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Published and dislributed under permit (No. 170) authorizcd by the Act of Oct. 6, 1917, on file at the
Post Office oí Carden Cily, New York. By order of the President. A. S. Burleson, Postmaster General.
Jnter-(3mérica
Órgano de Intercambio Intelectual
entre los Pueblos del Nuevo Mundo
feumario :
LOS PLACERES DEL NATURALISTA john BURROUGHS 133
Harper's Maga^ine, Nueva York, Nueva York, mayo de 1921
LA DOCTRINA DE MONROE COMO INTELIGENCIA CONTINENTAL
julius KLEIN 142
The Hispanic-American Historical Reviru:, Washington, District of Columbia, mayo
de 192 1
LA EPIDEMIA SENTIMENTAL EN LA NOVELA NORTEAMERICANA
jóseph HÉRGESHEIMER 147
The Yale Review, New Haven, Connécticut, julio de 192 1
ENSUEÑOS gértrude HALL 153
Scribner's Maga{ine, Nueva York, Nueva York, febrero de 1921
¡SURSUM CORDA! j. PIJOÁN 159
The Canadian Forum, Toronto, Canadá, mayo de 1921
MANOS OCIOSAS - earl derr BIGGERS 162
The Saturday Evening Post, Filadelfia, Pennsylvania, 11 de junio de 1921
LA TEMPORADA DE CONCIERTOS- - - charles henry MLLTZER 184
The Forum, Nueva York, Nueva York, marzo de 1931
EL ARTE DE THÓREAU norman FÓERSTER 188
The Sewanee Review, Sewánee, Tennessee, enero-marzo do 102 1
DOUBLEDAY, PAGE & COMPANY
NUEVA YORK
Español: Volumen V SEPTIEMBRE DE 1921 Número 3
INTER-AMÉRICA
EL propósito de INTER-AMÉRICA es contribuir a la comunidad de ideas
entre los pueblos de América, concurriendo a vencer la barrera del len-
guaje, que tiendea separarlos. Se edita alternativamente, un mesen español
comprendiendo artículos traducidos de la literatura periodística de los Estados
Unidos y el Canadá, y otro en inglés, traduciendo igualmente artículos publi-
cados por la prensa de las naciones americanas de habla española o portuguesa
INTER-AMERICA sirve así de vehículo para la difusión internacional de
artículos que ya hayan circulado en los diferentes países. No publica artículos
originales ni editoriales propios. Traduce simplemente lo que se haya publi-
cado, sin hacerse responsable por las ideas en ellos expresadas, de manera que
el lector de las diversas naciones americanas tenga fácil acceso al pensamiento
corriente en cada una de ellas.
INTER-AMÉRICA se ha fundado a instancias de la Dotación de Car-
negie para la Paz Internacional, uno de cuyos objetos es cultivar sentimientos
amistosos entre los habitantes de países diversos y fomentar la buena inteli-
gencia y la comprensión mutua entre las diferentes naciones.
INTER-AMERICA se redacta en 407 West nyth Street, Nueva York
quedando la impresión y reparto a cargo de la casa editora de Doúbleday'
Page y Compañía, de la ciudad de Nueva York.
DIRECCIÓN Y REDACCIÓN
Péter H. GÓLDSMITH Carmen de PINILLOS
JUNTA HONORARIA INTERNACIONAL
James Cook BARDÍN, profesor de es- Fréderick Bliss LUQUI ÉNS, profesor de
panol en la University of Virginia español en la Shéffield Scientific
Milton Alexánder BUCHANAN, profesor School de la Yale University
de italiano y español en la Universi- Federico de ONÍS, profesor de literatura
tyof loronto en la Universidad de Salamanca, y
Aurelio Macedonio ESPINOSA, profesor la Columbia University
UnivSsftv ^ ^ Léland Stánf°rd Manuel Se8undo SÁNCHEZ, director de
John Dríscoll FITZ-GÉRALD, profesor p * Blbl'°teCa Nadona1' ^^
de español en la University of Illinois Froylan TURCIOS, periodista y literato,
Hamlin GARLAN D, novelista y drama- Tegucigalpa
turgo, Nueva York Carlos de VELASCO. literato, Habana
Antonio GÓMEZ RESTREPO, secreta-
rio en el Ministerio de Relaciones Armando DONOSO, literato, periodista,
Extenores, Bogotá de ja redacción de El Muurxo, del
Guillermo HALL, profesor de lenguas Pacifico Magapne y de Zig-Zag,
modernas en la Boston University, Santiago de Chile
sucursal en Habana Benjamín FERNÁNDEZ Y MEDINA,
Helio LOBO, cónsul general del Brasil en literato y publicista, ministro del
Nueva York Uruguay, Madrid
PRECIOS DE SUBSCRIPCIÓN
INTER-AMÉRICA inglesa (6 números) .... $ .80 anuales
INTER-AMÉRICA española (6 números) . . . .80 anuales
INTER-AMÉRICA inglesa y española (12 números) . 1.50 anuales
Número suelto de cualquiera edición 15 cada uno
Diríjase toda la comunicación a
INTER-AMÉRICA
407 WEST ii7th STREET NEW YORK, E. U. de A.
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pueden obtenerse en cualquiera de las siguientes sucursales y agencias:
SUCURSALES: argentina: Buenos Vires, Calle Piedras, 132; Rosario, Córdoba,
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3866. — Méjico: Ciudad de Méjico, 7a de Nuevo Méjico, 12:; Guadalajara, Vvenida
Colón, isí; Monterrey, Hidalgo 9, Cuaimas, Wenida Serdán, 221; rampico, apartado
[31; Mazatlán, Calli Guelatao, [60-162 Perú: Lima, Santo foribio, : t -246. — Uru-
L'u.n : Moutevideo, Calle Florida, 14.ÍO.
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CONSTANTINOPLA, Bombay, Calcuta: ¡el nombre mismo despierta
visiones de comercio floreciente! Pero desgraciado del agente comer-
cial que se precipita pretendiendo arrollar el mercado en forma sensa-
cional. Penetrado de las costumbres que se establecieron firmemente
muchos siglos antes de que Colón saliera de España, el pueblo no cede
con facilidad a las insinuaciones de los extranjeros.
Busque un fabricante que haya establecido un mercado para sus
productos en el Oriente y habrá hallado usted un paciente creador cuya
visión va más allá del lucro inmediato. En la importación o la ex-
portación, el éxito allí depende de ganarse poco a poco la confianza de
aquellos mercaderes hábiles, que sujetan a prueba los productos antes
de darles je.
El National Shawmut Bank está representado en todos los centros
importantes por bancos locales influyentes con los cuales está afiliado.
Nuestro servicio de investigación e información comercial es un bene-
ficio positivo que derivan los clientes del Shawmut; y particularmente
valioso para quienes inician sus esfuerzos para la venta de sus artículos
en cualquier parte del cercano Oriente.
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Acept aciones
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LA TÉCNICA DEL COMERCIO
INTERNACIONAL
TODA ciencia tiene su técnica. I na buena técnica enseña método-
eficaces, fundado- en sólidos principios, y conduce al éxito feliz de
la empresa. Una técnica deficiente aconseja métodos erróneos, basados
en falsos principios, y conduce lógicamente al fracaso.
Una de las fases más importantes del comercio internacional es la
técnica de esta ciencia. Las firmas dedicadas al comercio internacional,
bien sea en operaciones de exportación o importación, deben conocer
a fondo aquella técnica, o, de lo contrario, emplear los servicios de una
institución que posea conocimientos especiales en la materia.
THE NATIONAL CITY BANK OF NEW YORK no sólo se ocupa
de las operaciones financieras propias del comercio international:
ofrece a sus clientes los conocimientos técnicos del ramo. Mediante
las sucursales que ha establecido en los principales centros mercantiles
del mundo, THE NATIONAL CITY BANK OF NEW YORK está
constantemente al cabo de las condiciones que prevalecen en los mer-
cados extranjeros; y por intermedio de su Departamento de Comercio
Exterior, siempre se halla dispuesto a colaborar en el fomento de
aquellos mercados.
SUCURSALES EXTRANJERAS DE
THE NATIONAL CITY BANK OF NEW YORK
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Jnte América
Órgano de Intercambio Intelectual
entre los Pueblos del Nuevo Mundo
Sumario :
LOS PLACERES DEL NATURALISTA john BURROUGHS 133
Harper's Maga^ine, Nueva York, Nueva York, mayo de 192 1
LA DOCTRINA DE MONROE COMO INTELIGENCIA CONTINENTAL
julils KLEIN 142
The Hispanic-Amcrican Historical Review, Washington, District of Columbia, mayo
de 1921
LA EPIDEMIA SENTIMENTAL EN LA NOVELA NORTEAMERICANA
jóseph HÉRGESHEIMER 147
The Y ale Review, New Haven, Connécticut, julio de 1921
ENSUEÑOS - ..-.._ gértrlde HALL 153
Scribner's Magapne, Nueva York, Nueva York, febrero de 192 1
¡SURSUM CORDA! j. PIJOÁN 1 so
The Canadian Forum, Toronto, Canadá, mayo de 192 1
MANOS OCIOSAS - earl derr BIGGERS ¡62
The Saturday Evening Post, Filadelfia, Pennsylvania, 1 1 de junio de 192 1
LA TEMPORADA DE CONCIERTOS- - - charles henry MÉLTZER [84
The Forum, Nueva York, Nueva York, marzo de 1921
EL ARTE DE THÓREAU ---------- norman FÓERSTER 188
The Sewanee Review, Sewánee, Tennessee, enero-marzo de t<>2 1
DOUBLEDAY, PAGE & COMPANY
NUEVA YORK
Español: Volumen V SEPTIEMBRE DE 1921 Número 3
DATOS BIOGRÁFICOS
SOBRE LOS AUTORES DE LOS ARTÍCULOS QUE APARECEN EN ESTE NÚMERO
john BURROUGHS nació en Róxbury, Allegreüo; Foam of the Sea; The Hundred,
Nueva York, abril 3 de 1837; murió el 29 and Other Stories; April's Sowing; The
de marzo de 192 1; fué maestro de escuela Unknown Quantity; The Truth about Ca-
durante varios años de su juventud; sirvió mille; y de numerosas historietas,
como empleado del tesoro de los Estados
Unidos desde 1864 hasta 1873, y como revi- j. PIJOÁN es un institutor y literato
sador nacional de bancos desde 1873 hasta catalán, particularmente interesado en arte
1884; desde esa fecha hizo vida de agri- y arqueología; es autor de la Historia del
cultor, dedicándose al mismo tiempo al arte, publicada por Salvat, Barcelona; re-
cultivo de los frutos materiales e intelec- side en Toronto, Canadá, y presta sus ser-
tuales; fué miembro de varias sociedades vicios como maestro de español en la Uni-
científicas; entre sus obras pueden mencio- versity of Toronto.
narse IVake Robín; IVinter Sunshine; Birds
and Poets; Locusts and Wild Honey; Fresh earl derr BIGGERS nació en Warren,
Fields; Signs and Seasons; Indoor Studies; Ohío, 24 de agosto de 1884; completó sus
Whitman, a Stndy; The Light of Day; Liter- estudios en la Harvard University; es pe-
ary Valúes; Ways of N ature. riodista y literato, y autor de If You're
only Human; Seven Keys to Baldpate; y
julius KLEIN nació en San José, Ca- otras comedias,
lifornia, en 1886; se educó en las escuelas
primarias de su estado natal, en la Uni- charles henry MÉLTZER nació en
versityof California, en la Harvard Univers- Londres, Inglaterra; fué educado en Lon-
ity y en la Université de París; ha sido dres y París; ha sido corresponsal de
profesor de historia y economía latino- The Chicago Daily Tribune en París, y
americanas en la Harvard University, corresponsal especial y regular del New
director de la división latinoamericana del York Herald en París, Roma, Londres,
departamento nacional de comercio, agre- Madrid, Berlín, Cairo, etcétera; vino a los
gado comercial de la embajada de los Estados Unidos en 1888; desde entonces ha
Estados Unidos en Buenos Aires, y es sido el crítico dramático y musical del
actualmente director del Bureau of Foreign New York Herald, secretario y ayudante
and Domestic Commerce, ofécina del de Maurice Grau y Héinrich Cónried,
departamento de comercio de los Estados corresponsal de The London Chronide, y
Unidos. colaborador en varias revistas; es autor de
numerosas piezas teatrales que han con-
jóseph HÉRGESHEIMER nació en quistado gran favor.
Filadelfia, Pennsylvania, 5 de febrero de
1 880; fué educado en Filadelfia; es literato y norman FÓERSTER nació en Pítts-
autor de The Lay Antony; Mountain Blood; burgh, Pennsylvania, 14 de abril de 1887;
The Three Black Pennys; Gold and Iron; educado en la Harvard University y la
Java Head; The Happy End; Linda Condón; University of Wisconsin; es profesor de
y de numerosas historietas de revista. inglés en la University of North Carolina;
y autor de Outlines and Summaries; Sen-
gértrude HALL, esposa de W. C. tences and Thinking (en colaboración con
Brownell, nació en 1863; educóse en Italia; J. M. Steadman, hijo); y de numerosos
es novelista: autora de Far from to-day; artículos.
LOS PLACERES DEL NATURALISTA
POR
john BURROUGHS
r
El artículo que a continuación publicamos adquiere mayor interés por ser uno de los últimos que escri-
bió John Burroughs, eminente naturalista norteamericano fallecido hace poco. Era un anciano bené-
volo, de alma plácida y serena, que había conservado toda su frescura al contacto de la naturaleza. Su
artículo revela diversas fases del admirable espíritu del autor: su amor por la naturaleza y por la humani-
dad, su filosofía jovial, sus observaciones y conocimientos vastos y profundos. Leyéndolo sentimos el
aura bienhechora de los campos, una frescura espiritual que nos aleja de la vida turbulenta de las grandes
metrópolis y de las tensas emociones de los negocios, a la par que el asombro ante la inmensidad de vida
que palpita en torno nuestro y de la que tan a menudo nos conservamos inconscientes. Niño aún, John
Burroughs se escapaba de la escuela para vagar a campo abierto o internarse en medio de las selvas. Allí
perdíase más tarde a meditar e "invitar a su alma," según la hermosa frase de Walt Whitman. Era
amigo íntimo del poeta, sobre quien escribió un libro. Realizaba excursiones de exploración con John
Muir y Théodore Róosevelt; llamaba al primero "naturalista de las sierras," y al segundo "naturalista
de la Casa Blanca." Burroughs estuvo también íntimamente relacionado con Edison, Maxim y Fíres-
tone. Edison consideraba al sabio "uno de los tipos más elevados en la evolución humana." Desde su
primera juventud, se dedicó Burroughs a la literatura, y se refiere que vendió en la escuela una poesía por
ochenta centavos a uno de sus condíscipulos, hábil y pequeño negociante que más tarde llegó a ser un gran
financista. Sin embargo, las necesidades de la vida obligaron a John Burroughs a dar lecciones en las
escuelas públicas y a aceptar un empleo en el departamento de estado. Más tarde fué inspector ban-
ca rio; pero abandonó la oficina para vivir en el campo tan pronto como sus medios se lo permitieron.
Entonces comenzó su obra fecunda. Colaboró en numerosas revistas, escribió tratados importantes so-
bre la vida animal y vegetal, y artículos de amena y penetrante filosofía. Después de una vida noble, sen-
cilla, sana y fecunda, muere John Burroughs dejando tras sí las pruebas de su admirable labor. Descansa
feliz en medio de los bosques y hermosos árboles donde, de acuerdo con sus deseos, fué sepultado. — LA
REDACCIÓN.
UÁNTA plenitud de vida existe
en el menor rincón y grieta
de la naturaleza, especial-
mente en nuestra templada
zona septentrional! Este he-
cho se presentó vivamente a mi espíritu
durante algunos días de junio que pasé
ocupado en reparar los caminos de la granja
donde había nacido. Remover las gastadas
y ruinosas rocas amontonadas en grupos
descuidados era como abrir un pequeño
museo biológico y geológico, tal era la can-
tidad de pequeños seres que crecían a su
amparo. La vida animal se ostentaba
exuberante, desde la rayada ardilla roja
hasta hormigas y arañas. Las ardillas se
alarmaron en su nido a cincuenta centí-
metros o quizá más hondo debajo de las
apiladas rocas. Había dos de ellas en un
suave y abrigado nido de hojas secas y
desmenuzadas de arce. No esperaron que
las arrojáramos, sino que apenas oyeron el
estrépito escaparon precipitadamente. Me
sorprendió encontrar dos juntas, porque
hasta entonces sólo había visto una en
cada nido. Una serpiente lechosa (Euphor-
bia corollata) se había deslizado en una
grieta y quedó aplastada en el terremoto en
miniatura que se produjo. Dos pequeñas
serpientes coral (Far ancla abacura) de casi
treinta centímetros de largo se habían al-
bergado también entre las piedras.
Las hormigas se dieron a la fuga en gran
consternación cuando sus huevos quedaron
de improviso al descubierto. Debajo de
cada piedra había un curso vivo de historia
natural. Algunos chicos me trajeron frag-
mentos de rocas que habían recogido y que
servían de asilo a cierta variedad de las
arañas de capullo. Una de éstas, pequeña
y de rayas obscuras, llevaba su bolsa de
huevos, del tamaño de un gran guisante,
adherida a la parte posterior de su cuerpo.
La bolsa se desprendió, y entonces la araña
la recogió prontamente, acarreándola su-
jeta entre las patas. Otro fragmento de
roca del tamaño del puño cobijaba una
larva de cierta especie de mariposas, que
todavía se hallaba pegada al capullo por
la parte posterior. Era admirable observar
cómo aquella envuelta criatura, ciega y
sorda, se encogía y estiraba como si nos
amenazara con sus iras por haber invadido
su santuario. Casi, casi esperaba uno que
los huevos se echaran también a protestar.
Ll naturalista encuentra así placeres por
134
INTER-AMÉRICA
doquier. Las soledades están pobladas
para él. Cada paseo matinal o vespertino
está lleno de interés para la vista y el oído.
El naturalista innato es uno de los seres
más felices de la tierra. Ya reine el invier-
no o el verano, ya llueva o brille el sol, en-
cerrado en su morada o a campo abierto,
encuentra siempre los placeres a su alcance.
El gran libro de la naturaleza está desple-
gado ante su vista, y sólo necesita volver
las hojas.
Cierta amiga mía, sentada en días pasados
en un sillón de nogal en el vestíbulo de mi
casa, mostrábase inquieta por los revuelos
de una avispa solitaria que parecía querer
instalarse en el sillón. Llevaba ésta un
gusanillo entre las patas. Mi amiga la
espantaba a veces, tan sólo para verla
regresar muy pronto. Díjele que la avispa
no intentaba picarla, sino que probable-
mente tenía su nido en alguna grieta del
sillón. Y en efecto, tan pronto como se
tranquilizó, escurrióse el insecto por una
pequeña abertura al extremo de uno de los
brazos de la silla y depositó allí su gusano,
volviendo en seguida con otro, después con
el tercero, y luego con el cuarto; y antes de
que terminara la tarde, vino trayendo pe-
dacitos de lodo y cerró herméticamente la
abertura.
Mi paseo matinal hasta el bosque de ha-
yas me procura a menudo ocasión de ad-
quirir nuevos conocimientos y contemplar
nuevos aspectos de la naturaleza. Esta
mañana vi a un colibrí bañándose en las
grandes gotas de rocío depositadas en las
hojas de un pequeño fresno. Había visto
a otros pájaros bañarse en el rocío o las
gotas de lluvia que quedan entre el follaje,
pero no sabía que el colibrí se bañara.
Descubrí también que las telarañas del
camino, húmedas como se hallaban enton-
ces por la niebla matutina, adquieren tintes
prismáticos. Cada red de telarañas estaba
salpicada de diminutas esferas de rocío y
desplegaba todos los colores del arco iris.
Observé que en todas ellas se reflejaba el
extremo de un pequeñito arco iris; y avan-
zando uno o dos pasos, descubrí el otro
extremo. Naturalmente, en área tan redu-
cida no podía ver el arco completo. Estos
fragmentos son tan inaccesibles como el
arco iris del firmamento. También noté
que cuando una gota de rocío suspendida
toma los cambiantes de joya o despliega
los tintes del arco iris, sólo es posible con-
templar una al mismo tiempo, ya se mire
hacia la derecha o hacia la izquierda. Esto
es asimismo una reflexión fragmentaria
del arco iris. No debe darse crédito a
quienes afirman que ven un gran despliegue
de efectos prismáticos en el follaje de los
árboles o en el césped después de la lluvia.
Es posible contemplar las gotas de lluvia
brillando al sol a semejanza de cuentas de
cristal, pero no exhiben en conjunto tonos
prismáticos; solamente se distinguen en
una gota por vez los tintes del arco iris.
Cambiando de posición es posible observar-
los en otra, pero nunca se percibe un gran
despliegue de efectos prismáticos en una
sola ojeada.
EN M I paseo de la otra mañana volteé
una piedra en busca de arañas y hor-
migas. Encontré hormigas, en efecto, y
además dos celdas de una de aquellas soli-
tarias abejas que cortan hojas para fabricar
sus nidos (género Megachile) y que los
muchachos llaman "abejas del sudor"
porque acostumbran posarse en las manos
y brazos húmedos por la transpiración
como si anduvieran en pos de sal, que es
probablemente lo que las atrae. Son del
tamaño de las abejas que fabrican la miel,
pero de color más claro, y tienen el abdomen
amarillo y muy flexible. Llevan el polen
en el abdomen y no en las patas. Las cel-
das que encontré eran de color castaño
verdoso, y semejantes a un barril en minia-
tura donde estaba encerrado el polen con
el huevo de la abeja. Cuando revienta el
huevo, la larva encuentra a mano su ali-
mento. Cada uno de estos barrilitos esta-
ba cubierto en la parte superior con una
docena de trocitos de hojas superpuestos,
cortados en círculo como si fuera a compás,
y de tamaño exacto a la circunferencia del
cilindro. Las paredes del pequeño barril
estaban formadas de pedacitos de hojas
en figura oblonga, como de un centímetro
de ancho por centímetro y medio de largo,
perfectamente comprimidos uno contra
otro hasta una docena de láminas de es-
pesor, y dispuesto el conjunto de la manera
más ingeniosa.
En mi juventud he visto a veces a estas
abejas cortando las hojas para obtener el
LOS PLACERES DEL NATURALISTA
135
material para sus nidos. Sus mandíbulas
trabajan con la perfección de tijeras. Una
vez que han cortado sus trocitos oblongos
o circulares los enrollan y emprenden el
vuelo sujetándolos entre sus patas, lie
observado cómo los transportan y los in-
troducen en el fondo de las pequeñas hende-
duras de cercas viejas o de antiguos pos-
tes de madera. Nada sé, sin embargo, con
respecto al período de incubación.
NO HACE mucho que publiqué en una
de las revistas importantes sobre el
arco iris un artículo en que trataba de otro
fenómeno conocido como Micción del agua
por el sol. haciendo observar que es tan
ilusorio e inaccesible como el arco iris. El
observador se encuentra siempre exacta-
mente frente al centro, esto es, frente a los
rayos verticales, apareciendo la mitad de la
reflexión sobre su mano derecha y la otra
mitad sobre la izquierda, sin que el movi-
miento en cualquier sentido haga variar esta
relación. Cuando el sol está a media hora
o algo más de altura sus rayos se extienden
ampliamente en ángulo muy agudo. Con-
forme asciende en el firmamento los rayos
se recogen, digámoslo así, y asumen aspecto
diferente; pero siempre en forma de un
gran abanico abierto en las cuatro quintas
partes de su extensión, como sucede cuando
una persona lo maneja. Supongamos un
abanico ordinario de dobleces; amplifiqué-
moslo hasta mil seiscientos metros de largo
y ancho en proporción; e imaginando que
pende del firmamento, tendremos una idea
bastante aproximada de este fenómeno.
.Muchos corresponsales, entre ellos estudian-
tes universitarios de física, me escribieron
que estaba engañado, que los rayos son en
realidad paralelos; citaban el caso de las
líneas ferroviarias en que, cuando nos encon-
tramos colocados en situación de ver una
larga extensión de rieles, las líneas paralelas
convergen en la perspectiva hasta el punto
de parecer encontrarse. Pero el punto
débil de esta explicación, si otro no hubiera,
es que los rieles, como cualquier otro sis-
tema de líneas paralelas en la superficie
terrestre, pueden observarse de flanco si
cambia de posición el observador, en tanto
que es imposible encontrar el flanco de las
líneas que produce el sol en la absorción
del agua. Se mantienen exactamente al
frente, por más rápido o lejos que se avance.
¿Por qué, entonces, convergen los extremos
en las nubes como si partieran del sol en
lugar de encontrarse a más de ciento sesenta
y cinco millones de kilómetros de distancia?
No lo sé. Me inundaron de explicaciones
basadas, decían, en leyes de perspectiva;
pero olvidando siempre el hecho principal,
estoes, que la aparición se produce siempre
exactamente al frente del observador, como
dije antes, lo mismo que sucede con el arco
iris. Debe recordarse que estas líneas se
producen en la atmósfera en plano vertical
v no horizontal. Probablemente tienen al
rededor de dos kilómetros de longitud, y el
olservador se encuentra por lo general a dos
kilómetros de distancia, aproximadamente,
y bajo la sombra de las nubes.
Lo grande y lo pequeño son iguales en la
naturaleza. En lagos y ríos se observan
arco iris perfectos producidos por las di-
minutas gotas o esferas de niebla que que-
dan en la superficie. En las mañanas claras
después de una niebla veo arco iris en las
telarañas de los caminos. Cada hilo de la
red está salpicado de estas diminutas es-
feras de vapor, semejando cuentas ensar-
tadas.
En su artículo sobre el arco iris dice Tyn-
dall que una línea tendida desde el sol
hasta el punto más elevado del arco, y
desde el observador hasta el mismo punto,
marca siempre un ángulo de cuarenta y un
grados; hecho que demuestra por sí solo
cuan inalterable es nuestra relación con
tales fenómenos.
LAS GOLONDRINAS, al surcar el aireen
j busca de insectos, no se tiran repen-
tinamente sobre la presa como los verda-
deros papamoscas. Su abierto pico es una
especie de red que tienden en el aire, volan-
do con la rapidez de aeroplanos. Hace
unascuantas semanas, aunque el airee-taba
frío, había muchos insectos de diáfana
pelusilla que variaban en tamaño desde el
mosquito hasta el cínife, y se mantenían
cerca de la tierra. Yo estaba sentado en
una roca hacia el lado del sol. mirando cuno
aban los vencejos en su raudo vuelo.
I no pasó a tres metros de distancia, vo-
lando en derechura hacia un insecto
muy visible que desapareció en su abiertopi-
cocon la rapidez del relámpago. ¡Cuántos
136
INTER-AMÉRICA
centenares o cuántos millares de insectos
devorarán así diariamente los papamos-
cas! ¡Y qué número tan enorme de insec-
tos consumirán en el transcurso de una es-
tación las moscaretas, currucas y demás
aves que hacen de ellos su alimento princi-
pal! La State Agricultural Society of
Kansas estima que el número de pájaros
asciende a doscientos cincuenta y seis
millones en aquel estado, cálculo que proba-
blemente no es exagerado; pero sí lo es el
que destruyan anualmente quinientos se-
tenta y seis millones de libras de insectos.
Por lo menos la mitad de los pobladores
alados se alimenta de semillas, lo cual reba-
jaría la proporción a doscientos ochenta
millones de libras aproximadamente. La
otra mitad, las moscaretas, currucas, pájaro-
moscas y demás, permanecen en estas re-
giones tan sólo una tercera parte del año, lo
cual disminuiría otra vez en gran escala la
proporción. Doscientos millones de libras
sería un cálculo bastante liberal, y que re-
duciría, sin embargo, los supuestos cua-
trocientos ochenta trenes de cincuenta
vagones, o sea veinticuatro mil vagones
conteniendo veinticuatro mil libras cada
uno, a mucho menos de la mitad del nú-
mero indicado. Con todo, aun así salvarían
los pájaros anualmente muchos millones de
dólares a los agricultores de Kansas.
APENAS si se sospecha cómo hierven
k de vida las selvas y las orillas de los
caminos. Vemos muy poco de esta vida a
menos que nos detengamos a observar y
esperar. Las criaturas silvestres usan de
mucha cautela para revelarse: sus enemigos
están siempre al acecho. Durante la noche
ciertos bosques están llenos de ligeras ar-
dillas que nunca se dejan ver de día, salvo
algún incidente inesperado. Además, hay
muchos merodeadores nocturnos: mofetas,
zorros, coatíes, visones y hubos; sí, buhos
y ratones.
Muy rara vez se ve a los ratones silves-
tres. Sólo en una ocasión he sorprendido
al pequeño y astuto topo, a pesar de que
sé que es muy activo por la noche. Cierta
vez armé en el bosque una trampa de las
llamadas "de ilusión," cerca de unas rocas
donde no tenía el menor motivo de sospe-
char que hubiera más ratones que en cual-
quier otro lado; y dos días después encontré
la trampa literalmente atestada de estos
roedores, media docena por lo menos.
Cuando se levanta una piedra en el cam-
po puede observarse la consternación que
cunde entre los pequeños seres que se en-
cuentran debajo — hormigas, babosas, es-
carabajos, gusanos, arañas — resistiéndose
todos a la luz del día, no porque sean dañi-
nos, sino simplemente obedeciendo al ins-
tinto de conservación. Mientras escribo
estas líneas una ardilla roja, que tiene su
nido en la pequeña eminencia al borde del
camino, está muy atareada almacenando
las grosellas en sazón que maduran entre la
maleza a pocos metros de distancia. Por
cierto que las grosellas fermentarán y se
pudrirán, pero esto no la preocupa: siempre
quedarán las semillas que es lo que consti-
tuye su alimento. A principios de verano,
cuando aun no han madurado las nueces
ni los granos, las dificultades para la sub-
sistencia son grandes entre los pequeños
roedores, que se ven obligados a recurrir a
toda clase de expedientes.
CON respecto a esta plenitud de vida en
los rincones escondidos de la natura-
leza dice Darwin del globo en conjunto:
Por más que se afirme que el mundo es in-
habitable, ya sea en los lagos salados o en los
lagos subterráneos, bajo las montañas volcánicas
o en los calientes manantiales de agua mineral,
en la ancha extensión y profundidad del océano,
en las regiones superiores de la atmósfera, y aun
en las superficies cubiertas de nieve perpetua,
en todas partes se encuentran seres orgánicos.
Jamás ha habido amante alguno de his-
toria natural tan ardiente como Darwin.
Escudriñaba el gran documento biológico
del globo como nadie lo había hecho en
épocas anteriores. Durante el viaje del
Beagle1 no se economizaba penalidades con
tal de aumentar su caudal de conocimientos.
Abandonando las comodidades del buque,
mientras a bordo levantaban planos, hacía
excursiones de centenares de kilómetros a
lomo de muía, internándose en regiones
1 Buque en que Darwin emprendió viaje para llevar
a cabo sus exploraciones de naturalista. Era un barco
de doscientas treinta y cinco toneladas, al mando del
capitán Fítzroy. Zarpó el 27 de diciembre de 1831,
regresando el 2 de octubre de 1 836. Anteriormente se
había enviado este mismo buque a levantar planos en
la costa de la América del Sur. — La Redacción.
LOS PLACERES DEL NATURALISTA
«37
ásperas y peligrosas con el objeto de acumu-
lar nuevas observaciones. Con un poco de
hierba y agua para su montura, y geología
o botánica o zoología o antropología para
él, conceptuábase el hombre más feliz del
mundo. En las grandes altitudes de los
Andes se sufre a causa de la rarefacción
del aire cierta angustia de la respiración
que los naturales llaman "soroche," y para
combatir la cual acostumbran comer ce-
bollas. Darwin decía, guiñando el ojo:
" En cuanto a mí, nada me sienta mejor que
las conchas fósiles."
Su viaje en el Bcagle es una revista com-
pleta de la ciencia de la historia natural.
Nunca hasta entonces se había escudriñado
y pasado así por la criba una región en bus-
ca de hechos biológicos. En lagos y ríos,
en bosques y pantanos, por doquiera, pene-
traban sus ojos insaciables. Las obras de
Darwin se leen y vuelven a leer con pro-
pósitos diversos. Si uno se interesa en
insectos, busca este tema en sus libros; si
en aves, allí se acude en pos de conocimien-
tos; si en mamíferos, en fósiles, en volcanes,
en antropología, se lee a Darwin encon-
trando amplia información sobre cualquiera
de estas materias. Recientemente, estaba
yo preocupado con el problema del alto
vuelo circular del cóndor, y volví a leer sus
obras ; por supuesto, Darwin había asimismo
estudiado y dominado el tema. Si está uno
interesado en saber si los característicos ras-
gos biológicos de los continentes de la
América del Norte y la América del Sur son
similares o desemejantes, encuentra allí lo
que desea saber. Se enterará de que las di-
versas clases de luciérnagas y gusanos de luz
de la América del Sur son las mismas que
existen en la América del Norte; que cuando
se pone boca arriba al escarabajo, salta en el
aire y da la vuelta sobre sí mismo cayendo
sobre sus patas, de igual manera que lo
hacen los ejemplares conocidos de nuestras
especies; que los hongos obscenos, o Pballus,
infestan los bosques tropicales como espe-
cies análogas infestan nuestros prados y
dehesas; y que las avispas albañilas (Pcl<>-
pccus, lanatus) acarrean a su arcilloso nido
arañas semimuertas para alimento de sin
larvas, lo mismo que en la América del
Norte. Naturalmente hay nuevas especies
de vida animal y vegetal, pero no en gran
abundancia. Darwin tiene siempre en
cuenta la influencia del modio en la modifi-
cación de las especies.
'L NATURALISTA puede darse por
'j satisfecho con un día de pequeños
descubrimientos. Si llega a descifrar si-
quiera una palabra, así sea de una sílaba,
en el gran libro de la naturaleza, adelantará
sus conocimientos en gran manera. Yo
descifré una de estas palabras la otra ma-
ñana observando que las marcas de un
tierno pero completamente emplumado
pinzón de las nieves {Janeo biemalis) eran
semejantes a las del gorrión vespertino. En
los pájaros tiernos se ostentan siempre por
breve período las marcas distintivas de las
aves de la familia de que son originarios.
Así nuestros petirrojos tienen el pecho man-
chado revelando su parentesco con el zorzal,
y el pinzón de las nieves descubre en las
rayas del pecho y dorso, y en las blancas
plumas laterales de su cola, la analogía de
familia con el pinzón corriente o gorrión
vespertino. El tono pizarra hace des-
aparecer pronto la mayor parte de estos
signos, permaneciendo, sin embargo, las
blancas plumas de la cola. El gorrión
vespertino no sigue los hábitos de anidar
de sus antecesores. Hace su nido en el
suelo, a campo abierto; pero el pinzón de
las nieves elige alguna eminencia musgosa
o montecillo a orillas del camino, constru-
yéndose un artístico nido de hierba seca y
de fibras tan bien disimulado que el transe-
únte rara vez llega a descubrirlo.
Descifré otra pequeña palabra acerca
de ciertas rocas de las montañas Cátskill,
mi comarca natal, al encontrar cierta clase
de piedra arenisca, lisa, gris azulada, que,
cuando se parte con ayuda de punzones de
acero y un gran martillo, o se hace estallar
con dinamita, presenta a la vista, en vez
de la uris y pulida superficie, una capa roja
que parece una especie de fango esmaltado
o sometido a un proceso de electrotipia.
Aparentemente data desde los primeros
días fangosos de la creación. Tengo una
de estas piedras en el dintel de la puerta de
entrada en Wóodchuck Lodge; y es diver-
tido observar cómo la atacan con jabón y
ia caliente los barrenderos y limpiadores
de umbrale^ sin que sus esfuerzos obtengan
la menor recompensa. En ninguna otra
parte he encontrado rocas cubiertas así del
1 38
ÍNTER-AMÉRICA
lodo primitivo. La formación de agua dulce
de las rocas de las montañas Cátskill explica
en cierto modo esta circunstancia.
TODO el mundo se interesa en los cam-
bios de temperatura, pero el natura-
lista los observa con el objeto de descubrir
algo de las leyes a que obedecen. En
cierta estación me conquisté fama de pro-
feta del tiempo anunciando que el primer
día de diciembre haría un frío muy intenso.
Era muy fácil predecirlo. Había visto en
Detroit un pájaro del lejano norte, ave que
jamás había contemplado hasta entonces:
el picotero o Ampelis. Se cría en el círculo
ártico, y es común a ambos hemisferios.
Pensé entonces que si los pájaros árticos
descendían hacia el sur, era indudable
que venía tras ellos una onda fría. Y así
sucedió efectivamente.
Cuando no hay pájaros que auguren el
carácter probable del próximo invierno, ¿en
qué signos se puede confiar? En éstos:
cuando se presentan en diciembre cambios
súbitos y violentos de frío y de calor en la
temperatura, el invierno será interrumpido:
no habrá frío continuado. He dicho en
alguna otra parte que el zumbido de abejas
en diciembre es el réquiem del invierno;
pero cuando la estación sigue un curso
regular, aumentando el frío paulatina y
constantemente en noviembre y diciembre
sin precipitaciones ni violencias, entonces
hay que prepararse para un bonito invierno.
En cuanto a la humedad o sequía del
verano, es fácil guiarse por las lluvias de la
costa del Pacífico: si son escasas en la costa
occidental, ello significa que habrá exceso
en la oriental. Durante los cuatro o cinco
años recientes escasearon las lluvias a tal
punto en California que se dejaba sentir
inquietud general por la diminución con-
tinuada de la provisión de agua en diques
y represas; y todos los lugares que conozco
de Nueva York y Nueva Inglaterra tuvie-
ron estaciones muy lluviosas de verano,
inundaciones a mediados de estación, y
fuentes y manantiales rebosantes en todo
el tiempo, siendo las sequías pasajeras y
locales.
Acostumbramos decir: "tan variable
como el tiempo," aun cuando las leyes
meteorológicas son bastante definidas. To-
dos los signos fallan en la sequía, como
fallan asimismo en las estaciones lluviosas.
A veces el viento sur no trae lluvia, y otras
el viento norte y el noroeste aportan gran-
des chubascos. La complejidad de condi-
ciones en un área continental de ríos y lagos
y cadenas de montañas es demasiado vasta
para pretender descifrarla: es inherente a
la naturaleza de las cosas. Es una de las
fuerzas y potencialidades que existen en
la materia. No podemos penetrarla.
PARÉCEME razonamiento erróneo la
comparación que usa Wílliam James
en sus conferencias sobre la inmortalidad
humana. El cerebro, admite, es el órgano
del pensamiento; pero el pensamiento,
afirma, tiene únicamente con el cerebro la
relación que tienen los alambres con la
corriente eléctrica de que son transmisores,
o la que un tubo de cañería tiene con res-
pecto al agua que transporta.
Ahora bien: la fuente de donde emana la
corriente eléctrica es ajena al alambre que
la transmite, y sólo puede tener una rela-
ción fugitiva con el material exterior a
través del cual funciona. Mas, por redu-
cidos que sean nuestros conocimientos,
sabemos que el espíritu o intelecto humano
es parte integrante del cuerpo del individuo,
se origina en el cerebro y en el sistema ner-
vioso; de donde se deduce que el pensa-
miento y el órgano por intermedio del cual
se manifiesta son uno en esencia.
La analogía del cerebro con la batería
eléctrica o con el dinamo donde se origina
la corriente es la única lógica y aceptable.
Máeterlinck lo expresa sabiamente cuan-
do dice:
El insecto no pertenece a nuestro mundo.
Los demás animales, aun las plantas, a pesar
de su vida muda y de los grandes secretos que
atesoran, no parecen del todo ajenos a la hu-
manidad. A despecho de todo, sentimos una
especie de fraternidad terrestre con ellos. . . j¡ .
En el insecto hay algo, por otra parte, que no
pertenece a las costumbres,[la ética, la psicología,
de nuestro globo. Casi se siente uno tentado
de decir que los insectos vienen de otro planeta
más monstruoso, más enérgico, más insensato,
más atroz, más infernal, que el nuestro.
Ciertamente más cruel y monstruoso
que el nuestro. Entre las arañas, por ejem-
plo, la hembra devora al macho y a menudo
a su propia prole. El escorpión procede
LOS PLACERES DEL NATURALISTA
139
de idéntica manera. No sé que suceda
nada semejante entre los animales terrestres
fuera del mundo de los insectos.
Los insectos viven, a la verdad, en una
tierra maravillosa de que apenas tenemos
concepción. Todas nuestras facultades
existen en proporción inmensamente exa-
gerada entre aquellos pequeños seres. Sus
facultades les permiten conocer la íntima
constitución molecular de la materia con
mucho mayor exactitud de lo que nos es
posible a los hombres a favor de nuestros
groseros análisis químicos. El mundo
está agitado por vibraciones toscas y deli-
cadas de las cuales nuestros sentidos pue-
den percibir solamente las más lentas.
Si exceden de tres mil por segundo son de-
masiado agudas para nuestros oídos. El
tambor y tubos auriculares de los insectos
son extremadamente finos. Aquello que
para nosotros es un ruido continuo, para
ellos es una serie de golpes separados. El
oído humano comienza a sentir los golpes
como rumor continuado cuando ascienden
aproximadamente a treinta por segundo.
La mosca casera tiene cuatro mil lentes
ópticos por término medio; la mariposa de
berza (Pieris) y la libélula, diecisiete mil
más o menos; y ciertas especies de insectos
poseen hasta veinticinco mil. Apenas po-
demos concebir el agitado mundo en que
viven los insectos, vibrante y penetrante
a extremo tal que nos enloquecería. Si
poseyéramos igual visión microscópica,
¡cuánto cambiaría el aspecto del mundo!
Venamos una bocanada de humo como una
bandada de pequeñas mariposas azules,
y el zumbido de un mosquito resonaría en
nuestros oídos como el vibrante son de una
trompeta. De otro lado, mucho de lo que
nos molesta puede escapar a los insectos,
porque sus sentidos son demasiado finos
para percibirlo. Es indudable que ellos
no escuchan el retumbar del trueno ni sien-
ten el rumor del terremoto.
Los insectos son, por varias razones, mu-
cho más sensibles que nosotros al frío y al
calor. El número de ondas etéreas que nos
da la sensación del calor es de tres o cuatro
millones de millones por segundo. II
número de vibraciones requeridas para
producir la luz roja se estima en cuatro-
cientos setento y cuatro millones de millo-
nes por segundo; y de seiscientos noventa
y nueve millones de millones por segundo
para producir la luz violada. Ño hay duda
de que los insectos reaccionan de acuerdo
con todos estos diferentes grados de vibra-
ción. Aquellos maravillosos instrumentos
llamados antenas parecen ponerlos en
contacto con un mundo del cual los
hombres nos hallamos enteramente incons-
cientes.
LA VIDA se ha comparado a muchas
é cosas: a un viaje, con sus tempestades
y corrientes adversas y al cabo su abrigado
puerto; al día, con su mañana, tarde y
noche; a las estaciones, con su primavera,
verano, otoño e invierno; a una partida de
juego, una escuela, una batalla.
En una de sus arengas a los obreros com-
paraba Húxley la vida a una partida de
ajedrez. Necesitamos aprender los nom-
bres, el valor y el movimiento de cada
pieza, y todas las reglas del juego, si quere-
mos ganar la partida. El mundo es el
tablero, las piezas son los fenómenos del
universo, las reglas del juego son lo que
llamamos leyes naturales. Pero es dud<
que esta comparación haya sido feliz. La
vida no es una partida de juego en el sentido
de que no es una diversión ni un pasatiempo
ni un torneo para derrotar a un contendor,
salvo en episodios aislados e incidentales.
El dominio del ajedrez no servirá de mu-
cho para dominar la vida. La vida es una
tarea diaria, una lucha en la cual las fuerzas
que entran en juego por ambos lados son
mucho más variadas e intangibles que las
del tablero de ajedrez. La vida es coopera-
ción con otras vidas. Se triunfa ayudando
a otros a triunfar. Imagino que los nego-
cios tienen más semejanza que la vida con
los incidentes de una partida de jueuo: la
ganancia significa a menudo la pérdida de
otro, y se procura con toda deliberación
sobrepasar a rivales y competidores; pero
en la vida sana y normal hay muy poca
analogía con partida de juego alguna.
I "dos necesitamos dinero o su equiva-
lente. Existen tres grandes factores: el
dinero, la producción y el trabajo; siendo el
trabajo el más poderoso de los tres. 1.1
trabajo es la suma de todos los valores.
1 1 valor de las cosas está en armonía con
la labor que requieren para su producción
y < >btención. Si hubiera oro en abundancia
i4o ÍNTER-AMÉRICA
y la plata fuera escasa, este último metal alimenta de hierbas y raíces, y se mantiene
sería el más precioso. Los hombres que oculto bajo la tierra durante el día, aprove-
manejan la azada y el arado, y los que tra- chando de salir de sus escondrijos y aguje-
bajan en las minas de hierro y de carbón ros cuando cae espesa nevada para gozar
cuentan en primera línea. Estos hombres alegres días de ocio y libertad debajo de
arrancan a la naturaleza aquello que todos la nieve, a salvo de gatos, zorros, buhos y
necesitamos, cosas que no se encuentran en halcones. La vida se convierte entonces
poder ni bajo la custodia de nadie que pro- en una especie de picnic para el ratón del
cura mantenerlas fuera de nuestro alcance o campo. Construye nuevos nidos en la
arrebatarnos nuestras capacidades y re- superficie del terreno, abre nuevas sendas,
cursos. y se solaza con gran recogijo al parecer.
El símil del ajedrez tiene únicamente La nieve es su protección. Descorteza los
valor retórico. Los obreros de Londres árboles a su gusto. Cuando desaparece la
a quienes se dirigió Húxley buscarían en nieve terminan las fiestas invernales, y se
vano en sus problemas de la vida algo que retira a sus escondrijos dentro de la tierra
se asemejara a una partida de ajedrez, o y debajo de las chatas piedras, viviendo de
alguna idea aprovechable por analogía, nuevo en continua alarma.
Con toda probabilidad eran mecánicos,
comerciantes, artesanos, carreteros, lanche- O ENTADO en mi pórtico la primavera
ros, pintores o cosa por el estilo, y cono- O pasada, envuelto en mantas, y conva-
cían por propia experiencia las fuerzas leciente de una ligera indisposición, me
contra las cuales habían de luchar. Pero, hallaba en estado de ánimo apropiado para
¿cuántos de los triunfadores en la vida po- interesarme en los aspectos diarios que la
seen conocimiento práctico de las fuerzas y naturaleza desplegaba ante mis ojos: las
condiciones que deben afrontar, semejante lilas blancas y violadas, las hojas de arce
al que poseen los jugadores de ajedrez casi en pleno desarrollo, las pendientes
acerca de los peones y caballos y alfiles y franjas de los amarillentos renuevos de los
reyes y reinas del tablero? castaños y robles, los verdes vastagos de
Húxley era casi siempre emocional y las parras, y todo lo demás. Esto era úni-
convincente, sin embargo, y usaba imáge- camente el marco o fondo de la vida silves-
nes de lógica más poderosa que las que tre que hervía en derredor,
emplean muchos escritores. Los pájaros son como chiquillos que se
La vida puede compararse con más exac- asoman a mirarme furtivamente o se que-
titud a un río que brota en una montaña o dan contemplándome con curiosidad entre
en un manantial de la ladera, con su espu- el follaje de este gran templo de árboles,
mosa, brillante y rumorosa juventud, con Hay reyezuelos, petirrojos, pájaros azules,
su volumen mayor, reposado y poderoso tordos, Silvias, y a veces otros visitantes de
más tarde, y luego con el movimeinto plá- especies más raras. Pocos días ha una
cido y sereno de su curso hacia el mar. curruca se asomó de pronto por el suelo a la
¡ Bendita sea la vida que se purifica constan- vuelta de la casa, y avanzó hasta las gradas
temente como las aguas corrientes; que se del vestíbulo mirándome atrevidamente,
presta a nobles usos, sin salirse nunca de Cuando me levanté para echar una ojeada
madre ni convertirse en fuerza destructora! sobre la verja, el pájaro había desaparecido.
Luego vino una curruca manchada del
-s>v
EN DÍAS pasados recibí una carta de Canadá, deslizándose entre los arbustos de
cierto individuo que deseaba saber lilas y arbolillos de jeringuilla, y quedó con-
por qué los ratones campesinos roen y templándome de hito en hito. La curruca
descortezan los manzanos cuando una es- macho del este apareció entre las siempre-
pesa capa de nieve cubre la tierra. ¿Era vivas del tejado de la casa de piedra, pero
acaso porque encontraban difícil atravesar no se dejó ver por acá en " El Nido." La
la nieve gruesa y helada para salir a la hembra se acercó varias veces al sendero de
superficie en busca de semillas para su cascajo, próximo al sitio donde yo me
alimento? Parecía ignorar que el ratón hallaba, evidentemente en busca de ma-
campesino no vive de semillas sino que se terial para comenzar la fabricación de su
LA PLACERES DEL NATURALISTA
141
nido; en tanto que la hembra del reyezuelo, vestíbulo el canto del tordo de dorso
el incontenible reyezuelo, aparecía y des- verdoso entre los arbustos y matorrales de
aparecía cada cinco minutos muy atareada grosellas a pocos pasos de distancia. Inme-
acarreando material al cajón cololocado en diatamente me sentí transportado a las
la esquina del pórtico. ¡ Cuan vehemente y profundas selvas v arroyos de mis monta-
dedicada avecilla! Y ¡cómo palpita el ñas natales. Oía el murmurio del agua y
macho y vibra en la plenitud del canto! sentía la agreste frescura de aquellos re-
Ayer apareció un intruso. Macho o hem- tiros: ¡tal es la magia de la asociación de
bra, volaba hasta el cajón como a hurta- recuerdos! Pocos momentos antes una
dillas, revoloteaba sobre la cubierta, y se oropéndola macho de garganta amarilla
detenía para observar si la costa estaba li- había lanzado su aguda nota desde el arce
bre. Procedía como si él mismo com-
prendiera que era un intruso. Rápido como
un relámpago brotó un manojo de plumas
castañas desde las ramas de un arce a nueve
metros de distancia, y el propietario del ca-
jón se le echó encima. Él intruso no se de-
tuvo a discutir; escapó precipitadamente,
perseguido muy de cerca. No olvidaré el
cercano, mientras la hembra con su insis-
tente arrullo contribuía a los sonidos des-
agradables. No me gusta la oropéndola;
no tiene notas musicales, y en tiempo de
vendimia su pico está siempre rojo o vio-
lado con la sangre de las uvas.
Con todo, la mayor parte de estos peque-
ños seres me hacen feliz y ponen un nuevo
par de tordos que estaban fabricando su rayo de sol en los luminosos días de mayo.
nido en un arce situado más o menos a No podré olvidar fácilmente la visión de
quince metros de distancia. ¡ Cómo me de- aquella curruca de especie rara asomándose
leita verlos removerse en el suelo, con sus para mirarme y desvaneciéndose luego
graciosos movimientos que son música para detrás de la esquina del pórtico como una
la vista! Las plumas de la cabeza y cuello pequeña hada,
del macho resplandecen, y hay algo de viril Para interesarse así por las aves no es
y elegante en su manchado pecho.
Un par de pájaros burlones tiene su
nido en los matorrales de berberís al extre-
mo sur de la casa, y se les ve a todas horas.
Pero cuando el nido esté terminado, y co-
mience la incubación de los huevos, se
suficiente estudiarlas en forma científica.
Es necesario vivir entre ellas, tener relacio-
nes diarias con los pájaros, por decirlo así,
y cultivarlas durante estaciones sucesivas.
Entonces, cuando vienen a posarse cerca
de vuestra morada o campamento, cuando
mantendrán alejados de la vista del público las encontráis yendo de paseo, llegan a
tanto como les sea posible. Se retirarán de convertirse en parte integrante de la vida,
la escena, ocultándose tras de bastidores. y dan tono y colorido a los días de la exis-
Cierto día escuché desde mi asiento en el tencia.
LA DOCTRINA DE MONROE COMO
INTELIGENCIA CONTINENTAL1
POR
julius KLEIN
La conflagración reciente del Viejo Mundo ha dado a las repúblicas sudamericanas el primer con-
cepto real de su capacidad para el propio engrandecimiento y para la cooperación continental en sus
fases sociales y económicas, dice el autor. En efecto, aisladas en sentido económico del continente euro-
peo, las naciones de la América del Sur han estrechado en forma notable sus relaciones recíprocas. In-
dicios significativos, que el autor de este artículo pone de relieve, manifiestan la tendencia hacia una
reorganización de la situación internacional hispanoamericana. A juicio del escritor, este acercamiento
ejercerá influencia profunda y favorable sobre el prestigio de la doctrina de Monroe. A principios de
1920, el presidente Brum del Uruguay propuso una liga americana que, colocando a igual nivel a todas las
naciones del continente, defendiera a todas y cada una de ellas contra la posible amenaza de su integridad
teiritorial, ya fuera de parte de Europa o de cualquiera de los gobiernos americanos; y el ex presidente
Taft, en su memorándum al presidente Wilson sobre el artículo X de la liga de naciones, revelaba ya la
tendencia al principio mencionado, que no es sino aplicación pura y simple de la doctrina de Monroe.
Es posible que el anhelo de librar al continente americano de la amenaza del bolchevismo ruso y de los
males que éste acarrea consigo sea uno de los factores que contribuya con más eficacia a la consolidación
de América sobre la base de un principio nuevo y liberal. Avanzamos indudablemente a un período de la
historia en que la buena inteligencia continental, manifestándose quizá en mayor grado en el sentido eco-
nómico, pero extendiendo su influencia a la esfera política y diplomática, asumirá trascendentales pro-
yecciones.— LA REDACCIÓN.
N^O ES el propósito del presente
artículo aventurarnos en una
nueva discusión del problema,
ya tan discutido, de las relacio-
nes de la doctrina de Monroe
con la liga de naciones. Nos proponemos
más bien examinar brevemente ciertos
desenvolvimientos, económicos en su ma-
yor parte, que han tenido lugar en la Amé-
rica hispánica desde 1914, y especialmente
desde 1918, y que han ejercido influencia
directa sobre las relaciones políticas y di-
plomáticas entre aquellas naciones y los
Estados Unidos. Asumiendo que los in-
tereses de todas las repúblicas americanas
demandaran aún el mantenimiento del
principio de Monroe, o sea la exclusión de
engrandecimiento político de naciones que
no pertenezcan al continente americano,
surgen estas cuestiones: el movimiento
político y económico de años recientes,
¿ha ejercido sobre la situación general de
la América hispana alguna influencia que
afectara la imposición eficaz de dicha doc-
trina? Entre las asombrosas transforma-
ciones producidas por la guerra en las re-
1 Discurso leído el 30 de diciembre de 1920 en la con-
ferencia de la American Historical Association y la
American Political Science Association, en el edificio
de la Unión Panamericana, Washington.
públicas del sur, ¿ha habido alguna que
influyera sobre lo que podría llamarse pro-
blemas continentales, o sobre las relaciones
políticas y económicas de los pueblos ame-
ricanos del norte y el sur? ¿Puede una
declaración unilateral, defensiva, como
la doctrina de Monroe — ni siquiera una
política continuada, sino más bien un cri-
terio susceptible de desviación, que ha va-
riado en ocasiones desde la pasividad y casi
la inercia hasta desembozadas amenazas de
guerra—puede concepto semejante cons-
tituir la base de un compromiso internacio-
nal o de un acuerdo continental?
Uno de los efectos más significativos de
la guerra en las repúblicas del sur ha sido
el cambio verificado en sus relaciones recí-
procas. No me refiero a la formación de
asociaciones políticas y diplomáticas, como
la llamada liga de arbitraje del A. B. C,
que hasta hoy no se ha ratificado. Más
significativos y trascendentales, aunque
mucho menos conspicuos, son'Ios prosaicos
vínculos comerciales y económicos que se
han desarrollado entre aquellas naciones
durante la forzosa cesación de sus relaciones
con el mundo exterior desde I9i4.hasta 1919.
Por vez primera en la historia se han visto
compelidas a entrar en relaciones recíprocas
más intimas, cuyos efectos son aparentes
LA DOCTRINA DE MONROE COMO INTELIGENCIA CONTINENTAL 143
para el observador que se encuentre en trucción por lo menos de cinco ferrocarriles
situación de comparar sus impresiones internacionales, y seis o más líneas cable-
anteriores a la guerra con las de la época gráficas y telegráficas en la América his-
presente. La historia colonial de esa pana. Los comentarios son ociosos frente
región estuvo marcada por una dependencia a esta expresión material y eficaz de la
administrativa directa, cuidadosamente nueva aspiración hacia mayores vínculos
meditada, de la corona de Castilla. El continentales, y tampoco es necesario re-
siglo diecinueve fué un período de turbu- cordar el profundo efecto político y econó-
lencias políticas y de reorganización eco- mico que tales lazos están llamados a pro
nómica interna, apoyadas en gran escala ducir. Circunstancia digna de notara
por Europa en el lado económico, pero que que casi todas estas empresas se están for-
apenas permitían contacto alguno entre las mando con capitales privados,
repúblicas hispanoamericanas, salvo a Cambios comerciales de la misma índole
punta de bayoneta. se observan a cada paso, debido principal-
Vino luego 1 91 4; y del mismo modo que mente a la extraordinaria diversidad de
las preocupaciones europeas en su gran industrias y de producción en los últimos
cataclismo anterior las guerras napoleó- seis años. Desde 1914 el comercio entre
nicas — dieron campo a la América española la Argentina y el Brasil ha incrementado
para establecer su independencia política, en un 500 por ciento, y recientes estadísticas
la conflagración reciente del Viejo Mundo revelan todavía mayor expansión. El
ha dado a las repúblicas del sur el primer comercio mejicano con los países más im-
concepto real de su capacidad para el propio portantes de la América del Sur, incluyendo
engrandecimiento y para la cooperación productos alimenticios, petróleo, fibras y
continental en sus faces sociales y econó- aun papel de imprenta, se ha cuadruplicado
micas. durante la guerra, desarrollándose más
Desde luego, sería absurdo suponer que rápidamente todavía en los dos años re-
íos años de 1914 a 1918 han librado a la cientes. Durante 1919 y 1920 se han
América hispana de toda ulterior depen- celebrado por lo menos cinco congresos his-
dencia económica de Europa; pero frente a panoamericanos, y no con el objeto de
ciertos hechos significativos, que mencio- cambiar aquellas hermosas expresiones de
naremos más adelante, sería igualmente amistad fraternal que con tanta frecuencia
ridículo asumir que la América hispana constituyen la atmósfera de tales asambleas,
continuará esperando de Europa, o siquiera Por el contrario, en todos los casos los tópi-
de los Estados Unidos, la satisfacción de eos han sido prosaicos y poco pintorescos,
sus necesidades en cuanto se refiere a artí- pero al mismo tiempo definidos y construc-
culos manufacturados, y aun al capital tivos: lechería y agricultura ganadera,
y combustible. Las pruebas son abundan- regulaciones de policía, inmigración, arqui-
tes al respecto, y en vez de disminuir desde tectura y educación física.
10 18, aumentan constantemente. Cite- Éstos son unos cuantos ejemplos tomados
mos, por ejemplo, algunos casos aislados al azar; pero podrían duplicarse muchas
en el campo del capital. Ciudadanos veces, aun con respecto a las pequeñas
argentinos facilitaron últimamente un prés- repúblicas de los trópicos. Revelan, sin la
tamo de 500,000,000 de liras al gobierno menor duda, el principio de una nueva
italiano; el gobierno argentino ha prestado reorganización de la situación internacional
40,000,000 de libras a los aliados, y se dice hispanoamericana. La influencia de tan
que considera al presente negociaciones significativo desenvolvimiento en lo que
similares con Austria y Alemania. Los concierne a asuntos .políticos y diplomáticos
capitalistas chilenos han asumido durante es demasiado obvia para necesitar explíca-
los dos últimos años una posición promi- ción. La América hispana puede depender
nente en la industria del estaño en Bolivia, todavía de Europa en cuanto a inmi-
y proyectan la explotación activa del gración, capital, inventos y manufacturas;
petróleo y otros productos minerales en la pero esta dependencia, especialmente en
Argentina. Desde 191 8 se han formulado cuanto se refiere a los últimos tres, ha
planes detallados y arreglos para la cons- disminuido en gran escala. Las oportuni-
144
INTER-AMÉRICA
dades y necesidad de incursión y explota-
ción europeas en la América hispana van
desapareciendo, y los recursos naturales
para la defensa individual o cooperativa
de las naciones sudamericanas contra estas
poco deseables intrusiones aumentan lenta
pero seguramente.
Los efectos de este acercamiento sobre la
doctrina de Monroe son inevitables, en
consecuencia. La profecía hecha en junio
de 1 9 1 8 por el profesor G. G. Wilson parece
a punto de cumplirse: la doctrina de Mon-
roe entra evidentemente en un período de
mayor influencia. Si bien la organización
económica del sur altera profundamente
las relaciones entre la América hispana y
Europa, el cambio ha perjudicado muy
poco nuestros intereses económicos; en pri-
mer lugar, porque estos intereses han ad-
quirido relevancia únicamente en los años
anteriores a la guerra, y su relativa juven-
tud los hace más plásticos, más adaptables
a la nueva situación, de lo que podrían per-
mitirse los antiguos y en este momento
seriamente coartados competidores euro-
peos. Los resultados de esta situación son
bien conocidos; el enorme incremento en el
valor de los productos comerciales es menos
significativo para los propósitos de esta
discusión que la aparición de vínculos rea-
les y permanentes entre ambas Américas:
vínculos materiales que tienden a robuste-
cer la buena inteligencia y una permanente
comunidad de intereses entre la América
del Norte y la del Sur. Es oportuno re-
cordar a este respecto que antes de 19 14 no
existía una sola sucursal de bancos de los
Estados Unidos en la América hispana, en
tanto que ahora se cuentan más de ciento;
que hay cerca de doce cámaras de comercio
norteamericanas en las repúblicas del sur,
de las cuales la más antigua ha sido fundada
hace dos años aproximadamente; que im-
portantes conexiones cablegráricas y los va-
liosos servicios de dos grandes asociaciones
corresponsales de periódicos norteameri-
canos se han extendido enormemente en
aquel campo; y que los buques norteameri-
canos son al presente bastante numerosos
en aguas meridionales para transportar
al sur cerca del 50 por ciento de nuestros
productos, lo cual representa cinco veces la
proporción que llevaban en 19 14.
Desde 191 5 la alta comisión interameri-
cana ha procurado establecer firmemente,
aunque sin ostentación, una serie definida
y eficiente de vínculos recíprocos en
América, tales como leyes uniformes y
prácticas de comercio, que representan un
sistema constructivo de gran valor.
El marcado aumento de puntos de con-
tacto entre los pueblos de América sugiere
inmediatamente la posibilidad y aun la
probabilidad de una nueva declaración de
la doctrina de Monroe sobre bases más
amistosas. Las esfuerzos del presidente
Wilson en este sentido son bien conocidos.
Podemos recordar especialmente la pro-
puesta hecha el 7 de junio de 19 18 a los
periodistas mejicanos que visitaron los
Estados Unidos, o sea, que "cada una de
las repúblicas americanas, incluyéndose la
nuestra, garantizara la independencia po-
lítica e integridad territorial de las otras:"
frase que, de acuerdo con la segunda ex-
plicación del presidente, fué el origen de la
idea expresada más tarde en el artículo X
del tratado de la liga de naciones. Sin
embargo, en vista de las disputas fronte-
rizas en muchos de los países hispanoameri-
canos, es difícil concebir la manera en que
pueda establecerse una firme e incondicional
garantía de integridad territorial. Es in-
discutible, con todo, la conveniencia de una
garantía recíproca de las naciones de
América con respecto a la soberanía o in-
dependencia de los diversos gobiernos re-
publicanos; nuestras recientes experiencias
en la América del Centro y las Antillas de-
muestran claramente la necesidad de pro-
mesas reiteradas y oficiales de que por
nuestra parte nos sentimos ligados por
dicho convenio.
En abril de 1920 el presidente Brum del
Uruguay expuso el plan de una liga ameri-
cana que "considerara conjuntamente to-
dos los problemas americanos, colocara en
igual nivel a todas las repúblicas de Amé-
rica y defendiera a cada una de ellas contra
amenazas de Europa o de cualquiera de los
gobiernos americanos." Esta proposición
de " solidaridad americana" ha sido acogida
con escepticismo en varias capitales his-
panoamericanas, como una utopía des-
vanecida ya por las agresiones de los Es-
tados Unidos en el área del mar Caribe.
La sugestión del distinguido uruguayo es
probablemente prematura; mas podemos
LA DOCTRINA DE MONROE COMO INTELIGENCIA CONTINENTAL 145
mencionar, en lo que concierne al someti-
miento de la doctrina de Monroe al dicta-
men de otros gobiernos americanos, que
hemos firmado ya tratados con más de
quince repúblicas hispanoamericanas, esti-
pulando "someter las controversias de
cualquier índole" — incluyendo presumible-
mente las que atañen a la doctrina de Mon r< >e
— a comisiones conjuntas de investigación
durante el período de un año, aunque
no se trate de un arbitraje final y
decisivo. El memorándum del ex presi-
dente Taft al presidente Wilson, con fecha
21 de marzo 1919, concerniente al artículo
X del tratado de la liga, indica la disposi-
ción de aceptar el principio arriba men-
cionado y aun de ampliarlo en forma de
arreglo definido para la protección de la
soberanía de todo estado o estados de
América por otro estado o estados america-
nos; lo cual juzga "aplicación pura y simple
de la doctrina de Monroe."
Pueden observarse indicios de la nueva
tendencia de los acontecimientos. "La
guerra ha reducido a polvo la antigua le-
yenda del calibanismo de la América del
Norte," como lo ha expresado Semprum,
el distinguido literato venezolano; no somos
ya "monstruos rudos y obtusos de enormes
pies y enormes periódicos," como nos
describía el gran poeta Darío; y no somos
ya una amenaza colosal, " impetuosa, arro-
lladura, feroz y zafia," aunque las películas
cinematográficas que tan ampliamente
hacemos circular parezcan confirmar por
lo menos algunas de estas calificaciones.
Más de un publicista hispanoamericano ha
observado que cierto escritor de su raza
afirmaba que "la parte que los Estados
Unidos han desempeñado en la guerra es
la más importante que haya correspondido
jamás a pueblo alguno." Sáenz Peña, el
finado presidente de la Argentina, tuvo
razón quizá al decir en 19 14: "Nosotros
los sudamericanos tenemos recuerdos des-
agradables de nuestros amigos del norte;"
tuvo razón ciertamente al manifestar que
en aquel tiempo había más puntos mate-
riales de contacto entre la América del Sur
y Europa que entre ambas Américas; pero,
como observamos antes, se han producido
muchas circunstancias que han alterado la
situación durante los últimos seis años.
En primer lugar, nos hemos convertido en
nación acreedora en vasta escala, y algunas
de las más importantes repúblicas hispano-
americanas han prestado asimismo capi-
tales a las demás naciones. En conse-
cuencia, se ha cumplido la predicción hecha
hace once años por el profesor A. C. Cóo-
lidge de Harvard: los deudores irresponsa-
bles del Nuevo .Mundo se encuentran en
situación de cumplir con acreedores del
mismo continente, y los pueblos americanos
estudian ahora bajo una nueva luz la doc-
trina de Drago en defensa de los deudores,
teniendo en cuenta los intereses y el punto
de vista del acreedor.
Es alentador por cierto que un famoso
hispanoamericano, originario de una de las
pequeñas repúblicas del continente, declare
que "la estabilidad absoluta del crédito
es la única base sólida del prestigio indivi-
dual y nacional." Continúa luego mani-
festando dicho estadista que la doctrina
de Monroe se ha convertido en precepto
para la familia americana, cuyos estrechos
lazos económicos y comerciales contribuyen
a mantener la autonomía y el poder de-
fensivo de cada uno de sus miembros. Y
es interesante observar que uno de los re-
cientes estímulos para este acercamiento
continental es el peligro inminente de in-
cursiones de agitadores radicales de la
Europa oriental, lo cual representa asi-
mismo un grave problema tanto para las
repúblicas del sur como para los Estados
Unidos. La doctrina de Monroe de 1823
fué formulada en parte contra las agresio-
nes políticas de Rusia en el Nuevo IVlundo.
Es posible que ahora, al aproximarse el
centenario de esta doctrina, uno de los
factores que contribuyan con más eficacia
a la consolidación de América sobre la base
de un principio nuevo y liberal sea el an-
helo de defender al continente americano
contra la amenaza del bolchevismo ruso
y de los males que acarrea consigo.
No obstante, ciertos críticos suspicaces
y sensibles dejan escuchar la censura de
que "los Estados Unidos están dando a la
doctrina de .Monroe un sello económico.
. . . la doctrina se ha convertido en la
expresión de las ambiciones de los Estados
Unidos de apartar de la América latina
a la Europa de los negocios más bien que
a la Europa política;" que todo esfuerzo
de nuestra parte hacia la cooperación eco-
146
INTER-AMÉRICA
nómica con las repúblicas del sur significa
únicamente una nueva tentativa para
asegurar nuestra hegemonía en aquella
región. Y sin embargo, cuando los bancos
norteamericanos rehusaron en mayo de
1920 renovar un préstamo de 50,000,000
de dólares a la república Argentina, se nos
acusó de falta de sinceridad y de lealtad a
los principios del panamericanismo, y nues-
tro prestigio en la América española sufrió
el golpe más serio que hubiera recibido en
muchos años.
Nuestras intenciones no se dirigen, ni
deben dirigirse a un arreglo exclusivo y
monopolizador de cooperación económica
con la América latina. Si, por ejemplo, el
movimiento panhispánico tomara un matiz
económico — y hay indicios ya de esta ten-
dencia—nuestra actitud sería afrontarlo
en un espíritu de franca y amistosa
rivalidad, dejando que nuestros amibos
hispanoamericanos eligieran entre ai 1-
bos.
La situación puede resumirse así: el mar-
cado incremento de relaciones económicas
y vínculos recíprocos entre las república:',
hispanoamericanas, por un lado, y entre
dichas naciones y los Estados Unidos, por
el otro, revela de manera concluyente que
avanzamos a un período de la historia en el
cual la buena inteligencia continental,
manifestándose principalmente quizá en la
esfera económica, pero influyendo de ma-
nera inevitable en las relaciones políticas y
diplomáticas, desempeñará un papel muy
importante.
LA EPIDEMIA SENTIMENTAL EN LA
NOVELA NORTEAMERICANA
POR
jóseph HÉRGESHEIMER
Novelista más bien que crítico, el autor desarrolla en este artículo uno de los principios que inspiran
su obra literaria. El artículo es un vigoroso ataque contra la influencia del gusto femenino en la novela
norteamericana. En los Estados Unidos, dice el autor, los novelistas populares escriben para las mujeres.
Por cada lector masculino, la novela común tiene diez mi! lectoras. Las mujeres han fomentado un
género folletinesco en el cual héroes absurdos luchan con el único propósito de poner s u gloria a los pie3
de la amada, y heroínas de aldea son detenidas al borde de la deshonra en la desenfrenada vida metropoli-
tana. En tales obras todo concluye bien; los argumentos rematan en una insensata felicidad matrimo-
nial o en una gran fortuna. Esto es irreal; pero ofrece precisamente lo que las mujeres desean leer. El
novelista oculta la fase masculina de la vida. La trágica belleza de las grandes figuras varoniles es su-
plantada por fanfarronadas de espadachines. El arte, concluye el] autor, tiene por objeto mantener
vivo y exaltar cuanto de bello y heroico presenta la experiencia humana ; y el novelista debe sacudir esta
monopolizadora influencia femenina, imprimiendo a la novela popular la pujanza masculina de que hoy
carece.— LA REDACCIÓN.
L obras imaginativas, las novelas,
reflejan la vida; o más bien, tal
es la opinión generalmente acep-
tada, recibida con aplauso. Por
el contrario, la vida que observo
parece reflejar novelas singularmente vul-
gares. La lectura y sostén de la novela se
han convertido desde hace años en privi-
legio de la mujer, hasta cierto grado en
Inglaterra y de manera abrumadora en los
Estados Unidos. La mujer lee novelas;
el hombre, en los intervalos de sus compro-
misos, lee cuentos. Salvo Tbe Saturday
Evening Post, admirable excepción entre las
revistas literarias, las novelas de folletín
tienen alrededor de diez mil lectoras por
cada lector masculino. La mujer ha es-
tablecido el tipo y determinado el tono
de la novela norteamericana característica;
y tanto las mujeres como las novelas deben
juzgarse de acuerdo con ese hecho inaltera-
ble y fatal.
Tengo profunda desconfianza por las
generalidades; por esta razón creo necesario
definir una novela típica norteamericana.
He ojeado muchas de estas novelas, que
pasman por la monotonía de sus designios
utilitarios. Sus rasgos principales son in-
cuestionablemente la dulzura y la brillan-
tez. En otros términos, sus heroínas se
asemejan a los diáfanos juguetes de cara-
melo de la infancia, y están iluminadas
por una moralidad tan nocivamente fuerte
como el brillo de una lámpara de arco. El
desarrollo de la novela conduce invariable-
mente de un estado de inquietud mental o
financiera a una felicidad del todo insensata
o a una gran riqueza, en el último capítulo.
Péter Gríndleby desafía los terrores del
mundo desde el Antartico hasta el Brasil,
y pasa por las aflicciones y calamidades
terrenales a fin de poner el fruto de su
heroísmo a los pies de la pequeña Mary
Simms, en el vestíbulo, aquella' noche de
abril en que regresa bronceado y embelle-
cido por sus hazañas. Conviene notar que
Péter Gríndleby nunca retorna sin la mina
de oro, jamás vuelve antes de que el monte
de las grandes selvas del noroeste se haya
convertido en valores negociables.
¿Es el hombre o la mujer quien ha pro-
porcionado el tema de semejante novela?
La única novela típica diferente, pero sólo
en decoración escénica, es la de Cároline
Lócker, quien, descontenta con las limita-
ciones de su aldea natal, va a Nueva York
en busca de una carrera digna de sus apti-
tudes. Cároline aparece por lo menos
treinta veces al borde de la ruina . . .
en una de esas oportunas escenas de café
en la víspera de año nuevo, en lo que se
describe vagamente como el taller de un
artista; en un automóvil pintado de rojo.
Casi en todas partes está al margen de la
claudicación. Pero al fin la mujer triunfa
en Cároline; y el hombre fuerte y silencioso
de su aldea querida, que ha llegado a ser
senador de los Estados Unidos durante la
148 ÍNTER-AMÉRICA
ausencia de Cároline, la rodea con sus realmente gustan y son fomentadas, ini-
robustos brazos, mientras ella, desde la ciándose con una edición de doscientos
plataforma posterior del tren, mira como cincuenta mil ejemplares, que se agota en
en un ensueño las luces de la ciudad, que una semana. Conviene no cometer error
con su resplandor infernal se hunden en la sobre este punto: tales obras representan
noche. las tendencias, el criterio, la moral del país.
¿Quién puede dudar por un momento el Su público proporciona dinero e incentivo
sexo de esta novela? a la industria de la literatura novelesca,
Me he referido también a la plenitud de y compra las revistas. Contra esta mayo-
la riqueza. Tal tema, si bien superficial- ría sólida y enorme, una voz o una pluma
mente parece del todo exento de la prefe- rebeldes tienen alcance tan limitado como
rencia femenina, lo está tanto en realidad una carta particular. Ocasionalmente una
como el relato, que recorre todos los peída- novela que contiene algo de verdad y algo
ños, desde el honrado sótano hasta la alcoba de pasión se substrae a la corriente general,
y los títulos de la hija del presidente de siendo apreciada y recompensada; pero
alguna sociedad anónima. Alee Wrangle luego, por tres meses o seis, todo es nueva-
entra en la fábrica de acero, donde trabajan mente mansedumbre y calma en la super-
dos mil hombres más o menos, y derribando ficie de la mediocridad pusilánime. Aun
a un par de corpulentos capataces y apar- la excepción ofrece circunstancias atenuan-
tando al superintendente, salva un horno tes a la mirada trivial del público: nunca
que está a punto de consumirse en metal ataca seriamente el dogma consagrado, la
líquido; luego, después de una semana de tesis moral; y emplea siempre la pasión
tranquila lectura a la luz de la lámpara del como fuerza destructora,
estudiante, en su cuarto pobre pero in- Para explicar mi convicción de que en los
maculado . . . mas, ¿a qué molestar- Estados Unidos las enaguas estrangulan la
nos en continuar con las proezas y trans- novela, tal vez conviene continuar anali-
formaciones de Álec? La huelga en el zando, por ejemplo, un rasgo genuinamente
penúltimo capítulo, cuando, hermoso a viril del último argumento aludido: la
pesar de sus heridas, detiene por sí solo al hazaña de Álec Wrangle al conquistar el
populacho enfurecido, le asegura un por- reino del acero. Indudablemente, hombres
venir glorioso. que descendieron a los bajos fondos de las
Si el lector considera a Álec Wrangle más fábricas de acero se han encumbrado des-
varonil que a Cároline cuando ésta se halla pues hasta el gabinete de directores; pero
en peligro de perder su químico candor; tal no fué el resultado o la recompensa de
si le juzga masculino en mayor grado que su atractivo personal ni de la práctica de
Mary Simms cuando ésta espera bajo el una moral rutinaria. Conozco a varios
pórtico de rosas, me veré obligado a con- hombres que se han levantado a gran al-
cluir que el lector ha sido burlado también, tura; uno de ellos presenta la giba que con-
Nada significa que tales novelas hayan trajo de niño al cargar pesados sacos de
sido escritas o no por hombres; consciente harina en un almacén de víveres. En lugar
o inconscientemente, han sido escritas para de una bravura a lo Bayardo, desplegada
mujeres. En estas obras sólo hay una sólo en defensa del honor y de los débiles,
necesidad absoluta: el héroe debe unirse aquel hombre tenía un patrimonio extraor-
en santo matrimonio a una mujer predeter- dinario de penetración, alcance mental y
minada, y llegar a ser rico al final. Por sus vitalidad. Lo que realmente le hizo sobre-
hechos los conoceréis: Cároline, Mary, salir entre el común de los mortales fué su
Álec; allí reside la dulzura y la brillantez, capacidad para trabajar cien veces más
En personajes triviales semejantes, en nove- que el hombre de aptitud mediana,
las de esta clase, no se encuentra un solo Debo insistir en la palabra vitalidad,
átomo de virilidad. Tales obras se fundan porque sólo ese término explica mi con-
en lo que demanda la generalidad de las cepto. Hombres como el citado tienen
mujeres. visiblemente el aire; casi exteriorizan la
En estas líneas me refiero a las novelas emoción de su fuerza. En el fondo, es
de gran fama y circulación, a las obras que una cualidad indescriptible, indefinible, in-
LA EPIDEMIA SENTIMENTAL EN LA NOVELA NORTEAMERICANA 149
consciente; y no podemos hacer otra cosa
que reconocer su presencia. Una especie
de magia acompaña a tales hombres, que
marchan en línea recta a través de las im-
potentes sinuosidades del gregario camino
de la humanidad; y a la par que su firmeza,
poseen principalmente esa inconmovible
confianza en sí mismos, que espíritus in-
feriores tildan de presunción. Juzgado se-
gún el principio absoluto de normalidad, el
hombre que describo resultará, pues, nece-
sariamente anormal; la imaginación ex-
traordinaria, el cerebro mágico, son anor-
males: sus necesidades, sus impulsos, su
poder, se hallan por completo fuera de la
comprensión del innato empleado de oficina.
El espíritu superior tiene responsabilidades
totalmente distintas de las del mediocre; los
propósitos que rigen y bastan a éste no
pueden adaptarse a aspiraciones inmensa-
mente más grandes. En obsequio a la
hipocresía pública de nuestra falsa apa-
riencia nacional de absoluta rectitud, la
trágica belleza individual de los grandes
hombres, de las grandes figuras de la indus-
tria, ocúltase tras del disfraz periodístico,
sin un solo rasgo verdadero, hermoso o rei-
vindicativo. Para ser auténtico, el retrato
de un hombre debe destacar en bulto la
forma entera, como dicen los escultores.
En cambio, los retratos de las novelas nor-
teamericanas son los bajo relieves más
inexpresivos que se conocen.
Si Álec Wrangle fuera fuerte en realidad,
progresaría primero silenciosamente, por
hazañas de la memoria, la excelencia téc-
nica y un tino infinito, unido a la resolu-
ción de arrostrar peligros estupendos que
para cualquier otro serían sólo sueños abru-
madores. Al tener un sueldo anual de dos
mil dólares más o menos, y veintisiete años
de edad, Álec probablemente se casaría con
una joven muy bonita y capaz. Al matri-
monio seguirían los hijos; una mudanza a
otra casa algo mejor; una nueva mudanza;
un automóvil — un Ford — para ir a la fá-
brica. Desde entonces la historia de Álec
Wrangle no sería una historia doméstica, del
corazón, sino de la cabeza. Las ráfagas de
la combustión en los hornos fundirían todo
menos el acero de su ambición. Luego lo
engolfaría una magna lucha, como el oleaje
de un mar embravecido; y él batallaría
heroicamente con inflexible coraje y astucia
ilimitada — una astucia que conduciría a la
cárcel a un hombre mediocre — hasta diri-
girse por última vez a Florida, en su auto-
móvil particular, quebrantado y atormen-
dado por sus largos sufrimientos, en pos de
la fuente de juventud eternamente perse-
guida y jamás hallada.
¿Cuáles, supone el lector, serían las dis-
tracciones de un hombre como ése? ¿Una
tertulia campestre, en que sus hijos y ami-
gos danzaran dulcemente al son de una vic-
trola? ¿Es posible imaginarle rodeando
con el brazo a su fiel esposa, y refiriéndola
cómo ha rechazado una aviesa propuesta del
Mikado? ¿Puede vérsele jugando auciion
bridge en un salón tan bullicioso como una
pajarera? Sé de uno que recrea su mente
a la máxima velocidad del automóvil más
poderoso. Había otro que buscaba entre-
tenimiento en el ballet y en el aparatoso
efecto de un célebre teatro de ópera. En sí
mismas, estas consideraciones no son im-
portantes ni triviales; pero si un novelista
prescinde de ellas, y las reemplaza por una
serie de virtudes, aun más insípidas que
la mente que las concibe, el resultado es
funesto para la verdad y la belleza.
Un breve análisis descubre el mismo caso
en las novelas escritas sobre la vida uni-
versitaria. Éste es, a todas luces, un tópico
masculino: pertenece a los jóvenes; sin
embargo, también ha sido discreta y con-
venientemente rodeado de prejuicios de
índole femenina. El vocabulario de los
inexperimentados personajes en esas obras
recuerda, más que otra cosa, las expresiones
de un grupo de Rollos1 modernos. ¿Quién
osa escribir con sinceridad acerca del atle-
tismo en las universidades? Confieso mi
ignorancia en la materia; pero sé bastante
de la vida para comprender que apenas se
oye un eco vago de la oculta lucha. ¿Por
qué? Porque aun cuando se aceptan cier-
tas convenciones, cuerdamente a no dudar-
lo, no armonizan con la presunción de las
erróneas concepciones populares.
Según entiendo, la vida deportiva univer-
sitaria se ha regenerado profundamente; só-
lo me refiero, pues, a pasados extravíos.
Antes, si un balfback- excepcionalmente rá-
1 Alusión a Roljo, héroe infantil en las obras tituladas
> Books de Abhot. — La Redacción.
'Jugador de football que se sitúa en el lado derecho o
izquierdo del campo, entre el quartcrback y e\fullback,
según la práctica norteamericana. — La Redacción.
150
INTER-AMÉRICA
pido y peligroso se veía abrumado por un
mundo de contrarios, le era en extremo fácil
recibir un empellón de la manera más ade-
cuada para calmar su interés en el resto de
la partida. Esto no tiene disculpa; de en-
contrarme entre los espectadores, yo hubie-
ra participado probablemente en una pro-
testa de ardiente indignación. Pero como
el incidente ha ocurrido sin duda, no puede
considerarse real la descripción del football
que prescinde de los hechos para ofrecer el
relato fantástico de un estudiante heroico a
quien se juzga erróneamente durante un
año por la gravedad de sus movimientos y
su orgulloso silencio, pero que, admitido
en la partida contra el deseo de todos los
estudiantes, salva a Yale o derrota a
Princeton3 por medio de una carrera deses-
perada de cien metros para atravesar la
meta en el toucbdozun4 final.
Joven o viejo, poderoso o débil, el hombre
es a mi juicio muchísimo mejor precisamen-
te por ser más vulnerable, más falible, más
apasionado, menos virtuoso de lo que
pretenden aquellas detestables fanfarrona-
das.
Esta falsedad abominable explica por qué
los relatos de la última guerra escritos en los
Estados Unidos fueron sólo artimañas de
oropel. Los hombres juzgan la guerra
con criterio diferente. En una partida de
caza vi a un guardia civil que había luchado
durante todo el conflicto y que no aspiraba
a cosa mejor; pero hombres a quienes conoz-
co íntimamente y que han servido en el
ejército tanto como el guardia civil repro-
baron, abominaron y temieron la obligación
de servir. Consideraban la guerra una si-
niestra locura universal, y obraron con un
heroísmo inerte. Un soldado, primo mío,
se encontraba junto a un colega de su com-
pañía cuando éste fué fatalmente herido.
Moribundo, rogó a mi primo que entregara
una carta a una joven: deber noble y con-
movedor, privilegio sentimental, de una
tristeza superior a la pluma de cronistas
almibarados, pero que mi primo describió
en garrapatos descuidados con esta frase:
"¡Mentecato de pensar que me acordaré
'Alusión a los campeonatos de football entre los estu-
diantes de estas famosas universidades. — La Re-
dacción.
4E1 touchdown ocurre cuando la pelota pasa de la
línea de la meta o goal. — La Redacción.
de cumplirlo!" Esto es masculino y ver-
dadero. Pero un libro en que se admitiera
semejante detalle, ¿tendría probabilidad
alguna de circular entre lectoras femeninas?
Los apóstoles de la brillantez y la dulzura
cuidarían de echar ese detalle al cesto de
desperdicios, ensalzando con clarines al
héroe tan fragante como los retoños de
mayo; y el héroe no sólo llevaría tierna-
mente a Mary Simms el mensaje postrero,
sino que deslizaría protectoramente un
brazo alrededor del talle de la apasionada
y doliente doncella.
A este respecto, mi único propósito, mi
solo deseo, es hacer ver las serias conse-
cuencias que tiene el confiar a la mujer
todas las cuestiones de estética. Uno de
los resultados se encuentra en la música, la
cual, salvo el acompañamiento lírico de la
danza de pantorrillas, casi ha cesado de
existir como placer masculino. Por ejemplo,
en Filadelfia es imposible tener conciertos
en la noche, porque muchas damas no pue-
den ir solas. La música es el arte más
sublime y vital; la buena música abunda
precisamente en la armonía que el hombre
estima y aplaude en su forma más percepti-
ble. Requiérese algo de comprensión, algo
de esfuerzo; pero la recompensa es inapre-
ciable y consiste en un placer tan prolon-
gado como la vida, encontrándose fuera del
alcance de la desventura. Sin embargo,
muchísimos hombres, que deberían tener
más cordura, creen que hacer música y
tocar el piano es afeminado. Piensan así,
no por una razón intrínseca, sino porque
la música ha sido casi enteramente mono-
polizada por la mujer. En los intervalos
que les dejaba libres el cuidado de los hijos
y la cocina, las mujeres no tenían otra cosa
mejor que tocar mal a Chopin ; mientras que
los hombres se dedicaban a importantes
asuntos. . . ¿Cuáles? ... A dis-
putarse el poder, a emitir acciones de com-
pañías petrolíferas de Tejas persiguiendo
ensueños financieros, a mantener por las
nubes el precio del trigo y el precio del
carbón.
Hijas y esposas, principalmente, afirman
que en la América del Norte los hombres
son del todo prácticos, preocupándose sólo
de los asuntos y detalles de sus ocupaciones.
Sucede precisamente lo contrario: son las
mujeres, ya sea la joven que sólo tiene un
LA EPIDEMIA SENTIMENTAL EN LA NOVELA NORTEAMERICANA 151
anillo de diamante, ya sea la dama que
posee brazaletes y collares de perlas, quienes
muestran vivo interés en la parte material,
el lucro en los negocios. En repetidas oca-
siones he descubierto en los hombres de
negocios, fantasías excéntricas, ecos de
armonías, memorias poéticas e ideales que-
ridos. Incurablemente tímidos, su senti-
mentalismo les avergüenza. A veces, cuan-
do se reúnen entre ellos o están en compañía
de una mujer — una mujer difiere entera y
absolutamente de las mujeres — dejan esca-
par una nota de armonía, un suspiro. Lo
extraño e incomprensible es que tales emo-
ciones constituyen todo lo que poseemos
para dignificar una vida obtusa y mecánica.
Este sentimentalismo no debería sonrojar-
les: un hombre capaz de guardar en el
corazón el calor de un vivo sentimiento, la
ternura de un recuerdo, está animado por
una divinidad superior a la carne corrupti-
ble.
Sin embargo, en todos los hombres es evi-
dente una represión rigurosa. El senti-
miento, la belleza y el romance confíanse a
la autoridad femenina, que no tarda en
organizar con dichos elementos una socie-
dad anónima de modistas, confiteros y
joyeros. No quiero decir que los hombres
deben llevar marchitos ramilletes de lilas
prosaicamente prendidos a los faldones del
frac, ni calzar guante blanco hasta el codo.
El recato constituye una necesidad de las
emociones delicadas; pero creo, en cambio,
que los hombres sensatos no debieran
ignorar que la literatura imaginativa y
creadora tiene por misión mantener vivo
y exaltar cuanto de heroico y bello ofrece
la experiencia humana, prescindiendo acaso
de todo lo demás. La música, las letras
y la pintura reconocen sólo una razón y un
objeto: agradar; y en el cumplimiento de su
tarea, salvo supremas consideraciones es-
téticas, sólo obedecen a un deber: la sinceri-
dad.
Esto se olvida en el tumulto actual de
perfeccionamiento y fácil cultura, en el vo-
luble régimen social de nombres y títulos
acatados. Nadie parece recordar que el
placer es, en sí mismo, un bien raro e inmen-
so; su utilidad resulta mucho mayor que la
de la adversidad. Se argüirá tal vez que el
esfuerzo de la vida tiende a la obra y no al
placer; pero esta insensatez proviene de
una falsa y vulgar concepción de la palabra
placer. La obra es placer cuando consti-
tuye la expresión del ser innato de quien la
crea. La prolongada y agotad* ira consagra-
ción a una laica anónima, a pesar de ser el
cumplimiento de un deber, equivale al sui-
cidio.
El carácter necesario de la sinceridad no
requiere explicarse ni justificarse; pero
acaso ello contribuya a la claridad de una
definición. En literatura la sinceridad no
íiíica otra cosa que el empleo de todos
los conocimientos y creencias del novelista,
expuestos con rectitud y de preferencia a
cualquier otro conocimiento, por más im-
perioso que parezca, a cualquiera otra
creencia, por más tiránica que sea. Ajena
es la cuestión del valor de aquel conoci-
miento o esta creencia: la responsabilidad
del novelista no va más allá; el tiempo y la
sabiduría ampararán al mundo. Y tal
era lo que deseaba decir al comienzo de este
artículo, cuando manifesté que la vida
contemporánea me parecía reflejar a menu-
do el género de la novela barata. Aun
conociendo casi toda la verdad acerca de su
propia vida, sus sentimientos y ocupacio-
nes, los hombres consienten en la hipocresía
de pretendidas mentiras sentimentales, más
transparentes que las caretas de un bal
masqué. ¡Novelas baratas, vidas misera-
bles y baratas! Las unas fomentan las
otras. Cuando quiera que los hombres
encuentran raras novelas viriles, las leen
con deleite y admiración. Tono Bungay,
historia de una medicina patentada, es un
ejemplo. Tono Bungay lo es, pero no
Mr. Britling Sees It Througb. La influen-
cia femenina hizo vacilar la pluma de Mr.
Wells. Árnold Bénnett se substrajo a esa
influencia en The Pretty Lady; pero inme-
diatamente después sumergióse en el mar
perfumad >.
En los Estados l nidos Mr. Cabell ha
escrito para los hombres, por muchos años;
pero sólo recientemente túvose la fortuna
de descubrir este hecho, en parte por ha-
berse prohibido la circulación de Jurgen.
En la época actual no pretendo desestimar
el peligro extremo de un ataque contra la
consagrada norma de una decencia deco-
rosa. .Mr. Cabell ha pagado un alto precio.
Pero si los hombre^ hacen el más ligero
esfuerzo plausible, si se quitan de los ojos
152
ÍNTER-AMÉRICA
el polvo de sachet, obtendrán, para satis-
facción propia, una respuesta cada vez más
proficua del arte.
En tal forma la literatura norteamericana
llegará tarde o temprano a constituir una
entidad nueva e incorruptible. Los hom-
bres, cuando jóvenes, vehementes y aven-
tureros, apenas necesitan obras imaginati-
vas; pero cuando su ardor se aplaca, cuando
llegan a una edad más serena, la poesía de
la existencia puede ofrecer una recompensa
de valor inapreciable. Sin embargo, para
perdurar, la obra artística debe poseer la
belleza de la forma y la pujanza, y hablar
un lenguaje universal al corazón. Una
peculiaridad de esta literatura consiste en
presentar a las mujeres en forma visionaria,
inmaterial, más bien que realista. Las
mujeres también son susceptibles del en-
sueño que arrastra para siempre más allá
del círculo del abrazo. No puedo ni pre-
tender siquiera explicar estas palabras; pero
he señalado la diferencia entre la mujer y
las mujeres. Casi siempre se descubre a
una mujer en el fondo de la obra artística
viviente, en el fondo de la obra escrita o de
la concepción del escritor. Como los
pobres, las mujeres están siempre con nos-
otros; pero, ¿cuántas veces o por cuánto
tiempo tenemos a nuestro lado a la adorada
figura? ¿Cuántos momentos dichosos tiene
el hombre en los largos años de su vida?
No los bastantes para desquiciarlo, pero sí
para inspirarle obras de arte. Las novelas
perpetúan estos momentos, evocan sus
ardores en mentes desgastadas y tibias,
y los hacen [revivir con el mismo brillo
y seducción en espíritus enfermos y
marchitos. Tan valioso recurso debería
aplicarse exclusivamente a su propósito,
sin ser mutilado por manitas blancas,
ágiles, rapaces.
ENSUEÑOS'
POR
GÉRTRUDE HALL
Los ensueños se prestan muy bien a las conjeturas e interpretaciones a que tan aficionada es la in-
teligencia humana. La autora analiza sucintamente los caracteres esenciales de los sueños y sus diferen-
tes clases y formas; pero no les atribuye significación especial, como era corriente en la antigüedad y como
lo hacen aún algunas personas supersticiosas; y se contenta con hacer una reseña amable y vivida de las
formas habituales que asumen los ensueños y de sus cualidades más notorias. — LA REDACCIÓN
AMAS me tropiezo con un artículo
sobre ensueños que no lo lea. Jamás
habla alguien de sueños que yo no lo
escuche. Invito a los demás a que
me cuenten lo que han soñado. Y
todas las noches me acuesto con la
viva esperanza de que voy a soñar.
Rara vez, sin embargo, encuentro lo que
busco en la literatura relativa a los sueños.
Los artículos más serios nos dicen que si
bien en lo antiguo se creía que el espíritu
del durmiente visitaba en realidad las
regiones y pasaba por los trances que le
representaban sus sueños, la ciencia no nos
permite creer tal cosa; y, además, que todo
cuanto uno sueña es una especie de reminis-
cencia y que una impresión que experimenta-
mos o una idea que se nos ocurre durante la
vigilia es lo que nos sugiere cada uno de
los espisodios fantásticos que soñamos.
El cerebro de los locos, dicen, funciona,
durante la vigilia, como sólo en el sueño
funciona el de la gente sana. El cerebro
del que duerme es, por lo tanto, como el
cerebro de un loco. Yo sentiría que se
demostrara de una manera incontroverti-
ble que esto es cierto, como quizás lo es.
Prefiero creer que algunos sueños tienen
cierto género de significación que un sabio,
favorecido por la gracia divina, podría
descifrar. No importa que no exista seme-
jante sabio. Los sueños no necesitan de
interpretación nunca. Pero nos agrada
imaginar que pueden interpretarse y luego
admirarnos de ello.
Es desagradable clasificar algo tan ama-
ble como los ensueños, algo que ocupa,
además, tan considerable espacio en la vida,
cual simple espuma en la superficie del
sueño. Como a las intrincadas rayas de la
palma de la mano, anhela.uno encontrarles
'Tomado del Scribner's Mti^i-inr de febrero de 1921
por especial permiso de Charles Scribner's Sons.
un motivo algo recóndito. Ignoro si es
estrictamente científico creer que tenemos
un alma. Los más damos por sentado que
la tenemos. Y cuando sentimos el impulso
de dignificar la hermosa actividad de la
imaginación durante el sueño, tratamos de
atribuirla en cierto modo al alma. Supone-
mos que el alma sabe de cosas que el
cerebro no conoce conscientemente, y a
veces, durante el sueño, puede proporcio-
narle una idea que el cerebro conserva
después que sale del ensueño.
Esto de vez en cuando. Consideraría-
mos ridículo el conceder importancia al
ordinario ensueño nocturno. Es ése evi-
dentemente un medio que tiene la imagina-
ción de distraerse, cuando está de vaca-
ciones, por decirlo así, libre de apremios
y reglas. Si la criada nos ha prestado su
libro explicativo de los sueños, no debemos
ponernos a volver con cuidado las hojas,
para enterarnos, si hemos soñado con una
comida, de que sería conveniente prac-
ticar severa frugalidad, o si hemos soñado
con una serpiente, cuidarnos de un enemi-
go. Eso será más bien motivo de risa, y
lo echaremos pronto al olvido. ¿Podemos
acaso pensar en clasificación más injuriosa
para el orgullo de nuestra inteligencia que
el vernos incluidos entre las personas que
creen en sueños?
No; el ensueño nocturno ordinario parece
ser exactamente como el libro de cuentos
ilustrados, por medio del cual la naturaleza,
la bondadosa y vieja nodri/a. les ilumina
a sus hijos las horas de sombra. Meterse
en el lecho es, para el hombre sano que
tiene el hábito de soñar, lo mismo que
partir para un viaje en busca de aventuras.
La sorpresa es siempre el elemento más
agradable en todo esto. Si es cierto, como
nos dicen, que nosotros mismos hemos pre-
parado la sorpresa, no es menos cierto que
154 ÍNTER-AMÉRICA
nos encontramos genuinamente sorprendí- tica del espíritu que traza nuestros sueños,
dos por el giro que toman nuestros ensueños Y también su perspicacia de observación,
y por los descubrimientos que hacemos, Las personas con quienes estamos fami-
completamente engañados por nosotros liarizados en la vida diaria y a quienes
mismos. Aguardamos una cosa y sucede vemos en sueño, aunque proceden quizás de
otra. Hacemos una pregunta, formulando una manera fantástica, dicen y hacen de
mentalmente una respuesta, y nos dan otra continuo cosas que reconocemos como per-
distinta. Abrimos una caja que parece fectamente características, aunque de-
de las de guardar te (aunque se parece tam- pendan de una idiosincracia de que no nos
bien a la linterna de latón que compramos habíamos percatado despiertos. ¡Termina-
ayer para un niño) y la abrimos, seguros mos el día tan fatigados del giro habitual
de encontrar el te que buscamos ... de nuestros pensamientos; son tan invaria-
pero no: lo que contiene es un poco de polvo bles los límites de nuestra inteligencia y es
de hojas de rosas secas y un fragmento de tan lánguida nuestra imaginación! Pero
lápiz encarnado. Subimos varios tramos el otro, el yo de la noche, es un poeta, un
de la escalera de una casa, creyendo que novelista, un prodigio. En ciertos instantes
al fin debemos de llegar a la azotea. Ahora sorprendemos a ese otro yo en acción y
bien: al llegar arriba, nos encontramos a lo reconocemos como nuestro propio yo.
campo raso, entre cerros y árboles. Segui- Ocurre así cuando soñamos que estamos
mos un sendero que serpentea a través de leyendo, y nos damos cuenta de que míen-
la hierba, y que baja de pronto en pen- tras leemos, vamos componiendo el texto
diente; y, antes de que nos demos cuenta de nosotros mismos. La facilidad y prontitud
lo que pasa, nos encontramos en la plaza de con que lo hacemos despierta en nosotros
una ciudad. Nos acercamos al espejo un sentimiento de sorpresa. Si conservamos
para ponernos el sombrero, y en vez del algo del texto en la memoria después que
rostro que estamos acostumbradas a ver, despertamos, ¡qué pobres hojas secas no
nos encontramos con una vivaracha more- resulta ser lo que tomamos por oro! De
na, de cabello rizado, ojos saltones y negros vez en cuando, sin embargo, quedan entre
y colores chillones. El sombrero que se las hojas secas un grano o dos de oro para
está poniendo es un mamarracho como su consolarnos.
cara; ¡un mamarracho tal como jamás Inventar un sueño con propósito litera-
permita el cielo que tenga yo que ponerme rio es muy ardua empresa. Me refiero
uno! Se trata de un ridículo sombrero a un sueño que logre engañar a un obser-
negro adornado con rosas encarnadas. vador ducho, acostumbrado a soñar, ha-
Apenas un poco menos divertidas que las ciéndole creer que es un verdadero sueño,
sorpresas de los sueños son, consideradas La cualidad del sueño es peculiarísima.
a la luz del día, las cosas que consideramos Tiene algo de común con el parecido de los
naturales cuando soñamos. Una amiga retratos; algo muy sutil, que ningún in-
se propone aparecer en un espectáculo vento parece capaz de suministrar. ¿Quién
público. Examinamos el traje que piensa puede decir cuál es la razón de ese tinte de
llevar, y vemos, sin que nos produzca la rareza que ofrecen casi siempre los sueños?
menor sorpresa, que se compone de una Pero este carácter es el que distingue al
falda de medio metro de longitud, hecha sueño como sueño. Ahora bien: una cosa
de una red negra, salpicada de lentejuelas no es verdaderamente rara si puede prede-
sobre una franja flotante formada por cirse. El espíritu en vela consigue pocas
cintas de terciopelo negro. veces concebir rarezas tan imprevistas
Ahora bien: si somos nosotros los que como lo hace en sueños. Un sueño no es
hemos urdido por nuestra cuenta todo eso nunca enteramente análogo a la vida sino
que desconcierta nuestro propio espíritu, por breve lapso. Por conveniente que sea
parece legítimo que nos sintamos orgullosos mientras lo soñamos, al recordarlo, ya
de ello. La inteligencia que inventa todo despiertos, algunos pormenores nos delatan
eso es mucho más rica en arbitrios que su carácter de sueño. Nos encontramos
la nuestra. Admiramos, hasta el punto de en un gran baile de disfraces; los asistentes,
envidiarla, la fertilidad y la índole drama- con trajes de espléndidos colores, a la moda
ENSUEÑOS
i?5
del siglo dieciocho, lánguidas reminiscencias
de Watteau, ejecutan la figura de una danza
que simboliza las estaciones. Nosotros
somos de los que danzan. Nuestras mira-
das caen sobre nuestros propios pies y los
vemos calzados de botas negras, que nada
tienen del estilo del siglo dieciocho, y que
son, en realidad, las que usamos en el trajín
diario. Nos sentimos llenos de mortifi-
cación. Miramos cautelosamente en torno,
a ver si alguien lo ha notado; y luego nos
reanimamos con la reflexión de que si aquel
solecismo de nuestros pies fuera a suscitar
las burlas de la concurrencia, ya lo habría
conseguido. Si nuestra vergüenza es muy
viva, quizás nos digamos a nosotros mismos
que se trata sólo de un sueño, reflexión a la
que sigue inmediatamente el consuelo,
pues de ordinario en este punto el sueño se
transforma en otro diferente. O bien
presenciamos un accidente terrible, un
tranvía que atropella a una persona. La
impresión que experimentamos es tan
fuerte que despertamos. Hemos visto el
cuadro tan a lo vivo que no podemos por
un momento desechar la idea de que hemos
asistido positivamente a una catástrofe.
Luego, a medida que nos tranquilizamos,
recordamos que, por más que la calle y el
tranvía estaban llenos de gente, nadie
prestó la menor atención al hombre atro-
pellado, nadie excepto nosotros, mientras
la señal inmediata de un accidente seme-
jante, cuando no pasa en sueños, es, como
sabemos, la afluencia de gente, salida no se
sabe de dónde, que se agolpa en el sitio.
La condición de rareza, repetimos, es
el rasgo que más caracteriza al sueño como
sueño; pero al rasgo de rareza tenemos
que agregar el de exageración. Todos nos
hemos sorprendido algunas veces en el acto
mismo de quedarnos dormidos y hemos
visto cómo una imagen de la vigilia se con-
vierte en una imagen del sueño. Estaba
uno viendo casualmente la torrecilla del
tragaluz por donde reciben la claridad ate-
nuada del espacio los aposentos interiores
de un alto edificio. Mientras estábamos
despiertos no era más alta que las más
altas de su clase que estamos acostumbra-
dos a ver. De pronto, se alarga hasta
llegar a una altura inconcebible, alineán-
dose hilera sobre hilera de rectángulos
obscuros de ventanas, hasta que no alcan-
zamos a divisar el ápice. Un hotel de
Nueva York se convierte en palacio sobre-
natural de sueños. Es posible que nuest 1
gustos y predilecciones influyan en el
carácter de nuestros ensueños, que soñemos
las cosas como nos gustaría que fueran.
Me refiero a aquel rasgo de exageración.
Algunas personas tienen cierta inclinación
al exceso, al aumento; se regodean ima-
ginando llanuras o aguas sin límite, monta-
ñas que se alzan hasta el cielo, abismos en
cuyas entrañas habita la noche perpetua;
gustan de la sensación de la inmensidad;
se sienten fascinadas y al mismo tiempo
despavoridas ante los portentos de la
astronomía; trepan con ahinco a grandes
alturas, sean montañas o campanarios,
para recrear los ojos en los prodigios de
una vasta perspectiva; y aun en pintura pre-
fieren los cuadros en que la figura humana
resulta achicada a fin de hacer mayor la
escala del paisaje. Es quizás a tales per-
sonas a quienes la inmensidad de los sueños
ofrece sus delicias.
Pero la exageración en esplendidez es
el rasgo de los sueños que más nos infunde,
al despertar, la impresión de haber vivido
en un mundo fantástico. La tierra no
puede equiparársele; la imaginación toma
lo más espléndido que le ofrece la tierra y lo
multiplica tantas veces cuantas se le antoja.
Las catedrales del ensueño pueden ser tan
vastas que, vista desde lo alto del coro,
la muchedumbre de los fieles apenas forma
una masa hormigueante y confusa. Las
fuentes de los jardines del ensueño pueden
tener, en vez de los grupos en mármol o en
bronce que hemos visto en R< mía o en Ver-
salles, figuras majestuosas e innumerables,
iluminadas por un resplandor áureo. En
cuanto a los banquetes, es posible que los
cocineros terrenales hayan conseguido es-
bozar una ¡dea de la poesía de la mesa,
pero la poesía ingeniosa y pintoresca
de las fiestas del ensueño es digna nada
menos que de Keats. Se dice que uno
nunca come la comida de los sueños. Creo
que a veces lo hacemos, aunque no la
saboreamos, como no saboreamos por lo
común la de etiqueta cuando sentimos in-
terés en la conversación o en el espectáculo
que presenciamos. Nunca había reflexio-
nado en ello, pero sí tenía una impresión de
brillo y delicadeza relacionada con formas
156
INTER-AMÉRICA
a veces familiares, a veces nuevas y ex-
trañas.
Pero éstos son los sueños de algunas
noches escogidas. A veces, la exageración,
en lugar de ser en el tamaño o la opulencia,
preséntase en la intensidad de la belleza,
o mejor dicho, en la intensidad con que
uno percibe la belleza de las cosas. Son
entonces mares griegos de color de zafiro,
sembrados de doradas hojas de sauce
(¡siempre el pormenor caprichoso!), y
mientras una barca nos conduce por entre
islas deliciosas, el barquero canta un nom-
bre griego, que todavía recordamos al
despertar y que olvidamos luego, de súbito.
O bien caminamos por la cima de una sierra
nevada. Las masas de nieve son tan
majestuosamente hermosas que algo parece
advertirnos que no son naturales. Y senti-
mos la certidumbre de que fué Miguel
Ángel quien las modeló. O ante nosotros
se despliega un paisaje lleno de madurez
otoñal. Entre las hacinas de trigo, se
pasea pensativamente un león incapaz de
daño alguno, un león manso. La luz
fantástica del paisaje nos insinúa que
acaso es la hora en que irá a echarse al
lado del cordero. Volvemos al mundo real
sintiendo como si hubiéramos disfrutado
de unas vacaciones. La misma exagera-
ción entenebrece los malos sueños. Visita-
mos viviendas de indecible inmundicia,
como nunca la hemos visto en la realidad,
y contemplamos la más asquerosa y de-
gradada miseria. La intensidad del horror
que nos despierta forcejeando puede pro-
venir de un motivo enteramente despro-
porcionado, tal como una corriente de
polvo lanoso y gris, que suave pero inexo-
rablemente sopla a ras del suelo, con el
aire que se filtra por debajo de la puerta.
Vivió en sueños una vez un animal parecido
a una babosa perteneciente a un chino
perverso, y del cual emanaba una influencia
tan aciaga que era de temerse que se
escapara de la botella en que el chino le
tenía encerrado e infectara con sus miasmas
al mundo entero.
Uno se pregunta por qué ciertos sueños
se presentan con tanta frecuencia. No el
mismo sueño, pero sí el mismo plan de
sueño con diferentes peripecias. Uno puede
preguntarse por qué sueña que debe apare-
cer en las tablas en una representación
dramática, cuando no conoce el papel que
va a desempeñar; o por qué se prepara
para emprender un viaje, y no encuentra
nada de lo que necesita ponerse o llevar
consigo; o bien ha dejado de ponerse alguna
prenda de vestir o la pierde de un modo
misterioso. ¿Por qué, cuando soñamos
en la necesidad de darnos prisa, los dedos
se nos vuelven de corcho y los pies de
plomo? Es casi obvia la razón porqué soña-
mos tales cosas. Pero, ¿por qué sueña
una persona tan a menudo, por ejemplo,
que se ha mudado a una nueva casa (la
más grande y lujosa en que nunca ha
vivido) y va de aposento en aposento,
examinando la extraña arquitectura y los
muebles, haciendo planes para la instala-
ción de la familia en la suntuosa morada,
siendo así que esa persona se ha mudado
en realidad contadas veces o ha tenido
apenas que entenderse con las molestias de
la mudanza? Y, ¿por qué sube y baja uno
con frecuencia infinitas escaleras y atra-
viesa extraños pasadizos que lo conducen
a cosas inesperadas? La experiencia de la
vida no nos proporciona ejemplos análogos.
Tal vez es sencillamente porque los en-
sueños lo complacen a uno: son parte del
como gustéis del sueño.
Se creería casi que existen en los en-
sueños lugares adonde uno de veras puede
ir. Estamos ingenuamente seguros de
haber visitado en sueños la misma quinta,
la misma ciudad, el mismo suburbio de la
ciudad, donde hay una puerta almenada
y una terraza con un jardín de arbustos
cuya encantadora rareza y extraño encanto
no se parecen a nada de lo que en realidad
hemos conocido. Si no existe semejante
región de ensueños, es lo cierto que puede
soñarse con los mismos parajes más de
una vez. ¡Si conocemos nuestro camino
hacia aquella quinta, al través de las calles
de esa ciudad, por haber estado allí muchas
veces ! En estas calles la sorpresa consiste
en que, en vez de tropezamos a la vuelta de
cada esquina con lo inesperado, encontra-
mos que todo es familiar para nosotros.
Una curiosa sugestión es la que ofrecen
los sueños acerca de cosas que son, al pare-
cer, asunto imposible para el pensamiento.
Apenas hallo cómo expresar lo que quiero
decir, pero mis colegas de ensueños serán
capaces de interpretarlo con su propia
ENSUEÑOS
157
experiencia. Es claro que hemos soñado
algo y la impresión perdura cuando desper-
tamos. Pero no puede encerrarse en
términos de pensamiento y mucho menos
en palabras. No podemos traducirlo ni
en una imagen ni en una sensación, y, sin
embargo, en cierto recóndito rincón de
nuestro ser, sabemos bien de qué se tra-
taba. No es que se nos haya olvidado,
sino que es inexpresable a los demás y a
nosotros mismos. Sólo ello mismo sabe
lo que era, y ello se encuentra enterrado
en una parte remota, dentro de nuestro
mismo ser. Cuando hacemos inútiles es-
fuerzos por formarnos un concepto de la
cuarta dimensión, recordamos esta índole
de ensueños.
Ixisten, por supuesto, personas para
quienes los ensueños representan única-
mente un sueño intranquilo e incómodo,
porque sus ensueños son una especie de
padecimiento. Despiertan fatigadas, como
después de un ejercicio. Pero los más
afortunados durmientes, aun cuando lo
que les ocurre en sueños sea doloroso, no
padecen más de lo que padecerían leyendo
eso mismo en un libro. Los nervios de la
sensibilidad parecen entumecidos. Detrás
de los más agudos peligros del ensueño,
subsiste la noción salvadora de que, a
pesar de todo, se trata solamente de un en-
sueño, y de que si se torna intolerable,
puede uno sacudirlo y despertar.
Durante un ensueño hemos recordado un
hecho que de tiempo atrás habíamos olvi-
dado en las horas de vigilia; durante un
ensueño hemos resuelto un problema de
aritmética; vivido el argumento de un
cuento, siendo a un tiempo mismo el tema
del cuento y su autor ; hemos compuesto ver-
sos, bastante rmlos; hemos forjado un
jugo de palabras, no muy agudo después
que despertamos, pero de acuerdo con
las reglas; hemos inventado una adi-
vinanza, una anécdota o aderezado un
chascarrillo que nos obliga a despertar
desternillándonos de risa. Tales diver-
siones vienen a entretener nuestras noches
de niños. ¿Podría el ingenio inventar
fantasmagoría más rica que la que se nos
ofrece? Y como para impedir que dejemos
de divertirnos por sólo un instante, las
escenas se confunden unas con otras, los
personajes cambian de personalidad, y a
veces conviven completamente dos per-
sonas en una sola.
El solo hecho de que enriquecen con sus
rasgos fantásticos la noche más vulgar
sería lo bastante para que glorificá-
ramos los ensueños; pero hay otra razón por
la cual deben sernos caros, y en ella pen-
saba principalmente al comenzar a escribir
esta disertación. Los ensueños pueden
brindarnos mucho consuelo. Pocos nega-
rán que las más tristes ocurrencias de la
vida son las pérdidas que sufrim< >s. Primero
la pérdida real de las personas queridas, y
luego el cerrarse del espacio que ocupaban,
el borrarse de la estela que dejaron, el
desvanecimiento de nuestro propio pesar,
la conciencia que tiene uno de haber sido
irremediablemente infiel a ellos, por la
misma ley de la naturaleza:
Los días van llenando nuestro espíritu
Del polvo que lo debe sofocar;
Y si olvidamos es porque debemos,
Y no porque queremos, olvidar.
Pero si esto es cierto en cuanto a nuestras
horas de vigilia, no lo es para nuestro
misterioso ser durmiente. Una y otra vez
se nos presentan por la noche los seres
adorados y desaparecidos, y el ardiente
amor que por ellos sentimos subsiste
entonces íntegro, tan fresco como al
principio, aunque hayan pasado años que
no los vemos fuera del ensueño. Las se-
ñales características de los ensueños se
presentarán probablemente en esos en que
ellos aparecen: la extrañeza, la exageración,
la incoherencia; pero una realidad tan dulce
e intensa reside en el revivir de nuestro
afecto hacia ellos, que nos contentamos
al sentir renovarse la angustia que tan a
menudo lo acompaña. Experimentamos
la grata certidumbre de que algo dentro
de nosotros mantiene firmemente en su
reta fortaleza lo que se le ha confiado.
La densa muchedumbre de impresiones
diarias lo entierra cada año más profunda-
mente, pero allí están los ensueños para
demostrar que no consiguen destruirlo.
Los ensueños atestiguan el triunfo del amor
sobre el tiempo. Lo que es ideal cuando
estamos despiertos resulta ser lo real cuando
dormimos.
Y al concluir, como preferimos hacerlo,
que algunos de nuestros sueños tienen
158
INTER-AMÉRICA
relación con el alma, o que nos encontra-
mos ocasionalmente más cerca de nuestras
almas cuando soñamos, cedemos a la in-
clinación de suponer a veces que existe un
significado en los sueños cuyas insinua-
ciones considera posible apoyar nuestra
inteligencia, por más que ella misma no
las haya producido. Una había reñido
con un amigo; y aunque deseaba recon-
ciliarse, lo imaginaba enojado e intratable,
hasta que soñó que la ofrecía una brazada
de rosas carmesíes. Al despertarse pare-
cíale que el corazón del amigo, como el
propio, pedía perdón. Y el desenlace del
episodio convirtió el sueño en realidad.
Por otro amigo sentíase una olvidada,
hasta que soñó que la llamaba por un an-
tiguo apodo familiar no usado nunca por
otra persona y que implicaba el recuerdo de
los viejos términos de cariño. Y despertó
consolada. Otro recibió una carta de una
persona que hacía muchos años no le había
escrito. Entre los confusos caracteres
del ensueño, una palabra resultaba clarí-
sima: "MISPA?" Después de esto, pare-
ció saber cómo se encontraba. Otro soñó
que visitaba el infierno y se sintió muy
impresionado por la sencillez y la justicia
de sus tormentos: una viva y violenta
pesadumbre, que impide el sueño, a causa
del mal cometido. Otro vio en sueños a
nuestro Señor Jesucristo. Señaló una es-
trella que brillaba encima diciendo: "Esa
es la estrella que te guiará;" e interpretó
la parábola en el sentido de que lo más alto
que podía concebir, ésa es la norma cris-
tiana de la vida. La fantasía gusta de
lisonjearse a sí misma, atribuyendo a los
sueños de esta especie cierta clase de in-
tuición perspicaz. Uno vacila y urde
teorías. Es más prudente, sin duda, el no
sostenerlas con sobrado ardor.
Pero los ensueños más memorables de
todos no están relacionados con imagen
alguna; y si lo están, no es esto lo más
importante de ellos. Consisten en una
impresión recibida, apenas sabe uno cómo,
durante el sueño: una convicción con la
cual se despierta. Cuenta Élifaz el te-
manita:
A mí, empero, suele traérseme furtivamente una
palabra,
Y mi oído percibe un leve murmullo de ella.
En pensamientos de visiones nocturnas,
Cuando cae profundo sueño sobre los hombres,
Apoderóse una vez de mí susto y horripilación,
Que hizo que se estremecieran todos mis huesos.
En seguida un espíritu se desliza suavemente
ante mi rostro;
Erízase el pelo de mi carne;
Se detiene, mas no puedo discernir su forma;
Una apariencia está ante mis ojos;
Hay silencio; entonces percibo una voz, que
dice:
"¿Acaso el mortal será más justo que Dios?"
No tiene mucho de común este sueño
con el extravagante espíritu del sueño en
que uno le echa por leña a un horno la-
drillos de pasta de chocolate o anda con
nieve caliente al tacto. El antiguo amigo
de Job despertó seguramente con la certi-
dumbre de haber visto confirmadas las
conjeturas de su impetuosa fe por una
revelación de lo alto.
El ensueño citado puede ser literatura,
pero es, no obstante, típico. La idea que
el soñador tiene del mensaje nocturno, des-
pués de despertar, está descrita a perfec-
ción: la impresión de que había en él
mucho más que no podía recordar despierto,
y que mientras dormía tuvo conciencia de
algo más grande de lo que realmente pudo
percibir, no podían expresarse en la forma
de un pensamiento articulado:
A mí, empero, suele traérseme furtivamente
una palabra,
Y mi oído percibe un leve murmullo de ella.
Sintió que esa cosa, la revelación, era
completa; pero reconoce que lo que el oído,
el alma consciente, pudo recoger era sólo
parcial.
Uno de los principales puntos referentes
a semejantes revelaciones de la noche es
que el que sueña tiene fe en los que se le
aparecen, cualquiera que sea su opinión
sobre los que se comunicaron con otros.
La certidumbre es, después de todo, el
resultado del acuerdo entre una proposi-
ción y el modo cómo uno cree íntimamente
que son las cosas; y en el curso de las
revelaciones en cuestión no abrigamos
dudas, porque parece parte de nuestro ser
esencial saber que son verdad. Uno puede
vivir el resto de su vida sacando ánimos del
recuerdo de una cosa que le infundió certi-
dumbre, como a Elifaz el temanita:
En pensamientos de vi-siones nocturnas,
Cuando cae profundo sueño sobre los hombres.
¡SURSUM CORDA!
POR
j. PIJOÁN
Los cataclismos violentos, que fuerzan la evolución paulatina y normal, no entrañan, sin embargo, la
'ruina de la humanidad, de la civilización ni de la ciencia. Vemos desaparecer no sólo personalidades e
instituciones, sino que contemplamos la caída de grandes ciudades. La raza humana parece inmovili-
zarse y hasta volver a la barbarie primitiva; mas, por difícil que sea explicarlo, este retroceso no afecta
el progreso: el alma de la civilización sobrevive. Y quienes emprenden la ardua tarea de reconstituir el
'pasado, enriquecen los antiguos conocimientos adaptándolos al espíritu moderno. El autor desarrolla estas
ideas ilustrándolas con interesantes ejemplos, y termina su artículo con una cita bíblica que inspira la
repetición del título: ¿Sursum corda! — LA REDACCIÓN.
OYESE decir muy a menudo exquisitos perfumes de la magnífica resi-
que nuestra civilización mo- dencia que ocupaba la pequeña bailarina,
dema está sentenciada, y no Pocas semanas después estaba instalada en
cabe la menor duda que hay el palacio la imprenta que editaba el
multitud de cosas destinadas Pravda, órgano oficial bolchevista en Petro-
a desaparecer más pronto o más tarde. Sin grado.
embargo, podemos decir confiadamente Sucede lo mismo con el instituto deo
que lo que hay de más importante en el Smolny famoso liceo fundado por la gran
mundo civilizado no se perderá, ni se ha per- Catalina para educar a las jóvenes nobles
dido nunca en parecidas vicisitudes que rusas para damas de la corte. Recuerdo la
tuvieron lugar en el pasado. Por otra par- extraña impresión que me hizo ver una re-
te, la ruina de anteriores organizaciones ha producción del vestíbulo de este palacio en
sido siempre causada por la invasión de una exposición del arte ruso. El salón de
pueblos extranjeros (V'ólkerwandcrung) que espera estaba decorado con los re ratos de
no sólo ignoraban las costumbres de los las alumnas del instituto que habían alean-
pueblos civilizados, sino que tenían otros zado mejor éxito, pintados por los antiguos
gustos, diferentes idiomas y creencias; maestros de la pintura rusa; y pude com-
mientras que al presente el cambio, si ocurre prender el pesar que causa a algunos de sus
y cuando ocurra, no será el resultado de compatriotas ver este suntuoso edificio y sus
una irrupción extraña, sino la evolución hermosos jardines utilizados como cuartel
de jefes de una misma familia, el hombre bolchevista, mientras marineros y guardias
con zaragüelles de obrero sucediendo al rojos atraviesan pesadamente los salones
hombre de sombrero de copa. cuyo piso sólo hacían resonar en otro tiem-
Indudablemente que si sobreviniera la po los elegantes zapatos de aristocráticas
dictadura del proletariado, desaparecerían damas.
en gran parte el lujo y el refinamiento que Al presente vemos desaparecer no sólo
estamos acostumbrados a considerar como personalidades e instituciones, sino que con-
esenciales para la civilización. Escasea- templamos la caída de grandes ciudades,
rían muchas cosas que nos procuran alegría tales como Yiena. En una ocasión, el
y placer, y por algún tiempo las echaríamos alcalde de la ciudad expresaba la esperanza
de menos. ele que Viena sobreviviría como una curio-
Por ejemplo, el otro día estuve leyendo sidad histórica, como una especie de Vene-
la descripción de una visita que hizo la cia. Pero es poco probable que pueda
hija del conde Witte a un palacio de Petro- compararse la una con la otra. Venecia
grado en 1918, cuando todavía lo habitaba fué siempre una ciudad activa y un gran
la famosa bailarína Tchesinskaya; y sería puerto, y aun en la época napoleónica,
imposible consignar aquí la infinidad de cuando su fortuna se encontraba en su
detalles referentes a la servidumbre, a la mayor decadencia, se construyeron algunos
variedad de flores de colores raros, a los hermosos palacios en el gran canal. Hoy
ióo
INTER-AMÉRICA
es un centro muy importante industrial y
marítimo. Viena nunca podrá revivir como
Venecia; ni despertará jamás la curiosidad
intelectual de que Roma fuera objeto en la
edad media. El estilo de los palacios de
María Teresa, privados de sus ujieres de
brillante uniforme, parece muy trivial.
Y aun nos aguardan pérdidas mayores
que éstas. Sufrirán menoscabo la ciencia,
la ilustración y la cultura. Despertaremos
cualquier mañana privados de muchas cosas
preciosas y sagradas. No sólo en Rusia
y en Austria se verán reducidos a la miseria
los hombres de ciencia y abandonados los
laboratorios: nos llegarán peores nuevas y
más cercanas; lloraremos pérdidas irre-
parables. Imaginemos lo peor. Supon-
gamos, por ejemplo, que el British Museum
haya sido volado en una de las últimas
huelgas; o que la Oxford University haya
sido quemada por una banda de rojos
(fuerzas regulares del gobierno de Cárdiff)
huyendo de la milicia regular del gobierno
de Londres, o sea del "gobierno blanco"
que actúa bajo la dictadura de Winston
Chúrchill. (Por supuesto que no es de
esperar que sucedan estas cosas, como lo
advertimos al principio, pero pueden servir
como ilustraciones.) Mas, aun cuando
hubiéramos de contemplar tales pérdidas,
no desaparecerían nuestras preciosas con-
quistas científicas y civilizadoras. La hu-
manidad parece a veces inmovilizarse y
hasta volver a la barbarie, o a la más
primitiva forma de vida; y, sin embargo,
por difícil que sea explicarlo, este retroceso,
como lo demuestran pasadas experiencias,
no afecta el progreso. Sin ocuparnos de
las edades prehistóricas ni del derrumba-
miento de los imperios orientales, tenemos
en Europa, en tiempos históricos, dos ejem-
plos de civilizaciones que habían alcanzado
un grado de desenvolvimiento comparable
al nuestro, y que fueron destruidas de
raíz, viéndose obligados nuestros anteceso-
res a comenzar de nuevo.
El primero de estos casos ocurrió en el
siglo nono antes de Jesucristo. Por esa
época florecía en la parte oriental del Medi-
terráneo una civilización a la que hemos
dado el nombre de cultura prehelénica.
Los castillos de los magnates micenos y los
palacios de Creta podían jactarse de un
refinamiento femenino quizá comparable
al del instituto de Smolny de Petrogrado.
El gran monarca de Creta, que vivía en el
palacio de Knosos, gustaba de rodearse de
eruditos y artistas que poseían conocimien-
tos que orgullosamente proclamamos hoy
como descubrimientos recientes. De im-
proviso invadieron Grecia los bárbaros del
norte: dorios ignorantes, desnudos, de at-
léticas formas; y aparentemente fué arra-
sada la próspera civilización prehelénica.
Indudablemente desapareció el progreso
material, el refinamiento en el arte y gran
número de conocimientos diversos; pero, lo
digo confidencialmente, ahora que nos son
conocidos los resultados de este suceso,
ninguno de nosotros quisiera haberlo evi-
tado. ¡ Cuan monótona se hubiera tornado
la civilización griega sin esta irrupción de
los bárbaros dorios! El arte helénico se
habría convertido en estilo baroco, y en
una o dos centurias más, la religión y la
ciencia se habrían hecho convencionales.
No se perdió, pues, ni una partícula de lo
que era de verdadera importancia; el alma
de la civilización sobrevivió. Vemos esto
claramente en las artes plásticas, y podemos
juzgar que pasó otro tanto en las ciencias
físicas y en la literatura. Los poemas de
Homero, compuestos y revisados después
de la catástrofe, tuvieron como base las
antiguas tradiciones y mitos de los tiempos
prehelénicos, pero la inconsciente influencia
de las nuevas razas les dio ese espíritu
moderno que los hace tan preciosos para
nosotros. Si en vez de aquellos poemas
del siglo siete, nos hubieran llegado
simples cuentos micenos, ¡qué deficiente
fuera su belleza! Es fácil imaginar que
su literatura sería análoga a la que se
encuentra en las inscripciones orientales
cuneiformes: literatura particular de un
pueblo, sin la universalidad que distingue
los poemas de Homero, y que es el resultado
de la colaboración de dos diferentes y casi
antagónicos espíritus.
Encontramos el segundo ejemplo de una
civilización destruida por la barbarie en el
siglo cuatro, cuando cayó el imperio roma-
no, y los germanos ocuparon las provincias
occidentales. Todavía pueden verse las
columnas rotas, los templos destruidos,
las termas arruinadas y las ciudades aban-
donadas; y podemos formarnos una idea
de cuántas obras intelectuales perecieron
y cuántos tesoros artísticos se perdieron en
aquel tiempo. Lo repito, sin embargo:
hoy, estudiados los efectos de aquella catás-
trofe, nadie querría haber detenido a los
bárbaros en el Rhin.
Es más que probable que si la civilización
clásica hubiera continuado su desarrollo
normal en vez de hundirse, la humanidad
habría alcanzado ciertos progresos mate-
riales mucho antes de lo que ha ocurrido.
Relojes y bicicletas habrían sido populares
desde el siglo ocho; y los automóviles y
tranvías eléctricos contarían siglos de uso.
La astronomía, las matemáticas y la física
habrían llegado hace tiempo al grado de
adelanto en que se encuentran. Pero la
ciencia habría tomado un aspecto diferente,
y es de temer que no hubiera sido tan in-
teresante para nosotros.
Cada partícula de nuestros actuales cono-
cimientos ha sido adquirida a costa del
sufrimiento y constancia de los que empren-
dieron descubrir de nuevo el pasado; y en
esta obra han enriquecido la antigua cien-
cia, adaptándola al espíritu moderno,
nuestra más preciosa adquisición. Puede
formarse un concepto de lo que habría
sido la erudición y la labor clásica, si no
hubiera sido destruida por los bárbaros.
Tenemos el ejemplo de Bizancio. Allí la
vieja civilización siguió su curso sin ser per-
tubada, y ¿cuál fué el resultado? ¿Dónde
hubiéramos querido estar, caro lector, en
los comienzos de la edad media? ¿En el
Convento de Estudio en Constantinopla,
con todas las obras de la literatura griega
y latina, con todos los volúmenes de Esquilo
y la colección completa de Menandro en las
manos, o en el oeste tratando de descifrar el
griego con Isidoro en Sevilla, o con Beda
y Casiodoro? ¿Habríamos preferido visitar
la soberbia mansión de Lausos, millonario
¡SURSUM CORDA!
161
bizantino de Constantinopla, con su jardín
lleno de antigüedades, que contenía, entre
otros tesoros, la Venus enidia de Praxi-
teles? ¿O encontrarnos al lado del bár-
baro jefe de los galos con Venancio,
Fortunato o Sidonio Apolinario, y oír sus
cantos al amor del fuego? Algunos hom-
bres modernos, ávidos de emociones, dirán:
" Desearíamos haber estados en ambos lu-
gares." Pero obligados a elegir, ¿qué
hubiéramos decidido? Sin duda alistarnos
bajo el pendón de nuestros antepasados
del oeste, luchar con ellos contra la obscuri-
dad y tratar de abrir una nueva senda a la
civilización. Si aun nos sintiéramos in-
decisos, nos preguntaríamos una vez más:
¿Habría sido preferible estar en el palacio
real de Constantinopla al lado de Cons-
tantino Porfirogeneta, cuando escribía el li-
bro de las Ceremonias, o con Carlomagno, en
compañía de Alcuino, Teodulfo y Einhardo?
Creo que la respuesta no admite duda.
Alguien dirá, sin embargo: 'Todo eso
está muy bien, pero, ¿por qué no tener am-
bas cosas? ¿Qué necesidad imponía la
destrucción de una civilización clásica, con
el único fin de tener que reconquistarla?
El espíritu germánico pudo ingertarse en el
viejo tronco romano. El progreso pudo
avanzar mejor por medio de una evolución
normal. ¿Por qué arruinar para recons-
truir? ¡ Parece que se quisiera abogar
por las catástrofes! Siguiendo esa idea,
muy pronto sería esencial para el progreso
destruir, cada novecientos años, bibliotecas
y laboratorios, y en seguida comenzar de
nuevo." A lo cual replicaré: "Personal-
mente, tampoco soy partidario de tales
experiencias, mas ésta parece ser la ley del
espíritu: Si el grano trigo que cae en la
tierra no muriere, él sola queda; mas si
muriere, mucho fruto lleva."
MANOS OCIOSAS
POR
EARL DERR BIGGERS
De cómo es imposible y hasta peligroso arrancar a un hombre activo de sus ocupaciones predilectas y
acostumbradas, bajo pretexto de salud y necesidad de descanso físico y mental, y de cómo el trabajo no es
desdoro sino honra y prez del individuo, es el tema que desarrolla en interesantes escenas el autor de esta
linda y muy humana historieta que, estamos ciertos, ha de agradar inmensamente a nuestros lectores. —
LA REDACCIÓN.
COMO de costumbre, al dar las
ocho, Jim Alden abrió los ojos,
arrojó a un lado los cobertores
con rápido movimiento, y se
sentó en la cama. Su mente
despertaba activa, diligente, lista para
resolver cualquier problema, por difícil o
intrincado que fuera. Pero al tocar sus
pies la rica alfombra extendida delante de
su lecho, recordó de improviso la nueva
situación. Apoderóse de él un sentimiento
de inercia, de desesperación, y dejó caer la
cabeza sobre el pecho.
Cada mañana sucedía lo mismo. Cada
mañana despertaba con el deseo y la espe-
ranza de un día activo, emocionante, como
en el pasado, tan sólo para recordar un ins-
tante después que frisaba en los sesenta
años, qué se había retirado de los negocios,
y que estaba muriendo a pulgadas en su
hermosa residencia en el sur de California.
Acercóse lentamente a la ventana y
miró hacia fuera. Pasadena es una ciudad
de ocio. No se veía un alma por las calles.
Alden suspiró y se dirigió a tomar su baño.
Entristecíale la perspectiva del día inútil
que le esperaba. Sería semejante a los
anteriores, que gastaba en vagar de un lado
a otro sin objeto, desde que se estableció
en la localidad, tres meses antes. Nada
que hacer, nadie con quien hablar, ninguna
parte adonde ir: tortura que se interrumpía
por una triste comida, para comenzar la
nueva tortura de una larga y vacía velada,
aguardando la hora de acostarse, para dor-
mirse en espera de otro día exactamente
igual.
"Más valdría morir," murmuró.
Durante el baño, su desconsuelo se con-
virtió en violenta indignación contra los
médicos que le habían condenado a seme-
jante existencia. ¿Por qué se había dejado
impresionar por toda esa tonta habladuría
acerca de " alta presión de la sangre, neural-
gia del corazón, arterieesclerosis?" ¿Por
qué había cedido a las instancias de su es-
posa y de sus hijas, que le exigían que ven-
diera su negociación de automóviles, aban-
donando el famoso motor Alden que él
mismo había diseñado y que era su crea-
ción? ¿Qué habría sucedido, si se hubiera
mantenido firme, ocupándose de sus nego-
cios? Era la muerte quizá, la muerte en la
brecha. Bien: allí era donde acababa la
mayor parte de los hombres; era la muerte
más feliz, la mejor manera de terminar.
Para algunos seres, reflexionó, la vida
ociosa tiene sus encantos. Árthur, el es-
poso de Edie, no sentía inclinación por el
trabajo. Pero Árthur era un mozo holga-
zán, nacido en la clase acomodada. Y
Cárter Andrews, el brillante picaflor que
hacía la ronda a Angie, no se interesaba al
parecer sino por el polo y el golf. "¡Vaya,
vaya!" pensó Jim Alden, experimentando
cordial aversión por ambos jóvenes. No
era de sorprender que tuvieran estas aficio-
nes. Jamás habían conocido otra cosa; en
aquel ambiente nacieron.
Sus propios comienzos habían sido muy
diferentes. Mirando retrospectivamente
contempló en lontananza sus cuarenta años
de lucha. Doce años de mecánico en los
talleres de Póntiac con las manos engrasa-
das y alimentando vastas ambiciones.
Luego, el nacimiento del motor Alden, los
modestos primeros éxitos del automóvil de
su nombre. La importancia gradual de los
negocios, la vida desarrollándose hasta cul-
minar en un grandioso desenlace, como un
drama bien escrito. Finalmente la oficina,
cargada de electricidad con las emociones
del intenso tráfico: importantes decisiones
tomadas entre el teclear de cien maquinillas
MANOS OCIOSAS
163
de escribir; la ola de telegramas y cables;
los altos rimeros de correspondencia; y
de pronto, el vacío, la nada. Ver des-
aparecer todo eso como si nunca hubiera
existido. "¡ Demasiado tarde!" pensó con
amargura. "¡ Demasiado camino recorrido
durante cuarenta años para poder detenerse
de repente!"
Bajó con desaliento las escaleras refun-
fuñando un " buenos días" a su mayordomo
japonés, y oyó a Angie en el salón cantando
una cancioncilla. Su fisonomía se despejó
al acercarse a su hija. La muchacha vino
a su encuentro, fresca y hermosa como una
mañana de California, el ser más caro a su
corazón.
— ¿Cómo estás hoy, papa? — dijo besán-
dole.
— ¿Yo? Muy bien. — La pregunta le
molestaba aun viniendo de Angie. — ¿Te
parece que tengo el aspecto de un invál-
ido?—
Le contempló ella un instante, desviando
al punto la mirada. Sí; supiéralo él o no,
parecía un inválido. El cambio, que debía
hacerle tanto bien, producía un efecto des-
astroso. Sus manos aparecían arrugadas
y venosas; su rostro estaba pálido, y obs-
curas y abotagadas ojeras marcábanse bajo
sus ojos. Angie suspiró con pesar.
— ¿Qué es eso? — preguntó Alden seña-
lando un papel que tenía ella en la mano.
— Es un cablegrama de Cárter Andrews,
que cumple su promesa de enviarme un
mensaje diario.
— i Hum! Debe de estar loco por ti.
— Así lo pretende, — dijo ella sonriendo.
— Es extraño que te haya dejado para
irse a correr el mundo.
— ¡Oh! Es que se ha ido por negocios:
asuntos relacionados con sus propiedades.
— Todo el mundo sabe el motivo de su
viaje: se le agotó su reserva de licores y se
ha ido al extranjero para poder beber. Y
sigue bebiendo mientras da la vuelta al
globo.
— Papa, no es generoso que digas eso.
— Pero es la verdad. ¿Pretende acaso
casarse contigo?
— Sí. Pero no te preocupes. No pienso
en casarme todavía. Con todo, Cárter me
divierte.
— También divierten los monos; pero eso
no es cualidad suficiente, ¿verdad?
— Vamos, papaíto regañón, ven a al-
morzar.—
Fueron al comedor. Mrs. Aldcn, Edie y
Árthur estaban ya a la mesa. A fuer de
marido correcto, Jim Alden se acercó a be-
sar a su esposa, una cincuentona erguida y
austera. Al dirigirse a su asiento, acarició
con precaución la mejilla pintada de Edie.
Árthur le saludó efusivamente, felicitándole
por su buen semblante. Para Árthur todo
el mundo tenía buen semblante. Jim
Alden cogió su periódico.
— Deja eso, Jim, — ordenó su esposa; —
tienes todo el día para leerlo.
— Es verdad, — contestó él, obedeciendo;
— lo había olvidado.
— ¿Cuáles son tus proyectos para hoy? —
preguntó la señora.
__ — ¿Mis proyectos? ¡Oh! Iré a Los
Ángeles a mi oficina.
— ¡ Tu oficina ! ¡Vienes aquí precisamente
para dejar todo lo que signifique oficina, y
lo primero que haces es ir a alquilar una!
No veo para qué la necesites.
— A los viejos retirados nos gusta tener
una oficina, — observó con vaga sonrisa.
— Así tenemos donde ir en las mañanas, un
lugar donde despachar la correspondencia.
— Toda la que te llega, — repuso ella des-
deñosamente,— podrías despacharla en
veinte minutos en la biblioteca. — Sintió el
escozor; era verdad. — ¡Si al menos fueras a
jugar el golf !
— ¡Eso es, papá! — exclamó Árthur con
forzado entusiasmo. — Edie y yo vamos al
club; vente con nosotros.
— No, no. Gracias. Hoy no; otro
día.
__ — Tendremos mucho gusto, — mintió
Árthur, disimulando su satisfacción. Él y
Edie eran jugadores eximios, y se proponían
arreglar una vigorosa partida de cuatro, a
diez dólares el hoyo.
— Deberías ir, — insistió Mary Alden
con acento quejumbroso; — el doctor Tillson
dice. . . .
— Sí, sí; — convino Alden; — ya me deci-
diré. No soy opuesto al golf; es una recrea-
ción muy saludable después de un día de
trabajo. Pero hacer de este juego el
principal objeto de la vida, como algunas
personas. . .
— Edie, — dijo Árthur, — está aludiendo a
mí.
1 64
INTER-AMÉRICA
— Papá, deja tranquilo a Árthur, — or-
denó Edie.
— Me mortificas, Jim, — dijo ásperamente
su esposa. — No eres feliz aquí.
— ¿Yo? Muy feliz.
-Deberías serlo, — repuso, mirándole
quete, y yo soy de la comisión. Y tú, Jim,
no te ocupes de nada hoy: descansa.
— No hago más que descansar todo el
día. —
Permaneció mirando el pequeño vehículo
que se deslizaba rápidamente a lo largo de
como si dijera: " Sé feliz o te rompo la cris- la asoleada calle, hasta que Angie bajó con
ma." — Pero no es así; el cambio no te ha un precioso abrigo de verano sobre los hom-
hecho ningún bien, y es por culpa tuya. bros.
No quieres descansar, no te das al reposo.
Deberías esforzarte en hacerlo, si no por ti
al menos por mí y por nuestros hijos.
— A fuer de uno de estos queridos peque-
ñuelos, — intervino Angie, — yo diría que
demos al pobre papá un poco de respiro.
Le han quitado todo punto de apoyo,
— Papá, iré contigo a la ciudad, si no tie-
nes inconveniente. Tengo que hacer al-
gunas compras y almorzar con una amiga.
— Con mucho gusto, — dijo él, yendo a
buscar su sombrero y su gabán. —
Cuando volvió a salir, les esperaba un
soberbio limousine manejado por un japonés
todo sostén, y ahora está como flotando en de fisonomía impasible. Ayudó a subir a
el espacio; con el tiempo se reafirmará
y se convertirá en un gentil viejo desocu-
pado, que se pase el día dando golpes a la
pelota por todo el campo de juego, como los
demás.
— ¡Angie lo ha dicho! — exclamó Jim
Alden con gratitud; — me acostumbraré al
fin. Ahora todavía no sé dónde estoy pa-
rado.
— Bien. Procura averiguarlo. Yo,
cuantas veces se ha tratado de adaptarme
a nuevas condiciones, siempre he. . . . —
Continuó explicando lo que había hecho
Angie, y ordenó: — ¡ En marcha, Haku!-
Dirigiéronse velozmente a Los Ángeles
en la espléndida mañana. Angie puso
una de sus manos sobre la de su padre,
abandonada con descuido sobre sus ro-
dillas.
— Papá, tiene razón mamá: no eres feliz.
— ¡Oh, Angie! Ahora me siento muy
bien. Sólo que ha ocurrido algo que no es
de mi agrado : me he vuelto viejo.
— ¡ Qué idea ! Sesenta años no son la ve-
jez.
— No lo eran en otro tiempo; pero al
siempre, sin que nadie la escuchara; y pasó presente parece que es el fin. ¡ Y me ha
el rato. caído tan de repente! Antes, cuando es-
Después del almuerzo, Jim AJden salió taba a punto de suceder algo que me des-
ai corredor, siguiéndole Edie y Árthur, en agradara, lo evitaba. Pero en este caso
elegante atavío de golf. El último había nada podía hacer —
telefoneado al garage, y ya los aguardaba
en la calzada un lindo y ligero automóvil.
Alden sacó un cigarro y lo encendió con
aire de desafío.
Angie estrechó cariñosamente su mano.
— Supongo, — continúo Alden, — que to-
dos los viejos nos sentimos así: rebeldes.
Querríamos atrasar el reloj. ¿Sabes? Yo
— Sería mejor que mamá no te viera con daría mi último centavo a trueque de retro-
eso, — advirtió Edie. El guardia de policía ceder; de volver a comenzar, lleno de alegres
femenino a quien se refería apareció pronto, esperanzas.
evidentemente lista para un día de proficua
labor.
— ¿Qué es eso, Jim? — exclamó. ¿Fu-
mando de nuevo?
— Es el primero hoy, Mary.
— El doctor Tillson dice. . . .
— Y yo, ¿dónde estaría?
— ¿Tú? Estarías en tu cuna, en la vieja
casa de la calle Tercera, hecha una linda y
sonrosada nena. Fué una época muy feliz,
aquélla en que viniste al mundo, hace
veinticuatro años. Comenzaba .apenas a
— Dice que disminuya poco a poco, y así trabajar, y éramos unos pobres diablos.
lo hago, querida, puedes estar segura. Pasé las de Caín para pagar .al doctor que
— Pero no es permitido fumar sino cuan- te trajo a luz ; pero fué la mejor inversión de
do estoy presente. — Y volviéndose a su dinero que he hecho en toda mi vida. —
hija: — tú y Árthur pueden dejarme en el Los azules ojos de Angie se llenaron de
club de lectura. Se prepara un gran ban- lágrimas. Desvió la mirada, dirigiéndola
MANOS OCIOSAS
«65
hacia una línea de carteles que formaba
parte del escenario.
— Papá, deberías esforzarte, como dice
mamá. Si estuvieras contento, vivirías
un siglo en este país. Prométeme intentar-
lo; hazlo por mí.
— Te lo prometo, Angie.
— Si pudieras encontrar algo en que em-
plear tu tiempo, — prosiguió la niña pensan-
do en voz alta, — algo que te ocupara la
imaginación.
Calló Angie; y cuando el automóvil se
detuvo delante del alto edificio donde es-
taba instalada la absurda oficina, se inclinó
\ besó tiernamente a su padre. ¡Parecía
tan solo y tan triste!
— Estarás aquí a las cinco como de cos-
tumbre, I laku, — dijo Alden al bajar.
— ¡A las cinco! — exclamó Angie — ¿Qué
es lo que . . . ? — y se interrumpió.
ué es lo que haría abandonado a sí mismo
hasta las cinco! Pero después de todo, era
asunto suyo. Se despidió de él con una
sonrisa encantadora: — Adiós, papá queri-
do.—
Tres minutos después abría éste la puerta
de su pequeña oficina en el décimo piso. La
atmósfera estaba caliente y pesada. Se
apresuró a abrir la ventana, dejando pene-
trar el aire fresco tan afamado de aquella
región. Al volverse, vio una carta sobre
su escritorio. La cogió y abrió.
James M. Alden.
Muy señor nuestro:
Acusamos a usted recibo de la suma de diez
a ntavos en sellos de correo, por cuyo valor, y
fin su pedido, remitimos a usted en cubierta
separada un catálogo de los aparatos eléctricos
que fabrica nuestra firma. . . .
"¿Bajo cubierta separada?" Miró al-
rededor; el catálogo no había lie-;: do.
Sintió cierta decepción. Le había ocurrido
que quizá revisándolo encontraría algo que
ocupara su mente. ¡Qué mal servicio el de
correos !
Sentóse delante de su mesa escritorio,
donde sólo aparecían una vacía cesta de
correspondencia, un secante y un tintero.
Con la llave que pendía de mi cadena abrió
los cajones tirando hacia afuera el primero
algunos centímetros; en seguida desplí
su periódico y se puso a recorrerlo cuida-
dosamente como todas las mañanas. Des-
pués de las noticias del día, el mercado de
valores y los editoriales, buscó la columna
obituaria.
"Falleció en su residencia Édward Mác-
kay, ex \ rite de la Máckay Supply
Company, retirado de los negocios hace
un año."
".Murió en su residencia Péter Faxton,
retirado."
" I lenrv Downs, dejó los negocios activos
hace seis meses. . . ."
retiraron, ya poco figuraban en la lista
mortuoria. ¡Qué corta distancia para c; 1
todos ellos entre uno y otro acontecimiento!
1 rato de distraerse revisando la página
deportiva. Pronto no tuvo más que leer.
Dejó con desaliento el periódico y miró
su reloj: las diez. Faltaban siete horas
mortales hasta que llegara Haku con el
automóvil. ¡Siete horas! Quedaban los
cinemas, es verdad, pero no antes de la tar-
de. Pos odiaba, y, sin embargo, iba regu-
larmente. Iría hoy también. Recogió el
diario y después de estudiar cuidad,
mente los anuncios, eligió su película de la
tarde. Pero, ¿que haría el resto de la ma-
ñana? Daría un largo paseo: Tillson había
insistido en el pasco. ( > se sentaría en un
banco del parque con otros desocupados.
Podría ir también a la biblioteca pública,
instalada en el sexto piso de un edificio
destinado a oficinas, porque la ciudad de
Los Angeles, que posee cinematógrafos 1
valor de un millón de dólares, no tiene me-
jor local que < >frecerle. Allí podría sentarse
a leer, entre otros parias como él, algunos
de los cuales parecía que nunca tomaban
un baño, y se les notaba mal olientes.
Se asomó a la ventana del pequeño \ tran-
quilo aposento. Afuera se oía el ruido v el
bullicio del mundo que lo había arrojado a
un lado. Abajo, a lo lejos, en la atestada
calle, los hombres corrían apresurados a
sus negocios. ¡Sus negocii
Jim Alden volvió a su escritorio, se d
idamente en el asiento y m
de hito en luto el secante que Angie le había
ayudado a elegir. F.ra color de rosa, un
co|,,r alev re. decía ella. De pronto se
abrió la puerta y entró un joven de fisono-
mía jovial, que se quedó mirando en torno
un instante, como queriendo darse cuenta
de dónde se hallaba.
— Buenos días,— dijo, — ¿a quien tengo
el honor de hablar?
i66
INTER-AMÉRICA
— Mi nombre es Alden, Jim Alden.
— ¡Ah, sí! Mr. Alden. El nombre de
usted no está en la puerta, ni lo he visto
tampoco en el directorio de la entrada.
— No. Mis negocios no lo requieren.
¿Qué puedo hacer por usted?
— Mr. Alden, quiero pedir a usted un
favor. Quiero que se detenga usted un
momento entre el torbellino de los negocios,
que se detenga un momento y piense.
— ¿En qué?
— En el futuro.
— ¡ Ah, sí! — dijo Alden sonriendo. — A de-
cir verdad, joven, precisamente en eso esta-
ba pensando cuando ha entrado usted.
— ¿Es posible? ¡Cuánto me alegro! En
ese caso, habrá comprendido usted cuan
incierto es el futuro. Si le sucediera a
usted algo, ¿que sería de su familia?
— ¡Ah! ya entiendo, hijo. Usted coloca
pólizas de seguros.
— Sí, señor; de seguros sobre la vida y de
accidentes. No creo que la compañía le
diera a usted una póliza de vida a su edad;
pero, ¿por qué no tomaría usted una de
accidentes? Son muy frecuentes los acci-
dentes en Los Ángeles. De cada mil per-
sonas que caminan por la calle, cinco serán
víctimas de los automóviles antes de que
termine el año.
— Sí ; pero yo soy muy precavido. Llevo
una vida muy tranquila.
— Eso precisamente era lo que decía
siempre Mr. Jámieson. ¡ Pobre Mr. Jámie-
son! Tenía su oficina en este mismo edi-
ficio; creo que en este piso. Acostumbraba
pasarse el día recostado en su sillón, justa-
mente como está usted ahora, y me decía
cuando venía a verlo que no era probable
que le ocurriera nada. Y, ¿sabe usted lo
que pasó?
—No. ¿Qué?
— Un día resbaló la silla debajo de él. —
Jim Alden se enderezó vivamente. — Su
cabeza chocó contra el radiador. No sé
cuál sería su último pensamiento, pero
podría apostar que deploraba no haberme
escuchado. —
Alden se echó a reír. — Es usted un visi-
tante entretenido, hijo mío. Yo no nece-
sito ninguna póliza de seguro hoy, pero
siempre que pase usted por aquí entre a mi
oficina.
— Mr. Alden, — dijo el joven levantán-
dose,— voy a hacerle una pregunta algo
peculiar. ¿Me invita usted a volver por
que haya alguna probabilidad de que entre-
mos en negocios, o desea usted que venga
para conversar?
— Bien. . . . Yo. . . .
— Usted está retirado de los negocios,
¿no es así?
— Sí; hace tres meses.
— ¿Y se siente usted como un pez fuera
del agua, completamente aburrido?
— Exactamente.
— Así lo adiviné, pues trato a muchos
hombres que se hallan en la misma condi-
ción. Los hay por centenares en Los
Angeles. Tienen pequeñas oficinas como
ésta, donde se pasan día tras día sin hacer
nada. Cuando voy a verles me reciben con
los brazos abiertos, me ofrecen cigarros. . .
— Dispénseme usted, tome uno.
— Gracias. Y me conversan de cuanto
es posible: política, estado del mercado, aun
de religión. Ahora bien; por mi parte soy
sociable por carácter, y nada me gustaría
más que ir a charlar aquí o allá; pero tengo
familia que sostener, ¿comprende usted?
— Sí; lo comprendo. ¿De manera que
hay muchos que están en mi situación?
Nunca se me había ocurrido.
— En esta misma casa habrá una docena.
Me dan pena todos ellos, pobres diablos.
A algunos les he ofrecido, gratis completa-
mente, una pequeña idea mía, pero hasta
ahora ninguno ha tenido suficiente decisión
para adoptarla.
— ¿Una idea? — preguntó Alden.
— Es muy bueno este cigarro, — dijo el
joven sonriendo y volviéndose a sentar. —
Le concedo a usted diez minutos más por su
excelente aroma. Apuesto que usted lee
cuidadosamente su periódico, pero que nun-
ca se ha detenido en la columna de "Opor-
tunidades para negocios." ¿No es así?
— No puedo decir que lo he hecho.
— Hágame el favor de pasarme el diario.
Aquí tenemos tres columnas de anuncios al
respecto: "Se vende — Una lucrativa
peluquería en San Diego: dos sillas, tres
lavatorios, buena clientela." ¿No es ver-
dad? !Mire! "Carnicería — Trabaje usted
independientemente. . . ." Utilidad a
medias en un acreditado Salón de Belleza',
. . . No sirve; hay que huir de las
bellezas acreditadas. "Se necesita un so-
MANOS OCIOSAS
167
ció para un garage y estación de servicio había manifestado vivo deseo de que tu-
nara autos." viera algo en que ocupar su imaginación.
— ¡Ah, un garage!— dijo Alden pensativo. Volvió a repasar detalladamente las tres
—No tengo tiempo de leerlos todos- columnas. Había en venta muchos talleres
continuó el joven; — pero ya comprende de reparación de automóviles; pero uno de
usted mi idea. Si yo fuera uno de esos los anuncios llamó en particular su aten-
millonarios retirados, no me sentaría a ción. Lo recortó y lo leyó repetidas veces:
esperar al empresario de pompas fúnebres. Se Desea un Soao Ta],cr de dón
Si me obligaban a dejar mi negocio acos- de automóviIes y abastecimiento de gasoleno
tumbrado, me buscaría otro en alguna de en camino muy traficado, en los alrededores
estas pequeñas localidades y lo manejaría, de San Marco:— $2,500 por la mitad de la ins-
como una especie de juguete, por supuesto, talación, herramientas, carro de remolque,
para tener algo en que pensar y en que em- edificio y contrato de arrendamiento del terreno,
plear mi tiempo; viviría satisfecho; les Los libros pueden ser revisados por el compra-
jugaría una mala partida a los médicos, y
alcanzaría una edad avanzada. ¿No le
parece razonable?
— Sí; efectivamente.
— Me alegro mucho. Y ahora, me voy.
Si se decide usted a seguir mi consejo y le
resulta bueno, no olvide que me debe una
pequeña póliza. ¿Quedamos en eso?
— Si resulta, joven, si resulta. De todas
maneras, vuelva a verme.
— Cuente conmigo. Me llamo Kurtz;
aquí le dejo mi tarjeta. Hasta pronto;
y no se meta en el salón de belleza. Ex-
ceptuando eso, puede arriesgarse en cual-
quiera otra cosa. —
Y salió, dejando a Jim Alden con el diario
en las manos. Por largo rato, el inventor
del famoso motor Alden permaneció su-
mido en reflexiones. "¿Por qué no?" se
preguntó a sí mismo. ¿Por qué no un pe-
queño garage en cualquier parte, donde pu-
diera ir, encontrar gente, charlar, discutir
las ventajas de los motores con hombres
entendidos como los que había conocido y
apreciado en Póntiac? Era una idea es-
pléndida.
Pero, ¿qué diría Mary y su austero aliado
el doctor Tillson? No más negocios, ¡lo
había jurado! Pero eso se refería a los gran-
des negocios. Y lo que Mary deseaba era
que estuviera contento, que no se quejara.
Además, no era necesario que lo supiera.
Este último pensamiento le hizo reír. No
era dado al engaño por carácter, pero se
creía con derecho a buscar la felicidad donde
dor. No hay que perder tan buena oportuni-
dad. Teléfono: San Marco, 5376; pídase por
Péterson.
Jim Alden vaciló un instante; tomando
luego su poco usado teléfono, pidió el nú-
mero. Contestó el mismo Pétersen.
— He visto su anuncio y quizá podría
entrar en negocio. ¿Que cuál es mi nom-
bre?— Se detuvo un momento. De ninguna
manera convenía hacer mención de Jim
Alden, famoso en el comercio de automó-
viles; su secreto habría sido conocido en
menos de una hora. — ¡Oh! John Grant es
el que habla. — Dio el nombre de un antiguo
compañero suyo en los talleres de Póntiac.
— Quisiera dar una ojeada al establecimien-
to. No necesita usted hacer eso; pero si
insiste, ¿a qué hora puede usted venir? A
las dos; muy bien. Me encontrará usted
en la oficina número 1018 del edificio de
Súrrey, Los Ángeles. ¿Sabe dónde es?
Espléndido. Allí estaré. —
O ilgó el receptor y se dirigió alegremente
hacia la ventana. Sus ojos brillaban. ¡A
las dos ! ¡ Tenía una cita, una cita de nego-
cios! "Esto es mejor que el cinema,"
pensó con regocijo.
II
M1
R. PÉTERSIN apareció puntual-
mente a la hora señalada. Jim
Alden estaba muy dispuesto a encontrarle
de mi agrado, peí" a la primera mirada
quedó decepcionado. 1 ra un hombre de
pudiera encontrarla, sin que nadie Ínter- baja estatura, en ojillos astutos y falsos,
viniera. ¿Por qué no ensayar una especie Estaba lejos de ser el tipo del mecánico
de vida doble? Sólo Angie estaría en el alegre \ jovial. Alden resolvió al punto
secreto, y ella comprendería y simpatizaría no entrar en negocios con el : pero como no
con el proyecto. No hacía dos horas que era cortés romper relaciones a la simple
1 68
INTER-AMERICA
vista del individuo, convino en ir a ver la
propiedad.
En un viejo y derrengado Ford con-
dujo el hombre del garage a Jim Alden
por lo que parecía ser un camino de ronda;
y cuando el inventor de la máquina Alden
bajó delante de la propiedad de Pétersen,
comenzó a ílaquear su determinación. Es-
taba situado el garage en mediode hermosos
contornos, en el cruce de dos carreteras,
una de las cuales se notaba muy frecuenta-
da. Tenía en frente un bosquecillo de
naranjos, y detrás del pequeño edificio, se
veían las montañas coronadas de nieve,
que aparecían mucho más cercanas de lo
que en realidad estaban. Pétersen le
mostró el taller, y pudo cerciorarse de que
su equipo era completo y se hallaba en
buenas condiciones. Cuando volvieron al
escritorio, tres carros a la entrada aguar-
daban que les proveyeran de gasoleno. — Y
esto es lo mismo todo el día, — dijo Pétersen,
acentuando la frase con un movimiento de
la mano; — puede usted comprobarlo exami-
nando los libros: quiero que los vea. —
Alden estudió los registros durante una
hora. Eran de los tres años últimos y de-
mostraban un aumento constante de trá-
fico, especialmente acrecentado durante
los seis meses anteriores.
— ¿Qué le parece a usted el negocio? —
inquirió Pétersen, cuando hubo terminado
la inspección.
— No es malo. Usted es dueño de la
fábrica; pero, ¿en qué términos está el
terreno?
— Lo tengo escriturado. Pago ocho-
cientos dólares al año, como habrá visto
usted en los libros. Es barato, bien con-
siderado.
— Así me parece, — asintió Alden. No
le agradaba Pétersen, pero el establecimien-
to era bueno. Probablemente llegaría a
acostumbrarse al socio; y andaba por allí
trabajando como ayudante, cierto mozo
vivo y alegre llamado Álfred.
— ¿Da usted plazos para el pago? — pre-
guntó.
— No, — contestó rotundamente Péter-
sen,— la venta es al contado.
— ¡Hum! — Jim Alden pensó en los once
millones de dólares en que había vendido
sus intereses en el este, y sonrió. — Bien,
creo que podré reunir la suma.
— Entonces, ¿es cosa decidida que usted
compra?
— Sí; mañana nos encontraremos, . .
— y se detuvo. Había estado a punto de
decir: en casa de mi abogado. Pero esto lo
habría echado a perder. — Donde usted
quiera, — concluyó; — llevaré el dinero.
— ¡Bravo! — exclamó Pétersen con vaga
sonrisa. — Fume usted un puro. — Y le pasó
un buen cigarro de a diez centavos. — Ven-
drá usted por el tranvía, supongo. Baje
en la esquina de las calles Primera y Cali-
fornia, en San Marco, mañana a las diez.
Conozco por allí un abogado; iremos a su
estudio y arreglará el asunto. —
Jim Alden tomó el tranvía para volver a
su oficina, llegando a tiempo justamente
de cerrar su escritorio y aguardar a Haku
con la limousine a la hora fijada. Sentíase
algo emocionado, y le agradaba esta sen-
sación. Era un hombre feliz.
Al día siguiente decidieron en el despacho
del abogado que quedaría formada la com-
pañía desde el primero del mes, que ocurría
ser el lunes próximo, siendo jueves el día
en que arreglaron el asunto. Firmado el
contrato, y cuando los dos mil quinientos
dólares del precio habían encontrado solícita
acogida en las ávidas y sucias manos de
Pétersen, hizo éste una propuesta:
— Mire, Grant, he recibido un montón
de respuestas a mi anuncio, y me ha en-
trado el deseo de realizar del todo el negocio
para volverme a Dakota; pero como hemos
convenido en que ninguno puede vender su
parte sin consentimiento del otro, quisiera
saber si tendría usted inconveniente en
darme el suyo para transferir mi acción a
un muchaco franco y simpático que quiere
comprarla. ¿Qué diría usted? —
Alden sonrió complacido. Pétersen era
la única sombra en su felicidad, y tendría
mucho gusto en sacudirse de él.
— Por mi parte, convenido. ¿Por su-
puesto que será alguien que entienda del
asunto, un buen mecánico? — Y por primera
vez se fijó en que Pétersen no había estipu-
lado esta condición respecto de él mismo.
— ¡Por cierto que sí! — aseguró; pidién-
dole en seguida que firmara un memorán-
dum autorizándole para vender.
— Muchas gracias, Grant. Nos veremos
el lunes en el garage.
— Con repique de campanas, — asintió
MANOS OCIOSAS
169
Alden riendo. Al parecer, su risa contagió
a Mr. Pétersen, quien se despidió muy
alegre.
El domingo por la noche, Angie y su pa-
dre estaban solos en la biblioteca, y éste
fumaba muy contento un habano prohi-
bido.
— ¡Hermosa noche! — dijo. — ¿Sabes, An-
gie, que está empezando a gustarme Cali-
fornia?
— Así lo he notado, — admitió ella son-
riendo.— Pareces otro desde hace pocos
días. ¿A qué lo atribuyes?
— ¡Pues! Me estoy acostumbrando,
creo. Acostumbrándome a la ociosidad.
— ¡Nada de eso! ¡Estás tramando al-
guna diablura! A mí no me engañas. —
Alden se rió y se dirigió de puntillas ha-
cia la puerta con fingida alarma. Regre-
sando luego y encarándose con ella, le dijo
solemnemente:
— Querida mía, se trata de algo muy gra-
ve y oculto. No repitas nunca a nadie lo
que te voy a decir.
— Lo juro, — contestó Angie.
— Soy propietario de la mitad del garaje
de Pétersen, situado a la sombra de las
montañas justamente detrás de San Marco:
negocio muy bonito, créeme. —
La muchacha se quedó con la boca abier-
ta.
— Amor mío, he hecho retroceder el reloj
del tiempo, — continuó él. — Si quieres ir
mañana por allá, me encontrarás en traje
de obrero como al principio de mi carrera;
y puedo asegurarte que las perspectivas de
éxito en mi negocio son brillantes.
— Pero, papá, ¿qué dirá mamá?
— La mar de cosas ... si llegara a
saberlo. Pero eso es lo más divertido:
mamá no sabrá nada. El pobre inválido
papá se hace llevar vacilante a su oficina
por la mañana temprano; una vez allí,
cambia de traje rápidamente y toma de
prisa el tranvía para irse a su trabajo. Re-
gresa por la noche, cansado pero dichoso.
Si dejas escapar una palabra de esto, no
eres mi hija. —
Angie se echo atrás en la silla riendo a
carcajadas. — ¡Viviendo una doble vida a tu
edad, papa! ¡Es chistosísimo!
— Pero, ¿apruebas, no es así? Tú misma
decías. . . .
— Claro que apruebo. Eso era precisa-
mente lo que necesitabas; y la sola idea te
ha probado maravillosamente. Pero, ¡si lo
supiera mamá!
— Ya lo sé, — dijo él con tono medroso.
— Pero San Marcoestáa diez millas deaquí;
estoy a salvo. Si necesitas algo en mi ramo,
ve a buscarme; soy nada más que un pobre
joven que trata de salir adelante.
— Iré por allí mañana. Dime otra vez
dónde queda.
Delineó un mapa para su hija en el revés
de un sobre.
— Acuérdate, — dijo — que mi nombre allá
es John Grant.
— ¡Oh, papá! — exclamó. — ¡Un nombre
fingido! ¡Qué interesante! —
A la mañana siguiente, Alden rebuscó
en su guardarropa hasta encontrar un viejo
terno azul, brillante ya por algunos sitios,
y que su mujer le había prohibido volver a
usar. Se lo puso audazmente y bajó.
Se suscitó una ligera discusión al respecto,
pero su esposa no estaba al parecer en hu-
mor bélico y cedió.
A las nueve lo depositó Haku frente a su
oficina. El edificio hacía esquina y tenía
acceso por dos calles. Jim Alden atravesó
el vestíbulo y salió por la puerta del costado.
En una tienda de ropa se proveyó de zara-
güelles y blusa azul obscuro de trabajo;
avanzó una cuadra más e hizo una seña
al tranvía, que tomó, dirigiéndose a San
Marco. Cuando llegó a su nueva propie-
dad, le pareció que reinaba en torno cierto
ambiente de soledad y silencio. Álfred
estaba sentado en la corredera de un auto-
móvil leyendo el periódico de la mañana,
y no se veía a Pétersen por ninguna parte.
Alden se encaminó al escritorio. Un joven
alto y delgado, de sonrientes ojos grises,
enderezándose en una silla, se levantó
a saludarle.
— ¿Dónde está Pétersen? — preguntó Al-
den.
— ¿Es usted .Mr. Grant, Mr. John Grant,
— interrogó el extranjero.
— ¡Ah! Sí . . . yo soy Grant.
- .Mi nombre es Mérrick, Bill Mérrick.
1 i roche usted la mano de su nuevo socio,
.Mr. Grant. 11 viernes último compré la
acción de Pétersen.
— ¿Es posible? Bien ; tengo mucho gusto
de conocer a usted. Por lo visto, Pétersen
no ha perdido el tiempo.
170
INTER-AMERICA
— Me mostró un memorándum firmado
por usted; espero que no tendrá usted nada
que objetar. . . .
— ¡Oh, no! Está muy bien. Me sor-
prendió un poco; eso es todo. No me im-
porta cambiar de socio. Por el contrario,
me agrada; y creo que hemos adquirido un
negocio activo.
— Así parecía por los libros. Pero debo
decir que hace hora y media que estoy sen-
tado aquí y no ha caído nada.
— ¡Ah! es que es temprano todavía; y,
además, lunes por la mañana. Voy a
ponerme la ropa de trabajo para estar listo.
— Y el millonario abrió su paquete y ex-
tendió su armadura completa, procediendo
a quitarse el saco.
— ¿Supongo que usted entiende de auto-
móviles?
— ¡Oh, sí! Yo sé que la gasolina, colán-
dose por no sé dónde, es lo que los hace
caminar. Fuera de esto, estoy un poco a
obscuras. Pétersen me dijo que usted era
muy buen mecánico y que tendría gusto
en enseñarme.
— Le dijo eso, ¿eh? . . . —
Jim Alden quedó pensativo, mientras
endosaba sus zaragüelles. Mr. Pétersen
iba haciéndose cada vez menos atractivo a
medida que se descubría su carácter.
— Mire usted, — continuó el joven, que
tenía maneras muy simpáticas, — yo estuve
a punto de ser abogado. Aprendía las
leyes en el estudio de mi padre en Duluth,
cuando estalló la guerra. A mi regreso
de Francia me escocían las plantas de los
pies, como a una porción de otros mucha-
chos. Una tía mía murió, legándome tres
mil dólares; y, como había tragado un
poco de gas en Argonne, que me propor-
cionó una tocecilla muy poco conveniente,
tuve que venir a California, donde estoy
hace dos meses buscando trabajo. ¿Ha
tratado usted de conseguir trabajo aquí?
— ¡Lo puede usted apostar!
— La provisión parece ser inferior a la
demanda, ¿no es cierto? Mi dinero se iba
como el agua en los fondinas, así que
decidí la zambullida con Pétersen por dos
mil dólares, que era todo lo que quedaba
del legado de mi tía Elvira.
— ¡ Dos mil ! — repitió Alden condensando
sus ideas respecto de la conducta equívoca
de Pétersen.
— Sí, señor; todo el capital de este peque-
ño aventurero. Tenemos que hacer que el
negocio salga bien.
— ¡ Oh, sí ! Así será. — Pero no estaba tan
seguro. Pétersen aparecía bajo nuevos
aspectos cada minuto.
Emplearon un par de horas en revisar el
equipo y estudiar una vez más los libros
que Pétersen obsequiosamente les había
dejado. En toda la tarde, sólo dos autos se
detuvieron delante del establecimiento;
uno para pedir cinco galones de gasoleno
y otro para preguntar por el camino. La
sospecha iba tomando cuerpo en la mente
de Jim Alden. Salió a la puerta del pe-
queño escritorio y llamó a Álfred, que se
acercó al parecer un poco avergonzado.
— Mire usted, Al; no se hace aquí un gran
negocio, ¿no es así?
— Es que . . . — dijo Al, — se hacía
hasta el sábado último.
— ¡Eh! ¿Y qué ha sucedido el sábado?
— ¿No lo sabe usted? — dijo el muchacho,
realmente sorprendido. — El sábado último
se abrió el nuevo camino del estado, a dos
millas al este de aquí. Ha estado imprac-
ticable durante seis meses.
— Ya comprendo. ¿Quiere decir que nos
hallamos ahora fuera de la ruta de tráfico?
— Ciertamente. Este camino es al pre-
sente tan útil como una quinta rueda. No
verá usted muchos transeúntes por aquí,
excepto los que viven en las cercanías, —
comentó. — Prodújose un silencio penoso. —
Yo creía que Pétersen se lo hubiera adver-
tido; él me aseguró que lo había hecho y
que vendía la propiedad con gran pérdida.
— No nos lo advirtió; — dijo Alden lenta-
mente.— Vuelva usted a su . . . tra-
bajo, Al. — El muchacho salió.
— ¡ Muy bien ! Éstas son excelentes nue-
vas,— exclamó Bill Mérrick con amargura.
— ¡Estafados! ¡Hasta el último centavo
que tía Elvira y yo poseíamos en el mundo!
— Se interrumpió y miró a su socio. La
cara de Jim Alden expresaba profundo
disgusto, que el otro interpretó como agudo
sufrimiento.
— Y lo que es para usted, — prosiguió el
joven, — será la pérdida de todos sus aho-
rros, ¿eh? —
Alden no replicó.
— !Qué desvergüenza! — continuó Bill.
— Por lo que hace a mí no es tan grave;
MANOS OCIOSAS 171
¡pero usted que ya está viejo! Es decir, primer automóvil, yo era el que lo conducía,
que ya no es usted tan joven. Pero déjelo y acostumbraba pasear a esta niña por todo
a mi cargo. Encontraré a ese picaro de Póntiac. Con frecuencia se dormía en mis
Pétersen dondequiera que esté, y cuando lo rodillas y sus cabellos se enredaban en el
encuentre . . . ¡oh, ya verá! manubrio. Por entonces comenzó a 11a-
— Espérese un momento, — interrumpió marine papá, y tengo el orgullo de decir
Alden. — De nada serviría hallar a Pétersen. que ha continuado llamándome así. — Al
. . . Quizá podemos todavía salir ade- hacer una pausa en su discurso vio clavados
lante. en él los ojos fascinados de su hija.
— Y ¿cómo? — interrogó Mérrick. — Ven- — Venga usted, Bill. MissAngie, quiero
ga a ver, — y lo sacó afuera. — Hermoso, presentarle a mi socio, Mr. Bill Mérrick.
tranquilo, un escenario idílico, ¿no es cierto? Bill, Miss Angie Alden. —
¡Ni un solo auto a la vista, ni uno solo! Mr. Bill Mérrick pareció quedar privado
— ¡Oh, sí! Allí viene uno, — dijo Jim de la palabra cuando su mano tocó la de
Alden señalando. Angie.
Veíase venir a lo lejos por la desierta — ¿Cómo está su papá? — le preguntó
carretera, a razón de sesenta millasporhora, Jim Alden.
uno de los más nuevos y lucidos automó- — Mejor, mucho mejor, — respondió ella,
viles de Alden, manejado por Angie. Des- dejando aún transparentarse su admiración,
lizóse rápidamente por la calzada que cor- — Papá, me parece que éste es un lindo
taba la esquina, y con airosa curva fué a sitio para un garage, — observó Angie echan-
deternerse entre el tanque de gasoleno y la do en torno una mirada; — sobre todo, te-
puerta del garaje. Y sólo entonces distin- niendo un socio, un socio tan simpático,
guieron los ojos de la joven a Jim Alden — Sí; es una suerte tener a Bill; nos hace-
que hacía una cómica figura con su uni- mos compañía el uno al otro. De no ser
forme de mecánico tan limpio y nuevecito. así, encontraríamos muy solo este lugar,
Una argentina risotada fué el tributo ins- porque, vea usted, acabamos de descubrir
tantáneo que le rindió. que se ha abierto un camino nuevo al este,
— ¡Papá! — exclamó. — ¡Apenas si te he y que nos hemos quedado en seco, por de-
conocido, picaronazo! — cirio así.
Y al instante su linda cara expresó una — ¡Oh, cuánto lo siento! — dijo Angie.
viva contrición. El pesar y la contrarié- — Así lo creo. El otro día que nos en-
dad se leían en sus ojos, que pedían perdón contramos en Pasadena, le dije a usted que
humildemente. Durante todo el camino el negocio era bastante bueno, pero temo
venía repitiendo: "John Grant, John que fué una opinión prematura. Sin em-
Grant," una y otra vez. ¡Y de improviso bargo, mientras hay vida ha)- esperanza,
había soltado la verdad echándolo todo a y saldremos adelante, ¿no es así, Bill?
perder! ¡Siempre había de ser la misma! Además, Bill no tiene más que veinticinco
Jim Alden estaba observando a su socio, años, y yo me siento rejuvenecer a cada
que al ver a Angie se había quedado como minuto. Y ahora, ¿en qué podemos servir
quien ve a un ángel bajado del cielo. Y a usted Miss . . . Miss Angie?
cuando en su deslumhrado espíritu fué — Pueden venderme diez galones de
penetrando lentamente el sentido de las gasoleno, si me hacen el favor. —
primeras palabras del ángel, se volvió sor- Ambos se apresuraron a atender a su
prendido hacia Alden. pedido. Alden se hizo cargo de la bomba,
— ¿Papá? — exclamó. — ¡Lo ha llamado a y Bill Mérrick tomó por su cuenta el de-
usted papá! pósito del automóvil. Al hacerlo se inclinó
— Sí; en efecto. Esta señorita y yo, — hacia la linda conductora:
dijo, levantando la voz lo suficiente para — Debo haberle parecido e-aúpido cuan-
que oyera Angie, — somos antiguos amigos, do le fui presentado, — dijo. — Pero, le
Su padre y yo trabajábamos juntos un tiem- diré a usted, me sentí trastornado. Me
po en los talleres de Póntiac, antes de que él pareció demasiada dicha para ser real;
hiciera dinero. Cuando su padre — su ver- quiero decir, el haber vuelto a verla.
dadero padre, quiero decir — compró su — ¿Haber vuelto a verme?
172
INTER-AMÉRICA
— Sí. Nos habíamos encontrado en otra
ocasión; imagino que usted no lo recuerda.
— Así es. Lo siento mucho.
— Es natural. Éramos algunos centena-
res y estábamos en un tren, en 191 7, en
camino al campamento. Fué en la estación
de Detroit. Yo miraba muy triste por la
ventanilla, y usted venía a lo largo del
andén, y me dio un sandwich.
— ¡Ah, sí! ¿Fué de jamón o de queso?
— No lo sé hasta el día de hoy.
— ¿Tan malo estaba?
■ — Delicioso. Hubiera querido guardarlo
en mi libro de memorias. Sólo que no
tenía libro de memorias y sí mucha hambre
y me lo comí. Después tuve un gran
pesar. Hubiera querido conservarlo, con-
servarlo para siempre. Pero. . . . ¡ De-
téngase Grant! No le dé más a la bomba.
¡el tanque se derrama!
— ¡Ah, es verdad! Dispénsenme. . .
Me había olvidado de que lo hice llenar
ayer.
— No son más que tres galones, — dijo
Jim Alden decepcionado. — ¿Necesita aceite
para el motor?
— Sí; siempre se necesita aceitarlo, y yo
nunca pienso en eso. Bill Mérrick recordó
entonces que era socio de la empresa, y fué
por el aceite, mientras Alden levantaba la
cubierta del vehículo. Su hija los miraba
hacer, reflexionando que Bill Mérrick era
un joven muy agradable. Precisamente el
camarada que necesitaba su padre. Y,
¡qué distinguido!
— ¿No necesita llantas, cadenas, algo
de eso? — preguntó Alden. ¿Nada más?
Bien; debe usted dos dólares doce cen-
tavos.
Angie le dio un billete de cinco dólares,
diciéndole noble y graciosamente: — Guár-
dese el vuelto, papá.
— ¡Oh, no, Miss Angie! Sería abusar de
su generosidad.
— Pero yo lo exijo. — Y volviéndose a Bill
Mérrick. — No se desanimen, — continuó; —
cuenten con que yo seré una parroquiana
segura.
— ¿Vendrá usted otras veces? ¡Magní-
fico!
— Por cariño a papá, que es bonísimo.
Sea usted un buen amigo para él, — dijo.
Y oprimiendo el pedal de su automóvil,
partió.
Bill Mérrick volvió despacio al taller, y
dejó en el suelo su cubo de aceite.
— Diga, papá. Yo también quiero lla-
marle papá, si no tiene inconveniente.
Creo que algo dijo usted respecto de que
antes su padre no tenía dinero. — ¿Quién
es ella, por fin?
— Pues, es hija del viejo Jim Alden.
— ¡De Alden? ¡De James Alden, el de
los automóviles? — Y el semblante de Bill
expresó la más aguda desesperación. Se
dejó caer sobre un banco. — ¡ Qué endia-
blada desgracia! — exclamó, lamentándose.
— Y ¿por qué? — dijo su socio. — Alden
no es tan malo; me imagino que es bantante
buen padre.
— Quiero decir: desgracia para mí.
— ¿Cómo así?
— Creo que me oyó usted decirle que la
había conocido antes, en Detroit. Y nunca
he podido olvidarla. Nunca he podido
fijarme en ninguna otra muchacha desde
entonces. ¡Es una criatura maravillosa!
He pensado en ella, he soñado con
ella. . . .
Y se quedó mirando lúgubremente a lo
lejos, frente a sí. Jim Alden lo contempló
con nuevo interés. Le gustaba el mucha-
cho, la expresión de sus ojos, su sonrisa,
extinguida por el momento. Decidida-
mente había algo muy atractivo en Bill
Mérrick. El anciano lo comparó con Cár-
ter Andrews que aquella mañana había
enviado un nuevo despacho de Yokohama.
— Pero, ¿por qué esa desesperación? —
interrogó.
— ¿Por qué? Usted sabe quien soy,
sabe lo que tengo. ¡ Y descubrir ahora que
es hija de Alden, un hombre que posee
millones! . . .
— ¡Tontería! Jim Alden no es mejor
que usted o que yo. Lo conocí cuando
era mecánico en Póntiac. Trabajábamos
en el mismo banco. Me acuerdo perfecta-
mente.
— Sí; usted se acuerda, ¿Pero, él?
Podría apostar que ni con un diagrama po-
dría usted probarle que alguna vez ha tra-
bajado para vivir. Así se vuelven ésos.
Me parece verlo, pomposo, finchado, im-
portante. Podría usted imaginarse que
yo vaya y le diga: "Mr. Alden: he venido a
pedirle la mano de su hija." " Y ¿"quién es
usted?" "¡Oh! yo soy un Napoleón de las
MANOS OCIOSAS
173
finanzas, que compré un garage en un
camino por donde nadie pasa. Y aden
de su hija, Mr. Alden, tengo que pedirle a
usted diez centavos para pagar mi pasaje
de regreso a la ciudad." —
— ¿Cree usted? Entonces, quizá con-
vendría que yo vaya con usted.
— No, no. No es necesario. Yo puedo
manejarlo mejor solo. Ahora, dejen
toa cargo de AI, y vamos a ver ese nue\<>
Jim Alden se echó a reír. — Me parece camino y a echar una ojeada por los alrede-
que es usted algo prematuro. Por lo que
puede juzgarse, Miss Angie tiene todavía
el corazón y el pensamiento libres. Y por
ahora, hijo, recuerde usted que debemí is
luchar contra la corriente, que tenemos un
problema entre manos. ¿Va usted a ha-
cerle frente conmigo, o voy a tener que
buscar un nuevo socio? —
Bill Mérrick se puso de pie.
— Tiene usted razón, papá. Me tras-
tornó de pronto volverla a ver. Pero ya ha
pasado ese momento de debilidad. Que
guarde Alden su hija y sus millones. Yo
soy pobre, pero orgulloso. Soy paupé-
dorcs, de modo que cuando tengamos el
dinero. . . .
— Parece usted muy seguro de conseguir
el dinero.
— Por cierto que estoy seguro. Jim
Alden hará cuanto sea posible en el mundo
por mí.
— ¡ Dios mió! ¡Quisiera poder decir
otro tanto!— dijo Bill .Mérrick mientras
subían al carruaje.
A
111
Ql TI. I A noche, el grupo de la familia
estaba reunido en el salón. Arthur.
rrimo, pensándolo bien. ¿Qué es lo que que tenía una excelente voz de tenor, o al
usted propone? menos habría podido tenerla, estaba sen-
— Una cosa es indudable,— dijo su socio, tado al piano y cantaba una balada. Angie
— Tenemos que trasladarnos a ese camino se levantó y fué a buscar a su padre a la
nuevo; pero no vale la pena de transportar
esta casucha. Debemos alquilar un terre-
no por allí, levantar un edificio nuevo y
marcharnos cuanto antes.
— Pero este terreno está escriturado por
dos años.
— Sí; y es un gran perjuicio. Son ocho-
cientos dólares que deberemos cargar a
pérdidas, y que tenemos que agradecer a
Pétersen. Sin embargo, no me ha echado
por tierra; me dejó un momento aturdido,
pero ya estoy pronto para la lucha. Ele-
giremos con mucho cuidado nuestra nueva
locación.
— Pero, papá, ¿no ve usted que todo eso
es un sueño color de rosa? ¿Con qué
fondos podemos contar para todo ello?
Yo estoy casi en quiebra.
— No se preocupe usted por fondos. Ya
le he dicho que Jim Alden es un antij uo
amigo mío. Estoy seguro de que nos ayu-
dará hasta donde sea necesario.- Yo iré
esta noche a verlo en su casa de Pasa den a
y le hablaré.
— ¡Jim Alden! — exclamó Bill. — Me dis-
gusta la idea de pedirle un préstamo a él,
a su padre.
— ¡Simpleza! Eso lo hará interesarse
por usted. Y si sale adelante, lo respe-
tará.
biblioteca. Lo encontró sentado delante
de su escritorio, sumido en reflexiones.
— ¡Bravo!— dijo. — Tenemos aquí al anti-
guo empleado de Alden; nuestro primer
conductor de automóviles, al que tratamos
como a un miembro de la familia.
— ¡Chitón, Angie, chitón!
— ¿Así que yo acostumbraba dormirme
en tus rodillas? Realmente no me hizo
gracia este detalle, que me hacía aparecer
como una chicuela muy dormilona.
— Dije la verdad pura. Y pienso que
salí bien del paso. En buen apuro me
pusiste.
— ¡Oh, papá! ¡Me arrepentí tanto!
— Después de li advertido, 11*
corriendo a gritar ''¡papá !" a voz en cuello.
— Fué una estupidez. Pero, ¡hacías
una figura tan graciosa !
ja!
¡Ja . . . ja
Y dime, ¿que
— ¡Silencio, muchach
te parece él?
— ¿Quién?
— Ya sabes a quien me refiero: mi socio,
Bill Mérrick.
— ¡Ah! Me parece un joven mecánico
bastante bueno. Por cierto que no me
fije muchi ' en él.
— ¡( >h, no. por supui to! Buen », la
próxima ve/, que vayas, mírale con un poco
174
de atención. Él tiene un alto concepto
de ti, por alguna razón desconocida. Ese
sandwich que le diste debe de haber estado
envenenado, porque desde entonces no ha
podido restablecerse.
— ¡No digas! De todas maneras, eso es
siempre halagador. Nos complace agradar.
Pero, ¿cómo sabes?
— Me hizo más tarde sus confidencias al
respecto.
— Pero, papá, ¡qué mal hecho! No es
leal que le permitas confiarte sus senti-
mientos sin saber quién eres.
-¡Simpleza! Es una suerte para mí.
ÍNTER-AMÉRICA
— Alden es hombre de negocios; y, por
otra parte, el asunto debe tratarse seria-
mente. ¡Me lo ha dejado al cuatro por
ciento! Ha rebajado del seis al cuatro por
antiguas consideraciones. No era posible
que olvidara una amistad de tantos años.
— ¡Magnífico! Y puesto que todo está
arreglado, ven a reunirte con nosotros al
salón. Oigo rumores de bridge, lo que
significa que Árthur ha concluido de cantar.
— Convenido; pero no olvides lo que te he
dicho: ven con frecuencia al garage. Le he
cobrado afecto a Bill.
— Sospecho, — dijo Angie, — que no es
Ningún padre tuvo nunca tan buena opor- tanto por lo que te gusta Mérrick cuanto
tunidad para conocer a fondo a un posible por lo que te disgusta Cárter Andrews. Sin
yerno.
— ¡Papá, qué disparate! — dijo Angie,
mirándolo sorprendida. — Consiento en que
vayas a alternar con esos muchachos ordi-
narios, a jugar con ellos; pero no debes in-
troducir en tu vida privada a tus engrasados
camaradas. No estaría bien.
— ¡Oh! Ya despertarás más tarde, — re-
embargo, no intento trastornar las manio-
bras. Hasta he notado que Bill tiene ojos
bastante bonitos. —
A la mañana siguiente, a las ocho como
de costumbre, Jim Alden se sentó en la
cama. Su mente corría tan suave y rápida-
mente como el famoso motor Alden. Esta-
ba listo para resolver cualquier problema
puso su padre. — Ese muchacho posee mejor que los negocios del día pudieran ofrecer.
educación que yo; es un caballero; y, ade-
más, está muy decidido.
— ¡Ah! ¿Con que es hombre resuelto y
peligroso? Gracias por la advertencia.
Felizmente el antiguo amigo de la familia
estará siempre a mano como rodrigón.
— Sí; estará. Y quiero que vayas a me-
nudo. Una muchacha como tú puede
estimular a un joven a levantarse y alen-
tarle en su trabajo, y nuestro amigo
necesita que le den un poco de valor. Ha
empleado hasta su último centavo en
este negocio, y parece que nos han cogido.
— Y le refirió la duplicidad de Pétersen.
— Procedí con demasiada precipitación, —
admitió. — Me la jugaron. Pero, natural-
mente, para mí esto nada significa. Quien
me preocupa es el muchacho.
— Y ¿qué van a hacer?
— Pensamos buscar dinero y trasladarnos
al camino nuevo. Como le he dicho a
Bill, conozco mucho a Jim Alden, y justa-
mente cuando entraste acababa de informar
al viejo del asunto, pidiéndole que nos
Al tocar el suelo con los pies, recordó que
esos problemas serían probablemente nu-
merosos y serios, y su corazón palpitó de
alegría.
¡Oh hermosos collados de Maxwelton,
Húmedos con el matinal rocío!
canturriaba con voz potente.
Su esposa, que lo oyó desde la habitación
contigua, se sintió indecisa entre alegrarse
o desconfiar.
Cuando Jim Alden llegó al garage, su
socio lo esperaba ansiosamente en la puerta.
— Vengo un poco tarde, — dijo el millo-
nario jadeando. — Tendré que levantarme
más temprano en adelante.
— No importa, — replicó Mérrick. — ¿Fué
usted anoche a Pasadena?
— Ya lo creo que fui.
— Y ... ¿la vio usted?
— ¿Que si la vi? No, hijo. Mire, se
trata del negocio; yo no me proponía ver a
Miss Angie sino a su padre, y así lo hice.
Todo está arreglado. Nos presta diez mil
dólares al cuatro por ciento; y que si necesi-
prestara diez mil dólares, y creo que lo con- tamos algo más, se lo hagamos saber,
seguiré. Discutíamos el tipo de interés — ¡Debe de ser un excelente viejo el
cuando nos interrumpiste. hombre!
— Pero Alden te quiere mucho; no te — Así lo creo; pero quizá no soy impar-
cobrará intereses. cial.
MANOS OCIOSAS 175
— Bien, — dijo Bill, — ahora todo depende viles, con el acento en "servicio." ¿Qué
de nosotros. Debemos quebrarnos la ca- le parece esto como anuncio llamativo?
beza para triunfar. Yo no quiero perder — Me gusta.
el dinero del padre de ella; ya comprenderá — Usted sabe lo que encuentran los
usted por qué. Quisiera saber algo más turistas cuando su automóvil sufre
de automóviles. algún desperfecto y acuden a un garage.
— Eso está muy bien. Yo sé mucho, y Tropiezan con cualquier patán incompe-
le enseñaré. tente y gruñón, que les saquea el bolsillo, v
— Es usted muy bondadoso, — replicó casi a puntapiés los obliga a seguir apresura-
Bill Mérrick. — Yo también estuve algo damente su camino. No hallan simpatía
ocupado anoche. Cuando salimos de aquí ni amistad en sus contratiempos. Usted
fui a comer en una fondita de San Marco, y yo nos interesaremos por nuestros parro-
v luego me lancé en busca de la mejor casa quiamos; hablaremos de todo con ellos; y
de pensión de la ciudad; tomé un cuarto nos conduciremos como amigos suyos; y
y me trasladé. Me formado el plan si- así volverán a ocuparnos. Establezcamos
guíente: tenemos que conseguirnos un una casa al lado del camino. . . . — Bill
local en cualquiera parte cerca del pueblo, Mérrick iba dejándose arrastrar a la poesía
y en seguida debemos ir de un lado y otro, — y seamos un amigo para el hombre,
mezclándonos con las gentes. Es decir, Que sea éste el lema del Garage Misión,
trataremos de hacernos amigos de los prin- — ¿El Garage Misión?
cipales vecinos. No sería mala idea que — ¡Oh! Me había olvidado de explicarle
usted también se trasladara por aquí, mi proyecto. Casi todos los garages son
No se lo he preguntado todavía: ¿es usted unas cabanas feas e inhospitalarias, todas
casado? iguales. ¿Por qué no levantaríamos nos-
— Sí . . . soy casado, — contestó otros un edificio especial? ConJimAlden
Alden sonriendo. para respaldarnos, podemos intentarlo.
— Bueno. Y ¿por qué no podría usted Hagamos una construcción de estuco, pe-
traer a su familia a San Marco? quena pero limpia: una reproducción de
— Siento no poder hacerlo por ahora, alguna de las antiguas casas de las misiones,
porque ... he firmado un contrato Ésa será nuestra divisa particular. Las
de alquiler por la casa que ocupo. cadenas que abrían los cerrojos de las
— ¡Qué lastima! Bien: entonces yo seré misiones estaban siempre al exterior: lo
el que comience a hacer rodar la bola. Esta que significaba: "Hospitalidad." Ése
mañana en el almuerzo me he encontrado será también nuestro lema. ¿Qué opina
con el agente principal de inmuebles de la usted?
ciudad, y estoy citado con él para las diez y — ¡ Hijo mío, es usted un espléndido socio!
media. Nos va a mostrar todo lo que hay. Me está usted infundiendo nuevo aliento.
— ¡Magnífico! Ya está usted en movi- — Ya sabía que el plan obtendría su
miento. aprobación. ¿Y quién podrá detenernos?
— Estuve despierto pensando la mitad de Con el tiempo se verá un cordón de Garages
la noche, — continuó Bill. — Su socio se Misión en todo lo largo de California,
quedó mirándole, reflexionando cuánto da- Sacaremos patente de la idea. Nos con-
ría él por amanecer tan fresco y rozagante seguiremos la agencia de algún buen auto-
después de pasar media noche sin dormir. móvil. Y . . . ¡por vida de! . . .
— Hay un millón de garages en el sur de — ¿Qué es ello?
California, y nosotros tenemos que hacer — ¡ Un pensamiento ! ¡Su amigo de usted,
algo especial, algo que nos distinga de la Jim Alden! ¡ Podremos tener la agencia de
generalidad; y que tenga un sello humano su automóvil!
y simpático. Estoy resuelto a ello. — Pero él ya está retirado.
— Y yo también, — dijo el millonario ca- — No importa. Siempre será valiosa su
lurosamente. influencia. Por supuesto que yo estoy
— Nos dirigiremos al público poniendo perdiendo un poco la cabeza, como de eos-
anuncios en el periódico de San Marco y tumbre; tenemos que empezar por el prin-
carteles en los caminos: Servicio de aulomó- cipio; lo demás vendrá solo. Usted y yo
ij6
INTER-AMÉRICA
seremos los reyes del garage en el sur de
California. — Bill Mérrick se echó a reír.
— ¡Y pensar que yo estudiaba leyes! Pero
ya es hora de ir a ver al agente. —
Media hora más tarde estaban con el
agente en una esquina a cosa de diez cua-
dras de San Marco, donde el nuevo camino
regional se cruzaba con otro bastante tra-
ficado.
— Pueden ustedes creerme, — ponderaba
el agente, — si no fuera porque este camino
acaba de abrirse, nunca hubieran podido
conseguir tan magnífica situación. Que-
dan ustedes bastante cerca para acaparar
mucha clientela de la ciudad, al mismo
tiempo que la de los transeúntes. Si les
parece bien, quedémonos aquí una hora y
contemos los vehículos que pasan. —
Pareció buena la idea a los socios, y con-
taron un número considerable.
— Y esto es en la mañana de un día de
trabajo, — dijo el agente. — Figúrense lo que
será en domingos y días feriados. No
harán mal negocio esta vez. Aquí se hace
ahora todo el tráfico de que aprovechó
Pétersen, y el doble más. Si desean uste-
des una construcción provisional para ir
obteniendo rendimientos, yo puedo conse-
guir alquilar por poco tiempo el terreno
contiguo, donde en seguida pueden instalar
el tanque de gasoleno y la bomba. —
Los socios aceptaron la propuesta; y de
vuelta en la oficina, firmaron un contrato-
por cinco años. El agente los condujo en
seguida al estudio de un joven arquitecto,
instalado en la misma casa. Este caballero,
que estaba con los pies encima del escritorio,
tiró a un lado un tomo de historietas, y
levantándose a recibirlos, acogió presuroso
la ocasión que se le presentaba.
— Caballeros, — dijo, — seré franco; uste-
des me caen como el maná del cielo, pues la
construcción está paralizada, y me encuen-
tro agarrotado. La idea de fabricar, aun-
que sea un garage, me hace palpitar el cora-
zón.
— ¿De dónde saca usted eso de "aunque
sea un garage?" — dijo Bill Mérrick. No
nos proponemos echar a perder el paisaje
con una de esas casuchas corrientes que se
hacen para el caso. — Y le explicó lo que
querían.
— ¡Soberbio! — exclamó el arquitecto. —
¡ Déjenlo a mi cuidado! Les construiré un
edificio que a primera vista hará que los
turistas lo busquen en su guía, y que al
mismo tiempo sea práctico. —
Prometió pasar la noche en vela hasta
terminar el diseño. Había mucha gente
sin trabajo, dijo, y les ofreció terminar en
una semana la construcción provisional, y
el edificio en un mes. "¡Manos a la
obra!" era su grito de guerra.
— Me parece, — dijo Jim Alden cuando
salieron a la calle, — que lo mejor será que
tome en seguida el tranvía y vaya a la
ciudad a recoger el dinero de Alden y po-
nerlo en la cuenta de la sociedad, para hacer
frente al pago del cheque que dimos por el
alquiler. Y veré también a los del gasoleno
respecto de la bomba.
— ¡Vaya usted! — replicó Bill Mérrick.
— ¡Ya estamos en camino, socio! Nos es-
peran días felices.
— Días felices para mí, — asintió sonrien-
do el millonario. —
Cuando Jim Alden regresó esa tarde de
sus ocupaciones en la ciudad, Bill Mérrick
estaba llenando el tanque de un hermoso
automóvil de la propia manufactura de
Alden, en el cual estaba instalado un hom-
bre delgado, de aspecto simpático, como
de sesenta o más años de edad. Sus manos,
que descansaban en el manubrio, eran mo-
renas y nudosas.
— ¡Hola, amigo! — dijo Jim Alden, — ¿qué
noticias hay de íowa?
— Todo está muy tranquilo por allá, —
respondió el hombre sonriendo. — Pero,
¿cómo sabía usted. . . .?
— En todas partes se reconoce a los hom-
bres de íowa, — contestó Alden riendo fran-
camente; aserción que dejó al otro encan-
tado. Jim Alden se acercó a la puerta del
auto y entablaron una discusión política.
Sus opiniones eran idénticas, y este encuen-
tro fué el principio de una sincera amistad.
— Veo que posee usted un Alden; ¿cómo
va su motor?
— Mal, — dijo el otro, — camina jadeante.
Nadie sabe qué desperfecto tiene.
— Es un motor muy bien construido, —
dijo el inventor con orgullo algo lastimado.
— No debería usted dejarlo descompuesto.
Levantó la cubierta del motor. El hom-
bre de íowa saltó del carruaje para reunír-
sele.
— Nunca se habría desarreglado por sí
MANOS OCIOSAS
«77
mismo,— dijo el dueño, pero estaba un
poco sucio de carbón y lo dejé en un garage
de esos que usted debe conocer, adonde va
su automóvil con un defecto y vuelve con
veinte. Daría cien dólares a por tener la
dirección de algún buen mecánico por estas
cercanías.
— ¡Hum! — murmuró Alden examinando
su querido aunque algo descuidado hijo.
— ¡Mire, mire aquí! — Con ojos y manos de
experto recorrió todo el mecanismo, seña-
lando varios desperfectos y corrigiéndolos.
— El hombre de íowa lo miraba hacer bo-
quiabierto.
— ¡Por vida de! . . . — exclamó; —
usted conoce este motor más que el mismo
viejo Alden.
— No, no más, — replicó éste riendo; —
pero sí tanto como él. Y ahora ponga en
movimiento el auto de usted. —
El desconocido volvió a su sitio, conectó
su batería y puso el pie sobre el pedal de
gasoleno, produciéndose al punto un so-
nido suave como el susurro de un gato
engreído.
— ¡Admirable! — exclamó el de íowa. —
Digo que es usted un portento. Es una
lástima que estén ustedes por acá, fuera del
camino principal. —
Alden lo informó de que iban a trasla-
darse.
— No van a estar lejos de mi casa. Ten-
drán ustedes todos mis trabajos. ¡Un
mecánico tan competente! Voy a dar la
noticia a todos mis amigos. Yo soy uno
de los comisionados de la ciudad, y conozco
a todo el mundo en San Marco.
— Mándenoslos a todos, — dijo Alden.
— Nos proponemos complacer al público. —
El hombre de íowa pagó su modesta
cuenta y siguió su camino muy contento.
Bill Mérrick se acercó corriendo y cogió
la mano del viejo.
— ¡ Papá ! — exclamó, — ¡ Dios me hizo cier-
tamente un gran beneficio enviándome un
socio como usted !
— Vamos adentro, — dijo Alden, — y en
diez minutos le enseñaré todo lo que sé
acerca de este oficio. — Pero a decir verdad,
se sentía muy satisfecho de sí mismo.
A las cuatro y media apareció Angie en
la escena.
— No necesito nada para el auto, — ex-
plicó,— pero pasaba por aquí. Si va usted
a Los Ángeles, papá, tendré mucho gusto de
llevarlo.
— Es demasiada bondad de usted, Miss
Angie.
— ¡ En nombre del cielo, restrégate bien
las manos! — le dijo ella en voz baja. — Por
primera vez recordó Alden que arreglar
motores era un oficio que ensuciaba. No
había notado sus ennegrecidas manos. ¡ Le
parecía tan natural, tan de otros tiempos!
Entró apresurado al taller, y Angie y
Bill Mérrick quedaron solos.
La muchacha estudiaba sutilmente al
socio de su padre, apreciándolo en detalle.
Una conquista es una conquista, aunque
lleve zaragüelles de obrero; especialmente
cuando el conquistado es joven y guapo.
— ¿Va adelantando el negocio? — pregun-
tó.
— No mucho. Pero no importa, porque
vamos a impulsarlo. — Y antes de darse
cuenta de ello, estaba relatándole todo lo
que habían hecho y todo lo que les había
ocurrido durante el día.
— ¡Me alegro tanto! — dijo Angie. — Está
muy bien todo eso. Están ustedes en la
vía del éxito, ¿no es cierto?
— Sí; así parece. Pero yo estaría en
camino de la casa de pobres, si no fuera por
papá.
— ¿Papá?
— Sí; así lo llamo yo también. Es el
mejor de los socios que existió jamás.
— ¿Está usted contento de él"
— Proclamaré por todo el mundo que es
un príncipe. ¿La complace a usted que le
quiera?
— Naturalmente. Esunantiguoamigo. —
.Mr. Bill Mérrick se inclinó hacia ella.
— Quiero mejor advertírselo con tiempo.
Voy a hacer más que quererlo; imagino que
antes de mucho lo amaré tiernamente.
— ¡Oh! — dijo Angie. — Era un discurso
muy corto, pero fué todo I<> que pudo decir,
con los ojos grises de Bill Mérrick tan cerca
y . . . todo lo demás. Afortunada-
mente Jim Alden reapareció, después de
haberse lavado las manos lo mejor posible,
aunque infructuosamente, y subió al auto.
— Ésta es una buena suerte para mí.
Miss Angie, — dijo, dejánd >• caer en el
asiento rendido de cansancio.
— Y para mí también. — repuso ella con
dulce sonrisa. — A propósito, Mr. Mérrick,
1 78
INTER-AMÉRICA
cualquier amigo de papá debe considerarse
un amigo de ... mi familia también.
¿No quiere usted venir a visitarnos alguna
de estas noches?
— ¡Oh, sí; ciertamente!
— Papá le dirá dónde vivimos. Adiós. —
El pequeño automóvil se lanzó por la
carretera.
— Le dije a Haku que no venga por ti
esta noche, — continuó ella, dirigiéndose a
su padre. — Pensé que te podía evitar el
trayecto en tranvía.
— Eso es muy amable de tu parte Angie,
pero no lo hagas a menudo; nuestro joven
amigo podría sospechar algo. —
Angie se volvió a mirarlo y se echó a
reír.
— Si pudieras verte, no temerías eso.
Nadie podrá establecer la menor afinidad
entre Jim Alden y tú. ¡Pareces tan can-
sado y tan feliz! Creo más prudente que
te deslices por la puerta falsa.
— Tal vez será mejor. Me fijé, — con-
tinuó, mientras el auto corría con mayor
velocidad, — en que no perdiste el tiempo
para invitar a Bill a ir a casa.
— ¿No era eso lo que deseabas?
— Sí; en cierto modo. Pero, ¿qué va a
ser de mí? ¿Dónde me esconderé?
— Tienes el garage desde luego, — dijo
Angie riéndose. — Y en las noches de lluvia
puedes meterte debajo de la cama. —
Por la noche, Jim Alden estaba con su
esposa en el salón, sentado delante de un
buen fuego, en tanto que los jóvenes habían
ido a un baile que se daba en uno de los
hoteles.
— ¡Jim! — dijo ella de improviso, — ¿qué
tienen tus manos?
— ¿Mis . . . manos?
— No están limpias; lo noté en la mesa.
— ¡Ah, sí! Me puse a maniobrar con un
motor en . J . . en el garage. Ese Haku
no entiende nada de motores. Y no es
fácil tener las manos blancas cuando uno .
se pone a revisar un auto; debes recordarlo.
La señora no contestó, y Jim Alden son-
rió complacido.
— ¡ Las bromas que tú me dabas por mis
manos en otro tiempo! ¡ Dios mío, Mary!
¿No es cierto que eran días muy felices
aquéllos? ¿No desearías a veces volver a
ese tiempo y que los dos fuéramos jóvenes,
de nuevo? —
Parecióle que el semblante de Mrs. Alden
se suavizaba.
— No te vuelvas tonto, Jim, — dijo con
gentileza. — No tiene objeto desear lo im-
posible.
IV
PERO no era tan imposible como lo
juzgaba Mary, al menos para su
esposo. Las manecillas del reloj camina-
ban hacia atrás para él. Encontrábase
una vez más al principio de su carrera,
haciendo frente a una docena de obstáculos
cada día y venciéndolos uno a uno. To-
das sus energías estaban dedicadas a salir
adelante.
En el transcurso de una semana trasla-
daron la mayor parte de su equipo al cober-
tizo provisional contiguo al lote que habían
alquilado, donde ya estaba instalada la
bomba de gasoleno; y el edificio nuevo
adelantaba rápidamente. El primer día
que pasaron en su nueva locación fué ame-
nizado por la visita del hombre de íowa,
que se detuvo a comprar gasoleno, renován-
doles la promsea de ser parroquiano suyo,
promesa que cumplió. Los negocios iban
cada día en aumento.
Jim Alden se encontró en más honduras
de lo que se había propuesto. Cuando
siguió el consejo del agente de seguros,
imaginó al principio que daría sus vueltas
por el garage como una especie de tío rico y
condescendiente, dando una mano al tra-
bajo cuando estuviera en disposición de
hacerlo. Pero en el pie en que se hallaban,
la situación requería mucho más de él, y a
ello se avino, dando alegremente todo su
tiempo. Cada día de entre semana lo
hallaba en el trabajo, habiendo explicado
con varias razones la imposibilidad en que
estaba de servir los domingos, y exigiendo
que por esta causa su socio percibiera un
salario algo mayor. El ligero despacho
de las noches estaba encomendado a Alfred.
Dos noches después de haber sido invi-
tado por Angie, Bill Mérrick se presentó
por primera vez en casa de los Alden. Jim
Alden estaba en el salón cuando oyó la
voz de su socio, y tuvo que escapar por la
escalera de servicio. Por un rato estuvo
dando vueltas en su habitación con algún
mal humor — la comedia tenía sus desven-
tajas— y acabó por acostarse temprano.
MANOS OCIOSAS
179
A la mañana siguiente, al llegar Bill
Mérrick al garage, era la tristeza personi-
ficada.
— ¿Qué tiene usted? — preguntó su socio.
— Estuve anoche en casa de Alden, —
Podía aislarse y mirar a su antiguo enmara-
da el millonario con absoluto desasimiento.
Encontraba admirables algunos rasgos de
Jim Alden; otros no le gustaban, y resolvía
hablar a su amigo al respecto. Su esposa,
explicó Bill, — y aquello es peor de lo que siempre atareada con los asuntos sociales
me imaginaba. Quiero decir, que nunca
creí hubiera tal riqueza en el mundo. ¡ Un
palacio real! ¡Jamás llegaré a su nivel!
Más vale desistir. . . .
— ¡Tontería! ¿Vio usted al viejo?
— ¡Oh, no! Estaría por algún lado,
sentado en su trono de oro, supongo. No
podía molestarse por un ente tan insignifi-
cante como yo. Pero vi a Mrs. Alden.
¡Uf! Hubiera querido llevar mi ropa de
lana. ¡Qué hielo, papá!
— Pero Angie, ¿no se mostró amigable?
— Angie es un encanto, — convino Bill
Mérrick. — ¡Ah! ¡Cómo quisiera que no
tuviera un centavo! ¡O que hubiera alguna
quiebra en el mercado de valores y el viejo
quedara arruinado!
— En ese caso nos pediría sus diez mil
hasta quedar exhausta, parecía no sospe-
char nada; o al menos no lo demostraba.
Quejábase a veces de haber telefoneado a la
oficina sin obtener respuesta, pero Alden
tenía siempre a mano una serie decoartadas:
el club, el cinema, el paseo. Una noche,
a fines de febrero, le habló de otro asunto.
— Ese joven Bill Mérrick, — comenzó. . .
— ¿Qué hay con él? ¿Quién es?
— Es un don Nadie, parece, y no obstante
viene muy a menudo a ver a Angie. Es
preciso que te fijes en esto. No es más
que un mecánico que posee un pequeño
garage, no sé donde, en sociedad con un
Grant que pretende ser un antiguo amigo
tuyo.
— ¡Ah, sí! John Grant.
— ¿Entonces lo conoces? Yo he tratado
dólares, — le hizo presente Alden. — Venga de recordar el nombre, ¡pero todo eso es tan
acá; ya es hora de la lección; hágame el
favor de pensar en el trabajo. —
Bill estaba resultando un discípulo apto.
Siempre le había interesado la mecánica,
decía. En un mes supo lo bastante para ser
calificado como un buen mecánico. A me-
diados de febrero estaba terminado el edifi-
cio nuevo, que era una reproducción de la
misión del Carmelo, y en realidad muy
bonito. El club de señoras de San Marco
resolvió dar un voto de gracias a Grant y
.Mérrick por el buen gusto que habían des-
plegado, y toda la población les demostraba
amistad.
Jim Alden se rejuvenecía cada día más.
Si bien en los comienzos le dolían atroz-
mente los músculos y una que otra noche
su andar era vacilante al volver a casa, todo
eso pasó pronto; y ahora se sentía sólo
cansado y deseoso de acostarse. Deleitá-
bale armar y desarmar automóviles; y aun
más placer le causaba hallarse en contacto
antiguo! Ahora bien: yo deseo que veas
a ese joven y lo pongas en su sitio. Siem-
pre que viene te metes no sé dónde.
— Ya lo veré, un día u otro.
— Pero esto es serio, Jim. Me parece
que a Angie le gusta. Haz algo pronto, por
favor. De un momento a otro podemos
vernos en una situación embarazosa. —
Alden la tranquilizó con promesas vagas.
¡De manera que a Angie le gustaba Bill
Mérrick!
Bueno, y ¿qué habría de embarazoso en
todo ello? se dijo impetuosamente.
El 15 de marzo, Grant y Mérrick pudie-
ron pagar a Jim Alden dos mil dólares de su
capital. El joven estaba radiante.
— Lenta para seguramente, — dijo. — ¿Sa-
be usted, papá? He hecho un juramento.
Pienso que algún día le declararé a Angie
que la quiero, y si ella me rechaza habrá
acabado todo. Pero he jurado que no se
lo diré mientras seamos deudores de su
diario con toda clase de gente, y cambiar padre.
ideas acerca de variados temas. Le sor-
prendía la facilidad con que representaba
dos papeles en el mundo. Cuando llegaba
aj garage por las mañanas y endosaba el
uniforme de trabajo, dejaba de ser Jim
Alden para convertirse en John Grant.
— Determinación muy juiciosa, — asintió
Alden.
— Si es que puedo sostenerla, — suspiró.
— Usted sabe, papá, lo hermosa que es, y
que se viene la primavera. A veces tengo
miedo de perder la cabeza y perderla a ella
i8o
INTER-AMERICA
en cualquiera de estas noches gloriosas y
trágicas.
— Olvide usted la primavera, — aconsejó
Alden, sabiendo que pedía un imposible.
Hasta para su viejo corazón no podía pasar
inadvertido el maravilloso cambio de las
estaciones. Llegó abril, perfumando el
universo; y el arquitecto del paisaje co-
menzó su obra en el prado de Jim Alden.
Una noche, a principios del mes, subiendo
por la calzada que se asemejaba a una
florida nave, encontró en el corredor a un
antiguo amigo. El doctor Tillson de
Detroit lo estaba esperando con vivo deseo
de observar el efecto de sus prescripciones.
— Y bien, Jim Alden, — dijo el médico
después de cambiados los saludos, — usted
creyó siempre saber más que yo.
— ¡ Oh, no ! No me atrevería a decir eso.
— Quizá no, pero lo pensaba usted.
Ahora me perdonará si tomo mi desquite.
Cuando le ordené dejarlo todo y venir aquí
a vivir en completo descanso, ¿qué fué lo
que dijo usted? Dijo que era su sentencia
de muerte.
— Confieso que lo dije.
— Y ahora, ¡mírese usted! ¡Hombre, si
parece tener diez años menos que la última
vez que lo vi! ¡Es un milagro! Dispén-
seme que ponga el punto en claro: ¿era us-
ted o yo quien tenía razón? —
Alden vaciló. Deseaba también tomar
su desquite, pero el momento no era opor-
tuno.
— Tenía usted razón como siempre, doc-
tor,— contestó riendo.
El- médico aprobó con la cabeza, admi-
tiendo la aserción.
— ¿Y qué se hace usted todo el día? Me
dice su señora que tiene usted una oficina.
Yo no apruebo eso.
— ¡Oh! Solamente un sitio para holga-
zanear, doctor. Voy todas las mañanas.
Luego tengo el club, los cinemas, los largos
paseos.
— ¡ Magnífico! Ni pizca de trabajo, ¿eh?
— Nada que pueda llamarse trabajo. — Y
Alden se metió las manos en los bolsillos.
— ¿Va usted a permanecer con nosotros
mientras esté por aquí?
— ¡Mrs. Alden me ha invitado tan bon-
dadosamente!
— ¡Bueno, bueno! — Jim Alden reflexionó
que la hora de su triunfo estaba próxima.
— Está usted en su casa, doctor. En un
instante vuelvo. — Y subió a su cuarto.
Por la noche estaba en la biblioteca con
el médico, cuando entró su esposa diciendo;
— Jim, ahí está ese joven Mérrick.
Quiere llevar a Angie a pasear en automóvil.
¿Vienes a conocerlo o tendré que sacarte
por fuerza?
— No, no. No esta noche, — protestó
Alden. — Más tarde. —
Ella se quedó mirándolo sorprendida, y
su esposo dio gracias al cielo por la presen-
cia del doctor, sin la cual se habría produ-
cido una discusión en la que hubiera resul-
tado vencido.
— Muy bien, — dijo Mary. — Trataremos
después este asunto. — Y salió.
Jim Alden se levantó inquieto, y se
dirigió a la ventana. Sentía que su comedia
no podía sostenerse mucho tiempo más, y
que se aproximaba la crisis. Vio a Angie
y a Bill Mérrick, que bajaban a la calzada.
El perfume de una noche indescriptible-
mente bella lo invadió. Una luna creada
especialmente para los enamorados rodaba
entre las estrellas. . . . ¿Podría Bill
Mérrick cumplir lo que a sí mismo se había
jurado? Jim Alden esperó que no sería así.
Cumplióse su deseo. A la mañana si-
guiente apareció su socio en el garage con
el aire de un hombre mortalmente herido.
— Y bien, papá, ¡todo está perdido! —
anunció. — Sucedió como me lo temía.
¡La primavera, la luna, el perfume de sus
cabellos! . . . Yo sabía perfectamente
que todavía debemos a su padre ocho mil
dólares, ¡y sin embargo! . . .
— ¡Cuéntemelo todo!
— Nos paseábamos por un camino de
travesía más allá de la carretera de San
Gabriel. Tan excitado estuve con la es-
peranza de verla, que había olvidado llenar
el tanque de gasoleno, y de pronto el auto-
móvil se paró a la sombra de un árbol.
Parecía cosa de la Providencia. La tenía
muy cerca. ... ¡ el asiento de nuestro
viejo vehículo es harto estrecho! . . .
¡y de repente la vi en mis brazos sin saber
cómo, y se lo dije todo !
— Y ella lo rechazó, — terminó Jim Alden
con acento de simpatía.
— ¿Rechazarme? ¡ No por cierto ! Tam-
bién ella me quiere, papá. Me dijo, —
continuó Bill Mérrick, disipada su tristeza
MANOS OCIOSAS
181
como por encanto, — me dijo que era el
momento más feliz de su vida.
— Pero usted no puede decir lo mismo, a
juzgar por la cara que ha traído.
— Sí, puedo; sólo que. . . . ¡Dios me
valga ! antes de que ella hubiera acabado de
hablar me di cuenta de lo que había hecho.
¡La hija de Jim Alden! ¡Era absurdo!
— Bien, ya no tiene remedio. ¿Qué
piensa usted hacer?
— No sé. Anoche estaba medio loco.
Le propuse que huyéramos, sin decir una
palabra a su familia. . . . No sabía
lo que estaba diciendo.
— Y ¿qué contestó ella a eso?
— Me dijo que le pidiera consejo. Que
se dejaría guiar por usted.
— Juiciosa chica, — dijo Alden sonriendo.
— Debo decirle, sin embargo, que he
cambiado de idea. No podría huir con ella ;
no soy tan cobarde.
— Por supuesto que no lo es usted.
— Pero, ¿qué haré? — dijo Bill Mérrick
gimiendo. — Ella me ama, quiere casarse
conmigo; no puedo abandonarla.
Alden se levantó, y poniendo una mano
sobre el hombro del muchacho dijo:
— Sólo le queda una cosa que hacer
— Ya sé lo que quiere usted decir.
— Vaya esta noche a casa de Jim Alden
y pida verlo. Lleve una orden de registro,
y sáquelo de donde esté escondido, aunque
sea de debajo de la cama. Dígale que
usted es un joven correcto y decente, que
goza de todas sus facultades, y que quiere
casarse con Angie.
— Es lo que debo hacer, y lo haré, — ase-
guró Bill Mérrick, — aunque me muero de
miedo. Usted comprende que él creerá
que soy un cazador de fortunas. — Se puso
de pie, y mirando con furia a su socio ex-
clamó:— ¡Maldito sea el dinero de Jim
Alden!
— ¡Su dinero! — repitió John Grant, el
mecánico de media edad, mirando sobre el
hombro. — No le permita usted que mencio-
ne su dinero. No lo hará, por otra parte,
si es el mismo Jim Alden con quien yo tra-
bajaba en Póntiac; pero si lo hiciera, si lo
hiciera. . . .
— ¿Y bien, papá?
— Póngalo contra una esquina y dis-
párele a la cara una pregunta, una sola:
"¿Cuánto ganaba usted a mi edad?" Si
quiere contestarle honradamente, le dirá
que veintiséis dólares a la semana, y que se
daba por muy contento. —
Se detuvo sudón iso. Estaba sumamente
indignado con el altanero millonario.
— Papá, es usted una perla. Esta noche
es la noche. Me encararé con él en su
cubil . . . pero; ¡ay de mí! Quisiera
que el día de hoy fuera muy largo. . . .
Esa misma tarde, a las tres, Jim Alelen
estaba parado frente a su garage gozando
de algunos momentos de descanso. Álfred
estaba ocupado en el taller, y Bill Mérrick
había ido a la ciudad en busca de una pieza
nueva para un automóvil que tenían en
reparación. Inesperadamente, Alden vio
que su propio limousine venía por la
carretera con Ilaku en el manubrio.
Ocupaban el asiento del fondo Mary Alden
y el doctor Tillson.
En una o dos ocasiones, anteriormente,
había venido Mary por los alrededores, y su
esposo hubo de inventar algo muy urgente
que hacer en el interior. Esta vez, su
corazón latió un poco más aprisa al ver
a Haku girar en redondo delante de la puer-
ta del garage y detenerse junto a la bomba
del gasoleno; y bajando cuanto pudo sobre
su rostro el ala de su viejo sombrero de
fieltro, se adelantó a recibirlos.
— Diez galones de gasoleno, — ordenó
Mary Alden. No añadió "mi buen hom-
bre," pero la frase se sentía en su tono.
— Muy bien, señora, — dijo Alden, y llenó
el receptáculo. Hecho esto, se acercó a la
puerta del automóvil. — Son dos dólares
ochenta, si usted gusta, — murmuró. —
Era en su esposa un rasgo de orgullo no
lijar nunca la atención en la gente de tra-
bajo, y le alargó con desdén un billete de
diez dólares. Entró Alden al garage y
regresó con el vuelto. Al entregárselo
se apoderó de él un espíritu de travesura.
Echóse atrás el sombrero, y dijo mirándola
en los ojos:
— Está muy bien, Mary. Puedes se guir
tu camino. —
1 n el rostro tic Mary Alden se pintó una
expresión de . . . bien, una expresión
que se quedó estereotipada.
— ¡Jim Aldení— gritó el doctor.— ¿Qué
significa esto?
— Significa, después de todo, que estaba
usted equivocado. Traté de seguir sus
[82
INTER-AMÉRICA
prescripciones por algún tiempo, y me
sentí peor, cada día peor. Si hubiera con-
tinuado, estaría hoy bajo las margaritas;
pero tenía aun bastante sensatez para bajar
del anaquel y desatar mis manos. Compré
la mitad de este negocio, y durante los últi-
mos cinco meses he venido todos los días,
y los he pasado componiendo automóviles,
hablando de política y gozando grande-
mente. Me decía usted anoche que parez-
co diez años más joven, y así lo siento yo
mismo.
— ¡ Ah, sí! — exclamó su esposa recobrando
por fin el uso de la palabra. — ¡Satanás
aprovecha de las manos ociosas para tentar
al mal!
— Si esto es el mal, que me den más, —
dijo Alden. — Y en cuanto a Satanás, me ha
salvado la vida. —
Mirando hacia el camino, distinguió a
Bill Mérrick, que se aproximaba, y continuó:
— Ya hablaremos esta noche del asunto.
Ahora repito mi invitación. ¡Sigan ade-
lante!
Nadie se movió. Alden pudo ver a Haku,
que lo contemplaba con los ojos fijos. Es
opinión bastante generalizada la de que un
rostro japonés no deja transparentar nin-
guna emoción. Esto es un error.
— ¡Sigue, Haku! — ordenó Alden; pero
aquél permaneció inmóvil. Comprendía
que pasaba una cosa extraordinaria, y que-
ría darse cuenta exacta de su significación.
— ¿Obedecerás mis órdenes o no? —
rugió el millonario. —
El japonés pareció al fin volver a la vida ;
oprimió el pedal; y el automóvil partió,
desapareciendo la trastornada faz de Mary
Alden de la vista de su esposo.
— Bien: todas las cosas buenas acaban, —
decía Bill Mérrick a las cinco de la tarde, —
incluso el último día de un condenado.
¡ Pasado por las armas al anochecer! Creo
que hubiera preferido que fuera en la ma-
drugada.
— ¡Anímese, hombre! — dijo Alden, son-
riendo.— Si algo puede influir para ello, sepa
usted que esta noche voy yo también a casa
de Jim Alden. — Me ha invitado.
— ¡ Bueno! — replicó Bill con débil sonrisa,
— Usted se hará cargo de mis restos. —
A pesar de sus bravatas en el garage,
Jim Alden cruzaba esa noche su corredor
algo amedrentado. Sentíase como un chi-
cuelo que ha ido a nadar sin permiso y ha
sido sorprendido. Le admiró encontrar a
Mary en su habitación. Estaba sentada
delante de la ventana, con las manos cruza-
das en la falda. Fué a sentarse a su lado
y comenzó diciendo:
— ¡Y bien, Mary! Creo que me he por-
tado como un mal muchacho.
— Así me parece, Jim.
— ¿Qué vas a hacerme?
— Angie me ha contado toda la historia,
y sólo me quejo de una cosa. ¿Por qué
me has guardado el secreto?
— Porque te hubieras puesto en contra
mía, Mary.
— Probablemente me habría opuesto al
principio. Habría hablado mucho, pero al
fin te habrías salido con la tuya, como de
costumbre. Y más tarde, cuando vi que
recobrabas tu salud y parecías tan feliz. . . .
— ¿Quieres que sea feliz, Mary?
— Sí, Jim; — contestó ella dulcemente.
— Eso es lo que importa: continuar felices
el resto del camino.
— Hay otra cosa. Mi socio en el garage,
Bill Mérrick, un bello carácter, Mary; lo
conozco a fondo. Viene esta noche a pedir
a Angie. No sabe que soy Jim Alden, y
va a tener una sorpresa. Pero lo que quiero
decir es que por mi parte lo acepto.
— ¡Un mecánico!
— Justamente lo que yo era cuando te
casaste conmigo. Tiene un porvenir, ade-
más. Nuestro negocio irá prosperando;
yo cuidaré de eso, cuando le haya dicho mi
verdadero nombre. — Inclinóse un poco más
hacia ella y murmuró: — estarán en el mis-
mo punto en que tú y yo nos hallábamos
treinta años ha. No es posible volver a la
juventud; pero podemos gozarla de nuevo
en nuestros hijos. —
Mary fué a la mesa y cogió un paquete.
— ¿Qué es eso? — preguntó su esposo. ^
— Busqué por toda la ciudad de Los An-
geles, y al cabo lo conseguí. Es jabón,
Jim, esa clase de jabón que compraba para
ti en Póntiac, ¿te acuerdas? ¡ Era tan bue-
no para tus manos ! —
Jim Alden se levantó y dijo rodeándola
con sus brazos:
— Una sola mosca había en el ungüento,
Mary, que tú no lo supieras; esto no me
satisfacía. Me parecía que algo nos sepa-
raba. Pero ahora ya pasó todo eso.
MANOS OCIOSAS 183
— Ya pasó todo eso, — replicó ella son- -Ya lo sé, — contestó Alden. — Me lo ha
riendo. — Él la besó tiernamente. Parecía dicho así varias veces. —
que estuvieran de nuevo en su casa de Bill Mérrick abrió la boca, pero no pudo
Póntiac. emitir ningún sonido que pudiera conside-
Cuando Alden bajó vestido para la co- rarse una palabra. Quedóse parado, mi-
mida, pidió una conferencia inmediata con rando fijamente al distinguido caballero
el doctor Tillson. que se parecía tanto al engrasado socio
— Olvidé decírtelo, Jim. El doctor se de quien se había separado tres horas
fué a la ciudad esta tarde, y mañana sale antes.
para el este. Te dejó un recado, — añadió — Bill, — dijo Alden, — nos hemos portado
riéndose: — "Que presentaba su dimisión en con usted de una manera algo ruin, pero no
favor de Satán." — expresamente. Angie se lo explicará todo
Después de comer, Edie y Árthur fueron más tarde. Por ahora sólo quiero decirle
al cinema, en busca de alimento intelectual, que me habían relegado al anaquel, junto
Alden, su esposa y Angie estaban en el con los objetos inservibles, y que no hallan-
salón. Cuando oyeron sonar el timbre, do esto de mi agrado, bajé y compré la
Alden se levantó. mitad del garage de Pétersen.
— Es el pobre Bill, — dijo. — Voy a la — ¡Dios santo! — exclamó Bill Mérrick. — ■
biblioteca; llévalo allá Angie. No prolon- ¿Usted es . . . usted es James M.
guemos su agonía. Alden? —
Apenas había tenido tiempo de sentarse Su socio vino hacia él y rodeó con sus
detrás de su gran escritorio, cuando entró brazos los hombros del muchacho.
Angie, toda sonrisas, seguida de Bill Mérrick. — ¿De dónde saca usted eso de James M.?
El joven socio del garage de San Marco — díjole. — Debe usted continuar llamán-
llevaba su traje de etiqueta, y estaba más dome papá. —
blanco que su almidonada pechera. Y como esto resumía cuanto tenía que
— Papá, — dijo Angie, — aquí está Bill decir, dejó la habitación, cerrando tras sí
Mérrick, que desea casarse conmigo. la puerta.
LA TEMPORADA DE CONCIERTOS
POR
CHARLES HENRY MÉLTZER
El favor creciente que el público norteamericano dispensa a los conciertos sinfónicos revela un des-
pertamiento del sentido estético por la música pura, y mejor comprensión de las bellezas del arte excelso.
Es algo diferente de la afición convencional por la gran ópera y por las triviales y plásticas exhibiciones
de la opereta. Es la música misma, con sus emociones intensas y sublimes, que se hace susceptible de
interpretación para los espíritus que se abren a sus bellezas. La última temporada de conciertos significa
un triunfo para los amantes de la sinfonía, y para los directores y músicos de orquesta que han sabido en-
cantar y atraer concurrencia cada vez mayor con su interpretación magistral de la música sinfónica,
según lo expresa el autor del presente artículo. — LA REDACCIÓN.
DURANTE el invierno, Nueva
i York se desvivía por la ópera.
Deleitábase con los artistas
consagrados por la fama, y
hasta con los novicios. No-
che tras noche acudía a contemplar los
palcos resplandecientes, llenos de nombres
aburridos y de mujeres engalanadas y al-
tivas. Pretendía apreciar la diferencia en-
tre Verdi y Puccini; y discutía con calor la
perversidad de Salomé y el voluptuoso
encanto de Trisíán e Isolda. Hacía lo
posible por soportar la representación
íntegra de Parsifalyse declaraba maravilla-
do con Carmen.
La ópera era gala del invierno, testimonio
de cultura e imán de la moda. No haber
oído en el Metropolitan al último cantante,
obscuro o célebre, equivalía a confesarse
un pobre advenedizo. El tipo a la moda
charlaba acerca de "Géraldine" y Caruso,
como antaño una generación mejor dotada
de sentido crítico habló de "Jean" y de
la Calvé. Los tiempos cambiaron y las
estrellas que antes parecieron deslumbra-
doras, palidecieron luego. Pero la afición
por la gran ópera no cambió, y pocos de
nosotros poseían suficiente sentido musical
para comprender que, lenta pero segura-
mente, la ópera iba perdiendo su antiguo
prestigio en el ánimo del público.
¿Y por qué? Porque los cantantes del día,
aunque aplaudidos como sus más porten-
tosos predecesores, fueron, con la única
excepción del admirado Caruso, no precisa-
mente estrellas, sino cantantes, o buenos
actores e intérpretes, algunos de los cuales
poseen voces cascadas. La mayor parte
de los concurrentes a la ópera sabían esto
de manera inconsciente; y, sin embargo,
experimentaban un confuso desencanto,
una extraña desilusión, cuando asistían a la
representación de obras que en otro tiempo
les parecieron mágicas.
Este desencanto puede explicar, por lo
menos hasta cierto punto, el extraño y
frenético interés que se observa en la me-
trópoli esta temporada por la música de
concierto. Desde el mes de noviembre
pasado se ha advertido una disminución
en el interés por la ópera y un aumento
sorprendente en el interés por lo que llama-
mos la música pura. Dentro de seis meses
nuestras orquestas sinfónicas locales, ade-
más de cinco de fuera de la ciudad, sobre-
pujarán cuanto antes se había visto aquí o
en cualquiera otra parte; y, si no mienten
las estadísticas, Nueva York oirá, no ciento,
sino doscientos treinta conciertos sinfó-
nicos.
Para poder enterarse de estas funciones,
nuestros atareados críticos musicales ten-
drán que asistir a nueve conciertos sinfóni-'
eos por semana, además de quién sabe cuán-
tos conciertos particulares y de artistas
dedicados a la música de salón. \
Si las funciones de guardia de policía no
son de envidiarse, ¿qué decir de las del crí-
tico? ¿Cómo es posible que el más fervo-
roso amante de la música pura no se rebele
ante tal plétora de arte melodioso? El
profano no está en la obligación de escuchar
sino la parte de la sinfonía que él quiera;
pero el pobre crítico de arte tiene que oírla
toda, o por lo menos todo aquello que el
perpetuo estrépito de los conciertos y demás
funciones, inclusive la ópera, le permite a
un mortal percibir cada día. En otra época
Nueva York contaba con dos sociedades
dedicadas al culto de la sinfonía. La
LA TEMPORADA DE CONCIERTOS
185
más antigua, llamada la Philharmonic,
tenía por única rival a la importante New
York Symphony Orchestra. Existían, por
-apuesto, algunas asociaciones de menor
importancia. Luego, una a una, las ambi-
ciosas orquestas de Boston, Chicago,
Filadelíia, Minneápolis, y, más reciente-
mente, la de Detroit, comenzaron a visitar a
intervalos la metrópoli; y hace cosa de un
año, añadióse a los grupos de la New York
Symphony Orchestra y la Philharmonic
un tercer rival local.
Al principio se le conoció con el nombre
de la NewSymphony. En días recientes ha
cambiado este nombre por el de National
Symphony. Una guerra violenta y sin
tregua existe entre esta corporación y las
sociedades locales y foráneas. Día tras
día, noche tras noche, semana tras semana,
Mr. Stransky, Mr. Bodansky, Mr. Dám-
rosch, Mr. Stock, Mr. Óberhoeffer, Mr.
Monteux, Mr. Stokowski y Mr. Gabri-
lovitch, directores de estas orquestas, han
competido entre ellos dirigiendo hermosas
sesiones de sinfonía. Y como si eso no
fuera bastante para satisfacer el hambre
y la sed actuales de música pura, un maes-
tro extranjero, Toscanini, ha traído de
.Milán una novena orquesta.
Pero el resultado de este incremento re-
pentino de la música no ha sido — excepto
tal vez en el caso de una orquesta famosa
aquí — el fracaso económico de todos los
grupos contendores, sino un aumento con-
siderable del público que asiste a los con-
ciertos. Nadie puede decir cuánto durará
la moda de la afición por la música sin-
fónica. Puede resultar un capricho efí-
mero. Puede, sin embargo, perdurar por
cierto tiempo.
I n todo caso contribuirá a difundir la
afición por cosas más nobles que la opereta;
y el prestigio de la " gran ópera ' ' puede que-
dar menoscabado, si los conciertos siguen
atrayendo muchedumbres como al pre-
sente. Uno de los buenos frutos de la
gran competencia que le hace el concierto,
quizá sea el que la ópera mejore desde el
punto de vista de la calidad. Dios sabe
que se necesita con urgencia una reforma
tanto en los cantantes del Metropolitan
como en la actitud de su cachazudo audi-
torio. En nuestro principal teatro de
ópera el arte de cantar y el arte y estilo
del drama lírico no son hoy lo que eran
antes.
Nuestros directores de música sinfónica
están llenos de ardor y de celo. Luchan
por el reconocimiento artístico y por algo
más que eso: por la existencia de sus or-
questas. Los sostenedores de la música
pura en lo pretérito no fueron egoístas.
Les guiaban móviles enteramente altruistas.
Los Fláglers, Máckays, Púlitzers, de Cop-
pets yotras personas ricas que han apoyado
a nuestras sociedades sinfónicas aspiraron
no a ganar dinero sino a difundir el buen
gusto. No es para granjearse el aplauso
social para lo que dieron o legaron dinero a
instituciones tales como la New York Sym-
phony Orchestra y la Philharmonic. A
algunos les indujo su propia afición por la
sinfonía, mientras otros, menos amantes de
la música, deseaban estimular un arte agra-
dable que, como bien lo sabían, es bello y
capaz de ennoblecer el espíritu. Los palcos
de nuestros teatros para conciertos están mal
alumbrados. No ofrecen coyuntura pro-
picia para la exhibición de los ricos trajes.
Los ojos de las personas que se congregan
para oír la música de Bach o de Béethoven
están fijos en el tablado y no en los palcos.
El director y los músicos de la orquesta
significan mucho más para los sostenedores
de nuestros conciertos que todos los millo-
narios de Nueva York juntos. La música
pura tiene sus ventajas sobre la ópera: no
halaga la vulgar vanidad de los necios. Y
posee, además, otros méritos: ofrece reposo
al espíritu fatigado, y, no obstante, des-
pierta y aviva la imaginación. Puede no
ser tan excitante como la gran ópera; pero,
en revanche, estimula la fantasía y el senti-
miento poético del auditorio que los goza.
Aun en el caso en que uno lea las notas
del programa, lo que éstas dicen acerca del
significado y los misterios de la música no
lo convencen ni lo .unían. Cien personas
que oigan una sinfonía pueden atribuirle
cien distintos significados. Los más eru-
ditos comentadores del gran movimiento
final en el Coral han discutido mucho si se
trataba de una oda a la paz o a la alegría.
A veces los compositores mismos han su-
ministrado la interpretación. Pero aun
entonces los que escuchan sus obras pueden
preferir leer otras cosas distintas en los
tonos, los temas y ritmos del compositor
1 86
INTER-AMERICA
Los mencionados programas con notas son,
no obstante, útiles en ciertas ocasiones.
Es bueno saber antes de oírla, por ejemplo,
que cuando escribió su sinfonía Fantástica,
Berlioz estaba enamorado de Henrietta
Smithson. y que cierto leit-motij o tema
que se repite muchas veces en esa sobre-
natural sinfonía expresa la idea de la ama-
da. No hay mal en que se nos recuerde
con frecuencia que en su Sinfonía en do
menor Béethoven quiso evocar el destino.
No hemos menester, empero, notas de
programa para la Inconclusa, las sinfonías
de Brahms e innumerables otras más.
Preferimos dejar que nuestra fantasía se
entregue a sus divagaciones cuando escu-
chamos la mayor parte de las sinfonías y
poesías musicales.
La pasión actual por la música elevada
de concierto hará mucho bien, exaltando
nuestras facultades imaginativas y pre-
parando muchos oídos torpes o descuidados
para lo que el bardo llamó " la armonía de
los dulces sonidos." Debe ayudarnos a
formar juicio sobre la "gran" ópera, que
es, con frecuencia, menos "grande" que la
sinfonía. Un breve curso de música de
concierto puede retinar nuestro gusto y
hacernos más sensibles a las notas falsas y
al estilo disparatado. No puede dejar de
hacernos más escrupulosos cuando escuche-
mos la Aída o Louise.
La sinfonía está exenta del reproche que
los puristas formulan a veces contra la
ópera. Aunque emotiva, por ser expresión
de emociones, raras veces pinta la sensuali-
dad y el crimen u otros parecidos asuntos
de ópera. Canta serena o procelosamente,
y raras veces evoca imágenes repugnantes.
Expresa la alegría, la pesadumbre, la deses-
peración y la duda; pero las sugiere en tonos
y términos de belleza. Ningún espíritu,
por exquisito que sea, puede sentirse man-
cillado con los más tristes poemas sinfónicos
de Strauss y Liszt. La mayor parte de las
sinfonías son subjetivas, no objetivas:
expresan sentimientos nacidos en el espíritu
del compositor. Nuestros sentimientos,
mientras las oímos, pueden ser diferentes;
pero en cierto modo podemos comprender,
a lo menos en parte, qué fué lo que movió
aJ compositor a crear su música. Com-
prender la significación que tenía, por ejem-
plo, para un hombre como Béethoven, es
casi imposible, a menos que el que escucha
sea él mismo un Béethoven.
Mucho puede decírsenos acerca de la
música de "programa," tal como la sinfonía
de Londres de Vaughan Williams, en que
sólo de vez en cuando aparecía lo que tra-
taba de comunicarnos. Si hemos de creer
las declaraciones publicadas para explicar
su designio, Vaughan Williams deseaba
interpretar para nosotros las varias formas
y aspectos de su Londres nativo. Intentó
describir algo de Holborn y el Strand, los
remansos de Blóomsbury y los arrabales
situados más allá del Támesis, en Wést-
minster. Lo que logró sugerir fué mucho
más impreciso. Algunas de sus frases,
lejos de evocar paisajes ingleses y holgorios
de los barrios bajos, lo transportaban a uno
con la fantasía a las ruidosas calles de
Ñapóles. Las notas explicatorias del pro-
grama fueron en gran parte esfuerzo per-
dido en el caso que menciono; necesitábanse
más para algunas otras obras que se ejecu-
taron en esta temporada. Nos gustaría
saber quienes fueron los amigos que ins-
piraron las variaciones de Élgar en su
Enigma.
Especial incremento ha recibido la sin-
fonía con la visita a Nueva York de tres
magistrales directores de orquesta. Ho-
landa nos ha enviado a Wílliam Méngel-
berg, del Concertgebouw ; Inglaterra, a Ál-
bert Coates, de la Sinfonía de Londres y del
teatro de la Ópera de Cóvent Garden; e
Italia nos ha devuelto a Toscanini. La
presencia de semejantes maestros ha infun-
dido nueva vida en nuestras orquestas
y les ha inspirado inaudita emulación, y
ha ejercido también influencia en el público,
pues nuestros tres visitantes son tres cele-
bridades, tan famosos en su género como
Muratore, Mary Garden y Caruso. Cada
uno de ellos es una persona de personalidad
enérgica que ha realizado notables hazañas.
Difieren extraordinariamente en su aspecto
físico y en sus métodos. Toscanini posee
la apariencia frágil de una caña y el fuego
interior de una llama devoradora. Nos
impresiona porque huye del bombo, por sus
modales reposados y por su gran distinción.
Sus manos son elocuentes: casi hablan.
Sus ademanes son discretísimos, aunque
revelan los mandatos de un alma despótica.
Cuando uno contempla a este débil y mo-
LA TEMPORADA DE CONCIERTOS 187
desto maestro, le resulta difícil comprender miento) no habría desagradado al autor,
cómo puede ser tan apasionado y tan heroi- a lo que se me alcanza. La escena final,
co. Y, sin embargo, Toscanini fué some- en el infierno, posee legítimo horror y viva-
tido a juicio una vez, según dicen, por haber cidad fantástica. Cuando Méngelberg,
dejado casi ciego a uno de sus músicos que antes de llegar a la sinfonía, interpretó el
lo exasperó con sus descuidos. Pero tam- Don Juan de Strauss, nos hizo en cierto
bien ha realizado actos más nobles: arrostró modo indulgentes para las cualidades de
las hordas austríacas en Monte Santo, relumbrón de esta obra. Las sonoridades
Desde el momento en que empuña la batuta que de vez en cuando nos fatigaban en
se ve hasta qué punto domina a sus músicos, esta hueca ópera asumían, o aparenta-
No necesita de gestos violentos para dirigir ban asumir, una significación real. Las
e inspirar su orquesta. El menor movi- frases sentimentales adquirían belleza ma-
miento de sus manos obtiene una respuesta, yor que cuando las creó Strauss. Nos
Solamente para preparar algún pasaje olvidábamos de censurar los clichés del
intenso despójase de su calma habitual, compositor.
Posee increíbles y exquisitas delicadezas. Pero de los tres distinguidos visitantes
En cuanto a su interpretación de algunas que han dirigido conciertos en Nueva York
célebres sinfonías, las opiniones difieren, durante esta temporada me inclino a poner
Y, en conjunto, a algunos de nosotros nos al inglés Coates en nivel superior a sus
produce impresión menos favorable como émulos. Carece de la desconcertante su-
intérprete de la música de conciertos clási- tileza del maestro italiano, y el impecable
eos que como director de grandes dramas sentido del ritmo del holandés; pero es más
líricos. Es capaz de poner gran énfasis en amplio que el primero en la interpretación,
pormenores secundarios y descuidar otros y tan inspirador como el segundo, a juzgar,
muchos más vitales. Pero al final de la quizá prematuramente, por un concierto.
Sinfonía en do menor de Béethoven, en el Este inglés excepcional es grande en muchos
Metropolitan de Nueva York, nos cautivó sentidos: es corpulento, alto, algo pesado:
con su poesía y virilidad. tiene brazos y piernas fornidos, demasiado
El holandés Méngelberg es la antítesis fornidos para resultar graciosos. Y mejor
del italiano: es pequeño y rechoncho, pero, que todo eso, su ingenio es grande: emo-
con todo eso, un director de voluntad re- cional casi hasta la exageración, tiene la
suelta y autoridad prodigiosa. Su rostro, facultad de dominar sus emociones, de
sus labios, sus ojos delatan su tempera- transmitirlas a su orquesta y al auditorio,
mentó. Su frente, bajo el cabello crespo y Su dirección, en el primero de los tres con-
desordenado, revela inteligencia. En su ciertos de que estaba encargado aquí,
ciudad nativa de Ámsterdam adoran al gran electrizó a la grave New York Symphony
hombrecito como a un ídolo. Hasta ahora Orchestra. Aun lo mejor de la música
no se ha dedicado mucho a la ópera: su clásica con que contamos hoy en los Estados
campo es el de la sinfonía. Interpreta, Unidos parecía sobrado frío y escolástico,
con la misma segura autoridad, el estilo hasta que Coates inflamó al público de
clásico y el romántico en música. Al pare- entusiasmo cuando interpretó las variacio-
cer los compositores que prefiere son Strauss nes del Enigma.
y Gustav Máhler. Pero se siente igual- Así como Méngelberg había exaltado a
mente a sus anchas con Brahms y Béet- Strauss, Coates, con su vehemencia natural
hoven, Debussy, César Franck y Héctor y su raro ingenio, interpretó a Elgar.
Berlioz. Fué la Fantástica del último de Dámrosch, Bodansky, Monteux, Stock,
los compositores franceses nombrados la que Gabrilovitch y otros habían preparado el
escogió para aparecer por primera vez como terreno para estos maestros que nos visitan
director de la National Symphony, hace y han hecho cosas admirables en favor del
algún tiempo. Y no Omitió nada del fuego arte delicioso que llamamos divino. Todos
y el encanto patético de esta extraña com- cuantos amamos la música pura de concier-
posición tan desdeñada. Su interpretación to deberíamos marcar con piedra blanca
del episodio idílico y pastoral (el tercer movi- ¡ esta temporada.
EL ARTE DE THOREAU
POR
norman FÓERSTER
Aunque célebre en los Estados Unidos, Henry David Thóreau no es bien conocido en los países de
habla española. Este artículo lo presenta ante nuestros ojos en su faz de artista, como pintor e intér-
prete de la naturaleza, a cuyo estudio se dedicó con afán y delicia. A la vez que critica sus versos, el
autor pone de relieve, con citas ilustrativas interesantísimas, la belleza e intensidad de la prosa de Thóreau
"embalsamada de poesía," donde se revela su percepción íntima de los cuadros de la naturaleza, mudos
para los indiferentes, y que él interpretaba con vivido colorido transmitiendo su deliciosa impresión a los
lectores. Hace notar asimismo el autor, como rasgo primordial del escritor a quien analiza, el culto que
rendía Thóreau a la sinceridad literaria, a la par que el fino humorismo con ligero tinte de mordacidad
de que están salpicados algunos de sus escritos. — LA REDACCIÓN.
A UNQUE observador inveterado
/m y susceptible a las emociones,
/ m Thóreau no era seguramente
¡ "\ un naturalista, sino más bien
-*- ** . . . ¿qué? ¿Un artista li-
terario? Esta respuesta, que es una de las
más comunes, cuenta no sólo con la autori-
dad de su amigo Chánning, quien afirma
que Thóreau consideraba la literatura como
su profesión , sino también del mismo Thó-
reau quien declaró en términos inequívocos:
" Mi trabajo es escribir." Debe recordarse,
no obstante, que en toda su vida sólo pu-
blicó dos libros '} A week on the Cóncord and
Mérrimac Rivers (Una semana en los ríos
Cóncord y Mérrimac) y Walden; or the Lije
in the Woods (Walden, o la vida de las sel-
vas) ; que su impulso creador no era ni ve-
hemente ni firme, pues la mayor parte de
su Journal es una enumeración de hechos
desnudos; y que carecía del anhelo de gloria
y del deseo de ser útil a los hombres, a lo
menos tal como suelen forjarse estos con-
ceptos los escritores. Si su oficio era escri-
bir, lo fué en el mismo sentido que la agri-
mensura o la fabricación de lápices: no fué
agrimensor ni fabricante de lápices, ni fué
tampoco literato.
Como quiera que sea, no fué poeta, pues
un hombre difícilmente puede ser poeta
'El autor se refiere a los libros publicados en vida
de Thóreau, quien nació en Cóncord, el 12 de julio de
1 81 7, y murió en la misma ciudad el 6 de mayo de 1862.
Además de las obras mencionadas, que vieron la luz
pública en 1849 y 1854 respectivamente, se publicaron
más tarde, como obras postumas: Excursions in Field
and Forest (Excursiones por los campos y el bosque),
1863, con un prólogo de Emerson; The Maine Woods
(Las selvas de Maine), 1864; Cape Cod, 1865; Letters
to Various Persons (Cartas a varias personas), con
preámbulo de Emerson, 1865; y A Yankee in Canadá,
etc. (Un yanqui en el Canadá), 1866. — La Redacción.
sin haber compuesto cierta cantidad de
buenos versos, y todos los versos de
Thóreau, los más de ellos poco afortunados,
apenas alcanzarían para formar un volu-
men ordinario. El hecho de que los escri-
biera no puede achacarse, en todo caso, a
sus facultades artísticas, puesto que vivió
en una época de renacimiento, en que se
desdeñaba la llaneza de la prosa y se pre-
fería las formas solemnes; en una época en
que, como alguien ha dicho, no era posible
arrojar una piedra en las calles de Boston
sin herir a un poeta. Así versificó Thóreau ;
y en sus trabajos en prosa abundan interca-
lados fragmentos de poesías, muchos de los
cuales producen la singular impresión de
servir no para arrebatar al lector en alas
de una inspiración repentina, sino para de-
tenerlo consternado ante un verdadero
peñasco glacial de Nueva Inglaterra, inerte
e informe. Apenas se observa en él ese
instinto propio de los poetas líricos de
romper a cantar ante cualquiera instigación
de la naturaleza. Aunque nos dice repeti-
das veces que se siente inspirado, también
nos dice que su inspiración se desvanece
antes de que acierte a versificarla : la mejor
poesía, según asegura, jamás se expresa;
aserción que no carece de verdad, y que,
por desdicha, resultó cierta en su propio
caso. Dotado de delicadeza de percepción
para el mundo concreto, sensible a la
belleza y viviendo interiormente una vida
de poeta, absorbióse de tal modo en com-
prender y asimilarse sus visiones que
cuando llegó la hora de cantar encontróse
mudo.2
2En el original inglés cita el autor, en apoyo de su
opinión, varios pasajes poéticos de Thóreau. Siendo
EL ARTE DETIIÓREAU
189
desconfiaba de "las bellas letras y de las
. . . Si Thóreau hubiera vivido en la bellas arles y de sus maestros, sin Los cuales
Inglaterra de Isabel, habría podido ser un podemos pasarnos." Decía sencillamente,
creador de rimas sublimes. Como Whit- como Bonaparte: "Hablad claro, que lo
man, aunque por razones distintas, fué un demás vendrá de por sí;" con la mente lija
gran poeta in posse. en la verdad, y no en sus adornos. No
Su sentimiento poético encuéntrase, sin buscaba expresiones, sino pensamientos que
embargo, dignamente embalsamado en su expresar; y ni aun esto le satisfacía, por-
prosa. Como lo observa él mismo, los que lo mejor, dice en alguna parte, es '"que
momentos de inspiración no se pierden el tema me solicite a mí y no yo al tema."
porque no cuajen en versos: la impresión Él va únicamente a divulgar, a obedecer, a
perdura, y a la hora oportuna exprésase en
una forma igualmente genuina, aunque
menos ardiente. Cuando el tiempo ha
destacado la verdad esencia] de tales esta-
dos extáticos,
en momentos más serenos, podemos utilizarlos
como pintura, para dorar y engalanar nuestra
prosa. . . . Son como un frasco de éter
puro. Dan al escritor, cuando llega el instante,
cierta superabundancia opulenta, gracias a la
cual su expresión rebosa y fluye.
Sin esta superabundancia opulenta la
prosa de Thóreau habría perdido la mayor
parte de su fuerza y su hermosura. Si
no es un gran poeta, Thóreau es un insigne
prosador.
II
I A PRIMERA y la última impresión pro-
^ elucida por la prosa de Thóreau es su
resuelta y sincera verdad. Es imagen fiel
de su idiosincracia, espejo de la sinceridad
de su carácter. " Preferiría sentarme sobre
una calabaza que fuera toda para mí sólo,
que no verme apretado contra otros sobre
un cojín de terciopelo." ¿Quién sino
Thóreau habría podido escribir esto? Ha-
blando del arte de escribir, Thóreau se
inclina a esta máxima, umversalmente
aplicable, de los transcendentalistas: "Sé
fiel a tu propio genio;" y para él ése era el
precepto fundamental.
La única regla formal de la composición — y si
yo fuera profesor de retórica insistiría en ella —
es decir la verdad; esto es, decirla en primero,
en segundo y en tercer lugar: con la boca llena
o no de guijas.
Instintivamente, y no sin cierta acritud,
imposible conservar rigurosa y exacta fidelidad en la
significación, metro y música, en una versión poética,
resultaría ocioso verter aquí aquellos pasajes, que,
^a traducidos, perderían de todos modos su valor
demostrativo. — La Redacción.
servir de agente, de instrumento de ex-
presión, "libre y sin sujeción a reglas, como
el balido del cordero:" expresión bastante
verdadera de su manera de ser, si se tiene
en cuenta que era un cordero con algo de
lobo, criado en una tradición altamente
civilizada. Su originalidad en esta materia
no se encuentra, sin embargo, en su teoría
del estilo, propia asimismo de toda la es-
cuela romántica, sino en su práctica per-
severante, no igualada jamás. El cardenal
Nevvman, a pesar de su admirable exposi-
ción del doble aspecto del estilo y del con-
sorcio entre el pensamiento y las palabras,
y de su declaración de que su propósito era
expresar la verdad prescindiendo de la re-
tórica, mostrábase bastante enamorado de
la elocuencia romana. Asimismo, toman-
do un ejemplo en la Roma de Thóreau, el
joven Emerson, que gustaba de las frases
sonoras y de los nobles períodos, jamás se
libertó por completo en sus últimos años
de las seducciones de la belleza de la forma.
El ideal del estilo era para Emerson, según
dice Mr. Brownell, la elocuencia; podemos
añadir en contraste que el de Thóreau era
la verdad. Tan rigurosamente ajustóse
Thóreau a su ideal, que reclama que cada
sentencia sea "el resultado de una larga
prueba," expresando así en palabras lo que
ya había expresado en hechos. Y este ideal
lo aplica no sólo a la composición, sino tam-
bién a la lectura. "Lo que comienzo le-
yendo debo terminarlo ejecutando," dice.
En un buen libro buscaba, antes que todo,
el aguijón, y complacíase en sentir su pica-
dura, semejante a los puritanos de la anti-
gua Cóncord, que exa .eraban sus pecadas
y los castigaban con torva ale-ría. Tal
vez la idiosincracia del estilo de la prosa de
'1 hóreau se debe más a su puritanismo que
a mi romanticismo: más a la voz de la con-
ciencia que al " balido del cordero."
igo ÍNTER-AMÉRICA
II encinto de la prosa de Thóreau con- ción fiestas o ejercicios militares de que yo no
Siste pues, en su completa sinceridad; y tenía noticia, sentía a veces, durante todo el
esa prosa sólo pueden gustarla en toda su ¿Ja, •* impresión de que el horizonte padecía
belleza los lectores a quienes su personali- al8una dokíncia ° escozor como si alguna erup-
. . M ~ . *j „_QQ cion estuviera a punto de brotar por aquel lado.
dad parezca simpática. Con todo, posee p
cualidades definidas que le granjean la Las figuras de dicción abundan en estos
aprobación de cualquier lector avisado, pasajes, como en todos sus escritos; lo con-
Sus sentencias están llenas de vida. Vivien- creto de su estilo es, en gran parte, meta-
do a su modo una vida intensa, atento de fórico. Su conocimiento de la naturaleza
continuo a lo que acaecía en su ser in- refléjase en sus imágenes y símiles como en
terior, no hubiera podido escribir una aquella comparación perfecta de los cañones
página desprovista de vida, como las insí- COn el hongo bejín; o en la del llanto de los
pidas disquisiciones de los periodistas or- héroes de Ossián con la transpiración de las
dinarios. Un escritor sin experiencia cabal piedras en el ardor de la canícula; o en su
usa, como él dice, "palabras torpes, secas comparación del hombre de talento con una
o sin vida, palabras tales como humanitario estéril flor estamínea, y del poeta con una
que tienen la cola paralítica." Su propia f\or fecunda y perfecta; o en aquella grá-
dicción es fresca y como húmeda de rocío: es f1Ca comparación, citada por Chánning,
una dicción matinal. Tiene la enorme ¿e ias ramas de la encina de Darby con un
ventaja de ser extraordinariamente con- relámpago gris estereotipado en el cielo,
creto, como podía esperarse de un escritor Su amor por la paradoja, su afición a los
cuyas percepciones estaban tan bien disci- equívocos, en los cuales rivaliza con sus
plinadas, y que aborrecía la metafísica, poetas favoritos de la edad de oro de la
Usaba con gusto, casi con abandono, todo literatura inglesa, y las sorpresas que por
su caudal de palabras e imágenes concretas, dondequiera aparecen en su estilo, contri-
propias del tema elegido, tratando de com- buyen a delatar su firme anhelo de exaltarse
penetrar por medio de la simpatía su espíri- él mismo y de exaltar a sus lectores a la
tu o esencia, como en la perfecta descrip- naturaleza íntima de su tema, sea la chota-
ción del grotesco y violento descenso de la cabras, o la inauguración del puente rústico
chotacabras. echado sobre el río, o el sentido del tiempo
La chotacabras describía círculos en las bri- >' del espacio. A toda costa desea producir
liantes tardes (pues mi fantasía así las imagina- una impresión profunda. Nunca, o casi
ba) semejando una mota en el ojo, o mejor dicho, nunca, es lánguido; mantiene su estilo con
en el ojo del firmamento, precipitándose de vez firmeza, como en esta frase, que por sí sola
en cuando hacia abajo con ruido tal como si los ilustra claramente su significado:
cielos se rompieran, rasgándose en harapos y
jirones: y, sin embargo, la cúpula celeste perma- Una sentencia debe parecer como si el autor,
necia inconsútil. manejando un arado en vez de una pluma, hu-
biera abierto un surco hondo y recto hasta el fin.
Ese leve giro, "el ojo del firmamento,"
con la inesperada desviación de la imagen, Aquí el énfasis recae, de una manera precisa
es típico de su ímpetu contenido. O con- y distinta, donde debe recaer; como ocurre,
sidérese el siguiente ejemplo de expresión, para aducir otro ejemplo, en este pasaje:
con su imagen del bejín, sacada directa- Cuando sop]a d vient0> la fina nieve cae fll.
mente de la naturaleza, su fraseología ade- trándose como una nube de oro, al través de los
cuada y su satírico desenfado: claros del follaje, j
En los días de gala la ciudad disparaba sus £sta concisión logra también un efecto
grandes cañones, cuyo eco repercutía con estam- penetrante. Hablando de De Quíncey,
pidos de cerbatanas en estos bosques; y algunas observa Jhóreau que un buen estilo debe
ráfagas de músicas marciales llegaban de vez . fuerza en rese debe ser
en cuando, hasta nosotros. Para mi, que me ,. ir >» c • *-i
encontraba en mi plantío de habichuelas, sitúa- concentrado y fuerte. Su propio estilo,
do en el extremo opuesto de la población, los especialmente en los pasajes críticos o sa-
cañonazos semejaban el ruido de los hongos tíricos, es denso y fecundo, lleno de acre
bejines al estallar; y cuando había en la pobla- fragancia, como una bellota:
EL ARTE DE THÓREAU
«Oí
No te resignes a ser un simple superintendente
de pobres: trata de convertirte en uno de los
poderosos de la tierra.
El tiempo es la corriente en que yo pesco.
Se necesita un hombre para hacer silencioso
un aposento.
El hombre tiene razón para apesadumbrarse
cuando ve que puede realizar casi todo cuanto
concibe.
¿Cómo esperar una cosecha de ideas cuando
no hemos hecho una siembra de carácter?
No se diluyó, ni en su vida ni en sus es-
critos. Todo debe ser deliberado y con-
centrado.
El escritor debe escribir sus sentencias tan
cuidadosa y sosegadamente como el tirador
maneja su rifle, disparando, sentado y con apoyo
y, además con miras de'última invención y balas
cónicas.
Y como estilista Thóreau tiene algo de
tirador: sus frases estallan ahora cerca,
más tarde suenan como disparadas en lugar
distante y retumban solemnemente, como
si la naturaleza se hubiera apoderado de
ellas y les hubiera comunicado una signifi-
cación nueva.
Tal poder es precioso en la sátira y en el
género jocoso. Estaba dotado de humo-
rismo, esa "indispensable prenda de salud;"
pero era más característico su ingenio
espontáneo y benévolo, con cierto asomo
de mordacidad. Dice Chánning:
Había cierta jovialidad oculta en todo lo que
escribía, un ingenio satírico, muchas veces de-
liberado. Acostumbraba reír cordialmente
siempre que era oportuno; lo cual observé mu-
chas veces, durante el tiempo que tuve ocasión
de tratarlo. . . . Nadie como él para coger
un chiste al vuelo; y a menudo contestaba con
sorprendente prontitud.
Testimonios de esto se encuentran por to-
das partes, aun en su modesto Journal, como
cuando nos habla de una reunión entusiasta
y bulliciosa, donde se resignó a que lo pre-
sentaran a dos jóvenes, una de las cuales
"era tan inquieta y locuaz como un paro:
estaba acostumbrada a la sociedad de las
playas de moda, y por lo tanto no podía
sacar nada de un hombre tan seco como
yo;" mientras la otra, a quien se considera-
ba linda, no podía hacerse oír, " tal era la
baraúnda;" y concluye prudentemente
que las reuniones de sociedad son máquinas
destinadas a crear vínculos matrimoniales;
y prefiere comer galleta y queso en los bos-
ques silenciosos, con el viejojóseph ! [ólmer.
O véase la siguiente reacción contra das ewig
fVeibliche:
Cuando uno se encuentra sentado cómoda-
mente en una reunión pública, es poco varonil
apoyarse en la punta de los pies, en actitud de
qui vive, estirando involuntariamente el pescue-
zo, como si la fuerza de gravedad hubiera cesado
de existir, cuando se aproxima una señora, con
aires de diosa, presumiendo que hará apar
por milagro una silla, allí donde no existe nin-
guna.
O finalmente esto, de índole más suave,
acerca del método puritano de pagar a los
clérigos:
"En 1662, el. municipio convino en que una
parte de cada ballena que varara en la costa que-
daría destinada a sostener a los ministros." Sin
duda parecía haber cierta lógica en dejar a la
Providencia el cuidado de sostener a sus minis-
tros, pues que son sus servidores, y es ella la
única que manda en las tempestades; y cuando
las ballenas arrojadas a la playa fueran pocas,
bien podían suponer que las ofrendas de su
culto no habían sido gratas. Al sobrevenir una
tormenta, probablemente los ministros se senta-
ban en un peñasco, a atisbar la costa, llenos de
ansiedad.
Gran parte del encanto de las mejores
páginas de Thóreau reside en esta socarro-
nería, en este ingenio satírico, siempre
pronto a chisporrotear. Desprovisto de
ellos, hubiera resultado un agrio e intolera-
ble crítico social, aunque todavía entonces
hubiera podido escribir de un modo agrada-
ble acerca de la naturaleza: probabilidad
no muy remota, pues sabemos que en sus
últimos años tachó de sus ensayos todos
los pasajes humorísticos, diciendo: "No
puedo soportar el regocijo que produzco."
Hablaba como Éndicott en Merry Mount.
III
COMO Cárlyle y Ruskin y otros escri-
tores típicos de su siglo. Thóreau
evidentemente descolló en la parte expre-
siva del arte. Pero, ¿qué decir de la forma?
Su sentido de la forma se ha comparado con
el de Emerson. (Para decirlo de una vez,
Emerson no tenía ninguno). Es cierto que
ambos transcendentalistas tuvieron una
misma debilidad : la de preparar sus ensayos
por idéntico procedimiento. exprimiendo-^
los, por decirlo así, ele sus diarios cuajados
192
ÍNTER- AMERICA
de pedrerías. Hay, sin embargo, cierta
diferencia. Las sentencias y párrafos de
rhóreau tienen más coherencia que los de
Emerson: generalmente producen una im-
presión de continuidad, aun cuando carez-
can de realidad, mientras que Emerson con
frecuencia tiene claridad, pero no lo parece.
rhóreau escribe en el Parnaso y Emerson
en Delfos. Thóreau, si bien menos noble,
es más luminoso, no sólo porque sus asuntos
son distintos, sino también porque su modo
de pensar es más concreto. Aunque des-
provisto del verdadero valor de la arquitec-
tura en las letras, le agradaban la simetría,
las hermosas entalladuras, la belleza de la
forma, la "elegancia," como él la llamaba:
la cualidad vivificadora que es sencillamente
el florecer de una naturaleza sana y sabia-
mente culta: una naturaleza humana.
Mucho de este amor por la naturaleza debió
adquirirlo en su estudio formal de las
literaturas griega y latina. " El motivo,"
dice — "porque algunos versos latinos me
agradan más que todas las poesías inglesas,
— es, sencillamente, por la elegancia y conci-
sión del lenguaje." Así, su sentimiento de
la belleza no es distinto del de la escuela de
Pope y del doctor Johnson, aunque al decir
esto debe recordarse que él ignoraba el siglo
dieciocho y difería mucho de Johnson
cuando éste consideraba a Lycidas como
el más hermoso ejemplo, quizá, de verda-
dera elegancia en inglés. En sus propias
obras se propuso realizar este ideal de ele-
gancia, en parte por medio de la revisión,
pues siendo un escritor fácil acudía constan-
temente al uso de la lima; y en parte asu-
miendo en su carácter algo del decoro
clásico. Creía que la belleza es la excelen-
cia definitiva: y que el primer examen de
un buen escritor debe poner de manifiesto
su sentido común, el segundo su estricta
verdad, y el tercero su belleza.
Estaba bien dotado para descubrir la
belleza en el mundo exterior. Volviendo
a la naturaleza después de su estudio de los
clásicos de la antigüedad, percibió con re-
doblada fuerza la significación del tercer
elemento de " esa trinidad celeste : " Verdad
Rondad, Belleza, en la hermosura de las
líneas, de las luces y de las sombras y del
color. A pesar de su provinciana ignoran-
cia de las artes plásticas — ignorancia que
rivalizaba con la de Emerson — logró ad-
quirir en cierto grado el punto de vista de
las artes plásticas, aleccionando sus ojos en
el paisaje. Una y otra vez aparece en sus
escritos el escenario natural, trazado con
sentido artístico del dibujo, y despliega un
sentimiento cabal para las proporciones,
la repetición, el énfasis y la armonía, entera-
mente aparte de su concepto sobre la signi-
ficación espiritual que se encuentra, ex-
presa o tácita, en la belleza exterior. Podía
disfrutar de la belleza como tal. Atestigua
su interés de profano por los principios
estéticos, su lectura cuidadosa de la obra
de Wílliam Gilpin sobre el paisaje, y de
Modern Painters (Pintores modernos) de
Ruskin. Cuando vivía en el campo tenía
la costumbre de inclinar la cabeza a un lado
de vez en cuando, y aun de inclinarse lo
suficiente para invertir por completo el
cuadro, a fin de reconfortarse con la belleza
ideal que brindaba el paisaje, así desligado
de sus ordinarias asociaciones. Es digno
de notarse que cuando los leñadores van a
profanar las arboledas de pinos de Walden,
no se estremece, sino que observa con
calma: "Ahora se abren nuevas e impre-
vistas perspectivas;" y mientras las pers-
pectivas aparecen, disfruta tranquilamente
del cuadro que se le ofrece: " Una linda vista
de bosques; bueyes cachazudos e inmóviles
sobre el hielo, buenos para un cuadro: un
trozo de vida estacionaria." Uno de los
leñadores " se me apareció a cosa de media
milla de distancia, como en un cuadro cuyo
marco lo formaban los troncos de dos ár-
boles." Después de una extensa descrip-
ción de este cuadro, observa que ciertas es-
cenas tienen notable carácter pictórico;
que no necesitan ni composición ni idealiza-
ción, sino que son cuadros ya listos para
que el lápiz los perpetúe.
Constantemente andaba a caza de tales
cuadros, preparándose para poder recono-
cerlos, mientras otros pasaban ante ellos
indiferentes. Era un artista, tanto como
un naturalista. Mientras residió en la
ciudad aprovechó a diario la oportunidad
de contemplar la puesta del sol, esa obra
maestra de la naturaleza que se repite co-
tidianamente y que nunca es igual. " Cada
día pinta un cuadro nuevo, le pone marco
y lo expone durante media hora, a las luces
que elige el gran Artista; y luego lo retira."
Por todas partes buscaba nuevos "efectos"
EL ARTE DETHÓREAU
193
forjados por ese Artista, maestro improvisa- A veces vago entre los pinares qu< rguen
tare en el conjunto cambiante de la natura- como templos, o como flotas empavesadas en el
leza. Nunca se hartaba de contemplar los
campos familiares, los bosques, lagunas y
colinas de Cóncord, variados sin repetición,
gracias a los distintos puntos de vista y a 1< >s
caprichos siempre únicos del tiempo: tan
activo era en sus investigaciones estéticas
como en su curiosidad científica por nom-
bres, fechas y temperaturas. Hoy con
mar, como ramas ondulan : ñas de una luz
tan suave, opaca y verde.que los druidas habrían
abandonado sus encinas para ir a adorar a sus
dioses en estos pinos.
Difícilmente podría decirse más en una
frase. O véase esta reproducción del cant< >
del mirlo de alas bermejas, cuyos gorjeos
cristalinos resuenan en los prados al comen-
templaba a Walden, distante e imponente zar la primavera:
entre las nieblas; mañana estremecíase Los acordes del mirlo que se desparraman esta
ante " la clara y fría luz, peculiar de noviem- noche, desde el sauce, sobre el agua, son líquidos,
bre," que brilla en las ramas sedosas y se suaves, cristalinos, análogos al murmurio de una
refleja vividamente sobre "el río platea- fuente, en perfecta armonía con la pradera.
do." Detiénese en Stráwberry I lili a la
caída de una nebulosa tarde de septiembre.
"Annúrsnack nunca parece tan hermoso
como cuando se le contempla desde esta
colina. El éter envuelve todo el paisaje
en dulzura de terciopelo, en la cual flotan
las colinas. Un velo azul está tendido so-
bre la tierra." De este modo, día tras
día y año tras año, estudió los paisajes de
Cóncord.
Fruto de todo ese estudio es el encanto
inimitable, la destreza familiar de todas
sus descripciones de la naturaleza, ora se
trate de una simple hoja, ora del conjunto
de una vasta perspectiva. Esa prepara
Fluyen y caen de su garganta, resuenan y tri-
nan: bo-bai-li-i-i, y luego terminan en un silbido
fino y agudo.
O véase esta exquisita descripción de
las hojas del árbol conocido con el nombre
de encina roja:
Deteneos bajo este árbol y mirad cuan hermo-
samente se recortan sus hojas sobre el cielo,
como si fueran sólo unas cuantas puntas agudas
que se extendieran desde la vena central del
pecíolo de las hojas. Parecen cruces dobles,
triples o cuádruples. Son mucho más ligeras
que las menos festoneadas hojas de encina.
Tienen tan poca ierra firma hojosa que parecen
diluirse en la luz y apenas estorban la vista.
ción apasionada, que le fué útil como obser- . . . Elévanse cada vez más alto, sublimán-
vador de los hechos naturales, ayudólo dosc, apartándose de lo terreno, adquiriendo
también como observador de las bellezas may°r mtimidad con la luz todos los anos, hasta
naturales, dotándolo de un alto grado de fc a¡ cabo ««tienen la menor cantidad posible
, , , r .r\ ' '+ de substancia terrenal, v alcanzan la ma\or c.\-
verdad en anbas esferas. ¿Que escritor tensión y amlitud de syeii0 etéreo. Danzando
de nuestro tiempo ha percibido tan sutil- brazQ con ,a ,uz> saltando cn fantásticos giros,
mente y ha expresado su percepción con tan pareja digna dc csta saia aérea< Encuéntranse
delicada exactitud? Al lado de Thóreau, tan íntimamente mezcladas con la luz que, con
Ruskin parece teatral, melodramático, Su tenuidad y sus lustrosas superficies, a duras
extasiado en sus propias facultades, y ocu-
pado en imprimir a la naturaleza el sello
de su expansiva personalidad: el dominio
de Thóreau sobre sí mismo fortalece su
conocimiento íntimo del mundo y lo capa-
cita para penetrar más adentro en el cora-
zón de la naturaleza, como en su propio
corazón. Su mágico realismo le ha gran-
jeado muchos lectores que se sienten in-
diferentes o exasperados ante la acrimonia
personal de Thóreau y ante sus sátiras
paradójicas contra la sociedad humana.
¿Quién que haya leído el 11 'al Jai puede
olvidar aquellos gloriosos pinos blancos de
Baker Farm ?
penas podría decirse al cabo: ¿Dónde está la hoja
y dónde está la luz en la danza? Y cuando no
sopla el céfiro son como una rica randa en las
ventanas del bosque.
O bien la hermosura de las manzanas de
Cóncord :
. . . ¡Inefablemente hermosas manzanas no
de la discordia, sino de Cóncord' Pintadas por
las escarchas, algunas de un amarillo claro,
uniforme y brillante o roj Lrmesíes, como
si sus esferas hubieran girado con regularidad y
recibid^» la caricia del sol por todos lados igual-
mente; algunas con el más desvaído color de
rosa que cabe imaginar; otras abigarradas con
obscuras listas rojizas, como una vaca, o con
1 ').}
ÍNTER-AMÉRICA
centenares de hermosos rayos de color de sangre,
dispuestos regularmente desde el hoyo del tallo
hasta el extremo de la tU >r. como las líneas de
1.^ meridianos, en un fondo de color pajizo; otras
manchadas aqui y allá de herrumbre verdosa,
análoga a un liquen tenue, con manchas y ojos
menos confluentes > chispeantes cuanto
húmedos; y otras torcidas, pecosas, todas rocia-
das del lado del tallo con finos lunares carmesíes
en fondo blanco, como si aquel que pinta las
hojas de otoño las hubiera salpicado por acci-
dente con su pincel. Otras son bermejas del
lado de adentro, teñidas de un hermoso rojo:
¡ precioso alimento, sobrado hermoso para comer-
lo; manzana del huerto de las Hespérides, man-
zana del cielo vespertino!
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