  tan 
bien  aprovechar  el  Mosaico,  periódico  socarrón  y  festivo,  que 
le  salió  al  encuentro,  se  encumbró  Tejedor,  y  fué  a  rematar 
en  medio  de  un  coro  de  pifias  y  de  carcajadas,  a  Copiapó,  don- 
de, ni  asiéndose  a  dos  manos  de  El  Copiapino,  otro  diario  que 
redactaba  otro  argentino,  en  aquel  emporio  de  platapiña,  pu- 
do escudarse  contra  el  airado  aguijón  del  Mosaico,  que  no  cesó 
de  perseguirlo  hasta  que  lo  vio  salir  de  Chile  para  nunca  más 
pecar. 

No  podía  darse  a  esa  clase  de  literatura  para  su  cultivo, 
semilla  más  impura  ni  más  cargada  de  atroces  galicismos  que 
la  que  nos  importó  la  inmigración  argentina;  lejos  de  deber- 
les, pues,  el  supuesto  esplendor  que  para  ellos  lució  entonces 


204 


VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


la  prensa  chilena,  sólo  les  debemos  el  mar  de  galicismos  con 
nue  inundaron  nuestras  modestas  pero  limpias  letras. 

Aun  no  podemos  deshacernos  de  la  orden  del  día  en  nues- 
tras Cámaras;  del  ha  merecido  bien  de  la  patria;  del  librar 
batallas;  del  traer  o  llevar  ataques;  del  hacerle  al  enemigo 
muertos,  y  de  otra  porción  de  agudezas  por  este  estilo,  con 
que  habría  para  llenar  tomos  enteros. 


CAPITULO  XII 

Vapores  de  la  carrera. —  Mayordomos. —  Coquimbo. —  Huas- 
co. —  Copiapó,  puerto. —  Copiapó,  ciudad. —  El  cateador. — 
El  poruñero. —  Rio  y  valle  de  Copiapó. —  Chañarcillo. — 
Juan  Godoy. —  El  cangallero. —  Viaje  al  interior. —  Ad- 
mirable distribucfón  de  aguas. —  Chañarcillo. —  Bandu-\ 
rrias. —  Pajonales. —  Ei  marido  es  responsable  de  los  pe- 
cados que  comete  su  mujer. 

Perdida  la  esperanza  de  continuar  en  la  aventurera  y  ce- 
rril carrera  de  ganadero  de  la  Pampa,  desd?  ei  momento  en 
que  las  tendencias  revolucionarias  que  preocupaban  el  áni- 
mo de  mi  amigo  Rodríguez  me  obligaron  a  separarme  del  la- 
do de  tan  terrible  jefe,  pobre  como  siempre,  para  mejor  ex- 
cusar tentaciones,  halagadoras  pero  peligrosas,  resolví  em- 
barcarme e  ir  a  buscar  en  el  lejano  Copiapó  más  propicia  suer- 
te que  la  que  hasta  entonces  me  había  deparado  el  sur  de  la 
República . 

El  28  de  agosto  del  año  1846  me  embarqué  en  el  vapor.  Pc- 
rú  con  destino  a  Copiapó.  Mi  llegada  a  aquel  lugar  debía  au- 
mentar, con  una  pequeña  fracción,  el  número  de  aquellos  se- 
res desgraciados,  pero  intrépidos,  que,  aguijoneados  por  la  ne- 
cesidad y  la  esperanza,  aventuran  su  real  y  su  tiempo  en  la 
lotería  de  las  minas. 

A  la  vista  todavía  de  Valparaíso,  zozobró  una  chalupa  que 
nos  seguía  a  remo  tendido  para  dar  alcance  al  vapor,  y  el  ca- 
pitán de  éste,  verdadera  máquina,  no  quiso  contener  ni  por 
un  solo  instante  la  que  nos  ponía  en  movimiento,  para  salvar 
a  los  infelices  que  se  estaban  ahogando;  probablemente  por- 
que en  las  instrucciones  de  su  derrotero  no  iba  prescrita  se- 
mejante maniobra.  Canoas  pescadoras  que  la  casualidad  atrajo 
a  aquel  lugar,  dieron  a  la  máquina  de  Albión  una  lección  de 
humanidad  de  fuerza  de  mil  caballos,  que  estoy  seguro  no  le 
aprovechó . 

Por  no  seguir  mirando  aquella  cara  de  gestos,  bajé  in- 
dignado a  la  cámara,  donde  ni  tiempo  me  dieron  para  formu= 
lar  una  catilinaria,  los  entrantes,  los  salientes,  los  encontro- 
nes, los  gritos  de  angustias  llamando  mozos,  los  atados,  los  sa- 


206  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

tcos  y  los  envoltorios  que.  a  una  con  los  pasajeros,  remolinea- 
ban alrededor  de  los  camarotes,  hasta  que  las  mayordomos, 
velis  nolis  los  embutían  en  ellos,  del  mismo  modo  que  en  las 
fabrican  de  conservar  sardinas   hacen  con  el  pescado  antes  de 
reducirlo  al  más  inexorable  hermetismo. 

El  mayordomo  de  un  vapor  inglés  en  nuestras  aguas  es  el 
rey  de  los  tiranos,  sus  decisiones  son  inapelables.  También 
es  de  regla  que  no  sepa  hablar  en  español,  para  dejaros  plan- 
tado entre  dos  fardos  con  un  estúpido  no  entiende,  si  solicitáLs 
en  seco;  pero  si  solicitáis  en  mojado,  esto  es,  haciendo  relu- 
cir a  sus  ojos  una  media  onza  de  oro,  el  tirano  abdicará  el  ce- 
tro y  la  corona  en  vuestro  favor,  y  se  tornará  en  el  más  ab- 
yecto de  los  lacayos. 

En  e!  vapor  hay  libertad  de  pensamientos,  como  lo  hay 
de  traje,  tolerancia  absoluta.  Fraques  de  tijeras  y  talles  en  el 
cogote,  trataban  de  hombre  a  hombre  a  las  cinturas  en  raba- 
dillas y  a  los  faldones  monstruos.  Sombreros  de  bacín  se  mo- 
vían con  agradable  soltura  al  lado  de  los  sombreros-bacini- 
cas. Nadie  se  ocupaba  de  nadie;  cada  cual  parecía  domina- 
do por  un  solo  pensamiento:  el  negocio.  Yo,  que  no  quería 
ser  menos  que  los  demás,  procurando  desechar  la  triste  im- 
presión que  ine  dejó  en  el  alma  el  abandonar  de  nuevo,  y  quién 
sabe  por  cuánto  tiempo  más.  la  familia  que  tanto  amo  y  de 
la  que  tan  poco  he  gozado  en  el  curso  de  vai  aperreada  vida, 
me  recosté  en  un  sofá  donde  pronto  me  distrajo  la  luz  de  dos 
hermosos  ojos  que  parecían  fijarse  con  interés  en  mí.  Era  la 
mujer  del  capitán,  la  cual  no  sé  si  a  causa  de  las  exóticas  fi- 
guras que  me  rodeaban,  o  la  del  natural  efecto  del  mareo  que 
ya  hacía  rápidos  progresos  en  mi  bulto,  me  pareció  encanta- 
dora. Absorto  y  dudoso  por  algunos  instantes,  ¡a  la  mano  de 
Dios!,  dije,  y  la  disparé  dos  flechazos  que,  a  no  haberse  inter- 
puesto una  voz  descompasada  y  silbona.  diciendo:  "Muy  bien, 
debo  300  onzas",  ¡la  m.ato  sin  remedio!  ¡Capitolio!,  dije  yo, 
incorporándome  asustado,  y  veo  que  cerca  de  mí  y  sin  que  yo 
me  apercibiese  de  ello,  se  había  dispuesto  una  mesa  de  juego 
regentada  por  don  N. .  .  que  jugaba  con  los  demás  al  pélame 
que  te  pelo.  El  personaje  de  las  trescientas  menos,  de  asaz 
villana  catadura,  salía  entonces  con  aire  afectado  a  tomar  el 
que  corría  sobre  cubierta.  No  tardé  yo  en  seguirlo,  aunque  con 
otro  fin,  pues  ya  iba  mareado. 

El  que  diga  que  el  amor  todo  lo  vence,  díte  el  más  desafo- 
rado disparate,  y  de  no,  que  se  enamore  a  bordo  y  verá  pronto 
•  trasbordarse  sus  pensamientos  y  sus  obras.  Fué  lo  que  a  mí 
me  aconteció;  ni  mis  ojos  volvieron  a  ver  ojos,  ni  mis  oídos 
tornaron  a  oír  el  sonido  musical  de  las  talegas, 
(ly^v.     ^El  29  por  la  mañana  recordé  en  Coquimbo,  pviertecillo  de 


RECUERDOS     DEL     PASADO  207 

un  aspecto  triste  y  sombrío,  aunque  la  bahía  sea  una  de  las 
mejores  de  Chile;  y  a  pesar  de  la  animación  que  la  llegada  del 
vapor  causa,  no  quise  desembarcar,  temeroso  de  quedarme 
allí,  si  al  bueno  del  capitán-máquina  se  le  ocurría  zarpar  en 
el  momento  menos  pensado,  como  acontecía  en  casi  todos  los 
viaje^.  Coquimbo  no  era  todavía  lo  que  Valparaíso  el  año  de 
1822^ 

El  30,  a  causa  de  una  neblina  muy  espesa,  nos  pasamos 
del  Huasco  y  tuvimos  que  perder  como  diez  horas  en  volver 
atrás  para  encontrarlo.  Este  no  es  puerto,  ni  es  abra,  ni  es  ca- 
leta, ni  es  nada.  En  él  se  divisan  en  grupitos  sobre  unos  ce- 
rros bajos  y  áridos,  unas  malas  casuchas  que  así  hacen  las 
veces  de  bodegas  como  las  de  habitaciones  .[Pueden  caber  tres 
poblaciones  del  puerto  Huasco  en  lo  que  era  el  año  de  1838 
puerto  de  San  Antonio  de  las  Bodegas^ 

A  las  siete  de  la  mañana  del  siguiente  día.  anclamos  en  el 
puerto  de  Copiapó,  que  es.  como  puerto,  otro  que  bien  baila, 
aunque  superior  en  todo  al  del  Huasco. 

En  dos  lanchones  que  están  al  servicio  de  la  aduana  nos 
trasbordamos  al  muelle,  y  como  dos  horas  después  ya  me  en- 
contraba en  birlocho  camino  de  la  capital.  El  puertecillo  se 
encuentra  circunscrito  por  rocas  que.  por  la  parte  del  mar,  sir- 
ven de  ribete  o  de  franja  a  los  llanos  arenosos,  mezclados  con 
cascajo,  sal  y  laja,  que  por  algunas  leguas  y  siempre  a  la  vista 
del  mar,  forman  el  lecho  del  camino  que  conduce  a  la  ciudad. 
En  aquellos  planos  salpicados  de  loma^  bajas,  redondas  o  cha- 
tas, escoriadas  y  sedientas,  en  las  que  reverbera  el  sol  con  tan- 
ta fuerza,  que  es  opinión  aquí  recibida  que  llega  a  destemplar 
los  instrumentos  de  acero  que  se  dejan  expuestos  a  sü  acción, 
no  se  encuentra  una  sola  casa,  ni  una  gota  de  agua,  ni  un 
solo  arbustito.  Al  cabo  de  tres  horas  de  marcha  por  aquel  de- 
sierto, se  entra  al  valle  del  río. 

El  río  Copiapó  no  sólo  es  río,  tiene  también  sus  honores 
do  ría:  porque  de  vez  en  cuando  mezcla  sus  aguas  con  las  del 
océano,  pero  son  ellas  tan  escasas  que  el  cauce,  tanto  de  este 
río  como  el  de  los  demás  del  norte,  parece  que  sólo  se  con- 
servara en  calidad  de  testigo  de  lo  aue  antes  llovía  en  aque- 
llas ardientes  regiones  y  nada  más.  El  motivo  por  qué  ahora 
llueve  menos  que  antes  nadie  ha  podido  sentarlo  con  certeza. 
Unos  lo  atribuyen  a  la  destrucción  de  los  bosques,  otros  a  l'a 
variación  del  rumbo  del  eje  de  la  tierra,  pues  niegan  a  los  bos- 
ques el  privilegio  de  atraer  aguas,  citando  como  ejemplos  los 
aguaceros  torrentosos  que  bañan  las  pampas  argentinas,  don- 
de no  se  encuentra  un  solo  árbol.  No  seré  yo  quien  entre  por 
ahora  a  terciar  en  semejante  cuestión. 

La  chilca,  el  péril  y  alguna  que  otra  mancha  de  chépica  y 


208  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

esparto,  brotan  con  mucha  dificultad  por  entre  aquel  terreno 
suelto  y  cargado  de  costras  salinas  que  hacían  difícil  el  trán- 
sito de  los  carruajes  y  molestísimo  el  viaje,  a  causa  de  la  nube 
de  polvo  fino  y  ardiente  que  persigue  al  carruaje  del  viajero. 
Por  el  medio  de  este  valle  va  el  camino  que  conduce  a  la  ciu- 
dad de  Copiapó,  a  cuyos  arrabales  llegamos  después  de  ocho 
horas  de  viaje  y  de  haber  cruzado  una  multitud  de  charcos 
de  agua  fétida  y  corrompida,  cuyas  humedades  son  las  que 
constituían  el  río  al  occidente  de  la  ciudad. 

Llegamos  al  fin  al  pueblo  clásico  de  las  ilusiones,  en  don- 
de corren  con  igual  y  variada  rapidez  cuantos  pensamientos 
forman  el  encanto  y  el  martirio  de  la  vida  mercantil';  a  este 
lugar  de  rotos  remendados;  lugar  que  cambia  por  encanta- 
miento la  ojota  en  bota,  al  viejo  en  niño,  y  al  seboso  culero 
en  ancho  faldón  de  fino  paño;  lugar  en  que  cada  individuo  se 
cree  un  pozo  de  ciencia  mineralógica  y  se  ríe  piadosamente 
de  los  conocimientos  de  su  prójimo;  ancho  campo  en  el  que 
florece  la  cultivada  ciencia  del  provechoso  poruñeo,  que  da 
hondo  socavón  al  bolsillo  del  recién  llegado,  el  que  a  su  turno 
poruñea  al  que  le  sigue  de  atrás,  quien  hace  después  otro  tan- 
to con  el  de  retaguardia;  lugar  de  ansiedad  y  de  esperanzas; 
lugar,  en  fin,  de  mineros  en  alcance  y  de  mineros  broceados. 
Esta  ciudad,  que  pudiéramos  comparar  a  un  extenso  dormi- 
torio de  gallinas,  en  el  que  la  que  hoy  se  coloca  en  lo  alto  de 
la  percha  se  zurra  en  la  de  más  abajo,  para  que  a  ella  misma 
le  acontezca  igual  desgracia  mañana,  está  situada  a  lo  largo 
de  un  pequeño  y  bien  cultivado  valle,  entre  dos  cordones  ári- 
dos y  descarnados,  cuyo  aspecto  sombrío  hace  resaltar  el  her- 
moso verde  de  ,1a  vega,  y  de  un  sinnúmero  de  pequeñas  pe- 
ro productivas  heredades  a  una  y  otra  orilla  de  la  mezquina 
acequia  que  constituye  el  río  de  Copiapó. 

¡Quién  ahora,  al  recorrer  estos  campos,  siguiendo  el  cur- 
so de  esta  pequeñísima  ría  hasta  la  sierra  de  Palpóte  y  de 
Pulido,  pudiera  nunca  imaginarse  que  llegaron  a  merecer  por 
su  preciosa  y  abundante  vegetación  el  nombre  de  ameno  y 
fértil  valle,  que  le  dieron  nuestros  primeros  historiadores!  Así 
como  las  aguas  han  dejado  su  sediento  cauce  por  testigo  de 
su  primitiva  abundancia,  asi  las  lomas,  los  senos  y  las  caña- 
das, con  sus  nombres  de  vegetales,  perpetúan  el  recuerdo  de 
los  que  antes  sustentaron . 

El  pueblo  de  Copiapó  era  ya  mayor  de  edad  en  la  época 
a  que  me  refiero,  porque,  aunque  su  verdadero  título  de  villa 
sólo  comienza  en  1744  bajo  el  nombre  de  San  FraneLsco  de  la 
Selva,  su  nombre  y  íarna  de  pozo  de  riquezas  lo  comenzó  a 
tener  desde  lo.s  primeros  tiempos  de  la  conquista  y  los  ha  con- 
tinuado teniendo  hasta  esta  fecha.  De  extrañar  es,  pues,  que 


RECUERDOS     DEL     PASADO  209 

SU  población  sólo  alcanzase  a  novecientas  personas  en  1713, 
y  que  todavía  en  1846  estuviese  a  mil  leguas  de  lo  que  debía 
esperarse  de  sus  recursos  naturales. 

Su  misma  planta  hace  al  pueblo  irregular,  pues  sólo  cons- 
ta de  dos  calles  principales,  y  de  algunas  otras  que  más  pa- 
recen caminos  públicos  que  calles.  Tenía  su  plaza,  su  iglesia 
parroquial  y  dos  conventos,  uno  mercedario  y  otro  francis- 
cano, y  sobre  el  extenso  cauce  del  rio  un  puente  extravagan- 
te, formado  de  vigas  a  medio  labrar,  colocadas  de  dos  en  dos, 
unas  veces  sobre  horca  jas  de  postes  mal  asegurados,  y  otras 
sobre  los  ganchos  de  algunos  sauces  que  aun  conservaban  su 
verdura  en  aquel  fango. 

El  aspecto  general  de  esta  pequeña  aldea  tenía  mucha  se- 
mejanza con  el  que  presentaban  las  ciudades  de  San  Juan  y 
de  Mendoza.  Sus  edificios,  entre  los  cuales  había  alguno  que 
otro  de  primer  orden,  eran  casi  todos  construidos  de  adobo- 
nes,  muchas  veces  mal  pisados  y  no  siempre  levantados  a  plo- 
mo. Los  techos,  de  simple  embarrado,  con  antei>echo  a  la  ca- 
lle, y  tai  cual  de  tabla,  no  podían  resistir  sin  calarse  el  más 
leve  aguacero.  Sin  embargo,  a  pesar  de  lo  triste  del  lugar, 
de  sus  neblinas  húmedas  y  arrastradas  por  la  mañana,  de  su 
excesivo  calor  a  mediodía,  del  viento,  del  polvo  insoportable 
de  sus  calles,  ahoyadas  por  el  tráfago  de  los  arreos  y  carretas, 
y  de  los  enjambres  de  molestos  zancudos  que  a  la  caída  de 
la  tarde  invaden  la  población  vecina  a  la  vega,  para  el  hombre 
que  vivía  en  la  sierra,  bajar  al  pueblo  era  bajar  a  un  valle 
de  delicias. 

Quien  creyese  que  con  haber  estado  en  Copiapó  en  aquel 
tiempo,  ha  estado  en  Chile,  se  equivocaría,  así  como  equivo- 
caría a  sus  lectores  si,  aguijoneado  por  el  prurito  de  escribir 
impresiones  de  viaje,  saliere  con  el  despanzurro  de  hacer  ex- 
tensivas al  resto  de  la  República  las  costumbres  copiapeñas. 

Copiapó  sólo  tenía  de  común  con  Chile  la  constitución 
política,  que  no  siempre  se  observaba,  y  las  leyes,  que  no  po- 
cas veces  se  quebrantaban;  con  Copiapó  no  reza  aquello  de 
que  por  la  hebra  se  saca  el  ovillo,  porque  la  hebra  Copiap<3l 
era  al  ovillo  Chile  lo  que  es  un  huevo  a  una  castaña. 

Era  muy  difícil,  si  no  im.posible,  que  en  una  reunión  ca-^ 
sual  de  veinticinco  caballeros  se  encontrasen  cuatro  chilenos,  ( 
hablo  del  sexo  feo,  porque  del  hermoso  sucedía  lo  contrario.   -^ 

Esta  aldea,  cuyo  prematuro  título  de  ciudad  sólo  lo  de- 
bió, al  principio,  al  influjo  de  su  riquísimo  mineral,  como  pu- 
diera deber  el  don  a  sus  repentinas  talegas  un  rústico  gana- 
pán, lo  ha  sabido  legitimar  con  costumbres  y  prácticas  que 
todavía  son  menos  de  aldea  que  muchas  de  las  que  viven  y 
reinan  en  el  mismo  Santiago.  Allí  no  hay  necesidad,  como  en 


210  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

los  pueblos  de  su  tamaño,  de  tener  a  raya  la  sin  hueso.  En 
e-llos,  desgraciado  del  que  no  sabía  disimular,  y  mucho  más 
del  que  no  alabó  lo  que  sólo  podía  ser  encomiado  con  gaita. 
Los  pueblos  chicos,  y  aun  los  medianos  de  nuestro  Chile,  tra- 
tándose de  Santiago,  invisten  sin  réplica  el  carácter  de  la 
mujer  que  es  rival  de  otra  mujer.  Santiago  lleva  el  titulo  de 
ciudad,  también  le  quiero  yo;  Santiago  tiene  alameda  y  jar- 
din  con  pila;  alameda,  jardín  y  pila  no  me  han  de  faltar,  aun- 
que las  escuelas,  los  hospitales  y  los  caminos  anden  en  cueros. 

Copiapó  era  un  pueblo  cosmopolita,  y  muy  especialmente 
riojano,  adonde  concurrían  ingleses,  franceses,  chilenos,  ale- 
manes, italianos,  sin  contar  con  los  que  llegaban  de  casi  to- 
das las  repúblicas  hermanas.  Allí  no  se  hablaba,  ni  se  debía 
ni  se  podía  hablar  de  otra  cosa  que  de  minas,  y  así  como  Val- 
paraíso es  una  vasta  casa  de  comercio,  Copiapó  era  una  in- 
mensa bocamina.  Desgraciado  del  que  ocurriese  a  ese  lugar 
a  gozar  de  sus  rentas,  o  a  la  sombra  de  una  industria  cual- 
quiera que  no  estuviese  en  razón  directa  con  el  espíritu  mi- 
neralógico de  sus  habitantes;  en  uno  y  otro  caso,  raspar  la  bo- 
la o  pasar  por  la  punta  de  la  Y  ancana  era  preciso. 

Tras  el  saludo  de  costumbre,  la  primera  pregunta  que  se 
hacía  era  por  el  estado  de  la  mina;  la  segunda,  por  el  de  la 
mujer,  y  entiéndase  que  si  el  saludo  precedía  a  la  pregunta, 
no  era  por  una  urbana  cortesía,  sino  porque  en  el  simple  sa- 
ludo se  traslucía  a  la  legua  el  estado  presente  de  la  mina  del 
minero  copiapino.  Desaliño,  aire  preocupado,  paso  incierto, 
empuñar  por  el  medio  el  bastón,  eran  síntomas  de  mal  agüe- 
ro, y  si  apenas  se  le  oía  en  la  conversación,  si  cedía  la  vereda, 
sí  hacía  cortesías  reverentes,  finiquito.  Mas,  si  un  momento 
después,  como  a  menudo  acontecía,  erguía  altiva  la  frente, 
taconeaba  con  fuerza  y  compás,  hería  el  suelo  con  el  bas- 
tón y  dirigía  la  palabra  con  familiaridad  y  suficiencia  a  las 
personas  a  quienes  poco  antes  apenas  se  atrevía  a  mirar,  ojo 
avizor,  que  había  alcance  o  poruñazo  en  el  asunto.  Hasta  el 
bello  sexo,  ¡quién  lo  creyera!,  olvidaba  la  nomenclatura  de 
sus  diversiones  y  la  de  sus  adornos  favoritos  por  las  exóticas 
palabras  de  guías,  tiros,  internaciones,  socavones  y  otras  mil 
a  éstas  parecidas. 

En  las  reuniones  era  más  general  el  baile  que  en  San- 
tiago. A  la  voz  de  ¡polca!,  quedaba  desierto  el  salón  de  ios 
fumadores,  en  donde  siempre  figuraba  un  lago  de  apetitoso 
Cardenal,  y  así  la  edad  provecta  como  la  juvenil,  lanzándose 
al  salón,  en  un  dos  por  tres  estaban  todos  a  la  orden  de  pa- 
rada. Allí  no  se  reconocía  cuerpo  ninguno  de  inválidos,  pues, 
como  buenos  y  experimentados  mineros,  todos  saben  muy  bien 
amalgamar  el  bolón  de  duro  y  vetusto   metal  con   el   fugaz 


RECUERDOS     DEL     PASADO  211 

azogue  de  la  niñez.  Mientras  más  viejo  y  aciíacoso  era  el  sol- 
terón, más  niña  y  tierna  era  la  mujer  que  escogía  por  com- 
pañera. Causaba,  pues,  lástima,  y  a  veces  risa,  ver  a  aquellos 
antiguos  corsarios  mal  carenados,  y  haciendo  por  todas  partes 
agua,  querer  imitar  los  rápidos  y  airosos  movimientos  de  las 
pequeñas  y  recién  construidas  balandras,  que  ya  los  pillaban 
a  desprovisto  por  detrás,  ya  por  delante,  mientras  que  ellos 
pugnaban  forcejeando  por  virar  de  bordo.  El  Cardenal,  afor- 
tunadamente, era  después  el  único  puerto  donde  concluían 
por  echar  anclas. 

Cpoca  era  la  conversación  de  las  señoritas;  pero,  en  cam- 
bio, mucho  era  el  deseo  de  casarse  que  todas  ellas  tenian .  Los 
hombres  hablaban  de  bróceos  o  de  alcances;  las  niñas,  por  no 
dejar  de  desear  a  lo  minero,  no  suspiraban  por  otro  alcance 
que  por  alcanzar  el  Espíritu  Santo  en  un  mari^ 

Todo  no  era  alegría,  sin  embargo,  en  Copiapó,  pues  pocos 
lugares  he  visto  de  más  angustia  cuando  llegaba  la  hora  inexo- 
rabie  del  despacho  de  los  vapores  de  la  carrera.  Días  antes  de 
esta  calamidad  men^i^al,  toda  la  ciudad  se  ponía  en  movi- 
miento; todo  era  correr,  chocarse,  interrogarse,  pasar  de  lar- 
go, volver  atrás,  solicitar  pina,  acopiar  pina,  remitir  pina,  es- 
perar pina,  desesperar  por  pina  y  jurar  y  perjurar  no  volver 
en  adelante  a  contraer  obligaciones  a  cuenta  de  pina.  Pero 
pasado  el  vapor,  pasaba  también  el  acaecido  que  sigue  al  des- 
canso; bien  así  como  la  mujer  que  empeñada  en  recio  parto, 
después  de  prometer  que  no  caerá  más  en  tentaciones,  cae  de 
nuevo  en  ellas,  el  comerciante  volvía  a  las  andadas,  a  los 
nuevos  apuros  y  a  las  nuevas  promesas  de  nunca  más  pecar, 
hasta  que  se  enriquecía  o  se  lo  llevaba  la  trampa. 

Los  habitantes  de  Copiapó  tenían  también  y  tienen  en  el 
día,  como  los  demás  hijos  del  mundo,  algunos  tipos  de  realce, 
que  sin  ser  del  todo  copiapeños,  parece  que  lo  fuesen;  tales 
son:  el  cateador  y  el  poruñero. 

Paganos  son  los  dos  diplomáticos  además.  El  dios  que 
adoran  es  el  mismo  que  adoran  también  muchos  gobiernos:  la 
reserva;   y  su  diablo  temido:   la  publicidad. 

Ninguno  de  estos  industriales  necesita  leer  los  diarios,  ni 
siquiera  registrar  la  lista  de  los  pasajeros  que  trae  el  vapor, 
porque  llegando  uno  de  fuera,  si  no  le  ven,  le  huelen.  Conoci- 
do este  punto  capital,  entra  en  campaña  el  cateador. 

Lo  primero  es  averiguar  dónde  mora  la  futura  víctima;  lo 
segundo,  inquirir  el  modo  de  encontrarle  y  de  hablarle  a  so- 
las. Si  es  fácil  lo  primero,  lo  segundo  no  lo  es  tanto,  porque  al 
fin,  ¿cómo  meterse  de  rondón  en  casa  de  un  desconocido?  ¿Có- 
mo dar  a  una  visita  inesperada  el  carácter  de  simpática,  cuan- 
do el  visitante  ni  siquiera  Ueva  introductor,  y  cuando  el  visi- 


212  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

tado  puede  que  haya  venido  de  fuera  perfertamente  aleccío- 
iiadüV  ¡Neciu.s  y  pueiikvs  tropit*zo¿>!  Para  los  cateadores  se  hi- 
cieron las  dificultades,  y  los  cateadores  para  vencerlas. 

Se  acecharán  hasta  verle  entrar  solo  en  la  casa;  entrará 
con  él  en  ella  y  le  preguntará  si  es  alli  donde  está  alojado  el 
señor  don  Fulano  de  Tal.  A  la  respuesta  con  honores  de  pre- 
gunta, ¿qué  se  le  ofrecía?,  contestará  al  momento  dando  gra- 
cias a  Dios  por  la  dicha  de  encontrarle,  al  fin  de  tanto  afán, 
enteramente  solo,  pues  habiendo  oído  decir  que  es  un  cumpli- 
do caballero,  venía  a  poner  bajo  su  protección  una  mina,  la 
cual  no  puede  trabajar  porque  teme  que  los  ricos  lo  despojen 
de  ella,  lo  que  no  sucedería  si  viesen  que  usted  es  también  due- 
ño y  propietario  del  Tapado. 

¿Quién  al  oír  esta  relación,  viendo  la  cara  bonachona  y 
estúpida  de  quien  la  hace,  no  concederá  al  peticionario  siquie- 
ra diez  minutos  de  reservada  entrevista? 

De  puertas  adentro  se  lamentará  de  la  falta  de  justicia 
que  hay  en  Copiapó  para  los  pobres,  pues  ayer  no  más  un  ami- 
go suyo  había  sido  despojado  de  una  rica  mina,  nada  más  que 
por  serlo,  y  no  haber  tenido  quién  hablase  por  él.  Os  explica- 
rá cómo  hizo  el  descubrimiento,  os  señalará  el  cerro  donde  es- 
tá la  mina,  y  deplorará  la  persecución  que  se  le  hace  por  no 
haber  querido  decir  de  dónde  provenían  los  metalítos  que  traía 
consigo.  En  seguida  le  parecerá  que  trae  una  muestrecita . .  . 
no  sabrá  dónde...  la  encontrará  al  fin,  y  os  entregará  una 
colpa  de  riquísimo  metal,  diciéndoos  que  por  mala  se  la  han 
dejado,  y  que  usted  no  debe  juzgar  la  calidad  de  la  mina  por 
esa  sola  muestra. 

Si  sois  conocedor,  lo  advertirá  desde  luego,  y  os  dirá  con 
el  aire  del  más  inocente  candor,  ¿tendrá  alguna  platita  esa 
piedra?  Si  viese  que  os  prendáis  de  la  muestra,  ya  sois  suyo 
y  su  vaca  lechera  durante  todo  el  tiempo  que  tardéis  en  ir  al 
reconocimiento  de  la  veta,  o  todo  aquel  que  empleéis  en  per- 
seguir algún  misterioso  derrotero,  que  con  misterio  confió  al 
cateador  un  misterioso  leñador  que  murió  misteriosamente  en 
un  misterioso  lugar.  Y  seguiréis  amamantando  al  inocente  ni- 
ño hasta  que  la  nodriza  dé  al  demonio  con  los  tapadores,  con 
los  tapados  y  con  los  derroteros.  Casos  hay,  es  cierto,  en  que 
el  cuñazo  no  obra;  pero  como  para  el  cateador  no  hay  dureza 
que  valga,  siempre  se  le  ve  circando  hasta  que  asegure  la 
quiebra. 

Necesitaba,  pues,, el  viajero  aclimatarse  en  Copiapó  para 
estar  libre  de  las  enfermedades  endémicas  que  en  este  asien- 
to de  ilusiones  acometían  entonces  y  acometen  siempre  a  los 
bolsillos  del  neófito  recién  llegado. 

El  cateador  es  el  almacenero  que  vende  los  géneros  por 


RECUERDOS     DEL     PASADO  213 


mayor;  el  poruñero,  el  tendero  que  los  menudea  y  aun  el  que 
los  lleva  a  domicilio.  De  esta  segunda  entidad  pocos  novicios 
se  escapan.  Por  la  calle,  al  descuido  y  con  cuidado,  y  hacién- 
dose que  no  marcha  a  vuestro  paso,  el  poruñero  os  dejará  di- 
visar bajo  la  manta  un  rico  bulto,  al  parecer  de  plata  en  ba- 
rra. Si  os  tentáis,  al  momento  os  ofrecerá  algunas  colpitas 
del  mismo  metal  para  vuestra  colección;  pero  ha  de  ser  bajo 
la  fe  del  más  escrupuloso  sigilo,  en  atención  a  que  siendo  ellas 
extraídas  de  una  minita  cuyo  asiento  no  quiere  él  descubrir, 
por  que  no  se  la  disputen,  no  venderá  sino  con  esa  condición. 
Si  aceptáis  el  negocio,  no  siendo  conocedor,  y  sois  amigo  del 
misterio,  sois  hombre  al  agua.  En  breves  instantes  tendréis  al 
poruñero  en  vuestro  alojamiento  con  media  arroba  de  arséni- 
co en  barra  prolijamente  refregado  con  una  moneda  de  pla- 
ta, para  que  la  especie  lleve  más  visos  de  verdad.  El  arsénico 
puro  se  platea  con  suma  facilidad,  así  es  que,  a  la  vista  de 
aquel  argentífero  manjar,  vendido  por  un  hombre  al  parecer 
simplón  y  que  no  sabe  lo  que  vende,  calidades  sine  qua  non, 
pocos  neófitos  dejan  de  tentarse,  y  después  del  regateo  de  or- 
denanza, de  aflojar  algunas  pocas  onzas  de  oro  sellado;  creerá 
que  ha  dado  dos  por  lo  que  vale  veinte,  que  al  fin  algo  se  ha 
de  ganar  en  el  negocio. 

Pocas  artes  más  extensas  y  más  lucrativas  que  aquellas 
que  todos  sabemos  que  ejercen  los  caballeros  de  industria,  y 
ninguna  más  pegada  a  todos  los  estados  del  hombre  desde 
que  tiene  uso  de  razón  hasta  que  muere,  que  la  del  poruñeo 
elevado  a  potencia  de  ciencia. 

No  a  todos  les  es  dado  alcanzar  el  título  de  poruñeros  co- 
lados. Para  ser  poruñero,  para  vender  gato  por  liebre,  piedra 
por  plata,  arsénico  por  barra,  vicios  por  virtudes,  se  necesi- 
tan: desfachatez,  mímica,  poca  vergüenza,  estudio  dei  cora- 
zón humano,  astucia  de  zorro  y  aspecto  de  Perico-ligero. 

El  poruñero  no  sólo  vive  y  reina  en  las  minas;  el  poru- 
ñero vive  en  el  comercio,  en  la  industria,  en  las  artes,  en  las 
ciencias  liberales,  políticas  y  religiosas,  y  en  cuantos  rinco- 
nes del  mundo  vive  el  hombre. 

El  poruñero  a  nadie  favorece,  con  nadie  está  en  paz,  es- 
tá en  guerra  abierta  con  los  bolsillos  y  el  bienestar  del  género 
humano,  y  sus  adeptos,  siempre  en  acecho,  son  tan  numero- 
sos, que  puede  decirse  que  no  hay  hora,  no  hay  momento,  no 
hay  instante  ni  circunstancia  alguna  de  la  vida  en  que  esté 
uno  enteramente  libre  de  algún  inesperado  poruñazo. 

El  incansable  compilador,  que,  a  fuerza  de  llevarse  noche 
y  día  sobre  sus  raídos  mamotretos,  nos  atesta  con  las  publi- 
caciones de  sus  mal  zurcidas  copias,  dándolas  como  partos  de 
su  ingenio,  poruñea  a  los  noveles  literatos. 


214  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Las  profesiones  de  fe  de  los  partidos  y  de  los  candidatos 
políticos,  poruñean  a  los  electores. 

Los  prospectos  de  los  diarios  recién  nacidos  que  ofrecen 
política  imparcial  e  independiente,  poruñean  a  los  suscrip 
tores . 

El  ministro  que,  queriendo  dar  buena  colocación  a  un  deu- 
do suyo,  hace  que  extienda  el  nombramiento  su  colega  para 
mejor  lavarse  las  manos,  poruñea  al  país  y  al  erario. 

El  falso  devoto  que  con  aire  contrito  y  compungido  besa 
en  la  iglesia  el  suelo,  y  en  cada  beso  alza  un  ladrido,  o  a.?e- 
cha  un  sindicato  conventil,  o  quiere  poruñear  a  alguna  beata. 

Al  amigo  encontradizo  que,  conociéndote  forastero,  se  te 
declara  mentor  y  te  ofrece  su  infalible  valimiento,  échale  lue- 
go crisol  y  sabrás  si  poruñea. 

Aquel  que,  fundando  escuela,  invocando  ^a  instrucción,  só- 
lo persigue  en  sigilo  el  espíritu  de  secta,  poruñea  a  los  padres 
de  familia.  s 

El  viejo  con  cara  de  queso  de  durazno  que  se  Uñe  la  barba 
y. los  bigotes,  quiere  poruñear  a  las  muchachas. 

La  vieja  que  a  fuerza  de  manteca  y  de  afeites  terraplena 
las  grietas  de  su  tez.  y  que,  no  contenta  con  esto,  se  echa  a  la 
cara  un  velo  de  punto  con  mosquitas  negras,  para  disfrazar  la 
amarillez  de  las  pecas,  poruñea  a  los  muchachos.  , 

La  niña  que  se  fabrica  ojeras  y  se  finge  delicada,  sensible 
y  enfermiza,  a  si  misma  se  poruñea. 

La  conocida  y  gastadora  petimetra  que  deja  de  serlo  de 
un  momento  a  otro  sin  razón  aparente,  pretende  poruñear  a 
algún  chorlito  vendiéndole  disipaciones  por  economías. 

Poruñea  la  hembra  de  vida  airada,  vendiendo  chusquisa 
por  señora. 

Poruñean  los  cateadores  efectivos,  unidos  a  los  cateadores 
de  bolsillo,  con  sus  sociedades  anónimas,  a  cuantos  se  dejan 
tentar  por  todo  lo  que  reluce. 

El  médico  que  poco  concurre  a  los  llam.ados,  porque,  se- 
gún él,  son  muchísimas  sus  atenciones  profesionales,  y  que 
gasta  cartera  para  asentar  en  ella  el  día  y  la  hora  fija  que  de- 
dica a  la  consulta,  poruñea  al  público  vendiendo  reputación  v 
fama,  envueltas  en  un  atado  que  contiene  todo  lo  contrario. 

Poruñea  el  boticario  vendiendo  panaceas  universales  por 
envidiables  tiempos  de  salud;  los  fabricantes  de  específicos 
con  aquello  de  "cuidado  con  la  contrefaction",  y  los  homeopáti- 
cos porfiados  con  sus  microscópicas  pelotillas  de  adivinar. 

El  amante  poruñea  a  su  querida;  ésta  a  su  novio;  la  cor- 
tesana al  amante;  el  marido  a  su  mujer  y  la,  mujer  al  mari- 
do; y  es  tan  poruñazo  el  eterno  amor  de  fino  enamorado, 
cuanto  son  poruñazos  las  promesas  de  ministros  en   tiempo 


RECUERDOS     DEL     PASADO  215 

de  elecciones.  En  resolución,  el  poruñeo,  digan  cuanto  quisie- 
ren las  malas  lenguas,  es  la  enfermedad  endémica  de  la  hu- 
manidad. 

El  continuo  oír  hablar  de  minas,  asi  como  el  incansable 
llegar  de  arrias,  cuyos  capataces  cuando  no  traian  ricos  me- 
tales en  los  sacos,  los  traían  riquísimos,  aunque  en  reducidas 
muestran,  en  los  bolsillos,  para  paladear  con  ellos,  de  orden 
de  los  mayordomos  y  administradores  de  minas  a  sus  respec- 
tivos patrones,  y,  sobre  todo,  el  no  haber  cosa  de  más  prove- 
cho que  para  poder  hacer,  me  determinaron  a  ir  para  el  inte- 
rior con  el  doble  propósito  de  examinarlo  todo  y  de  buscar 
también  lo  que  no  había  perdido. 

En  Copiapó  se  piensa  poco  y  se  hace  mucho;  así  es  que 
apenas  revoloteó  el  pensamiento  por  mi  mente,  cuando  ya  me 
encontré  caballero  en  una  muia,  siguiendo  alegre  el  antiguo 
y  conocido  camino  de  Chañarcillo. 

Para  ir  al  mineral  se  atravesaba  en  todo  su  largo  la  lar- 
guísima ciudad  de  Copiapó,  que  terminaba  en  un  arrabal  no 
menos  largo,  conocido  con  el  nombre  de  San  Fernando.  Este 
lugar,  que  poseían  en  común  los  indígenas,  como  poseían  los 
indios  de  Santiago  el  de  Talagante,  había  sido  dividido  en 
hijuelas  de  a  una  cuadra,  que  la  Municipalidad  vendió  con 
feliz  resultado,  pues  casi  no  había  una  de  éstas  que  no  estu- 
viese perfectamente  trabajada  y  que  no  produjese  a  sus  due- 
ños entradas  que  asombrarían  a  nuestros  propietarios  del  sur. 
Es  risueño  y  variado  el  aspecto  de  esta  parte  del  camino,  pues 
va  siempre  ocupando  el  centro  de  la  regada^lanicie  que  cons- 
tituye lo  mejor  del  departamento  agrícola.^ 

El  paso  de  mi  muía  era  arrogante,  y  sus  deseos  de  correr 
tales,  que  más  de  dos  veces  me  hizo  recordar  la  muía  de  alqui- 
ler de  Iriarte.  Pasé  el  pueblo  de  indios,  como  quien  dice  exci- 
tando alegres  ¡bien  haya!,  de  cuantos  columbraban  el  por- 
tante de  mi  envidiada  cabalgadura .  En  un  momento  estuve  en 
Punta  Negra,  sumamente  complacido  con  la  vista  de  aquellos 
cerros  tan  esencialmente  mineralizados,  que  no  parecía  sino 
que  a  cada  paso  iba  a  tropezar  con  un  crestón  de  pura  plata. 

Quienquiera  que  saliere  a  viajar  por  primera  vez  en  Co- 
piapó, si,  como  es  natural,  sólo  llevare  en  la  mente  las  ideas 
de  minas  y  de  descubrimientos,  al  ver  entre  el  polvo  de  las 
muchas  arrias  que  cargan  bastimentos  y  traen  metales,  pasar 
como  un  celaje  a  los  viajeros,  se  imaginará  desde  luego  o  que 
irán  ellos  a  algún  denuncio,  o  que  llevarán  noticias  de  algún 
alcance.  Pues,  muchas  veces  no  es  ni  lo  uno  ni  lo  otro,  porque 
todos  corren  en  esta  tierra;  los  propios,  los  plazos  y  hasta  los 
ociosos,  por  la  sencilla  razón  de  que  casi  todos  andan  en  ca- 
ballos o  muías  de  alquiler.  De  mi  distracción  mineralógica 
me  sacó  de  repente  la  voluntaria  torcida  que  hizo  mí  muía 


21G  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

hacia  una  de  las  puertas  de  un  potrero  inmediato.  La  endere- 
cé al  camino,  nada;  le  quebré  la  varilla  en  las  orejas,  menos; 
la  cogí  entonces  de  una  rienda,  y  a  riesgo  de  romperle  el  pes- 
cuezo, la  hice,  mal  de  su  grado,  volver  la  cabeza  al  camino; 
mas  ella,  que  sólo  se  había  dado  prisa,  no  por  agradar  a  su 
jinete  sino  por  llegar  a  su  querencia,  me  dejo  el  manejo  de 
su  cabeza,  y  tomando  ella  sobre  sí  el  de  su  cuerpo,  siguió  con 
un  pasitrote  descuajeringado  et  recto  camino  de  la  puerta  del 
potrero,  no  siendo  bastante  a  contenerla  ni  mis  talonadas  ni 
mis  no  pocas  amenazas.  En  esta  situación  desesperada,  quiso 
mi  mala  suerte  que  avistase  dos  señoras  que,  sentadas  sobre 
hermosos  caballos  y  rodeadas  de  una  lucida  comitiva,  baja- 
ban al  galope  para  el  pueblo.  Aquí  de  mi  va'or  ¡arre  demo- 
nios. . .!  Ni  por  ésas;  talonadas,  azotes,  menos. .  .  En  tan  ho- 
rrible situación,  el  honor  de  la  persona  y  la  galantería  me 
hicieron  descargar  sobre  las  quijadas  de  mi  voluntariosa  ca- 
balgadura tan  atroz  bofetada,  que,  perdiendo  ella  el  tino,  hizo 
perder  al  jinete  el  equilibrio,  granjeándole  el  saludo  de  estre- 
pitosas carcajadas.  Él  desventurado  andante,  dando  siete  ve- 
ces a  Barrabás  y  treinta  al  mal  alquilador  de  tan  descome- 
dido cuadrúpedo,  comenzó  a  descargar  sobre  los  ojos  y  las  ore- 
jas de  él  tal  granizada  de  puñadas,  que  a  no  oponer  la  muía 
a  este  merecido  arranque  de  entusiasmo  el  más  desaforado  de 
todos  los  respingos,  no  hay  duda  que  todavía  estuviera  sacu- 
diéndola. Tal  fué  la  indignación  que  produjo  en  aquel  hon- 
rado caballero  y  galán  cortesano  el  primer  estrepitoso  aplau- 
so que  recibió  del  bello  sexo  en  Copiapó . 

A  las  nueve  de' la  noche  llegué  a  Totoralillo,  primer  esta- 
blecimiento de  amalgamación  de  la  Empresa  Unida,  después 
de  haber  pasado  siempre  siguiendo  la  margen  del  río,  que  en 
la  actualidad  iba  sin  agua,  porque  le  había  tocado  el  turno  de 
regar  una  heredad  de  arr-iba,  por  Tierra  Amarilla,  y  por 
Nantoco,  pequeñas  aldeas,  emporios  del  comercio  cangallero. 

Aunque  todavía  no  figuraban  maquinas  movidas  por  va- 
por en  Copiapó,  las  que  existían,  impulsadas  por  aguas,  cau- 
tivaban la  atención  del  que  las  visitaba  por  primera  vez.  En 
ellas  se  veían  consultados  a  un  mismo  tiempo  la  solidez,  la 
economía  y  los  principios  del  nuevo  sistema  de  amalgamación 
adoptado  en  este  lugar  para  el  pronto  beneficio  de  los  meta- 
les de  plata  nativa  y  clorurada.  En  los  establecimientos  de  mi- 
nas de  Freiberg,  se  emplean  para  amalgamar  riles  que,  giran- 
do sobre  ellos  mismos,  revuelven  y  mezclan  el  mineral  molido 
con  el  azogue  y  agua  que  se  depositan  en  ellos.  Aquí  se  des- 
conocía el  uso  del  barril;  poderosas  tinas  de  madera  con  fon- 
do de  hierro,  sentadas  de  firme  en  contorno  de  un  árbol  más 
poderoso  aún,  que  ponía  en  movimiento  circular  y  arrastrado 
las  pesadas  cruces  del  mismo  metal    que  giraban    dentro  de 


RECUERDOS     DEL     PASADO 


217 


ellas  hacían  con  suma  ventaja  las  veces  del  barril  rotatorio 
de  Alemania.  Los  trapiches  para  reducir  a  arena  el  metal  eran 
también  de  hierro  macizo,  y  tanto  éstos  cuanto  las  maquinas 
amalgamadoras,  solian  estar  muchas  veces  día  y  noche  movi- 
das sin  tropiezo  por  ese  sorprendente  hilo  de  aguja  que  se 
llama  río  y  que,  por  el  desnivel  natural  del  terrerio,  tan  pron- 
to como  dejaba  una  máquina,  ya  podía  emprender  con  otra, 
sin  que  por  esto  sufriera  la  agricultura . 

Seamos  justos;  en  cuanto  a  agricultura,  y,  sobre  todo,  en 
cuanto  al  sistema  de  regadíos,  los  hombres  del  sur  debemos 
quitarnos  el  sombrero  ante  los  hombres  de  campo  del  valle  de 
Copiapó.  Desde  las  Juntas  de  Potrero  Grande,  que  es  lo  me- 
jor y  más  ameno  del  departamento,  hasta  donde  termina  su 
oiiTso  Visible  el  río  al  occidente  de  Copiapó;  no  recorre,  pol- 
las sinuasidades  de  la  quebrada,  una  longitud  menor  de  200 
kilómetros,  y  esta  agua,  que  apenas  alcanzaría  en  el  sur,  por 
razón  de  su  malbaratado  empleo,  a  una  sola  hacienda,  basta- 
ba por  una  sabia  distribución,  para  mantener  como  un  vergel 
esta  prolongada  faja  de  tierra  que  ostenta  en  todas  partes  al- 
falfales, siembras  y  arbolados.  Crece  de  punto  la  admiración 
cuando  se  consideran  los  importantísimos  servicios  que  esta 
escasa  corriente  presta  además,  como  ya  he  dicho  al  benefi- 
cio d€  los  metales,  impulsando  las  maquinas  amalgamadoras 
colocadas  a  su  margen. 

En  Totoralillo  tenía  la  Empresa  Unida  veintiuna  cubas 
amalgamadoras  y  dos  trapiches  en  constante  actividad,  y  se 
estaba  construyendo,  con  sumo  afán  y  muchos  gas uos  otra 
poderosísima  máquina,  invento  nuevo,  para  utilizar  la  mu- 
cha Dlata  arsenical  que  se  perdía  en  los  relaves. 

Siguiendo  el  orden  de  colocación  de  los  establecimientos 
beneficiadores  de  metales  que  he  podido  recorrer,  comenzan- 
do a  contarlos  desde  el  poniente  de  la  ciudad  de  Copiapo,  el 
riachuelo  ponía  en  movimiento  con  sus  correspondientes  tra- 
piches: 

Las  máquinas  de  la  Chimba  de  los  señores  Gallo  y  Montt 
con  11  tinas. 

Las  de  Subercaseaux  con  5. 

Las  de  Carrasine  con  3. 

Las  de  la  Empresa  Unida  en  Copiapó  con  11. 

Las  de  Ossa  y  Cía.  con  11. 

Las  de  Abbot  y  Cía.  con  6. 

Las  de  Dávila  y  Cía.   con  3. 

Las  de  Cousiño  con  10. 

Las  de  la  Puerta  de  la  Empresa  Unida  con  24. 

Dejo  sin  enumerar,  por  no  haberlas  visitado,  las_de  O.ssa 
en  Totoralillo,  las  de  Potrero  Seco,  las  de  rTallo,  '¿avala  y 
otras . 


218  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

Las  fuerzas  del  vapor  vendrán  algún  día  a  devolver  a  la 
agricultura  lo  que  es  enteramente  suyo,  el  río;  entretanto, 
es  digno  de  elogio  el  establecimiento  de  beneficiar  relaves 
planteado  en  Copiapó  por  el  señor  don  Carlos  Darlau,  quien 
con  una  sola  muía,  utilizando  los  recursos  bien  combinados 
de  la  mecánica,  ha  puesto  en  acción  activa  el  triple  trapiche 
y  las  enormes  cubas  de  que  consta. 

Volviendo  al  hilo  de  mi  correría  al  mineral,  al  amanecer 
del  siguiente  día  de  estar  en  Totoralillo  salí  para  Chañarci- 
11o  llena  la  cabeza  de  aquellas  vaporosas  esperanzas  que  sur- 
gen siempre  en  la  mente  del  que  nunca  ha  podido  encontrar 
algo,  cuando  se  dirige  al  lugar  donde  otros  están  encontran- 
do mucho. 

No  tardé  en  llegar  a  la  puntilla  que  por  aquí  llaman,  sin 
saber  por  qué,  del  Diablo.  Allí  termina  lo  ameno  del  paseo, 
pues,  torciendo  de  repente  el  camino  hacia  el  sur,  deja  el  via- 
jero con  sentimiento  el  valle  para  internarse  en  la  áspera  y 
desierta  serranía  que  media  entre  él  y  Chañarcillo. 

¡Qué  soledad  aquélla,  qué  desnudez  de  cerros,  qué  silen- 
cio! ¡Ni  una  avecita,  ni  la  vista  lejana  de  una  choza,  ni  la 
más  leve  gota  de  agua!  El  desierto  atacameño  asomaba  aquí 
su  adusta  cara .  El  camino  parecía,  sin  embargo,  obra  del 
hombre,  pues  estaba  perfectamente  acomodado  y  compues- 
to, aunque  penetraba,  por  evitar  repechos,  en  estrechísimas 
gargantas  formadas  por  enormes  rocas  cuyas  tersas  paredes 
parecían  trabajadas  a  cincel. 

Dos  son  las  estrechuras  que  se  pasan  antes  de  llegar  a  la 
cima  de  la  cuesta,  y  sus  tersos  costados  eran  la  verdadera 
imprenta  libre  que  quedaba  entonces  en  Chile.  Su  mucha  es- 
trechez, lo  liso  de  sus  majestuosas  paredes,  y  el  ser  aquel  el 
preciso  tránsito  para  el  mineral,  excitaba  a  los  ociosos  cami- 
nantes a  ejercitar  en  aquellas  pizarras  monstruos  los  ramos 
de  sus  diversas  profesiones  literarias  y  artísticas;  el  aficio- 
nado al  dibujo  trazaba  con  tiza  el  retrato  del  general  Flores, 
y  le  ponía  al  pie:  "este  es  Flores".  Otro  dibujaba  uno  de  los 
vapores,  dándole  forma  de  poruña.  Otro  decía  a  su  querida, 
porque  sabe  que  el  hermano  de  ella  va  para  la  ciudad: 

Antonia,  por  ti  me  muero, 
Dame  tus  ojos  de  alcance, 
Toma  mi  cuerpo  en  broceo. 

El  que  tú  sabes. 

Llegaba  un  político  y  p.scribia: 

"El  Intendente  es  un  bruto:  ¿hasta  cuándo  no.s  tienen  a 
este  animal  aquí?;  y  más  abajo; 


RECUERDOS     DEL     PASADO  219 

"El  juez  de  Chañarcillo  está  robando". 
Más  adelante:   "Págame  mis  tres  onzas,  Ramón",  o  bien 
"Don  T.  P.  dice  qu^e  no  es  mulato",  y  en  seguida:  "¿Don  Z. 
J.  O.  fué  el  primer  cangallero  de  este  lugar",  y  no  en  pocas 
partes  estas  misteriosas  iniciales: 

\ 
M.   P.   Q.   M.  L. 

Prosiguiendo  siempre  al  sur  y  como  a  cuatro  leguas  de 
Totoralillo,  se  llega  a  la  primera  aguada  que  llaman  el  Inge- 
nio porque  lo  hubo  en  otro  tiempo,  y  se  reconoce  por  las  es- 
corias que  aún  quedan,  y  por  la  total  destrucción  de  toda  la 
vegetación  circunvecina.  Habia  en  ella  un  mal  rancho,  una 
aguada  y  unas  pequeñas  casuchas  que  la  defendían  de  los 
ardores  del  sol.  De  allí  repeché  una  cuesta  bastante  elevada, 
tanto  que  al  llegar  a  la  meseta  de  la  cumbre,  tuve  que  dete- 
ner mi  cabalgadura  para  darle  resuello.  Esta  altura,  que  da 
vista  también  al  departamento  del  Huasco,  domina  gran  par- 
te del  bajo  de  Copiapó,  y  desde  ella  se  divisan  perfectamente 
las  cordilleras,  que,  cuando  nevadas,  alegran  tanto  al  sedien- 
to copiapino;  el  mentado  cerro  del  Checo.  que  con  su  cobre 
labró  la  suerte  de  los  Matta;  el  cerro  Blanco,  poderoso  y 
abandonado  mineral;  el  de  la  Plata,  del  que  se  cuentan  tan- 
tas abusiones;  y  cuantas  otras  cimas  y  crestones  pueden  des- 
pertar en  la  memoria  de  los  mineros  un  descubrimiento,  un 
alcance,  una  ruina  o  un  poruñazo. 

Bajando  esta  costa  por  el  fondo  de  una  quebrada  larga 
y  angosta  sembrada  de  caballos  y  muías  en  estado  de  momias, 
como  suelen  encontrarse  en  los  altos  repechos  de  las  cordi- 
lleras, llegué  al  cabo  de  cuatro  leguas  más  de  marcha  al  nun- 
ca bien  ponderado  mJneral  de  Chañarcillo. 

El  mineral  de  Chañarcillo,  cuya  asombrosa  riqueza  sigue 
maravillando  tanto  y  en  cuyos  codiciados  metales  de  plata  es- 
tá por  ahora  basada  la  nombradía  del  departamento,  como  lo 
estuvo  en  otro  tiempo  en  los  de  oro,  que  abundante  produje- 
ron los  de  las  Animas  y  Jesús  María,  se  encuentra  como  a  17 
leguas  al  sureste  del  pueblo  de  Copiapó,  situado  en  la  meseta 
meridional  donde  termina  el  morro  de  Chañarcillo.  Fué  des- 
cubierto por  Juan  Godoy,  leñador  de  modesta  condición,  en 
mayo  del  año  1832,  y  desde  entonces  este  depósito  de  rique- 
zas no  ha  dejado  de  ser  un  solo  instante  el  más  tirano  e  inexo- 
rable dispensador  de  fortunas,  de  miserias,  de  esperanzas,  de 
decepciones  y  de  inesperados  títulos  de  nobleza. 

Para  dar  lazón  de  lo  que  es  el  mineral,  para  deducir  de 
su  estudio  geológico  lo  que  puede  ser,  y  para  decidir  si  es- 
tán o  no  bien  dirigidos  los  trabajos  de  explotación,  se  nece- 


220  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

sitaban  má-s  conocimientos  que  aquellos  que  en  calidad  de 
simple  viajero  mirón  habia  yo  llevado  a  Chañarcillo.  Lo  úni- 
co que  pudiera  aseverar,  apoyado  en  el  testimonio  de  los  mis- 
mas mineros,  es  que  los  trabajos  andaban,  en  general,  a  la 
salga  lo  que  saliere,  puesto  que  no  había  un  solo  minero  que 
al  alabar  su  sistema  de  trabajo  dejase  de  motejar  el  del  ve- 
cino. 

Para  posesionarse  de  los  infinitos  trabajos  que  se  ejecu- 
tan en  Chañarcillo  era  indispensable  el  concurso  de  un  buen 
práctico,  pues  sin  él,  tan  sólo  la  tarea  de  contarlos  sería  di- 
ficultosa para  quien  se  engolfase  por  primera  y  aun  por  sex- 
ta vez  en  este  morro  de  vizcachas,  dédalo  confuso  de  boca- 
minas, de  encrucijadas  y  de  desmontes  sin  término. 

En  Chañarcillo  puede  decirse  que  sólo  figuraban  dos  ve- 
tas principales,  las  que.  acompañadas  a  uno  y  otro  lado  por 
una  red  de  vetilla  y  de  guías,  constituían  lo  que  allí  llamaban 
corridas.  La  corrida  de  la  Descubridora,  que  lleva  su  rumbo 
N.  S.,  con  cinco  grados  al  E.  y  que  está  situada  a!  oriente 
del  mineral,  encerraba  las  pertenencias  del  Manto  de  Ossa, 
la  Descubridora,  la  Carlota,  la  Santa  Rita,  la  San  Félix  y 
otras;  y  la  corrida  del  poniente,  cuya  visible  inclinación  al  E. 
hace  presumir  que  a  la  distancia  debe  de  empalmar  con  la 
de  la  Descubridora,  la  Valencia,  la  Esperanza,  la  Colorada,  y 
otras;  y  tanto  en  el  espacio  que  media  entre  ambas  corridas 
cuanto  en  sus  costados  exteriores,  parecía  casi  incalculable 
el  número  de  pertenencias  que  se  trabajaban  con  más  o  me- 
nos ventajas  en  tan  privilegiado  asiento. 

En  el  mineral  no  había  agua  ni  leña;  am.bos  artículos  se 
traían,  el  primero  de  unos  pozos  mezquinos  practicados  y  sos- 
tenidos con  trabajo  a  tres  leguas  del  asiento,  y  el  segundo  del 
campo  vecino  a  la  aguada,  único  lugar  que,  por  la  distancia, 
para  los  hombres  de  a  pie,  se  habia  librado  del  hacha  del  apir. 
Los  acarreos  de  ambos  artículos  se  hacían  en  burros,  y  eran 
tantas  las  recuas  ocupadas  en  este  carguío,  que  desde  que 
amanecía  ya  se  veían  los  caminos  del  monte  y  los  de  la  agua- 
da cubiertos  de  borricos,  bien  sea  cargados  de  pequeños  ba- 
rriles de  arroba  de  capacidad  cada  luio,  para  venderse  a  seis 
reales  la  carga,  bien  de  manojos  de  chamiza  y  mala  leña  que 
costaban  ocho. 

El  sostén  de  una  barreta  en  Chañarcillo,  término  medio, 
no  costaba  menos  de  setenta  pesos  mensuales.  Los  pagos  se 
hacían  el  día  l.o  de  cada  mes,  así  es  que  dci^de  el  día  25  ya 
se  observaban  las  carreras  y  las  diligencias  de  los  dueños  de 
faenas  en  la  ciudad  de  Copiapó,  para  proveerse  de  plata  sen- 
cilla, artículo  a  veces  sumamente  escaso  en  el  lugar;  y  el  28, 
29  y  30  ¿e  veía  pasar  afano.^o.s  por  el  camino  de  la  sierra, 
a  portadores  de  esa  panacea,  único  freno  con  que  podía  man- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  221 

tenerle  üujela  la  turbulenta  población  minera  del  lugar, 
que,  según  cálculo,  alcanzaba  a  mil  almas,  y  que  «in  el  pre- 
ciso pago  del  día  l.o  sería  capaz  de  atropellarlo  todo. 

El  centro  social  y  mercantil  de  esta  laboriosísima  colme- 
na era  el  pueblo  de  Juan  Godoy,  nombre  que  le  fué  dado  pa- 
ra perpetuar  con  honra  la  memoria  del  descubridor  de  Cha- 
ñarcillo . 

Encuéntrase  situado  al  pie  mismo  del  mineral  y  en  el 
plano  que  forma  la  confluencia  de  las  dos  quebradas  donde 
él  termina;  la  de  oriente,  que  lo  separa  del  mineral  Bandu- 
rrias, y  la  del  poniente,  que  lo  separa  del  mineral  Pajonales; 
de  manera  que  no  podía  tener  mejor  ni  más  adecuada  colo- 
cación aquella  turbulenta  e  industriosa  capital  del  verdadero 
reino  de  la  Plata. 

El  orden  y  concierto  de  sus  calles  no  han  fatigado  mu- 
cho la  imaginación  del  fundador;  pero,  en  cambio,  el  desor- 
den que  se  observa  en  todo  lo  demás,  está  en  perfecta  concor- 
dancia con  el  primitivo  trazado. 

En  Juan  Godoy  no  se  estilaban  casas  para  vivir  con  co- 
modidad. Cuantas  constituían  su  parte  urbana  e  inurbana, 
que  andaban  revueltas  todas,  chicas  y  grandes,  chozas,  gal- 
pones y  sombras  artificiales,  eran  otros  tantos  centros  de  ac- 
tivísimo negocio,  y  como  quien  dice  minero  afortunado  dice 
hombre  gastador  y  generoso,  no  había  por  qué  maravillarse 
de  encontrar  en  los  figones  ricos  géneros  y  los  mejores  vinos. 
La  recova  de  Juan  Godoy  era  la  única  que  ostentaba  en  la 
provincia,  sin  presunción  y  casi  a  cielo  raso,  la  mejor  carne 
y  las  mejores  y  primeras  frutas  y  legumbres  que  se  expen- 
dían por  estos  mundos.  Fondas,  picanterías  y  siete  billares  en 
constante  servicio,  acreditaban  el  espíritu  social  de  aquella 
gente  de  ojota  y  de  bonete.  Era  el  jefe  supremo  de  este  afor- 
tunado lugar  un  subdelegado;  y  un  mal  rancho  con  paredes 
de  pirca,  en  cuya  puerta  figuraba  un  asta  de  bandera  al  la- 
do de  un  cajón  boca  abajo  que  hacía  veces  de  garita,  era  jun- 
tamente palacio,  juzgado  y  cárcel  pública. 

Para  quien  no  conociere  lo  que  es  en  el  norte  un  asiento 
de  minas,  Chañarcillo  y  su  simpática  capital  minera  serían 
objetos  dignos  de  estudio.  Un  chileno  poco  geógrafo  de  su 
patria,  como  tantos,  arrancado  de  repente  del  emporio  de  los 
porotos,  y  dejado  por  una  mano  misteriosa  sin  saber  cómo 
ni  cómo  no,  en  la  plaza  pública  de  Juan  Godoy,  habría  de 
verse  muy  apurado  para  atinar  en  qué  región  del  mundo  se 
encontraba;  porque  tanto  en  el  mineral  cuanto  en  el  pueblo, 
todo  para  él  sería  nuevo:  costumbres,  trajes,  aspiraciones  y 
hasta  el  modo  de  hablar.  El  español  que  se  pablaba  en  Cha^ 
fiarcillo  era  el  idioma  de  Cervantes  con  culero. 

Las  prácticas  religiosas  estaban  allí  en  el  más  completo 


222  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

broceo;  capilla  no  faltaba;  pero  lo  que  es  quien  dijese  misa  y 
quienes  la  oyesen,  estaban  en  desuso.  Sólo  hablaba  de  con 
íesión  el  minero  socarrón  que  buscaba  ese  pretexto  para  ba- 
jar a  los  planes  tras  de  alguna  hija  de  Eva,  por  estar  éstas 
más  escasas  que  la  misma  misa  en  Juan  Godoy.  La  mujer 
no  se  toleraba  allí  sin  el  pasaporte  que  llamaban  paE>eleta, 
desde  que  el  bello  sexo  dio  en  la  flor  de  ocultar  bajo  sus  fal- 
das el  fruto  prohibido  de  las  minas:   la  cangalla. 

Los  domingos,  a  la  caída  del  sol,  lucían  en  la  recova  sus 
pintorescos  trajes  los  señores  del  combo  y  de  la  cuña,  trajes- 
jardines  por  sus  variados  colores,  y  hasta  cierto  punto  gra- 
ciosos y  elegantes.  El  minero  usa  calzoncillos  anchos  y  cor 
tos,  perfectamente  encarrujados  al  rededor,  que  sólo  le  llegan 
a  las  rodillas,  sobre  ellos  un  ancho  culero  que  le  cae  hasta 
media  pierna,  y  por  sobre  todo,  una  larga  camisa  de  listado, 
que,  cubriendo  la  mayor  parte  del  culero,  sólo  deja  sus  fes- 
tones a  descubierto.  Una  enorme  faja  de  color  ciñe  su  cuer- 
po desde  la  cadera  al  pecho;  en  ella,  hacia  adelante,  va  col- 
gada la  bolsa  tabaquera,  y  por  la  espalda  se  divisa  el  mango 
de  un  puñal.  Usa  medias  negras  y  sin  pies,  y  por  calzado, 
ojotas.  Un  gorro  negro  o  lacre,  con  una  gran  borla  que  le  cae 
sobre  el  cogote  o  sobre  la  oreja,  es  el  adorno  de  la  cabeza; 
pero  donde  el  minero  echa  todo  el  lujo  es  en  la  manta,  que 
compra  sin  reparar  en  precio  siendo  buena,  y  que  carga  con 
suma  desenvoltura  y  gracia.  El  vestido  de  estos  hombres  tie- 
ne mucha  semejanza  con  el  de  ios  modernos  griegos. 

El  bello  sexo,  que  tanto  escaseaba  allí,  no  podía  decirse 
que  en  él  suplía  la  calidad  al  corto  número.  Estas  hermosu- 
ras negativas,  calzadas  con  ricos  botines  muy  puercos,  con 
ricas  medias  más  puercas  aun,  usaban  valiosos  trajes  llenos 
de  lamparones  y  ricos  pañuelos  de  seda  bordados,  cuyos  colo- 
res, como  la  piel  del  camaleón,  variaban  según  los  del  panizo 
donde  trabajaba  el  minero  que  más  se  les  arrimaba. 

Ya  para  Juan  Godoy  me  parece  que  es  bastante.  Volví- 
me  a  mi  alojamiento,  en  la  mina  Esperanza,  donde  me  espe- 
raban buen  jamón  y  exquisitos  vinos,  porque  si  bien  es  cier- 
to que  Chañarcillo,  en  vez  de  casas  usaba  malas  chozas,  tam- 
bién lo  es  que  el  buen  alimento,  el  champagne,  el  coñac  y  mu- 
chos otros  menesteres  propios  para  hacer  soportables  aque- 
llas breñas,  ni  a  los  mineros  broceados  les  hacían  falta. 

Acercándose  el  limitado  término  de  este  mi  primer  viaje, 
me  hice  de  algunas  curiosidades  para  mi  colección,  y  salí  pa- 
ra visitar  de  paso  los  minerales  de  Bandurrias  y  Pajonales. 

Bajando  al  pie  de  las  lomas  que  forman  el  mineral  del 
sur  y  repechando  un  poco  el  cerro  de  Bandurrias,  se  divisa 
en  todo  su  esplendor  la  colmena  del  cerro  de  Chañarcillo.  Al 
ver   aquel   informe   semillero   de   bocaminas,   de   ranchos,   de 


RECUERDOS     DEL    PASADO  223 

casuchas  de  tabla,  de  desmontes,  de  pircas,  de  explanadas 
costosamente  trabajadas;  al  notar  el  ruido  y  la  incesante 
movilidad  de  las  gentes  y  de  las  arrias,  todo  concentrado  en 
aquel  solo  punto,  un  sentimiento  de  admiración  y  de  encan- 
to se  apoderaba  del  recién  llegado,  y  al  momento  revoloteaban 
por  su  mente  todas  las  imágenes  de  una  dorada  esperanza. 

¿Por  qué  no  había  de  ser  uno  tan  afortunado  como  lo 
eran  los  demás?  Una  chiripa  cambió  de  un  momento  a  otro 
la  suerte  de  adversa  en  favorable.  ¿Por  qué  no  sucedería  se- 
mejante chiripa  en  uno  mismo?  Chañarcillo  y  sus  incidencias 
entonces  eran  capaces  de  hacer  perder  los  estribos  a  la  mis- 
ma apática  modorra .  Este  mineral,  desde  su  descubrimiento, 
ha  ejercido  y  ejerce  aún  un  poder  providencial  hasta  sobre 
el  estado  y  la  capacidad  de  las  personas  a  quienes  ha  querido 
favorecer.  Quiso  que  Godoy  y  los  Bolados  fuesen  caballeros, 
y  lo  fueron,  y  arrastraron  un  numeroso  séquito  de  aduladores. 
A  éste  le  dijo:  aseméjate  a  la  gente,  roza  la  sociedad  y  ocupa 
los  destinos  que  sólo  se  deben  al  talento;  y  pareció  gente,  y 
rozó  en  la  sociedad  y  ocupó  los  destinos  que  sólo  se  deben  al 
talento.  A  aquél:  tú  que  eres  viejo  y  achacoso  por  tus  vicios, 
tú  que  eres  un  solemnísimo  ignorante,  cásate  con  una  tierna 
niña  y  sé  hombre  de  consejo;  y  casó  con  una  criatura  y  fué 
hombre  de  consejo.  Al  mulato  le  dijo:  tú  eres  blanco,  y  él 
lo  creyó.  El  que  antes  servía  y  recibía  mercedes,  es  ahora  ser- 
vido y  las  niega  a  sus  semejantes.  En  resolución:  quien  an- 
siaba las  aguas  de  la  fuente  de  rejuvenecencia  y  los  específi- 
cos con  que  se  confeccionaba  e*l  talento,  buscándolos  en  los  ca- 
pachos y  en  las  fajas  de  los  apires  y  barreteros  de  Chañarci- 
llo, y  allí  los  encontraba. 

Al  cabo  de  medía  hora  de  camino  se  llega  al  mineral  de 
Bandurrias.  La  naturaleza  de  su  cerro,  aunque  sólo  separa- 
do por  una  quebrada  del  de  Chañarcillo,  es  poco  lisonjera. 
Las  minas  que  se  trabajan  en  Bandurrias  eran  también  po- 
cas y  diseminadas  en  largas  distancias.  Había  vetas,  sin  em- 
bargo, de  una  hermosísima  formación.  El  manto  de  Fuente- 
cilla  era  una  masa  enorme  de  metal,  cuya  ley,  aunque  baja, 
era  de  la  mayor  importancia,  vista  la  facilidad  con  que  se  ex- 
traía. La  clase  de  metales  de  Bandurrias  es  distinta  de  la  de 
Chañarcillo,  que  da  en  general  poca  plata  nativa  y  mucho 
cloruro,  al  paso  que  el  metal  de  Bandurrias  da  más  a  menu- 
do plata  nativa,  rosicler,  arsénico  y  soroches  que  cloruros. 
Sus  principales  minas  eran:  la  Descubridora.  San  Jerónimo, 
Solitaria  y  el  Manto. 

Pajonales,  sin  ser  ni  con  mucho  parecido  a  Chañarcillo, 
parecía  de  más  importancia  que  el  anterior  y  sus  metales  se 
asemejan  más  a  los  de  éste  que  a  los  de  aquél.  Situado  al  po- 
niente de  Chañarcillo  y  sólo  separado  de  él  por  la  quebrada, 

Recuerdo.-  5 


224  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


en  cuya  boca  está  situada  la  aldea  de  Juan  Godoy,  tenía  es- 
te mineral  algunos  trabajos  más  que  el  de  Bandurrias.  En- 
tre sus  minas  de  nombradla,  también  diseminadas  aquí  y  allí 
en  la  extensión  de  sus  lomas,  se  contaban:  la  Miller,  la.  Con- 
tadora y  algunas  otras.  Los  dos  días  que  dediqué  al  examen 
exterior  de  estos  últimos  asientos  de  minas,  me  fatigaron  mu- 
cho por  el  mal  estado  de  los  caminos,  el  sol  abrasador  y  la 
escasez  de  agua;  y  siéndome  preciso  llegar  en  la  noche  a  To- 
toralillo,  salí  de  Pajonales  a  las  cuatro  de  la  tarde,  y  en  cua- 
tro horas  de  sostenido  trote  llegué  al  deseado  rio  donde  se 
ve  agua,  donde  se  ve  verde,  donde  aspira  uno  con  encanto 
hasta  el  olor  de  las  malezas  que  crecen  espontáneamente  en 
las  márgenes  de  aquel  arroyo. 

Como  quiera  que  sea,  si  el  recién  llegado  del  sur  o  de  las 
pampas,  cuya  vista  que  sólo  puede  detener  el  horizonte,  se 
considera  apretada  en  la  angosta  y  prolongadísima  quebra- 
da que  aquí  llaman  el  valle  de  Ck)piapó,  saliendo  de  la  sie- 
rra y  llegando  al  río,  que  es  el  centro  del  valle,  es  tal  la  im- 
presión de  agrado  que  recibe,  que  llega  a  considerarle,  a  más 
de  hermoso,  muy  extendido.  El  riachuelo  ya  no  es  riachuelo, 
tiene  visos  como  de  río  para  el  fatigado  caminante. 

En  esta  leve  correría  tuve  ocasión  de  estudiar  el  carácter 
y  las  tendencias  de  una  nueva  entidad  sui  generis  que  me  per- 
siguió como  sombra  en  todas  partes.  El  cateador  y  el  poru- 
ñero viven  y  reinan  en  los  pueblos,  y  sólo  se  ausentan  de  ellos 
para  las  precisas  exigencias  del  Estado;  el  cangallero  tiene  su 
trono  en  Chañarcillo  y  en  cuanto  mineral  exhibe  plata  a  ma- 
no. Genitor  o  por  lo  menos  ama  de  leche  del  pueblo  Juan 
Godoy,  el  cangallero  reconoce  por  padre  al  prurito  de  hacer 
colecciones  de  minerales,  que  tarde  o  temprano  pasan  de  los 
lujosos  escaparates  a  la  tosca  rueda  de  los  trapiches  y  por 
madre  a  la  mezquindad  de  los  mineros  en  alcance,  que  pre- 
fieren el  título  de  robados  al  de  generosos.  No  es.  pues,  de  ex- 
trañar que  el  cangallero  sea  la  niña  mimada,  la  comeazúcar, 
la  sácamenconlDien  de  algunos  buitrones,  de  algunas  máquinas 
y  de  muchos  encumbrados  personajes. 

Este  minero  sin  mina,  que  muchas  veces  trabaja  en  al- 
cance, y  no  pocas  veces  es  alcanzado  por  los  esbirros  de  la 
autoridad,  sólo  tiene  de  común  con  el  poruñero  el  ser  emi- 
nentemente pagano,  el  sacrificar  a  Mercurio,  y  el  tener  por 
lares  y  penates  predilectos  el  naipe,  el  dado,  la  taba,  los  ma- 
tecitas  y  la  perinola. 

El  cangallero,  com.o  la  poesía,  tiene  irresistibles  atracti- 
vos. ¿Quién  será  aquel  que  no  haya  pellizcado  siquiera  una 
cangaUita'^  ¿Quién  .'\quPl  que  no  haya  medido  alguna  vez  un 
verso,  aunque  haya  sido  con  un  palito?  Pero  así  como  a  todos 
no  les  es  dado  el  ser  poetas,  a  todos  tampoco  les  viene  bien 


RECUERDOS     DEL     PASADO 


él  título  de  colados  cangalleros.  Sin  recia  consLiLucion,  sin 
sangre  fría,  sin  buena  vista,  sin  mejor  oído,  sin  astucia,  sin 
valor  y,  sobre  todo,  sin  piernas,  no  da  en  bola  el  cangallero. 
El  cangallero  es  un, verdadero  corógrafo;  no  hay  rincón  en 
cerros  que  no  conozca,  ni  mal  paso  que  no  haya  visitado,  ni 
cuevas  apartadas  en  donde  su  vista  escudriñadora  no  haya 
penetrado.  El  tiene  calculadas  las  distancias,  sabe  dónde  debe 
apartarse  del  camino,  dónde  debe  apresurar  el  paso  de  su  car- 
gada cabalgadura,  a  qué  horas  debe  llegar  a  un  punto  dado^ 
y  calcula  y  ejecuta  sus  movimientos  con  la  regularidad  del 
vapor. 

Al  entrar  en  campaña  el  cangallero  se  transforma  en  un 
verdadero  farsante,  y  sus  colores,  como  los  del  camaleón,  es- 
tán tan  en  perfecta  concordancia  con  los  de  las  personas  que 
lo  rodean,  que  es  muy  difícil  el  advertir  que  haya  uno  de 
más  en  el  corrillo.  A  veces  se  presenta  bajo  la  forma  d-e  un 
poderoso  minero,  acaudalado  en  ei  norte  y  hacendado  en  el 
sur,  y  con  todo  el  prestigio  de  la  riqueza  de  un  Río  Santo. 
Otras,  bajo  la  de  un  ser  de  modesta  fortuna,  pero  dueño  de 
máquinas  tan  inocentemente  colocadas  como  lo  está  la  for- 
taleza de  Gibraltar  en  la  boca  del  Mediterráneo.  Aquí,  con  la 
figura  de  un  honrado  devoto,  muy  pudiente,  porque  Dios  pro- 
tege a  la  inocencia,  y  que  no  compra  sino  que  rescata  pina 
de  manos  de  los  ladrones,  como  antes  se  redimían  los  cauti- 
vos. Como  en  aquellos  desventurados  entonces  nunca  se  pre- 
guntaba de  dónde  fuesen  ellos,  bastando  sólo  el  saber  que 
eran  cristianos,  tampoco  éste  pregunta  de  dónde  proviene  lo 
que  compra;  le  basta  saber  que  es  piñ'a.  Cada  marco  que  res- 
cata a  razón  de  seis  pesos,  es  un  bien  que  hace  al  prójimo; 
porque  si  con  seis  pesos  se  pueden  hacer  tantas  maldades, 
¿qué  no  se  hará  con  nueve  pesos  dos  reales,  valor  del  marco 
arrancado  a  manos  non  sanctas? .  ..  Allí,  bajo  la  provecta  ca- 
tadura de  un  viejo  achacoso  a  quien  el  mundo  deja  y  él  pug- 
na por  no  dejar;  más  allá,  haciendo  el  papel  de  un  joven  ac- 
tivo y  diligente,  para  quien  el  sor,  la  noche  y  el  agua  son  ci- 
ruelas; en  la  Placilla,  haciendo  de  honrado  comerciante  y 
proveedor,  y  en  todas  partes  sustrayendo,  nunca  adicionan- 
do. ¿Adonde,  en  efecto,  volver  los  ojos  que  no  se  encuentre 
el  gentleman  of  the  night  en  esta  tierra  de  promisión?... 
¿Acaso  bajo  el  disfraz  de  las  sotanas?  Tal  vez,  porque  esta 
vestimenta  sólo  forma  colecciones  para  la  vista;  es  cierto  que 
son  colecciones  que  se  benefician  después,  y  que  también  dan 
sus  marquitos,  pero  todo  para  la  vista.  No  deduzcamos,  pues, 
de  aquí,  las  malas  lenguas,  que  también  el  religoso  cangalled. 

No,  señor;  recibe  sí  las  colpitas  que  le  regalan  sus  con- 
fesadas, las  cuales  las  compran  a  sus  lavanderas,  éstas  a  los 
mineros  y  los  mineros  a  los  descuidos .  de  sus .  mayordomos. 


226  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Como  bienes  pecadore.s,  pue.s,  van  a  parar  a  la  iglesia,  y  nada 
más. 

Por  ahora  me  remito  a  una  obrita  que  publicaré  a  la  po- 
sible brevedad  con  el  título  de  "El  Perfecto  Cangallero,  o  sea 
el  arte  de  cangallear  sin  ser  cangalleado",  con  un  prolijo  iti- 
nerario de  todas  las  aguadas  que  no  cuecen  porotos,  del  inte- 
resante alojamiento  de  don  Beño,  y  del  no  menos  importante 
y  poco  sospechado  del  Agua  de  los  Sapos,  adonde  llegando  el 
cangallero,  ni  le  asustan  los  bufidos  de  su  muía,  ni  el  rebuz- 
no de  su  as7w,  el  que  no  pocas  veces,  agobiado  por  el  peso  de 
las  colpas,  pide  socorro  con  disonante  clarín  a  los  agentes  vo- 
lantes de  la  entrometida  policía:  terminando  el  todo  con  las 
puntuales  monografías  del  habílitador  ambulante  que  traba- 
ja por  cuenta  ajena  con  provecho  propio;  del  cangallero  falte 
que  ¡ojo  ai  minero  y  ojo  al  que  no  lo  es!,  compra  al  primero 
por  dos  lo  que  vale  cuatro  y  vende  al  segundo  por  cuatro  lo  que 
vale  ocho,  y  todavía  alcanza  a  dar  al  socio  comanditario 
cuentas  que,  aunque  oliendo  a  las  del  Gran  Capitán,  alcanzan 
honores  de  provechosas;  del  cangallero  chinganero,  que  tor- 
na el  anisado  en  pura  plata  al  dulce  son  del  arpa  y  la  guitarra; 
y,  por  último,  el  cangallero  de  menor  cuantía,  que  es  el  má¿ 
numeroso  y  el  que  alimenta  sin  saberlo  a  todos  los  demás. 

Engañado  por  el  cateador,  robado  por  el  poruñero  e  ini- 
ciado en  los  misterios  del  cangalleo,  ya  puede  uno  decir  con 
confianza  que  es  minero  colado,  y  si  se  librase  de  los  tres, 
todos  le  darán  a  boca  llena  el  título  asaz  significativo  de 
hombre  pasado  a  minero. 

No  se  crea,  por  lo  que  queda  escrito,  que  sólo  a  criticar  y 
a  recrear  la  vista  se  redujeron  mis  trabajos  en  Copiapó.  Rea» 
nude  mis  antiguas  relaciones  con  La  Rioja  y  Catamarca,  re- 
corrí el  desierto,  trabajé  minas  en  él,  sufrí  el  hambre  y  ^a 
sed,  reina  absoluta  de  aquellas  áridas  arenas. 

A  cosa  de  tres  horas  de  viaje  al  trote  en  regular  caballo, 
desde  Totoralillo  para  el  norte,  y  a  cosa  de  otras  tres,  cabal- 
gando en  burro,  desde  ese  punto  hacía  el  oriente,  puede  un 
viajero  llegar  harto  de  arena,  de  sudor  y  de  cansancio  al 
asiento  de  una  antigua  y  poco  conocida  mina  de  cobre  que 
cuenta  ya  con  sus  treinta  años  de  justificado  abandono. 

Consérvase  aún  intacta,  en  aquel  apartado  lugar,  la  ta- 
rasca de  una  obscura  ratonera  trabajada  por  el  prurito  de 
hacer  plata  de  la  noche  a  la  mañana,  en  medio  de  un  grupo 
de  aisladas  rocas  que  asoman  sus  crestones  sobre  la  ondosa 
planicie  del  desierto,  como  los  arrecifes  sobre  la  movible  su- 
perficie de  los  mares. 

Ni  una  gota  de  agua  se  divisa  en  parte  alguna;  allí  no 
cantan  las  diucas,  y  ni  siquiera  aquella  borra  amarillosa  con 
que  la  vegetación  anuncia,  sobre  las  rocas  descompuestas  por 


RECUERDOS     DEL     PASADO  227 

la  acción  del  tiempo,  sus  primeros  indicios,  alegra  el  aspecto 
de  aquella  naturaleza  puramente  pétrea,  horno  calcinante  y 
calcinado  por  lo¿5  ardientes  rayos  de  un  sol  abrasador. 

Cuentan  las  crónicas  que  en  aquel  solitario  y  triste  alber- 
gue, que.no  fué  entonces  venerable  asilo  de  ninguna  inocen- 
cia pecadora,  puso  trabajo  por  los  años  de  1848  un  buen  señor 
que,  cansado  de  buscar  la  fortuna  sobre  la  superficie  de  la 
tierra,  le  dio  el  diablo  por  buscarla  bajo  de  ella.  Minero  de 
nuevo  cuño,  esto  es.  ignorantón  y  presumido  de  sabedor,  co- 
mo solían  serlo  en  aquel  feliz  entonces  la  mayor  parte  de  los 
del  cuño  viejo,  que,  como  él,  buscaban  bajo  de  tierra  lo  que 
no  habían  perdido,  sólo  le  faltaba  para  entrar  en  el  gremio  de 
los  colados,  disimulo  para  fingir,  malicia  para  engañar,  des- 
treza para  hacerse  de  cangallas  y  talento  para  venderlas  co- 
mo frutos  de  su  propio  solar;  calidades  todas  que,  si  bien  de 
importantísima  valía,  si  yo  fuera  carpintero,  diría  que  no  jun- 
taban, ni  ensamblaban,  ni  traslapaban  con  el  ánimo  de  nues- 
tro novel  minero,  más  dado,  por  mal  de  sus  pecados,  a  la  plu- 
ma que  a  la  barreta. 

El  empresario  a  que  aludo  vivía  por  economía  en  una 
tienda  de  campaña,  horno  portátil  que  así  le  servía  de  aloja- 
miento como  de  almacén  y  de  bodega.  Su  situación,  pues,  no 
era  envidiable;  primero,  soledad,  segundo,  vista  en  lo  interior 
de  sacos  de  harina  tostada  y  de  líos  de  charqui  que  estrecha- 
ban las  fronteras  de  su  cama,  y  al'  exterior,  por  la  abertura 
o  entrada  triangular  de  la  tienda,  un  arenal  sin  límites,  la 
temblorosa  reverberación  de  los  rayos  del  sol.  y  las  orejas  del 
burro  cargador  de  agua  potable,  el  cual,  mustio  y  pensativo, 
parecía,  por  su  quietud  embelesada,  que  buscaba  en  su  men- 
te algún  trabajoso  consonante. 

Llegado  a  punto,  una  tarde,  el  fastidio  que  agobiaba  a 
nuestro  amigo,  dicen  que  llegó  a  exclamar  oyendo  la  algaza- 
ra de  sus  peones:  "¿Será  dable  que  hasta  el  borrico  aguador 
me  esté  dando  lecciones  prácticas  de  filosófica  resignación? 
¿Será  dable  que  esta  tropa  de  zopencos  que  me  acompaña, 
por  el  solo  hecho  de  poseer  la  virtud  negativa  de  no  preocu- 
parse del  día  de  mañana,  tenga  poder  para  hacer  revolotear 
la  risa  y  la  algazara  en  tomo  de  sus  insulsas  conversaciones, 
cuando  yo,  que  con  una  sola  palabra  puedo  hacerles  enmude- 
cer, no  tengo  aquí  un  solo  momento  de  verdadero  agrado? 
Fenómeno  es  éste,  prosiguió,  que  merece  ser  estudiado,  y  pa- 
ra hacerlo  con  documentos  a  la  vista,  quiero,  ahora  que  es- 
tán tan  animados,  taquigrafiar  durante  una  hora  entera  lo 
que  les  oigo".  Y  diciendo  y  haciendo,  como  entiendo  que  era 
en  el  taquigráfico  garabateo,  cogió  papel  y  lápiz,  acomodán- 
dose lo  mejor  que  pudo  sobre  un  saco  de  harina  tostada,  si- 
guió con  imperturbable  paciencia  la  conversación  de  sus  mi- 


228  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

nevos  que.  sentados  en  el  suelo,  alrededor  de  un  removido  res- 
coldo, departían  en  buena  paz  y  compañía  raspando  las  tor- 
tillas que  acababan  ae  sacar  de  él. 

Tengo  a  la  vista  el  trabajo  de  aquel  solitario  huésped  del 
de'sierto.  trabajo  que,  sin  más  que  atenuar  el  alcance  de  al- 
guna que  otra  voz  antiparlamentaria,  entrego  a  los  curiosos 
en  calidad  de  fotografía  instantánea  de  las  costumbres  que 
aún  fomenta  en  el  ánimo  de  nuestros  rústicos  campesinos  la 
religiosa  creencia  de  que  el  marido  responde  en  la  otra  vida 
de  cuantos  pecados  cometa  en  ésta  la  mujer,  si  los  deja  pasar 
sin  mechoneo,  paliza  o  azotaina. 

Dice,  pues,  el  manuscrito: 

INTERLOCUTORES 

Un  barretero  de  Guaiinán,  que  a  fuer  de  cuyano,  piensa 
y  habla  en  esdrújulo. 

Otro  de  Elqui,  indio  gustador  y  poco  amigo  de  dar  gusto. 

Un  Apir,  gamin  de  París  con  culero. 

El  buen  Velásquez,  hijo  de  Andacollo,  hombre  de  conse- 
jo a  quien  la  edad  de  los  dos  combos,  esto  es,  la  de  los  77  años, 
ha  traído  del  papel  de  galán  y  poderoso  barretero,  al  de  hu- 
milde proveedor  de  agua  potable  de  la  colonia.  Los  demás 
hasta  el  número  de  nueve,  ios  coloco  como  coros  o  comparsas, 
que  más  hacen  el  papel  de  oidores  que  el  de  alcaldes. 

Uno. —  ¿Y  quién  le  decía  nada  al  punchi  de  don  Campi- 
llo? ¡Buena  cosa  de  punchi  ciarito,  ñor!   ¡y  lo  fuerte! 

El  cuyano. —  ¡Ah!  maye  hayas  un  trago  de  anisado  aho- 
ra, ¿no,  caballeros? 

Vtlásquez. —  ¡Óigalo  no  más  hablar  a  estos  ociosos! 

Uno. —  ¿Y  que  vendría  mal  un  traguito  de  anisado  aho- 
ra, ñor?  No  hay  cosa  que  componga  más  el  estomo. 

Velásquez. —  ¿El  estonio  no?  Un  dolor  de  estomo  que  yo 
quise  curarme  asi,  fué  causa  de  todos  mis  atrasos;  ¡y  ojalá 
nunca  me  hubiera  acordado  de  sus  anisados!  (Risa  general  y 
exclamaciones.) 

Uno. — ¡Esta  sí!   ¿Y  qué  le  sucedió,  pues,  ñor! 

El  elquino. —  Se  desgraciaría,  pues  hombre,  ¿qué  hay  que 
preguntar?  Tuvo  algún  pleito,  lo  rodeó  bien  la  suerte  y... 
¿no  es  así,  ñor? 

Velásquez. —   ¡Ojalá  hubiera  sido  asi  no  más! 
.    El  cuyano.--  ¡Escuche!  ¿Qué  le  anduvieron  bordeando  con 
el  baleo? 

Velázquez. —  ¡Qué  baleo  ni  qué  porra!  ¡Peor  que  si  me  hUr 
biesen  baleado! 

Todos. — ¡Cómo  peor! 

Ve¡ásquez.-^\Me  casaron! 


RECUERDOS     DEL     PASADO  229 


(Nuevo  tuti  de  carcajadas).—  ¡Esta  sí!  ¡Ahora  sí!  ¡Vaya 
un  caso! 

Apir. —  ¡Me.  . . !  ¿Eso  no  más  le  pasó?  Ahorita  no  más  me 
bebo  entera  una  botella  de  anisado  yo. 

Velásquez. —  Qué  sabís  vos,  muchacho;  ¡tan  enterados 
que  los  han  de  ver!  Mejor  fuera  que  aprendieras  a  rezar. 

El  cuyanc. —  ¿Conque  lo  casaron,  ñor?  Cuéntenos,  pues, 
cómo  fué  eso.  Velei  un  cigarro  prendido. 

Velásquez. —  Gracias.  Me  casaron,  o  me  casé,  que  por  ei 
va  la  cosa.  Es  cierto  también  que  yo  era  muy  huaino.  enton- 
ces, que  si  se  ofreciese  ahora  otra  vez  igual  caso...  (riéndo- 
se) .   ¡Ave  María,  qué  tentación! 

Varios  a  un  tiempo. —  Cuéntenos,  cuéntenos,  eso,  ñor  Ve- 
lasquito . 

Velásquez. —  Tendría  yo  entonces  mis  veintidós  años;  an- 
daba con  mi  buen  bonete  a  la  oreja,  mi  culero  alechugado  y 
mi  camisa,  amigo,  que  barría  la  calle.  Me  arqueaba  yo  por 
esos  callejones  y  las  niñas  que  me  miraban  decían  "¡La  laya 
de  minerito!";  y  yo,  nada,  amigo:  ni  a  pólvora  me  rendía. 

Por  ei  me  juntaba  con  una  tropa  de  zambos  y  apenas  ne- 
gábamos a  una  pulpería,  luego  les  barrenaba  un  balde  de  puii- 
chi,  y  aquellos  z^imbos  llegaban  a  galucharse  a  tragos. 

En  una  de  éstas,  que  yo  había  bajado  del  cerro  para  la 
chaya,  antójaseme  comer  sandilla  verde,  y  no  me  da  una  lipi- 
ria, ¡mire!  ¡Aquel  dolor  de  estomo  que  ya  se  me  rebanaban 
las  tripas!  ¡Sudar  es  bueno,  amigo,  y  ya  me  parecía  que  aque- 
lla era  mi  última,  cuando  entra  un  zambo  más  feo  que  yo  y 
me  dice:  "Tome  un  vaso  de  anisado,  ñor  Velásquez;  tome  no 
más.  ñor,  y  verá  cómo  se  le  pasa";  y  me  alarga  un  vaso  que 
venía  borde  a  borde,  y  yo  encomendándome  a  nue.stra  madre 
de  Andacollo,  le  hice  una  pregunta  al  vaso  que  me  llegué  a 
poner  ñato! 

Uno. — ¡Bien  haya! 

Velásquez. —  ¡Como  con  la  mano  se  me  quitó  aquel  do- 
lor!, vea  lo  que  es  la  fe,  ¿no?  ¡Es  además  tan  milagrosa  aque- 
lla Reina  de  los  Angeles!  Vamos  a  que  ya  estoy  mejor  que 
antes  y  hasta  valiente  me  puse.  Luego  pasamos  a  una  rama- 
da que  estaba  que  se  ardía.  Allí  no  más  barrené  otro  vaso  de 
anisado,  y  luego,  mire,  me  ladié  para  el  lado  de  una  negrita 
de  esto  que  hay  no  más. 

Varios. — ¡Alza,  pues! 

Velásquez. — Luego  la  empecé  a  circar  y  estaba  en  ío  iñe- 
jor  arqueándome  y  sacando  un  real  que  me  quedaba  para 
festejarla,  cuando  la  suja  se  me  fué  de  entre. las  maños  para 
ir  a  leiimLar  Ua.s  de  una  QUÍticfiü!  Con  las  orejas  no  más  me 
ganó  la  carrera,  y  los  dos  llegamos  al  lazo  casi  a  un  tiempo. 
"Minerito,  me  dijo  toda  asustada,  ¿no  ve  aquella  zamba  que 


230  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

está  allí  en  la  puerta  vestida  de  señora?  Pues,  esa  es  la  que 
me  ha  criado,  y  como  me  había  enviado  a  comprarle  yerba 
y  yo  me  he  metido  aquí,  ahora  no  más  me  mata  a  azotes". 
¡Y  miro,  y  veo,  señor,  en  la  puerta  aquella  zamba  tan  gorda 
y  tan  retaca  que  parecía  capacho  recién  hormado,  con  unos 
ojos  saltados  que  parecía  que  no  dejaban  rincón  por  catear, 
iñientras  que  la  otra  que  estaba  tras  de  mi  decía  llorando: 
"¡Y  todo  esto  es  porque  yo  no  tengo  quién  hable  por  mí!" 
"Aguárdese,  le  dije,  estése  ei  no  más,  no  se  le  dé  nada.  Velas-  , 
quez  se  lo  promete,  y  cuando  Velásquez  promete,  ¡virgen, 
pues!",  y  luego  enderecé  a  catear  a  la  vieja,  y  me  le  íicerco, 
amigo,  arqueándome,  y  apenas  la  miré,  ¿no  me  voy  acordar, 
señor,  que  antes  había  tenido  ella  conmigo,  entre  trago  y  tra- 
go, su  dimes  y  sus  diretes?  Ya  es  mía,  dije  cuando  me  le  acer- 
caba, creyendo  que  ni  a  pólvora  se  había  de  dar.  En  cuanto 
no  más  me  conoció,  pudrió  el  cerro,  y  me  le  fui  en  soltería. 
Luego  no  más  le  dije  que  yo  sabía  en  la  procura  que  andaba, 
y  después  de  mil  enriedos  que  le  metí,  le  dije:  "yo  soy  aquí  el 
causante;  ella  no  tiene  culpa  la  que  menor;  y  si  usted  quiere 
y  es  su  gusto,  yo  soy  muy  gustoso  de  casarme  con  ella;  tengo 
buen  herraje,  buen  chapiao,  me  echo  el  combo  al  hombro  y 
no  me  falta  patrón". 

Varios. —  ¡Alza,  pues,  ñor  Velásquez! 

Velásquez. —  ¡Hubieran  visto  ustedes  la  cara  de  pascua 
con  que  recibió  mi  declaración  aquella  zamba!  Luego  le  pasé 
un  vaso  de  anisado  y  ei  no  más  me  abrazó.  Vos  habías  de  ser, 
negrito  de  oro,  me  dijo,  yo  también  soy  gustosa  de  que  te  ca- 
sis con  ella  y  aquí  está  este  rosario  que  te  endono  con  cuen- 
tas de  oro. . .  Yo  no  me  acuerdo  de  lo  demás,  sino  que  a  los 
pocos  días  ya  estuvimos  casados. 

Apir. —  Y  a  usted  mucho  que  le  amargaría  eso;  arriesga- 
do está  que  se  siga  quejando  del  anisado. 

Velásquez. —  Miren  qué  cosa,  .hombre. .  .  Aquello  de  me- 
terse. . .  conque  uno  no  podrá. . . 

Un  barretero  (interrumpiendo) . —  Calla  la  boca,  chiqui- 
llo, no  estís  amolando.  No  le  haga  caso,  ñor,  sígale  no  más, 
vamos  ahora  a  lo  dulce. 

Velásquez. —  Para  mí  la  luna  de  miel  entró  en  despinte; 
apenas  la  divisé  cuando  se  clisó...  Casado  ya  y  con  obliga- 
ciones, pasé  al  pueblo  a  buscar  concierto,  y  hasta  me  empe- 
ñé por  llevarle  un  pañuelo;  y  ¿qué  les  parece  que  encontré  en 
la  casa?  ¡ni  esto!...  Pregunta  por  aquí,  pregunta  por  alíí, 
nada  amigo,  y  ¡era  que  hacia  cinco  días  a  que  no  se  recogía 
la  indina! 

Varios. —  ¡Esta  si! . . .   ¡ahora  sí! 

Velásquez. —  Vamos  a  que,  en  cuanto  no  más  supo  ella 
que  yo  la  andaba  calcando,  se  vino  calladita  al  rancho,  donde 


RECUERDOSDEL     PASADO  231 

me  salió  con  que  el  miedo  a  las  ánimas  que  penaban  mucho 
en  la  soledad,  la  había  hecho  ir  a  casa  de  la  vieja  alcahueta 
a  esperar  que  yo  llegase.  Ya  pasó  esto;  pero  yo  pasado  tam- 
bién a  minero,  y  todo  malicioso,  luego  no  más  me  hice  el  en- 
fermo y  me  metí  en  la  cama.  Ñor  Velasquito,  me  decía  ella, 
¿qué  tiene?  y  yo  nada,  con  los  ojos  cerrados  y  quejándome. 
Anda,  india  picara,  decía  yo  para  mí,  a  mi  no  le  jugáis  vos 
tan  aína.  Luego  me  hice  el  dormido,  y  ella  ¿qué  hizo  enton- 
ces? ¡sacó  al  pasito  un  espejito  de  a  medio,  se  desenredó  las 
pasas,  se  echó  unas  babitas,  y  con  trancos  de  éstos  que  no 
quiebran  huevos,  juntó  la  puerta  y  se  mandó  para  la  calle. . . 
¿Qué  hago  yo  entonces?,  me  levanto,  amigo,  y  doblo  de  cua- 
tro dobleces  mi  lazo  y  me  la  voy  escondiéndome  de  atrás.  A 
poquito  andar  la  encuentro  con  un  minero  más  feo  que  yo, 
concertando  el  ir  a  tomar  punchi  bajo  del  sauce  frondoso. 
— ¿Y  tu  marido?,  le  dijo  el  minero. — No  le  dé  cuidado,  ñor, 
contestó;  ei  lo  dejé  roncando  y  soñando  con  las  ánimas;  voy 
no  más  a  darle  una  vueltecita  y  ya  estoy  aquí.  Aguárdate 
picara,  iba  diciendo  yo  mientras  me  escondía  en  un  zaguán, 
ahora  no  más  veris  de  qué  cueros  salen  chispas. —  Ella  que 
pasa  y  ¡zas!  que  le  arrimo  en  la  cara  un  lazazo.  — ¡Qué  me 
matan!,  gritó  la  china,  y  yo  ¡zas!  en  las  costillas!  ¿Conque 
ibas  a  tomar  punchi  sin  convidarme  a  mí,  ¿no?...  ¡Zas!  al 
suelo  vino  la  china. 

Varios. — ¡Toma! 

Velásquez. —  ¡Yo  te  haré  no  más,  que  seáis  tan  fresquilla 
y  tan  lazarilla!  ¡Anda  a  acompañar  a  tu  marido  será  mejor, 
que  también  le  tiene  miedo  a  las  ánimas!  —  ¡Zas!  —  ¡Ay,  ñor- 
cito!  —  ¡Ay!  ¿no?,  y  volando  llegó  a  la  casa  con  el  lomo  hu- 
meando. —  Allá  en  la  casa  me  esperaba  la  ctra  zamba  casa- 
mentera, donde  casi  me  comió  ¡mire!  Y  que  la  niña  era  mu- 
jer de  calidad  y  que  por  aquí  y  que  por  allí.  ¡Miren  no  más 
dónde  se  mete  la  calidad!  ¿No  digo  yo?  ¡Si  el  zamberío  está 
muy  alzado!  —  Ya  pasó  esto.  Salgo  otra  vez,  ñores,  para  el 
cerro,  y  ¡quién  les  había  de  decir  que  a  mi  vuelta  ni  luces 
de  ella  había  de  encontrar!,  y  lo  que  es  pior,  que  la  zamba  de- 
fensora de  la  calidad,  me  llegó  a  decir  que  si  yo  no  le  apre- 
taba las  cuñas,  nadie  se  podría  averiguar  con  ella.  ¡V'ean 
qué  suerte!  —  Vamos  de  nuevo  a  noticiarnos  del  paradero  de 
aquella  malvada  guacha  que  cuando  soltera  le  arrimaban 
porque  no  tenía  quién  hablase  por  ella.  ¡Zamba  picara!  ¡No 
la  lambo  con  un  zambo  alta  con  tantas  huaras  que  le  llegaba 
a  bufar  el  culero!  —  En  cuanto  no  más  me  vio  se  fué  de  es- 
paldas. —  Le  ha  dado  un  mal,  decían  unos;  otros  decían  que 
era  aire;  paró  la  guitarra  y  todo  se  volvía  un  alboroto,  cuan- 
do me  le  acerco  yo  a  tomarla  el  pulso  y  le  digo,  ¡zafa  pa  tu 


232  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

casa,  zamba  picara!  Ai  tiro  sanó  y  picó  moqueando  para  el 
rancho,  y  yo  siguiéndola  de  atrás.  Y  qué  piensa  hacer  con- 
migo, iba  ella  rezongando,  y  que  yo  no  soy  esclava;  y  yo  ca- 
llado, amigo,  sobando  mi  correa .  En  cuanto  no  más  llegamos, 
la  colgué  y  le  arrimaría,  mire,  como  cincuenta  azotes.  Ella 
me  hacia  sus  relaciones:  pero  yo  la  convencía  a  lazazos;  lue- 
guito de  allí  a  ejercicios. 

Cuyano. —  ¡Escuche! 

Elquino. —  ¡Pues  no,  pues,  hombre!  ¿No  vis  el  cargo  que 
uno  se  lleva  de  las  diabluras  de  la  mujer? 

Velásquez. —  Cíomo  que  así  no  más  es,  amigo,  y  yo  no  quie- 
ro tener  que  dar  cuenta  a  Dios  de  pecados  ajenos  por  no  ha- 
berla corregido. 

Apir. —  Ñor  Velásquez.  ¿dejó  vela  afuera  para  la  saca  del 
amanecer? 

Velásquez. — En  la  chincha  está. 

Apir. —  Pues,  me  voy  a  acostar;  muy  leso  se  está  ponien- 
do su  cuento. 

Velásquez. —  Ahora  lo  estáis  hallando  leso  ¿no? 

Uno. — ¿Conque  la  echó  a  ejercicios,  ñor? 

Velásquez. —  Salió  de  ellos  que  parecía  una  paloma.  Me 
pidió  perdón.  "Negrito  de  oro,  me  dijo,  conozco  que  te  he 
ofendido;  no  más  mundo;  te  agradezco  los  azotes  que  me  arri- 
maste y  he  de  morir  donde  vos  murái".  Contento  yo,  vendi 
mis  estriberas,  empeñé  mi  montura,  la  puse  más  guapa  que 
otro  poco,  y  me  mandé  riéndome  solo  al  cerro.  ¿Quién  me  ha- 
bía de  decir  lo  que  me  aguardaba  a  mi  vuelta  cuando  bajé  a 
buscar  el  nidal  de  mi  paloma?  ¡En  cuanto  no  más  me  alejé, 
pior  lo  hizo!  Viendo  esto  yo  resolví  dispararme  del  lugar,  por- 
que no  me  gusta  que  naiden  vie'avergonce.  y  aunque  yo  sé 
que  el  marido  tiene  derecho  de  sobar  su  lazo  en  el  lomo  de  la 
mujer,  no  me  gusta  hacerlo,  mire,  y  bien  sabe  Dios  y  nuestra 
madre  de  AndacoUo  que  sólo  por  cumplir  como  cristiano  me 
fui  a  darle  mi  última  reprensión. 

Cuyano. —  ¿Y  que  será  cierto,  ñor,  que  uno  tiene  que  res- 
ponder en  el  otro  mundo  por  todas  las  diabluras  de  la  mujer'' 

Elquino. —  ¡Mire  qué  pregunta!  Pues  no,  hombre;  ¿no  vis 
que  te  la  entrega  el  cura  para  que  seáis  uno  con  ella  y  la  de 
tendáis  del  Malo?  Bueno,  pues,  erró  ella  y  cayó,  y  en  la  ten- 
tación ei  estáis  vos  para  corregirla,  y  ¡no  lo  hagáLs  no  más! 

Cuyano. —  ¿Y  que  será  cierto,  ñor,  que  uno  tiene  que  estar 
noche  y  día  colgado  de  la  pollera  de  su  mujer,  y  de  no  peca 
uno? 

Velásquez. —  Por  eso  dicen  los  libros:  antes  que  te  casis 
mira  lo  que  hacis. 

Uno. —  ¿Entonces  será  mejor  vivir  soltero? 

Otro. —  Por  lo  visto. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  233 

Varios. —  ¡Andáaaa! 

Veló.squez. —  Vamos  a  que  me  largué  a  buscar  de  nuevo  a 
mi  cruz,  y  ella  que  lo  sabe  y  se  me  esconde;  y  yo  rumbando, 
amigo,  hasta  que  me  encuentro  con  ella  escondida  en  un  mai- 
zal. Pestañeaba  no  más  la  india  picara:  pero  yo  con  mucha 
dulzura  le  dije:  venga,  sígame  que  le  importa...  Se  levantó 
la  china  y  apuntó  para  la  casa,  y  yo  siguiéndola,  y  ella  tai- 
mada. Llegamos  a  la  casa,  tranqué  la  puerta  lo  mejor  que 
pude  y  me  senté  a  rebollar.  ¡Buena  cosa!,  decia  yo  con  mu- 
cha pena..  .  Saqué  la  bolsa  y  se  la  pasé. Hágame  un  cigarro, 
le  dije,  y  ella  callada  me  lo  pasó  prendido...  Suspiraba  yo' 
señor  y  ella  tanteándome. .  .  Al  fin  levantándome,  ¡hágase  la 
voluntad  de  Dios!  dije,  y  la  colgué  bien  amarrada  y  des- 
nudita . 

Uno. —   ¡Adiós,   diablo! 

Velásquez. —  ¿Qué  me  va  a  hacer?  — me  decía  ella — ,  ¿que 
me  va  a  matar?  Y  yo,  "no  sé  si  te  voy  a  dejar  vida":  y  con 
una  buena  correa  que  tenia  allí  escondida,  a  combo  suelto  le 
di  durazo  hasta   que  me  cansé. 

Varios.—  ¡Toma! 

Velásquez. —  Gritaba  aquella  zamba  que  ya  echaba  el  ran- 
cho abajo;  pero  buena  cosa  de  zamba  sufrida,  ni  sudaba  si- 
quiera! y  con  aquellas...  n...  tan  grandes  que  parecían  el 
bombo  del  rey  Inga  (riéndose):  ¡si  era  para  la  tentación!... 
Mientras  tanto  la  vieja  está  al  lado  de  afuera  a  golpes  con  l'a 
nucta  oiip  se  volvía  cuatro,  y  yo  so^do.  amigo.  iOue  se  lo  pi- 
do de  rodillas,  decia,  ya  será  bastante!;  y  yo  nada,  amigo:  ¡y 
se  puso  en  cruz  aquella  zamba  picara  a  rezar  a  gritos  al  lado 
de  afuera!  ¡Usted  tiene  la  culpa!,  le  gritaba  yo;  ¡si  usted  la 
hubiese  crucificado  cuando  estaba  chica,  no  le  estuviera  pa- 
sando lo  que  le  pasa  ahora!;  ¡y  dale,  amigo,  y  aconsejándo- 
la! ¡Que  me  matan!,  gritaba  ella,  y  la  vieja  al  lado  de  afuera: 
Santa  María,  madre  de  Dios,  ruega,  señora. .  .  Y  yo,  éste  será 
por  el  alma  de  mi  finado  padre,  ¡rrrás!  ¡Jesús  me  ampare, 
srrltaba  la  india,  ronca  ya.  mire:  y  yo,  éste  por  el  hiio  que  de- 
bíamos haber  tenido,  ¡rrrás!  Padre  nuestro,  que  estáis  en  los 
cielos!,  decía  la  viein:  y  yo.  é.ste  será  Dor  los  caminantes  ex- 
traviados, rrás! . .  .  Gloria  Patri,  decia  la  vieja;  y  yo,  éste  será 
por  el  alma  de  mi  difunta  madre,  que  de  Dios  doce,  ¡rrás! . .  . 
El  gremio  de  la  herejía,  decía  la  vieja;  y  yo,  éste  será  por  tu 
señora,  ¡rrrás!,  y  la  vieja  acompañaba  los  gritos  de  la  mujer 
en  calidad  con  kirieleisón,  ora  pro  nobis  y  otra  porción  de  em- 
brollos a  cada  santo  a  que  yo  me  enconmendaba ! .  .  .  Para 
acabar:  después  de  haberla  encomendado  a  todos  los  santos 
y  santas  de  mi  devoción,  y  siempre  con  escrúpulos,  mire,  de 
haberme  olvidado  de  alguno,  la  descolgué  y  vino  al  suelo  la 
zamba,  sin  habla...   Luego  la  senté  en  un   costal  y  abrí  la 


234  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

puerta.  Hubieran  visto  los  aspamientos  de  la  otra  zamba  cuan- 
do se  puso  a  curarla...  Yo,  cansado,  señor,  me  senté  en  un 
rincón  agachado  y  suspirando,  sin  decir  nada,  y  en  cuanto  no 
más  vi  que  había  vuelto  en  sí  aquella  tentación,  le  pasé  la 
bolsa  para  que  me  torciera  un  cigarro...  Y,  ¿qué  les  parece 
que  hizo?,  ¡no  me  la  disparó  por  la  cara  y  me  desparramó 
todo  el  tabaco  aquella  zamba  taimada!  ¡Vea  la  soberbia,  se- 
ñor! ¡Si  ya  está  el  zamberío  muy  alzado! .  . .  ¿Qué  hago  yo  en- 
tonces? A  los  males  sin  remedio,  échales  tierra  en  el  medio,  di- 
je, y  el  diablo  no  me  ha  de  llevar  a  mí  por  culpa  de  otro.  ¡Ay, 
señor,  del  rato  aquél  no  me  quisiera  acordar! .  . .  Vengo  y  saco 
mi  montura,  mis  chapiaos,  mis  navajas  de  barba  que  me  ha- 
bían costado  un  cuarto  de  onza,  los  amontoné  junto  a  ella  y 
le  dije:  "todo  esto  que  me  ha  costado  mi  sudor  y  mi  trabajo 
es  de  usted,  aquí  está  mi  papeleta  en  que  alcanzo  veinte  rea- 
les; usted  la  cobrará  a  su  tiempo;  hinqúese  luego  aquí,  para 
ponerle  mi  bendición".  Y  se  hincó  aquella  zamba,  moqueando; 
y  ¿que  se  va,  señor  Velásquez?.  . .  ¡Y  le  puse  mi  bendición  (en- 
ternecido) y  se  me  rodaron  las  lágrimas!...  Me  voy,  le  dije, 
y  no  llevo  nada,  ni  tabaco.  Ya  estamos  desunidos.  Dios  quiera 
darle  muerte  dentro  de  una  batea  para  que  sea  más  afortu- 
nada. Si  alguna  vez  se  ve  en  angustias  y  yo  tengo,  la  socorre- 
ré; si  no.  Dios  la  favorecerá.  Allí  nos  abrazamos  y  lloramos  mu- 
cho; mucho  hicieron  también  por  que  me  quedara;  pero  yo  no 
quería  tener  que  penar  por  naiden.  ¡Hágase  tu  voluntad!,  dije, 
y  me  salí  a  la  calle.  . .  Yo  me  fui,  pues,  con  mis  alforjas  va- 
cías al  hombro,  sin  tabaco  y  ni  un  cuero  siquiera  en  que  dor- 
mir; pero  con  mi  conciencia  tranquila.  Hasta  ahora  no  he 
vuelto  a  saber  de  lo  que  fué  mi  mujer. . . 

Apir,  desde  la  cama. — Ñor  Velásquez,  ¿cómo  le  fué  con  €l 
anisado?  Aquí  se  cansó  el  taquígrafo. 

Cuando  lleno  de  desengaños  abandoné  al  plateado  Copia- 
pó  para  tomar  de  nuevo  a  los  negocios  que  m.e  brindaban  las 
libres  pampas  argentinas,  al  lado  de  mi  hua,so  Rodríguez,  jo- 
ya y  terror  de  aquellos  desiertos,  la  noticia  de  la  muerte  atroz 
de  este  caudillo,  dulcificada  con  las  de  los  portentos  del  oro 
que  se  encontraba  en  California,  me  lanzó  de  nuevo  fuera  de 
mi  patria, 


CAPITULO  XIII 


Consideraciones  generales  sobre  la  Alta  California;  lo  que  fué 
y  lo  que  ahora  es. —  Casuales  acontecimientos  que  acele- 
raron el  descubrimieiito  del  oro  en  California. —  Venida 
de  Sutter  a  América.. —  Rápido  bosquejo  de  la  vida  de  este 
compitan  de  guardias  franceses  en  1830.  — Su  colonia  mo- 
delo.—  Marshall,  peón  de  Sutter,  descubre  el  oro  en  So- 
nora.—  Efecto  que  produjo  esta  noticia  en  Chile. —  Via- 
je a  California. —  Motin  promoiñdo  por  Alvarez  a  bor- 
do.—  Modo  milagroso  como  después  salvé  de  la  horca  a 
este  mismo  caballero.—  Percances  del  viaje. —  Puerta  del 
Oro. —  Bahía  de  San  Francisco. 

Veintinueve  años  van  corridos  desde  que  la  inmigración 
extranjera,  con  todo  el  atavio  de  actividad,  de  energía  y  de 
progreso  que  siempre  la  acompañan,  principió  a  llegar  a  las 
solitarias  y  apartadas  regiones  que  constituyen  en  el  dia  el 
floreciente  estado  calif ornes. 

Doscientos  noventa  y  cinco  años  hacia  que  ese  depósito 
de  riquezas  naturales  yacía  en  poder  de  los  españoles,  sin 
que  ellos  maliciasen  siquiera  que  ese  rincón  de  tan  vastísi- 
mo Estado  fuese  una  de  las  joyas  más  preciosas  que  podían 
adornar  la  corona  de  sus  adustos  soberanos.  Fué  preciso  que 
otra  raza  más  emprendedora  y  más  audaz  viniese  a  barrer 
de  la  superficie  de  aquel  suelo  privilegiado  la  rústica  capa 
que  la  encubría,  para  que  sus  inagotables  riquezas,  entre  las 
cuales  el  oro  no  era.  por  cierto,  la  má^  envidiable  de  todas 
ellas,  viniesen  a  asombrar  al  mundo  con  su  inesperada  apa- 
rición. 

¿Quién   se   acordaba   de   California   antes   del   año   1841? i 
Sólo  después  de  la  desastrosa  guerra  que  dio  por  resultado  la\ 
anexión  definitiva  de  esa  sección  del  territorio  mexicano  al  f\ 
de  la  Unión  del  Norte  en  1850,  se  vino  a  conocer  cuanto  ha-     / 
bia  perdido  México  con  perder  a  California,  y  cuanto  ésta, 
la   humanidad,   el    comercio   y   la   industria   habían    ganado 
con  semejante  pérdida.  i 

El  año  de  1848  la  población  de  la  Alta  California  sólo  al-  ' 


236  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

j' 

canzaba  a  20.000  almas,  de  las  cuales  15.000  pertenecían  a  la 
raza  indígena  y  5.000  a  la  española. 

El  censo  oficial,  hecho  después  de  la  definitiva  anexión 
y  publicado  en  1852.  computa  la  población  en  254.453  almas, 
compuestas,  en  general,  de  gente  ya  formada,  a  cuyos  inau- 
ditos esfuerzos  en  sólo  esos  tres  años  de  turbulenta  y  borras- 
cosa vida  debieron,  como  por  encanto,  su  existencia:  San 
Francisco;  con  34.876  habitantes;  Sacramento,  con  20  000; 
Marysville,  con  7.000;   y  Slockton,  con  5.000. 

Cinco  años  antes  de  la  época  del  censo  a  que  me  refiero, 
esa  modesta  y  solitaria  aldea  de  Yerbas-Buenas,  hoy  orguUosa 
San  Francisco,  en  cuyo  puerto  sólo  se  veía,  de  vez  en  cuando, 
tal  cual  buque  ballenero,  tal  cual  embarcación  que  acudía  en 
busca  de  sebo  y  de  grasa,  y  algunos  faluchos  que  se  ocupa- 
ban en  la  pesca  de  salmón,  lucía  en  tan  corto  tiempo,  en  su 
ancladero,  una  selva  de  mástiles  que  ostentaban  todas  las 
banderas  del  mundo. 

En  el  primer  aniversario  del  descubrimiento  del  oro,  ya 
alcanzaron  a  contarse,  anclados  en  su  precioso  puerto,  650 
buques  con  400.170  toneladas  de  capacidad. 

Equivocado  estaría,  sin  embargo,  aquel  que  en  presen- 
cia de  tan  extraordinario  acopio  de  embarcaciones  hubiese 
creído  que  el  sinnúmero  de  esforzados  aventureros  que  ellas 
condujeron  sólo  llegaron  a  hartarse  de  oro,  para  retirarse  des- 
pués a  gozar  de  él  en  sus  respectivos  hogares  patrios.  No; 
no  sólo  acudieron  a  California  simples  mineros;  acudieron 
también  comerciantes  e  industriales  y  cuantos  hombres  que, 
no  encontrando  en  su  propia  patria  campo  de  acción  capaz 
de  remunerar  los  esfuerzos  de  su  actividad  individual,  pen- 
saron, con  razón,  encontrar  en  la  virgen  Califo/nia,  en  la 
feracidad  de  sus  campos  y  en  las  demás  riquezas  naturales 
que  aquella  región  inexplorada  encierra,  los  elementos  que 
constituyen  para  el  hombre  pensador  lo  que  llamamos  patria 
y  hogar.  Así  fué  que  el  año  de  1852  aquella  pequeña  sección 
del  mundo  que  tan  poco  producía  entonces,  lanzó  al  comercio, 
sólo  en  productos  agrícolas  en  bruto  y  como  muestra  de  lo 
que  podía  producir  después,  33.995  hectolitros  de  trigo,  370.473 
de  cebada,  12.574  de  avena  y  174.143  de  papas. 

La  excavadora  barreta,  la  picota  y  el  lavado,  que  para 
extraer  el  oro  del  subsuelo  donde  yace,  todo  lo  trastornan, 
entraren  a  California  junto  con  el  reparador  arado,  que  todo 
lo  nivela  y  empareja. 

En  los  primeros  veintiséis  años  corridos  después  de  la 
anexión,  ese  portento,  entre  los  muchos  propios  de  este  siglo, 
ha  vaciado,  según  censo  oficial,  en  lo.s  canales  del  comercio 
del  mundo,  sin  contar  con  el  valor  del  oro,  que  ascendió  a  la 


RECUERDQS    DEL    PASADO  237 

enorme  suma  de  1.763  millones  de  pesos:  360  millones  en  ce- 
reales, 20  millones  en  vinos  y  licores,  76  en  maderas  de  cons- 
trucción, 63  en  lanas,  23  en  carbón,  20  en  azogues,  dejando  sin 
computar  tanto  el  valor  de  las  demás  distintas  clases  de  me- 
tales que  se  explotan  en  aquella  región  privilegiada,  cuanto 
el  del  producto  de  sus  muchas  industrias  fabriles. 

En  1878,  216  cargamentos  con  8.069,825  quintales  de  trigo 
salieron  de  California  para  muchos  puntos  de  la  tierra,  re- 
presentando un  valor  de  14.464,166  pesos;  2.612,777  quintales 
de  harina  y  41.000,000  de  libras  de  lana;  siendo  muy  de  notar, 
que  ese  pozo,  al  parecer  de  inagotable  producción,  no  alcan- 
zaba entonces  a  contar  con  un  millón  de  habitantes. 

El  Sacramento,  el  San  Joaquín  y  sus  numerosas  confluen- 
cias, reunidas  en  un  solo  cuerpo,  se  abren  paso  al  través  de 
la  tierra  granífica  de  la  costa,  formando  la  imponente  gar- 
ganta de  la  Puerta  del  Oro,  por  donde  se  lanzan  al  Pacifico. 
Los  valles  de  esas  dos  preciosas  hoyas  hidrográficas,  los  sua- 
ves recuestos  de  las  siempre  verdes  colinas  que  descienden 
hasta  ellos;-  las  frutas  y  las  flores  silvestres  que  en  otras  re- 
giones se  cultivan  y  que  en  ésta  parecen  hijas  de  su  suelo;  la 
presencia  de  la  frutilla,  de  la  frambuesa,  de  la  parra  y  de  la 
avena;  el  vigor  sorprendente  y  la  lozanía  de  las  selvas,  entre 
las  cuales  figuran  el  pino,  el  ciprés,  el  roble  y  el  cedro;  sus 
ricas  minas  de  carbón,  de  hierro,  de  plata  y  de  cinabrio;  sus 
fuentes  de  petróleo  y  de  aguas  saladas;  la  benignidad  del  cli- 
ma, todo  expresa  con  elocuente  claridad  que  el  oro  no  es, 
por  cierto,  como  queda  dicho,  la  mayor  riqueza  de  aquella  re- 
gión afortunada. 

Complace  seguir  los  progresos  de  la  civilización  y  de  la 
industria,  aunque  sea  a  paso  acelerado. 

Los  soldados  del  inmortal  Cortés  habían  visitado  Cali- 
fornia en  el  año  1533.  Don  Fernando  de  Ulloa  recorrió  sus 
costas  en  1539.  La  España  tomó  posesión  del  todo  en  1602,  y 
sólo  cuarenta  años  después  la  Compañía  de  Jesús  se  encargó 
de  echar  en  aquella  región  las  primeras  bases  de  la  civiliza- 
ción. 

Esparcidos  en  los  406.000  kilómetros  de  terrenos  de  que 
consta  la  Alta  California,  vivían  en  el  año  de  1790,  7.148  indi- 
viduos de  la  raza  humana;  en  1801,  13.668;  y  en  1846,  ape- 
nas llegaba  el  número  total  de  sus  habitantes,  así  indígenas 
como  extranjeros,  a  25.000.  El  año  1848  se  anexó  California  a. 
los  Estados  Unidos,  y  un  año  después  ya  alcanzó  su  población 
foránea  a  iiO.OOO  almas. 

Aquella  imponente  y  tosca  naturaleza,  cuyo  misterioso 
mutismo  sólo  interrumpían  de  vez  en  cuando  las  perturba- 
ciones  atmosféricas;    los   destemplados    gritos   del    montaraz 


238  VICENTE     PERE^     ROSALES 

indígena,  cuando  celebraba  el  éxito  de  sus  depredaciones  so- 
bre el  fruto  de  los  primeros  pasos  del  hombre  civilizado  en 
aquellos  desamparados  lugares;  el  graznido  del  cuervo;  el 
aullido  del  coyote;  el  relincho  del  ciervo  o  la  algazara  de  las 
aves  silvestres:  ¿qué  fué  de  todo  esto  un  año  después  de  co- 
menzar a  enseñorearse  en  ella  la  civilización,  la  industria  y 
el  trabajo? 

Un  año  después  los  rios  navegables  y  sus  puertos  se  mi- 
raron llenos  de  embarcaciones  cargadas  de  mercaderías  y  de 
pasajeros;  un  año  después  las  ciudades  se  levantaban  en  to- 
das partes,  como  por  encanto,  al  ruidoso  compás  de  la  sie- 
rra y  del  martillo;  y  las  selvas,  cuya  sombría  base  oponía 
obstáculos  a  la  vegetación  anual,  repercutían  al  estruendo 
de  la  "caída  de  sus  gigantescos  árboles  a  impulso  de  los  pau- 
sados golpes  del  hacha,  precursora  siempre  del  arado  en  las 
regiones  montañosas.  Incendios  promovidos  por  la  mano  del 
hombre  civilizado,  al  propio  tiempo  que  extirpaban  la  plaga 
de  ponzoñosos  zancudos  que  imperaba  en  las  márgenes  de  los 
ríos  y  en  las  marismas,  destruían  el  secular  acopio  de  yerbas 
y  de  espadañas,  cuyas  cenagosas  bases  infestaban  la  atmós- 
fera con  exhalaciones  deletéreas.  Abríanse  caminos  en  todas 
direcciones;  el  rigor  de  las  armas  perseguía  al  indígena  que 
no  se  entregaba  dócil  al  trabajo,  sin  dejarle  sentar  pie  en 
parte  alguna;  y  las  mentadas  Cordilleras  Rocosas,  cuyos  de- 
rrumbes y  áridos  crestones  jamás  habían  sido  visitados  por  el 
hombre,  ostentaban  por  todas  partes  grupos  de  trabajadores, 
caravanas  de  viajeros  y  recuas  de  muías,  que,  cargadas  de 
herramientas,  de  vestuarios  y  mantenciones,  proveían  las 
necesidades  de  los  esforzados  aventureros,  que  ya  con  el  agua 
a  la  cintura,  o  ya  sudando  con  la  picota  en  medio  de  los  se- 
canos, se  empeñaban  en  extraer  el  oro  de  las  entrañas  de  la 
tierra. 

La  iniciativa  individual,  la  poderosa  acción  de  sus  fuer- 
zas combinadas,  la  actividad  y  el  arrojo  que  con  tanta  cons- 
tancia cuanto  afán,  echaron  en  aquellos  lugares  la  verdadera 
simiente  del  progreso  material  e  intelectual  de  las  naciones, 
no  podían  menos  de  producir  lo  que  con  general  asombro 
hemos  visto  veintiséis  años  después,  esto  es,  levantarse  ante 
la  faz  del  mundo  un  poderoso  Estado  que  lleva  con  razón  el 
honroso  título  de  Segundo  Emporio  del  Comercio  en  el  conti- 
nente americano. 

Esos  veintiséis  años  han  bastado  al  trabajo,  a  la  indus- 
tria y  al  comercio,  bajo  la  égida  del  buen  sentido  práctico,  pa- 
ra acumular  dentro  de  las  fronteras  de  aquel  adolescente 
Estado  cuanto  puede  apetecer  para  su  dicha  el  hombre  más 
exigente  y  delicado;  porque  a  los  especialisimos  esfuerzos  de 


RECUERDOS     DEL     PASADO  239 

las  notables  gentes  de  todas  las  nacionalidades  que  concu- 
rrieron a  California,  se  unia  el  espíritu  yanqui  que  nunca 
conquista  sólo  por  el  placer  de  conquistar. 

Por  entre  las  cureñas  de  los  cañones  de  sus  ejércitos  se 
veía  siempre  caminar  el  carro  de  la  imprenta;  y  de  cada  cuar- 
tel general  salían  día  a  día  millares  de  impresos,  llevando  a 
todas  partes,  ya  la  noticia  de  los  triunfos  para  alentar  al  sol- 
dado, ya  el  prospecto  de  la¿  ventajas  que  ofrecía  al  país  ocu- 
pado su  inmediata  y  pacífica  anexión  a  la  Unión  Americana. 
Así  fué  que  apenas  había  el  arrojado  comodoro  John  D.  Sloat, 
alentado  con  la  victoria  de  Palo  Santo  y  Resaca  de  la  Palma, 
tomado  posesión  de  Monterrey  a  nombre  de  los  Estados  Uni- 
dos, cuando  se  vio  aparecer  en  aquel  pueblo  el  diario  Califor- 
nian,  al  mismo  tiempo  que  se  echaban  los  cimientos  de  un 
templo  que  acreditaba  la  libertad  de  cultos,  y  los  de  dos  es- 
cuelas, cuya  espaciosa  y  elegante  construcción  contrastaba 
con  la  de  los  pesados  edificios  de  la  colonia  española. 

Convenida  la  anexión,  lo  primero  que  acordó  el  Congreso 
fué  la  cesión  de  medio  millón  de  acres  de  terrenos  para  el  sos- 
tenimiento de  las  escuelas,  y  cada  circunscripción  municipal, 
movida  por  idéntico  espíritu,  reservó  en  cada  uno  de  sus  más 
valiosos  centros,  dos  con  el  mismo  objeto. 

Al  año  siguiente  de  la  aparición  del  Californian  de  Mon- 
terrey, la  modesta  aldea  de  Yerbas-Buenas,  hoy  San  Fran- 
cisco, contaba  con  el  Californian  Star,  y  dos  años  después,  con 
el  Alta  California,  el  Pacific  News,  el  Journal  du  Commerce, 
el  Californian  Courrier,  el  Herald  y  el  Evening  Picayume.  Las 
poblaciones  en  cierne  Sacramento  y  Stockton  contaban,  la 
primera,  con  el  Transcript  y  el  Placer  Times;  y  la  segunda 
con  el  Journal  Times.  Sonora  también  contó  su  Herald,  y  has- 
ta el  aduar  de  puras  tiendas  de  campaña  Marysville,  con  otra 
publicación  del  mismo  nombre. 

Veinticuatro  años  después,  en  sólo  la  ciudad  de  San  Fran- 
cisco, cuya  población  alcanzaba  ya  a  300.000  almas,  veían  la 
luz  pública  16  diarios,  43  semanarios,  un  bisemanal,  15  re- 
vistas mensuales  y  quincenales;  en  todo  el  Estado,  239  diarios 
y  periódicos. 

Pero  muy  equivocado  e  injusto  además  andaría,  vuelvo  a 
repetirlo,  quien  atribuyese  el  fenómeno  de  esa  transforma- 
ción al  solo  influjo  de  la  raza  sajona.  Débese  tam.bién  al  con- 
curso individual  de  lo  más  audaz  y  emprendedor  de  cuanto 
descuella  en  todas  las  demás  razas  humanas.  Aludiendo  a  tan 
milagrosa  transformación,  me  decía  el  sabio  escritor  S.  C. 
Uphan,  a  fines  del  año  49,  lo  que  escribió  muchos  años  des- 
pués: Those  who  have  inmigrated  here  are  the  cream  of  the 
populace.  Hombres   que   no   encontrando   en   sus   respectivas 


240  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

patrias  campo  que  diese  pábulo  a  su  actividad,  le  buscaron 
animosos  en  la^  vírgenes  playas  americanas,  y  allí  le  encon- 
traron. El  alemán,  el  irlandés,  el  francés,  el  italiano,  el  espa- 
ñol. €l  chino  y  todo  aquel  que  no  siente  en  su  corazón  la  in- 
fluencia de  su  propio  valimiento,  o  que  no  se  cree  con  la  ener- 
gía suficiente  para  arrostrar  trabajos  y  peligros  lejos  del  país 
que  lo  vio  nacer,  no  emigra;  asi  como  no  emigran  de  los  lu- 
gares donde  pueden  ser  utilizados  los  conocimientos  profe- 
sionales en  las  ciencias  y  en  las  artes. 

No  debe,  pues,  a  una  so.a  raza  su  población  y  sus  progre- 
sos la  actual  California;  débelo,  con  contadas  excepciones, 
como  queda  dicho,  a  la  nata  del  espíritu  de  empresa  de  las 
naciones  todas. 

Para  patentizar  esta  verdad,  un  sentimiento  de  orgullo 
patriótico  me  obliga  a  consignar  aqui  algunos  rasgos  de  ini- 
ciativa individual,  hijos  ds  chilenos,  y  se  verá  que  esa  virtud 
no  tiene  patria  conocida. 

La  fundación  del  pueblo  Marysville  se  debe  a  la  iniciativa 
del  chileno  don  José  Manuel  Ramírez  y  Rosales. 

El  primer  buque  de  mayor  calado  que  se  atrevió  a  llegar, 
sin  guía,  al  puerto  de  Sacramento  y  que  ancló  orgulloso  en 
él,  celebrado  con  los  hurras  de  toda  la  población,  fué  la  barca 
chilena  Natalia,  que  corría  a  cargo  de  los  hermanos  Luco. 

El  primer  buque  que  por  ganar  tiempo  se  constituyó  en 
muelle-almacén,  varándose  en  una  calle  de  San  Francisco 
que  desembocaba  en  los  barros  de  la  baja  marea,  fué  tam- 
bién chileno,  y  quien  le  varó  don  Wenceslao  Urbistondo. 

El  primer  hospital  de  caridad  instalado  en  Sacramento 
se  debió  a  la  generosidad,  tan  rara  entonces,  de  los  señores 
don  Manuel  y  don  Leandro  Luco,  quienes  franquearon  la  barca 
Natalia  y  cuanto  en  ella  había  para  la  consecución  de  tan 
noble  fin. 

Obsérvase  muchas  veces  que  aquellos  acontecimientos  que 
menos  parecen  prestarse  a  la  consecución  de  algún  objeto, 
son  precisamente  los  precursores  de  ella;  tal  fué  la  revolu- 
ción de  julio  del  año  Í830  en  Francia.  De  su  sangriento  foco 
salló  escapado  como  por  milagro  quien  debía  descubrir  el  oro 
de  California. 

:Es  indudable  que  este  Estado  en  manos  de  la  raza  sajona, 
aun  sin  oro,  hubiera  pedido  por  lo  menos  alcanzar  la  misma 
prosperidad  de  que  gozan  en  el  día  sus  demás  hermanos  de 
ia  Unión  Americana;  pero  es  seguro  que  a  ia  revolución  de 
julio  debe  su  brillante  y  acelerada  entrada  en  el  rango  de 
las  naciones  prósperas  y  civilizadas.  La  mano  de  lá  suerte 
salvó  al  6.'  regimiento  de  guardias  suizas,  por  estar  en  Greno- 
ble,  de  la  matanza  de  los  días  de  julio  en  la  capital  de  la 


RECUERDOS     DEL     PASADO  241 


iPrancia,  y  a  esta  salvación  debió  su  vida  el  bizarro  capitán 
John  Sutter,  que  comandaba  una  de  sus  coimpañías. 

Recuerdo  que  entre  la  densa  niebla  que  producia  el  humo 
de  la  pólvora,  mezclado  con  el  de  los  incendios  en  el  espan- 
toso día  26  de  aquel  terrible  mes,  alcancé  a  divisar  colgados 
de  las  cuerdas  que  atravesadas  de  un  lado  a  otro  en  las  ca- 
lles servían  para  el  sostén  de  los  fardes  del  adumbrado  pú- 
blico, ensangrentados  jirones  de  uniformes  militares;  y  que 
en  los  contornos  del  palacio  d-e  las  Tullerías  sólo  se  veían  los 
que  vestían  aquellas  afamadas  guardias  suizas  que,  a  falta 
de  más  lucrativa  ocupación  en  su  propia  patria,  vendían  en 
la  ajena  su  brazo  y  su  sangre  para  defender  con  la  suya  la 
vida  de  los  soberanos  franceses. 

Disuelto  el  6.'-  regimiento  suizo,  estacionado  entonces  en 
Grenoble,  así  como  '  fueron  disueltos  todos  los  demás  cuer- 
pos mercenarios  que  existían  en  Francia  por  orden  inmedia- 
ta y  expresa  de  Luis  Felipe  de  Orleáns.  a  la  sazón  general  del 
reino  después  de  la  expulsión  de  Carlos  X,  el  predestinado 
Sutter  tcrnó  vivo  a  su  patria. 

El  temple  de  alma  de  los  aventureros  suizos  que  alquila- 
ban su  vida  para  dsfender  la  del  tirano  que  mejor  les  paga- 
se, no  dejaba,  por  cierto,  ni  aun  vislumbrar  que  entre  seme- 
jantes perros  guardianes  pudiese  encontrarse  un  hombre  que 
a  la  rectitud  de  corazón,  a  sus  calificadas  luces,  a  su  prodi- 
giosa pero  noble  ambición  imiese.  como  Sutter,  una  intrepi- 
dez a  toda  prueba  y  una  inapelable  fe  en  los  prodigios  que 
coronan  siempre  la  constancia  y  el  trabajo. 

Era  el  capitán  John  Sutter,  un  joven  alto,  bien  propor- 
cionado y  de  bizarra  y  militar  apostura.  Hijo  de  los  cantones 
suizos,  donde  se  refugió  después  de  la  catástrofe  de  julio,  las 
muy  pobladas  e  industriosas  montañas  de  su  patria,  la  suma 
pobreza  en  oue  había  quedado  y  la  sed  de  engrandecerse  y 
de  buscar  aventuras,  no  tardaron  en  hacerle  comprender  que 
Europa  era  el  campo  menos  apropiado  para  sacar  provecho 
del  capital  del  aventurero,  que  pocas  ocasiones  se  reduce  a 
más  que  a  ingenio,  a  valentía  y  a  capacida'd  de  sufrir  percan- 
ces, por  duros  y  dolorosos  que  ellos  fueren.  Armado,  pues,  de 
valor,  lleno  de  esperanzas,  se  trasladó  a  las  llanuras  del  Mis- 
souri. 

Pero  estaba  escrito  que  había  de  encontrar  en  todas  partes 
dificultades  para  alcanzar  su  ambicioso  prepósito  de  figurar 
en  primera  escala  en  el  lugar  de  su  residencia.  Sucedióle  en 
Norte  América  algo  análogo  a  lo  que  le  había  sucedido  en  su 
patria.  Su  falta  de  recursos  pecuniarios  en  medio  de  una 
población  apiñada  e  industriosa,  le  lanzaron  de  ella;  la  suma 
actividad  y  la  iniciativa   individual  del  yanqui  le  obligaron 


242  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


a  alejarse  de  c.ste  otro  pnia  donde  forzosamente  debía  ocupar 
un  lugar  relativamente  secundario;  asi  fué  que  sin  más  es- 
perar, buscó  en  la  América  esipañoaa  lo  que  no  le  era  dado 
encontrar  en  la  inglesa. 

Acompañado  de  algunos  aventureros  tan  arrojados  como 
él,  abandonó  Sutter  a  Jackson  Country  del  Missouri,  y  ponién- 
dose en  marcha  en  demanda  de  la  nueva  región  que  dsbla 
satisfacer  sus  aspiraciones,  llegó,  después  de  mil  aventuras 
y  trabajos,  en  agosto  de  1838,  a  los  ruiseños  campos  que  me- 
dian entre  la  que  es  hoy  ciudad  de  Sacramento  y  el  mentado 
río  Americano  de  la  Alta  California,  sección  entonces  de  ¡la 
República  Mexicana. 

El  aspecto  del  lugar,  la  calidad  de  los  terrenos,  la  pujan- 
za de  su  lujuriosa  vegetación  y  la  proximidad  del  extremo  nave- 
gable de  un  poderoso  río.  cautivaron  el  corazón  de  aquel  hom- 
bre eminentemente  colonizador;  asi  fué  que  la  idea  de  no 
encontrar  en  aquel  desierto  más  dificultades  para  explotar 
sus  riquezas  que  aquellas  que  podía  vencer  su  constancia  y 
su  calificado  valor,  le  determinaron  a  solicitar  del  gobierno 
mexicano  la  cesión  graciosa  de  una  propiedad  territorial, 
obligándose  él  a  contener  y  a  castigar  a  las  indiadas  que  la 
poblaban,  en  caso  que  éstas  siguiesen  ejerciendo  depreda- 
ciones sobre  la  población  civilizada  de  aquella  peligrosísima 
frontera. 

México  accedió  gustoso  a  su  demanda,  como  había  acce- 
dido antes  a  la  solicitud  de  unos  inmigrados  rusos  que,  colo- 
cados a  corta  distancia  del  terreno  concedido  a  Sutter,  se 
ocupaban  en  colectar  pieles  y  en  la  pesca  del  salmón. 

La  presencia  de  otra  colonia  tan  autorizada  como  la  rusa, 
y  tan  inmediata  a  la  que  nuestro  aventurero  pensaba  fundar, 
era  sin  duda,  un  poderoso  entorpecimiento  para  que  se  pu- 
diesen llevar  a  feliz  término  el  cúmulo  de  proyectos  que  bu- 
llían en  la  imaginación  del  recién  llegado.  Asi  fué  que,  sin 
reparar  en  sacrificios,  no  sólo  compró  a  la  colonia  rusa  todos 
sus  derechos  a  la  antigua  misión  de  la  Bodega,  sino  que  logró, 
con  bien  calculadas  concesiones,  asociar  a  su  empresa  a  los 
miembros  dispersos  del  disuelto  establecimiento,  y  con  ellos 
dio  principio  a  sus  tareas  con  la  erección  de  un  fuerte  que 
pudiese  servirle  de  base  para  su5  futuras  operaciones. 

El  antiguo  soldado  de  guardias  suizas  sabia  por  experien- 
cia que  para  dominar  sólo  hay  dos  caminos:  el  de  atraer  con 
dulzura  haciendo  grata  la  obediencia,  o  el  de  imponerla  con 
rigor,  haciendo  entender  al  agredido  que  toda  resistencia  es 
excusada  por  útil. 

Misiones  y  otros  medios  más  sentimentales  que  prácticos 
habían  sido  hasta  entonces,  sin  resultado,  empleados  por  las 


RECUERDOS     DEL     PASADO  243 


autoridades  mexicanas  para  modificar  el  f€roz  carácter  del 
indio  de  aquellas  comarcas;  no  quedaba,  pues,  otro  arbitrio 
civiilizador,  que  el  del  empleo  de  la  fuerza  dirigida  por  el  sa- 
ber. Nosotros  hemos  empleado  más  de  tres  siglos  consecuti- 
vos el  mismo  sistema  mexicano  para  atraer  y  civilizar  a  nues- 
tros araucanos,  y  sólo  ahora  empezamos  a  conseguir,  aunque 
a  medias,  aquello  que  con  un  poco  más  de  energia  y  de  juicio 
hubiéramos  podido  conseguir  de  tiempo  atrás;  porque  el  in- 
dio montaraz,  voluntarioso  o  de  malos  instintos,  sólo  acepta 
la  paz,  el  respeto  a  lo  ajeno  y  el  trabajo,  cuando  llega  a 
persuadirse  de  que  por  el  solo  hecho  de  ponerse  al  alcance  de 
ia  bala  de  un  rifle,  si  viene  con  ánimo  hostil  debe  morir  o 
ser  encadenado. 

Fué,  pues,  Sutter  en  sus  primeros  pasos,  cruel;  y  sin  más 
recursos  que  su  valor  y  el  de  sus  abnegados  compañeros,  al- 
ternando la  espada  con  el  arado,  peleó,  venció,  labró  la  tie- 
rra, obligó  por  fuerza  a  trabajar  en  ©Ha  a  los  vencidos,  y  sólo 
cuando  la  indiada  traicionera  y  veleidosa  llegó  a  persuadirse 
de  que  tenía  que  optar  entre  la  muerte  o  la  sumisión,  comen- 
zó nuestro  adelantado  a  poner  en  p'lanta  aquel  cúmulo  de 
ideas  civilizadoras  que  tanto  le  enaltecen.  Repartió  propie- 
dades entre  los  indígenas  de  su  comarca,  les  dio  vestidos,  les 
dio  'hasta  colchones,  para  que  se  acostumbrasen  a  comodida- 
des de  que  sólo  podían  gozar  al  lado  del  hombre  civilizado: 
erigió  escuelas,  se  constituyó  en  inexorable  juez  de  sus  pri- 
vadas desavenencias;  y  les  protegió  contra  las  tribus  lejanas 
independientes,  sobre  las  cuales  sólo  hizo  gravar  ©1  peso  de 
cuantiosos  tributos. 

Les  enseñó  después  a  labrar  la  tierra,  erigió  entre  ellos 
talleres  de  carpintería  y  de  herrería,  les  compró  el  fruto  de 
sus  trabajos,  y  por  últim.o,  para  coronación  de  la  obra  de  este 
modelo  de  colonizadores,  elevó  a  los  indígenas  que  más  lo  me- 
recían, a  la  categoría  de  socios  suyos. 

De  este  modo,  a  fuerza  de  trabajo,  de  prudencia  y  de  cons- 
tancia, logró  este  hombre  excepcional,  merecer  al  cabo,  el  codi- 
ciado nombre  de  padre,  que  le  daban  aún  cuando  el  que  es- 
tas lineas  escribe  recorría  aquellas  regiones,  los  mismos  indí- 
genas vencidos  a  quienes,  junto  con  el  amor  al  hogar,  que 
en  tan  poco  mira  el  hombre  errante,  supo  inculcar  el  amor  al 
trabajo. 

Oupo,  pues,  a  Sutter  la  gloria  de  erigir  la  primera  colo- 
nia modelo  que  floreció  en  la  región  occidental  del  continen- 
te americano;  por  esto  no  causa  extrañeza  que  en  el  ruidoso 
meeting  con  que  conmemoró  Filadelfia  el  año  de  1846  la 
anexión  de  California  a  los  Estados  de  la  Unión  Americana, 


244  Vicente   perez    rosales 

el  general  Gibson  dirigiese  a  Sutter  estas  merecidas  pala- 
bras : 

"Al  patriarca  de  California,  al  compatriota  de  Tell  y  de 
Washington,  puro  y  valiente,  de  noble  naturaleza  y  de  bon- 
dadoso corazón,  de  bíínigno  y  generoso  carácter,  padre  de  cada 
uno  de  sus  colonos  y  padre  de  todos  juntos,  merece  que  se  I^ 
erijan,  no  estatuas  de  mármol  ni  de  bronce,  sino  estatuas 
fundidas  con  el  oro  mismo  de  California." 

Entre  los  activísimds  trabajos  de  este  incansable  obrero 
de  la*  civilización  y  de  la  industria  figuraba  el  de  un  grands 
herido  para  mover,  con  las  correntosas  aguas  del  río  Ameri- 
cano, pocas  leguas  antes  de  su  confluencia  con  el  Sacramen- 
to, un  molino  de  aserrar  y  pulimentar  las  valiosísimas  made- 
ras de  cedros  y  de  pinos  que  poblaban  los  contornos  de  aquel 
valle.  Entre  la  rústica  peonada  que  trabajaba  en  el  canal,  se 
encontraba  un  tal  J.  James  Mar^hall.  a  cuyo  robusto  pico  se 
deben  las  primeras  pepas  de  oro  que  tanto  influjo  debían 
ejercer  sobre  el  comercio  del  mundo,  y  a  las  que  indudable- 
mente debe,  el  no  ha  mucho  olvidado  California,  la  rapidez 
de  sus  envidiables  adelantos. 

La  desastrosa  guerra  de  los  Estados  Unidos  con  México, 
iniciada  en  septiembre  de  1846  a  consecuencia  de  la  anexión 
de  Tejas  al  grande  Estado  Anglo-Americano,  y  terminada  con 
el  tratado  de  Guadailupe  Hidalgo  en  febrero  de  1848,  coinci- 
dió con  el  descubrimiento  del  oro  en  la  Alta  California.  Los 
últimos  cañonazos,  pues,  que  se  dispararon  en  esta  guerra, 
vinieron  a  anunciar  a  nuestro  feliz  aventurero  que,  junto 
con  su  fortuna,  había  cambiado  también  su  nacionalidad 
adoptiva. 

Pronto  pepas  de  oro  de  una,  de  dos,  de  cuatro  y  hasta  de 
seis  libras  circularon  con  la  rapidez  del  rayo  por  todos  los 
mercados  de  la  tierra;  y  en  todas  partes  resonó  a  un  tiempo 
la  alarmante  corneta  de  reunión  a  la  feria  que  ofrecía  al 
arrojo  y  al  trabajo,  la  envidiable  esperanza  de  seguras  y  rá- 
pidas fortunas. 

¿Cuánto  valía  hasta  el  año  de  1848  en  Chile,  nuestra  mo- 
desta fanega  de  riquísimo  trigo?  Seis  reales,  ocho  reales,  doce 
reales,  dos  pesos  cuando  más.  según  el  punto  más  o  menos 
lejano  de  los  centros  de  inmediato  consumo  de  aquel  donde  se 
había  cosechado.  ¿Quién  hablaba  entonces  de  exportar  para 
Europa  este  ramo  principal  de  nuestra  riqueza  agrícola  en  el 
día?  Sólo  28  años  después  de  la  época  a  que  me  refiero,  se 
vio  llegar  a  Marsella,  y  en  buque  chileno,  el  primer  carga- 
mento de  trigos  que,  en  calidad  de  tímido  en.sayo,  había  atra- 
vesado el  Atlántico.  Los  terneros  de  año  se  compraban  por 
mayor  a  razón  de  tros  pesos  cada  uno.  Las  vacas  para  engor- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  245 


dar  se  compraban  a  ocho  pesos,  los  bueyes  alcanzaban  el  pre- 
cio de  catorce.  Las  ovejerías  se  repartían  a  los  vaqueros,  en 
calidad  de  raciones,  sin  más  cargo  que  el  de  responder  del 
capital.  Un  pavo  de  mechón  valía  cuatro  reales,  una  carga 
entera  de  alfalfa  otros  cuatro,  y  aun  se  callejeaban  en  nues- 
tro feliz  Santiago  manzanas  a  medio  el  ciento.  Un  capital  de 
25.000  pesos,  ración  de  hambre  en  el  día,  convertía  al  feliz 
poseedor  de  tamaña  fortuna  en  envidiable  partido  para  ob- 
tener la  mano  de  una  codiciada  compañera;  pero,  ¡cuánto 
costaba  al  simple  industrial,  con  los  precios  que  dejo  indicados, 
alcanzar  a  reunir  esos  25.000  pesos!  No  es,  pues,  de  extrañar 
que  las  noticias  de  las  fabulosas  riquezas  descubiertas  en  Cali- 
fornia conmoviesen  a  un  tiempo  al  comercio,  a  los  deshereda- 
dos de  la  fortuna,  y  aun  a  los  mismos  a  quienes  más-  parecía 
ésta  sonreír. 

Embajadores  autori^iados  de  esas  riquezas,  pero  ocultos  al 
principio,  las  pepas  de  oro  no  tardaron  en  salir  a  toda  luz  en- 
tre nosotros,  y  cobrando  su  fama  las  proporciones  de  la  ca- 
lumnia del  Barbero  de  Sevilla,  lograron  producir  en  los  áni- 
mos de  los  tranquilos  chilenos  la  explosión  de  aquel  fetoril 
movimiento  que,  desoyendo  las  voces  de  la  prudencia,  condujo 
a  miles  de  aventureros  al  rico  panal  de  miel  donde  tantas 
esperanzas  perecieron. 

Para  los  que  daban  ascenso  a  la  existencia  del  oro  cali- 
íornés  sólo  era  imprudente  aquel  que  no  se  precipitaba;  y, 
¿qué  mucho  es  que  entonces  eso  sucediese,  cuando  hoy  mis- 
mo deploramos  decepciones  ocurridas  ayer? 

¡El  hombre  parece  que  hubiera  nacido  para  no  escar- 
mentar! El  comercio  preparaba  cargamentos;  el  que  algo  te- 
nía no  pudiendo  ir  en  persona,  habilitaba  empresas;  el  que 
tenía  poco,  realizaba  para  costear  el  viaje,  y  el  que  nada  tenía, 
o  costeaba  su  propio  pasaje  en  calidad  de  marinero,  o  empe- 
ñaba su  trabajo  por  escritura,  en  cambio  del  valor  del  costo 
de  su  traslación  a  ese  Dorado,  Mil  y  una  Noches  convertidas 
en  realidad. 

En  medio  de  semejante  batahola,  no  era  posible  que  el  que 
estas  modestas  líneas  escribe,  avezado  a  los  percances  de  una 
vida  siempre  borrascosa  y  llena  de  aventuras,  permaneciese 
impasible  ante  tan  febril  movimiento. 

Cuatro  hermanos,  un  cuñado  y  dos  sirvientes  de  toda  con- 
fianza, constituyeron  el  personal  de  nuestra  exipedición  a 
California. 

Voy  a  indicar  cuál  fué  el  caudal  de  los  medios  de  acción 
de  que  pudimos  disponer,  al  acometer  una  empresa  que  nos 
separaba  más  de  6.700  millas  de  la  patria  y  de  nuestras  tier- 
nas afecciones  para  que  el  lector  deduzca  de  él,  cuál  fué  el  de- 


24G  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


la  mayor  parte  de  los  aventureros  chilenos  que  sin  contar,  ni 
con  mucho,  con  nuestros  recursos,  se  lanzaron  impávidos  en 
pos  de  la  fortuna  a  una  región  lejana,  en  la  cual  hasta  el 
aire  que  debían  respirar  en  ella  les  era  de  todo  punto  des- 
conocido. 

Reducíase  el  capital  social  de  nuestra  calaverada  a: 

Seis  sacos  de  harina  tostada. 

Seis  de  fréjoles. 

Cuatro  quintales  de  arroz. 

Un  barril  de  azúcar. 

Dos  de  vino  de  Concepción. 

Un  pequeño  surtido  de  palas,  hachas  y  barretas. 

Un  perol  de  fierro;  pólvora  y  plomo  para  balas. 

Doscientos  cincuenta  pesos  libres  en  metálico  y  612  para 
costo  del  pasaje. 

El  equipo  privado  de  cada  uno,  aparte  de  la  ropa  blanca, 
que  allá  se  abandonó  porque  no  había  quien  se  ocupase  en 
lavar  trapos,  sino  en  lavar  oro,  constaba:  de  bota  granadera, 
camisa  de  lana,  que  hacía,  al  mismo  tiempo,  de  chaqueta; 
grueso  pantalón  de  casimir;  cinturón  de  cuero;  un  puñal; 
una  chapa  de  pistolas:  un  rifle,  y  por  remate,  un  sombrero 
de  paño,  que  así  podia  hacer  las  veces  de  sombrero  como  las 
de  almohada.  Completaban  nuestro  individual  ajuar:  un  sa- 
quito  de  cuero  para  harina  tostada,  un  jarro  o  escudilla  de 
lata  capaz  de  soportar  la  acción  del  fuego,  los  arreos  del  ca- 
zador, y  un  mechero. 

No  diera  crédito  a  los  apuntes  de  la  época  que  tengo  a  la 
vista,  si  mi  memoria  no  lo  autorizara.  California  para  los  chi- 
lenos era  un  país  desconocido,  casi  un  desierto,  lleno  de  pe- 
ligros y  visitado  además  por  enfermedades  epidémicas.  Allí 
no  había  amigos  ni  relaciones  de  que  echar  mano;  la  segu- 
ridad individual  sólo  podía  encontrarse  en  el  cañón  de  una 
pistola,  o  en  la  punta  de  un  puñal;  y  sin  embargo,  el  robo, 
la  violencia,  las  enfermedades,  la  muerte  misma,  fueron  con- 
sideraciones secundarias  ante  el  brillo  halagador  del  oro. 

Nosotros,  como  se  deduce  de  la  naturaleza  misma  de  nues- 
tro cargamento,  sólo  debíamos  principiar  a  correr  aventuras 
después  de  llegar  a  California;  mas  no  así  aquellos  que  pa- 
gaban con  trabajo  de  marinero  su  pasaje,  ni  mucho  menos 
los  que  venian  en  pos  del  Dorado  desde  el  Atlántico.  Desde 
Valparaíso  a  San  Francisco  teníamos  sólo  que  navegar  al- 
gunas 6.700  millas,  mientras  que  desde  Norte  América  al  mis- 
mo lugar  no  había  menos  de  19.300. y  a  más  al  Cabo  de  Hor- 
nos. Principiaban,  pues,  mucho  antes  que  nosotros  a  pade- 
cer. Por  esto  admira  que  ni  los  afanes  y  sacrificios  para  cu- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  247 


brir  el  importe  del  pasaje,  ni  los  conocidos  percances  de  un 
viaje  en  el  cual  terciaban  con  frecuencia  muertes  desastrosas, 
fuesen  parte  a  templar  el  ardor  de  los  que  pretendían  em- 
prenderlo. 

Nosotros  mismos  conseguimos,  a  duras  penas,  cabida  en 
la  primera  cámara  de  la  barca  francesa  Stahueli,  por  encon- 
trarse ya  repleta  de  pasajeros;  con  todo,  no  habíamos  perdi- 
do un  momento  de  tiempo  entre  el  anuncio  del  viaje  y  el 
pago- de  nuestro  pasaje.  Fué  preciso  que  dejásemos  atrás  nues- 
tra carga,  embarcada  en  la  Julia,  para  no  atrasar  nuestra 
salida. 

El  día  20  de  diciembre  de  1848  logramos,  al  cabo,  zarpar 
de  Valparaíso,  diciendo  adiós  a  multitud  de  amigos  y  de  cu- 
riosos que,  con  los  semblantes  más  acontecidos  por  tener  que 
quedarse  atrás,  no  se  cansaban  de  suplicarnos  que  les  escri- 
biésemos cuanto  hubiese  de  verdad  sobre  la  tan  ponderada 
riqueza  del  lugar  adonde  la  buena  suerte  nos  encaminaba. 

Va,  pues,  a  principiar  desde  este  momento  el  relato  al- 
ternado de  serio,  de  ridículo  y  de  espantoso,  que  constituye 
la  calaverada  que  lleva  el  nombre  que  encabeza  estas  líneas. 

Era  en  aquella  época  capitán  de  puerto  el  señor  OrelláT\ 
Mandó  éste  despejar  a  los  que  no  debían  seguir  viaje,  y  al 
intimar  la  orden  a  un  aventurero  del  sexo  femenino,  nada 
más  que  porque  se  le  había  ocurrido  sacar  su  pasaporte  con 
el  nombre  de  Rosario  Améstica,  cuando  era  fama  que  había 
nacido  Izquierdo  en  Quilicura,  que  fué  Villaseca  en  Talca- 
huano.  Toro  en  Talca,  y  hasta  el  día  anterior,  Rosa  Montal- 
va  en  Valparaíso,  fué  tal  la  zambra  que  armó  esta  arrojada 
mujer,  fresca  y  dbnosa  todavía,  por  quedarse  a  bordo,  que  ca- 
si fué  causa  de  una  revolución  entre  los  pasajeros  de  proa, 
y  de  que  echasen  a  empellones  al  buen  Orella  al  mar.  Las  mi- 
radas y  las  lágrimas  de  Rosarito  hicieron  brotar  como  por  en- 
canto del  entrepuente,  testigos  de  la  intachable  moralidad  de 
tan  púdica  doncella . .  .  Este  la  había  visto  nacer,  aquél  fué 
su  padrino,  todos,  en  fin,  habían  tenido  que  hacer  con  ella, 
y  todos  a  una  aseguraban  que  era  Améstica  y  no  otra  co- 
sa; así  fué  que  quiso,  que  no  quiso  el  capitán  de  puerto  la  de- 
jó a  bordo,  con  general  contento  de  muchos  alegres  pasa-I 
jeros.  -^ 

Constaba  el  número  de  los  viajeros  de  noventa  hombres, 
tres  mujeres,  cuatro  vacas,  ocho  cerdos,  tres  perros,  diecisip= 
te  marineros,  un  capitán  y  un  piloto. 

Ninguno  se  acordó,  en  los  momentos  de  salir,  de  los  peli- 
gros y  trabajos  que  le  esperaban.  Todos  a  una  alentábamos 
con  nuestros  deseos  la  fresca  brisa  que  nos  empujaba,  y  per- 
dimos de  vista  el  suelo  patrio,  sin  que  un  solo  suspiro,  ni  el 


248  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

más  leve  remordimiento   diese  a  entender  que  conocíamos  la 
magnitud  de  nuestra  común  temeridad. 

Entre  los  pasajeros  de  sobrecubierta  iba  don  N.  Alvarez, 
chileno  de  nacimiento,  flacucho  de  cuerpo,  y  de  carácter  tan 
excéntrico  y  al  parecer  tan  malicioso,  que  siendo,  como  lo  era, 
rico,  y  pudiendo  ir  en  primera  cámara,  no  quiso  hacerlo,  por- 
que decia  que  los  franceses,  por  ladrones,  no  le  darian  de  co- 
mer en  ella  lo  mucho  y  bueno  que  él  llevaba  en  sus  cajones  de 
rancho.  En  la  primera  cámara  iban  los  señores  de  Boom, 
Pioche.  canciller  de  la  legación  francesa.  Bayerweck,  nos- 
otros, y  entre  los  demás  alegres  compañeros,  un  francés  de 
tan  abultadas  caderas,  que  para  entrar  en  la  cámara  por  la 
angosta  puertecilla  que  la  comunicaba  con  la  cubierta,  tenía 
siempre  que  ladearse.  Pusimosle  por  mal  nombre  Culatus. 

Para  conservar  la  ilación  de  estos  recuerdos,  voy  a  copiar 
algunos  pasajes  de  mi  diario. 

Dia  18  de  enero  de  1849.  Hasta  hoy  sólo  nos  atormenta 
una  monotonía  desesperadora  y  un  calor  sofocador.  El  as- 
pecto del  cielo  y  las  observaciones  del  capitán  nos  dan  a  en- 
tender que  ya  estamos  pasando  el  Ecuador.  De  pocos  días  a 
esta  parte  notamos  algún  descontento  en  los  pasajeros  de  proa. 
Alvarez  tercia  mucho  en  el  asunto,  porque  parece  que  sus 
provisiones,  mal  distribuidas,  no  le  alcanzarán  hasta  el  tér- 
mino del  viaje;  tememos  un  motín  a  bordo. 

19.  La  alegre  voz  de  "buque  a  la  vista"  nos  ha  llenado  a 
todos  de  contento.  A  las  nueve  de  la  mañana  la  maniobra  del 
buque  nos  dio  a  entender  que  deseaba  ponerse  al  habla,  y  a 
las  diez  vimos,  ccn  el  mayor  alborozo,  que^  puesto  en  facha 
arreaba  una  de  sus  embarcaciones.  Ciento  doce  hombres  lle- 
nos de  gusto  y  de  curiosidad  recibimos  la  visita  del  amable 
y  modesto  capitán  yanqui  que  nos  favorecía  con  su  presen- 
cia, y  los  marineros  que  le  acompañaban  casi  se  desmaya- 
ron de  envidia  al  ver  en  nuestro  poder  a  la  simpática  Ro- 
sarito. 

En  el  almuerzo  supimos  que  el  buque  se  llamaba  Ameri- 
can, y  que  su  capitán,  señor  John  Perkinson,  pensaba  reca- 
lar en  Talcahuano  antes  de  proseguir  su  viaje,  por  el  Cabo 
de  Hornos,  hacia  el  norte.  Todos  escribimos  con  febril  pre- 
cipitación a  nuestras  familias.  El  buen  Perkinson,  después 
de  haber  mirado  con  resignación  todo  el  aparato  de  nuestro 
buen  servicio  de  mesa,  nos  dijo  estas  palabras  que  nunca  po- 
dré olvidar. 

"Esta  es  la  primera  vez,  señores,  después  de  treinta  y 
nueve  mese.s  que  navego  .sin  desembarrar,  que  conuj  en  una 
mesa  de  tanto  lujo.  Ustedes  tienen  cubiertos,  platos,  buen  pan 
y  carne  fresca;  a  mí  se  me  ha  olvidado  ya  todo  esto:  galleta 


RECUERDOS     DEL     PASADO  249 


apolillada,  dura  y  negra,  y  mala  carne  salada,  han  sido  mis 
más  delicados  alimentos  desde  que  me  separé  de  mi  mujer 
y  de  mis  hijos.  Ustedes  son  muy  felices,  puesto  que,  a  más  de 
todo  esto,  van  a  buscar  oro  en  California;  pues  bien,  agre- 
gó con  un  suspiro,  no  les  envidio  su  suerte,  yo  me  marcho  a 
abrazar  a  mis  hijos". 

Este  día  ha  sido  para  nosotros  completo;  aun  no  había- 
mos perdido  de  vista  al  ballenero,  cuando  con  grande  alga- 
zara logramos  meter  a  bordo  un  monstruoso  tiburón.  Después 
de  lo  mucho  que  nos  costó  ultimarle,  tal  era  lo  que  se  defen- 
día a  coletazos,  le  encontramos  en  el  vientre  un  zapato  de 
marinero,  y  dos  tarros  de  sardinas  que  acabábamos  de  des- 
ocupar. El  corazón  de  este  voraz  animal,  colocado  en  un 
plato,  estuvo  dando  señales  de  vida  durante  tres  horas,  y  sal- 
taba cuando  se  le  tocaba. 

Día  30.  Son  las  ocho  de  la  noche;  hoy  hemos  pasado  un 
día  cruel,  que  pudo  haber  sido  desastroso.  Hacia  días  que  yo 
sospechaba  que  la  tranquilidad  de  nuestro  viaje  podía  ser  de 
un  momento  a  otro  perturbada  por  el  modo  altanero  con  que 
los  pasajeros  de  proa  trataban  a  la  tripulación,  y  casi  se  ha 
realizado  mi  pronóstico. 

Acabábamos  de  comer  cuando  entró  un  marinero  preci- 
pitadamente al  comedor  y  habló  en  secreto  al  capitán;  éste, 
demudado,  se  alzó  al  instante  de  su  asiento,  y  dirigiéndose 
con  voz  turbada  hacia  nosotros: 

— ¡Tenemos  revolución  a  bordo!,  nos  dijo.  Alvarez  la  ca- 
pitanea, y  si  ustedes  no  me  ayudan,  somos  perdidos! 

Como  era  ésta  la  peor  desgracia  que  podía  acontecemos, 
vista  la  índole  de  los  revoltosos,  mientras  todos  acudían  a 
armarse  en  sus  camarotes,  yo  me  lancé  sobre  la  cubierta  en 
busca  de  mis  sirvientes,  quienes,  ayudados  de  tres  peones  que 
yo  había  contratado  a  bordo  en  días  anteriores,  se  dieron  ta- 
les trazas,  que  antes  que  alcanzase  el  motín  al  grado  funesto 
de  enardecimiento,  lograron  reaccionar  y  entregarnos  desar- 
mado al  loco  autor  de  tan  descabellado  movimiento.  ¡No  es 
poca  nuestra  suerte!  El  preso  continuará  vigilado  hasta  el 
día  que  los  desembarquemos. 

Suspendo  momentáneamente  aquí  la  copia  de  mi  diario 
para  consagrar  a  este  inocente  y  loco  caballero,  a  quien  me- 
ses después  de  esta  ocurrencia  salvé  de  una  espantosa  muer- 
te, algunas  palabras. 

Vuelto  de  los  placeres  de  Sonora  para  desempeñar  una 
comisión  de  mis  consocios,  encontrábame  con  el  señor  Gui- 
lespie  pasando  el  sol  a  la  sombra  de  un  pino,  a  inmediacio- 
nes del  arruinado  fuerte  Sutter,  cuando  llegaron  a  nuestros 
oídos  las  alaridos  de  un  hombre  a  quien  otros  suspendían  so- 


250  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

bro  el  toldo  de  una  carreta.  Parecióme  conocer  la  angustiada 
voz  del  infeliz  que  imploraba  socorro.  Me  alcé  lleno  de  es- 
panto y  grité  a  Guilespie: 

—  ¡Matan  a  un  amigo,  corramos  a  salvarle! 

Por  fortuna  llegamos  a  tiempo.  Todavía  estoy  viendo  al 
infeliz  Alvarez  atado  del  pescuezo  al  gancho  de  un  árbol,  y 
sujetos  los  pies  con  otra  cuerda  en  el  toldo  de  una  carreta 
lista  para  marchar.  ¡Iba  a  ser  descuartizado!  Pasaba  yo  por 
francés  en  California,  y  sabía  que  el  nombre  de  Lafayette  co- 
rría con  veneración  entre  los  más  rústicos  americanos.  Invo- 
qué ese  mágico  nombre,  dije  que  Alvarez  era  el  único  pro- 
tector que  habían  tenido  los  franceses  en  Chile,  que  a  mí 
mismo  me  había  salvado  la  vida  y  que  yo  respondía  de  su 
honradez.  Mi  compañero  apoyó  automáticamente  cuanto  me 
oyó  decir,  y  la  mano  de  Dios  interviniendo,  Alvarez  fué  ba- 
jado con  respeto  de  aquel  atroz  e  improvisado  patíbulo! 

Debió  su  origen  este  acto  de  atropellada  y  bárbara  justi- 
cia al  carácter  entrometido  de  nuestro  atolondrado  paisano. 
Nunca  pude  saber  por  qué  había  ido  a  visitar  ese  aduar  de 
mineros  ambulantes;  y  como  se  extraviase  una  pala  y  no 
hubiese  entre  ellos  más  hombres  que  ese  descendiente  de 
africano,  como  llamaban  los  yanquis  a  los  chilenos  y  a  los  es- 
pañoles, se  atribuyó  a  él  el  robo,  y  sin  más  auto  ni  traslado, 
constituidos  aquellos  bárbaros  en  jurado,  iban  a  hacer  con 
Alvarez  lo  que  hacían  con  frecuencia  en  todas  partes  con  los 
ladrones  conocidos.  Cinco  días  enteros  estuvo  este  infeliz  ca- 
ballero fuera  de  juicio  y  como  dominado  por  una  estultez 
convulsiva.  Recobrado  después,  se  separó  de  nosotros  y  no  he 
vuelto  a  saber  más  de  él. 

Vuelvo  a  mi  interrumpido  diario. 

13  de  febrero.  Hoy  contamos  ya  47  días  de  viaje;  el  es- 
tado sanitario,  perfecto;  sólo  hemos  arrojado  al  mar  a  un  po- 
bre^ marinero  muerto.  Según"nTe  ha  dicho  el  capitán,  en  cosa 
de  cuáíro  días  más  llegaremos  al  país  de  la  esperanza  o  al 
de  la  decepción.  Viento  fresco;  caminamos  a  razón  de  ocho 
millas  por  hora;  si  así  sigue,  los  cuatro  días  se  tornarán  en 
dos.  Densas  nubes  nos  rodean  por  todas  partes.  El  capitán 
ha  lamentado  todo  el  día  la  ausencia  del  sol. 

Día  15.  Son  las  once  de  la  noche;  está  visto  que  nuestro 
fastidioso  viaje  no  quiere  terminar  sin  despedida.  Hace  sólo 
una  hora  que  debimos  haber  perecido  todos  estrellados  con- 
tra el  cordón  de  los  conocidos  farellones  que  se  alzan  a  cin- 
co leguas  de  la  entrada  al  puerto  de  San  Francisco.  Densa 
neblina,  calma  y  corrientes  han  tenido  justamente  preocu- 
pado a  nuestro  capitán  desde  que  vino  el  día.  A  las  cuatro 
de  la  tarde  hizo  acortar  velas  y  disponer  las  anclas.  Igno- 


RECUERDOS    DEL    PASADO  251 

rancio  lo  que  estas  medidas  significaban,  sólo  parecíamos  in- 
quietos los  que  estábamos  al  cabo  del  motivo  de  estas  órde- 
nes de  precaución.  Para  los  demás  todo  ha  sido  motivo  de 
contento,  y  con  razón,  porque  en  toda  larga  navegación  no 
hay  ni  puede  haber  sonido  que  sea  más  grato  al  oído  que  el 
que  produce  el  tendimiento  de  la  cadena  del  ancla  sobre  la 
cubierta,  anuncio  siempre  de  feliz  llegada. 

El  capitán,  para  conservarnos  en  pie  sin  alarmarnos,  nos 
propuso  una  partida  de  whist,  en  la  cual  tomó  también  parte 
él,  diciéndome  al  sentarse  y  en  secreto,  que  creía  que  ya  es- 
tábamos muy  inmediatos  a  los  farellones. 

Reinaba  en  la  cámara  el  mayor  contento;  unos  jugaban, 
otros  tomaban  té,  todos  hablaban  al  mismo  tiempo,  todos 
echaban  bravatas  refiriendo  lo  que  pensaban  hacer,  y  el  bue- 
no de  Culatus,  que  más  estaba  para  dormir  que  para  otra 
cosa,  colocada  su  corpulenta  humanidad  sobre  el  primer  pel- 
daño del  escalerin  que  conducía  de  la  cámara  a  la  cubierta, 
tomaba  tranquilamente  el  aire  en  él,  cuando  el  capitán,  sol- 
tando de  repente  el  naipe,  se  lanzó  sobre  la  cubierta.  Un  ins- 
tante después,  cuando  menos  lo  esperábamos,  las  aterrado- 
ras voces: 

— ¡Rocas  a  proa!...  ¡La  barra  al  viento!...  ¡Larga  to- 
do!..., produjeron  en  nosotros  el  efecto  de  un  rayo. 

Vueltos  del  primer  espanto,  nos  precipitamos  derribando 
asientos  y  quebrando  platos,  hacia  la  puerta  de  la  cámara, 
y  como  ésta  estuviese  obstruida  por  el  gordo  Culatus,  que  con 
el  susto  olvidó  que  debía  perfilarse  para  pasar  por  ella,  el  im- 
pulso combinado  de  todos  nosotros  despidió  como  taco  de  ca- 
ñón sobre  la  cubierta  el  endemoniado  promontorio  que  nos 
obstruía  el  paso,  y  pasamos  por  sobre  él.  La  hermosa  barca, 
en  tanto,  dócil  al  timón,  se  había  desviado  del  peligro,  de- 
jando a  popa  una  blanca  y  estruendosa  zona  de  espuma  que 
señalaba  la  base  de  las  negras  rocas  donde  debíamos,  sin  el 
celo  de  nuestro  capitán,  perder,  junto  con  nuestros  ensue- 
ños de  riqueza,  la  vida  misma. 

Siendo  peligrosísimo  proseguir,  y  habiéndonos  dado  la 
sondaleza  40  brazas  de  fondo,  soltamos  ancla. 

Día  16.  Calma,  mar  gruesa,  neblina  moj adora.  Nadie  ha 
dormido  anoche;  nos  rodea  una  nata  de  lobos  o  focas  que  se 
desprenden  de  las  rocas  y  caen  pesadamente  al  agua.  La  al- 
gazara de  las  aves  marinas  y  el  bramido  de  los  anfibios  nos 
ensordecen. 

Día  17.  Hoy  ha  seguido  la  niebla  desesperadora  y  aun 
llueve  con  fuerza.  A  mediodía,  favorecidos  por  el  viento,  le- 
vamos ancla  para  separarnos  de  nuestra  peligrosa  vecindad, 
y  ai  dar  primera  bordada  tierra  afuera,  casi  se  estrella  con 


252  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

nosotros  un  bergantín  que,  pasando  con\o  un  celaje  raspan- 
do la  popa  de  la  barca,  alcanzó  a  decirnos  algo  que  no  pudi-. 
moá  comprender  y  desapareció  entre  la  niebla.  ¡Qué  situa- 
ción tan  azarosa! 

Día  18.  ¡A  cuántos  contrastes  no  está  sujeta  la  vida  del 
navegante!  Medio  dormitando  tendidos,  sin  desnudarnos,  en 
nuestros  camarotes,  cuando  al  venir  al  día,  atronadores  vi- 
vas de  alegría  nos  hicieron  saltar  sobre  cubierta.  ¿Qué  nove- 
dad era  aquella? 

Pasado  al  bardón  de  espesa  niebla  que  a  guisa  de  telón  se 
interpone  casi  siempre  en  aquel  lugar,  entre  la  costa  y  los 
navios  que  se  dirigen  a  ella,  teníamos  a  la  vista  el  más  her- 
moso panorama  que  en  tan  angustiosos  momentos  podía  des- 
arrollarse ante  nuestros  ojos.  Divisábamos  al  sur  los  negros 
farellones  que  en  tanto  peligro  nos  hablan  tenido,  y  al  orien- 
te, adonde  con  cíelo  puro  y  fresco  viento  dirigíamos  la  proa, 
la  garganta  Puerta  del  Oro,  que  imponente  al  propio  tiempo 
que  risueña,  parecía  abrirse  de  par  en  par  para  recibirnos. 
¡Ya  estábamos  en  California! 

Por  entre  el  cordón  de  cerros  costaneros  que  defienden, 
el  territorio  de  la  Alta  California  contra  los  embates  del  Pa- 
cífico, se  han  abierto  paso  reunidos  el  Sacramanto  y  el  San 
Joaquín,  que  son  los  más  poderosos  ríos  que  arrojan  sus  aguas 
en  el  mar  occidental  del  continente  americano,  formando  en- 
tre la  abierta  serranía  el  pintoresco  canal  que,  por  condu- 
cir a  la  región  de  los  dorados  ensueños,  ha  merecido  el  nom- 
bre de  Puerta  del  Oro.  Esta  importante  garganta  tiene  seis 
mallas  de  largo  sobre  una  a  tres  de  ancho,  es  accesible  a  to- 
da clase  de  embarcaciones,  y  es  también  la  única  entrada  que 
tiene  la  bahía  de  San  Francisco.  Sus  agrestes  costas,  tra- 
bajadas día  a  día  por  las  periódicas  crecientes  y  variantes 
de  las  mareas,  se  alzan  perpendiculares  por  uno  y  otro  lado 
del  canal  formando  paredones  abruptos,  cuya  base  granítica 
y  llena  de  curiosísimas  cavernas  soporta  lechos  de  tierra 
vegetal  cubiertos  de  árboles  y  de  verdura. 

Tras  esta  imponente  entrada  se  abre  la  bahía  de  San 
Francisco,  que  es  sin  disputa  la  más  hermosa,  vasta  y  segura 
de  cuantas  bañan  las  aguas  del  Pacífico.  Puede  deducirse  la 
importancia  de  esta  bahía,  ya  por  sus  dimensiones,  ya  por 
la  bondad  de  sus  ancladeros.  Tiene  de  largo  70  millas,  su  an- 
chura media  alcanza  a  14  y  su  superficie  llega  a  275.  Diví- 
dese en  dos  senos  principales:  el  de  San  Francisco  al  sur 
y  el  de  San  Pablo  al  norte.  El  primero,  en  cuya  costa  NO  se 
encuentra  el  pueblo  del  mismo  nombre,  mide  41  millas  de  lar- 
go y  encierra  algunas  pintorescas  islas,  entre  las  cuales  la- 
denominada  Birds   Island   parece    colocada    intencionalmente^ 


RECUERDOS     DEL     PASADO  253 

por  la  mano  de  la  naturaleza  así  para  un  faro,  para  el  arrum- 
bamiento de  las  naves,  como  para  un  fuerte  que  haga  respe- 
tar el  dominio  de  la  bahía.  El  segundo,  que  se  abre  al  norte 
de  éste,  mide  30  millas  de  largo,  y  comunica  por  una  estre- 
chura con  otro  seno  más,  que  cuenta  15  millas  de  largo  y  que 
lleva  el  nombre  de  Suisun. 

En  este  tercer  seno  entran  tranquilos,  como  en  un  lago 
que  detiene  sus  corrientes,  los  dos  grandes  ríos  del  Sacra- . 
mentó  y  del  San  Joaquín,  cuyos  caudales  reunidos  comienzan 
desde  allí,  por  el  influjo  de  las  mareas,  a  perder  la  dulzura 
de  sus  aguas,  hasta  lanzarse  en  las  del  mar  Pacífico,  después 
de  haber  recorrido,  navegables,  el  primero,  de  NE.  a  O.,  un  te- 
rritorio de  más  de  trescientas  millas,  y  el  segundo,  otro  de  po- 
co menos  extensión,  de  S.  a  N.  El  fondo  de  la  bahía  es  de 
arena  y  barro,  y  sus  costas  accesibles  en  todas  partes.  No 
hay  en  la  embocadura  de  este  hermoso  río,  barra  que  ponga 
verdaderos  peligros  a  la  navegación,  aunque  el  flujo  y  el 
reflujo  de  las  mareas  sean  tan  cuantiosos,  que  al  entrar  y  al 
salir  por  el  canal  de  desagüe,  formen  multitud  de  pequeñas 
vorágines  capaces  de  ocasionar  desastrosas  pérdidas  en  las 
embarcaciones  menores  que,  imprudentes,  se  lanzaren  en  ma- 
los momentos  en  aquel  peligroso  paso. 


CAPITULO  XIV 

Confírmanse  las  noticias  sobre  la  abundancia  y  riqueza  de  los 
lechos  auríferos. —  El  capitán  del  puerto. —  Rosario  Arnés- 
tica. —  Visita  al  pueblo. —  Contradictorios  informes  sobre 
las  minas  y  la  época  de  emprender  trabajos  en  ellas. — 
Primeras  operaciones  de  mi  compañia  minera. —  Flete- 
ros y  cargadores. —  La  compañia  se  constituye  en  la- 
vandera. 

Recogidas  la  mayor  parte  de  nuestras  velas  y  listas  las 
anclas,  entramos  con  cautela  por  la  afamada  Puerta  de  Oro, 
y  llenos  de  emociones,  no  tardamos  en  avistar  el  pueblo  que 
iba  a  dejar  de  ser  m.ezquina  aldea  de  Yerbas  Buenas,  para 
transformarse,  como  por  encanto,  en  la  populosa  y  rica  San 
Francisco. 

La  idea  que  llevábamos  de  lo  que  podia  ser  aquel  pue- 
blo, no  era,  por  cierto,  muy  satisfactoria. 

Recordábamos  que  aquel  lugar  habia  pertenecido  a  Es- 
paña y  a  México,  sabíamos  que  estaba  situado  lejos  de  los 
grandes  centros,  y  una  y  otra  consideración  nos  inducían  a 
creer  que  íbamos  a  encontrarnos  con  la  segunda  edición  de 
algún  Curacaví.  Mucho  nos  engañábamos,  y  no  fué  poca  nues- 
tra sorpresa  cuando  al  doblar  la  puntilla  que  protege  el  an- 
cladero, a  pesar  del  poco  día  que  quedaba,  logramos  ver  por 
entre  la  arboladura  de  los  buques  una  linda  aunque  irregu- 
lar población  que,  dotada  de  algunas  casas  de  sumo  valor,  se 
extendía  en  forma  de  anfiteatro  sobre  el  plan  inclinado  de  su 
pintoresco  asiento. 

Habíannos  precedido  treinta  y  cuatro  buques  de  todas  na- 
cionalidades y  la  escuadra  norteamericana,  compuesta  de  un 
navio,  de  tres  corbetas  y  de  un  transporte. 

Como  fuese  nuestro  Stahueli  el  primer  buque  francés  que 
entraba  al  puerto  después  del  descubrimiento  del  oro,  el  je- 
fe de  la  escuadra  tuvo  la  galantería  de  contestar  los  saludos 
de  nuestra  bandera,  haciendo  que  sus  marineros,  coronando  las 
vergas  de  la  capitana,  nos  obsequiasen  con  tres  hurras  que 
hioicron  retumbar  los  ecos  de  la  bahía. 

Al  fin  oímos  la  deseada  voz  de  ¡fondo!,  y  al  son  del  ruido 

Ilccucrdo,     O 


256  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

de  la  cadena  del  ancla,  acompañado  con  un  hurra  general, 
poco  faltó  para  que  nos  abrazásemos  todos,  dándonos  los  pa- 
rabienes por  nuestra  feliz  llegada,  como  si  acabásemos  de  sa- 
lir de  algún  inevitable  peligro.  ¡Cosa  singular!,  mucho  he  na- 
vegado en  el  curso  de  mi  vida:  a  los  15  años  ya  habia  pa- 
sado tres  veces  el  Cabo  de  Hornos,  dos  años  después  lo  habla 
pasado  de  nuevo  y  sufrido  en  el  Atlántico  los  peligros  del 
más  violento  pampero.  He  atravesado  el  peligroso  golfo  de 
Vizcaya  en  la  época  de  los  equinoccios,  cuando  no  habia  ya 
en  la  ciudad  de  Burdeos  lugar  donde  aposentar  náufragos, 
y  nunca  me  impresionaron  tanto  los  peligros  como  me  im- 
presionaron en  este  viaje. 

Un  instante  después  pudimos  ver  iluminados  los  fue- 
gos de  esta  nacielite  población,  y  al  contemplarla,  llena  la  ca- 
beza de  dudas  y  el  alma  de  ansiedad,  esperábamos,  como  el 
reo  la  sentencia,  que  alguno  nos  trajese  noticia  de  si  era  o 
no  cierto  lo  que  de  estos  lugares  se  contaba. 

Hubiera  sido  preciso  hallarse  en  nuestra  situación  y  ha- 
ber tenido  a  la  vista  el  variado  y  singular  semblante  de  cada 
uno  de  los  pasajeros,  agitadas  sus  almas  por  el  temor  y  la 
esperanza,  para  deducir  cuál  debió  ser  el  efecto  que  causó  en 
nosotros  la  llegada  del  primer  bote  que  atracó  a  nuestro  cos- 
tado. 

Creímos  al  principio  que  fuese  el  bote  de  la  capitanía  o 
el  del  resguardo;  pero,  como  en  California  sucedían  cosas 
que  no  suceden  en  otra  parte,  el  bote  que  nos  abordó  era  el 
de  la  Anamakin;  cuyo  capitán,  señor  Robinet,  iba  a  saber 
noticias  de  Chile. 

La  llegada  de  este  caballero  nos  conturbó.  De  sus  labios 
pendía  nuestra  sentencia.  Todos  se  precipitaron  hacia  él,  to- 
dos hablaron  a  un  tiempo,  y  aunque  cada  uno  creía  que  ha- 
cia una  pregunta  distinta  de  la  que  hacían  los  demás  compa- 
ñeros, puede  asegurarse  que  todas  se  redujeron  a  ésta: 

— ¿Es  cierto  que  hay  tanto  oro  como  se  nos  dice?... 

Mis  compañeros  y  yo  no  oímos  la  contestación.  Como  por 
un  efecto  maquinal  nos  habíamos  reunido  en  la  borda  opuesta 
porque,  queríamos  prolongar  una  incertidumbre  que,  por  cruel 
que  ella  fuese,  siempre  debía  ser  preferible  a  un  desengaño.  Por 
último,  un  amable  y  simpático  jovencito  francés,  compañero 
de  cámara,  que  cuatro  meses  después  murió  de  nostalgia  in- 
vocando el  nombre  de  Chile,  no  cabiéndole  el  gozo  en  el  cuer- 
po, se  precipitó  hacia  mí  gritando: 

—  ¡Todo  es  cierto,  todo,  hay  mucho  oro,  muchísimo  oro! 

Juzgue  quien  quiera  si  esta  noticia  sería  o  no  para  vol- 
ver el  alma  al  cuerpo.  Hizose  el  movimiento  y  el  habladero  tan 
general,  que  j.-adie    parecía  entenderse;    grupos    aquí,    grupos 


RECUERDOS     DEL     PASADO  257 

allá,  interjecciones  más  o  menos  enérgicas  en  todas  par- 
tes. Unos  señalaban  el  puño  hacia  el  rumbo  Chile;  otros  erguían 
la  cabeza,  y  no  pocos,  hartos  de  futuras  felicidades,  sentados 
sobre  un  rollo  de  jarcia,  parecían  entregarse  a  solitarias  y  agra- 
dables meditaciones. 

Yo,  para  quien  las  dichas  han  sido  siempre  mentiras,  sin 
dejar  por  esto  de  participar  del  general  contento,  todo  lo  mi- 
raba, o  como  dijo  el  otro,  de  nada  me  dolía.  Mas,  si  en  aquel 
instante  hubiese  caído  de  la  luna  algún  imparcial  especta- 
dor, sin  gran  trabajo  hubiera  podido  leer  en  cada  uno  de  esos 
agitados  corazones,  estas  u  otras  semejantes  inscripciones: 

— ¡Se  realizó  mi  sueño,  seré  banquero  en  Francia! 

— ¡Cómo  se  va  a  morir  de  pena  Amalia,  que  me  desechó 
por  pobre. 

— ¡Qué  chasco  te  llevas,  Julia,  si  me  pretendes  ahora! 

— Supuesto  que  hay  tanto  oro,  es  claro  que  soy  ya  rico; 
buena  y  bonita  es  la  fulana;   ¡pero  es  tan  pobre! 

— Habiendo  oro  hay  holgazanes,  entre  holgazanes  hay  jue- 
go; ¡viva  mi  dado  cargado,  viva  mi  sota  y  demás! 

— Ya  tengo  talento:  ¿quién  es  borrico  en  Chile  siendo 
rico? 

Volviendo  a  Robinet.  nos  decía  que  lo  que  se  contaba  en 
Chile  ni  sombra  era  del  que  había;  que  el  más  ruin  patán 
botaba  el  oro  como  si  fuese  un  Creso,  puesto  que  para  ad- 
quirir tan  condiciado  metal  sobraba  con  agacharse  y  alzarlo 
del  suelo;  que  habíamos  llegado  al  país  de  la  igualdad,  y  que 
el  noble  y  el  plebeyo  marchaban  hombro  a  hombro  en  Cali- 
fornia. 

En  resolución,  fueron  tantas  las  maravillas  con  que  nos 
aturdió  aquel  buen  señor,  que  al  darle  la  mano  de  despedi- 
da, más  parecíamos  dársela  por  las  noticias  que  por  agrade- 
cimiento a  su  visita. 

Quedando  ya  poca  noche,  nos  fuimos  todos  a  la  cama 
para  estar  en  pie  a  la  venida  del  día. 

Apenas  salió  el  sol,  cuando  se  vio  nuestro  buque  rodeado 
de  botes  y  de  chalupas,  unes  llenos  de  curiosos  y  de  nego- 
ciantes, otros  en  busca  de  equipajes  y  de  pasajeros.  Todos 
confirmaban  la  noticia  del  oro,  y  muchos,  aunque  de  pobre 
y  ruin  catadura,  vaciaban  en  la  mano  parte  del  contenido  de 
los  bolsillos  de  cuero  que  llevaban  suspendidos  en  la  cintu- 
ra, exponiendo  a  nuestra  alegre  vista  pepitas  como  avellanas 
y  polvo  como  lentejas. 

Pronto  acudieron  también  multitud  de  conocidos;  pero 
era  preciso  mirarles  mucho  para  descubrir,  entre  los  hara- 
pos de  unos  raídos  calzones  y  el  pesado  chaquetón  del  mari- 
rinero,  al  delicado  futre  de  Santiago  o  al  comerciante  de  Val- 


253  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

paraíso.  El  joven  y  adamado  Hamilton,  socio  de  un  negro, 
cuya  cama  compartía  por  no  haber  más  que  una.  marinero 
y  patrón  de  una  chalupa,  con  su  gorra  raída  y  su  camisa  de 
lana  empapada  con  el  rocío  de  la  mañana,  solicitaba  pasa- 
jeros para  llevar  a  tierra.  Don  Samuel  Price,  gordo,  alegre  y 
hacendoso,  con  sus  calzones  arremangados,  sus  manos  callo- 
sas y  el  levitón  y  las  botas  llenas  de  barro,  nos  hartaba  a 
preguntas  sobre  los  efectos  que  llevábamos,  y  respondía  con 
portentos  al  diluvio  de  las  que  nosotros  le  dirigíamos.  Mass, 
Sánchez,  Cross,  Puett  y  muchos  otros  caballeros,  que  me  lla- 
maron por  mi  nombre  antes  que  yo  conociese  quiénes  eran 
ellos,  llenaron  la  cámara.  La  figura  que  representaba  cada 
uno  de  esos  aventureros,  en  otro  tiempo  de  frac  y  de  levi- 
ta, era  tan  grotesca,  que  el  buen  Dumas,  con  sólo  examinar 
una  de  ellas  hubiera  encontrado  tema  para  diez  novelas. 

La  curiosidad  no  fué  sólo  la  que  movió  a  estos  hombres 
activos  a  visitarnos.  En  California  no  se  perdía  entonces 
tiempo  en  contemplar  curiosidades;  cada  cual  iba  derecho  a 
su  negocio.  A  bordo  todo  pudo  haberse  vendido  a  precios  ex- 
orbitantes y  como  en  tierra  los  precios  eran  aun  m^ayores,  no 
es  de  extrañar  que  los  supuestos  curiosos  hiciesen  tanta  fuer- 
za de  vela  para  no  dejarnos  desembarcar  sino  con  tratos  ce- 
rrados. Encontrándose  Cross  tratando  de  un  negocio  en  el 
alcázar  de  popa  con  un  pasajero,  otro  negociante,  lanzado 
en  pos  de  un  chorlito  de  los  recién  llegados,  con  un  impre- 
visto encontrón  lanzó  al  mar  el  sombrero  de  Cross,  sin  que  és- 
te se  diera_  cuenta  de  ello,  ni  el  otro  se  acordase  de  mirar  pa- 
ra atrás.  Cuidarse  de  un  sombrero  o  volver  la  cara  por  cor- 
tesía, era  perder  tiempo,  y  quien  tiempo  perdía  en  Califor- 
nia, perdía  oro.  Pccos  momentos  después  se  retiraba  Cross 
con  ima  cachucha  alquitranada  de  marinero,  tan  suelto  de 
cuerpo  y  tan  erguido,  como  si  se  hubiese  ido  con  la  mitra 
de  un  obispo. 

A  eso  de  las  diez  del  día  subió  a  bordo  un  yanqui  alte,  re- 
gordete y  de  ademán  resuelto.  Llevaba  él  un  ojo  bueno  y  el 
otro  amoratado  a  impulsos  de  una  puñada  que  había  reci- 
bido en  la  noche  anterior,  de  una  bocharrera.  Era  el  capitán 
del  puerto,  que,  aun  trascendiendo  a  aguardiente  y  mascan- 
do tabaco,  venía  a  dejar  a  bordo  un  guardia  de  la  Aduana,  pa- 
ra vigilar  el  desembarque  de  la  carga.  El  tal  capitán,  que  más 
parecía  cíclope  que  otra  cosa,  junto  con  saltar  a  bordo,  nos 
dijo  con  alta  y  afable  voz:  "Sean  ustedes  bien  venidos  a  la 
tierra  del  oro;  ¡mucho  oro,  mucho  oro!"  El  capitán  del  Sta- 
hueli,  que  no  entendía  el  inglés,  creyendo  que  se  nos  pedían 
los  pasaportes,  al  instante  los  exhibió  todos,  pues  a  él  se  los 
habíamos  entregado  al  salir  de  Valparaíso.  Fué  para  pintado 


RECUERDOS     DEL     PASADO  259 

el  gesto  de  extrañeza  y  de  disgusto  con  que  el  yanqui  miró  los 
pasaportes  y  el  papel  .s-ellado,  pues  creyó  que  con  semejante 
exhibición  había  hecho  nuestro  capitán  el  más  grave  de  to- 
dos los  insultos  al  pabellón  de  las  estrellas;  asi  fué  que  apar- 
tando la  vista  del  ojo  en  buen  estado  que  le  quedaba,  de  aque- 
llos objetos  de  horror,  exclamó:  '¡Cargue  el  diablo  con  las 
licencias  de  locomoción!  Nada  de  papel  sellado,  nada  de  pa- 
saportes, aquí  no  se  tolera  ni  el  salteo  del  uno,  ni  la  estúpi- 
da tiranía  del  otro!  Sólo  he  venido  a  felicitar  a  ustedes  por  su 
feliz  arribo,  y  a  dejar  autorizado  por  mí  a  bordo  a  este  agen- 
te de  la  Aduana  para  que  reciba  los  permisos  de  desembar- 
que que  ustedes  saquen  de  la  administración,  y  nada  más". 
Se  le  ofreció  vino,  él  contestó  que  sólo  admitiría  champaña, 
y  después  de  beberse  su  botella,  se  separó  contento  de  nos- 
otros, diciendo  probablemente  para  sus  adentros,  que  si  los 
recién  llegados  no  estaban  bien  al  cabo  de  las  prácticas  re- 
publicanas, bebían  por  lo  menos  muy  buen  vino. 

Rosarito,  armada  en  corso,  con  su  rumboso  vestido  de 
seda,  capa  y  sombrilla,  atendida  con  el  más  solícito  afán  por 
cuantos  saltaron  a  bordo,  no  tardó  en  embarcarss,  y  desapa- 
reció rodeada  de  cortesanos,  por  entre  la  niebla  arrastrada 
o  casi  llovizna  que  lo  obscurecía  todo. 

Volvieron  a  poco  los  primeros  pasajeros  que  adonosados 
bajaron  a  explorar  el  campo,  llenos  de  contento,  de  barro  y 
de  noticias  contradictorias,  y  nosotros,  por  no  ser  menos,  nos- 
pusimos  en  marcha  para  ver  si  sacábamos  de  tanto  puerco, 
algo  en  limpio. 

Lo  que  se  veía  y  lo  que  se  oía  en  aquella  época  en  Cali- 
fornia era  tan  excepcional  y  tan  desviado  del  orden  natural 
de  los  acontecimientos  humanos,  y  éstos  se  sucedíais  unos  a 
otros  con  tan  extraordinaria  rapidez,  que  sólo  escribiéndo- 
lo? a  medida  que  pasan  por  la  vista,  y  viéndolos  anotados  des- 
pués, de  su  propio  puño  y  letra,  puede  uno  creer  que  todo  lo 
asentado  no  es  un  sueño. 

Saltamos  resueltos  a  tierra,  o  más  bien  a  barro,  porque  la 
baja  marea  no  había  dejado  otra  cosa  desde  el  punto  en  que 
se  enfangó  nuestro  bote  hasta  la  falda  del  plano  inclinado 
de  tierra  firme  donde  principiaba  la  población.  A  mano  de- 
recha del  desembarcadero  había  una  especie  de  tabique  de 
tablones,  a  cuyo  abrigo  despostaban  algurfas  reses,  y  sobre  las 
tablas,  un  cordón  de  cuervos  que  graznaban  halagados  por 
el  olor  de  la  sangre. 

Habíasenos  encarecido  por  algunos  amigos  la  necesidad- 
de  desembarcar  armados,  y  nunca  menos  de  dos  a  un  mismo 
tiempo.  Lo  íbamos,  en  efecto,  como  lo  estaban  también  la 
mayor  parte  de  los  pobladores  negociantes,  quienes  junto  con. 


260  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

las  mercaderías  lucían  ya  el  puñal  en  la  cintura  o  ya  el  re- 
vólver, arma  de  fuego  que  entonces  principiaba  a  generali- 
zarse. Para  dar  con  la  casa  del  señor  Price  tuvimos  que  re- 
correr gran  parte  de  la  más  singular  y  extravagante  de  las 
poblaciones.  Sus  calles,  extensos  arcos  de  circuios  cuyos  ex- 
tremos tocaban  en  la  marina,  estaban  cortadas  por  rectas  que 
dirigiéndose  al  mar.  terminaban  todas  en  comienzos  de  mue- 
lles, que  más  estorbaban  que  facilitaban  el  desembarco.  Al 
gunas  de  las  casas  que  formaban  linea  a  uno  y  otro  lado  de 
las  vías  de  este  laberinto,  no  valdrían  menos  de  cien  mil  pe- 
sos. Ninguna  continuidad  había  entre  ellas;  pues  que  al  lado 
de  un  edificio  valioso,  aunque  rústico  y  sencillo,  se  veían  fi- 
las de  carpas  de  malos  toldos,  de  barracas  de  tabla  y  de  ca- 
suchos,  unos  armados  y  otros  en  adtivísima  vía  de  cons- 
trucción. El  hotel  Parkerhouse  estaba  arrendado  en  175.000 
pesos  al  año.  No  había  veredas  en  las  calles,  ni  co.sa  que  se 
les  pareciese,  y  el  centro  era  un  fangal  de  barro  pisoteado, 
cuyos  puntos  más  sólidos  los  formaban  miles  de  cascos  de 
botellas  rotas,  arrojadas  desde  las  casas  a  medida  que  las  iban 
desocupando.  Los  pobladores,  de  nacionalidades  complejas, 
que  alcanzaban  a  1.500  estantes  y  a  otros  tanto.?  de  tránsito, 
se  podía  decir  que  celebraban  un  inmenso  y  bullicioso  baile 
de  máscaras:  tales  eran  sus  exóticos  trajes,  sus  idiomas  y  la 
naturaleza  misma  de  sus  ocupaciones.  Hasta  las  mujeres  pa- 
recía que  se  hubiesen  vestido  de  hombres,  pues,  por  más  que 
se  buscase  una  falda  en  aquella  Babilonia,  ni  para  remedio 
se  divisaba  alguna  que  pareciese  serlo.  Las  pieles  llenas  de 
rapacejos  del  oregonés  con  su  cara  de  perdonavidas,  el  bone- 
te maulino,  el  sombrero  aparasolado  de  los  chinos,  las  enor- 
mes botas  de  los  rusos,  que  parecían  tragárselos,  el  francés,  el 
inglés,  el  italiano  con  disfraz  de  marinero,  el  patán  con  le- 
vita que  ya  le  decía  adiós,  el  caballero  sin  ella,  todo  en  fin,  de 
cuanto  encontrarse  pudiera  en  un  gigantesco  carnaval,  se  veía 
allí  junto  y  en  vertiginoso  movimiento.  A  cada  instante  te- 
níamos que  desviarnos,  dando  zancajadas  en  el  barro,  para 
dejar  pasar  a  un  antiguo  petimetre  de  camisa  de  lana  y  de 
arremangados  pantalones,  que,  sudando  bajo  el  peso  de  al- 
gún bulto,  ganaba  cortes  desde  la  playa  hasta  las  habitacio- 
nes, a  razón  de  cuatro  pesos  bulto,  o  tal  vez  para  que  no  nos 
llevase  por  delante  un  cargador  más  afortunado,  que  pose- 
yendo una  carretilla  de  mano,  marchaba  orgulloso  sin  mirar 
por  dónde,  excitando  la  envidia  de  los  que  carecían  de  seme- 
jante máquina.  Las  palabras  quietud  y  ocio  carecerían  en  San 
Francisco  de  significado.  En  medio  del  ruido  redoblado  de  los 
martillazos,  que  por  todas  partes  atronaban,  unos  tendían 
carpas,  otros  aserraban  maderas,  éste  rodaba  un  barril,  aquél 


RECUERDOS     DEL     PASADO  261 

forceajaba  con  jm  poste  o  daba  descompasados  barretazos 
para  fijarlo.  Apenas  quedaba  armada  la  carpa  cuando  ya  co- 
rría el  negocio,  exhibiendo  al  lado  de  afuera  y  en  plena  pam- 
pa, botas  y  ropa  de  pacotilla,  quesos  de  Chanco,  lios  de  char- 
qui, rumas  de  orejones,  palas,  barretas,  pólvora  y  licores,  ob- 
jetos que,  juntos  con  las  harinas  tostadas  y  sin  tostar,  se  ven- 
dían a  peso  de  oro.  El  chivato  chileno  se  cotizaba  a  razón  de 
70  pesos  la  arroba,  y  el  agua  gaseosa  azucarada,  que  bautiza- 
ban con  el  nombre  de  champaña,  de  8  a  12  pesos  la  botella. 
Estos  precios  se  debían,  no  tanto  a  la  poca  abundancia  de  la 
especie  cuanto  a  la  necesidad  de  economizar  el  tiempo,  pues 
nadie  lo  perdía  en  regatear,  aunque  andando  más  allá  podía 
comprarla  más  barata.  El  oro  en  polvo  era  allí  la  moneda  más 
corriente,  y  el  modo  como  le  manejaban  para  hacer  los  pagos 
acreditaba  su  abundancia,  por  el  poco  caso  que  se  hacía  de 
devolver  a  la  bolsa  de  cuero  el  exceso  que  caía  por  acaso  en 
la  balanza. 

Vimos  la  casa  de  cal  y  ladrillo  que  estaba  construyendo, 
con  lujo,  el  señor  Hawar,  marinerote  elevado  a  la  categoría 
de  millonario,  y  más  allá,  en  la  plaza,  otra  que  estaba  aca- 
bando de  construir  para  un  suntuoso  café,  otro  marinerote 
no  menos  opulento  que  el  anterior. 

Al  cabo  de  un  cuarto  de  hora  de  una  marcha  lenta  y  fa- 
tigosa, pero  llena  de  emociones,  llegamos  a  un  hotel  de  her- 
mosa apariencia,  perteneciente  a  un  gringo  que  había  sido 
soldado  aventurero  en  el  ejército  expedicionario  sobre  Mé- 
xico. Tocaba  a  la  sazón  en  la  puerta  de  este  edificio  uno  de 
los  sirvientes,  que  no  era  otra  cosa  que  un  caballerito  con- 
vertido en  mozo  de  café,  una  enorme  tortera  de  metal  que 
llevaba  el  nombre  de  tantán  chinesco,  dando  en  ella  tan  re- 
petidos golpes,  que  atronaba  a  cuantos  pasaban  para  lla- 
marles a  comer.  En  el  salón  encontramos  a  Price  y  al  ada- 
mado joven  chileno  J.  L.  C,  quien  había  dado  principio  a  su 
negocio  echando  vainas  de  cuero  a  puñales,  a  razón  de  dos 
pesos  por  vaina.  Una  mesa  larga  y  angosta  ocupaba  todo  el 
salón,  y  al  rededor  de  ella  se  podían  contar  no  menos  de 
treinta  comilones  de  la  más  estrambótica  catadura  engullen- 
do con  igual  apetito  y  ligereza,  para  franquear  pronto  lugar  a 
los  que.  no  encontrando  hueco  desocupado,  aguardaban  con 
impaciencia  que  lo  hubiese.  El  yanqui  comía  tres  veces  al  día 
en  aquella  época  en  California;  pero  no  salía  de  carne  asa- 
da, de  salmón  fresco  o  conservado,  de  tal  cual  mal  guiso,  me- 
laza, té,  café  y  mantequilla.  Almorzaba  a  las  siete,  comía  a 
las  doce  y  cenaba  a  las  seis. 

Eran  los  precios  los  siguientes: 

Bistec,  un  peso. 


262  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Café,  setenta  y  cinco  centavos. 

Pan  y   mantequilla,   cincuenta   centavos. 

Desde  nuestra  llegada,  las  mentiras  y  las  antojadizas,  más 
a  menos  poéticas,  suposiciones,  reinaban  en  absoluto  en  aque- 
lla tierra  de  promisión.  Nadie  conocía  geográficamente  lugar 
alguno,  ninguno  conocía  las  distancias  que  había  que  reco- 
rrer de  un  punto  a  otro,  y  mucho  menos  si  debia  llegarse  a 
él  por  agua  o  por  tierra:  pero  todos  a  uno  se  lo  sabían  todo. 
Los  muy  pocos  que  habían  vuelto  de  los  placeres,  o  se  mani- 
festaban poco  dispuestos  a  contestar  nuestras  preguntas,  o 
nos  desviaban  intencionalmente  de  ellos,  porque  asi  parecía 
convenirles.  Estábamos,  pues,  reducidos  a  oír  relaciones  de 
los  que  tal  vez  estaban  más  necesitados  de  saber  algo  que 
nosotros  mismos.  Las  frases  que  oíamos  por  todas  partes  no 
salían  de  éstas: 

— No  vayan  ustedes  al  Sacramento,  porque  hay  poco  oro; 
diríjanse  sin  perder  tiempo  a  Estanislao. 

— No  piensen  en  Estanislao;  en  sólo  un  día  en  Sacramen- 
to, sacó  fulano  tantos  miles. 

— Los  minerales  están  inundados,  y  zutano,  que  ayer  no 
más  llegó,  dice  que  ha  estado  en  ellos  con  el  agua  a  la  cin- 
tura. 

— Qué  agua  ni  qué  berenjena,  decía  otro,  aquello  es  mas 
enjuto  en  invierno  que  en  verano. 

Para  qué  proseguir.  Por  fortuna,  a  un  señor  Prendergast 
se  le  ocurrió  como  medio  de  recoger  oro  sin  moverse  de  San 
Francisco,  improvisar  una  oficina  geográfica  cuyo  único 
miembro  y  colaborador  era  él  mismo.  No  sé  dónde  pudo  ha- 
cerse de  un  mapa  antiguo  del  virreinato  mejicano,  y  dando 
a  la  sección  de  la  Alta  California  proporciones  sin  propor- 
ción, inundó  la  ciudad  con  croquis  que,  aunque  mal  hechos  y 
reducidos  a  cuartillas  de  papel  de  fumar,  alcanzaron  a  ven- 
derse a  veinticinco  pesos  cada  uno. 

Debí  a  la  amabilidad  del  señor  Price  ser  presentado  a  un 
amigo  suyo  recién  llegado  del  interior,  y  por  primera  vez  tu- 
ve oportunidad  de  contemplar,  al  lado  de  una  envidiable  co- 
lección de  saquitos  de  polvo  de  oro,  una  pepa  maciza  que  no 
tendría  menos  de  tres  libras,  la  que  aquel  buen  señor  decía 
había  encontrado  en  una  vuelta  que  había  dado  por  el  cam- 
po antes  de  almorzar.  ¿Por  qué  no  habrinmos  nosotros  de  en- 
contrar también  algunas,  aunque  fuese  después  de  comer? 
Pero  no  nos  podíamos  mover,  por  fi  maldito  cargamento  qu? 
nos  vimos  oblirrartos  a  dejar  omb.-ircado  en  la  ppsada  Julia  en 
Valparaíso,  y  esto  nos  hizo  perder  día  y  medio,  o  lo  que  es  lo 
misnar>.  treinta  y  seis  horas:  un  siglo  entero  en  California. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  263 

Resueltos  a  recobrar  el  tiempo  perdido,  mientras  llegaba 
el  tal  porrón  nos  lanzamos  a  fleteros. 

Componiase  la  compañia  maritima-terrestre  de  cargado- 
res, de  mis  hermanos,  de  Cassalli,  antiguo  consueta  de  la  ópe- 
ra en  tiempo  de  Pantanelli,  del  joven  Hurtado  y  de  Clacks- 
ton,  del  comercio  de  Valparaíso.  El  capitán  de  la  desierta 
Stahueli,  dándose  a  santos  por  que  viviésemos  eñ  su  buque,  nos 
cedió  el  uso  de  su  embarcación  privada;  después  quedándose 
unos  en  tierra  esperando  carga,  y  echándose  al  bote  otros  en 
busca  de  ella,  dimos  con  entusiasmo  y  alegría  principio  a 
nuestras  operaciones  sociales  a  los  tres  días  de  haber  solta- 
do el  ancla  en  San  Francisco. 

Contar  los  percances  y  las  peripecias  a  que  estuvo  ex- 
puesta nuestra  compañía,  contar  los  rasgos  de  valentía  y  los 
chascos  que  se  llevaron  nuestros  consocios  en  el  largo  tiempo 
de  once  días  que  duró  la  negociación,  sería  nunca  acabar.  Por 
fin  llegó  la  Julia  y  con  ella  nuestro  lucido  cargamento. 

Liquidada  en  el  acto  nuestra  sociedad,  cuya  ganancia 
partible  alcanzó  a  mil  doscientos  pesos,  y  trasladado  a  tie- 
rra nuestro  cargamento,  se  encargó  a  mi  cuñado  Ramírez  el 
cuidado  de  fletar  una  balandra  para  la  prosecución  del  via- 
je al  interior,  mientras  que  el  resto  de  la  colonia,  constituida 
en  sesión  permanente  de  lavado,  se  dedicaba  a  lavar  la  ropa 
blanca  que  nos  quedaba. 

El  bote  salió,  en  consecuencia,  hacia  un  caletón  inmen- 
diato  situado  al  NE.  del  puerto,  donde  había  agua  corriente; 
y  provisto  de  jabón,  de  baldes,  de  un  caldero  para  agua  ca- 
liente y  de  otro  menor  para  los  porotos,  saltó  a  tierra  la  tro- 
pa de  improvisadas  lavanderas,  llevando  cada  uno  a  cuestas 
enormes  sacos,  que  contenían  las  ropas  navegadas  de  siete 
cristianos  que  acababan  de  pasar  la  línea  equinoccial.  Esta 
caleta,  que  llamaremos  del  Lavado,  y  que  es  uno  de  los  pre- 
ciosos senos  de  la  gran  bahía,  tiene  la  forma  de  herradura, 
y  está  resguardada  por  altos  farellones  de  arena  y  tierra  ve- 
getal, sobre  los  cuales  se  lucían  hermosos  matorrales  de  ex- 
quisitas frambuesas.  En  el  fondo  de  esta  taza  se  encontraba 
una  lagunita  de  agua  salobre,  y  en  su  contorno  rastros  de 
otros  inocentes,  los  cuales,  como  nosotros,  habían  ido  a  per- 
der su  tiempo  lavando  ropas.  Allí,  sin  más  esperar,  echó  la 
colonia  los  cimientos  de  la  nueva  fábrica. 

Presto,  caldero,  balde,  ropa,  jabón,  se  pusieron  en  situa- 
ción de  obrar.  La  antigua  mama  Borja  y  ña  Rosaura  en  to- 
dos los  días  de  su  vida  de  jaboneo  han  restregado  tanto  y 
con  tanto  ardor,  como  lo  hicieron  en  la  caleta  del  Lavado 
mama  Ruperto,  mama  Casalli  y  las  demás  esforzadas  ma- 
mas que,  alternativamente   y   a   tarea   dieron   movimiento   a 


264  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

nuestra  fábrica,  trocando  el  remo  por  la  calceta  y  el  timón 
por  el  jaboneo. 

Esta  fué  la  última  mano  de  agradecida  despedida  que  di- 
mos al  blanco  y  grato  lienzo  que  hasta  alli  nos  habia  acom- 
pañado. 

Habia  entonces  en  Santiago  una  amable  señora,  que  que- 
riéndonos mucho,  no  se  cansaba  de  repetir  a  sus  amigas, 
cuando  supo  nuestra  resolución  de  salir  para  California,  esta 
sentida  frase: 

— ¡Virtuosos,  niña! 

Consigno  aqui  este  recuerdo,  que  encuentro  en  mis  apun- 
tes, para  que  se  deduzca  por  el  efecto  que  producía  en  nos- 
otros su  repetición,  el  carácter  que  la  circunstancia  del  lu- 
gar en  que  nos  encontrábamos  dio  a  cada  uno  de  los  chile- 
nos que  compartieron  las  miserias  de  la  común  expatriación. 
¿Virtuosos,  pues  niña!,  fué  el  refrán  que,  después  de  algún 
desagradable  percance,  precedió  siempre  entre  nosotros  a 
una  alegre  carcajada.  Recuerdo  que  en  el  atroz  incendio  que 
con.sumió  después  todo  el  pueblo  de  San  Francisco,  en  vez  de 
ponernos  a  deplorar  la  pérdida  de  nuestra  casa  y  con  ella 
la  de  cuanto  poseíamos,  viendo  que  esto  ya  no  tenía  remedio, 
nos  pusimos,  muy  sueltos  de  cuerpo,  a  gozar  del  espectácu- 
lo que  producía  en  una  noche  obscura  aquella  tremenda  ho- 
guera, cuya  fuerza  lanzaba  y  sostenía,  meciéndose  en  los  ai- 
res, multitud  de  tablas  encendidas  y  que  habiéndose  hundi- 
do en  un  asqueroso  muladar  uno  de  mis  hermanos,  que  al 
día  siguiente  del  incendio  pretendió  descubrir  el  sitio  donde 
había  estado  nuestra  casa,  se  nos  apareció  con  la  figura  más 
tristemente  cómica  del  mundo,  díciéndonos  al  exhibirnos  su 
puerca  catadura: 

— ¡Virtuosos,  pues,  niña! 

En  California  no  había  males  que  el  ánimo  no  pudiese 
reparar  en  sus  primeros  tiempos;   después  ya  fué  otra  cosa. 


CAPITULO  XV 

Viaje  al  Sacramento.—  La  "Daice-may-nana"  y  su  capitán 
Róbinson. —  Senos  alagunados  de  San  Francisco,  de  San 
Pablo  y  de  Suisun. —  Confluencia  de  los  ríos  Sacramento 
y  San  Joaquín. —  Ciudades  en  germen. —  El  pueblo  de 
Sacramento.—  Viaje  a  los  placeres.—  En  California  el 
que  pestañea  pierde. —  Branam. —  Primer  vestigio  de  oro. 
— Peligroso  encuentro  con  los  indios. —  Su  sistema  de  la' 
var  el  oro. —  Lo  que  con  ellos  comerciamos. —  Llegada 
al  mentado  Molino. 

Nuestro  comisionado  de  embarcación  para  la  prosecución 
de  nuestro  viaje  a  Sacramento  adentro,  üabia  ya  terminado 
sus  diligencias;  pero  no  siempre  en  California  bastaron  el  es- 
fuerzo individual  y  la  voluntad  para  llevar  a  cabo  las  empre- 
sas mejor  meditadas;  faltábanos  el  alma  de  la  guerra:  la  pla- 
ta. Nuestro  haber  disponible  llegaba  apena,^;  a  mil  pesos,  y 
como  calculábamos  que  el  viaje  y  sus  más  inmediatas  con- 
secuencias importarían  otro  tanto  más,  nos  echamos  a  pedir 
prestado.  No  con  poco  trabajo  arrancamos  mil  pesos  a  un 
judio,  quien  por  hacernos  bien  y  buena  obra  nos  entregó,  con 
la  fianza  de  Sánchez,  a  interés  del  cinco  por  ciento  mensual 
esa  indLspensable  cantidad. 

Arreglado  nuestro  flete  y  pasaje,  atracó  la  Daice-may-nana 
(1)  al  costado  del  Stahueli,  barca  que  nos  llevó  a  California  y 
que  havSta  entonces  nos  habia  servido  de  casa.  Era  el  Daice 
una  balandra  de  veinte  toneladas,  de  construcción  antedilu- 
viana, de  enfermizo  y  aguachento  andar  y  con  aparejo  en 
forma  de  varapalo,  que  parecía  calculado  para  barrer  con 
cuanto  pudiera  sobresalir  sobre  la  borda,  del  propio  modo  que 
el  rayador  de  los  molineros  barre  con  cuanto  trigo  sobresale 
del  bordo  de  la  medida  faneguera. 

En  este  falucho  de  triste  figura,  después  de  meter  en  su 
estrecha  bodega,  ya  repleta,  lo  poco  que  pudimos,  nos  insta- 
lamos completando  con  nuestro  personal    el  número  de  vein- 


(1)  Escribo  Daics-may-nana  por  ser  éste  el  modo  como  pro- 
nunciaban les  armadores  el  nombre  de  la  balandra  mexicana.  Di- 
ce mi  ñaña. 


266  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

tinueve  pasajeros,  todos  sentados  sobre  sacos,  cajones,  palas 
fusiles,  canastos  con  provisiones,  y  treinta  mil  envoltorios  más 
que  sólo  esperaban  el  menor  balance  para  irse  al  mar  lleván- 
dose consigo,  de  paso,  cuanto  tenian  encima. 

Aqui  debe  serme  permitido  volver  a  copiar  algunas  pági- 
nas de  mi  viaje,  por  tener  la  virtud  de  haber  sido  escritas  so- 
bre el  mismo  campo  de  batalla. 

Constaba  el  personal  de  nuestra  edición  social,  no  sé  si 
corregida,  pero  si  considerablemente  aumentada,  de  un  Ramí- 
rez y  Rosales,  marino  retirado  de  la  armada  chilena;  de  un 
Hurtado,  joven  estimable  santiagueño;  de  un  Clackston,  grin- 
go achilenado  del  comercio  de  Valparaíso;  de  un  Cassalli, 
antiguo  consueta  del  Teatro  Municipal  en  tiempo  de  la  Pan- 
tanelli;  de  tres  Solares  y  Rosales;  de  un  Pérez,  medio  herma- 
no de  los  anteriores;  y  de  tres  inquilinos  de  la  hacienda  de 
.las  Tablas. 

Ninguno  de  los  viajeros  podía  dar  un  paso  sin  pisar  sobre 
el  vecino,  ni  tampoco  recostarse  sin  encontrar  espaldas  o  ro- 
dillas por  almohada.  íbamos,  pues,  en  situación  de  envidiar 
hasta  la  suerte  de  las  mismas  sardinas,  que  si  bien  es  cierto 
van  estrechamente  encajonadas,  también  lo  es  que  van  por 
lo  menos  acostadas. 

Mandaba  nuestro  navio  el  memorable  capitán  Róbinson, 
yanqui  ceceoso,  chico  de  cuerpo,  vejete  atrabiliario  y  borra- 
cho consuetudinario,  además.  Le  acompañaban,  en  calidad  de 
marineros,  un  gringo  escocés  con  su  nariz  de  tomate  rema- 
'  duro,  y  dos  yanquis  que,  a  falta  de  plata  para  costear  su  pa- 
saje, acababan  de  sentar  plaza  de  marinos. 

Describir  las  fachas  de  bandidos  de  los  otros  compañeros 
de  viaje,  seria  lo  mismo  que  principiar  con  ánimo  de  no  aca- 
bar. Todos  de  aspecto  repugnante,  y  todos  diferentes  unos 
de  otros;  sólo  se  asemejaban  en  los  indispensables  arreos  de 
aquella  época:  enormes  botas  granaderas  con  sus  competen- 
tes clavos,  puñales  en  la  cintura,  y  rifles  y  pistolas,  que  aún 
a  bordo  no  dejaban  un  solo  instante  de  manosear. 

A  las  cuatro  de  la  tarde  del  día  6  de  m^rzo  de  1849,  di- 
ciendo adiós  a  la  Stahueli,  que  tan  grata  hospitalidad  nos  ha- 
bía dispensado,  comenzamos  la  ardua  tarea  de  desembarazar- 
nos de  entre  los  desiertos  buques  que  nos  rodeaban,  cuyo  nú- 
mero pasaría  entonces  de  ciento. 

Por  mal  de  nuestros  pecados  metimos  a  bordo  una  da- 
majuana con  aguardiente  y  un  canasto  con  botellas  de  vino, 
lo  cual,  visto  por  el  apreciable  tocayo  del  an*-iguo  Selkirk  de 
'  Juan  Fernández,  observando  con  sentimiento  nuestro  que  tan 
delicados  objetos  sólo  debían  navegar  bajo  su  inmediata  cus- 
todia, cargó  con  ellos.  A  poco  andar,  el  viento  flojo  y  la  co- 
rriente en  contra,  favoreciendo  los  ocultos  proyectos  del  guar- 


RECUERDOS     DEL     PASWDO  267 


dador  de  botellas,  dieron  con  la  embarv^ación  y  con  todos  nos- 
otros en  un  banco  de  fango  y  arena,  del  cual  nos  fué  imposi- 
ble desprendernos,  a  pesar  del  oficioso  socorro  que  nos  prestó 
un  bote  de  una  embarcación  rusa  que  se  mantenía  al  ancla 
en  el  álveo  del  canal  de  la  vaciante. Allí  fué  el  oír  las  maldi- 
ciones y  los  reniegos  de  los  unos,  los  lamentos  y  los  malhayas 
de  los  otros.  En  balde  se  echaron  algunos  al  agua  para  em- 
pujar el  lanchón,  en  vano  se  pidió  socorro  a  otros  buques:  ni 
ellos  nos  hicieron  caso,  ni  nosotros  pudimos  hacer  más  que 
quedarnos  donde  estábamos.  Pero  como  la  noche  entrase  a 
gran  prisa,  y  el  frío,  la  llovizna  y  la  incomodidad  en  que  es- 
tábamos debía  dar  a!  traste  con  los  expedicionarios,  si  por 
acaso  se  le  ocurría  al  salvajón  del  capitán,  ya  beodo,  prose- 
guir a  obscuras  con  las  aguas  de  la  creciente,  titubeábamos 
si  debíamos  o  no  bajar  a  tierra  para  recabar  del  armador  que 
sujetase  con  una  orden  a  la  Daice-may-nana  hasta  el  día  si- 
guiente, cuando  atracó  a  nuestro  costado  un  botecito  chato, 
con  cinco  pasajeros  más  que  el  buen  capitán  Róbinson  tenía 
•  vistos  para  embarcar  a  hurto  de  su  patrón . 

Asustados  con  esta  invasión  que  iba  a  estrecharnos  más 
de  lo  que  estábamos,  salió  una  comisión  en  el  bote  ruso  para 
denunciar  a  Branam  lo  que  ocurría.  Era  este  caballero  un  po- 
deroso comerciante,  jefe  o  director  de  la  sucursal  de  la  secta 
mormónica  en  California,  y  dueño,  además,  de  la  famosa  em- 
barcación en  que  íbamos  enfardelados.  Dormía  a  la  sazón;  le 
recordamos,  y  logramos,  con  no  poco  trabajo,  que  nos  diese  en 
una  tirita  de  papel  la  orden  que  necesitábamos. 

Vueltos  a  bordo  se  armó  la  de  San  Quintín;  porque  ha- 
biendo Róbinson  arrojado  sin  leer  el  papelucho  de  Branam, 
le  gritó  nuestro  compañero  Clackston  que  se  guardase  de  pro- 
seguir antes  del  alba,  porque  eso  sería  contravenir  las  ór- 
denes de  su  patrón.  En  mala  hora  se  acudió  a  semejante 
sustantivo.  La  voz  de  patrón  fué  como  el  estruendo  de  una 
camareta  prendida  en  el  barril  donde  estaba  Róbinson. 

— ¡Qué  es  eso  de  patrón!  — exclamó  éste  arrojando  la  más 
espantosa  maldición — .  Yo  no  tengo  patrón,  ni  aquí  hay  pa- 
trones, y  si  hubiese  de  seguirse  mi  dictamen,  a  ninguno  de- 
bería ahocarse,  por  picaro,  primero  que  a  ese  bribón  de 
Branam. 

Por  fortuna,  este  arranque  de  vital  brutalidad  agotó  sus 
fuerzas,  porque  dando  de  barriga  sobre  unos  fardos,  no  pudo 
levantarse  hasta  el  día  siguiente. 

— ¡Qué  noche  aquélla!  Todos  pasaron  borrachos  a  expen- 
sas de  nuestras  botellas  y  de  nuestra  damajuana,  y  nosotros 
sobre  las  armas  para  evitar  desmanes,  pues  dos  veces  e.stuvo 
a  punto  de  ensangrentarse  nuestro  malo  y  húmedo  aloja- 
miento. 


268  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Vino  por  fin  el  dia:  con  la  fresca  volvieron  en  si  nues- 
tros conductores,  y  como  no  soplaba  la  menor  brisa  ni  llevá- 
bamos tampoco  un  solo  remo,  fué  preciso  ir.  a  medida  que  nos 
arrastraba  la  corriente,  a  estrellarnos  sobre  los  buques  que  nos 
rodeaban,  evitando  encontrones  a  fuerza  de  brazos,  hasta  que 
a  eso  de  las  ocho  de  la  mañana  la  mano  de  D'os  y  la  corrien- 
te nos  pusieron  en  franquía. 

Juzgúese  cuál  pueda  ser  la  resistencia  de  estos  hombres 
de  fierro  para  beber,  pues  habiendo  encontrado  el  gringo  na- 
riz de  tomate  una  botella  de  quimagogo.  que  iba  por  acaso 
entre  las  otras  de  nuestro  pobre  vino,  creyéndola  de  puro 
oporto.  se  la  bebió  entera,  y  hasta  ahora  no  comprendo  por 
qué  no  reventó. 

El  viaje  ha  durado  siete  días  con  sus  mortales  noches,  sin 
que  nos  haya  sido  dado  ponernos  de  pie  en  todo  él.  porque 
las  jarcias  de  las  velas  latinas,  aun  así  sen^.?idos  como  está- 
bamos, nos  barrían  la  cara  en  cada  una  de  Jas  doscientas  mil 
varadas  que  el  viento  y  la  marea  nos  obligaban  a  hacer.  En 
aquella  incomodísima  postura,  envueltos  en.  nuestros  ponchos 
y  frazadas  que  amanecían  destilando  humedad  a  causa  de  los 
grandes  rocíos  nocturnos,  defendiéndonos  de  las  plagas  de 
ponzoñosos  y  tenaces  zancudos  que  espesan  el  aire  desde  pri- 
ma noche  en  aquellos  lugares  pantanosos,  todavía  nos  sobra- 
ba voluntad  para  departir  sobre  el  hermoso  panorama  que  se 
desarrollaba  a  nuestra  vista,  a  medida  que  recorríamos  la 
poética  bahía  y  las  preciosas  estrechuras  que  encaminan  a  la 
desembocadura  de  los  ríos  que  desaguan  en  ella.  Diré  más, 
en  aquella  lancha  de  Carón  no  escaseaban  las  risas  ni  las  bur- 
las que  nos  hacíamos  al  contemplar  nuestras  recíprocas  y  do- 
loridas cataduras.  Dispuestos  a  sufrirlo  todo  con  estoica  ener- 
gía, lo  único  que  nos  hacía  dar  al  demonio  era  el  descomedi- 
do pisoteo  de  los  yanquis,  quienes,  con  sus  botas  con  clavas, 
no  respetaban  en  las  maniobras  ni  las  espaldas  ni  las  narices 
de  nadie.  Al  pobre  Cassalli  le  plantó  uno  su  pataza  en  la  ca- 
ra, y  al  reniego  amenazador  de  éste  se  contentó  el  yanqui 
con  dirigirle  un  sonoro  ¡all  right! ,  pasando  de  largo,  como  si 
tal  cosa  hubiese  acontecido. 

Al  fin  llegamos  a  Suttersville,  donde  nos  despedimos  de 
nuestros  simpáticos  compañeros  de  viaje  en  la  Daice-viay- 
nana,  de  terrible  recuerdo,  y  de  ese  atroz  dios  Baco  que,  con 
el  nombre  de  capitán  Róbinson,  iba  también  a  explorar  pla- 
ceres . 

Nuestro  viaje,  a  no  haber  sido  tan  brutalmente  incómo- 
do, no  hubiera  carecido  de  encantos. 

Atraviesa  el  viajero  la  hermosa  bahía,  creyéndola  forma- 
da de  un  solo  cuerpo,  hasta  la  estrechura  de  los  Dos  Herma- 
nos, formada  por  dos  islotes  muy  parecidos  que  llevan  el  mis- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  209 

mo  nomb^T.  Cualquiera  creyera  que  aquel  estrecho  es  ya  bo- 
ca de  río,  y  por  esto  causa  admiración,  dejados  atrás  los  pe- 
ñones, encontrarse  navegando  en  otra  bahía,  al  parecer  sin 
salida  también,  y  que  lleva  el  nombre  de  San  Pablo.  El  as- 
pecto de  este  nuevo  seno  no  es  otro  que  el  de  un  gran  lagu- 
nón  rodeado  de  cerros  y  de  feraces  campos  cubiertos  de  bos- 
ques y  de  ganados.  Pueden  en  sus  aguas  navegar  buques  del 
mayor  calado,  y  encontrar  en  todas  partes  caletas  y  fondea- 
deros. 

El  efecto  de  las  mareas  alcanza  todavía  más  adentro. 
Largas  franjas  de  espuma  puerca  y  turbulenta  se  ven  perió- 
dicamente alineadas  subir  y  bajar  en  las  bahías,  formando 
borbotones  y  remolinos  que,  como  ya  se  ha  dicho,  llegan  a 
convertirse  en  vorágines  peligrosas  para  la.':-  embarcaciones 
menores  en  el  último  canal  que  termina  en  la  Puerta  del  Oro, 
sobre  las  aguas  del  Pacífico. 

El  retiro  periódico  de  las  aguas  en  los  senos  o  bahías  que 
están  más  al  interior,  hace  necesaria  la  presencia  de  prácti- 
cos idóneos  que  conozcan  la  profundidad  de  los  álveos,  los 
bajos  fondos  y  la  naturaleza  de  los  bancos  que  ellos  dejan 
descubiertos,  sin  que  por  esto  sea  peligrosa  la  navegación. 

Navegase  en  la  bahía  de  San  Pablo  muy  cerca  de  tierra 
y  en  aguas  tranquilas,  descubriendo  a  cada  paso  puertos,  ca- 
letas y  multitud  de  buques  y  de  embarcaciones  menores  car- 
gados de  pasajeros  y  de  mercaderías,  sin  que  ningún  novel 
viajero  sospeche  en  ella  la  menor  salida  hasta  que,  llegando 
a  su  confín  septentrional',  ve  abrirse  ante  sus  ojos  el  precioso 
canal  de  Benicia.  que  comunica  la  bahía  de  San  Pablo  con  la 
de  Suisun.  En  el  centro  del  costado  norte  de  esta  imponen- 
te garganta  profunda  y  cerrentosa,  que  tiene  como  una  legua 
de  largo,  se  estaban  echando  los  primeros  cimientos  de  la  ciu- 
dad que  lleva  el  nombre  de  Benicia  para  honrar  el  de  la  es- 
posa del  coronel  Vallejo.  El  aspecto  del  puerto  y  el  de  los  con- 
tornos del  presunto  pueblo  no  eran,  per  cierto,  halagadores. 
Sus  terrenos  apenas  se  elevan  sobre  la  superficie  de  las  altas 
mareas;  la  alta  vegetación  escasea,  y  los  endiablados  zancu- 
dos ejercen  en  aquella  región  el  más  sangriento  de  todos  los 
poderes.  Estaba  allí  al  ancla  un  buque  de  guerra,  y  en  tierra 
firme  se  alzaba  un  palo  de  bandera  en  cuyo  alrededor  pare- 
cía agitarse  y  moverse  mucha  gente. 

En  aquel  lugar  inhospitalario  por  su  naturaleza,  pero  ne- 
cesario por  su  situación  apropiadísima  para  arsenales  marí- 
timos, comenzaban  a  alzarse  las  paredes  de  una  iglesia,  de 
dos  escuelas,  de  un  gran  café-posada,  de  un  •:eatro  y  de  una 
casa  de  amonedación. 

El  yanqui  entiende  por  excelencia  el  arte  de  colonizar  y 
de  erigir  poblaciones.  Nunca  comienza  por  urogramas  ni  por 


270  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


pomposos  ofrecimientos,  que  pocas  o  ningunas  veces  se  cum 
píen;  comienza  por  abrir  caminos,  por  franquear  acceso  ai 
lugar  que  desea  poblar;  por  hacer  en  él  trabajos  cuyo  costo 
y  magnificencia  dan  al  inmigrante  positivas  garantias  de  es- 
tabilidad, y  sólo  exige  por  pago  de  los  primer';s  sitios  y  terre- 
nos que  regala,  la  obligación  de  edificar  o  trabajar  en  ellos. 
Antes  de  ayer,  agentes  de  Benicia,  domiciliados  en  Sacramen- 
to, me  ofrecieron  sitios  regalados  en  Benicia.  si  yo  colocaba 
mis  hermosas  tiendas  de  campaña  en  ellos;  mas,  como  no 
hablamos  ido  a  California  a  poblar,  sino  a  recoger  oro.  con- 
testamos con  sonrisa:  a  otro  perro  con  ese  hueso. 

Pasado  el  canal  de  Benicia,  que  más  parece  río  que  canal, 
se  entra  a  otra  gran  laguna  navegable  llamada  Suisun.  Las 
tierras  que  rodean  este  tercer  seno  son  tan  bajas,  que  le  ha- 
cen aparecer  mayor  de  lo  que  en  realidad  es.  La  bahía  de 
Sui-sun  está  llena  de  bancos  que  entorpecen  en  sumo  grado 
la  navegación  cuando  no  se  tiene  conocimiento  perfecto  de 
los  canales  principales;  sin  embargo,  la  cruzan  ahora  buques 
de  mucho  calado,  y  estoy  seguro  de  que  con  el  tiempo  no  con- 
tarán los  capitanes  como  gracia  el  no  haber  tenido  que  es- 
perar, encallados  en  el  fango,  la  vuelta  de  la  marea  para  pro- 
seguir el  viaje.  A  medida  que  uno  avanza  haria  el  interior,  se 
multiplican  tanto  los  bancos,  los  islotes  y  los  pajonales,  que 
sólo  se  sale  de  ellos  cuando  se  liega  al  laberinto  de  canales 
que  constituyen  la  imponente  confluencia  del  San  Joaquín 
con  el  Sacramento.  Aunque  desde  Benicia  ya  puede  beberse, 
a  falta  de  otras,  aquellas  aguas,  llegando  a  la  confluencia  de 
estos  ríos,  puede  decirse  que  son  potables. 

Era  preciso  ser  buen  práctico  para  no  errar  el  canal  que, 
entre  este  laberinto  de  brazos  más  o  menos  profundos,  con- 
duce al  Sacramento;  pero  el  genio  práctico  de  los  yanquis,  ha 
excusado  la  necesidad  de  esta  clase  de  ocios,  pues  vimos  que 
ya  comenzaba  a  señalar  el  derrotero  la  presencia  de  otro  pue- 
blo naciente  erigido  allí  con  el  nombre  de  Moctezuma.  En  la 
parte  sur  del  laberinto  se  abre  paso  otro  canal  que,  al  través 
de  las  aguas  del  San  Joaquín,  conduce  a  ia  nueva  ciudad  de 
Stockton,  en  cuya  entrada  se  p^'oyectaba  fundar  otra  ciudad 
con  el  nombre  de  Nueva  York.  Nosotros  proseguimos  por  la 
vía  de  Moctezuma.  Dejamos  atrás  el  laberinto  de  la  confluen- 
cia, y  pronto  nos  encontramos  navegando  en  uno  de  los  más 
hermosos  ríos  de  la  costa  occidental  del  continente  america- 
no. Es  tranquila  y  lenta  su  corriente,  como  espejo  su  super- 
ficie, y  sus  claras  aguas  transparentan  los  bajos  fondos.  Se 
alza  en  las  vegas  y  ribazos  de  sus  márgenes  la  más  lujuriosa 
vegetación;  y  a  medida  que  uno  avanza  por  medio  de  sus  ma- 
jestuosas curvas,  suelen  los  árboles  dar  sombra  a  las  embar- 
caciones y  aun  enredar  con  sus  largos  brazos  extendidos  en 


RECUERDOS     DEL     PASADO  271 


alto  sobre  el  rio,  las  jarcias  de  las  balandras  que  más  se  apro- 
ximan a  las  orillas.  Esta  preciosa  vía  fluvial,  cuya  hondura 
franquea  fácil  paso  a  ios  mayores  buques  mercantes,  y  que 
no  tiene  en  toda  su  extensión  hasta  el  mismo  Sacramento 
arriba  de  dos  cuadras  de  anchura,  no  es  el  cuerpo  principal 
del  río  de  este  nombre,  sino  uno  de  los  brazos  que  más  direc- 
tamente conducen  al  pueblo  donde  al  cabo  de  seis  horas  atra- 
camos en  el  infernal  falucho  que  fué  nuestro  purgatorio  du- 
rante siete  mortales  dias. 

El  lugar  destinado  para  el  pueblo  de  Sacramento  era  el 
hermoso  valle  cubierto  de  encinas  y  de  cipreses  que  yace  al 
SO.  de  la  confluencia  del  río  Americano  con  el  Sacramento. 
Al  designarle  como  asiento  de  población,  más  parece  que  se 
hubiese  tenido  en  mira  la  necesidad  que  la  salubridad;  por- 
que a  juzgar  por  los  muchos  bajos,  pantanos  y  totorales  que 
mediaban  entre  las  juntas  de  los  dos  ríos  y  el  pueblo,  no  era 
posible  que  las  tercianas  y  las  fiebres  pútridas  dejasen  de  ha- 
cer estragos  con  el  tiempo  en  él. 

Sin  embargo,  como  para  la  conveniencia  y  para  el  comer- 
cio el  clima  y  las  más  aterradoras  pestes  son  obstáculos  se- 
cundarios, el  puerto  del  Sacramento  fué  el  predilecto  asien- 
to de  aquella  afamada  Nueva  Helvecia  que,  en  conmemoración 
de  su  patria,  fundó  el  colonizador,  capitán  John  Sutter,  cuya 
historia  dejo  rápidamente  bosquejada. 

Constituían  la  base  de  la  población  cuatro  casas  de  tablas 
en  bruto  con  sus  correspondientes  techos  de  lona,  algunas 
tiendas,  muchos  toldos  de  distintas  formas  y  dimensiones  co- 
locados sin  orden  ni  concierto,  y  muchísimas  enramadas. 

Al  lado  de  este  campamento  tendimos  nuestras  tiendas, 
y  sin  más  esperar,  armados  de  nuestros  trajes  de  guerra,  co- 
mo si  estuviésemos  muy  descansados,  dimos  principio  al  des- 
embarco y  acarreo  de  nuestros  efectos.  Cuantos  nos  veían 
echaban  miradas  de  envidia  al  contemplarnos  provistos  de 
cuanto  pudiera  apetecerse  en  un  lugar  donde  todo  faltaba  o 
costaba  muchísimo  dinero. 

Como  todos  los  habitantes  de  este  aduar  marchaban  pa- 
ra las  minas  y  ninguno  de  ellos  había  estado  antes  en  ellas, 
tan  a  obscuras  nos  encontrábamos  en  él  como  en  San  Fran- 
cisco, respecto  a  noticias. 

Apenas  instalados,  fuimos  favorecidos  por  la  singular  vi- 
sita de  un  agente  o  corredor  de  ciudades,  quien,  provisto  del 
plano  de  la  futura  ciudad  de  Sacramento-City,  nos  ofreció 
sitios  regalados,  con  tal  que  en  ellos  colocásemos  desde  lue- 
go nuestro  campamento;  mas,  ese  mismo  regalo  era  precio 
muy  subido,  para  empeñar  de  nuevo,  por  simples  sitios,  nues- 
tras fuerzas  agotadas.  Dijimos  con  entereza,  no;  y  exten- 
didas nuestras  frazadas  en  suelo  plano,  extendimos  también. 


272  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

sobre  ellas  nuestras,  por  tantos  días,  encogidas  humanidades, 
y  dormimos  de  un  solo  sueño  hasta  el  día  siguiente. 

Llegada  el  alba,  nos  pareció  que  nos  encentrábamos  en  el 
centro  de  un  campamento  que  tocaba  en  todas  partes  a  re- 
bato. Nadie  podía  decirse  que  andaba,  todos  parecían  volar,  y 
entre  las  voces  "¡Animo! . .  .  ¡Adelante! ...  ¡No  hay  que  aflo- 
jar!"'se  oían  repiqueteos  de  maldiciones  mezc-adas  con  el  ale- 
gre y  favorito  canto  de  la  Susanita.  tonadilla  hecha  expresa- 
mente para  los  buscadores  de  oro.  cuyo  estribillo  era:  "Susa- 
na, Susana  no  llores  por  mí.  pues  me  voy  a  California  a  traer- 
te costales  de  oro". 

En  esta  población  notamos  harta  más  movilidad  que  en 
el  mismo  San  Francisco,  y  no  es  de  extrañarlo,  porque  los  cam- 
pamentos día  a  día  nacían  y  desaparecían  con  la  misma  rapi- 
dez que  se  formaban.  Si  la  llegada  de  veinte  o  treinta  em- 
barcaciones inundaba  hoy  la  población  de  gente  y  de  toldos, 
la  alegre  vuelta  del  siguiente  día  barría  con  cuanto  había  en 
ella  hacia  los  minerales,  dejando  para  alojamiento  de  los 
viajeros  que  marchaban  escalonados  tras  ellos,  un  campo 
de  batalla  sembrado  de  ropas,  de  monturas,  de  sacos  rotos, 
muchos  con  huesillos,  de  botellas  desocupadas  y  de  cuantas 
zarandajas  podían  estorbar  o  entorpecer  la  marcha  del  mine- 
ro hasta  llegar  a  los  afluentes  auríferos  del  río  Americano. 

Todos  marchaban  a  pie,  todos  parecían  muías  de  carga  o 
arsenales  ambulantes,  y  en  todos  brillaba  la  nacionalidad,  en 
la  naturaleza  misma  de  la  carga  que  llevaban  a  cuestas. 

Harina  tostada,  alforjas,  palas  y  barretas,  batea  de  lavar 
oro,  puñal  belduque  y  poruña,  descubrían  a  la  legua  al  buen 
chileno.  Rifle,  pistola  de  seis  tiros,  navajas,  polvorines  y  ca- 
ramayolas, botas  granaderas  y  un  cargamento  de  botellas  de 
brandy,  al  áspero  pendenciero  oregonés.  Un  sombrero  parasol 
de  papel  barnizado,  un  guardazancudos  arrollado  en  el  pes- 
cuezo, un  yatagán  árabe  en  la  cintura,  zapatos  de  diez  suelas 
de  cartón,  dos  sacos  de  arroz  suspendidos  en  el  extremo  de 
un  palo  puesto  al  hombro,  al  hijo  del  Celeste  Imperio.  Sólo 
el  ajuar  del  yanqui  y  el  de  los  demás  países  europeos,  bara- 
jados hasta  no  poder  más  entre  sí,  no  revelaban  nacionalidad. 

Aquí  no  se  oían  más  que  disparos  de  pistolas  o  de  rifles 
por  todas  partes;  todos  tiraban  con  frecuencia  al  blanco  y 
ninguno  se  cuidaba  de  averiguar  dónde  podía  rematar  la  ba- 
la. Al  anochecer  era  cuando  más  detonaciones  inesperadas  se 
oían,  ya  fuese  para  dar  a  entender  que  había  armas  de  fue- 
go, ya  para  limpiarlas  y  cargarlas  de  nuevo.  Ningún  yanqui 
se  acuesta  sin  llenar  antes  este  indispensable  deber  de  pre- 
caución cuando  está  en  campaña. 

Tan  contagioso  movimiento  no  tardó  en  apoderarse  de 
nuestra  ya  repuesta  fuerza;  pero  como  el  peso  de  nuestro  ba- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  273 

gaje  sólo  nos  permitió  llevar  el  compás  en  este  concierto  y 
no  cantar  en  él,  resolvimos  aligerarle.  Dijonos  vm  yanqui  qué 
él  nos  fletaría  una  carreta  que  debia  llegar  en  dos  días  más; 
que  la  carreta  cargaba  veinte  quintales  y  que  sólo  nos  lleva- 
ría a  razón  de  35  pesos  quintal  desde  el  Sacramento  hasta  \o.% 
placeres  del  rio  Americano,  cuya  distancia  se  calculaba  en  55 
millas.  Aceptada  la  proposición,  nombramos  una  comisión 
para  descartar  del  todo  los  veinte  quintales  más  indispensa- 
bles y  para  vender  el  resto;  otra  para  marchar  a  un  rancho, 
nombre  que  dan  los  californeses  a  lo  que  en  Chile  llamamos 
hacienda,  a  comprar  dos  caballos;  y  otra  para  armar  un  ca- 
rretón con  unas  ruedas  que  habíamos  traído  por  acaso  de  San 
Francisco,  con  el  propósito  de  acomodar  en  él  las  tiendas  de 
campaña  y  los  útiles  de  nuestro  más  inmediato  uso. 

Ha^ta  aquí  el  gobierno  de  la  colonia  habla  sido  multicé- 
falo,  y,  como  era  indispensable  dar  al  todo  un  centro  de  ac- 
ción, le  convertimos  en  unitario,  nombrando,  desde  luego,  un 
monarca  con  el  nombre  de  Decano.  Esto  dispuesto,  cada  co- 
misión puso  en  obra  su  cometido. 

Vendimos  ropa.?  y  herramientas  a  precios  nunca  vistos : "  la 
harina  tostada  a  40  centavos  libra,  el  poco  vino  de  Penco  que 
escapó  en  el  fondo  de  la  bodega  del  inolvidable  Daice-may- 
nana,  a  18  pesos  galón;  y  el  chivato  de  Tiltil,  ?.  10.  La  carreti- 
lla suplementaria  que  debía  ser  de  caballos  y  de  brazos  hunia- 
nos  al  mismo  tiempo,  quedó  lista  en  la  noche  y  sólo  nos  in- 
quietaba la  demora  de  los  compradores  de  caballos,  cuando  a 
deshora  llegaron  éstos  al  cuartel  general,  pero  con  las  manos 
vacías,  aunque  repletos  de  hambre  y  de  cansancio.  Averigua- 
do el  inesperado  mal  éxito  de  nuestras  valientes  comisiona- 
dos, resultó  que  Hurtado  y  Clackston  habían  sido  encantados 
en  el  viaje  por  una  sirena,  y  que  les  matadores  ojos  de  ésta 
les  habían  hecho  olvidar  hasta  el  objeto  de  su  misión.  Desde 
la  separación  de  nuestra  Rosarito  Améstica,  ni  ellos,  ni  nos- 
otros, ni  nadie,  había  vuelto  a  ver  faldas;  y  como  por  des- 
gracia el  ranchero  tuviese  a  su  lado  una  muchacha,  perdió  la 
comisión  el  equilibrio,  y  con  él,  la  ocasión  de  impedir  que 
otros  más  diestros  maromeros  les  llevasen  les  mejores  caba- 
llos, dejando  sólo  en  el  corral  el  más  ruin  de  todos  los  roci- 
nantes, valorizado,  sin  embargo,  en  250  pe<=os.  Hubiéranle 
comprado  por  150  pesos,  según  expuso  Clackston,  pero  la  pre- 
sencia de  la  niña  puso  coto  a  tan  baja  propuesta;  así  fué  que 
refunfuñando  entre  dientes,  que  más  bien  hubieran  dado  las 
250  por  ella  que  por  él,  se  volvieron  sin  nada.  A  la  voz  de  mu- 
chacha, tomó  la  palabra  el  Decano,  y  después  de  un  sesudo  y 
reposado  discurso,  en  el  cual  hizo  patente  a  los  oyentes  los 
males  que  podían  acarrear  a  la  colonia  andante  la  adquisi- 
ción de  otra  clase  de  artículos  que  aquellos  que  se  habían  ido 


274  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

a  buscar,  concluyó  su  patética  oración  invistiéndole  él  mismo 
del  cargo  de  ir  a  torear  a  la  sirena  y  de  obligar  al  carero  guar- 
dador del  jnandundo,  a  dárselo  por  menos  precio.  Púsose, 
pues,  en  campaña  al  venir  el  día;  pero  no  solo,  pues  le  acom- 
pañó todo  el  estado  mayor  y  aun  el  menor,  temerosos  de  que 
fuese  a  suceder  alguna  desgracia  al  pudibundo  jefe  en  tan 
arriesgada  aventura. 

Hora  y  media  caminamos  con  dirección  al  occident-e  por 
el  fresco  y  ameno  valle  del  Sacramento,  más  inmediato  a  las 
correntosas  aunque  profundas  aguas  del  río  Americano.  Altos 
pinos,  robustas  encinas,  ya  formando  grupos,  ya  disemina- 
das sobre  un  piso  verde  y  cubierto  de  flores  tempraneras,  da- 
ban a  aquellos  lugares  el  aspecto  de  un  interminable  parque 
inglés.  Sólo  nos  hacian  conocer  que  estábamos  muy  distante 
de  la  pérfida  Albión,  la  soledad,  la  grata  temperatura,  la  al- 
gazara de  las  bandadas  de  pavos  silvestres  que  a  cada  rato  pa- 
saban, como  nuestros  loros,  por  las  alturas;  el  canto,  la  fi- 
gura y  colorido  de  aves  que  nos  eran  del  todo  desconocidas,  y 
el  susto  que  nos  daban  las  culebras,  más  o  menos  entumeci- 
das, que.  tendidas  de  atravieso  en  los  camJnos,  esperaban  pa- 
ra moverse  que  calentase  más  el  sol. 

Como  a  las  25  cuadras  de  nuestro  campamento  entramos 
en  el  mentado  fuerte  Sutter.  Reducíase  la  tal  fortaleza  a  un 
enorme  caserón  con  gruesos  y  hendidos  paredones,  apoyados 
en  un  foso  medio  colmado  con  escombros  y  malezas,  y  a  unas 
cuantas  piezas  de  artillería  que  descansaban,  mohosas  y  cu- 
biertas de  pasto,  sobre  el  suelo.  Vimos  allí  un  casucho  de  ta- 
•  blas  a  la  rústica,  algunas  enramadas,  y  a  poca  distancia,  un 
gran  almacén  con  una  enorme  enseña  que  decía:  "Branam  y 
Cía."  Era  el  jefe  de  este  establecimiento  comercial  aquel  ex 
mcrmón  Branam.  dueño  del  funesto  Daice-may-nana,  como 
ya  he  dicho,  y  señor  de  una  de  las  más  saneadas  fortunas  ca- 
lifornesas  de  aquella  época.  Jefe  o  cura  párroco  de  su  secta, 
de  este  lado  de  la  Sierra  Nevada,  supo  también  aprovechar 
del  trabajo  de  sus  numerosos  feligreses,  y  habiendo  logrado 
monopolizar  una  rica  extensión  de  orillas  del  río  Americano, 
se  llenó  en  poco  tiempo  de  riquezas.  Parece  que  en  cuanto 
no  más  se  vio  con  ellas  había  dado  de  mano  a  esa  religión  y 
quedádose  sin  ninguna,  bien  que  las  malas  lenguas  asegu- 
raban que  para  tranquilizar  su  conciencia,  rezaba  con  fre- 
cuencia oraciones  en  honor  de  Santa  Poligamia. 

El  almacén,  colocado  precisamente  en  el  mismo  camino 
que  conducía  a  los  placeres,  causaba  admiración  por  el  com- 
pleto surtido  de  cuanto  podía  desearse  para  los  menesteres 
del  trabajo  de  las  minas.  De  los  precios  nada  digo,  puesto  que 
sólo  dejaban  al  vendedor  la  ruin  utilidad  de  cincuenta  a  cien 
to  por  uno. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  275 

Habíamos  caminado  ya  como  dos  hora,s  llevando  a  la  iz- 
quierda el  río  Americano,  a  cuya  margen  nos  condujo  la  sed, 
cuando  supimos  por  un  sonoreño  que  allí  mi,"^mo  podríamos 
encontrar  oro;  porque  aunque  sólo  a  17  leguas  del  punto  en 
que  nos  encontrábamos  comenzaba  este  río  a  recibir  los  to- 
rrentes auríferos  conocidos  con  los  nombres  de  Río  del  Norte, 
Río  del  Medio  y  Río  del  Sur,  era  tal  la  fuerzo  de  su  corrien- 
te, que  alcanzaba  a  arrastrar  oro  hasta  su  misma  confluencia 
con  el  Sacramento.  Deseosos  de  cerciorarnos  de  la  verdad  del 
comedido  sonoreño,  ensayamos  con  la  inseparable  poruña  del 
minero  chileno  aquellas  misteriosas  arenas,  y  llenos  de  con- 
tento por  haber  visto  oro,  aunque  poco,  nos  dirigimos  a  las 
casas  de  la  hacienda  o  rancho,  que  ya  comenzaban  a  verse  a 
alguna  distancia. 

La  tal  casa  parecía  el  comienzo  de  un  desierto;  ni  un  al- 
ma humana  salió  a  recibirnos,  ni  siquiera  un  perro  se  dignó 
ladrarnos.  Las  puertas  y  las  ventanas,  abiertas  de  par  en  par, 
no  tenían  por  qué  no  estarlo,  puesto  que  nada  se  divisaba  que 
mereciese  ser  guardado.  ¡Ni  una  flor,  ni  un  árbol,  ni  un  ave! 
Quien  hubiera  recorrido  las  pampas  argentinas,  metido  de  re- 
pente en  un  rancho  californés,  creería  sin  duda  que  se  encon- 
traba mudando  caballos  en  una  de  las  postas  de  aquel  desi^er- 
to.  Asomóse  al  cabo  por  sobre  las  bardas  de  un  silencioso  co- 
rralón una  cara  de  Gestas,  que,  después  de  un  sonoro  "¿quién 
vive?",  nos  volvió  la  espalda  por  no  perder  tiempo  en  esperar 
nuestra  contestación.  A  tiempo  habíamos  llegado;  el  dueño 
de  casa  estaba  a  punto  de  cerrar  trato  de  venta  con  un  yan- 
qui por  el  malhadado  rocín  que  había  dejado  de  comprarse  el 
día  anterior,  y  como  en  California  el  tiempo  es  oro,  tuvimos, 
por  la  competencia,  que  largar  300  pesos  por  lo  que  en  Chile 
sólo  se  pudiera  vender  para  sacar  aceite. 

Hasta  aquí  nada  de  sirena,  ni  ninguno  de  nosotros  se  atre- 
vía a  indagar  del  cancerbero  el  paradero  de  semejante  joya; 
pero  como  el  acaso  protege  siempre  los  buenos  deseos,  debien- 
do pagar  en  oro  en  polvo,  y  no  en  plata,  porque  no  la  "había, 
se  nos  condujo  a  un  mezquino  sucucho,  en  donde  ¡oh,  cielos! 
nos  esperaba,  balanza  en  mano,  la  viva  imagen  de  la  diosa 
Astrea.  Ella  misma,  único  ser  femenino  mirable  que  se  nos 
había  presentado  desde  que  abandonamos  las  playas  chilenas, 
pesó  con  sus  inocentes  o  pecadoras  manos,  parte  de  nuestro 
escuálido  caudal.  Sirviónos  leche,  objeto  de  lujo,  cuyo  nom- 
bre ya  habíamos  olvidado,  nos  hizo  caritas,  y  nosotros  la  hu- 
biésemos hecho  dueña  de  nuestros  asendereados  corazones,  si 
la  presencia  del  Fierabrás  no  hubiera  tenido  a  raya  nuestro-s 
naturales  ímpetus,  que  no  eran  ni  podían  ser  otro.s  que  los 
de  servirla .   Separámonos  con  pena  de  aquella  casa  hospita- 


276  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

laria.  y  dándonos  prisa  para  volver  a  reunimos  en  nuestro 
campamento,  llegamos  a  él  entrada  ya  la  noche. 

Gran  algazara  formamos  todos  alrededor  de  nuestra  des- 
vencijada cabalgadura;  luego  le  hicimos  una  probada  con  una 
rastra,  y  vimos  que  era  buena.  En  seguida  nos  dimos  a  fa- 
bricar morrales  con  sacos  vacíos,  para  llevar  cada  uno  a 
cuestas  cuank)  peso  pudiera,  a  fin  de  aliviar  al  manáundo. 
Le  acomodamos  un  cinchón  y  un  pretal  de  nueva  invención, 
cargamos  la  carreta  fletada  que  ya  nos  esperaba,  dispusimos 
la  carga  de  la  carretilla,  y  comiéndonos  después  una  olla  en- 
tera de  porotos,  nos  tendimos  en  el  suelo,  donde  dormimos, 
esperando  el  alba,  como  si  hubiésemos  reposado  sobre  un  mu- 
llido lecho  de  agradables  plumas. 

Al  venir  el  día,  y  en  los  momentos  de  salir,  se  reunieron 
a  la  compañía  dos  Garcés,  padre  e  hijo,  y  un  Herrera,  todos 
chilenos,  listos  también  para  marchar.  Tomamos  todos  un 
ulpo  caliente,  y  echándonos  a  la  espalda  cuanto  podíamos 
cargar,  no  teniendo  más  que  hacer  en  aquel  lugar,  dio  el  De- 
cano la  voz  de  "¡marchen!" 

El  orden  de  nuestra  marcha  fué  el  siguiente:  Cassalli  y 
un  Garcés  a  vanguardia,  al  cuidado  de  lo  que  iba  en  la  ca- 
rreta; mis  cuatro  hermanos  marchaban  en  seguida  junto  con 
un  peón,  ayudando  al  caballo  que  tiraba  la  carretilla;  Clacks- 
ton,  Hurtado,  un  peón  de  mano  y  el  Decano,  cerraban  la  re- 
taguardia en  calidad  de  cuerpo  de  reserva. 

A  poco  andar  cesó  el  reinado  de  la  alegría  y  principió  el 
de  los  reniegos:  tanto  nos  dieron  en  qué  entender  el  maldito 
caballo  y  su  vehículo.  Parecía  que  no  le  agradaba  a  aquél 
el  estrambote  que,  por  mal  de  nuestros  pecados,  le  habla- 
mos colgado  a  la  cincha,  y  poco  faltó  para  que  en  un  rato  de 
mal  humor,  diese  con  sus  respingos  al  traste  con  nuestro 
malhadado  catafalco,  descuajeringándolo  por  completo.  Fué 
preciso  ayudarle  a  marchar  a  fuerza  de  brazo;  pero  a  las  cin- 
co leguas  el  demonio  del  animal  nos  significó  con  muy  ex- 
presivos ademanes  de  abierta  rebelión,  que  de  allí  no  le  mo- 
veríamos ni  a  palos.  Tuvimos  que  alojar. 

La  relación  de  nuestras  aventuras  en  los  cinco  días  de 
presidiarios  condenados  a  trabajos  forzosos  que  duró  nuestro 
viaje,  hasta  dar  con  nuestras  maltratadas  humanidades  en 
el  asiento  de  minas  del  Molino,  sólo  puede  interesar,  como  re- 
creo de  vejez,  a  las  mismas  personas  que  figuraron  como  ac- 
tores en  semejante  danza.  Básteme  decir,  para  comprobar 
la  energía  moral  que  se  había  apoderado  de  los  más  tímidos 
corazones  en  aquella  época,  que  no  hubo  uno  solo  de  nues- 
tros aventureros  que  no  haya  sabido,  con  la  risa  en  los  la- 
bios, compartir  con  el  animal  de  carga  el  hambre,  las  mise- 
rias y  los  trabajos. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  277 

Hermosos  eran  los  prados  salpicados  de  cipreses  y  de  en- 
cinas que  recorrimos  con  dirección  al  oriente  el  primer  dia  de 
nuestra  marcha.  En  ellos  abundaban  pastos  y  buenas  aguas; 
mas,  desde  allí  para  adelante,  el  territorio,  a  medida  que  iba 
ascendiendo  por  entre  los  primeros  ramales  de  la  Sierra  Ne- 
vada que  alcanzan  hasta  esta  distancia,  perdia  su  carácter 
de  planicie.  En  varias  partes  se  quebraba  dificultando  la  mar- 
cha de  las  carretas,  y  en  otras,  con  médanos  casi  intransita- 
bles, a  cada  rato  obligaban  al  viajero  a  repechar  lomas  y  cues- 
tas por  sobre  los  pedreros  de  las  despedazadas  rocas  que  cu- 
brían el  camino.  Pero  nunca  faltaba  la  alta  vegetación  ni  en 
las  numerosas  mesetas  o  descansos  de  las  cuestas,  pastos  abun- 
dantes y  muchas  de  las  vistosas  flores  que  cultivamos  con  es- 
mero en  nuestros  jardines. 

Nuestros  alojamientos  se  colocaban  siempre  al  abrigo  de 
alguna  corpulenta  encina,  alrededor  de  cuyo  tronco  nos  ins- 
talábamos como  se  colocan  los  rayos  de  una  rueda  de  carreta 
alrededor  de  su  maza;  y  como  en  California  caen  en  aquella 
estación  rocíos  muy  parecidos  a  aguaceros,  nuestras  camas, 
reducidas  a  su  última  expresión,  puesto  que  sólo  constaban 
de  un  sarape  o  manta  mexicana,  que  hacía  las  veces  de  col- 
chón y  de  cobija,  y  del  saco  de  harina  tostada,  que  desempe- 
ñaba  las   de    almohada,    amanecían   totalmente    empapadas. 

En  nuestra  marcha,  dejando  sucesivamente  al  poniente  la 
morada  de  la  encantadora  deidad  cuyo  recuerdo  conservaba 
vivo  en  nuestra  mente  el  endemoniado  rocinante  que  tan 
poco  nos  servía;  las  ruinas  de  un  costoso  molino  colocado  en 
la  primera  violenta  correntada  que  señala  el  término  navega- 
ble del  río  Americano,  pocas  leguas  antes  de  lanzarse  en  el 
Sacramento;  el  pequeño  aunque  risueño  valle  sin  nombre,  for- 
zoso alojamiento  del  cual  parten  dos  caminos,  uno  inclinado 
al  oeste,  que  conduce  a  los  placeres  secos  llamados  Drydig- 
gings,  y  otro  al  oriente,  que  conduce  a  los  húmedos  del  Moli- 
no, llegamos  al  primer  riachuelo  de  oro  a  mano,  denominado 
Weber-Crick. 

Las  riquezas  de  las  arenas  de  este  primer  Pactólo,  aunque 
comparativamente  menos  cuantiosas  que  las  que  debíamos 
encontrar  más  adelante,  parecían  colocadas  allí  para  ameni- 
zar el  espíritu  de  los  fatigados  viajeros;  pero  la  alegría  y  el 
aliento  que  nos  causó  este  heraldo  de  futuras  riquezas,  no  bas- 
tó a  compensar  el  peligro  en  que  nos  encontramos  un  momen- 
to antes  de  llegar  a  él. 

Hacía  como  seis  horas  que  caminábamos  con  rumbo  ex- 
traviado. Ni  un  alma  se  veía  en  lo  que  nosotros  juzgábamos 
camino,  aunque  por  instantes  se  aumentaba  la  dificultad  de 
transitar  por  él. 

Acostumbrado  a  cortar  rastros  en  las  pampas  argentinas, 


278  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

y  no  encontrando  el  de  botellas  rotas,  que  es  el  que  deja  siem- 
pre Irus  sí  el  yanqui,  alarmado  mandó  el  Decano  hacar  alto. 

Comenzaba  ya  a  apoderarse  de  nosotros  la  más  lebrii  in 
decisión,  cuando,  atraidos  por  la  curiosidad  de  ver  gente  en 
aquel  lugar  poco  frecuentado  por  blancos,  se  nos  apareció  un 
campesino  de  raza  mestiza,  quien  no  sólo  nos  dijo  que  lle- 
vábamos un  camino  errado,  sino  que  sin  saberlo  hablamos 
cometido  la  imprudencia  de  penetrar  en  el  territorio  de  un 
cacicato  de  indios  malos,  que  aunque  habían  permanecido  fie- 
les al  capitán  Sutter  hasta  entonces,  ya  iban  volviendo,  por 
las  tropelías  de  los  norteamericanos,  a  sus  antiguas  mañas 
de  robar  y  asesinar  a  cuantos  blancos  encontraban  soios. 
Agregó  que,  aunque  a  él  no  le  había  sucedido  desgracia  nin- 
guna con  los  indios  hasta  entonces,  por  ser  de  muchos  cono- 
cidos, había  echado  fuera  sigilosamente  a  su  familia,  y  que 
seguía  para  poblado  cuando  tuvo  el  gusto  de  encontramos.. 

La  noticia  no  fué,  por  cierto,  muy  satisfactoria;  sin  em- 
bargo, confiados  en  la  superioridad  de  nuestras  armas  de  fue- 
go, contratamos  de  práctico  a  Santana,  que  así  se  llamaba  el 
paisano,  y  dejándole  con  el  yanqui  carretero  y  otros  dos  com- 
pañeros a  cargo  de  disponer  el  alojamiento  y  los  porotos, 
marchamos  con  nuestras  poruñas  y  bateas  a  lavar  arena  a  la 
orilla  de  un  crick,  tan  sueltos  de  cuerpo  come  si  nada  pudie- 
ra acontecemos.  A  los  pocos  pasos  encontramos  a  nuestro  sir- 
viente Leiva,  que  acudía  lleno  de  gusto  a  mostrarnos  el  re- 
sultado del  lavado  de  una  bateíta  de  mano,  en  cuyo  fondo  se 
veía  como  un  castellano  de  oro,  sacado  en  un  instante.  A  la 
voz  de  oro  quedó  desierta  la  cocina,  y  cada  cual  por  el  cami- 
no que  le  pareció  más  corto,  se  lanzó  a  la  orilla  del  río.  Su- 
cedió que  una  india,  ccn  un  niño  a  cuestas,  que  por  acaso  pa- 
saba el  sol  entre  los  matorrales  inmediatos  al  río,  al  verse 
rodeada  por  todas  partes  de  caras  blancas,  creyéndonos  yan- 
quis, echó  como  un  gamo  a  correr,  y  que  nosotros,  por  aumen- 
tar su  miedo,  hicimos  amago  de  perseguirla,  dio  un  traspié  y 
cayó  dando  alaridos.  Los  clamores  de  ¡socorro!  contestados 
a  lo  lejos  por  otras  voces  que  nos  parecían  bramidos,  no  tar-  * 
daron  en  atraer  hacia  nosotros  un  tropel  de  indios,  que  con 
gritos  y  ademanes  amenazadores,  desembarazándose  de  les  sa- 
cos de  pieles  de  coyotes  que  les  servían  de  aljabas  a  sus  fle- 
chas envenenadas,  parecían  dispuestos  a  acometernos.  Nues- 
tra situación  perdió  en  el  acto  su  comenzado  encanto,  y  ya 
olvidábamos  el  oro  por  completo  para  acudir  a  las  armas,  cuan- 
do las  voces  de  Santana,  conocidas  por  alguno  de  los  indíge- 
nas, vinieron  a  evitar  que  tanto  ellos  cuanto  nosotros  tuvié- 
ramos que  lamentar  ese  día  dclorosas  desgracias. 

Santana  fué  a  ellos;  hízoles  presente  que  no  éramos  yan- 
quis sino  españoles  amigos  de  Sutter,  que  éramos,  además, 


RECUERDOS     DEL     PASADO  279 


gente  buena  y  que  sólo  pensábamos  pasar  una  noche  allí,  y 
seguir,  sin  hacerles  daño,  nuestra  marcha  hacia  el  Molino. 

Acercáronse  algunos  con  recelo;   después  negaron  otro 3  y 
pronto  nuestras  demostraciones  de  cariño,  reforzadas  con  re- 
galos de  pañuelitos  de  algodón,  de  esos  de  a  tres  cuartillos, 
en  cambio  de  ataditos  de  polvo  de  oro  de  cuatro  o  cinco  pe- 
sos cada  uno,  restablecieron  entre  los  beligerantes  la  más  cor- 
dial y  perfecta  armonía.   Nos  ofrecieron  bellotas,  único  y  fa- 
vorito alimento  de  aquellos  indios,  y  recibieron  en  cambio  de 
ellas  y  de  no  poco  oro  algunas  escudillas  de  harina  tostada. 
Es  el  color  de  estos  hombres  un  poco  más  tostado  que  el 
del  indio  nuestro,  y  ncs  parecieron  de  contextura  más  débil 
y  de  cara  acarnerada.  Su  vestido  era  de  una  mezcolanza  in- 
descriptible, entre  bárbaro  y  europeo.   Unos  llevaban  por  to- 
do traje  un  andrajoso  y  puerco  levitón,  colocado  con  valor  a 
raíz  de  las  carnes:   otros  una  camiseta  de  punto  de  media, 
que  apenas  les  alcanzaba  al  lugar  donde     colocaban     antes 
nuestros  soldados  la  cartuchera;   otros  un  simple  taparrabo. 
Ninguno  ostentaba  plumas  ni  vestidos  esencialmente  indíge- 
nas.  Las  mujeres  más  acomodadas  llevaban  la  cintura  en- 
vuelta en  pañales  de  lana  o  de  esparto,  que  ^es  alcanzaban  a 
la  rodilla;   otras  un  simple  taparrabo;  pero  ninguna  cuidaba 
de  encubrir  aquellos  suplementos  que  en  regiones  menos  libe- 
rales y  más  maliciosas  suelen  llevarse  en  estrechísima  clau- 
sura. Atan  los  niños  de  pecho  contra  un  aparato  de  mimbre 
cue  afirman  a  un  árbol  cuando  trabajan,  y  que  llevan  a  la 
espalda   cuando  viajan,  sujeto  con  una  correa  en  la  cabeza. 

Luego  los  invitamos  a  que  siguieran  su  interrumpido  tra- 
bajo del  lavado  de  tierras  para  poderlo  presenciar,  y  dándo- 
nos ellos  gusto  con  la  mejor  voluntad,  nos  llevaron  al  lugar 
del  cual  nuestra  imprudencia  los  había  apartado. 

El  sistema  que  empleaban  en  el  lavado  de  las  tierras  es 
el  mismo  que  han  usado  desde  tiempo  atrás  nuestros  propios 
lavadores  de  oro;  pero  con  más  método.  Los  hombres  con  pa- 
los endurecidos  al  fuego,  o  con  tal  cual  gastada  herramienta 
europea,  cavaban  hasta  descubrir  la  circa  que  es  uno  de  los 
lechos  más  cargados  de  arena  y  de  cuerpos  pesados  que  de- 
positan los  aluviones  en  los  valles.  Los  niños  cargaban  esas 
arenas  en  canastos  de  tupidísimo  esparto  y  las  llevaban  a 
orillas  del  río,  donde  una  fila  de  mujeres  con  bateas  finísimas 
do  lo  mismo,  íns  lavaban,  y  n  medida  que  iban  liquidando  el 
oro.  lo  colocaban  al  tanteo  on  ataditos  comn  úc  dos  castellanos 
cada  uno  para  facilitar  el  cambio. 

Visitónos  en  la  noche  el  jefe  de  la  tribu,  acompañado  con 
quince  viocetonea,  los  cuales,  festejados  por  nosotros,  hicie- 
ron también  lo  posible  por  divertirno.s.  Jugaron  un  juego  de 
^■nvite  que  pudiéramos   llamar  -pares  o   nones.   Sentados   for- 


280  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

mando  un  circulo  entre  dos  grandes  fogatas,  puso  el  tallador 
en  el  suelo  cuatro  palitos  iguales  como  de  una  pulgada  de 
largo  cada  uno,  y  al  lado  de  ellos  una  pequeña  porción  de 
pasto  seco  bien  restregado  entre  las  manos.  Bien  examina- 
dos después  estos  objetos  por  los  demás  jugadores,  uno  de  ellos 
los  tomó,  y  echando  ambas  manos  a  la  espalda  para  ocultar 
la  maniobra,  formó  con  los  palitos  y  el  pasto  dos  pequeños  en- 
voltorios de  igual  tamaño,  que  volvió  a  colocar  en  el  suelo  a  la 
vista  de  todos.  Los  jugadores,  entonces,  dijeron  pares  unos, 
y  otros  nones,  y  llamando  a  un  niño  para  que  deshiciese  los 
envoltorios,  dieron  tres  enormes  berridos  de  contento  los  ga- 
nanciosos y  los  otros  bajaron  en  silencio  la  cabeza.  Al  cabo 
de  un  buen  rato,  en  el  cual  muchos  perdieron  sus  ataditos  de 
oro  en  polvo,  el  jefe,  para  despedirse,  les  propuso  el  juego  de 
la  guerra.  Alzados  todos  con  el  mayor  contento,  y  animadas 
las  fogatas,  se  retiraron  a  veinte  pasos  de  ellas,  colocados  en 
fila  uno  tras  de  otro,  con  el  jefe  delante;  a  la  voz  de  éste,  rom- 
pieron marcha  con  tranco  pesado  hacia  nosotros,  acompañan- 
do cada  paso  con  un  sonido  gutural;  a  otra  voz  del  jefe,  lle- 
gados a  las  fogatas,  saltaron  todos  dando  un  alarido  y  le  .ro- 
dearon. El  jefe,  entonces,  se  puso  a  entonar  una  especie  de 
lastimoso  yaraví,  concluido  el  cual,  dando  todos  a  un  tiempo 
una  palmada  y  un  grito,  comenzaron  una  zambra  de  las  más 
violentas  posturas  de  ataque  y  de  denfensa,  baile  que  duró  has- 
ta que  el  jefe,  con  otra  voz  de  mando,  los  llevó  otra  vez  a  la 
distancia  de  veinte  pasos,  para  comenzar  de  nuevo  aquel  si- 
mulacro de  acción  de  guerra. 

Al  día  siguiente,  sin  esperar  la  vuelta  de  nuestros  ama- 
bles indios,  emprendimos  la  tarea  de  recobrar  el  camino  per- 
dido, y  al  cabo  de  muchos  repechos  y  de  fatigas,  tuvimos  el 
gusto  de  divisar  el  mentado  Molino,  término  primero  de  nues- 
tro viaje  y  de  nuestras  aspiraciones,  en  cuya  risueña  aldea 
entramos  con  la  caída  del  sol. 


CAPITULO  XVI 

El  Molino. —  De  cómo  se  descubrió  el  oro  en  él. —  Nuestra  si- 
tuación y  primeros  trabajos  en  los  lavaderos. —  Excursio- 
nes mineras. —  Región  aurífera  de  California. —  En  Cali- 
fornia se  encuentran  todos  los  metales  conocidos. —  Ac- 
tividades de  nuestras  faenas. —  Ingeniosa  e  importantí- 
sima batea  o  cuna  californesa  para  el  lavado  de  las  tie- 
rras.—  Intento  frustrado  de  una  insurrección  de  indíge- 
nas y  su  sangriento  desenlace. —  De  cómo  me  ahogué  en 
el  río  de  los  Americanos  y  volví  a  resucitar. 

En  cuanto  hicimos  alto  en  aquel  agreste  pero  muy  risue- 
ño descanso,  comenzamos  con  gran  ligereza  y  algazara  a  ins- 
talar nuestro  campamento,  el  cual  allí,  como  en  Sacramento 
y  en  el  mismo  San  Francisco,  se  atrajo  por  lo  espacioso  y  có- 
modo de  nuestra  tienda  de  campaña,  los  honores  de  general 
admiración,  puesto  que  ninguno  se  atrevía  a  creer  que  hu- 
biese hombres  tan  rematadamente  tontos  que  fuesen  capaces 
de  acarrear  hasta  el  Molino  semejante  ajuar. 

Este  lugarejo,  que  pronto  se  elevó  a  la  categoría  de  ciu- 
dad, está  situado  en  un  risueño  vallecito  enclaustrado  por  al- 
tos cerros  cubiertos  de  pinares  a  orillas  del  río  llamado  del 
Sur,  que  es  el  primero  de  los  tres  caudalosos  auríferos  que, 
desprendiéndose  de  las  Sierras  Nevadas,  depositan  sus  arenas 
de  oro  en  el  lecho  del  gran  brazo  tributario  del  Sacramento 
conocido  con  el  nombre  de  río  Americano.  En  él  fué  donde 
se  hizo  el  casual  descubrimiento  que  a  tantos,  como  a  nos- 
otros mismos,  debía  de  tener  andando  al  retortero. 

La  abundancia  y  el  tamaño  de  las  pepas  de  oro  que  sal- 
taban a  impulsos  de  la  picota  de  ios  peones  de  Sutter,  que 
trabajaban  para  el  establecimiento  de  un  molino  de  aserrar 
tablas  en  la  orilla  de  la  barranca  del  torrente,  fué  tal,  que 
llegó  a  hacer  dudar,  a  los  mismos  que  miraban  el  tesoro,  que 
fuese  el  rey  de  los  metales. 

Sabido  es  que  los  trabajadores,  antes  que  la  noticia  de 
semejante  hallazgo  llegase  a  Sutter,  se  habían  repartido  en 
tono  de  mofa  alguna  parte  de  aquel  precioso  metal  sin  sos- 
pechar siquiera  que  fuese  oro,  y  que  ni  Sutter  mismo  pudo 


282  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

persuadirse  de  que  las  noticias  del  descubrimiento  fuesen 
ciertas.  ha^La  el  grato  moinento  en  que  uno  de  sus  peones 
puso  en  sus  manos  la  primera  muestra . 

Sutter  y  cuantos  le  rodeaban,  desvanecidos  con  lo  que  te 
nían  a  la  vista,  salieron  a  revienta  cinchas  para  el  mineral. 
La  fama  de  la  riqueza,  en  tanto,  bajando  a  la  aldea  del  Sa- 
cramento, corrió  con  tanta  rapidez,  que  todavía  Sutter  no  se 
daba  cuenta  de  lo  que  por  él  pasaba,  cuando  conmovidas  las 
poblaciones  de  Sonora,  San  José,  Yerbas  Buenas  y  Monterrey, 
corrían  desatinadas,  abandonándolo  todo,  por  acudir  al  lugar 
de  promisión  que  a  todos  convidaba  con  la  dicha. 

En  breve  tiempo,  comerciantes  y  abogados,  boticarios  y 
sacapotras,  albañiles  y  lechuguinos,  se  tornaron,  como  por 
encanto,  en  mineros  colados.  Pronto  comenzaron  a  verse  en 
manos  de  rústicos  ganapanes,  pepas  de  oro  de  monstruoso 
valor;  y  cuantos  plebeyos  descamisados  tuvieron  la  dicha  de 
llegar  primero  al  vellocino  de  oro,  otros  tantos  lograron  la  de 
tornar  a  sus  hogares  llevando  bajo  un  puerco  y  raído  cintu- 
rón  indisputables  títulos  de  nobleza,  de  juventud,  de  talento  y 
de  valía  encerrados  en  robustas  y  envidiables  culebras  de  oro 
en  polvo. 

Ya  he  dicho  cómo  cundió  después  esta  noticia  hasta  al- 
canzar a  Chile. 

Cuando  llegamos,  la  aldea  del  Molino  constaba  de  un  al- 
macén, dos  casuchas  de  madera  y  muchos  toldos  y  ramadas 
colccados  en  todas  partes  al  acaso.  Ya  no  se  consideraba  este 
lugar,  sin  embargo,  como  asiento  principal  de  minas.  Lo  bue- 
no para  el  minero  era  lo  que  aun  no  se  había  explorado;  así  es 
que  muchos  apenas  alojaban  en  él,  pasaban  de  largo  para  los 
torrentes  del  Medio  y  del  Norte,  de  los  cuales  tantos  prodigios 
se  contaban.  No  faltaba  oro,  sin  embargo,  en  el  Molino,  y  si 
ya  se  la  miraba  en  menos,  era  porque  entonces  nadie  quería 
trabajar  para  buscarlo  sino  caminar  para  encontrarlo. 

Instalados  debidamente  el  día  anterior,  salimos  todos  al 
siguiente  en  alegre  procesión  llevando  cada  cual  su  batea,  su 
poruña,  junto  con  sus  palas  y  sus  barretas.  Después  de  ori- 
llar un  poco  el  rio  por  entre  los  escombros  de  recientes  la- 
boreos, nos  pusimos,  como  dicen,  a  pirqiienear  para  adiestrar- 
nos en  el  manejo  de  la  batea.  Duró  dos  horas  aquel  trabajo 
alternado  de  barreteo,  de  acarreo  y  de  lavado;  nos  produjo 
onza  y  media  de  polvo;  y  juzgándonos  ya  suficientemente 
diestros,  nos  echamos,  después  de  comer  nuestros  apetitosos 
porotos,  a  elegir  punto  para  establecer  un  trabajo  definitivo. 
Encontrámosle,  en  efecto,  en  una  de  las  barrancas  del 
río,  en  un  lecho  de  arena  y  ripio  de  gran  corrida  cubierto 
con  otro  de  tierra  vegetal,  que  tendría  poco  más  de  un  pie  de 
espesor.  A  peco  raspar  la  barranca  por  el  lado  del  río,  vimos 


RECUERDOS     DEL     PASADO  283 

con  alegría  que  relumbraban  en  la  parte  raspada  muchas 
chispas  de  oro;  y  al  calcular  con  la  vista  la  extensión  y  el 
rumbo  de  aquel  lecho  auriíero,  tomamos  en  el  acto  posesión 
de  él,  dejando  a  dos  compañeros  en  calidad  de  guardadores 
de  aquel  tesoro,  para  que  durmiesen  sobre  él  y  sobre  las  armas. 

Al  día  siguiente  se  invistió  al  Decano  del  doble  oficio 
de  contador  y  de  cocinero,  y  se  dio  con  entusiasmo  principio 
al  trabajo  del  manto  aurífero,  al  que  el  buen  Cassalli  dio  el 
nombre  de  Manto  de  Justiniano,  acordándose  de  las  lentejue- 
las que  adornaban  el  manto  que  vestía  Justiniano,  del  Teatro 
Municipal . 

Un  mes  entero  duró  esta  tarea,  sin  que  ninguno  se  enfer- 
mase. Sólo  se  suspendía  el  trabajo  en  las  horas  de  la  comida 
o  en  las  destinadas  al  sueño.  Al  venir  la  noche,  se  recogía  al 
desierto  alojamiento,  se  pesaba  el  oro  de  la  cosecha,  se  guar- 
daba en  una  bolsa  de  chivato,  que  era  nuestra  caja  de  fierro, 
y  tras  de  algunas  chanzas  de  alegre  conversación,  se  tendían 
todos  a  dormir  como  lirones. 

El  oro  que  seguimos  acopiando  en  el  Molino  estaba  muy 
mezclado  con  arenas  y  piritas  de  fierro,  y  de  vez  en  cuando 
sacábamos  de  la  cuna  lindos  trozos  de  cuarzo  que  contenían 
de  un  25  hasta  un  70  por  ciento  de  oro. 

Pronto  organizamos  excursiones  lejanas,  y  tanto  éstas 
cuanto  las  mías  propias,  unidas  a  las  relaciones  de  los  mu- 
chos aventureros  con  los  cuales  trabé  amistad  en  mis  corre- 
rías, me  persuadieron  de  que  el  oro  suelto,  con  ser  tanto,  no 
era  la  única  riqueza  que  ha  dispensado  a  esta  región  la  ma- 
no generosa  de  la  naturaleza.  He  encontrado,  además,  riquí- 
simas minas  de  plata,  de  cinabrio,  de  fierro  y  de  carbón  de 
piedra,  y  en  Gras  Walley,  región  que  parece  sin  término,  pode- 
rosas vetas  de  cuarzo  aurífero  con  piritas  de  fierro.  En  gene- 
ral, esta  última  clase  de  minas,  que  no  había  para  qué  tra- 
bajarlas entonces,  se  encuentran  diseminadas  en  tanta  abun- 
dancia en  cada  arranque  o  contrafuerte  occidental  de  la  Sie- 
rra Nevada,  que  ello  solo  explica  el  origen  y  la  existencia  de 
los  grandes  depósitos  de  oro  sedimentario  acumulado  en  su 
base  o  esparcido  a  le  lejos  por  las  corrientes. 

Dice  mi  diario: 

"La  región  aurífera  de  la  Alta  California,  que  llama  la 
atención  de  los  trabajadores  en  el  día,  yace  entre  la  cadena 
de  cordilleras  llamada  Sierra  Nevada,  al  oriente,  y  los  ríos  Sa- 
cramento y  San  Joaquín,  que,  desprendiéndose  de  ella,  con- 
fluyen en  las  ciénagas  de  Suisun.  Este  triángulo  de  terrenos 
minerales,  cuya  dimensión  no  se  ha  calculado  aún  con  exac- 
titud, mide  sobre  poco  más  o  menos  135  millas  geográficas 
desde  el  río  Yuba,  al  norte,  hasta  el  Mercedes,  en  el  sur,  y  co- 


284  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

mo  60  millas,  término  medio  en  su  anchura  de  oriente  a  po- 
niente, lo  que  da  una  superficie  aproximada  de  8,100  mi- 
llas cuadradas  más  o  menos,  abundantes  en  arena  de  oro. 
Desde  los  rios  que  le  sirven  de  limite  al  poniente,  el  terreno 
se  eleva  gradualmente  hacia  las  •  cordilleras,  en  cuyas  cerca- 
nías se  encuentran  los  lechos  auríferos  más  ricos,  sin  que  es- 
te requisito  y  el  encontrarse  en  él  multitud  de  vetas  y  de  de- 
rrumbes metálicos,  lo  desnude  de  una  frondosa  vegetación. 
En  los  arroyos  y  rios  secundarios  que  se  desprenden  de  la 
sierra  en  toda  la  extensión  de  135  millas  y  que  cortan  el  te- 
rreno en  zonas  paralelas  hasta  su  confluencia  con  el  Sacra- 
mento y  el  San  Joaquín,  es  donde  tienen  su  asiento  las  ran- 
cherías improvisadas  de  los  mineros;  y  a  pesar  de  que  todos 
los  días  llegan  y  corren  noticias  de  nuevos  descubrimientos, 
hasta  ahora  los  principales  y  más  productivos  de  la  región  au- 
rífera son:  al  norte.  Yuba.  Bear,  Ncrth.  Sam,  Middle  Yorks, 
Mormón,  Molino  y  Dry  Diggings;  y  al  sur,  Consumnes,  Dry- 
Creek,  Mokelomies,  Calaveras,  Stanislaus,  Tonalomie,  Cam- 
po de  Sonora,  Mercedes  y  otras  de  menor  importancia. 

"Las  arenas  aluviales  de  una  a  seis  pulgadas  de  espesor, 
que  constituyen  los  lavaderos  del  norte,  descansan  sobre  le- 
chos de  pizarra  con  hojas  casi  verticales  al  horizonte,  y  la 
hondura  en  que  se  encuentra  este  casco  sólido,  respecto  a  la 
superficie  del  terreno  que  la  cubre,  varia  entre  uno  y  ocho 
pies. 

"Los  minerales  o  placeres  del  sur  no  se  encuentran  co- 
locados  con  tanta  regularidad.  Trozos  de  metales  de  extra- 
ordinarias dimensiones,  con  oro  a  la  vista,  se  han  encontra- 
do en  varias  quebradas  de  los  cerros  de  Stanislaus.  Colpas 
más  o  menos  ricas  se  encuentran  a  cada  rato  en  esos  contor- 
nos, y  se  arrojan  después  como  objetos  inútiles  o  de  mera 
curiosidad  por  no  costear  cargar  con  ellas.  La  última  que  vi 
y  que  fué  llevada  a  San  Francisco  para  adornar  una  de  las 
mesas  de  un  hotel,  contenía  sobre  95  libras  de  peso  en  bruto, 
20  de  oro  puro. 

"Cruzada  en  todas  direcciones  la  parte  occidental  de  la 
Sii^rra  Nevada,  de  veneros  de  oro,  en  ellos  encontrará  la  in- 
dustria futura  fuentes  mayores  y  más  constantes  de  riqueza 
en  los  terrenos  de  los  valles  de  su  base;  porque  el  oro  suelto 
que  se  encuentra  en  esta  región  privilegiada,  no  es  tanto  como 
lo  daban  a  entender  las  noticias  contradictorias  que  nos  lle- 
gaban a  Chile,  y  si  me  resolví  a  aumentar  el  número  de  los 
chilenos  que  se  dirigieron  a  este  lugar,  fué  al  pensar  que  el 
solo  término  medio  bastaría  para  satisfacer  los  deseos  del 
hombre  más  exigente.  No  me  he  equivocado:  el  ero  nativo, 
ya  sea  en  polvo  o  en  pepitas,  acopiado  con  profusión  en  el 


RECUERDOS     DEL     PASADO  285 


fondo  de  las  quebradas,  en  el  lecho  de  los  ríos  y  bajo  levísi- 
mas capas  de  tierra  que  cubren  algunos  llanos,  acude  a  la 
mano  del  hombre  con  tan  levísimo  trabajo,  que  si  esto  hubie- 
se de  durar  quedaría  fuera  de  duda  que,  andando  el  tiempo, 
el  oro  vendría  a  convertirse  en  el  más  barato  de  todos  los  me- 
tales. Pero,  por  lo  que  llevo  visto  hasta  ahora,  el  oro  vendrá 
a  ser  en  California  la  menor  de  todas  las  riquezas,  tanto  por 
su  temprano  y  natural  agotamiento,  cuanto  por  la  preferen- 
cia que  el  industrioso  yanqui  sabrá  dar  a  los  inagotables  ele- 
mentos de  riqueza  agrícola  y  fabril  que,  existiendo  en  este 
país  excepcional  desde  antes  de  ser  descubierto,  ni  siquiera 
tuvieron  sospecha  de  ellos  los  españoles. 

"Es  cierto  que,  agotado  o  muy  disminuido  el  oro  a  mano 
que  se  entrega  al  simple  lavado,  queda  aún  el  recurso  del 
trabajo  de  minas  aplicado  a  las  vetas  metalíferas;  pero  éste 
será  siempre  lento  y  mucho  menos  productivo,  si  el  acaso  no 
viniere,  como  tantas  veces,  a  ayudar  los  progresos  de  la  cien- 
cia, porque  yo  he  observado  aquí,  a  más  del  oro  desnudo  o 
nativo,  piritas  auríferas  que  apenas  manifiestan  oro  someti- 
das a  la  simple  amalgamación;  oro  gris  tirando  a  plomizo,  que 
es  oro  aliado  con  arsénico;  oro  gris  amarillento,  que  es  el  que 
está  aliado  con  hierro,  y  que  abunda  mucho;  oro  amoratado, 
que  me  ha  hecho  traer  a  la  memoria  las  muestras  de  un  oro 
de  Hungría  que  dejé  en  Chile  en  mi  colección  de  minerales, 
y  que  tienen  por  nombre  oro  color  de  bofe,  muestra  que,  si  no 
fuese  por  el  respeto  que  debo  a  la  ciencia,  tal  vez  me  atreve- 
ría a  llamar  oro  mineralizado;  y,  por  último,  una  especie  de 
pirita  que  existe  también  en  Adelfors.  en  Suecia  y  en  Hun- 
gría, y  que  es  conocida  en  este  último  reino  con  el  nombre  de 
Gelfeft,  pirita  que  no  exhibe  el  oro  y  de  la  cual,  sin  embargo, 
extraía  el  sabio  M.  de  Justi  hasta  dos  onzas  por  quintal,  a 
pesar  de  los  esfuerzos  qu^  hacía  el  distinguido  piritólogo 
Henckel  para  probar  lo  contrario. 

"Como  sólo  escribo  para  Chile,  al  llegar  a  este  punto  nc 
puedo  menos  de  detenerme  para  llamar  la  atención,  tanto  de 
nuestros  gobiernos,  cuanto  de  mis  paisanos  mineros,  hacia  la 
incuestionable  necesidad  de  dar  al  estudio  de  la  mineralogía 
aplicada  a  la  práctica  el  importantísimo  grado  de  perfección 
que  alcanza  en  Europa.  Allá  se  benefician  con  lucro  metales 
que  ni  si:jniera  merecían  en  Chile  ese  nombre  por  .-.u  baja  ley. 
En  Harz,  según  Brongniart,  las  piritas  de  Ramnielsberg  sólo 
contienen  una  29  millonésima  parte  de  oro  por  ;^uintal  y  así 
costean  el  trabajo. 

"El  yanqui,  por  ahora,  no  tiene  tiempo  de  extraer  pintas 
auríferas  a  fuerza  de  pico  y  pólvora  de  las  entrañas  de  la 
tierra,  ni  mucho  menos  de  someterlas  al  laborioso  y  científico 


286 


VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


influjo  de  las  tuestas  y  de  las  reiteradas  fundiciones,  que.  ex- 
pulsando en  forma  de  vapores  o  de  escorias  las  sustancias  que 
enmascaran  el  oro,  si  no  le  purifican,  le  concentran  y  le  po- 
nen en  el  caso  de  rendirse  a  la  copela  o  al  azogue:  le  basta 
agacharse  y  levantarse  del  suelo  en  estado  negociable.  Pero 
cuando  llegue  el  tiempo  de  poderse  dedicar  a  esto,  tal  vez  y  sin 
tai  vez.  ya  habrán  llamado  su  preferente  atención  las  únicas 
minas  que  jamás  se  han  agotado:  la  agricultura  y  la  industria. 

"Los  minerales  de  oro  más  productivos  en  el  día  son  los 
de  Siberia.  en  Rusia,  no  tanto,  es  cierto,  por  la  riqueza  del  te- 
rreno aurífero,  cuando  por  su  gigantesca  extensión,  sin  que 
esto  quiera  decir  que  no  se  encuentren  de  vez  en  cuando  en 
ellos  pepitas  de  sorprendentes  dimensiones.  Del  mineral  que 
yace  al  sur  de  Miask  se  han  extraído  pepas  de  oro  macizo  con 
peso  de  trece  a  veinte  libras  cada  una.  y  en  1843  se  encontró 
una  Que  aun  se  conserva  en  San  Petersburgo,  que  no  pesa  ma- 
nos de  setenta  y  ocho  libras  (avoir  du  poids!).  También  antes 
se  encontraban  en  el  Perú  pepas  que  llegaban  a  cuarenta  y 
cinco  y  hasta  sesenta  y  cuatro  marcos  de  oro  puro,  al  paso 
que  hasta  ahora  no  se  ha  encontrado  en  California  pepa  al- 
guna que  llegue  al  peso  de  veinticinco  libras. 

"El  oro  de  California,  en  cuanto  a  ley  o  fino,  ocupa  el  sép- 
timo lugar  entre  los  oros  conocidos.  El  siguiente  cuadro  ma- 
nifiesta la  ley  del  oro  que  corresponde  a  cada  uno  de  los  más 
afamados  distritos  mineros  que  figuran  en  el  comercio  del 
mundo:  « 

COMPOSICIÓN  DEL  ORO  NATIVO 


Nombres  de  les  lugares 

donde  se  encuentra         Oro  pun 

Siberia     Schabrosehka,     se- 
gún Rose 98 .  76 

Siberia     Boruschaka,  según 

Rose 94.41 

Brasil,  según   Darcet    .  .    .  .       94.00 

Siberia      Beresovsk,      según 

Rose 93  .  78 

Siberia  Arenas  de  Miask,  se- 
gún Rose .       92 .  47 

Bogotá,     srgún     Bou.ssin- 

gault 92. 2ü 

California,  según    War 

wick 89.58 

Siberia.     Lavaderos     Miask, 

según    Rose 89.35 


Plata 

Cobre 

Hierro 

0.16 

0.35 

0.5 

55.23 

0.39 

0.4 

5.85 

0.00 

0.0 

5.94 

0.08 

0.0 

7.27 

0.06 

0.8 

8 .  00 

0 .  00 

0.0 

0.00 

0  00 

0.0 

10.65 

0.00 

0.0 

RECUERDOS     DEL     PASADO 


287 


Senegal,    según    Darcet   ...  86.97       10.35        0.00  0.0 

Siberia     Nijni-Tagil^k,     se-  „  ^^  «  « 

gún  Rose 83.85       16.15        0.00  0.0. 

Trinidad,     según     Boussin-  - 

gault 82.40       17.60        0.00  0.0 

Transilvania,    según     Bous- 

singault 64.52       35.48         0.00  0.0 

Altai  Sinarowski,  según  Ro- 
se    C0.08       39.38         0.33  0.0 

f 

"Era  tal  la  cantidad  de  oro  que  diariamente  se  extraía  de 
los  placeres  califomeses,  que  hasta  se  llegó  a  creer  por  algu- 
nos hombres  pensadores  en  la  próxima  desmonetización  de 
este  precioso  metal.  Fundábanse  en  que  el  oro  que  produ- 
cían todas  las  regiones  auríferas  de  la  tierra  en  la  época  del 
descubrimiento  de  Marshal,  no  pasaba  de  22,300  kilogramos 
al  año,  distribuidos  de  este  modo: 

Kilogramos 

Rusia ...  17,000 

Hungría 725 

Noruega 75 

África 1,500 

Norteamérica 1,300 

Sudamérica 1,700 

Total 22,300 

"El  oro  que  tenían  a  la  vista  les  hacia  olvidar  que  desde  el 
año  1830,  en  que  fueron  descubiertas  las  minas  de  oro  de  la 
Rusia,  hasta  el  de  1842,  el  producto  de  ellas  había  alcanza- 
do al  valor  de  67.500,000  pesos,  y  que  en  vez  de  ir  a  menos 
la  producción,  sólo  entre  los  años  42  y  64,  se  habían  recogi- 
do veinte  millones.  Si  a  estas  sumas  debiésemos  agregar,  co- 
mo es  natural,  el  producto  de  la  explotación  de  los  lechos 
auríferos  recientemente  descubiertos  en  los  montes  Urales, 
es  claro  que  California,  como  productora  de  oro,  deberá  ce- 
der el  primer  lugar  a  la  Rusia.  Mañana  u  otro  día  la  Rusia 
tendrá  que  cederlo  a  otra  región,  porque  los  grandes  descu- 
brimientos naturales,  así  como  los  adelantos  del  espíritu  hu- 
mano, no  se  detienen. 

"En  cuanto  al  poder  desmonetizador,  puede  sentarse  que 
hasta  ahora  ni  se  divisa  aquel  que  pueda  bajar  de  su  solio  al 
rey  de  los  metales." 

Volviendo  a  los  afanes  de  nuestra  sociedad  minera,  diré 
que  la  cosecha  diaria  fué  por  demás  mezquina  en  los  prime- 
Recuerdo. — 10 


288  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

ros  tres  días,  por  haber  empleado  en  el  trabajo  la  batea  o 
fuente  de  mano;  pero  no  tardamos  en  hacernos  de  la  cuna 
californesa,  en  la  cual,  meciendo  con  amor  al  niño  oro,  le  vi- 
mos crecer  como  un  portento.  Este  ingenioso  y  sencillísimo 
aparato,  que  reúne  todas  las  ventajas  de  una  ponina  minera 
de  colosal  escala,  se  reduce  a  una  cuna  ordinaria  de  vara  y 
m'edia  de  largo  sobre  media  de  ancho,  colocada  de  manera 
que  la  cabeza  descansa  sobre  una  base  que  tiene  una  cuarta 
más  de  altura  que  la  que  sirve  de  soporte  al  pie.  Estas  bases 
no  son  más  que  cuartos  de  circuios  d-e  maderas  que  facilitan 
el  mecido  de  la  cuna.  La  cabeza  de  ésta  lleva  un  tosco  harne- 
ro hecho  con  tablas  agujereadas;  el  pie  está  destapado,  y  en 
el  plan  del  fondo  de  este  singular  aparato,  listoncitos  de  ma- 
dera, de  un  cuarto  de  pulgada  en  cuadro,  clavados  de  atra- 
vieso y  formando  paralelas  de  a  cuatro  pulgadas  de  separa- 
ción imas  de  otras,  sujetan  los  cuerpos  más  pesados  que,  en- 
vueltos en  barro,  se  escurren  cuesta  abajo  sobre  aquel  incli- 
nado plan. 

El  modo  de  usar  de  este  primitivo  aunque  importantísi- 
mo maquinóte,  es  tan  fácil  y  tranquilo  que  basta  ver  trabajar 
un  solo  rato  con  él  para  que  pueda  introducirse  de  profesor 
el  menos  entendido  mirón.  Uno  ceba  el  harnero  con  tierras 
auríferas;  otro  echa  sobre  ellas  baldes  de  agua;  otro  mece  la 
cuna;  y  el  último  extrae  a  mano  las  piedras  que  por  su  tama- 
ño no  pasan  por  el  harnero,  las  examina  y,  no  encontrando 
que  algunas  de  ellas  contengan  oro,  las  arroja.  El  agua  des- 
líe la  tierra  del  harnero:  la  turbia  cae  y  corre  por  el  plano  in- 
clinado, y  el  oro  y  otros  cuerpos,  más  o  menos  pesados,  se 
alojan  en  los  atajos  que  les  oponen  los  listones  atravesados. 
Cada  diez  minutos  se  suspende  el  trabajo  para  recoger  el  pol- 
vo y  las  pepitas  de  oro,  que.  mezcladas  con  fierro,  han  que- 
dado alojadas  en  los  ángulos  que  forman  los  listones;  se  de- 
positan éstas  después  en  una  batea  de  mano  para  liquidar  este 
residuo  en  la  noche  y  se  prosigue  la  operación  hasta  enterar 
el  día. 

La  cosecha  diaria,  desde  que  comenzamos  a  usar  la  cuna, 
variaba  entre  10  y  22  onzas  de  oro. 

Mi  hermano  Federico  desertó  en  tres  ocasiones  del  tra- 
bajo, para  ir,  como  él  decía,  en  busca  de  emociones.  En  las 
dos  primeras  deserciones  se  nos  apareció  con  los  bolsillos  lle- 
nos de  pedazos  de  cuarzo  cuajados  de  clavitos  de  oro,  que 
luego  destinamos  para  regalos  y  botones,  y  en  la  tercera  nos 
sorprendió  con  una  pepa  de  oro  macizo  que  encontró  en  el 
fondo  de  una  quebrada,  que  pesaba  17  y  cuarto  onzas  de  oro. 

Nada  hasta  entonces  había  perturbado  nuestras  tranqui- 
las labores;  mas,  en  los  primeros  días  de  abril  estuvimos  a 
punto  de  perderlo  todo  y  de  perdernos  también,  si  los  indi- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  289 

genas  no  hubiesen  .sido  descubiertos  y  podido  llevar  a  cabo 
el  proyecto  de  una  sublevación  general  contra  los  Intrusos  ex- 
tranjeros que  no  les  dejaban  quietud  en  parte  alguna.  Ha- 
bíanse dado  los  naturales  tan  sigilosa  traza,  que  a  no  haber 
sido  vendidos  por  un  traidor,  no  estaría  yo  ahora  refiriendo 
este  suceso. 

El  hecho  sucedió  de  esta  manera: 

En  el  recuesto  occidental  de  las  preciosas  colinas  que  te- 
níamos del  otro  lado  del  río  al  frente  de  nuestro  descuidado 
campamento,  notamos  una  mañana  que  se  alzaban  algunos 
humos  alineados,  y  que  éstos,  por  la  escasez  del  viento,  pare- 
cían líneas  paralelas,  cuya  blancura  contrastaba  con  el  obs- 
curo verde  de  los  cipreses.  Pero  todos  estábamos  muy  ocupa- 
dos para  entrar,  perdiendo  tiempo,  a  averiguar  el  significado 
de  semejante  bagatela.  En  la  noche,  ese  cordón  de  humos 
alineados  se  transformó  en  una  larga  fila  de  lucecitas  que  se 
mantenían  sin  apagarse  y  hasta  sin  oscilar  a  pesar  de  la  vio- 
lencia del  viento  que  se  había  levantado.  Ya  esto  nos  llamó 
la  atención,  y,  como  de  noche  nadie  trabajaba,  se  practicó  un 
reconocimiento,  que  dio  por  resultado  que  aquellos  humos  y 
esas  luminarias  no  eran  más  que  el  ingeniosísimo  telégrafo 
de  que  se  valían  los  indios  para  convocar  a  juntas  de  guerra. 

Al  día  siguiente,  dejando  correr  por  el  pueblo  los  rumores 
más  o  menos  alarmantes  que  despertaban  estos  aprestos,  me 
dirigí  con  mis  compañeros  al  lugar  de  las  lucecitas  que,  con  la 
claridad  del  día,  se  habían  de  nuevo  convertido  en  humos. 

Para  la  construcción  de  este  especialísimo  telégrafo,  cuyo 
significado  lo  deducen  los  prácticos  del  número  y  rumbo  de 
las  luces,  trabaja  el  indígena  hoyos  en  forma  de  tinajas,  an- 
chos abajo  y  angostos  arriba;  llena  después  esas  cavidades 
con  leña,  y  el  fuego  que  produce  humos  en  el  día,  produce  vis- 
lumbres fijas  en  la  noche. 

Vueltos  de  nuestra  correría,  supimos  que  un  indio  traidor 
había  vendido  el  secreto  significado  de  esas  misteriosas  se- 
ñales, y  que  la  colonia,  justamente  alarmada,  convocaba  a 
meeting,  para  adoptar  resoluciones.  Reunióse  el  pueblo  ese 
mismo  día  y,  como  cosa  yanqui,  aun  no  habían  transcurrido 
tres  horas,  cuando  abandonando  todos  sus  tareas  por  atender 
al  común  peligro,  se  vio  formado  de  entre  ellos  y  en  actitud 
de  marchar,  un  cuerpo  de  170  rifleros  y  de  18  hombres  de  ca- 
ballería, con  sus  respectivos  e  improvisados  jefes. 

No  habiendo  yo  asistido  al  meeting,  cosa  que  parecía  muy 
extraña  en  un  francés  — que  por  tal  pasaba  yo  entonces — ,  fué 
a  buscarme  una  comisión  de  mineros,  a  la  que  recibí  como  era 
natural,  con  tales  demostraciones  de  enfermedad,  que  al  oír- 
me decir,  que  a  pesar  de  mis  dolencias,  sólo  les  pedía  minutos 
para  seguirles,  se  opusieron  ardorosos  a  que  llevase   a   cabo 


290  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

mi  heroico  sacrificio,  y  se  contentaron  con  que  el  esforzado 
compatriota  de  Lafayette  los  ayudase  con  plomo  y  con  pól- 
vora. 

Dos  días  después  entró  la  expedición  de  vuelta  al  pueblo, 
con  114  cautivos,  entre  hombres,  mujeres  y  niños.  Todo  ha- 
bía felizmente  terminado.  Sorprendidos  los  insurrectos  in- 
dios en  su  mismo  campamento  y  cuando  menos  lo  esperaban, 
fué  de  todo  punto  vana  su  desesperada  resistencia;  porque 
arrullados  y  perseguidos  sin  misericordia,  sólo  el  propósito  de 
producir  escarmiento  en  las  otras  tribus  salvó  de  la  muerte 
a  los  pocos  que  condujeron  al  pueblo  prisioneros. 

Dos  horas  estuvieron  esos  infelices  de  plantón  sobre  una 
plazoleta  que  daba  al  torrente,  y  esas  dos  horas  bastaron  a 
un  jurado  improvisado  para  anunciar  su  inapelable  fallo,  he- 
cho lo  cual,  el  que  hacía  de  jefe,  acompañado  de  algunos  ri 
fieros,  dirigiéndose  en  español  a  esos  infelices,  les  dijo: 

— Ya  han  visto  ustedes,  tales  por  cuales,  lo  que  podemos 
y  sabemos  hacer.  Si  se  portan  en  adelante  bien,  nada  tendrán 
que  temer;  mas  si  mal,  les  pasará  lo  que  ahora  mismo  van  a 
presenciar,  antes  de  volver  libres  con  la  noticia  a  sus  toldos. 

Y  diciendo  y  haciendo,  descargaron  sus  armas  sobre  15 
infelices  que  tenían  separados  a  un  lado,  dejando  el  suelo 
lleno  de  cadáveres. . . 

He  referido  este  sangriento  episodio  con  la  misma  rapi- 
dez que  ocurrió,  por  haber  visto  en  él  traducido  de  nuevo  con 
enérgicos  caracteres,  el  célebre  lema  de  los  yanquis:  ¡Tiempo 
es  plata! 

La  impresión  que  dejó  en  el  corazón  de  los  audaces  aven- 
tureros de  Coloma  este  terrible  y  oportunísimo  castigo,  ni 
siquiera  alcanzó  a  durar  dos  horas,  porque  todavía  no  ha- 
bíamos perdido  de  vista  a  los  indígenas-  puestos  en  libertad, 
ios  cuales  marchaban  cabizbajos  y  dando  alaridos  por  entre 
los  piñales  de  las  lomas  que  rodean  el  valle,  cuando  el  rumor 
de  un  nuevo  descubrimiento  de  oro,  hecho  al  otro  lado  del 
torrente,  vino  a  apoderarse  de  todos  los  ánimos.  Ya  no  se 
habló  más  que  de  ésto,  y  todo  el  vecindario  se  hubiera  pre- 
cipitado a  un  tiempo  para  lograr  de  aquel  tesoro,  si  no  hu- 
biesen sido  tan  escasos  los  medios  de  atravesar  el  peligroso 
torrente  que  se  les  interponía.  Sólo  de  dos  modos  podía  ven- 
cerse este  tropiezo:  o  pasando  a  fuerza  de  brazos,  con  el  agua 
al  pecho,  asidos  de  un  cable  sujeto  a  entrambas  orillas,  o  en 
bote  chato,  en  el  que,  apiñados,  podrían  caber  quince  perso- 
nas, y,  sin  embargo,  ya  entrada  la  noche,  pudimos  admirar, 
por  los  fuegos  que  brillaban  en  el  lado  opuesto,  que  mucha 
gente  estaba  ya  alojada  en  él. 

Resueltos  a  emprender  también  un  reconocimiento  que 
pudiera  mejorar  la  condición  de  nuestro  trabajo,  convinimos 


RECUERDOS     DEL     PASADO  291 


en  que  al  día  siguiente  salióse  yo  para  ese  punto,  dejando  a 
cargo  de  otro  la  cocina. 

En  la  madrugada  del  día  11  de  abril  me  acompañaron  to- 
dos para  verme  pasar  el  río. 

Todavía  recuerdo  con  espanto  lo  que  se  me  esperaba. 
Elegí,  para  pasar,  el  bote.  Desde  el  embarcadero  se  podían 
perfectamente  divisar  los  penachos  de  espuma  que,  a  cosa  de 
dos  cuadras  más  abajo,  levantaba  un  cable  o  andarivel,  arras- 
trado por  la  corriente,  sobre  la  superficie  de  las  aguas  de 
aquel  torrente,  que  tendría  como  una  cuadra  de  ancho  sobre 
brazada  y  media  de  profundidad.  Fué  tanta  la  gente  que 
acudió  a  embarcarse  tras  mí,  que  aunque  yo  vi  el  peligro 
a  que  nos  exponíamos,  pues  ni  siquiera  se  dejaba  franco  el 
manejo  de  la  bayona,  me  fué  imposible  abrirme  paso  para  sa- 
lir del  bote. 

Apenas  nos  separamos  de  la  orilla,  cuando  el  bote,  mal 
estibado  y  cogido  de  atravieso  por  la  corriente,  zozobró,  lan- 
zándonos a  todos  en  el  agua,  en  medio  de  un  grito  de  espanto 
de  cuantos  presenciaban  desde  tierra  esta  catástrofe.  Yo  na- 
daba entonces,  y  aun  podía  decirse  que  nadaba  bien;  pero  no 
siempre  aprovecha,  en  caso  semejante,  ser  diestro  nadador. 
Pasada  la  impresión  de  l'a  repentina  zambullida,  traje,  sin 
turbarme,  a  la  memoria  la  cuerda  del  andarivel  que  pudiera 
tal  vez  salvarnos;  mas  apenas  había  logrado  franquearme  pa- 
so a  través  de  los  cuerpos  convulsos  que  con  desesperados  en- 
contrones me  detenían  bajo  del  agua,  cuando  un  bulto  afe- 
rrado de  mis  hombros  me  sumergió  de  nuevo.  Vanos  fueron 
mis  esfuerzos  para  desembarazarme  de  él;  faltándome  ya  la 
respiración,  iba  a  echar  mano  al  puñal,  cuando  antes  de  he- 
rir, Dios  me  Sugirió  la  idea  de  buscar  con  un  esfuerzo  deses- 
perado el  fondo.  Recuerdo  que  quedé  libre  del  peso  que  me 
ahogaba,  que  atragantado  por  el  agua  y  falto  de  aire,  sentí 
un  repentino  y  agudo  dolor  en  los  pulmones,  en  las  órbitas 
de  los  ojos,  en  los  oídos  y  en  el  nacimiento  de  la  nariz  y,  por 
último,  un  furioso  redoble  como  de  muchos  tambores  en  la 
cabeza,  el  cual  me  privó  de  los  sentidos... 

Tres  horas  después,  el  buen  Decano,  tendido  sobre  las 
abrigadoras  cobijas  de  sus  solícitos  consocios,  contaba  a  estos 
con  voz  entfe  risueña  y  dolorida,  sus  impresiones  de  viaje  al 
otro  mundo,  hasta  el  momento  en  que  la  asfixia  había  dado 
al  traste  con  sus  recuerdos. 

Contáronme  que  corriendo  todos  por  la  orilla,  aguas  aba- 
jo, no  tardaron  en  ver  varios  cuerpos  humanos  aferrados  de 
las  cuerdas  del  andarivel  y  que  uno  de  ellos  era  yo;  que  traí- 
do con  no  poco  trabajo  a  tierra,  donde  por  un  atolondra- 
miento natural  me  dejaron  caer  de  golpe  boca  abajo,  des- 
pués de  arrojar  agua  y  sangre  por  la  boca,  había  dado  el  prí- 


292 


VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


mer  suspiro  que  indicó  a  mis  desconsolados  hermanos  que 

Al  día  siguiente  el  contador  y  cocinero,  bien  que  media- 
namente molido,  desempeñaba,  como  si  tal  cosa  hubiera  su- 
cedido, sus  quehaceres  culinarios. 


CAPITULO  XVII 

Viaje  de  uno  cDe  los  socios  a  San  Francisco. —  Salvación  de\ 
Alvarez  de  ser  ahorcado. —  Mi  envenenamiento  en  Sacra- 
mento.—  Sacramento. —  Stockton. —  San  Francisco. —  Vi- 
cisitudes de  su  comercio. —  Febril  actividad  de  sus  habi- 
tantes.—  El  juez  juzgado  por  el  delincuente. —  Motivos  de 
la  malquerencia  entre  yanquis  y  chilenos. —  Intervención 
oportuna  de  Branam. —  Expulsión  de  los  chilenos  de  los 
laboreos  de  oro. —  Regreso  precipitado  en  busca  de  mis 
hermanos. 

Entraba  con  todo  su  esplendor  la  primavera,  esmaltando 
con  sus  preciosas  flores  los  verdes  campos  de  la  envidiada  Ca- 
lifornia, cuando,  tanto  por  ir  a  San  Francisco  a  pagar  lo  que 
debíamos,  cuanto  por  recoger  cartas  de  la  madre  tierna  que 
lloraba  en  Chile  la  ausencia  de  sus  hijos,  resolvimos  que  uno 
de  nosotros  bajase  a  poblado.  La  elección  recayó  sobre  el  fran- 
cés, que,  repuesto  ya  de  las  consecuencias  de  su  inmersión  hi- 
dropática,  seguía  impertérrito  desempeñando  las  veces  de  De- 
cano, de  contador  y  de  cocinero  de  la  andante  compañía. 

Triste,  muy  triste  fué  para  los  hermanos  la  mañana  del 
25  de  abril.  Era  ésta  la  primera  vez  que  uno  de  nosotros,  solo 
y  a  pie,  debía  recorrer  una  gran  distancia  en  medio  de  un  país 
semibárbaro  a  causa  de  su  vida  excepcional.  Juntos,  los  peli- 
gros y  los  afanes  bien  poco  o  nada  nos  suponían;  separados, 
¡quién  podría  decir  lo  que  pudiera  acontecer!  Estábamos  a 
más  de  dos  mil  leguas  de  la  patria,  de  los  recursos  y  de  las 
relaciones,  en  medio  de  un  país  convertido  en  feria  de  aven- 
tureros, entre  los  cuales  alternaban,  junto  con  hombres  de 
bien,  enjambres  de  bandidos  y  multitud  de  aquellos  corrom- 
pidos corazones  que  la  ola  humana  arroja  siempre  lejos  de  sí. 
Viajando  entre  hombres  que  no  tenían  más  Dios  que  el  oro, 
más  derecho  que  el  del  más  fuerte,  ni  más  corte  de  apelacio- 
nes que  el  plomo  de  las  armas,  era  evidente  que  cualquier 
atropello,  cualquiera  enfermedad,  las  fieras,  los  reptiles  pon- 
zoñosos, el  hambre,  la  sed  en  las  travesías,  la  más  casual  dis- 
locación de  un  pie,  podrían,  juntas  o  separadas,  convertirse  en 
causas  mortales  de  irreparable  desgracia  para  el  aislado  ca- 
minante. 


294  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Acompañáronme  mis  silenciosos  hermanos  como  cosa  de 
una  milla,  al  cabo  de  la  cual,  pareciéndonos  esto  demasiado 
sentimentalismo  para  el  pais  en  que  estábamos,  nos  dimos  un 
resuelto  apretón  de  manos  y  nos  dijimos  adiós. 

Llevaba  a  la  espalda,  arrollado  como  capote  de  soldado, 
por  toda  cama  un  sarape,  o  manta  mejicana,  con  un  poncho 
chileno,  y,  a  guisa  de  mochila,  un  saquito  con  16  libras  de 
harina  tostada  con  su  correspondiente  escudilla  de  hoja  de 
lata;  sobr€  el  hombro  izquierdo,  suspendido  un  rifle,  y  en  el 
cinto,  a  más  de  las  pistolas  y  el  puñal,  una  culebra  con  17  li- 
bras de  oro  en  polvo. 

A  cada  paso  tenía  que  desviarme  del  camino  para  evitar 
encuentros  con  tropillas  de  aventureros  que,  ya  alegres  y  can- 
tando, ya  echando  maldiciones,  se  encaminaban  a  los  place- 
res. Cuando  me  encontraba  con  un  solo  viajero,  era  de  rigor 
el  más  cortés  y  recíproco  saludo;  cuando  el  encuentro  era 
con  dos  o  más  peregrinos,  sólo  me  cumplía  a  mí  el  saludo;  los 
otros,  o  no  me  miraban,  o  si  lo  hacían,  era  para  medirme  de 
alto  abajo  con  una  sonrisa  desdeñosa. 

Llegada  la  noche  escogía  para  alojarme  el  abrigo  de  la 
más  coposa  encina  que  encontraba,  raspaba  con  mi  puñal  el 
pasto  y  las  basuras  que  se  acumulaban  alrededor  del  tronco, 
barría  el  lodo  con  una  rama,  y  después  de  calafatear  con  tie- 
rra y  hojas  secas  cuantas  grietas  pudieran  ocultar  insectos  o 
reptiles  venenosos,  hacía  fuego  con  los  abultados  frutos  de  los 
pinos,  y  muerto  de  cansancio,  me  arrojaba  sobre  mi  sarape, 
no  para  entregarme  al  sueño  profundo  que  mi  molido  cuerpo 
reclamaba,  sino  para  dormir  como  duerme  el  soldado  de  van- 
guardia la  víspera  de  una  acción.  Y  no  podía  ser  de  otro  mo- 
do, porque  ya  fuesen  los  frecuentes  disparos  que  se  oían  a 
prima  noche  por  todas  partes  o  ya  en  el  resto  de  ella  hasta 
venir  el  día,  el  Infernal  aullido  de  las  tropas  de  coyotes  que, 
recorriendo  los  campos  en  pos  de  hombres  y  de  caballos  muer- 
tos que  devorar,  no  cesaban  un  instante  de  atisbar  los  aloja- 
mientos para  aprovechar  los  descuidos  del  alojado,  obligaban 
al  extenuado  viajero  no  sólo  a  dormir  a  medias,  sino  a  acudir 
a  cada  rato  a  reavivar  el  fuego,  única  valla  que  contenía  así 
al  coyote  como  al  oso,  espantable  terror  de  aquellas  comarcas. 

Así  marché  cuatro  días  seguidos,  y  en  la  mañana  del  quin- 
to llegué  sin  novedad  a    Sacramento. 

¡Cuántos  adelantos  materiales  en  tan  cortísimo  tiempo! 
Ya  Sacramento  había  dejado  de  ser  lo  que  el  día  antes  no 
más  fué. 

Delineada  la  ciudad,  alzábanse  ya  en  ella  muchas  casas 
de  sumo  valor,  porque  la  tabla,  único  material  empleado  en 
las  consti-u  ce  iones   se  vendía  a  razón  de  75  centavos  el  pie. 


RECUERDOS    DEL    PASADO  295 

Ya  no  se  regalaban  sitios:  se  vendían,  y  se  vendían  caros;  y 
en  el  puerto,  a  más  de  las  embarcaciones  menores,  ostentaban 
sus  desiertos  cascos  y  arboladuras  veinte  barcos  de  más  de 
300  toneladas  y  como  30  bergantines. 

En  medio  del  bullicio  y  de  las  acostumbradas  carreras,  no 
me  costó  poco  trabajo  orientarme  para  dar  con  la  casa,  o  más 
bien  con  la  tienda  del  señor  Guilespie,  honrado  y  flemático 
gringo  americano  a  quien,  recién  llegados  a  Sacramento,  ven- 
dimos el  vino  y  el  chivato  de  Tiltil. 

Habíame  cobrado  este  hombre  particular  cariño,  y  como 
nos  dimos  el  cordial  apretón  de  manos  en  el  momento  que  él 
se  disponía  a  ir  a  reconocer  un  terreno  que  pensaba  comprar 
a  una  milla  de  distancia  del  pueblo,  alegre  con  mi  inesperada 
llegada,  por  aprovechar,  como  él  decía,  mis  conocimientos  de 
campo,  me  propuso  le  acompañase.  Desembarazado,  pues,  del 
molestísimo  peso  que  llevaba  a  cuesta,  sin  más  trámites  y  co- 
mo por  vía  de  descanso,  nos  pusimos  en  el  acto  en  marcha. 

La  mano  protectora  de  la  Providencia  fué  la  que  guió 
nuestros  pasos  en  esta  excursión,  puesto  que  volviendQ  de 
ella  y  en  los  momentos  en  que  pasábamos  el  sol  bajo  un 
árbol,  ocurrió  aquel  espantoso  lance  que  expuso  a  nuestro  pai- 
sano Alvarez  a  una  muerte  desastrosa;  bárbaro  asesinato  que 
por  fortuna  logramos  evitar,  como  lo  dejo  expuesto  en  la  pri- 
mera parte  de  este  viaje. 

Escritos  estos  recuerdos,  llegó  últimamente  a  mis  manos 
la  obra  de  S.  C.  Upham,  y  no  ha  sido  poca  mi  admiración  al 
ver  que  el  espíritu  de  elogiar  todo  aquello  que  sabe  a  nacio- 
nal, hubiese  cegado  al  sabio  escritor  hasta  el  extremo  de  ha- 
cerle sentar  bajo  su  respetable  firma,  esta  frase  que  encuen- 
tro en  la  página  324  de  sus  "Notes  of  a  voyage  to  CALIFORNIA 
(Philadelphia)    1878": 

Yet  paradoxical  as  it  may  seem,  it  is  nevertheless  true, 
that  Ufe  and  property  are  as  secure  here,  as  in  the  dties  of 
New  York,  Boston  or  Philadelphia". 

Medrados  estarían  cuantos  viajasen  por  aquellos  centros 
de  civilización  y  de  cultura  si  tal  seguridad  de  vidas  y  hacien- 
da en  ellos  se  encontrase.  Cierto  es  que  las  calles  y  las  playas 
estaban  atestadas  de  mercaderías  que  importaban  millones  de 
pesos  sin  aparente  custodia;  pero  no  se  dé  a  entender  por 
esto  que  la  moralidad  era  su  salvaguardia,  porque  ese  aparen- 
te abandono  presuponía,  ya  la  presencia  del  dueño  en  medio 
de  los  agitados  concurrentes,  ya  el  cañón  de  un  rifle  consti- 
tuido en  lejano  centinela. 

La  seguridad  individual  propia  de  aquella  época  de  des- 
gobierno no  dependía  ni  podía  depender  de  otra  cosa  que  del 


296  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

número  d€  los  asociados  para  la  mutua  defensa,  o  de  la  su- 
perioridad de  las  armas  que  cargaba  el  agredido. 

Vueltos  a  casa  de  Guilespie,  donde  asilamos  al  pobre 
caballero,  a  quien  la  emoción  había  perturbado  el  juicio,  a 
poco  de  departir  sobre  nuestras  aventuras  y  nuestras  íuturas 
esperanzas,  la  suma  amabilidad  de  mi  amigo  estuvo  a  punto 
de  costamos  a  ambos  la  vida. 

Tenía  el  buen  Guilespie  guardado  un  tarro  de  ostras  para 
cuando  repicasen  fuerte,  y  como  diese  por  sentado  que  con 
mi  llegada  se  habían  echado  a  vuelo  todas  las  campanas  del 
mundo,  salió  el  tarro  a  lucir,  y  tanto  el  huésped  como  el  con- 
vidado, nos  pusimos  gustosísimos  a  dar  cuenta  de  tan  raro 
manjar  por  esos  mundos. 

Al  principio  el  líquido  del  incurtido  me  pareció  dulce  y 
su  color  lechoso;  pero  como  sólo  me  vino  a  dar  cuidado  cuan- 
do sentí  violentos  dolores  de  estómago,  ya  el  mal  estaba 
hecho.  Mi  compañero  que,  según  supe  después,  había  sentido 
los  mismos  síntoma^s,  buscó  y  encontró  pretexto  para  salir  de 
la  tienda,  precisamente  cuando  yo,  sin  poderlo  remediar, 
prorrumpía  en  los  vómitos  más  recios,  acompañados  de  agu- 
dos dolores  en  el  estómago.  Ardiendo  y  sudando  al  mismo 
tiempo,  quiso  la  suerte  que  pudiese  arrastrarme  hasta  una 
tienda  donde  me  pareció  que  oía  hablar  francés,  y  a  mis  sú- 
plicas por  que  me  diesen  agua,  aquellos  hombres  al  verme  el 
demudado  semblante,  acudieron  bondadosos  a  favorecerme. 
Toda  el  agua  que  bebía  me  parecía  poca,  hasta  que  las  últi- 
mas arcadas,  que  fueron  de  sangre,  me  comenzaron  a  calmar. 
En  el  acto  supliqué  a  aquellas  caritativas  gentes  acudiesen 
al  socorro  de  Guilespie,  y  habiéndolo  conseguido,  al  día  si- 
guiente ese  pobre  gringo  y  yo,  ya  fuera  de  peligro,  compar- 
tíamos la  única  cama  que  había  en  la  tienda,  tan  estropeados 
y  molidos  como  si  nos  hubiesen  dado  la  más  atroz  de  las 
palizas. 

En  California  nadie  tenía  tiempo  para  enfermar;  así  fué 
que  a  los  dos  días  de  convalecencia,  una  chalupa  de  Guiles- 
pie, provista  de  todo  lo  necesario  para  un  viaje,  me  conducía 
por  el  Sacramento,  aguas  abajo,  en  demanda  de  la  ciudad 
y  puerto  de  San  Francisco. 

Tiene  el  Sacramento  brazos  muy  sem^e jantes,  salvo  su 
hondura  y  la  carencia  de  festones  de  copihues  que  suspen- 
didos en  los  árboles  riberanos  se  miran  en  sus  tranquilas 
aguas,  al  cuerpo  principal  de  nuestro  rio  Valdivia. 

Navegando  sin  la  menor  fatiga  y  llena  de  proyectos  la 
cabeza,  no  tardé  en  llegar  al  vasto  explayado  en  que  este  rio 
y   el  San  Joaquín  mezclan  sus   aguas  para  marchar  unidos 


RECUERDOS     DEL     PASADO  297 

hasta  perderse  en  las  del  Pacifico.  El  aspecto  de  esta  curio- 
sísima confluencia  avivó  mis  deseos  de  recorrer  personalmen- 
te, alguna  parte  por  lo  menos,  de  la  segunda  arteria  fluvial 
que  facilita  el  comercio  interior  de  la  Alta  California.  Dirigí, 
pues,  la  proa  a  lo  que  me  parecía  ser  el  álveo  principal  del 
laberinto  de  canales  y  de  bancos  de  arena  y  fango  que  por 
razón  de  la  vaciante  se  extendía  ante  mi  vista.  El  periódico 
ir  y  venir  de  las  altas  y  bajas  mareas  transforman  día  a  día 
el  aspecto  de  la  confluencia  de  los  dos  ríos,  ya  en  un  profundo 
y  tranquilo  lago,  ya  en  una  marisma  cubierta  de  bancos 
separados  por  una  red  de  aguas  más  o  menos  profundas  que 
en  la  época  de  las  vaciantes  dificulta  mucho  la  entrada  al 
canal  principal  que  constituye  el  San  Joaquín, 

La  hora  en  que  me  encontraba  marcaba  precisamente  el 
último  término  de  la  baja,  y  pude  contar  nueve  lanchas,  sie- 
te balandras  y  un  bergantín  goleta,  recostados  en  un  fango 
hediondo  cubierto  de  espadañas,  por  entre  las  cuales,  al  lado 
de  bancos  de  tortugas,  que  ipor  su  inmovilidad  parecían  dor- 
midas, se  divisaban  grupos  de  pasajeros  que,  con  el  fango 
hasta  la  rodilla,  pugnaban  dando  voces  de  ¡A  una!  y  maldi- 
ciendo por  empujar  las  embarcaciones  hacia  honduras. 

Esta  situación,  por  desagradable  que  fuese  para  los  infe- 
lices enfangados  en  aquel  endemoniado  lodazal,  no  hubiera 
carecido  de  atractivos  para  un  viajero  que  como  yo  contaba 
con  tan  pequeña  embarcación,  si  nubes  de  ponzoñosos  zan- 
cudos no  hubieran  formado  sobre  todos  los  transeúntes  en 
aquel  paso,  una  atmósfera  viva  que  parecía  hasta  querer  qui- 
tamos la  respiración.  Abandonando,  pues,  el  aspecto  de  la 
parte  poética  de  la  situación,  y  dejando  a  gran  prisa  para 
después  las  reflexiones  que  despertaba  él  en  mi  ánimo,  or- 
dené el  hala  avante,  y  con  sólo  dos  cortas  embarradas,  nos 
encontramos  en  pleno  álveo  del  San  Joaquín,  fuera  ya  del 
alcance  de  los  gritos  y  de  la  vista  de  los  malaventurados  apren- 
dices de  ranas  que  dejamos  a  la  espalda. 

La  carencia  de  conocimientos  de  los  álveos  de  esita  con- 
fluencia, y  la  manía  de  no  alquilar  prácticos  por  considerarse 
otro  Nelson  cada  yanqui  en  cuya  mano  ponía  el  acaso  algún 
timón,  era  causa  de  que  para  recorrer  las  160  millas  que  me- 
dian entre  San  Francisco  y  Stockton,  se  echasen  hasta  cinco 
días  de  molestísimo  viaje. 

El  río  San  Joaquín,  salvo  su  rumbo,  es  idéntico  por  su 
hondura  y  por  la  apacible  corriente  de  sus  aguas  al  del  Sa- 
cramento. No  tardamos,  pues,  después  de  una  agradable  tra- 
vesía, en  avistar  a  Stockton. 

Esta  pequeña  aldea,  que  por  su  situación  parece  llamada 


298  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

a  desempeñar  el  tercer  papel  entre  los  principales  centros 
del  comercio  interior,  debe  su  existencia  al  aventurero  We- 
ber,  que  siendo  uno  de  los  protegidos  extranjeros  a  quienes 
México  agració  con  tierras,  fué  también  uno  de  los  primeros 
que,  abandonando  el  arado  por  la  espada,  sirvieron  bajo  las 
órdenes  del  comodoro  Stockton,  cuyo  nombre  dio  al  pueblo  de 
sus  afecciones. 

Conté  en  esta  naciente  aldea  60  casas  de  madera,  y  en- 
tre tiendas  de  campaña,  toldos  y  enramadas,  cosa  de  180 
hogares.  Dijéronme  las  autoridades  que  su  población  fija  no 
bajaba  de  mil  almas;  pero  que  la  ambulante  pasaba  día  a 
día,  contando  desde  un  mes  atrás,  de  más  de  2,500. 

En  California  ver  a  un  pueblo  nuevo,  era  verlos  a  todos 
a  un  tiempo;  porque  salvo  su  asiento  topográfico  y  la  natu- 
raleza de  las  ocupaciones  especiales  que  él  imponía,  en  todos, 
con  lo  primero  que  se  topaba,  era  con  los  corredores  o  agen- 
tes de  ciudades,  con  sus  planos,  sus  ponderaciones  y  su  febril 
actividad.  En  todos  sólo  se  encontraban  hombres  de  raras 
cataduras  y  de  extravagantes  trajes;  gentes  al  parecer  ata- 
readas, llevándose  como  huracanes  cuanto  encontraban  por 
delante;  perdonavidas  armados  hasta  los  dientes;  y  en  todas 
partes,  al  compás  del  martillo  y  de  la  sierra,  resonaban  can- 
tos, maldiciones  y  estampidos  de  las  armas  de  fuego.  El  pavi- 
mento de  las  calles  era  de  cascos  de  botellas  que  salían  a 
cada  paso  desocupadas  a  guisa  de  proyectiles  por  las  puertas 
de  los  figones,  los  cuales,  atestados  de  mercaderías  en  buen 
estado  o  averiadas,  esperaban  sólo  al  martiliero  para  cam- 
biar de  dueño.  Hombres  quebrados  hoy,  ricos  mañana,  más 
quebrados  pasado  mañana  y  millonarios  después,  se  veían  a 
cada  rato,  así  como  cuadros  de  mujeres  desnudas  en  los  ca- 
fés, a  falta  de  mujeres  de  carne  y  hueso. 

Noté  en  Stockton  lo  que  aún  no  había  visto  ni  en  Sacra- 
mento ni  en  San  Francisco:  una  horca,  instalada  de  firme  en 
su  barrio  occidental.  Las  que  se  usaban  asi  en  los  pueblos 
como  en  los  campos,  eran  más  naturales,  puesto  que  basta- 
ba para  suspender  del  pescuezo  a  un  bribón,  el  primer  brazo 
de  árbol  que  se  encontraba  a  mano;  por  esto  no  carece  de 
gracia  el  dicho  del  periodista  Upham,  que  al  referirse  a  la 
de  Stockton,  la  llamó  signo  de  civilización. 

Stockton  era  e>  centro  del  comercio  que  aprisionaba  a 
los  mineros  y  recogía  el  oro  de  todos  los  lavaderos  llamados 
del  sur. 

Después  de  dos  días  de  estada  en  aquella  plaza,  empu- 
ñando de  nuevo  la  bayona  de  mi  chalupa,  me  dirigí  a  San 
Francisco,  donde  desembarqué  a  los  cuatro  días  de  mi  salida 


RECUERDOS    DEL    PASADO  299 

'del  mineral,  molido  y  estropeado,  es  cierto,  pero  lleno  de  re- 
solución y  de  contento. 

¡Cuan  distinto  de  lo  que  antes  era  encontré  a  San  Fran- 
cisco a  mi  llegada!  La  toldería  salpicada  de  cimientos  de  más 
o  menos  valiosos  edificios  habia  desaparecido;  los  toldos  y 
enramadas  se  habían  transformado  en  casas  alineadas,  bien 
que  de  precipitada  y  rústica  construcción;  los  cimientos  de 
suntuosos  hoteles,  y  el  extremo  de  las  calles,  que  se  detenían 
antes  en  el  fango  de  las  altas  mareas,  se  prolongaban  bahía 
adentro  por  medio  de  muelles  suspendidos  sobre  poderosos 
troncos  de  pino  colorado  clavados  a  fuerza  de  martinete  en 
el  fondo  de  las  aguas.  Los  sitios  que  antes  se  regalaban  a  des- 
tajo, se  medían  ahora  por  pies  y  su  valor  sobrepujaba  el  tér- 
mino de  lo  subido. 

Los  adelantos  de  este  pueblo,  inesperados  sobre  todo  pa- 
ra hombres  como  nosotros,  acostumbrados  a  ver  caminar  a 
•paso  de  tortuga  las  aldeas  chilenas,  me  convencieron  de  la 
magnitud  del  error  que  habíamos  cometido  al  desechar  los 
sitios  que  nos  regalaban,  con  tal  que  los  ocupásemos  con 
nuestras  hermosas  tiendas  de  campaña;  ¿y  cómo  no  apesa- 
rarse de  haber  mirado  en  poco  lo  que  tanto  y  en  tan  breve 
tiempo  debía  de  valer? 

Aquí  cabe  decir,  sin  ánimo  de  ofender  a  nadie,  que  sólo 
hicieron  fortuna  en  California  los  que  no  tuvieron  arrojo 
para  lanzarse  en  pos  de  ella,  despreciando  el  hambre,  las  fa- 
tigas y  los  peligros;  puesto  que,  unos  con  admitir  sitios  de 
balde,  otros  por  haberse  hecho  de  ellos  a  vil  precio,  y  otros 
con  esperarla  tras  de  algunos  bultos  de  mercaderías  que  el 
acaso,  más  que  el  cálculo,  les  hizo  llevar  a  ese  país,  se  encon- 
traron de  la  noche  a  la  mañana  poseedores  de  positivas  ri- 
quezas. 

La  bahía  estaba  atestada  de  buques,  todos  desiertos.  Sus 
pasajeros  y  tripulaciones  hacían  subir  la  población  de  trán- 
sito a  más  de  30,000  almas;  y  era  tan  febril  la  actividad  de 
los  estantes  y  transeúntes,  que  la  ciudad  se  veía  transfor- 
marse y  crecer  como  por  encanto.  Largos  muelles  susten- 
tados por  poderosos  pilotes  de  pino  colorado,  ya  construidos, 
y  a  pesar  de  esto,  prolongándose;  y  otros  a  medio  construir, 
en  cada  una  de  las  bocacalles  que  caían  a  la  marina,  dispu- 
taban a  los  barros  de  las  bajas  mareas,  asiento  para  el  trán- 
sito y  para  nuevos  edificios.  Aquí,  a  falta  de  prontos  mate- 
riales para,  los  muelles,  se  amontonaban  en  la  fangosa  orilla 
del  mar,  cajones  y  sacos  llenos  de  tierra;  allí,  para  no  perder 
tiempo,  se  improvisaban  muelles,  bodegas  y  calles,  enfan- 
gando  buques  puestos  en  hilera  a  continuación  de  ellas,  y  se 


300  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

construían  oficinas  sobre  varones  y  vigas  apoyadas  en  sus 
costados. 

Uno  de  los  primeros  inventores  d<?  transformar  buques 
en  morada  de  tierra  firme  fué  el  joven  chileno  don  Wen- 
ceslao Urbistondo,  quien,  aprovechando  de  un  oportuno  ple- 
nilunio, prolongó  con  su  desierta  e  inútil  barca  la  calle  situa- 
da al  pie  de  la  colina  que  limita  a  la  izquierda  el  plan  del 
puerto,  valiéndose  para  salvar  los  barros  que  mediaban  entre 
la  popa  de  la  embarcación  y  la  calle,  de  los  mismos  mástiles 
convertidos  en  puente. 

En  las  calles  se  formaban  veredas  hasta  con  líos  de  char- 
qui que,  a  falta  de  más  barato  y  rápido  terraplén,  se  sumer- 
gían en  el  barro  junto  a  las  casas,  para  poder  transitar  sin 
enfangarse  hasta  la  rodilla. 

El  comercio  sufría  en  aquella  ciudad  los  periódicos  con- 
trastes de  las  mareas;  unas  veces  el  agua  lo  invadía  todo, 
despreciando  con  su  abundancia  los  valores  más  acreditados; 
otras  lo  dejaban  todo  en  seco,  sin  que  el  más  previsor  pudiese 
verse  libre  de  los  ruinosos  chascos  que  producen  las  altas 
y  las  bajas  inesperadas.  Este  se  hacia  rico  sin  saber  por  qué 
y  actuél  se  arruinaba  contra  las  previsiones  del  cálculo  más 
cauteloso.  Recuerdo  que  vista  la  escasez  de  los  medios  de 
construcción,  se  pidieron  casas  hechas  a  Ohile,  y  que  cuand^r 
éstas  llegaron,  abundaban  ya  en  tanto  grado  en  San  Fran- 
cisco, que  los  que  las  habían  encargado  tuvieron  que  pagar 
para  que  alguno  se  hiciese  dueño  de  ellas  y  se  encargase  de 
desembarcarlas.  Yo  soy  testigo  y  víctima  de  lo  que  refiero. 

Sin  embargo,  nadie  desmayaba,  porque  hasta  para  que 
recobraran  su  valor  los  efectos  menos  precisados,  se  impro- 
visaron oportunísimos  incendios,  que  día  a  día  y  con  peligro 
de  arrasarlo  todo,  se  veían  surgir  en  todas  partes. 

En  este  teatro  de  la  más  estrepitosa  feria  internacional 
de  cuantas  recuerda  la  memoria  humana,  ningún  actor  re- 
presentaba el  papel  que  le  había  cabido  en  suerte  en  su  pro- 
pia patria.  El  amo  se  transformaba  en  criado,  el  abogado  en 
fletero,  el  médico  en  cargador,  el  marino  en  destripaterrones, 
y  el  filósofo,  abandonando  las  i-egiones  del  vacío,  en  el  máá 
posi^ñvo  obrero  de  ia  materia.  He  visto  sin  sorpresa,  pero  con 
Justo  orgullo  de  chileno,  al  afeminado  y  tierno  petimetre 
de  Santiago,  pendiente  aún  del  ojal  de  una  sudada  camisa 
de  lana  la  cadena  de  oro  que  engalanaba  su  chaleco  en  los 
bailes  de  la  capital,  cargar,  con  la  rl^  en  los  labios  y  el  agua 
del  mar  a  la  cintura,  efectos  de  un  fnembrudo  y  alquitranado 
marinero,  recibir  el  precio  del  jornal  y  ofrecer,  incontinenti, 
a  otro  patán  sus  oportunos  servicios. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  301 

En  todas  partes  s€  alzaban  pomposos  cartelones.  Sobre 
una  barraca  se  leía:  Hotel  Fremon.  Sobre  la  flexible  lona  ác 
una  tienda,  del  que  tal  vez  no  pasó  de  sepulturero:  Fulano, 
médico  y  cirujano.  Sobre  el  toldo  de  un  conocido  corredor  de 
pólizas  de  Valparaíso:  Fulano,  consejero  en  leyes;  Fulano  y 
Cía.,  comisionistas  en  todas  partes.  Y  en  la  enramada  de  un 
antiguo  peluquero  de  Santiago:  Hotel  Francés.  Lo  mismo  ha- 
cían les  chilenos,  de  cuyas  principales  familias  bien  pocas  se 
libraron  de  lucir  sus  apellidos  en  California. 

La  muchedumbre  de  hombres  y  siempre  hombres,  porque 
lo  qu€  era  mujeres  aún  no  habían  entrado  en  moda  por  allá, 
había  hecho  necesario  establecer  siquiera  un  simulacro  de 
gobierno  civil  en  aquella  torre  de  Babel. 

Erigióse,  en  efecto,  algo  parecido  con  el  nombre  de  Al- 
calde, funcionario  cuyas  atribuciones  reflejaban  perfecta- 
mente las  de  nuestros  antiguos  subdelegados;  lo  único  que 
podía  distinguir  a  aquél  de  éstos,  era  que  las  órdenes  y  de- 
cretos de  los  subdelegados  chilenos,  fuesen  justas  o  injustas, 
se  cumplían,  al  paso  que  sólo  la  conveniencia  sancionaba  las 
del  Alcalde  californés  o  sanfrancisqueño. 

Atraído  por  el  bullicio  de  un  tropel  de  gente,  por  algunos 
■gritos  y  no  pocas  maldiciones,  vi  que  a  punta  de  pescozones 
llevaban,  a  pesar  suyo,  a  uno  de  tantos  a  la  presencia  del 
Alcalde.  Hiceme  encontradizo  y  entré  con  los  demás  al  tribu- 
nal, que  era  una  gran  bodega  con  una  puerta  en  un  extremo 
y  una  ventana  baja  en  el  otro,  lugar  que  ocupaba  el  juez.  El 
Alcalde,  después  de  un  breve  coloquio  con  los  acusadores  y 
con  el  reo,  como  el  tiQmpo  es  plata,  se  dio  por  enterado,  y 
puesto  de  pie  dijo  en  alta  voz: 

— ¡Oigan!  ¡oigan!,  ¡condeno  al  reo  a  cincuenta  azotes 
que  deben  aplicársele  en  el  acto! 

A  la  voz  de  cincuenta  azotes,  no  tardó  en  contestar  otra, 
que  aunque  aguardentosa  y  llena  de  hipos,  articuló  también 
un  ¡oigan!   ¡oigan! 

Todos  miramos  al  lado  de  donde  salía  aquel  berrido,  y 
vimos  con  extrañeza  que  lo  despedía  un  oregonés,  quien,  su- 
jetándose apenas  sobre  los  hombros  de  otros  dos  morrudos 
compañeros  transformados  en  tribuna,  después  de  un  nuevo 
¡oigan!   ¡oigan!,  de  ordenanza,  dijo: 

— ¡Ciudadanos!  Ya  que  el  Alcalde  opina  por  la  inmediata 
aplicación  de  cincuenta  azotes  a  ese  ciudadano  de  los  Esta- 
dos Unidos,  yo  propongo  que  diez  de  nosotros  llevemos  al  Al- 
calde hasta  una  milla  de  distancia  de  aquí  a  fuerza  de  pun- 
tapiés en  el .  .  . ! ! 

— ¡Hurraaü  exclamaron  todos  a  un  tiempo;   y  el  mismo 


302  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

reo  y  todos  los  demás  iban  a  lanzar&e  ya  sobre  ei  Alcalde, 
cuando  éste,  más  ligero  que  un  conejo,  saltando  por  la  ven- 
tana, logró  hacerse  humo  por  entre  las  vecinas  encrucijadas. 

Con  semejantes  jueces  y  semejantes  litigantes,  no  era, 
pues,  de  extrañar  aue  las  cuestiones  en  primera  era  y  se- 
gunda instancia  las  dirimiese  la  pistola  o  el  puñal. 

Nada  tenian  d€  cordiales  las  relaciones  que  existían  en- 
tre los  chilenos  y  los  americanos,  y  el  decreto  del  general 
Persiflor  Smith,  expedido  desde  Panamá,  en  el  que  se  expre- 
saba que  "todo  extranjero  quedaba  desde  esa  fecha  excluido 
del  derecho  de  explotar  minas  en  California",  vino  a  poner 
el  colmo  a  los  desafueros  que  se  cometieron  contra  los  pací- 
ficos e  indefensos  chilenos. 

Alarmados  con  esto,  el  comercio  y  las  autoridades  pro- 
pusieron a  los  extranjeros  que  se  declarasen  ciudadanos  de 
la  Unión,  adjudicando  por  sólo  el  valor  de  diez  pesos  tan 
importante  título.  Pero  este  salvoconducto  sólo  podía  servir 
a  medias  en  el  lugar  donde  se  recibía,  porque  saliendo  de'  él 
más  era  objeto  de  pifia  que  de  resguardo.  Poco  tiempo  des- 
pués el  gobierno  provisional  de  San  José  declaró  libre  para  él 
extranjero  el  trabajo  de  las  minas,  con  el  solo  cargo  de  pagar 
cada  uno  20  pesos  adelantados  cada  mes.  El  recibo  debía 
servir  de  suficiente  autorización  para  poder  trabajar ._  Pero, 
¡cuántos  ch-oques  no  resultaron  de  semejante  acuerdo  entre 
recaudadores  y  contribuyentes! 

La  mala  voluntad  del  yanqui  vulgar  contra  los  hijos  de 
otras  naciones,  y  muy  esnecialmente  contra  los  chilenos,  se 
había,  pues,  acentuado.  Hacíanse  un  argumento  sencillo  y 
concluyente:  el  chileno  era  hijo  de  español,  el  español  tenía 
sangre  mora,  luego  el  chileno  debía  ser  por  lo  menos  hoten- 
tote  o,  muy  piadosamente  hablando,  algo  de  muy  semejante 
al  humillado  y  tímido  calif ornes.  Habíaseles  indigestado  el 
arrojo  del  chileno,  que,  sumiso  en  su  país,  deja  de  serlo  en 
el  extranjero,  aunque  sea  ante  una  pistola  encarada  al  pecho, 
siempre  que  él  pueda  apoyar  la  mano  sobre  la  empuñadura 
de  su  puñal.  El  chileno,  por  su  parte,  detestaba  al  yanqui,  a 
quien  calificaba  de  cobarde  a  cada  rato,  y  esta  mutua  mala 
voluntad  explica  las  sangrientas  desgracias  y  las  atrocidades 
que  a  cada  paso  presenciábamos  en  el  país  del  oro  y  de  las 
esperanzas. 

No.  tardó  en  formarse  en  San  Francisco  una  sociedad' de 
bandidos  denominada  Galgos,  compuesta  de  vagos,  jugado- 
res y  borrachos,  que,  unidos  por  la  mancomunidad  del  cri- 
men, tenían  por  lema  salirse  siempre  con  la  suya.  Prece- 
díanlos en  todas  partes  el  asco  y  el  miedo  que  infundían  con 


RECUERDOS    DEL    PASADO  303 

sü  provocadora  presencia,  y  en  toda^  partes,  la  camorra  y  la 
violencia,  que  no  les  perdían  pisadas  donde  establecían  sus 
reales. 

CJomo  no  siempre  se  salieran  con  la  suya,  cuando  reco- 
rrían la  puntilla  de  la  derecha,  donde  se  había  formado  una 
especie  de  Chiiecito  aislado  del  centro  de  la  ciudad,  resol- 
vieron los  malhechores  galgos  darles  una  violenta  zurra,  y 
como  en  California  tiempo  es  plata,  estos  desalmados,  en  nú- 
mero crecido,  acometieron  a  los  desprevenidos  chilenos  de 
aquel  rincón,  a  palos  y  a  pistoletazos. 

De  presumir  es  el  alboroto  y  la  srrita  que  se  armó  en 
aquel  lugar  por  tan  brutal  e  inmotivado  atropello.  Los  chile- 
nos, vueltos  en  sí.  empezaron  a  lanzar  una  lluvia  de  piedras 
sobre  sus  agresores.  Un  respetable  caballero  chileno,  no  pu- 
diendo  huir  por  la  puerta  de  su  tienda,  por  encontrarse  en 
ella  varios  galgos  que  le  acometían,  tendió  de  un  pistoletazo 
al  primero  que  se  le  acercó,  y  rasgando  con  el  puñal  la  lona 
de  la  tienda  alcanzó,  escapando  por  aquella  puerta  improvi- 
sada, la  fortuna  de  unirse  ileso  a  sus  demás  compañeros: 
Branam,  el  ex  mormón  dueño  de  la  inolvidable  Daice-ma'y- 
nana,  informado  por  algunos  chilenos  de  lo  que  ocurría  en 
la  puntilla,  se  lanzó  lleno  de  justa  indignación  sobre  el  te- 
jado de  su  casa,  y  dando  desde  allí  grandes  voces  para  lla- 
mar al  pueblo  a  reunirse,  con  breves  y  enérgicas  palabras 
manifestó  que  ya  era  tiempo  de  ejemplarizar  tan  inauditos 
desmanes  contra  los  hijos  de  un  país  amigo,  que  mandaba 
día  a  día  a  San  Francisco,  junto  con  la  mejor  harina  flor, 
¡los  mejores  brazos  del  mundo  para  cortar  adobes!  Propongo, 
agregó,  para  hacer  el  desagravio  más  completo,  que  chilenos 
de  buena  voluntad,  capitaneados  por  ciudadanos  de  los  Es- 
tados Unidos,  acudan  en  el  acto  a  aprehender  a  los  pertur- 
badores del  orden. 

Un  hurra  general  que  retumbó  en  la  puntilla  agredida 
y  la  presencia  casi  instantánea  de  los  improvisados  protec- 
tores del  orden,  puso  término  a  una  salvajada  que  pudo 
haber  acarreado  las  más  desastrosas  consecuencias. 

Dieciocho  bandidos  sacados  a  viva  fuerza  de  sus  escon- 
dites fueron  remitidos  en  calidad  de  presos  a  bordo  de  la 
corbeta  "Warren",  de  la  escuadra  yanqui,  y  con  esto  se  resta- 
bleció la  caima  en  aquel  infierno. 

Tres  días  después,  cuando  más  activaba  mis  diligencias 
para  volver  al  lado  de  los  míes,  leí  con  sobresalto  en  el  diario 
de  San  Francisco,  esta  alarmante  noticia: 

"¡Sangre  norteamericana  vertida  por  infames  chilenos  en 
los  placeres!    ¡Alerta  ciudadano!" 


364  VICENTE     PÉREZ    ROSALES 

Al  día  siguiente  la  noticia  había  tomado  proporciones 
sin  medida;  y  en  la  noche  se  corrió  que  no  sólo  habían  sido 
expulsados  con  violencia  los  chilenos  del  lado  de  San  Joa- 
quín sino  que  la  misma  partida  de  malhechores  que  los  per- 
seguía, instigada  por  el  robo  y  la  venganza,  se  dirigía  sobre 
los  demás  chilenos  que  trabajaban  en  los  tributarios  del  rio 
Americano . 

¡Juzgúese  cuál  sería  mi  situación  cuando  titubeando  to- 
davía sobre  lo  que  me  restaba  que  hacer  en  tan  angustioso 
trance,  me  dio  un  conocido  la  exageradísima  noticia  de  que 
se  acababan  de  perpetrar  en  el  Molino  las  mayores  atrocida- 
des contra  los  chilenos!  Confieso  mi  pecado.  Ni  la  distancia 
que  mediaba  entre  el  Molino  y  San  Francisco,  distancia  que 
yo  conocía  tan  bien,  ni  la  conocida  imposibilidad  de  hacer 
llegar  volando  las  noticias,  fueron  parte  a  hacerme  descon- 
fiar de  la  que  se  me  acababa  de  dar. 

¡Estaban  mis  hermanos  de  por  medio,  era  necesario  que 
perdiese  el  juicio!  ¡Mis  hermanos,  mis  pobres  hermanos  solos 
por  allá,  y  yo  sin  poder  compartir  con  ellos  sus  desgracias! 
¡Desatentado,  sin  más  equipaje  que  mis  armas,  sin  más  es- 
peranzas que  la  de  vengarlos,  pagué  200  pesos  por  un  bote 
que  debía  arrojarme  en  las  playas  del  Sacramento,  y  sin  oír 
las  reflexiones  de  la  prudencia,  ni  atreverme  a  hacérmelas, 
me  entregué  a  la  violencia  de  mi  destino! 

¿A  dónde  iba?  ¿Qué  pretendía  hacer?  Lo  ignoro.  ¡Lo  úni- 
co que  recuerdo  es  que  todo  me  parecía  hacedero,  todo  fácil, 
menos  volver  sin  mis  hermanos  a  Chile! 

Bogamos  noche  y  día  sin  descanso,  llegamos  a  Sacra- 
mento, salté  al  agua  sin  esperar  atracar  al  muelle,  y  lleno 
el  corazón  de  angustia,  corrí  hasta  llegar  a  casa  de  Guilespie. 

Juzgúese  cuál  debía  ser  mi  sorpresa.  ¡Dios  no  me  había 
abandonado!  Mis  hermanos,  llegados  el  día  antes  a  Sacra- 
mento, pobres  y  despojados  de  cuanto  tenían,  pero  ilesos, 
acordaban  con  Guilespie  el  cómo  reunirse  cuanto  antes  con- 
migo en  San  Francisco.  ¡Llegar,  verlos,  contarlos  y  desplo- 
marme de  emoción,  fué  todo  uno!  ¡Ah!,  ¡es  preciso  haberse 
encontrado  en  mi  í:ituación  para  comprenderla!  La  desespe- 
ración, el  despecho,  tal  vez  el  espíritu  de  venganza,  habrían 
seguido  dando  a  mi  enfermizo  cuerpo  la  fuerza  y  el  vigor 
que  el  exceso  de  la  dicha  me  quitó  en  aquel  momento. 

Juntos  todos  en  la  tarde,  bajo  un  modesto  toldo  de  sara- 
pes, e  impuestos  de  nuestras  mutuas  aventuras,  no  tardó  en 
venirnos  a  buscar  la  alegría,  haciéndonos  entender  que  todo 
lo  pasado  no  era  ni  podía  ser  más  que  una  mala  y  ridicula 
pesadilla.  En  efecto,  estábamos  buenos  y  sanos  y  de  la  cuen- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  305 

ta  no  faltaba  ninguno:  ¡qué  más  podíamos  desear!  No  ha- 
bían necesitado  los  yanquis  de  grandes  violencias  para  ex- 
pulsar a  los  intrusos  chilenos  del  Molino.  Fueron  sí  robados 
y  despojados  de  cuanto  tenían;  pero  esto  en  California  no 
tenía  significado  atendible. 

Los  demás  compañeros  habían  tocado  a  dispersión.  Esa 
misma  noche  nos  declaramos  en  comité  para  decidir  lo  que 
en  adelante  debíamos  hacer.  Ninguno  opinó  por  el  regreso 
a  Chile;  antes  bien,  se  adoptó  por  unanimidad  volver  a  lu- 
char de  nuevo  contra  la  adversa  suerte,  modificando  si  el 
sistema  de  ataque,  hasta  domarla. 


CAPITULO   XVIII 

Entramos  en  la  vida  del  comercio. — Cuál  fué  éste. — Compra 
de  una  lancha.  —  Dificultades  legales  para  la  navega- 
ción de  les  ríos  y  modo  poco  decente  de  vencerlas.  — 
Viaje  en  la  "Impermeable".  —  Culebras  y  zancudos  cali- 
Jorneses.  —  Muerte  del  joven  Martínez.  —  Las  tercianas 
en  Sacramento.  —  Hospital  Chileno  de  los  señores  Luco. 
—  Fundación  de  un  hotel  en  San  Francisco.  —  El  pozo 
de  don  Juan  Nepoinuceno  Espejo.  —  Nos  convertimos  en 
sirvientes.  —  Aventura  de  la  leche.  — ^  Mi  viaje  a  Monte- 
rrey. —  Lo  que  valía  un  chileno  en  California.  —  Monte- 
rrey. —  Sus  obsequiosos  habitantes .  —  Sarao.  —  Valioso 
regalo  y  mi  regreso  a  San  Francisco.  —  Llegada  de  las 
primeras  mujeres  a  ese  pueblo.  —  Repugnantes  cuadros 
plásticos  en  los  cafés.  —  Remate  de  mujeres  a  bordo  de 
los  buques.  —  El  juego.  —  Elecciones  para  la  convención 
de  San  José.  —  Incendio  y  ruina  de  San  Francisco.  — 
Nos  transformamos  en  marineros. — Regreso  a  Chile. 

No  eran  las  minas  el  único  negocio  que  en  aquella  época 
ofreciera  al  trabajo  California.  Broceadas  éstas  para  los  de 
afuera,  aún  quedaba  el  comercio,  que  estaba  entonces  en 
poderosos  alcance.  Sabíamos  por  experiencia  que  los  comer- 
ciantes al  menudeo  y  los  ociosos  lucraban  más  que  los  traba- 
jadores e  industriales;  y  este  motivo,  a  poco  discurrir,  nos 
determinó  a  erigir  altares  al  buen  Mercurio,  dios  de  los  la- 
drones. Faltábanos,  es  cierto,  el  saco  tradicional,  las  alitas  en 
los  pies  y  el  caduceo,  arreos  propios  de  esta  alma  de  los  mer- 
caderes; pero  mis  hermanos  no  se  detuvieron  por  tan  poco. 
Pormaron  el  saco  con  el  conjunto  de  varios  saquitos  de  polvo 
de  oro,  escapados  por  milagro  entre  los  pliegues  de  sus  cin- 
turones;  las  alitas  debía  yo  comprarlas  en  San  Francisco, 
transformadas  en  un  lanchón,  y  no  nos  acordamos  del  ca- 
duceo por  no  haberle  encontrado  significado  práctico. 

Constituido  en  gerente  y  cabecera  de  la  sociedad  Pérez 
Hnos.,  al  día  siguiente  de  nuestro  encuentro  navegaba  de 
nuevo  ya  el  feliz  Decano,  aguas  abajo,  la  hermosa  ría  que 
conduce  a  San  Francisco. 


306  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Propicia  era  por  demás  la  ocasión  que  parecía  bendecir 
nuestro  cambio  de  frente  para  entrar  en  la  vía  del  comercio. 
Como  el  furor  de  recoger  oro  con  la  propia  mano,  a  todos 
trabucaba  la  mollera,  nadie  se  fijaba  que  lo  que  valía  ciento 
en  el  interior,  casi  se  regalaba  en  San  Francisco.  El  número 
de  inmigrantes  era  tan  crecido,  y  tan  engorrosos  para  la 
marcha  los  efectos  que  desembarcaban,  que,  a  trueque  de  no 
perder  tiempo,  lo  que  no  se  vendía  a  vil  precio,  se  arrojaba. 

Parecía  que  por  momentos  aumentaba  también  el  núme- 
ro de  chilenos  conocidos  que  desembarcaban  en  San  Fran- 
cisco, y  venían  con  tales  bríos  que  hasta  miraban  en  menos 
al  chileno  que  no  encontraban  convertido  en  Creso.  Sólo  los 
incapaces  o  los  flojos  podían  estar  pobres  y  desalentados. 

Yo,  después  de  contestar  las  atropelladas  preguntas  que 
me  dirigían,  dejándolos  echar  plantas,  proseguía  silencioso 
acarreando  a  la  playa  unos  líos  de  charqui  apolillado  que 
acababa  de  comprar  a  razón  de  dos  pesos  eí  lío,  diciendo  para 
mis  adentros:  está  visto,  estos  niños  no  saben  todavía  lo  que 
es  canela. 

¡Y  cuan  pronto  lo  supieron!  íY  cuántas  bravatas  se  tor- 
naron en  lamentos! 

Entre  los  infinitos  conocidos  y  parientes  con  quienes  a 
cada  rato  me  encontraba,  oyéndome  decir  don  Miguel  Ra- 
mírez que  iba  a  comprar  una  embarcación,  propuso  ven- 
derme una  lancha  de  12  toneladas  que  acababa  de  rematar 
en  700  pesos,  y  que  por  no  necesitarla  ya,  pues  en  vez  de 
lanchero  quería  convertirse  en  aserrador,  me  la  vendería  en 
300.  Se  hizo  el  trato. 

Ayudado  de  tres  jóvenes  chilenos  convertidos  en  mari- 
neros para  costear  con  su  trabajo  el  viaje  a  Sacramento,  el 
capitán  Decano,  ex  cocinero  y  contador  de  los  trabajos  de 
minas  del  Mohno  y  actual  negociante  y  armador,  no  tardó 
en  completar  la  carga  de  la  Infatigable,  que  asi  se  llamaba 
su  envidiable  lanchón. 

Constaba  el  cargamento  de  ocho  líos  de  charqui  consi- 
derablemente aligerados  por  los  estragos  de  la  polilla;  de 
veinte  quintales  de  fracciones  de  quesos  de  Chanco,  cuida- 
dosamente cuadrados  a  cuchillo,  para  librar  la  parte  sana 
de  los  efectos  de  la  podredumbre;  de  icuatro  sacos  de  desca- 
rozados;  de  dos  barriles  de  chivato  de  a  dos  arrobas  cada 
uno;  de  un  cajoncito  de  tarros  con  dulce  que  recibí  de  Chile; 
y  de  dos  sacos  de  harina  tostada. 

Ibame  yo  a  embarcar,  cuando  el  diablo,  que  no  puede 
ser  otro,  casi  cargó  con  todo  mi  negocio.  Significóme  un 
agente  de  aduana  que  no  me  moviese  de  donde  estaba,  por- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  809 

que  mi  embarcación  no  habia  sido  construida  en  Norte  Amé- 
rica, ni  su  quilla  era  de  madera  americana,  dos  requisitos 
indispensables  para  el  cabotaje  en  los  rios.  Dando  a  Barra- 
bás con  semejante  contratiempo,  en  un  país  donde  tiempo 
es  plata,  ocurrióseme  en  el  acto  invertir  el  orden  de  estos 
dos  sustantivos  y  diciéndome:  si  tiempo  es  plata,  claro  está 
que  plata  es  tiempo,  y  no  sólo  es  tiempo  sino  cuanto  hay 
en  este  mundo,  y  sin  más  esperar  me  di  a  correr  tras  un 
corredor  de  pólizas  de  Valparaíso,  convertido  en  abogado  o 
consejero  en  leyes,  como  el  cartelón  de  su  casa  lo  decía. 
Fingió  no  conocerme,  ni  aun  conocer  el  español.  Poco  tiem- 
po en  Chile...  Dijome  que  mi  lancha  era  muy  conocida, 
que  no  necesitaba  ni  saber  dónde  estaba;  pero  que  mi  asunto 
era  muy  delicado,  aunque  no  imposible. 

— Pida  usted  lo  que  le  pareciere — repuse — ,  porque  si  salgo 
mal.  cargue  conmigo  una  fanega  de  demonios. 

— ^Pues  bien — dijo  él  entonces  con  suma  gravedad — ,  co- 
mience usted  por  depositar  la  mitad  del  importe  de  las  dili- 
gencias, y  procederemos. 

Entregúele  450  pesos  en  oro,  y  ya  estaba  del  lado  de  afue- 
ra, cuando  me  gritó: 

— ¿Chalupa  es,  o  no? 

— ^No,  señor — contesté  con  incomodidad — ,  lancha,  y  lan- 
cha de  12  toneladas,  con  nombre  de  Infatigable. 

Y  el  bribón  decía  que  la  conocía,  y  que  había  estado  poco 
tiempo  en  Chile,  cuando  había  encanecido  en  él. 

Cuatro  días  después,  un  verdadero  siglo  en  California,  se 
me  apareció  el  tal  consejero  en  leyes  con  un  legajo  lleno  de 
garabatos  en  el  cual  se  encontraban  pruebas  incuestionablas 
de  que  la  madera  de  mi  cascarón  habia  sido  cortada  en  el 
bosque  de  la  Berenjena  de  la  Unión,  y  que  en  San  Francisco 
mismo  estaba,  de  tránsito  para  el  interior,  el  mismo  cons- 
tructor que  había  labrado  la  quilla  del  falucho.  Constaba, 
además,  que  no  sólo  la  embarcación  era  pura  sangre,  sino 
que  hasta  su  mismo  nombre  lo  era,  porque  en  vez  de  decir 
infatigable,  como  los  bárbaros  mexicanos  que  no  satoen  el 
inglés  la  pronunciaban,  debía  decirse  Impermeable. 

¡Anda  con  Dios! 

Dueño,  señor  y  capitán  de  embarcación  americana,  con 
"un  recargo  de  novecientos  pesos  de  valor  por  semejante  gra- 
cia, procedí  a  ponerme  en  franquía. 

Constaba  el  personal  de  la  expedición  de  cinco  personas, 
de  capitán  a  grumete:  dos  chilotes  Velásquez,  un  Valdivia  de 
Casablanca,  un  joven  Martínez,  del  sur,  y  yo. 

Martínez,  que  tendría  como  veintidós  años,  y  que  había 


310  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

sabido  captarse  mi  voluntad,  tanto  por  su  fino  trato  cuanto 
por  su  simpática  fig:ura,  padecía  de  tercianas,  enfermedad 
que  cuando  le  atacaba  le  aniquilaba  tanto,  que  pasados  ios 
accesos  de  frío  y  de  calor,  quedaba  Martínez  por  más  de  una 
hora  en  una  especie  de  modorra  muy  semejante  a  un  prolon- 
gado desmayo.    ¡Ojalá  no  lo  hubiésemos  embarcado! 

Como  la  violencia  de  la  vaciante  había  hecho  zozobrar  en 
la  mañana  a  dos  chalupas,  perdiéndose  con  ellas  cuantos  las 
tripulaban,  incluso  tres  chilenos,  en  los  remolinos  o  peque- 
ñas vorágines  del  canal  que  comunicaba  la  bahía  con  el  Pa- 
cífico, resolví  no  volverme  sino  con  la  creciente,  y  en  la  es- 
pera tuve  ocasión  de  observar  con  espanto  los  efectos  de  la 
terciana  sobre  el  desmedrado  cuerpo  del  pobre  compañero 
Martínez. 

Navegó  tres  días  consecutivos  con  marea  y  vientos  favo- 
rables la  gallarda  Impermeable,  dando  y  recibiendo  ¡burras! 
de  cuantas  embarcaciones  íbamos  dejando  atrás,  hasta  en- 
trar en  las  aguas  del  Suisun,  donde,  flaqueando  el  viento", 
comenzó  también  la  marea  a  ser  contraria.  A  eso  de  medio- 
día, obligados  a  aguantarnos  amarrados  a  un  tronco  a  medio 
ahogar  y  cubierto  de  tortugas,  el  calor  nos  obligó  a  buscar 
alguna  sombra  en  tierra  y  a  esperar  en  ella  la  vuelta  de  la 
marea. 

Acababa,  por  desgracia,  de  sufrir  Martínez  otro  furioso 
ataque  de  la  cruel  enfermedad  que  padecía,  le  acomodamos 
lo  mejor  que  pudimos  bajo  un  toldo  de  lona,  colocamos  a  su 
alcance  una  escudilla  con  agua  azucarada,  y  dejándole  amo- 
dorrado, saltamos  en  tierra  condolidos,  pero  muy  ajenos  de 
lo  que  se  nos  esperaba  a  la  vuelta. 

Ya  he  indicado  cuan  inmensa  era  la  plaga  de  ponzoñosos 
y  tenaces  zancudos  que  infestaban  las  márgenes  pantanosas 
de  los  ríos  Sacramento  y  San  Joaquín,  en  cuya^  confluencias 
tenían  su  principal  asiento  estos  molestísimos  insectos. 

Defendiéndonos  como  podíamos  a  pañuelazos,  nos  asila- 
mos bajo  unos  matorrales  que  daban  frente  a  un  pequeño 
plan  desnudo  de  pasto  y  cubierto  de  pequeñas  cuevas  como 
las  que  forman  nuestros  cururos  en  los  secanos  de  ultra  Mau- 
le. Estuvimos  allí  como  una  hora  sin  darnos  cabal  cuenta  del 
significado  de  muchos  palitos  secos  como  de  tres  pulgadas 
que  parecían  intencionalmente  clavados  en  cada  uno  de  los 
agujeros  del  suelo.  Apenas,  movido  por  la  curiosidad,  me 
acerqué  a  ellos,  cuando  retrocedí  espantado  gritando:  ¡son 
culebras! 

Muchas  regiones  solitarias  he  recorrido  en  el  curso  de  mi 
vida,  y  no  recuerdo  alguna  que   tenga   más  víboras  y   cule- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  311 

bras  que  las  que  tiene,  en  algunas  parles,  el  dorado  suelo 
californés.  La  coral,  la  cascabel,  se  encuentran  a  cada  paso 
entre  multitud  de  otros  ofidios  de  distintas  clases  y  tamaños, 
qu€,  aunque  no  todos  venenosos,  siempre  espantan  y  desvían 
al  viajero  cuando  los  encuentra  tomando  el  sol,  de  atravieso 
en  los  caminos.  Las  culebras  que  teníamos  a  la  vista  no  eran 
de  carácter  sospechoso;  ninguna  de  las  muchas  que  matamos 
tenía  la  cabeza  con  escamas;  antes  bien,  se  asemejaban  a 
las  chilenas,  que  en  vez  de  menudas  escamas,  tienen  conchas 
a  guisa  de  espalda  de  tortuga. 

Ocupados,  quién  sabe  cuánto  tiempo,  en  descabezar  cu- 
lebras a  varillazos,  y  en  derribar  a  pedradas  las  muchas  tor- 
tugas que  engrosaban,  puestas  en  fila,  los  troncos  de  los  ár- 
boles recostados  sobre  el  agua,  perseguidos  por  los  zancudos 
que  llegaban  a  empañar  la  vista  con  sus  bandadas,  y  que 
nos  hacían  pedazos  con  sus  picadas,  sin  que  el  humo,  las 
manotadas  y  los  abanicazos  con  ramas  fuesen  parte  a  librar- 
nos de  ellos,  ya  muy  entrada  la  tarde  nos  recogimos  a  bordo. 

Hay  ciertas  impresiones  que  por  su  intensidad  nunca  se 
olvidan.  Martínez,  inmóvil,  monstruosamente  hinchado,  con 
la  cobija  arrollada  a  los  pies,  sin  duda  a  impulso  de  algún 
movimiento  convulsivo,  tenía  todo  el  cuerpo,  incluso  la  ca- 
beza, cubierto  con  una  asquerosa  y  sangrienta  mortaja  de 
zancudos  que,  repletos  y  amodorrados,  formaban  sobre  la 
.desgraciada  víctima  un  lecho  que  el  espanto  nos  hizo  presu- 
mir de  más  de  una  pulgada  de  espesor.  Ver  aquello,  precipi- 
tarnos sobre  el  pobre  amigo,  llamarlo,  sacudirlo  reventando 
millares  de  zancudos  que  nos  empapaban  las  manos  con  san- 
gre, fué  todo  uno.  Pero,  tardío  socorro:  ¡Martínez  estaba 
muerto! 

Carecíamos  de  herramientas  para  labrar  'alli  una  S|6- 
pultura;  llevarle  a  Sacramento  no  tenía  objeto;  arrojarle  en 
tierra  para  que  fuese  pasto  de  los  coyotes,  no  podía  caber  en 
nuestra  angustiada  imaginación.  ¡Al  día  siguiente,  pues,  des- 
pués de  una  noche  atroz,  las  aguas  del  Sacramento  recibieron 
con  nuestras  lágrimas  el  cuerpo  inanimado  de  aquel  joven 
infeliz,  que  el  día  antes  no  más  había  sido  nuestro  compañe- 
ro y  nuestro  amigo! 

La  vida  del  marinero  californés  era  entonces  muy  seme- 
jante a  la  del  militar  en  campaña.  Suele  una  lágrima  hume- 
decer la  tez  tostada  del  adusto  soldado,  al  estrechar  por  úl- 
tima vez  la  mano  del  muerto  compañero;  pero  esa  lágrima 
se  enjuga  pronto  ante  nuevo-s  peligros  o  ante  el  entusiasmo 
que  produce  la  victoria. 

La   fresca   brisa   de   la   mañana,   la   desaparición   de   los 


312  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

zancudas  barridos  por  ella.  pI  aspecto  impouentt  de  las  tran- 
quilas aguas  del  Suisun,  el  de  los  basques  y  graciosas  colinas 
de  sus  lejanos  contornos,  la  algazara  de  las  aves,  el  continuo 
encuentro  ue  innumerables  embarcaciones  llenas  de  alegres 
pasajeros,  y  acaso  la  reflexión  de  que  son  lágrimas  perdidas 
aquellas  que  se  derraman  sobre  males  sin  remedio,  no  tar- 
daron en  devolver  a  nuestros  ánimos  preocupados  su  primi- 
tiva energía. 

Llegado  dos  días  después  a  Sacramento,  mostré  mi  fac- 
tura a  los  hermanos,  y  llenos  de  entusiasmo  porque  los  ar- 
tículos mercantiles  que  les  llevaba  se  encontraban  en  una 
de  aquellas  alzas  que  tanto  asombraban  en  California,  pro- 
cedimos sin  tardanza  a  su  desembarco  e  instalación. 

Ya  no  teníamos  tienda  de  campaña,  el  lujo  había  des- 
apaiecido.  Media  pieza  de  género  de  algodón  suspendida  en 
rústicas  estacas  era  el  techo  de  nuestra  casa-almacén,  cuyas 
paredes  de  ramas  formaban  a  su  sombra  un  modesto  semi- 
círculo que  nos  preservaba  del  viento. 

A  un  cajón  boca  abajo  colocado  en  la  abertura  que  hacía 
de  puerta  se  le  adjudicó  el  nombre  de  mostrador,  y,  como 
todo  el  cargamento  no  cupiese  dentro,  se  adjudicó  también 
el  nombre  de  bodega  al  trecho  donde  acomodamos  a  todo 
campo  el  resto. 

No  tardaron  en  acudir  algunos  curiosos  al  ver  instalada 
sobre  el  cajón  la  indispensable  balancita  de  pesar  oro,  al  lado 
de  una  rebanada  de  queso,  de  un  montoncito  de  huesillos  y 
de  una  botella  con  sus  dos  guapas  copas  al  frente,  que  servían 
de  vanguardia  a  los  barriles  de  chivato  que,  como  cuerpo  de 
reserva,  teníamos  guardados  más  adentro. 

Todo  se  vendía  a  las  mil  maravillas,  menos  el  charqui, 
que  no  podía  salir  a  luz  sin  vergüenza.  No  sabiendo,  pues, 
qué  hacer  con  él,  porque  la  polilla,  a  falta  de  otra  cosa,  podía 
emprender  con  nosotros  mismos,  acordó  ex  Directorio  devolver 
al  charqui,  terraplenando  sus  agujeros  con  sebo,  el  aspecto 
y  la  gordura  que  le  faltaban. 

Desarmados  los  líos,  el  charqui,  que  májs  parecía  jirones 
de  harnero  que  charqui,  fué  sacudido  y  extendido  sobre  el  pasto, 
donde  después  de  darle  por  uno  y  otro  lado  una  mano  de 
sebo  caliente,  le  dejamos  un  morpento  al  sol.  Federico  nos 
había  traído  el  día  antes  un  saco  de  cominos  que  unos  chile- 
nos habían  arrojado  ai  pie  de  un  árbol,  y  como  no  hay  cosa 
que  no  pueda  utilizar  la  industria  humana,  aprovechándonos 
nosotros  del  incidente,  derramamos  sobre  el  charqui  caliente 
aquel  endemoniado  condimento,  y  hecho  esto,  formamos  con 
el  todo  una  artística  pirámide  de  Egipto. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  313 


Al  Olor  que  despedía  tan  estrambótica  mercancía,  acu- 
dieron dos  acomodados  señorones,  a  los  cuales,  contestando 
sus  pre^ntas  sobre  lo  que  significaba  tan  aromáüco  alimen- 
to, aseguramos  que  era  el  más  encogido  charqui  que  solía 
servirse  en  la  mesa  de  la  nobleza  de  Santiago,  y  que  no 
habíamos  podido  colocarlo  hasta  entonces  porque  parecía  que 
en  California,  a  pesar  del  oro,  más  se  atendía  a  lo  malo  y 
barato  que  a  4o  bueno  y  caro.  Mentimos  como  experimentados 
mercaderes  cuando  protestan  ante  alguna  amable  compra- 
dora que  pierden  plata  en  el  negocie,  que  por  ser  a  ella  le 
dan  el  género  a  tan  bajo  precio,  que  no  lo  diga  a  nadie,  etc. 
Aquellas  excomulgadas  garras  se  vendieron  por  libras,  y  lo 
que  fué  más  aún,  desaparecieron  del  sitio  que  ocupaban.  El 
chivato  se  vendió  por  copitas  a  razón  de  seis  reales  copa,  por 
ser  del  que  bebía  el  duque  de  Orleáns,  y  así  todo  lo  demás. 

Mientras  esto  acontecía,  seguía  llenándose  con  chilenos 
el  pueblo  de  Sacramento,  los  cuales,  despedidos  de  los  lava- 
deros por  la  inseguridad,  llegaban  quejosos  y  desalentados  a 
asilarse  en  él;  y  como  si  no  bastasen  para  consumar  la  ruina 
de  la  raza  proscrita  las  nuevas  leyes  y  el  encono  yanqui,  se  le 
ocurrió  también  al  clima  venir  a  terciar  en  ei  asunto. 

Los  calores,  obrando  sobre  los  cienos  y  marismas  que 
forman  las  juntas  del  río  Sacramento  con  el  Americano,  co- 
menzaron a  viciar  tanto  la  pureza  de  la  atmósfera  con  pú- 
tridas exhalaciones,  que  no  tardaron  éstas  en  desarrollar  vio- 
lentas tercianas  muy  *aniquíladoras  para  unos  y  hasta  mor- 
tales para  otros.  César,  mi  hermano,  casi  perdió  la  vida,  y 
nuestra  flamante  sociedad  mercantil  tuvo  en  varias  ocasio- 
nes que  cambiar  sus  funciones  de  vendedora  por  las  de  se- 
pulturera. 

No  se  crea  por  esto,  sin  embargo,  que  es  inhospitalario  el 
clima  californés.  Por  el  contrario,  colocado  entre  los  grados 
32,  28  y  42  de  latitud  norte,  extensión  que  equivale  en  nuestro 
país  a  la  sección  comprendida  entre  Coquimbo  y  Valdivia,  el 
clima,  en  vez  de  ser  de  aquellos  que  llaman  extremosos,  entra 
en  la  categoría  de  los  templados.  Pero,  son  tantas  las  hondu- 
ras y  altibajos  propios  de  la  región  occidental  del  continente 
americano  en  toda  .su  dilatada  extensión  de  N.  a  S.,  y  tantas, 
por  consiguiente,  las  causas  que  en  esta  sección  concurren  a 
alterar  a  cada  paso  la  regularidad  de  las  líneas  isotermales, 
que  hay  momentos  en  que  el  viajero  puede  encontrarse  entre 
calores  iguales  a  los  de  la  zona  tórrida,  y  a  poco  andar,  entre 
los  hielos  de  las  zonas  polares.  Caiifornia  puede  mirar  como 
propios  de  su  suelo  las  guindas  y  la  manzana,  al  mlámo  tiem- 
po que  la  pina  y  el  algodón,  del  propio  modo  que  las  fiebres 


314  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 


pútridas  en  los  lugares  aún  descuidados,  donde  asienta  de 
lleno  un  sol  abrasador. 

En  verano  como  en  primavera,  las  mañanas  y  las  tardes 
son  frescas,  y  ardientes  los  mediodías.  Los  roclos  de  prima- 
vera, verano  y  otoño  son  muy  copiosos,  y  los  inviernos,  a  pe- 
sar de  sus  lluvias  torrentosas,  benignos. 

Debo  a  mi  malogrado  amigo  doctor  Predott,  las  siguientes 
observaciones  termométricas  correspondientes  al  año  de  1849: 

Término  medio  Falirenheit 

Primavera 68 

Verano 70 

Otoño 67 

Invierno 61 

El  mes  de  más  calor  alcanzó  a  74  grados;  el  de  más 
frío  a  48. 

Volviendo  a  mi  propósito,  del  que  sólo  me  he  separado 
un  instante  por  cumplir  con  el  deber  de  decir  siempre  la 
verdad  que  corresponde  al  viajero,  las  tercianas  y  otras  fie- 
bres de  mal  carácter  hacían  tantos  estragos  entre  los  chile- 
nos y  los  extranjeros  avecindados  o  de  tránsito  en  Sacra- 
mento, que  yo  me  maravillaba  de  cómo  las  autoridades,  a 
las  que  acudimos  siempre  en  Chile  para  cuanto  hay,  no  im- 
provisaren siquiera  un  mal  galpón  hospitalario  para  los  des- 
validos que  morían  sin  el  menor  recurso,  después  de  vagar 
esqueletados  y  temblorosos  implorando  auxilios  que  el  egoísmo 
de  la  época  les  negaba. 

Las  autoridades  yanquis  miraban  impasibles  los  progresos 
de  esa  epidemia  aterradora,  por  estar  persuadidas  de  que  ac- 
tos de  beneficencia  corresponden  a  los  mismus  vecinos  del 
lugar  y  no  a  los  gobiernos,  los  cuales  sólo  deben  terciar  en 
ellos  cuando  se  declara  impotente  la  iniciativa  individual. 

Actos  de  esta  naturaleza  estaban  reservados  para  chile- 
nos. Encontrábanse  en  Sacramento  a  cargo  de  la  barca  chi- 
lena "Natalia"  dos  nobles  caritativos  corazones,  don  Manuel 
y  don  Leandro  Luco,  los  cuales,  como  tantos  otros  chilenos, 
fueron  a  buscar,  a  pesar  de  su  ímprobo  trabajo,  la  ruina  en 
el  Dorado.  Estos  dos  apreciables  jóvenes  constituyeron  su 
"Natalia",  con  un  desinterés  sin  ejemplo  entonces,  en  hospi- 
tal y  casa  de  asilo  para  sus  desvalidos  nacionales,  y  a  este 
acto  de  inusitado  desprendimiento  debieron  ia  vida  muchos 
chilenos,  entre  los  cuales  figuran  dos  de  mis  hermanos,  un 
cuñado,  un  joven  Sepúlveda  de  Santiago,  y  varios  otros  que 
exruso  nombrar. 

En   tan   angustiosa  situación,   tocio  lo     abandonamos  por 


RECUERDOS     DEL     PASADO  315 

acudir  a  ayudar  a  los  señores  Luco  en  su  filantrópica  tarea. 
Cúpome  a  mí  desempeñar  en  ella  el  doble  papel  de  médico  y 
de  sacerdote  en  la  medida  que  puede  desempeñar  un  laico 
este  ministerio;  a  los  Luco,  el  de  enfermeros  y  de  cocineros; 
a  mis  demás  compañeros,  el  de  ayudantes  y  sepultureros, 
trasnochando  unos  y  abriendo  fosas  otros,  para  sepultar  a 
los  paisanos  que  se  separaban  para  siempre  de  nosotros. 

Apenas  disminuyó  la  intensidad  de  la  epidemia,  cuando 
resueltos  a  alejarnos  cuanto  antes  del  Sacramento,  vendi- 
mos cuanto  nos  quedaba,  así  como  nuestra  embarcación 
puesta  en  San  Francisco,  y  con  un  capital  de  seis  mil  pesos, 
producto  bruto  del  empleado,  que  no  pasaba  de  mil  trescien- 
tos, dimonos  a  la  vela  para  aquel  lugar. 

¿Qué  habíamos  hecho  después  del  día  de  justo  alborozo 
que  presenció  nuestra  primera  entrada  en  California? 

Habíamos  sido  fleteros  provisionales;  hablamos  sido  m.i- 
neros,  y  en  las  minas  nos  había  ido  mal  a  pesar  de  nuestros 
enérgicos  esfuerzos  para  evitar  tamaño  mal;  habíamos  sido 
comerciantes,  y  a  pesar  de  que  lo  fuimos  con  todo  el  lujo 
de  sus  mentidas  tretas,  ganando  mucho  perdimos  tiempo 
calif ornes,  que  era  un  capital  superior  a  nuestras  utilidades; 
nos  hicimos  franceses,  nos  ahogamos,  nos  envenenamos  y 
fuimos  médicos  y  sepultureros,  profesiones  ambas  que,  aun- 
que se  dan  la  mano,  nada  nos  aprovecharon.  ¿Qué  nos  que- 
daba que  ser?  Comenzamos,  pues,  ya  a  creer  que  nuestra 
esquiva  suerte,  si  poníamos  fábrica  de  sombreros,  había  de 
influir  para  que  los  hombres  naciesen  sin  cabeza,  cuando  el 
aspecto  del  oro  que  empolvaba  el  pavimento  de  los  cafés 
nos  sugirió  la  idea  de  erigir  un  hotel. 

En  California  nunca  pudo  medie  un  compás,  con  sus  agu- 
das piernas,  arriba  del  trecho  de  una  línea  entre  todo  pro- 
j'ecto  y  su  inmediata  ejecución. 

Entramos,  pues,  con  este  propósito  en  compañía  con  dos 
hijos  del  general  Lastra,  los  cuales  corrían  como  nosotros  la 
caravana  por  aquellos  andurriales.  Compramos  por  tres  mil 
pesos  un  sitio  que  dos  meses  antes  no  quisimos  admitir  re- 
galado por  parecemos  así  caro,  en  la  calle  de  Dupont,  y  pro- 
vistos de  maderas  y  de  'herramientas  de  carpintero,  cuyo 
uso  nos  era  familiar,  comenzamos  con  la  ayuda  de  un  yan- 
qui, a  destrozar,  a  acepillar  y  a  escopiar  con  tan  morrudo 
tesón,  que  en  días,  porque  en  California  los  meses  eran  siglos; 
alzamos  nuestro  vistoso  catafalco,  compuesto  de  un  salón 
con  tres  piezas  abajo,  cuatro  en  los  altos  y  un  confidente 
íntimo,  lujo  entonces  en  San  Francisco,  que  colocamos  en 
lorma  de  garita  de  soldado,  a  prudente  distancia  del  cuerpo 
del    palacio.  Hago  mención    de    este    departamento,    porque 


316  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

muchos  chilenos,  y  entre  otros  caballeros,  nuestro  simpático 
paisano  don  J.  M.  I.,  a  falta  de  mas  cómodo  dormidero,  pasó 
muchas  noches  sentado  en  él,  como  pudiera  haberlo  hecho 
el  príncipe  de  Asturias  en  el  más  mullido  lecho  . 

Trabajóse  al  mismo  tiempo  un  pozo  para  la  provisión 
de  agria  potable,  y  el  trabajo  fué  confiado  al  barretero  don 
Juan  Nepomuceno  Espejo,  quien,  olvidando  el  manejo  de 
su  antigua  y  leve  pluma  por  el  pesado  hierro  de  una  tosca 
'barreta,  se  las  apostaba  al  más  membrudo  patán.  Cavaba  él 
en  el  fondo  de  un  agujero  y  llenaba  con  tierra  y  piedras  un 
balde  que  yo  suspendía  después  con  una  cuerda.  Recuerdo 
que  cuando  el  agua  le  llegaba  a  las  rodillas  me  gritaba  con 
voz  sepulcral: 

— Vicente,  ¿ya  será  bastante  hondura?,  mira  que  aquí 
me  llevan  los. . . 

Y  que  recibía  p>or  toda  contestación: 

— ¡Trabaje  no  más,  amigo,  no  me  gane  la  plata  de  balde! 

Contratamos  un  famoso  cocinero  francés  llamado  mon- 
sieur  Michel,  el  cual  ganaba,  a  más  de  la  casa  y  de  la  co- 
mida, que  importaban  200  pesos  mensuales,  un  sueldo  de 
500,  o  sean  8,400  pesos  anuales,  que  es  harto  más  de  lo  que 
gana  en  Chile  un  ministro  de  Estado!,  y  colocando  en  la 
puerta  del  nuevo  establecimiento  un  gran  letrero  que  decía 
"Restaurant  de  los  Ciudadanos",  dimos  principio  a  nuestras 
tareas  en  la  fuerza  del  verano  del  año  49. 

Excusado  es  decir  que  el  negocio  marchó  al  principio  a 
las  mil  maravillas,  porque  todo  marchaba  bien  al  principio 
en  Califorina,  y  sólo  al  llegar  al  medio  se  broceaba.  Nos- 
otros éramos  juntamente  amos  y  criados  del  restaurant,  y 
como  criados,  salvo  algunos  olvidos  excusables  de^.  pai>el  que 
representábamos,  no  lo  hacíamos  muy  mal. 

Entre  los  pensionistas  figuraba  un  mulato,  caballero  de 
reciente  creación  que  aún  no  había  arrojado  el  pelo  de  la 
dehesa.  Sus  voces  de  mando  eran  tiránicas  y  muy  poco  sim- 
páticas las  maneras  con  que  las  acompañaba.  La  leo'he  era 
hasta  entonces  en  San  Francisco  un  lujo  asiático,  y  como 
no  la  había  yo  vuelto  a  tomar  desde  aquella  que  nos  dio  con 
tan  buena  y  afable  voluntad  la  sirena  del  caballo  que  com- 
pramos en  Sacramento,  tentóme  el  diablo  una  mañana,  y 
de  dos  sorbos  casi  acabé  la  que  tema  reservada  para  el  al 
muerzo  de  nuestro  acaballerado  parroquiano.  Suplí  con  agua 
el  déficit,  y  me  di  a  los  trabajas  de  costumbre. 

p]n€ontrábame  sirviendo  eso  que  los  gringos  llaman  cola 
de  gallo,  a  un  pasajero,  cuando  tuve  que  abandonarlo  todo 
por  acudir  a  lo.s  íijo.s  y  cebollas  con  las  que  t;l  amo  jetudo 
apostrofaba  a  mi  hermano  Federico  por  la  clase  de  leche  que 


RECUERDOS     DEL     PASADO  317 

le  servia.  El  gesto  y  modo  de  aquel  intruso  caballero  habían 
hecho  olvidar  su  papel  de  sirviente  a  Federico,  y  ya  empu- 
ñaba la  mano  cuando,  interpuesto  a  tiempo,  acudí  a  salvar 
el  crédito  del  restaurant.  Con  las  más  coquetonas  y  reveren- 
tes cortesías  quité  de  la  vista  del  desairado  patrón  el  agua 
puerca  que  se  le  dio  por  leche;  acudí  con  ella  a  la  cocina,  la 
trasladé  a  otra  lechera,  y  volviendo  presuroso  con  el  nuevo 
envase  cerca  del  nieto  de  africana,  alcanzó  éste  a  exclamar: 
"¡Esta  parece  más  mirable!..."  ¡A  cuántos  amos  no  se  les 
pasará  gato  por  liebre  con  buen  modo! 

Cerrado  el  restaurant  en  las  altas  horas  de  la  noche,  nos 
sentábamos  todos  en  el  suelo  a  lavar  platos;  se  designaba  el 
que  debía  madrugar  a  regar,  a  barrer  y  a  disponerlo  todo 
para  el  siguiente  día,  y  no  menos  contentos  que  los  demás 
hosteleros,  nos  echábamos  a  dormir. 

Fué  esta  nuestra  vida  durante  el  poco  tiempo  que  fuimos 
partidarios  y  agentes  de  la  restauración;  mas  como  el  nego- 
cio no  requería  tantos  brazos,  y  el  asunto  de  la  leche  no  se 
me  podía  olvidar,  con  pretexto  de  extender  nuestra  esfera  de 
acción,  obtuve  de  mis  compañeros  permiso  para  hacer  un 
viaje  a  Monterrey. 

Confieso  que  no  fué  otro  mi  propósito  que  el  de  ir  a  har- 
tarme de  leche  en  aquel  pueblo. 

Para  conseguirlo  tenía  que  trepar  a  pie  los  cerros  de  la 
costa  y  recorrer  del  mismo  modo  las  95  millas  que  median 
entre  pueblo  y  pueblo;  pero  ¿qué  era  todo  aquello  para  un 
veterano  de  sufrimientos  corporales  en  comparación  de  un 
solaz  de  pocos  días  lejos  del  fatigoso  baile  de  máscaras  en  el 
que  danzaba  desde  su.  llegada  a  California?  ¿Qué  era  todo 
aquello,  sobre  todo  ante  la  esperanza  de  suspender  hasta  mis 
secos  labios  cántaras  llenas  de  blanca,  pura  y  espumosa  le- 
che?. .. 

Parece  nimiedad,  pero  me  acuerdo  que  cuando  llegaron 
a  París  en  1828  algunos  indios  de  la  tribu  de  los  osages  de 
Norte  América,  comenzaban  éstos,  a  pesar  de  estar  alojados 
en  el  palacio  de  Carlos  X,  a  enflaquecer  de  nostalgia,  y  se 
hubieran  muerto  si  el  olor  del  aceite  de  ballena,  que  surtía 
entonces  el  alumbrado,  no  les  hubiera  hecho  exclamar: 

— Vengan  barriles  de  este  néctar,  que  para  nosotros  vale 
más  que  las  cortinas  con  que  nos  ahogan  y  las  malditas  ca- 
pilotadas  a  ¡a  poulette  con  que  engañan  el  estómago  los  in- 
dígenas europeos! 

Con  el  fresco,  pues,  de  una  hermosa  mañana  de  julio, 
rifle  tal  hombro,  pistolas  y  un  delgado  culebrín  con  oro  en  la 
cintura,  puerco  sombrero  de  paño,  un  sarape  y  barba  ial 
pecho,  me  puse  en  marcha  a  pie  por  entre  los  cerros  y   co- 


318  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

linas  qu€  median  entre  San  Francisco  y  la  antigua  capital 
de  la  Alta  California. 

Pasadas  las  primeras  serranías  que  llaman  de  la  costa, 
acompañado  de  varios  sonoreños  que  volvían  desengañados 
a  sus  hogares,  entramos  en  un  extenso  valle  cubierto  úe  pas- 
tos y  de  flores,  donde  abundaban  tanto  las  aves,  y  sobre  todo 
las  ardillas,  que  parecía  que  estos  agilísimos  y  graciosos  cua- 
drúpedos brotaban  como  por  encanto  a  nuestros  pies.  Ma- 
nadas de  ciervos  se  acercaban  como  lo  hacen  nuestros  gua- 
nacos, a  reconocernos,  y  huían  de  estampida  al  menor  de 
nuestros  movimientos,  para  detenerse  de  repente  y  volver 
otra  vez.  La  alta  y  muy  útil  vegetación  sorprende  en  este 
valle  como  sorprende  en  todas  partes.  La  encina,  el  pino,  el 
fresno,  parecen  inagotables.  La  contracosta  del  pueblo  de  San 
Francisco  se  encuentra  cubierta  de  pino  colorado  muy  se- 
mejante a  nuestra  madera  de  alerce,  y  por  cierto  que  los 
árboles  no  ceden  en  tamaño  al  gigante  de  nuestra  vegeta- 
ción austral.  En  mis  correrías  anteriores  tuve  ocasión  de  con- 
templar, admirado,  el  maravilloso  grupo  de  pinos  del  Mineral 
de  las  Mariposas.  En  él  vi  pinos  que  medían  de  90  a  100  va- 
ras de  alto,  sobre  28  a  31  de  circunier encía  en  la  base,  y  lo 
que  es  más  sorprendente  aun,  ramas  laterales  nacidas  a 
45  varas  de  altura,  con  un  grueso  de  tres  y  media  de  diáme- 
tro. Estos  portentos  de  la  vegetación,  que  la  ciencia  llama 
Sequoya  gigantea,  tienen  en  California  tantos  nombres,  que 
ya  el  viajero  no  sabe  a  cuál  quedarse.  Grizzylgiant,  les  lla- 
man unos;  otros  pino  colorado;  los  gringos  les  llaman  We- 
llingtones,  los  yanquis  Washingtones,  y  nosotros  podríamos 
llamarlos  San  Martines. 

Alojamos  al  abrigo  de  una  encina,  y  toda  la  noche  nos 
molestaron  las  visitas  de  los  coyotes,  vorace^-  y  mal  inten- 
cionados. El  temor  de  los  coyotes  fué  el  que  despidió  de  Ca- 
lifornia al  señor  Ortiz  A.,  adamado  petimetre  argentino,  muy 
conocido  en  Santiago,  que  habiendo  intentado  hacer  lo  que 
hacían  los  demás,  aventurándose  solo  en  un  camino,  fué 
perseguido  sin  descanso  por  eilos^  hasta  que  lo  metieron, 
dando  alaridos,  en  poblado.  Estos  malditos  animales  nos  de- 
jaron sin  almorzar  al  día  siguiente,  por  haber  dado  cuenta 
casi  sobre  nosotros  mismos  del  resto  de  un  venado  que  nos 
servía  de  rancho. 

En  éste  como  en  mis  anteriores  encuentros  con  sonore- 
ños y  con  californeses  españoles,  tuve  ocasión  de  maravillar- 
me del  candor  con  que  discurren  estas  pobres  gentes,  cuan- 
do se  trata  de  la  invasión  y  dominio  de  los  yanquis  en  su 
patria.  Creen  que  ellos  no  pueden  expulsar  a  los  que  hasta 
ahora  califican  con  justicia  de  tiranos;   pero  también  creen 


RECUERDOS     DEL     PASADO  319 

y  a  puño  cerrado,  que  vista  la  enérgica  resistencia  de  los 
chilenos  a  las  brutales  vejaciones  de  los  ya.nquis.  los  chilenos, 
si  quisiesen,  podían  expoilsarlos!  Iban,  pues,  en  compañía 
mía,  al  parecer,  tan  seguros  de  cualquier  atrepello  como  si 
caminasen  bajo  la  protección  de  un  terrible  Fierabrás.  Asi 
fué  que  cuando  llegó  el  momento  de  separarnos,  creo  que  el 
Fierabrás  no  quedó  con  menos  mieao  que  ellos  al  verse  solo. 
En  la  tarde  del  día  tercero  de  marcha,  ya  medio  arre- 
pentido de  mi  calaverada,  vino  a  darme  aliento  la  vista  de 
una  torre  de  Monterrey  que  no  lejos  de  allí  se  divisaba,  y 
con  no  poco  contento  me  di  traza  para  llegar  al  pueblo  antes 
que  cerrase  la  noche. 

Monterrey  puerto,  es  uno  de  los  mejores  de  aquella  costa. 
Monterrey  pueblo,  tenido  hasta  entonces  como  capital  de  la 
Alta  California,  era  una  aldea  semejante  a  nuestra  Oasa- 
blanca  del  año  1840  y  su  población  no  pasaba  de  1,500  almas. 
En  cambio,  la  naturaleza  de  los  campos  que  le  rodean,  y 
en  general,  la  de  todo  el  distrito,  es  de  lo  mejor  y  más  feraz 
que,  junto  con  Santa  Cruz,  he  encontrado  en  el  Estado  cali- 
f  ornes. 

Alegraban  los  contornos  de  este  ameno  lugar  multitud 
de  quintas  llenas  de  preciosas  arboledas,  y  aunque  los  edi- 
ficios conservaban  el  tipo  que  tenían  nuestras  pesadas  casas 
de  campo  ahora  medio  siglo,  sus  anchos  corredores  al  cami- 
no público  revelaban  en  ellas  el  carácter  hospitalario  de  la 
raza  española. 

Entraba  a  gran  prisa  la  noche,  y  como  ni  mi  figura,  ni 
la  poca  decencia  de  mi  traje  me  autorizaren  a  solicitar  hos- 
pedaje de  puertas  adentro  en  ninguna  parte,  me  propuse 
pasarla  al  abrigo  del  corredor  de  una  casa,  que  por  tener  las 
ventanas  cerradas  y  la  puerta  a  medio  cerrar,  parecía  no 
estar  en  aquel  momento  ihabitada  por  los  principales  dueños. 
AI  acercarme  reparé  que  la  puerta  se  cerró  con  e."5trépito. 

— ^Malo  —  dije  para  mis  adentros  — ,  imposible  es  «que  no 
me  hayan  visto,  ¿qué  significa  este  portazo?. . . 

Entré  sin  embargo,  bajo  el  corredor,  llamé  con  tres  gol- 
pecítos  a  la  española^  y  como  nadie  me  contestase,  acordán- 
dome que  aún  estaba  en  California,  apliqué  con  la  culata  de 
■mi  rifle  sobre  la  muda  puerta,  des  coscachos  que  provocaron 
una  inmediata  contestación. 

— ¿Quién  es?  —  dijo  de  adentro  la  voz  de  una  vieja  car- 
comida. . . 

— Deo  gratias!,  señora  —  contesté — .  Es  un  hombre  de 
paz,  que  sólo  busca  permiso  para  tender  por  esta  noche  su 
sarape  en  el  suelo  de  este  corredor  y  nada  más. 

Sentí  entonces  como  que  se  movían    con    presteza  algu- 

Rocuerdo.—  11 


320  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

ñas  personas  del  lado  de  adentro,  y  que  una  voz  de  mujer 
decía: 

— Si  no  es  yanqui.  . .,  si  es  español.  . . 

Tras  de  un  tardío  "¡por  siempre!"  entreabriendo  la  puer- 
ta con  cautela,  se  me  presentó  un  caballero  como  de  45  años 
de  edad,  vestido  con  sencillez  y  decencia,  quien,  saludándo- 
me, me  preguntó  qué  se  ms  ofrecía. 

Al  oírme  hablar,  exclamó  con  v?l  sentimiento  de  la  má« 
completa  alegría: 

— ¡Dios  le  perdone,  amigo  mío,  el  susto  que  nos  acaba 
de  dar!  Al  verle  venir,  creímos  que  fuese  usted  uno  de  esos 
muchos  zamarros  que  infestan  nuestros  caminos  y  pobladas, 
desde  que  la  paz  nos  hizo  mudar  d¿  dueño.  ¡Adelante,  señor, 
adelante! 

Y  tenia  razón  de  precaverse;  sólo  el  propietario  califor- 
rés  sabía  a  cuántas  tropelías  sin  apelación  estaba  expuesto 
desde  que  comenzó  la  invasión  de  los  que  ellos  llamaban 
bárbaros  del  norte. 

Fué  de  ver  el  general  contento  que  despertó  en  aquella 
amable  y  hospitalaria  familia,  compuesta  de  un  caballero, 
de  su  hermosa  señora  y  de  dos  cuñadas,  que,  pndiendo  .ser 
bonitas  para  todos,  me  parecieron  ángeles  a  mí.  cuando  su- 
pieron que  no  sólo  trataban  con  gente,  sino  también  con 
un  chileno. 

Un  chileno  veterano  de  los  diggins.  en  esas  alturas,  era 
el  símbolo  de  la  seguridad  individual,  el  espantajo  de  las 
tropelías  del  yanqui  y  el  hermano  a  quien  debíase  siempre 
tender  la  mano. 

No  tardó  la  confianza  en  sentar  sus  simpáticos  reales  en- 
tre los  amables  huéspedes  y  el  recién  llegado,  a  quien  no  se 
cansaban  de  hartar  a  preguntas  sobre  Chile,  sobre  los  chi- 
lenos que  residían  en  San  Francisco,  sobre  mis  malandanzas 
y  sobre  los  motivos  que  me  habían  encaminado  a  Monte- 
rrey: y  no  sé  cómo  no  se  desternillaron  riéndo.se  cuando  dije 
a  las  señoras  que  el  principal  motivo  de  mi  viaje  a  Monte- 
rrey  era  el  de  hartarme  de  leche  cuando  llegase. 

Don  Juan  Alvarado.  que  así  se  llamaba  el  dueño  de  casa, 
tomándome  de  la  mano  me  condujo  a  su  dormitorio  privado, 
y  ihaciéndome  prometer  que  descansaría  en  su  casa  los  más 
días  que  pudiese,  logró  a  fuerza  de  súplicas  y  aun  de  enojos, 
que  admitiese  una  camisa  de  hilo  y  un  paletó-saco,  para  no 
estarle  a  cada  rato  recordando  con  mi  facha  la  de  aquellos 
intrusos  que  tanto  aborrecía.  Enejóme  solo  y,  nuevo  Don  Qui- 
jote cambiando  de  traje  en  casa  del  Duque,  después  de  una 
famosísima  lavada  y  de  tal  cual  recorte  en  las  patillas,  sentí 


RECUERDOS     DEL     PASADO  321 

el  incomparable  agrado  que  produce  el  delicado  fresco  de 
una  camisa  de  hilo  almidonada  sobre  una  piel  curtida  d€s- 
fmés  de  tanto  tiempo  de  usar  lana. 

¡Dormi  esa  noche  en  cama  con  sábanas  y  almohada!,  y 
al  día  siguiente  me  esperaban,  junto  a  un  corredor  que  daba 
a  un  hermoso  parrón  rodeado  de  jardines,  dos  hermosas  va- 
cas que  me  hartaron  de  leche,  pasando  vaso  tras  vaso  al  in- 
cansable consumidor,  por  las  solicitas  y  pulidas  manos  de  las 
amables  cuñadas  de  mi  huésped.  ¡Si  hay,  como  dicen,  séptimo 
cielo,  en  ese  séptimo  cielo  me  encontraba  yo! 

Para  saber  lo  que  es  descanso  no  hay  como  la  fatiga,  asi 
como  para  saber  lo  que  es  regalo  era  entonces  necesario  ha- 
ber sido  aventurero  californés. 

Traté  por  medio  de  don  Juan  con  un  ranchero,  que  es:  el 
hacendado  californés,  doce  vacas  lecheras  y  ocho  bueyes, 
puestos  en  San  Francisco,  y  pareciéndome  que  una  huelga  de 
ocho  dias  de  solaz  era  ya  sobrado  tiempo,  anuncié  a  la  fami- 
lia mi  inmediata  partida.  Hubo  súplicas  de  aquellas  que  sólo 
sabe  hacer  la  raza  latina  a  sus  alejados,  y  advertido  de  que 
queria  dárseme  un  sarao  el  siguiente  dia,  accedí  con  gusto  a 
los  desees  de  tan  amables  gentes. 

Fué  éste  muy  concurrido  y  el  bello  sexo  de  Monterrey  me 
recordó  el  de  Chile:  fino,  simpático  y  siempre  deseoso  de 
agradar.  El  sexo  feo  tenia  mucho  de  las  prendas  que  dis- 
tinguen la  franqueza  natural  de  nuestros  alegres  elquinos; 
si  tiembla,  venga  un  baile  para  pasar  el  susto;  si  alguien 
muere  aparte  de  los  deudos  y  de  los  amigos,  todos  claman 
por  otro  baile,  para  borrar  la  huella  que  dejó  en  los  ánimos 
el  acarreo  del  difunto;  y  si  hay  motivos  para  alegrarse,  por 
mil  razones  más,  venga  otro  baile!  La  ornamentación  de  los 
aposentas  era  rústica,  pero  fresca  y  alegre.  Los  corredores 
y  pasadizos  contiguos  a  la  sala  de  recibo,  vestidos  de  ramas 
verdes  y  de  flores  formando  arcos  y  cenefas,  alumbrados  con 
velones  de  cera,  lujo  asiático  en  aquel  entonces,  presentaban 
un  agradable  aspecto.  En  cada  ángulo  de  los  aposentos  ex- 
teriores se  veían  canastillos  de  olorosas  mixturas,  llenos  de 
cajetillas  de  cigarros  de  distintos  calibres,  por  entre  los  cua- 
les artísticamente  acomodada,  aparecía  una  llamita  de  es- 
píritu de  vino. 

Creí  al  principio  que  esto  fuese  para  los  hombres  sólo; 
pero  me  equivoqué,  porque  en  Monterrey,  la  señora  que  no 
fuma,  tolera  el  humo  con  agrado.  Las  convidadas,  después 
de  la  contradanza  tocada  en  piano  por  el  sacristán  de  la 
inmediata  capilla,   salían   de   dos   en   dos   a   pasearse   por   ios 


322  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


corredores,  y  tomando  al  pasar  cerca  de  los  canastillos,  un 
cigarro,  le  prendían  con  desenvoltura  y  sólo  volvían  a  la 
sala  después  de  arrojado  el  pucho.  Las  mamitas  tenían  pri- 
vilegio para  fumar  en  el  salón;  pero  con  la  singularidad  que 
me  llamó  muoho  la  atención,  de  taparse  cuidadosamente  la 
boca  con  el  pañuelo  de  embozo,  al  aspirar  el  humo,  y  de  des- 
cubrirla al  arrojarlo. 

El  festejado  chileno  fué  el  tema  de  la  general  conver- 
sación, y  la  despedida  que  le  hicieron  a  eso  de  las  dos  de  la 
mañana,  la  de  buenos  y  cordiales  amigos. 

Endosados  al  día  siguiente  mis  arreos  de  guerra,  me  dis- 
pu.se  a  marchar. 

Acompañóme  toda  la  familia  de  mi  hospitalario  amigo 
hasta  el  corredor  de  afuera,  donde  encontré  con  sorpresa  que 
me  esperaba  para  la  comodidad  de  mi  viaje,  una  hermosa 
muía  con  la  más  rica  montura  mejicana  que  hasta  entonces 
había  visto,  pues,  a  más  del  terciopelo  recamado  de  oro,  lu- 
cía en  el  borde  delantero  una  hermosa  cabeza  de  águila  de 
plata  maciza. 

Fué  imposible  resistir  a  las  instancias  de  don  Juan  para 
que  aceptase  aquel  regalo,  esa  friolera,  como  él  decía,  y  des- 
pués de  las  expresivas  demostraciones  de  una  cariñosa  des- 
pedida, caballero  en  mí  gallarda  muía,  me  separé  de  aquel 
oasis  encontrado  en  mi  travesía  al  través  del  desierto  del 
egoísmo  indiferente,  siguiendo  al  trote  y  llena  la  cabeza  de 
esperanzas,  el  antiguo  y  único  camino  que  conducía  a  San 
Francisco . 

Parecía  que  hacía  un  siglo  que  me  había  separado  de  este 
pueblo  excepcional;   ¡tal  le  encontré  de  crecido! 

Ya  he  dicho  que  casi  no  quedó  fam.ilia  conocida  en  Chile 
que  no  contase  con  un  representante  suyo  en  California.  Bas- 
taron esos  pocos  días  de  ausencia  para  que  encontrase  al 
pueblo  plagado  de  nuevas  caras  de  paisanos,  bien  que  casi 
todas  ellas  desorientadas  y  hasta  arrepentidas  de  encontrarse 
en  él;  porque  el  negocio  que  ayer  parecía  de  éxito  infalible, 
hoy  se  tornaba  en  sinónimo  de  ruina. 

En  medio  de  los  lamentos  de  los  chasqueados,  a  muchos 
de  los  cuales  más  les  costaba  el  desembarcar  las  mercaderías 
que  traían  que  lo  que  ellas  valían  en  tierra,  mis  compañeros  y 
yo  hacíamos  aún  inútiles  esfuerzos  para  sostenerlos  contra  la 
corriente  desanimadora  que  nos  arrastraba. 

Vendí  mí  muía  en  600  pesos  y  en  700  mi  lujosísima  mon- 
tura. Mi  cuñado  Felipe  Ramírez  se  encargó  de  proveer  de 
leña  a  los  hoteles;   mi  hermano   César,  de  ordeñar   vacas  y 


RECUERDOS     DEL     PASADO  323 

callejear  la  leche;  cumisionamos  a  Federico  para  que  regre- 
sase al  lado  de  nuestra  excelente  madre;  y  yo  con  mis  demás 
consocios,  me  hice  cargo  del  restaurant. 

Cada  cosa  en  San  Francisco  asumía  un  carácter  especial, 
porque  todo  se  llevaba  hasta  los  mismos  términos  de  la  exa- 
geración. Los  términos  medios  sólo  podían  entrar  en  las  al- 
mas apocadas. 

Hasta  ahora,  como  se  ha  visto,  sólo  habíamos  tenido  que 
habérnosla  con  hombres,  porque  lo  que  es  mujeres,  valiéndo- 
me de  una  frase  agabachada,  brillaron  por  su  ausencia  hasta 
mediados  del  año  1849,  en  la  famosa  capital  del  Dorado. 
La  necesidad  de  la  presencia  del  bello  sexo  no  tardó  en 
preocupar  los  ánimos  tan  pronto  como  comenzó  a  templar- 
se la  sed  del  oro;  y  como  a  falta  de  pan  buenas  son  tortas, 
espíritu  mercantil  que  especula  hasta  con  la  desmoraliza- 
ción, sugirió  a  los  dueños  de  las  casas  de  juego  la  estrafa- 
laria idea  de  adornar  las  paredes  de  sus  salones  con  la  re- 
pugnante exposición  de  mujeres  desnudas.  Estos  mamarra- 
chos hechos  con  la  burda  brocha  del  pintor  de  paredes,  que 
hubiesen  sido  capaces  en  todo  otro  lugar  de  hacer  reír  al 
más  descarado  sátiro,  llenaron,  sin  embargo,  de  oro  los  poco 
escrupulosos  bolsillos  de  los  poseedores  de  semejantes  teso- 
ros. Alentado  con  tales  premisas,  di  jóse  para  si  el  comer- 
cio: si  las  sombras  dan  tan  subido  interés,  el  original  que  las 
produce  deberá  por  lo  menos  dar  el  doble;  y  sin  más,  se 
lanzó  en  pos  de  mujeres  de  carne  y  hueso. 

El  vapor  de  la  carrera  de  Panamá  trajo  en  su  primer 
viaje  a  dos  hijas  de  Eva,  de  éstas  que  llaman  del  partido. 
Los  que  salieron  a  ver  entrar  el  vapor  desde  la  puntilla  del 
poniente,  al  divisar  sombrillas  y  gorras  de  mujer  formaron 
tan  entusiasta  alboroto  y  se  dieron  tanta  prisa  en  acudir 
al  muelle,  que  arrastrando  con  cuantos  encontraron  en  el 
camino  llegaron  a  reunir  un  grupo  de  harto  más  de  mil  hom- 
bres en  la  playa. 

Soltada  el  ancla,  se  armó  a  bordo  un  originalísimo  al- 
tercado entre  las  dos  doncellas  andantes  y  el  bueno  del  con- 
tador del  vapor.  Querían  ellas  saltar  primero  que  nadie  a 
tierra;  oponíase  el  contador,  diciendo  qub  el  trato  era  que  le 
pagasen  el  valor  del  pasaje  al  llegar  a  San  Francisco,  y  la 
más  arriesgada  de  las  dos  yanquis,  fundándose  en  que  tiem- 
po es  plata,  hacía  ya  responsable  al  asustado  contador  de 
daños,  perjuicios,  e  intereses,  cuando  dos  curiosos  cansados 
de  esperar  en  un  bote,  saltaron  a  bordo  y  arrojando  un  saco 


324  V  I  C  E  N  T  E    PíTREZ^  ROSALES 

de  oro  a  los  pies  del  judío  cobrador,  bajaron  con  ellas  a  tie- 
rra, en  medio  de  un  hurra  general. 

Abrió  calle  la  alegre  muchedumbre,  y  ellas  del  brazo  de 
sus  felices  salvadores,  repartiendo  saludos  y  recibiendo  bu- 
rras, no  tardaron  en  desaparecer  por  entre  las  encrucijadas 
de  los  casuchos  seguidas  a  lo  lejos  por  las  miradas  lascivas 
y  envidiosas  de  los  que  no  supieron  dar  al  tiempo  es  plata 
su  legitima  importancia. 

Era  de  esperar  que  halagados  los  armadores  del  vapor 
con  el  subido  precio  del  pasaje  que  podía  pagar  la  mercan- 
cía mujer  a  su  llegada  a  San  Francisco  procurasen  embar- 
car, como  lo  hicieron,  cuantos  bultos  de  esa  especie  podían 
encontrar.  Al  siguiente  viaje  llegaron  siete  más,  las  mismas 
que  fueron  recibidas  con  idéntica  galantería,  mientras  lle- 
gaban nuevos  refuerzos. 

Alarmados  los  dueños  de  café  con  la  competencia  que 
hacían  a  sus  mamarrachos  mal  pintados,  los  mamarrachos 
más  positivos  que  iban  llegando,  idearon  y  pusieron  en  plan- 
ta el  más  extravagante  y  obsceno  arbitrio  de  cuantos  puede 
en  casos  semejantes,  improvisar  la  desvergüenza  humana. 
Contrataron  a  peso  de  oro  a  esos  ascos  para  formar  con 
ellos  cuadros  plásticos  en  el  salón  del  café;  formaron  a  uno 
y  otro  lado  pedestales,  y  sobre  ellos,  totalmente  desnudas,  y 
asumiendo  indecentes  posturas,  colocaron  aquellas  imágenes 
del  pudor  y  del  decoro  californés. 

A  las  ocho  de  la  noche  y  a  son  de  música,  se  abría  la 
puerta  de  la  exposición.  Los  curiosos,  después  de  dejar  en 
la  portería  una  buena  parte  del  bolsico  de  polvo  de  oro  que 
llevaban  en  la  cintura,  apenas  principiaban  a  curiosear,  cuan- 
do, empujados  por  los  que  venían  detrás,  se  veían  precisados 
a  salir  dando  al  diablo,  por  la  puerta  opuesta.  Recuerdo  que 
un  respetable  chileno,  don  J.  E.,  cuyo  nombre  no  hay  para 
qué  traer  más  claro  a  colación,  me  decía: 

— Compañerito,  tentóme  el  diablo,  y  casi  me  han  lim- 
piado todo  el  oro  que  llevaba  en  el  bolsillo,  ¡media  libra!  ¡Es- 
taba echando  en  la  balanza  el  precio  de  la  entrada,  cuando  un 
empellón  de  los  de  atrás  me  hizo  vaciar  en  ella  casi  todo  el 
bolsillo  y  seguí  renegando  hacia  adelante,  sin  que  me  fuese 
posible  volver  atrás  para  recobrar  el  exceso! 

Pero  este  negocio  sólo  pudo  sostenerse  poco  más  de  un 
mes,  porque  los  vapores  ya  no  vinieron  con  pocas,  sino  con 
cargamentos  de  mujeres,  todas  con  cargo  de  pagar  sus  pa- 
sajes a  bordo  un  día  después  de  su  llegada. 

Y  esto  marchó  en   progresión   tan  creciente,  que  lo  que 


RECUERDOS     DEL     PASADO  325 

eran  docenas  al  principio,  se  convirtieron  en  gruesas  des- 
pués; tanto,  que  en  el  año  1853  alcanzaron  a  llegar  7,245 
mujeres,  con  lo  cual  el  lucrativo  negocio  comenzó  a  dar  ál 
traste . 

Si  las  escenas  anteriores  eran  repugnantes,  estas  últimas 
que  voy  a  referir  antes  de  dar  de  mano  a  esta  parte  de  mis 
apuntes,  no  causarán  menos  maravilla. 

En  la  puerta  de  la  habitación  de  cada  una  de  las  pri- 
meras mesalinas  que  llegaron,  se  ardian  de  noche  a  punta 
de  palos  y  de  pistoletazos  cuantos  querían  entrar  primero  a 
saludarlas;  y  ellas,  que  sabian  muy  bien  que  ni  los  muer- 
tos ni  los  derrotados  daban  oro,  sallan  presurosas  a  apaciguar 
a  los  pretendientes,  valiéndose  de  argumentos  que  el  pudor 
impide  referir. 

Habiendo  mermado  algún  tanto  la  demanda  de  mujeres 
por  los  muchos  cargamentos  que  traían  los  vapores,  para  no 
perderlo  todo,  los  capitanes  convinieron  en  poner  a  remate 
el  valor  del  pasaje.  El  mayor  postor  cargaba  con  la  prenda, 
y  €l  capitán,  con  el  valor  de  la  postura,  cancelaba  el  del  pa- 
saje. 

Repitiéronse  con  esto  las  más  extrañas  y  brutescas  es- 
cenas. 

Colocados  en  el  alcázar  de  popa  con  todos  sus  postizos 
atavíos  los  objetos  que  motivaban  el  remate,  aquel  que  hacia 
de  martiliero,  tomando  a  una  de  esas  sinvergüenzas  de  la 
mano,  después  de  elogiar  su  talle,  su  juventud  y  su  hermo- 
sura, decía  en  alta  voz: 

— Caballeros,  ¿cuánto  estaría  dispuesto  a  dar  alguno 
de  ustedes,  ahora  mismo,  por  que  esta  hermosa  dama  viniese 
de  Nueva  York  a  hacerle  una  especial  visita?. . . 

Al  momento  comenzaba  la  puja,  y  el  mayor  postor,  junto 
con  oír  el  martillazo,  entregaba  el  polvo  de  oro  y  cargaba 
con  su  mueble. 

Pero  ya  es  tiempo  de  doblar  esta  hoja.  Perdóneme  el  sexo 
encantador  que  constituye  la  más  hermosa  mitad  del  género 
humano,  si  para  designar  a  tan  abyectas  mamíferas  con  fal- 
das me  he  visto  precisado  a  darle  el  nombre  con  que  desig- 
namos a  los  ángeles  del  hogar.  Entre  los  escogidos  del  Se- 
ñor, también  hubo  un  Luzbel. 

Pero  esta  clase  de  vicios  no  fué,  ni  con  mucho,  el  Tínico 
fango  a  través  del  cual  se  echaban  entonces  los  cimientos 
del  que  debía  ser,  con  el  tiempo,  un  Estado  rico  y  soberano. 
El  robo,  el  asesinato,  el  incendio  y  el  juego  terciaban  tam- 
bién en  sumo  grado  en  él. 


326  VICTENTE    PÉREZ    ROSALES 

Todas  las  noches,  el  toque  de  música  en  algunos  garitos, 
o  el  de  caja  o  de  tantán  chinesco  en  otros,  convocaba  a  los 
aficionados  al  peladero,  colocado  en  medio  de  la  embria- 
guez que  produce  el  baile  y  la  bebida.  Todas  las  noches  ha- 
bla heridas,  trompadas  y  garrotazos,  y  en  cada  una  de  ellas 
salían  las  arruinados  a  buscar  el  desagravio  de  sus  pérdidas 
en  el  robo  o  en  el  atropello. 

Tuve  ocasión  de  presenciar  una  partida  de  juego,  en  la 
que  figuraba  un  taimado  oregonés.  Acercóse  éste  a  la  mesa, 
y  sin  decir  una  palabra  colocó  sobre  una  carta  del  naipe 
un  saquito  que  contendría  como  una  libra  de  oro  en  polvo,  y 
perdió.  Con  el  mismo  silencio  y  con  la  misma  gravedad  colocó 
otro  de  iguales  proporciones  y  lo  perdió  también.  Entonces, 
sin  inmutarse,  separando  de  su  cintura  una  delgada  culebra 
que  contendría  como  seis  libras  de  oro,  la  colocó  sobre  una 
carta,  echó  mano  a  un  revólver,  le  amartilló,  y  encarándole  al 
que  tallaba,  esperó  tranquilo  el  resultado.  ¡Ganó!... 

— Conque  gané.  ¿eh?...  dijo  con  aire  sarcástico.  empu- 
ñando estoicam-ente  la  ganancia.  ¡Vaya  una  suerte!,  y  des- 
apareció . 

Ganó,  porque  muy  bien  sabía  el  astuto  tallador  que  el 
asunto  podía  haberle  costado  la  vida. 

Pero,  para  ser  justos,  es  preciso  "confesar  que  no  todo  era 
desorden  en  San  Francisco.  También  en  aquella  batahola  se 
pensaba  en  el  porvenir  político.  El  gobierno  militar  hacía 
tiempo  que  había  sido  rechazado  por  el  espíritu  más  decidido 
de  libertad,  encarnado  en  cada  uno  de  los  aventureros  -que 
pensaban  poner  en  California  su  residencia  permanente.  Qui- 
sieron también  éstos  que  la  nueva  región  territorial  se  eleva.'ie, 
y  pronto,  a  la  categoría  dé  Estado  soberano;  y  como  ya  se 
estaban  dando  muchos  pasos  en  este  sentido  en  Washington, 
para  dar  más  peso  a  tan  justa  pretensión,  que  al  último  ya 
comenzaban  a  exigirse  con  imperio,  se  propusieron  nombrar 
diputados  para  reunir  una  convención,  ya  no  en  Monterrey, 
como  lo  habían  pretendido  antes,  sino  en  San  José,  donde, 
en  calidad  de  capital,  debia  residir  el  gobernador. 

Celebráronse,  pues,  meetinfjs  con  este  objeto,  en  todas 
partes,  y  desde  luego  comenzaron  lo^  interesados  a  la.s  diputa- 
ciones a  poner  en  juego  sus  respectivas  relaciones.  Grandes 
grupos  con  banderas  y  bandas  de  música  improvisadas  re- 
corrieron las  calles,  acompañando  cada  uno  al  candidato  de 
su  predilección.  El  pretendiente,  provisto  de  una  gran  carte- 
ra, en  cuya  primera  hoja  e.staba  escrita  su  profesión  de  fé 
política,  se   entraba   de   casa   en   casa   a   recoger   adliesiones. 


RECUERDOS    DEL     RAS  ABO  327 

El  solicitado,  si  ^e  adhería,  daba  su  nombre;  si  no,  detóa 
simplemente  que  ya  estaba  comprometido.  En  el  primer  caso, 
tres  ¡hurras!  aconipañados  de  música  y  aun  de  algunos  tiros 
al  aire,  celebraban  el  futuro  voto;  en  el  segundo,  el  preten- 
diente se  contentaba  con  decir  "lo  siento,  otro  día  será",  y  la 
comitiva  seguía  en  silencio  hacia  la  casa  vecina. 

Cada  candidato  designaba  el  color  de  la  cinta  que  debía 
adornar  el  sombrero  de  sus  partidarios  el  día  de  la  elección, 
y  las  fondas  y  los  hoteles  del  pueblo,  enarbolando  sus  colo^ 
res  respectivos,  daban  gratis  de  comer  y  de  beber  a  cuantos 
se  les  presentaban  con  semejante  condecoración. 

Instaladas  las  mesas  receptoras,  cuya  custodia  y  vigi- 
lancia estaba  a  ca.rgo  de  tantos  grupos  de  encintados  mirones 
cuantos  eran  sus  correspondientes  candidatos  éstos,  bien  mon- 
tados y  acompañados  por  algunos  amigos,  recorrían  a  media 
rienda  todas  las  calles  de  la  ciudad  llamando  a  los  suyos 
y  presentándose  en  todas  las  mesas,  donde  eran  recibidos  con 
grandes  ¡hurras!  por  sus  compañeros  políticos. 

Allí  era  el  oír  los  discursos  de  los  candidatos  sin  des- 
montarse de  sus  cuadrúpedos-tribunas,  allí,  las  contestacio- 
nes y  las  réplicas  de  los  que  abogaban  por  otro;  el  echar 
al  suelo  los  barriles  y  las  mesas  en  que  éstos  se  encaramaban 
para  que  se  les  oyese  .mejor;  el  ver  cómo  se  formaban  y  se 
deshacían  los  circuios  de  los  que  rodeaban  a  los  que  dirimían 
a  trompadas  la  cuestión  de  preferencia.  Pero  ningún  pis- 
toletazo, ninguna  herida.  Las  armas  ese  día  enmudecieron. 
¡Cuánta  diferencia  con  lo  que  acontece  en  otros  países!  Más 
aún,  terminada  la  elección,  todos  los  electores,  aceptando  el 
color  del  elegido,  olvidaron  sus  privadas  pretensiones  para 
celebrar  al  electo  por  la  mayoría  con  tanta  algazara  y  tan 
completo  entusiasmo,  como  si  ellos  mismos  hubiesen  contri- 
buido a  su  triunfo. 

California,  en  tanto,  por  lo  que  hacia  el  negocio  que 
atrajo  a  ella  tantos  y  tan  distintos  especuladores,  desde  los 
acuerdos  o  desacuerdos  del  buen  gobernador  Smith,  había 
perdido  ya  para  el  aventurero  extranjero  casi  la  totalidad 
de  sus  primeros  atractivos.  Se  necesitaban  en  ella,  como  en 
todas  partes,  ya  no  simples  brazos  extranjeros  que  trabaja- 
sen con  éxito,  por  su  propia  cuenta,  sino  brazos  asalariados 
o  tributarios.  No  es,  pues,  de  extrañar  que  aquellos  que  no 
disponían  de  fuertes  capitales,  tocasen  una  desconsoladora 
retirada..  Nosotros  pensábamos  ya  hacer  lo  mismo,  cuando  la 
suerte,  que  tanto  nos  había  maltratado,  vino  a  darnos  el 
golpe  de  gracia  que  nos  lanzó  con  cajas  destempladas  fuera 


328  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


de  aquel  país  de  ex  promisión,  con  uno  de  aquellos  espan- 
tosos incendios  que  todo  lo  arrasaron  en  los  últimos  meses 
del  año  1850. 

Haría  como  dos  horas  que  nos  habíamos  recogido,  re- 
suelta la  realización  para  volver  a  Chile,  cuando  ima  luz 
roja  y  temblona  vino  al  través  de  los  vidrios  de  nuestra 
ventana  a  iluminar  el  aposento  en  que  dormíamos.  El  fuego 
había  principiado,  según  muchos,  intencionalmente,  en  el 
hotel  de  los  afamados  cuadros  plásticos  de  que  ya  he  hecho 
mención.  Nunca  nos  imaginamos  que  estando  éste  a  más  de 
tres  cuadras  de  nuestra  casa  podría  alcanzarnos  y  ya  nos 
alegrábamos  del  mal  de  aquellos  herejes,  calculando  el  valor 
de  nuestra  brillante  realización  por  el  alza  del  de  los  edifi- 
cios, cuando  hora  y  media  después  vino  a  probarnos  la  suerte 
que  no  todos  los  brillos  de  las  realizaciones,  sin  dejar  de 
ser  brillos,  son  provechosos.  El  fuego  cundió  en  todas  direc- 
ciones con  la  misma  desesperadora  rapidez  que  le  vemos  de 
cuando  en  cuando  cundir  en  Chile  en  algunas  de  nuestras 
sementeras  de  trigo  en  la  época  de  las  cosechas.  En  medio  de 
aquella  inmensa  y  atronadora  hoguera,  avivada  por  las  de- 
tonaciones de  los  barriles  de  pólvora  del  comercio,  los  cuales 
poblaban  la  atmósfera  de  chispas  y  de  maderos  encendidos, 
las  tablas  ardiendo,  empujadas  por  el  viento,  no  tardaron 
en  invadirlo  todo.  Rodeados  de  fuego  por  todas  partes,  sólo 
debimos  nuestra  salvación,  como  la  debieron  todos  los  demás, 
a  la  rapidez  de  la  fuga. 

Ocho  días  después,  los  vigorosos  fleteros,  los  modestos  la- 
vanderos  de  no  muy  limpias  ropas,  los  navegantes  de  la 
Daice-may-nana,  los  infatigables  mineros  de  barreta,  de  pala 
y  de  batea,  los  derrotados  en  Sonora,  los  armadores  de  la 
impermeable,  los  amables  y,  como  tantos  otros  embusteros 
comerciantes  del  Sacramento,  los  médicos  y  sepultureros,  los 
carpinteros  constructores,  los  hoteleros  y  sirvientes  de  mano, 
introducidos  de  marineros  unos,  y  otros  de  expertos  pilotos, 
encaminaban  en  demanda  de  los  mares  del  Sur  una  abando- 
nada barca  que  por  falta  de  tripulación  pudría  su  quilla  en 
San  Francisco,  y  al  cabo  de  dos  meses  y  medio  de  poco  envi- 
diable odisea,  tirando  cabos,  recogiendo  velas  y  adivinando  al- 
turas, libertada  por  milagro  de  estrellarse  en  la  puntilla  del 
Piñón  de  Gallo,  abrazaron  con  ternura  a  la  llorosa  madre  en 
el  tranquilo  Chile. 

Fuimos  por  lana  y  volvimos,  como  tantos  otros,  esqui- 
lados; pero  satisfechos  porque  no  se  abandonó  la  brecha  sino 
después  de  haber  quemado  /»i  último  cartucho. 


CAPITULO  XIX 

Tentadora  propuesta  de  escribir  un  diario  desollador. —  Nóni- 
braseme  agente  de  colonización  en  Valdivia. —  Empleado 
público  y  criado  de  mano. —  El  Corral.  —  Valdivia  pue- 
blo.—  Valdivia  provincia.  —  De  lo  que  era  inmigración 
para  muchos.  —  Injustificable  invasión  a  los  terrenos 
fiscales  y  medios  de  que  se  valían  para  asegurar  su  pro- 
piedad. 

Dicen  que  junto  con  entrar  la  pobreza  por  la  puerta  dé 
una  casa,  la  virtud  se  escapa  por  la  ventana.  Esto  tiene  mu- 
cho de  verdad;  pero  no  porque  la  enfermedad  pobreza  ca- 
rezca de  verdaderos  específicos,  sino  por  la  repugnancia  ri- 
dicula del  enfermo  para  tomarlos.  El  apellido,  la  antigua  po- 
sición social  y  el  patrio  "qué  dirán"  son  los  peores  enemigos 
del  lucro  que  siempre  otorga  el  modesto  trabajo  a  quien  le 
busca.  Nadie  se  atreve  a  ser  en  su  patria  bodegonero  después 
de  haber  comprado  palcos  en  el  teatro.  ¿Cuántos  no  se  hu- 
bieran muerto  de  ¡hambre  o  lanzádose  a  bandidos  en  Cali- 
fornia si  por  respeto  al  apellido  hubieran  dejado  de  ser  car- 
gadores o  limpiabotas? 

Había  recorrido,  en  el  sentido  de  descender,  los  últimos 
peldaños  de  la  frágil  escala  de  la  fortuna;  había  llegado  en 
California  al  que  entonces  me  parecía  el  último  de  todos,  al 
de  criado  de  mano,  y  ni  por  las  mientes  se  me  pasaba  que 
aun  me  quedaba  otro  más  inferior  aun  donde  pisar,  el  de 
empleado  público  de  menor  cuantía.  Porque  yo  ignoraba  que 
empleos  para  criados  en  todas  partes  sobran,  al  paso  que  en 
todas  partes  faltan  empleos  para  los  que  no  lo  son. 

El  criado,  o  por  ingratitud  o  por  ofensa  brutal  de  su 
amo,  alegre  le  abandona,  porque  sabe  que  en  la  casa  vecina,  si 
no  mejora  de  condición  conservará  la  que  antes  le  susten- 
taba; al  paso  que  el  empleado  que  deja  su  puesto,  con  gusto 
suyo  o  contra  su  gusto,  en  vez  de  encontrar  análoga  coloca- 
ción en  otra  parte,  sólo  encuentra  decepciones,  hambre  y 
miserias,  si  no  se  deja  de  noblezas. 

Yo  todo  lo  había  perdido,  menos  el  honor;  mas,  con 
sólo  el  honor  no  podía  mandar  al  mercado. 


330  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Encontrábame  una  mañana  meditando  sobre  este  tema, 
al  mismo  tiempo  que  echando  una  mirada  de  inteligente  so- 
bre una  pareja  de  caballos  cocheros  que  debía  comprar  una 
hermana  mia,  cuando  entraron  buscándome  en  la  caballeriza 
dos  conocidos  personajes,  de  cuyo  nombre  no  hay  para  qué 
acordarse,  los  cuales  entablaron  conmigo  el  siguiente  diálogo: 

— Aquí  tiene  usted,  señor  don  José,  al  californés  perdien- 
do tiempo  en  mirar  caballos. 

— Para  servir  a  ustedes,  señores;  efectivamente,  miraba 
estos  caballos. 

— Son  hermosos;  pero  es  raro  que  un  hombre  como  usted 
se  ocupe  de  esto. 

— ¿Y  de  qué  otra  cosa  me  habría  yo  de  ocupar  ahora? 
California,  como  ustedes  saben,  me  dejó  mirando,  y  miro. 

— ¡Siempre  alegre!  ¿Y  no  sería  mejor  que  ocupass  su 
tiempo  en  cosa  que  le  reportase  provecho,  sin  emplear  más 
capital  que  el  que  usted  posee?...  en  algo  asi  como...  es- 
cribir para  el  público,  por  ejemplo? 

— ¿Escribir  para  el  público?   ¿Yo  volver  a  las  andadas? 

— Usted,  y  no  se  ría. 

— ¿Y  quién  se  atrevería  a  dar  medio  real  por  mis  gara- 
batos? 

— Nosotros,  dijeron  los  dos  a  un  tiempo. 

— ¿Ustedes?  Mostrad  cómo. 

— Pagando  a  usted  en  muy  buena  plata  cuanto  escribiese 
en  el  sentido  de  nuestras  indicaciones. 

— Pues,  si  es  así,  adelante  con  la  cruz,  con  tal  que  los 
asuntos  sobre  que  deberán  versar  mis  escritos  me  sean  algo 
familiares,  y  las  indicaciones  de  ustedes,  conformes  con  las 
de  mi  conciencia. 

Reparé  que  la  primera  parte  de  mi  respuesta  les  satis- 
fizo tanto  cuanto  pareció  contrariarles  la  segunda,  y  esto 
comenzó  a  darme  mala  espina.  Dieron  una  vuelta  examinan- 
do la  caballeriza,  dijéronse  algunas  palabras  a  media  voz,  y 
volviendo  a  anudar  el  hilo  de  nuestra  singular  conversación, 
prosiguió  mi  interlocutor  en  estos  términos: 

— Escribir  contra  los  malos  gobiernos  es  deber  que  más 
halaga  que  empaña  la  conciencia,  y  nosotros  sólo  pretende- 
mos que  usted  escriba  contra  el  Gobierno  y  no  otra  cosa. 

— ¡Están  ustedes  dados  a  Barrabás!  Si  hace  un  siglo  a 
que  no  sé  lo  que  es  gobierno,  ni  sé  si  son  moros  o  son  cris- 
tianos los  hombres  que  gobiernan  en  el  día,  ni  lo  que  hacen, 
ni  lo  que  han  hecho,  ni  lo  que  han  dejado  de  hacer.  ¡Medra- 
do saldría  el  charlatán  que  con  tales  antecedentes  escribiese! 
Además,  no  comprendo... 

— Señor  don  Vicente— repuso  interrumpiéndome  él  según- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  331 

do  tentador,  que  era  bajo  de  cuerpo,  regordete  y  dé  satisfe- 
cha y  redonda  cara — ,  usted  es  pipiólo;  usted  sólo  dejó  de  com- 
batir en  defensa  de  su  partido  cuando  creyó  asegurada  su 
existencia  con  el  casamiento  del  héroe  de  Yungay  con  la 
hija  del  padre  de  los  pipiólos.  Usted,  como  nosotros,  ha  sido 
engañado.  El  pveluconismo  y  el  Estanco  nos  roen,  y  ni  espe- 
ranzas hay  de  que,  reformada  la  Constitución  atentatoria  del 
año  de  1833,  devuelva  al  pais  lo  que  nunca  debió  quitar,  la  del 
año  28. .  .  ¿Me  explico? 

— Como  que  voy  comprendiendo. 

— Magnífico,  y  basta  por  ahora.  Hoy  tenemos  junta  a  las 
dos  de  la  tarde;  voy  a  anunciar  que  podemos  contar  con  us- 
ted, y  esta  noche,  a  las  siete,  para  no  despertar  sospechas, 
esperaremos  a  usted  con  otros  amigos  en  el  óvalo  de  la  Ala- 
meda. 

Llegó  la  noche  y  con  ella  al  sitio  designado  el  nuevo  Adán 
político  que  no  atinaba  aún  de  qué  manera  podría  hincar  el 
diente  a  una  manzana  por  tantos  años  olvidada,  y  un  cuarto 
de  hora  después,  rodeado  de  serpientes  tentadoras,  se  le  vio 
que  departía  amigablemente  con  ellas,  muy  repantigado  so- 
bre un  ancho  sofá  de  aquel  paseo. 

Pronto  quedé  enterado  de  las  pretensiones  de  la'  junta 
directiva.  Para  nada  se  trajo  a  colación  aquello  de  derechos 
conculcados,  ni  de  leyes  o  doncellas  violadas,  ni  mucho  me- 
nos de  tocar  el  bombo  de  los  principios,  pues,  más  que  los 
principios  en  general  aéreos,  los  fines  egoístas  se  buscaban. 

Tratábase  de  fundar  un  diario  alacrán,  cuya  picada  de- 
bía ser  mortal;  la  tinta  con  que  se  escribiese,  petróleo;  y  la 
palabra,  fuego.  Era  su  propósito  no  dejar  títere  con  cabeza 
en  el  Gobierno,  y  su  consigna,  el  oponerse  a  todo.  Hubo  mo- 
mento en  que  creí  qíie  fuesen  curtidores,  por  el  empeño  que 
níanifestaban  de  sacar  a  todos  el  cuero,  y  a  fe  que  no  pa- 
gaban a  vil  precio  la  tarea,  puesto  aue  honrándome  con  el 
cargo  de  desoilador,  me  ofrecieron  30  onzas  de  oro  por  el 
fruto  de  mi  tarea  mensual.  ¡Qué  desencanto!...  Sólo  con  1© 
que  me  estaba  pasando,  y  sin  responderles,  mientras  buscaba 
a  gran  prisa  en  el  diccionario  de  mi  memoria  alguna  de  aque- 
llas interjecciones  españolas  de  grande  efecto  para  lanzárse- 
la a  la  cara,  ellos,  interpretando  por  aquiescencia  mi  silen- 
cio, ya  hablaban  de  lanzar  a  todos  los  vientos  del  compás 
uno  de  aquellos  prospectos  de  ordenanza  que  siempre  encu- 
bren, bajo  plumas  de  candidas  palomas,  sapos  y  culebras, 
cuando  en  vez  de  aquel  si  tan  presupuesto,  se  encontraron 
con  una  cebolla  de  las  de  Río  Claro. 

Dos  días  después  de  esta  estrepitosa  ruptura  de  nego- 
ciaciones, y  cuando  monos  lo  esperaba,  fui  llamado  a  la  pre- 


332  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

sencia  del  .señor  Varas,  Ministro  entonces  de  lo  Interior,  sin 
que  hasta  ahora  haya  podido  darme  cuenta  del  porqué  del 
favor  que  se  me  dispensaba,  puesto  que  sólo  conocía  a  Varas 
de  nombre  y  sólo  por  el  lado  de  afuera  la  Casa  de  Gobierno. 

A  los  catorce  días  de  mi  entrevista  con  el  Ministro,  pro- 
visto del  título  de  Agente  de  Colonización,  navegaba  yo  en 
demanda  de  Valdivia,  para  dirigir,  a  nombre  del  Gobierno,  ios 
trabajos  coloniales  en  aquella  lejana  provincia,  donde  por 
instantes  se  esperaban  expediciones  de  emigrados  alemanes. 

Llegué  al  importantísimo  y  muy  descuidado  puerto  del 
Corral  o  Coral,  como  algunos  enemigos  de  nombres  mal  so- 
nantes suelen  llamarle,  el  12  de  febrero  de  1850.  después  de 
haber  atravesado  por  entre  las  abandonadas  fortalezas  que 
en  tiempo  de  los  e.spañoles  defendían  la  tranquila  y  pintores- 
ca embocadura  de  la  preciosa  ría  de  Valdivia. 

Reducíase  el  pueblo,  o  más  bien  dicho,  los  diseminados  y 
pobres  casuchos  de  este  puerto,  para  cuya  defensa  había 
invertido  millones  la  madre  patria,  a  veintiocho  mal  coloca- 
das habitaciones,  mirando  unas  a  la  marina  y  otras,  sin  sa- 
ber por  qué,  hacia  los  emboscados  cerros  que  le  rodeaban. 

La  poderosísima  vegetación  que  cubría  la  mayor  parte  del 
territorio  de  esta  provincia  comenzaba  desde  el  mismo  Corral 
a  oponer  serias  dificultades  al  viajero  para  su  traslación  de 
un  punto  a  otro,  por  inmediatos  que  estuviesen  entre  ellos. 

Los  corpulentos  árboles  que  miraban  al  puerto  y  los  más 
poderosos  aun  que  orillaban  el  río,  parecía  que  se  disputaban 
entre  sí  el  derecho  de  bañar  sus  robustas  raíces  en  aquellas 
salobres  aguas. 

No  teniendo,  pues,  las  márgenes  del  rio  veredas  transi- 
tables, la  única  vía  de  comunicación  que  se  encontraba  entre 
el  puerto  y  Valdivia,  capital  de  la  provincia,  era  el  mismo 
rio;  y  el  tiempo  que  se  echaba  navegando  en  botes  o  chalu- 
pas, de  un  punto  a  otro,  era  el  de  cuatro  horas. 

Para  quien  ha  navegado  los  im.ponentes  ríos  californeses, 
parece  que  el  pequeño  Valdivia,  para  nosotros  gigantesco, 
nada  debiera  tener  que  llamase  la  atención;  pero  muy  lejos 
de  esto,  porque  todas  las  galas  de  la  virgen  naturaleza,  todos 
los  grandiosos  puntos  de  vista  que  se  encuentran  diseminados 
sobre  las  márgenes  de  aquéllos,  los  ostenta  el  Valdivia,  pin- 
tados en  un  lienzo  más  reducido,  pero  no  por  esto  menos 
completo. 

Llegamos  a  Valdivia.  ¡Santo  Dios!,  si  el  fundador  de  aquel 
pueblo,  por  arte  diabólico  o  encanto,  me  hubiese  acompaña- 
do en  este  viaje,  de  .seguro  que  habria  vuelto  para  atrás  lan- 
zando excomuniones  contra  la  incuria  de  sus  descuidadísl- 
nií!»  bi.srlinznos. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  333 


Conservo  en  mi  poder  un  retrato  al  óleo  que  exhibe  lo 
que  era  la  triste  catadura  de  aquel  aduar  a  los  tres  días  de 
mi  llegada;  retrato  que  habla,  que  se  debe  al  diestro  pincel 
del  malogrado  Simón  y  que  es  ahora  el  objetivo  de  algunos 
viejos  y  honrados  valdivianos,  con  el  fin  de  empuñarle,  arro- 
jarle al  fuego  y  reducir  a  cenizas  ese  testigo  irrecusable  del 
atraso  del  pueblo  en  que  nacieron. 

El  trazado  de  esta  capital,  muy  correcto  para  la  época 
de  su  fundación,  se  encontraba  tan  deteriorado  por  el  uso, 
que  ni  las  calles  conservaban  el  paralelismo  de  sus  aceras,  ni 
el  ancho  igual  con  que  habían  venido  al  mundo.  Las  casas,, 
todas  muy  bajas  y  en  general  desprovistas  de  un  corredor  a 
la  calle,  tenían  paredes  de  troncos  de  pellín,  techos  de  tablas 
de  alerce  cubiertos  de  musgos  y  de  plantas  advenedizas,  y 
ventanas,  aunque  algunas  con  vidrieras,  dotadas  todas  con 
sus  correspondientes  balaustres. 

Como  no  se  estilaba  allí  género  alguno  de  carretas,  la 
provisión  de  leña  se  hacía  arrastrando  con  bueyes  por  las 
calles  enormes  troncos  de  árboles  que  se  dejaban  en  el  frente 
de  las  casas  que  los  pedían;  y  de  ellos,  el  hacha  de  la  cecina 
sacaba  todos  los  días  la  leña  que  exigía  su  consumo.  En  el 
costado  poniente  de  la  Plaza  de  Armas,  única  en  el  lugar, 
se  veía,  inconclusa,  una  iglesia  de  madera,  a  la  que.  aunque 
de  todo  carecía,  le  sobraban  dos  empinadas  torres,  que  sin 
saber  por  qué  se  alzaban  orgullosas,  aunque  desproporciona- 
das, sobre  el  portón  de  la  entrada.  La  Plaza  de  Armas  no  sólo 
servía  para  paseo  o  para  ejercicios  de  tropa,  como  en  algunos 
otros  pueblos  de  la  República;  los  valdivianos  sabían  sacar 
mejor  partido  de  ese  común  y  cuadrado  sitio  urbano.  En  él, 
cuando  no  en  las  calles,  se  estacaban  los  cueros  de  las  vacas 
que  los  vecinos  mataban  para  su  consumo,  se  arrojaban  ba- 
suras en  él  y  a  falta  de  explayado  o  lugar  en  la  cárcel,  salían 
a  cada  rato  los  presos  a  hacer,  en  la  paciente  plaza,  lo  que 
la  decencia  no  permite  nombrar.  De  la  plaza  se  extraían  tam- 
bién tierras  para  los  terraplenes  de  las  casas  de  los  vecinos. 
Recuerdo  que  eran  tantas  las  inmundicias  que  se  arrojaban 
bajo  la  desvencijada  jaula  de  tablas  que,  suspendida  sobre 
postes,  hacía  de  oficina  de  Juzgado  de  Letras,  que  llegaron 
a  motivar  un  acalorado  reclamo  del  señor  Juez  de  Letras,  que 
lo  era  entonces  el  modesto  y  probo  magistrado  don  Ramón 
Guerrero,  para  que  no  se  perpetuase  tan  inmvmdo  desacato. 

De  aquí  nació  aquella  historia  de  la  compra  que  hizo  la 
Municipalidad  de  aquel  mentado  tiesto  para  uso  de  los  en- 
carcelados, historia  que  conté  en  mis  Sueños  que  parecen 
verdades  y  verdades  que  parecen  sueños,  y  que  muchos  han 
tenido  por  pura  invención  o  pasatiempo  literario. 


334  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Como  el  asunto  bacín  andaba  lodo.  El  espíritu  de  ade- 
lantos locales,  el  de  Instruirse,  el  natural  y  común  deseo  de 
mejorar  de  condiciones  por  medio  de  la  actividad  y  del  tra- 
bajo, todo  dormía,  todo  vegetaba.  Sobre  los  edificios,  así  co- 
mo sobre  las  imaginaciones,  crecía  con  sosiego  el  musgo  que 
sólo  nace  y  progresa  sobre  la  corteza  de  los  árboles  descuida- 
dos, o  sobre  la  de  aquellos  que  sufren  la  última  descompo- 
sición que  los  transforma  en  tierra.  No  hubo  viajero  entonces, 
así  nacional  como  extranjero,  que  al  llegar  a  Valdivia  no 
exclamara:  "Todo  lo  que  es  obra  de  la  naturaleza  aquí  es  tan 
grande,  tan  imponente  y  tan  hermoso,  cuanto  mezquina,  des- 
greñada y  antipática  es  la  obra  del  hombre." 

Lejos  de  mí  la  idea  de  ofender  con  mi  relato  a  los  mo- 
radores de  aquellos  apartados  lugares.  Cuento  con  sincera 
verdad  lo  que  entonces  saltaba  tanto  a  mis  ojos  cuanto  a 
los  de  aquellos  que,  como  yo,  concurrieron  de  fuera  a  ave- 
cindarse en  Valdivia. 

El  espíritu  de  progreso  estaba  sólo  adormecido,  mas  no 
muerto,  y  si  trato  de  conservar  este  mezquino  cuadro,  es 
más  con  el  objeto  de  realzar  con  sus  sombras  el  hermoso  co- 
lorido de  aquel  que  pudiera  pintarse  en  el  día,  que  con  el  de 
satisfacer  algún  tonto  deseo  de  una  injustificable  murmura- 
ción. El  espíritu  de  progreso  existía,  y  tanto,  que  sólo  la  pre- 
sencia, en  muy  pequeña  escala,  del  elemento  extranjero  ha 
bastado  no  sólo  para  sacar  a  la  provincia  de  Valdivia  del  es- 
tado de  modorra  en  que  yacía  por  razón  de  olvidos,  sino 
también  para  hacerla  figurar  con  lucimiento,  ya  por  su  es- 
tado material  e  intelectual,  ya  por  su  comercio  y  ya  por  sus 
industrias  especiales,  que  corren  sin  competencia  en  los  mer- 
cados nacionales  y  extranjeros,  al  lado  de  la  de  sus  orguUo- 
sas  hermanas  del  norte. 

Como  quiera  que  sea,  salir  de  California  para  entrar  sin 
transición  en  el  Valdivia  de  entonces,  era  salir  de  la  región 
de  la  más  febril  actividad  para  entrar  en  la  del  más  profun- 
do y  tranquilo  sueño. 

Los  homJDres  relativamente  pudientes,  contentos  con  la 
medianía  en  que  vivían,  sólo  solicitaban  del  trabajo  lo  es- 
trictamente necesario  para  continuar  en  ella.  Los  gañanes, 
a  causa  de  la  poca  remuneración  que  se  les  ofrecía  por  su 
trabajo  y  de  la  abundancia  de  las  substancias  alimenticias, 
sólo  trabajaban  poco  para  emborracharse  y  para  dormir  mu- 
cho. Faltaba  a  unos  y  a  otros  el  estímulo  que  sólo  la  inmi- 
gración extranjera  sabe  despertar  en  las  aglomeraciones  hu- 
manas amodorradas  por  la  inercia. 

Pero  no  quiero  anticiparme. 

La  provincia  de  Valdivia,  más  conocida  en  tiempo  de  los 


RECUERDOS     DEL     PASADO  335 

españoles  que  en  el  de  la  Repuolici\,  pasada  la  grita  y  el  na- 
tural entusiasmo  que  causó  en  los  pueblos  del  norte  la  ac- 
ción gloriosa  de  Cochrane  cuando  se  apoderó  de  las  formida- 
bles fortalezas  del  Corral,  quedó  por  más  de  un  cuarto  de 
siglo,  si  no  como  olvidada  del  todo,  por  lo  menos  como  sim- 
ple y  poco  importante  territorio,  confiado  a  la  acción  na- 
tural del  tiempo  para  que,  tarde  o  temprano,  mereciese  el 
mismo  solícito  afán  que  merecían  al  Gobierno  las  provincias 
centrales.  El  nombre  mismo  de  Presidio,  que  se  le  siguió  dan- 
do, parecía  condenarla  a  un  perpetuo  olvido,  cuando  el  In- 
tendente Cavareda,  a  pesar  de  la  parsimonia  con  que  se  es- 
cribía en  aquel  entonces,  descorrió  en  una  corta  memoria 
parte  del  velo  que  encubría  el  cielo  y  las  riquezas  naturales 
que  aquel  lejano  rincón  de  provincias  continentales  de  la 
República  encerraba.  A  la  justa  admiración  que  las  revela- 
ciones de  ese  funcionario  causaron,  debe  la  provincia  de 
Valdivia  la  importancia  del  asiento  político  que  ocupa  al  lado 
de  sus  demás  hermanas  y  el  grado  de  relativa  prosperidad 
de  que  goza  en  el  día. 

Templado  clima;  ausencia  de  aterradoras  enfermedades, 
así  como  de  indígenas  hostiles  y  de  dañadoras  fieras;  terri- 
torio extenso  y  en  general  baldío;  suelos  arables  y  en  muchas 
partes  muy  feraces;  abundancia  de  materias  primas  fabri- 
les e  industriales;  bosques  inagotables  de  preciosas  maderas 
de  construcción,  a  cuya  sombra  se  desliza  profunda,  tran- 
quila y  navegable  la  importante  red  de  brazos  tributarios 
del  Valdivia,  vía  fluvial  que,  después  de  recorrer  un  extenso 
territorio  mezcla  sus  aguas,  sin  embate,  con  las  del  mar,  en 
uno  de  los  puertos  más  seguros  y  cómodos  del  Pacífico:  ¿qué 
podía  faltar  al  olvidado  Valdivia  para  dejar  de  estarlo?  La 
población. 

Pero  no  aquella  población  que  ha  nacido  entre  riquezas 
que  el  aguijón  de  mejorar  de  condición  no  aviva,  que  ni  si- 
quiera sospecha  la  existencia  de  comodidades  que  engala- 
nan la  vida  de  un  hombre  culto  y  que  propenden  día  a  día  a 
aumentar,  al  mismo  tiempo  que  a  satisfacer,  la  agricultura, 
el  comercio  y  la  industria;  sino  aquella  que  el  espíritu  del 
lucro  o  el  de  las  ideas  liberales  del  siglo  separa  de  los  gran- 
des centros  civilizados,  para  venir  a  la  virgen  América,  ya  a 
gozar  de  una  libertad  positiva,  ya  a  recoger  a  manos  llenas 
las  riquezas  que,  sin  conocer  su  valor,  menospreciamos. 

En  países  como  el  nuestro  es  de  todo  punto  indispensa- 
ble la  activa  cooperación  del  elemento  extranjero;  poderosa 
entidad  que  al  procurar  enriquecerse,  enriquece  al  país  don- 
de se  asila,  que  puebla  los  desiertos  y  forma  estados  que,  aun- 
que  con   el   modesto  nombre   de   colonias,   asombran   por   su 


336  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

industria,  por  su  comercio  y  por  su  bienestar,  hasta  a  sus  mis- 
mas metrópolis. 

Convencido  el  Gobierno  de  esta  verdad,  cupo  al  ilustre 
general  Bulnes  echar  en  Chile  la  primera  base  de  la  inmi- 
gración extranjera  con  la  promulgación  de  la  ley  de  18  de 
noviembre  de  1845.  ley  que  adornada  con  las  firmas  del  gue- 
rrero y  la  del  sabio  estadista  Montt,  su  ministro  entonces, 
manifiesta  en  claras  y  generosas  cláusulas  el  modo  y  forma 
cómo  debemos  recibir,  hospedar  y  fomentar  en  nuestro  suelo 
ese  elemento  de  vida  y  de  progreso. 

A  la  voz  de  inmigración,  cada  cual  se  habia  echado  a 
apreciar,  según  su  real  modo  de  entender,  los  bienes  o  males 
que  podria  ella  introducir  en  Chile. 

Temían  los  católicos  perder  con  ella  la  unidad  religiosa. 

Los  hacendados  y  los  dueños  de  casa  la  aplaudían  a  dos 
manos,  creyendo  en  el  despanzurro  de  que  la  inmigración  aba- 
rataba los  salarios,  cosa  que  jamás  se  ha  visto. 

Muchos  fingidos  filántropos,  pero  verdaderos  especula- 
dores sobre  la  ignorancia  del  pobre  pueblo,  apoyándose  en 
lo  que  decian  los  hacendados  y  otros  sabios  por  este  estilo, 
compadecían  a  los  gañanes  y  obreros  del  país  por  la  com- 
petencia que  a  sus  brazos  opondría  la  baratura  de  los  brazos 
extranjeros.  Olvidándose  o  fingiendo  olvidar,  tanto  el  hacen- 
dado como  el  filántropo,  que  la  inmigración,  en  caso  de  per- 
judicar a  alguien  temporalmente,  es  al  hacendado  o  al  que 
sólo  puede  lucrar  pagando  a  vil  precio  los  jornales,  pero  nun- 
ca al  jornalero,  por  la  sencilla  razón  de  que  no  serán  ni  pue- 
den ser  gañanes  los  que  nos  viniesen  de  fuera,  atendido  el 
bajo  precio  a  que  aquí  pagamos  el  trabajo  diario  de  los  nues- 
tros; y  no  viniendo  de  fuera  esa  clase  de  brazos,  sino  perso- 
nas que  dan  ocupación  a  los  propios  nuestros,  es  evidente  que 
aumentando  la  demanda  tendrá  por  fuerza  que  aumentar  el 
valor  de  los  salarios. 

Los  comerciantes  de  Valdivia  creyeron  que  con  el  aumen- 
to de  la  población  aumentaría  el  precio  de  sus  mercaderías. 

Los  propietarios  de  aquellos  terrenos  incultos  que  nada 
les  producían  y  qiíe  ni  siquiera  habían  visitado  por  impedír- 
selo la  enmarañada  y  sombría  selva  que  los  substraía  hasta 
de  la  luz  del  sol,  creyeron  tener  en  cada  propiedad  un  tesoro 
de  forzosa  adquisición  para  el  Gobierno  o  para  el  recién  lle- 
gado. 

Los  especuladores  que  sólo  buscan  la  más  ventajosa  co- 
locación de  sus  caudales,  sólo  vieron  en  la  futura  inmigra- 
ción la  feliz  oportunidad  de  acrecerlos,  y  sin  perder  momen- 
tos, comenzaron  a  hacerse  de  cuantos  terrenos  aparentes  pa- 
ra colocar  colonos  se  encontraban  en  la  provincia. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  337 

Siguiendo  el  ejemplo  de  estos  caballeros,  muchos  vecinos, 
más  o  menos  acaudalados  de  la  provincia,  hicieron  otro  tan- 
to, sin  acordarse  de  que  esta  ansia  de  un  lucro  mal  enten- 
dido y  prematuro  cavaba  al  lado  de  los  cimientos  que  la  ley 
había  echado  para  alzar  sobre  ellos  el  asilo  del  inmigrante, 
una  fosa  que  debía  desplomar  por  completo  el  edificio  y  las 
risueñas  esperanzas  que  el  buen  sentido  fundaba  en  ella. 

En  vano  el  Gobierno,  para  precaver  este  mal,  había  co- 
misionado al  activo  e  inteligente  sargento  mayor  de  ingenie- 
ros Philippi,  para  reconocer  y  deslindar  los  terrenos  fisca- 
les que  debían  repartirse  entre  los  inmigrados,  así  como  des- 
pués al  modesto  e  inteligente  ingeniero  Frick  para  continuar 
la  misma  trabajosísima  tarea  durante  el  tiempo  que  el  in- 
cansable Philippi.  trasladado  a  Alemania,  trabajaba  allá  para 
promover  la  inmigración  hacia  Valdivia;  porque  a  medida 
que  aumentaba  la  posibilidad  de  que  llegase  a  Chile  la  pri- 
mera expedición,  aumentó  tanto  el  número  de  los  detenta- 
dores de  los  terrenos  por  tantos  títulos  considerados  baldíos, 
que  en  vísperas  del  arribo  del  primer  navio  que.  confiado  en 
la  promesa  del  Gobierno,  había  salido  de  Hamburgo  en  1849, 
se  podía  decir  que  no  se  encontraba  en  el  territorio  de  co- 
lonización una  sola  pulgada  de  tierra  que  no  reconociese 
algún  imaginario  dueño. 

No  tardó  la  noticia  de  este  descarado  saco,  nombre  de- 
bido por  el  modo  y  la  forma  cómo  hacían  estas  escandalosas 
adquisiciones,  en  llegar  a  Europa. 

Desconsoladoras  por  demás  son  las  comunicaciones  del 
señor  don  Bernardo  Philippi  al  Gobierno  en  aquella  época. 
Encarecía  en  ellas  la  urgente  necesidad  de  reivindicar  cuan- 
to antes  aquellos  terrenos  cuya  detentación  era  ya  tan  sa- 
bida en  Alemania;  que  poco  o  nada  se  podía  hacer  en  el 
sentido  de  enviar  emigrados,  pues  se  negaba  la  existencia 
de  los  derechos  incuestionables  del  Gobierno  a  los  terrenos 
que  ofrecía. 

En  este  estado  encontré  los  trabajos  sobre  inmigración 
cuando  la  suerte  me  condujo  a  Valdivia;  y  no  porque  el  Go- 
bierno se  hubiese  descuidado,  pues  junto  con  mi  nombra- 
miento se  ms  entregó  un  grueso  protocolo  de  oficios,  de  ins- 
trucciones y  de  decretos  que  manifestaban  hasta  la  eviden- 
cia Cuánto  trabajaron  entonces  las  autoridades  superiores 
para  allanar  a  sus  agentes  las  serias  diíicultades  con  las  que 
un  mal  entendido  espíritu  de  lucro  amenazaba  destruir  la 
inmigración  desde  sus  primeros  pasos. 

El  extenso  y  nebuloso  territorio  valdiviano,  mansión  de 
lagos  y  de  selvas  seculares,  asiento  de  dos  hermosos  ríos  na- 
vegables y  centro  de  cuantiosos  terrenos  baldíos  que  se  su- 


338  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

ponían  disponibles  para  ser  repartidos  entre  los  inmigran- 
tes que  por  momentos  se  esperaban,  contaba  entonces  con 
sólo  tres  villorrios,  que  por  su  soledad  y  apartamiento  a  causa 
del  mal  estado  o  de  la  ausencia  absoluta  de  caminos,  vivían 
como  verdaderos  cenobitas:  Valdivia  que  ya  medio  conoce- 
mos; la  Unión,  proyecto  de  ciudad  a  medio  bosquejar;  y 
Osorno,  con  su  iglesia  de  cantería,  su  convento  y  sus  alinea- 
dos rimeros  de  tierra  empastada,  que  indican  por  su  regula- 
ridad, antiguos  escombros  de  edificio. 

Tan  mezquina  idea  se  tenia  en  el  norte,  hasta  mi  arribo 
a  Valdivia,  de  la  naturaleza  de  los  productos  agrícolas  de 
esta  provincia,  que  llegaba  a  creerse  que  ni  el  trigo  se  pro- 
ducía en  ella,  cuando  los  trigos  se  agorgojaban  en  los  grane- 
ros de  la  Unión  y  de  Osorno.  porque  sobraba  para  el  consumo 
lo  poco  que  se  sembraba  por  falta  de  medios  de  exportar  el 
producto. 

Esos  campos,  que  tanto  producen  ahora  y  que  entonces 
tan  en  menos  se  miraban,  salvo  los  ocupados  por  los  princi- 
pales manzanares  que  a  cada  paso  se  encontraban,  sin  saber 
por  qué  como  perdidos  entre  los  bosques,  y  aquellos  que  ya 
por  su  inmediación  a  los  poblados,  o  ya  por  su  poca  extensión 
y  la  perfección  de  sus  limites  naturales  permitían  ser  de 
vez  en  cuando  vigilados  por  sus  legítimos  o  supuestos  due- 
ños, todo  el  resto  podía  decirse  que  se  gozaba  en  común,  ya 
por  los  hijos  de  los  españoles,  ya  por  los  de  los  indígenas  que 
aún  se  consideraban  legítimos  dueños  del  todo. 

El  mismo  abandono  en  que  yacían  los  estaba  entregando 
desde  tiempo  inmemorial  a  la  rapacidad  de  los  poquísimos 
pobladores  que,  por  sólo  ocupar  las  despejadas  orillas  de  un 
río,  o  las  playas  del  mar,  sin  poder  entrar  más  adelante,  se 
consideraban  dueños  de  lo  que  hasta  ahora  llaman  centros. 

Si  esto  se  hacia  antes  que  nadie  pensase  en  colonias,  no 
es  de  extrañar  que  la  voz  dei  agente  del  Gobierno  en  Euro- 
pa despertase  en  muchos  chilenos  el  espíritu  de  monopolizar 
terrenos,  hasta  el  extremo  de  no  dejar,  ni  a  muchas  leguas  de 
Valdivia,  punto  donde  se  esperaban  los  primeros  inmigrados, 
un  palmo  útil  de  tierra  de  que  poder  disponer. 

Cuando  algún  vecino  quería  hacerse  propietario  exclusi- 
vo de  alguno  de  los  terrenos  usufructuados  en  común,  no  te- 
nía más  que  hacer  que  buscar  al  cacique  más  inmediato,  em- 
briagarle, o  hacer  que  su  agente  se  embriagase  con  el  in- 
dio, poner  a  disposición  de  éste  y  de  los  suyos  aguardiente 
baratito  y  tal  cual  peso  fuerte,  y  con  sólo  esto  ya  podía  acu- 
dir ante  un  actuario  público,  con  vendedor,  con  testigos  o 
con  informaciones  juradas  que  acreditaban  que  lo  que  se 
vendía  era  legítima   propiedad  del  vendedor.  Ninguno  obje- 


RECUERDOS    DEL    PASADO  339 

taba  este  modo  de  adquirir  propiedades,  cuyo  valor  se  repar- 
tían amigablemente  el  supuesto  dueño  que  vendía  y  los  ve- 
nales testigos  que  le  acompañaban,  per  aquello  de  "hoy  por  ti 
y  mañana  por  mí".  La  única  dificultad  que  ofrecía  siempre 
esta  fácil  y  corriente  maniobra  era  la  designación  de  los  lí- 
mites del  terreno  que  la  venta  adjudicaba,  porque  no  era  po- 
sible hacerla  en  medio  de  bosques  donde  muchas  veces  ni  las 
aves  encontraban  suelo  donde  posarse.  Pero,  como  para  to- 
do hay  remedio,  menos  para  la  muerte,  he  aquí  el  antidoto 
que  empleaban  unos  para  vender  lo  que  no  les  pertenecía,  y 
otros  para  adquirir,  con  simulacros  de  precio,  lo  que  no  po- 
dían ni  debían  comprar.  Si  el  terreno  vendido  tenía  en  al- 
guno de  sus  costados  un  río,  un  estero,  una  abra  accidental 
de  bosque,  un  camino  o  algo  que  pudiese  ser  designado  con 
un  nombre  conocido,  ya  se  consideraba  vencida  la  dificultad. 
Medíase  sobre  esa  base  la  extensión  que  se  podía;  si  ella  es- 
taba al  poniente  del  terreno,  se  sentaba  que  éste  se  extendía 
con  la  anchura  del  frente  designado,  hasta  la  cordillera  ne- 
vada, sin  acordarse  de  que  con  esto  se  podían  llevar  hasta 
ciudades  enteras  por  delante;  siel  límite  accesible  se  en- 
contraba al  oriente,  la  cabecera  occidental  era  el  mar  Pa- 
cifico, y  si  al  sur  o  al  norte,  unas  veces  se  decía:  desde  allí 
hasta  el  Monte  Verde,  como  si  alguna  vez  esos  bosques  hubiesen 
dejado  de  ser  verdes;  y  otros  sin  términos,  como  acontecía 
con  los  títulos  de  un  tal  Chomba,  que  bien  analizados  ad- 
judicaban a  su  feliz  poseedor  el  derecho  de  una  ancha  faja 
de  terrenos  que,  partiendo  de  las  aguas  del  seno  del  Relon- 
cavi,  terminaba,  por  modestia,  en  el  desierto  de  Atacama. 

Ni  por  un  instante  se  crea  que  en  todo  esto  haya  exa- 
geración. Llenos  están  los  archivos  públicos  de  Valdivia  y 
aun  los  de  Chiloé,  de  estos  singulares  títulos  de  propiedad, 
semilla  de  intrincados  e  inextinguibles  pleitos,  que  cada  com- 
prador guardaba  como  un  tesoro  en  su  petaca. 

He  insistido  en  esto  para  que  se  deduzca  de  lo  expuesto 
cuáles  debieron  de  ser  las  dificultades  que  entorpecieron  las 
operaciones  de  los  agentes  del  Gobierno  encargados  de  re- 
partir entre  los  inmigrantes  terrenos  libres,  que  en  ninguna 
parte  les  era  dado  encontrar,  y  cuáles  fueron  los  primeros 
y  lamentables  motivos  que  tuvieron  los  valdivianos  y  los  es- 
peculadores de  fuera  para  mirar  de  reojo  la  presencia  de  los 
primeros  inmigrados  extranjeros  con  quienes  pensaban  es- 
pecular, vendiendo  a  peso  de  oro  lo  que  tan  poco  les  había 
costado;  pues  a  ningún  detentador  se  ocultaba  que  en  cuanto 
supiese  el  Gobierno  por  sus  agentes  lo  que  ocurría,  no  debe- 
rían librarse  por  mucho  tiempo  de  los  efectos  de  una  acción 


340  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

reivindicadora  que  echaría  por  tierra  todas  sus  risueñas  es- 
peranzas. 

Inútiles  fueron  mis  viajes  y  correrías  por  la  provincia  pa- 
ra obtener  algún  terreno  que  por  su  bondad  halagase  a  los 
inmigrantes  que  primero  llegaran,  pues  sabía  que  en  empre- 
sas de  esta  naturaleza  es  indispensable  no  descuidar  el  feliz 
éxito  de  los  primeros  pasos. 

Atingido  por  un  lado  por  el  espíritu  que  dominaba  en 
el  lugar,  y  por  el  otro  por  el  justo  temor  de  que  no  habiendo 
terrenos  disponibles  de  propiedad  fiscal  que  poder  desde  lue- 
go repartir,  iban  a  dar  al  inmigrado,  que  confiado  en  las  pro- 
mesas del  Gobierno  había  abandonado  su  patria  y  su  hogar, 
una  prueba  palmaria  de  que  se  le  había  engañado,  tendién- 
dole un  inicuo  lazo,  ya  me  disponía  a  salir  en  demanda  de 
alguna  de  las  muchas  desiertas  playas  de  Carelmapu,  cuando 
el  buen  espíritu  de  algunos  honrados  y  entendidos  patriotas 
valdivianos  vino  a  disuadirme  de  mi  propósito  ayudándome 
a  combatir  con  generosos  ofrecimientos  los  efectos  de  un  egoís- 
mo inconsciente.  Prestáronse  gustosos,  unos  a  asilar  a  los 
inmigrados  en  sus  casas,  otros  a  prestarles  terrenos  inmedia- 
tos a  la  ciudad  para  sus  primeras  siembras,  y  otros  hasta 
a  prestarles  bueyes,  el  todo  sin  estipendio  alguno. 


CAPITULO  XX 

Llegada  de  la  prñnera  expedición  de  inmigrantes  al  Corral. — 
Interrogatorio  solemne  de  éstos  al  agente  del  Gobierno. — 
Consecuencias  que  de  él  se  desprenden. —  Rasgo  gene- 
roso del  coronel  Viel  en  obsequio  de  la  inmigración. — 
Isla  de  la  Teja. —  Nuevas  expediciones  de  inmigrantes. — 
Su  clase,  verdadero  tesoro  para  Valdivia. —  De  cómo  en- 
tendía cada  cual  en  Chile  la  inmigración. —  Lluvia  de 
consejos  al  Gobierno  sobre  este  tema. —  Colonia  Musch- 
gay,  patrocinada  por  Domeyko.  — Muschgay,  el  Arzobis- 
po y  los  Larraínes. —  El  católico  Muschgay  abraza  la  re- 
ligión araucana. —  El  atroz  Cambiaso  en  Valdivia. 

No  todos  los  hijos  de  Valdivia,  pues,  sacrificaban  el  fu- 
turo bienestar  de  la  provincia  al  mezquino  lucro  que  les  ofre- 
cía un  presente  instantáneo,  como  me  he  complacido  en 
dejarlo  sentado  al  fin  del  capitulo  anterior,  pero  esos  ofre- 
cimientos llenaban  sólo  a  medias  los  propósitos  que  perse- 
guía el  Gobierno  y  los  verdaderos  intereses  del  país. 

En  estas  circunstancias  vino  a  sacar  al  soñoliento  Val- 
divia de  su  natural  apatía  la  noticia  de  haber  llegado  al  Co- 
rral, procedente  de  Hamburgo.  la  barca  Hermann,  después  de 
120  días  de  navegación,  conduciendo  a  su  bordo  85  pasajeros 
alem.anes:  70  hombres,  10  mujeres  y  5  niños. 

Llegaron  estos  inmigrados  costeando  ellos  mismos  su  pa- 
saje, más  bien  en  calidad  de  comisión  exploradora,  para  sa- 
ber hasta  qué  punto  alcanzaba  la  verdad  de  los  ofrecimien- 
tos que,  a  nombre  del  Gobierno,  hacia  en  Europa  el  mayor  de 
ingenieros  don  Bernardo  Philippi  a  las  personas  que  quisie- 
sen dirigirse  a  Chile,  que  en  calidad  de  principio  de  inmigra- 
ción, autorizado  por  incuestionable  conveniencia. 

Eran  la  mayor  parte  de  estos  pasajeros  hombres  que  dis- 
ponían de  regular  fortuna,  y  algunos  de  entre  ellos  venían 
comisionados  por  casas  acaudaladas  para  proponer  al  Go- 
bierno proyectos  de  inmigración  costeada  por  ellas  en  cam- 
bio de  cesiones  más  o  menos  extensas  de  terrenos  baldíos 
que  ellas  se  comprometían  a  poblar  en  tiempo  convencional. 

Convenía,  pues,  a  todo  trance   hacer  que  las  primeras  im- 


342  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

presiones  que  recibiese  en  Chile  esta  importantísima  van- 
guardia del  futuro  progreso  de  Valdivia,  correspondiese  a  las 
esperanzas  que  al  salir  de  ¿su  patria  habia  concebido  sobre  la 
hospitalidad  que  le  aguardaba  entre  nosotros.  Sin  perder, 
pues,  un  solo  instante,  junto  con  recibir  la  noticia  de  la  lle- 
gada del  Hermann,  me  embarqué  para  el  Corral. 

Trasladado  a  bordo,  donde  me  di  a  conocer  explicando 
a  los  recién  llegados  cuál  era  mi  misión  respecto  a  ellos,  el 
natural  temor  del  que  recién  llega  a  un  país  extraño,  sin 
más  garantías  de  encontrar  en  él  una  mano  amiga  que  le 
dirija  en  sus  primeros  pasos  que  aquella  que  emana  de  una 
simple  promesa,  desapareció  por  completo.  A  la  tímida  des- 
confianza sucedió  el  más  vivo  contento.  Todos  me  rodearon, 
todos  me  dirigían  las  más  solícitas  preguntas,  y  lo  precipi- 
tado de  ellas  acerca  de  las  disposiciones  de  nuestro  Gobierno 
hacia  ellos,  la  ansiedad  con  que  se  escuchaban  mis  respues- 
tas, y  el  sincero  agradecimiento  "que  manifestaban  a  cada 
una  de  ellas,  me  hizo  sospechar  que  sugestiones  de  algún 
mal  intencionado  habían  sembrado  desconfianza  en  el  áni- 
mo de  estos  intrépidos  viajeros. 

Dispuse  en  seguida  que  se  les  mandase  algunos  refrescos, 
les  señalé  las  habitaciones  que  provisionalmente  debían  ocu- 
par, y  después  de  haberlos  dejado  sumamente  recomenda- 
dos a  las  autoridades  de  Corral,  partí  para  Valdivia,  pre- 
viniéndoles que  siendo  mi  cargo  especial  el  de  ser  intérprete 
de  sus  necesidades  'en  la  provincia,  debían  siempre  dirigirse 
con  preferencia  a  mí  en  cuanto  se  les  ofreciese. 

Dos  días  después  de  mi  regreso  llegó  a  Valdivia  una  co- 
misión compuesta  de  seis  individuos  de  los  principales  pa- 
sajeros, solicitando  de  hií  una  entrevista,  que  tuvo  lugar  en 
la  noche  del  día  17.  Todos  ellos,  comisionados  especiales,  unos 
de  Kamburgo,  otros  de  diversos  puntos  de  Alemania,  eran 
mandados  expresamente  por  sociedades  de  emigración  para 
explorar  el  campo  y  para  remitir  a  sus  comitentes  datos  más 
circunstanciados  y  fehacientes,  tanto  del  país  que  iban  a 
adoptar  por  patria,  cuanto  de  los  privilegios  que  les  conce- 
día el  Gobierno  que  debía  regirlos. 

Se  me  presentó  por  escrito  una  serie  de  preguntas,  a  las 
cuales  contesté  lo  más  categóricamente  que  me  fué  dado, 
conformándome  a  las  instrucciones  del  señor  Philippi,  dadas 
por  el  Supremo  Gobierno,  a  la  ampliación  de  ellas  en  las 
notas  que  sucesivamente  se  habían  dirigido  a  dicho  comisio- 
nado, y  a  las  leyes  vigentes  sobre  inmigración. 

Encabezaba  el  interrogatorio  un  cumplido  a  las  autori- 
dades del  país  por  el  cordial  recibimiento  que  se  les  había 
hecho,  y  una  demostración  del  más  puro  agradecimiento  por 


RECUERDOS     DEL     PASADO  343 

la  benevolencia  con  que  se  les  mitigaba  la  desgracia  de  aban- 
dona.r  su  país  natal.  Tras  este  exordio  seguían  las  pr-eguntas 
siguientes,  la  mayor  parte  de  ellas  aplicables  a  los  colonos 
que  venían  costeando  su  pasaje. 

1."  ¿Qué  medidas  debe  tomar  el  inmiigrado  para  ser  ciu- 
dadano chileno? 

2."  ¿Cuánto  tiempo  después  de  su  llegada  debe  serlo? 

3.-  ¿Si  tiene  voto  en  las  elecciones? 

4."  Si  habiendo  algunos  disidentes  entre  ellos  ¿se  les  obli- 
ga a  abandonar  la  religión  de  sus  padres? 

5."  Si  disidentes,  ¿pueden  casarse  entre  ellos? 

6."  ¿Qué  tramitaciones  deberán  observarse  para  que  el 
matrimonio  sea  tenido  por  valedero  y  legal  en  este  caso? 

7.-  ¿Si  los  hijos  de  los  disidentes  se  han  de  bautizar  se- 
gún lo  prescribe  la  iglesia  católica? 

8.-  ¿Qué  debe  hacerse  para  que  quede  constancia  de  la 
legitimidad  de  los  hijos  en  caso  contrario? 

9.-  Si  la  conveniencia  de  las  colonias  exigiese  la  forma- 
ción de  aldeas,  ¿pueden  esperar  que  recaiga  en  alguno  de 
ellos  el  título  de  juez? 

10.  ¿Si  pueden  ser  enrolados  en  las  guardias  cívicas? 

11.  Si  al  abrir  caminos  de  conveniencia  pública,  ¿pueden 
contar  con  la  cooperación  del  Gobierno? 

12.  Si  los  tratos  y  contratos  celebrados  por  ellos  en  Ale- 
mania para  cumplir  en  Chile,  ¿son  firmes  y  valederos  aquí? 

13.  ¿Cuál  es  el  máximum  y  el  mínimum  del  valor  asig- 
nado a  los  terrenos  fiscales? 

14.  Si  compran  terrenos  a  particulares,  ¿tendrán  que  pa- 
gar alcabala? 

15.  ¿Cuántas  cuadras  de  tierra  puede  comprar  al  Fisco 
cada,  colono? 

16.  ¿Si  se  les  exige  el  dinero  al  contado? 

17.  Si  al  cabo  del  plazo  no  tuvieren  como  pagar,  ¿se  les 
recibe  el  interés  corriente  hasta  que  puedan  hacerlo? 

18.  ¿Si  puede  el  Gobierno  de  Chile  asegurar  terrenos  pa- 
ra mil  familias? 

Este  curioso  e  interesante  interrogatorio,  elaborado  en 
Alemania,  en  presencia  de  regalías  que  se  desean  conservar 
si  se  poseen,  o  buscarlas  en  otra  parte  en  caso  contrario,  de- 
bería tenerse  a  la  vi.sta  siempre  que  llegare  el  caso  de  atraer 
inmigraciones  voluntarias,  sobre  toda  región  que  no  fuere 
del  todo  conocida. 

Desde  luego  se  ve  que  la  primera  aspiración  del  emi- 
grante que  rompe  por  necesidad,  por  conveniencia  o  por  des- 
gracia el  vínculG  que  le  ata  al  país  donde  vio  por  primera 
vez  la  luz  del  sol.  es  la  de  reanudarlo  para  atarse  de  nuevo 


344  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

con  él  a  la  patria  de  su  elección.  La  segunda,  el  libre  ejercicio 
de  la  religión  en  que  sus  padres  lo  criaron.  La  tercera,  la 
constitución  de  la  familia,  y  la  última,  la  de  ser  propietario 
de  terrenos. 

Nada  encarece  más  a  los  ojos  del  hombre  la  importancia 
de  vivir  a  la  sombra  del  libre  régimen  republicano,  como  el 
haber  nacido  y  tener  obligación  de  continuar  viviendo  bajo 
la  tirantez  más  o  menos  despótica  del  monárquico.  No  es. 
pues,  extraño  que  convertir  en  hecho  la  idea  de  ser  ciudada- 
nos de  una  república  donde  las  voces  de  amo  y  de  siervo  no 
tienen  significado;  donde  la  virtud  y  el  trabajo  son  nobleza; 
donde  no  hay  más  contribuciones  que  pagar  que  aquella  que 
autoriza  una  ley  en  cuya  confección  entran  los  mismos  que 
deben  soportar  sus  efectos,  sea  la  primera  aspiración  de  aque- 
llos que  emigran;  y  lo  es  mucho  menos  aun  el  que,  después 
de  encontrar  facilidades  para  la  constitución  de  la  familia 
y  garantías  para  el  libre  ejercicio  de  sus  respectivos  cultos, 
sólo  se  aspire  al  para  ellos  indispensable  titulo  de  propietario, 
aunque  fuere  sólo  del  de  una  sola  pulgada  de  suelo.  La  se- 
guridad de  alcanzar  a  ser  propietario,  por  muy  apartada  que 
fuere  la  región  que  Jes  ofrezca  semejante  don,  satisface  en 
el  ánimo  de  los  poseedores  de  modestas  fortunas,  en  el  del 
labriego  y  en  el  del  simple  gañán  europeos,  un  sueño  encan- 
tador que  les  acompaña,  sin  llegar  casi  nunca  a  ser  realidad, 
desde  la  cuna  hasta  el  sepulcro. 

Por  no  haber  dado  a  esta  última  aspiración  la  elevada 
importancia  que  tiene  para  el  inmigrado,  no  han  podido  hasta 
ahora,  muchos  de  los  grandes  propietarios  de  fundos  rústi- 
cos del  norte,  explicarse  el  porqué  de  la  insuperable  resisten- 
cia que  opone  el  más  pobre  de  los  inmigrados  en  Valdivia  a 
abandonar  su  poco  lucrativa  propiedad,  por  los  pingües  sala- 
rios y  la  regalada  vida  que  ellos  le  ofrecen  en  sus  fundos. 

Faltando  al  emigrante  agricultor  la  posibilidad  de  ser  en 
el  acto  propietario,  puede  decirse  que  le  falta  todo. 

Contenta  por  demás  la  modesta  comisión  con  el  tenor 
de  mis  contestaciones,  se  alzó  de  su  asiento  el  respetable  y 
sabio  profesor  don  Carlos  Anwandter,  que  la  presidía,  y  lleno 
de  emoción,  dijo  estas  sentidas  palabras: 

— "Seremos  chilenos  honrados  y  laboriosos  como  el  que 
más  lo  fuere.  Unidos  a  las  filas  de  nuestros  nuevos  compa- 
triotas, defenderemos  nuestro  país  adoptivo  contra  toda  agre- 
sión extranjera  con  la  decisión  y  la  firmeza  del  hombre  que 
defiende  a  su  patria,  a  su  familia  y  a  sus  intereses". 

Compréndese  cuan  desesperante  debió  de  ser  la  situa- 
ción en  que  .se  encontraba  el  agente  de  colonización  no  pu- 
diendo  desde  luego  cumplir  el  compromiso  de  entregar  a  los 


RECUERDOS     DEL     PASADO  345 

recién  llegados  los  terrenos  prometidos,  y  cuál  el  peligro  que 
coma  la  inmigración  por  falta  de  tan  fundamental  requi- 
sito; pero  por  fortuna  no  se  prolongó  esta  situación,  debido  a 
la  mano  de  la  Providencia,  que  al  tenderla  como  siempre  a 
Chile,  puso  inesperadamente  en  la  mia  el  más  oportuno  me- 
dio de  salir  del  paso. 

Residía  a  la  sazón  en  Valdivia,  a  cargo  de  la  Comandan- 
cia General  de  Armas  de  la  provincia,  el  benemérito  anciano 
don  Benjamín  Viel,  antiguo  soldado  del  primer  Napoleón  y 
coronel  en  nuestros  ejércitos.  Este  simpático  y  entusiasta 
jefe,  cuya  cabeza  abrigaba  tanta  poesía  cuanta  generosidad 
su  desprendido  corazón,  acababa  de  asegurar  el  porvenir  de 
sus  hijos  y  el  suyo  propio,  pues  era  sumamente  pobre,  con 
la  adquisición  cómoda  y  barata  de  la  importante  isla  de  la 
Teja,  propiedad  municipal,  situada  frente  al  pueblo  en  la 
confluencia  de  los  ríos  Calle-Calle  y  Cruces,  que  forman  jun- 
tos el  Valdivia. 

Viel,  impuesto  de  cuanto  ocurría,  como  pudiera  haberlo 
hecho  el  mejor  y  más  patriota  de  los  chilenos,  no  titubeó  un 
instante  en  ceder  a  su  patria  adoptiva  el  derecho  a  una  pro- 
piedad que  proporcionaba  a  él  y  a  sus  hijos  el  goce  de  una 
modesta  pero  segura  subsistencia;  y  con  este  acto  de  gene- 
roso desprendimiento    salvó  la  situación. 

Es  la  isla  de  la  Teja  o  Valenzuela,  la  mayor  o  más  im- 
portante de  cuantas  circundan  con  sus  aguas  los  numerosos 
brazos  del  Valdivia.  La  linea  de  su  mayor  extensión  alcanza 
a  medir  4.820  metros,  y  la  de  mayor  anchura,  1.800.  Cubierta, 
como  la  mayor  parte  de  aquellos  campos,  de  hermoso  bos- 
que y  de  manzanares  silvestres,  la  naturaleza  de  su  suelo  y  la 
vecindad  a  la  ciudad,  de  la  cual  forma  al  occidente  un  ver- 
dadero barrio  de  ultra  rio,  no  podía  la  propiedad  ser  más 
aparente  para  el  fin  qué  se  le  destinaba.  Devuelta,  pues,  esta 
isla  a  la  ciudad  por  la  rescisión  generosa  del  contrato  Viel, 
precedió  sin  tardanza  el  Municipio  a  adjudicarla  a  los  in- 
migrados, vendiendo  a  cada  familia  hijuelas  de  tamaño  pro- 
porcional, a  precios  módicos  y  a  censos  irredimibles. 

El  entusiasmo  y  el  contento  precedieron  a  la  toma  de 
posesión  de  este  pequeño  territorio,  base  tal  vez  del  porve- 
nir de  la  provincia,  y  el  Cabildo  aumentó  sus  propios  recur- 
sos en  proporción  inesperada. 

La  colonización  de  la  isla  de  Valenzuela,  tan  inmediata 
a  la  ciudad,  proporcionaba  desde  luego,  dos  inapreciables  ven- 
tajas: 1.a,  el  efecto  moral  y  material  que  debía  producir  en 
esta  apática  y  melancólica  población  el  ejemplo  de  la  acti- 
vidad, del  trabajo  y  de  la  industria  alemanes;  2.a,  el  que  ios 
emigrantes  encontrasen  tan  inmediato  al  punto  donde  debían 


346  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

desembarcar,  un  centro  seguro  de  apoyo,  y  aquella  cordial 
acogida  que  siempre  se  dispensan  entre  si  los  nacionales  en 
un  país  extranjero,  en  donde  todo  para  el  recién  llegado  es 
nuevo:  idioma,  leyes  y  costumbres.  Dábame  también  esta  ocu- 
rrencia, tiempo  para  reconocer  la  provincia  y  recobrar  la 
posesión  de  los  terrenos  fiscales  y  baldíos  que  con  tanto  des- 
caro se  disputaban  al  Estado. 

Mientras  yo  practicaba  estas  diligencias  reivindicadoras, 
que  sólo  dieron  por  resultado  la  adquisición  de  la  misión  de 
Cudico  y  Pampa  de  Negrón  en  el  departamento  de  la  Unión, 
y  de  la  lonja  riberana  de  terrenos  que  media  entre  Niebla  y 
Cutipai,  sobre  la  margen  del  Valdivia,  extensión  de  terrenos 
que,  separados  por  malísimos  caminos,  sólo  alcanzaba  a  683 
cuadras,  llegó  otra  expedición  de  emigrantes  a  bordo  del  Su- 
sana, a  aumentar  las  dificultades  de  la  situación  ya  reagra- 
vada por  lo  poco  qu.e  habían  durado  entre  los  valdivianos 
los  rasgos  de  generosidad  que  a  fuerza  de  afanes  habían  co- 
menzado a  desplegar  para  con  los  recién  llegados. 

Tan  pronto  como  partió  el  Hermann,  el  interés  volvió  los 
ánimos  a  su  primer  propósito,  y  los  emigrados  reducidos  a 
las  penurias  de  un  estrecho  sitio,  fueron  designados  como 
otras  tantas  minas  que  debían  explotarse.  Terrenos  que  antes 
de  su  llegada  yacían  abandonados  por  incultivables,  recono- 
cieron todos  dueños;  cada  dueño,  o  se  negó  a  su  venta,  o  su- 
bió su  valor  del  nominal  de  cuatro  reales  cuadra,  que  no  en- 
contraba compradores,  al  monstruoso  de  peso  vara  en  los 
contornos  de  esta  ciudad;  y  aquellos  que  poco  antes  se  com- 
praron a  bulto  en  cien  pesos,  se  vendieron  a  los  alemanes  por 
favor  hasta  en  dos  mil.  Más  dificultades  encontraban  aun  en 
la  adquisición  de  sitios  urbanos:  reservábanlos  sus  dueños 
para  venderlos  m.ejor  a  los  que  viniesen  después,  como  si  re- 
cibiendo mal  a  los  primeros  pudiera  razonablemente  esperar- 
se que  viniesen  más.  Presumían  que  cada  propiedad  era  un 
tesoro,  y  destruían  la  causa  que  les  daba  su  valor,  y  era  para 
ellos  razón  sin  fundamento  cuanto  tendiese  a  impedir  que 
devorasen  la  semilla  si  querían  esperar  pingües  cosechas. 

Téngase  presente  que  las  ventajas  de  la  inmigración  la 
empezaron  a  palpar  desde  el  instante  en  que  ella  se  inició  en 
Valdivia,  porque  como  no  todos  los  inmigrados  que  llegaron 
en  el  Hermann  fuesen  agricultores,  sino  también  artesanos  e 
industriales,  apenas  se  les  vio  llegar  cuando  com.enzó  Val- 
divia a  comprar  bueno  y  barato,  en  su  propia  casa,  lo  que 
días  antes  tenía  que  comprar  caro  y  de  engaños  y  mala  ca- 
lidad fuera  de  ella. 

Alojé  a  102  emigrados  que  condujo  el  Susana  como  Dios 


RECUERDOS     DEL     PASADO  347 

y  algunos  buenos  vecinos  me  ayudaron,  para  que  pudiesen  es- 
perar con  menos  afán  el  repartimiento  de  aquellas  tierras  de 
promisión  de  las  que  sólo  rastros  se  encontraban  en  los  con- 
tornos de  Valdivia. 

Los  inmigrados,  llegados  en  el  Hennann  y  en  el  Susana, 
asi  como  los  demás  que  se  esperaban  en  el  San  Paoli,  en  el 
Adolfo  y  otros  buques  expedidos  por  la  casa  Godefrai  de 
Hamburgo,  no  eran  simples  japoneses  que  abandonaban  su 
patria  atraídos  por  el  precio  que  nosotros  dábamos  al  tra- 
bajo jornalero;  muy  al  contrario,  cuantos  vinieron  y  siguie- 
ron viniendo  fueron  todos  industriales  más  o  menos  acomo- 
dados, que  en  vez  de  solicitar  favores  los  dispensaban,  exi- 
giendo sólo,  en  cambio  de  ellos,  que  se  les  vendiese,  por  di- 
nero, terrenos  que  hasta  su  llegada  se  habían  considerado  sin 
valor  alguno. 

Los  archivos  que  acreditaban  la  trasmisión  de  propiedad 
hasta  el  primer  ingreso  de  ese  puñado  de  alemanes  que  con- 
dujo el  Hermann,  sólo  daban  señales  de  vida  para  consig- 
nar simples  transacciones  con  supuestos  propietarios  indí- 
genas, hechas  todas  a  cuenta  de  licores,  de  tal  cual  peso  fuer- 
te y  baratijas,  de  tendejones  valorizados  en  mucho,  para 
hacer  que  apareciese  más  legítima  la  propiedad  adquirida; 
pero  apenas  llegaron  los  inmigrantes  cuando  ya  comenzó 
el  dinero  a  regularizar  los  cambios,  y  la  industria  a  echar 
sus  primeras  raíces. 

En  sólo  los  cuatro  meses  corridos  de  diciembre  del  50  a 
marzo  del  51,  ya  se  edificaban,  en  la  aldea  de  Valdivia,  ocho 
casas  alemanas  en  sitios  comprados  a  subidos  precios;  y  dos 
propiedades  rurales,  igualmente  compradas  al  contado,  re- 
cibían por  primera  vez  en  los  contornos  del  pueblo  el  bau- 
tismo del  cultivo  europeo  (1). 

El  más  pobre  de  cuantos  vinieron,  un  tal  Kott,  muerto 
en  el  viaje,  había  tenido  cómo  pagar  su  pasaje,  el  de  su  mu- 
jer y  el  de  sus  dos  hijos;  cómo  proveerse  de  un  modesto 
ajuar,  hacerse  de  herramientas,  y  aun  de  conservar  algún 
sobrante  para  los  primeros  gastos  de  instalación.  Entre  los 
inmigrados  vinieron  capacidades  como  Philippi,  Schneider, 
Anwandter;  industriales  como  nunca  habían  venido  a  Chile 
y  muchos  capitalistas,  que  por  sí,  o  a  nombre  de  algunas  so- 
ciedades europeas,  vinieron  con  el  propósito  de  hacerse  de 
terrenos  para  fundar  colonias  en  ellas. 

Era,  pues,  la  inmigración  para  Valdivia  la  benigna  vlsi- 


(1)  Fueron  los  propietarios  de  sitios  adquiridos  sin  previo 
auxilio  del  Gobierno:  Ebner,  Leohler,  Kayser,  Ribbeck,  Horni- 
kel,  Hoffmann,  Hacbler,  Yneffer,  von  Zusch  y  Krugen. 


348  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

ta  que  le  hacían  las  luces,  las  artes  y  las  riquezas  materiales, 
para  sacarla  de  la  postración  en  que  se  hallaba. 

Padecemos  en  Chile  manía  de  saberlo  todo,  y  de  come- 
zón de  criticar  cuanto  no  concuerda  con  nuestro  universal 
saber.  Tratándose  de  medidas  económicas,  Chile  es  el  país 
jurado  de  los  economistas;  si  es  de  las  concernientes  a  la  gue- 
rra, o  a  las  de  la  marina,  todos  somos  generales,  o  por  lo 
menos  almirantes;  no  es,  pues,  extraño  que,  tratándose  en- 
tonces de  inmigración,  todos  se  convirtiesen  en  colonizadores. 

Los  valdivianos  querían  inmigrados  a  quienes  vender  por 
dies  lo  que  les  había  cosiado  uno;  los  hacendados  del  norte, 
brazos  gañanes  que  abaratasen  los  de  sus  inquilinos;  para 
los  acaudalados  santiagueños,  todo  lo  que  no  fuese  fomentar 
la  venida  de  cocheros  y  cocineros  era  dinero  perdido;  para 
los  mineros  del  norte,  de  nada  servia  la  inmigración  si  no 
se  componía  de  barreteros,  y  por  último,  hasta  el  celo  exa- 
gerado por  la  unidad  de  religión  vino  también  a  terciar  en 
esta  general  algazara. 

Entre  los  diarios  y  ridículos  episodios  que  surgieron  en 
los  primeros  tiempos  de  nuestro  común  afán  colonizador,  sólo 
escogeré,  para  contarlo,  uno  que  puede  servir  de  lección  y 
de  ejemplo,  no  sólo  a  los  futuros  colonizadores,  sino  a  todo 
hombre  religioso  cuya  candorosa  virtud  le  expone  a  aceptar 
la  apariencia  por  la  realidad,  el  hábito  por  el  monje,  el  tar- 
tufo por  el  verdadero  siervo  de  Dios. 

El  conocido  naturalista  Domeyko,  hombre  de  fe  sincera 
y  celoso  observante  de  los  preceptos  religiosos  que  impone  a 
los  cristianos  la  Iglesia  Católica  Romana,  escribió  también 
su  memoria  sobre  colonización;  y  como  en  cuanto  se  escri- 
bía sobre  este  importante  tema  cada  cual  pedía  para  su  san- 
to, pedía  el  autor  que  sólo  se  buscasen  católicos  y  no  disiden- 
tes para  nuestras  colonias.  Como  prueba  de  la  importancia 
de  semejante  indicación,  tuvo  cuidado  de  insertar  en  su  me- 
moria la  carta  que  un  tal  Muschgay,  católico  de  Wurtenberg, 
había  escrito  a  la  Excelencia  de  Chile,  solicitando  en  ella 
concesiones  y  terrenos  para  fundar  en  la  República,  bajo  el 
amparo  del  Gobierno,  una  colonia  católica. 

Decíase  en  esa  carta,  que  por  lo  sumiso  de  su  estilo,  y 
por  la  beatitud  de  sus  propósitos  arrancó  al  honrado  Do- 
meyko tan  sinceros  elogios,  entre  otras  cosas,  en  resumen 
lo  siguiente:  que  vendrían  treinta  familias  católicas,  que 
ninguno  de  sus  miembros  se  habían  mezclado  en  asuntos 
políticos,  que  todos  gozaban  de  buena  reputación,  y  que  en 
cuanto  a  pureza  de  costumbres  se  hacían  responsables  todos 
por   cada   uno   y   cada   uno   por   todos;    pero   que   en   cambio 


RECUERDOS     DEL     PASADO  349 

exigían   que   la   colonia   se   colocase   cerca   de   alguna   iglesia 
católica. 

Otra  carta  por  este  estilo,  pero  más  explícita,  del  mismo 
director  de  la  futura  colonia  modelo,  llegó  a  manos  de  la 
misma  Excelencia  con  fecha  10  de  abril  del  siguiente  año, 
y  en  ella  el  simple  y  modesto  administrador  de  bosques  de 
Wurtenberg  aparecía,  como  por  encanto,  convertido  en  dies- 
tro minero,  en  gran  agrónomo  capaz  de  dirigir  escuelas  de 
artes,  y  sobre  todo  en  profesor  de  religión  católica.  Este  tu- 
nante de  tomo  y  lomo,  que  sólo  creyó  encontrar  en  Chile 
fanáticos  o  inocentes  a  quienes  explotar,  tuvo  cuidado,  para 
dar  más  peso  a  su  misiva,  de  firmarla,  ¿dónde  creen  mis  lec- 
tores que  lo  haría?. . .  ¡en  el  interior  de  un  claustro!  A  su  des- 
carada firma  "O.  Muschgay",  precedían  estas  textuales  pala- 
bras: "Monasterio  de  Zwif alten,  del  reino  de  Wurtenberg,  abril 
10  de  1850". 

Muschgay  llegó  a  Valdivia  en  el  bergantín  Susana,  no 
acompañado'  de  los  20  exploradores  que  según  sus  cartas  de- 
bían formar  la  vanguardia  dé  su  católica  colonia,  sino  de 
sólo  14  individuos,  que  tal  vez  fueron  los  únicos  copartícipes 
de  su  proyecto  que  encontró  a  mano  antes  de  embarcarse, 
y  al  momento  solicitó  de  mí  una  audiencia  que  le  fué  desde 
luego  concedida.  Era  éste  un  hombre  robusto,  más  bien  alto 
que  bajo,  de  poblada  patilla  y  pelo  negro.  Daba  poco  los  ojos, 
porque  probablemente  la  modestia  le  hacía  bajar  la  vista. 
Noté  en  él  cierta  disimulada  afectación  para  lucirme  las  cru- 
ces de  metal  que  llevaba  por  botones  en  el  pecho  de  la  ca- 
misa, y  dos  calaveras  de  marfil  colocadas  en  los  ojales  de  los 
puños. 

A  pesar  de  la  mala  impresión  que  me  dejó  esta  visita, 
cumplí,  bien  que  protestando,  los  ofrecimientos  que  el  Go- 
bierno, movido  por  los  escritos  de  Domeyko,  había  hecho  a 
este  heraldo  de  modelos  de  colonias  católicas.  Puse  a  su  dis- 
posición, con  perjuicio  de  los  demás  inmigrados,  el  mejor  te- 
rreno que  tenía,  y  ni  siquiera  aportó  por  él.  Le  di  local  y  úti- 
les para  la  escuela,  y  ni  la  asistió,  ni  los  niños  asistieron  a 
ella.  El  comensal  del  monasterio  de  Zwifalten.  del  Reino  de 
Wurtenberg,  iba  a  juego  más  grande.  En  vez  de  ocuparse  de 
algo  de  lo  que  le  concernía  al  cumplimiento  de  sus  ofertas, 
se  ocupaba  de  idear  los  planes  y  proyectos  más  descabellados: 
entre  ellos  tengo  uno  a  la  vista  en  que  proponía  al  Gobierno 
perforar,  por  su  base,  los  Andes  para  llegar  más  pronto  a  Bue- 
nos Aires. 

Mas  como  en  este  mundo  todo  se  acaba,  apestado  el 
agente  de  Colonización  con  los  diarios  oficios  y  proyectos  de 


"350  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


Muschgay.  le  intimó  orden  de  vacar  a  sus  quehaceres,  y  de 
abstenerse  en  lo  sucesivo  de  agregar  a  su  apellido,  en  sus 
oficios,  el  sobrenombre  de  católico,  que  nunca  olvidaba  po- 
ner como  verdadero  complemento  de  su  nombre. 

Muschgay  desde  ese  día  se  eclipsó  de  Valdivia,  donde  no 
encontró  chorlitos  a  quienes  embaucar,  y  con  la  memoria  de 
Domeyko  en  la  mano  fué  a  arrojarse  a  los  pies  de  nuestro 
buen  prelado  el  Arzobispo  de  Santiago,  como  victima  de  la 
malquerencia  del  hereje  Agente  de  la  Colonización,  quien 
sólo  por  ser  cristiano  le  perseguía.  Entróse  en  el  corazón  del 
honrado  y  modesto  príncipe  de  nuestra  iglesia,  y  con  seme- 
jante llave,  en  el  de  los  amigos  de  éste,  y  a  los  pocos  meses 
se  le  vio,  con  general  admiración,  llegar  a  Valdivia  conver- 
tido en  altanero  negociante,  a  cargo  de  un  vapor,  e  investi- 
do de  los  plenos  poderes  que,  para  adquirir  vastas  propieda- 
des territoriales,  le  había  confiado  la  opulenta  familia  La- 
rraín  y  Gandarillas  de  Santiago,  sin  más  recomendaciones  ni 
garantías  que  las  que  él  mismo  se  supo  deducir  de  su  envi- 
diable título  de  cristiano  perseguido. 

El  resultado  no  podía  ser  dudoso.  Derrochados  los  bienes 
que  se  le  habían  confiado,  convertido  el  vapor  en  lupanar, 
los  giros  que  en  medio  de  la  embriaguez  enviaba  ese  tunante 
a  sus  espantados  socios  de  Santiago,  obligaron  a  éstos,  aun- 
que tarde,  a  trasladarse  a  Valdivia,  a  valerse  del  hereje  Agen- 
te para  arrancar  de  las  uñas  de  mi  antigua  y  supuesta  víc- 
tima los  jirones  que  aún  quedaban  de  tan  mal  empleada  for- 
tuna, ¡y  para  colmo  de  desgracias,  los  inocentes  habilitado- 
res  y  socios  del  honrado  Muschgay  tuvieron  el  dolor  de  ver 
ahogarse  en  eil  Valdivia  a  uno  de  sus  hermanos! 

¿Qué  hizo  entonces  el  católico  gerente?  Presentó  a  los 
Larraín,  en  una  hoja  de  papel  de  marquilla,  por  toda  cuenta 
y  razón  de  los  bienes  que  habían  pasado  por  su  mano,  un  je- 
roglífico lleno  de  cuadritos  con  distintos  colores,  sobre  los 
cuales,  ya  perpendiculares,  3'^a  al  sesgo,  se  veían  rengloncitos 
y  números  que  nadie  pudo  comprender,  y  mientras  que  sus 
socios  se  daban  a  Barrabás  con  lo  que  estaba  pasando,  Musch- 
gay, que  se  había  dejado  crecer  la  melena,  se  metió  en  la 
indiada  de  Pitrufqiién.  Seguro  de  la  impunidad  allí,  dijo  que 
la  religión  arnurana  era  la  más  perfecta  do  todas  las  reli- 
giones, casó  allá  con  cuantas  mujeres  pudo,  y  desde  entonces 
no  se  volvió  a  oír  hablar  más  dé  él.  ¡Pobre  religión,  de  cuán- 
tos abusos  no  erss  víotima!  Así  como  tras  la  cruz  suele  en- 
contrarse el  Diablo,  tras  la  voz  virtud  se  encuentra  casi 
siempre  el  falso  religioso. 

Antes  de  principiar  la  relación   de  mis  correríais  por  el 


RECUERDOS     DEL     PASADO  351 

interior  de  la  provincia,  preciso  es  dejar  aquí  consignado,  por 
ser  este  su  legítimo  lugar  algo  que  se  relaciona  con  el  motín 
del  cuartel  que.  encabezado  por  el  feroz  Cambiaso,  el  21  de 
diciembre  de  1851  en  Magallanes,  horrorizó  al  país  entero  y 
privó  al  propio  tiempo  a  la  marina  chilena,  con  el  desleal 
asesinato  de  Muñoz  Gamero,  de  una  de  sus  más  calificadas 
esperanzas. 

Era  yo  Intendente  de  Valdivia  aquel  mismo  año,  y  por 
desgracia  los  asuntos  políticos  y  los  de  la  colonización  ha- 
bían obligado  al  Gobierno  a  separar  los  deberes  de  la  Co- 
mandancia General  de  Armas  de  los  de  la  Intendencia,  cuan- 
do ancló  en  el  puerto  de  Corral,  de  tránsito  para  el  presi- 
dio de  Magallanes,  un  transporte  del  Estado  que  conducía 
reos  rematados  y  un  piquete  de  soldados  de  artillería  a  car- 
go del  tristemente  célebre  chilote  teniente  Miguel  José  Cam- 
biaso. He  dicho  por  desgracia,  porque  si  mis  derechos  de  In- 
tendente no  hubieran  encontrado  contrapeso  en  los  del  Co- 
mandante General  de  Armas,  Cambiaso  hubiera  permaneci- 
do mucho  tiempo  confinado  en  el  presidio  de  la  fortaleza  de 
Niebla,  y  los  anales  del  crimen  no  aumentarían  como  ahora 
sus  sangrientas  páginas  con  el  relato  de  atrocidades  cuyos 
antecedentes  ocurridos  ante  mí  en  Valdivia,  paso  a  referir: 

Cambiaso  supo  aprovechar  tan  bien  la  corta  estadía  del 
transporte  én  el  Corral,  que  ya  desde  el  día  siguiente  de  su 
llegada  comenzaron  a  circular  tantas  noticias  de  los  des- 
órdenes que  el  tal  mJlitar  promovía  en  Valdivia,  donde  pa- 
rece que  había  residido  antes  por  algún  tiempo,  que  alarma- 
do pregunté  al  ex  Intendente  don  Juan  Francisco  Adriasola. 
si  tenia  alguna  noticia  de  semejante  loco.  Don  Juan  Francis-, 
co  me  contestó  con  amarga  congoja:  "Ese  que  usted  llama 
loco,  tiene  más  de  pillo  que  de  loco;  es  un  tuno  de  tomo  y  lomo, 
cuyos  pecados  veniales  nunca  han  sido  otros  que  el  jugar, 
petardear,  beber  y  enamorar,  todo  con  el  mayor  descaro  y 
sin  tasa  ni  medida;  y  no  me  pregunte  más.  Ese  tal,  sin  el 
cargo  que  lleva,  yo  no  sé  por  qué,  iría  bien  a  donde  va,  bien 
amarrado". 

La  víspera  de  la  salida  del  transporte  en  que  debía  con- 
tinuar su  viaje  ese  dechado  de  virtudes  y  cuando  menas 
esperaba  yo  que  algo  siquiera  viniese  a  interrumpir  la  in- 
sulsa monotonía  de  mi  despacho  diario,  precedida  de  algunos 
destemplados  alaridos,  entró  precipitada  en  mi  sala  de  tra- 
bajo una  mujer  del  pueblo,  que  con  voz  convulsa  y  dolorida 
me  dijo  llorando:  "¡Señor,  el  teniente  Cambiaso,  aprovechan- 
do una  ausencia  de  mi  casa,  me  ha  robado  a  mí  única  hija 
y  la  tiene  escondida  a  bordo,  junto  con  mis  baulitos  de  ro- 

Recuerdo. — 12 


352-  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

pa  y  con  cuantas  pobrezas  tenía  economizadas  para  mi  sus- 
tento". 

Tranquilizada  aquella  infeliz,  ocho  horas  después  de  bien 
cerciorado  de  lo  que  pasaba,  había  sido  traída  al  nido  ma- 
terno la  inocente  paloma  que  había  pensado  alzar  el  vuelo 
hacia  las  regiones  australes,  y  el  seductor  esperaba  con  una 
barra  de  grillos  en  la  fortaleza  de  Niebla  la  iniciación  de  la 
causa  que  mandé  que  se  le  formase. 

Cambiaso.  viendo  lo  que  se  le  esperaba,  ocurrió  invocan- 
do el  fuero  militar,  al  Comandante  General  de  Armas,  al 
pundonoroso  y  confiado  coronel  don  Benjamín  Viel,  que  des- 
empeñaba a  la  sazón  ese  destino,  y  desde  entonces  mi  pro- 
pósito quedó  frustrado. 

Para  qué  referir  las  discusiones  verbales  de  competencia 
a  que  dio  lugar  este  incidente  entre  Viel  y  yo,  discusiones 
que  hasta  con  gusto  referiría  por  su  originalidad,  si  el  haber 
salido  yo  mal  en  ellas  no  hubiera  motivado  la  catástrofe  de 
Magallanes.  Recuerdo,  entre  otras  cosas,  que  Viel  me  dijo 
para  determinarme  a  silenciar  lo  que  ocurría,  después  de 
hacerme  ver  que  mis  deberes  de  simple-  Intendente  debían 
detenerse  en  el  punto  en  que  el  asunto  estaba,  que  la  pala- 
bra rapto  era  una  arma  de  dos  filos,  "y  si  no,  agregó  sonrién- 
dose,  dime,  buen  Vicente:  cuando  hay  rapto,  ¿quién  es  el 
robador  y  quién  es  el  robado?  ¿Es  el  hombre  el  que  se  roba 
a  la  mujer,  o  es  la  mujer  la  que  se  roba  al  hombre?" 

Cambiaso  se  descartó  del  robo  atribuyendo  el  hecho  a  su 
querida,  y  del  rapto,  ¡cargándolo  en  cuenta  a  la  juventud! 
Ese  perdido,  merced  a  Viel,  siguió  su  viaje,  y  fué  el  que  en- 
cabezando el  motín  del  cuartel  en  el  que  corrieron  parejas 
el  licor  y  la  sangre,  asesinó  al  bizarro  y  valiente  comandante 
don  Benjamín  Muñoz  Gamero,  que  era  una  de  las  más  puras 
esperanzas  de  nuestra  marina  de  guerra.  Viel,  al  recibir  la 
noticia  de  esta  catástrofe,  lleno  de  despecho  y  de  amargura, 
porque  tenía  a  Muñoz  Gamero  el  cariño  de  padre,  se  lanzó 
precipitado  en  busca  mía,  y  con  lágrimas,  echándome  los  bra- 
zos, me  dijo:  "¡Yo  no  más  tengo  la  culpa  de  esta  desgracia! 
¡Yo  debí  haber  hecho  escupir  sangre  a  ese  malvado  antes 
de  dejarle  continuar  su  viaje!" 


CAPITULO  XXI 

Viajes  al  interior  de  la  provincia. —  Laguna  de  Llanquihue.-*- 
Incendio  de  las  selvas  de  Chanchán. —  Mi  naufragio  en 
la  laguna. —  Peligroso  descrédito  de  la  colonización  en 
Chile. —  Cómo  se  salió  de  tan  duro  trance. —  Exploracio- 
nes de  los  canales  de  Chacao  y  seno  de  Reloncavi. —  El 
Callenel. 

Salir  cuanto  antes  de  la  situación  indecisa  en  que  me  en- 
contraba, era  de  todo  punto  necesario,  pues,  vista  la  acti- 
tud de  los  detentadores  de  terrenos,  aún  estaba  por  resol- 
verse el  problema  de  si  podría  ser  Valdivia  el  primer  asiento 
de  las  colonias  en  Chile. 

Instalados  los  recién  llegados  inmigrantes  en  las  casa- 
matas del  antiguo  castillo  del  Corral,  repartidos  entre  algu- 
nos de  ellos  los  malísimos  terrenos  de  Cutipai  y  tal  cual  otra 
aislada  orilla  del  río  de  Valdivia,  orillas  que  por  lo  inútiles 
nadie  disputaba  y  que  yo  cuidé  de  adjudicar  sin  precio  al- 
guno, para  que  los  inmigrados  esperasen  con  menos  desagra- 
do la  venida  de  aquellos  terrenos  que,  según  noticias,  debían 
salirles  al  encuentro,  marché  sin  más  esperar,  para  el  inte- 
rior. 

La  caravana  era  puramente  exploradora.  Ni  yo  ni  los 
hijos  del  norte  sabíamos  a  punto  fijo  lo  que  era  entonces  la 
dichosa  provincia  de  Valdivia,  salvo  la  vulgar  creencia  de 
que  era  grande,  en  extremo  despoblada  y  que  llovía  en  ella 
370  días  de  los  365  de  que  consta  el  año;  y  tanto  era  así,  que 
en  los  momentos  de  emprender  el  viaje  acababa  de  recibir 
del  señor  Ministro  don  Jerónimo  Urmeneta,  un  oficio  en  el 
que  me  decía  que  habiendo  sabido  con  sentimiento  que  en 
la  provincia  no  se  daba  el  trigo,  creía  llegado  el  caso  de  de- 
cirme que  le  parecía  conveniente  comenzar  a  tomar  medi- 
das prudenciales  para  la  traslación  de  los  inmigrados  al  te- 
rritorio, de  Arauco.     . 

Acompañábame  en  la  expedición  el  modesto  y  muy  en- 
tendido ingeniero  don  Guillermo  Frick,  alemán  y  antiguo  ve- 
cino de  Valdivia  y  comisionado  por  el  Gobierno  para  la  ave- 


354  VICENTE     PÉREZ    ROSALES 


riguación  de  los  terrenos  fiscales  ele  la   provincia,  y  a  más, 
dos   de   los   inmigrados   recién    llegados. 

Salimos  embarcados  del  pueblo  de  Valdivia,  por  ser  la 
Via  fluvial  el  único  camino  que  entonces  conducta  a  Futa, 
especie  de  estación  donde  deja  de  ser  perfectamente  navega- 
ble el  rio  de  este  nombre,  que  es  uno  de  los  tributarios  del 
Valdivia.  Maravillan,  en  este  corto  trayecto,  las  tranquilas  y 
transparentes  aguas  del  rio;  la  exuberante  vegetación,  que 
nace  desde  las  mismas  aguas,  sin  dejar  una  sola  pulgada  de 
playa  donde  sentar  pie;  la  sombra  de  los  árboles  colosales  que 
se  inclinan  sobre  el  río,  cubiertos  de  cenefas  de  copihues  que 
se  balancean  sobre  las  embarcaciones,  y  los  muchos  manza- 
nares silvestres  que  a  cada  paso,  bien  que  cubiertos  de  lam- 
pazos parece  que  disputaran  a  los  bosques  su  lozanía. 

En  Futa  ya,  montamos  a  caballo  para  bregar  con  los  ca- 
minos, o  mejor  dicho,  con  las  sendas  más  tortuosas  y  llenas 
de  sartenejas  que  es  posible  imaginar,  y  siempre  a  la  sombra 
de  la  tupidísima  selva  que  separa  el  valle  de  la  costa  del 
central.  A  poco  andar  nos  encontramos  con  una  importan- 
tísima barranca  en  cujio  abierto  centro  estaba  a  la  vista  un 
poderoso  lecho  de  carbón  de  piedra  que,  según  me  dijo, 
no  se  explotaba  por  falta  de  brazos  y  de  caminos,  dificulta- 
des que  en  mi  concepto  hubiera  sido  muy  fácil  vencer. 

El  primer  aspecto  de  Valdivia  revela  muy  poco  a  los  ojos 
del  recién  llegado  cuan  hermosos  e  importantes  son  sus  cam- 
pos del  interior  para  la  agricultura  y  para  las  artes.  Los  bos- 
ques intransitables  que  ocupan  las  dos  terceras  partes  de 
aquel  territorio  sólo  ostentan  su  maravillosa  lozanía  en  la 
costa  y  en  la  base  de  los  Andes.  El  centro  que  media  entre  una 
y  otra  de  estas  dos  sombrías  zonas,  confín  austral  del  valle 
del  centro,  que  partiendo  del  pie  del  contrafuerte  de  Chaca- 
buco,  se  extiende,  sin  interrupción,  hasta  las  aguas  de  Cha- 
cao,  ofrece  en  Valdivia,  per  todas  partes,  terrenos  limpios 
sometidos  a  la  benéfica  influencia  de  los  rayos  directos  del 
sol.  En  Osorno  se  producen,  a  excepción  de  la  vid,  todos  los 
frutos  de  los  países  templados;  y  si  el  trigo  no  se  exportaba 
entonces,  como  ya  se  ha  dicho,  era  porque  hacía  más  cuen- 
ta llevarle  por  mar  de  Valparaíso  al  Corral,  que  de  Osorno  y 
de  la  Unión  ai  mismo  puerto:  tal  era  el  perverso  estado  de  sus 
caminos. 

Salidos  de  la  espesura  y  de  los  bosques  de  la  costa,  pudi- 
mos galopar  en  las  preciosas  y  despejadas  planicies  del  valle 
central  hasta  llegar  a  la  pequeña  aldea  de  la  Unión,  conde- 
corada entonces  con  el  título  de  cabecera  de  departamento. 

Era    entonces   Gobernador   de   aquel   aduar   don   Eusebio 


RECUERDOS     DEL     PASADO  -355 


RÍOS,  excelente  y  activo  campesino  para  quien,  mandando 
la  autoridad,  no  había  imposibles.  Oyó  mis  quejas  de  cómo 
se  portaban  en  Valdivia  con  los  recién  llegados,  y  al  momen- 
to nos  sobraron  terrenos  de  que  poder  disponer  en  su  depar- 
tamento, aunque,  por  desgracia,  el  estado  de  los  caminos  no 
me  permitió  utilizarlos. 

Dejé  en  la  Unión,  recomendados  a  Ríos,  a  los  dos  alemanes 
recien  llegados  y  proseguí  mi  marcha  para  Osorno.  No  tar- 
damos en  encontrarnos  con  la  para  Chile  impotente  vía  flu- 
vial que  lleva  el  nombre  de  Trumag.  El  influjo  de  las  mareas 
en  esa  hermosa  ría  se  hace  sentir  muy  tierra  adentro  en  el 
valle  central,  bien  que  no  mezcla  las  aguas  marítimas  con 
las  del  río  en  esos  puntos;  pero  como  las  contiene,  las  hin- 
cha a  tal  extremo  que  las  embarcaciones  suelen  pasar  por 
sobre  las  copas  de  los  árboles  sumergidos  en  las  épocas  zi- 
zigiales. 

Llegado  a  Osorno,  este  pueblo  de  tradiciones  y  digno  de 
estudio  no  llamó  en  manera  alguna  mi  atención,  pues  ocu- 
pada por  completo  mi  imaginación  en  adquirir  terrenos  fis- 
cales para  salvar  los  compromisos  del  Gobierno,  y  con  la 
salvación  de  ellos  a  la  misma  inmigración,  sólo  dediqué  los 
días  que  allí  estuve  en  aprovechar  la  feliz  circunstancia  de 
que  aún  no  había  tomado  cuerpo  en  esos  lugares  la  idea  de 
disputar  al  Estado  sus  terrenos,  para  hacerme  de  cuantos 
pude. 

Pero  esto  no  pudo  bastarme,  porque  los  terrenos  adqui- 
ridos carecían  de  aquella  unidad  indispensable  para  un  es- 
tablecimiento colonial  de  alguna  importancia.  Era  necesario, 
además,  para  utilizarlos,  abrir  caminos,  y  su  extensión  no  los 
hacía  merecedores  de  esa  costosa  mejora. 

Informes  maduramente  recogidos  me  convencieron  de  que 
sólo  podía  encontrar  lo  que  deseaba,  en  el  corazón  mismo  de 
la  inmensa  y  virgen  selva  que,  extendiéndose  desde  Raneo, 
cubría  la  extensa  base  de  los  Andes  hasta  sumir  sus  raíces 
en  las  salobres  aguas  del  seno  de  Reloncaví. 

De  esa  sombría  región,  sólo  los  indios  podían  dar  tal 
cual  cabal  noticia,  por  ser  de  todo  punto  imposible  penetrar 
en  ella  sino  a  pie  y  abriendo,  a  fuerza  de  machete  por  entre 
esas  enramadas,  angostísimas  veredas,  que  la  fuerza  de  la 
vegetación  y  la  caída  de  los  ganchos  no  tardaban  en  borrar. 

Impuesto  de  que  a  poco  caminar  hacia  el  SE.  de  Osorno 
debía  encontrarme  con  la  zona  occidental  de  esa  selva,  cuyo 
centro  ocupaba  la  laguna  de  Llanquihue  a  pesar  de  cuanto 
hizo  el  Gobernador  para  disuadirme  del  propósito  que  con- 
cebí de  penetrar  en  ella,  salí  para  ese  temido  lugar  acompa- 
ñado con  el  señor  Frick  y  con  dos  indios  prácticos. 


356  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Alojamos  en  un  lugar  que  llamaban  El  Burro,  y  al  día 
siguiente,  con  la  madrugada,  penetramos  con  más  resolución 
que  fuerza  física,  en  aquella  ceja  de  cinco  leguas  de  ancho, 
de  un  bosque  tan  espeso,  que  ni  las  cartas  podían  leerse  a 
su  sombra.  Las  raices  entrelazadas,  los  matorrales  espinosos, 
los  quilantales  unidos  a  los  troncos  con  poderosísimas  lardi- 
zabáleas,  y  el  piso  fangoso  y  lleno  de  charcos  sobre  los  que 
formaban  techos  hojas  podridas  que  a  cada  paso  nos  hundían, 
opusieron  a  nuestra  marcha  a  pie  la  más  seria  resistencia; 
pero  al  fin  llegamos,  bien  que  molidos  y  casi  arrepentidos 
de  nuestro  jactancioso  arrojo,  al  lugar  de  nuestro  destino, 
al  cabo  de  siete  horas  de  la  más  endiablada  brega. 

Pero  todo  aquel  malestar,  todo  el  cansancio  se  tornó  en 
entusiasmo  y  alegría  cuando,  saliendo  de  repente  del  obscu- 
ro recinto  de  la  selva,  se  presentó  a  nuestra  vista,  sin  transi- 
ción ninguna,  el  más  espléndido  panorama. 

Fué  aquello  como  alzar  un  telón  de  teatro  que  trans- 
forma en  el  cielo  una  decoración  de  calabozo. 

Encontrábame  como  por  encanto  en  la  margen  occiden- 
tal del  gran  lago  de  Llanquihue  que,  semejante  a  un  mar, 
ocultaba  en  las  brumas  del  norte  y  del  sur,  el  término  de 
las  limpias  aguas  que  tranquilas  entonces,  parecía  que  reto- 
zaban a  mis  pies,  por  entre  las  raíces  de  los  robustos  árboles 
que  orlaban  la  playa  donde  nos  detuvimos.  La  pura  atmós- 
fera del  oriente  hacía  resaltar  con  el  azul  del  cielo  los  más 
delicados  perfiles  de  las  últimas  nieves  que  coronaban  las 
alturas  de  Pullehue,  de  Osorno  y  de  Calbuco,  conos  volcáni- 
cos que  alzándose  al  poniente  del  Tronador,  de  donde  se  des- 
prenden, parecía  que  alineados  se  miraban  en  las  aguas  del 
lago. 

El  gran  fango  de  humus  vegetal  que  tenía  todo  el  terre- 
no que  acababa  de  recorrer,  aunque  en  muchas  partes  pare- 
cía aquello  una  marisma,  descubría,  tan  sin  esfuerzo,  cuánto 
partido  podría  sacar  de  esos  lugares  la  industria  agrícola, 
que,  a  pesar  del  cansancio  y  la  carencia  de  provisiones,  re- 
solví no  regresar  antes  de  explorar,  siquiera  durante  un  par 
de  días  más,  tan  interesantes  campos. 

Acompañábame  un  tal  Juanillo  o  Pichi-Juan,  indígena 
borrachón,  tan  conocido  como  práctico  de  las  más  ocultas 
sendas  de  los  bosques  y  genealogista,  además,  para  atesti- 
guar a  quién  de  sus  antepasados  pertenecían  los  terrenos 
que  solían  adquirir  a  hurto  los  valdivianos. 

Aseguróme  Pichi-Juan  que  no  nos  moriríamos  de  ham- 
bre, y  en  cuanto  no  más  concluyó  de  formarme  con  su  ma- 
chete una  cómoda  enramada,  hizo  fuego  y  se  alejó  para  vol- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  357 

ver  un  cuarto  de  hora  después  con  gran  cantidad  de  ave- 
llanas y  cinco  panales  de  riquísima  miel  que  habia  sacado 
de  las  oquedades  de  los  árboles.  El  suelo  de  los  contornos 
del  lago  se  encontraba,  textualmente  hablando,  empedrado 
con  avellanas,  y  la  miel  en  todas  partes. 

El  grande  abejarrón  chileno  que  vemos  con  tanta  fre- 
cuencia zumbando  por  entre  las  flores  de  nuestros  jardines, 
no  fabrica  cera  como  la  abeja  europea.  La  miel  que  acopia 
es  transparente  y  líquida,  y  las  vasijas  en  que  la  deposita 
son  alvéolos  regulares  simétricamente  colocados,  hechos  de 
fibras  vegetales  tan  estrechamente  unidas,  que  no  dejan  es- 
capar ni  un  átomo  de  la  miel  que  se  deposita  en  ellos.  Este 
interesante  insecto  que  tal  vez  el  arte  y  el  tiempo  logren  do- 
mesticar, defiende,  como  el  europeo,  su  propiedad,  y  cuando 
no  la  puede  rescatar  con  la  violencia  de  sus  lancetazos,  lo 
hace  con  la  astucia.  Había  yo  dejado  dos  panales  llenos  de 
miel  cerca  del  lugar  donde  rendido  por  el  cansancio  me  sor- 
prendió el  sueño,  y  ai  despertar  no  encontré  en  ellos  ni  una 
sola  gota  de  miel;  el  tejido  cañamoso  de  los  panales  conser- 
vaba el  más  grato  olor  a  flores.  Para  averiguar  si  contenía 
cera,  le  hice  hervir  al  fuego  en  una  escudilla  de  lata,  y  como 
del  hervor  no  resultase  ni  vestigios  de  ella,  para  poder  exa- 
minarlo con  m.ás  detención,  después  de  estrujarle,  le  guardé 
bajo  un  sobre  de  carta  en  el  bolsillo  de  mi  paleto. 

Recuerdo  que  abriendo  dos  años  después  un  baúl  donde 
yo  colocaba  la  ropa  inválida,  me  sorprendió  el  olor  a  flores 
que  de  él  salía,  y  que,  procurando  averiguar  la  causa  de  tan 
singular  fenómeno,  ese  olor  provenía  de  los  panales  olvida- 
dos, siendo  de  notar,  a  más,  que  no  se  encontraba  en  la  ropa 
de  paño  ni  un  solo  rastro  de  polilla. 

Como  no  podíamos  recorrer  ni  aun  el  trecho  de  cien  me- 
tros por  la  orilla  de  la  laguna,  a  causa  de  algunos  ribazos  y,- 
sobre  todo,  del  bosque,  que  en  los  bajos  fondos  se  adelanta- 
ba mucho  aguas  adentro,  hicimos  con  un  tronco  carcomido 
una  canoa,  y  sin  más  que  vaciarle  y  tapar  con  champas  sus 
dos  abiertos  extremos  provistos  de  cascarones  de  árboles  por 
remos,  nos  metimos  al  día  siguiente  don  Guillermo  Frick  y 
yo  en  el  tal  bajel,  y  llenos  de  contento  emprendimos  la  ta- 
rea de  salvar  per  agua  el  gran  ribazo  que  se  oponía  a  nues- 
tras exploraciones. 

Todo  favoreció,  al  principio,  esta  singular  calaverada. 

Radiaba  con  todo  su  esplendor  el  sol  de  la  mañana,  ni  la 
más  leve  brisa  perturbaba  la  luna  del  verdadero  espejo  sobre 
que  navegábamos,  así  es  que,  salvo  el  cansancio  que  nos  dio 
el  hacer  andar  con  tan  buenos  remos  nuestro  huecú  tronco. 


358  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

doblamos  sin  novedad,  al  cabo  de  dos  horas,  la  puntilla  que, 
impidiéndonos  el  paso,  nos  ocultaba  el  más  pintoresco  ¡y 
agreste  puerto  de  aquel  pequeño  mar  Mediterráneo.  La  hon- 
dura de  sus  aguas  nos  pareció,  porque  no  llevábamos  más 
sondaleza  que  los  astillones  que  nos  servían  de  remos,  ca- 
paz para  embarcaciones  de  algún  calado,  y  la  configuración 
de  sus  boscosas  costas,  propias  a  defender  el  ancladero  con- 
tra la  acción  de  los  vientos  cardinales  del  compás;  pero  sus 
playas  estrechadas  contra  el  agua  por  lo  tupido  del  bosque, 
no  tardaron  en  convencerme  de  que  teda  exploración  orillando 
la  laguna  por  tierra  sería  por  entonces  excusada.  Ocúpa- 
menos, pues,  de  hacer  una  gran  provisión  de  huevos  de  aves 
acuáticas  que  encontramos  entre  las  espadañas  de  algunas 
islitas  que  adornaban  las  aguas  del  puerto,  y  al  entrarse  el 
sol  salimos  en  demanda  de  nuestro  alojamiento.  Pero  todo 
lo  que  era  paz  y  calma  dentro  del  puerto,  era  guerra  y  tor- 
menta fuera  de  él.  La  ola  que  levanta  el  viento  en  la  laguna 
es  siempre  peligrosa;  mas,  como  cuando  nosotros  vinimos  a 
conocer  la  imprudencia  que  cometimos  al  abandonar  el  puer- 
to ya  era  imposible  tornar  a  él.  fué,  pues,  preciso  resignar- 
nos a  esperar  de  la  merced  del  viento  y  del  acaso  lo  que  no 
nos  era  ya  dado  esperar  de  nuestros  inútiles  esfuerzos.  Allí 
nos  sorprendió  la  noche,  obscura  com.o  nunca.  Empapados 
con  las  olas,  achicando  el  agua  con  los  sombreros,  y  cuidando 
con  la  mayor  ansiedad  no  se  destapase  alguno  de  los  dos 
extremos  del  tronco  cuya  conservación  a  flote  era  nuestra 
única  esperanza,  ya  la  perdíamos  del  todo,  cuando  en  me- 
dio de  una  reventazón,  cuyo  estruendo  no  comprendimos, 
una  ola,  volcando  el  malhadado  tronco,  se  lanzó  con  sus  mal 
andantes  pasajeros  sobre  los  pedrones  de  una  playa. 

Cruel  noche  nos  esperó,  por  cierto.  Mojados  como  está- 
bamos, sin  fuego  y  sin  abrigo,  porque  nos  encontrábamos  en- 
tre un  ribazo  y  el  agua,  recibiendo  directamente  el  aire  que 
nos  venía  de  la  cordillera,  y  sin  m.ás  camas  que  hojas  de 
nalca  colocadas  sobre  el  puntiagudo  ripio  de  la  playa,  pasa- 
mos aquella  noche  de  recuerdos. 

La  hoja  de  nalca,  o  pangui,  como  la  llaman  en  el  norte, 
excede  en  tamaño  los  límites  de  la  ponderación  en  Llanqui- 
hue.  Las  hojas  que  desprendimos  de  una  nalca  que  se  alzaba 
al  pie  del  ribazo  de  los  náufragos,  fueron  medidas  por  el  in- 
geniero Frick  a  mi  vista.  Sólo  los  brazos  podían,  es  cierto, 
servirnos  de  vara  en  nuestro  alojamiento,  y  una  de  las  hojas 
midió  tres  varas  y  cerca  de  cuarta  de  diámetro;  lo  cual  re- 
ferido por  mí  después,  no  atreviéndose  a  decirme  que  mentía, 
el  bueno  de  mi  interlocutor  improvisó  la  palabra  poesía. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  359 

,  Con  la  extraordinaria  dimensión  de  algunos  troncos  su- 
cede otro  tanto  y  los  que  deseen  ver  poesía  no  tienen  más 
que  alejarse  un  poco  de  Puerto  Montt  por  el  camino  del  Arra- 
yán, y  verán  sobre  el  corte  transversal  de  un  alerce  colocado 
en  alto,  el  más  poético  jardín. 

Al  venir  el  día  supimos  por  un  indio  que  nos  buscaba, 
que  no  distábamos  mucho  de  nuestro  primer  alojamiento,  y 
curados  del  prurito  de  los  descubrimientos  pero  llenas  las 
cabezas  de  proyectos,  tornamos  a  movernos  hasta  llegar  a 
El  Burro  y  de  alli  a  Osorno. 

En  mi  tránsito  ofrecí  a  Pichi-Juan  treinta  pagas,  que 
eran  entonces  treinta  pesos  fuertes,  por  que  incendiase  los 
bosques  que  mediaban  entre  Chanchán  y  la  cordillera,  y  me 
volví  a  Valdivia  a  calmar  el  descontento  que  ya  comenzaba 
a  apoderarse  de  los  inm.igrados,  los  cuales  no  sabían  qué 
hacer  de  sus  personas  en  el  provisorio  alojamiento  donde, 
por  falta  de  terrenos,  les  había  yo  dejado. 

Mi  llegada  produjo  el  inmediato  repartimiento  de  los 
terrenos  baldíos  de  Osorno  y  de  la  Unión,  lo  cual  llenó  a  to- 
dos de  contento.  Vi  también  con  gusto  que  muchos  de  los 
más  acaudalados  inmigrados  habían  comprado  sitios  y  es- 
tancias en  las  cercanías  de  Valdivia,  y  que,  animados  con 
mis  informes,  se  disponían  a  hacer  otro  tanto  en  el  interior, 
confiados  en  que  pronto  se  abrirían  los  caminos  que,  a  nom- 
bre del  Gobierno,  les  tenía  yo  ofrecidos. 

Valdivia  es  una  de  las  regiones  de  Chile  donde  con  más 
frecuencia  llueve,  sin  que  por  esto  caiga  allí  más  agua  que 
la  que  cae  en  Colchagua;  por  esta  razón  se  nota  en  aquella 
provincia  el  singular  fenómeno  de  verse  siempre  el  sol,  aun- 
que por  pocos  instantes,  en  todos  los  días  del  año,  aunque 
fuere  en  pleno  invierno.  Esta  singularidad  ofrece  a  cada 
rato  al  pintor  paisajista  y  al  observador  de  las  bellezas  de 
la  naturaleza,  contrastes  de  increíbles  efectos  de  luz  y  de' 
sombra.  Kay  ocasiones  que  diluvia  en  la  mitad  de  un  árbol, 
al  mismo  tiempo  que  en  la  otra  mitad  se  ve  radiante  el  sol. 

Hacía  ya  tres  meses  que  el  disco  de  este  astro,  siempre 
puro  allí  cuando  se  deja  ver,  aparecía  empañado.  Pichi-Juan 
había  dado,  desde  entonces,  principio  a  la  tarea  de  incen- 
diar las  selvas  que  ocupaban  gran  parte  del  valle  central  al 
SE.  de  Osorno.  El  fuego  que  prendió  en  varios  puntos  del 
bosque  al  mismo  tiempo  el  incansable  Pichi-Juan,  tomó  cuer- 
po con  tan  inesperada  rapidez,  que  el  pobre  indio,  sitiado 
por  las  llamas,  sólo  debió  su  salvación  al  asilo  que  encontró 
en  un  carcomido  coigüe,  en  cuyas  raíces  húmedas  y  deshe- 
chas pudo  cavar  una  peligrosa  fosa.  Esa  espantable  hoguera, 


I 

360  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

cuyos  fuegos  no  pudieron  contener  ni  la  verdura  de  los  árbo- 
les ni  sus  siempre  sombrías  y  empapadas  bases,  ni  las  llu- 
vias torrentosas  y  casi  diarias  que  caían  sobre  ella,  había 
prolongado  durante  tres  meses  su  devastadora  tarea,  y  el  hu- 
mo que  despedía,  empujado  por  los  vientos  del  sur,  era  la 
causa  del  sol  empañado  al  cual  durante  la  mayor  parte  de 
€36  tiempo  se  pudo  mirar  en  Valdivia  con  la  vista  desnuda. 

Tan  pronto  como  cesó  de  arder  aquella  hoguera,  fué 
preciso  emprender  otra  y  más  detenida  exploración  por  los 
lugares  que  había  franqueado  el  fuego  en  el  departamento 
de  Osorno.  Recorrí,  pues,  en  ellos  con  encanto  todos  los  te- 
rrenos que  yacen  al  norte  de  la  laguna  de  Llanquíhue.  La 
anchura  medía  de  los  campos  incendiados  podíase  calcular 
en  cinco  leguas,  y  su  fondo  en  quince.  Todo  el  territorio 
incendiado  era  plano  y  de  la  mejor  calidad.  El  fuego,  que 
continuó  por  largo  tiempo  la  devastación  de  aquellas  in- 
transitables espesuras,  había  respetado  caprichosamente  al- 
gunos luquetes  del  bosque,  que  parecía  que  la  mano  divina 
hubiese  intencionalmente  reservado  para  que  el  colono  tu- 
viese, a  más  del  suelo  limpio  y  despejado,  la  madera  nece- 
saria para  los  trabajos  y  para  las  necesidades  de  la  vida. 

Puesto  en  aquel  lugar,  intenté  penetrar  hasta  la  laguna, 
y  no  pudiéndolo  verificar  por  el  norte,  por  lo  enmarañado 
del  bosque  que  me  separaba  de  ella,  procuré  hacerlo  por  las 
inmediaciones  del  MauUín. 

La  disposición  en  que  se  encontraban  los  terrenos  que 
rodeaban  la  laguna  podíase  considerar  como  compuesta  de 
tres  fajas  concéntricas,  perfectamente  demarcadas  por  su 
naturaleza.  La  exterior,  que  tendría  cinco  leguas  de  fondo 
en  la  línea  de  su  radio,  era  inferior  en  calidad  a  las  otras  dos;' 
su  suelo  quebrado,  pedregoso  y  en  ocasiones  de  muy  poco 
«fondo,  apoyado  sobre  un  extenso  lecho  de  cancahue,  estaba 
cubierto  de  extensas  selvas  y  de  tan  tupidos  quilantales,  que 
sólo  podía  transitarse  en  él  a  pie  y  abriendo  a  machete  una 
estrecha  bóveda  que  apenas  dejaba  percibir  la  luz.  La  natu- 
raleza de  este  terreno  mejora  visiblemente  a  medida  que 
se  acerca  a  la  laguna;  su  vegetación  era  más  frondosa,  y  sus 
pastos  más  suculentos.  La  intermedia  que  aquí  llaman  Ñadi, 
es  una  vega  hermosísima  despejada  de  árboles  y  cubierta 
del  colihue  enano,  de  coirón  y  de  otras  gramas  preciosas  para 
forraje,  que  pueden  dar  a  los  ganados  una  prolongada  pri- 
mavera. Puede  tener  como  una  legua  de  ancho,  y  en  su 
curso,  alrededor  de  la  laguna,  la  interceptan  varias  alturas 
cubiertas  de  bosques.  Su  terreno,  arcilloso  en  los  claros,  es 
de  excelente  calidad  en  las  alturas.  Estos  bajos,  como  todos 


RECUERDOS    DEL    PASADO  361 


los  del  país,  aparentísimos  para  los  ganados  en  verano,  no 
lo  eran  tanto  entonces  para  la  agricultura,  por  carecer  de 
salida  las  aguas  en  el  invierno;  pero  este  mal  era.  como  se 
vio  después,  junto  con  la  presencia  de  los  pobladores,  de  fácil 
remedio.  Tras  esta  vega  siguen  las  alturas  planas  y  feraces 
aue.  en  una  faja  de  tres  leguas  de  ancho,  forman  el  ámbito 
de  las  aguas. 

Suponiendo,  pues,  que  éste  sea.  como  generalmente  se 
asegura,  de  30  leguas,  y  la  anchura  media  de  la  faja  de  te- 
rrenos fiscales  que  le  rodea  de  5,  podía  decirse  que  el  Estado 
poseía  entonces  en  estos  terrenos  de  circunvalación,  y  en 
los  despejados  por  el  incendio,  más  de  200  leguas  de  campos 
planos  vírgenes  y  arables,  que  poder  repartir  entre  los  in- 
migrados. 

Excuso  enumerar  las  ventajas  que  ofrecía  al  agricultor 
aquella  pampa  cubierta  de  cenizas,  sobre  cuyas  plomizas  lla- 
nuras se  alzaba  aún  tal  cual  gigante  de  la  vegetación  carbo- 
nizada y  casi  devorado  por  las  llamas.  Servíanle  de  lími- 
tes al  norte,  selvas  vírgenes  de  empinados  robles;  gruesas 
lumas,  corpulentos  laureles  y  tupidísimos  quilantales,  le  ce- 
rraban por  el  lado  del  poniente:  y  los  cipreses  y  los  alerces, 
colosos  de  la  vegetación  austral,  sólo  esperaban  en  el  sur  la 
mano  del  hombre  para  retribuir  con  riquezas  sus  esfuerzos. 
Y  como  no  siempre  la  alta  vegetación  es  incuestionable  prue- 
ba de  la  bondad  del  suelo  que  la  sustenta,  para  patentizar  esa 
bondad,  parece  que  la  naturaleza  se  hubiese  esmerado  en  con- 
vertir en  gigantes,  allí,  las  plantas  que  se  distinguen  por  su 
pequenez  en  el  norte. 

El  nilhue,  que  sube  a  la  altura  de  un  hombre  a  caballo, 
ostenta  un  tallo  tierno  y  jugoso,  de  dos  pulgadas  de  diáme- 
tro; el  arrayán,  ese  arbusto  mimado  de  nuestros  jardines, 
compite  allí  en  altura  con  los  más  empinados  pellines,  y  de 
su  tronco  pueden  sacarse  tablones  hasta  de  una  vara  de  an- 
cho. He  medido  con  el  señor  Guillermo  Frick.  a  orillas  de  las 
pintorescas  cascadas  que  caen  a  la  laguna,  como  ya  lo  he  di- 
cho, hojas  de  pangui  de  diez  varas  de  circunferencia. 

Pero  de  nada  podría  servir,  por  de  pronto,  aquella  fuen- 
te de  riquezas  entregadas  a  su  soledad  y  apartamiento,  si  un 
camino  cómodo  y  de  barato  trayecto  no  la  ponía  en  inmedia- 
to contacto  con  un  puerto  que  brindase  seguridades  a  los  na- 
vieros; porque  una  colonia,  y  esta  verdad  es  preciso  no  i>er- 
derla  jamás  de  vista,  no  puede  progresar  sino  de  fuera  para 
adentro.  Internar  de  un  repente  al  inmigrado  al  fondo  de 
un  desierto,  por  rico  y  feraz  que  este  fuere,  sin  previa  y  cos- 
tosas disposiciones  para  precaver  los  funestos  efectos  del  ais- 


382  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

lamiento,  es  tirarle  a  matar,  o  por  lo  menos  a  esterilizar  su 
a-ctiva  abnegación. 

El  inmigrado  debe  sentar,  desde  luego,  su  primera  resi^ 
dencia  en  un  puerto  del  desierto  que  debe  poblar,  y  no  mover 
un  pie  hacia  adelante  sin  dejar  el  de  atrás  perfectamente 
asegurado. 

Persiguiendo  la  realización  de  esta  idea,  repetí,  a  pesar 
de  la  inclemencia  de  la  estación,  mis  viajes  a  los  lugares  in- 
cendiados, tomé  algunas  alturas  y  marcaciones  relacionadas 
con  el  mapa  de  Moraleda,  único  de  que  pude  entonces  dispo- 
ner, porque  los  de  King  y  Fitz  Roy  eran  sólo  costaneros,  y 
adquirí  la  grata  presunción  de  que  por  lo  menos  el  mar,  si  no 
un  buen  puerto,  debía  distar  muy  poco  de  la  parte  austral 
de  la  laguna,  cuyos  contornos  se  prestaban  tanto  a  fundar  en 
ellos  la  base  de  la  colonia,  sueño  dorado  del  malogrado  Phi- 
lippi,  y  que  en  esos  momentos  lo  era  también  del  Gobierno. 

Mas,  como  simples  presunciones  sólo  indican  y  no  acon- 
sejan, resolví,  antes  de  participarlas  al  Gobierno,  proseguir  en 
mí  durísima  tarea  de  adivinanzas  más  o  menos  antojadizas, 
mientras  no  dispusiese  otra  cosa  el  estado  de  mi  salud;  y  co- 
mo los  bosques  parecían  colocados  allí  mismo  donde  más  se 
necesitaban  lugares  despejados  para  establecer  en  ellos  bases 
y  demarcaciones,  resolví  buscarlas  en  el  norte  de  la  laguna; 
y  como  ni  allí  las  encontrase,  fué  preciso  emprender  fragosí- 
simos repechos  por  la  falda  occidental  de  la  cordillera,  que 
parecía  elevarse  desde  las  aguas  de  aquel  pequeño  mar  me- 
diterráneo, para  poder  apreciar,  por  lo  menos  a  vuelo  de  pá- 
jaro, ya  la  forma  gráfica  de  los  terrenos  incendiados,  ya  la 
forma  y  situación  de  la  laguna,  relacionada  con  puntos  acce- 
sibles. Mandé,  pues,  construir,  a  orillas  de  ésta  una  embar- 
cación, y  mientras  se  trabajaba  en  ella,  me  dirigí  con  dos  com^ 
pañeros  al  simétrico  cono  del  volcán  de  Osorno,  cuya  ascensión 
emprendí  con  no  menos  fatiga  que  resolución. 

Si  los  viajes  en  regiones  inexploradas  tienen  sus  tormen- 
tos, tampoco  faltan  en  ellos  sus  encantos.  Propicio  si  cielo, 
se  manifestó  entonces  despejado  de  sus  frecuentes  y  lluvio- 
sas nubes,  así  fué  que  al  llegar  al  segundo  descanso  de  mi 
molesta  ascensión,  libre  la  vista  para  explorar  con  elia  el  ho- 
rizonte, nada  he  encontrado  en  ninguno  de  mis  viajes  que  me 
haya  causado  más  contrarias  impresiones  que  las  que  expe- 
rimenté en  esta  ocasión.  Parecíame  que  el  valle  central  de  la 
República  en  aquellas  latitudes  era  un  interminable  rosario 
de  poderosas  lagunas  separadas  unas  de  otras  por  no  menos 
poderosas  cejas  de  bosques  inaccesibles;  y  que  al  sur  de  la 
laguna  de  Llanquihue,  que  veía  a  mis  pies,  aparecía  otra  de 
no  menor  extensión,  en  vez  del  mar  libre  que  buscaba,  circuns- 


RECUERDOS    X)EX    PASADO  363 

— f 

tancia  que  venía  a  echar  por  tierra  la  exactitud  del  mapa  dé 
Moraleda,  y  junto  con  ella,  hasta  la  esperanza  que  había  con- 
cebido de  la  existencia  de  un  próximo  mar  sin  el  cual  era  dé 
todo  punto  imposible  establecer  colonias  en  un  lugar  con  tan- 
tos afanes  explorado .  Parece  que  el  cielo  quiso  probar  mi  cons- 
tancia, prolongando  el  desencanto  que  se  había  apoderado  de 
mi  alma,  al  sostener  los  densos  nubarrones  que  obscurecían  a 
mi  vista  la  región  del  sur,  que  ansioso  consultaba;  y  confieso 
que  ya  mi  ánimo,  al  que  las  dificultades  más  bien  irritaban 
que  vencían,  comenzaba  a  flaquear,  cuando  un  propicio  claro 
de  sol,  azotando  la.s  aguas  de  la  supuesta  laguna  del  sur,  hizo 
brillar  a  mi  vista  las  blancas  velas  de  las  embarcaciones  que 
la  surcaban.  Lo  que  veía  no  era  laguna,  era  el  mar  que  solí- 
cito buscaba,  el  seno  de  Reloncaví,  cuyas  aguas,  desde  la  al- 
tura en  que  me  encontraba,  parecía  que  se  confundían  con 
las  del  lago  de  Llanquihue,  pues  sólo  una  estrecha  ceja  de 
bosque  se  interponía  entre  ellos. 

Estoy  seguro  de  que  el  buen  Vasco  Núñez  de  Balboa  al 
descubrir  desde  las  cordilleras  del  istmo  americano  las  aguas 
del  Pacífico,  no  tuvo  más  gusto  que  el  mió  al  cerciorarme  de 
que  aquella  supuesta  laguna  que  acababa  de  dar  al  traste  con 
mis  dorados  sueños,  era,  precisamente,  la  que  debía  prolon- 
garlos y  atraerlos  al  terreno  de  la  realidad. 

Contento  como  pudiera  estarlo  un  niño,  porque  sólo  los 
niños  y  los  locos  se  pagan  con  los  servicios  que  ellos  mismos 
prestan  que  a  nadie  agradece,  y  llena  de  proyectos  la  cabeza, 
pasé  en  el  rústico  aposento  que  me  proporcionó  el  hueco  tron- 
co de  un  gigantesco  coigüe.  la  más  envidiable  y  grata  de  las 
noches.  El  alba,  que  todo  lo  engalana,  movió  mi  curiosidad 
con  él  pintoresco  aspecto  de  una  puntilla  que  parecía  prolon- 
gar, aguas  adentro  de  la  laguna,  la  base  del  volcán  de  Osor- 
no,  y  como  tan  franco  punto  de  observación  no  podía  dejarse 
atrás,  me  trasladé  a  él. 

Tiene  la  naturaleza  caprichos  que,  referidos,  parecen  sue- 
ños, sin  que  por  esto  se  aparten  de  la  realidad.  Aquella  pun- 
tilla no  era  otra  cosa  que  el  remate  de  un  poderoso  derrame 
de  antigua  lava  que,  habiendo  penetrado  aguas  adentro  col- 
mando con  su  volumen  la  hondura,  formaba  un  vasto  muelle 
natural,  cuyo  extremo  acantilado  anunciaba  suma  profundi- 
dad. Parece  que  las  lavas  líquidas  y  candentes,  al  entrar  en 
las  aguas,  se  habían  crispado,  pues  formaba  con  su  repentino 
enfriamiento  las  más  fantásticas  figuras.  Tenía  aquel  precio- 
so muelle  el  aspecto  de  antiguas  ruinas  deterioradas  por  la 
acción  del  tiempo  o  desquiciadas  por  la  de  las  raíces  de  la 
poderosa  vegetación  que  compartía  con  ellas  aquel  terreno. 
Veíanse  aquí  y  allí  como  arcadas  destruidas  y  fantasmones  de 


364  VICENTEPEREZROSALES 

lava  mohosa  cubiertos  de  heléchos,  a  los  cuales  prestaba  sin 
esfuerzo  la  imaginación  formas  de  estatuas  mutiladas;  y  no 
pocos  coposos  coigües,  bien  que  carcomidos  por  la  edad,  da 
ban  claras  muestras  de  que  la  erupción  volcánica  creadora  de 
tan  pintoresco  paisaje  debía  contar  más  de  cien  años  de  fecha. 

Para  haberse  detenido  en  aquel  atractivo  lugar,  hubiera 
sido  preciso  no  haber  tenido  ocupada  la  mente  con  las  impor- 
tantísimas ideas  que  trabajaban  la  mía  en  aquellos  momen- 
tos; dejé,  pues,  a  un  lado  la  poesía,  y  como  entraba  a  más 
tardar  el  mediodía,  proseguí  mi  marcha  hacia  mi  improvisado 
astillero,  a  donde  llegué  con  mucha  noche. 

Pusímonos  todas,  al  siguiente  día,  a  tirar  a  concluir  la 
construcción  de  la  tosca  canoa  que  dejé  comenzada  al  em- 
prender mi  viaje,  pues  sin  el  auxilio  de  ella  o  el  de  un  apara- 
to flotante  cualquiera  que  salvase  la  imposibilidad  de  reco- 
rrer por  tierra  las  márgenes  del  lago,  no  se  podía  deducir  si 
podría  o  no  practicarse  una  vía  marítima  de  circunvalación 
que,  sirviendo  de  punto  de  partida  a  cada  una  de  las  hijuelas 
de  terrenos  por  repartir  que  pensaba  trazar  alrededor  de  la 
playa,  las  pusiese  a  todas  en  mediato  contacto. 

Constaba  el  personal  de  mi  comitiva  exploradora  de  cua- 
tro alemanes  y  de  cinco  de  aquellos  indígenas  pacíficos  que, 
sin  dejar  de  tener  caciques,  hacían  vida  común  con  los  hom- 
.bres  de  origen  europeo  que  residían  en  los  afueras  del  pueblo 
de  Osorno;  y  el  lugar  de  nuestro  alojamiento,  situado  en  la 
margen  septentrional  de  la  laguna,  distaría  como  cosa  de  mi- 
lla y  media  al  oriente  de  la  caleta  conocida  hoy,  sin  saber  por 
qué,  con  el  nombre  de  Puerto  Octay. 

Ck)ncluído  el  trabajo  de  nuestra  ridicula  nave,  hecha,  co- 
mo suele  decirse,  a  mocho  de  hacha,  así  como  el  de  un  par 
de  remos  que  más  parecían  palas  de  panadero  que  remos,  se 
le  acomodó  una  a  manera  de  vela,  con  dos  ponchos  añadidos, 
y  sin  más  esperar  se  lanzó  al  agua  con  general  contento. 

Acordamos  salir  ai  día  siguiente,  y  por  aprovechar  del 
resto  del  que  aún  nos  quedaba,  mandé  al  señor  Foltz  con  sus 
alemanes  a  una  diligencia  previa  en  los  contornos,  y  yo  me 
puse  a  ordenar  mLs  apuntes  custodiado  por  mis  indios,  que  se 
entretenían  en  comer  avellanas  tostadas,  sazonadas  con  la 
fragante  miel  que  abundante  produce  nuestro  abejarrón  en 
aquellos  lugares.  Como  una  hora  después  de  concluido  mi  tra- 
bajo y  cuando  más  entretenido  estaba  dibujando  en  mi  ál- 
bum el  precioso  panorama  que  tenia  a  la  vista,  una  brisa  ten- 
tadora que  se  levantó  del  norte  comenzó  a  arrugar  de  un  mo- 
do tan  apacible  y  donoso  la  tersa  superficie  de  la  laguna,  aue 
no  pude  menos  de  admitir  el  envite,  aprovechando  la  ocasión 
de  probar  las  calidades  marineras  de  mi  atroz  tortuga  de  ma- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  365 

cizo  roble.  Metíme,  pues,  en  ella  con  un  sobrino  del  conocido 
Pichi-Juan,  y  como  otro  indio  rechoncho  de  mi  comitiva  di- 
jese que  él  entendía  también  de  barcos,  por  haber  atravesado 
dos  veces  en  bote  el  río  Futa,  hice  también  que  se  embarcase. 
¡Desgraciados!   ¡Ni  él  ni  su  compañero  sabían  nadar! 

Empujados  suavemente  por  aquella  brisa  engañadora 
que  apenas  hinchaba  nuestros  ponchos,  y  sin  más  afán  que 
usar  con  parsimonia  de  nuestras  palas  panaderas  para  orien- 
tar la  nave,  en  menos  de  un  cuarto  de  hora  nos  encontramos 
como  a  cuatrocientos  metros  aguas  adentro.  Llegado  con  tan- 
to descanso  a  esa  altura,  parecióme  estar  tan  cerca  de  la  hoy 
caleta  Octay,  que  hasta  pecado  me  pareció  no  visitarla  desde 
luego,  máxime  cuando  en  ello  ahorraba  trabajo  al  siguiente 
día.  Dirigíme,  pues,  a  ella,  adonde  llegué  muy  tarde  y  no  muy 
contento,  por  cierto,  de  las  calidades  marineras  de  mi  malva- 
do tronco,  que  si  bien  caminaba  empujado  de  atrás  por  el 
viento,  no  había  fuerza  humana  que  lo  obligase,  no  digo  a 
contrastarlo,  ni  siquiera  a  ceñirlo. 

Levanté  el  croquis  del  puertecillo,  que  bauticé  con  el  nom- 
bre del  malogrado  marino  Muñoz  Gamero,  nombre  con  que 
lo  honré  porque  su  situación  indicaba  que  podía  ser,  con  el 
tiempo,  el  punto  más  aparente  que,  por  medio  de  un  camino, 
pudiera  poner  en  contacto  al  pueblo  de  Osorno  con  la  futura 
colonia . 

Estando  avanzada  la  tarde,  nos  dimos  de  nuevo  al  pon- 
cho, por  no  decir  a  la  vela,  en  demanda  de  nuestro  alojamien- 
to; pero  apenas  desembarazados  de!  abrigo  que  nos  prestaban 
un  ribazo  y  los  corpulentísimos  árboles  que  lo  poblaban,  cuan- 
do se  hizo  de  todo  punto  imposible  el  manejo  de  mi  antedi- 
luviana embarcación.  Quise  volver  para  pasar  aquella  noche 
en  tierra,  pero  lo  quise  tarde;  arrié  los  ponchos  y  acudí  a  las 
palas;  vano  empeño,  pues  mis  marinos  no  sabían  remar,  ni  yo 
tenía  fuerza  para  hacerlo.  Aquel  maldito  tronco  por  instan- 
tes se  iba  con  la  fuerza  de!  viento  aguas  adentro .  Entró  la  no- 
che, para  mayor  angustia,  y  al  notar  yo,  con  espanto,  las  olas 
bravias  que  nos  azotaban  empapándonos  de  agua,  me  asalta- 
ba ya  el  presentimiento  de  la  catástrofe  de  marras,  en  época 
que,  con  igual  imprudencia,  me  eché  a  navegar  con  el  inge- 
niero Frick,  a  bordo  de  otro  tronco  parecido  al  mío;  cuando 
cogido  este  último  a  través  por  una  de  las  furiosas  olas  que 
el  viento  levanta  con  tanta  frecuencia  en  la  laguna  de  Llan- 
quihue  ¡dimos  en  sus  frías  aguas  la  más  peligrosa  de  todas 
las  zambullidas!  Pasada  la  primera  impresión  que  el  frío  y  el 
espanto  me  causaran,  no  quedó  más  recurso  que  tirar  a  alcan- 
zar, a  fuerza  de  'brazos,  la  vecina  playa;  porque  pensar  en 
asirse  de  la  volcada  canoa  que  se  alzaba  y  bajaba  con  la  ma- 


366  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


yor  violencia,  hubiera  sido  exponerse  a  ser  aturdido  por  ella. 
Llegué  a  tierra  donde  asi  desfallecido  me  arrojó  la  ola;  ¡pero 
solo!  ¡Mis  pobres  indios  no  sabían  nadar!  ¡Qué  noche  aqué- 
lla! De  lo  demás  que  voy  a  referir  sólo  tuve  noticia  en  el  pue- 
blo de  Osorno,  siete  días  después  de  esta  desgracia. 

Contáronme  mis  compañeros  que,  alarmados  con  mi  au- 
sencia, con  la  relación  de  mi  imprudente  salida  contada  por 
los  dos  indígenas  que  dejé  en  mi  alojamiento,  y  con  el  mal 
estado  de  las  aguas  de  la  laguna,  después  de  hacer  fogatas  y 
de  disparar  tiros  toda  aquella  angustiada  noche,  echaron  a 
andar  con  la  primera  claridad  del  día,  rumbo  al  oeste,  abrién- 
dose a  fuerza  de  machete  paso  por  entre  la  enramada  y  obs- 
cura orilla  de  la  playa,  hasta  que  me  encontraron  tendido  y 
como  muerto  al  pie  de  un  ribazo  sobre  la  arena.  Trasladá- 
ronme aquellos  buenos  y  solícitos  amigos,  a  fuerza  de  hom- 
bros, sobre  una  improvisada  camilla  que  con  sus  propias  ropas 
me  hicieron,  al  pueblo  de  Osorno,  donde  según  me  dicen,  se 
calmó  el  violento  delirio  que  me  agitaba;  y  si  aún  vivo,  no  só- 
lo lo  debo  a  mis  pobres  alemanes,  sino  también  al  incompara- 
ble y  solícito  empeño  del  señor  doctor  Juan  Renous,  que  no  se 
apartó  de  mí  lecho  hasta  verme  restablecido. 

Cuando  esta  desgracia  ocurría  ¡quién  lo  creyera!  los  ene- 
migos del  progreso  acechando  en  la  culta  Santiago  los  mo- 
mentos de  calumnias,  para  probar  las  desventajas  de  la  in- 
migración extranjera,  acusaban  al  agente  de  estar  celebran- 
do orgías  con  mujeres  desnudas,  a  fuer  de  masón,  ¡hasta  en 
Jugares  sagrados!  Pero  éste  no  es  el  lugar  que  asigno  al  re- 
lato de  esta  inconcebible  aberración  del  fanatismo  estúpido 
y  cuasi  siempre  mal  intencionado. 

Restablecida  mi  salud  en  el  pueblo  de  Valdivia,  volví  con 
nuevo  entusiasmo  a  mi  interrumpida  tarea. 

Dos  graves  dudas  se  oponían  desde  luego  a  la  realización 
del  proyecto  de  establecer  colonias  en  tan  apartados  lugares; 
era  la  primera,  si  los  canales  septentrionales  del  archipiélago 
de  Ancud  se  prestaban  o  no  a  la  fácil  y  segura  navegaciórj 
de  embarcaciones  de  gran  calado,  y  la  segunda,  si  vencida  es- 
ta dificultad,  se  encontraría  o  no  en  el  golfo  o  seno  de  Relon- 
caví  un  puerto  seguro  que  no  distase  mucho  de  los  terrenos 
que  debían  poblarse.  Puede  deducirse  la  poca  luz  que  me  die- 
ron los  muchos  informes  que  recogí  sobre  uno  y  otro  punto, 
del  tenor  de  las  cláusulas  2.a,  3.a,  4.a  y  7.a  de  las  instruccio- 
nes que  di  por  escrito  al  comandante  de  la  Janequeo.  D.  Bue- 
naventura Martínez,  cuando  recibió  orden  de  practicar  las  ex- 
ploraciones de  los  canales  y  la  del  seno  de  Reloncaví.  Dice  así: 
2.a  Llegado  a  San  Carlos  de  Ancud,  se  pondrá  en  comunica- 
ción con  el  señor  Intendente  de  aquella  provincia,  y  después 


RECUERDOS     DEL     PASADO  367 

de  haber  practicado  cuantas  diligencias  juzgare  necesarias  pa- 
ra la  adquisición  de  datos  sobre  los  canales  que  deben  guiar- 
lo hasta  el  seno  de  Reloncaví,  tomará  a  su  bordo  el  mejor  y 
más  acreditado  práctico  de  aquellas  aguas,  y  dará  principio 
a  la  exploración  con  toda  la  cautela  que  su  prudencia  le  dic- 
tare. 

3.a  No  serán  inconvenientes  la  demora  y  la  lentitud;  lo 
que  se  requiere  es  el  acierto. 

4.a  El  señor  comandante  no  aventurará  la  goleta  en  pe- 
ligros conocidos;  pero  tampoco,  cediendo  al  influjo  de  simples 
informes,  dejará  de  acometerlos,  y  sólo  desistirá  de  continuar 
en  su  propósito  cuando  la  evidencia  lo  persuada  de  que  con 
su  insistencia    expone  la  vida  de  sus  marinos. 

7.a  Por  punto  general,  el  señor  comandante  no  debe  per- 
der un  momento  de  vista  que  del  feliz  resultado  de  la  expe- 
dición que  se  confía  a  su  celo  y  su  patriotismo  pende  el  fu- 
turo bienestar  de  las  colonias  del  sur  de  la  República,  y  que 
la  honra  de  haberla  emprendido  refluirá  sobre  él  y  sobre  sus 
intrépidos  marinos. 

Marchaban  así  las  cosas  cuando  un  conjunto  de  acciden- 
tes, muy  comunes  en  todas  partes,  pero  rarísimos  en  Valdivia, 
vinieron  a  poner  en  duro  peligro  el  crédito  de  que  comenzaba 
a  gozar  esta  provincia  en  el  extranjero. 

En  La  Unión  se  habían  perpetrado  actos  brutales  de  vio- 
lencia contra  la  honra  de  la '  esposa  de  un  inmigrado  recién 
avecindado  en  aquel  lugar. 

En  Osorno  un  cadáver  alemán  enterrado  con  imprudencia 
con  sus  anillos  de  oro,  había  sido  exhumado  y  expuesto  a  la 
voracidad  de  los  perros;  y  para  remate  de  desgracias,  en  Val- 
divia, un  excelente  joven  alemán  que  acababa  de  construir 
una  de  las  primeras  y  más  cómodas  casas  de  las  muchas  que 
la  actividad  alemana  levantaba  en  estos  despoblados,  y  que 
había  además  mandado  a  Europa  por  sus  padres  y  su  prome- 
tida, fué  asesinado  a  martillazos  por  uno  de  sus  mejores  peo- 
nes, en  el  momento  mismo  en  que  recibía  un  adelanto  de  di- 
nero que  había  pedido  a  su  amo. 

Llegaron  a  mi  noticia  tan  inoportunos  acontecimientos 
junto  con  una  carta,  cuyo  contexto  copio: 

"¡Alto  nacido! 

"Si  todos  los  chilenos  fuesen  como  usted,  Valdivia  sería 
"  para  nosotros  un  verdadero  paraíso;  pero  desgraciadamente 
"  no  es  así.  En  La  Unión  violan  nuestras  esposas,  en  Valdivia 
"  nos  asesinan,  y  en  Osorno  ni  aun  el  descanso  del  -sepulcro 
"  nos  es  permitido,  pues  se  exhuman  nuestros  cadáveres  para 
"  que  sean  pasto  de  los  perros!" 

Como  no  se  requiere  mucho  esfuerzo  de  imaginación  pa- 


368  VICENTE     PÉREZ    ROSALES 

ra  deducir  qué  efecto  podría  producir  en  Alemania  sobre  el 
ánimo  del  que  se  proponía  partir  para  Chile,  una  carta  tan 
concisa  cuanto  dolorosa.  no  perdoné  sacrificios  ni  diligencias 
-para  evitar  que  tales  noticias  llegasen  sin  compensación  a  su 
destino;  y  mientras  se  daban  pasos  para  el  inmediato  castigo 
de  semejantes  crímenes,  previendo  que  las  primeras  cartas 
que  se  escribiesen  debían  de  ir  precisamente  colmadas  de  des- 
aliento, hice  circular  que  había  proporción  directa  para  Ham- 
turgo  y  que  esperaba  se  me  entregasen  sin  pérdida  de  tiempo 
las  cartas  que  se  quisiesen  escribir. 

Hiciéronlo  así.  y  un  voluminoso  paquete  de  comunicacio- 
nes pasó  de  manos  de  mis  consternados  hijos,  porque  me  da- 
ban el  título  de  padre,  al  cajón  de  una  de  mis  cómodas,  donde 
lo  dejé  esperando  más  oportuna  ocasión  para  remitirlo  a  su 
destino. 

No  tardó  ésta  en  presentarse;  el  asesino,  preso  y  convic- 
to, fué  en  el  acto  condenado  a  muerte;  el  violador  resultó  ser 
"alemán,  y  los  autores  de  la  exhumación,  unos  despreciables 
indígenas,  que  sin  otro  objeto  que  el  de  hacerse  de  un  anillo 
de  oro,  habían,  a  hurto  de  las  autoridades,  cometido  aquel  tor- 
pe desacato. 

La  vuelta  de  la  expedición  al  seno  de  Reloncaví,  el  feliz 
éxito  que  coronó  esa  exploración,  y  la  esperanza  del  pronto 
repartimiento  de  los  afamados  terrenos  del  interior  que  esta- 
ban tan  inmediatos  ai  mar  como  el  mismo  Valdivia,  volvió  el 
contento  a  los  desconsolados  alemanes,  los  cuales  sabiendo 
í>or  mí  que  había  otra  proporción  para  escribir  por  vía  direc- 
ta a  Hamburgo,  ¡escribieron  llamando  entusiasmados  a  sus 
deudos!  No  deseaba  yo  otra  cosa.  Uní  estas  cartas  de  alelu- 
yas, a  las  lacrimosas  que  aun  tenía  reclusas  en  mi  cómoda,  y 
di  con  todas  ellas  juntas  en  la  valija  del  correo. 

El  celoso  comandante  de  la  Janequeo  había,  en  efecto, 
desempeñado  el  cargo  que  le  fué  confiado,  con  sumo  tino  y 
singular  fortuna.  Resultaba  de  su  exploración  que  el  canal 
de  Chacao  y  sus  tributarios,  a  través  de  los  cuales  suben  y 
bajan  las  mareas  que  por  la  parte  del  poniente  acrecen  y 
disminuyen  las  aguas  del  seno  de  Reloncaví,  podían  ser  na- 
vegados sin  peligro  atendible  por  embarcaciones  de  gran  ca- 
lado; que  el  seno  de  Reloncaví,  al  abrigo  de  todos  los  vientos 
del  norte,  era  un  mar  tranquilo,  llano  y  sin  peligros  ocultos, 
y  que  en  la  región  O.  de  su  término  septentrional,  se  encon- 
traba, al  abrigo  de  la  pintoresca  isla  de  Tenglu,  uno  de  los 
más  seguros  puertos  de  los  infinitos  que  bañan  las  aguas  de 
los  archipiélagos  de  Ancud  y  de  Guaitecas.  Con  este  puerto, 
que  llamé  entonces  Callenel,  por  ser  éste  el  nombre  del  lugar 
y  que,  según  el  mapa  del  alférez  de  fragata    don  José  de  la 


RECUERDOS    DEL    PASADO  369 

Moraleda,  publicado  en  1792,  parecía  estar  como  a  cinco  le- 
guas de  la  margen  austral  de  la  laguna  Puraila  o  Llanquihue, 
no  sólo  se  salvaban  las  principales  dificultades  que  hasta  en- 
tonces se  habían  opuesto  a  utilizar  aquellos  despoblados  en 
beneficio  de  un  establecimiento  colonial,  sino  que  se  abría  a 
la  exportación  de  los  frutos  del  rico  departamento  de  Osorno. 
el  fácil  y  provechoso  expendio  de  que  hasta  entonces  habían 
carecido. 

En  efecto,  mis  repetidos  viajes  al  interior  y  los  activísi- 
mos trabajos  de  los  ingenieros  que  el  Gobierno  había  puesto 
a  mi  disposición,  no  tardaron  en  evidenciar  que  un  camino 
de  21,570  metros  entre  el  mar  y  la  laguna,  a  través  de  la  es- 
pesa ceja  de  bosques  que  separaba  estas  dos  aguas,  y  otro 
de  48,804.  entre  el  norte  de  la  Laguna  y  Osorno,  bastarían,  el 
primero  para  poner  en  mediato  contacto  con  el  puerto  todos 
los  productos  del  vasto  perímetro  del  lago,  y  el  segundo,  los 
del  rico  y  aislado  departamento  de  Osorno  con  los  puertos  de 
éste. 

Aclarada  esta  duda,  sólo  faltaba  que  el  trabajo  y  la  ac- 
tividad llevasen  a  efecto  tan  primordiales  obras,  y  para  no 
dejarlas  de  la  mano  un  solo  instante,  después  de  hacer  me- 
dir y  repartir  entre  algunos  inmigrados  los  terrenos  fiscales 
de  que  pude  disponer  en  los  contornos  de  Osorno  y  de  La 
Unión,  acompañado  de  un  ingeniero  y  varios  obreros  alema- 
nes, me  embarqué  en  el  Corral,  de  donde  me  di  a  la  vela  en 
demanda  de  ese  salvador  Callenel,  base  de  mis  futuros  tra- 
bajos y  primer  asiento  de  la  proyectada  colonia  de  Llan- 
quihue. ^    '  %  ^ 


CAPITXn.O  XXII 

Colonia  de  Llanquihue.  —  Sus  primeros  pasos.  —  Sus  enerrix 
gos.  —  Prisión  del  Viceagente  de  Colonización.   —  Proi 
gresos. 

Contrasta  en  Chile  el  clima  de  las  regiones  septentriona- 
les con  el  de  las  del  sur.  En  aquéllas  daña  la  suma  sequedad; 
en  éstas,  el  exceso  de  lo  contrario.  Los  caminos  en  el  norte 
son  las  arterias  de  comunicación;  en  el  sur,  el  álveo  de  los 
ríos  o  de  los  canales.  No  es  de  admirar  que  asi  como  el  norte 
es  patria  del  hombre  que  nace  y  muere  a  caballo,  como  vul- 
garmente decimos,  el  sur  lo  sea  la  de  los  más  robustos  y  arro- 
jados marinos. 

Nada  más  hermoso,  fácil  y  seguro  que  la  navegación  de 
los  canales  que  median  entre  San  Carlos  de  Chiloé  y  las  tran- 
quilas aguas  del  Callenel:  anchura  grande,  fondo  sobrado  pa- 
ra toda  clase  de  embarcaciones,  mareas  arregladas,  puertos  a 
cada  paso  o  más  bien  dicho,  un  solo  puerto  continuado  donde 
no  hay  más  que  soltar  el  ancla  para  estar  seguro .  Sólo  se  en- 
cuentra en  el  canal  de  Chacao  una  sola  roca  amenazadora  en 
el  paso  Junta  Remolinos;  pero  como  está  a  la  vista,  y  media 
entre  ella  y  la  costa  un  espacio  de  12  cuadras,  no  ofrece  pe- 
ligro alguno. 

Quien  navega  por  primera  vez  en  estos  canales  y  sus  ad- 
yacentes, no  puede  persuadirse  de  que  aquellas  angostas  y 
tranquilas  vias  de  agua  sean  brazos  de  mar,  sino  profundos 
ríos  navegables  sujetos  a  la  influencia  directa  de  las  mareas. 
Las  pintorescas  islas  que  estrechan,  ensanchan  o  prolongan 
esos  canales,  se  asemejan  a  colosales  copas  de  árboles  sumer- 
gidas hasta  la  mitad  en  las  profundidades  de  las  aguas.  Al- 
tos y  apiñados  son  los  bosques  que  las  cobijan,  y  sólo  descu- 
bre el  viajero,  en  el  perímetro  de  todas  ellas,  aisladas  chozas, 
tal  cual  imperfecto  sembrado  y  una  que  otra  embarcación 
menor  para  facilitar  el  contacto  entre  los  isleños  de  aquellos 
húmedos  lugares. 

Admira  la  situación  de  la  aldea  de  Calbuco,  capital  del 
departamento  del  mismo  nombre.  Los  españoles,  que  nunca 
buscaron  para  la  fundación  de  sus  ciudades  lugares     accesi- 


372  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

bles  al  comercio  y  a  la  industria,  sino  lugares  fortalecidos  por 
la  naturaleza,  eligieron  para  fundar  a  Calbuco,  una  mezquina 
islita  separada  del  continente  por  un  brazo  de  mar  que  máJ? 
parece  foso  que  otra  cosa. 

Este  lugarejo,  lleno  de  desgreño  y  de  pobreza,  era  lo  pri* 
mero  que.  después  de  pasar  la  peligrosa  garganta  de  Puruñún, 
ofrecía  la  mano  del  hombre  a  la  vista  del  viajero,  asombrado 
de  encontrar  tanta  miseria  en  medio  de  tan  rica  naturaleza. 
Dejando  atrás  este  pueblo  que  sólo  prolongaba  su  existencia 
por  residir  en  él  los  subagentes  de  los  expeditores  de  maderas 
de  San  Carlos,  los  cuales  recibían  y  acopiaban  a  toda  intem- 
perie en  él  las  tablas  que  producían  los  alerces  de  la  costa 
oriental  del  seno  de  Reloncaví.  se  entra  en  la  hermosa  bahía 
del  mismo  nombre,  tan  semejante  a  una  laguna  sin  salida 
por  la  configuración  de!  terreno  que  la  rodea  al  norte,  al  orien- 
te y  al  poniente,  y  por  las  pintorescas  islas  que  parecen  ce- 
rrar al  lado  del  sur  el  paso  de  las  aguas  del  océano. 

Fué  este  el  seno  que  divisé  desde  las  faldas  del  Osorno 
después  de  recorrer  los  campos  incendiados  del  Chanchán.  y 
su  proximidad  a  la  laguna  de  Lianquihue  el  motivo  de  las 
felices  exploraciones  que  me  indujeron  a  colocar  sobre  sus 
playas  el  primer  asiento  de  la  proyectada  colonia. 

Sólo  me  debo  congratulaciones  por  el  resultado  de  mi  pro- 
lijo estudio  sobre  la  importancia  de  esta  interesante  bahía. 
En  el  norte  de  ella  y  bajo  el  nombre  de  Callenel,  territorio  del 
silencioso  Melipulli,  había  colocado  el  acaso  uno  de  los  más 
seguros  y  cómodos  puertos  que  posee  la  República. 

La  próvida  naturaleza,  al  formar  ese  surgidero,  parece 
que  se  hubiese  esmerado  en  dotarle  de  todas  aquellas  venta- 
jan que  sólo  obtiene  la  mano  del  hombre  en  otros  puertos  a 
fuerza  de  tiempo  y  de  supremos  sacrificios.  A  la  imperturba- 
ble tranquilidad  de  sus  aguas,  abrigadas  contra  todos  los  vien- 
tos del  compás,  reúne  la  inapreciable  comodidad  de  ser  un 
dique  natural  que  en  las  épocas  zizigiales  de  cada  mes  vacia 
sus  aguas  y  deja  suavemente  a  descubierto  las  más  podero- 
sas quillas,  así  como  seis  horas  después  las  sumerge,  las  alza 
y  pone  a  flote  sin  el  menor  vaivén - 

Este  importante  lugar,  colocado  en  el  punto  preciso  don- 
de debía  de  iniciarse  el  primer  trabajo  colonial,  fué  desig- 
nado como  centro  y  punto  de  partida  permanente  para  las 
operaciones  subsiguientes.  La  poderosa  selva  que  lo  cubría 
en  su  totalidad,  no  dejaba  al  pie  del  hombre  más  lugar  donde 
detenerse  que  la  estrecha  zona  de  pedruscos  y  arenas  que 
dejaba  libre,  dos  veces  al  día,  el  reflujo  del  mar.  El  hacha  y 
el  fuego  franquearon  pronto  asiento  a  un  mal  galpón,  y  no 
fué  otra  la  primera  piedra  que  en  1852  sirvió  de  base  al  her- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  373 

iríoso  edificio  que  miran  con  patriótica  emoción  cuantos,  co- 
nociendo lo  que  aquello  fué,  tienen  ocasión  de  ver. lo  que  es 
ahora . 

A  ese  solitario  e  improvisado  asilo,  que  el  mar  estrecha- 
ba por  un  lado  y  un  imponente  bosque  con  su  fangosa  base 
por  el  otro,  fueron  conducidos,  sin  más  esperar,  los  inmigra- 
dos que  yacían  apilados  en  las  húmedas  casamatas  de  los 
castillos  del  Corral,  y  otros  más  que  en  aquellos  momentos 
llegaron  de  Hamburgo. 

El  censo  de  estos  primeros  pobladores,  aunque  reducido, 
merece  consignarse  aquí;  constaba  de  44  matrimonios  y  su 
composición  era  la  siguiente: 

Hombres  casados 44 

Mujeres  casadas 43 

Hombres  solteros 14 

Mujeres  solteras 8 

Hombres  de  1  a  10  años   ...    ...    ...  31 

Mujeres  de  1  a  10  años 28 

Hombres  de  10  a  15  años 24 

Mujeres  de  10  a  15  años 20 


Total 212 

Todavía  recuerdan  con  agradecimiento  estos  primeros  in- 
migrados la  generosa  y  fraternal  recepción  que,  al  pasar  por 
San  Carlos,  les  hicieron  los  entusiastas  habitantes  de  aquel 
pueblo . 

El  comercio  envió  embarcaciones  para  desembarcarlos; 
el  señor  Intendente  y  las  demás  autoridades  salieron  a  reci- 
birlos a  la  playa,  y  la  respetable  señora  Alvaradejo,  esposa  de 
Sánchez,  ambos  de  las  más  consideradas  familias  de  Ancud, 
franquearon  su  hermosa  casa  de  campo,  en  donde  a  su  vista 
y  bajo  la  vigilante  y  delicada  hospitalidad  del  bello  sexo  de 
la  capital  de  las  islas,  se  festejó  a  los  enflaquecidos  pasajeros 
con  una  opípara  comida.  Fué  ésta  una  demostración  necesa- 
ria; necesitaban  aquellos  expatriados  voluntarios  algo  con 
que  retemplar  su  casi  perdida  esperanza  de  poder  hacer  algo 
en  Chile;  así  fué  que,  llenos  de  nuevos  ánimos  llegaron  al  día 
siguiente  a  Callenel,  donde  tomaron,  alegres,  posesión  del  po- 
co envidiable  asilo  que  se  les  tenía  preparado. 

Llenos  de  privaciones  y  expuestos  hora  a  hora  a  la  in- 
clemencia de  su  clima,  que  sólo  la  paulatina  destrucción  de 
los  bosques  ha  podido  modificar  después,  fueron  los  primeros 
colonos  un  ejemplo  de  lo  que  puede  el  hombre  que  lucha  con- 
tra la  naturaleza,  cuando  le  asiste  la  fe  en  el  porvenir  y  le 


374  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

sostienen  los  naturales  atributos  de  ella,  el  trabajo  y  la  ab- 
negación. 

Poner  en  aquellos  lugares  una  cuadra  de  tierra  en  esta- 
do de  cultivo,  parecía,  en  efecto,  empresa  muy  superior  a  la 
fuerza  de  los  medios  empleados  para  conseguirlo.  Hallábase 
todo  aquel  vasto  territorio  cubierto  de  espesísimas  selvas,  las 
cuales,  desde  las  nieves  eternas  de  los  Andes,  parecían  des- 
prenderse y  marchar  sin  interrupción  hasta  las  mismas  aguas 
del  mar.  Allí  crecían  y  se  alimentaban  aquellos  colosos  de 
nuestra  vegetación,  de  cuyos  rectos  troncos  aún  se  sacan  más 
de  dos  mil  tablas  (1);  allí  los  árboles  seculares  invadían  el 
dominio  de  las  aguas,  hundiendo  en  ellas  sus  robustas  raíces, 
las  cuales  aparecían  en  los  reflujos  cubiertas  de  sargazos  y 
de  mariscos,  sin  que  la  sal  marina  menoscabase  en  nada  la 
fuerza  de  su  vegetación;  allí  los  espinosos  matorrales  y  tu- 
pidas quilas  envueltas  y  estrechadas  contra  los  troncos  por 
los  retorcidos  cables  de  las  flexibles  lardizábalas  intercepta- 
ban hasta  la  luz  del  sol,  y  el  piso  húmedo  y  fangoso  quie  los 
sostenía  se  ocultaba  bajo  un  hacinamiento  impenetrable  de 
troncos  superpuestos  y  en  descomposición.  El  fuego  mismo 
en  aquellas  humedades  permanentes,  perdía  mucho  de  su  ca- 
rácter destructor. 

No  hay  en  esta  descripción  del  bosque  del  litoral  marí- 
timo de  Melipulli  nada  de  exagerado,  y  pudiera  aplicarse, 
con  sólo  la  mudanza  de  nombres,  a  cualquier  otro  punto  de 
aquellos  lugares  donde  no  haya  dejado  aún  rastros  el  hacha. 

La  relación  de  uno  de  los  muchos  dolorosos  episodios  que 
surgieron  en  los  primeros  pasos  que  dio  la  colonia  en  medio 
de  estas  selvas,  expresará  mejor  que  toda  otra  clase  de  des- 
cripciones lo  que  eran  en  aquel  entonces  esos  lugares  donde 
ni  las  aves  podían  penetrar,  y  que  cuando  llegaban  a  conse- 
guirlo no  hallaban  tierra  donde  posarse,  porque  ésta  se  en- 
contraba de  uno  a  seis  metros  de  hondura,  bajo  una  aparen- 
te superficie  formada  por  restos  de  vegetales  hacinados  y  en 
continua  descomposición . 

Fatigados  los  colonos  que  habían  sido  trasladados  de  las 
casamatas  del  castillo  del  Corral  a  Llanquihue,  de  la  enojo- 
sa situación  en  que  se  hallaban,  pues  por  falta  de  caminos 
aún  no  había  sido  posible  repartirlos  en  sus  respectivas  hi- 
juelas, apenas  vieron  volver  los  primeros  exploradores  que 
acababan  de  abrir  a  hachuela  y  machete  una  tortuosa  y  muy 
estrecha  senda  entre  el  puerto  y  la  laguna  de  Llanquihue, 


(1)  El  alerce,  este  poderoso  vegetal,  sobre  el  cual  más  es  lo 
que  destroza  el  hacha  que  lo  que  de  él  aprovecha,  ha  sido  por 
muchos  años,  y  lo  es  todavía,  la  fuente  de  riqueza  de  'más  precio 
,de  aquellos  lugares. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  375 


cuando  solicitaron  del  agente  permiso  para  recorrerla.  Salió 
éste  en  persona  con  treinta  y  dos  de  los  más  animosos,  y  un 
instante  después,  marchando  de  uno  en  uno,  desaparecieron 
todos  en  aquella  senda  que  pudiera  llamarse  obscuro  soca- 
vón de  cinco  leguas,  practicado  a  través  de  una  húmeda  y 
esi>esísima  enramada,  cuya  base  fangosa  se  componía  de  rai- 
ces, troncos  y  hojas  a  medio  podrir.  A  cada  rato  se  hacía  al- 
to para  poderse  contar;  pues,  como  las  ramazones  que  apar- 
taba con  esfuerzo  el  de  adelante  se  cerraban  al  momento 
tras  él,  parecía  que  cada  uno  marchaba  solo  por  aquella 
selva.  A  la  media  hora  de  una  marcha  muy  fatigosa,  al  prac- 
ticar nueva  cuenta  en  un  descanso,  se  notó,  con  sorpresa  pri- 
mero, y  después  con  espanto,  que  faltaban  dos  padres  de  fa- 
milia, Lincke  y  Andrés  Wehle.  Se  les  llamó,  se  hizo  varias 
veces  fuego  con  las  armas  que  llevábamos,  se  mandó  volver 
atrás  para  ver  si  a  lo  largo  del  sendero  se  encontraba  algún 
rastro  de  desvío  para  socorrer  a  aquellos  desventurados.  En 
vano  fué  el  mandar  comisiones  de  hijos  del  país  halagados 
con  ofrecimientos,  en  vano  el  disparar  con  frecuencia  el  ca- 
ñón del  Meteoro,  todo  fué  inútil,  aquellos  dos  desgraciados 
habían  desaparecido  para  siempre. 

Diecisiete  años  después  he  encontrado  en  el  risueño  y 
pintoresco  Puerto  Montt  a  un  joven  de  26  años,  que  venía  de 
Copiapó  a  recoger  los  bienes  que  dejó  su  padre  Andrés  Wehle, 
perdido  en  las  selvas,  muerto  de  hambre  y  de  desesperación, 
con  su  compañero  Lincke  en  los  primeros  días  de  la  funda- 
ción de  la  colonia. 

Cuando  se  zanjaron  los  cimientos  de  ésta,  aquellas  re- 
giones eran  aún  la  viva  imagen  de  lo  que  fueron  dieciséis 
a,ños  antes,  ni  podían,  por  consiguiente,  ser  descritas  de  dis- 
tinto modo  del  que  lo  fueron  en  aquella  época  por  los  ilus- 
tres viajeros  ingleses,  quienes,  por  orden  de  su  gobierno,  ex- 
ploraban nuestras  costas  (1)  . 

Fué  tal  la  desfavorable  impresión  que  causó  en  el  ánimo 
de  estos  activos  exploradores  el  aspecto  de  aquellas  inhospi- 
talarias y  sombrías  costas  que,  al  describirlas,  juzgaron  opor- 
tuno hacerlo  con  letra  bastardilla,  creyendo  tal  vez  que  sólo 
así  se  daría  por  el  lector  el  carácter  terminante  que  ellos  mis- 
mos daban  a  su  inapelable  fallo.  Su  descripción,  en  efecto, 
basta  para  excluir  de  la  imaginación  hasta  la  futura  espe- 
ranza de  utilizar  aquellos  desiertos  en  obsequio  de  la  hu- 
manidad . 


(1)  Sketch  of  the  surveying  of  his  Majesti's  ships  "Adventure" 
and  "BesLgle"  1836.  journal  of  the  Royal  Geographi?al  Soclety  of 
London.  (Croquis  de  lo  explorado  por  105  buques  de  Su  Majestad: 
"Aventura"  y  "Sabueso",  1836,  Diario  de  la  Real  Sociedad  Geográ- 
fica de  Londres)  . 


376  VICENTE    PÉREZ    ROSALES 

Oigámosles  por  un  momento: 

"Mucho  se  asemeja  la  Patagonia  Occidental  a  lo  peor 
que  puede  encontrarse  en  la  Tierra  del  Fuego . .  .  Cada  pul- 
gada de  tierra,  cada  árbol,  cada  matorral  es  una  esponja 
saturada  de  agua ...  Es  posible  que  de  los  doce  meses  de  que 
consta  el  año  sólo  puedan  contarse  diez  días  libres  de  neva- 
zones y  de  aguaceros,  y  jamás  se  contarán  treinta  en  que 
no  se  experimenten  vientos  huracanados...  Puede  decirse, 
en  verdad,  que  al  sur  de  Chile  no  se  encuentra  un  solo  lugar 
donde  el  hombre  civilizado  pueda  establecerse..  .  El  clima  de 
Valdivia  es  de  todo  punto  igual  al  de  Chiloé,  lo  que  de  se- 
guro, por  regla  general,  es  un  obstáculo  para  la  cultura  de 
aquellos  campos".  Se  ve,  pues,  que  la  reprobación  la  extien- 
den aquellos  ilustres  marinos  hasta  el  mismo  Valdivia. 

Hombres  a  quienes  el  barro  y  las  lluvias  espantaban,  ¿qué 
podían  informar  del  lugar  de  los  barros  y  de  las  lluvias?  Sólo 
un  labriego  al  examinar  un  reciente  sembrado,  que  para  un 
neófito  no  es  más  que  árboles  y  pastos  destrozados  y  suelos 
removidos,  exhibiendo  sus  áridos  terrenos,  descubre  en  medio 
de  ese  aparente  destrozo  la  simiente  que  pocos  meses  después 
ha  de  transformar  aquello  en  un  alfombrado  de  doradas  mle- 
ses.  Para  emitir  juicios  acertados  sobre  empresas  materiales 
que  exigen  una  acción  personal  fuerte  y  constante;  para  mi- 
rar de  frente  a  una  imponente  dificultad;  para  sufrir  el  ham- 
bre, el  cansancio,  las  inclemencias  atmosféricas;  para  des- 
preciar el  dolor,  el  peligro  y  calcular,  en  medio  de  él,  las  fu- 
turas conveniencias  de  los  lugares  que  se  examinan,  no  se 
han  hecho  los  tímidos  corazones. 

He  hecho  estas  breves  indicaciones  sobre  juicios  precipi- 
tados, porque  no  fueron  ellos  ios  que  menos  mal  hicieron  a 
la  colonia  en  sus  primeros  pasos.  Contra  este  inocente,  y  co- 
mo ningún  otro  útil  establecimiento,  se  habían  conjurado 
los  más  extravagantes  enemigos.  Las  autoridades  de  las  ve- 
cinas provincias,  contagiadas  por  el  odio  infundado  que  mu- 
chos de  sus  vecinos  alimentaban  contra  los  extranjeros,  con- 
trariaban a  cada  paso  la  marcha  del  agente  de  la  coloniza- 
ción en  sus  respectivos  territorios.  El  fantasma  de  los  terre- 
nos fiscales  alzó  también  en  Llanquihue  su  inoportuna  y  des- 
carada cabeza;  y  todos  los  terrenos  proclamaron  dueños 
también  allí.  Cuando  la  prensa  se  ocupaba  de  ello  no  era  más 
que  por  llenar  vacíos  o  por  satisfacer  agravios.  Muy  pocos 
periodistas  sabían  dónde  estaba  la  colonia,  sin  dejar  por  es- 
to de  ocuparse  de  ella  y  de  criticar  su  situación,  hacieoido' 
una  lastimosa  confusión  entre  Valdivia  y  Llanquihue  y  aun 
entre  el  significado  de  las  palabras  emigración,  inmigración 
y   colonización,  que  lastimosamente  confundían,     lo   que   me 


RECUERDOS     DEL     PASADO  377 

obligó  a  escribir  la  memoria  que  sobre  estas  tres  voces  dedi- 
qué a  don  Antonio  Varas,  en  diciembre  de  1854.  Hubo  remi- 
tidos que  haciendo  al  Gobierno  cargos  por  las  ingentes  su- 
mas que  se  malbarataban  en  un  establecimiento  como  ése, 
exclamaban  llenos  de  estúpida  suficiencia:  ¿cuál  era  el  pro- 
vecho que  el  pais  sacaba  de  la  colonia?,  y  esto  era  repetido 
hasta  en  conversaciones .  Ai  niño  en  mantillas  le  criticaban 
porque  no  podia  aún  pagar  la  leche  con  que  se  le  amaman- 
taba. ¿Para  qué  recordar  los  cargos  que  forjaban  a  una  el 
capricho  y  la  estúpida  ignorancia,  para  llenar  las  no  siem- 
pre bien  intencionadas  columnas  de  El  Mercurio  y  de  la  Revis- 
ta Católica?  La  política,  por  un  lado,  el  sórdido  interés  por 
otro,  y  la  razón  en  parte  alguna,  hicieron  hacer  al  primero 
en  su  número  8001,  atropellados  y  supuestos  cargos  contra  las 
ventajas  de  la  inmigración  para  propagar  con  ellos  el  des- 
crédito del  Gobierno  que  la  fomentaba.  La  segunda  por  el 
mal  entendido  interés  de  secta,  y  por  el  de  material  conve- 
niencia, pulsaba  con  ardor  la  misma  cuerda,  no  dejando  am- 
bos, para  conseguir  su  objeto,  de  acoger,  con  extraña  fruición, 
en  sus  columnas,  cuantos  remitidos  les  enviaban  del  sur  los 
detentadores  de  los  terrenos  fiscales. 

Pero  esos  enemigos  no  bastaban;  era  preciso  que  entrase 
en  línea  el  negro  fanatismo  que,  para  vergüenza  de  la  huma- 
nidad, campea  aún  en  el  siglo  en  que  vivimos.  Este  implaca- 
ble enemigo  del  progreso  y  de  cuanto  encierra  de  divino  el' 
corazón  humano  no  tardó  en  encontrar  en  un  Ministro  de 
Justicia,  para  quien  el  hábito  hacia  al  monje,  y  en  un  Deca- 
no universitario,  de  éstos  que  llaman  pasados  por  agua  los 
españoles,  los  instrumentos  que  necesitaban  par:i  hostilizar 
a  la  colonia. 

Por  poco  grato  que  me  sea,  como  chileno,  traer  a  la  me- 
moria estos  hechos,  fuerza  es  consignarlos  aquí,  para  que  se 
vea  cuan  en  menos  se  miraba  entonces  la  inmigración,  y  con 
cuánto  desembarazo  se  adoptaban  las  medidas  más  inconsul- 
tas, con  tal  que  ellas  fuesen  encaminadas  en  su  daño. 

Había  en  los  terrenos  de  una  antigua  y  abandonada  Mi- 
sión un  manzanar,  como  los  hay  a  cada  paso  en  medio  de 
los  bosques  de  Valdivia.  Pasaba  el  camino  público  por  el 
manzanar,  los  pasajeros  alojaban  bajo  los  árboles,  y  los  ani- 
males en  que  cabalgaban,  para  mayor  seguridad,  los  ence- 
rraban en  un  corral  de  altos  estacones,  que,  según  lo  decía  la 
tradición,  había  servido  de  paredes  a  la  primitiva  iglesia  mi- 
sional. Oomo  terreno  que  nadie  disputaba  al  Fisco,  fué  aquel 
lugar  distribuido  en  pequeñas  hijuelas  a  varias  familias  de 
inmigrados,  y  para  que  éstas,  mientras  se  instalaban,  fuesen 
menos  molestadas  por  las  lixivias,  tuvo  el  Agente  la  desgracia- 


373  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


da  idea  de  hacer  enderezar  los  estacones,  de  echar  sobre. eUo5 
un  techo  de  tablas  y  de  convertir  aquel  asilo  de  animales  en 
asilo  de  racionales. 

El  cura  no  podía  conformarse  con  la  pérdida  de  sus  man- 
zanas, pues  las  tenía  como  gajes  naturales  del  curato,  y  para 
recobrarlas  hizo  que  algunos  indios  se  presentasen  pidiendo 
o  el  restablecimiento  de  la  misión,  o  la  devolución  de  los  te- 
rrenos que  sus  antepasados  habían  cedido  para  ella.  ¿Qué 
antepasados  eran  esos  ni  qué  herederos  eran  éstos?  Nadie  po- 
día adivinarlo;  pero,  ¡para  qué  pararse  en  pelillos!  Maniobra 
era  ésta  que  todos  los  días  se  repetía  para  dar  supuestos  due- 
ños a  terrenos  que  querían  adquirir  positivos  compradores. 
Salió,  pues,  de  Valdivia  una  comisión  de  indios,  bien  alec- 
cionada, y  se  presentó  contra  el  Agente  ai  Ministro  de  Justi- 
cia, quien,  sea  dicho  de  paso,  tal  era  el  cariño  que  tenía  a  La 
inmigración,  que  sin  pedir  informe,  ni  siquiera  calcular  el  al- 
cance de  una  inconsulta  resolución,  dictó  para  el  Agente  una 
orden  parecida  a  ésta:  Por  muy  importante  que  sea  la  co- 
lonización, usted  procederá  inmediatamente  a  devolver  a  los 
indios  los  terrenos  de  la  Misión  de  Cuyunco,  ¡indebidamen- 
te repartidos  a  las  familias  alemanas! 

Ya  tenían  esas  familias  sus  casitas  y  muchos  trabajos 
principiados  en  sus  hijuelas,  ya  habían  escrito  a  Europa  man- 
dando los  planos  de  ellas  y  llamando  a  sus  deudos  y  a  sus 
amigos.  ¿Adonde  hubieran  ido  a  parar  el  crédito  y  la  serie- 
dad de  los  ofrecimientos  del  Gobierno,  si  no  hubiera  expre- 
sado el  Agente  el  propósito  de  desobedecer  orden  tan  incon- 
sulta? 

Si  esto  hacían  las  autoridades  superiores,  ¿qué  cosa  ha- 
bría reservada  para  las  subalternas,  siempre  que  el  provecho 
les  hacía  intervenir  en  los  asuntos  de  la  colonia?  Ya,  pues, 
amparaban  detentaciones  de  terrenos,  haciéndolos  devolver 
a  supuestos  dueños,  ya  la  privaban  con  necios  pretextos  del 
enganche  de  peones  para  el  trabajo  de  los  caminos,  sin  cuya 
existencia  no  podía  llevarse  a  cabo  ningún  repartimiento  de 
propiedades,  o  ya  reclamaban  de  atropellos  de  supuesta  ju- 
risdicción, sin  tener  para  nada  en  cuenta  el  supremo  decreto 
de  27  de  junio  de  1853  que  sometió  el  territorio  colonial  a  un 
régimen  especialísimo  bajo  la  dependencia  inmediata  del  Pre- 
sidente de  la  República  y  no  de  otra  alguna.  El  Agente  del 
Gobierno  en  la  colonia,  desempeñaba  las  veces  de  goberna- 
dor en  ella,  y  los  subdelegados  e  inspectores  del  distrito  colo- 
nial eran  nombrados  por  él  con  la  sola  aprobación  del  Pre- 
sidente . 

Excuso  repetir  el  porqué  de  tan  plebeya  hostilidad  y  de 
especificar  los  actos  que  de  ella  emanaban,  para  limitarme  a 


RECUERDOS     DEL     PASADO  379 

referir  un  solo  hecho  que  da  la  medida  de  la  enormidad  de 
los  demás. 

Llamáronme  asuntos  del  servicio  a  la  capital  y  al  ausen- 
tarme, después  de  darle  a  reconocer  a  las  autoridades  chilo- 
tas,  dejé  haciendo  mis  veces  en  la  colonia  a  don  Santiago 
Foltz,  inmigrado  idóneo,  prudente  y  entusiasta  por  el  ade- 
lanto de  lo  que  él  llamaba  con  encanto  su  nueva  patria.  Juz- 
gúese de  mi  sorpresa  cuando  a  mi  regreso  me  encuentro  con 
la  colonia  abandonada;  con  los  míseros  colonos  desenterran- 
do las  papas  que  habían  sembrado,  para  no  perecer  de  ham- 
bre, y  con  mi  representante  detenido  preso  como  un  criminal 
en  la  inmunda  cárcel  de  Calbuco. 

He  aquí  lo  que  había  ocurrido:  el  Gobernador  de  esa  al- 
dea, que  especulaba  en  tablas  como  tantos  otros,  había  orde- 
nado al  Agente  interino  que  le  remitiese  presos  a  los  tableros 
que,  por  trabajar  en  los  caminos  de  la  colonia,  no  cumplían 
con  los  contratos  que  habían  celebrado  en  Calbuco.  Foltz  con- 
testó que  en  la  colonia  había  jueces,  y  que  sin  el  fallo  de  és- 
tos no  consentiría  que  se  atropellase  a  unos  camineros  con- 
tratados por  mí  y  que  tantísima  falta  hacían  donde  estaban. 
Furioso  el  Gobernador  con  esta  negativa,  señaló  al  mismo 
Foltz  un  plazo  perentorio  para  ponerse  en  su  presencia,  y 
como  ni  esto  pudo  conseguir,  le  mandó  arrestar  con  soldados 
y  le  encerró  en  la  cárcel  de  Calbuco.  Semejante  atentado  no 
sería  creíble  si  no  tuviese  yo  en  mi  poder,  como  tengo,  para 
atestiguar  cosas  increíbles,  un  documento  parecido  a  éste, 
que  al  pie  de  la  letra  copio: 

"Calbuco,  septiembre  Lo  de  1853. 

El  inspector  Toribio  Pozo  en  el  momento  que  reciba  es- 
ta orden,  le  ordenará  al  alemán  Santiago  Foltz  que  se  embar- 
que en  la  balandra  que  al  efecto  mando  para  traerlo,  y  si  no 
quisiere  obedecer  o  tratare  de  resistirle,  léale  usted  esta  or- 
den a  presencia  de  testigos,  y  amonéstelo  a  que  obedezca; 
pero  si  persistiese  en  no  obedecer,  entonces  con  la  gente  que 
mando  y  usted  mismo,  procedan  a  tomarlo  por  fuerza  y  em- 
barcarlo amarrado.  Agale  saber  allí  que  el  gasto  de  traerlo 
tiene  que  pagarlo  aquí.  —  Firmado:  Ricardes." 

Pero  esto  no  bastaba:  el  ataque  contra  la  colonia  no  debía 
provenir  sólo  de  autoridades  mal  aconsejadas;  era  preciso 
que  el  graznido  de  la  calumnia  surgiese  del  seno  mismo  de 
una  corporación  creada  para  dirigir  la  educación  y  fomentar 
la  moralidad;  y  el  empeño  consiguió  su  propósito. 

Es  la  naturaleza  tan  amiga  de  contrastes,  que  hasta  en 


380  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

esa  aduana  del  saber  que  lleva  entre  nosotros  el  nombre  de 
Universidad,  para  hacer  creer  con  él  que  no  hay  cosa  que 
no  sepa,  tuvo  la  malicia  de  colocar  al  lado  de  todo  un  Bello 
a  todo  un  grandísimo...  inocente  que,  acordándose  que  ha- 
bía alcanzado  a  ser  ha^ta  decano,  se  le  ocurrió,  el  día  que 
menos  se  esperaba,  desarrollar  ante  los  ojos  de  aquel  docto 
cuerpo  un  cuadro  tan  tétrico  y  lacrimoso  del  estado  en  que 
la  colonia  estaba  poniendo  al  país,  que,  espantados  los  sa- 
bios, elevaron  al  momento  lo  que  ocurría  al  conocimiento  del 
Ministro  de  Instrucción  Pública,  de  Culto  y  de  Justicia. 

Decíale  en  aquel  espantable  papelote  que  la  propaganda 
protestante  todo  lo  estaba  invadiendo,  que  eran  protestan- 
tes los  profesores  de  las  escuelas,  protestantes  los  seductores 
de  las  mujeres,  y  protector  de  protestantes  el  Agente  que, 
a  fuer  de  ma^ón,  el  día  de  San  Juan  Bautista  profanó  tem- 
plos con  escandalosas  orgías.  Y  concluía  con  un  pliego  entero 
de  reflexiones,  de  las  cuales  copio  los  primeros  renglones  que 
dicen  así:  "A  vista  de  estos  acontecimientos,  con  cuánta  ra- 
zón temían  los  buenos  ciudadanos  la  fundación  de  esta  co- 
lonia, y  con  cuánta  justicia  pronosticaban  y  lamentaban  en 
su  corazón  estos  y  otros  males,  etc." 

Con  la  lectura  de  semejante  documento,  ¿qué  idea  se  for- 
marían de  nosotros  los  extranjeros?  Y  ¡qué  idea  se  formarán 
lo  que  en  estos  reglones  leyeren  de  la  veracidad  con  que  se  ata- 
caba la  colonia,  cuando  sepan  que  el  día  de  San  Juan  Bau- 
tista, elegido  por  el  calumniador  para  denigrar  la  conducta 
dei  Agente,  ese  mismo  día  sufría  ese  pobre  funcionario,  pos- 
trado en  una  cama,  las  crueles  consecuencias  de  un  nuevo 
naufragio  en  el  cual  casi  había  perecido,  por  buscar  para  la 
inmigración  terrenos  que,  por  la  distancia  y  por  la  ausencia 
de  manzanares,  estuviesen  fuera  del  entrometimiento  de  los 
detentadores,  de  los  curas  y  de  los  decanos  de  las  Univer- 
sidades! 

No  todo,  sin  embargo,  daba  motivos  para  desesperar. 
Montt  y  Varas  velaron  sobre  la  suerte  de  la  colonia,  y  con 
semejantes  custodios  era  imposible  no  llegar  con  ella  a  feliz 
término. 

Inauguróse  la  colonia  de  Llanquihue  el  12  de  febrero  de 
1853,  día  elegido  por  el  Agente  para  agregar  un  grano  más 
de  arena  a  la  base  del  hermoso  monumento  de  gloria  que  ese 
día  simboliza  entre  nosotros;  y  al  trazar  los  cimientos  de 
la  población  que  debía  servir  de  centro  a  este  establecimiento 
colonial,  se  le  dio  el  nombre  de  Puerto  Montt,  leve  homena- 
je que  tributaban  los  fundadores  de  ese  pueblo  a  la  memoria 
del  autor  de  la  ley  de  18  de  noviembre  de  1845,  llamado  en- 
tonces por  los  pueblos  a  ponerla  él  mismo  en  ejecución. 


RECUERDOS    DEL    PASADO  381 


Hay  en  Chile,  como  legado  español,  la  incalificable  ma- 
nía de  dar  el  mismo  nombre  a  multitud  de  cosas  diferentes:: 
así  se  dice,  provincia  de  Aconcagua,  rio  Aconcagua;  provin- 
cia de  Santiago,  ciudad  de  Santiago;  provincia  de  Valdivia, 
río  Valdivia,  ciudad  de  Valdivia.  Ahora,  porque  oyeron  decir 
que  en  el  territorio  llamado  Melipulli  existia  un  pueblo  de 
reciente  fundación  ha  de  llamársele  Melipulli  (aunque  seme- 
jante denominación  de  ciudad  no  se  encuentre  en  mapa  geo- 
gráfico ninguno) ,  y  no  Puerto  Montt,  conocido  de  tiempo  atrás 
hasta  en  Europa.  Melipulli  es  el  nombre  de  un  territorio  si- 
tuado en  la  costa  del  norte  del  seno  de  Reloncavi;  Callenel  es 
una  sección  de  ese  territorio,  y  en  Callenel  fué  donde  se  echa- 
ron los  cimientos  de  ese  pueblo  cuyo  nombre  se  quiere  en  vano 
hacer  olvidar.  Llámese,  pues,  Callenel,  y  no  Melipulli  si  se  quie- 
re perpetuar  el  sistema  español,  y  con  él  negar  al  César  lo  que 
sólo  al  César  pertenece. 

Sigamos  ahora,  por  un  momento,  a  la  colonia  en  su  mar- 
cha. En  ese  mismo  año  se  repartieron  entre  los  colonos  los 
emboscados  campos  cuyos  frentes  al  camino  pudieron  ser 
medidos;  y  se  declaró,  por  decreto  supremo  de  27  de  Junio  de 
1853,  territorio  de  colonización  sometido  a  un  régimen  espe- 
cial, aquel  que  se  encontraba  comprendido  entre  la  costa 
septentrional  del  seno  de  Reloncavi  con  algunas  de  sus  islas 
y  los  terrenos  incendiados  del  valle  central  de  Osomo,  hasta 
donde  alcanzaban  sus  árboles  carbonizados.  Tenía  por  lími- 
tes: al  oriente  los  Andes,  y  al  poniente,  lineas  imaginarias- 
que  pasaban  por  bosques  desiertos  e   intransitables. 

El  rigor  del  invierno  de  ese  mismo  año  inutilizó  todos  los 
trabajos  coloniales  y  expuso  al  colono  a  perecer  de  hambre. 

El  invierno  de  1854  fué  cruel  como  el  anterior,  y  la  fera-" 
cidad  del  suelo  virgen  y  recién  preparado  inutilizó  las  Siem- 
bras de  granos,  ahogándolos  el  exceso  de  su  propio  creci- 
miento. 

En  1855,  el  Gobierno  se  vio  en  la  precisión  de  decretar 
nuevos  auxilios  para  esos  desgraciados  pobladores,  sobre  cu- 
yos sembrados  se  había  batido  una  plaga  de  aves  que  todo  lo 
destruyó. 

En  1861,  esto  es,  seis  años  después  de  tan  crueles  contra-: 
tiempos,  fué  tal  la  importancia  que  había  alcanzado  el  terri- 
torio de  colonización  con  la  presencia  de  ese  puñado  de  in- 
migrados, que  se  creyó  justo  elevarlo  al  grado  de  cabecera  de 
provincia,  incorporándole,  para  formarla,  los  antiguos  de- 
partamentos de  Valdivia  y  Chiloé,  Osorno  y  Carelmapu. 

Ya  por  sí  solas  estas  fechas  dicen  mucho.  Nosotros,  sin 
embargo,  no  seguiremos  a  la   coloniu   como  .sección   política, 


382-  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


Sino  como  simple  territorio  de  colonización  establecido  en  la 
provincia  de  Llanquihue. 

La  risueña  y  pintoresca  aldea  de  Puerto  Montt,  nacida 
tan  poco  ha  de  entre  el  fango  y  las  selvas  de  un  lejano  des- 
poblado, contrasta  con  su  plenitud  de  vida,  su  activa  anima- 
ción, y  el  contento  de  sus  habitantes,  con  el  mustio  silencio 
y  el  desgreño,  que  son  la  carcoma  de  los  pueblos  prematu- 
ramente envejecidos  que  la  rodean. 

¿Cuáles  pueden  ser  las  causas  que  han  influido  en  la 
temprana  decrepitud  de  aquellos  pueblos  que  en  otro  tiempo 
merecieron  el  nombre  de  importantes?  A  mi  ver,  es  sencilla 
la  respuesta:  los  españoles,  cuando  la  conquista,  guerreaban 
y  fundaban  ciudades  al  mismo  tiempo;  y  como  a^í  prose- 
guían el  curso  de  sus  victorias,  como  volvían  atrás  a  favore- 
cer sus  primeras  poblaciones  amagadas  por  la  indiada,  es 
evidente  que,  para  echar  los  cimientos  de  sos  pueblos,  sólo 
atendieran  a  la  importancia  estratégica  de  la  plaza,  sin  cui- 
dar de  investigar  si  aquel  lugar  quedaba  mercantilmente  co- 
locado, y  mucho  menos,  si  podrían  retirarse  los  destacamen- 
tos militares  que  le  daban  vida  artificial,  sin  hacer  peligrar 
su  existencia.  Para  nadie  es  un  misterio,  en  el  dia,  que  hay 
en  el  mundo  pueblos  necesarios  y  pueblos  que  no  lo  son.  A 
esta  última  clase  pertenece  un  gran  número  de  aquellos  que 
fundaron  los  españoles  en  Chile,  y  que,  destinados  a  extin- 
guirse pronto,  sólo  deben  la  prolongación  de  su  agonía  a  la 
costumbre  de  considerarlos  como  pueblos  necesarios,  y  a  la 
de  estar  haciendo  en  ellos  gastos  que  a  nada  conducen,  Si 
al  motivo  de  la  mala  elección  para  fundar  un  pueblo  me  fue- 
ra permitido,  sin  ofender  susceptibilidades  de  raza,  agregar 
algunos  otros,  me  limitaría  a  indicar  que  a  nuestra  san- 
gre, más  que  a  otra  cosa,  debemos  achacar  todo  nuestro  des- 
greño y  nuestro  atraso. 

Puerto  Montt  es  pueblo  necesario,  por  ser  parte  de  un 
seguro  y  cómodo  puerto  colocado  por  la  mano  de  la  natura- 
leza en  el  centro  de  la  gran  producción  de  los  alerces,  en  el 
promedio  de  las  costas  marítimas  de  la  colonia,  y  a  muy 
cortas  distancias  de  los  centros  rurales  y  fabriles,  tanto  de 
ella  como  del  rico  departamento  de  Osorno,  que  antes  no 
tenía  por  dónde  exportar  sus  abundantes  frutos. 

Ocupan  los  modestos  pero  cómodos  y  vistosos  edificios 
de  esta  improvisada  cabecera  de  provincia,  un  trazado  de  ciu- 
dad muy  superior  en  bondad  al  de  las  demás  poblaciones  de 
la  República,  tanto  por  la  anchura  de  sus  calles  y  la  peque- 
nez relativa  de  sus  manzanas,  cuanto  por  su  perfecto  nivel, 
sus  espaciosas  aceras,  y  el  asiento  asignado  a  sus  edificios 
públicos;    asignación  que   consulta,  sin   dejar  sitios  vacantes. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  383 

todas  las  necesidades  futuras  de  una  moderna  población.  Allí 
no  se  .ve  la  inexorable  cárcel  ocupando  el  primer  asiento  en 
la  plaza  principal,  mostrando  su  eterna  reja  y  su  asqueroso 
séquito  a  los  ojos  del  comerciante  y  del  extranjero.  Hay  en 
el  pueblo  lugares  especiales  para  el  soldado  y  para  el  cas- 
tigo, así  como  los  hay  para  el  comercio  y  para  el  solaz  de  sus 
habitantes.  La  primera  plaza  pública  que  tuvo  en  Chile  jar- 
dín fué  la  de  Puerto  Montt.  y  no  lucen  ciertamente  más  en 
ella  los  árboles  exóticos  tan  codiciados  en  el  dia,  que  los  vis- 
tosos de  permanente  verde  y  no  comunes  flores  que  han  ador- 
nado siempre  nuestras  selvas.  Construye  en  la  actualidad  una 
vasta  y  hermosa  iglesia  parroquial,  y  hay,  entre  tanto,  en 
actual  servicio  dos  capillas,  una  católica  y  otra  prote.stante. 
El  hospital,  también  en  ejecución,  llama  ya  la  atención  por 
lo  espacioso  y  cómodo;  y  los  dos  panteones,  para  católico  uno 
y  el  otro  para  disidentes,  a  pesar  de  lo  aterrador  de  sus  des- 
tinos, constituyen  por  su  situación  y  sus  adornos,  un  verda- 
dero paseo.  Hácese  también  notar  la  recova,  y  muy  especial- 
mente, el  cuartel  de  guardias  nacionales,  que  agrega  a  lo  es- 
pacioso de  su  patio  y  comodidad  de  sus  edificios,  un  exterior 
de  forma  graciosa  y  esmerada.  La  escribanía,  la  cárcel,  la  bi- 
blioteca departamental,  cuentan  con  departamentos  propios, 
así  como  cuatro  escuelas:  dos  nacionales  y  dos  privadas. 

El  cómputo  que  se  ha  hecho  de  la  población  urbana  de 
esta  aldea  hace  alcanzar  a  2.500  personas  el  total  de  sus  mo- 
radores; y,  sin  embargo,  cuenta  ya  con  una  sociedad  orfeó- 
nica perfectamente  organizada;  con  un  cuerpo  de  Bom.beros 
voluntarios  servido  con  dos  bombas,  institución  que  entró  con 
los  extranjeros  a  Llanquihue,  sin  que  fuese  necesario  para 
crearla  la  presencia  de  una  espantosa  hoguera  como  la  de 
la  Compañía,  que  fué  la  que  creó  definitivamente  el  cuerpo 
de  Bomberos  voluntarios  de  Santiago;  y  por  último,  cuenta 
también  con  la  -más  rica  biblioteca  departamental  de  la  Re- 
pública, establecimiento  que  debió  al  Ministro  Errázuriz  en 
su  Memoria  de  Justicia  de  1865  este  sentido  elogio:  "Este  es- 
tablecimiento se  encuentra  en  el  más  satisfactorio  estado  de 
arreglo  y  de  prosperidad,  debido  al  entusiasmo  de  los  vecinos 
y  especialmente  al  de  los  alemanes". 

Cada  casa,  por  modesta  que  sea  la  fortuna  de  quien  la 
habita,  posee,  aunque  en  pequeña  escala,  todas  las  comodi- 
dades que  sabe  proporcionarse  el  europeo;  en  todas  reina  el 
más  prolijo  aseo,  y,  a  falta  de  mejor  ornato,  no  hay  una  que 
no  exhiba,  tras  las  limpias  vidrieras  de  sus  ventanas  a  la 
calle,  grandes  macetas  de  flores  escogidas.  Sus  amueblados, 
hechos  todos  con  maderas  del  país  y  por  ebanistas  de  primer 
orden,  son   cómodos   y  lucidos   al   mismo   tiempo.  En   Puert-o 

Recuerdo. — 13 


384  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Montt  no  se  comprende  que  pueda  nadie  edificar,  sin  desig- 
nar antes  que  nada  el  lugar  que  puede  ocupar  el  jardin.  En 
todos  ellos,  alternando  con  las  flores  y  las  legumbres  tempra- 
neras, se  ven  árboles  cargados  de  frutos  cuya  posibilidad  de 
cultivo  sólo  ahora  comienzan  a  creer  realizables  los  enveje- 
cidos moradores  de  los  contornos.  Molinos,  curtidurías,  cer- 
vecerías, fábricas  de  espíritu,  excelentes  panaderías,  artesa- 
nos para  todos  los  oficios  y,  en  general,  cuantos  recursos  y  co- 
modidades tienen  asiento  en  las  grandes  ciudades,  salvo  el 
teatro  y  la  imprenta,  existen  en  aquella  población  modelo, 
que,  por  un  rasgo  que  le  es  característico,  persigue  como  cri- 
men la  mendicidad. 

El  aspecto  de  aquel  naciente  pueblo,  rodeado  de  colinas 
limpias  y  sometidas  a  un  esmerado  cultivo,  y  el  recuerdo  de 
lo  que  fué,  dan  la  medida  exacta  de  lo  que  debe  ser,  cuando 
se  ve  que  en  tan  corto  tiempo  aquello  que  en  menos  se  tenía 
es  ya  tanto. 

Media  entre  Puerto  Montt  y  la  laguna  de  Llanquihue,  en 
cuyas  pintorescas  márgenes  tiene  la  colonia  su  principal 
asiento,  poco  trecho  más  de  cuatro  leguas,  andando  de  sur 
a  norte.  Un  costoso  y  bien  sostenido  camino  carretero  atra- 
viesa aquel  espacio  ocupando  el  lugar  de  la  fangosa  y  primi- 
tiva senda  donde  perecieron  los  desventurados  Wehle  y  Lin- 
cke.  Las  primeras  dos  leguas  de  este  trayecto,  ya  firmemente 
consolidado,  tienen  por  base  una  zona  de  médanos  y  de  tupi 
das  raíces  que  allí  llaman  el  Tepual.  En  toda  esa  extensión, 
inútil,  por  ahora,  para  los  trabajos  agríí:olas,  sólo  llaman  la 
atención  del  viajero  el  aspecto  lejano  de  la  sombría  selva  em- 
pujada por  el  hacha  y  el  fuego  a  más  o  menos  distancia  del 
camino;  los  muchos  fantasmones  de  troncos  carbonizados  que 
apenas  se  sostienen  sobre  sus  descarnadas  raíces;  los  restos 
esqueletados  de  los  coihues;  las  gigantescas  bases  de  los  aler- 
ces derribados  cuyas  poderosas  cepas  ni  el  hacha  ni  el  fue- 
go han  logrado  aún  destruir,  y  tal  cual  choza  solitaria,  pun- 
to de  acopio  de  las  maderas  trabajadas  en  el  interior  del  bos- 
que y  llevadas  a  hombro  hasta  el  cargadero.  Diciembre,  Ene- 
ro, Febrero  y  Marzo,  época  del  corte  y  beneficio  de  las  ma- 
deras, llaman  también  la  atención  por  la  multitud  de  gente 
que  acude  a  este  lugar  desde  las  islas  más  lejanas  del  archi- 
piélago; todos  trabajan  a  un  tiempo,  todos  descalzos,  y  todos, 
mujeres,  viejos  y  niños,  cargan  a  hombro  tablas,  durmien- 
tes y  pesadas  vigas  al  lado  de  las  carretas  alemanas  de  cua- 
tro ruedas,  que  hacen  el  mismo  servicio. 

Termina  el  Tepual  en  el  extremo  de  una  larga  e  impro- 
visada calle  de  matorrales  llamada  Arrayán  y  abierta  entre 
las   corpulentas   cepas  de   una   antigua   mancha   de   alerces. 


RECUERDOS    DEL    PASADO  385 

Componen  el  Arrayán  dos  largas  hileras  de  casuchas,  cual 
más  incómoda  y  de  peor  aspecto,  pobladas  por  los  depen- 
dientes de  las  casas  del  pueblo  y  por  los  numerosos  agentes 
del  comercio  de  Calbuco  y  de  Ancud,  que  concurren  al  cam- 
bio de  maderas  con  abundantes  mercaderías  y  sostienen  una 
feria  activísima  de  cambio  durante  aquellos  meses  y  en  aquel 
singular  aduar  colocado  en  medio  de  una  selva.  A  las  prime- 
ras aguas  de!  invierno  la  gente  se  dispersa,  y  queda  conver- 
tido aquel  lugar  de  bullicio,  en  un  despoblado  con  casas  du- 
rante ocho  meses. 

Desde  la  terminación  del  Tepual  y  de  aquel  pequeño  po- 
blado para  adelante,  el  campo  cambia  totalmente  de  aspecto; 
dejando  atrás  la  naturaleza  en  bruto,  con  toda  su  imponente 
soledad,  se  da  principio  a  la  fértil  y  poblada  zona  de  terrenos 
que  forman  el  perímetro  de  la  laguna  de  Llanquihue. 

Al  separarse  del  bosque  no  puede  menos  el  viajero  de  fijar 
'Con  agradable  sorpresa  la  vista  en  un  singular  jardín  lleno 
de  vistosas  flores  y  colocado  en  el  corte  transversal  de  un 
alerce  derribado.  El  colono  alemán  saca  partido  hasta  de  las 
mismas  dificultades  que  no  puede  vencer.  En  el  patio  de  la 
casa  de  uno  de  ellos  se  encontró  la  gran  cepa  a  que  nos  re- 
ferimos; más  tiempo  perdía  en  destruirla  que  en  adornarla,  y 
sin  más  esperar,  aquel  estorbo  se  convirtió  en  un  caprichosí- 
simo jardín. 

Desde  allí  hasta  las  limpias  aguas  del  lago  se  ven  a  cada 
cinco  cuadras  dos  bonitas  casas,  una  frente  a  la  otra,  en  uno 
y  otro  lado  del  camino.  Cinco  cuadras  es  el  frente  de  cada 
propiedad  rural,  y  cada  una  constituye  con  sus  edificios  ha- 
bitables, sus  graneros,  sus  establos,  jardines,  arboledas,  po- 
treros y  sembrados,  máquinas  agrícolas,  conservatorios  y  ta- 
lleres de  alguna  industria  especial,  un  completo  aunque  mo- 
desto establecimiento  agrícola,  en  e!  cual  muchos  de  nues- 
tros opulentos  hacendados  tendrían  algo  que  aprender. 

Ciento  cuarenta  hijuelas  de  cien  cuadras  cada  uña  y 
diez  y  ocho  de  a  cincuenta,  rodean  el  norte,  parte  del  sur  y 
todo  el  poniente  del  hermoso  lago  de  Llanquihue,  que,  bajo 
una  forma  bastante  regular,  cuenta  como  cuarentas  leguas 
de  circunferencia;  y  en  las  fértiles  márgenes  del  Chamiza, 
cuyos  caprichosos  bajos  se  prolongan  más  de  una  legua  mar 
adentro,  se  encuentran  también  de  cinco  en  cinco  cuadras, 
quince  preciosas  hijuelas  cuyos  embarcaderos  fluviales  los 
tienen  en  las  mismas  casas. 

Cada  uno  de  los  predios  rústicos  de  la  colonia  sólo  se  dis- 
tingue de  los  demás  en  el  ejercicio  de  alguna  industria  nue- 
va, a  la  cual  se  presta  la  naturaleza  del  suelo,  o  en  el  grado 
de  riqueza  o  de  saber  del  colono  que  lo  posee. 


386  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

Así  en  Puerto  Octay  (Muñoz  Gamero),  (1),  sg  cultivan 
con  preferencia  la  linaza  y  el  nabo  para  convertirse  en  aceites 
que  ya  se  exportan  para  Valparaíso;  en  el  oriente  se  obser- 
van trabajos  de  cebada  perla  con  sus  máquinas  correspon- 
dientes; en  el'  Chamiza,  fábricas  de  tejido  de  lino  puro  y  mez- 
clas con  algodón  o  cáñamo;  aquí  se  activa  el  cultivo  de  la 
papa  para  su  conversión  en  aguardiente;  allí  se  construyen 
molinos  harineros  o  batanes  para  cascaras  taninas,  y  en 
todas  partes,  junto  con  el  movimiento  industrüal,  tobserwa 
con  gusto  el  que  aquello  recorre,  el  contento  y  el  bienestar. 

Existen  ya  limpias  de  troncos  y  de  cepas  y  sometidas  a 
un  inteligente  cultivo,  1.444  cuadras,  no  debiendo  perderse  de 
vista  para  apreciar  este  trabajo,  que  sólo  en  1856  comenza- 
ron a  llegar  algunos  emigrados  a  engrosar  el  número  redu- 
cido de  fundadores;  y  que  cuesta  más  tiempo  y  dinero  poner 
una  de  esas  cuadras  de  suelo  enmontado  en  estado  de  cul- 
tivo, que  comprarlas  a  precios  subidos  en  el  norte  de  la  Re- 
pública, desde  Molina  hasta  Carelmapu  (2). 

En  1858  ya  la  colonia  comenzaba  a  satisfacer  con  sus 
productos  sus  propias  necesidades,  y  aun  cuando  el  número 
de  pobladores  de  todas  edades  y  sexos  alcanzaba  sólo  a  789 
pudieron  presentar  230  cuadras  en  estado  de  cultivo. 

De  colonias  agrícolas  de  tan  reducida  población  como  la 
nuestra,  poco  hay,  sin  duda,  que  exigir  en  materia  de  indus- 
trias; sin  embargo,  ese  poco  que  puede  exigirse  de  ella  y 
su  principio,  a  llenar  un  vacio  muy  notable  al  lado  del  que 
que  existe  ya,  está  llamado,  por  el  acierto  incuestionable  de 
han  sabido  llenar  en  la  industria  chilena  la  vid,  la  abeja  y 
el  gusano  de  seda. 

Estas  industrias,  todas  nuevas  y  miradas  en  su  origen  con 
el  sarcástico  desprecio  con  que  mira  lo  que  no  comprende  la 


íl)  No  he  podido  atinar  con  el  significado  ni  ki  opurtiinidai 
del  nombre  Octay,  que  substituye  ahora  al  de  Muñoz  Gamero, 
nombre  que  existe  en  documentos  oficiales  desde  los  primeros 
tiempos  de  la  Colonia.  A  ese  malogrado  y  benemérito  marino  chi- 
leno 'debemos  los  planos  hidrográficos  de  las  lagunas  de  Llanqui- 
hue  y  Esmeralda;  a  él,  por  las  ideas  que  comunicó  al  Agente  de  la 
Colonización,  se  debe  al  empeño 'tenaz  de  aquel  empleado  en 
franquear  el  camino  del  puerto  a  la  laguna,  camino  que  dio  a  la 
colonia  miles  de  cuadras  de  excelente  suelo.  Puerto  Octay,  cuando 
fué  elegido  por  el  Agente  como  punto  preciso  de  recalada  para 
las  embarcaciones  que  servían  áe  puente  entre  el  norte  y  el  sur 
de  la  laguna,  no  tenía  nombre  ninguno  como  tamvwco  lo  tenía 
ni  la  misma  costa  donde  se  encontraba.  La  reciente  catá^rofe  de 
Magallanes  y  el  recuerdo  de  los  servicios  por  él  prestados,  hizo 
que  el  agente  diese  a  conocer  aauel  pequeño  y  pintoresco  p'Uerto 
icon  el  nombre  del  malogrado  jefe. 

(á)  Él  jornal  del  peón  nunca  bíija  úv  cincuenta  cciil.úvos  y 
muchas  veces  llega  a  setenta  y  cinco. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  387 


satisfecha   ignorancia,   han   alcanzado  lo  que  pocos  se   ima- 
ginaban que  alcanzasen. 

Hemos  visto,  con  justo  orgullo,  que  la  primera  concurrió 
con  sus  productos  al  país  mismo  de  los  viñedos,  y  que  obtuvo 
en  él  el  premio  debido  a  su  perfección;  que  la  segunda,  no 
sólo  ha  excluido  del  comercio  de  importación  las  ceras  y  las 
mieles,  sino  que  ha  ido  con  las  naciones  a  disputar  el  mer- 
cado 'cn  bondad  y  en  baratura  hasta  en  la  casa  misma  de 
sus  antiguos  proveedores;  y  por  último,  que  a  causa  del  in- 
terés de  la  seda,  se  vean  obligados  los  sericícolas  a  buscar  a 
los  chilenos  para  obtener  de  éstos  la  excelente  semilla  de 
gusanos  que  está  regenerando  en  el  día  la  mala  calidad  de 
la  europea. 

El  cultivo  de  la  linaza  y  el  planteo  de  las  industrias  que 
de  ella  se  desprenden,  sigue  en  la  colonia  en  silencio  y  sin 
mendigar  la  protección  del  privilegio,  una  marcha  que  le 
asegura  los  má.s  felices  resultados.  El  aceite  secante,  esto  es, 
el  preparado  ya  para  la  pintura  al  óleo,  se  exporta  y  se  vende 
mucho  más  barato  que  aquél  que  se  introducía  de  Valparaí- 
so. Con  los  tejidos  de  la  fibra  del  lino  visten  muchas  familias, 
y  las  más  acomodadas  usan  manteles  nacionales  de  hilo  ada- 
mascado. 

El  cultivo  de  la  papa  en  su  paLs  natal  exigía  naturalmente 
una  industria  que  utilizase  el  sobrante  anual  de  aquella  subs- 
tancia alimenticia;  liase,  pues,  llenado  esa  importante  nece- 
sidad con  dos  fábricas  que  funcionan  con  el  mejor  éxito. 

La  siembra  de  cebada  alimenta  dos  industrias  importan- 
tes: la  de  cebada  perla  y  la  de  cervecerías,  cuyos  productos 
procuran  en  vano  imitar  los  cerveceros  del  norte. 

Salazones,  curtidurías,  batanes  para  cascaras,  fábricas  de 
tejidos  de  mimbre,  existen  de  tiempo  atrás  en  la  colonia,  y 
la  industria  colmenera  ya  empieza  a  tomar  cuerpo  en  el  lu- 
gar nativo  de  las  flores. 

En  el  trayecto  desde  la  cabecera  de  la  colonia  hasta  las 
últimas  posesiones  alemanas  existen  seis  molinos  harineros, 
que,  aunque  de  una  sola  parada  de  piedras,  tienen  todas  la.s 
máquinas  y  aparatos  para  la  perfección  de  las  harinas,  y  otro 
de  tres  paradas;  cuatro  máquinas  aserradoras,  tres  movidas 
por  agua  y  una  por  vapor;  dieciocho  máquinas  de  aventar 
trigos,  todas  construidas  allí  mismo;  una  trilladora  a  vapor;  y 
cn  cuanto  a  las  pequeñas  industrias  inseparables  de  las  gran- 
des poblaciones,  como  ser  sastrerías,  carpinterías,  ebanisterías, 
etc.,  ya  he  tenido  ocasión  de  decirlo,  no  falta  ninguna. 

La  rápida  ojeada  que  he  echado  sobre  la  agricultura  y  la 
naciente  industria  de  la  colonia,  nos  conduce  naturalmente  a 


388  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

examinar,  aunque  sea  muy  por  encima,  su  comercio  aún  en 
embrión. 

Puede  decirse  que  no  existía,  antes  de  la  fundación  de  la 
colonia,  más  vida  mercantil  en  las  solitarias  caletas  del  seno 
de  Reloncaví,  que  aquella  que  le  daba  en  los  veranos  ia  venta 
del  alerce  que  se  trabajaba  en  los  bosques  más  inmediatos  a 
la  marina;  y  aun  esa  venta  comenzaba  a  hacerse  menos  ac- 
tiva por  falta  de  caminos  que  facilitaren  la  extracción  de  los 
alerces  interiores,  estando  ya  los  de  la  costa  enteramente 
agotados. 

Llévanse  estas  maderas  en  bongos,  botes  y  lanchones 
en  cuya  construcción  se  empleaban  costuras  de  esparto  en  vez 
de  clavos,  al  antiguo  y  conocido  fuerte  de  Calbuco;  este  pK)- 
blanchón.  constituido  en  factorías  de  ventas  y  compras  de  ma- 
dera por  encontrarse  a  medio  del  camino  entre  el  lugar  de  la 
produción  y  el  de  la  exportación,  que  lo  era  entonces  San  Car- 
los de  Ancud,  arrastraba  una  existencia  muy  precaria. 

En  Calbuco  se  encontraban  los  dependientes  y  las  tiendas 
sucursales  de  los  almaceneros  de  Ancud,  y  como  el  dinero  no 
se  conocía  en  aquellos  afortunados  lugares,  habían  inventado, 
para  facilitar  las  transacciones  y  las  ventas  al  menudeo,  la  mo- 
neda tabla,  que  era  entre  ellos  la  unidad  y  tenía  el  valor  no- 
minal de  un  real.de  la  antigua  moneda. 

En  cambio  de  los  centenares  de  reales-tablas  que  entrega- 
ba al  vendedor,  recibía  harina,  sal,  ají,  mucho  licor,  y  los  muy 
necesarios  artículos  ultramarinos  para  satisfacer  las  pocas  ne- 
cesidades de  hombres  que  por  constitución  andaban  descalzos 
y  llevaban  una  vida  muy  semejante  a  la  de  los  indígenas. 

Con  la  fundación  de  la  colonia  en  el  mismo  centro  de  don- 
de se  exportaban  aquellas  maderas  que  se  iban  a  vender  a 
Calbuco,  hubo  un  trastorno  general.  Las  sucursales  de  An- 
cud estacionadas  en  Calbuco  abandonaron  aquel  lugar  in- 
necesario para  venirse  a  establecer  a  Puerto  Montt;  muchos 
cortadores  de  oficio,  de  maderas,  halagados  por  la  presencia 
de  un  pueblo  que  desde  sus  primeros  pasos  ostentaba  vida 
propia,  abandonaron  sus  aduares  por  vida  más  civilizada,  y 
poco  a  poco  fueron  desapareciendo  los  bongos  y  lanchones 
de  costura,  para  dar  lugar  a  hermosas  balandras  y  en  segui- 
da a  grandas  embarcaciones,  tanto  extranjeras  como  naciona- 
les, que  llegan  de  varios  puntas  a  la  carga  de  madera.s  a  Puer- 
to Montt. 

Hasta  e)  año  1855  necesitó  la  colonia,  com.o  lo  hemos  di 
cho.  hasta  suplementos  de  substancias  alimenticias;  y  el  co- 
lono, demasiado  ocupado  en  los  afanes  de  su  trabajoso  esta- 
blecimiento, había  olvidado  el  recurso  de  las  maderas  explo- 
tadas cxclu.sivamente  por  el  chilote, 


RECUERDOS     DEL     PASADO  389 

El  año  1856  ya  comenzaron  los  aguardientes  de  la  colo- 
nia a  competir  con  los  que  venían  de  fuera. 

En  1860  ya  se  ve  figurar  al  inmigrado  en  el  negocio  de  las 
maderas,  y  el  movimiento  mercantil  del  año  de  1861  alcanzó, 
según  datos  oficiales,  a  284.759  pesos. 

La  sierra  mecánica  comienza  ya  a  reemplazar  los  efec- 
tos destructores  del  hacha  en  aquellos  valiosos  bosques;  y  los 
caminos  que  se  abren  día  a  día,  selva  adentro,  asi  como  los 
carros  de  cuatro  ruedas  puestos  en  acción  en  ellos,  proporcio- 
nan al  comercio  ricas  maderas  que  sólo  se  exportaban  antes 
en  lastimosas  fracciones. 

Los  artefactos  y  frutos  agrícolas  a  que  hemos  aludido  y 
que  vemos  ahora  aparecer  en  los  retomos,  son:  aguardientes 
y  espíritus  de  papas  y  de  granos,  cervezas,  cueros  curtidos, 
aceites  secantes  de  linaza,  salazones,  mantequilla,  avena  y 
centeno;  dejando  sin  mencionar  el  trigo,  la  harina,  la  cebada 
perla,  que  ya  empieza  a  exportarse,  asi  como  los  géneros  de 
hilo,  los  útiles  de  menaje  construidos  de  mimbres,  y  otras  pe- 
queñas industrias  cuyos  frutos  apenas  alcanzan  a  proveer, 
por  ahora,  a  la  demanda  interior. 

Tal  fué  el  origen  de  la  colonia  de  Llanquihue,  y  tales,  co- 
mo quedan  dichos,  los  motivos  que  la  alejaron  de  su  primitivo 
asiento  en  los  campos  valdivianos. 

Un  puñado  de  colonos  diseminados  en  las  desacreditadas 
playas  a  donde  se  les  condujo  por  necesidad,  habían  obrado 
en  aquellos  lugares  los  milagros  que  en  el  año  de  1860  ya  ad- 
miraban a  los  que  conocían  ia  geografía  de  su  país. 

Entre  esos  hijos  del  trabajo,  de  la  abnegación  y  de  la 
constancia,  nunca  se  oyó  resonar  la  voz  del  desaliento,  a  pe- 
sar de  las  angustias  que  los  sitiaron  desde  el  día  m¿smo  en 
que  pusieron  los  pies  en  Llanquihue,  pues  que,  sorprendidos 
por  uno  de  los  rigurosos  inviernos  en  los  lugares  donde,  atro- 
peli'ando  más  bien  que  venciendo  dificultades,  se  habían  es- 
tablecido, tuvieron,  por  falta  de  recursos,  que  consumir  las  se- 
millas que  tenían  para  sembrar,  que  desenterrar  las  papas  ya 
sembradas,  y  aun  que  matar  sus  animales  de  labor  para  no 
perecer  de  hambre. 

El  Agente  de  la  Colonización  escribía  entonces  a  su  inme- 
diato jefe  estas  palabras:  "Han  pasado  miserias,  hambres  y 
trabajos,  pero  sin  desmayar;  todo  lo  debemos  esperar  de  la 
cruda  prueba  a  que  han  sido  sometidas  la  constancia  y  la  fe 
de  estos  infelices  en  el  pasado  invierno.  Con  semejantes  ele- 
mentos, si  se  aumentan,  como  es  de  presumir,  veo  ya  seguro 
el  próspero  porvenir  de  la  colonia,  digan  lo  que  dijeren  sus  in- 
justos miopes  detractores".  (1). 


(1)   Diciembre  de  1853,  oficio  del  Agente  de  Colonización 


390  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


El  sórdido  interés,  el  fanatismo  y  la  calumnia,  la  hosti- 
lizaron en  su  apartado  asilo,  y  cuando  a  impulsos  de  estas 
contrarias  entidades,  el  entusiasmo  despertado  por  un  mo- 
mento en  el  norte,  en  favor  de  la  colonia,  comenzaba  a  des- 
mayar, el  Agente  sostenía  el  espíritu  de  sus  jefes  con  estas  con- 
soladoras palabras:  "Con  fe  perseverante  y  constancia,  este 
naciente  establecimiento  alcanzará  a  ser  antes  de  mucho,  la 
joya  del  sur  de  la  República". 

Siete  años  después,  el  viejo  chileno  que  estas  lineas  es- 
cribe, vio  con  la  pura  emoción  del  patriotismo,  realizado  su 
pronóstico. 


CAPITULO  XXIII 

Inmigración.  —  Población  cvlemana  en  Llanquihue  y  en  Val- 
divia en  1860.  —  Su  instrucción.  —  Influjo  de  su  contacto 
con  los  hijos  del  país.  —  Lamentable  pérdida  de  los  te- 
rrenos del  Estado.  —  Sacrificios  personales  del  Agente  pa- 
ra proporcionar  terrenos  a  los  inmigrados.  — Medios  de 
contener  semejante  mal. 

Tal  vez  no  pueda  señalarse  una  sola  de  las  infinitas  co- 
lonias que  año  a  año  fundan  en  los  despoblados  del  mundo 
los  activos  hijos  del  viejo  continente,  que  haya  necesitado  lle- 
varse diecisiete  años  para  poder  presentar  reunidos  un  nú- 
mero tan  insignificante  de  pobladores  extranjeros  como  los 
que  presenta  nuestra  colonia  de  Llanquihue.  Y  no  es  cierta- 
mente porque  a  nuestros  gobiernos  les  haya  faltado  indicacio- 
nes prácticas,  después  de  tan  dilatado  tiempo  de  tímidos 
ensayos,  sino  porque  la  inmigración  se  sigue  mirando  como  un 
objeto  de  lujo  y  no  como  una  apremiante  necesidad. 

La  inmigración,  entre  nosotros,  se  pospone  a  todo;  se 
pospone  a  un  edificio  público,  por  innecesaria  que  sea  su  cons- 
trucción. Al  mismo  tiempo  que  se  lamentaba  la  falta  de  fon- 
dos para  atender  a  las  necesidades  públicas,  se  presuponían 
nuevos  miles  para  continuar  la  construcción  del  edificio  que 
aquí  llamamos  Universidad.  Para  establecer  cómodamente  una 
fábrica  de  textos  forzosos  de  enseñanza,  se  decretaban  miles; 
para  la  inmigración  faltaban  fondos.  Tratóse  de  colonizar  las 
provincias  araucanas,  y  se  decretó  medio  millón  de  pesos  y 
en  seguida  más  miles  aun  para  el  sostén  de  las  tropas  cuya 
permanencia,  si  transitoria,  es  inútil,  y  si  constante,  gravo- 
sísima: y  de  nuevo  quedó  postergada  la  inmigración  extran- 
jera, única  que  sin  exterminar  al  colono  indígena,  pudiera  re- 
ducirlo al  estado  social. 

Con  ese  medio  millón  de  pesos  hubiéramos  podido  hacer 
llegar  al  territorio  indígena  dos  mil  familias  del  extranjero, 
con  un  personal  aproximativo  de  ocho  mil  almas;  y  sobrar  aun 
50.000  mil  pesos  para  haberle  provisto  de  armas  de  precisión. 
En  el  día  el  inmigrante  sólo  exige  que  se  le  costee  el  pasaje 
para  ir  a  un  país  donde  puede  decirse  que  se  regala  la  pro- 


392  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

piedad  a  muy  pocas  leguas  de  poblaciones  ya  establecidas,  y 
que  ofrece,  además,  al  emigrado,  exenciones  y  previlegios  no 
despreciables.  Un  grupo  tan  respetable  de  extranjeros  no  se 
dejaria  imponer  de  la  indiada.  El  indio,  por  más  valiente  y 
arrojado  que  sea,  no  es  tan  fácil  que  se  ponga  a  tiro  de  un 
fusil  que  le  ha  de  herir  o  matar,  por  el  solo  hecho  de  colocar- 
se a  su  alcance.  A  fuerza  de  disparos  bien  dirigidos,  el  indio 
ha  venido  a  convencerse  de  que  las  armas  de  fuego  son  ahora 
menos  temibles  que  lo  que  antes  eran. 

Hemos  indicado  a  la  ligera  el  estado  de  adelanto  de  la 
colonia,  cuyo  progreso  seria  aún  más  de  notar  si  para  utilizar 
los  recursos  de  su  territorio  hubiesen  podido  desde  el  principio 
aunarse  los  emigrados  que  han  ido  llegando  paulatinamente 
a  ella.  Las  adjuntas  fechas  indican  su  lenta  marcha: 


1852 

212 

1853 

51 

1854 

35 

1855 

— 

1856 

460 

1857 

180 

1858 

9 

1859 

11 

1860 

93 

1861 

11 

1862 

32 

1863 

12 

1864 

155 

1865 

— 

1866 

36 

1867 

— 

1868 

— 

1869 

7 

Pobre  total  de  1.363  inmigrados  de  todas  edades  y  sexos. 
¡Diecisiete  años  para  colectar  un  número  de  inmigrados  in- 
ferior al  que  se  recibe  muchas  veces  en  un  solo  día  en  los 
puertos  norteamericanos! 

Entristece  el  recorrer  la  anterior  lista,  viendo  cuan  des- 
pacio, cuan  de  mala  gana  y  con  cuántas  interrupciones  llega 
a  fecundizar  nuestros  desiertos  ese  riego  de  población  y  de  ri- 
queza que  tantos  prodigios  obra  en  todas  partes;  y  que,  como 
no  debemos  cansarnos  nunca  de  repetirlo,  es  el  único  medio 
que  en  nuestro  actual  estado  puede  elevarnos  pronto  a  una 
envidiable  altura  entre  las  naciones  civilizadas. 

Si  se  desease  patentizar  más  las  ventajas  de  hacer  sacri- 
ficios por  acrecer  cuanto  más  posible  fuese  el  número  de  tan 
impyortantes  huéspedes,  no  tendríamos  más  que  apartar  un 
momento  la  vista  de  la  colonia  de  Llanquihue  y  fijarla  en  Val- 
divia. 

Muy  pocos  inmigrados  quedaron  en  esa  apartada  provin- 
cia cuando  la  desmembración  de  la  colonia  hacia  los  despo- 
blados de  Llanquihue.  Esos  pocos  industriosos  extranjeros  ape- 
nas lograron  cimentar  su  residencia  cuando  crearon  los  prime- 
ros cimientos  de  las  distintas  industrias  que  hoy  ostenta  con 


RECUERDOS     DEL     PASADO  393 

jAisto  orgullo  el  pueblo  de  Valdivia  ante  los  ojos  atónitos  de 
los  que  lo  hablan  conocido  con  el  nombre  de  presidio,  y  sabían 
que  hasta  el  pan  era  preciso  llevárselo  de  fuera.  Ya  en  1866 
el  inteligente  jefe  de  aquella  provincia,  en  su  memoria  de  Ju- 
nio del  mismo  año  ai  Ministro  del  Interior,  decía,  después  de 
referirse  al  lastimoso  atraso,  a  la  miseria  del  territorio  des- 
poblado de  la  provincia  de  su  mando,  estas  notables  palabras: 

"No  siendo  posible  que  el  solo  paulatino  incremento  de 
la  población  llene  este  lastimoso  vacío  con  la  conveniente 
prontitud,  forzoso  será  que  se  ocurra  al  fin  más  eficaz,  al  úni- 
co remedio  a  que  se  debe  apelar:  a  la  inm.igración.  La  que  des- 
de 1859  para  adelante  le  cupo  en  suerte,  a  pesar  de  que  cons- 
taba de  405  hombres  mayores  de  15  años,  está  poniendo  de 
manifiesto  cuántos  serían  los  beneficios  que  nos  había  de 
traer . . .  Nada  es  más  obvio  que  la  transformación  que  los  in- 
migrados alemanes  han  operado  en  la  provincia  de  mi  mando. 

"Aquellos  pocos  individuos  han  bastado  para  producir  en 
cortos  años  un  notabilísimo  aumento  en  los  negocios,  en  las 
comodidades  de  la  vida,  y  hasta  una  agradable  mudanza  en 
€l  aspecto  físiico  de  las  poblaciones.  Merced  a  su  influjo,  no  só- 
lo han  incrementado  la  mayor. parte  de  las  antiguas  indus- 
trias, sino  que  se  han  establecido  otras  nuevas  que  figuran  en 
primera  línea  y  cuyos  solos  productos  aparecen  en  los  cuadros 
de  la  exportación  anual  por  un  valor  cuatro  veces  mayor  que 
el  total  de  las  anteriores  a  la  fecha  de  su  arribo.  En  aquel  tiem- 
po la  provincia  de  Concepción  surtía  a  ésta  de  harinas;  ahora 
los  molinos  construidos  por  los  colonos  abastecen  las  necesi- 
dades del  interior,  y  van  a  hacer  concurrencia  en  otros  mer- 
cados a  su  antigua  proveedora,  a  pesar  de  los  obstáculos  que 
el  pésimo  estado  de  los  caminos  opone  a  la  rebaja  de  los  gas- 
tos de  transporte.  La  reducidas  cosechas  de  grano  que  no  ha- 
llaban compradores  a  causa  de  su  limitado  consumo  y  de  la 
introducción  de  harinas,  son  al  presente  solicitadas  por  los 
molineros  y  por  los  dueños  de  fábricas  de  destilación  y  de  cer- 
vecerías, que  las  transforman  en  artículos  que  eran  internados. 

"El  acarreo  de  animales  que  con  tantas  dificultades  y 
riesgos  solía  hacerse  atravesando  la  Araucanía,  ha  sido  susti- 
tuido por  los  saladores  con  notable  ventaja  de  los  dueños  de 
ganados  y  de  los  propietarios  de  estos  nuevos  establecimien- 
tos, que  han  dado  además  ocasión  a  la  cría  y  engorda  de 
los  cerdos,  de  que  apenas  había  en  los  tiempos  anteriores  un  re- 
ducido número. 

"Obra  de  los  colonos  alemanes  es  también  el  considera- 
ble impulso  a  las  tenerías,  cuyos  productos,  no  encontrando 
conveniente  mercado  en  nuestras  ciudades,  son  enviados  a 
Europa,   donde   hallan   pronta   colocación.   Cien   otras   indus- 


394  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

trias,  en  fin.  que  están  en  germen  o  que  se  ejercen  en  pequeño, 
adquirirán  más  tarde  mayor  extensión  y  contribuirán  con  su 
contingente  al  progreso  y  bienestar  de  la  provincia." 

La  instrucción  y  moralidad  de  colonos  como  los  nuestros, 
guardan  perfecta  proporción  con  el  grado  de  inteligencia  y  de 
actividad  que  despliegan  en  el  trabajo. 

La  más  apremiante  preocupación  del  inmigrado,  después 
que  ve  asegurado  el  sustento  de  sus  hijos,  es  la  de  propor- 
cionarles educación.  Lejos,  pues,  de  impedirles  que  concurran 
a  las  escuelas,  los  compelen  a  ello  y  reciben  siempre  como 
una  especial  merced  el  planteo  de  algún  establecimiento  de 
educación  en  las  inmediaciones  de  su  residencia.  No  es,  pues, 
para  ellos  un  simple  adorno  la  educación;  por  el  contrario,, 
es  una  necesidad  premiosa  y  exigente;  es  un  requisito  In- 
dispensable para  no  parecer  degradados  ante  los  ojos  de 
los  demás  (1) . 

Dos  años  después  de  fundada  la  colonia  se  levantó  un 
prolijo  censo  de  los  habitantes,  así  nacionales  como  extran- 
jeros que  se  encontraban  en  el  territorio  de  colonización,  y 
resultó  alcanzar  el  número  de  chilenos  a  3.579  y  el  de  inmi- 
grados a  sólo  247.  Entre  los  primeros,  872  personas  sabían 
unos  leer  y  otros  leer  y  escribir,  lo  que  dio  por  resultado  que 
uno  sabía  leer  o  escribir  sobre  cada  4.10  que  ni  siquiera  sa- 
bían leer. 

Entre  los  segundos,  esto  es,  entre  los  alemanes,  sobre  247 
individuos,  181  leían  y  escribían,  o  lo  que  es  lo  mismo,  leían 
y  escribían  cuantos  tenían  edad  para  ello,  como  se  demues- 
tra en  el  cálculo  siguiente: 

181  que  leían  y  escribían. 
45  de  edad  de  meses  a  cinco  años. 
20  de  cinco  a  diez  años,  ya  en  la  escuela. 
1  mujer  que  no  leía. 


247  que  es  su  completo  total. 

Tampoco  aprende  a  leer  y  escribir  el  alemán  para  no  vol- 
verse a  acordar  más  que  saben  lo  uno  y  lo  otro.  He  aquí  las 
propias   palabras   del   señor   Errázuriz.   Ministro   de   Justicia, 


(Ij  Existe  aún  en  Puerto  Montt  una  alemana,  pobre  en  época 
pasada,  que  rehusó  casarse  con  un  joven  Romero,  comerciante 
acomodado  de  Calbuco,  nada  más  que  porque  supo  en  los  mo- 
mentos de  enlazarse,  que  no  sabía  leer. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  395 

en  su  memoria  del  14  de  agosto  de  1865,  al  hablar  de  la  afi- 
ción a  la  lectura  del  colono: 

"A  la  Biblioteca  Nacional  concurren  diariamente  en  San-? 
tiago  de  20  a  23  individuos,  habiendo  en  el  año  de  8  a  10.000 
lectores . . . ,  ya  he  dicho  que  en  los  tres  primeros  trimestres 
del  año  de  1854  hubo,  en  la  biblioteca  de  Puerto  Montt,  una 
concurrencia  de  2.123  lectores,  a  pesar  de  comprenderse  en 
dicho  periodo  el  tiempo  que  durante  las  vacaciones  estuvo 
cerrado  el  establecimiento", 

Comparemos  a  la  ligera.  La  opulenta  Santiago  con  su  po- 
blación de  más  de  100.000  almas,  con  sus  escogidos  estable- 
cimientos de  educación,  sus  estímulos,  y  la  muy  rica  biblio- 
teca de  que  dispone,  tía  por  resultado  de  8  a  10.000  lectores  en 
todo  un  año;  Puerto  Montt,  con  2.500  habitantes,  en  harto 
menos  de  nueve  meses,  presenta  en  su  modesta  biblioteca 
2.123  lectores. 

En  las  escuelas  junto  con  el  silabario,  se  pone  en  manos 
del  niño  una  cartilla  de  música.  El  canto  desde  la  más  tierna 
infancia  crea  en  ellos  el  espíritu  de  unión  y  la  necesidad  de 
sociabilidad  que  admiramos  en  la  raza  alemana  en  cuantas 
partes  del  mundo  la  examinamos. 

Si  no  estuviese  en  la  conciencia  de  todos  la  moralidad  del 
colono  del  sur,  bastaría  una  sola  mirada  sobre  la  estadística 
del  crimen  para  convencerse  de  ello.  Pero  ya,  por  fortuna, 
el  fanatismo  y  su  inseparable  compañera,  la  ignorancia,  se 
han  dado  por  convictos,  ya  que  no  por  confesos,  no  sólo  de 
que  hay  mucha  moralidad  en  el  inmigrado,  sino  que  en  caso 
de  tener  que  buscar  en  otra  parte  semejante  virtud,  no  de- 
bería perderse  tiempo  en  buscarla  entre  sus  injustos  detrac- 
tores. Por  fortuna,  ya  concluyó  aquel  tiempo  no  lejano  en 
que  decanos  de  facultades  universitarias  ensayaban  sus  fuer- 
zas contra  la  colonia  gritando  en  plena  sala  y  transmitiendo 
en  seguida  sus  torpes  alaridos  al  Gobierno:  "que  los  inmi- 
grados eran  todos  francmasones,  que  el  día  de  San  Juan  ce-: 
lebraban  orgías  en  las  iglesias  donde  prostituían  a  todas 
las  indias  vestidas  a  la  europea";  y  otra  encarrilada  de  atro- 
pellados disparates  por  el  estilo.  Los  juzgados  de  Valdivia  y 
de  Llanquihue  sólo  tienen,  hasta  ahora,  motivos  de  congra- 
tularse cuando  se  trata  de  la  conducta  del  inmigrado;  y  yo, 
por  mi  parte,  para  no  parecer  prolijo,  citaré  un  solo  ejemplo 
del  religioso  respeto  que  tributan  todos  a  la  propiedad  aje- 
na. En  todos  los  pueblos  chicos  y  grandes  de  la  República  se 
pone  reja  de  fierro  en  las  ventanas  que  dan  a  la  calle  cuan- 
do se  quiere  vivir  con  tranquilidad.  En  Puerto  Montt  y  en 


396  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

las  casas  de  sus  predios  rústicos,  por  apartadas  y  solitarias 
que  estén,  la  reja  es  un  complemento  innecesario.  A  pesar  de 
ser  las  ventanas  alemanas  un  conjunto  de  adornos  de  flores 
y  de  aquellas  bonitas  inutilidades  que  tanto  halagan  el  cora- 
zón de  la  mujer,  no  se  cuentan  robos,  pues  basta  el  grueso  de 
un  delgado  vidrio  para  contenerlos. 

Esto  mismo  prueba  ya  el  influjo  dei  contacto  extranjero 
con  los  nacionales  hijos  de  las  selvas  y  del  desgreño,  en  cuyas 
costumbres  tenia  echadas  tan  hondas  raices  el  espíritu  de 
ratería.  La  mayor  parte  de  los  vecinos  de  Puerto  Montt  son 
chilenos,  como  lo  son  también  ios  jornaleros  y  los  sirvien- 
tes que  residen  temporalmente  en  él.  El  influjo  del  ejemplo 
■  ha  conseguido  desterrar  ya  casi  del  todo  este  vicio  de  aque- 
llas gentes. 

Pocos,  muy  pocos  son,  sin  duda,  los  actuales  inmigrados, 
para  que  podamos  exigir  de  ellos  mucho;  sin  embargo,  estos 
pocos  misioneros  de  la  industria  y  del  trabajo  están  operan- 
do con  sólo  su  ejemplo  y  su  contacto  tal  cambio  en  los  hábi- 
tos y  costumbres  de  los  chilenos  circunvecinos,  que  saltan  a 
la  vista  de  los  más  empecinados  enemigos  de  la  colonia. 

¿Qué  eran,  en  efecto,  los  hijos  del  país  en  aquellos,  para 
muchos,  ignorados  lugares,  antes  que  el  elemento  extranjero 
comenzase  a  morigerar  sus  costumbres?  El  forzoso  aislamien- 
to en  que  vivían,  repartidos  en  las  cejas  de  los  bosques  de  las 
solitarias  caletas  del  seno  de  Reloncaví,  ni  siquiera  les  da- 
ba a  sospechar  las  ventajas  de  la  vida  social.  La  abundancia 
de  las  substancias  alimenticias,  la  carencia  absoluta  de  es- 
tímulos y  de  aquellas  necesidades  cuya  satisfacción  consti- 
tuye el  bienestar  del  hombre  en  los  lugares  civilizados,  les 
había  familiarizado  con  el  ocio,  con  el  vicio  y  con  sus  as- 
querosas  consecuencias. 

Espanto  causaba  el  estado  de  abyección  en  que  yacían  su- 
midas las  pocas  familias  casi  perdidas  en  el  aislamiento,  que 
existían  en  aquellos  lugares,  antes  que  el  bullicio  y  la  activi- 
dad del  inmigrado  llegasen  a  turbar  la  modorra  que  las  con- 
sumía. Constaba,  en  general,  la  choza  de  cada  familia,  de  un 
solo  rancho,  hollinado  y  sucio,  en  cuyo  centro,  al  ras  del  suelo, 
figuraba  el  hogar.  Cuando  el  acaso  había  hecho  brotar  algu- 
nos manzanos  silvestres  en  las  inmediaciones,  entonces  al 
antiguo  rancho  que,  como  se  ve,  era  cocina,  comedor  y  dor- 
mitorio al  mismo  tiempo,  se  agregaba  otro,  donde,  al  lado  de 
algunos  barriles,  ,se  veían  maderos  ahuecados  para  macha- 
car la  manzana  y  hacer  chicha.  A  espaldas  de  estas  habita- 
ciones se  encontraba  siempre  un  pequeño  retazo  de  terreno 


RECUERDOS    DEL    PASADO  397 

en  estado  de  cultivo,  en  el  cual  palos  endurecidos  al  fuego  y 
manejados  siempre  por  la  mujer  servian  de  azada  y  de  reja 
para  sembrar  papas  y  habas,  únicas  legumbres  que  llama- 
ban la  atención  entonces.  Contado  era  el  dueño  de  casa  que 
se  dedicase  a  sembrar  trigo.  En  la  puerta  del  rancho,  miran- 
do a  la  marina,  se  observaban  corralitos  de  piedra  y  rama,  a 
medio  sumergir,  para  que  en  las  altas  mareas  quedase  cau- 
tivo en  ellos  el  pescado  que  el  acaso  conducía  a  esos  lugares. 
Este  alimento  y  los  inagotables  bancos  de  toda  clase  de  ex- 
quisitos mariscos  que  dejan  a  descubierto  las  aguas  vivas  (1), 
eran,  junto  con  las  papas  y  habas,  la  provista  despensa  que 
los  sustentaba.  Hasta  eí  modo  de  preparar  esos  manjares  era 
puramente  indio,  de  los  tiempos  de  la  conquista.  En  un  agu- 
jero practicado  en  el  suelo  y  lleno  de  piedras  caldeadas  allí 
mismo  por  el  fuego,  reapilaba  el  marisco,  el  pescado,  la  carne 
(si  la  había) ,  el  queso  y  las  papas,  y  sin  más  espera,  tapado 
todo  aquello  con  monstruosas  hojas  de  pangui,  lo  acababan 
de  cubrir  con  adobes  de  champas  y  tierra,  para  impedir  el 
escape  del  vapor.  Un  cuarto  de  hora  después  se  veía  a  toda 
la  familia,  con  su  acompañamiento  obligado  de  perros  y  de 
cerdos,  rodear  aquel,  humeante  cuerno  de  abundancia,  en  el 
cual  cada  uno,  por  su  parte,  metía  la  mano  y  comía,  soplán- 
dose los  dedos,  hasta  saciarse. 

Llegada  la  noche,  padre,  madre,  hermanos,  hermanas, 
alojados,  perros  y  cerdos,  formando  un  grupo  compacto  al  amor 
del  fuego  del  hogar  y  a  raíz  del  suelo,  dormían  ha.sta  el 
día  siguiente,  en  el  que  se  repetían  los  actos  del  anterior. 

Para  llenar  las  escasísimas  necesidades  del  vestido,  mate 
y  cigarro,  y  la  muy  apremiante  de  la  bebida,  acudían  pro- 
vistos de  sus  hachas  a  los  bosques  de  la  costa,  y  en  ellos  per- 
manecían el  tiempo  estrictamente  necesario  para  pagar  una 
pequeña  parte  del  compromiso  que  habían  contraído  con 
los  tenderos  de  Calbuco,  en  cambio  de  las  mercaderías  que 
éstos  les  participaban.  No  había,  pues,  un  solo  labrador  de 
madera  que  no  estuviese  por  m.ucho  tiempo  adeudado,  ni  com- 
prador sin  quebranto,  ni  grandes  deudas  por  cobrar.  Con- 
signemos por  último  el  siguiente  hecho:  en  aquellos  lugares 
sólo  se  casaba  por  la  Iglesia  aquel  que  ya  cansado  de  estarlo 
de  otro  modo,  quería  legitimar  a  sus  hijos.  Bastaba  que  el  no- 
vio dijese  a  los  padres  de  su  querida  que  él  quería  tenerla  por 
patrona  y  que  ella  declarase  que  aceptaba  por  patrón  al  pre- 
tendiente, para  que  en  el  acto  se  tuviesen  por  legítimos  es- 
posos. Este  era  el  modo  de  ser  y  esta  la  cultura  del  chilote 


( 1 )  Aguas  vwas,  altas  mareas. 


39é  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


del  seno  de  Reloncavi.  cuya  poca  grata  descripción  acabo  de 
hacer. 

¡Cuan  distinto  es  su  estado  actual!  Vencidas  las  primeras" 
dificultades  que  la  naturaleza  opusiera  al  desarrollo  del  tra- 
bajo agrícola  y  fabril  del  emigrado,  no  tardó  éste  en  presen- 
tar a  los  ojos  atónitos  del  español  chilote  del  sur  y  a  los  del 
huiliche  indígena  de  Osorno,  las  ventajas  y  comodidades  de 
la  vida  social  y  los  bienes  que  el  trabajo  podía  esperar  de  un 
suelo  rico,  que  hasta  entonces  se  había  contentado  con  ho- 
yar sin  conocer  lo  que  pisaba. 

Satisfactorio  es  repetirlo:  el  influjo  del  ejemplo  ha  pro- 
ducido y  sigue  produciendo  en  el  ánimo  de  aquellos  antiguos 
pobladores  el  favorable  afecto  que  era  de  esperar,  y  la  colo- 
nia, convertida  en  un  centro  de  atracción,  ha  ido  absorbien- 
do y  aglomerando  centenares  de  familias  que  no  sólo  se  pla- 
cen ya  en  la  vida  más  comunicativa,  sino  que  tiran  a  imitar 
en  cuanto  pueden  a  sus  huéspedes,  después  de  haber  estado 
algún  tiempo  a  su  servicio. 

Recién  se  fundó  la  colonia,  eran  contados  los  hijos  dei 
país  que  por  allí  se  veían,  y  para  los  primeros  trabajos  de 
instalación  fué  preciso  enviar  embarcaciones  por  todos  lados, 
y  éstas  apenas  conseguían,  con  un  peso  diario  de  remunera- 
ción, atraer  algunos  pocos  trabajadores  a  Puerto  Montt.  Dos 
años  después,  el  número  de  chilenos  en  el  territorio  de  colo- 
nización alcanzó  a  3.520,  y  diez  años  más  tarde,  a  6.464.  Esto 
arrojan  los  censos  oficiales;  mas  el  censo  privado  y  en  extre- 
mo prolijo  hecho  practicar  por  el  Intendente  Ríos  da  en  la 
misma  época  por  resultado.  11.242  habitantes. 

Comoquiera  que  sea,  pocos  o  muchos,  se  puede  ya  asegu- 
rar que,  dado  el  caso  de  que  la  colonia  desapareciese  del  lu- 
gar donde  está,  los  chilenos  vecinos  de  ella  no  podrían  vivir 
sin  el  ejercicio  de  los  hábitos  ya  contraídos,  ni  mucho  menos 
volver  a  su  primitivo  aislamiento. 

Confesada,  ya  que  no  debidamente  comprendida,  la  nece- 
sidad de  introducir  cuanto  antes  en  Chile  el  mayor  número 
posible  de  emigrados,  y  no  queriendo  o  no  pudiendo  satisfa- 
cerla, siempre  queda  al  Gobierno  el  deber  imperioso  de  con- 
servar, para  mejor  ocasión,  los  terrenos  fiscales  con  los  cua- 
les se  está  haciendo  ahora  más  que  nunca,  permítaseme  la 
expresión,  una  verdadera  chañadura. 

El  paso  a  que  camina  la  venta  de  los  terrenos  que  aún  nos 
quedan  en  el  sur;  el  modo  y  forma  como  se  extienden  las  es- 
crituras de  trasmisiones  de  derechos;  la  carencia  de  una  ley 
severa  que  ponga  término  a  los  efectos  de  las  declaraciones 
de  testigos  juramentados  en  lugares  donde  no  .sólo  se  .sabe 


RECUERDOS     DEL     PASADO  399 

que  hay  partidas  de  hombres  que  se  llaman  jureros  (1),  sino 
que  se  mira  muy  en  menos  la  obligación  que  impone  el  jura- 
mento; y,  sobre  todo,  la  carencia  de  un  representante  de  los 
intereses  fiscales,  que  velando  sin  cesar,  entienda  en  las  es- 
crituras de  ventas  o  de  empeños  y  persiga  ante  los  tribunales 
a  los  detentadores,  no  exageramos,  muy  pronto  dejarán  al 
Estado  sin  un  palmo  de  terreno  propio  de  que  poder  dispo- 
ner. ¿Qué  seria  entonces  de  la  colonización?  No  podemos  ne- 
gar que  los  gobiernos  han  hecho  algo  en  el  sentido  de  preca- 
ver este  mal;  pero  ese  algo,  por  lo  insuficiente,  desde  el  mo- 
mento en  que  se  le  considera  bastante,  degenera  en  malo. 
Los  únicos  decretos  supremos  a  que  me  refiero,  son  los  seis 
dictados  desde  marzo  de  1853  a  marzo  del  57.  Estos  decretos, 
en  que  tanto  en  Llanquihue  como  en  otros  puntos  en  donde 
se  encuentran  terrenos  fiscales,  se  ha  dado  en  la  manía  de 
creer  que  se  constituye  en  escribanos  públicos  a  los  intenden- 
tes y  gobernadores  para  lo  que  es  extender  escrituras  de  ven- 
ta, empeño  o  arriendo  de  terrenos  de  indígenas,  están  produ- 
ciendo los  efectos  más  desastrosos  para  los  intereses  fisca- 
les. Ellos  llenarán  tal  vez  su  objeto  en  cuanto  a  defender  al 
indígena  de  los  engaños  y'de  la  astucia  del  hombre  civilizado; 
pero  adolecen  de  un  inmenso  vacío,  cual  es  el  de  no  defender 
al  hombre  civilizado,  y  sobre  todo  al  Fisco,  de  los  engaños  y 
de  la  astucia  del  indígena,  quien,  por  carecer  de  civilización, 
no  deja  de  ser  por  esto  hombre,  ni  tener  menos  motivo  que  el 
civilizado,  de  emplear  el  engaño  y  la  astucia  cuando  le  con- 
vienen. 

El  engaño  y  la  astucia  del  civilizado  y  del  indígena  obran 
en  desacuerdo  cuando  se  trata  de  asuntos  entre  civilizados 
y  entre  indígenas;  mas,  tratándose  del  Fisco,  esos  engaños  y 
esas  astucias  forman  la  más  estrecha  alianza  para  despojar 
al  Fisco  de  cuanto  le  pertenece,  prevalidos  de  la  ausencia  ab- 
soluta de  un  defensor  que  los  contenga. 

El  camino  que  se  sigue,  y  que  es  el  mismo  que  desde  tiem- 
po inmemorial  se  ha  seguido  para  hacerse  adjudicar  la  pro- 
piedad de  un  terreno  que  no  reconoce  dueño,  es  el  de  más 
fácil  y  expedito  tránsito  que  se  conoce.  Toda  la  dificultad 
consiste  en  encontrar  un  terreno  que  no  tenga  más  dueño 
que  el  Fisco,  y  encontrando,  hablar  con  los  indios  más  califi- 
cados del  lugar  para  que  vendan  aquel  terreno  como  legado 
de  sus  antepasados.  Los  indígenas,  estimulados  por  los  ofre- 
cimientos, y,  sobre  todo,  por  la  bebida,  se  agolpan  a  los  juz- 


(1)  Jurero,  nombre  que  se  da  en  el  sur  al  que  tiene  por  ofi- 
cio el  prestar  juramentos.  Siempre  hay  una  cabeza  oculta  qíie 
dirige  a  esa  infame  sociedad. 


400  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


gados  a  atestiguar  con  todos  los  juramentos  imaginables, 
que  aquellos  terrenos  corresponden  por  derecho  hereditario 
al  indio  que  pretende  venderlos;  y  sin  más  esperar,  con  el 
pago  de  la  alcabala,  cuando  no  se  condona,  se  procede  a  la 
escritura  de  venta,  previa  la  ridicula  ceremonia  de  fijar  car- 
teles que  nadie  lee.  y  que  si  alguno  lo  hace,  no  es,  sin  duda, 
para  interponer  tercería  de  dominio  sobre  un  terreno  que 
oye  nombrar  por  primera  vez  en  su  vida.  Además,  si  el  suelo 
vencido  pertenece  al  Fisco  y  éste  no  tiene  quién  lo  represente 
en  los  mismos  lugares  donde  se  le  despoja,  ¿qué  reclamo  a 
tiempo  o  a  destiempo,  puede  hacerse? 

¿Qué  mucho  es  que  a  la  llegada  de  los  emigrados  a  Val- 
divia no  se  encontrase  en  1850,  a  muchas  leguas  de  aquel  pue- 
blo, ni  un  solo  retazo  de  suelo  de  mediano  valor  que  podér- 
seles ofrecer?  Desgracia  que  estuvo  a  punto  de  repetirse  en 
la  colonia  de  Llanquihue  y  que  sólo  pudo  precaverse  en  parte, 
pues  antes  de  tomar  posesión  de  los  terrenos  donde  ahora  se 
alza  Puerto  Montt,  ya  estaban  desembarcados  en  aquel  apar- 
tado rincón  m.ultitud  de  detentadores  para  especular  con  la 
venta  de  propiedades  que  ni  en  esa  época  les  pertenecían  ni 
nunca  habían  sido  suyas. 

No  fué,  pues,  poca  mi  disgustada  sorpresa  cuando,  cre- 
yéndome, por  la  distancia,  libre  de  roedores,  me  encontré 
con  una  carta  del  Gobernador  de  Calbuco  don  José  Ramírez, 
en  la  cual  me  decía  que  si  quería  fundar  colonias  en  Calle- 
nel  era  preciso  que  comenzase  por  comprar  aquel  territorio, 
pues  todo  él  tenía  legítimos  dueños.  En  el  estado  en  que  las 
cosas  se  encontraban,  titubear  era  peligroso;  ocurrir  al  Go- 
bierno per  facultades  para  comprar,  moroso  y  de  incierto  re- 
sultado, y  promover  litis  reivindicadoras,  la  vida  perdura- 
ble. Comencé,  pues,  por  comprar  resignado  y  de  mi  propio 
bolsillo,  el  asiento  del  futuro  pueblo  y  sus  más  inmediatos 
contornos,  y  adiestrado  con  el  ejemplo  y  con  las  lecciones  dé 
la  experiencia,  opuse  a  los  detentadores  sus  propias  armas, 
simulando  comprar  a  los  indios,  supuestos  propietarios  del 
vasto  territorio  del  Chanchán,  con  las  cuales,  y  mediante  otra 
contribución  de  seiscientos  duros  impuesta  a  mi  escuálido 
haber,  pude  conjurar  la  tempestad  (1). 

Del  propio  modo  se  han  enajenado  de  tiempo  atrás,  tam- 
bién, y  sin  que  nadie  lo  supiese,  las  dilatadas  playas  del  seno 


(1)  Véa.se  carta  del  Gobernador  de  Calbuco,  don  José  Ramí- 
rez, fecha  24  de  septiembre  áe  1852,  y  también  en  el  archivo  de 
O.sorno.  la  e.scrituru  a  que  aludo,  extendida  el  siguiente  año. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  401 

de  Reloncaví  con  sus  antojadizos  e  ignorados  /ondos  (1).  En 
la  puerta  de  la  casa  del  Gobernador  del  fuerte  de  Calbuco 
había,  con  frecuencia,  carlelones  que  debían  ser  leídos  por 
personas  que  no  sabían  leer  o  que  no  llegaban  ni  tenían  para 
qué  llegar  a  ese  pueblo,  en  los  cuales  se  decía  (2)  que  el  te- 
rreno tal,  comprendido  entre  los  dos  puntos  accesibles  de  la 
costa  tal  y  cual  con  sus  respectivos  fondos  hasta  la  cordi- 
llera nevada  c  hasta  los  montes  altos,  propiedad  de  don  fu- 
lano de  tal,  iba  a  venderse,  y  para  que  llegue  a  noticia  de 
todos,  etc. 

Desde  el  año  de  1850  para  adelante,  las  autoridades,  sin 
tener  para  ello  la  suficiente  autorización,  comenzaron  a  sus- 
citar embarazos  a  la  adquisición  de  propiedades  cuyos  ven- 
dedores no  exhibían  títulos  escritos  y  atendibles;  y  este  fué 
uno  de  los  más  poderosos  motivos  de  aquella  cruda  guerra 
que  se  declaró  por  muchos  vecinos  a  la  inmigración.  Sin  ella 
los  terrenos  fiscales  les  correspondían  sin  disputa;  con  ella, 
se  les  tiraba  a  despojar  de  lo  que  ya  juzgaban  suyo. 

Si  fijamos  nuestra  atención  en  la  designación  de  los  des- 
lindes de  las  propiedades  vendidas,  es  fácil  deducir  que  los 
codiciosos  detentadores,  en  vez  de  legar  a  sus  hijos  una  bue- 
na fortuna,  sólo  les  dejan  un  semillero  de  futuros  e  inacaba- 
bles pleitos.  Ninguno  de  estos  supuestos  propietarios  conoce 
ni  la  extensión  aproximativa,  ni  mucho  menos  los  deslindes 
interiores  y  laterales  de  unas  propiedades  que  sólo  tienen 
de  conocido  un  costado. 

Para  hacer  más  tangible  lo  absurdo  y  lo  ridículo  de  cada 
uno  de  esos  numerosísimos  títulos  de  propiedad  con  sus  fon- 
dos fabulosos,  permítaseme  suponer  que  el  conocido  valle  de 
Santiago  esté  cubierto  de  un  bosque  impenetrable,  y  que  su 
forma  topográfica  represente  los  terrenos  mal  habidos  del 
sur;  los  propietarios  del  litoral  del  Mapocho  saben  que  el  río 
Maipo  es  el-  término  del  valle  por  el  sur.  Los  propietarios  del 
río  de  San  Francisco  del  Monte  o  Santa  Cruz  saben  que  la 
cordillera  nevada  limita  el  valle  por  el  oriente. 

Los  mapochinos  presentan  solicitudes  en  esta  forma:  por 
el  norte,  una  línea  que  partiendo  de  la  cordillera  nevada, 
donde  nace  el  Mapocho,  sigue  el  curso  de  éste  hasta  la  lagu- 


(1)  Fondos,  son  todos  los  terrenos  comprendidos  entre  las  dos 
rectas  paralelas  y  sin  término  conocido,  que  parten  de  cada  uno 
de  los  extremes  de  la  linea  que  forma  algún  costado  accesible  de 
la  propiedad,  costado  que  se  medía  ya  sobre  el  margen  accesible 
de  un  rio,  ya  sobre  las  playas  del  mar. 

(2)  Muchos  anuncios  hay  así,  y  nunca  dicen  de  quién  hubo 
el  terreno  aquel  que  se  titula  dueño,  y  cuando  llegan  a  indicar- 
algo,  es  para  hacer  más  patente  el  despojo. 


402  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

na  de  Pudahuel,  y  por  fondo  todo  el  terreno  que  compren- 
de estos  dos  puntos  hasta  el  río  Maipo. 

Los  hijos  de  Santa  Cruz  y  del  litoral  del  rio  hasta  su  con- 
fluencia con  el  Maipo,  trazan  sus  limites  en  estos  términos: 
desde  la  laguna  de  Pudahuel.  siguiendo  el  curso  del  río  hasta 
que  se  pierde  en  el  Maipo,  y  por  fondo  los  campos  compren- 
didos entre  estos  dos  puntos  hasta  la  cordillera  nevada. 
¿Cuál  de  las  dos  poblaciones  tiene  terrenos? 

Títulos  tengo  a  la  vista  por  este  estilo,  que  principiando 
en  las  playas  septentrionales  del  seno  de  Reloncaví,  no  se  les 
divisa  otro  término,  por  el  fondo,  que  la  frontera  de  Bolivia. 
Otro  titulo  comienza  en  Río  Bueno  y  termina  con  sus  inexo- 
rables fondos  precisamente  en  el  centro  del  punto  de  partida 
del  título  anterior. 

A  nadie  se  oculta  que  el  Gobierno  dictó  el  supremo  de- 
creto de  4  de  diciembre  de  1855  no  tanto  para  defender  a  los 
indios  cuanto  para  defender  los  terrenos  fiscales,  y  que  de 
esto  nacen  las  atribuciones  que  en  él  se  confieren  a  los  inten- 
dentes y  gobernadores.  Pero  estos  funcionarios  constituidos 
en  escribanos  y  agentes  fiscales,  sin  la  responsabilidad  de  los 
primeros  ni  las  obligaciones  de  los  segundos,  son  una  mons- 
truosidad, que  más  es  lo  que  perjudica  que  lo  que  aprovecha 
a  los  intereses  que  pretenden  defender. 

¿Por  qué  no  devolver  a  los  escribanos  la  plenitud  de  las 
atribuciones  que  el  Art.  6."  del  citado  decreto  parece  dispu- 
tarles? 

¿Por  qué  no  crear  agentes  fiscales  especiales  en  cada  asien- 
to de  terrenos  sin  dueño,  agentes  cuya  única  y  especial  mi- 
sión fuese  la  de  velar  sin  descanso  por  la  conservación  de 
esos  bienes,  y  la  de  esclarecer  ante  los  tribunales  los  verda- 
deros derechos  de  cada  poseedor  con  títulos  insuficientes? 

Constituir  a  los  intendentes  y  gobernadores  en  notarios 
irresponsables  y  en  depositarios,  además  de  crear-  un  verda- 
dero archivo  que  no  está  sujeto  como  el  del  escribano  a  la  vi- 
sita del  juez  y  a  una  responsabilidad  pecuniaria,  no  sólo  con- 
traría el  propósito  que  se  tuvo  en  mira  al  extender  el  decre- 
to, sino  que  aumenta  el  número  de  los  despojadores  del  Fisco 
con  cómplices  legales.  Cada  papelucho  de  esos  que  condeco- 
ran con  el  nombre  de  escritura  de  compra,  empeño  o  arrien- 
do, reporta  diez  pesos  a  esas  autoridades  superiores.  A  nadie 
ofendo  ni  pretendo  hacerlo,  y  sentiré  que  se  dé  a  mis  ideas 
sobre  esto  otra  interpretación  ni  otro  calificativo  que  el  que 
de  bien  intencionadas  les  corresponde. 

Tampoco  pretendo,  en  manera  alguna,  eximir  a  los  inten- 
dentes y  gobernadores  de  intervenir  en  estos  contratos;  pero 
quisiera  que  su  intervención  no  pasase  de  un  simple  veto,  sin 


RECUERDOS     DEL     PASADO  403 

vislumbrar  en  engaño,  o  de  un  visto  bueno  en  caso  contrario, 
previo  siempre  el  dictamen  del  agente  fiscal. 

La  presencia  de  semejante  funcionario  y  la  dificultad  de 
hacer  valer  derechos  engañosos  contendría  los  abusos  que 
señalo;  y  desde  ahora  comenzaría  cada  uno  a  saber  a  qué 
atenerse  respecto  a  la  validez  y  firmeza  de  las  compras  de  te- 
rrenos que  más  tarde  deben  constituir  el  patrimonio  de  sus 
hijcs. 

Mientras  más  tiempo  se  pase  en  tomar  esta  medida  u  otra 
que  conduzca  al  mismo  fin,  mayor  valor  adquirirán  aque- 
llos desiertos,  más  dificultades  adquirirá  la  designación  de 
límites  legales,  y  muchas  más  aun  hacer  revivir  derechos 
que  el  tiempo  y  los  actos  de  dominio  no  interrumpido  pue- 
den haber  hecho  caducar. 


CAPITULO  XXIV 

Viaje  a  Buenos  Aires  a  través  de  las  Pampas  argentinas. — 
Camino  de  Uspallata.  — El  Rosario. —  Paraná. —  Buenos 
Aires. —  Don  Juan  Manuel  Rosas,  ex  dictador. 

Cuando  se  sale  del  nebuloso  Llanquihue  y  de  sus  húmedos 
bosques  y  se  entra  en  las  regiones  del  norte,  todo  parece  en 
ellas  más  árido  de  lo  que  es,  todo  más  seco.  Asi  fué  que,  colo- 
cado de  repente  en  el  camino  del  pueblo  de  Santa  Rosa  de 
los  Andes  a  Mendoza,  y  sabiendo  que  para  el  norte  la  región 
cordillerana  era  de  legua  en  legua  más  estéril,  hasta  conver- 
tirse en  arenas  y  pedreros  en  Atacama,  llegué  a  creer  que 
nada  habría  en  Chile  más  inútil  y  menos  apta  para  ser  utili- 
zada por  el  hombre  que  esta  vasta  zona  de  alturas  que  con 
el  nombre  de  Andes  nos  separa  de  la  República  Argentina. 
Pero  esa  impresión  desfavorable  no  dura  ni  aun  en  el  ánimo 
del  que  se  ha  criado  entre  las  selvas  cuando  llega  a  saber  que 
esos  secadales  encubren  tantas  riquezas  minerales  cuantas 
son  las  riquezas  agrícolas  que  ostentan  las  cordilleras  del  sur. 

Estaba  tan  descuidado  y  tan  malo  el  camino  que  mediaba 
entre  Santa  Rosa  y  Mendoza  cuando  por  sexta  vez  me  encon- 
tré en  él  a  principios  de  abril  de  1855,  que  no  me  cansaba  de 
maravillarme  cómo  siendo  éste  tan  importante  y  de  tan  fác.'l 
construcción  y  compostura,  podía  dejarse  en  tan  lastimoso 
abandono,  así  en  la  sección  que  correspondía  a  Chile  como 
en  la  que  pertenecía  a  Mendoza. 

Desconsolador  es  que  en  esto  de  caminos  y  de  obras  pú- 
blicas; que  en  esto  de  crear  fuentes  de  riquezas;  que  en  todo 
lo  concerniente  a  destruir  o  a  aminorar  añejas  y  mal  calcula- 
das contribuciones,  se  detengan  tan  espantados  los  gobier- 
nos ante  el  gasto  de  algunos  pocos  miles  que  la  industria  y  el 
comercio  no  tardan  en  devolver  con  usura;  cuan  pródigos  y 
derrochadores  son  hasta  para  las  guerras  fratricidas,  en  las 
cuales  se  desparpajan  millones  que  no  vuelven  jamás  al  lu- 
gar de  donde  salieron. 

La  rica  provincia  de  Mendoza,  así  como  la  de  San  Luis, 
no  tenía  entonces  más  puerto  para  el  expendio  de  sus  frutos 
que  nuestro  Valparaíso,  y  podía  asegurarse  que  por  muchos 


406  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

años  no  tendrían  otro,  por  lo  menos  Mendoza,  a  pesar  de  los 
caminos  de  fierro  que  puedan  poner  a  este  pueblo  en  contacto 
con  el  Rosario,  si  el  camino  de  los  Andes  llegase  alguna  vez 
a  ser,  lo  que  era  tiempo  que  lo  fuese,  bueno. 

La  distancia  que  hay  que  recorrer  en  el  camino  de  Men- 
doza a  Buenos  Aires,  según  el  leguario  español  corregido  por 
Rivarola,  alcanza  a  293  leguas,  y  lo  que  media  entre  Mendoza 
y  Santa  Rosa  de  los  Andes,  a  80.  De  éstas  corresponden  a  Men- 
doza 54  y  a  Chile  2fi.  De  las  54  leguas  que  corresponden  a 
Mendoza  sólo  tendría  este  Estado  que  componer  las  que  me- 
dian entre  Uspallata  y  la  cumbre,  que  sólo  alcanzan  a  24.  y 
de  las  26  que  tocan  a  Chile  sólo  exigirían  trabajo  las  13  aue 
median  entre  la  cumbre  y  el  resguardo.  ¿Serían  acaso  ruino- 
sos gastos  para  dos  naciones  limítrofes  los  que  a  ambas  impu- 
siera la  apertura  y  sostén  de  un  buen  camino  por  el  cual 
pasan  en  el  día  millones  a  pesar  de  la  perversa  senda  que  lo 
Indica? 

El  camino,  sin  embargo,  para  simples  viajeros  es  harto 
menos  peligroso  que  lo  que  muchos  imaginan.  Pasada  la 
cumbre,  cuyo  repecho,  aunque  de  corta  duración,  es  lo  más 
molesto  de  todo  el  viaje  hasta  Mendoza,  el  resto  del  camino, 
bien  que  largo,  no  merece  más  calificativo  que  el  de  pesado. 

Después  de  dejar  atrás  el  famoso  Puente  del  Inca  con  sus 
conocidas  aguas  term^ales,  llegamos  al  puerto  aduanero  de 
Uspallata,  donde  alojamos. 

Uspallata  fué  uno  de  los  minerales  más  antiguos  y  de  más 
poderosa  riqueza  que  explotaron  los  chilenos  cuando  la  gran 
provincia  de  Cuyo  formaba  parte  integrante  del  titulado 
reino  de  Chile.  La  corrida  de  esta  veta  colosal,  que  se  tiene 
por  una  de  las  mayores  que  se  encuentran  en  el  mundo,  se 
manifiesta,  según  mineros  prácticos  y  observadores,  en  Boli- 
via  con  el  nombre  de  Potosí,  con  el  de  Famatina  en  la  Rioja, 
con  el  de  Gualilán  en  San  Juan,  y  con  el  de  Uspallata  en  Men- 
doza. Puede  decirse  que  a  este  mineral  debió  Mendoza  sus 
primeros  progresos,  puesto  que  los  mineros  que  se  enviaban 
de  Chile  á  ese  trabajo  cordillerano,  en  cuanto  bajaban  al 
pequeño  pueblo,  halagados  por  su  benigno  clima  y  feraz  suelo, 
se  quedaban  en  él. 

Tuve  ocasión  el  año  de  1836,  movido  por  el  deseo  de  in- 
vestigar lo  que  hubiese  de  cierto  sobre  la  importancia  del 
ponderado  mineral  de  Uspallata,  de  hacer  visitas  prolijas  al 
archivo  del  antiguo  Cabildo  de  Mendoza,  y  el  resultado  de  mis 
indagaciones  fué  el  siguiente.  Según  los  expedientes  de  mi- 
nería, existían  en  1660,  319  boca-minas  con  300  trabajadores; 
y  las  riquezas  extraídas  deberían  haber  sido  muchas,  puesto 
que  de  las  actas  de  visitas  se  desprenden  que  las  guías  daban 


RECUERDOS     DEL     PASADO  407 

a  razón  de  800  marcos  por  cajón;  las  pinterías,  a  razón  de 
40;  y  los  brozos.  de  10  a  12. 

Marchaba  yo  por  este  antiguo  y  conocido  camino,  no  ya 
libre  como  antes  solía,  sino  esclavo  de  la  obligación  que  m.e 
iiT^  ponía  el  título  de  Cónsul  General  de  Chile  en  Hamburgo, 
para  cuyo  punto  me  dirigía  a  impulsar  la  emigración  alemana 
hacia  la  colonia  que  acababa  de  fundar. 

Mendoza,  por  sus  notables  adelantos  y  por  el  bienestar 
qup  gozaba,  no  era  ya  el  Mendoza  del  arbitrario  Aldao.  Se- 
tenta y  seis  leguas  más  allá,  San  Luis  de  la  Punta,  salvo  la 
naturaleza  de  su  gobierno,  era  el  mismo  San  Luis  del  ponde- 
rado Lucero.  Los  demás  poblado.s  que  atraviesa  el  camino  y 
en  los  cuales  sólo  se  detienen  para  mudar  caballos  las  enor- 
m.es  arcas  de  Noé,  que  son  los  carruajes  para  pasajeros  que 
existían  entre  Mendoza  y  el  Rosario,  no  merecen  particular 
mención. 

El  Rosario  ya  es  otra  cosa.  Antes  de  llegar  a  este  hermoso 
pueblecito  de  reciente  fundación  a  orillas  del  gigante  de  los 
ríos  sudamericanos,  cesa  el  dominio  de  la  Pampa  y  aparece 
con  toda  su  notable  esplendidez,  junto  con  el  movimiento 
del  comercio  fluvial  y  terrestre,  aquella  poderosa  y  rica  vege- 
tación que  califica  el  suelo  feracísimo  que  la  sustenta .  En 
el  Rosario  recoge  el  vapor  al  fatigado  viajero  y  lo  conduce, 
hartándolo  de  encantos,  por  entre  los  risueños  panoramas 
qu3  ofrece  la  navegación  del  Paraná,  hasta  la  populosa  Bue- 
nos Aires. 

Nada  era  más  monótono  ni  más  pesado  que  el  viaje  de 
Mendoza  al  Rosario  al  través  de  las  Pampas  argentinas.  En 
aquel  mar  sin  agua  se  tiende  la  vista  sin  que  el  más  mínimo 
arbolito  ni  el  m.ás  lejano  cerco  le  impidan  llegar  hasta  los 
supuestos  términos  del  horizonte.  Así  como  en  el  mar  real, 
sin  el  auxilio  de  la  brújulas  se  pierde  el  navegante,  en  la  Pam- 
pa, sin  el  del  haquiaiio  o  del  profundo  rastro  del  camino,  se 
extravía  y  muchas  veces  perece  el  caminante.  Llaman  esto 
morir  empampado. 

Las  galeras  o  carromatos  en  que  se  viajaba  eran  casi  igua- 
les, salvo  la  comodidad  y  la  elegancia,  en  forma  y  tamaño  a 
los  carritos  urbanos  que  recorren  las  vías  férreas  de  Santia- 
go. Llevábase  todo  en  ellos,  hasta  el  agua,  si  se  deseaba  be- 
bería buena,  porque  en  las  postas  sólo  se  encontraba  la  enra- 
mada del  encargado  de  proveer  cabalgaduras  para  el  coche 
y  un  mal  corralón  circundado  de  tunas,  único  vegetal  que 
debía  allí  su  existencia  a  la  mano  del  hombre,  y  único  tro- 
piezo que,  junto  con  la  enramada  del  postero,  encontraba  en 
trechos  promediados  la  vista  del  viajero  en  la  eterna  super- 


403  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

ficie  de  la  Pampa,  en  cuyo  suelo  y  a  cielo  raso  se  pasaba  la 
noche. 

Pero  todo  el  fastidio  y  las  fatigas  del  viaje  se  echan  a  un 
lado,  como  he  dicho,  cuando  se  llega  al  Rosario,  cuando  el 
aspecto  del  Paraná  refresca  la  vista  fatigada  con  los  reflejos 
de  la  Pampa,  y  la  imaginación  con  sus  imponentes  panora- 
mas. 

Para  ante  este  hermoso  río,  que  aunque  cuenta  con  500 
leguas  de  curso,  no  es,  sin  embargo,  más  que  uno  de  los  tri- 
butarios de  la  gran  ría  de  la  Plata,  poco  significan  reunidas 
las  de  San  Joaquín  y  Sacramento  de  California,  y  nada,  ab- 
solutamente nada,  nuestro  Valdivia,  pues  no  alcanzaría  a 
igualar  en  tamaño  el  más  insignificante  de  los  infinitos 
afluentes  que  alimentan  el  coloso  perdiendo  en  él  sus  aguas 
como  en  un  verdadero  mar.  Navegable  en  un  trayecto  de 
centenares  de  leguas  para  grandes  embarcaciones,  el  Paraná 
es  una  fuente  de  riquezas  para  sus  afortunados  poseedores. 

Las  numerosas  islas  que  forman  en  él  caprichosísimos 
canales,  son  verdaderas  selvas  de  naranjales  silvestres  que, 
embalsamando  el  aire  en  la  época  de  su  florescencia,  en  las 
de  las  cosechas  rellenan  miles  de  lanchones  que  se  deslizan 
con  rimeros  de  naranjas  por  las  tranquilas  aguas  hacia  las 
poblaciones  riberanas.  Por  sobre  las  siempre  verdes  copas  de 
aquellos  preciosos  árboles  ve  el  viajero  pasar  las  últimas  velas 
que  ostentan  los  palos  de  las  naves  que  se  deslizan  en  el  lado 
opuesto,  las  cuales  contrastan  con  su  blancura  el  verde  obs- 
curo de  los  bosques;  y  a  cada  rato,  al  doblar  el  extremo  de 
alguna  isla,  ve  verdaderas  flotillas  de  bergantines  y  de  ba- 
landras que  no  tardan  en  desaparecer  para  dar  lugar  a  otras 
de  las  muchas  que  van  y  vuelven  sin  cesar  por  los  canales. 

Al  recorrer  este  río,  relacionando  los  recuerdos  de  mi  viaje 
al  Uruguay  y  al  gran  Chaco  con  las  impresiones  del  momento, 
solía  preguntarme,  ¿qué  razón  atendible  tendrán  los  argen- 
tinos, en  cuyo  vasto  territorio  apenas  se  divisan  pobladores 
pastoriles,  que  viven,  si  bien  holgados  por  la  riqueza  natural 
del  suelo,  en  el  más  lastimoso  aislamiento,  para  aspirar  a  ma- 
yor extensión  territorial,  cuando  tienen  que  transcurrir  siglos 
aún  antes  que  estén  debidamente  colocados  los  muchos  millo- 
nes de  hombres  que  pueden  aposentarse,  ricos  y  felices,  en  lo 
que  ahora  poseen  sin  disputa  ni  gasto  alguno?  ¿Cuántas  nacio- 
nes se  considerarían  grandes  y  ricas  con  sólo  poseer  la  parte 
que  corresponde  a  la  República  Argentina  en  el  río  de  la  Pla- 
ta, en  la  de  sus  poderosos  afluentes,  o  en  los  terrenos  de  que 
son  en  el  día  incuestionables  dueños? 

El  río  de  la  Plata  tiene  30  leguas  de  ancho  en  su  dessm- 


RECUERDOS    DEL    PASADO  409 

bocadura  al  anar,  14  frente  a  Montevideo,  y  una  anchura  me- 
dia de  oiOho  hasta  la  confluencia  del  Paraná  y  del  Uruguay. 

Buenos  Aires,  aunque  el  río  de  la  Plata  baña  los  cimien- 
tos de  .sus  edificios,  no  es  puerto.  Entre  este  pueblo  y  el  an- 
cladero media  una  legua  de  distancia,  cubierta  de  bancos 
fangosos  sujetos  a  la  alta  y  a  la  baja  influencia  de  las  mareas; 
así  es  que  el  embarque  y  desembarque  de  pasajeros  y  de  mer- 
caderías ofrecía  serias  dificultades.  Se  hacía  uno  y  otro  por 
medio  de  carretones  sobre  cuyo  catre  iba  parado  el  pasajero 
asegurado  a  los  estacones  de  los  costados.  En  esta  forma  en- 
traba el  vehículo  al  río  y  seguía  tirado  por  caballos  con  el  agua 
al  pecho,  hasta  transbordarse  al  bote  que  a  lo  lejos  lo  esperaba. 

El  pueblo  no  ofrecía  entonces  nada  que  lo  distinguiese  de 
los  demás  pueblos  grandes  de  la  América:  sus  casas  eran  ba- 
jas, ninguna  de  notable  arquitectura,  y  sus  calles  en  general 
descuidadas. 

En  el  día  de  hoy,  a  pesar  del  gran  acrecimiento  de  esta 
capital,  cuya  población  elevan  algunos  hasta  300.000  habi- 
tantes, y  de  6u  proximidad  a  Europa,  nada  se  encuentra  en 
ella  que  pueda  equipararse  con  la  magnificencia  arquitectó- 
nica de  los  principales  templos  y  edificios  de  Santiago,  ni  con 
ninguno  de  los  hermosos  paseos  públicos  que  engalanan  esta 
capital  de  la  región  occidental  de  la  América  latina. 

Fué  cicerone  en  mis  correrías  por  el  pueblo,  mi  amable 
y  distinguido  amigo  don  Domingo  Faustino  Sarmiento,  quien 
se  complacía  en  hacerme  notar  el  progreso  que,  en  todo  sen- 
tido, se  había  desarrollado  en  el  país  después  de  la  caída  de 
Rosas.  Preguntándole  yo  por  qué  hombres  tan  caracterizados 
como  él  ocupaban  tan  obscuro  lugar  en  su  reconquistada  pa- 
tria, me  contestó  en  el  acto:  "porque  las  revoluciones,  señor 
don  Vicente,  como  Saturno,  devoran  siempre  a  sus  propios 
hijos". 

El  3  de  mayo  de  1355,  fecha  de  mi  llegada  por  tercera  vez 
a  Buenos  Aires,  distaba  sólo  tres  años  y  tres  meses  del  nota- 
ble acontecimiento  que  había  obligado  al  dictador  Rosas, 
vencido  en  iVIonte  Caceros  a  buscar  en  la  lejana  Inglaterra 
la  seguridad  individual  que  no  podía  ya  encontrar  en  su  pro- 
pia patria. 

No  conozco  hombre  de  Estado  que  haya  merecido  a  la 
literatura  y  a  la  prensa  americanas  recuerdos  tan  vivamsnte 
apasionados  como  los  que  corren  consignados  sobre  Rosas. 

Los  verdaderos  o  los  supuestos  hechos  que  se  atribuyen 
a  este  hombre  singular,  que  retó  a  la  Francia,  escupió  a  la 
Inglaterra,  despreció  al  Brasil,  y  supo  al  mismo  tiempo  lu- 
char y  sostener  su  inaudito  poderío  contra  los  implacables 
enemigos  que  existían  en  su  patrio  hogar,  han  sido  canta- 


410  VICENTE  PÉREZ  JiOSALES 

dos  en  todos  los  tonos  que  recorren  ocho  de  las  nueve  mu- 
sas del  Parnaso;  sólo  la  novena  ha  enmudecido,  la  severa 
Historia,  que  hasta  ahora,  por  no  ser  aún  tiempo  de  hablar, 
ha  observado  el  más  rigido  silencio. 

Y  en  verdad  que  el  hombre  de  fuera,  el  hombre  impar- 
cial, en  presencia  de  los  hechos  que  se  cuentan,  y  en  la  de 
las  muchas  contradicciones  que  ellos  mismos  envuelven,  pa- 
ra merecer  el  nombre  de  justo,  hasta  mejor  informado  debe 
suspender  su  fallo. 

He  aqui  los  hechos  descarnados  que  no  han  sido  hasta 
ahora  desmentidos  y  que  confiesan  los  más  encarnizados  ene- 
migos de  Rosas. 

La  mayoría  de  los  habitantes  de  los  grandes  centros  po- 
blados del  vasto  Estado  platense,  tanto  por  las  grandes  dis- 
tancias en  que  se  encuentran  unas  de  otras  las  poblaciones, 
cuanto  por  su  amor  al  self  government,  no  han  querido  ni 
quieren  vivir  bajo  el  régimen  de  los  gobiernos  unitarios. 

El  propósito  solo  de  pretender  plantear  un  gobierno  uni- 
tario en  las  provincias  argentinas  obligó  al  esclarecido  esta- 
dista Rivadavia,  recién  nombrado  Presidente  de  la  Repúbli- 
ca por  la  convención  constituyente  del  16  de  diciembre  de 
1826,  a  resignar  el  mando  el  5  de  julio  de  1827.  Desde  ese  día 
cada  provincia  se  gobernó  por  si  sola,  y  la  de  Buenos  Aires 
se  dio  por  gobernador  al  desventurado  Dorrego,  jefe  enton- 
ces del  partido  federal.  Dorrego  contaba  con  pocas  simpa- 
tías en  el  ejército;  éste  se  insurreccionó,  y  la  revolución  del 
1."  de  diciembre  de  1828,  encabezada  por  el  general  Lavalle, 
obligó  al  Gobernador  a  refugiarse  en  la  campaña. 

Oigamos  ahora,  para  darnos  cabal  cuenta  de  lo  que  su- 
cedió después,  las  palabras  con  que  refiere  estos  sucesos  la 
comisión  para  la  Exposición  de  Filadelfia  en  su  obra  Repú- 
blica Argentina,  publicada  por  orden  y  cuenta  del  Estado  en 
el  año  1876,  pág.-20: 

"Allí  (Dorrego  en  la  campaña) ,  encontró  el  apoyo  del  co- 
mandante general  de  los  partidos  de  la  campaña,  Juan  Ma- 
nuel Rosas,  y  formó  un  pequeño  ejército  con  el  objeto  de 
marchar  sobre  Buenos  Aires;  pero  Lavalle  triunfó,  lo  hizo 
prisionero  y  lo  fusiló  sin  proceso  el  13  de  diciembre  de  1828. 

Lavalle  se  arrepintió  más  tarde  de  esta  precipitación, 
porque  Dorrego,  hombre  estimado,  era  el  jefe  del  partido  fe- 
deral; y  éste,  por  la  muerte  violenta  de  aquél,  que  conside- 
raba un  crimen  abominable,  resolvió  usar  la  ley  del  tallón 
con  los  unitarios.  No  sólo  toda  la  campaña  de  Buenos  Aires 
se  levantó  con  Rosas  a  la  cabeza  contra  Lavalle,  sino  tam- 
bién una  gran  parto  úv  las  otras  provincias.  Considerando 
este  hecho  como  una  declaración  de  guerra,  la  asamblea  re- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  411 


unida  entonces  en  Santa  Fe,  declaró  ilícito  el  gobierno  de  La- 
valle". 

Por  perversa  que  sea  la  redacción  de  los  párrafos  que  aca- 
bo de  copiar,  bastará  tal  cual  buena  voluntad  para  com- 
prender lo  que  quisieron  decir  los  literatos  argentinos  cuan- 
do los  escribieron. 

Prosigo  citando  hechos  incuestionables. 

Después  de  una  lucha  encarnizada,  fué  investido  Rosas  por 
la  asamblea  provincial  de  Buenos  Aires,  Gobernador  de  la  pro- 
vincia, con  facultades  extraordinarias,  en  diciembre  de  1829. 

No  aceptó,  tres  años  después,  la  reelección  que  se  le  ofre- 
cía en  diciembre  de  1832.  Se  retiró  a  la  campaña,  y  sólo  en 
marzo  de  1835  aceptó  la  dictadura  casi  ilimitada  que  se  le 
ofreció  y  que  continuó  ejerciendo  hasta  que  el  levantamien- 
to de  Entre  Ríos  dio  por  resultado  su  derrota  en  Monte  Ca- 
ceros  el  3  de  febrero  de  1852.  Se  retiró  después  a  bordo  de  un 
navio  de  guerra  inglés,  marchó  en  él  a  Inglaterra,  y  allí  "fué 
recibido  por  las  autoridades  inglesas  con  demostraciones  ho- 
noríficas". 

De  lo  expuesto  se  desprende: 

I.-  Que  dos  partidos  que  se  aborrecían  entre  sí  lucharon 
por  el  predominio  de  sus  ideas; 

2."  Que  Dorrego,  Gobernador  legal  de  Buenos  Aires  y  jefe 
del  partido  federal,  fué  derrocado  del  poder  por  tropas  insu- 
rrectas, mandadas  por  el  general  Lavalle.  jefe  entonces  del 
partido   unitario ; 

3."  Que  Dorrego,  vencido  y  hecho  prisionero,  fué  fusilado 
por  Lavalle,  sin  proceso  alguno;  y 

4.'  Que  a  consecuencia  de  este  bárbaro  atentado,  quedó 
de  hecho  proclamada  la  ley  del  tallón. 

Ahora  bien,  se  pregunta:  dado  que  fuesen  ciertos  cuantos 
horrores  se  atribuyen  a  Rosas,  lo  que  dista  bastante  de  la 
verdad,  ¿por  qué  no  han  de  ser  copartícipes  de  ellos  los  que 
primero  que  él  y  sin  ningún  antecedente  que  autorizase  el  ac- 
to de  asesinar  sin  causa  previa,  los  promovieron?  Si,  como 
se  asegura,  Rosas  mataba,  complaciéndose  con  el  tormento 
de  cuantos  enemigos  caían  en  su  poder,  lo  que  también  es 
inexacto,  ¿qué  hubieran  hecho  los  unitarios  con  Rosas,  si  és-. 
te  hubiese  caído  en  sus  manos? 

Cuando  se  llega  a  inhumanos  extremos,  a  los  sangrientos 
horrores  de  una  guerra  a  muerte,  ninguna  de  las  dos  fieras 
que  se  despedazan  entre  sí  tiene  derecho  para  achacar  a  la 
otra  la  responsabilidad  de  la  sangre  que  se  derrama,  a  menos 
que  una  de  las  dos,  por  actos  incalificables,  haya  obligado  á 
la  otra  a  echar  mano  de  represalias,  y  on  o.ste  caso  ol  par- 
tido unitario   debería   enmudecer. 


412  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Además,  cómo  no  suspender  el  juicio,  antes  de  emitir  un 
fallo  definitivo,  sobre  los  actos  de  un  hombre  a  quien  no  se 
le  ha  oido  aún;  actos  que  para  atribuírselos  a  Rosas  han  sido 
rebuscados  en  el  corazón  de  los  tigres,  y  que  representados 
en  pinturas,  se  ve  en  ellos  a  un  hombre  estrujando  con  sus 
propias  manos  en  una  copa,  la  sangre  de  un  corazón  huma- 
no, para  bebérsela  en  seguida.  La  misma  exageración  o  enor- 
midad impone  a  la  prudencia  el  deber  de  detener  su  fallo 
antes  de  estar  mejor  informada. 

Lo  que  hay  de  cierto  y  muy  averiguado,  entre  otras  mu- 
chas cosas  que  omito,  es  que  Rosas  supo  muy  mal  escoger  sus 
amigos;  pues,  aquellos  a  quien  este  hombre  extraordinario 
dispensó  más  cariño  y  más  confianza,  fueron  después  sus  más 
encarnizados  detractores,  y  los  ejemplos  los  hemos  tenido  en 
Chile;  pues,  cuando  publicaban  la  fama  y  la  prensa  con  des- 
caro que  las  hijas  del  general  Lavalle,  atadas  a  un  poste,  con 
los  párpados  cortados  por  orden  de  Rosas,  sufrían  con  los  ra- 
yos del  sol  sobre  sus  indefensas  retinas,  los  tormentos  que 
la  más  bárbara  y  extraviada  mente  pudo  inventar,  esas  her- 
mosas victimas  del  tirano,  bailaban  regocijándose  en  las  ter- 
tulias del  alegre  Santiago. 

Yo,  que  desde  el  principio  sabía  todo  esto,  y  que  había 
disfrutado  varias  veces  en  Buenos  Aires  de  la  misma  seguri- 
dad que  se  disfrutaba  en  nuestra  capital,  movido  por  la  cu- 
riosidad pregunté  a  la  señora  de  Mendeville,  matrona  respe- 
table y  respetada  de  la  alta  sociedad  bonaerense,  en  cuya  ca- 
sa se  me  dispensaba  la  más  cordial  y  franca  hospitalidad,  si 
después  de  la  salida  de  Rosas  quedaban  aún  en  la  ciudad  al- 
gunos miembros  de  su  familia,  porque  deseaba  conocerles,  y 
por  toda  contestación  mandó  un  recado  a**'  parienta  inme- 
diata del  dictador,  diciéndole  que  la  esperaba. 

No  tardó  en  llegar  a  la  casa,  con  los  atavíos  de  la  más 
sencilla  elegancia,  una  de  las  más  hermosas  mujeres  que  he 
tratado  en  el  curso  de  mi  vida.  Juventud,  atractivos,  fran- 
queza, educación  y  fino  trato  adornaban  a  ese  ser  privilegiado, 
la  cual,  oyéndome  decir  que  deseaba  saludar  al  señor  don 
Juan  Manuel  a  mi  pasada  por  Southampton,  tuvo  la  bondad 
de  entregarme  una  tarjeta  suya,  en  cuyo  respaldo  escribió  con 
lápiz  una  sola  palabra.  Tuve  después  ocasión  de  ver  dos  ve- 
ces en  el  teatro  a  esta  señora,  y  la  de  observar  los  cordia- 
les saludos  que  le  dirigían  los  concurrentes  desde  sus  palcos. 

Hablando  algunos  días  después  en  Montevideo  con  el  se- 
ñor Mendeville,  comerciante  acreditado  de  aquella  impor- 
tante plaza,  me  indicó  la  posibilidad  de  echarnos  pronto  al 
bolsillo  algunos  pesos  fuertes  si  yo  me  resolvía  a  escribir  un 
folleto  .sobre  Rosas,  y  a   mando  ríe  diez  mil   ojomplares. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  413 

Aseguraba  se  vendería  en  el  acto  y  a  muy  buen  precio, 
con  tal  que  el  escrito  contuviese  un  examen  analítico-moral 
del  corazón  del  ex  dictador,  ;5us  actuales  tendencias  y  el  fun- 
damento de  sus  futuras  esperanzas  de  volver  a  ejercer  el  po- 
der en  Buenos  Aires.  "No  descuide  usted,  me  decia,  los  mo- 
vimientos de  su  fisonomía;  repare  usted  si  los  actos  de  bené- 
fica humanidad  le  son  indiferentes  o  le  entristecen;  sígalo 
usted  al  teatro  cuando  se  representen  dramas  horribles  o  tra- 
gedias, y  apunte  con  minucioso  esmero  el  carácter  que  asu- 
me su  rostro  en  los  momentos  de  las  catástrofes;  exprese, 
como  usted  sabe  hacerlo,  cómo  en  esos  momentos  le  brillan 
los  ojos  de  alegría,  y  cómo  las  demostraciones  de  duelo  por 
el  crimen  consumado  sólo  le  merecen  desprecio". 

Pareciéronme  un  sí  es  no  es  apasionadas  las  instrucciones 
que  me  daba  aquel  honrado  comerciante  del  pintoresco  Mon- 
tevideo, y  mucho  más  me  lo  parecieron  después,  cuando 
mostrándole  yo  aquellas  mentadas  "Talas  de  Sangre",  que 
los  enemigos  de  Rosas  lanzaron  como  un  brulote  por  toda  la 
América  para  atestiguar  los  crímenes  que  se  atribuían  a  ese 
mandatario,  y  cuestionándole  sobre  ellas,  reparé  que  pasa- 
ba como  por  sobre  brasas  encendidas  al  llegar  a  muchos  he- 
chos que,  sin  dárselo  yo  a  entender,  me  constaba  que  eran 
falsos. 

Llegado  después  de  un  viaje  feliz  a  Southampton.  pre- 
gunté al  dueño  de  mi  posada  si  sabía  dónde  vivía  Rosas;  y  con 
su  respuesta  afirmativa,  si  sabía  en  qué  se  ocupaba,  o  qué 
hacía  en  aquella  ciudad,  y  rne  respondió  estas  textuales  pa- 
labras: 

"Esa  fruta  de  horca,  sólo  se  ocupa  en  hacer  mal,  y  si  no 
mata  gente  aquí  como  mataba  en  Buenos  Aires,  es  porque 
en  Inglaterra  del  asesinato  a  la  horca  no  hay  más  que  un 
paso". 

Espantado  con  semejante  juicio,  quise  profundizar  algo 
el  cimiento  sobre  que  se  apoyaba,  y  no  tardé  en  descubrir 
que  ni  de  vista  conocía  a  Rosas,  y  que  si  llegaba  a  saber  que 
existía  un  Buenos  Aires  en  América,  era  más  por  la  línea  de 
vapores  que  entre  Southampton  y  aquella  plaza  navegaba,  que 
por  sus  conocimientos  geográficos. 

Los  fundamentos  de  su  inconsciente  fallo  no  traían  más 
calificado  origen,  que  el  que  dejaban  en  su  memoria  las  ha- 
blillas más  o  menos  apasionadas  de  los  argentinos  que  de 
paso  alojaban  como  yo  en  su  posada. 

Se  comprende  que  cuanto  se  decía  de  Rosas  debía  intere- 
sar vivamente  mi  curiosidad;  así  fué  que  en  cuanto  instalé 
mis  trabajos  en  mi  alojamiento  y  di  una  vuelta  para  reco- 


414  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

rrer  la  ciudad,  que  vi  con  gusto  por  segunda  vez,  me  dirigí 
a  casa  de  Rosas. 

Vivía  éste  en  el  segundo  cuarto  de  una  modesta  casa  de 
cinco  pisos,  altura  muy  común  de  los  edificios  de  aquel  pue- 
blo. Llamé,  y  habiendo  entregado  al  portero  que  acudió  al 
llamado,  muchacho  que  por  el  color  de  la  tez  me  pareció  ame- 
ricano, una  tarjeta  mía,  no  tardé  en  oír  la  voz  entera  de  un 
hombre  que  parecía  acostumbrado  a  mandar,  que  ordenaba 
se  me  franquease  entrada. 

Un  instante  después  se  adelantó  a  recibirme  el  mismo 
Rosas.  Era  éste  entonces  un  hombre  como  de  sesenta  y  dos 
años  de  edad,  de  e.statura  más  que  mediana  y  de  robusta 
complexión.  Lucia  su  rostro,  sobre  una  tez  blanca  y  sanguí- 
nea, dos  hermosos  ojos  azules,  una  nariz  aguileña,  y  un  par 
de  labios,  aunque  finos,  perfectamente  diseñados. 

Nada  encontré  en  su  traje  que  llamase  mi  atención;  ves- 
tía como  viste  un  honrado  y  modesto  inglés  de  mediana  for- 
tuna. Ni  vi  en  él  chiripa,  ni  tampoco  el  grueso  pantalón  con 
vivos  lacres,  ni  mucho  menos  el  chaleco  de  lana  colorado  y 
la  divisa  que  afectaba  lucir  en  Buenos  Aires,  ya  en  las  revis- 
tas o  ya  en  los  campos  de  batalla,  como  me  aseguraron  en 
América   que   encontraría   al   ex  dictador   vestido   aquí. 

Recibióme  con  afectuosa  cortesía,  sin  olvidar  aquella  pru- 
dente reserva,  forzosa  compañera  del  hombre  de  mundo  cuan- 
do trata  por  vez  primera  a  un  desconocido;  mas  ésta  duró 
poco,  pues  no  hizo  más  que  recibir  mi  tarjeta  de  su  parienta 
y  leer  lo  que  en  el  respaldo  de  ella  iba  escrito,  cuando  levan- 
tándose de  su  asiento,  me  tendió  con  efusión  los  brazos,  ape- 
llidándome paisano. 

Seis  días  estuve  en  Southampton,  y  en  esos  seis  días  tuve 
ocasión,  uno  de  almorzar  con  él  y  los  cinco  restantes  acom- 
pañarle a  tomar  mate,  bebida  sin  azúcar  que  parecía  serle 
favorita. 

Noté  en  mis  conversaciones  con  este  hombre  excepcional, 
que  se  había  apoderado  de  su  ánimo  cierta  manía  de  creer 
que  era  imposible  que  los  argentinos  pudiesen  vivir  en  paz  ba- 
jo otro  sistema  de  gobierno  que  el  absoluto;  que  él  era  el 
hombre  indispensable  para  contener  los  desbordes  de  las  pa- 
siones tan  propias  de  esos  locos  a  quienes  tanto  seguía  que- 
riendo, sin  saber  por  qué,  y  que  era  también  imposible  que  el 
escaso  juicio  que  aún  se  complacía  en  reconocerles  no  les  obli- 
gase a  llamarle  de  un  instante  a  otro.  Por  cada  vapor. que 
llegaba  esperaba  este  llamado,  y  por  cada  vapor  sufría  de- 
cepciones su  creencia;  pero  esas  decepciones  más  le  inspira- 
ban lástima  que  cólera,  pues,  según  él  decía,  más  perdían 
ellos  en  no  llamarle,  que  él  permaneciendo  donde  estaba. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  415 

Hablaba  con  calor  sobre  la  enormidad  de  los  crímenes 
que  se  le  atribuían,  y  recuerdo  que  paseándose  con  exalta- 
ción la  víspera  del  día  en  que  debí  proseguir  mi  viaje,  me  co- 
gió de  la  mano  y  llevándome  a  una  pieza  atestada  de  cajo- 
nes abiertos  y  de  sacos  de  legajos  y  papeles,  me  dijo:  "¿Ve 
usted  todo  esto,  paisano?  Pues  aquí  tiene  el  archivo  privado 
de  mi  gobierno;  aquí  puede  usted  encontrar  no  sólo  los  docu- 
mentos que  justifican  mis  actos,  sino  también  muchos  de 
aquellos  que  acreditan  la  desleal  conducta  de  mis  enemigos, 
ingratos  unos  y  malos  casi  todos.  Ya  vendrá  el  día  en  que 
todos  estos  documentos  vean  la  luz  pública  y  de  ello  me  ocu- 
po ahora,  agregó  señalándome  con  la  mano  multitud  de  pa- 
peles borrajeados  que  tenía  sobre  su  escritorio... 

"Todo  lo  comprendo,  paisano,  agregó  con  despecho,  por- 
que conozco  las  aspiraciones  de  los  chasqueados;  pero  lo  que 
no  comprendo,  lo  que  nunca  he  podido  comprender,  es  que 
los  chilenos,  sin  oírme  siquiera,  hayan  amuchado  el  número 
de  mis  enemigos,  cuando  el  solo  examen  de  la  conducta  que 
ha  observado  en  Chile  esa  tropa  de  baguales,  dispénseme  la 
expresión,  que  se  refugiaron  en  aquella  república,  sobraba 
para  conocer  la  calidad  de  los  testigos  que  deponían  contra 
mí". 

Preguntado  por  qué  no  había  promovido  en  Chile  la  crea- 
ción de  un  diario  encargado  de  rectificar  las  calumnias  de 
sus  detractores,  me  contestó:  "porque  los  primeros  pasos  que 
di  en  este  sentido  fueron  desgraciados . . .  Promoví  en  la  ciu- 
dad de  Valparaíso  la  creación  de  un  diario,  de  cuya  redac- 
ción se  encargó  un  señor  Espejo...  don  Juan  Nepomuceno, 
recuerdo  que  era  su  nombre;  pero  no  surtió  efecto  esta  me- 
dida, porque  los  diarios  de  ese  país  estaban  todos  en  poder 
de  argentinos. 

Hice  ir  entonces  a  su  tierra  a  un  joven  cuya  familia  me 
debía  servicios  y  que  hasta  entonces  me  había  dado  a  en- 
tender que  era  un  ardiente  partidario  mío,  y  en  cuanto  no 
más  se  encontró  en  Chile,  influenciado  por  su  padre,  me  volvió 
la  espalda;  y  también,  señor  don  Vicente,  hablemos  claro,  no 
hice  más  diligencias  porque  cometí  la  chambonada  de  pre- 
sumir más  de  lo  que  debía,  de  la  penetración  de  los  chile- 
nos para  deducir  de  las  mismas  exorbitaciones  que  se  con- 
taban de  mí  y  de  la  conducta  de  mis  detractores,  la  poca  fe 
que  sus  relatos  merecían. 


Recuerdo. — 14 


CAPITULO  XXV 

Estado  hamburgués. —  Modo  de  percibir  la  contribución  del 
cuatro  por  ciento  sobre  los  haberes  muebles. —  Jardín  de 
Niños. —  Emigración,  sus  agentes. —  Actividad,  de  las  na- 
ciones para  promoverla. —  Serias  dificultades  que  tuvo 
que  vencer  el  Agente  chileno  en  Hamburgo  para  la  remi- 
sión de  emigrantes  a  Chile.  — Su  polémica  con  la  "Ga- 
ceta de  Ausburgo". —  Bases  sobre  que  debe  fundarse  toda 
empresa  de  inmigración. —  España. —  Cuentas  del  Gran 
Capitán. —  Las  aguas  de  Franzensband. —  Ab-el-Kadder. 
— Los  rusos.  — Francisco  Javier  Rosales. —  Fi7i. 

El  9  de  septiembre  de  1855,  época  en  que  los  tiernos  re- 
toños de  los  árboles  anuncian  la  llegada  de  nuestras  risue- 
ñas primaveras,  y  aquella  en  que  la  naturaleza  comienza  a 
despojarse  de  sus  galas  para  soportar  el  rigor  de  los  invier- 
nos del  norte  de  la  Europa,  llegué  a  la  hermosa,  rica  y  libre 
ciudad  ansiática  de  Hamburgo,  antigua  y  formidable  for- 
taleza; llave  del  Elba,  entonces,  por  el  poder  de  sus  armas; 
centro  y  pacífico  emporio,  en  el  día,  de  comercio  y  de  rique- 
zas, y  acreditada  agencia  que  sirve  de  intermedio  a  la  in- 
dustria alemana,  así  para  repartir  sus  artefactos  por  todos 
los  mercados  del  mundo,  como  para  recibir  los  ricos  retor- 
nos que  la  alimentan. 

Hamburgo  no  era  en  aquella  época  una  simple  ciudad  en- 
gastada en  la  gran  Confederación  Germánica,  como  lo  acre- 
ditaba su  nombre  de  Villa  Libre;  Hamburgo  era,  aunque  pe- 
queño, un  verdadero  Estado  independiente,  una  república  cu- 
yas instituciones  políticas,  civiles,  religiosas  y  rentísticas,  me- 
recían ser  estudiadas. 

En  la  Constitución  hamburguesa  ni  había  jefe  supremo 
ni  cosa  que  lo  pareciese.  Los  poderes  del  Estado,  que  con 
tanto  afán  se  empeñan  los  escritores  constitucionalistas  en 
dividir,  estableciendo  entre  ellos  la  soñada,  recíproca  y  nece- 
.saria  indepeadencia  que  haMa  ahora  no  han  podido  conse- 
guir, por  ser  imposible  fijar  a  la  jurisdicción  de  cada  uno,  lí- 
mites incontrovertibles,  se  encuentran  en  la  constitución  ham- 
burguesa reunidos  en   lui  Senado  que  ejecuta  y  juzga,  y  en 


418  VICENTE    PÉREZ     ROSALES 

una  Asamblea  de  ciudadanos  activos  que,  junto  con  el  Se- 
nado, concurren  a  la  confección  de  las  leyes,  sin  que  esta  apa- 
rente confusión  de  los  poderes  haya,  hasta  ahora,  por  el  sa- 
bio mecanismo  a  que  obedece,  perturbado  la  marcha  normal 
del  Estado,  ni  la  pacifica  y  tranquila  de  cada  funcionario  en 
el  desempeño  de  su  respectivo  cargo. 

Esto  que  llamamos  por  acá  bandos  políticos,  apenas  tie- 
ne en  Hamburgo  significado,  porque  estando  siempre  las  as- 
piraciones al  mando  en  proporción  directa  con  el  alto  o  el 
bajo  lucro  que  el  mando  ÍDroporciona,  no  es  de  extrañar  que 
en  ese  pueblo,  donde  apenas  alcanza  la  remuneración  de  sus 
más  altos  empleados  a  cubrir  los  gastos  de  escritorio,  no  se 
encuentre  esa  falaz  pantalla  tras  'la  cual  se  ocultan  los 
que  acechan  el  poder.  Son  alli  los  empleos  públicos,  con  re-' 
lación  al  lujo  que  proporcionan  al  empleado,  muy  semejan- 
tes, en  lo  gratuitos,  a  los  de  nuestros  subdelegados;  por  es- 
to, causa  tanto  tenor  en  Chile  el  título  de  subdelegado  cuan- 
to en  Ham.burgo  el  de  burgomaestre.  En  Chile  paga  una 
multa  el  ciudadano  que  rehusa  ser  subdelegado;  en  Ham- 
burgo el  que  rehusa  ser  senador,  o  lo  que  es  lo  mismo,  juez, 
síndico  o  presidente,  porque  del  Senado  salen  estos  funcio- 
narios, sufre  el  castigo  del  destierro  y  además,  el  de  la  pér- 
dida de  la  décima  parte  de  su  fortuna,  que  se  aplica  a  bene- 
ficio del  tesoro  público. 

¡Cuántos  aspirantes  a  empleos  empuñarían  el  arado; 
cuantos  eternos  habladores  enmudecerían;  cuántos  bandos 
políticos,  sociedades  juradas  para  asaltar  el  poder,  se  disol- 
verían, si  el  servicio  público  se  hiciera  en  lo  posible  obligato- 
rio y  gratuito! 

Hasta  para  alcanzar  entre  nosotros  el  título  de  cabildan- 
te empleamos,  sin  rubor,  la  intriga,  la  corrupción,  el  enga- 
ño y  la  amenaza;  derramamos  a  manos  llenas  dinero  que 
mezquinamos  a  la  miseria,  a  la  educación  y  al  dolor,  y  po- 
co nos  importa  que  hasta  sangre  se  derrame,  si  alcanzamos 
el  apetecido  título  ilustre  con  el  que  modestamente  se  con- 
decoran en  las  salas  de  cabildos  los  más  opacos  entendimien- 
tos. Y  todo,  ¿por  qué?  Por  el  pago  de  ciertas  inmunidades,  por 
el  teatro,  por  ocupar  asientos  de  preferencia  en  las  festivi- 
dades públicas,  y  sobre  todo,  por  el  derecho  de  intervenir  en 
futuras  elecciones  que,  llevando  a  sus  parciales  a  las  cá- 
maras, le  pongan  en  actitud  de  escalar  después  el  poder 
remunerado.  Si  los  municipales  chilenos  nada  tuviesen  que 
hacer  en  las  elecciones,  y  tuviesen  obligación,  como  la  tenían 
los  antiguos  romanos,  de  costear  de  su  propio  bolsillo  todas 
las  gangas  de  que  ahora  tan  espetados  gozan,  de  seguro  qu? 


RECUERDOS     DEL     PASADO  419 

se  buiría  de  la  sala  del  Cabildo  como  se  huye  en  Hamburgo 
de  la  del  Senado. 

Pocas  y  equitativas  son  las  contribuciones  que  alimentan 
el  tesoro  de  la  república.  Entre  ellas,  mucho  me  llamó  la 
atención  el  modo  como  se  recauda  la  del  cuatro  por  ciento  so- 
bre los  haberes  muebles;  porque  las  del  cuatro  por  ciento  so- 
bre el  valor  de  los  inmuebles  sólo  se  exige  en  los  grandes  apu- 
ros o  en  casos  muy  extraordinarios. 

Llámase  la  contribución  del  cuatro  por  ciento  sobre  los 
haberes  muebles  en  las  villas  ansiáticas,  contribución  patrió- 
tica, de  honor  y  de  conciencia.  Págase  siempre  en  secreto  y 
el  monto  de  la  cuota  que  a  cada  cual  corresponde  se  deja  a 
la  conciencia  del  erogante.  Para  recaudar  este  impuesto,  cua- 
tro senadores  y  doce  notables  ciudadanos  activos  asisten  du- 
rante un  mes  seguido  a  una  sala  donde  se  instala  una  caja 
receptora.  Cada  contribuyente  ocurre  a  la  sala  el  día  del  mes 
que  mejor  le  parece;  deposita  en  la  caja  lo  que  cree  deber 
depositar,  se  retira  en  seguida  y  la  comisión  que  presencia 
desde  alguna  distancia  este  acto,  sin  averiguar  el  monto  de 
la  cantidad  depositada,  se  limita  a  inscribir  el  nombre  del 
contribuyente,  y  a  poner  a  continuación  de  él  estas  solas  pa- 
labras: cumplió  con  la  ley. 

Las  contribuciones  urbanas  que  pagan  los  vecinos  satis- 
facen de  un  modo  tan  inmediato  y  directo  las  necesidades  de 
los  contribuyentes,  que  ni  se  siente  el  peso  de  ellas.  La  ciu- 
dad es  casa  de  seguros  donde  cada  depositario  tiene  obliga- 
ción de  asegurar  su  propiedad,  sin  que  esto  obste  para  que  la 
asegure  en  otra  compañía.  La  ciudad  es  dueña  exclusiva  del 
agua  potable,  así  como  del  alumbrado  público,  y  la  lotería 
existe  allí  también  como  existe  en  todos  los  pueblos  alemanes. 

Los  establecimientos  de  beneficencia  que  costea  exclusi- 
vamente la  caridad  pública  son  tantos,  tan  ricos  y  tan  bien 
asistidos,  que  no  conozco  pueblo  alguno  que  pueda  disputar 
en  esto  la  primacía  al  hamburgués. 

Notables  son  las  escuelas  y  colegios;  pero  lo  que  más  lla- 
mó mi  atención,  entre  esta  clase  de  establecimientos,  fueron 
las  escuelas  destinadas  para  niños  desde  dos  hasta  siete  años 
de  edad.  Llámanlas  Jardines  de  Niños  y  su  origen  es  pura- 
mente hamburgués.  Estos  interesantísimOvS  establecimientos 
que  corren  a  cargo  de  muy  calificadas  instructoras,  han  sido 
ideados  con  el  doble  propósito  de  servir  de  segunda  madre  al 
niño  cuando  la  legítima  tiene  que  dejarle  solo  en  las  horas 
que  dedica  al  trabajo  fuera  de  su  casa,  y  de  propender,  a 
fuerza  de  ingeniOvSos  procedimientos,  a  cambiar  el  instinto  de 
destrucción,  tan  propio  de  esa  tierna  edad,  por  el  de  la  con- 
servación, por  el  del  orden  y  hasta  por  el  del  trabajo  creador. 


420  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Seminarios  donde  tan  delicados  seres  beben,  puede  decir- 
se, con  la  leche  que  los  alimenta,  el  germen  de  tan  importan- 
tes hábitos,  no  es  posible  que  dejen  de  producir  excelentes 
hijos  al  país  que  los  plantea. 

He  visitado  con  detención  uno  de  estos  establecimientos 
donde  recibían  maternales  cuidados  82  criaturas.  Todo  en 
la  casa  estaba  dispuesto  para  hacerla  grata  al  educando;  jar- 
dines, sombras,  baños,  columpies,  trapecios,  juguetes,  trechos 
destinados  para  labrar  la  tierra  y  plantar  flores.  Ningún  ju- 
guete dejaba  de  tener  un  nombre  científico  ni  carecía  de  algo 
que  agrandando  pudiese  instruir.  Las  pelotas  representaban 
globos  geográficos  de  gradual  perfección,  unas  con  solo  los 
círculos  máximos  y  otras  con  los  continentes  además,  y  ves- 
tidas de  hermosos  colores,  las  cuales  sólo  se  entregaban  al  ni- 
ño cuando  éste  podía  dar  razón  de  lo  que  significaban  los 
primeros.  Los  palitos  con  que  jugaban  eran  cilindros,  cua- 
dros, cubos  truncados,  elipses,  etc.  Cada  niño,  según  su  edad, 
para  que  pudiese  jugar  con  tierra,  tenía  a  su  cuidado  un  jar- 
dincito  de  media  vara  en  cuadro,  y  disponía  de  pequeños 
instrumentos  agrícolas  para  poder  cultivarlo,  y  Ja  profesora, 
al  poner  en  sus  manecitas  esos  instrumentos  de  labor,  jun- 
to con  i-n.señarles  su  nombre  y  el  modo  de  usarlos,  inculca- 
ba en  el  ánimo  de  los  cultivadores  el  santo  espíritu  de  emu- 
lación industrial.  Ninguna  violencia  se  empleaba  en  aquel 
establecimiento  para  contrarrestar  el  carácter  más  o  menos 
voluntarioso  del  niño;  ninguna  ocupación  detenía  más  de  seis 
minutos  seguidos  la  voluble  imaginación  del  educando  so- 
bre un  mismo  objeto;  y  el  niño,  lejos  de  oponer  resistencia 
a  las  madres  para  ir  a  la  escuela,  apenas  llegaba  la  hora  de 
ir  a  ella,  las  importunaban  por  marchar. 

La  madre  de  familia  que  trabajaba  a  jornal,  sólo  cuidaba 
de  acomodar  en  la  escarcelita  del  niño  el  alimento  para  un 
modesto  almuerzo  y  marchaba  a  su  trabajo  hasta  la  una  del 
día,  hora  en  que  se  recogía,  después  de  haberle  dejado  con- 
tento y  aprendiendo  sin  mortificación  lo  que  ella  misma  no 
podía  enseñarle.  Enseñábaseles  a  rezar  y  a  cantar;  ejerci- 
tábase su  memoria  con  el  aprendizaje  de  fábulas  cortas  y  ex- 
presivas. Colocados  al  rededor  de  una  mesa,  se  distribuía,  a 
cada  uno  el  número  de  palitos  que  alcanzaba  a  contar  has- 
ta diez.  La  preceptora  formaba  con  otro  número  igual  algu- 
na figura  regular  que  cada  cual  trataba  de  imitar  y  maravi- 
llaba ver  en  boca  de  aquellos  seres  diminutos  los  nombres  de 
triangules,  de  cuadrados,  de  polígonos,  etc.,  y  más  aun,  la 
prontitud  con  que  el  niño  contaba  de  uno  a  diez  y  de  diez 
a  uno.  a  medida  que  la  profesora  quitaba  o  agregaba  un  pa- 
lito a  la  figura  que  el  niño  acababa  de  imitar. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  421 

He  visto  obras  de  paja  primorosamente  trabajadas  por 
esos  artistas  en  miniatura;  y  cada  vez  que  alguna  sobresalía 
por  su  relativa  perfección,  se  colocaba  ésta  en  un  cuadro,  con 
el  nombre  del  artista,  que  merecía  de  todos  los  que  visitaban 
el   establecimiento,   elogios   y   cariños. 

Omito  continuar  relatando  pormenores,  por  creer  que  bas- 
tan los  que  quedan  apuntados  para  hacer  vislumbrar  la  im- 
portancia de  estos  interesantes  establecimientos. 

Velaba  entonces  sobre  la  conservación  y  fomento  de  los 
jardines  de  niños  una  sociedad  de  filantrópicas  señoras,  ca- 
da una  de  las  cuales  ejercía  por  semana  la  superintendencia 
de  todos  ellos  para  corregir  sus  defectos  o  para  proveer  lo 
que  en  ellos  faltase. 

La  ciudad  y  puerto  de  Hamburgo,  capital  de  esta  peque- 
ña república,  que  sólo  cuenta  con  una  extensión  territorial 
de  392  cuadros  de  a  mil  kilómetros  cada  uno,  y  con  una  po- 
blación de  200.000  almas,  de  las  cuales  160.000  corresponden  al 
pueblo,  es  una  de  las  más  hermosas  de  Alemania  a  pesar  de 
su  forma  irregular.  Es  pintoresco  su  asiento  entre  la  embo- 
cadura del  Elba,  cubierta  siempre  de  una  selva  de  mástiles 
donde  lucen  todos  los  pabellones  del  mundo,  y  el  precioso  la- 
go Alster  que,  rodeado  de  paseos  y  de  vistosos  edificios,  pe- 
netra en  la  ciudad  para  mezclar  sus  aguas  al  través  de  sun- 
tuosos canales  con  las  del  Elba.  Sus  antiguos  y  formidables 
fosos  de  cuarenta  metros  de  anchura,  transformados  en  jar- 
dines y  paseos  que  forman  un  cinturón  de  flores  y  de  monu- 
mentos alrededor  del  pueblo,  el  contraste  de  las  modernas 
construcciones,  con  las  del  estilo  teutónico  que  escaparon  al 
voraz  incendio  que  en  sólo  tres  días  arrasó  en  1842,  1.992  edi- 
ficios, hacían  de  este  emporio  de  comercio  y  de  riquezas  una 
de  las  más  interesantes  residencias  así  para  el  simple  ne- 
gociante como  para  todo  hombre  que  desease  gozar  en  paz 
y  al  abrigo  de  positivas  garantías  una  vida  poco  costosa,  re- 
galada y  grata. 

Todo  Estado  que  deseare  promover  inmigraciones  de  ale- 
manes no  debe  perder  de  vista  que  Hamburgo  es  uno  de  los 
puntos  obligados  para  establecer  sus  agencias  de  Inmigración. 
Este  importante  paso  donde  año  a  año  se  acumula  y  se  es- 
trecha la  gran  corriente  de  emigrantes  que  fluye  de  todos  los 
puntos  de  Alemania  para  repartirse  en  seguida,  con  más  o 
menos  caudal,  por  entre  todo  despoblado  que  necesita,  para 
su  progreso  material  e  intelectual,  el  concurso  de  brazos  hu- 
manos, había  despachado  en  sólo  los  meses  útiles  que  el  des- 
hielo del  Elba  permitió  aprovechar  el  año  anterior  al  de  mi 
llegada,  163  naves  con  32.310  emigrantes  para  diferentes  puer- 
tos transatlánticos. 


422  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Pero  no  se  crea  por  esto  que  Hamburgo  sea  la  única 
fuente  donde  debe  buscarse  al  emigrante  alemán,  porque  Bra- 
men y  Antuerpia  le  disputan  muchas  veces  la  primacia. 

Para  el  que  llega  a  esos  puntos  por  vez  primera,  y  para 
el  que  sabe  cuántos  miles  de  emigrantes  se  dirigen  anual- 
mente a  ellos  en  demanda  de  nuevas  patrias,  parece  desde 
luego  fácil  y  sencillo  encaminar  esa  corriente  a  cualquiera  de 
las  especiales  regiones  que  la  solicitan;  pero  no  es  así,  por- 
que la  operación  es  harto  más  ardua  y  demorosa  de  lo  que 
parece. 

En  Hamburgo,  en  Bremen,  en  Antuerpia,  en  Liverpool,  en 
el  Havre  y  en  cuantos  puertos  se  detiene  el  emigrante  a  con- 
tratar pasaje,  se  encuentran  desde  que  se  inició  la  emigra- 
ción transatlántica,  agentes  especiales  acreditados  por  sus 
respectivos  países  para  conseguir  que  el  emigrante  se  dirija 
a  esta  o  aquella  región,  con  preferencia  a  otra  alguna  de 
las  muchas  cue  simultáneamente  le  ofrecen  hospitalidad  y 
hogar. 

Estos  activísimos  agentes,  bien  que  hostiles  entre  sí  cuan- 
do trabajan  solos,  lo  mismo  es  llegar  a  sus  oídos  el  proyec- 
to en  tabla  de  una  nueva  colonia  que  puede  disputarles  el 
monopolio  de  la  consignación  de  hombres,  no  sólo  se  aunan 
para  resistirlo,  sino  que  lo  combaten  con  las  armas  más  ve- 
dadas. 

El  estado  semibárbaro  de  las  regiones  del  Pacifico;  la  ra- 
za latina  degradada  y  marchando  hacia  su  extinción;  su  into- 
lerancia religiosa;  sus  sangrientas  y  diarias  revoluciones  po- 
líticas; el  clima  mortífero  del  istmo  de  Panamá,  calidad  que 
hacen  -extensiva  hasta  el  del  mismo  Cabo  de  Hornos;  las  in- 
vasiones de  indios  antropófagos;  las  sierpes  y  demás  reptiles 
venenosos,  todo  lo  ponen  en  juego  para  explotar,  en  benefi- 
cio suyo  ya  la  sencilla  credulidad  de  aquellos  que  desean  emi- 
grar, ya  el  terror  de  las  madres  que  los  ven  partir. 

Tan  pronto,  pues,  como  mis  diligencias  preparatorias  de- 
jaron traslucir  el  objeto  de  mi  llegada  a  Hamburgo,  los  agen- 
tes de  colonización  establecidos  en  aquella  plaza,  acudiendo 
a  sus  periódicos  subvencionados,  echaron  a  correr  tantas 
mentiras  respecto  a  Chile  y  tan  falsos  juicios  respecto  al 
nuevo  paladín  que  entraba  en  el  palenque  a  sostener  la  pri- 
macia de  la  hermosura  de  su  sin  par  colonia  de  Llanquihue 
sobre  todas  las  colonias  establecidas  y  por  establecer,  que 
luego  me  hicieron  comprender  las  grandes  dificultades  que 
iban  a  embarazar  mi  comisión  desde  sus  primeros  pasos. 

Díjose,  entre  otras  cosas:  "que  acababa  de  llegar  a  Ham- 
burgo un  caballero  ofreciendo  montes  y  milagros  a  cuantos 
emigrantes  quisiesen  dirigirse  a  Chile,  y  que  el  amor  a  la  hu- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  423 

manidad  les  imponía  la  imprescindible  obligación  de  preve- 
nir a  los  incautos;  que  se  acordasen  de  aquel  mercader  de 
carne  humana  llamado  von  Schutz  y  del  no  menos  famoso 
Rodulfo,  que  vinieron  con  grandes  aparatos  y  embustes  a  en- 
ganchar víctimas  para  el  Perú,  etc.". 

El  número  de  interesados  que  miraban  de  reojo  mis  pro- 
pósitos me  parecía  que  crecía  por  momentos.  Los  Estados  de 
la  Unión  Americana,  el  Quebec,  el  Brasil,  el  Cabo  de  Buena 
Esperanza,  y  la  Australia,  tenían  sus  agentes  en  Hamburgo, 
y  éstos,  otros  sub-agentes  en  los  puntos  más  importantes  del 
interior  de  Alemania.  El  Brasil  sólo  tenía  siete  agentes  espe- 
ciales de  colonización  repartidos  en  varios  pueblos  para  pro- 
veer de  brazos  a  Río  de  Janeiro,  a  Pernambuco,  a  Bahía,  a 
Río  Grande  del  Sur,  a  Santa  Catalina,  a  Victoria  y  a  Santos, 
nombres  todos  de  colonias  establecidas  en  esos  lugares. 

Yo,  solo,  desconocido,  sin  más  antecedentes  favorables  a 
mi  misión  que  mi  título  de  Cónsul  General;  sin  conocimien- 
tos suficientes  del  idioma  para  poderme  defender  ni  facultad 
para  subvencionar  periódicos  que  pudiesen  abogar  per  mi 
país,  me  hubiera  encontrado  en  una  situación  poco  envidia- 
ble si  el  conocimiento  que  tenía  del  poder  de  los  títulos  ho- 
noríficos en  la  culta  Europa  no  hubiese  acudido  a  socorrer- 
me. Conseg-uí  del  Gobierno  chileno  que  a  mi  título  de  Cón- 
sul General  en  Hamburgo  se  agregasen  los  de  igual  clase  en 
Prusia,  en  Dinamarca  y  en  Hannover,  y  eligiendo  en  seguida 
entre  la3  notabilidades  científicas  y  mercantiles  de  los  reinos 
mencionados  aquellas  que  me  parecieron  más  a  propósito  pa- 
ra ayudarme,  hice  expedir  a  favor  de  cada  una  de  ellas  el 
nombramiento  de  Cónsul  de  Chile  en  el  lugar  de  su  respec- 
tiva residencia. 

Regalé  a  varias  sociedades  científicas  los  objetos  de  his- 
toria natural  que  llevé  de  Chile,  acompañándolos  con  sus  res- 
pectivas memorias,  y  a  los  corredores  ambulantes  de  adua- 
nas y  de  cuanto  se  les  viene  a  la  mano,  les  hice  vislumbrar 
las  regalías  de  un  próximo  nom^bramiento  de  cónsul  chileno, 
y  hasta  el  de  sustituto  mío  con  todas  mis  facultades  tan 
pronto  como  dejase  encaminada  la  emigración  hacia  Chile. 

Tuvo,  pues,  Chile  por  abogados  oficiosos  suyos  a  Karl  An- 
drew,  de  Leipzig;  a  Wuppaus  y  a  Ausmann.  de  Gotinga;  al 
barón  de  Bibra,  de  Nurenberg;  a  Karl  C.  Rafn,  de  Copenha- 
gue; a  Kulich,  de  Berlín;  al  acaudalado  Rossi,  de  Viena;  a 
Pooppig,  de  Leipzig,  todos  hombres  respetados  o  notabilida- 
des científicas  de  la  culta  Europa  septentrional;  y  también  a 
muchos  especuladores  de  menor  cuantía,  que  si  no  impulsa- 
ron la  emigración,  no  la  entorpecieron,  porque  la  esperanza 
de  parecer  gentes  representando  a  Chile  les  ataba  las  manos. 


424  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

Fué  tal  la  fortuna  que  me  asistió  en  la  prosecución  de  esta 
idea,  que  aquellas  notabilidades  científicas  que,  por  razón 
de  su  empleo,  no  pudieren  aceptar  el  honor  de  ser  cónsules 
chilenos,  tuvieron  la  amabilidad  de  indicarme  las  personas 
que  podian  desempeñar  este  cargo,  y  yo.  al  aceptarlas  sin 
reserva,  el  acierto  de  dejar  constituidas  en  cada  pueblo  dos 
personas  que  abogasen  por  Chile,  en  vez  de  una  sola:  el  cón- 
sul propuesto  y  el  cónsul  efectivo. 

El  sabio  Guerlin  me  escribía,  con  fecha  24  de  junio  de 
185^>.  una  carta  de  la  cual  copio  con  gusto  esta  cláusula  final: 

"Nada  podrá  contrastar  el  elevado  interés  con  que  perse- 
guiré durante  toda  mi  vida  la  felicidad  y  progreso  de  vues- 
tra virgen  patria". 

El  no  menos  distinguido  naturalista,  barón  de  Bibra,  pre- 
sidente de  la  Sociedad  de  Historia  Natural  de  Nurenberg,  la 
cual  me  honró  después  con  el  título  de  miembro  honorario 
suyo,  al  hablar  de  Chile  siempre  que  me  escribía,  nunca  dejó 
de  decir  "mi  querido  Chile'. 

En  cada  uno  de  los  miembros  presentes  de  la  Real  Socie- 
dad de  Anticuarios  de  Copenhague,  a  la  que  pertenezco  con- 
taba con  un  apologista  de  Chile,  y  otro  tanto  sucedía  con 
cada  une  de  mis  consocios  de  la  sociedad  prusiana  para  la 
moralización  y  fomento  de  las  clases  obreras. 

El  activo  cultivo  de  mi.s  nuevas  amistades  y  lo  mucho  que 
hacia  hablar  de  Chile  en  todas  partes,  no  tardaron  en  pro- 
ducir los  frutos  que  yo  esperaba  de  ello. 

Comenzaron  a  llegarme  muchas  cartas  atosigándome  con 
preguntas  sobre  Chile.  ¿Qué  es  Chile?,  se  me  decía  en  ellas. 
¿Dónde  esta?  ¿Qué  clase  de  gobierno  tiene?  ¿Qué  religión  es 
la  suya?  ¿Qué  productos  naturales  se  encuentran  en  él?  ¿Qué 
género  de  industria  puede  plantearse  con  provecho  allí?  ¿Qué 
clima  tiene?  ¿A  qué  clase  de  epidemias  o  de  enfermedades 
está  expuesto  allí  el  extranjero?,  etc. 

En  manera  alguna  debe  extrañarse  tan  minucioso  inte- 
rrogatorio porgue  es  menester  repetir  hasta  el  cansancio  que 
nuestro  Chile,  salvo  aquellas  casas  de  comercio  que  nego- 
cian con  él  y  las  cancillerías  de  las  potencias  marítimas  que 
suelen  someterlo  al  pago  de  indemnizaciones,  es  tan  conoci- 
do de  los  europeos  como  lo  son  de  nosotros  los  compartimien- 
tos de  la  luna. 

Este  cúmulo  de  necesarias  averiguaciones  que  presupo- 
nía por  lo  menos  un  tono  de  contestación  j)ara  cada  clarta, 
fué  el  motivo  que  dio  origen  a  mi  Ensayo  sobre  Chile,  obra 
que  escribí  con  los  poquísimos  datos  que  tenia  a  la  mano  en 
los  mom.entos  que  me  dejaron  libres  mis  quehaceres,  y  que 


RECUERDOS     DEL     PASADO  425 

remitía  por  toda  contestación.  }3or  el  correo,  a  mis  numero- 
sos preguntones. 

Tales  fueron  los  primeros  afanes  que  me  impuso  mi  de- 
licada misión  hasta  el  31  de  marzo  de  1856,  fecha  de  la  prime- 
ra expedición  directa  que  en  el  César  Elena  mandé  a  Puerto 
Montt,  antes  de  dejar  definitivamente  cimentados  los  en- 
víos que  contra  viento  y  marea,  como  suele  decirse,  conti- 
nuíiron  despachándose  después  para  Puerto  Montt  y  la  co- 
lonia de  Llanouihue. 

Desde  entonces  tuve  más  momentos  de  quietud  de  que 
poder  disponer,  y  procurando  aprovecharlos,  fija  como  siem- 
pre la  mente  en  mi  patria,  publiqué  en  español  el  Manual 
del  ganadero  chileno:  un  Atlas  micrcscópico  para  el  uso  de 
las  escuelas  chilenas  de  instrucción  primaria,  y  los  Cuadros 
cronológicos  de  la  historia  antigua  y  moderna  de  Chile  y  el 
Perú. 

El  Eco  de  Ambos  Mundos  de  Londres,  aludiendo  en  aquel 
entonces  al  movimiento  general  de  emigración,  registra  en- 
tre otras  cosas,  estas  palabras: 

"Según  los  últimos  datos  oficiales  publicados  por  la  Ofi- 
cina Estadística  de  Prusia,  emigraron  de  aquel  país  227.236 
individuos  en  los  años  de  1844  a  1860,  y  llevaron  consigo  un 
capital  de  45.269.011  pesos  prusianos. 

"Hasta  ahora  Chile  es  sólo  el  Estado  hipano-americano 
que  ha  procurado  seriamente  promover  la  inmigración  ale- 
mana y  que  ha  visto  coronados  con  buen  éxito  sus  esfuerzos 
en  esta  empresa  tan  importante.  Gracias  a  las  ventajas  que 
ofrecen  el  suelo  y  el  clima  de  aquel  país,  a  los  sacrificios  que 
se  ha  impuesto  y  a  las  diligencias  practicadas  desde  el  año 
de  1850  hasta  hoy  por  sus  agentes  sucesivos  de  colonización, 
la  emigración  a  los  puertos  chilenos  descansa  en  bases  muy 
sólidas". 

Pero  en  cambio,  ¿qué  no  decían  de  Chile  los  diarios  ale- 
manes? ¿Qué  no  decían  los  diarios  chilenos,  cuyos  nombres 
por  vergüenza  silencio,  contra  los  gastos  que  el  Gobierno  ha- 
cía en  obsequio  de  las  colonias  del  sur? 

El  asunto  es  por  demás  importante  para  no  detenerse  si- 
quiera un  momento  más  en  meditarlo.  Tarde  o  temprano 
Chile  abrirá  al  todo  los  ojos  sobre  las  ventajas  que  necesaria- 
mente debe  traerle  el  fomento  de  la  inmigración  extranjera, 
y  cualquiera  cosa  que  ahora  se  insinuare  en  este  sentido,  en- 
vez  de  inoficiosa,  debe  más  bien  considerarse  como  una  semi- 
lla sembrada  que  a  su  tiempo  tiene  que  dar  óptimos  frutos. 

El  17  de  octubre  de  1856  se  estableció  en  la  capital  del 
imperio  del  Brasil,  bajo  el  nombre  de  Compañía  Central  de 
Colonización,   una   sociedad   de   hombres  influyentes   con   un 


426  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

capital  de  mil  coritos,  destinados  a  costear  el  pasaje  y  los 
primeros  gastos  de  instalación  del  emigrante  alemán,  a  pe- 
sar de  que  ya  en  agosto  del  mismo  año  las  cámaras  legisla- 
tivas del  imperio  habían  autorizado  al  Gobierno  para  in- 
vertir seis  mil  en  el  mismo  objeto. 

En  el  Hanza  del  22  de  abril  de  1857  venía  el  anuncio  de 
la  instalación  de  una  sociedad  inglesa  de  emigración  presi- 
dida por  el  duque  de  Wellington,  quien  aparecía  subscripto 
por  mil  libras  esterlinas  para  costear  pasajes  de  emigrantes 
a  las  colonias  inglesas,  proporcionando  a  cada  uno  facilísi- 
mos medios  de  devolver,  a  la  larga,  el  gasto  que  se  hacia  en 
su  obsequio. 

El  Gobierno  inglés  remuneraba  con  suma  generosidad,  al 
mismo  tiempo,  a  los  emigrantes  que  optaban  por  sus  colo- 
nias del  Cabo,  y  mientras  el  Brasil  y  la  Inglaterra,  ya  como 
empresas  privadas,  ya  como  gobiernos,  no  reparaban  en  gas- 
tos para  aumentar  la  población  de  sus  colonias,  muchos  es- 
critores chilenos,  en  vez  de  animar  al  Gobierno  patrio  en  la 
prosecución  de  los  primeros  pasos  que  daba  en  tan  juicioso 
sentido,  parece  que  se  complacían  en  dificultarlos,  porque  no 
veían  luego  el  fruto  de  un  árbol  tan  recién  plantado. 

Las  publicaciones  alemanas  parece  que  se  daban  la  mano 
con  las  chilenas;  éstas  por  el  gasto  infructuoso  que  se  hacia 
en  las  recién  nacidas  colonias  del  sur;  aquéllas,  porque  el  te- 
rritorio de  colonización  era,  según  ellos,  un  mísero  destie- 
rro, falsas  las  promesas  del  Agente,  y  perversa  la  índole  de- 
gradada de  los  habitantes  que  existían  en  él  . 

La  gaceta  más  acreditada  de  Alemania  en  aquel  entonces, 
la  de  Ausburgo,  se  había  constituido,  sin  saber  por  qué.  en 
eco  de  todas  las  falsas  noticias  que.  a  consecuencia  de  mis 
diligencias,  se  esparcían  por  todas  partes.  Tuve  que  sostener 
una  recia  polémica  con  los  articulistas  de  ese  diario,  y  por 
los  siguientes  párrafos  que  extracto  de  mis  contestaciones, 
que,  sea  dicho  de  paso,  tuvo  la  gaceta  la  hidalguía  de  repro- 
ducir en  sus  acreditadas  columnas,  se  podrá  deducir  los  car- 
gos que  se  hacían  a  Chile  y  a  sus  hijos. 

Decía  yoentonces  a  mis  mal  intencionados  contendores: 

"Si  se  siguiese  como  hasta  ahora,  criticando  a  troche  y 
moche  las  altas  miras  de  mi  Gobierno,  de  poblar  los  ferací- 
simos y  conocidos  campos  que  engalanan  con  su  lujosa  ve- 
getación la  parte  austral  de  la  virgen  América,  hubiera,  co- 
mo lo  he  hecho  hasta  hoy,  enmudecido;  porque  sólo  a  los 
ciegos  se  les  puede  ocultar  la  luz  del  sol;  máxime  cuando 
corren  impresos  los  escritos  de  los  más  acreditados  viajeros 
del  mundo,  los  cuales,  ponderando  la  bondad  y  las  riquezas 
que  distinguen  a  esas  regiones,  les  dan  la  merecida  impor- 


RECUERDOS    DEL    PASADO  427 

tancia  que  sólo  la  ignorancia  o  la  falsía  pueden  atreverse  a 
disputarle;  mas,  cuando  las  publicaciones  no  se  detienen  aquí 
y  se  llega  al  extremo  de  llenar  con  ellas  las  columnas  de  un 
diario  tan  acreditado  y  por  todos  leído,  como  lo  es  la  Gaceta 
de  Ausburgo,  calificando  en  ellas  de  pueriles  las  miras  hu- 
manitarias de  mii  Gobierno  y  de  degradada  la  noble  y  hospi- 
talaria raza  de  habitantes  que  cupo  en  suerte  a  la  Repúbli- 
ca chilena,  callar  sería  hacerse  cómplice  de  tan  atropellados 
desatinos. 

"Valdivia,  sépanlo  alguna  vez  los  ignorantes,  no  es  una 
colonia.  Valdivia  es  una  provincia  poco  poblada,  como  io  son 
las  demás  de  Chile,  y  que,  por  consiguiente,  admite  más  ha- 
bitantes que  los  que  tiene,  y  nada  más.  A  ella  llegaron  los 
primeros  emigrantes  que  salieron  para  Chile,  y  como  en  ella 
no  se  encontraban  terrenos  para  obsequiar,  se  echaron  en  el 
limite  austral  de  esta  provincia  los  cimientos  de  la  colonia' 
de  Llanquihue,  no  con  el  pueril  objeto  de  separar  unos  de 
otros  a  los  emigrados  para  tenerlos  sumisos,  como  se  atreven 
a  sentarlo,  sino  con  el  de  colocarlos  más  juntos  mejorando 
su  condición . . . 

"Curioso  sería  averiguar  el  fin  que  persigue  el  articulista 
cuando  al  comparar  con  la  sajona  la  raza  romana,  parece 
lamentar  que  la  primera  vaya  a  degradarse  en  Chile  con  la 
mezcla  de  la  segunda,  que  ni  siquiera  conserva,  según  él,  su 
pureza  primitiva,  pues  tercia  en  ella  la  de  indígenas  imbéciles 
y  esclavos.  ¿En  qué  consistirá  para  el  sabio  frenólogo,  que  gas- 
ta tanto  tiempo  y  papel  en  escribir  contra  un  país  que  no 
conoce,  la  primacía  de  la  raza  sajona  sobre  la  romana?  ¿Se- 
rá acaso,  porque  ésta,  que  ha  sido  por  su  saber  y  por  sus  ar- 
mas, dominadora  absoluta  del  mundo,  no  cuenta  entre  sus 
hijos  a  Cicerones,  a  Tácitos,  a  Horacios,  a  Virgilios,  a  Tasos, 
a  Dantes,  a  Rafaeles,  a  Angelos  y  a  Murillos,  y  a  mil  otras 
lumbreras  del  saber  humano?  ¿Será  acaso  porque  la  raza 
que  tan  en  menos  parece  mirar  mi  buen  contradictor  no  ha 
dejado  ciudades  monumentales,  donde  hasta  ahora,  sin  ex- 
cepción alguna  acuden  todas  las  naciones  de  la  tierra  a  beber 
en  tan  puras  fuentes  las  nociones  más  elementales  de  las 
artes  y  del  buen  gusto? 

"Pues  sépase  el  sabio  detractor  de  la  raza  romana,  que 
ella  misma,  y  no  otra,  fué  la  que  después  de  pa^^ear  por  la 
Europa  sus  víDtoriosos  tercios,  emprendió  la  conquista,  de 
América,  y  que  la  raza  con  que  se  ha  mezclado  en  Chile  es 
aquella  de  los  libres  araucanos  única  que  en  los  anales  de  la 
humana  historia  ha  dado  en  defensa  de  su  patria  el  ejemplo 
de  una  lucha  de  300  años  contra  los  más  afamados  soldados 
del  mundo;  y  en  una  región  donde  la  configuración  geográ- 


428  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

fica  multiplicaba  los  encuentros,  asi  como  las  ocasiones  de 
embotar,  con  el  pecho  desnudo,  el  filo  de  las  armas  de  los 
vencedores  en  Pavía.  Si  a  esta  mezcla  de  tan  pura  y  gene- 
rosa sangre  debe  la  población  de  Chile  su  existencia,  ¿por 
qué  no  podría  ella  sostener  comparaciones  con  las  más  cali- 
ficadas de  la  tierra? 

"En  cuanto  a  aquello  de  que  sólo  deben  aprovechar  los  ale- 
manes  la  generosidad  con  que  les  llama  Chile  para  conquis- 
tarlo después  dejo  a  los  juiciosos  hijos  de  la  culta  Alemania, 
país  de  mi  prodilección,  aceptar  o  rechazar  con  indignación 
el  ridículo  cumplimiento  de  quererlos  equiparar  con  la  sierpe 
de  la  fábula". 

Déjase  ver  por  lo  que  extracto  de  estos  rimitidos  a  los 
diarios,  las  armas  de  que  echaban  mano  para  combatir  la 
humana  causa  que  me  condujo  a  Europa,  y  me  complazco  en 
pasar  por  alto  lo  que  se  dijo  del  asendereado  Agente  de  la  co- 
lonización chilena,  por  dejar  sentados  antes  de  pasar  a  otra 
cosa,  los  principales  preceptos  que  a  mi  juicio,  autorizado  por 
once  años  de  continua  experiencia,  debe  tener  a  la  vista  toda 
nación  que,  falta  de  hombres  y  abundante  de  terrenos,  de- 
sease aumentar  su  población  con  el  concurso  de  elementos  ex- 
tranjeros. 

La  tierra  es  la  patria  común  del  hombre,  así  como  la  de 
cuantos  animales  se  mueven  en  ella.  El  interés,  o  mejor  di- 
cho, el  bienestar  de  cada  uno  de  esos  seres  animados,  es  el 
único  móvil  que  los  impulsa  a  reunirse,  a  separarse,  o  a  dis- 
persarse sobre  la  superficie  de  ambos  hemisferios. 

A  esta  disposición  a  marchar  en  pos  del  bienestar,  se  da 
el  nombre  de  emigración,  y  al  ser  que  emigra,  el  de  em.igrante. 

Emigra  la  golondrina  europea  siempre  que  los  inviernos 
le  niegan  en  su  patria  natal  el  calor  y  el  alimento  que  le  brin- 
dan las  costas  africanas. 

Las  grandes  invasiones  de  los  bárbaros  del  norte,  como 
los  llamaban  antes,  a  los  pueblos  semibárbaros  del  sur,  no  só- 
lo se  debieron  al  espíritu  de  conquista,  sino  también  a  la  ne- 
cesidad dé  mejorar  de  condición,  buscando  en  las  templadas 
regiones  del  mediodía  más  espacio  para  extenderse  y  aque- 
llos productos  alimenticios  que  la  fría  rigidez  del  clima  patrio 
les  negaba. 

Para  el  hombre  laborioso  son  obstáculos  de  menor  cuan- 
tía las  distancias,  los  riesgos  de  viaje,  y  aun  las  enfermeda 
des  endémicas  propias  de  algunas  regiones  de  la  tierra,  con 
tal  de  que  al  separarse  de  su  país  natal  le  asista  la  esperanza 
de  encontrarven  aquéllas  más  dicha  que  las  que  abandona  en 
éste. 

Dedúcese  de  aquí  que  no  hay  sobre  la  superficie  del  globo 


RECUERDOS     DEL     PASADO  429 


nación  alguna,  por  rica  y  afortunada  que  ella  fuere,  que  no 
esté  sujeta  a  sufrir  los  menoscabos  que  ocasiona  ia  emigra- 
ción; porque  al  hombre  que  no  le  es  dado  proporcionarse  en 
su  propia  patria  los  elementos  de  dicha  que  le  esperan  en  la 
ajena  sólo  puede  atarle  a  la  primera,  o  la  pobreza  que  le  impide 
viajar,  o  el  no  saber  con  exactitud  si  en  la  segunda  puede 
mejorar  de  condición. 

Son,  pues,  preceptos  de  observación  imprescindibles  para 
atraer  emigrados  a  las  regiones  despobladas: 

1"  Dar  a  conocer  el  país  que  se  quiere  poblar. 

2-  Conocido  é^e,  probar  con  hechos  incontrovertibles 
que  el  hombre  convidado  a  abandonar  su  patria  por  la  nueva 
que  se  le  ofrece,  mejorará  de  condición  en  ésta. 

3-  C!onseguido  este  importante  fin.  facilitar  al  que  emi- 
gra el  camino  para  llegar  a  ella. 

4'-  El  planteo,  administración  y  fomento  de  la  inmigra- 
ción y  colonización,  no  deben  correr  a  cargo  inmediato  de  los 
gobiernos,  sujetos  siempres  a  perturbadores  cambios  minis- 
teriales, sino  en  tanto  que  su  intervención  pueda  dar  al  emi- 
grante serias  garantías  del  cumplimiento  de  lo  que  se  le  ofre- 
ciere y  nada  más. 

5"  Una  sociedad  patriótica  compuesta  de  hombres  esco- 
gidos, así  nacionales  como  extranjeros,  debidamente  autori- 
zada, que  pueda  disponer  de  una  renta  anual  fija  en  el  sen- 
tido de  no  poderse  disminuir  sin  previo  aviso  de  un  año  an- 
ticipado, y  dotada  de  cierta  libertad  de  acción  para  invertir 
los  bienes  que  se  le  confieran,  sin  más  restricción  que  las  de 
dar  cuenta  de  su  inversión  con  arreglo  a  las  bases  fundamen- 
tales que  el  Gobierno  hubiere  dictado  al  instalarla,  es  la  única 
que  debe  tener  a  su  cargo  las  riendas  que  rigieren  esta  ins- 
titución de  riqueza  y  de  progreso  en  todo  Estado  que  anhela 
repoblarse  con  brazos  extranjeros. 

Estas  cinco  prescripciones  son  esencialisimas.  Del  estudio 
y  de  la  meditación  de  cada  una  de  ellas  nacen  los  medios  es- 
peciales que  deben  traerlas  al  terreno  de  la  práctica;  y  aun- 
que esos  medios  puedan  llegar  a  ser  muy  importantes,  por 
lo  mismo  que  han  de  ser  variados,  como  puedan  serlos  los 
lugares  que  se  deseare  poblar,  omito  de.signarlos. 

En  cuanto  a  la  nacionalidad  que  deba  elegirse  para  poblar 
con  sus  hijos  lejanos  desiertos,  entre  la  raza  sajona  y  la  la- 
tina, o  más  bien  dicho,  entre  el  hombre  del  norte  y  el  hombre 
del  sur  de  la  Europa,  debe  elegirse  por  regla  general  el  del 
norte. 

Las  razas  del  sur,  mimadas  por  la  benignidad  del  cielo 
que  les  ha  cabido  en  suerte,  sólo  se  ausentan  temporalmente 


430  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

d€  vsu  hogar,  como  lo  hacen  las  aves  que  emigran  los  invier- 
nos para  tornar  en  la  primavera  el  suelo  patrio. 

I^as  razas  del  norte,  que  poco  deben  al  cielo  y  todo 
al  enérgico  tesón  de  su  trabajo,  rara  vez  miran  para  atrás 
cuando  encuentran  su  dicha  en  otra  parte. 

A  esta  regla  general  hace  excepción  el  vasco,  que  en  to- 
das partes  puede  ser  un  excelente  colono  y  en  Chile  inme- 
jorable. 

Ya  que  he  tocado  por  incidencia  a  la  España,  no  quiero 
pasar  adelante  sin  consagrar  a  la  madre  patria  el  preferente 
recuerdo  que  merece  sobre  mucho  de  los  demás  recuerdos 
que  debe  conservar  en  su  memoria  aquel  que  viaja  por  Eu- 
ropa. 

Después  de  visitar  el  recién  ensangrentado  campo  de  Sol- 
ferino, asuntos  del  servicio  me  llevaron  por  segunda  vez  a 
España. 

¿Quién,  después  de  estudiar  las  costumbres  caseras  de  la 
mayor  parte  de  los  centros  poblados  de  la  culta  Europa,  don- 
de sólo  impera  la  cabeza,  no  cree,  al  llegar  a  España,  encon- 
trar en  ella  el  trono  del  corazón?  La  franca  y  cordial  hospi- 
talidad, hija  es  de  la  Península,  y  si  la  voz  lealtad  no  nació 
en  España,  para  España  sólo  parece  que  hubiese  sido  creada. 

Hijos  de  esa  madre  patria  que  tan  poco  conocemos,  cuan- 
do después  de  recorrer  la  Europa  más  con  án'mo  de  ins- 
truirnos que  con  el  de  buscar  alegres  pasatiempos,  llegamos 
a  España,  nos  parece  que  hemos  llegado  a  Chile.  Cielo,  pro- 
ducción, idioma,  costumbres,  todo  nos  parece  nuestro.  Dos 
veces  he  estado  en  la  Península,  y  las  dos  me  he  ausentado 
de  ella  con  verdadero  sentimiento;  lo  que  no  me  ha  sucedido 
al  separarme  ni  de  la  misma  Francia,  en  cuyo  idioma  toda- 
vía pienso. 

Entonces  no  podía  viajarse  de  Francia  a  Madrid  en  ca- 
mino de  hierro;  viajábase  entonces  en  malditos  coches  por 
dem.ás  incómodos  y  tirados  por  muías,  que,  a  impulsos  de! 
látigo  y  ds  las  blasfemias  del  auriga^  volaban  de  Irún  hasta 
la  coronada  villa. 

Madrid  no  es  grande,  pero  es  un  hermoso  pueblo  que  con- 
tenía entonces  más  de  300.000  habitantes  y  poseía  cuanto  el 
hombre  civilizado  puede  desear  para  su  comodidad,  su  ins- 
trucción y  su  recreo. 

Entre  sus  muchos  establecimientos  públicos,  llamaron  es- 
pecialmente mi  atención  la  Biblioteca  Nacional,  que  cons- 
taba de  má-s  de  200.000  cuerpos  impresos  y  de  infinitos  ma- 
nuscritos; el  Gabinete  de  Historia  Natural  con  sus  riquísi- 
mas colecciones  mineralógicas;  el  Museo  de  Pinturas,  que, 
aunque   de   harto   más  modesto   aspecto  que   muchos   de   los 


RECUERDOS     DEL     PASADO  431 

demás  museos  europeos,  ninguno  le  aventaja  ni  en  el  número 
ni  en  el  valor  artústico  de  los  lienzos  originales  que  contiene. 
Los  Angelos,  los  Rafaeles,  los  Tizianos,  los  Rubens,  los  Van 
Dyck,  los  Murillos,  los  Velázquez  y  los  codiciados  lienzos  de 
tantos  otros  príncipes  de  la  pintura,  no  se  señalan  en  el  Mu- 
seo de  Madrid  como  en  los  museos  del  resto  de  Europa,  como 
objetos  de  conocida  rareza,  porque  allí  abundan. 

Notable  y  rico  es  el  Museo  de  la  Armería,  donde  se  con- 
servan con  religioso  cuidado  cuantas  armas  ofensivas  y  de- 
fensivas usaron  los  héroes  de  la  guerrera  España  desde  los 
tiempos  más  remotos;  y  su  colocación  no  puede  ser  más  ar- 
tística y  hermosa.  En  todo  el  centro  del  gran  salón  se  ve  una 
fila  de  poderosos  caballos  perfectamente  disecados  sobre  los 
que  cabalga  la  bizarra  imagen  del  héroe  que  se  quiere  repre- 
sentar, cubierto  con  sus  legítimas  armaduras,  y  en  las  paredes 
sólo  se  ven  trofeos  de  armas  históricas  vistosamente  aco- 
modadas. Sobre  una  mesa  inmediata  a  la  entrada,  noté  una 
caja  de  jaracandá  que  contenía  la  muy  deteriorada,  pero  res- 
l^etada  bandera  que  lució  Cortés  en  la  conquista  de  México; 
y  un  poco  más  allá,  bajo  el  vidrio  de  un  dorado  marco,  aque- 
lla mentada  planilla  de  los  gastos  del  Gran  Capitán,  que 
muchos  chilenos  creíamos  que  fuese  supuesta,  aunque  parece 
no  serlo  por  el  lugar  donde  está.  Yo,  sin  embargo,  a  pesar  del 
conocimiento  que  tengo  de  los  usos  y  de  las  costumbres  que 
imperaban  en  los  tiempos  del  Gran  Capitán,  insisto  en  creer 
lo  que  antes  creía,  pues  no  cabe  en  cabeza,  por  hueca  que  ella 
fuere,  que  en  la  época  de  ese  afamado  guerrero  pudiese  un 
subdito  español  presentar  a  su  soberano  tan  insultante  y  es- 
trafalaria cuenta  de  inversión.  He  aquí,  si  no,  algunas  cláu- 
sulas de  la  mentada  cuenta,  que  conservo,  copiada  por  mí, 
en  mi  cartera  de  viaje: 

"200.736  ducados  y  nueve  reales,  en  frailes,  monjas  y  po- 
bres, para  que  rogasen  a  Dios  por  la  prosperidad  de  las  ar- 
mas españolas. 

100.000.000,  en  picos,  palas  y  azadones. 

10.000  ducados,  en  guantes  perfumados  para  precaver  a 
ias  tropas  del  mal  olor  de  los  cadáveres  de  los  enemigos  ten- 
didos en  el'  campo  de  batalla. 

170.000  ducados,  en  poner  y  renovar  campanas  destrui- 
das en  el  uso  continuo  de  repicar  todos  los  días  por  nuevas 
victorias  conseguidas  sobre  el  enemigo. 

100.000.000,  por  mi  paciencia  en  escuchar  ayer  que  el  r^ey 
pedía  cuentas  al  que  le  había  regalado  un  reino." 

En  un  extremo  de  un  salón  lucía  dentro  de  un  armario, 
entre  muchas  joyas  de  mujer,  una  rica  espada  cuya  empu- 
ñadura de  oro  representaba  una  cruz.  Uno  de  los  cuidadores 


432  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

de  aquel  museo,  que  sin  conocerme  tuvo  la  amabilidad  de 
servirme,  como  suelen  decir,  de  cicerone,  al  verme  deteni- 
do observando  la  inadecuada  colocación  de  aquella  arma,  me 
dijo: 

— Esa  es  la  real  espada  de  la  católica  soberana  doña  Isa- 
bel I.  ( 

Confieso  que  semejante  noticia  me  conmovió.  Tenía  a  la 
vista  esa  prenda  que  había  usado  aquel  ser  privilegiado  a 
quien  los  americanos  debemos,  puede  decirse,  nuestra  existen- 
cia, y  movido  por  esta  idea  alcancé  a  decir: 

— ¡Besara  yo  respetuoso  esa  reliquia! 

Lo  cual  oído  por  mi  interlocutor,  a  quien  entregué  una 
de  mis  tarjetas,  me -suplicó  que  le  esperase  un  instante,  y  se 
apartó  de  mí.  Un  momento  después  volvió  acompañado  con 
otro  caballero  ya  entrado  en  años,  el  cual,  después  de  salu- 
darme, me  dijo: 

— Prohibido  es  mover  esta  real  reliquia  de  donde  está, 
pero  la  solicitud  de  un  americano  tan  calificado  como  usted 
parece  serlo,  no  puede  dejar  de  ser  atendida. 

Pasóme,  en  efecto,  esa  joya  guerrera  que  nunca  pude 
comprender  cómo  pudo  cargarla  una  mujer,  la  llevé  con  emo- 
ción a  mis  labios,  y  al  devolverla  para  explicar  este  acto  de 
respeto  a  tan  corteses  caballeros,  les  dije: 

— Sin  la  señora  que  cargó  esa  espada,  ni  ustedes  hubieran 
tenido  ocasión  de  manifestarse  atento  conmigo,  ni  yo  el  ho- 
nor de  haber  merecido  de  ustedes  tan  distinguido  servicio. 

¡Cuántos  pesos  no  me  hubiera  costado  la  satisfacción  de 
este  deseo  fuera  de  España,  y  muy  especialmente  en  Ingla- 
terra, donde  cobran  una  libra  esterlina  por  saludo! 

Fueron  objeto  de  mis  frecuentes  visitas  la  Biblioteca  Na- 
cional y  la  notable  fábrica  de  cigarros,  con  sus  ochos  talle- 
res, en  los  cuales  trabajaban  a  una  3.048  mujeres. 

El  Madrid  de  mi  tiempo  contaba,  además,  entre  otros 
establecimientos  públicos,  con  una  Universidad  y  varias  Aca- 
demias, un  Observatorio  Astronómico,  un  Jardín  Botánico,  un 
Conservatorio  de  Artes,  escuelas  normales  para  profesores,  44 
escuelas  gratuitas  para  niños  y  46  para  niñas,  en  las  cuales 
se  educaban  3.000  alumnos;  con  tres  hospicios  y  18  hospita- 
les, sin  que  faltase,  para  el  solaz  y  recreo  de  sus  habitantes, 
cuatro  teatros,  una  inmensa  plaza  de  toros,  y  preciosos  pa- 
seos públicos  dentro  y  fuera  de  la  ciudad. 

Tuve  ocasión  de  tratar  con  alguna  intimidad  a  los  distin- 
guidos literatos  Vega,  Güel  y  Renté  en  casa  del  rumboso  Os- 
ma  y  en  la  del  muy  amable  y  afectuoso  duque  de  Medina 
Cell. 

De  regreso  de  este  paLs  hospitalario  por  excelencia  a  las 


RECUERDOS     DEL     PASADO  433 


regiones  áel  norte,  tuve  la  seria  mortificación  de  caer  enfer- 
mo del  cólera  en  las  inmediaciones  de  Magdeburgo,  en  don- 
de a  la  sazón  hacia  estragos  esta  calamidad  asiática.  Salvé 
como  se  salva  de  un  naufragio,  todo  descalambrado;  pero  sal- 
vé, y  como  el  cólera  repite,  digan  lo  que  dijeren  ios  escula- 
pios, preguntando  poco  tiempo  después  al  doctor  Zaleta  si 
no  habría  en  la  ciencia  algún  específico  que  tomado  con  te- 
són, aunque  fuese  por  años  seguidos,  libertase  de  un  mal 
tan  atroz,  me  contestó: 

— ¡El  único  específico  contra  el  cólera  es  el  estar  a  cua- 
renta leguas  de  él! 

El  estado  de  mi  salud  me  llevó  por  tecera  vez  a  los  baños 
termales  de  Franzensbad,  donde  había  tenido  ya  ocasión  de 
ponerme  en  inmediato  contacto  con  muchos  de  los  más  dis- 
tinguidos defensores  de  Sebastopol,  y  de  persuadirme  de  cuan 
equivocado  estamos  los  chilenos  sobre  la  instrucción  del  hom- 
bre en  el  imperio  ruso.  Cuantas  personas  traté,  así  grandes 
■como  chicas,  me  sorprendieron  por  sus  conocimientos,  por 
su  fino  trato  y  la  extraordinaria  facilidad  y  desenvoltura  con 
que  hablaban  idiomas  extranjeros. 

Fueron,  pues,  los  rusos  en  Franzensbad  mis  más  simpá- 
ticos y  asiduos  compañeros.  Para  el  ruso  bien  educado  ser 
americano  es  la  m-ejor  recomendación. 

Allí  conocí  y  traté  a  la  princesa  Dulgorocka,  hermosa  se- 
ñora, prima  hermana  del  emperador,  la  cual  hablaba  espa- 
ñol como  una  andaluza.  Recuerdo  que  una  tarde,  después  de 
haber  despedido  con  terquedad  a  la  pequeña  corte  de  damas 
y  caballeros  que  la  rodeaban,  dirigiéndose  a  mí  con  suma 
amabilidad  y  afable  sonrisa,  me  dijo  estas  textuales  palabras: 

— ^Creo,  señor  Cónsul  General,  que  usted  ha  extrañado  el 
modo  algo  altanero  con  que  he  despedido  a  mi  gente  para 
que  me  dejen  sola;  pero  esto  es  preciso,  porque  ¿qué  sería  de 
nosotras  el  día  que  nosotras  mismas  les  diésemos  a  entender 
que  ninguna  distancia  nos  separa?  Mucho  me  guardaría  yo 
de  hacer  otro  tanto  con  los  hijos  de  las  repúblicas  america- 
nas. La  franqueza  que  ellos  honra,  y  si  no,  dígame  usted,  ¿no 
es  verdad  que  usted  puede  llegar  a  ser  presidente  de  Chile?, 
pues,  a  mí  sólo  un  acaso,  tal  vez  sin  ejemplo,  puede  hacerme 
alcanzar  a  ser  emperatriz! 

Honráronme  con  una  suntuosa  comida  que  sólo  conme- 
moro por  la  notable  mención  que  se  hizo  de  ella  de  nuestra 
virgen  América.  Pr&sidía  la  mesa  el  Gobernador  o  jefe  de  la 
Eukrania,  y  alrededor  de  ella,  según  su  categoría,  se  senta- 
ron muchos  de  los  jefes  y  oficiales  que  más  se  habían  distin- 
guido en  la  defensa  de  Sebastopol.  Noté  tanto  disgusto  para 
con  los  austríacos,  a  los  cuales  llamaba  mi  vecino  a  media 


434  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

VOZ  outrechiens  (ultraperros).  cuanto  cariño  por  los  francefies, 
con  quienes  tarde  o  temprano  tendria  que  ser  buenos  amigos. 
En  cuanto  a  los  americanos,  nada  había  que  decir  que  no 
fuese  bueno.  Uno  de  los  convidados  no  podia  darse  cabal  ra- 
zón de  cómo  un  gobierno  autocrático  podia  simpatizar  con  el 
régimen  de  libertad  de  que  gozaban  los  Estaaos  americanos, 
y  como  otros  de  los  alegres  huéspedes  dijese:  "Los  extremos 
se  tocan",  me  admiró  la  prontitud  y  energía  con  que  le  inte- 
rrumpió un  oficial,  aun  convaleciente  de  una  grave  herida  re- 
cibida en  Sebastopol,  exclamando: 

— No,  señor,  no  son  los  extremos  los  que  se  tocan,  son  los 
centros.  La  América  es  un  mundo  virgen  y  nuevo,  la  Rusia  lo 
es  también.  Para  la  Europa  la  decriptud;  para  la  América  y 
la  Rusia  el  porvenir. 

Si  me  hubiese  atenido  a  las  ideas  que  sobre  los  rusos  te- 
nía mi  buen  tío  Javier  Rosales,  de  seguro  que  al  tratar  con 
la  colonia  rusa  de  los  baños  habría  creído  encontrarme  a  mil 
leguas  de  esos  supuestos  bárbaros  del  norte.  La  gente  rusa, 
esto  es,  lo  que  llamamos  gente  entre  nosotros,  en  nada  des- 
merece el  acatamiento  que  siempre  se  dispensa  a  los  más  bien 
parados,  instruidos  y  corteses  hombres  de  la  tierra;  y  en  cuan- 
to a  las  señoras,  muchas  de  las  más  sociales  e  instruidas  de 
las  que  he  tratado  en  los  diversos  países  que  he  recorrido,  se 
darían  por  contentas  sí  a  la  instrucción  general  y  a  la  es- 
pecial que  se  da  a  la  mujer  rusa,  reunieran  los  naturales  en- 
cantos que  poseen  esas  hijas  del  coloso  boreal. 

Nosotros,  que  nacemos  ahora  a  la  francesa,  que  paladea- 
mos bombones  franceses,  que  vestimos  a  la  francesa,  y  que 
apenas  sabemos  deletrear  cuando  no  vemos  otra  cosa  escri- 
ta sobre  las  pyortadas  de  las  tiendas,  sobre  las  paredes,  y  has- 
ta sobre  el  mismo  asfalto  de  las  veredas:  Peluquería  france- 
sa; modas  francesas,  sastrería  francesa,  etc.  y  que  al  re- 
mate, apenas  pinta  sobre  nuestros  labios  el  bozo  cuando 
ya  nos  hemos  echado  al  cuerpo,  junto  con  la  literatura  fran- 
cesa o  su  traducción  afrancesada,  la  historia  universal'  y  muy 
especialmente  la  francesa  escrita  por  franceses,  ¿que  mucho 
es  que  se  nos  afrancese  hasta  le  médula  de  los  huesas?  Por 
estas  razones  tuvo  la  Francia,  cuando  la  guerra  de  Crimea, 
en  los  chilenos,  aquellos  aliados  morales  que  nuncan  faltan 
a  todo  apuesto  y  educado  joven  que  lucha  denodado  contra 
hombres  vestiglos,  brutos,  bocones,  peludos,  sin  frente  e  in- 
capaces de  abrigar  sentimientos  nobles  y  elevados,  como  nos 
pintaban  a  los  rusos  aquí  y  en  Francia  sus  enemigos,  'Cjuiini- 
do  la  gloriosa  e  inesperada  defensa  de  aquella  nueva  Troya, 
más  feliz  que  su  infausta  predecesora  y  que  lleva  el  glorioso 
nombre  de  Sebastopol. 


RECUERDOS     DEL     PASADO  435 

Si  los  chilenos  bautizados  de  franceses,  bajo  condición,  en 
nuestra  patria,  eran  tan  enemigos  de  ios  rusos,  ¿qué  mucho 
es  que  los  chilenos  que  hablamos  recibido  la  confirmación  de 
ese  mismo  bautismo  en  el  mismísimo  París,  todo  lo  viésemos 
a  la  francesa?  Uon  Francisco  Javier  Rosales,  chileno  como 
nosotros,  y  más  enemigo  de  los  rusos  que  nosotros  mismos, 
por  razón  de  su  prolongada  residencia  en  París,  tuvo  conmi- 
go serias  discusiones  sobre  la  Rusia  que  él  no  conocía,  com- 
parada con  la  Francia  que  él  pensaba  o  creía  conocer;  y  tanto 
que  cuando  la  noticia  del  término  de  la  guerra  de  Crimea, 
que  tanta  gloria  desparramaba  sobre  las  armas  francesas,  al 
oír  el  pregón  de  muchos  vendedores  de  boletines  que  gritaban 
hasta  enronquecen  ¡Comprad,  comprad,  señores!,  ¡dos  cen- 
tavos! ¡dos  centavos,  la  paz  de  Sebastopol! —  me  negó  el  ha- 
bla porque  le  dije:  ¡Allí  tienes  el  valor  de  tu  paz! 

Y  ya  que  el  acaso  ha  introducido  en  mi  charla  a  mi  buen 
tío,  hombre  mal  comprendido  por  los  que  le  han  tratado,  tal 
vez  para  sus  parientes,  ya  que  no  para  la  historia  de  un  buen 
servidor  de  Chile,  no  está  demás  sentar  aquí  dos  rasgos  que 
le  caracterizan. 

Era  Javier  Rosales  tan  apasionado  francés  y  tan  absoluto 
parisiense,  que  el  mundo  entero  no  tenía  más  poélos  para  él 
que  la  Barrera  del  Trono,  por  un  lado,  y  la  de  la  Estrella  por 
el  otro,  sin  que  pov  esto  dejase  de  asignar  a  Chile  en  su  co- 
razón el  título  del  más  querido  satélite  de  ese  mundo  de  su 
predilección.  Su  mismo  amor  al  país  que  le  vio  nacer  y  sus  de- 
seos de  verle  correr  sin  detenerse  en  la  senda  del  progreso,  idea 
a  que  consagró  varios  escritos,  le  hizo  adoptar  cuando  depar- 
tía con  chilenos,  sin  cuya  sociedad  no  se  encontraba,  el  es- 
trafalario arbitrio  de  murmurar  de  Chile,  pero  sólo  entre  ellos 
y  nunca  en  otra  parte,  para  gozarse  en  las  acaloradas  y  mu- 
chas veces  hasta  insultantes  defensas  que  hacían  de  su  patria 
los  chilenos  que  le  visitaban. 

Celoso  servidor  de  Chile  como  ministro  en  Francia,  lo  fué 
también  como  simple  particular  de  los  chilenos  que  recorrían 
la  Europa;  pero  sin  prudencia  para  contener  su  genio  sarcás- 
tico  en  los  momentos  mismos  en  que  prestaba  gratuitos  ser- 
vicios, hacía  que  éstos  pasasen  como  vendidos  a  precios  usu- 
rarios. Estos  dos  motivos,  en  ninguno  de  los  cuales  existió  el 
más  leve  propósito  de  ofender,  han  sido  las  principales  cau- 
sas del  errado  concepto  que  hasta  ahora  se  ha  tenido  del  ca- 
rácter y  de  las  tendencias  de  Rosales. 

Volviendo  por  un  instante  más  la  vista  hacia  los  rusos, 
por  ser  éstos  hasta  el  presente  tan  poco  conocidos  de  nos- 
otros, recuerdo  que  sus  agentes  diplomáticos  observan  con  tan- 
ta estrictez  el  ritual  que  rige  hasta  sus  menores  actos  en  el 


436  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

extranjero,  que  serían  capaces  de  dejarse  ahorcar  antes  de  dar 
ti  menor  indicio  de  confesar  que  existe  nación  alguna  que 
no  haya  sido  reconocida  por  la  Rusia.  Dábase  a  Barrabás  mi 
buen  tío  Rosales  siempre  que  era  visitado  por  el  embajador 
ruso  en  París;  ni  éste  se  daba  el  título  de  embajador,  ni  al 
tío  daba  otro  que  el  de  monsieur  Rosales.  Lo  mismo  ocurrió  al 
principio  conmigo  y  con  el  señor  Barón  de  Freitag,  Ministro 
residente  de  Rusia  en  Hamburgo,  siempre  que  el  trato  so- 
cial nos  ponía  en  contacto;  y  así  hubiera  continuado  sin  que 
Chile  ni  Rusia  se  doliesen  de  eso.  cuando  el  acaso  lo  dispuso 
de  otro  modo. 

Deseosos  algunos  chilenos  de  visitar  a  San  Petersburgo, 
ocurrieron  a  mí  por  el  forzoso  pasaporte  sin  el  cual  nadie 
podía  entonces,  en  Europa,  moverse  de  un  lugar  a  otro;  por 
complacerles,  pero  sin  atreverme  a  prometerles  nada  por  no 
exponer  las  armas  y  el  sello  de  la  República  a  un  rechazo, 
tuve  con  el  señor  Freitag  dos  largas  conferencias  para  ver 
de  qué  modo  podrían  pasar  a  Rusia  ciudadanos  chilenos  con 
pasaportes  del  Consulado  General.  En  ellas  hice  presente  al 
señor  Barón  la  conveniencia  que  resultaría  al  buen  nombre 
de  la  Rusia,  de  facilitar  a  los  chilenos  ocasiones  de  visitar  y 
conocer  una  región  civilizada  de  la  culta  Europa,  de  la  cual 
sólo  teníamos  los  hijos  del  Pacífico  las  equivocadas  noticias 
que  nos  daban  de  ella  la  Francia  y  la  Inglaterra;  agregué  que 
si  bien  era  cierto  que  nosotros  no  estábamos  reconocidos  ofi- 
cialm^ente  como  Nación  por  el  Imperio,  podía  decirse  que  lo 
estábamos  de  hecho,  puesto  que  productos  chilenos  bajo  nues- 
tra bandera,  proveían  de  provisiones  las  colonias  rusas  de 
Tsiska,  que  teníamos  como  nombrado  de  oficio  en  Valparaíso 
un  agente  consular  ruso,  y  que  siempre  que  pasaban  por 
nuestros  puertos  buques  de  guerra  rusos,  así  saludaban  nues- 
tras fortalezas  como  recibían  saludos  de  ellas.  Oyóme  el  Ba- 
rón sin  interrumpirme,  y  después  de  un  momento  de  reflexión, 
como  buscando  algo  que  me  contentase,  me  dijo:  "Nj  habría 
incürr/en^ente  para  que  los  chilenos  viajasen  por  la  Rusia,  ya 
que  no  con  pasaporte  de  sus  autoridades  patrias,  pasando  por 
ciudadanos  brasileros".  Al  oír  semejante  contestación,  tome 
mi  sombrero  para  despedirme,  y  sin  que  mi  amor  patrio  ofen- 
dido me  hiciese  faltar  a  los  deberes  de  la  cortesía,  le  dije:  "Se- 
ñor Barón,  ningún  chileno  es  capaz  de  renunciar  ni  por  un 
instante  ni  por  causa  alguna  a  su  nacionalidad".  Cuatro  días 
después  vino  el  señor  Freitag  a  visitarme,  trayendo  consigo 
de  la  mano  a  un  hijito  suyo,  para  manifestarme  más  a  las 
claras  que  la  vlb'tu  era  la  de  un  simple  pa^^ticuiar  a  o^v-^  sim- 
ple particular;  y  departiendo  conmigo  sobre  nuestro  interrum- 
pido coloquio,  me  dijo:   "No  crea  usted,  señor  Pérez,  que  la 


RECUERDOS     DEL     PASADO  437 

Rusia  tenga  el  mejor  obstáculo  para  el  reconocimiento  de  su 
hermosa  patria  como  Nación;  pero  hágase  usted  cargo:  ¿le 
tendería  usted  la  mano  de  amigo  a  un  sujeto,  por  respeta- 
ble que  fuere,  si  otro  amigo  o  él  mismo  a  falta  de  ése,  no  se 
lo  presentare,  como  lo  exige  la  urbanidad?  Tengo  encargo 
especial  de  decir  a  usted  que  sus  pasaportes  serán  respetados 
y  atendidos  por  las  autoridades  del  Imperio,  siempre  que  la 
firma  de  usted  vaya  certificada  por  un  Ministro  de  una  na- 
ción amiga. 

Con  motivo  de  haber  enviado  después  a  las  bibliotecas 
imperiales  de  la  Rusias  y  a  sus  sociedades  geográficas,  mi  Eji- 
yo  sobre  Chile  y  algunos  otros  trabajos  literarios,  tuve  laí 
satisfacción  de  verme  visitado  de  nuevo  por  el  señor  Freitag; 
pero  ya  sin  el  agregado  del  niño,  sin  ese  lujo  disimulado  de 
razones  para  que  yo  entendiera  que  no  era  el  Ministro  de 
Rusia  el  que  me  visitaba,  sino  un  tal  cualquiera  a  otro  tal 
de  su  misma  calaña.  Tenía  orden  este  amable  diplomático  de 
poner  en  mis  propias  m.anos  una  cortés  comunicación  que  el 
Barón  de  Korff,  Consejero  del  Imperio,  había  firmado  para 
mi  el  20  de  septiembre  de  1857,  y  lo  hizo  con  la  afectuosa 
sonrisa  de  aquel  que  dice:  ya  no  volverá  usted  a  irritarse  ni 
a  desconfiar  de  un  país  que  es  por  instinto  y  por  graves  ra- 
zones amigo  de  los  americanos.  La  comunicación  sólo  conte- 
nía elogios  que  recaían  sobre  mis  trabajos;  pero  en  el  sobre, 
que  conservo,  cubierto  de  grandes  sellos  oficiales,  se  leía  en 
todas  letras:  Al  señor  Cónsul  General  de  la  República  de  Chi- 
le en  Hamhurgo.  Anda  con  Dios,  dije  yo  al  leerle;  y  poco  tiem- 
po después,  para  confirmar  esa  exclamación,  recibí  con  fe- 
cha 22  de  octubre  otra  comunicación  que  con  ifzual  lujo  de 
sellos  y  de  títulos  me  remitió  el  secretario  de  la  Sociedad  Im- 
periad  Geográfica  de  Rusia. 

Nada  más  fácil  sería,  pues,  en  mi  concepto,  que  allanar 
con  el  Gobierno  ruso  las  más  bien  supuestas  que  reales  difi- 
cultades que  hasta  ahora  existen  para  que  no  entremos  a  la 
par  con  ella  en  la  común  sociedad  de  las  naciones  recono- 
cidas. 

Las  saludables  aguas  y  los  prodigiosos  barros  de  Fran- 
zensbad  atraen  todos  los  años  a  ese  asiento  de  baños  terma- 
les, situados  sobre  las  montañas  de  la  Alta  Bohemia,  a  multi- 
tud de  personas  que  de  distintos  puntos  del  globo  acuden  a 
ellos  en  busca  de  salud.  Sólo  el  rigor  de  los  inviernos  o  la  gue- 
rra puede  convertir  en  desierto  temporal  esa  pequeña  y  pin- 
toresca región,  donde  justamente  reinan  la  salud,  el  conten- 
to y  el  bienestar.  Así  es  que  apenas  dejó  de  oírse  el  cañón  de 
Crimea,  cuando  parece  que  en  Franzensbad  se  hubiesen  da- 
do cita  los  enfermos  y  los  curiosos  de  las  naciones  más  cono- 


438  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 

cida¿  de  la  tierra.  Las  vastas  y  lujosas  posadas  de  aquella 
preciosa  aldea,  engastada  en  dilatados  y  artísticos  jardines, 
estaban  repletas  de  pasajeros,  entre  los  cuales  ostentaban 
sus  trajes  nacionales  el  ruso,  el  alemán,  el  turco,  el  árabe,  el 
armenio,  el  tirolés,  el  griego,  el  francés  y  el  español. 

Ocupaban  el  aposento  inmediato  al  mío  tres  árabes  que 
ya  habían  despertado  mi  curiosidad,  tanto  por  la  naturaleza 
del  traje  y  la  afectada  gravedad  de  uno  de  ellos,  cuanto  por 
el  solícito  respeto  del  dueño  de  casa  hacia  éste.  En  los  baños 
todo  se  sabe;  no  tardé,  pues,  en  averiguar  que  me  encona 
traba,  tabique  por  medio,  con  aquel  antiguo  y  afamado  emir 
Abd~el-Kadder,  hijo  de  Marcara,  en  el  territorio  de  Oran,  con 
aquel  jefe  del  desierto  que  durante  dieciséis  años  luchó  con 
varia  fortuna  contra  los  conquistadores  de  Argel,  vertiendo 
a  torrentes  la  sangre  propia  y  la  ajena  durante  el  malhadado 
dominio  de  Luis  Felipe  le  Orleáns  en  la  colonia  africana,  y 
que  sólo  abandonó  el  temido  yatagán,  que  cual  nmguno  ma- 
nejó en  servicio  de  su  patria,  cuando,  vencido  y  engañado  en 
1848.  fué  conducido  a  Francia  indebidamente  prisionero. 
Puesto  en  libertad  cuando  el  advenimiento  de  Napoleón  III 
al  trono  imperial,  permaneció  en  Brusse  hasta  la  ruina  de  ese 
desgraciado  pueblo;  se  trasladó  en  seguida  a  Constan tinopla, 
cuando  ocurrió  la  guerra  de  Crimea,  y  al  terminar  ésta  antes 
de  marchar  a  Damasco,  había  ido  a  Franzensbad  a  recobrar 
la  salud. 

En  los  baños  las  amistades  se  entablan  con  la  misma  fa- 
cilidad que  se  olvidan  al  ausentarse  de  ellos.  No  tardamos, 
pues,  en  pasar  del  saludo  a  la  visita,  y  de  ésta  al  má^  cordial 
y  gustoso  trato. 

Era  la  estatura  del  emir  más  bien  mediana  que  aventa- 
jada, y  su  edad  sólo  alcanzaría  entonces  a  49  años.  En  su 
blanco,  pálido  y  hermoso  rostro  ovalado,  lucían  ojos  grandes, 
rasgados,  de  color  azul  obscuro.  En  la  frente  y  parte  de  la 
nariz  llevaba  una  señal  a  modo  de  raya,  distintivo  de  la  po- 
derosa tribu  de  los  Haken,  a  la  que  pertenecía.  Tenía  la 
nariz  aguileña,  la  boca  proporcionada  y  el  pelo  de  la  barba 
más  bien  ralo  que  tupido.  Sobre  el  blanco  ropón  árabe  usaba 
un  ancho  albornoz  blanco,  también  de  fina  lana,  cuya  ca- 
pucha, siempre  calada,  sujetaba  en  la  frente  con  una  visto- 
sa tira   de  cachemir  a  medio  enrollar. 

Abd-el-Kadder,  apellidado  santo  y  sabio  por  los  árabes, 
era  hombre  hermoso,  aunque  su  aspecto  tuviese  casi  siem- 
pre más  de  anacoreta  que  de  guerrero.  Quien  sabiendo  lo 
que  fué.  cuando  lanzando  las  hordas  del  desierto  al  extermi- 
nio de  los  invasores  de  su  patria,  sembraba,  yatagán  en  ma- 
no, la  muerte  y  el  espanto  por  dondequiera  que  se  presenta- 


RECUERDOS     DEL     PASADO  439 

se,  no  es  posible  que,  contemplándole  después,  pudiera  dedu- 
cir de  su  dulce  y  apacible  mirar,  aquellos  rayos  magnetizado- 
res que  hacían  estremecer  hasta  a  los  leones  del  desierto;  ni 
de  sus  blancas,  pequeñas  y  cuidadas  manos,  aquella  fuerza 
que  pudo  sustentar,  por  tantos  años,  la  dura  lanza  y  el  te- 
mido alfanje. 

Era  su  hablar  pausado  y  sentencioso,  y  tal  confianza 
en  Alá  y  su  resignación  a  los  decretos  del  Profeta,  que  ni  en 
la  época  de  su  injusta  prisión  en  el  territorio  francés  se  le 
notó  el  más  leve  rasgo  de  ira  o  de  impaciencia;  el  Corán  ha- 
bía dicho  que  el  rostro  sereno  cicatrizaba  la^  heridas  del  co- 
razón, y  esto  bastaba  al  religioso  emir. 

Pero  no  siendo  mi  propósUo  narrar  ni  la  vida  política  ni 
los  rasgos  guerreros  de  esta  especie  de  templario  musulmán, 
sino  referir  una  conversación  que  tuve  con  él  sobre  las  pro- 
piedades y  las  prendas  especiales  del  caballo  árabe,  dejaré  a 
ios  historiadores  aquella  tarea,  y  me  contraeré  a  ésta,  que 
no  por   modesta    deja   de  ser  interesante   para   nosotros. 

Refiriéndome  al  motivo  del  mal  éxito  de  las  primeras  cam- 
pañas del  ejército  francés  en  Argel,  mal  éxito  que  él  atribuía 
más  a  la  naturaleza  de  los  malos  caballos  europeos  que  se 
emplearon  en  ellas,  que  a  la  torpeza  de  los  generales  encar- 
gados de  la  conquista,  me  decía  lo  que  oí  repetir  después  al 
célebre  general-escritor  Dumas:  "Desgraciado  de  aquél  que 
entre  en  campaña  en  el  desierto  y  en  las  serranías  africanas 
cabalgando  sobre  los  más  afamados  brutos  que  se  lucen  en 
las  carreras  de  Chantilly,  del  campo  de  Marte  y  de  Sartory. 
Esos  caballos  sólo  saben  correr,  saltar,  y  desbocarse.  Caballos 
sin  afecciones,  sin  un  átomo  de  inteligencia,  que  no  identifi- 
can su  carácter  con  el  de  su  amo,  que  no  obedecen  al  freno 
y  a  las  inclinaciones  del  cuerpo  para  buscar  el  peligro  o  para 
evitarle;  que  no  parten  como  un  rayo  sobre  parados;  que  no 
pueden  detenerse  sobre  el  borde  mismo  de  un  precipicio;  que 
no  pueden  describir  con  la  rapidez  del  torbellino  círculos  a 
derecha  y  a  izquierda,  como  puede  hacerlo  un  compás  entre  los 
dedos  de  un  arquitecto,  y  que  sólo  son  hijos  del  más  solícito 
regalo,  no  se  han  hecho  para  las  guerras  sahareñas.  El  caba- 
llo sahareño  tiene,  además,  tres  puedes  que  no  tiene  otro  ca- 
ballo alguno:  puede  el  hambre,  puede  la  sed,  puede  el  can- 
sancio": 

"Señor  — le  interrumpí — ,  al  hablar  usted  del  sahareño 
ha  traído  a  mi  memoria  el  caballo  chileno.  No  puede  usted 
haber  hecho,  conociéndole,  descripción  más  exacta  de  sus  en- 
vidiables cualidades.  Pero  el  caballo  chileno  tiene  en  mi  con- 
cepto más  puedes  aun  que  el  mismo  árabe,  pues  siendo  en  ge- 
neral de  más  aventajada  estatura,  puede  el  hambre,  puede 


440  VICENTE     PÉREZ     ROSALES 


la  sed.  puede  el  cansancio,  puede  el  maltrato  y  puede  el  des- 
calzo. Ustedes,  desde  que  nace  el  potro  le  consideran  como 
miembro  de  la  familia;  nosotros  esperamos  dos  años  para  ver 
si  merece  o  no  nuestros  cuidados.  Ustedes  le  conservan  en- 
tero; nosotros  los  mutilamos.  El  cariño,  el  constante  manoseo 
y  la  dulzura  en  el  trato,  entregan  al  potro  árabe  al  servicio 
de  su  amo.  En  Chile,  el  rigor,  la  espuela,  el  azote  y  el  poderoso 
brazo  del  jinete  obligan  por  fuerza  al  potro  montaraz  a  en- 
tregarse. Ustedes  calzan  con  hierro  sus  caballos,  al  paso  que 
sólo  ahora  comienza  a  generalizarse  en  Chile  semejante  prác- 
tica, habiendo  bastado  la  dureza  del  casco  para  excluir  du- 
rante tres  siglos  la  necesidad  de  ocurrir  a  un  medio  artifi- 
cial para  suplirla.  El  caballo  chileno  puede  hacer  jornadas 
hasta  de  treintas  leguas,  y  cuando  llega  al  término  de  algún 
violento  y  fatigoso  viaje,  un  fuerte  zamarreo  de  orejas,  un 
puñado  de  polvo  sobre  el  sudoso  lomo,  y  el  primer  m.al  po- 
trero que  se  presenta  a  la  mano,  son  los  cuidados  que  bastan 
para  rehacer  al  generoso  bruto. 

"El  caballo  chileno  se  apega  a  su  amo  por  cariño,  y  es  tal 
ia  naturaleza  de  su  instinto,  que  hasta  es  cortés  y  comedido 
con  el  bello  sexo,  pues  en  muchas  ocasiones  vemos  que  el 
potro  reacio  y  alborotado  para  el  hombre,  es  manso  y  sumiso 
bajo  la  débil  mano  de  una  mujer.  El  caballo  chileno  obedece 
con  oportunidad,  y  es  esta  prenda  tan  propia  suya,  que  en 
medio  de  la  mayor  exaltación  promovida  por  el  cnrácter  del 
jinete,  un  ¡chit!  imperioso  ie  clava  repentinamente  en  el  mis- 
mo lugar,  en  el  cual,  hiriendo  pero  sin  moverse,  espera  nue- 
va orden  para  recobrar  la  libertad  de  sus  fogosos  movimien- 
tos". Trazas  llevaba  de  no  acabar,  cuando  el  emir,  al  llegar 
a  este  punto,  asiéndome  repentinamente  del  brazo  y  llenos 
los  ojos  de  un  fuego  que  me  hizo  estremecer,  me  interrumpió 
diciendo:  "Esos  caballos  son  árabes,  y  árabes  debieron  ser 
también  los  que  les  condujeron  a  América,  pues  sólo  en  el 
bruto  sahareño  se  encuentra  tanta  copia  de  virtudes".  Vol- 
viendo en  seguida  a  su  aparente  calma,  me  dijo  con  dulzura: 
"Hasta  ese  ¡tzit!  que  ustedes  emplean  para  moderar  su  ardor, 
es  también  sahareño.  ¡Qué  hiciera  yo  para  llevarme  un  caba- 
llo chileno  a  Damasco!" 

Nada  hay  que  sea  más  grato  al  corazón  del  hombre  que 
el  momento  en  que  se  llega  de  una  lejana  tierra  al  patrio 
suelo.  ¿Qué  me  faltaba  en  Europa  para  ser  humanamente 
dichoso?  Gozaba  allí  de  salud,  tenía  veinte  años  menos  de  los 
que  tengo  ahora,  disponía  de  una  renta  segura,  que  aunque 
no  muy  cuantiosa,  era  suficiente  para  satisfacer  con  holgan- 
za y  aun  hasta  con  cierto  lujo  mis  necesidades.  En  mi  alma 
no  podía   caber  tedio,  porque   compartían  mi  tiempo,  junto 


RECUERDOS     DEL     PASADO  441 

con  mis  fáciles  ocupaciones,  gratos  estudios  e  interesantes  via- 
jes. Había  recorrido  toda  Europa,  captándome  la  voluntad 
de  algunos  seres  coronados,  y  honrándome  con  la  amistad  de 
Humbaldt,  Poepping,  Wappaus,  Korff  y  otras  eminentes  lumbre- 
ras del  saber  humano,  cuyas  cariñosas  cartas,  así  como  los 
•títulos  de  miembro  honorario  de  varias  sociedades  cientí- 
ficas, con  justo  orgullo  conservaba;,  y  sin  embargo  aún  quei- 
daba  en  mi  corazón  un  vacío  que  llenar.  Faltábarime  mis  tier- 
nas afecciones;   faltábame  el  sol  de  la  querida  patria. 

Después  de  corrido  cinco  años  de  una  vida  para  muchos 
envidiable,  encontrábame  en  Maroenbad,  otro  establecimien- 
to de  baños  en  la  alta  Bohemia  cuando  una  inesperada  sucr- 
es trajo  a  mis  manos  un  paquete  de  comunicaciones  chilenas, 
acompañado  de  una  carta  de  mi  buen  De  Luines,  secretario 
del  consulado  en  Hamburgo,  la  que  comenzaba  así: 

"Señor,  acabo  de  recibir  la  noticia  más  funesta  para  este 
su  desgraciado  protegido,  launque  ella  sea  al  mismo  tiempo 
la  más  grata  que  usted  pudiera  esperar.  El  Gobierno  chileno 
le  llama  para  que  siga  usted  prestando  allá  en  su  patria  parte 
de  los  servicios  que  le  prestaba  en  Alemania ! . . . " 

Fué  esta  carta  para  mi  un  verdadero  golpe  eléctrico  de 
dicha,  y  juzgando  inperdonable  crimen  perder  un  solo  día  de 
los  que  podía  necesitar  para  llegar  a  Chile  después  de  besar 
las  comunicaciones  y  de  llorar  de  gusto,  me  dediqué  a  escri- 
bir la  noche  entera,  y  al  día  siguiente,  sin  siquiera  acordarme 
de  pasar  por  Hamburgo,  lugar  de  mi  residencia,  saU  direc- 
tamente para  Inglaterra,  y  en  seguida,  lleno  de  alborozo  en 
el  Nueva  Granada,  en  demanda  del  suelo  que  me  vio  nacer, 
donde,  por  quinta  vez  tuve  en  mi  vida,  un  momento  de  com- 
pleta dicha:   ¡el  de  mi  llegada! 

¿Qué  utilidad  práctica  para  los  indiferentes  podrá  tener 
esta  compilación  de  vejeces,  en  la  cual  la  tijera  que  suprime 
ha  tenido  más  parte  que  la  pluma  que  relata,  y  que  sólo  pu- 
blico por  complacer  a  mis  amigos?  Lo  ignoro;  a  no  ser  que 
se  tenga  por  tal  la  relación  de  hechos  que  acrediten  la  bon- 
dad del  precepto  ¡NO  DESMAYES',  porque  la  mala  suerte 
no  es  eterna,  y  porque  así  como  el  hombre  a  impulsos  de  su 
adversa  estrella  puede  descender  de  suma  altura  hasta  la 
humilde  condición  de  criado,  puede,  también,  con  la  ayuda 
de  la  constancia,  de  la  honradez  y  del  trabajo,  elevarse  des- 
pués hasta  -ocupar  en  el  festín  de  los  reyes  un  codiciado 
asiento. 


FIN 


Vniversity  of  Toronto 
Library 


00 

to 

• 

o 

o 

•p 

Ti 

c 

tó 

0) 

Vi 

ü 

•H 

a 

> 

H 

•« 

0) 

w 

TJ 

0) 

rH 

W 

cd 

O 

to 
o 

? 

ce: 

Q) 

íí 

N 

O 

^ 

a-' 

<D 

Ph 

1^ 

lO 

00 

g 

00 

«aj 

k: 

ü: 

^ 

m 

fin 

DO  NOT 

REMOVE 

THE 

CARD 

FROM 

THIS 

POCKET 


Acmé  Library  Card  Pocket 
LOWE-MARTIN  CO.  LIMITED 


iT   <~      PfTGER