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Full text of "Sermones"

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ÜBRAHY  OF  PSIlNiCETON 

m  3  o  20« 


THEOL0G!CAL  SEMiNARV 


BV4254 . S5  ■M91   3  ed. 
Mosquera,   Manuel  Josi. 
1800-1853 . 
Sermones  / 


Digitizetí 

Iby 

the  Internet 

Archi 

ive 

in  2014 

https://archive.org/details/sermonesOOmosq_0 


SELECCION  SAMPER   ORTEGA  DE    LITERATURA  COLOMBIANA 


N.»  75 


SEPnONES 

POR 

MANUEL  JOSE  MOSQUERA 
LiSRARY  OF  PRIWCETON 

MAR  3  O  2011 

THEOLOOfCAL  SSMfHARY 

TERCERA  EDICION 


EDITORIAL  MINERVA   S.  A. 
BOGOTA  -  COLOMBIA 


^OgSÍI  COLOMBIA 


SELECCION  SAMPER  ORTEGA 
DE  LITERATURA  COLOMBIANA 


ELOCUENCIA 

N'  75 


Sermones 

POR 

MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


TERCERA  EDICION 


Editorial  Minerva,  S.  A. 
BOGOTA— COLOMBIA. 


EL  ILUSTRISIMO  SEÑOR  MANUEL  JOSE 
MOSQUERA 


Nos  hallamos  en  los  albores  del  siglo  XX,  que 
tan  fecundo  fue  en  la  formación  y  desenvolvimien- 
to de  nuestra  nacionalidad,  y  dentro  de  una  casona 
de  la  ciudad  de  Popayán,  cuya  fama  en  letras  e  hi- 
dalguía llega  hasta  los  tiempos  de  la  conquista.  Don 
José  María  Mosquera  y  Figueroa  y  doña  Manuela 
Arboleda  miran  complacidos  el  alegre  retozar  de 
los  hijos:  Joaquín  espeja,  dentro  de  la  natural  ti- 
midez, !a  prestancia  de  los  viejos  Mosqueras;  José 
María  se  muestra  discreto  y  prudente;  Tomás  Ci- 
priano, arrebatado  y  en  ocasiones  iracundo ;  Manuel 
José,  amante  de  la  soledad,  más  que  otro  alguno 
mimado  de  la  madre,  sólo  parece  gustar  de  los  pla- 
ceres del  espíritu.  Así  se  esbozan  en  la  infancia  los 
caracteres  opuestos  de  los  Mosqueras,  mientras  una 
honda  trasformación  política  se  incuba  en  el  Nuevo 
Reino, 

El  año  de  1809  ha  traído  a  los  españoles  grandes 
zozobras;  no  muy  lejos,  en  Quito,  el  marqués  de 
Selva  Alegre  acaba  de  crear  una  junta  de  gobierno; 


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MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


al  año  siguiente  Popayán  sabe  que  en  Santafé  se  ha 
creado  otra  semejante  a  la  de  Quito,  y  el  goberna- 
dor Tacón  y  Rosique  no  acierta  a  tomar  camino :  hoy 
conviene  con  don  Joaquín  Caicedo  y  Cuero  en  crear 
junta  de  gobierno  en  Popayán,  conforme  a  los  de- 
seos de  las  ciudades  del  Valle,  y  mañana  abre  cam- 
paña contra  ellas  y  pide  enojado  sumisa  obediencia. 
A  hurtadillas,  por  las  celosías,  miran  los  Mosqueras 
las  primeras  huestes  patriotas  del  interior,  que  lle- 
gan con  Baraya;  atónitos  contemplan  el  vandalismo 
de  los  indios  patianos ;  conocen  a  Nariño,  que  mar- 
cha a  la  campaña  del  Sur;  presencian  la  agonía  del 
último  congreso  de  las  Provincias  Unidas  de  la  Nue- 
va Granada;  saben  de  la  derrota  de  las  fuerzas  pa- 
triotas en  la  Cuchilla  del  Tambo,  y  ven  triunfantes 
a  Sámano  y  Calzada,  que  piden,  como  en  los  co- 
mienzos de  la  conquista,  la  absoluta  e  incondicional 
sumisión  al  rey.  Este  incesante  batallar  modela  las 
almas  para  la  lucha,  y  apenas  deja  tregua  para  ad- 
quirir conocimiento  en  letras. 

Sin  embargo,  don  Manuel  José,  que  persiste  en 
la  idea  de  hacerse  clérigo,  ha  logrado  ingresar  al 
seminario  que  acaba  de  restaurar  Su  Ilustrísima :  un 
año  más  tarde,  cuando  ya  ha  llegado  él  a  los  veinte, 
tiene  por  oportuno  trasladarse  a  Quito,  la  ciudad 
conventual,  que  no  ha  experimentado  aún  la  rude- 
ra de  la  guerra  magna.  Allí,  primero  en  el  semina- 
rio y  luégo  en  la  universidad  de  Santo  Tomás,  hace 


SERMONES 


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sus  estudios  eclesiásticos  y  obtiene  el  título  de  doc- 
tor en  cánones.  Don  Joaquín  Miguel  de  Araújo,  que 
lo  conoció  por  entonces,  nos  refiere  cómo  era  gran- 
de su  consagración  al  estudio;  veíasele  muchas  ve- 
ces, desde  las  primeras  horas  del  alba,  ocupado  en 
lecturas  y  trabajos  y  atento  siempre  a  las  lecciones 
que  se  dictaban  en  las  aulas.  Esta  afición  del  señor 
Mosquera  por  los  libros  le  duró  toda  la  vida;  en  su 
correspondencia  con  el  señor  Cuervo  comenta  a  la 
continua  los  libros  que  está  leyendo;  pide  nuevos 
datos ;  critica  autores,  y,  ya  en  Bogotá,  se  solaza  en 
la  rica  biblioteca  que  había  legado  al  palacio  el  ilua- 
trísimo  señor  Caballero  y  Góngora, 

Quien  no  ha  estudiado  en  un  seminario,  no  acierta 
a  comprender  la  paz  que  allí  se  siente;  el  silencio 
que  reina  en  los  claustros,  en  las  celdas  y  en  los  jar- 
dines ;  ese  alternar  de  la  salmodia  con  la  meditación 
y  las  lecturas  espirituales ;  esa  serenidad  de  los  ros- 
tros y  hasta  la  blancura  misma  de  los  muros,  aquie- 
tan el  espíritu  y  le  inducen  a  saborear  el  goce  de  la 
conversación  íntima  con  Dios. 

En  1823  volvió  el  joven  Mosquera  a  la  ciudad  na- 
tal y  se  ordenó  de  sacerdote,  a  tiempo  que  surgía 
poderosa  la  célebre  universidad  del  Cauca,  de  la 
cual  fue  él  de  hecho  el  primer  rector,  ya  que  el  nom- 
brado no  pudo  tomar  inmediatamente  posesión  de 
su  cargo.  La  vida  universitaria  tiene,  aun  para  el 
eclesiástico,  ventajas  muy  apreciables;  el  magiste- 


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MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


rio  cuando  se  ejerce  por  vocación  y  no  por  apetito 
de  lucro,  disciplina  el  espíritu,  amplía  los  horizontes 
y  ennoblece  la  vida.  Al  propio  tiempo  que  enseñaba, 
el  joven  sacerdote  solía  predicar,  y  sus  excelentes 
prendas,  su  consagración  al  ministerio  y  su  clara 
inteligencia  le  merecieron  el  honor  de  ser  nombrado 
canónigo  magistral  de  la  catedral  y  prelado  del 
papa. 

La  predicación,  que  tiene  siempre  un  sentido  po- 
pular y  que  está  reñida  con  la  erudición,  había  de- 
caído visiblemente  en  España  y  sus  colonias.  Dos 
vicios,  al  parecer  opuestos,  inficionaron  la  literatu- 
ra española  desde  fines  del  siglo  XVI :  el  culteranis- 
mo, o  sea  el  abuso  de  vocablos  raros  y  exóticos,  y  el 
conceptismo  o  alambicamiento  de  los  conceptos;  y 
ambos  vicios,  con  el  correr  de  los  tiempos,  pervir- 
tieron en  España  y  sus  colonias  la  predicación  evan- 
gélica y  crearon  el  tipo,  más  real  que  novelesco,  de 
fray  Gerundio  de  Campazas.  El  mal  se  propagó  en- 
tre nosotros  desde  la  época  de  don  Antonio  Ossorio 
de  las  Peñas,  cura  y  juez  de  la  Villa  de  Leiva,  que 
intitulaba  uno  de  sus  sermones  "El  sol  concebido 
sin  sombra",  hasta  la  del  canónigo  Antonio  María 
Amézquita,  cuya  erudición  barata  tanto  divertía  a 
los  bogotanos  de  mediados  del  siglo  XIX. 

Por  este  aspecto  aparece  el  señor  Mosquera  como 
un  reformador  de  la  predicación  entre  nosotros; 
tomó  por  la  senda  que  siglos  antes  habían  señalado 


SERMONES 


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Bossuet  y  Bourdaloue,  y  reaccionó  vig-orosamente 
contra  el  gerundianismo  de  su  tiempo.  Ignoro  yo  si 
el  pi-elado  leyó  la  carta  de  Bossuet  sobre  las  venta- 
jas que  el  orador  sagrado  saca  de  la  lectura  de  los 
Padres  de  la  Iglesia ;  pero  la  verdad  es  que  los  creyó, 
y  en  particular  a  San  Agustín  y  a  San  Juan  Crisós- 
tomo,  y  la  prueba  fehaciente  la  tenemos  en  la  bi- 
blioteca del  Palacio  Arzobispal,  donde  aun  pueden 
verse  liis  muchas  notas  que  el  señor  Mosquera  puso 
en  los  tomos  de  las  bellas  ediciones  maurinas  de  los 
Padres,  que  allí  existen.  Estas  lecturas  y  la  de  las 
obras  del  padre  Granada,  dieron  al  predicador  un 
estilo  limpio,  sobrio  y  apropiado  a  la  predicación. 

Gozaba,  cuando  el  nuevo  arzobispo  llegó  a  Bogotá, 
de  gran  renombre  como  predicador  el  presbítero 
Manuel  Fernández  Saavedra,  quien  luégo  fue  canó- 
nigo de  la  Metropolitana.  Era  éste  un  clérigo  exal- 
tado y  versátil,  defensor  unas  veces  de  los  derechos 
de  la  Iglesia  y  otras  amigo  de  novedades  y  de  opi- 
niones poco  conformes  con  la  doctrina  eclesiástica. 
Don  José  María  Samper,  que  parece  haberle  admi- 
rado no  poco,  le  describe  de  la  siguiente  manera: 
"La  frente  vasta  y  llena  de  dignidad;  la  cabeza,  cu- 
bierta de  largos  y  sedosos  cabellos,  erguida  con  no- 
bleza y  sin  altivez ;  la  mirada  profunda,  severa,  ful- 
gurando de  unos  ojos  grandes,  oscuros  y  fuertemen- 
te expresivos ;  el  ceño  grave  y  levantado,  como  para 
decir  verdades  en  que  se  combinan  la  reprimenda. 


10  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


el  consejo  y  el  consuelo;  la  nariz  sin  perfil  y  algo 
contraída  por  un  gesto  de  convicción ;  la  boca  gran- 
de, gruesa  y  expresiva  de  sinceridad;  el  rostro  an- 
cho, lleno  y  espeso;  las  manos  pulcras  y  de  sólida 
contextura ;  la  talla  robusta,  amplia,  vigorosa  y  fuer- 
te; la  voz  sonora,  sacudida,  poderosa  como  una  su- 
cesión de  severas  detonaciones". 

Seguramente  podrían  ser  ciertas  éstas  y  otras 
cualidades  externas  en  el  señor  Fernández  Saave- 
dra;  pero  el  estilo  en  los  sermones  publicados  es 
detestable ;  el  mal  gusto,  manifiesto ;  todo  es  allí  fru- 
to de  la  jactancia,  de  la  presunsión  y  de  la  hipérbole. 
En  cambio,  la  prosa  limpia,  castiza  y  elegante  del 
señor  Mosquera  es  inmortal,  y  aun  hoy  podemos 
leer  con  sumo  agrado  trozos  como  éste,  que  hace  par- 
te de  la  oración  que  predicó  en  la  catedral  al  publi- 
carse la  constitución  política  de  1843: 

"Cansada  ya  la  sociedad  de  oscilaciones  y  desas- 
tres y  oprimida  de  ruinas,  siente  ahora  más  que 
nunca  la  necesidad  de  elevar  al  cielo  las  miradas  de 
su  espíritu,  harto  tiempo  fatigado  en  estériles  in- 
vestigaciones, y  de  hallar  en  la  tierra  caminos  sóli- 
dos donde  asentar  sus  pies  ensangrentados  por  las 
espinas  de  las  tortuosas  sendas  en  que  ha  vagado  a 
la  ventura." 

La  obra  del  señor  Mosquera  es  meramente  reli- 
giosa, a  excepción  de  sus  cartas  privadas ;  la  forman 
pastorales,  sermones  e  instrucciones  religiosas ;  pero 

« 


SERMONES 


íl 


precisamente  en  ellas  se  advierte  la  excelente  infor- 
mación del  prelado.  El  conocimiento  que  revela  de 
los  Padres  de  la  Iglesia  en  su  escrito  acerca  de  la 
necesidad  del  celibato  en  los  sacerdotes  y  religiosos, 
nos  descubre  una  erudición  sobria  y  bebida  en  bue- 
nas fuentes;  aun  las  mismas  pastorales,  género  di- 
fícil y  expuesto  más  que  otro  alguno  al  abuso  de 
los  lugares  comunes,  es  indicio  de  lo  que  acerca  del 
mérito  literario  del  señor  Mosquera  hemos  dicho. 

*  * 

El  17  de  febrero  de  1832  murió  en  Bogotá  el  ilus- 
trísimo  don  Fernando  Caicedo  y  Flórez,  prelado  de 
ocultas  virtudes,  procer  de  nuestra  emancipación 
política  y  anciano  demasiado  débil  para  encauzar 
por  buena  senda  la  audacia  de  aquellos  días  juveni- 
les de  la  Nueva  Granada.  La  ley  de  patronato,  san- 
cionada en  1824,  atribuía  al  congreso,  previa  la 
elección  del  caso,  la  facultad  de  designar  los  candi- 
datos para  las  sedes  episcopales  que  el  presidente 
debía  presentar,  para  la  investidura  del  cargo,  al 
romano  pontífice. 

Esta  elección,  con  todo,  no  pudo  efectuarse  sino 
en  1834,  y  sucedió  que  cuando  algunos  representan- 
tes por  Antioquia  postularon  al  canónigo  Mosquera 
para  obispo  de  esa  diócesis,  el  señor  José  María 
Cárdenas  hizo  tales  elogios  del  candidato,  que  los 


12  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


diputados  Agustín  Gutiérrez  Moreno  y  Eusebio  Bo- 
rrero  resolvieron  presentarle  como  arzobispo  de  Bo- 
gotá, Dividido  andaba  por  este  motivo  el  congreso; 
los  santanderistas  se  inclinaban  abiertamente  en 
favor  del  doctor  Juan  Nepomuceno  Gómez  Plata; 
otros  eran  partidarios  del  señor  Estévez,  obispo  en- 
tonces de  Santa  Marta,  y  no  faltaban  algunos  clé- 
rigos ambiciosos  que,  aprovechando  la  división  de 
los  pareceres,  solapadamente  trabajaban  por  su  pro- 
pia candidatura.  Mas  el  congreso  procedió  con  sen- 
satez, e  informado  de  las  prendas  del  señor  Mosque- 
ra, lo  eligió,  después  de  seis  escrutinios;  y  de  esta 
suerte,  luégo  de  recibir  las  bulas,  pudo  en  junio  de 
1835  consagrarse  en  su  ciudad  natal. 

El  nuevo  arzobispo  tenía  apenas  treinta  y  cinco 
años,  y  había  hasta  entonces  vivido  en  Popayán  con- 
sagrado a  la  predicación  y  a  la  enseñanza.  Austero 
como  un  monje,  gustaba  de  dormir  sobre  dura  ta- 
bla; descendiente  de  una  familia  procera,  no  acer- 
taba a  halagar  las  pasiones  populares;  emparenta- 
do con  los  hombres  que  más  influían  en  la  Nueva 
Granada,  se  inclinaba  a  ellos  de  preferencia.  Sus 
admiradores,  que  eran  muchos,  le  tenían,  y  con  ra- 
zón, por  un  santo ;  su  adversarios  le  tildaban  de  or- 
gulloso. No  han  faltado  en  la  Iglesia  nunca  estos 
caracteres  recios  y  firmes  contra  los  cuales  se  es- 
trella siempre  la  tempestad  de  las  pasiones  huma- 
nas; Atanasio  el  grande  o  Juan  Crisóstomo  nos  lo 


SERMONES 


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estáD  atestiguando  en  la  antigüedad,  y  el  señor  Mos- 
quera, que  había  nacido  en  época  de  lucha  y  de  con- 
fusión, no  difería  en  el  fondo  de  aquellos  caracte- 
res, y  como  ellos  amaba  la  tormenta  y  se  complacía 
en  medio  de  la  tribulación,  y  como  San  Pablo  decía : 
Superabundo  gaudio  in  omni  tribulatione. 

A  esta  condición  severa  del  prelado  uníase  la  agi- 
tación de  aquellos  tiempos;  inestable  era  la  políti- 
ca; en  formación  los  partidos;  continua  la  propa- 
ganda de  enseñanzas  opuestas  y  contradictorias ;  las 
doctrinas  de  Bentham  y  Desttut  por  primera  vez  se 
oían  en  las  universidades;  las  sociedades  secretas 
38  multiplicaban,  y  un  individualismo  rígido  e  inex- 
perto quería  a  toda  costa  perturbar  la  paz  religio- 
sa, so  pretexto  de  libertar  las  conciencias.  Andaban 
los  liberales  divididos:  unos,  más  osados,  querían 
llevar  la  revolución  a  la  quimera;  otros,  moderados, 
consideraban  indispensable  mantener  la  paz  de  las 
conciencias.  En  dos  libros  de  aquella  época  se  siente 
esta  lucha:  los  "Auntamientos  para  la  Historia", 
de  don  José  María  Samper,  escrito  a  raíz  de  los 
acontecimientos,  y  las  "Memorias  Histórico-políti- 
cas",  del  general  Posada,  que,  aun  cuando  escrito 
más  tarde,  son  eco  fiel  de  la  lucha  de  1849. 

Imposible  era  por  aquel  entonces  mantenerse  en 
un  justo  medio;  el  análisis  de  los  hechos  requiere 
una  perspectiva  que  sólo  da  la  distancia,  y  el  señor 
Mosquera  no  era  un  simple  estudioso  de  los  pro- 


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MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


blemas  sociales  y  políticos,  sino  un  hombre  de  ac- 
ción, que  tenía  que  obrar  rápidamente.  Desde  el 
principio  de  su  episcopado  vio  en  el  grupo  de  Már- 
quez y  de  Herrán  un  sostén  de  las  instituciones 
cristianas,  y  se  inclinó  a  este  partido  con  el  vigor 
de  su  natural  combativo. 

Mas  la  exageración  no  se  hallaba  sólo  en  la  po- 
lítica. Entre  los  exaltados  estaban  un  buen  número 
de  clérigos  que  tenían  al  arzobispo  por  hombre  con- 
temiporizador  y  amigo  de  los  adversarios  de  la  Igle- 
sia. El  había  tenido  que  luchar  contra  un  buen  nú- 
mero de  corruptelas,  y  algunos  clérigos  no  Je  per- 
donaban las  medidas  de  rigor  que  había  dictado. 
Las  ceremonias  eclesiásticas  no  se  acomodaban  a  la 
liturgia;  la  variedad  que  presentaban  los  clérigos 
en  punto  al  uso  del  hábito  talar,  era  verdaderamente 
extravagante;  había  un  desacuerdo  de  criterio  en 
materias  morales,  y  mientras  unos  predicaban  un 
rigorismo  exagerado,  otros  exponían  doctrinas  laxas 
y  aun  erróneas.  Todo  proyecto  de  reforma  era  visto 
como  una  novedad  contraria  a  la  tradición  de  los 
mayores,  y  el  descontento  era  tal,  que  hasta  el  pro- 
pio Fernández  Saavedra,  desde  la  catedral,  mote- 
jaba al  arzobispo. 

Todo  este  conjunto  de  circunstancias,  unido  al 
hecho  de  que  el  señor  arzobispo  era  hermano  del 
presidente,  general  Mosquera,  desataron  contra  el 
prelado  la  tormenta.  Juntáronse  entonces  el  regalis- 


SERMONES 


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mo  que  como  herencia  habíamos  recibido  de  los  mo- 
narcas de  la  casa  de  Austria,  y  el  liberalismo  que 
nos  trasmitió  la  revolución  francesa.  La  incursión 
ilegítima  y  constante  de  los  gobiernos  civiles  en  los 
asuntos  de  la  exclusiva  competencia  de  la  Iglesia,  y 
la  idea  exaltada  de  la  soberanía  popular,  llevaron  a 
los  legisladores  de  1852  a  expedir  una  ley  que  atri- 
buía la  elección  de  los  curas  párrocos  a  los  cabildos. 
Protestó,  como  era  de  su  deber,  el  arzobispo;  mas 
le  salió  al  paso  una  ley,  expedida  en  1845,  que  im- 
ponía la  pena  de  destierro  a  todo  eclesiástico  que 
desobedeciese  las  disposiciones  referentes  al  patro- 
nato. 

En  la  tarde  del  19  de  junio  de  1852  salía,  oculto 
en  una  silla  de  manos,  el  prelado,  que  debía  per- 
noctar aquella  noche  en  casa  de  don  Mariano  Calvo, 
a  las  afueras  de  la  ciudad ;  al  día  siguiente  emprendió 
viaje  a  Villeta,  en  busca  de  salud  y  reposo,  y  después 
de  proveer  en  esa  población  todo  lo  pertinente  a  la 
administración  de  la  diócesis  durante  su  ausencia, 
continuó  el  viaje  y  se  embarcó  con  rumbo  a  Nueva 
York,  de  donde  pasó  a  Europa ;  aguardaba  llegar  a 
Roma,  mas  la  muerte  vino  a  sorprenderle  en  Mar- 
sella el  10  de  diciembre  de  1853.  Esta  muerte  cierra 
un  período  en  la  historia  religiosa  dei  país,  pues  en 
aquel  mismo  año  los  abusos  del  patronato  llevaron  a 
los  legisladores  a  decretar  la  separación  de  la  Igle- 
sia y  el  Estado. 


16  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


Todos  aquellos  que  presenciaron  la  independencia 
y  formación  de  las  repúblicas  iberoamericanas,  tie- 
nen entre  sí  grandes  semejanzas;  aquella  época 
grande  modeló  sin  duda  las  almas  y  las  hizo  muy 
parecidas;  nacidos  todos  ellos  en  el  vivac;  hijos  del 
romanticismo  político  y  literario  de  aquellos  tiem- 
pos; extremados  en  sus  juicios  y  opiniones,  tienen 
rasgos  comunes  que  en  manera  alguna  destruyen  la 
vigorosa  personalidad  de  cada  uno  de  ellos.  Entre 
estas  semejanzas  no  es  la  menor  la  de  la  admiración 
y  el  odio  que  despertaron  en  su  derredor.  El  arzo- 
bispo Mosquera  no  se  escapa  a  esta  ley,  pues  como 
Bolívar  o  Santander,  como  Obando  o  como  su  pro- 
pio hermano  el  general  Tomás  Cipriano,  conoció  el 
prelado  las  grandezas  de  la  gloria  humana  y  los  in- 
fortunios de  la  persecución;  no  le  faltó  cosa  alguna, 
la  calumnia,  el  folleto  anónimo,  las  injurias  y  el  des- 
tierro; él,  como  no  pocos  de  6us  contemporáneos,  es 
héroe  y  mártir  de  la  libertad;  sólo  que  los  otros 
persiguieron  bienes  terrenos  y  libertades  mengua- 
das de  acá  abajo,  y  el  señor  Mosquera  puso  todo  su 
empeño  en  alcanzar  la  libertad  de  la  Iglesia,  ahe- 
rrojada por  las  teorías  regalistas  de  la  pasada  cen- 
turia. 


JOSB  ALEJANDRO  BERMUDEZ 


EXHORTACION  PASTORAL 


DIRIGIDA  A  LA  ASAMBLEA  ELECTORAL  DE  LA  PRO- 
VINCIA DE  BOGOTA,  EN  SU  ASISTENCIA  A  LA  MISA 
DEL  ESPIRITU  SANTO,  EL  PRIMERO  DE  AGOSTO  DE  1837 

Date  ex  vobis  víros  sapientes  et  ganaros,  et  quo- 
rum conversatio  sit  probata  in  tribubus  vestris,  ut 
ponam  eos  vobis  principes. 

Escoged  de  entre  vosotros  varones  sabios  y  ex- 
perimentados, de  una  conducta  bien  acreditada  en 
vuestras  tribus,  para  que  yo  os  los  ponga  por  cau- 
dillos. 

Deuteron,  cap.  I,  v.  13. 

No  es  una  estéril  ceremonia  el  motivo  que  os  trae 
hoy  al  pie  de  los  altares  y  que  me  pone  en  la  nece- 
sidad de  desempeñar  mi  ministerio  pastoral.  La 
religión,  honorables  electores,  que  vivifica  a  la  so- 
ciedad como  el  alma  al  cuerpo;  la  religión,  que  pe- 
netra con  su  invisible  poder  hasta  el  invisible  domi- 
nio de  la  conciencia;  la  religión,  que  muestra  al 
hombre  en  la  eternidad  el  premio  o  el  castigo  de  sus 
acciones,  le  presenta  así  el  motivo  más  eficaz  que 

Sermones  -2 


18  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


puede  tener  para  llenar  fielmente  sus  deberes  so- 
ciales. Por  esto  es  que  la  ley,  que  conoce  su  propia 
impotencia  para  subyugar  el  espíritu,  invoca  el  po- 
der divino,  único  capaz  de  asegurar  la  obediencia  de 
una  manera  voluntaria  y  fiel. 

Tal  es,  señores,  el  objeto  de  esta  sagrada  ceremo- 
nia. Aquí  venís  a  reconocer  y  confesar  al  Dios  de 
los  cielos  y  de  la  tierra,  al  Dios  de  la  iglesia  y  de 
la  sociedad,  y  como  a  Señor  de  todos  los  hombres  y 
de  todas  las  naciones,  le  venís  a  pedir  que  os  ense- 
ñe a  hacer  su  voluntad  santísima,  dirigiendo  vuestros 
pensamientos  y  vuestros  deseos.  Ved  aquí  la  emi- 
nente regla  de  los  deberes  de  un  ciudadano  cristia- 
no: a  ella  debéis  acomodar  todo  cuanto  obréis  en  la 
asamblea  de  este  año,  para  desempeñar  con  pure- 
za y  fidelidad  la  honrosa  confianza  que  os  han  he- 
cho los  pueblos.  Si  como  ciudadanos  tenéis  muchos 
títulos  para  corresponder  a  esta  confianza,  yo  como 
ministro  de  Dios  me  contraigo  solamente  a  recor- 
daros que  es  un  deber  importante  de  la  religión 
el  cumplir  con  los  que  la  sociedad  exige  de  vosotros. 
Escuchad  benignamente  las  breves  reflexiones  que 
os  haré  para  probar  esta  verdad. 

Una  religión  cómoda  que,  multiplicando  las  prác- 
ticas piadosas,  alterase  los  deberes  sociales;  una 
religión  especulativa  que,  sometiendo  vuestros  es- 
píritus y  adhiriendo  vuestros  corazones  a  Dios,  os 
libertase  de  toda  obligación  y  de  tx)do  compromiso 


SERMONES 


19 


con  los  hombres;  una  religión  inerte  que,  estable- 
ciéndoos en  el  asilo  de  las  dulzuras  de  la  pied&d,  os 
hiciese  mirar  con  indiferencia  el  bien  público  del 
estado,  sería  una  religión  quimérica  y  monstruo- 
sa; chocaría  con  la  razón;  trastornaría  el  orden, 
deshonraría  a  Dios,  que  es  por  exelencia  el  padre 
del  orden  y  el  supremo  moderador  de  todas  las  co- 
sas: Rerum  moderator,  et  Pater  ordinis. 

En  efecto :  desde  el  principio  de  los  siglos  Dios  es 
el  autor  del  orden  que  regla  el  universo;  Dios  es 
quien  para  gloria  de  su  nombre  ha  establecido  la 
diferencia  de  los  estados  y  la  diversidad  de  las 
condiciones,  y  quien,  por  una  sabia  economía,  ha 
querido  que  haya  en  el  mundo  superiores  y  súbditos, 
generales  y  soldados,  pobres  y  ricos,  sabios  y  sim- 
ples, débiles  y  fuertes,  padres  e  hijos,  amigos  y 
allegados;  en  una  palabra.  Dios  ha  establecido 
diversas  relaciones  entre  los  hombres,  y  por  una 
consecuencia  necesaria,  determinado  cuáles  son  los 
deberes  de  estas  relaciones  que  conserva  en  la 
tierra. 

Por  tanto,  señores,  no  es  en  el  capricho  de  los 
hombres  sino  en  la  voluntad  de  Dios  donde  debéis 
buscar  el  origen  de  vuestros  deberes.  Aunque  la 
sociedad  os  exige  su  cumplimiento,  ella  sola  san- 
ciona sus  preceptos  con  penas,  sin  sujetar  bajo  su 
poder  otra  cosa  que  lo  exterior ;  pero  Dios,  que  es  el 
vengador  de  las  faltas  contra  la  sociedad,  hace 


20 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


efectivo  el  cumplimiento  de  estos  deberes.  Una 
alma  cristiana  no  los  llena  sólo  Tpor  contribuir  al 
orden  público,  sino  para  ejecutar  las  miras  de  la 
Providencia  divina,  siempre  amorosa  y  benéfica 
con  sus  criaturas.  Dejemos  a  los  gentiles  la  regla 
de  proceder  fundada  en  el  estoicismo,  en  el  placer 
y  en  qué  sé  yo  cuántos  otros  principios  vanos  y 
nunca  fecundos  en  buenos  resultados:  no  queramos 
ser  sabios  sin  Dios,  y  obremos  por  los  principios  del 
cristianismo,  por  el  sentimiento  religioso  que  Dios 
ha  inspirado  en  el  corazón  humano,  y  busquemos 
en  la  voluntad  de  Dios  la  regla  suprema  de  nues- 
tras acciones,  no  sólo  en  la  sociedad  doméstica,  sino 
en  la  misma  sociedad  civil. 

Fundado  en  estos  principios  ciertos  y  seguros, 
os  digo  ahora  con  el  santo  e  ilustre  Moisés,  en  una 
ocasión  semejante  a  la  en  que  nos  hallamos  ho3'  en 
la  república:  "Elegid,  honorables  electores,  esco- 
ged de  entre  vosotros  varones  sabios  y  experimen- 
tados, de  una  conducta  bien  acreditada  en  vues- 
tras tribus,  para  ponerlos  por  moderadores  de  la 
cosa  pública."  ¡Qué  palabras  tan  llenas  de  sabi- 
duría! Aquí  no  solamente  quiere  Moisés  hallar 
hombres  distinguidos  por  algún  servicio:  esto  sólo 
les  daría  cierto  derecho  a  la  consideración  pública 
j  a  los  honores  sociales.  Pero  el  eminente  puesto 
de  legisladores  exige  mayores  partes  en  los  que 
sean  llamados  a  dar  vida  a  la  misma  patria:  es  pre- 


SERMONES 


21 


ciso  que  sean  hombres  en  quienes  se  hallen  reuni- 
das la  sabiduría  y  la  experiencia,  y  que  hayan  da- 
do pruebas  seg-uras  de  que  poseen  estas  dos  cuali- 
dades, tan  raras  y  tan  necesarias  al  mismo  tiempo. 
Porque  la  primera  sin  la  segunda  es  apenas  como 
el  precoz  talento,  que  lleva  por  todas  partes  el  des- 
orden producido  por  la  precipitación.  ¿Ni  cómo  es 
posible  que  puedan  dirigir  bien  los  destinos  de  la 
nación  los  que  aun  no  han  aprendido  a  gobernar 
su  casa?  ¿Cómo  sabrán  efectuar  las  difíciles  com- 
binaciones de  los  derechos  e  intereses  de  los  ciuda- 
danos, aquellos  que  no  conocen  otro  interés  que  sus 
pasiones,  ni  otro  derecho  que  sus  caprichos?  Voso- 
tros sabéis  bien,  señores,  que  la  mezcla  más  imper- 
ceptible de  interés  privado  es  una  fuente  fecunda 
de  males  en  las  asambleas  públicas,  males  que  la 
religión,  y  sola  la  religión,  puede  evitar  o  remediar. 
Porque  ella  es  origen  de  todas  las  virtudes  civiles 
Y  sociales,  la  constitución  por  excelencia  de  todo  el 
género  humano,  la  ley  fundamental  de  todas  las 
sociedades,  sin  la  cual  ninguna  puede  existir ;  ella  es 
!a  única  que  es  conocida  en  los  imperios  y  en  las 
repúblicas;  necesaria  a  los  individuos  y  a  las  socie- 
lades;  tanto  más  necesaria  y  obligatoria,  cuanto 
lue  no  es  obra  de  los  hombres,  ni  ellos  pueden  re- 
:orma.rla;  tanto  más  practicable,  cuanto  que  no 
lepende  del  capricho  de  los  soberanos,  ni  de  las 
Dasiones  populares;  incapaz  de  ser  alterada  por  el 


22  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


tiempo  mismo,  porque  toma  toda  su  fuerza  del 
cielo  y  ejerce  su  dominio  en  el  incorruptible  impe- 
rio de  los  espíritus.  Todos  los  sofismas  de  la  genti- 
lidad y  del  vergonzoso  filosofismo  del  siglo  XVIII 
no  han  podido  oscurecer  estas  verdades;  antes  bien, 
los  enemigos  más  encarnizados  de  Cristo  y  de  su 
esposa  deseaban  religión  en  sus  soberanos,  cuando 
la  aborrecían  y  la  perseguían.  Tan  cierto  es  que  no 
hay  sociedad  más  expuesta  a  trastornos,  y  por  lo 
mismo  más  infeliz  que  la  que  es  gobernada  por 
hombres  sin  religión. 

De  estas  verdades  deduzco  una  consecuencia 
importante:  quiero  decir,  señores,  que  debéis  es- 
coger hombres  cuya  sabiduría  y  experiencia  sean 
gobernadas  por  el  sentimiento  religioso,  cuya  glo- 
ria se  finque  en  hacer  la  voluntad  de  Dios,  legis- 
lador de  los  cielos  y  de  la  tierra,  soberano  de  los 
gobernantes  y  de  los  súbditos ;  en  una  palabra,  que 
debéis  elegir  hombres  que  no  sólo  teman  ser  vitu- 
perados por  sus  conciudadanos,  sino  más  bien  que 
teman  a  Aquel  que  castiga  en  la  eternidad  las 
perfidias,  las  intrigas  y  la  suplantación  de  los  inte- 
reses de  unos  pocos  sobre  los  derechos  de  la  nación 
entera.  Y  advertid  también  que  el  despotismo  mo- 
nárquico, como  el  oligárquico,  no  tiene  otro  freno 
que  el  de  la  conciencia.  ¡Infelices  de  nosotros  el 
día  que  nuestros  legisladores  ya  no  oyesen  la  voz 
de  la  conciencia !  Ese  día  sería  la  víspera  de  la  fies- 


SERMONES 


23 


ta  que  celebrarán  nuestros  enemigos,  viéndonos  caer 
en  un  torrente  en  que,  sucediéndose  el  despotismo 
y  la  anarquía,  la  desgracia,  el  llanto  y  la  misma 
desesperación  serían  nuestra  suerte.  Ved,  señores, 
cuál  es  el  riesgo  que  corre  la  nación  si  vosotros 
ponéis  sus  destinos  en  manos  de  aquellos  para 
quienes  la  religión  sólo  es  una  ocupación  popular,  o 
cuando  más,  un  medio  de  política  para  gobernar 
las  masas  ignorantes.  Yo  haría  un  agravio  a  vues- 
tras luces,  recorriendo  tantos  ejemplos  como  nos 
presenta  la  historia  en  confirmación  de  esta  ver- 
dad; pero  permitidme  agregar  estas  palabras: 
"Recordad  las  horribles  catástrofes  de  la  llamada 
Reforma  en  el  siglo  XVI,  y  de  la  revolución  france- 
sa, y  que  la  experiencia  de  lo  pasado  no  sea  perdida 
para  la  NHieva  Granada." 

Pero  no  olvidemos  que  nuestra  esperanza  debe 
fundarse  en  el  poder  de  Dios,  y  que  si  todo  don  per- 
fecto y  toda  dádiva  preciosa  viene  de  lo  alto,  tam- 
bién es  preciso  merecerlos  por  una  completa  sumi- 
sión a  los  mandatos  del  Todopoderoso.  En  ninguna 
circunstancia  es  más  necesario  dirigir  al  cielo  nues- 
tras oraciones  y  hacerle  una  santa  violencia  para  ob- 
tener su  protección  y  su  socorro,  que  en  el  momento 
en  que  van  a  nombrarse  los  mandatarios  de  la  na- 
ción. De  este  primer  acto  depende  la  dicha  o  la  infeli- 
cidad de  la  patria ;  y  si  vosotros  procedéis  con  una 
intención  recta  y  pura,  mirando  sólo  el  procomunal 


24 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


y  considerando  que  Dios  os  ha  de  pedir  cuenta  del 
oficio  de  electores,  sin  duda  las  elecciones  serán 
acertadas.  Entonces  recibiréis  las  bendiciones  del 
pueblo,  vuestro  comitente,  y  sobre  todo,  al  salir  de 
este  mundo  de  miserias  la  conciencia  no  tendrá  de 
qué  acusaron  en  esa  hora  fatal. 

Vamos  ahora  a  continuar  el  augusto  sacrificio 
para  alcanzar  los  dones  de  inteligencia  y  de  acierto 
que  venís  a  implorar.  Unid,  señores,  vuestros  cora- 
zones a  las  oraciones  que  yo  voy  a  dirigir  al  Todo- 
poderoso, presentándole  la  víctima  sin  mancha  de  su 
Hijo  Unigénito  por  cuyos  méritos  alcanzaréis  hoy 
gracias  abundantes,  y  al  fin  de  esta  vida  la  paz  sem- 
piterna de  la  gloria,  que  os  deseo. 

En  el  nombre  del  Padre,  y  del  Hijo,  y  del  Espíritu 
Santo. 


ORACION 


PRONUNCIADA  EN  LA  IGLESIA  METROPOLITANA  CON 
MOTIVO  DE  LA  SOLEMNIDAD  RELIGIOSA  CON  QUE  SE 
INAUGURABA  LA  NUEVA  CONSTITUCION  DE  LA  REPU- 
BLICA EL  AÑO  DE  1843 

Qnicainque  hanc  regulam  sequuti  fuerint,  pax 
super  illos,  et  misericordia. 

Sobre  todos  los  que  siguieron  esta  regla,  venga 
paz  y  misericordia. 

Ad  r^ialat,  VI,  1 5. 

Nunca  ha  sido  tan  grande  la  necesidad  de  elevar 
nuestras  oraciones  al  cielo,  para  hacerle  una  santa 
violencia  y  alcanzar  divina  misericordia,  como  en  los 
tiempos  turbulentos  en  que  nos  ha  tocado  vivir.  En 
medio  de  la  agitación  y  de  los  trastornos  públicos; 
resintiéndose  todavía  la  tierra  neogranadina  de  los 
fuertes  sacudimientos  políticos  que  han  hecho  una 
espantosa  armonía  con  los  volcanes  de  nuestras  en- 
cumbradas cordilleras,  se  ha  reconstituido  el  edificio 
social  por  medios  legítimos;  pero  necesita  robuste- 
cerse y  afirmarse,  y  no  podemos  conseguirlo  sino 
por  la  paz  de  la  república,  la  cual  es,  dice  San  Agus- 


26 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


tín,  la  ordenada  concordia  de  los  ciudadanos  en  man- 
dar y  obedecer:  Pax  civitatis,  ordinata  imperandi, 
atque  obediendi  concordia  civium  (De  Civit.  Del, 
lib.  XIX,  cap.  XIII).  Y  como  la  constitución  política, 
de  un  estado  no  es  más  que  la  regla  de  mandar  y 
obedecer,  de  su  observancia  depende  la  paz  de  la  re- 
pública. 

Pero  sólo  el  que  dijo:  "Sea  hecha  la  luz,  y  la  luz 
fue",  puede  ilustramos  en  estos  críticos  momentos; 
sólo  el  que  fundó  los  cielos  puede  volver  a  su  centro 
a  una  sociedad  conmovida  hasta  en  sus  cimientos; 
sólo  el  que  dice  al  mar :  "Hasta  allí  llegarás",  puede 
contener  el  diluvio  de  las  pasiones  sublevadas,  y  este 
torrente  de  corrupción  y  de  licencia  que  amenaza 
arrasarlo  todo;  sólo  aquel  cuya  voz  todopoderosa 
reanima  los  mismos  muertos,  puede  vivificar  nues- 
tros huesos  áridos,  reunirlos  y  resucitar  nuestra  so- 
ciedad, que  es  ya  casi  un  cadáver,  doblemente 
muerta  a  la  verdad  y  a  la  virtud;  sólo  El  Que  Es 
puede  fijar  la  paz  en  la  Nueva  Granada,  y  darle  con 
ella  la  tranquilidad  del  orden,  nuevo  ser  y  nueva 
vida. 

Comprendisteis,  sin  duda,  señor  excelentísimo,  la 
profunda  verdad  de  este  pensamiento,  cuando  en  la 
sabiduría  de  vuestros  consejos  dispusisteis  que  los 
granadinos  se  hallasen  hoy  en  el  templo  de  Dios  vi- 
vo. Todos  han  correspondido  a  vuestro  llamamiento: 
el  sacerdocio  y  el  pueblo  fiel,  los  magistrados  y  los 


SERMONES 


ciudadanos,  los  defensores  de  la  patria  y  sus  tiernos 
hijos,  que  se  forman  en  las  escuelas  públicas,  el  mis- 
mo sexo  débil  tan  interesado  en  el  bien  procomunal; 

no  hay  quien  no  venga  hoy  a  humillarse  delante  del 
altar  del  Cordero,  para  poner  debajo  del  amparo 

celestial  de  la  Divina  Providencia  las  instituciones 
patrias.  Al  mismo  tiempo  que  vos  vais  a  dirigir  la 
nave  del  estado  bajo  reglas  nuevas  y  más  propor- 
cionadas a  su  situación,  todos  debemos  conjurar  la 
tempestad,  santificando  nuestra  vida  civil,  por  la 
solemne  confesión  de  que  ella  depende  de  la  religión, 
como  la  vida  del  alma.  Tal  es,  en  efecto,  este  acto 
augusto,  en  que  la  piedad  y  el  patriotismo  vienen  a 
confirmar  su  concordia  en  medio  del  santuario,  para 
que  la  justicia  y  la  paz  reinen  en  nuestra  amada  pa- 
tria, a  pesar  de  la  peligrosa  crisis  que  por  todas  par- 
tes presenta  un  siglo  de  desventuras  para  América. 

Recordáis,  desde  luego,  señores,  los  largos  y  cos- 
tosos ensayos,  en  que  ha  desaparecido  casi  toda 
aquella  generación  que  echó  los  primeros  funda- 
mentos de  nuestra  república,  y  veis  al  mismo  tiem- 
po con  pesar,  que  al  cabo  de  más  de  treinta  años  sólo 
nos  quedan  tristes  memorias,  y  que  ni  la  experiencia 
de  lo  pasado  ha  sido  poderosa  para  fijar  nuestros 
destinos.  Yo  os  habría  pedido,  antes  de  pronunciar 
estas  palabras,  que  cerráseis  las  puertas  de  este 
templo,  para  que  no  oyesen  los  extraños  tan  amar- 
ga confesión,  si  no  hablara  hoy  en  un  lugar  donde 


28 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


hasta  el  disimulo  es  una  infidelidad  al  ministerio  de 
la  palabra.  Lo  repito:  nuestra  situación  no  es  hoy 
mejor  que  en  las  diversas  épocas  de  gloria,  de  ilu- 
sión, de  sangre  y  de  llanto,  que  han  anublado  nuestra 
juventud,  que  angustiaron  los  últimos  días  de  nues- 
tros padres,  y  que  a  tantos  han  hecho  exclamar  con 
el  profeta  de  Hus :  "Perezca  el  día  en  que  nací"  (Job, 
III,  3). 

¿Y  de  dónde  ha  podido  nacer  esta  cadena  de  des- 
gracias, que  ha  hecho  de  nuestra  vida  una  crisis 
prolija  y  angustiosa?  ¿Cómo,  después  de  una  gene- 
ración, nos  hallamos  todavía  recomenzando  nuestra 
organización  social?  Dejo  a  los  políticos  el  examen 
de  las  causas  humanas,  que  son  sólo  síntomas  de  la 
enfermedad  moral,  causa  radical  del  desorden  social 
de  nuestra  América,  causa  que  minó  los  tronos  más 
antiguos,  y  que  no  han  alcanzado  a  contrapesar  to- 
dos los  elementos  de  orden  que  la  duración  de  los 
tiempos  había  acum.ulado.  Hablo  del  trastorno  de  los 
dos  principios  cardinales,  salvadores  de  las  naciones, 
ejes  sobre  los  cuales  únicamente  puede  moverse  con 
regularidad  el  mundo  político  — la  legitimidad  del 
gobierno  y  la  religión  nacional — :  la  legitimidad, 
porque  sin  ella  ningún  gobierno  lleva  el  carácter  del 
origen  divino  de  la  autoridad;  la  religión,  porque  só- 
lo ella  satisface  las  necesidades  de  la  sociedad,  y  la 
libra  del  naufragio  que  la  acarrea  una  orgullosa  filo- 
sofía. 


SERMONES 


29 


Cansada  ya  la  sociedad  de  oscilaciones  y  desas- 
tres, y  oprimida  dle  ruinas,  siente  ahora  más  que 
nunca  la  necesidad  de  elevar  al  cielo  las  miradas  de 
su  espíritu,  harto  tiempo  fatigado  en  estériles  inves- 
tigaciones, y  de  hallar  en  la  tierra  caminos  sólidos 
donde  asentar  sus  pies  ensangrentados  por  las  espi- 
nas de  las  tortuosas  sendas  en  que  ha  vagado  a  la 
ventura.  En  una  palabra,  es  preciso  buscar  en  la 
legitimidad  del  gobierno,  y  en  la  religión  nacional, 
el  medio  de  adquirir  y  conservar  la  paz ;  porque  ésta 
es  la  ordenada  concordia  de  los  ciudadanos  en  man- 
dar y  obedecer:  pax  civitatis,  ordinata  imperandi, 
atque  obediendi  concordia  civium.  A  esto  reduzco  to- 
do mi  discurso:  nada  diré  de  nuevo,  porque  un  mi- 
nistro del  Evangelio  debe  en  todas  ocasiones  consul- 
tar a  sus  padres,  preguntar  a  sus  mayores,  y  decir 
lo  que  ellos  han  dicho  siempre,  en  toda^  partes  y  a 
todos  los  pueblos.  Repetiré,  pues,  hoy  lo  que  la  ver- 
dad infalible  dejó  escrito  en  los  libros  santos,  y  la 
Iglesia  ha  enseñado  siempre.  Si  algo  humano  salie- 
re de  mis  labios,  no  es  mi  intención  decirlo. 

¡Sí,  Dios  santo,  Rey  inmortal  de  los  siglos!:  un 
enviado  vuéstro  no  puede,  sin  cierta  especie  de 
apostasía,  convertir  la  cátedra  sagrada  en  tribuna 
profana.  Libradme  de  tamaña  desgracia,  dirigiendo 
mi  lengua  y  purificando  mis  labios,  como  os  lo  pido 
por  intercesión  de  la  más  fiel  y  más  pura  de  las  vír- 
genes, saludándola  llena  de  gracia. 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


I 

Que  el  amor  y  la  fidelidad  al  gobierno  legítimo 
son  como  sentimientos  innatos  en  los  corazones  gra^ 
nadinos;  que  ellos  han  sido  en  todo  tiempo  nuestro 
carácter  distintivo,  y  que  aun  pueden  ser  mirados 
como  una  segunda  religión  nacional,  lo  sabéis  voso- 
tros y  lo  sabe  la  América  entera.  No  obstante  que 
todo  ha  cambiado  entre  nosotros ;  que  se  han  susti- 
tuido nuevos  usos  y  nuevas  costumbres  a  los  que 
heredamos  de  los  mayores;  que  se  ha  variado  de 
uno  a  otro  extremo  la  forma  de  gobierno;  el  senti- 
miento de  la  legitimidad  tan  propio  de  almas  católi- 
cas fcs  lo  único  que  no  ha  desaparecido.  Atravesan- 
do por  entre  horribles  borrascas  y  tempestades,  ha 
sobrevivido  a  todas  las  revoluciones,  o  más  bien  nos 
ha  salvado  de  las  mismas  revoluciones ;  y  si  nuestra 
patria  se  vio  al  borde  del  abismo  en  los  días  del  de- 
lirio de  sus  hijos,  en  que  apareció  el  monstruo  de  la 
anarquía,  llevando  en  su  frente,  como  la  bestia  del 
Apocalipsis,  el  misterio  de  todos  los  crímenes,  y  en 
su  corazón  las  profundidades  de  Satanás,  el  mismo 
exceso  de  los  males  despertó  el  sentimiento  de  la 
legitimidad;  fue  éste  como  un  fuego  sagrado  que, 
encendiéndose  de  nuevo  al  primer  rayo  del  sol  de 
la  inteligencia  y  de  la  verdad,  reanimó  la  vida  de 
la  sociedad  con  su  benéfico  calor. 


SERMONES 


31 


La  Nueva  Granada  dijo  en  dos  épocas  notables: 
La  nación  no  quiere  sino  un  gobierno  legítimo,  sean 
uales  fueren  las  manos  que  lleven  las  riendas  del 
]stado;  la  legitimidad  es  el  tesoro  precioso  nacio- 
al,  y  un  beneficio  tan  inestimable  como  incapaz  de 
er  sustituido;  la  legitimidad  es  el  guardián  de  to- 
os  los  derechos,  de  todas  las  propiedades,  la  prime^ 
a  salvaguardia  de  la  moral  pública,  el  enemigo  más 
emible  de  la  tiranía,  el  más  grande  obstáculo  al 
espotismo;  al  mismo  tiempo  que  sirve  de  poderosa 
arantía  de  la  equidad  y  de  la  moderación  de  los  que 
residen  a  la  jerarquía  política.  Sus  derechos  son 
e  todos  los  siglos,  de  todos  los  pueblos  y  de  todas 
is  formas  de  gobierno ;  consagrados  por  la  religión, 
econocidos  de  una  manera  incontestable,  descon- 
iertan  las  intrigas,  ponen  silencio  a  las  ambiciones, 
onfunden  las  tramas  y  hacen  desesperar  a  las  pre- 
ensiones  irregulares;  porque  un  gobierno  legítimo 
lo  tiene  otro  interés  que  el  de  la  justicia,  de  tal 
aanera  identificado  con  sus  propios  intereses,  que 
LO  puede  trabajar  por  sí  mismo  sin  trabajar  por 
odos". 

Así  habló  la  república,  manifestando  que  sólo  quer- 
ía un  gobierno  legítimo  y  no  un  usurpador  que  fuese 
légo  su  tirano ;  que  hiciese  mucho  ruido  para  atur- 
[ir,  y  mucho  mal  para  corromper  y  dominar;  que 
•ara  afirmar  su  poder  ensangrentado  quisiese  tras- 
ornar  todos  los  poderes  y  que  para  hallar  algún 


32 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


reposo  moviese  al  pueblo  contra  sus  amigos;  que  pa- 
ra hacer  olvidar  su  origen  pretendiese  cubrirse  con 
la  victoria,  y  para  justificar  sus  victorias  tuviese  ne- 
cesidad de  crímenes. 

Lejos  de  un  pueblo  católico  ese  funesto  pensamien- 
to hijo  de  la  Reforma,  que  convirtiendo  la  facultad 
de  elegir  la  forma  de  gobierno  y  los  que  la  ejerzan, 
en  un  derecho  de  trastornar  el  orden  cada  vez  que 
una  ambición  frustrada  desea  satisfacer  su  vengan- 
za, tiene  siempre  amenazada  a  la  sociedad,  difun- 
diendo por  todas  partes  la  desconfianza  y  el  des- 
2oncierto;  porque  el  grito  de  los  sediciosos  invoca 
siempre  los  derechos  comunales,  para  hacer  de  la 
multitud  seducida  y  ofuscada  el  ariete  que  derribe 
la  autoridad,  y  poder  engalanarse  luégo  con  sus  des- 
pojos. No  es  éste  el  lugar  ni  ésta  la  ocasión  de  dis- 
cutir y  deslindar  los  derechos  de  gobernantes  y  go- 
bernados, ni  de  presentar  en  su  verdadero  punto  de 
vista  la  soberanía,  sea  cual  fuere  la  forma  en  que 
su  ejercicio  hubiese  tomado.  Pero  no  es  posible 
prescindir  de  reclamar  a  nombre  de  la  moral,  y  en 
presencia  de  los  santos  altares,  contra  la  doctrina 
anárquica  y  antisocial  de  sublevar  los  pueblos  con- 
tra los  gobiernos;  ni  dejar  de  prevenir  a  nuestras 
ovejas  contra  esa  doble  herejía  política  y  religiosa, 
tan  reprobada  por  los  más  grandes  doctores  de  la 
Iglesia,  como  por  los  más  sabios  políticos ;  no  menos 
contraria  al  derecho  natural  y  divino,  que  destruc- 


SERMONES 


38 


tora  de  la  autoridad  pública  y  de  la  del  mismo  Dios, 
de  la  cual  la  otra  se  deriva. 

No  hay  potestad  sino  de  Dios,  dice  San  Pablo ;  las 
que  existen  están  subordinadas  a  Dios;  y  el  que  re- 
siste a  ia  potestad  resiste  a  la  ordenación  de  Dios. 
(Rom.  XIII,  1,  2.)  Esta  es  la  suma  del  derecho  pú- 
blico del  cristianismo,  sin  el  cual  nadie  tiene  el  de 
mandar,  ni  existe  la  obligración  de  obedecer ;  ésta  es 
la  primera  soberanía,  de  la  cual  nacen  las  demás,  y 
sin  la  cual  no  tiene  ni  base  ni  sanción;  ella  es  la 
única  constitución  que  haya  sido  hecha  para  todos 
los  tiempos  y  para  todos  los  pueblos;  que  sola  pue- 
de suplir  por  todas,  y  sin  ella  ninguna  puede  soste- 
nerse; la  única  que  no  está  sujeta  a  mudanzas,  ni 
puede  ser  alterada  por  la  mano  del  hombre;  contra 
la  cual  nada  pueden  los  gobiernos  ni  los  pueblos,  y 
a  cuyo  alto  origen  han  rendido  siempre  un  justo  ho- 
menaje los  más  poderosos  imperios. 

Ni  podía  ser  de  otra  manera,  porque  escrito  es- 
taba desde  la  antigua  ley  por  el  dedo  de  Dios:  Por 
mí  reinan  los  reyes,  y  los  legisladores  decretan  lo 
justo  (Prov.  VIII,  15) :  palabra  magnífica,  que  par- 
ticipa de  la  fecundidad  de  la  creación.  De  esta  ley 
divina  nacen  los  derechos  de  los  príncipes  y  los  de- 
beres de  los  pueblos,  como  los  derechos  de  éstos  y 
los  deberes  de  aquéllos.  Sustituyase  a  esta  máxima 
verdaderamente  celestial  la  que  la  Reforma  procla- 

Serniones  -2 


34  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


mó  y  extendió  después  el  filosofismo  del  siglo  XVIII, 
y  digamos  cada  uno  de  nosotros:  "Por  mí  reinan 
los  príncipes",  o  para  usar  de  un  lenguaje  más  aco- 
modado a  nuestras  instituciones:  "Por  mí  gobier- 
nan las  autoridades,  y  los  representantes  de  la  na- 
ción decretan  lo  justo":  ¿qué  es  lo  que  puede  resul- 
tar de  aquí  para  el  bien  de  la  sociedad?  Imposible 
es  sacar  un  resultado  feliz  para  las  naciones,  de  es- 
ta palabra  sin  fuerza,  digámoslo  mejor,  sin  la  au- 
toridad divina  que  siempre  acompaña  a  la  legiti- 
midad. Turbación,  trastorno  y  anarquía  es  lo  que 
acompaña  a  un  gobierno  sin  legitimidad.  Lo  sabe- 
mos nosotros,  y  lo  sabe  el  mundo  entero  por  una 
luctuosa  experiencia,  que  al  fin  comienza  a  desen- 
gañarlo de  aquellos  delirios  que  convirtieron  en  de- 
recho la  rebelión,  hicieron  al  pueblo  enemigo  de  sí 
mismo,  y,  destruyendo  el  orden  establecido,  quisie- 
ron hacerlo  reinar  sobre  el  caos,  y  caos  tan  horren- 
do, que  la  traición  vino  a  ser  un  renombre,  el  per- 
jurio un  juego,  la  fidelidad,  ignominia.  Desconocióse 
la  verdadera  y  supereminente  soberanía  de  Dios,  y 
por  lo  mismo  no  se  vio  en  las  que  de  ella  se  derivan 
sino  un  poder  desvirtuado:  nadie  reconoció  otro  tí- 
tulo para  ser  fiel  que  el  que  daba  el  interés  o  im- 
ponía la  fuerza.  Pero  ¿  qué  son  el  interés  y  la  fuerza 
sino  potencias  que  se  rompen  y  desaparecen  en  el 
momento  mismo  en  que  su  acción  se  aumenta? 
No:  no  hay  más  piedra  angular  en  el  edificio  so- 


SERMONES 


35 


cial  que  la  del  principio  de  legitimidad,  que  muestra 
en  los  legisladores  al  legislador  establecido  por  Dios 
sobre  los  pueblos,  para  que  conozcan  las  gentes  que 
son  hombres.  (Psalm.  IX,  21.)  Así  lo  enseña  el  mis- 
mo Dios  por  su  profeta,  dándonos  en  esta  sola  má- 
xima una  política  más  verdadera  que  todos  los  libros 
de  los  sabios.  Sólo  Dios  puede  establecer  a  uno  o 
muchos  hombres  sobre  los  demás;  sólo  el  Rey  in- 
mortal de  los  siglos  puede  hacemos  inclinar  la  cabe- 
za delante  del  cetro  de  los  reyes,  o  de  la  vara  de  los 
magistrados ;  sólo  el  Todopoderoso  puede  tener  ver- 
daderos subditos,  y  darlos  a  los  jefes  de  las  nacio- 
nes; el  Escudriñador  de  las  conciencias  es  también 
el  único  que  puede  ligarlas,  y  las  liga,  en  efecto,  dan- 
do la  autoridad  e  imponiendo  la  obligación  de  obede- 
cer. ¿  Ni  cómo  obedecer,  y  a  las  veces  obedecer  sofo- 
cando pasiones,  a  un  hombre  que,  por  alta  que  sea  la 
autoridad  de  que  se  le  revista,  no  es  más  que  un 
hombre?  ¿Qué  podrá  sobre  mi  conciencia  este  hom- 
bre, sea  rey,  presidente  o  lo  que  se  quiera,  si  ella  no 
está  de  antemano  encadenada  por  una  autoridad 
superior  a  la  que  me  manda?  ¿Con  qué  derecho  pue- 
de exigirme  juramentos,  ni  contar  sobre  mi  fideli- 
dad, si  él  no  es  el  ministro  de  Dios,  el  representante 
de  Aquel  que  recibe  mis  juramentos,  y  que  sólo  pue- 
de hacerlos  sagrados  e  inviolables? 

El  legislador  es,  pues,  un  ministro  establecido  por 
Dios ;  porque  si  no  hay  legislador  legítimo,  no  puede 


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MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


haber  ley ;  pero  un  legislador  que  hable  a  nombre  de 
Dios,  y  no  en  nombre  de  los  hombres,  que  no  pueden 
añadir  una  línea  a  la  estatura;  un  legislador  sin  ri- 
val, porque  si  hay  a  quien  esté  sometido,  jamás  po- 
drá hacer  el  bien ;  un  legislador  que  no  pierda  jamás 
de  vista  les  leyes  eternas,  para  no  someter  a  nadie 
a  sus  caprichos  ni  a  sus  pasiones;  un  legislador,  en 
fin,  que  no  haciendo  sino  leyes  justas,  establezca  la 
libertad  verdadera,  porque  donde  hay  justicia  allí 
hay  libertad,  como  donde  hay  virtud  allí  hay  feli- 
cidad. 

Esto  es  lo  que  debe  ser  un  legislador,  para  que 
pueda  representar  al  Supremo  Legislador  del  univer- 
so; para  que  sus  leyes  sean  respetables  y  queridas, 
y  dominen  los  corazones ;  para  que  defiendan  y  pro- 
tejan a  todos  y  a  cada  uno,  dando  a  todos  y  a 
cada  uno  derechos  y  obligaciones  relativamente 
iguales;  para  que  no  sea  vano  el  uso  de  la 
espada,  y  se  recompense  a  los  buenos  y  se  cas- 
tigue a  los  malos;  en  fin,  para  que  la  autoridad  sa- 
grada, de  que  es  depositario  el  legislador  y  no  dueño, 
le  haga  a  los  ojos  del  grande  y  del  pequeño,  del  rico 
y  del  pobre,  del  sabio  y  del  rústico,  del  manso  y  hu- 
milde, como  del  altanero  y  ambicioso,  el  verdadero 
ministro  del  Rey  de  los  cielos,  Señor  de  los  señores. 

De  este  modo  conocen  también  las  gentes  que  son 
hombres:  ut  sciant  gentes  quoniam  homines  sunt. 
La  multitud  siempre  es  débil  y  tímida,  incapaz  de 


SERMONES 


37 


conducirse  y  gobernarse  por  sí  misma  con  sabiduría : 
no  puede  vivir  sin  leyes,  pero  jamás  sabe  dárselas: 
necesita  de  ser  defendida  contra  sus  propias  pasio- 
nes, contra  su  misma  libertad  y  contra  su  inconstan- 
cia, que  la  tiene  siempre  pronta  a  desviarse  y  per- 
derse, a  dejarse  arrastrar  del  primer  sedicioso  que 
quiera  engañarla;  siempre  hecha  ciego  instrumento 
de  los  que  quieran  servirse  de  ella;  siempre  víctima 
de  las  revoluciones  que  se  hacen  por  ella  pero 
nunca  para  ella.  Con  la  ilusión  de  gobernar  no  hace 
más  que  cambiar  de  señores  y  devorarse  a  sí  misma ; 
y  al  fin  de  todo,  cuando  sacude  el  yugo  de  la  legiti- 
midad, se  impone  en  su  misma  infidelidad  el  castigo, 
porque  un  pueblo  que  falta  a  estos  deberes  sagrados 
deja  de  ser  contado  entre  los  pueblos  cultos,  y  es 
infiel  a  Dios,  en  cuyo  nombre  y  por  cuya  autoridad 
imperan  los  gobiernos:  ut  sclant  gentes  quoniam 
homlnes  sunt. 

Pero  la  escuela  del  racionalismo,  nacida  de  la  Re- 
forma y  educada  por  el  espíritu  puritano  y  presbi- 
teriano, no  acepta  estas  doctrinas.  Los  sacrosantos 
principios  del  Evangelio  son  llamados  lisonja,  adula- 
ción, liga  para  afirmar  el  despotismo ;  y  de  este  mo- 
do, todo  el  derecho  público  cristiano,  resumido  en 
estas  dos  máximas  — "pagad  a  Dios  lo  que  es  de 
Dios,  y  al  César  lo  que  es  del  César" —  "toda  potes- 
tad viene  de  Dios,  y  el  que  resiste  a  la  potestad 
resiste  a  la  ordenación  de  Dios" —  es  una  palabra  de 


88 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


escándalo  y  de  tiranía  para  los  que  han  bebido  en 
las  fuentes  cenagosas  de  la  incredulidad.  No  cono- 
ciendo justicia  anterior  a  todo  pacto  social,  no  tiene 
más  móvil  que  el  de  la  utilidad;  porque  no  reparan 
que  al  mismo  tiempo  que  a  tan  alta  esfera  eleva  la 
fe  el  poder  soberano,  intima  a  los  que  lo  ejercen  un 
tremendo  juicio  del  uso  de  esta  autoridad  suprema, 
y  poderosos  tormentos  por  sus  infidelidades.  Judi- 
cium  durissimum  lis  qui  praesunt  potentes  potenter 
tormenta  patientur  (Sep.  VI,  6,  7).  Los  verdaderos 
aduladores,  los  peligrosos  lisonjeros  de  los  pueblos, 
son  aquellos  que  embriagan  a  la  multitud  con  espe- 
ranzas ilusorias,  los  que  no  se  avergüenzan  de  des- 
naturalizar la  autoridad  del  poder  supremo,  abatién- 
dola hasta  hacer  un  monstruoso  amasijo  del  princi- 
pio del  orden  con  las  pasiones  que  él  debe  sujetar; 
del  principio  de  la  sabiduría  con  la  ignorancia  que 
debe  ilustrar;  del  principio  de  lo  justo  y  de  lo  hones 
to  con  la  debilidad  que  debe  sostener,  y  con  la 
corrupción  que  debe  corregir ;  y  así  todos  los  gobier- 
nos de  cualquier  forma  que  sean,  vienen  a  parar  en 
gobiernos  condicionales,  hipotéticos,  y  necesaria- 
mente provisionales.  ¿Y  qué  garantías  tienen  ya 
entonces  las  naciones,  de  su  reposo,  de  su  estabili- 
dad, sin  el  derecho  de  la  legitimidad  ?  ¿  Ni  qué  dura- 
ción se  prometiera  un  estado  que  nada  conociese  in- 
amovible y  sagrado,  y  que,  dominado  siempre  por  la 


SERMONES 


89 


versatilidad  de  la  multitud  conmovida,  viviese  en 
una  existencia  eventual,  sin  pasado  ni  porvenir? 

Ciertamente,  si  la  legitimidad  de  los  gobiernos  no 
es  lo  más  sagrado  e  inviolable  que  hay  en  la  socie- 
dad humana,  sería  preciso  concluir  que  la  sociedad 
política  era  el  más  cruel  castigo  que  Dios  había  dado 
al  hombre;  que  nada  había  cierto  en  moral;  que  el 
género  humano  entero  era  un  caos ;  que  no  goberna- 
ba el  mundo  una  Providencia,  y  bien  pronto  se  dedu- 
cirían de  aquí  consecuencias  contra  los  atributos  de 
Dios,  contra  su  misma  existencia.  Así  ha  sucedido 
mil  veces,  porque  todo  está  tan  encadenado  en  la 
moral,  que  rompiendo  un  solo  eslabón,  todo  se  re- 
siente de  esta  falta. 

De  aquí  es  que  ha  nacido  la  necesidad  de  multi- 
plicar tanto  los  medios  de  gobierno  en  el  presente 
siglo.  Desvirtuada  por  la  incredulidad  la  fuerza  todo- 
poderosa de  la  legitimidad,  que  obra  en  la  conciencia 
por  el  sentimiento  religioso,  se  ha  ocurrido  a  otros 
medios,  que  se  trabajan  y  se  gastan  en  contrarrestar 
pasiones,  aspiraciones,  intereses,  qué  sé  yo  cuántos 
elementos  más  de  desorden;  pero  jamás  podrán  re- 
emplazar el  principio  de  legitimidad,  derivado  de  la 
misma  religión,  y  santificado  por  ella.  Verdad  es  que 
las  naciones  se  forman  casi  siempre  por  sucesos  ex- 
traordinarios, que  la  Providencia  quiere  o  permite, 
y  que  ni  los  mismos  que  los  comienzan  conocen  a 
dónde  van  a  terminar;  pero  nadie,  sino  el  mismo 


40 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


Dios,  sabe  el  punto  en  que  un  gobierno  nuevo  tiene 
ya  todo  el  derecho  de  la  legitimidad.  Mas  desde  que 
llega  a  organizarse,  establece  su  forma  y  posee  polí- 
ticamente, ya  existe  la  legitimidad  en  el  orden  social, 
cesó  el  momento  de  transición,  llegó  el  tiempo  de 
obedecer  sin  réplica  ni  dudas,  y  nadie,  sino  la  misma 
autoridad  constituida,  puede  introducir  variaciones 
o  reformas :  todo  lo  que  no  sea  hacerlas  por  los  mis- 
mos trámites  establecidos,  es  un  crimen,  crimen  tan- 
to más  execrable,  cuanto  se  comete  contra  la  vida  de 
sociedad,  lanzándola  en  una  agonía  prolongada,  que 
lleva  a  la  muerte  de  la  barbarie. 

Casi  sin  pensarlo,  acabo  de  decir  lo  que  nos  ha  pa- 
sado a  nosotros  y  a  otras  repúblicas  hermanas.  Des- 
prendidas de  la  madre  patria  en  un  momento  crítico, 
pero  sin  itreparación,  corrimos  to<Ios  los  azares  del 
hijo  que  al  separarse  de  la  patria  potestad,  vaga, 
sufre,  se  atormenta,  hasta  llegar  a  constituirse  una 
economía  separada  o  independiente.  Pero  confun- 
diendo de  luego  a  luego  la  necesidad  de  la  indepen- 
dencia de  un  poder  lejano,  incapaz  de  llenar  para  con 
nosotros  el  fin  de  la  sociedad,  y  el  derecho  de  dar  for- 
ma y  organizar  acá  el  poder  público,  con  la  manía  de 
tomar  todos  y  cada  uno  este  mismo  poder,  vagamos, 
sufrimos,  nos  atormentamos  de  años  atrás,  por  ha- 
llar el  punto  de  estabilidad  que  reclama  la  patria, 
que  los  pueblos  necesitan,  y  que  el  honor  americano 
pide  ya  a  gi-andes  voces.  Hoy  se  nos  abre  una  nueva 


SERMONES 


41 


época ;  pero  ignoramos  si  la  agitación,  el  sufrimiento 
y  los  tormentos  de  la  anarquía  y  de  la  instabilidad, 
cubrirán  con  nuevas  borrascas  el  haz  de  la  Nueva 
Granada.  En  medio  de  esta  incertidumbre,  una  luz 
de  esperanza  reanima  nuestros  corazones,  y  es:  la 
legitimidad  sobre  que  está  basada  la  nueva  consti- 
tución, que  garantiza  el  porvenir,  si  hay  fidelidad 
a  este  principio;  y  este  principio  será  fecundo  por 
la  religión  nacional,  segundo  medio  de  conservar 
la  paz. 

II 

Si  brilla  por  todas  partes  en  la  Nueva  Granada  el 
sentimiento  de  la  legitimidad,  y  si  sus  semillas  son 
todavía  fecundas  en  el  corazón  del  pueblo,  el  senti- 
miento de  la  religión  nacional  resplandece  en  esta 
tierra  de  fe  y  de  catolicismo,  como  el  astro  celestial 
que  la  alumbra;  este  sentimiento,  cual  un  vigoroso 
germen,  renace  y  se  multiplica,  y  ofrece  fructificar 
bien  pronto,  para  enriquecer  todas  las  clases  con  el 
tesoro  que  no  perece  y  que  la  religión  deposita  en 
los  corazones. 

¡Juventud  ilustre!  ¡Esperanza  de  la  patria  y  de 
la  Iglesia!,  que  serás  un  día  la  resurrección  o  la 
ruina  de  tu  madre  espiritual,  como  de  tu  madre 
temporal:  a  ti  dirijo  principalmente  esta  parte  de 
mi  discurso,  como  al  tierno  objeto  de  mi  corazón, 
y  de  los  gemidos  de  mi  alma  a  los  pies  del  Pas- 


42  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 

tor  Eterno.  Pasó  ya  el  tiempo  en  que  se  bus- 
caba un  raro  honor  para  los  talentos,  para  el  saber 
y  para  la  grandeza  de  alma,  en  disputar  a  Dios  sus 
derechos  y  rebelarse  contra  el  Hacedor  divino:  hoy 
no  brillan  los  más  grandes  talentos  sino  con  las  lu- 
ces de  la  fe:  la  ciencia  se  enriquece  con  el  tesoro 
de  la  religión,  y  no  hay  otras  almas  grandes,  ele- 
vadas y  de  verdadero  mérito  que  las  que  se  alimen- 
tan de  las  tres  grandes  virtudes,  origen  único  de  las 
demás:  la  fe,  la  esperanza  y  la  caridad.  El  Dios  de 
la  ciencia  es  el  Señor:  Deus  scientiarum  Dominus 
est.  (I  Reg.  II,  3.)  Suspende  por  un  momento  tu 
aplicación  al  estudio  y  dirígela  al  presente  estado 
de  la  república.  La  voz  de  todas  las  clases  es  uoia 
sola  voz  que  se  hace  oír  de  uno  a  otro  extremo,  y 
esta  voz  dice:  la  república  quiere  su  religión  nacio- 
nal, la  religión  católica,  porque  ella  es  la  más  sa- 
grada de  sus  propiedades,  que  nadie  tiene  el  derecho 
de  quitarle,  ni  de  estorbar  su  ejercicio,  ni  de  alte- 
rar sus  solemnidades  y  sus  privilegios,  sin  decla- 
rarse al  mismo  tiempo  enemigo  de  la  moral  y  de  las 
libertades  públicas.  Con  mayor  justicia  que  el  ora- 
dor romano,  podemos  decir  hoy  los  granadinos:  es 
sabiduría  guardar  las  instituciones  de  los  mayores, 
reteniendo  nuestros  ritos  sagrados:  Majorum  insti- 
tuía fuer!,  sacris  caerimoniis  retinendis,  sapientia 
est.  (Cic.  De  divinat.) 
A  la  verdad:  no  puede  dejar  la  república  de  que- 


SERMONES 


43 


rer  su  religión,  aunque  haya  impíos  que  no  la  quie- 
ran, y  que  viéndose  precisados  a  respetarla,  quisie- 
ran preferir  otra,  si  dado  les  fuera,  por  no  seguir 
lo  antiguo;  aunque  sea  mal  mirada  por  el  carbona- 
rismo,  porque  es  la  más  segura  garantía  de  la  le- 
gitimidad; y  aunque  todo  usurpador  la  tema,  como 
una  severa  reprobación  de  su  atentado.  La  religión 
católica  es  tan  adecuada  a  las  necesidades  de  la 
Nueva  Granada,  a  su  genio  y  a  su  carácter,  y  en 
tal  armonía  con  nuestras  cualidades  felices,  y  hasta 
con  nuestros  defectos  naturales,  si  decirse  puede, 
que  no  es  posible  repudiarla  sin  repudiarse  a  sí  mis- 
ma la  república,  sin  renunciar  a  sus  únicos  títulos 
de  grandeza  y  de  gloria,  y  sin  exponemos  a  que  la 
anarquía  nos  haga  dejar  de  ser  hombres,  luego  que 
dejemos  de  ser  católicos. 

La  inconstancia,  el  amor  a  la  novedad,  la  avidez 
de  ideas  ambiciosas,  encuentran  su  natural  correc- 
tivo en  un  culto  cuyo  fundamento  es  la  fe,  cuyo  pri- 
mer dogma  es  creer  y  el  primer  deber  someterse  a 
la  autoridad  sin  restricciones;  y  que  rechazando 
siempre  el  espíritu  privado,  hijo  del  orgullo  y  pa- 
dre de  la  anarquía,  pone  límites  a  la  peligrosa  im- 
paciencia de  penetrarlo  todo,  que  se  presenta  como 
una  cualidad  de  celo,  pero  que  en  realidad  es  el  efec- 
to de  una  secreta  presunción.  A  la  frivolidad  y  lige- 
reza de  carácter  que  nos  distingue,  opone  el  cato- 
licismo un  culto  cuyos  preceptos,  identificados  con 


44 


MANUEL  JOSE  MOSQXJERA 


SUS  ritos,  ponen  a  cada  momento  a  nuestros  ojos 
la  multitud  de  nuestros  deberes.  Dotados  también 
de  una  sensibilidad  muy  susceptible,  y  de  una  ima- 
ginación viva,  necesitamos  de  un  culto  noble  y  ani- 
mado, que  por  la  majestad  de  sus  ceremonias  y  por 
la  santa  alegría  de  sus  solemnidades,  dé  a  los  gran- 
des y  a  los  pequeños,  a  los  ricos  y  a  los  pobres,  a 
los  ancianos  y  a  los  mismos  niños,  útiles  e  inocentes 
descansos,  grandes  cuadros  que  contemplar  al  espí- 
ritu, y  también  a  los  ojos  magníficos  espectáculos. 
Así  es  que  la  primacía  de  las  bellas  artes  ha  estado 
siempre  aJl  lado  de  la  primacía  de  la  religión  cató- 
lica. Abriendo  sus  maravillas  y  sus  misterios  mu- 
chas sendas  al  amor  y  a  la  esperanza,  desenvuelven 
los  talentos,  animan  la  imaginación  y  dan  al  genio 
un  rápido  vuelo,  que  lo  eleva  hasta  las  sublimes 
concepciones.  Sólo  la  poesía  católica,  en  la  versifi- 
cación y  en  la  prosa,  se  muestra  depositaría  de  todo 
lo  que  hay  grande,  noble  y  magnífico,  sea  que  ame- 
nace con  la  severidad  de  la  justicia,  sea  que  ofrezca 
los  consuelos  y  las  esperanzas  de  la  inmortalidad, 
sea  que  sostenga  con  la  unción  de  la  caridad.  Sí :  es 
propio  del  catolicismo,  como  única  verdadera  reli- 
gión, llenar  siempre  el  corazón  y  engrandecer  el  al- 
ma, mientras  que  el  protestantismo  no  sale  de  la  fría 
disertación. 

De  esta  manera,  no  considerando  el  culto  cató- 
lico más  que  bajo  de  este  aspecto  y  proporción  en 


SERMONES 


45 


cierto  modo  humanos,  e  independientemente  de  los 
grandes  fundamentos  de  la  verdad  de  nuestra  reli- 
gión, que  lleva  en  todo  el  sello  de  Dios,  ella  satisfa- 
ce nuestras  necesidades,  y  tendríamos  derecho  para 
decir  que  ella  es  también  el  mayor  bien  que  la  Pro- 
videncia bienhechora  pudo  hacer  a  la  Nueva  Gra- 
nada; y  por  consiguiente,  que  el  mayor  mal  que 
pudiera  sobrevenirle,  sería  la  pérdida  o  la  alteración 
de  su  culto;  porque,  perdiéndolo,  o  alterándolo  so- 
lamente, la  faz  de  la  república  se  inmutaría,  y  en- 
tonces ni  paz,  ni  estabilidad,  ni  fuerza,  ni  grandeza, 
ni  nada  habría. 

En  efecto,  señores:  la  religión  más  propia  para 
unir  a  los  hombres  entre  sí,  y  asegurar  de  este  mo- 
do la  sociedad,  es  la  católica;  porque,  una  en  sus 
dogmas,  una  en  su  moral,  una  en  su  jerarquía,  una 
en  todo,  no  puede  dejar  de  multiplicar  los  lazos  de 
unión,  y  con  ésta  la  unidad  del  orden  social.  La  re- 
ligión que  impere  mejor  sobre  las  pasiones,  y  que 
más  las  domine,  es  también  la  que  prepara  mejor 
los  corazones  a  la  acción  de  la  ley,  haciéndoles  obrar 
voluntariamente,  y  no  por  interés,  pues  ninguna  re- 
ligión intima  una  ley  más  severa  a  las  pasiones  ni 
les  exige  una  verdadera  responsabilidad,  sino  la  ca- 
tólica, por  8us  autoridades  y  por  la  confesión.  La 
religión  que  más  obre  sobre  la  conciencia  es  tam- 
bién la  que  asegura  más  lealtad  recíproca;  pues  la 
religión  católica,  que  penetra  hasta  corregir  el  des- 


46 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


orden  del  pensamiento,  y  que  escudriña  los  corazo- 
nes, nada  deja  que  desear.  La  religión  que  hace  más 
respetable  al  magistrado,  que  lo  eleva,  y  elevándolo 
hace  que  las  leyes  sean,  en  efecto,  de  un  orden  supe- 
rior, es  sin  duda  la  religión  de  la  sociedad:  pues  el 
catolicismo  reviste  a  los  jefes  de  las  naciones  con 
una  magistratura  divina,  presentando  en  ellos  la 
imagen  de  Dios,  y  al  mismo  tiempo  les  dice:  sed 
benéficos  y  padres  de  los  pueblos,  como  Dios,  cuya 
autoridad  ejercéis.  En  fin,  la  religión  que  más  fo- 
menta el  amor  y  la  fidelidad,  es  sin  duda  la  que  más 
conviene  a  un  pueblo  nuevo  en  la  carrera  de  la  polí- 
tica, porque  no  teniendo  los  elementos  que  dan  el 
tiempo,  la  experiencia  y  las  prescripciones  sociales, 
todo  debe  suplirlo  la  moral:  pues  el  catolicismo  es 
todo  caridad,  como  su  Dios  es  caridad:  Deus  Chari- 
tas  est  (I.  Joann,  IV,  16)  ;  y  es  todo  fidelidad,  porque 
sus  misterios,  sus  dogmas,  su  moral,  todo  penetra  al 
hombre  del  presentimiento  de  la  vida  futura,  donde 
nada  ha  de  quedar  sin  premio  o  sin  castigo. 

Preciso  es,  por  tanto,  que  esta  religión  divina  lo 
penetre  todo  en  el  orden  social  de  nuestra  república ; 
que  domine  desde  el  santuario  de  la  legislación  has- 
ta la  cabaña  del  pastor,  como  el  cielo  domina  sobre 
la  tierra,  como  la  justicia  debe  dominar  en  los  tribu- 
nales, como  el  astro  del  día  domina  sobre  los  demás. 
Es  preciso  que  domine,  porque  nada  hay  más  nece- 
sario que  la  unidad  religiosa  para  la  unidad  social, 


SERMONES 


47 


objeto  inprescindible  para  un  gobierno  que  conoce 
sus  verdaderos  intereses ;  es  preciso  que  domine,  pa- 
ra que  haya  una  fuente  primordial  y  universal  de  to- 
da justicia,  de  toda  disciplina  y  de  todo  buen  orden; 
es  preciso,  en  fin,  que  ella  domine,  para  que  reprima 
los  vicios  y  hag-a  germinar  las  virtudes,  y  para  que 
no  se  marchite  el  árbol  nacional,  que  no  vive  sino 
por  la  savia  de  la  fe;  porque  escrito  está:  "La  na- 
ción y  el  reino  que  no  sirve  a  Dios,  perecerá"  (Isai., 
LX,  12).  Ved  aquí  el  oráculo  del  Espíritu  Santo,  la 
palabra  de  Dios  vivo,  que  jura  por  sí  mismo,  y  que 
todos  los  sofismas  del  mundo  no  alterarán.  Así  lo 
quiere  el  orden  eterno  de  Dios ;  y  los  siglos  levantan 
su  voz  para  testificar  al  universo  que  todo  estado 
que  abandona  a  Dios,  se  abandona  a  sí  mismo. 
¡Apartad,  Señor,  de  nuestra  querida  patria  tamaña 
desgracia!,  para  que  el  infierno  no  dilate  sus  abis- 
mos, y  produzca  nuevos  desórdenes ;  para  que,  como 
en  los  días  de  la  desolación  de  Jerusalén,  la  espada 
del  extranjero  no  nos  mate,  y  haya  dentro  de  nues- 
tra propia  casa  una  muerte  semejante  (Thren.  I, 
20) ;  para  que  las  ruinas  no  se  sucedan  a  las  ruinas, 
las  revoluciones  a  las  revoluciones;  para  que  la 
Nueva  Granada  no  se  vea  herida  de  muerte,  hecha 
triste  ejemplo  de  escarmiento  a  las  generaciones 
venideras. 

Pero  no;  la  palabra  de  la  ley  fundamental  no  ha 
sido  escrita  en  vano:  los  legisladores  y  el  gobierno 


48 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


llenarán  esa  solemne  promesa,  que  hoy  viene  a  se- 
llarse en  las  aras  de  la  religión,  y  la  religión  reflore- 
cerá, y  se  cumplirá  aquel  oráculo  del  Espíritu  Santo: 
Todo  pueblo  que  guardare  la  ley  de  Dios,  prosperará 
(Prov.  XXIX,  18)  ;  y  también  este  otro :  la  religión 
tiene  a  su  diestra  largueza  de  Dios,  y  a  su  siniestra 
riquezas  y  gloria  (Ibid,  III,  16).  Sí:  reflorecerá  la 
religión  y  con  ella  el  pudor  y  la  buena  fe,  la  benefi- 
cencia y  la  justicia,  la  santidad  de  los  matrimonios, 
la  paz  de  las  familias,  los  buenos  padres,  los  buenos 
hijos,  los  buenos  esposos,  los  buenos  magistrados, 
los  verdaderos  héroes,  más  sensibles  al  honor  que  a 
la  gloria;  desaparecerán  esos  matrimonios  escanda- 
losos que  la  religión  no  consagra  sino  exteriormente ; 
la  instrucción  pública  será  eminentemente  católica. 
Entonces,  y  sólo  entonces,  se  afirmará  la  PAZ,  por- 
que ella  es  en  todas  las  cosas  la  TRANQUILIDAD 
DEL  ORDEN,  como  enseña  San  Agustín;  y  esta 
tierra,  que  hasta  ahora  ha  sido  de  desolación,  donde 
han  nacido  abrojos  y  espinas  por  todas  partes,  y  ha 
dado  frutos  salvajes  y  amargos,  verá  días  de  fecun- 
didad y  abundancia,  como  en  huerto  regado  y  fértil, 
se  hallarán  en  ella  gozo  y  alegría,  acción  de  gracias 
y  alabanza  (Isai.,  LI,  3) ;  y  se  elevará  tanto  por  la 
justicia  cuanto  la  han  abatido  las  impiedades  y  el 
pecado:  Justitia  elevat  gentes;  miseros  autem  facit 
populos  peccatum  (Prov.  XIV,  34). 

Los  falsos  sabios  del  siglo  nos  compadecen,  al  oír- 


SERMONES 


4» 


nos  proferir  con  persuación  estos  oráculos  divinos,  y 
creen  que  el  atraso  de  nuestros  conocimientos  nos 
hace  venir  a  proclamar  doctrinas  anticuadas. 

Muy  distantes  nos  hallamos  de  avergonzamos  de 
esta  reprensión,  y  no  permita  Dios  que  jamás  nos 
dejemos  llevar  de  ese  furor  de  innovaciones,  que  tan 
trabajada  tiene  a  nuestra  patria.  ¡Qué!  ¿Los  ancia- 
nos del  santuario,  los  depositarios  de  las  antiguas 
tradiciones  no  mirarán  con  horror  el  desprecio  de  lo 
que  el  tiempo  mismo  ha  respetado  como  divino? 
¿Qué  otro  evangelio  os  predicaríamos,  sino  el  evan- 
gelio eterno,  la  religión  que  desciende  de  los  montes 
eternos,  y  que  nacida  antes  de  la  aurora,  como  la 
Sabiduría  de  Dios,  no  conoce  la  ley  de  las  innovacio- 
nes? Jamás  los  principios  de  la  religión  aconsejan 
corregir  los  abusos  por  la  abolición  de  las  reglas,  ni 
podar  él  árbol  poniendo  el  hacha  al  tronco.  Deposita- 
ría de  la  verdad  eterna,  muestra  el  porvenir  en  la 
sabiduría  de  la  palabra  de  Dios,  y  en  la  experiencia 
de  lo  pasado ;  y  siempre  dicta  a  las  naciones  aquella 
sabia  máxima  que  inspiró  a  Bossuet,  para  enseñarla 
al  hijo  de  un  rey  poderoso:  "Solamente  lo  pasado 
puede  enseñarnos  lo  futuro:  los  imperios  viven  del 
porvenir;  y  en  política  como  en  religión  no  hay  sal- 
vación sino  en  la  fe  de  un  estado  futuro,  por  lo  cual 
los  hombres  de  Estado,  como  los  cristianos,  no  tra- 

Serrj;one«-  -4 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


bajan  sino  para  la  eternidad,  partiendo  siempre  de 
lo  pasado." 

Pero  el  punto  más  anti^o  de  partida  para  el  hom- 
bre, la  máxima  suprema  y  universal  que  lo  guía  y  lo 
sostiene,  es  el  TEMOR  DE  DIOS:  en  ella  está  el 
principio  de  toda  sabiduría,  y  es  también  inseparable 
de  ella  EL  AMOR  DE  DIOS ;  de  manera  que  temer 
y  amar  a  Dios  es  todo  el  hombre  en  religión,  según 
el  Eclesiastés  (XII,  13) ;  y  temer  a  Dios  y  honrar 
al  gobierno  es  todo  el  ciudadano,  según  la  doctrina 
de  San  Pedro  (I  Petr.  II,  17) ;  política  admirable  y 
celestial,  que  refundiendo  de  esta  manera  los  deberes 
del  cristiano  y  del  ciudadano,  el  servicio  de  Dios  y 
el  servicio  del  estado,  parece  hacer  participar  a  los 
gobiernos  terrenos  de  la  inmortalidad  del  imperio 
celestial. 

Felizmente,  señores,  conforme  crece  en  años  este 
siglo,  los  espíritus  van  inclinándose  a  la  sabiduría: 
renacen  las  doctrinas  sanas;  las  grandes  verdades 
que  acabo  de  proferir  son  miradas  ya,  si  no  con  todo 
el  profundo  respeto  y  amor  sincero  con  que  nuestros 
padres  las  veneraban,  a  lo  menos  sin  tanta  descon- 
fianza; se  empieza  a  tener  fe  en  ellas,  y  debemos 
esperar  de  la  Providencia  que  este  nuevo  género  de 
catecúmenos  sea  luégo  una  multitud  de  creyentes, 
que  viendo  en  la  religión  el  amparo  de  la  autoridad, 
la  egida  de  las  leyes,  y  para  decirlo  todo  en  una  pala- 
bra, el  alma  de  la  sociedad  política,  exclame,  como  en 


SERMONES 


51 


otro  sentido  el  inmortal  penitente  de  Tagasto :  "¡  Oh, 
hermosura,  siempre  antigua,  y  siempre  nueva,  qué 
tarde  os  he  conocido!" 

Así  comienza  a  suceder  ya  en  el  seno  mismo  del 
protestantismo. 

Hombres  distinguidos  de  Alemania  han  vengado 
de  las  preocupaciones  históricas  a  los  más  célebres 
papas  de  la  edad  media.  San  Gregorio  VII  ha  halla- 
do un  valeroso  defensor  en  Voigt;  Inocencio  III,  en 
Hurter;  Silvestre  II,  en  Hock;  Muller  ha  hecho  el 
panegírico  de  los  León,  de  los  Inocencio,  de  los  Gre- 
gorio, como  de  los  salvadores  del  género  humano, 
que  al  mismo  tiempo  que  afirmaban  la  jerarquía 
eclesiástica,  fundaban  la  libertad  de  los  Estados: 
Federico  Schlegel  había  hablado  del  mismo  modo  en 
su  "Filosofía  de  la  Historia"  antes  de  hacerse  ca- 
tólico; Adrendt  ha  elevado  más,  por  su  imparcial 
testimonio,  el  mérito  del  gran  San  León,  entrando 
luégo  al  catolicismo,  para  ser  hoy  miembro  distin- 
guido de  la  universidad  católica  de  Lovaina:  y  aun- 
que la  historia  del  papado,  de  Ranke,  no  tenga  igual 
mérito,  ni  deba  ser  recomendada  generalmente,  si- 
gue, empero,  la  misma  carrera  felizmente  retrógra- 
da, que  lleva  a  las  comuniones  separadas  del  tronco 
vivo  del  cristianismo  a  un  punto  donde  serán  tras- 
formadas,  entrando  en  el  seno  de  la  unidad,  del  cual 
se  salieron  a  impulso  de  las  pasiones,  en  una  época 
de  delirios.  Una  escuela  célebre  da  en  Inglaterra 


52 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


todos  los  días  pasos  avanzados  hacia  la  unidad :  des- 
pués de  conversiones  sin  número  que  los  anales  ca- 
tólicos han  registrado  en  el  libro  de  las  esperan- 
zas, acaba  de  restablecer  en  su  liturgia  la  magní- 
fica lengua  latina,  destinada  por  Dios  para  llevar 
la  fe  al  mundo,  conocida  en  los  primeros  siglos.  Co- 
mo el  mismo  Dios  ha  hecho  reconocer  en  Oxford  que 
sin  ella  el  culto  se  vulgariza,  les  hará  confesar  bien 
pronto  que  sin  la  unidad  católica,  representada  por 
esta  lengua  en  el  idioma  legal  de  la  Iglesia,  la  fe 
se  desnaturaliza. 

Y  cuando  de  esta  manera,  y  por  innumerables 
diarias  conversiones,  la  nación,  que  en  un  tiempo 
proscribió  el  catolicismo,  camina  hacia  él  para  dar 
un  verdadero  esplendor  de  su  gran  poder  y  asom- 
brosa civilización;  cuando  en  ella  y  en  los  Estados 
Unidos  del  Norte  se  prepara  con  la  reacción  católica 
del  continente  europeo  una  obra  que  las  generacio- 
nes venideras  contemplarán  llenas  de  gozo,  ¿daría- 
mos nosotros  el  triste  espectáculo  de  debilitar  nues- 
tra fe?  ¿Los  descendientes  de  la  nación  católica  por 
excelencia  trocaríamos  tanto  honor  y  tanta  gloria 
por  la  degradante  novedad,  que  hace  descender  al 
católico  desde  la  cumbre  de  la  autoridad  al  laberin- 
to tenebroso  del  sentido  privado?  No,  señores:  ja- 
más se  presentará  en  la  Nueva  Granada  la  inmunda 
apostasía  con  la  cabeza  erguida:  la  religión  nacio- 
nal, la  religión  católica,  apostólica,  romana,  única 


SERMONES 


53 


verdadera,  única  que  da  los  medios  de  salvación, 
será  siempre  el  mayor  honor  de  la  república,  su  más 
grande  gloria,  la  ba&e  única  de  su  legislación  y  de 
su  estabilidad:  jamás  la  sociedad  neogranadina  se 
divorciará  de  la  religión  católica.  Decidlo  a  vues- 
tros hijos,  vosotros,  padres  de  familia,  y  a  vuestros 
discípulos,  vosotros,  maestros  de  la  juventud.  Y 
vosotros  también,  ministros  del  Señor,  escribid  en 
las  paredes  del  santuario  para  enseñanza  universal: 
La  nación  que  no  vive  estrechamente  unida  a  la  re- 
ligión en  sus  leyes  y  en  sus  costumbres,  perecerá 
en  la  noche  de  la  barbarie. 

Pero  para  no  perturbar  la  posesión  del  bien  ines- 
timable de  la  religión  verdadera,  es  preciso  conser- 
var el  bien  de  la  paz,  que  es  la  ordenada  concordia 
de  los  ciudadanos  en  mandar  y  obedecer:  para  ob- 
tener esta  concordia,  es  preciso  ser  fieles  a  la  cons- 
titución y  obedientes  a  las  autoridades  que  de  ella 
emanan;  y  para  que  esta  fidelidad  y  obediencia  no 
se  alteren,  es  necesario  observar  la  máxima  del 
siempre  grande  obispo  de  Hipona,  que  tantas  veces 
proclamó  su  discípulo  el  inmortal  Bossuet:  In  ne- 
cessariis  unitas,  in  dubiis  libertas,  in  ómnibus  cha- 
ritas.  Esta  máxima  de  uso  universal  en  religión, 
tiene  también  aplicación  universal  en  política.  En 
todo  lo  que  la  ley  manda,  y  en  lo  que  el  honor  na- 
cional exige,  y  que  por  lo  mismo  es  necesario  para 
la  paz  pública,  ha  de  haber  unidad  de  sentimientos 


54  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


y  de  acción :  en  esto  no  es  lícito  seguir  nuestro  pro- 
pio dictamen,  ni  obrar  por  nuestros  deseos:  In  ne- 
cessariis  unitas.  En  todo  aquello  que  la  ley  deja  fue- 
ra de  su  dominio,  y  que  lo  es  del  de  la  libertad  del 
ciudadano,  abunde  cada  uno  en  su  sentido,  obre  co- 
mo le  convenga,  sin  penetrar  una  línea,  ni  en  el  do- 
minio de  la  ley,  ni  en  el  de  los  derechos  de  sus  con- 
ciudadanos: In  dubiis  libertas.  Pero  en  lo  necesario 
y  en  lo  libre,  reine  siempre  la  caridad:  haga  la  fra- 
ternidad del  corazón,  y  la  buena  inteligencia  social 
suavice  el  yugo  de  la  ley,  y  no  se  convierta  en  ser- 
vidumbre insoportable  la  libertad  que  ella  deja:  In 
ómnibus  charitas. 

Sí :  hagámonos  ver  en  todo  verdaderos  cristianos : 
demos  gloria  a  Dios  en  todas  nuestras  obras,  y  tes- 
timonio de  nuestra  fe  a  los  que  lo  conocen ;  mostrán- 
donos todos  hechos  caridad,  ccano  nuestro  Dios  es 
caridad.  Así  viviremos  en  la  tierra  como  verdade- 
ros cristianos  y  buenos  ciudadanos,  para  después 
gozar  de  la  perfección  de  la  caridad  en  la  gloria,  por 
los  siglos  eternos.  Amén. 


PASTORAL 


POR  LA  CUAL  SE  DESPIDIO  DE  SU  GREY  AL  SALIR  PA- 
RA EL  DESTIERRO  EL  22  DE  AGC^TO  DE  1852 

Nós  Manuel  José  Mosquera,  por  la  gracia  de  Dios 
y  de  la  santa  sede  apostólica,  arzobispo  de  Bogotá, 
al  venerable  clero  secular  y  regular  y  a  todos  los 
fieles  cristianos  de  nuestra  arquidiócesis,  salud  y 
bendición  en  Nuestro  Señor  Jesucristo. 

Al  separarnos  de  en  medio  de  vosotros  por  obe- 
decer las  órdenes  superiores,  quisiéramos  poder  sa- 
tisfacer nuestros  deseos  dejándoos  amplias  instruc- 
ciones para  suplir  nuestra  predicación;  pero  la  pro- 
lija y  peligrosa  enfermedad  que  nos  ha  detenido 
aquí,  hasta  convalecer  algún  tanto,  sólo  nos  permite 
manifestaros  los  íntimos  sentimientos  de  nuestro 
corazón,  añadiendo  algunas  palabras  de  doctrina, 
que  os  recuerden  lo  que  la  Iglesia  santa  confiesa 
y  enseña. 

En  nuestro  corazón  os  llevamos  a  cada  uno  de 
vosotros,  sea  cual  fuere  la  ausencia  del  cuerpo  a 
que  los  altos  juicios  de  Dios  quieran  someternos. 


56 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


Por  diez  y  siete  años  no  hemos  vivido  sino  para 
vosotros,  no  hemos  respirado  sino  para  emplear  to- 
dos los  instantes  en  trabajar  por  vuestra  felicidad. 
Hoy  que  la  Divina  Providencia  permite  que  nos  ale- 
jemos de  la  grey  que  el  Pastor  invisible  nos  enco- 
mendó, nos  sometemos  de  buena  voluntad  a  esta 
ausencia,  como  de  buena  voluntad  tomamos  al  prin- 
cipio sobre  nuestros  hombros  el  peso  del  oficio  pas- 
toral. 

Durante  nuestro  apostolado  no  hemos  omitido  el 
deciros  frecuentemente  con  el  grande  apóstol:  "Es- 
tad sobre  aviso  para  que  nadie  os  seduzca  por  me- 
dio de  una  filosofía  inútil  y  falaz  y  con  vanas  suti- 
lezas, según  la  tradición  de  los  hombres,  según  las 
máximas  del  mundo,  y  no  conforme  a  la  doctrina 
de  Jesucristo"  (Coloss.  II,  8).  Ahora  debemos  re- 
petiros estas  palabras  como  el  documento  más  im- 
portante para  vuestra  felicidad.  El  mundo,  carísi- 
mos hermanos  e  hijos  nuéstros,  redobla  hoy  sus  es- 
fuerzos para  desnaturalizar  la  doctrina  de  Jee.u- 
cristo,  inventando  una  fraternidad  que  no  conoce 
el  amor:  fíngese  al  mismo  tiempo  una  Iglesia  a  su 
modo,  sin  la  estrecha  y  legítima  sucesión  del  mi- 
nisterio pastoral,  o  más  bien  con  una  apariencia  de 
Iglesia  pretende  engañar  a  los  sencillos  e  incautos, 
al  mismo  tiempo  que  seduce  a  los  más  instruidos, 
excitándoles  la  soberbia  para  deslumhrarlos,  hacién- 
doles concebir  ideas  falsas  que  les  lisonjeen.  Final- 


SERMONES 


57 


mente,  como  en  el  pai-aíso  dijo  el  espíritu  maligno 
a  nuestros  padres:  seréis  como  dioses  en  la  cienca 
del  b'.en  y  del  mal,  así  ahora  ofrece  el  mundo  una 
sabiduría  altísima  y  una  felicidad  social  perfectí- 
sima;  y  hay  hombres  bastante  necios  para  creer 
esta  palabra  de  mentira  y  tan  sin  fe,  que  ig-noran 
que  debajo  del  cielo  no  hay  más  que  vanidad  y  af lie  • 
ción  de  espíritu. 

Pero  vosotros,  alimentados  desde  la  infancia  con 
la  celestial  doctrina,  ciertos  y  seguros  de  que  el 
principio  de  la  sabiduría  es  el  temor  de  Dios,  segiín 
la  palabra  eterna,  desechad  toda  seducción,  perma- 
neced firmes  en  la  doctrina  que  os  hemos  enseñad ). 
El  tiempo  de  prueba  es  crudo,  las  seducciones  mul- 
tiplicadas, los  peligros  no  pequeños;  pero  advertid 
que  el  apsótol  nos  dejó  dicho  que  ha  de  haber  he- 
rejías para  que  se  descubran  entre  los  fieles  los  que 
son  de  una  virtud  probada;  ni  Dios  permite  que  na- 
die sea  tentado  sobre  sus  fuerzas. 

Tampoco  olvidéis  que  el  que  no  está  unido  a  la 
cabeza  de  la  iglesia  no  vive  de  la  caridad,  ni  hay  celo 
verdadero  cuando  se  pretende  dictar  la  ley  a  los 
mismos  a  quienes  Jesucristo  manda  escuchar  y  se- 
guir. Todo  el  blanco  de  los  deseos  de  los  enemigos 
de  la  Iglesia  es  independizar  las  Iglesias  particula- 
res de  la  Iglesia  madre,  de  la  cátedra  principal,  de  la 
santa  iglesia  romana,  madre  y  maestra  de  todas, 
para  esclavizar  de  este  modo  el  sacerdocio  haciéndo- 


58 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


10  inútil  para  Dios,  inútil  para  los  pueblos,  inútil  pa- 
ra lo  presente  y  el  porvenir;  porque  un  sacerdocio 
cuya  jerarquía  no  está  íntimamente  unida  con  el 
centro  de  ella,  no  es  el  sacerdocio  de  Jesucristo:  son 
ministros  humanos  que  vienen  de  otra  parte,  como 
se  expresa  el  santo  concilio  de  Trento,  y  no  llamados 
como  Aarón.  Sin  misión  ni  jurisdicción  derivada  de 
la  verdadera  Iglesia,  podrán  ser  lo  que  quieran  en  el 
orden  temporal;  pero  no  en  el  de  la  sucesión  del 
ministerio  apostólico.  Este  linaje  de  hombres  está 
anunciado  por  el  apóstol  San  Pablo  en  su  epístola 

11  a  Timoteo,  capitulo  III;  llevan  por  carácter  una 
apariencia  de  piedad;  pero  renuncian  a  su  espíritu; 
y  el  mismo  apóstol  manda  huir  de  ellos:  et  hos  de- 
vita. 

Ese  desorden  se  ha  mostrado  siempre  por  la  pro- 
pagación de  doctrinas  anticatólicas,  que  tienden 
directamente  al  cisma,  entre  las  cuales  aparece  des- 
de los  principios  el  error  de  arrancar  de  la  silla  apos- 
tólica la  institución  de  los  obispos,  como  el  más  pro- 
pio para  cortar  de  un  golpe  los  vínculos  de  la  unidad. 
Así  sucedió  en  la  época  de  la  pretendida  reforma, 
así  entre  los  jansenitas  de  Holanda  y  Bélgica,  así 
entre  los  constitucionales  de  Francia;  y  lo  mismo 
han  aconsejado  los  Llórente,  los  Villanueva,  los  De 
Prat  y  otros  novadores  a  las  repúblicas  hispano-ame- 
ricanas,  y  ahora  es  eco  de  ellos  el  desventurado  Vi- 


SERMONES 


59 


cuyos  errores  y  falsas  doctrinas  se  copian  y  cir- 
ulan  para  engañaros  y  seduciros. 

Pero  los  que  sostienen  aquel  error  desconocen  la 
livina  naturaleza  de  la  jerarquía  del  sacerdocio 
ristiano.  Nuestro  Señor  Jesucristo  estableció  por 
umos  sacerdotes  a  los  obispos,  todos  con  ig-ual  po- 
estad,  excepto  el  primado  universal,  único  superior 
ie  los  obispos  por  derecho  divino;  por  consiguiente, 
10  puede  haber  superiores  de  los  obispos,  interme- 
[ios  entre  ellos  y  el  primado,  sino  participando  de  la 
«otestad  y  derechos  de  éste;  participación  que  no 
)uede  ser  concedida  sino  por  el  mismo  que  recibió 
le  Jesucristo  esta  potestad  y  estos  derechos,  que 
ue  el  apóstol  San  Pedro,  y  en  su  persona  sus  legíti- 
los  sucesores  en  la  silla  romana.  "Hónrese,  dice 
)apa  san  León  Magno,  en  la  persona  de  mi  peque- 
iez,  y  entiéndase  que  existe  en  ella  aquel  en  quien 
)ersevera  la  solicitud  de  todos  los  pastores,  junto 
ion  la  custodia  de  las  ovejas  a  ellos  encomendadas, 
r  cuya  dignidad  no  falta  en  su  indigno  heredero" 
Serm.  2,  in  annivers,  assump.  suae). 

La  institución  de  los  obispos  es  un  acto  que  re- 
luiere  en  el  que  lo  hace  superioridad  sobre  los  mis- 
nos  obispos ;  pero  no  habiendo  otro  superior  de  ellos 
jor  derecho  divino  que  el  papa  sucesor  de  san  Pedro, 
;ampoco  puede  haber  otra  autoridad  que  la  del  pri- 
nado  universal,  a  quien  originariamente  correspon- 


60 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


da  el  derecho  de  instituir  los  obispos,  como  enseña 
el  gran  teólogo  Gousset. 

Los  patriarcas  y  los  metropolitanos  que  en  otros 
siglos  instituyeron  los  obispos,  ni  pudieron  hacerlo, 
ni  lo  hicieron,  sino  por  concesión  del  romano  pontí- 
fice, de  lo  cual  hay  testimonios  relevantes  en  la  his- 
toria, confirmados  por  los  hechos  solemnes  de  insti- 
tuciones y  destituciones  de  obispos,  hechas  por  los 
papas  en  aquellos  mismos  tiempos  en  que  los  patriar- 
cas y  metropolitanos  instituían  los  obispos  por  la 
disciplina  entonces  vigente.  No  sería  difícil,  si  el 
tiempo  y  nuestra  situación  lo  permitieran,  compro- 
bar estas  verdades  con  la  tradición  de  la  iglesia; 
básteos,  empero,  saber  que  la  silla  apostólica  tiene 
reprobada  la  enunciada  doctrina,  y  que  han  sido 
declarados  cismáticos  los  institutores  e  instituí- 
dos  sin  la  autorización  del  romano  pontífice,  desde 
que  hubo  desorganizadores  que  tuvieron  la  audacia 
de  usurpar  este  derecho  originario  de  la  silla  apos- 
tólica; básteos  saber  que  es  del  todo  contraria 
aquella  errónea  doctrina  a  los  decretos  y  definicio- 
nes del  santo  concilio  de  Trente ;  en  consecuencia,  os 
repetimos  con  San  Pablo  que  aunque  lleven  una  apa- 
riencia de  piedad  los  que  tales  cosaa  sostienen,  han 
renunciado  a  su  espíritu,  y  debéis  huir  de  ellos:  et 
hos  devita. 

Feliz  mil  veces  el  pueblo  que  conserva  el  bien- 


S  E  R  M  o  !•!  E  S 


61 


estar  de  la  unidad,  y  con  él  el  medio  universal  de 
salvación.  En  efecto,  de  la  conservación  de  la  uni- 
dad depende  nuestra  bienaventuranza  eterna,  por  lo 
cual  no  hay  trabajo,  ni  sacrificio,  incluso  el  de  la 
misma  vida,  que  no  debamos  ofrecer  a  Dios  por  este 
bien  infinito,  bien  único,  bien  inefable  y  eterno. 

Pero  si  la  religión  nos  prescribe  tan  estrechos  de- 
beres en  el  orden  espiritual,  también  nos  manda  en 
lo  temporal  la  sumisión  y  la  obediencia  a  las  leyes 
civiles,  y  el  respeto  y  amor  a  los  magistrados.  La 
insubordinación  y  el  desorden  que  turban  la  tran- 
quilidad pública  son  reprobados  por  la  Iglesia.  El 
actual  esclarecido  pontífice  nos  repite  en  su  encícli- 
ca de  9  de  noviembre  de  lb46  la  doctrina  del  evan- 
gelio en  esta  parte,  como  todos  sus  predecesores. 
Sus  palabras  son  las  que  debéis  escuchar  y  practi- 
car: penetraos  de  ellas  y  arreglad  vuestra  conducta 
a  su  enseñanza.  "Cuidado,  nos  dice,  de  que  se  incul- 
que al  pueblo  cristiano  la  debida  obediencia  y  suje- 
ción a  ios  soberanos  y  a  las  potestades,  enseñándoles, 
conforme  a  la  doctrina  del  apóstol,  que  no  hay  potes- 
tad que  no  venga  de  Dios,  y  que  resistan  a  la  ordena- 
ción divina,  y  se  adquieren  la  condenación  los  que 
resisten  a  la  potestad,  y  por  tanto  no  puede  violarse 
sin  pecado  el  precepto  de  obedecer  a  la  potestad,  a 
no  ser  que  se  mande  alguna  cosa  contraria  a  las  le- 
yes de  Dios  o  de  la  Iglesia." 

No  os  dejamos  en  la  orfandad:  durante  nuestra 


62 


'■.I'UEL  JOSE  MOSQUERA 


forzada  ausencia  hallaréis  el  remedio  de  vuestras 
necetoiü'aacs  espirituales,  eii  todo  lo  que  es  necesario 
para  cumplir  las  leyes  divinas  y  eclesiásticas,  y  te- 
ner los  medios  de  vuestra  santificación. 

Ahora  nos  convertimos  especiairneiite  a  vosotros, 
venerables  cooperadores,  pastores  de  las  almas:  si 
en  todo  nuestro  apostolado  hemos  excitado  constante- 
menlo  vuestro  celo  y  vigilancia,  conjurándoos  con  el 
apóstol  delante  de  Dios  y  de  Jesucristo,  que  ha  de 
juzgar  vivos  y  muertos,  para  que  predicaseis  la 
palabra  de  Dios,  insistiendo  con  ocasión  y  sin  ella; 
1  ara  que  reprendierais,  rogarais  y  exhortarais  con 
toda  paciencia  y  doctrina,  ¿qué  no  deberemos  deci- 
ros tn  el  momento  en  que,  alejándonos  de  la  grey,  os 
dejamos  por  padres,  maestros,  custodios  y  defenso- 
res de  ella?  Al  recuerdo  de  cuanto  os  hemos  dicho 
otras  veces,  especialmente  en  28  de  octubre  de  1841, 
en  30  de  octubre  de  1843  y  en  10  de  febrero  de  1851, 
añadimos  aquí  el  más  especial  encargo  de  que  no 
desfailezcáis  en  el  ministerio  de  la  palabra  y  en  la 
enseñanza  del  catecismo.  Jesucristo  no  reconocía  más 
hermanos  y  parientes  que  las  turbas  que  la  gracia 
divina  llevaba  a  escuchar  su  doctrina,  y  vosotros  no 
debéis  tener  en  vuestro  corazón,  después  de  Dios, 
nada  que  sea  superior  al  amor  de  vuestros  feligreses 
para  salvar  sus  almas.  ¡Oh,  venerables  cooperado- 
res!: rsiie  vuestro  c^ilo  y  vuestra  consagración  a  la 


SERMONES 


63 


obra  que  el  Señor  os  ha  encomendado,  enjugue  las 
lágrimas  y  dulcifique  las  amarguras  de  nuestro  des- 
tierro. Esto  se  convertirá  en  gozo  cuando  sepamos 
que  sois  mejor  que  nosotros,  los  padres,  los  maestros 
y  los  defensores  de  la  grey  que  dejamos  en  vuestras 
manos,  como  el  depósito  más  sagrado  que  se  nos  ha 
confiado. 

Finalmente,  carísimos  hermanos  e  hijos  nuéstros, 
en  nuestros  padecimientos  por  la  causa  de  Dios,  os 
conjuramos  a  que  os  porí  éis  de  una  manera  digna  de 
la  vocación  cristiana  a  que  habéis  sido  llamados,  coa 
toda  humildad  y  mansedumbre,  con  paciencia,  sopor- 
tándoos unos  a  otros  con  caridad,  solícitos  en  conser- 
var la  unidad  del  espíritu  en  el  vínculo  de  la  paz 
(Ephes.  IV,  I,  etc.)  Que  Dios  Padre  Nuestro  Señor 
Jesucristo,  el  padre  de  las  misericordias  y  Dios  de 
toda  consolación,  el  cual  nos  consuela  en  todas  nues- 
tras tribulaciones  (II,  Cor.  I,  3),  consuele  al  pastor  y 
a  la  grey  en  la  glorificación  de  su  santo  nombre,  para 
que  así  venga  a  nosotros  su  reino,  el  reino  de  la  gra- 
cia sobre  las  almas,  a  fin  de  que  podamos  sin  temor 
servirle  en  justicia  y  santidad  todos  los  días  de  nues- 
tra vida  (Luc.  I,  74),  haciendo  en  la  tierra  su  volun- 
tad, como  lo  hacen  los  bienaventurados  en  el  cielo. 
Esta  es  la  felicidad  que  os  deseamos  al  daros  nuestra 
bendición  pastoral  de  lo  íntimo  del  corazón,  como 
prenda  de  la  ardiente  caridad  con  que  pedim.os  al  Pas- 


G4  WANUEL  JOSE  MOSQUERA 

tor  invisible  que  os  bendiga  en  el  tiempo  y  en  la 
eternidad. 

Dada  en  Villeta,  a  23  de  agosto  del  año  del  Señor 
de  mil  ochocientos  cincuenta  y  dos. 

MANUEL  JOSE 
Arzobispo  de  Bogotá. 

Por  mandado  de  su  señoría  ilustrísima: 

Luis  R.  Lizarralde,  Pro  Pbro.  Secretarlo. 


SOBRE  LA  ENVIDIA 


Invidla  aotem  diaboli  mors  introivit  in  orben 
terranun:  imjjtajatur  antetn  illam,  qni  sunt  ex 
parte  illins. 

Por  la  envidia  del  diablo  entró  el  pecado  en  el 
mundo;  y  los  que  imitan  al  diablo  son  de  su  bando. 

Sap.  n,  24,  25 

Lo  que  acabáis  de  oír  en  las  palabras  del  Espíritu 
Santo ;  la  envidia  es  el  pecado  más  antiguo,  el  que  sir- 
vió de  instrumento  al  demonio  para  la  desobediencia 
de  Adán,  el  que  introdujo  la  muerte  en  el  mundo;  y 
desde  ese  día  lamentable  que  invirtió  el  destino  del 
hombre,  el  enemigo  de  todo  bien  no  ha  dejado  de 
esparcir  en  los  corazones  el  veneno  que  destila  del  su- 
yo, y  de  extender  por  todas  partes  los  desastrosos 
efectos  de  este  vicio.  La  envidia  es  el  pecado  de  Caín, 
que  lo  hizo  fratricida  y  objeto  de  reprobación;  eJ 
pecado  de  Saúl,  que  lo  hundió  en  el  abismo  de  la  per- 
dición ;  el  pecado  de  los  escribas  y  fariseos,  que  ha- 
ciéndoles concebir  una  criminal  emulación  contra 
Jesucristo,  los  cegó  hasta  sacrificarlo;  el  pecado  de 

Sermones — 5 


68 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


los  falsos  hermanos,  de  quienes  se  quejaba  el  apóstol, 
y  que  le  hacían  su  situación  más  peligrosa ;  el  pecado 
que  levantó  a  Arrio,  y  que  engendró  en  Lutero  el 
monstruo  de  las  herejías;  en  suma,  es  el  pecado  que 
introdujo  la  muerte  en  el  mundo,  y  el  que  imita  al 
diablo  en  él,  se  hace  de  su  bando.  Invidia  autem  dia- 
boli  mors  introivit  in  orbem  terrarum :  imitantur  au- 
tem illum,  qui  sunt  ex  parte  illius. 

Pasión  funesta,  dice  San  Gregorio  Nacianceno, 
veneno  de  los  corazones :  ella  es  al  mismo  tiempo  la 
más  justa  y  la  más  injusta  de  todas  las  pasiones; 
la  más  injusta,  porque  ataca  al  inocente;  la  más 
justa,  porque  castiga  al  mismo  envidioso,  haciéndo- 
se ella  el  merecido  e  insoportable  suplicio  que  ator- 
menta su  corazón. 

Y  no  obstante  que  esta  pasión,  por  ser  la  más 
funesta  y  la  que  más  se  oculta  en  el  hombre,  sea 
también  la  que  más  importe  corregir,  es  en  gran 
manera  difícil  el  vencerla.  El  mundo,  por  sus  falsas 
doctrinas  de  soberbia,  de  ambición  y  de  codicia,  la 
suscita,  la  halaga  y  la  fomenta;  y  el  enemigo  de 
nuestra  salvación  la  multiplica  por  todas  partes  pa- 
ra tener  un  instrumento  activo  y  exterminador  de 
las  almas.  Ni  lo  más  estimable,  ni  lo  más  resi>etable, 
ni  la  virtud,  ni  la  santidad  misma,  pueden  ponerse 
a  cubierto  de  este  formidable  enemigo,  que  se  atre- 
vió a  atacar  hasta  los  mismos  milagros  del  Salvador. 

¿Y  quién  es  el  que  puede  decir  que  está  libre  de 


SERMONES 


67 


este  pecado  ?  Sin  duda  habrá  muchos  que  se  creerán 
exentos  de  él ;  pero  es  porque  no  escudriñan  su  con- 
ciencia a  la  luz  de  la  caridad  y  de  la  humildad;  es 
porque  confunden  la  pasión  misma  con  sus  más 
funestos  efectos,  el  pecado  con  el  vicio.  Entremos  en 
una  breve  exposición  de  la  materia,  para  desengaño 
de  los  ilusos  y  provecho  de  todos,  manifestando :  que 
la  envidia  es:  1',  por  su  naturaleza,  la  pasión  más 
odiosa;  2',  en  sus  causas  la  más  injusta;  3o.,  en  sus 
efectos  la  más  funesta;  4o.,  en  su  extensión  la  más 
común,  aunque  nadie  la  confiese,  ni  piense  corregir- 
se de  ella. 

I 

Un  hombre,  dice  san  Basilio,  tocado  de  otra  pasión 
que  no  sea  la  envidia,  tendrá  momentos  de  confesar 
su  debilidad;  no  se  avergonzará  de  decir  que  es  in- 
temperante, impaciente  y  colérico,  que  se  resiente  de 
una  injuria  o  que  le  domina  el  amor  de  los  place- 
res. Pero  la  envidia  es  un  vicio  que  nadie  confiesa; 
porque  tener  celos  de  la  ajena  felicidad,  sentir  como 
desgracia  propia  lo  que  hace  la  gloria  y  el  bienestar 
de  otros  y  mirar  con  ojo  maligno  cuanto  cautiva  la 
estimación  y  el  respeto  en  las  personas  de  sus  seme^ 
jantes,  son  sentimientos  tan  bajos  y  tan  ruines,  que 
no  hay  quien  ose  declararse  culpable  de  ellos.  La 
envidia  es,  por  decirlo  así,  un  monstruo  que  espanta 
al  mismo  envidioso ;  porque  le  degrada  a  sus  propios 


68 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


ojos,  no  presentándole  ni  una  apariencia  siquiera  de 
utilidad  o  satisfacción. 

Parecería,  sin  duda,  que  debiera  ser  muy  raro  un 
vicio  tan  infame;  pues  una  pasión  que  todos  detes- 
tan, que  a  todos  deshonra  y  que  ninguno  quiere 
confesar,  no  pudiera  tener  cabida  en  la  sociedad, 
de  la  cual  sería  universalmente  desechada.  Y  sin 
embargo,  la  envidia,  tan  aborrecida  en  el  mundo, 
es  el  más  común  de  todos  los  vicios:  ella  regla  los 
discursos  de  la  mayor  parte  de  los  hombres  y  regla 
también  su  silencio;  ya  hace  árido  y  re.servado  su 
lenguaje,  ya  le  da  vehemencia  y  fluidez  en  verbosa 
prolijidad;  ora  turba  de  llano  en  plano  la  paz  de 
las  familias  y  de  la  sociedad;  ora  lo  hace  con  arti- 
ficio poniendo  en  movimiento  toda  clase  de  mane- 
jos y  de  intrigas ;  en  fin,  habla,  obra  y  se  agita  in- 
cesantemente en  todas  las  edades,  en  todos  los  es- 
tados y  sobre  todos  los  objetos. 

Cada  edad,  digámoslo  así,  tiene  vicios  que  le  son 
connaturales;  mas  ninguna  está  exenta  del  de  la 
envidia.  Decía  San  Agustín  haber  visto  niños  en  la 
cuna,  que  celosos  de  las  caricias  dispensadas  a  otros 
iguales  suyos,  concebían  de  ello  un  despecho  que 
centelleaba  en  sus  ojos,  aunque  no  pudieran  toda- 
vía expresarlo  por  palabras;  y  esos  ojos,  apenas 
capaces  de  fijarse  en  los  objetos  para  hacer  discer- 
nimiento de  ellos,  ya  sabían  ser  instrumentos  de 
emulación.  Esta  pasión  es,  pues,  la  más  precoz,  y 


SERMONES 


69 


luégo  viene  a  ser  la  más  constante  y  duradera. 
Cuando  las  demás  se  debilitan  en  la  vejez,  ella  se 
conserva  entera,  y  aun  cobra  nuevas  fuerzas,  irri- 
tada por  las  mismas  dificultades  de  alcanzar  lo  que 
otros  tienen  o  consiguen;  y  de  aquí  viene  aquella 
secreta  desesperación  que  atormenta  a  los  ancia- 
nos, al  considerar  las  ventajas  que  son  propias  de 
ía  juventud  o  de  la  edad  madura,  y  de  que  está  pri- 
vada la  vejez. 

Si  esta  funesta  pasión  se  encuentra  en  todfas  las 
edades,  también  abarca  en  su  letal  esfera  a  todos 
los  estados  y  a  todas  las  condiciones  de  la  vida,  des- 
de los  más  elevados  y  distinguidos  hasta  los  más 
humildes  y  oscuros;  que  en  cada  uno  de  ellos  hay 
campo  sobrado  para  que  la  envidia  carcoma  el  co- 
razón humano.  Dondequiera  que  hay  hombres,  allí 
hay  desigualdades  de  mérito  o  de  bienestar,  y  por 
consiguiente  otros  tantos  objetos  que  inquieten  y 
lastimen  al  envidioso;  ya  sea  el  talento,  ya  la  for- 
tuna, ya  el  favor,  y  hasta  la  misma  virtud.  ¡  Qué  de 
artificios  no  se  emplean,  qué  de  intrigas  no  se  fra- 
guan, qué  de  manejos  no  se  ponen  por  obra  para 
asestar  y  dar  golpes  mortales  sobre  quien  no  tiene 
más  culpa  que  la  de  ser  favorecido  por  la  Providen- 
cia! Vulnérasele  en  el  honor,  niégasele  su  mérito, 
descúbransele  sus  defectos,  y  calúmniasele,  en  fin, 
con  tal  tejido  de  palabras  malignas,  que  vienen  a 
formar  una  red  de  la  cual  será  difícil  escapar.  Esto 


70  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


es  lo  que  vemos  y  palpamos  en  nuestros  días,  y  lo 
que  en  todos  los  tiempos  pasados  ha  experimentado 
la  triste  y  degradada  humanidad.  La  historia  nos 
conserva  lecciones  harto  instructivas  de  ello,  mos- 
trándonos al  mérito  y  a  la  virtud  combatidos  y  con- 
trastados, y  bien  a  menudo  perseguidos,  deprimidos 
y  ultrajados  por  los  contemporáneos,  sin  que  hayan 
hallado  justicia  sino  en  la  posteridad.  Pero  estas 
lecciones  son  letra  muerta  que  nada  dice  a  los  en- 
vidiosos de  la  presente  generación,  los  cuales  obran 
como  obraron  los  que  los  han  precedido,  devorados 
por  aquel  mismo  cáncer  del  corazón. 

¿Y  dónde  está,  hermanos  míos,  el  origen  de  la 
envidia?  ¡Dónde  ha  de  estar  sino  en  la  soberbia, 
raíz  de  todos  los  pecados  del  hombre!  Ella  es  la  que 
hace  que  el  orgulloso,  estimándose  a  sí  mismo  des- 
ordenadamente, no  quiera  sobrellevar  el  que  otros 
le  aventajen  bajo  de  ningún  respecto;  que  el  am- 
bicioso, sediento  de  honras  y  dignidades,  trate  de 
suplantar  a  los  que  las  gozan;  que  el  codicioso,  ávi- 
do de  riquezas  y  de  comodidades,  maquine  contra 
los  que  las  poseen,  para  privarlos  de  ellas;  en  fin, 
que  el  amor  propio,  siempre  quisquilloso  y  siempre 
injusto,  se  halle  secretamente  mortificado  de  la  aje- 
na felicidad  y  se  resienta,  como  de  un  despojo,  de 
toda  prenda  personal,  de  todo  bienestar  real,  de  to- 
do honor,  de  todo  favor  que  ve  en  los  otros  hombres, 
y  aun  de  aquellos  bienes  que  se  imagina  puedan 


SERMONES 


71 


adquirir.  De  esta  suerte,  la  vista  del  alma  viene  a 
ser  el  ojo  maligno  de  que  habla  el  Salvador  en  el 
Evangelio:  oculus  nequam;  es  decir,  explica  San 
Juan  Crisóstomo  que  así  como  el  ojo  es  el  que  ilu- 
mina en  el  interior  para  que  el  alma  vea  los  objetos 
materiales,  y  si  él  está  malo  ella  ve  mal,  así  tam- 
bién la  rectitud  de  nuestros  juicios  en  general  de- 
pende de  la  claridad  que  da  al  alma  la  pureza  del 
corazón.  Pues  no  hallándose  esta  pureza  del  cora- 
zón en  el  hombre  envidioso,  es  consiguiente  que 
padezca  de  aquel  estrabismo  moral,  por  el  cual  todo 
lo  ve  con  defecto  en  el  prójimo,  y  todo  sin  tacha  en 
sí  mismo:  todo  le  parece  inmerecido  en  los  otros, 
y  todo  debido  a  su  propia  persona;  cuanto  aquéllos 
alcanzan  o  poseen  se  le  representa  abultado  y  de- 
seable, y  cuanto  él  tiene  y  goza  se  le  figura  peque- 
ño, ruin  y  despreciable. 

Ya  lo  he  dicho:  la  envidia  reina  en  todas  las  cla- 
ses de  la  sociedad  humana.  Descended  por  un  mo- 
mento al  último  escalón,  y  aDí  hallaréis  estos  sen- 
timientos y  estas  quejas,  por  cosas  que  parecen 
nada  a  los  grandes  del  mundo,  pero  que  para  los 
pequeños  son  de  mucha  monta  e  importancia.  Subid 
luégo  al  pináculo  de  la  fortuna,  y  allá  veréis  otras 
almas  no  menos  ruines,  que  viven  atormentadas  por 
el  pesar  de  los  bienes  ajenos;  no  ciertamente  por- 
que a  ellas  les  falten  honras,  riquezas  y  considera- 
ciones, sino  porque  aun  no  tienen  cuantas  su  or- 


72  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 

gullo  y  SU  ambición  les  hacen  apetecer,  porque  no 
quieren  ser  inferiores  a  nadie,  porque  la  igualdad 
misma  les  ofende,  y  finalmente  porque  son  acaso 
de  tal  condición  que  quisieran  ser  solos  en  el  goce 
supremo  de  todo.  ¡Cuán  cierto  es  que  lo  finito  de 
los  bienes  terrenales  no  guarda  proporción  con  lo 
ilimitado  de  los  deseos  del  hombre!  Pero  éstos  no 
podrán  nunca  arreglarse  debidamente  sino  en  la 
humildad  y  con  la  esperanza  de  los  bienes  eternos; 
5'^  por  eso  el  hombre  será  siempre  envidioso,  y  no 
podrá  dejar  de  serlo,  mientras  su  corazón  no  esté 
lleno  del  deseo  vivo  y  constante  del  cielo. 

Aquí  tenéis,  hombres  envidiosos,  el  único  reme- 
dio para  aquella  pasión  que  envenena  vuestra  vida, 
haciendo  que  el  alma  tenga  un  cruel  suplicio  en  sus 
mismos  deseos.  Yo  no  ignoro  que  el  mundo,  siempre 
astuto  para  vindicarse,  se  cree  completamente  jus- 
tificado diciendo  que  la  emulación  es  la  que  anima 
y  da  energía  a  los  hombres;  que  sin  ella  ni  las  ar- 
tes, ni  las  ciencias,  ni  la  virtud  misma,  tendrían  es- 
tímulos; y  quizás  invoca  también  a  la  religión  para 
escudarse  con  las  máximas  del  apóstol.  A  los  que 
tal  cosa  pretendiesen  les  diremos  cofn  !el  mismo 
apóstol,  que  no  tienen  emulación  buena  o  celo:  emu- 
lator  vos  non  bene.  ¡Qué  diferencia,  en  efecto,  en- 
tre una  laudable  emulación  y  la  envidia!  Aquélla 
aspira  a  conformarse  a  un  modelo,  hasta  llegar  a 
él;  ésta  pretende  arrebatarlo  para  sí;  aquélla  ama 


SERMONES 


73 


su  objeto;  ésta  lo  aborrece;  la  primera  se  entris- 
tece de  los  propios  defectos;  la  segunda  se  aflige 
de  las  perfecciones  ajenas;  alégrase  la  una  del  mé- 
rito del  hermano,  esperando  poder  imitarlo;  amár- 
gase la  otra  temiendo  no  poder  obtener  el  mismo 
mérito  para  sí  sola.  Entre  la  emulación  o  celo,  se- 
gún ciencia,  y  la  envidia,  hay  toda  la  distancia  que 
existe  entre  el  amor  y  el  odio,  entre  la  virtud  y  el 
vicio,  entre  la  beneficencia  y  la  persecución. 

Pero  no  es  sólo  en  los  objetos  que  sirven  o  con- 
ducen a  la  sensualidad,  donde  la  envidia  se  ceba  a  su 
sabor.  La  piedad  más  pura  y  sincera,  la  santidad  de 
vida  más  sólida,  la  abnegación  más  perfecta,  están 
también  expuestas  a  sus  ataques ;  pues  no  son  a  los 
ojos  del  envidioso  sino  hipocresía,  interés  sórdido, 
vana  ostentación  para  miras  ulteriores.  Y  sin  em- 
bargo, es  una  cosa  comprobada  por  la  experiencia 
que  la  envidia  sabe  pretender  los  honores  de  la  vir- 
tud cuando  la  acompañan  algunos  aplausos,  así  co- 
mo a  los  aprovechamientos  del  vicio  cuando  el  mun- 
do le  da  lustre  y  nombradía. 

Pero  lo  más  frecuente  es,  y  lo  ha  sido  en  todas 
las  edades  del  mundo,  que  la  envidia  persiga  con 
encono  a  la  virtud.  Entre  otros  muchos  ejemplares 
me  contentaré  con  citaros  el  del  justo  Jeremías,  tan 
favorecido  del  cielo,  que  no  fue  perseguido,  aherro- 
jado, desacreditado  y  tratado  como  un  impostor  por 
los  envidiosos  de  su  reputación,  sino  porque  con  su 


74  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


vida  y  con  sus  palabras  reprendía  laa  pasiones  y 
los  vicios  de  ellos.  Pues  si  los  hombres  justos  han 
sido,  son  y  serán  siempre  el  blanco  a  donde  la  en- 
vidia dirige  sus  dardos  acerados,  ¿creéis  que  es- 
taría a  cubierto  de  sus  tiros  el  mismo  modelo  de 
la  justicia,  el  justo  por  excelencia,  Jesucristo  Nues- 
tro Señor?  No,  ciertamente:  El  experimentó  más 
que  nadie  hasta  qué  punto  lleva  sus  furores  esta 
crudelísima  pasión.  Los  discípulos  de  su  precursor, 
anticipándose  a  los  escribas  y  fariseos,  fueron  los 
primeros  envidiosos  de  la  gloria  del  Hombre  Dios, 
Acostumbrados  a  ver  a  su  maestro  rodeado  del  pue- 
blo, les  mortificaba  ver  a  este  mismo  pueblo  seguir 
a  Jesucristo  dejándolos  a  ellos,  y  corrieron  a  que- 
jarse al  Bautista  de  la  preferencia  dada  sobre  su 
bautismo  al  bautismo  del  Salvador.  Pero  trataban 
con  un  hombre  verdaderamente  santo,  incapaz  de 
la  bajeza  de  la  envidia,  y  les  dio  por  respuesta  una 
lección  que  no  dejaba  réplica:  "Me  regocijo,  les  dice, 
de  ver  al  pueblo  siguiendo  a  Jesús:  mi  gozo  es  ple- 
no, y  El  es  quien  debe  crecer  y  yo  menguar,  porque 
la  gloria  es  toda  del  Esposo."  Gaudium  meum  im- 
pletum  est.  Illum  oportet  creceré,  me  autem  minai 
(Joann.  III,  29,  30).  Respuesta  semejante  a  la  de 
Moisés,  cuando  Josué  pretendía  que  no  se  permitie- 
ra profetizar  a  dos  israelitas,  a  quienes  el  Señor  aca- 
baba de  conceder  este  don.  "¿Qué  celo,  le  dice,  es  ése 
que  muestras  pc«-  mí?  ¿Quién  me  diera  que  profe- 


SERMONES 


75 


tice  todo  el  pueblo,  y  que  el  Señor  les  dé  su  espíri- 
tu?" Quid  aemularis  prome?  Quis  trihvxit  ut  omnis 
populus  prophetet,  et  det  eis  Dominus  Spiritum 
suum?  (Numer.  XI,  29.) 

¡Nobles  y  santos  sentimientos  de  Moisés  y  del 
Bautista!  ¡Oh  si  estuviéseis  profundamente  graba- 
dos en  todos  los  corazones!  Entonces  los  hombres 
serían  bastante  humildes  y  la  envidia  se  vería  des- 
terrada de  entre  los  cristianos.  Digno  es  de  vuestra 
especial  atención,  hermanos  míos,  el  hecho  de  que  se 
enmendara  el  falso  celo  de  Josué  y  de  los  discípulos 
del  Precursor,  porque  se  humillaron  bajo  la  correc- 
ción que  se  les  hacía;  mientras  que  los  escribas  y 
los  fariseos,  siempre  soberbios,  encendían  más  y 
más  su  pasión  a  vista  del  séquito  que  daban  a  Jesu- 
cristo la  doctrina  que  enseñaba  y  los  prodigios  que 
obraba.  Ellos  le  califican  de  impostor  y  seductor; 
le  acusan  de  comunicar  con  los  pecadores,  de  que- 
brantar el  sábado  y  hasta  de  ser  blasfemo;  maqui- 
nan su  perdición  y  al  fin  le  llevan  a  morir  en  una 
cruz.  Pero  desde  sus  primeros  pasos  dejaron  cono- 
cer la  envidia  que  los  devoraba  cuando  dijeron: 
"No  bastan  nuestros  esfuerzos  para  quitarle  el 
prestigio:  el  mundo  entero  lo  sigue".  Videtis  quia 
nihil  proficimus:  ecee  mundus  totus  post  eum  abiit. 

¿No  debería  bastar  este  ejemplo  para  que  los  cris- 
tianos no  se  dejaran  nunca  arrastrar  por  una  pasión 
tan  monstruosa?  Ciertamente  esto  era  lo  que  debie- 


76 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


ra  esperarse  de  los  que  profesan  la  ley  de  la  caridad 
y  de  la  humildad.  Pero  reg-ístrese  la  historia  de  la» 
herejías  y  de  los  cismas,  de  los  disturbios  y  alboro- 
tos en  la  iglesia,  y  se  hallará  que  desde  los  mismos 
a  quienes  san  Pablo  había  convertido  hasta  los  infe- 
lices sectarios  de  Lutero  y  de  Jansenio,  la  envidia  ha 
sido  el  primer  móvil  de  todos  sus  criminales  desvíos 
y  atentados.  La  iglesia,  desde  luego,  ha  llorado 
siempre  los  grandes  males  que  en  su  seno  produce 
la  relajación  de  las  costumbres ;  mas  nunca  ésta,  por 
sí  sola,  ha  levantado  el  estandarte  de  la  rebelión  e 
introducido  la  división,  sino  capitaneada  por  la  envi- 
dia, bajo  el  engañoso  ropaje  del  falso  celo. 

Entrad  ahora  dentro  de  vosotros  mismos ;  sondead 
vuestras  conciencias  y  examinadlas,  no  a  la  luz  vaci- 
lante del  mundo,  sino  a  la  luz  plena  y  constante  del 
evangelio ;  y  si  ellas  no  os  acusan  de  mirar  con  pena 
la  fortuna,  la  consideración,  el  honor  de  vuestros 
prójimos;  si  ellas  no  os  dicen  que  aun  en  aquello  que 
os  ha  parecido  obra  del  deber,  tiene  una  gran  parte 
el  pesar  de  no  poseer  esas  mismas  prendas  persona- 
les que  reputáis  como  pura  vanidad  y  falso  mérito  en 
los  otros;  si  ellas  no  os  arguyen  de  que  en  lo  más 
pequeño,  y  hasta  en  lo  que  no  puede  nombrarse, 
halláis  materia  en  que  ejercitar  y  fomentar  la  envi- 
dia, entonces  ya  sois,  sin  duda,  perfectos  cristianos. 
Pero  si,  por  el  contrario,  descubrís  en  este  prolijo 
examen  que  en  cualquier  grado  o  forma  hay  en  vues- 


SERMONES 


77 


tras  almas  envidia  manifiesta  o  secreta,  sabed  que 
estáis  sacrificando  a  aquel  ídolo  que  el  profeta  Eze- 
quiel  vio  colocado  en  todos  los  corazones  y  en  todas 
las  condiciones :  idolum  celi  ad  provocandas  aemula- 
tiones  (Ezeq.  VIH,  3) ;  y  reconoced,  al  fin,  que  el 
pecado  de  la  envidia  es  muy  común,  por  más  que  no 
lo  confiese  el  mundo. 

Pues  también  es  un  vicio  de  que  nadie  piensa 
corregirse,  a  pesar  de  sus  funestos  efectos. 

II 

Los  santos  padres  observan  que  en  el  evangelio  se 
ven  publícanos,  voluptuosos,  mujeres  mundanas  con- 
vertirse al  fin,  reconocer  su  pecado  y  llorarlo,  en- 
trando en  los  caminos  de  la  justicia;  pero  que  en  me- 
dio de  tantas  conversiones  milagrosas,  frutos  de  la 
presencia  invisible  de  Jesucristo  sobre  la  tierra,  no 
se  ve  entre  los  fariseos  uno  solo  que  se  convierta,  ni 
que  dé  señales  de  desearlo.  Diríase  que  su  ceguedad 
crecía  a  proporción  que  la  vista  del  Salvador  resuci- 
taba a  los  más  grandes  pecadores,  pues  nada  les  to- 
ca, nada  les  alumbra,  y  todos  los  prodigios  que  ven 
y  la  doctrina  de  vida  que  escuchan,  les  dejan  en  su 
endurecimiento.  ¿Por  qué  tanta  abundancia  de  me- 
dios de  parte  de  Dios,  y  tanta  obstinación  de  parte  de 
los  fariseos?  La  gracia  de  Dios  tiene  desde  luego  el 
mismo  imperio  sobre  todas  las  pasiones ;  pero  no  to- 


78 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


das  ellas  son  en  su  resistencia  tan  indóciles  como  la 
envidia,  que  era  el  pecado  de  los  fariseos,  y  que  es 
también  el  vicio  de  cuya  reforma  menos  tratan  los 
hombres.  Mas  ¿a  qué  causa  podremos  atribuir  esa 
obstinación  que  casi  siempre  acompaña  a  la  envi- 
dia? A  una  maldición  de  Dios  sobre  un  pecado  que 
ataca  directamente  las  leyes  de  su  providencia,  que 
injuria  a  su  bondad  y  que  debe  irritar  su  justicia. 

Aun  cuando  la  envidia  no  se  propase  siempre  a 
grandes  excesos,  ella  viola  siempre  las  leyes  de  la 
caridad  cristiana.  Consultemos  al  apóstol  de  esta 
virtud  celestial. 

La  caridad,  nos  dice  san  Pablo,  no  piensa  mal  de 
nadie:  Non  cogitat  malum;  cree  el  bien  y  siente  ver 
el  mal.  Pero  el  envidioso,  siempre  obstinado  en  no 
creer  lo  bueno,  se  arma  de  recelos  y  se  hace  difícil  y 
delicado  sobre  toda  prueba ;  lo  rechaza  todo  y  no  se 
contenta  con  nada. 

La  caridad  simpatiza  con  las  diversas  situaciones 
del  prójimo:  se  alegra  con  los  que  están  gozosos,  y 
llora  con  los  afligidos:  Gaudere  cum  gaudentibus, 
flere  cumflentibus.  Ella  participa  así  de  la  ajena 
felicidad,  haciendo  propios  suyos  los  consuelos  y 
regocijos  de  los  otros ;  y  comparte  también  la  ajena 
desgracia,  pues  viendo  correr  las  lágrimas  y  no  pu- 
diendo  enjugarlas,  se  entristece  con  el  triste  y  ora 
por  él  con  fervor  y  sinceridad  de  corazón.  Pero  el 
envidioso,  al  contrario,  halla  sus  delicias  en  las 


oERMONES 


79 


lágrimas  y  tribulaciones  de  los  hermanos ;  parecién- 
dole  pequeña  cada  una  de  las  adversidades  que  los 
hacen  padecer,  y  que  él  quisiera  ver  multiplicadas; 
y  asimismo  tiene  como  un  suplicio  suyo  la  dicha  de 
que  aquéllos  disfrutan,  y  a  quienes  considera  indig- 
nos hasta  del  aire  que  respiran. 

Ya  lo  he  dicho,  hermanos  míos :  el  envidioso  ataca 
directamente  las  leyes  de  la  Providencia  divina,  la 
cual  es  para  él  como  si  no  fuese.  Ella  es  la  que  re- 
parte los  bienes  como  quiere,  la  que  los  quita  cuando 
le  place,  la  que  da  buen  éxito  a  unas  empresas  y 
desbarata  otras  al  mismo  urdir  de  la  tela:  y  sin 
embargo,  el  hombre  de  quien  se  ha  apoderado  la 
envidia,  semejante  a  los  jornaleros  injustos  del 
evangelio,  se  resiente  y  se  lamenta  de  los  bienes  que 
la  bondad  de  Dios  distribuye  y  de  la  prosperidad  que 
rodea  a  quien  los  recibe  de  su  mano  liberal  y  miseri- 
cordiosa. ¿De  qué  os  quejáis?,  dice  el  Padre  de  fa- 
milias a  aquellos  jornaleros.  Si  yo  doy  a  unos  tanto 
más  que  a  vosotros,  seré  desde  luego  munífico  para 
con  ellos;  pero  ¿dónde  está  la  injusticia?  Tolle 
quod  tuum  est,  et  vade.  Contentaos  con  lo  vuéstro  y 
no  pretendáis  en  demasía  lo  que  no  os  es  debido.  Si 
yo  tengo  gracias  y  beneficios  que  repartir,  dice  tam- 
bién el  Señor,  ¿  por  ventura  no  soy  dueño  de  distri- 
buirlos a  mi  voluntad?  ¿O  tu  ojo  es  malo  porque  yo 
soy  bueno? 

¿Qué  no  debe  temer  quien  así  ofende  a  la  Provi- 


80 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


dencia  divina?  Dios,  que  es  Señor  de  todos  los  bie- 
nes, y  arbitro  supremo  y  exclusivo  de  todos  los  suce- 
sos de  la  vida,  los  ordena  y  dispone  de  tal  modo  que 
vengan  a  ser  el  instrumento  para  castigar  al  envi- 
dioso en  aquello  mismo  que  le  es  más  sensible;  y 
por  esto  es  que  casi  siempre  se  ve  éste  humillado  ba^ 
jo  aquel  mismo  a  quien  quería  deprimir.  Diríase  que 
en  cierto  modo  hace  el  Señor  que  se  cumpla  en  cada 
envidioso  un  decreto  semejante  a  aquel  que  fulminó 
su  divina  justicia  contra  el  diablo,  padre  de  la  envi- 
dia por  la  cual  entró  la  muerte  en  el  mundo:  Super 
pectus  tuutn  gradieris,  et  ipsa  conteret  caput  tuum. 
Entre  otros  ejemplos  que  los  comprueban,  basta  a 
mi  intento  aducir  uno  muy  prominente  de  la  histo- 
ria sagrada:  tal  es  el  del  castigo  que  dio  Dios  a  la 
desenfrenada  envidia  de  los  hermanos  de  José.  Era 
éste  el  más  querido  de  los  hijos  de  Jacob,  y  cada  día 
recibía  nuevas  señales  de  su  ternura  paternal.  Re- 
fiere una  vez  con  candor  a  sus  hermanos  los  sueños 
que  había  tenido,  y  que  presagiaban  su  futura  exal- 
tación. No  fue  menester  más  para  que  luego  al  pu»- 
to  la  envidia,  que  ya  habían  concebido  contra  el  ino- 
cente José,  por  la  preferencia  con  que  lo  amaba  su 
padre,  se  encendiese  en  sus  corazones  hasta  sofocar 
los  sentimientos  de  la  naturaleza.  Trátanle  como  a 
un  enemigo;  sepúltanle  en  una  cisterna;  déjanse  lle- 
var hasta  la  determinación  de  quitarle  la  vida;  mas 
al  fin  se  resuelven  a  venderle  como  esclavo  a  unos 


SERMONES 


81 


extranjeros,  y  engañar  a  Jacob  diciéndoie  que  lo 
había  devorado  una  bestia  feroz.  Ni  la  tribulación 
en  que  iban  a  anegar  a  su  anciano  padre,  ni  el  temor 
de  Dios,  nada  los  contiene  para  no  consumar  su  exe- 
crable atentado ;  satisfechos  de  privar  para  siempre 
al  adolescente  y  envidiado  hermano  de  la  predilec- 
ción y  caricias  paternas.  Mas,  andando  el  tiempo,  y 
por  una  cadena  de  acontecimientos  prodigiosos,  ele- 
va Dios  a  José  cerca  del  trono  de  Faraón,  quien  pone 
en  sus  manos  todo  el  poder  del  reino  de  Egipto ;  y  al 
fin,  esos  mismos  hermanos  criminales  van  a  postrar- 
se a  sus  pies,  a  reconocer  y  reverenciar  en  él  aquella 
excelencia  y  aquellos  dones  cuyo  pronóstico  les  ha- 
bía irritado,  aunque  lo  echaran  al  desprecio ;  de  ma- 
nera, dice  San  Basilio,  que  donde  buscaban  la  ruina 
del  inocente,  allí  mismo  encontraron  los  envidiosos 
su  propia  humillación. 

Pero  no  es  solamente  la  humillación  el  castigo  del 
envidioso.  San  Bernardo  advierte  que  si  Dios  abo- 
rrece al  pecador  que  corre  tras  el  placer,  abomina  a 
los  que  pecan  laboriosamente,  es  decir,  a  los  que  pe- 
can, no  solamente  sin  placer,  sino  con  pena  y  dolor. 
Si  Deus  odit  facientes  mala  supervacue,  quomodo 
abominatur  facientes  mala  laboriose?  En  efecto,  los 
otros  vicios  presentan  a  lo  menos  alguna  satisfac- 
ción, dan  placer  o  ganancia.  Mas,  ¿qué  deleite  halla 
el  envidioso  en  los  sinsabores  que  le  causa  la  felici- 

Spnnoaes  -3 


82  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 

dad  ajena?  ¿Qué  beneficio  espera  del  mal  que  ma- 
quina? Su  pasión  no  puede  darle  sino  pesares;  por- 
que le  impide  gozar  de  lo  que  tiene,  haciéndole  ver 
como  una  privación  suya  positiva  el  que  otro  se  halle 
disfrutando  de  lo  que  posee. 

El  Espíritu  Santo  llama  infierno  a  la  envidia ;  por- 
que es,  en  efecto,  un  infierno  anticipado  el  vivir  en 
el  tormento  y  en  la  desesperación,  y  porque  ella 
abrasa  como  el  fueg-o  y  devora  como  la  llama:  Dura 
sícut  infernas  aemulatio:  lampadas  ejus,  lampadas 
ignis  atqua  flamarum  (Cant.  VIII.  6).  Ver  y  envi- 
diar es  lo  que  atormenta  a  los  condenados,  y  en  eso 
consiste  su  mayor  suplicio.  Así  como  la  caridad 
seguirá  al  cielo  a  los  que  la  practican  sobre  la  tierra, 
y  después  de  haber  labrado  su  mérito  en  esta  vida 
mortal,  hará  también  su  recomi)ensa  en  la  vida  per- 
durable; asimismo  la  envidia,  que  le  es  diametral- 
mente  opuesta,  seguirá  al  infierno  a  los  que  en  este 
mundo  se  han  dejado  dominar  por  ella,  y  habiendo 
comenzado  por  ser  su  tormento  en  el  tiempo,  vendrá 
a  parar  en  serlo  consumado  por  toda  la  eternidad 

A  la  verdad,  parece  que  Dios  no  ha  querido  dar 
otro  castigo  al  envidioso,  en  la  vida  presente,  que  él 
tormento  de  la  misma  envidia,  con  esos  propios 
caracteres  que  ha  de  tener  en  el  infierno,  de  tormen- 
to continuo,  tormento  cruel,  tormento  irremediable. 

Tormento  contiauo. —  Tooiendo  el  envidioso  en- 
fermos los  ojos  del  alma,  que  ae  ofenden  y  lastiman 
con  todo  k)  que  bajo  cualquier  aspecto  es  hermoso. 


SERMONES 


8S 


brillante,  o  simplemente  atractivo  en  los  demás  hom- 
bres, y  no  pudiendo,  además,  dejar  de  fijar  la  vista 
en  tales  objetos,  porque  ellos  se  hallan  por  todas  par- 
tes, tiene  que  estar  necesaria  e  incesantemente 
atormentado.  Y  ciertamente,  ¿  qué  hombre  hay  en  el 
mundo  bastante  feliz  para  no  ver  que  otros  son,  o 
parecen  ser,  más  dichosos  que  él?  ¿Ni  quién  ha  po- 
seído ni  poseerá  jamás  tal  plenitud  de  dotes  de  gra- 
cia o  de  naturaleza,  tantos  talentos  o  méritos  adqui- 
ridos, tanta  copia  de  bienes  de  fortuna,  que  no  ha- 
lle otros  que  le  eclipsen,  o  que  por  lo  menos  le  hagan 
ventajas  relativas?  Fuera  de  esto,  la  envidia  no  co- 
noce límites  en  cuanto  a  los  objetos,  como  las  demás 
pasiones  que  se  adhieren  a  uno  solo ;  la  soberbia  a  la 
excelencia ;  la  avaricia  al  dinero ;  la  voluptuosidad  a 
los  sentidos.  Ella  lo  apetece  todo,  lo  lícito  y  lo  ilícito, 
las  prendas  naturales  y  las  sobrenaturales,  la  pro- 
piedad y  la  simple  posesión,  el  fruto  del  trabajo  y 
las  dádivas  de  la  fortuna,  lo  que  se  goza  y  lo  que  se 
ahorra,  lo  que  ilustra  y  lo  que  deshonra,  la  paz  de  la 
inocencia  y  el  ruidoso  triunfo  del  crimen :  en  una  pa- 
labra, bienes,  placeres,  gloria,  honores,  virtudes  y 
hasta  las  mismas  pasiones,  nada  hay  que  no  sea 
objeto  de  la  ruin  y  baja  envidia;  y  por  consiguiente, 
ella  es  un  tormento  continuo  para  el  corazón  de  que 
se  ha  apoderado.  Dura  sicut  infemus  aemulatio. 

Tormento  cruel. — Generalmente  las  pasiones  que 
atormentan  el  alma  pierden  su  fuerza  en  la  misma 


84 


&IANUEL  JOSE  MOSQUERA 


acción,  y  una  vez  desahogado  el  corazón  del  fuego 
que  le  consumía,  halla  momentos  de  calma,  si  no  ya 
un  completo  sosiego.  Pero  la  envidia  es  de  tan  pési- 
ma condición,  que  mora  reconcentrada  en  el  pecho 
que  tiraniza,  sin  darle  huelgo  ni  descanso;  y  cuando 
sale  fuera  de  él  y  se  explica,  es  siempre  bajo  algún 
disfraz,  revistiéndose  de  las  apariencias  del  celo,  de 
la  justicia,  del  honor,  del  interés  público  y  hasta  de 
la  misma  santa  piedad.  Encúbrese  así,  porque  jamás 
ha  osado  presentarse  a  las  claras  en  toda  su  fealdad 
ni  llamarse  por  su  nombre,  porque  de  otra  suerte  no 
le  sería  posible  poner  en  juego  todos  los  artificios 
de  su  perfidia;  pues  mostrándose  sin  máscara,  se  le 
reconocería  al  instante  por  lo  que  ella  es:  madre  de 
la  muerte,  primera  puerta  del  pecado,  raíz  de  los  vi- 
cios, principio  del  dolor,  causa  de  la  desobediencia, 
fuente  de  la  ignominia,  germen  fecundo  de  la  discor- 
dia, según  se  expresa  San  Gregorio  de  Niza.  Seme- 
jante monfstruo  está  siempre  asestando,  pero  no 
siempre  acierta  sus  tiros  al  blanco  adonde  los  diri- 
ge :  aciértelos  o  no,  lo  que  nunca  falla  es  el  crudelísi- 
mo  tormento  que  da  al  alma  y  al  cuerpo  mismo  de 
quien  le  alberga ;  pues  le  turba  la  razón,  le  priva  del 
buen  sentido,  le  abate  el  espíritu,  le  quita  el  sueño,  le 
quema  las  entrañas  y  le  corroe  el  corazón  como  un 
cancro  devorador.  Desgraciado  ya  el  envidioso  por 
los  propios  males,  lo  es  más  todavía  por  los  bienes 
ajenos.  Si  le  pesa  la  honra  del  prójimo,  pésale  aun 


SERMONES 


85 


más  verse  precisado  a  hacer  coro  con  aquellos  que 
le  alaban.  Si  calla,  se  consume  de  congoja;  si  habla, 
teme  que  sus  propios  labios  le  traicionen.  Por  últi- 
mo, ni  el  bueno  ni  el  mal  éxito  que  tenga  en  sus  em- 
presas criminales  le  dejan  jamás  tranquilo ;  pues  el 
haber  perseguido  le  arrastra  fatalmente  a  perseguir 
siempre.  Dura  sicut  infemus  aemulatio. 

Tormento  irremediable —  La  envidia  es  cierta- 
mente un  mal  sin  término.  Los  otros  males,  observa 
San  Cipriano,  tienen  un  fin,  pero  la  envidia  no  lo  tie- 
ne: es  un  pecado  sin  fin.  ¿Y  de  dónde  proviene  la 
cruda  persistencia  de  esta  pasión?  De  que  ella  hace 
al  envidioso  enemigo  de  Dios,  cuyo  santo  temor  ex- 
tingue en  su  corazón,  y  enemigo  efe  los  hombres  que 
contiene  en  su  seno  la  sociedad  humana,  de  cual- 
quiera clase  que  ellos  sean.  Oféndese  de  los  iguales, 
porque  querría  ser  en  todo  el  primero;  de  los  supe- 
riores, porque  le  es  odiosa  la  dependencia ;  de  los  in- 
feriores, porque  el  mérito  que  les  reconozca  le  pare- 
ce usurpado  en  agravio  suyo.  Y  como  es  imposible 
existir  en  ningún  estado,  sin  iguales,  sin  superiores 
y  sin  inferiores,  su  tormento  no  puede  hallar  reme- 
dio. Anhela  por  la  sociedad,  porque  todo  lo  desea  en 
ella ;  y  la  sociedad  le  repugna  y  le  es  aborrecida  por- 
que ella  no  le  da  ni  le  puede  dar  cuanto  desea ;  vién- 
dose, por  consiguiente,  combatido  a  un  mismo  tiem- 
po por  el  apetito  y  por  el  despecho,  por  una  fuerza 
que  le  impele  y  por  otra  que  le  rechaza.  ¡Oh  sitúa- 


86 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


ción  desventurada!  ¡Oh  muerte  espiritual!  Dura 
sicut  infernus  aemulatio! 

Ya  veis,  hermanos  míos,  aunque  ligeramente  bos- 
quejado, el  espantoso  retrato  de  la  envidia.  Descri- 
bir sus  funestos  efectos,  sería  hacer  la  historia  de 
todas  las  desgracias,  de  todas  las  calamidades  del 
género  humano,  desde  el  principio  del  mundo  hasta 
nuestros  días.  Lo  poco  que  os  he  dicho  basta  y  sobra 
para  que  os  penetréis  de  un  saludable  horror,  y  os 
precaváis  cuidadosa  y  resueltamente  de  un  enemigo 
tan  temible,  viviendo  de  hoy  en  adelante  en  la  hu- 
mildad, en  la  modestia,  en  el  menosprecio  de  la  glo- 
ria del  mundo  y  de  los  bienes  terrenales,  y  en  el 
deseo  ardoroso  de  los  bienes  eternos ;  pues  estos  me- 
dios, unidos  al  ejercicio  constante  de  la  dulzura,  de 
la  mansedumbre,  de  la  bondad,  en  una  palabra,  de  la 
verdadera  caridad,  son  el  único  remedio  contra  la  en- 
vidia. Huid  de  ella,  y  que  el  bien  que  veáis  en  vues- 
tros prójimos,  bien  lejos  de  contristaros,  sea  un  mo- 
tivo de  regocijaros  y  de  dar  alabanzas  al  Señor  por 
ellos.  Limpiad  vuestros  corazones,  os  diré  en  conclu- 
sión, con  el  grande  apóstol,  del  fermento  de  la  envi- 
dia: no  os  dejéis  llevar  de  esos  deseos  de  vanagloria, 
que  sólo  sirven  para  excitar  celos  capaces  de  turbar 
vuestro  reposo  y  de  corromper  vuestros  corazones, 
provocándoos  y  envidiándoos  unos  a  otros :  Non  ef fi- 
ciamur  inanís  gloriae  cupidi,  invicem  provocantes, 
invicem  invidentes  (Galat.  V,  26). 


SERMON 


PARA  LA  PRIMERA  DOMINICA  DE  CUARESMA.  SOBRE 
EL  MATRIMONIO,  SU  EXCELENCIA  Y  DIGNIDAD 

Sacramentnm  hoo  ma^rnam  ect,  e^o  aatem  dieo 
in  Cbristo,  et  in  Ecclesia. 

Sacramento  es  éste  grande,  mas  yo  haUo  con 
reapecto  a  Cristo  y  a  la  Iglesia. 

(Ephes.  V.  tZ,) 

Al  entrar  Jesucristo  en  su  carrera  evangélica; 
cuando  Juan  Bautista  había  dado  testimonio  de  él; 
cuando  el  mismo  Espíritu  Santo  le  había  llamado  su 
hijo  predilecto  en  el  Jordán;  cuando  contaba  ya  dis- 
cípulos que  escuchaban  su  palabra  y  admiraban  su 
santidad  y  sabiduría ;  da  un  nuevo  brillo  a  su  misión 
divina  en  Caná  de  Galilea,  obrando  el  primero  de  sus 
milagros,  al  mismo  tiempo  que  santificaba  la  pro- 
pagación del  género  humano,  llenando  de  Vr^ición 
la  unión  del  varón  y  de  la  mujer,  que  el  mismo  Dios 
había  establecido  desde  el  principio  de  los  siglos. 
Dios,  creador  del  universo  y  autor  de  la  salud,  lo  es 
también  de  la  sociedad  humana :  nos  llama  a  la  éter- 


88  MANUEL  JOSE  MOSQXJERA 


na  felicidad,  pero  quiere  que  la  merezcamos  en  esa 
misma  sociedad,  donde  todos  los  estados  que  la  com- 
ponen son  otros  tantos  medios  de  santificación.  El 
santificó  la  virginidad,  abrazándola;  santificó  el 
matrimonio,  elevándolo  a  la  dignidad  de  sacramento. 
Sin  duda  es  más  perfecto  el  estado  de  virginidad  que 
Jesucristo  escogió  para  sí,  que  el  del  matrimonio  que 
sólo  honró  con  su  presencia,  enriqueciéndolo  al  mis- 
mo tiempo  con  sus  gracias.  Pero  tampoco  exige  de 
todos  abracen  el  estado  más  perfecto:  quiere  sí,  que 
todos  sean  perfectos  en  su  estado,  porque  cada  uno, 
en  las  diversas  condiciones  de  los  estados,  puede  an- 
dar en  'el  camino  de  la  perfección.  La  vocación  a  la 
virginidad  es  una  gracia  especial  que  la  divina  cle- 
mencia da  a  quien  quiere  y  como  quiere,  y  el  que  osa 
usurpar  este  estado  temerariamente  se  labra  su  pro- 
pia ruina  en  el  tiempo  y  en  la  eternidad.  Por  el  con- 
trario, es  más  general,  y  aun  diré  casi  universal,  la 
vocación  al  matrimonio,  estado  necesario  para  la 
propagación  del  género  humano,  y  para  perpetuar 
sobre  la  tierra  la  santa  sociedad  de  la  Iglesia  de 
Jesucristo.  Justo  era,  pues,  y  sobremanera  conve- 
niente, que  el  Salvador  del  mundo,  que  pasaba  derra- 
mando beneficios  por  todas  partes,  santificase  tam- 
bién este  estado  necesario,  dándole  gracias  de  un 
órden  superior  que  facilitasen  la  práctica  de  sus 
deberes,  hiciesen  llevaderas  sus  cargas  y  previnie- 
sen los  peligros. 


SERMONES 


89 


Que  los  primeros  siglos  del  cristianismo  hubiesen 
visto  herejes  que  condenasen  el  matrimonio,  no  hay 
que  admirarlo:  ese  error  acredita  la  pureza  de  cos- 
tumbres que  deslumhrando  la  débil  razón  humana, 
la  precipitaban  al  extremo  contrario  desde  el  cieno 
de  la  impureza,  de  que  acababa  de  sacarla  la  severi- 
dad del  Evang-elio.  Ni  me  admiro  tampoco  que  en  el 
sig-loXVI  los  pretendidos  reformadores  de  la  Iglesia 
hubieran  borrado  del  número  de  los  sacramentos  el 
grande  del  matrimonio,  reduciéndolo  a  un  mero  con- 
trato civil :  ellos  querían  ganar  prosélitos,  y  era  pre- 
ciso romper  las  barreras  que  las  leyes  de  la  Iglesia 
ponían,  para  que  el  sacerdote  no  saliese  de  la  casta 
habitación  del  santuario  a  la  vida  conyugal  y  afano- 
sa  del  mundo.  Lo  que  debe  causar  asombro,  y  que 
en  efecto  forma  un  escándalo  nuevo  entre  nosotros, 
es  que  los  mismos  que  se  llaman  católicos,  que  pro- 
fesan una  misma  fe  y  reconocen  una  misma  Igle- 
sia, desprecien  y  profanen  el  sacramento  del  matri- 
monio, bien  mirándolo  como  una  pura  ceremonia 
exterior,  bien  abrazándolo  como  un  mero  estado  de 
la  vida  civil,  y  aun  desdeñándose  acaso  de  adop- 
tarlo, para  vivir  en  una  funesta  y  desgraciada  liber- 
tad de  costumbres. 

No  hay  que  dudarlo,  hermanos  míos;  si  se  multi- 
plica todos  los  días  el  número  de  matrimonios  des- 
graciados;  si  los  escándalos  que  dan  los  cónyuges 
son  tan  frecuentes ;  si  el  legítimo  medio  de  la  propa- 


90  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


gación  del  género  humano  es  mirado  con  recelo  y 
desconfianza;  si  todos  estos  males,  y  los  que  son 
consecuencia  de  ellos,  llevan  en  aumento  diario  las 
fuentes  de  la  corrupción  pública,  preciso  es  que  ha- 
ya una  causa  productora  de  semejantes  desórdenes : 
causa  moral,  causa  activa,  que  no  puede  corregirse 
sino  por  el  poder  único  que,  penetrando  en  el  fondo 
del  alma,  corrige  los  vicios  y  endereza  las  inclinacio- 
nes. ¿Y  cuál  es  esa  causa?  ¿Cuái  el  remedio  que  la 
puede  cortar? 

Como  hablo  a  un  pueblo  que  por  dicha  suya  cree  y 
espera,  no  me  detengo,  hermanos  míos,  en  decir  que 
la  causa  de  estos  males  consiste  en  que  no  se  mira  el 
matrimonio  como  un  estado  religioso  y  propiamen- 
te santo ;  y  de  aquí  nace  también  que  se  contrae  sin 
las  disposiciones  necesarias,  se  desempeñan  mal  los 
deberes  que  él  impone,  o  se  falta  absolutamente  a 
ellos :  de  esta  suerte  se  inficiona  a  la  sociedad  en  un 
mismo  origen,  haciendo  pasar  con  la  corrupción  los 
escándalos,  de  generación  en  generación.  Díchose 
está,  que  tan  grande  mal  no  tiene  más  remedio  que 
el  de  la  religión.  Pero  como  me  propongo  desenvolver 
la  importante  materia  del  estado  del  matrimonio  en 
éste  y  los  siguientes  domingos,  habrá  lugar  de  ex- 
poner con  la  debida  detención  los  males  y  sus  reme- 
dios ;  y  me  limito  ahora  a  fijar  los  puntos  a  que  con- 
traigo mis  reflexiones.  Digo,  pues,  que  debemos  con- 
siderar: 1'  la  excelencia  y  dignidad  del  matrimonio; 


SERMONES 


91 


2'  las  disposiciones  con  que  debe  contraerse;  3'  el 
modo  como  deben  santificarse  los  casados ;  4'?  la  obli- 
gación de  educar  cristianamente  a  sus  hijos ;  y  5'  los 
deberes  de  éstos  para  con  sus  padres.  Cada  uno  de 
estos  puntos  será  materia  de  una  instrucción  en  éste 
y  los  domingos  siguientes. 

Materia  importantísima,  mis  hermanos,  que  qui- 
siera yo  poder  tratar  con  acierto  y  con  aquella  un- 
ción santa  que  hace  viva  y  eficaz  la  palabra  del  Se- 
ñor. Hablaré  de  la  familia  en  toda  su  extensión,  es 
decir  de  la  sociedad  cristiana  y  de  la  sociedad  civil, 
de  la  iglesia  y  de  la  patria,  que  ambas  se  forman  de 
las  pequeñas  iglesias  y  estados  domésticos  que  vie- 
nen a  servirles  de  base.  Pero  no  esperéis  que  la  elo- 
cuencia y  sus  bellezas  cautiven  vuestra  atención:  ni 
me  es  dado  ese  don  admirable,  más  raro  de  lo  que 
se  cree  por  lo  común ;  ni  el  pastor  debe  perder  de  vis- 
ta la  sentencia  del  apóstol,  que  nos  manda  venir  a 
enseñar  la  religión  con  sencillez,  y  no  en  sublimidad 
de  discursos.  Vengo,  pues,  a  hablar  para  todos,  y 
principalmente  para  los  ignorantes,  para  aquellos 
humildes  cristianos  que  quizá  son  frágiles  porque 
no  hay  quien  les  instruya  en  sus  deberes. 

i  Dios  eterno,  Padre  de  las  misericordias !  El  mun- 
do, siempre  inicuo,  no  cesa  de  agitar  y  difundir  por 
todas  partes  el  error.  Ahora  mismo  circulan  mil  de 
ellos  que  ciegan  en  cierto  modo  la  fuente  de  la  gra- 
cia matrimonial  entre  los  cristianos.  Bendecid,  Señor, 


92 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


mis  palabras;  abrid  los  corazones  de  los  fieles  para 
que  vuestra  santa  ley  sea  escuchada,  y  que  pasando 
de  los  oídos  al  corazón,  haga  que  éste  sea  siempre 
dócil  a  la  voz  de  la  religión,  así  os  lo  pido  por  la  in- 
tercesión de  la  Santísima  Virgen. — Ave,  María. 

La  religión  llenaría  imperfectamente  su  destino 
sobre  la  tierra,  si  mostrando  al  hombre  el  alto  fin 
que  le  está  reservado,  no  le  ofreciese  al  mismo  tiem- 
po los  medios  de  prepararse  para  él  en  el  estado  más 
común  y  necesario  de  la  sociedad  sobre  la  tierra.  En 
efecto,  hermanos  míos ;  el  matrimonio  no  es  solamen- 
te una  institución  loable  en  la  sociedad;  es  también 
un  gran  misterio  a  los  ojos  de  la  religión,  un  doble 
misterio,  porque  es  una  imagen  de  la  íntima  unión 
de  Jesucristo  con  su  Iglesia,  y  un  verdadero  sacra- 
mento de  la  ley  de  gracia.  ¿Hay  por  ventura  otra 
religión  sobre  la  tierra,  que  dé  un  carácter  tan  sa- 
grado a  la  unión  conyugal,  y  cuya  celebración  esté 
acompañada  de  ceremonias  tan  santas  y  de  una  so- 
lemnidad tan  edificativa?  Propio  es  de  la  religión 
verdadera  ennoblecer  y  santificar  por  la  gracia  aun 
aquello  mismo  que  parece  más  profano  en  el  matri- 
monio, consagrándolo  gloriosamente  en  la  misteriosa 
relación  de  semejanza  y  conformidad  con  la  divina 
alianza  que  el  celestial  Esposo  contrajo  con  la  Iglesia, 
y  que  es  para  los  esposos  terrenales  el  ejemplo  per- 
fecto, el  gran  modelo  de  unión  santa  y  verdadera- 
mente cristiana.  Y  ved  aquí,  hermanos  míos,  que 


SERMONES 


93 


la  dignidad  del  matrimonio  nace  del  sacramento  a 
que  Jesucristo  lo  ha  elevado,  y  de  su  indisolubili- 
dad: caracteres  que  lo  hacen  eminentemente  santo 
y  respetable.  Sigamos  esta  división  natural. 

I 

Bien  pudiera  yo  en  este  día  llamar  a  las  naciones  y 
a  los  siglos  de  la  ley  natural,  para  que  diesen  testimo- 
nio a  la  verdad,  presentando  aquella  piadosa  simpli- 
cidad con  que  colocaban  bajo  el  amparo  del  cielo  la  se- 
guridad y  la  dicha  de  sus  desposorios.  Por  doquiera 
encontraríamos  a  los  hombres  guardando  aquellas 
antiguas  tradiciones  que,  llevando  de  padres  a  hijos 
la  ley  primitiva,  les  imponían  el  deber  de  santificar 
por  las  ceremonias  del  culto,  y  por  los  sacrificios,  la 
unión  que  la  naturaleza  les  aconsejaba. 

Tal  era,  hermanos  míos,  la  inmutable  práctica, 
cuando  la  corrupción  de  las  costumbres,  oscurecien- 
do la  luz  de  la  tradición  primitiva,  comenzó  también 
a  alterar  las  leyes  del  matrimonio;  por  manera  que 
apenas  quedaron  ciertas  observancias,  restos  de  la 
antigua  y  noble  institución.  ^Etre  tanta  multitud  de 
pueblos,  sentados  en  las  sombras  de  la  muerte  bajo 
la  idolatría,  sólo  el  pueblo  de  Dios  conservaba  el  de- 
pósito de  la  religión  verdadera,  de  nuevo  anunciada 
por  medio  de  los  profetas ;  mas,  con  todo,  allí  mismo, 
donde  Dios  era  adorado  en  su  unidad  con  un  culto  de 


94  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


SU  agrado,  también  había  degenerado  en  cierto  modo 
la  primitiva  institución  del  matrimonio,  llegando 
hasta  tolerarse  el  repudio. 

Pero  cuando  en  la  plenitud  de  los  tiempos  apareció 
en  el  oriente,  naciendo  del  seno  de  una  virgen,  el  De- 
seado de  las  naciones,  el  Redentor  del  mundo,  el  Le- 
gislador de  la  ley  de  gracia;  él  reprobó  el  trastorno 
que  la  mano  del  hombre  había  causado  en  el  matri- 
monio, y  no  sólo  declaró  cuál  debía  ser  conforme  a 
su  primitiva  institución,  sino  que,  lleno  de  bondad 
para  con  los  hmbres,  le  añadió  la  dignidad  de  sacra- 
mento, haciéndolo  al  mismo  tiempo  medio  de  propa- 
gación y  origen  de  gracias  abundantes  para  el  alma. 
¡Qué  beneficencia!  ¡Qué  misericordia!  ¡Qué  amor! 

Sí,  hermanos  míos,  no  es  posible  dudar  que  el 
matrimonio  de  los  cristianos  es  un  verdadero  sacra- 
mento: así  lo  llama  San  Pablo:  Sacramentum  hoc 
magnum  est.  San  Ignacio  le  mira  como  una  cosa  san- 
ta ;  San  Ireneo  repite  la  voz  de  San  Pablo  llamándo- 
le sacramento;  San  Justino  retrocede  a  la  ley  anti- 
gua, y  considera  loa  matrimonios  de  los  patriarcas 
como  figuras  del  matrimonio  de  los  cristianos,  que 
es  uno  de  los  grandes  sacramentos  de  la  Iglesia ;  San 
Clemente  Alejandrino  enseña  que  el  matrimonio  es 
una  cosa  sagrada  y  dirina;  San  Juan  Crieóstomo  in- 
voca la  santidad  del  matrimonio,  reconociendo  en  él 
un  grande  y  verdadero  sacramento,  para  instruir  y 
corregir  a  los  esposos  de  Antioquía,;  San  Ambrosio 


SERMONES 


95 


enseña  igualmente  que  Dios  es  el  autor  y  el  protec- 
tor del  matrimonio,  el  cual  no  puede  ser  profanado 
sin  incurrir  en  la  indignación  divina.  Sería  yo  inter- 
minable, refiriendo  aquí  todos  los  testimonios  de  la 
tradición,  pero  no  puedo  omitir  el  del  padre  San 
Agustín,  quien  comparando  los  matrimonios  de  los 
infieles,  de  los  judíos  y  de  los  cristianos,  hace  el  elo- 
gio del  de  éstos,  porque  a  más  del  vínculo  que  es  co- 
mún a  todos,  se  halla  en  él  un  sacramento,  cuya  dig- 
nidad santifica,  ennoblece  y  glorifica,  digámoslo  así, 
la  unión  del  varón  y  de  la  mujer. 

Tal  es  la  voz  unísona  con  que  todas  las  Iglesias  de 
Oriente  y  Occidente  han  proclamado  la  santidad  del 
matrimonio  reverenciando  su  sacramento.  Y  en  ver- 
dad, ¿qué  condición  falta  al  matrimonio  de  los  cris- 
tianos, para  que  haya  en  él  un  verdadero  sacramen- 
to? El  es  un  signo  sensible,  figura  de  la  unión  de 
Cristo  con  su  Iglesia.  "Escuchad  a  San  Pablo,  dice 
San  Juan  Crisóstomo,  que  nos  presenta  en  el  matri- 
monio de  los  cristianos  el  símbolo  de  la  unión  y  del 
amor  de  Jesucristo  con  su  Iglesia". 

Jesucristo  es  el  autor  de  este  sacramento,  como  lo 
reconoció  el  concilio  general  de  Efeso,  diciendo  que 
Jesucristo  elevó  el  matrimonio  a  la  dignidad  (Je  sa- 
cramento cuando  asistió  a  las  bodas  de  Caná,  y  dio 
su  bendición  a  los  desposados.  Esta  es,  dice  San  Ciri- 
lo de  Alejandría  con  los  doscientos  Padres  de  aquel 
concilio,  la  doctrina  que  han  enseñado  siempre  en  la 


96  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


Iglesia  los  Apóstoles,  los  Evangelistas  y  todos  los 
santos  Padres. 

Este  sacramento  confiere  una  gracia  especial  como 
los  demás;  y  la  fe  es  la  que  hace  a  los  verdaderos 
cristianos  estimar  en  más  las  gracias  del  sacramento 
del  matrimonio,  que  la  gloria  de  una  crecida  descen- 
dencia, como  enseña  San  Agustín.  Y  el  concilio  de 
Trento,  gobernado  por  el  Espíritu  Santo,  explica  los 
efectos  de  esta  gracia,  enseñando  que  ella  hace  amar- 
se recíprocamente  a  los  esposos  con  un  amor  casto  y 
cristiano,  y  santificarse  en  medio  de  los  embarazos 
y  afanes  de  la  vida  conyugal ;  y  que  les  ayuda  a  vi- 
vir pacíficamente  hasta  la  muerte,  única  que  puede 
romper  el  vínculo  que  los  une. 

Los  mismos  griegos  cismáticos,  separados  del 
tronco  del  árbol  fecundo  de  la  Iglesia  romana,  única 
verdadera,  no  abandonaron  esta  doctrina  santa:  la 
conservaron,  y  ella  forma  parte  de  su  fe.  Cuando  el 
impío  Lutero  quiso  borrar  el  matrimonio  de  la  tabla 
de  los  sacramentos,  pretendió  el  apoyo  de  la  Iglesia 
griega  cismática ;  Jeremías,  patriarca  de  Constanti- 
nopla,  a  la  cabeza  de  muchos  obispos,  condenó  los 
errores  de  Lutero,  declarando  al  mismo  tiempo  que 
en  todo  el  Oriente  creían  los  cristianos  que  el  matri- 
monio era  uno  de  los  sacramentos,  y  que  confiere  la 
gracia. 

¡  Qué  lamentable,  qué  lúgubre  aparece  hoy  el  error 
de  los  reformadores  del  siglo  XVI  y  de  su  posteridad 


SERMONES 


97 


filosófica  en  el  XVIII!  Ved  a  qué  se  reduce  su 
matrimonio;  cuál  es  el  amparo  que  les  dispensa  el 
cielo ;  cuál  el  sello  de  santidad  con  que  se  hace  vene- 
rable la  unión  conyugal.  Reducido  a  un  mero  con- 
trato, no  tiene  otro  carácter  que  el  de  una  institución 
humana  fundada  en  la  naturaleza:  imitando  ellos 
imperfectamente  los  ritos  de  su  antigua  madre,  ha- 
cen ceremonias,  pronuncian  preces,  bendicen  tam- 
bién; pero  Jesucristo  no  bendice  ni  santifica  lo  que 
se  obra  por  hombres  cuyo  ministerio  no  se  honra  con 
la  no  interrumpida  sucesión  del  apostólico:  quieren 
hacerlo  parecer  como  sellado  por  la  religión  en  sus 
vanas  ceremonias;  pero  ¿cuál  es  la  asistencia  de 
Jesucristo  a  esos  matrimonios,  para  que  esperen  que 
los  haya  bendecido  como  el  de  Caná  de  Galilea? 
Ninguna,  hermanos  míos;  porque  la  presencia  real 
de  Jesucristo,  ese  dogma  consolador,  fecundo  en 
saludables  efectos  para  los  cristianos,  el  alma  de  la 
religión,  el  freno  de  las  almas,  y,  para  decirlo  de  una 
vez,  ese  dogma  que  es  el  que  con  verdad  forma  la 
unión  de  la  tierra  con  el  cielo,  no  existe  entre  los  pro- 
testantes. Dejemos  a  las  sectas  separadas  de  la  fuen- 
te de  vida  en  su  triste  y  desconsoladora  esterilidad ; 
y  con  virtiéndonos  a  los  verdaderos  católicos,  a  los 
que  creyendo  todo  lo  que  la  Iglesia  enseña,  reveren- 
cian el  matrimonio  como  sacramento  y  aspiran  a 
conseguir  su  gracia.  Recorramos  por  un  momento 


Sermones  -7 


98 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


con  ellos  las  ceremonias  con  que  la  Iglesia  lo  admi- 
nistra, para  reconocer  por  ahí  la  mano  de  Dios,  la 
sabiduría  celestial,  que  siempre  dirige  a  la  misma 
Iglesia. 

¡Oh  espectáculo  verdaderamente  hermoso!  ¡Oh 
espectáculo  de  edificación  y  de  ternura,  el  que  se 
ofrece  a  mi  espíritu,  al  considerar  a  los  jóvenes 
esposos  al  pie  del  altar,  cuando  son  en  realidad  pia- 
dosos! Acompaíiados  de  sus  parientes  y  connotados, 
la  religión  los  introduce  en  el  santuario,  donde  el 
ornato  nupcial  no  ofende  los  ojos  de  la  piedad:  la  fe 
conyugal  los  une,  y  la  gracia  santifica  esta  unión ;  el 
anillo  pone  un  vínculo  indisoluble  en  la  obligación  de 
la  fe;  la  víctima  celestial,  Jesucristo  verdadero  Dios, 
consagra  su  alianza;  la  Iglesia  los  presenta,  y  el 
homenaje  de  sus  corazones  sube  con  el  incienso  de  su 
oración  hasta  el  trono  del  Altísimo;  en  una  palabra, 
la  celebración  del  matrimonio  entre  católicos  es  un 
conjunto  sustantivo  de  ceremonias  edificantes,  que 
merecen  la  más  grande  atención.  Pero  yo  no  sé,  her- 
manos míos,  si  vosotros  habéis  comprendido  bien  su 
espíritu,  no  obstante  que  las  veis  practicar  todos  los 
días. 

Todo  es  admirable,  hasta  lo  más  trivial  en  apa- 
riencia. San  Juan  Crisóstomo  observa  que  el  velo  con 
que  se  cubría  en  otro  tiempo  la  esposa,  y  aun  suele 
usarse,  expresa  el  buen  olor  de  la  virtud,  el  candor 
de  su  inocencia  y  la  integridad  de  su  virginidad :  velo 


SERMONES 


99 


que  viene  a  ser  como  la  corona  y  el  precio  de  su  vic- 
toria en  el  día  de  su  triunfo :  Signa  victoriae. 

El  mutuo  consentimiento  expresado  por  los  espo- 
sos, es  una  convención  santa  y  legítima,  un  contra- 
to irrevocable  por  el  cual  se  dan  el  uno  al  otro;  y 
aquellas  promesas  tan  sagradas,  hechas  delante  del 
altar  santo,  en  presencia  del  Señor,  toman  por  testi- 
go de  su  obligación  y  de  su  fidelidad  al  Dios  protector 
y  vengador  de  la  fe  conyugal. 

La  unión  de  las  manos  denota  la  estrecha  unión 
que  reinará  para  siempre  entre  ellos:  es  una  imita- 
ción de  lo  que  hizo  Raquel  tomando  la  mano  de  su 
hija  y  poniéndola  en  la  de  Tobías,  cuando  los  unió  en 
perpetuo  desposorio. 

La  bendición  nupcial  que  la  Iglesia  da  a  los  espo- 
sos es  la  auténtica  ratificación  que  santifica  su  con- 
trato por  medio  del  ministerio  pastoral,  a  ejemplo  y 
en  nombre  del  Creador,  que  unió  a  los  dos  primeros 
esposos  del  mundo  y  los  bendijo  por  su  propia  boca. 

Las  arras  que  el  esposo  trasmite  a  la  esposa 
simbolizan  en  el  acto  del  matrimonio  la  perpetua  e 
inviolable  comunidad  de  bienes  en  que  deben  vivir 
los  que  son  ya  desde  aquel  momento  dos  en  una  car- 
ne, según  la  sentencia  del  Señor ;  y  la  Iglesia,  al  ben- 
decir estas  arras,  bendice  en  ellas  la  comunidad  de 
bienes,  para  su  aumento  en  favor  del  matrimonio. 

Aquel  otro  velo  nupcial  con  que  la  Iglesia  cubre  a 
los  esposos,  al  tiempo  del  sacrificio  de  la  misa,  es 


100  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


otro  misterio  oculto.  Entonces  la  religión  los  cubre, 
digámoslo  así,  con  la  sombra  de  sus  alas,  represen- 
tando la  unión  y  el  pudor  compañeros  de  la  castidad 
conyugal ;  el  ministro  del  santuario  invoca  la  protec- 
ción del  cielo  después  del  Pater  noster,  para  obtener- 
les las  bendiciones  del  matrimonio  y  las  virtudes  de 
las  santas  mujeres  de  los  antiguos  patriarcas;  al 
tiempo  de  esta  ceremonia,  y  durante  la  oración  que 
la  acompaña,  es  cuando  más  especialmente  deben  los 
esposos  presentar  sus  corazones  unidos  delante  del 
trono  de  Dios,  ofreciéndole  el  vínculo  sagrado  de  su 
unión,  y  pidiéndole  con  fervor  las  gracias  y  las  vir- 
tudes propias  de  su  estado. 

Finalmente,  la  paz  que  el  sacerdote  les  comunica 
desde  el  altar  anuncia  la  buena  inteligencia  y  la  ama- 
ble concordia  que  deben  formar  la  tranquilidad  y  la 
dulzura  de  la  sociedad  conyugal.  ¡  Felices  los  esposos 
que  saben  conservarla  siempre! 

Pero  lo  que  hay  más  respetable  y  sagrado  en  la 
celebración  de  las  nupcias  católicas,  es  el  augusto  y 
divino  sacrificio  de  la  misa,  que  la  Iglesia  ofrece  en 
nombre  de  los  esposos  y  por  su  felicidad,  como  un 
homenaje  solemne  que  dan  al  Creador,  por  haberlos 
destinado  para  ser  mutuos  compañeros,  para  ayu- 
darse recíprocamente  a  hacer  la  voluntad  de  Dios  en 
su  estado.  Allí  son  entonces  fortalecidos  con  una 
nueva  gracia,  alimentados  con  el  mismo  cuerpo  y 
sangre  del  Salvador:  más  dichosos  que  los  esposos 


SERMONES 


101 


de  Caná  de  Galilea,  que  sólo  recibieron  la  bendición 
y  la  presencia  de  Jesucristo,  pero  no  gustaron  la  car- 
ne y  la  sangre  que  dan  la  vida  eterna. 

¿  Qué  más  ?  Todavía,  al  fin  de  la  misa,  el  sacerdo- 
te hace  sobre  los  esposos  ciertas  preces,  que  son  una 
invocación  para  atraer  sobre  ellos  las  bendiciones  de 
los  antiguos  patriarcas :  una  vida  santa,  una  familia 
obediente  y  cristiana,  capaz  de  continuar  el  culto  de 
Dios  sobre  la  tierra.  Y  después  de  rociarlos  con  el 
agua  bendita,  para  conjurar  a  los  enemigos  invisi- 
bles, quiere  que  a  imitación  de  Tobías,  llenos  de  la 
viva  confianza  que  animaba  a  ese  digno  hijo  de 
Abraham,  y  penetrados  del  sublime  respeto  que  ins- 
pira la  presencia  del  Señor,  le  dirijan  con  él  aque- 
llas últimas  oraciones  que  son  la  protesta  de  la  pure- 
za de  su  intención. 

Tal  es  el  espíritu  de  la  Iglesia  en  la  celebración  del 
matrimonio.  ¡Qué  belleza  de  sentimientos  la  que 
inspiran  estas  augustas  ceremonias!  ¡Cómo  luce  su 
conformidad  con  la  rectitud  de  su  razón  y  la  santi- 
dad de  la  religión!  Sin  duda,  ellas  son  capaces  por 
sí  solas  para  instruir  a  los  cristianos,  si  las  observan 
con  un  espíritu  de  piedad ;  o  para  confundirlos,  si  en 
la  excelencia  de  la  ley  de  gracia,  si  en  medio  de  la  luz 
del  Evangelio,  tienen  menos  aprecio  de  la  santidad 
del  matrimonio,  un  corazón  menos  puro,  una  con- 
ciencia menos  timorata,  una  conducta  menos  regu- 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


lar  y  menos  religiosa  que  en  las  mismas  sombras  de 
la  ley  de  esclavitud. 

En  efecto,  hermanos  míos,  y  aunque  sea  para 
nuestra  confusión,  preciso  es  confesar  que  no  corres- 
ponde a  la  santidad  del  sacramento  del  matrimonio, 
ni  al  espíritu  de  la  Iglesia  en  las  ceremonias  con  que 
lo  confiere,  el  modo  como  se  portan  los  esposos  en 
nuestro  desgraciado  siglo.  Disipación,  vanidad,  in- 
modestia, indecencia,  afectación,  y  hasta  libertades 
escandalosas,  es  lo  que  vemos,  en  lugar  de  un  silen- 
cio respetuoso  y  de  una  atención  devota;  a  lo  cual 
con  dolor  profundo  debemos  añadir  el  escándalo  de 
los  que  difieren  y  aun  desprecian  las  sagradas  bendi- 
ciones de  la  Iglesia,  llevando  de  este  modo  la  desgra- 
cia al  seno  de  su  familia,  ya  por  la  desobediencia  a 
las  leyes  de  la  Iglesia,  ya  por  privarse  de  las  gracias 
que  acompañan  a  todos  los  actos  de  la  religión.  ¡  Plu- 
guiera a  Dios,  hermanos  míos,  que  semejante  aban- 
dono fuera  sólo  una  omisión  culpable!  ¡Pluguiera  a 
Dios  que  no  tuviera  parte  en  este  pecado  otra  causa 
que  la  indolencia!  Reprensible  sería,  por  cierto,  y 
digno  de  condenarse  en  público ;  pero  a  lo  menos  no 
tendría  la  Iglesia  que  llorar  esta  especie  de  aposta- 
ría, con  que  se  quiere  conservar  el  nombre  de  católi- 
cos, desposarse  en  la  forma  propia  de  la  Iglesia  cató- 
lica, al  mismo  tiempo  que  se  recibe  el  sacramento  en 
pecado,  y  se  piensa  sólo  en  la  vanidad  y  en  los  place- 
res, sin  acordarse  acaso  de  que  al  entrar  en  un  esta- 


SERMONES 


103 


do  tan  laborioso,  se  ha  tomado  su  yugo  junto  con  la 
esclavitud  del  demonio,  por  la  sacrilega  profanación 
de  un  gran  sacramento,  digno  de  todo  el  respeto  y 
veneración  de  los  cristianos.  ¿Y  nos  admiramos  de 
que  haya  tantos  matrimonios  desgraciados  ?  ¿  de  que 
en  lugar  de  crear  hijos  para  el  cielo,  sólo  veamos 
pulular  en  ellos  degeneraciones  de  apóstatas  y  per- 
seguidores de  la  Iglesia?  ¡Ah,  padres  de  familia! 
Vuéstra  es  la  culpa;  sobre  vuestras  espaldas  lleváis 
una  inmensa  responsabilidad,  que  crece  con  las  mis- 
mas generaciones.  Pero  dejemos  esta  materia  para 
cuando  hablemos  de  las  disposiciones  necesarias  pa- 
ra casarse;  y  pasemos  ya  a  vindicar  la  indisolubili- 
dad del  matrimonio:   condición  precisa  de  este 
vínculo  sagrado,  roto  sólo  por  el  cisma  y  la  herejía, 
y  que  los  filósofos  del  siglo  XVIII  han  querido  redu- 
cir a  una  mera  convención  variable,  cual  convenía  a 
sus  desordenados  apetitos. 

n 

La  religión  cristiana  debió  sin  duda  sus  triunfos 
y  su  rápida  propagación  a  la  divinidad  de  sus  dog- 
mas, sostenida  por  prodigios  y  milagros.  Pero  el 
buen  suceso  que  tuvo  sobre  el  corazón  de  las  nació-, 
nes  vino  también  de  la  sabiduría  de  su  moral,  más 
casta  que  la  de  los  filósofos,  y  la  más  propia  para  ha- 
cer dominar  la  virtud.  Luce  entre  los  bellos  rasgos 
de  esta  moral  sublime,  la  noble  superioridad  que  por 


1Q4  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 

ella  tiene  el  matrimonio  de  los  cristianos  soore  el  de 
los  paganos.  Sometida  entre  éstos  la  unión  conyugal 
a  leyes  arbitrarias  y  variables,  terminada  casi  siem- 
pre por  vergonzosos  divorcios,  en  que  la  fidelidad 
conyugal  no  dejaba  de  sufrir  los  más  dolorosos  que- 
brantos; por  manera  que  la  perpetuidad  del  matri- 
monio, y  por  consiguiente  el  bienestar  de  la  prole, 
dependían  de  las  contingencias,  de  las  costumbres  y 
del  carácter  de  los  esposos.  Ningún  legislador  pagano, 
aun  de  los  que  con  más  renombre  nos  ha  trasmitido 
la  historia,  osó  nunca  fijar  la  suerte  de  los  matrimo- 
nios, reconociendo  y  proclamando  el  gran  principio 
que  el  Evangelio  proclamó  y  restableció  en  el  mundo, 
con  haber  restituido  la  primitiva  perpetuidad  del 
matrimonio,  y  dado  con  ella  una  sólida  garantía  a  la 
inocente  prole,  víctima  de  los  caprichos  y  de  las  pa- 
siones de  los  cónyuges,  atizadas  por  la  misma  auto- 
rización del  divorcio. 

Basta  consultar,  hermanos  míos,  el  estado  primi- 
tivo del  hombre,  para  reconocer  en  él  una  institución 
establecida  por  el  Creador,  cuyo  objeto  fue  formar 
una  sociedad  entre  el  varón  y  la  mujer,  y  entre  és- 
tos y  sus  mismos  hijos,  fruto  de  esa  unión  que  debía 
propagar  el  género  humano.  De  aquí  es  preciso  con- 
cluir que  el  matrimonio  es  indisoluble  bajo  la  doble 
relación  de  la  sociedad  conyugal  y  de  la  procreación 
de  los  hijos. 

En  efecto,  ninguna  sociedad  puede  ser  perfecta 


SERMONES 


105 


sino  en  cuanto  es  continua,  y  nada  puede  disolverla ; 
y  por  lo  mismo,  si  el  matrimonio  puede  disolverse  al 
arbitrio  de  los  cónyuges,  ya  nada  tiene  de  real,  na- 
da de  estable.  Se  interrumpirá  la  procreación  de  los 
hijos,  y  abandonada  su  subsistencia,  tampoco  ten- 
drán seguridad  individual:  los  unos,  desamparados, 
sin  la  vigilancia  y  la  protección  paternal;  los  otros, 
careciendo  de  los  cuidados  maternales ;  todos  desgra- 
ciados, lamentando  su  desdicha;  y  la  culpa  será  en- 
teramente de  la  separación  de  los  padres. 

Por  otra  parte,  hermanos  míos,  las  principales 
obligaciones  del  matrimonio  no  provienen  de  las  ins- 
tituciones humanas,  ni  de  la  convención  arbitraria 
de  los  esposos ;  sino  que  son  derivadas  de  leyes  natu- 
rales, inmutables,  como  son  las  relaciones  que  Dios 
ha  dado  a  los  hombres  en  sociedad.  ¿Osará  alguno 
negar  que  hay  leyes  naturales  para  el  primero  y 
más  importante  acto  de  la  vida  social?  Pues  que 
niegue  también  que  el  matrimonio  es  necesario; 
quien  d^truya  toda  relación  entre  los  seres  raciona- 
les, bien  pronto  sufrirá  el  castigo  de  la  natura- 
leza, porque  jamás  se  viola  impunemente  ninguna 
ley,  ni  en  el  orden  moral,  ni  en  el  orden  físico.  Des- 
conocerá la  reciprocidad  de  derechos  y  de  deberes 
que  da  la  sociedad;  pero  no  tardará  en  verse  en  un 
laberinto  de  dificultades,  que  le  haga  invocar  la  au- 
toridad de  la  ley  anterior  a  todo  pacto,  para  descan- 
sar en  una  garantía  sólida  y  verdadera. 


106  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


Así  es  que  la  indisolubilidad  del  matrimonio  no  es 
otra  cosa  que  una  consecuencia  de  las  relaciones  so- 
ciales que  hay  entre  los  cónyuges,  y  entre  ellos  y 
sus  hijos.  Dios  creó  al  hombre  débil,  aislado  y  rodea- 
do de  necesidades ;  le  era  necesario,  por  tanto,  o  una 
ayuda,  o  un  patrón :  la  ayuda  del  varón  es  la  mujer, 
y  el  patrón  de  ésta  es  el  varón.  Véase  aquí  que  no 
solamente  es  sabio,  sino  absolutamente  necesario, 
que  la  alianza  del  varón  y  de  la  mujer  sea  indisolu- 
ble, y  que  en  ella  se  juren  recíprocamente  fidelidad 
y  servicios,  para  que  las  penas  y  los  infortunios,  las 
alegrías  y  la  prosperidad,  todo  sea  común  entre  ellos, 
sin  que  haya  nada  que  pueda  interrumpir  su  socie- 
dad. Cualquiera  separación  voluntaria  sería  una 
traición,  una  infracción  de  la  fidelidad  que  se  deben 
y  de  la  ayuda  que  se  prometieron. 

Pero  con  respecto  a  la  prole,  crece  la  criminalidad 
de  la  separación;  porque  en  cuanto  está  de  su  parte 
se  oponen  a  la  voluntad  del  Creador  los  cónyuges 
que  se  separan.  Dios,  cuya  Providencia  cuida  hasta 
del  más  pequeño  insecto,  no  ha  querido  dejar  a  la 
ventura  a  los  hijos  del  hombre  pues  su  larga  infan- 
cia, sus  necesidades  posteriores,  demandan  una  vigi- 
lancia permanente,  cuidados  múltiplicados  de  parte 
de  los  padres.  ¿Y  cómo,  cómo  llenar  deberes  tan 
grandes,  tan  extensos,  sin  un  trabajo  de  por  vida, 
sin  una  sociedad  indisoluble,  que  sólo  la  muerte  pue- 
da terminarla?  Que  la  filosofía  del  mundo,  esa  vana 


SERMONES 


107 


filosofía  tan  soberbia  como  apasionada,  juzgue  de 
las  cosas,  no  según  la  voluntad  del  Creador,  sino  se- 
gún los  caprichos  del  mismo  mundo,  llevada  de  miras 
sensuales :  esto  es  propio  de  aquellos  hombres  en  cu- 
yos corazones  se  ha  extinguido,  o  por  lo  menos  se  ha 
debilitado,  la  resplandeciente  luz  de  la  fe,  única  ca- 
paz de  hacer  distinguir  con  verdad  entre  lo  bueno  y 
lo  malo,  entre  lo  justo  y  lo  injusto,  entre  los  intere- 
ses del  cielo  y  los  de  la  tierra.  En  cuanto  a  nosotros, 
que  por  la  misericordia  del  Señor  aun  nos  goberna- 
mos por  esa  luz  y  por  sus  principios  celestiales 
conociendo  que  no  faltan  quienes  los  desprecien, 
quienes  quieran  suplantarlos  por  los  de  una  filosofía 
materialista,  por  doctrinas  ateas,  en  que  jamás  se 
cuenta  con  Dios  sino  como  con  una  preocupación  vul- 
gar; preciso  es  ya,  hermanos  míos,  ahora  más  que 
nunca,  que  proclamemos  en  todo,  y  ante  toda  máxi- 
ma humana,  la  ley  inmaculada  del  Señor,  esa  ley  sin 
tacha  ni  defecto  que  santifica  todos  los  estados  y 
que  pone  un  orden  perfecto  en  todas  las  cosas,  suje- 
tando la  rebeldía  de  la  carne  y  la  soberbia  del  es- 
píritu. 

Esta  ley  divina  hace  indisoluble  el  matrimonio,  o 
para  decirlo  mejor,  restablece  la  verdadera  y  primi- 
tiva naturaleza  del  matrimonio.  ¿Dónde  vemos,  dice 
San  Jerónimo,  que  antes  del  diluvio  ningún  hombre 
hubiese  repudiado  a  su  mujer?  (1)  Por  más  de  mil 


(1)  Lib.  adv.  Jovin.  Cap.  XII. 


108  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


seiscientos  años,  nadie  en  el  universo  se  atrevió  a  se- 
parar lo  que  Dios  había  unido ;  y  aun  después  del  di- 
luvio, vemos  a  los  cananeos  y  a  los  egipcios  respetar 
hasta  la  muerte  la  indisolubilidad  del  matrimonio. 
Si  Moisés  por  una  tolerancia  permitió  el  libelo  de 
repudio,  jamás  hubo  en  esto  una  dispensa  o  relaja- 
ción de  la  ley  de  Dios,  que  eximiese  de  pecado  a  los 
judíos.  Moisés,  dice  San  Aigiistín,  hizo  ver  a  los  ju- 
díos por  esta  condescendencia,  que  más  bien  repro- 
baba que  consentía  sus  repudios,  sujetándolos  a  lar- 
gas y  ruinosas  formalidades,  que  no  eran  bien  vistas 
por  las  personas  sensatas  y  de  juicio.  El  mismo  Jesu- 
cristo confirma  esto  cuando  respondiendo  a  las 
capciosas  preguntas  de  los  fariseos,  les  hizo  ver  que 
no  Dios,  sino  Moisés,  oprimido  por  la  dureza  de  sus 
corazones,  les  había  permitido  el  repudio,  pero  que 
al  principio  no  había  sido  así.  San  Pablo,  intérprete 
de  la  doctrina  de  Jesucristo  sobre  el  matrimonio,  fija 
su  indisolubilidad  de  una  manera  tan  clara,  que  sólo 
cerrando  los  ojos  a  la  luz  puede  pretenderse  autori- 
zar el  divorcio,  aun  en  caso  de  adulterio.  A  las  perso- 
nas casadas,  dice  a  los  de  Corinto,  no  mando  yo,  sino 
el  Señor,  que  la  mujer  no  se  separe  del  marido,  y  que 
si  se  separa  no  pase  a  otras  nupcias,  o  que  se  recon- 
cilie con  su  marido.  Ni  tampoco  el  marido  repudie  a 
su  mujer.  (I  Cor.  VII,  10,  11.)  Véase  aquí  que  ha- 
blando el  Apóstol  del  caso  de  separación  justa,  es 


SERMONES 


109 


decir,  por  causa  de  adulterio,  sostiene  por  mandato 
del  Señor  la  indisolubilidad  del  matrimonio. 

Después  de  una  decisión  tan  formal,  no  es  posible 
dejar  de  conocer  la  doctrina  católica,  la  cual  desde 
los  Apóstoles  hasta  el  Concilio  de  Trento  ha  enseña- 
do siempre  que  conforme  al  Evangelio  y  a  la  tradi- 
ción apostólica,  no  se  rompe  el  vínculo  del  matrimo- 
nio por  el  adulterio  de  uno  de  los  cónyuges,  y  que 
ni  el  inocente  ni  el  culpable  pueden  pasar  a  segun- 
das nupcias. 

Si  el  tiempo  y  el  lugar  lo  permitieran,  no  sería  di- 
fícil presentaros  la  cadena  no  interrumpida  de  la 
tradición  sobre  este  punto.  Os  referiría  los  cánones 
apostólicos,  cuya  alta  antigüedad  les  da  un  gran  pe- 
so :  la  sentencia  del  concilio  de  Elvira,  uno  de  los  más 
célebres,  aun  antes  de  la  paz  de  la  Iglesia,  privando 
de  la  comunión  en  la  hora  de  la  muerte  al  marido 
que  hubiese  abandonado  a  su  mujer  y  tomado  otra: 
veríais  a  la  célebre  iglesia  de  Arles  enseñando  en  al- 
ta voz  a  los  fieles,  que  habían  probado  la  infidelidad 
de  las  mujeres,  que  les  era  prohibido  tomar  otra, 
aunque  se  lo  permitiese  la  ley  civil:  el  Africa  tam- 
bién, en  el  distinguido  concilio  Milevitano,  honrado 
por  la  presencia  del  grande  obispo  de  Hipona,  ense- 
ña, según  la  doctrina  del  Evangelio,  la  misma  ley  de 
la  indisolubilidad.  En  una  palabra,  el  Oriente  y  el 
Occidente  tienen  por  ocho  siglos  una  sola  y  una  mis- 
ma doctrina  en  cuanto  a  la  indisolubilidad  del  matri- 


110  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


monio,  hasta  el  fatal  cisma  que  separó  a  los  griegos 
de  la  Iglesia  romana,  debilitando  en  ellos  ía  fuerza 
de  la  fe,  y  les  hizo  también  autorizar  la  disolución 
del  vínculo  por  causa  del  adulterio :  abuso  nacido  de 
la  tolerancia,  del  divorcio  en  las  leyes  imperiales, 
por  la  muchedumbre  de  gentiles  que  había  en  el  im- 
perio, que  contaminó  a  los  cristianos  del  Oriente,  y 
que  jamás  han  podido  justificar,  como  sucedió  con 
el  concilio  de  Florencia,  donde  se  limitaron  a  dar 
por  toda  razón,  que  obraban  así  por  muy  sólidos 
fundamentos.  Respuesta  vaga,  cuya  debilidad  se 
muestra  a  primera  vista.  Tal  fue  el  impuro  origen 
del  divorcio  de  los  griegos,  que  los  armenios  abjura- 
raron  uniéndose  a  la  Iglesia  romana,  para  volver  al 
centro  de  la  unidad  católica. 


SERMON  f  • 


PARA.  LA  SEGUNDA  DOMINICA  DE  CUARESMA. 
SOBRE  EL  MATRIMONIO. 


DE  LAS  DISPOSICIONES  CON  QUE  DEBE  CONTRAERSE. 

Qul  conjugiiun  suscipiunt,  ut  Deum  a  se,  et  a 
soa  mente  excludant,  et  snae  libidini  vacent,  habet 
potestatem  doemoniam  saper  eos. 

Los  que  abrazan  con  tal  disposición  el  matri- 
monio, que  apartan  de  sí  y  de  su  mente  a  Dios, 
entregándose  a  su  pasión . . .  ésos  son  sobre  quienes 
tiene  poder  el  demonio. 

(TOBIAE,  VI,  17.) 

No  basta  estar  convencidos  de  la  santidad  de  los 
sacramentos,  confesarlos,  y  aun  desear  recibirlos  pa- 
ra gozar  de  los  inmensos  beneficios  que  ellos  derra- 
man por  su  naturaleza,  si  de  parte  del  hombre  no  se 
ponen  todos  los  medios  necesarios  a  fin  de  remover 
los  obstáculos  que  de  continuo  le  presentan  su  propia 
fragilidad,  y  el  mundo  que  constantemente  le  rodea 
con  sus  asechanzas. 


112 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA: 


Si  esas  fuentes  de  gracia,  siempre  abiertas  para 
el  beneficio  común  de  los  hombres,  no  requiriesen 
condición  alguna  para  beber  dignamente  de  sus 
aguas,  la  Providencia  no  aparecería  en  toda  aquella 
extensión  de  sus  bondades  con  que  quiere  unir  a  la 
gracia  de  la  redención  y  de  la  vocación  el  mérito  de 
nuestras  buenas  obras.  Desvaríen  cuanto  quieran 
los  herejes;  ya  negando  la  necesidad  de  las  buenas 
obras,  y  atacando  y  destruyendo  por  lo  mismo  la  li- 
bertad del  hombre;  ya  dándole  todo  el  mérito  de 
éste,  sin  poner  en  cuenta  la  magnífica  liberalidad 
con  que  el  Señor  le  favorece  dispensándole  su  gra- 
cia; siempre  será  cierto  que  la  justificación  depende 
simultáneamente  de  la  gracia  y  del  mérito  de  las 
buenas  obras.  Esta  es  la  doctrina  que  Dios  nos  tiene 
revelada  en  las  santas  Escrituras;  que  la  tradición 
testifica  en  todos  los  siglos,  y  que  la  Iglesia  católica, 
columna  y  fundamento  de  la  verdad,  enseña  para 
instrucción  de  sus  hijos,  y  para  condenación  de  los 
errores  de  los  sectáreos. 

En  esta  doctrina  se  funda  toda  la  economía  de  la 
disciplina  canónica  concerniente  al  matrimonio ;  pues 
que  siendo  un  sacramento,  es  preciso  que  para  reci- 
birlo dignamente  se  acerquen  los  esposos  con  todas 
las  disposiciones  que  tan  santo  acto  requiere:  dispo- 
siciones que  miran  al  acto  preciso  del  sacramento  y 
a  toda  la  vida  conyugal  que  él  va  a  santificar;  por- 
que como  el  matrimonio  es  el  lazo  que  une  para  siem- 


SERMONES 


113 


pre  a  los  esposos,  en  cierto  modo  su  vida  entera  se 
halla  resumida  en  el  acto  de  recibir  ese  sacramento. 

Y  ¿cómo  ha  de  cuidar  la  Iglesia  de  la  disciplina 
de  un  acto  de  tanta  trascendencia,  exigiendo  de  sus 
hijos  cuanto  requiere  el  decoro  del  mismo  sacramen- 
to y  la  propia  santificación  de  los  esposos,  si  la  vi- 
da del  Señor  no  es  otra  que  la  de  la  santificación 
de  aquellos  a  quienes  ha  llamado  a  su  gracia?  Cier- 
tamente, la  Iglesia,  gobernada  por  el  Espíritu  San- 
to, mira  siempre  con  esmerado  celo  la  digna  cele- 
bración del  sacramento  del  matrimonio,  al  cual  son 
inherentes  las  gracias  propias  del  estado,  y  de  cuyo 
beneficio  no  quiere  que  se  priven  los  contrayentes. 
Hé  aquí,  hermanos  míos,  por  qué  se  toman  tantas 
precauciones  por  la  Iglesia  para  celebrar  un  matri- 
monio: precauciones  y  disposiciones  que  la  filoso- 
fía estima  como  simples  ceremonias ;  pero  que  la  fe 
nos  enseña  a  reconocer  como  necesarias,  para  no 
contristar  al  Espíritu  Santo,  haciendo  inútil  la  gra- 
cia de  Dios,  y  aun  haciéndose  a  sí  mismos  los  con- 
trayentes el  objeto  de  su  ir¿.. 

Yo  abro,  hermanos  míos,  l<is  libros  santos,  y  allí 
encuentro  la  prueba  más  clara  de  esta  verdad.  ¿Por 
qué  siete  esposos,  que  habían  obtenido  sucesivamen- 
te ;a  mano  de  Sara,  habían  perecido  la  misma  noche 
de  as  bodas?  Era  porque  en  castigo  de  la  brutal 
disposición  de  su  corazón,  Dios  los  había  entregado 

Gerrroiies-  8 


114  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


al  poder  del  demonio;  protegiendo  de  esta  manera 
la  inocencia  de  Sara,  y  mostrando  en  este  ejemplo 
cuán  celoso  es  de  las  leyes  del  matrimonio.  Sin  em- 
bargo, la  inocente  virgen  era  el  objeto  de  las  malig- 
nas críticas  del  mundo,  y  esa  extraordinaria  humi- 
llación se  redobló  echándosela  en  cara  una  sirvienta 
suya.  Abatida  Sara  con  tal  ultraje,  confusa  y  desola- 
da, buscó  en  el  retiro  un  lugar  dónde  ocultar  su  dolor. 
Allí,  derramando  torrentes  de  lágrimas  delante  de 
su  Dios,  llena  de  amargura,  pero  nunca  sin  confian- 
za, le  rogaba  exclamando  de  esta  manera :  "¡Oh  Dios 
santo !  libradme  de  este  oprobio  o  retiradme  del  mun- 
do. Vos  lo  sabéis:  si  yo  he  consentido  en  recibir 
estos  esposos,  lo  he  hecho  en  vuestro  temor  y  sin  de- 
jarme llevar  de  las  pasiones.  Educada  en  la  modes- 
tia, jamás  tuve  parte  en  las  vanidades  del  siglo,  ja- 
más se  me  ha  visto  en  las  danzas,  jamás  entregada 
a  los  atavíos  de  mi  sexo ;  siempre  he  procurado  con- 
servar a  vuestros  ojos  un  corazón  puro,  y  este  dulce 
testimonio  de  la  conciencia  es  ahora  todo  mi  consue- 
lo. Cierta  estoy,  Señor,  de  que  no  os  gozáis  de  nues- 
tras aflicciones  sino  para  remediarlas,  haciendo  su- 
ceder la  calma  y  el  consuelo  a  los  gemidos  y  a  los 
llantos". 

Así  oraba  la  piadosa  e  inocente  Sara,  y  el  Señor, 
que  nunca  deja  derramarse  en  vano  las  lágrimas  del 
justo,  escuchó  a  un  mismo  tiempo  esta  oración  de 
Sara,  y  la  que  de  otra  parte  le  hacía  Tobías,  envían- 


SERMONES 


115 


do  al  ángel  Rafael  para  que  a  entrambos  los  librase 
de  su  aflicción.  Este  celestial  conductor  es  quien 
introduce  a  Tobías  en  la  casa  de  Raquel;  él,  y  no 
una  pasión  inmoderada,  quien  le  inspira  la  resolución 
de  tomar  el  estado  del  matrimonio.  Consulta  la  vir- 
tud de  su  futura  esposa  antes  que  nada;  él  mismo 
entra  a  examinar  la  pureza  de  sus  intenciones,  pro- 
curando no  dar  paso  que  pueda  ser  desagradable  a 
los  ojos  de  Dios.  ¡  Qué  simplicidad,  qué  religión,  qué 
sinceridad  las  que  lucen  en  Tobías!  Iguales  son  las 
disposiciones  del  espíritu  de  Sara.  Estos  dos  israeli- 
tas no  iban  a  recibir  un  sacramento  de  la  ley  de  gra- 
cia ;  y  no  obstante,  son  el  modelo  más  digno  que  pue- 
da presentarse  á  los  cristianos  para  sus  matrimonios. 

Y  en  verdad,  hermanos  míos,  ¿cuáles  son  las  dis- 
posiciones principales  que  la  Iglesia  quiere  lleven 
los  esposos  al  pie  del  altar,  para  santificar  su  esta- 
do y  su  vida?  Quiere  ante  todo  que  se  consulte 
la  voluntad  de  Dios  para  el  acierto;  quiere  que  la 
pureza  del  alma  sea  el  primero  y  el  más  rico  adorno 
de  los  esposos;  quiere  que  la  moderación  y  el  recor 
gimiento  hagan  la  decencia  de  las  bodas;  quiere,  en 
fin,  que  el  temor  de  Dios,  como  principio  único  de  la 
verdadera  sabiduría  acompañe  sus  pensamientos,  su 
resolución,  y  cada  una  de  sus  acciones,  del  mismo 
modo  que  Tobías  y  Sara  llevaban  siempre  delante 
de  sus  ojos  el  temor  de  Dios.  Y  así  digo  que  las  dis- 
posiciones necesarias  para  celebrar  dignamente  el 


116  MANUEL  JOSE  MOSQUERA: 


matrimonio  son :  1'  consultar  la  vocación  con  Dios ; 
2'  llevar  una  alma  pura,  santificada  por  la  gracia, 
y  3'  acompañar  las  bodas  de  una  modestia  edifica- 
tiva. 

Recorramos  estas  disposiciones,  pidiendo  al  Se- 
ñor la  gracia  de  sacar  algún  fruto  de  su  doctrina,  y 
poniendo  para  ello  la  intercesión  de  María  Santísi- 
ma,— Ave,  María. 

I 

Es  un  dogma  de  fe  que  no  todos  los  hombres  re- 
ciben unos  mismos  dones  y  gracias  del  cielo,  sino 
que  Dios  los  reparte  a  unos  de  un  modo  y  a  otros 
de  otro.  Sobre  este  principio  se  funda  la  necesidad 
de  meditar  mucho  la  deliberación  que  haya  de  to- 
marse al  abrazar  cualquiera  estado  o  profesión  en 
la  vida ;  necesidad  tanto  más  digna  de  consideración 
en  aquellos  estados  que  no  pueden  mudarse  por  su 
naturaleza  perpetua,  cuanto  que  en  ellos  es  por  esta 
razón  más  peligroso  y  de  mayores  trascendencias 
cualquiera  desacierto  o  error  que  se  cometa  al  abra- 
zarlos, así  para  la  vida  presente,  como  para  la  sal- 
vación en  la  vida  futura  y  eterna.  Porque,  una  vez 
errada  la  vocación,  ya  no  vive  el  hombre  en  aquel  or- 
den que  la  Providencia  le  había  destinado:  fuera  de 
sí,  en  oposición  con  sus  inclinaciones,  rodeado  por 
consiguiente  de  dificultades,  talvez  oprimido  de  con- 
tinua melancolía,  y  acaso  sujeto  a  trances  de  deses- 


SERMONES 


117 


peración,  llena  mal  los  deberes  de  su  estado,  si  no 
es  ya  que  los  descuide  enteramente.  De  aquí  la  inac- 
ción, la  indolencia  por  los  verdaderos  intereses  de 
su  alma,  las  caídas  y  recaídas,  los  escándalos,  y  en 
suma  su  pérdida  irremediable.  Tal  es  la  suerte  de 
tantos  y  tantas  que,  desviados  de  la  senda  que  el 
Señor  les  trazaba,  se  van  yendo  también  fuera  del 
camino  de  la  justicia  y  de  la  verdad,  entregados  a  sus 
débiles  fuerzas,  en  manos  de  su  consejo,  y  por  con- 
siguiente viviendo  siempre  en  peligro  y  ocasión  pró- 
xima de  pecado. 

Verdades  son  éstas  que  no  es  lícito  poner  en  duda, 
y  no  hay  quién  no  las  reflexione  y  pondere  cuando 
se  trata  de  abrazar  el  estado  eclesiástico,  secular  o 
regular.  Desde  luego,  para  estos  estados  debe  ser 
mayor  el  tino  y  la  madurez  con  que  se  tome  la  re- 
solución ;  porque  siendo  mayor  o  menor  el  número 
de  los  que  Dios  llama  a  ellos,  es  más  incierta  la  vo- 
cación y  más  peligroso  el  error.  Pero  si  hay  mayores 
probabilidades  para  la  vocación  al  estado  del  matri- 
monio, no  por  eso  debe  meditarse  menos.  No  es 
sólo  el  estado  en  sí  mismo  lo  que  hay  que  examinar ; 
deben  tenerse  también  en  cuenta  otras  mil  circuns- 
tancias, con  respecto  a  la  persona  con  quien  va  a  vi- 
vir en  unión  perpetua,  a  sus  cualidades  naturales, 
religiosas  y  civiles,  y  aun  a  sus  mismas  preocupa- 
ciones; porque  todo  es  de  suma  importancia  para 


118 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


los  que  buscan  su  mutua  felicidad  en  una  sociedad 
tan  íntima. 

Sin  embargo,  nada  hay  más  común  que  ver  abra- 
zar el  arduo  estado  del  matrimonio,  aun  suponiendo 
la  vocación  a  él,  con  una  festinación  tal,  que  ella 
misma  es  ya  precursora  necesaria  de  desgracias  y 
de  escándalos  interminables. 

Primeramente,  hay  unos  que  no  deliberan  sobre 
sus  propias  circunstancias,  para  hacer  una  elección 
de  convencimiento,  obrando  con  toda  seriedad  en  ne- 
gocio de  tanta  monta  y  gravedad ;  sino  que  proceden 
simplemente  como  por  ímpetu  o  por  antojo,  unas 
veces  por  ocasión  y  las  más  de  ellas  sin  haber  exa- 
minado si  es  oportuno  el  tiempo,  aunque  por  otra 
parte  les  haya  decidido  ya  su  inclinación  a  ese  gé- 
nero de  vida. 

En  segundo  lugar,  hay  otros  que  deliberan  mal, 
procediendo  sobre  malos  principios,  y  mirando  a 
otros  fines  que  los  que  se  debe  proponer  un  cristia- 
HO.  Ora  piensan  en  el  regalo  de  la  vida  y  los  place- 
res; ora  calculan  medrar  y  enriquecerse;  ya  se  pro- 
ponen ganar  honra  en  ciertos  círculos  a  que  pien- 
san penetrar;  ya  esperan  granjearse  nuevas  y  pro- 
vechosas relaciones.  De  este  modo,  sólo  se  ocupan 
en  los  negocios  temporales;  nunca  se  cuidan  de  la 
virtud,  tan  necesaria  a  todos  los  estados,  puesto  que 
todos  ellos  y  todas  las  profesiones  no  son  sino  me- 
dios de  santificación  nara  conseguir  la  salvación 


SERMONES 


119 


eterna.  Así  vemos  que  en  este  siglo  de  corrupción 
y  de  filosofía,  la  mayor  parte  de  los  que  se  casan 
piensan  en  todo,  menos  en  las  obligaciones  que  van 
a  contraer:  calculan  las  ventajas  temporales,  pero 
no  reflexionan  si  la  fe  ilustra  sus  almas,  si  las  ador- 
na la  caridad,  y  si  la  esperanza  fundada  en  las  bue- 
nas obras  anima  su  virtud.  ¿Por  ventura  hay  quién 
se  pare  a  considerar  si  un  fondo  de  religión  y  de 
probidad  da  garantía  de  que  ese  joven  pretendiente 
ha  de  ser  un  esposo  fiel?  ¿Hay  quién  reconozca  que 
nada  importa  la  falsa  ilustración  de  una  filosofía 
irreligiosa  y  de  una  ciencia  blasfema,  en  el  que  as- 
pira al  matrimonio,  si  por  lo  mismo  no  se  respeta 
la  religión  ni  se  teme  a  Dios,  la  fidelidad  conyugal 
no  tiene  ya  más  seguridad  que  en  la  falta  de  ocasión 
para  violarla,  ni  el  orden  doméstico  puede  contar 
con  ejemplo  ni  apoyo  alguno?  Pero  con  todo,  herma- 
nos míos,  vosotros  lo  sabéis  mejor  que  yo:  poco  o 
nada  se  consideran  estas  circunstancias  en  los  espo- 
sos, y  de  allí  nacen  tantos  malos  matrimonios. 

En  tercer  lugar,  hay  otra  clase  de  personas  cuya 
deliberación  es  caprichosa;  porque  la  toman  por  sí 
solas,  despreciando  la  autoridad  paterna,  si  no  es 
que  también  se  la  atropella,  abusando  de  la  edad  en 
que  la  ley  permite  el  matrimonio.  Esta  falta  es  de- 
masiado frecuente,  y  ojalá  que  no  haya  en  mi  audi- 
torio muchos  que  hayan  sentido  ya  sus  fatales  con- 
secuencias. Ciertamente,  ¿qué  apariencia  de  acierto 


120  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


puede  haber  en  una  deliberación  sugerida  por  la  pa- 
sión más  fogosa,  y  sostenida  las  más  veces  por  el 
amor  propio?  La  discreción  y  el  tino  son  siempre 
hijos  de  la  experiencia:  mientras  más  costosa  ha 
sido  ésta,  mayor  suele  ser  la  circunspección  con  que 
se  obra;  pero  una  temeridad  reprensible,  acompa- 
ñada de  ignorancia,  es  por  lo  común  el  único  conse- 
jero de  tantos  matrimonios  inconsultos.  Si  en  todo 
negocio  amonesta  el  Espíritu  Santo  a  los  jóvenes, 
que  no  se  fíen  de  sí  mismos,  y  que  nada  obren  sin 
consejo,  ¿qué  cosa  más  importante  y  digna  del  con- 
sejo y  de  la  autorización  paternal  que  la  resolución 
para  abrazar  un  estado?  Y  no  se  crea  haber  llenado 
tan  justo  deber,  cuando  en  la  tenacidad  que  arranca 
a  los  padres  un  forzado  consentimiento,  dado  con 
lágrimas  y  agudos  pesares.  No;  esto  no  es  más  que 
una  vana  fórmula.  La  autoridad  paterna,  el  amor  fi- 
lial, la  gratitud  misma,  aun  cuando  no  hubiese  otros 
justos  derechos,  exigen  que  se  consulte  antes  de  todo 
el  juicio  de  las  personas  a  quienes  se  debe  la  exis- 
tencia, y  que  son  tan  interesadas  en  el  acierto  de 
una  buena  elección.  Lo  contrario  es  una  grave  fal- 
ta; diga  lo  que  quiera  el  mundo,  que  pretende  dar 
derechos  absolutos  a  una  edad  propia  sólo  para  obe- 
decer. 

Por  último,  hay  otra  falta,  sin  duda  la  más  pe- 
ligrosa de  cuantas  pueden  cometerse,  y  consiste  en 
no  consultar  la  voluntad  de  Dios,  para  procurar  ha- 


SERMONES 


121 


cer  dignos  de  su  divino  beneplácito  los  matrimonios 
que  se  contraen.  Los  padres,  dice  el  sabio,  pueden 
dar  las  riquezas;  pero  una  mujer  prudente  es  un 
don  de  Dios.  Para  conseguirlo,  es  necesario  dirigirse 
a  él  con  humildad  y  confianza,  y  sólo  de  este  modo 
podrá  haber  matrimonios  comparables  al  de  Tobías 
y  Sara.  Dios  es  el  padre  de  las  luces,  el  dador  de 
todo  don  perfecto,  el  Dios  de  las  misericordias ;  pero 
su  justicia  es  también  recta  e  inviolable,  y  nunca 
queda  sin  castigo  el  abuso  que  hacemos  de  nuestra 
libertad.  ¿Y  qué  mayor  abuso  que  no  examinar  si 
la  elección  de  nuestro  estado  es  conforme  a  la  vo- 
luntad de  Dios?  Si  cuando  los  israelitas  pretendieron 
retirarse  al  Egipto,  sin  implorar  del  Señor  su  con- 
sejo, fueron  tan  fuertemente  reprendidos  por  el  pro- 
feta, anunciándoles  que  su  designio  se  tomaría  para 
ellos  en  desventura  y  confusión ;  no  es  menos  cierto, 
hermanos  míos,  que  por  igual  falta  de  no  consultar 
al  Señor,  los  matrimonios  se  tornan  en  perpetua  con- 
fusión y  desventura  de  los  esposos. 

Mas  lo  que  agrava  mucho  esta  falta,  lo  que  la 
hace  más  digna  de  reprensión  y  de  castigo,  es:  que 
ella  nace  de  que  a  la  resolución  de  abrazar  el  matri- 
monio precede  una  vida  licenciosa,  o  a  lo  menos  re- 
lajada; una  juventud  llena  de  pecados,  que  siempre 
ha  estado  irritando  la  justicia  celestial.  Sin  haber 
practicado  la  virtud,  se  pretende  abrazar  un  estado 
que  la  supone  madura,  fuerte,  capaz  de  servir  de 


122 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


ejemplo  a  la  prole  y  a  los  domésticos.  Yo  no  sé  qué 
admirar  más,  hermanos  míos,  si  la  ignorancia  tan 
general  que  reina,  en  cuanto  a  las  disposiciones  ne- 
cesarias para  deliberar  en  la  elección  del  matrimo- 
nio, o  esa  ceguedad  de  nuestro  siglo  que,  viendo  to- 
dos los  días  la  infelicidad  de  los  que  se  casan  incon- 
sideradamente, no  conoce  que  el  Dios  de  la  unión 
concorde  y  de  la  paz  no  ha  presidido  allí,  para  ajus- 
tarías y  confirmarlas.  Yo  bien  sé  que  el  filosofismo 
de  e«5fA  c-ierio  inicuo  mira  estas  doctrinas  como  preo- 
rnnaciones.  v  que  sonriéndose  al  oírnos  predicar  la 
verdíid  estima  lo'^nra  nuestras  palabras,  sin  honor 
nuestro  ministerio,  y  apasionadas  nuestras  exhor- 
taciones. No  imnorta:  así  ha  .^uzgado  siempre  el 
mundo  de  la  religión ;  y  donde  mayor  locura  y  ex- 
trfiv?írancia  encuentra,  es  principalmente  en  aque- 
llas máximas  que  se  dirigen  a  confundir  y  domar 
la  soberbia  de  la  vida  y  a  reprimir  la  libertad  de 
los  sentidos.  Pero  no  por  eso  deja  de  ser  cierto  lo 
Que  predicamos,  y  los  juicios  del  Señor  tienen  siem- 
pre su  cumplida  ejecución.  Esos  mismos  que  ahora 
se  burlan  de  vernos  reclamar  contra  el  olvido  del 
consejo  divino  para  elegir  el  estado  que  se  abrace, 
y  que  sólo  obran  por  cálculos  de  utilidad  hechos  se- 
gún la  escala  de  los  placeres,  se  verán  muy  pronto 
desengañados,  aunque  acaso  (y  quiera  Dios  que  no 
sea  así),  con  una  harto  costosa  experiencia. 

Y  vosotros,  jóvenes  de  ambos  sexos  que  aun  os 


SERMONES 


123 


halláis  en  libertad,  ved  bien  la  elección  que  hacéis. 
Grande  es  la  misericordia  del  Señor  en  conserva- 
ros todavía  en  situación  de  elegir,  para  que  delibe- 
réis bajo  la  protección  del  cielo,  y  no  bajo  la  perni- 
ciosa influencia  de  las  amistades  peligrosas  y  de 
las  pasiones  exaltadas.  Trabajad  en  la  oración  y  con 
la  práctica  de  las  buenas  obras,  para  hacer  cierta 
vuestra  vocación  y  elección:  ayudados  de  las  luces 
de  la  gracia,  buscad  en  vuestras  alianzas,  más  bien 
las  cualidades  personales  que  las  ventajas  exteriores ; 
informándoos  diligentemente  del  espíritu,  del  carác- 
ter, de  las  costumbres,  de  los  principios,  sobre  todo, 
de  la  religión  de  la  persona  que  elijáis.  En  todos  los 
demás  negocios  miráis  con  cuidado  vuestras  delibe- 
raciones, cuando  no  se  interesan  más  que  cosas  tem- 
porales. Pues  aquí  que  se  interesa  vuestra  paz,  vues- 
tra propia  salvación,  es  preciso  ver  bien  con  quién 
forméis  esa  alianza  eterna,  no  sea  que  vayáis  a  ha- 
cer una  mala  compañía,  en  que  no  pueda  haber  uni- 
dad de  creencia  y  de  sentimientos,  de  principios  y 
de  costumbres;  o  que  para  lograrla,  sea  preciso  sa- 
crificar lo  más  precioso  que  tiene  sobre  la  tierra 
una  criatura  racional  — la  fe  cristiana —  don  inesti- 
mable que  corre  un  riesgo  en  que  no  cabe  pondera- 
ción, principalmente  en  las  mujeres,  cuando  se  casan 
con  hombres  impíos  y  libertinos. 

Pero  supongo  ya,  hermanos  míos,  que  meditáis 
detenidamente  vuestra  deliberación,  y  que  vuestra 


124  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 

elección  lleva  el  carácter  del  acierto,  porque  ha  sido 
consultada  con  Dios  y  con  vuestros  padres,  y  por- 
que no  os  proponéis  ningún  fin  desordenado.  Sin 
duda,  habéis  dado  con  esto  el  primer  paso  a  vuestra 
felicidad  temporal  y  eterna,  en  cuanto  ellas  depen- 
den de  la  elección;  pero  no  es  esto  todo:  aun  tenéis 
riesgo  de  echaros  encima  una  ruina  espiritual,  si 
no  añadís  aquella  disposición  que  requiere  un  sa- 
cramento de  vivos,  cual  es  el  sacramento  del  ma- 
trimonio: es  que  debéis  también  prepararos  a  reci- 
birlo con  una  grande  pureza  de  alma  — segunda  dis- 
posición para  celebrar  dignamente  el  matrimonio. 

II 

La  vida  del  cristiano  es  una  vida  oculta,  porque 
los  principios  interiores  que  la  animan  nada  tienen 
de  material  y  sensible ,  y  porque  las  acciones  exterio- 
res, que  son  los  frutos  de  esta  vida,  tienen  un  mé- 
rito sobrenatural  que  se  oculta  a  los  ojos  de  los  hom- 
bres :  no  es  una  vida  oculta  en  Dios,  porque  El  sólo 
es  el  testigo  del  alma,  su  objeto  y  su  fin:  y  es  al 
mismo  tiempo  una  vida  oculta  en  Dios  y  con  Je- 
sucristo, porque  todo  lo  que  hay  de  bueno  y  de  me- 
ritorio en  ella,  no  es  bueno  ni  meritorio  sino  por 
los  méritos  del  mismo  Jesucristo  nuestro  Señor.  Mas 
los  principios  de  nuestra  vida  espiritual  son  las  di- 
ferentes gracias  que  derrama  el  Señor  en  el  alma 
por  medio  de  los  sacramentos,  los  cuales,  para  ser- 


SERMONES 


125 


virme  de  una  comparación  palpable,  comunicanuo 
estas  gracias  a  los  que  somos  miembros  de  Jesu- 
cristo, nos  dan  fuerza  y  crecimiento,  del  mismo  mo- 
do que  la  sangre  en  su  circulación  lleva  consigo  todo 
lo  que  acrece  y  vigoriza  los  miembros  del  cuerpo  hu- 
mano. 

Pero  estas  gracias  invisibles,  aunque  ciertas,  son 
diferentes  en  cada  sacramento;  pues  que  cada  uno 
de  ellos  tiene  un  objeto  inmediato,  aunque  todos  so 
refieran  al  fin  general  de  la  santificación  de  las  al- 
mas. Y  prescindiendo  ahora  de  las  diferencias  de 
los  sacramentos,  me  bastará  notar  para  vuestra  ins- 
trucción, que  unos  son  establecidos  para  borrar  el 
pecado  en  el  alma  y  restituirnos  a  la  amistad  de 
Dios;  y  esta  gracia  santificante,  llamada  por  los 
teólogos  primera  gracia,  es  el  efecto  primario  del 
bautismo  y  de  la  penitencia.  Los  otros  sacramentos 
están  destinados  por  Dios  para  dar  otras  gracias 
especiales  y  aumentar  la  santificante;  y  estas  gra- 
cias se  llaman  segunda  gracia,  porque  suponen  ya  al 
hombre  en  posesión  de  la  gracia  justificante  y  en 
la  amistad  de  Dios. 

Sobre  estos  principios  doctrinales,  digo:  que  el 
sacramento  del  matrimonio,  como  sacramento  que 
causa  segunda  gracia,  requiere  como  condición  in- 
dispensable que  los  que  le  reciben  se  hallen  en  pureza 
de  alma,  con  una  conciencia  limpia  de  pecado  mortal. 

En  efecto,  este  sacramento  no  sólo  da  la  gracia. 


12G 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


sino  que  representa  uno  de  los  más  grandes  mis- 
terios, el  de  la  Encarnación  del  Verbo.  Sacramentum 
hoc  magiium  est:  es  un  sacramento  grande,  santo  y 
venerable,  dice  el  apóstol.  De  aquí  se  deduce  una 
verdad  muy  importante,  sobre  la  cual  se  reflexiona 
muy  poco  en  el  mundo,  y  es:  que  el  hombre  debe 
probarse  a  sí  mismo  antes  de  acercarse  al  matri- 
monio, para  no  echarse  un  lazo  de  condenación,  co- 
metiendo un  gran  sacrilegio,  en  vez  de  ligarse  con 
un  vínculo  de  caridad  y  de  santidad.  ¿Cuál  es  el 
cristiano  que  no  condena  y  acusa  de  profanación  al 
que  oculta  un  pecado  en  el  sacramento  de  la  peni- 
tencia? ¿Quién  no  se  avergüenza  y  se  horroriza  de 
recibir  a  Jesucristo  con  una  conciencia  impura? 
¿Quién  no  se  abate  y  se  confunde  al  considerar  se- 
mejante atentado?  Aun  los  mismos  incrédulos  se 
recelan  a  veces  de  actos  tan  impíos.  Ahora  bien,  her- 
manos míos,  ¿es  menos  santo  y  respetable  el  matri- 
monio en  calidad  de  sacramento?  ¿no  es  instituido 
como  los  otros  por  el  Salvador  del  mundo?  ¿no  pe- 
dirá acaso  disposiciones  tan  perfectas,  y  una  pu- 
reza de  alma  tan  entera,  como  los  demás  sacra- 
mentos? No  hay  duda  que  el  augusto  sacramento 
de  la  Eucaristía  requiere  mayor  santidad  y  pureza 
de  alma  que  los  otros;  pero  guárdenos  Dios,  her- 
manos míos,  de  confundir  los  grados  más  elevados 
de  caridad  necesarios  para  participar  del  cuerpo  y 
sangre  de  Jesucristo,  con  la  integridad  de  concien- 


oERMONES 


127 


cia  indispensable  para  recibir  los  demás  sacra- 
mentos. 

Conviénese  desde  luego,  fácilmente  en  esta  doc- 
trina; y  sin  embargo,  ¿cuál  es  la  manera  de  dispo- 
nerse en  nuestros  días  para  recibir  el  sacramento 
del  matrimonio?  No  temo  decirlo  delante  de  los  án- 
geles y  de  los  hombres:  es  por  el  pecado;  es  por 
un  largo  comercio  de  locuras  indecorosas,  causa  de 
escándalos  y  de  desórdenes  infinitos  durante  la  vida 
conyugal.  Bajo  el  pretexto  de  que  un  día  el  vínculo 
sagrado  afirmará  la  deseada  unión,  hay  ciertas  li- 
bertades y  estrecheces  peligrosas,  que  del  simple  de- 
seo de  agradar  pasan  a  encender  una  pasión  des- 
arreglada: día  y  noche,  ella  es  el  objeto  único  del 
pensamiento,  el  centro  de  todos  los  deseos.  Ni  las 
obligaciones  más  importantes,  ni  el  respeto  debido 
a  las  canas  y  a  la  autoridad,  ni  aun  la  santidad  mis- 
ma del  templo,  sirven  de  barrera  a  unos  deseos  vo- 
luptuosos que,  sobreponiéndose  a  la  razón,  a  los  de- 
beres y  al  mismo  temor  de  Dios,  atropellan  todo  lo 
más  sagrado  para  llegar  a  su  fin.  Es  un  misterio 
de  iniquidad  el  que  preparan  comúnmente  los  es- 
posos, y  no  la  representación  del  misterio  de  la  En- 
carnación del  Verbo  y  del  desposorio  de  Jesucristo 
con  la  Iglesia.  Así  pasan  días,  semanas,  meses  y  aun 
años,  hasta  que  llegan  a  consumar  una  grande  abo- 
minación: creen  haber  puesto  con  ella  el  cimiento 
de  una  dicha  futura,  cuando  sólo  han  conseguido  en- 


128 


IMANTJEI,  JOSE  MOSQUERA 


venenar  la  unión  conyugal,  que  debía  serles  un  be- 
néfico manantial  de  gracias  y  de  consuelos.  ¡Y  todo 
esto  pasa  a  vista  de  padres  que  se  dicen  cristianos! 
¡  y  lo  ven !  ¡  y  lo  toleran !  ¡  y  lo  consienten !  ¡  y  hasta 
lo  autorizan !  ¡  Oh  Dios  santo !  Ahora  sí  podremos 
decir  que  se  acerca  aquel  desventurado  tiempo  en 
que  no  hallará  fe  sobre  la  tierra  el  Hijo  del  hombre. 
Pero  vos  tenéis,  Señor,  un  infierno  dónde  sepultar 
para  siempre  a  esos  padres  desnaturalizados:  ejer- 
ced vuestra  justicia.  Entretanto  yo  me  dirijo  a  esa 
juventud  desenfrenada,  que  así  vive,  que  así  piensa 
llegar  al  matrimonio. 

Decidme  con  verdad,  hijos  míos  muy  amados,  ¿y 
creéis  que  una  vida  tan  criminal  como  la  que  lleváis 
sea  una  buena  disposición  para  recibir  el  sacra- 
mento del  matrimonio?  ¿No  teméis  que  tantas  im- 
purezas y  escándalos  atraigan  sobre  vosotros  y  so- 
bre vuestro  matrimonio  la  maldición  del  cielo?  Si 
lo  dudáis,  si  váis  hasta  mirar  con  desdén  esta  recon- 
vención, es  señal  de  que  vuestro  matrimonio  será 
un  sacrilegio.  Porque  nada  importa  que  para  guar- 
dar las  apariencias  tratéis  también  de  recibir  el  sa- 
cramento de  la  penitencia;  pues  como  la  falta  ge- 
neral de  aquella  piedad  y  de  aquel  recogimiento  que 
deben  preparar  a  un  cristiano  para  actos  tan  serios 
y  tan  santos,  os  hace  mirar  todas  estas  cosas  como 
meras  ceremonias,  no  resulta  más  de  todo  ello  que 
añadir  sacrilegios  a  sacrilegios.  Y  de  esta  suerte, 


SERMONES 


129 


hermanos  /iiíos,  todos  los  que  se  casan  sin  haberse 
santificado  antes,  con  una  preparación  tan  detenida 
como  debe  serlo,  y  como  lo  exige  la  vida  licenciosa 
que  ha  precedido,  celebran  y  festejan  su  propia  con- 
denación, y  la  coronan  con  regocijos  que  bien  pron- 
to se  tornan  en  largos  días  de  tormento  y  de  escán- 
dalos execrables.  El  sacerdote  bendecirá  exterior- 
mente  vuestra  unión,  pero  Jesucristo  la  maldice 
desde  el  cielo:  el  sacerdote  os  dirá:  lo  que  Dios  ha 
unido  no  lo  separe  el  hombre ;  pero  el  sacrilegio  que 
ha  manchado  esa  unión  la  hará  insoportable,  llena 
de  calamidades,  atribulada  y  congojosa :  de  nada  ha- 
brán servido  las  piadosas  exhortaciones  con  que  el 
sacerdote  empiece  vuestros  matrimonios;  escucha- 
das sin  atención  y  sin  piedad,  pasarán  como  el  so- 
nido de  una  campana,  y  nada,  nada  más  quedará, 
que  el  triste  recuerdo  del  momento  en  que  os  hicis- 
teis esclavos  del  demonio,  en  lugar  de  someteros  al 
yugo  santo  del  gran  sacramento  con  que  el  Hijo  de 
Dios  vivo  quiso  haceros  padres  de  una  casta  y  bendi- 
ta generación. 

¡  Qué  desgracia !  ¡  qué  cadena  de  tribulaciones  y  de 
pesares !  ¡  y  qué  dolor,  al  ver  que  cuanto  acabo  de 
decir  es  una  verdad  comprobada  por  la  más  triste 
y  lamentable  experiencia !  Hubo  un  tiempo  entre  nos- 
otros, tiempo  feliz  y  justamente  envidiable,  en  que  la 
celebración  de  un  matrimonio  se  miraba  con  todo  el 

sermones — 9 


130  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 

respeto  que  requiere  su  santidad.  No  se  omitían  las 
más  fervorosas  oraciones;  se  hacía  por  lo  común 
una  confesión  general,  para  presentarse  los  contra- 
yentes ante  el  altar  purificados  de  todas  las  manchas 
con  que  contamina  el  cieno  del  mundo.  Mas  ¿qué  es 
lo  que  nos  queda  de  las  costumbres  de  nuestros  pa- 
dres? ¿cuál  es  la  fe,  la  caridad,  el  espíritu  cristiano 
que  nos  anima?  Herederos  de  su  nombre  y  de  sus 
bienes,  sólo  hemos  apreciado  éstos,  terrenales  y  pe- 
recederos, dejándonos  robar  del  enemigo  de  la  sal- 
vación el  rico  patrimonio  de  su  fe  y  de  su  piedad. 
De  aquí  tantos  matrimonios  separados  al  principio 
mismo  de  su  carrera;  de  aquí  las  infidelidades;  de 
aquí  los  hijos  díscolos,  relajados  e  impíos.  No  nos 
engañemos :  las  sacrilegios  que  se  cometen  en  la  ce- 
lebración de  los  matrimonios  son  la  causa  que  los 
llena  de  maldición  en  la  vida  de  los  padres  y  en  la 
de  los  hijos.  Pero  si  ésta  es  la  causa  fecunda  de  las 
desgracias  de  los  matrimonios,  también  contribuye 
a  hacerlos  defectuosos  el  modo  como  suelen  cele- 
brarse, sin  aquella  edificativa  modestia  que  debe 
acompañarlos:  que  es  la  tercera  disposición  nece- 
saria. 

III 

"Nosotros  somos  hijos  de  santos,  y  no  podemos 
juntamos  a  manera  de  los  gentiles  que  no  conocen 
a  Dios"  íTob.  VIII,  5),  decía  el  joven  Tobías  a  Sa- 


SERMONES 


131 


ra  el  día  de  su  desposorio,  para  convidarla  a  ofre- 
cer al  Señor  las  primicias  de  su  matrimonio,  en  el 
recogimiento  y  en  la  oración.  Unidos  en  un  mismo 
espíritu  de  piedad  oraban  al  Señor  por  tres  noches 
consecutivas,  y  con  mucho  fervor,  a  fin  de  que  los 
conservase  salvos.  "Oh  Señor  Dios  de  nuestros  pa- 
dres, le  decía  Tobías:  bendígante  los  cielos  y  la  tie- 
rra, y  el  mar,  y  los  riscos,  y  todas  las  criaturas  que 
hay  en  ello.  Tú  formaste  a  Adán  del  lodo  de  la  tie- 
rra, y  le  diste  a  Eva  por  ayuda  y  compañera  suya. 
Ahora  pues,  Señor,  Tú  sabes  que  no  es  movido  de 
concupiscencia  que  tomo  a  ésta  mi  hermana  por  es- 
posa, sino  por  el  solo  deseo  de  tener  hijos  que 
bendigan  tu  santo  nombre  por  los  siglos  de  los  si- 
glos." (Ibid.  6-9.).  "Ten  misericordia  de  nosotros, 
exclamaba  a  su  turno  Sara,  y  haz  que  ambos  a  dos 
lleguemos  sanos  a  la  vejez". 

No  es  desde  luego  prohibido  entregarse  a  aque- 
llos honestos  regocijos,  e  inocentes  alegrías,  a  que 
el  mismo  matrimonio  convida  a  los  cónyuges.  Tam- 
bién Tobías  y  Sara  se  regocijaron  en  un  modesto 
convite  que  presidía  el  virtuoso  Raguel;  y  no  por 
eso  faltaron,  ni  a  la  piedad,  ni  al  recogimiento  que 
debían  acompañar  su  matrimonio.  El  mismo  Jesu- 
cristo consagró  con  su  presencia  las  bodas  de  Caná 
de  Galilea;  pero  su  presencia  invisible  debe  deste- 
rrar de  entre  los  cristianos  todo  lo  que  pueda  man- 
cillar la  santidad  del  matrimonio,  cuidándose  de  no 


132 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


dejar  oír  palabras  descompuestas  o  voluptuosas,  y 
mucho  menos  el  impío  lenguaje  de  la  incredulidad, 
que  sólo  busca  placeres  y  vanagloria.  La  alegría  que 
Jesucristo  permite  es  la  que  nace  de  la  inocencia  del 
alma,  y  no  de  la  corrupción ;  aprueba  aquélla  como 
lo  hizo  en  Caná,  pero  a  ésta  la  condena :  en  una  pa- 
labra, la  religión  permite  todos  aquellos  regocijos 
compatibles  con  la  alegría  que  se  recibe  en  el  sa- 
cramento, para  que  su  viveza  excite  en  los  nuevos 
esposos  ese  mismo  espíritu  de  piedad  y  de  oración, 
que  en  Tobías  y  Sara  engendraba  el  temor  de  Dios 
por  sí  solo,  aun  sin  la  gracia  del  sacramento. 

Pero  ¡qué  lejos  está  hoy  el  mundo  de  la  simpli- 
cidad de  los  patriarcas !  Más  ilustrados  nosotros  que 
ellos,  porque  hemos  visto  en  realidad  lo  que  ellos 
apenas  vieron  por  enigmas;  y  favorecidos  con  la 
sublime  moral  del  Evangelio,  desperdiciamos  no  obs- 
tante tan  grandes  beneficios,  y  menospreciamos  tan 
santa  doctrina,  para  vivir  absolutamente  sin  temor 
de  Dios.  Así  vemos  que  al  mismo  tiempo  que  el  sacer- 
dote está  bendiciendo  el  matrimonio,  los  esposos  y 
su  acompañamiento  sólo  se  hallan  ocupados  de  ideas 
profanas,  pensando  en  agradar  al  mundo  y  en  go- 
zar de  vanas  pompas  y  de  una  vida  placentera.  A 
esto  se  reducen  sus  pensamientos :  allá  se  enderezan 
sus  deseos;  y  lejos  de  acordarse  que  para  hacer  la 
voluntad  de  Dios  en  su  matrimonio  deben  ser  fie- 
les a  ella  recibiendo  el  sacramento  con  devoción  y 


SERMONES 


133 


humildad,  sólo  les  anima  una  cierta  agitación  que,  sin 
adelantarme  a  llamarla  criminal  en  sí  misma,  no 
temo  calificarla  de  tal  por  cuanto  irrespeta  y  pro- 
fana una  cosa  santa.  Sí,  hermanos  míos,  no  es  ver- 
daderamente cristiano  el  que  no  se  comporta  como 
adorador  de  Dios  en  espíritu  y  verdad,  cuando  reci- 
be o  presencia  un  sacramento  de  la  ley  de  gracia. 
Su  fe,  si  no  está  muerta,  a  lo  menos  es  lánguida: 
su  celo,  ni  aun  merece  este  nombre,  porque  mira 
con  indiferencia  lo  que  Jesucristo  ha  hecho  santo: 
su  caridad,  es  preciso  decir  que  ha  desaparecido, 
cuando  no  se  exalta  a  la  gratitud  por  los  beneficios 
recibidos :  en  fin,  su  espíritu  de  cristiano  no  se  mues- 
tra, puesto  que  no  sigue  el  de  la  Iglesia,  la  cual  en 
la  administración  de  todos  los  sacramentos  quiere 
que  los  circunstantes  oren  al  Señor,  para  que  derra- 
me abundantes  gracias  sobre  los  que  tienen  la  di- 
cha de  recibirlos. 

Ya  estoy  viendo,  hermanos  míos,  que  este  siglo, 
tan  ávidamente  amador  de  la  novedad,  y  tan  infa- 
tuado con  sus  falsas  luces;  que  este  siglo,  que  pre- 
tende reformarlo  todo  excepto  sus  vicios,  perfeccio- 
narlo todo  menos  las  costumbres,  os  dirá  que  para 
ser  hombre  de  bien  en  el  matrimonio  no  se  necesita 
de  lo  que  os  enseñamos ;  y  que  bastará  un  día  el  con- 
trato civil  para  ser  bien  y  debidamente  casados. 
Esto  y  mucho  más  dice  la  filosofía  sensual  y  ateísta 
que  se  profesa  por  desgracia  entre  nosotros ;  pero  yo 


134  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


OS  repito  con  el  Apóstol  lo  que  en  el  año  pasado  os 
dije  por  cinco  veces  desde  este  lugar  (1)  :  "Guar- 
daos que  nadie  os  engañe  con  filosofías  y  vanos  so- 
fismas, según  la  tradición  de  los  hombres ;  según  los 
elementos  del  mundo,  y  no  según  Cristo".  Si  sois 
cristianos,  es  preciso  que  os  afirméis  en  la  enseñan- 
za de  la  Iglesia,  la  cual  no  es  otra  cosa  que  el  mismo 
Evangelio  eterno  de  que  nos  habla  San  Juan :  eterno 
en  sus  máximas  rigurosas  contra  las  cuales  no  po- 
drán prescribir  jamás,  ni  la  razón  de  la  costum- 
bre, ni  la  razón  de  las  circunstancias,  que  quieren 
desterrar,  digámoslo  así,  las  bendiciones  nupciales 
de  la  Iglesia.  Sí:  jamás  prescribirá  el  abuso  contra 
la  ley,  jamás,  hermanos  míos;  porque  la  ley  de  la 
Iglesia  tiene  un  tribunal  más  allá  del  tiempo,  en  don- 
de nada  puede  la  fuerza  del  mundo,  en  donde  se  cas- 
tiga con  penas  sempiternas,  en  donde  sólo  se  premia 
a  los  fieles  con  una  gloria  que  tampoco  tendrá  fin, 
y  cuyo  objeto  y  cuyo  término  es  el  mismo  Dios,  Rey 
inmortal  de  los  siglos.  Para  que  podáis  merecerla  un 
día  en  el  cielo.  El  os  haga  aquí  en  la  tierra  buenos 
esposos,  fieles  consortes,  y  edificantes  padres  de  fa- 
milia.— Amén. 


(1)  No  existe  completo  el  manuscrito  de  estas  pláticas. 


SERMON 

PARA  LA  TERCERA  DOMINICA  DE  CUARESMA 
SOBRE  EL  MATRIMONIO. 


DEL  MODO  COMO  DEBEN  SANTIFICARSE  LOS  CASADOS. 

Honorabile  connubium  in  ómnibus,  et  thorus 
iiunaculatos.  Fornicatores  enlm,  et  adúlteros  |udi- 
cabit  Deus. 

Sea  honesto  en  todos  el  matrimonio,  y  el  lecho 
conyugal  sin  mancilla.  Porque  Dios  condenará 
a  los  fornicarios  y  a  los  adúlteros. 

(HEBR.  Xm,  4.) 

Tal  es  la  justa  idea  que  el  Apóstol  nos  da  del  ma- 
trimonio de  los  cristianos,  de  la  inocencia  y  santidad 
que  debe  reinar  en  esta  sociedad  perdurable,  de  la 
honrosa  fidelidad  con  que  debe  conservársela,  y  de 
las  desgracias  que  irremediablemente  vienen  sobre 
los  que  mancillan  la  santidad  de  este  sacramento. 
Nada  hay  más  común  en  el  mundo  que  el  matrimonio, 
siendo  el  estado  casi  general  de  los  hombres,  la  vida 
continua  de  la  sociedad ;  pero  tampoco  hay  nada  más 


]3ó  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 

ignorado  que  los  deberes  del  matrimonio.  La  mayor 
parte  de  los  que  se  casan,  apenas  miran,  por  decirlo 
así,  el  exterior  de  estos  grandes  deberes,  sin  pensar 
jamás  en  los  medios  conducentes  a  llenarlos,  ni  en 
toda  su  gravedad  e  importancia.  Así  no  hay  que  ex- 
trañar que  habiendo  fijado  su  consideración  en  lo 
que  el  matrimonio  tiene  de  carnal  y  terreno,  y  de- 
jándose seducir  por  la  esperanza  de  una  vida  có- 
moda y  deliciosa,  comiencen  a  fastidiarse  luégo  que 
se  hace  sentir  el  peso  de  unas  obligaciones  en  que 
jamás  se  pensó,  y  que  por  lo  mismo  les  parecen  in- 
soportables. 

No  dudo,  hermanos  míos,  que  habrá  en  mi  audi- 
torio muchas  personas,  que  al  oír  hablar  de  las  obli- 
gaciones del  matrimonio,  esperen  verlas  reducidas  a 
tan  poco.s  puntos,  que  hagan  de  todas  ellas  cuando 
más  unos  consejos  de  perfección.  Así  me  lo  hace 
pensar  la  experiencia  de  todos  los  días,  y  el  cono- 
cimiento que  me  asiste  de  la  sensualidad  siempre 
en  boga  de  nuestro  siglo,  y  del  desprecio  con  que  se 
mira  la  severidad  evangélica.  Clame  cuanto  quiera 
el  mundo  contra  esta  santa  ¡severidad  llamándola 
rigorismo:  sin  cuidarme  de  ello,  y  como  ministro 
del  Evangelio  eterno  de  la  verdad,  yo  debo  decirla 
sin  rodeos,  procurando  agradar  solamente  a  Aquél 
que  ve  lo  más  escondido  del  corazón  humano.  Esto 
mismo  decía  San  Juan  Crisóstomo,  predicando  en 
Antioquía  sobre  los  deberes  del  matrimonio.  Dichoso 


SERMONES 


137 


yo,  si  al  valerme  de  las  máximas  de  este  gran  Pa- 
dre, puedo  imitarlo  a  lo  menos  en  decir  la  verdad, 
ya  que  no  alcance  a  exponerla  con  su  poderosa  elo- 
cuencia, ni  a  apoyarla  en  la  autoridad  que  le  daban 
su  sabiduría  y  sus  eminentes  virtudes. 

En  efecto,  ¿cuántas  y  cuáles  no  deben  ser  las  obli- 
gaciones de  un  estado  tan  honorífico,  tan  santo,  por 
relación  a  su  autor,  que  es  el  mismo  Jesucristo?  Ya 
representa  él  la  unión  del  Verbo  con  la  humanidad; 
ya  la  de  Jesucristo  con  su  Iglesia;  ya  es  llamado 
sacramento  grande  por  San  Pablo,  que  propone  a  los 
esposos  el  amor  de  Nuestro  Señor  a  su  Iglesia, 
para  enseñarles  el  que  deben  tener  a  sus  esposas. 
Unas  veces  llama  el  Apóstol  la  atención  de  los  casa- 
dos al  deber  de  la  mutua  caridad ;  otras  los  exhorta 
a  la  cesación  de  las  obras  de  la  carne,  para  poder 
vacar  a  la  oración;  tan  pronto  inquiere  la  fidelidad 
inviolable  que  deben  guardarse  el  uno  al  otro,  como 
encarece  la  paciencia  con  que  recíprocamente  deben 
sobrellevarse:  en  suma,  hermanos  míos,  el  grande 
Apóstol,  que  es  por  excelencia  el  doctor  del  matri- 
monio, inculca  en  sus  cartas  todos  los  deberes  de  los 
casados,  para  con  Dios,  para  consigo  mismos,  y  para 
con  sus  hijos.  Mas  yo  los  creo  comprendidos  todos 
en  estas  palabras  que  dirige  a  los  hebreos :  "Sea  ho- 
nesto en  todos  el  matrimonio,  y  el  lecho  conyugal 
sin  mancilla."  Y  ciertamente,  el  exigir  una  honesti- 
dad general  en  el  matrimonio,  es  exigir  el  más  ci'm- 


138  MANUEL  JOSE  MOSQUERA: 


plido  desempeño  de  sus  obligaciones;  una  correspon- 
dencia fiel  a  la  gracia  que  en  él  se  recibe;  una  vida 
santa  como  la  de  Isaac,  Jacob,  Tobías  y  tantos  otros 
fieles  adoradores  de  Dios,  que  se  han  santificado  vi- 
viendo en  el  matrimonio  de  una  manera  que  subía 
hasta  la  misma  perfección. 

Para  fijar  la  materia  de  esta  instrucción,  digo: 
que  no  siendo  el  matrimonio  solamente  una  acción 
de  la  vida,  sino  un  estado,  se  abre  en  él  a  los  ca- 
sados una  nueva  carrera  en  que  deben  llenar  los 
altos  fines  de  su  vocación;  porque  a  ningún  estado 
llama  Dios  al  hombre  para  que  viva  en  sosiego,  sino 
para  que  trabaje  y  se  santifique  haciendo  la  volun- 
tad del  Creador.  Ni  debe  por  lo  mismo  lisonjearse 
nadie  de  haber  consultado  su  vocación,  de  haber  re- 
cibido con  buenas  disposiciones  el  sacramento,  y  de 
no  llevar  fines  torcidos  en  el  matrimonio,  si  no  tra- 
baja en  él  para  hacer  cierta  su  vocación  con  las 
buenas  obras.  Judas  fue  llamado  legítimamente  al 
apostolado;  y  no  por  falta  de  vocación,  sino  por  no 
haber  sido  fiel  a  los  deberes  que  su  vocación  le  im- 
ponía, llegó  a  ser  réprobo  y  a  perderse  para  siem- 
pre. Voy,  pues,  a  recorrer  las  obligaciones  de  los 
casados  siguiendo  la  doctrina  de  San  Pablo ;  y  éstas 
son :  la  unión,  la  paciencia,  la  santidad,  la  fidelidad 
y  la  educación.  Esta  última,  por  su  alta  importancia, 
merece  ser  tratada  por  separado,  y  la  reservaremos 


SERMONES 


139 


para  el  domingo  siguiente:  las  otras  cuatro  serán 
la  materia  de  esta  instrucción. 

Imploremos  los  auxilios  de  la  gracia,  etc. — Ave, 
María. 

La  unión  es  la  primera  obligación  de  los  casados, 
la  base  de  sus  acciones  y  el  principio  de  su  felici- 
dad. Consiste  en  que  no  falte  jamás  entre  ellos  aquel 
afecto,  aquel  amor  cristiano  y  recíproco,  aquella 
santa  ternura  que,  como  dice  San  Juan  Crisóstomo, 
debe  formar  el  lazo  de  la  caridad  en  la  alianza. 

Dios  ha  establecido  diversos  estados  en  el  mun- 
do; y  en  esta  diversidad  de  estados,  que  según  la 
expresión  de  San  Pablo  hace  la  gloria  y  la  belleza 
del  cuerpo  místico  de  Jesucristo,  hay  diferentes  gra- 
cias que  recibir  y  distintos  deberes  que  llenar.  Así, 
el  eclesiástico  necesita  del  espíritu  sacerdotal;  el 
magistrado,  del  espíritu  de  justicia  y  fortaleza;  el 
solitario,  del  espíritu  de  recogimiento  y  de  oración; 
el  predicador,  de  un  espíritu  de  celo  y  de  ciencia.  ¿Y 
cuál  es  el  espíritu  del  estado  del  matrimonio?  El  mis- 
mo Dios  nos  lo  enseña:  un  espíritu  de  amor  y  de 
unión  tal,  que  nada  sea  capaz  de  desvirtuarlo.  El 
marido,  dice  la  Escritura  (Gen.  XI,  24),  estará  de 
tal  modo  unido  a  su  mujer,  que  vengan  a  ser  dos 
en  una  misma  carne.  Advertid,  observa  S.  Juan  Cri- 
sóstomo, que  Dios  no  dice:  adherios  a  la  belleza  de 
vuestra  mujer;  porque  la  belleza  es  tan  frágil  como 
pasajera,  y  sólo  puede  producir  un  amor  voluptuoso 


140  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


que  será  tan  inconstante  como  el  deleite  mismo:  ni 
os  dice,  apegaos  a  los  bienes  de  la  esposa;  porque 
semejante  afecto  sería  sórdido,  y  un  amor  interesado 
jamás  es  el  lazo  que  une  los  corazones.  No,  cierta- 
mente: estará  el  varón  unido  a  su  mujer,  sea  her- 
mosa o  no,  pobre  o  rica,  de  talento  o  limitada;  que 
una  vez  celebrado  el  matrimonio,  ya  es  preciso  amar- 
la siempre  como  al  hueso  de  sus  huesos,  a  la  carne 
de  su  carne;  amarla  como  Jesucristo  ama  a  su  Igle- 
sia, es  decir,  mirándola  con  aquella  complacencia 
con  que  Jesucristo  mira  a  esta  Esposa  suya.  El  no 
la  trata  como  a  e^^rlava,  sino  que  toma  parte  en  todo 
lo  que  la  regocija  o  la  aflige,  y  renueva  todos  los 
días  para  su  bien  el  sacrificio  de  la  cruz. 

Ved  aquí,  maridos  cristianos,  el  modelo  del  amor 
que  debéis  tener  a  vuestras  mujeres.  Bien  lejos  de 
mirarlas  con  desdén  o  menosprecio,  o  de  tratarlas 
algunas  veces  como  esclavas,  debéis  usar  para  con 
ellas  de  bondad,  de  dulzura  y  aun  de  condescenden- 
cia ;  estando  dispuestos  a  hacer  por  ellas  los  sacrifi- 
cios que  exige  un  amor  fiel  y  generoso,  y  que  os  im- 
pone el  lazo  con  que  os  halláis  unidos. 

Pero  vosotras  también,  mujeres  cristianas,  para 
conservar  esta  unión,  debéis  estar  sometidas  a  vues- 
tros maridos,  como  la  Iglesia  a  Jesucristo :  ellos  son 
vuestra  cabeza,  como  Jesucristo  lo  es  de  la  Iglesia; 
y  así  como  la  Iglesia  permanece  siempre  en  una 
perfecta  sumisión  a  Jesucristo,  a  todas  sus  órdenes 


SERMONES 


141 


y  preceptos;  así  también  vosotras,  en  lugar  de  esos 
aires  de  superioridad,  de  esas  maneras  de  altanería 
e  imperio  que  tan  poco  convienen  a  vuestro  sexo, 
debéis,  por  el  contrario,  respetar  a  vuestros  mari- 
dos, serles  dóciles,  y  obedecer  sin  réplica  a  sus  ór- 
denes, en  todo  lo  que  no  se  oponga  a  la  ley  santa 
del  Señor.  Este  es  uno  de  vuestros  principales  debe- 
res; y  sin  embargo,  es  también  aquel  a  que  más  a 
menudo  se  falta,  ora  por  omisiones,  ora  por  mal  hu- 
mor, y  acaso  también  por  un  deseo  de  dominación; 
originándose  de  ahí  aquella  funestísima  pasión  que 
rompe  la  armonía  y  destruye  la  unión  del  matri- 
monio. 

Hablo,  hermanos  míos,  de  esa  pasión  que,  como 
dice  el  mismo  San  Juan  Crisóstomo,  envenena  los 
matrimonios,  y  crea  en  su  seno  una  guerra  intesti- 
na y  permanente ;  de  esa  pasión  crudelísima,  que  vie- 
ne a  parar  en  una  verdadera  demencia,  en  una  es- 
l)ecie  de  posesión  del  espíritu  maligno;  de  esa  pa- 
sión temeraria,  que  sin  la  más  leve  sombra  de  ra- 
zón quiere  tener  de  su  parte  cuanto  la  rodea,  pues 
ni  los  hijos  ni  los  domésticos,  ni  los  amigos,  ni  los 
extraños,  ni  los  presentes  ni  los  ausentes,  nadie  ha 
de  ignorarla,  todos  han  de  ser  notificados  de  ella; 
de  esa  pasión  terrible  que,  llevando  consigo  el  de- 
monio de  la  división,  se  manifiesta  en  las  palabras 
como  en  las  maneras,  dentro  del  recinto  doméstico  co- 
mo en  el  trato  exterior;  de  esa  pasión  fatal  de  los 


142 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


celos,  pasión  dominante  que  amarga  las  delicias  de 
la  unión  conyugal,  convirtiéndolas  en  desconfian- 
za, desazón  y  despecho.  Nada  hay  comparable  a  la 
persistente  tenacidad  de  esta  pasión.  Ni  los  horrores 
de  la  indigencia,  ni  el  descaecimiento  por  enferme- 
dad larga  e  incurable,  ni  la  punta  de  una  espada,  ni 
la  voraz  actividad  del  fuego,  son  capaces  de  desarrai- 
garla de  los  corazones  de  que  una  vez  ha  llegado  a 
apoderarse,  para  volverlos  a  estrechar  en  el  amor. 
¿Quién  podrá  nunca  describir  lo  que  sienten  estos 
corazones  ?  Los  mismos  celosos  solamente  podrán  tai- 
vez  explicar  por  propia  experiencia,  cómo  la  imagi- 
nación no  les  presenta  día  y  noche  más  que  tramas 
y  perfidias;  cómo  no  reposan  sino  sobre  ascuas  en- 
cendidas; cómo  ni  las  visitas  de  los  amigos,  ni  las 
distracciones  y  pasatiempos,  ni  la  ocupación  en  los 
negocios,  ni  los  sucesos  prósperos  o  adversos,  alcan- 
zan a  calmar  su  frenesí ;  cómo,  finalmente,  la  misma 
venganza  no  hace  otra  cosa  que  irritar  más  y  más 
una  pasión  tan  imperiosa  como  ciega. 

Pues  no  es  ella  menos  funesta,  por  sus  resultados, 
para  el  orden  y  la  paz  de  la  familia.  Crédula  en  ex- 
tremo, y  éste  es  uno  de  sus  menores  defectos,  escu- 
cha y  da  crédito  con  la  mayor  facilidad  a  la  malig- 
na vileza  de  algún  miserable,  de  algún  doméstico, 
que  no  busca  ni  ve  otra  cosa  que  el  ruin  provecho  que 
pueda  resultarle  de  lisonjearla:  extiéndese  luégo  el 
escándalo ;  descuídase  en  seguida  la  educación  de  los 


SERMONES 


143 


hijos;  siémbrase  talvez  entre  ellos  mismos  la  divi- 
sión; relájase  todo  en  la  sociedad  de  la  familia,  y 
de  esta  suerte  la  vida  conyugal  viene  a  tornarse  en 
un  continuado  martirio,  por  no  haber  escuchado  en 
tiempo  la  voz  de  la  razón  y  de  la  conciencia.  ¡Qué 
lágrimas!  ¡qué  de  amarguras!  ¡qué  existencia  tan 
atormentada ! 

Pero  suspendamos,  hermanos  míos,  tan  tristes  co- 
mo ingratas  reflexiones:  apartemos  la  vista  de  este 
cuadro  lastimoso,  para  considerar  la  segunda  obli- 
gación de  los  casados,  que  es  la  paciencia. 

Sería  preciso  que  los  casados  viviesen  como  ánge- 
les, para  no  tener  nunca  disgustos  entre  sí;  y  raya 
en  lo  imposible  el  que  algunas  veces  no  les  ocurran 
quejas  y  contestaciones,  a  menos  que,  animados  siem- 
pre del  temor  de  Dios,  se  ejerciten  de  continuo  en  la 
santa  virtud  de  la  paciencia.  Pero  el  demonio,  ene- 
migo de  Dios  y  de  la  salvación  de  las  almas,  dice 
San  Gregorio,  siembra  a  menudo  entre  los  casados 
la  discordia  y  la  división.  Ya  se  vale  de  la  mujer, 
de  su  extravagancia,  de  su  orgullo,  de  su  obstina- 
ción, de  su  pertinacia,  de  su  vanidad,  y  acaso  tam- 
bién de  su  lengua  y  de  sus  imprecaciones  como  en  el 
caso  del  santo  Job,  para  afligir  y  desesperar  al  ma- 
rido. Ya  excita  el  carácter  inquieto  y  sombrío,  o 
impetuoso,  feroz  y  arrebatado  del  marido,  o  se  apro- 
vecha del  negro  humor  que  engendran  en  él  los  re- 
veces en  los  negocios  o  lo  afanoso  de  los  empleos, 


144 


¡.ÍANUEL  JOSE  MOSQUERA 


para  angustiar  y  atormentar  a  la  mujer.  De  la  una 
o  de  la  otra  manera  no  faltan  ocasiones  de  disgus- 
to y  de  pesar  para  entrambos;  y  ¿qué  marido  puede 
tomarse,  cuando  estas  ocasiones  se  multiplican  casi 
con  los  días? 

Yo  bien  sé  que  no  hay  peor  tormento  para  una 
mujer  vigilante,  recta,  consagrada  al  desempeño  de 
sus  deberes,  que  el  tener  que  sufrir  todos  los  días 
el  genio  adusto,  arrebatado,  y  acaso  también  algu- 
nas ocasiones  la  impudicia  de  su  marido:  que  estos 
defectos  no  son  talvez  característicos,  sino  la  con- 
secuencia del  juego,  de  la  embriaguez,  del  libertina- 
je y  de  la  disipación;  y  que  casi  siempre  se  altera 
la  paz  doméstica  por  el  olvido  del  temor  de  Dios  y  por 
la  relajación  de  las  costumbres.  No  es  menos  cierto, 
el  que  un  marido  laborioso,  pacífico,  prudente  y  mo- 
rigerado, se  halla  no  pocas  veces  fuera  de  sí,  y  en 
el  borde  de  la  desesperación,  cuando  da  con  una  mu- 
jer vana,  descuidada,  siempre  inclinada  al  placer  y 
a  la  ociosidad,  que  introduce  el  desorden  y  la  dila- 
pidación en  su  casa,  y  que  desconociendo  de  sus  de- 
beres, quiere  dominar,  movida  de  un  deseo  de  inde- 
pendencia incompatible  con  la  sociedad  conyugal. 
Conozco  que  en  todo  esto  se  ofrecen  dificultades 
diarias,  y  que  ellas  son  causa  de  resfriar  el  amor,  de 
riñas,  de  escándalos,  y  aun  de  otros  excesos  crimi- 
nales que  no  pueden  nombrarse.  Pero  no  hay  que 
maravillamos  de  ello;  no  hay  que  decir  con  los  ju- 


SERMONES 


145 


dios:  si  tal  es  la  suerte  de  los  casados,  mejor  es 
pet'manecer  soltero.  Esta  proposición  absurda  es 
falsa  por  dos  aspectos:  según  el  primero,  descono- 
ciendo las  fragilidades  de  la  humana  naturaleza, 
se  supone  que  sólo  en  el  matrimonio  hay  disgustos, 
cuando  abundan  en  todos  los  estados  de  la  vida ;  por 
el  segundo,  pretendiendo  hallar  sobre  la  tieura  un  es- 
tado en  que  la  paz  sea  inalterable,  se  propone  una 
pura  quimera ;  fuera  de  que  se  insinúa  una  cosa  con- 
traria a  la  voluntad  de  Dios,  la  cual  es  que  el  género 
humano  se  propague  por  medios  lícitos;  y  otra  cosa 
contraria  a  la  Providencia  de  Dios,  la  cual  no  niega 
a  nadie  los  dones  necesarios  para  consultar  y  asegu- 
rar su  vocación  en  el  estado  que  abrace.  El  verdade- 
ro, el  único  remedio  de  estos  males  está  en  la  pacien- 
cia, que  es  la  que  hace  hallar  paz  sobre  la  tierra,  y 
abrirse  las  puertas  del  cielo. 

En  efecto,  mis  hermanos,  la  paciencia  cristiana  es 
este  remedio,  porque  es  el  remedio  universal  para 
todos  los  males.  "Ella  es,  dice  San  Cipriano,  la  que 
mitiga  la  ira,  refrena  la  lengua,  gobierna  el  alma, 
conserva  la  paz,  endereza  las  costumbres,  sujeta  la 
rebeldía  de  la  carne,  reprime  el  entono  de  la  sober- 
bia, apaga  el  fuego  de  la  discordia,  contiene  el  des- 
mesurado poder  de  los  ricos  y  alivia  la  necesidad  de 
los  pobres.  Pero  ¿cuántos,  cuántos  hay  que,  picados 
y  resentidos  por  algún  agravio  real  o  imaginario, 

Sermones  - 10 


146 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


quisieran  luégo  ser  vengados  cruelmente,  sin  aguar- 
dar el  día  final  del  juicio?  Yo  los  exhorto,  continúa 
San  Cipriano,  a  que  abracen  conmigo  el  partido  de 
la  paciencia,  y  que  mientras  andamos  fluctuando  en 
medio  de  las  tempestades  y  vaivenes  del  mundo,  es- 
peren con  sosiego  a  que  llegue  el  día  de  las  venganzas, 
sin  atropellarse  a  tomarla  por  sus  manos".  Esta  doc- 
trina no  es  otra  cosa  que  la  amplificación  de  la  má- 
xima del  Salvador  a  sus  discípulos :  In  patientia  ves- 
fra  possidebitis  animas  vestras:  mediante  vuestra 
paciencia,  salvaréis  vuestras  almas.  Sí:  el  alma  se 
sustrae  a  si  misma  cuando  se  impacienta,  pero  so- 
metiéndose sin  murmurar  a  su  suerte,  se  posee  a  sí 
misma  y  posee  a  Dios;  porque  la  paz  de  la  vida  no 
consiste  en  no  sufrir,  sino  en  aceptar  los  trabajos 
que  Dios  nos  envía.  Este  es  el  gran  secreto  de  la 
felicidad  humana:  todo  lo  demás,  es  querer  lo  que 
nunca  puede  alcanzar  el  hombre  sobre  la  tierra. 

De  aquí  es  ya  fácil  deducir  la  regla  universal  de 
conducta  que  deben  observar  los  casados.  Llevad, 
pues,  mutuamente  las  cargas  del  matrimonio,  ayu- 
dándoos el  uno  al  otro,  para  llenar  la  ley  de  Dios. 
Entonces,  la  dulzura  y  la  condescendencia  recípro- 
cas harán  de  las  cruces  del  matrimonio  otros  tantos 
medios  de  santificación:  entonces  no  se  oirá  al  ma- 
rido maldecir  su  suerte  porque  no  le  obedece  au  mu- 
jer, ni  a  ésta  reclamar  la  falta  de  amor  de  aquél; 
entonces  el  marido  prudente  sabrá,  como  Job,  ven- 


SERMONES 


147 


cer  con  la  paciencia  y  la  circunspección  la  poca  hu- 
mildad de  su  mujer;  entonces  ésta,  a  imitación  de 
Santa  Mónica,  vencerá  la  dureza  de  su  marido.  Per- 
mitidme aquí,  mujeres  cristianas,  que  llame  vuestra 
atención  hacia  este  modelo  perfecto  de  la  virtud  de 
una  casa.  ¡Qué  injurias,  qué  asperezas  no  recibía  a 
cada  momento  esta  mujer  fuerte,  de  parte  de  Pa- 
tricio !  Sin  embargo,  llena  del  espíritu  del  cristianis- 
mo, sometida  con  una  plena  resignación  a  la  cruz 
que  Dios  le  había  enviado,  ni  de  sus  labios  salieron 
jamás  quejas  indiscretas,  ni  alteró  su  moderación 
con  su  esposo,  ni  acción  alguna  dejó  entrever  nunca 
que  la  paciencia  cristiana  se  hubiera  disminuido  en 
su  alma.  Noverat  haec,  non  resistere  irato  viro,  non 
tantum  fado,  sed  ne  verbo  quidem.  Sí:  Mónica  ha- 
bía aprendido,  nos  refiere  su  inmortal  hijo  Agustino, 
a  no  resistir  a  su  marido,  ni  por  hechos,  ni  aun  por 
palabras.  Y  ¿cuál  fue  el  resultado  de  esta  heroica 
paciencia?  El  que  corona  siempre  la  práctica  fiel  y 
constante  del  Evangelio.  Mónica  no  sólo  alcanzó  a 
ver  mudada  la  condición  dura  de  Patricio,  sino  tam- 
bién que  se  tornase  de  gentil  en  verdadero  y  perfecto 
cristiano. 

Ya  veo  que  la  natural  ligereza  del  sexo  hace  decir 
a  algunas  personas :  ¡  Y  qué !  ¿  es  dado  a  todas  la  alta 
y  heroica  virtud  de  Mónica?  Sin  duda,  el  ejemplo  no 
es  común,  y  por  eso  mismo  se  propone.  Pero  decid- 
me: ¿la  doctrina  del  Evangelio  obligaba  más  a  la  et- 


148 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


posa  de  Patricio,  gentil,  que  a  las  esposas  de  los 
cristianos?  ¿Hay  una  ley  para  el  perfecto  y  otra  para 
el  imperfect»?  ¿Ha  dicho  acaso  Jesucristo  que  una 
debe  ser  la  paciencia  de  la  mujer  fuerte,  y  otra  la 
de  aquella  que  apenas  sabe  llenar  sus  deberes?  No 
nos  preocupemos,  confundiendo  los  grados  de  per- 
fección a  que  sube  el  cristiano  cuando  abraza  los 
consejos  evangélicos,  con  la  obligación  estricta  de 
la  ley.  Diversos  grados  tiene  la  paciencia.  ¡Feliz, 
wril  veces  feliz,  aquel  a  quien  Dios  concede  no  sólo 
sufrir  sino  sufrir  con  alegría  y  desear  padecer  por 
Dios !  Esto  es  perfección.  Sufrir  con  humildad,  aun- 
que no  sin  amargura  y  dolor,  es  lo  que  a  todos  obliga. 

Ahora  bien,  hermanos  míos,  ¿qué  es  lo  que  os  im- 
pide sobrellevar  en  el  matrimonio  las  diferencias  del 
genio,  los  contratiempos  y  penalidades  de  la  vida? 
Si  vuestra  unión  no  fue  precedida  del  examen  y  dia- 
posiciones necesarias;  si  procedisteis  llevados  del 
ardor  de  la  edad,  del  interés  de  la  vanidad,  del  deseo 
de  los  placeres,  ¿es  defecto  del  matrimonio?  ¿es  ri- 
gor de  la  ley?  Culpa  es  vuéstra  y  de  vuestros  padres. 
El  vínculo  está  sellado  por  el  sacramento:  nadie, 
diga  lo  que  quiera  el  mundo  iluso,  nadie  sino  la 
muerte  puede  romperlo ;  y  mientras  dure,  no  pueden 
remediarse  ios  males,  ni  enmendarse  los  desaciertos, 
sino  por  la  paciencia :  In  patientia  vestra  possidebi- 
tis  animas  vestras.  Un  poco  de  moderación  remedia- 
ría males  infinitos  que  son  la  causa  de  otros  mucho 


SERMONES  149 

mayores,  los  cuales  destruyen  la  paz  doméstica  y 
llenan  al  mundo  de  escándalos.  Pero  como  1»  pacien- 
cia no  se  cultiva  sin  la  virtud  de  la  religió»,  hable- 
mos ya  del  deber  de  profesar  la  santidad;  que  es  la 
tercera  obligación  de  los  casados. 

No  hay  preocupación  más  general  en  el  mundo, 
que  la  de  considerar  la  santidad  como  una  cualidad 
exclusiva  de  los  claustros  y  del  sacerdocio,  y  de  la 
cual  sólo  pueden  participar  ciertas  personas,  que 
prescindiendo  del  matrimonio,  profesan  la  vida  es- 
piritual. Sin  duda,  hermanos  míos,  la  vida  perfecta 
que  abraza  los  consejos  evangélicos  no  es  cosa  pro- 
puesta a  la  multitud :  el  mismo  Jesucristo  distinguió 
bien  claramente  en  su  Evangelio  lo  que  era  de  rigu- 
rosa obligación  de  lo  que  sólo  era  de  consejo ;  y  por  no 
saber  distinguir  hasta  dónde  llega  en  cada  estado 
aquélla  y  dónde  comienza  éste,  caen  los  hombres  en 
mil  errores,  juzgándose  rectos  y  en  el  camino  del 
cielo,  cuando  andan  harto  distantes  de  él. 

Se  considera  comúnmente  el  matrimonio  como  un 
estado  de  goces  y  de  placeres:  se  piensa  que  la  se- 
veridad de  la  ley  cristiana  no  ha  sido  hecha  para  los 
casados;  que  les  es  lícita  la  vanidad  del  mundo,  el 
tumulto  de  su  desorden,  y  que  pueden  recorrer  sin 
riesgos  cuantos  lugares  infesta  el  aire  corrompido 
de  las  pasiones.  De  este  falso  sistema  de  ideas  que 
se  forman,  sin  reflexionar  siquiera  en  las  malas  con- 
secuencias que  puede  traer,  nace  el  olvido  de  las 


150 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


prácticas  religiosas  que  hoy  reina  en  los  matrimo- 
nios. La  frecuencia  de  los  sacramentos,  la  oración 
diaria,  la  puntual  asistencia  al  santo  templo,  todo 
es  considerado  como  una  carga  insoportable.  Bajo 
el  pretexto  de  no  profanar  los  sacramentos  por  la 
vida  conyugal,  se  reservan  para  el  tiempo  pascual: 
entre  tanto,  la  carne  y  la  sangre  van  adquiriendo 
más  dominio  sobre  el  alma ;  llega  el  tiempo  santo,  y 
entonces  la  pereza,  la  tibieza,  la  agitación  del  mundo, 
el  miedo  de  hallarse  criminal,  entrando  en  cuentas 
consigo  mismo,  y  talvez  un  principio  de  impiedad, 
engendrado  por  la  misma  vida  inútil,  hacen  que  de 
la  omisión  se  pase  al  abandono,  del  abandono  a  la 
relajación  y  de  la  relajación  a  la  impenitencia. 

Y  ved,  hermanos  míos,  que  al  describir  el  curso 
ordinario  que  lleva  la  vida  de  los  casados  en  nuestro 
siglo,  no  he  dicho  cosa  alguna  de  aquellos  que,  no 
creyendo  en  nada,  sólo  miran  el  matrimonio  como 
un  contrato  puramente  civil ;  que  comienzan  sus  pro- 
fanaciones desde  el  día  en  que  se  casan,  recibiendo 
sacrilegamente  un  sacramento  grande;  que  pasan 
una  vida  meramente  material,  sin  alimentar  jamás 
su  alma,  la  parte  más  noble  de  su  ser;  y  que  lejos 
de  procurar  arreglar  su  vida  a  la  piedad,  conside- 
rando que  les  espera  la  eternidad,  reducen  todo  el 
círculo  de  sus  relaciones  morales  a  las  cosas  perece- 
deras de  la  tierra.  Semejantes  hombres,  o  son  impíos 
por  sistema,  o  son  indiferentistas ;  y  por  consiguiente 


SERMONES 


151 


predicar  a  tales  gentes  la  santidad  de  la  vida  en  el 
matrimonio,  es  hablarles  un  lenguaje  desconocido, 
que  calificarán  de  locura  y  de  insipiencia,  y  harán 
de  ella  un  escándalo,  como  de  la  cruz  de  Cristo  los 
judíos.  No  hay  pocos  entre  nosotros  que  se  hallen 
en  tan  lamentable  estado;  pero  sería  preciso  empe- 
zar por  convencerlos  de  la  verdad  de  la  religión,  y 
ahora  no  nos  es  posible  entrar  en  tan  profunda  ma- 
teria, de  que  ya  hemos  hablado  en  los  años  anterio- 
res. Más  importante  es  dirigir  la  palabra  a  los  ver- 
daderos creyentes,  en  quienes  sólo  está  adormecida 
la  fe  y  que  todavía  tienen  por  regla  el  temor  de 
Dios. 

A  vosotros,  pues,  cristianos  casados,  digo  hoy  con 
la  Iglesia  lo  que  se  os  dijo  por  el  sacerdote  al  tiem- 
po de  uniros  en  matrimonio:  sed  santos,  vosotros  y 
toda  vuestra  casa,  pues  es  santo  nuestro  Dios  y  Se- 
ñor. Hé  aquí,  hermanos  míos,  que  la  obligación  os 
fue  intimada  con  tiempo;  mas  vosotros  la  hacéis 
írrita  por  preocupación  y  por  descuido. 

Dije,  primeramente,  por  preocupación;  pues  no 
atendéis  a  que  es  santo  el  estado  que  profesáis.  De 
cualquier  modo  que  se  mire  el  matrimonio,  no  puede 
dejar  de  confesarse  santo;  y  si  él  es  santo,  ¿con  qué 
honor  y  con  qué  reverencia  no  debe  tratarse  una  cosa 
santa?  ¿Se  llenará  esta  obligación  con  sólo  recibir 
santamente  el  sacramento?  No,  hermanos  míos.  "Es- 
ta es  la  voluntad  de  Dios,  dice  San  Pablo  —vuestra 


152  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


santificación — ,  absteniéndoos  de  toda  impureza  y 
sabiendo  guardar  cada  uno  su  cuerpo  en  santidad  y 
en  honor".  En  una  palabra,  durante  todo  el  curso 
de  la  vida  nada  es  permitido  que  sea  contra  la  san- 
tidad del  matrimonio  o  contra  la  modestia  cristia- 
na. Repito  que  no  todo  es  permitido  a  los  casados: 
tened  siempre  presente  esta  máxima,  para  saber 
arreglar  la  vida  conyugal  bajo  los  sabios  consejos 
de  un  varón  prudente  y  para  evitar  tantos  crímenes 
horrendos  que  se  cometen  en  el  matrimonio,  y  que 
son  causa  de  condenación  por  tantas  almas.  No  per- 
mita Dios  que  jamás  ofenda  yo  vuestros  oídos,  ni 
profane  este  lugar  con  enumeraciones  que  sólo  pue- 
den pasar  en  el  silencio  del  tribunal  de  la  peniten- 
cia. Pero  ¿cuántos  hay  que  se  creen  en  seguridad  de 
conciencia,  hallándose  cargados  de  delitos,  cuyo  pe- 
so los  agobia  hacia  el  infierno?  ¿cuántos  que  se  li- 
sonjean de  vivir  según  Dios  porque  no  son  infieles, 
y  macillan  todos  los  días  la  santidad  del  matrimonio? 
Cada  uno  examine  su  conciencia,  sin  sofocar  los  re- 
mordimientos:  observe  su  propia  conducta  a  la  luz 
indefectible  de  la  eternidad;  y  entonces  conocerá  que 
para  llenar  la  obligación  de  vivir  con  santidad  en  el 
matrimonio  es  preciso  imitar  el  ejem.plo  de  Zacarías 
y  de  Isabel :  "Ambos,  dice  el  Evangelista,  eran  justos 
a  los  ojos  de  Dios,  guardando,  como  guardaban,  todos 
los  mandamientos  y  leyes  del  Señor  irreprensible- 
mente" (Luc.  I,  6). 


SERMONES 


153 


Véase  ahí  en  lo  que  consiste  la  santidad  de  un  ma- 
trimonio. No  sólo  eran  aceptos  a  los  ojos  de  los 
hombres  por  la  exterioridad  de  su  vida,  sino  que  el 
mismo  Dios  los  hallaba  justos :  Erant  justi  ambo  an- 
te Deum.  No  contentos  con  llenar  los  deberes  gene- 
rales de  todo  fiel,  eran  puntuales  en  todo  lo  rela- 
tivo a  su  estado,  en  la  adversidad  y  en  la  prosperi- 
dad, teniendo  siempre  gran  celo  por  la  salvación  de 
sus  almas :  Incedentes  in  ómnibus  mandatis  et  jiisti- 
ficationibus  Domini.  En  ayuno  y  en  mutua  exhor- 
tación, en  vigilancia  y  oración,  ofreciendo  sacrificios 
en  el  templo,  suspiraban  por  gozar  de  Dios,  usando 
de  este  mundo  como  si  no  lo  poseyesen.  Así  vivían 
estos  grandes  santos  y  perfectísimos  casados;  así 
vivían  los  primeros  cristianos,  que  procuraban  imi- 
tar las  vidas  de  los  santos  como  reglas  seguras ;  pero 
hoy  que  se  quiere  escribirlo  todo,  hasta  la  moral  y 
la  fe,  ni  se  cree  nada  ni  se  observa  nada. 

Dije,  también,  por  abandono.  Y  a  la  verdad,  her- 
manos míos,  ¿qué  otra  cosa  podemos  pensar  de  vos- 
otros, cuando  se  os  ve  siempre  afanados  por  los  in- 
tereses temporales  del  matrimonio;  a  las  mujeres, 
casi  olvidadas  de  sí  mismas,  por  parecer  bien  y  no 
ser  menos  que  otras,  mientras  que  sólo  el  interés  del 
alma,  el  adorno  de  la  gracia  y  el  servicio  de  Dios  no 
merecen  de  ellas  cuidado  alguno  ni  atención?  ¿Qué 
hemos  de  decir  sino  que,  olvidados  de  que  el  estado 
es  santo  y  que  la  voluntad  de  Dios  es  que  os  santi- 


154 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


fiquéis  en  él,  abandonáis  al  Señor,  que  es  fuente  de 
aguas  vivas  y  dador  de  todo  don  perfecto,  para  se- 
guir los  placeres  de  la  tierra,  inflados  con  la  vani- 
dad del  mundo?  Esta  es  una  especie  de  indiferencia 
práctica  acerca  de  la  religión,  que  si  no  se  extiende 
a  las  creencias  y  profesión  de  las  verdades  revela- 
das, las  mina  sin  duda  sordamente ;  porque  en  cuanto 
está  de  su  parte,  imitan  los  cristianos  casados  a  los 
incrédulos,  no  dejando  más  diferencia  entre  su  vida 
y  la  de  éstos,  que  la  explícita  negación  de  los  mis- 
terios. 

Lamentable  ceguedad !  ¡  Y  qué  triste  es  el  estado  a 
que  ella  reduce  a  esos  infelices,  haciéndolos  inútiles 
para  sí  mismos,  para  sus  hijos,  para  su  familia, 
para  sus  prójimos;  inútiles  para  Dios,  cuya  volun- 
tad resisten ;  inútiles  para  todo  bien ;  aptos  sólo  para 
el  mal,  para  aumentar  los  escándalos  en  el  mundo, 
para  hacer  desaparecer  de  él  la  fe;  cabiéndoles  de 
este  modo,  como  a  los  judíos  que  crucificaron  a  Je- 
sucristo Nuestro  Señor,  el  triste  y  desventurado  ofi- 
cio de  ser  los  instrumentos  de  la  iniquidad,  en  el 
cumplimiento  de  las  profecías !  Cada  uno  examine  su 
conciencia  sobre  la  perpetua  omisión  en  que  hoy  se 
vive  acerca  de  los  deberes  de  la  religión,  y  juzgue  si 
sus  obras  pueden  darle  alguna  esperanza  fundada  de 
salvación. 

Vengamos  ahora  a  la  importante  obligación  de  la 
fidelidad  conyugal.  Ella  es  el  más  esencial  de  los 


SERMONES 


155 


deberes  de  un  consorte  para  con  el  otro,  y  el  objeto 
directo  de  la  solemne  promesa  que  se  dieron  al  unir- 
se. Los  mismos  libertinos,  que  violan  esta  preciosa  y 
delicada  virtud,  se  ven  obligados  a  respetarla,  por- 
que su  mérito  es  tan  eminente  que  brilla  hasta  a  los 
ojos  de  los  ciegos.  ¡Extrañas  contradicciones  las  de 
los  juicios  del  mundo  corrompido !  Ríese  de  la  virtud, 
pero  estima  a  los  que  la  practican ;  acaricia  al  vicio, 
y  no  obstante  menosprecia  a  los  que  se  manchan  con 
él;  tiende  lazos  a  la  fidelidad  y  vitupera  con  oxe- 
cración  a  los  que  la  violan.  De  esta  suerte,  la  virturl 
conyugal  es  sobre  la  tierra  como  una  soberana  des- 
tronada, a  quien  quedan  pocos  subditos  fieles,  pero 
que  conserva  al  mismo  tiempo  todos  sus  honores; 
cuyo  poder  se  halla  abatido,  mas  sin  perder  su  ma- 
jestad el  prestigio;  que  no  tiene  quien  la  obedezca, 
y  es,  con  todo,  reverenciada  hasta  de  los  mismos  re- 
beldes. 

¿Y  quién  creyera,  pregunta  San  Juan  Crisóstomo, 
que  se  hallasen  infidelidades  en  los  matrimonios  cris- 
tianos, cuando  el  fuerte  vínculo  de  la  religión  debie- 
ra reprimir  a  los  casados  para  no  cometerlas?  Se  en- 
cuentran, sin  embargo,  dice  este  Padre,  porque,  ol- 
vidados ellos  del  temor  de  Dios  por  falta  de  piedad, 
la  rebeldía  de  la  carne  se  sobrepone  a  la  ley  del  es- 
píritu. Sí:  ésta  es  la  causa  de  que  se  empleen  arbi- 
trios para  agradar  a  otros  que  a  los  propios  esposos ; 
de  que  se  haga  un  tráfico  de  la  noble  prenda  de  la 


156  f^lANUEL  JOSE  MOSQUERA 

fidelidad  para  satisfacer  deseos  eriminales;  de  que 
se  llegue  hasta  el  extremo  de  dar  frutos  que  no  per- 
ter.cceii  a  la  unión  conyugal.  Y  no  es  sólo  la  mtse- 
rable  debilidad  del  sexo  frágil,  dice  San  Cipriano, 
la  que  mancha  tan  feamente  el  lecho  nupcial.  Es  to- 
davía más  general  el  desorden  de  parte  de  los  ma- 
ridos, principalmente  entre  aquellos  cuya  fe  enfer- 
ma no  es  ya  para  su  conciencia  esa  luz  viva  que 
descubre  hasta  los  menores  defectos;  pues  de  tal 
manera  la  deja  adormecida,  que  llega  a  reputar  co- 
mo una  especie  de  castidad  el  no  multiplicar  sus  ex- 
cesos con  una  liviandad  vaga  y  siempre  activa :  Qua- 
si  genus  est  castitatis,  uxoribus  paiicis  esse  conten- 
tum,  et  intra  certum  conjugum  numerum  fraena  li- 
bidinum.  continere.  ¡  Oh  abominaciones !  ¡  Y  se  come- 
ten por  cristianos  y  por  cristianas,  y  no  se  teme  son- 
rojar a  los  mismos  cielos  con  ellas!  ¡Qué!  Porque 
Dios  las  ve  y  las  sufre,  ¿son  menos  criminales,  lle- 
van consigo  menos  títulos  para  atraer  sobre  la  tierra 
los  castigos  de  Sodoma  y  de  Gomorra? 

Suspendamos  unos  pormenores  que  mancillarían 
la  castidad  de  la  palabra  divina.  Pero  permitidme 
que  pregunte  a  los  infieles:  ¿por  qué  no  tienen  rubor 
de  prevaricar?  ¿No  les  es  bastante,  dice  San  Juan 
Crisóstomo,  cuanto  a  su  debilidad  concede  el  matri- 
monio para  remedio  de  la  incontinencia?  ¿Cómo  se 
atreven  a  arrebatar  lo  que  no  les  pertenece?  ¿No  han 
oído  que  Jesucristo  condenó  hasta  una  sola  mirada 


SERMONES 


157 


con  deseo  prohibido?  Desde  luego  son  pocos  los  que 
se  atreven  a  despreciar  esta  doctrina;  pero  muchos 
los  que  se  ultrajan  con  sus  obras;  muchos  los  que 
temen  parecer  culpables  delante  de  los  hombres,  y 
no  recelan  siquiera  de  que  Dios  los  ve  y  de  que  en 
el  día  último  han  de  aparecer  con  toda  la  vergüenza 
de  su  infidelidad.  Si  a  lo  menos  al  cometer  sus  de- 
litos en  oculto  reflexionasen  en  las  deplorables  con- 
secuencias que  les  acarrean  para  el  tiempo  y  para 
la  eternidad,  conocerían  la  enorme  deformidad  de 
ellos  y  huirían  luégo,  luégo  del  pecado,  como  se  huye 
a  la  presencia  de  una  culebra,  según  la  expresión  de 
la  Escritura.  Harían  más  todavía:  suspirarían  en- 
tonces por  hacerse  dignos  de  las  bendiciones  que 
Dios  tiene  prometidas  a  los  esposos  que  viven  en 
amor,  en  paciencia,  en  santidad  y  en  fidelidad  in- 
violable. 

Pero  yo  me  regocijo,  hermanos  míos,  en  este  mo- 
mento, con  una  dulce  esperanza  que  inunda  mi  alma 
de  indecible  consuelo,  al  considerar  que  sñ  hay  es- 
cándalos, también  hay  ejemplos  de  virtud ;  y  que  és- 
tos, más  bien  que  mis  palabras,  serán  un  móvil  po- 
deroso para  enderezar  a  los  que  van  desviados  del 
camino  del  cielo. 


SERMON 


PARA  LA  CUARTA  DOMINICA  DE  CUARESMA.  SOBRE 
EL  MATRIMONIO.  DE  LA  OBLIGACION  DE  EDUCAR 
CRISTIANAMENTE  A  LOS  HIJOS. 

Et  vas,  paires .  . .  f ilios  Teatros  edneste  in  disci- 
plina, et  correptione  Dooiini. 

Y  vosotros,  padres,  educad  vuestros  hijcfi,  ins- 
truyéndolos j  corrigiéndolos  según  el  Señor. 

(Ephes.  VI,  4.) 

Hay  una  necesidad  en  todos  loe  sigilos  y  en  todos 
los  pueblos,  digna  de  ser  mirada  con  el  más  cuida- 
doso esmero  y  con  una  atención  esi)€cial,  porque  de 
ella  dependen  la  dicha  o  la  infelicidad  de  los  indivi- 
duos, de  las  familias,  de  las  naciones  mismas.  Ha- 
blo, hermanos  míos,  de  la  educación  religiosa  de  los 
hijos,  que  es  el  lazo  que  une  a  los  hombres,  a  los 
pueblos  y  a  las  g'eneraciones  que  se  suceden.  Entre 
los  infinitos  males  que  el  filosofismo  ha  causado  y 
sigue  causando  entre  nosotros,  debe  enumerarse  co- 
mo mayor  y  de  una  influencia  más  general  y  perni- 
ciosa, el  de  haberse  casi  olvidado  la  educación  reli- 
giosa de  la  juventud.  S«  ha  pensa<k)  en  hacerla  ra- 


160 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


zonadora :  se  la  ha  querido  formar,  a  un  mismo  tiem- 
po, en  las  lenguas,  en  la  filosofía,  en  las  ciencias 
exactas,  en  la  política,  en  el  arte  difícil  de  curar  y 
qué  sé  yo  en  cuantos  más  ramos  del  saber  humano; 
pero  la  ciencia  de  las  ciencias,  la  que  forma  el  cora- 
zón, la  que  enseña  los  deberes,  la  que  hace  al  hombre 
un  ser  prácticamente  racional,  llenando  todas  sus 
obligaciones  por  conciencia;  la  moral  cristiana,  her- 
manos míos,  inseparable  de  todo  el  conjunto  que 
compone  el  sistema  del  Evangelio,  es  apenas  mirada 
como  una  cosa  que  puede  ser  útil  para  la  gente  rús- 
tica, privada  de  la  ciencia  del  eálculo  y  de  las  mane- 
ras y  conveniencias  de  la  sociedad  culta.  Yo  no  me 
asombro  de  que  ésta  sea  la  opinión  de  los  filósofos 
de  nuestro  suelo,  porque  en  todo  el  mundo  lo  que  se 
llama  filosofía  no  es  más  que  abuso  de  la  filosofía  y 
sistema  de  error.  Pero  que  los  padres  de  familia  que 
profolfcn  el  Evangelio  de  nuestro  Señor  Jesucristo, 
que  se  dicen  hijos  de  la  Iglesia  católica,  sigan  el 
mismo  error,  ya  prácticamente  por  abandono,  ya  con 
sistema  fijo,  es  cosa,  señores,  que  apenas  puede  con- 
cebirse. Con  todo,  es  cierto  que  así  sucede :  lo  vemos, 
lo  palpamos,  lo  lloramos,  y  después  de  gemir  delante 
del  Señor,  sólo  puede  consolarse  nuestro  ministerio 
subiendo  a  la  cátedra  de  la  verdad  para  anunciar  a 
estos  padres  desnaturalizados  sus  maldades  y  para 
reprender  sus  pecados. 

Ved,  hermanos  míos,  que  sin  rodeos  ni  artifíeios 


SERMONES 


161 


os  digo,  desde  el  principio  de  mi  discurso,  el  grande 
y  delicado  asunto  con  que  voy  a  ocupar  vuestra 
atención  en  esta  tarde.  Embarazado  con  la  impor- 
tancia y  extensión  de  la  materia,  al  formar  )ni  pl;'i- 
tica  anterior  sobre  los  deberes  de  los  casados,  cono- 
cí muy  bien  que  aun  no  alcanzaría  en  una  &ola  a  des- 
envolver el  gravísimo  asunto  del  deber  de  la  educa- 
ción religiosa  de  los  hijos:  y  no  sé  si  temo  más  no 
poder  llenar  cumplidamente  mi  ministerio  en  este 
día,  o  no  alcanzar  a  decir  lo  bastante,  para  desper- 
tar a  los  padres  de  familia  del  profundo  letargo  en 
que  viven  en  el  presente  siglo  acerca  de  la  primera 
y  más  esencial  de  sus  obligaciones.  Mas,  sea  de  esto 
lo  que  fuere,  yo  no  diré  hoy  cosa  alguna  que  no  esté 
fundada  en  la  santa  Escritura,  en  los  Padres  y  en  la 
enseñanza  de  la  Iglesia.  Disgustaré  sin  duda  al  filó- 
sofismo,  amargaré  a  muchos  que  viven  en  una  fal- 
sa tranquilidad,  y  no  pocos  se  burlarán  de  mis  pala- 
brr.s;  porque  ciertamente  ellas  no  pueden  ser  de  la 
aprobación  del  tolerantismo  o  indiferencia  absoluta 
en  materia  de  religión.  ¡Feliz,  mil  veces  feliz,  si  el 
ministerio  que  ejerzo  logra  hoy  este  fruto! 

No  hablo  exaltado:  ni  quiera  Dios  que  yo  venga 
jamás  a  ponderar  los  pecados  de  mi  pueblo,  para  te- 
ner el  torpe  placer  de  reprenderlo.  Hablo  alarmado, 
sí,  por  la  inmoralidad  que  crece  cada  día  con  las  nue- 
vas generaciones  y  amenaza  a  la  religión,  a  la  pa- 

Sermones  -  11 


162 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


tria,  a  las  familias  y  a  los  individuos.  Nuestra  socie- 
dad, digámoslo  con  franqueza,  está  enferma,  y  lo  es- 
tá precisamente  por  la  mala  educación,  por  la  falta 
de  educación  cristiana,  por  las  doctrinas  subversivas 
que  la  ganan  como  la  gangrena.  Esta  es  la  verdade- 
ra llaga  de  la  patria ;  mal  que  la  mina,  que  la  destru- 
ye y  que  acabará  por  reducirla  a  un  esqueleto,  única 
cosa  que  quedará,  cuando  se  evapore  la  corrupción 
que  la  mata. 

Porque  al  mismo  tiempo  que  vuelan  por  todas  par- 
tes los  libros  irreligiosos  que  introduce  la  criminal 
codicia  de  los  mercaderes,  la  parte  religiosa  de  la 
educación  de  nuestra  juventud  es  tan  superficial,  pe- 
netra tan  poco  su  corazón,  que  la  moral  no  tiene  en 
ella  ninguna  garantía  de  permanencia.  Tanto  en  la 
educación  pública,  como  en  la  doméstica,  hay  prác- 
ticas piadosas,  pero  de  rutina,  sin  que  hagan  sentir 
esas  profundas  sensaciones  que  duran  por  toda  la  vi- 
da, y  que  sólo  se  causan  por  el  ejercicio  del  corazón 
en  la  virtud,  sostenido  por  el  ejemplo  de  los  padres 
y  maestros,  y  animado  por  una  fe  viva  y  eficaz.  Mas 
¿quiénes  son  los  que  así  desempeñan  el  alto  y  hon- 
roso magisterio  de  la  infancia  y  de  la  juventud? 
¿Dónde  están  los  padres  de  familia  que  cuidan  las 
semillas  de  la  fe  y  de  la  piedad  en  los  corazones  de 
sus  hijos,  como  la  parte  más  preciosa  de  su  vida,  de 
la  vida  racional  ?  ¿  Dónde  hallaremos  padres  cuyo  ce- 
lo los  constituya  en  pastores  vigilantes  de  sus  hijos, 


SERMONES 


163 


para  separarlos  de  las  garras  de  los  lobos  que  los  pue- 
den devorar  y  para  alimentarlos  con  el  pasto  de  la  di- 
vina enseñanza  del  Evangelio?  Bien  sé  que  no  ha 
desaparecido  enteramnte  la  fe  de  la  tierra,  y  que  le 
quedan  todavía  amigos  fieles  a  la  virtud.  Pero  ¡qué 
corto  es  su  número!  ¿Y  qué  son  unos  pocos  hombres 
piadosos,  para  corregir  el  mal  sólo  con  su  ejemplo? 
Según  van  las  cosas,  hermanos  carísimos,  nos  perde- 
remos sin  remedio,  nos  hundiremos  en  el  abismo  de 
la  corrupción  a  que  nos  arrastra  precipitadamente 
la  irreligiosidad  práctica  y  sistemática  en  que  se 
educa  nuestra  juventud:  todo  perecerá  en  nuestro 
suelo:  religión,  patria,  instituciones  de  todo  género, 
nada  quedará  cuando  acabe  de  desencadenarse  el  im- 
petuoso filosofismo,  que  tiene  ya  ganado  un  gran 
dominio  entre  nosotros.  ¡  Qué  porvenir  tan  triste,  tan 
horroroso,  el  que  se  ofrece  a  mi  imaginación! 

Y  bien,  ¿quiénes  son  los  que  pueden  poner  un  di- 
que a  este  torrente  devastador?  No  me  digáis  que  el 
Pastor  y  sus  zagales:  no  invoquéis  el  oficio  de  los 
sacerdotes.  Reconocemos  desde  luego  sin  dificultad 
que  tenemos  una  inmensa  responsabilidad  delante  de 
Dios,  si  no  levantamos  nuestra  voz,  si  no  la  hacemos 
resonar  como  la  trompeta,  para  amonestar,  repren- 
der y  corregir;  mas  al  mismo  tiempo  nos  damos  a 
nosotros  mismos  el  testimonio  de  no  haber  cesado  de 
clamar  constantemente  contra  la  impiedad ;  de  haber 
dado  siempre  el  alarma  contra  sus  continuos  y  atre- 


164 


AíANUEL  JOSE  MOSQUERA 


vidos  embates.  Así,  pues,  como  el  mal  proviene,  her- 
manos míos,  de  la  educación  doméstica  y  de  la  edu- 
cación pública,  y  de  que  en  una  y  otra  se  cuida  mu- 
cho de  lo  transitorio  y  se  abandona  el  único  necesa- 
rio, la  religión,  la  moral,  la  felicidad  eterna  de  las  al- 
mas; a  los  padres  y  a  todo  maestro  y  superior  que 
participan  de  la  paternidad,  es  a  quienes  especial- 
mente incumbe  esta  obra  de  educar  a  los  hijos  ins- 
truyéndolos y  santificándolos  en  el  Señor;  y  así  a 
todos  ellos  digo  con  el  Apóstol :  Et  vos,  paires,  filies 
vestros  edúcate  in  disciplina  et  correptione  Domini. 

Hé  aquí  en  estas  palabras  de  San  Pablo  resumido 
cuanto  hay  que  decir  sobre  la  educación  religiosa  de 
los  hijos,  Y  para  fijar  claramente  el  asunto  de  mi 
discurso,  digo  que  la  educación  religiosa  es  necesa- 
ria; y  que  ella  debe  ir  acompañada  de  condiciones 
indispensables.  Os  hablaré,  pues,  de  la  necesidad  y 
de  los  medios  de  la  educación  religiosa.  Imploremos 
los  auxilios  de  la  gracia.  Ave,  María. 

I 

Educar  los  hijos  solamente  para  la  vida  natural, 
es  lo  que  hacen  hasta  los  mismos  brutos  desprovis- 
tos de  razón:  educarlos  también  para  la  vida  social, 
lo  hacen  los  infieles,  que  carecen  de  las  luces  de  la 
fe ;  educarlos  para  Dios  y  para  su  Iglesia,  es  el  deber 
más  importante  de  un  padre  cristiano.  Si  la  razón  le 
hace  conocer  la  necesidad  de  una  educación  civil  que 


SERMONES 


165 


les  dé  la  capacidad  de  llenar  los  empleos  del  mundo, 
la  fe,  elevando  sus  miras  a  lo  alto,  les  hace  sentir  la 
obligación  de  una  educación  cristiana,  que  los  habili- 
te para  cumplir  con  los  deberes  de  la  religión  y  para 
servir  a  su  Creador.  Porque  ¿  qué  es  lo  que  un  padre 
da  a  su  hijo?  Nada  más  que  la  virtud  natural;  pero 
ésta  misma,  y  toda  su  existencia  la  debe  sólo  a  Dios. 
"No  soy  yo,  no,  decía  a  sus  hijos  la  generosa  madre 
de  los  MJacabeos,  quien  os  ha  dado  el  espíritu  que  os 
anima,  ni  la  vida  de  que  gozáis.  No  he  formado 
vuestros  miembros ;  ignoro  aun  el  modo  como  apare- 
cisteis en  mi  seno.  El  Creador  del  mundo,  autor  de 
todas  las  cosas,  es  quien  da  ser  al  hombre  y  le  hace 
nacer".  Sí ;  El  es  quien  le  inspira  ese  soplo  de  vida  y 
quien,  haciéndolo  a  su  propia  imagen  y  semejanza, 
lo  constituye  rey  en  la  tierra  y  poco  menos  que  los 
espíritus  celestiales.  El  cuerpo  de  pecado,  según  la 
expresión  del  Apóstol,  ese  cuerpo  manchado  con  la 
culpa  original,  que  infesta  el  alma  y  que  mantiene 
una  guerra  constante  contra  el  espíritu;  hé  aquí  el 
funesto  beneficio  que  un  padre  da  a  su  hijo,  conside- 
rándolo sin  relación  a  la  vida  religiosa. 

Pero  yo  me  represento  a  Jesucristo  Nuestro  Se- 
ñor, padre  universal  de  los  hijos  de  los  cristianos, 
que  al  momento  que  el  infante  sale  de  las  aguas  del 
bautismo  dice  a  sus  padres,  como  la  hija  de  Faraón 
cuando  sacó  a  Moisés  de  las  aguas  del  Nílo:  recibid 
este  niño  que  acaba  de  renacer  por  la  gracia;  edu- 


166 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


cádmelo,  que  yo  os  daré  la  recompensa.  Yo  os  lo  con- 
fío, porque  nadie  en  la  tierra  podrá  tener  ni  más 
ternura,  ni  más  autoridad,  ni  más  interés  para  obrar 
su  felicidad  que  vosotros,  que,  habiéndolo  engendra- 
do en  pecado,  lo  recibís  ya  limpio  de  esa  mancha  y 
enriquecido  con  el  celestial  sello  de  hijo  de  Dios.  Tal 
me  parece  ser  el  lenguaje  sublime  de  la  religión  ca- 
da vez  que  regenera  a  los  hijos  de  los  hombres  en 
las  aguas  del  bautismo.  No  espera  la  Iglesia  a  que 
los  niños  hayan  llegado  a  la  edad  perfecta,  sino  que 
desde  la  misma  infancia  los  llama,  los  doctrina,  los 
corrige,  los  encamina  por  las  sendas  del  Señor.  Veni- 
te,  filii,  audite  me:  timorem  Domini  docebo  vos.  (Ps. 
XXXIII,  12.) 

Y  ciertamente,  cuando  no  tuviéramos  un  precep- 
to divino  tan  estricto  de  educar  religiosamente  a  los 
hijos,  la  misma  naturaleza  de  la  condición  del  hom- 
bre lo  impondría,  pues  teniendo  la  religión  y  la  mo- 
ral una  conexión  esencial,  no  puede  enseñarse  ésta 
sin  inspirar  aquélla. 

De  aquí  es  que  los  principios  religiosos  en  la  edu- 
cación son  útiles  aun  para  facilitarla.  Porque  si  se 
desea  hacer  francos  y  sinceros  a  los  niños,  para  me- 
jor dirigirlos  conociendo  sus  verdaderas  disposicio- 
nes, es  preciso  persuadirles  de  que  sus  palabras  y 
hasta  sus  pensamientos  son  conocidos  de  Dios ;  si  se 
quiere  que  sean  dóciles  a  las  diversas  lecciones  con 
que  se  les  instruye,  es  necesario  que  un  motivo  supe- 


SERMONES 


167 


rior  y  eficaz  obre  en  su  espíritu,  cual  es  el  conoci- 
miento de  q«e  la  autoridad  con  que  se  les  enseña 
tiene  su  orig-en  en  Dios ;  si  se  aspira  a  que  la  grati- 
tud y  el  reconocimiento,  o,  mejor  dicho,  el  amor, 
sea  en  ellos  el  móvil  de  sus  aciones  para  guiarlos  por 
una  obediencia  voluntaria,  es  indispensable  comen- 
zar por  encender  en  sus  corazones  el  amor  a  Dios, 
como  a  su  Creador,  conservador,  benefactor,  remu- 
nerador  y  Señor  universal,  cuya  voluntad  debemos 
hacer  en  todo.  De  esta  manera,  presidiendo  la  reli- 
gión a  los  primaros  sentimientos  de  la  naturaleza, 
los  dirige,  los  purifica  y  los  eleva  tanto  sobre  las  pa- 
siones, que  la  rebeldía  de  éstas  no  puede  alcanzar 
triunfo. 

Ahora  bien,  señores,  extendiéndose  más  allá  de  la 
Infancia  esta  saludable  influencia  de  los  principios 
religiosos,  presentarán  ellos  en  toda  la  duración  de 
la  vida  el  más  poderoso  resorte  que  concebirse  pueda 
para  practicar  la  virtud.  Observemos  que  la  ley  divi- 
na, para  conducir  a  los  hombres  al  bien,  reúne  en  su 
objeto  todos  los  géneros  de  la  universalidad:  la 
universalidad  de  las  personas:  porque  desde  el  es- 
píritu más  simple  e  inculto  hasta  el  genio  más  vasto 
y  profundo,  todos  pueden  conocerla  igualmente  y 
sentir  la  necesidad  de  conformarse  y  someterse  a 
ella :  la  universalidad  de  las  acciones :  porque  no  hay 
virtud  que  no  prescriba,  ni  perfección  que  no  acon- 
seje, vicio  que  no  condene,  ni  crimen  que  no  casti- 


168  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


gue:  la  universalidad  de  las  circunstancias,  pues  que 
ella  sigue  al  hombre  en  todas  las  vicisitudes  de  la 
vida,  manda  a  todas  sus  acciones  públicas  o  secre- 
tas, penetra  hasta  en  el  pensamiento,  y,  no  contenta 
con  vedar  el  pecado,  encadena  la  voluntad,  sofoca 
los  malos  deseos  y  echa  fuera  del  alma  toda  idea  me- 
nos recta.  Y  como  la  educación  religiosa  no  es  otra 
cosa  que  ejercitar  al  tierno  niño  en  la  veneración  y 
guarda  de  la  ley  divina,  resulta  de  aquí  que  seme- 
jante educación  hace  que  todos  los  deberes  civiles  o 
domésticos,  asociados  al  cumplimiento  de  la  ley  di- 
vina, se  sostengan  por  ella  y  adquieran  un  vigor  que 
no  puede  darles  sino  la  conciencia,  dentro  de  cuyo 
santuario  vela  la  Religión  por  sus  propios  intereses, 
por  los  de  la  Patria  y  por  los  del  mismo  individuo. 

¿Quién  creyera,  hermanos  míos,  que  unos  princi- 
pios tan  claros,  tan  perceptibles,  hubieran  de  ser 
desconocidos  por  los  hombres  ?  ¿  y  no  como  se  quiera 
por  los  hombres  comunes  y  de  pocos  alcances,  sino 
por  aquellos  que,  mejor  dotados  por  la  Providencia, 
se  denominan  ellos  mismos  filósofos  y  se  creen  lla- 
mados a  arreglarlo  todo  sin  Dios  ?  Así  es,  sin  embar- 
go; pues  la  incredulidad,  cubriéndose  con  el  manto 
de  la  filosofía,  pretende  que  no  se  hable  de  Dios  a 
los  niños  en  sus  primeros  años :  dice  que  la  educación 
religiosa  debe  reservarse  para  la  adolescencia,  es  de- 
cir, para  aquella  edad  llena  de  peligros  y  de  alusio- 


SERMONES 


169 


nes,  en  que  el  joven  comienza  a  reclamar  ciertos 
derechos  y  las  pasiones  a  ejercer  su  funesto  influjo. 

¡Oh  incrédulos,  hombres  de  pecado  y  falsos  polí- 
ticos! ¿Quién  será  bastante  necio  para  no  percibir 
a  primera  vista  el  interés  que  os  inspira  semejante 
pretensión,  semejante  lenguaje?  A  imitación  de 
aquellos  insectos  devastadores  de  los  jardines,  que 
destruyen  las  plantas  cortando  bajo  la  tierra  su^. 
raíces,  vosotros  también,  para  facilitar  y  llevar  a 
cabo  vuestros  planes  destructores  de  la  religión, 
aplicáis  a  su  raíz  vuestros  mortíferos  dientes. 

No  lo  dudéis  ni  un  solo  instante,  hijos  míos.  Así 
es  como  intenta  la  falaz  filosofía  desecar  en  los  cora- 
zones la  santa  piedad,  que  tan  fuerte  resistencia 
opone  a  sus  doctrinas  y  lecciones:  ella  quiere  que 
sea  entregada  absolutamente  a  su  enseñanza  seduc- 
tora, a  sus  ejemplos  todavía  más  seductores  y  a  mer- 
ced de  las  propias  pasiones,  una  juventud  sin  princi- 
pios y  sin  experiencia;  una  juventud  tan  vacía  de 
conocimientos  que  la  ilustren,  como  incapaz  de  razo- 
namientos que  la  defiendan  contra  sí  misma  y  con- 
tra los  que  la  seduzcan  y  embauquen :  ella  se  desvive 
por  adueñarse  de  la  juventud  en  esa  edad  crítica  y 
peligrosa,  para  hallársela  más  susceptible  a  sus  in- 
sinuaciones, más  dócil  a  sus  exhortaciones,  más  obe- 
diente a  sus  mandatos,  más  complaciente  a  los  escán- 
dalos, más  fácil  de  ser  corrompida  bajo  de  todos 
respectos :  en  una  palabra,  ella  tiene  en  mira  arreba- 


170 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


tar  la  religión  a  la  infancia,  para  que  no  la  adquiera 
jamás ;  y  el  verdadero  objeto  que  se  propone  en  no 
hablrr  cíe  Dios  en  la  primera  edad,  es  el  de  preparar 
de  este  modo  la  guerra  contra  Dios  en  la  edad  pos- 
terior. 

Pero  ¿no  es  ciero  aue.  abandonada  o  por  lo  menos 
descuidada  la  educación  religiosa  en  la  primera  edad, 
y  una  vez  pasado  aquel  tiempo  precioso,  que  es  el  de 
aprender  la  religión,  ya  después  las  mismas  necesi- 
dades de  la  vida  y  otras  mil  cosas  impiden  al  hombre 
formar  su  corazón?  No  hablemos  de  la  clase  menes- 
terosa que  necesita  de  todo  su  tiempo  para  ganar  la 
vida :  aquellos  mismos  que,  viviendo  en  medio  de  las 
comodidades,  están  en  aptitud  de  gozar  mejor  del 
tiempo  ¿qué  es  lo  que  puede  hacer  para  este  altísimo 
deber  de  formar  su  corazón,  en  una  edad  que  es  pro- 
piamente la  de  su  entrada  en  el  mundo,  es  decir,  en 
aquel  teatro  donde  todo  ha  de  seducirlos  y  encantar- 
los; donde  los  buenos  ejemplos,  si  existen,  son  apenas 
como  pequeños  destellos  en  lóbrega  noche,  y  donde 
la  religión  ocupa  el  ínfimo  lugar,  donde  colocada 
allí  para  recibir,  en  vez  de  homenajes,  miradas  de 
desprecio?  No  obstante,  quiero  suponer  que  en  me- 
dio de  la  agitación  de  aquella  edad,  y  de  las  distrac- 
ciones que  por  todas  partes  le  ofrece  el  mundo,  al- 
cance a  sonar  en  los  oídos  de  los  jóvenes  el  lenguaje 
de  la  religión.  Pues  entre  este  severo  lenguaje,  des- 
conocido para  ellos,  y  las  máximas  seductoras  del 


SERMONES 


171 


mundo;  entre  los  bienes  lejanos  del  cielo,  de  que  no 
tiene  sino  una  vadera  idea,  y  los  placeres  de  la  tierra 
nue  están  trozando;  entre  l^s  privaciones  que  impone 
la  ley  divina  y  los  proces  multiplicados  que  lisonjean 
las  pasiones;  en  tal  situación,  /.por  aué  lado  se  deci- 
dirán nnienes  no  han  a.1imentf)do  en  su  alma  desde  la 
infancia  las  ideas  d»  Dios,  de  la  conciencia,  de  la 
etei*nidad?  Bien  nudiera  vo  apelar  aouí  a  vuestra 
propia  experiencia  para  aue  me  respondieseis;  núes 
por  el  abandono  en  nue  se  halla  tantos  años  há  la 
educación  relip'iosa.  estáis  viendo  y  palpando  hechos 
semeiantes  a  la  suposición  sobre  aue  reflexiono;  y 
ojalá  oue  vosotros  mismos  no  hayáis  tenido  que  su- 
frir en  vuestra  propia  familia  los  terribles  efectos  de 
la  falta  de  rehVión  en  la  juventud.  Pero  quiero  más 
bien  continuar  mis  reflexiones,  contrayéndome  a  las 
circunstancias  peculiares  de  la  edad. 

Y  ciertamente,  hermanos  míos,  ,yo  no  alcanzo  a 
comprender  cómo  haya  quien  pueda  imaeinar  que 
en  la  edad  de  las  pasiones,  y  de  pasiones  tanto  más 
fogosas  cuanto  que  comienzan  entonces  a  fermentar, 
tanto  más  activas  cuanto  que  las  excitan  los  ejem- 
plos, tanto  más  ciepas  cuanto  que  parecen  autoriza- 
das por  muchos  usos  recibidos;  pero  que  en  esta 
edad,  digro,  teng-an  poder  alguno  discursos  puramen- 
te metafísicos  sobre  los  inconvenientes  del  vicio; 
pues  las  inclinaciones  de  la  naturaleza,  aguijoneadas 
así  por  tantos  incentivos,  no  llegará  najmás  a  repri- 


172 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


mirse  por  meros  cálculos  de  utilidad.  Es  preciso  ha- 
llarse fascinado  por  la  incredulidad  para  pensarlo, 
para  afirmarlo  y  enseñarlo.  Si  jóvenes  educados  con 
esmero  en  los  principios  de  la  religión,  fortalecidos 
con  sólidas  instrucciones  y  penetrados  del  amor  de 
Dios,  experimentan  una  guerra  continua  contra  las 
tentaciones  de  toda  especie,  ¿qué  será  de  los  que  lle- 
gan a  esa  edad  crítica  sin  haberse  precabido  contra 
los  peligros  con  los  sagrados  documentos  de  la  reli- 
gión? El  Espíritu  Santo  tiene  declarado  lo  que  les 
.sucederá:  "Los  vicios  de  la  mocedad  penetrarán  has- 
ta la  medula  de  'íns  huesos,  y  los  seguirán  hasta  el 
nolvo  del  sepulcro" :  Ossa  ejus  implebuntur  vitiis  ado- 
lescentiae  ejus,  et  cum  eo  in  pulvere  dormient.  (Job. 
XX,  II.) 

Sin  embargo,  contra  verdades  tan  luminosas,  con- 
tra la  evidencia  de  los  hechos,  alegan  los  filosofis- 
tas,  para  oponerse  a  la  enseñanza  de  la  religión  a  los 
niños,  que  la  infancia  concibe  siempre  ideas  groseras 
de  la  Divinidad,  y  que  en  lugar  de  hacérseles  cris- 
tianos, se  les  haría  antropoteístas.  Si  semejante 
argumento  fuera  sugerido  por  la  buena  fe,  bastaría 
para  refutarlo  la  consecuencia  misma  que  de  él  se 
seguiría,  conviene  a  saber,  que  siendo  el  vulgo  siem- 
pre infante  en  esta  materia,  sería  también  preciso 
privarlo  de  toda  instrucción  religiosa ;  y  yo  ignoro  si 
ha  habido  hasta  ahora  hombre  alguno  que  haya  osa- 
do afirmar  seriamente  un  absurdo  tan  perjudicial  y 


SERMONES 


173 


tan  monstruoso:  los  mismos  ateos  que  anegaron  la 
Francia  en  sangre  reprobaron  un  error  de  tal  enor- 
midad, no  sólo  en  sus  leyes  sobre  el  culto  cristiano, 
sino  hasta  en  el  delirio  del  culto  de  la  teofilantropía. 
Pero  ¿  cuál  es  el  mal  que  puede  resultar  de  que  la  in- 
fancia no  tenga  en  sus  nociones  religiosas  ni  la  exac- 
titud del  teólogo,  ni  la  claridad  del  hombre  versado 
en  las  letras  ?  La  fe  es  tan  simple  para  el  sabio  como 
para  el  ignorante ;  para  el  rey  como  para  el  pastor ;  y 
el  pontífice  y  el  más  humilde  cristiano  no  creen  de 
diverso  modo.  Todo  vendría  a  parar  en  que  el  niño  no 
tiene  los  motivos  o  fundamentos  de  credulidad  que 
posee  el  hombre  ilustrado  y  reflexivo;  que  no  sabrá 
toda  la  economía  de  la  religión,  de  cuyo  conocimiento 
necesita  el  teólogo  para  enseñar ;  pero  creerá  simple- 
mente y  con  humildad,  apoyado  en  la  autoridad  de 
sus  padres,  en  la  de  sus  maestros,  y  en  la  de  la  socie- 
dad entera;  pues  el  testimonio  doméstico,  el  público 
del  magisterio  y  el  alto  y  venerable  del  culto,  tienen 
sobre  él  tanta  fuerza  como  la  que  ejercerían  en  un 
hombre  de  letras  y  de  talento  despejado  los  sublimes 
escritos  de  los  más  grandes  apologistas  de  la  reli- 
gión. ¿Y  qué  nos  importa  que  el  niño  se  convenza  y 
lleno  su  alma  con  los  sentimientos  de  la  religión,  sólo 
por  la  autoridad,  o  que  lo  consiga  por  otros  medios 
más  científicos  ?  Mas  en  último  análisis,  la  autoridad 
es  siempre  la  que  obra  en  todo  caso ;  con  la  diferen- 
cia que  el  niño  se  somete  a  una  autoridad  más  direc- 


174 


MANLTLL  JOSE  MOSQUERA 


ta,  y  el  hombre  formado  la  acepta  por  medios  o  mo- 
tivos más  dilatados  por  el  examen.  Entre  los  dos,  no 
será  más  religioso,  ni  por  consiguiente  más  moral, 
el  que  tenga  más  numerosos  motivos  para  creer, 
sino  aquel  que  creyere  la  verdad  revelada  con  mayor 
humildad  y  la  practicare  con  mayor  fidelidad.  Lo 
esencial  es  conocer  a  Dios  por  aquellas  propiedades 
o  atributos  que  tienen  relación  con  nosotros,  venerar 
su  omnipotencia,  honrar  su  santidad,  adorar  su  sa- 
biduría, bendecir  su  providencia,  temer  su  justicia 
y  amar  su  bondad.  ¿  Y  cuál  es  el  niño,  por  rústico  que 
se  le  suponga,  que  no  conciba  estas  ideas  y  no  experi- 
mente en  su  alma  las  emociones  que  ellas  excitan? 
Pues  a  estas  mismas  ideas  pueden  reducirse  las  no- 
ciones g-enerales  sobre  los  misterios  qu'i  da  el  cate- 
cismo y  los  principios  de  moral  que  comprende. 

Lejos  de  ser  impropia  la  edad  de  la  infancia  para 
enseñar  la  religión,  es,  por  el  contrario,  el  tiempo 
más  favorable  de  la  vida  para  hacer  conocer,  amar  y 
practicar  las  santas  reglas  que  ella  nos  impone. 
Preguntad  a  los  hombres  experimentados  en  la  ar- 
dua empresa  de  una  buena  educación,  a  los  padres 
de  familia  vigilantes,  que  saben  aprovechar  los  días 
y  los  momentos  para  formar  el  corazón  de  sus  hijos. 
Ellos  os  dirán  que  en  la  edad  tierna  es  cuando  los 
principios  de  la  fe  y  de  la  moral  se  graban  más  pro- 
fundamente en  la  memoria;  cuando  las  verdades 
cristianas  hieren  más  vivamente  el  espíritu ;  cuando 


SERMONES 


175 


los  tiernos  afectos  de  la  piedad  conmueven  más 
poderosamente  el  corazón.  Ni  puede  ciertamente  ser 
de  otra  manera.  Porque  si  esa  edad  no  es  el  tiempo 
de  la  reflexión,  sí  es  el  de  la  docilidad.  Todavía  sin 
hábitos  buenos  ni  malos,  un  niño  es  como  una  cera 
blanda  dispuesta  a  recibir  la  forma  que  se  le  dé:  su 
corazón  puro  comienza  a  ejercitarse  amando  al  Crea- 
dor, y  esto  solo  basta  para  dejar  en  él  con  este  sen- 
timiento, el  más  noble  y  grande  que  puede  concebir- 
se, el  origen  fecundo  de  mil  acciones  buenas;  su  al- 
ma inocente  tiene  entonces  la  dicha  de  usar  de  sus 
potencias  conociendo  la  verdad,  practicando  la  regla 
de  las  costumbres  y  aborreciendo  el  vicio.  Así  nos  lo 
enseña  el  Espíritu  Santo,  mandando  instruir  y  corre- 
gir al  niño  desde  la  infancia,  porque  pasado  ese 
tiempo  se  endurecerá,  no  creerá  a  su  padre  y  ven- 
drá a  ser  para  éste  un  objeto  de  amargo  dolor.  ¡  Oh 
hombres  ciegos,  seducidos  por  los  engañosos  siste- 
mas de  una  falsa  filosofía!  En  vano  esperáis  mori- 
gerar a  vuestros  hijos,  cuando,  habiendo  ignorado  en 
la  infancia  los  principios  salvadores  de  la  religión, 
se  hallen  ya  agitados  por  la  efervescencia  de  la  ju- 
ventud: en  vano  pretenderéis  entonces  apartarlos 
del  vicio,  inculcándoles  la  justicia  de  Dios  que  no  han 
conocido;  pues  no  les  fueron  enseñados  los  precep- 
tos divinos  cuando  su  corazón  no  tenía  interés  en 
que  fuesen  falsos,  y,  corrompido  ya  luégo,  ciego  y 


17G 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


lleno  dü  hábitos  malos,  será  preciso  nada  menos  que 
un  milagro  de  la  Providencia  para  mudarlo. 

Concluyamos,  pues,  hennanos  míos,  por  recono- 
cer com.o  una  verdad  incontrovertible,  indudable, 
sancionada  por  todos  los  siglos  y  todos  los  pueblos, 
e  indestructible  por  los  sofismas  de  la  incredulidad: 
que  es  no  solamente  útil,  sino  también  absolutamen- 
te necesario  el  que  la  educación  sea  religiosa  desde 
la  infancia;  para  que,  desarrollándose  la  razón  bajo 
la  tutela  de  la  fe,  se  identifiquen  los  primeros  jui- 
cios y  razonamientos  del  hombre  con  los  primeros 
actos  religiosos  nacidos  de  la  misma  fe.  Porque  una 
vez  que  las  enseñanzas  de  ella  hayan  caído  en  los 
espíritus  inocentes,  cual  preciosas  semillas  en  tierra 
virgen,  germinarán  allí  antes  que  nazca  la  cizaña  de 
las  pasiones,  echarán  profundas  raíces  y  llevarán 
con  el  tiempo  frutos  abundantes  de  virtud.  Sólo  así 
puede  haber  verdadera  moral  privada  y  pública:  to- 
do lo  demás  es  fiar  la  dicha  de  los  pueblos  y  de  los 
individuos  a  la  merced  de  las  pasiones,  siempre  im- 
petuosas y  malignas,  cuando  desde  la  infancia  no  se 
ha  aprendido  a  sujetarlas.  Pero  para  ello  es  también 
indispensable  que  a  la  educación  religiosa  se  unan 
la  instrucción,  el  ejemplo,  la  vigilancia  y  la  correc- 
ción: medios  de  hacer  efectiva  la  buena  educación, 
y  que  recorreré  brevemente  en  la  segunda  parte  de 
este  discurso. 


SERMONES 


17. 


II 

Al  considerar  a  un  niño  que  comienza  a  usar  de 
la  razón,  hallamos :  que  él  necesita  ante  todo  conocer 
sus  deberes,  y  esto  se  consigue  insruyéndolo ;  que 
ha  menester  confirmarse  en  la  práctica  de  estos  de- 
beres, o  lo  que  es  lo  mismo,  recibir  estímulos  que  se 
la  faciliten ;  y  el  ejemplo  se  lo  allana  todo :  que  le  es 
preciso  verse  libre  de  los  peligros  que  rodean  su  in- 
experiencia y  su  debilidad  ;  y  la  vigilancia  se  los  ale- 
ja :  en  fin,  que  tendrá  (jue  enmendar  las  faltas  inevi- 
tables de  su  fragilidad ;  y  la  corrección  las  castiga  y 
las  evita  para  lo  sucesivo. 

Pero  cuando  coloco  la  instrucción  por  primer  me- 
dio de  la  educación  cristiana,  no  pretendo  por  cierto 
que  se  haya  de  enseñarlo  todo  a  la  juventud,  pro- 
curando llenarla  de  nomenclaturas,  de  generalidades 
y  áe  índices  de  libros:  que  es  el  gran  vicio  que  hoy 
reina,  aun  con  relación  a  lo  más  profundo  de  las 
ciencias  profanas,  y  que,  desnaturalizando  la  noble 
institución  del  magisterio  público,  colma  d»  males  a 
la  sociedad,  sin  darle  un  solo  bien.  La  religión,  infi- 
nitamente sabia  como  su  Autor,  lo  que  quiere  es  que 
nada  se  ignore  de  las  relaciones  que  hay  entre  e! 
Creador  y  la  criatura;  pero  deja  en  plena  libertad  al 
hombre  para  que,  después  de  adquiridas  las  nocio- 
nes religiosas  que  le  da,  añada  a  ellas,  si  le  place,  con 

Sermones — 12 


178 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


el  estudio  y  la  meditación,  cuanto  pueda  ayudarle 
a  considerarlas  bajo  diversos  aspectos,  y  a  descubrir 
más  y  más  sus  bellezas ;  que  tal  debe  ser,  en  último 
resultado,  y  no  otro,  el  fin  de  toda  ciencia.  Hablo, 
pues,  de  la  instrucción  desde  este  punto  de  vista 
general,  pero  contrayéndome  por  ahora  a  su  base  y 
fundamento,  que  es  la  instrucción  religiosa. 

Cuando  el  Señor  dio  a  Moisés  su  ley  santa  para 
promulgarla  al  pueblo  hebreo,  no  encargó  sino  que 
se  trasmitiese  de  generación  en  generación,  hacien- 
do de  cada  padre  un  maestro  y  un  pastor:  Docebis 
ea  fiiios  ac  nepotes  tuos  (Deut.  IV,  9).  De  aquí  de- 
beremos deducir  que  los  padres  están  obligados  a 
enseñar  a  sus  hijos  el  dogma  y  la  moral;  lo  que  de- 
ben creer  y  lo  que  deben  practicar.  Sin  duda  no  hay 
quien  no  convenga  en  esta  máxima ;  pero  que  en  rea- 
lidad se  observe,  como  es  debido,  es  cosa  que  no  ve- 
mos y  cuya  omisión  llena  de  amargura  a  los  corazo- 
nes cristianos.  Nada  más  común  que  juzgar  haber 
llenado  un  deber  tan  importante  con  hacer  repetir 
de  memoria  a  los  niños  el  símbolo  de  la  fe  y  alguna» 
partes  dei  catecismo.  Esto  no  es  enseñar  instruyen- 
do: es  sólo  dar  nociones  vagas,  qpue  se  repiten  pero 
que  no  se  entienden;  que  se  pronuncian  con  los  la- 
bios pero  qu^  no  entran  en  el  espíritu  y  en  el  corazón. 
Instruir  en  4a  religión,  es  expUcar  y  desenvolver  1© 
que  la  doctrina  encierra,  para  que  las  verdades  san- 
tas penetren  hasta  lo  íntimo  del  espíritu,  como  la 


SERMONIS 


179 


lluvia  penetra  la  tierra,  y  para  que  sus  saludables 
preceptos  vayan  a  grabarse  hondamente  en  el  cora- 
zón; es  reiterar  con  frecuencia  la  misma  lección 
hasta  que  haya  vencido  la  ligereza  de  la  edad :  es,  en 
una  palabra,  hacer  entender  lo  que  se  enseña  y  amar 
la  verdad  y  los  preceptos  que  se  proponen. 

Permitidme  preguntaros  ahora:  ¿desempeñáis  de 
este  modo  el  deber  tan  sagrado  de  instruir  a  vues- 
tros hijos  en  la  ley  santa  del  Señor?  ¿Habéis  procu- 
rado que  la  creencia  de  los  dogmas  cautive  perfec- 
tamente su  ascenso?  ¿Habéis  inculcado  en  sus  almas 
inocentes  los  mandamientos  de  Dios  y  de  la  Iglesia, 
haciéndolos  respetar  y  mirar  su  fiel  observancia  co- 
mo el  deber  más  esencial  del  cristiano?  No,  herma- 
nos míos,  no  es  así  como  se  obra  en  nuestros  días. 
Mientras  que  se  desvelan  los  hombres  por  que  sus 
hijos  recorran  las  clases  de  las  diversas  ciencias, 
aprendan  las  artes  de  recreo  y  se  ejerciten  en  loe 
usos  de  urbanidad  y  cultui-a,  les  dejan  abandonar  lo 
único  necesario,  que  es  la  salvación,  para  la  cual  es 
indispensable  que  sepan  su  religión.  Pero  ¿qué  digo, 
su  religión?  ¿La  tienen  acaso  los  que  anteponen  las 
cosas  vanas  y  transitorias  del  siglo  a  las  sólidas  y 
eternas  de  la  vida  futura?  San  Pablo  califica  de 
apóstata  al  que  no  cuida  de  la  cristiana  educación  de 
sus  hijos ;  y  yo  no  dudo  repetir  con  el  grande  Após- 
tol que  quien  no  enseña  la  religión  a  sus  hijos,  ha 
negado  fli  fe,  y  aun  se  hace  peor  que  el  infiel:  Si 


180 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


quís  sourum,  et  máxime  domesticorum,  curam  non 
habet,  fidem  negavit,  et  est  infideli  deíerior  (I.  Ti- 

moth  V,  8).  Así,  pues,  perdidos  son  tantos  afanes 
como  tomáis  para  que  vuestros  hijos  sean  grandes 
letrados,  hombres  distinguidos  en  el  mundo,  hábiles 
en  todo  género  de  conocimientos,  si  al  mismo  tiem- 
po les  dejáis  ignorar  los  misterios  de  la  religión  y 
sus  preceptos :  no  hacéis  en  ello  otra  cosa  que  inutili- 
zarlos para  Dios,  para  sus  semejantes  y  para  sí  mis- 
mos, en  sus  propios  estudios:  Inútiles  facti  sunt  in 
studiis  suis  (Rom.  III,  13) :  aprenden  el  mal,  y  no 
hay  entre  ellos  quien  haga  el  bien,  no  hay  uno  solo: 
Non  est  qui  faciat  bonum,  non  est  usque  ad  unum 

<Ps.  xm,  3). 

Pero  de  todas  las  lecciones  que  podéis  dar  a  vues- 
tros hijos,  la  primera,  la  principal,  la  más  meritoria, 
la  más  eficaz,  es  vuestro  ejemplo.  En  todos  los  tiem- 
pos se  ha  reconocido,  y  lo  enseña  San  Agustín,  que 
hace  más  impresión  lo  que  se  ve  qse  lo  que  se  oye: 
las  palabras  dan  idea  de  la  obra,  el  ejemplo  presenta 
la  obra  misma:  los  discursos  pueden  persuadir,  el 
ejemplo  arrastra.  Ahora  bi«n,  en  ninguna  edad  obra 
con  más  eficacia  el  ejemplo,  que  en  la  infancia;  por- 
que los  niños  son  de  suyo  imitadores,  y  lo  son  por  la 
debilidad  de  su  razón  y  porque  Dios  los  ha  hecho  así 
para  que  se  instruyan  por  el  lenguaje  de  los  hechos. 
¿Y  cuál  más  poderoso  que  el  de  la  vida  de  los  mis- 
mos padres,  en  quienes  la  autoridad  más  dulce  y 


SERMONES 


181 


más  venerable  reúne  cuanto  pueda  apetecerse  para 
la  instrucción,  para  la  exhortación  y  para  el  estímu- 
lo? Ternura,  respeto,  razonamientos,  el  hábito  mis- 
mo, todo  conspira  a  persuadir  al  niño  de  que  es  legí- 
timo cuanto  ve  en  sus  padres :  por  sentimiento  y  por 
convicción  se  cree  libre  de  toda  falta  cuando  obra 
como  ellos.  El  más  sabio  de  los  hombres  declara  que 
por  el  ejemplo  se  instruyó  en  la  virtud:  Quod  quum 
vidissem,  posui  in  corde  meo :  el  exemplo  didisci  dis- 
ciplinam  (Prov.  XXIV,  32.)  Que  vuestros  hijos  os 
vean  observar  los  preceptos  de  Dios  y  de  la  Ig-lesia, 
y  ellos  los  guardarán  también :  que  vean  en  vosotros 
la  piedad  ejercitada,  y  ellos  también  la  practicarán. 
Vuestra  caridad  los  hará  caritativos;  vuestra  hu- 
mildad, humildes;  vuestra  fidelidad  a  los  deberes 
paternales,  los  hará  exactos  observantes  de  los  de- 
beres filiales,  i  Oh !  y  qué  espectáculo  tan  tierno,  tan 
edificante,  presentaría  la  casa  de  un  padre  de  fami- 
lia que  pudiera  decir  a  sus  hijos,  como  San  Pablo  a 
sus  discípulos  de  Corinto:  "Sed  mis  imitadores,  co- 
mo yo  lo  soy  de  Jesucristo!"  (I*  Cor.  XI,  1.).  Confe- 
semos, empero,  con  dolor,  que  los  rnalos  ejemplos  son 
más  comunes  que  los  buenos ;  y,  lo  que  es  más  deplo- 
rable,, que  tienen  mayor  eficacia  aquéllos  que  éstos. 
Así  es  que  casi  todos  los  defectos  de  los  hijos  vienen 
de  sus  padres;  porque  teniendo  siempre  a  sus  ojos 
un  espectáculo  inmoral,  necesariamente  ha  de  con- 
taminarlos tan  maligna  influencia.  Buscad,  si  no, 


182  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


hijos  sensatos,  de  padres  libertinos;  hijas  modestas 
de  madres  desenvueltas  y  vanas.  Si  hay  algunas 
excepciones,  son  bien  raras,  y  por  lo  común  vienen 
de  una  educación  virtuosa  recibida  lejos  de  la  casa 
paterna,  o  más  bien  son  el  efecto  de  la  omnipoten- 
cia de  la  gracia,  que  se  complace  en  hacer  ostenta- 
ción de  su  benéfico  poder,  para  hacer  lucir  más  la 
virtud  cerca  del  vicio.  Pero  hablad  de  buena  fe,  pa- 
dres escandalosos,  y  decidme  si  esa  relación  insopor- 
table, si  esa  venganza  hasta  por  cosas  las  más  pe- 
queñas, si  esa  maledicencia  de  todas  horas,  si  esa 
desocupación  continua  y  causa  de  todos  los  vicios, 
nacieron  con  vuestros  hijos.  No,  que  son  la  copia  de 
vuestro  modelo.  ¿  Por  ventura  aquel  y  aquel  de  vues- 
tros hijos,  vinieron  al  mundo  impíos,  rebeldes  para 
con  Dios  y  para  con  la  sociedad,  enemigos  de  la  Igle- 
sia, despreciadores  de  los  sacramentos  y  del  sacer- 
docio? No,  que  son  la  copia  de  vuestro  modelo.  ¿Y 
esas  jóvenes  vanas,  amadoras  de  sí  mismas  y  del 
fausto,  tan  olvidadas  de  Dios  y  de  la  eternidad,  tan 
entregadas  a  relaciones  peligrosas,  y  que  siempre 
están  pensando  en  los  bailes  y  en  el  teatro,  las  dis- 
teis acaso  a  luz,  ¡oh  madres  escandalosas!  con  tales 
hábitos  y  disposiciones?  No;  que  son  la  copia  de 
vuestro  modelo.  ¡Infelices!  mejor  habría  estado  pa- 
ra vosotros  que  os  hubieran  echado  a  lo  profundo  del 
mar  con  una  piedra  al  cuello,  antes  que  hubieseis  es- 
candalizado a  uno  solo  de  vuestros  hijos.  Y  no  ale- 


SERMONES 


183 


guéis  que  no  han  faltado  lecciones  de  virtud  en  vues- 
tras familias,  y  que  las  habéis  exhortado  a  su  ejer- 
cicio; porque  ¿qué  otra  cosa  han  podido  hacer  unas 
lecciones  frías  e  informales,  que  enseñar  práctica- 
mente la  criminal  hipocresía  de  los  fariseos,  que  di- 
cen una  cosa  y  hacen  otra? 

Quiero  ahora  suponer  que  con  el  ejemplo  y  la  doc- 
trina instruís  a  vuestros  hijos  en  sus  deberes.  Pues 
también  se  necesita  cuidar  de  que  los  cumplan,  y  pa- 
ra ello  tenéis  que  emplear  una  atenta  vigilancia,  una 
inspección  exacta  y  continua.  Sin  esta  asidua  vigi- 
lancia para  prevenir  sus  faltas  alejando  de  ellos  las 
ocasiones;  para  moderar  el  fuego  de  las  pasiones 
cortando  con  cuanto  pueda  fomentarlas ;  para  evitar, 
en  fin,  todo  aquello  que  propenda  a  imprimir  en  el 
ánimo  inclinaciones  torcidas,  no  hay  que  esperar  que 
se  conserve  esa  inocencia  del  corazón,  dote  tan  ines- 
timable como  delicada  y  tan  importante  para  la  feli- 
cidad temporal  como  para  la  eterna;  don  divino, 
necesario  para  progresar  en  la  piedad,  necesario  pa- 
ra hacer  con  fruto  cualquier  género  de  estudios, 
necesario,  en  fin,  para  la  conservación  misma  de  la 
salud  del  individuo.  Sin  esta  asidua  vigilancia,  la  ju- 
A'entud  adquiere  prematuramente  la  ciencia  del  mal, 
sigue  las  sendas  del  error  y  de  la  destrucción,  se  de- 
grada, haciéndose  esclava  de  las  pasiones  y  encena- 
gándose en  el  vicio.  Desgraciadamente  la  experien- 
cia nos  prueba  todos  los  días  que  es  más  común  de 


184 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


lO  que  se  cree  la  pérdida  de  los  hijos,  por  la  falta  de 
vigilancia  en  los  padres.  Piensan  éstos  haber  hecho 
mucho  con  ciertas  precauciones  nocturnas;  pero  ¿no 
es  evidente  que  las  compañías  ordinarias  de  los  hi- 
jos, los  libros  que  leen  y  estudian,  los  escándalos  que 
se  ofrecen  a  su  vista,  los  deseos  antojadizos  satisfe- 
chos con  una  condescendencia  punible,  están  testifi- 
cando otras  tantas  emisiones  de  la  vigilancia  pater- 
na? Y  siendo  esto  así,  ¿habremos  de  extrañar  el  que 
los  padres  sean  los  últimos  que  saben  los  desórdenes 
de  sus  hijos?  Lo  que  sí  debe  asombrarnos,  y  mucho, 
es  que  aun  después  de  conocer  faltas  graves,  y  hasta 
escandalosas,  no  se  piense  siquiera  en  corregir  ni  en 
castigar. 

Y,  sin  embargo,  advertir,  amonestar,  corregir  y 
castigar,  son  cosas  esencialísimas  en  la  educación. 
Nada  hay  más  expr-.-so  en  las  Santas  Escrituras,  que 
el  deber  de  la  corrección  que  tienen  los  padres  y 
superiores :  a  cada  paso  inculca  el  sabio  las  ventajas 
de  la  corrección  y  las  funestas  consecuencias  de  la 
impunidad.  Si  no  hay  poder  alguno  sobre  la  tierra 
cuya  autoridad  no  se  sostenga  por  las  correcciones 
y  castigos,  ¿cómo  será  posible  que  la  autoridad  pa- 
terna haga  eficaces  sus  instrucciones  para  la  obser- 
vancia de  la  moral,  si  los  transgresores  quedan  impu- 
nes? La  edad  de  la  niñez  no  es  susceptible  de  re- 
flexiones, ni  obra  en  ella  el  amor  de  una  manera 
constante.  El  temor  es  casi  siempre  el  único  princi- 


SERMONES 


185 


pió  que  la  reprime  para  no  desviarse,  y  es  tanto  más 
necesario  en  la  juventud,  cuanto  que  ella  há  menes- 
ter de  más  fuerte  freno.  No  obstante,  este  temor  no 
existe,  y  no  dudamos  asegurar  que  la  indulgencia 
liabitual  de  los  padres  es  la  causa  más  común  de  la 
relajación  de  sus  hijos  aunque  éllos  no  dejen  nunca 
de  atribuir  el  mal  a  otras  causas  diversas,  y  no  a  las 
ocasiones  que  por  negligencia  no  evitaron,  ni  a  los 
desvíos  que  por  flojedad  no  corrigieron.  Padres  hay, 
entre  tanto,  y  no  pocos,  que  se  irritan,  y  talvez  has- 
ta un  arrebatamiento  inexplicable,  por  ciertas  faltas 
de  sus  hijos  en  materias  que  no  tocan  sino  a  intere- 
ses temporales ;  pero  en  aquellas  otras  faltas  que  son 
contra  la  piedad  y  la  religión,  pasan  por  encima,  si 
es  que  llegan  ellas  a  parecerles  siquiera  reprensibles. 
Hé  aquí  un  origen  fecundo  del  desorden  de  las  cos- 
tumbres: disimúlanse  las  faltas  contra  la  religión, 
pónese  así  a  Dios  en  menosprecio,  olvídase  de  todo 
punto  su  santo  temor;  y  una  vez  perdido  el  temor 
del  Señor,  ya  no  hay  probidad,  no  hay  recato,  no  hay 
moral,  no  hay  virtud  alguna. 

Yo  sería  interminable,  hermanos  míos,  si  quisiera 
continuar  discurriendo  sobre  este  interesantísimo 
asunto.  Pero  el  mal  que  deploro  es  harto  conocido 
por  una  diaria  y  dolorosa  experiencia ;  y  ya  he  dicho 
lo  bastante  para  despertar  a  los  padres  de  su  letargo, 
para  reprender  su  indiferencia,  para  condenar  su 


186 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


impiedad.  Así,  concluyo  recordando  a  aquéllos  en 
quienes  hayan  hecho  alguna  impresión  mis  palabras, 
y  que  quieran  ya  de  veras  volver  sobre  sus  pasos,  el 
grande  ejemplo  que  deben  seguir,  el  de  la  ilustre 
Santa  Mónica,  de  que  anteriormente  les  he  hablado; 
y  repitiendo  a  todos  con  el  Apóstol :  "Y  vosotros,  pa- 
dres, educad  vuestros  hijos,  instruyéndolos  y  corri- 
giéndolos en  el  Señor".  Amén. 


SERMON 


TARA  LA  QUINTA  DOMINICA  DE  CUARESMA,  SOBRE 
EL  MATRIMONIO 


DE  LOS  DEBERES  DE  LOS  HIJOS  PARA  CON  LOS  PADRES 

FUI,  a  juTentute  toa  excipe  doctrinam,  et  us- 
que  aá  eanos  invenies  sapientiam. 

Hijo  mió,  abraza  desde  tu  juventud  la  bue- 
na doctrina,  y  adquirirás  una  sabiduría  que  du- 
rará hasta  el  fin  de  la  vida. 

(EccU.  VI,  18.) 

No  sé  ciertamente,  hermanos  míos,  cómo  he  de 
hablar  en  esta  tarde  a  la  juventud  a  quien  dirijo 
mis  exhortaciones  cuando  no  puedo  dejar  de  re- 
flexionar que  pasaron  ya  por  desgracia  los  tiempos 
venturosos  en  que  la  edad  respetaba  a  la  edad,  el 
estado  al  estado  y  el  carácter  natural  humano  al 
carácter  sobrenatural  del  sacerdocio  del  cristianis- 
mo. Ofrécese  en  este  día  a  mi  imaginación  una  in- 
numerable multitud  de  hijos  de  cristianos,  que  de- 
ben ser  el  consuelo  de  la  Iglesia,  la  esperanza  de  la 


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MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


patria,  el  apoyo  de  sus  familias.  Mas  al  lado  de  es- 
ta perspectiva  de  objetos  tan  interesantes  y  queri- 
dos, se  presenta  también  a  mi  espíritu  la  triste  y 
aterradora  idea  dei  genio  del  mal,  que  en  este  sig'lo 
sensual  y  soberbio  hace  que  toda  carne  se  corrom- 
pa desde  el  principio  en  sus  caminos,  y  que  todos  los 
pensamientos  se  inclinen  a  la  maldad  desde  la  ado- 
lescencia. Lleno  de  pavor  me  pregunto  a  mí  mismo, 
y  lo  pregunto  también  a  las  personas  que  me  ro- 
dean :  ¿  Qué  podremos  aguardar  de  ésta  nuestra  ju- 
ventud, para  la  Iglesia  y  para  la  patria?  Observo 
que  todos  nos  hallamos  confusos  y  embargados  pa- 
ra dar  una  respuesta  decisiva,  al  paso  que  lamen- 
tamos a  una  voz  la  fatal  influencia  que  el  germen 
de  la  depravadora  filosofía  está  ejerciendo  en  esa 
tierra  virgen,  tan  apta  para  llevar  frutos  de  santi- 
dad y  de  vida,  como  para  producirlos  mortíferos  y 
destructores.  La  misericordia  de  Dios  no  nos  deja 
presentir  clara  y  distintamente  todo  lo  malo  y  ad- 
verso que  nos  amenaza ;  pero  todos  los  días  decimos 
de  las  generaciones  que  crecen,  aunque  en  un  sen- 
tido diverso  que  el  del  profeta  al  recibir  a  Jesús  en 
el  templo :  "Hé  aquí  la  ruina  o  la  resurrección  de  la 
sociedad." 

Ya  comprendéis  bien,  jóvenes  míos  muy  amados, 
que  yo  considero  vuestra  edad  como  le  época  críti- 
ca de  la  vida  que  debe  decidir  de  vuestra  dicha,  en 
el  tiempo  y  en  la  eternidad :  que  contemplándoos  co- 


SERMONES 


189 


mo  que  deberéis  un  aía  reemplazar  a  vuestros  pa- 
dres, a  vuestros  maestros,  a  vuestros  magistrados, 
a  vuestros  pastores;  en  una  palabra,  como  que  ha- 
bréis de  ser  vosotros  mismos  los  miembros  impor- 
tantes de  la  sociedad  en  todos  los  diversos  estados; 
aspiro  a  que  aprendáis  ahora  lo  que  entonces  ten- 
dréis que  practicar  y  enseñar;  a  que  abracéis  desde 
la  juventud  la  buena  doctrina,  y  adquiráis  la  sabi- 
duría que  ha  de  durar  hasta  el  fin  de  la  vida.  Fili, 
a  juventute  tua  excipe  doctrinam,  et  usque  ad  ca- 
nos invenies  sapientiam.  (Eccli.  VI,  18.) 

¿Por  ventura  tendré  necesidad  de  comenzar  mis 
razonamientos  por  probar  y  establecer  la  existen- 
cia de  un  Dios  todopoderoso,  creador  y  conservador 
del  universo,  remunerador  de  los  buenos  y  castiga- 
dor de  los  malos?  ¿Deberé  primero  hacer  conocer 
al  Autor  de  la  sabiduría,  para  que  ella  sea  deseada 
y  escuchada?  No,  hijos  míos;  la  idea  que  tengo  de 
vosotros  y  de  vuestra  índole  es  más  alta  y  ventajo- 
sa que  la  que  concibo  de  esos  falsos  sabios,  cuyos 
perniciosos  libros  os  despojan  de  la  inocencia  y 
adormecen  el  temor  de  Dios  en  vuestras  almas.  Se- 
ría preciso  olvidar  que  nadie  pasa  de  repente  de 
uno  a  otro  extremo;  y  que  por  consiguiente  nadie 
sacude  en  edad  temprana,  sin  una  inmensa  repug- 
nancia y  cierta  trepidación,  los  dogmas  consolado- 
res de  la  exfstencia  de  Dios,  de  su  providencia,  de 
su  bondad,  de  su  justicia  y  de  la  vida  futura.  Desde 


190 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


luego,  ¡as  doctrinas  del  sensualismo,  que  contami- 
nan hoy  casi  todas  las  ciencias  profanas,  excitan, 
fomentan  y  estimulan  las  pasiones  de  esa  peligro- 
sísima edad  de  la  juventud,  y  sugieren  al  inexperto 
joven  un  deseo  vago  de  que  no  hubiera  Dios  ni  vida 
futura,  para  gozar  a  sus  anchas,  sin  recelos  ni  te- 
mores, de  todos  los  placeres  de  la  carne,  de  todos 
los  contentamientois  de  la  vanidad  y  de  la  soberbia 
Pero  ese  mismo  deseo  no  toma  asiento  fijo  en  la 
voluntad  vacilante,  hasta  que  la  corrupción  no  haya 
echado  hondas  raíces  en  el  corazón;  porque  el  sen- 
timiento natural  religioso  que  Dios  ha  dado  a  toda 
alma,  mantiene  hasta  entonces  en  ella  todavía  viva 
la  llama  de  la  fe,  aunque  combatida  por  el  soplo  de 
la  impiedad  que  se  empeña  en  apagarla. 

Tal  me  figuro  el  estado  lleno  de  peligros  en  que 
se  encuentra  la  cristiana  juventud,  al  tomar  en 
sus  manos  los  libros  impíos  que  hoy  día  circulan 
por  todas  partes,  y  que  aun  le  sirven  de  texto  para 
su  instrucción.  Considero,  pues,  en  semejante  si- 
tuación a  nuestros  carísimos  jóvenes,  como  a  unos 
viajeros  hermosos  y  lozanos  que,  precisados  a 
atravesar  un  país  apestado  en  el  cual  se  Ies  ofrece 
a  la  vista  el  triste  espectáculo  de  montones  de  cadá- 
veres que  yacen  insepultos,  van  respirando  a  cada 
paso  un  aire  inficionado  y  letal:  ya  comienzan  a 
experimentar  un  malestar  indefinible,  ya  sienten 
algún  síntoma  alarmante,  ya  se  sobrecogen  y  se 


SERMONES 


191 


angustian;  pero  echando  luégo  mano  a  los  antído- 
tos y  preservativos  aconsejados  por  el  arte,  los  más 
bien  complexionados  de  entre  ellos  se  recobran  en 
seguida,  y  continuando  animosamente  su  camino,  se 
salvan  al  fin  del  peligro  sin  daño  ni  lesión;  mien- 
tras que  otros  de  inferior  temperamento,  menos 
avisados  y  menos  prevenidos,  o  salen  mal  parados, 
o  quedan  también  tendidos  entre  las  infelices 
víctimas  de  la  reinante  epidemia. 

Yo  no  sé  si  acaso  me  he  excedido,  presentando 
así  con  más  favorables  coloridos  de  los  que  en  reali- 
dad tiene  el  cuadro  moral  y  religioso  de  nuestra 
juventud,  en  este  funesto  siglo,  que  tanto  se  glo- 
ría de  su  malicia,  y  que  no  es  poderoso  sino  en  la 
iniquidad.  A  lo  menos,  si  hemos  de  juzgar  por  los 
resultados  que  día  y  noche  lamentan  los  padres  de 
familia,  sería  preciso  creer  que  es  muy  corto  el  nú- 
mero de  jóvenes  que  conservan  sana  e  íntegra  su  fe 
en  medio  del  contagio  universal.  Pero  yo  supongo 
que  no  sea  así;  aun  me  lisonjeo  con  la  esperanza  de 
que  la  religión  y  la  piedad  han  de  recuperar  su  dul- 
ce j  legítimo  imperio  sobre  aquellos  que  las  hayan 
puesto  en  olvido;  y  confiando  en  que  no  habrá 
desaparecido  del  todo  en  sus  almas  el  respeto  al 
sacerdocio,  levanto  hoy  mi  voz,  movida  por  la  cari- 
dad, animada  del  celo  pastoral  y,  quiéral»  Dios, 
sostenida  tami^n  con  su  poder  y  su  bonxiad. 

Jóvenes  cristianos,  porción  preciadísima  de  mi 


192 


ívL^-NüEL  JOSE  MOSQUERA 


grey,  que  apenas  salidos  de  la  infancia  os  habéis 
encontrado  en  medio  de  un  teatro  de  impiedad  y  de 
desórdenes;  que  habéis  tenido  la  desgracia  de  venir 
al  mundo,  cuando  el  audaz  filosofismo  se  interpone 
cual  densa  nube,  para  interceptar  las  relaciones  de 
la  tierra  con  el  cielo  y  oscurecer  las  luces  de  la  fe; 
cuando,  impotente  para  destruir  el  culto  verdadero, 
quiere  ya  igualarlo  con  todos  los  cultos  del  error, 
pone  una  especie  de  entredicho  a  la  enseñanza  orto- 
doxa, y  cierra  las  puertas  del  templo  de  la  verdad, 
dejando  abiertas  las  anchas  sendas  de  la  mentira 
y  del  vicio.  Yo  os  llamo  en  este  día  en  el  nombre  de 
Jesucristo:  venid  a  escuchar  las  saludables  doctri- 
nas del  Evangelio,  únicas  que  pueden  hacer  germi- 
nar en  vuestras  almas  las  preciosas  semillas  de  la 
piedad  que  sembraron  en  ellas  vuestros  padres: 
venid,  y  os  enseñaré  la  sabiduría;  esa  sabiduría 
celestial  que  os  acompañará  hasta  el  sepulcro,  y  que 
os  llevará  como  en  los  brazos  hasta  el  cielo:  venid, 
y  aprended  hoy  a  llenar  vuestros  debres  para  con 
Dios  y  para  con  vuestros  padres. 

Imploremos  los  auxilios  de  la  gracia,  etc.  Ave, 
María. 

I 

Al  enunciar  que  voy  a  tratar  de  los  deberes  de  tes 
jóvenes  para  con  Dios,  talvez  esperáis  una  expi.»si- 
ción  de  las  obligaciones  que  todo  cristiano  debe  des- 
empeñar sobre  la  ti^ra.  Yo  supongo  estas  obliga- 


«ERMONES 


193 


eiones  y  su  necesidad,  para  todos  sin  excepción. 
Pero  como  al  nüsmo  tiempo  observo  que  vuestra 
edad,  la  edad  de  loe  peligros,  es  mirada  como  una 
época  de  exención  y  de  holganza,  es  mi  intento  in- 
culcar a  la  juventud  el  especial  deber  que  tiene  de 
ejercitarse  en  la  piedad,  aun  durante  ese  mismo 
período  de  la  vida,  que  ella  estima  como  el  patri- 
monio de  los  placeres. 

No  os  imaginéis,  empero,  que  exigiéndoos  la 
práctica  de  la  piedad,  piense  yo  en  disponeros  para 
los  claustros,  y  que  trabajando  en  este  día  para  ha- 
ceros sinceramente  piadosos,  pretenda  hacer  de  ca- 
da uno  de  vosotros  un  solitario.  Este  estado,  el  más 
perfecto  en  sí  mismo,  cesa  de  serlo  y  aun  se  vuelve 
pernicioso,  para  los  que  entran  en  él  sin  la  vocación 
del  cielo.  El  único  deseo  que  me  anima  es  el  de  ha- 
ceros buenos  cristianos,  para  que  seáis  también 
buenos  ciudadanos.  La  piedad,  que  sirve  para  todo, 
es  el  principio  más  fecundo,  el  móvil  más  activo,  el 
garante  más  seguro,  y  el  más  sólido  apoyo  de  todas 
las  virtudes  sociales.  La  piedad  santifica  todos  los 
actos  de  la  vida  civil,  y  hasta  los  mismos  placeres 
cuando  son  honestos  y  moderados. 

No,  hijos  míos:  no  concede  Dios  al  hombre  los 
floridos  años  de  la  juventud  para  que  los  dé  a  las 
pasiones,  corriendo  en  pos  de  una  felicidad  imagi- 
naria, hasta  llegar  con  las  fuerzas  abatidas  a  las 

Sermones  -13 


194  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


puertas  de  la  vejez.  Verdad  es  que  Dios  no  rechaza 
a  quien  se  dirige  a  El  en  cualquiera  hora  de  la  vi- 
da; y  que  mientras  conserve  el  hombre  su  existen- 
cia puede  y  debe  buscar  a  Dios,  como  a  su  único 
bienhechor  y  única  felicidad  suprema.  Pero  ¿sabe 
si  le  hallará  propicio?  ¿si  admitido  a  la  gracia,  y 
cargado  no  obstante  de  hábitos  pecaminosos,  podrá 
vencerlos  y  reformarse?  ¿si  alcanzará  siquiera  a 
llegar  a  la  edad  madura?  Una  sola  cosa  hay  cierta, 
y  es:  que  con  la  edad  crecen  los  hábitos,  buenos  o 
malos,  y  que  las  costumbres  de  la  juventud  deciden 
casi  siempre  el  resto  de  la  vida. 

Sin  embargo,  por  una  inversión  de  principios  tan 
irracional  como  culpable,  el  mundo  juzga,  por  lo  co- 
mún, de  una  manera  contraria:  el  mundo,  es  decir, 
los  prudentes  del  siglo,  cuya  sabiduría  es  delante  de 
Dios  necedad  y  locura:  Sapientía  hujus  mundi 
stultitia  est  abud  eum.  (1*  Cor.  III,  19.)  Esmérese 
cuanto  quiera  el  mundo  en  atesorar  riquezas  naa- 
teriales  en  la  juventud  para  la  edad  mayor:  no  me 
propongo  hacerle  ahora  cargo  de  ello:  mi  objeto  es 
el  de  las  riquezas  espirituales  de  la  religión  y  de  la 
moral,  que  tanto  desdeñan  y  menosprecian  los  jóve- 
nes mundanos,  cuando  entregándose  a  los  goces  y 
dulzuras  terrenales,  juzgan  como  carga  propia  de 
la  vejez  el  abrazar  una  vida  más  recogi(ia  y  mode- 
rada, y  le  res«»van  también,  sin  cuidsKiwe  de  ello, 
la  respoaeabilidad  de  un  número  infinito  de  peca- 


SERMONES 


195 


dos.  ¿Qué  os  dice  la  conciencia?  ¿Qué  cosa  nos  en- 
seña la  experiencia?  y  de  otro  lado  ¿qué  amonesta- 
ciones  nos   hacen   sobre  esto  los  libros  santos? 

Oídlo : 

"Acúerdate  de  tu  Creador  en  los  días  de  la  juven- 
tud, dice  el  Eclesiastés,  antes  que  con  la  vejez  ven- 
ga el  tiempo  de  la  aflicción  y  se  lleguen  aquellos 
años  en  que  digas:  ¡Oh,  qué  años  tan  displicen- 
tes! Obrad  hoy  lo  que  pueden  hacer  vuestras  ma- 
nos, porque  vendrá  un  tiempo  en  que  no  ten- 
gáis ni  razón,  ni  sabiduría,  ni  ciencia:  nada  de  es- 
to habrá  en  los  infiernos,  adonde  corréis  otro  tanto, 
cuanto  de  Dios  os  separáis."  No  son  estas  máximas, 
que  textualmente  tomo  de  la  Escritura,  reflexiones 
puramente  humanas:  son  sí  la  verdad  eterna  de 
aquel  Dios  ante  quien  nadie  es  sabio  ni  prudente,  si- 
no cuando  se  somete  humilde  y  obediente  a  su  ley. 
Esta  ley  es  la  que  impone  a  los  jóvenes  el  deber  de 
abrazar  la  piedad  y  de  seguirla ;  no  como  una  obliga- 
ción transitoria;  no  como  una  regla  de  circunstan- 
cias ;  sino  como  un  deber  riguroso  y  permanente  que, 
cumplido,  debe  allanarles  el  áspero  camino  de  la  vi- 
da. Si  dudáis  de  estas  verdades;  si  la  intimación  os 
parece  dura ;  entrad  por  un  momento  dentro  de  vos- 
otros mismos  y  escuchad  esa  voz  interior,  la  cual 
os  advierte  a  todas  horas,  que  hay  un  Dios  eterno  e 
infinitamente  justo:  que  no  sois  obra  de  vuestra» 
manos,  sino  que  vinisteis  al  mundo  por  la  voluntad 


196  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


del  mismo  Dios ;  y  que  no  hay  medio  entre  confor- 
marse a  su  ley,  o  ser  eternamente  desgraciado.  Esta 
aerá  la  voz  de  la  conciencia;  porque  en  vano  se  pre- 
sentaría el  ateísmo  como  un  refugio  al  incrédulo, 
pues  no  siendo  doctrina  positiva,  sino  un  sistema 
meramente  negativo,  tan  absurdo  en  sí  mismo  co- 
mo rodeado  de  horrores  y  desconsuelos,  ni  puede  cal- 
mar las  agitaciones  del  espíritu,  ni  dar  nunca  espe- 
ranzas de  sosiego  al  corazón.  Ahora  bien,  ¿cuál  ha 
sido  la  paa  de  vuestra  alma,  ni  dónde  ha  gozado  ella 
de  un  solo  día  de  perfecta  tranquilidad,  desde  que  en 
lugar  de  cultivar  la  piedad,  sólo  habéis  seguido  tras 
las  concupiscencias  del  siglo,  dado  contento  al  ape- 
tito de  los  placeres,  y  obedecido  ciegamente  a  los 
incentivos  de  la  ambición  y  de  la  gloria  mundanal? 
Porque  en  los  honores  de  la  tierra  todo  es  envidia  y 
zozobra;  en  las  riquezas,  todo  cuidados;  en  la  sen- 
sualidad, todo  deseos  y  nunca  contentamiento  per- 
fecto. Pasando  el  hombre  de  deseos  en  deseos,  de 
proyectos  en  proyectos,  no  hace  más  que  conocer  por 
una  triste  experiencia,  que  debajo  del  sol  todo  es  va- 
nidad y  aflicción  de  espíritu :  Vanitas  vanitatum,  et 
omnia  ranitas.  (Eccle.  1,  2.) 

Pero  el  mundo  y  el  demonio,  que  no  cesan  de  agui- 
jonear la  carne  para  que  siempre  esté  rebelada  con- 
tra el  espíritu,  dicen  al  oído  de  la  debilidad  humana : 
**Hasta  ahora,  es  verdad,  no  has  acertado  a  lograr 
una  dicha  cumplida;  mas  al  entrar  en  el  camino  de 


SERMONES 


197 


la  piedad,  vas  a  verte  en  una  guerra  crudísima. 
Combates  terribles  tendrás  que  sostener:  contra  la 
naturaleza,  para  domeñar  sus  inclinaciones;  contra 
la  imaginación,  para  borrar  en  ella  tantas  fantasías 
con  que  se  ha  familiarizado ;  contra  la  voluntad,  para 
arrancarle  mil  y  mil  objetos  con  que  se  abrazó  desde 
muy  temprano;  contra  el  corazón  mismo,  para  des- 
truir en  él  los  afectos  que  lo  penetran.  No,  esto  es 
imposible,  irrealizable".  A  estas  voces  de  artera 
seducción;  al  oír  las  palabras  imposible,  irrealiza- 
ble, desfallece  sin  duda  quien  no  conoce  ni  los  me- 
dios ni  las  armas  con  que  se  pelean  los  combates  del 
Señor ;  y  si  no  llega  a  precipitarse  en  la  incredulidad, 
después  de  haber  buscado  su  sosiego  en  la  sufoca- 
ción de  los  remordimientos  de  la  conciencia,  es  segu- 
ro que  va  a  parar  en  una  lúgubre  indiferencia,  bajo 
la  cual,  sin  averiguar  de  dónde  vino  ni  a  dónde  va, 
camina  cual  débil  paja  llevada  acá  y  acullá  por  todo 
viento. 

No  de  otra  suerte  es  que  el  enemigo  de  la  salva- 
ción separa  de  continuo  a  los  jóvenes  del  servicio  de 
Dios.  Por  el  contrario,  aquel  que  ha  sabido  resistir  a 
sus  malignas  sugestiones,  y  que  dócil  a  la  voz  de  la 
religión,  emprende  recorrer  hasta  el  fin  el  escarpado 
camino  del  cielo,  ni  se  arredra  a  vista  de  las  dificul- 
tades que  él  le  presenta,  ni  menos  se  deja  distraer  y 
seducir  por  los  falsos  bienes  de  la  tierra.  Huéllalos, 
antes  bien,  como  quien  no  hace  estima  alguna  de  ellos 


198  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


y  apoyado  en  las  promesas  infalibles  de  Dios,  atra- 
viesa con  paso  firme  por  en  medio  de  los  peligros  el 
largo  trecho  de  la  edad  juvenil;  y  desde  que  una  vez 
hubo  superado  la  primera  dificultad,  ya  conoce  cuán 
fingido  y  sin  realidad  es  aquel  imposible  que  el 
mundo  alega  y  opone  cuando  se  trata  de  encaminar- 
se hacia  el  cielo.  Resuena  luego  en  sus  oídos  aquella 
palabra  del  Espíritu  Santo,  con  que  el  ministro  del 
santuario  le  llama  feliz  y  bienaventurado  porque 
desde  su  juventud  tomó  sobre  sí  el  yugo  del  Señor 
y  llevando  este  yugo  sostenido  por  el  temr  de  Dios  y 
suavizado  por  su  amor,  cobra  día  por  día  mayores 
fuerzas  que  animan  y  hacen  más  fervorosa  su  pie- 
dad. Crece  todavía  más  y  más,  con  los  años,  el  vigor 
de  su  espíritu:  los  hábitos  contraídos  en  el  ejercicio 
de  la  virtud  se  la  hacen  tanto  más  fácil  que  parece 
serle  connatural :  las  pasiones,  sujetas  a  la  fe  y  a  la 
razón,  son  fieras  encadenadas  que  ya  no  le  alarman: 
el  demonio,  tan  frecuentemente  vencido,  redobla  en 
vano  sus  esfuerzos,  porque  las  primeras  victorias 
conseguidas  contra  él  han  sido  premiadas  con  nue- 
vos y  eficaces  auxilios  de  la  gracia.  Aun  tendrá  que 
lidiar,  y  lidiar  por  el  resto  de  la  vida,  en  mil  arries- 
gados combates.  Pero  ¿cuál  no  deberá  ser  la  con- 
fianza con  que  pelee  quien  a  Dios  tiene  por  ami- 
go, quien  desde  la  juventud  entró  en  las  sendas  del 
Señor  y  nunca  de  ellas  se  ha  separado?  Como  a 
Jerusalei.  pecadora  pero  justificada  en  la  peniten- 


SERMONES 


199 


cia,  dirále  el  Señor,  reconociendo  su  fidelidad :  "Acor- 
daréme  del  pacto  que  hice  contigo  en  los  días  de  tu 
juventud,  y  haré  revivir  contigo  la  alianza  sempiter- 
na". (Ezech.  XVI,  60.)  Sí:  esta  alianza  sempiterna 
será  la  felicidad  que  ha  de  durar  por  los  siglos  de  los 
siglos,  y  que  está  prometida  a  todos  los  que  pelea- 
ren iegítimam.ente,  para  ser  coronados  después  de 
haber  alcanzado  la  gloriosa  victoria  en  que  es  venci- 
do el  mundo  por  la  fe:  Haec  est  victoria  quae  vin- 
cií  mundum,  fldes  «ostra.  (I,  Joann.  V.  4.) 

Pero  cuando  os  he  propuesto  el  importante  deber 
de  seguir  la  piedad  desde  la  juventud,  creo,  herma- 
nos míos,  haberos  indicado  el  primer  paso  en  el  ca- 
mino del  cielo,  y  el  principio  de  donde  se  derivan  las 
obligaciones  de  segundo  orden  que  ligan  la  primera 
edad  de  la  vida.  Dios,  que  es  el  padre  de  los  hombres, 
ha  comunicado  en  cierto  modo  su  paternidad,  su 
autoridad  y  sus  derechos,  a  los  padres  naturales^ 
haciendo  como  una  segunda  religión  de  los  deberes 
que  tienen  los  hijos  para  con  ellos.  Así  es  que  en  loí, 
libros  santos  ocupan  estos  deberes  el  primer  lugar, 
después  de  los  deberes  que  nos  vinculan  para  con  cl 
Creador.  ¡Oh  admirable  economía  de  la  providencia 
del  Señor !  Ella  nos  ha  dado  en  la  piedad,  es  decir,  en 
el  espíritu  de  religión,  no  sólo  el  medio  de  ganar  la 
gloria  del  siglo  venidero,  sino  también  el  de  hacer  di- 
chosa la  vida  presente,  siendo  fieles  a  iiue;rí.ro  Pa- 
dre Celestial  y  a  nuestros  pudren  jiaturales. 


zoo 


MANUEI.  JOSE  MOSQUERA 


II 

Entre  tantos  absurdos  como  ha  abortado  la  arro- 
gante filosofía  de  nuestros  tiempos,  destructora  de 
todo  sentimiento  noble,  de  todo  principio  de  virtud, 
ninguno  más  monstruoso  que  la  criminal  preten- 
sión de  degradar  al  hombre  hasta  igualarlo  con  los 
brutos,  rompiendo  el  lazo  sagrado  y  querido  que  une 
a  los  hijos  con  los  padres,  desvirtuando  y  aniquilan- 
do en  sus  pechos  el  recíproco  amor  que  debe  hacer 
la  alianza  y  la  felicidad  permanente  entre  ellos,  y 
descargando  a  los  hijos  de  todo  respeto,  de  toda  su- 
misión, de  iodo  reconocimiento,  luégo  que  cesan  de 
serles  necesarios  los  cuidados  paternales.  Para  dicha 
de  la  humanidad,  un  clamor  universal  condenó  y 
rechazó  tan  execrable  tentativa,  hija  del  olvido  de 
la  religión,  de  la  ceguedad  espiritual  de  esos  filóso- 
fos que,  no  viendo  más  que  materia  en  la  creación, 
se  abaten  envilecidos  hacia  la  tierra,  hasta  hacerse 
como  el  bruto  insipiente.  El  divino  Hacedor  del  uni- 
verso no  dejó  a  los  caprichos  humanos  ese  lazo  in- 
dispensable que  une  a  los  hijos  con  los  padres,  sino 
que  lo  estableció  en  un  sentimiento  anterior  a  la  ra- 
zón misma;  el  cual  no  se  arTquiere  ni  se  aprende, 
sino  que  nace  con  el  hombre,  y  comienza  a  desarro- 
llare mucho  antes  de  que  éste  sea  capaz  de  mostrar 
los  primeros  destellos  de  su  inteligencia.  Vosotros, 
padres  amorosos,  y  vosotras  también,  tiernas  ma- 
dres, podéis  apreciar  debidamente  la  exactitud  de 


SERMONES 


201 


mi  aserción,  pues  que  antes  de  que  vuestros  hijos  su- 
piesen, no  digo  articular  la  primera  palabra,  pero  ni 
aun  dar  las  primeras  señales  de  razonamiento,  ya  os 
hablaban  en  sus  inocentes  caricias  el  lenguaje  del 
amor  filial,  saltando  a  abrazarse  de  vuestros  cue- 
llos con  una  dulce  sonrisa,  más  elocuente  que  las 
palabras  animadas  por  el  armonioso  acento  del  arte 
oratorio.  Pero  ¡oh  triste  condición  de  la  humana  na- 
turaleza !  a  proporción  de  los  inefables  consuelos  con. 
que  inundan  vuestros  corazones  la  inocencia  y  el 
amor  filial  de  vuestros  iiijos  en  la  infancia,  es 
también  agudo  y  profundo  el  dolor  que  ellos  mismos, 
mucho  peores  que  las  fieras,  suelen  causaros  en  la 
edad  posterior,  por  su  desamor,  por  su  irreverencia, 
por  su  desobediencia  y  por  su  ingratitud.  Pueda  mi 
débil  voz  en  esta  tarde  inspirar  de  nuevo  a  esos  hijos 
desnaturalizados,  siquiera  un  principio  de  aquellos 
sentimientos  de  amor,  de  reverencia,  de  obediencia 
y  de  gratitud  que  parecen  haber  perdido  para 
siempre. 

No  hay  nación  alguna  sobre  la  tierra,  donde  no 
sea  mirado  como  un  monstruo  el  hijo  que  falte  al 
sagrado  deber  de  amar  a  sus  padres ;  porque  la  mis- 
ma naturaleza  es  la  que  infunde  este  amor  en  el 
corazón  de  los  hijos,  como  en  reconocimiento  de  la 
vida  natural  que  han  recibido  de  sus  padres;  de  la 
ternura  y  cuidado  que  éstos  les  dispensan  en  la 
infancia;  de  las  inquietudes,  temores  y  fatigas  que 


202 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


toman  para  libertarlos  de  riesgos  y  peligros;  de  los 
sacrificios  de  todo  género  que  hacen  por  su  educa- 
ción ;  y  de  mil  y  mil  afanes  y  atenciones  con  que  vi- 
ven realmente  más  bien  para  sus  hijos  que  para  sí 
ntiismos. 

Al  salir  de  este  mundo  el  anciano  Tobías;  cuando 
ya  nada  le  interesaba  sobre  la  tierra,  porque  su 
corazón  estaba  en  el  cielo;  ninguna  cosa  encarecía 
tanto  a  su  hijo,  como  el  amor  que  debía  profesar  a 
su  madre,  teniendo  siempre  presente  lo  que  había 
padecido  por  él  y  los  peligros  a  que  se  había  expues- 
to cuando  le  llevaba  en  su  vientre.  El  joven  Tobías 
prometió  a  su  padre  llenar  cumplidamente  sus  pre- 
ceptos ;  y  ciertamente,  quien  desde  su  infancia  había 
sido  un  modelo  de  todas  las  virtudes,  no  podía  dejar 
de  darlas  mayor  brillo,  usando  con  su  padre  mori- 
bundo, y  después  con  su  madre  viuda,  de  las  más 
filiales  atenciones,  de  las  más  afectuosas  compla- 
cencias. En  sus  acciones,  como  en  sus  palabras,  acre- 
ditaba el  joven  Tobías  el  sincero  y  fervoroso  amor 
en  que  ardía  su  corazón  para  con  ellos :  ese  amor  que 
no  se  reduce  al  simple  y  estéril  afecto  interior,  sino 
que  se  externa  fecundo  en  buenas  obras.  "Honra  a 
tu  padre,  dice  el  Espíritu  Santo,  con  obras  y  con  pa- 
labras, y  con  toda  suerte  de  paciencia  para  que  ven- 
ga sobre  ti  su  bendición". 

Habiendo,  pues,  de  ser  tan  calificado  el  amor  que 
los  hijos  deben  a  sus  padres,  ¡cuál  será,  hermanos 


SERMONES 


203 


míos,  la  enormidad  del  pecado  de  aquellos  que,  en 
vez  de  amarlos,  los  aborrecen!  Ya  sea  que  les  den 
señales  exteriores  de  aversión;  ya  sea  que  no  salga 
el  odio  de  sus  pechos,  ellos  se  labran  por  sí  mismos 
su  eterna  condenación.  Y  ¿  qué  diremos  de  esos  otros, 
más  crueles  que  las  bestias  carniceras,  que  llegan 
hasta  desear  la  muerte  de  sus  padres,  para  obtener 
cuanto  antes  una  herencia  que,  por  la  vileza  del  infa- 
me deseo  con  que  se  le  apetece,  y  por  el  fin  torcido 
a  que  se  la  destina,  ha  de  convertírseles  en  tesoro 
de  iniquidad?  ¿Qué  del  insolente  y  atrevido  que  le- 
vanta las  crestas  y  la  voz  para  contristar  a  su  ancia- 
no padre,  el  cual  no  puede  ya  ver  en  su  hijo  sino  un 
contrario  de  profesión  y  de  hábito,  en  lugar  de  un 
tierno  y  fiel  amigo  ?  ¡  Qué  hemos  de  decir,  sino  que 
todos  ellos  son  malditos  del  Espíritu  Santo,  y  que 
tienen  que  verse  sobre  la  tierra  cual  viajeros  des- 
caminados, que  en  región  desconocida  y  noche  os- 
cura han  perdido  el  conductor  y  la  antorcha  que  los 
guiaban!  Qui  maledicit  patri  suo,  et  matri,  extin- 
guetur  lucerna  ejus  in  mediis  tenebrls.  (Prov.  XX, 
20.) 

Hasta  aquí  sólo  he  considerado  el  amor  que  los 
hijos  deben  a  sus  padres,  y  las  faltas  a  este  deber. 
Pero  es  inseparable  del  amor  la  reverencia:  la  cual 
no  consiste  en  meros  actos  de  urbanidad  y  aecencia 
social,  sino  en  un  respeto  profundo  que  llene  el 
corazón  y  que  por  lo  mismo  se  manifieste  en  todo; 


204 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


en  un  respeto  que  sea  tímido  y  tierno;  que  se  rece- 
le de  contristar  y  se  esfuerce  en  complacer;  que 
brille  en  las  palabras  y  se  produzca  en  las  accio- 
nes; y  en  fin,  que  se  goce  de  hallar  ocasiones  en 
qué  ejercitarse.  Tal  es  el  honor  y  reverencia  que 
los  hijos  deben  tributar  indispensablemente  a  sus 
padres.  De  aquí  resulta  una  obligación  de  ser  celo- 
sos de  su  honra,  de  callar  sus  defectos  y  de  cubrir- 
los cuanto  se  pueda,  como  Sem  y  Jafet;  de  recha- 
zar lejos  de  ellos  la  calumnia,  y  de  imponer  silen- 
cio a  la  maledicencia.  Hay  otros  deberes  que  ad- 
miten excepciones,  algunos  que  a  veces  se  hacen 
imposibles,  y  también  hay  casos  en  que  no  obliga 
cumplirlos.  Pero  ninguna  razón,  ningún  pretexto, 
ninguna  dificultad,  ninguna  impotencia  pueden  ex- 
cusar la  violación  del  respeto  y  reverencia  filial. 
Las  sinrazones  de  los  padres,  su  importunidad,  su 
mal  humor,  sus  injusticias  mismas  y  malos  tra- 
tamientos no  justificarían  la  irreverencia  de  los 
hijos.  Semejantes  hechos  sólo  les  autorizarían  pa- 
ra hacer  representaciones  respetuosas.  Aun  en  el 
caso  extremo  de  que  un  padre  mandara  cosas  a  que 
no  debiera  obedecerse,  por  ser  contra  la  ley  de 
Dios,  no  sería  lícito  a  su  hijo  salirse  de  los  lími- 
tes del  respeto.  Tan  sagrada  así  es,  hermanos  míos, 
la  obligación  de  venerar  a  los  padres,  que  aun  pa- 
ra desobedecerlos  es  preciso  que  esa  justa  y  le- 
gítima desobediencia  sea  respetuosa.    Hay,  pues. 


SERMONIS 


205 


circunstancias,  en  que  la  desobediencia  es  permi- 
tida; pero  es  solamente  (oídlo  bien,  hijos  de  fami- 
lia), cuando  la  obediencia  sería  criminal.  No  es  le- 
^tima,  ni  aun  disculpable,  la  desobediencia  al  po- 
der paternal,  sino  cuando  os  la  manda  una  potes- 
tad superior,  de  la  cual  dependen  tanto  el  padre 
como  el  hijo.  Fuera  de  este  caso,  es  preciso  obede- 
cer sin  réplica. 

¡Qué  dulce  es  para  los  cristianos,  verse  guiados 
en  esta  materia  por  el  ejemplo  de  su  mismo  Dios! 
El  Verbo  Eterno,  el  Dominador  Supremo  a  cuya 
voz  obedecen  las  mismas  potestades  de  los  cielos; 
el  que  con  un  solo  acto  de  su  voluntad  gobierna  el 
universo;  el  Hijo  del  Padre  Celestial,  hecho  hom- 
bre y  bajo  un  humilde  techo  en  Nazaret,  se  some- 
te en  todo  a  los  padres  que  se  había  dado.  Cuanto 
nos  refiere  el  Evangelio  de  la  juventud  de  Jesu- 
<sristo  nuestro  Señor,  se  reduce  a  estas  tres  pala- 
bras, tan  cortas  como  sublimes  y  significativas: 
Erat  subdítus  illis.  Sí:  Jesús,  inocente,  santo,  im- 
pecable, todopoderoso,  se  desnuda  de  su  omnipo- 
tencia y  de  su  gloria,  para  no  tener  en  esa  edad 
otra  voluntad  que  la  de  María  y  de  José:  a  ellos 
se  somete,  los  respeta,  venera  y  obedece  como  el 
hijo  más  humilde.  El  erat  subditus  illis. 

¡Hijos  de  los  hombres!  ¡jóvenes  de  ambos  sexos! 
ved  en  Jesucristo  vuestro  modelo  y  vuestra  regla. 
El  que  vino  a  dar  cumplimiento  a  la  Ley  y  a  los 


206 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


Profetas,  no  podía  dejar  de  confirmar  con  su  ejem- 
plo y  su  doctrina  la  autoridad  más  antigua  de  la 
tierra,  la  más  justa,  la  más  respetable,  la  más  .san- 
ta: la  autoridad  paternal.  Aun  no  existían  las  so- 
ciedades civiles,  y  ya  el  poder  paterno  regía  como 
soberano  una  crecida  descendencia.  El  imperio 
patriarcal  precedió  a  todas  las  soberanías  que  se 
han  sucedido  desde  Nemred  hasta  nosotros;  y 
cuando  la  Providencia,  multiplicando  el  género 
humano,  hizo  necesarias  las  grandeá  sociedades, 
y  sometió  los  padres  y  los  hijos  a  un  supremo  po- 
der público,  ni  despojó  a  los  primeros  de  sus  dere- 
chos primitivos,  ni  eximió  a  los  segundos  a  sus  de- 
beres naturales.  Al  contrario,  añadiendo  nuevos 
lazos  a  la  sociedad  civil,  ha  afirmado  más  los  de  la 
subordinación  filial. 

En  efecto,  hermanos  míos,  no  hay  legislación 
alguna  que  no  haya  corroborado  con  su  sanción  el 
poder  paternal.  Aun  los  mismos  salvajes  que  ha- 
bitan en  nuestros  bosques,  pero  formando  una  so- 
ciedad civil  aunque  imperfecta,  reconocen  y  sos- 
tienen tan  sagrado  derecho.  De  donde  debemos 
concluir  que  la  ley  divina  que  lo  estableció  desde 
el  principio  ha  ido  pasando  de  generación  en  gene- 
ración y  que  su  origen  celestial  lo  hace  tan  santo 
como  venerable.  Dios  ha  establecido,  pues,  la  au- 
toridad paterna  como  esencialmente  necesaria:  a 
los  Estados,  paaa  formar  súbdiios  fieles  y  genero- 


SERMONES 


207 


sos;  a  las  familias,  para  conservar  las  buenas  cos- 
tumbres; a  los  mismos  hijos,  para  instruirlos  en 
las  ciencias  que  los  ilustren  y  en  los  deberes  cuya 
práctica  los  haga  virtuosos  por  todo  el  curso  de 
la  vida.  ¿Qué  sería  de  la  sociedad  humana,  si  re- 
lajándose los  resortes  de  la  autoridad  paterna,  vi- 
niese a  desaparecer  el  poder  más  benéfico  y  más 
fecundo  en  buenos  resultados?  Desaparecería  con 
él  todo  orden  en  la  vida  social,  y  vendría  a  parar 
el  hombre  en  un  estado  semejante  al  de  los  bru- 
tos, y  aun  llegaría  a  destruirse  su  misma  especie. 

Desde  luego,  esto  no  es  más  que  una  suposición; 
pero  una  suposición  racionalísima,  que  muestra  el 
término  infalible  que  tendría  la  sociedad  humana 
sin  el  poder  paternal.  Mas  no  es  una  suposición,  ni 
son  meras  conjeturas,  los  horribles  desórdenes  que 
experimentamos  todos  los  días  por  la  insubordina- 
ción de  los  hijos,  por  su  rebeldía  contra  la  autori- 
dad de  los  padres.  Apenas  comienzan  a  originar- 
se ciertos  derechos,  o  diré  mejor,  ciertas  conside- 
raciones correspondientes  a  los  que  han  llegado  a 
la  edad  juvenil,  cuando  ya  ellos  creen  debérselo  to- 
do a  sí  mismos;  cuando  ya  reputan  que  les  es 
importuna  e  innecesaria  la  autoridad  de  sus  pa- 
dres; que  las  amonestaciones  y  consejos  de  éstos 
no  son  más  que  manías  e  impertinencias  de  la 
edad;  y  aun  se  propasan  a  opinar  que  los  que  l©s 
han  dado  el  ser  son  para  ellos  una  molesta  comp«- 


208  MANUEL  JOSE  MOSQUMIA 

ñía,  y  para  el  progreso  de  la  civilización  un 
obstáculo  fatal,  a  causa  de  lo  que  llaman  las  pre- 
ocupaciones de  una  educación  religiosa.  Así  es  que 
se  persuaden  haber  ya  hecho  demasiado,  en  no  re- 
chazar abiertamente  las  máximas  de  la  religión  y 
los  preceptos  de  conducta  que  sus  padres  les  incul- 
can, y  en  usar  para  con  ellos  de  ciertas  condes- 
cendencias por  el  bien  parecer;  pero  en  todo  lo 
demás,  precisamente  en  lo  que  es  sustancial 
y  obligatorio,  oponen  de  hecho  una  indocilidad 
constante  y  tenaz  para  no  obedecerles.  En  suma: 
creyéndose  sabios,  poi"que  han  llenado  sus  cabe- 
Eas  con  los  fatales  sistemas  de  los  libros  irreli- 
giosos por  donde  estudian,  sus  pensamientos,  sus 
^scursoa  y  sus  obras,  son  los  de  quien  en  el 
paroxismo  del  orgullo  ha  renunciado  absolutamen- 
te a  la  dependencia  de  toda  autoridad,  comenzan- 
do por  la  autoridad  paterna. 

Si  no  es  ésta  la  conducta  de  todos  los  jóvenes 
para  con  sus  padres,  son  sin  embargo  tantos  los 
que  así  se  manejan,  que  el  mal  puede  y  debe  repu- 
tarse como  muy  general,  y  no  tiene  ni  puede  tener 
otro  remedio  que  el  de  establecer  y  reforzar  la 
educación  religiosa.  Sin  el  freno  de  la  religión,  sin 
que  sus  preceptos  penetren  íntimamente  en  el  cora- 
són  de  la  juventud,  jamás  tendrá  nuestra  socie- 
diad,  ni  en  sus  leyes,  ni  en  sus  costumbres,  funda- 
mento sólido  sobre  qué  asegurar  el  orden  y  la  tran- 


SERMONES 


209 


quilídad  públicas;  y,  por  consiguiente,  la  misma  li- 
bertad civil  de  que  nos  mostramos  tan  excesiva- 
mente ufanos,  y  tan  imprudentemente  celosos,  irá 
desapareciendo  a  proiX)rción  que  desaparezca  el  im- 
perio de  la  fe  en  la  conciencia  de  las  generaciones 
que  se  levantan;  porque  nunca  se  ha  visto  perderse 
sólo  el  respeto  de  la  fe,  sino  que  con  él  se  pierden 
también  toda  honestidad,  toda  integridad,  toda  vir- 
tud. Y,  perdidas  éstas,  ¿cómo  podrá  quedar  salva  y 
firme  la  piedad  filial,  ese  deber  sagrado  que  de  con- 
suno sancionan  la  naturaleza,  la  razón  y  la  fe? 

Yo  veo  que  Jesucristo  condena,  como  una  prevari- 
cación, el  abuso  introducido  entre  los  hebreos  de  no 
socorrer  a  los  padres  en  sus  necesidades,  haciendo 
por  ellos  ofrendas  en  el  templo.  "Violáis  de  este  mo- 
do, les  decía,  la  ley  de  Dios,  por  seguir  vuestras 
tradiciones."  Pues  hoy  también  podríamos  repren- 
der a  multitud  de  hijos  ingratos,  que  no  por  seguir 
una  tradición  supersticiosa  como  los  judíos,  sino  por 

procurarse  placeres  sensuales  y  prohibidos,  miran 
con  ojos  indiferentes  las  necesidades,  las  angustias 
y  los  dolores  de  sus  padres.  Sóbranles  recursos  para 
todo  lo  s-uperf luo ;  saben  proporcionárselos  para  gran- 
jearse y  conservar  amistades  peligrosas ;  gastan  con 
profusión  y  aun  sin  mesura  en  ello ;  y  mucho  será  si 
de  cuando  en  cuando  extienden  una  mano  forzada 
para  dar  un  escaso  socorro  al  autor  de  sus  días,  a  la 

Sermones-14 


MANUEL  JOSE  MOSQUERA 


madre  que  los  llevó  en  su  seno,  que  los  alimentó  con 
sus  pechos,  y  que  tantas  fatigas  y  vigilias  padeció 
por  fomentar  vidas  que  habían  de  serle  tan  poco 
favorables. 

Apartemos  la  vista  de  un  objeto  tan  ingrato  como 
execrable;  pero  no  olvidemos  que  después  de  los  pe- 
cados directos  contra  Dios,  ninguno  es  más  grave 
que  el  que  se  comete  contra  los  padres.  El  Espíritu 
Santo  califica  en  los  Proverbios  de  homicida  al  que 
priva  a  sus  padres  de  los  bienes :  el  que  los  irrita,  los 
aflige  y  los  abandona,  es  entregado  a  la  ignominia 
de  los  hombres  y  a  la  maldición  de  Dios.  Llenos  es- 
tán, por  otra  parte,  los  libros  santos  de  penas  y  mal- 
diciones contra  los  malos  hijos:  contra  los  hijos  de 
corazón  duro  y  rebelde;  contra  los  hijos  insolentes  y 
atrevidos;  contra  los  hijos  díscolos,  inobedientes  y 
amadores  de  la  vanidad  y  de  sí  mismos.  Pero  al  mis- 
mo tiempo  que  el  Señor  condena  a  penas  y  suplicios 
terribles  a  los  hijos  refractarios,  ofrece  a  los  humil- 
des y  obedientes,  sinceros  y  fieles,  agradecidos  y  res- 
petuosos, las  bendiciones  de  la  vida  y  las  recompen- 
sas del  cielo:  una  vida  larga,  hijos  que  se  les  parez- 
can en  la  bondad,  y  un  premio  eterno,  infinito  en  la 
gloria  celestial. 

i  Felices  vosotros,  oh  padres  de  familia,  si  de  hoy  en 
adelante  sólo  experimentaseis  en  vuestros  hijos  las 
bendiciones  del  cielo !  Pero  para  que  así  sea  es  preciso 
que  seáis  primero  fieles  al  Señca*  en  el  matrimonio, 


SERMONES 


211 


desempeñar n do  bien  todas  las  obligaciones  que  El  os 
impone.  Yo  he  procurado  en  esta  santa  cuaresma  re- 
cordaros los  grandes  y  extensos  deberes  de  un  esta- 
do tan  necesario  y  tan  santo,  ya  que  no  he  podido 
instruiros  a  fondo  como  debiera  haberlo  hecho.  Pe- 
ro si  vuestros  deseos  no  se  han  llenado ;  si  el  santo 
ministerio  que  ejerzo  no  ha  aparecido  con  toda 
aquella  eficacia  que  esperábais;  no  es  porque  la 
verdad  no  sea  siempre  de  suyo  luminosa,  ni  porque 
el  Evangelio  no  sea  santo  y  sublime  en  todo ;  es,  sí, 
porque  en  las  manos  de  un  ministro  indigno  se 
empaña  la  pureza  y  el  lustre  de  la  ley  inmaculada 
del  Señor.  Sí,  hermanos  míos,  y  lo  digo  con  sinceri- 
dad :  un  grandísimo  temor  me  sobrecoge  al  conside- 
rar que  no  basta  enunciar  la  palabra  divina  y  re- 
prender al  pecador,  si  por  culpa  y  negligencia  nués- 
tra  no  fructifica  la  semilla  celestial.  Pero  el  Señor, 
magnífico  en  sus  misericordias,  hará  por  sus  pro- 
pias ovejas  lo  que  el  pastor  a  quien  las  ha  confia- 
do no  alcanza;  y  como  Pastor  invisible  de  los  mis- 
mos pastores,  se  acordará  que  murió  por  todos  en 
la  cruz  y  pedirá  a  su  Padre  por  nosotros,  indignos 
ministros  suyos,  con  aquella  caridad  con  nue  le  pi- 
dió hasta  por  sus  mismos  perseguidores.  El  quiere 
ser  vuestro  Pastor  inmediato,  y  por  eso  os  dice  lle- 
no de  dulzura:  "Venid  a  mí  todos  los  que  os  halláis 
trabajados  y  abrumados  con  el  peso  de  las  miserias 
humanas;  que  yo  os  aliviaré." 


212  MANUEL  JOSE  MOSQUERA 

No  sería  éste,  ciertamente,  e»  lenguaje  de  un  ora- 
dor profano  porque,  no  pudiendo  ofrecer  otra  cosa 
que  bienes  traisitorios  y  consuelos  vagos,  apenas 
alcanzaría  a  deciros:  que  es  preciso  moderaros  pa- 
ra que  viváis  más;  que  la  sobriedad  es  para  la  sa- 
lud del  cuerpo,  como  la  moderación  para  la  del  alma ; 
que  el  hombre  más  rico  es  el  que  menos  desea;  y 
que  el  que  mejor  conserva  su  vida,  y  su  lugar  en  la 
sociedad,  es  también  el  más  feliz  de  los  mortales. 
Bellas  máximas  a  la  verdad,  que  la  razón  no  re- 
prueba. Pero  el  ministerio  del  Evangelio  no  se  con- 
tenta con  ellas:  él  se  eleva  hasta  los  cielos,  porque 
habla  en  nombre  del  Señor  de  los  cielos.  Querer  que 
la  moderación  por  sí  sola  haga  nuestra  felicidad,  es 
insultar  a  nuestra  pobreza,  es  aumentar  nuestra 
debilidad,  es  desesperar  nuestra  nada.  ¿Cómo  con- 
tentarnos con  tan  poco,  si  el  vacío  de  nuestro  cora- 
zón no  pueden  llenarlo  ni  los  tronos  y  diademas  del 
mundo  entero?  ¿Cómo  creernos  dichosos  con  las 
fugitivas  felicidades  de  la  vida,  si  las  potencias  del 
alma  son  facultades  que  nos  mueven  a  desear  siem- 
pre, porque  nunca,  nunca,  se  verán  satisfechas? 
Aquí  es  donde  quiero,  juventud  mía  m.uy  amada, 
aquí  es  donde  reclamo  toda  vuestra  atención,  como 
la  fie  todos  mis  oyentes.  Nuestro  ser,  nuestras  fa- 
cultades todas  nos  dicen  que  necesitamos  una  cosa 
más  grande  que  nosotros  mismos,  una  cosa  infini- 
ta, para  que  se  satisfagan  deseos  infinitos. 

Pero  a  vos   solo,  Dios  mío.  a  vos  que  sois  EL 


SERMONES 


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QUE  ES,  pertenece  no  desear  nada  fuera  de  vos 
mismo;  porque  nada  hay  grande  ni  excelente  sino 
EL  QUE  ES.  Mas  para  el  hombre,  para  este  abismo 
de  miseria,  desear  es  el  clamor  de  su  misma  mise- 
ria, al  mismo  tiempo  que  la  más  noble  necesidad  de 
su  alma.  Deseemos,  pues,  hermanos  míos:  desee- 
mos; pero  que  nuestros  deseos  sean  alas  que  nos 
lleven  hasta  el  cielo,  y  no  cadenas  verj^cnizosas  que 
nos  fijen  en  la  tierra.  Deseemos;  pero  que  nuestros 
deseos  sean  inmensos.  Nuestro  crimen  no  está  en 
desear,  sino  en  desear  a  medias;  en  limitarnos  a 
desear  bienes  menos  grandes  que  los  infinitos  de 
la  eternidad. 

¡Oh  hijos  de  los  hombres!  ¿Hasta  cuándo  segui- 
réis la  vanidad  y  la  mentira  ?  Si  el  vano  ídolo  que  os 
cautiva  puede  llenar  el  gran  vacío  de  vuestro  cora- 
zón ;  si  los  bienes  que  os  ofrece  son  bastante  sólidos 
para  no  ser  devorados  por  el  tiempo ;  si  ese  ídolo  na- 
da tiene  que  temer  ni  de  los  reveses  ni  de  la  insubsis- 
tencia  de  la  fortuna;  seguidle.  Si  Baal  est  Deus, 
sequimini  illum.  Pero  si  él  no  puede  recompensar 
vuestros  sacrificios:  si  sus  bienes  os  dejan  pobres: 
si  sus  premios  os  hacen  infelices  conoced  al  fin  que 
el  mundo  entero  no  os  basta,  y  arrebatad  como  los 
valientes  el  cielo.  Buscad  vuestra  felicidad  en  Dios, 
cuyos  bienes  son  inmutables  como  su  trono,  cier- 
tos como  sus  promesas  y  eternos  como  sus  años. 
Amén. 


INDICE 


Págs. 

El  Ilustrisimo  reñor  Mnnuel  José  Mosquera    5 

Exhortación  pastoral  dirigida  a  la  Asamblea  electora!  de 
la  Provincia  de  Bogotá,  en  su  asistencia  a  la  misa  del 
Espíritu  ñanto,  el  primero  de  agosto  de  1837    !T 

Oración  pronunciada  en  la  Iglesia  Metropolitana,  con 
motivo  de  la  solemnidad  religiosa  con  que  se  inau- 
guraba la  nueva  Constitución  de  la  República  el  año 
de  1843    25 

Pastoral  por  la  cual  se  despidió  de  su  grey,  al  salir  para 

el  destierro  el  22  de  agosto  de  1852    ñ5 

Sobre  la  envidia    65 

Sermón  para  la  Primera  Dominica  de  Cuaresma,  sobre 

el  matrimonio,  su  excelencia  y  dignidad    87 

Sermón  para  la  Segunda  Dominica  de  Cuaresma,  sobre 
el  matrimonio.  De  las  disposiciones  con  que  debe 
contraerse    111 

Sermón  para  la  Tercera  Dominica  de  Cuaresma,  sobre 
el  matrimonio.  Del  modo  como  deben  santificarse  los 
ca«?ados    135 


INDICE 


Págs. 

Sermón  para  la  Cuarta  Dominica  de  Cuaresma,  sobre  el 

matrimonio.  De  la  obligación  de  educar  a  los  hijos. .  159 

Sermón  para  la  Quinta  Dominica  de  Cuaresma,  sobre  el 
matrimonio.  De  los  deberes  de  los  hijos  para  con  los 
padres    187 


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