ÜBRAHY OF PSIlNiCETON
m 3 o 20«
THEOL0G!CAL SEMiNARV
BV4254 . S5 ■M91 3 ed.
Mosquera, Manuel Josi.
1800-1853 .
Sermones /
Digitizetí
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the Internet
Archi
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in 2014
https://archive.org/details/sermonesOOmosq_0
SELECCION SAMPER ORTEGA DE LITERATURA COLOMBIANA
N.» 75
SEPnONES
POR
MANUEL JOSE MOSQUERA
LiSRARY OF PRIWCETON
MAR 3 O 2011
THEOLOOfCAL SSMfHARY
TERCERA EDICION
EDITORIAL MINERVA S. A.
BOGOTA - COLOMBIA
^OgSÍI COLOMBIA
SELECCION SAMPER ORTEGA
DE LITERATURA COLOMBIANA
ELOCUENCIA
N' 75
Sermones
POR
MANUEL JOSE MOSQUERA
TERCERA EDICION
Editorial Minerva, S. A.
BOGOTA— COLOMBIA.
EL ILUSTRISIMO SEÑOR MANUEL JOSE
MOSQUERA
Nos hallamos en los albores del siglo XX, que
tan fecundo fue en la formación y desenvolvimien-
to de nuestra nacionalidad, y dentro de una casona
de la ciudad de Popayán, cuya fama en letras e hi-
dalguía llega hasta los tiempos de la conquista. Don
José María Mosquera y Figueroa y doña Manuela
Arboleda miran complacidos el alegre retozar de
los hijos: Joaquín espeja, dentro de la natural ti-
midez, !a prestancia de los viejos Mosqueras; José
María se muestra discreto y prudente; Tomás Ci-
priano, arrebatado y en ocasiones iracundo ; Manuel
José, amante de la soledad, más que otro alguno
mimado de la madre, sólo parece gustar de los pla-
ceres del espíritu. Así se esbozan en la infancia los
caracteres opuestos de los Mosqueras, mientras una
honda trasformación política se incuba en el Nuevo
Reino,
El año de 1809 ha traído a los españoles grandes
zozobras; no muy lejos, en Quito, el marqués de
Selva Alegre acaba de crear una junta de gobierno;
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MANUEL JOSE MOSQUERA
al año siguiente Popayán sabe que en Santafé se ha
creado otra semejante a la de Quito, y el goberna-
dor Tacón y Rosique no acierta a tomar camino : hoy
conviene con don Joaquín Caicedo y Cuero en crear
junta de gobierno en Popayán, conforme a los de-
seos de las ciudades del Valle, y mañana abre cam-
paña contra ellas y pide enojado sumisa obediencia.
A hurtadillas, por las celosías, miran los Mosqueras
las primeras huestes patriotas del interior, que lle-
gan con Baraya; atónitos contemplan el vandalismo
de los indios patianos ; conocen a Nariño, que mar-
cha a la campaña del Sur; presencian la agonía del
último congreso de las Provincias Unidas de la Nue-
va Granada; saben de la derrota de las fuerzas pa-
triotas en la Cuchilla del Tambo, y ven triunfantes
a Sámano y Calzada, que piden, como en los co-
mienzos de la conquista, la absoluta e incondicional
sumisión al rey. Este incesante batallar modela las
almas para la lucha, y apenas deja tregua para ad-
quirir conocimiento en letras.
Sin embargo, don Manuel José, que persiste en
la idea de hacerse clérigo, ha logrado ingresar al
seminario que acaba de restaurar Su Ilustrísima : un
año más tarde, cuando ya ha llegado él a los veinte,
tiene por oportuno trasladarse a Quito, la ciudad
conventual, que no ha experimentado aún la rude-
ra de la guerra magna. Allí, primero en el semina-
rio y luégo en la universidad de Santo Tomás, hace
SERMONES
7
sus estudios eclesiásticos y obtiene el título de doc-
tor en cánones. Don Joaquín Miguel de Araújo, que
lo conoció por entonces, nos refiere cómo era gran-
de su consagración al estudio; veíasele muchas ve-
ces, desde las primeras horas del alba, ocupado en
lecturas y trabajos y atento siempre a las lecciones
que se dictaban en las aulas. Esta afición del señor
Mosquera por los libros le duró toda la vida; en su
correspondencia con el señor Cuervo comenta a la
continua los libros que está leyendo; pide nuevos
datos ; critica autores, y, ya en Bogotá, se solaza en
la rica biblioteca que había legado al palacio el ilua-
trísimo señor Caballero y Góngora,
Quien no ha estudiado en un seminario, no acierta
a comprender la paz que allí se siente; el silencio
que reina en los claustros, en las celdas y en los jar-
dines ; ese alternar de la salmodia con la meditación
y las lecturas espirituales ; esa serenidad de los ros-
tros y hasta la blancura misma de los muros, aquie-
tan el espíritu y le inducen a saborear el goce de la
conversación íntima con Dios.
En 1823 volvió el joven Mosquera a la ciudad na-
tal y se ordenó de sacerdote, a tiempo que surgía
poderosa la célebre universidad del Cauca, de la
cual fue él de hecho el primer rector, ya que el nom-
brado no pudo tomar inmediatamente posesión de
su cargo. La vida universitaria tiene, aun para el
eclesiástico, ventajas muy apreciables; el magiste-
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MANUEL JOSE MOSQUERA
rio cuando se ejerce por vocación y no por apetito
de lucro, disciplina el espíritu, amplía los horizontes
y ennoblece la vida. Al propio tiempo que enseñaba,
el joven sacerdote solía predicar, y sus excelentes
prendas, su consagración al ministerio y su clara
inteligencia le merecieron el honor de ser nombrado
canónigo magistral de la catedral y prelado del
papa.
La predicación, que tiene siempre un sentido po-
pular y que está reñida con la erudición, había de-
caído visiblemente en España y sus colonias. Dos
vicios, al parecer opuestos, inficionaron la literatu-
ra española desde fines del siglo XVI : el culteranis-
mo, o sea el abuso de vocablos raros y exóticos, y el
conceptismo o alambicamiento de los conceptos; y
ambos vicios, con el correr de los tiempos, pervir-
tieron en España y sus colonias la predicación evan-
gélica y crearon el tipo, más real que novelesco, de
fray Gerundio de Campazas. El mal se propagó en-
tre nosotros desde la época de don Antonio Ossorio
de las Peñas, cura y juez de la Villa de Leiva, que
intitulaba uno de sus sermones "El sol concebido
sin sombra", hasta la del canónigo Antonio María
Amézquita, cuya erudición barata tanto divertía a
los bogotanos de mediados del siglo XIX.
Por este aspecto aparece el señor Mosquera como
un reformador de la predicación entre nosotros;
tomó por la senda que siglos antes habían señalado
SERMONES
9
Bossuet y Bourdaloue, y reaccionó vig-orosamente
contra el gerundianismo de su tiempo. Ignoro yo si
el pi-elado leyó la carta de Bossuet sobre las venta-
jas que el orador sagrado saca de la lectura de los
Padres de la Iglesia ; pero la verdad es que los creyó,
y en particular a San Agustín y a San Juan Crisós-
tomo, y la prueba fehaciente la tenemos en la bi-
blioteca del Palacio Arzobispal, donde aun pueden
verse liis muchas notas que el señor Mosquera puso
en los tomos de las bellas ediciones maurinas de los
Padres, que allí existen. Estas lecturas y la de las
obras del padre Granada, dieron al predicador un
estilo limpio, sobrio y apropiado a la predicación.
Gozaba, cuando el nuevo arzobispo llegó a Bogotá,
de gran renombre como predicador el presbítero
Manuel Fernández Saavedra, quien luégo fue canó-
nigo de la Metropolitana. Era éste un clérigo exal-
tado y versátil, defensor unas veces de los derechos
de la Iglesia y otras amigo de novedades y de opi-
niones poco conformes con la doctrina eclesiástica.
Don José María Samper, que parece haberle admi-
rado no poco, le describe de la siguiente manera:
"La frente vasta y llena de dignidad; la cabeza, cu-
bierta de largos y sedosos cabellos, erguida con no-
bleza y sin altivez ; la mirada profunda, severa, ful-
gurando de unos ojos grandes, oscuros y fuertemen-
te expresivos ; el ceño grave y levantado, como para
decir verdades en que se combinan la reprimenda.
10 MANUEL JOSE MOSQUERA
el consejo y el consuelo; la nariz sin perfil y algo
contraída por un gesto de convicción ; la boca gran-
de, gruesa y expresiva de sinceridad; el rostro an-
cho, lleno y espeso; las manos pulcras y de sólida
contextura ; la talla robusta, amplia, vigorosa y fuer-
te; la voz sonora, sacudida, poderosa como una su-
cesión de severas detonaciones".
Seguramente podrían ser ciertas éstas y otras
cualidades externas en el señor Fernández Saave-
dra; pero el estilo en los sermones publicados es
detestable ; el mal gusto, manifiesto ; todo es allí fru-
to de la jactancia, de la presunsión y de la hipérbole.
En cambio, la prosa limpia, castiza y elegante del
señor Mosquera es inmortal, y aun hoy podemos
leer con sumo agrado trozos como éste, que hace par-
te de la oración que predicó en la catedral al publi-
carse la constitución política de 1843:
"Cansada ya la sociedad de oscilaciones y desas-
tres y oprimida de ruinas, siente ahora más que
nunca la necesidad de elevar al cielo las miradas de
su espíritu, harto tiempo fatigado en estériles in-
vestigaciones, y de hallar en la tierra caminos sóli-
dos donde asentar sus pies ensangrentados por las
espinas de las tortuosas sendas en que ha vagado a
la ventura."
La obra del señor Mosquera es meramente reli-
giosa, a excepción de sus cartas privadas ; la forman
pastorales, sermones e instrucciones religiosas ; pero
«
SERMONES
íl
precisamente en ellas se advierte la excelente infor-
mación del prelado. El conocimiento que revela de
los Padres de la Iglesia en su escrito acerca de la
necesidad del celibato en los sacerdotes y religiosos,
nos descubre una erudición sobria y bebida en bue-
nas fuentes; aun las mismas pastorales, género di-
fícil y expuesto más que otro alguno al abuso de
los lugares comunes, es indicio de lo que acerca del
mérito literario del señor Mosquera hemos dicho.
* *
El 17 de febrero de 1832 murió en Bogotá el ilus-
trísimo don Fernando Caicedo y Flórez, prelado de
ocultas virtudes, procer de nuestra emancipación
política y anciano demasiado débil para encauzar
por buena senda la audacia de aquellos días juveni-
les de la Nueva Granada. La ley de patronato, san-
cionada en 1824, atribuía al congreso, previa la
elección del caso, la facultad de designar los candi-
datos para las sedes episcopales que el presidente
debía presentar, para la investidura del cargo, al
romano pontífice.
Esta elección, con todo, no pudo efectuarse sino
en 1834, y sucedió que cuando algunos representan-
tes por Antioquia postularon al canónigo Mosquera
para obispo de esa diócesis, el señor José María
Cárdenas hizo tales elogios del candidato, que los
12 MANUEL JOSE MOSQUERA
diputados Agustín Gutiérrez Moreno y Eusebio Bo-
rrero resolvieron presentarle como arzobispo de Bo-
gotá, Dividido andaba por este motivo el congreso;
los santanderistas se inclinaban abiertamente en
favor del doctor Juan Nepomuceno Gómez Plata;
otros eran partidarios del señor Estévez, obispo en-
tonces de Santa Marta, y no faltaban algunos clé-
rigos ambiciosos que, aprovechando la división de
los pareceres, solapadamente trabajaban por su pro-
pia candidatura. Mas el congreso procedió con sen-
satez, e informado de las prendas del señor Mosque-
ra, lo eligió, después de seis escrutinios; y de esta
suerte, luégo de recibir las bulas, pudo en junio de
1835 consagrarse en su ciudad natal.
El nuevo arzobispo tenía apenas treinta y cinco
años, y había hasta entonces vivido en Popayán con-
sagrado a la predicación y a la enseñanza. Austero
como un monje, gustaba de dormir sobre dura ta-
bla; descendiente de una familia procera, no acer-
taba a halagar las pasiones populares; emparenta-
do con los hombres que más influían en la Nueva
Granada, se inclinaba a ellos de preferencia. Sus
admiradores, que eran muchos, le tenían, y con ra-
zón, por un santo ; su adversarios le tildaban de or-
gulloso. No han faltado en la Iglesia nunca estos
caracteres recios y firmes contra los cuales se es-
trella siempre la tempestad de las pasiones huma-
nas; Atanasio el grande o Juan Crisóstomo nos lo
SERMONES
13
estáD atestiguando en la antigüedad, y el señor Mos-
quera, que había nacido en época de lucha y de con-
fusión, no difería en el fondo de aquellos caracte-
res, y como ellos amaba la tormenta y se complacía
en medio de la tribulación, y como San Pablo decía :
Superabundo gaudio in omni tribulatione.
A esta condición severa del prelado uníase la agi-
tación de aquellos tiempos; inestable era la políti-
ca; en formación los partidos; continua la propa-
ganda de enseñanzas opuestas y contradictorias ; las
doctrinas de Bentham y Desttut por primera vez se
oían en las universidades; las sociedades secretas
38 multiplicaban, y un individualismo rígido e inex-
perto quería a toda costa perturbar la paz religio-
sa, so pretexto de libertar las conciencias. Andaban
los liberales divididos: unos, más osados, querían
llevar la revolución a la quimera; otros, moderados,
consideraban indispensable mantener la paz de las
conciencias. En dos libros de aquella época se siente
esta lucha: los "Auntamientos para la Historia",
de don José María Samper, escrito a raíz de los
acontecimientos, y las "Memorias Histórico-políti-
cas", del general Posada, que, aun cuando escrito
más tarde, son eco fiel de la lucha de 1849.
Imposible era por aquel entonces mantenerse en
un justo medio; el análisis de los hechos requiere
una perspectiva que sólo da la distancia, y el señor
Mosquera no era un simple estudioso de los pro-
14
MANUEL JOSE MOSQUERA
blemas sociales y políticos, sino un hombre de ac-
ción, que tenía que obrar rápidamente. Desde el
principio de su episcopado vio en el grupo de Már-
quez y de Herrán un sostén de las instituciones
cristianas, y se inclinó a este partido con el vigor
de su natural combativo.
Mas la exageración no se hallaba sólo en la po-
lítica. Entre los exaltados estaban un buen número
de clérigos que tenían al arzobispo por hombre con-
temiporizador y amigo de los adversarios de la Igle-
sia. El había tenido que luchar contra un buen nú-
mero de corruptelas, y algunos clérigos no Je per-
donaban las medidas de rigor que había dictado.
Las ceremonias eclesiásticas no se acomodaban a la
liturgia; la variedad que presentaban los clérigos
en punto al uso del hábito talar, era verdaderamente
extravagante; había un desacuerdo de criterio en
materias morales, y mientras unos predicaban un
rigorismo exagerado, otros exponían doctrinas laxas
y aun erróneas. Todo proyecto de reforma era visto
como una novedad contraria a la tradición de los
mayores, y el descontento era tal, que hasta el pro-
pio Fernández Saavedra, desde la catedral, mote-
jaba al arzobispo.
Todo este conjunto de circunstancias, unido al
hecho de que el señor arzobispo era hermano del
presidente, general Mosquera, desataron contra el
prelado la tormenta. Juntáronse entonces el regalis-
SERMONES
15
mo que como herencia habíamos recibido de los mo-
narcas de la casa de Austria, y el liberalismo que
nos trasmitió la revolución francesa. La incursión
ilegítima y constante de los gobiernos civiles en los
asuntos de la exclusiva competencia de la Iglesia, y
la idea exaltada de la soberanía popular, llevaron a
los legisladores de 1852 a expedir una ley que atri-
buía la elección de los curas párrocos a los cabildos.
Protestó, como era de su deber, el arzobispo; mas
le salió al paso una ley, expedida en 1845, que im-
ponía la pena de destierro a todo eclesiástico que
desobedeciese las disposiciones referentes al patro-
nato.
En la tarde del 19 de junio de 1852 salía, oculto
en una silla de manos, el prelado, que debía per-
noctar aquella noche en casa de don Mariano Calvo,
a las afueras de la ciudad ; al día siguiente emprendió
viaje a Villeta, en busca de salud y reposo, y después
de proveer en esa población todo lo pertinente a la
administración de la diócesis durante su ausencia,
continuó el viaje y se embarcó con rumbo a Nueva
York, de donde pasó a Europa ; aguardaba llegar a
Roma, mas la muerte vino a sorprenderle en Mar-
sella el 10 de diciembre de 1853. Esta muerte cierra
un período en la historia religiosa dei país, pues en
aquel mismo año los abusos del patronato llevaron a
los legisladores a decretar la separación de la Igle-
sia y el Estado.
16 MANUEL JOSE MOSQUERA
Todos aquellos que presenciaron la independencia
y formación de las repúblicas iberoamericanas, tie-
nen entre sí grandes semejanzas; aquella época
grande modeló sin duda las almas y las hizo muy
parecidas; nacidos todos ellos en el vivac; hijos del
romanticismo político y literario de aquellos tiem-
pos; extremados en sus juicios y opiniones, tienen
rasgos comunes que en manera alguna destruyen la
vigorosa personalidad de cada uno de ellos. Entre
estas semejanzas no es la menor la de la admiración
y el odio que despertaron en su derredor. El arzo-
bispo Mosquera no se escapa a esta ley, pues como
Bolívar o Santander, como Obando o como su pro-
pio hermano el general Tomás Cipriano, conoció el
prelado las grandezas de la gloria humana y los in-
fortunios de la persecución; no le faltó cosa alguna,
la calumnia, el folleto anónimo, las injurias y el des-
tierro; él, como no pocos de 6us contemporáneos, es
héroe y mártir de la libertad; sólo que los otros
persiguieron bienes terrenos y libertades mengua-
das de acá abajo, y el señor Mosquera puso todo su
empeño en alcanzar la libertad de la Iglesia, ahe-
rrojada por las teorías regalistas de la pasada cen-
turia.
JOSB ALEJANDRO BERMUDEZ
EXHORTACION PASTORAL
DIRIGIDA A LA ASAMBLEA ELECTORAL DE LA PRO-
VINCIA DE BOGOTA, EN SU ASISTENCIA A LA MISA
DEL ESPIRITU SANTO, EL PRIMERO DE AGOSTO DE 1837
Date ex vobis víros sapientes et ganaros, et quo-
rum conversatio sit probata in tribubus vestris, ut
ponam eos vobis principes.
Escoged de entre vosotros varones sabios y ex-
perimentados, de una conducta bien acreditada en
vuestras tribus, para que yo os los ponga por cau-
dillos.
Deuteron, cap. I, v. 13.
No es una estéril ceremonia el motivo que os trae
hoy al pie de los altares y que me pone en la nece-
sidad de desempeñar mi ministerio pastoral. La
religión, honorables electores, que vivifica a la so-
ciedad como el alma al cuerpo; la religión, que pe-
netra con su invisible poder hasta el invisible domi-
nio de la conciencia; la religión, que muestra al
hombre en la eternidad el premio o el castigo de sus
acciones, le presenta así el motivo más eficaz que
Sermones -2
18 MANUEL JOSE MOSQUERA
puede tener para llenar fielmente sus deberes so-
ciales. Por esto es que la ley, que conoce su propia
impotencia para subyugar el espíritu, invoca el po-
der divino, único capaz de asegurar la obediencia de
una manera voluntaria y fiel.
Tal es, señores, el objeto de esta sagrada ceremo-
nia. Aquí venís a reconocer y confesar al Dios de
los cielos y de la tierra, al Dios de la iglesia y de
la sociedad, y como a Señor de todos los hombres y
de todas las naciones, le venís a pedir que os ense-
ñe a hacer su voluntad santísima, dirigiendo vuestros
pensamientos y vuestros deseos. Ved aquí la emi-
nente regla de los deberes de un ciudadano cristia-
no: a ella debéis acomodar todo cuanto obréis en la
asamblea de este año, para desempeñar con pure-
za y fidelidad la honrosa confianza que os han he-
cho los pueblos. Si como ciudadanos tenéis muchos
títulos para corresponder a esta confianza, yo como
ministro de Dios me contraigo solamente a recor-
daros que es un deber importante de la religión
el cumplir con los que la sociedad exige de vosotros.
Escuchad benignamente las breves reflexiones que
os haré para probar esta verdad.
Una religión cómoda que, multiplicando las prác-
ticas piadosas, alterase los deberes sociales; una
religión especulativa que, sometiendo vuestros es-
píritus y adhiriendo vuestros corazones a Dios, os
libertase de toda obligación y de tx)do compromiso
SERMONES
19
con los hombres; una religión inerte que, estable-
ciéndoos en el asilo de las dulzuras de la pied&d, os
hiciese mirar con indiferencia el bien público del
estado, sería una religión quimérica y monstruo-
sa; chocaría con la razón; trastornaría el orden,
deshonraría a Dios, que es por exelencia el padre
del orden y el supremo moderador de todas las co-
sas: Rerum moderator, et Pater ordinis.
En efecto : desde el principio de los siglos Dios es
el autor del orden que regla el universo; Dios es
quien para gloria de su nombre ha establecido la
diferencia de los estados y la diversidad de las
condiciones, y quien, por una sabia economía, ha
querido que haya en el mundo superiores y súbditos,
generales y soldados, pobres y ricos, sabios y sim-
ples, débiles y fuertes, padres e hijos, amigos y
allegados; en una palabra. Dios ha establecido
diversas relaciones entre los hombres, y por una
consecuencia necesaria, determinado cuáles son los
deberes de estas relaciones que conserva en la
tierra.
Por tanto, señores, no es en el capricho de los
hombres sino en la voluntad de Dios donde debéis
buscar el origen de vuestros deberes. Aunque la
sociedad os exige su cumplimiento, ella sola san-
ciona sus preceptos con penas, sin sujetar bajo su
poder otra cosa que lo exterior ; pero Dios, que es el
vengador de las faltas contra la sociedad, hace
20
MANUEL JOSE MOSQUERA
efectivo el cumplimiento de estos deberes. Una
alma cristiana no los llena sólo Tpor contribuir al
orden público, sino para ejecutar las miras de la
Providencia divina, siempre amorosa y benéfica
con sus criaturas. Dejemos a los gentiles la regla
de proceder fundada en el estoicismo, en el placer
y en qué sé yo cuántos otros principios vanos y
nunca fecundos en buenos resultados: no queramos
ser sabios sin Dios, y obremos por los principios del
cristianismo, por el sentimiento religioso que Dios
ha inspirado en el corazón humano, y busquemos
en la voluntad de Dios la regla suprema de nues-
tras acciones, no sólo en la sociedad doméstica, sino
en la misma sociedad civil.
Fundado en estos principios ciertos y seguros,
os digo ahora con el santo e ilustre Moisés, en una
ocasión semejante a la en que nos hallamos ho3' en
la república: "Elegid, honorables electores, esco-
ged de entre vosotros varones sabios y experimen-
tados, de una conducta bien acreditada en vues-
tras tribus, para ponerlos por moderadores de la
cosa pública." ¡Qué palabras tan llenas de sabi-
duría! Aquí no solamente quiere Moisés hallar
hombres distinguidos por algún servicio: esto sólo
les daría cierto derecho a la consideración pública
j a los honores sociales. Pero el eminente puesto
de legisladores exige mayores partes en los que
sean llamados a dar vida a la misma patria: es pre-
SERMONES
21
ciso que sean hombres en quienes se hallen reuni-
das la sabiduría y la experiencia, y que hayan da-
do pruebas seg-uras de que poseen estas dos cuali-
dades, tan raras y tan necesarias al mismo tiempo.
Porque la primera sin la segunda es apenas como
el precoz talento, que lleva por todas partes el des-
orden producido por la precipitación. ¿Ni cómo es
posible que puedan dirigir bien los destinos de la
nación los que aun no han aprendido a gobernar
su casa? ¿Cómo sabrán efectuar las difíciles com-
binaciones de los derechos e intereses de los ciuda-
danos, aquellos que no conocen otro interés que sus
pasiones, ni otro derecho que sus caprichos? Voso-
tros sabéis bien, señores, que la mezcla más imper-
ceptible de interés privado es una fuente fecunda
de males en las asambleas públicas, males que la
religión, y sola la religión, puede evitar o remediar.
Porque ella es origen de todas las virtudes civiles
Y sociales, la constitución por excelencia de todo el
género humano, la ley fundamental de todas las
sociedades, sin la cual ninguna puede existir ; ella es
!a única que es conocida en los imperios y en las
repúblicas; necesaria a los individuos y a las socie-
lades; tanto más necesaria y obligatoria, cuanto
lue no es obra de los hombres, ni ellos pueden re-
:orma.rla; tanto más practicable, cuanto que no
lepende del capricho de los soberanos, ni de las
Dasiones populares; incapaz de ser alterada por el
22 MANUEL JOSE MOSQUERA
tiempo mismo, porque toma toda su fuerza del
cielo y ejerce su dominio en el incorruptible impe-
rio de los espíritus. Todos los sofismas de la genti-
lidad y del vergonzoso filosofismo del siglo XVIII
no han podido oscurecer estas verdades; antes bien,
los enemigos más encarnizados de Cristo y de su
esposa deseaban religión en sus soberanos, cuando
la aborrecían y la perseguían. Tan cierto es que no
hay sociedad más expuesta a trastornos, y por lo
mismo más infeliz que la que es gobernada por
hombres sin religión.
De estas verdades deduzco una consecuencia
importante: quiero decir, señores, que debéis es-
coger hombres cuya sabiduría y experiencia sean
gobernadas por el sentimiento religioso, cuya glo-
ria se finque en hacer la voluntad de Dios, legis-
lador de los cielos y de la tierra, soberano de los
gobernantes y de los súbditos ; en una palabra, que
debéis elegir hombres que no sólo teman ser vitu-
perados por sus conciudadanos, sino más bien que
teman a Aquel que castiga en la eternidad las
perfidias, las intrigas y la suplantación de los inte-
reses de unos pocos sobre los derechos de la nación
entera. Y advertid también que el despotismo mo-
nárquico, como el oligárquico, no tiene otro freno
que el de la conciencia. ¡Infelices de nosotros el
día que nuestros legisladores ya no oyesen la voz
de la conciencia ! Ese día sería la víspera de la fies-
SERMONES
23
ta que celebrarán nuestros enemigos, viéndonos caer
en un torrente en que, sucediéndose el despotismo
y la anarquía, la desgracia, el llanto y la misma
desesperación serían nuestra suerte. Ved, señores,
cuál es el riesgo que corre la nación si vosotros
ponéis sus destinos en manos de aquellos para
quienes la religión sólo es una ocupación popular, o
cuando más, un medio de política para gobernar
las masas ignorantes. Yo haría un agravio a vues-
tras luces, recorriendo tantos ejemplos como nos
presenta la historia en confirmación de esta ver-
dad; pero permitidme agregar estas palabras:
"Recordad las horribles catástrofes de la llamada
Reforma en el siglo XVI, y de la revolución france-
sa, y que la experiencia de lo pasado no sea perdida
para la NHieva Granada."
Pero no olvidemos que nuestra esperanza debe
fundarse en el poder de Dios, y que si todo don per-
fecto y toda dádiva preciosa viene de lo alto, tam-
bién es preciso merecerlos por una completa sumi-
sión a los mandatos del Todopoderoso. En ninguna
circunstancia es más necesario dirigir al cielo nues-
tras oraciones y hacerle una santa violencia para ob-
tener su protección y su socorro, que en el momento
en que van a nombrarse los mandatarios de la na-
ción. De este primer acto depende la dicha o la infeli-
cidad de la patria ; y si vosotros procedéis con una
intención recta y pura, mirando sólo el procomunal
24
MANUEL JOSE MOSQUERA
y considerando que Dios os ha de pedir cuenta del
oficio de electores, sin duda las elecciones serán
acertadas. Entonces recibiréis las bendiciones del
pueblo, vuestro comitente, y sobre todo, al salir de
este mundo de miserias la conciencia no tendrá de
qué acusaron en esa hora fatal.
Vamos ahora a continuar el augusto sacrificio
para alcanzar los dones de inteligencia y de acierto
que venís a implorar. Unid, señores, vuestros cora-
zones a las oraciones que yo voy a dirigir al Todo-
poderoso, presentándole la víctima sin mancha de su
Hijo Unigénito por cuyos méritos alcanzaréis hoy
gracias abundantes, y al fin de esta vida la paz sem-
piterna de la gloria, que os deseo.
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo.
ORACION
PRONUNCIADA EN LA IGLESIA METROPOLITANA CON
MOTIVO DE LA SOLEMNIDAD RELIGIOSA CON QUE SE
INAUGURABA LA NUEVA CONSTITUCION DE LA REPU-
BLICA EL AÑO DE 1843
Qnicainque hanc regulam sequuti fuerint, pax
super illos, et misericordia.
Sobre todos los que siguieron esta regla, venga
paz y misericordia.
Ad r^ialat, VI, 1 5.
Nunca ha sido tan grande la necesidad de elevar
nuestras oraciones al cielo, para hacerle una santa
violencia y alcanzar divina misericordia, como en los
tiempos turbulentos en que nos ha tocado vivir. En
medio de la agitación y de los trastornos públicos;
resintiéndose todavía la tierra neogranadina de los
fuertes sacudimientos políticos que han hecho una
espantosa armonía con los volcanes de nuestras en-
cumbradas cordilleras, se ha reconstituido el edificio
social por medios legítimos; pero necesita robuste-
cerse y afirmarse, y no podemos conseguirlo sino
por la paz de la república, la cual es, dice San Agus-
26
MANUEL JOSE MOSQUERA
tín, la ordenada concordia de los ciudadanos en man-
dar y obedecer: Pax civitatis, ordinata imperandi,
atque obediendi concordia civium (De Civit. Del,
lib. XIX, cap. XIII). Y como la constitución política,
de un estado no es más que la regla de mandar y
obedecer, de su observancia depende la paz de la re-
pública.
Pero sólo el que dijo: "Sea hecha la luz, y la luz
fue", puede ilustramos en estos críticos momentos;
sólo el que fundó los cielos puede volver a su centro
a una sociedad conmovida hasta en sus cimientos;
sólo el que dice al mar : "Hasta allí llegarás", puede
contener el diluvio de las pasiones sublevadas, y este
torrente de corrupción y de licencia que amenaza
arrasarlo todo; sólo aquel cuya voz todopoderosa
reanima los mismos muertos, puede vivificar nues-
tros huesos áridos, reunirlos y resucitar nuestra so-
ciedad, que es ya casi un cadáver, doblemente
muerta a la verdad y a la virtud; sólo El Que Es
puede fijar la paz en la Nueva Granada, y darle con
ella la tranquilidad del orden, nuevo ser y nueva
vida.
Comprendisteis, sin duda, señor excelentísimo, la
profunda verdad de este pensamiento, cuando en la
sabiduría de vuestros consejos dispusisteis que los
granadinos se hallasen hoy en el templo de Dios vi-
vo. Todos han correspondido a vuestro llamamiento:
el sacerdocio y el pueblo fiel, los magistrados y los
SERMONES
ciudadanos, los defensores de la patria y sus tiernos
hijos, que se forman en las escuelas públicas, el mis-
mo sexo débil tan interesado en el bien procomunal;
no hay quien no venga hoy a humillarse delante del
altar del Cordero, para poner debajo del amparo
celestial de la Divina Providencia las instituciones
patrias. Al mismo tiempo que vos vais a dirigir la
nave del estado bajo reglas nuevas y más propor-
cionadas a su situación, todos debemos conjurar la
tempestad, santificando nuestra vida civil, por la
solemne confesión de que ella depende de la religión,
como la vida del alma. Tal es, en efecto, este acto
augusto, en que la piedad y el patriotismo vienen a
confirmar su concordia en medio del santuario, para
que la justicia y la paz reinen en nuestra amada pa-
tria, a pesar de la peligrosa crisis que por todas par-
tes presenta un siglo de desventuras para América.
Recordáis, desde luego, señores, los largos y cos-
tosos ensayos, en que ha desaparecido casi toda
aquella generación que echó los primeros funda-
mentos de nuestra república, y veis al mismo tiem-
po con pesar, que al cabo de más de treinta años sólo
nos quedan tristes memorias, y que ni la experiencia
de lo pasado ha sido poderosa para fijar nuestros
destinos. Yo os habría pedido, antes de pronunciar
estas palabras, que cerráseis las puertas de este
templo, para que no oyesen los extraños tan amar-
ga confesión, si no hablara hoy en un lugar donde
28
MANUEL JOSE MOSQUERA
hasta el disimulo es una infidelidad al ministerio de
la palabra. Lo repito: nuestra situación no es hoy
mejor que en las diversas épocas de gloria, de ilu-
sión, de sangre y de llanto, que han anublado nuestra
juventud, que angustiaron los últimos días de nues-
tros padres, y que a tantos han hecho exclamar con
el profeta de Hus : "Perezca el día en que nací" (Job,
III, 3).
¿Y de dónde ha podido nacer esta cadena de des-
gracias, que ha hecho de nuestra vida una crisis
prolija y angustiosa? ¿Cómo, después de una gene-
ración, nos hallamos todavía recomenzando nuestra
organización social? Dejo a los políticos el examen
de las causas humanas, que son sólo síntomas de la
enfermedad moral, causa radical del desorden social
de nuestra América, causa que minó los tronos más
antiguos, y que no han alcanzado a contrapesar to-
dos los elementos de orden que la duración de los
tiempos había acum.ulado. Hablo del trastorno de los
dos principios cardinales, salvadores de las naciones,
ejes sobre los cuales únicamente puede moverse con
regularidad el mundo político — la legitimidad del
gobierno y la religión nacional — : la legitimidad,
porque sin ella ningún gobierno lleva el carácter del
origen divino de la autoridad; la religión, porque só-
lo ella satisface las necesidades de la sociedad, y la
libra del naufragio que la acarrea una orgullosa filo-
sofía.
SERMONES
29
Cansada ya la sociedad de oscilaciones y desas-
tres, y oprimida dle ruinas, siente ahora más que
nunca la necesidad de elevar al cielo las miradas de
su espíritu, harto tiempo fatigado en estériles inves-
tigaciones, y de hallar en la tierra caminos sólidos
donde asentar sus pies ensangrentados por las espi-
nas de las tortuosas sendas en que ha vagado a la
ventura. En una palabra, es preciso buscar en la
legitimidad del gobierno, y en la religión nacional,
el medio de adquirir y conservar la paz ; porque ésta
es la ordenada concordia de los ciudadanos en man-
dar y obedecer: pax civitatis, ordinata imperandi,
atque obediendi concordia civium. A esto reduzco to-
do mi discurso: nada diré de nuevo, porque un mi-
nistro del Evangelio debe en todas ocasiones consul-
tar a sus padres, preguntar a sus mayores, y decir
lo que ellos han dicho siempre, en toda^ partes y a
todos los pueblos. Repetiré, pues, hoy lo que la ver-
dad infalible dejó escrito en los libros santos, y la
Iglesia ha enseñado siempre. Si algo humano salie-
re de mis labios, no es mi intención decirlo.
¡Sí, Dios santo, Rey inmortal de los siglos!: un
enviado vuéstro no puede, sin cierta especie de
apostasía, convertir la cátedra sagrada en tribuna
profana. Libradme de tamaña desgracia, dirigiendo
mi lengua y purificando mis labios, como os lo pido
por intercesión de la más fiel y más pura de las vír-
genes, saludándola llena de gracia.
MANUEL JOSE MOSQUERA
I
Que el amor y la fidelidad al gobierno legítimo
son como sentimientos innatos en los corazones gra^
nadinos; que ellos han sido en todo tiempo nuestro
carácter distintivo, y que aun pueden ser mirados
como una segunda religión nacional, lo sabéis voso-
tros y lo sabe la América entera. No obstante que
todo ha cambiado entre nosotros ; que se han susti-
tuido nuevos usos y nuevas costumbres a los que
heredamos de los mayores; que se ha variado de
uno a otro extremo la forma de gobierno; el senti-
miento de la legitimidad tan propio de almas católi-
cas fcs lo único que no ha desaparecido. Atravesan-
do por entre horribles borrascas y tempestades, ha
sobrevivido a todas las revoluciones, o más bien nos
ha salvado de las mismas revoluciones ; y si nuestra
patria se vio al borde del abismo en los días del de-
lirio de sus hijos, en que apareció el monstruo de la
anarquía, llevando en su frente, como la bestia del
Apocalipsis, el misterio de todos los crímenes, y en
su corazón las profundidades de Satanás, el mismo
exceso de los males despertó el sentimiento de la
legitimidad; fue éste como un fuego sagrado que,
encendiéndose de nuevo al primer rayo del sol de
la inteligencia y de la verdad, reanimó la vida de
la sociedad con su benéfico calor.
SERMONES
31
La Nueva Granada dijo en dos épocas notables:
La nación no quiere sino un gobierno legítimo, sean
uales fueren las manos que lleven las riendas del
]stado; la legitimidad es el tesoro precioso nacio-
al, y un beneficio tan inestimable como incapaz de
er sustituido; la legitimidad es el guardián de to-
os los derechos, de todas las propiedades, la prime^
a salvaguardia de la moral pública, el enemigo más
emible de la tiranía, el más grande obstáculo al
espotismo; al mismo tiempo que sirve de poderosa
arantía de la equidad y de la moderación de los que
residen a la jerarquía política. Sus derechos son
e todos los siglos, de todos los pueblos y de todas
is formas de gobierno ; consagrados por la religión,
econocidos de una manera incontestable, descon-
iertan las intrigas, ponen silencio a las ambiciones,
onfunden las tramas y hacen desesperar a las pre-
ensiones irregulares; porque un gobierno legítimo
lo tiene otro interés que el de la justicia, de tal
aanera identificado con sus propios intereses, que
LO puede trabajar por sí mismo sin trabajar por
odos".
Así habló la república, manifestando que sólo quer-
ía un gobierno legítimo y no un usurpador que fuese
légo su tirano ; que hiciese mucho ruido para atur-
[ir, y mucho mal para corromper y dominar; que
•ara afirmar su poder ensangrentado quisiese tras-
ornar todos los poderes y que para hallar algún
32
MANUEL JOSE MOSQUERA
reposo moviese al pueblo contra sus amigos; que pa-
ra hacer olvidar su origen pretendiese cubrirse con
la victoria, y para justificar sus victorias tuviese ne-
cesidad de crímenes.
Lejos de un pueblo católico ese funesto pensamien-
to hijo de la Reforma, que convirtiendo la facultad
de elegir la forma de gobierno y los que la ejerzan,
en un derecho de trastornar el orden cada vez que
una ambición frustrada desea satisfacer su vengan-
za, tiene siempre amenazada a la sociedad, difun-
diendo por todas partes la desconfianza y el des-
2oncierto; porque el grito de los sediciosos invoca
siempre los derechos comunales, para hacer de la
multitud seducida y ofuscada el ariete que derribe
la autoridad, y poder engalanarse luégo con sus des-
pojos. No es éste el lugar ni ésta la ocasión de dis-
cutir y deslindar los derechos de gobernantes y go-
bernados, ni de presentar en su verdadero punto de
vista la soberanía, sea cual fuere la forma en que
su ejercicio hubiese tomado. Pero no es posible
prescindir de reclamar a nombre de la moral, y en
presencia de los santos altares, contra la doctrina
anárquica y antisocial de sublevar los pueblos con-
tra los gobiernos; ni dejar de prevenir a nuestras
ovejas contra esa doble herejía política y religiosa,
tan reprobada por los más grandes doctores de la
Iglesia, como por los más sabios políticos ; no menos
contraria al derecho natural y divino, que destruc-
SERMONES
38
tora de la autoridad pública y de la del mismo Dios,
de la cual la otra se deriva.
No hay potestad sino de Dios, dice San Pablo ; las
que existen están subordinadas a Dios; y el que re-
siste a ia potestad resiste a la ordenación de Dios.
(Rom. XIII, 1, 2.) Esta es la suma del derecho pú-
blico del cristianismo, sin el cual nadie tiene el de
mandar, ni existe la obligración de obedecer ; ésta es
la primera soberanía, de la cual nacen las demás, y
sin la cual no tiene ni base ni sanción; ella es la
única constitución que haya sido hecha para todos
los tiempos y para todos los pueblos; que sola pue-
de suplir por todas, y sin ella ninguna puede soste-
nerse; la única que no está sujeta a mudanzas, ni
puede ser alterada por la mano del hombre; contra
la cual nada pueden los gobiernos ni los pueblos, y
a cuyo alto origen han rendido siempre un justo ho-
menaje los más poderosos imperios.
Ni podía ser de otra manera, porque escrito es-
taba desde la antigua ley por el dedo de Dios: Por
mí reinan los reyes, y los legisladores decretan lo
justo (Prov. VIII, 15) : palabra magnífica, que par-
ticipa de la fecundidad de la creación. De esta ley
divina nacen los derechos de los príncipes y los de-
beres de los pueblos, como los derechos de éstos y
los deberes de aquéllos. Sustituyase a esta máxima
verdaderamente celestial la que la Reforma procla-
Serniones -2
34 MANUEL JOSE MOSQUERA
mó y extendió después el filosofismo del siglo XVIII,
y digamos cada uno de nosotros: "Por mí reinan
los príncipes", o para usar de un lenguaje más aco-
modado a nuestras instituciones: "Por mí gobier-
nan las autoridades, y los representantes de la na-
ción decretan lo justo": ¿qué es lo que puede resul-
tar de aquí para el bien de la sociedad? Imposible
es sacar un resultado feliz para las naciones, de es-
ta palabra sin fuerza, digámoslo mejor, sin la au-
toridad divina que siempre acompaña a la legiti-
midad. Turbación, trastorno y anarquía es lo que
acompaña a un gobierno sin legitimidad. Lo sabe-
mos nosotros, y lo sabe el mundo entero por una
luctuosa experiencia, que al fin comienza a desen-
gañarlo de aquellos delirios que convirtieron en de-
recho la rebelión, hicieron al pueblo enemigo de sí
mismo, y, destruyendo el orden establecido, quisie-
ron hacerlo reinar sobre el caos, y caos tan horren-
do, que la traición vino a ser un renombre, el per-
jurio un juego, la fidelidad, ignominia. Desconocióse
la verdadera y supereminente soberanía de Dios, y
por lo mismo no se vio en las que de ella se derivan
sino un poder desvirtuado: nadie reconoció otro tí-
tulo para ser fiel que el que daba el interés o im-
ponía la fuerza. Pero ¿ qué son el interés y la fuerza
sino potencias que se rompen y desaparecen en el
momento mismo en que su acción se aumenta?
No: no hay más piedra angular en el edificio so-
SERMONES
35
cial que la del principio de legitimidad, que muestra
en los legisladores al legislador establecido por Dios
sobre los pueblos, para que conozcan las gentes que
son hombres. (Psalm. IX, 21.) Así lo enseña el mis-
mo Dios por su profeta, dándonos en esta sola má-
xima una política más verdadera que todos los libros
de los sabios. Sólo Dios puede establecer a uno o
muchos hombres sobre los demás; sólo el Rey in-
mortal de los siglos puede hacemos inclinar la cabe-
za delante del cetro de los reyes, o de la vara de los
magistrados ; sólo el Todopoderoso puede tener ver-
daderos subditos, y darlos a los jefes de las nacio-
nes; el Escudriñador de las conciencias es también
el único que puede ligarlas, y las liga, en efecto, dan-
do la autoridad e imponiendo la obligación de obede-
cer. ¿ Ni cómo obedecer, y a las veces obedecer sofo-
cando pasiones, a un hombre que, por alta que sea la
autoridad de que se le revista, no es más que un
hombre? ¿Qué podrá sobre mi conciencia este hom-
bre, sea rey, presidente o lo que se quiera, si ella no
está de antemano encadenada por una autoridad
superior a la que me manda? ¿Con qué derecho pue-
de exigirme juramentos, ni contar sobre mi fideli-
dad, si él no es el ministro de Dios, el representante
de Aquel que recibe mis juramentos, y que sólo pue-
de hacerlos sagrados e inviolables?
El legislador es, pues, un ministro establecido por
Dios ; porque si no hay legislador legítimo, no puede
36
MANUEL JOSE MOSQUERA
haber ley ; pero un legislador que hable a nombre de
Dios, y no en nombre de los hombres, que no pueden
añadir una línea a la estatura; un legislador sin ri-
val, porque si hay a quien esté sometido, jamás po-
drá hacer el bien ; un legislador que no pierda jamás
de vista les leyes eternas, para no someter a nadie
a sus caprichos ni a sus pasiones; un legislador, en
fin, que no haciendo sino leyes justas, establezca la
libertad verdadera, porque donde hay justicia allí
hay libertad, como donde hay virtud allí hay feli-
cidad.
Esto es lo que debe ser un legislador, para que
pueda representar al Supremo Legislador del univer-
so; para que sus leyes sean respetables y queridas,
y dominen los corazones ; para que defiendan y pro-
tejan a todos y a cada uno, dando a todos y a
cada uno derechos y obligaciones relativamente
iguales; para que no sea vano el uso de la
espada, y se recompense a los buenos y se cas-
tigue a los malos; en fin, para que la autoridad sa-
grada, de que es depositario el legislador y no dueño,
le haga a los ojos del grande y del pequeño, del rico
y del pobre, del sabio y del rústico, del manso y hu-
milde, como del altanero y ambicioso, el verdadero
ministro del Rey de los cielos, Señor de los señores.
De este modo conocen también las gentes que son
hombres: ut sciant gentes quoniam homines sunt.
La multitud siempre es débil y tímida, incapaz de
SERMONES
37
conducirse y gobernarse por sí misma con sabiduría :
no puede vivir sin leyes, pero jamás sabe dárselas:
necesita de ser defendida contra sus propias pasio-
nes, contra su misma libertad y contra su inconstan-
cia, que la tiene siempre pronta a desviarse y per-
derse, a dejarse arrastrar del primer sedicioso que
quiera engañarla; siempre hecha ciego instrumento
de los que quieran servirse de ella; siempre víctima
de las revoluciones que se hacen por ella pero
nunca para ella. Con la ilusión de gobernar no hace
más que cambiar de señores y devorarse a sí misma ;
y al fin de todo, cuando sacude el yugo de la legiti-
midad, se impone en su misma infidelidad el castigo,
porque un pueblo que falta a estos deberes sagrados
deja de ser contado entre los pueblos cultos, y es
infiel a Dios, en cuyo nombre y por cuya autoridad
imperan los gobiernos: ut sclant gentes quoniam
homlnes sunt.
Pero la escuela del racionalismo, nacida de la Re-
forma y educada por el espíritu puritano y presbi-
teriano, no acepta estas doctrinas. Los sacrosantos
principios del Evangelio son llamados lisonja, adula-
ción, liga para afirmar el despotismo ; y de este mo-
do, todo el derecho público cristiano, resumido en
estas dos máximas — "pagad a Dios lo que es de
Dios, y al César lo que es del César" — "toda potes-
tad viene de Dios, y el que resiste a la potestad
resiste a la ordenación de Dios" — es una palabra de
88
MANUEL JOSE MOSQUERA
escándalo y de tiranía para los que han bebido en
las fuentes cenagosas de la incredulidad. No cono-
ciendo justicia anterior a todo pacto social, no tiene
más móvil que el de la utilidad; porque no reparan
que al mismo tiempo que a tan alta esfera eleva la
fe el poder soberano, intima a los que lo ejercen un
tremendo juicio del uso de esta autoridad suprema,
y poderosos tormentos por sus infidelidades. Judi-
cium durissimum lis qui praesunt potentes potenter
tormenta patientur (Sep. VI, 6, 7). Los verdaderos
aduladores, los peligrosos lisonjeros de los pueblos,
son aquellos que embriagan a la multitud con espe-
ranzas ilusorias, los que no se avergüenzan de des-
naturalizar la autoridad del poder supremo, abatién-
dola hasta hacer un monstruoso amasijo del princi-
pio del orden con las pasiones que él debe sujetar;
del principio de la sabiduría con la ignorancia que
debe ilustrar; del principio de lo justo y de lo hones
to con la debilidad que debe sostener, y con la
corrupción que debe corregir ; y así todos los gobier-
nos de cualquier forma que sean, vienen a parar en
gobiernos condicionales, hipotéticos, y necesaria-
mente provisionales. ¿Y qué garantías tienen ya
entonces las naciones, de su reposo, de su estabili-
dad, sin el derecho de la legitimidad ? ¿ Ni qué dura-
ción se prometiera un estado que nada conociese in-
amovible y sagrado, y que, dominado siempre por la
SERMONES
89
versatilidad de la multitud conmovida, viviese en
una existencia eventual, sin pasado ni porvenir?
Ciertamente, si la legitimidad de los gobiernos no
es lo más sagrado e inviolable que hay en la socie-
dad humana, sería preciso concluir que la sociedad
política era el más cruel castigo que Dios había dado
al hombre; que nada había cierto en moral; que el
género humano entero era un caos ; que no goberna-
ba el mundo una Providencia, y bien pronto se dedu-
cirían de aquí consecuencias contra los atributos de
Dios, contra su misma existencia. Así ha sucedido
mil veces, porque todo está tan encadenado en la
moral, que rompiendo un solo eslabón, todo se re-
siente de esta falta.
De aquí es que ha nacido la necesidad de multi-
plicar tanto los medios de gobierno en el presente
siglo. Desvirtuada por la incredulidad la fuerza todo-
poderosa de la legitimidad, que obra en la conciencia
por el sentimiento religioso, se ha ocurrido a otros
medios, que se trabajan y se gastan en contrarrestar
pasiones, aspiraciones, intereses, qué sé yo cuántos
elementos más de desorden; pero jamás podrán re-
emplazar el principio de legitimidad, derivado de la
misma religión, y santificado por ella. Verdad es que
las naciones se forman casi siempre por sucesos ex-
traordinarios, que la Providencia quiere o permite,
y que ni los mismos que los comienzan conocen a
dónde van a terminar; pero nadie, sino el mismo
40
MANUEL JOSE MOSQUERA
Dios, sabe el punto en que un gobierno nuevo tiene
ya todo el derecho de la legitimidad. Mas desde que
llega a organizarse, establece su forma y posee polí-
ticamente, ya existe la legitimidad en el orden social,
cesó el momento de transición, llegó el tiempo de
obedecer sin réplica ni dudas, y nadie, sino la misma
autoridad constituida, puede introducir variaciones
o reformas : todo lo que no sea hacerlas por los mis-
mos trámites establecidos, es un crimen, crimen tan-
to más execrable, cuanto se comete contra la vida de
sociedad, lanzándola en una agonía prolongada, que
lleva a la muerte de la barbarie.
Casi sin pensarlo, acabo de decir lo que nos ha pa-
sado a nosotros y a otras repúblicas hermanas. Des-
prendidas de la madre patria en un momento crítico,
pero sin itreparación, corrimos to<Ios los azares del
hijo que al separarse de la patria potestad, vaga,
sufre, se atormenta, hasta llegar a constituirse una
economía separada o independiente. Pero confun-
diendo de luego a luego la necesidad de la indepen-
dencia de un poder lejano, incapaz de llenar para con
nosotros el fin de la sociedad, y el derecho de dar for-
ma y organizar acá el poder público, con la manía de
tomar todos y cada uno este mismo poder, vagamos,
sufrimos, nos atormentamos de años atrás, por ha-
llar el punto de estabilidad que reclama la patria,
que los pueblos necesitan, y que el honor americano
pide ya a gi-andes voces. Hoy se nos abre una nueva
SERMONES
41
época ; pero ignoramos si la agitación, el sufrimiento
y los tormentos de la anarquía y de la instabilidad,
cubrirán con nuevas borrascas el haz de la Nueva
Granada. En medio de esta incertidumbre, una luz
de esperanza reanima nuestros corazones, y es: la
legitimidad sobre que está basada la nueva consti-
tución, que garantiza el porvenir, si hay fidelidad
a este principio; y este principio será fecundo por
la religión nacional, segundo medio de conservar
la paz.
II
Si brilla por todas partes en la Nueva Granada el
sentimiento de la legitimidad, y si sus semillas son
todavía fecundas en el corazón del pueblo, el senti-
miento de la religión nacional resplandece en esta
tierra de fe y de catolicismo, como el astro celestial
que la alumbra; este sentimiento, cual un vigoroso
germen, renace y se multiplica, y ofrece fructificar
bien pronto, para enriquecer todas las clases con el
tesoro que no perece y que la religión deposita en
los corazones.
¡Juventud ilustre! ¡Esperanza de la patria y de
la Iglesia!, que serás un día la resurrección o la
ruina de tu madre espiritual, como de tu madre
temporal: a ti dirijo principalmente esta parte de
mi discurso, como al tierno objeto de mi corazón,
y de los gemidos de mi alma a los pies del Pas-
42 MANUEL JOSE MOSQUERA
tor Eterno. Pasó ya el tiempo en que se bus-
caba un raro honor para los talentos, para el saber
y para la grandeza de alma, en disputar a Dios sus
derechos y rebelarse contra el Hacedor divino: hoy
no brillan los más grandes talentos sino con las lu-
ces de la fe: la ciencia se enriquece con el tesoro
de la religión, y no hay otras almas grandes, ele-
vadas y de verdadero mérito que las que se alimen-
tan de las tres grandes virtudes, origen único de las
demás: la fe, la esperanza y la caridad. El Dios de
la ciencia es el Señor: Deus scientiarum Dominus
est. (I Reg. II, 3.) Suspende por un momento tu
aplicación al estudio y dirígela al presente estado
de la república. La voz de todas las clases es uoia
sola voz que se hace oír de uno a otro extremo, y
esta voz dice: la república quiere su religión nacio-
nal, la religión católica, porque ella es la más sa-
grada de sus propiedades, que nadie tiene el derecho
de quitarle, ni de estorbar su ejercicio, ni de alte-
rar sus solemnidades y sus privilegios, sin decla-
rarse al mismo tiempo enemigo de la moral y de las
libertades públicas. Con mayor justicia que el ora-
dor romano, podemos decir hoy los granadinos: es
sabiduría guardar las instituciones de los mayores,
reteniendo nuestros ritos sagrados: Majorum insti-
tuía fuer!, sacris caerimoniis retinendis, sapientia
est. (Cic. De divinat.)
A la verdad: no puede dejar la república de que-
SERMONES
43
rer su religión, aunque haya impíos que no la quie-
ran, y que viéndose precisados a respetarla, quisie-
ran preferir otra, si dado les fuera, por no seguir
lo antiguo; aunque sea mal mirada por el carbona-
rismo, porque es la más segura garantía de la le-
gitimidad; y aunque todo usurpador la tema, como
una severa reprobación de su atentado. La religión
católica es tan adecuada a las necesidades de la
Nueva Granada, a su genio y a su carácter, y en
tal armonía con nuestras cualidades felices, y hasta
con nuestros defectos naturales, si decirse puede,
que no es posible repudiarla sin repudiarse a sí mis-
ma la república, sin renunciar a sus únicos títulos
de grandeza y de gloria, y sin exponemos a que la
anarquía nos haga dejar de ser hombres, luego que
dejemos de ser católicos.
La inconstancia, el amor a la novedad, la avidez
de ideas ambiciosas, encuentran su natural correc-
tivo en un culto cuyo fundamento es la fe, cuyo pri-
mer dogma es creer y el primer deber someterse a
la autoridad sin restricciones; y que rechazando
siempre el espíritu privado, hijo del orgullo y pa-
dre de la anarquía, pone límites a la peligrosa im-
paciencia de penetrarlo todo, que se presenta como
una cualidad de celo, pero que en realidad es el efec-
to de una secreta presunción. A la frivolidad y lige-
reza de carácter que nos distingue, opone el cato-
licismo un culto cuyos preceptos, identificados con
44
MANUEL JOSE MOSQXJERA
SUS ritos, ponen a cada momento a nuestros ojos
la multitud de nuestros deberes. Dotados también
de una sensibilidad muy susceptible, y de una ima-
ginación viva, necesitamos de un culto noble y ani-
mado, que por la majestad de sus ceremonias y por
la santa alegría de sus solemnidades, dé a los gran-
des y a los pequeños, a los ricos y a los pobres, a
los ancianos y a los mismos niños, útiles e inocentes
descansos, grandes cuadros que contemplar al espí-
ritu, y también a los ojos magníficos espectáculos.
Así es que la primacía de las bellas artes ha estado
siempre aJl lado de la primacía de la religión cató-
lica. Abriendo sus maravillas y sus misterios mu-
chas sendas al amor y a la esperanza, desenvuelven
los talentos, animan la imaginación y dan al genio
un rápido vuelo, que lo eleva hasta las sublimes
concepciones. Sólo la poesía católica, en la versifi-
cación y en la prosa, se muestra depositaría de todo
lo que hay grande, noble y magnífico, sea que ame-
nace con la severidad de la justicia, sea que ofrezca
los consuelos y las esperanzas de la inmortalidad,
sea que sostenga con la unción de la caridad. Sí : es
propio del catolicismo, como única verdadera reli-
gión, llenar siempre el corazón y engrandecer el al-
ma, mientras que el protestantismo no sale de la fría
disertación.
De esta manera, no considerando el culto cató-
lico más que bajo de este aspecto y proporción en
SERMONES
45
cierto modo humanos, e independientemente de los
grandes fundamentos de la verdad de nuestra reli-
gión, que lleva en todo el sello de Dios, ella satisfa-
ce nuestras necesidades, y tendríamos derecho para
decir que ella es también el mayor bien que la Pro-
videncia bienhechora pudo hacer a la Nueva Gra-
nada; y por consiguiente, que el mayor mal que
pudiera sobrevenirle, sería la pérdida o la alteración
de su culto; porque, perdiéndolo, o alterándolo so-
lamente, la faz de la república se inmutaría, y en-
tonces ni paz, ni estabilidad, ni fuerza, ni grandeza,
ni nada habría.
En efecto, señores: la religión más propia para
unir a los hombres entre sí, y asegurar de este mo-
do la sociedad, es la católica; porque, una en sus
dogmas, una en su moral, una en su jerarquía, una
en todo, no puede dejar de multiplicar los lazos de
unión, y con ésta la unidad del orden social. La re-
ligión que impere mejor sobre las pasiones, y que
más las domine, es también la que prepara mejor
los corazones a la acción de la ley, haciéndoles obrar
voluntariamente, y no por interés, pues ninguna re-
ligión intima una ley más severa a las pasiones ni
les exige una verdadera responsabilidad, sino la ca-
tólica, por 8us autoridades y por la confesión. La
religión que más obre sobre la conciencia es tam-
bién la que asegura más lealtad recíproca; pues la
religión católica, que penetra hasta corregir el des-
46
MANUEL JOSE MOSQUERA
orden del pensamiento, y que escudriña los corazo-
nes, nada deja que desear. La religión que hace más
respetable al magistrado, que lo eleva, y elevándolo
hace que las leyes sean, en efecto, de un orden supe-
rior, es sin duda la religión de la sociedad: pues el
catolicismo reviste a los jefes de las naciones con
una magistratura divina, presentando en ellos la
imagen de Dios, y al mismo tiempo les dice: sed
benéficos y padres de los pueblos, como Dios, cuya
autoridad ejercéis. En fin, la religión que más fo-
menta el amor y la fidelidad, es sin duda la que más
conviene a un pueblo nuevo en la carrera de la polí-
tica, porque no teniendo los elementos que dan el
tiempo, la experiencia y las prescripciones sociales,
todo debe suplirlo la moral: pues el catolicismo es
todo caridad, como su Dios es caridad: Deus Chari-
tas est (I. Joann, IV, 16) ; y es todo fidelidad, porque
sus misterios, sus dogmas, su moral, todo penetra al
hombre del presentimiento de la vida futura, donde
nada ha de quedar sin premio o sin castigo.
Preciso es, por tanto, que esta religión divina lo
penetre todo en el orden social de nuestra república ;
que domine desde el santuario de la legislación has-
ta la cabaña del pastor, como el cielo domina sobre
la tierra, como la justicia debe dominar en los tribu-
nales, como el astro del día domina sobre los demás.
Es preciso que domine, porque nada hay más nece-
sario que la unidad religiosa para la unidad social,
SERMONES
47
objeto inprescindible para un gobierno que conoce
sus verdaderos intereses ; es preciso que domine, pa-
ra que haya una fuente primordial y universal de to-
da justicia, de toda disciplina y de todo buen orden;
es preciso, en fin, que ella domine, para que reprima
los vicios y hag-a germinar las virtudes, y para que
no se marchite el árbol nacional, que no vive sino
por la savia de la fe; porque escrito está: "La na-
ción y el reino que no sirve a Dios, perecerá" (Isai.,
LX, 12). Ved aquí el oráculo del Espíritu Santo, la
palabra de Dios vivo, que jura por sí mismo, y que
todos los sofismas del mundo no alterarán. Así lo
quiere el orden eterno de Dios ; y los siglos levantan
su voz para testificar al universo que todo estado
que abandona a Dios, se abandona a sí mismo.
¡Apartad, Señor, de nuestra querida patria tamaña
desgracia!, para que el infierno no dilate sus abis-
mos, y produzca nuevos desórdenes ; para que, como
en los días de la desolación de Jerusalén, la espada
del extranjero no nos mate, y haya dentro de nues-
tra propia casa una muerte semejante (Thren. I,
20) ; para que las ruinas no se sucedan a las ruinas,
las revoluciones a las revoluciones; para que la
Nueva Granada no se vea herida de muerte, hecha
triste ejemplo de escarmiento a las generaciones
venideras.
Pero no; la palabra de la ley fundamental no ha
sido escrita en vano: los legisladores y el gobierno
48
MANUEL JOSE MOSQUERA
llenarán esa solemne promesa, que hoy viene a se-
llarse en las aras de la religión, y la religión reflore-
cerá, y se cumplirá aquel oráculo del Espíritu Santo:
Todo pueblo que guardare la ley de Dios, prosperará
(Prov. XXIX, 18) ; y también este otro : la religión
tiene a su diestra largueza de Dios, y a su siniestra
riquezas y gloria (Ibid, III, 16). Sí: reflorecerá la
religión y con ella el pudor y la buena fe, la benefi-
cencia y la justicia, la santidad de los matrimonios,
la paz de las familias, los buenos padres, los buenos
hijos, los buenos esposos, los buenos magistrados,
los verdaderos héroes, más sensibles al honor que a
la gloria; desaparecerán esos matrimonios escanda-
losos que la religión no consagra sino exteriormente ;
la instrucción pública será eminentemente católica.
Entonces, y sólo entonces, se afirmará la PAZ, por-
que ella es en todas las cosas la TRANQUILIDAD
DEL ORDEN, como enseña San Agustín; y esta
tierra, que hasta ahora ha sido de desolación, donde
han nacido abrojos y espinas por todas partes, y ha
dado frutos salvajes y amargos, verá días de fecun-
didad y abundancia, como en huerto regado y fértil,
se hallarán en ella gozo y alegría, acción de gracias
y alabanza (Isai., LI, 3) ; y se elevará tanto por la
justicia cuanto la han abatido las impiedades y el
pecado: Justitia elevat gentes; miseros autem facit
populos peccatum (Prov. XIV, 34).
Los falsos sabios del siglo nos compadecen, al oír-
SERMONES
4»
nos proferir con persuación estos oráculos divinos, y
creen que el atraso de nuestros conocimientos nos
hace venir a proclamar doctrinas anticuadas.
Muy distantes nos hallamos de avergonzamos de
esta reprensión, y no permita Dios que jamás nos
dejemos llevar de ese furor de innovaciones, que tan
trabajada tiene a nuestra patria. ¡Qué! ¿Los ancia-
nos del santuario, los depositarios de las antiguas
tradiciones no mirarán con horror el desprecio de lo
que el tiempo mismo ha respetado como divino?
¿Qué otro evangelio os predicaríamos, sino el evan-
gelio eterno, la religión que desciende de los montes
eternos, y que nacida antes de la aurora, como la
Sabiduría de Dios, no conoce la ley de las innovacio-
nes? Jamás los principios de la religión aconsejan
corregir los abusos por la abolición de las reglas, ni
podar él árbol poniendo el hacha al tronco. Deposita-
ría de la verdad eterna, muestra el porvenir en la
sabiduría de la palabra de Dios, y en la experiencia
de lo pasado ; y siempre dicta a las naciones aquella
sabia máxima que inspiró a Bossuet, para enseñarla
al hijo de un rey poderoso: "Solamente lo pasado
puede enseñarnos lo futuro: los imperios viven del
porvenir; y en política como en religión no hay sal-
vación sino en la fe de un estado futuro, por lo cual
los hombres de Estado, como los cristianos, no tra-
Serrj;one«- -4
MANUEL JOSE MOSQUERA
bajan sino para la eternidad, partiendo siempre de
lo pasado."
Pero el punto más anti^o de partida para el hom-
bre, la máxima suprema y universal que lo guía y lo
sostiene, es el TEMOR DE DIOS: en ella está el
principio de toda sabiduría, y es también inseparable
de ella EL AMOR DE DIOS ; de manera que temer
y amar a Dios es todo el hombre en religión, según
el Eclesiastés (XII, 13) ; y temer a Dios y honrar
al gobierno es todo el ciudadano, según la doctrina
de San Pedro (I Petr. II, 17) ; política admirable y
celestial, que refundiendo de esta manera los deberes
del cristiano y del ciudadano, el servicio de Dios y
el servicio del estado, parece hacer participar a los
gobiernos terrenos de la inmortalidad del imperio
celestial.
Felizmente, señores, conforme crece en años este
siglo, los espíritus van inclinándose a la sabiduría:
renacen las doctrinas sanas; las grandes verdades
que acabo de proferir son miradas ya, si no con todo
el profundo respeto y amor sincero con que nuestros
padres las veneraban, a lo menos sin tanta descon-
fianza; se empieza a tener fe en ellas, y debemos
esperar de la Providencia que este nuevo género de
catecúmenos sea luégo una multitud de creyentes,
que viendo en la religión el amparo de la autoridad,
la egida de las leyes, y para decirlo todo en una pala-
bra, el alma de la sociedad política, exclame, como en
SERMONES
51
otro sentido el inmortal penitente de Tagasto : "¡ Oh,
hermosura, siempre antigua, y siempre nueva, qué
tarde os he conocido!"
Así comienza a suceder ya en el seno mismo del
protestantismo.
Hombres distinguidos de Alemania han vengado
de las preocupaciones históricas a los más célebres
papas de la edad media. San Gregorio VII ha halla-
do un valeroso defensor en Voigt; Inocencio III, en
Hurter; Silvestre II, en Hock; Muller ha hecho el
panegírico de los León, de los Inocencio, de los Gre-
gorio, como de los salvadores del género humano,
que al mismo tiempo que afirmaban la jerarquía
eclesiástica, fundaban la libertad de los Estados:
Federico Schlegel había hablado del mismo modo en
su "Filosofía de la Historia" antes de hacerse ca-
tólico; Adrendt ha elevado más, por su imparcial
testimonio, el mérito del gran San León, entrando
luégo al catolicismo, para ser hoy miembro distin-
guido de la universidad católica de Lovaina: y aun-
que la historia del papado, de Ranke, no tenga igual
mérito, ni deba ser recomendada generalmente, si-
gue, empero, la misma carrera felizmente retrógra-
da, que lleva a las comuniones separadas del tronco
vivo del cristianismo a un punto donde serán tras-
formadas, entrando en el seno de la unidad, del cual
se salieron a impulso de las pasiones, en una época
de delirios. Una escuela célebre da en Inglaterra
52
MANUEL JOSE MOSQUERA
todos los días pasos avanzados hacia la unidad : des-
pués de conversiones sin número que los anales ca-
tólicos han registrado en el libro de las esperan-
zas, acaba de restablecer en su liturgia la magní-
fica lengua latina, destinada por Dios para llevar
la fe al mundo, conocida en los primeros siglos. Co-
mo el mismo Dios ha hecho reconocer en Oxford que
sin ella el culto se vulgariza, les hará confesar bien
pronto que sin la unidad católica, representada por
esta lengua en el idioma legal de la Iglesia, la fe
se desnaturaliza.
Y cuando de esta manera, y por innumerables
diarias conversiones, la nación, que en un tiempo
proscribió el catolicismo, camina hacia él para dar
un verdadero esplendor de su gran poder y asom-
brosa civilización; cuando en ella y en los Estados
Unidos del Norte se prepara con la reacción católica
del continente europeo una obra que las generacio-
nes venideras contemplarán llenas de gozo, ¿daría-
mos nosotros el triste espectáculo de debilitar nues-
tra fe? ¿Los descendientes de la nación católica por
excelencia trocaríamos tanto honor y tanta gloria
por la degradante novedad, que hace descender al
católico desde la cumbre de la autoridad al laberin-
to tenebroso del sentido privado? No, señores: ja-
más se presentará en la Nueva Granada la inmunda
apostasía con la cabeza erguida: la religión nacio-
nal, la religión católica, apostólica, romana, única
SERMONES
53
verdadera, única que da los medios de salvación,
será siempre el mayor honor de la república, su más
grande gloria, la ba&e única de su legislación y de
su estabilidad: jamás la sociedad neogranadina se
divorciará de la religión católica. Decidlo a vues-
tros hijos, vosotros, padres de familia, y a vuestros
discípulos, vosotros, maestros de la juventud. Y
vosotros también, ministros del Señor, escribid en
las paredes del santuario para enseñanza universal:
La nación que no vive estrechamente unida a la re-
ligión en sus leyes y en sus costumbres, perecerá
en la noche de la barbarie.
Pero para no perturbar la posesión del bien ines-
timable de la religión verdadera, es preciso conser-
var el bien de la paz, que es la ordenada concordia
de los ciudadanos en mandar y obedecer: para ob-
tener esta concordia, es preciso ser fieles a la cons-
titución y obedientes a las autoridades que de ella
emanan; y para que esta fidelidad y obediencia no
se alteren, es necesario observar la máxima del
siempre grande obispo de Hipona, que tantas veces
proclamó su discípulo el inmortal Bossuet: In ne-
cessariis unitas, in dubiis libertas, in ómnibus cha-
ritas. Esta máxima de uso universal en religión,
tiene también aplicación universal en política. En
todo lo que la ley manda, y en lo que el honor na-
cional exige, y que por lo mismo es necesario para
la paz pública, ha de haber unidad de sentimientos
54 MANUEL JOSE MOSQUERA
y de acción : en esto no es lícito seguir nuestro pro-
pio dictamen, ni obrar por nuestros deseos: In ne-
cessariis unitas. En todo aquello que la ley deja fue-
ra de su dominio, y que lo es del de la libertad del
ciudadano, abunde cada uno en su sentido, obre co-
mo le convenga, sin penetrar una línea, ni en el do-
minio de la ley, ni en el de los derechos de sus con-
ciudadanos: In dubiis libertas. Pero en lo necesario
y en lo libre, reine siempre la caridad: haga la fra-
ternidad del corazón, y la buena inteligencia social
suavice el yugo de la ley, y no se convierta en ser-
vidumbre insoportable la libertad que ella deja: In
ómnibus charitas.
Sí : hagámonos ver en todo verdaderos cristianos :
demos gloria a Dios en todas nuestras obras, y tes-
timonio de nuestra fe a los que lo conocen ; mostrán-
donos todos hechos caridad, ccano nuestro Dios es
caridad. Así viviremos en la tierra como verdade-
ros cristianos y buenos ciudadanos, para después
gozar de la perfección de la caridad en la gloria, por
los siglos eternos. Amén.
PASTORAL
POR LA CUAL SE DESPIDIO DE SU GREY AL SALIR PA-
RA EL DESTIERRO EL 22 DE AGC^TO DE 1852
Nós Manuel José Mosquera, por la gracia de Dios
y de la santa sede apostólica, arzobispo de Bogotá,
al venerable clero secular y regular y a todos los
fieles cristianos de nuestra arquidiócesis, salud y
bendición en Nuestro Señor Jesucristo.
Al separarnos de en medio de vosotros por obe-
decer las órdenes superiores, quisiéramos poder sa-
tisfacer nuestros deseos dejándoos amplias instruc-
ciones para suplir nuestra predicación; pero la pro-
lija y peligrosa enfermedad que nos ha detenido
aquí, hasta convalecer algún tanto, sólo nos permite
manifestaros los íntimos sentimientos de nuestro
corazón, añadiendo algunas palabras de doctrina,
que os recuerden lo que la Iglesia santa confiesa
y enseña.
En nuestro corazón os llevamos a cada uno de
vosotros, sea cual fuere la ausencia del cuerpo a
que los altos juicios de Dios quieran someternos.
56
MANUEL JOSE MOSQUERA
Por diez y siete años no hemos vivido sino para
vosotros, no hemos respirado sino para emplear to-
dos los instantes en trabajar por vuestra felicidad.
Hoy que la Divina Providencia permite que nos ale-
jemos de la grey que el Pastor invisible nos enco-
mendó, nos sometemos de buena voluntad a esta
ausencia, como de buena voluntad tomamos al prin-
cipio sobre nuestros hombros el peso del oficio pas-
toral.
Durante nuestro apostolado no hemos omitido el
deciros frecuentemente con el grande apóstol: "Es-
tad sobre aviso para que nadie os seduzca por me-
dio de una filosofía inútil y falaz y con vanas suti-
lezas, según la tradición de los hombres, según las
máximas del mundo, y no conforme a la doctrina
de Jesucristo" (Coloss. II, 8). Ahora debemos re-
petiros estas palabras como el documento más im-
portante para vuestra felicidad. El mundo, carísi-
mos hermanos e hijos nuéstros, redobla hoy sus es-
fuerzos para desnaturalizar la doctrina de Jee.u-
cristo, inventando una fraternidad que no conoce
el amor: fíngese al mismo tiempo una Iglesia a su
modo, sin la estrecha y legítima sucesión del mi-
nisterio pastoral, o más bien con una apariencia de
Iglesia pretende engañar a los sencillos e incautos,
al mismo tiempo que seduce a los más instruidos,
excitándoles la soberbia para deslumhrarlos, hacién-
doles concebir ideas falsas que les lisonjeen. Final-
SERMONES
57
mente, como en el pai-aíso dijo el espíritu maligno
a nuestros padres: seréis como dioses en la cienca
del b'.en y del mal, así ahora ofrece el mundo una
sabiduría altísima y una felicidad social perfectí-
sima; y hay hombres bastante necios para creer
esta palabra de mentira y tan sin fe, que ig-noran
que debajo del cielo no hay más que vanidad y af lie •
ción de espíritu.
Pero vosotros, alimentados desde la infancia con
la celestial doctrina, ciertos y seguros de que el
principio de la sabiduría es el temor de Dios, segiín
la palabra eterna, desechad toda seducción, perma-
neced firmes en la doctrina que os hemos enseñad ).
El tiempo de prueba es crudo, las seducciones mul-
tiplicadas, los peligros no pequeños; pero advertid
que el apsótol nos dejó dicho que ha de haber he-
rejías para que se descubran entre los fieles los que
son de una virtud probada; ni Dios permite que na-
die sea tentado sobre sus fuerzas.
Tampoco olvidéis que el que no está unido a la
cabeza de la iglesia no vive de la caridad, ni hay celo
verdadero cuando se pretende dictar la ley a los
mismos a quienes Jesucristo manda escuchar y se-
guir. Todo el blanco de los deseos de los enemigos
de la Iglesia es independizar las Iglesias particula-
res de la Iglesia madre, de la cátedra principal, de la
santa iglesia romana, madre y maestra de todas,
para esclavizar de este modo el sacerdocio haciéndo-
58
MANUEL JOSE MOSQUERA
10 inútil para Dios, inútil para los pueblos, inútil pa-
ra lo presente y el porvenir; porque un sacerdocio
cuya jerarquía no está íntimamente unida con el
centro de ella, no es el sacerdocio de Jesucristo: son
ministros humanos que vienen de otra parte, como
se expresa el santo concilio de Trento, y no llamados
como Aarón. Sin misión ni jurisdicción derivada de
la verdadera Iglesia, podrán ser lo que quieran en el
orden temporal; pero no en el de la sucesión del
ministerio apostólico. Este linaje de hombres está
anunciado por el apóstol San Pablo en su epístola
11 a Timoteo, capitulo III; llevan por carácter una
apariencia de piedad; pero renuncian a su espíritu;
y el mismo apóstol manda huir de ellos: et hos de-
vita.
Ese desorden se ha mostrado siempre por la pro-
pagación de doctrinas anticatólicas, que tienden
directamente al cisma, entre las cuales aparece des-
de los principios el error de arrancar de la silla apos-
tólica la institución de los obispos, como el más pro-
pio para cortar de un golpe los vínculos de la unidad.
Así sucedió en la época de la pretendida reforma,
así entre los jansenitas de Holanda y Bélgica, así
entre los constitucionales de Francia; y lo mismo
han aconsejado los Llórente, los Villanueva, los De
Prat y otros novadores a las repúblicas hispano-ame-
ricanas, y ahora es eco de ellos el desventurado Vi-
SERMONES
59
cuyos errores y falsas doctrinas se copian y cir-
ulan para engañaros y seduciros.
Pero los que sostienen aquel error desconocen la
livina naturaleza de la jerarquía del sacerdocio
ristiano. Nuestro Señor Jesucristo estableció por
umos sacerdotes a los obispos, todos con ig-ual po-
estad, excepto el primado universal, único superior
ie los obispos por derecho divino; por consiguiente,
10 puede haber superiores de los obispos, interme-
[ios entre ellos y el primado, sino participando de la
«otestad y derechos de éste; participación que no
)uede ser concedida sino por el mismo que recibió
le Jesucristo esta potestad y estos derechos, que
ue el apóstol San Pedro, y en su persona sus legíti-
los sucesores en la silla romana. "Hónrese, dice
)apa san León Magno, en la persona de mi peque-
iez, y entiéndase que existe en ella aquel en quien
)ersevera la solicitud de todos los pastores, junto
ion la custodia de las ovejas a ellos encomendadas,
r cuya dignidad no falta en su indigno heredero"
Serm. 2, in annivers, assump. suae).
La institución de los obispos es un acto que re-
luiere en el que lo hace superioridad sobre los mis-
nos obispos ; pero no habiendo otro superior de ellos
jor derecho divino que el papa sucesor de san Pedro,
;ampoco puede haber otra autoridad que la del pri-
nado universal, a quien originariamente correspon-
60
MANUEL JOSE MOSQUERA
da el derecho de instituir los obispos, como enseña
el gran teólogo Gousset.
Los patriarcas y los metropolitanos que en otros
siglos instituyeron los obispos, ni pudieron hacerlo,
ni lo hicieron, sino por concesión del romano pontí-
fice, de lo cual hay testimonios relevantes en la his-
toria, confirmados por los hechos solemnes de insti-
tuciones y destituciones de obispos, hechas por los
papas en aquellos mismos tiempos en que los patriar-
cas y metropolitanos instituían los obispos por la
disciplina entonces vigente. No sería difícil, si el
tiempo y nuestra situación lo permitieran, compro-
bar estas verdades con la tradición de la iglesia;
básteos, empero, saber que la silla apostólica tiene
reprobada la enunciada doctrina, y que han sido
declarados cismáticos los institutores e instituí-
dos sin la autorización del romano pontífice, desde
que hubo desorganizadores que tuvieron la audacia
de usurpar este derecho originario de la silla apos-
tólica; básteos saber que es del todo contraria
aquella errónea doctrina a los decretos y definicio-
nes del santo concilio de Trente ; en consecuencia, os
repetimos con San Pablo que aunque lleven una apa-
riencia de piedad los que tales cosaa sostienen, han
renunciado a su espíritu, y debéis huir de ellos: et
hos devita.
Feliz mil veces el pueblo que conserva el bien-
S E R M o !•! E S
61
estar de la unidad, y con él el medio universal de
salvación. En efecto, de la conservación de la uni-
dad depende nuestra bienaventuranza eterna, por lo
cual no hay trabajo, ni sacrificio, incluso el de la
misma vida, que no debamos ofrecer a Dios por este
bien infinito, bien único, bien inefable y eterno.
Pero si la religión nos prescribe tan estrechos de-
beres en el orden espiritual, también nos manda en
lo temporal la sumisión y la obediencia a las leyes
civiles, y el respeto y amor a los magistrados. La
insubordinación y el desorden que turban la tran-
quilidad pública son reprobados por la Iglesia. El
actual esclarecido pontífice nos repite en su encícli-
ca de 9 de noviembre de lb46 la doctrina del evan-
gelio en esta parte, como todos sus predecesores.
Sus palabras son las que debéis escuchar y practi-
car: penetraos de ellas y arreglad vuestra conducta
a su enseñanza. "Cuidado, nos dice, de que se incul-
que al pueblo cristiano la debida obediencia y suje-
ción a ios soberanos y a las potestades, enseñándoles,
conforme a la doctrina del apóstol, que no hay potes-
tad que no venga de Dios, y que resistan a la ordena-
ción divina, y se adquieren la condenación los que
resisten a la potestad, y por tanto no puede violarse
sin pecado el precepto de obedecer a la potestad, a
no ser que se mande alguna cosa contraria a las le-
yes de Dios o de la Iglesia."
No os dejamos en la orfandad: durante nuestra
62
'■.I'UEL JOSE MOSQUERA
forzada ausencia hallaréis el remedio de vuestras
necetoiü'aacs espirituales, eii todo lo que es necesario
para cumplir las leyes divinas y eclesiásticas, y te-
ner los medios de vuestra santificación.
Ahora nos convertimos especiairneiite a vosotros,
venerables cooperadores, pastores de las almas: si
en todo nuestro apostolado hemos excitado constante-
menlo vuestro celo y vigilancia, conjurándoos con el
apóstol delante de Dios y de Jesucristo, que ha de
juzgar vivos y muertos, para que predicaseis la
palabra de Dios, insistiendo con ocasión y sin ella;
1 ara que reprendierais, rogarais y exhortarais con
toda paciencia y doctrina, ¿qué no deberemos deci-
ros tn el momento en que, alejándonos de la grey, os
dejamos por padres, maestros, custodios y defenso-
res de ella? Al recuerdo de cuanto os hemos dicho
otras veces, especialmente en 28 de octubre de 1841,
en 30 de octubre de 1843 y en 10 de febrero de 1851,
añadimos aquí el más especial encargo de que no
desfailezcáis en el ministerio de la palabra y en la
enseñanza del catecismo. Jesucristo no reconocía más
hermanos y parientes que las turbas que la gracia
divina llevaba a escuchar su doctrina, y vosotros no
debéis tener en vuestro corazón, después de Dios,
nada que sea superior al amor de vuestros feligreses
para salvar sus almas. ¡Oh, venerables cooperado-
res!: rsiie vuestro c^ilo y vuestra consagración a la
SERMONES
63
obra que el Señor os ha encomendado, enjugue las
lágrimas y dulcifique las amarguras de nuestro des-
tierro. Esto se convertirá en gozo cuando sepamos
que sois mejor que nosotros, los padres, los maestros
y los defensores de la grey que dejamos en vuestras
manos, como el depósito más sagrado que se nos ha
confiado.
Finalmente, carísimos hermanos e hijos nuéstros,
en nuestros padecimientos por la causa de Dios, os
conjuramos a que os porí éis de una manera digna de
la vocación cristiana a que habéis sido llamados, coa
toda humildad y mansedumbre, con paciencia, sopor-
tándoos unos a otros con caridad, solícitos en conser-
var la unidad del espíritu en el vínculo de la paz
(Ephes. IV, I, etc.) Que Dios Padre Nuestro Señor
Jesucristo, el padre de las misericordias y Dios de
toda consolación, el cual nos consuela en todas nues-
tras tribulaciones (II, Cor. I, 3), consuele al pastor y
a la grey en la glorificación de su santo nombre, para
que así venga a nosotros su reino, el reino de la gra-
cia sobre las almas, a fin de que podamos sin temor
servirle en justicia y santidad todos los días de nues-
tra vida (Luc. I, 74), haciendo en la tierra su volun-
tad, como lo hacen los bienaventurados en el cielo.
Esta es la felicidad que os deseamos al daros nuestra
bendición pastoral de lo íntimo del corazón, como
prenda de la ardiente caridad con que pedim.os al Pas-
G4 WANUEL JOSE MOSQUERA
tor invisible que os bendiga en el tiempo y en la
eternidad.
Dada en Villeta, a 23 de agosto del año del Señor
de mil ochocientos cincuenta y dos.
MANUEL JOSE
Arzobispo de Bogotá.
Por mandado de su señoría ilustrísima:
Luis R. Lizarralde, Pro Pbro. Secretarlo.
SOBRE LA ENVIDIA
Invidla aotem diaboli mors introivit in orben
terranun: imjjtajatur antetn illam, qni sunt ex
parte illins.
Por la envidia del diablo entró el pecado en el
mundo; y los que imitan al diablo son de su bando.
Sap. n, 24, 25
Lo que acabáis de oír en las palabras del Espíritu
Santo ; la envidia es el pecado más antiguo, el que sir-
vió de instrumento al demonio para la desobediencia
de Adán, el que introdujo la muerte en el mundo; y
desde ese día lamentable que invirtió el destino del
hombre, el enemigo de todo bien no ha dejado de
esparcir en los corazones el veneno que destila del su-
yo, y de extender por todas partes los desastrosos
efectos de este vicio. La envidia es el pecado de Caín,
que lo hizo fratricida y objeto de reprobación; eJ
pecado de Saúl, que lo hundió en el abismo de la per-
dición ; el pecado de los escribas y fariseos, que ha-
ciéndoles concebir una criminal emulación contra
Jesucristo, los cegó hasta sacrificarlo; el pecado de
Sermones — 5
68
MANUEL JOSE MOSQUERA
los falsos hermanos, de quienes se quejaba el apóstol,
y que le hacían su situación más peligrosa ; el pecado
que levantó a Arrio, y que engendró en Lutero el
monstruo de las herejías; en suma, es el pecado que
introdujo la muerte en el mundo, y el que imita al
diablo en él, se hace de su bando. Invidia autem dia-
boli mors introivit in orbem terrarum : imitantur au-
tem illum, qui sunt ex parte illius.
Pasión funesta, dice San Gregorio Nacianceno,
veneno de los corazones : ella es al mismo tiempo la
más justa y la más injusta de todas las pasiones;
la más injusta, porque ataca al inocente; la más
justa, porque castiga al mismo envidioso, haciéndo-
se ella el merecido e insoportable suplicio que ator-
menta su corazón.
Y no obstante que esta pasión, por ser la más
funesta y la que más se oculta en el hombre, sea
también la que más importe corregir, es en gran
manera difícil el vencerla. El mundo, por sus falsas
doctrinas de soberbia, de ambición y de codicia, la
suscita, la halaga y la fomenta; y el enemigo de
nuestra salvación la multiplica por todas partes pa-
ra tener un instrumento activo y exterminador de
las almas. Ni lo más estimable, ni lo más resi>etable,
ni la virtud, ni la santidad misma, pueden ponerse
a cubierto de este formidable enemigo, que se atre-
vió a atacar hasta los mismos milagros del Salvador.
¿Y quién es el que puede decir que está libre de
SERMONES
67
este pecado ? Sin duda habrá muchos que se creerán
exentos de él ; pero es porque no escudriñan su con-
ciencia a la luz de la caridad y de la humildad; es
porque confunden la pasión misma con sus más
funestos efectos, el pecado con el vicio. Entremos en
una breve exposición de la materia, para desengaño
de los ilusos y provecho de todos, manifestando : que
la envidia es: 1', por su naturaleza, la pasión más
odiosa; 2', en sus causas la más injusta; 3o., en sus
efectos la más funesta; 4o., en su extensión la más
común, aunque nadie la confiese, ni piense corregir-
se de ella.
I
Un hombre, dice san Basilio, tocado de otra pasión
que no sea la envidia, tendrá momentos de confesar
su debilidad; no se avergonzará de decir que es in-
temperante, impaciente y colérico, que se resiente de
una injuria o que le domina el amor de los place-
res. Pero la envidia es un vicio que nadie confiesa;
porque tener celos de la ajena felicidad, sentir como
desgracia propia lo que hace la gloria y el bienestar
de otros y mirar con ojo maligno cuanto cautiva la
estimación y el respeto en las personas de sus seme^
jantes, son sentimientos tan bajos y tan ruines, que
no hay quien ose declararse culpable de ellos. La
envidia es, por decirlo así, un monstruo que espanta
al mismo envidioso ; porque le degrada a sus propios
68
MANUEL JOSE MOSQUERA
ojos, no presentándole ni una apariencia siquiera de
utilidad o satisfacción.
Parecería, sin duda, que debiera ser muy raro un
vicio tan infame; pues una pasión que todos detes-
tan, que a todos deshonra y que ninguno quiere
confesar, no pudiera tener cabida en la sociedad,
de la cual sería universalmente desechada. Y sin
embargo, la envidia, tan aborrecida en el mundo,
es el más común de todos los vicios: ella regla los
discursos de la mayor parte de los hombres y regla
también su silencio; ya hace árido y re.servado su
lenguaje, ya le da vehemencia y fluidez en verbosa
prolijidad; ora turba de llano en plano la paz de
las familias y de la sociedad; ora lo hace con arti-
ficio poniendo en movimiento toda clase de mane-
jos y de intrigas ; en fin, habla, obra y se agita in-
cesantemente en todas las edades, en todos los es-
tados y sobre todos los objetos.
Cada edad, digámoslo así, tiene vicios que le son
connaturales; mas ninguna está exenta del de la
envidia. Decía San Agustín haber visto niños en la
cuna, que celosos de las caricias dispensadas a otros
iguales suyos, concebían de ello un despecho que
centelleaba en sus ojos, aunque no pudieran toda-
vía expresarlo por palabras; y esos ojos, apenas
capaces de fijarse en los objetos para hacer discer-
nimiento de ellos, ya sabían ser instrumentos de
emulación. Esta pasión es, pues, la más precoz, y
SERMONES
69
luégo viene a ser la más constante y duradera.
Cuando las demás se debilitan en la vejez, ella se
conserva entera, y aun cobra nuevas fuerzas, irri-
tada por las mismas dificultades de alcanzar lo que
otros tienen o consiguen; y de aquí viene aquella
secreta desesperación que atormenta a los ancia-
nos, al considerar las ventajas que son propias de
ía juventud o de la edad madura, y de que está pri-
vada la vejez.
Si esta funesta pasión se encuentra en todfas las
edades, también abarca en su letal esfera a todos
los estados y a todas las condiciones de la vida, des-
de los más elevados y distinguidos hasta los más
humildes y oscuros; que en cada uno de ellos hay
campo sobrado para que la envidia carcoma el co-
razón humano. Dondequiera que hay hombres, allí
hay desigualdades de mérito o de bienestar, y por
consiguiente otros tantos objetos que inquieten y
lastimen al envidioso; ya sea el talento, ya la for-
tuna, ya el favor, y hasta la misma virtud. ¡ Qué de
artificios no se emplean, qué de intrigas no se fra-
guan, qué de manejos no se ponen por obra para
asestar y dar golpes mortales sobre quien no tiene
más culpa que la de ser favorecido por la Providen-
cia! Vulnérasele en el honor, niégasele su mérito,
descúbransele sus defectos, y calúmniasele, en fin,
con tal tejido de palabras malignas, que vienen a
formar una red de la cual será difícil escapar. Esto
70 MANUEL JOSE MOSQUERA
es lo que vemos y palpamos en nuestros días, y lo
que en todos los tiempos pasados ha experimentado
la triste y degradada humanidad. La historia nos
conserva lecciones harto instructivas de ello, mos-
trándonos al mérito y a la virtud combatidos y con-
trastados, y bien a menudo perseguidos, deprimidos
y ultrajados por los contemporáneos, sin que hayan
hallado justicia sino en la posteridad. Pero estas
lecciones son letra muerta que nada dice a los en-
vidiosos de la presente generación, los cuales obran
como obraron los que los han precedido, devorados
por aquel mismo cáncer del corazón.
¿Y dónde está, hermanos míos, el origen de la
envidia? ¡Dónde ha de estar sino en la soberbia,
raíz de todos los pecados del hombre! Ella es la que
hace que el orgulloso, estimándose a sí mismo des-
ordenadamente, no quiera sobrellevar el que otros
le aventajen bajo de ningún respecto; que el am-
bicioso, sediento de honras y dignidades, trate de
suplantar a los que las gozan; que el codicioso, ávi-
do de riquezas y de comodidades, maquine contra
los que las poseen, para privarlos de ellas; en fin,
que el amor propio, siempre quisquilloso y siempre
injusto, se halle secretamente mortificado de la aje-
na felicidad y se resienta, como de un despojo, de
toda prenda personal, de todo bienestar real, de to-
do honor, de todo favor que ve en los otros hombres,
y aun de aquellos bienes que se imagina puedan
SERMONES
71
adquirir. De esta suerte, la vista del alma viene a
ser el ojo maligno de que habla el Salvador en el
Evangelio: oculus nequam; es decir, explica San
Juan Crisóstomo que así como el ojo es el que ilu-
mina en el interior para que el alma vea los objetos
materiales, y si él está malo ella ve mal, así tam-
bién la rectitud de nuestros juicios en general de-
pende de la claridad que da al alma la pureza del
corazón. Pues no hallándose esta pureza del cora-
zón en el hombre envidioso, es consiguiente que
padezca de aquel estrabismo moral, por el cual todo
lo ve con defecto en el prójimo, y todo sin tacha en
sí mismo: todo le parece inmerecido en los otros,
y todo debido a su propia persona; cuanto aquéllos
alcanzan o poseen se le representa abultado y de-
seable, y cuanto él tiene y goza se le figura peque-
ño, ruin y despreciable.
Ya lo he dicho: la envidia reina en todas las cla-
ses de la sociedad humana. Descended por un mo-
mento al último escalón, y aDí hallaréis estos sen-
timientos y estas quejas, por cosas que parecen
nada a los grandes del mundo, pero que para los
pequeños son de mucha monta e importancia. Subid
luégo al pináculo de la fortuna, y allá veréis otras
almas no menos ruines, que viven atormentadas por
el pesar de los bienes ajenos; no ciertamente por-
que a ellas les falten honras, riquezas y considera-
ciones, sino porque aun no tienen cuantas su or-
72 MANUEL JOSE MOSQUERA
gullo y SU ambición les hacen apetecer, porque no
quieren ser inferiores a nadie, porque la igualdad
misma les ofende, y finalmente porque son acaso
de tal condición que quisieran ser solos en el goce
supremo de todo. ¡Cuán cierto es que lo finito de
los bienes terrenales no guarda proporción con lo
ilimitado de los deseos del hombre! Pero éstos no
podrán nunca arreglarse debidamente sino en la
humildad y con la esperanza de los bienes eternos;
5'^ por eso el hombre será siempre envidioso, y no
podrá dejar de serlo, mientras su corazón no esté
lleno del deseo vivo y constante del cielo.
Aquí tenéis, hombres envidiosos, el único reme-
dio para aquella pasión que envenena vuestra vida,
haciendo que el alma tenga un cruel suplicio en sus
mismos deseos. Yo no ignoro que el mundo, siempre
astuto para vindicarse, se cree completamente jus-
tificado diciendo que la emulación es la que anima
y da energía a los hombres; que sin ella ni las ar-
tes, ni las ciencias, ni la virtud misma, tendrían es-
tímulos; y quizás invoca también a la religión para
escudarse con las máximas del apóstol. A los que
tal cosa pretendiesen les diremos cofn !el mismo
apóstol, que no tienen emulación buena o celo: emu-
lator vos non bene. ¡Qué diferencia, en efecto, en-
tre una laudable emulación y la envidia! Aquélla
aspira a conformarse a un modelo, hasta llegar a
él; ésta pretende arrebatarlo para sí; aquélla ama
SERMONES
73
su objeto; ésta lo aborrece; la primera se entris-
tece de los propios defectos; la segunda se aflige
de las perfecciones ajenas; alégrase la una del mé-
rito del hermano, esperando poder imitarlo; amár-
gase la otra temiendo no poder obtener el mismo
mérito para sí sola. Entre la emulación o celo, se-
gún ciencia, y la envidia, hay toda la distancia que
existe entre el amor y el odio, entre la virtud y el
vicio, entre la beneficencia y la persecución.
Pero no es sólo en los objetos que sirven o con-
ducen a la sensualidad, donde la envidia se ceba a su
sabor. La piedad más pura y sincera, la santidad de
vida más sólida, la abnegación más perfecta, están
también expuestas a sus ataques ; pues no son a los
ojos del envidioso sino hipocresía, interés sórdido,
vana ostentación para miras ulteriores. Y sin em-
bargo, es una cosa comprobada por la experiencia
que la envidia sabe pretender los honores de la vir-
tud cuando la acompañan algunos aplausos, así co-
mo a los aprovechamientos del vicio cuando el mun-
do le da lustre y nombradía.
Pero lo más frecuente es, y lo ha sido en todas
las edades del mundo, que la envidia persiga con
encono a la virtud. Entre otros muchos ejemplares
me contentaré con citaros el del justo Jeremías, tan
favorecido del cielo, que no fue perseguido, aherro-
jado, desacreditado y tratado como un impostor por
los envidiosos de su reputación, sino porque con su
74 MANUEL JOSE MOSQUERA
vida y con sus palabras reprendía laa pasiones y
los vicios de ellos. Pues si los hombres justos han
sido, son y serán siempre el blanco a donde la en-
vidia dirige sus dardos acerados, ¿creéis que es-
taría a cubierto de sus tiros el mismo modelo de
la justicia, el justo por excelencia, Jesucristo Nues-
tro Señor? No, ciertamente: El experimentó más
que nadie hasta qué punto lleva sus furores esta
crudelísima pasión. Los discípulos de su precursor,
anticipándose a los escribas y fariseos, fueron los
primeros envidiosos de la gloria del Hombre Dios,
Acostumbrados a ver a su maestro rodeado del pue-
blo, les mortificaba ver a este mismo pueblo seguir
a Jesucristo dejándolos a ellos, y corrieron a que-
jarse al Bautista de la preferencia dada sobre su
bautismo al bautismo del Salvador. Pero trataban
con un hombre verdaderamente santo, incapaz de
la bajeza de la envidia, y les dio por respuesta una
lección que no dejaba réplica: "Me regocijo, les dice,
de ver al pueblo siguiendo a Jesús: mi gozo es ple-
no, y El es quien debe crecer y yo menguar, porque
la gloria es toda del Esposo." Gaudium meum im-
pletum est. Illum oportet creceré, me autem minai
(Joann. III, 29, 30). Respuesta semejante a la de
Moisés, cuando Josué pretendía que no se permitie-
ra profetizar a dos israelitas, a quienes el Señor aca-
baba de conceder este don. "¿Qué celo, le dice, es ése
que muestras pc«- mí? ¿Quién me diera que profe-
SERMONES
75
tice todo el pueblo, y que el Señor les dé su espíri-
tu?" Quid aemularis prome? Quis trihvxit ut omnis
populus prophetet, et det eis Dominus Spiritum
suum? (Numer. XI, 29.)
¡Nobles y santos sentimientos de Moisés y del
Bautista! ¡Oh si estuviéseis profundamente graba-
dos en todos los corazones! Entonces los hombres
serían bastante humildes y la envidia se vería des-
terrada de entre los cristianos. Digno es de vuestra
especial atención, hermanos míos, el hecho de que se
enmendara el falso celo de Josué y de los discípulos
del Precursor, porque se humillaron bajo la correc-
ción que se les hacía; mientras que los escribas y
los fariseos, siempre soberbios, encendían más y
más su pasión a vista del séquito que daban a Jesu-
cristo la doctrina que enseñaba y los prodigios que
obraba. Ellos le califican de impostor y seductor;
le acusan de comunicar con los pecadores, de que-
brantar el sábado y hasta de ser blasfemo; maqui-
nan su perdición y al fin le llevan a morir en una
cruz. Pero desde sus primeros pasos dejaron cono-
cer la envidia que los devoraba cuando dijeron:
"No bastan nuestros esfuerzos para quitarle el
prestigio: el mundo entero lo sigue". Videtis quia
nihil proficimus: ecee mundus totus post eum abiit.
¿No debería bastar este ejemplo para que los cris-
tianos no se dejaran nunca arrastrar por una pasión
tan monstruosa? Ciertamente esto era lo que debie-
76
MANUEL JOSE MOSQUERA
ra esperarse de los que profesan la ley de la caridad
y de la humildad. Pero reg-ístrese la historia de la»
herejías y de los cismas, de los disturbios y alboro-
tos en la iglesia, y se hallará que desde los mismos
a quienes san Pablo había convertido hasta los infe-
lices sectarios de Lutero y de Jansenio, la envidia ha
sido el primer móvil de todos sus criminales desvíos
y atentados. La iglesia, desde luego, ha llorado
siempre los grandes males que en su seno produce
la relajación de las costumbres ; mas nunca ésta, por
sí sola, ha levantado el estandarte de la rebelión e
introducido la división, sino capitaneada por la envi-
dia, bajo el engañoso ropaje del falso celo.
Entrad ahora dentro de vosotros mismos ; sondead
vuestras conciencias y examinadlas, no a la luz vaci-
lante del mundo, sino a la luz plena y constante del
evangelio ; y si ellas no os acusan de mirar con pena
la fortuna, la consideración, el honor de vuestros
prójimos; si ellas no os dicen que aun en aquello que
os ha parecido obra del deber, tiene una gran parte
el pesar de no poseer esas mismas prendas persona-
les que reputáis como pura vanidad y falso mérito en
los otros; si ellas no os arguyen de que en lo más
pequeño, y hasta en lo que no puede nombrarse,
halláis materia en que ejercitar y fomentar la envi-
dia, entonces ya sois, sin duda, perfectos cristianos.
Pero si, por el contrario, descubrís en este prolijo
examen que en cualquier grado o forma hay en vues-
SERMONES
77
tras almas envidia manifiesta o secreta, sabed que
estáis sacrificando a aquel ídolo que el profeta Eze-
quiel vio colocado en todos los corazones y en todas
las condiciones : idolum celi ad provocandas aemula-
tiones (Ezeq. VIH, 3) ; y reconoced, al fin, que el
pecado de la envidia es muy común, por más que no
lo confiese el mundo.
Pues también es un vicio de que nadie piensa
corregirse, a pesar de sus funestos efectos.
II
Los santos padres observan que en el evangelio se
ven publícanos, voluptuosos, mujeres mundanas con-
vertirse al fin, reconocer su pecado y llorarlo, en-
trando en los caminos de la justicia; pero que en me-
dio de tantas conversiones milagrosas, frutos de la
presencia invisible de Jesucristo sobre la tierra, no
se ve entre los fariseos uno solo que se convierta, ni
que dé señales de desearlo. Diríase que su ceguedad
crecía a proporción que la vista del Salvador resuci-
taba a los más grandes pecadores, pues nada les to-
ca, nada les alumbra, y todos los prodigios que ven
y la doctrina de vida que escuchan, les dejan en su
endurecimiento. ¿Por qué tanta abundancia de me-
dios de parte de Dios, y tanta obstinación de parte de
los fariseos? La gracia de Dios tiene desde luego el
mismo imperio sobre todas las pasiones ; pero no to-
78
MANUEL JOSE MOSQUERA
das ellas son en su resistencia tan indóciles como la
envidia, que era el pecado de los fariseos, y que es
también el vicio de cuya reforma menos tratan los
hombres. Mas ¿a qué causa podremos atribuir esa
obstinación que casi siempre acompaña a la envi-
dia? A una maldición de Dios sobre un pecado que
ataca directamente las leyes de su providencia, que
injuria a su bondad y que debe irritar su justicia.
Aun cuando la envidia no se propase siempre a
grandes excesos, ella viola siempre las leyes de la
caridad cristiana. Consultemos al apóstol de esta
virtud celestial.
La caridad, nos dice san Pablo, no piensa mal de
nadie: Non cogitat malum; cree el bien y siente ver
el mal. Pero el envidioso, siempre obstinado en no
creer lo bueno, se arma de recelos y se hace difícil y
delicado sobre toda prueba ; lo rechaza todo y no se
contenta con nada.
La caridad simpatiza con las diversas situaciones
del prójimo: se alegra con los que están gozosos, y
llora con los afligidos: Gaudere cum gaudentibus,
flere cumflentibus. Ella participa así de la ajena
felicidad, haciendo propios suyos los consuelos y
regocijos de los otros ; y comparte también la ajena
desgracia, pues viendo correr las lágrimas y no pu-
diendo enjugarlas, se entristece con el triste y ora
por él con fervor y sinceridad de corazón. Pero el
envidioso, al contrario, halla sus delicias en las
oERMONES
79
lágrimas y tribulaciones de los hermanos ; parecién-
dole pequeña cada una de las adversidades que los
hacen padecer, y que él quisiera ver multiplicadas;
y asimismo tiene como un suplicio suyo la dicha de
que aquéllos disfrutan, y a quienes considera indig-
nos hasta del aire que respiran.
Ya lo he dicho, hermanos míos : el envidioso ataca
directamente las leyes de la Providencia divina, la
cual es para él como si no fuese. Ella es la que re-
parte los bienes como quiere, la que los quita cuando
le place, la que da buen éxito a unas empresas y
desbarata otras al mismo urdir de la tela: y sin
embargo, el hombre de quien se ha apoderado la
envidia, semejante a los jornaleros injustos del
evangelio, se resiente y se lamenta de los bienes que
la bondad de Dios distribuye y de la prosperidad que
rodea a quien los recibe de su mano liberal y miseri-
cordiosa. ¿De qué os quejáis?, dice el Padre de fa-
milias a aquellos jornaleros. Si yo doy a unos tanto
más que a vosotros, seré desde luego munífico para
con ellos; pero ¿dónde está la injusticia? Tolle
quod tuum est, et vade. Contentaos con lo vuéstro y
no pretendáis en demasía lo que no os es debido. Si
yo tengo gracias y beneficios que repartir, dice tam-
bién el Señor, ¿ por ventura no soy dueño de distri-
buirlos a mi voluntad? ¿O tu ojo es malo porque yo
soy bueno?
¿Qué no debe temer quien así ofende a la Provi-
80
MANUEL JOSE MOSQUERA
dencia divina? Dios, que es Señor de todos los bie-
nes, y arbitro supremo y exclusivo de todos los suce-
sos de la vida, los ordena y dispone de tal modo que
vengan a ser el instrumento para castigar al envi-
dioso en aquello mismo que le es más sensible; y
por esto es que casi siempre se ve éste humillado ba^
jo aquel mismo a quien quería deprimir. Diríase que
en cierto modo hace el Señor que se cumpla en cada
envidioso un decreto semejante a aquel que fulminó
su divina justicia contra el diablo, padre de la envi-
dia por la cual entró la muerte en el mundo: Super
pectus tuutn gradieris, et ipsa conteret caput tuum.
Entre otros ejemplos que los comprueban, basta a
mi intento aducir uno muy prominente de la histo-
ria sagrada: tal es el del castigo que dio Dios a la
desenfrenada envidia de los hermanos de José. Era
éste el más querido de los hijos de Jacob, y cada día
recibía nuevas señales de su ternura paternal. Re-
fiere una vez con candor a sus hermanos los sueños
que había tenido, y que presagiaban su futura exal-
tación. No fue menester más para que luego al pu»-
to la envidia, que ya habían concebido contra el ino-
cente José, por la preferencia con que lo amaba su
padre, se encendiese en sus corazones hasta sofocar
los sentimientos de la naturaleza. Trátanle como a
un enemigo; sepúltanle en una cisterna; déjanse lle-
var hasta la determinación de quitarle la vida; mas
al fin se resuelven a venderle como esclavo a unos
SERMONES
81
extranjeros, y engañar a Jacob diciéndoie que lo
había devorado una bestia feroz. Ni la tribulación
en que iban a anegar a su anciano padre, ni el temor
de Dios, nada los contiene para no consumar su exe-
crable atentado ; satisfechos de privar para siempre
al adolescente y envidiado hermano de la predilec-
ción y caricias paternas. Mas, andando el tiempo, y
por una cadena de acontecimientos prodigiosos, ele-
va Dios a José cerca del trono de Faraón, quien pone
en sus manos todo el poder del reino de Egipto ; y al
fin, esos mismos hermanos criminales van a postrar-
se a sus pies, a reconocer y reverenciar en él aquella
excelencia y aquellos dones cuyo pronóstico les ha-
bía irritado, aunque lo echaran al desprecio ; de ma-
nera, dice San Basilio, que donde buscaban la ruina
del inocente, allí mismo encontraron los envidiosos
su propia humillación.
Pero no es solamente la humillación el castigo del
envidioso. San Bernardo advierte que si Dios abo-
rrece al pecador que corre tras el placer, abomina a
los que pecan laboriosamente, es decir, a los que pe-
can, no solamente sin placer, sino con pena y dolor.
Si Deus odit facientes mala supervacue, quomodo
abominatur facientes mala laboriose? En efecto, los
otros vicios presentan a lo menos alguna satisfac-
ción, dan placer o ganancia. Mas, ¿qué deleite halla
el envidioso en los sinsabores que le causa la felici-
Spnnoaes -3
82 MANUEL JOSE MOSQUERA
dad ajena? ¿Qué beneficio espera del mal que ma-
quina? Su pasión no puede darle sino pesares; por-
que le impide gozar de lo que tiene, haciéndole ver
como una privación suya positiva el que otro se halle
disfrutando de lo que posee.
El Espíritu Santo llama infierno a la envidia ; por-
que es, en efecto, un infierno anticipado el vivir en
el tormento y en la desesperación, y porque ella
abrasa como el fueg-o y devora como la llama: Dura
sícut infernas aemulatio: lampadas ejus, lampadas
ignis atqua flamarum (Cant. VIII. 6). Ver y envi-
diar es lo que atormenta a los condenados, y en eso
consiste su mayor suplicio. Así como la caridad
seguirá al cielo a los que la practican sobre la tierra,
y después de haber labrado su mérito en esta vida
mortal, hará también su recomi)ensa en la vida per-
durable; asimismo la envidia, que le es diametral-
mente opuesta, seguirá al infierno a los que en este
mundo se han dejado dominar por ella, y habiendo
comenzado por ser su tormento en el tiempo, vendrá
a parar en serlo consumado por toda la eternidad
A la verdad, parece que Dios no ha querido dar
otro castigo al envidioso, en la vida presente, que él
tormento de la misma envidia, con esos propios
caracteres que ha de tener en el infierno, de tormen-
to continuo, tormento cruel, tormento irremediable.
Tormento contiauo. — Tooiendo el envidioso en-
fermos los ojos del alma, que ae ofenden y lastiman
con todo k) que bajo cualquier aspecto es hermoso.
SERMONES
8S
brillante, o simplemente atractivo en los demás hom-
bres, y no pudiendo, además, dejar de fijar la vista
en tales objetos, porque ellos se hallan por todas par-
tes, tiene que estar necesaria e incesantemente
atormentado. Y ciertamente, ¿ qué hombre hay en el
mundo bastante feliz para no ver que otros son, o
parecen ser, más dichosos que él? ¿Ni quién ha po-
seído ni poseerá jamás tal plenitud de dotes de gra-
cia o de naturaleza, tantos talentos o méritos adqui-
ridos, tanta copia de bienes de fortuna, que no ha-
lle otros que le eclipsen, o que por lo menos le hagan
ventajas relativas? Fuera de esto, la envidia no co-
noce límites en cuanto a los objetos, como las demás
pasiones que se adhieren a uno solo ; la soberbia a la
excelencia ; la avaricia al dinero ; la voluptuosidad a
los sentidos. Ella lo apetece todo, lo lícito y lo ilícito,
las prendas naturales y las sobrenaturales, la pro-
piedad y la simple posesión, el fruto del trabajo y
las dádivas de la fortuna, lo que se goza y lo que se
ahorra, lo que ilustra y lo que deshonra, la paz de la
inocencia y el ruidoso triunfo del crimen : en una pa-
labra, bienes, placeres, gloria, honores, virtudes y
hasta las mismas pasiones, nada hay que no sea
objeto de la ruin y baja envidia; y por consiguiente,
ella es un tormento continuo para el corazón de que
se ha apoderado. Dura sicut infemus aemulatio.
Tormento cruel. — Generalmente las pasiones que
atormentan el alma pierden su fuerza en la misma
84
&IANUEL JOSE MOSQUERA
acción, y una vez desahogado el corazón del fuego
que le consumía, halla momentos de calma, si no ya
un completo sosiego. Pero la envidia es de tan pési-
ma condición, que mora reconcentrada en el pecho
que tiraniza, sin darle huelgo ni descanso; y cuando
sale fuera de él y se explica, es siempre bajo algún
disfraz, revistiéndose de las apariencias del celo, de
la justicia, del honor, del interés público y hasta de
la misma santa piedad. Encúbrese así, porque jamás
ha osado presentarse a las claras en toda su fealdad
ni llamarse por su nombre, porque de otra suerte no
le sería posible poner en juego todos los artificios
de su perfidia; pues mostrándose sin máscara, se le
reconocería al instante por lo que ella es: madre de
la muerte, primera puerta del pecado, raíz de los vi-
cios, principio del dolor, causa de la desobediencia,
fuente de la ignominia, germen fecundo de la discor-
dia, según se expresa San Gregorio de Niza. Seme-
jante monfstruo está siempre asestando, pero no
siempre acierta sus tiros al blanco adonde los diri-
ge : aciértelos o no, lo que nunca falla es el crudelísi-
mo tormento que da al alma y al cuerpo mismo de
quien le alberga ; pues le turba la razón, le priva del
buen sentido, le abate el espíritu, le quita el sueño, le
quema las entrañas y le corroe el corazón como un
cancro devorador. Desgraciado ya el envidioso por
los propios males, lo es más todavía por los bienes
ajenos. Si le pesa la honra del prójimo, pésale aun
SERMONES
85
más verse precisado a hacer coro con aquellos que
le alaban. Si calla, se consume de congoja; si habla,
teme que sus propios labios le traicionen. Por últi-
mo, ni el bueno ni el mal éxito que tenga en sus em-
presas criminales le dejan jamás tranquilo ; pues el
haber perseguido le arrastra fatalmente a perseguir
siempre. Dura sicut infemus aemulatio.
Tormento irremediable — La envidia es cierta-
mente un mal sin término. Los otros males, observa
San Cipriano, tienen un fin, pero la envidia no lo tie-
ne: es un pecado sin fin. ¿Y de dónde proviene la
cruda persistencia de esta pasión? De que ella hace
al envidioso enemigo de Dios, cuyo santo temor ex-
tingue en su corazón, y enemigo efe los hombres que
contiene en su seno la sociedad humana, de cual-
quiera clase que ellos sean. Oféndese de los iguales,
porque querría ser en todo el primero; de los supe-
riores, porque le es odiosa la dependencia ; de los in-
feriores, porque el mérito que les reconozca le pare-
ce usurpado en agravio suyo. Y como es imposible
existir en ningún estado, sin iguales, sin superiores
y sin inferiores, su tormento no puede hallar reme-
dio. Anhela por la sociedad, porque todo lo desea en
ella ; y la sociedad le repugna y le es aborrecida por-
que ella no le da ni le puede dar cuanto desea ; vién-
dose, por consiguiente, combatido a un mismo tiem-
po por el apetito y por el despecho, por una fuerza
que le impele y por otra que le rechaza. ¡Oh sitúa-
86
MANUEL JOSE MOSQUERA
ción desventurada! ¡Oh muerte espiritual! Dura
sicut infernus aemulatio!
Ya veis, hermanos míos, aunque ligeramente bos-
quejado, el espantoso retrato de la envidia. Descri-
bir sus funestos efectos, sería hacer la historia de
todas las desgracias, de todas las calamidades del
género humano, desde el principio del mundo hasta
nuestros días. Lo poco que os he dicho basta y sobra
para que os penetréis de un saludable horror, y os
precaváis cuidadosa y resueltamente de un enemigo
tan temible, viviendo de hoy en adelante en la hu-
mildad, en la modestia, en el menosprecio de la glo-
ria del mundo y de los bienes terrenales, y en el
deseo ardoroso de los bienes eternos ; pues estos me-
dios, unidos al ejercicio constante de la dulzura, de
la mansedumbre, de la bondad, en una palabra, de la
verdadera caridad, son el único remedio contra la en-
vidia. Huid de ella, y que el bien que veáis en vues-
tros prójimos, bien lejos de contristaros, sea un mo-
tivo de regocijaros y de dar alabanzas al Señor por
ellos. Limpiad vuestros corazones, os diré en conclu-
sión, con el grande apóstol, del fermento de la envi-
dia: no os dejéis llevar de esos deseos de vanagloria,
que sólo sirven para excitar celos capaces de turbar
vuestro reposo y de corromper vuestros corazones,
provocándoos y envidiándoos unos a otros : Non ef fi-
ciamur inanís gloriae cupidi, invicem provocantes,
invicem invidentes (Galat. V, 26).
SERMON
PARA LA PRIMERA DOMINICA DE CUARESMA. SOBRE
EL MATRIMONIO, SU EXCELENCIA Y DIGNIDAD
Sacramentnm hoo ma^rnam ect, e^o aatem dieo
in Cbristo, et in Ecclesia.
Sacramento es éste grande, mas yo haUo con
reapecto a Cristo y a la Iglesia.
(Ephes. V. tZ,)
Al entrar Jesucristo en su carrera evangélica;
cuando Juan Bautista había dado testimonio de él;
cuando el mismo Espíritu Santo le había llamado su
hijo predilecto en el Jordán; cuando contaba ya dis-
cípulos que escuchaban su palabra y admiraban su
santidad y sabiduría ; da un nuevo brillo a su misión
divina en Caná de Galilea, obrando el primero de sus
milagros, al mismo tiempo que santificaba la pro-
pagación del género humano, llenando de Vr^ición
la unión del varón y de la mujer, que el mismo Dios
había establecido desde el principio de los siglos.
Dios, creador del universo y autor de la salud, lo es
también de la sociedad humana : nos llama a la éter-
88 MANUEL JOSE MOSQXJERA
na felicidad, pero quiere que la merezcamos en esa
misma sociedad, donde todos los estados que la com-
ponen son otros tantos medios de santificación. El
santificó la virginidad, abrazándola; santificó el
matrimonio, elevándolo a la dignidad de sacramento.
Sin duda es más perfecto el estado de virginidad que
Jesucristo escogió para sí, que el del matrimonio que
sólo honró con su presencia, enriqueciéndolo al mis-
mo tiempo con sus gracias. Pero tampoco exige de
todos abracen el estado más perfecto: quiere sí, que
todos sean perfectos en su estado, porque cada uno,
en las diversas condiciones de los estados, puede an-
dar en 'el camino de la perfección. La vocación a la
virginidad es una gracia especial que la divina cle-
mencia da a quien quiere y como quiere, y el que osa
usurpar este estado temerariamente se labra su pro-
pia ruina en el tiempo y en la eternidad. Por el con-
trario, es más general, y aun diré casi universal, la
vocación al matrimonio, estado necesario para la
propagación del género humano, y para perpetuar
sobre la tierra la santa sociedad de la Iglesia de
Jesucristo. Justo era, pues, y sobremanera conve-
niente, que el Salvador del mundo, que pasaba derra-
mando beneficios por todas partes, santificase tam-
bién este estado necesario, dándole gracias de un
órden superior que facilitasen la práctica de sus
deberes, hiciesen llevaderas sus cargas y previnie-
sen los peligros.
SERMONES
89
Que los primeros siglos del cristianismo hubiesen
visto herejes que condenasen el matrimonio, no hay
que admirarlo: ese error acredita la pureza de cos-
tumbres que deslumhrando la débil razón humana,
la precipitaban al extremo contrario desde el cieno
de la impureza, de que acababa de sacarla la severi-
dad del Evang-elio. Ni me admiro tampoco que en el
sig-loXVI los pretendidos reformadores de la Iglesia
hubieran borrado del número de los sacramentos el
grande del matrimonio, reduciéndolo a un mero con-
trato civil : ellos querían ganar prosélitos, y era pre-
ciso romper las barreras que las leyes de la Iglesia
ponían, para que el sacerdote no saliese de la casta
habitación del santuario a la vida conyugal y afano-
sa del mundo. Lo que debe causar asombro, y que
en efecto forma un escándalo nuevo entre nosotros,
es que los mismos que se llaman católicos, que pro-
fesan una misma fe y reconocen una misma Igle-
sia, desprecien y profanen el sacramento del matri-
monio, bien mirándolo como una pura ceremonia
exterior, bien abrazándolo como un mero estado de
la vida civil, y aun desdeñándose acaso de adop-
tarlo, para vivir en una funesta y desgraciada liber-
tad de costumbres.
No hay que dudarlo, hermanos míos; si se multi-
plica todos los días el número de matrimonios des-
graciados; si los escándalos que dan los cónyuges
son tan frecuentes ; si el legítimo medio de la propa-
90 MANUEL JOSE MOSQUERA
gación del género humano es mirado con recelo y
desconfianza; si todos estos males, y los que son
consecuencia de ellos, llevan en aumento diario las
fuentes de la corrupción pública, preciso es que ha-
ya una causa productora de semejantes desórdenes :
causa moral, causa activa, que no puede corregirse
sino por el poder único que, penetrando en el fondo
del alma, corrige los vicios y endereza las inclinacio-
nes. ¿Y cuál es esa causa? ¿Cuái el remedio que la
puede cortar?
Como hablo a un pueblo que por dicha suya cree y
espera, no me detengo, hermanos míos, en decir que
la causa de estos males consiste en que no se mira el
matrimonio como un estado religioso y propiamen-
te santo ; y de aquí nace también que se contrae sin
las disposiciones necesarias, se desempeñan mal los
deberes que él impone, o se falta absolutamente a
ellos : de esta suerte se inficiona a la sociedad en un
mismo origen, haciendo pasar con la corrupción los
escándalos, de generación en generación. Díchose
está, que tan grande mal no tiene más remedio que
el de la religión. Pero como me propongo desenvolver
la importante materia del estado del matrimonio en
éste y los siguientes domingos, habrá lugar de ex-
poner con la debida detención los males y sus reme-
dios ; y me limito ahora a fijar los puntos a que con-
traigo mis reflexiones. Digo, pues, que debemos con-
siderar: 1' la excelencia y dignidad del matrimonio;
SERMONES
91
2' las disposiciones con que debe contraerse; 3' el
modo como deben santificarse los casados ; 4'? la obli-
gación de educar cristianamente a sus hijos ; y 5' los
deberes de éstos para con sus padres. Cada uno de
estos puntos será materia de una instrucción en éste
y los domingos siguientes.
Materia importantísima, mis hermanos, que qui-
siera yo poder tratar con acierto y con aquella un-
ción santa que hace viva y eficaz la palabra del Se-
ñor. Hablaré de la familia en toda su extensión, es
decir de la sociedad cristiana y de la sociedad civil,
de la iglesia y de la patria, que ambas se forman de
las pequeñas iglesias y estados domésticos que vie-
nen a servirles de base. Pero no esperéis que la elo-
cuencia y sus bellezas cautiven vuestra atención: ni
me es dado ese don admirable, más raro de lo que
se cree por lo común ; ni el pastor debe perder de vis-
ta la sentencia del apóstol, que nos manda venir a
enseñar la religión con sencillez, y no en sublimidad
de discursos. Vengo, pues, a hablar para todos, y
principalmente para los ignorantes, para aquellos
humildes cristianos que quizá son frágiles porque
no hay quien les instruya en sus deberes.
i Dios eterno, Padre de las misericordias ! El mun-
do, siempre inicuo, no cesa de agitar y difundir por
todas partes el error. Ahora mismo circulan mil de
ellos que ciegan en cierto modo la fuente de la gra-
cia matrimonial entre los cristianos. Bendecid, Señor,
92
MANUEL JOSE MOSQUERA
mis palabras; abrid los corazones de los fieles para
que vuestra santa ley sea escuchada, y que pasando
de los oídos al corazón, haga que éste sea siempre
dócil a la voz de la religión, así os lo pido por la in-
tercesión de la Santísima Virgen. — Ave, María.
La religión llenaría imperfectamente su destino
sobre la tierra, si mostrando al hombre el alto fin
que le está reservado, no le ofreciese al mismo tiem-
po los medios de prepararse para él en el estado más
común y necesario de la sociedad sobre la tierra. En
efecto, hermanos míos ; el matrimonio no es solamen-
te una institución loable en la sociedad; es también
un gran misterio a los ojos de la religión, un doble
misterio, porque es una imagen de la íntima unión
de Jesucristo con su Iglesia, y un verdadero sacra-
mento de la ley de gracia. ¿Hay por ventura otra
religión sobre la tierra, que dé un carácter tan sa-
grado a la unión conyugal, y cuya celebración esté
acompañada de ceremonias tan santas y de una so-
lemnidad tan edificativa? Propio es de la religión
verdadera ennoblecer y santificar por la gracia aun
aquello mismo que parece más profano en el matri-
monio, consagrándolo gloriosamente en la misteriosa
relación de semejanza y conformidad con la divina
alianza que el celestial Esposo contrajo con la Iglesia,
y que es para los esposos terrenales el ejemplo per-
fecto, el gran modelo de unión santa y verdadera-
mente cristiana. Y ved aquí, hermanos míos, que
SERMONES
93
la dignidad del matrimonio nace del sacramento a
que Jesucristo lo ha elevado, y de su indisolubili-
dad: caracteres que lo hacen eminentemente santo
y respetable. Sigamos esta división natural.
I
Bien pudiera yo en este día llamar a las naciones y
a los siglos de la ley natural, para que diesen testimo-
nio a la verdad, presentando aquella piadosa simpli-
cidad con que colocaban bajo el amparo del cielo la se-
guridad y la dicha de sus desposorios. Por doquiera
encontraríamos a los hombres guardando aquellas
antiguas tradiciones que, llevando de padres a hijos
la ley primitiva, les imponían el deber de santificar
por las ceremonias del culto, y por los sacrificios, la
unión que la naturaleza les aconsejaba.
Tal era, hermanos míos, la inmutable práctica,
cuando la corrupción de las costumbres, oscurecien-
do la luz de la tradición primitiva, comenzó también
a alterar las leyes del matrimonio; por manera que
apenas quedaron ciertas observancias, restos de la
antigua y noble institución. ^Etre tanta multitud de
pueblos, sentados en las sombras de la muerte bajo
la idolatría, sólo el pueblo de Dios conservaba el de-
pósito de la religión verdadera, de nuevo anunciada
por medio de los profetas ; mas, con todo, allí mismo,
donde Dios era adorado en su unidad con un culto de
94 MANUEL JOSE MOSQUERA
SU agrado, también había degenerado en cierto modo
la primitiva institución del matrimonio, llegando
hasta tolerarse el repudio.
Pero cuando en la plenitud de los tiempos apareció
en el oriente, naciendo del seno de una virgen, el De-
seado de las naciones, el Redentor del mundo, el Le-
gislador de la ley de gracia; él reprobó el trastorno
que la mano del hombre había causado en el matri-
monio, y no sólo declaró cuál debía ser conforme a
su primitiva institución, sino que, lleno de bondad
para con los hmbres, le añadió la dignidad de sacra-
mento, haciéndolo al mismo tiempo medio de propa-
gación y origen de gracias abundantes para el alma.
¡Qué beneficencia! ¡Qué misericordia! ¡Qué amor!
Sí, hermanos míos, no es posible dudar que el
matrimonio de los cristianos es un verdadero sacra-
mento: así lo llama San Pablo: Sacramentum hoc
magnum est. San Ignacio le mira como una cosa san-
ta ; San Ireneo repite la voz de San Pablo llamándo-
le sacramento; San Justino retrocede a la ley anti-
gua, y considera loa matrimonios de los patriarcas
como figuras del matrimonio de los cristianos, que
es uno de los grandes sacramentos de la Iglesia ; San
Clemente Alejandrino enseña que el matrimonio es
una cosa sagrada y dirina; San Juan Crieóstomo in-
voca la santidad del matrimonio, reconociendo en él
un grande y verdadero sacramento, para instruir y
corregir a los esposos de Antioquía,; San Ambrosio
SERMONES
95
enseña igualmente que Dios es el autor y el protec-
tor del matrimonio, el cual no puede ser profanado
sin incurrir en la indignación divina. Sería yo inter-
minable, refiriendo aquí todos los testimonios de la
tradición, pero no puedo omitir el del padre San
Agustín, quien comparando los matrimonios de los
infieles, de los judíos y de los cristianos, hace el elo-
gio del de éstos, porque a más del vínculo que es co-
mún a todos, se halla en él un sacramento, cuya dig-
nidad santifica, ennoblece y glorifica, digámoslo así,
la unión del varón y de la mujer.
Tal es la voz unísona con que todas las Iglesias de
Oriente y Occidente han proclamado la santidad del
matrimonio reverenciando su sacramento. Y en ver-
dad, ¿qué condición falta al matrimonio de los cris-
tianos, para que haya en él un verdadero sacramen-
to? El es un signo sensible, figura de la unión de
Cristo con su Iglesia. "Escuchad a San Pablo, dice
San Juan Crisóstomo, que nos presenta en el matri-
monio de los cristianos el símbolo de la unión y del
amor de Jesucristo con su Iglesia".
Jesucristo es el autor de este sacramento, como lo
reconoció el concilio general de Efeso, diciendo que
Jesucristo elevó el matrimonio a la dignidad (Je sa-
cramento cuando asistió a las bodas de Caná, y dio
su bendición a los desposados. Esta es, dice San Ciri-
lo de Alejandría con los doscientos Padres de aquel
concilio, la doctrina que han enseñado siempre en la
96 MANUEL JOSE MOSQUERA
Iglesia los Apóstoles, los Evangelistas y todos los
santos Padres.
Este sacramento confiere una gracia especial como
los demás; y la fe es la que hace a los verdaderos
cristianos estimar en más las gracias del sacramento
del matrimonio, que la gloria de una crecida descen-
dencia, como enseña San Agustín. Y el concilio de
Trento, gobernado por el Espíritu Santo, explica los
efectos de esta gracia, enseñando que ella hace amar-
se recíprocamente a los esposos con un amor casto y
cristiano, y santificarse en medio de los embarazos
y afanes de la vida conyugal ; y que les ayuda a vi-
vir pacíficamente hasta la muerte, única que puede
romper el vínculo que los une.
Los mismos griegos cismáticos, separados del
tronco del árbol fecundo de la Iglesia romana, única
verdadera, no abandonaron esta doctrina santa: la
conservaron, y ella forma parte de su fe. Cuando el
impío Lutero quiso borrar el matrimonio de la tabla
de los sacramentos, pretendió el apoyo de la Iglesia
griega cismática ; Jeremías, patriarca de Constanti-
nopla, a la cabeza de muchos obispos, condenó los
errores de Lutero, declarando al mismo tiempo que
en todo el Oriente creían los cristianos que el matri-
monio era uno de los sacramentos, y que confiere la
gracia.
¡ Qué lamentable, qué lúgubre aparece hoy el error
de los reformadores del siglo XVI y de su posteridad
SERMONES
97
filosófica en el XVIII! Ved a qué se reduce su
matrimonio; cuál es el amparo que les dispensa el
cielo ; cuál el sello de santidad con que se hace vene-
rable la unión conyugal. Reducido a un mero con-
trato, no tiene otro carácter que el de una institución
humana fundada en la naturaleza: imitando ellos
imperfectamente los ritos de su antigua madre, ha-
cen ceremonias, pronuncian preces, bendicen tam-
bién; pero Jesucristo no bendice ni santifica lo que
se obra por hombres cuyo ministerio no se honra con
la no interrumpida sucesión del apostólico: quieren
hacerlo parecer como sellado por la religión en sus
vanas ceremonias; pero ¿cuál es la asistencia de
Jesucristo a esos matrimonios, para que esperen que
los haya bendecido como el de Caná de Galilea?
Ninguna, hermanos míos; porque la presencia real
de Jesucristo, ese dogma consolador, fecundo en
saludables efectos para los cristianos, el alma de la
religión, el freno de las almas, y, para decirlo de una
vez, ese dogma que es el que con verdad forma la
unión de la tierra con el cielo, no existe entre los pro-
testantes. Dejemos a las sectas separadas de la fuen-
te de vida en su triste y desconsoladora esterilidad ;
y con virtiéndonos a los verdaderos católicos, a los
que creyendo todo lo que la Iglesia enseña, reveren-
cian el matrimonio como sacramento y aspiran a
conseguir su gracia. Recorramos por un momento
Sermones -7
98
MANUEL JOSE MOSQUERA
con ellos las ceremonias con que la Iglesia lo admi-
nistra, para reconocer por ahí la mano de Dios, la
sabiduría celestial, que siempre dirige a la misma
Iglesia.
¡Oh espectáculo verdaderamente hermoso! ¡Oh
espectáculo de edificación y de ternura, el que se
ofrece a mi espíritu, al considerar a los jóvenes
esposos al pie del altar, cuando son en realidad pia-
dosos! Acompaíiados de sus parientes y connotados,
la religión los introduce en el santuario, donde el
ornato nupcial no ofende los ojos de la piedad: la fe
conyugal los une, y la gracia santifica esta unión ; el
anillo pone un vínculo indisoluble en la obligación de
la fe; la víctima celestial, Jesucristo verdadero Dios,
consagra su alianza; la Iglesia los presenta, y el
homenaje de sus corazones sube con el incienso de su
oración hasta el trono del Altísimo; en una palabra,
la celebración del matrimonio entre católicos es un
conjunto sustantivo de ceremonias edificantes, que
merecen la más grande atención. Pero yo no sé, her-
manos míos, si vosotros habéis comprendido bien su
espíritu, no obstante que las veis practicar todos los
días.
Todo es admirable, hasta lo más trivial en apa-
riencia. San Juan Crisóstomo observa que el velo con
que se cubría en otro tiempo la esposa, y aun suele
usarse, expresa el buen olor de la virtud, el candor
de su inocencia y la integridad de su virginidad : velo
SERMONES
99
que viene a ser como la corona y el precio de su vic-
toria en el día de su triunfo : Signa victoriae.
El mutuo consentimiento expresado por los espo-
sos, es una convención santa y legítima, un contra-
to irrevocable por el cual se dan el uno al otro; y
aquellas promesas tan sagradas, hechas delante del
altar santo, en presencia del Señor, toman por testi-
go de su obligación y de su fidelidad al Dios protector
y vengador de la fe conyugal.
La unión de las manos denota la estrecha unión
que reinará para siempre entre ellos: es una imita-
ción de lo que hizo Raquel tomando la mano de su
hija y poniéndola en la de Tobías, cuando los unió en
perpetuo desposorio.
La bendición nupcial que la Iglesia da a los espo-
sos es la auténtica ratificación que santifica su con-
trato por medio del ministerio pastoral, a ejemplo y
en nombre del Creador, que unió a los dos primeros
esposos del mundo y los bendijo por su propia boca.
Las arras que el esposo trasmite a la esposa
simbolizan en el acto del matrimonio la perpetua e
inviolable comunidad de bienes en que deben vivir
los que son ya desde aquel momento dos en una car-
ne, según la sentencia del Señor ; y la Iglesia, al ben-
decir estas arras, bendice en ellas la comunidad de
bienes, para su aumento en favor del matrimonio.
Aquel otro velo nupcial con que la Iglesia cubre a
los esposos, al tiempo del sacrificio de la misa, es
100 MANUEL JOSE MOSQUERA
otro misterio oculto. Entonces la religión los cubre,
digámoslo así, con la sombra de sus alas, represen-
tando la unión y el pudor compañeros de la castidad
conyugal ; el ministro del santuario invoca la protec-
ción del cielo después del Pater noster, para obtener-
les las bendiciones del matrimonio y las virtudes de
las santas mujeres de los antiguos patriarcas; al
tiempo de esta ceremonia, y durante la oración que
la acompaña, es cuando más especialmente deben los
esposos presentar sus corazones unidos delante del
trono de Dios, ofreciéndole el vínculo sagrado de su
unión, y pidiéndole con fervor las gracias y las vir-
tudes propias de su estado.
Finalmente, la paz que el sacerdote les comunica
desde el altar anuncia la buena inteligencia y la ama-
ble concordia que deben formar la tranquilidad y la
dulzura de la sociedad conyugal. ¡ Felices los esposos
que saben conservarla siempre!
Pero lo que hay más respetable y sagrado en la
celebración de las nupcias católicas, es el augusto y
divino sacrificio de la misa, que la Iglesia ofrece en
nombre de los esposos y por su felicidad, como un
homenaje solemne que dan al Creador, por haberlos
destinado para ser mutuos compañeros, para ayu-
darse recíprocamente a hacer la voluntad de Dios en
su estado. Allí son entonces fortalecidos con una
nueva gracia, alimentados con el mismo cuerpo y
sangre del Salvador: más dichosos que los esposos
SERMONES
101
de Caná de Galilea, que sólo recibieron la bendición
y la presencia de Jesucristo, pero no gustaron la car-
ne y la sangre que dan la vida eterna.
¿ Qué más ? Todavía, al fin de la misa, el sacerdo-
te hace sobre los esposos ciertas preces, que son una
invocación para atraer sobre ellos las bendiciones de
los antiguos patriarcas : una vida santa, una familia
obediente y cristiana, capaz de continuar el culto de
Dios sobre la tierra. Y después de rociarlos con el
agua bendita, para conjurar a los enemigos invisi-
bles, quiere que a imitación de Tobías, llenos de la
viva confianza que animaba a ese digno hijo de
Abraham, y penetrados del sublime respeto que ins-
pira la presencia del Señor, le dirijan con él aque-
llas últimas oraciones que son la protesta de la pure-
za de su intención.
Tal es el espíritu de la Iglesia en la celebración del
matrimonio. ¡Qué belleza de sentimientos la que
inspiran estas augustas ceremonias! ¡Cómo luce su
conformidad con la rectitud de su razón y la santi-
dad de la religión! Sin duda, ellas son capaces por
sí solas para instruir a los cristianos, si las observan
con un espíritu de piedad ; o para confundirlos, si en
la excelencia de la ley de gracia, si en medio de la luz
del Evangelio, tienen menos aprecio de la santidad
del matrimonio, un corazón menos puro, una con-
ciencia menos timorata, una conducta menos regu-
MANUEL JOSE MOSQUERA
lar y menos religiosa que en las mismas sombras de
la ley de esclavitud.
En efecto, hermanos míos, y aunque sea para
nuestra confusión, preciso es confesar que no corres-
ponde a la santidad del sacramento del matrimonio,
ni al espíritu de la Iglesia en las ceremonias con que
lo confiere, el modo como se portan los esposos en
nuestro desgraciado siglo. Disipación, vanidad, in-
modestia, indecencia, afectación, y hasta libertades
escandalosas, es lo que vemos, en lugar de un silen-
cio respetuoso y de una atención devota; a lo cual
con dolor profundo debemos añadir el escándalo de
los que difieren y aun desprecian las sagradas bendi-
ciones de la Iglesia, llevando de este modo la desgra-
cia al seno de su familia, ya por la desobediencia a
las leyes de la Iglesia, ya por privarse de las gracias
que acompañan a todos los actos de la religión. ¡ Plu-
guiera a Dios, hermanos míos, que semejante aban-
dono fuera sólo una omisión culpable! ¡Pluguiera a
Dios que no tuviera parte en este pecado otra causa
que la indolencia! Reprensible sería, por cierto, y
digno de condenarse en público ; pero a lo menos no
tendría la Iglesia que llorar esta especie de aposta-
ría, con que se quiere conservar el nombre de católi-
cos, desposarse en la forma propia de la Iglesia cató-
lica, al mismo tiempo que se recibe el sacramento en
pecado, y se piensa sólo en la vanidad y en los place-
res, sin acordarse acaso de que al entrar en un esta-
SERMONES
103
do tan laborioso, se ha tomado su yugo junto con la
esclavitud del demonio, por la sacrilega profanación
de un gran sacramento, digno de todo el respeto y
veneración de los cristianos. ¿Y nos admiramos de
que haya tantos matrimonios desgraciados ? ¿ de que
en lugar de crear hijos para el cielo, sólo veamos
pulular en ellos degeneraciones de apóstatas y per-
seguidores de la Iglesia? ¡Ah, padres de familia!
Vuéstra es la culpa; sobre vuestras espaldas lleváis
una inmensa responsabilidad, que crece con las mis-
mas generaciones. Pero dejemos esta materia para
cuando hablemos de las disposiciones necesarias pa-
ra casarse; y pasemos ya a vindicar la indisolubili-
dad del matrimonio: condición precisa de este
vínculo sagrado, roto sólo por el cisma y la herejía,
y que los filósofos del siglo XVIII han querido redu-
cir a una mera convención variable, cual convenía a
sus desordenados apetitos.
n
La religión cristiana debió sin duda sus triunfos
y su rápida propagación a la divinidad de sus dog-
mas, sostenida por prodigios y milagros. Pero el
buen suceso que tuvo sobre el corazón de las nació-,
nes vino también de la sabiduría de su moral, más
casta que la de los filósofos, y la más propia para ha-
cer dominar la virtud. Luce entre los bellos rasgos
de esta moral sublime, la noble superioridad que por
1Q4 MANUEL JOSE MOSQUERA
ella tiene el matrimonio de los cristianos soore el de
los paganos. Sometida entre éstos la unión conyugal
a leyes arbitrarias y variables, terminada casi siem-
pre por vergonzosos divorcios, en que la fidelidad
conyugal no dejaba de sufrir los más dolorosos que-
brantos; por manera que la perpetuidad del matri-
monio, y por consiguiente el bienestar de la prole,
dependían de las contingencias, de las costumbres y
del carácter de los esposos. Ningún legislador pagano,
aun de los que con más renombre nos ha trasmitido
la historia, osó nunca fijar la suerte de los matrimo-
nios, reconociendo y proclamando el gran principio
que el Evangelio proclamó y restableció en el mundo,
con haber restituido la primitiva perpetuidad del
matrimonio, y dado con ella una sólida garantía a la
inocente prole, víctima de los caprichos y de las pa-
siones de los cónyuges, atizadas por la misma auto-
rización del divorcio.
Basta consultar, hermanos míos, el estado primi-
tivo del hombre, para reconocer en él una institución
establecida por el Creador, cuyo objeto fue formar
una sociedad entre el varón y la mujer, y entre és-
tos y sus mismos hijos, fruto de esa unión que debía
propagar el género humano. De aquí es preciso con-
cluir que el matrimonio es indisoluble bajo la doble
relación de la sociedad conyugal y de la procreación
de los hijos.
En efecto, ninguna sociedad puede ser perfecta
SERMONES
105
sino en cuanto es continua, y nada puede disolverla ;
y por lo mismo, si el matrimonio puede disolverse al
arbitrio de los cónyuges, ya nada tiene de real, na-
da de estable. Se interrumpirá la procreación de los
hijos, y abandonada su subsistencia, tampoco ten-
drán seguridad individual: los unos, desamparados,
sin la vigilancia y la protección paternal; los otros,
careciendo de los cuidados maternales ; todos desgra-
ciados, lamentando su desdicha; y la culpa será en-
teramente de la separación de los padres.
Por otra parte, hermanos míos, las principales
obligaciones del matrimonio no provienen de las ins-
tituciones humanas, ni de la convención arbitraria
de los esposos ; sino que son derivadas de leyes natu-
rales, inmutables, como son las relaciones que Dios
ha dado a los hombres en sociedad. ¿Osará alguno
negar que hay leyes naturales para el primero y
más importante acto de la vida social? Pues que
niegue también que el matrimonio es necesario;
quien d^truya toda relación entre los seres raciona-
les, bien pronto sufrirá el castigo de la natura-
leza, porque jamás se viola impunemente ninguna
ley, ni en el orden moral, ni en el orden físico. Des-
conocerá la reciprocidad de derechos y de deberes
que da la sociedad; pero no tardará en verse en un
laberinto de dificultades, que le haga invocar la au-
toridad de la ley anterior a todo pacto, para descan-
sar en una garantía sólida y verdadera.
106 MANUEL JOSE MOSQUERA
Así es que la indisolubilidad del matrimonio no es
otra cosa que una consecuencia de las relaciones so-
ciales que hay entre los cónyuges, y entre ellos y
sus hijos. Dios creó al hombre débil, aislado y rodea-
do de necesidades ; le era necesario, por tanto, o una
ayuda, o un patrón : la ayuda del varón es la mujer,
y el patrón de ésta es el varón. Véase aquí que no
solamente es sabio, sino absolutamente necesario,
que la alianza del varón y de la mujer sea indisolu-
ble, y que en ella se juren recíprocamente fidelidad
y servicios, para que las penas y los infortunios, las
alegrías y la prosperidad, todo sea común entre ellos,
sin que haya nada que pueda interrumpir su socie-
dad. Cualquiera separación voluntaria sería una
traición, una infracción de la fidelidad que se deben
y de la ayuda que se prometieron.
Pero con respecto a la prole, crece la criminalidad
de la separación; porque en cuanto está de su parte
se oponen a la voluntad del Creador los cónyuges
que se separan. Dios, cuya Providencia cuida hasta
del más pequeño insecto, no ha querido dejar a la
ventura a los hijos del hombre pues su larga infan-
cia, sus necesidades posteriores, demandan una vigi-
lancia permanente, cuidados múltiplicados de parte
de los padres. ¿Y cómo, cómo llenar deberes tan
grandes, tan extensos, sin un trabajo de por vida,
sin una sociedad indisoluble, que sólo la muerte pue-
da terminarla? Que la filosofía del mundo, esa vana
SERMONES
107
filosofía tan soberbia como apasionada, juzgue de
las cosas, no según la voluntad del Creador, sino se-
gún los caprichos del mismo mundo, llevada de miras
sensuales : esto es propio de aquellos hombres en cu-
yos corazones se ha extinguido, o por lo menos se ha
debilitado, la resplandeciente luz de la fe, única ca-
paz de hacer distinguir con verdad entre lo bueno y
lo malo, entre lo justo y lo injusto, entre los intere-
ses del cielo y los de la tierra. En cuanto a nosotros,
que por la misericordia del Señor aun nos goberna-
mos por esa luz y por sus principios celestiales
conociendo que no faltan quienes los desprecien,
quienes quieran suplantarlos por los de una filosofía
materialista, por doctrinas ateas, en que jamás se
cuenta con Dios sino como con una preocupación vul-
gar; preciso es ya, hermanos míos, ahora más que
nunca, que proclamemos en todo, y ante toda máxi-
ma humana, la ley inmaculada del Señor, esa ley sin
tacha ni defecto que santifica todos los estados y
que pone un orden perfecto en todas las cosas, suje-
tando la rebeldía de la carne y la soberbia del es-
píritu.
Esta ley divina hace indisoluble el matrimonio, o
para decirlo mejor, restablece la verdadera y primi-
tiva naturaleza del matrimonio. ¿Dónde vemos, dice
San Jerónimo, que antes del diluvio ningún hombre
hubiese repudiado a su mujer? (1) Por más de mil
(1) Lib. adv. Jovin. Cap. XII.
108 MANUEL JOSE MOSQUERA
seiscientos años, nadie en el universo se atrevió a se-
parar lo que Dios había unido ; y aun después del di-
luvio, vemos a los cananeos y a los egipcios respetar
hasta la muerte la indisolubilidad del matrimonio.
Si Moisés por una tolerancia permitió el libelo de
repudio, jamás hubo en esto una dispensa o relaja-
ción de la ley de Dios, que eximiese de pecado a los
judíos. Moisés, dice San Aigiistín, hizo ver a los ju-
díos por esta condescendencia, que más bien repro-
baba que consentía sus repudios, sujetándolos a lar-
gas y ruinosas formalidades, que no eran bien vistas
por las personas sensatas y de juicio. El mismo Jesu-
cristo confirma esto cuando respondiendo a las
capciosas preguntas de los fariseos, les hizo ver que
no Dios, sino Moisés, oprimido por la dureza de sus
corazones, les había permitido el repudio, pero que
al principio no había sido así. San Pablo, intérprete
de la doctrina de Jesucristo sobre el matrimonio, fija
su indisolubilidad de una manera tan clara, que sólo
cerrando los ojos a la luz puede pretenderse autori-
zar el divorcio, aun en caso de adulterio. A las perso-
nas casadas, dice a los de Corinto, no mando yo, sino
el Señor, que la mujer no se separe del marido, y que
si se separa no pase a otras nupcias, o que se recon-
cilie con su marido. Ni tampoco el marido repudie a
su mujer. (I Cor. VII, 10, 11.) Véase aquí que ha-
blando el Apóstol del caso de separación justa, es
SERMONES
109
decir, por causa de adulterio, sostiene por mandato
del Señor la indisolubilidad del matrimonio.
Después de una decisión tan formal, no es posible
dejar de conocer la doctrina católica, la cual desde
los Apóstoles hasta el Concilio de Trento ha enseña-
do siempre que conforme al Evangelio y a la tradi-
ción apostólica, no se rompe el vínculo del matrimo-
nio por el adulterio de uno de los cónyuges, y que
ni el inocente ni el culpable pueden pasar a segun-
das nupcias.
Si el tiempo y el lugar lo permitieran, no sería di-
fícil presentaros la cadena no interrumpida de la
tradición sobre este punto. Os referiría los cánones
apostólicos, cuya alta antigüedad les da un gran pe-
so : la sentencia del concilio de Elvira, uno de los más
célebres, aun antes de la paz de la Iglesia, privando
de la comunión en la hora de la muerte al marido
que hubiese abandonado a su mujer y tomado otra:
veríais a la célebre iglesia de Arles enseñando en al-
ta voz a los fieles, que habían probado la infidelidad
de las mujeres, que les era prohibido tomar otra,
aunque se lo permitiese la ley civil: el Africa tam-
bién, en el distinguido concilio Milevitano, honrado
por la presencia del grande obispo de Hipona, ense-
ña, según la doctrina del Evangelio, la misma ley de
la indisolubilidad. En una palabra, el Oriente y el
Occidente tienen por ocho siglos una sola y una mis-
ma doctrina en cuanto a la indisolubilidad del matri-
110 MANUEL JOSE MOSQUERA
monio, hasta el fatal cisma que separó a los griegos
de la Iglesia romana, debilitando en ellos ía fuerza
de la fe, y les hizo también autorizar la disolución
del vínculo por causa del adulterio : abuso nacido de
la tolerancia, del divorcio en las leyes imperiales,
por la muchedumbre de gentiles que había en el im-
perio, que contaminó a los cristianos del Oriente, y
que jamás han podido justificar, como sucedió con
el concilio de Florencia, donde se limitaron a dar
por toda razón, que obraban así por muy sólidos
fundamentos. Respuesta vaga, cuya debilidad se
muestra a primera vista. Tal fue el impuro origen
del divorcio de los griegos, que los armenios abjura-
raron uniéndose a la Iglesia romana, para volver al
centro de la unidad católica.
SERMON f •
PARA. LA SEGUNDA DOMINICA DE CUARESMA.
SOBRE EL MATRIMONIO.
DE LAS DISPOSICIONES CON QUE DEBE CONTRAERSE.
Qul conjugiiun suscipiunt, ut Deum a se, et a
soa mente excludant, et snae libidini vacent, habet
potestatem doemoniam saper eos.
Los que abrazan con tal disposición el matri-
monio, que apartan de sí y de su mente a Dios,
entregándose a su pasión . . . ésos son sobre quienes
tiene poder el demonio.
(TOBIAE, VI, 17.)
No basta estar convencidos de la santidad de los
sacramentos, confesarlos, y aun desear recibirlos pa-
ra gozar de los inmensos beneficios que ellos derra-
man por su naturaleza, si de parte del hombre no se
ponen todos los medios necesarios a fin de remover
los obstáculos que de continuo le presentan su propia
fragilidad, y el mundo que constantemente le rodea
con sus asechanzas.
112
MANUEL JOSE MOSQUERA:
Si esas fuentes de gracia, siempre abiertas para
el beneficio común de los hombres, no requiriesen
condición alguna para beber dignamente de sus
aguas, la Providencia no aparecería en toda aquella
extensión de sus bondades con que quiere unir a la
gracia de la redención y de la vocación el mérito de
nuestras buenas obras. Desvaríen cuanto quieran
los herejes; ya negando la necesidad de las buenas
obras, y atacando y destruyendo por lo mismo la li-
bertad del hombre; ya dándole todo el mérito de
éste, sin poner en cuenta la magnífica liberalidad
con que el Señor le favorece dispensándole su gra-
cia; siempre será cierto que la justificación depende
simultáneamente de la gracia y del mérito de las
buenas obras. Esta es la doctrina que Dios nos tiene
revelada en las santas Escrituras; que la tradición
testifica en todos los siglos, y que la Iglesia católica,
columna y fundamento de la verdad, enseña para
instrucción de sus hijos, y para condenación de los
errores de los sectáreos.
En esta doctrina se funda toda la economía de la
disciplina canónica concerniente al matrimonio ; pues
que siendo un sacramento, es preciso que para reci-
birlo dignamente se acerquen los esposos con todas
las disposiciones que tan santo acto requiere: dispo-
siciones que miran al acto preciso del sacramento y
a toda la vida conyugal que él va a santificar; por-
que como el matrimonio es el lazo que une para siem-
SERMONES
113
pre a los esposos, en cierto modo su vida entera se
halla resumida en el acto de recibir ese sacramento.
Y ¿cómo ha de cuidar la Iglesia de la disciplina
de un acto de tanta trascendencia, exigiendo de sus
hijos cuanto requiere el decoro del mismo sacramen-
to y la propia santificación de los esposos, si la vi-
da del Señor no es otra que la de la santificación
de aquellos a quienes ha llamado a su gracia? Cier-
tamente, la Iglesia, gobernada por el Espíritu San-
to, mira siempre con esmerado celo la digna cele-
bración del sacramento del matrimonio, al cual son
inherentes las gracias propias del estado, y de cuyo
beneficio no quiere que se priven los contrayentes.
Hé aquí, hermanos míos, por qué se toman tantas
precauciones por la Iglesia para celebrar un matri-
monio: precauciones y disposiciones que la filoso-
fía estima como simples ceremonias ; pero que la fe
nos enseña a reconocer como necesarias, para no
contristar al Espíritu Santo, haciendo inútil la gra-
cia de Dios, y aun haciéndose a sí mismos los con-
trayentes el objeto de su ir¿..
Yo abro, hermanos míos, l<is libros santos, y allí
encuentro la prueba más clara de esta verdad. ¿Por
qué siete esposos, que habían obtenido sucesivamen-
te ;a mano de Sara, habían perecido la misma noche
de as bodas? Era porque en castigo de la brutal
disposición de su corazón, Dios los había entregado
Gerrroiies- 8
114 MANUEL JOSE MOSQUERA
al poder del demonio; protegiendo de esta manera
la inocencia de Sara, y mostrando en este ejemplo
cuán celoso es de las leyes del matrimonio. Sin em-
bargo, la inocente virgen era el objeto de las malig-
nas críticas del mundo, y esa extraordinaria humi-
llación se redobló echándosela en cara una sirvienta
suya. Abatida Sara con tal ultraje, confusa y desola-
da, buscó en el retiro un lugar dónde ocultar su dolor.
Allí, derramando torrentes de lágrimas delante de
su Dios, llena de amargura, pero nunca sin confian-
za, le rogaba exclamando de esta manera : "¡Oh Dios
santo ! libradme de este oprobio o retiradme del mun-
do. Vos lo sabéis: si yo he consentido en recibir
estos esposos, lo he hecho en vuestro temor y sin de-
jarme llevar de las pasiones. Educada en la modes-
tia, jamás tuve parte en las vanidades del siglo, ja-
más se me ha visto en las danzas, jamás entregada
a los atavíos de mi sexo ; siempre he procurado con-
servar a vuestros ojos un corazón puro, y este dulce
testimonio de la conciencia es ahora todo mi consue-
lo. Cierta estoy, Señor, de que no os gozáis de nues-
tras aflicciones sino para remediarlas, haciendo su-
ceder la calma y el consuelo a los gemidos y a los
llantos".
Así oraba la piadosa e inocente Sara, y el Señor,
que nunca deja derramarse en vano las lágrimas del
justo, escuchó a un mismo tiempo esta oración de
Sara, y la que de otra parte le hacía Tobías, envían-
SERMONES
115
do al ángel Rafael para que a entrambos los librase
de su aflicción. Este celestial conductor es quien
introduce a Tobías en la casa de Raquel; él, y no
una pasión inmoderada, quien le inspira la resolución
de tomar el estado del matrimonio. Consulta la vir-
tud de su futura esposa antes que nada; él mismo
entra a examinar la pureza de sus intenciones, pro-
curando no dar paso que pueda ser desagradable a
los ojos de Dios. ¡ Qué simplicidad, qué religión, qué
sinceridad las que lucen en Tobías! Iguales son las
disposiciones del espíritu de Sara. Estos dos israeli-
tas no iban a recibir un sacramento de la ley de gra-
cia ; y no obstante, son el modelo más digno que pue-
da presentarse á los cristianos para sus matrimonios.
Y en verdad, hermanos míos, ¿cuáles son las dis-
posiciones principales que la Iglesia quiere lleven
los esposos al pie del altar, para santificar su esta-
do y su vida? Quiere ante todo que se consulte
la voluntad de Dios para el acierto; quiere que la
pureza del alma sea el primero y el más rico adorno
de los esposos; quiere que la moderación y el recor
gimiento hagan la decencia de las bodas; quiere, en
fin, que el temor de Dios, como principio único de la
verdadera sabiduría acompañe sus pensamientos, su
resolución, y cada una de sus acciones, del mismo
modo que Tobías y Sara llevaban siempre delante
de sus ojos el temor de Dios. Y así digo que las dis-
posiciones necesarias para celebrar dignamente el
116 MANUEL JOSE MOSQUERA:
matrimonio son : 1' consultar la vocación con Dios ;
2' llevar una alma pura, santificada por la gracia,
y 3' acompañar las bodas de una modestia edifica-
tiva.
Recorramos estas disposiciones, pidiendo al Se-
ñor la gracia de sacar algún fruto de su doctrina, y
poniendo para ello la intercesión de María Santísi-
ma,— Ave, María.
I
Es un dogma de fe que no todos los hombres re-
ciben unos mismos dones y gracias del cielo, sino
que Dios los reparte a unos de un modo y a otros
de otro. Sobre este principio se funda la necesidad
de meditar mucho la deliberación que haya de to-
marse al abrazar cualquiera estado o profesión en
la vida ; necesidad tanto más digna de consideración
en aquellos estados que no pueden mudarse por su
naturaleza perpetua, cuanto que en ellos es por esta
razón más peligroso y de mayores trascendencias
cualquiera desacierto o error que se cometa al abra-
zarlos, así para la vida presente, como para la sal-
vación en la vida futura y eterna. Porque, una vez
errada la vocación, ya no vive el hombre en aquel or-
den que la Providencia le había destinado: fuera de
sí, en oposición con sus inclinaciones, rodeado por
consiguiente de dificultades, talvez oprimido de con-
tinua melancolía, y acaso sujeto a trances de deses-
SERMONES
117
peración, llena mal los deberes de su estado, si no
es ya que los descuide enteramente. De aquí la inac-
ción, la indolencia por los verdaderos intereses de
su alma, las caídas y recaídas, los escándalos, y en
suma su pérdida irremediable. Tal es la suerte de
tantos y tantas que, desviados de la senda que el
Señor les trazaba, se van yendo también fuera del
camino de la justicia y de la verdad, entregados a sus
débiles fuerzas, en manos de su consejo, y por con-
siguiente viviendo siempre en peligro y ocasión pró-
xima de pecado.
Verdades son éstas que no es lícito poner en duda,
y no hay quién no las reflexione y pondere cuando
se trata de abrazar el estado eclesiástico, secular o
regular. Desde luego, para estos estados debe ser
mayor el tino y la madurez con que se tome la re-
solución ; porque siendo mayor o menor el número
de los que Dios llama a ellos, es más incierta la vo-
cación y más peligroso el error. Pero si hay mayores
probabilidades para la vocación al estado del matri-
monio, no por eso debe meditarse menos. No es
sólo el estado en sí mismo lo que hay que examinar ;
deben tenerse también en cuenta otras mil circuns-
tancias, con respecto a la persona con quien va a vi-
vir en unión perpetua, a sus cualidades naturales,
religiosas y civiles, y aun a sus mismas preocupa-
ciones; porque todo es de suma importancia para
118
MANUEL JOSE MOSQUERA
los que buscan su mutua felicidad en una sociedad
tan íntima.
Sin embargo, nada hay más común que ver abra-
zar el arduo estado del matrimonio, aun suponiendo
la vocación a él, con una festinación tal, que ella
misma es ya precursora necesaria de desgracias y
de escándalos interminables.
Primeramente, hay unos que no deliberan sobre
sus propias circunstancias, para hacer una elección
de convencimiento, obrando con toda seriedad en ne-
gocio de tanta monta y gravedad ; sino que proceden
simplemente como por ímpetu o por antojo, unas
veces por ocasión y las más de ellas sin haber exa-
minado si es oportuno el tiempo, aunque por otra
parte les haya decidido ya su inclinación a ese gé-
nero de vida.
En segundo lugar, hay otros que deliberan mal,
procediendo sobre malos principios, y mirando a
otros fines que los que se debe proponer un cristia-
HO. Ora piensan en el regalo de la vida y los place-
res; ora calculan medrar y enriquecerse; ya se pro-
ponen ganar honra en ciertos círculos a que pien-
san penetrar; ya esperan granjearse nuevas y pro-
vechosas relaciones. De este modo, sólo se ocupan
en los negocios temporales; nunca se cuidan de la
virtud, tan necesaria a todos los estados, puesto que
todos ellos y todas las profesiones no son sino me-
dios de santificación nara conseguir la salvación
SERMONES
119
eterna. Así vemos que en este siglo de corrupción
y de filosofía, la mayor parte de los que se casan
piensan en todo, menos en las obligaciones que van
a contraer: calculan las ventajas temporales, pero
no reflexionan si la fe ilustra sus almas, si las ador-
na la caridad, y si la esperanza fundada en las bue-
nas obras anima su virtud. ¿Por ventura hay quién
se pare a considerar si un fondo de religión y de
probidad da garantía de que ese joven pretendiente
ha de ser un esposo fiel? ¿Hay quién reconozca que
nada importa la falsa ilustración de una filosofía
irreligiosa y de una ciencia blasfema, en el que as-
pira al matrimonio, si por lo mismo no se respeta
la religión ni se teme a Dios, la fidelidad conyugal
no tiene ya más seguridad que en la falta de ocasión
para violarla, ni el orden doméstico puede contar
con ejemplo ni apoyo alguno? Pero con todo, herma-
nos míos, vosotros lo sabéis mejor que yo: poco o
nada se consideran estas circunstancias en los espo-
sos, y de allí nacen tantos malos matrimonios.
En tercer lugar, hay otra clase de personas cuya
deliberación es caprichosa; porque la toman por sí
solas, despreciando la autoridad paterna, si no es
que también se la atropella, abusando de la edad en
que la ley permite el matrimonio. Esta falta es de-
masiado frecuente, y ojalá que no haya en mi audi-
torio muchos que hayan sentido ya sus fatales con-
secuencias. Ciertamente, ¿qué apariencia de acierto
120 MANUEL JOSE MOSQUERA
puede haber en una deliberación sugerida por la pa-
sión más fogosa, y sostenida las más veces por el
amor propio? La discreción y el tino son siempre
hijos de la experiencia: mientras más costosa ha
sido ésta, mayor suele ser la circunspección con que
se obra; pero una temeridad reprensible, acompa-
ñada de ignorancia, es por lo común el único conse-
jero de tantos matrimonios inconsultos. Si en todo
negocio amonesta el Espíritu Santo a los jóvenes,
que no se fíen de sí mismos, y que nada obren sin
consejo, ¿qué cosa más importante y digna del con-
sejo y de la autorización paternal que la resolución
para abrazar un estado? Y no se crea haber llenado
tan justo deber, cuando en la tenacidad que arranca
a los padres un forzado consentimiento, dado con
lágrimas y agudos pesares. No; esto no es más que
una vana fórmula. La autoridad paterna, el amor fi-
lial, la gratitud misma, aun cuando no hubiese otros
justos derechos, exigen que se consulte antes de todo
el juicio de las personas a quienes se debe la exis-
tencia, y que son tan interesadas en el acierto de
una buena elección. Lo contrario es una grave fal-
ta; diga lo que quiera el mundo, que pretende dar
derechos absolutos a una edad propia sólo para obe-
decer.
Por último, hay otra falta, sin duda la más pe-
ligrosa de cuantas pueden cometerse, y consiste en
no consultar la voluntad de Dios, para procurar ha-
SERMONES
121
cer dignos de su divino beneplácito los matrimonios
que se contraen. Los padres, dice el sabio, pueden
dar las riquezas; pero una mujer prudente es un
don de Dios. Para conseguirlo, es necesario dirigirse
a él con humildad y confianza, y sólo de este modo
podrá haber matrimonios comparables al de Tobías
y Sara. Dios es el padre de las luces, el dador de
todo don perfecto, el Dios de las misericordias ; pero
su justicia es también recta e inviolable, y nunca
queda sin castigo el abuso que hacemos de nuestra
libertad. ¿Y qué mayor abuso que no examinar si
la elección de nuestro estado es conforme a la vo-
luntad de Dios? Si cuando los israelitas pretendieron
retirarse al Egipto, sin implorar del Señor su con-
sejo, fueron tan fuertemente reprendidos por el pro-
feta, anunciándoles que su designio se tomaría para
ellos en desventura y confusión ; no es menos cierto,
hermanos míos, que por igual falta de no consultar
al Señor, los matrimonios se tornan en perpetua con-
fusión y desventura de los esposos.
Mas lo que agrava mucho esta falta, lo que la
hace más digna de reprensión y de castigo, es: que
ella nace de que a la resolución de abrazar el matri-
monio precede una vida licenciosa, o a lo menos re-
lajada; una juventud llena de pecados, que siempre
ha estado irritando la justicia celestial. Sin haber
practicado la virtud, se pretende abrazar un estado
que la supone madura, fuerte, capaz de servir de
122
MANUEL JOSE MOSQUERA
ejemplo a la prole y a los domésticos. Yo no sé qué
admirar más, hermanos míos, si la ignorancia tan
general que reina, en cuanto a las disposiciones ne-
cesarias para deliberar en la elección del matrimo-
nio, o esa ceguedad de nuestro siglo que, viendo to-
dos los días la infelicidad de los que se casan incon-
sideradamente, no conoce que el Dios de la unión
concorde y de la paz no ha presidido allí, para ajus-
tarías y confirmarlas. Yo bien sé que el filosofismo
de e«5fA c-ierio inicuo mira estas doctrinas como preo-
rnnaciones. v que sonriéndose al oírnos predicar la
verdíid estima lo'^nra nuestras palabras, sin honor
nuestro ministerio, y apasionadas nuestras exhor-
taciones. No imnorta: así ha .^uzgado siempre el
mundo de la religión ; y donde mayor locura y ex-
trfiv?írancia encuentra, es principalmente en aque-
llas máximas que se dirigen a confundir y domar
la soberbia de la vida y a reprimir la libertad de
los sentidos. Pero no por eso deja de ser cierto lo
Que predicamos, y los juicios del Señor tienen siem-
pre su cumplida ejecución. Esos mismos que ahora
se burlan de vernos reclamar contra el olvido del
consejo divino para elegir el estado que se abrace,
y que sólo obran por cálculos de utilidad hechos se-
gún la escala de los placeres, se verán muy pronto
desengañados, aunque acaso (y quiera Dios que no
sea así), con una harto costosa experiencia.
Y vosotros, jóvenes de ambos sexos que aun os
SERMONES
123
halláis en libertad, ved bien la elección que hacéis.
Grande es la misericordia del Señor en conserva-
ros todavía en situación de elegir, para que delibe-
réis bajo la protección del cielo, y no bajo la perni-
ciosa influencia de las amistades peligrosas y de
las pasiones exaltadas. Trabajad en la oración y con
la práctica de las buenas obras, para hacer cierta
vuestra vocación y elección: ayudados de las luces
de la gracia, buscad en vuestras alianzas, más bien
las cualidades personales que las ventajas exteriores ;
informándoos diligentemente del espíritu, del carác-
ter, de las costumbres, de los principios, sobre todo,
de la religión de la persona que elijáis. En todos los
demás negocios miráis con cuidado vuestras delibe-
raciones, cuando no se interesan más que cosas tem-
porales. Pues aquí que se interesa vuestra paz, vues-
tra propia salvación, es preciso ver bien con quién
forméis esa alianza eterna, no sea que vayáis a ha-
cer una mala compañía, en que no pueda haber uni-
dad de creencia y de sentimientos, de principios y
de costumbres; o que para lograrla, sea preciso sa-
crificar lo más precioso que tiene sobre la tierra
una criatura racional — la fe cristiana — don inesti-
mable que corre un riesgo en que no cabe pondera-
ción, principalmente en las mujeres, cuando se casan
con hombres impíos y libertinos.
Pero supongo ya, hermanos míos, que meditáis
detenidamente vuestra deliberación, y que vuestra
124 MANUEL JOSE MOSQUERA
elección lleva el carácter del acierto, porque ha sido
consultada con Dios y con vuestros padres, y por-
que no os proponéis ningún fin desordenado. Sin
duda, habéis dado con esto el primer paso a vuestra
felicidad temporal y eterna, en cuanto ellas depen-
den de la elección; pero no es esto todo: aun tenéis
riesgo de echaros encima una ruina espiritual, si
no añadís aquella disposición que requiere un sa-
cramento de vivos, cual es el sacramento del ma-
trimonio: es que debéis también prepararos a reci-
birlo con una grande pureza de alma — segunda dis-
posición para celebrar dignamente el matrimonio.
II
La vida del cristiano es una vida oculta, porque
los principios interiores que la animan nada tienen
de material y sensible , y porque las acciones exterio-
res, que son los frutos de esta vida, tienen un mé-
rito sobrenatural que se oculta a los ojos de los hom-
bres : no es una vida oculta en Dios, porque El sólo
es el testigo del alma, su objeto y su fin: y es al
mismo tiempo una vida oculta en Dios y con Je-
sucristo, porque todo lo que hay de bueno y de me-
ritorio en ella, no es bueno ni meritorio sino por
los méritos del mismo Jesucristo nuestro Señor. Mas
los principios de nuestra vida espiritual son las di-
ferentes gracias que derrama el Señor en el alma
por medio de los sacramentos, los cuales, para ser-
SERMONES
125
virme de una comparación palpable, comunicanuo
estas gracias a los que somos miembros de Jesu-
cristo, nos dan fuerza y crecimiento, del mismo mo-
do que la sangre en su circulación lleva consigo todo
lo que acrece y vigoriza los miembros del cuerpo hu-
mano.
Pero estas gracias invisibles, aunque ciertas, son
diferentes en cada sacramento; pues que cada uno
de ellos tiene un objeto inmediato, aunque todos so
refieran al fin general de la santificación de las al-
mas. Y prescindiendo ahora de las diferencias de
los sacramentos, me bastará notar para vuestra ins-
trucción, que unos son establecidos para borrar el
pecado en el alma y restituirnos a la amistad de
Dios; y esta gracia santificante, llamada por los
teólogos primera gracia, es el efecto primario del
bautismo y de la penitencia. Los otros sacramentos
están destinados por Dios para dar otras gracias
especiales y aumentar la santificante; y estas gra-
cias se llaman segunda gracia, porque suponen ya al
hombre en posesión de la gracia justificante y en
la amistad de Dios.
Sobre estos principios doctrinales, digo: que el
sacramento del matrimonio, como sacramento que
causa segunda gracia, requiere como condición in-
dispensable que los que le reciben se hallen en pureza
de alma, con una conciencia limpia de pecado mortal.
En efecto, este sacramento no sólo da la gracia.
12G
MANUEL JOSE MOSQUERA
sino que representa uno de los más grandes mis-
terios, el de la Encarnación del Verbo. Sacramentum
hoc magiium est: es un sacramento grande, santo y
venerable, dice el apóstol. De aquí se deduce una
verdad muy importante, sobre la cual se reflexiona
muy poco en el mundo, y es: que el hombre debe
probarse a sí mismo antes de acercarse al matri-
monio, para no echarse un lazo de condenación, co-
metiendo un gran sacrilegio, en vez de ligarse con
un vínculo de caridad y de santidad. ¿Cuál es el
cristiano que no condena y acusa de profanación al
que oculta un pecado en el sacramento de la peni-
tencia? ¿Quién no se avergüenza y se horroriza de
recibir a Jesucristo con una conciencia impura?
¿Quién no se abate y se confunde al considerar se-
mejante atentado? Aun los mismos incrédulos se
recelan a veces de actos tan impíos. Ahora bien, her-
manos míos, ¿es menos santo y respetable el matri-
monio en calidad de sacramento? ¿no es instituido
como los otros por el Salvador del mundo? ¿no pe-
dirá acaso disposiciones tan perfectas, y una pu-
reza de alma tan entera, como los demás sacra-
mentos? No hay duda que el augusto sacramento
de la Eucaristía requiere mayor santidad y pureza
de alma que los otros; pero guárdenos Dios, her-
manos míos, de confundir los grados más elevados
de caridad necesarios para participar del cuerpo y
sangre de Jesucristo, con la integridad de concien-
oERMONES
127
cia indispensable para recibir los demás sacra-
mentos.
Conviénese desde luego, fácilmente en esta doc-
trina; y sin embargo, ¿cuál es la manera de dispo-
nerse en nuestros días para recibir el sacramento
del matrimonio? No temo decirlo delante de los án-
geles y de los hombres: es por el pecado; es por
un largo comercio de locuras indecorosas, causa de
escándalos y de desórdenes infinitos durante la vida
conyugal. Bajo el pretexto de que un día el vínculo
sagrado afirmará la deseada unión, hay ciertas li-
bertades y estrecheces peligrosas, que del simple de-
seo de agradar pasan a encender una pasión des-
arreglada: día y noche, ella es el objeto único del
pensamiento, el centro de todos los deseos. Ni las
obligaciones más importantes, ni el respeto debido
a las canas y a la autoridad, ni aun la santidad mis-
ma del templo, sirven de barrera a unos deseos vo-
luptuosos que, sobreponiéndose a la razón, a los de-
beres y al mismo temor de Dios, atropellan todo lo
más sagrado para llegar a su fin. Es un misterio
de iniquidad el que preparan comúnmente los es-
posos, y no la representación del misterio de la En-
carnación del Verbo y del desposorio de Jesucristo
con la Iglesia. Así pasan días, semanas, meses y aun
años, hasta que llegan a consumar una grande abo-
minación: creen haber puesto con ella el cimiento
de una dicha futura, cuando sólo han conseguido en-
128
IMANTJEI, JOSE MOSQUERA
venenar la unión conyugal, que debía serles un be-
néfico manantial de gracias y de consuelos. ¡Y todo
esto pasa a vista de padres que se dicen cristianos!
¡ y lo ven ! ¡ y lo toleran ! ¡ y lo consienten ! ¡ y hasta
lo autorizan ! ¡ Oh Dios santo ! Ahora sí podremos
decir que se acerca aquel desventurado tiempo en
que no hallará fe sobre la tierra el Hijo del hombre.
Pero vos tenéis, Señor, un infierno dónde sepultar
para siempre a esos padres desnaturalizados: ejer-
ced vuestra justicia. Entretanto yo me dirijo a esa
juventud desenfrenada, que así vive, que así piensa
llegar al matrimonio.
Decidme con verdad, hijos míos muy amados, ¿y
creéis que una vida tan criminal como la que lleváis
sea una buena disposición para recibir el sacra-
mento del matrimonio? ¿No teméis que tantas im-
purezas y escándalos atraigan sobre vosotros y so-
bre vuestro matrimonio la maldición del cielo? Si
lo dudáis, si váis hasta mirar con desdén esta recon-
vención, es señal de que vuestro matrimonio será
un sacrilegio. Porque nada importa que para guar-
dar las apariencias tratéis también de recibir el sa-
cramento de la penitencia; pues como la falta ge-
neral de aquella piedad y de aquel recogimiento que
deben preparar a un cristiano para actos tan serios
y tan santos, os hace mirar todas estas cosas como
meras ceremonias, no resulta más de todo ello que
añadir sacrilegios a sacrilegios. Y de esta suerte,
SERMONES
129
hermanos /iiíos, todos los que se casan sin haberse
santificado antes, con una preparación tan detenida
como debe serlo, y como lo exige la vida licenciosa
que ha precedido, celebran y festejan su propia con-
denación, y la coronan con regocijos que bien pron-
to se tornan en largos días de tormento y de escán-
dalos execrables. El sacerdote bendecirá exterior-
mente vuestra unión, pero Jesucristo la maldice
desde el cielo: el sacerdote os dirá: lo que Dios ha
unido no lo separe el hombre ; pero el sacrilegio que
ha manchado esa unión la hará insoportable, llena
de calamidades, atribulada y congojosa : de nada ha-
brán servido las piadosas exhortaciones con que el
sacerdote empiece vuestros matrimonios; escucha-
das sin atención y sin piedad, pasarán como el so-
nido de una campana, y nada, nada más quedará,
que el triste recuerdo del momento en que os hicis-
teis esclavos del demonio, en lugar de someteros al
yugo santo del gran sacramento con que el Hijo de
Dios vivo quiso haceros padres de una casta y bendi-
ta generación.
¡ Qué desgracia ! ¡ qué cadena de tribulaciones y de
pesares ! ¡ y qué dolor, al ver que cuanto acabo de
decir es una verdad comprobada por la más triste
y lamentable experiencia ! Hubo un tiempo entre nos-
otros, tiempo feliz y justamente envidiable, en que la
celebración de un matrimonio se miraba con todo el
sermones — 9
130 MANUEL JOSE MOSQUERA
respeto que requiere su santidad. No se omitían las
más fervorosas oraciones; se hacía por lo común
una confesión general, para presentarse los contra-
yentes ante el altar purificados de todas las manchas
con que contamina el cieno del mundo. Mas ¿qué es
lo que nos queda de las costumbres de nuestros pa-
dres? ¿cuál es la fe, la caridad, el espíritu cristiano
que nos anima? Herederos de su nombre y de sus
bienes, sólo hemos apreciado éstos, terrenales y pe-
recederos, dejándonos robar del enemigo de la sal-
vación el rico patrimonio de su fe y de su piedad.
De aquí tantos matrimonios separados al principio
mismo de su carrera; de aquí las infidelidades; de
aquí los hijos díscolos, relajados e impíos. No nos
engañemos : las sacrilegios que se cometen en la ce-
lebración de los matrimonios son la causa que los
llena de maldición en la vida de los padres y en la
de los hijos. Pero si ésta es la causa fecunda de las
desgracias de los matrimonios, también contribuye
a hacerlos defectuosos el modo como suelen cele-
brarse, sin aquella edificativa modestia que debe
acompañarlos: que es la tercera disposición nece-
saria.
III
"Nosotros somos hijos de santos, y no podemos
juntamos a manera de los gentiles que no conocen
a Dios" íTob. VIII, 5), decía el joven Tobías a Sa-
SERMONES
131
ra el día de su desposorio, para convidarla a ofre-
cer al Señor las primicias de su matrimonio, en el
recogimiento y en la oración. Unidos en un mismo
espíritu de piedad oraban al Señor por tres noches
consecutivas, y con mucho fervor, a fin de que los
conservase salvos. "Oh Señor Dios de nuestros pa-
dres, le decía Tobías: bendígante los cielos y la tie-
rra, y el mar, y los riscos, y todas las criaturas que
hay en ello. Tú formaste a Adán del lodo de la tie-
rra, y le diste a Eva por ayuda y compañera suya.
Ahora pues, Señor, Tú sabes que no es movido de
concupiscencia que tomo a ésta mi hermana por es-
posa, sino por el solo deseo de tener hijos que
bendigan tu santo nombre por los siglos de los si-
glos." (Ibid. 6-9.). "Ten misericordia de nosotros,
exclamaba a su turno Sara, y haz que ambos a dos
lleguemos sanos a la vejez".
No es desde luego prohibido entregarse a aque-
llos honestos regocijos, e inocentes alegrías, a que
el mismo matrimonio convida a los cónyuges. Tam-
bién Tobías y Sara se regocijaron en un modesto
convite que presidía el virtuoso Raguel; y no por
eso faltaron, ni a la piedad, ni al recogimiento que
debían acompañar su matrimonio. El mismo Jesu-
cristo consagró con su presencia las bodas de Caná
de Galilea; pero su presencia invisible debe deste-
rrar de entre los cristianos todo lo que pueda man-
cillar la santidad del matrimonio, cuidándose de no
132
MANUEL JOSE MOSQUERA
dejar oír palabras descompuestas o voluptuosas, y
mucho menos el impío lenguaje de la incredulidad,
que sólo busca placeres y vanagloria. La alegría que
Jesucristo permite es la que nace de la inocencia del
alma, y no de la corrupción ; aprueba aquélla como
lo hizo en Caná, pero a ésta la condena : en una pa-
labra, la religión permite todos aquellos regocijos
compatibles con la alegría que se recibe en el sa-
cramento, para que su viveza excite en los nuevos
esposos ese mismo espíritu de piedad y de oración,
que en Tobías y Sara engendraba el temor de Dios
por sí solo, aun sin la gracia del sacramento.
Pero ¡qué lejos está hoy el mundo de la simpli-
cidad de los patriarcas ! Más ilustrados nosotros que
ellos, porque hemos visto en realidad lo que ellos
apenas vieron por enigmas; y favorecidos con la
sublime moral del Evangelio, desperdiciamos no obs-
tante tan grandes beneficios, y menospreciamos tan
santa doctrina, para vivir absolutamente sin temor
de Dios. Así vemos que al mismo tiempo que el sacer-
dote está bendiciendo el matrimonio, los esposos y
su acompañamiento sólo se hallan ocupados de ideas
profanas, pensando en agradar al mundo y en go-
zar de vanas pompas y de una vida placentera. A
esto se reducen sus pensamientos : allá se enderezan
sus deseos; y lejos de acordarse que para hacer la
voluntad de Dios en su matrimonio deben ser fie-
les a ella recibiendo el sacramento con devoción y
SERMONES
133
humildad, sólo les anima una cierta agitación que, sin
adelantarme a llamarla criminal en sí misma, no
temo calificarla de tal por cuanto irrespeta y pro-
fana una cosa santa. Sí, hermanos míos, no es ver-
daderamente cristiano el que no se comporta como
adorador de Dios en espíritu y verdad, cuando reci-
be o presencia un sacramento de la ley de gracia.
Su fe, si no está muerta, a lo menos es lánguida:
su celo, ni aun merece este nombre, porque mira
con indiferencia lo que Jesucristo ha hecho santo:
su caridad, es preciso decir que ha desaparecido,
cuando no se exalta a la gratitud por los beneficios
recibidos : en fin, su espíritu de cristiano no se mues-
tra, puesto que no sigue el de la Iglesia, la cual en
la administración de todos los sacramentos quiere
que los circunstantes oren al Señor, para que derra-
me abundantes gracias sobre los que tienen la di-
cha de recibirlos.
Ya estoy viendo, hermanos míos, que este siglo,
tan ávidamente amador de la novedad, y tan infa-
tuado con sus falsas luces; que este siglo, que pre-
tende reformarlo todo excepto sus vicios, perfeccio-
narlo todo menos las costumbres, os dirá que para
ser hombre de bien en el matrimonio no se necesita
de lo que os enseñamos ; y que bastará un día el con-
trato civil para ser bien y debidamente casados.
Esto y mucho más dice la filosofía sensual y ateísta
que se profesa por desgracia entre nosotros ; pero yo
134 MANUEL JOSE MOSQUERA
OS repito con el Apóstol lo que en el año pasado os
dije por cinco veces desde este lugar (1) : "Guar-
daos que nadie os engañe con filosofías y vanos so-
fismas, según la tradición de los hombres ; según los
elementos del mundo, y no según Cristo". Si sois
cristianos, es preciso que os afirméis en la enseñan-
za de la Iglesia, la cual no es otra cosa que el mismo
Evangelio eterno de que nos habla San Juan : eterno
en sus máximas rigurosas contra las cuales no po-
drán prescribir jamás, ni la razón de la costum-
bre, ni la razón de las circunstancias, que quieren
desterrar, digámoslo así, las bendiciones nupciales
de la Iglesia. Sí: jamás prescribirá el abuso contra
la ley, jamás, hermanos míos; porque la ley de la
Iglesia tiene un tribunal más allá del tiempo, en don-
de nada puede la fuerza del mundo, en donde se cas-
tiga con penas sempiternas, en donde sólo se premia
a los fieles con una gloria que tampoco tendrá fin,
y cuyo objeto y cuyo término es el mismo Dios, Rey
inmortal de los siglos. Para que podáis merecerla un
día en el cielo. El os haga aquí en la tierra buenos
esposos, fieles consortes, y edificantes padres de fa-
milia.— Amén.
(1) No existe completo el manuscrito de estas pláticas.
SERMON
PARA LA TERCERA DOMINICA DE CUARESMA
SOBRE EL MATRIMONIO.
DEL MODO COMO DEBEN SANTIFICARSE LOS CASADOS.
Honorabile connubium in ómnibus, et thorus
iiunaculatos. Fornicatores enlm, et adúlteros |udi-
cabit Deus.
Sea honesto en todos el matrimonio, y el lecho
conyugal sin mancilla. Porque Dios condenará
a los fornicarios y a los adúlteros.
(HEBR. Xm, 4.)
Tal es la justa idea que el Apóstol nos da del ma-
trimonio de los cristianos, de la inocencia y santidad
que debe reinar en esta sociedad perdurable, de la
honrosa fidelidad con que debe conservársela, y de
las desgracias que irremediablemente vienen sobre
los que mancillan la santidad de este sacramento.
Nada hay más común en el mundo que el matrimonio,
siendo el estado casi general de los hombres, la vida
continua de la sociedad ; pero tampoco hay nada más
]3ó MANUEL JOSE MOSQUERA
ignorado que los deberes del matrimonio. La mayor
parte de los que se casan, apenas miran, por decirlo
así, el exterior de estos grandes deberes, sin pensar
jamás en los medios conducentes a llenarlos, ni en
toda su gravedad e importancia. Así no hay que ex-
trañar que habiendo fijado su consideración en lo
que el matrimonio tiene de carnal y terreno, y de-
jándose seducir por la esperanza de una vida có-
moda y deliciosa, comiencen a fastidiarse luégo que
se hace sentir el peso de unas obligaciones en que
jamás se pensó, y que por lo mismo les parecen in-
soportables.
No dudo, hermanos míos, que habrá en mi audi-
torio muchas personas, que al oír hablar de las obli-
gaciones del matrimonio, esperen verlas reducidas a
tan poco.s puntos, que hagan de todas ellas cuando
más unos consejos de perfección. Así me lo hace
pensar la experiencia de todos los días, y el cono-
cimiento que me asiste de la sensualidad siempre
en boga de nuestro siglo, y del desprecio con que se
mira la severidad evangélica. Clame cuanto quiera
el mundo contra esta santa ¡severidad llamándola
rigorismo: sin cuidarme de ello, y como ministro
del Evangelio eterno de la verdad, yo debo decirla
sin rodeos, procurando agradar solamente a Aquél
que ve lo más escondido del corazón humano. Esto
mismo decía San Juan Crisóstomo, predicando en
Antioquía sobre los deberes del matrimonio. Dichoso
SERMONES
137
yo, si al valerme de las máximas de este gran Pa-
dre, puedo imitarlo a lo menos en decir la verdad,
ya que no alcance a exponerla con su poderosa elo-
cuencia, ni a apoyarla en la autoridad que le daban
su sabiduría y sus eminentes virtudes.
En efecto, ¿cuántas y cuáles no deben ser las obli-
gaciones de un estado tan honorífico, tan santo, por
relación a su autor, que es el mismo Jesucristo? Ya
representa él la unión del Verbo con la humanidad;
ya la de Jesucristo con su Iglesia; ya es llamado
sacramento grande por San Pablo, que propone a los
esposos el amor de Nuestro Señor a su Iglesia,
para enseñarles el que deben tener a sus esposas.
Unas veces llama el Apóstol la atención de los casa-
dos al deber de la mutua caridad ; otras los exhorta
a la cesación de las obras de la carne, para poder
vacar a la oración; tan pronto inquiere la fidelidad
inviolable que deben guardarse el uno al otro, como
encarece la paciencia con que recíprocamente deben
sobrellevarse: en suma, hermanos míos, el grande
Apóstol, que es por excelencia el doctor del matri-
monio, inculca en sus cartas todos los deberes de los
casados, para con Dios, para consigo mismos, y para
con sus hijos. Mas yo los creo comprendidos todos
en estas palabras que dirige a los hebreos : "Sea ho-
nesto en todos el matrimonio, y el lecho conyugal
sin mancilla." Y ciertamente, el exigir una honesti-
dad general en el matrimonio, es exigir el más ci'm-
138 MANUEL JOSE MOSQUERA:
plido desempeño de sus obligaciones; una correspon-
dencia fiel a la gracia que en él se recibe; una vida
santa como la de Isaac, Jacob, Tobías y tantos otros
fieles adoradores de Dios, que se han santificado vi-
viendo en el matrimonio de una manera que subía
hasta la misma perfección.
Para fijar la materia de esta instrucción, digo:
que no siendo el matrimonio solamente una acción
de la vida, sino un estado, se abre en él a los ca-
sados una nueva carrera en que deben llenar los
altos fines de su vocación; porque a ningún estado
llama Dios al hombre para que viva en sosiego, sino
para que trabaje y se santifique haciendo la volun-
tad del Creador. Ni debe por lo mismo lisonjearse
nadie de haber consultado su vocación, de haber re-
cibido con buenas disposiciones el sacramento, y de
no llevar fines torcidos en el matrimonio, si no tra-
baja en él para hacer cierta su vocación con las
buenas obras. Judas fue llamado legítimamente al
apostolado; y no por falta de vocación, sino por no
haber sido fiel a los deberes que su vocación le im-
ponía, llegó a ser réprobo y a perderse para siem-
pre. Voy, pues, a recorrer las obligaciones de los
casados siguiendo la doctrina de San Pablo ; y éstas
son : la unión, la paciencia, la santidad, la fidelidad
y la educación. Esta última, por su alta importancia,
merece ser tratada por separado, y la reservaremos
SERMONES
139
para el domingo siguiente: las otras cuatro serán
la materia de esta instrucción.
Imploremos los auxilios de la gracia, etc. — Ave,
María.
La unión es la primera obligación de los casados,
la base de sus acciones y el principio de su felici-
dad. Consiste en que no falte jamás entre ellos aquel
afecto, aquel amor cristiano y recíproco, aquella
santa ternura que, como dice San Juan Crisóstomo,
debe formar el lazo de la caridad en la alianza.
Dios ha establecido diversos estados en el mun-
do; y en esta diversidad de estados, que según la
expresión de San Pablo hace la gloria y la belleza
del cuerpo místico de Jesucristo, hay diferentes gra-
cias que recibir y distintos deberes que llenar. Así,
el eclesiástico necesita del espíritu sacerdotal; el
magistrado, del espíritu de justicia y fortaleza; el
solitario, del espíritu de recogimiento y de oración;
el predicador, de un espíritu de celo y de ciencia. ¿Y
cuál es el espíritu del estado del matrimonio? El mis-
mo Dios nos lo enseña: un espíritu de amor y de
unión tal, que nada sea capaz de desvirtuarlo. El
marido, dice la Escritura (Gen. XI, 24), estará de
tal modo unido a su mujer, que vengan a ser dos
en una misma carne. Advertid, observa S. Juan Cri-
sóstomo, que Dios no dice: adherios a la belleza de
vuestra mujer; porque la belleza es tan frágil como
pasajera, y sólo puede producir un amor voluptuoso
140 MANUEL JOSE MOSQUERA
que será tan inconstante como el deleite mismo: ni
os dice, apegaos a los bienes de la esposa; porque
semejante afecto sería sórdido, y un amor interesado
jamás es el lazo que une los corazones. No, cierta-
mente: estará el varón unido a su mujer, sea her-
mosa o no, pobre o rica, de talento o limitada; que
una vez celebrado el matrimonio, ya es preciso amar-
la siempre como al hueso de sus huesos, a la carne
de su carne; amarla como Jesucristo ama a su Igle-
sia, es decir, mirándola con aquella complacencia
con que Jesucristo mira a esta Esposa suya. El no
la trata como a e^^rlava, sino que toma parte en todo
lo que la regocija o la aflige, y renueva todos los
días para su bien el sacrificio de la cruz.
Ved aquí, maridos cristianos, el modelo del amor
que debéis tener a vuestras mujeres. Bien lejos de
mirarlas con desdén o menosprecio, o de tratarlas
algunas veces como esclavas, debéis usar para con
ellas de bondad, de dulzura y aun de condescenden-
cia ; estando dispuestos a hacer por ellas los sacrifi-
cios que exige un amor fiel y generoso, y que os im-
pone el lazo con que os halláis unidos.
Pero vosotras también, mujeres cristianas, para
conservar esta unión, debéis estar sometidas a vues-
tros maridos, como la Iglesia a Jesucristo : ellos son
vuestra cabeza, como Jesucristo lo es de la Iglesia;
y así como la Iglesia permanece siempre en una
perfecta sumisión a Jesucristo, a todas sus órdenes
SERMONES
141
y preceptos; así también vosotras, en lugar de esos
aires de superioridad, de esas maneras de altanería
e imperio que tan poco convienen a vuestro sexo,
debéis, por el contrario, respetar a vuestros mari-
dos, serles dóciles, y obedecer sin réplica a sus ór-
denes, en todo lo que no se oponga a la ley santa
del Señor. Este es uno de vuestros principales debe-
res; y sin embargo, es también aquel a que más a
menudo se falta, ora por omisiones, ora por mal hu-
mor, y acaso también por un deseo de dominación;
originándose de ahí aquella funestísima pasión que
rompe la armonía y destruye la unión del matri-
monio.
Hablo, hermanos míos, de esa pasión que, como
dice el mismo San Juan Crisóstomo, envenena los
matrimonios, y crea en su seno una guerra intesti-
na y permanente ; de esa pasión crudelísima, que vie-
ne a parar en una verdadera demencia, en una es-
l)ecie de posesión del espíritu maligno; de esa pa-
sión temeraria, que sin la más leve sombra de ra-
zón quiere tener de su parte cuanto la rodea, pues
ni los hijos ni los domésticos, ni los amigos, ni los
extraños, ni los presentes ni los ausentes, nadie ha
de ignorarla, todos han de ser notificados de ella;
de esa pasión terrible que, llevando consigo el de-
monio de la división, se manifiesta en las palabras
como en las maneras, dentro del recinto doméstico co-
mo en el trato exterior; de esa pasión fatal de los
142
MANUEL JOSE MOSQUERA
celos, pasión dominante que amarga las delicias de
la unión conyugal, convirtiéndolas en desconfian-
za, desazón y despecho. Nada hay comparable a la
persistente tenacidad de esta pasión. Ni los horrores
de la indigencia, ni el descaecimiento por enferme-
dad larga e incurable, ni la punta de una espada, ni
la voraz actividad del fuego, son capaces de desarrai-
garla de los corazones de que una vez ha llegado a
apoderarse, para volverlos a estrechar en el amor.
¿Quién podrá nunca describir lo que sienten estos
corazones ? Los mismos celosos solamente podrán tai-
vez explicar por propia experiencia, cómo la imagi-
nación no les presenta día y noche más que tramas
y perfidias; cómo no reposan sino sobre ascuas en-
cendidas; cómo ni las visitas de los amigos, ni las
distracciones y pasatiempos, ni la ocupación en los
negocios, ni los sucesos prósperos o adversos, alcan-
zan a calmar su frenesí ; cómo, finalmente, la misma
venganza no hace otra cosa que irritar más y más
una pasión tan imperiosa como ciega.
Pues no es ella menos funesta, por sus resultados,
para el orden y la paz de la familia. Crédula en ex-
tremo, y éste es uno de sus menores defectos, escu-
cha y da crédito con la mayor facilidad a la malig-
na vileza de algún miserable, de algún doméstico,
que no busca ni ve otra cosa que el ruin provecho que
pueda resultarle de lisonjearla: extiéndese luégo el
escándalo ; descuídase en seguida la educación de los
SERMONES
143
hijos; siémbrase talvez entre ellos mismos la divi-
sión; relájase todo en la sociedad de la familia, y
de esta suerte la vida conyugal viene a tornarse en
un continuado martirio, por no haber escuchado en
tiempo la voz de la razón y de la conciencia. ¡Qué
lágrimas! ¡qué de amarguras! ¡qué existencia tan
atormentada !
Pero suspendamos, hermanos míos, tan tristes co-
mo ingratas reflexiones: apartemos la vista de este
cuadro lastimoso, para considerar la segunda obli-
gación de los casados, que es la paciencia.
Sería preciso que los casados viviesen como ánge-
les, para no tener nunca disgustos entre sí; y raya
en lo imposible el que algunas veces no les ocurran
quejas y contestaciones, a menos que, animados siem-
pre del temor de Dios, se ejerciten de continuo en la
santa virtud de la paciencia. Pero el demonio, ene-
migo de Dios y de la salvación de las almas, dice
San Gregorio, siembra a menudo entre los casados
la discordia y la división. Ya se vale de la mujer,
de su extravagancia, de su orgullo, de su obstina-
ción, de su pertinacia, de su vanidad, y acaso tam-
bién de su lengua y de sus imprecaciones como en el
caso del santo Job, para afligir y desesperar al ma-
rido. Ya excita el carácter inquieto y sombrío, o
impetuoso, feroz y arrebatado del marido, o se apro-
vecha del negro humor que engendran en él los re-
veces en los negocios o lo afanoso de los empleos,
144
¡.ÍANUEL JOSE MOSQUERA
para angustiar y atormentar a la mujer. De la una
o de la otra manera no faltan ocasiones de disgus-
to y de pesar para entrambos; y ¿qué marido puede
tomarse, cuando estas ocasiones se multiplican casi
con los días?
Yo bien sé que no hay peor tormento para una
mujer vigilante, recta, consagrada al desempeño de
sus deberes, que el tener que sufrir todos los días
el genio adusto, arrebatado, y acaso también algu-
nas ocasiones la impudicia de su marido: que estos
defectos no son talvez característicos, sino la con-
secuencia del juego, de la embriaguez, del libertina-
je y de la disipación; y que casi siempre se altera
la paz doméstica por el olvido del temor de Dios y por
la relajación de las costumbres. No es menos cierto,
el que un marido laborioso, pacífico, prudente y mo-
rigerado, se halla no pocas veces fuera de sí, y en
el borde de la desesperación, cuando da con una mu-
jer vana, descuidada, siempre inclinada al placer y
a la ociosidad, que introduce el desorden y la dila-
pidación en su casa, y que desconociendo de sus de-
beres, quiere dominar, movida de un deseo de inde-
pendencia incompatible con la sociedad conyugal.
Conozco que en todo esto se ofrecen dificultades
diarias, y que ellas son causa de resfriar el amor, de
riñas, de escándalos, y aun de otros excesos crimi-
nales que no pueden nombrarse. Pero no hay que
maravillamos de ello; no hay que decir con los ju-
SERMONES
145
dios: si tal es la suerte de los casados, mejor es
pet'manecer soltero. Esta proposición absurda es
falsa por dos aspectos: según el primero, descono-
ciendo las fragilidades de la humana naturaleza,
se supone que sólo en el matrimonio hay disgustos,
cuando abundan en todos los estados de la vida ; por
el segundo, pretendiendo hallar sobre la tieura un es-
tado en que la paz sea inalterable, se propone una
pura quimera ; fuera de que se insinúa una cosa con-
traria a la voluntad de Dios, la cual es que el género
humano se propague por medios lícitos; y otra cosa
contraria a la Providencia de Dios, la cual no niega
a nadie los dones necesarios para consultar y asegu-
rar su vocación en el estado que abrace. El verdade-
ro, el único remedio de estos males está en la pacien-
cia, que es la que hace hallar paz sobre la tierra, y
abrirse las puertas del cielo.
En efecto, mis hermanos, la paciencia cristiana es
este remedio, porque es el remedio universal para
todos los males. "Ella es, dice San Cipriano, la que
mitiga la ira, refrena la lengua, gobierna el alma,
conserva la paz, endereza las costumbres, sujeta la
rebeldía de la carne, reprime el entono de la sober-
bia, apaga el fuego de la discordia, contiene el des-
mesurado poder de los ricos y alivia la necesidad de
los pobres. Pero ¿cuántos, cuántos hay que, picados
y resentidos por algún agravio real o imaginario,
Sermones - 10
146
MANUEL JOSE MOSQUERA
quisieran luégo ser vengados cruelmente, sin aguar-
dar el día final del juicio? Yo los exhorto, continúa
San Cipriano, a que abracen conmigo el partido de
la paciencia, y que mientras andamos fluctuando en
medio de las tempestades y vaivenes del mundo, es-
peren con sosiego a que llegue el día de las venganzas,
sin atropellarse a tomarla por sus manos". Esta doc-
trina no es otra cosa que la amplificación de la má-
xima del Salvador a sus discípulos : In patientia ves-
fra possidebitis animas vestras: mediante vuestra
paciencia, salvaréis vuestras almas. Sí: el alma se
sustrae a si misma cuando se impacienta, pero so-
metiéndose sin murmurar a su suerte, se posee a sí
misma y posee a Dios; porque la paz de la vida no
consiste en no sufrir, sino en aceptar los trabajos
que Dios nos envía. Este es el gran secreto de la
felicidad humana: todo lo demás, es querer lo que
nunca puede alcanzar el hombre sobre la tierra.
De aquí es ya fácil deducir la regla universal de
conducta que deben observar los casados. Llevad,
pues, mutuamente las cargas del matrimonio, ayu-
dándoos el uno al otro, para llenar la ley de Dios.
Entonces, la dulzura y la condescendencia recípro-
cas harán de las cruces del matrimonio otros tantos
medios de santificación: entonces no se oirá al ma-
rido maldecir su suerte porque no le obedece au mu-
jer, ni a ésta reclamar la falta de amor de aquél;
entonces el marido prudente sabrá, como Job, ven-
SERMONES
147
cer con la paciencia y la circunspección la poca hu-
mildad de su mujer; entonces ésta, a imitación de
Santa Mónica, vencerá la dureza de su marido. Per-
mitidme aquí, mujeres cristianas, que llame vuestra
atención hacia este modelo perfecto de la virtud de
una casa. ¡Qué injurias, qué asperezas no recibía a
cada momento esta mujer fuerte, de parte de Pa-
tricio ! Sin embargo, llena del espíritu del cristianis-
mo, sometida con una plena resignación a la cruz
que Dios le había enviado, ni de sus labios salieron
jamás quejas indiscretas, ni alteró su moderación
con su esposo, ni acción alguna dejó entrever nunca
que la paciencia cristiana se hubiera disminuido en
su alma. Noverat haec, non resistere irato viro, non
tantum fado, sed ne verbo quidem. Sí: Mónica ha-
bía aprendido, nos refiere su inmortal hijo Agustino,
a no resistir a su marido, ni por hechos, ni aun por
palabras. Y ¿cuál fue el resultado de esta heroica
paciencia? El que corona siempre la práctica fiel y
constante del Evangelio. Mónica no sólo alcanzó a
ver mudada la condición dura de Patricio, sino tam-
bién que se tornase de gentil en verdadero y perfecto
cristiano.
Ya veo que la natural ligereza del sexo hace decir
a algunas personas : ¡ Y qué ! ¿ es dado a todas la alta
y heroica virtud de Mónica? Sin duda, el ejemplo no
es común, y por eso mismo se propone. Pero decid-
me: ¿la doctrina del Evangelio obligaba más a la et-
148
MANUEL JOSE MOSQUERA
posa de Patricio, gentil, que a las esposas de los
cristianos? ¿Hay una ley para el perfecto y otra para
el imperfect»? ¿Ha dicho acaso Jesucristo que una
debe ser la paciencia de la mujer fuerte, y otra la
de aquella que apenas sabe llenar sus deberes? No
nos preocupemos, confundiendo los grados de per-
fección a que sube el cristiano cuando abraza los
consejos evangélicos, con la obligación estricta de
la ley. Diversos grados tiene la paciencia. ¡Feliz,
wril veces feliz, aquel a quien Dios concede no sólo
sufrir sino sufrir con alegría y desear padecer por
Dios ! Esto es perfección. Sufrir con humildad, aun-
que no sin amargura y dolor, es lo que a todos obliga.
Ahora bien, hermanos míos, ¿qué es lo que os im-
pide sobrellevar en el matrimonio las diferencias del
genio, los contratiempos y penalidades de la vida?
Si vuestra unión no fue precedida del examen y dia-
posiciones necesarias; si procedisteis llevados del
ardor de la edad, del interés de la vanidad, del deseo
de los placeres, ¿es defecto del matrimonio? ¿es ri-
gor de la ley? Culpa es vuéstra y de vuestros padres.
El vínculo está sellado por el sacramento: nadie,
diga lo que quiera el mundo iluso, nadie sino la
muerte puede romperlo ; y mientras dure, no pueden
remediarse ios males, ni enmendarse los desaciertos,
sino por la paciencia : In patientia vestra possidebi-
tis animas vestras. Un poco de moderación remedia-
ría males infinitos que son la causa de otros mucho
SERMONES 149
mayores, los cuales destruyen la paz doméstica y
llenan al mundo de escándalos. Pero como 1» pacien-
cia no se cultiva sin la virtud de la religió», hable-
mos ya del deber de profesar la santidad; que es la
tercera obligación de los casados.
No hay preocupación más general en el mundo,
que la de considerar la santidad como una cualidad
exclusiva de los claustros y del sacerdocio, y de la
cual sólo pueden participar ciertas personas, que
prescindiendo del matrimonio, profesan la vida es-
piritual. Sin duda, hermanos míos, la vida perfecta
que abraza los consejos evangélicos no es cosa pro-
puesta a la multitud : el mismo Jesucristo distinguió
bien claramente en su Evangelio lo que era de rigu-
rosa obligación de lo que sólo era de consejo ; y por no
saber distinguir hasta dónde llega en cada estado
aquélla y dónde comienza éste, caen los hombres en
mil errores, juzgándose rectos y en el camino del
cielo, cuando andan harto distantes de él.
Se considera comúnmente el matrimonio como un
estado de goces y de placeres: se piensa que la se-
veridad de la ley cristiana no ha sido hecha para los
casados; que les es lícita la vanidad del mundo, el
tumulto de su desorden, y que pueden recorrer sin
riesgos cuantos lugares infesta el aire corrompido
de las pasiones. De este falso sistema de ideas que
se forman, sin reflexionar siquiera en las malas con-
secuencias que puede traer, nace el olvido de las
150
MANUEL JOSE MOSQUERA
prácticas religiosas que hoy reina en los matrimo-
nios. La frecuencia de los sacramentos, la oración
diaria, la puntual asistencia al santo templo, todo
es considerado como una carga insoportable. Bajo
el pretexto de no profanar los sacramentos por la
vida conyugal, se reservan para el tiempo pascual:
entre tanto, la carne y la sangre van adquiriendo
más dominio sobre el alma ; llega el tiempo santo, y
entonces la pereza, la tibieza, la agitación del mundo,
el miedo de hallarse criminal, entrando en cuentas
consigo mismo, y talvez un principio de impiedad,
engendrado por la misma vida inútil, hacen que de
la omisión se pase al abandono, del abandono a la
relajación y de la relajación a la impenitencia.
Y ved, hermanos míos, que al describir el curso
ordinario que lleva la vida de los casados en nuestro
siglo, no he dicho cosa alguna de aquellos que, no
creyendo en nada, sólo miran el matrimonio como
un contrato puramente civil ; que comienzan sus pro-
fanaciones desde el día en que se casan, recibiendo
sacrilegamente un sacramento grande; que pasan
una vida meramente material, sin alimentar jamás
su alma, la parte más noble de su ser; y que lejos
de procurar arreglar su vida a la piedad, conside-
rando que les espera la eternidad, reducen todo el
círculo de sus relaciones morales a las cosas perece-
deras de la tierra. Semejantes hombres, o son impíos
por sistema, o son indiferentistas ; y por consiguiente
SERMONES
151
predicar a tales gentes la santidad de la vida en el
matrimonio, es hablarles un lenguaje desconocido,
que calificarán de locura y de insipiencia, y harán
de ella un escándalo, como de la cruz de Cristo los
judíos. No hay pocos entre nosotros que se hallen
en tan lamentable estado; pero sería preciso empe-
zar por convencerlos de la verdad de la religión, y
ahora no nos es posible entrar en tan profunda ma-
teria, de que ya hemos hablado en los años anterio-
res. Más importante es dirigir la palabra a los ver-
daderos creyentes, en quienes sólo está adormecida
la fe y que todavía tienen por regla el temor de
Dios.
A vosotros, pues, cristianos casados, digo hoy con
la Iglesia lo que se os dijo por el sacerdote al tiem-
po de uniros en matrimonio: sed santos, vosotros y
toda vuestra casa, pues es santo nuestro Dios y Se-
ñor. Hé aquí, hermanos míos, que la obligación os
fue intimada con tiempo; mas vosotros la hacéis
írrita por preocupación y por descuido.
Dije, primeramente, por preocupación; pues no
atendéis a que es santo el estado que profesáis. De
cualquier modo que se mire el matrimonio, no puede
dejar de confesarse santo; y si él es santo, ¿con qué
honor y con qué reverencia no debe tratarse una cosa
santa? ¿Se llenará esta obligación con sólo recibir
santamente el sacramento? No, hermanos míos. "Es-
ta es la voluntad de Dios, dice San Pablo —vuestra
152 MANUEL JOSE MOSQUERA
santificación — , absteniéndoos de toda impureza y
sabiendo guardar cada uno su cuerpo en santidad y
en honor". En una palabra, durante todo el curso
de la vida nada es permitido que sea contra la san-
tidad del matrimonio o contra la modestia cristia-
na. Repito que no todo es permitido a los casados:
tened siempre presente esta máxima, para saber
arreglar la vida conyugal bajo los sabios consejos
de un varón prudente y para evitar tantos crímenes
horrendos que se cometen en el matrimonio, y que
son causa de condenación por tantas almas. No per-
mita Dios que jamás ofenda yo vuestros oídos, ni
profane este lugar con enumeraciones que sólo pue-
den pasar en el silencio del tribunal de la peniten-
cia. Pero ¿cuántos hay que se creen en seguridad de
conciencia, hallándose cargados de delitos, cuyo pe-
so los agobia hacia el infierno? ¿cuántos que se li-
sonjean de vivir según Dios porque no son infieles,
y macillan todos los días la santidad del matrimonio?
Cada uno examine su conciencia, sin sofocar los re-
mordimientos: observe su propia conducta a la luz
indefectible de la eternidad; y entonces conocerá que
para llenar la obligación de vivir con santidad en el
matrimonio es preciso imitar el ejem.plo de Zacarías
y de Isabel : "Ambos, dice el Evangelista, eran justos
a los ojos de Dios, guardando, como guardaban, todos
los mandamientos y leyes del Señor irreprensible-
mente" (Luc. I, 6).
SERMONES
153
Véase ahí en lo que consiste la santidad de un ma-
trimonio. No sólo eran aceptos a los ojos de los
hombres por la exterioridad de su vida, sino que el
mismo Dios los hallaba justos : Erant justi ambo an-
te Deum. No contentos con llenar los deberes gene-
rales de todo fiel, eran puntuales en todo lo rela-
tivo a su estado, en la adversidad y en la prosperi-
dad, teniendo siempre gran celo por la salvación de
sus almas : Incedentes in ómnibus mandatis et jiisti-
ficationibus Domini. En ayuno y en mutua exhor-
tación, en vigilancia y oración, ofreciendo sacrificios
en el templo, suspiraban por gozar de Dios, usando
de este mundo como si no lo poseyesen. Así vivían
estos grandes santos y perfectísimos casados; así
vivían los primeros cristianos, que procuraban imi-
tar las vidas de los santos como reglas seguras ; pero
hoy que se quiere escribirlo todo, hasta la moral y
la fe, ni se cree nada ni se observa nada.
Dije, también, por abandono. Y a la verdad, her-
manos míos, ¿qué otra cosa podemos pensar de vos-
otros, cuando se os ve siempre afanados por los in-
tereses temporales del matrimonio; a las mujeres,
casi olvidadas de sí mismas, por parecer bien y no
ser menos que otras, mientras que sólo el interés del
alma, el adorno de la gracia y el servicio de Dios no
merecen de ellas cuidado alguno ni atención? ¿Qué
hemos de decir sino que, olvidados de que el estado
es santo y que la voluntad de Dios es que os santi-
154
MANUEL JOSE MOSQUERA
fiquéis en él, abandonáis al Señor, que es fuente de
aguas vivas y dador de todo don perfecto, para se-
guir los placeres de la tierra, inflados con la vani-
dad del mundo? Esta es una especie de indiferencia
práctica acerca de la religión, que si no se extiende
a las creencias y profesión de las verdades revela-
das, las mina sin duda sordamente ; porque en cuanto
está de su parte, imitan los cristianos casados a los
incrédulos, no dejando más diferencia entre su vida
y la de éstos, que la explícita negación de los mis-
terios.
Lamentable ceguedad ! ¡ Y qué triste es el estado a
que ella reduce a esos infelices, haciéndolos inútiles
para sí mismos, para sus hijos, para su familia,
para sus prójimos; inútiles para Dios, cuya volun-
tad resisten ; inútiles para todo bien ; aptos sólo para
el mal, para aumentar los escándalos en el mundo,
para hacer desaparecer de él la fe; cabiéndoles de
este modo, como a los judíos que crucificaron a Je-
sucristo Nuestro Señor, el triste y desventurado ofi-
cio de ser los instrumentos de la iniquidad, en el
cumplimiento de las profecías ! Cada uno examine su
conciencia sobre la perpetua omisión en que hoy se
vive acerca de los deberes de la religión, y juzgue si
sus obras pueden darle alguna esperanza fundada de
salvación.
Vengamos ahora a la importante obligación de la
fidelidad conyugal. Ella es el más esencial de los
SERMONES
155
deberes de un consorte para con el otro, y el objeto
directo de la solemne promesa que se dieron al unir-
se. Los mismos libertinos, que violan esta preciosa y
delicada virtud, se ven obligados a respetarla, por-
que su mérito es tan eminente que brilla hasta a los
ojos de los ciegos. ¡Extrañas contradicciones las de
los juicios del mundo corrompido ! Ríese de la virtud,
pero estima a los que la practican ; acaricia al vicio,
y no obstante menosprecia a los que se manchan con
él; tiende lazos a la fidelidad y vitupera con oxe-
cración a los que la violan. De esta suerte, la virturl
conyugal es sobre la tierra como una soberana des-
tronada, a quien quedan pocos subditos fieles, pero
que conserva al mismo tiempo todos sus honores;
cuyo poder se halla abatido, mas sin perder su ma-
jestad el prestigio; que no tiene quien la obedezca,
y es, con todo, reverenciada hasta de los mismos re-
beldes.
¿Y quién creyera, pregunta San Juan Crisóstomo,
que se hallasen infidelidades en los matrimonios cris-
tianos, cuando el fuerte vínculo de la religión debie-
ra reprimir a los casados para no cometerlas? Se en-
cuentran, sin embargo, dice este Padre, porque, ol-
vidados ellos del temor de Dios por falta de piedad,
la rebeldía de la carne se sobrepone a la ley del es-
píritu. Sí: ésta es la causa de que se empleen arbi-
trios para agradar a otros que a los propios esposos ;
de que se haga un tráfico de la noble prenda de la
156 f^lANUEL JOSE MOSQUERA
fidelidad para satisfacer deseos eriminales; de que
se llegue hasta el extremo de dar frutos que no per-
ter.cceii a la unión conyugal. Y no es sólo la mtse-
rable debilidad del sexo frágil, dice San Cipriano,
la que mancha tan feamente el lecho nupcial. Es to-
davía más general el desorden de parte de los ma-
ridos, principalmente entre aquellos cuya fe enfer-
ma no es ya para su conciencia esa luz viva que
descubre hasta los menores defectos; pues de tal
manera la deja adormecida, que llega a reputar co-
mo una especie de castidad el no multiplicar sus ex-
cesos con una liviandad vaga y siempre activa : Qua-
si genus est castitatis, uxoribus paiicis esse conten-
tum, et intra certum conjugum numerum fraena li-
bidinum. continere. ¡ Oh abominaciones ! ¡ Y se come-
ten por cristianos y por cristianas, y no se teme son-
rojar a los mismos cielos con ellas! ¡Qué! Porque
Dios las ve y las sufre, ¿son menos criminales, lle-
van consigo menos títulos para atraer sobre la tierra
los castigos de Sodoma y de Gomorra?
Suspendamos unos pormenores que mancillarían
la castidad de la palabra divina. Pero permitidme
que pregunte a los infieles: ¿por qué no tienen rubor
de prevaricar? ¿No les es bastante, dice San Juan
Crisóstomo, cuanto a su debilidad concede el matri-
monio para remedio de la incontinencia? ¿Cómo se
atreven a arrebatar lo que no les pertenece? ¿No han
oído que Jesucristo condenó hasta una sola mirada
SERMONES
157
con deseo prohibido? Desde luego son pocos los que
se atreven a despreciar esta doctrina; pero muchos
los que se ultrajan con sus obras; muchos los que
temen parecer culpables delante de los hombres, y
no recelan siquiera de que Dios los ve y de que en
el día último han de aparecer con toda la vergüenza
de su infidelidad. Si a lo menos al cometer sus de-
litos en oculto reflexionasen en las deplorables con-
secuencias que les acarrean para el tiempo y para
la eternidad, conocerían la enorme deformidad de
ellos y huirían luégo, luégo del pecado, como se huye
a la presencia de una culebra, según la expresión de
la Escritura. Harían más todavía: suspirarían en-
tonces por hacerse dignos de las bendiciones que
Dios tiene prometidas a los esposos que viven en
amor, en paciencia, en santidad y en fidelidad in-
violable.
Pero yo me regocijo, hermanos míos, en este mo-
mento, con una dulce esperanza que inunda mi alma
de indecible consuelo, al considerar que sñ hay es-
cándalos, también hay ejemplos de virtud ; y que és-
tos, más bien que mis palabras, serán un móvil po-
deroso para enderezar a los que van desviados del
camino del cielo.
SERMON
PARA LA CUARTA DOMINICA DE CUARESMA. SOBRE
EL MATRIMONIO. DE LA OBLIGACION DE EDUCAR
CRISTIANAMENTE A LOS HIJOS.
Et vas, paires . . . f ilios Teatros edneste in disci-
plina, et correptione Dooiini.
Y vosotros, padres, educad vuestros hijcfi, ins-
truyéndolos j corrigiéndolos según el Señor.
(Ephes. VI, 4.)
Hay una necesidad en todos loe sigilos y en todos
los pueblos, digna de ser mirada con el más cuida-
doso esmero y con una atención esi)€cial, porque de
ella dependen la dicha o la infelicidad de los indivi-
duos, de las familias, de las naciones mismas. Ha-
blo, hermanos míos, de la educación religiosa de los
hijos, que es el lazo que une a los hombres, a los
pueblos y a las g'eneraciones que se suceden. Entre
los infinitos males que el filosofismo ha causado y
sigue causando entre nosotros, debe enumerarse co-
mo mayor y de una influencia más general y perni-
ciosa, el de haberse casi olvidado la educación reli-
giosa de la juventud. S« ha pensa<k) en hacerla ra-
160
MANUEL JOSE MOSQUERA
zonadora : se la ha querido formar, a un mismo tiem-
po, en las lenguas, en la filosofía, en las ciencias
exactas, en la política, en el arte difícil de curar y
qué sé yo en cuantos más ramos del saber humano;
pero la ciencia de las ciencias, la que forma el cora-
zón, la que enseña los deberes, la que hace al hombre
un ser prácticamente racional, llenando todas sus
obligaciones por conciencia; la moral cristiana, her-
manos míos, inseparable de todo el conjunto que
compone el sistema del Evangelio, es apenas mirada
como una cosa que puede ser útil para la gente rús-
tica, privada de la ciencia del eálculo y de las mane-
ras y conveniencias de la sociedad culta. Yo no me
asombro de que ésta sea la opinión de los filósofos
de nuestro suelo, porque en todo el mundo lo que se
llama filosofía no es más que abuso de la filosofía y
sistema de error. Pero que los padres de familia que
profolfcn el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo,
que se dicen hijos de la Iglesia católica, sigan el
mismo error, ya prácticamente por abandono, ya con
sistema fijo, es cosa, señores, que apenas puede con-
cebirse. Con todo, es cierto que así sucede : lo vemos,
lo palpamos, lo lloramos, y después de gemir delante
del Señor, sólo puede consolarse nuestro ministerio
subiendo a la cátedra de la verdad para anunciar a
estos padres desnaturalizados sus maldades y para
reprender sus pecados.
Ved, hermanos míos, que sin rodeos ni artifíeios
SERMONES
161
os digo, desde el principio de mi discurso, el grande
y delicado asunto con que voy a ocupar vuestra
atención en esta tarde. Embarazado con la impor-
tancia y extensión de la materia, al formar )ni pl;'i-
tica anterior sobre los deberes de los casados, cono-
cí muy bien que aun no alcanzaría en una &ola a des-
envolver el gravísimo asunto del deber de la educa-
ción religiosa de los hijos: y no sé si temo más no
poder llenar cumplidamente mi ministerio en este
día, o no alcanzar a decir lo bastante, para desper-
tar a los padres de familia del profundo letargo en
que viven en el presente siglo acerca de la primera
y más esencial de sus obligaciones. Mas, sea de esto
lo que fuere, yo no diré hoy cosa alguna que no esté
fundada en la santa Escritura, en los Padres y en la
enseñanza de la Iglesia. Disgustaré sin duda al filó-
sofismo, amargaré a muchos que viven en una fal-
sa tranquilidad, y no pocos se burlarán de mis pala-
brr.s; porque ciertamente ellas no pueden ser de la
aprobación del tolerantismo o indiferencia absoluta
en materia de religión. ¡Feliz, mil veces feliz, si el
ministerio que ejerzo logra hoy este fruto!
No hablo exaltado: ni quiera Dios que yo venga
jamás a ponderar los pecados de mi pueblo, para te-
ner el torpe placer de reprenderlo. Hablo alarmado,
sí, por la inmoralidad que crece cada día con las nue-
vas generaciones y amenaza a la religión, a la pa-
Sermones - 11
162
MANUEL JOSE MOSQUERA
tria, a las familias y a los individuos. Nuestra socie-
dad, digámoslo con franqueza, está enferma, y lo es-
tá precisamente por la mala educación, por la falta
de educación cristiana, por las doctrinas subversivas
que la ganan como la gangrena. Esta es la verdade-
ra llaga de la patria ; mal que la mina, que la destru-
ye y que acabará por reducirla a un esqueleto, única
cosa que quedará, cuando se evapore la corrupción
que la mata.
Porque al mismo tiempo que vuelan por todas par-
tes los libros irreligiosos que introduce la criminal
codicia de los mercaderes, la parte religiosa de la
educación de nuestra juventud es tan superficial, pe-
netra tan poco su corazón, que la moral no tiene en
ella ninguna garantía de permanencia. Tanto en la
educación pública, como en la doméstica, hay prác-
ticas piadosas, pero de rutina, sin que hagan sentir
esas profundas sensaciones que duran por toda la vi-
da, y que sólo se causan por el ejercicio del corazón
en la virtud, sostenido por el ejemplo de los padres
y maestros, y animado por una fe viva y eficaz. Mas
¿quiénes son los que así desempeñan el alto y hon-
roso magisterio de la infancia y de la juventud?
¿Dónde están los padres de familia que cuidan las
semillas de la fe y de la piedad en los corazones de
sus hijos, como la parte más preciosa de su vida, de
la vida racional ? ¿ Dónde hallaremos padres cuyo ce-
lo los constituya en pastores vigilantes de sus hijos,
SERMONES
163
para separarlos de las garras de los lobos que los pue-
den devorar y para alimentarlos con el pasto de la di-
vina enseñanza del Evangelio? Bien sé que no ha
desaparecido enteramnte la fe de la tierra, y que le
quedan todavía amigos fieles a la virtud. Pero ¡qué
corto es su número! ¿Y qué son unos pocos hombres
piadosos, para corregir el mal sólo con su ejemplo?
Según van las cosas, hermanos carísimos, nos perde-
remos sin remedio, nos hundiremos en el abismo de
la corrupción a que nos arrastra precipitadamente
la irreligiosidad práctica y sistemática en que se
educa nuestra juventud: todo perecerá en nuestro
suelo: religión, patria, instituciones de todo género,
nada quedará cuando acabe de desencadenarse el im-
petuoso filosofismo, que tiene ya ganado un gran
dominio entre nosotros. ¡ Qué porvenir tan triste, tan
horroroso, el que se ofrece a mi imaginación!
Y bien, ¿quiénes son los que pueden poner un di-
que a este torrente devastador? No me digáis que el
Pastor y sus zagales: no invoquéis el oficio de los
sacerdotes. Reconocemos desde luego sin dificultad
que tenemos una inmensa responsabilidad delante de
Dios, si no levantamos nuestra voz, si no la hacemos
resonar como la trompeta, para amonestar, repren-
der y corregir; mas al mismo tiempo nos damos a
nosotros mismos el testimonio de no haber cesado de
clamar constantemente contra la impiedad ; de haber
dado siempre el alarma contra sus continuos y atre-
164
AíANUEL JOSE MOSQUERA
vidos embates. Así, pues, como el mal proviene, her-
manos míos, de la educación doméstica y de la edu-
cación pública, y de que en una y otra se cuida mu-
cho de lo transitorio y se abandona el único necesa-
rio, la religión, la moral, la felicidad eterna de las al-
mas; a los padres y a todo maestro y superior que
participan de la paternidad, es a quienes especial-
mente incumbe esta obra de educar a los hijos ins-
truyéndolos y santificándolos en el Señor; y así a
todos ellos digo con el Apóstol : Et vos, paires, filies
vestros edúcate in disciplina et correptione Domini.
Hé aquí en estas palabras de San Pablo resumido
cuanto hay que decir sobre la educación religiosa de
los hijos, Y para fijar claramente el asunto de mi
discurso, digo que la educación religiosa es necesa-
ria; y que ella debe ir acompañada de condiciones
indispensables. Os hablaré, pues, de la necesidad y
de los medios de la educación religiosa. Imploremos
los auxilios de la gracia. Ave, María.
I
Educar los hijos solamente para la vida natural,
es lo que hacen hasta los mismos brutos desprovis-
tos de razón: educarlos también para la vida social,
lo hacen los infieles, que carecen de las luces de la
fe ; educarlos para Dios y para su Iglesia, es el deber
más importante de un padre cristiano. Si la razón le
hace conocer la necesidad de una educación civil que
SERMONES
165
les dé la capacidad de llenar los empleos del mundo,
la fe, elevando sus miras a lo alto, les hace sentir la
obligación de una educación cristiana, que los habili-
te para cumplir con los deberes de la religión y para
servir a su Creador. Porque ¿ qué es lo que un padre
da a su hijo? Nada más que la virtud natural; pero
ésta misma, y toda su existencia la debe sólo a Dios.
"No soy yo, no, decía a sus hijos la generosa madre
de los MJacabeos, quien os ha dado el espíritu que os
anima, ni la vida de que gozáis. No he formado
vuestros miembros ; ignoro aun el modo como apare-
cisteis en mi seno. El Creador del mundo, autor de
todas las cosas, es quien da ser al hombre y le hace
nacer". Sí ; El es quien le inspira ese soplo de vida y
quien, haciéndolo a su propia imagen y semejanza,
lo constituye rey en la tierra y poco menos que los
espíritus celestiales. El cuerpo de pecado, según la
expresión del Apóstol, ese cuerpo manchado con la
culpa original, que infesta el alma y que mantiene
una guerra constante contra el espíritu; hé aquí el
funesto beneficio que un padre da a su hijo, conside-
rándolo sin relación a la vida religiosa.
Pero yo me represento a Jesucristo Nuestro Se-
ñor, padre universal de los hijos de los cristianos,
que al momento que el infante sale de las aguas del
bautismo dice a sus padres, como la hija de Faraón
cuando sacó a Moisés de las aguas del Nílo: recibid
este niño que acaba de renacer por la gracia; edu-
166
MANUEL JOSE MOSQUERA
cádmelo, que yo os daré la recompensa. Yo os lo con-
fío, porque nadie en la tierra podrá tener ni más
ternura, ni más autoridad, ni más interés para obrar
su felicidad que vosotros, que, habiéndolo engendra-
do en pecado, lo recibís ya limpio de esa mancha y
enriquecido con el celestial sello de hijo de Dios. Tal
me parece ser el lenguaje sublime de la religión ca-
da vez que regenera a los hijos de los hombres en
las aguas del bautismo. No espera la Iglesia a que
los niños hayan llegado a la edad perfecta, sino que
desde la misma infancia los llama, los doctrina, los
corrige, los encamina por las sendas del Señor. Veni-
te, filii, audite me: timorem Domini docebo vos. (Ps.
XXXIII, 12.)
Y ciertamente, cuando no tuviéramos un precep-
to divino tan estricto de educar religiosamente a los
hijos, la misma naturaleza de la condición del hom-
bre lo impondría, pues teniendo la religión y la mo-
ral una conexión esencial, no puede enseñarse ésta
sin inspirar aquélla.
De aquí es que los principios religiosos en la edu-
cación son útiles aun para facilitarla. Porque si se
desea hacer francos y sinceros a los niños, para me-
jor dirigirlos conociendo sus verdaderas disposicio-
nes, es preciso persuadirles de que sus palabras y
hasta sus pensamientos son conocidos de Dios ; si se
quiere que sean dóciles a las diversas lecciones con
que se les instruye, es necesario que un motivo supe-
SERMONES
167
rior y eficaz obre en su espíritu, cual es el conoci-
miento de q«e la autoridad con que se les enseña
tiene su orig-en en Dios ; si se aspira a que la grati-
tud y el reconocimiento, o, mejor dicho, el amor,
sea en ellos el móvil de sus aciones para guiarlos por
una obediencia voluntaria, es indispensable comen-
zar por encender en sus corazones el amor a Dios,
como a su Creador, conservador, benefactor, remu-
nerador y Señor universal, cuya voluntad debemos
hacer en todo. De esta manera, presidiendo la reli-
gión a los primaros sentimientos de la naturaleza,
los dirige, los purifica y los eleva tanto sobre las pa-
siones, que la rebeldía de éstas no puede alcanzar
triunfo.
Ahora bien, señores, extendiéndose más allá de la
Infancia esta saludable influencia de los principios
religiosos, presentarán ellos en toda la duración de
la vida el más poderoso resorte que concebirse pueda
para practicar la virtud. Observemos que la ley divi-
na, para conducir a los hombres al bien, reúne en su
objeto todos los géneros de la universalidad: la
universalidad de las personas: porque desde el es-
píritu más simple e inculto hasta el genio más vasto
y profundo, todos pueden conocerla igualmente y
sentir la necesidad de conformarse y someterse a
ella : la universalidad de las acciones : porque no hay
virtud que no prescriba, ni perfección que no acon-
seje, vicio que no condene, ni crimen que no casti-
168 MANUEL JOSE MOSQUERA
gue: la universalidad de las circunstancias, pues que
ella sigue al hombre en todas las vicisitudes de la
vida, manda a todas sus acciones públicas o secre-
tas, penetra hasta en el pensamiento, y, no contenta
con vedar el pecado, encadena la voluntad, sofoca
los malos deseos y echa fuera del alma toda idea me-
nos recta. Y como la educación religiosa no es otra
cosa que ejercitar al tierno niño en la veneración y
guarda de la ley divina, resulta de aquí que seme-
jante educación hace que todos los deberes civiles o
domésticos, asociados al cumplimiento de la ley di-
vina, se sostengan por ella y adquieran un vigor que
no puede darles sino la conciencia, dentro de cuyo
santuario vela la Religión por sus propios intereses,
por los de la Patria y por los del mismo individuo.
¿Quién creyera, hermanos míos, que unos princi-
pios tan claros, tan perceptibles, hubieran de ser
desconocidos por los hombres ? ¿ y no como se quiera
por los hombres comunes y de pocos alcances, sino
por aquellos que, mejor dotados por la Providencia,
se denominan ellos mismos filósofos y se creen lla-
mados a arreglarlo todo sin Dios ? Así es, sin embar-
go; pues la incredulidad, cubriéndose con el manto
de la filosofía, pretende que no se hable de Dios a
los niños en sus primeros años : dice que la educación
religiosa debe reservarse para la adolescencia, es de-
cir, para aquella edad llena de peligros y de alusio-
SERMONES
169
nes, en que el joven comienza a reclamar ciertos
derechos y las pasiones a ejercer su funesto influjo.
¡Oh incrédulos, hombres de pecado y falsos polí-
ticos! ¿Quién será bastante necio para no percibir
a primera vista el interés que os inspira semejante
pretensión, semejante lenguaje? A imitación de
aquellos insectos devastadores de los jardines, que
destruyen las plantas cortando bajo la tierra su^.
raíces, vosotros también, para facilitar y llevar a
cabo vuestros planes destructores de la religión,
aplicáis a su raíz vuestros mortíferos dientes.
No lo dudéis ni un solo instante, hijos míos. Así
es como intenta la falaz filosofía desecar en los cora-
zones la santa piedad, que tan fuerte resistencia
opone a sus doctrinas y lecciones: ella quiere que
sea entregada absolutamente a su enseñanza seduc-
tora, a sus ejemplos todavía más seductores y a mer-
ced de las propias pasiones, una juventud sin princi-
pios y sin experiencia; una juventud tan vacía de
conocimientos que la ilustren, como incapaz de razo-
namientos que la defiendan contra sí misma y con-
tra los que la seduzcan y embauquen : ella se desvive
por adueñarse de la juventud en esa edad crítica y
peligrosa, para hallársela más susceptible a sus in-
sinuaciones, más dócil a sus exhortaciones, más obe-
diente a sus mandatos, más complaciente a los escán-
dalos, más fácil de ser corrompida bajo de todos
respectos : en una palabra, ella tiene en mira arreba-
170
MANUEL JOSE MOSQUERA
tar la religión a la infancia, para que no la adquiera
jamás ; y el verdadero objeto que se propone en no
hablrr cíe Dios en la primera edad, es el de preparar
de este modo la guerra contra Dios en la edad pos-
terior.
Pero ¿no es ciero aue. abandonada o por lo menos
descuidada la educación religiosa en la primera edad,
y una vez pasado aquel tiempo precioso, que es el de
aprender la religión, ya después las mismas necesi-
dades de la vida y otras mil cosas impiden al hombre
formar su corazón? No hablemos de la clase menes-
terosa que necesita de todo su tiempo para ganar la
vida : aquellos mismos que, viviendo en medio de las
comodidades, están en aptitud de gozar mejor del
tiempo ¿qué es lo que puede hacer para este altísimo
deber de formar su corazón, en una edad que es pro-
piamente la de su entrada en el mundo, es decir, en
aquel teatro donde todo ha de seducirlos y encantar-
los; donde los buenos ejemplos, si existen, son apenas
como pequeños destellos en lóbrega noche, y donde
la religión ocupa el ínfimo lugar, donde colocada
allí para recibir, en vez de homenajes, miradas de
desprecio? No obstante, quiero suponer que en me-
dio de la agitación de aquella edad, y de las distrac-
ciones que por todas partes le ofrece el mundo, al-
cance a sonar en los oídos de los jóvenes el lenguaje
de la religión. Pues entre este severo lenguaje, des-
conocido para ellos, y las máximas seductoras del
SERMONES
171
mundo; entre los bienes lejanos del cielo, de que no
tiene sino una vadera idea, y los placeres de la tierra
nue están trozando; entre l^s privaciones que impone
la ley divina y los proces multiplicados que lisonjean
las pasiones; en tal situación, /.por aué lado se deci-
dirán nnienes no han a.1imentf)do en su alma desde la
infancia las ideas d» Dios, de la conciencia, de la
etei*nidad? Bien nudiera vo apelar aouí a vuestra
propia experiencia para aue me respondieseis; núes
por el abandono en nue se halla tantos años há la
educación relip'iosa. estáis viendo y palpando hechos
semeiantes a la suposición sobre aue reflexiono; y
ojalá oue vosotros mismos no hayáis tenido que su-
frir en vuestra propia familia los terribles efectos de
la falta de rehVión en la juventud. Pero quiero más
bien continuar mis reflexiones, contrayéndome a las
circunstancias peculiares de la edad.
Y ciertamente, hermanos míos, ,yo no alcanzo a
comprender cómo haya quien pueda imaeinar que
en la edad de las pasiones, y de pasiones tanto más
fogosas cuanto que comienzan entonces a fermentar,
tanto más activas cuanto que las excitan los ejem-
plos, tanto más ciepas cuanto que parecen autoriza-
das por muchos usos recibidos; pero que en esta
edad, digro, teng-an poder alguno discursos puramen-
te metafísicos sobre los inconvenientes del vicio;
pues las inclinaciones de la naturaleza, aguijoneadas
así por tantos incentivos, no llegará najmás a repri-
172
MANUEL JOSE MOSQUERA
mirse por meros cálculos de utilidad. Es preciso ha-
llarse fascinado por la incredulidad para pensarlo,
para afirmarlo y enseñarlo. Si jóvenes educados con
esmero en los principios de la religión, fortalecidos
con sólidas instrucciones y penetrados del amor de
Dios, experimentan una guerra continua contra las
tentaciones de toda especie, ¿qué será de los que lle-
gan a esa edad crítica sin haberse precabido contra
los peligros con los sagrados documentos de la reli-
gión? El Espíritu Santo tiene declarado lo que les
.sucederá: "Los vicios de la mocedad penetrarán has-
ta la medula de 'íns huesos, y los seguirán hasta el
nolvo del sepulcro" : Ossa ejus implebuntur vitiis ado-
lescentiae ejus, et cum eo in pulvere dormient. (Job.
XX, II.)
Sin embargo, contra verdades tan luminosas, con-
tra la evidencia de los hechos, alegan los filosofis-
tas, para oponerse a la enseñanza de la religión a los
niños, que la infancia concibe siempre ideas groseras
de la Divinidad, y que en lugar de hacérseles cris-
tianos, se les haría antropoteístas. Si semejante
argumento fuera sugerido por la buena fe, bastaría
para refutarlo la consecuencia misma que de él se
seguiría, conviene a saber, que siendo el vulgo siem-
pre infante en esta materia, sería también preciso
privarlo de toda instrucción religiosa ; y yo ignoro si
ha habido hasta ahora hombre alguno que haya osa-
do afirmar seriamente un absurdo tan perjudicial y
SERMONES
173
tan monstruoso: los mismos ateos que anegaron la
Francia en sangre reprobaron un error de tal enor-
midad, no sólo en sus leyes sobre el culto cristiano,
sino hasta en el delirio del culto de la teofilantropía.
Pero ¿ cuál es el mal que puede resultar de que la in-
fancia no tenga en sus nociones religiosas ni la exac-
titud del teólogo, ni la claridad del hombre versado
en las letras ? La fe es tan simple para el sabio como
para el ignorante ; para el rey como para el pastor ; y
el pontífice y el más humilde cristiano no creen de
diverso modo. Todo vendría a parar en que el niño no
tiene los motivos o fundamentos de credulidad que
posee el hombre ilustrado y reflexivo; que no sabrá
toda la economía de la religión, de cuyo conocimiento
necesita el teólogo para enseñar ; pero creerá simple-
mente y con humildad, apoyado en la autoridad de
sus padres, en la de sus maestros, y en la de la socie-
dad entera; pues el testimonio doméstico, el público
del magisterio y el alto y venerable del culto, tienen
sobre él tanta fuerza como la que ejercerían en un
hombre de letras y de talento despejado los sublimes
escritos de los más grandes apologistas de la reli-
gión. ¿Y qué nos importa que el niño se convenza y
lleno su alma con los sentimientos de la religión, sólo
por la autoridad, o que lo consiga por otros medios
más científicos ? Mas en último análisis, la autoridad
es siempre la que obra en todo caso ; con la diferen-
cia que el niño se somete a una autoridad más direc-
174
MANLTLL JOSE MOSQUERA
ta, y el hombre formado la acepta por medios o mo-
tivos más dilatados por el examen. Entre los dos, no
será más religioso, ni por consiguiente más moral,
el que tenga más numerosos motivos para creer,
sino aquel que creyere la verdad revelada con mayor
humildad y la practicare con mayor fidelidad. Lo
esencial es conocer a Dios por aquellas propiedades
o atributos que tienen relación con nosotros, venerar
su omnipotencia, honrar su santidad, adorar su sa-
biduría, bendecir su providencia, temer su justicia
y amar su bondad. ¿ Y cuál es el niño, por rústico que
se le suponga, que no conciba estas ideas y no experi-
mente en su alma las emociones que ellas excitan?
Pues a estas mismas ideas pueden reducirse las no-
ciones g-enerales sobre los misterios qu'i da el cate-
cismo y los principios de moral que comprende.
Lejos de ser impropia la edad de la infancia para
enseñar la religión, es, por el contrario, el tiempo
más favorable de la vida para hacer conocer, amar y
practicar las santas reglas que ella nos impone.
Preguntad a los hombres experimentados en la ar-
dua empresa de una buena educación, a los padres
de familia vigilantes, que saben aprovechar los días
y los momentos para formar el corazón de sus hijos.
Ellos os dirán que en la edad tierna es cuando los
principios de la fe y de la moral se graban más pro-
fundamente en la memoria; cuando las verdades
cristianas hieren más vivamente el espíritu ; cuando
SERMONES
175
los tiernos afectos de la piedad conmueven más
poderosamente el corazón. Ni puede ciertamente ser
de otra manera. Porque si esa edad no es el tiempo
de la reflexión, sí es el de la docilidad. Todavía sin
hábitos buenos ni malos, un niño es como una cera
blanda dispuesta a recibir la forma que se le dé: su
corazón puro comienza a ejercitarse amando al Crea-
dor, y esto solo basta para dejar en él con este sen-
timiento, el más noble y grande que puede concebir-
se, el origen fecundo de mil acciones buenas; su al-
ma inocente tiene entonces la dicha de usar de sus
potencias conociendo la verdad, practicando la regla
de las costumbres y aborreciendo el vicio. Así nos lo
enseña el Espíritu Santo, mandando instruir y corre-
gir al niño desde la infancia, porque pasado ese
tiempo se endurecerá, no creerá a su padre y ven-
drá a ser para éste un objeto de amargo dolor. ¡ Oh
hombres ciegos, seducidos por los engañosos siste-
mas de una falsa filosofía! En vano esperáis mori-
gerar a vuestros hijos, cuando, habiendo ignorado en
la infancia los principios salvadores de la religión,
se hallen ya agitados por la efervescencia de la ju-
ventud: en vano pretenderéis entonces apartarlos
del vicio, inculcándoles la justicia de Dios que no han
conocido; pues no les fueron enseñados los precep-
tos divinos cuando su corazón no tenía interés en
que fuesen falsos, y, corrompido ya luégo, ciego y
17G
MANUEL JOSE MOSQUERA
lleno dü hábitos malos, será preciso nada menos que
un milagro de la Providencia para mudarlo.
Concluyamos, pues, hennanos míos, por recono-
cer com.o una verdad incontrovertible, indudable,
sancionada por todos los siglos y todos los pueblos,
e indestructible por los sofismas de la incredulidad:
que es no solamente útil, sino también absolutamen-
te necesario el que la educación sea religiosa desde
la infancia; para que, desarrollándose la razón bajo
la tutela de la fe, se identifiquen los primeros jui-
cios y razonamientos del hombre con los primeros
actos religiosos nacidos de la misma fe. Porque una
vez que las enseñanzas de ella hayan caído en los
espíritus inocentes, cual preciosas semillas en tierra
virgen, germinarán allí antes que nazca la cizaña de
las pasiones, echarán profundas raíces y llevarán
con el tiempo frutos abundantes de virtud. Sólo así
puede haber verdadera moral privada y pública: to-
do lo demás es fiar la dicha de los pueblos y de los
individuos a la merced de las pasiones, siempre im-
petuosas y malignas, cuando desde la infancia no se
ha aprendido a sujetarlas. Pero para ello es también
indispensable que a la educación religiosa se unan
la instrucción, el ejemplo, la vigilancia y la correc-
ción: medios de hacer efectiva la buena educación,
y que recorreré brevemente en la segunda parte de
este discurso.
SERMONES
17.
II
Al considerar a un niño que comienza a usar de
la razón, hallamos : que él necesita ante todo conocer
sus deberes, y esto se consigue insruyéndolo ; que
ha menester confirmarse en la práctica de estos de-
beres, o lo que es lo mismo, recibir estímulos que se
la faciliten ; y el ejemplo se lo allana todo : que le es
preciso verse libre de los peligros que rodean su in-
experiencia y su debilidad ; y la vigilancia se los ale-
ja : en fin, que tendrá (jue enmendar las faltas inevi-
tables de su fragilidad ; y la corrección las castiga y
las evita para lo sucesivo.
Pero cuando coloco la instrucción por primer me-
dio de la educación cristiana, no pretendo por cierto
que se haya de enseñarlo todo a la juventud, pro-
curando llenarla de nomenclaturas, de generalidades
y áe índices de libros: que es el gran vicio que hoy
reina, aun con relación a lo más profundo de las
ciencias profanas, y que, desnaturalizando la noble
institución del magisterio público, colma d» males a
la sociedad, sin darle un solo bien. La religión, infi-
nitamente sabia como su Autor, lo que quiere es que
nada se ignore de las relaciones que hay entre e!
Creador y la criatura; pero deja en plena libertad al
hombre para que, después de adquiridas las nocio-
nes religiosas que le da, añada a ellas, si le place, con
Sermones — 12
178
MANUEL JOSE MOSQUERA
el estudio y la meditación, cuanto pueda ayudarle
a considerarlas bajo diversos aspectos, y a descubrir
más y más sus bellezas ; que tal debe ser, en último
resultado, y no otro, el fin de toda ciencia. Hablo,
pues, de la instrucción desde este punto de vista
general, pero contrayéndome por ahora a su base y
fundamento, que es la instrucción religiosa.
Cuando el Señor dio a Moisés su ley santa para
promulgarla al pueblo hebreo, no encargó sino que
se trasmitiese de generación en generación, hacien-
do de cada padre un maestro y un pastor: Docebis
ea fiiios ac nepotes tuos (Deut. IV, 9). De aquí de-
beremos deducir que los padres están obligados a
enseñar a sus hijos el dogma y la moral; lo que de-
ben creer y lo que deben practicar. Sin duda no hay
quien no convenga en esta máxima ; pero que en rea-
lidad se observe, como es debido, es cosa que no ve-
mos y cuya omisión llena de amargura a los corazo-
nes cristianos. Nada más común que juzgar haber
llenado un deber tan importante con hacer repetir
de memoria a los niños el símbolo de la fe y alguna»
partes dei catecismo. Esto no es enseñar instruyen-
do: es sólo dar nociones vagas, qpue se repiten pero
que no se entienden; que se pronuncian con los la-
bios pero qu^ no entran en el espíritu y en el corazón.
Instruir en 4a religión, es expUcar y desenvolver 1©
que la doctrina encierra, para que las verdades san-
tas penetren hasta lo íntimo del espíritu, como la
SERMONIS
179
lluvia penetra la tierra, y para que sus saludables
preceptos vayan a grabarse hondamente en el cora-
zón; es reiterar con frecuencia la misma lección
hasta que haya vencido la ligereza de la edad : es, en
una palabra, hacer entender lo que se enseña y amar
la verdad y los preceptos que se proponen.
Permitidme preguntaros ahora: ¿desempeñáis de
este modo el deber tan sagrado de instruir a vues-
tros hijos en la ley santa del Señor? ¿Habéis procu-
rado que la creencia de los dogmas cautive perfec-
tamente su ascenso? ¿Habéis inculcado en sus almas
inocentes los mandamientos de Dios y de la Iglesia,
haciéndolos respetar y mirar su fiel observancia co-
mo el deber más esencial del cristiano? No, herma-
nos míos, no es así como se obra en nuestros días.
Mientras que se desvelan los hombres por que sus
hijos recorran las clases de las diversas ciencias,
aprendan las artes de recreo y se ejerciten en loe
usos de urbanidad y cultui-a, les dejan abandonar lo
único necesario, que es la salvación, para la cual es
indispensable que sepan su religión. Pero ¿qué digo,
su religión? ¿La tienen acaso los que anteponen las
cosas vanas y transitorias del siglo a las sólidas y
eternas de la vida futura? San Pablo califica de
apóstata al que no cuida de la cristiana educación de
sus hijos ; y yo no dudo repetir con el grande Após-
tol que quien no enseña la religión a sus hijos, ha
negado fli fe, y aun se hace peor que el infiel: Si
180
MANUEL JOSE MOSQUERA
quís sourum, et máxime domesticorum, curam non
habet, fidem negavit, et est infideli deíerior (I. Ti-
moth V, 8). Así, pues, perdidos son tantos afanes
como tomáis para que vuestros hijos sean grandes
letrados, hombres distinguidos en el mundo, hábiles
en todo género de conocimientos, si al mismo tiem-
po les dejáis ignorar los misterios de la religión y
sus preceptos : no hacéis en ello otra cosa que inutili-
zarlos para Dios, para sus semejantes y para sí mis-
mos, en sus propios estudios: Inútiles facti sunt in
studiis suis (Rom. III, 13) : aprenden el mal, y no
hay entre ellos quien haga el bien, no hay uno solo:
Non est qui faciat bonum, non est usque ad unum
<Ps. xm, 3).
Pero de todas las lecciones que podéis dar a vues-
tros hijos, la primera, la principal, la más meritoria,
la más eficaz, es vuestro ejemplo. En todos los tiem-
pos se ha reconocido, y lo enseña San Agustín, que
hace más impresión lo que se ve qse lo que se oye:
las palabras dan idea de la obra, el ejemplo presenta
la obra misma: los discursos pueden persuadir, el
ejemplo arrastra. Ahora bi«n, en ninguna edad obra
con más eficacia el ejemplo, que en la infancia; por-
que los niños son de suyo imitadores, y lo son por la
debilidad de su razón y porque Dios los ha hecho así
para que se instruyan por el lenguaje de los hechos.
¿Y cuál más poderoso que el de la vida de los mis-
mos padres, en quienes la autoridad más dulce y
SERMONES
181
más venerable reúne cuanto pueda apetecerse para
la instrucción, para la exhortación y para el estímu-
lo? Ternura, respeto, razonamientos, el hábito mis-
mo, todo conspira a persuadir al niño de que es legí-
timo cuanto ve en sus padres : por sentimiento y por
convicción se cree libre de toda falta cuando obra
como ellos. El más sabio de los hombres declara que
por el ejemplo se instruyó en la virtud: Quod quum
vidissem, posui in corde meo : el exemplo didisci dis-
ciplinam (Prov. XXIV, 32.) Que vuestros hijos os
vean observar los preceptos de Dios y de la Ig-lesia,
y ellos los guardarán también : que vean en vosotros
la piedad ejercitada, y ellos también la practicarán.
Vuestra caridad los hará caritativos; vuestra hu-
mildad, humildes; vuestra fidelidad a los deberes
paternales, los hará exactos observantes de los de-
beres filiales, i Oh ! y qué espectáculo tan tierno, tan
edificante, presentaría la casa de un padre de fami-
lia que pudiera decir a sus hijos, como San Pablo a
sus discípulos de Corinto: "Sed mis imitadores, co-
mo yo lo soy de Jesucristo!" (I* Cor. XI, 1.). Confe-
semos, empero, con dolor, que los rnalos ejemplos son
más comunes que los buenos ; y, lo que es más deplo-
rable,, que tienen mayor eficacia aquéllos que éstos.
Así es que casi todos los defectos de los hijos vienen
de sus padres; porque teniendo siempre a sus ojos
un espectáculo inmoral, necesariamente ha de con-
taminarlos tan maligna influencia. Buscad, si no,
182 MANUEL JOSE MOSQUERA
hijos sensatos, de padres libertinos; hijas modestas
de madres desenvueltas y vanas. Si hay algunas
excepciones, son bien raras, y por lo común vienen
de una educación virtuosa recibida lejos de la casa
paterna, o más bien son el efecto de la omnipoten-
cia de la gracia, que se complace en hacer ostenta-
ción de su benéfico poder, para hacer lucir más la
virtud cerca del vicio. Pero hablad de buena fe, pa-
dres escandalosos, y decidme si esa relación insopor-
table, si esa venganza hasta por cosas las más pe-
queñas, si esa maledicencia de todas horas, si esa
desocupación continua y causa de todos los vicios,
nacieron con vuestros hijos. No, que son la copia de
vuestro modelo. ¿ Por ventura aquel y aquel de vues-
tros hijos, vinieron al mundo impíos, rebeldes para
con Dios y para con la sociedad, enemigos de la Igle-
sia, despreciadores de los sacramentos y del sacer-
docio? No, que son la copia de vuestro modelo. ¿Y
esas jóvenes vanas, amadoras de sí mismas y del
fausto, tan olvidadas de Dios y de la eternidad, tan
entregadas a relaciones peligrosas, y que siempre
están pensando en los bailes y en el teatro, las dis-
teis acaso a luz, ¡oh madres escandalosas! con tales
hábitos y disposiciones? No; que son la copia de
vuestro modelo. ¡Infelices! mejor habría estado pa-
ra vosotros que os hubieran echado a lo profundo del
mar con una piedra al cuello, antes que hubieseis es-
candalizado a uno solo de vuestros hijos. Y no ale-
SERMONES
183
guéis que no han faltado lecciones de virtud en vues-
tras familias, y que las habéis exhortado a su ejer-
cicio; porque ¿qué otra cosa han podido hacer unas
lecciones frías e informales, que enseñar práctica-
mente la criminal hipocresía de los fariseos, que di-
cen una cosa y hacen otra?
Quiero ahora suponer que con el ejemplo y la doc-
trina instruís a vuestros hijos en sus deberes. Pues
también se necesita cuidar de que los cumplan, y pa-
ra ello tenéis que emplear una atenta vigilancia, una
inspección exacta y continua. Sin esta asidua vigi-
lancia para prevenir sus faltas alejando de ellos las
ocasiones; para moderar el fuego de las pasiones
cortando con cuanto pueda fomentarlas ; para evitar,
en fin, todo aquello que propenda a imprimir en el
ánimo inclinaciones torcidas, no hay que esperar que
se conserve esa inocencia del corazón, dote tan ines-
timable como delicada y tan importante para la feli-
cidad temporal como para la eterna; don divino,
necesario para progresar en la piedad, necesario pa-
ra hacer con fruto cualquier género de estudios,
necesario, en fin, para la conservación misma de la
salud del individuo. Sin esta asidua vigilancia, la ju-
A'entud adquiere prematuramente la ciencia del mal,
sigue las sendas del error y de la destrucción, se de-
grada, haciéndose esclava de las pasiones y encena-
gándose en el vicio. Desgraciadamente la experien-
cia nos prueba todos los días que es más común de
184
MANUEL JOSE MOSQUERA
lO que se cree la pérdida de los hijos, por la falta de
vigilancia en los padres. Piensan éstos haber hecho
mucho con ciertas precauciones nocturnas; pero ¿no
es evidente que las compañías ordinarias de los hi-
jos, los libros que leen y estudian, los escándalos que
se ofrecen a su vista, los deseos antojadizos satisfe-
chos con una condescendencia punible, están testifi-
cando otras tantas emisiones de la vigilancia pater-
na? Y siendo esto así, ¿habremos de extrañar el que
los padres sean los últimos que saben los desórdenes
de sus hijos? Lo que sí debe asombrarnos, y mucho,
es que aun después de conocer faltas graves, y hasta
escandalosas, no se piense siquiera en corregir ni en
castigar.
Y, sin embargo, advertir, amonestar, corregir y
castigar, son cosas esencialísimas en la educación.
Nada hay más expr-.-so en las Santas Escrituras, que
el deber de la corrección que tienen los padres y
superiores : a cada paso inculca el sabio las ventajas
de la corrección y las funestas consecuencias de la
impunidad. Si no hay poder alguno sobre la tierra
cuya autoridad no se sostenga por las correcciones
y castigos, ¿cómo será posible que la autoridad pa-
terna haga eficaces sus instrucciones para la obser-
vancia de la moral, si los transgresores quedan impu-
nes? La edad de la niñez no es susceptible de re-
flexiones, ni obra en ella el amor de una manera
constante. El temor es casi siempre el único princi-
SERMONES
185
pió que la reprime para no desviarse, y es tanto más
necesario en la juventud, cuanto que ella há menes-
ter de más fuerte freno. No obstante, este temor no
existe, y no dudamos asegurar que la indulgencia
liabitual de los padres es la causa más común de la
relajación de sus hijos aunque éllos no dejen nunca
de atribuir el mal a otras causas diversas, y no a las
ocasiones que por negligencia no evitaron, ni a los
desvíos que por flojedad no corrigieron. Padres hay,
entre tanto, y no pocos, que se irritan, y talvez has-
ta un arrebatamiento inexplicable, por ciertas faltas
de sus hijos en materias que no tocan sino a intere-
ses temporales ; pero en aquellas otras faltas que son
contra la piedad y la religión, pasan por encima, si
es que llegan ellas a parecerles siquiera reprensibles.
Hé aquí un origen fecundo del desorden de las cos-
tumbres: disimúlanse las faltas contra la religión,
pónese así a Dios en menosprecio, olvídase de todo
punto su santo temor; y una vez perdido el temor
del Señor, ya no hay probidad, no hay recato, no hay
moral, no hay virtud alguna.
Yo sería interminable, hermanos míos, si quisiera
continuar discurriendo sobre este interesantísimo
asunto. Pero el mal que deploro es harto conocido
por una diaria y dolorosa experiencia ; y ya he dicho
lo bastante para despertar a los padres de su letargo,
para reprender su indiferencia, para condenar su
186
MANUEL JOSE MOSQUERA
impiedad. Así, concluyo recordando a aquéllos en
quienes hayan hecho alguna impresión mis palabras,
y que quieran ya de veras volver sobre sus pasos, el
grande ejemplo que deben seguir, el de la ilustre
Santa Mónica, de que anteriormente les he hablado;
y repitiendo a todos con el Apóstol : "Y vosotros, pa-
dres, educad vuestros hijos, instruyéndolos y corri-
giéndolos en el Señor". Amén.
SERMON
TARA LA QUINTA DOMINICA DE CUARESMA, SOBRE
EL MATRIMONIO
DE LOS DEBERES DE LOS HIJOS PARA CON LOS PADRES
FUI, a juTentute toa excipe doctrinam, et us-
que aá eanos invenies sapientiam.
Hijo mió, abraza desde tu juventud la bue-
na doctrina, y adquirirás una sabiduría que du-
rará hasta el fin de la vida.
(EccU. VI, 18.)
No sé ciertamente, hermanos míos, cómo he de
hablar en esta tarde a la juventud a quien dirijo
mis exhortaciones cuando no puedo dejar de re-
flexionar que pasaron ya por desgracia los tiempos
venturosos en que la edad respetaba a la edad, el
estado al estado y el carácter natural humano al
carácter sobrenatural del sacerdocio del cristianis-
mo. Ofrécese en este día a mi imaginación una in-
numerable multitud de hijos de cristianos, que de-
ben ser el consuelo de la Iglesia, la esperanza de la
188
MANUEL JOSE MOSQUERA
patria, el apoyo de sus familias. Mas al lado de es-
ta perspectiva de objetos tan interesantes y queri-
dos, se presenta también a mi espíritu la triste y
aterradora idea dei genio del mal, que en este sig'lo
sensual y soberbio hace que toda carne se corrom-
pa desde el principio en sus caminos, y que todos los
pensamientos se inclinen a la maldad desde la ado-
lescencia. Lleno de pavor me pregunto a mí mismo,
y lo pregunto también a las personas que me ro-
dean : ¿ Qué podremos aguardar de ésta nuestra ju-
ventud, para la Iglesia y para la patria? Observo
que todos nos hallamos confusos y embargados pa-
ra dar una respuesta decisiva, al paso que lamen-
tamos a una voz la fatal influencia que el germen
de la depravadora filosofía está ejerciendo en esa
tierra virgen, tan apta para llevar frutos de santi-
dad y de vida, como para producirlos mortíferos y
destructores. La misericordia de Dios no nos deja
presentir clara y distintamente todo lo malo y ad-
verso que nos amenaza ; pero todos los días decimos
de las generaciones que crecen, aunque en un sen-
tido diverso que el del profeta al recibir a Jesús en
el templo : "Hé aquí la ruina o la resurrección de la
sociedad."
Ya comprendéis bien, jóvenes míos muy amados,
que yo considero vuestra edad como le época críti-
ca de la vida que debe decidir de vuestra dicha, en
el tiempo y en la eternidad : que contemplándoos co-
SERMONES
189
mo que deberéis un aía reemplazar a vuestros pa-
dres, a vuestros maestros, a vuestros magistrados,
a vuestros pastores; en una palabra, como que ha-
bréis de ser vosotros mismos los miembros impor-
tantes de la sociedad en todos los diversos estados;
aspiro a que aprendáis ahora lo que entonces ten-
dréis que practicar y enseñar; a que abracéis desde
la juventud la buena doctrina, y adquiráis la sabi-
duría que ha de durar hasta el fin de la vida. Fili,
a juventute tua excipe doctrinam, et usque ad ca-
nos invenies sapientiam. (Eccli. VI, 18.)
¿Por ventura tendré necesidad de comenzar mis
razonamientos por probar y establecer la existen-
cia de un Dios todopoderoso, creador y conservador
del universo, remunerador de los buenos y castiga-
dor de los malos? ¿Deberé primero hacer conocer
al Autor de la sabiduría, para que ella sea deseada
y escuchada? No, hijos míos; la idea que tengo de
vosotros y de vuestra índole es más alta y ventajo-
sa que la que concibo de esos falsos sabios, cuyos
perniciosos libros os despojan de la inocencia y
adormecen el temor de Dios en vuestras almas. Se-
ría preciso olvidar que nadie pasa de repente de
uno a otro extremo; y que por consiguiente nadie
sacude en edad temprana, sin una inmensa repug-
nancia y cierta trepidación, los dogmas consolado-
res de la exfstencia de Dios, de su providencia, de
su bondad, de su justicia y de la vida futura. Desde
190
MANUEL JOSE MOSQUERA
luego, ¡as doctrinas del sensualismo, que contami-
nan hoy casi todas las ciencias profanas, excitan,
fomentan y estimulan las pasiones de esa peligro-
sísima edad de la juventud, y sugieren al inexperto
joven un deseo vago de que no hubiera Dios ni vida
futura, para gozar a sus anchas, sin recelos ni te-
mores, de todos los placeres de la carne, de todos
los contentamientois de la vanidad y de la soberbia
Pero ese mismo deseo no toma asiento fijo en la
voluntad vacilante, hasta que la corrupción no haya
echado hondas raíces en el corazón; porque el sen-
timiento natural religioso que Dios ha dado a toda
alma, mantiene hasta entonces en ella todavía viva
la llama de la fe, aunque combatida por el soplo de
la impiedad que se empeña en apagarla.
Tal me figuro el estado lleno de peligros en que
se encuentra la cristiana juventud, al tomar en
sus manos los libros impíos que hoy día circulan
por todas partes, y que aun le sirven de texto para
su instrucción. Considero, pues, en semejante si-
tuación a nuestros carísimos jóvenes, como a unos
viajeros hermosos y lozanos que, precisados a
atravesar un país apestado en el cual se Ies ofrece
a la vista el triste espectáculo de montones de cadá-
veres que yacen insepultos, van respirando a cada
paso un aire inficionado y letal: ya comienzan a
experimentar un malestar indefinible, ya sienten
algún síntoma alarmante, ya se sobrecogen y se
SERMONES
191
angustian; pero echando luégo mano a los antído-
tos y preservativos aconsejados por el arte, los más
bien complexionados de entre ellos se recobran en
seguida, y continuando animosamente su camino, se
salvan al fin del peligro sin daño ni lesión; mien-
tras que otros de inferior temperamento, menos
avisados y menos prevenidos, o salen mal parados,
o quedan también tendidos entre las infelices
víctimas de la reinante epidemia.
Yo no sé si acaso me he excedido, presentando
así con más favorables coloridos de los que en reali-
dad tiene el cuadro moral y religioso de nuestra
juventud, en este funesto siglo, que tanto se glo-
ría de su malicia, y que no es poderoso sino en la
iniquidad. A lo menos, si hemos de juzgar por los
resultados que día y noche lamentan los padres de
familia, sería preciso creer que es muy corto el nú-
mero de jóvenes que conservan sana e íntegra su fe
en medio del contagio universal. Pero yo supongo
que no sea así; aun me lisonjeo con la esperanza de
que la religión y la piedad han de recuperar su dul-
ce j legítimo imperio sobre aquellos que las hayan
puesto en olvido; y confiando en que no habrá
desaparecido del todo en sus almas el respeto al
sacerdocio, levanto hoy mi voz, movida por la cari-
dad, animada del celo pastoral y, quiéral» Dios,
sostenida tami^n con su poder y su bonxiad.
Jóvenes cristianos, porción preciadísima de mi
192
ívL^-NüEL JOSE MOSQUERA
grey, que apenas salidos de la infancia os habéis
encontrado en medio de un teatro de impiedad y de
desórdenes; que habéis tenido la desgracia de venir
al mundo, cuando el audaz filosofismo se interpone
cual densa nube, para interceptar las relaciones de
la tierra con el cielo y oscurecer las luces de la fe;
cuando, impotente para destruir el culto verdadero,
quiere ya igualarlo con todos los cultos del error,
pone una especie de entredicho a la enseñanza orto-
doxa, y cierra las puertas del templo de la verdad,
dejando abiertas las anchas sendas de la mentira
y del vicio. Yo os llamo en este día en el nombre de
Jesucristo: venid a escuchar las saludables doctri-
nas del Evangelio, únicas que pueden hacer germi-
nar en vuestras almas las preciosas semillas de la
piedad que sembraron en ellas vuestros padres:
venid, y os enseñaré la sabiduría; esa sabiduría
celestial que os acompañará hasta el sepulcro, y que
os llevará como en los brazos hasta el cielo: venid,
y aprended hoy a llenar vuestros debres para con
Dios y para con vuestros padres.
Imploremos los auxilios de la gracia, etc. Ave,
María.
I
Al enunciar que voy a tratar de los deberes de tes
jóvenes para con Dios, talvez esperáis una expi.»si-
ción de las obligaciones que todo cristiano debe des-
empeñar sobre la ti^ra. Yo supongo estas obliga-
«ERMONES
193
eiones y su necesidad, para todos sin excepción.
Pero como al nüsmo tiempo observo que vuestra
edad, la edad de loe peligros, es mirada como una
época de exención y de holganza, es mi intento in-
culcar a la juventud el especial deber que tiene de
ejercitarse en la piedad, aun durante ese mismo
período de la vida, que ella estima como el patri-
monio de los placeres.
No os imaginéis, empero, que exigiéndoos la
práctica de la piedad, piense yo en disponeros para
los claustros, y que trabajando en este día para ha-
ceros sinceramente piadosos, pretenda hacer de ca-
da uno de vosotros un solitario. Este estado, el más
perfecto en sí mismo, cesa de serlo y aun se vuelve
pernicioso, para los que entran en él sin la vocación
del cielo. El único deseo que me anima es el de ha-
ceros buenos cristianos, para que seáis también
buenos ciudadanos. La piedad, que sirve para todo,
es el principio más fecundo, el móvil más activo, el
garante más seguro, y el más sólido apoyo de todas
las virtudes sociales. La piedad santifica todos los
actos de la vida civil, y hasta los mismos placeres
cuando son honestos y moderados.
No, hijos míos: no concede Dios al hombre los
floridos años de la juventud para que los dé a las
pasiones, corriendo en pos de una felicidad imagi-
naria, hasta llegar con las fuerzas abatidas a las
Sermones -13
194 MANUEL JOSE MOSQUERA
puertas de la vejez. Verdad es que Dios no rechaza
a quien se dirige a El en cualquiera hora de la vi-
da; y que mientras conserve el hombre su existen-
cia puede y debe buscar a Dios, como a su único
bienhechor y única felicidad suprema. Pero ¿sabe
si le hallará propicio? ¿si admitido a la gracia, y
cargado no obstante de hábitos pecaminosos, podrá
vencerlos y reformarse? ¿si alcanzará siquiera a
llegar a la edad madura? Una sola cosa hay cierta,
y es: que con la edad crecen los hábitos, buenos o
malos, y que las costumbres de la juventud deciden
casi siempre el resto de la vida.
Sin embargo, por una inversión de principios tan
irracional como culpable, el mundo juzga, por lo co-
mún, de una manera contraria: el mundo, es decir,
los prudentes del siglo, cuya sabiduría es delante de
Dios necedad y locura: Sapientía hujus mundi
stultitia est abud eum. (1* Cor. III, 19.) Esmérese
cuanto quiera el mundo en atesorar riquezas naa-
teriales en la juventud para la edad mayor: no me
propongo hacerle ahora cargo de ello: mi objeto es
el de las riquezas espirituales de la religión y de la
moral, que tanto desdeñan y menosprecian los jóve-
nes mundanos, cuando entregándose a los goces y
dulzuras terrenales, juzgan como carga propia de
la vejez el abrazar una vida más recogi(ia y mode-
rada, y le res«»van también, sin cuidsKiwe de ello,
la respoaeabilidad de un número infinito de peca-
SERMONES
195
dos. ¿Qué os dice la conciencia? ¿Qué cosa nos en-
seña la experiencia? y de otro lado ¿qué amonesta-
ciones nos hacen sobre esto los libros santos?
Oídlo :
"Acúerdate de tu Creador en los días de la juven-
tud, dice el Eclesiastés, antes que con la vejez ven-
ga el tiempo de la aflicción y se lleguen aquellos
años en que digas: ¡Oh, qué años tan displicen-
tes! Obrad hoy lo que pueden hacer vuestras ma-
nos, porque vendrá un tiempo en que no ten-
gáis ni razón, ni sabiduría, ni ciencia: nada de es-
to habrá en los infiernos, adonde corréis otro tanto,
cuanto de Dios os separáis." No son estas máximas,
que textualmente tomo de la Escritura, reflexiones
puramente humanas: son sí la verdad eterna de
aquel Dios ante quien nadie es sabio ni prudente, si-
no cuando se somete humilde y obediente a su ley.
Esta ley es la que impone a los jóvenes el deber de
abrazar la piedad y de seguirla ; no como una obliga-
ción transitoria; no como una regla de circunstan-
cias ; sino como un deber riguroso y permanente que,
cumplido, debe allanarles el áspero camino de la vi-
da. Si dudáis de estas verdades; si la intimación os
parece dura ; entrad por un momento dentro de vos-
otros mismos y escuchad esa voz interior, la cual
os advierte a todas horas, que hay un Dios eterno e
infinitamente justo: que no sois obra de vuestra»
manos, sino que vinisteis al mundo por la voluntad
196 MANUEL JOSE MOSQUERA
del mismo Dios ; y que no hay medio entre confor-
marse a su ley, o ser eternamente desgraciado. Esta
aerá la voz de la conciencia; porque en vano se pre-
sentaría el ateísmo como un refugio al incrédulo,
pues no siendo doctrina positiva, sino un sistema
meramente negativo, tan absurdo en sí mismo co-
mo rodeado de horrores y desconsuelos, ni puede cal-
mar las agitaciones del espíritu, ni dar nunca espe-
ranzas de sosiego al corazón. Ahora bien, ¿cuál ha
sido la paa de vuestra alma, ni dónde ha gozado ella
de un solo día de perfecta tranquilidad, desde que en
lugar de cultivar la piedad, sólo habéis seguido tras
las concupiscencias del siglo, dado contento al ape-
tito de los placeres, y obedecido ciegamente a los
incentivos de la ambición y de la gloria mundanal?
Porque en los honores de la tierra todo es envidia y
zozobra; en las riquezas, todo cuidados; en la sen-
sualidad, todo deseos y nunca contentamiento per-
fecto. Pasando el hombre de deseos en deseos, de
proyectos en proyectos, no hace más que conocer por
una triste experiencia, que debajo del sol todo es va-
nidad y aflicción de espíritu : Vanitas vanitatum, et
omnia ranitas. (Eccle. 1, 2.)
Pero el mundo y el demonio, que no cesan de agui-
jonear la carne para que siempre esté rebelada con-
tra el espíritu, dicen al oído de la debilidad humana :
**Hasta ahora, es verdad, no has acertado a lograr
una dicha cumplida; mas al entrar en el camino de
SERMONES
197
la piedad, vas a verte en una guerra crudísima.
Combates terribles tendrás que sostener: contra la
naturaleza, para domeñar sus inclinaciones; contra
la imaginación, para borrar en ella tantas fantasías
con que se ha familiarizado ; contra la voluntad, para
arrancarle mil y mil objetos con que se abrazó desde
muy temprano; contra el corazón mismo, para des-
truir en él los afectos que lo penetran. No, esto es
imposible, irrealizable". A estas voces de artera
seducción; al oír las palabras imposible, irrealiza-
ble, desfallece sin duda quien no conoce ni los me-
dios ni las armas con que se pelean los combates del
Señor ; y si no llega a precipitarse en la incredulidad,
después de haber buscado su sosiego en la sufoca-
ción de los remordimientos de la conciencia, es segu-
ro que va a parar en una lúgubre indiferencia, bajo
la cual, sin averiguar de dónde vino ni a dónde va,
camina cual débil paja llevada acá y acullá por todo
viento.
No de otra suerte es que el enemigo de la salva-
ción separa de continuo a los jóvenes del servicio de
Dios. Por el contrario, aquel que ha sabido resistir a
sus malignas sugestiones, y que dócil a la voz de la
religión, emprende recorrer hasta el fin el escarpado
camino del cielo, ni se arredra a vista de las dificul-
tades que él le presenta, ni menos se deja distraer y
seducir por los falsos bienes de la tierra. Huéllalos,
antes bien, como quien no hace estima alguna de ellos
198 MANUEL JOSE MOSQUERA
y apoyado en las promesas infalibles de Dios, atra-
viesa con paso firme por en medio de los peligros el
largo trecho de la edad juvenil; y desde que una vez
hubo superado la primera dificultad, ya conoce cuán
fingido y sin realidad es aquel imposible que el
mundo alega y opone cuando se trata de encaminar-
se hacia el cielo. Resuena luego en sus oídos aquella
palabra del Espíritu Santo, con que el ministro del
santuario le llama feliz y bienaventurado porque
desde su juventud tomó sobre sí el yugo del Señor
y llevando este yugo sostenido por el temr de Dios y
suavizado por su amor, cobra día por día mayores
fuerzas que animan y hacen más fervorosa su pie-
dad. Crece todavía más y más, con los años, el vigor
de su espíritu: los hábitos contraídos en el ejercicio
de la virtud se la hacen tanto más fácil que parece
serle connatural : las pasiones, sujetas a la fe y a la
razón, son fieras encadenadas que ya no le alarman:
el demonio, tan frecuentemente vencido, redobla en
vano sus esfuerzos, porque las primeras victorias
conseguidas contra él han sido premiadas con nue-
vos y eficaces auxilios de la gracia. Aun tendrá que
lidiar, y lidiar por el resto de la vida, en mil arries-
gados combates. Pero ¿cuál no deberá ser la con-
fianza con que pelee quien a Dios tiene por ami-
go, quien desde la juventud entró en las sendas del
Señor y nunca de ellas se ha separado? Como a
Jerusalei. pecadora pero justificada en la peniten-
SERMONES
199
cia, dirále el Señor, reconociendo su fidelidad : "Acor-
daréme del pacto que hice contigo en los días de tu
juventud, y haré revivir contigo la alianza sempiter-
na". (Ezech. XVI, 60.) Sí: esta alianza sempiterna
será la felicidad que ha de durar por los siglos de los
siglos, y que está prometida a todos los que pelea-
ren iegítimam.ente, para ser coronados después de
haber alcanzado la gloriosa victoria en que es venci-
do el mundo por la fe: Haec est victoria quae vin-
cií mundum, fldes «ostra. (I, Joann. V. 4.)
Pero cuando os he propuesto el importante deber
de seguir la piedad desde la juventud, creo, herma-
nos míos, haberos indicado el primer paso en el ca-
mino del cielo, y el principio de donde se derivan las
obligaciones de segundo orden que ligan la primera
edad de la vida. Dios, que es el padre de los hombres,
ha comunicado en cierto modo su paternidad, su
autoridad y sus derechos, a los padres naturales^
haciendo como una segunda religión de los deberes
que tienen los hijos para con ellos. Así es que en loí,
libros santos ocupan estos deberes el primer lugar,
después de los deberes que nos vinculan para con cl
Creador. ¡Oh admirable economía de la providencia
del Señor ! Ella nos ha dado en la piedad, es decir, en
el espíritu de religión, no sólo el medio de ganar la
gloria del siglo venidero, sino también el de hacer di-
chosa la vida presente, siendo fieles a iiue;rí.ro Pa-
dre Celestial y a nuestros pudren jiaturales.
zoo
MANUEI. JOSE MOSQUERA
II
Entre tantos absurdos como ha abortado la arro-
gante filosofía de nuestros tiempos, destructora de
todo sentimiento noble, de todo principio de virtud,
ninguno más monstruoso que la criminal preten-
sión de degradar al hombre hasta igualarlo con los
brutos, rompiendo el lazo sagrado y querido que une
a los hijos con los padres, desvirtuando y aniquilan-
do en sus pechos el recíproco amor que debe hacer
la alianza y la felicidad permanente entre ellos, y
descargando a los hijos de todo respeto, de toda su-
misión, de iodo reconocimiento, luégo que cesan de
serles necesarios los cuidados paternales. Para dicha
de la humanidad, un clamor universal condenó y
rechazó tan execrable tentativa, hija del olvido de
la religión, de la ceguedad espiritual de esos filóso-
fos que, no viendo más que materia en la creación,
se abaten envilecidos hacia la tierra, hasta hacerse
como el bruto insipiente. El divino Hacedor del uni-
verso no dejó a los caprichos humanos ese lazo in-
dispensable que une a los hijos con los padres, sino
que lo estableció en un sentimiento anterior a la ra-
zón misma; el cual no se arTquiere ni se aprende,
sino que nace con el hombre, y comienza a desarro-
llare mucho antes de que éste sea capaz de mostrar
los primeros destellos de su inteligencia. Vosotros,
padres amorosos, y vosotras también, tiernas ma-
dres, podéis apreciar debidamente la exactitud de
SERMONES
201
mi aserción, pues que antes de que vuestros hijos su-
piesen, no digo articular la primera palabra, pero ni
aun dar las primeras señales de razonamiento, ya os
hablaban en sus inocentes caricias el lenguaje del
amor filial, saltando a abrazarse de vuestros cue-
llos con una dulce sonrisa, más elocuente que las
palabras animadas por el armonioso acento del arte
oratorio. Pero ¡oh triste condición de la humana na-
turaleza ! a proporción de los inefables consuelos con.
que inundan vuestros corazones la inocencia y el
amor filial de vuestros iiijos en la infancia, es
también agudo y profundo el dolor que ellos mismos,
mucho peores que las fieras, suelen causaros en la
edad posterior, por su desamor, por su irreverencia,
por su desobediencia y por su ingratitud. Pueda mi
débil voz en esta tarde inspirar de nuevo a esos hijos
desnaturalizados, siquiera un principio de aquellos
sentimientos de amor, de reverencia, de obediencia
y de gratitud que parecen haber perdido para
siempre.
No hay nación alguna sobre la tierra, donde no
sea mirado como un monstruo el hijo que falte al
sagrado deber de amar a sus padres ; porque la mis-
ma naturaleza es la que infunde este amor en el
corazón de los hijos, como en reconocimiento de la
vida natural que han recibido de sus padres; de la
ternura y cuidado que éstos les dispensan en la
infancia; de las inquietudes, temores y fatigas que
202
MANUEL JOSE MOSQUERA
toman para libertarlos de riesgos y peligros; de los
sacrificios de todo género que hacen por su educa-
ción ; y de mil y mil afanes y atenciones con que vi-
ven realmente más bien para sus hijos que para sí
ntiismos.
Al salir de este mundo el anciano Tobías; cuando
ya nada le interesaba sobre la tierra, porque su
corazón estaba en el cielo; ninguna cosa encarecía
tanto a su hijo, como el amor que debía profesar a
su madre, teniendo siempre presente lo que había
padecido por él y los peligros a que se había expues-
to cuando le llevaba en su vientre. El joven Tobías
prometió a su padre llenar cumplidamente sus pre-
ceptos ; y ciertamente, quien desde su infancia había
sido un modelo de todas las virtudes, no podía dejar
de darlas mayor brillo, usando con su padre mori-
bundo, y después con su madre viuda, de las más
filiales atenciones, de las más afectuosas compla-
cencias. En sus acciones, como en sus palabras, acre-
ditaba el joven Tobías el sincero y fervoroso amor
en que ardía su corazón para con ellos : ese amor que
no se reduce al simple y estéril afecto interior, sino
que se externa fecundo en buenas obras. "Honra a
tu padre, dice el Espíritu Santo, con obras y con pa-
labras, y con toda suerte de paciencia para que ven-
ga sobre ti su bendición".
Habiendo, pues, de ser tan calificado el amor que
los hijos deben a sus padres, ¡cuál será, hermanos
SERMONES
203
míos, la enormidad del pecado de aquellos que, en
vez de amarlos, los aborrecen! Ya sea que les den
señales exteriores de aversión; ya sea que no salga
el odio de sus pechos, ellos se labran por sí mismos
su eterna condenación. Y ¿ qué diremos de esos otros,
más crueles que las bestias carniceras, que llegan
hasta desear la muerte de sus padres, para obtener
cuanto antes una herencia que, por la vileza del infa-
me deseo con que se le apetece, y por el fin torcido
a que se la destina, ha de convertírseles en tesoro
de iniquidad? ¿Qué del insolente y atrevido que le-
vanta las crestas y la voz para contristar a su ancia-
no padre, el cual no puede ya ver en su hijo sino un
contrario de profesión y de hábito, en lugar de un
tierno y fiel amigo ? ¡ Qué hemos de decir, sino que
todos ellos son malditos del Espíritu Santo, y que
tienen que verse sobre la tierra cual viajeros des-
caminados, que en región desconocida y noche os-
cura han perdido el conductor y la antorcha que los
guiaban! Qui maledicit patri suo, et matri, extin-
guetur lucerna ejus in mediis tenebrls. (Prov. XX,
20.)
Hasta aquí sólo he considerado el amor que los
hijos deben a sus padres, y las faltas a este deber.
Pero es inseparable del amor la reverencia: la cual
no consiste en meros actos de urbanidad y aecencia
social, sino en un respeto profundo que llene el
corazón y que por lo mismo se manifieste en todo;
204
MANUEL JOSE MOSQUERA
en un respeto que sea tímido y tierno; que se rece-
le de contristar y se esfuerce en complacer; que
brille en las palabras y se produzca en las accio-
nes; y en fin, que se goce de hallar ocasiones en
qué ejercitarse. Tal es el honor y reverencia que
los hijos deben tributar indispensablemente a sus
padres. De aquí resulta una obligación de ser celo-
sos de su honra, de callar sus defectos y de cubrir-
los cuanto se pueda, como Sem y Jafet; de recha-
zar lejos de ellos la calumnia, y de imponer silen-
cio a la maledicencia. Hay otros deberes que ad-
miten excepciones, algunos que a veces se hacen
imposibles, y también hay casos en que no obliga
cumplirlos. Pero ninguna razón, ningún pretexto,
ninguna dificultad, ninguna impotencia pueden ex-
cusar la violación del respeto y reverencia filial.
Las sinrazones de los padres, su importunidad, su
mal humor, sus injusticias mismas y malos tra-
tamientos no justificarían la irreverencia de los
hijos. Semejantes hechos sólo les autorizarían pa-
ra hacer representaciones respetuosas. Aun en el
caso extremo de que un padre mandara cosas a que
no debiera obedecerse, por ser contra la ley de
Dios, no sería lícito a su hijo salirse de los lími-
tes del respeto. Tan sagrada así es, hermanos míos,
la obligación de venerar a los padres, que aun pa-
ra desobedecerlos es preciso que esa justa y le-
gítima desobediencia sea respetuosa. Hay, pues.
SERMONIS
205
circunstancias, en que la desobediencia es permi-
tida; pero es solamente (oídlo bien, hijos de fami-
lia), cuando la obediencia sería criminal. No es le-
^tima, ni aun disculpable, la desobediencia al po-
der paternal, sino cuando os la manda una potes-
tad superior, de la cual dependen tanto el padre
como el hijo. Fuera de este caso, es preciso obede-
cer sin réplica.
¡Qué dulce es para los cristianos, verse guiados
en esta materia por el ejemplo de su mismo Dios!
El Verbo Eterno, el Dominador Supremo a cuya
voz obedecen las mismas potestades de los cielos;
el que con un solo acto de su voluntad gobierna el
universo; el Hijo del Padre Celestial, hecho hom-
bre y bajo un humilde techo en Nazaret, se some-
te en todo a los padres que se había dado. Cuanto
nos refiere el Evangelio de la juventud de Jesu-
<sristo nuestro Señor, se reduce a estas tres pala-
bras, tan cortas como sublimes y significativas:
Erat subdítus illis. Sí: Jesús, inocente, santo, im-
pecable, todopoderoso, se desnuda de su omnipo-
tencia y de su gloria, para no tener en esa edad
otra voluntad que la de María y de José: a ellos
se somete, los respeta, venera y obedece como el
hijo más humilde. El erat subditus illis.
¡Hijos de los hombres! ¡jóvenes de ambos sexos!
ved en Jesucristo vuestro modelo y vuestra regla.
El que vino a dar cumplimiento a la Ley y a los
206
MANUEL JOSE MOSQUERA
Profetas, no podía dejar de confirmar con su ejem-
plo y su doctrina la autoridad más antigua de la
tierra, la más justa, la más respetable, la más .san-
ta: la autoridad paternal. Aun no existían las so-
ciedades civiles, y ya el poder paterno regía como
soberano una crecida descendencia. El imperio
patriarcal precedió a todas las soberanías que se
han sucedido desde Nemred hasta nosotros; y
cuando la Providencia, multiplicando el género
humano, hizo necesarias las grandeá sociedades,
y sometió los padres y los hijos a un supremo po-
der público, ni despojó a los primeros de sus dere-
chos primitivos, ni eximió a los segundos a sus de-
beres naturales. Al contrario, añadiendo nuevos
lazos a la sociedad civil, ha afirmado más los de la
subordinación filial.
En efecto, hermanos míos, no hay legislación
alguna que no haya corroborado con su sanción el
poder paternal. Aun los mismos salvajes que ha-
bitan en nuestros bosques, pero formando una so-
ciedad civil aunque imperfecta, reconocen y sos-
tienen tan sagrado derecho. De donde debemos
concluir que la ley divina que lo estableció desde
el principio ha ido pasando de generación en gene-
ración y que su origen celestial lo hace tan santo
como venerable. Dios ha establecido, pues, la au-
toridad paterna como esencialmente necesaria: a
los Estados, paaa formar súbdiios fieles y genero-
SERMONES
207
sos; a las familias, para conservar las buenas cos-
tumbres; a los mismos hijos, para instruirlos en
las ciencias que los ilustren y en los deberes cuya
práctica los haga virtuosos por todo el curso de
la vida. ¿Qué sería de la sociedad humana, si re-
lajándose los resortes de la autoridad paterna, vi-
niese a desaparecer el poder más benéfico y más
fecundo en buenos resultados? Desaparecería con
él todo orden en la vida social, y vendría a parar
el hombre en un estado semejante al de los bru-
tos, y aun llegaría a destruirse su misma especie.
Desde luego, esto no es más que una suposición;
pero una suposición racionalísima, que muestra el
término infalible que tendría la sociedad humana
sin el poder paternal. Mas no es una suposición, ni
son meras conjeturas, los horribles desórdenes que
experimentamos todos los días por la insubordina-
ción de los hijos, por su rebeldía contra la autori-
dad de los padres. Apenas comienzan a originar-
se ciertos derechos, o diré mejor, ciertas conside-
raciones correspondientes a los que han llegado a
la edad juvenil, cuando ya ellos creen debérselo to-
do a sí mismos; cuando ya reputan que les es
importuna e innecesaria la autoridad de sus pa-
dres; que las amonestaciones y consejos de éstos
no son más que manías e impertinencias de la
edad; y aun se propasan a opinar que los que l©s
han dado el ser son para ellos una molesta comp«-
208 MANUEL JOSE MOSQUMIA
ñía, y para el progreso de la civilización un
obstáculo fatal, a causa de lo que llaman las pre-
ocupaciones de una educación religiosa. Así es que
se persuaden haber ya hecho demasiado, en no re-
chazar abiertamente las máximas de la religión y
los preceptos de conducta que sus padres les incul-
can, y en usar para con ellos de ciertas condes-
cendencias por el bien parecer; pero en todo lo
demás, precisamente en lo que es sustancial
y obligatorio, oponen de hecho una indocilidad
constante y tenaz para no obedecerles. En suma:
creyéndose sabios, poi"que han llenado sus cabe-
Eas con los fatales sistemas de los libros irreli-
giosos por donde estudian, sus pensamientos, sus
^scursoa y sus obras, son los de quien en el
paroxismo del orgullo ha renunciado absolutamen-
te a la dependencia de toda autoridad, comenzan-
do por la autoridad paterna.
Si no es ésta la conducta de todos los jóvenes
para con sus padres, son sin embargo tantos los
que así se manejan, que el mal puede y debe repu-
tarse como muy general, y no tiene ni puede tener
otro remedio que el de establecer y reforzar la
educación religiosa. Sin el freno de la religión, sin
que sus preceptos penetren íntimamente en el cora-
són de la juventud, jamás tendrá nuestra socie-
diad, ni en sus leyes, ni en sus costumbres, funda-
mento sólido sobre qué asegurar el orden y la tran-
SERMONES
209
quilídad públicas; y, por consiguiente, la misma li-
bertad civil de que nos mostramos tan excesiva-
mente ufanos, y tan imprudentemente celosos, irá
desapareciendo a proiX)rción que desaparezca el im-
perio de la fe en la conciencia de las generaciones
que se levantan; porque nunca se ha visto perderse
sólo el respeto de la fe, sino que con él se pierden
también toda honestidad, toda integridad, toda vir-
tud. Y, perdidas éstas, ¿cómo podrá quedar salva y
firme la piedad filial, ese deber sagrado que de con-
suno sancionan la naturaleza, la razón y la fe?
Yo veo que Jesucristo condena, como una prevari-
cación, el abuso introducido entre los hebreos de no
socorrer a los padres en sus necesidades, haciendo
por ellos ofrendas en el templo. "Violáis de este mo-
do, les decía, la ley de Dios, por seguir vuestras
tradiciones." Pues hoy también podríamos repren-
der a multitud de hijos ingratos, que no por seguir
una tradición supersticiosa como los judíos, sino por
procurarse placeres sensuales y prohibidos, miran
con ojos indiferentes las necesidades, las angustias
y los dolores de sus padres. Sóbranles recursos para
todo lo s-uperf luo ; saben proporcionárselos para gran-
jearse y conservar amistades peligrosas ; gastan con
profusión y aun sin mesura en ello ; y mucho será si
de cuando en cuando extienden una mano forzada
para dar un escaso socorro al autor de sus días, a la
Sermones-14
MANUEL JOSE MOSQUERA
madre que los llevó en su seno, que los alimentó con
sus pechos, y que tantas fatigas y vigilias padeció
por fomentar vidas que habían de serle tan poco
favorables.
Apartemos la vista de un objeto tan ingrato como
execrable; pero no olvidemos que después de los pe-
cados directos contra Dios, ninguno es más grave
que el que se comete contra los padres. El Espíritu
Santo califica en los Proverbios de homicida al que
priva a sus padres de los bienes : el que los irrita, los
aflige y los abandona, es entregado a la ignominia
de los hombres y a la maldición de Dios. Llenos es-
tán, por otra parte, los libros santos de penas y mal-
diciones contra los malos hijos: contra los hijos de
corazón duro y rebelde; contra los hijos insolentes y
atrevidos; contra los hijos díscolos, inobedientes y
amadores de la vanidad y de sí mismos. Pero al mis-
mo tiempo que el Señor condena a penas y suplicios
terribles a los hijos refractarios, ofrece a los humil-
des y obedientes, sinceros y fieles, agradecidos y res-
petuosos, las bendiciones de la vida y las recompen-
sas del cielo: una vida larga, hijos que se les parez-
can en la bondad, y un premio eterno, infinito en la
gloria celestial.
i Felices vosotros, oh padres de familia, si de hoy en
adelante sólo experimentaseis en vuestros hijos las
bendiciones del cielo ! Pero para que así sea es preciso
que seáis primero fieles al Señca* en el matrimonio,
SERMONES
211
desempeñar n do bien todas las obligaciones que El os
impone. Yo he procurado en esta santa cuaresma re-
cordaros los grandes y extensos deberes de un esta-
do tan necesario y tan santo, ya que no he podido
instruiros a fondo como debiera haberlo hecho. Pe-
ro si vuestros deseos no se han llenado ; si el santo
ministerio que ejerzo no ha aparecido con toda
aquella eficacia que esperábais; no es porque la
verdad no sea siempre de suyo luminosa, ni porque
el Evangelio no sea santo y sublime en todo ; es, sí,
porque en las manos de un ministro indigno se
empaña la pureza y el lustre de la ley inmaculada
del Señor. Sí, hermanos míos, y lo digo con sinceri-
dad : un grandísimo temor me sobrecoge al conside-
rar que no basta enunciar la palabra divina y re-
prender al pecador, si por culpa y negligencia nués-
tra no fructifica la semilla celestial. Pero el Señor,
magnífico en sus misericordias, hará por sus pro-
pias ovejas lo que el pastor a quien las ha confia-
do no alcanza; y como Pastor invisible de los mis-
mos pastores, se acordará que murió por todos en
la cruz y pedirá a su Padre por nosotros, indignos
ministros suyos, con aquella caridad con nue le pi-
dió hasta por sus mismos perseguidores. El quiere
ser vuestro Pastor inmediato, y por eso os dice lle-
no de dulzura: "Venid a mí todos los que os halláis
trabajados y abrumados con el peso de las miserias
humanas; que yo os aliviaré."
212 MANUEL JOSE MOSQUERA
No sería éste, ciertamente, e» lenguaje de un ora-
dor profano porque, no pudiendo ofrecer otra cosa
que bienes traisitorios y consuelos vagos, apenas
alcanzaría a deciros: que es preciso moderaros pa-
ra que viváis más; que la sobriedad es para la sa-
lud del cuerpo, como la moderación para la del alma ;
que el hombre más rico es el que menos desea; y
que el que mejor conserva su vida, y su lugar en la
sociedad, es también el más feliz de los mortales.
Bellas máximas a la verdad, que la razón no re-
prueba. Pero el ministerio del Evangelio no se con-
tenta con ellas: él se eleva hasta los cielos, porque
habla en nombre del Señor de los cielos. Querer que
la moderación por sí sola haga nuestra felicidad, es
insultar a nuestra pobreza, es aumentar nuestra
debilidad, es desesperar nuestra nada. ¿Cómo con-
tentarnos con tan poco, si el vacío de nuestro cora-
zón no pueden llenarlo ni los tronos y diademas del
mundo entero? ¿Cómo creernos dichosos con las
fugitivas felicidades de la vida, si las potencias del
alma son facultades que nos mueven a desear siem-
pre, porque nunca, nunca, se verán satisfechas?
Aquí es donde quiero, juventud mía m.uy amada,
aquí es donde reclamo toda vuestra atención, como
la fie todos mis oyentes. Nuestro ser, nuestras fa-
cultades todas nos dicen que necesitamos una cosa
más grande que nosotros mismos, una cosa infini-
ta, para que se satisfagan deseos infinitos.
Pero a vos solo, Dios mío. a vos que sois EL
SERMONES
213
QUE ES, pertenece no desear nada fuera de vos
mismo; porque nada hay grande ni excelente sino
EL QUE ES. Mas para el hombre, para este abismo
de miseria, desear es el clamor de su misma mise-
ria, al mismo tiempo que la más noble necesidad de
su alma. Deseemos, pues, hermanos míos: desee-
mos; pero que nuestros deseos sean alas que nos
lleven hasta el cielo, y no cadenas verj^cnizosas que
nos fijen en la tierra. Deseemos; pero que nuestros
deseos sean inmensos. Nuestro crimen no está en
desear, sino en desear a medias; en limitarnos a
desear bienes menos grandes que los infinitos de
la eternidad.
¡Oh hijos de los hombres! ¿Hasta cuándo segui-
réis la vanidad y la mentira ? Si el vano ídolo que os
cautiva puede llenar el gran vacío de vuestro cora-
zón ; si los bienes que os ofrece son bastante sólidos
para no ser devorados por el tiempo ; si ese ídolo na-
da tiene que temer ni de los reveses ni de la insubsis-
tencia de la fortuna; seguidle. Si Baal est Deus,
sequimini illum. Pero si él no puede recompensar
vuestros sacrificios: si sus bienes os dejan pobres:
si sus premios os hacen infelices conoced al fin que
el mundo entero no os basta, y arrebatad como los
valientes el cielo. Buscad vuestra felicidad en Dios,
cuyos bienes son inmutables como su trono, cier-
tos como sus promesas y eternos como sus años.
Amén.
INDICE
Págs.
El Ilustrisimo reñor Mnnuel José Mosquera 5
Exhortación pastoral dirigida a la Asamblea electora! de
la Provincia de Bogotá, en su asistencia a la misa del
Espíritu ñanto, el primero de agosto de 1837 !T
Oración pronunciada en la Iglesia Metropolitana, con
motivo de la solemnidad religiosa con que se inau-
guraba la nueva Constitución de la República el año
de 1843 25
Pastoral por la cual se despidió de su grey, al salir para
el destierro el 22 de agosto de 1852 ñ5
Sobre la envidia 65
Sermón para la Primera Dominica de Cuaresma, sobre
el matrimonio, su excelencia y dignidad 87
Sermón para la Segunda Dominica de Cuaresma, sobre
el matrimonio. De las disposiciones con que debe
contraerse 111
Sermón para la Tercera Dominica de Cuaresma, sobre
el matrimonio. Del modo como deben santificarse los
ca«?ados 135
INDICE
Págs.
Sermón para la Cuarta Dominica de Cuaresma, sobre el
matrimonio. De la obligación de educar a los hijos. . 159
Sermón para la Quinta Dominica de Cuaresma, sobre el
matrimonio. De los deberes de los hijos para con los
padres 187
1 1012 01399 9315