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Full text of "Inter-America; organo de intercambio intelectual entre los pueblos del nuevo mundo ... Español"

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Published  and  dislributed  under  permit  (No.  170)  authorizcd  by  the  Act  of  Oct.  6,  1917,  on  file  at  the 
Post  Office  oí  Carden  Cily,  New  York.    By  order  of  the  President.     A.  S.  Burleson,  Postmaster  General. 


Jnter-(3mérica 

Órgano  de  Intercambio  Intelectual 
entre  los  Pueblos  del  Nuevo  Mundo 


feumario : 

LOS  PLACERES  DEL  NATURALISTA john  BURROUGHS     133 

Harper's  Maga^ine,  Nueva  York,  Nueva  York,  mayo  de  1921 

LA  DOCTRINA  DE  MONROE  COMO  INTELIGENCIA  CONTINENTAL 

julius  KLEIN     142 

The  Hispanic-American  Historical  Reviru:,  Washington,  District  of  Columbia,  mayo 
de  192 1 

LA  EPIDEMIA  SENTIMENTAL  EN  LA  NOVELA  NORTEAMERICANA 

jóseph  HÉRGESHEIMER     147 
The  Yale  Review,  New  Haven,  Connécticut,  julio  de  192 1 

ENSUEÑOS gértrude  HALL     153 

Scribner's  Maga{ine,  Nueva  York,  Nueva  York,  febrero  de  1921 

¡SURSUM  CORDA! j.  PIJOÁN     159 

The  Canadian  Forum,  Toronto,  Canadá,  mayo  de  1921 

MANOS  OCIOSAS - earl  derr  BIGGERS     162 

The  Saturday  Evening  Post,  Filadelfia,  Pennsylvania,  11  de  junio  de  1921 

LA  TEMPORADA  DE  CONCIERTOS-    -    -       charles  henry  MLLTZER     184 
The  Forum,  Nueva  York,  Nueva  York,  marzo  de  1931 

EL  ARTE  DE  THÓREAU norman  FÓERSTER     188 

The  Sewanee  Review,  Sewánee,  Tennessee,  enero-marzo  do  102  1 

DOUBLEDAY,    PAGE   &   COMPANY 
NUEVA   YORK 

Español:  Volumen  V      SEPTIEMBRE  DE  1921  Número  3 


INTER-AMÉRICA 

EL  propósito  de  INTER-AMÉRICA  es  contribuir  a  la  comunidad  de  ideas 
entre  los  pueblos  de  América,  concurriendo  a  vencer  la  barrera  del  len- 
guaje, que  tiendea  separarlos.  Se  edita  alternativamente,  un  mesen  español 
comprendiendo  artículos  traducidos  de  la  literatura  periodística  de  los  Estados 
Unidos  y  el  Canadá,  y  otro  en  inglés,  traduciendo  igualmente  artículos  publi- 
cados por  la  prensa  de  las  naciones  americanas  de  habla  española  o  portuguesa 

INTER-AMERICA  sirve  así  de  vehículo  para  la  difusión  internacional  de 
artículos  que  ya  hayan  circulado  en  los  diferentes  países.  No  publica  artículos 
originales  ni  editoriales  propios.  Traduce  simplemente  lo  que  se  haya  publi- 
cado, sin  hacerse  responsable  por  las  ideas  en  ellos  expresadas,  de  manera  que 
el  lector  de  las  diversas  naciones  americanas  tenga  fácil  acceso  al  pensamiento 
corriente  en  cada  una  de  ellas. 

INTER-AMÉRICA  se  ha  fundado  a  instancias  de  la  Dotación  de  Car- 
negie  para  la  Paz  Internacional,  uno  de  cuyos  objetos  es  cultivar  sentimientos 
amistosos  entre  los  habitantes  de  países  diversos  y  fomentar  la  buena  inteli- 
gencia y  la  comprensión  mutua  entre  las  diferentes  naciones. 

INTER-AMERICA  se  redacta  en  407  West  nyth  Street,  Nueva  York 
quedando  la  impresión  y  reparto  a  cargo  de  la  casa  editora  de  Doúbleday' 
Page  y  Compañía,  de  la  ciudad  de  Nueva  York. 


DIRECCIÓN  Y  REDACCIÓN 

Péter  H.  GÓLDSMITH  Carmen  de  PINILLOS 

JUNTA  HONORARIA   INTERNACIONAL 

James  Cook  BARDÍN,   profesor  de  es-  Fréderick  Bliss  LUQUI  ÉNS,  profesor  de 

panol  en  la  University  of  Virginia  español    en    la    Shéffield    Scientific 

Milton  Alexánder  BUCHANAN,  profesor  School  de  la  Yale  University 

de  italiano  y  español  en  la  Universi-  Federico  de  ONÍS,  profesor  de  literatura 

tyof  loronto  en  la  Universidad  de  Salamanca,  y 

Aurelio  Macedonio  ESPINOSA,  profesor  la  Columbia  University 

UnivSsftv    ^    ^   Léland  Stánf°rd        Manuel  Se8undo  SÁNCHEZ,  director  de 

John  Dríscoll  FITZ-GÉRALD,  profesor  p      *  Blbl'°teCa  Nadona1'  ^^ 

de  español  en  la  University  of  Illinois  Froylan  TURCIOS,  periodista  y  literato, 

Hamlin  GARLAN D,  novelista  y  drama-  Tegucigalpa 

turgo,  Nueva  York  Carlos  de  VELASCO.  literato,  Habana 

Antonio  GÓMEZ  RESTREPO,  secreta- 
rio en   el  Ministerio  de  Relaciones  Armando  DONOSO,  literato,  periodista, 
Extenores,  Bogotá  de  ja  redacción  de  El  Muurxo,  del 

Guillermo   HALL,    profesor  de  lenguas  Pacifico    Magapne    y    de    Zig-Zag, 

modernas  en  la  Boston  University,  Santiago  de  Chile 

sucursal  en  Habana  Benjamín   FERNÁNDEZ  Y  MEDINA, 

Helio  LOBO,  cónsul  general  del  Brasil  en  literato    y    publicista,    ministro  del 

Nueva  York  Uruguay,  Madrid 

PRECIOS   DE  SUBSCRIPCIÓN 
INTER-AMÉRICA    inglesa  (6  números)     ....    $  .80  anuales 
INTER-AMÉRICA    española  (6  números)          .         .         .         .80  anuales 
INTER-AMÉRICA    inglesa  y  española  (12  números)          .       1.50  anuales 
Número  suelto  de  cualquiera  edición 15  cada  uno 

Diríjase  toda  la  comunicación  a 

INTER-AMÉRICA 

407  WEST  ii7th  STREET  NEW  YORK,  E.  U.  de  A. 


MAQUINARIA  Y  EFECTOS 


PARA 


IMPRESORES,  CASAS  EDITORAS, 
DIARIOS,  REVISTAS,  ETC. 


Papeles  de   Toda  Clase,  Efectos  de  Escritorio, 

Equipos  para  Estereotipia,  Electrotipia 

y  Fotograbado. 


Catálogos,  folletos  y  circulares  descriptivas  de  nuestros  diferentes  ramos  de  negocios 
pueden  obtenerse  en  cualquiera  de  las  siguientes  sucursales  y  agencias: 

SUCURSALES:  argentina:  Buenos  Vires,  Calle  Piedras,  132;  Rosario,  Córdoba, 
1129. — Cuba:  Habana,  O'Reilly,  |6.  -Chile:  Santiago,  Compañía,  [264,  Casilla 
3866. —  Méjico:  Ciudad  de  Méjico,  7a  de  Nuevo  Méjico,  12:;  Guadalajara,  Vvenida 
Colón,  isí;  Monterrey,  Hidalgo  9,  Cuaimas,  Wenida  Serdán,  221;  rampico,  apartado 
[31;  Mazatlán,  Calli  Guelatao,  [60-162  Perú:  Lima,  Santo  foribio,  :  t  -246. — Uru- 
L'u.n  :     Moutevideo,  Calle  Florida,  14.ÍO. 

\<i!  NCIAS:   Brasil:   Bahía,  Senhor    \lfredo  Carvalhal  Franca,  Caixa  Postal,  334; 
Sao  Paulo,  Mr.  Charles  F.  White,   Rúa  Libero  Badaro,  i  olombia:     Bogotá,  Señor 

Vrturo   Man  Vpartado   ;;s;  Medellin,  Señores   I  élix  de   Bedout  e  Hijos.     Costa 

Rúa:   ,S.i,i  José,  Costa    Rica    Mercantile   Company.     Guatemala:   Guatemala,   Señor 
(.'.  I).  Ánderson.     Puerto  Rico:     San  Juan,  Señoi  Mark  R.  Dull,  Apartado  Postal  832. 

National  Paper  &>  Type  Co. 

Casa  Matriz:  32-38  Burlin¡<  Slip,  Nueva  York,  E.  U.  de  A. 


¿Ha  Enviado  Usted  Agentes  Comerciales  a  Estos  Bazares? 

CONSTANTINOPLA,  Bombay,  Calcuta:  ¡el  nombre  mismo  despierta 
visiones  de  comercio  floreciente!  Pero  desgraciado  del  agente  comer- 
cial que  se  precipita  pretendiendo  arrollar  el  mercado  en  forma  sensa- 
cional. Penetrado  de  las  costumbres  que  se  establecieron  firmemente 
muchos  siglos  antes  de  que  Colón  saliera  de  España,  el  pueblo  no  cede 
con  facilidad  a  las  insinuaciones  de  los  extranjeros. 

Busque  un  fabricante  que  haya  establecido  un  mercado  para  sus 
productos  en  el  Oriente  y  habrá  hallado  usted  un  paciente  creador  cuya 
visión  va  más  allá  del  lucro  inmediato.  En  la  importación  o  la  ex- 
portación, el  éxito  allí  depende  de  ganarse  poco  a  poco  la  confianza  de 
aquellos  mercaderes  hábiles,  que  sujetan  a  prueba  los  productos  antes 
de  darles  je. 

El  National  Shawmut  Bank  está  representado  en  todos  los  centros 
importantes  por  bancos  locales  influyentes  con  los  cuales  está  afiliado. 
Nuestro  servicio  de  investigación  e  información  comercial  es  un  bene- 
ficio  positivo  que  derivan  los  clientes  del  Shawmut;  y  particularmente 
valioso  para  quienes  inician  sus  esfuerzos  para  la  venta  de  sus  artículos 
en  cualquier  parte  del  cercano  Oriente. 

The    NATIONAL    SHAWMUT   BANK   of  Boston 

Capital,  Superávit  y  utilidades  sin  repartir,  $22,000,000 
BOSTON,  E.  U.  A. 


ESCRIBA  POR 

COPIAS  DE 
NUESTROS  FO- 
LLETOS: 
El  Cambio  Ex- 
tranjero 
La  Ley  Webb 
La  Ley  Edge 
Acept  aciones 
Escandinavia 


LA  TÉCNICA   DEL  COMERCIO 
INTERNACIONAL 

TODA  ciencia  tiene  su  técnica.  I  na  buena  técnica  enseña  método- 
eficaces,  fundado-  en  sólidos  principios,  y  conduce  al  éxito  feliz  de 
la  empresa.  Una  técnica  deficiente  aconseja  métodos  erróneos,  basados 
en  falsos  principios,  y  conduce  lógicamente  al  fracaso. 

Una  de  las  fases  más  importantes  del  comercio  internacional  es  la 
técnica  de  esta  ciencia.  Las  firmas  dedicadas  al  comercio  internacional, 
bien  sea  en  operaciones  de  exportación  o  importación,  deben  conocer 
a  fondo  aquella  técnica,  o,  de  lo  contrario,  emplear  los  servicios  de  una 
institución  que  posea  conocimientos  especiales  en  la  materia. 

THE  NATIONAL  CITY  BANK  OF  NEW  YORK  no  sólo  se  ocupa 
de  las  operaciones  financieras  propias  del  comercio  international: 
ofrece  a  sus  clientes  los  conocimientos  técnicos  del  ramo.  Mediante 
las  sucursales  que  ha  establecido  en  los  principales  centros  mercantiles 
del  mundo,  THE  NATIONAL  CITY  BANK  OF  NEW  YORK  está 
constantemente  al  cabo  de  las  condiciones  que  prevalecen  en  los  mer- 
cados extranjeros;  y  por  intermedio  de  su  Departamento  de  Comercio 
Exterior,  siempre  se  halla  dispuesto  a  colaborar  en  el  fomento  de 
aquellos  mercados. 

SUCURSALES  EXTRANJERAS  DE 

THE  NATIONAL  CITY  BANK  OF  NEW  YORK 


ARGENTINA 

COLOMBIA 

PERÚ 

Buenos  Aires 

Barranquilla 

Lima 

(Dos  Sucursales) 

Bogotá 

PUERTO  RICO 

Rosario 

Medellín 

luán 

BÉLGICA 

CUBA 

Poi 

Amberes 

Suc  ursales  en 

RUSIA 

■■Moscú 

"I  Ytrogrado 

Bruselas 

Habana,  y  otras 

BRASIL 

'l'l  localidades 

Pernambuco 
Rh>  de  faneiro 

INGLATERRA 

SUD  ÁFRICA 

Ciudad  del  Cabo 

Santos 

Lom 

URUGUAY 

Sao  Paulo 

Dos   Sucursales) 

Monte\ ; 

CHILE 

1  ><  's  Sucursales) 

Santiago 

ITALIA 

VENEZUELA 

Valparaíso 

( .(-nova 

♦Momentáneamente  1 1 1  radas 

'  ¡SÉ! 

jSijmj&) 

THE  NATIONAL  CITY  BANK  OF  NEW  YORK 

CAPITAL,  SOBRANTE  Y  UTILIDADES  POR  REPARTIR: 
MÁS  DE  100,000,000  DE  DÓLARES 


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Retrato 
Kodak 


Hecho  con  una  Ko- 
dak Autográfica  Jú- 
nior No.  2  C,  equipada 
con  lente  Kodak  Anas- 
tigmático f.7.7.  y  Adi- 
tamento Kodak  para 
Bustos.  Reproducción 
del  tamaño  exacto. 


También  usted  puede 

hacer  retratos  como  éste 


El  Aditamento  Kodak  para  Bustos  es  un  lente  adicional  que  se  ajusta 
sobre  el  lente  corriente  con  que  está  equipada  la  cámara,  modificando  el 
foco,  y  permitiendo  hacer  retratos  más  de  cerca,  con  toda  corrección  y  del 
tamaño  completo  de  la  película  como  se  observa  en  la  ilustración. 


EASTMAN    KODAK  COMPANY,  Rochester,  N.  Y.,  E.  U.  de  A. 


KODAK  ARGENTINA,  Ltd. 
Corrientes  2558,   Buenos  Aires 


KODAK   BRASILEIRA,    Ltd. 
Rúa  Camerino  95,  Rio  de  Janeiro 


Jnte  América 

Órgano  de  Intercambio  Intelectual 
entre  los  Pueblos  del  Nuevo  Mundo 


Sumario : 

LOS  PLACERES  DEL  NATURALISTA john  BURROUGHS     133 

Harper's  Maga^ine,  Nueva  York,  Nueva  York,  mayo  de  192  1 

LA  DOCTRINA  DE  MONROE  COMO  INTELIGENCIA  CONTINENTAL 

julils  KLEIN     142 
The  Hispanic-Amcrican  Historical  Review,  Washington,  District  of  Columbia,  mayo 
de  1921 

LA  EPIDEMIA  SENTIMENTAL  EN  LA  NOVELA  NORTEAMERICANA 

jóseph  HÉRGESHEIMER     147 

The  Y  ale  Review,  New  Haven,  Connécticut,  julio  de  1921 

ENSUEÑOS    - ..-.._  gértrlde  HALL     153 

Scribner's  Magapne,  Nueva  York,  Nueva  York,  febrero  de  192  1 

¡SURSUM  CORDA! j.  PIJOÁN     1  so 

The  Canadian  Forum,  Toronto,  Canadá,  mayo  de  192 1 

MANOS  OCIOSAS - earl  derr  BIGGERS     ¡62 

The  Saturday  Evening  Post,  Filadelfia,  Pennsylvania,  1 1  de  junio  de  192 1 

LA  TEMPORADA  DE  CONCIERTOS-    -    -       charles  henry  MÉLTZER     [84 
The  Forum,  Nueva  York,  Nueva  York,  marzo  de  1921 

EL  ARTE  DE  THÓREAU   ----------    norman  FÓERSTER     188 

The  Sewanee  Review,  Sewánee,  Tennessee,  enero-marzo  de  t<>2 1 

DOUBLEDAY,    PAGE   &   COMPANY 
NUEVA    YORK 

Español:  Volumen  V      SEPTIEMBRE  DE  1921  Número  3 


DATOS  BIOGRÁFICOS 

SOBRE    LOS    AUTORES    DE    LOS    ARTÍCULOS   QUE    APARECEN    EN    ESTE    NÚMERO 

john  BURROUGHS  nació  en  Róxbury,  Allegreüo;  Foam  of  the  Sea;  The  Hundred, 

Nueva  York,  abril  3  de  1837;  murió  el  29  and    Other   Stories;    April's  Sowing;   The 

de  marzo  de  192 1;  fué  maestro  de  escuela  Unknown  Quantity;  The  Truth  about  Ca- 

durante  varios  años  de  su  juventud;  sirvió  mille;  y  de  numerosas  historietas, 
como  empleado  del  tesoro  de  los  Estados 

Unidos  desde  1864  hasta  1873,  y  como  revi-  j.  PIJOÁN  es  un  institutor  y  literato 
sador  nacional  de  bancos  desde  1873  hasta  catalán,  particularmente  interesado  en  arte 
1884;  desde  esa  fecha  hizo  vida  de  agri-  y  arqueología;  es  autor  de  la  Historia  del 
cultor,  dedicándose  al  mismo  tiempo  al  arte,  publicada  por  Salvat,  Barcelona;  re- 
cultivo de  los  frutos  materiales  e  intelec-  side  en  Toronto,  Canadá,  y  presta  sus  ser- 
tuales;  fué  miembro  de  varias  sociedades  vicios  como  maestro  de  español  en  la  Uni- 
científicas;  entre  sus  obras  pueden  mencio-  versity  of  Toronto. 
narse  IVake  Robín;  IVinter  Sunshine;  Birds 

and  Poets;  Locusts  and  Wild  Honey;  Fresh  earl  derr  BIGGERS  nació  en  Warren, 

Fields;  Signs  and  Seasons;  Indoor  Studies;  Ohío,  24  de  agosto  de  1884;  completó  sus 

Whitman,  a  Stndy;  The  Light  of  Day;  Liter-  estudios  en  la  Harvard  University;  es  pe- 

ary  Valúes;  Ways  of  N ature.  riodista  y  literato,  y  autor  de  If  You're 

only   Human;  Seven   Keys  to  Baldpate;  y 

julius  KLEIN  nació  en  San  José,  Ca-  otras  comedias, 
lifornia,  en  1886;  se  educó  en  las  escuelas 

primarias  de  su  estado  natal,  en  la  Uni-  charles   henry   MÉLTZER  nació  en 

versityof  California, en  la  Harvard  Univers-  Londres,  Inglaterra;  fué  educado  en  Lon- 

ity  y  en  la  Université  de  París;  ha  sido  dres    y    París;    ha    sido   corresponsal   de 

profesor  de    historia   y  economía    latino-  The   Chicago  Daily   Tribune  en    París,  y 

americanas    en    la    Harvard    University,  corresponsal  especial  y  regular  del   New 

director  de  la  división  latinoamericana  del  York  Herald   en    París,    Roma,    Londres, 

departamento  nacional  de  comercio,  agre-  Madrid,  Berlín,  Cairo,  etcétera;  vino  a  los 

gado   comercial   de   la   embajada   de  los  Estados  Unidos  en  1888;  desde  entonces  ha 

Estados    Unidos   en    Buenos  Aires,   y  es  sido  el   crítico  dramático  y   musical  del 

actualmente  director  del  Bureau  of  Foreign  New  York  Herald,  secretario  y  ayudante 

and    Domestic    Commerce,    ofécina    del  de    Maurice    Grau    y    Héinrich    Cónried, 

departamento  de  comercio  de  los  Estados  corresponsal  de  The  London  Chronide,  y 

Unidos.  colaborador  en  varias  revistas;  es  autor  de 

numerosas  piezas  teatrales  que  han  con- 

jóseph    HÉRGESHEIMER    nació    en  quistado  gran  favor. 
Filadelfia,  Pennsylvania,  5  de  febrero  de 

1 880;  fué  educado  en  Filadelfia;  es  literato  y  norman    FÓERSTER  nació  en   Pítts- 

autor  de  The  Lay  Antony;  Mountain  Blood;  burgh,  Pennsylvania,  14  de  abril  de  1887; 

The  Three  Black  Pennys;  Gold  and  Iron;  educado  en  la   Harvard  University  y  la 

Java  Head;  The  Happy  End;  Linda  Condón;  University  of  Wisconsin;  es  profesor  de 

y  de  numerosas  historietas  de  revista.  inglés  en  la  University  of  North  Carolina; 

y  autor  de  Outlines  and  Summaries;  Sen- 

gértrude    HALL,   esposa    de    W.   C.  tences  and  Thinking  (en  colaboración  con 

Brownell,  nació  en  1863;  educóse  en  Italia;  J.  M.  Steadman,  hijo);  y  de  numerosos 

es  novelista:  autora  de  Far  from  to-day;  artículos. 


LOS  PLACERES  DEL  NATURALISTA 

POR 

john  BURROUGHS 

r 

El  artículo  que  a  continuación  publicamos  adquiere  mayor  interés  por  ser  uno  de  los  últimos  que  escri- 
bió John  Burroughs,  eminente  naturalista  norteamericano  fallecido  hace  poco.  Era  un  anciano  bené- 
volo, de  alma  plácida  y  serena,  que  había  conservado  toda  su  frescura  al  contacto  de  la  naturaleza.  Su 
artículo  revela  diversas  fases  del  admirable  espíritu  del  autor:  su  amor  por  la  naturaleza  y  por  la  humani- 
dad, su  filosofía  jovial,  sus  observaciones  y  conocimientos  vastos  y  profundos.  Leyéndolo  sentimos  el 
aura  bienhechora  de  los  campos,  una  frescura  espiritual  que  nos  aleja  de  la  vida  turbulenta  de  las  grandes 
metrópolis  y  de  las  tensas  emociones  de  los  negocios,  a  la  par  que  el  asombro  ante  la  inmensidad  de  vida 
que  palpita  en  torno  nuestro  y  de  la  que  tan  a  menudo  nos  conservamos  inconscientes.  Niño  aún,  John 
Burroughs  se  escapaba  de  la  escuela  para  vagar  a  campo  abierto  o  internarse  en  medio  de  las  selvas.  Allí 
perdíase  más  tarde  a  meditar  e  "invitar  a  su  alma,"  según  la  hermosa  frase  de  Walt  Whitman.  Era 
amigo  íntimo  del  poeta,  sobre  quien  escribió  un  libro.  Realizaba  excursiones  de  exploración  con  John 
Muir  y  Théodore  Róosevelt;  llamaba  al  primero  "naturalista  de  las  sierras,"  y  al  segundo  "naturalista 
de  la  Casa  Blanca."  Burroughs  estuvo  también  íntimamente  relacionado  con  Edison,  Maxim  y  Fíres- 
tone.  Edison  consideraba  al  sabio  "uno  de  los  tipos  más  elevados  en  la  evolución  humana."  Desde  su 
primera  juventud,  se  dedicó  Burroughs  a  la  literatura,  y  se  refiere  que  vendió  en  la  escuela  una  poesía  por 
ochenta  centavos  a  uno  de  sus  condíscipulos,  hábil  y  pequeño  negociante  que  más  tarde  llegó  a  ser  un  gran 
financista.  Sin  embargo,  las  necesidades  de  la  vida  obligaron  a  John  Burroughs  a  dar  lecciones  en  las 
escuelas  públicas  y  a  aceptar  un  empleo  en  el  departamento  de  estado.  Más  tarde  fué  inspector  ban- 
ca rio;  pero  abandonó  la  oficina  para  vivir  en  el  campo  tan  pronto  como  sus  medios  se  lo  permitieron. 
Entonces  comenzó  su  obra  fecunda.  Colaboró  en  numerosas  revistas,  escribió  tratados  importantes  so- 
bre la  vida  animal  y  vegetal,  y  artículos  de  amena  y  penetrante  filosofía.  Después  de  una  vida  noble,  sen- 
cilla, sana  y  fecunda,  muere  John  Burroughs  dejando  tras  sí  las  pruebas  de  su  admirable  labor.  Descansa 
feliz  en  medio  de  los  bosques  y  hermosos  árboles  donde,  de  acuerdo  con  sus  deseos,  fué  sepultado. — LA 
REDACCIÓN. 


UÁNTA  plenitud  de  vida  existe 
en  el  menor  rincón  y  grieta 
de  la  naturaleza,  especial- 
mente en  nuestra  templada 
zona  septentrional!  Este  he- 
cho se  presentó  vivamente  a  mi  espíritu 
durante  algunos  días  de  junio  que  pasé 
ocupado  en  reparar  los  caminos  de  la  granja 
donde  había  nacido.  Remover  las  gastadas 
y  ruinosas  rocas  amontonadas  en  grupos 
descuidados  era  como  abrir  un  pequeño 
museo  biológico  y  geológico,  tal  era  la  can- 
tidad de  pequeños  seres  que  crecían  a  su 
amparo.  La  vida  animal  se  ostentaba 
exuberante,  desde  la  rayada  ardilla  roja 
hasta  hormigas  y  arañas.  Las  ardillas  se 
alarmaron  en  su  nido  a  cincuenta  centí- 
metros o  quizá  más  hondo  debajo  de  las 
apiladas  rocas.  Había  dos  de  ellas  en  un 
suave  y  abrigado  nido  de  hojas  secas  y 
desmenuzadas  de  arce.  No  esperaron  que 
las  arrojáramos,  sino  que  apenas  oyeron  el 
estrépito  escaparon  precipitadamente.  Me 
sorprendió  encontrar  dos  juntas,  porque 
hasta  entonces  sólo  había  visto  una  en 
cada  nido.  Una  serpiente  lechosa  (Euphor- 
bia  corollata)  se  había  deslizado  en  una 
grieta  y  quedó  aplastada  en  el  terremoto  en 


miniatura  que  se  produjo.  Dos  pequeñas 
serpientes  coral  (Far  ancla  abacura)  de  casi 
treinta  centímetros  de  largo  se  habían  al- 
bergado también  entre  las  piedras. 

Las  hormigas  se  dieron  a  la  fuga  en  gran 
consternación  cuando  sus  huevos  quedaron 
de  improviso  al  descubierto.  Debajo  de 
cada  piedra  había  un  curso  vivo  de  historia 
natural.  Algunos  chicos  me  trajeron  frag- 
mentos de  rocas  que  habían  recogido  y  que 
servían  de  asilo  a  cierta  variedad  de  las 
arañas  de  capullo.  Una  de  éstas,  pequeña 
y  de  rayas  obscuras,  llevaba  su  bolsa  de 
huevos,  del  tamaño  de  un  gran  guisante, 
adherida  a  la  parte  posterior  de  su  cuerpo. 
La  bolsa  se  desprendió,  y  entonces  la  araña 
la  recogió  prontamente,  acarreándola  su- 
jeta entre  las  patas.  Otro  fragmento  de 
roca  del  tamaño  del  puño  cobijaba  una 
larva  de  cierta  especie  de  mariposas,  que 
todavía  se  hallaba  pegada  al  capullo  por 
la  parte  posterior.  Era  admirable  observar 
cómo  aquella  envuelta  criatura,  ciega  y 
sorda,  se  encogía  y  estiraba  como  si  nos 
amenazara  con  sus  iras  por  haber  invadido 
su  santuario.  Casi,  casi  esperaba  uno  que 
los  huevos  se  echaran  también  a  protestar. 

Ll  naturalista  encuentra  así  placeres  por 


134 


INTER-AMÉRICA 


doquier.  Las  soledades  están  pobladas 
para  él.  Cada  paseo  matinal  o  vespertino 
está  lleno  de  interés  para  la  vista  y  el  oído. 

El  naturalista  innato  es  uno  de  los  seres 
más  felices  de  la  tierra.  Ya  reine  el  invier- 
no o  el  verano,  ya  llueva  o  brille  el  sol,  en- 
cerrado en  su  morada  o  a  campo  abierto, 
encuentra  siempre  los  placeres  a  su  alcance. 
El  gran  libro  de  la  naturaleza  está  desple- 
gado ante  su  vista,  y  sólo  necesita  volver 
las  hojas. 

Cierta  amiga  mía,  sentada  en  días  pasados 
en  un  sillón  de  nogal  en  el  vestíbulo  de  mi 
casa,  mostrábase  inquieta  por  los  revuelos 
de  una  avispa  solitaria  que  parecía  querer 
instalarse  en  el  sillón.  Llevaba  ésta  un 
gusanillo  entre  las  patas.  Mi  amiga  la 
espantaba  a  veces,  tan  sólo  para  verla 
regresar  muy  pronto.  Díjele  que  la  avispa 
no  intentaba  picarla,  sino  que  probable- 
mente tenía  su  nido  en  alguna  grieta  del 
sillón.  Y  en  efecto,  tan  pronto  como  se 
tranquilizó,  escurrióse  el  insecto  por  una 
pequeña  abertura  al  extremo  de  uno  de  los 
brazos  de  la  silla  y  depositó  allí  su  gusano, 
volviendo  en  seguida  con  otro,  después  con 
el  tercero,  y  luego  con  el  cuarto;  y  antes  de 
que  terminara  la  tarde,  vino  trayendo  pe- 
dacitos  de  lodo  y  cerró  herméticamente  la 
abertura. 

Mi  paseo  matinal  hasta  el  bosque  de  ha- 
yas me  procura  a  menudo  ocasión  de  ad- 
quirir nuevos  conocimientos  y  contemplar 
nuevos  aspectos  de  la  naturaleza.  Esta 
mañana  vi  a  un  colibrí  bañándose  en  las 
grandes  gotas  de  rocío  depositadas  en  las 
hojas  de  un  pequeño  fresno.  Había  visto 
a  otros  pájaros  bañarse  en  el  rocío  o  las 
gotas  de  lluvia  que  quedan  entre  el  follaje, 
pero  no  sabía  que  el  colibrí  se  bañara. 

Descubrí  también  que  las  telarañas  del 
camino,  húmedas  como  se  hallaban  enton- 
ces por  la  niebla  matutina,  adquieren  tintes 
prismáticos.  Cada  red  de  telarañas  estaba 
salpicada  de  diminutas  esferas  de  rocío  y 
desplegaba  todos  los  colores  del  arco  iris. 
Observé  que  en  todas  ellas  se  reflejaba  el 
extremo  de  un  pequeñito  arco  iris;  y  avan- 
zando uno  o  dos  pasos,  descubrí  el  otro 
extremo.  Naturalmente,  en  área  tan  redu- 
cida no  podía  ver  el  arco  completo.  Estos 
fragmentos  son  tan  inaccesibles  como  el 
arco  iris  del  firmamento.  También  noté 
que  cuando  una  gota  de  rocío  suspendida 


toma  los  cambiantes  de  joya  o  despliega 
los  tintes  del  arco  iris,  sólo  es  posible  con- 
templar una  al  mismo  tiempo,  ya  se  mire 
hacia  la  derecha  o  hacia  la  izquierda.  Esto 
es  asimismo  una  reflexión  fragmentaria 
del  arco  iris.  No  debe  darse  crédito  a 
quienes  afirman  que  ven  un  gran  despliegue 
de  efectos  prismáticos  en  el  follaje  de  los 
árboles  o  en  el  césped  después  de  la  lluvia. 
Es  posible  contemplar  las  gotas  de  lluvia 
brillando  al  sol  a  semejanza  de  cuentas  de 
cristal,  pero  no  exhiben  en  conjunto  tonos 
prismáticos;  solamente  se  distinguen  en 
una  gota  por  vez  los  tintes  del  arco  iris. 
Cambiando  de  posición  es  posible  observar- 
los en  otra,  pero  nunca  se  percibe  un  gran 
despliegue  de  efectos  prismáticos  en  una 
sola  ojeada. 

EN  M I  paseo  de  la  otra  mañana  volteé 
una  piedra  en  busca  de  arañas  y  hor- 
migas. Encontré  hormigas,  en  efecto,  y 
además  dos  celdas  de  una  de  aquellas  soli- 
tarias abejas  que  cortan  hojas  para  fabricar 
sus  nidos  (género  Megachile)  y  que  los 
muchachos  llaman  "abejas  del  sudor" 
porque  acostumbran  posarse  en  las  manos 
y  brazos  húmedos  por  la  transpiración 
como  si  anduvieran  en  pos  de  sal,  que  es 
probablemente  lo  que  las  atrae.  Son  del 
tamaño  de  las  abejas  que  fabrican  la  miel, 
pero  de  color  más  claro,  y  tienen  el  abdomen 
amarillo  y  muy  flexible.  Llevan  el  polen 
en  el  abdomen  y  no  en  las  patas.  Las  cel- 
das que  encontré  eran  de  color  castaño 
verdoso,  y  semejantes  a  un  barril  en  minia- 
tura donde  estaba  encerrado  el  polen  con 
el  huevo  de  la  abeja.  Cuando  revienta  el 
huevo,  la  larva  encuentra  a  mano  su  ali- 
mento. Cada  uno  de  estos  barrilitos  esta- 
ba cubierto  en  la  parte  superior  con  una 
docena  de  trocitos  de  hojas  superpuestos, 
cortados  en  círculo  como  si  fuera  a  compás, 
y  de  tamaño  exacto  a  la  circunferencia  del 
cilindro.  Las  paredes  del  pequeño  barril 
estaban  formadas  de  pedacitos  de  hojas 
en  figura  oblonga,  como  de  un  centímetro 
de  ancho  por  centímetro  y  medio  de  largo, 
perfectamente  comprimidos  uno  contra 
otro  hasta  una  docena  de  láminas  de  es- 
pesor, y  dispuesto  el  conjunto  de  la  manera 
más  ingeniosa. 

En  mi  juventud  he  visto  a  veces  a  estas 
abejas  cortando  las  hojas  para  obtener  el 


LOS  PLACERES  DEL  NATURALISTA 


135 


material  para  sus  nidos.  Sus  mandíbulas 
trabajan  con  la  perfección  de  tijeras.  Una 
vez  que  han  cortado  sus  trocitos  oblongos 
o  circulares  los  enrollan  y  emprenden  el 
vuelo  sujetándolos  entre  sus  patas,  lie 
observado  cómo  los  transportan  y  los  in- 
troducen en  el  fondo  de  las  pequeñas  hende- 
duras de  cercas  viejas  o  de  antiguos  pos- 
tes de  madera.  Nada  sé,  sin  embargo,  con 
respecto  al  período  de  incubación. 

NO  HACE  mucho  que  publiqué  en  una 
de  las  revistas  importantes  sobre  el 
arco  iris  un  artículo  en  que  trataba  de  otro 
fenómeno  conocido  como  Micción  del  agua 
por  el  sol.  haciendo  observar  que  es  tan 
ilusorio  e  inaccesible  como  el  arco  iris.  El 
observador  se  encuentra  siempre  exacta- 
mente frente  al  centro,  esto  es,  frente  a  los 
rayos  verticales,  apareciendo  la  mitad  de  la 
reflexión  sobre  su  mano  derecha  y  la  otra 
mitad  sobre  la  izquierda,  sin  que  el  movi- 
miento en  cualquier  sentido  haga  variar  esta 
relación.  Cuando  el  sol  está  a  media  hora 
o  algo  más  de  altura  sus  rayos  se  extienden 
ampliamente  en  ángulo  muy  agudo.  Con- 
forme asciende  en  el  firmamento  los  rayos 
se  recogen,  digámoslo  así,  y  asumen  aspecto 
diferente;  pero  siempre  en  forma  de  un 
gran  abanico  abierto  en  las  cuatro  quintas 
partes  de  su  extensión,  como  sucede  cuando 
una  persona  lo  maneja.  Supongamos  un 
abanico  ordinario  de  dobleces;  amplifiqué- 
moslo  hasta  mil  seiscientos  metros  de  largo 
y  ancho  en  proporción;  e  imaginando  que 
pende  del  firmamento,  tendremos  una  idea 
bastante  aproximada  de  este  fenómeno. 
.Muchos  corresponsales, entre  ellos  estudian- 
tes universitarios  de  física,  me  escribieron 
que  estaba  engañado,  que  los  rayos  son  en 
realidad  paralelos;  citaban  el  caso  de  las 
líneas  ferroviarias  en  que,  cuando  nos  encon- 
tramos  colocados  en  situación  de  ver  una 
larga  extensión  de  rieles,  las  líneas  paralelas 
convergen  en  la  perspectiva  hasta  el  punto 
de  parecer  encontrarse.  Pero  el  punto 
débil  de  esta  explicación,  si  otro  no  hubiera, 
es  que  los  rieles,  como  cualquier  otro  sis- 
tema de  líneas  paralelas  en  la  superficie 
terrestre,  pueden  observarse  de  flanco  si 
cambia  de  posición  el  observador,  en  tanto 
que  es  imposible  encontrar  el  flanco  de  las 
líneas  que  produce  el  sol  en  la  absorción 
del  agua.     Se  mantienen  exactamente  al 


frente,  por  más  rápido  o  lejos  que  se  avance. 
¿Por  qué,  entonces,  convergen  los  extremos 
en  las  nubes  como  si  partieran  del  sol  en 
lugar  de  encontrarse  a  más  de  ciento  sesenta 
y  cinco  millones  de  kilómetros  de  distancia? 
No  lo  sé.  Me  inundaron  de  explicaciones 
basadas,  decían,  en  leyes  de  perspectiva; 
pero  olvidando  siempre  el  hecho  principal, 
estoes,  que  la  aparición  se  produce  siempre 
exactamente  al  frente  del  observador,  como 
dije  antes,  lo  mismo  que  sucede  con  el  arco 
iris.  Debe  recordarse  que  estas  líneas  se 
producen  en  la  atmósfera  en  plano  vertical 
v  no  horizontal.  Probablemente  tienen  al 
rededor  de  dos  kilómetros  de  longitud,  y  el 
olservador  se  encuentra  por  lo  general  a  dos 
kilómetros  de  distancia,  aproximadamente, 
y  bajo  la  sombra  de  las  nubes. 

Lo  grande  y  lo  pequeño  son  iguales  en  la 
naturaleza.  En  lagos  y  ríos  se  observan 
arco  iris  perfectos  producidos  por  las  di- 
minutas gotas  o  esferas  de  niebla  que  que- 
dan en  la  superficie.  En  las  mañanas  claras 
después  de  una  niebla  veo  arco  iris  en  las 
telarañas  de  los  caminos.  Cada  hilo  de  la 
red  está  salpicado  de  estas  diminutas  es- 
feras de  vapor,  semejando  cuentas  ensar- 
tadas. 

En  su  artículo  sobre  el  arco  iris  dice  Tyn- 
dall  que  una  línea  tendida  desde  el  sol 
hasta  el  punto  más  elevado  del  arco,  y 
desde  el  observador  hasta  el  mismo  punto, 
marca  siempre  un  ángulo  de  cuarenta  y  un 
grados;  hecho  que  demuestra  por  sí  solo 
cuan  inalterable  es  nuestra  relación  con 
tales  fenómenos. 

LAS  GOLONDRINAS,  al  surcar  el  aireen 
j  busca  de  insectos,  no  se  tiran  repen- 
tinamente sobre  la  presa  como  los  verda- 
deros papamoscas.  Su  abierto  pico  es  una 
especie  de  red  que  tienden  en  el  aire,  volan- 
do con  la  rapidez  de  aeroplanos.  Hace 
unascuantas  semanas,  aunque  el  airee-taba 
frío,  había  muchos  insectos  de  diáfana 
pelusilla  que  variaban  en  tamaño  desde  el 
mosquito  hasta  el  cínife,  y  se  mantenían 
cerca  de  la  tierra.  Yo  estaba  sentado  en 
una  roca  hacia  el  lado  del  sol.  mirando  cuno 
aban  los  vencejos  en  su  raudo  vuelo. 
I  no  pasó  a  tres  metros  de  distancia,  vo- 
lando en  derechura  hacia  un  insecto 
muy  visible  que  desapareció  en  su  abiertopi- 
cocon  la  rapidez  del  relámpago.     ¡Cuántos 


136 


INTER-AMÉRICA 


centenares  o  cuántos  millares  de  insectos 
devorarán  así  diariamente  los  papamos- 
cas!  ¡Y  qué  número  tan  enorme  de  insec- 
tos consumirán  en  el  transcurso  de  una  es- 
tación las  moscaretas,  currucas  y  demás 
aves  que  hacen  de  ellos  su  alimento  princi- 
pal! La  State  Agricultural  Society  of 
Kansas  estima  que  el  número  de  pájaros 
asciende  a  doscientos  cincuenta  y  seis 
millones  en  aquel  estado,  cálculo  que  proba- 
blemente no  es  exagerado;  pero  sí  lo  es  el 
que  destruyan  anualmente  quinientos  se- 
tenta y  seis  millones  de  libras  de  insectos. 
Por  lo  menos  la  mitad  de  los  pobladores 
alados  se  alimenta  de  semillas,  lo  cual  reba- 
jaría la  proporción  a  doscientos  ochenta 
millones  de  libras  aproximadamente.  La 
otra  mitad,  las  moscaretas,  currucas,  pájaro- 
moscas  y  demás,  permanecen  en  estas  re- 
giones tan  sólo  una  tercera  parte  del  año,  lo 
cual  disminuiría  otra  vez  en  gran  escala  la 
proporción.  Doscientos  millones  de  libras 
sería  un  cálculo  bastante  liberal,  y  que  re- 
duciría, sin  embargo,  los  supuestos  cua- 
trocientos ochenta  trenes  de  cincuenta 
vagones,  o  sea  veinticuatro  mil  vagones 
conteniendo  veinticuatro  mil  libras  cada 
uno,  a  mucho  menos  de  la  mitad  del  nú- 
mero indicado.  Con  todo,  aun  así  salvarían 
los  pájaros  anualmente  muchos  millones  de 
dólares  a  los  agricultores  de  Kansas. 

APENAS  si  se  sospecha  cómo  hierven 
k  de  vida  las  selvas  y  las  orillas  de  los 
caminos.  Vemos  muy  poco  de  esta  vida  a 
menos  que  nos  detengamos  a  observar  y 
esperar.  Las  criaturas  silvestres  usan  de 
mucha  cautela  para  revelarse:  sus  enemigos 
están  siempre  al  acecho.  Durante  la  noche 
ciertos  bosques  están  llenos  de  ligeras  ar- 
dillas que  nunca  se  dejan  ver  de  día,  salvo 
algún  incidente  inesperado.  Además,  hay 
muchos  merodeadores  nocturnos:  mofetas, 
zorros,  coatíes,  visones  y  hubos;  sí,  buhos 
y  ratones. 

Muy  rara  vez  se  ve  a  los  ratones  silves- 
tres. Sólo  en  una  ocasión  he  sorprendido 
al  pequeño  y  astuto  topo,  a  pesar  de  que 
sé  que  es  muy  activo  por  la  noche.  Cierta 
vez  armé  en  el  bosque  una  trampa  de  las 
llamadas  "de  ilusión,"  cerca  de  unas  rocas 
donde  no  tenía  el  menor  motivo  de  sospe- 
char que  hubiera  más  ratones  que  en  cual- 
quier otro  lado;  y  dos  días  después  encontré 


la  trampa  literalmente  atestada  de  estos 
roedores,  media  docena  por  lo  menos. 

Cuando  se  levanta  una  piedra  en  el  cam- 
po puede  observarse  la  consternación  que 
cunde  entre  los  pequeños  seres  que  se  en- 
cuentran debajo — hormigas,  babosas,  es- 
carabajos, gusanos,  arañas — resistiéndose 
todos  a  la  luz  del  día,  no  porque  sean  dañi- 
nos, sino  simplemente  obedeciendo  al  ins- 
tinto de  conservación.  Mientras  escribo 
estas  líneas  una  ardilla  roja,  que  tiene  su 
nido  en  la  pequeña  eminencia  al  borde  del 
camino,  está  muy  atareada  almacenando 
las  grosellas  en  sazón  que  maduran  entre  la 
maleza  a  pocos  metros  de  distancia.  Por 
cierto  que  las  grosellas  fermentarán  y  se 
pudrirán,  pero  esto  no  la  preocupa:  siempre 
quedarán  las  semillas  que  es  lo  que  consti- 
tuye su  alimento.  A  principios  de  verano, 
cuando  aun  no  han  madurado  las  nueces 
ni  los  granos,  las  dificultades  para  la  sub- 
sistencia son  grandes  entre  los  pequeños 
roedores,  que  se  ven  obligados  a  recurrir  a 
toda  clase  de  expedientes. 

CON  respecto  a  esta  plenitud  de  vida  en 
los  rincones  escondidos  de  la  natura- 
leza dice  Darwin  del  globo  en  conjunto: 

Por  más  que  se  afirme  que  el  mundo  es  in- 
habitable, ya  sea  en  los  lagos  salados  o  en  los 
lagos  subterráneos,  bajo  las  montañas  volcánicas 
o  en  los  calientes  manantiales  de  agua  mineral, 
en  la  ancha  extensión  y  profundidad  del  océano, 
en  las  regiones  superiores  de  la  atmósfera,  y  aun 
en  las  superficies  cubiertas  de  nieve  perpetua, 
en  todas  partes  se  encuentran  seres  orgánicos. 

Jamás  ha  habido  amante  alguno  de  his- 
toria natural  tan  ardiente  como  Darwin. 
Escudriñaba  el  gran  documento  biológico 
del  globo  como  nadie  lo  había  hecho  en 
épocas  anteriores.  Durante  el  viaje  del 
Beagle1  no  se  economizaba  penalidades  con 
tal  de  aumentar  su  caudal  de  conocimientos. 
Abandonando  las  comodidades  del  buque, 
mientras  a  bordo  levantaban  planos,  hacía 
excursiones  de  centenares  de  kilómetros  a 
lomo  de  muía,   internándose  en  regiones 


1  Buque  en  que  Darwin  emprendió  viaje  para  llevar 
a  cabo  sus  exploraciones  de  naturalista.  Era  un  barco 
de  doscientas  treinta  y  cinco  toneladas,  al  mando  del 
capitán  Fítzroy.  Zarpó  el  27  de  diciembre  de  1831, 
regresando  el  2  de  octubre  de  1 836.  Anteriormente  se 
había  enviado  este  mismo  buque  a  levantar  planos  en 
la  costa  de  la  América  del  Sur. — La  Redacción. 


LOS  PLACERES  DEL  NATURALISTA 


«37 


ásperas  y  peligrosas  con  el  objeto  de  acumu- 
lar nuevas  observaciones.  Con  un  poco  de 
hierba  y  agua  para  su  montura,  y  geología 
o  botánica  o  zoología  o  antropología  para 
él,  conceptuábase  el  hombre  más  feliz  del 
mundo.  En  las  grandes  altitudes  de  los 
Andes  se  sufre  a  causa  de  la  rarefacción 
del  aire  cierta  angustia  de  la  respiración 
que  los  naturales  llaman  "soroche,"  y  para 
combatir  la  cual  acostumbran  comer  ce- 
bollas. Darwin  decía,  guiñando  el  ojo: 
"  En  cuanto  a  mí,  nada  me  sienta  mejor  que 
las  conchas  fósiles." 

Su  viaje  en  el  Bcagle  es  una  revista  com- 
pleta de  la  ciencia  de  la  historia  natural. 
Nunca  hasta  entonces  se  había  escudriñado 
y  pasado  así  por  la  criba  una  región  en  bus- 
ca de  hechos  biológicos.  En  lagos  y  ríos, 
en  bosques  y  pantanos,  por  doquiera,  pene- 
traban sus  ojos  insaciables.  Las  obras  de 
Darwin  se  leen  y  vuelven  a  leer  con  pro- 
pósitos diversos.  Si  uno  se  interesa  en 
insectos,  busca  este  tema  en  sus  libros;  si 
en  aves,  allí  se  acude  en  pos  de  conocimien- 
tos; si  en  mamíferos,  en  fósiles,  en  volcanes, 
en  antropología,  se  lee  a  Darwin  encon- 
trando amplia  información  sobre  cualquiera 
de  estas  materias.  Recientemente,  estaba 
yo  preocupado  con  el  problema  del  alto 
vuelo  circular  del  cóndor,  y  volví  a  leer  sus 
obras ;  por  supuesto,  Darwin  había  asimismo 
estudiado  y  dominado  el  tema.  Si  está  uno 
interesado  en  saber  si  los  característicos  ras- 
gos biológicos  de  los  continentes  de  la 
América  del  Norte  y  la  América  del  Sur  son 
similares  o  desemejantes,  encuentra  allí  lo 
que  desea  saber.  Se  enterará  de  que  las  di- 
versas clases  de  luciérnagas  y  gusanos  de  luz 
de  la  América  del  Sur  son  las  mismas  que 
existen  en  la  América  del  Norte;  que  cuando 
se  pone  boca  arriba  al  escarabajo,  salta  en  el 
aire  y  da  la  vuelta  sobre  sí  mismo  cayendo 
sobre  sus  patas,  de  igual  manera  que  lo 
hacen  los  ejemplares  conocidos  de  nuestras 
especies;  que  los  hongos  obscenos, o  Pballus, 
infestan  los  bosques  tropicales  como  espe- 
cies análogas  infestan  nuestros  prados  y 
dehesas;  y  que  las  avispas  albañilas  (Pcl<>- 
pccus,  lanatus)  acarrean  a  su  arcilloso  nido 
arañas  semimuertas  para  alimento  de  sin 
larvas,  lo  mismo  que  en  la  América  del 
Norte.  Naturalmente  hay  nuevas  especies 
de  vida  animal  y  vegetal,  pero  no  en  gran 
abundancia.     Darwin    tiene    siempre    en 


cuenta  la  influencia  del  modio  en  la  modifi- 
cación de  las  especies. 

'L  NATURALISTA  puede  darse  por 

'j  satisfecho  con  un  día  de  pequeños 
descubrimientos.  Si  llega  a  descifrar  si- 
quiera una  palabra,  así  sea  de  una  sílaba, 
en  el  gran  libro  de  la  naturaleza,  adelantará 
sus  conocimientos  en  gran  manera.  Yo 
descifré  una  de  estas  palabras  la  otra  ma- 
ñana observando  que  las  marcas  de  un 
tierno  pero  completamente  emplumado 
pinzón  de  las  nieves  {Janeo  biemalis)  eran 
semejantes  a  las  del  gorrión  vespertino.  En 
los  pájaros  tiernos  se  ostentan  siempre  por 
breve  período  las  marcas  distintivas  de  las 
aves  de  la  familia  de  que  son  originarios. 
Así  nuestros  petirrojos  tienen  el  pecho  man- 
chado revelando  su  parentesco  con  el  zorzal, 
y  el  pinzón  de  las  nieves  descubre  en  las 
rayas  del  pecho  y  dorso,  y  en  las  blancas 
plumas  laterales  de  su  cola,  la  analogía  de 
familia  con  el  pinzón  corriente  o  gorrión 
vespertino.  El  tono  pizarra  hace  des- 
aparecer pronto  la  mayor  parte  de  estos 
signos,  permaneciendo,  sin  embargo,  las 
blancas  plumas  de  la  cola.  El  gorrión 
vespertino  no  sigue  los  hábitos  de  anidar 
de  sus  antecesores.  Hace  su  nido  en  el 
suelo,  a  campo  abierto;  pero  el  pinzón  de 
las  nieves  elige  alguna  eminencia  musgosa 
o  montecillo  a  orillas  del  camino,  constru- 
yéndose un  artístico  nido  de  hierba  seca  y 
de  fibras  tan  bien  disimulado  que  el  transe- 
únte rara  vez  llega  a  descubrirlo. 

Descifré  otra  pequeña  palabra  acerca 
de  ciertas  rocas  de  las  montañas  Cátskill, 
mi  comarca  natal,  al  encontrar  cierta  clase 
de  piedra  arenisca,  lisa,  gris  azulada,  que, 
cuando  se  parte  con  ayuda  de  punzones  de 
acero  y  un  gran  martillo,  o  se  hace  estallar 
con  dinamita,  presenta  a  la  vista,  en  vez 
de  la  uris  y  pulida  superficie,  una  capa  roja 
que  parece  una  especie  de  fango  esmaltado 
o  sometido  a  un  proceso  de  electrotipia. 
Aparentemente  data  desde  los  primeros 
días  fangosos  de  la  creación.  Tengo  una 
de  estas  piedras  en  el  dintel  de  la  puerta  de 
entrada  en  Wóodchuck  Lodge;  y  es  diver- 
tido observar  cómo  la  atacan  con  jabón  y 

ia  caliente  los  barrenderos  y  limpiadores 
de  umbrale^  sin  que  sus  esfuerzos  obtengan 
la  menor  recompensa.  En  ninguna  otra 
parte  he  encontrado  rocas  cubiertas  así  del 


1 38 


ÍNTER-AMÉRICA 


lodo  primitivo.  La  formación  de  agua  dulce 
de  las  rocas  de  las  montañas  Cátskill  explica 
en  cierto  modo  esta  circunstancia. 

TODO  el  mundo  se  interesa  en  los  cam- 
bios de  temperatura,  pero  el  natura- 
lista los  observa  con  el  objeto  de  descubrir 
algo  de  las  leyes  a  que  obedecen.  En 
cierta  estación  me  conquisté  fama  de  pro- 
feta del  tiempo  anunciando  que  el  primer 
día  de  diciembre  haría  un  frío  muy  intenso. 
Era  muy  fácil  predecirlo.  Había  visto  en 
Detroit  un  pájaro  del  lejano  norte,  ave  que 
jamás  había  contemplado  hasta  entonces: 
el  picotero  o  Ampelis.  Se  cría  en  el  círculo 
ártico,  y  es  común  a  ambos  hemisferios. 
Pensé  entonces  que  si  los  pájaros  árticos 
descendían  hacia  el  sur,  era  indudable 
que  venía  tras  ellos  una  onda  fría.  Y  así 
sucedió  efectivamente. 

Cuando  no  hay  pájaros  que  auguren  el 
carácter  probable  del  próximo  invierno,  ¿en 
qué  signos  se  puede  confiar?  En  éstos: 
cuando  se  presentan  en  diciembre  cambios 
súbitos  y  violentos  de  frío  y  de  calor  en  la 
temperatura,  el  invierno  será  interrumpido: 
no  habrá  frío  continuado.  He  dicho  en 
alguna  otra  parte  que  el  zumbido  de  abejas 
en  diciembre  es  el  réquiem  del  invierno; 
pero  cuando  la  estación  sigue  un  curso 
regular,  aumentando  el  frío  paulatina  y 
constantemente  en  noviembre  y  diciembre 
sin  precipitaciones  ni  violencias,  entonces 
hay  que  prepararse  para  un  bonito  invierno. 

En  cuanto  a  la  humedad  o  sequía  del 
verano,  es  fácil  guiarse  por  las  lluvias  de  la 
costa  del  Pacífico:  si  son  escasas  en  la  costa 
occidental,  ello  significa  que  habrá  exceso 
en  la  oriental.  Durante  los  cuatro  o  cinco 
años  recientes  escasearon  las  lluvias  a  tal 
punto  en  California  que  se  dejaba  sentir 
inquietud  general  por  la  diminución  con- 
tinuada de  la  provisión  de  agua  en  diques 
y  represas;  y  todos  los  lugares  que  conozco 
de  Nueva  York  y  Nueva  Inglaterra  tuvie- 
ron estaciones  muy  lluviosas  de  verano, 
inundaciones  a  mediados  de  estación,  y 
fuentes  y  manantiales  rebosantes  en  todo 
el  tiempo,  siendo  las  sequías  pasajeras  y 
locales. 

Acostumbramos  decir:  "tan  variable 
como  el  tiempo,"  aun  cuando  las  leyes 
meteorológicas  son  bastante  definidas.  To- 
dos los  signos  fallan  en  la  sequía,  como 


fallan  asimismo  en  las  estaciones  lluviosas. 
A  veces  el  viento  sur  no  trae  lluvia,  y  otras 
el  viento  norte  y  el  noroeste  aportan  gran- 
des chubascos.  La  complejidad  de  condi- 
ciones en  un  área  continental  de  ríos  y  lagos 
y  cadenas  de  montañas  es  demasiado  vasta 
para  pretender  descifrarla:  es  inherente  a 
la  naturaleza  de  las  cosas.  Es  una  de  las 
fuerzas  y  potencialidades  que  existen  en 
la  materia.     No  podemos  penetrarla. 

PARÉCEME  razonamiento  erróneo  la 
comparación  que  usa  Wílliam  James 
en  sus  conferencias  sobre  la  inmortalidad 
humana.  El  cerebro,  admite,  es  el  órgano 
del  pensamiento;  pero  el  pensamiento, 
afirma,  tiene  únicamente  con  el  cerebro  la 
relación  que  tienen  los  alambres  con  la 
corriente  eléctrica  de  que  son  transmisores, 
o  la  que  un  tubo  de  cañería  tiene  con  res- 
pecto al  agua  que  transporta. 

Ahora  bien:  la  fuente  de  donde  emana  la 
corriente  eléctrica  es  ajena  al  alambre  que 
la  transmite,  y  sólo  puede  tener  una  rela- 
ción fugitiva  con  el  material  exterior  a 
través  del  cual  funciona.  Mas,  por  redu- 
cidos que  sean  nuestros  conocimientos, 
sabemos  que  el  espíritu  o  intelecto  humano 
es  parte  integrante  del  cuerpo  del  individuo, 
se  origina  en  el  cerebro  y  en  el  sistema  ner- 
vioso; de  donde  se  deduce  que  el  pensa- 
miento y  el  órgano  por  intermedio  del  cual 
se  manifiesta  son  uno  en  esencia. 

La  analogía  del  cerebro  con  la  batería 
eléctrica  o  con  el  dinamo  donde  se  origina 
la  corriente  es  la  única  lógica  y  aceptable. 

Máeterlinck  lo  expresa  sabiamente  cuan- 
do dice: 

El  insecto  no  pertenece  a  nuestro  mundo. 
Los  demás  animales,  aun  las  plantas,  a  pesar 
de  su  vida  muda  y  de  los  grandes  secretos  que 
atesoran,  no  parecen  del  todo  ajenos  a  la  hu- 
manidad. A  despecho  de  todo,  sentimos  una 
especie  de  fraternidad  terrestre  con  ellos.  .  .  j¡ . 
En  el  insecto  hay  algo,  por  otra  parte,  que  no 
pertenece  a  las  costumbres,[la  ética,  la  psicología, 
de  nuestro  globo.  Casi  se  siente  uno  tentado 
de  decir  que  los  insectos  vienen  de  otro  planeta 
más  monstruoso,  más  enérgico,  más  insensato, 
más  atroz,  más  infernal,  que  el  nuestro. 

Ciertamente  más  cruel  y  monstruoso 
que  el  nuestro.  Entre  las  arañas,  por  ejem- 
plo, la  hembra  devora  al  macho  y  a  menudo 
a  su  propia  prole.     El  escorpión  procede 


LOS  PLACERES  DEL  NATURALISTA 


139 


de  idéntica  manera.  No  sé  que  suceda 
nada  semejante  entre  los  animales  terrestres 
fuera  del  mundo  de  los  insectos. 

Los  insectos  viven,  a  la  verdad,  en  una 
tierra  maravillosa  de  que  apenas  tenemos 
concepción.  Todas  nuestras  facultades 
existen  en  proporción  inmensamente  exa- 
gerada entre  aquellos  pequeños  seres.  Sus 
facultades  les  permiten  conocer  la  íntima 
constitución  molecular  de  la  materia  con 
mucho  mayor  exactitud  de  lo  que  nos  es 
posible  a  los  hombres  a  favor  de  nuestros 
groseros  análisis  químicos.  El  mundo 
está  agitado  por  vibraciones  toscas  y  deli- 
cadas de  las  cuales  nuestros  sentidos  pue- 
den percibir  solamente  las  más  lentas. 
Si  exceden  de  tres  mil  por  segundo  son  de- 
masiado agudas  para  nuestros  oídos.  El 
tambor  y  tubos  auriculares  de  los  insectos 
son  extremadamente  finos.  Aquello  que 
para  nosotros  es  un  ruido  continuo,  para 
ellos  es  una  serie  de  golpes  separados.  El 
oído  humano  comienza  a  sentir  los  golpes 
como  rumor  continuado  cuando  ascienden 
aproximadamente  a  treinta  por  segundo. 
La  mosca  casera  tiene  cuatro  mil  lentes 
ópticos  por  término  medio;  la  mariposa  de 
berza  (Pieris)  y  la  libélula,  diecisiete  mil 
más  o  menos;  y  ciertas  especies  de  insectos 
poseen  hasta  veinticinco  mil.  Apenas  po- 
demos concebir  el  agitado  mundo  en  que 
viven  los  insectos,  vibrante  y  penetrante 
a  extremo  tal  que  nos  enloquecería.  Si 
poseyéramos  igual  visión  microscópica, 
¡cuánto  cambiaría  el  aspecto  del  mundo! 
Venamos  una  bocanada  de  humo  como  una 
bandada  de  pequeñas  mariposas  azules, 
y  el  zumbido  de  un  mosquito  resonaría  en 
nuestros  oídos  como  el  vibrante  son  de  una 
trompeta.  De  otro  lado,  mucho  de  lo  que 
nos  molesta  puede  escapar  a  los  insectos, 
porque  sus  sentidos  son  demasiado  finos 
para  percibirlo.  Es  indudable  que  ellos 
no  escuchan  el  retumbar  del  trueno  ni  sien- 
ten el  rumor  del  terremoto. 

Los  insectos  son,  por  varias  razones,  mu- 
cho más  sensibles  que  nosotros  al  frío  y  al 
calor.  El  número  de  ondas  etéreas  que  nos 
da  la  sensación  del  calor  es  de  tres  o  cuatro 
millones  de  millones  por  segundo.  II 
número  de  vibraciones  requeridas  para 
producir  la  luz  roja  se  estima  en  cuatro- 
cientos setento  y  cuatro  millones  de  millo- 
nes por  segundo;  y  de  seiscientos  noventa 


y  nueve  millones  de  millones  por  segundo 
para  producir  la  luz  violada.  Ño  hay  duda 
de  que  los  insectos  reaccionan  de  acuerdo 
con  todos  estos  diferentes  grados  de  vibra- 
ción. Aquellos  maravillosos  instrumentos 
llamados  antenas  parecen  ponerlos  en 
contacto  con  un  mundo  del  cual  los 
hombres  nos  hallamos  enteramente  incons- 
cientes. 

LA  VIDA  se  ha  comparado  a  muchas 
é  cosas:  a  un  viaje,  con  sus  tempestades 
y  corrientes  adversas  y  al  cabo  su  abrigado 
puerto;  al  día,  con  su  mañana,  tarde  y 
noche;  a  las  estaciones,  con  su  primavera, 
verano,  otoño  e  invierno;  a  una  partida  de 
juego,  una  escuela,  una  batalla. 

En  una  de  sus  arengas  a  los  obreros  com- 
paraba Húxley  la  vida  a  una  partida  de 
ajedrez.  Necesitamos  aprender  los  nom- 
bres, el  valor  y  el  movimiento  de  cada 
pieza,  y  todas  las  reglas  del  juego,  si  quere- 
mos ganar  la  partida.  El  mundo  es  el 
tablero,  las  piezas  son  los  fenómenos  del 
universo,  las  reglas  del  juego  son  lo  que 
llamamos  leyes  naturales.  Pero  es  dud< 
que  esta  comparación  haya  sido  feliz.  La 
vida  no  es  una  partida  de  juego  en  el  sentido 
de  que  no  es  una  diversión  ni  un  pasatiempo 
ni  un  torneo  para  derrotar  a  un  contendor, 
salvo  en  episodios  aislados  e  incidentales. 
El  dominio  del  ajedrez  no  servirá  de  mu- 
cho para  dominar  la  vida.  La  vida  es  una 
tarea  diaria,  una  lucha  en  la  cual  las  fuerzas 
que  entran  en  juego  por  ambos  lados  son 
mucho  más  variadas  e  intangibles  que  las 
del  tablero  de  ajedrez.  La  vida  es  coopera- 
ción con  otras  vidas.  Se  triunfa  ayudando 
a  otros  a  triunfar.  Imagino  que  los  nego- 
cios tienen  más  semejanza  que  la  vida  con 
los  incidentes  de  una  partida  de  jueuo:  la 
ganancia  significa  a  menudo  la  pérdida  de 
otro,  y  se  procura  con  toda  deliberación 
sobrepasar  a  rivales  y  competidores;  pero 
en  la  vida  sana  y  normal  hay  muy  poca 
analogía  con  partida  de  juego  alguna. 

I  "dos  necesitamos  dinero  o  su  equiva- 
lente. Existen  tres  grandes  factores:  el 
dinero,  la  producción  y  el  trabajo;  siendo  el 
trabajo  el  más  poderoso  de  los  tres.  1.1 
trabajo  es  la  suma  de  todos  los  valores. 
1  1  valor  de  las  cosas  está  en  armonía  con 
la  labor  que  requieren  para  su  producción 
y  <  >btención.     Si  hubiera  oro  en  abundancia 


i4o  ÍNTER-AMÉRICA 

y  la  plata  fuera  escasa,  este  último  metal  alimenta  de  hierbas  y  raíces,  y  se  mantiene 

sería  el  más  precioso.     Los  hombres  que  oculto  bajo  la  tierra  durante  el  día,  aprove- 

manejan  la  azada  y  el  arado,  y  los  que  tra-  chando  de  salir  de  sus  escondrijos  y  aguje- 

bajan  en  las  minas  de  hierro  y  de  carbón  ros  cuando  cae  espesa  nevada  para  gozar 

cuentan  en  primera  línea.     Estos  hombres  alegres  días  de  ocio  y  libertad  debajo  de 

arrancan  a  la  naturaleza  aquello  que  todos  la  nieve,  a  salvo  de  gatos,  zorros,  buhos  y 

necesitamos,  cosas  que  no  se  encuentran  en  halcones.     La  vida  se  convierte  entonces 

poder  ni  bajo  la  custodia  de  nadie  que  pro-  en  una  especie  de  picnic  para  el  ratón  del 

cura  mantenerlas  fuera  de  nuestro  alcance  o  campo.     Construye    nuevos    nidos    en    la 

arrebatarnos   nuestras   capacidades   y   re-  superficie  del  terreno,  abre  nuevas  sendas, 

cursos.  y  se  solaza  con  gran  recogijo  al  parecer. 

El  símil  del  ajedrez  tiene  únicamente  La  nieve  es  su  protección.     Descorteza  los 

valor  retórico.     Los  obreros  de   Londres  árboles  a  su  gusto.     Cuando  desaparece  la 

a  quienes  se  dirigió  Húxley  buscarían  en  nieve  terminan  las  fiestas  invernales,  y  se 

vano  en  sus  problemas  de  la  vida  algo  que  retira  a  sus  escondrijos  dentro  de  la  tierra 

se  asemejara  a  una  partida  de  ajedrez,  o  y  debajo  de  las  chatas  piedras,  viviendo  de 

alguna    idea   aprovechable    por   analogía,  nuevo  en  continua  alarma. 
Con    toda   probabilidad   eran    mecánicos, 

comerciantes,  artesanos,  carreteros,  lanche-  O  ENTADO  en  mi  pórtico  la  primavera 
ros,  pintores  o  cosa  por  el  estilo,  y  cono-  O  pasada,  envuelto  en  mantas,  y  conva- 
cían por  propia  experiencia  las  fuerzas  leciente  de  una  ligera  indisposición,  me 
contra  las  cuales  habían  de  luchar.  Pero,  hallaba  en  estado  de  ánimo  apropiado  para 
¿cuántos  de  los  triunfadores  en  la  vida  po-  interesarme  en  los  aspectos  diarios  que  la 
seen  conocimiento  práctico  de  las  fuerzas  y  naturaleza  desplegaba  ante  mis  ojos:  las 
condiciones  que  deben  afrontar,  semejante  lilas  blancas  y  violadas,  las  hojas  de  arce 
al  que  poseen  los  jugadores  de  ajedrez  casi  en  pleno  desarrollo,  las  pendientes 
acerca  de  los  peones  y  caballos  y  alfiles  y  franjas  de  los  amarillentos  renuevos  de  los 
reyes  y  reinas  del  tablero?  castaños  y  robles,  los  verdes  vastagos  de 

Húxley  era  casi   siempre  emocional   y  las  parras,  y  todo  lo  demás.     Esto  era  úni- 

convincente,  sin  embargo,  y  usaba  imáge-  camente  el  marco  o  fondo  de  la  vida  silves- 

nes  de  lógica  más  poderosa  que  las  que  tre  que  hervía  en  derredor, 
emplean  muchos  escritores.  Los  pájaros  son  como  chiquillos  que  se 

La  vida  puede  compararse  con  más  exac-  asoman  a  mirarme  furtivamente  o  se  que- 

titud  a  un  río  que  brota  en  una  montaña  o  dan  contemplándome  con  curiosidad  entre 

en  un  manantial  de  la  ladera,  con  su  espu-  el  follaje  de  este  gran  templo  de  árboles, 

mosa,  brillante  y  rumorosa  juventud,  con  Hay  reyezuelos,  petirrojos,  pájaros  azules, 

su  volumen  mayor,  reposado  y  poderoso  tordos,  Silvias,  y  a  veces  otros  visitantes  de 

más  tarde,  y  luego  con  el  movimeinto  plá-  especies  más   raras.     Pocos  días  ha  una 

cido  y  sereno  de  su  curso  hacia  el  mar.  curruca  se  asomó  de  pronto  por  el  suelo  a  la 

¡  Bendita  sea  la  vida  que  se  purifica  constan-  vuelta  de  la  casa,  y  avanzó  hasta  las  gradas 

temente  como  las  aguas  corrientes;  que  se  del   vestíbulo  mirándome   atrevidamente, 

presta  a  nobles  usos,  sin  salirse  nunca  de  Cuando  me  levanté  para  echar  una  ojeada 

madre  ni  convertirse  en  fuerza  destructora!  sobre  la  verja,  el  pájaro  había  desaparecido. 

Luego  vino   una   curruca   manchada   del 


-s>v 


EN  DÍAS  pasados  recibí  una  carta  de  Canadá,  deslizándose  entre  los  arbustos  de 

cierto  individuo   que   deseaba   saber  lilas  y  arbolillos  de  jeringuilla,  y  quedó  con- 

por  qué   los   ratones   campesinos   roen   y  templándome  de  hito  en  hito.     La  curruca 

descortezan  los  manzanos  cuando  una  es-  macho  del  este  apareció  entre  las  siempre- 

pesa  capa  de  nieve  cubre  la  tierra.     ¿Era  vivas  del  tejado  de  la  casa  de  piedra,  pero 

acaso  porque  encontraban  difícil  atravesar  no  se  dejó  ver  por  acá  en  "  El  Nido."     La 

la  nieve  gruesa  y  helada  para  salir  a  la  hembra  se  acercó  varias  veces  al  sendero  de 

superficie  en   busca  de  semillas  para   su  cascajo,   próximo  al    sitio   donde   yo   me 

alimento?     Parecía  ignorar  que  el  ratón  hallaba,  evidentemente  en  busca  de  ma- 

campesino  no  vive  de  semillas  sino  que  se  terial  para  comenzar  la  fabricación  de  su 


LA  PLACERES  DEL  NATURALISTA 


141 


nido;  en  tanto  que  la  hembra  del  reyezuelo,  vestíbulo  el  canto  del  tordo  de  dorso 
el  incontenible  reyezuelo,  aparecía  y  des-  verdoso  entre  los  arbustos  y  matorrales  de 
aparecía  cada  cinco  minutos  muy  atareada  grosellas  a  pocos  pasos  de  distancia.  Inme- 
acarreando  material  al  cajón  cololocado  en  diatamente  me  sentí  transportado  a  las 
la  esquina  del  pórtico.  ¡  Cuan  vehemente  y  profundas  selvas  v  arroyos  de  mis  monta- 
dedicada  avecilla!  Y  ¡cómo  palpita  el  ñas  natales.  Oía  el  murmurio  del  agua  y 
macho  y  vibra  en  la  plenitud  del  canto!  sentía  la  agreste  frescura  de  aquellos  re- 
Ayer  apareció  un  intruso.  Macho  o  hem-  tiros:  ¡tal  es  la  magia  de  la  asociación  de 
bra,  volaba  hasta  el  cajón  como  a  hurta-  recuerdos!  Pocos  momentos  antes  una 
dillas,  revoloteaba  sobre  la  cubierta,  y  se  oropéndola  macho  de  garganta  amarilla 
detenía  para  observar  si  la  costa  estaba  li-  había  lanzado  su  aguda  nota  desde  el  arce 


bre.  Procedía  como  si  él  mismo  com- 
prendiera que  era  un  intruso.  Rápido  como 
un  relámpago  brotó  un  manojo  de  plumas 
castañas  desde  las  ramas  de  un  arce  a  nueve 
metros  de  distancia,  y  el  propietario  del  ca- 
jón se  le  echó  encima.  Él  intruso  no  se  de- 
tuvo a  discutir;  escapó  precipitadamente, 
perseguido  muy  de  cerca.     No  olvidaré  el 


cercano,  mientras  la  hembra  con  su  insis- 
tente arrullo  contribuía  a  los  sonidos  des- 
agradables. No  me  gusta  la  oropéndola; 
no  tiene  notas  musicales,  y  en  tiempo  de 
vendimia  su  pico  está  siempre  rojo  o  vio- 
lado con  la  sangre  de  las  uvas. 

Con  todo,  la  mayor  parte  de  estos  peque- 
ños seres  me  hacen  feliz  y  ponen  un  nuevo 


par  de  tordos  que  estaban  fabricando  su  rayo  de  sol  en  los  luminosos  días  de  mayo. 

nido  en  un  arce  situado  más  o  menos  a  No  podré  olvidar  fácilmente  la  visión  de 

quince  metros  de  distancia.     ¡  Cómo  me  de-  aquella  curruca  de  especie  rara  asomándose 

leita  verlos  removerse  en  el  suelo,  con  sus  para    mirarme    y    desvaneciéndose    luego 

graciosos  movimientos  que  son  música  para  detrás  de  la  esquina  del  pórtico  como  una 

la  vista!     Las  plumas  de  la  cabeza  y  cuello  pequeña  hada, 
del  macho  resplandecen,  y  hay  algo  de  viril  Para  interesarse  así  por  las  aves  no  es 


y  elegante  en  su  manchado  pecho. 

Un  par  de  pájaros  burlones  tiene  su 
nido  en  los  matorrales  de  berberís  al  extre- 
mo sur  de  la  casa,  y  se  les  ve  a  todas  horas. 
Pero  cuando  el  nido  esté  terminado,  y  co- 
mience  la   incubación   de   los   huevos,   se 


suficiente  estudiarlas  en  forma  científica. 
Es  necesario  vivir  entre  ellas,  tener  relacio- 
nes diarias  con  los  pájaros,  por  decirlo  así, 
y  cultivarlas  durante  estaciones  sucesivas. 
Entonces,  cuando  vienen  a  posarse  cerca 
de  vuestra  morada  o  campamento,  cuando 


mantendrán  alejados  de  la  vista  del  público  las  encontráis  yendo  de  paseo,   llegan   a 

tanto  como  les  sea  posible.     Se  retirarán  de  convertirse  en  parte  integrante  de  la  vida, 

la  escena,  ocultándose  tras  de  bastidores.  y  dan  tono  y  colorido  a  los  días  de  la  exis- 

Cierto  día  escuché  desde  mi  asiento  en  el  tencia. 


LA  DOCTRINA  DE  MONROE  COMO 
INTELIGENCIA  CONTINENTAL1 


POR 

julius    KLEIN 

La  conflagración  reciente  del  Viejo  Mundo  ha  dado  a  las  repúblicas  sudamericanas  el  primer  con- 
cepto real  de  su  capacidad  para  el  propio  engrandecimiento  y  para  la  cooperación  continental  en  sus 
fases  sociales  y  económicas,  dice  el  autor.  En  efecto,  aisladas  en  sentido  económico  del  continente  euro- 
peo, las  naciones  de  la  América  del  Sur  han  estrechado  en  forma  notable  sus  relaciones  recíprocas.  In- 
dicios significativos,  que  el  autor  de  este  artículo  pone  de  relieve,  manifiestan  la  tendencia  hacia  una 
reorganización  de  la  situación  internacional  hispanoamericana.  A  juicio  del  escritor,  este  acercamiento 
ejercerá  influencia  profunda  y  favorable  sobre  el  prestigio  de  la  doctrina  de  Monroe.  A  principios  de 
1920,  el  presidente  Brum  del  Uruguay  propuso  una  liga  americana  que,  colocando  a  igual  nivel  a  todas  las 
naciones  del  continente,  defendiera  a  todas  y  cada  una  de  ellas  contra  la  posible  amenaza  de  su  integridad 
teiritorial,  ya  fuera  de  parte  de  Europa  o  de  cualquiera  de  los  gobiernos  americanos;  y  el  ex  presidente 
Taft,  en  su  memorándum  al  presidente  Wilson  sobre  el  artículo  X  de  la  liga  de  naciones,  revelaba  ya  la 
tendencia  al  principio  mencionado,  que  no  es  sino  aplicación  pura  y  simple  de  la  doctrina  de  Monroe. 
Es  posible  que  el  anhelo  de  librar  al  continente  americano  de  la  amenaza  del  bolchevismo  ruso  y  de  los 
males  que  éste  acarrea  consigo  sea  uno  de  los  factores  que  contribuya  con  más  eficacia  a  la  consolidación 
de  América  sobre  la  base  de  un  principio  nuevo  y  liberal.  Avanzamos  indudablemente  a  un  período  de  la 
historia  en  que  la  buena  inteligencia  continental,  manifestándose  quizá  en  mayor  grado  en  el  sentido  eco- 
nómico, pero  extendiendo  su  influencia  a  la  esfera  política  y  diplomática,  asumirá  trascendentales  pro- 
yecciones.— LA  REDACCIÓN. 


N^O  ES  el  propósito  del  presente 
artículo  aventurarnos  en  una 
nueva  discusión  del  problema, 
ya  tan  discutido,  de  las  relacio- 
nes de  la  doctrina  de  Monroe 
con  la  liga  de  naciones.  Nos  proponemos 
más  bien  examinar  brevemente  ciertos 
desenvolvimientos,  económicos  en  su  ma- 
yor parte,  que  han  tenido  lugar  en  la  Amé- 
rica hispánica  desde  1914,  y  especialmente 
desde  1918,  y  que  han  ejercido  influencia 
directa  sobre  las  relaciones  políticas  y  di- 
plomáticas entre  aquellas  naciones  y  los 
Estados  Unidos.  Asumiendo  que  los  in- 
tereses de  todas  las  repúblicas  americanas 
demandaran  aún  el  mantenimiento  del 
principio  de  Monroe,  o  sea  la  exclusión  de 
engrandecimiento  político  de  naciones  que 
no  pertenezcan  al  continente  americano, 
surgen  estas  cuestiones:  el  movimiento 
político  y  económico  de  años  recientes, 
¿ha  ejercido  sobre  la  situación  general  de 
la  América  hispana  alguna  influencia  que 
afectara  la  imposición  eficaz  de  dicha  doc- 
trina? Entre  las  asombrosas  transforma- 
ciones producidas  por  la  guerra  en  las  re- 


1  Discurso  leído  el  30  de  diciembre  de  1920  en  la  con- 
ferencia de  la  American  Historical  Association  y  la 
American  Political  Science  Association,  en  el  edificio 
de  la  Unión  Panamericana,  Washington. 


públicas  del  sur,  ¿ha  habido  alguna  que 
influyera  sobre  lo  que  podría  llamarse  pro- 
blemas continentales,  o  sobre  las  relaciones 
políticas  y  económicas  de  los  pueblos  ame- 
ricanos del  norte  y  el  sur?  ¿Puede  una 
declaración  unilateral,  defensiva,  como 
la  doctrina  de  Monroe — ni  siquiera  una 
política  continuada,  sino  más  bien  un  cri- 
terio susceptible  de  desviación,  que  ha  va- 
riado en  ocasiones  desde  la  pasividad  y  casi 
la  inercia  hasta  desembozadas  amenazas  de 
guerra—puede  concepto  semejante  cons- 
tituir la  base  de  un  compromiso  internacio- 
nal o  de  un  acuerdo  continental? 

Uno  de  los  efectos  más  significativos  de 
la  guerra  en  las  repúblicas  del  sur  ha  sido 
el  cambio  verificado  en  sus  relaciones  recí- 
procas. No  me  refiero  a  la  formación  de 
asociaciones  políticas  y  diplomáticas,  como 
la  llamada  liga  de  arbitraje  del  A.  B.  C, 
que  hasta  hoy  no  se  ha  ratificado.  Más 
significativos  y  trascendentales,  aunque 
mucho  menos  conspicuos,  son'Ios  prosaicos 
vínculos  comerciales  y  económicos  que  se 
han  desarrollado  entre  aquellas  naciones 
durante  la  forzosa  cesación  de  sus  relaciones 
con  el  mundo  exterior  desde  I9i4.hasta  1919. 
Por  vez  primera  en  la  historia  se  han  visto 
compelidas  a  entrar  en  relaciones  recíprocas 
más  intimas,  cuyos  efectos  son  aparentes 


LA  DOCTRINA  DE  MONROE  COMO  INTELIGENCIA  CONTINENTAL     143 

para  el  observador  que  se  encuentre  en  trucción  por  lo  menos  de  cinco  ferrocarriles 
situación  de  comparar  sus  impresiones  internacionales,  y  seis  o  más  líneas  cable- 
anteriores  a  la  guerra  con  las  de  la  época  gráficas  y  telegráficas  en  la  América  his- 
presente.  La  historia  colonial  de  esa  pana.  Los  comentarios  son  ociosos  frente 
región  estuvo  marcada  por  una  dependencia  a  esta  expresión  material  y  eficaz  de  la 
administrativa  directa,  cuidadosamente  nueva  aspiración  hacia  mayores  vínculos 
meditada,  de  la  corona  de  Castilla.  El  continentales,  y  tampoco  es  necesario  re- 
siglo diecinueve  fué  un  período  de  turbu-  cordar  el  profundo  efecto  político  y  econó- 
lencias  políticas  y  de  reorganización  eco-  mico  que  tales  lazos  están  llamados  a  pro 
nómica  interna,  apoyadas  en  gran  escala  ducir.  Circunstancia  digna  de  notara 
por  Europa  en  el  lado  económico,  pero  que  que  casi  todas  estas  empresas  se  están  for- 
apenas  permitían  contacto  alguno  entre  las  mando  con  capitales  privados, 
repúblicas  hispanoamericanas,  salvo  a  Cambios  comerciales  de  la  misma  índole 
punta  de  bayoneta.  se  observan  a  cada  paso,  debido  principal- 
Vino  luego  1 91 4;  y  del  mismo  modo  que  mente  a  la  extraordinaria  diversidad  de 
las  preocupaciones  europeas  en  su  gran  industrias  y  de  producción  en  los  últimos 
cataclismo  anterior  las  guerras  napoleó-  seis  años.  Desde  1914  el  comercio  entre 
nicas — dieron  campo  a  la  América  española  la  Argentina  y  el  Brasil  ha  incrementado 
para  establecer  su  independencia  política,  en  un  500  por  ciento,  y  recientes  estadísticas 
la  conflagración  reciente  del  Viejo  Mundo  revelan  todavía  mayor  expansión.  El 
ha  dado  a  las  repúblicas  del  sur  el  primer  comercio  mejicano  con  los  países  más  im- 
concepto real  de  su  capacidad  para  el  propio  portantes  de  la  América  del  Sur,  incluyendo 
engrandecimiento  y  para  la  cooperación  productos  alimenticios,  petróleo,  fibras  y 
continental  en  sus  faces  sociales  y  econó-  aun  papel  de  imprenta,  se  ha  cuadruplicado 
micas.  durante  la  guerra,  desarrollándose  más 
Desde  luego,  sería  absurdo  suponer  que  rápidamente  todavía  en  los  dos  años  re- 
íos años  de  1914  a  1918  han  librado  a  la  cientes.  Durante  1919  y  1920  se  han 
América  hispana  de  toda  ulterior  depen-  celebrado  por  lo  menos  cinco  congresos  his- 
dencia  económica  de  Europa;  pero  frente  a  panoamericanos,  y  no  con  el  objeto  de 
ciertos  hechos  significativos,  que  mencio-  cambiar  aquellas  hermosas  expresiones  de 
naremos  más  adelante,  sería  igualmente  amistad  fraternal  que  con  tanta  frecuencia 
ridículo  asumir  que  la  América  hispana  constituyen  la  atmósfera  de  tales  asambleas, 
continuará  esperando  de  Europa,  o  siquiera  Por  el  contrario,  en  todos  los  casos  los  tópi- 
de  los  Estados  Unidos,  la  satisfacción  de  eos  han  sido  prosaicos  y  poco  pintorescos, 
sus  necesidades  en  cuanto  se  refiere  a  artí-  pero  al  mismo  tiempo  definidos  y  construc- 
culos  manufacturados,  y  aun  al  capital  tivos:  lechería  y  agricultura  ganadera, 
y  combustible.  Las  pruebas  son  abundan-  regulaciones  de  policía,  inmigración,  arqui- 
tes  al  respecto,  y  en  vez  de  disminuir  desde  tectura  y  educación  física. 
10 18,  aumentan  constantemente.  Cite-  Éstos  son  unos  cuantos  ejemplos  tomados 
mos,  por  ejemplo,  algunos  casos  aislados  al  azar;  pero  podrían  duplicarse  muchas 
en  el  campo  del  capital.  Ciudadanos  veces,  aun  con  respecto  a  las  pequeñas 
argentinos  facilitaron  últimamente  un  prés-  repúblicas  de  los  trópicos.  Revelan,  sin  la 
tamo  de  500,000,000  de  liras  al  gobierno  menor  duda,  el  principio  de  una  nueva 
italiano;  el  gobierno  argentino  ha  prestado  reorganización  de  la  situación  internacional 
40,000,000  de  libras  a  los  aliados,  y  se  dice  hispanoamericana.  La  influencia  de  tan 
que  considera  al  presente  negociaciones  significativo  desenvolvimiento  en  lo  que 
similares  con  Austria  y  Alemania.  Los  concierne  a  asuntos .políticos  y  diplomáticos 
capitalistas  chilenos  han  asumido  durante  es  demasiado  obvia  para  necesitar  explíca- 
los dos  últimos  años  una  posición  promi-  ción.  La  América  hispana  puede  depender 
nente  en  la  industria  del  estaño  en  Bolivia,  todavía  de  Europa  en  cuanto  a  inmi- 
y  proyectan  la  explotación  activa  del  gración,  capital,  inventos  y  manufacturas; 
petróleo  y  otros  productos  minerales  en  la  pero  esta  dependencia,  especialmente  en 
Argentina.  Desde  191 8  se  han  formulado  cuanto  se  refiere  a  los  últimos  tres,  ha 
planes  detallados  y  arreglos  para  la  cons-  disminuido  en  gran  escala.     Las  oportuni- 


144 


INTER-AMÉRICA 


dades  y  necesidad  de  incursión  y  explota- 
ción europeas  en  la  América  hispana  van 
desapareciendo,  y  los  recursos  naturales 
para  la  defensa  individual  o  cooperativa 
de  las  naciones  sudamericanas  contra  estas 
poco  deseables  intrusiones  aumentan  lenta 
pero  seguramente. 

Los  efectos  de  este  acercamiento  sobre  la 
doctrina  de  Monroe  son  inevitables,  en 
consecuencia.  La  profecía  hecha  en  junio 
de  1 9 1 8  por  el  profesor  G.  G.  Wilson  parece 
a  punto  de  cumplirse:  la  doctrina  de  Mon- 
roe entra  evidentemente  en  un  período  de 
mayor  influencia.  Si  bien  la  organización 
económica  del  sur  altera  profundamente 
las  relaciones  entre  la  América  hispana  y 
Europa,  el  cambio  ha  perjudicado  muy 
poco  nuestros  intereses  económicos;  en  pri- 
mer lugar,  porque  estos  intereses  han  ad- 
quirido relevancia  únicamente  en  los  años 
anteriores  a  la  guerra,  y  su  relativa  juven- 
tud los  hace  más  plásticos,  más  adaptables 
a  la  nueva  situación,  de  lo  que  podrían  per- 
mitirse los  antiguos  y  en  este  momento 
seriamente  coartados  competidores  euro- 
peos. Los  resultados  de  esta  situación  son 
bien  conocidos;  el  enorme  incremento  en  el 
valor  de  los  productos  comerciales  es  menos 
significativo  para  los  propósitos  de  esta 
discusión  que  la  aparición  de  vínculos  rea- 
les y  permanentes  entre  ambas  Américas: 
vínculos  materiales  que  tienden  a  robuste- 
cer la  buena  inteligencia  y  una  permanente 
comunidad  de  intereses  entre  la  América 
del  Norte  y  la  del  Sur.  Es  oportuno  re- 
cordar a  este  respecto  que  antes  de  19 14  no 
existía  una  sola  sucursal  de  bancos  de  los 
Estados  Unidos  en  la  América  hispana,  en 
tanto  que  ahora  se  cuentan  más  de  ciento; 
que  hay  cerca  de  doce  cámaras  de  comercio 
norteamericanas  en  las  repúblicas  del  sur, 
de  las  cuales  la  más  antigua  ha  sido  fundada 
hace  dos  años  aproximadamente;  que  im- 
portantes conexiones  cablegráricas  y  los  va- 
liosos servicios  de  dos  grandes  asociaciones 
corresponsales  de  periódicos  norteameri- 
canos se  han  extendido  enormemente  en 
aquel  campo;  y  que  los  buques  norteameri- 
canos son  al  presente  bastante  numerosos 
en  aguas  meridionales  para  transportar 
al  sur  cerca  del  50  por  ciento  de  nuestros 
productos,  lo  cual  representa  cinco  veces  la 
proporción  que  llevaban  en  19 14. 

Desde  191 5  la  alta  comisión  interameri- 


cana ha  procurado  establecer  firmemente, 
aunque  sin  ostentación,  una  serie  definida 
y  eficiente  de  vínculos  recíprocos  en 
América,  tales  como  leyes  uniformes  y 
prácticas  de  comercio,  que  representan  un 
sistema  constructivo  de  gran  valor. 

El  marcado  aumento  de  puntos  de  con- 
tacto entre  los  pueblos  de  América  sugiere 
inmediatamente  la  posibilidad  y  aun  la 
probabilidad  de  una  nueva  declaración  de 
la  doctrina  de  Monroe  sobre  bases  más 
amistosas.  Las  esfuerzos  del  presidente 
Wilson  en  este  sentido  son  bien  conocidos. 
Podemos  recordar  especialmente  la  pro- 
puesta hecha  el  7  de  junio  de  19 18  a  los 
periodistas  mejicanos  que  visitaron  los 
Estados  Unidos,  o  sea,  que  "cada  una  de 
las  repúblicas  americanas,  incluyéndose  la 
nuestra,  garantizara  la  independencia  po- 
lítica e  integridad  territorial  de  las  otras:" 
frase  que,  de  acuerdo  con  la  segunda  ex- 
plicación del  presidente,  fué  el  origen  de  la 
idea  expresada  más  tarde  en  el  artículo  X 
del  tratado  de  la  liga  de  naciones.  Sin 
embargo,  en  vista  de  las  disputas  fronte- 
rizas en  muchos  de  los  países  hispanoameri- 
canos, es  difícil  concebir  la  manera  en  que 
pueda  establecerse  una  firme  e  incondicional 
garantía  de  integridad  territorial.  Es  in- 
discutible, con  todo,  la  conveniencia  de  una 
garantía  recíproca  de  las  naciones  de 
América  con  respecto  a  la  soberanía  o  in- 
dependencia de  los  diversos  gobiernos  re- 
publicanos; nuestras  recientes  experiencias 
en  la  América  del  Centro  y  las  Antillas  de- 
muestran claramente  la  necesidad  de  pro- 
mesas reiteradas  y  oficiales  de  que  por 
nuestra  parte  nos  sentimos  ligados  por 
dicho  convenio. 

En  abril  de  1920  el  presidente  Brum  del 
Uruguay  expuso  el  plan  de  una  liga  ameri- 
cana que  "considerara  conjuntamente  to- 
dos los  problemas  americanos,  colocara  en 
igual  nivel  a  todas  las  repúblicas  de  Amé- 
rica y  defendiera  a  cada  una  de  ellas  contra 
amenazas  de  Europa  o  de  cualquiera  de  los 
gobiernos  americanos."  Esta  proposición 
de  "  solidaridad  americana"  ha  sido  acogida 
con  escepticismo  en  varias  capitales  his- 
panoamericanas, como  una  utopía  des- 
vanecida ya  por  las  agresiones  de  los  Es- 
tados Unidos  en  el  área  del  mar  Caribe. 
La  sugestión  del  distinguido  uruguayo  es 
probablemente  prematura;  mas  podemos 


LA  DOCTRINA  DE  MONROE  COMO  INTELIGENCIA  CONTINENTAL     145 

mencionar,  en  lo  que  concierne  al  someti- 
miento de  la  doctrina  de  Monroe  al  dicta- 
men de  otros  gobiernos  americanos,  que 
hemos  firmado  ya  tratados  con  más  de 
quince  repúblicas  hispanoamericanas,  esti- 
pulando "someter  las  controversias  de 
cualquier  índole" — incluyendo  presumible- 
mente las  que  atañen  a  la  doctrina  de  Mon  r<  >e 
— a  comisiones  conjuntas  de  investigación 
durante  el  período  de  un  año,  aunque 
no  se  trate  de  un  arbitraje  final  y 
decisivo.  El  memorándum  del  ex  presi- 
dente Taft  al  presidente  Wilson,  con  fecha 
21  de  marzo  1919,  concerniente  al  artículo 
X  del  tratado  de  la  liga,  indica  la  disposi- 
ción de  aceptar  el  principio  arriba  men- 
cionado y  aun  de  ampliarlo  en  forma  de 
arreglo  definido  para  la  protección  de  la 
soberanía  de  todo  estado  o  estados  de 
América  por  otro  estado  o  estados  america- 
nos; lo  cual  juzga  "aplicación  pura  y  simple 
de  la  doctrina  de  Monroe." 

Pueden  observarse  indicios  de  la  nueva 
tendencia  de  los  acontecimientos.  "La 
guerra  ha  reducido  a  polvo  la  antigua  le- 
yenda del  calibanismo  de  la  América  del 
Norte,"  como  lo  ha  expresado  Semprum, 
el  distinguido  literato  venezolano;  no  somos 
ya  "monstruos  rudos  y  obtusos  de  enormes 
pies  y  enormes  periódicos,"  como  nos 
describía  el  gran  poeta  Darío;  y  no  somos 
ya  una  amenaza  colosal,  "  impetuosa,  arro- 
lladura, feroz  y  zafia,"  aunque  las  películas 
cinematográficas  que  tan  ampliamente 
hacemos  circular  parezcan  confirmar  por 
lo  menos  algunas  de  estas  calificaciones. 
Más  de  un  publicista  hispanoamericano  ha 
observado  que  cierto  escritor  de  su  raza 
afirmaba  que  "la  parte  que  los  Estados 
Unidos  han  desempeñado  en  la  guerra  es 
la  más  importante  que  haya  correspondido 
jamás  a  pueblo  alguno."  Sáenz  Peña,  el 
finado  presidente  de  la  Argentina,  tuvo 
razón  quizá  al  decir  en  19 14:  "Nosotros 
los  sudamericanos  tenemos  recuerdos  des- 
agradables de  nuestros  amigos  del  norte;" 
tuvo  razón  ciertamente  al  manifestar  que 
en  aquel  tiempo  había  más  puntos  mate- 
riales de  contacto  entre  la  América  del  Sur 
y  Europa  que  entre  ambas  Américas;  pero, 
como  observamos  antes,  se  han  producido 
muchas  circunstancias  que  han  alterado  la 
situación  durante  los  últimos  seis  años. 
En  primer  lugar,  nos  hemos  convertido  en 


nación  acreedora  en  vasta  escala,  y  algunas 
de  las  más  importantes  repúblicas  hispano- 
americanas han  prestado  asimismo  capi- 
tales a  las  demás  naciones.  En  conse- 
cuencia, se  ha  cumplido  la  predicción  hecha 
hace  once  años  por  el  profesor  A.  C.  Cóo- 
lidge  de  Harvard:  los  deudores  irresponsa- 
bles del  Nuevo  .Mundo  se  encuentran  en 
situación  de  cumplir  con  acreedores  del 
mismo  continente,  y  los  pueblos  americanos 
estudian  ahora  bajo  una  nueva  luz  la  doc- 
trina de  Drago  en  defensa  de  los  deudores, 
teniendo  en  cuenta  los  intereses  y  el  punto 
de  vista  del  acreedor. 

Es  alentador  por  cierto  que  un  famoso 
hispanoamericano,  originario  de  una  de  las 
pequeñas  repúblicas  del  continente,  declare 
que  "la  estabilidad  absoluta  del  crédito 
es  la  única  base  sólida  del  prestigio  indivi- 
dual y  nacional."  Continúa  luego  mani- 
festando dicho  estadista  que  la  doctrina 
de  Monroe  se  ha  convertido  en  precepto 
para  la  familia  americana,  cuyos  estrechos 
lazos  económicos  y  comerciales  contribuyen 
a  mantener  la  autonomía  y  el  poder  de- 
fensivo de  cada  uno  de  sus  miembros.  Y 
es  interesante  observar  que  uno  de  los  re- 
cientes estímulos  para  este  acercamiento 
continental  es  el  peligro  inminente  de  in- 
cursiones de  agitadores  radicales  de  la 
Europa  oriental,  lo  cual  representa  asi- 
mismo un  grave  problema  tanto  para  las 
repúblicas  del  sur  como  para  los  Estados 
Unidos.  La  doctrina  de  Monroe  de  1823 
fué  formulada  en  parte  contra  las  agresio- 
nes políticas  de  Rusia  en  el  Nuevo  IVlundo. 
Es  posible  que  ahora,  al  aproximarse  el 
centenario  de  esta  doctrina,  uno  de  los 
factores  que  contribuyan  con  más  eficacia 
a  la  consolidación  de  América  sobre  la  base 
de  un  principio  nuevo  y  liberal  sea  el  an- 
helo de  defender  al  continente  americano 
contra  la  amenaza  del  bolchevismo  ruso 
y  de  los  males  que  acarrea  consigo. 

No  obstante,  ciertos  críticos  suspicaces 
y  sensibles  dejan  escuchar  la  censura  de 
que  "los  Estados  Unidos  están  dando  a  la 
doctrina  de  .Monroe  un  sello  económico. 
.  .  .  la  doctrina  se  ha  convertido  en  la 
expresión  de  las  ambiciones  de  los  Estados 
Unidos  de  apartar  de  la  América  latina 
a  la  Europa  de  los  negocios  más  bien  que 
a  la  Europa  política;"  que  todo  esfuerzo 
de  nuestra  parte  hacia  la  cooperación  eco- 


146 


INTER-AMÉRICA 


nómica  con  las  repúblicas  del  sur  significa 
únicamente  una  nueva  tentativa  para 
asegurar  nuestra  hegemonía  en  aquella 
región.  Y  sin  embargo,  cuando  los  bancos 
norteamericanos  rehusaron  en  mayo  de 
1920  renovar  un  préstamo  de  50,000,000 
de  dólares  a  la  república  Argentina,  se  nos 
acusó  de  falta  de  sinceridad  y  de  lealtad  a 
los  principios  del  panamericanismo,  y  nues- 
tro prestigio  en  la  América  española  sufrió 
el  golpe  más  serio  que  hubiera  recibido  en 
muchos  años. 

Nuestras  intenciones  no  se  dirigen,  ni 
deben  dirigirse  a  un  arreglo  exclusivo  y 
monopolizador  de  cooperación  económica 
con  la  América  latina.  Si,  por  ejemplo,  el 
movimiento  panhispánico  tomara  un  matiz 
económico — y  hay  indicios  ya  de  esta  ten- 


dencia—nuestra actitud  sería  afrontarlo 
en  un  espíritu  de  franca  y  amistosa 
rivalidad,  dejando  que  nuestros  amibos 
hispanoamericanos  eligieran  entre  ai  1- 
bos. 

La  situación  puede  resumirse  así:  el  mar- 
cado incremento  de  relaciones  económicas 
y  vínculos  recíprocos  entre  las  república:', 
hispanoamericanas,  por  un  lado,  y  entre 
dichas  naciones  y  los  Estados  Unidos,  por 
el  otro,  revela  de  manera  concluyente  que 
avanzamos  a  un  período  de  la  historia  en  el 
cual  la  buena  inteligencia  continental, 
manifestándose  principalmente  quizá  en  la 
esfera  económica,  pero  influyendo  de  ma- 
nera inevitable  en  las  relaciones  políticas  y 
diplomáticas,  desempeñará  un  papel  muy 
importante. 


LA  EPIDEMIA  SENTIMENTAL  EN  LA 
NOVELA  NORTEAMERICANA 


POR 


jóseph  HÉRGESHEIMER 


Novelista  más  bien  que  crítico,  el  autor  desarrolla  en  este  artículo  uno  de  los  principios  que  inspiran 
su  obra  literaria.  El  artículo  es  un  vigoroso  ataque  contra  la  influencia  del  gusto  femenino  en  la  novela 
norteamericana.  En  los  Estados  Unidos,  dice  el  autor,  los  novelistas  populares  escriben  para  las  mujeres. 
Por  cada  lector  masculino,  la  novela  común  tiene  diez  mi!  lectoras.  Las  mujeres  han  fomentado  un 
género  folletinesco  en  el  cual  héroes  absurdos  luchan  con  el  único  propósito  de  poner  s  u  gloria  a  los  pie3 
de  la  amada,  y  heroínas  de  aldea  son  detenidas  al  borde  de  la  deshonra  en  la  desenfrenada  vida  metropoli- 
tana. En  tales  obras  todo  concluye  bien;  los  argumentos  rematan  en  una  insensata  felicidad  matrimo- 
nial o  en  una  gran  fortuna.  Esto  es  irreal;  pero  ofrece  precisamente  lo  que  las  mujeres  desean  leer.  El 
novelista  oculta  la  fase  masculina  de  la  vida.  La  trágica  belleza  de  las  grandes  figuras  varoniles  es  su- 
plantada por  fanfarronadas  de  espadachines.  El  arte,  concluye  el]  autor,  tiene  por  objeto  mantener 
vivo  y  exaltar  cuanto  de  bello  y  heroico  presenta  la  experiencia  humana ;  y  el  novelista  debe  sacudir  esta 
monopolizadora  influencia  femenina,  imprimiendo  a  la  novela  popular  la  pujanza  masculina  de  que  hoy 
carece.— LA  REDACCIÓN. 


L  obras  imaginativas,  las  novelas, 
reflejan  la  vida;  o  más  bien,  tal 
es  la  opinión  generalmente  acep- 
tada, recibida  con  aplauso.  Por 
el  contrario,  la  vida  que  observo 
parece  reflejar  novelas  singularmente  vul- 
gares. La  lectura  y  sostén  de  la  novela  se 
han  convertido  desde  hace  años  en  privi- 
legio de  la  mujer,  hasta  cierto  grado  en 
Inglaterra  y  de  manera  abrumadora  en  los 
Estados  Unidos.  La  mujer  lee  novelas; 
el  hombre,  en  los  intervalos  de  sus  compro- 
misos, lee  cuentos.  Salvo  Tbe  Saturday 
Evening  Post,  admirable  excepción  entre  las 
revistas  literarias,  las  novelas  de  folletín 
tienen  alrededor  de  diez  mil  lectoras  por 
cada  lector  masculino.  La  mujer  ha  es- 
tablecido el  tipo  y  determinado  el  tono 
de  la  novela  norteamericana  característica; 
y  tanto  las  mujeres  como  las  novelas  deben 
juzgarse  de  acuerdo  con  ese  hecho  inaltera- 
ble y  fatal. 

Tengo  profunda  desconfianza  por  las 
generalidades;  por  esta  razón  creo  necesario 
definir  una  novela  típica  norteamericana. 
He  ojeado  muchas  de  estas  novelas,  que 
pasman  por  la  monotonía  de  sus  designios 
utilitarios.  Sus  rasgos  principales  son  in- 
cuestionablemente la  dulzura  y  la  brillan- 
tez. En  otros  términos,  sus  heroínas  se 
asemejan  a  los  diáfanos  juguetes  de  cara- 
melo de  la  infancia,  y  están  iluminadas 
por  una  moralidad  tan  nocivamente  fuerte 
como  el  brillo  de  una  lámpara  de  arco.     El 


desarrollo  de  la  novela  conduce  invariable- 
mente de  un  estado  de  inquietud  mental  o 
financiera  a  una  felicidad  del  todo  insensata 
o  a  una  gran  riqueza,  en  el  último  capítulo. 
Péter  Gríndleby  desafía  los  terrores  del 
mundo  desde  el  Antartico  hasta  el  Brasil, 
y  pasa  por  las  aflicciones  y  calamidades 
terrenales  a  fin  de  poner  el  fruto  de  su 
heroísmo  a  los  pies  de  la  pequeña  Mary 
Simms,  en  el  vestíbulo,  aquella'  noche  de 
abril  en  que  regresa  bronceado  y  embelle- 
cido por  sus  hazañas.  Conviene  notar  que 
Péter  Gríndleby  nunca  retorna  sin  la  mina 
de  oro,  jamás  vuelve  antes  de  que  el  monte 
de  las  grandes  selvas  del  noroeste  se  haya 
convertido  en  valores  negociables. 

¿Es  el  hombre  o  la  mujer  quien  ha  pro- 
porcionado el  tema  de  semejante  novela? 

La  única  novela  típica  diferente,  pero  sólo 
en  decoración  escénica,  es  la  de  Cároline 
Lócker,  quien,  descontenta  con  las  limita- 
ciones de  su  aldea  natal,  va  a  Nueva  York 
en  busca  de  una  carrera  digna  de  sus  apti- 
tudes. Cároline  aparece  por  lo  menos 
treinta  veces  al  borde  de  la  ruina  .  .  . 
en  una  de  esas  oportunas  escenas  de  café 
en  la  víspera  de  año  nuevo,  en  lo  que  se 
describe  vagamente  como  el  taller  de  un 
artista;  en  un  automóvil  pintado  de  rojo. 
Casi  en  todas  partes  está  al  margen  de  la 
claudicación.  Pero  al  fin  la  mujer  triunfa 
en  Cároline;  y  el  hombre  fuerte  y  silencioso 
de  su  aldea  querida,  que  ha  llegado  a  ser 
senador  de  los  Estados  Unidos  durante  la 


148  ÍNTER-AMÉRICA 

ausencia  de   Cároline,    la   rodea   con   sus  realmente  gustan  y  son  fomentadas,  ini- 

robustos   brazos,   mientras  ella,   desde  la  ciándose   con   una   edición   de  doscientos 

plataforma  posterior  del  tren,  mira  como  cincuenta  mil  ejemplares,  que  se  agota  en 

en  un  ensueño  las  luces  de  la  ciudad,  que  una  semana.     Conviene  no  cometer  error 

con  su  resplandor  infernal  se  hunden  en  la  sobre  este  punto:  tales  obras  representan 

noche.  las  tendencias,  el  criterio,  la  moral  del  país. 

¿Quién  puede  dudar  por  un  momento  el  Su  público  proporciona  dinero  e  incentivo 

sexo  de  esta  novela?  a  la  industria  de  la  literatura  novelesca, 

Me  he  referido  también  a  la  plenitud  de  y  compra  las  revistas.  Contra  esta  mayo- 
la  riqueza.  Tal  tema,  si  bien  superficial-  ría  sólida  y  enorme,  una  voz  o  una  pluma 
mente  parece  del  todo  exento  de  la  prefe-  rebeldes  tienen  alcance  tan  limitado  como 
rencia  femenina,  lo  está  tanto  en  realidad  una  carta  particular.  Ocasionalmente  una 
como  el  relato,  que  recorre  todos  los  peída-  novela  que  contiene  algo  de  verdad  y  algo 
ños,  desde  el  honrado  sótano  hasta  la  alcoba  de  pasión  se  substrae  a  la  corriente  general, 
y  los  títulos  de  la  hija  del  presidente  de  siendo  apreciada  y  recompensada;  pero 
alguna  sociedad  anónima.  Alee  Wrangle  luego,  por  tres  meses  o  seis,  todo  es  nueva- 
entra  en  la  fábrica  de  acero,  donde  trabajan  mente  mansedumbre  y  calma  en  la  super- 
dos  mil  hombres  más  o  menos,  y  derribando  ficie  de  la  mediocridad  pusilánime.  Aun 
a  un  par  de  corpulentos  capataces  y  apar-  la  excepción  ofrece  circunstancias  atenuan- 
tando  al  superintendente,  salva  un  horno  tes  a  la  mirada  trivial  del  público:  nunca 
que  está  a  punto  de  consumirse  en  metal  ataca  seriamente  el  dogma  consagrado,  la 
líquido;  luego,  después  de  una  semana  de  tesis  moral;  y  emplea  siempre  la  pasión 
tranquila  lectura  a  la  luz  de  la  lámpara  del  como  fuerza  destructora, 
estudiante,  en  su  cuarto  pobre  pero  in-  Para  explicar  mi  convicción  de  que  en  los 
maculado  .  .  .  mas,  ¿a  qué  molestar-  Estados  Unidos  las  enaguas  estrangulan  la 
nos  en  continuar  con  las  proezas  y  trans-  novela,  tal  vez  conviene  continuar  anali- 
formaciones  de  Álec?  La  huelga  en  el  zando,  por  ejemplo,  un  rasgo  genuinamente 
penúltimo  capítulo,  cuando,  hermoso  a  viril  del  último  argumento  aludido:  la 
pesar  de  sus  heridas,  detiene  por  sí  solo  al  hazaña  de  Álec  Wrangle  al  conquistar  el 
populacho  enfurecido,  le  asegura  un  por-  reino  del  acero.  Indudablemente,  hombres 
venir  glorioso.  que  descendieron  a  los  bajos  fondos  de  las 

Si  el  lector  considera  a  Álec  Wrangle  más  fábricas  de  acero  se  han  encumbrado  des- 

varonil  que  a  Cároline  cuando  ésta  se  halla  pues  hasta  el  gabinete  de  directores;  pero 

en  peligro  de  perder  su  químico  candor;  tal  no  fué  el  resultado  o  la  recompensa  de 

si  le  juzga  masculino  en  mayor  grado  que  su  atractivo  personal  ni  de  la  práctica  de 

Mary  Simms  cuando  ésta  espera  bajo  el  una   moral   rutinaria.     Conozco  a  varios 

pórtico  de  rosas,  me  veré  obligado  a  con-  hombres  que  se  han  levantado  a  gran  al- 

cluir  que  el  lector  ha  sido  burlado  también,  tura;  uno  de  ellos  presenta  la  giba  que  con- 

Nada  significa  que  tales  novelas  hayan  trajo  de  niño  al  cargar  pesados  sacos  de 
sido  escritas  o  no  por  hombres;  consciente  harina  en  un  almacén  de  víveres.  En  lugar 
o  inconscientemente,  han  sido  escritas  para  de  una  bravura  a  lo  Bayardo,  desplegada 
mujeres.  En  estas  obras  sólo  hay  una  sólo  en  defensa  del  honor  y  de  los  débiles, 
necesidad  absoluta:  el  héroe  debe  unirse  aquel  hombre  tenía  un  patrimonio  extraor- 
en  santo  matrimonio  a  una  mujer  predeter-  dinario  de  penetración,  alcance  mental  y 
minada,  y  llegar  a  ser  rico  al  final.  Por  sus  vitalidad.  Lo  que  realmente  le  hizo  sobre- 
hechos  los  conoceréis:  Cároline,  Mary,  salir  entre  el  común  de  los  mortales  fué  su 
Álec;  allí  reside  la  dulzura  y  la  brillantez,  capacidad  para  trabajar  cien  veces  más 
En  personajes  triviales  semejantes,  en  nove-  que  el  hombre  de  aptitud  mediana, 
las  de  esta  clase,  no  se  encuentra  un  solo  Debo  insistir  en  la  palabra  vitalidad, 
átomo  de  virilidad.  Tales  obras  se  fundan  porque  sólo  ese  término  explica  mi  con- 
en  lo  que  demanda  la  generalidad  de  las  cepto.  Hombres  como  el  citado  tienen 
mujeres.  visiblemente  el  aire;  casi  exteriorizan  la 

En  estas  líneas  me  refiero  a  las  novelas  emoción  de  su  fuerza.     En   el  fondo,  es 

de  gran  fama  y  circulación,  a  las  obras  que  una  cualidad  indescriptible,  indefinible,  in- 


LA  EPIDEMIA  SENTIMENTAL  EN  LA  NOVELA  NORTEAMERICANA  149 


consciente;  y  no  podemos  hacer  otra  cosa 
que  reconocer  su  presencia.  Una  especie 
de  magia  acompaña  a  tales  hombres,  que 
marchan  en  línea  recta  a  través  de  las  im- 
potentes sinuosidades  del  gregario  camino 
de  la  humanidad;  y  a  la  par  que  su  firmeza, 
poseen  principalmente  esa  inconmovible 
confianza  en  sí  mismos,  que  espíritus  in- 
feriores tildan  de  presunción.  Juzgado  se- 
gún el  principio  absoluto  de  normalidad,  el 
hombre  que  describo  resultará,  pues,  nece- 
sariamente anormal;  la  imaginación  ex- 
traordinaria, el  cerebro  mágico,  son  anor- 
males: sus  necesidades,  sus  impulsos,  su 
poder,  se  hallan  por  completo  fuera  de  la 
comprensión  del  innato  empleado  de  oficina. 
El  espíritu  superior  tiene  responsabilidades 
totalmente  distintas  de  las  del  mediocre;  los 
propósitos  que  rigen  y  bastan  a  éste  no 
pueden  adaptarse  a  aspiraciones  inmensa- 
mente más  grandes.  En  obsequio  a  la 
hipocresía  pública  de  nuestra  falsa  apa- 
riencia nacional  de  absoluta  rectitud,  la 
trágica  belleza  individual  de  los  grandes 
hombres,  de  las  grandes  figuras  de  la  indus- 
tria, ocúltase  tras  del  disfraz  periodístico, 
sin  un  solo  rasgo  verdadero,  hermoso  o  rei- 
vindicativo.  Para  ser  auténtico,  el  retrato 
de  un  hombre  debe  destacar  en  bulto  la 
forma  entera,  como  dicen  los  escultores. 
En  cambio,  los  retratos  de  las  novelas  nor- 
teamericanas son  los  bajo  relieves  más 
inexpresivos  que  se  conocen. 

Si  Álec  Wrangle  fuera  fuerte  en  realidad, 
progresaría  primero  silenciosamente,  por 
hazañas  de  la  memoria,  la  excelencia  téc- 
nica y  un  tino  infinito,  unido  a  la  resolu- 
ción de  arrostrar  peligros  estupendos  que 
para  cualquier  otro  serían  sólo  sueños  abru- 
madores. Al  tener  un  sueldo  anual  de  dos 
mil  dólares  más  o  menos,  y  veintisiete  años 
de  edad,  Álec  probablemente  se  casaría  con 
una  joven  muy  bonita  y  capaz.  Al  matri- 
monio seguirían  los  hijos;  una  mudanza  a 
otra  casa  algo  mejor;  una  nueva  mudanza; 
un  automóvil — un  Ford — para  ir  a  la  fá- 
brica. Desde  entonces  la  historia  de  Álec 
Wrangle  no  sería  una  historia  doméstica,  del 
corazón,  sino  de  la  cabeza.  Las  ráfagas  de 
la  combustión  en  los  hornos  fundirían  todo 
menos  el  acero  de  su  ambición.  Luego  lo 
engolfaría  una  magna  lucha,  como  el  oleaje 
de  un  mar  embravecido;  y  él  batallaría 
heroicamente  con  inflexible  coraje  y  astucia 


ilimitada — una  astucia  que  conduciría  a  la 
cárcel  a  un  hombre  mediocre — hasta  diri- 
girse por  última  vez  a  Florida,  en  su  auto- 
móvil particular,  quebrantado  y  atormen- 
dado  por  sus  largos  sufrimientos,  en  pos  de 
la  fuente  de  juventud  eternamente  perse- 
guida y  jamás  hallada. 

¿Cuáles,  supone  el  lector,  serían  las  dis- 
tracciones de  un  hombre  como  ése?  ¿Una 
tertulia  campestre,  en  que  sus  hijos  y  ami- 
gos danzaran  dulcemente  al  son  de  una  vic- 
trola?  ¿Es  posible  imaginarle  rodeando 
con  el  brazo  a  su  fiel  esposa,  y  refiriéndola 
cómo  ha  rechazado  una  aviesa  propuesta  del 
Mikado?  ¿Puede  vérsele  jugando  auciion 
bridge  en  un  salón  tan  bullicioso  como  una 
pajarera?  Sé  de  uno  que  recrea  su  mente 
a  la  máxima  velocidad  del  automóvil  más 
poderoso.  Había  otro  que  buscaba  entre- 
tenimiento en  el  ballet  y  en  el  aparatoso 
efecto  de  un  célebre  teatro  de  ópera.  En  sí 
mismas,  estas  consideraciones  no  son  im- 
portantes ni  triviales;  pero  si  un  novelista 
prescinde  de  ellas,  y  las  reemplaza  por  una 
serie  de  virtudes,  aun  más  insípidas  que 
la  mente  que  las  concibe,  el  resultado  es 
funesto  para  la  verdad  y  la  belleza. 

Un  breve  análisis  descubre  el  mismo  caso 
en  las  novelas  escritas  sobre  la  vida  uni- 
versitaria. Éste  es,  a  todas  luces,  un  tópico 
masculino:  pertenece  a  los  jóvenes;  sin 
embargo,  también  ha  sido  discreta  y  con- 
venientemente rodeado  de  prejuicios  de 
índole  femenina.  El  vocabulario  de  los 
inexperimentados  personajes  en  esas  obras 
recuerda,  más  que  otra  cosa,  las  expresiones 
de  un  grupo  de  Rollos1  modernos.  ¿Quién 
osa  escribir  con  sinceridad  acerca  del  atle- 
tismo en  las  universidades?  Confieso  mi 
ignorancia  en  la  materia;  pero  sé  bastante 
de  la  vida  para  comprender  que  apenas  se 
oye  un  eco  vago  de  la  oculta  lucha.  ¿Por 
qué?  Porque  aun  cuando  se  aceptan  cier- 
tas convenciones,  cuerdamente  a  no  dudar- 
lo, no  armonizan  con  la  presunción  de  las 
erróneas  concepciones  populares. 

Según  entiendo,  la  vida  deportiva  univer- 
sitaria se  ha  regenerado  profundamente;  só- 
lo me  refiero,  pues,  a  pasados  extravíos. 
Antes,  si  un  balfback-  excepcionalmente  rá- 

1  Alusión  a  Roljo,  héroe  infantil  en  las  obras  tituladas 
>  Books  de  Abhot. — La  Redacción. 

'Jugador  de  football  que  se  sitúa  en  el  lado  derecho  o 
izquierdo  del  campo,  entre  el  quartcrback  y  e\fullback, 
según  la  práctica  norteamericana. — La  Redacción. 


150 


INTER-AMÉRICA 


pido  y  peligroso  se  veía  abrumado  por  un 
mundo  de  contrarios,  le  era  en  extremo  fácil 
recibir  un  empellón  de  la  manera  más  ade- 
cuada para  calmar  su  interés  en  el  resto  de 
la  partida.  Esto  no  tiene  disculpa;  de  en- 
contrarme entre  los  espectadores,  yo  hubie- 
ra participado  probablemente  en  una  pro- 
testa de  ardiente  indignación.  Pero  como 
el  incidente  ha  ocurrido  sin  duda,  no  puede 
considerarse  real  la  descripción  del  football 
que  prescinde  de  los  hechos  para  ofrecer  el 
relato  fantástico  de  un  estudiante  heroico  a 
quien  se  juzga  erróneamente  durante  un 
año  por  la  gravedad  de  sus  movimientos  y 
su  orgulloso  silencio,  pero  que,  admitido 
en  la  partida  contra  el  deseo  de  todos  los 
estudiantes,  salva  a  Yale  o  derrota  a 
Princeton3  por  medio  de  una  carrera  deses- 
perada de  cien  metros  para  atravesar  la 
meta  en  el  toucbdozun4  final. 

Joven  o  viejo,  poderoso  o  débil,  el  hombre 
es  a  mi  juicio  muchísimo  mejor  precisamen- 
te por  ser  más  vulnerable,  más  falible,  más 
apasionado,  menos  virtuoso  de  lo  que 
pretenden  aquellas  detestables  fanfarrona- 
das. 

Esta  falsedad  abominable  explica  por  qué 
los  relatos  de  la  última  guerra  escritos  en  los 
Estados  Unidos  fueron  sólo  artimañas  de 
oropel.  Los  hombres  juzgan  la  guerra 
con  criterio  diferente.  En  una  partida  de 
caza  vi  a  un  guardia  civil  que  había  luchado 
durante  todo  el  conflicto  y  que  no  aspiraba 
a  cosa  mejor;  pero  hombres  a  quienes  conoz- 
co íntimamente  y  que  han  servido  en  el 
ejército  tanto  como  el  guardia  civil  repro- 
baron, abominaron  y  temieron  la  obligación 
de  servir.  Consideraban  la  guerra  una  si- 
niestra locura  universal,  y  obraron  con  un 
heroísmo  inerte.  Un  soldado,  primo  mío, 
se  encontraba  junto  a  un  colega  de  su  com- 
pañía cuando  éste  fué  fatalmente  herido. 
Moribundo,  rogó  a  mi  primo  que  entregara 
una  carta  a  una  joven:  deber  noble  y  con- 
movedor, privilegio  sentimental,  de  una 
tristeza  superior  a  la  pluma  de  cronistas 
almibarados,  pero  que  mi  primo  describió 
en  garrapatos  descuidados  con  esta  frase: 
"¡Mentecato  de  pensar  que  me  acordaré 


'Alusión  a  los  campeonatos  de  football  entre  los  estu- 
diantes   de    estas    famosas  universidades. — La    Re- 


dacción. 


4E1  touchdown  ocurre  cuando  la  pelota  pasa  de  la 
línea  de  la  meta  o  goal. — La  Redacción. 


de  cumplirlo!"  Esto  es  masculino  y  ver- 
dadero. Pero  un  libro  en  que  se  admitiera 
semejante  detalle,  ¿tendría  probabilidad 
alguna  de  circular  entre  lectoras  femeninas? 
Los  apóstoles  de  la  brillantez  y  la  dulzura 
cuidarían  de  echar  ese  detalle  al  cesto  de 
desperdicios,  ensalzando  con  clarines  al 
héroe  tan  fragante  como  los  retoños  de 
mayo;  y  el  héroe  no  sólo  llevaría  tierna- 
mente a  Mary  Simms  el  mensaje  postrero, 
sino  que  deslizaría  protectoramente  un 
brazo  alrededor  del  talle  de  la  apasionada 
y  doliente  doncella. 

A  este  respecto,  mi  único  propósito,  mi 
solo  deseo,  es  hacer  ver  las  serias  conse- 
cuencias que  tiene  el  confiar  a  la  mujer 
todas  las  cuestiones  de  estética.  Uno  de 
los  resultados  se  encuentra  en  la  música,  la 
cual,  salvo  el  acompañamiento  lírico  de  la 
danza  de  pantorrillas,  casi  ha  cesado  de 
existir  como  placer  masculino.  Por  ejemplo, 
en  Filadelfia  es  imposible  tener  conciertos 
en  la  noche,  porque  muchas  damas  no  pue- 
den ir  solas.  La  música  es  el  arte  más 
sublime  y  vital;  la  buena  música  abunda 
precisamente  en  la  armonía  que  el  hombre 
estima  y  aplaude  en  su  forma  más  percepti- 
ble. Requiérese  algo  de  comprensión,  algo 
de  esfuerzo;  pero  la  recompensa  es  inapre- 
ciable y  consiste  en  un  placer  tan  prolon- 
gado como  la  vida,  encontrándose  fuera  del 
alcance  de  la  desventura.  Sin  embargo, 
muchísimos  hombres,  que  deberían  tener 
más  cordura,  creen  que  hacer  música  y 
tocar  el  piano  es  afeminado.  Piensan  así, 
no  por  una  razón  intrínseca,  sino  porque 
la  música  ha  sido  casi  enteramente  mono- 
polizada por  la  mujer.  En  los  intervalos 
que  les  dejaba  libres  el  cuidado  de  los  hijos 
y  la  cocina,  las  mujeres  no  tenían  otra  cosa 
mejor  que  tocar  mal  a  Chopin ;  mientras  que 
los  hombres  se  dedicaban  a  importantes 
asuntos.  .  .  ¿Cuáles?  ...  A  dis- 
putarse el  poder,  a  emitir  acciones  de  com- 
pañías petrolíferas  de  Tejas  persiguiendo 
ensueños  financieros,  a  mantener  por  las 
nubes  el  precio  del  trigo  y  el  precio  del 
carbón. 

Hijas  y  esposas,  principalmente,  afirman 
que  en  la  América  del  Norte  los  hombres 
son  del  todo  prácticos,  preocupándose  sólo 
de  los  asuntos  y  detalles  de  sus  ocupaciones. 
Sucede  precisamente  lo  contrario:  son  las 
mujeres,  ya  sea  la  joven  que  sólo  tiene  un 


LA  EPIDEMIA  SENTIMENTAL  EN  LA  NOVELA  NORTEAMERICANA    151 


anillo  de  diamante,  ya  sea  la  dama  que 
posee  brazaletes  y  collares  de  perlas,  quienes 
muestran  vivo  interés  en  la  parte  material, 
el  lucro  en  los  negocios.  En  repetidas  oca- 
siones he  descubierto  en  los  hombres  de 
negocios,  fantasías  excéntricas,  ecos  de 
armonías,  memorias  poéticas  e  ideales  que- 
ridos. Incurablemente  tímidos,  su  senti- 
mentalismo les  avergüenza.  A  veces,  cuan- 
do se  reúnen  entre  ellos  o  están  en  compañía 
de  una  mujer — una  mujer  difiere  entera  y 
absolutamente  de  las  mujeres — dejan  esca- 
par una  nota  de  armonía,  un  suspiro.  Lo 
extraño  e  incomprensible  es  que  tales  emo- 
ciones constituyen  todo  lo  que  poseemos 
para  dignificar  una  vida  obtusa  y  mecánica. 
Este  sentimentalismo  no  debería  sonrojar- 
les: un  hombre  capaz  de  guardar  en  el 
corazón  el  calor  de  un  vivo  sentimiento,  la 
ternura  de  un  recuerdo,  está  animado  por 
una  divinidad  superior  a  la  carne  corrupti- 
ble. 

Sin  embargo,  en  todos  los  hombres  es  evi- 
dente una  represión  rigurosa.  El  senti- 
miento, la  belleza  y  el  romance  confíanse  a 
la  autoridad  femenina,  que  no  tarda  en 
organizar  con  dichos  elementos  una  socie- 
dad anónima  de  modistas,  confiteros  y 
joyeros.  No  quiero  decir  que  los  hombres 
deben  llevar  marchitos  ramilletes  de  lilas 
prosaicamente  prendidos  a  los  faldones  del 
frac,  ni  calzar  guante  blanco  hasta  el  codo. 
El  recato  constituye  una  necesidad  de  las 
emociones  delicadas;  pero  creo,  en  cambio, 
que  los  hombres  sensatos  no  debieran 
ignorar  que  la  literatura  imaginativa  y 
creadora  tiene  por  misión  mantener  vivo 
y  exaltar  cuanto  de  heroico  y  bello  ofrece 
la  experiencia  humana,  prescindiendo  acaso 
de  todo  lo  demás.  La  música,  las  letras 
y  la  pintura  reconocen  sólo  una  razón  y  un 
objeto:  agradar;  y  en  el  cumplimiento  de  su 
tarea,  salvo  supremas  consideraciones  es- 
téticas, sólo  obedecen  a  un  deber:  la  sinceri- 
dad. 

Esto  se  olvida  en  el  tumulto  actual  de 
perfeccionamiento  y  fácil  cultura,  en  el  vo- 
luble régimen  social  de  nombres  y  títulos 
acatados.  Nadie  parece  recordar  que  el 
placer  es,  en  sí  mismo,  un  bien  raro  e  inmen- 
so; su  utilidad  resulta  mucho  mayor  que  la 
de  la  adversidad.  Se  argüirá  tal  vez  que  el 
esfuerzo  de  la  vida  tiende  a  la  obra  y  no  al 
placer;  pero  esta  insensatez  proviene  de 


una  falsa  y  vulgar  concepción  de  la  palabra 
placer.  La  obra  es  placer  cuando  consti- 
tuye la  expresión  del  ser  innato  de  quien  la 
crea.  La  prolongada  y  agotad*  ira  consagra- 
ción a  una  laica  anónima,  a  pesar  de  ser  el 
cumplimiento  de  un  deber,  equivale  al  sui- 
cidio. 

El  carácter  necesario  de  la  sinceridad  no 
requiere  explicarse  ni  justificarse;  pero 
acaso  ello  contribuya  a  la  claridad  de  una 
definición.     En  literatura  la  sinceridad  no 

íiíica  otra  cosa  que  el  empleo  de  todos 
los  conocimientos  y  creencias  del  novelista, 
expuestos  con  rectitud  y  de  preferencia  a 
cualquier  otro  conocimiento,  por  más  im- 
perioso que  parezca,  a  cualquiera  otra 
creencia,  por  más  tiránica  que  sea.  Ajena 
es  la  cuestión  del  valor  de  aquel  conoci- 
miento o  esta  creencia:  la  responsabilidad 
del  novelista  no  va  más  allá;  el  tiempo  y  la 
sabiduría  ampararán  al  mundo.  Y  tal 
era  lo  que  deseaba  decir  al  comienzo  de  este 
artículo,  cuando  manifesté  que  la  vida 
contemporánea  me  parecía  reflejar  a  menu- 
do el  género  de  la  novela  barata.  Aun 
conociendo  casi  toda  la  verdad  acerca  de  su 
propia  vida,  sus  sentimientos  y  ocupacio- 
nes, los  hombres  consienten  en  la  hipocresía 
de  pretendidas  mentiras  sentimentales,  más 
transparentes  que  las  caretas  de  un  bal 
masqué.  ¡Novelas  baratas,  vidas  misera- 
bles y  baratas!  Las  unas  fomentan  las 
otras.  Cuando  quiera  que  los  hombres 
encuentran  raras  novelas  viriles,  las  leen 
con  deleite  y  admiración.  Tono  Bungay, 
historia  de  una  medicina  patentada,  es  un 
ejemplo.  Tono  Bungay  lo  es,  pero  no 
Mr.  Britling  Sees  It  Througb.  La  influen- 
cia femenina  hizo  vacilar  la  pluma  de  Mr. 
Wells.  Árnold  Bénnett  se  substrajo  a  esa 
influencia  en  The  Pretty  Lady;  pero  inme- 
diatamente después  sumergióse  en  el  mar 
perfumad  >. 

En  los  Estados  l  nidos  Mr.  Cabell  ha 
escrito  para  los  hombres,  por  muchos  años; 
pero  sólo  recientemente  túvose  la  fortuna 
de  descubrir  este  hecho,  en  parte  por  ha- 
berse prohibido  la  circulación  de  Jurgen. 
En  la  época  actual  no  pretendo  desestimar 
el  peligro  extremo  de  un  ataque  contra  la 
consagrada  norma  de  una  decencia  deco- 
rosa.  .Mr.  Cabell  ha  pagado  un  alto  precio. 
Pero  si  los  hombre^  hacen  el  más  ligero 
esfuerzo  plausible,  si  se  quitan  de  los  ojos 


152 


ÍNTER-AMÉRICA 


el  polvo  de  sachet,  obtendrán,  para  satis- 
facción propia,  una  respuesta  cada  vez  más 
proficua  del  arte. 

En  tal  forma  la  literatura  norteamericana 
llegará  tarde  o  temprano  a  constituir  una 
entidad  nueva  e  incorruptible.  Los  hom- 
bres, cuando  jóvenes,  vehementes  y  aven- 
tureros, apenas  necesitan  obras  imaginati- 
vas; pero  cuando  su  ardor  se  aplaca,  cuando 
llegan  a  una  edad  más  serena,  la  poesía  de 
la  existencia  puede  ofrecer  una  recompensa 
de  valor  inapreciable.  Sin  embargo,  para 
perdurar,  la  obra  artística  debe  poseer  la 
belleza  de  la  forma  y  la  pujanza,  y  hablar 
un  lenguaje  universal  al  corazón.  Una 
peculiaridad  de  esta  literatura  consiste  en 
presentar  a  las  mujeres  en  forma  visionaria, 
inmaterial,  más  bien  que  realista.  Las 
mujeres  también  son  susceptibles  del  en- 
sueño que  arrastra  para  siempre  más  allá 
del  círculo  del  abrazo.     No  puedo  ni  pre- 


tender siquiera  explicar  estas  palabras;  pero 
he  señalado  la  diferencia  entre  la  mujer  y 
las  mujeres.  Casi  siempre  se  descubre  a 
una  mujer  en  el  fondo  de  la  obra  artística 
viviente,  en  el  fondo  de  la  obra  escrita  o  de 
la  concepción  del  escritor.  Como  los 
pobres,  las  mujeres  están  siempre  con  nos- 
otros; pero,  ¿cuántas  veces  o  por  cuánto 
tiempo  tenemos  a  nuestro  lado  a  la  adorada 
figura?  ¿Cuántos  momentos  dichosos  tiene 
el  hombre  en  los  largos  años  de  su  vida? 
No  los  bastantes  para  desquiciarlo,  pero  sí 
para  inspirarle  obras  de  arte.  Las  novelas 
perpetúan  estos  momentos,  evocan  sus 
ardores  en  mentes  desgastadas  y  tibias, 
y  los  hacen  [revivir  con  el  mismo  brillo 
y  seducción  en  espíritus  enfermos  y 
marchitos.  Tan  valioso  recurso  debería 
aplicarse  exclusivamente  a  su  propósito, 
sin  ser  mutilado  por  manitas  blancas, 
ágiles,  rapaces. 


ENSUEÑOS' 


POR 
GÉRTRUDE    HALL 

Los  ensueños  se  prestan  muy  bien  a  las  conjeturas  e  interpretaciones  a  que  tan  aficionada  es  la  in- 
teligencia humana.  La  autora  analiza  sucintamente  los  caracteres  esenciales  de  los  sueños  y  sus  diferen- 
tes clases  y  formas;  pero  no  les  atribuye  significación  especial,  como  era  corriente  en  la  antigüedad  y  como 
lo  hacen  aún  algunas  personas  supersticiosas;  y  se  contenta  con  hacer  una  reseña  amable  y  vivida  de  las 
formas  habituales  que  asumen  los  ensueños  y  de  sus  cualidades  más  notorias. — LA  REDACCIÓN 


AMAS  me  tropiezo  con  un  artículo 
sobre  ensueños  que  no  lo  lea.  Jamás 
habla  alguien  de  sueños  que  yo  no  lo 
escuche.  Invito  a  los  demás  a  que 
me  cuenten  lo  que  han  soñado.  Y 
todas  las  noches  me  acuesto  con  la 
viva  esperanza  de  que  voy  a  soñar. 

Rara  vez,  sin  embargo,  encuentro  lo  que 
busco  en  la  literatura  relativa  a  los  sueños. 
Los  artículos  más  serios  nos  dicen  que  si 
bien  en  lo  antiguo  se  creía  que  el  espíritu 
del  durmiente  visitaba  en  realidad  las 
regiones  y  pasaba  por  los  trances  que  le 
representaban  sus  sueños,  la  ciencia  no  nos 
permite  creer  tal  cosa;  y,  además,  que  todo 
cuanto  uno  sueña  es  una  especie  de  reminis- 
cencia y  que  una  impresión  que  experimenta- 
mos o  una  idea  que  se  nos  ocurre  durante  la 
vigilia  es  lo  que  nos  sugiere  cada  uno  de 
los  espisodios  fantásticos  que  soñamos. 
El  cerebro  de  los  locos,  dicen,  funciona, 
durante  la  vigilia,  como  sólo  en  el  sueño 
funciona  el  de  la  gente  sana.  El  cerebro 
del  que  duerme  es,  por  lo  tanto,  como  el 
cerebro  de  un  loco.  Yo  sentiría  que  se 
demostrara  de  una  manera  incontroverti- 
ble que  esto  es  cierto,  como  quizás  lo  es. 
Prefiero  creer  que  algunos  sueños  tienen 
cierto  género  de  significación  que  un  sabio, 
favorecido  por  la  gracia  divina,  podría 
descifrar.  No  importa  que  no  exista  seme- 
jante sabio.  Los  sueños  no  necesitan  de 
interpretación  nunca.  Pero  nos  agrada 
imaginar  que  pueden  interpretarse  y  luego 
admirarnos  de  ello. 

Es  desagradable  clasificar  algo  tan  ama- 
ble como  los  ensueños,  algo  que  ocupa, 
además,  tan  considerable  espacio  en  la  vida, 
cual  simple  espuma  en  la  superficie  del 
sueño.  Como  a  las  intrincadas  rayas  de  la 
palma  de  la  mano,  anhela.uno  encontrarles 

'Tomado  del  Scribner's  Mti^i-inr  de  febrero  de  1921 
por  especial  permiso  de  Charles  Scribner's  Sons. 


un  motivo  algo  recóndito.  Ignoro  si  es 
estrictamente  científico  creer  que  tenemos 
un  alma.  Los  más  damos  por  sentado  que 
la  tenemos.  Y  cuando  sentimos  el  impulso 
de  dignificar  la  hermosa  actividad  de  la 
imaginación  durante  el  sueño,  tratamos  de 
atribuirla  en  cierto  modo  al  alma.  Supone- 
mos que  el  alma  sabe  de  cosas  que  el 
cerebro  no  conoce  conscientemente,  y  a 
veces,  durante  el  sueño,  puede  proporcio- 
narle una  idea  que  el  cerebro  conserva 
después  que  sale  del  ensueño. 

Esto  de  vez  en  cuando.  Consideraría- 
mos ridículo  el  conceder  importancia  al 
ordinario  ensueño  nocturno.  Es  ése  evi- 
dentemente un  medio  que  tiene  la  imagina- 
ción de  distraerse,  cuando  está  de  vaca- 
ciones, por  decirlo  así,  libre  de  apremios 
y  reglas.  Si  la  criada  nos  ha  prestado  su 
libro  explicativo  de  los  sueños,  no  debemos 
ponernos  a  volver  con  cuidado  las  hojas, 
para  enterarnos,  si  hemos  soñado  con  una 
comida,  de  que  sería  conveniente  prac- 
ticar severa  frugalidad,  o  si  hemos  soñado 
con  una  serpiente,  cuidarnos  de  un  enemi- 
go. Eso  será  más  bien  motivo  de  risa,  y 
lo  echaremos  pronto  al  olvido.  ¿Podemos 
acaso  pensar  en  clasificación  más  injuriosa 
para  el  orgullo  de  nuestra  inteligencia  que 
el  vernos  incluidos  entre  las  personas  que 
creen  en  sueños? 

No;  el  ensueño  nocturno  ordinario  parece 
ser  exactamente  como  el  libro  de  cuentos 
ilustrados,  por  medio  del  cual  la  naturaleza, 
la  bondadosa  y  vieja  nodri/a.  les  ilumina 
a  sus  hijos  las  horas  de  sombra.  Meterse 
en  el  lecho  es,  para  el  hombre  sano  que 
tiene  el  hábito  de  soñar,  lo  mismo  que 
partir  para  un  viaje  en  busca  de  aventuras. 
La  sorpresa  es  siempre  el  elemento  más 
agradable  en  todo  esto.  Si  es  cierto,  como 
nos  dicen,  que  nosotros  mismos  hemos  pre- 
parado la  sorpresa,  no  es  menos  cierto  que 


154  ÍNTER-AMÉRICA 

nos  encontramos  genuinamente  sorprendí-  tica  del  espíritu  que  traza  nuestros  sueños, 
dos  por  el  giro  que  toman  nuestros  ensueños  Y  también  su  perspicacia  de  observación, 
y  por  los  descubrimientos  que  hacemos,  Las  personas  con  quienes  estamos  fami- 
completamente  engañados  por  nosotros  liarizados  en  la  vida  diaria  y  a  quienes 
mismos.  Aguardamos  una  cosa  y  sucede  vemos  en  sueño,  aunque  proceden  quizás  de 
otra.  Hacemos  una  pregunta,  formulando  una  manera  fantástica,  dicen  y  hacen  de 
mentalmente  una  respuesta,  y  nos  dan  otra  continuo  cosas  que  reconocemos  como  per- 
distinta.  Abrimos  una  caja  que  parece  fectamente  características,  aunque  de- 
de  las  de  guardar  te  (aunque  se  parece  tam-  pendan  de  una  idiosincracia  de  que  no  nos 
bien  a  la  linterna  de  latón  que  compramos  habíamos  percatado  despiertos.  ¡Termina- 
ayer  para  un  niño)  y  la  abrimos,  seguros  mos  el  día  tan  fatigados  del  giro  habitual 
de  encontrar  el  te  que  buscamos  ...  de  nuestros  pensamientos;  son  tan  invaria- 
pero  no:  lo  que  contiene  es  un  poco  de  polvo  bles  los  límites  de  nuestra  inteligencia  y  es 
de  hojas  de  rosas  secas  y  un  fragmento  de  tan  lánguida  nuestra  imaginación!  Pero 
lápiz  encarnado.  Subimos  varios  tramos  el  otro,  el  yo  de  la  noche,  es  un  poeta,  un 
de  la  escalera  de  una  casa,  creyendo  que  novelista,  un  prodigio.  En  ciertos  instantes 
al  fin  debemos  de  llegar  a  la  azotea.  Ahora  sorprendemos  a  ese  otro  yo  en  acción  y 
bien:  al  llegar  arriba,  nos  encontramos  a  lo  reconocemos  como  nuestro  propio  yo. 
campo  raso,  entre  cerros  y  árboles.  Segui-  Ocurre  así  cuando  soñamos  que  estamos 
mos  un  sendero  que  serpentea  a  través  de  leyendo,  y  nos  damos  cuenta  de  que  míen- 
la hierba,  y  que  baja  de  pronto  en  pen-  tras  leemos,  vamos  componiendo  el  texto 
diente;  y,  antes  de  que  nos  demos  cuenta  de  nosotros  mismos.  La  facilidad  y  prontitud 
lo  que  pasa,  nos  encontramos  en  la  plaza  de  con  que  lo  hacemos  despierta  en  nosotros 
una  ciudad.  Nos  acercamos  al  espejo  un  sentimiento  de  sorpresa.  Si  conservamos 
para  ponernos  el  sombrero,  y  en  vez  del  algo  del  texto  en  la  memoria  después  que 
rostro  que  estamos  acostumbradas  a  ver,  despertamos,  ¡qué  pobres  hojas  secas  no 
nos  encontramos  con  una  vivaracha  more-  resulta  ser  lo  que  tomamos  por  oro!  De 
na,  de  cabello  rizado,  ojos  saltones  y  negros  vez  en  cuando,  sin  embargo,  quedan  entre 
y  colores  chillones.  El  sombrero  que  se  las  hojas  secas  un  grano  o  dos  de  oro  para 
está  poniendo  es  un  mamarracho  como  su  consolarnos. 

cara;  ¡un  mamarracho  tal  como  jamás  Inventar  un  sueño  con  propósito  litera- 
permita  el  cielo  que  tenga  yo  que  ponerme  rio  es  muy  ardua  empresa.  Me  refiero 
uno!  Se  trata  de  un  ridículo  sombrero  a  un  sueño  que  logre  engañar  a  un  obser- 
negro  adornado  con  rosas  encarnadas.  vador  ducho,  acostumbrado  a  soñar,  ha- 

Apenas  un  poco  menos  divertidas  que  las  ciéndole  creer  que  es  un  verdadero  sueño, 

sorpresas  de  los  sueños  son,  consideradas  La   cualidad  del   sueño  es   peculiarísima. 

a  la  luz  del  día,  las  cosas  que  consideramos  Tiene  algo  de  común  con  el  parecido  de  los 

naturales    cuando    soñamos.    Una   amiga  retratos;  algo  muy  sutil,  que  ningún  in- 

se   propone   aparecer   en   un   espectáculo  vento  parece  capaz  de  suministrar.     ¿Quién 

público.     Examinamos  el  traje  que  piensa  puede  decir  cuál  es  la  razón  de  ese  tinte  de 

llevar,  y  vemos,  sin  que  nos  produzca  la  rareza  que  ofrecen  casi  siempre  los  sueños? 

menor  sorpresa,  que  se  compone  de  una  Pero  este  carácter  es  el  que  distingue  al 

falda  de  medio  metro  de  longitud,  hecha  sueño  como  sueño.    Ahora  bien:  una  cosa 

de  una  red  negra,  salpicada  de  lentejuelas  no  es  verdaderamente  rara  si  puede  prede- 

sobre    una    franja    flotante   formada    por  cirse.     El  espíritu  en  vela  consigue  pocas 

cintas  de  terciopelo  negro.  veces    concebir    rarezas    tan    imprevistas 

Ahora  bien:  si  somos  nosotros  los  que  como  lo  hace  en  sueños.     Un  sueño  no  es 

hemos  urdido  por  nuestra  cuenta  todo  eso  nunca  enteramente  análogo  a  la  vida  sino 

que  desconcierta  nuestro  propio  espíritu,  por  breve  lapso.     Por  conveniente  que  sea 

parece  legítimo  que  nos  sintamos  orgullosos  mientras   lo    soñamos,    al    recordarlo,    ya 

de  ello.     La  inteligencia  que  inventa  todo  despiertos,  algunos  pormenores  nos  delatan 

eso  es  mucho  más  rica  en  arbitrios  que  su  carácter  de  sueño.     Nos  encontramos 

la  nuestra.    Admiramos,  hasta  el  punto  de  en  un  gran  baile  de  disfraces;  los  asistentes, 

envidiarla,  la  fertilidad  y  la  índole  drama-  con  trajes  de  espléndidos  colores,  a  la  moda 


ENSUEÑOS 


i?5 


del  siglo  dieciocho,  lánguidas  reminiscencias 
de  Watteau,  ejecutan  la  figura  de  una  danza 
que  simboliza  las  estaciones.  Nosotros 
somos  de  los  que  danzan.  Nuestras  mira- 
das caen  sobre  nuestros  propios  pies  y  los 
vemos  calzados  de  botas  negras,  que  nada 
tienen  del  estilo  del  siglo  dieciocho,  y  que 
son,  en  realidad,  las  que  usamos  en  el  trajín 
diario.  Nos  sentimos  llenos  de  mortifi- 
cación. Miramos  cautelosamente  en  torno, 
a  ver  si  alguien  lo  ha  notado;  y  luego  nos 
reanimamos  con  la  reflexión  de  que  si  aquel 
solecismo  de  nuestros  pies  fuera  a  suscitar 
las  burlas  de  la  concurrencia,  ya  lo  habría 
conseguido.  Si  nuestra  vergüenza  es  muy 
viva,  quizás  nos  digamos  a  nosotros  mismos 
que  se  trata  sólo  de  un  sueño,  reflexión  a  la 
que  sigue  inmediatamente  el  consuelo, 
pues  de  ordinario  en  este  punto  el  sueño  se 
transforma  en  otro  diferente.  O  bien 
presenciamos  un  accidente  terrible,  un 
tranvía  que  atropella  a  una  persona.  La 
impresión  que  experimentamos  es  tan 
fuerte  que  despertamos.  Hemos  visto  el 
cuadro  tan  a  lo  vivo  que  no  podemos  por 
un  momento  desechar  la  idea  de  que  hemos 
asistido  positivamente  a  una  catástrofe. 
Luego,  a  medida  que  nos  tranquilizamos, 
recordamos  que,  por  más  que  la  calle  y  el 
tranvía  estaban  llenos  de  gente,  nadie 
prestó  la  menor  atención  al  hombre  atro- 
pellado, nadie  excepto  nosotros,  mientras 
la  señal  inmediata  de  un  accidente  seme- 
jante, cuando  no  pasa  en  sueños,  es,  como 
sabemos,  la  afluencia  de  gente,  salida  no  se 
sabe  de  dónde,  que  se  agolpa  en  el  sitio. 

La  condición  de  rareza,  repetimos,  es 
el  rasgo  que  más  caracteriza  al  sueño  como 
sueño;  pero  al  rasgo  de  rareza  tenemos 
que  agregar  el  de  exageración.  Todos  nos 
hemos  sorprendido  algunas  veces  en  el  acto 
mismo  de  quedarnos  dormidos  y  hemos 
visto  cómo  una  imagen  de  la  vigilia  se  con- 
vierte en  una  imagen  del  sueño.  Estaba 
uno  viendo  casualmente  la  torrecilla  del 
tragaluz  por  donde  reciben  la  claridad  ate- 
nuada del  espacio  los  aposentos  interiores 
de  un  alto  edificio.  Mientras  estábamos 
despiertos  no  era  más  alta  que  las  más 
altas  de  su  clase  que  estamos  acostumbra- 
dos a  ver.  De  pronto,  se  alarga  hasta 
llegar  a  una  altura  inconcebible,  alineán- 
dose hilera  sobre  hilera  de  rectángulos 
obscuros  de  ventanas,  hasta  que  no  alcan- 


zamos a  divisar  el  ápice.  Un  hotel  de 
Nueva  York  se  convierte  en  palacio  sobre- 
natural de  sueños.  Es  posible  que  nuest  1 
gustos  y  predilecciones  influyan  en  el 
carácter  de  nuestros  ensueños,  que  soñemos 
las  cosas  como  nos  gustaría  que  fueran. 
Me  refiero  a  aquel  rasgo  de  exageración. 
Algunas  personas  tienen  cierta  inclinación 
al  exceso,  al  aumento;  se  regodean  ima- 
ginando llanuras  o  aguas  sin  límite,  monta- 
ñas que  se  alzan  hasta  el  cielo,  abismos  en 
cuyas  entrañas  habita  la  noche  perpetua; 
gustan  de  la  sensación  de  la  inmensidad; 
se  sienten  fascinadas  y  al  mismo  tiempo 
despavoridas  ante  los  portentos  de  la 
astronomía;  trepan  con  ahinco  a  grandes 
alturas,  sean  montañas  o  campanarios, 
para  recrear  los  ojos  en  los  prodigios  de 
una  vasta  perspectiva;  y  aun  en  pintura  pre- 
fieren los  cuadros  en  que  la  figura  humana 
resulta  achicada  a  fin  de  hacer  mayor  la 
escala  del  paisaje.  Es  quizás  a  tales  per- 
sonas a  quienes  la  inmensidad  de  los  sueños 
ofrece  sus  delicias. 

Pero  la  exageración  en  esplendidez  es 
el  rasgo  de  los  sueños  que  más  nos  infunde, 
al  despertar,  la  impresión  de  haber  vivido 
en  un  mundo  fantástico.  La  tierra  no 
puede  equiparársele;  la  imaginación  toma 
lo  más  espléndido  que  le  ofrece  la  tierra  y  lo 
multiplica  tantas  veces  cuantas  se  le  antoja. 
Las  catedrales  del  ensueño  pueden  ser  tan 
vastas  que,  vista  desde  lo  alto  del  coro, 
la  muchedumbre  de  los  fieles  apenas  forma 
una  masa  hormigueante  y  confusa.  Las 
fuentes  de  los  jardines  del  ensueño  pueden 
tener,  en  vez  de  los  grupos  en  mármol  o  en 
bronce  que  hemos  visto  en  R<  mía  o  en  Ver- 
salles,  figuras  majestuosas  e  innumerables, 
iluminadas  por  un  resplandor  áureo.  En 
cuanto  a  los  banquetes,  es  posible  que  los 
cocineros  terrenales  hayan  conseguido  es- 
bozar una  ¡dea  de  la  poesía  de  la  mesa, 
pero  la  poesía  ingeniosa  y  pintoresca 
de  las  fiestas  del  ensueño  es  digna  nada 
menos  que  de  Keats.  Se  dice  que  uno 
nunca  come  la  comida  de  los  sueños.  Creo 
que  a  veces  lo  hacemos,  aunque  no  la 
saboreamos,  como  no  saboreamos  por  lo 
común  la  de  etiqueta  cuando  sentimos  in- 
terés en  la  conversación  o  en  el  espectáculo 
que  presenciamos.  Nunca  había  reflexio- 
nado en  ello,  pero  sí  tenía  una  impresión  de 
brillo  y  delicadeza  relacionada  con  formas 


156 


INTER-AMÉRICA 


a  veces  familiares,  a  veces  nuevas  y  ex- 
trañas. 

Pero  éstos  son  los  sueños  de  algunas 
noches  escogidas.  A  veces,  la  exageración, 
en  lugar  de  ser  en  el  tamaño  o  la  opulencia, 
preséntase  en  la  intensidad  de  la  belleza, 
o  mejor  dicho,  en  la  intensidad  con  que 
uno  percibe  la  belleza  de  las  cosas.  Son 
entonces  mares  griegos  de  color  de  zafiro, 
sembrados  de  doradas  hojas  de  sauce 
(¡siempre  el  pormenor  caprichoso!),  y 
mientras  una  barca  nos  conduce  por  entre 
islas  deliciosas,  el  barquero  canta  un  nom- 
bre griego,  que  todavía  recordamos  al 
despertar  y  que  olvidamos  luego,  de  súbito. 
O  bien  caminamos  por  la  cima  de  una  sierra 
nevada.  Las  masas  de  nieve  son  tan 
majestuosamente  hermosas  que  algo  parece 
advertirnos  que  no  son  naturales.  Y  senti- 
mos la  certidumbre  de  que  fué  Miguel 
Ángel  quien  las  modeló.  O  ante  nosotros 
se  despliega  un  paisaje  lleno  de  madurez 
otoñal.  Entre  las  hacinas  de  trigo,  se 
pasea  pensativamente  un  león  incapaz  de 
daño  alguno,  un  león  manso.  La  luz 
fantástica  del  paisaje  nos  insinúa  que 
acaso  es  la  hora  en  que  irá  a  echarse  al 
lado  del  cordero.  Volvemos  al  mundo  real 
sintiendo  como  si  hubiéramos  disfrutado 
de  unas  vacaciones.  La  misma  exagera- 
ción entenebrece  los  malos  sueños.  Visita- 
mos viviendas  de  indecible  inmundicia, 
como  nunca  la  hemos  visto  en  la  realidad, 
y  contemplamos  la  más  asquerosa  y  de- 
gradada miseria.  La  intensidad  del  horror 
que  nos  despierta  forcejeando  puede  pro- 
venir de  un  motivo  enteramente  despro- 
porcionado, tal  como  una  corriente  de 
polvo  lanoso  y  gris,  que  suave  pero  inexo- 
rablemente sopla  a  ras  del  suelo,  con  el 
aire  que  se  filtra  por  debajo  de  la  puerta. 
Vivió  en  sueños  una  vez  un  animal  parecido 
a  una  babosa  perteneciente  a  un  chino 
perverso,  y  del  cual  emanaba  una  influencia 
tan  aciaga  que  era  de  temerse  que  se 
escapara  de  la  botella  en  que  el  chino  le 
tenía  encerrado  e  infectara  con  sus  miasmas 
al  mundo  entero. 

Uno  se  pregunta  por  qué  ciertos  sueños 
se  presentan  con  tanta  frecuencia.  No  el 
mismo  sueño,  pero  sí  el  mismo  plan  de 
sueño  con  diferentes  peripecias.  Uno  puede 
preguntarse  por  qué  sueña  que  debe  apare- 
cer en   las  tablas  en   una   representación 


dramática,  cuando  no  conoce  el  papel  que 
va  a  desempeñar;  o  por  qué  se  prepara 
para  emprender  un  viaje,  y  no  encuentra 
nada  de  lo  que  necesita  ponerse  o  llevar 
consigo;  o  bien  ha  dejado  de  ponerse  alguna 
prenda  de  vestir  o  la  pierde  de  un  modo 
misterioso.  ¿Por  qué,  cuando  soñamos 
en  la  necesidad  de  darnos  prisa,  los  dedos 
se  nos  vuelven  de  corcho  y  los  pies  de 
plomo?  Es  casi  obvia  la  razón  porqué  soña- 
mos tales  cosas.  Pero,  ¿por  qué  sueña 
una  persona  tan  a  menudo,  por  ejemplo, 
que  se  ha  mudado  a  una  nueva  casa  (la 
más  grande  y  lujosa  en  que  nunca  ha 
vivido)  y  va  de  aposento  en  aposento, 
examinando  la  extraña  arquitectura  y  los 
muebles,  haciendo  planes  para  la  instala- 
ción de  la  familia  en  la  suntuosa  morada, 
siendo  así  que  esa  persona  se  ha  mudado 
en  realidad  contadas  veces  o  ha  tenido 
apenas  que  entenderse  con  las  molestias  de 
la  mudanza?  Y,  ¿por  qué  sube  y  baja  uno 
con  frecuencia  infinitas  escaleras  y  atra- 
viesa extraños  pasadizos  que  lo  conducen 
a  cosas  inesperadas?  La  experiencia  de  la 
vida  no  nos  proporciona  ejemplos  análogos. 
Tal  vez  es  sencillamente  porque  los  en- 
sueños lo  complacen  a  uno:  son  parte  del 
como  gustéis  del  sueño. 

Se  creería  casi  que  existen  en  los  en- 
sueños lugares  adonde  uno  de  veras  puede 
ir.  Estamos  ingenuamente  seguros  de 
haber  visitado  en  sueños  la  misma  quinta, 
la  misma  ciudad,  el  mismo  suburbio  de  la 
ciudad,  donde  hay  una  puerta  almenada 
y  una  terraza  con  un  jardín  de  arbustos 
cuya  encantadora  rareza  y  extraño  encanto 
no  se  parecen  a  nada  de  lo  que  en  realidad 
hemos  conocido.  Si  no  existe  semejante 
región  de  ensueños,  es  lo  cierto  que  puede 
soñarse  con  los  mismos  parajes  más  de 
una  vez.  ¡Si  conocemos  nuestro  camino 
hacia  aquella  quinta,  al  través  de  las  calles 
de  esa  ciudad,  por  haber  estado  allí  muchas 
veces !  En  estas  calles  la  sorpresa  consiste 
en  que,  en  vez  de  tropezamos  a  la  vuelta  de 
cada  esquina  con  lo  inesperado,  encontra- 
mos que  todo  es  familiar  para  nosotros. 

Una  curiosa  sugestión  es  la  que  ofrecen 
los  sueños  acerca  de  cosas  que  son,  al  pare- 
cer, asunto  imposible  para  el  pensamiento. 
Apenas  hallo  cómo  expresar  lo  que  quiero 
decir,  pero  mis  colegas  de  ensueños  serán 
capaces   de    interpretarlo    con    su    propia 


ENSUEÑOS 


157 


experiencia.  Es  claro  que  hemos  soñado 
algo  y  la  impresión  perdura  cuando  desper- 
tamos. Pero  no  puede  encerrarse  en 
términos  de  pensamiento  y  mucho  menos 
en  palabras.  No  podemos  traducirlo  ni 
en  una  imagen  ni  en  una  sensación,  y,  sin 
embargo,  en  cierto  recóndito  rincón  de 
nuestro  ser,  sabemos  bien  de  qué  se  tra- 
taba. No  es  que  se  nos  haya  olvidado, 
sino  que  es  inexpresable  a  los  demás  y  a 
nosotros  mismos.  Sólo  ello  mismo  sabe 
lo  que  era,  y  ello  se  encuentra  enterrado 
en  una  parte  remota,  dentro  de  nuestro 
mismo  ser.  Cuando  hacemos  inútiles  es- 
fuerzos por  formarnos  un  concepto  de  la 
cuarta  dimensión,  recordamos  esta  índole 
de  ensueños. 

Ixisten,  por  supuesto,  personas  para 
quienes  los  ensueños  representan  única- 
mente un  sueño  intranquilo  e  incómodo, 
porque  sus  ensueños  son  una  especie  de 
padecimiento.  Despiertan  fatigadas,  como 
después  de  un  ejercicio.  Pero  los  más 
afortunados  durmientes,  aun  cuando  lo 
que  les  ocurre  en  sueños  sea  doloroso,  no 
padecen  más  de  lo  que  padecerían  leyendo 
eso  mismo  en  un  libro.  Los  nervios  de  la 
sensibilidad  parecen  entumecidos.  Detrás 
de  los  más  agudos  peligros  del  ensueño, 
subsiste  la  noción  salvadora  de  que,  a 
pesar  de  todo,  se  trata  solamente  de  un  en- 
sueño, y  de  que  si  se  torna  intolerable, 
puede  uno  sacudirlo  y  despertar. 

Durante  un  ensueño  hemos  recordado  un 
hecho  que  de  tiempo  atrás  habíamos  olvi- 
dado en  las  horas  de  vigilia;  durante  un 
ensueño  hemos  resuelto  un  problema  de 
aritmética;  vivido  el  argumento  de  un 
cuento,  siendo  a  un  tiempo  mismo  el  tema 
del  cuento  y  su  autor ;  hemos  compuesto  ver- 
sos, bastante  rmlos;  hemos  forjado  un 
jugo  de  palabras,  no  muy  agudo  después 
que  despertamos,  pero  de  acuerdo  con 
las  reglas;  hemos  inventado  una  adi- 
vinanza, una  anécdota  o  aderezado  un 
chascarrillo  que  nos  obliga  a  despertar 
desternillándonos  de  risa.  Tales  diver- 
siones vienen  a  entretener  nuestras  noches 
de  niños.  ¿Podría  el  ingenio  inventar 
fantasmagoría  más  rica  que  la  que  se  nos 
ofrece?  Y  como  para  impedir  que  dejemos 
de  divertirnos  por  sólo  un  instante,  las 
escenas  se  confunden  unas  con  otras,  los 
personajes  cambian  de  personalidad,  y  a 


veces   conviven   completamente   dos   per- 
sonas en  una  sola. 

El  solo  hecho  de  que  enriquecen  con  sus 
rasgos  fantásticos  la  noche  más  vulgar 
sería  lo  bastante  para  que  glorificá- 
ramos los  ensueños;  pero  hay  otra  razón  por 
la  cual  deben  sernos  caros,  y  en  ella  pen- 
saba principalmente  al  comenzar  a  escribir 
esta  disertación.  Los  ensueños  pueden 
brindarnos  mucho  consuelo.  Pocos  nega- 
rán que  las  más  tristes  ocurrencias  de  la 
vida  son  las  pérdidas  que  sufrim<  >s.  Primero 
la  pérdida  real  de  las  personas  queridas,  y 
luego  el  cerrarse  del  espacio  que  ocupaban, 
el  borrarse  de  la  estela  que  dejaron,  el 
desvanecimiento  de  nuestro  propio  pesar, 
la  conciencia  que  tiene  uno  de  haber  sido 
irremediablemente  infiel  a  ellos,  por  la 
misma  ley  de  la  naturaleza: 

Los  días  van  llenando  nuestro  espíritu 
Del  polvo  que  lo  debe  sofocar; 

Y  si  olvidamos  es  porque  debemos, 

Y  no  porque  queremos,  olvidar. 

Pero  si  esto  es  cierto  en  cuanto  a  nuestras 
horas  de  vigilia,  no  lo  es  para  nuestro 
misterioso  ser  durmiente.  Una  y  otra  vez 
se  nos  presentan  por  la  noche  los  seres 
adorados  y  desaparecidos,  y  el  ardiente 
amor  que  por  ellos  sentimos  subsiste 
entonces  íntegro,  tan  fresco  como  al 
principio,  aunque  hayan  pasado  años  que 
no  los  vemos  fuera  del  ensueño.  Las  se- 
ñales características  de  los  ensueños  se 
presentarán  probablemente  en  esos  en  que 
ellos  aparecen:  la  extrañeza,  la  exageración, 
la  incoherencia;  pero  una  realidad  tan  dulce 
e  intensa  reside  en  el  revivir  de  nuestro 
afecto  hacia  ellos,  que  nos  contentamos 
al  sentir  renovarse  la  angustia  que  tan  a 
menudo  lo  acompaña.  Experimentamos 
la  grata  certidumbre  de  que  algo  dentro 
de    nosotros   mantiene    firmemente    en    su 

reta  fortaleza  lo  que  se  le  ha  confiado. 
La  densa  muchedumbre  de  impresiones 
diarias  lo  entierra  cada  año  más  profunda- 
mente, pero  allí  están  los  ensueños  para 
demostrar  que  no  consiguen  destruirlo. 
Los  ensueños  atestiguan  el  triunfo  del  amor 
sobre  el  tiempo.  Lo  que  es  ideal  cuando 
estamos  despiertos  resulta  ser  lo  real  cuando 
dormimos. 

Y  al  concluir,  como  preferimos  hacerlo, 
que    algunos    de    nuestros    sueños    tienen 


158 


INTER-AMÉRICA 


relación  con  el  alma,  o  que  nos  encontra- 
mos ocasionalmente  más  cerca  de  nuestras 
almas  cuando  soñamos,  cedemos  a  la  in- 
clinación de  suponer  a  veces  que  existe  un 
significado  en  los  sueños  cuyas  insinua- 
ciones considera  posible  apoyar  nuestra 
inteligencia,  por  más  que  ella  misma  no 
las  haya  producido.  Una  había  reñido 
con  un  amigo;  y  aunque  deseaba  recon- 
ciliarse, lo  imaginaba  enojado  e  intratable, 
hasta  que  soñó  que  la  ofrecía  una  brazada 
de  rosas  carmesíes.  Al  despertarse  pare- 
cíale que  el  corazón  del  amigo,  como  el 
propio,  pedía  perdón.  Y  el  desenlace  del 
episodio  convirtió  el  sueño  en  realidad. 
Por  otro  amigo  sentíase  una  olvidada, 
hasta  que  soñó  que  la  llamaba  por  un  an- 
tiguo apodo  familiar  no  usado  nunca  por 
otra  persona  y  que  implicaba  el  recuerdo  de 
los  viejos  términos  de  cariño.  Y  despertó 
consolada.  Otro  recibió  una  carta  de  una 
persona  que  hacía  muchos  años  no  le  había 
escrito.  Entre  los  confusos  caracteres 
del  ensueño,  una  palabra  resultaba  clarí- 
sima: "MISPA?"  Después  de  esto,  pare- 
ció saber  cómo  se  encontraba.  Otro  soñó 
que  visitaba  el  infierno  y  se  sintió  muy 
impresionado  por  la  sencillez  y  la  justicia 
de  sus  tormentos:  una  viva  y  violenta 
pesadumbre,  que  impide  el  sueño,  a  causa 
del  mal  cometido.  Otro  vio  en  sueños  a 
nuestro  Señor  Jesucristo.  Señaló  una  es- 
trella que  brillaba  encima  diciendo:  "Esa 
es  la  estrella  que  te  guiará;"  e  interpretó 
la  parábola  en  el  sentido  de  que  lo  más  alto 
que  podía  concebir,  ésa  es  la  norma  cris- 
tiana de  la  vida.  La  fantasía  gusta  de 
lisonjearse  a  sí  misma,  atribuyendo  a  los 
sueños  de  esta  especie  cierta  clase  de  in- 
tuición perspicaz.  Uno  vacila  y  urde 
teorías.  Es  más  prudente,  sin  duda,  el  no 
sostenerlas  con  sobrado  ardor. 

Pero  los  ensueños  más  memorables  de 
todos  no  están  relacionados  con  imagen 
alguna;  y  si  lo  están,  no  es  esto  lo  más 
importante  de  ellos.  Consisten  en  una 
impresión  recibida,  apenas  sabe  uno  cómo, 
durante  el  sueño:  una  convicción  con  la 
cual  se  despierta.  Cuenta  Élifaz  el  te- 
manita: 

A  mí,  empero,  suele  traérseme  furtivamente  una 

palabra, 
Y  mi  oído  percibe  un  leve  murmullo  de  ella. 
En  pensamientos  de  visiones  nocturnas, 


Cuando  cae  profundo  sueño  sobre  los  hombres, 
Apoderóse  una  vez  de  mí  susto  y  horripilación, 
Que  hizo  que  se  estremecieran  todos  mis  huesos. 
En  seguida  un  espíritu  se  desliza  suavemente 

ante  mi  rostro; 
Erízase  el  pelo  de  mi  carne; 
Se  detiene,  mas  no  puedo  discernir  su  forma; 
Una  apariencia  está  ante  mis  ojos; 
Hay  silencio;  entonces  percibo  una  voz,   que 

dice: 
"¿Acaso  el  mortal  será  más  justo  que  Dios?" 

No  tiene  mucho  de  común  este  sueño 
con  el  extravagante  espíritu  del  sueño  en 
que  uno  le  echa  por  leña  a  un  horno  la- 
drillos de  pasta  de  chocolate  o  anda  con 
nieve  caliente  al  tacto.  El  antiguo  amigo 
de  Job  despertó  seguramente  con  la  certi- 
dumbre de  haber  visto  confirmadas  las 
conjeturas  de  su  impetuosa  fe  por  una 
revelación  de  lo  alto. 

El  ensueño  citado  puede  ser  literatura, 
pero  es,  no  obstante,  típico.  La  idea  que 
el  soñador  tiene  del  mensaje  nocturno,  des- 
pués de  despertar,  está  descrita  a  perfec- 
ción: la  impresión  de  que  había  en  él 
mucho  más  que  no  podía  recordar  despierto, 
y  que  mientras  dormía  tuvo  conciencia  de 
algo  más  grande  de  lo  que  realmente  pudo 
percibir,  no  podían  expresarse  en  la  forma 
de  un  pensamiento  articulado: 

A   mí,  empero,  suele   traérseme  furtivamente 

una  palabra, 
Y  mi  oído  percibe  un  leve  murmullo  de  ella. 

Sintió  que  esa  cosa,  la  revelación,  era 
completa;  pero  reconoce  que  lo  que  el  oído, 
el  alma  consciente,  pudo  recoger  era  sólo 
parcial. 

Uno  de  los  principales  puntos  referentes 
a  semejantes  revelaciones  de  la  noche  es 
que  el  que  sueña  tiene  fe  en  los  que  se  le 
aparecen,  cualquiera  que  sea  su  opinión 
sobre  los  que  se  comunicaron  con  otros. 
La  certidumbre  es,  después  de  todo,  el 
resultado  del  acuerdo  entre  una  proposi- 
ción y  el  modo  cómo  uno  cree  íntimamente 
que  son  las  cosas;  y  en  el  curso  de  las 
revelaciones  en  cuestión  no  abrigamos 
dudas,  porque  parece  parte  de  nuestro  ser 
esencial  saber  que  son  verdad.  Uno  puede 
vivir  el  resto  de  su  vida  sacando  ánimos  del 
recuerdo  de  una  cosa  que  le  infundió  certi- 
dumbre, como  a  Elifaz  el  temanita: 

En  pensamientos  de  vi-siones  nocturnas, 
Cuando  cae  profundo  sueño  sobre  los  hombres. 


¡SURSUM  CORDA! 


POR 

j.  PIJOÁN 

Los  cataclismos  violentos,  que  fuerzan  la  evolución  paulatina  y  normal,  no  entrañan,  sin  embargo,  la 
'ruina  de  la  humanidad,  de  la  civilización  ni  de  la  ciencia.  Vemos  desaparecer  no  sólo  personalidades  e 
instituciones,  sino  que  contemplamos  la  caída  de  grandes  ciudades.  La  raza  humana  parece  inmovili- 
zarse y  hasta  volver  a  la  barbarie  primitiva;  mas,  por  difícil  que  sea  explicarlo,  este  retroceso  no  afecta 
el  progreso:  el  alma  de  la  civilización  sobrevive.  Y  quienes  emprenden  la  ardua  tarea  de  reconstituir  el 
'pasado,  enriquecen  los  antiguos  conocimientos  adaptándolos  al  espíritu  moderno.  El  autor  desarrolla  estas 
ideas  ilustrándolas  con  interesantes  ejemplos,  y  termina  su  artículo  con  una  cita  bíblica  que  inspira  la 
repetición  del  título:    ¿Sursum  corda! — LA  REDACCIÓN. 

OYESE   decir  muy    a   menudo  exquisitos  perfumes  de  la  magnífica  resi- 

que  nuestra  civilización  mo-  dencia  que  ocupaba  la  pequeña  bailarina, 

dema  está  sentenciada,  y  no  Pocas  semanas  después  estaba  instalada  en 

cabe  la  menor  duda  que  hay  el    palacio    la    imprenta    que    editaba    el 

multitud  de  cosas  destinadas  Pravda,  órgano  oficial  bolchevista  en  Petro- 

a  desaparecer  más  pronto  o  más  tarde.     Sin  grado. 

embargo,  podemos  decir  confiadamente  Sucede  lo  mismo  con  el  instituto  deo 
que  lo  que  hay  de  más  importante  en  el  Smolny  famoso  liceo  fundado  por  la  gran 
mundo  civilizado  no  se  perderá,  ni  se  ha  per-  Catalina  para  educar  a  las  jóvenes  nobles 
dido  nunca  en  parecidas  vicisitudes  que  rusas  para  damas  de  la  corte.  Recuerdo  la 
tuvieron  lugar  en  el  pasado.  Por  otra  par-  extraña  impresión  que  me  hizo  ver  una  re- 
te, la  ruina  de  anteriores  organizaciones  ha  producción  del  vestíbulo  de  este  palacio  en 
sido  siempre  causada  por  la  invasión  de  una  exposición  del  arte  ruso.  El  salón  de 
pueblos  extranjeros  (V'ólkerwandcrung)  que  espera  estaba  decorado  con  los  re  ratos  de 
no  sólo  ignoraban  las  costumbres  de  los  las  alumnas  del  instituto  que  habían  alean- 
pueblos  civilizados,  sino  que  tenían  otros  zado  mejor  éxito,  pintados  por  los  antiguos 
gustos,  diferentes  idiomas  y  creencias;  maestros  de  la  pintura  rusa;  y  pude  com- 
mientras  que  al  presente  el  cambio,  si  ocurre  prender  el  pesar  que  causa  a  algunos  de  sus 
y  cuando  ocurra,  no  será  el  resultado  de  compatriotas  ver  este  suntuoso  edificio  y  sus 
una  irrupción  extraña,  sino  la  evolución  hermosos  jardines  utilizados  como  cuartel 
de  jefes  de  una  misma  familia,  el  hombre  bolchevista,  mientras  marineros  y  guardias 
con  zaragüelles  de  obrero  sucediendo  al  rojos  atraviesan  pesadamente  los  salones 
hombre  de  sombrero  de  copa.  cuyo  piso  sólo  hacían  resonar  en  otro  tiem- 
Indudablemente  que  si  sobreviniera  la  po  los  elegantes  zapatos  de  aristocráticas 
dictadura  del  proletariado,  desaparecerían  damas. 

en  gran  parte  el  lujo  y  el  refinamiento  que  Al  presente  vemos  desaparecer  no  sólo 
estamos  acostumbrados  a  considerar  como  personalidades  e  instituciones,  sino  que  con- 
esenciales  para  la  civilización.  Escasea-  templamos  la  caída  de  grandes  ciudades, 
rían  muchas  cosas  que  nos  procuran  alegría  tales  como  Yiena.  En  una  ocasión,  el 
y  placer,  y  por  algún  tiempo  las  echaríamos  alcalde  de  la  ciudad  expresaba  la  esperanza 
de  menos.  ele  que  Viena  sobreviviría  como  una  curio- 
Por  ejemplo,  el  otro  día  estuve  leyendo  sidad  histórica,  como  una  especie  de  Vene- 
la  descripción  de  una  visita  que  hizo  la  cia.  Pero  es  poco  probable  que  pueda 
hija  del  conde  Witte  a  un  palacio  de  Petro-  compararse  la  una  con  la  otra.  Venecia 
grado  en  1918,  cuando  todavía  lo  habitaba  fué  siempre  una  ciudad  activa  y  un  gran 
la  famosa  bailarína  Tchesinskaya;  y  sería  puerto,  y  aun  en  la  época  napoleónica, 
imposible  consignar  aquí  la  infinidad  de  cuando  su  fortuna  se  encontraba  en  su 
detalles  referentes  a  la  servidumbre,  a  la  mayor  decadencia,  se  construyeron  algunos 
variedad  de  flores  de  colores  raros,  a  los  hermosos  palacios  en  el  gran  canal.     Hoy 


ióo 


INTER-AMÉRICA 


es  un  centro  muy  importante  industrial  y 
marítimo.  Viena  nunca  podrá  revivir  como 
Venecia;  ni  despertará  jamás  la  curiosidad 
intelectual  de  que  Roma  fuera  objeto  en  la 
edad  media.  El  estilo  de  los  palacios  de 
María  Teresa,  privados  de  sus  ujieres  de 
brillante  uniforme,  parece  muy  trivial. 

Y  aun  nos  aguardan  pérdidas  mayores 
que  éstas.  Sufrirán  menoscabo  la  ciencia, 
la  ilustración  y  la  cultura.  Despertaremos 
cualquier  mañana  privados  de  muchas  cosas 
preciosas  y  sagradas.  No  sólo  en  Rusia 
y  en  Austria  se  verán  reducidos  a  la  miseria 
los  hombres  de  ciencia  y  abandonados  los 
laboratorios:  nos  llegarán  peores  nuevas  y 
más  cercanas;  lloraremos  pérdidas  irre- 
parables. Imaginemos  lo  peor.  Supon- 
gamos, por  ejemplo,  que  el  British  Museum 
haya  sido  volado  en  una  de  las  últimas 
huelgas;  o  que  la  Oxford  University  haya 
sido  quemada  por  una  banda  de  rojos 
(fuerzas  regulares  del  gobierno  de  Cárdiff) 
huyendo  de  la  milicia  regular  del  gobierno 
de  Londres,  o  sea  del  "gobierno  blanco" 
que  actúa  bajo  la  dictadura  de  Winston 
Chúrchill.  (Por  supuesto  que  no  es  de 
esperar  que  sucedan  estas  cosas,  como  lo 
advertimos  al  principio,  pero  pueden  servir 
como  ilustraciones.)  Mas,  aun  cuando 
hubiéramos  de  contemplar  tales  pérdidas, 
no  desaparecerían  nuestras  preciosas  con- 
quistas científicas  y  civilizadoras.  La  hu- 
manidad parece  a  veces  inmovilizarse  y 
hasta  volver  a  la  barbarie,  o  a  la  más 
primitiva  forma  de  vida;  y,  sin  embargo, 
por  difícil  que  sea  explicarlo,  este  retroceso, 
como  lo  demuestran  pasadas  experiencias, 
no  afecta  el  progreso.  Sin  ocuparnos  de 
las  edades  prehistóricas  ni  del  derrumba- 
miento de  los  imperios  orientales,  tenemos 
en  Europa,  en  tiempos  históricos,  dos  ejem- 
plos de  civilizaciones  que  habían  alcanzado 
un  grado  de  desenvolvimiento  comparable 
al  nuestro,  y  que  fueron  destruidas  de 
raíz,  viéndose  obligados  nuestros  anteceso- 
res a  comenzar  de  nuevo. 

El  primero  de  estos  casos  ocurrió  en  el 
siglo  nono  antes  de  Jesucristo.  Por  esa 
época  florecía  en  la  parte  oriental  del  Medi- 
terráneo una  civilización  a  la  que  hemos 
dado  el  nombre  de  cultura  prehelénica. 
Los  castillos  de  los  magnates  micenos  y  los 
palacios  de  Creta  podían  jactarse  de  un 
refinamiento   femenino   quizá  comparable 


al  del  instituto  de  Smolny  de  Petrogrado. 
El  gran  monarca  de  Creta,  que  vivía  en  el 
palacio  de  Knosos,  gustaba  de  rodearse  de 
eruditos  y  artistas  que  poseían  conocimien- 
tos que  orgullosamente  proclamamos  hoy 
como  descubrimientos  recientes.  De  im- 
proviso invadieron  Grecia  los  bárbaros  del 
norte:  dorios  ignorantes,  desnudos,  de  at- 
léticas  formas;  y  aparentemente  fué  arra- 
sada la  próspera  civilización  prehelénica. 

Indudablemente  desapareció  el  progreso 
material,  el  refinamiento  en  el  arte  y  gran 
número  de  conocimientos  diversos;  pero,  lo 
digo  confidencialmente,  ahora  que  nos  son 
conocidos  los  resultados  de  este  suceso, 
ninguno  de  nosotros  quisiera  haberlo  evi- 
tado. ¡  Cuan  monótona  se  hubiera  tornado 
la  civilización  griega  sin  esta  irrupción  de 
los  bárbaros  dorios!  El  arte  helénico  se 
habría  convertido  en  estilo  baroco,  y  en 
una  o  dos  centurias  más,  la  religión  y  la 
ciencia  se  habrían  hecho  convencionales. 
No  se  perdió,  pues,  ni  una  partícula  de  lo 
que  era  de  verdadera  importancia;  el  alma 
de  la  civilización  sobrevivió.  Vemos  esto 
claramente  en  las  artes  plásticas,  y  podemos 
juzgar  que  pasó  otro  tanto  en  las  ciencias 
físicas  y  en  la  literatura.  Los  poemas  de 
Homero,  compuestos  y  revisados  después 
de  la  catástrofe,  tuvieron  como  base  las 
antiguas  tradiciones  y  mitos  de  los  tiempos 
prehelénicos,  pero  la  inconsciente  influencia 
de  las  nuevas  razas  les  dio  ese  espíritu 
moderno  que  los  hace  tan  preciosos  para 
nosotros.  Si  en  vez  de  aquellos  poemas 
del  siglo  siete,  nos  hubieran  llegado 
simples  cuentos  micenos,  ¡qué  deficiente 
fuera  su  belleza!  Es  fácil  imaginar  que 
su  literatura  sería  análoga  a  la  que  se 
encuentra  en  las  inscripciones  orientales 
cuneiformes:  literatura  particular  de  un 
pueblo,  sin  la  universalidad  que  distingue 
los  poemas  de  Homero,  y  que  es  el  resultado 
de  la  colaboración  de  dos  diferentes  y  casi 
antagónicos  espíritus. 

Encontramos  el  segundo  ejemplo  de  una 
civilización  destruida  por  la  barbarie  en  el 
siglo  cuatro,  cuando  cayó  el  imperio  roma- 
no, y  los  germanos  ocuparon  las  provincias 
occidentales.  Todavía  pueden  verse  las 
columnas  rotas,  los  templos  destruidos, 
las  termas  arruinadas  y  las  ciudades  aban- 
donadas; y  podemos  formarnos  una  idea 
de  cuántas  obras  intelectuales  perecieron 


y  cuántos  tesoros  artísticos  se  perdieron  en 
aquel  tiempo.  Lo  repito,  sin  embargo: 
hoy,  estudiados  los  efectos  de  aquella  catás- 
trofe, nadie  querría  haber  detenido  a  los 
bárbaros  en  el  Rhin. 

Es  más  que  probable  que  si  la  civilización 
clásica  hubiera  continuado  su  desarrollo 
normal  en  vez  de  hundirse,  la  humanidad 
habría  alcanzado  ciertos  progresos  mate- 
riales mucho  antes  de  lo  que  ha  ocurrido. 
Relojes  y  bicicletas  habrían  sido  populares 
desde  el  siglo  ocho;  y  los  automóviles  y 
tranvías  eléctricos  contarían  siglos  de  uso. 
La  astronomía,  las  matemáticas  y  la  física 
habrían  llegado  hace  tiempo  al  grado  de 
adelanto  en  que  se  encuentran.  Pero  la 
ciencia  habría  tomado  un  aspecto  diferente, 
y  es  de  temer  que  no  hubiera  sido  tan  in- 
teresante para  nosotros. 

Cada  partícula  de  nuestros  actuales  cono- 
cimientos ha  sido  adquirida  a  costa  del 
sufrimiento  y  constancia  de  los  que  empren- 
dieron descubrir  de  nuevo  el  pasado;  y  en 
esta  obra  han  enriquecido  la  antigua  cien- 
cia, adaptándola  al  espíritu  moderno, 
nuestra  más  preciosa  adquisición.  Puede 
formarse  un  concepto  de  lo  que  habría 
sido  la  erudición  y  la  labor  clásica,  si  no 
hubiera  sido  destruida  por  los  bárbaros. 
Tenemos  el  ejemplo  de  Bizancio.  Allí  la 
vieja  civilización  siguió  su  curso  sin  ser  per- 
tubada,  y  ¿cuál  fué  el  resultado?  ¿Dónde 
hubiéramos  querido  estar,  caro  lector,  en 
los  comienzos  de  la  edad  media?  ¿En  el 
Convento  de  Estudio  en  Constantinopla, 
con  todas  las  obras  de  la  literatura  griega 
y  latina, con  todos  los  volúmenes  de  Esquilo 
y  la  colección  completa  de  Menandro  en  las 
manos,  o  en  el  oeste  tratando  de  descifrar  el 
griego  con  Isidoro  en  Sevilla,  o  con  Beda 
y  Casiodoro?  ¿Habríamos  preferido  visitar 
la  soberbia  mansión  de  Lausos,  millonario 


¡SURSUM  CORDA! 


161 


bizantino  de  Constantinopla,  con  su  jardín 
lleno  de  antigüedades,  que  contenía,  entre 
otros  tesoros,  la  Venus  enidia  de  Praxi- 
teles?  ¿O  encontrarnos  al  lado  del  bár- 
baro jefe  de  los  galos  con  Venancio, 
Fortunato  o  Sidonio  Apolinario,  y  oír  sus 
cantos  al  amor  del  fuego?  Algunos  hom- 
bres modernos,  ávidos  de  emociones,  dirán: 
"  Desearíamos  haber  estados  en  ambos  lu- 
gares." Pero  obligados  a  elegir,  ¿qué 
hubiéramos  decidido?  Sin  duda  alistarnos 
bajo  el  pendón  de  nuestros  antepasados 
del  oeste,  luchar  con  ellos  contra  la  obscuri- 
dad y  tratar  de  abrir  una  nueva  senda  a  la 
civilización.  Si  aun  nos  sintiéramos  in- 
decisos, nos  preguntaríamos  una  vez  más: 
¿Habría  sido  preferible  estar  en  el  palacio 
real  de  Constantinopla  al  lado  de  Cons- 
tantino Porfirogeneta,  cuando  escribía  el  li- 
bro de  las  Ceremonias,  o  con  Carlomagno,  en 
compañía  de  Alcuino,  Teodulfo  y  Einhardo? 
Creo  que  la  respuesta  no  admite  duda. 

Alguien  dirá,  sin  embargo:  'Todo  eso 
está  muy  bien,  pero,  ¿por  qué  no  tener  am- 
bas cosas?  ¿Qué  necesidad  imponía  la 
destrucción  de  una  civilización  clásica,  con 
el  único  fin  de  tener  que  reconquistarla? 
El  espíritu  germánico  pudo  ingertarse  en  el 
viejo  tronco  romano.  El  progreso  pudo 
avanzar  mejor  por  medio  de  una  evolución 
normal.  ¿Por  qué  arruinar  para  recons- 
truir? ¡  Parece  que  se  quisiera  abogar 
por  las  catástrofes!  Siguiendo  esa  idea, 
muy  pronto  sería  esencial  para  el  progreso 
destruir,  cada  novecientos  años,  bibliotecas 
y  laboratorios,  y  en  seguida  comenzar  de 
nuevo."  A  lo  cual  replicaré:  "Personal- 
mente, tampoco  soy  partidario  de  tales 
experiencias,  mas  ésta  parece  ser  la  ley  del 
espíritu:  Si  el  grano  trigo  que  cae  en  la 
tierra  no  muriere,  él  sola  queda;  mas  si 
muriere,  mucho  fruto  lleva." 


MANOS  OCIOSAS 


POR 
EARL    DERR    BIGGERS 

De  cómo  es  imposible  y  hasta  peligroso  arrancar  a  un  hombre  activo  de  sus  ocupaciones  predilectas  y 
acostumbradas,  bajo  pretexto  de  salud  y  necesidad  de  descanso  físico  y  mental,  y  de  cómo  el  trabajo  no  es 
desdoro  sino  honra  y  prez  del  individuo,  es  el  tema  que  desarrolla  en  interesantes  escenas  el  autor  de  esta 
linda  y  muy  humana  historieta  que,  estamos  ciertos,  ha  de  agradar  inmensamente  a  nuestros  lectores. — 
LA  REDACCIÓN. 


COMO  de  costumbre,  al  dar  las 
ocho,  Jim  Alden  abrió  los  ojos, 
arrojó  a  un  lado  los  cobertores 
con  rápido  movimiento,  y  se 
sentó  en  la  cama.  Su  mente 
despertaba  activa,  diligente,  lista  para 
resolver  cualquier  problema,  por  difícil  o 
intrincado  que  fuera.  Pero  al  tocar  sus 
pies  la  rica  alfombra  extendida  delante  de 
su  lecho,  recordó  de  improviso  la  nueva 
situación.  Apoderóse  de  él  un  sentimiento 
de  inercia,  de  desesperación,  y  dejó  caer  la 
cabeza  sobre  el  pecho. 

Cada  mañana  sucedía  lo  mismo.  Cada 
mañana  despertaba  con  el  deseo  y  la  espe- 
ranza de  un  día  activo,  emocionante,  como 
en  el  pasado,  tan  sólo  para  recordar  un  ins- 
tante después  que  frisaba  en  los  sesenta 
años,  qué  se  había  retirado  de  los  negocios, 
y  que  estaba  muriendo  a  pulgadas  en  su 
hermosa  residencia  en  el  sur  de  California. 
Acercóse  lentamente  a  la  ventana  y 
miró  hacia  fuera.  Pasadena  es  una  ciudad 
de  ocio.  No  se  veía  un  alma  por  las  calles. 
Alden  suspiró  y  se  dirigió  a  tomar  su  baño. 
Entristecíale  la  perspectiva  del  día  inútil 
que  le  esperaba.  Sería  semejante  a  los 
anteriores,  que  gastaba  en  vagar  de  un  lado 
a  otro  sin  objeto,  desde  que  se  estableció 
en  la  localidad,  tres  meses  antes.  Nada 
que  hacer,  nadie  con  quien  hablar,  ninguna 
parte  adonde  ir:  tortura  que  se  interrumpía 
por  una  triste  comida,  para  comenzar  la 
nueva  tortura  de  una  larga  y  vacía  velada, 
aguardando  la  hora  de  acostarse,  para  dor- 
mirse en  espera  de  otro  día  exactamente 
igual. 

"Más  valdría  morir,"  murmuró. 
Durante  el  baño,  su  desconsuelo  se  con- 
virtió en  violenta  indignación  contra  los 
médicos  que  le  habían  condenado  a  seme- 
jante existencia.     ¿Por  qué  se  había  dejado 


impresionar  por  toda  esa  tonta  habladuría 
acerca  de  "  alta  presión  de  la  sangre,  neural- 
gia del  corazón,  arterieesclerosis?"  ¿Por 
qué  había  cedido  a  las  instancias  de  su  es- 
posa y  de  sus  hijas,  que  le  exigían  que  ven- 
diera su  negociación  de  automóviles,  aban- 
donando el  famoso  motor  Alden  que  él 
mismo  había  diseñado  y  que  era  su  crea- 
ción? ¿Qué  habría  sucedido,  si  se  hubiera 
mantenido  firme,  ocupándose  de  sus  nego- 
cios? Era  la  muerte  quizá,  la  muerte  en  la 
brecha.  Bien:  allí  era  donde  acababa  la 
mayor  parte  de  los  hombres;  era  la  muerte 
más  feliz,  la  mejor  manera  de  terminar. 

Para  algunos  seres,  reflexionó,  la  vida 
ociosa  tiene  sus  encantos.  Árthur,  el  es- 
poso de  Edie,  no  sentía  inclinación  por  el 
trabajo.  Pero  Árthur  era  un  mozo  holga- 
zán, nacido  en  la  clase  acomodada.  Y 
Cárter  Andrews,  el  brillante  picaflor  que 
hacía  la  ronda  a  Angie,  no  se  interesaba  al 
parecer  sino  por  el  polo  y  el  golf.  "¡Vaya, 
vaya!"  pensó  Jim  Alden,  experimentando 
cordial  aversión  por  ambos  jóvenes.  No 
era  de  sorprender  que  tuvieran  estas  aficio- 
nes. Jamás  habían  conocido  otra  cosa;  en 
aquel  ambiente  nacieron. 

Sus  propios  comienzos  habían  sido  muy 
diferentes.  Mirando  retrospectivamente 
contempló  en  lontananza  sus  cuarenta  años 
de  lucha.  Doce  años  de  mecánico  en  los 
talleres  de  Póntiac  con  las  manos  engrasa- 
das y  alimentando  vastas  ambiciones. 
Luego,  el  nacimiento  del  motor  Alden,  los 
modestos  primeros  éxitos  del  automóvil  de 
su  nombre.  La  importancia  gradual  de  los 
negocios,  la  vida  desarrollándose  hasta  cul- 
minar en  un  grandioso  desenlace,  como  un 
drama  bien  escrito.  Finalmente  la  oficina, 
cargada  de  electricidad  con  las  emociones 
del  intenso  tráfico:  importantes  decisiones 
tomadas  entre  el  teclear  de  cien  maquinillas 


MANOS  OCIOSAS 


163 


de  escribir;  la  ola  de  telegramas  y  cables; 
los  altos  rimeros  de  correspondencia;  y 
de  pronto,  el  vacío,  la  nada.  Ver  des- 
aparecer todo  eso  como  si  nunca  hubiera 
existido.  "¡  Demasiado  tarde!"  pensó  con 
amargura.  "¡  Demasiado  camino  recorrido 
durante  cuarenta  años  para  poder  detenerse 
de  repente!" 

Bajó  con  desaliento  las  escaleras  refun- 
fuñando un  "  buenos  días"  a  su  mayordomo 
japonés,  y  oyó  a  Angie  en  el  salón  cantando 
una  cancioncilla.  Su  fisonomía  se  despejó 
al  acercarse  a  su  hija.  La  muchacha  vino 
a  su  encuentro,  fresca  y  hermosa  como  una 
mañana  de  California,  el  ser  más  caro  a  su 
corazón. 

— ¿Cómo  estás  hoy,  papa? — dijo  besán- 
dole. 

— ¿Yo?  Muy  bien. — La  pregunta  le 
molestaba  aun  viniendo  de  Angie. — ¿Te 
parece  que  tengo  el  aspecto  de  un  invál- 
ido?— 

Le  contempló  ella  un  instante,  desviando 
al  punto  la  mirada.  Sí;  supiéralo  él  o  no, 
parecía  un  inválido.  El  cambio,  que  debía 
hacerle  tanto  bien,  producía  un  efecto  des- 
astroso. Sus  manos  aparecían  arrugadas 
y  venosas;  su  rostro  estaba  pálido,  y  obs- 
curas y  abotagadas  ojeras  marcábanse  bajo 
sus  ojos.    Angie  suspiró  con  pesar. 

— ¿Qué  es  eso? — preguntó  Alden  seña- 
lando un  papel  que  tenía  ella  en  la  mano. 

— Es  un  cablegrama  de  Cárter  Andrews, 
que  cumple  su  promesa  de  enviarme  un 
mensaje  diario. 

— i  Hum!     Debe  de  estar  loco  por  ti. 

— Así  lo  pretende, — dijo  ella  sonriendo. 

— Es  extraño  que  te  haya  dejado  para 
irse  a  correr  el  mundo. 

— ¡Oh!  Es  que  se  ha  ido  por  negocios: 
asuntos  relacionados  con  sus  propiedades. 

— Todo  el  mundo  sabe  el  motivo  de  su 
viaje:  se  le  agotó  su  reserva  de  licores  y  se 
ha  ido  al  extranjero  para  poder  beber.  Y 
sigue  bebiendo  mientras  da  la  vuelta  al 
globo. 

— Papa,  no  es  generoso  que  digas  eso. 

— Pero  es  la  verdad.  ¿Pretende  acaso 
casarse  contigo? 

— Sí.  Pero  no  te  preocupes.  No  pienso 
en  casarme  todavía.  Con  todo,  Cárter  me 
divierte. 

— También  divierten  los  monos;  pero  eso 
no  es  cualidad  suficiente,  ¿verdad? 


— Vamos,  papaíto  regañón,  ven  a  al- 
morzar.— 

Fueron  al  comedor.  Mrs.  Aldcn,  Edie  y 
Árthur  estaban  ya  a  la  mesa.  A  fuer  de 
marido  correcto,  Jim  Alden  se  acercó  a  be- 
sar a  su  esposa,  una  cincuentona  erguida  y 
austera.  Al  dirigirse  a  su  asiento,  acarició 
con  precaución  la  mejilla  pintada  de  Edie. 
Árthur  le  saludó  efusivamente,  felicitándole 
por  su  buen  semblante.  Para  Árthur  todo 
el  mundo  tenía  buen  semblante.  Jim 
Alden  cogió  su  periódico. 

— Deja  eso,  Jim, — ordenó  su  esposa; — 
tienes  todo  el  día  para  leerlo. 

— Es  verdad, — contestó  él,  obedeciendo; 
— lo  había  olvidado. 

— ¿Cuáles  son  tus  proyectos  para  hoy? — 
preguntó  la  señora. 

__  — ¿Mis  proyectos?  ¡Oh!  Iré  a  Los 
Ángeles  a  mi  oficina. 

— ¡  Tu  oficina !  ¡Vienes  aquí  precisamente 
para  dejar  todo  lo  que  signifique  oficina,  y 
lo  primero  que  haces  es  ir  a  alquilar  una! 
No  veo  para  qué  la  necesites. 

— A  los  viejos  retirados  nos  gusta  tener 
una  oficina, — observó  con  vaga  sonrisa. 
— Así  tenemos  donde  ir  en  las  mañanas,  un 
lugar  donde  despachar  la  correspondencia. 
— Toda  la  que  te  llega, — repuso  ella  des- 
deñosamente,— podrías  despacharla  en 
veinte  minutos  en  la  biblioteca. — Sintió  el 
escozor;  era  verdad. — ¡Si  al  menos  fueras  a 
jugar  el  golf ! 

— ¡Eso  es,  papá! — exclamó  Árthur  con 
forzado  entusiasmo. — Edie  y  yo  vamos  al 
club;  vente  con  nosotros. 

— No,  no.  Gracias.  Hoy  no;  otro 
día. 

__  — Tendremos  mucho  gusto, — mintió 
Árthur,  disimulando  su  satisfacción.  Él  y 
Edie  eran  jugadores  eximios,  y  se  proponían 
arreglar  una  vigorosa  partida  de  cuatro,  a 
diez  dólares  el  hoyo. 

— Deberías  ir, — insistió  Mary  Alden 
con  acento  quejumbroso; — el  doctor  Tillson 
dice.     .     .     . 

— Sí,  sí; — convino  Alden; — ya  me  deci- 
diré. No  soy  opuesto  al  golf;  es  una  recrea- 
ción muy  saludable  después  de  un  día  de 
trabajo.  Pero  hacer  de  este  juego  el 
principal  objeto  de  la  vida,  como  algunas 
personas.     .     . 

— Edie, — dijo  Árthur, — está  aludiendo  a 
mí. 


1 64 


INTER-AMÉRICA 


— Papá,  deja  tranquilo  a  Árthur, — or- 
denó Edie. 

— Me  mortificas,  Jim, — dijo  ásperamente 
su  esposa. — No  eres  feliz  aquí. 

— ¿Yo?     Muy  feliz. 
-Deberías     serlo, — repuso,     mirándole 


quete,  y  yo  soy  de  la  comisión.  Y  tú,  Jim, 
no  te  ocupes  de  nada  hoy:  descansa. 

— No  hago  más  que  descansar  todo  el 
día. — 

Permaneció  mirando  el  pequeño  vehículo 
que  se  deslizaba  rápidamente  a  lo  largo  de 


como  si  dijera:  " Sé  feliz  o  te  rompo  la  cris-  la  asoleada  calle,  hasta  que  Angie  bajó  con 
ma." — Pero  no  es  así;  el  cambio  no  te  ha  un  precioso  abrigo  de  verano  sobre  los  hom- 
hecho  ningún  bien,  y  es  por  culpa  tuya.     bros. 


No  quieres  descansar,  no  te  das  al  reposo. 
Deberías  esforzarte  en  hacerlo,  si  no  por  ti 
al  menos  por  mí  y  por  nuestros  hijos. 

— A  fuer  de  uno  de  estos  queridos  peque- 
ñuelos, — intervino  Angie, — yo  diría  que 
demos  al  pobre  papá  un  poco  de  respiro. 
Le   han   quitado   todo   punto   de   apoyo, 


— Papá,  iré  contigo  a  la  ciudad,  si  no  tie- 
nes inconveniente.  Tengo  que  hacer  al- 
gunas compras  y  almorzar  con  una  amiga. 

— Con  mucho  gusto, — dijo  él,  yendo  a 
buscar  su  sombrero  y  su  gabán. — 

Cuando  volvió  a  salir,  les  esperaba  un 
soberbio  limousine  manejado  por  un  japonés 


todo  sostén,  y  ahora  está  como  flotando  en     de  fisonomía  impasible.    Ayudó  a  subir  a 


el  espacio;  con  el  tiempo  se  reafirmará 
y  se  convertirá  en  un  gentil  viejo  desocu- 
pado, que  se  pase  el  día  dando  golpes  a  la 
pelota  por  todo  el  campo  de  juego,  como  los 
demás. 

— ¡Angie  lo  ha  dicho! — exclamó  Jim 
Alden  con  gratitud; — me  acostumbraré  al 
fin.  Ahora  todavía  no  sé  dónde  estoy  pa- 
rado. 

— Bien.  Procura  averiguarlo.  Yo, 
cuantas  veces  se  ha  tratado  de  adaptarme 
a  nuevas  condiciones,  siempre  he.    .    .     . — 

Continuó  explicando  lo  que  había  hecho 


Angie,  y  ordenó: — ¡  En  marcha,  Haku!- 

Dirigiéronse  velozmente  a  Los  Ángeles 
en  la  espléndida  mañana.  Angie  puso 
una  de  sus  manos  sobre  la  de  su  padre, 
abandonada  con  descuido  sobre  sus  ro- 
dillas. 

— Papá,  tiene  razón  mamá:  no  eres  feliz. 

— ¡Oh,  Angie!  Ahora  me  siento  muy 
bien.  Sólo  que  ha  ocurrido  algo  que  no  es 
de  mi  agrado :  me  he  vuelto  viejo. 

— ¡  Qué  idea !  Sesenta  años  no  son  la  ve- 
jez. 

— No  lo  eran  en  otro  tiempo;  pero  al 


siempre,  sin  que  nadie  la  escuchara;  y  pasó     presente  parece  que  es  el  fin.    ¡  Y  me  ha 
el  rato.  caído  tan  de  repente!    Antes,  cuando  es- 

Después  del  almuerzo,  Jim  AJden  salió  taba  a  punto  de  suceder  algo  que  me  des- 
ai  corredor,  siguiéndole  Edie  y  Árthur,  en  agradara,  lo  evitaba.  Pero  en  este  caso 
elegante  atavío  de  golf.  El  último  había  nada  podía  hacer  — 
telefoneado  al  garage,  y  ya  los  aguardaba 
en  la  calzada  un  lindo  y  ligero  automóvil. 
Alden  sacó  un  cigarro  y  lo  encendió  con 
aire  de  desafío. 


Angie  estrechó  cariñosamente  su  mano. 

— Supongo, — continúo  Alden, — que  to- 
dos los  viejos  nos  sentimos  así:  rebeldes. 
Querríamos  atrasar  el  reloj.     ¿Sabes?    Yo 


— Sería  mejor  que  mamá  no  te  viera  con  daría  mi  último  centavo  a  trueque  de  retro- 
eso, — advirtió  Edie.  El  guardia  de  policía  ceder;  de  volver  a  comenzar,  lleno  de  alegres 
femenino  a  quien  se  refería  apareció  pronto,     esperanzas. 


evidentemente  lista  para  un  día  de  proficua 
labor. 

— ¿Qué  es  eso,  Jim? — exclamó.  ¿Fu- 
mando de  nuevo? 

— Es  el  primero  hoy,  Mary. 

— El  doctor  Tillson  dice.     .     .     . 


— Y  yo,  ¿dónde  estaría? 

— ¿Tú?  Estarías  en  tu  cuna,  en  la  vieja 
casa  de  la  calle  Tercera,  hecha  una  linda  y 
sonrosada  nena.  Fué  una  época  muy  feliz, 
aquélla  en  que  viniste  al  mundo,  hace 
veinticuatro  años.     Comenzaba  .apenas  a 


— Dice  que  disminuya  poco  a  poco,  y  así  trabajar,   y  éramos  unos  pobres  diablos. 

lo  hago,  querida,  puedes  estar  segura.  Pasé  las  de  Caín  para  pagar  .al  doctor  que 

— Pero  no  es  permitido  fumar  sino  cuan-  te  trajo  a  luz ;  pero  fué  la  mejor  inversión  de 

do  estoy  presente. — Y   volviéndose  a  su  dinero  que  he  hecho  en  toda  mi  vida. — 

hija: — tú  y  Árthur  pueden  dejarme  en  el  Los  azules  ojos  de  Angie  se  llenaron  de 

club  de  lectura.     Se  prepara  un  gran  ban-  lágrimas.     Desvió  la  mirada,  dirigiéndola 


MANOS  OCIOSAS 


«65 


hacia  una  línea  de  carteles  que  formaba 
parte  del  escenario. 

— Papá,  deberías  esforzarte,  como  dice 
mamá.  Si  estuvieras  contento,  vivirías 
un  siglo  en  este  país.  Prométeme  intentar- 
lo; hazlo  por  mí. 

— Te  lo  prometo,  Angie. 

— Si  pudieras  encontrar  algo  en  que  em- 
plear tu  tiempo, — prosiguió  la  niña  pensan- 
do en  voz  alta, — algo  que  te  ocupara  la 


imaginación. 


Calló  Angie;  y  cuando  el  automóvil  se 
detuvo  delante  del  alto  edificio  donde  es- 
taba instalada  la  absurda  oficina,  se  inclinó 
\  besó  tiernamente  a  su  padre.  ¡Parecía 
tan  solo  y  tan  triste! 

— Estarás  aquí  a  las  cinco  como  de  cos- 
tumbre, I  laku, — dijo  Alden  al  bajar. 

— ¡A  las  cinco! — exclamó  Angie — ¿Qué 
es    lo   que     .     .     .  ? — y   se    interrumpió. 

ué  es  lo  que  haría  abandonado  a  sí  mismo 
hasta  las  cinco!  Pero  después  de  todo,  era 
asunto  suyo.  Se  despidió  de  él  con  una 
sonrisa  encantadora:  — Adiós,  papá  queri- 
do.— 

Tres  minutos  después  abría  éste  la  puerta 
de  su  pequeña  oficina  en  el  décimo  piso.  La 
atmósfera  estaba  caliente  y  pesada.  Se 
apresuró  a  abrir  la  ventana,  dejando  pene- 
trar el  aire  fresco  tan  afamado  de  aquella 
región.  Al  volverse,  vio  una  carta  sobre 
su  escritorio.     La  cogió  y  abrió. 

James  M.  Alden. 
Muy  señor  nuestro: 

Acusamos  a  usted  recibo  de  la  suma  de  diez 

a  ntavos  en  sellos  de  correo,  por  cuyo  valor,  y 

fin  su  pedido,  remitimos  a  usted  en  cubierta 

separada  un  catálogo  de  los  aparatos  eléctricos 

que  fabrica  nuestra  firma.     .     .     . 

"¿Bajo  cubierta  separada?"  Miró  al- 
rededor; el  catálogo  no  había  lie-;: do. 
Sintió  cierta  decepción.  Le  había  ocurrido 
que  quizá  revisándolo  encontraría  algo  que 
ocupara  su  mente.  ¡Qué  mal  servicio  el  de 
correos ! 

Sentóse  delante  de  su  mesa  escritorio, 
donde  sólo  aparecían  una  vacía  cesta  de 
correspondencia,  un  secante  y  un  tintero. 
Con  la  llave  que  pendía  de  mi  cadena  abrió 
los  cajones  tirando  hacia  afuera  el  primero 
algunos  centímetros;  en  seguida  desplí 
su  periódico  y  se  puso  a  recorrerlo  cuida- 
dosamente como  todas  las  mañanas.  Des- 
pués de  las  noticias  del  día,  el  mercado  de 


valores  y  los  editoriales,  buscó  la  columna 
obituaria. 

"Falleció  en  su  residencia  Édward  Mác- 
kay,  ex  \  rite  de  la  Máckay  Supply 

Company,  retirado  de  los  negocios  hace 
un  año." 

".Murió  en  su  residencia  Péter  Faxton, 
retirado." 

"  I  lenrv  Downs,  dejó  los  negocios  activos 
hace  seis  meses.     .     .     ." 

retiraron,  ya  poco  figuraban  en  la  lista 
mortuoria.  ¡Qué  corta  distancia  para  c;  1 
todos  ellos  entre  uno  y  otro  acontecimiento! 
1  rato  de  distraerse  revisando  la  página 
deportiva.  Pronto  no  tuvo  más  que  leer. 
Dejó  con  desaliento  el  periódico  y  miró 
su  reloj:  las  diez.  Faltaban  siete  horas 
mortales  hasta  que  llegara  Haku  con  el 
automóvil.  ¡Siete  horas!  Quedaban  los 
cinemas,  es  verdad,  pero  no  antes  de  la  tar- 
de. Pos  odiaba,  y,  sin  embargo,  iba  regu- 
larmente. Iría  hoy  también.  Recogió  el 
diario  y  después  de  estudiar  cuidad, 
mente  los  anuncios,  eligió  su  película  de  la 
tarde.  Pero,  ¿que  haría  el  resto  de  la  ma- 
ñana? Daría  un  largo  paseo:  Tillson  había 
insistido  en  el  pasco.  ( >  se  sentaría  en  un 
banco  del  parque  con  otros  desocupados. 
Podría  ir  también  a  la  biblioteca  pública, 
instalada  en  el  sexto  piso  de  un  edificio 
destinado  a  oficinas,  porque  la  ciudad  de 
Los  Angeles,  que  posee  cinematógrafos  1 
valor  de  un  millón  de  dólares,  no  tiene  me- 
jor local  que  < >frecerle.  Allí  podría  sentarse 
a  leer,  entre  otros  parias  como  él,  algunos 
de  los  cuales  parecía  que  nunca  tomaban 
un  baño,  y  se  les  notaba  mal  olientes. 

Se  asomó  a  la  ventana  del  pequeño  \  tran- 
quilo aposento.     Afuera  se  oía  el  ruido  v  el 
bullicio  del  mundo  que  lo  había  arrojado  a 
un  lado.     Abajo,  a  lo  lejos,  en  la  atestada 
calle,  los  hombres   corrían  apresurados  a 
sus  negocios.    ¡Sus  negocii 
Jim  Alden  volvió  a  su  escritorio,  se  d 
idamente  en  el  asiento  y  m 
de  hito  en  luto  el  secante  que  Angie  le  había 
ayudado  a  elegir.     F.ra  color  de  rosa,  un 
co|,,r    alev re.    decía    ella.     De    pronto    se 
abrió  la  puerta  y  entró  un  joven  de  fisono- 
mía jovial,  que  se  quedó  mirando  en  torno 
un  instante,  como  queriendo  darse  cuenta 
de  dónde  se  hallaba. 

— Buenos  días,— dijo, — ¿a  quien  tengo 
el  honor  de  hablar? 


i66 


INTER-AMÉRICA 


— Mi  nombre  es  Alden,  Jim  Alden. 

— ¡Ah,  sí!  Mr.  Alden.  El  nombre  de 
usted  no  está  en  la  puerta,  ni  lo  he  visto 
tampoco  en  el  directorio  de  la  entrada. 

— No.  Mis  negocios  no  lo  requieren. 
¿Qué  puedo  hacer  por  usted? 

— Mr.  Alden,  quiero  pedir  a  usted  un 
favor.  Quiero  que  se  detenga  usted  un 
momento  entre  el  torbellino  de  los  negocios, 
que  se  detenga  un  momento  y  piense. 

— ¿En  qué? 

— En  el  futuro. 

— ¡  Ah,  sí! — dijo  Alden  sonriendo. — A  de- 
cir verdad,  joven,  precisamente  en  eso  esta- 
ba pensando  cuando  ha  entrado  usted. 

— ¿Es  posible?  ¡Cuánto  me  alegro!  En 
ese  caso,  habrá  comprendido  usted  cuan 
incierto  es  el  futuro.  Si  le  sucediera  a 
usted  algo,  ¿que  sería  de  su  familia? 

— ¡Ah!  ya  entiendo,  hijo.  Usted  coloca 
pólizas  de  seguros. 

— Sí,  señor;  de  seguros  sobre  la  vida  y  de 
accidentes.  No  creo  que  la  compañía  le 
diera  a  usted  una  póliza  de  vida  a  su  edad; 
pero,  ¿por  qué  no  tomaría  usted  una  de 
accidentes?  Son  muy  frecuentes  los  acci- 
dentes en  Los  Ángeles.  De  cada  mil  per- 
sonas que  caminan  por  la  calle,  cinco  serán 
víctimas  de  los  automóviles  antes  de  que 
termine  el  año. 

— Sí ;  pero  yo  soy  muy  precavido.  Llevo 
una  vida  muy  tranquila. 

— Eso  precisamente  era  lo  que  decía 
siempre  Mr.  Jámieson.  ¡  Pobre  Mr.  Jámie- 
son!  Tenía  su  oficina  en  este  mismo  edi- 
ficio; creo  que  en  este  piso.  Acostumbraba 
pasarse  el  día  recostado  en  su  sillón,  justa- 
mente como  está  usted  ahora,  y  me  decía 
cuando  venía  a  verlo  que  no  era  probable 
que  le  ocurriera  nada.  Y,  ¿sabe  usted  lo 
que  pasó? 

—No.     ¿Qué? 

— Un  día  resbaló  la  silla  debajo  de  él. — 
Jim  Alden  se  enderezó  vivamente. — Su 
cabeza  chocó  contra  el  radiador.  No  sé 
cuál  sería  su  último  pensamiento,  pero 
podría  apostar  que  deploraba  no  haberme 
escuchado. — 

Alden  se  echó  a  reír. — Es  usted  un  visi- 
tante entretenido,  hijo  mío.  Yo  no  nece- 
sito ninguna  póliza  de  seguro  hoy,  pero 
siempre  que  pase  usted  por  aquí  entre  a  mi 
oficina. 

— Mr.  Alden, — dijo  el  joven  levantán- 


dose,— voy  a  hacerle  una  pregunta  algo 
peculiar.  ¿Me  invita  usted  a  volver  por 
que  haya  alguna  probabilidad  de  que  entre- 
mos en  negocios,  o  desea  usted  que  venga 
para  conversar? 

— Bien.     .     .     .     Yo.     .     .     . 

— Usted  está  retirado  de  los  negocios, 
¿no  es  así? 

— Sí;  hace  tres  meses. 

— ¿Y  se  siente  usted  como  un  pez  fuera 
del  agua,  completamente  aburrido? 

— Exactamente. 

— Así  lo  adiviné,  pues  trato  a  muchos 
hombres  que  se  hallan  en  la  misma  condi- 
ción. Los  hay  por  centenares  en  Los 
Angeles.  Tienen  pequeñas  oficinas  como 
ésta,  donde  se  pasan  día  tras  día  sin  hacer 
nada.  Cuando  voy  a  verles  me  reciben  con 
los  brazos  abiertos,  me  ofrecen  cigarros.  .  . 

— Dispénseme  usted,  tome  uno. 

— Gracias.  Y  me  conversan  de  cuanto 
es  posible:  política,  estado  del  mercado,  aun 
de  religión.  Ahora  bien;  por  mi  parte  soy 
sociable  por  carácter,  y  nada  me  gustaría 
más  que  ir  a  charlar  aquí  o  allá;  pero  tengo 
familia  que  sostener,  ¿comprende  usted? 

— Sí;  lo  comprendo.  ¿De  manera  que 
hay  muchos  que  están  en  mi  situación? 
Nunca  se  me  había  ocurrido. 

— En  esta  misma  casa  habrá  una  docena. 
Me  dan  pena  todos  ellos,  pobres  diablos. 
A  algunos  les  he  ofrecido,  gratis  completa- 
mente, una  pequeña  idea  mía,  pero  hasta 
ahora  ninguno  ha  tenido  suficiente  decisión 
para  adoptarla. 

— ¿Una  idea? — preguntó  Alden. 

— Es  muy  bueno  este  cigarro, — dijo  el 
joven  sonriendo  y  volviéndose  a  sentar. — 
Le  concedo  a  usted  diez  minutos  más  por  su 
excelente  aroma.  Apuesto  que  usted  lee 
cuidadosamente  su  periódico,  pero  que  nun- 
ca se  ha  detenido  en  la  columna  de  "Opor- 
tunidades para  negocios."     ¿No  es  así? 

— No  puedo  decir  que  lo  he  hecho. 

— Hágame  el  favor  de  pasarme  el  diario. 
Aquí  tenemos  tres  columnas  de  anuncios  al 
respecto:  "Se  vende —  Una  lucrativa 
peluquería  en  San  Diego:  dos  sillas,  tres 
lavatorios,  buena  clientela."  ¿No  es  ver- 
dad? !Mire!  "Carnicería — Trabaje  usted 
independientemente.  .  .  ."  Utilidad  a 
medias  en  un  acreditado  Salón  de  Belleza', 
.  .  .  No  sirve;  hay  que  huir  de  las 
bellezas  acreditadas.     "Se  necesita  un  so- 


MANOS  OCIOSAS 


167 


ció  para  un  garage  y  estación  de  servicio  había  manifestado  vivo  deseo  de  que  tu- 
nara autos."  viera  algo  en  que  ocupar  su  imaginación. 
— ¡Ah,  un  garage!— dijo  Alden  pensativo.  Volvió  a  repasar  detalladamente  las  tres 
—No  tengo  tiempo  de  leerlos  todos-  columnas.  Había  en  venta  muchos  talleres 
continuó  el  joven; — pero  ya  comprende  de  reparación  de  automóviles;  pero  uno  de 
usted  mi  idea.  Si  yo  fuera  uno  de  esos  los  anuncios  llamó  en  particular  su  aten- 
millonarios    retirados,    no   me   sentaría    a  ción.     Lo  recortó  y  lo  leyó  repetidas  veces: 

esperar  al  empresario  de  pompas  fúnebres.         Se  Desea  un  Soao Ta],cr  de  dón 

Si  me  obligaban  a  dejar  mi  negocio  acos-  de  automóviIes  y  abastecimiento  de  gasoleno 


tumbrado,  me  buscaría  otro  en  alguna  de  en  camino  muy  traficado,  en  los  alrededores 
estas  pequeñas  localidades  y  lo  manejaría,  de  San  Marco:— $2,500  por  la  mitad  de  la  ins- 
como  una  especie  de  juguete,  por  supuesto,  talación,  herramientas,  carro  de  remolque, 
para  tener  algo  en  que  pensar  y  en  que  em-  edificio  y  contrato  de  arrendamiento  del  terreno, 
plear  mi  tiempo;  viviría  satisfecho;  les  Los  libros  pueden  ser  revisados  por  el  compra- 
jugaría  una  mala  partida  a  los  médicos,  y 
alcanzaría  una  edad  avanzada.  ¿No  le 
parece  razonable? 

— Sí;  efectivamente. 

— Me  alegro  mucho.  Y  ahora,  me  voy. 
Si  se  decide  usted  a  seguir  mi  consejo  y  le 
resulta  bueno,  no  olvide  que  me  debe  una 
pequeña  póliza.     ¿Quedamos  en  eso? 

— Si  resulta,  joven,  si  resulta.  De  todas 
maneras,  vuelva  a  verme. 

— Cuente  conmigo.  Me  llamo  Kurtz; 
aquí  le  dejo  mi  tarjeta.  Hasta  pronto; 
y  no  se  meta  en  el  salón  de  belleza.  Ex- 
ceptuando eso,  puede  arriesgarse  en  cual- 
quiera otra  cosa. — 

Y  salió,  dejando  a  Jim  Alden  con  el  diario 
en  las  manos.  Por  largo  rato,  el  inventor 
del  famoso  motor  Alden  permaneció  su- 
mido en  reflexiones.  "¿Por  qué  no?"  se 
preguntó  a  sí  mismo.  ¿Por  qué  no  un  pe- 
queño garage  en  cualquier  parte,  donde  pu- 
diera ir,  encontrar  gente,  charlar,  discutir 
las  ventajas  de  los  motores  con  hombres 
entendidos  como  los  que  había  conocido  y 
apreciado  en  Póntiac?  Era  una  idea  es- 
pléndida. 

Pero,  ¿qué  diría  Mary  y  su  austero  aliado 
el  doctor  Tillson?  No  más  negocios,  ¡lo 
había  jurado!  Pero  eso  se  refería  a  los  gran- 
des negocios.  Y  lo  que  Mary  deseaba  era 
que  estuviera  contento,  que  no  se  quejara. 
Además,  no  era  necesario  que  lo  supiera. 
Este  último  pensamiento  le  hizo  reír.  No 
era  dado  al  engaño  por  carácter,  pero  se 
creía  con  derecho  a  buscar  la  felicidad  donde 


dor.  No  hay  que  perder  tan  buena  oportuni- 
dad. Teléfono:  San  Marco,  5376;  pídase  por 
Péterson. 

Jim  Alden  vaciló  un  instante;  tomando 
luego  su  poco  usado  teléfono,  pidió  el  nú- 
mero.    Contestó  el  mismo  Pétersen. 

— He  visto  su  anuncio  y  quizá  podría 
entrar  en  negocio.  ¿Que  cuál  es  mi  nom- 
bre?— Se  detuvo  un  momento.  De  ninguna 
manera  convenía  hacer  mención  de  Jim 
Alden,  famoso  en  el  comercio  de  automó- 
viles; su  secreto  habría  sido  conocido  en 
menos  de  una  hora. — ¡Oh!  John  Grant  es 
el  que  habla. — Dio  el  nombre  de  un  antiguo 
compañero  suyo  en  los  talleres  de  Póntiac. 
— Quisiera  dar  una  ojeada  al  establecimien- 
to. No  necesita  usted  hacer  eso;  pero  si 
insiste,  ¿a  qué  hora  puede  usted  venir?  A 
las  dos;  muy  bien.  Me  encontrará  usted 
en  la  oficina  número  1018  del  edificio  de 
Súrrey,  Los  Ángeles.  ¿Sabe  dónde  es? 
Espléndido.     Allí  estaré. — 

O  ilgó  el  receptor  y  se  dirigió  alegremente 
hacia  la  ventana.  Sus  ojos  brillaban.  ¡A 
las  dos !  ¡  Tenía  una  cita,  una  cita  de  nego- 
cios! "Esto  es  mejor  que  el  cinema," 
pensó  con  regocijo. 


II 


M1 


R.    PÉTERSIN    apareció    puntual- 
mente   a     la     hora     señalada.     Jim 
Alden  estaba  muy  dispuesto  a  encontrarle 
de   mi   agrado,    peí"  a   la   primera   mirada 
quedó  decepcionado.     1  ra  un  hombre  de 


pudiera  encontrarla,  sin  que  nadie  Ínter-  baja  estatura,  en  ojillos  astutos  y  falsos, 

viniera.     ¿Por  qué  no  ensayar  una  especie  Estaba  lejos  de  ser  el   tipo  del  mecánico 

de  vida  doble?     Sólo  Angie  estaría  en  el  alegre  \    jovial.     Alden  resolvió  al  punto 

secreto,  y  ella  comprendería  y  simpatizaría  no  entrar  en  negocios  con  el :  pero  como  no 

con  el  proyecto.     No  hacía  dos  horas  que  era  cortés  romper  relaciones  a  la  simple 


1 68 


INTER-AMERICA 


vista  del  individuo,  convino  en  ir  a  ver  la 
propiedad. 

En  un  viejo  y  derrengado  Ford  con- 
dujo el  hombre  del  garage  a  Jim  Alden 
por  lo  que  parecía  ser  un  camino  de  ronda; 
y  cuando  el  inventor  de  la  máquina  Alden 
bajó  delante  de  la  propiedad  de  Pétersen, 
comenzó  a  ílaquear  su  determinación.  Es- 
taba situado  el  garage  en  mediode  hermosos 
contornos,  en  el  cruce  de  dos  carreteras, 
una  de  las  cuales  se  notaba  muy  frecuenta- 
da. Tenía  en  frente  un  bosquecillo  de 
naranjos,  y  detrás  del  pequeño  edificio,  se 
veían  las  montañas  coronadas  de  nieve, 
que  aparecían  mucho  más  cercanas  de  lo 
que  en  realidad  estaban.  Pétersen  le 
mostró  el  taller,  y  pudo  cerciorarse  de  que 
su  equipo  era  completo  y  se  hallaba  en 
buenas  condiciones.  Cuando  volvieron  al 
escritorio,  tres  carros  a  la  entrada  aguar- 
daban que  les  proveyeran  de  gasoleno. — Y 
esto  es  lo  mismo  todo  el  día, — dijo  Pétersen, 
acentuando  la  frase  con  un  movimiento  de 
la  mano; — puede  usted  comprobarlo  exami- 
nando los  libros:  quiero  que  los  vea. — 

Alden  estudió  los  registros  durante  una 
hora.  Eran  de  los  tres  años  últimos  y  de- 
mostraban un  aumento  constante  de  trá- 
fico, especialmente  acrecentado  durante 
los  seis  meses  anteriores. 

— ¿Qué  le  parece  a  usted  el  negocio? — 
inquirió  Pétersen,  cuando  hubo  terminado 
la  inspección. 

— No  es  malo.  Usted  es  dueño  de  la 
fábrica;  pero,  ¿en  qué  términos  está  el 
terreno? 

— Lo  tengo  escriturado.  Pago  ocho- 
cientos dólares  al  año,  como  habrá  visto 
usted  en  los  libros.  Es  barato,  bien  con- 
siderado. 

— Así  me  parece, — asintió  Alden.  No 
le  agradaba  Pétersen,  pero  el  establecimien- 
to era  bueno.  Probablemente  llegaría  a 
acostumbrarse  al  socio;  y  andaba  por  allí 
trabajando  como  ayudante,  cierto  mozo 
vivo  y  alegre  llamado  Álfred. 

— ¿Da  usted  plazos  para  el  pago? — pre- 
guntó. 

— No, — contestó  rotundamente  Péter- 
sen,— la  venta  es  al  contado. 

— ¡Hum! — Jim  Alden  pensó  en  los  once 
millones  de  dólares  en  que  había  vendido 
sus  intereses  en  el  este,  y  sonrió. — Bien, 
creo  que  podré  reunir  la  suma. 


— Entonces,  ¿es  cosa  decidida  que  usted 
compra? 

— Sí;  mañana  nos  encontraremos,  .  . 
— y  se  detuvo.  Había  estado  a  punto  de 
decir:  en  casa  de  mi  abogado.  Pero  esto  lo 
habría  echado  a  perder.  — Donde  usted 
quiera, — concluyó; — llevaré  el  dinero. 

— ¡Bravo! — exclamó  Pétersen  con  vaga 
sonrisa. — Fume  usted  un  puro. — Y  le  pasó 
un  buen  cigarro  de  a  diez  centavos. — Ven- 
drá usted  por  el  tranvía,  supongo.  Baje 
en  la  esquina  de  las  calles  Primera  y  Cali- 
fornia, en  San  Marco,  mañana  a  las  diez. 
Conozco  por  allí  un  abogado;  iremos  a  su 
estudio  y  arreglará  el  asunto. — 

Jim  Alden  tomó  el  tranvía  para  volver  a 
su  oficina,  llegando  a  tiempo  justamente 
de  cerrar  su  escritorio  y  aguardar  a  Haku 
con  la  limousine  a  la  hora  fijada.  Sentíase 
algo  emocionado,  y  le  agradaba  esta  sen- 
sación.    Era  un  hombre  feliz. 

Al  día  siguiente  decidieron  en  el  despacho 
del  abogado  que  quedaría  formada  la  com- 
pañía desde  el  primero  del  mes,  que  ocurría 
ser  el  lunes  próximo,  siendo  jueves  el  día 
en  que  arreglaron  el  asunto.  Firmado  el 
contrato,  y  cuando  los  dos  mil  quinientos 
dólares  del  precio  habían  encontrado  solícita 
acogida  en  las  ávidas  y  sucias  manos  de 
Pétersen,  hizo  éste  una  propuesta: 

— Mire,  Grant,  he  recibido  un  montón 
de  respuestas  a  mi  anuncio,  y  me  ha  en- 
trado el  deseo  de  realizar  del  todo  el  negocio 
para  volverme  a  Dakota;  pero  como  hemos 
convenido  en  que  ninguno  puede  vender  su 
parte  sin  consentimiento  del  otro,  quisiera 
saber  si  tendría  usted  inconveniente  en 
darme  el  suyo  para  transferir  mi  acción  a 
un  muchaco  franco  y  simpático  que  quiere 
comprarla.     ¿Qué  diría  usted? — 

Alden  sonrió  complacido.  Pétersen  era 
la  única  sombra  en  su  felicidad,  y  tendría 
mucho  gusto  en  sacudirse  de  él. 

— Por  mi  parte,  convenido.  ¿Por  su- 
puesto que  será  alguien  que  entienda  del 
asunto,  un  buen  mecánico? — Y  por  primera 
vez  se  fijó  en  que  Pétersen  no  había  estipu- 
lado esta  condición  respecto  de  él  mismo. 

— ¡Por  cierto  que  sí! — aseguró;  pidién- 
dole en  seguida  que  firmara  un  memorán- 
dum autorizándole  para  vender. 

— Muchas  gracias,  Grant.  Nos  veremos 
el  lunes  en  el  garage. 

— Con    repique   de   campanas, — asintió 


MANOS  OCIOSAS 


169 


Alden  riendo.  Al  parecer,  su  risa  contagió 
a  Mr.  Pétersen,  quien  se  despidió  muy 
alegre. 

El  domingo  por  la  noche,  Angie  y  su  pa- 
dre estaban  solos  en  la  biblioteca,  y  éste 
fumaba  muy  contento  un  habano  prohi- 
bido. 

— ¡Hermosa  noche! — dijo. — ¿Sabes,  An- 
gie, que  está  empezando  a  gustarme  Cali- 
fornia? 

— Así  lo  he  notado, — admitió  ella  son- 
riendo.— Pareces  otro  desde  hace  pocos 
días.     ¿A  qué  lo  atribuyes? 

— ¡Pues!  Me  estoy  acostumbrando, 
creo.     Acostumbrándome  a  la  ociosidad. 

— ¡Nada  de  eso!  ¡Estás  tramando  al- 
guna diablura!    A  mí  no  me  engañas. — 

Alden  se  rió  y  se  dirigió  de  puntillas  ha- 
cia la  puerta  con  fingida  alarma.  Regre- 
sando luego  y  encarándose  con  ella,  le  dijo 
solemnemente: 

— Querida  mía,  se  trata  de  algo  muy  gra- 
ve y  oculto.  No  repitas  nunca  a  nadie  lo 
que  te  voy  a  decir. 

— Lo  juro, — contestó  Angie. 

— Soy  propietario  de  la  mitad  del  garaje 
de  Pétersen,  situado  a  la  sombra  de  las 
montañas  justamente  detrás  de  San  Marco: 
negocio  muy  bonito,  créeme. — 

La  muchacha  se  quedó  con  la  boca  abier- 
ta. 

— Amor  mío,  he  hecho  retroceder  el  reloj 
del  tiempo, — continuó  él. — Si  quieres  ir 
mañana  por  allá,  me  encontrarás  en  traje 
de  obrero  como  al  principio  de  mi  carrera; 
y  puedo  asegurarte  que  las  perspectivas  de 
éxito  en  mi  negocio  son  brillantes. 

— Pero,  papá,  ¿qué  dirá  mamá? 

— La  mar  de  cosas  ...  si  llegara  a 
saberlo.  Pero  eso  es  lo  más  divertido: 
mamá  no  sabrá  nada.  El  pobre  inválido 
papá  se  hace  llevar  vacilante  a  su  oficina 
por  la  mañana  temprano;  una  vez  allí, 
cambia  de  traje  rápidamente  y  toma  de 
prisa  el  tranvía  para  irse  a  su  trabajo.  Re- 
gresa por  la  noche,  cansado  pero  dichoso. 
Si  dejas  escapar  una  palabra  de  esto,  no 
eres  mi  hija. — 

Angie  se  echo  atrás  en  la  silla  riendo  a 
carcajadas. — ¡Viviendo  una  doble  vida  a  tu 
edad,  papa!    ¡Es  chistosísimo! 

— Pero,  ¿apruebas,  no  es  así?  Tú  misma 
decías.     .     .     . 

— Claro  que  apruebo.     Eso  era  precisa- 


mente lo  que  necesitabas;  y  la  sola  idea  te 
ha  probado  maravillosamente.  Pero,  ¡si  lo 
supiera  mamá! 

— Ya  lo  sé, — dijo  él  con  tono  medroso. 
— Pero  San  Marcoestáa  diez  millas  deaquí; 
estoy  a  salvo.  Si  necesitas  algo  en  mi  ramo, 
ve  a  buscarme;  soy  nada  más  que  un  pobre 
joven  que  trata  de  salir  adelante. 

—  Iré  por  allí  mañana.  Dime  otra  vez 
dónde  queda. 

Delineó  un  mapa  para  su  hija  en  el  revés 
de  un  sobre. 

— Acuérdate, — dijo — que  mi  nombre  allá 
es  John  Grant. 

— ¡Oh,  papá! — exclamó. — ¡Un  nombre 
fingido!    ¡Qué  interesante! — 

A  la  mañana  siguiente,  Alden  rebuscó 
en  su  guardarropa  hasta  encontrar  un  viejo 
terno  azul,  brillante  ya  por  algunos  sitios, 
y  que  su  mujer  le  había  prohibido  volver  a 
usar.  Se  lo  puso  audazmente  y  bajó. 
Se  suscitó  una  ligera  discusión  al  respecto, 
pero  su  esposa  no  estaba  al  parecer  en  hu- 
mor bélico  y  cedió. 

A  las  nueve  lo  depositó  Haku  frente  a  su 
oficina.  El  edificio  hacía  esquina  y  tenía 
acceso  por  dos  calles.  Jim  Alden  atravesó 
el  vestíbulo  y  salió  por  la  puerta  del  costado. 
En  una  tienda  de  ropa  se  proveyó  de  zara- 
güelles y  blusa  azul  obscuro  de  trabajo; 
avanzó  una  cuadra  más  e  hizo  una  seña 
al  tranvía,  que  tomó,  dirigiéndose  a  San 
Marco.  Cuando  llegó  a  su  nueva  propie- 
dad, le  pareció  que  reinaba  en  torno  cierto 
ambiente  de  soledad  y  silencio.  Álfred 
estaba  sentado  en  la  corredera  de  un  auto- 
móvil leyendo  el  periódico  de  la  mañana, 
y  no  se  veía  a  Pétersen  por  ninguna  parte. 
Alden  se  encaminó  al  escritorio.  Un  joven 
alto  y  delgado,  de  sonrientes  ojos  grises, 
enderezándose  en  una  silla,  se  levantó 
a  saludarle. 

— ¿Dónde  está  Pétersen? — preguntó  Al- 
den. 

— ¿Es  usted  .Mr.  Grant,  Mr.  John  Grant, 
— interrogó  el  extranjero. 

— ¡Ah!    Sí     .     .     .     yo  soy  Grant. 

-  .Mi  nombre  es  Mérrick,  Bill  Mérrick. 
1  i  roche  usted  la  mano  de  su  nuevo  socio, 
.Mr.  Grant.  11  viernes  último  compré  la 
acción  de  Pétersen. 

— ¿Es  posible?  Bien ;  tengo  mucho  gusto 
de  conocer  a  usted.  Por  lo  visto,  Pétersen 
no  ha  perdido  el  tiempo. 


170 


INTER-AMERICA 


— Me  mostró  un  memorándum  firmado 
por  usted;  espero  que  no  tendrá  usted  nada 
que  objetar.     .     .     . 

— ¡Oh,  no!  Está  muy  bien.  Me  sor- 
prendió un  poco;  eso  es  todo.  No  me  im- 
porta cambiar  de  socio.  Por  el  contrario, 
me  agrada;  y  creo  que  hemos  adquirido  un 
negocio  activo. 

— Así  parecía  por  los  libros.  Pero  debo 
decir  que  hace  hora  y  media  que  estoy  sen- 
tado aquí  y  no  ha  caído  nada. 

— ¡Ah!  es  que  es  temprano  todavía;  y, 
además,  lunes  por  la  mañana.  Voy  a 
ponerme  la  ropa  de  trabajo  para  estar  listo. 
— Y  el  millonario  abrió  su  paquete  y  ex- 
tendió su  armadura  completa,  procediendo 
a  quitarse  el  saco. 

— ¿Supongo  que  usted  entiende  de  auto- 
móviles? 

— ¡Oh,  sí!  Yo  sé  que  la  gasolina,  colán- 
dose por  no  sé  dónde,  es  lo  que  los  hace 
caminar.  Fuera  de  esto,  estoy  un  poco  a 
obscuras.  Pétersen  me  dijo  que  usted  era 
muy  buen  mecánico  y  que  tendría  gusto 
en  enseñarme. 

— Le  dijo  eso,  ¿eh?    .     .     . — 

Jim  Alden  quedó  pensativo,  mientras 
endosaba  sus  zaragüelles.  Mr.  Pétersen 
iba  haciéndose  cada  vez  menos  atractivo  a 
medida  que  se  descubría  su  carácter. 

— Mire  usted, — continuó  el  joven,  que 
tenía  maneras  muy  simpáticas,  — yo  estuve 
a  punto  de  ser  abogado.  Aprendía  las 
leyes  en  el  estudio  de  mi  padre  en  Duluth, 
cuando  estalló  la  guerra.  A  mi  regreso 
de  Francia  me  escocían  las  plantas  de  los 
pies,  como  a  una  porción  de  otros  mucha- 
chos. Una  tía  mía  murió,  legándome  tres 
mil  dólares;  y,  como  había  tragado  un 
poco  de  gas  en  Argonne,  que  me  propor- 
cionó una  tocecilla  muy  poco  conveniente, 
tuve  que  venir  a  California,  donde  estoy 
hace  dos  meses  buscando  trabajo.  ¿Ha 
tratado  usted  de  conseguir  trabajo  aquí? 

— ¡Lo  puede  usted  apostar! 

— La  provisión  parece  ser  inferior  a  la 
demanda,  ¿no  es  cierto?  Mi  dinero  se  iba 
como  el  agua  en  los  fondinas,  así  que 
decidí  la  zambullida  con  Pétersen  por  dos 
mil  dólares,  que  era  todo  lo  que  quedaba 
del  legado  de  mi  tía  Elvira. 

— ¡  Dos  mil ! — repitió  Alden  condensando 
sus  ideas  respecto  de  la  conducta  equívoca 
de  Pétersen. 


— Sí,  señor;  todo  el  capital  de  este  peque- 
ño aventurero.  Tenemos  que  hacer  que  el 
negocio  salga  bien. 

— ¡  Oh,  sí !  Así  será. — Pero  no  estaba  tan 
seguro.  Pétersen  aparecía  bajo  nuevos 
aspectos  cada  minuto. 

Emplearon  un  par  de  horas  en  revisar  el 
equipo  y  estudiar  una  vez  más  los  libros 
que  Pétersen  obsequiosamente  les  había 
dejado.  En  toda  la  tarde,  sólo  dos  autos  se 
detuvieron  delante  del  establecimiento; 
uno  para  pedir  cinco  galones  de  gasoleno 
y  otro  para  preguntar  por  el  camino.  La 
sospecha  iba  tomando  cuerpo  en  la  mente 
de  Jim  Alden.  Salió  a  la  puerta  del  pe- 
queño escritorio  y  llamó  a  Álfred,  que  se 
acercó  al  parecer  un  poco  avergonzado. 

— Mire  usted,  Al;  no  se  hace  aquí  un  gran 
negocio,  ¿no  es  así? 

— Es  que  .  .  .  — dijo  Al, — se  hacía 
hasta  el  sábado  último. 

— ¡Eh!    ¿Y  qué  ha  sucedido  el  sábado? 

— ¿No  lo  sabe  usted? — dijo  el  muchacho, 
realmente  sorprendido. — El  sábado  último 
se  abrió  el  nuevo  camino  del  estado,  a  dos 
millas  al  este  de  aquí.  Ha  estado  imprac- 
ticable durante  seis  meses. 

— Ya  comprendo.  ¿Quiere  decir  que  nos 
hallamos  ahora  fuera  de  la  ruta  de  tráfico? 

— Ciertamente.  Este  camino  es  al  pre- 
sente tan  útil  como  una  quinta  rueda.  No 
verá  usted  muchos  transeúntes  por  aquí, 
excepto  los  que  viven  en  las  cercanías, — 
comentó. — Prodújose  un  silencio  penoso. — 
Yo  creía  que  Pétersen  se  lo  hubiera  adver- 
tido; él  me  aseguró  que  lo  había  hecho  y 
que  vendía  la  propiedad  con  gran  pérdida. 

— No  nos  lo  advirtió; — dijo  Alden  lenta- 
mente.— Vuelva  usted  a  su  .  .  .  tra- 
bajo, Al. — El  muchacho  salió. 

— ¡  Muy  bien !  Éstas  son  excelentes  nue- 
vas,— exclamó  Bill  Mérrick  con  amargura. 
— ¡Estafados!  ¡Hasta  el  último  centavo 
que  tía  Elvira  y  yo  poseíamos  en  el  mundo! 
— Se  interrumpió  y  miró  a  su  socio.  La 
cara  de  Jim  Alden  expresaba  profundo 
disgusto,  que  el  otro  interpretó  como  agudo 
sufrimiento. 

— Y  lo  que  es  para  usted, — prosiguió  el 
joven, — será  la  pérdida  de  todos  sus  aho- 
rros, ¿eh? — 

Alden  no  replicó. 

— !Qué  desvergüenza! — continuó  Bill. 
— Por  lo  que  hace  a  mí  no  es  tan  grave; 


MANOS  OCIOSAS  171 

¡pero  usted  que  ya  está  viejo!     Es  decir,  primer  automóvil,  yo  era  el  que  lo  conducía, 

que  ya  no  es  usted  tan  joven.     Pero  déjelo  y  acostumbraba  pasear  a  esta  niña  por  todo 

a  mi  cargo.     Encontraré  a  ese  picaro  de  Póntiac.     Con  frecuencia  se  dormía  en  mis 

Pétersen  dondequiera  que  esté,  y  cuando  lo  rodillas  y  sus  cabellos  se  enredaban  en  el 

encuentre     .     .     .     ¡oh,  ya  verá!  manubrio.     Por  entonces  comenzó  a  11a- 

— Espérese   un   momento, — interrumpió  marine  papá,  y  tengo  el  orgullo  de  decir 

Alden. —  De  nada  serviría  hallar  a  Pétersen.  que   ha   continuado   llamándome  así. — Al 

.     .     .    Quizá  podemos  todavía  salir  ade-  hacer  una  pausa  en  su  discurso  vio  clavados 

lante.  en  él  los  ojos  fascinados  de  su  hija. 

— Y  ¿cómo? — interrogó  Mérrick. — Ven-  — Venga  usted,  Bill.     MissAngie,  quiero 

ga  a  ver, — y  lo  sacó  afuera.     — Hermoso,  presentarle  a  mi  socio,  Mr.  Bill  Mérrick. 

tranquilo,  un  escenario  idílico,  ¿no  es  cierto?  Bill,  Miss  Angie  Alden. — 

¡Ni  un  solo  auto  a  la  vista,  ni  uno  solo!  Mr.  Bill  Mérrick  pareció  quedar  privado 

— ¡Oh,    sí!    Allí   viene   uno, — dijo   Jim  de  la  palabra  cuando  su  mano  tocó  la  de 

Alden  señalando.  Angie. 

Veíase  venir  a  lo  lejos  por  la  desierta  — ¿Cómo   está   su   papá? — le   preguntó 

carretera, a  razón  de  sesenta  millasporhora,  Jim  Alden. 

uno  de  los  más  nuevos  y  lucidos  automó-  — Mejor,  mucho  mejor, — respondió  ella, 
viles  de  Alden,  manejado  por  Angie.  Des-  dejando  aún  transparentarse  su  admiración, 
lizóse  rápidamente  por  la  calzada  que  cor-  — Papá,  me  parece  que  éste  es  un  lindo 
taba  la  esquina,  y  con  airosa  curva  fué  a  sitio  para  un  garage, — observó  Angie  echan- 
deternerse  entre  el  tanque  de  gasoleno  y  la  do  en  torno  una  mirada; — sobre  todo,  te- 
puerta  del  garaje.  Y  sólo  entonces  distin-  niendo  un  socio,  un  socio  tan  simpático, 
guieron  los  ojos  de  la  joven  a  Jim  Alden  — Sí;  es  una  suerte  tener  a  Bill;  nos  hace- 
que  hacía  una  cómica  figura  con  su  uni-  mos  compañía  el  uno  al  otro.  De  no  ser 
forme  de  mecánico  tan  limpio  y  nuevecito.  así,  encontraríamos  muy  solo  este  lugar, 
Una  argentina  risotada  fué  el  tributo  ins-  porque,  vea  usted,  acabamos  de  descubrir 
tantáneo  que  le  rindió.  que  se  ha  abierto  un  camino  nuevo  al  este, 

— ¡Papá! — exclamó. — ¡Apenas   si   te   he  y  que  nos  hemos  quedado  en  seco,  por  de- 
conocido, picaronazo! —  cirio  así. 

Y  al  instante  su  linda  cara  expresó  una  — ¡Oh,  cuánto  lo  siento! — dijo  Angie. 

viva  contrición.     El  pesar  y  la  contrarié-  — Así  lo  creo.     El  otro  día  que  nos  en- 

dad  se  leían  en  sus  ojos,  que  pedían  perdón  contramos  en  Pasadena,  le  dije  a  usted  que 

humildemente.     Durante  todo  el  camino  el  negocio  era  bastante  bueno,  pero  temo 

venía    repitiendo:       "John    Grant,    John  que  fué  una  opinión  prematura.     Sin  em- 

Grant,"  una  y  otra  vez.     ¡Y  de  improviso  bargo,  mientras  hay  vida  ha)-  esperanza, 

había  soltado  la  verdad  echándolo  todo  a  y   saldremos   adelante,    ¿no  es  así,    Bill? 

perder!    ¡Siempre  había  de  ser  la  misma!  Además,  Bill  no  tiene  más  que  veinticinco 

Jim  Alden  estaba  observando  a  su  socio,  años,  y  yo  me  siento  rejuvenecer  a  cada 

que  al  ver  a  Angie  se  había  quedado  como  minuto.     Y  ahora,  ¿en  qué  podemos  servir 

quien  ve  a  un  ángel  bajado  del  cielo.     Y  a  usted  Miss     .     .     .     Miss  Angie? 

cuando   en    su   deslumhrado   espíritu    fué  — Pueden    venderme    diez    galones    de 

penetrando  lentamente  el  sentido  de  las  gasoleno,  si  me  hacen  el  favor. — 

primeras  palabras  del  ángel,  se  volvió  sor-  Ambos  se  apresuraron  a  atender  a  su 

prendido  hacia  Alden.  pedido.     Alden  se  hizo  cargo  de  la  bomba, 

— ¿Papá? — exclamó. — ¡Lo  ha  llamado  a  y  Bill  Mérrick  tomó  por  su  cuenta  el  de- 

usted  papá!  pósito  del  automóvil.     Al  hacerlo  se  inclinó 

— Sí;  en  efecto.     Esta  señorita  y  yo, —  hacia  la  linda  conductora: 

dijo,  levantando  la  voz  lo  suficiente  para  — Debo  haberle  parecido  e-aúpido  cuan- 

que  oyera  Angie, — somos  antiguos  amigos,  do   le   fui   presentado, — dijo.    — Pero,    le 

Su  padre  y  yo  trabajábamos  juntos  un  tiem-  diré  a  usted,  me  sentí  trastornado.     Me 

po  en  los  talleres  de  Póntiac,  antes  de  que  él  pareció   demasiada    dicha    para    ser    real; 

hiciera  dinero.     Cuando  su  padre — su  ver-  quiero  decir,  el  haber  vuelto  a  verla. 

dadero    padre,    quiero    decir — compró    su  — ¿Haber  vuelto  a  verme? 


172 


INTER-AMÉRICA 


— Sí.  Nos  habíamos  encontrado  en  otra 
ocasión;  imagino  que  usted  no  lo  recuerda. 

— Así  es.     Lo  siento  mucho. 

— Es  natural.  Éramos  algunos  centena- 
res y  estábamos  en  un  tren,  en  191 7,  en 
camino  al  campamento.  Fué  en  la  estación 
de  Detroit.  Yo  miraba  muy  triste  por  la 
ventanilla,  y  usted  venía  a  lo  largo  del 
andén,  y  me  dio  un  sandwich. 

— ¡Ah,  sí!  ¿Fué  de  jamón  o  de  queso? 

— No  lo  sé  hasta  el  día  de  hoy. 

— ¿Tan  malo  estaba? 

■ — Delicioso.  Hubiera  querido  guardarlo 
en  mi  libro  de  memorias.  Sólo  que  no 
tenía  libro  de  memorias  y  sí  mucha  hambre 
y  me  lo  comí.  Después  tuve  un  gran 
pesar.  Hubiera  querido  conservarlo,  con- 
servarlo para  siempre.  Pero.  .  .  .  ¡  De- 
téngase Grant!  No  le  dé  más  a  la  bomba. 
¡el  tanque  se  derrama! 

— ¡Ah,  es  verdad!  Dispénsenme.  .  . 
Me  había  olvidado  de  que  lo  hice  llenar 
ayer. 

— No  son  más  que  tres  galones, — dijo 
Jim  Alden  decepcionado. — ¿Necesita  aceite 
para  el  motor? 

— Sí;  siempre  se  necesita  aceitarlo,  y  yo 
nunca  pienso  en  eso.  Bill  Mérrick  recordó 
entonces  que  era  socio  de  la  empresa,  y  fué 
por  el  aceite,  mientras  Alden  levantaba  la 
cubierta  del  vehículo.  Su  hija  los  miraba 
hacer,  reflexionando  que  Bill  Mérrick  era 
un  joven  muy  agradable.  Precisamente  el 
camarada  que  necesitaba  su  padre.  Y, 
¡qué  distinguido! 

— ¿No  necesita  llantas,  cadenas,  algo 
de  eso? — preguntó  Alden.  ¿Nada  más? 
Bien;  debe  usted  dos  dólares  doce  cen- 
tavos. 

Angie  le  dio  un  billete  de  cinco  dólares, 
diciéndole  noble  y  graciosamente: — Guár- 
dese el  vuelto,  papá. 

— ¡Oh,  no,  Miss  Angie!  Sería  abusar  de 
su  generosidad. 

— Pero  yo  lo  exijo. — Y  volviéndose  a  Bill 
Mérrick. — No  se  desanimen, — continuó; — 
cuenten  con  que  yo  seré  una  parroquiana 


segura. 


— ¿Vendrá  usted  otras  veces?  ¡Magní- 
fico! 

— Por  cariño  a  papá,  que  es  bonísimo. 
Sea  usted  un  buen  amigo  para  él, — dijo. 
Y  oprimiendo  el  pedal  de  su  automóvil, 
partió. 


Bill  Mérrick  volvió  despacio  al  taller,  y 
dejó  en  el  suelo  su  cubo  de  aceite. 

— Diga,  papá.  Yo  también  quiero  lla- 
marle papá,  si  no  tiene  inconveniente. 
Creo  que  algo  dijo  usted  respecto  de  que 
antes  su  padre  no  tenía  dinero. — ¿Quién 
es  ella,  por  fin? 

— Pues,  es  hija  del  viejo  Jim  Alden. 

— ¡De  Alden?  ¡De  James  Alden,  el  de 
los  automóviles? — Y  el  semblante  de  Bill 
expresó  la  más  aguda  desesperación.  Se 
dejó  caer  sobre  un  banco.  — ¡  Qué  endia- 
blada desgracia! — exclamó,  lamentándose. 

— Y  ¿por  qué? — dijo  su  socio. — Alden 
no  es  tan  malo;  me  imagino  que  es  bantante 
buen  padre. 

— Quiero  decir:  desgracia  para  mí. 

— ¿Cómo  así? 

— Creo  que  me  oyó  usted  decirle  que  la 
había  conocido  antes,  en  Detroit.  Y  nunca 
he  podido  olvidarla.  Nunca  he  podido 
fijarme  en  ninguna  otra  muchacha  desde 
entonces.  ¡Es  una  criatura  maravillosa! 
He  pensado  en  ella,  he  soñado  con 
ella.     .     .     . 

Y  se  quedó  mirando  lúgubremente  a  lo 
lejos,  frente  a  sí.  Jim  Alden  lo  contempló 
con  nuevo  interés.  Le  gustaba  el  mucha- 
cho, la  expresión  de  sus  ojos,  su  sonrisa, 
extinguida  por  el  momento.  Decidida- 
mente había  algo  muy  atractivo  en  Bill 
Mérrick.  El  anciano  lo  comparó  con  Cár- 
ter Andrews  que  aquella  mañana  había 
enviado  un  nuevo  despacho  de  Yokohama. 

— Pero,  ¿por  qué  esa  desesperación? — 
interrogó. 

— ¿Por  qué?  Usted  sabe  quien  soy, 
sabe  lo  que  tengo.  ¡  Y  descubrir  ahora  que 
es  hija  de  Alden,  un  hombre  que  posee 
millones!    .     .     . 

— ¡Tontería!  Jim  Alden  no  es  mejor 
que  usted  o  que  yo.  Lo  conocí  cuando 
era  mecánico  en  Póntiac.  Trabajábamos 
en  el  mismo  banco.  Me  acuerdo  perfecta- 
mente. 

— Sí;  usted  se  acuerda,  ¿Pero,  él? 
Podría  apostar  que  ni  con  un  diagrama  po- 
dría usted  probarle  que  alguna  vez  ha  tra- 
bajado para  vivir.  Así  se  vuelven  ésos. 
Me  parece  verlo,  pomposo,  finchado,  im- 
portante. Podría  usted  imaginarse  que 
yo  vaya  y  le  diga:  "Mr.  Alden:  he  venido  a 
pedirle  la  mano  de  su  hija."  "  Y  ¿"quién  es 
usted?"     "¡Oh!  yo  soy  un  Napoleón  de  las 


MANOS  OCIOSAS 


173 


finanzas,  que   compré   un    garage   en    un 
camino  por  donde  nadie  pasa.     Y  aden 
de  su  hija,  Mr.  Alden,  tengo  que  pedirle  a 
usted  diez  centavos  para  pagar  mi  pasaje 
de  regreso  a  la  ciudad." — 


— ¿Cree  usted?  Entonces,  quizá  con- 
vendría que  yo  vaya  con  usted. 

— No,  no.  No  es  necesario.  Yo  puedo 
manejarlo    mejor    solo.     Ahora,    dejen 

toa  cargo  de  AI,  y  vamos  a  ver  ese  nue\<> 


Jim   Alden  se  echó  a  reír. — Me  parece     camino  y  a  echar  una  ojeada  por  los  alrede- 


que  es  usted  algo  prematuro.  Por  lo  que 
puede  juzgarse,  Miss  Angie  tiene  todavía 
el  corazón  y  el  pensamiento  libres.  Y  por 
ahora,  hijo,  recuerde  usted  que  debemí  is 
luchar  contra  la  corriente,  que  tenemos  un 
problema  entre  manos.  ¿Va  usted  a  ha- 
cerle frente  conmigo,  o  voy  a  tener  que 
buscar  un  nuevo  socio? — 

Bill  Mérrick  se  puso  de  pie. 

— Tiene  usted  razón,  papá.  Me  tras- 
tornó de  pronto  volverla  a  ver.  Pero  ya  ha 
pasado  ese  momento  de  debilidad.  Que 
guarde  Alden  su  hija  y  sus  millones.  Yo 
soy    pobre,    pero   orgulloso.     Soy    paupé- 


dorcs,  de  modo  que  cuando  tengamos  el 
dinero.     .     .     . 

— Parece  usted  muy  seguro  de  conseguir 
el  dinero. 

— Por  cierto  que  estoy  seguro.  Jim 
Alden  hará  cuanto  sea  posible  en  el  mundo 
por  mí. 

— ¡  Dios  mió!  ¡Quisiera  poder  decir 
otro  tanto!— dijo  Bill  .Mérrick  mientras 
subían  al  carruaje. 


A 


111 

Ql  TI.  I  A  noche,  el  grupo  de  la  familia 


estaba  reunido  en  el  salón.     Arthur. 


rrimo,  pensándolo   bien.     ¿Qué  es   lo  que  que  tenía  una  excelente  voz  de  tenor,  o  al 

usted  propone?  menos  habría  podido  tenerla,  estaba  sen- 

— Una  cosa  es  indudable,— dijo  su  socio,  tado  al  piano  y  cantaba  una  balada.     Angie 

— Tenemos  que  trasladarnos  a  ese  camino  se  levantó  y  fué  a  buscar  a  su  padre  a  la 


nuevo;  pero  no  vale  la  pena  de  transportar 
esta  casucha.  Debemos  alquilar  un  terre- 
no por  allí,  levantar  un  edificio  nuevo  y 
marcharnos  cuanto  antes. 

— Pero  este  terreno  está  escriturado  por 
dos  años. 

— Sí;  y  es  un  gran  perjuicio.  Son  ocho- 
cientos dólares  que  deberemos  cargar  a 
pérdidas,  y  que  tenemos  que  agradecer  a 
Pétersen.  Sin  embargo,  no  me  ha  echado 
por  tierra;  me  dejó  un  momento  aturdido, 
pero  ya  estoy  pronto  para  la  lucha.  Ele- 
giremos con  mucho  cuidado  nuestra  nueva 
locación. 

— Pero,  papá,  ¿no  ve  usted  que  todo  eso 
es  un  sueño  color  de  rosa?  ¿Con  qué 
fondos  podemos  contar  para  todo  ello? 
Yo  estoy  casi  en  quiebra. 

— No  se  preocupe  usted  por  fondos.  Ya 
le  he  dicho  que  Jim  Alden  es  un  antij  uo 
amigo  mío.  Estoy  seguro  de  que  nos  ayu- 
dará hasta  donde  sea  necesario.-  Yo  iré 
esta  noche  a  verlo  en  su  casa  de  Pasa  den  a 
y  le  hablaré. 

— ¡Jim  Alden! — exclamó  Bill. — Me  dis- 
gusta la  idea  de  pedirle  un  préstamo  a  él, 
a  su  padre. 

— ¡Simpleza!  Eso  lo  hará  interesarse 
por  usted.  Y  si  sale  adelante,  lo  respe- 
tará. 


biblioteca.  Lo  encontró  sentado  delante 
de  su  escritorio,  sumido  en  reflexiones. 
— ¡Bravo!— dijo. — Tenemos  aquí  al  anti- 
guo empleado  de  Alden;  nuestro  primer 
conductor  de  automóviles,  al  que  tratamos 
como  a  un  miembro  de  la  familia. 

— ¡Chitón,  Angie,  chitón! 

— ¿Así  que  yo  acostumbraba  dormirme 
en  tus  rodillas?  Realmente  no  me  hizo 
gracia  este  detalle,  que  me  hacía  aparecer 
como  una  chicuela  muy  dormilona. 

— Dije  la  verdad  pura.  Y  pienso  que 
salí  bien  del  paso.  En  buen  apuro  me 
pusiste. 

— ¡Oh,  papá!     ¡Me  arrepentí  tanto! 

— Después  de  li  advertido,  11* 

corriendo  a  gritar  ''¡papá  !"  a  voz  en  cuello. 

— Fué  una  estupidez.  Pero,  ¡hacías 
una  figura  tan  graciosa ! 


ja! 


¡Ja     .     .     .    ja 
Y  dime,   ¿que 


—  ¡Silencio,   muchach 
te  parece  él? 

— ¿Quién? 

— Ya  sabes  a  quien  me  refiero:  mi  socio, 
Bill  Mérrick. 

— ¡Ah!  Me  parece  un  joven  mecánico 
bastante  bueno.  Por  cierto  que  no  me 
fije  muchi '  en  él. 

— ¡(  >h,  no.  por  supui  to!  Buen  »,  la 
próxima  ve/,  que  vayas,  mírale  con  un  poco 


174 

de  atención.  Él  tiene  un  alto  concepto 
de  ti,  por  alguna  razón  desconocida.  Ese 
sandwich  que  le  diste  debe  de  haber  estado 
envenenado,  porque  desde  entonces  no  ha 
podido  restablecerse. 

— ¡No  digas!  De  todas  maneras,  eso  es 
siempre  halagador.  Nos  complace  agradar. 
Pero,  ¿cómo  sabes? 

— Me  hizo  más  tarde  sus  confidencias  al 
respecto. 

— Pero,  papá,  ¡qué  mal  hecho!  No  es 
leal  que  le  permitas  confiarte  sus  senti- 
mientos sin  saber  quién  eres. 

-¡Simpleza!     Es  una  suerte  para  mí. 


ÍNTER-AMÉRICA 


— Alden  es  hombre  de  negocios;  y,  por 
otra  parte,  el  asunto  debe  tratarse  seria- 
mente. ¡Me  lo  ha  dejado  al  cuatro  por 
ciento!  Ha  rebajado  del  seis  al  cuatro  por 
antiguas  consideraciones.  No  era  posible 
que  olvidara  una  amistad  de  tantos  años. 

— ¡Magnífico!  Y  puesto  que  todo  está 
arreglado,  ven  a  reunirte  con  nosotros  al 
salón.  Oigo  rumores  de  bridge,  lo  que 
significa  que  Árthur  ha  concluido  de  cantar. 

— Convenido;  pero  no  olvides  lo  que  te  he 
dicho:  ven  con  frecuencia  al  garage.  Le  he 
cobrado  afecto  a  Bill. 

— Sospecho, — dijo    Angie, — que    no    es 


Ningún  padre  tuvo  nunca  tan  buena  opor-     tanto  por  lo  que  te  gusta  Mérrick  cuanto 
tunidad  para  conocer  a  fondo  a  un  posible     por  lo  que  te  disgusta  Cárter  Andrews.     Sin 


yerno. 

— ¡Papá,  qué  disparate! — dijo  Angie, 
mirándolo  sorprendida. — Consiento  en  que 
vayas  a  alternar  con  esos  muchachos  ordi- 
narios, a  jugar  con  ellos;  pero  no  debes  in- 
troducir en  tu  vida  privada  a  tus  engrasados 
camaradas.     No  estaría  bien. 

— ¡Oh!    Ya  despertarás  más  tarde, — re- 


embargo, no  intento  trastornar  las  manio- 
bras. Hasta  he  notado  que  Bill  tiene  ojos 
bastante  bonitos. — 

A  la  mañana  siguiente,  a  las  ocho  como 
de  costumbre,  Jim  Alden  se  sentó  en  la 
cama.  Su  mente  corría  tan  suave  y  rápida- 
mente como  el  famoso  motor  Alden.  Esta- 
ba listo  para  resolver  cualquier  problema 


puso  su  padre. — Ese  muchacho  posee  mejor     que  los  negocios  del  día  pudieran  ofrecer. 


educación  que  yo;  es  un  caballero;  y,  ade- 
más, está  muy  decidido. 

— ¡Ah!  ¿Con  que  es  hombre  resuelto  y 
peligroso?  Gracias  por  la  advertencia. 
Felizmente  el  antiguo  amigo  de  la  familia 
estará  siempre  a  mano  como  rodrigón. 

— Sí;  estará.  Y  quiero  que  vayas  a  me- 
nudo. Una  muchacha  como  tú  puede 
estimular  a  un  joven  a  levantarse  y  alen- 
tarle en  su  trabajo,  y  nuestro  amigo 
necesita  que  le  den  un  poco  de  valor.  Ha 
empleado  hasta  su  último  centavo  en 
este  negocio,  y  parece  que  nos  han  cogido. 
— Y  le  refirió  la  duplicidad  de  Pétersen. 
— Procedí  con  demasiada  precipitación, — 
admitió. — Me  la  jugaron.  Pero,  natural- 
mente, para  mí  esto  nada  significa.  Quien 
me  preocupa  es  el  muchacho. 

— Y  ¿qué  van  a  hacer? 

— Pensamos  buscar  dinero  y  trasladarnos 
al  camino  nuevo.  Como  le  he  dicho  a 
Bill,  conozco  mucho  a  Jim  Alden,  y  justa- 
mente cuando  entraste  acababa  de  informar 
al   viejo  del  asunto,   pidiéndole  que  nos 


Al  tocar  el  suelo  con  los  pies,  recordó  que 
esos  problemas  serían  probablemente  nu- 
merosos y  serios,  y  su  corazón  palpitó  de 
alegría. 

¡Oh  hermosos  collados  de  Maxwelton, 
Húmedos  con  el  matinal  rocío! 

canturriaba  con  voz  potente. 

Su  esposa,  que  lo  oyó  desde  la  habitación 
contigua,  se  sintió  indecisa  entre  alegrarse 
o  desconfiar. 

Cuando  Jim  Alden  llegó  al  garage,  su 
socio  lo  esperaba  ansiosamente  en  la  puerta. 

— Vengo  un  poco  tarde, — dijo  el  millo- 
nario jadeando. — Tendré  que  levantarme 
más  temprano  en  adelante. 

— No  importa, — replicó  Mérrick. — ¿Fué 
usted  anoche  a  Pasadena? 

— Ya  lo  creo  que  fui. 

— Y     ...     ¿la  vio  usted? 

— ¿Que  si  la  vi?  No,  hijo.  Mire,  se 
trata  del  negocio;  yo  no  me  proponía  ver  a 
Miss  Angie  sino  a  su  padre,  y  así  lo  hice. 
Todo  está  arreglado.  Nos  presta  diez  mil 
dólares  al  cuatro  por  ciento;  y  que  si  necesi- 


prestara  diez  mil  dólares,  y  creo  que  lo  con-  tamos  algo  más,  se  lo  hagamos  saber, 

seguiré.     Discutíamos  el   tipo  de   interés  — ¡Debe  de  ser  un   excelente  viejo   el 

cuando  nos  interrumpiste.  hombre! 

— Pero  Alden  te  quiere  mucho;  no  te  — Así  lo  creo;  pero  quizá  no  soy  impar- 
cobrará  intereses.  cial. 


MANOS  OCIOSAS  175 

— Bien, — dijo  Bill, — ahora  todo  depende  viles,    con   el  acento   en    "servicio."     ¿Qué 

de  nosotros.     Debemos  quebrarnos  la  ca-  le  parece  esto  como  anuncio  llamativo? 

beza  para  triunfar.     Yo  no  quiero  perder  — Me  gusta. 

el  dinero  del  padre  de  ella;  ya  comprenderá  — Usted    sabe    lo   que    encuentran    los 

usted  por  qué.     Quisiera  saber  algo  más  turistas     cuando     su     automóvil     sufre 

de  automóviles.  algún  desperfecto  y  acuden  a  un  garage. 

— Eso  está  muy  bien.     Yo  sé  mucho,  y  Tropiezan  con  cualquier  patán   incompe- 

le  enseñaré.  tente  y  gruñón,  que  les  saquea  el  bolsillo,  v 

— Es  usted  muy  bondadoso, — replicó  casi  a  puntapiés  los  obliga  a  seguir  apresura- 
Bill  Mérrick. — Yo  también  estuve  algo  damente  su  camino.  No  hallan  simpatía 
ocupado  anoche.  Cuando  salimos  de  aquí  ni  amistad  en  sus  contratiempos.  Usted 
fui  a  comer  en  una  fondita  de  San  Marco,  y  yo  nos  interesaremos  por  nuestros  parro- 
v  luego  me  lancé  en  busca  de  la  mejor  casa  quiamos;  hablaremos  de  todo  con  ellos;  y 
de  pensión  de  la  ciudad;  tomé  un  cuarto  nos  conduciremos  como  amigos  suyos;  y 
y  me  trasladé.  Me  formado  el  plan  si-  así  volverán  a  ocuparnos.  Establezcamos 
guíente:  tenemos  que  conseguirnos  un  una  casa  al  lado  del  camino.  .  .  . — Bill 
local  en  cualquiera  parte  cerca  del  pueblo,  Mérrick  iba  dejándose  arrastrar  a  la  poesía 
y  en  seguida  debemos  ir  de  un  lado  y  otro,  — y  seamos  un  amigo  para  el  hombre, 
mezclándonos  con  las  gentes.  Es  decir,  Que  sea  éste  el  lema  del  Garage  Misión, 
trataremos  de  hacernos  amigos  de  los  prin-  — ¿El  Garage  Misión? 
cipales  vecinos.  No  sería  mala  idea  que  — ¡Oh!  Me  había  olvidado  de  explicarle 
usted  también  se  trasladara  por  aquí,  mi  proyecto.  Casi  todos  los  garages  son 
No  se  lo  he  preguntado  todavía:  ¿es  usted  unas  cabanas  feas  e  inhospitalarias,  todas 
casado?  iguales.     ¿Por  qué  no  levantaríamos  nos- 

— Sí     .      .      .     soy    casado, — contestó  otros  un  edificio  especial?     ConJimAlden 

Alden  sonriendo.  para    respaldarnos,    podemos    intentarlo. 

— Bueno.  Y  ¿por  qué  no  podría  usted  Hagamos  una  construcción  de  estuco,  pe- 
traer  a  su  familia  a  San  Marco?  quena  pero  limpia:  una  reproducción  de 

— Siento    no  poder  hacerlo  por  ahora,  alguna  de  las  antiguas  casas  de  las  misiones, 

porque     ...     he  firmado  un  contrato  Ésa  será  nuestra  divisa  particular.     Las 

de  alquiler  por  la  casa  que  ocupo.  cadenas   que   abrían    los   cerrojos   de    las 

— ¡Qué  lastima!     Bien:  entonces  yo  seré  misiones  estaban   siempre  al   exterior:  lo 

el  que  comience  a  hacer  rodar  la  bola.    Esta  que     significaba:      "Hospitalidad."      Ése 

mañana  en  el  almuerzo  me  he  encontrado  será  también  nuestro  lema.     ¿Qué  opina 

con  el  agente  principal  de  inmuebles  de  la  usted? 

ciudad,  y  estoy  citado  con  él  para  las  diez  y  — ¡  Hijo  mío,  es  usted  un  espléndido  socio! 

media.     Nos  va  a  mostrar  todo  lo  que  hay.  Me  está  usted  infundiendo  nuevo  aliento. 

— ¡Magnífico!    Ya  está  usted  en  movi-  — Ya   sabía   que  el   plan   obtendría    su 

miento.  aprobación.     ¿Y  quién  podrá  detenernos? 

— Estuve  despierto  pensando  la  mitad  de  Con  el  tiempo  se  verá  un  cordón  de  Garages 

la    noche, — continuó    Bill. — Su    socio    se  Misión   en    todo   lo   largo   de   California, 

quedó  mirándole,  reflexionando  cuánto  da-  Sacaremos  patente  de  la  idea.     Nos  con- 

ría  él  por  amanecer  tan  fresco  y  rozagante  seguiremos  la  agencia  de  algún  buen  auto- 

después  de  pasar  media  noche  sin  dormir.  móvil.     Y     .     .     .    ¡por  vida  de!     .     .     . 

— Hay  un  millón  de  garages  en  el  sur  de  — ¿Qué  es  ello? 

California,  y  nosotros  tenemos  que  hacer  — ¡  Un  pensamiento !   ¡Su  amigo  de  usted, 

algo  especial,  algo  que  nos  distinga  de  la  Jim  Alden!    ¡  Podremos  tener  la  agencia  de 

generalidad;  y  que  tenga  un  sello  humano  su  automóvil! 

y  simpático.     Estoy  resuelto  a  ello.  — Pero  él  ya  está  retirado. 

— Y  yo  también, — dijo  el  millonario  ca-  — No  importa.     Siempre  será  valiosa  su 

lurosamente.  influencia.     Por    supuesto    que    yo    estoy 

— Nos  dirigiremos  al  público  poniendo  perdiendo  un  poco  la  cabeza,  como  de  eos- 
anuncios  en  el  periódico  de  San  Marco  y  tumbre;  tenemos  que  empezar  por  el  prin- 
carteles  en  los  caminos:  Servicio  de  aulomó-  cipio;  lo  demás  vendrá  solo.     Usted  y  yo 


ij6 


INTER-AMÉRICA 


seremos  los  reyes  del  garage  en  el  sur  de 
California. — Bill  Mérrick  se  echó  a  reír. 
— ¡Y  pensar  que  yo  estudiaba  leyes!  Pero 
ya  es  hora  de  ir  a  ver  al  agente. — 

Media  hora  más  tarde  estaban  con  el 
agente  en  una  esquina  a  cosa  de  diez  cua- 
dras de  San  Marco,  donde  el  nuevo  camino 
regional  se  cruzaba  con  otro  bastante  tra- 
ficado. 

— Pueden  ustedes  creerme, — ponderaba 
el  agente, — si  no  fuera  porque  este  camino 
acaba  de  abrirse,  nunca  hubieran  podido 
conseguir  tan  magnífica  situación.  Que- 
dan ustedes  bastante  cerca  para  acaparar 
mucha  clientela  de  la  ciudad,  al  mismo 
tiempo  que  la  de  los  transeúntes.  Si  les 
parece  bien,  quedémonos  aquí  una  hora  y 
contemos  los  vehículos  que  pasan. — 

Pareció  buena  la  idea  a  los  socios,  y  con- 
taron un  número  considerable. 

— Y  esto  es  en  la  mañana  de  un  día  de 
trabajo, — dijo  el  agente. — Figúrense  lo  que 
será  en  domingos  y  días  feriados.  No 
harán  mal  negocio  esta  vez.  Aquí  se  hace 
ahora  todo  el  tráfico  de  que  aprovechó 
Pétersen,  y  el  doble  más.  Si  desean  uste- 
des una  construcción  provisional  para  ir 
obteniendo  rendimientos,  yo  puedo  conse- 
guir alquilar  por  poco  tiempo  el  terreno 
contiguo,  donde  en  seguida  pueden  instalar 
el  tanque  de  gasoleno  y  la  bomba. — 

Los  socios  aceptaron  la  propuesta;  y  de 
vuelta  en  la  oficina,  firmaron  un  contrato- 
por  cinco  años.  El  agente  los  condujo  en 
seguida  al  estudio  de  un  joven  arquitecto, 
instalado  en  la  misma  casa.  Este  caballero, 
que  estaba  con  los  pies  encima  del  escritorio, 
tiró  a  un  lado  un  tomo  de  historietas,  y 
levantándose  a  recibirlos,  acogió  presuroso 
la  ocasión  que  se  le  presentaba. 

— Caballeros, — dijo, — seré  franco;  uste- 
des me  caen  como  el  maná  del  cielo,  pues  la 
construcción  está  paralizada,  y  me  encuen- 
tro agarrotado.  La  idea  de  fabricar,  aun- 
que sea  un  garage,  me  hace  palpitar  el  cora- 
zón. 

— ¿De  dónde  saca  usted  eso  de  "aunque 
sea  un  garage?" — dijo  Bill  Mérrick.  No 
nos  proponemos  echar  a  perder  el  paisaje 
con  una  de  esas  casuchas  corrientes  que  se 
hacen  para  el  caso. — Y  le  explicó  lo  que 
querían. 

— ¡Soberbio! — exclamó  el  arquitecto. — 
¡  Déjenlo  a  mi  cuidado!    Les  construiré  un 


edificio  que  a  primera  vista  hará  que  los 
turistas  lo  busquen  en  su  guía,  y  que  al 
mismo  tiempo  sea  práctico. — 

Prometió  pasar  la  noche  en  vela  hasta 
terminar  el  diseño.  Había  mucha  gente 
sin  trabajo,  dijo,  y  les  ofreció  terminar  en 
una  semana  la  construcción  provisional,  y 
el  edificio  en  un  mes.  "¡Manos  a  la 
obra!"  era  su  grito  de  guerra. 

— Me  parece, — dijo  Jim  Alden  cuando 
salieron  a  la  calle, — que  lo  mejor  será  que 
tome  en  seguida  el  tranvía  y  vaya  a  la 
ciudad  a  recoger  el  dinero  de  Alden  y  po- 
nerlo en  la  cuenta  de  la  sociedad,  para  hacer 
frente  al  pago  del  cheque  que  dimos  por  el 
alquiler.  Y  veré  también  a  los  del  gasoleno 
respecto  de  la  bomba. 

— ¡Vaya  usted! — replicó  Bill  Mérrick. 
— ¡Ya  estamos  en  camino,  socio!  Nos  es- 
peran días  felices. 

— Días  felices  para  mí, — asintió  sonrien- 
do el  millonario. — 

Cuando  Jim  Alden  regresó  esa  tarde  de 
sus  ocupaciones  en  la  ciudad,  Bill  Mérrick 
estaba  llenando  el  tanque  de  un  hermoso 
automóvil  de  la  propia  manufactura  de 
Alden,  en  el  cual  estaba  instalado  un  hom- 
bre delgado,  de  aspecto  simpático,  como 
de  sesenta  o  más  años  de  edad.  Sus  manos, 
que  descansaban  en  el  manubrio,  eran  mo- 
renas y  nudosas. 

— ¡Hola,  amigo! — dijo  Jim  Alden, — ¿qué 
noticias  hay  de  íowa? 

— Todo  está  muy  tranquilo  por  allá, — 
respondió  el  hombre  sonriendo. — Pero, 
¿cómo  sabía  usted.     .     .     .? 

— En  todas  partes  se  reconoce  a  los  hom- 
bres de  íowa, — contestó  Alden  riendo  fran- 
camente; aserción  que  dejó  al  otro  encan- 
tado. Jim  Alden  se  acercó  a  la  puerta  del 
auto  y  entablaron  una  discusión  política. 
Sus  opiniones  eran  idénticas,  y  este  encuen- 
tro fué  el  principio  de  una  sincera  amistad. 

— Veo  que  posee  usted  un  Alden;  ¿cómo 
va  su  motor? 

— Mal, — dijo  el  otro, — camina  jadeante. 
Nadie  sabe  qué  desperfecto  tiene. 

— Es  un  motor  muy  bien  construido, — 
dijo  el  inventor  con  orgullo  algo  lastimado. 
— No  debería  usted  dejarlo  descompuesto. 

Levantó  la  cubierta  del  motor.  El  hom- 
bre de  íowa  saltó  del  carruaje  para  reunír- 
sele. 

— Nunca  se  habría  desarreglado  por  sí 


MANOS  OCIOSAS 


«77 


mismo,— dijo  el  dueño,  pero  estaba  un 
poco  sucio  de  carbón  y  lo  dejé  en  un  garage 
de  esos  que  usted  debe  conocer,  adonde  va 
su  automóvil  con  un  defecto  y  vuelve  con 
veinte.  Daría  cien  dólares  a  por  tener  la 
dirección  de  algún  buen  mecánico  por  estas 
cercanías. 

— ¡Hum! — murmuró  Alden  examinando 
su  querido  aunque  algo  descuidado  hijo. 
— ¡Mire,  mire  aquí! — Con  ojos  y  manos  de 
experto  recorrió  todo  el  mecanismo,  seña- 
lando varios  desperfectos  y  corrigiéndolos. 
— El  hombre  de  íowa  lo  miraba  hacer  bo- 
quiabierto. 

— ¡Por  vida  de!  .  .  . — exclamó; — 
usted  conoce  este  motor  más  que  el  mismo 
viejo  Alden. 

— No,  no  más, — replicó  éste  riendo; — 
pero  sí  tanto  como  él.  Y  ahora  ponga  en 
movimiento  el  auto  de  usted. — 

El  desconocido  volvió  a  su  sitio,  conectó 
su  batería  y  puso  el  pie  sobre  el  pedal  de 
gasoleno,  produciéndose  al  punto  un  so- 
nido suave  como  el  susurro  de  un  gato 
engreído. 

— ¡Admirable! — exclamó  el  de  íowa. — 
Digo  que  es  usted  un  portento.  Es  una 
lástima  que  estén  ustedes  por  acá,  fuera  del 
camino  principal. — 

Alden  lo  informó  de  que  iban  a  trasla- 
darse. 

— No  van  a  estar  lejos  de  mi  casa.  Ten- 
drán ustedes  todos  mis  trabajos.  ¡Un 
mecánico  tan  competente!  Voy  a  dar  la 
noticia  a  todos  mis  amigos.  Yo  soy  uno 
de  los  comisionados  de  la  ciudad,  y  conozco 
a  todo  el  mundo  en  San  Marco. 

— Mándenoslos  a  todos, — dijo  Alden. 
— Nos  proponemos  complacer  al  público. — 

El  hombre  de  íowa  pagó  su  modesta 
cuenta  y  siguió  su  camino  muy  contento. 
Bill  Mérrick  se  acercó  corriendo  y  cogió 
la  mano  del  viejo. 

— ¡  Papá ! — exclamó, — ¡  Dios  me  hizo  cier- 
tamente un  gran  beneficio  enviándome  un 
socio  como  usted ! 

— Vamos  adentro, — dijo  Alden, — y  en 
diez  minutos  le  enseñaré  todo  lo  que  sé 
acerca  de  este  oficio. — Pero  a  decir  verdad, 
se  sentía  muy  satisfecho  de  sí  mismo. 

A  las  cuatro  y  media  apareció  Angie  en 
la  escena. 

— No  necesito  nada  para  el  auto, — ex- 
plicó,— pero  pasaba  por  aquí.     Si  va  usted 


a  Los  Ángeles,  papá,  tendré  mucho  gusto  de 
llevarlo. 

— Es  demasiada  bondad  de  usted,  Miss 
Angie. 

— ¡  En  nombre  del  cielo,  restrégate  bien 
las  manos! — le  dijo  ella  en  voz  baja. — Por 
primera  vez  recordó  Alden  que  arreglar 
motores  era  un  oficio  que  ensuciaba.  No 
había  notado  sus  ennegrecidas  manos.  ¡  Le 
parecía  tan  natural,  tan  de  otros  tiempos! 

Entró  apresurado  al  taller,  y  Angie  y 
Bill  Mérrick  quedaron  solos. 

La  muchacha  estudiaba  sutilmente  al 
socio  de  su  padre,  apreciándolo  en  detalle. 
Una  conquista  es  una  conquista,  aunque 
lleve  zaragüelles  de  obrero;  especialmente 
cuando  el  conquistado  es  joven  y  guapo. 

— ¿Va  adelantando  el  negocio? — pregun- 
tó. 

— No  mucho.  Pero  no  importa,  porque 
vamos  a  impulsarlo. — Y  antes  de  darse 
cuenta  de  ello,  estaba  relatándole  todo  lo 
que  habían  hecho  y  todo  lo  que  les  había 
ocurrido  durante  el  día. 

— ¡Me  alegro  tanto! — dijo  Angie. — Está 
muy  bien  todo  eso.  Están  ustedes  en  la 
vía  del  éxito,  ¿no  es  cierto? 

— Sí;  así  parece.  Pero  yo  estaría  en 
camino  de  la  casa  de  pobres,  si  no  fuera  por 
papá. 

— ¿Papá? 

— Sí;  así  lo  llamo  yo  también.  Es  el 
mejor  de  los  socios  que  existió  jamás. 

— ¿Está  usted  contento  de  él" 

— Proclamaré  por  todo  el  mundo  que  es 
un  príncipe.  ¿La  complace  a  usted  que  le 
quiera? 

— Naturalmente.   Esunantiguoamigo. — 

.Mr.  Bill  Mérrick  se  inclinó  hacia  ella. 

— Quiero  mejor  advertírselo  con  tiempo. 
Voy  a  hacer  más  que  quererlo;  imagino  que 
antes  de  mucho  lo  amaré  tiernamente. 

— ¡Oh! — dijo  Angie. — Era  un  discurso 
muy  corto,  pero  fué  todo  I<>  que  pudo  decir, 
con  los  ojos  grises  de  Bill  Mérrick  tan  cerca 
y  .  .  .  todo  lo  demás.  Afortunada- 
mente Jim  Alden  reapareció,  después  de 
haberse  lavado  las  manos  lo  mejor  posible, 
aunque  infructuosamente,  y  subió  al  auto. 

— Ésta  es  una  buena  suerte  para  mí. 
Miss  Angie, — dijo,  dejánd  >•  caer  en  el 
asiento  rendido  de  cansancio. 

— Y  para  mí  también. — repuso  ella  con 
dulce  sonrisa. — A  propósito,  Mr.  Mérrick, 


1 78 


INTER-AMÉRICA 


cualquier  amigo  de  papá  debe  considerarse 
un  amigo  de  ...  mi  familia  también. 
¿No  quiere  usted  venir  a  visitarnos  alguna 
de  estas  noches? 

— ¡Oh,  sí;  ciertamente! 

— Papá  le  dirá  dónde  vivimos.    Adiós. — 

El  pequeño  automóvil  se  lanzó  por  la 
carretera. 

— Le  dije  a  Haku  que  no  venga  por  ti 
esta  noche, — continuó  ella,  dirigiéndose  a 
su  padre. — Pensé  que  te  podía  evitar  el 
trayecto  en  tranvía. 

— Eso  es  muy  amable  de  tu  parte  Angie, 
pero  no  lo  hagas  a  menudo;  nuestro  joven 
amigo  podría  sospechar  algo. — 

Angie  se  volvió  a  mirarlo  y  se  echó  a 
reír. 

— Si  pudieras  verte,  no  temerías  eso. 
Nadie  podrá  establecer  la  menor  afinidad 
entre  Jim  Alden  y  tú.  ¡Pareces  tan  can- 
sado y  tan  feliz!  Creo  más  prudente  que 
te  deslices  por  la  puerta  falsa. 

— Tal  vez  será  mejor.  Me  fijé, — con- 
tinuó, mientras  el  auto  corría  con  mayor 
velocidad, — en  que  no  perdiste  el  tiempo 
para  invitar  a  Bill  a  ir  a  casa. 

— ¿No  era  eso  lo  que  deseabas? 

— Sí;  en  cierto  modo.  Pero,  ¿qué  va  a 
ser  de  mí?     ¿Dónde  me  esconderé? 

— Tienes  el  garage  desde  luego, — dijo 
Angie  riéndose. — Y  en  las  noches  de  lluvia 
puedes  meterte  debajo  de  la  cama. — 

Por  la  noche,  Jim  Alden  estaba  con  su 
esposa  en  el  salón,  sentado  delante  de  un 
buen  fuego,  en  tanto  que  los  jóvenes  habían 
ido  a  un  baile  que  se  daba  en  uno  de  los 
hoteles. 

— ¡Jim! — dijo  ella  de  improviso, — ¿qué 
tienen  tus  manos? 

— ¿Mis    .    .    .    manos? 

— No  están  limpias;  lo  noté  en  la  mesa. 

— ¡Ah,  sí!    Me  puse  a  maniobrar  con  un 
motor  en    . J  .    .    en  el  garage.     Ese  Haku 
no  entiende  nada  de  motores.     Y  no  es 
fácil  tener  las  manos  blancas  cuando  uno  . 
se  pone  a  revisar  un  auto;  debes  recordarlo. 

La  señora  no  contestó,  y  Jim  Alden  son- 
rió complacido. 

— ¡  Las  bromas  que  tú  me  dabas  por  mis 
manos  en  otro  tiempo!  ¡  Dios  mío,  Mary! 
¿No  es  cierto  que  eran  días  muy  felices 
aquéllos?  ¿No  desearías  a  veces  volver  a 
ese  tiempo  y  que  los  dos  fuéramos  jóvenes, 
de  nuevo? — 


Parecióle  que  el  semblante  de  Mrs.  Alden 
se  suavizaba. 

— No  te  vuelvas  tonto,  Jim, — dijo  con 
gentileza. — No  tiene  objeto  desear  lo  im- 
posible. 

IV 

PERO  no  era  tan  imposible  como  lo 
juzgaba  Mary,  al  menos  para  su 
esposo.  Las  manecillas  del  reloj  camina- 
ban hacia  atrás  para  él.  Encontrábase 
una  vez  más  al  principio  de  su  carrera, 
haciendo  frente  a  una  docena  de  obstáculos 
cada  día  y  venciéndolos  uno  a  uno.  To- 
das sus  energías  estaban  dedicadas  a  salir 
adelante. 

En  el  transcurso  de  una  semana  trasla- 
daron la  mayor  parte  de  su  equipo  al  cober- 
tizo provisional  contiguo  al  lote  que  habían 
alquilado,  donde  ya  estaba  instalada  la 
bomba  de  gasoleno;  y  el  edificio  nuevo 
adelantaba  rápidamente.  El  primer  día 
que  pasaron  en  su  nueva  locación  fué  ame- 
nizado por  la  visita  del  hombre  de  íowa, 
que  se  detuvo  a  comprar  gasoleno,  renován- 
doles la  promsea  de  ser  parroquiano  suyo, 
promesa  que  cumplió.  Los  negocios  iban 
cada  día  en  aumento. 

Jim  Alden  se  encontró  en  más  honduras 
de  lo  que  se  había  propuesto.  Cuando 
siguió  el  consejo  del  agente  de  seguros, 
imaginó  al  principio  que  daría  sus  vueltas 
por  el  garage  como  una  especie  de  tío  rico  y 
condescendiente,  dando  una  mano  al  tra- 
bajo cuando  estuviera  en  disposición  de 
hacerlo.  Pero  en  el  pie  en  que  se  hallaban, 
la  situación  requería  mucho  más  de  él,  y  a 
ello  se  avino,  dando  alegremente  todo  su 
tiempo.  Cada  día  de  entre  semana  lo 
hallaba  en  el  trabajo,  habiendo  explicado 
con  varias  razones  la  imposibilidad  en  que 
estaba  de  servir  los  domingos,  y  exigiendo 
que  por  esta  causa  su  socio  percibiera  un 
salario  algo  mayor.  El  ligero  despacho 
de  las  noches  estaba  encomendado  a  Alfred. 

Dos  noches  después  de  haber  sido  invi- 
tado por  Angie,  Bill  Mérrick  se  presentó 
por  primera  vez  en  casa  de  los  Alden.  Jim 
Alden  estaba  en  el  salón  cuando  oyó  la 
voz  de  su  socio,  y  tuvo  que  escapar  por  la 
escalera  de  servicio.  Por  un  rato  estuvo 
dando  vueltas  en  su  habitación  con  algún 
mal  humor — la  comedia  tenía  sus  desven- 
tajas— y  acabó  por  acostarse  temprano. 


MANOS  OCIOSAS 


179 


A  la  mañana  siguiente,  al  llegar  Bill 
Mérrick  al  garage,  era  la  tristeza  personi- 
ficada. 

— ¿Qué  tiene  usted? — preguntó  su  socio. 

— Estuve  anoche  en  casa  de  Alden, — 


Podía  aislarse  y  mirar  a  su  antiguo  enmara- 
da el  millonario  con  absoluto  desasimiento. 
Encontraba  admirables  algunos  rasgos  de 
Jim  Alden;  otros  no  le  gustaban,  y  resolvía 
hablar  a  su  amigo  al  respecto.     Su  esposa, 


explicó  Bill, — y  aquello  es  peor  de  lo  que     siempre  atareada  con  los  asuntos  sociales 


me  imaginaba.  Quiero  decir,  que  nunca 
creí  hubiera  tal  riqueza  en  el  mundo.  ¡  Un 
palacio  real!  ¡Jamás  llegaré  a  su  nivel! 
Más  vale  desistir.     .     .     . 

— ¡Tontería!    ¿Vio  usted  al  viejo? 

— ¡Oh,  no!  Estaría  por  algún  lado, 
sentado  en  su  trono  de  oro,  supongo.  No 
podía  molestarse  por  un  ente  tan  insignifi- 
cante como  yo.  Pero  vi  a  Mrs.  Alden. 
¡Uf!  Hubiera  querido  llevar  mi  ropa  de 
lana.     ¡Qué  hielo,  papá! 

— Pero  Angie,  ¿no  se  mostró  amigable? 

— Angie  es  un  encanto, — convino  Bill 
Mérrick. — ¡Ah!  ¡Cómo  quisiera  que  no 
tuviera  un  centavo!  ¡O  que  hubiera  alguna 
quiebra  en  el  mercado  de  valores  y  el  viejo 
quedara  arruinado! 

— En  ese  caso  nos  pediría  sus  diez  mil 


hasta  quedar  exhausta,  parecía  no  sospe- 
char nada;  o  al  menos  no  lo  demostraba. 
Quejábase  a  veces  de  haber  telefoneado  a  la 
oficina  sin  obtener  respuesta,  pero  Alden 
tenía  siempre  a  mano  una  serie  decoartadas: 
el  club,  el  cinema,  el  paseo.  Una  noche, 
a  fines  de  febrero,  le  habló  de  otro  asunto. 

— Ese  joven  Bill  Mérrick, — comenzó.  .  . 

— ¿Qué  hay  con  él?     ¿Quién  es? 

— Es  un  don  Nadie,  parece,  y  no  obstante 
viene  muy  a  menudo  a  ver  a  Angie.  Es 
preciso  que  te  fijes  en  esto.  No  es  más 
que  un  mecánico  que  posee  un  pequeño 
garage,  no  sé  donde,  en  sociedad  con  un 
Grant  que  pretende  ser  un  antiguo  amigo 
tuyo. 

— ¡Ah,  sí!    John  Grant. 

— ¿Entonces  lo  conoces?     Yo  he  tratado 


dólares, — le  hizo  presente  Alden. — Venga     de  recordar  el  nombre,  ¡pero  todo  eso  es  tan 


acá;  ya  es  hora  de  la  lección;  hágame  el 
favor  de  pensar  en  el  trabajo. — 

Bill  estaba  resultando  un  discípulo  apto. 
Siempre  le  había  interesado  la  mecánica, 
decía.  En  un  mes  supo  lo  bastante  para  ser 
calificado  como  un  buen  mecánico.  A  me- 
diados de  febrero  estaba  terminado  el  edifi- 
cio nuevo,  que  era  una  reproducción  de  la 
misión  del  Carmelo,  y  en  realidad  muy 
bonito.  El  club  de  señoras  de  San  Marco 
resolvió  dar  un  voto  de  gracias  a  Grant  y 
.Mérrick  por  el  buen  gusto  que  habían  des- 
plegado, y  toda  la  población  les  demostraba 
amistad. 

Jim  Alden  se  rejuvenecía  cada  día  más. 
Si  bien  en  los  comienzos  le  dolían  atroz- 
mente los  músculos  y  una  que  otra  noche 
su  andar  era  vacilante  al  volver  a  casa,  todo 
eso  pasó  pronto;  y  ahora  se  sentía  sólo 
cansado  y  deseoso  de  acostarse.  Deleitá- 
bale armar  y  desarmar  automóviles;  y  aun 
más  placer  le  causaba  hallarse  en  contacto 


antiguo!  Ahora  bien:  yo  deseo  que  veas 
a  ese  joven  y  lo  pongas  en  su  sitio.  Siem- 
pre que  viene  te  metes  no  sé  dónde. 

— Ya  lo  veré,  un  día  u  otro. 

— Pero  esto  es  serio,  Jim.  Me  parece 
que  a  Angie  le  gusta.  Haz  algo  pronto,  por 
favor.  De  un  momento  a  otro  podemos 
vernos  en  una  situación  embarazosa. — 

Alden  la  tranquilizó  con  promesas  vagas. 
¡De  manera  que  a  Angie  le  gustaba  Bill 
Mérrick! 

Bueno,  y  ¿qué  habría  de  embarazoso  en 
todo  ello?     se  dijo  impetuosamente. 

El  15  de  marzo,  Grant  y  Mérrick  pudie- 
ron pagar  a  Jim  Alden  dos  mil  dólares  de  su 
capital.     El  joven  estaba  radiante. 

— Lenta  para  seguramente, — dijo. — ¿Sa- 
be usted,  papá?  He  hecho  un  juramento. 
Pienso  que  algún  día  le  declararé  a  Angie 
que  la  quiero,  y  si  ella  me  rechaza  habrá 
acabado  todo.  Pero  he  jurado  que  no  se 
lo  diré  mientras  seamos  deudores  de   su 


diario  con  toda  clase  de  gente,  y  cambiar     padre. 


ideas  acerca  de  variados  temas.  Le  sor- 
prendía la  facilidad  con  que  representaba 
dos  papeles  en  el  mundo.  Cuando  llegaba 
aj  garage  por  las  mañanas  y  endosaba  el 
uniforme  de  trabajo,  dejaba  de  ser  Jim 
Alden    para    convertirse   en   John    Grant. 


— Determinación  muy  juiciosa, — asintió 
Alden. 

— Si  es  que  puedo  sostenerla, — suspiró. 
— Usted  sabe,  papá,  lo  hermosa  que  es,  y 
que  se  viene  la  primavera.  A  veces  tengo 
miedo  de  perder  la  cabeza  y  perderla  a  ella 


i8o 


INTER-AMERICA 


en  cualquiera  de  estas  noches  gloriosas  y 
trágicas. 

— Olvide  usted  la  primavera, — aconsejó 
Alden,  sabiendo  que  pedía  un  imposible. 
Hasta  para  su  viejo  corazón  no  podía  pasar 
inadvertido  el  maravilloso  cambio  de  las 
estaciones.  Llegó  abril,  perfumando  el 
universo;  y  el  arquitecto  del  paisaje  co- 
menzó su  obra  en  el  prado  de  Jim  Alden. 

Una  noche,  a  principios  del  mes,  subiendo 
por  la  calzada  que  se  asemejaba  a  una 
florida  nave,  encontró  en  el  corredor  a  un 
antiguo  amigo.  El  doctor  Tillson  de 
Detroit  lo  estaba  esperando  con  vivo  deseo 
de  observar  el  efecto  de  sus  prescripciones. 

— Y  bien,  Jim  Alden, — dijo  el  médico 
después  de  cambiados  los  saludos, — usted 
creyó  siempre  saber  más  que  yo. 

— ¡  Oh,  no !    No  me  atrevería  a  decir  eso. 

— Quizá  no,  pero  lo  pensaba  usted. 
Ahora  me  perdonará  si  tomo  mi  desquite. 
Cuando  le  ordené  dejarlo  todo  y  venir  aquí 
a  vivir  en  completo  descanso,  ¿qué  fué  lo 
que  dijo  usted?  Dijo  que  era  su  sentencia 
de  muerte. 

— Confieso  que  lo  dije. 

— Y  ahora,  ¡mírese  usted!  ¡Hombre,  si 
parece  tener  diez  años  menos  que  la  última 
vez  que  lo  vi!  ¡Es  un  milagro!  Dispén- 
seme que  ponga  el  punto  en  claro:  ¿era  us- 
ted o  yo  quien  tenía  razón? — 

Alden  vaciló.  Deseaba  también  tomar 
su  desquite,  pero  el  momento  no  era  opor- 
tuno. 

— Tenía  usted  razón  como  siempre,  doc- 
tor,— contestó  riendo. 

El- médico  aprobó  con  la  cabeza,  admi- 
tiendo la  aserción. 

— ¿Y  qué  se  hace  usted  todo  el  día?  Me 
dice  su  señora  que  tiene  usted  una  oficina. 
Yo  no  apruebo  eso. 

— ¡Oh!  Solamente  un  sitio  para  holga- 
zanear, doctor.  Voy  todas  las  mañanas. 
Luego  tengo  el  club,  los  cinemas,  los  largos 
paseos. 

— ¡  Magnífico!    Ni  pizca  de  trabajo,  ¿eh? 

— Nada  que  pueda  llamarse  trabajo. — Y 
Alden  se  metió  las  manos  en  los  bolsillos. 
— ¿Va  usted  a  permanecer  con  nosotros 
mientras  esté  por  aquí? 

— ¡Mrs.  Alden  me  ha  invitado  tan  bon- 
dadosamente! 

— ¡Bueno,  bueno! — Jim  Alden  reflexionó 
que  la  hora  de  su  triunfo  estaba  próxima. 


— Está  usted  en  su  casa,  doctor.  En  un 
instante  vuelvo. — Y  subió  a  su  cuarto. 

Por  la  noche  estaba  en  la  biblioteca  con 
el  médico,  cuando  entró  su  esposa  diciendo; 

— Jim,  ahí  está  ese  joven  Mérrick. 
Quiere  llevar  a  Angie  a  pasear  en  automóvil. 
¿Vienes  a  conocerlo  o  tendré  que  sacarte 
por  fuerza? 

— No,  no.  No  esta  noche, — protestó 
Alden. — Más  tarde. — 

Ella  se  quedó  mirándolo  sorprendida,  y 
su  esposo  dio  gracias  al  cielo  por  la  presen- 
cia del  doctor,  sin  la  cual  se  habría  produ- 
cido una  discusión  en  la  que  hubiera  resul- 
tado vencido. 

— Muy  bien, — dijo  Mary. — Trataremos 
después  este  asunto. — Y  salió. 

Jim  Alden  se  levantó  inquieto,  y  se 
dirigió  a  la  ventana.  Sentía  que  su  comedia 
no  podía  sostenerse  mucho  tiempo  más,  y 
que  se  aproximaba  la  crisis.  Vio  a  Angie 
y  a  Bill  Mérrick,  que  bajaban  a  la  calzada. 
El  perfume  de  una  noche  indescriptible- 
mente bella  lo  invadió.  Una  luna  creada 
especialmente  para  los  enamorados  rodaba 
entre  las  estrellas.  .  .  .  ¿Podría  Bill 
Mérrick  cumplir  lo  que  a  sí  mismo  se  había 
jurado?    Jim  Alden  esperó  que  no  sería  así. 

Cumplióse  su  deseo.  A  la  mañana  si- 
guiente apareció  su  socio  en  el  garage  con 
el  aire  de  un  hombre  mortalmente  herido. 

— Y  bien,  papá,  ¡todo  está  perdido! — 
anunció. — Sucedió  como  me  lo  temía. 
¡La  primavera,  la  luna,  el  perfume  de  sus 
cabellos!  .  .  .  Yo  sabía  perfectamente 
que  todavía  debemos  a  su  padre  ocho  mil 
dólares,  ¡y  sin  embargo!    .     .     . 

— ¡Cuéntemelo  todo! 

— Nos  paseábamos  por  un  camino  de 
travesía  más  allá  de  la  carretera  de  San 
Gabriel.  Tan  excitado  estuve  con  la  es- 
peranza de  verla,  que  había  olvidado  llenar 
el  tanque  de  gasoleno,  y  de  pronto  el  auto- 
móvil se  paró  a  la  sombra  de  un  árbol. 
Parecía  cosa  de  la  Providencia.  La  tenía 
muy  cerca.  ...  ¡  el  asiento  de  nuestro 
viejo  vehículo  es  harto  estrecho!  .  .  . 
¡y  de  repente  la  vi  en  mis  brazos  sin  saber 
cómo,  y  se  lo  dije  todo ! 

— Y  ella  lo  rechazó, — terminó  Jim  Alden 
con  acento  de  simpatía. 

— ¿Rechazarme?  ¡  No  por  cierto !  Tam- 
bién ella  me  quiere,  papá.  Me  dijo, — 
continuó  Bill  Mérrick,  disipada  su  tristeza 


MANOS  OCIOSAS 


181 


como  por  encanto, — me  dijo  que  era  el 
momento  más  feliz  de  su  vida. 

— Pero  usted  no  puede  decir  lo  mismo,  a 
juzgar  por  la  cara  que  ha  traído. 

— Sí,  puedo;  sólo  que.  .  .  .  ¡Dios  me 
valga !  antes  de  que  ella  hubiera  acabado  de 
hablar  me  di  cuenta  de  lo  que  había  hecho. 
¡La  hija  de  Jim  Alden!    ¡Era  absurdo! 

—  Bien,  ya  no  tiene  remedio.  ¿Qué 
piensa  usted  hacer? 

— No  sé.  Anoche  estaba  medio  loco. 
Le  propuse  que  huyéramos,  sin  decir  una 
palabra  a  su  familia.  .  .  .  No  sabía 
lo  que  estaba  diciendo. 

— Y  ¿qué  contestó  ella  a  eso? 

— Me  dijo  que  le  pidiera  consejo.  Que 
se  dejaría  guiar  por  usted. 

— Juiciosa  chica, — dijo  Alden  sonriendo. 

— Debo  decirle,  sin  embargo,  que  he 
cambiado  de  idea.  No  podría  huir  con  ella ; 
no  soy  tan  cobarde. 

— Por  supuesto  que  no  lo  es  usted. 

— Pero,  ¿qué  haré? — dijo  Bill  Mérrick 
gimiendo. — Ella  me  ama,  quiere  casarse 
conmigo;  no  puedo  abandonarla. 

Alden  se  levantó,  y  poniendo  una  mano 
sobre  el  hombro  del  muchacho  dijo: 

— Sólo  le  queda  una  cosa  que  hacer 

— Ya  sé  lo  que  quiere  usted  decir. 

— Vaya  esta  noche  a  casa  de  Jim  Alden 
y  pida  verlo.  Lleve  una  orden  de  registro, 
y  sáquelo  de  donde  esté  escondido,  aunque 
sea  de  debajo  de  la  cama.  Dígale  que 
usted  es  un  joven  correcto  y  decente,  que 
goza  de  todas  sus  facultades,  y  que  quiere 
casarse  con  Angie. 

— Es  lo  que  debo  hacer,  y  lo  haré, — ase- 
guró Bill  Mérrick, — aunque  me  muero  de 
miedo.  Usted  comprende  que  él  creerá 
que  soy  un  cazador  de  fortunas. — Se  puso 
de  pie,  y  mirando  con  furia  a  su  socio  ex- 
clamó:— ¡Maldito  sea  el  dinero  de  Jim 
Alden! 

— ¡Su  dinero! — repitió  John  Grant,  el 
mecánico  de  media  edad,  mirando  sobre  el 
hombro. — No  le  permita  usted  que  mencio- 
ne su  dinero.  No  lo  hará,  por  otra  parte, 
si  es  el  mismo  Jim  Alden  con  quien  yo  tra- 
bajaba en  Póntiac;  pero  si  lo  hiciera,  si  lo 
hiciera.     .     .     . 

— ¿Y  bien,  papá? 

— Póngalo  contra  una  esquina  y  dis- 
párele a  la  cara  una  pregunta,  una  sola: 
"¿Cuánto  ganaba  usted  a  mi  edad?"     Si 


quiere  contestarle  honradamente,  le  dirá 
que  veintiséis  dólares  a  la  semana,  y  que  se 
daba  por  muy  contento. — 

Se  detuvo  sudón  iso.  Estaba  sumamente 
indignado  con  el  altanero  millonario. 

— Papá,  es  usted  una  perla.  Esta  noche 
es  la  noche.  Me  encararé  con  él  en  su 
cubil  .  .  .  pero;  ¡ay  de  mí!  Quisiera 
que  el  día  de  hoy  fuera  muy  largo.     .     .     . 

Esa  misma  tarde,  a  las  tres,  Jim  Alelen 
estaba  parado  frente  a  su  garage  gozando 
de  algunos  momentos  de  descanso.  Álfred 
estaba  ocupado  en  el  taller,  y  Bill  Mérrick 
había  ido  a  la  ciudad  en  busca  de  una  pieza 
nueva  para  un  automóvil  que  tenían  en 
reparación.  Inesperadamente,  Alden  vio 
que  su  propio  limousine  venía  por  la 
carretera  con  Ilaku  en  el  manubrio. 
Ocupaban  el  asiento  del  fondo  Mary  Alden 
y  el  doctor  Tillson. 

En  una  o  dos  ocasiones,  anteriormente, 
había  venido  Mary  por  los  alrededores,  y  su 
esposo  hubo  de  inventar  algo  muy  urgente 
que  hacer  en  el  interior.  Esta  vez,  su 
corazón  latió  un  poco  más  aprisa  al  ver 
a  Haku  girar  en  redondo  delante  de  la  puer- 
ta del  garage  y  detenerse  junto  a  la  bomba 
del  gasoleno;  y  bajando  cuanto  pudo  sobre 
su  rostro  el  ala  de  su  viejo  sombrero  de 
fieltro,  se  adelantó  a  recibirlos. 

— Diez  galones  de  gasoleno, — ordenó 
Mary  Alden.  No  añadió  "mi  buen  hom- 
bre," pero  la  frase  se  sentía  en  su  tono. 

— Muy  bien,  señora, — dijo  Alden,  y  llenó 
el  receptáculo.  Hecho  esto,  se  acercó  a  la 
puerta  del  automóvil. — Son  dos  dólares 
ochenta,  si  usted  gusta, — murmuró. — 

Era  en  su  esposa  un  rasgo  de  orgullo  no 
lijar  nunca  la  atención  en  la  gente  de  tra- 
bajo, y  le  alargó  con  desdén  un  billete  de 
diez  dólares.  Entró  Alden  al  garage  y 
regresó  con  el  vuelto.  Al  entregárselo 
se  apoderó  de  él  un  espíritu  de  travesura. 
Echóse  atrás  el  sombrero,  y  dijo  mirándola 
en  los  ojos: 

— Está  muy  bien,  Mary.  Puedes  se guir 
tu  camino. — 

1  n  el  rostro  tic  Mary  Alden  se  pintó  una 
expresión  de  .  .  .  bien,  una  expresión 
que  se  quedó  estereotipada. 

— ¡Jim  Aldení— gritó  el  doctor.— ¿Qué 
significa  esto? 

— Significa,  después  de  todo,  que  estaba 
usted    equivocado.      Traté   de    seguir   sus 


[82 


INTER-AMÉRICA 


prescripciones    por   algún   tiempo,   y   me 

sentí  peor,  cada  día  peor.  Si  hubiera  con- 
tinuado, estaría  hoy  bajo  las  margaritas; 
pero  tenía  aun  bastante  sensatez  para  bajar 
del  anaquel  y  desatar  mis  manos.  Compré 
la  mitad  de  este  negocio,  y  durante  los  últi- 
mos cinco  meses  he  venido  todos  los  días, 
y  los  he  pasado  componiendo  automóviles, 
hablando  de  política  y  gozando  grande- 
mente. Me  decía  usted  anoche  que  parez- 
co diez  años  más  joven,  y  así  lo  siento  yo 
mismo. 

— ¡  Ah,  sí! — exclamó  su  esposa  recobrando 
por  fin  el  uso  de  la  palabra.  — ¡Satanás 
aprovecha  de  las  manos  ociosas  para  tentar 
al  mal! 

— Si  esto  es  el  mal,  que  me  den  más, — 
dijo  Alden. — Y  en  cuanto  a  Satanás,  me  ha 
salvado  la  vida. — 

Mirando  hacia  el  camino,  distinguió  a 
Bill  Mérrick,  que  se  aproximaba,  y  continuó: 
— Ya  hablaremos  esta  noche  del  asunto. 
Ahora  repito  mi  invitación.  ¡Sigan  ade- 
lante! 

Nadie  se  movió.  Alden  pudo  ver  a  Haku, 
que  lo  contemplaba  con  los  ojos  fijos.  Es 
opinión  bastante  generalizada  la  de  que  un 
rostro  japonés  no  deja  transparentar  nin- 
guna emoción.     Esto  es  un  error. 

— ¡Sigue,  Haku! — ordenó  Alden;  pero 
aquél  permaneció  inmóvil.  Comprendía 
que  pasaba  una  cosa  extraordinaria,  y  que- 
ría darse  cuenta  exacta  de  su  significación. 

— ¿Obedecerás  mis  órdenes  o  no? — 
rugió  el  millonario. — 

El  japonés  pareció  al  fin  volver  a  la  vida ; 
oprimió  el  pedal;  y  el  automóvil  partió, 
desapareciendo  la  trastornada  faz  de  Mary 
Alden  de  la  vista  de  su  esposo. 

— Bien:  todas  las  cosas  buenas  acaban, — 
decía  Bill  Mérrick  a  las  cinco  de  la  tarde, — 
incluso  el  último  día  de  un  condenado. 
¡  Pasado  por  las  armas  al  anochecer!  Creo 
que  hubiera  preferido  que  fuera  en  la  ma- 
drugada. 

— ¡Anímese,  hombre! — dijo  Alden,  son- 
riendo.— Si  algo  puede  influir  para  ello,  sepa 
usted  que  esta  noche  voy  yo  también  a  casa 
de  Jim  Alden. — Me  ha  invitado. 

— ¡  Bueno! — replicó  Bill  con  débil  sonrisa, 
— Usted  se  hará  cargo  de  mis  restos. — 

A  pesar  de  sus  bravatas  en  el  garage, 
Jim  Alden  cruzaba  esa  noche  su  corredor 
algo  amedrentado.     Sentíase  como  un  chi- 


cuelo  que  ha  ido  a  nadar  sin  permiso  y  ha 
sido  sorprendido.  Le  admiró  encontrar  a 
Mary  en  su  habitación.  Estaba  sentada 
delante  de  la  ventana,  con  las  manos  cruza- 
das en  la  falda.  Fué  a  sentarse  a  su  lado 
y  comenzó  diciendo: 

— ¡Y  bien,  Mary!  Creo  que  me  he  por- 
tado como  un  mal  muchacho. 

— Así  me  parece,  Jim. 

— ¿Qué  vas  a  hacerme? 

— Angie  me  ha  contado  toda  la  historia, 
y  sólo  me  quejo  de  una  cosa.  ¿Por  qué 
me  has  guardado  el  secreto? 

— Porque  te  hubieras  puesto  en  contra 
mía,  Mary. 

— Probablemente  me  habría  opuesto  al 
principio.  Habría  hablado  mucho,  pero  al 
fin  te  habrías  salido  con  la  tuya,  como  de 
costumbre.  Y  más  tarde,  cuando  vi  que 
recobrabas  tu  salud  y  parecías  tan  feliz.  .  .  . 

— ¿Quieres  que  sea  feliz,  Mary? 

— Sí,  Jim; — contestó  ella  dulcemente. 
— Eso  es  lo  que  importa:  continuar  felices 
el  resto  del  camino. 

— Hay  otra  cosa.  Mi  socio  en  el  garage, 
Bill  Mérrick,  un  bello  carácter,  Mary;  lo 
conozco  a  fondo.  Viene  esta  noche  a  pedir 
a  Angie.  No  sabe  que  soy  Jim  Alden,  y 
va  a  tener  una  sorpresa.  Pero  lo  que  quiero 
decir  es  que  por  mi  parte  lo  acepto. 

— ¡Un  mecánico! 

— Justamente  lo  que  yo  era  cuando  te 
casaste  conmigo.  Tiene  un  porvenir,  ade- 
más. Nuestro  negocio  irá  prosperando; 
yo  cuidaré  de  eso,  cuando  le  haya  dicho  mi 
verdadero  nombre. — Inclinóse  un  poco  más 
hacia  ella  y  murmuró: — estarán  en  el  mis- 
mo punto  en  que  tú  y  yo  nos  hallábamos 
treinta  años  ha.  No  es  posible  volver  a  la 
juventud;  pero  podemos  gozarla  de  nuevo 
en  nuestros  hijos. — 

Mary  fué  a  la  mesa  y  cogió  un  paquete. 

— ¿Qué  es  eso? — preguntó  su  esposo.  ^ 

— Busqué  por  toda  la  ciudad  de  Los  An- 
geles, y  al  cabo  lo  conseguí.  Es  jabón, 
Jim,  esa  clase  de  jabón  que  compraba  para 
ti  en  Póntiac,  ¿te  acuerdas?  ¡  Era  tan  bue- 
no para  tus  manos ! — 

Jim  Alden  se  levantó  y  dijo  rodeándola 
con  sus  brazos: 

— Una  sola  mosca  había  en  el  ungüento, 
Mary,  que  tú  no  lo  supieras;  esto  no  me 
satisfacía.  Me  parecía  que  algo  nos  sepa- 
raba.    Pero  ahora  ya  pasó  todo  eso. 


MANOS  OCIOSAS  183 

— Ya  pasó  todo  eso, — replicó  ella  son-  -Ya  lo  sé, — contestó  Alden. — Me  lo  ha 

riendo. — Él  la  besó  tiernamente.     Parecía  dicho  así  varias  veces. — 

que  estuvieran  de  nuevo  en  su  casa  de  Bill  Mérrick  abrió  la  boca,  pero  no  pudo 

Póntiac.  emitir  ningún  sonido  que  pudiera  conside- 

Cuando  Alden  bajó  vestido  para  la  co-  rarse  una  palabra.  Quedóse  parado,  mi- 
mida,  pidió  una  conferencia  inmediata  con  rando  fijamente  al  distinguido  caballero 
el  doctor  Tillson.  que  se  parecía  tanto  al   engrasado  socio 

— Olvidé  decírtelo,  Jim.     El  doctor  se  de    quien    se    había    separado  tres    horas 

fué  a  la  ciudad  esta  tarde,  y  mañana  sale  antes. 

para  el  este.     Te  dejó  un  recado, — añadió  — Bill, — dijo  Alden, — nos  hemos  portado 

riéndose: — "Que  presentaba  su  dimisión  en  con  usted  de  una  manera  algo  ruin,  pero  no 

favor  de  Satán." —  expresamente.     Angie  se  lo  explicará  todo 

Después  de  comer,  Edie  y  Árthur  fueron  más  tarde.  Por  ahora  sólo  quiero  decirle 
al  cinema,  en  busca  de  alimento  intelectual,  que  me  habían  relegado  al  anaquel,  junto 
Alden,  su  esposa  y  Angie  estaban  en  el  con  los  objetos  inservibles,  y  que  no  hallan- 
salón.  Cuando  oyeron  sonar  el  timbre,  do  esto  de  mi  agrado,  bajé  y  compré  la 
Alden  se  levantó.  mitad  del  garage  de  Pétersen. 

— Es   el   pobre    Bill, — dijo. — Voy   a    la  — ¡Dios  santo! — exclamó  Bill  Mérrick. — ■ 

biblioteca;  llévalo  allá  Angie.     No  prolon-  ¿Usted    es     .     .     .     usted    es   James    M. 

guemos  su  agonía.  Alden? — 

Apenas  había  tenido  tiempo  de  sentarse  Su  socio  vino  hacia  él  y  rodeó  con  sus 

detrás  de  su  gran  escritorio,  cuando  entró  brazos  los  hombros  del  muchacho. 

Angie,  toda  sonrisas,  seguida  de  Bill  Mérrick.  — ¿De  dónde  saca  usted  eso  de  James  M.? 

El  joven  socio  del  garage  de  San  Marco  — díjole. — Debe    usted   continuar  llamán- 

llevaba  su  traje  de  etiqueta,  y  estaba  más  dome  papá. — 

blanco  que  su  almidonada  pechera.  Y  como  esto  resumía  cuanto  tenía  que 

— Papá, — dijo    Angie, — aquí    está    Bill  decir,  dejó  la  habitación,  cerrando  tras  sí 

Mérrick,  que  desea  casarse  conmigo.  la  puerta. 


LA  TEMPORADA  DE  CONCIERTOS 


POR 
CHARLES    HENRY    MÉLTZER 

El  favor  creciente  que  el  público  norteamericano  dispensa  a  los  conciertos  sinfónicos  revela  un  des- 
pertamiento del  sentido  estético  por  la  música  pura,  y  mejor  comprensión  de  las  bellezas  del  arte  excelso. 
Es  algo  diferente  de  la  afición  convencional  por  la  gran  ópera  y  por  las  triviales  y  plásticas  exhibiciones 
de  la  opereta.  Es  la  música  misma,  con  sus  emociones  intensas  y  sublimes,  que  se  hace  susceptible  de 
interpretación  para  los  espíritus  que  se  abren  a  sus  bellezas.  La  última  temporada  de  conciertos  significa 
un  triunfo  para  los  amantes  de  la  sinfonía,  y  para  los  directores  y  músicos  de  orquesta  que  han  sabido  en- 
cantar y  atraer  concurrencia  cada  vez  mayor  con  su  interpretación  magistral  de  la  música  sinfónica, 
según  lo  expresa  el  autor  del  presente  artículo. — LA  REDACCIÓN. 


DURANTE  el  invierno,  Nueva 
i  York  se  desvivía  por  la  ópera. 
Deleitábase  con  los  artistas 
consagrados  por  la  fama,  y 
hasta  con  los  novicios.  No- 
che tras  noche  acudía  a  contemplar  los 
palcos  resplandecientes,  llenos  de  nombres 
aburridos  y  de  mujeres  engalanadas  y  al- 
tivas. Pretendía  apreciar  la  diferencia  en- 
tre Verdi  y  Puccini;  y  discutía  con  calor  la 
perversidad  de  Salomé  y  el  voluptuoso 
encanto  de  Trisíán  e  Isolda.  Hacía  lo 
posible  por  soportar  la  representación 
íntegra  de  Parsifalyse  declaraba  maravilla- 
do con  Carmen. 

La  ópera  era  gala  del  invierno,  testimonio 
de  cultura  e  imán  de  la  moda.  No  haber 
oído  en  el  Metropolitan  al  último  cantante, 
obscuro  o  célebre,  equivalía  a  confesarse 
un  pobre  advenedizo.  El  tipo  a  la  moda 
charlaba  acerca  de  "Géraldine"  y  Caruso, 
como  antaño  una  generación  mejor  dotada 
de  sentido  crítico  habló  de  "Jean"  y  de 
la  Calvé.  Los  tiempos  cambiaron  y  las 
estrellas  que  antes  parecieron  deslumbra- 
doras, palidecieron  luego.  Pero  la  afición 
por  la  gran  ópera  no  cambió,  y  pocos  de 
nosotros  poseían  suficiente  sentido  musical 
para  comprender  que,  lenta  pero  segura- 
mente, la  ópera  iba  perdiendo  su  antiguo 
prestigio  en  el  ánimo  del  público. 

¿Y por  qué?  Porque  los  cantantes  del  día, 
aunque  aplaudidos  como  sus  más  porten- 
tosos predecesores,  fueron,  con  la  única 
excepción  del  admirado  Caruso,  no  precisa- 
mente estrellas,  sino  cantantes,  o  buenos 
actores  e  intérpretes,  algunos  de  los  cuales 
poseen  voces  cascadas.  La  mayor  parte 
de  los  concurrentes  a  la  ópera  sabían  esto 
de  manera  inconsciente;   y,  sin  embargo, 


experimentaban  un  confuso  desencanto, 
una  extraña  desilusión,  cuando  asistían  a  la 
representación  de  obras  que  en  otro  tiempo 
les  parecieron  mágicas. 

Este  desencanto  puede  explicar,  por  lo 
menos  hasta  cierto  punto,  el  extraño  y 
frenético  interés  que  se  observa  en  la  me- 
trópoli esta  temporada  por  la  música  de 
concierto.  Desde  el  mes  de  noviembre 
pasado  se  ha  advertido  una  disminución 
en  el  interés  por  la  ópera  y  un  aumento 
sorprendente  en  el  interés  por  lo  que  llama- 
mos la  música  pura.  Dentro  de  seis  meses 
nuestras  orquestas  sinfónicas  locales,  ade- 
más de  cinco  de  fuera  de  la  ciudad,  sobre- 
pujarán cuanto  antes  se  había  visto  aquí  o 
en  cualquiera  otra  parte;  y,  si  no  mienten 
las  estadísticas,  Nueva  York  oirá,  no  ciento, 
sino  doscientos  treinta  conciertos  sinfó- 
nicos. 

Para  poder  enterarse  de  estas  funciones, 
nuestros  atareados  críticos  musicales  ten- 
drán que  asistir  a  nueve  conciertos  sinfóni-' 
eos  por  semana,  además  de  quién  sabe  cuán- 
tos conciertos  particulares  y  de  artistas 
dedicados  a  la  música  de  salón.  \ 

Si  las  funciones  de  guardia  de  policía  no 
son  de  envidiarse,  ¿qué  decir  de  las  del  crí- 
tico? ¿Cómo  es  posible  que  el  más  fervo- 
roso amante  de  la  música  pura  no  se  rebele 
ante  tal  plétora  de  arte  melodioso?  El 
profano  no  está  en  la  obligación  de  escuchar 
sino  la  parte  de  la  sinfonía  que  él  quiera; 
pero  el  pobre  crítico  de  arte  tiene  que  oírla 
toda,  o  por  lo  menos  todo  aquello  que  el 
perpetuo  estrépito  de  los  conciertos  y  demás 
funciones,  inclusive  la  ópera,  le  permite  a 
un  mortal  percibir  cada  día.  En  otra  época 
Nueva  York  contaba  con  dos  sociedades 
dedicadas    al    culto    de    la    sinfonía.     La 


LA  TEMPORADA  DE  CONCIERTOS 


185 


más  antigua,  llamada  la  Philharmonic, 
tenía  por  única  rival  a  la  importante  New 
York  Symphony  Orchestra.  Existían,  por 
-apuesto,  algunas  asociaciones  de  menor 
importancia.  Luego,  una  a  una,  las  ambi- 
ciosas orquestas  de  Boston,  Chicago, 
Filadelíia,  Minneápolis,  y,  más  reciente- 
mente, la  de  Detroit,  comenzaron  a  visitar  a 
intervalos  la  metrópoli;  y  hace  cosa  de  un 
año,  añadióse  a  los  grupos  de  la  New  York 
Symphony  Orchestra  y  la  Philharmonic 
un  tercer  rival  local. 

Al  principio  se  le  conoció  con  el  nombre 
de  la  NewSymphony.  En  días  recientes  ha 
cambiado  este  nombre  por  el  de  National 
Symphony.  Una  guerra  violenta  y  sin 
tregua  existe  entre  esta  corporación  y  las 
sociedades  locales  y  foráneas.  Día  tras 
día,  noche  tras  noche,  semana  tras  semana, 
Mr.  Stransky,  Mr.  Bodansky,  Mr.  Dám- 
rosch,  Mr.  Stock,  Mr.  Óberhoeffer,  Mr. 
Monteux,  Mr.  Stokowski  y  Mr.  Gabri- 
lovitch,  directores  de  estas  orquestas,  han 
competido  entre  ellos  dirigiendo  hermosas 
sesiones  de  sinfonía.  Y  como  si  eso  no 
fuera  bastante  para  satisfacer  el  hambre 
y  la  sed  actuales  de  música  pura,  un  maes- 
tro extranjero,  Toscanini,  ha  traído  de 
.Milán  una  novena  orquesta. 

Pero  el  resultado  de  este  incremento  re- 
pentino de  la  música  no  ha  sido — excepto 
tal  vez  en  el  caso  de  una  orquesta  famosa 
aquí — el  fracaso  económico  de  todos  los 
grupos  contendores,  sino  un  aumento  con- 
siderable del  público  que  asiste  a  los  con- 
ciertos. Nadie  puede  decir  cuánto  durará 
la  moda  de  la  afición  por  la  música  sin- 
fónica. Puede  resultar  un  capricho  efí- 
mero. Puede,  sin  embargo,  perdurar  por 
cierto  tiempo. 

I  n  todo  caso  contribuirá  a  difundir  la 
afición  por  cosas  más  nobles  que  la  opereta; 
y  el  prestigio  de  la  "  gran  ópera ' '  puede  que- 
dar  menoscabado,  si  los  conciertos  siguen 
atrayendo  muchedumbres  como  al  pre- 
sente. Uno  de  los  buenos  frutos  de  la 
gran  competencia  que  le  hace  el  concierto, 
quizá  sea  el  que  la  ópera  mejore  desde  el 
punto  de  vista  de  la  calidad.  Dios  sabe 
que  se  necesita  con  urgencia  una  reforma 
tanto  en  los  cantantes  del  Metropolitan 
como  en  la  actitud  de  su  cachazudo  audi- 
torio. En  nuestro  principal  teatro  de 
ópera  el  arte  de  cantar  y  el  arte  y  estilo 


del  drama  lírico  no  son  hoy  lo  que  eran 
antes. 

Nuestros  directores  de  música  sinfónica 
están  llenos  de  ardor  y  de  celo.  Luchan 
por  el  reconocimiento  artístico  y  por  algo 
más  que  eso:  por  la  existencia  de  sus  or- 
questas. Los  sostenedores  de  la  música 
pura  en  lo  pretérito  no  fueron  egoístas. 
Les  guiaban  móviles  enteramente  altruistas. 
Los  Fláglers,  Máckays,  Púlitzers,  de  Cop- 
pets  yotras  personas  ricas  que  han  apoyado 
a  nuestras  sociedades  sinfónicas  aspiraron 
no  a  ganar  dinero  sino  a  difundir  el  buen 
gusto.  No  es  para  granjearse  el  aplauso 
social  para  lo  que  dieron  o  legaron  dinero  a 
instituciones  tales  como  la  New  York  Sym- 
phony Orchestra  y  la  Philharmonic.  A 
algunos  les  indujo  su  propia  afición  por  la 
sinfonía,  mientras  otros,  menos  amantes  de 
la  música,  deseaban  estimular  un  arte  agra- 
dable que,  como  bien  lo  sabían,  es  bello  y 
capaz  de  ennoblecer  el  espíritu.  Los  palcos 
de  nuestros  teatros  para  conciertos  están  mal 
alumbrados.  No  ofrecen  coyuntura  pro- 
picia para  la  exhibición  de  los  ricos  trajes. 
Los  ojos  de  las  personas  que  se  congregan 
para  oír  la  música  de  Bach  o  de  Béethoven 
están  fijos  en  el  tablado  y  no  en  los  palcos. 
El  director  y  los  músicos  de  la  orquesta 
significan  mucho  más  para  los  sostenedores 
de  nuestros  conciertos  que  todos  los  millo- 
narios de  Nueva  York  juntos.  La  música 
pura  tiene  sus  ventajas  sobre  la  ópera:  no 
halaga  la  vulgar  vanidad  de  los  necios.  Y 
posee,  además,  otros  méritos:  ofrece  reposo 
al  espíritu  fatigado,  y,  no  obstante,  des- 
pierta y  aviva  la  imaginación.  Puede  no 
ser  tan  excitante  como  la  gran  ópera;  pero, 
en  revanche,  estimula  la  fantasía  y  el  senti- 
miento poético  del  auditorio  que  los  goza. 

Aun  en  el  caso  en  que  uno  lea  las  notas 
del  programa,  lo  que  éstas  dicen  acerca  del 
significado  y  los  misterios  de  la  música  no 
lo  convencen  ni  lo  .unían.  Cien  personas 
que  oigan  una  sinfonía  pueden  atribuirle 
cien  distintos  significados.  Los  más  eru- 
ditos comentadores  del  gran  movimiento 
final  en  el  Coral  han  discutido  mucho  si  se 
trataba  de  una  oda  a  la  paz  o  a  la  alegría. 
A  veces  los  compositores  mismos  han  su- 
ministrado la  interpretación.  Pero  aun 
entonces  los  que  escuchan  sus  obras  pueden 
preferir  leer  otras  cosas  distintas  en  los 
tonos,  los  temas  y  ritmos  del  compositor 


1 86 


INTER-AMERICA 


Los  mencionados  programas  con  notas  son, 
no  obstante,  útiles  en  ciertas  ocasiones. 
Es  bueno  saber  antes  de  oírla,  por  ejemplo, 
que  cuando  escribió  su  sinfonía  Fantástica, 
Berlioz  estaba  enamorado  de  Henrietta 
Smithson.  y  que  cierto  leit-motij  o  tema 
que  se  repite  muchas  veces  en  esa  sobre- 
natural sinfonía  expresa  la  idea  de  la  ama- 
da. No  hay  mal  en  que  se  nos  recuerde 
con  frecuencia  que  en  su  Sinfonía  en  do 
menor  Béethoven  quiso  evocar  el  destino. 
No  hemos  menester,  empero,  notas  de 
programa  para  la  Inconclusa,  las  sinfonías 
de  Brahms  e  innumerables  otras  más. 
Preferimos  dejar  que  nuestra  fantasía  se 
entregue  a  sus  divagaciones  cuando  escu- 
chamos la  mayor  parte  de  las  sinfonías  y 
poesías  musicales. 

La  pasión  actual  por  la  música  elevada 
de  concierto  hará  mucho  bien,  exaltando 
nuestras  facultades  imaginativas  y  pre- 
parando muchos  oídos  torpes  o  descuidados 
para  lo  que  el  bardo  llamó  "  la  armonía  de 
los  dulces  sonidos."  Debe  ayudarnos  a 
formar  juicio  sobre  la  "gran"  ópera,  que 
es,  con  frecuencia,  menos  "grande"  que  la 
sinfonía.  Un  breve  curso  de  música  de 
concierto  puede  retinar  nuestro  gusto  y 
hacernos  más  sensibles  a  las  notas  falsas  y 
al  estilo  disparatado.  No  puede  dejar  de 
hacernos  más  escrupulosos  cuando  escuche- 
mos la  Aída  o  Louise. 

La  sinfonía  está  exenta  del  reproche  que 
los  puristas  formulan  a  veces  contra  la 
ópera.  Aunque  emotiva,  por  ser  expresión 
de  emociones,  raras  veces  pinta  la  sensuali- 
dad y  el  crimen  u  otros  parecidos  asuntos 
de  ópera.  Canta  serena  o  procelosamente, 
y  raras  veces  evoca  imágenes  repugnantes. 
Expresa  la  alegría,  la  pesadumbre,  la  deses- 
peración y  la  duda;  pero  las  sugiere  en  tonos 
y  términos  de  belleza.  Ningún  espíritu, 
por  exquisito  que  sea,  puede  sentirse  man- 
cillado con  los  más  tristes  poemas  sinfónicos 
de  Strauss  y  Liszt.  La  mayor  parte  de  las 
sinfonías  son  subjetivas,  no  objetivas: 
expresan  sentimientos  nacidos  en  el  espíritu 
del  compositor.  Nuestros  sentimientos, 
mientras  las  oímos,  pueden  ser  diferentes; 
pero  en  cierto  modo  podemos  comprender, 
a  lo  menos  en  parte,  qué  fué  lo  que  movió 
aJ  compositor  a  crear  su  música.  Com- 
prender la  significación  que  tenía,  por  ejem- 
plo, para  un  hombre  como  Béethoven,  es 


casi  imposible,  a  menos  que  el  que  escucha 
sea  él  mismo  un  Béethoven. 

Mucho  puede  decírsenos  acerca  de  la 
música  de  "programa,"  tal  como  la  sinfonía 
de  Londres  de  Vaughan  Williams,  en  que 
sólo  de  vez  en  cuando  aparecía  lo  que  tra- 
taba de  comunicarnos.  Si  hemos  de  creer 
las  declaraciones  publicadas  para  explicar 
su  designio,  Vaughan  Williams  deseaba 
interpretar  para  nosotros  las  varias  formas 
y  aspectos  de  su  Londres  nativo.  Intentó 
describir  algo  de  Holborn  y  el  Strand,  los 
remansos  de  Blóomsbury  y  los  arrabales 
situados  más  allá  del  Támesis,  en  Wést- 
minster.  Lo  que  logró  sugerir  fué  mucho 
más  impreciso.  Algunas  de  sus  frases, 
lejos  de  evocar  paisajes  ingleses  y  holgorios 
de  los  barrios  bajos,  lo  transportaban  a  uno 
con  la  fantasía  a  las  ruidosas  calles  de 
Ñapóles.  Las  notas  explicatorias  del  pro- 
grama fueron  en  gran  parte  esfuerzo  per- 
dido en  el  caso  que  menciono;  necesitábanse 
más  para  algunas  otras  obras  que  se  ejecu- 
taron en  esta  temporada.  Nos  gustaría 
saber  quienes  fueron  los  amigos  que  ins- 
piraron las  variaciones  de  Élgar  en  su 
Enigma. 

Especial  incremento  ha  recibido  la  sin- 
fonía con  la  visita  a  Nueva  York  de  tres 
magistrales  directores  de  orquesta.  Ho- 
landa nos  ha  enviado  a  Wílliam  Méngel- 
berg,  del  Concertgebouw ;  Inglaterra,  a  Ál- 
bert  Coates,  de  la  Sinfonía  de  Londres  y  del 
teatro  de  la  Ópera  de  Cóvent  Garden;  e 
Italia  nos  ha  devuelto  a  Toscanini.  La 
presencia  de  semejantes  maestros  ha  infun- 
dido  nueva  vida  en  nuestras  orquestas 
y  les  ha  inspirado  inaudita  emulación,  y 
ha  ejercido  también  influencia  en  el  público, 
pues  nuestros  tres  visitantes  son  tres  cele- 
bridades, tan  famosos  en  su  género  como 
Muratore,  Mary  Garden  y  Caruso.  Cada 
uno  de  ellos  es  una  persona  de  personalidad 
enérgica  que  ha  realizado  notables  hazañas. 
Difieren  extraordinariamente  en  su  aspecto 
físico  y  en  sus  métodos.  Toscanini  posee 
la  apariencia  frágil  de  una  caña  y  el  fuego 
interior  de  una  llama  devoradora.  Nos 
impresiona  porque  huye  del  bombo,  por  sus 
modales  reposados  y  por  su  gran  distinción. 
Sus  manos  son  elocuentes:  casi  hablan. 
Sus  ademanes  son  discretísimos,  aunque 
revelan  los  mandatos  de  un  alma  despótica. 
Cuando  uno  contempla  a  este  débil  y  mo- 


LA  TEMPORADA  DE  CONCIERTOS                                 187 

desto  maestro,  le  resulta  difícil  comprender  miento)  no  habría  desagradado  al  autor, 
cómo  puede  ser  tan  apasionado  y  tan  heroi-  a  lo  que  se  me  alcanza.  La  escena  final, 
co.  Y,  sin  embargo,  Toscanini  fué  some-  en  el  infierno,  posee  legítimo  horror  y  viva- 
tido  a  juicio  una  vez,  según  dicen,  por  haber  cidad  fantástica.  Cuando  Méngelberg, 
dejado  casi  ciego  a  uno  de  sus  músicos  que  antes  de  llegar  a  la  sinfonía,  interpretó  el 
lo  exasperó  con  sus  descuidos.  Pero  tam-  Don  Juan  de  Strauss,  nos  hizo  en  cierto 
bien  ha  realizado  actos  más  nobles:  arrostró  modo  indulgentes  para  las  cualidades  de 
las  hordas  austríacas  en  Monte  Santo,  relumbrón  de  esta  obra.  Las  sonoridades 
Desde  el  momento  en  que  empuña  la  batuta  que  de  vez  en  cuando  nos  fatigaban  en 
se  ve  hasta  qué  punto  domina  a  sus  músicos,  esta  hueca  ópera  asumían,  o  aparenta- 
No  necesita  de  gestos  violentos  para  dirigir  ban  asumir,  una  significación  real.  Las 
e  inspirar  su  orquesta.  El  menor  movi-  frases  sentimentales  adquirían  belleza  ma- 
miento  de  sus  manos  obtiene  una  respuesta,  yor  que  cuando  las  creó  Strauss.  Nos 
Solamente  para  preparar  algún  pasaje  olvidábamos  de  censurar  los  clichés  del 
intenso  despójase  de  su  calma  habitual,  compositor. 

Posee  increíbles  y  exquisitas  delicadezas.  Pero  de  los  tres  distinguidos  visitantes 
En  cuanto  a  su  interpretación  de  algunas  que  han  dirigido  conciertos  en  Nueva  York 
célebres  sinfonías,  las  opiniones  difieren,  durante  esta  temporada  me  inclino  a  poner 
Y,  en  conjunto,  a  algunos  de  nosotros  nos  al  inglés  Coates  en  nivel  superior  a  sus 
produce  impresión  menos  favorable  como  émulos.  Carece  de  la  desconcertante  su- 
intérprete  de  la  música  de  conciertos  clási-  tileza  del  maestro  italiano,  y  el  impecable 
eos  que  como  director  de  grandes  dramas  sentido  del  ritmo  del  holandés;  pero  es  más 
líricos.  Es  capaz  de  poner  gran  énfasis  en  amplio  que  el  primero  en  la  interpretación, 
pormenores  secundarios  y  descuidar  otros  y  tan  inspirador  como  el  segundo,  a  juzgar, 
muchos  más  vitales.  Pero  al  final  de  la  quizá  prematuramente,  por  un  concierto. 
Sinfonía  en  do  menor  de  Béethoven,  en  el  Este  inglés  excepcional  es  grande  en  muchos 
Metropolitan  de  Nueva  York,  nos  cautivó  sentidos:  es  corpulento,  alto,  algo  pesado: 
con  su  poesía  y  virilidad.  tiene  brazos  y  piernas  fornidos,  demasiado 
El  holandés  Méngelberg  es  la  antítesis  fornidos  para  resultar  graciosos.  Y  mejor 
del  italiano:  es  pequeño  y  rechoncho,  pero,  que  todo  eso,  su  ingenio  es  grande:  emo- 
con  todo  eso,  un  director  de  voluntad  re-  cional  casi  hasta  la  exageración,  tiene  la 
suelta  y  autoridad  prodigiosa.  Su  rostro,  facultad  de  dominar  sus  emociones,  de 
sus  labios,  sus  ojos  delatan  su  tempera-  transmitirlas  a  su  orquesta  y  al  auditorio, 
mentó.  Su  frente,  bajo  el  cabello  crespo  y  Su  dirección,  en  el  primero  de  los  tres  con- 
desordenado, revela  inteligencia.  En  su  ciertos  de  que  estaba  encargado  aquí, 
ciudad  nativa  de  Ámsterdam  adoran  al  gran  electrizó  a  la  grave  New  York  Symphony 
hombrecito  como  a  un  ídolo.  Hasta  ahora  Orchestra.  Aun  lo  mejor  de  la  música 
no  se  ha  dedicado  mucho  a  la  ópera:  su  clásica  con  que  contamos  hoy  en  los  Estados 
campo  es  el  de  la  sinfonía.  Interpreta,  Unidos  parecía  sobrado  frío  y  escolástico, 
con  la  misma  segura  autoridad,  el  estilo  hasta  que  Coates  inflamó  al  público  de 
clásico  y  el  romántico  en  música.  Al  pare-  entusiasmo  cuando  interpretó  las  variacio- 
cer  los  compositores  que  prefiere  son  Strauss  nes  del  Enigma. 

y  Gustav  Máhler.     Pero  se  siente  igual-  Así  como  Méngelberg  había  exaltado  a 

mente  a  sus  anchas  con  Brahms  y  Béet-  Strauss,  Coates,  con  su  vehemencia  natural 

hoven,   Debussy,  César  Franck  y  Héctor  y  su  raro  ingenio,  interpretó  a  Elgar. 

Berlioz.     Fué  la  Fantástica  del  último  de  Dámrosch,  Bodansky,  Monteux,   Stock, 

los  compositores  franceses  nombrados  la  que  Gabrilovitch  y  otros  habían  preparado  el 

escogió  para  aparecer  por  primera  vez  como  terreno  para  estos  maestros  que  nos  visitan 

director  de  la  National  Symphony,  hace  y  han  hecho  cosas  admirables  en  favor  del 

algún  tiempo.     Y  no  Omitió  nada  del  fuego  arte  delicioso  que  llamamos  divino.   Todos 

y  el  encanto  patético  de  esta  extraña  com-  cuantos  amamos  la  música  pura  de  concier- 

posición  tan  desdeñada.     Su  interpretación  to  deberíamos  marcar  con  piedra  blanca 

del  episodio  idílico  y  pastoral  (el  tercer  movi-  ¡  esta  temporada. 


EL  ARTE  DE  THOREAU 


POR 

norman  FÓERSTER 

Aunque  célebre  en  los  Estados  Unidos,  Henry  David  Thóreau  no  es  bien  conocido  en  los  países  de 
habla  española.  Este  artículo  lo  presenta  ante  nuestros  ojos  en  su  faz  de  artista,  como  pintor  e  intér- 
prete de  la  naturaleza,  a  cuyo  estudio  se  dedicó  con  afán  y  delicia.  A  la  vez  que  critica  sus  versos,  el 
autor  pone  de  relieve,  con  citas  ilustrativas  interesantísimas,  la  belleza  e  intensidad  de  la  prosa  de  Thóreau 
"embalsamada  de  poesía,"  donde  se  revela  su  percepción  íntima  de  los  cuadros  de  la  naturaleza,  mudos 
para  los  indiferentes,  y  que  él  interpretaba  con  vivido  colorido  transmitiendo  su  deliciosa  impresión  a  los 
lectores.  Hace  notar  asimismo  el  autor,  como  rasgo  primordial  del  escritor  a  quien  analiza,  el  culto  que 
rendía  Thóreau  a  la  sinceridad  literaria,  a  la  par  que  el  fino  humorismo  con  ligero  tinte  de  mordacidad 
de  que  están  salpicados  algunos  de  sus  escritos. — LA  REDACCIÓN. 


A  UNQUE  observador  inveterado 
/m         y  susceptible  a  las  emociones, 

/  m  Thóreau  no  era  seguramente 
¡  "\  un  naturalista,  sino  más  bien 
-*-  **  .  .  .  ¿qué?  ¿Un  artista  li- 
terario? Esta  respuesta,  que  es  una  de  las 
más  comunes,  cuenta  no  sólo  con  la  autori- 
dad de  su  amigo  Chánning,  quien  afirma 
que  Thóreau  consideraba  la  literatura  como 
su  profesión ,  sino  también  del  mismo  Thó- 
reau quien  declaró  en  términos  inequívocos: 
"  Mi  trabajo  es  escribir."  Debe  recordarse, 
no  obstante,  que  en  toda  su  vida  sólo  pu- 
blicó dos  libros  '}  A  week  on  the  Cóncord  and 
Mérrimac  Rivers  (Una  semana  en  los  ríos 
Cóncord  y  Mérrimac)  y  Walden;  or  the  Lije 
in  the  Woods  (Walden,  o  la  vida  de  las  sel- 
vas) ;  que  su  impulso  creador  no  era  ni  ve- 
hemente ni  firme,  pues  la  mayor  parte  de 
su  Journal  es  una  enumeración  de  hechos 
desnudos;  y  que  carecía  del  anhelo  de  gloria 
y  del  deseo  de  ser  útil  a  los  hombres,  a  lo 
menos  tal  como  suelen  forjarse  estos  con- 
ceptos los  escritores.  Si  su  oficio  era  escri- 
bir, lo  fué  en  el  mismo  sentido  que  la  agri- 
mensura o  la  fabricación  de  lápices:  no  fué 
agrimensor  ni  fabricante  de  lápices,  ni  fué 
tampoco  literato. 

Como  quiera  que  sea,  no  fué  poeta,  pues 
un  hombre  difícilmente  puede  ser  poeta 

'El  autor  se  refiere  a  los  libros  publicados  en  vida 
de  Thóreau,  quien  nació  en  Cóncord,  el  12  de  julio  de 
1 81 7,  y  murió  en  la  misma  ciudad  el  6  de  mayo  de  1862. 
Además  de  las  obras  mencionadas,  que  vieron  la  luz 
pública  en  1849  y  1854  respectivamente,  se  publicaron 
más  tarde,  como  obras  postumas:  Excursions  in  Field 
and  Forest  (Excursiones  por  los  campos  y  el  bosque), 
1863,  con  un  prólogo  de  Emerson;  The  Maine  Woods 
(Las  selvas  de  Maine),  1864;  Cape  Cod,  1865;  Letters 
to  Various  Persons  (Cartas  a  varias  personas),  con 
preámbulo  de  Emerson,  1865;  y  A  Yankee  in  Canadá, 
etc.  (Un  yanqui  en  el  Canadá),  1866. — La  Redacción. 


sin  haber  compuesto  cierta  cantidad  de 
buenos  versos,  y  todos  los  versos  de 
Thóreau,  los  más  de  ellos  poco  afortunados, 
apenas  alcanzarían  para  formar  un  volu- 
men ordinario.  El  hecho  de  que  los  escri- 
biera no  puede  achacarse,  en  todo  caso,  a 
sus  facultades  artísticas,  puesto  que  vivió 
en  una  época  de  renacimiento,  en  que  se 
desdeñaba  la  llaneza  de  la  prosa  y  se  pre- 
fería las  formas  solemnes;  en  una  época  en 
que,  como  alguien  ha  dicho,  no  era  posible 
arrojar  una  piedra  en  las  calles  de  Boston 
sin  herir  a  un  poeta.  Así  versificó  Thóreau ; 
y  en  sus  trabajos  en  prosa  abundan  interca- 
lados fragmentos  de  poesías,  muchos  de  los 
cuales  producen  la  singular  impresión  de 
servir  no  para  arrebatar  al  lector  en  alas 
de  una  inspiración  repentina,  sino  para  de- 
tenerlo consternado  ante  un  verdadero 
peñasco  glacial  de  Nueva  Inglaterra,  inerte 
e  informe.  Apenas  se  observa  en  él  ese 
instinto  propio  de  los  poetas  líricos  de 
romper  a  cantar  ante  cualquiera  instigación 
de  la  naturaleza.  Aunque  nos  dice  repeti- 
das veces  que  se  siente  inspirado,  también 
nos  dice  que  su  inspiración  se  desvanece 
antes  de  que  acierte  a  versificarla :  la  mejor 
poesía,  según  asegura,  jamás  se  expresa; 
aserción  que  no  carece  de  verdad,  y  que, 
por  desdicha,  resultó  cierta  en  su  propio 
caso.  Dotado  de  delicadeza  de  percepción 
para  el  mundo  concreto,  sensible  a  la 
belleza  y  viviendo  interiormente  una  vida 
de  poeta,  absorbióse  de  tal  modo  en  com- 
prender y  asimilarse  sus  visiones  que 
cuando  llegó  la  hora  de  cantar  encontróse 
mudo.2 


2En  el  original  inglés  cita  el  autor,  en  apoyo  de  su 
opinión,  varios  pasajes  poéticos  de  Thóreau.     Siendo 


EL  ARTE  DETIIÓREAU 


189 


desconfiaba  de  "las  bellas  letras  y  de  las 

.     .     .     Si  Thóreau  hubiera  vivido  en  la  bellas  arles  y  de  sus  maestros,  sin  Los  cuales 

Inglaterra  de  Isabel,  habría  podido  ser  un  podemos  pasarnos."     Decía  sencillamente, 

creador  de  rimas  sublimes.     Como  Whit-  como  Bonaparte:     "Hablad  claro,  que  lo 

man,  aunque  por  razones  distintas,  fué  un  demás  vendrá  de  por  sí;"  con  la  mente  lija 

gran  poeta  in  posse.  en  la  verdad,  y  no  en  sus  adornos.     No 

Su  sentimiento  poético  encuéntrase,  sin  buscaba  expresiones,  sino  pensamientos  que 

embargo,  dignamente  embalsamado  en  su  expresar;  y  ni  aun  esto  le  satisfacía,  por- 

prosa.     Como  lo  observa  él   mismo,    los  que  lo  mejor,  dice  en  alguna  parte,  es  '"que 

momentos   de   inspiración   no   se  pierden  el  tema  me  solicite  a  mí  y  no  yo  al  tema." 

porque  no  cuajen  en  versos:  la  impresión  Él  va  únicamente  a  divulgar,  a  obedecer,  a 


perdura,  y  a  la  hora  oportuna  exprésase  en 
una  forma  igualmente  genuina,  aunque 
menos  ardiente.  Cuando  el  tiempo  ha 
destacado  la  verdad  esencia]  de  tales  esta- 
dos extáticos, 

en  momentos  más  serenos,  podemos  utilizarlos 
como  pintura,  para  dorar  y  engalanar  nuestra 
prosa.  .  .  .  Son  como  un  frasco  de  éter 
puro.  Dan  al  escritor,  cuando  llega  el  instante, 
cierta  superabundancia  opulenta,  gracias  a  la 
cual  su  expresión  rebosa  y  fluye. 

Sin  esta  superabundancia  opulenta  la 
prosa  de  Thóreau  habría  perdido  la  mayor 
parte  de  su  fuerza  y  su  hermosura.  Si 
no  es  un  gran  poeta,  Thóreau  es  un  insigne 
prosador. 

II 

I  A  PRIMERA  y  la  última  impresión  pro- 
^  elucida  por  la  prosa  de  Thóreau  es  su 
resuelta  y  sincera  verdad.  Es  imagen  fiel 
de  su  idiosincracia,  espejo  de  la  sinceridad 
de  su  carácter.  "  Preferiría  sentarme  sobre 
una  calabaza  que  fuera  toda  para  mí  sólo, 
que  no  verme  apretado  contra  otros  sobre 
un  cojín  de  terciopelo."  ¿Quién  sino 
Thóreau  habría  podido  escribir  esto?  Ha- 
blando del  arte  de  escribir,  Thóreau  se 
inclina  a  esta  máxima,  umversalmente 
aplicable,  de  los  transcendentalistas:  "Sé 
fiel  a  tu  propio  genio;"  y  para  él  ése  era  el 
precepto  fundamental. 

La  única  regla  formal  de  la  composición — y  si 
yo  fuera  profesor  de  retórica  insistiría  en  ella — 
es  decir  la  verdad;  esto  es,  decirla  en  primero, 
en  segundo  y  en  tercer  lugar:  con  la  boca  llena 
o  no  de  guijas. 

Instintivamente,  y  no  sin  cierta  acritud, 


imposible  conservar  rigurosa  y  exacta  fidelidad  en  la 
significación,  metro  y  música,  en  una  versión  poética, 
resultaría  ocioso  verter  aquí  aquellos  pasajes,  que, 
^a  traducidos,  perderían  de  todos  modos  su  valor 
demostrativo. — La  Redacción. 


servir  de  agente,  de  instrumento  de  ex- 
presión, "libre  y  sin  sujeción  a  reglas,  como 
el  balido  del  cordero:"  expresión  bastante 
verdadera  de  su  manera  de  ser,  si  se  tiene 
en  cuenta  que  era  un  cordero  con  algo  de 
lobo,  criado  en  una  tradición  altamente 
civilizada.  Su  originalidad  en  esta  materia 
no  se  encuentra,  sin  embargo,  en  su  teoría 
del  estilo,  propia  asimismo  de  toda  la  es- 
cuela romántica,  sino  en  su  práctica  per- 
severante, no  igualada  jamás.  El  cardenal 
Nevvman,  a  pesar  de  su  admirable  exposi- 
ción del  doble  aspecto  del  estilo  y  del  con- 
sorcio entre  el  pensamiento  y  las  palabras, 
y  de  su  declaración  de  que  su  propósito  era 
expresar  la  verdad  prescindiendo  de  la  re- 
tórica, mostrábase  bastante  enamorado  de 
la  elocuencia  romana.  Asimismo,  toman- 
do un  ejemplo  en  la  Roma  de  Thóreau,  el 
joven  Emerson,  que  gustaba  de  las  frases 
sonoras  y  de  los  nobles  períodos,  jamás  se 
libertó  por  completo  en  sus  últimos  años 
de  las  seducciones  de  la  belleza  de  la  forma. 
El  ideal  del  estilo  era  para  Emerson,  según 
dice  Mr.  Brownell,  la  elocuencia;  podemos 
añadir  en  contraste  que  el  de  Thóreau  era 
la  verdad.  Tan  rigurosamente  ajustóse 
Thóreau  a  su  ideal,  que  reclama  que  cada 
sentencia  sea  "el  resultado  de  una  larga 
prueba,"  expresando  así  en  palabras  lo  que 
ya  había  expresado  en  hechos.  Y  este  ideal 
lo  aplica  no  sólo  a  la  composición,  sino  tam- 
bién a  la  lectura.  "Lo  que  comienzo  le- 
yendo debo  terminarlo  ejecutando,"  dice. 
En  un  buen  libro  buscaba,  antes  que  todo, 
el  aguijón,  y  complacíase  en  sentir  su  pica- 
dura, semejante  a  los  puritanos  de  la  anti- 
gua Cóncord,  que  exa  .eraban  sus  pecadas 
y  los  castigaban  con  torva  ale-ría.  Tal 
vez  la  idiosincracia  del  estilo  de  la  prosa  de 
'1  hóreau  se  debe  más  a  su  puritanismo  que 
a  mi  romanticismo:  más  a  la  voz  de  la  con- 
ciencia que  al  "  balido  del  cordero." 


igo  ÍNTER-AMÉRICA 

II  encinto  de  la  prosa  de  Thóreau  con-  ción  fiestas  o  ejercicios  militares  de  que  yo  no 

Siste    pues,  en  su  completa  sinceridad;  y  tenía  noticia,  sentía  a  veces,  durante  todo  el 

esa  prosa  sólo  pueden  gustarla  en  toda  su  ¿Ja,  •*  impresión  de  que  el  horizonte  padecía 

belleza  los  lectores  a  quienes  su  personali-  al8una  dokíncia  °  escozor  como  si  alguna  erup- 

.   .  M       ~        .  *j      „_QQ  cion  estuviera  a  punto  de  brotar  por  aquel  lado. 
dad  parezca  simpática.    Con  todo,  posee  p 

cualidades  definidas  que  le  granjean  la  Las  figuras  de  dicción  abundan  en  estos 
aprobación  de  cualquier  lector  avisado,  pasajes,  como  en  todos  sus  escritos;  lo  con- 
Sus  sentencias  están  llenas  de  vida.  Vivien-  creto  de  su  estilo  es,  en  gran  parte,  meta- 
do  a  su  modo  una  vida  intensa,  atento  de  fórico.  Su  conocimiento  de  la  naturaleza 
continuo  a  lo  que  acaecía  en  su  ser  in-  refléjase  en  sus  imágenes  y  símiles  como  en 
terior,  no  hubiera  podido  escribir  una  aquella  comparación  perfecta  de  los  cañones 
página  desprovista  de  vida,  como  las  insí-  COn  el  hongo  bejín;  o  en  la  del  llanto  de  los 
pidas  disquisiciones  de  los  periodistas  or-  héroes  de  Ossián  con  la  transpiración  de  las 
dinarios.  Un  escritor  sin  experiencia  cabal  piedras  en  el  ardor  de  la  canícula;  o  en  su 
usa,  como  él  dice,  "palabras  torpes,  secas  comparación  del  hombre  de  talento  con  una 
o  sin  vida,  palabras  tales  como  humanitario  estéril  flor  estamínea,  y  del  poeta  con  una 
que  tienen  la  cola  paralítica."  Su  propia  f\or  fecunda  y  perfecta;  o  en  aquella  grá- 
dicción  es  fresca  y  como  húmeda  de  rocío:  es  f1Ca  comparación,  citada  por  Chánning, 
una  dicción  matinal.  Tiene  la  enorme  ¿e  ias  ramas  de  la  encina  de  Darby  con  un 
ventaja  de  ser  extraordinariamente  con-  relámpago  gris  estereotipado  en  el  cielo, 
creto,  como  podía  esperarse  de  un  escritor  Su  amor  por  la  paradoja,  su  afición  a  los 
cuyas  percepciones  estaban  tan  bien  disci-  equívocos,  en  los  cuales  rivaliza  con  sus 
plinadas,  y  que  aborrecía  la  metafísica,  poetas  favoritos  de  la  edad  de  oro  de  la 
Usaba  con  gusto,  casi  con  abandono,  todo  literatura  inglesa,  y  las  sorpresas  que  por 
su  caudal  de  palabras  e  imágenes  concretas,  dondequiera  aparecen  en  su  estilo,  contri- 
propias  del  tema  elegido,  tratando  de  com-  buyen  a  delatar  su  firme  anhelo  de  exaltarse 
penetrar  por  medio  de  la  simpatía  su  espíri-  él  mismo  y  de  exaltar  a  sus  lectores  a  la 
tu  o  esencia,  como  en  la  perfecta  descrip-  naturaleza  íntima  de  su  tema,  sea  la  chota- 
ción  del  grotesco  y  violento  descenso  de  la  cabras,  o  la  inauguración  del  puente  rústico 
chotacabras.  echado  sobre  el  río,  o  el  sentido  del  tiempo 

La  chotacabras  describía  círculos  en  las  bri-  >'  del  espacio.     A  toda  costa  desea  producir 

liantes  tardes  (pues  mi  fantasía  así  las  imagina-  una  impresión  profunda.     Nunca,  o  casi 

ba)  semejando  una  mota  en  el  ojo,  o  mejor  dicho,  nunca,  es  lánguido;  mantiene  su  estilo  con 

en  el  ojo  del  firmamento,  precipitándose  de  vez  firmeza,  como  en  esta  frase,  que  por  sí  sola 

en  cuando  hacia  abajo  con  ruido  tal  como  si  los  ilustra  claramente  su  significado: 
cielos  se  rompieran,  rasgándose  en  harapos  y 

jirones: y,  sin  embargo,  la  cúpula  celeste  perma-  Una  sentencia  debe  parecer  como  si  el  autor, 

necia  inconsútil.  manejando  un  arado  en  vez  de  una  pluma,  hu- 
biera abierto  un  surco  hondo  y  recto  hasta  el  fin. 

Ese  leve  giro,  "el  ojo  del  firmamento," 

con  la  inesperada  desviación  de  la  imagen,  Aquí  el  énfasis  recae,  de  una  manera  precisa 

es  típico  de  su  ímpetu  contenido.    O  con-  y  distinta,  donde  debe  recaer;  como  ocurre, 

sidérese  el  siguiente  ejemplo  de  expresión,  para  aducir  otro  ejemplo,  en  este  pasaje: 

con  su  imagen  del  bejín,  sacada  directa-  Cuando  sop]a  d  vient0>  la  fina  nieve  cae  fll. 

mente  de  la  naturaleza,  su  fraseología  ade-  trándose  como  una  nube  de  oro,  al  través  de  los 

cuada  y  su  satírico  desenfado:  claros  del  follaje,  j 

En  los  días  de  gala  la  ciudad  disparaba  sus  £sta  concisión  logra  también  un  efecto 
grandes  cañones,  cuyo  eco  repercutía  con  estam-  penetrante.  Hablando  de  De  Quíncey, 
pidos  de  cerbatanas  en  estos  bosques;  y  algunas  observa  Jhóreau  que  un  buen  estilo  debe 
ráfagas  de  músicas  marciales  llegaban  de  vez  .         fuerza  en  rese  debe  ser 

en  cuando,  hasta  nosotros.     Para  mi,  que  me      ,.  ir  >»     c  •        *-i 

encontraba  en  mi  plantío  de  habichuelas,  sitúa-  concentrado  y  fuerte.  Su  propio  estilo, 
do  en  el  extremo  opuesto  de  la  población,  los  especialmente  en  los  pasajes  críticos  o  sa- 
cañonazos  semejaban  el  ruido  de  los  hongos  tíricos,  es  denso  y  fecundo,  lleno  de  acre 
bejines  al  estallar;  y  cuando  había  en  la  pobla-     fragancia,  como  una  bellota: 


EL  ARTE  DE  THÓREAU 


«Oí 


No  te  resignes  a  ser  un  simple  superintendente 
de  pobres:  trata  de  convertirte  en  uno  de  los 
poderosos  de  la  tierra. 

El  tiempo  es  la  corriente  en  que  yo  pesco. 

Se  necesita  un  hombre  para  hacer  silencioso 
un  aposento. 

El  hombre  tiene  razón  para  apesadumbrarse 
cuando  ve  que  puede  realizar  casi  todo  cuanto 
concibe. 

¿Cómo  esperar  una  cosecha  de  ideas  cuando 
no  hemos  hecho  una  siembra  de  carácter? 

No  se  diluyó,  ni  en  su  vida  ni  en  sus  es- 
critos. Todo  debe  ser  deliberado  y  con- 
centrado. 

El  escritor  debe  escribir  sus  sentencias  tan 
cuidadosa  y  sosegadamente  como  el  tirador 
maneja  su  rifle,  disparando,  sentado  y  con  apoyo 
y,  además  con  miras  de'última  invención  y  balas 
cónicas. 

Y  como  estilista  Thóreau  tiene  algo  de 
tirador:  sus  frases  estallan  ahora  cerca, 
más  tarde  suenan  como  disparadas  en  lugar 
distante  y  retumban  solemnemente,  como 
si  la  naturaleza  se  hubiera  apoderado  de 
ellas  y  les  hubiera  comunicado  una  signifi- 
cación nueva. 

Tal  poder  es  precioso  en  la  sátira  y  en  el 
género  jocoso.  Estaba  dotado  de  humo- 
rismo, esa  "indispensable  prenda  de  salud;" 
pero  era  más  característico  su  ingenio 
espontáneo  y  benévolo,  con  cierto  asomo 
de  mordacidad.     Dice  Chánning: 

Había  cierta  jovialidad  oculta  en  todo  lo  que 
escribía,  un  ingenio  satírico,  muchas  veces  de- 
liberado. Acostumbraba  reír  cordialmente 
siempre  que  era  oportuno;  lo  cual  observé  mu- 
chas veces,  durante  el  tiempo  que  tuve  ocasión 
de  tratarlo.  .  .  .  Nadie  como  él  para  coger 
un  chiste  al  vuelo;  y  a  menudo  contestaba  con 
sorprendente  prontitud. 

Testimonios  de  esto  se  encuentran  por  to- 
das partes,  aun  en  su  modesto  Journal,  como 
cuando  nos  habla  de  una  reunión  entusiasta 
y  bulliciosa,  donde  se  resignó  a  que  lo  pre- 
sentaran a  dos  jóvenes,  una  de  las  cuales 
"era  tan  inquieta  y  locuaz  como  un  paro: 
estaba  acostumbrada  a  la  sociedad  de  las 
playas  de  moda,  y  por  lo  tanto  no  podía 
sacar  nada  de  un  hombre  tan  seco  como 
yo;"  mientras  la  otra,  a  quien  se  considera- 
ba linda,  no  podía  hacerse  oír,  "  tal  era  la 
baraúnda;"  y  concluye  prudentemente 
que  las  reuniones  de  sociedad  son  máquinas 
destinadas  a  crear  vínculos  matrimoniales; 
y  prefiere  comer  galleta  y  queso  en  los  bos- 


ques silenciosos,  con  el  viejojóseph  !  [ólmer. 
O  véase  la  siguiente  reacción  contra  das  ewig 
fVeibliche: 

Cuando  uno  se  encuentra  sentado  cómoda- 
mente en  una  reunión  pública,  es  poco  varonil 
apoyarse  en  la  punta  de  los  pies,  en  actitud  de 
qui  vive,  estirando  involuntariamente  el  pescue- 
zo, como  si  la  fuerza  de  gravedad  hubiera  cesado 
de  existir,  cuando  se  aproxima  una  señora,  con 
aires  de  diosa,  presumiendo  que  hará  apar 
por  milagro  una  silla,  allí  donde  no  existe  nin- 
guna. 

O  finalmente  esto,  de  índole  más  suave, 
acerca  del  método  puritano  de  pagar  a  los 
clérigos: 

"En  1662,  el. municipio  convino  en  que  una 
parte  de  cada  ballena  que  varara  en  la  costa  que- 
daría destinada  a  sostener  a  los  ministros."  Sin 
duda  parecía  haber  cierta  lógica  en  dejar  a  la 
Providencia  el  cuidado  de  sostener  a  sus  minis- 
tros, pues  que  son  sus  servidores,  y  es  ella  la 
única  que  manda  en  las  tempestades;  y  cuando 
las  ballenas  arrojadas  a  la  playa  fueran  pocas, 
bien  podían  suponer  que  las  ofrendas  de  su 
culto  no  habían  sido  gratas.  Al  sobrevenir  una 
tormenta,  probablemente  los  ministros  se  senta- 
ban en  un  peñasco,  a  atisbar  la  costa,  llenos  de 
ansiedad. 

Gran  parte  del  encanto  de  las  mejores 
páginas  de  Thóreau  reside  en  esta  socarro- 
nería, en  este  ingenio  satírico,  siempre 
pronto  a  chisporrotear.  Desprovisto  de 
ellos,  hubiera  resultado  un  agrio  e  intolera- 
ble crítico  social,  aunque  todavía  entonces 
hubiera  podido  escribir  de  un  modo  agrada- 
ble acerca  de  la  naturaleza:  probabilidad 
no  muy  remota,  pues  sabemos  que  en  sus 
últimos  años  tachó  de  sus  ensayos  todos 
los  pasajes  humorísticos,  diciendo:  "No 
puedo  soportar  el  regocijo  que  produzco." 
Hablaba  como  Éndicott  en  Merry  Mount. 

III 

COMO  Cárlyle  y  Ruskin  y  otros  escri- 
tores típicos  de  su  siglo.  Thóreau 
evidentemente  descolló  en  la  parte  expre- 
siva del  arte.  Pero,  ¿qué  decir  de  la  forma? 
Su  sentido  de  la  forma  se  ha  comparado  con 
el  de  Emerson.  (Para  decirlo  de  una  vez, 
Emerson  no  tenía  ninguno).  Es  cierto  que 
ambos  transcendentalistas  tuvieron  una 
misma  debilidad :  la  de  preparar  sus  ensayos 
por  idéntico  procedimiento.  exprimiendo-^ 
los,  por  decirlo  así,  ele  sus  diarios  cuajados 


192 


ÍNTER- AMERICA 


de  pedrerías.  Hay,  sin  embargo,  cierta 
diferencia.  Las  sentencias  y  párrafos  de 
rhóreau  tienen  más  coherencia  que  los  de 
Emerson:  generalmente  producen  una  im- 
presión de  continuidad,  aun  cuando  carez- 
can  de  realidad,  mientras  que  Emerson  con 
frecuencia  tiene  claridad,  pero  no  lo  parece. 
rhóreau  escribe  en  el  Parnaso  y  Emerson 
en  Delfos.  Thóreau,  si  bien  menos  noble, 
es  más  luminoso,  no  sólo  porque  sus  asuntos 
son  distintos,  sino  también  porque  su  modo 
de  pensar  es  más  concreto.  Aunque  des- 
provisto del  verdadero  valor  de  la  arquitec- 
tura en  las  letras,  le  agradaban  la  simetría, 
las  hermosas  entalladuras,  la  belleza  de  la 
forma,  la  "elegancia,"  como  él  la  llamaba: 
la  cualidad  vivificadora  que  es  sencillamente 
el  florecer  de  una  naturaleza  sana  y  sabia- 
mente culta:  una  naturaleza  humana. 
Mucho  de  este  amor  por  la  naturaleza  debió 
adquirirlo  en  su  estudio  formal  de  las 
literaturas  griega  y  latina.  "  El  motivo," 
dice — "porque  algunos  versos  latinos  me 
agradan  más  que  todas  las  poesías  inglesas, 
— es,  sencillamente,  por  la  elegancia  y  conci- 
sión del  lenguaje."  Así,  su  sentimiento  de 
la  belleza  no  es  distinto  del  de  la  escuela  de 
Pope  y  del  doctor  Johnson,  aunque  al  decir 
esto  debe  recordarse  que  él  ignoraba  el  siglo 
dieciocho  y  difería  mucho  de  Johnson 
cuando  éste  consideraba  a  Lycidas  como 
el  más  hermoso  ejemplo,  quizá,  de  verda- 
dera elegancia  en  inglés.  En  sus  propias 
obras  se  propuso  realizar  este  ideal  de  ele- 
gancia, en  parte  por  medio  de  la  revisión, 
pues  siendo  un  escritor  fácil  acudía  constan- 
temente al  uso  de  la  lima;  y  en  parte  asu- 
miendo en  su  carácter  algo  del  decoro 
clásico.  Creía  que  la  belleza  es  la  excelen- 
cia definitiva:  y  que  el  primer  examen  de 
un  buen  escritor  debe  poner  de  manifiesto 
su  sentido  común,  el  segundo  su  estricta 
verdad,  y  el  tercero  su  belleza. 

Estaba  bien  dotado  para  descubrir  la 
belleza  en  el  mundo  exterior.  Volviendo 
a  la  naturaleza  después  de  su  estudio  de  los 
clásicos  de  la  antigüedad,  percibió  con  re- 
doblada fuerza  la  significación  del  tercer 
elemento  de  "  esa  trinidad  celeste : "  Verdad 
Rondad,  Belleza,  en  la  hermosura  de  las 
líneas,  de  las  luces  y  de  las  sombras  y  del 
color.  A  pesar  de  su  provinciana  ignoran- 
cia de  las  artes  plásticas — ignorancia  que 
rivalizaba  con  la  de  Emerson — logró  ad- 


quirir en  cierto  grado  el  punto  de  vista  de 
las  artes  plásticas,  aleccionando  sus  ojos  en 
el  paisaje.  Una  y  otra  vez  aparece  en  sus 
escritos  el  escenario  natural,  trazado  con 
sentido  artístico  del  dibujo,  y  despliega  un 
sentimiento  cabal  para  las  proporciones, 
la  repetición,  el  énfasis  y  la  armonía,  entera- 
mente aparte  de  su  concepto  sobre  la  signi- 
ficación espiritual  que  se  encuentra,  ex- 
presa o  tácita,  en  la  belleza  exterior.  Podía 
disfrutar  de  la  belleza  como  tal.  Atestigua 
su  interés  de  profano  por  los  principios 
estéticos,  su  lectura  cuidadosa  de  la  obra 
de  Wílliam  Gilpin  sobre  el  paisaje,  y  de 
Modern  Painters  (Pintores  modernos)  de 
Ruskin.  Cuando  vivía  en  el  campo  tenía 
la  costumbre  de  inclinar  la  cabeza  a  un  lado 
de  vez  en  cuando,  y  aun  de  inclinarse  lo 
suficiente  para  invertir  por  completo  el 
cuadro,  a  fin  de  reconfortarse  con  la  belleza 
ideal  que  brindaba  el  paisaje,  así  desligado 
de  sus  ordinarias  asociaciones.  Es  digno 
de  notarse  que  cuando  los  leñadores  van  a 
profanar  las  arboledas  de  pinos  de  Walden, 
no  se  estremece,  sino  que  observa  con 
calma:  "Ahora  se  abren  nuevas  e  impre- 
vistas perspectivas;"  y  mientras  las  pers- 
pectivas aparecen,  disfruta  tranquilamente 
del  cuadro  que  se  le  ofrece:  "  Una  linda  vista 
de  bosques;  bueyes  cachazudos  e  inmóviles 
sobre  el  hielo,  buenos  para  un  cuadro:  un 
trozo  de  vida  estacionaria."  Uno  de  los 
leñadores  "  se  me  apareció  a  cosa  de  media 
milla  de  distancia,  como  en  un  cuadro  cuyo 
marco  lo  formaban  los  troncos  de  dos  ár- 
boles." Después  de  una  extensa  descrip- 
ción de  este  cuadro,  observa  que  ciertas  es- 
cenas tienen  notable  carácter  pictórico; 
que  no  necesitan  ni  composición  ni  idealiza- 
ción, sino  que  son  cuadros  ya  listos  para 
que  el  lápiz  los  perpetúe. 

Constantemente  andaba  a  caza  de  tales 
cuadros,  preparándose  para  poder  recono- 
cerlos, mientras  otros  pasaban  ante  ellos 
indiferentes.  Era  un  artista,  tanto  como 
un  naturalista.  Mientras  residió  en  la 
ciudad  aprovechó  a  diario  la  oportunidad 
de  contemplar  la  puesta  del  sol,  esa  obra 
maestra  de  la  naturaleza  que  se  repite  co- 
tidianamente y  que  nunca  es  igual.  "  Cada 
día  pinta  un  cuadro  nuevo,  le  pone  marco 
y  lo  expone  durante  media  hora,  a  las  luces 
que  elige  el  gran  Artista;  y  luego  lo  retira." 
Por  todas  partes  buscaba  nuevos  "efectos" 


EL  ARTE  DETHÓREAU 


193 


forjados  por  ese  Artista,  maestro  improvisa-        A  veces  vago  entre  los  pinares  qu<  rguen 

tare  en  el  conjunto  cambiante  de  la  natura-  como  templos,  o  como  flotas  empavesadas  en  el 
leza.  Nunca  se  hartaba  de  contemplar  los 
campos  familiares,  los  bosques,  lagunas  y 
colinas  de  Cóncord,  variados  sin  repetición, 
gracias  a  los  distintos  puntos  de  vista  y  a  1<  >s 
caprichos  siempre  únicos  del  tiempo:  tan 
activo  era  en  sus  investigaciones  estéticas 
como  en  su  curiosidad  científica  por  nom- 
bres,  fechas   y   temperaturas.     Hoy   con 


mar,  como  ramas  ondulan :  ñas  de  una  luz 

tan  suave,  opaca  y  verde.que  los  druidas  habrían 
abandonado  sus  encinas  para  ir  a  adorar  a  sus 
dioses  en  estos  pinos. 

Difícilmente  podría  decirse  más  en  una 
frase.  O  véase  esta  reproducción  del  cant<  > 
del  mirlo  de  alas  bermejas,  cuyos  gorjeos 
cristalinos  resuenan  en  los  prados  al  comen- 


templaba  a  Walden,  distante  e  imponente  zar  la  primavera: 

entre    las    nieblas;    mañana    estremecíase  Los  acordes  del  mirlo  que  se  desparraman  esta 

ante  "  la  clara  y  fría  luz,  peculiar  de  noviem-  noche,  desde  el  sauce,  sobre  el  agua,  son  líquidos, 

bre,"  que  brilla  en  las  ramas  sedosas  y  se  suaves,  cristalinos,  análogos  al  murmurio  de  una 

refleja  vividamente  sobre   "el    río  platea-  fuente,   en   perfecta   armonía   con   la   pradera. 


do."  Detiénese  en  Stráwberry  I  lili  a  la 
caída  de  una  nebulosa  tarde  de  septiembre. 
"Annúrsnack  nunca  parece  tan  hermoso 
como  cuando  se  le  contempla  desde  esta 
colina.  El  éter  envuelve  todo  el  paisaje 
en  dulzura  de  terciopelo,  en  la  cual  flotan 
las  colinas.  Un  velo  azul  está  tendido  so- 
bre la  tierra."  De  este  modo,  día  tras 
día  y  año  tras  año,  estudió  los  paisajes  de 
Cóncord. 

Fruto  de  todo  ese  estudio  es  el  encanto 
inimitable,  la  destreza  familiar  de  todas 
sus  descripciones  de  la  naturaleza,  ora  se 
trate  de  una  simple  hoja,  ora  del  conjunto 
de  una  vasta  perspectiva.     Esa  prepara 


Fluyen  y  caen  de  su  garganta,  resuenan  y  tri- 
nan: bo-bai-li-i-i,  y  luego  terminan  en  un  silbido 
fino  y  agudo. 

O  véase  esta  exquisita  descripción  de 
las  hojas  del  árbol  conocido  con  el  nombre 
de  encina  roja: 

Deteneos  bajo  este  árbol  y  mirad  cuan  hermo- 
samente se  recortan  sus  hojas  sobre  el  cielo, 
como  si  fueran  sólo  unas  cuantas  puntas  agudas 
que  se  extendieran  desde  la  vena  central  del 
pecíolo  de  las  hojas.  Parecen  cruces  dobles, 
triples  o  cuádruples.  Son  mucho  más  ligeras 
que  las  menos  festoneadas  hojas  de  encina. 
Tienen  tan  poca  ierra  firma  hojosa  que  parecen 
diluirse  en  la  luz  y  apenas  estorban  la  vista. 


ción  apasionada,  que  le  fué  útil  como  obser-  .  .  .  Elévanse  cada  vez  más  alto,  sublimán- 
vador  de  los  hechos  naturales,  ayudólo  dosc,  apartándose  de  lo  terreno,  adquiriendo 
también  como  observador  de  las  bellezas  may°r  mtimidad  con  la  luz  todos  los  anos,  hasta 
naturales,  dotándolo  de  un  alto  grado  de  fc  a¡  cabo  ««tienen  la  menor  cantidad  posible 
,     ,  ,  r  .r\   '  '+  de  substancia  terrenal,  v  alcanzan  la  ma\or  c.\- 

verdad  en  anbas  esferas.  ¿Que  escritor  tensión  y  amlitud  de  syeii0  etéreo.  Danzando 
de  nuestro  tiempo  ha  percibido  tan  sutil-  brazQ  con  ,a  ,uz>  saltando  cn  fantásticos  giros, 
mente  y  ha  expresado  su  percepción  con  tan  pareja  digna  dc  csta  saia  aérea<  Encuéntranse 
delicada  exactitud?  Al  lado  de  Thóreau,  tan  íntimamente  mezcladas  con  la  luz  que,  con 
Ruskin  parece  teatral,  melodramático,  Su  tenuidad  y  sus  lustrosas  superficies,  a  duras 
extasiado  en  sus  propias  facultades,  y  ocu- 
pado en  imprimir  a  la  naturaleza  el  sello 
de  su  expansiva  personalidad:  el  dominio 
de  Thóreau  sobre  sí  mismo  fortalece  su 
conocimiento  íntimo  del  mundo  y  lo  capa- 
cita para  penetrar  más  adentro  en  el  cora- 
zón de  la  naturaleza,  como  en  su  propio 
corazón.  Su  mágico  realismo  le  ha  gran- 
jeado muchos  lectores  que  se  sienten  in- 
diferentes o  exasperados  ante  la  acrimonia 
personal  de  Thóreau  y  ante  sus  sátiras 
paradójicas  contra  la  sociedad  humana. 
¿Quién  que  haya  leído  el  11 'al Jai  puede 
olvidar  aquellos  gloriosos  pinos  blancos  de 
Baker  Farm  ? 


penas  podría  decirse  al  cabo:  ¿Dónde está  la  hoja 
y  dónde  está  la  luz  en  la  danza?  Y  cuando  no 
sopla  el  céfiro  son  como  una  rica  randa  en  las 
ventanas  del  bosque. 

O  bien  la  hermosura  de  las  manzanas  de 
Cóncord : 

.  .  .  ¡Inefablemente  hermosas  manzanas  no 
de  la  discordia,  sino  de  Cóncord'  Pintadas  por 
las  escarchas,  algunas  de  un  amarillo  claro, 
uniforme  y  brillante  o  roj  Lrmesíes,  como 

si  sus  esferas  hubieran  girado  con  regularidad  y 
recibid^»  la  caricia  del  sol  por  todos  lados  igual- 
mente; algunas  con  el  más  desvaído  color  de 
rosa  que  cabe  imaginar;  otras  abigarradas  con 
obscuras  listas  rojizas,  como  una  vaca,  o  con 


1 ').} 


ÍNTER-AMÉRICA 


centenares  de  hermosos  rayos  de  color  de  sangre, 
dispuestos  regularmente  desde  el  hoyo  del  tallo 
hasta  el  extremo  de  la  tU >r.  como  las  líneas  de 
1.^  meridianos,  en  un  fondo  de  color  pajizo;  otras 
manchadas  aqui  y  allá  de  herrumbre  verdosa, 
análoga  a  un  liquen  tenue,  con  manchas  y  ojos 
menos  confluentes  >  chispeantes  cuanto 
húmedos; y  otras  torcidas,  pecosas,  todas  rocia- 


das del  lado  del  tallo  con  finos  lunares  carmesíes 
en  fondo  blanco,  como  si  aquel  que  pinta  las 
hojas  de  otoño  las  hubiera  salpicado  por  acci- 
dente con  su  pincel.  Otras  son  bermejas  del 
lado  de  adentro,  teñidas  de  un  hermoso  rojo: 
¡  precioso  alimento,  sobrado  hermoso  para  comer- 
lo; manzana  del  huerto  de  las  Hespérides,  man- 
zana del  cielo  vespertino! 


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Puerto  Plata.     M.  de  Moya    Hilo  >v   Co..   Sánchez.     VENEZUELA     Basar  Americano,   Caí 


Techado  de  Amianto 
Johns-Manville 


Aun  el  Material 
del  Techado  está  hecho  de  Roca 

"DARÁ  resistencia  y  protección  este  edificio  fué  cons- 
_■*-  truído  de  roca  sólida.  Fué  cubierto  con  Techado  de 
Amianto  de  Johns-Manville  porque  éste,  también,  está 
hecho  de  las  fibras  de  roca  de  Amianto. 

Siendo  todo  mineral,  el  Techado  de  Amianto  de  Johns- 
Manville,  no  puede  quemarse,  ni  pudrirse  ni  disgregarse. 
Es  absolutamente  a  prueba  del  tiempo  y  debe  durar  tanto 
como  el  edificio  que  cubre. 

Para  cada  tipo  de  edificio — desde  la  cabana  al  palacio — 
hay  un  Techado  de  Amianto  de  Johns-Manville. 

Escríbanos  preguntándonos  qué  material  para  techados  es 
mejor  para  el  edificio  que  Ud.  desee  cubrir. 

La  correspondencia  puede  ser  en  español,  portugués, 
francés,  italiano  o  inglés. 

JOHNS-MANVILLE 

Incorporated 
Departamento  Extranjero:   Madisan  Ave.  and  41st  St.,  Nueva  York,  EE.  UU.  A. 

REPRESE\TA\TES  ESPECIALES 


REPÚBLICA  ARGENTINA 

Messrs.  Ramallo  Knudsen  &  Co. 

Florida,  32 

Buenos  Aires 


HABANA,  CUBA 
Johns-Manville  Co. .  de  Cuba 
Obrapia  19 


Johns  -Manville 

¿Productos  de 

Amianto 

sus  ^Aliados 


BRASIL 
P.  S.  Nicolson  &  Co. 
Rúa  Visconde  de  Itaborahy  8 
Rio  de  Janeiro 

\         CHILE 

D.  N.  Banks 
Casilla  118  D,  Santiago 

MANILA,  I.  F. 

Koster  Company,  Masonic  Temple  Bldg. 


PUERTO  RICO 

Sánchez,  Morales  &  Co. 
San  Juan 

PANAMÁ 

Robert  Wilcox 

Panamá  y  Colón 


P.  O.  Box  541 


AISLADORES 

par  manlmcr  fl  ■  .¡  ,  i  ■■rnpiado 

CEMENTOS 

para  tmprrms-i''i/i:,i'  L-  pami-s  Jí  fiamas 

TECHADOS 

pnmdtrmirjvir¡Ai  <T.-,<.jnr,A-iwwíiuj 

EMPAQUETADURAS 

pam  impniír  rmLLi.r  dyJuma 

FORROS  PARA  FRENOS 

para  rendirlos  jeaiiras 

PRODUCTOS 
I'aha   PREVENIR 
INCENDIOS       / 


Johns-Manville 

Techados  de  Amianto 


S.  Alíraan  Se  (£a. 

QUINTA  AVENIDA    -    AVENIDA  MÁDISON 
CALLE  TREINTA  Y  CUATRO-CALLE  TREINTA  Y  CINCO.  CIUDAD  DE  NUEVA  YORK.E.U.A. 


P 

EX)IFICIO  PROPIO  QUE  OCUPA  UNA  MANZANA  ENTERA 


INFORMES  INTERESANTÍSIMOS  CONCERNIENTES  A  LOS   GRANDES 

ALMACENES  DE  B.  ALTMAN  &  CO. 

€S  uno  de  los  mayores  y  mejor  montados  edificios  mercantiles  del  mundo  entero. 
Ocupa  una  manzana  entera  en  el  corazón  de  la  ciudad,  y  el  conjunto  total  déla  superficie  de  los  diferentes  pisos 
es  casi  cien  mil  metros  cuadrados  o  diez  hectáreas. 
En  cada  uno  de  sus  cuatro  frentes  tiene  una  espaciosa  entrada,  y  existen  veinticuatro  vidrieras  de  exposición 
cada  una  del  tamaño  de  un  cuarto  regular. 

La  instalación  de  fuerza  eléctrica,  con  una  capacidad  dinámica  de  2400  kilowatts,  produce  toda  la  electricidad 
necesaria  para  alumbrar  el  edificio  entero,  y  suministra  la  fuerza  motriz  para  los  ascensores,  las  máquinas  de  coser,  las 
máquinas  de  imprenta,  los  tubos  neumáticos,  el  servicio  continuo  de  cadena  sin  fin  para  el  transporte  de  mercancía,  y 
para  el  estupendo  sistema  de  ventilación  y  refrigeración  del  edificio.  6000  metros  cúbicos  de  aire  filtrado,  purificado  y 
humedecido,  son  distribuidos  cada  mir uto  por  los  ventiladores  abastecedores  de  aire  fresco,  en  cuanto  que  loa  ventila- 
dores de  escape,  que  expulsan  el  aire  viciado,  tienen  igual  capacidad. 

Treinta  y  nueve  ascensores  están  en  uso  continuo  en  el  establecimiento,  de  los  cuales  veintidós  son  reservados  para  el 
uso  exclusivo  de  la  clientela  y  los  restantes  diecisiete  para  los  empleados  y  el  servicio  de  la  casa. 

Lindas  y  lujosas  salas  de  descanso  contribuyen  esencialmente  a  la  comodidad  de  las  señoras  que  visitan  el  estableci- 
miento. 

Cuatro  mil  personas  son  empleadas  en  el  establecimiento  durante  cada  dfa  de  trabajo. 

Se  mantienen  Balas  de  recreo  y  de  descanso,  una  sala  de  fumar,  un  solarium  y  una  biblioteca  para  el  uso  exclusivo  de 
los  empleados,  como  también  un  gran  restaurnnt,  espléndidamente  montado  y  equipado,  y  hay  además  un  departa- 
mento médico  y  un  hospital  de  emergencia,  perfectamente  organizados. 

Otros  puntos  de  interés  son:  la  escuela  Professional  Práctica  para  los  empleados  jóvenes  y  la  Asociación  de  Bene- 
ficencia Matua. 

Los  Almacenes  de  B.  ALTMAN  &  Co.  son  hoy  lo  que  eran  en  el  tiempo  do  su  venerado  fundador, 
el  difunto  Benjamín  Altman,  es  decir,  un  establecimiento  de  la  más  alta  categoría  en  telas, 
lencería  y  ramos  relacionados.  Especialidad  se  hace  de  todo  cuanto  sea  de  superior  calidad  y  de 
última  novedad  en  atavíos  de  señoras,  señoritas  y  niñas;  en  canastillas  para  niños  de  tierna 
edad;  en  ropa  y  artículos  para  caballeros,  jóvenes  y  niños.  Hay  siempre  un  extenso  surtido, 
cuidadosamente  escogido,  de  telas  para  la  confección  do  ropa,  incluyendo  sedas  y  terciopelos; 
encajes,  blondas  y  pasamanería;  guantes,  medias,  calzado  y  todos  los  accesorios  para  vestirse  bien. 


E 


*N  LAS  oficinas,  en  los  clubs,  en 
i  los  hogares  y  hoteles,  en  todas 
partes  se  cuentan  por  millares  los  lá- 
pices Eversharp  que  usan  las  personas 
de  buen  gusto.  A  su  bella  apariencia 
y  fino  acabado  se  une  su  construcción 
precisa  y  científica  para  hacerh  un 
objeto  de  suma  utilidad  y  elegancia  a 
un  mismo  tiempo.   Se  fabrica  en  una 
variedad  de  estilos,  tamaños  y  precios 
— con  broche  para  el  bolsillo  o  argolla 
para  la  cadena.    Exija  el  verdadero 
Eversharp— el  legítimo  lleva  el  nombre 
grabado.     De  venta  en  las  mejores 
papelerías  y  joyerías. 


THE  WAHL  COMPANY 

Departamento  de  Exportación 
427  Broadway        New  York,  U.  S.  A. 


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