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SmOS Y REALIDADES.
OBRAS COMPLETAS
8EÍÍ0IM OORA JUANA MANUELA SORRiTI
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VICENTE G. QUESAÜA.
RiMiCBávMad^iN l*edlel0A«OB«iM V» koonnM
1» Milán al Dr. dotnd».)
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TOMO SEGUNDO.
BUENOS-AIRES.
Inpnita i« liyo de G. Ctuitík (Mtny-Mwtu Mi.
1865. *
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HARVARD
lUNIVERSITYl
LIB'^í'RY
NOV 29 196^
i
I
EL ÁNGEL CAÍDO.
CIENTO CONTRA UNO.
El radiante diciembre de 1824 tocaba á su fin. Lima
coronada de gloria saboreaba con delicia la luna de miel
de la libertad.
Era la última noche de Navidad, noche de paseo en
. . el mundo encantado de los naeimienta$ y de dulce far
niente bajo el rayo de lo* luna, al murmullo del rio y al
halago de la brisa, en los óvalos del Puente.
En aquel tiempo, para esos nocturnos paseos las poé-
ticas hijas dol Rimac vostian blancas ropas y soltaban á la
espalda sus negros cabellos sembrándolos de aroma y jaz-
mines que dejaban en pos suya raudales de perfumes.
Ah! ¿por que han cambiado los blancos cendales de la
6 SUEÑOS Y REALIDADES.
fada por el negro manto de la dueña? ¿Por qué oculta los
lustrosos rizos de su cabellera bajo de las alas de la espan-
tosa gorra?
Porqué? ¡Ahí ... . porque ahora tienen esposos bri-
tánicos que condenan su donaire con una áspera inter-
jecion /"/íAamc/y y que apellidan teu?dne«í la gracia encan-
tadora que recibieron de Dios.
Ahora, al mirarlas pasar sobre el asfalto de nuestras
calles, llevando, tiesas y erguidas, el rígido paso del en-
tjlishman, (luienno viera radiar sus ojos, no sabria dis-
tinguirlas de las nevadas hijas de albion.
Han perdido sj poesia?
Nó: envuélv^^^s. la piQSftic^ atipósfern de sus mari- ^"^^ "^
des.
Paciencia! y volvamos á la noche de Navidad .
Aquella noche la aOuencia de paseantes se dirigia á la
cftlle del Anote, agrupándole al,H eatire empelloees y coda-
zQ^i por ^1 Sf iloi placer ierve^ á ki$. herau)sas. mujeres que
bajaban sucesivamente de una larga hilera de carruajes
e$tadyoiiados delante dp una (^sa.
Aq wlla casa^> sobre Quyo sitip se eleva^ hoy el. palacio
d|Q un qiagnate, reunía cada spqiiaBa los mas escogidos de
la brillante sociedad de aquella época, en una fiesta bauti-
zada con el enfónico nombre de Filarmónica.
Al leer esta palabra, muchas limeñas que, bellas aún
bucen el encanto di^nueblros salones, verán cruzar por su
mon.t,9 H)s mágicos recuerdos de esas noches de espléndi-
do^ ^Ó unios, parfi) su bell9za,.qirelibreentoncesde los ridi-
I
-I
EL ÁNGfiL caído. 7
culoscaprichos con que la moda actual la desfigura, os«
tentaba altamentecada una de sus perfecciones á los ojos
de sus admiradores.
Los cabellos que, alzándose cual cuernos de carnero
sobre la frente de nuestras bellas, dan A su lindo rostro
un aire grotescamente asustado, convertidos entonces en
millares de trasparentes rizos, y fijados con alfileres de
brillantes á la altura de los ojos, dejaban ver en todo su
esplendor la hermosura de la frente, y descendian flexibles
y móviles sobre el cuello admirable que Dios puso con
amor sobre sus blancos hombros; y que sin presentir aun
la maldita prisión que ha por nombre carnUolin, adorna-
ba su voluptuosa desnudez con dobles hileras de perlas.
Y los pies, en fin, esos pies de finura y pequenez prover-
biales que hoy cubre despiadada la hueca y acerada arma-^
zon de nuestras largas falcas, libres de todo envidioso velo
podían abandonarse con toda gn ligereza á los graciosas gi-
ros de la danza, sin temer ningún enfadoso accidente.
Aquella noChe las limeñas lenian un motivo más para
' mostrarse doblemente seductoras. ^
Era preciso fascinar á unadmiraídor de nueva especie.
Tratábase de un sectario de Mahoma, ufto de esos jueces
clásicos de la belleza que emplean su vida en analizarla
con todos los caprichosos fefinamií^ntos de una imajina-
cion desocupada.
Mahomel-AH ora un hermoso mancebo hijo del rey
de Túnez. Viajandodeincógnito en un bu ^ue de su pro-
piedad, quizá con miras un tanto corsarias, sufrió un
SUEÑOS Y RBALIDABBS.
naufragio y fué conducido á nuestras- playas por unafra-
gala inglesa que lo ausilió tomándolo á su bordo con su
tripulación y sus tesoros.
Antes de proseguir su viaje, el africano esperaba con*
ansia la ocasión de aquella fiesta para contemplar de cerca
á las hijas del Rimac, cuya belleza habla oido celebrar en
las fantásticas consejas de los cautivos, allá bajo las pal-
meras de su lejana patria.
La ardiente curiosidad del tunecino puso en alarma
la coquetería limeña; y si este mal instinto de la mujer,
tan combatido y tan adorado, puede tener escusa alguna
vez, era sin duda en una ocasión como aquella, en qno
el honor nacional estaba en cierto modo comprometido.
£ra necesario probar que Lima era en efecto el pais de
las m u jeres hermosas.
Por eso aquella noche, al senararse de su espejo, cada
una ensayó su inas fascinadora mirada, su mas dulce
sonrisa, sumas picante actitud; y todas radiantes de es- ,
peranza, aguzaban aisladamente sus tremendas armaá
para lanzarlas á la vez sobre el principe africano, qua
exento de todo temor y enteramente confiado en el poder
de su alfange, no sospechaba siquiera el de lasnegras
miradas que iban á asaltarlo, y fumaba indolentemente
su pipa recostado en mullidos cojines bajo un emparrado
de la posada Denuelles, mientras llegaba la hora en que
el capitán de la fragata que lo habla traido lo presentara
en los salones de la Filarmónica.
En tanto, al ruido deh fiesta, los grupos se aumen-
EL ANGBL CAÍDO.
9
taban de minuto en minuto; y muy luego la calle del An*
ola se llenó de una inmensa muchedumbre compuesta
de todas las clases sociales, desde los elevados circuios de
la aristocracia hasta la hez de las masas populares.
Nada hay mas triste que el aspecto de la multitud;
porque en ninguna parte se lee con caracteres mas pro-
fundos esa dolencia perpetua de la humanidad que de-
plora el Sagrado Libro. Cada rostro es una letra, parte
integrante deesa palabra fatal — ¡ Dolor I
Pero era noche, y su sombra cubría igualmente la
sonrisa de hiél con que la noble dama criticaba ¿ sus riva-
les; las amargas lágrimas de la pobre costurera viendo á
unAlinda señora dar el brazo^al bello caballero que en casa
de sus patronas la habia sonreído furtivamente la víspera;
la rabia impotente del amante no convidado que divisa*
ha á su amada entrando con otro en el santuario de la fies-
ta, y el lastimero gesto del mendigo, escloido de todo goce,
aún del goce amargo de los celos.
— Que hermosa mujer I
—Soberbia I
— Admirable I
— ¿Quiénes esta maravillosa belleza 7
— ¡ Qué I no conoces á Carmen Montelar ?
— Aquí está la linda sobrina, la rica heredera de la
condesa de Peña-blanca.
—Ahí va la idea fija de Mmiteagudo.
— He ahí el lirio de la calle de san José.
Esta salva de aclamaciones resonó por todas partes
10 sueKob T RRáLIDADBS.
al pasodeunajóven que vestida magnificamesitedegasa
aiigentada 7 ceñida la fraáte de una guirnalda de perlas,
bajó de m calesa seguida de una esclava negra; tomando
el brazo de un apuesta mancebo que parecía esperarla,
entró en la casa del baile.
Aquella joven era en efecto maravillosamente bella,
y asemejái)Qse al lirio en su talle esbelto y en la mate
blancura de su frente griega, sembrada de rizos negros de
limeña. £1 fulgor de ias estrellas fesplandecia en sus ojos.
P^ro a/quel fulgor tornándose á veces sombrío, presagiaba
ai eorazon de la joven terribles tempestades que parecía
desafiar la coqueta sonrisa áe su voluptuoso labio.
i sa entrada en el salón, la joven esclava q^tó
de los^ de^udos hombros de su señora una mantilla de
punto bordada de arabescos de oro; dióla ^ ramillete de
violistas que tróia guardado en uña cazoleta, y volvieAdo*
afuera buscó en las gandes rejafe que se abrían sobren
eT jardín un sitio para ver la fiesta.
Hallábanse allí reunidas'las esclavas que, como ella
habian acompañado á sus amas al baile; y agrupadas en
actitudes diversas, reían y charlaban coii la picatíte auda-
cia de las mujt3res de su raza.
— Mira,, niña— decía una — ahí vieríe Rila la her-
mana de Andf é$ el engreído cimarrón de la condesa de Pe-
ña-blanca.
— Viene ? Sí ! como no ! Espérala sentada. Ella
también eslá engreída.
— ¿ Porqvir ? ¡ gua ! | lo hermana de u n asesino que
EL ÁMiftL CAÍDO. 11
pov huir de la justicia se ha hecho ladrón de caminos t
— I Qué importa eso para ella, cuando el señor Mon-
teagudo la detiene en la calle para hablarla por lo bajo I
— No de ella sino de la blanca.
«- Mi señorita decía el otro dia que los desdenes de
la niña Carmenoita harían pagar á Monteagudo las hechas
y por hacer.
«^ I Bah I las blancas son muy hipócritas; su boca
dioe -^ no quiero — y sus ojos dicen - 1 Ven f
—A ve María! [que mala eresd Si esta mañana no
mas cuando iba á la Inquisición i comprar flores para la
niña Irene que está encerrada hace un mes por el ca-
pitán» encontré á no Tomas el cocinero de la condesa,
y me contó como la niña Carmen se burla de Monteagu-
do, de siib amor y de sus cartas que dice estarán tan
corregidas como sus documentos mimsteriales.
— ¿Qué documenten? Si él no es ya nada en e)
Gobierno.
•^ Qué candida I Asi, asi lo diríje todo. Si es
el ojo derecho del Libertador.
— I Ay ! hija, pues entonces cuidado con el sillón (t);
•*«*Pero acaso es eso cierto ?
— ¡ Vaya que no I Pues si apenas hace un mes que
la pobre niña Rosita, que fué á pedir por su padre, toK-
\\6 á casa como una loca, llorando á mas no poder, y el
O) Los émulos de aquel hombre ilustre forjaron contra él horriblen
calnmnias — CNotade la autora).
12 SUEfioS r REALIDADES.
mismo día que ponían al señor en libertad, ella coma
desalada á encerrarse en el convento.
— Hum I Mi mama cuenta también que cuando
vino San Martin, Honteagudo. . . .
— ^Lo nombraste, y ahí está.
En ese momento dos nuevos personajes entraron en
el salón.
Era el tino un militar joven, alto, delgado y rubio.
Su rostro era bello y espresivo» y la mirada de sus ojos
pardos, suave y apasionada.
El otro era un hombre en la madurez de su edad.
Su estatura mediana se elevaba por la esbeltez de sus
formas hasta la bizarría. Su actitud era resuelta, su
porte distinguido y arrogante. El amplio desarrollo de
su frente contrastaba de una manera singular con la
finura de la parte inferior de su moreno rostro. Sus
rasgados ojos negros, de vivaz y profunda mirada, espre-
saban una seguridad que rayaba en audacia, y el aticismo
chispeaba en sus arqueados labios, marcados con ese
pliegue sardónico que imprime la amarga ciencia del -I
mundo.
El traje de gala que llevaba, y el calzón cerrado con
hebillas de oro en lo alto de la rodilla, realzaban las
ventajas de su apostura.
La negra mosqueteria de las ventanas se apoderó al
momento de aquel nuevo pasto para su charla.
—Inés, Inés, ahi vá el capitán Salgar.
—Es un rubio muy buen mozo.
I
f
EL ÁNGEL CAÍDO.
<3
— Por eso la niña Irene
— ^¿ Qué es — por eso f Pobre niña !
— Por eso está encerrada hace un mes. ¿ No lo
decías ahora mismo?
— Cierto. No sé que diablos dijeron á la señora:
nadie pudo ayeríguarlo; pero la verdad es «lUe un dia se
desmayó, lloró mucho, despidió al mayordomo, cerró
la puerta al capitán, y lo peor es sin decirles el por qué;
encerró á la señorita, y ella, que le daba tanta libertad,
no la deja ahora salir ni á misa.
— Y é fé que tiene razón. Yo siempre la vi par-
lando con el capitán en las naves de la Merced.
— A quien se lo estás diciendo? Si yo soy su con-
fidente.
—Oh I la buena confidenta que viene á decirlo
todo.
— ¿ Qué hará una ? Con algo ha de entretenerse.
—Y á tí i qué te hace la señora ?
— I Uf I cuando voy á los mandados me registra
hasta los zapatos. Pero bah I * yo no me dejo pescar I
Cuando salgo en comisión, esponjo un poco mi pelo y
pongo dentro las cartas. [ Pobre señora I Gallega es
pero muy buena, y me pesa el engañarla; pero, | vaya I
qué he de hacer? La niña Irene me llora; y luego ese
capitán la quiere tanto, y es tan rico y generoso 1
— Bicol I un pobre cajÁtan I Para rico y generoso
no hay otro que Monteagudo Y buen mozo Mira
k las blancas: se demorecen por él.
14 SUEÑOS V REALIDADES.
—Yélrqjoá laMontelar.
— A lodo esto, 4 qué es de Rila ?
— ihleslá en esa venlana, hablando tras de las
parras con un hombre disfrazado.
— I Ay I hija i nó es ese Andrés?
— I El mismo 1 Jesús que atrevimiento! Pero ese
muchacho no^piensa en el peligro que corre entrándose
asi de rondón por estas puertas?
— ^Por fortuna no está aquí lai Peña-blanca; retiéftela
su parálisis que si no, su calesero, celoso del pobre
Andrés
—Pero está ahi la niña Carmen, i Quién la ha trai*
do? ¿No fué Lucas? Pues tanto dá: si vé á Andrés
irá á decirlo á la blanca.
—Y ella que aborrece á Andrés, aunque se crió con
él á los pechos de la pobre Nicolasa, que dia y noche está
llorando. ...
—Blanca desagridecida I
— ^Guá I que qtfieres hija ? Andrés mató ^ su ena-
morado.
— LaMontelar nunca amó alntño Pedro González.
-rPorque quiere á Monteagudo.
«—Porque está amando á Salgar.
—Fué Andrés quien mató á González ?
— De donde sales tú ? Sím Lima no se sabe otra
eosa. Andrés escapó de la jusiim, gaüó el monte, y
mduvo capitaneando una cuadfilla por el lado de Ltirin^
¿No oiste nombrar el Reg ^ica ?
EL ÁNGEL CAÍDO, 15
— ¿Ese salteador famoso que debe ya tantas muertes;
que roba y quema las casas ?
— ^Ese es Andrés.
—Pobre Rita I | Por eso estaba tan triste I
H.
EL REY CHICO,
La joven negra á quien sus compañeras de esclavitud
llamaban Rita, había ido ¿ sentarse á lo lejos en una ven-
tana oculta entre el ramaje; y miraba distraída con la me'
jilla apoyada en la mano, el animado y bullicioso cuadro
que presentaba el salón. Parecía, en efecto, triste; y de
vez en cuando pasaba por sus ojos la orla de su manta,
quizá para enjugar una lágrima.
— Rita I — murmuró una voz en la sombra.
— Andrés 1 — esclamó ella, corriendo al encuentro
de un hombre que recatándose bajo las anchas alas de
un sombrero de paja apareció tras los troncos de los
EL ÁNGEL CAÍDO |7
£rd ui| niejgro de diez y qcho á yejlrv^e añqs, de atre-
vido conlinen le y modales cabellerescos desmentidos con
freciipncia por groseros arrancjyes, <jue revelaban la
lucha de los salvajes instintos de su raza con los blandos
hábitos de una educación distinguida.
La avilantez de su porte, la insolente altaperla de
sus miradas, la inflación sardónica de su voz, todo haciqi
adivinar en él uno de esos seres fatalmente privilegiados,
que la imprevisora bondad de nuestras damas arrancaba
del humilde seno de sus esclavas para mecerlos sobre sus
rodillas mezclados con sus hijas en la perfumada atmósfe-
ra d^o? salon^; y que después, arrojados de aquella den
rada región por la iofle^Lible ley de las preocupaciones
sociales, volvian henchidos de odio y de rabia al circulo
estrecUo de su ía.ís^ra esfera, para llevaf allí una exis-
teníjia desespemda.
-r-Afldrts, ^bre hermano, ¿qué vienes á haper
aqui? La señorita está en el baile: si alguno de los que
han veiúdo Qop ella te ha visto, ^i alguiqn que te conozca
teeücueatra pquí, eres perdido I
— Qué importa ! — respondió el negro, rechazando
con despego, el abrazo de su hermana — Ese dia, que lle-
gará temprano ó tarde, no será peor que los que llevo
desde que comencé á sentijr en mi pecho un^corazon v en
miineateun pen^miento.
— jAhl siasLbablasfle 1^ vid^a tú parp quien fué
.^n risueña, ¿qf^¿ diré yo? ^(yié flirá JC^yes^ra IH>bre
madre, qué
2
i 8 5C£fiOS T n£ALlDADBS.
— ¡ Ah I ¡ ah I I ah t quiere compararme con ellas I
— ¿Qué habéis sufrido vosotras? Salisteis nunca
de la condición de esclavas? habéis nunca descendido?
Al contrario, tu madre
— Nuestra madre.
— ^Y bien, ¿no fué arrancada á los horrores de
la pampa para cambiarlos con la blanda vida de no-
driza?
— ¿Y tú, desgraciado?
— I Yo I Miráme !
— Sí, el Rey chico, capitán de salteadores; pero por
culpa de quién? ¿Quién puso el puñal en tu iSano?
¿No mataste por la gana de malar?
— ¿Qué sabes tú?
— I Ay I hermano, me pesa aumentar tus penas con
tardias reconvenciones; pero tu proceder fué infame.
]Qué mal has pagado al ama el regalo en que te has cria-
dol
—Si, mientras pude ser su juguete, su monito.
— |Qué ingratitud! Siempre te amó con ternura, y
nunca hizo distinción entre las niñas y tul
— ^Y después. . . .
.^Ya sé de qué yas á hablar. Si cuando ya fuiste
un hombre te alejó de la mesa y del salón, tú sabes bien el
motivo: la niña Manuelita, que dio en aborrecerte, no
quería comer contigo, y se hizo servir en su cuarto; y las
visitas que venian ala tertulia la aplaudían y te miraban
de mal ojo.
ZL ÁNGEL CAÍDO. 19
— Pobre niña Manuelital murió, y deque muerlel
Perdónala, Andrés, perdónala!
— Oh I tranquilízate, largo tiempo hace que no la
debo perdón.
Y los ojos del negro centellaron en la sombra, y una
sonrisa siniestra contrajo su labio.
— De todo eso y mucho mas, tú solo tienes la culpa.
¿A qué ese porGadq empeño de alternar con los señores, de
acercarte á las niñas? qué podias esperar de ellas? Claro
está ; odio y desprecio.
—Odio que yo les he pagado bien, y que les tiene que
pesar eternamente.
— ¡ Ay I Andrés, esa es la historia del cántaro contra la
piedra. No te habría valido mas resignarte con tu suer-
te, volverá tu condición, buscar una mujer que te ama-
ra, una mujer de tu raza. . . .
- —Una negral ¡Ahí jahl ¡ah! cuando desde que ten-
go memoria me encontré en los brazos de una blancal Las
caricias de una negra, cuando labios de coral me besaron
desde niñol He vivido entre los ángeles, y volvería entre
los zimiosl Quita allá, misera esclaval tú no puedes com-
prender lo que se encierra en esta alma, lo que cobija esta
mente. Crees tú que me hice salteador solo por huir del
castigo y por el ansia de robar oro? Nó, no es su oro lo que
yo quiero de los blancos, nó. k ellos quiero robarles su
dicha, y después beber su sangre; á ellas robarles su orgu-
llo y después beber sus lágrimas.
— ¡Calla, Andrís, que me horrorizasl
*0 SUEÑOS Y REAMDAbES.
—He ahí ló qufe son Ibs negros ! Haza vil que no co
noce el rencor, esa llama sagrada que debe arder eterna-
mente en el alma del esclavó. Nunca por eso quiero ese
coloren mi banda.
Surcados á latigazos vienen á mi. Quien los oye en-
tonces creerla que van á comerse á toda la ra¿á blanca y
¿ prender fuego á este mundo.
Confiado en sd rabia, doíiles una espedicion.
Embóscanse muy resueltos en el carrizal del Callao ó
tras las tapias de Chorrillos. Divisan á lo lejos un coche
ó una cabalgata. Sonjenlesde tono que traen consigo
oro, y además hermosas niñas . •
En una pestañada los negros están listos y saltan al
medio del camino.
— Alto ahí.
Los otros se detienen trémulos.
Pero 1 bah 1 era su amo; y en este momento el negro
lo olvida todo. Se descubre, se inclina profundamente.
— ; Pase su merced, mi amo, que su negro aunque
saltiiador, ha de ser siempre su esclavó.
Y deja pasar sano y salvo al amo que hizo despeda-
zar sus carnes en una panadería. ¡ Menguados !
— Al menos, aunque malos, se acuerdan de que son
cristianos y perdonan las ^nj urias. tal harías tu también
si una mala educación no hubiera torcido tu buen natu-
ral.
— ^¿To? jAh! los que me ultrajaron nunca queliá-
ron impunes. Mucho he hecho ya; pero eso ha sido la
parte amarga de la venganza de íxi^tÍís, r^^e;liLiiulce,
réstale la deliciosa.
Yes ese enjambro de beiJI^gas? Una a una, todas
serán mis esclavas: y cuandohaya1iumiHado.su soberbia
y isaboroado su afrenta, las devolvere á sus npviqs puras,
muy puras. ... | Ah ! ¡ ab !*
— I Jesús ! Al demonio np la vendría tan horrible
p^'nsamicnto !
— No, por cierto; y yo voy á darle una lección.
Allá, entre las minas del antiguo Pacbacamac, bajó d
tupido follage de un grupo de matorrales que crecen so-
bre uua huaca, he deacubierto Ja entrada de un palacio
subterráneo, tempb d^ Sol y alcázar de las .virjeaes á
su culto consagradas.
Yo seré el idolo de ese santuario, y mis sacerdotisas
las blancas mas OKgullosas de liioia. La tempiyrada se
acerca. Ellas irán á Chorrillos; pero antes, todas pasa*
tan tres noohes.en Pachaoamae. Todo lo tengo previsto
para arrebatarlas de los brazos de los suyos. Una tan
solo, la mas soberbia, quiero que me siga de buena
gana.
— Ayl Andrés, quieres perderte sin remedio?
Yuelve en ti, aun es tiempo, mira que. . . .
— Basta I que he venido á otra cosa que oir
sermones. . . . Yen aquí. ¿ No me has dicho que tu
niña no ama á Monteagudo?
— \ lo repito: no lo ama.
— Y di, infame embustera, ¿qué es aquello?
22 SUBÍiOS T REALIDADES.
— ^Le sonríe para encelar á Salgar.
— ^El capitán no la ama; si la amara | ay de él I
— Si, pero él se lo hace creer, y mi pobre ama está
perdida de amor.
— ¿ Por qué no me has obedecido ? Te ordené qué
le avisaras
— ¡ Eso ! solo que estuviera cansada de vivir
ó antojada de alojarme en una panadería.
~ Pues escucha. Undia ú otro tu desobediencia
ha de costarte la vida.
— Ya sé que nada seria para ti asesinar á tu herma-
na. I Áh I cuanta razón tenia el amo, que decía sin cesar
á la señora — La fatal educación que das á este muchacho
será causa de su pérdida. Yasá hacer de él un bandido
que acabará con nosotros.
— La boca que eso decía está ahora llena de tierra y
no puede repetirlo.
Y en los labios del negro brílíó una diabólica sonrisa.
III.
LA VOZ DEL CORAZÓN
Mientras tanto, el baile habla comenzado, y cien pa-
rejas arrebatadas en el ardiente torbellino de un vals, agi-
taban ondas de gasa y raudales de perfumes en torno del
salón.
Carmen, la hermosa que tantos elogios recogió á su
entrada, danzaba con eljóyenque la babia acompaña-
do.
Al ver el confiado abandono con que bailando ha-
blaban, habriasecreido que eran amantes, sienta seme-
janza desús facciones no fuera fácil conocer que eran
hermanos.
Por mas que digas, Gabriel, — decia ella— ^tás pen-
24 SUEÑOS Y REALIDADES.
sativo y triste. Falta alguien á tu alegría? Sí. • . .Lo diré?
Irene!
—Ybien. .....
— Oh! no lo niegues, la amas.
— ¿Por qué lo negaría? No es ella digna de amor?
— Por qué? Porque conoces que yo la aborrezco.
— jQuéinjusticial Bella, pura y buena ¿quién no
amaría á Ireife?
— Yo la aborrezco. Es un odio que nunca pude ven -
cer y que me atrajo humillantes penitencias cuando estu-
diábamos juntas en el colegio de Madama Montes. Cosa
estrañal la vi y la aborrecí. Nunca pude mirarla sino con
airados ojos. Deslitoíaba niis vésítidós fculindo los suyos
eran de la misma tela, y cuidaba con afán mis uñas solo
por el placer de arañarla. . . . Qué cara pones, Gabriel!
Diría que vas á llorar. Irene me tenia miedo y me llamaba
lá leo^há. En el colegio achíicatfah líii odió á étívidia; pero
btíhl jfó síetiapVé ftji ntósíihdk '^ue ella.
—fr¿tíeéé bella, g^clófeá, éépiritüáV, ^ ^h 'clukurá
nadie en el mundo la iguala . . . .
— ¡ly!. . . . M'hfacér sVj ápoío^a riib 'has dado
uii atroz pisotÓh! Y^liieii,Wó felá aquí: Veté á látnélil'air
su ausencia, y déjame bailar con otro.
— (Okí— dijo eVjóvcíii conteélartcóíífco acento— tran-
qQ?lÍirfíéf¿áíii;títíha6^áP^*ébéoiftr^^^^ sfeife yó *
^tüWilíítárfe, ñi faÁfe Uúmiés '\6s qrfe m "ptéléñña.
Ignora mi amor: ama á otro, otro la ama y ese esffi^á^tíí . . . .
^^¡Kwk 'á (Wró!— Y «Síííren 'pali¿e(íi6, *^ '^cesando
El. ÁNGEL CAÍDO. 25
bruscamente de bailar, quedó iúmóvil como un escollo
entre el veloz reo^olino que se agitaba en torno suyo —
jama á otro! otro la ama! ¿Quién es, Gabriel, quién es?
— El capitán Salgar.
— -j |¡ Felipe I ! ! Felipe Salgar ....
— £1 mismo que doblando la rodilla ante la reina del
baile pide la dicha de relevar á su caballero — dijo incli-
nándose graciosamente el bello y blondo capitán, to-
mándola lAanodelajóven.
Carmen la retiró y miró de frente á Salgar. La cól«*a,
el dolor, el odi||^ el orgullo se pintaron y estallaron ala
vezeneseademanyen aquella mirada que desconcertó
al capitán, quien sin embarazo insistió.
— Carmen, ¿be tenido la desgracia de desagradarla?
— Nó, señor mió. Al contrario pretendo probar á
Vd. que soy superior á lodos los desagrados.
— Entonces pruébelo Vd. concediéndome este
vals.
—¿Qué trama aqui contra mí la bella Carmen?
dijo die pronto, acercándose al grupo, el apuesto caballero
que llegó con el capitán.
Carmen cambió sóbitamente k espresion de su sem-
blante; y volviéndose á él con coqueta sonrisa:
— ^Tramo una conjuración, —reposo, abaridonándo*
lesumano — digo á Salgar qu3 este vals se llama elmis
*ie ^úi^agudo, y que quiero bailarlo con él.
— ¡Oh! c^amó Monteagudo, arrebatándola en
stísibraíios ytltóiscl&ndose al danzante circ do— | bendito
2ti SUEÑOS Y BEALIDADBS.
sea el gracioso compositor que me dedicó este vals. De
hoy mas, debe llamarlo La dicha de Monteagudo.
— Yo creía — dijo Carmen riendo— yo creía lan su-
blime la dicha de Monteagudo, que como la ambrosia de
los dioses, ningún mortal podria probarla sin morir.
Blas he aquí mas de ciento que la parten con él y están
vivos, y saltan á mas no poder.
— I Ah ¡—replicó él, fijando en los ojos de Carmen
sus bellos y atrevidos ojos negros —bailará Vd. con los
ciento; pero, ¿dará á ninguno el fuego que eü este mo-
mento envían á mi corazón esas lum^osas pupilas?
Amor, cólera, odio, cualquiera que sea la pasión que las
enciende, nunca alumbraron á nadie con tan ardiente
fulgor.
— Si hasta ese punto es Vd. contentadizo, nada tengo
que decir, sino que apruebo el nombre nuevo que quiere
dará su vals.
Monteagudo se mordió el labio, pero replicó al mo*
mentó, tendiendo en torno una soberbia mirada:
— No es cierto que está bien en el que lleva una vida
azarosa el pedir poco al amor ? En cuanto á mi, yo nun*
ca lo importuné— Llegó la vez á Carmen de morderse el
labio— Solo que, continuó él — como es un espíritu de
contradicción, fué siempre para conmigo en estremo
generoso.
Los ojos de muchas hermosas fijos en él con el cdoso
afán, atestig laban la verdad de esa aserción, y Carmen
misma, contemplando entóneos por vez primera á aquel
El. ÁNGEL CAÍDO. Í7
liombre dotado de tan prestigiosa belleza, y ceñido con
la doble aureola del genio y del poder, sintióse poseída
de admiración. Si no hubiera estado celosa de Salgar,
desde esa hora habría amado á Monteagudo.
I Ay I cuantas veqes asi, pasamos al lado de un as-
tro, siguiendo la pálida luz de una luciérnaga !
Asi también en ese momento mas que nunca, poseia
Felipe el alma de Carmen, porque la ligaban á él los
celos, ese lazo duro como el infierno, castigo y estimulo de
los soberbios; y si antes amó á Salgar con todo el ardor de
su corazón, ahora lo amaba con toda la rabia de su orgu-
llo humillado.
Y queriendo devolver el tormento que sufria, se
reclinaba en el brazo de Monteagudo, y le sonreía dulce <
mente, y finjia hablarle en voz baja.
Olvidaba, como olvidan las coquetas, que solo quien
ama siente celos; y que no hay indiferencia tan profunda
como la indiferencia que sigue al amor.
Por eso tembló de cólera, cuando buscando á Salgar
su furtiva mirada, lo encontró, y en vez de enojado por
la ofensiva prererencia que había dado á otro, reír in-
dolente y festivo entre un alegre circulo del chasco so-
lemne que la falanje femenina habla llevada aquella
noche.
Era el caso que el principe tunecino tan ardientemen-
te esperado había llegado al fin» conducido por el capitán
inglés; y atravesando el salón en medio de lisonjeros* mur-
mullos, fué presentado á la señora de la casa, que lo re-
Í8 SUEXOS V BEJi.U>ADeS.
cíbió coa la dulce acogida que miostrasdagaasibcuerdan
á los estranjeros. Tomó su maao con fraternal ademan,
y mezclándose á los grupos. Ib presentó las jÓYene$ mas
hermosas de Lima, quienes á su Tez le prodigaron sus
mas suaves miradas, sus mas luminosas sonrisas.
— Tu, que eres del pais de los amores ardientesr^-le
babia dicho la graciosa patrona de la fiesta, devolviendo
con donaire el oriental tuteo del príncipe— tú, cuyos
abuelos enseñaron á los maestros el culto de la belleza,
¿qué dices de la que resplandece en las bijas de este
suelo ?
— Su rostro es dulce como el rayo de la luna, res-
pondió el africano— y jsus ojos tienen ¿ la vez la luz que
brilla en las divinas .pupilas de Urial y Ja misteriosa som*
bra que cobija el ala de Azrael; pero su cuerpo es frágil;
y la palmera dfi delgado Ironco se quiebra al priijier soplo
del Sirm^n Mas oh 1 mira I ;be allí la y^r-
dadora belleza, la que Alah formó paraihacQril«s deliqies
del harem. Dichoso el duuíLO de esta hermcsfi e^glava.
Yo darta por ella diez mil cequias.
Y íiú á prosternarse ante .\iQa gruesa gfiUQbiama de
desarrollado seno y abultadas facciones, pero fresca y pro-
vocatim para los mahometanos, que invernan á sus Z(Ura$
como nosotros á los cerdos; ... y aun ¿quién sabe? . . .
quiaá también para muáhos cdatianos' que sioiiéndose
cenia del hue$o, aman con ifuror>la f^aüne*
titoi /la hermosa esclava era señora absoluta y des*
póticadotüdo un señor ministro.
EL ÁNGEL caído. 20
Por lo que hace á nuestras bellas tomaron el partido
de reir; y en ocho dias no se habló de otra cosa que de
los suculentos gustos de Su Alteza tunecina.
Carmen también rió y estuvo mas graciosa y coque-
ta que nanea; pero llevaba en el corazón el dardo de
los celos que las palabras de Gabriel acababan de
despertar.
Ella que creia que su belleza era omnipotente, que
sus ojos poseian el secreto de encadenar la inconstancia,
y que aquel, sobre quien se habian dignado descender
quedaría para siempre á sus pies, vio de repente, al través
délas tinieblas de la duda, resplandecer la luz de una
dolorosa verdad.
Buscó á Gabriel; pero esta vez el joven, que habia
adivinado el secreto de su hermana, fué impenetrable,
y eludió toda esplicacion.
— Yo lo sabré I — se dijo ella — y entonces, Irene, ay
de ti! y ay de tí también Felipe I Como al otro traidor,
mejor te seria no haber vivido 1
Y poniendo como se dice vulgar, pero espresiva-
tliente, una piedra sobre el corazón, irguió la frente con
altivez, sacudió sus negros rizos, arrojóse en el alegre
torbellino de la íiésta, rió, cantó, bailó, y aceptó con tan
'espUcita complacencia las galanterías de su caballero,
que al dejarlos salones de la Filarmónica, nadie dudaba
de que Monteagudo había conquistado el amor de la bella
Carmen Monlelar.
IV.
BORRASCAS DEL ALMA
Muchos dias habían pasado desde las escenas ocur«
rídasen la Filarmónica. Mediaba una noche de Enero,
y Lima envuelta en el eslraño silencio que sucede á su
bullicioso tumulto, dormía al claro rayo de la luna lle-
na. El reloj de San Pedro acababa de dar la última de
sus doce campanadas, y el sereno, bostezando y restre-
gando sus ojos, alzóse de un umbral de aquella calle
donde dormía á pierna suelta, y de pié, aunque todavía
soñoliento comenzó á cantar.
— Ave Maríaaa. . . . Ahí esta ya el embozado I ¿qué
diablos querrá ese hombre en aquella casa? Si fuera
un ladrón se habría ya cansado de rondar la calle en vez
EL XNOBL CUIK). 31
de pasear los techos. Si fuera un enamorado, siquiera
una vez se acercara á la r^ja para ver á esa linda niña que
asecha en la celosía. Pero no, señor, nada ! . . . .y solo
se contenta con pasar y repasar, y últimamenlb escon-
derse en el hueco de esa puerta, como ahora acaba de
hacerlo, hasta que la última gente ha salida, y que el
último criado ha entrado, y que han cerrado las puer-
tas. . . .queeé? Este si que es un enamorado I Pero á
este no lo vi nunca. Es un militar: dicenlo los bordados
de su cuello. En esto vienen á parar los ladrones con
que tanto nos atormentan ¿ los pobres dependientes de
policía: mas ó menos, todos son enamorados.
— Huyamos, huyamos pronto porque. . . .
T el sereno se alejó cantando la hora.
En efecto, apenas el fantástico embozado se había
ocultado en la puerta cuya situación describió el sereno,
un joven, envuelto en una capa militar se detuvo ante
la reja.
Un momento después, las largas cortinas demu-
^lina que guarnecían aquella ventana se abrieron mis-
teriosamente; y un rostro hechicero, á la vez gozoso y
asustado sonrió al militar.
—Felipe ! — murmuró — qué dicha ! . . . • que im-
prudencia I quise decir. Mi madre vela todavía. Sí
viene, si llegara siquiera á sospechar que te veo, que le
hablo ! Oh I aléjate, en nombre del cielo I
— ^No, amada mía: perdona si te desobedezco, pero
tenia tanta necesidad de verte, de oír tu voz, de contem-
32 SUEÑOS y RfiiLID.VDES.
piar tu roetro, de llamarte mia, y drtelo ncpelir j&ko
veces I Porque, Irene, alma mía, hoy mas que nua-
ca temo perderte. Tu madre se prepara secretamente
á dejar áflLima para volver á su patria. Si un día te or-
dena seguirla, tú no tendrás bastante resolución paca
resistir á su voluntad; el mar esta oeroa, y antes que
hayas podido dirijirme siquiera un adiós, habrá puesto
entre nosotros su inmenso espacio.
-*-CalIa, Felipp, que destrozas mi corazón I
Dios tendrá piedad de nosotros, y aiejará>ese momento
fatal I
— ^¿Pero si llega? Irene, si !tega?
— ¡ Ah I si llega, si me encuentro al fin en la hor-
rible alternativa de elejir entre mi madre y tú. . . .no
vacilaré, Felipe, no vacilaré. . . . | Pobre madre mia !
Y la joven inclinó la cabeza sc^re sus rodillas, dando un
jemido.
—Lloras ! le arrepientes de tu promesa, y prefieres
someterte á los mandatos tiránicos de tu madre I
— No la culpes, Felipe; < Ha me ama y desea mi dicha.
— ^i te ama ¿ por qué despedaza iw corazón ? «Por
qu¿ quiere separarnos ?
— Porque pesa sobre nosotros una herencia de
odio, porque media entre nuestro amor una ola de san-
gre I Escucha, Felipe; y lejos de condenar la conducta
(le mi madre, llorarás sobre ella y sobre, nosotros.
VA dia (lue te cerró su casa, mi madre me llamó
á solas.
EL A?((iEL CUDO. 33
Estaba pálida, y su semblante grave y triste. Hízo
me sentar á su lado y me habló asi:
Esme forzoso, hija mia, contristar tu corazón, re-
firiéndote una historia que te hé ocultado hasta ahora,
por^e, en mi anhelo maternal, yo he guardado siem-
pre para mi las espinas de la vida, é fin de que tú halla-
ras solo sus flores.
Pero te debo una esplicacion de mi conducta de hoy, -
y hela aqui:
En tiempo de la guerra de independencia en Colom-
bia, servian en los dos bandos enemigos dos oficiales,
el uno americano y el otro español, amigos en otro tiem-
po, pero desunidos después por el espíritu de parti-
do.
Un dia se encontraron frente á frente, mandando
cada uno de ellos una guerrilla.
La fuerza realista, después de un terrible combate,
fué destrozada, y el oficial español cayó en manos de sus
enemigos.
Era joven, era amado, tenia una esposa bella, una
hija en la cuna. La vida le sonreia, y pidió gracia.
Pero el oficial patriota cumpliendo la inexorable ley
de la guerra á muerte, fusiló á su prisionero.
El desgraciado español se llamaba Fernando de
Guzman.
i Mi padre I— grité yo.
— El jefe patriota que lo mandó ejecutar — prosi-
guió mi madre— era Diego Salgar.
34 sueKos t realidades.
I Mi padre I— esclamó Felipe, que á su vez inclinó
la cabeza sobre su pecho, pálido y anonadado.
— Mi madre, que por evitarme penosas emociones,
me calló siempre las circunstancias trájicas que acom-
pañaron la muerte de mi padre, ignoraba el nombre de
su matador: una casualidad se lo reveló. Oyó un dia á
Fermín nuestro mayordomo, antiguo soldado de Colom-
. bia, refiriendo ó las criadas su vida militar, hablar como
testigo y actor, del fatal encuentro en que la enemistad
de nuestros padres tuvo tan terrible desenlace.
¡Ahí ¿Qué podia hacer la viuda de Guzman?
¿Erále lícito acoger todavía al hijo de Salgar ?
— Y tú, Irene mia, ¿qué sentiste al saber esa fu-
nesta historia que ha caido sobre mi corazoii como un
lúgubre sudario ?
— Sentí que te amaba siempre, Felipe, y tuve hor-
ror de mi misma, Habria querido olvidarte, arrojarte
del corazón; pero mi amores profundo, imborrable, se
ha vuelto la mitad de mi alma, y no puedo arrojarlo ^e
ella sin morir.
— j Anjel de belleza y de bondad I — esclamó el
joven, contemplando á su amada con adoración — |qué
he hecho yo para merecer tanta dicha ! Llegué triste,
agitado: heme aquí tranquilo y feliz.
— ^Pero entre tanto, Felipe, las horas pasan, y es
preciso separarnos.
— ^¿Ya? Tan pronto! después de tantos días de
ausencia, después de tantas zozobras!
KL ÁNÜKL. caído. 35
— No estás tranquilo y feliz?
— ¡ Oh I si I. Mas para irme contento, necesito una
prenda. Las cortinas se apartaron enteramente, y una
joven vestida de blanco se mostró en la ventana.
Era bella, bella con esa beldad rara, doble herencia
de los árabes y de los godos: grandes y rasgados ojos ne-
gros bajo largos y sedosos cabellos blondos.
— ¿ Una prenda ? — dijo, sonriendo amorosamente,
una prenda 1 ¿Cuál?
— £1 permiso de besar tus cabellos.
Irene cogió una desús largas trenzas rubias, y rodeó
con ella el cuello de Felipe, apoyando en sus labios el
rizo que la terminaba.
A esa doble caricia, el incógnito, que acechaba es-
condido en el hueco déla vecina puerta, hirió su frente
con el puño cerrado, y huyó de allí, como perseguido
por una horrible visión.
Al mismo tiempo, una carcajada sorda é irónica re*
sonó en su oido, y una sombra, destacándose de los ca-
ñones de otra puerta, lo siguió á lo lejos.
El desconocido atravesó con paso rápido y desigual
las calles de Beitia, las Aldabas y Aparicio; entró en la
calle de San Francisco, y deteniéndose delante de una
puertccita estrecha y baja, dio dos golpes con la estre-
midad de los dedos. La puerta se abrió al momento,
y una negra anciana, de semblante dulce y triste, apare-
ció entre la puerta y una inmensa cortina de enredaderas
que la ocultaban interiormente.
so M>fifm Y RBAUDADM.
El embozado apartó con ademan brusco á la negra,
y atravesando la tupida enredadera, se internó en las som-
brías avenidas de un hermoso jardin.
La negra dio un suspiro, y moviendo tristemente la
cabeza iba á cerrar la puerta, cuando vio deslizarse entre
ella y el postigo un bulto negro, que pasando como una
sombra bajo su brazo iba á introducirse en el jardin.
La negra, asiéndolo resueltamente, quiso rechazarlo
hacia afuera; pero el fantasma, apartando el embozo que
lo cubría y poniendo á la vez su dedo en la boca y la hoja
de un puñal sobre el seno de la negra:
— ¡Silencio! esclamó — porque te juro, madre, que
si te mueves, ó das siquiera una voz, caerás muerta á mis
pies.
Y cerrando la puerta, guardóse la llave y desapareció
entre el sombrío ramaje, dejando á la negra helada de
sorpresa y espanto.
— ¡Andrés! Andrés 1 — murmuróla pobre vieja.
¿Qué viene á hacer aquí este desventurado?
Huyó del castigo á que le condenaba su atroz delito; y
ahora el imprudente, vuelve á poner el cuello bajo la
mano del ama, que no le perdonará, aunque le ha criado
en sus brazos, i Oh ! ama, ama I que daño nos hiciste,
á mi yá mi pobre hijo, arrancándolo á mi amor, desvian-
do de mí su corazón; á él elevándolo á la esfera de los
blancos, donde si es tolerado el negrito, no es ya tolerado
el negro. He ahí lo que has hecho de él: un asesino,
un ladrón !
EL jLtack Caído. 37
• Y la anciana negra, con la cabeza entre las manos,
se perdió gimiendo en las oscuras galerías que rodeaban
eljardin.
Entre tanto el rondador de la calle de San Pedro
habia llegado al otro estremo del Jardin . Torció el dora-
do betón de una puerta que se abrió, y apartando tina
cortina de terciopelo, entró en un retrete resplandeciente
de oro, seda y pedrería. Las paredes estaban cubiertas
con terciopelo color de púrpura bordado de oro. Espe-
jos de dimensiones fabulosas duplicaban el brillo de los
diamantes que en forma de brazaletes, pendientes, ani-
llos, collares y diademas se ostentaban por todas partes,
dentro los vasos de oro, adornados de rubíes y esmeral-
das que cubrían los muebles de aquella suntuosa morada.
El aire que allí se respiraba era tibio y embalzamado
con el perfume que se exhalaba de la filigrana de los pe-
beteros que ardían sobre los platillos de oro, llenos de
azahar, aromas, y flores de chirimoyo; cuyo humo for-
maba una aureola luminosa en torno de las trasparentes
bujías que alumbraban un tocador donde estaban reuni-
dos todos los tesoros de la coquetería y de la elegancia.
Dos anchas ventanas abiertas sobre el jardin, y medio
cubiertas con dobles cortinas de terciopelo y enredaderas
de ñorbos, hacían llegará este santuario el suave mur-
mullo del viento entre las hojas de los plátanos.
Estando en el cuarto, el embozado arrojó la capa'y
sombrero que lo cubría.
Los largos rizos de una hermosa cabellera que el
30 SUEÑOS Y REALIDADES.
sombrero aprisionaba se esparcieron profusamente sobre
los hombros desnudos de una joven, ocultando á medias
su frente y sus grandes ojos negros.
Era Carmen Montelar, Carmen» no alegre y coqueta
como en el baüe, sino pálida y sombría.
Largo tiempo permaneció inmóvil, muda, y la mira-
da fija en el vacio. La vida se habia reconcentrado toda
ensu pecho que se alzaba tumultuosamente, como un
mar borrascoso.
— I Carmen 1 — esclamó al fin mirando su imájen
reflejada en uno de aquellos grandes espejos — Carmen,
4 qué te queda por saber! falta algo á la deses[)eracion
de tu alma ? OrguUosa belleza, ¿ qué ha hecho ese hom-
bre del corazón que le hablas dado? No contento con
destrozarlo, lo ha arrojado al lodo. Hermosa, rica y
adorada de cuantos hombres se te acercaban, tú desdeña-
bas sus adoraciones para consagrarte solo á él. Tu mira-
da, que los mas altos personajes habrian dado un mundo
por interceptar, tu mirada lo buscaba á él solo
en todas partes; y cuando lo habias visto, orgullo, opi-
nión, deber, todo lo olvidabas, porque él era todo para
tí.
Y mientras tú le consagrabas así tu vida y tu alma,
él te engañaba miserablemente, y reia de tu loca pasión.
Cada uno de susjuramentos era una mentira, cada una
de sus palabras de amor era un insulto: cuando te em-
briagaba con ellas, llevaba en el corazón la imájen de
otra mujer. . . . ] | 4h I !
Ek Á!<GEL CAÍDO. 30
T recomendó el cuarto con pasos precipitados, la
orgullosa joven elevaba sus ojos para hacer retroceder las
lágrimas de rabia y dolor que se agolpaban en ellos, é
inundaban su rostro á posar suyo. Ella las enjugaba fur-
tivamente con sus cabellos, murmurando con su risa
siniestra.
— ¡Llorar! nó: la desesperación no tiene lágrimas:
ellas sientan bien al rostro de una mujer adornada y
triunfante, á cuyos pies han arrojado como un sangrien-
to trofeo, el corazón de otra mujer. . • .
Interrumpióse bruscamente; sus negras pupilas bri-
llaron con un resplandor sombrío, sus manos se crisparon
convulsivamente, y mordiendo el labio con furor:
—¡Irene ! — esclamó— Irene I . . . . He ahi el se-
creto de ese odio instintivo que desde la infancia me ins-
piró esa mujer. Niña todavía, yo leia constantemente
en los ojos de esa niña como yo, una terrible amenaza
para el porvenir; y en los dorados sueños de mi juventud,
cuando el corazón comenzó á abrirse al amor, su imájen
venia siempre á turbarlos, mezclando en ellos un terror
sin nombre.
Irene! tú qiió me llamabas la leona, ya sentirás
romo justifico yo este nombre ? ¡ Desdichada de tí, que
has herido á la leona y la has dejado viva i
Si I — continuó, dando un fuerte golpe en su lindo
y delicado pecho— quiero arrancar de aquí todo lo que
pudiese enternecer mi alma y hacerla buena; quiero con-
sagrarme toda al mal;. volver perfidia por perfidia y tor-
40 sveRoa y rkálizvadrs.
meato por tormento. Mientras mas bárbara sea la ven-
ganza^ tanto mejor. Destierro, deshonra, muerte, ¿qué
son ante el dolor quQ destroza mi alma ?
En ese momento, la misma risa sorda y diabólica
que la babia perseguido en la calle, resonó detrás de ella.
A este eco que venia á mezclarse á la tempestad que
rujia en su corazón, Carmen se estremeció, y volviéndose
sobresaltada, vio centellar en la sombra dos ojos ardientes
como los del chacal.
Un instante después abrióse la puerta, y un hombre
apareció en el umbral.
Era el negro que habló con Rita en el jardin de
la Filarmónica.
EL PACTO
Al ferio, Carmen dio un paso atrás.
—Infame asesino— esclamó— ¿qué buscas aqui ?
— Ah I ah I ah I I y dice la pobre niña que quiere
vengarse ! j Vengarse, y le arredra el crimen J
— Miserable I llevarlas tu insolencia hasta osar
mezclarte en los secretos de mi corazón ?
— Ya sé — replicó el negro con irónica sonrisa— ya
sé que no es á mi á quien la niña concede esa dicha;
pero ¡ bah ! yo estoy fuera de la ley, y no cuento eiltre
los vivos. Vago pues como una sombra, y cual sombra
sin ser visto me encuentro por todas partes. Asi, todo
lo veo, lo sé todo; y | cuánto rio del soberano ridiculo
esparcido en este mundo I | Qué de engaños I cuantos
chascos I
\
42 SUSflO^ Y MAUDAOBt.
Por ejemplo, sigo el drama de un amor. Es una
joven noble, rica, hermosa, | oh ! tan hermosa, que
por ella daría uno gustoso el ciólo; pero tan soberbia, que
al sol mismo lo creria indigno de mirarla.
Mas de repente ama. Ama á un joven capitán, le
dá su alma, por él olvida su orgullo, su honor, su deber,
todo. . . .
— I Lo sabe I ¡ Desdichada !
— Pero he aquí que el capitán no la ama, nunca la
amó, y el sentimiento que lo llevó á olla era el que ins-
pira una cortesana.
— ¡Silencio! insolente!
—Oh ! por mas ^ue diga la niña, quiere oir mi dra-
ma y prosigo.
Mas el capitán ama á otra, á una joven bella, dulce,
pura. La ama con amor inmenso, respetuoso, tierno; y
do rodillas ante ella le confiesa con rubor el sentimiento
vergonzoso que lo unió á la noble dama.
— Afrenta I rabia! Ahí— gritó Carmen cayendo
en tierra y ocultando el rostro onlre las manos.
El negro la contempló con cruel complacencia.
— Así, así esclamaba también aquella orgullosa
mujer, cuando se vio burlada, pospuesta, despreciada;
y se torcía en los paroximos de una cólera impotente;
porque, débil mujer, carecía del valor que vá á pedir
á los sombríos abismos de la venganza las delicias que
contienen.
Un hombre, un hombre que nada teme, y que ha
EL ÁNGEL caído 43
hecho del mal la esencia de su alma, viene á ella y le
dice:
Si yo le vengo del hombre que te ha ofendido, ar-
rebatándole la mujer que ama, y robándole para siem-
pre por la muerte ó la deshonra su cuerpo ó su alma
¿qué me darás 7
— Todo!— esclamó Carmen, alzándose impetuosa
y estrechando con fuerza el brazo del npgro— todo I ¿lo
oyes 7 Mi oro, mis joyas, mi poder.
— ^Eh! — dijo el negro con desdeñoso gesto —¿para
qué quiero yo tus riquezas? pueden darme ellas una
gota de felicidad?
— Qué deseas, pues ? Habla I
— ^Te amo— esclamó el negro.
— ¡Tú, vil esclavo!
— SI, te amo; y en cambio de tu venganza, quiero
que aceptes mi amor.
¿Quién podría esplicar lo que pasó en ese momento
entro la borrasca que devastaba hacia algunas horas el
alma de Carmen ? El orgullo y los celos debieron tener
un terrible combate, en que los celos triunfaron al fin,
pues la altiva joven depuso el ceño.
— Y bien — dijo — dame la venganza; y cuando la
haya saboreado juzgaré si vale mi amor.
— ¡ A.njel de luz, esclamó el negro con impetuoso
ademan, acabas de hacer alianza con el espíritu de las
tinieblas; y este, para hacer irrevocables sus pac-
tos, los marca con un sello de fuego.
4 i SUSl^OS Y MUklDAOKIl.
Y antes que Carmen hubiera podido impedirlo,
oprimió sus labios con un ardiente beso.
—Miserable I — esclamó la orgiillosa aristócrata,
me pagarás con la vida esta afrenta !
— Eres mia — replicó el negro — nos ha unido un
beso de amor, y me perteneces para siempre. Yo te doy
la venganza, y tú me darás la dicha. | Qué digo 1 Aca-
bo de saborearla en tus labios I ¡ Dicha suprema que
defenderé con celoso afán I El hombre que osare acer-
carse á ti, morirá. Maté á González porque te amaba,
y mataré á Monteagudo porque te ama. Lo he resuelto:
asi será.
Y dejando á Carmen anonadada de vergüenza y ter-
ror, p1 negro desapareció.
VI.
LÁ CITA.
A las once de la siguiente mañana, un yerbatero, en
compañía de sus verdes cargas, estacionaba frente á )a
casa de la condesa de Peña-blanca.
De pié y recostado en la olorosa alfalfa, ocultaba el
rostro bajo el ala disl sombrero, sin duda para guarecerse
de los ardientes rayos del sol, y dormitaba una deliciosa
siesta: tal era la negligencia de su actitud.
Sin embargo, al cabo de algún tiempo se incorporó
lentamente; y llevando la mano al bolsillo de su cha-
queta, tomó un objeto que miró por la abertura de su
raido poncho.
Quien hubiera seguido la dirección de su mirada,
hubiera visto un magnifico reloj cercado de brillantes.
4(> SUEÑOS Y RBALIDAUKS.
— Media hora de espora ¡—murmuró — y esa mal-
dita negra no parece
—El cazo le dijo á la o//a— cantó una voz detrás del
yerbatero.
— Rita I Acabaras de llegar i
— Guá ! sabia yo acaso que estabas aqui, disfraza-
do ? Imprudente ! no parece sino que está buscando su
destino.
— Ya empezamos? Sigúeme á la plaza que teiígo
que hablar- configo.
— Es mi camino; mas no puedo detenerme: me
manda la señorita:
— ¿Donde vas?
— Voy á llevar esta carta y volver en el momento.
— Una carta I Dámela.
— La carta que me dá la señorita para el señor
Monteagudo !
— Para él ! Oh I dame esa carta te digo porque
sino. . • . dijo el yerbatero á media voz, pero con terrible
acento, arreando sus cargas en pos de Rita, que al llegar
á la plaza se detuvo intimidada.
— Pero, Andrés, qué diré a la señorita ?
—Dame la carta y descuida.
— ^Héla aquí. | Dios mió I ¿ por qué me diste por
hermano á este diablo del infierno?
El negro cogió la carta y examinó el sello. Luego
sacó del bolsillo un corta-plumasy un lente. Espuso la
fina hoja de acero al rayo solar filtrado por el cristal, y
BL ÁrtGKL CAÍDO. • 47
cuando se hubo caldeado lo bastante, aplicóla al sübre
de la carta, levantó diestramente el sello, y la leyó.
— Llevas también una llave.
—Sí.
— Y bien, he aquí la carta cerrada y sellada como
la recibiste. Entrégala, y trae la respuesta. Te espero
aquí.
Un cuarto de hora después. Rila entregaba á su
hermano un billete sencillamente plegado, pero que pa-
recía guardar aun la huella de la aristocrática mano que
lo había escrito.
El negro lo abrió del mismo modo que el otro y se
puso á leerlo con avidez. El billete decía asi:
«Cualquiera que sea el peligro que amenaza mí
vida, bien venido sea, pues impide á la bella Carmen el
recibirme en su casa donde la hallarla rodeada de ím*
portunos, y la aconseja llamarme á un paraje solitario,
donde mientras ella me hable de ese riesgo que bendigo,
me embriagaré yo en la mirada de sus ojos, y en la melo-
día de su voz. Y aun está el sol en lo alto del cielo ! y
aun no es mas que medio dia I | Oh Dios ! nu nca llegará
la noche.»
El negro plegó de nuevo y selló el billete, sonriendo
con una risa siniestra.
— Lleva este billete á tu señora. Bita, que debe
esperarlo impaciente.
— Dices eso, Andrés, de un modo que me haces es-
tremecer . ¿ Qué intentas contra la niña ?
48 * SVBAoS T llCA&IDAi>fii.
—¿Quién le ha dado la osadiade averiguar misin-
trntos? Obediencia y silencio: he allí lo que te convie-
ne gi quieres vivir largo tiempo. Vete.
yii
LA FUGA
AlanodNcer d»tee dia» un oodbecliklMloBiiaMitMf
cenado partió de la otile do San Pedro. Aitmmb lUa é»
Platerosy San i^stin, torció á laiziiiuierda^ y sé <Hri|i6é
Ié portada dbl Callao.
BikáíIQal cocfan ibm daa pttiMiMM-^aiia tá^^éfi
edad inaduM y taa joven <
La priinara^ grave f meditabuiKia, paMeia haber to-
imdo tttai penes» pero Sítmef rmeltícioni. Lá última llb»
nbaeii tUeneio óoaei n»tro«culto«n(Mi ha riMoo^;
Ginmddeittñdo-de lasruedM^ é& Ibdr otlscte d« \6k
caballos se hubo apagado en la arena del camino, la jói^
)épdBl6 Ucabcnr» y paseóen tofno uds dolonM mirada.
bnaoitoooflMiutdMráimdevíttVébsdbfeel (Miu
50 SUECOS T RBAUDADKS.
saje. Las copas de los sauces se dibujaban sombrías so-
bre el azul estrellado del cielo; el grillo cantaba éntrela
maleza, y la brisa empapada en los aromas del azahar,
mecía con triste rumor las ramas de los árboles. .
La joven asomó la cabeza por el claro de la porte-
zuela y miró hacia atrás.
La última vislumbre de occidente se reflejaba con
tintes rojizos en los blancos capiteles de la portada; y en el
fondo oscuro de su arco, empezaban á brillar las luces de
la ciudad.
¡Limal murmuró la joven. Y el acento con que
pronunció esta palabra encerraba un mundo de dolor.
Limal— repuso su compañera — Lima que ya nonos
es dado habitar, hija mia, por mas doloroso qne sea aban-
donar ese hospitalario asilo de nuestra horfandad, donde
bfpiOfifwáaiioidias. felices, apétor déla suerte SEemiga
qua^itopceDJbstinada en.pérs^uimos, mfc ha pufétoen
lAtUepfaidadd^dt^pedQzar tu corazón.
— Áhl mamá! existia acaso esa necesidad? ■ ¿No té
b^J4irado qo yer i»as: á Felipe, con tal qne íne jdejams vi-
vir cen:a de él, respirar siquiera elaijreqtie él T^spiml:
: — ^ElbQopiry.el deb0r. ttieordenaa alejarte de &, Ire-
n^; el honor, y, el deber te ordenan á ti desterras del oóra^
zon eseaqoboír sacrilego* El honor y el deber, hija mia,
tienen leyes severas, que no transijen con niiigana debi-
lidad, i,
•^Tienes razón, msín^i tienes razón. Há habido,
m^metttosenqueheqD^ido rebelarme contra Uta deci-
»«L KHtíKL CVIM).
M
sienes; pero mi féen ti eslá demasiado arraigada eo el co<
rason. He aquí, pues tu hija, baz de su destine lo que
mejor le plazca* Pide á Dios solamente que me dé fuer-
za para resignarme con su voluntad, y no sucumbir en
esta Ikyrrible prueban
-^-Confia en su bondad, hija mia, repúsola madre,
procurando a&rmar su voz conmovida. ÉU que tiene
magnificas recompensas paira aquellos que cumplen su de-
ber en la tierra, te enviará, too lo dudes, la paz y la dicha.
Ábora lloras, peroílespue? te regocijarás.
-^l Después I— rmurmuró Irene-*- 1 después I que si-
glos de dolor encierra esta palabra I
. Éioelinandola cabeza pareció hundirse en doloro-
sa meditación.
. Entretanto, el coche había dejado atrás los 'úHiaoai
árboles de la alameda, y rodaba sobre un camino polvo^
roso* bordado de altas malezas donde cantaban millares de
insectos. Acercábanse ^á la ¿ojim, y ya á la luz de la luna
se distinguian los pardos techos del tambo.
' B^ repente» un jinete, que embotado hasta los ojos,
caminaba hacia rato á vista de los viajeros,- pero guardan-
do entre elloa una distancia calculada, puso á galope su
caballo.
El cochero, que sentado en el pescante cantaba des-
cuidado, interrumpid su canción para mirar hacia «tras.
En ese momento, el jinete que habia emp«lrejadoeI
coche dio un silbido.
Cuatro hombres surjieron de bajo de un matorral;
9V sinfteJr uémuam^.
dMde ellos delavievdn fosoaballos^ y lostOtimM apoáen**
roiiíde 1a8 lotejerasu El uno 1^ k te e^pUp las niOMM k
la señora, y el utrapuao á la niña desmayada e^l^S; imwmh
del e«ilDos«do, quien acareándose al cochero^ laostróle en
silencio, pero con ademan imperioso el OajninaddrCallia»
tomando ál el d^ Lioía, á todA la oaireca de su eabaUo.
Tod^ esto pad6 en el oorto espaeio dc^iuii mimito^
Lanifdre dió.grifos ^ppanAcsos;^y ligada comoaa iia<-
Uatoquisq aFfojarse á tienraÉ.
Pero de repanba se dptuTO pálida y aBj^dtnli. Un
penaaviienlo horrible hirió' súmenle, skoanda sqs lágri*
mas y cambiando su dolor en indágnacion.
^llnfam6hif^rüal*^^bmó-r£ua^ resignación
y se preparaba á huir con su amantel Que. la aangie da
tu fndre sea sobre lu cahezai» hija desnaturalizada} yo te
Hialdigol •
Y kdesdíohadflk miliar cayó desfiíUecida en el fbndtt
del oafl*uaje(qtfi9 porórdsodel raptor oorria en diroedo»
del Callao.
A lo nósma honi|ite kq viíjevop de|aJkett Linnt, Sal-
gar entraba aq ^n casa desputsde ki lista de eánco.
Una^muíer'lQ «aperaba sentada enelimbral de la
puerta.
-r-^iiásL . • . ün^ «arta suya, no ea verdad^ . . . .
BarotuiUoiBs} » » . ^ DsosudíoI cpié haaucedidé!
^|Ay) Señoit ¡jr&sut Bieroé no verá mas á la pobre
nifi^l
—Acaba do parUr para el Callao, y esta ncx^ho «e dá
á la v«la|pafa España.
^«-iPéffidal me ha engañado; Anoche mktno me
jüraba^seguif me y der^mia.
*^Nola Gúlpesu mercó. ¿Qué podia haoer la pe>bre
niña? Su madre la domina; y cuando habló la señero» élU
dijo siempre amen^
Pdru en lo que pasó esta mañaijiü á .cualquiera se la
doy • •
Figúrese m mercó que de reponte entraren» ácam doa
eaballefosiyqilelasencnraique parecía esperarloai him
pasear i uno de ellca de la cocina áldeswn ¿aventariéd*
dolo todo. Hecho fsto, volvieron al salón en dondl^ tmo
deaqiellos hombres^ sumando el javentfirio, dejó un sa-
co de oro y partió.
— He aqui, capitán Vázquez, dijala señora- al otro,
que se habia quedado en casa — he aqui la única fortuna
de la pobre viuda que lleva V. ¿ bordo, j Ahí cuan feliz
aali de España y cuan desdichada vuelfoJ . « • « Partimos
hoy en Reí
«-«Esta Boe^,. eplro (ios y , tres sin XaUa. Desé$ esta
numaná vipU una bfis» magpifioai
— ^Loado sea Diosl ..
•-•4AeU<ívo,pues vuestro oro. He aqui mi recibo.
Basto la aecH^
— Inés! en nombre del cielo, acabal ¿no iieai^ue^
muero de angustia? .
—A ello voy. Yo estaba escuofaaodoi y cuando oí
m .SCBÍ^O^ V REAUDADKS.
hablar de viaje, quise reñirá avisará su líiorcé; pero la
señora habia r^errado la puerta y guardádose la llave.
A las cinco me llamó. No sé lo que habia pasado.
La niña lloraba amargamente sentada en un rincón; la
señora estaba triste, y por momentos sus ojos se llenaban
de lágrimas.
— fnés — me dijo— ¿quieres seguirnos á España?
I Ay I señor, aunque yo la quiero tanto á la niña
sobre todo esto de irme fuera de Lima se me hizo muy
euesta arriba. ¿Dónde hallaría yo en esos mundos de
Dios nuestro regalo, el sahumerio, la mistura, loslim-
pioiids, Amancaes, el Puente, jbabl imposible, im*
posible!
•—Inés ! me estás dando ochenta muertes ! Qué le
dijo para mi?
•~La señora?
— ^Irene I
— Cuando la señora me dijo que era libre y queme
quedara, y me dio toda esta plata. . . .la niña me hizo
seña de que me acercase con protesto de acorchetarle el
vestido; y me encargó de decir á su mercé que le habia
sido imposible desobedecer á ñu madre; que iba á morir,
eso si, pero que su mercé la olvidara.
—{Ahí creíste eso posible, Irene? Yo te haré ver
que te engañas 1 yo te haré ver como sabe amar el cora»Ai
queteaffiat
— Donde va su mercé, por Dios ?
«o^A correr m pos suya, i arrojarme á los pies di*, su
madre, á. podirle. . . .á. pedirle qua me dé la mflepte I
dijo Felipe mooteiido ¿ cabalo y pafUendoátod^jii^ida.
^ Las caUes, lo portada, k alameda; lotlo I9 de|á airas
en breves instaotes; y epriando con impaeieofoia las re«-
vueltas del caibino» cürria en Jinoar^td, sallando ta-
pias y matorrales» sombrío, silencioso, con la, mirada fija
en el horizonte, pareciéndole á cada momento ver per-
ders>een la azul lontananza, las blancas velas de la nave
que le arrebataban á su amada.
De pronto, Salgar divisó un jinete que corriendo
en dirección opuesta venía d encontrarse con él. Lleva-
ba eslendido entre sus brazos el cu-^rpo de una mujer
cuya cabeza iba echada hacia atrás, y á la luz de la luna,
velase ondear al viento su larga cabellera.
A diez pasos de distancia aquel hombre que habia
reparado en Felipe, torció hacia la derecha y dando es-
puela á su caballo, cojió un sendero que cruzaba los
campos. En ese momento, la mujor que llevaba consigo,
y parecía muerta ó desmayada se enderezó de repente, y
tendiendo los brazos ¿Salgar, gritó con angustia:
— j Socorro 1 1
k\ eco de aquella voz, Felipe se estremeció, y echan-
do mano á la espada, se arrojó sobre el raptor.
Este, viendo que le era imposible defenderse soltó
su presa y desapareció.
— I Irene ! csclamó Felipe, cayendo i los pies de su
amada.
írone vaciló un momento, miró hacia atrás, divisó
M SUEftOB Y 1lfiAUD4ȣS.
¿ lo tejos el coche en que se alejaba so modre; \m§3
miré á Felipe, que )a imploraba con admHm supticaulB*
^ Oh I maA« mia I peréoB l--esclamó<— Yo ha-
bía consentido en morir por otoeáec^rit; peito no tengo
fuerzas para Yotver á comenzar mi suplicio !
Y se arrojó llorando eq los brazos de Salgc» .
VIH
EL ASESINATO
Uii hombise, entrando á brida suelta por la portada
de Guadalupe» se detuvo delante de un callejón en la
calle del Sauce.
— Candehrio^dijo A media voz.
—Capitán— respondió un n^ro que parecía espe-
rarlo hacia rato en la puerta del callejón.
— ^Hiciste mi en€aigo?-Mxmtintt6 el primero ec^ai^
do pié A tierra.
—Si, capitán.
-«^Afilado y empítado 1 '
--Empilado fuertemente, y afil(i4e por el me^
amolador. Hele aqui.
— BSen. Dendeestá FraocfíKO? '
5vS &U£Í^OS T 11EALIDAD£S.
— En la calle de Escribanos, acechando á nuestro
bombre, que no ha mucho tomaba un baño y ahora se
estará TÍstiendo.
— Las ocho ! Ya es hora de apostarnos.
bió un golpe en la grupa á su caballo, que á esta
seña, entrando en el callejón, se perdió entre sus oscu-
ras encrucijadas.
Los dos hombres subieron calle arriba, y luego se
dirijieron hacia la plazuela de San Juan de Dios.
Llegados allí, el uno se quedó en la boca -calle que
hoy cruzan los rieles del ferro carril, y el otro fué á apos-
tarse en la mitad de la plazuela bajo las ventanas de la
Micheo.
No de alli á mucho, oyóse á lo lejos un prolongado
silbido que repitió luego el negro apostado en la esquina.
Poco después a panepió ua ^hombre aj^jue^loy ^elegan -
.to; cruzó la calle y siguió, elf.cpstado derecha de la pla-
zuela, alumbrada entonces por los rayos de la luna* , ^
En el mismo instante, aquel que parex:ia\ (esperar
apoyado en la puerta cerrada de una tienda, incorpo-
rándose de repente, vino idere(;bo y con paso mesMiado
al encuentro del que iba, .quien» prcocvpadQ ^in.duda
de algún pensamiento, no hizo en ello aU^nuion nin-
guna.
Al cruzarse aquellos honibres,. brilló un. relámpago,
ojóae un grito aboigado, y nao de ellos rodó en tierra.
El asesino se inclinó sobre óli.rcgislró; susbolsillos,
apoderóse de una llaye^ y- yendo hacia, el hombre que
BL ímgkl caído. 50
hab(ifr<te)adoren acecbo, y que se -había ya ijeimidocon
aquel que vino siguiendo al desconocido. • '
— Candelario— le dijo -recoge mi puñal; pcroguór-
£MjQÚe tocar un'pelo siquiera de ese cadáver: en ello te vá
la vida« Por.lo demás» ya sabes: en caso de aprehensión,
tú lo mataste, tíi; y nadie te saque de abi, que aquí estoy
yo para librarte, €ual(}uiera que sea el peligro un que
te halles.
'En cuanto á ti, Fraheísco, achácalo lodoá tu amo.
Por bueno que sea contigo, recuerda que es blahcói y basr
ta. ' Ckiidado, puesl'
T volviendo sobre la derecha, tomó la sombra y atr«*
resóláplazu^a.
-^Imen!*--éíj6 Candelario --menos en la de recoger
el puñal. ¿Cómo acercarse al muerto sin cpie tienten á
unertstianoMóli^dbs gruesos diamantes que desde aqut
Yeo brillar en su pecho y en áa dedo?
Haya mos; h uyamos presto, Fraaoisco, que las mam»
toé hormiguean.
Y ambos echaron ó correr.
Entretanto, el asesino atrevesó á paso largo la calle
deBe1en,ydeteniéndose delante de una pu>irtai después
que hubo consultado* su námero, abrióla con la llave ne
^lialiíiá quitadotil cadá^^r, y se introdujo en un vasto jar-
ditt plJBintado de árboles y cubíertode empairrados:
11 ruidaque hieota puerta al abrirse, saiiéodo de
entreel follaje de una glorieta, Carmen Mohtelar s? ade-
lantó al encuentre del que llegalM.
60 aVtdHi T ftUUMUMSS.
Pero A verk), detátdM de repofite y uehmAooD^iH-
panto:
--Noeíél!
*-No, por cierto— repuso el piro M tono de isga^ iié^
no soy el que esperaban pero en cambio soy aquél qaé sabe
eumplirsus propósitos. :
«^ Andrés! . . , 4 ¡Oh't lo ha asesioafdoS^^^-eaolam'^
ella y cayó al suelo sin sentido.
£1 negro se poso á contemplarla con itisolente com-
plaedncia !
Qué hermosa es I— decia — | Y pensar qtie ésCé bello
cuerpo estendido á mis píes, podo ser mioafaOrCí lídsmo,
y embriagarme con todos los tesoros de hechizo y de vo-
luptuosidad que encierra ! • . 4 . CapitA* Salgar 1 caro me
paganrás el eocuentiio de esta noche I
Ten^ sed de esta mujer: la amo con un amor rabió-
os; y tener aun queeapeitarl jOhl
Álqae algunos pátos^ y yendo A una acequia que
atravesaba el jardin, cogió agua en la palma de la mano
y roció el rostro á la joven, que abrió los ojos y se levantó
asustada.
. —No temas— la dijo el negro— Una lai^a hora has
estado á discreciod tnia, tú, que habi^s venido aq;ui para
haeerttie traick»; mieía yo kio he querido vengarme de (o
deslealttd; te he respetado^ y mi mano.no se ha estendido
ni aun ¿ la orla dé tu v^lo^ Pero tcuérdata^ Cáfme^ Mon-
telbr, quedl diaí^qüe tafelltneigtte la honra ó la vida d^tu
rivol, serás mia; y que nO |K)dráfl ekdir el euniipUinioiíAo
EL ÁtiGS.1 CAIDO. 61
de tus promesas» aunque te ocultes en las entrañas de la
tierra. Adiós.
Aquella misma noche, Candelario y Francisco fue-
ron aprehendidos y el primero declarado asesino del il us-
tre Honteagudo.
IX.
EL VOLUNTARIO
La mañana siguiente, cuando Carmen delante de su
espejo contemplaba la palidez que los sucesos de la noche
habían dejado en su mejilla, vio entrar á su hermano yes
tido de militar.
—Qué es esto, Gabriel? Con un uniforme á cuestas!
— Ya lo ves, querida mia: he endosado la casaca y
soy una plaza mas en el batallón Arauro, que hasta hoy
guarneció Lima.
— En el Arauro I
— SI, y en la compañía del capitán Salgar Pero
nada mas ves en mí?
—Calzas espuelas. Te marchas?
—Marchamos al campamento, que está entre Baqui-
EL ÁNGEL CAÍDO. 63
janoy Bella vista; y dos horas después nos embarcamos
para Arica.
— Se vá Corazón I cuanto lo amas todavia !
— En la madrugada el cuerpo ha recibido orden de
partir y el £eom(í(» nos espera en Bocanegra, donde nos
embarcaremos para evitar los fuegos del castillo.
Sabe Dios que yo no amo la vida de soldado; pero me
arrojan en ella ¿sabes qui?
— Penas de amor!
— Si ! ayer perdí la esperanza ya: Irene partió con su
madrea España.
— Partió! — murmuró Carmen — Maldición I y mi
venganza? Oh! al menos, quiero ve^lo á él; gozarme en su
dolor !
Y volviéndose á su hermano:
— Crtthriel— ltíidi>o-^no iíq3) separemos tan presto:
qjaiero aeompaoatto hasta la playa. Voy á prieveúirá
mi tia, pi(}o.el coobe y parto.
— Mucho Ja agradeceré, hermadita; pero apresúrale.
£1 batallou esl¿> formado y v¿ á ponersQ en marcha.
LA LEONA.
Poco después en \a playa de Bocanegra, y entre el tu-
multo del emborqua» f^tia mujer, lanzándose de un car-
ruaje, se mezcló al jentlo. Era Carmen Montelan
Un hombre m 'le aoereó y le habló* al oído.
Carmen se puso pálida; pero en sus o'fi» brilló una fe-
roz alegria.
— ^Te sigo— le dijoT— y desapar^ió con aquel hom-
bre.
El Arauro se había embarcado, y ^1 Leónidas solo es-
peraba para darse á la vela la llegada de un oficial, cuyo
retardóse achacaba á una orden superior.
— Diablo de Salgarl — decia el coronel, dirijiendo su
anteojoá tierra— que puede detenerlo todayiat Fuéá
KL ÁNGEL CAÍDO. 65
traer los estados del cuerpo que oWidé en la mesa del
General Salón y que le encargué ir á buscar, porque él
era el único que estaba á caballo. No quería ir y ahora
no quiere volver.
— Allí viene un bote. Trae quiza á Salgar?
— Nó: en él viene un paisano.
En efecto, un hombre envuelto en una ancha capa y
el sombrero caído hasta los ojos, saltó en un bote, puso
una onza en la mano al barquero, y le dijo con voz breve:
— Al Leónidas.
— ^Soñor— repuso vacilante el barquero ~estoy espe-
rando al capitán Salgar.
— Pierdes tu tiempo, no vendrá. Vamos.
Y muy lu^o el desconocido abordó al bergantín,
subió ligeramente su escalera de cables, atravesó los gru-
pos de soldados, y descendió furtivamente á la bodega.
Llegado alli, pasó una ávida mirada sobre la mul-
titud de equipajes amontonados en aquel sitio, é inclinán-
dose sobre las placas en que estaban inscritos los nooibres
de sus dueños leyó:
— ^Mayor Alvarez: Teniente ¡Goloma, ComandaotJB
Gómez, Capitán Salgar
— Hela aquí.
Acercó ios labiosa un pequeño agujero abierto con
disimulo sobre la cubierta de un baúl, y dijo con voz baja:
— Irene?
— ^Felipel Al fin I — ^respondió una voz swda desde el
interior del baúl.
5
66 SUECOS Y RBAUDADES.
— ¡Ah! estabas aquí y lo esperabas! Pues sabe que no
vendré,
■ — ^La Leona. ..... Dios uiio! soy perdida!
— Sí, la leona á quien heriste en el corazón, la leona
que te tiene ahora bajo su garra, y que no te soltará.
—Felipe! Dios miol Felipe!
— EnyanoloUamas. Acusado de conspiración, Fe-
lipe acaba de ser aprehendido y se halla en el campamento
con centinelas de vista.
— Cielo! qué va á ser dé él !
— Piensa en ti, en prepararte á morir. En cuanto á él
yo soy noble, rica, y hermosa y lo amo: es decir, lo puedo
todo, y lo salvaré. Asi, mientras tú mueres aquí desespera-
da, yo libre de tu fatal influencia, reconquistaré su amor.
— Me ahogo! Piedad! .... Socorro.
— Nadie te oirá; y antes que aquí baje alma viviente
habré yo llegado á Lima.
— ^Limaí — esclamó la desventurada, y exhaló un
hondo gemido — Lima!
Y el recuerdo déla mágica ciudad, desús frescos jar-
dines, desús bosques de naranjos y sus embalsamadas au-
ras, lodo lo espresó el acento con que esta palabra se exha*
ló de su pecho falto de aire.
— Sí — replicó la otra— Lima, que lú no verás yá, y
donde á mí me esperan largos días de dicha y de amor con
Salgar.
— Pues bien — esclamó la desdichada Irene— si tie-
nes la certidumbre de recobrar su amor ¿por qué quieres
Kk ÁNGSL caído. 07
mi muerte? ¿quÍ! puede inspirarte el bárbaro placer de
verme morir en las convulsiones de esta atroz agonía? Ahí
sin él yo no quiero la vida, y la abandonaré á tu venganza;
pero |en nombre del cielo, ten piedad de mil sácame de
este sepulcro, vuélveme á la luz, al aire! deja que respi-
re todavia el perfume délas flores, el ambiente cálido
del dia, la brisa embalsamada de la noche, y después, te
lo juro, moriré!
Asi hablaba la pobre niña con voz suplicante que ha-
bría ablandado el alma de un tigre; pero la herida que
sangraba en el corazón de Carmen habia estinguido en
ella toda piedad.
— |Ah! — dijo— tú gimes ahora y me demandas pie-
dad! ¿Quién la tuvo de mi en el largo martirio de mi amor
ultrajado, en las eternas horas que pasé acechándolas ca-
ricias que te prodigaba mi infiel amante, ahogando gritos
de rabia, y destrozando con las uñas mi pecho, para qué el
dolor material embotara el dolor del alma? ¿qoién tuvo
piedad de mi en los solitarios insomnios de mis noches,
en quecadamomentoeraunsiglo, y cada latido del co-
razón una tortura? Oh! tú triunfabas entonces y reias
de mi humillación. Mi vez ha libado y yo rio ahora de
tus cobardes gemidos — Muere!
1 dejó la bodega, sin escuchar los sordos gritos con
que la desdichada Irene le pedia la vida.
XI.
EL RECLAMO.
£1 bote, que atracado al bergantín, esperaba á su pa-
sajero, fué inyadido por cuatro oficiales de la diyision si-
tiadora que se yolvian á tierra.
— ¿Qué esperas? — preguntaron al barquero.
. -— Espero a^ señor que me ba pagado el bote. . . . Pe-
ro hele aqui que baja.
Los oficiales hici^on lugar al recién llegado^ y el
barquero remó hacia tierra.
Un hombre esperaba en la playa. Inmóvil, y suge-
tando un caballo por la brida, tenia la vista fija en el bote
que se acercaba.
Guando los pasajeros saltaron en tierra, se acercó al
embozado y le dijo por lo bajo:
■L ÁNGEL caído. 09
— ^He cumplido mi promesa. Carmen Montelar.
cuando cumples la tuya?
— Caballeros— dijo ella, vjlviéndoseá los oficiales —
veis ese hombre? Es Andrés, el Rey Chko, capitán de los
salteadores que asolan el camino de Chorrillos y la Tabla-
da de Lurin. En nombre de la seguridad pública, echadle
mano.
Pero antes que ella acabara de hablar, el negro, sal-
tando con ligereza sobre el lomo de su caballo, hizola una
seña de amenaza, y huyó, enviando por adiós á los oficia*
les que se preparaban á aprehenderlo, una irónica carca-
jada.
Cuando Carmen, dejando su disfraz y recobrando sus
vestidos que habia dejado en una choza de pescadores, pi-
dió su coche, supo que habia sido tomado para conducir á
un oficial que acusado de conspiración, y aprehendido
en el momento de embarcarse, después de una tenaz resis*
tencia, en la que mató á algunos soldados, reducidoá pri-
sión, se habia vuelto loco, y cargado de cadenas habia sido
conducido ¿ Lima y encerrado en San Andrés.
Al escuchar esta noticia, Carmen palideció y el nom*
bre delf elipe se mezcló en sus labios con un gemido.
Pero luego, otro sentimiento clamó mas alto en su
alma que el dolor. Y llevando la mano al corazón,
— jSilencio! —esclamó— jsilencio, rebeldel Te has
vengado y gimes todavia? No puedes vivir de anvor. Y
bien ! yo te haré vivir de orgullo.
XII.
ESCENAS DE A BORDO.
El primer día de navegación se pasó alegremente á
bordo del Leónidas. Los oficiales del Arauro rieron, canta-
ron, refirieron aventuras, y bebieron sendas copas á salud
del desconsuelo en que habían dejado á sus queridas.
Al dia siguiente, el fastidio comenzó á darles caza, y
hrgos bostezos corrieron de babor á estribor. Hastia-
dos de la gravedad de hombres en aquella estrecha cu-
bierta, volviéronse todos niños; y mientras el coronel
empeñaba largas partidas de ajedrez con el capitán, los
oficiales apuraron el trecillo, los efcondidm, el toro, la ra-
yuela, &.
— A la vara de Moisés— gní6 el piloto.
— Qué juego es ese?
EL ÁNGEL GAIM. 71
-7-Es un juego de mi paÍ8,.y muy bonit), como uste-
des van á verlo.
Se le vendan á uno los ojos, y poniendo en su mano
una varilla se le deja en libertad. El vendado vaga pro-
curando guiar sus pasos hacia algún objeto que le intere-
se; y cuando lo juzga al alcance de su vara la deja caer so-
bre él. Entoncesel objeto es puesto á su disposición; y
siempre bajo la venda, si es un pastel lo parte; si un ca-
nasto lo destapa; y si es un hombre le da un bofetón.
— Magnifico! Yo quiero ser el vendado!
—Yo.
—Yo.
— Pues señores, echar suertes.
La suerte cayó sobre Gabriel.
—Alférez— dijo el piloto, vendándole y dándole la
varilla— recomiendo á Y. una gran caja de confites á la
rosa que el capitán guarda en su cámara, al lado de la
mesa de ajedrez. La gracia del juego esta ahi: obligarlo á
dar la llave.
—-Oh! piloto un abrazo por la idea! y campo !
Apartáronse todos y Gabriel comenzó con denuedo su
marcha; solo que, en vez de guiar sus pasos á la cámara
del capitán, los estravió hacia la bodega.
Llegadoá la escalera, descendióla con rapidez, cre-
yendo firmemente que bajaba á la cámara del capitán; y
después de vagar un momento entre la multitud de obje-
tos amontonados allí, dejó caer su varilla.
—Un baúl de Salgar!— murmuraron, riendo mali-
1i SUEÑOS V RBALIDADG«i.
ciosamente potólo bajo— Diablof Tá á encontrarse con las
cartas de su hermana!
—Quéchistel
— Piloto, déle V. esta llave. Es de un baúl chico,
como ese, y debe irle bien.
Dióle ia llave el piloto, y Gabriel abrió el baúl
Un grito de horror resonó en la bodega.
El joven arrancó la venda que cubría sus ojos.
Qué espectáculo! El cadáver de Irene yacia á sus
pies.
En el yerto semblante de la desventurada joven ha-
bia quedado grabada la huella de una horrible agonia.
Desde entonces, Gabriel no pronunció ni una sola pa-
labra. Apoyado en un mástil, inmóvil y la mirada fija en
el horizonte, mostrábase enteramente ageno á la impa-
ciencia con que sus compañeros deseaban la tierra.
Dos semanas después, el mismo dia que desembar-
caron en Arica, el joven alférez desapareció.
XIII.
EL RAPTO.
Una bella noche de marzo, clara, ardiente y eslrella-
da, verdadera noche de Lima, Carmen Monlelar, hermo-
sa como ella, y como ella vestida de negros cendales y co-
ronada de brillantes, paseaba los manumenlos de Jueves
Santo.
Las borrascas del alma no habian dejado ni la mas
lijera huella en su pura frente y sus limpidos ojos; y nadie
habría sospechado la presencia del criluen bajo las suaves
ondulaciones de su albo seno. Al contrario, habriasedi-
cho que se habia vuelto mas bella. En efecto, mezclába-
se ahora ¿ su mirada y á su sonrisa una espresion miste-
riosa que la hacia mas seductora; y su voz habia adqniri-
71 MreNos y realidades.
do iina melodía eslraña que conmovia profundamenle las
mas íntimas fibras del alma.
Por eso, nunca vio tantos adoradores suspirando en
torno suyo; y por eso aquella noche en los calles y en el
templo, seguíanla solícitos, prodigándola lisonjas.
Fastidiada de tantas adulaciones, Carmen procuró
ocultarse entre las sombras de una nave, y saliendo por
una puerta lateral, tomó una calle escusada.
En la esquina de aquella calle estaba al parecer en
acecho un hombre envuelto en un poncho y apoyado en
su caballo.
Cuando Carmen se hubo alejado una cuadra, aquel
hombre saltó sobre su montura, y partiendo á toda brida,
alcanzó á la joven, levantóla en sus brazos, envolvió su
cabeza entre los pliegues del poncho, sofocó sus gritos, y
desapareció con ella entre los escombros de una calle-
juela
Tres días después, á las diez de la noche, una mu-
jer pálida y desgreñada, llamó á la puerta de un monas-
terio, pidiendo hablar con la abadesa.
La santa prelada dejó su humihle lecho y acudió
luego á aquel llamamiento.
—Qué buscáis aquí, hija mia ?— dijo la abadesa.
— El velo de religiosa — respondió la forastera.
La abadesa la atrajo á sí, y la puerta se cerró tras
de ellas.
xn.
BEVEL4CI0NES
Poco despu s, el famoso Rey Chico, azote de los ca-
minos y terror de las poblaciones, sorprendido solo en
una de sus guaridas, después de una resistencia desespe*
rada, fué aprehendido y encerrado en Carcoletas.
Tantos, tan enormes eran sus delitos, que no medió
mucho tiempo entre su aprehensión y su sentencia de
muerte.
El negro la escuchó con aparente serenidad; y cuan-
do puesto en capilla, le enviaron un sacerdote, burlóse
de él y le volvió las espaldas. Su madre, la pobre Nico-
lasa, vieja y casi ciega, se arrastró llorando hasta la puer-
ta de la cárcel, y pidió que le permitieran ver á su hijo
para exhortarlo al arn^pentimiento y darle su bendición.
70 SüE.NOS Y nEAUDADES.
Concediéronle esta gracia; pero él rió de su dolor, y
mandó decirle que se volviera á la cocina.
La desventurada madre fué á echarse á los pips de
su ama y la reveló aquello que hasta entonces habian
ocultado á la anciana condesa, abrumada de años y de
pesares, medio paralitica, y mas triste y abatida después
de la desaparición de su sobrina: refirióle ía prisión de
Andrés, su condenación y su impla renitencia.
La condesa gimió aniajrgamente al escuchar la re-
lación deNicolasa; y cuando supo que Andrés rehusaba
disponerse para morir como cristiano, pidió su coche, y
haciéndose conducir á Carceletas solicitó ver al reo.
Concedida la licencia, lleváronla en brazos á la ca-
pilla, pues su debilidad le impedia marchar sola.
Al ver á Andrés en aquel terrible sitio cargado de
cadenas; la condesa se echó á su cuello llorando.
— Oh I Andrés Andrés I— exclamó— quien me
hubiera dicho que un dia habia de verte asi I
— Ah! ah! ah ! ama, mucho tiempo ha que de-
biste suponerlo. O de no, di: ¿no es verdad que me
criaste para hacer de mi un malhechor?
— Qué estas diciendu, ingrato I ¿No te he criado
en mis brazos, á la par con mi*hija y mis sobrinos con el
mismo mimo v la misma educación.
— Hiciste eso siempre ama ?
— Ahí hijo, después,* cuando ya fuistes un hom-
bre me vi en la necesidad de separarle de mi, porque la
suciedad desprecia á la gente de tu raza; pero sabes bien
EL -ÁrsiiEl. CAÍDO. 77
que fué muy apesar mió, y solo en tu interés, por evitarle
desaires.
— Y ¿por qué hiciste un dia lo que no habiasde
hacer siempre? Tú eras mi ama, yo tu esclavo, es cier-
to I pero ¿ quien te di 'S facultad para hacer de mí lo que
no era, loque no podías hacer que sea? Esa estúpida
Nicoiasa tiene razón: tú debiste dejarme con ella en la
pampa.
— Cual habrías sido entonces si
— Estás tan estúpida como Nicolasa. ¿A qué ar-
rancarme á mi infeliz condición, á qué elevarme hasta ti,
para después proscribirme? Hallarías tú agradable el
lodazal después de habar respirado en las regiones del
éter?
—Pobre Andrés I Si solo hubiera sido por mi, yo
me habría alejado de las gentes de mi rango para guar-
darte á mi lado. . . .
Pero alejemos estos recuerdos inoportunos en esta
terríble hora. Andrés, hijo mió, he venido á pedirte
que aceptes los auxilios de la santa religión que te he en-
señado, Ay 1 muy luego te seguiré al sepulcro; pero
deja que parta con la esperanza de encontrarte en el
cielo.
— Qué ganga ! Y qué es necesario hacer para eso»
ama?
— Arrepentirte de tus crímenes Andrés, pedir perdón
á Dios, implorar misericordia.
— Y ¿en qué forma?
78 SUEf^OS Y REALlüADES.
— Confesando tus pecados y recibiendo la absolu-
ción de un sacerdote.
—Bien mirado, quien debe oir mi confesión eres tú,
ama; porque mis mas grandes pecados han sido contra
ti. Vamos, escucha mi confesión; y si juzgas que no
tuve razón en lo que hice, me arreprntiré deveras á los
pies de un confesor.
La buena señora, ofuscada por su pena, lo creyó al
pié de la letra, y armándose de valor, púsose á escuchar I
los delitos de aquel que habiá criado con los desvelos que
se prodigan á un hijo.
El negro se sentó á su lado, y tosió con aire de
burla.
— Atención I ama, porque comienzo.
— Tú fuiste mi primera pasión.
— (Andrés!
— No dicen los clérigos que es pecado amar 1 Pues
bien yo t ? amé. Tu misma diste para ello ocasión. De-
jábasme ver tu belleza como si yo fuera uno de los pilares
de tu cama. Creías ama que porque yo era negro no era
hombre? Asi, te amé, y aborrecia á cuantos á tí se acer-
caban. Al amo no hay para que decir que lo detestaba:
era tu marido.
El me pagaba en la misma moneda ¿le acuerdas?
Ya se vé ! quién no adivina aun rival .
Un día crecieron tanto mis celos que fui á buscar al
criado de un boticario, y con el oro que tu me dabas
le compré un alfiler templado en ácido prúsico.
EL ÁNGKL caído. 7Q
A. la mañana siguiente encontraste al amo muerto en
la cama ....
—I I Ah ! I !
— Qué es eso ama?
La pobre anciana babia caido sin sentido.
El negro fuéá tomar un vaso de agua, y roció con
ella las sienes á la condesa, que abrió los ojos dando un
gemido.
— Ama, muy í>ronto comienza á (laquear tu valor.
Todavía hay mucho que decir.
— Monstruo ! Y pensar que lo tuve al lado mió I
— Y lo que es mas, enamorado de tí.
Pero después comenzaste á envejecer. Se cayeron
tus cabellos, tus ojos perdieron su brillo, diste en arras-
trar los pies. . . .
Mas en cambio, las niñas se volvian cada dia mas
lindas. Qué espléndidas cabelleras I qué ojos! qué
donaire I . . . .
Amé á las dos: á Manuelita la rubia y á Carmen, la
bellísima morena.
Carmen de lo alto de su soberbia no habia siquiera
sospechado mi amor. Manuelita, mas perspicaz que tú,
lo adivinó; y redobló el odio que me tenía, y se com-
placía en exasperarme hablando de su novio, de su amor,
y de su próximo enlace.
El negro se interrumpió; y mirando á la oondesa
como el asesino mira el sitio nn que ha de hundir el
puñal.
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XV.
EL ENCUENTHO
[Jn dia, no ha mucho tiempo, el claustro de uno de
nuestros monasterios prosenlahaun espectáculo singular.
Innumerables corrillos de monjas y seglares discu-
tían á media voz, comentando hasta lo infinito un inci-
dente de picante actualidad.
Era el caso que* una monja moribunda pedia para
hacer su confesión á un santo misionero recien llegado
de Palestina y precedido por la fama de eminentes tirtu-
des. El Santo Padre le habia hecho altas concesiones
que ¿1 aplicaba á las dolencias de las almas con todo el
celo de una ardiente caridad.
Lima lo veneraba; y la Italia, la España y la Francia
ti Ángel caído 83
El hombre de Dios se acercó á la moribunda y quedó
solo con olla.
— Padre iiiiü — dijola religiosa alzando el velo que
basta entonces ocultaba su rostro -vedaqui una mujer
cargada de crímenes. . . •
— Hija mia — la interrumpió el misionmo, mostrán-
dole un crucifijo— he aqui un Dios todo clemencia y mi-
sericordia. Ten confianza en su bondad infinita. El,
que perdonó á Magdalena, guarda también para tilos
mismos tesoros de indulgencia.
— Oh I padre mió, ella amó y yo no he amado nun-
ca, porque he vivido poseida por elorgulla, eseimplacu-
ble demonio, que lomando la forma de los mas nobles
sentimientos, los emponzoñó en mi corazón, convir-
liéndolos primero en egoismo y después en crimen I
I la moribunda reveló al misionero los profiindos
arcanos de su alma.
El santo religioso, con los brazos cruzados sobre el
pecho y el pálido rostro oculto bajo los pliegues de su ca-
pulla, escuchó inmóvil y mudo aquella confidencia.
— He aquí, padre mió, labistoria de mi vida — dijo
la monja al finalizar su larga confesión. ¿Creéis que
esta horrible cadena de crímenes puede alcanzar perdón ?
— La misericordia de Dios es inmensa, hija mia:
dudar de ella es dudar de su grandeza.
— Padre I —repuso la moribunda con voz apagada —
un pensamiento terreno pesa lodavia sobre mi corazón,
y turba mis últimos momentos. | Mi hermano I Era-
86 5ubX'os y heujdade?.
mos huérfanos; crecimos como dos avecillas en un nido
solitario. Debíamos amarnos, y ól me amaba; pero yo
despedacé su corazón, agolándolo para su dicha en la
primavera de su vida. Qué fué de él ? Lo ignoro. Va-
ga quizá en este mundo, solitario y desdichado.
— 1 Dios ha tenido piedad de él y le ha abiertj sus
brazos 1 Carmen ! — añadió el misionero, echando hacia
atrás la capulla que cubría su rostro— muere en paz, her-
mana mia: tu hermano también le perdona I
— I Gabriel I articuló la voz eslinguida déla mo-
ribunda. El misionero levantó los ojos al ciólo, y pro-
nunció las pal&bras de la absolución.
Luego, y después de haber contemplado algunos
instantes el rostro inmóvil de la monja, tendió la mano
sobre sus apagados ojos y los cerró para siempre; colocó
sobre su pecho el crucifijo, enjugó una lágrima, última
gota délas tempestades del mundo, y recitó las solem-
nes palabras del Deprofundis.
Lima \%fí'i.
EL TESORO DE LOS INCAS
LEYENDA HISTÓRICA.
i.
El tesoro de los Incas ! Estas palabras Hiwan desde
luego la mente á la sagrada metrópoli de los hijos del Sol,
al emporio de su pasada grandeza— al Cuzco!
El Cuzco es la ciudad de las leyendas fantásticas, de
las maravillosas tradiciones. £1 piso de sus callos es so~
noro cual si cobijara inmensos subterráneos; bajo el pa-
vimento de sus templos murmuran las ondas de ignoto s
raudales; las piedras de sus cimientos están asentadas
sobre las minas de oro; y en las oscuras noches de conjun-
ción se elevan de su vasto recinto esos pálidos meteoros
que el vulgo mira con tanta codicia como terror.
Mezclando á la belleza de la balada la gracia del idi-
lio» derrámanse como un puñado de joyas en las verdes
sinuosidades de una quebrada; y envuelta en su florido
manto orlado de eternas nieves, la mágica ciudad fmje
dormir indolente y olvidada de su grandioso pasado. Sus
90 SUE.^OH Y RBAUDADES.
guerreros se han convertido en pastores; sus vírjenes,
apagado el fuego sagrado, han abandonado el templo; y
sus ancianos acurrucados cual mendigos al borde de los
caminos y las canas cubiertas de polvo, tienden al via-
jero una mano desocada por el hambre.
Pero aproximaos y mirad de cerca á esos ancianos, á
esas vírjenes, a esos pastores, y veréis brillar furtiva en
sus ojos abatidos la sombría luz de un misferio. Apren-
ded su hermosa lengua, y escuchad las pláticas de sus
largas veladas en torno al hogar de las cabanas, y creeréis
oir las simbólicas endechas de los desterrados de Sion
bíjjo los sauces de Babilonia
¿ Qué pensamiento arde bajo la paciente resignación
con que sobrellevan su infortunio? Es3 vestido de gala
conservado siempre al lado de su eterno luto, ¿qué espe-
ranza revela ? y ¿ cuál €s ese secreto ;^trasmilido)de,'gene -
ración en generación y guardado tan reügiosamcnle entré
los harapos de su miseria ?
Todo est ) lo encierra para ellos una palabra —
— Hall pa- mama.
Hallpa-mama! eHiñam^n después del nombre de
Dios en sus plegarias— Hallpa-mama-^pepilf^n vertiendo
en tierra la primera capadesas festines —Hallpa-maaia
murmuran en las horas de quebranto, ouando eJ yugo de
su perdurable servidumbre pesa demasiado;!y esta mistir
ca palabra difunden v^Jory la serenidad en sus^lmas,
y parece conlenf^r en si p1 arcano de su desíino.
II.
Un dia, poruña hermosa alborada de eslió» miünlras
la ciudad dormia, y que la azulada ai* bla del alba se
elevaba al cielo con los primeros cantos de las aves, contó
un himno al Creador, un hombre envuelto en una capilla
parda, torvoel ceño, los cabellosen desorden y el chiipéo
de larga pluma puesto de lado sobre eleiUrecejo, salió de
una casa, cuyo postigo abierto durante la níxlio, había
dado sucesivamente entrada á numerosos visiladores.
Saludó con una maldición la luz del nuevo dia^ y
después de vacilar un momento sobre la dirección que
habiade tomar, deslizóse apegado al muro y costeó la
pendiente de las calles que por aquel punto se eleva hasta
los primeros matorrales de la campiña.
Su andar, ora lento, ora rápido; la sombría expre-
sión de su semblante y el brusco ademan con quede vez
en cuando se arrebujaba en su embozo, lodo acusaba en
V)2 SUEÍQOS Y REALIDADES.
aquel hombre una de esas tempestades del alma que en
los buenos hacen nacer el heroísmo— en los malos el
crimen.
Dejó atrás sin detenerse las últimas casas déla ciu-
dad, y siguió la senda flanqueada de malezas que conduce
al Rodadero.
Al llegar á las primeras rocas de a']uella empinada
cuesta, torció maquinalmen te hacia á la derecha y entró
en un sendero hondo y tortuoso que iba á perderse á la
vuelta de una peña entre un grupo de saúcos, cuyas ra-
mas de un verde amarillento cargadas de penachos blan-
cos, ocultaban á medias el techo de una cabana.
Al descubrirla éntrelos troncos de los árboles, el de
la capilla parda se detuvo de repente, cual si saliera de
una profunda abstracción .
— Dónde iba yo ? — esclamó con una áspera interjec-
ción. Cargue el diablo á la cacica ! ¡ Estoy ahora para
quejas y requiebros I La diese á ella con toda su raza
encima por solos veinte doblones que me procuraran un
desquite. ¡ Adiós, sueños de ambición I ¡Maldito cuatro
de espadas I
Y volviendo sobre sus pasos, escaló la montaña por el
flanco del Rodadero,y se dio á vagar entre las breñas de su
agreste cima.
Los cabreros que al anochecer recojian sus rebaños
lo vieron descender por un sendero sinuoso, y á poco vol-
^ vieron á divisarlo de pié á la puerta de la cabana, el oido
aplicado ala cerradura, en la actitud del que acecha.
BL TESORO DE LOS LXCaS. 03
¿Qu¿ venia á buscaren aquella pobre cabana ese
hombre de calzas de grana y espuela dorada? ¿quó
veía ? ¿qué escuchaba ?
En torno al hogar donde ardían las ramas muertas
de los saúcos estaban sentad^is tres personas— un anciano,
un mancebo y una joven. La piel cobriza del viejo con-
trastaba con la blancura de los cabellos canos que descen-
dían en largas gued^'jas sobre sus hombros. Su semblante
inspirabii mansedumbre; y la dulce mirada de sus arru-
gados ojos 86 paseaba con amor del mancebo á la joven .
El anciano ora Yupanqui, cacique desposeído do
Horcos; el mmcebo y la joven eran sus hijos.
Despojado de sus bienes en favor de un favorito del
Intendente del Cuzco, el cacique había sufrido su desgra-
cia con la resignación del indio, paciente y silencioso.
Quedábalo un tes:ro que no podia quitarle la injusticia
de los hombres — el amor al trabajo. Quedábale otro
que lo consolaba de todas sus pérdidas — una hija bella
Como un lirio y buena como un ángel.
Cual la mística paloma de las sinuosidades de la peña,
Rosalía so había creado á la sombra de un claustro. Edu-
cada por la piadosa abadesa de las nazarenas, su exis-
tencia se deslizó dichosa entre el humo del incienso y las
alabanzas del Señor, hasta que la mirada de un hombre
vino á interponerse entre ella y Dios,
Ün día los atrevidos ojos de Diego de Maldonado
se fijaron en los suyos al través de las rejas del coro; y'
desde ese momento la paz huyó de Rosalía, <{uc se volvió
04 SUEÑOS Y RKALlDAUK'i.
Iriste, medilahunda y distraída. No mas plácidas vela-
das en torno á la lámpara en )a celda abacial, contando
historias, y adornando azucaradas pastillas; no mas ale-
gres triscas en las horas de recreo bajo los arrayanes del
vergel. Pasaba los dias en el ' templo, el corazón sacudí -
do de eslraños estremecimientos, arrodillada sobre las
frias baldosas, orando con los labios, pero vueltos los ojos
y el pensamiento al sitio que lodos los dias durante la mi-
sa venia á ocupar un hombre. Y al caer Ij) noche,
mientras sus compañeras jugaban saltando bajo las arca-
das de los claustros, ella, de pié en lo alto délas torres del
convento, contemplaba con una mirada codiciosa la vasta
eslensionde la ciudad, el pecho anhelante, el oido atento
cual, si quisiese reconocer entre sus variados rumores el
eco de una voz querida.
Poco después, la abadesa llamó un día á Yupan]ui
y mostrándole á su hija, pálida y enflaquecida, !e acon-
sejó llevarla por algún tiempo á respirar los aires de los
campos.
Si el viejo cacique Iribiera estudiado el semblante
de su hija con otra mirada ([ue la mirada paternal, ha-
bría visto desarrollarse en él todas las peripecias de un
drama: impaciencia, alegría, duda, terror, cólera. Pe*
ro el buen Yupanqui solo vio unaenferuiedad producida
por la falta de aire y de espacio; y paseó á su hija en las
vecinas quebradas cubiertas de vergeles y de palacios;
hízole respirar el tónico viento de las alturas; díóle á be-
ber la dnlce leche de las cabras; la llevó á su cabana abrí-
Ek TESORO OE U S LNCVS. 03
gada como el iiido de una alondra bajo el tnpido follaje do
lo6 saúcos, y puso su lecho en un& amaca colgada de las ra-
mas do losárboies entre una ^atmósfera perfumada con el
alíenlo de los vacas.
La frescura de la juventud volvió luego al rostro de
Hosalia: pero uo vino ni con las flores de las quebradas,
ni con el aire vi viGcantc de las alturas, ni con el néctar de
lascabras, ni con el balsámico aliento de las vacas: vino
con el amiir de Maldonado.
Quien sabe que acaso los unió! Lo cierto es que el
cacique volvió á ver á su hija rozagante y bella, y fué feliz,
y no s? cansaba de contemplarla, y se preguntaba porqué
babia tardada tanto en traerá su lado aquella inagotable
fuente de ventnra . Pero ¡ guay ! del que confia en la di-
cha ! En el momento en que el anciano elevaba sus ojos
radiantes de gozo para dar gracias á Dios, oyó la voz de
Andrés que murmuraba á su oído:
— Padre, Kosacha llora !
Y vio una lágrima que deslizándose furtiva de los
ojos de Rosalía, cayó sobre las yerbas que limpial)a para
sazonar la comida de la mañana .
Ella enjugó con una de sus negras trenzas la huella
de aquella lágrima en su mejilla, y volviéndose al caci-
que:
— Padre —le dijo — ¿ puede hacerse sufrir á (juien se
ama?
— j Qué dices, bija mia ! — esclaiñó Vupanqui, atra-
yendo sobre su pecho la cabeza de la joven— ¿no sabes
9G SUEÑOS Y REALIDADES.
que yo daría mi vida por evitarle un pesar? Habla I
qué deseas? Ah I . . . . lo veo: no puedes habituarle
á la desnudez de nuestra pobre cabana, echas de menos
la dulce morada del convento y quieres dejarme !
— No, padre! jamás ! nunca me apartaré de tu lado !
Ay I ¿ dónde bailarla mas amor ? Estas paredes ahuma-
das están pobladas de recuerdos. Aquí vivió y murió mi
madre; su alma vela en nuestro bogar, y yo la veo con fre-
cuencia en sueños inclinada sobre mi, sonriéndome con
su dulce y melancólica sonrisa. Todos los objetos que me
rodean han sido tocados por sus manos. Hé aqui el ban-
co en que solia sentarse al lado del fuego; héalli su rueca
^ su telar En el convento me parecia mas muerta: aqui,
ocupándome de lo que ella se ocupaba, consagrándome
comoellaá servirte y cuidar de mi hermano me parece
que continúo su vida Y luego, en el umbral de
nucirá puerta está la libertad: puedo ir tan lejos como al«-
canzami vista. Están bueno arrojar á los vientos los
afanes d<l vivir ! Y«i lo ves, padre: qué puedo echar
de menos á tu lado ?
— Ahora mismo llorabas.
— 5Ie viste llorar ? mírame reir.
Y besando las canas del viejo le sonreía con hechice-
ra sonrisa.
— Ah ! lo llorabas sin embargo. Las lágrimas
de vuestros o' os son gritos del alma. Quizá la hija de
]<m royes se siente humillada, arrastrando la librea déla
inis<*ria f ntre las grandezas del mundo?
EL TESORO DR LOS IMCaS. 97
— Y ¿ qué son para mí esas grandezas después que ha
sido dado á mis ojos él contemplar las nuestras ? Pueden
reunidas todas las ciudades que se alzan en la estension de
la tierra, contener las riquezas que encierra nuestra ciu-
dad subterránea ? ¿ No eres tú dueño de una de sus cien
puertas? No he entrado yo por ella, hollando con mis pies
de princesa las baldosas de oro que tapizaron el palacio del
Inca ? Me he familiarizado con la contemplación de esos
tesoros que nadie podia soñar, ni aun la codicia europea;
y llevo con orgullo la miseria que los encubre.
Una esttaña sensación de inquietud llevó al cacique
hacia la puerta. Detúvose allí y escuchó. Pero todo
estaba silencioso en torno, y solo seseatíael susurro del
viento en las hojas de los saúcos.
Si la mirada del viejo hubiera podido penetrar al
través de la puerta, habria encontrado un hombre incli-
nado sobre el agujero de la cerradura con el alma en los
oidas, pálido, tembloroso, terrible, y si Rosalía lo hubiese
visto habria buido basta el fondo del convento, hasta el
fondo de la tumba.
El anciano, aquietados sus recelos con la profunda
calma que reinaba por de fuera, volvió al lado de su hija,
la besó, la bendijo, y se retiró, llamando á Andrés para
entregarse al descanso necesario ¿ las rudas fatigas de )a
labranza.
Andrés Gnjió no oirlo y se quedó sentado frente á su
hermana, mirándola fijamente.
—•Hermano— le dijo ella — nuestro padre te espera
7
98 SUEÑOS Y nRALIDADES.
para entregarse al sueño. Tú duermes á su lado: vele.
—Nuestro padre se ha ido tranquilo; pero yo no lo
estoy. Él es viejo, y ha olvidado ya loque pasa en los
corazones jóvenes; yo he leido en el tuyo, y sé que sufres,
yquelloras, y que eres desventurada. Yo soy un niño:
apenas cuento diez y seis años, y no puedo darle consejos;
pero el dia en que necesites un corazón adicto y un brazo
fuerte acuérdate de mí.
Rosalía no respondió: reclinóse en el pecho de su her- .
mano y lloró en silencio.
Andrés enjugó sus lágrimas, la abrazó, y*fué á acos-
tarse al lado de su padre.
Rosalía se quedó sola al lado del fuego con la mano
eu la mejilla, mirando distraída la moribunda llama del
hogar. Sus dedos se movían maquinalmenle, y sus la-
bios murmuraban: •
— Diez doce catorce , hoy
Viernes, quince dias ! quince días que Diego me olvi-
da I ... . Hoy es Viernes ! el gallo canta: mediano-
che I Consultemos la suerte déla Guarmi del Peüaacal.
I Ay I la abadesa me prohibe esas creencias I Pero
¿qué sabe la abadesa, qué saben todos los qi:e como
ella viven tranquilos y felices, qué saben de los misterios
do Dios ?
Se levantó y fué á tomar de un saquito de tela negra
colgado en la pared las hojas verdes y tiesas de una yerba.
Las apiló cuidadosa una á una en la palma de la
roano y sopló sobre ellas. Las hojas revolotearon en el
KL TESORO DE LOS INCAS. 9)
aire y vinieron á caer sobre sus rodillas. La joven india
los contempló con ansiosa atención, y decia ^medida
que examinaba su caprichosa posición sobre la oscura
falda.
—Viene ! se vuelve. . . .sube saltando peñas. . .
baja por una hondonada. . . .se acerca llega se
detiene. | Áy 1 qué sombra tan negra se esparce en
torno I . . . .
En ese momento, la puerta de la cabana, abierta por
una mano cautelosa, dio paso á un hombre.
Al verlo, la hija del cacique exhaló un grito sordo
y se arrojó en sus brazos.
II.
* Aquel hombre era el rabioso paseante de la madru-
gada, el siniestro acechador deesa noche Pero ahora
la espresion de su semblante era triste y sombría. La
india lo notó y retrocediendo espantada:
— Diego, esclamó — qué fatal nueva vienes á anun-
ciarme? Habla I he sufrido tanto que poco te costará
matarme. •
— No pronuncies mas el nombre de tu amante,
Rosalía: ese nombre es una sentencia de muerte; y muy
pronto lo oirás reclamar por la voz del pregonero para
entregarlo al verdugo.
— A ti, Diego mió I mi noble y hermoso caballe-
ro I ... .
—Si: mi cabeza está proscrita: cada instante que
paso aquí lo juego con la mrerte
— I hO Dios I ¿ qué es lo que ha sucedido?
\
BL TKSrmO DE LOS INCAS. lOl
— Soy recaudador de tributos y acababa de recibir
fuertes sumas. El d'^raonio de la codicia me tentó y
cedí á sus seducciones; perdí mi dinero y acabé por ar-
rojar el oro de las arcas reales en el fatal tapete verde,
que no tardó en devorarlo.
Mañana parle el situado: hoy debí entregar esas su-
mas: las he perdido: soy reo de lesa majestad; y para
evitar ía afrentosa muerte quemedeparala justicia del
rey, es necesario que huya fuera de su inmenso imperio:
es decir: quQ ponga entre tú y yo toda la eslension de la
tierra.
Rosalía cayó de rodillas á los pies de su amante.
— Nó ! Diego mió — esclamó— no me abandonarás
al mortal dolor de tu ausencia. Yo trabajaré; labraré
la tierra con mis manos y reuniré real á real la suma
que has perdido; iré á pedirla á mis hermanos, los indios
errantes de las montañas, que no me la negarán.
— Pobre amada mia— dijo Diego con triste sonrisa,
el dolor te estravía, y olvidas que el tiempo es la mayor
(le mis pérdidas. Dos dias serian el último plazo que
podría alcanzar: si el tercero tuviera á mi disposición los
caudales dú mundo, inútiles me serian, porque no po-
drian salvarme el honor.
Una idea terrible cruzó como un relámpago la mente
de Rosalía, que murmuró sobrecogida:
— ^Hallpa-mama I aleja de mí ese mal pensa-
miento!
— ^Ádios, Rosalía— dijo Diego, separando de su cuello
i 02 SUENOS T RBÁLlDADll.
los brazos de la jó ven— Abreviemos este triste momento:
el cáliz amargo debe ser apurado de un trago.
La india se asió á sus rodillas.
— Nó ! no me dejes ¡—esclamó pálida como la
muerte.
Diego ! ... .yo prefiero perder mi alma á perderte !
Mañana. . . .á las doce de la noche, espérame en la
esquina de San Blas, y yo te llevaré el oro que necesites.
Los ojos de Diego brillaron con una luz siniestra.
— Rosalía, respondió estrechando en sus brazos á la
joven— mucho te amo, pero no podria recibir de ti ese
oro sin saber de donde procede.
— Ah ! no me lo preguntes, Maldonado: es un se-
creto que ni la muerte me baria revelar,
— ^Ah! — replicó él con simulada cólera— he aqui á lo
que me conduce mi falta: la mujer que amo para salvar
mi vida, medita ir á arrojarse en los brazos de alguno
de esos hombres ricos que la codician, para que en cam-
bio de sus caricias la arroje á ella á la cara el oro necesa-
rio para salvarme. Nó, Rosalía! moriré en el destierro
ó sobre el Ciídalso: lodo esc es mejor que la vida que me
ofrecéis. Adiüs.
—Sombnis augustas de la ciudad tenebrosa 1 — es-
clamó la india— voy á quebrantar nuestro terrible jura-
mento; poro jamás ojos profanos conocerán vue:>tro sagra-
do recinto ni los misteriosos senderos que á él conducen.
Diego, continuó — Uas oido hablar del tosoro de los In •
cas? Nosotros h poseemos: mi padre, cacique legítimo
EL TF^ORO im LOSIiNCvS. 103
de Horcos y desceriilienlc de Huáscar, tiene una desús
llaves. Líganos un juramiíuto á guardar el secreto de su
existencia y absteaürnos de tocar de él un sulo grano.
Dios sabe que ni los mayores suplicios me hubieran
hecho quebrantarlo, pero ti necesitas oro, y cuando te
lo ofrezco dudas de mí. Perdóneme mi padre y las al-
mas de lus Incas.
-Dudo aun, Ilosaiia, ¡qui quieres I estoy celoso,
y los celos son ruines. Hazme avergonzar de mi debili-
dad, nr.néstrame cuan fea es mi desconfianza, llévame
contigo.
— Llevarte conmigo I Las bóvedas del imperial
palacio se desplomar ian: la tradición dice qtie la vista de
un europeo desvaneceria el tesoro.
— No lo veré: llévame vendado.
— Vendado ?
— Sí, venda mis ojos y guia mis pasos. Perdóname;
pero solo así creeré tus palabras.
— Sea! Y ahora, Diogo, dime (¡ue me ama^, para
que tus palabras ahoguen en mi corazón la voz del re-
mordimiento.
Maldonado se abandonó á transportes de ternura
que habrían alarmado á la joven india, si su alma no
hubi(.Ta estado ofuscada por el amor de aquel hombre.
Pero una vez qn^Iuibo yiedado sola y entregada ásus
pensamientos, la joven india se postró en tierra y oró llena
de terror.
ZmL .3X itt um. ^atoaírj i Bosalia en la misnia
— 31' i — ^ li:: 4 ^. *í«j ídLi^ie, cuando cargado
aí-^¿ i-íw-iiziíni^a^ in dix^r se acercó para abrazarla,
-i jrrirvr i. s \inin í* — -iv^ esljs palidj como en los
i;> .1 iTVii:^. ;^^ o.* is tanto al trabajo: dejala
^:t- .. ^. L -'^ií' rar ii úrt de la mañana. Hoy hace
: t -jrrra»-- lia: v»í i p;ii5earte entre las sementeras;
-♦ 1 -z .i i^r^ ití ..> inCTs. Qué lindas están las
r* . *> - -. 7 : .an perf -imadas lasblancrs flores
— I ^L .a — 01. :m ir» ladras al oído de su her-
r . • .. iiu .•.ni> í^ cerciaoa el surron y empuñaba el
v. V...; — ;.i V' utí ^i.ieslos nidos délas torcaces ni Jas
t .r*-^ ;. \.> ;^iKi>w pjreso* ,:íabesloqué en vez del
•..\ —, :iv XKi lid áevu aacra en mi morral de pastor?
\ ii.>4n a >aionnand ía boja flameante de un
**■ ti*.
— I. ■ >- -ojuiiuaú — alcuJtin derrama el dolor en
u ::t... Vf>í. RíLí^íacha. si laoche te dije — Cuando
. ^ o • -; - ...( w ?wi vmzoa aditio j de un brazo fuerte,
;ti. a .. m. abc.a te di¿».> — ^En el momento que los
La; wa i::dia lo5> miróalejarse,eluno conel paso
rapi^l^-í > el auemaii impetuoso de la juventud; el otro
^ ti*,vnfacc bajo el doble peso de los años y de los trabajos.
iVaitMti^^íok^ lanwrato» inmóvil, y cuando los vió^desa-
k
EL TESORO Dl£ LOS INCAS. 105
parecer en los recodos del camino, su corazón se cora -
priraióy una lágrima ardiente surcó su pálida mejilla.
Pero la imájen de Maldonado, el recuerdo de sus caricias
y el terror de perderlo, ahogaron en su alma los gemidos
del remordimiento.
¿ Quién era el hombre por el que la hija del cacique
violaba su juramento y traicionaba á su padre y á su
patria ?
IV.
Hádalos úUlrnos aoosdel reinailo do Don Carlos FIÍ,
viviaen una villa de Aragón el hidalgo Alonso de Maldo-
nado. Era este uno de esos nobles de rica alcurnia y es-
cuálida hacienda; condecorados con reales órdenes, pero
de escarcela tan limpia como los blasones de su escudo;
caballeros de Calalraba 6 de Alcántara cuyo agujereado
manto venian á remendar sus hijos con el oro de la Amé-
rica, y muchas veces á costa de infiiraiasy de crímenes.
La casa solariega de Maldonado, negra y derruida como la
fortuna de su dueño, tenia por vecino el opulento palacio
de Vakieneira perteneciente al marques de este nombre;
vii^jo palaciego á quien cada año traia el eslío á morar al-
gunos (lias en sus tierras. Con 61 vino una vez la hermosa
Eleon:ua de Aranda, su pupila radiante, aparición que
derramó luz y alegría en la trislevillay a la que no pu-
EL TeSORO DE LOS INGV^. 107
dieron ver sin amarla los dos hijos de Maldonado, Diego y
Sancho.
Y he ahí que la discordia dividió aquellos hermanos,
que desde ese momento se acecharon, aborreciéndose con
un odio mortal.
Pero aunque nobles, ninguno de ellos podia aspirar
á la mano de la bella pupila del marques de Valdeneira;
porque Eleonora, descendiente de una de las mas ilustres
casas do España, carecia de bienes; y por tanto debía ha-
cer un matrimonio rico, que le diera los medios de ocupar
en la corte el puesto á que la llamaba su nacimiento.
Un dia Diego oyó á su hermano decir á Alonso de
Maldonado:
— Padre: necesito riquezas, y para adquirirlas voy á
la corle á solicitar un empleo en M jico.
Aquellas palabras fueron para el rival de Sancho un
rayo de luz. En efecto, ¿por qué no habia tenido también
él la misma idea? ¿por qué no habia pensado en esa do-
mus áurea que se llamaba América, de donde podia
sacar a plenas manos oro para comprar el amor de
Eleonora? Sí! iría allá, y con mas probabilidades de
buen éxito que su hermano, porqué no se detendría en
los medios. Solo que, como sibia que Alonso no le per-
mitiría dejar el reino, pues como segundón de una casa
noble se debia al ejército, partiría en secreto. Aquello
seria una deserción; p.3ro Diego deseaba mjjcho á Eleo-
nora para antlarse con escrápulo». Sincho había pe-
dido á su padre un plaz) iU dis años para enrique-
ios SUBCOS T RSALIDAIHÜS.
cerse: él necesitaba darse prisa para ganarle la mano.
Y Diego huyó de España y se vino á América.
Al llegar al nuevo continente encontró todas las de-
cepciones que prueban aquellos que se dan á buscar
maravillas. Habiase imaginado q je las minas del Pe-
rú eran gruesas venas de plata y oro abiertas al cincel de
quien quisiera cortarlas; y halló el largo y prolijo trabajo
que arranca á la tierra sus rocallosas entrañas para pul-
verizarlas y extraer grano á grano el precioso metal que
él creyó encontrar amontonado en su rica superficie.
Vio, es verdad, muchos hombres enriquecidos en
aquellas labores; pero eu ellas habian empleado muchos
años; y él no tenia tiempo que perder: era necesario
adelantarse á su rival y volver antes que él á España.
Diego cambió do camino, y se entregó á la investiga-
ción de los tesoros ocultos. Aprendió la quichua, el
aimará y la estraua lengua de los chirihuauos, y visitó las
ciudades y parajes de nombradla histórica en el alto y
bajo Períi. Trabajo inútil: lo único que recojió fué cuen-
tas fantásticos, deslumbrantes tradiciones que avivaban
hasta la rabia su seJ de Tántalo en la tierra de los ricos
Yuneros.
A mediadas del segundo año del plazo fatal, Diego
fallo va de ansursos, llegó por fin al Cuzco.
Aquel suelo misterioso encerraba su última esperan-
xa, fraia en la memoria un precioso itinerario adquiri-
do de uuacstrañamanora, gracias á su conocimiento de
Ei. TESOHO DE LOS INCAS. 109
laslenguas americanas, que debia conducirlo ala pose-
sión de una inmensa riqueza.
Una noche Diego se hatia estraviadoen el inlrincado
laberinto de una cordillera, buscando un cerro donde
según la tradición se ocultaban once //ama* cargadas de
oro que los indios llevaban p§ra contribuir al rescate de
su rey, y que enterraron vivas en el mismo paraje don-
de los encontró la noticia de la. muerte de Atahualpa.
Nevaba, y los gruesos copos acumulados sobre la
tierra habian cegado los caminos.
Vagando de quebrada en quebrada, Diego víó brillar
á lo lejos una luz, y á ella dirijió sus pasos.
Era el fuego que ardia en el hogar de una choza.
Diego encontró en ella, sola y moribunda auna anciana
ciega, que al sentir sus pasos volvió hacia él sus ojos sin
mirada, y esclamó con voz apagada:
— Sebastian I cuánto has tardado 1 — Y sin esperar
respuesta continuó, sin duda hijo la influencia de su
desvarío.
— No viene el cura contigo ? Tanto mejor 1 Des-
pués que le fuieste lu» pensado que si yole descubro
áél donde guardé yo los tesoros que mi padre sacó déla
laguna de Horcos, no se acordará de decirme un responso
porln prisa de ir de aquí en un solo galope al Cuzco, des-
montar en la puorla del convento de las Nazarenas,
colocarse en la iglesia, como que puede hacerlo á tuda
hora, levantar la tarima del aliar mayor, cavar tres
varas de profundidad y saror oro, y oro y oro, durante
lio SLKNOS \ ui:alidades.
los ocho (lias que yo tardé en guardarlo, cuando pagué
diez piños á la abadesa, y la envenena esa noche para que
no se le antojara mover la lengua ó las roanos. . . Qué
ruido es ese?
El oido aguzado de la ciega percibía en efecto lo que
Diego oyó después: eran pasos de caballos que se acerca-
ban.
El codiciüso aragonés, que inclinado sobre el rostro
terroso de la moribunda recojía ansiosamente cada una
desús palabras; miró por las rendijas de la puerta y á
favor de la luz que proyectaba el blanco mate de la nieve,
vio acercarse un hombre á caballo precedido por un guía
que corría á pié delante de él. El jinete venia envuelto
en un manto negro.
Maldonado reconoció al cura de quien hablaba la
moribunda ciega, al cura, á quien había hecho ella vcDÍr
para descubrirle donde yacían sus guardadas riquezas»
y que ahora ll^ba, iba á entrar, hablarla, y bajóla
presión de su influencia sacerdotal, arrancarla el secreto
que é! acababa de sorprender; ese secreto, su í¡mca es-
peranza, el solo medio de poseer á Eleonora. . . .
Una nube roja pasó ante los ojos de Diego, y sus
sienes latieron como batidas con un martillo. La mori-
bunda se agitó en su lecho de agonía.
— Quién ha hablado afuera ? murmuró. Es la roí
de Sebastian 1
Y este que se halla á mí lado quit4i es ? SdMis-
EL T£SOIiO DE LOS INCAS. i ^ I
tian ! . . . .No pudo decir mas: una mano convulsa asió
su garganta y la ahogó.
Cuando el cura y su guia entraron en la choza encon-
traron á la ciega ya cadáver, y á un hombre taciturno y
sombrío sentado al lado del fuego.
V.
Como lo habia previsto la ciega respecto al cura, Mal-
donado también de una sola carrera se puso en el Cuzco.
Su primer cuidado se dirijió naturalmente á es-
plorar el sitio que encerraba aquellas riquezas conside-
radas ya por él como suyas. En efecto, no las habia
comprado al mas caro de los precios, á precio de un
crimen?
Arrodillado en el templo de las Nazarenas en las
actitud del que ora, tenia fijos los ojos en esa tarima
que ocultaba su tesoro. El sacerdote, el auditorio, la
ceremonia, la presencia de Dios mismo, todo habia de-
saparecido para él: su espíritu, trasponiendo los espa-
cios, se cernia con la imájen de Eleonora sobre las
esplendorosas regiones que aquel tesoro debia abrir pa-
ra ellos.
Pero ¿cómo hacerse dueño de él? El solo nada po-
EL TESORO Ufi L05 INCXS. tlíl
día: érale necesaria la asistencia de úlra persona, y es-
ta debia ser un habitante del convento, ¿i quién con-
fiaría ese peligroso setíréto qu^ habia costado la vida á
\A abadesa y abreviado la agonía á la anciana ciega?
Maldonado dirijió una mirada al coro. Estaba lle-
no de figuras sombrías» prosternadas é inmóviles, cuyo
severo aspecto alejaba toda idea de seducción. El arago-
nés ^ pnso á buscar sobre aquellos semblantes austeros
al^un sentimiento mundano que alentara su esperanza;
pero nado vi6 en ellos sino el recogimiento profundo
de la oración.
De repente, bajo un velo blanco de Dotieía» Mal-
donado encootró dos bellos ojos negros que cruzaron con
los suyos una mirada
Maldooado salió del templo diciéndose que habia
hallado la cómplice que dejaba.
Obi sacrilega irrisión del amor! aquella mirada
que la bija del cacique creyó el misterioso encuentro do
dos almas que se buscan, era solo la mirada del ladrón
que acecha las cerraduras de un cofre!
Sinembargo, Maldonado, falto de recursos, necesi-
taba procurárselos inmediatamente.
Fácil le fué encontrarlos. En aquellos tiempos to-
davía la palabra noble era moneda corriente, y dispensa-
ba de toda otra recomendación. El aragonés halló una
graciosa acojida cerca del Intendente del Cuzco, que le
propuso hacerlo nombrar recaudador de tributos. Mal-
donado aceptó aquel empleo que lo pondría en reía-
114 SUEÑOS Y HüIAUDaDE^.
clon con las indias de los campos, de quienes esperaba
importantes revelaciones.
Entretanto, cada dia iba á prosternarso en la igle-
sia do las ?íazarenas para adorar el tesoro que encer-
raba, y cuya llave era para él Rosalía.
Cuando no la vio mas á la hora en que solia entre
las rejas del coro, Maldonado se entregó á una furiosa ra-
bia; pero al saber que habia abandonado el convento,
aquella noticia que destruia sus esperanzas, lo serenó de
repente. Buscó á la hija del cacique, cuyo amor habia
adivinado; la encontró, la sedujo y la hizo suya.
Desde entonces, buscaba una ocasión para ponerla
en el secreto de sus proyectos y decidirla á volver al
convento para realizarlos.
Era no obstante necesaria mucha astucia para guiar
áese íin el amor apasionado de la joven india; pero el
aragonés la tenia de sobra y en ella confiaba.
Empezó fingiendo unos celos rabiosos que espanta-
ron á la pobre niña, y de repente cesó de verla.
Quería preparar su alma á la obediencia, hundién-
dola en el dolor.
Por ese tiempo encontróse Maldonado una noche
en el tentador recinto de una casa de j uego. Era aquello
una escena mágica, un continuado deslumbramiento. El
oro corria á torrentes, y su armónico sonido hacia vibrar
las mas intimas fibras del alma. Todos los semblantes
estaban pálidos, unos de gozo, otros de desesperación; y
KL TESORO DE LOS l^G\s^ Hfi
en todos los ojos fulguraban los relámpagos siniestros de
la codicia.
Haldonado, perdida su última blanca, se quedó
inmóvil y pensativo, apoyado el codo en un ángulo de
la fatal mesa. De vez en cuando pasaba la mano por su
frente, como para rechazar algún mal pensamiento, que
volvia y por momentos se mostraba en su mirada fija y
tenebrosa.
Entre tanto el juego habia tomado proporciones
inmensas. La verde cubierta de la mesa desapan^ció
bajo montones de resplandecientes onzas; las puestas es-
taban hechas y el naipe iba á volverse. Maldonadovió
tendida sobre la mesa y cargada de oro la caria que le
habia hecho perder. Al mismo tiempo y por una fatal
coincidencia un jugador dijo cerca de él:
— A esta, que ninguna suerte puede tener tres veces
la misma cara I
Maldonado no escuchó mas: desenganchó el broche
de su espada que representaba sus armas y lo arrojó sobre
la carta diciendo:
— ^El escudo de una noble casa en señal de mil onzas.
Y desapareció para volver lu«?go con un saco de oro.
Pero la regla de los jugadores habia sido aquella vez en-
gañada, y Maldonado pnra rescatar su escudo de armas
tuvo que entregar el oro que llevaba. Aquel oro era el
sudor y la sangre de los pobres indios: era el oro del tri-
buto que pagaban á un soberano estranjero los dueños de
este suelo; y <[ue el robaba á las arcas reales.
116 fiVSFlOS V nBi^LlDADBS.
Aterrado por la idea dú míame suplicio á que lo
condenaba su crimen, Maldonado pensó en huir;
p^o Tió quie la f uga«ra imposible tn aquel pais oénlrico
de doQide irían ¿ras de él requisitorias que Ip baria caer
eD manos de la psti^a.
Entonces resolvió prf^ipitar á toda costa la ejeeu^
cion de su proyecto, y fué á buscar á Bosaiia para io^
timarle la vuelta al convento.
I Cuál se quedarla cuando en la plática que escucha-
ba descubrió ese arcano de las ^n^raciones americanas
que él había sentido en el zumbido de los vientos, ea la
voz de los torrentes, y en los ecos de los Andes I
Cuando hubo envuelto á la hija del cacique en su
infame astucia y firrancádole la promesa de conducirlD
al lugar misterioso donde yacían las riqueoas de k)s reyes '
del Perú, Maldonado comenzó á creerse bajóla influencia
de un sueño; y habría dado su alma por apresurar el ins-
tante que k) separaba de la realidad.
VI.
Utieia algunas horas que lo cal^aoa de Yupanqui,
apagado el faego del hogar, yacía escura y silmciosa.
El gallo encaramado en lo alto de lossaucos había ento-
nado so primer eanlo.
Era media ncehe.
£1 cielo eslaba encapotado de negras nubes» y de
vez en cuando lejanos relámpagos^ alumbraban eonuna
luz cáidena el interior de la cabana.
El viejo cacique dormia con el pesado sueaodel
labrador. Andrés yacia & su. lado, acostado en el mismo
lecho.
Eft la puerta de comumaeíon que reunía las dos
habitaciones de la cabana» pálida, trémula, palpitante,
se adelantaba una mujer envuelta en las sombras de la
noche.
Aquella mujer era Rosalía.
118 SUEÑOS Y REALIDADES.
Tiende el cuello, aplica el oido, y alentada por el
silencio, se acerca al cacique, se inclina, esliendela ma-
no, abre un saquilo que el anciano lleva sobre su pecho,
saca de él una llave, se relira, y saliendo de la cabana
toma el camino hondo que conduce á la ciudad.
Detrás de ella, ligero y silencioso como una sombra,
un bulto negro salió de la cabana y la siguió á lo lejos.
A la misma hora, en la esquina de San Blas, un
hombre de pió y embozado en su capa, se entregaba á
una impaciente espera con los ojos fijos en el camino que
conduce al Rodadero.
— Al fin ¡—esclamó.
Y á poco una mujer cubierta delospiís ala cabeza
con una gran manta negra se detuvo ante él y murmuró
con sombrío acento:
— llémo aquí Diego ! Traigo sobre mi cabeza la
cólera do Dios y la maldición de mis antepasados; pero
tt'i lo has querido. Tu pié va á hollar el sagrado Fecinto
que solo han pisado los hijos de los reyes. ¡Plegué al
gran Pachucamac castigarme á mí sola y no estender sobre
ti 8U enojo,
Ah rn deja q e ligue tus manos,- que vende tus ojos,
y to envuelva en la manta de mi padre para que las almas
(le l(>8 Innis no to conozcan al entrar en laciudad sagrada.
vil.
Al tocar i\({w\ momento supremo, el codicioso ara-
gonés apenas podia contenor los transportes de una alegría
inmensa, tumultuosa, casi parecida ni terror:
— Hc'i aquí mis manos, Rosalía— la dijo, desembo-
zándose — ligalas; venda mis ojos Pero dime i por
qu/i vienes así disfrazada ?
— En el lugar donde vamos á entrar, Diego, neme
llamo Rosalía: ^y ñíayna Tica suma. Poreso, dqando
mis pobres ropas, visto bajo esta manta que me encubre,
los atavíos de mi rango que solo es dado ver á las calladas
sombras de la ciudad subterránea.
Y la india, sujetando con un /opo sobre su pechóla
manta que la cubría el cuerpo, desenrolló una larga faja
de lana, vendó con olíalos ojosa Maldonado, ligóle las
manos á la espalda, envolviólo como ella en una maota,
y echó á andar llevándolo por el brazo.
120 SUEÑító Y REALIDADES.
El aragonés se sintió conducir largo espacio por ca-
.minos fragosos, en intrincados rodeos, ascendiendo siem-
pre por un declive rápido hacia alguna elevada cima.
Un viento áspero y frió silbaba á su oido, llevando á su
rostro las hojas secas arrancadas á la maleza. De vez en
cuando, la mano que lo guiaba temblaba y seeslremecia;
y entre el fragor lejano de los truenos, Maldonado creia
oir la voz de la india murmurando palabras estrañas con
el acento de la plegaria.
El astuto aragonés intentó muchas veces con un ade-
man furtivo libertar una de sus manos con la esperanza
de deslizaría entre la manta hasta sus ojos; pero encontró
tan sóUdiQ el nudo que ks sujetaba, que hubo de resig-
narse.
Entre taalo, los rumores nocturnos de la ciudad, el
ladrido de los perros, el ^mio de los gallos le llegaban
caida vez mos confusos, cada vez mas distantes; el venda-
bal arreciaba, y Maldonado percibió en su aliento la at-
móslera etérea da las alturas.
6e súbito, el terreao se aplacó bajo sus pies, y el
yiemto sopló mas impetuoso y frió.
La iudia se detuvo, en fin, y Maldonado lasinti6
prosternarse tres veces. Luego parecióte escocJiar ua
ruido semejantei al qae produciría un pj^drueeo removi-
áq Sonó enseguida el golpe seco del eslaboa sobre el
pedernal, y Maldonado se sintió llevar en rápido descen-
so por las. sinuositdade& de uaa interminable escalera^..
Sintió resbalar su pié en la húmeda superficie desús
EL TESORO DE LOS IiXCvS. ' 121
gradus de piedra, el aire mefilico de las rrgione^ subler-
ránes sofocaba su pecho, sus sienes latían con fuertes
pulsaciones; y el rumor do su& pasos, repetido por ecos
infínilos, llenaba con un ruido inmenso los descouoci-
dos ámbitos que atrave^ban.
El aijit^oaés s&^ toda esto sin parar en ellosu aten-
ción. Un solo pensamienlQ absorviasu alma: el tesoro !
ese tesoro guardado por una nina, frégil caña que era
tan fácil romper.
X esta idea un vt'rtigo se apoderaba de su mente;
y los nombres de España, Sancho y Eleonora resonaban
en su oido, j un torbellino de imójenes ardientes cruza-
ban su cerebro.
— Hemos llegado, i Hónos aquí en la ciudad sagra-
da I — murmuró de repente la india al oido de Maldonar
dow— Diego, tu pié ha franqueado el pórtico del palacio
imperial. Nos encontramos en la galería de las estatuas.
Tócalas, Diego, los indios sabían trabajar el oro mejor que
losartíQces de tu país.
— ¿Cómo he de locarla si tengo ligadas mis manos?
La confiada india (fesató el niidoque las retenía, y
las manos del aragonés palparoa, temblorosas de emo-
ción ,. una larga sírie de estatuas á cuyo metálico coatact»)
se estremeció do placer.
— He aquí — continuóla hija del cacique — he aquí
las flores de loa jardines del Inca. Toca estos hermosu»
lirios.
1 22 süeSos y realidades.
— De oro I— murmuró el aragont^ con trémulo
ac-^nto.
— He aquilos maizales de sus huertas con susblon- '
das mazorcas.
— De oro I
—Y los racimos de estos arbustos de anchas hojas,
—[ Perlas 1 gruesas perlas, y oro, oro por todas
partes I
— Si ! lodo, desde las baldosas en que suenan con
doble ruido tus espolines de acero, bástala arena en que
ejercitaban sus fuerzas nuestros guerreros; desde el solio
del Inca hasta los guijarros con que jugábanlos niños,
y en que ahora tropieza tu pié, todo es oro en este in-
menso recinto; pero oro sagrado del que jamás nadie
extrajo el menor grano, depósito precioso sellado con la
religión de un juramento que yo voy á quebrantar por
tí
Pero apresurémonos. Las sombras duermen:
guardémonos de despertarlas prolongando mas nuestra
presencia en este sitio. He aquí montones de las perlas
mas hermosas que producen nuestros mares; he allí cer-
ros de las mas ricas pepas de nuestros lavaderos: toma
todo loque desees, Diego, y salgamos de aquí pronto.
— Salir de Qquí !— esclamó Maldonado con delirante
acento — abandonar esle inmenso tosoro que puede cam-
biarla faz del mundo, y que tú guardas enterrado, estúpi-
da india ! ¡ Nó ! quiero que sea mío ¡ lo será !
EL TESORO DE LOS INCAS. 123
Y Maldonado fuera de sí, arrancó la venda que
cubría sus ojos
Deslumhrólos un campo inmenso, fulgoroso, en cuyo
inslanláneo íspacio el aragonés vio acumuladas todas
las maravillas que pudo soñar la fantasía. Templos
alumbrados por infinitas lámparas; salones y galenas
donde estaba amontonado el oro bajo todas las formas.
Allí en estatuas, vasos, altares; y aquí en jardines cuyas
flores eran constelaciones de piedras preciosas. Y á su
lado, en fin, ataviada con ajorcas y brazaletes de per-
las, la humilde india que lo habia conducido allí calzaba
el coturno y ceñía la banda purpúrea de las princesas
peruanas.
Pero, lo hemos dicho: la mágica visión fué un re-
lámpago. En el. momento que la venda cayó de los ojos
de Maldonado, una mano de fierro se asió á su garganta,
lo arrojó al suelo, volvió á vendarlo y ligó sus mañosa
la espalda con doble nudo. Dos tuertes brazos lo levan-
taron en peso, y el aragont s arrojado sobre unos hombros
sólidos, sintió que se alejaba de aquel todo que él no tu
vo tiempo de ver, porque echó ¿ andar y se lo llevó su •
hiendo la larga escalera que él habia bajado poco antes.
Apesar de lo brusco del ataque, Maldonado no per-
dió la cabeza; y previendo el designio de su desconocido
enemigo, antes que éste lo SMgetara, llevó la mano al
pecho, y arrancando su rosario, prenda que todo espa -
ñol lia vaha entonces consigo, guardó las cuentas entr;'
su puño cerrado.
124 SUEÑOS Y RRAUD.VDS.
Su misterioso conductor subió á paso largo y sin
detenerse en la inmensa escalera. Maldonado lo sintió
abrir una puerta, empujar una piedra, y ^ poco sintió
sobre su rostro el Tiento de la noche.
Desde ese: punto el aragonés, realizando su pensa-
miento» comenzó á dej.ar caer una á una las euentas de
su rosario. Cada uno de aquellos granos era para Mal*
donado una letra, parte integrante del precioso itinerario
que dej^ia darle la posesión del inmenso tesoro que ape^
uas babia tenido tiempo de entrever.
Después de media hora de marcha, los brazos que
sujetaban al aragonés lo dejaron en tierra. Una mano
desató la venda que cubría sus ojosi, y Maldonado volvió
á encontrarse en la misma esquina de San Btas de donde
poco antes habia partido con la hija dd cacique. Delan-^
te de* él estaba Andrés. El atleta que te había vencido
y derribado era aquel niño de diez y seis anos I
Sin embargo, 4 qué era esa mortificación de amor
propio ante la inmensa alegría que inundaba snalmaá
esta idea: dejaba marcado el tesoro !
Así, ciiál seria su rabia cuando al separarse de él,
Andrés que hasta entonces no habia pronunciado una
sola palabra» le dijo alargándole algo entre la oscuridad
de la noche:
—Señor cabal haro, aquí están las cuentas de tu ro-
sario jueibas pordiondu en el camino.
£L TESORO D£ LOS INCAS. Íi5
— i Indio maldito ! — le gritó Maldoiiado al alejarse
de allí — tú me la pagarás I
Y fué a buscar al Intendente con quien se encerró
largo rato.
VHI.
Andrés, antes de volver á su casa se encaminó bacía
un caserío vecino, y llamó á la puerla de una choza.
La puerla se abrió, y un joven al parecer de la mis-
ma edad se presentó en el umbral.
— Andrés I tú á esta hora ! Algo malo sucede. Mi
padre dijo hoy que la /;oca estaba amarga; y ya sabes que
es mala señal.
— Sí; y tú sabes también, Santiago, que cuando
Saxsahuaman se vuelve negro, alguna desgracia nos ame-
naza. Míralo como se ha puesto I
Un denso nublado se adelantaba tronando, y arroja*
ba su oscura sombra sobre a.}uel monte, que, como decía
el indio, se destacaba negro del seno de la noche.
— Hallpa-mama está enojada ! Habla, Andrés !
— Si; pero hablemos tan bajo que no nos oigan ni
EL TESORO DE LOS IMGIaS. i 27
aun los espíritus que vagan en la trasparencia de los
aires.
Y los dos jóvenes hablaron largo rato el uno aloido
del otro.
Después, el mancebo de la choza abrazó á Andrés,
y este puso en sus manos un objeto quj brilló á la luz de
un relámpago.
IX.
Aquella misma nocho el cacique y sus hijos fueron
asaltados en su cabana, presos, amordazados, y ligados de
pies y manos» conducidos á una casa de campo aislada
que el Intendente del Cuzco poseia en las Quebradas.
Cuando hubieron llegado allí los separaron, y el In-
tendente examinó á cada uno de ellos sobre la existencia
del tesoro; peni el cacique y sus hijos se encerraron en un
profundo silencio; y ni promesas ni amenazas pudieron
nada con ellos*
Exasperado el Intendente con aquella obstinación
muda y fria resoWió vencer el ánimo del padre dándole el
liorroroso espectáculo de la tortura desús hijos.
Al efecto, reuniéronlos á los tres en una sala donde
criaban preparados los siniestras apuestos: una venda, un
torniquete y una hoguera.
Al entrar el cacique, un hombre enmascarado que
EL TESOBO DE LOS INCAS. 139
esperaba de pié cerca de la puerta, lo condujo ante el in-
tendente, sentado en un sillón al otro estremo de la sala*
— Yupanqui— dijo este— ¿lo has meditado bien? sa-
bes hasta donde puede coúducirte el terco silencio que
guardas?
— ¡Hágase la voluntad de Diosl — respondió el an-
ciano con humilde resignación.
—Ya veremos si hablas asi cuando mires á tus hijos
en manos del verdugo.
£1 cacique se estremeció, y las canas venerandas que
coronaban su frente se erizaron.
En ese momento Andrés y Rosalia entraron en I4 sala.
El hombre enmascarado fué á su encuentro para
conducirlos ante el Intendente.
I#a joven fijó los ojos en aquel hombre, y una viva
indignación se pintó en su semblante.
— Traidor! — esclamó — ^apresúrate á dármela muer-
te; pero aquí, en presencia de Dios que vaá juzgar entre
tú y yo, te emplazo para hoy ante su santo tribunal.
En los labios de Andrés vagó una sonrisa^iniestra al
oír las palabras de su hermana, que fué á arrojarse en los
brazos del cacique. El viejo la estrechó en ellos y lloró
sobre las manos aprisionadas de su hija.
—Padre!— murmuró ella al oido del anciano, seca
tus lágrimas; yo merezco la muerte, porque he vendido
nuestro secreto
El cacique palideció, y apartando de ^iá su hija \%
dijo con severo acen lo:
— Si es Terdad lo que diees. Dios tenga piedad de ti.
Eolcelaoto, comple al menos tu último ddl)er; calla y
Á una seña del iotendeolp, el eomaseaiado se apode-
ró de Andrés, que con las manos encadenadas estaba al la-
do de su padre. Bízolo sentar en un banco al que se ad-
hería un madero sólidamente clarado en el suelo. Jugó
on resorte y apareció una cuerda por una incisión prac-
ticada en el centro del madero. El enmascarado pasó
aquella eu^a en torno ala frente del jóren, jugó otra
yez el resorte y la cuerda estrechándose mas y mas marcó
un circulo azulado sobre las sienes de Andrés.
El intendente se volvió hacia Yupauqui.
— Hiraátuhijo— ledecia— vaá morir, compadé-
cete desu juventud! Estimas, pues, mas que su vida ese
oro que guardas?
— Tranquilízale, padre, — dijo Andrés con la sonrisa
de los mártires — mirame morir y alaba á Dios por la for-
taleza que sg digna conceder á sus criaturas.
Y el verdugo volvió á mover el resorte y el joven in-
dio, con la mirada fija en su padre, siguió sonriendo en-
tre los horrores de la agonía.
Cuando el cacique sintió estallar el cráneo de su hijo,
que espiró sin exhalar una queja, rasgó con las uñas su
pecho, y volvió hacia su hija una mirada suprema.
La joven india se habia desmayado.
Llegábale entonces su veza la desventurada niña.
• KL TESORO DS LOS INCAS. 131
El verdugo asió de ella y la desnudó para ponerla
en la rueda.
Al contacto impío de aquellas manos, la joven
abrió los ojos y se halló desnuda ante el suplicio; pero el
beroismo babia vencido al pudor y al miedo.
— Padre I — esclamó — apoyándose con sublime ade-
man en el horrible instrumento— perdóname 1
— Calla y muere, repitió el viejo cacique.
La joven india sufrió el martirio con la firmeza
estoica de sus mayores. A cada vuelta de la rueda se
volvia al cacique y le decia sonriendo:
- Padre I estás contento de mi? Y al exhalar su
último alisto, despedazado su cuyerpo:--*-Padre— repitió,
di ¿estás contento de mi?
—O gran Pachacamacl — esclamó el cacique al ver
cadáveres á sus hijos— Dios de mis padres, gloria á ti,
que has dado á estos niños la fuerza necesaria paraar*
rostrar la tortura, y llevar al sepulcro el secreto de los
siglos !
Y rechazando al verdugo, corrió á arrojarse á la ho-
guera que le tenían destinada.
—Uallpamama ! gritó al través de las llamas, guar-
da el tesoro de los Incas en lo mas profundo de tus entra-
ñas f Custodiadlo vosotras. Cora puna Sara sara; y
desplomad vuestras eternas nieves sobre el que osare
buscarlo !
Un torbellino de fuego arrebató su mistÍM f^tgfl-
ría.
XI.
El obstinado silencio de sus yictimas hizo creer al
Intendente que la historia del tesoro habia sido un sueño
de codicia; pero tenia en tan poco la vida de los desven-
turados indios, que ni siquiera pensó en achacarse á de-
lito el suplicio del cacique y de sus hijos.
En cuanto á Naldonado, la inutilidad de su crimen
ne lo desalentó. Doblemente apremiado por su am-
bición y por la necesidad de reintegrar las sumas que
habia perdido, al separarse del Intendente, fué á colo-
carse en el mismo sitio, de donde la noche anterior habia
perdido su guia, y empezó de alli su investigación. Dio
los mismos pasos y los mismos rodeos que le recordaba
la memoria, y se alejó de la ciudad sin darse cuenta de
ello, deslumbrada la mente con la maravillosa visión que
habian contemplado sus ojos.
Desde ese dia nadie supo mas lo que fué de Diego
IL TESORO D£ LOS INCAS. 13i
Malilonado, que desapareció como si lo hubiera devorado
el abismo.
Pero desde ese dia también los habitantes del Cuzco,
vieron en la cima del Sax$ahuaman una inmensa apacheta
sobre la que todo indio escupe á su paso arrojándole en
seguida una piedra y una maldición. Santiago el cabre-
ro la levantó sobre los miembros sangrientos de un
cadáver. •
OUIEN ESGllGHA SD lAL OYE.
CONFIDEPiCIA DE UNA CONFIDENCIA.
(A la señorita Cristii» ButtaiiiAiite<)
Cuando hemos caido en una falla— roe dijo un dia
cierto amigo mió — si la reparación es imposible, réstanos
al menos, el medio de expiarla por una confesión es^plici-
ta y franca. ¿Quiere usted ser mi confesor, amiga mia ?
— ¡Oh! si — me apresuré á responder.
— Confesor con todas sus condiciones?
— Sí, esceptuando una.
—¿Cuál?
— El secreto.
I Oh ! mujeres ¡ mujeres ! no podéis callar ni aun á
precio de vuestra vida I mujeres que profesáis por la
charla idólatra culto! mujeres que mujeres á quie-
nes es preciso aceptar como sois I
— Acusóme pues — comenzó él, resignado ya á mi
indiscreta restricción— acosóme de una falta grave, enor-
me, y me arrepiento hasta donde pueda arrepentirse un
curioso por haber sastisfecho esta devorante pasión.
i.
Conspiraba yo en una época no muy lejana y denun-
ciado por los agentes del gobierno, vime precisado á ocul-
tarme. Asilóme un amigo, por supuesto en el paraje mas
recóndito de su casa. Era un cuarto situado en el estremo
del jardin y cuya puerta desaparecía completamente bajo
los pámpanos de una vid.
Sus paredes tapizadas con damasco carmesí, tenian
el aspecto de una grande antigüedad. Ha servido do alco-
ba al abuelo de la casa, cuyo inmenso lecho dorado, van-
elo por la muerte, ocupaba yo. . «mas de cuan diferente
manera! El anciano caballero dormia — pensaba yo — ua
sueño bienaventurado entre las densas cortinas de tercio-
pelo verde ajiladas ahora por el tenaz insomnio que cir-
culaba con mi sangre de conspirador y de algo mas: de
curioso. Juzgue usted.
Desde mi primera nocho, en aquel cuacto, oía sin
138 .UeSos \ nEALlDVDE'S.
que rae fuera posible determinar donde, una voz, una
suave y bella voz de mujer que hablaba mezclándose á
voces de hombres; después de parecer sola, leiaprosay
versos como hubiera declamado Rachel, y cantaba como
Maíibran los trozos mas sublimes del repertorio moderno;
entre ellos una serenata de Schubert cuyas notas graves
tenían una melodia celestial.
Pasé varios dias en investigaciones, escuchando en-
tre las molduras doradas que ajustaban la tapicería, ten-
tando las paredes y buscando por todas partes el sitio por
donde me llegaba el eco de aquella voz.
Parecióme al fin que acercándome á un grande ar-
mario colocado en un án;;uIo, oía mas claro y cercana la
Voz, y* no me preocupaba. Mas era aquel mueble tan
pesado qae juzgué inútil el intentar removerlo yo solo;
pero deniguna manera renuncié á la idea de conocer io
que había detrás.
Asi, cuando por la noche, el viejo oe^ro encargado
deservifüieen mi escondite, me hubo traidod té, puse
en M mano un doblón, y te roguéme ayudara á cambiar
d« sitio á aquel armario.
Al esdüciharme, el negfo abrió grandes ojo^y palklé-
dó
— fAyl no señor — esclamó con vofií sorda — ni por
todo el oro de éste miu ndo. La señora vieja está Tiva toda-
fbii j m Ik^a á saber qiie por ahí ha fmsado la infideli-
dad de su marido, era capaz de adivioeor tandlMéD que yo»
jjijlmnri qü0yó ful qfden abrid ésa puerta paüa que el
gUIBN RSCUCHA SU MAL OYK. 139
amo, pobre señor I entrara q1 monasterio Maria San-
tísima I no, no, señor. Ademas, el armario esté incrustado
en la pared, y es imposible moverlo.
Coatóme gran trabajo pard calmar su espünto: y
cuando le hube prometido un profundo secreto, me redrió
como la casa vecina hizo en otro tiempo parle de un con-
vento de monjas donde su amo tuvo la temeridad de amar
á una esposa del Señor, y cómo no contento con la enor-
midad de ese crimen habia profanado la casa de Dios con
el auxilio de su esclavo albañil y carpintero, abriendo en
ki pared una puertA que eorrespondiaalinWrior del ar-
mariov
— Asi és, señor-^coÉtíujó ei negro*- que desde qtnb
e) ando murió, este armario es mi pesadilla. Siempre te-
miendo que tire el diablo de la manta, siempre temblan^
do que una innovación de la casa descubra esta puerta y
el nombre de su artííke, pue9la señora sin duda me asara
vivo.
— No temas, Juan — le dije para tranquilizarla----
Qmm se lo diria? Yo seré callado eodQO la muerte; y
cuando me haya ido de aqiii, el seereto se habrá ido coa-
migo para siempre.
—Ahí señor— repuso el negro, cediendo á pesat su-
yo al deseo de charlar-^iietiem|KiS'aqtttlk)sl El amor
delamo duró toda la vida entera déla monjitai que por
otra parte no fué lurg$. La pcbn lortolitia («si la Uamd^
Hel;auM y «si llamaban enlonees los^galanes á ñama-
da) l^tQrtolilteicautivatfliabftdenMusiado, y su dmmmé
-- ^ : rr:L^ - jt hs a ns que
^í- : - .ZR;
•- 3iir. L-^sJTTm'. :nu vt± i^- fue
^. . u X \>..u9í >u.«iMni^ i:x 5Q. MÍaisi iadfife-
QUIEN ESCUCHA SU MAL OYE. 141
rencia no ha creído necesario decirme el paraje donde
mi amor podia ir á buscarlo; mas yo lo sabré. Esa ciencia
cuyo poder niegan los hombres sin fé y él entre ellos, esa
ciencia me lo dirá. Sí, yo lo quierol — añadió.con enérgico
acento.
Cerróse una puerta, y todo quedó en silencio.
¿Cómo resistir ¿ la invencible curiosÍLad que se
apoderó de mi al oír la espresion de aquel amor singular ,
revelado en esas misteriosas palabras? Nada puedo ya
detenerme; todo cedió ante eWeseo de tocar con las ma-
nos los secretos de esa estraña existencia .
Con la frente apoyada en el postigo esperé un cuarto
de hora. El mismo silencio: nada se movia allí. En-
tonces, arrojandolejos de mi todas las ideas que pudie-
ran intimidarme, comprimí resueltamente el resorte que
me había indicado el negro.
El resorte, olvidado durante medio siglo, me asus-
tó con un agudo chillido; pero cediendo al mismo tiempo
abrió un postiguillo angosto como la portezuela de un
carruaje; y yo dando un paso me encontré en la morada
demi vocina.
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QUieN ESCUCHA St MAL OYE» 443
de gasa cargada de cin los y arrojada de prisa sobre un
cojin; flores colocadas con amor en vasos de todas dimen-
siones» el suave perfume de los estrados ingleses, el azu-
lado humo del zahumerio exhalándose de un pebetero de
arcilla, todo revelaba el sexo de su dueño.
A la cabecera del lecho y al pié de un cuadro, que
representaba al Niño Dios, estaba el retrato de un bello
joven y estas imájenes de las dos edades en que tanto amor
se prodiga al hombre, parecían presidir en aquella sen-
cilla y pobre morada artista. *
Las paredes de aquel cuarto desaparecian comple-
tamente bajo sombríos tableros de maderas esculpidas; y
el misterioso postiguillo era un medallón oblongo cercado
de una corona de rosas en relieve. Hallábame pues en
la antigua celda déla monja, era el santuario de sus amo-
res, templo ahora de un amor no menos apasionado. Ba-
bia en esta coincidencia motivo para que la fantasía echa-
ra á volaren pos de las escenas pasadas, ante los ojos in-
móviles de las robustas cariátides y los mofletudos queru-
bines de aquella vetu>la escultura. Pero yo no tenia tiem-
po que perder. Pues que era criminal, no quería serlo ¿
medias y habia resuelto abrir un pasaje para que mis
miradas pudieran penetrar á toda hora en la morada de
mi escéntrica vecina.
Fui me pues á su canasta de labor, que, dicho sea
de paso, estaba en un espantoso desorden. Dedos ner-
viosamente crispados habían enredado las madejas de
seda, al arrancar mas bien que cortar las hebras; y mas
144 SUE^iOS.Y RE\UD\DES.
de diez agujas que s? revoloteaban entre blondas y cintas,
me picaron los dedos al buscar las tijeras que encontré
al fin, y con lasque hice un agujero en el centro de una
de las rosas esculpidas en el medallón.
Era ya tiempo: pues apenas crrr¿ la puerta y me en-
contré en mi cuarto, saliendo del armario, mi huésped
entró á hacerme lacorapania ordinaria de la noche.
Confieso quo nunca la presencia del s^r mas antipá-
tico me fué tan insoportable como la de mi amigo en
aquella ocasión. Su plática tan interesante y animada,
pues era un hombre de talento y de vastos conocimientos;
parecíame pesada y monótona. Mi mal estar creció
cuando sentí que en el cuarto vecino se abria una puerta.
Sin duda era ella, su misteriosa habitadora. ¿Habia
cumplido su designio? Cuál era esa ciencia de que ha-
blaba y qué le habian revelado sus arcanos?
El silencio que sucedió me parecía de mal agüero; ¡y
yo que clavado en un sillón delante de mi amigo no po-
día averiguarlo! Consumíame de ansiedad, y respondía
á mi amigo con una distracción de que este se apercibió
al fin.
— Sufres? — me preguntó.
— No,de ninguna manera— me apresuré á contestar.
— Pareces preocupado. En todo caso, duerme:
— Hasta mañana!
— Hasta mañana I — dije con una efusión tan pro-
njjriciada, que lo sorprendió y sealejó sonriendo.
QUIEN ■SCOCIA SU MAk «YE. IIC
Apenas me vi solo eorri á Bneemrind #A «^ «mmo
7 mili por el agujero iiechD por la t^^ra.
Todo se hallaba en el mismo estado; peí» ^ Qvar^
no estaba abona solo. Bn el centro y sentado m un cUIqa
un hombre paseaba en tomo una mirada de asombro.
Nada mas decia esa mirada; nada tampoco la espresion
de sn grande boca de labios delgadosy páUdos. Solo su
frente ancha y elevada habria preocupado mucho á ua
observador frenólogo.
Abrióse de repente una pequaña puerta que cubria
un tapiz encamado; y en su fondo oscuro se dibujó la fi-
gura de una mujer. Era alta y esbelta. Cubierta de un
lai^ peinador blancoi cuyos undosos pliegues sujetaba
¿ medio lazo un cinturon azul: con sus negros cabellos
arrojados en largos rizos sobre la espalda, con su paso rá-
pido y su ademan ligero» habriaselecreidoelsérmasfo*
iizde la tierra; pero mii^ndola con mas detención se eo*
nocía que habia lágrimas tras de su sonrisa; y que Le fmor
ge au ccbut laissaüum frmt$ereiñ.
Entrando en el cuarto, sus ojos posaron en ios de
liombre que allí se encontraba, una mirada grave, fija y
profunda que lo hizo estremecer. Muy luego los cíos •
del joven, como fascinados por aquella mirada^ permane*
cieron clavados en ella, mientras una estnafia languidez
los fué cerrando por grados hasta sombrear con dpár«
pado la mejilla.
Entonces aquella mujer acercándose áél, con paso
lento pero seguro, elevó tres veces sobre sus ojos cerrados
10
f 4Í SUEVOS Y REáUDADS. '
lamano derecha, liaeiéndula descender oirás lantAs á lo
largo del rostro y desviándola en seguida hacia el hombro
para elevarla de nuevo. Después alargaodo horizonlal-
mente la izquierda ala altura déla rejion posterior del
pecho^, dijo con blando, pero imperioso acento:
— Sanluell
—Que me quieres? — respondió el joven con voz
oprimida.
Ella alzó de nuevo y repetidas veces la mano sobre
sú pecho/y él añadió entonces:
—Que me quieres ? Pronto estoy á obedecerle.
— Pues bien — dijo ella colocando sobre la frente de
aquel el pulgar y el índice de su mano derecha — penetra
ahora en mi corazón y busca en éi una imájen.
El joven inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció
dormir profundamente. Después una convulsión vio-
lenta sacudió su cuerpo y sus labios murmuraron un
nombre. Ella sonrió con tristeza enviando al retrato
que tenia en frente una tierna mirada. Luego asiendo
la mano del dormido:
— Samuel — dijo — penetre tu vista el inmenso ho-
rizonte en esta dirección (su mano señaló el norte) y
busque á aquel cuyo nombre acabas de pronunciar.
La cabeza del hombre dormido cayó otra vez sobre
su pecho; su respiración se volvió por grados anhelante»
fatigosa» y copioso sudor bañó sus sienes.
La mujer de pié y con los brazos cruzailos soguia
con una mirad atenazó imperiosa las emociones que rá-
QUIEN ESCUCHA SU MAL OYE. 1^7
pida y sucesivamente se pintaban sobre aquellos ojos cer-
rados.
Labora, el lugar y los objetos que allí se presenta-
ban, todo contribuia para dar á esa escena un caráctor
terdaderamente fantástico; y al contemplar aquel ser
débil dominando con una influeocin misteriosa al ser
fuerte; al mirar á esa mujer envuelta en los largos plie-
gues desu flotantey vaporosa tánica, de pié y la mano
estendida sobre la cabeza de ese hombre sometido al po|-
der de su mirada, habria^le creido una maga celebran-
do los misterios de un culto desconocido.
La misma convulsión vinoá interrumpir la inmovi-
lidad del dormid).
— Hele allí — esclamó.
— Donde?
— Los rayos plateados de la luna jut^gun coa las olas
del inmenso rio que pasea su plácida corriente entre un
bosque y una ciudad faotóstica cual un febril ensueño.
A sus pies y sugeto por pesadas anclas, un navio
suavemente mecido por blancas oleadas, envia hasta las
frondas de la opuesta ribera los reflejos de una brillante
iluminación. Sobre su ancha cubierta, adornada con
banderas y perfumadas guirnaldas, cien hermosas mu-,
jeres, vestidas de blanco y coronadas de flores, se aban-
donan lánguidamente en los brazos de sus compañeros de
placer á las ardientes emociones de la danza, j Oh ! cuan
bellos son sus ojos ! Diríasc que han robado al sol de los
trópico» su deslumbrante fulgor.
fti ^EftoS Y REALIDADES.
— Oh I replicó el dormido con acento supUcanlé^^
déjame' ietét ctiMto M^co d« «s«ái dania úclbie las
aguas ifVb^títí cielb de faégo. Ciiáo fefMmt)sd9toDl .
cüán Ufe^mMiíá \ i tté alH nnsí que w aparto deV
énifeabUidó «otbellitDo. Aléjase hAeía \» pron cori su
cultero, é i dctináhdose sobi% la borda üendela ilnno
püfá Dlos(rdrt(3 la trémula ítnájeú delasesli^dias reflefi-
defeiielf<¿Uápi«ruikte. |Ahl
—Samuel— ^di]<y ella inlérrtíAipiéffekiilo; porque uifa
convulsión violenta! cot\lrajode fepentelasfact*íooe8Ín*
móviles del dormido— Samuel ¿qué v(*$?
—Es él, él quien la acompaña.
— Y porqué tiemblas?
—Ohl— repuso el dormido con sordo adenlo— nolo
preguntes. . . tú no debes saberlo,
—No importa: quiero que lo digasl I)ilol
Entonces él bajó la cane/u con pesarosa resignación;
petohl hablar etnpleó una lengua estranjera, quizá para
^liefsus palabras sont^ran menos dolorosas al tíorazon de
H/]üélld á quien obed^ia con lan visible pesar.
Blientras hablaba, una nube oscureció la frente úe
aqüfetla mujer. Sis ojos brillaron como relámpagos de
una tempestad y sus labios murmuttiron palabras confu-
ís é inarticuladas. Péfo serenándose derepente:
— feamuél— dijo — l¿e en el coraron de esc hombre.
El joven se reconcentró profundamente: babriase
dicho que su espíritu habia descendido á lin íoibbmo.
QUIEN ESC.UC|IA SU «AL OYE. i ip
Despidos ^}A9 la|)iQ^ y^rtieroa tei|tapí)en()K como j^olas
deploffiío esta3 líal^ií^rjisí
foro un* pueya cprivuUiop ahogo sus palabra» cual
ai lo hubierQ herido e} misrap^ojp^ que acababa de ases-
ar al jaloi» de ^ciuq})^ mpjer.
Ella, sin embargo, permaneció inmóvil y silenciosa;
ni un solo ipásculod6isu i;ostro se contrajo; y sin la extre-
ma palidez que cubrió su semblante, nada babria revela*
d.Q el dolor ^n e^ corftzqn de ^stmna fortaleza.
Pp^óse dos ó tres vece^ ^ Ip largo del cuarto; fif^P^-
se al retrato, lo contempló largo tiempo con una mirfida
indf^jQjoible^ y Iv^fgo ícua),$^ 3e arrancara un jrepuerdo que-
rido se llev<^ la ^i^anoá l/i fr$Qte, se echó h4cia atrás Iqs
rizos de la cabellera, cubrió el retrato con un velo negro,
jf j^j^dp ^ ^Jbrjjr una puqrta ep frente 4^ aquella por don -
de habia enlrado, volvióse al dormido^endiendo la maqo
y replegándola hacia si, mientras él se levantaba y ^uia
la direcciou que^^ueíla mano le imprimía.
Ciando hubo traspuesto el umbial, la puerta se cor-
ró tras él, j¡f oí la voz de aquella n^ujer que decia :
—Samuel! despíertal
Vjila después sentarse al pie del lecho y oc^ltarse el
rostro entre las mapos.
Nada tenifi ya que ver ni averiguar filli; la lampari-
lla se jj^abiaapaj^ado^ yo no yeia á esa mujer, y permaner
cia Aiiop^adoá aquel postigo quema seraraba fie ella;
,el silencio Téiqab^ en torno, no obstante en mi cen^r^
zumbaba un ruido tumultuoso como ol de las olas del mar
en una borrasca. Eran los latidos de mi corazón; era
una rabia inmensa, desesperada, que rugia en mi alma,
era.... eran los celos; era que yo amaba á esa mujer que
amaba áotro con el amor ardiente que inspira un imposi-
ble; que la codiciaba para mi, en tanto que otro poseia su
alma.
— Quien €$cu(ha su mal oye— dije yo con el aire sen-
tencioso de un confesor.
La luz del dia penetrando en su cuarto me la mostró
n\ el mismo sitio. Ni ella ni yo habíamos cambiado de
actitud ....
— Pero .... ¿No oye usted? — dijo mi penitente, in-
terrumpiéndose de improviso — No oye usted?
— Ou6?
—El pito del tren. Hoy llega el vapor del Sud y
debemos tener noticias interesantes de Arequipa.
Dijo— y sin escuchar mis ruegos, mis gritos, mis
protestas y la formal amenaza de negarle la absolución, el
implo tomó su sombrero y en seguida la calle, embarcán-
dose luego para Islay, de donde dirijiéndose á Arequipa
ne deslizó furtivamente en la plaza, batióse en las trinche-
ras el siete de marzo, y librándose milagrosamente déla
carlanca li6^(adora, pasó á Chile donde es fama que por
no perder la costumbre tomó una parte activa en la revo-
lución qtie poco después estalló en aquel pais. Cuando
la revolución fracasó, fuese á Europa; acompañó á Gari-
baldi en su espedieion á Sicilia, siguiólo también y cayó
QUIEN ESCUCHA SU MAL OYE. IM
con él en Aiprotnonte, no muerto sino prisionero. Eva-
dióse, y ahora anda estraviado como una aguja en esos
mundos de Dios.
Incorrejible conspiradorl Guárdelo el cielo para
que un día termine su confesión, y podamos saber, bella
Cristina, el fin de su culpable y bien castigado espionaje.
SI lAGIS tkl NOESrilISBIIII.
< . • i \
'^.Iji
1.
EL RiPTO.
Era la última hora de un dia primaveral. El sol
trfispoDia majestuosameote la monlana, na^araadocon
su postrer rayo las nieves de la opuesta cordillera, y di-
bujando en laicas sombras la silueta fugaz de las cabras
quesamoneaban aquí y alli entre las ánuofiidades de los
peñascos las hojas de los arbustos y la espinosa corteza de
los cardos.
Todo eta'calma y silencio en aquellas agrestes so-
ledades. Las torcaces solas, ocultas en los agujeros de
Its pefias^ mezclaban su triste arrulla al r amor áfi la cas-
cada, que como un lejano trueno se etevaba del profMn49
Talle donde el Rimac precipita sus aguas. <
Í56 RÜEÍIOS Y REALIDADES.
De pronto, una voz áulcc y penetrante exhaló un
alegre grito.
---Mamay, esclamó en la lengua de los incas, ¿ves
las lindas flores color de oro que brillan allá abajo entre
las piedras? Voy á cojerlas para ti.
Y una bella niña de cinco años, fresca, rosada y en-
vuelta en un gracioso anacco descendió saltando alegre-
mente uno de aquellos ásperos senderos. Al mismo
tiempo de tras un peñasco salió una joven india, gritando
con angustioso acento: | No, Cecilia, no, hija mia 1 Esas
piedras están en el camino .... (Oye las carreras de los
soldados I Si vienen Ahi están I Allá viene unb. . . .
Mi hija ! Hija mia | Oh 1
En efecto, un regimiento descendió costeando la
cascada.
Al llegar al valle, de una de las últimas compañias
99habia separado un oficial, y llamando á un ordenanza
hahiale dieho algunas palabras señalando á la nafta , ^ue
á lo le¡joscogia flores entre las piedvas 4^1 camino.
Ilmldad(»aedirigió háoia-etta ágalope, yHcgan4oi
an ledo, incAinÓBe stíbre él estribp, y la arreibatémB^
braras. Haa ál momento 4e enderezatae sebre k flül»
para colocar ala niña en el arzón, sintió dos oiaBOStde
aeere, ifM aferrándose á tu gargpmta fai derribaron en
fserra.
l»inAiM%aWa oeniáosii auciliodeBiElMia; yiteqiaa-
éDlaeaiiBift áA soMoéDlMjvvu vQ#lla imaoriNi <epn .oj»
feroees una piedcapt a «Mbor dS'jnaÉMft».
SI HACES MAL NO CSPBfTES BIEN. i 57
Arrancó» en fin, un grueso guijarro; mas en el mo*
mentó que lo alzaba sobre el soldado» sintióse asida por los
cabellos.
El oficial que habia ordenado el rapto arrastrándola
sin piedad la arrojó al fondo de un barranco.
Un jemido desgarrador, un jemido de madre salió
del precipicio á tiempo que el oficial decia riendo:
— ¡Vaya i?n maricón I Dejarse acogotar por una
mujer! Felizmente llegué yo á tiempo .... Mas ....
que chistosa casualidadl .... Si» aqui, en este mismo si-
tio, ó muy cerca debió ser donde aquella muchacha ....
Calla, chica» calla. Oh I que bonita es! Grandes ojos
negros, cabellos sedososi una boqiii ta de coral . Un lindo
obsequio para mi hermosa Pepa» esa malvada que se di-
vierte en dar tortura á las almas .... Calla» chica» que
vas á ser muy feliz. Tendrás confítes, biscochos» y . . . .
bofetones á diserecion de manos de aqudla maldita.
Mariano» tómale. Galopa ha^ta alcanzar á los arrie*
ros» y di al mioque lleve esta cholita con el mayor cuidado,
y que al llegar á Lima bo vaya toniamente á entregarle ea
casa. Que la deje al guarda déla garita de Maravillas
hasta que tu llegues. ¿Entiendes?
Y se alejó volviendo á su puesto en la marcha» míen *
tras el soldado tomaba i galope laidelanitera al rejimiento,
llevando consigo ala niña que IkMraba con un llanto deses-
perado. M^s sus lamentos se perdieron á lo lefos» ixm-
fundiéndose luego con el jemido del viento y el raido de
lasaguai, y «1 valle quedó en profundo silencio.
II.
LOS BANDIDOS
La doble sombra de la noche y de la niebla connenza-
ba á eslenderse sobreeIRiraac, yel silencio del invierno
reinaba todavia en los espesos jarales que lo cubren.
Pero á lo lejos, hacia el camino que desciende de Chacta «
eayo, oiase cada vez mas distinto el cencerro de una recua.
De repente, déla oscura masa de un matorral salió
un prolongado silbido.
Poco después, tres hombres bien montados y comple-
tamente armados, saliendo de la vecina cañada, oculta-
ron sus caballos tras los muros desmoronados de una huü-
cay se agazaparon bajo unas matas al borde del camino.
No de oUí á mucho, diez muías cargadus*de baúles y
SI HACES «AL NO ESPERES BIEN 1?)9
maletas aparecieron escolladas por cuatro arrieros en un
recodo del camino.
Los viajeros avanzaban tranquilamente arriando con
calma sus cabalgaduras, y mezclando las notas de un ya-
raví a\ ruido tardo de sus pasos.
De súbito, la enjaezada muía que servia de guia asi-
da por una mano vigorosa, detuvo a la recua entera; y los
arrieros viendo relucir en la sombra los anchos cañones
de tres mosquetes, no necesitaron ver á los tres enormes
negros que los empuñaban para escurrirse entre la male-
za y desaparecer como somlíras.
Los salteadores empezaron entonces la inspección de
su presa.
—Catorce muías, decia uno.
— Diez y ocho baúles, gritaba otro.
—Tres sombrereras militares, un tercero.
— Una cholita, el cuarto.
—A tierra la chola con las sombrereras y al monte el
resto.
Dicho y hecho
Los ladrones njontados en sus magniücos caballos
arrearon la recua hacia la cañada por donde habían veni-
do, y un momento después la pobre chica, abundunada,
lloraba sola al borde del camino.
Si lAGIS lAL NORSrilISBIRII.
.111
EL PROTECTOR
Pasadas algunas horas, j cuando los llantos de la ni-
ña eran.solo sollozos convulsivos, un gineteque, emboza-
do en su capa de viaje y llevando una gran maleta á la
grupa de su caballo, descendía á galope el misitao camino
que babian traído los arrieros, detúvose de profite, y,
echando pié á tierra levantó en sus brazos á la mna.
— ¿Quién te abandonó asi, hija mia? preguntóla ca-
riñosamente.
Pero el viajero hablaba una lengua que la niña no
entendia, y á todas sus preguntas respondía llorando —
¡Mamá I
— j Pobre criatura ! dijo él profusamente conmoví-
SI HACES MAL NO CSPEltES B1B^. I6i
do— No en vano invocarás ese nombre de significación
universall Serás mi hija, y consolarás mi soledad. No
sé tu nombre; pero te daré el de aquella que duerme bajo
las sombras dti ¥hre iachaUel
El viajero estrechó á la niña en su seno, y con ella la
memoria de esa hija muerta que recordaba.
Montó á caballo, abrigó á la chica bajo su embozo, y
añadió como buen francés^ le pait mot pour rite.
-—Completé á fé mia mi bagaje de naturalista. Trai-
go en mi maleta el reino vejetal y el mineral. He aquí
el animal. A Francia, puesl
Abrazó otra vez á la niña, rió enjugándose una lá-
srrima v sieuió á galope lo largo del solitario camino ....
11
M IUC£S XXL .NO ESI'KHEH BIKN \tñ'\
desprendió lo guirnalda de rosas qu(^ aciornaJE^aisu : (sabo^
wu colgóla eomo on ex- vojo a \m pies de la wrgen/fiw Vd
labaBu leebo^ sacudió su pabellora, r abriendo poif>íiil .un
secretario escribió: ; ■ ..i • .v
' ., 4(|Que inmenso vacio, querido Guillerma, que in-
iDeiBov^cioeo mi existencia desde que tti has parlidpíli
Que horrible es esa enfertioedad del alma que se Uama
**echarde menos'l Los médicos se coiitcataii con lia •^
marlaporBu nombre científico — iVcMío/yío/~diccn ellos
muy frescos. Y síes una joven quien sufrcf, eiitóncrá
añaden sonriendo— . . /
«Que lleven esta niña á Chorrillos, qu» se bañe, que
tome el aire, que se pasee y se distraiga do lodos maneras
y ello pasará.
«¡ Ya I como creen que las limeñas solo amamos el
baile> el lujo, la disipación I . . . .
«I Oh I Guilleriao, ¿ que cosligamoreoQ quien asi nos
caluu)iúia? Yo s6 uno. Daría á su corasoa el dolor que
tu ausencia ha dejado en el mió. Asi ícntiria como, s^t)»
amar una limeña.
«Y tu, hermano niio ? Oh I líi, esdiferenie J . Pri-
mero^ y por mas qup digan, el que partie lie^e »iT moti-
vos de distraccioa que lo absofven y ddormepeá su/peoa;
U)s incádeutesdeá b^do, el arribo á puertos desooiú>QÍ4
dps, los rostros nuevosijue se suceden sin cewr. i ¥ lue^^
yo. me fígaro que los hermanos jamás ctiían de bwíjái' á
8HS hermanas. ; :. » i
«¿ Que os, cm cíVcIq, lo m«M rF^uonteinente pura.nof-
164 SUeÑÜK Y nEAUI>A0R9.
dolros un liermano ? Un tirano que quiere mono^K^af
tod» nuestros sentimientos^ que nos trata con el mai»
erado despotismo, que nos pospone k lodo, que no6 hatk
siempre feas, y tontas, y . . . .
^(Perdón I oh I Guillermo querido ! Confundirte á
ti, con esos hermanos impíos I Que atíoí injuslieia !
«Túneamastesiempreconla ternura protectora de
un padre y la galantería esquisita de un amonte. Petó
sabes que soy celosa de mis palabras, cuando después de
dos meses desde que habitas Parí6 has ohidado á tu ber -
mana, y la promesa de darla, cada quincena, cuenta es-
trecha de tu persona I
«¡ Oh I á la idea de tamaño desacato, por mas que tu-
ches A la frase de vulgarismo, digo con rabia: ¡que lisu-^.
ra I I guá f
«Si un motivo serio, un amor, por ejemplo, te pTeo-
eupara .... Pero una fastidiosa comisión del gobierno,.
baileSi paseos, espectáculos, frivolidades .... Guiller-
IM¿ para eso no hay perdón.»
La quisquillosa hermana recibió pdco después esta
respuesta:
kT bien, mi bella (aojada, era un tnolivó sérío, era
un amor lo que me hacia, noolviderteni un solo momelí^
to^ sino guardar silencio antes de darte u/ia noticia que té
eiilmará degi^eo; noticia que nuestro padre sabia ya, y te
callaba i rupgo mió. Tienes ya una hermana, buena co-
mo tú, cual til, bella como un ánjel, y que te eá parecida
de unamanera sorprendente, eslmña. Escucha .
SI HAGBS MAI. NO ESPRHC^ BIEN. {65
^(Pascaba yo una tarde bajo las fúnebres arboledas
del Padre Lachaíse. El dia ibaá acabar. Los rojizd^
rayos del sal poniente atravesaban como hebras de f Mego á
la espesa fronda.
«Desierto y silencioso estaba el lúgubre reciiUo. y las
úllimas ráfagas del viento de la larde gemían como almas
en pena entre las liojas de los ciprés.
«Despups que hube vagado largo tiempo en la ciudad
délos muertos, y visitado las tumbas de Abelardo, Ney,
Lavedoyére, Foy, habíame sentado bajo el laurel que som-
brea el sepulcro de Carlos Nodior. Leyendo su epitafio,
recordaba el loco entusiasmo con que allá, bajo los jaz-
mines de tu jardín, leíste su fantástica «Hada de las
Migajas» y el cn'^dulo empeño que le hacía correrlos cerros
de Amancaes en busca de la «mandragora bella.»
«De recuerdo en recuerdo, tu ímájen apareció al fio,
tan viva en mi pensamiento, que involuntariamente yol -
vi los ojos.buscándole en torno mío,
«Cual seria mi asombro encontrándote, á ti, á ti
misma, ahi, á algunos pasos de distancia, vestida de luto
y reclinada en la pilastra de una ttimba.
«Sin pensar en lo que hacia, corri á palparla reali-
dad de aquella visión. Pero al acercarme conoci que era
solo una grtinde semejanza, y que yo había incurrido*en
una grosera indiscreción .
«Masía j()ven enlutada ni. siquiera se apercibió de
mi presencia. Con la mejilla apoyada en el mirmoldel
,16Í) «'EfíOS V RCAUDADRS.
epitafio, leiua los ojos cerrados, y sus labios se movian
leptamente. Oraba. ^ •
<xEn ese momento resonaron á lo' lejos roncos ladri-
dos.
. «Acordí me entonces que era la hora en que el con-
serje suelta los forinidablrs mastines que guardan aquel
sitio durante la riocho, y estremecido de espanto á la idea
d^l peligro que amenazaba á aquella hermosa joven,
arrebátela en mi$ brazos y atravesé á carrera la calle de
(iprí's que coaducia á la puerta.
«4^ la brusca subitaneidad de mi acción^ la jóveñ
abriwidoílos ojósdió wn grito de terror y se desmayó.
f '^<<En la fyuerla del cementerio la esperaba lin coche de
alq^üiler. C^loquéla dentro, y mé senté á su lado para
". sostenerla.
i ' . i «Miihitrds la prodigaba- mis cuidados, contemplaba
j, eónamor la prodijiosa semejanza de aquel bello rostro
/> con el tuyo, querida Matilde. Era tu imájen, tú misma,
A sin la florida lozania que es uno de tus encantos:. Ella,
al contrario, delicada y cenceña, tenia en sus morenas
mejillas esa palidez aterciopelada que se adora en Fran-
4 cia, y que en Li.ma alarma lanto la tqrnura de las madres.
I . «Pero esa misma palidez anadia mas brillo á sus
i grandes ojosní*gros que se abrieron por fin y me recorda-
ron masa mi hermana, ora en su dulce sonrisa, ora en su
fi^pacible seriedad. ^
f I «Amelia es hija de un sabio viajero qnc consagró A la
I-
i
>
w
SI HACES MAL NO ESPERES BIEN. 467
ciencia SU fortuna y su vida, y murió legándola solo su
nombre ilustre y su austera virtud.
«Huérfana y pobre, pero con un alma rica de poesía
y sentimiento, Amelia repartió su vida entre las melodías
sublimes de su piano y el fánebre silencio del cemente-
rio. Alma de temple fuerte, todas las cosas de la vida
son serias para ella; y en su mirada, en su voz y en su ac-
titud, hay unaespresion de melancolía dulcísima, de me-
ditabunda gravedad, del todo ajena alas turbulentas hi-
jas de la Francia, y que ella contrajo, sin duda, al aspecto
solemne del desierto, bajo el velo de las árabes, allá en las
lejanas regiones que recorrió <;on su padre.
«Tal es tu hermana. ¿ ?io es cierto, mi linda atur-
dida, que te alegrarás mucho de abrazarla luego ?i^
HEMINISCENCIAS
^-.íHlS
I
Poco ({espues, un dia de verano, la mimada hermana
de Guillermo, corjuetamenta vestida, como quien d^sea
deslumhrar, ahordaba en una góndola el vapor de
Panamá.
No bien atracada aun la embarcación al costado del
vapr>r, !a graciosa limeña subia con pié seguro la resbala-
diza fsealera, húmeda con la niebla de la mañana', y se
arrrjjabaen los brazos de su hermano, apartándose luego
d^l fraternal abrazo para estrechar en su pecho, con arre-
baloi» de pasión, á una bella joven, morena y pálida, pero
que le era parecida con pasmosa semejanza.
La extranjera se entogaba á sus caricias con tierno
SI HACES MAL NO ESPERES BIEN. 169
abandono; mas ¿ porqué á veces parecía disUaida ? ¿ por*
qué sus ojos desviándose de la florida ribera, iban á bus-
car A lo lejos las azules siluetas de la cordillera?
— I Guillermo I dijo al fin, cuando desembarcaban,
yb he visto estas montañas— ¿ Donde ? No lo sé.
— Sin duda fueron los Alpes, se adelantó á decir
Matilde.
-*-Nó: no son tan puros sus perfiles.
— Pues entonces serian los Pirineos, replicó la petu-
lante TÚña, empeñada en lucir m geografía de colegio.
— Mucho menos. Sin ewibargo, mis pies han cami-
nado por senderos agrestes como esos que serpentean en
acuellas fragosas vertientes.
— Las kas soñado, Amelia mía, la dijo Guillermo,
las has soñado en tu ardiente anholo por América.
— I Sonar con cerros I esclamóla aturdida mucha-
cha con una mueca graciosa que hizo sonreír á Amelia,
soñar con cerros, estando ahí nuestro hermoso Riroac,
sus frescas alamedas, sus perfumados jardines. . . .
El mió es delicioso. Cubierto está de rosales,
jaemines, chirimoyos, suches, aromos, y á su sombra en-
contravis abiertas todas las flores de Europa, que yo mis-
ma he sembrado para ti. . . .
Dame la mano, Amelio, voy á hacerte los honores
de nuestro suok), y no quiero que te disloques un pié en
las carcomidas gradas de nuestro embarcadero.
La bella forastera apenas la escuchaba. Abstraída
poruña estraña preocupación, ni siquiera se apercibió
Í70 sürSos y realidades.
de) rápido movimiento quülü condueio, y ]os ácidos oaia<-
pos y las frondosas arboledas pasaron ante sus ojos oomo
los va pores fantásticos de un sueño.
En la estación de Lima los- esmeraba el Coronel; y
Guillermo p iso su esposa entre los brazos de su padre.
El coronel amaba apasionadamente á sus hijos y
Amelia fuéacojidacon estrema ternura. Mas ¿porqué
se estremeció al sentir aquel bigote cano tocar su frente?
¡Misterio!
Muy luego, riendo de su miedo pueril, respondía
con un hermoso beso filial á las caricias del coronel^ y
apoyaba confiada la cabeza en su pecho cargado de cruces.
Y los dias corrieron para Amelia bellos como los ce-
lajes de la aurora. Espiritu de percepción esquisila» na-
die como ella saboreó las delicias de esta májicavidade
Lima, en que todo halaga al alma y los sentidos; en que
todo, desde el cielo hasta el suelo, es aroma, luz ya rmor-
nía.
Muchas veces contiendo con su hermana bajo la fron-
da de los jardines, se detenia de repente para beber en
dobles aspiraciones el aura suave de nuestra atmósfera;
aura deliciosa y letal que anima y agosta las mas hermo*
sas flores.
Llegó un dia en que Amelia, pálida y enflaquecida»
pe4ia en vano á la brisa el aire que le faltaba á su pecho, y
en que los rayos ardientes del sol de enero no pudieron ya
calentar su aniquilado cuerpo.
SI HACK-^ MiL NO ÉSPEAlS BIE.N. i7t
Entonces, los graves doctores, reunidos en torno al
lecho de Amelia, acordaron, y esta vez profundamente,
consternados: * .
Que lleven esta niña áia Sierra; que haga una vida
de Com'plétó' reposo, que tome leche de cabras, qae se
distraiga, y Dios dispondrá lo que sea de su agrado )
Y á la mañana siguiente, Amelia, "acompañada de su
esposo y de su suegro marchaba á Jauja.
Seguíanlos, Matilde y una numerosa comitiva de
amigos que se agrupaban en torno suyo, con esa solicitud
de la despedida que nos cansa un placer tan doloroso.
Todos guardaban silencio, el silencio con que se
acompaña ú los que van á buscar la salud por el fatídico
camino de Maravillas, que tantos suben y que tari pocos
vuelven á bajar.
Al llegar á las colinas que empiezan á hacer incómo-
da la rula, el coronel detuvo el caballo de su hija, y dijo
saludando á sus amigos:
—¡Caballeros, el dia d;dina y estamos ya lejos.
Hasta la vista ! Y luogo añadió señalando á Matilde, y
como para alegrarla triste solemnidad de la despedida:
—He ahí esa dama que os confio. Requerid vues-
tras espadas para defenderla de los ladrones que infectan
€sias breñas.
Al oit aquellas palabras, Amelia se estremeció. En
su mente sorjióde súbito un estrafio miraje, esa serie
misteriosa de imájenes que, cual reflejos de la eternidad.
ili SURNQS Y REALIDADS.
aporreen 4e repente al ^sipirilUt y brillian y se apagan
QOi\ la lu2 y la rapidez del nelémpa^o.
Matilde» al separarse de sus brazos, dijo Upcandoi
lasque li acompafiaban: imelia no volverá masl Ame-
lia vá á morir. Hay en su mirada una espresien eslraña
que nunca vi eneUau
En efecto, desde ese momento comenzó para Amelia
una cadena interminable de alucinaciones.
Por momentos, allá en el horizonle de sus recuerdos,
veia alzarse un mundo fantástico, imposible; y al fijarse
en él su mirada, desaparecia para mostrarse de nuevo.
Otras veces eran estrañas intuiciones que le hacían
decirse: Detras de aquella colina hay un gran caserío
entre dos establos. Y subia la colina con el corazón pal-
pitante, y al llegar á su cima, quedábase yerta de asom-
bro, encontrando el caserío y los establos, tales como los
liabia soñado su imajinacion. . Y entonces esforzábase en
persuadirse que todo loque pasaba en ella desdo que sa-
lió de Lima, era solo una prolongada pesadilla; porjue
tenia miedo, miedo deque fuera el delirio mortal de la
locura.
Hubo un momento en que, pálida y con el pecho
oprimido de cstraña congoja, pensó:
Alli ¿ la vuelta de un recodo, se abre una quebra*
da profunda. Fórmanla dos elevadas montañas que
aliándose perpendiculares, roban la vista del cielo. En
sn fondo mujim las aguas espumosas de una «aseada. Y
ahí, al torcera! rcjodo, apareció la sombría quebrada en
SI HVCBS MAL NO ES^EUtS BIEN. 173
cuyo fondo f ucda el Rimac sus aguas, blancas aun con la
espuma de la caída.
Y Amelia, presa de un terror indecible, paseaba en
torno ansiosas miradas, buscando entre los trozos de roca
diseminados en los bordes del camino, algún objeto que
desmintiera su fantasia.
De repente, pálida y temblorosa, se dijo—
fié allí la planta de doradas flores. Una niña las co-
jia y después lloraba, debatiéndose contra ¿contra
que? .... Dios mió ! hazme acordar de lo qjue era ese
algo que causaba el llanto de la -niña I Y sin saberlo,
Amelia sollozaba amargamente. Su esposo y su padte la
rodearon solícitos.
En ese momiínto, una figura estraña, una mujer
envuelta en una manta negra, pálida como espectro, se
alzó detras un peñasco gritando con lúgubre acento:
— ¿ Quién llora aquí? Nadie ha llorado desde aquel
dia Y mirando de repente al coronel, exclamó
arrojándose á él, y asiéndose á la brida de su caballo: —
I Por fin te encuentro I Ladrón de honras, ladrón de ni-
ños, en vanóte ocultas; en vano, para disfrazarte, has
puesto nieve en tus cabellos; te reconozco! Salteador
galoneado, ¿que hicisteis de mi hija ?
— ^Esla ovejera loca de Huairos, gritaron los arrieros
átiempoqueel coronel, dando espuelas á su caballo, se
libertaba de aquel brusco ataque.
Pero la estraña aparición los siguió á lo lejos; y al
trasponer las alturas, Amelia la veía siempre ala misma
174 SUEÑOS Y nEAMDADKS.
dislancia, caminando en pos suyo con paso leirto pero
continuo.
Mas cuando llegaban al tambo-^ cu.vano ila^.hiiiyaron
sus ojos: habja desaparecido. •..',.
. Aquella noche, Ameliti desvelada, como» todos los
enfermos del pecho, había dejado su cisufi^r y se pasQabfi
meditabunda á Ja luz del fuego, en la triste sala.del tam-
bo. GuiUermoy el coronel la acompañaban, y la. pre-
guntaban inquietos el motivo de su preocupación.
La pobre joven no podia decirlo; sin embargo estaba
pogeida de espanto. Senlia moverse y como despertar m
ella un nuevo ser, un ser medio borrado que se identifipáT
ba con su espíritu y palpitaba en su corazón.
Y entonces, palpábase con angustia, preguntándose
si era quizá una alma en pena, que ^e acordaba de su
pasada existencia. . , p ,
La rojiza llama del hogar arrojaba sobre las d snudas
paredes resplandores fantásticos que anadian nuevof
grados á su exaltación . ...
De repente una mano cautelosa abrió lentamea|e (a
puerta, y un bulto negro se deslizó en el cuarto.
Era la aparición de la quebrada.
La loca paseó en torno su. vaga mirada^ cual si bus-
case á alguien; y luego avanzó hasta. el hp^ar, silenciosa,
rígida y solemne como una estatua; cogió un tizón, q^-
diendo, y sirviéndose de él como de una anioroha^ S0
puso á buscar por todos los rincones de la sala..
Eníonces, Amelia y sus compañeros vienm una
SI HACES MAL. NO ESPERES BIEN. I7 >
mujer joven aun, pero horriblemente aniquilada. Hon-
das ari'ugas surcaban su rostro marchito, y sus ojos Imum
esa mi^^ada fija, y por decirlo asi, aérea délos cadáveres,
A su vista, Amelia olvidó su preocupación, y conmo-
vida hasta lo intimo de su alma, se acercó á la demente,
y la dijo con dulzura: —
¿ Qué buscas ahí, pobrecita ? Ven á reposar le ruego,
que es ya larde y hace mucho frió .
— Busco al hombre galoneado, respondió ella sin
mirar á Amelia, y siguió impasible su camino.
Pero Amelia cogió sus manos con cariñoso afán, atrá-
jola en pos de si, y la hizo sentar al lado del fuego.
VI.
HISTORIA DE LOS CAMINOS.
La infortunada se dejó conducir con triste docili-
dad. Crueó las manos sobre sus rodillas/ y contempló
largo tiempo, pensativa y silenciosa, la móvil llama del
hogar.
Poco ¿ poco> sus apagados ojos comenzaron á ani-
marse y resplandecer como iluminados por una luz in-
terior; y en sus labios vagó una sonrisa juvenil que hizo
brillar en la sombra sus dientes blancos como perlas.
— ¡ Eístevan I gritó derepente, quien dijo que Este-
van murió I Mentira ! Helo allí, joven, alto y lijero.
Baja con las ovejas de Casa -blanca. Es él, el mismo;
esos son sus ojos, esos son sus negros cabellos. Me llama!
SI HACES MAL NO ESPERE:^ BIEN. i 77
No! aléjate, Esteban. El cura no quiere que pastemos
juntos nuestros rebaños, porquo somos todavia muy jó-
venes para casarnos. Como sí en cualquiera edad no se
pudiera amar, alabar á Dios y ser feliz. | Feliz ! Ah I
yo no puedo s:t1o: si el cura nos ha separado. Tú llevas
el ganado á las alturas, y yo me quedo sola en el valle, so-
lacon las cabras que aunque saltan alegres, no pueden
darmeanagotadesugozo. Todo esto lo sabes tú muy
bien; pero ah ! tú no has sabido jamas que .... ¡Se ale-
ja I no quiere oirnie ! Ven Esteban, ven . Yo to lo diré
ahora,ahora que ol tiempo y el dolor han curtido mi ros-
tro, y que la vergüenza no puede \di subir á mi mejilla*
Hé allí la peña donde yo lloraba esperando la tarde,
la tarde que nos reunía á la luz del, fuego, bajo los
sauces de nuestro patio. Deesa hondonada salió la voz
del militar que me llamaba . Yo tuve miedo, y huí;
pero él montaba un caballo veloz y me persiguió, me
alcanzó, echó pié á tierra, luchó conmigo, y me ultra*
jó ... .
Y desde ese dia, ya no quise verle, y huía de tí ... .
y te dije: Esteban, no puedo ya ser tu mujer. Y entonces
te amaba mas que nunca. Pero debíais creerme incons-
tante y liviana; y al despedirte de mi me arrojastes lloran-
do una maldición.
Después .... un dia mi padre púsose á mirarme
(ijamenle y me dijo:
—Tú eres una mujer infame; has deshonrado mis
canas, v manchado la casa de tu padre. | Vete I
12
I
««
17g SUÉÑOl» Y REALIDADES.
Y alzando la mano sobre mi cabeza, me maldijo.
y yo anduve errante largo tiempo, huyendo como
una fiera, de valle.en valle, de montaña en montaña,
desnuda, hambrienta, miserable. Pero al lado de mi
dolor se elevaba una santa alegria. Dios se habia apia-
dado de mi, y en el camino de mi infortunio habia hecho
nacer una flor. . . .¡Mi hija!
•^ Y [)ronunci'^ estas palabras con un acento de ternu-
ra íntima, imposible de reproducir, y que solo se oye en
las chozas de los indios.
Amelia lloraba, Guillermo se hallaba profundamen-
te conmovido, y el coronel, pálido y sombrío, estaba ab-
sorto en una profunda meditación.
— ¡Mi hija! continuó la india, mi hija! ?ío me can-
saba de repetir este nombre; y olvidé el tuyo, Esteban.
No t« enojes contra mí: asi son todas las madres.
Entonces lejos de ocultarme, fui á pedir trabajo y
pan á las haciendas inmediatas.
Los pastores de.Huairos tuvieron lástima de mí, me
acojieron entre ellos, y me dieron una cabana.
Y yo guardaba el ganado, llevando á mi hija acurru-
cada á mi espalda, como un pajarilloen su nido. Con-
templábala desde la mañana á la noche y cada dia era
mas feliz. ^
Pero á medida que mi hija crecía, mi gozo se cam-
biaba en inquietud. Volvirae huraña y recelosa, y tem-
blaba d« miedo cuando algún forastero acariciaba a mi
i
SI HACES MAL NO ESHEKKSBIE.N. 179
hija, porque ¡ay! Esteban, las pobres indias nada pueden
poseer en paz, ni aun á sus hijos.
Dicen que nuestros padres, poderosos en otro tiem-
po, reinaron en este suelo que nosotros pagamos tan caro;
y que los blancos viniendo de una tierra lejana, les roba-
ron su oro y su poder. Xo sé si es eso cierto, pero ahora
<iue somos pobres, ahora que nada pueden ya quitarnos,
nos roban nuestros hijos para hacerlos esclavos en sus ciu-
dades.
Por eso yo guardaba áraihijitacon un miedo que
se aumentaba cada dia, porque cada dia s?. volvia mas lin-
da. Nunca la dejé en casa; y aunque la pobrecila se fa-
tigaba, llévela siempre conmigo al campo, guiando el ga-
nado por los parajes mas lejanos de las sendas que fre-
cuentan los soldados y los viajeros.
Asi, ocultándola de todos, del sub-prefecto, del ha-
cendado, del cura, llegó mi hijaá los cinco años.
Un dia. . . . y la india, llevando las dos mañosa
los ojos, se inclinó hasta el suelo, dando un gemido.
Amelia sentada sobre lus rodillas, escuchaba inmó-
vil, muda, anhelante. De vez en cuando posaba lama-
no sobre su frenlo como para avivar un recuerdo. La
india prosiguió:
— Un dia faltó el pasto en las altura*, y fué preciso
bajar al valle.
Muerta de miedo, y llevando á mi hija en los braaos,
caminaba con el ganado, escondiéndome entre los peñas-
ios v en las hondonadas de los cerros.
180 SUEÑOS Y KEALIDiDES.
Plisaron las horas, y el camino estaba desierto. El
sol iba á ponerse; y yosubia ya con el ganado á la hacien-
da. De rf*penlí^ mi hija vio una mata de mirumas al lado
del camino; y soltando mi mano, bajó corriendo sin ha-
cer cas<> de mis sjrilos.
Amelia se habia levantado. Con las manos juntas,
vi cuerpo incliuado, y los ojos fijos en el rostro de la in-
dia» escuchaba su voz como si fuera un eco lejana.
V estí li'ímpo, continuó la india, sonaron cornetas
tu o! valle y un regimiento comenzó á desfilar por la orilla
del rio.
(Inundo saltando penas, corria yo tras mi bija, vi un
sold.uU),(iuo llegando á carrera, la arrebataba sobre su
cii bailo.
Yo ltM|uil6 mi hija; pero en ese momento, un hom-
luT se arrojó sobre mí, y arraslrándom'^ por los cabellos,
nn*d«»s|u»nóen un barranco.
VI caer vi á ese hombre. Era el oficial que seis años
antes un» ultrajó en esos mismos sitios, y que ahora me
roldaba mi hija, mi pobre hij i taque me llamaba. . . ó . . .
La india so interrumpió de súbito. Su mirada ha-
bia encontrado el rostro de Amelia. Fijó en ella loj^ ojos
con espresion de angustiosa duda, y gritó de repente —
— iCeciliaü!
Wttmaf/— murmuró Amelia, cayendo desmayada
en JOH brazos de la india.
i;ii¡llermoseprec¡pití)hác¡aella, y la tomó en sus
í
SI HACRS MAL NO ESPRRES BIEN. 181
brazos. Pero Amelia, volviendo en si, lo rechazó con
terror.
— I Desventurado! — esclamó — huye lejos de raí. ¿No
comprendes? ¡Soy tu hermana!
El coronel estrechando sus sienes entre las crispadas
manos, huyó de allí, dando roncos gritos.
Al siguiente dia, los cabreros de la montaña encon-
Iraronsu cadáver, devorado por los buitres, en el fondo
de un despeñadero.
vil
CONCLUSIÓN.
Poco tiempo después, un dia en el convento de Oco-
pa tenían lugar á la misma hora dos solemnes ceremo-
nias.
En el templo tomaba el hábito un religioso.
En el cementerio abrian una tumba.
El prelado, al Gn de la ceremonia, dijo al novicio,
dándole su bendición —
— La paz del señor descienda á vuestra alnaa, her-
mano Guillermo.
Sóbrela tumba celocaron una lápida con este nom-
bre — Cecilia.
El novicio, los ojos bajos, los pies descalzos y apoyiir
SI HACES MAL NO ESPHBES BIEN. 1A3
do en el báculo del peregrino, besó la mano al prelado y
partió á lejanas misiones.
El sepulcro quedó solitario. Las golondrinas se
posaban tranquilas sobre su cornisa de mármol, y ten-
dian al sol sus trémulas alas. Pero cuando la noche des-
cendía al valle, y las estrellas comenzaban á brillar en el
cielo, los religiosos del convento velan una sombra que
deslizándose bajo los álamos á lo largo de la alameda,
entraba en el cementerio y velaba prosternada é inmóvil
la tumba de Cecilia.
1
i' T
'4
V
UNA H0R4 DE COOUETERÜ.
A LA SEÑORITA LEONOR P....
i
•i
11
'«
-Y. . . . ?
—Ya ! '
Así se abordaroD,al encontrara una noche en el
portal de escribanos, dos lindas y elegantes jóvenes.
La una resplandecía con todas las galas de la hermo-
sura y de la felicidad; la otra, mas joven aun, tenia en su
bello rostro una espresion de tristeza y de resignación que
la hacia en estremo interesante.
Embozado sobre el paletot en un chai escoces, se-
guíalas de cerca y furtivamente un apuesto caballero.
—¿ Comenzaste ya— continuó lo primera— á cum<^
plir el terrible voto ?
— Si: hace dos días sirvo en Santa Ana, y mañana
tomo el hábito de hermana de la caridad.
— Pero ¿has pensado, desdichada Amalia, m el
i§l^ SUEÑOS V REALIÜADS.
horror de encerrar tu linda cara en ese espantoso sombre-
rote ?
—Qué me importa mi cara I No hay ya quien la
mire.
— ¿ No le arredra lo chupado de esa túnica 1
— |Bahl
— Y sobre lodo, hija, cinco años de esa vida de per-
ros acabarían con tu belleza y desvanecerán el amor de. . .
— Oh ! Elena, en nombre del cielo, no desvanezcas
tú mi ilusión ! Tengo fé: déjame creer que lo severo de
este voto hallará gracia ante Dios y me devolverá el amor
de Luis. Ademas, conozco que soy culpable: lo ofendí
cruelmente en ese baile fatal que motivó su partida;
cuando proponiéndome parodiar por una hora el mane-
jo de una coqueta, rehusé su brazo para aceptar el de
Bclmonte su enemigo. Soy culpable^ y rae impongo con
placer «sta rigorosa penitencia.
— Rigorosa, horribleen efecto, y que antes de mucho
dará fin á tu delicada existencia.
— Y sin embargo, lo ves, desde que hice ese voto,
hace nueve dias, me siento mas tran juila; mi dolor se ha
adormecido, y vivo bajo una estraña influencia. Paré-
ceme que todo lo que ha pasado es un sueño; que Luis no
ha partido; que está cerca de mí y que me ama. ¿Qué
le diré? Ahora mismo, que venia al 7Vgfre para comprar
agua de Cblonia y una crucesita de la joyería ce Me-
yers, para llevar al convento, caminando así, sola entre
la multitud, deslumbrada por la doble luz del gas y de
UNA HOBA DE COQUETERÍA.
lát)
las preciosidades que se ostentan por todas parles, he vis-
to cruzar por mi mente un delicioso desvario. Figúreme
que al tomaren el Tigre mi frasco de agua de Colonia, lo
vi trasformarse entre mis manos en un lindo perfumtero
lleno de los mas ricos extractos ingleses.
— Magnífico !
— Espera. Mi humilde crucesita sufrió también
un portentoso cambio: volvióse el espléndido aderezo de
una desposada.
— Estupendo ! qué mundana está la monja !
— Y al entrar á casa, en fin, llevando á mi madre
estos bellos presen tes
— ^¿ Hallaste á Luis?
— lias adivinado. Pero ay ! en ese momento te en-
contré á tí.
— Y muy á tiempo para decirle: Reverenda madre
(lela caridad, desechad hasta de aquiá cinco años esos
ensueños; y para refrescarla imaginación, venid á recor-
rer conmigo el salón óptico. Dicenque hay visla de Pa-
rís. Asi, tendrás d placer de llegar allí antes quelu
fugitivo.
Y en efecto, ambas se hicieron paso entre la multi-
ttid agrupada ante la puerta del salón.
II.
¡ Cómo ! ¿ lú aquí ? esclamó de pronto un hombre
que salía del salón óptico, deteniéndose ánle aquel que
seguía á las jóvenes.
— Ya lo ves, querido Santiago.
— Pues ¿ no partiste para Europa en el último va-
por?
— Partí íastidiado; temí que el invierno europeo
convirtiese el fastídoen tedio, y el tedio en un pistoletazo;
volví de Panamá para absorver un rayo de nuestro sol que
me sirviera de talismán, y heme aquí de regreso esta tarde.
Pero .... déjame ahora, te ruego: mañana te referiré
esto y nruchas cosas mas. Adiós !
Y H joven s(íparándose de su amigo, se alejó presu-
roso, perdiéndose lurgo entre las arcadas del portal.
Hi.
La futura hermana de la caridad y su alegre compa-
ñera ojeaban enlretanto las vistas parisienses espuestas
aquella noche á la curio^dad de los paseantes. Eran mag^
nificas, y mostraban los mas sustuosos monumentos de la
gran metrópoli.
—Amalia, acércate aquí y mira.
— El Arco de triunfo y los campos Eliseos. Qué sitio
tan bello! Mira esiis hermosas mujeres: se diria que pa*
sana nuestro lado.
— Hum! Muy luego Luis, pasando al suyo no pen-
sará mas en ti, ni se le dará un bledo de tu candido voto.
— Todavia, Elena! Hallas plac?r en destrozar mi
corazón? Vamonos, que tengo prisa de separarme de ti.
— Vaya! olvida su reverencia que debemos efectuar
en el Tigre y en la joyería esas fantásticas transformacio-
^92 SUEÑOS Y nEAUDADfiS.
nes? Vamos, que yo también tengo prisa de ver ese mila-
gro.
Mas muy luego la risa de la burlona se cambió en ad-
miración, cuando en el Tigre presentaron á Amelia en
vez del frasco de Colonia que pedia, un lindo perfumero
chino cargado de esencias esqaisilas. Pero cual fué su
asombro cuando en la joyeriaá la demanda déla modesta
crucesila, el joyero, sonriendo tudescamente, puso en las
manos déla novicin una caja de marroquí en cuyo fondo
de terciopelo negro brillaba .un deslumbrante aderezo.
Formado de perlas y diamantes, coronábalo la diadema
de una desposada. Del broche déla cerradura pendia
una tarjeta con el nombre de Luis.
— Dios miol Dios mió ! es es^e un sueño I Elena, no
le alejes, tengo miedo!
— Hola ! ÁÍiora mismo no querias separarte de mi ?
Ea I estamos en tu casa. La mampara está cerrada. No
seria estraño que quien la abriese fuese. . . .
— Ay ! partió por el último vapor, no hay esperan-
za !! ! Ah ! ! !
La puerta se abrió, y Amelia dio un grito, cayendo
desmayada en los brazos de Luis.
IV
Mi voto!~escIaiuóellaal volver ala vida. — Sé mi
esposa, amada mía— dijo Luis con voz grave, posando un
beso en la frente de su novia, y después que el sacerdote
nos haya unido, cumple á Dios el voto que le hiciste,
mientras yo, cumpliendo también con lo que debo á mi
orgullo, desempeño en Europa la misión que acepté por
alejarme de tí.
Bella Leonor, ¿ has visto alguna vez bajo los anchos
aleros de ese armatoste que usan las santas hijas de Vicen-
te una frente blanca y pura, dos rasgados ojos negros, una
boca formada con perlas y corales, una joven, en ñn, casi
tan linda como tú ? Es Amalia que expía con cinco años
de tinieblas, una hora de coquelma.
13
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EL RAIILLETE DE LA VELADA.
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I.
LA CONFIDENCÍA
Era la víspera de San Juan. El dia había acabado.
Las nubes de occidente reflejaban los últimos rayos del
sol, y las estrellas comenzaban á brillaren el aatu) tioladtf
del cielo. Los rebaños descendían en largas hileras los
estrechos senderos de las montañas, mezclando el ruido
de sus cascabeles al alegre tañido de las campanas de la
vecina aldea , y á la voz de los oboes que desde el fondo del
valle convidaban al baile de la velada . Los jóvenes, tra-
yendo al hombiM> la azada ó el fusil, acudían presurosos ál
festivo reclamo, mientras otros vagaban en las ásperas la*
deras recojiendo con ademan misterioso entre las grietas
de los peñascos las hermosas florea alpestres, para arrojar-
- - *u-
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EL nAMILLETE UE LA VELADA.
191)
h(im:uio, psxlniis tlü^irriní ol n >mbro de la ospanlosa do-
lencia que ha asaltado el mió.
La niña y el aitciano se sentaron al boide del hondo
sendero, y á la luz moribunda del crepúsculo la mirada
del viejo sacerdote interrogó la mirada tímida de la
joven.
— Habla, hija roia — la dijo— ¿qué temes? Tu cora-
zón estaba siempre abierto para mi, como el sacro libro
del altar. ¿No tienes ya la misma confianza en tu
anciano amigo?
— ¡Ohl no es por mi, no, señor cura No ha
mucho al veros bendije á Dios, que os enviaba á mi
encuentro para escuchar la voz doliente de mi corazón;
pero ahora, llegado el momento de hablar, temiendo ser
injusta, vacilo y no me atrevo á deciros la causa de mi
pena.
— ¿Y qué pena puede aquejar tu corazón, hija
mia? ¿No .te ha dado Dios todos los dones que pueden
hacer feliz á una criatura sobro la tierra? la virtud, la
belleza, un padre á quien amar, un novio que te ama?
— ¡ Que me ama ! ¡ Ay, señor cura, no me ama ya !
no me ama !
—I Ahí
— Y sin embargo, meditando en ello, no encontraría
razón para dudar de Guillermo. Pero | ay I el corazón
no medita ni razona: siente; y aqui— continuóla mu-
chacha llevando su mano al pecho-— aqui hay una con-
vicción profunda de que ya ai me ama. Oh I quiera
200 SIJRNOS V nR.VMlUÜF.S.
el cielo, señor cura, que cuando hayáis oidu io que voy
i\ deciros podáis convencerme de lo contrario !
La joven suspiró ainargaraente, continuando luego.
— Ayer, cuando acabadas las labores del dia y en-
cerrando el ganado en los establos, entré en la casa,
encontré á mi padre sentado bajo el grande nogal í;ue
sombrea nuestra puerta. Besóme con mas ternura que
otras veces, y me hizo sentar a sus pies. Luego, pa-
seando su mirada por las montanas, los valles y el lago,
cuan melancólica es, dijo, para aquel queseacercaal fin
de la vida, la contemplación déla naturaleza en su esta-
ción de verdor y de fragancia ! Todo se renueva y rejuve -
nece, menos él. Las flores se mecen sobre sus enhiestos
tallos al tibio soplo de la brisa; los árboles alzan sus copas
cubiertas de nuevas flores; él solo se marchüa cada dia
mas, y mas cada dia se inclina hacia la tumba. Dentro
de poco, mi pobre Grizel, dentro de poco el viejo tronco
que te dá sombra se hundirá bajóla tierra que lo lla-
ma, y aunque entonces te hallarás prot^da por un brazo
fuerte que reemplazará con ventaja al cansado anciano,
temo mucho | ay ! que no seas feliz; lemo mucho que el
orgullo acabe por pervertir el corazón de Guillermo, como
ha comenzado haciéndole abandonar las pacificas tareas
déla granja de sus padres, para entregarse á la peligrosa
profesión de cazador de gamuzas, y poder asi vivir apar-
tado de nuestros compesinos cuyo trato le es enojoso. Ese
joven no nació para morar entre rebaños; nuestros valles
son estrechos para él, su mirada parece buscar algo mas
Rl. BAMiLLCTE DE \A VeL\D\. ¿Ül
allá de nueslnis motitaoafi, y su avcnlunera iiuAjitiacion
lo arrebata Iras no sé qué fantásticos horizontes. Si un
dia, una ráfaga de ese mundo brillante que sueña su
pensamiento penetrara en su corazón . . . .ay Grizel! ha-
bría sido mejor para ti preferir á Fritz el pescador. . . .
Pffoyo te estoy contristando, hija mia, añadió mi padre,
mirándome con ternura. ¿ Tú amas á Guillermo y crees
ser dichosa con él ? Pues lo serás, y Dios os bendiga á los
dos. Vé ahora á descansar, que mañana es la velada de
San Juan, y bailarás mucho bajo las encinas del valle,
— lí yo me fui á acostar. Pero no pude dormir en
toda la noche. Las palabras de mi padre zumbaban en
torno mió; y cuando queria arrojarlas del pensamiento,
su recuerdo me asal taba de nuevo, resonando en mi cora-
zón como una campana de alarma. Deseaba con ansia
verá Guillermo para encontrar en su noble y bello sem-
blante un mentís al siniestro juicio de mi padre; y apenas
a maneció, no teniendo paciencia para esperar su vuelta,
quise ir á so encuentro. Al pié del Risco -negro encontré
al viejo Hansel esquilador, que afilaba sus tijeras en las
pizarras del manantial.
— ¿Donde vas,chica?— me dijo — ¿buscas á Guillermo
ó llevas el camino del castillo? Silo primero, espéralo
aqui, pues ese muchacho no puede ya tardar. Acabo de
oirlo silbar á un cuarto de milla. Si lo segundo, dá rae-
dia vuelta, hija mia, y r«;gresa á tu casa, porque hay mo-
ros en la costa, i^a señora Brijida y el viejo Brand no son
ya intendentes del castillo, que desde ante ayer está ocupa^
^y±
-^EyaH X BJLVLIDADfiS.
I
'i
I
(io por uoa inraaossi s^rridumbre estranjera. Su nuevo
<iueño» el bnoa de Lamsterbacb, ud prusiano joven y
ftlurdido ^ine acaba de heredarlo, ha llegado con sus
aaii^js,. 7 todo e& allí música y fiestas de las que es el
.ima una hermosa dama que ha venido con ellos, una
princesa u juz^r por los rendidos homenajes de aquellos
:wuoreSw Aunque yo, que la vi ayer en el parque, crei
di visir Dios me perdone, al través del oi^llo de su
mintda» ios ojos de una bribona. Por lo demás, quizá
me eu^úe. Todas esas ilustres señoras que vienen á
Yn!4larnue:>tnismoulauasson tan livianas y desenvueltas I
|N>r Ui menos libre de sus maneras, nuestra municipalidad
ÍMbn%i ti>s(>uesio d una joven en la puerta del templo ....
V!u está Guillermo. Oigo sonar en las rocas la culata
N^í
)
II .
UNA MIRADA.
De allí á poce en efecto divisamos á Guillermo que
bajaba presuroso de la montaña.
— Al verme disparó al aire su fusil en muestra de
alegría.
— Grizel ! me dijo, yo sabia que eres hechicera, pero
ignoraba que fueras adivina, ñéaqui que vienes á mi
encuentro cuando yo corría hacia ti, salvando como una
gamuza los anchos barrancos ¿sabes por qué? — para llegar
antes que tus primos á pedirte la primera contradanza de
la velada.
Hablando asi su semblante espresaba una serenidad,
contento y solicitud tan ajenos del ambicioso soñador de
-* - -IL i
:! »r-
EL RAMILLETE DE LA VELADA.
ion
royuelo y al pié de ese sombrío peñasco» una tan linda
pareja ! ¿Quién es esta preciosa niña ? Hija vuestra sin
duda, añadió la dama con pasmosa volubilidad dirijién-
dose al viejo Hanz.
— Hija del ganadero de la comarca, respondió de-
sabridamente el esquilador.
— Y vos, bello cazador, ¿cómo os llamáis? Oh ! yo
quisicara que os llamarais Endimion ! . . . — Guillermo I
hermoso nombre I ¿ Guillermo Te)l ?
— Ah I señora, repuso Guillermo con una voz que
nunca habia resonado ¿ mi oido, pluguiera á Dios reno^
var el pasado I Mas por desgracia aquel héroe lo hizo
todo; su nombre es la gloria de la Suiza y solo quedan á
los nuestros oscuridad y silencio.
—Y la gloria artística, bello Guillermo ? Rossini,
Bellini, Yerdi, Meyerbeer, son inmortales: sus nombres
vivirán eternamente en todas las melodías de la creación.
¿K6 amáis la gloría artística que llama á todos á su es-
plendoroso templo y que ha hecho un semi-dios de cada
unode aquellos hoii!^)res ? Y luego, cambiando de tono y
dando á sus ojos tan bellos una espresion de burla que
me llenó de asombro— Oh i la armonía t la armonía I
continuó — Su influencia, Guillermo, es todo- poderosa.
Yo he visto un oso de las heladas latitudes del norte
abandonar por ella sus sombrías florestas y . . . . Conde
Nodorlof I dijo de pronto interrumpiéndose y volviéndose
rápidamente.
Ett aquel movimiento escapóse de su mano el rumi-
\
i
i.^r-;Hs>
^
EL RAMILLETE DE LA YEUDA. 207
tiempo duró esa tempestad que devastó mi alma y que-
brantó mi cuerpo como una larga enfermedad ? Lo ig-
noro, señor cara. Hace una hora, mirando de repente en
torno mió, encontróme sola, lejos del Risco -negro y bajo
los muros del castillo. ¿Que habia pasado en mi? ¿como
habia venido á aquel sitio? Y al penetrar enla oscuridad de
mis recuerdos la mirada fosfórica de esa mujer vino de
pronto á iluminarlos. Recordé la escena de la mañana y
sentí con espanto que una influencia misteriosa emanada
de aquella mujer me habia arrastrado allí, y me impelía
hacia ella» y yo buscaba esa mirada fatal y creía verla
brillar, ya en las almenas del muro, ya entre las arcadas
de la galería ó en las sombrías avenidas del parque, y mi
oido inquieto reconocía su risa argentina entre las festivas
carcajadas y el alegre choque de vasos que resonaban en el
pabellón suntuosamente iluminado; y figurábame que á
aquella risa respondían vagos suspiros que se elevaban de
las oscuras enramadas, y entonces un sentimiento estraño
me hacia estremecer y apartaba la vista horrorizada, por-
que temía percibir bajo el móvil follaje la sombra de Gui-
llermo.
De repente la gozosa algazara calló cooio por encan-
to; y en el silencio de la tarde alzóse una voz divina, can-
tando una májica melodía. ( Oh ) señor cura, nada ha-
bló jamás á mi alma como a ]uella música que lanzada al
espacio éntrelas sombras y el silencio, reflejaba uua á
una las angustias sin nombre que yo sentía sin poder es-
plicármelas. Parecióme un gemido inmenso exhalado
"208 SUEÑOS Y A£\LIDAD£^.
(le íjqí propio corazoa^ y huia espaatada cuando 06 be en-
contrada eai mi camino.
Pastor de las almas, ¿ porqué la mia está triste y
desolada ?
£1 anciano que la barbia eseuchado en silencio, son-
rió melancólicamente.
— Hi^a mia, la dij^Oi nueatrae penas como nuestras
alegrias, vienen de Diosv Bendigámoslas, porque lo que
emana de la fuente de eterna sabiduría es para nuestro
bieü. El sagrado libro nos ensena que cuando venga á
visitarnos el dolor, vistamos nuestras mejores ropos y un-
jamos con aromas nuestros cabellos. Adórnate, pues con
tus vestidos de fiesta, corona de flores tu frente y baja al
baile de la velada, danza y rie con tus compañeras y tu
tristeza se desvanecerá.
Y posando sus IrémulaS' manos soÍ»re la ca^beza de la
joven, bendijola y la despidió.
Perocuandoel viejo sacerdote quedó solo> alzó los
ojos al GÍek} y siguió m camino murmurandoéo» doloro^
sa espresion.
— I Dios mió I ¿ porque encerráis en esa hueca «s^
ponga que se U#ma el alma de una coqueta, el poder divi-
no de atraer los corazones ? ¿ porque dais á e^ mortífe*
ra tthalacioB del tieno el brillante f algor que estravia Iw
pasoidel viajero y lo Uevd al fondo de un abismo ? { Po-
bre Griael I
lU
LA HIJA DEL ARTE
ArceliaeralaiDjBis brillante estrella de la inmensa
constelación artistica. Su belleza deslumhraba á cuan-
tas la miraban. Su toz, melodía divina, tenia hechiza-
da á la Europa que la disputaba como la mas espléndida
conquista. Los teatros de las populosas metrópolis arro-
jaban á sus pies montes de oro por una sola de sus noches;
los mas aristocráticos salones la contaban con orgullo
entre sus nobles convidados; y en la numerosa falanje de
sus adoradores hallábanse altos potentados que le ofrecían
con su amor su nombre y su poder.
Y sin embargo» ignorábase quien era y de donde ha-
bla venido. Pero ¿ que importaba esto á su gloría ? i que
blasones pueden añadir un destello mas al fulgor de la
14
210 SUBCOS Y BfiALlDADKS.
aureola soberana que ciñe las sienes del genio 7
Una noche apareció en la Escala de Hilan bajo la
druidica corona de Norma, y Milán se prosternó ante ella.
Otra noche Paris la yió tras el velo de Desdemona; y Pa-
rís, el arbitro absoluto de la opinión universal, enloque-
ció por ella, labróla estatuas y la elevó altares. Desde en-
tonces Árcelia reinó sin rival en el mundo artístico, y su
vida fué un dorado ensueño, un senderp cubierto de co-
ronas y sembrado de aplausos, desdé las floridas riberas
del Mediterráneo hasta las orillas heladas del Neva.
Pero aquella mujer cuya voz era un eco del cielo;
aquella mujer que sabia interpretar también las mas no-
bles pasiones del corazón— el amor, el dolor, el entusias-
níio y la santa indignación de la virtud — tenia una alma
árida, egoísta y frivola, un corazón insensible á todo otro
sentimiento que el orgullo y la vanidad. Era uno de
esos jénios maléficos, que robando á los ángeles sus blan-
cas alas y su celeste sonrisa, cruzan la tierra cual brillan-
tes pero letales meteoros, derramando en pos de si el dolor
y la muerte. Humillar á sus rivales y enloquecer á sus
adoradores; hacer de la una el pedestal de su gloria, y de
cada uno de los otros un misero esclavo, he ahí su solo
placer, el único objeto de su vida.
Tal era la huéspeda del castillo.
Arcelia había hecho las delicias deMoscow, durante
los quince dias de la rápida primavera rusa. Hallábase
allí el Emperador y la ciudad estaba animada con suntuo-
sas fiestas, en las que la bella cantatriz desplegó todo el
EL RAHILLETE BE LA TELADA 21 i
poder de su brillaute talento, cautivando á los fieros cosa-
cos, como había cautivado á los frios ingleses, á los entu-^
siastas franceses y á los apasionados hijos de la Italia.
Una noche, que en una fiesta de la corte cantaba en
el teatro imperial del Kremlim, entre la lluvia de flores
que caian á sus pies, Árcelia vio brillar un ramillete for-
mado con diamantesde pasmoso grosor.
Al tomarlo en sus manos, percibió en su centro un
billete.— I Magnifico I — había esclamado ella al leerlo—
soberbiol— El autócrata mismo no impondría de un mo-
do tari despótico su voluntad soberana. | Áh ! de mi no-
ble consejo, prosiguió con gracioso énfasis, volviéndose á
la multitud de jóvenes señores que la rodeaban — ¿ que
castigo merecería el insolente que délo alto de un palco
osara arrojarme su amor, como una pedrada á la cabeza t
¿Os admiráis? ¿guardáis el silencio de la duda? Pues
escuchad.
Y desplegando el billete enviado con el ramo de bri-
llantes— «Osamos— leyó — « os amo y os seguiré hasta la
muerte»— I Ah ! ah I ¡ ah I —
— Merecería — esclamaron todos ¿ la vez.
— Silencio ! interrumpió ella— Falta aun un nom-
bre — El conde Nodorlof— ( qué I noble consejo, ¿ no reís
ya? quien es pues, entonces, este conde Nodorlof ?
— El conde Nodorlof, dijo mezclándose al grupo un
nuevo personaje, el barón de Lamsterbach— el conde No-
dorlof es el tártaro mas feroz que bañaron las aguas del
Volga; un rabioso que mata con igual facilidad de un tajo
Ó de uoa puñalada. Por lo demás el mejor mozo, el mas
iieo, egpl^didoygolan de los ayudantes de ca^npo del
emperador, y el ídolo de las mujeres, aunque ídolo uraño
y déspota asaz. ¿Queréis verlo?
—¡Oh! sí!
Y Arcelia arrastró á Lamsterbach hasta el ojo de bmHf
donde el barón la mostró en un palco de'escena, un joven
ailto y arrogante, hermoso en toda la estensipn de esta pa*
-labra; pero con esa heraiosura de los hombres del norte
tan poco poética para la imaginación de una mujer.
Areelia se burló de él sin misericordia.
— Lamsterbach — esclamó entre dos carcajadas, ¿ que
hapré yode ese grande adorador ?
— ^¿No quiere seguiros basta la muerte? Y bien !
pasead por Europa esta maravilla boreal como baria con
un oso un titiritero.
— Aunque será un bagaje insoportable, me gusta la
idea .... Si .... Y luego ¡el ídolo de las mujeres I
£s tentador el pensamiento de robar á las rusas su ídolo,
su gigantesco ídolo.
— Otra idea y engracia de su originalidad, hermosa
Arcelia, acceded á mi demanda.
—Escuchemos esa demanda.
— Rechazad el propósito del tártaro, prohibidle el
seguiros.
— Pero asi desbarataríamos nuestros proyectos.
— ^Al contrario. Pero escuchad, no he llegado aun
á mi demanda. Estamos al fin de la primavera* Conce^
RL RAMILLETE DE LA VELADA.
ÍI3
dedine el programa de vuestro estio.
— ¡ Oh ! ¿ como resistir al deseo de ver ese programa
confeccionado en la destornillada cabeza del loco Lams-
terbach? Concedido, concedido! Solo que, estando
fatigada, quiero pasar el verano en una soledad .... en
los Alpes, por ejemplo. Arreglaos, pues, con vuestro
programa.
Y salió á la escena donde la llamaba la música; y al
inclinarse ante la tempestad de aplausos que le acojia de
nuevo, la infernal coqueta envió á Nodorlof una larga y
ardiente mirada, estfeehando contra su corasoa su ramo
de brillantes.
Al siguiente dia la chismograña de los saloDe9, mur^
muraba interminables comefitarios sobre la partida ft*
pentina de Arcdia, sobre la desaparición del conde Nodor^
lo£ y sobre el dolor profundo que revelaba ei bello Mift*
blante de cierta princesa imperial.
Entre tanto la cantarína, rodeada de píeles y recosta-
da en el confortable asiento de un wagón, volvíase con
frecuencia para encontrar la mirada ardiente y fija de un
viajero que la seguía con tenacidad.
Al entrar en Francia, Arcelia lo perdió de vista; y
cuando comenzaba á culpar al barón de Lamsterbach por
la pérdida de su escéntrico adorador, violo, con grande
asombro suyo al llegar á Grenoble, de pié, y al parecer es-
perándola en un balcón de la posada en que pasó la no-
che. Al siguiente dia de su arribo al castillo del barón
de Lamsterbach, cuando abríó su ventana para respirar el
I
I
3IS
r- .^ _ *.>-*2" .r -za .•ntóA OBBi nouias
jt- v^T-.ir -««Tt-^ ^ tisE lai la
\
IV.
FTL SUEÑO DE ARGELIA
Vióse tal como se hallaba, acopetada bajo las cortinas
de su lecho, en el suntuoso aposento que habitaba en el
castillo. La calma y el silencio reinaban en torno suyo;
y sin embargo una etstraña inquietud agitaba su imajina-
cion, y su oido recogía ávidamente los yagos ruidos de la
noche. De repente, percibió un rumor lejano, tenue
primero, como las ráfagas perdidas del céfiro de la maña-
na; después, progresivamente tumultuoso, inmenso, atro-
nador, que estremeció su cuerpo é hizo saltar su corazón.
Al mismo tiempo, cual al través de un telescopio encan-
tado, las resplandecientes bóvedas del teatro italiano des-
lumhraron sus ojos con torrentes de luz. El genio de Be-
llini, cerniéndose en aquella zona ardiente y perfumr.da.
216 SUEÑOS Y RÉAMDADKS.
parecía llamar con encantadas notas á su intérprete favo-
rita; y París en tero, el París aristocrático y artistico, la
llamaba también con gritos de frenético entusiasmo: Ár-
celia I Arcelia ! Y el tumulto acrecía, y á los gritos de
entusiasmo sucedían gritos de cólera; y Grissi y Alboni
sonreían con aire de triunfo, mientras ella, sujeta por
invisibles lazos, se retorcía presa de'una inmensa angus-
tia.
Pero, héaqui que de en medio al horrible tumulto,
se eleva una figura vaporosa y leve, como las nubéculas
de la aurora . Arcelia la vé volar bacía ella. Llega, y al
acercársela sonriendo, la muestra el lindo rostro de Elsler.
Crisel, la aérea sílfide, dando tres vueltas en torno del
lecho, rompe el encanto que la detiene; la levanta en sus
brazos, desprende sus resplandecientes alas, y adorna con
ellas su blanca espalda, trasmitiéndola un beso áu májico
poder.
Arcelia se lanza al través del espacio. Paris I París)
Oh ! llegará á tiempo. ... la orquesta repite el tercer
rilomelo.
Y hendiéndolos aires, traspone la montaña, atravie*
sa el valle, vá á cruzar el lago: pero al pasar sobre la inac-
cesible cima del Risco- negro, las purpúreas flores del
rodendron atraen su mirada. Has al bajarse para go-<
jertas en su vuelo, vio eslenderse de los dos lados opuesto»
del peñasco, dos manos ávidas, que al arrancarlas flores
se encontraron, aferrándose la una ala otra con feroces
orisípatibñes. Y dos figuras atléticas se alzaron de repm-
RL UAMILLETF DR LA VELADA. 2i7
te sobre la cima, siniestras y amenazantes. Contemplá-
ronse un momento cambiando una letal mirada; brilla-
ron en la sombra dos puñales, y en un silencio mas espan-
toso que las mas espantosas imprecaciones, comenzó un
combate horrible, que duró poco, terminando con un
grito ahogado y un ruido sordo, semejante al de la piedra
que cae en un abismo. Arcelia quiso descender ala
sombría sima; pero sus ojos divisaron un grupo informe
y sangriento. Temió manchar sus diáfanas ¿las y toIó
de nuevo hacia el mágico Paris •. .
V.
EL SIEÑO DE GRIZEL.
En la misma hora, auna milla de distancia, en la
pobre cabana del ganadero, Grizel, después de una larga
vigilia entre las lágrimas, la duda y la esperanza, oyó en
fin á lo lejos en el reloj del castillo, las doce campanadas
de media noche.
Al ver llegar el momento decisivo, Grizel tuvo miedo:
habría deseado volver á las horas de duda y ansiedad que
lo habían precedido. Un sudor frió heló su cuerpo; al-
zóse trémula, y acercándose á la ventana escuchó con so-
bresal to. El silencio era profu ndo; y sin embargo, creyó
oír los pasos de alguien que se alejaba .
— Guillermo ! esclamó, Guillermo me ha traído el
ran\illetedela velada 1
Y corriendo á la ventana, abrióla con gozoso ademan.
EL. RAMILLETE DE l.K YELADA. 21tf
Pobre Grizel ! habia creído oir pasos de su a man te, y eran
^08 latidos de su propio corazón, que se precipitaban como
el alud de sus montañas. Su ávida mirada encontró el
dintel déla ventana vacio, la campiña lóbrega y desierta
y á lo lejos el Risco-negro, dibujándose sombrio en el
azul oscuro del cielo.
Grizel se estremeció: un siniestro presentimiento
comprimió su corazón. Cerró la ventana, y recostándose
vestida sobre su lecho después de haber llorado largo
tiempo su perdida ventura, quedóse al fin dormida; pero
su sueño fué una horrible pesadilla. Soñó que se hallaba
al pié del Risco-negro. Cubria su inaccesible sima una
densa niebla en cuyo seno resonaba un ruido semejante
al choque de dos puñales. De repente, aquella masa nu-
blosa se convirtió en un cuerpo informe que rodó de pe-
ñasco en peñasco, y al estrellarse en el fondo de un pre-
cipicio, Grizel oyó un grito horrible, un grito de muerte
que heló la sangre en sus venas y la despertó. Habia
amanecido, y entre el gorjeo de las aves y el alegre mu-
jido de los rebaños, Grizel sintió esta vez clara y distinta-
mente, el paso tardo y acompasado de muchas personas
que se acercaban. Corrió á la puerta; pero al abrirla, un
grito ahogado se escapó de su pecho, y su cuerpo inerte
rodó á lo largo de la escalera hasta los pies de algunos
hombres que traían sobre un camilla de ramas dos cadá-
veres mutilados. Entre sus manos rígidas, cubiertas de
sangre y siniestramente entrelazadas, veianse algunos
pétales destrozados de rododendron
I,;
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L -*. i ^*r í aiTiaMiLO ikiirio de la lo-
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^>^ t -^ t.: -^ i;d ijiirví iidcáa borrado su
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uMKA^twi^ ii "^iiLviC^v Mt i >rt>cuwTida¡^ palwio da sm
%v K>>«a uCi :tco . x^uiu acicu ¡lU:^ ¿«spolas mur
'. s;.v»w o.i u..M..t' lila ><iíirtsá>v fiv^T?ii>do6B saitafacer
\
EL RAMILLETE DE LA VELADA. 221
hasta el mas eslravaganle de sus caprichos. Unas veces
se la veia correrá caballo en las floridas praderas de Cam-
pagna felice arrastrando consigo un escuadrón de elegan-
tes jinetes, que solicitaban á porfía el honor de ser sus
escuderos; otras, negligentemente recostada en los sedosos
cojines de una barca, divertíase en recorrer el golfo de la
Babia, sonriendo graciosamente á sus nobles remeros.
Al abandonar su carrera artística, no había ren un*
ciado á la embriaguez de sus triunfos. Al contrario,
frecuentemente un capricho de gloria la llevaba al es-
pléndido escenario de San Cario; y en esas deseadas apa-
riciones, anunciadas por todos los telégrafos, la Europa
entera representada por sus hombres mas eminentes,
corría á prosternarse á sus pies, con entusiasta adoración.
MI
ALUCINACIÓN
llru una noche de eslío, una de esas mágicas noches
dií NápoU^^t^u que el fuego déla vida y del amor rever-
N'iu y anUnlK a por todas partes, enlasfulgorosasestre-
tUi^ di^ su mío, eu la lava de su volcan, en las fosfóricas
onUa^ do vsu golfo y en los ojos de sus hijas; una de esas
noch^dt^esiraüo preslijio, en que el alma se desprende
do Itt tierra para vagar en pos de sus recuerdos, ora vo-
b»u)o Hi)brt^ lai fantásticas siluetas de las nubes, ora me-
ru^iuUsiUM) las olas impalpables del éter
¥a\ Iuü floridas riberas donde blanquea entre bosques
di) naranjos ol poético Sorrento, sobre una rocasuspen-
duiu i utio ol cielo )' el mar, la villa de Nebigliano resplan-
ili(^ (('II uua brillante iluminación. Numerosos convi-
KL RAMILLETE DB LA YBLAIA. ^23
dados circulan turbulentamente en sus espléndidas ga-
lerías y en sus salones resuena una música deliciosa.
Todo lo que la bella Ñapóles encierra de distinguido en
nobleza y talento, se halla reunido allí en una de esas
fantásticas fiestas, en que los héroes de todos los siglos y
de todas las naciones, se rozan, se mezclan y se cruzan
cual febriles ensueños. AUi revolotean . j untos en el tor-
bellino de una alegre cuadrilla, el grave caftán, la noble
clámide, el agreste plaid, la griega túnica de Aspasia y el
místico velo de la virgen indiana. Polichinela saluda
con una pirueta á Mahoma, y Atabualpa murmura ila~
lianas galanterías al oido de María Sluart.
Arcelia, la soberana de aquel encantado palacio,
viste los blancos cendales de Norma. £1 manto azul de la
sacerdotiza druida se abre voluptuosamente sobre su
mórbido seno; y la orla de oro de su alba túnica, regazán-
dose hasta la rodilla descubre su torneada pierna y su pie-
cesito calzado con sandalia. Cenia sus sienes una corona
de encina, y los rízos de su negra cabellera ondulaban
profusamente sobre s:i cuello.
A su vista, un inmenso aplauso se elevó de todas
partes. Nunca habia aparecido tan bella al ojo estasiado
de sus admiradores, ^ue la rodearon con grítos de frené-
tico entusiasmo; y los músicos, arrebatados por su her-
mosura, ejecutaron un aire de tríunfo, terminando con
el dulcísimo ritümelo de la Casta diva.
Un silencio profundo reinó entonces en el salón y la
reina déla fiesta tornándose de repente la humilde artista
'''tN'íS '. HKiUD^OC^
. -r.í<fV*i iiei puLiic,*» mciiuoáe s43Qriaido ante su soberano
i í ^-rr.cn*. n m.z naaraviilosa ia inmortal aria de Bellini.
;' Uaa ¿nin-^íati ie brayos, acogió sus últimos
í
Per» vrceiia st habla quedado silenciosa, y su bello
rosiro ?aiidtíciü.
Ea medio de ios estrepitosos aplausos parecióla oir
I un zriu) L gnbre. una voz ¿niestra que pronunció su
aombre.
lie] ose ie ¡a mulútud ¥ avanzando hasta el eslremo
I i»' aiia ancha galería abierta sobre el mar, arrojó su guir-
naida r satudieado sus segros bucles» entregó su frente á
la bdsi de la noche.
^ El ruido del testia r las notas de la orquesta U^a-
, ;. ! baii a tílla. v su mirada distraída seguia maquinalmente
!os ^rupc^s de exóticos personajes que cruzaban á lo lejos.
[ Foco á poco» aquellas escenas tomaron en su imaji-
y ^ Mcioa un tint» iaatástico. OlTidóel sitio y las circuos-
taneiasen que se hallaba y hundiéndose por grados en un
estraüo desvario» Arcetia vio de repente alzarse ante ella
esa misteriosa lontananza que divisan aquellos cuyo des-
tino va á cumplirse; y los dias de su vida pasaron uno á
uiK> á sus ojos» como las nubes que él viento de la tarde
arrastrtí en el ocasQ, tranquilos los unos, y dorados por el
radiautu sol de la infancia; otros de borrasca, de luchas
V tormentos bajo la siniestra careta escénica, otros de es-
pléndidos triunfos á la luz májica del gas, ese sol de las
esféricas rejiones del septentrión.
^ •!♦
IlL BAMlLrLbTE ÜE LK VELADA. 2¿5
Pero luego, la^ escenas de la primera edad volvían
otra vez, fascinándola con suí; plácidos cuadros de par. j
de inocencia.
Héalli, deoia* la cabana pordida entre las negras co-
pas de las higueras. I>e su pajizo techo se alza una blan-
ca colurnoa de humo que se eleva en suaves espirales.
£1 hogar arde con una alegre llama coloreando las pare-
des y los dulces rostros de los santos que las decoran. El
sol se poney su rayo postrero ilumina la cabeza encane-
cida de una mujer que sentada ala puerta de la cabana,
dá vueltas á su rueca, mientras sus miradas siguen con
amor los gozosos saltos de una nina que juega bajo los
olivos del verjel. Ella es el último de sus hijos, el único
quo le queda porque á los otros los devoró la guerra. Los
OJOS de la pobre vieja, cansados de llorar, se posan cor^
delicia en los sedosos rizos negros de aquella hermosa ca-
beza.
Pero el ruiseñor comienza su himno nocturno y la
niña cesa de reír: huye á un ángulo del verjel, y queda
alli inmóvil y pensativa. La envidia se ha despertado en
su corazón y tiene celos del ruiseñor. Su alma oculta un
abismo de vanidad, y quiere competir con el divino can-
lor; y ella también, entona un himno á la noche.
Un carruaje que cruza el camino real se detiene de re-
pente á espaldas del seto. Un hombre asoma la cabeza
al través de los espinos.
— ¿Cómo te llamas, liúda nina?
— María.
ttñ
SFC.ÑOt Y HEAl.lUAUEí.
\\
—\ béeo, preciosa Maria ¿quieres ir aun liermoso
|eisUoiide serás reina y canlarás en un suntuoso teatro,
apioüdida por un millón de adoradores?
—Oh ! de buena gana pero ¿como?
— Sallando este selo y viniendo conmigo.
> la niña salta el seto y se ya con aquel hombre que
se la lleva á toda la carrera de sus cbballos, mientras ella
A^m a lo lejos» como una pequeña estrella, la luz de la
caK^ü t donde su madre la espera para adormirla en sos
bt^£^y> al arrullo de una plegaria.
Y á ese i-ecuerdo, aquel corazón frivolo, aquella aUna
iniiaUi lítenle depravada, aquella mujer que solo había tí-
vitlu i^ra la vanidad y que en lá piadosa edad de la io-
faiucia habia abandonado sin una lágrima las mas sanias
€fcfiH;tionesdela naturaleza— la cuna y el regazo matar-
m^_MHtió un profundo enternecimiento y deseó eoo
vkiiu ilv esos anhelos insólitos y vehementes de los morí-
buíidos, volver 4 esa época oscura de su vida y qoe la otra
tlrut tiHlí)S sus deslitúibrántes báplendores fuera soli> la
Hirtiluki ilusión de un ¥ueño.
^
VIH.
DOS MUJERES,
Y mientras Árcelia estaba alii inmóñU muda» ia«
eliiMda sobre el vacio y eon la mirada perdida en las pro-
fundidades del espacio, un Tuido esbrafto que parecía m-
nir de entre las hondonadas de los peñascos, elevábase
bajo sus pies cada vez mas cercano; ruido tenue, lento,
pero continuo: semejante al roce ¿e un cuerpo que esca-
lara trabajosamente las escarpadas rocas déla costa.
Pero ella no lo percibió absorta en su misteriosa alu-
cinación y de recuerdo en recuerdo, de cuadro en cuadro
Uegó en fin á la lóguln'e catástrofe del Risco-negro. Pre«.
senlósela de nuevo el horrible eq)ectáculo que habia visto
'A 'A
>
•Hi
I '
f í
'-'" írE>OS y REALIDADfS. _
en sut ños, el encuentro de los dos hombres en la cima d»l
peñasco, la espantosa lucha y aquella caida mas espanto-
sa todavía. V tt adiendo los brazos á la tremenda visión
esclamó con acento desesperado: Guillermo !
— Ah I ah ! ah f . . . lo llama I ahuUó una voz horri-
ble y doloroso . Y una figura pálida, desmelenada, y
arrastrando tras sí un largo sudario, alzóse de repente an-
te ella de lo hondo del precipicio.
Arcelia aterrada quiso huir, pero la estraña apari-
i ion, enlazándola con sus descarnados brazos:
— Ah ! ah ! ah ! repitió; lo llamas ! . . . ¿No sabes,
tú, que me robaste su amor, no sabes que duerme allá en
el fondo del abismo? ¿No sabes que no puede ya oir tu
\cz pon]uesu sueno es1an profundo como el lecho en que
ivposa? Pero heme aquí, desposada de Guillermo, tu que
lantalms hace poco como en aquella noche fatal, heme
aquí en busca luya para llevarle á su lado. No temas.
Yo h« destrozrtdo mi corazón para arrancar de él los celos
y la rabia . . . Ven ! Aquel que yace entre las tinieblas es-
tá frío y lus brazos lo reanimarán y la luz de tus ojos
alumbrará su tenebrosa morada . . .
«--^Dios roio I . . . . socorro I gritó Arcelia presa de
un inmenso terror, y debatiéndose entre aquel fetal abra-
co.
—Silencio I .... no lo turbes con tus gritos. ¿ íío ves
i\m iiiba á esa cumbre inaccesible ? Ya á buscar para li»
Impla coqueta, va á buscar para ti el ramUfetedela vda-
tHi. Héloalli. . . .¿Vesen sus manos esas flores color de
V
EL RAMILLETE DE LA VELADi. 229
púrpura ? Están teñidas con su sangre .... Te llama !
¿Por qué tardas? Vamos.
Y esta palabra se ahogó en un ruido sordo mezclado
de jemidos que se renovó de roca en roca, y fu¿ á perder-
se al ñn entre el rumor fragoroso de las olas que se estre-
llaban en la playa de Sorrento.
r' f
t
i;
K
»
I
Ali
UNA REDONDILLA
. t
Es fama que el rey Felipe IV de Espafta aborrecía
mortalmenle el juego; y que aquella aversión habia cre-
cido hasta el punto de que sus reates nervios se crispaban
al solo aspecto de un dado ó de una sota de bastos.
¿ Cuál pudo ser el motivo del odio en un rey tan da-
do á devaneos? Unos dicen fué cierta gruesa suma que
perdió una noche su majestad la reina por sacudir
el fastidio en el tétrico Escorial, otros lo achacan á que tas
damas dieron en descuidar e^l amor por ansia deloro. No
faltó quien dijera que ....
Has sea de esto lo que se quiera, lo cierto es que don
Felipe dio ordenanzas contra el juego y vedó aun con mas
severidad este devorante pasatiempo en el recinto de su
alcázar.
Golpe mortal para damas y cortesanos, habituados en
los dias de servicio á ganarse unosá otros la áltima blan-
ca de sus escarcelas.
Ellos, aunque murmurando, hubieron de someterse
*
4
2M SUEÑOS Y HÉAUDAÜF.S.
álare^il voluntad, pero ellas ¡ya! No, y sino, vedadles algo
aellas I
Desde que una mujer oye articular la palabra prohi-
bición, ella formula — quebranto 1 Si Dios no hubiera
prohibido á Eva el comer la manzana, de seguro que el
dichoso fruto habría pasado tranquilamente sobre el
árbol al estado de orejón.
Si queréis que una mujer os ame, rogadla que os
aborrezca, y, lo que es mas aun, si deseáis efectuar la ma-
ravilla de que guarde un secreto, exigid que os lo revele.
No afirmaré que si 3e la lleva el rio debió Cuspar }a playa
arriba; p^o si aseguro, á fémia, que si d^spue^de abo-
gada la quedase á una mujer un adarme de volunta^^
lo emplearía en remontar el curso del agua, tan solo pqr
contrariarle.
Así las nobles hembras de la corte de Felipe e|i nada
menos pensaron que eii cumplir su mandato. Al contris-
rio, amaron de tal suerte la timkirmba desdeque la vieron
desterrada, que $e volvió para ellas una especie de cuilo;
y cada noehe no hubo retrete en palacio que no^ convir-
tiera en un €incierro de juego.
)Abandonadas/ea m desobediencia por los hombres,
lias damas encoíitraron,íSW emMrgo, enlreísUos uw^^uM-^
liar poderoso, si no en dinero, al menos en trazas, ^diiQift^
y elementos de rebelión. ¿9las., qué ;I^u<^)k> ^ ^ra un
poeta?
El poeta, ha dicho un hombre cél^ei IM ^e^f^aof^f^-
tra bien en parte alguna, ni len una soci^da^ darwcráti-
UNA ReDO>DlU.A. S3S
ta, ni ^n una aristocrática, lú en una constitucional. Y
esto, añade, solo porque es un espíritu de contradic-
ción.
Amigo poeta tuve yo que se enojaba cuando quería
retenerlo á mi lado, y si lo dejalia marchar, me ponia ho-
cico un mes entero.
Por eso el barón * * * en sus memorias, trabajo inédi-
to que verá un dia con aplauso ta luz páblica, 'esolama en
mas de una pajina:
Poetasl .... poetas ! . . . . indómitos potros ....
No hay brazo que los sujete .... Prosciipciott oon ellos
.... proscripción, si, señor .... mientras mas lejos me-
jor ... . mejor I
Citada esta autoridad, por demás está decir que el
prójimo aquel adotecia del antedicho resabio. Ademas,
sus hechos hablan bien alto. Solo añadiremos por via de
esclarecimiento, que era un hombre de mediana estatura,
de espaldas abovedadas, cuya roma nariz sustentaba un
par de gafas tras las cuales, á vueltas de una cómica sene-
dad, os hacia guiños la risa.
Era feo como veis; pero requeríanlo de amores algo
mas de enaitiro hermosas.
La reina tenía costumbre de Ilamacto don Fvanciaeo:
el rey sipldraent^^-Quevedo.
Una noche, que en cootsM«ndoQ de las soberanas
órdenes, muchas damas, y con ellas Quevedo, jugaban
en el departamento que la duquesa deAlba, como cama-
rera mayor tenia en palacio, de súbito el duque de Alba,
..•
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236 SLÉÍÍOII Y nEALlDADíiS.
que conociéndolos hábitos de don Felipe IV, acechaba á
la puerta de un pasadizo, corrió hasta la raitad de la cá-
mara, esclamando con angustioso acento:
— El rey! ... . señoras, el rey!
k la primera silaba de esta voz de alarma, las damas,
empuñando su oro, huyeron por todas las salidas de la cá-
mara, dejando cargados á Quevedo y al duque c6n el
cuerpo del delito, estendido en cuarenta y ocho piezas so -
bre un significativo tapete verde.
Felipe solo alcanzó á ver el estrerao de su« largas co-
las; pero sintiendo en torno la atmósfera inequivocable
de las sorpresas, paseó una mirada del duque al poeta, y
preguntó con voz breve:
— ¿ Qué es eso ?
El duque no halló en su lengua helada ni una sola
palabra, mas en cambio, oyó á Quevedo responder con
increible aplomo:
— Qué ha de ser, rey español?
Decir Atba á las estrellas:
Que se retiraran ellas
Para que viniera el sol.
Difícil es decir, que gustó mas al de Austria: si la re-
dondilla 6 la lisonja. Probablemente fué uno y otro; por-
que llamadas las fugitivas, Felipe se hizo su banquero y
j ugó con ellas hasta el amanecer.
Lima, 18G2.
EL NARANJO Y EL CEDRO
LEYENDA BÍBLICA.
I
Era de la creación el cuarto dia y la luz primaveral
rosada y tibia se derramaba á torrentes sobre la naciente
creación. Y el etéreo azul del firmamento era tan puro,
que dejaba ver las estrellas en torno del sol. Y los vastos
mares bullian en su profunda cuenca; y la tierra seesten-
dia en llanuras y se alzaba en montañas y se hundiaen
cóncavos valles.
. Y el Eterno sonrió á su obra.
Y la tierra se estremeció de alegria, y Ips prados se cu-
brieron de flores; y las yerbas aromáticas brotaron en la
falda de las montañiis, y tupidos bosques en las cimas de
ellas.
Y Dios tendió sobre su obra una mirada de compla-
cencia.
Y las flores de los prados, y la yerba délos campos,
y los árboles de las florestas, entonaron un himno de ala-
banza al Creador.
Y el naranjo del Edén dijo al cedro del Sanir:
¡ Bendito sea el Señor ! Elevó tu cima hasta el cié-
.1
240 süeSos y realidades.
Jo; y eslendió tu ramas de oriente á occidente, dotó á tu
savia de sentimiento y le dio una vida inmortal. Eres
el rey de la creación !
Y las flores de los prados, y la yerba de los campos,
y los árboles de las florestas bendijeron al Señor.
Yel cedro dijo, inclinando sus ramas hacia el árbol
del Edén:
Contémplate á tí mismo y admira la munificencia
del Creador. Labró tu tronco do bronce, é hizo tus ho-
jas de esmeralda; dio á tus argentinas flores el perfume
que él ama, y con el oro mas puro amasó tu delicioso
fruto. Eres el aroma de la creación.
Y las flores de los prados, y la yerba de los campos y
los árboles de las florestas elevaron al Eterno un himno
de amor.
Lima.
LA FIEBRE AMARILLA
16
Un diamas abrumada que nunca del pesar queme
roia el alma, leia yo «Lelia». El ()csórdcn de espiritu
sembrado en todas sus pajinas, esa desesperación sin ob-
jeto, ese dolor de la duda, el conjunto de delirios que ha-
cen de ese estraño libro una sombría pesadilla, produje-
ron en mi un efecto inaudito.
Parecióme ver elevarse de los negros renglones que
recorría, una niebla roja que subió á mis ojos y pasó á
mi cerebro transformándose allí en un inmenso torbellino
que paseó sus ámbitos dilatándolos hasta lo infinito, é in-
cendiándolos con soplos de liquido fuego. «^ Y en tanto
que una llama abrasadora devoraba mi cabeza; mi cuer-
po aniquilado por estraña languidez se desplomaba como
una masa inerte, y rodaba sin término en la pendiente rá-
pida de un torrente cuyas olas color de azufre ibetn á per-
derse en los lejanos celajes del horizonte.
Al fin la amarilla onda que me arrastraba fué ha-
ciéndose mas lenta; el aire mas denso; la luz mas tenue
Si4 SUEÑOS Y REALIDADES.
hasta perdeise en profundas tinieblas Y un mar de
olvido invadió mi ser
Poco á poco, una vaga sensación de vida palpitó en
las fíbras entorpecidas de mi corazón; un destello del pen-
samiento comenzó á colorear las brumas que oscurecian
mi cerebro. Llamé largo tiempo á la memoria y vino al
fin, pero larde y por el extremo opuesto de mi existencia.
Mascuandoqueriallegar al tiempo presente, encontraba
una valla insuperable que me dolenia con mas fuerza*
mientras mas me obstina bel en romperle. Fatigada de
tanta lucha, di al fin paso al través de la mente al raudal
de imájenesque venian de las oscuras regiones del pasa-
do.
Vi una niíia rosada, alegre y turbulenta corror sal-
tando en los floridos campos.
Vi una joven, hermosa virjen, vestida de lijeros cen-
dales, coronada de rosas blancas y de blancas ilusiones,
dar la mano, el corazón y el destino al hombre que despe-
dazó su destino y su corazón. Vi una madre, pálida, con
los cabellos desgreñados, vdar de rodillas y anegada en
Ugrimas i\ su hija moribunda. Vila con los ojos secos y
el corazón henchido de sollozos, estrechar contra su pe-
cho á su niña muerta, y depositar con sus manos el yerto
cadáver en la tumba.
Vi una mujer solitaria, abandonada impunemente
por aquel que juró protegerla y amarla hasta la muerte.
Víla, buscando el olvido en el tumulto del mundo, llamar
eú ausilio suyo á la coquetería, a la frivolidad, y reir.
LA FIEBRE AMARILLA. 2lu
procurando ahogar con locas carcajadas los j émidos de fu
duelo. Vila, horrorizada de los misterios de iniquidad
encerradoseuesemuodo que ella creyó tan bello, pedir
á la ciencia un asilo contra el dolor. Vila en fin> serena
é impasible hundir su mirada en las profundidades del
cielo y de la tierra, y develar en ellas arcanos que me he-
laron de terror y desvanecieron mi largo desvario.
Vi entonces á uno y otro lado de mi cabecera dos mé-
dicos tan feos, que me parecieron un apéndice de mi de-
lirio. .......
Pero no seamos ingrata ! Los sabios ojos de aque-
llos s<'ñores descubrieron en el horrible tinte estendido
sobre mi frente, mis manos y mis labios, la presencia de
la fiebre amarilla. En consecuencia, combinando sus
medidas, habíanle dado un ataque tan rudo que la derro-
taron completanrento.
Álceme del lecho, y me encontré ágil, casi aérea.
Toqué mi frente. Estaba fresca: ni una sola de las ne-
gras nubes que antes la oscurecían I llevé la mano al
corazón. Latia tranquilo, y lo sentí lijero, cual si le hu-
bieran quitado un peso enorme. El dolor que lo abru-^
maba, que lo comprimía con su garra de hierro habla de-
saparecido. La causa que lo alimentaba en el fondo del
alma aparecíame lejana y a 'parada de mi por un injoa*
dable abismo. El sentimiento poderoso que toda la filo^
sofía humana no fué bastante para dominar, habia ri&o
vencido, aniquilado por una onza de trementina y algu-^
nos vasos de tizanal
^UE^OS Y RKVMÜvDE-i.
• Y nosotros, inetafisicos declamadores, buscamos rn
t'l élerol origen de las nobles pasiones ! Aquella que yo
creia inraorlal, murió. Requiescaí tn pare.
Así hablaba yo un dia al doctor P. El viejo sonrió
bajo su barba cana.
— Ilequiescal inpace! — dijo, enviándome una mira-
da de compasiva indulgencia. ¿ Creemos acaso en estós
solemnes palabras con que despedimos álos que mueren
y de las cuales nuestro cansancio (juisiera hacerse una
dulce esperanza ? Nó ! Todos sentimos que nada de lo
creado puede reposar; que su deslino es la eternal agita-
ción. Las puertas de la muerte abren A nuestro «t
nuevos mundos de existencia. El alma, ese espíritu in-
mortal, a! dejar su cubierta terrestre, vuelve al foco de
luz de donde se desprendió, no para dormir inútil un sue-
ño infinito, sino para vivir: es decir, para agitarse en la
eternidad de los designios do Dios. El cuerpo en el fon-
do del sepulcro elabora y dá vida á millares de seres, al
mismo tiempoque envia á la superficie su savia creadora
en plantas que á su vez esparcen el perfume de sus flores,
sazonansusfrutos, maduran sus semillas, que vueltas á
la tierra continúan la eternidad de la creación.
Nuestros sentimientos, en fin, esos seres inmateria-
les que se agitan en el corazón, ¿mueren acaso? Kó!
Los st^ntimos palpitar, estremecerse, agonizar. Es que
están creando otros sentimientos; y cuando se han
fundido en ellos creemos que han muerto; pero solo se
han transformado. — a Y hallé vanidad hasta en la
LA FIEBRE AMARILLA. S47
muerte » — dice Eclesiastes, el mas sabio entre los hijos
de los hombres.
Y yo á mi vez hallé que el doctor P. tenia ra-
zón; y que mi dolor se habia transformado en otros
sentimientos que á su turno produjeron sucesivamen-
te gozos y dolores sin fin.
GÜEMES
RECUERDOS DE LA INFANCIA.
Al Señor general don Dionisio Puch.
AMIGO MIO-
Al osoribir oslas pajinas, que dedico á Vd., no he
pensado hacer una biografía. Ellas solo son fragmentos
de «El Álbum de una Peregrina» La vida de aquel á cuyo
recuerdo están consagradas, fué tan llena de hechos
maravillosos, de hazañas inauditas, que arrrdrará á mas
de un historiador, porqué, como yo, temerá á la vez — ser
acusado de hiperbólico por la posteridad, y de remiso,
limitado y descolorido ante los espléndidos recuerdos de
los viejos guerreros contemporáneos del héroe, y actores
también en el maravilloso poema de su existencia. Asi
be querido solo que ellos sonrian y suspiren encontrando
la figura jigantesca y poética de aquel á quien no olvida-
rán jamas, en algunas escenas de mi infancia, cuadros
iluminados por la luz de la primera edad, que hirieron
382 nrKNos \ rf.vudades.
profundamente la imaginación de la niña, y que la mu*
jer ba guardado con religiosa veneración en el fondo del
alma al Iravés do los pesares y del destierro, como un per-
fumado ramillete cojidoon las riberas déla patria.
Vd. mismo, amigo mió, esperimentará un placer
• melancólico, si arrancándose un momento al torbelli-
no de los placeres y de los negocios, sigue mis pasos
en ese mundo silencioso del pasado donde lodo calla y
nos habla á la vez. Allí volverá Vd. á ver objetos muy
caros á su corazón, no desfigurados por el polvo de
la tumba, sino jóvenes y bellos como en otro tiem-
po. Álli también se encontrará Vd. á si mismo, no
el hombre hastiado y escéplico, sino el mancebo her-
moso y poéticd como un arcángel. No tema Vd. esa
comparación, que lejos de darle pesar alguno, lo ha-
rá solo sonreír de desprecio por este mundo, que cam-
bia nuestra fé en escepticismo, y nuestra hermosa ilu-
sión en hastio.
¿Recuerda Vd. queundia, viéndolo mirarse al es-
pejo, le ofrecí uno en que se encontrarla Vd. mejor?
iPues he aqui realizada 1« promesa de su amiga.
Juana Manukla GoRarri.
jOrconesI hogar paterno, montón informe de rui<
ñas habitado solo por los chacales y las culebras 4 qué
ha quedado de tu antiguo esplendor ? Tus muros yacen
desmoronados, los pilares de tus galerías se han hundido^
cual si hubieran sido edificados sobre un abismo. Ape-
nas si las raices sinuosas de una higuera, y el bronceado
tronco de un naranjo, señalan el sitio de tus vergeles. A
la ruidosa turbulencia de tus fiestas han sucedido el
silencio y la soledad. Tus avenidas están desiertas, y la
yerba del olvido crece sobre tus umbrales abandonados.
Un dia la fatalidad penetró en tu alegre recinto , arrebató
á tus huéspedes desprevenidos, y los esparció en los
cuatro vientos del Cielo«--¿Qué fué de ellos? Unos ca-
ye^ron agobiados de cansancio: los. otros marchan aun en
las penosas sendas de la vida. Si un dia ks llamaras,
algunos responderían con un gemido; por los mas ha-
blaría solo el silencio de la tumba . Es fama que sus al -
mas, bajo el blanco sudarío de los fantasmas, vagan en la
noche, renovando enire tus escómbreos el simulacro de su
t — . ... ^^^-^ _^ J.-
-." i _: /I i > iL* I ^
... . >tr:liia. Ja
. " :lz. -¿eiuuíali-
.u. la fé, el
r.'-r^inai üifan-
'Ls iíiLfra
GUEHES.
re pasado ayer. Era una mañana de primavera. Los
bosques estaban verdes, los prados cubiertos de flores
cuyo perfume arrastraba la brisa en ráfagas tibias y
embriagantes; y sobre las ondas de verdor y de fra-
gancia cernianse aéreas las melodiosas notas del canto
de las aves. Innumerables mariposas de variados co-
lores revoloteaban entre la maleza fascinando mis ojos
con los matices deslumbrantes de sus trémulas alas, y
arrastrándome en pos de su vagaroso vuelo, muda, anhe-
lante, extasiada, y como siempre, entregada al solo
placer de contemplar á esos deliciosos y fr¿igiles seres.
Jamás osé tocarlas; y cuando las veia tornarse en polvo
negro entre la ávida mano de los niños, lloraba co-
mo después he llorado una decepción.
Asi corría yo distraida, y alejándome insensible-
mente, hasta que atrajo mi atención un rumor cerca-
no de voces y pisadas de caballos. Álceme sobre la
punta de los pies, y mirando hacia el camino real, vi
dos ginetes que Iomi vban la senda de la casa y se
acercaban galopand •. El uno es un joven oficial de
diez y ocho años, vigorosamente abotonado en su uni-
forme verde galoneado en las costuras, y cubierta la
cabeza con un capillo plegado á guisa de turbante,
y rematado por una grande borla de oro. Era el
otro un guerrero alto, esbelto, y de admirable apostu-
ra. Una magnifica cabellera negra de largos bucles,
y una barba rizada y brillante cuadraban su hermoso
rostro de perfil griego y de espresion dulce y benig-
256 SU£$OS Y REAUDADBS.
Da. Vestía un elegante dormán azul sobre un panta-
lón mameluco del mismo color; y una graciosa gorra
de cuartel hacia ondular su flotante manga á lo largo
de su hombro. A su lado, pendiente de largos tiros,
una espada fina y corva semejante á un alfan*
ge, brillaba á los rayos del sol como orgullosa de per*
tenecer á tan hermoso dueño. Montaba este congra-
cia infinita un fogoso caballo negro como el ébano^ cuyts
largas crines acariciaba distraidamente, mientras in-
clinado hacia su compañero, hablaba con él en una ac-
titud admirable de abandono. Aun en la corla edad
queyo tenia, babiaya visto á los hombres mas hermosos
de Buenos Aires, ese pais de los hombres hermosos.
Los habia contemplado doblemente bellos, b^jo el es^
pléndido uniforme de aquella época, blapco, azul y
oro; pero jamás, ni aunen mi fantástica imaginación de
niña habia soñado la brillante aparición que tenia
ante los ojos, y que miraba embebida, hasta que el
bizarro caballero que llegaba á galope, descubriendo
de repente entre la yerba mi cabeza rubia como una
espiga, casi bajo los pies do su caballo, lo detuvo con
fuerte mano, alzándolo por la brida; y haciéndolo
jirar rápidamente sobre si mismo, se desmontó, y le-
vantándome en sus brazos — Mire Vd. Fortunato— -dijo
á su compañero— mire Vd. la linda flor que me he ea-
contrado en la maleza. Esta es la rubia de mi com-
pañero; que belli^ma niña !
I Ay ! puedo decirlo ahora, que no resta ni un
GUEMES. 287
páliiio fulgor de la aureola de belleza que coronó mi in-
fancia y poetizó mi triste juventud.
Pero la flor de la maleza era uraña y salvaje cona)
ella, y lloraba á gritos en los brazos del incógnito, mien-
trfisél, sonriendo con cariñosa mansedumbre, seguido de
su corcel se dirijia ái la casa.
Delante de la puerta se hallaba un grupo de liouibres
del campo y algunos soldados, que al verlo llegar, se pre-
cipitaron á su encuentro, gritando con delirante entu-
siasmo — ¡ Güemes ! ¡ Güemes ! | viva Güemes ! | viva
nuestro general I Y lo rodearon, unos de rodillas, descal-
zándole las espuelas, otros besando sus manos, otros el
puño de su espada. Mi madre, seguida de sus hijos'
corrió á abrazarlo con la ternura de una hermana. Pero
mitia, qu; liabia acudido á mi Uanlo, me recibió de los
brazosdel viajero, fijando en su bello rostro una estniña
mirada, y murmurando con el acento solemne que ella
daba ¿ sus predicciones: La niña ha llorado coma si la
hubiera besado un muerto. ... ¡ ay ! j ay !
He hablado ya en estas memorias del carácter
fantástico de mi lia, y de esa rara facultad de leer en el
porvenir que con frecuencia se revelaba «n ella!! Pero
I ah I sus profecías, como las de Casaudra, no eran crti*
das hasta que tenian su fatal cumplimiento; y mi madre,
y á ejemplo suyo Güemes misnao, rieron mucho de la lú-
gubre profetiza.
—Mi querida Juanita— la dijo él alegremente —
¿es posible ¡urt tan jAven aun, me «condene Vd.ámfj-
17
258 sueKot y rcalidades.
rirTOh ! déjeme Vd. al menos los días necesarios para
libertar d uestra patria .
Vea yo la aurora de su gloria, y entonces cúmplase
en mi la voluntad de Dios 1— dijo, alzando al cielo la dul-
ce y serena mirada de un mártir.
Heme aqui, amiga mia — jonlinuó ól volviéndo-
se ¿ mi madre— heme aquí retenido lodavia en el
interior por esta fatal guerra civil que la mano fra-
tricida de algunos Americanos han encendido en la
hora misma que debiamos hallarnos todos marchan-
do juntos á paso de ataque contra los realistas que á
grandes jornadas cargan sobre nosotros. Su vanguar-
dia está en Jujui, y en este momento mi compañero
la estará batiendo ....
— ^¿ Y mi niño?— gritó mi madre pálida y sin alien-
to, mi pobre Rafael ¿ que habrá sido de él ?
En efecto» mi padre habia mandado llevar cerca
de sí á uno de mis hermanilos de quien él no podía
separarse. Paso imprudente que casi costó la vida, ó
al menos la libertad al pobre niño, que solo debió
su salud al valor de Tomás, un español antiguo y fiel
asistente de mi padre, quien ayudado por hi velocidad
de su caballo, lo salvó del furor de sus compatriotas.
Sin embaí^, Güemes logró calmar la angustia de
mi madre, as^mádole que el niño lif^aria sin ningún
peligro á los brazos de su padre; pues la guerra, al apro-
ximarse á su fin, se habia r^ularízado, y no existía ya
en día el vandalaje. Muy lejos estaba él deesacouvic-
GÜEMKS. 259
don que fingía para consolar un dolor que Su hermoso
corazón comprendía muy bien.
Entrelanlo, la nolicia de su presencia en Orcones
se esparció con increíble rapidez; y en menos de uoa liora,
la casa y sus cercanías estaban llenas de una multitud
ansiosa que pedia con gritos entusiastas la dicha de coa-
templar al héroe, ídolo de los corazones y columna
de la patria. El les salió al encuentro, afable y sen-
cilio en su grandeza, tendiéndoles los brazos y llaman-
do á todos por sus nombres, con esa prodigiosa me-
moria que solo poseen los grandes capitanes, y que
tan mágico poder ejerce sobre las masas populares.
Rodeáronlo centenares de hombres que habían
abandonado el arado y el peal, y ci&endo el pintoresco
chiripá, armados de sus puñales, le pedían sitio ensus
invencibles huestes. Díóles él las gracias, alabando su
resolución con palabras cuyo hechizo secó las lagrimasen
los ojos de las madres, que le entregaron coniiadamenle
sus hijos.
De allí á poco, tres oficiales realistas enviados
desdo el Cuzco por La Serna, llegaron á buscarlo.
Eran dos capitanes y un coronel encargados de plie^
gos importantes, y que pidió el ser introducido inme-
diatamente cerca de Güemes. Mientras este conferen-
ciaba á solas con mi madre y mi hermano, ellos se
paseaban esperándolo en las salas esleriores. El coro-
nel que era casi un anciano, se detuvo derepente y
tendiendo en torno una mirada de asombro, heaquil
262
Sl'ENOS Y nE>.UI)\DES.
— Ese hombre es mi huespod —replicó el olro— mi
mujer le ha dado la hospitalidad, y es sagrado para mi —
Enseguida dejando el acenlo fralernal para tomar el de
mando — Comandante Gorriti — añadió— marche Vd. in-
mediatamente á nuestro campo, llevando consigo los
prisioneros que acaba de hacer — y ambos desaparecieron
en las tinieblas, quedando yo de pié con la espada en la
mano detrás de la puerta donde fui á apostarme al con-
menzar el terrible diálogo.
Aquellos dos hermanos habian venido por distintos
caminos, guiados ambos por un sentimiento generoso, el
patriotismo y la lealtad, el uno á matarme, el otro á
salvarme.
Ala mañana siguiente me encontraba enteramente
solo, pues mis soldados habian desaparecido; y á pesar de
mi vergüenza, tuve que ayseptar por guiaá una délas
criadas de la casa, que me condujo bástalas primeras
avanzadas de nuestro ejército —
El coronel se interrumpió, pues en ese momento
Güemes entraba en la sala.
Los realistas contemplaron con curiosidad y admi-
ración aquel bizarro y tremendo adversario; y el coronel
inclinándose profundamente le entregó un pliego sellado
con las armas del virey. Güemes lo leyó con aire impa-
sible, contrayendo solo de vez en cuando su labio una
sonrisa de desprecio. — Coronel— dijo, cuando hubo aca-
l>adola lectura, los veteranos españoles esliman en tan
poco su honor, que se encorgan de misiones como esta ?
Gai£uc«;. 263
El coronel se ruborizó hasta en el blanco de sus ojos;
y llevando la mano al corazón, juró que ignoraba el con-
tenido de ese pliego, que el virey había confiado á su leal-
tad. '
Güemes le tendió cordialmente la mano, y por toda
réplica leyó en alta voz el documento que tenia á la vista.
Era una carta confidencial, en que La Sema» des«
pues de apurar todas las seducciones que pueden subyu-
gar á un hombre, para inducirlo 4 abandonar, aunque
solo fuera neutralmente, la causa que defendía, concluía
ofreciéndole en nombre de su soberano ^in millón, y los
títulos de marques y grande de España.
— Y bien, señores, dijo él, dirijiéndoseá los realis*
tas ¿no eréis conmigo que es ultrajar ¿un soldado el en-
viarlo con ^una proposición semejante cerca de otro sol-
dado?
El honor español brilló en los ojos de aquellos hom-
bres, que cambiaron entre si una fiera mirada, é inclina-,
ron la frente con vergüenza y dolor.
Aquella muda protesta conmovió el alma noble y
magnánima de Güemes. El héroe estrechó con efusión
la mano ¿aquellos valientes— Os comprendo— les dijo—
Sois hombres de corazón, y por tanto, dignos de defender
una causa mejor. Decid ¿ vuestro virey, añadió arro-
jando su carta al suelo con ademan suave y magestuoso—
que Martín Güemes, rico y noble por su nacimiento, ha
sacrificado su fortuna entera en el servicio de su patria; y
que para él no hay títulos mas gloriosos que el amor de
fiC4 ^^riú.Noíi \ nf:\Liiui)Ks.
SUS soidadüs y la eslimacion de sus conciudadanos.
Ytlando^ \os realistas el franco y cordial adiós de
un eamaridá, ftréé buscar á íni madre, lá abraaó, y ¡par-
tió seguido de quinientos soldados que acababan de áUs-
thr$ej)ajosus banderasi y i(ue poblaban él aire Con sus
entusiastas aclamaciones.
£l^(H*on6l lo siguió largo tiempo con los ojos*, y vol-
viénldose á sus campaneros — Cuan feliz seria nuestra Es-
paña— les dijo— si un hombhe como este, se sentara en el
trofno de nuestros reyes! |ah! con tales adversarios,
nuestros esfuerzos serán vanos, y la hermosa Améri^,
esta perla tan codiciada, faltará muy pronto á la corofta
de Fernando.
I Palabras proféticas, que Áyacucho estaba ya áfvun-
tbdefealiteri
Marchóse también el coronel con ^\x séquito, no sin
haber besado antes las manos de mi madre con muestras
de profunda gratitud.
Por lo demás, el incidente que él recordaba sucedió
en efecto tal como lo refirió. El tiempo y graves aconte-
cimitatos que siguieron sin interrupción lo borraron
completamente en la memoria de mi familia. Muchos
aAos después, cuando la muerte vino á hacernos una ter-
rible visita, y nos dejó solos en el destierro, vimos en-
trar un d^íaá nuestra casa un anciano venerable dolar-
as 'bagóles canos, que tendiéndonos los brazos, eaclamó
^loiMido:
—r¿ Dónde «tá mi libertader ? ¿ Dónde esté? Y vol-
úííemks. il^H
viéndose á dos bellas jóvenes que lo seguían— Hijas mias,
las dijo, echándolas en nuestros brazos — hé ahila fami-
lia de aquel que salvó á vuestro padre. Pero él ¿donde
está?
¡ Ay ! aquel que el anciano buscaba dormía ja en la
tumba, y no podía oír la espresion de su reconocimiento.
CARMEN PLCH
Al visitar Orcones, Güemes habia traído una or-
den de mi padre; y pocos dias después habíamos aban-
donado aquella tumultuosa morada, con sus belicosos
huéspedes y su tráfago guerrero, y nos hallábamos á
quince leguas de distancia en un lugar solitario aunque
risueño y bellísimo, habitando un inmenso edificio de
aspecto feudal, coronado de una elevada torre.. He ha •
blado ya en estas memorias de ese hermoso castillo, se-
mí-monástico, semi-guerrero, monumento del poder je-
suítico. El ariete revolucionario lo ha destruido, y solo
queda ahora á la admiración del viajero .la magnifica
torre, rodeada de gigantescos montones de ruinas.
Al llegar allí caí enferma, y todo lo que vi entonces,
fué bajo h^ influencia de la fiebre. En uno de esos mo-
mentos sentí un gran ruido de carruajes y de caballos; la
casa bnsta entonces tan solitaria resonó con las voces y los
r.üEMes 267
pasos de muchas personas que iban y venían. Todos
eslos rumores que yo percibía al Ira vés del delirio, toma-
ban en mi celebro una forma fantástica que agravó mi
dolencia, sumergiéndome en un profudo letargo que du*
ró dos días.
Cuando volví en mi, estaba sentada a mi cabecera
una mujer tan hermosa, de una belleza tan celestial,
que en mi simplicidad infantil volví apresurad£.men-
te los ojos hacia la vírjen de las Mercedes que esta-
ba sobre mi cama, creyendo que la divina Señora
había dejado su dorado cuadro. Pero la Madre de
Dios estaba siempre allí y allí también estaba aque-
lla mujer maravillosa, bejla con todas las seduccio-
nes que pudo soñar la mas ardiente imajinacion; con
sus grandes ojos de un azul profundo, sus negras pes-
tañas, sus dorados rizos, que ondulaban voluptuosa-
mente en torno de su blanco cuello, mientras ella ha-
blaba alegre y festiva, sonriendo con su celeste mira-
da, y haciendo con su linda boca un niomito hechi-
cero como aquel de Etmeralda. De vez en cuando
volvíase á mi y posaba su mano en mi frente; y lue-
go se dirijia á mi madre prodigándola palabras tan
dulces y seductoras como el acento de su voz.
A su lado hallábase de pié un joven de diez y
seis años; y si algo podía compararse á la belleza de
esa mujer era sin duda la de aquel mancebo. Tenia,
como ella, hermosos ojos azules, aunque de una es-
presion severa y varonil; los mismos rubios y riza-
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OÜEMES. ^Í\U
teaplabff yo estasiada, era la esposa del profño guer •
rero que me había aparecido poco an^. entre los
matorrales de Oreónos.
Entrelanlo, la ruidosa algazara que zumbaba en
torno mío, desvanoció mi cabeza y perdi n] sentida
sin que nadie se apercibiera de ello. Al través de la
densa nube que oscurecia mis ojos y debilitaba mi
oido, parecióme sentir que á los gritos de alegria su-
cedían de repente gemidos de dolor, soHozos convulsi-
vos; y cuando el sopor que me embargaba se ínibo
disipado vi á la bella Carmen antes radiante de gozo,
pálida, trémula, postrada en tierra, bañada en l/igri-
mas, y llamando 6 su esposo con giitos desesperadas.
Delante de ella pálido y silencioso, se hallaba aquel
joven oficial que acompañó á Güemes en Orcones. Mi
madre, el joven de los ojos azules, y un nuevo per-
sonaje, un anciano de cabellos blancos y d»! noble or-
pecto contemplaban de pié. mudos, inmóviles ycíu^s-
ternados aquel supremo dolor.
Algunas veces el anciano se inclinaba hacia ella
y tendiéndole los brazos, murmuraba ¡ Carmen ! hija
mía I — Pero ella lo rechazaba csclamando entre sollozos.
Martin! Martin !. Dios mió, vuélveme mi Martin.
De repente vimos abrirse la puerta dando pa-
so á un hombre cubierto de polvo, que corriendo ve-
loz hacia CármeOí alzóla en sus brazos como á un ni*
ño y besóla fíente de mi muJro, :;brazóla cabeza del
\
270 sce5os i rcalui.uieñ.
anciano, y estrechando contra su pacho la hermosa
mujer que yacía desmayada, se alejó con ella.
Aquel hombre era Gttemes, que llegaba á tiem-
po para salvar á su esposa de la muerte y para cam-
biar su dolor desesperado en éxtasis de felicidad.
Mas ¿qué era lo que habia sucedido? Helo aquí.
Entre los compatriotas de Gilemes que tan orgu-
llosos debian estar de su gloria, por que era la glo-
ría nacional, habia algunos que lo aborrecian por
aquello mismo que debian amarlo. Aborrecíanlo por
su valor heroico, por sus victorias, por el terror que
inspiraba á los enemigos de la patria, por la genero-
sidad con que cambiaba ese terror en admiración; por
el amor fanático que le profesaban los pueblos, y
hasta por la belleza de su persona, y por los tiernos
sentimientos que esa belleza inspiraba.
. Mientras el héroe, recorria una senda gloriosa con
la tranquila seguridad de una conciencia pura, la vil
envidia minaba sordamente el terreno de sus triunfos.
Concitáronle con infames calumnias la enemistad
del Gobernador de Tucuman, que neutralizando la pro-
vincia de su mando negóse indignamente aprestar los
debidos auxilios para el sosten de la guerra de la in-
dependencia que p^ba toda sobra la espada de GQe-
mes; y últimamente, instigado por losenemigos dees-
le, encendió la anarquia que tantos males causó en-
trmces á nuestro pais y que echó la simiente de U
larga guerní civil que después lo ha devorado.
GUEXCS.
271
Viendo Güemes que no alcanzaba la concordia
arreglar aquella desavenencia» y estrechado al. rais^nio
tiempo por los realistas, que se precipitaban como un
torrente sobre la aislada provincia de Salta, marchó
sobre Tucuman.
La victoria lo acompañó como siempre; y ha-
biendo arreglado los negocios de aquella provincia, re-
gresó á Salta, donde sus enemigos cegados por un odio
que tocaba en el ridiculo, alzaban en las plazas pú-
blicas cátedras de predicación contra él, cátedras de
las que descendieron corriendo al aproximarse el hé-
roe para ocultarse en escondrijos donde él fue á bus-
carlos con el abrazo del perdón.
Pero antes y en su tránsito de Tucuman á Salla,
tuvo ocasión de conocer la eslension del odio de sus
enemigos y la fiel adhesión de sus soldados.
Al llegar con sus tropas a Pozo Verde, Güemes
ordenó un alto; y separándose momentáneamente de
ellas, fué á visitar un amigo á una hora de distancia.
Aprovechando esta ausencia, dos jefes vendidos á
los rivales del grande hombre lo acusaron de ambi-
cioso y de traidor; y mandando formar cuadro á la
división, proscribieron A Güemes. y proclamaron abier-
tamente la rebelión.
Los soldados obedecieron, pero guardando un silen -
cío que los traidores interpretaron favorablemente, y
seguros ya en su infamo designio, quisieron apoderarse
de los dos Edecanes de GUemes; pero ellos huyeron á
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é» su ver-
^ nnrcha b¿-
6ÜKXCS. 273
escribo una pajina de nuestra historia nacional, y el
culto de la verdad» única religión del historiador» me
ordena consignar, á pesar mió, errores que, si influ-
yeron fatalmente en los destinos de nuestra patria»
han sido también expiados con torrentes de sangre y
de lágrimas, para que los consideremos de otro modo
que como una saludable lección. Olvidemos las fal-
ta$ de nuestros padres; y si las recordamos, que sea
solo para redimirlas amándonos mas, y dándonos en
amor lo que ellos se quitaron en odio.
Al amanecer del dia siguiente, el alegre son de
los clarines que tocaban diana, me despertó, trayen-*
do á mi memoria el bizarro guerrero que había llega^
do en la noche, y pedi que me llevaran á verlo. Pa-
seábase solo en las anchas galerias que circundaban el
patio.
Su noble y hermoso semblante, siempre sereno,
tenia una espresion sublime de tristeza, semejante á
la de Cristo en el Huerto. | Ay 1 sobre esa bella cabe -
za cerníanse también la ingratitud de los hombres» j
la sombra de la muerte I
Su bella esposa vino luego á distraerlo de su me-
ditación. Acércesele risueña, enlazó con sus dos bra-
zos el brazo de su esposo, y alzando hacia él sus her-
mosos ojos— Mi valiente caballero-^le dijo — tienes que
dUDfipUr un voto que ayer hiee por ti. He ofrecido á
la virjen que oirías á mi lado una misa ^n honor su-
yo. Respondióle él con uu beso, y ambos se encami-
274 SUEÑOS Y nRALlDADR?.
naron al gran templo jesuilico. donde el sacsrdote es-
peraba ya revestido en el altar. Los dos se arrodilla-
ron juntos; jamás vi orar con tanto fervor como á aque-
lla hermosa mujer, quede vez en cuando volviese hacia
su esposo posando en él una mirada inefable de amor.
En el momento de la elevación lomó la mano de es-
te entre las suyas y elevó al cielo sus bellos ojos azu-
les en el éxtasis de la plegaria. ¡Cuan interesante se
mostrarla en ese momento a los ojos de Dios esa alma
tan pura y apasionada! ¡que gratos lo serian los vo-
tos de ese corazón todo amor y piedad!
En el mismo dia, al caer la larde, púsose en mar-
cha la tropa que habia venido con Güemes, y pocos
momentos después partió él mismo.
Carmen se separó llorando de los brazos de su es-
poso, y desapareció largo rato de entre nosotros. Cuan-
do volvió al lado de mi madre, la dijo tristemente:
— He subido al tercer piso de la torre para ver toda-
via á Martin. Mis ojos lo han seguido hasta que se
perdió, no en la distancia, sino ontre las sombras de la
noche.
— ¡De la noche eterna! — murmuró mi lia desde
un ángulo oscuro del cuarto — La niña lloraba— anadió —
eomo si la hubiera besado un muerto. ¡Ayl ¡ayl
Pasáronse muchos dias, sin que en Miraflores se
recibiera noticia alguna. Nadie venia de Salta, y Gtíemes
y mi padre guardaron profundo silencio. Mi madre,
devorada de inquietud procuraba ahogar su "propia
GÜEMES. 275
pena para tranquilizar á Carmen, que entregada á crue*
les alarmas, pasaba los dias en lo alto de la torre, de
pié, inmóvil, con la mirada perdida en las lontananzas
del horizonte, esperando (ay! con todo el anhelo de su
alma á aquel que no debia volver mas.
Una noche que doimia yo en la cuna al ladodfí
mi madre, me despertó de repente el sonido cautelo-
loso de una voz varonil. Abri los ojos, y. vi un hom-
bre embozado en una capa militar que sentado al bor-
de del lecho hablaba quedo con mi madre. Aquel
hombre lloraba; y la voz moria algunas veces ch su
labio ahogada por los sollozos. Los rayos de la luna
deslizándose por una ventana entreabierta bañaban el
pié del lecho, y el busto del incógnito cuyos borda-
dos brillaban en las tinieblas.
La presencia de aquel visitador uocturno, á esa
hora en el cuarto de mi madre, me llenó de admira
cion; pero creció mi asombro cuando reconocí en él á
mi padre. Mi padre ausente y no esperado, ¿cómo se
encontraba alli? y ¿qué podia arrancar lágrimas á él,
cuya grande alma era de un temple tan estoico?
— i Lo hemos perdido ! — No veré ya á la cabeza de
Tiuestras filas el héroe ijue nos guiaba á la victoria!
La patria ha perdido su mas valiente campeón, y yo ... ,
I Ah ! yo lo he perdido todo I Victima de intrigas y
calumnias, destinado por una fatalidad hereditaria á
encontrar siempre la traición en la amistad, la perfi-
dia aun en aquellos á quien me consagré con entera
-.lSH-
GÜEMRS 277
apresuramiento aquella ocasión de acercarse á ella; y
montando inmediatamente á caballo, seguido de veinte
hombres de su escolta, lomó á galope el camino de
Salta.
¡Ayl -por qué el corazón, permanece á veces mu-
do, y cerrado al prenseniimienlo? ¿por qué el mió no
me avisó, siquiera con un latido, la desgracia que
me amenazaba, y yo me habria arrojado delante de mi
amige, y él hubiera tenido que pasar sobre mi cadáver,
ó la catástrofe fatal no se cumpliera
Entretanto Güemes llegó á Salta, y su hermana
yerta de sorpresa lo vio de repente arrojarse en su»
brazos.
¡Pues que I — la dijo él~ino me has llamado?
¡ Dios mió I j nó I — respondió ella— Y las palabras del
pérfido mensajero tuvieron entonces su verdadera es-
plicacion.
En ese momento un criado que se paseaba en la
azotea vino corriendo á avisar que una numerosa fuer-
za enemiga ocupaba la calle y gyardaba las esquinas
inmediatas, cercando enteramente la casa. Al oir la
hermana de Güemes este aviso, y viendo la actitud
audaz de su hermano, se echó llorando á sus pies, y
Ip rogó que huyera escalando las murallas interiores
de la casa. Pero él sonrió con desden á esta proposición
de la ternura fraternal.
¿Y estos?— dijo mostrando á los bravos que lo
acompañaban— ellos que jamás Dote abandoniiron ¿i}vf
S7S SrEiÑOS Y RKALH)ADi:s.
dirían si yo los dejara en la liora del peligro ?
Y saltando sobre su veloz caballo negro — Vamos,
hijos, —les dijo— junios hemos vivido, muramos jun-
ios!
Y aquellos valientes respondieron con una aclama-
ción unánime, lanzándose en pos de su jefe, que car-
gó denodadamente sobre* una de las columnas que le
cerraban el pas». Un granizo de balas lo rechazó, ma-
tándole toda su escolta. Solo ya y acosado en todas di-
recciones por el fuego enemigo no se mostró menos grande
que cuando estaba á la cabeza de su ejército; y par-
tiendo como el rayo, se arrojó con la espada en la ma-
no sobre una muralla de bayonetas que guardaba otro
ángulo de la calle, y la atravesó de parte á parte, de-
jando un ancho y glorioso camino sembrado de cadá-
veres, y regado con su propia sangre. Si, porque una
de las mil balas que destrozaron sus vestidos, su som-
brero, y hasta lostiros de su espada, habia atravesado su
cuerpo.
Al amanecer, pálido, cubierto de sangre, casi exá-
nime, With y yo lo recibimos en nuestros brazos.
Los soldados, viéndolo llegar asi, precipitándose
en confuso tropel, lo rodearon dando gritos de dolor.
Pero él, haciendo un grande esfuerzo, se puso en pié,
sonriendo con seguridad y valentía; y tranquilizándo-
los completamente, los alojó retirándose á su tienda.
Amigos mios, nos dijo, cuando estuvimos solos — *
traigo la muerte en mi seno; pero no es ella lo que
GUEMKS.
i7i>
en esle momento me aqueja, sino la idea de abando-
nar la vida, sin haber cumplido la promesa de liber-
tad que hice á la patria. En vosotros confio: sois
mi espíritu y mi brazo, y llenareis lo sé la misión
que no me es dado cumplir en este mundo.
Después de eslas palabras lo asaltó un desmayo
que duró muchas horas.
Entretanto, Olauetu que faabia avanzado hasta las
inmediaciones de Salta, informado del fatal incidente,
mas no de su terrible verdad, y subyugado por el
heroismo inaudito de ese hombre, á la vez que an-
sioso de aprovechar la ocasión de alejar aquel rival
invencible del teatro de su gloria, le envió un solem-
ne parlamento renovando todas las promesas hechos
antes por La Serna.
Güemcs mandó llamar á Whil.
—Coronel— le dijo — marche Vd. inmediatamente
con la división sobre el enemigo— \ volviéndose hacia
los parlamentarios— He ahi— les dijo— la respuesta que
doy á vuestro jeneral. Id.
Cuando los parlamentarios hubieron salido, el
héroe tendió la mano á Whit, con una mirada inefa-
ble de adiós, despidiéndolo en seguida; y deteniéndome
á mi con un ademan— Compañero, me dijo — la hora
suprema se acerca: siento que comienza á embargar mis
miembros un entorpecimiento precursor de la muerte
ó de esos largos parasismos que la preceden, y quiero
que me acompañéis hasta el umbral de la eternidad.
280 ' SUEÑOS Y RRALIDADES.
Tengo, ademas, que recomendaros la Patria, mis sol-
dados, mis hijos, mi Carmen ! . . . . ¡Oh! ella vendrá
conmigo, por que no querrá habitar sin mí la tierra;
y morirá de mi muerte, como ha vivido de mi vida.
Pero mis gauchos, esos valientes soldados cuya adhesión
por mi llega á la idolatría! esos niños, Martin
Luis .... Ignacio
Aqui su voz se apagó en un profundo letargo; y
poco después no quedaba mas del héroe que un yerto
cadáver.
¡Oh! continuó mi padre, después de un triste si-
lencio — ¿quienes fueron los traidores que lo vendieron
á los enemigos de su patria?
— No queramos saberlo— interrumpió mi madre —
la misericordia infinita los perdone. Nosotros incli-
némonos ante ios decretos de Dios; y cuando nuestro
labio no pueda decir: ¡ gracias Dios mió 1 digamos al
menos: i bendita sea tu voluntad!
— Sí,— replicó mi padre— plegué á Dios, quepni-
hibe la venganza, acallar la convicción que eleva en
mi alma su lúgubre clamor, pronunciando los nom-
bres de
Mi padre prosiguió; pero la hora en que yo escribo
eslas líneas es una hora de concordia. Olvidemos; y
digamos como entonces dijo mi madre: ¡Bendita sea I&
voluntad de Dios!
A un movimiento que yo hice, mi padre calló y
quiso acercarse á mi; pero mi madre lo detuvo, y
ambos hablaron aun largo tiempo en voz baja, sin
que yo pudiera ya oír mas que el nombre de^Cármen
pronunciado con frecuencia enlre ellos. Después, mi
padre salió, y á poco oí los pasos de su caballo alejarse*
Mi madre se levantó entonces, y todas las veces
que desperté en el resto de la noche, la oi pasearse
llorando en el cuarto.
Pero á la mañana siguiente la encontré serena,
ul lado de Carmen, sentadas ambas en una ventaoa
y hablando entre si tranquilamente, Y cuando co*
menzaba á creer un sueño la visita misteriosa de mi
padre y su fúnebre revelación, oi ¿í la bella Carmen
decir Ajando una mirada triste en el horizonte.
— ¡Cuantos dias sin saber nada de Martin I El, que
siempre me escribió diariamente ¿porqué calla, Dios
mío?
Pero luego, con esa viveza incomparable que le era
propia, batió las manos y dijo radiante de gozo— {Ahí . .
ya sé . . . lyasél No ha escrito por que quiere sorpren*
derme él mismo. ] Y no eaia yo en ello! y he pasa-
do tantos dias dolorosos y largos como siglos I Anoche
lloraba desvelada, cuando entre las doce y la una oi
el galope de un caballo, y mi corazón palpitó de es-
peranza, pero luego conocí que no era el Negro. Mar-
tin no hubiera venido en otro caballo. El ginete se
apeó cerca de^la torre; y á poco oí sus pasos en el pa-
tio. ¿Quien seria?
88S
51ENÜS Y r.EAlJDAUC9.
— Era mi padre — dije yo de pronlo, con esa an-
sia de dar noticia peculiar á los niños.
Carmen fijó una mirada suprema, indescribible
en el inmutado rostro de mi madre» exhaló un grito
que lodavia resuena en mi corazón, y cayó al suelo cual
si el rayo la hubiera herido.
Al volver en si, se halló en los brazos de su pa-
dre que lioraba amargamente. Pero cuando el noble
anciano temblaba pur los estremos á que el dolor lle-
varia á su hija, la vimos alzarse pálida y serena co-
mo los bienaventurados, y elevar al cielo sus hermo-
sos ojos con una mirada de esperanza y de beati-
tud.
— Dios mió— esclamó — ¿ tu Ío has llamado á él á
tu seno? Pues á mi también me llamas. ¡Gracias, Señor!
Adiós, misera vida, tan llena de dolores, aunque tan
corta. Yo no podia vivir sin mi Martin, y. Dios me
llama cerca de él,
Y sin escuchar á su p dre ni á sus hermanos
que la rodeaban llorando, C( rió su espléndida cabelle-
ra, cubrióse con un largo velo negro, postróse en tier-
ra en el sitio mas oscuro de su habitación, y allí per-
maneció hasta su muerte, inmóvil, muda, insensible
al llanto inconsolable de su anciano padre, á las ca-
riciasde sus hermanos .ue la idolatraban, á los ruegos
de BUS amigos y á los homenajes del mundo; alzando
solo de vrz en cuando su luctuoso velo para besar á
sus hijos: cual una sombra que apartando las nieblas
liÜKMRS. 283
déla eternidail, volviera un momento á la tierra, atraí-
da por el amor maternal.
Un dia llamó á su padre, y echándose en sus bra-
zos, lo besó y acarició con la dulce efusión de otro
tiempo. El anciano miró á su hija lleno de gozo y de
esperanza; pero |ayl sus ojos vieron radiar en aquel
bello rostro una luz que no era de este mundo; y el
degraciado padre sintió que su corazón desgarrado
murmuraba un deprofundi$.
Poco después, la hermosa Carmen Puch yacia re -
costada en su lecho mortuorio. Vestida de blanco co-
mo una mártir y tan blanca y trasparente como el su-
dario que la envolvía, no parecía ya una mujer sino
un ángel dormido, y sonriendo al arrullo de los can-
tares del cielo. Su deseo se habia cumplido: había
ido á reunirse con su esposo.
Y dos años pasaron. El luto habia desaparecido
del uniforme de mi padre, pero no de su corazón, donde
vivía siempre, como una antorcha cineraria la imájen
del héroe que yacía bajo los bosques del Chamical.
La guerra languideció por entonces en nuestro pais;
pues las fuerzas realistas, concentrándose para reforzar
el ejército que pereció en Ayacucho, se habían retirado
al interior del Perú.
Mi padre, que entonces era Capitán jeneral de la
provincia, aprovechó esta tregua para cumplir un de-
ber caroá su alma.
Hizo con im raes de anticipación una solemne
:l ^ , s
:-i.r *c a
. jiitssa a;^
üflEMES. 283
babian venido para tributar al grande hombre sus ofren-
das de lágrimas y plegarias.
La ciudad guardaba un profundo y doloroso silen-
cio, interrumpido solo por el clamor de las campanas, las
preces de los sacerdotes, y los sollozos de la multitud.
La fúnebre procesión pasó ante mis ojos como una
visión mística, perdiéndose en el pórtico y las profundas
naves de Id Catedral, donde sepultaron las reliquias del
héroe al pié del tabernáculo.
Mi padre salió del templo llevando en su pecho la
llave de aquel ataúd que encerraba lo único que le
restaba de su amigo.
A la puerta lo esperaba un grupo de soldados
pertenecientes á las guarniciones de Humahuaca y Rio
del Valle. — Señor— dijo uno de ellos, adelantándose ca-
bizbajo—hemos desertado para venir á ver otra vez á
nuestro jeneral, para acompañarle basta su última se-
pultura, y llevarnos estas reliquias suyas.
A estas palabras, cada uno sacó de su seno un
rizo de los negros cabellos de Güemes.
Mi padre contempló enternecido á esos hombres
leales y les dijo, enjugando furtivamente una lágrima:
id en paz amigos mios, y referid á vuestros compa-
ñeros lo que habéis visto, y como llora la patria á sus
héreos.
Desde ese dia, muchos años han tendido sus luctuo-
sas horas sobre nuestra bella patria; torrentes desangre
la han bañado, arrastrando en montones de cadáveres la
EL GENERAL VIDAL
GENERAL VIDAL,
Este denodado soldado de la independencia ha es-
trechado ya entre sus brazos á los generales c^iie le
enseñaron el camino de la gloría. La huesa en que
descansa está al ras de la tierra; pero su nombre se
alza al Cielo donde todos los que consagran su vida A
las causas justas encuentran el galardón, que acá en la
tierra le disputa la envidia.
Por fortuna para el bravo general, el dia de sus
funerales es el de su apoteosis; una alma inspirada,
capaz de comprender todo lo que es bello y generoso,
ha trazado su biograGa, tomando de la gran epopeya de
la independencia el sentimiento, y de su rica rmejina-
cion el colorido.
Delante del cadáver dejaremos correr \m lágrimas,
pero por amor á su memoría callaremos para que ha-
ble el jénio
Oidlel (1)
1 Palabriui de C¿ Comtreio, diftrío d« Lima, donde fidle«i6> •! béroa ém
tata «Jicrito.
19
EL GENERAL VIDAL.
Apuntes para bvl biografia*
Quien recorre los fastos de la grandiosa epopeya de
nuestra independencia, encuentra frecucnteraente, y en
contraposición á nombres execrados, nombres gloriosos
que brillan como fulgidos lampos en el lejano hori-
zante déla historia.
. Después, á medida que á la iliada sucede la odi-
sea, y á las sublimes proezas de la guerra sagrada, las
fechorías de la guerra fratricida, los ilustres nombres
desaparecen del terreno prominente, y en vano se les
buscaría en primer término sobro esos oprobiosos cua-
dros sino como vivas protestas cada vez que una mano
liberticida se alza contra las instituciones de la patria
que ellos fundaron.
La mirada los busca con devoio anhelo en las do-
radas filas denuetros ejércitos; prro |ah! cuan pocos se
encuentran allil De los mas solo queda una inscrip-
ción sobre el mármol de un sepulcro. Los otros, objetos
de envidia, de animadversión y de perpetuo recelo
V
GENERAL VIDAL. i9{
para la generación ingrata que libertaron, viven como
las águilas, alejados y solitarios. Sencillos en su
grandeza, ágenos á los mezquinos manejos de la ambi-
ción, habitan los campos, y riegan con sudor la tierra
que antes regaron con sangre.
No' los busquéis en los palacios de los ricos, ni
en las antesalas del poder; buscadlosen los dias de
alarma, cuando la patria está en peligro, y los veréis
empuñando el sable de Maypú, de Pichincha y de Junin,
el cabello encanecido, pero el alma llena de marcial
ardor, acudir allá donde los llaman el honor y el
deber.
Entre esa noble falanje, reliquia de una época de
grandeza, hay un hombre cuya hoja de servicios es por
si sola un poema, — poema palpitante de interés, sem-
brado de incidentes variados y de heroicos hechos. Allí
se halla en toda su magnifica plenitud la vida del sol-
dado, — ora sobre las ondas del océano, al as^ilto de
una nave, con el puñal en los dientes y enarbolada el
hacha del abordaje; ora escalando los muros de una
fortaleza; ora á caballo, cargando lanza en ristre, al
frente de una columna, ó ya oculto en una floresta flan-
queando al enemigo con un nutrido fuego. Al leerla,
toda alma americana se sentirá arrebatada de entu-
siasmo; y la hija del antiguo guerrillero que vengó la
tregua rota en Guaqui con la terrible emboscada da
las Piedras, aspirando con delicia el humo de la pólvora
mezcla odo al perfume de gloria que esas pajinas exha«
292 SC£NOS Y «nEALlDAOCS.
lan, todavía se propuso eslraer de ellas algunos rasgos
prominentes, en tanto que llegue el dia en que la plu-
ma del biógrafo consigne en el libro de la historia los
hechos de nuestros ilustres proceres.
Un dia, en !818, un mancebo imberbe, casi un
niño, arrancándose á los brazos de los suyos, al mimo
materno, abandonaba las playas del Perú.
El heroismo bullia en su alma, é iba á alistarse
en las filas de los libres, bajo el lábaro azul que Iraia
San Martin del otro lado de los Andes.
Poco después, en la bahía de Valparaíso, el Almi-
rante Cochrane, próximo á partir con su escuadra para
la primera espedicion al Perú, recibia á su bordo al
alférez Vidal: no sin sonreír al aire de intrepidez que
respiraba en las facciones de aquel niñp.
Pero muy luego aquella sonrisa debió trocarse en
admiración, cuando en el curso de esas campañas que
sembraron de gloria las aguas y las costas del Pacífico,
el Almirante vio siempre que el joven Vidal era el
primero que acometía el peligro, y su nombre el que
sonaba mas alto entre las aclamaciones del triunfo.
Llegada la escuadra á las costas del Perú, el jo-
ven alférez, que, como hijo de aquel litoral lo conocía
palmo á palmo, se hiza el mensajero y eí portador de
todas las comunicaciones entre Cochrane y los patrio-
tas.
k
w /*-
<¡eNEIl\L VIDAL. 8^)'»
Después de un brillanle estreno en los prime-
ros cómbales que trabó la escuadra con los buques
españoles surtos en la rada del Callao, Vidal, com-
prometido con lord Cochrane á traer y llevar de Li-
ma en treinta horas una comunicación importante,
desembarcó acompañado de algunos hombres, entre
una roca cerca de Supe. Ocultó allí su gente; des*
lizóse como una sombra entre la guarnición españo-
la que bordaba la costa; corrió á una hacienda in-
mediata perteneciente á un amigo de su familia; pi-
dióle un caballo cuya velocidad le era conocida, sal-
tó sobre ól y desapareció.
Treinta horas después, desempeñada su comisión
y de vuelta entre los peñascos donde lo esperaban los
suyos, en vez de embarcarse, mandó solo las comu-
nicvaciones á lord Cochrane, escribiéndole algunas
palabras con lápiz sobre la cubierta del pliego. La
repuesta del Almirante fué enviarle un destacamen-
to de cuarenta hombres.
Vidal condujo aquella fuerza á la vera de un ca-
mino, y la apostó entre las sinuosidades de una hon-
donada.
De alli á poco un convoy de dinero que el virey
mandaba embarcar en Guambucho cruzaba el camino
custodiado por una fuerte escolta.
Vidal se arrojó sobre ella* la deshizo y apodera-
do del tesoro lo llevó á bordo de la Almirante.
Luego, Cochrane, dándose á la vela hacia «que-
294 SUEÑOS Y HGALDADKS.
lia caleta, envió á Vidal de registro á bordo de un
bergantín francés, de donde estrajo 60 mil pesos y
muchas municiones de guerra, uno y otro pertene-
cientes á los españoles.
Como se vé la aventurosa escursion del j6ven alfé-
rez al través de tantos peligros, habia sido fecunda en re-
sultados.
En esos dias, de vuelta é Supe, batiéndose en tier-
ra á las órdenes de Miller con una fuerza realista que fué
deshecha, arrebató el estandarte español de las manos de
un colosal abanderado; anudó en la lanza su faja azul,
divisa de los libres, y continuó el combate cantando una
caución de triunfo, con la alegría del niño y la serenidad
del héroe.
La bulliciosa valentía de aquel rapa?.uel<í, impuso de
tal modo al enemigo, que el comandante Camba, llegan -
do con una fuerza considerable en ausilio de los suyos,
no se atrevió á atacar ¿ los patriotas, y los dejó alejarse
llevándose con un bolin valioso, la bandera esp<inola y
el honor del combate. ¿Qué es el poder de h fuerza ma-
terial aiite el poder sublime del espíritu?
Así, viendo siempre aquella figura de niño, ya á
bordo, ya en tierra, agitarse en lo mas rudo de las refrie-
gas, los españoles que llamaban á Cochrane el diablo, —
apellidáronlo á él el diablillo. Y con este nombre apren-
dieron á estimarlo; porque el diablillo, bravo como un
paladín, era humano y generoso en el triunfo.
En la toma de Pisco, cuando los patríotas avanza-
GENERAL VIDAL. ¿US
ban entre un morlifero fuego, Vidul viendo caer ¿ su ge-
fe morlaloiente herido, lo levantó en sus brazos y siguió
el combate con imperturbable serenidad.
Poco después, en las aguas de la Puna, cuando Co--
cbrane yendo en busca de una vela enemiga, se halló al
frente de otras dos y las atacó, el pequeño alférez impa-
cientado con la dilación, fiel á su costumbre ó infringien-
do la severa disciplina marítima, se pusoá cantar en lo*
dos los tonos de la escala cromática:— ¡Abordaje! ¡abor-
dajel labordajel— siendo el primero queá la voz del al-
mirante, echó el garño y saltó al puente de la Águila.
En seguida á esta captura, encontrándose la escua-
dra exhausta de viveres, ordenó el almirante al capitán
del Lautaro fuese é tomarlos en Balao, pueblo situado en-
tre bosques sobre una de las bocas del Guayas, y ocupado
por una fuerza de quinientos realistas, que atrincherados
en fuertes parapetos, rechazaron á la guarnición del*
Lautaro.
Pero al mismo tiempo que este marchó sobre Balao,
Vidal, al mando de cincuenta hombres, desembarcaba en
las raices de un manglar, á diez cuadras de aquel punto.
Por lo bajo del bosque se estendia una red de enma-
rañados matorrales, de lianas y troncos derribados, que
embarazando la marcha, la hacian imposible. Pero Vi-*
dal no se detuvo ni vaciló ante aquel obstáculo. Formó
su gente, le ordenó seguir su ejemplo, y dando la voz de
adelanu /—asióse á las ramas de un mangle, y escaló el
bos]ue como hubiera escalado una muralla, desapa*
\
fi9S •Ue.tOS T REALIDAÜE^.
reciendo con su tropa entre Jas copas de los árboles.
Los realistas, confiados en su escelente posición y
ufanos con el buen éxito de su resistencia, estaban lejos
desospecharla proximidad del aéreo enemigo, que ca-
yendo de repente de lo alto del tupido ramaje, se arrojó
sobre ellos y los dispersó.
La escuadra pudo entonces proveerse de víveres fres-
eospard emprender su espedicion á Valdivia.
Un dia, 3 de febrero, Cocbrane con una fracción de
;u escuadra, llegaba á las costas de Valdivia y entraba en
un canal erizado de fuertes.
Anochecía. El mar estaba borrascoso y el fuerte
IngléB lanzaba t^bellinos de metralla sobre tres esquifes
que desafiando sus fuegos y los de doscientos cazadores
españoles que guarnecían la playa, avanzaban intrépi-
dos entre el tumulto de las olas que amenazaban estrellar-
los contra las rocas.
Del primero que loca la arena saltan cuarenta hom-
bres que se arrojan á la bayoneta sobre los realistas, que
huyen despavoridos. Siguenlos; los acuchillan, acaban
de disperearlos, y avanzan hacia el fuerte por una senda
escarpada.
Miller que manda aquel puñado de valientes, tie-
ne necesidad de quedarse á esperar el desembarque dri
resto de la tropa. Reemplázalo un joven oficia) listo y
turbulento, que sallando da peñasco en peñasco, se ade*
lanta sonriendo.
. — ¡Tambor! — ^tiUS — paso de ataque! —Y viendo al
GENERAL VIDAL. 2U7
volverse, que la caja habia sido llevada por una bala : —
— jNo importa! — añadió. Y tarareando el paso descar-
ga, llegó bajo los fuegos del enemigo; arrojó su gorra
á lo alto del fuerte enviándole una amenaza en esas pa^
labras de heroica puerilidad que después pasaron á
proverbio. — A donde mi gorra vaya, aliivoy yo, y desapa*
recio con su gente entre las sombras do la noche, al mis-
mo tiempo que el Almirante llegaba alli con el gn eso de
sus fuerzas y recibía, devolviéndolo, un granizo de fuego.
De relímente oyóse á espaldas del fuerte la detona-
ción de una descarga seguida de tumultuosas aclatnacio-
nes. Las puertas del fuerte.se abrieron con violencia,
y su guarnición se precipitó afuera, huyendo espan-
tada liácia los otros fuertes.
Era que el joven oficial habia cumplido su pro-
mesa: para reunirse ásu gorra habia escalado el fuer-
te, sorprendido á los españoles, puéstoles en derrota,
y ahora los persigue acuchillándolos de fuerte en
fuerte, segundado ya por sus compañeros.
Asi, al cabo de algunas horas, los patriotas se
habian hecho dueños de toda aquella linea de fortifi-
caciones.
Cochrane abrazó al jóven:-^ «Diablillo de las
costas del Perú, le dijo riendo para ocultar su emo-
ción, eanlorcito de las refriegas, héroe de las marchas
aéreas sobre los manglares del Guayas, — ¿cómo has
hecho para escalar este inexpugnable fuerte? El jo-
ven sonrió con modestia, aunque bien pudiera respon-
!298 SUECOS Y REALIDADES.
der nomo en la leyenda del fundador de h\ha — Trepa-
mos eomo gatos; peleamos romo leones
En nuestro tiempo esa hazaña habría puesto la plu-
ma blanca en la cabeza del joven y un millón ásus
pies. Pero tuvo una recompensa mas digna de él.
Desde ese dia, el fuerte qué tomó con tanto denuedo,
se llamó Fuerte de Vidal.
Después del asalto de Chiloé donde hizo prodigios
de valor, incorporado al ejército de los Andes, Vidal
Jixé presentado á San Martin, que entusiasta de sus
hazañas habia pedido su ingreso entre las huestes que
mandaba.
Héroe en toda la sublime acepción de esta pala-
bra, nadie supo apreciar mejor á aquellos que se le
parecian. Su mirada de águila se fijó con curiosa
admiración en el semblante del joven oficial: estrechó-
le la mano en silencio con la confraternidad instan-
tánea que s?; establece entre valientes, y llevándi»lo
aparte habló largo tiempo con él á solas.
Por resultado de esta conferencia, Vidal con otros
tres compañeros se embarcaba al dia siguiente, y hacia
vela para las costas del Perú.
* Su misión era preparar con los patriotas el de-
sembarque de la espedicion libertadora; y á este efecto
Iraia comunicaciones importantes, y proclamas que
debian esparcir en todo el litoral.
Ala altura deHuarmey, la balandra que los con-
ducia descubrió una linea de agua que pocas horas
GENERAL VIDaL. 293
después la pchó á pique. Los pasajeros escaparon en
una balsa; pero el mar estaba grueso y la volcó ¿ tres
millas de la costa.
Vida', que previo la catástrofe no quiso esperarla:
y cargando consigo las cajas selladas que contenian la
correspondencia de San Martin, se arrojó al agua y nadó
hacia la costa.
Grande era la distancia; pero él que sabia mante-
nerse con igual seguridad sobre la cresta de una ola que
en el lomo de un caballo, después de cuatro horas de lu-
cha con las terribles rompientes de li^ costa, tocó al fin la
arena; desnudo y fatigado, pero trayendo siempre el de-
pósito que se le habia confiado.
Hallábase en una playa desierta, bajo un sol de fue-
go, sin agua ni recurso alguno. Sin embargo, Vidal no
se desanima. Entierra las comunicaciones al pié de un
cerro, señala el sitio, y se marcha tierra adentro. En-
cuentra una cuadrilla de baniidos que lo rodean, lo uu-
silian y le preguntan quien es. Dase por un marinero
escapado del naufrajio. Interesa al capitán que le pro-
pone enrolarse en su banda.
La perspicaz imajinacion de Vidal vio en esta
idea un mundo de recursos para el desempeño de su
comisión. Aceptó pues, pero á condición de que se
le dejaran hacer sus escursiones solo y sin tomarle
cuenta del modo ni del tiempo que empleara en eje-
, cutarlas.
Díficil era aquello; pero el mismo (sentimiento
3(M) SUEÑOS Y RFAlilDADES.
que habla inspirado á Saa Martin la vista á^] júven»
^ hizo también lugar en el alma del bandido. José
Cerrano consintió en todo. Lleváronlo á su guarida; li-
ñeron su rostro con el jugo de un arbusto; caláronle co-
mo peluca la lanuda piel del cráneo de un negro; vis-
tiéronle de jerga, hiciéronlo en fio, á jsu imájen y seme-
janza, y el héroe de Valdivia comenzó la mas estrana de
todas sus campanas.
A pocas leguas de Guarmey, una rica hacendada
tia de Vidal, tenia su residencia en una de sus posesio-
nes.
Una noche, hallándose sola en su cuarto, la buena
señora vio entrar un negro mal enlrazado, que echando
el cerrojo á la puerta, vino hacia ella y la estrechó ea
sus brazos. Llena de miedo iba á gritar pidiendo au^i -
lio. £1 negro la llamó por su nombre, y la dama recono-
ció á su sobrino, que le esplicó los motivos que lo obli-
gaban á vestir aquel disfraz. La señora, que como toda
la familia de Vidal, ^ra patriota hasta el fondo del alma,
entró gozosa en todos los planes de su sobrino.
Desde ese dia, y durante dos mesos, Vidal hizo fre-
cuentes visitas al ct^rro de Tamboreras. Desenterraba
comunicaciones, les ponia fechas según las instrucciones
de San Martin, traíalas á Lima ó á otros puntos, y volvia
é casa de su tia, donde esta le llenaba los bolsillos de
oro, que ^l llevaba á Jos4'? Cerrano como fruto de sus
correrías.
A»í, robándose á sí mismo, pues <;ra heredero de su
GCNERAJ^ VIBAL. 301
tia, logró proporcionarse un asilo seguro, y los medios
de desempeñar su comisión aun mas allá de las esperan-
zas de aquel que lo habia enviado.
Todo ésto no pudo hacerse sin que los^ realistas
sospecharan, en las ráfagas de rebelión que sopla-
ban en torno suyo, la presencia de un poderoso ajen-
. te. Diéronse órdenes severas, y pusieron subido pre-
cio á su aprehensión. Pero el ser misterioso que
buscaban se deslizaba de entre sus manos siempre
invisible.
Un dia los ladrones no vieron volver mas al ac-
tivo colaborador de las auríferas presas. Creyéronlo
muerto y hubo duelo en el aduar. Era que cum-
plidas las instrucciones que habia recibido, reunidos
de concierto con los patriotas todos los elementos nece-
sarios al arribo y desembarque del ejército de San Mar*
tin, preparado todo para la libertad de su patria, y sa-
biendo que la espedicion libertadora se hallaba ya en
Ancón, Vidal habia concebido y puesto en ejecución una
empresa atrevida, verdaderamente digna de él.
Hallábase en Supe reuniendo caballada un escua-
dren de dragones de 180 plazas^ Habia ya completado
el número y se disponía á marchar á Huaura para reu-
nirse al li al batallón Burgos* Vidal tomó consigo 4ieir
jóvenes, amigos suyos de infancia, valientes eomoál, y
como él resueltos, y dióse á vagar en torno al cuartel.
Era este una casa de altos paredones dividida en
dos patios. En el primero, habiendo ya toeado á bo*
302 SUEÑOS Y REALIDADES*
tasilla, estaban los caballos listos; en el segundo, los
soldados tomaban su rancho al rededor de la ga-
mella.
Vidal aprovecha este momento: arrójase sobre
el centinela y lo desarma. En seguida corre á cer-
rar la puerta que conduce al segundo patio, dejando
á los dragones desarmados y en completa incomuni-
cación. Sorprendidos y creyéndose atacados por una
numerosa fuerza, se rinden, entregando á su jefe y
oficiales.
Vidal apoderado de ellos y de la caballada que lle-
vaban consigo, marchó á reunirse con San Martin que
habia desembarcado en Huacho.
Desdo entonces la existencia de Vidal fué uña serie
de combates y de triunfos. Nunca la causa americana
debió tanto al brazo de un hombre solo. La imajina-
cion se fatiga siguiendo su huella en esa campaña de seis
años, palenque cerrado en que no pasó un dia sin pelear
y vencen Impetuoso hasta la temeridad, centuplicán-
dose en todos los sitios donde habia peligros que desa-
fiar, siempre á caballo, empuñada la lanza ó la espada,
se le vé, ora arrojarse con unos pocos soldados sobre un
batallón vencedor, poniéndolo en vergonzosa fuga, como
en Huampani; ora flanqueando al ejército enemigo
apresarle su retaguardia como en la retirada de La-
Sema; ora entrando casi solo en Lima ocupada por
numerosas fuerzas realistas, sorprender sus centinelas
303 GENERAL VIDAL*
y arrebatar sus patrullas, dejando en pos de %\ san-
grientas señales de su paso.
No hay uu solo palmo de nuestro territorio, des-
de Tumbes hasta el otro lado d.^ los Andes, que no sea
testigo de alguna de sus hazañas: uno solo cuyos ecos
no repitan su nombre.
San Martin le habia dicho al hacerlo capí tan: —
«Camarada, usted es el primer soldado del Perú»— Vidal
fué ma<( allá — fué el primero de sus campeones. Sil
porque habiendo combatido como nadie para cimen*
tar su libertad, como nadie también se consagró á
defender sus instituciones. Centinela avanzada del or-
den y de las leyes, jamás transigió con los que osa-
ron amenazarlos.
Llegados los dias luctuosos de la invasión Boli -
viana, cuando el ausiiiar se convirtió en conquistador
y que el sagrado pabellón bicolor fué cruzado con
una bastarda barra; mientras aquellos que provocaron
la catástrofe buscaban en el estranjero los honores del
ostracismo en una cobarda deserción, abandonando á
la patria moribunda, Vidal se quodó en su seno, es-
piando lleno de fé el primer rayo de la aurora de Yun-
gay para salvarla. Y en las terribles peripecias de la
guerra civil, donde sucumbieron II honor y la con-
ciencia de todos, ('^l, sofocando muchas veces las afec-
ciones del corazón, desde la Garita de Moche hasta los
campos de la Palma, consagró siempre su brazo y su es-
pada al gobierno constitucional; sin que pudieran fal-
301 'SCEHoS 1 ftBAUDADBS.
dttr su ser^a iol^ridad las simpatias del alma ni las
«ducciones de la fortuna*
{Dichosos las que pueden retemplar su patriotismo
j sublimar su nombre en el crisol de una guerra nacio-
nal I Dichosos todos los que hallaron la senda del de-
ber ea el terreno de la gloria.
**HÍH^
A LOS LECTORES.
Amigos y admiradores de doña Juana Manuela Gor-
rili, no pretendemos hacerla crílica délas novelas y ar-
tículos literarios que componen sus obras completas: no
encontraríamos sino luz, no alcanzaríamos á distinguir
las sombras y en vez de crítica habríamos hecho un pá-
lido elogio.
Foresto creemos servir mejora la gloria de la emi-
nente y liernísima escritora, reproduciendo todo loque
la prensa periódica ha dicho sobre sus escrítos ó con refe-
rencia á su persona: el juicio délos periódicos argentinos
formará el pedestal del monumento que la presente edi-
ción levanta á la celebridad de esla compatriota.
Donde q uiera que lleguen estos libros desde que haya
sensibilidad en el lector, algunas lágrimas derram'hfá
como debido tributo al talento desgraciado, cuando en las
gratas horas de solaz abra estas pajinas para aspirar á
raudales los suaves perfumes de las auras americanas.
Corazón de mujer sacudido rudamente por la desventura»
20
306 ^UKNOS V- nEAfJDAD£S.
ha dejado estampada la huella profunda del dolor en to-
das sus obras, y su lectura es conmovedora y melancó-
lica.
Faltariaroos^ empero á nuestro deber de leales ami-
gos de la señora d&Gorriti,al terminarla tarea que nos
impusimos de dirijir esta edición, sino tributásemos
nuestro agradecimiento al bello sexo que tan noble y ge-
nerosamente ha contribuido á honrar á la compatriota
ausente. La notable lista de suscripción que publicamos
compuesta de las mas distinguidas matronas y señoritas
de esta capital, es el mas elocuente testimonio del interés
que han tomado para honrar el mérito, y una pruebtf
déla nobleza y la bondad de la mujer argentina: apenas
iniciamos el pensamiento de reunir y publicar todas las
obras de la señora deGorriti, poniéndola edición bajo el
amparo del bello sexo, cuando el éxito mas cumplido co-
ronó nuestros esfuerzos. La edición es costeada por lasar-
gentinas, aellas pertenece el honor de haber perpetuado
el nombre de la ilustre escritora, contribuyendo á hacer
inolvidable su memoria en los anales literarios de la Re-
pública Argentina.
En nombre también de nuestra distinguida amiga,
damos las gracias á las señoras que tan benévolamente se
han suscripto, y asilo bcicemosen virtud de su especial
recomendación.
Noviembre de 1865.
Vicente G. Quesada.
LA PRENSA AR6B1ITÍNA T LA SEÑORA DE 60RR1TI.
(Joieio lobre int obru j notieíai rfftmiteii I id pf noit.)
I.
LEJOS DEL HOGAR.
A la Mñora doBa Juana Manuela Gorriti.
I.
Desde la orilla del río que los indios llamaron en sn poé*
üco lenguaje parieiUe del mar — Paraná, — sin duda por su mag-
niGcencia y el caudal de sus aguas correntosas que se iírijen
al Océano, be visto muchas veces descender el sol iluminan-
do con sus últimos rayos las nubes que le acompañaban en su
adiós, dejando al ocultarse la luz tan dulcemente melancólica
del crepúsculo de nuestro pais: deesa hora de inefable y sere-
na hermosura, precursora de las noches argentinas, tranquilas
y despejadas. ¿Las habéis olvidado? ios ocordais señora, de
esa Inz crepuscular, alumbrada por la cual jugaríais sin duda
308 SüEJioS Y REALIDADES.
siendo niña, cuando habilabais en vuestro hogar? Dicen que
allá en vuestra provincia natal son bellísimas las tardes,
perfuniadas las auras, celeste el cielo, transparente la atmós-
fera ¡los niños aman tanto aquellas escenas! Y los que tienen
vuestra alma, vuestro talento, vuestra intelijeucia, deben
haber amado aun mas en sus juguetes infantiles los bellos
espectáculos de la naturaleza. ¿Los habéis olvidado? Vuestros
libros responden por vos; los recordáis aun puesto que los
describís hermoseándolos.
Caaiido escuchéis el murmullo del Himac, cuando con?
templéis el ocaso del sol, cuando las brisas rosen vuestra
frente inspirada, señara, pensad que fué á orilla de uno de
los rios de vuestro país donde uq compatriota vuestro leyó
por primera vez vuestras obras.
Era la tarde, el sol descendía rodeado de nubes que en
estrañas y fantásticas figuras se agrupaban, separándose al
soplo de las auras para dejar lucir sus últimos y dorados rayos
en su ocaso. Era una despedida amorosa de las nubes de su
amante A sol, que tes enviaba cariñoso su moribunda luz.
Contemplaba eslasiádo aquel magnifico espectáculo: el Paraná
corria murmurando entre los árboles de las islas, lamiendo
el pie de las barrancas, y en ol horizonte la sdueta azul de los
montes empezaba á i nvolverse en la húmeda atmósfera de las
agnas al caer el dia.— ¿-De donde venian tan lijeras esas aguas
que tan rápidamente pasaban para confundirse en el seno
inmenso dé su pariente el mar? ¡Cuantas miradas se ha-
brían detenido sobre esa superficie suavemente ondulada y
corrénlosa, que anda, anda v no cesa en su curso sino mez-
clando? í ron las embravecidas olas del Océano?
Señora, yo tenía en las manos un libro, su titulo decía:
Reaurdos de la infancia, era una hoja del álbum de un
peregrino. Esü libro pintaba con coloridos tan maestros los
cuadros como naturales eran las sombras y brillante la luz;
había tanta ternura en (^sas pajinas y un no sé qué tan pro-
jni:i() üt: i,A pRKNsv. ;iC9
fundo .le Ir'Ktcza, uno volvi pretjcupado ron la Ifrliiia deíjiiel '
libro y h conlomplacion de nquolla laido.
La antora de eso hhro oráis vos, señora. Las agnas que
jugueteando corrían pri surosas me rocordaron las escenas de
la niñez que corren lan veloces para confundirse después en el
inmenso dédalo social, ajilado, terrible, mozdado do tormen-
tas y do lágrimas! Vo estaba como vos, señora, lejos del
hogar de mi niñez! Como vos, á los recuerdos d.^ la infancia
se mezclaba el santo recuerdo de las tumbas: como á vos
í'sós recuerdos sacudían rudamente mi corazón para avisarme
la ausencia eterna do mi padre! de mis liermanos! El hogar
estaba triste ya para no alegrarse nunca; porque do quiera
que mis recuerdos ile niño rae llevasen, sombras amigas me
lendiaii las manos, poro eran sombras! porque ¡ay! algunas
tumbas encierran ya el despojo de los míos.
Lejos del hogar! lloraba al recordar mi infimcia, recuer-
do quo avivo la sentida descripción que hacéis de la vuestra:
vos me conmovisteis, pues, y mis lágrim:is cayeron sobre las
l)eHis¡m3s píjinas do vuestro libro.
ir.
¡Recuerdos «le la infancia! escenas placeh leras y sodndo-
ras que pasasteis veloces para no volver y que estáis ahora
mezcladas con las ajitaciones de la vida ladios! Recuerdos
evocados por la lectura de. vuestro libro, reminisceDcitts
inolvidables de la primera ciad, refrescad mi frenlo preocn-
pada por la narración seductora de las vuestrasl
Ayudada por vuestra memoria y á la triste luz de la
lámpara del proscrito, habéis reconstruido el Chamícal, sus
edificios derruidos, sus arboledas, sus jardines, y habéis evo*
cado los recuerdos que quedaron gravados en la ardiente é
impresionable imajinacion de la que entonces era niña: al
hacerlo se han levantado para ayudar vuestra memoria la
sombra de los muertos, y vuestras reminiscencias están em-
310 SUEÑOS \ REALIDADES.
papadas en lágrimas, escritos á ia sombra melancólica d^
las tnmbasl
Cada una de esas pajinas encierra una ternnrn tan pro*
funda, la luz de los cuadros está mezclada de medias un-
tas tan propias, que al leer vuestros recuerdos de la infancia
parece sentirse el aire que mecfa las arboledas que describís
y distinguirse la suave luz de la luna en los corredores del
Cbamical, y la ilusión fascina: impresionáis, señora, con vues*
Iras decripciones. Hay sin embargo en la suave melodía
de vuestro lenguaje y en el jiro espontáneo de vuestros pen-
samientos, un no sé qué de melancolía que se asemeja al
canto triste del bardo.
Escribís lejos del hogar! ya no tenéis á vuestro lado á los
que os amaron en vuestra niñez, a los que os acompañaron en
vuestros juegos; }a no miráis aquellas arboledas, aquellas flo-
res, aquellos matorrales y aquella hermosísima campiña de
vuestro pais, el Chamical no existe! Algunas tumbas han ido
quedando en el camino de la vida, amigos y compañeros que
fatigados duermen el sueño de la muerte!
También yo escribo lejos de mi hogar; también duermen
el sueño de la muerte aquellos que alegraron mi niñez! Los
recuerdos de la infancia que habéis evocado, señora, en vues-
tro precioso libro, despertaron en mi memoria el recuerdo de
la mia. El ángel de la muerte me pareció se levantaba des-
plegando sus alas á la luz moribunda del crepúsculo, para de-
cirme < tu hogar está desierto» . i Ay ! señora, vuestro libro ha
sido para mi la evocación terrible de los espíritus del mundo
de los sueños y de las visiones!
III.
Apesar de la ausencia no olvidáis la patria. Vuestros li-
bros están llenos de recuerdos de la tierra natal; recuerdos
embellecidos por el santo amor del peregrino, engalanados por
vuestra poeí^ía, vivificados por vuestros sfntimienlos. El
JUICIO DE LA PnENS4.
341
Guarí ti' negro -^Loi recuerdos de la infancia — FA lucero del ma-
tian/tai— son preciosas producciones que encierran suavísimos
perfumes y vagas armonías, que revelan que suiris el mai del
paív, la nostalgia 1 ese dolor misterioso de los que viven lejos
de la patria y desíis lares. Es imposible leer vuestros libros
sin sentirse engreído al reconoceros argentina; porque las
escenas son argentinas y argentinos los héroes de vuestras
novelas.
En vuestros libros se encuentra naturalidad en el argu"
mentó, verdad sostenida en los caracteres, fuego y colorido
en los cuadros, moralidad consoladora en las tendencias, y un
espirita tranquilo dirije el desarrollo de los detalles; el con-
junto halaga e! corazón. Vnestras novelas merecen ser anali-
zadas: habéis aprendido á contemplar lo bello en las obras de
Dios y dais á las vuestras nna originalidad tan natural como
sencilla.
Hay en la delicadeza de los sentimientos que pintáis y ea
las escenas que describís, ese esquisito tacto que revela el co-
razón de la mujer: la lectura de vuestros libros produce el
afecto de las brisas perfumadas, embelesan y encantan.
Habláis de la patria con entusiasmo, amáis la libertad
como un culto, y en vuestros libros palpitan estos sentimien-
tos de un modo fascinador.
Vuestros escritos enriquecen las letras americanas y
honran la patria de vuestro nacimiento; no desmayéis, seño*
ra, en vuestra brillante carrera de escritora— ¡adelantel lade-
lantel el porvenir es vuestro y la celebridad recompensará
vuestras tareas. Disde la orillas del Paran», lejos como vos,
señora, del hogar paterno, tributo entusiasmado el homenaje
debido á vuestro talento.
VlCRNTK G. OlRSAnA.
Puniná, 1^61.
(Eevisim éf Bn^ot Ains-^U I. {*• 8^*)
•m»^ -^- -« • ' - ' WL^r ^ A
3 .V «
•^ ^. ^^ m** M^
JUICIO DJ? i.A puénsa. 3I«)
os el único lauro que se recoje en estas lides pacüioas 4<í U
intelijencia, no ha desaminado á los andonados, queá vecQ^
tienen que abandonar sus tareas para procurarle en olra^
ocupaciones medios de vivir. Causa verdadera pena conocer
la historia de muchos escritorest viviendo pobres, pero tra-
bajando con fé.
X la indiferencia del público por estos trabajos, mézclase
con n*ecneneia la culpable desidia de los gobiernos: el literato
no tiene entre nosotros ni estímulos ni provecho. ¿Porque
escribe entonces? Porque obedece á una ley superior ala»
necesidades fískas, porque satisface una necesidad del espi***
rítu trasmitiendo sus ideas; porque los frutos de la intelijen-*
ria se producen fatalmente como las flores, obedeciendo á
leyes inviolables. Y esto movimiento es entre nosotros cada
dia mas activo y mas fecundo.
Mientras tanto, si fuese posible comprender el origen de -
muchos trabajos descubriríamos quizá profundos dolores, "
necesidad de olvidar la vida real en rl mundo del sentimiento
y de la razón: esa vida intelectual tiene sus evoluciones fatales
que se cumplen apesar de todos los obstáculos. El poeta
canta por qiie siente, y ademas por que tiene n xesidad de
dar espansion á su alma, porque la inspiración es superior al
cálculo. En efecto, cantando vive aun cuando sufra priva-
ciones físicas. Y así como el poeta obedece á una exijencia
de su organización esquisila, el escritor obedece también á
una ley superior que lo impulsa á trasmitir sus ideas; apren-
de para escribir, porque escribiendo vive el espíritu aun
cuando perezca el físico. Y bien ¿porque entonces tanto
egoísmo entre los niismos aficionados á las letras?— ¿porque
no cooperar por todos los medios á crear en el público la
necesidad de consumir esas producciones, convirtiendd lo que
hoy es improductivo en una ocupación honrosa y lucrativa?
El dia que entre nosotros la literatura sea una profesión de
lucro, es indisputable que la sociedad habrá ganaflo en rnltn-
3i4 9U£Ñ0S Y REALIDADE!^.
rá 7 civilización, porque solo en los pueblos vordaderamente
civilizados los escritores puedrn adquirir fortuna con sus
trabajos. Y en verdad, el consumo de un articulo prueba
ona necesidad satisfecha, y un pueblo que no compra las pro-
ducciones literarias, históricas y científicas, es porque no tie-
ne esas necesidades, es decir, porque carece de verdadera
civilización. En tos Estados Unidos sobre todo, el pueblo no
puede vivir sin leer, leyendo compra libros y esa lectura ha
dado un des^irrollo fabuloso á la república. En Francia el
escritor que se distingue adquiere gloria y fortuna, en Ingla-
terra sucede lo mismo, y en Alemania centenares viven
con holgura del fruto de los trabajos intelectuales. En Espa-
ña la forluua sonríe ya á las letras y las numerosas ediciones
de los escritores favoritos del publica, augura la fortuna ai
hombre de talento y de. labor.
Este es un hecho: si este hecho no puede ocultarse al eco-
nomista que estudia los medios de producir la riqueza, ¿como
se esplica la indiferencia culpable del gobierno ? Porque en
vez de abaratar los elementos indispensables para el escritor,
la materia primera, si se nos permite hablar asi, se recarga
con impuestos aduaneros crecidos y absurdos el papel de im-
prenta, los tipos y los útiles tipográficos, aumentando asi los
costos del libro impres^o en el país? Ya no es solo la falla de
protección al escritor, sino que -e grava con impuestos los
medios de poner en circulación y hacer vendible, el trabajo
intelectual. En vez de estimulo son obstáculos! En vez de
tratar de crear una industria lucrativa en el libro impreso en
el pais, en beneficio del escritor y del público, abaratando
las materias que forman 1.4 base de ese producto, exonerando
de impuestos el papel de imprenta y los útiles tipográfiros.
por una parte; y estimulando por otra, con recompensas ho-
noríficas al talento— vemos que la autoridad encarece ese
producto y desdeña el escritor, porijue esdesd<*ñarloel ol-
vidir^e de f»l.
JUICIO DE LA PRENSA 315
Y sin embargo, hoy somos tesligos de un hecho que
preocupa á los espíritus pensadores ajamas Buenos Aires ha
tenido un número mayor de periódicos literarios y de revis-
tas; el movimiento tipográfico del último año ha sido notable,
como pueda juzgarse por el artículo del doctor Gutiérrez que
publicamos en el número 10. ¿Cómo se esplica este fenó-
meno? ¿Son productivas esas empresas? Casi podemos ase-
gurar que la mayor parto apenas dan para los gastos, y ape-
sar de eso los escritores aumentan. Neci sario es entonces que
la autoridad fije su vista sobre este hecho que se realiza á los
ojos de todos, y cuide de darle prudente dirección, ¿como, se
dirá? Lo hemos ya dicho: recompensando con premios ho-
norlGcos al escritor de talento, según su mérito; facilitando
la circnlacion del libro impreso en el país, exonerándolo de
todo impuesto, ¡o mismo que al papel de imprenta y á los úti-
les tipográficos: es decir, protejiendo al escritor y al indus-
trial, que ambos concurren á dar vida y ponrr en circulación
pl trabajo de la intelijencia, — el libro impreso ó el periódico.
Pero, si la Lutoridad cruza indiferente los brazos ó des-
dt>Bosa sonríe ante las angustias del escritor, — ¿qué haremos
los in lividuos? Nuestra opiniones que debemos trabajar
sin descanso, sea que la autoridad proteja al escritor, sea que
lo hostilice, es decir, con ella, sin ella, apesar de ella. Es
preciso crear una posición al hombre de letras á toda costa,
de cuatosquier modo: es indispensable dignificar al que es-
cribiendo consagra con buenos fines, su tiempo y su talento.
Somos de aquellos á quienes no falta la fe cuando el
propósito es bueno, y confiamos siempre en el buen sentido
del pneliln; porque somos republicanos y pen^^amos que la
razón so encuentra en las mayorías, cuando estas se forman
libremente, sin el artificio y amaños de los falsos demócratas:
y creemos que el pueblo rara vez es sordo cuando se te hace
comprender la verdad.
, Poco podemos hacer pero queremos hacer lo que po-
-3-111
-- ITT U-
JUi-
JliCtO DELi PBKNSA. 317
«car un conducto seguro para mandará usted tod»» lo que
€ tengo escrito, así inédito como publicado. (}uiera Dios que
^encuentre en mis compatriotas la generosa y fraternal acojí-
«da que usted se ha dignado darle.»
La señora Gorri ti nos autorizó plenamente para esta im-
presión. «Ruego á usted, nos dice en carta de 5 de octubre
de 1863, «que la edición conque vá á honrarme tenga por
«título — Sueños y realidades. 3 He ahí por qm hacérnosla
edición bajo este nombre.
Como el editor no aí^pira sino á cubrir sus gastos, y no-
sotros solo dirijimos la edición como amigos de la autora, el
precio de suscripción será sumamente módi:o. Cada semana
se repartirá una entrega de iC pajinas en 8 ®,en escelente
papel, esmeradísima impresión, con un tipo nuevo y cleíjante
y cos^iavíx tres pesos moneda corriente. Esta obra la dedica-
mos al bello sexo bajo cuya protección la ponemos, y á fé que
hasta ahora nadie ha apelado en vano á la nobleza y la hondíd
de la mujer en nuestro país. Oportunamente se anunciarán
los parajes donde queda abierta la suscripción.
La autora de estas novelas, la simpática y distinguida se-
ñora de Gorriti, merece que sus compatriotas le demues-
tren por una numerosa suscripción, la estimación que ha des-
pertado su constante laboriosidad. Esta argentina vivía en la
ciudad de Lima con el producto de diez horas diarias que con-
sagraba á la enseñanza, mientras en sus ratos de ocio dejaba
correr su pluma bajo la inspiración de sus preciosos cuentos,
de sus espirituales narraciones y de sus injeniosas novela>;
boy reside en la Paz, enBolivia. El juicio que de sus obras
ha publicado íxi Itrvisiay debido á nuestro amigo el señor Tor-
res Caicedo, hace el mas cumplido elojio de esta escritora, cu-
ya fecundidad es verdaderamente sorprendente.
Si la acojida del público corresponde á nuestra? esperan-
zas, tendremos la grata satisfacción de probar á nuestra inteli-
jente compatriota que ni la di^l;in<ia ni olv^i ocu[>acioiies mas
3f A SUEÑOS V REALIDADES.
apremiantes, oos hacen olvidar lo que debemos al mérito 7
al verdadero talento. Honrando á esa escritora, estimula-
mos á los que se consagran á las letras^ demostramos que la
asociación es eí medio mas eficaz para levantar á los que traba-
jan y esperan.
Si cada uno en su esfera se empeñase en alentar á los
que con empeño consagran su tiempo al cultivo de las bellas
letras, seguros estamos que se cambiaría pronto la situación
insegura del escritor americano y senaria una profesión que
diese gloría y provecho. Entonces muchos talentos podrían
consagrar su tiempo á las tareas del espíritu y la sociedad ga-
naría, porque el mas seguro medio de saber cual es el estado
de cultura de un pueblo es por su literatura. Esta no jermína
en las sociedades incultas, ni florece sino al soplo vivificiinte
de la paz y de la libertad.
Las novelas de la señora Gorrití se distinguen por sus
tendencias morales, de manera que pueden sin peligro ser
leídas por la familia «quesea mas dada á la práctica de la vir-
tud.» Este carácter de moralidarl las hace una joya digna de
estimación, y bueno es que se conozcan como contra veneno
á la lectura corruptora de algunos novelistas franceses, cu^os
escritos preparados para loretas y grisetas, es pernicioso se
introduzcan en el hogar de las familias, derramando verdade-
ro veneno en el inocente é incauto corazón de las vírjenes.
lOh! cuan grato seria para nosotros anunciar á nuestra
amiga que sus compatriotas la tienden la mano y la recompen-
san de este modo en su vida dé continua tarea 1 Decirla;
—vuestra esperanza esiá cumplida I las hijas de Buenos Aires
saben amar todo lo que es noble y grande, y se complacen en
contar entre sus compatriotas á la inspirada escritora del Ri-
mac.
Li señora Gorriti no conservaba sus escritos y ha tenido
que hacerlos copiar hasta en la Biblioteca dd Lima. «Como
f no he querido publicar aquí, nos dic^ en carta de 6 de se-
JCUnO DB LA PHENSA. 310
«tiembre de 1863, nada de esplicitainente íntimo, sinoá mas
«no poder y caando ya no me ha sido posible escusarlo, leen-
cvio á usted en borrador los capítulos que ligan el romance
•GubiAmaya con el que se titula Un drama en el A Indíico j
«que hacen una serie, i
«Agradezco áusled en el alma la molestia que se loma
tpor su amiga, y le prometo hacerme digna del afectuoso in-
«lerés que me consagra »
Un mal^genio ha impodido que antes de ahora hubiése-
mos llenado nuestra oferta, porque los manuscritos que en
tres distintas ocasiones nos envió nuestra amiga, se perdie-
ron.
«Respecto á los manuscritos, nos dice en una de sus
«cartas, quédanme los borradores? y aunque ellos, como
«usted sabe, solo son el plan de los romances, me eá fácil
«rehacerlos ayudada de la memoria y de esa coincidencia in«
«falible en la inspiración.»
«Casi todo cuanto envié á usted es inédito, incluso Ea
•hija del Mas'horqitero.áela cual solóse publicó un capiln^
«lo, por haber desaparecido con su editor, á cansa de perse-
•cucion política, el periódico que la daba en su foltetin.»
«Todas estas novelas las guardo para enviárselas á usted
cuando realice el propósito de hac t revivir la Revista bajo el
bello cielo de Buenos Aires,»
La autora ha cumplido su promesa; están en nuestro po-
der las novelas anunciadas, ahora es el público con quien
debemos contar para honrar á aquella argentina, tan desgra-
ciada, tan intelijentc, tan laboriosa.
Cónstanos que de todas las novelas escritas por la señora
de Gorriti, la que mas estima por el recuerdo intimo y verídi-
co» es GiJtbi Amaya y la serie de Fragmentos del álbum de una
peregrina; esas novelas son una historia de una perigrinacioii
misteriosa que en 18i2 hizo la autora en su provincia natal.
3^0 SVEJ^OS V HEALIDADBS.
•Dias de encanto y de dolor que dieron á su frente de veinte
y dos anos las únicas canas que tienb aun. » ^
III.
Nos enconlrábamrs dias pasados en un circulo intimo de
amigos de las letras, y hablábamos nosotros con entusiasmo
de los escritos de esta argentina: ¡coincidencia singular! En-
tre los que allí estaban, un caballero la Iiabia conocido: he
aquí como nos refirió aquel encuentro cuyo recuerdo fresco
en la memoria evocó sin esfuerzo.
Estábamos, nos dijo en la provincia de Salta, y tuvimos
que visitar á la familia de Gorriti que residía en Orcones, su
hacienda favorita, en la florida estación del estio. Galopába-
mos aspirando con avidez el aire cargado de los perfumes de
aquella campiña magnifica.
El sol terminaba su curso diario, y descendió rápidamen •
tea su ocaso. De repente detuvimos el caballo: al pie de nn
árbol, vestida de blanco y con un libro en la mano, estaba
sentada una mujer hermosa en la plenitud de la palabra. La
juventud con todos los seductores encantos de la primera
edad la adornaba de un modo fascinador, sus grandes ojoSy
dulces, pero de mirar profundo, detuviéronse sobre nosotros.
Esa joven era dona Juana Manuela Gorriti. ¡Cuan bella era
entonces! No la olvidaremos nunca! nos dijo.
Quien diría que la hermosa lectora de aquella tarde, que
la encantadora virgen de aquel sitio, llegaría á ser, andando el
tiempo, la escritora distinguida! Cuando el viento de la des-
gracia asoló el hogar y el dolor marchitó las mejillas de aque-
lla mujer, surjió la inspiración, yes en el seno del pesar pro-
fundo y del amargo llanto, que esas novelas han sido concebí-
6ksl
Parece cumplirse á su respecto la terrible sentencia de
Madame D'Abraniés— «íes grands talfnis de toutes les ágts
ííont adquis leur génie qu'au sein de la douleur» . Pero- la se-
ñora Gorriti sabe perfeolamonle bien que la irtjusficia tiene un
JUICIO DE LA prensa: 321
térmíDO, y paciente J resign:|da devorando su dolor; ha sabi-
do dominar las tribulaciones y las angustias, escribiendo pa-
jinas palpitantes de vida, bellas y consoladoras.
Tou^es les naiurt$ eleveés, k$ organisations Us plus s^
périeureHonteu á soufrir de Vabandon y de roublie des hommes.
II semble méme que ce soü un droit de plus pour les irahir, el
qiie Vorgueü iTélre quelque chose au dessu^ des aulres, daive
les consoler du malheur de n'étre plíis rien dans le cmur qui
leur éiaü cA€f/(D'Abrantés— 5/a/ic/ie.)
Quiera Dios depararle dias de bonanza y de dicha, sir-
viéndole de consuelo la favorable acojida que sus novelas en-
cuentren entre sus compatriotas, como la prueba de la esti-
mación que la profesan. Tal es nuestro deseo.
IV.
Al terminar la edición publicaremos la lista de suscrip-
ción, el contrato con el impresor y el producto líquido que la
autora reciba en obras ó en dinero.
Vicente G. Quesada.
Julio d« 1664.
21
SUEÑOS Y REALIDADES.
La Quena.
Tomamos la pluma bajo la impresión vivisima que nos
ba producido la lectura de una novela. No escrita por Alejan-
dro Dumas ni por ninguno de los privilejiados de la imaji-
nación, que basta abora tienen el derecbo esclusivo de des-
potizar nuestra sensibilidad. No es una producción del Viejo
Mundo, donde, agotada ya la fuente de la orijinalidad y
vulgarizadas las situaciones, á fuerza de repetirse, caen los
autores en h exajeracion, en los excesos, y por consiguiente
en lo absurdo. No es fruto de la pluma de George Sand, ni
de la inspirada babanera, madre intelectual de Guatemozin
y de' Espatolino; y sin embargo, la novela que acaba de
proporcionarnos deliciosos momentos, nos recuerda á cada
momento, y sin poderlo resistir, las dotes mas relevantes
de estas dos famosas sirenas de la literatura contemporánea.
;Y cómo pudiera ser por menos, si el autor á que nos refe
fimos es del mismo sexo de estas dos últimas escritoras,— si
siente como una madre y como una esposa y toma sus colores
d& artista en esa paleta rica y brillante como el iris, que Dios
jriClODE LA PBENSA. 323
coloca de cuando en cuando en la iniajmacion facunda del
bello sexo?
La 0/i«/ui— lal es el nombre de esa novela: y Jia?ia
Mándela Gorriti el nombre de su autora. Una tradición bien
conocida del Perú, es el asunto. Pero, ¿que importa el cuadro^
ni la tela, ni el lugar de la escena? Todo esto desaparece
ante la májia del pincel, bajo los csireinecimiento*^ delicados
de la sensibilidad de la mano que la guia, bajo la nube de
emanaciones ardientes y profundas que cargada de amor y
de lágrimas se eslíende sobre los cuadros y las escenas.
Qué sentimiento de la naturaleza americana! qué profunda
adivinación de los secretos mas recóndidos del alma humana!
Qué estilo tan maestrol qué novedad y qué frescura de espre-
sion!
Al ñn hemos leído una cosa nueva y flamante entre ese
diluvio de novelas en que, según nuestros hábitos á la moda,
ahogamos las horas de descanso. Al ñn gozamos la sensación
de una fragancia que nos viene, sin contrafagon, de las selvas
verdaderas del Nuevo Mundo. Al fin con la lectura de esta
novela podemos lisonjear al mismo tiempo la imajinacion y el
sentimiento patrio, considerando que quien nos causa tan
cultas y dulces emociones, es una hija de este suelo rico en
virtudes sociales, pero pobre todavía en productos de la
intelijencía y del estudio.
La C>M«/ia— tiene un encanto particular para el hombre
que la lea. Encaaa una de sus pajinas hay pedazos de un
corazón de mujer, olvidado en ellas como listas de oro sobre
una piedra de toque; allí pueden estudiarse la ley y sus
quilates, y el inmenso valor de la sensibilidad femenina;
su manera 4e sentir los afectos, y las modiflcaciones especia-
les que estos espi'rimentan dentro del generoso pecho
destinado á abrigar y alimentar el hombre en la cnna.
Hemos creído que si callábamos nuestras impresiones,
teniendo como tenemos la pluma de periodistas en la mano,
321 SUEÑOS Y I\BALIDAÜES.
cometeramos un acto de egoísmo. Creemos mas, que como
argentinos estamos obligados á pedir una protección especial,
(en nombre de lo bello y del crédito de nuestra culturaj
para la hermosa y correcta edición do las obras de una argen-
tina de géoío, bella, desgraciada, y que desde los países mas
risaeños tiene tijo su pensamiento, como en el ideal de lo mas
perfecto social, en esta ciudad de Buenos Aires en donde
ella deseara pasar la vida* Creemos que en el costurero de
nna señora portcna cuadraría tan hkü un ejemplar de las
obras de doña Juana Manuiln Gorriti, como un vaso de flores.
En la biblioteca de un hombre de gusto pueden ocupar nn
lugar al lado do las mejores producciones de la literatura
americana, y los estranjeros todos pueden encontrar en las
pajinas de la señora Gorriti, cuadros y escenas americanas
mas exactas que las que hasta aquí hayan podido estudiar
en narraciones de viajeros.
El editor de esta obra reciba nuestro parabién y nuestro
agradecimiento f or el valioso presente que nos hace. La
ilustre escritora dgínese admitir la espresion sincera de
nuestra simpatía y admiración.
(La Tribuna, Junio 9 de 1865.)
■ mi »-
bibliografía.
En dos de las secciones de este diario se ha dado cuenta
déla pabtieacion de las obras literarias escritas por la Seño-
ra doña Juana Manuela Gorriti.
Con tal motivo creímos innecesario agregar una sola
palabra á las vertidas en justa admiración de las dotes litera-
rías que han hecho célebre el nombre deesa ilustre ameri-
cana.
La carta que nos dirije el distinguido doctor Quesada, di
ractorde aquella publicación, nos impone el deber de men-
JUICIO DE I.A PRENSA, 325
Clonarla recomendándola ¿ la protección de los amigos de las
bellas letars.
En nuestra opinión, los Sueños y reatidades de la sofiora
de Gorrítí forman la mas bella diadema á que puede aspirar
uu novelista en el siglo XIX.
Por lo que respecta á la parte que tiene el doctor Quesada
en la presente edición, nada nos toca decir después de inser-
tar al pié de estas lineas la rectificación que se ha servido
hacer á un hecho local de El Pueliio.
Su noble desinterés le honra altamente.
Su reconocida dedicación en bien de la literatura ameri*
cana, es uno de los timbres que ostenta su inteligencia.
He aquí la carta á la cual nos referimos:
I AS OBRAS DE LA SEÑORA DE l.ORRITI.
Rbctipícaciok.
Seftor Redactor de El Pueblo»
Acabo de leer en su ¡lustrado diario un hecho local bajo
el titulo que encabeza estas líneas, en el cual se me ju7ga be-
névolamente, suponiéndoseme empero fm;irfsarto de la edi -
cion de las obras de la señora de Gorriti, y como esleías un
error, ruego á usted quiera publicar esta rectificación.
Dirijo la edición de Sueños y Realidades romo amigo de
la ilustre escritora, en honor y provecho osclusivamente de
ella, no tengo ni quiero ningún interés pecuniario en la em*
presa sino el crédito y la celebridad de unaargentina tan in-
teligente como tristemente desgraciada. Empleo pues, mi
tiempo como amigo, desinteresadamente, en utilidad de ella.
El verdadero empresario, el que ha espuesto sus capit&les
y su imprenta con una generosidad que mucho le honn, es el
editor don Cirios Casavalle. La señora doña Juana Manuela
Gorriti, mi ilustre amiga, no podía costear la edición, yo no
me encontraba tampoco en situación de hacer desembolsos pe-
cuniarios, apesar del profundo cariño que le profeso-, entonces
326 Sl'ENOS Y REALIDADES*
celebré, como apoderado de aquella señora, un contrato con
el seAor Casa valle, quien se obliga á entregar á mi representada
la mitad de la edición, en obrgs ó dinero.
No soy por tanlo empresario, soy sigiple representante
de la señora de Gorrili y me he comprometido á dirigir y
correjir la edición gratuitamente.
Poseedor de todas las novelas de la señora de Gorriti, iné-
ditas y publicadas, remitidas por ella para La Revista del Pa-
raná y después para la de Buenos Aires, quise hacer una edi-
ción especial de sus obras completas para lo cual le pedi auto-
rización y poder. Ella me lo confirió amplísimo pidiéndome lie
vase por título — Sueños y Realidades. Dos objetos tuve en
esto: 1.^ levantará aquella argentina un monumento á su
indisputable talento, estimulando asi el verdadero mérito:
2. ® mejoraren lo posible su infausta situación, pues enton-
ces vivia en Lima dando lecciones, y hoy reside en Bolivia,
sufriendo una afección al corazón tan grave como alarmante.
Mi objeto y mi propósito no es el de un empresario, sino
el resultado del afectuoso cariño que ella me inspira, del
profundo respeto que tengo por su talento y de la simpa-
tía que siento por sus amarguras y sus lágrimas.
Cuando anuncié en el tomo V. de la Revista de Bue-
nos Aires esta edición, dije bien esplicitamenle:
fiVb poseemos siné nuestra voluntad y nuestro tiempo,
y ambos vamos d consagrarlos en provecho ^de aquella ar-
gentina. Si esta edición no produce lucro d, su autora, le
producirá al menos honra y gloria pues la colección de sus
obras es un monumento que elevamos á su talento.»
Hago esta|franca declaración, sefior Redactor, porque no
soy empresario de esta edición, no pretendo lucrar con las
novelas de la mujer á quien mucho estimo, de aquella
por quien he tenido un vivo y sincero ínteres y cuya ce-
lebridad la miro como gloria nacional: mi objeto y mi pro-
p«'iSÍto es otro, si hay lucro es para ella.
Deseo por esto que los lectores de su ilustrado diario
JUICIO DR LA PRENSA. 327
sepan, que yo intervengo y dirijo esta edición como re-
presentante de la señora doña Juana Manuela Gorríti,
gratuita y amistosamente^ y que al dirijirla no he tenido
el menguado intento de utilizar en provecho mió, el talen-
to de mi amiga, la mas querida y apreciada para mi.
Tengo el honor etc.
Vicertte G. Quesada.
2 de Junio de 1865.
{El Pueblo, 2 de Junio 1B65.)
JUANA MANUELA GORRITI.
ARTICULO COMUNICADO.
Hijas del PlaU, ángeles gunrdianesde eso
Kden sembrado de tumbas y entregado
por tanto tiempo ¿ matanzas espantosa»
nada hay comparable á vuestra evangé-
lica caridad, á vuestra sublime abnega-
ción. Vosotras olvidáis vuestros infor-
tunios para consolar á ios que sufren;
madres y esposas desoladas, sofocáis los
sollozos de vuestro propio díñelo para
dirijir suaves palabras du esperanza al
prisionero; y aun proscritas y sin hogar,
vais sobre los campos de bataUa á arre-
batar de entre las garran de los buitres
al moribundo, cuyas heridas vendáis con
los velos de vuestro casto seno. Dios oa
bendiga' . . —^fuana M. 0<^rta— Gu*
bi Ainaya.^
I.
Si algo se necesitase para probar la exactitud de este
juicio y la noble generosidad de las argentinas, bastaría
señalar como un testimonio la protección que dispensan
á la edición de las obras completas de la autora de
las palabras que sirven de epígrafe á estas líneas. El
bello sexo se* ha apresurado á contribuir ¿ la impre-
sión de Sueños y ReaiidadeSj como una protección á la
328 Sl'E.^OS V REALIDADES.
argentina ausente. Y no podemos . menos que repelir con
esta — Dia$os bendiga!
La señora do Gorríti, cuya celebridad proclama la prensa
de esta capital, reside en estos momentos en la ciudad de la
Paz en Bolivia, donde, como ella dice, la rodea un circulo de
fuego y respira la atmósfera mefítica de las catástrofes. Allí se
encuentra de pié sobre las barricadas, acompañada del pueblo
que la aclama, para vengar el asesinato perpetrado en su mari-
do. Quizá en estos momentos el humo de la pólvora ha sahu-
mado su sedosa cabellera, v para que nada faltara á la aureo-
la prestigiosa que la circunda, tal vez el ángel de la victoria
reserve una corona para sus sienes.
La vida de esta mujer extraordinaria pertenece á la histo-
ria literaria del pais; su talento encontró demasiado estrecha
\n modestia <IpI hogar, y ha conquistado la gloria en medio de
los desastres y de las lágrimas de su existencia dramática y
desgraciada. Tía profundizado todos los abismos del sufrimien^'
tos^ y como ella dice, puede disertar hasta lo infinito sobre esa
terrible ciencia cuyo esttidiy termina solo en el sepulcro.
La vida de tal mujer no puede menos de interesar al público,
como interesa todo lo que es escepcional» porque no es solo
su talento lo que atrae y seduce, son también sus angustias,
sus dolores, sus esperanzasITodo loque la dé á conocer, loque
sirva para juzgarla, lo que revele su mérito y las peripecias
de 5U existencia, no puede que<lar en el misterio de la vida ín-
tima, Y debemos darla á conocerá este público, en el cual
tantasy tan generales simpatías se ha conqnistado, sin temor
deque se nos vitupere de indiscretos.
Ayer reconocimos su letra en una carta que estaba sobre
la mesa de uno de sus mejores amigos, y lo confesamos, no
pudimos resistir á la tentación de leerla, y leyéndola ramos á
wvelar al público, la actitud a'sumida en la revolución Boli
viana por aquella heroína. Nuestro amigo ha íe perdonar-
nos este nluisd Je confianza, al dar á la prensa lo que estaba
escrito para la intimidad. Si cometemos una falta, es en el in-
JUICIO DE LA PHENSA. 32^^
leres de la celebridad de nuestra compatriota . Leed y juzgad .
II.
«El 27 de marzo, dice, dos días después de la fecha de
la carta de Vd. Belzu, mi marido, e( hombre que enlutó mi
destino entero, vencedor en un combate en que el pueblo
derrotó al ejército, fué asesinado por el General que manda-
ba este.
«Vinieron á decirme que Belzu había caido atravesadas
las sienes de un balado; y yo corrí en medio del combate;
llegué basta donde yacía el desventurado ya cadiver^ Ip le-
vanté en mis brazos, y en ellos lo llevé á casa: á ese hogar .
que él había abandonado tatito tiempo hacia! Con mis manos
lavé su ensangrentado cuerpo, y acostándolo en su Ifecbo
mortuorio, lo velé, y no me aparté de él hasta que \o coloqué
en la tumba.
«La misión de la esposa parecía ya acabaJa; mas he aquí
el paebo, que me rodea y me pide mas: me pide que lo vengue.
Si: lo vengaré; pero con una noble y bella venganza^ haciendo
triunfar la cansa del pueblo que era la suya.
1.® de Junio.
«Amigo querido: el 25 del pasado cuando escribí á Vd.
las anteriores líneas, ful interrumpida por los clamores del
pueblo que se habla levantado en masa y me pedia á gritos
unirme á él. Hemos levantado de nuevo barricadas, y en este
Diomento esperamos al enemigo.»
111.
He ahí la mujer argentina en toda hi nobleza de su
carácter! Victima de los disgustos domésticos, cuyos misterios
no nos es dado profundizar, olvida las ofensas para levantar
el caido, lavar la sangre Je sus heridas, depositar el cadáver
en la tumba, y volar á las barricadas para esperar de pie, como
las heroínas du la aniigne*daíl, al enemigo que quizá en estos
momentos ha tomado por asalto la ciudad defendida por el
330 SITE.NOS Y REVLIDAÜES.
pueblo. ¿Que se propone esta mujer? Vengar los manes de su
esposo, haciendo triunfar la causa popular.
Poco interiorizados en la historia de las sangrientas lu-
chas bolivianas, no podemos apreciar los motivos que hayan
producido esta revolución: ignoramos si el pueblo en las bar-
ricadas de la ciudad de la Paz defiende la causa de la justi-
cia; ó si las tropas del Gobierno van á sosteuer el principio do
autoridad contra las masas insurreccionadas.
/ Lo único que nos liamos propuesto es mostrar este
rasgo de la literata argentina, que ha abandonado la pluma de
la escritora para recojer la bandera empapada con la sangre
de su esposo, y defenderla contra los que intentan arrebatarla
al pueblo.
INaaon Argentina --JuWo 19 de l^C?.]
■ mi ». ■
SUEÑOS Y REALIDADES.
Hemos leído el primer volumen de las obras com-
pletas de la señora doña Juana Manuela Gorriti, y he-
mos sido seducidos en la lectura por esa melodia de atrac-
ción infinita, que es un rasgo que caracteriza^ las produc-
ciones de esta señora. No vamos á hacer la crítica de sus
novelas, por que nos faitu (lempo y espacio; queremos
únicamente decir algunas (^labras para recomendar su
adquisición.
La Quena fué juzgada tan favorablemente hace algunos
meses en un articulo bibliográfico en La Tribuna, que
todo cuanto pudiéramos decir seria pálido, ante aquellas
sentidas y elocuentes apreciaciones.
El Guante negro tiene escenas bien delineadas^ pero
es demasiado espantosa la que pasa entre la madre y su
esposo.
Gubi Amaya ó historia de un salteador, tiene pajinas
bellísimas. La ojeada á la patria está impregnada de sen<
timicnto, de ternura profunda, de dulcísima y serena me*
JUICIU DE LA PR(2;>r>\. . • í>3l
lancolia. Esas pajinas son una verdadera joya literaria.
En cuanto al iondo de la novela, el argumento es de
buena ley. La instoria del bandido es dramática y terrible
como es suave y simpática la de ella, peregrina que volvía
á los sitios donde pasó su niñez para encontrarlos poblados
solo de sombras, de tumbas y de lágrinias, mientras la
naturaleza se ostentaba hermosa siempre y espléndida en
sus galas. Solo el hombre pasa sobre la tierra sin dejar
sino recuerdos en algunos corazones* Aquel espectáculo y
aquellos recuerdos están descritos con una maestiia inimi*
table.
Al recorrer las pajinas de esta novela, deseamos cono-y»
cer el fm del salteador, pero se pierde entre las nieblas -
de los Andes, y el lector queda descontento de su estrafia
desaparición. Y ella? ella también se borra nebulosamente
después del cuento del fantástico italiano, aquel viajero
melancólico, que nnrru esas historias venecianas con acen»
tuado colorido; pero e^ italiano aparece como una sombra,
dice su narración y desaparece como un fantasma. Las*
tima es que la señora Gorriti no haya dado á esta preciosa
novela una terminación mas acabada, para que el lector no
quede en* suspenso y como deseoso de saber el Gn de los
tres personajes mas importantes de la historia.
Pero en cambio, cuanta ternura en aquellas descrip*
cionesl que sentimiento tan esquisito en los d¡á\ogos! que
belleza de cnlorido! que luz y que sombras en los paisajesl
A veces es diíicil contener las lágrimas que del cora«
zon vienen á los ojos al leer aquellos cuadros tan natu**
rales, tan sencillos, y á la vez tan tristes. La escritora que
conmueve con la intensidad con que lo hace la ¡lustre
argentina, ha recibido de Dics el fuego sagrado, la santa
inspiración, que solo es dado poseer al genio.
Un drama en él Adriático es el cuento que narró el
italiano, esc ser fantástico que deja en el lector un sentí*
miento mezclado de simp.ilia y de dolor, simpático como
332 • SUEÑOS Y RRALDADES.
la pasión verdadera, doloroso como el misterio devorado
ün el silencio é impregnado de lágrimas. El italiano es
un amante, ó al menos así se lo imajina el lector, que ins-
pira una de esas pasiones inolviduales en el corazón de una
mujer ardienle, al solo acento de su voz, á su sola presen-
cia; magnetismo sublime de dos almas, que el amor eleva
hasta Dios, para entregarlas después al remordimiento de ha-
berse amado tanto!
La novia del muerto es una hisloria que pasa en Tucu-
man, en el jardín de la República, en los dias de gloria y de
desastre, en que la juventud militaba para libertar al país de
la ttraDÍa de Rosas. El argumento no es nuevo: dos seres se
aman apesar de pertenecer á los partidos que luchaban.
Después que el sacerdote bendice la unión al celebrar la
misa, el amante tiene que combatir para defendoráe]de una
sorpresa de ios enemigos. Confía su secreto al sacerdote que
le confiesa antes de ser fusilado, y este, indigno de la
santa misión que ejercia, roma el anillo nupcial y aquella
noche en un beso de fuego arrebata á la virjen su honra. Ella
que creía haber sido poseida por su esposo, encuentra al si-
guiente dia su cadáver en la plaza de Tucuman, y pierde la
razón. •
Esta novela está bien acabada y hay preciosas y exactíai-*
mas descripciones délos encani.idores paisajes de Tucuman.
La hija del ma^horquer o no puede ser mas interesante. Cle-
mencia es una criatura angelical, la providencia de los q(fe
sufren, el consuelo de los que lloran. Su padre, Roque» de-
gollador infame, se ocupaba de aquellas matanzas cobardes y
de esas venganzas espantosas de que fué víctima esta ciudad.
Su hija descubre por casualidad el fatal secreto, y llega á
tiempo de salvar una familia a cuyo jefe habia degollad-)
el cobarde mashorquero. Lb escena en que aparece Clemen-
cia en la casa de la viuda es de una ternura desgarradora: se
ve á la polire madre moribunda, se siente el aire húmedo de la
pieza, se oyen l;is pnlubras de los niños que piden pan, porque
Jt'ICIO DE LA PRENSA, 333
tienen hambre; y sin embargo la madre no tiene otro pan sine
su llanto y su terrible angustia! Entonces aparece Clemen-
cia como un ángel enviado por Dios para dar alímenlo á
aquellos pobres nidos, para consolar á aquella mujer, casi
moribunda. Y' esto es tanto mas dramático, cuanto Roque,
el padre de Clemencia» era el autor de esas desventuras por
haber degollado al jefe de aquella familia honrada y labo-
riosa.
Y no bastando ésa constante abnegación para la malha-
dada virjen, llegó un dia en que para salvar á otra mujer,
tiende dócil su cuello para que el cuchillo del asesino lo se«
pare; y ¡oh! justicia del cielol el mismo padre asesinó á su
propia hija. ¿Que ca^ti^o mas terrible y que lección mas
cruel?
«Pero la sangre de la virjen, dice la autora, halló gracia
delante de Dios, y como un bautismo de redención, hizo des-
cender sobre aquel hombre un rayo de luz divina que lo re-
generólf
Una ap tiesta es un precioso cuento en que figura Eleo-
nora de Olivar, duquesa de Alba,
EH lucero del manantial juzgado fovorablemente y re^
producido en la prensa del Pacífico, en el Correo de Ultramar
j varios periódicos argentinos, ha hecho popular el nombre
de la señora de Corrí ti, apesar de ser falso el hecho histórico
que le sirve de argumento.
Una noche de agonía^ es un episodio de la guerra civil
argentina cuyo mérito mas relevante es el color local en todas
las descripciones^ caracteres y escenas de la novela.
El lecho nupcial encierra una tremenda lección para las
coquetas ávidas de lujo. Elisa amaba á un caballero, pero
presentósele otro cuya fortuna podia darle carruajes, joyas,
telas y el boato que deslumhra á los pequeños. Ella dijo en-
tonces á su bien amado. — Dadme un suntuoso lecho nupcial^ y
seré vuestra/
Él n ) podia dárselo, pero la amaba; empero cuando la
- J.
IVDICE DEL TOMO II.
PÁG.
El A^GEL Caído.
1. Cíenlo contra uno 5
il. El Rey Chico 16
III. La voz del corazón 23
IV. Borrascas del alma 30
V. El pacto. Al
VI. La cita 45
VIL La fuga 49
VIII. El asesinato 57
IX. El voluntario ' ... 62
X. La Leona 64
XL El reclamo 68
.XII. Escenas de á bordo 70
XIII. El rapto 73
. XIV. Revelaciones . . . . ^ 75
XV. El encuentro 83
El Tesoro de losJncas. (Leyenda histórica.) 87
Quien escucha su mal oye.
(Confidencia de una confidencia.)
1 137
II. La Alcoba de una escéntrica 142
Si haces mal no esperes bien.
I. El rapto 155
II. Los bandidos 158
III. El protector 16(L
IV. Doce años después 162
V. Reminiscencias 168
VI. Historia do los Caminos 176
VIL Conclusión ' 182
Una- hoka de Coquetería. 185
El Ramillete de la Velada.
L La confidencia 197
11. Una mirada 203
IIL La hija del arle 209
IV. El sueño de Arcelia 215
V. El sueño de Grizel 218
VL La Condesa 220
VII. Alucinación 222
VIIL Dos mujeres . . , 227
Una Redondilla. 231
El Naranjo y el Cedro. (Leyenda bíblica.) 237
La Fiebre Amarilla. 241
GüEMES« (Recuerdos de la infancia.) 249
El General Vidal. (Apuntes para su biografía.) 287
A los lectores 305
La prensa Argentina y la Señora de Gorriti—
(juicio sobre sus obras y noticias referentes ó
su persona.) ......... 307
LISTA DE SUSCRIPCIÓN.
•*u**
BUEBíOS-AIRESt
Anchorena^ s^eñoradofia Mi^tauidlada Arana d^
AÍsiim. señora doña Antonia Maza de
Aivear, minora doña Teodelina F. de
Alvaro Barros, señora doña N. Hoatsman de
Alzaba, señora doña Zelmíra P. de
Anchorena, íteñora doña M. Aguirre de
A chaval, señora doña Jacoba de
Alvarex, señora doña María de
Amaral, señora doña Sofía de
Amaral, señorita doña Sofía Iguacia
Amoedo, señorita doña Joaquina
Anzó, señora doña Pastora Boneo de
Avellaneda, señora doña Carmen Nobre(2^a de
Boneo, señora doña Isaac Medina de
Barros Pazos, señora doña Leocadia M, do
Basabe, señora doña Laura O. de
Backer, señorita doña Edelmira
Barbieri, sañorita doña Clotilde
Barrenechea, señora doña Clorinda R. de
Beascochea, señora doña *Tomasa G* de
Benites, señom doQvCruz de
Bemal, señora doña M* Linch de
Bilvao Lavieja, señora doña N» de
Borches, señora doña Rosa U» de
Burzaco, señora doña Luisa Carrera de
C.
Cobo, señorita doña Dolores
Cavireau, señorita de
Carranza, señora doña Amelia G. de
Carranza, señora doña Ana Velazqnez
Casavalle, señorita doña Mana
Castro, señorita doña Enriqueta
Cernadas, señorita deña Águeda
Cires. señora doña Isabel
Coiralan, señora dona* Candelaria C. d*
Costa, señorita dona Valentina
Cramer, señora doña G. L. de
Crisol, señorita doña N.
Domínguez, señora doña Ana Cañé de
Dessiens, señorita doña Isabel
Dillon, señora doña N. de
Escalada, señora doña N. de
# p
Fox, señora dona N. Somellera de
Freyer, señorita doña María
Fnzier, señora doña Andrea R. de
O.
Galnp, señora doña N» de
Caray, señora doña Petrona
Gayoso, señorita doña Carolina
Gómez, señorita doña Elisa
Gómez, señora doña Josefii
Guyot, «eñora doña Rosa Beqnis de
1.
Ibañez. señora doña Irene L. de'
Iblarrola, señorita doña Pamela
Isla, señora doña Bosa C* de
K.
Kier, señorita doña Deidamia
Lamas, señora de ña N. Somellera de
Lapuente, señora doña Úrsula de
Lastra, señora doña Angela B. de
Lastra, señora doña Josefa
Leloir, «eñora doña Tránsito 8. Valiente de
Lonbet, señora doña Petrona Moreno de
•in.
Mitre, sefiora doña Delfina Vedia de
Madariaga, señorita doña Oarolina
. MandevUle, señora doña Maiia
Mármol, señora doña Marciala E. de
Martínez, señora doña N» de
Medina, señora doña Erminda G. de
Miliavaca, señora doña Cetorina F. de
Muñoz, señora doña Jesús B. de
mi-
Navarro, señorita doña Concepción
Noronlu, señora doña ^nana Manso de
Noya, señoriU doña Rosatía
Olftfuer, señor» dona Manuela Aicuénaga de
Obligado, señora dona Maria O. de
OlWer, señorita doña N»
Otamendi, geñora doña Maria P. de
Pardo, señora doña Encarnación N. de
Pardo, señorita doña Carolina
Pérez del Cerro, señora doña N. de
Pillado, señora doña Guillermina D. de
Piran, señorita doña Ismaela
«• e
Quintana, señora doña Snsana Rodríguez de
Quesada señorita doña Ciriaca
Quesada, señora doña Elvira Casal da
Riglos, señora doña Francisca Saavedra d»
Rf^rifi^ez, señorita doña Carlota
Sauvídet, señora doña Josefa G. de
Sauvidet, señora doña Manuela Q,. de
Senillosa, señora dona Pastora Botet de
SiWera. señorita doña N.
Sperati, señora doña Teodora G. de
Ugarte, Adela LAvalle de
Urdirarrain, señora doña Antonia de
Unbnro, señora doña Viijinja U. de
V.
Vela, señora doña Petrona V. de
Velez Sarsfidd. señora doña Tomasa
Ascnénaga, señor don Miguel
Agote, (Diputado; don N.
Alcorta, don Santiago
Antonio, don N.
Arauz, [Diputado] doctor don N«
Arauz, don Luis
Aravena, don Marcelino
Ar^rich, doctor don Manuel
Anzaga, don Marcelino
Aatengo, don Marcelino
Antier, don Marcelino
B.
Bazan, doctor don Abel
Bassés, don Juan
Barcena, don Benito
BeWia, don Ser ero
Jordana, don Juan Manuel
L.
Lamberá, don Eduardo
Leguisanion, don Juan
Lena, don Cayetano
Letamendi, don Vicente
Luna, [Diputado] don N.
L.L.
Llórente^ doctor don Benjamín
m.
Malaver, doctor don Antonio
Mazo, don Zacarías del
Mujica, don Félix
Mongnillot, doctor don Juan Francisco-^ borrado
N.
Navarro Violo, doctor don Miguel
.Nazarri, don Agiuitin
O,
Olivera, don Cárloi»
Oitega, don Miguel
Ortiz, don Fermín
Ortiz, don Miguel
Paz, señor doctor don Marcos
Paz, don N.
Peña, don Enriqne
Peralta, doctor don Adolfo
Pérez, doctor don José Roqni»
Pérez, don Manuel
Pezze, don Cayetano
Pizarro, [diputado] don Manuel
Plaza Monteros, doctor don Alejandro (2 ejemplares j
Ponda!, doctor don Benito
Posada», don Gervasio A. de Posadatt.
Uuesada, don Ruperto
Quintana, (Diputado) di>ctor don N.
Quintana, don Ponciano — borrado
R.
Rocha, doctor d on Dardo
Rodrigue!, don Marcelino
Romí, don Felipe
Saavedra, don Federico
Saenz, don Luis (2 ejemplares)
Saldías, don Adolfo
Salvadores, don José Maria
ffamiiento, (Diputado) don Buanayentura
Shjpe, don Martín
Suarez, don Jo^é
Sostaita. don Jnan P»
TñxÉayo, Sidey
Torre», don Gregorio
Torre», don Mi^el
Torres, don Cárloa
U.
{Jre, don Jaan
Ugartcche, don Cayetano de
Universidad (2 ejemplares^
V.
Vela, don José León
Velez, (Diputado) doctor don Luib
Villanneva, don A.
Viola don Domingo
Viso, (Diputado) don N. del (2 ejeniplareí)
Vivot. don G.
W.
White, don Ouillemio
Z
Zuviria, Diputado don Fenelon
qrii^üíes.
Baranda, don Andrea
Flores, señora doña Rmilia Guzman de
Merchante, señora doña Manuela Soto de
Wilde. doctor don José A.
ROSARIO.
Alacio, don Ángel
Arzae, don Lais María
Barroso, señora doña Paittora M. de
C8rTanza,.don Manro
Carranza, don Palemón
Castro, don Luis
Caatdllanos, don Federico
Castellanos, don Jnan
Caries, señora doña Margarita M* de
Fragneiro, don Martin
García, don Femando
Gori, don D.
Gutiérrez, don José Agnstin
Hertz, señora doña Manuela Ojeda de
Juárez, señorita doña EsSda
Lasaga, don Pedro
Mérmol,geaonta doña Petrona del
MachaiD, don Evaristo
Macliaio, don Ensebio
Machain, don José
Wedma. señora doña Dolores Clemente de
M"' •^2°'* ^oña Mercedes Hnergo de
Méndez, señora doña Susana Muñoz de
íf"?°*» »««ora doña Susana de
Wiz, don Federico
Paganini, don Lisandro
^^^•Cz:LT ^""'"'" *"'"''° "•
Pianteh, don Enrique
Pneyrredon, don Manuel A.
Quintana, don Erasmo
«*niayo, don Pedro Lindor
Kodriguei, don Lucio íborrkdoí
Kueda, docíor don Manuel
Santa Ana, doctor donTesandro
oewr, doctor don Manuel
Bohle, señora doña Felisa B. de
Tartabui señora doña Mercedes
/•avina, docto- don José Maria
Ballejleros, señorita doña Dejfina
Benetti, señoi* doña Dolores C. de
i^tienot, don Amaro
Fontes señora doña Mercedes M. de
i-eiva, señora dona Seferina
A-opez, don Jacinto
Orh^ '*°?'*' *^í^* Florencia R. de
acampos, señora doña Asteria G. de
ruig, señora doña Simona C. de
Kamos, don Elíseo
Sola, don Justo
•
VICTORIA.
Campos, señora doña Carme?»
Esquirel, señora doña Bita F.de
Fernandez, señora doña Luisa N de
López, señora doña Dolores N. de
Medrano. señora doña Segunda Espíndola de
Sánchez, señorita doña Desideria
«osa, señorito doña Teodora
* ergaia, don Aniceto
OlíALEOrAT.
Calda», don N.
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the last date stamped below. If anoiher user
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be notified of the need for an earlier letum.
Non-receipt ofoverdue notices does n&t exempt
the borrower from overdue fines.
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