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Full text of "Teocracia católica"

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teocracia 
católica 


VOLUMEN  V 


julio  tapia  c. 


editorial  del  pacífico,  s.  a. 

santiago  de  chile 


TEOCRACIA  CATOLICA 


por  Julio  Tapia  Cabezas 


Llegamos  al  Volumen  V  de  este  \i,uo- 
róró  estudio  dé  la  Historia,  que  el  Inge- 
niero y  Profesor  don  Julio  Tapia  (  alu- 
zas nos  lia  venido  presentando  bajo  el 
título  quizá  un  tamo  restringido  ds 
■•  I  eocracia  Católica". 

Pensamos  que  este  título  puede  pare 
ccr  restringido  porque,  en  realidad,  ca- 
da una  de  las  parí  s  ya  publicadas  de 
esta  olna  abarca  iodo  el  acontecci  hisió 

se  justifica  si  se  considera  su  enfoque 
ron  ¡ante  a]  fenómeno  de  I  ndo  que  cons 
tiluye  la  evolución  c'el  pode:  e  influen 
cia  del  Papado,  tanto  di  oiden  temporal 


spu 


i  I  11 .1  1  . 


los  he 


chos  (pie  se  van  analizando. 

Es  así  como  entre  las  materias  de  este 
volumen,  que  trata  del  período  com- 
prendido entre  1848  \  1900,  se  pu  de  des 
tacar  un  estudio  altamente  interesante 
de  la  figura  de  l'ío  l\,  pontífice  con 
el  cual  leí  mina  el  período  de  transición 
entre  el  Imperio  Teocrático  \  el  Impe- 
rio Espiritual.  Se  analizan  a  fondo  sus 
actitudes  y  pronunciamientos  más  dis(u 
tido  ,  t  iino  el  "Syllabus",  documento  que 
produjera  uní  verdadpn  empestad.  Sí- 
habla  también  del  primer  Concilio  del 
Vaticano  y  de!  dogma  de  la  Infalibi'idad 
Pontificia. 

(  on  su  acostumbrada  sencill  z  de  ¡\ 
presión  v  su  agudeza  crítica  —conjugada 
con  una  notable  independencia  de  inter 
prefación—  el  amor  nos  expone  las  cau- 


1960  v54 
,  Julio, 
o  1  i  ca 


d  s  I  i  acontecimientos  que  configi 
la   historia  del  periodo  señalado,  y 


1.— Teocracia. 


ENSAYO 


I 

Julio    Tapia    Cabezas    /    TEOCRACIA  CATOLICA 


Es  propiedad. 

Derechos  reservados  para  todos  los  países, 
(c  by  Editorial  Del  Pacífico,  S.  A. 
Inscripción  N<?  28333. 
Santiago  de  Chile,  1964. 


Impreso  y  hecho  en  Chile. 
Printed  and  made  in  Chile. 
Editorial  Del  Pacífico,  S.  A. 
Santiago  de  Chile,  1964. 
501. 


JULIO 
TAPIA  CABEZAS 


TEOCRACIA 
CATOLICA 

VOLUMEN  QUINTO 


EDITORIAL  DEL  PACIFICO,  S.  A. 

SANTIAGO  DE  CHILE 


PROLOGO 


Lentamente,  como  quien  viene  haciendo  una  jorna- 
da larga  y  no  quiere  malgastar  las  fuerzas,  "Teocracia 
Católica"  nos  ha  venido  entregando  una  apretada  sínte- 
sis del  acontecer  de  casi  dos  mil  años  en  la  historia  de 
la  humanidad. 

Se  inicia  este  caminar  en  los  albores  de  lo  que  llama- 
mos la  civilización  cristiana.  El  inmenso  y  poderoso  im- 
perio romano  ha  llegado,  en  su  avasallador  dominio,  al 
corazón  del  misterioso  pueblo  de  Israel,  las  victoriosas 
águilas  del  César  se  alzan  irreverentes  en  el  frontispicio 
del  Templo  de  Jerusalem ...  En  las  clases  más  modestas 
de  ese  pueblo,  que  aun  en  la  opresión  se  auto  denomi- 
na "el  pueblo  de  Dios",  ha  surgido  un  hombre  extraño 
que  conmueve  precisamente  a  los  humildes,  a  quienes  les 
habla  en  un  lenguaje  nuevo  y  que  dice  ser,  nada  menos, 
que  el  Mesías  de  las  promesas  que  alientan  el  vivir  de 
los  hijos  de  Abraham. 

Todos  sabemos  cuál  fue  la  suerte  de  Jesús  de  Naza- 
reth.  Sin  embargo,  después  de  su  desaparición  y  para  de- 
cirlo con  mayor  rudeza,  después  de  su  fracaso,  pequeños 
grupos  de  modestos  seguidores  continúan  hablando  de 
sus  enseñanzas,  se  organizan  en  torno  a  su  doctrina  y  des- 
de ese  momento  comenzaron,  sin  pensarlo,  a  insertar  el 
nombre  de  Cristo  en  el  proceso  histórico. 

El  autor  de  "Teocracia  Católica"  nos  ha  hecho  se- 
guir, paso  a  paso,  el  complejo  y  multiforme  caminar  de 
esta  concepción  cristiana  en  el  desenvolvimiento  de  la 


7 


vida  humana  en  su  expresión  colectiva,  no  sólo  de  comu- 
nidades nacionales  sino  de  la  gran  comunidad  mundial. 

En  los  cuatro  primeros  volúmenes  de  este  ensayo  his- 
tórico, han  pasado  bajo  nuestras  miradas  los  sucesos  ocu- 
rridos en  19  siglos.  Larga  enumeración  de  hechos  que  sa- 
cudieron las  bases  fundamentales  de  la  humanidad.  En 
las  páginas  sencillas  y  llanas  de  Teocracia  Católica  han 
vuelto  a  tomar  medida  y  proporción  los  hombres  que  en 
un  momento  fueron  clave  de  lo  que  estaba  ocurriendo 
y,  cosa  digna  de  señalarse,  mirando  hacia  el  pasado,  nos 
permite  apreciar  lo  imponderable,  lo  que  superó  previ- 
siones humanas,  lo  que  pasó  —por  así  decirlo—  más  allá 
de  la  voluntad  y  de  los  cálculos  de  esos  mismos  hombres. 

En  este  nuevo  volumen,  el  quinto  de  Teocracia  Ca- 
tólica, el  autor,  el  ingeniero  don  Julio  Tapia  C,  nos  en- 
trega la  relación  de  un  período  fecundo  en  acontecimien- 
tos que  se  va  acercando  a  nuestros  días.  En  efecto,  este 
nuevo  volumen  nos  recuerda  lo  sucedido  desde  los  fines 
de  la  primera  mitad  del  siglo  XIX  (1848)  hasta  la  ini- 
ciación de  nuestro  siglo  XX. 

No  es  posible,  ni  es  nuestro  intento,  hacer  una  enu- 
meración exhaustiva  del  nutrido  material  de  este  quin- 
to tomo.  Simplemente  señalamos  algo  de  lo  más  saliente, 
como  una  invitación  al  lector,  que  sabemos  aguarda  con 
interés  la  continuación  de  este  novedoso  y  singular  en- 
sayo. De  su  denso  contenido,  entresacamos,  por  ejemplo, 
la  visión  que  nos  ofrece  sobre  la  unificación  italiana  y 
alemana;  hechos  históricos,  ambos,  que  modificaron  has- 
ta nuestros  días  el  escenario  geográfico,  político  y  eco- 
nómico de  Europa.  Las  observaciones  como  los  parcos 
juicios  del  autor  son  agudos  y  profundos.  Mientras  en  la 
mente  de  hábiles  estadistas  de  esos  pueblos  que  hasta  en- 
tonces sólo  existen  en  sus  sueños  y  ambiciones,  se  perfi- 
lan los  senderos  más  propicios,  alrededor  de  ellos,  en  vie- 
jas y  organizadas  naciones,  estallan  conflictos  internos  o 
exteriores  que  facilitarán  el  logro  de  sus  íntimos  anhe- 
los. En  Francia  se  desmorona  el  reinado  de  Luis  Felipe. 


8 


Contra  toda  previsión,  sube  al  plano  principal  de  la  vi- 
da pública  de  Francia,  un  descendiente  del  Gran  Em- 
perador e  inicia  primero,  la  segunda  república  de  la 
cual  íerá  su  Presidente  para  transformarse  después  en 
restaurador  del  Segundo  Imperio,  cuyo  trono  ocupa  con 
el  nombre  de  Napoleón  III.  No  sólo  Francia,  también 
España  y  Austria  se  estremecen  ante  el  desborde  de  in- 
quietudes y  problemas  que  ocurren  dentro  y  más  allá  de 
sus  fronteras.  Más  aún,  Pío  IX,  Jefe  espiritual  de  la  Igle- 
sia Católica  y  Soberano  temporal  de  los  Estados  Ponti- 
ficios, se  ve  obligado  a  huir  de  Roma.  Sólo  volverá  a 
ella  para  ser  acongojado  actor  y  espectador  de  la  termi- 
nación del  poder  temporal  del  Papado,  mientras  tiene 
la  compensación  y  el  consuelo  de  contemplar  cómo  se 
robustece  el  "Imperio  Espiritual"  de  la  Iglesia  de  Cristo. 

Al  tratar  las  mencionadas  "unificaciones",  como  es 
lógico,  tienen  lugar  preferente  los  artífices  principales 
del  tradicional  evento.  Cavour  en  Italia  y  Bismarck  en 
Alemania  son  analizados  con  objetiva  certeza  por  el  fi- 
no observador  que  es  Julio  Tapia.  Con  la  perspectiva  del 
tiempo,  libre  de  presiones  e  influencias  afectivas,  nos  ha- 
ce un  retrato  de  ambos  estadistas,  precisando  sus  indis- 
cutibles cualidades  y  las  limitaciones  propias  de  creatu- 
ras  humanas.  El  primero  muere  antes  de  ver  perfeccio- 
nado su  sueño  y  ambición  política.  El  segundo,  en  cam- 
bio, conocerá  los  halagos  del  triunfo,  y  tendrá  decisiva 
intervención  en  el  nacimiento  y  desarrollo  del  Segundo 
Imperio  Alemán,  hasta  que  Guillermo  II  lo  aleje,  alti- 
vamente, de  toda  participación  en  la  conducción  del  po- 
deroso y  temible  Imperio  que  creara. 

La  humanidad  sigue  su  marcha  en  medio  de  proble- 
mas e  inquietudes.  Como  ocurre  siempre,  estas  situacio- 
nes, si  se  expresan  en  hechos  materiales  y  concretos,  tie- 
nen una  causa  profunda  de  orden  ideológico  no  siem- 
pre percibida  con  claridad  por  los  contemporáneos  de 
esos  mismos  hechos.  El  siglo  XIX  conoció  esta  dura  e 
inevitable  alternativa.  Bajo  un  ropaje  idealista  y  román- 


9 


tico,  el  "liberalismo"  marcha  por  un  sendero  enrojecido 
de  sangre,  sembrado  de  escepticismo,  la  rebeldía  sober- 
bia del  espíritu,  en  tanto  que  declara  su  adhesión  a  la 
libertad  por  la  que  dice  y  cree  estar  luchando.  Sus  pos- 
tulados son  incompatibles  con  la' doctrina  que  enseña  la 
Iglesia,  fiel  al  depósito  que  recibió  de  Cristo.  El  entre- 
vero es  inevitable.  .  .  Teocracia  Católica  no  ha  podido 
sustraerse  al  análisis  de  este  importante  debate.  El  au- 
tor no  puede,  en  gracia  a  terca  objetividad,  simular  que 
no  aprecia  en  toda  su  magnitud  la  viril  grandeza  del  Je- 
fe de  la  Cristiandad.  Agobiado  por  tremendos  problemas 
materiales,  Pío  IX  no  olvida  que  es  Pastor,  millones  de 
seres  humanos  vuelven  hacia  él  sus  miradas  y  aguardan 
una  palabra  de  orientación  que  disipe  dudas,  y  exhiba 
errores  y  sus  consecuencias  y  sobre  todo  señale  un  cami- 
no. Con  increíble  entereza,  sabiendo  que  será  objeto  de 
incomprensiones  y  apasionados  juicios,  rechazando  las  in- 
faltables  voces  de  los  "prudentes",  entrega  dos  documen- 
tos de  permanente  actualidad  y  singular  visión:  "Quan- 
ta  Cura"  y  el  "Syllabus".  Es  la  serena  y  firme  palabra 
del  generoso  iniciador  del  "Imperio  Espiritual",  que  sa- 
be que  sus  nuevos  dominios  no  conocen  los  límites  de 
tiempo  o  fronteras  naturales. 

En  otra  parte  de  Teocracia  Católica,  el  lector  en- 
contrará la  relación  de  los  movimientos  libertarios  que 
agitan  a  Rusia,  el  colosal  imperio  de  los  Zares.  Violen- 
tos y  fanáticos  revolucionarios,  los  nihilistas,  arrostran 
todos  los  peligros,  provocan  brutales  atentados,  firmes  y 
resueltos  a  destruir  el  poder  autocrático  del  Zar.  Es  el 
movimiento  eslavista  que  pretende  la  unión  de  todos 
los  pueblos  eslavos  —el  paneslavismo—  y  que  responde 
exactamente  al  carácter  ruso.  Unión  que  ha  de  realizar- 
se sin  un  Zar  omnipotente,  cuya  autoridad  se  hace  más 
débil  en  la  medida  que  las  flaquezas  y  miserias  de  la 
familia  imperial,  dejan  de  ser  un  misterio  para  el  pue- 
blo sufriente.  Son  los  comienzos  de  una  revolución  que 
triunfará  definitivamente  en  la  primera  mitad  de  nues- 


10 


tro  siglo,  para  dar  paso  a  un  nuevo  intento  de  hegemo- 
nía eslava  bajo  el  signo  autocrático  del  Estado  o  del  Par- 
tido, también  omnipotente  y  si  el  caso  llega,  despótico 
y  brutal. 

Con  sincero  agrado  seguiríamos  en  este  comentario 
sobre  las  apasionantes  páginas  de  este  nuevo  tomo  de 
Teocracia  Católica.  Comprendemos  que  no  es  posible; 
pero  con  todo,  no  creemos  que  se  pueda  terminar  esta 
modesta  presentación  sin  decir  una  palabra  sobre  el  Ca- 
pítulo XV  de  este  volumen.  En  él  su  autor,  que  ya  en 
ocasiones  anteriores  se  ha  referido  al  valor  y  significado 
de  las  "culturas"  en  el  proceso  y  evolución  de  la  histo- 
ria, como  que  siente  la  necesidad  de  aclarar  su  pensa- 
miento al  respecto.  Con  su  característica  sencillez,  sin 
pretensiones  dogmáticas,  don  Julio  Tapia  hace  una  cla- 
sificación de  las  culturas  que  a  juicio  del  autor,  pueden 
ser  distinguidas  entre  divergentes  y  céntricas.  Define  ca- 
da urta  de  ellas  y  precisa  su  influencia  en  el  correr  del 
tiempo.  Se  remonta  en  el  pasado  y  recuerda  lo  que  fue- 
ron las  viejas  culturas  griega,  romana,  bizantina  y  mu- 
sulmana. Mirando  ya  más  cerca,  nos  describe  a  la  cultu- 
ra occidental,  la  rusa  y  la  norteamericana;  ninguna  de 
estas  últimas,  como  se  comprende,  corresponde  a  la  cul- 
tura occidental.  Apreciará  el  lector,  que  pese  a  la  mo- 
destia del  autor,  se  trata  sencillamente  de  una  interpre- 
tación de  la  historia.  Interpretación,  si  se  quiere,  perso- 
nal, con  todo  lo  que  de  audacia  puede  tener  una  inter- 
pretación de  esta  índole.  Es  posible  que  no  todos  coin- 
cidan con  las  apreciaciones  que  al  respecto  formula  el 
autor  de  Teocracia  Católica;  pero  nos  atrevemos  a  afir- 
mar que  nadie  dejará  de  apreciar  las  razones  en  que  se 
apoya  ni  de  sentir  el  llamado  que  este  Capítulo  nos  ha- 
ce/ a  reflexionar  sobre  el  sentido  de  mucho,  y  por  cier- 
to lo  más  trascendental,  de  lo  que  estamos  viviendo  a 
ia  luz  de  esta  interpretación  de  la  historia. 

J.  G.  U. 


11 


CAPITULO  I 


1)  España,  regencia  de  la  reina  Cristina.—  2)  Isabel  II  rei- 
na de  España.—  3)  Caída  de  Luis  Felipe,  rey  de  los  fran- 
ceses.— 4)  Caída  de  Metternich.—  5)  El  sentido  del  proble- 
ma de  la  unidad  italiana  y  alemana.—  6)  La  revolución  de 
1848  en  Roma.—  7)  Fuga  de  Pío  IX  a  Gaeta. 


1) 

Fue  una  gran  desgracia  para  España  que  el  segun- 
do hijo  de  Carlos  IV,  el  infante  don  Carlos,  no  tuviera 
la  energía  ni  la  capacidad  necesaria  para  hacer  efectivos 
sus  derechos  a  la  corona  al  morir  Fernando  VII.  La  na- 
ción española  necesitaba  un  gobierno  fuerte  e  inteligen- 
te que  pausadamente  fuera  introduciendo  las  reformas 
necesarias. 

La  regencia  de  la  última  esposa  de  Fernando  VII, 
María  Cristina,  carecía  del  apoyo  de  fuerzas  capaces  de 
mantener  el  orden.  La  invasión  napoleónica,  la  dura 
guerra  de  la  independencia  y  la  ideología  de  la  Revo- 
lución Francesa  habían  descentrado  el  país.  La  infiltra- 
ción masónica  en  el  ejército  y  en  la  marina  hizo  que  el 
respaldo  a  la  reina  por  parte  de  estas  instituciones,  que 
constituían  su  mayor  fuerza,  quedara  supeditado  a  que 
María  Cristina  pactara  con  los  principios  liberales  que 


13 


más  que  todo  servían  de  pretexto  para  satisfacer  torpes 
ambiciones  de  personajes  que  ansiaban  el  poder;  el  pa- 
triotismo estaba  en  segundo  lugar.  El  detestable  gobier- 
no de  Fernando  VII  no  había  hecho  nada  aceptable;  só- 
lo se  había  preocupado  de  perseguir  a  todo  el  que  mos- 
traba un  tinte  liberal,  en  vez  de  procurar,  por  medio  de 
hábiles  reformas,  colocar  la  monarquía  de  acuerdo  con 
el  espíritu  de  la  época  sin  disminuir  su  poder. 

Nadie  había  juzgado  con  más  acierto  a  los  españo- 
les que  Felipe  II  cuando  dijo  al  arzobispo  de  Sevilla  que 
le  hacia  presente  el  descontento  existente  contra  el  go- 
bierno: "Puesto  que  tienen  tan  suelta  la  lengua,  con  ma- 
yor rigor  conviene  tenerles  atadas  las  manos".  Tenía  ra- 
zón el  gran  rey,  ya  que  por  medio  de  la  Inquisición,  pu- 
do España  vivir  en  orden  durante  siglos,  a  pesar  de  los 
gobiernos  incapaces  que  tuvo. 

Es  curioso  observar  cómo  la  tan  vapuleada  Inquisi- 
ción, propia  de  los  pueblos  atrasados  según  el  pensar  de 
fines  del  siglo  XVIII,  fue  sólo  una  pálida  sombra  de  la 
Gestapo,  institución  de  uno  de  los  pueblos  de  mayor  cul- 
tura y  civilización  del  siglo  XX;  casi  una  caricatura  de 
lo  que  es  la  Cheka,  la  G.  P.  U.,  o  sea  la  policía  rusa, 
de  nombre  variada,  pero  siempre  el  mismo  instrumento 
de  terror  de  un  gobierno  que  para  varios  millones  de 
seres  es  el  régimen  ideal. 

La  reina  María  Cristina,  para  tener  el  apoyo  libe- 
ral, dio  una  constitución  a  España  muy  distante  de  la 
de  1812,  que  en  gran  parte  se  parecía  a  la  Carta  pro- 
mulgada por  Luis  XVIII  en  Francia.  La  existencia  de 
un  Parlamento,  la  moderada  libertad  de  prensa,  fue  apro- 
vechada no  para  criticar  al  gobierno,  sino  para  denigrar 
a  la  regente,  que  desgraciadamente  daba  motivos  para 
ello.  Al  mismo  tiempo  estalló  la  sublevación  de  las  pro- 
vincias vascongadas  que  proclamaron  a  don  Carlos  como 
el  rey  Carlos  V  de  España. 

En  esta  primera  guerra  carlista  los  partidarios  de 
don  Carlos  estuvieron  a  punto  de  triunfar  por  tener  a 


14 


su  frente  un  brillante  general,  don  Tomás  de  Zumala- 
carregui,  y  en  Cabrera  un  jefe  que  triunfaba  en  Aragón. 
Dos  veces  estuvieron  a  las  puertas  de  Madrid  y  a  punto 
de  haber  vencido;  pero  la  carencia  de  medios  económi- 
cos, la  inercia  y  la  completa  falta  de  audacia  y  de  ini- 
ciativa del  pretendiente  don  Carlos  anularon  el  empu- 
je victorioso  de  las  huestes  carlistas. 

Mientras  tanto  la  regente,  princesa  joven  que  ha- 
bía casado  por  motivos  políticos  con  un  hombre  gasta- 
do, anciano  prematuro  como  era  Fernando  VII,  al  que- 
dar viuda  recobró  los  ímpetus  de  su  naturaleza  y  muy 
pronto  se  fijó  en  un  militar  de  su  guardia  del  que  se 
enamoró  perdidamente,  tanto  que  casó  secretamente  con 
él.  La  publicidad  de  su  matrimonio  implicaba  el  tener 
que  dejar  la  Regencia.  Los  resultados  de  la  boda  pron- 
to se  hicieron  presentes,  y  aunque  creyó  que  había  po- 
dido guardar  el  secreto,  el  nacimiento  de  un  hijo  y  de 
otros  que  vinieron  fue  conocido  por  el  público,  que  ex- 
plotó el  hecho  en  perjuicio  de  la  dignidad  real,  ya  que 
no  se  podía  confesar  la  legitimidad  de  ese  amor. 

En  la  prensa  y  en  la  Cámara  de  Diputados  se  ha- 
cían referencias  ofensivas  a  la  reina.  Un  político,  des- 
pués ministro  de  María  Cristina,  Bravo  Murillo,  habló 
en  un  periódico  de  la  "ilustre  prostituta".  Todo  Madrid 
conocía  la  estrofa  de  una  canción  satírica  que  decía: 

"Clamaban  los  liberales 
Que  la  Reina  no  paría 
¡Y  ha  parido  más  muñoces 
Que  liberales  había!" 

Las  revueltas,  las  sublevaciones,  los  asaltos  a  los  con- 
ventos y  a  las  iglesias,  los  continuos  motines  en  las  fuer- 
zas armadas  indicaban  no  sólo  la  falta  de  autoridad  del 
gobierno,  sino  la  completa  indisciplina  en  el  ejército, 
cuya  oficialidad  afiliada  a  las  logias  le  daba  más  impor- 
tancia al  aspecto  político  que  al  espíritu  militar.  El  des- 


15 


orden  culminó  con  el  motín  llamado  la  "sargentada  de 
La  Granja".  Se  encontraba  la  Reina  Regente  en  la  re- 
sidencia campestre  de  La  Granja,  cuando  se  sublevaron 
los  regimientos  acantonados  en  las  cercanías  y  los  sar- 
gentos se  presentaron  ante  la  Reina  y  la  obligaron  a 
que  declara  vigente  la  constitución  de  1812. 

La  guerra  carlista  había  terminado.  Zumalacarregui 
había  muerto  y  con  él  desaparecieron  las  posibilidades 
de  triunfo.  El  nuevo  general  en  jefe,  Maroto,  era  ma- 
són y  compañero  de  armas  del  general  cristino  Espar- 
tero, con  quien  entró  en  tratos  que  culminaron  con  el 
convenio  de  Vergara,  por  el  que  se  puso  fin  a  la  lucha 
carlista  en  toda  España. 

El  general  Baldomero  Espartero  pasó  a  ser  el  hé- 
roe del  día;  su  popularidad,  momentánea,  fue  tal  que 
pudo  haberse  proclamado  rey  de  España.  Aceptó  la  re- 
gencia al  tener  que  retirarse  la  reina  Cristina;  duró  muy 
poco  tiempo;  pronto  fue  derribado  y  se  proclamó  la  ma- 
yor edad  de  Isabel  II,  la  hija  de  Fernando  VIL 

2) 

El  nombre  de  "reina  Isabel"  evocaba  en  España  el 
mágico  recuerdo  de  un  glorioso  reinado  que  la  joven  rei- 
na Isabel  II  estaba  muy  distante  de  poder  emular.  Ca- 
recía del  talento,  del  carácter,  de  la  energía  y  de  la  vir- 
tud de  la  gran  reina;  además,  no  tuvo  nadie  que  la  pu- 
diera guiar  en  forma  adecuada. 

El  problema  del  matrimonio  de  la  reina  en  que  el 
sentimiento  amoroso  en  algo  debía  haber  influido  en 
cuanto  a  la  elección  del  esposo,  pasó  a  ser  no  sólo  un 
problema  nacional,  sino  que  se  transformó  en  un  pro- 
blema internacional.  El  rey  de  los  franceses,  Luis  Feli- 
pe, tenía  varios  hijos  varones;  el  mayor,  el  duque  de  Or- 
leans,  era  el  príncipe  heredero  y  al  menor,  el  duque  de 
Montpensier,  pensaba  casarlo  con  Isabel  II.  Era  un  jo- 


Jó 


ven  apuesto  que  habría  sido  del  gusto  de  la  reina;  pe- 
ro el  gobierno  inglés,  dirigido  por  lord  Palmerston  co- 
mo Ministro  de  Relaciones,  interpuso  un  terminante  ve- 
to a  esta  boda.  Inglaterra  jamás  permitiría  que  se  crea- 
ra la  probabilidad  de  una  unión  de  las  coronas  de  Fran- 
cia y  España. 

Luis  Felipe,  a  su  vez,  se  opuso  a  cualquier  matri- 
monio que  no  fuera  con  un  príncipe  español  y  los  úni- 
cos pretendientes  posibles  eran  los  dos  hijos  del  infante 
don  Francisco  de  Paula,  hermano  menor  de  Fernando 
VII,  personaje  muy  influyente  entre  los  liberales  y  gran 
maestre  de  la  Masonería  española.  Uno  de  ellos,  el  du- 
que de  Sevilla,  estaba  eliminado  por  haber  demostrado 
una  completa  falta  de  tino  y  de  criterio  al  parecer  im- 
plicado en  varias  de  las  muchas  conspiraciones  liberales 
contra  el  gobierno  existente.  Sólo  quedaba  como  posi- 
ble pretendiente  el  infante  don  Francisco  de  Asís,  el  otro 
hijo  de  don  Francisco  de  Paula  y  de  Luisa  Carlota,  her- 
mana de  la  reina  María  Cristina,  primo  hermano  por 
parte  de  padre  y  madre  de  la  reina  Isabel  II,  su  futura 
esposa.  El  rey  Luis  Felipe  continuó  oponiéndose  maño- 
samente al  matrimonio  español,  esperando  que  algún 
acontecimiento  imprevisto  le  permitiera  realizar  su  ar- 
diente deseo  de  colocar  en  el  trono  de  España  a  su  hi- 
jo el  duque  de  Montpensier. 

Es  algo  increíble  cómo  por  medio  de  intrigas  y  de 
procedimientos  ocultos  se  toman  acuerdos  que  son  de  un 
carácter  decisivo  para  el  porvenir  de  una  nación.  Viajó 
a  París  la  condesa  de  Montijo,  dama  en  quien  la  reina 
Cristina  depositaba  toda  su  confianza  y  que  tenía  gran- 
des relaciones  sociales  en  Francia.  En  forma  estrictamen- 
te reservada  —según  ella  cometía  una  infidencia  al  hacer- 
lo— contó  que  los  médicos  habían  dictaminado  que  Isa- 
bel II  sería  estéril,  no  podría  tener  hijos;  no  así  su  her- 
mana Luisa  Fernanda,  que  había  heredado  de  su  madre 
las  condiciones  físicas  que  aseguraban  su  fecundidad. 
Muy  pronto  llegaron  estas  informaciones  a  oídos  del  rey, 


17 


a  quien  estaban  destinadas  y  entonces  resolvió  apoyar  el 
matrimonio  español,  siempre  que  se  verificara  el  de  la 
infanta  Luisa  Fernanda  con  su  hijo,  Montpensier.  Así 
aseguraba  la  corona  de  España  a  sus  descendientes,  sin 
tomar  en  cuenta  que  burlaba  un  compromiso  de  honor 
contraído  con  la  reina  Victoria  de  Inglaterra,  según  el 
cual  debía  evitar  toda  posible  unión  familiar  franco-es- 
pañola. 

Este  cambio  de  la  política  francesa  permitió  la  so- 
lución del  problema  matrimonial.  Se  acordó  la  boda  de 
la  reina  con  el  infante  don  Francisco  de  Asís  y  el  dq 
Luisa  Fernanda  con  el  duque  de  Montpensier.  Se  ha  di- 
cho, con  razón,  que  Luis  Felipe  al  aceptar  estos  matri- 
monios firmó  prematuramente  el  acta  de  su  abdicación. 
La  corte  inglesa  se  consideró  burlada  y  se  produjo  el  dis- 
tanciamiento  del  gobierno  inglés  hacia  la  monarquía  de 
Luis  Felipe.  La  más  perjudicada  por  todas  estas  compli- 
caciones políticas  era  la  reina  Isabel  II.  Se  cuenta  que 
en  un  rapto  de  rebeldía  contra  la  boda  que  le  depara- 
ba la  suerte,  declaró  a  su  madre  la  reina  Cristina:  "Con 
"la  Paquita  yo  no  me  caso".  Se  refería  a  que  en  confian- 
za así  se  le  llamaba  a  don  Francisco  de  Asís,  debido  a 
su  voz  atiplada,  a  sus  modales  y  al  lujo  poco  varonil  con 
que  acostumbraba  vestir.  Entre  ambos  futuros  cónyuges 
existía  una  mutua  antipatía. 

3) 

La  monarquía  de  Luis  Felipe  en  Francia  no  tenía 
base  popular;  un  grupo  de  burgueses  acaudalados  y  au- 
daces hicieron  aprobar  por  una  Cámara  de  Diputados 
reducida  a  la  mitad,  el  nuevo  gobierno.  La  revolución  de 
1789  había  desplazado  a  la  nobleza  en  provecho  de  la 
burguesía,  mas  había  aparecido  una  nueva  fuerza  popu- 
lar, formada  por  la  clase  media  baja  y  el  elemento  obre- 


18 


ro  cada  vez  más  numeroso  debido  al  desarrollo  de  la 
industria. 

El  gobierno  había  caído  en  manos  de  una  nueva  cla- 
se que  no  era  directamente  privilegiada,  pero  que  ejer- 
cía el  poder  gracias  al  dinero  y  al  sistema  del  sufragio 
censatario.  El  rey  Luis  Felipe  creía  estar  seguro  en  el 
poder  por  contar  con  gran  mayoría  en  las  Cámaras  y  no 
tomaba  en  cuenta  que  una  parte  considerable  de  los  di- 
putados eran  empleados  público,  es  decir,  estaban  a  suel- 
do del  gobierno.  Se  pedía  con  insistencia  la  instauración 
del  sufragio  universal,  lo  que  implicaba  la  abolición  del 
sistema  censatario  y  daba  el  derecho  de  voto  a  todos  los 
ciudadanos  sin  más  limitación  que  la  de  ser  mayor  de 
edad.  El  no  aceptar  el  rey  ninguna  reforma  hizo  aumen- 
tar su  impopularidad. 

Además  de  la  opaca  política  internacional  que  tan- 
to disgustaba  a  los  franceses,  el  rey  cometió  el  grave  error 
de  producir  el  desacuerdo  con  la  política  inglesa,  cuyo 
potencial  capitalista  ejercía  gran  influencia  en  la  políti- 
ca interior  francesa.  El  matrimonio  de  las  princesas  es- 
pañolas y  la  continuación  de  la  conquista  de  Argelia  hi- 
zo que  el  gobierno  inglés  mirara  con  simpatía  un  posi- 
ble cambio  del  régimen  monárquico  francés. 

El  príncipe  heredero,  el  duque  de  Orleans,  era 
popular;  su  muerte  prematura  fue  un  duro  golpe  para 
la  estabilidad  del  gobierno.  Las  protestas  aumentaban 
día  a  día  y  la  prensa,  a  pesar  de  la  censura,  no  perdía 
ocasión  para  atacar,  ataques  peligrosos  debido  a  que  la 
rebaja  del  costo  de  los  periódicos  los  había  puesto  al 
alcance  de  las  personas  de  escasos  recursos.  El  periodista 
Emilio  Girardin  ideó  disminuir  el  precio  de  los  diarios 
y  hacerlos  más  populares  publicando,  en  forma  de  fo- 
lletín, novelas  con  argumentos  de  acuerdo  con  las  ten- 
dencias sociales  reformistas  de  actualidad.  Obtuvo  un 
gian  éxito  económico  y  convirtió  a  la  prensa  en  un  poder 
formidable. 


19 


Insensiblemente,  sin  que  lo  sospechará  el  gobierno 
ni  los  elementos  burgueses  republicanos,  se  estaba  ge- 
nerando, no  ya  una  revolución  política,  sino  social. 
Las  diferentes  sociedades  secretas,  tipo  Mazzini,  no  la 
Masonería,  contaba  con  agentes  distribuidos  en  las  dis- 
tintas naciones,  lo  que  explica  la  sincronización  del  es- 
tallido revolucionario  en  los  diversos  Estados  italianos, 
en  los  alemanes,  en  Austria  y  en  Francia. 

En  París,  ya  en  plena  agitación,  la  noticia  de  haber 
estallado  el  movimiento  revolucionario  en  diferentes 
partes  de  Italia  acentuó  aún  más  el  clima  de  protestas 
y  de  intranquilidad.  La  manera  como  empezó  la  suble- 
vación del  pueblo  y  el  ataque  a  las  fuerzas  del  gobierno 
fue  algo  imprevisto;  pero  seguramente  se  debió  a  ele- 
mentos provocadores  hábilmente  repartidos.  Según  una 
versión,  en  una  de  las  manifestaciones  de  protestas  al- 
guien disparó  una  bala  que  fue  a  herir  a  un  soldado, 
cuyos  compañeros  contestaron  con  una  descarga  cerrada 
que  causó  numerosos  muertos.  Según  otras,  un  manifes- 
tante, en  un  desfile  nocturno,  acercó  su  antorcha  encen- 
dida a  las  barbas  de  un  sargento  y  éste  enfurecido  dio 
la  orden  de  disparar.  A  la  mañana  siguiente  París  estaba 
sublevado  y  se  habían  formado  barricadas  en  las  calles. 

Luis  Felipe  resolvió  cambiar  su  ministerio;  pero  ya 
era  tarde;  la  insurrección  aumentaba  y  existía  el  peligro 
que  las  tropas  fraternizaran  con  los  sublevados.  El  rey 
no  se  atrevió  a  salir  de  París  para  reunir  tropas  y  atacar; 
prefirió  abdicar  en  favor  de  su  nieto,  lo  que  de  nada 
sirvió,  pues  se  había  proclamado  la  república  y  se  habían 
puesto  de  acuerdo  los  diferentes  bandos  para  designar 
un  gobierno  provisional,  que  debería  convocar  a  elec- 
ciones para  elegir  una  Asamblea  Constituyente  por  su- 
fragio universal. 


20 


-i) 


El  príncipe  Clemente  de  Metternich,  alemán  rena- 
no  al  servicio  del  Austria,  fue  durante  treinta  y  seis 
años  el  ministro  omnipotente  que  levantó  el  Imperio 
Austríaco  de  su  postración  y  lo  transformó  en  una  de 
las  potencias  dominantes.  El  Emperador  Francisco  I 
había  depositado  con  razón  en  él  toda  su  confianza; 
impregnado  de  la  ideología  del  siglo  XVIII,  sólo  creía 
en  la  eficacia  de  los  gobiernos  absolutistas  y  todo  su 
empeño  se  encaminaba  a  obtener  una  restauración  efec- 
tiva. En  su  modo  de  pensar  en  política,  estaba  de  acuer- 
do con  el  zar  Nicolás  I  y  con  el  rey  de  Prusia,  y  forma- 
ban un  bloque  hostil  a  toda  innovación  liberal  frente 
al  parlamentarismo  inglés  que  miraba  con  simpatía  los 
movimientos  tendientes  a  llevar  a  la  burguesía  al  poder. 

Metternich,  hábilmente,  había  sabido  contener  las 
ambiciones  rusas  y  al  mismo  tiempo  no  colocarse  frente 
a  Inglaterra.  Ante  todo  ejerció  una  amplia  tutela  sobre 
Italia  no  permitiendo  que  se  estableciera  ningún  poder 
constitucional  e  interviniendo  militarmente  siempre  que 
había  que  reprimir  cualquier  tentativa  de  carácter  li- 
beral que  tuviera  probabilidades  de  éxito.  El  gran  mi- 
nistro austríaco  no  entendió  la  Historia;  jamás  com- 
prendió la  imposibilidad  de  evitar  la  evolución  de  una 
cultura,  no  supo  apreciar  la  necesidad  de  encauzarla  en 
el  camino  de  un  lógico  desarrollo  que  podía  evitar  un 
desquiciamiento  tal  que  iba  a  acelerar  su  fin.  Creyó 
siempre  en  una  Europa  estática,  y  que  su  principal  deber 
era  mantener  lo  establecido.  El  primer  obstáculo  a  su 
política  lo  encontró  a  la  muerte  del  emperador  Fran- 
cisco, y  en  las  consecuencias  que  se  derivaron  del  cambio 
de  soberano  tuvo  gran  culpa,  por  no  haber  sabido  pre- 
venir algo  que  necesariamente  se  iba  a  producir. 

El  heredero  de  la  corona  imperial  austríaca  era  el 
hijo  mayor  del  emperador  Francisco,  el  que  fue  Fer- 


21 


nando  I,  un  hombre  bueno,  pero  incapaz,  de  una  in- 
capacidad tal  que  no  podía  ser  soberano  de  una  mo- 
narquía absoluta.  Se  había  hablado  de  que  podría  re- 
emplazarlo su  hermano  el  archiduque  Francisco  Car- 
los; pero  este  príncipe  de  cortos  alcances  estaba  casado 
con  la  princesa  Sofía  de  Baviera,  inteligente  y  ambicio- 
sa que  más  que  todo  deseaba  la  corona  para  su  hijo 
mayor  Francisco  José. 

Es  muy  posible  que  no  hiciera  Metternich  nada 
por  impedir  que  ocupara  el  trono  Fernando,  por  creer 
que  su  incapacidad  era  una  garantía  de  que  él  como 
Ministro  aumentaría  aún  más  su  poder.  En  cambio 
Francisco  Carlos  como  Emperador  significaba  el  go- 
bierno en  manos  de  la  archiduquesa  Sofía.  Fue  una  equi- 
vocación; comenzaron  las  intrigas  palaciegas  hasta  que 
hubo  que  crear  un  consejo  especial  en  el  que  figuró 
Francisco  Carlos,  lo  que  disminuyó  el  poder  de  Metter- 
nich, reducido  sólo  a  la  cancillería. 

En  1848,  Metternich,  con  setenta  y  cinco  años  de 
edad  y  ya  sordo,  conservaba  todas  sus  facultades  y  ener- 
gías y  se  daba  cuenta  de  la  grave  situación  que  se  estaba 
produciendo;  al  saber  los  sucesos  de  Nápoles  y  después 
lo  que  pasaba  en  toda  Italia  no  se  alarmó,  pues  había 
tenido  la  precaución  de  reforzar  el  ejército  austríaco 
en  Lombardía  y  Venecia.  La  noticia  de  haber  estallado 
la  revolución  en  París,  le  hizo  comprender  el  peligro 
existente,  aunque  todavía  no  sospechaba  la  verdadera 
intensidad  del  movimiento  revolucionario,  que  ya  se 
manifestaba  en  Bohemia,  Hungría  y  Galitzia. 

En  Marzo  comenzó  la  insurrección  en  Viena;  el 
grito  de  combate  era  pedir  el  retiro  de  Metternich,  al 
que  se  consideraba  como  la  bestia  negra  del  despotismo. 
Se  vio  obligado  a  renunciar  y  con  gesto  desdeñoso  con- 
testó a  los  ministros  que  agradecían  su  decisión:  "No 
hago  ningún  sacrificio.  Sólo  cumplo  con  mi  deber.  Yo 
no  me  llevo  conmigo  la  monarquía.  Nadie  tiene  las 
espaldas  tan  anchas  para  llevarla.  Las  monarquías  de- 


22 


saparecen  cuando  se  abandonan  ellas  mismas".  Y  días 
después  dice:  "Doy  gracias  a  Dios  por  dejarme  al 
margen  de  lo  que  está  pasando.  La  alteración  del  orden 
de  las  cosas  existentes  es  inevitable.  Yo  no  hubiera  po- 
dido evitar  las  concesiones  que  nos  conducirán  forzo- 
samente a  la  ruina.  Me  libro  de  la  vergüenza  de  tener 
que  filmarlas". 

Tuvo  que  huir  de  Yiena;  su  vida  corría  peligro  y 
no  encontró  asilo  seguro  hasta  que  llegó  a  Inglaterra. 
Vivió  once  años  más  y  pudo  regresar  a  Viena  donde 
murió  poco  después  de  la  derrota  de  los  austríacos  en 
Magenta;  alcanzó  a  ver  el  principio  del  fin  de  la  obra 
de  su  vida:  el  dominio  austríaco  en  Italia. 

4) 

La  tercera  y  cuarta  parte  en  que  hemos  supuesto 
se  puede  dividir  la  historia  de  la  Iglesia  han  sido  los 
períodos  designados  como  el  "Alto  Imperio  y  Bajo  Im- 
perio Teocrático";  en  resumen,  el  Imperio  Teocrático 
que  dura  ochocientos  años.  Se  inició  con  el  drama  de 
la  lucha  entre  el  Sacerdocio  y  el  Imperio  y  va  a  termi- 
nar con  otro  drama  que  podemos  llamar  el  drama  de 
las  Unidades.  Es  un  drama  aparentemente  confuso  pues 
aparecen  como  figuras  centrales  la  Unidad  Italiana  y 
la  Unidad  Alemana,  cuando  en  realidad  se  trata  del 
fin  del  dominio  temporal  de  la  Iglesia.  Los  papas  dejan 
de  ser  los  monarcas  absolutos  de  los  Estados  Pontificios 
y  pasan  a  ser  los  soberanos  de  un  gran  Imperio  Espi- 
ritual. Todo  lo  que  pierden  en  una  relativa  soberanía 
territorial  lo  ganan  con  creces  al  robustecerse  el  poder 
papal,  que  por  definición  dogmática  es  infalible  en  su 
autoridad  espiritual. 

El  drama  de  las  unidades  consta  de  un  prólogo  y 
de  tres  actos.  El  prólogo  coincide  con  la  etapa  final 
del  gran  movimiento  revolucionario  1789-1848,  que  lle- 


25 


va  a  la  burguesía  al  poder;  se  desarrolla  en  forma  san- 
grienta en  el  Imperio  Austríaco  y  aún  más  en  Italia. 
El  primer  acto  comienza  con  la  guerra  franco-austríaca 
v  termina  con  la  realización  de  la  mayor  parte  de  la 
unidad  italiana,  menos  Venecia  y  Roma.  El  segundo 
se  traduce  en  la  guerra  austro-prusiana  en  la  que  tam- 
bién interviene  Italia;  se  produce  en  parte  la  unidad 
alemana  e  Italia  adquiere  Venecia.  En  el  tercero  y  úl- 
timo estalla  la  guerra  franco-alemana  que  termina  con 
la  unificación  alemana  y  la  proclamación  del  segundo 
Imperio  Alemán.  Italia  ocupa  a  Roma  que  considera 
como  capital  del  reino.  El  Papa  pierde  su  última  po- 
sesión temporal  y  se  encierra  en  el  Vaticano.  Ya  ha 
comenzado  el  Imperio  Espiritual  de  la  Iglesia. 

Napoleón  III,  Cavour  y  Bismarck,  son  aparente- 
mente las  grandes  figuras  ya  que  un  concepto  errado 
de  los  historiadores  nos  hace  creer  que  a  su  alrededor 
y  por  su  iniciativa  se  desarrollan  los  acontecimientos, 
impulsados  por  su  profundo  talento  político.  Sólo  son 
los  actores  principales  de  un  gran  drama  con  que  ter- 
mina ún  período  de  la  historia  de  una  Institución  va 
milenaria.  Richelieu,  Cavour  y  Bismarck,  son  los  ma- 
yores genios  políticos  que  ha  producido  la  cultura  oc- 
cidental; pero  sólo  trabajaron  tenazmente  por  engran- 
decer sus  respectivas  naciones.  Al  contemplar  el  con- 
junto de  la  Historia  se  ve  que  se  preocuparon  de  un 
detalle.  El  personaje  principal  es  un  hombre  humilde, 
sin  pretensiones,  que  jamás  pensó,  ni  siquiera  soñó  ceñir 
la  tiara  pontificia.  A  Pío  IX  le  toca  soportar  el  su- 
frimiento de  ver  derrumbarse  un  Estado  que  no  puede 
defender,  perder  territorios  que  estima  los  ha  recibido 
como  un  sagrado  depósito,  hasta  que  comprende  que  ha 
sido  llamado  a  dirigir  una  transformación  y  alcanza  a  ver 
los  albores  del  Imperio  Espiritual,  nueva  etapa  de  esa 
Institución  que  hacía  cerca  de  dos  mil  años  había  sido 
fundada  a  orillas  del  lago  Tiberíades. 


24 


6) 

Pío  IX,  impulsado  por  su  carácter  bondadoso,  hizo 
una  serie  de  reformas  en  la  administración  temporal, 
encaminadas  a  dar  la  sensación  de  libertad,  y  aun  al- 
gunas de  carácter  nacional  como  el  organizar  una 
guardia  nacional.  Todas  estas  innovaciones  fueron  com- 
batidas por  los  prelados  romanos  que,  más  diestros  po- 
líticos que  el  Papa,  comprendían  cuan  inestable  era  la 
situación  existente  y  estimaban  que  se  vivía  sobre  un 
volcán  político. 

La  sublevación  que  estalló  en  Palermo  se  extendió 
como  un  reguero  de  pólvora  por  toda  Italia  y  fuera  de 
ella.  El  rey  de  Nápoles  y  Carlos  Alberto  de  Cerdeña  se 
vieron  obligados  a  dar  una  constitución.  Ante  la  insu- 
rrección de  Milán  y  Venecia  y  la  caída  de  la  monar- 
quía en  Francia,  se  sublevó  el  pueblo  romano  y  Pío  IX 
tuvo  que  acceder  a  promulgar  una  constitución,  lo  que 
no  estaba  de  acuerdo  con  las  ideas  teocráticas  del  go- 
bierno pontificio.  Lo  más  grave  fue  que  hubo  que  per- 
mitir la  marcha  de  tropas  hacia  la  frontera  de  Lom- 
bardía  y  Venecia  con  la  advertencia  de  que  no  debían 
traspasar  esos  límites. 

En  Una  alocución  el  Papa  trató  de  expresar  clara- 
mente su  pensamiento:  El  no  es  sólo  el  príncipe  de  un 
Estado  italiano,  es  ante  todo  el  Vicario  de  Cristo  y  por 
esto  jamás  irá  a  una  guerra  contra  nadie.  Lejos  de  ser 
una  desgracia  el  que  una  parte  de  la  patria  italiana 
esté  bajo  el  dominio  papal,  es  una  bendición  del  cielo 
que  hace  que  tres  millones  de  habitantes  tengan  doscien- 
tos millones  de  hermanos  católicos.  Ya  se  había  visto  lo 
que  pasó  a  la  caída  del  Imperio  Romano  y  en  qué 
forma  esta  circunstancia  fue  la  salvación  de  Italia.  Ter- 
mina con  las  siguientes  hermosas  ¡palabras  en  las  que 
se  siente  vibrar  su  alma  de  sacerdote  junto  a  su  patrio- 
tismo italiano: 


25 


'¡Oh!  Por  esto  bendecid,  Gran  Dios,  a  Italia  y  con- 
servad siempre  para  ella  este  don  más  precioso  que 
ningún  otro:  la  fe.  Bendecidla  con  la  bendición  que, 
con  la  frente  postrada  en  la  tierra,  humildemente  os 
la  pide  vuestro  Vicario". 

Cien  años  después  al  leer  y  meditar  lo  expresado 
en  esta  alocución,  al  hacer  un  estudio  imparcial 
y  tranquilo  de  ella,  se  ve  que  pueden  deducirse 
tres  conclusiones:  a)  El  Papa  no  puede  ceder  los  terri- 
torios que  forman  los  Estados  Pontificios;  es  sólo  un 
mero  depositario  de  ellos,  b)  El  Vicario  de  Cristo  no 
puede  entrar  en  guerra  con  ninguna  nación,  aunque 
esta  no  sea  católica;  ante  todo  es  el  Jefe  de  la  Igle-t 
sia.  c)  La  invocación  "Gran  Dios,  bendecid  a  Italia  y 
conservadle  su  más  precioso  don:  la  fe"  se  refiere  a 
pedir  la  bendición  del  Cielo  para  conservar  el  privi- 
legio que  significa  el  que  Italia  sea  la  residencia  de  la 
Santa  Sede  y  por  este  motivo  el  centro  de  doscientos 
millones  de  católicos. 

En  el  clima  ideológico  de  esa  época  estas  frases 
claras  y  serenas  fueron  interpretadas  en  muy  diferente 
forma;  para  los  neo  güelfos  fue  como  el  llamado  a  una; 
cruzada  patriótica.  Dentro  del  intenso  fervor  por  la  in- 
dependencia de  Italia  latía  un  sentido  de  misticismo 
que  consideraba  las  palabras  del  Sumo  Pontífice  como 
una  exhortación  a  l'a  lucha;  se  recordaba  el  grito  de 
Julio  II:  "Arrojemos  a  los  bárbaros  de  Italia".  Los  neo 
güelfos  de  Gioberti  se  engañaban  honradamente  al  dar 
ese  sentido  a  las  palabras  del  Papa;  no  así  los  republi- 
canos de  Mazzini  que  procedieron  torcidamente  al  tratar 
de  comprometer  al  Papado  en  una  lucha  contra  una 
potencia  católica  como  era  el  Austria;  el  fin  último- 
era  la  supresión  de  la  Santa  Sede  una  vez  que  se  hu- 
biera triunfado. 

2b 


7) 


Había  terminado  el  glorioso  amanecer  del  ponti- 
ficado de  Pío  IX;  iba  a  comenzar  el  período  que  justi- 
fica el  pronóstico  de  su  reinado:  "Cruz  de  Cruces".  El 
Papa  nombró  un  ministerio  de  eclesiásticos  y  laicos  y 
en  él  figuró  el  hombre  capaz  de  dirigir  una  política  que 
se  tornaba  cada  vez  más  peligrosa:  el  cardenal  Antone- 
lli,  que  acompañó  hasta  el  final  a  Pío  IX.  Como  jefe 
del  ministerio  nombró  al  conde  Pellegrino  Rossi,  po- 
lítico honrado,  sincero  liberal,  que  deseaba  la  libertad 
de  Italia,  pero  dentro  del  orden.  Poco  después  Rossi 
fue  asesinado  en  el  vestíbulo  del  edificio  en  que  se 
reunía  el  Parlamento.  Fue  esta  la  señal  de  una  revuelta 
total;  los  asesinos  fueron  paseados  triunfalmente  por 
las  calles  de  Roma  al  grito  de  "Viva  el  nuevo  Bruto. 
Bendita  la  mano  que  apuñaleó  a  Rossi".  La  guardia 
suiza  del  Papa  fue  disuelta  y  el  Pontífice,  custodiado 
por  las  milicias  revolucionarias,  ya  no  era  un  soberano 
sino  un  prisionero. 

Con  sumo  cuidado  se  preparó  la  fuga  del  Papa,  la 
que  se  llevó  a  cabo  sin  contratiempos.  Pío  IX  se  refu- 
gió en  Gaeta  (Ñapóles)  en  espera  de  un  barco  español 
que  lo  llevaría  a  las  islas  Baleares  o  a  otro  punto  que 
no  se  había  fijado.  El  rey  de  Nápoles  al  saber  la  llegada 
del  Papa,  se  trasladó  a  Gaeta  y  logró  que  Pío  IX  per- 
maneciera en  esta  ciudad  y  no  abandonara  Italia. 

El  giro  que  habían  tomado  los  acontecimientos 
causó  la  ruina  de  los  ideales  neo  güelfos.  Antonio  Ros- 
mini,  llamado  el  filósofo  roveritano  por  haber  nacido 
en  Rovereto,  se  expresaba  en  uno  de  sus  opúsculos  so- 
bre la  unidad  italiana,  en  la  siguiente  forma: 

"Para  que  el  Papa  pudiera  eximirse  de  participar 
en  la  presente  guerra  italiana  contra  los  extranjeros, 
no  es  suficiente  su  calidad  de  Padre  común;  sino  que 
la  única  razón  que  pudiera  justificar  su  abstención  sería 


27 


que  faltara  una  u  otra  de  las  dos  condiciones  que  hacen 
obligatoria  la  guerra  para  todo  príncipe:  justicia  y  gran 
utilidad  nacional.—  Si  el  mundo  llegara  a  creer  que  el 
Papa  nunca  puede  sostener  una  guerra,  porque  es  el 
Padre  común,  también  creería  que  la  soberanía  tempo- 
ral y  el  Pontificado  son  contradictorios. 

Es  curioso  ver  como  Rosmini  años  antes  plantea 
involuntariamente  —pues  él  no  pretendía  que  el  Pa- 
pado abandonara  o  perdiera  sus  dominios  temporales- 
algo  que  encerraba  la  verdadera  solución,  a  la  cual 
pudieron  llegar  los  acontecimientos  en  forma  tan  com- 
plicada, tan  tortuosa  y  después  de  tan  numerosos  con- 
flictos. 


2S 


CAPITULO  II 


1)   Austria  aplasta  la  revolución  en  Venecia  y  en  Lom 
bardía  —  2)  La  segunda  República  en  Francia.—  3)  y  4) 
El  principe  Luis  Napoleón.-  5)  Luis  Napoleón  presidente 
de  Francia. 


1) 

Carlos  Alberto,  rey  del  Piamonte,  era  un  príncipe 
afectado  por  una  neurosis  que  hacía  recordar  a  sus  an- 
tepasados los  Borbones  españoles,  Felipe  V  y  Fernando 
VI.  Absolutista  convencido,  tenía  períodos  en  que  se 
sentía  dominado  por  ideas  liberales  y  otras  veces  lo  afec- 
taban depresiones  nerviosas  que  lo  llevaban  a  refugiarse 
en  un  misticismo  y  lo  hacían  alejarse  de  todos  los  pro- 
blemas políticos.  Indeciso,  falto  de  visión  como  gober- 
nante, le  tocó  afrontar  problemas  difíciles  que  en  nin- 
guna forma  correspodían  a  sus  dotes  como  soberano. 

Después  de  dar  una  constitución  y  de  estar  honra- 
damente dispuesto  a  mantener  las  nuevas  instituciones 
liberales,  se  encontró  ante  la  sublevación  de  Lombardía 
y  Venecia  contra  el  dominio  austríaco.  ¿Qué  aptitud  to- 
mar? Austria,  aunque  estaba  en  plena  crisis,  disponía  de 
una  fuerza  muy  superior  a  la  del  pequeño  reino  del  Pia- 
monte. Si  se  mantenía  neutral  sin  intervenir  en  el  mo- 


29 


vimiento  nacional  italiano  corría  el  peligro  de  una  in- 
surrección, que  transformaría  la  monarquía  en  una  re- 
pública en  unión  de  los  territorios  libertados  del  poder 
austríaco;  era  la  ruina  de  la  casa  de  Saboya.  Si  entraba 
en  la  lucha  contra  el  poderoso  ejército  del  Austria  el 
resultado  era  muy  dudoso. 

En  esta  situación  de  no  saber  qué  camino  tomar 
eligió  el  peor  de  todos;  uno  intermedio:  trató  de  que  los 
sicilianos,  sublevados  contra  el  rey  de  Ñapóles,  lo  acep- 
taran como  soberano.  La  sublevación  de  Milán  y  de 
Venecia,  que  obligó  al  ejército  austríaco  a  retirarse  ha- 
cia el  famoso  cuadrilátero  defensivo  formado  por  las 
fortalezas  de  Mantua,  Verona,  Pescara  y  Pizighetone,  y 
al  mismo  tiempo  el  estallido  de  la  revolución  en  Viena, 
en  Bohemia  y  en  Hungría,  decidieron  a  Carlos  Alberto 
a  intervenir  en  Lombardía  y  muy  pronto  entró  victo- 
rioso en  Milán. 

La  célebre  frase  del  rey  Carlos  Alberto  "Italia  fara 
da  se"  (Italia  se  basta  a  sí  misma)  para  luchar  contra 
el  Austria  y  libertarse  del  dominio  extranjero,  sin  con- 
tar con  ninguna  alianza  exterior  demuestran  la  falta 
de  criterio  que  tenía  para  apreciar  la  situación  existen- 
te. Muy  pronto  surgieron  las  dificultades  que  harían 
fracasar  lo  que  muchos  italianos  estimaron  iba  a  ser 
una  marcha  triunfal. 

Mandaba  los  ejércitos  austríacos  en  Italia  el  maris- 
cal Rodolfo  Radetzki,  que  a  pesar  de  su  avanzada  edad 
conservaba  la  energía  y  el  talento  militar  que  desplegó 
como  jefe  del  estado  mayor  en  la  invasión  de  Francia 
en  la  sexta  coalición.  Lejos  de  oponerse  al  avance  italia- 
no evacuó  Milán  y  concentró  su  ejército,  fuerte,  de  cin- 
cuenta mil  hombres,  en  el  cuadrilátero  y  esperó  los  re- 
fuerzos que  se  le  había  prometido.  Debido  a  la  torpeza 
del  comandante  de  la  guarnición  de  Venecia,  esta  ciudad 
cayó  en  poder  de  Daniel  Manin,  audaz  y  valiente  jefe 
italiano  que  dueño  del  arsenal  se  dedicó  a  preparar  la 
defensa. 


30 


Las  rivalidades  entre  los  jefes  mazzinianos  que  no 
veían  con  buenos  ojos  que  Lombardía  y  Venecia  hu- 
bieran caído  en  poder  de  Carlos  Alberto,  terminaron 
por  oponerse  al  engrandecimiento  de  la  casa  de  Saboya. 
Se  olvidaron  de  que  ante  todo  había  que  vencer  a  los 
austríacos  y  el  rey  Carlos  Alberto  vio  con  desespera- 
ción como  a  veces  no  se  cumplían  sus  órdenes  y  se  le 
impedía  conseguir  un  rápido  triunfo. 

La  situación  en  Austria  había  cambiado;  la  corte 
imperial  refugiada  en  Olmutz  tomó  resoluciones  tras- 
cendentales: El  emperador  Fernando  abdicó  y  renunció 
a  sus  derechos  el  archiduque  Francisco  en  favor  de  su  hijo 
Francisco  José  que  ya  había  cumplido  la  edad  necesa- 
ria para  gobernar.  Tras  todas  estas  medidas  estaba  su 
madre  la  archiduquesa  Sofía,  que  hábil  y  enérgica,  iba 
a  ser  el  alma  de  la  resistencia  a  la  revolución.  Pronto 
llegaron  noticias  favorables.  El  jefe  militar  en  Bohe- 
mia, que  era  el  príncipe  Windischgraetz,  se  había  man- 
tenido sereno  ante  la  revuelta  en  Praga;  pero  cuando 
una  bala,  destinada  a  él  dio  muerte  a  su  esposa  cuando 
se  dirigía  a  misa,  tomó  la  ofensiva  contra  los  rebeldes 
que  habían  roto  las  negociaciones  entabladas  para  bus- 
car un  arreglo.  Hizo  bombardear  la  ciudad  que  muy 
luego  tuvo  que  rendirse.  A  esta  primera  victoria  siguió 
el  ataque  a  Viena  que  igualmente  tuvo  que  capitular. 
La  revolución  sólo  resistió  en  Hungría  y  en  Italia. 

Una  vez  que  Radetzki  recibió  refuerzos  tomó  la 
ofensiva  y  derrotó  a  los  italianos  en  Custozza  y  poco 
después  obtuvo  en  Novara  una  brillante  victoria  que 
aplastó  al  ejército  piamontés.  Se  rindió  Milán  y  luego 
Venecia.  Para  quedar  libres  y  poder  intervenir  en  la 
Italia  central,  los  austríacos  hicieron  la  paz  con  el  Pia- 
monte,  exigiendo  sólo  la  abdicación  de  Carlos  Alberto 
en  favor  de  su  hijo  Víctor  Manuel  II. 


31 


2) 


La  revolución  triunfante  en  París  convocó  a  elec- 
ciones para  elegir  por  sufragio  universal,  una  Asamblea 
Constituyente.  El  partido  socialista,  que  tenía  su  mayor 
fuerza  en  las  masas  obreras  de  la  capital,  olvidó  que  la 
gran  mayoría  de  la  nación  era  monárquica,  conserva- 
dora y  no  republicana  y  a  esto  se  debió  que  en  la  nueva 
Asamblea  predominara  la  ideología  conservadora.  Como 
los  monárquicos  estaban  divididos  en  dos  grupos  irre- 
conciliables: los  legitimistas  que  reconocían  por  rey  de 
Francia  al  conde  Chambord,  el  nieto  de  Carlos  X,  y  los 
orleanistas,  se  acordó  establecer  la  república,  en  que  el 
poder  ejecutivo  quedaría  confiado  a  un  presidente  ele- 
gido por  cuatro  años  y  el  legislativo  lo  ejercería  una 
sola  cámara.  Los  poderes  se  iban  a  generar  mediante 
elección  directa  por  sufragio  universal.  El  gobierno  pro- 
visional acordó  como  una  obligación  el  dar  trabajo  a 
los  desocupados  y  con  este  objeto  creó  los  talleres  na- 
cionales. Como  no  había  todavía  nada  organizado 
hubo  que  inventar  la  necesidad  de  hacer  movimientos 
de  tierra  para  dar  la  sensación  de  que  en  algo  útil  se 
ocupaba  al  elemento  obrero. 

Como  los  salarios  pagados  eran  buenos  comparados 
con  los  que  ofrecía  la  industria  particular  atrajeron  a 
París  gran  cantidad  de  obreros  que  formaron  una  masa 
temible,  la  que  era  aprovechada  con  fines  políticos  creán- 
dose una  situación  parecida  a  la  de  la  Comuna  en  la 
gran  revolución.  Ante  las  continuas  imposiciones  y 
constantes  amenazas,  el  gobierno  concentro  fuerzas  en 
París  y  entregó  el  mando  de  ellas  al  general  Cavaignac, 
ya  famoso  por  su  energía  en  las  campañas  argelinas. 

Cavaignac,  se  preparó  para  sofocar  una  anunciada 
revuelta  que  estalló  con  todo  furor;  durante  tres  días  se 
combatió  en  las  estrechas  calles  de  los  suburbios  de 
París,  hasta  que  el  ejército,  después  de  sangrientos  com- 


?2 


bates,  logró  dominar  la  rebelión.  Monseñor  Affre,  ar- 
zobispo de  París,  fue  muerto  cuando  trataba  de  evitar 
que  continuara  la  lucha.  El  gobierno  obtuvo  un  triun- 
fo completo  que  robusteció  su  autoridad  y  le  permi- 
tió disolver  los  talleres  nacionales. 

En  las  elecciones  salió  elegido  como  diputado  en 
varios  distritos  el  príncipe  Luis  Napoleón  Bonaparte, 
hijo  de  Luis  Bonaparte,  ex  rey  de  Holanda  y  de  Hor- 
tensia de  Beauharnais.  El  gobierno  provisional  no  le 
había  permitido  estar  en  Francia  y  ante  la  oposición 
existente  el  príncipe  renunció  a  su  elección,  la  que 
resolvió  aceptar  cuando  fue  nuevamente  elegido  en  las 
elecciones  complementarias. 

3) 

A  la  edad  de  veintiún  años  murió  en  Viena  el  ex 
rey  de  Roma,  llamado  el  Aguilucho,  por  ser  el  hijo  del 
Aguila,  el  emperador  Napoleón.  Su  abuelo,  el  empera- 
dor Francisco  de  Austria  le  había  dado  el  título  de  duque 
de  Reichstadt  y  con  este  nombre  se  le  conoce  en  la  His- 
toria. Murió  víctima  de  una  tuberculosis  acelerada  por 
la  melancolía  producida  al  considerar  su  destino  tan 
desgraciado.  Nacido  en  el  más  grandioso  esplendor,  sus 
primeros  años  se  deslizaron  entre  el  apasionado  amor 
de  su  padre  y  los  extremados  cuidados  de  los  que  eran 
fanáticos  admiradores  de  Napoleón.  Y  después...  com- 
prender que  ya  no  vería  más  a  ese  hombre  extraordina- 
rio del  que  heredaba  un  nombre  de  una  gloria  tan  abru- 
madora, que  le  estaba  prohibido  llevar;  sólo  era  Fran- 
cisco, duque  de  Reichstadt.  Su  madre  lo  había  abando- 
nado en  un  medio  en  que,  a  pesar  de  ser  un  niño, 
sentía  una  sorda  hostilidad  hacia  él;  se  le  consideraba 
un  peligro  futuro.  Gozaba  de  una  aparente  libertad 
pero  sabia  que  era  espiado  hasta  en  sus  más  íntimas 
actividades. 


2.— Teocracia. 


33 


Se  ha  dicho  que  Metternich  ejerció  un  insoporta- 
ble control  sobre  el  joven  príncipe,  guiado  por  un  odio 
vengativo  que  sentía  por  el  emperador  Napoleón,  por 
la  forma  humillante  en  que  éste  lo  trató  en  repetidas 
veces.  Esta  versión  es  inaceptable;  no  está  de  acuerdo 
con  la  psicología  del  Ministro  austríaco;  es  lo  más  pro- 
bable que  la  exagerada  vigilancia  que  se  mantenía  so- 
bre el  Aguilucho,  el  impedir  que  se  acercaran  a  él  las 
personas  que  el  gobierno  no  autorizaba,  era  debido  al 
temor  de  que  se  fraguara  un  complot  para  derribar  ai 
los  reyes  de  Francia,  lo  que  necesariamente  iba  a  des- 
truir el  inestable  equilibrio  europeo  existente.  Metter- 
nich fue  un  político  con  las  ideas  exageradamente  con- 
servadoras de  su  círculo,  no  veía  más  allá,  no  tenía  vi- 
sión del  futuro,  estimaba  posible  detener  la  evolución 
en  marcha,  era  uno  de  esos  hombres  de  Estado  que 
conocen  la  Historia  en  su  aspecto  narrativo,  los  que 
según  la  feliz  frase  de  Spengler:  saben  Historia;  pero 
no  la  sienten. 

Al  desaparecer  el  duque  de  Reichstadt,  pasó  a  ser 
el  representante  de  la  idea  imperial  napoleónica  el 
príncipe  Luis  Napoleón,  último  hijo  de  Luis  y  Horten- 
sia. Los  dos  últimos  príncipes  Bonaparte  Beauharnais 
se  habían  afiliado  a  la  sociedad  secreta  de  los  carbona- 
rios y  fueron  a  luchar  por  la  libertad  de  Italia  en  la 
época  de  Gregorio  XVI.  El  hermano  mayor  enfermó  y 
murió  en  la  campaña  y  Luis  Napoleón  se  salvó  de  caer 
en  poder  de  los  austríacos  gracias  a  la  protección  del 
futuro  Pío  IX.  Luis  Napoleón  volvió  a  casa  de  su  madre, 
la  reina  Hortensia,  que  residía  en  Suiza  en  el  castillo 
de  Arenemberg.  Se  había  separado  de  su  marido,  el 
rey  Luis,  con  el  cual  no  podía  avenirse.  Como  habíamos 
visto,  el  matrimonio  se  realizó  por  motivos  políticos.  Las 
rarezas  de  carácter  de  Luis  Bonaparte  aumentaron  por 
las  intrigas  de  la  corte  que  lo  llevaron  a  creer  en  la 
infidelidad  de  su  esposa;  residía  alternativamente  en 
Florencia  y  en  Roma,  atormentado  por  una  neurosis 


34 


que  lo  empujaba  a  veces  a  tomar  medidas  de  las  que 
después  se  arrepentía.  Así  en  un  rapto  de  furor  negó 
la  parternidad  del  príncipe  Luis  en  una  carta  dirigida 
al  papa  Gregorio  XVI;  en  una  parte  dice: 

"Santo  Padre:  La  tristeza  ha  destrozado  mi  alma  y 
he  temblado  de  indignación  al  enterarme  de  la  tenta- 
tiva criminal  de  mi  hijo  —el  que  murió  en  esta  cam- 
paña— contra  Vuestra  Santidad.  Mi  vida  atormentada 
debía  aún  pasar  por  él  más  cruel  de  los  pesares  al  saber 
que  uno  de  los  míos  ha  podido  olvidar  todas  las  bon- 
dades con  que  Vuestra  Santidad  ha  favorecido  sin  me- 
dida a  mi  familia.  Mi  desdichado  hijo  ha  muerto.  ¡Qué 
Dios  tenga  misericordia  de  él!  En  cuanto  al  otro  (el 
príncipe  Luis  Napoleón)  que  usurpa  mi  nombre;  Vues- 
tra santidad  sabe  que  gracias  a  Dios  no  tiene  nada  que 
ver  conmigo". 

A  pesar  de  la  forma  en  que  se  expresa  en  la  carta 
anterior,  Luis  Bonaparte,  poco  antes  de  morir  en  Flo- 
rencia quiso  ver  a  su  hijo  Luis  Napoleón,  preso  en  el 
castillo  de  Ham.  Da  la  impresión  de  que  la  carta  al  Papa 
fue  escrita  en  una  de  esas  crisis  nerviosas  que  le  afee-» 
taban  y  que  después  se  arrepintió  de  lo  que  había  dicho 
en  un  momento  de  ofuscación. 

4) 

Al  considerarse  el  príncipe  Luis  Napoleón  el  he- 
redero de  la  tradición  napolónica,  adquirió  el  sentido 
fatalista  de  un  glorioso  destino;  el  porvenir  le  indica- 
ba la  corona  imperial.  Muy  luego  en  el  castillo  de  Are- 
nemberg  se  reunió  un  grupo  de  fervientes  bonapar- 
tistas  que  consideraban  a  Luis  Napoleón  como  el  prín- 
cipe que  debía  realizar  la  restauración  imperial.  Uno 
de  ellos  Fialin,  que  se  hacía  llamar  conde  de  Persigny, 
audaz  y  de  una  increíble  tenacidad,  había  dedicado  su 
vida  a  organizar  el  movimiento  que  iba  a  triunfar  en 
Francia. 


35 


La  primera  tentativa,  sin  base  alguna,  mal  prepa- 
rada, fue  un  completo  fracaso.  Luis  Napoleón  preten- 
dió sublevar  a  la  guarnición  de  Strasburgo  y  sólo  con- 
siguió caer  en  manos  de  la  policía  francesa  de  Luis  Fe- 
lipe. El  gobierno  francés,  con  muy  buen  criterio,  se 
preocupó  de  no  dar  publicidad  a  lo  que  se  podía  cali- 
ficar como  una  intentona  descabellada;  pero  que  al  co- 
nocerse haría  saber  que  existía  un  heredero  del  gran 
Emperador.  El  príncipe  fue  llevado  secretamente  a  Pa- 
rís y  de  ahí  a  la  costa  donde  se  le  embarcó  con  rumbo 
a  Estados  Unidos;  se  procuró  que  el  viaje  fuera  lo  más 
largo  posible;  el  buque  en  que  navegaba  recaló  prime- 
ro en  las  costas  del  Brasil.  Nadie  pudo  imaginar  la 
influencia  que  iba  a  tener  en  los  planes  del  futuro 
Napoleón  III  el  conocimiento  de  América. 

Luis  Napoleón  regresó  a  Arenemberg  al  saber  que 
la  reina  Hortensia  estaba  muy  enferma;  alcanzó  a  des- 
pedirse de  su  madre,  a  quien  la  unía  el  entrañable  amor 
de  hijo  único.  Al  despedirse  para  siempre  de  la  mansión 
en  que  había  vivido  parte  de  su  juventud,  llevó  varios 
recuerdos  de  familia,  entre  ellos  un  cuaderno  en  que 
Hortensia  había  escrito  diferentes  consejos  dedicados' a 
su  hijo;  ellos  revelan  el  talento  de  la  reina  para  apreciar 
la  psicología  humana  y  la  prescindencia  de  toda  idea 
moral;  lo  bueno  o  lo  malo  de  los  actos  personales  ante 
la  ventaja  que  se  puede  conseguir. 

Al  estudiar  las  actuaciones  de  Napoleón  III  se  ve 
cuanto  influyeron  estos  consejos  maternales  en  la  vida 
del  Emperador.  Es  interesante  conocer  algunos  de  ellos. 

"Los  Bonapartes  están  destinados  a  ser  amigos  de 
todo  el  mundo.  Son  mediadores". 

"No  dejemos  de  afirmar  que  el  Emperador  era  in- 
falible; todos  sus  actos  obedecieron  a  un  motivo  nacional. 
No  ceses  de  publicar,  con  terquedad  invencible,  que  ha- 
bía hecho  a  Francia  poderosa  y  próspera  y  que  cada  una 
de  sus  conquistas  servía  para  extender  por  Europa  sus 


36 


instituciones  admirables.  Se  acaba  por  hacer  creer  a  los 
otros  lo  que  se  repite  con  frecuencia  y  convicción". 

"Discutiendo  con  franceses  es  fácil  imponer  la  pro- 
pia opinión  invocando  la  Historia.  Como  nadie  la  ha 
estudiado  están  pronto  a  admitir  como  verdad  lo  que 
el  osado  les  diga". 

Este  consejo  no  sólo  se  puede  aplicar  a  los  france- 
ses; es  universal. 

"No  olvides  jamás  que  eres  príncipe;  pero  tu  título 
es  nuevo  y  para  darle  el  prestigio  que  no  ha  podido 
consagrarle  el  tiempo  debes  esforzarte  para  que  sean  tus 
hechos  los  que  le  ilustren.  Si  el  pueblo  sufre,  tú  has  de 
sufrir  con  el  pueblo". 

"Muéstrate  acogedor  con  todos.  No  rechaces  nunca 
a  nadie,  ni  aun  a  los  simples  curiosos,  ni  aun  a  los  mis- 
mos impertinentes,  todos  los  hombres  pueden  ser  un 
día  de  provecho". 

"Te  recuerdo  un  consejo  que  te  he  dado  varias 
veces.  Vive  siempre  apercibido  con  el  otrjeto  de  apro- 
vechar en  tu  beneficio  los  sucesos  favorables  o  desdi- 
chados. El  triunfo  lo  obtienen  siempre  los  que  tienen 
la  habilidad  de  elegir  el  momento  oportuno  para  in- 
tervenir por  sorpresa.  No  des  la  cara  sino  en  el  mo- 
mento oportuno". 

Y  aquí  viene  una  frase  verdaderamente  notable 
por  la  forma  como  el  príncipe  supo  comprenderla  y 
aplicarla: 

"El  mundo  puede  caer  dos  veces  en  la  misma  ce- 
lada". 

Establecido  el  príncipe  Luis  Napoleón  en  Londres 
y  rodeado  de  gran  número  de  partidarios,  se  preparó 
para  derribar  el  gobierno  de  Luis  Felipe  ya  bastante 
impopular.  Una  nueva  tentativa,  mal  ideada  y  peor 


57 


preparada,  consistió  en  un  desembarco  en  Boulogne. 
Fue  un  completo  fracaso  como  la  primera;  pero  esta 
vez  el  príncipe  tuvo  que  comparecer  ante  un  tribunal  de 
los  Pares,  es  decir  de  miembros  del  Senado  francés. 

Sucedió  lo  que  debía  haberse  evitado,  como  en  el 
caso  anterior.  Toda  Francia  supo  que  el  príncipe  he- 
redero del  Emperador  había  sido  condenado  a  prisión 
perpetua  en  el  castillo  de  Ham  por  jueces  militares  o 
altos  dignatarios  que  debían  su  situación  al  Empera- 
dor; ahora  condenaban  al  sobrino  por  un  delito  políti- 
co, en  circunstancias  que  ellos  habrían  sido  los  prime- 
ros en  aceptarlo  en  caso  de  que  hubiera  triunfado. 

Seis  años  duró  la  reclusión  en  Ham,  donde,  dedi- 
cado al  estudio  y  a  escribir  y  desarrollar  diferentes  pro- 
yectos, su  carácter  sufrió  una  transformación;  dejó  de 
ser  el  hombre  precipitado  para  transformarse  en  un 
pensador,  en  cierto  modo  un  soñador,  que  estudia  y 
prepara,  puede  decirse  que  acaricia  sus  ideas,  sus  so- 
luciones, sin  hallar  ni  resolverse  a  encontrar  el  momen- 
to apropiado  para  ponerlas  en  ejecución.  Adquiere  un 
carácter  indeciso,  expuesto  a  ser  explotado  por  hom- 
bres astutos  y  fuertes  de  voluntad,  que  muy  pronto  se 
dan  cuenta  de  esa  extraña  debilidad  que  se  oculta  tras 
una  aparente  energía  y  de  una  audacia  que  no  existe. 
Es  inteligente  y  bondadoso  y  ha  comprendido  el  mo- 
mento en  que  vive  y  la  profunda  evolución  social  que 
se  está  desarrollando.  iSus  fracasos  le  han  producido 
una  desconfianza  que  es  instintiva  y  que  lo  hace  lucu- 
brar proyectos  sin  darlos  a  conocer  a  las  personas  que 
necesariamente  deben  estar  al  corriente  de  ellos  para 
que  puedan  tener  éxito,  y  así  pasará  que  va  a  sorpren- 
der a  sus  más  fieles  partidarios  con  resoluciones  insos- 
pechadas. 

Logra  fugarse  de  Ham;  y  se  instala  en  Londres.  Al 
saber  el  estallido  de  la  revolución  de  febrero  de  1848, 
en  Francia,  cree  que  ha  llegado  el  momento  de  actuar. 
El  gobierno  provisional  no  lo  admite;  no  lo  considera 


3$ 


un  hombre  peligroso,  pero  lleva  un  nombre  más  que 
peligroso.  Ya  hemos  visto  como  elegido  por  dos  veces 
consecutivas  hay  que  aceptarlo.  Cuando  llega  el  mo- 
mento en  que  tiene  que  jurar  ante  la  Asamblea  sube 
a  la  tribuna  y  se  confunde  al  querer  expresar  su  pen* 
Sarniento.  Da  la  impresión  de  que  es  un  mentecato  y 
lo  curioso  es  que  esto  lo'  favorece,  pues  los  políticos 
ambiciosos  y  listos  llegan  a  la  conclusión  de  que  no 
deben  temerle;  el  príncipe  es  un  figurón  a  quien  ellos, 
hábiles  en  las  maniobras  políticas,  podrán  fácilmente 
manejar  sirviéndose  de  un  nombre  que  representa  una 
fuerza  incalculable. 

El  problema  interesante  es  la  elección  de  un  pre- 
sidente de  la  república.  Al  lado  de  un  candidato  de  la 
extrema  izquierda,  que  no  tiene  probabilidades  de 
triunfar,  figura  el  general  Cavaignac,  que  es  el  de  más 
arrastre.  Había  dado  muestra  de  energía  y  era  el  hom- 
bre llamado  a  establecer  el  orden  en  la  naciente  re- 
pública. Otro  candidato  era  el  poeta  Alfonso  de  La- 
martine, muy  popular,  brillante  orador  y  gran  literato. 
Los  amigos  del  príncipe  comenzaron  a  trabajar  por  su 
candidatura  en  toda  Francia,  con  ardor,  con  entusiasmo, 
con  la  seguridad  de  que  iban  a  triunfar;  hasta  en  el 
más  humilde  rincón  de  Francia  el  nombre  de  Napo- 
león evocaba  un  recuerdo  de  grandeza  y  de  gloria. 

Los  monárquicos  formaban  la  mayor  fuerza  elec- 
toral; pero  estaban  divididos  en  legitimistas  y  orleanis- 
tas;  ambos  partidos  se  plegaron  a  la  candidatura  de  Luis 
Napoleón  que  salió  elegido  por  una  abrumadora  ma- 
yoría respecto  del  general  Cavaignac. 

Fue  un  engaño  para  la  mayoría  la  personalidad 
del  presidente  electo.  Su  aspecto  físico  en  nada  recor- 
daba al  gran  Emperador.  Era  una  figura  opaca  que 
no  revelaba  ambición  ni  talento  político.  Sus  años  de 
prisión  le  habían  impreso  un  sello  especial  en  su  mi- 
rada que  parecía  estar  pensando  en  algo  distante,  le- 
jano, no  en  el  problema  del  momento.  Hubo,  sin  em- 


39 


bargo  varias  personas  de  valer  que  no  se  equivocaron; 
en  sus  apreciaciones.  Años  después  el  general  Lamori- 
ciere,  desterrado  en  Bélgica  dirá: 

"El  clero  cree  que  un  charlatán,  que  un  perjuro 
coronado,  puede  concederles  el  convertir  a  las  almas. 
¡Error!  El  clero  cree  que  el  carbonario  de  la  víspera  va 
a  convertirse  en  sincero  protector  de  Pío  IX.  ¡Error! 
¡Deplorable  error!  Ese  hombre  adula  a  todos  para  lle- 
gar; pero  su  naturaleza  doble  es  incompatible  con  la 
política  católica  que  es  eminentemente  simple.  La  có- 
pula de  la  Fe  y  de  la  Masonería,  de  la  Iglesia  y  de  la 
Revolución  es  peor  que  la  impiedad  franca". 

El  conde  de  Falloux,  que  había  sido  uno  de  los 
jefes  más  destacados  del  partido  católico,  dice  al  ya 
famoso  periodista  Veuillot: 

"Créame,  conozco  a  Luis  Napoleón  mejor  que  Ud. 
No  espere  de  él  nunca  una  política  sinceramente  cató- 
lica. Conserva  sobre  el  Papado  las  ideas  de  su  juven- 
tud. Cuando  Ud.  lo  haya  libertado  de  todo  freno,  verá 
a  dónde  nos  lleva.  No  prepare  por  lo  tanto  un  gran 
remordimiento  para  su  conciencia,  ni  una  gran  humi- 
llación para  su  sagacidad;  permanezca  neutral,  es  lo 
menos  que  puede  hacer". 

Un  hombre  que  era  un  hábil  político,  a  quien  se 
le  atribuía  una  especial  perspicacia,  ministro  varias  ve- 
ces durante  el  reinado  de  Luis  Felipe,  Adolfo  Thiers,  al 
oír  por  primera  vez  al  príncipe  en  la  tribuna  de  los  di- 
putados dijo:  "Es  un  cretino,  muy  fácil  de  manejar"  y 
tuvo  la  ingenuidad  de  aconsejar  al  príncipe  que  vistie- 
ra el  uniforme  del  Primer  Cónsul  al  hacerse  cargo  del 
poder  como  presidente,  a  cuya  elección  él  tanto  contri- 
buyó. No  hay  duda  que  Thiers  no  conocía  los  consejos 
de  la  reina  Hortensia  que  el  hijo  observó  con  tanto 
éxito. 


40 


CAPITULO  III 


1)  Pío  IX  regresa  a  Roma  —  2)  y  3)  El  golpe  de  Estado 
del  2  de  diciembre  en  Francia.—  4)  El  segundo  Imperio 
francés. 

1)    ,  t:ff 

La  República  Romana,  cuyo  principal  dirigente  era 
José  Mazzini,  tuvo  corta  vida.  El  asesinato  del  conde  Ros- 
si  y  el  atropello  y  desconocimiento  de  la  autoridad  pon- 
tificia causaron  penosa  impresión  y  se  vio  el  peligro  que 
encerraba  el  movimiento  italiano  en  la  forma  que  su  je- 
fe propiciaba;  se  veía  que  muy  pronto  se  iba  a  produ- 
cir la  anarquía. 

Había  en  Mazzini,  junto  a  su  intenso  patriotismo 
italiano,  un  odio  profundo  al  catolicismo.  No  separaba 
en  la  personalidad  del  Papa  el  carácter  de  príncipe  ita- 
liano del  de  jefe  espiritual  de  millones  de  hombres.  Com- 
penetrado de  la  filosofía  del  siglo  XVIII,  estaba  con- 
vencido de  que  la  Iglesia  era  una  institución  envejeci- 
da que  debía  desaparecer  por  ser  un  estorbo  a  lo  que 
él  estimaba  una' radiante  filosofía  del  porvenir.  Muy 
pronto  pudo  palpar  lo  errado  de  sus  esperanzas  en  cuan- 
to a  una  revolución  europea;  la  reacción  aumentaba  ca- 
da vez  más  y  jamás  pensó  que  setenta  años  después  se 
iba  a  realizar  su  ideal  de  agrupamiento  y  libertad  de 


41 


los  pueblos,  con  lo  que  se  iba  a  iniciar  la  ruina  de  la 
cultura  occidental. 

La  huida  de  Pío  IX,  el  triunfo  del  ejército  austría- 
co y  la  gran  victoria  obtenida  en  Novara  fueron  un 
anuncio  del  pronto  término  de  la  revolución  romana. 
La  reacción  producida  en  los  países  católicos  al  saberse 
los  acontecimientos  producidos  en  Roma  fue  completa- 
da por  la  indignación  manifestada  en  las  naciones  pro- 
testantes y  en  la  Rusia  ortodoxa.  El  zar  Nicolás  I  ex- 
presó su  protesta  en  forma  enérgica. 

Fueron  famosos  los  discursos  pronunciados  en  los 
Parlamentos  de  España,  Francia  e  Inglaterra.  Donoso 
Cortés,  marqués  de  Valdegamas,  uno  de  los  más  nota- 
bles oradores  españoles,  expresó  en  el  Parlamento  el  sen- 
tir nacional  al  condenar  la  forma  en  que  se  había  tra- 
tado al  Santo  Padre.  En  Francia  el  conde  Carlos  de  Mon- 
talembert,  uno  de  los  jefes  del  partido  católico,  en  uno 
de  sus  discursos  que  recuerda  la  oratoria  grandiosa  y 
apasionada  de  los  grandes  oradores  franceses,  dijo  en  al- 
gunas de  sus  partes: 

"Considerad  doscientos  millones  de  hombres  espar- 
cidos en  el  universo,  no  sólo  en  Irlanda,  en  España,  en 
Polonia,  en  Europa,  sino  también  en  las  misiones  de 
China  y  en  los  desiertos  de  Oregón.  Dentro  de  poco  es- 
tos doscientos  millones  de  hombres  sabrán  unos  después 
de  otros,  que  el  jefe  de  la  fe,  el  doctor  de  sus  concien- 
cias, el  guía  de  sus  almas,  aquel  a  quien  llaman  con  el 
nombre  de  Padre,  fue  sitiado,  insultado,  oprimido  y  en- 
carcelado en  su  propio  palacio.  Todos  enfurecerán  de 
indignación  y  de  dolor.  Por  triste  que  haya  sido  el  re- 
sultado de  las  reformas  políticas  inauguradas  por  Pío  IX 
en  1846,  todo  juez  imparcial  y  consciente  no  debe  can- 
sarse de  felicitarle.  Si  hubiera  rehusado  toda  concesión 
al  espíritu  del  tiempo,  la  revolución  habría  estallado  lo 
mismo  después  de  la  catástrofe  de  febrero  y  entonces  el 
vulgo  habría  dicho:  "El  Papa  pudo  haber  evitado  estos 
males  a  su  pueblo  y  no  lo  ha  querido.  Se  obstinó  en 


42 


una  resistencia  imposible.  Demostró  que  el  Papado  es 
una  institución  superada,  incompatible  con  el  genio  mo- 
derno". Pío  IX,  sin  sacrificar  ningún  derecho  a  una  va- 
na popularidad,  desmintió  estos  sofismas.  Quitó  a  la  re- 
volución todo  pretexto  honrado,  pero  no  logró  desarmar 
a  la  calumnia". 

Hubo  protestas  en  países  no  católicos  como  Ingla- 
terra. En  la  Cámara  de  los  Lores  el  marqués  de  Lans- 
downe  dijo  lo  siguiente: 

"La  condición  de  la  soberanía  del  Papa  tiene  de  es- 
pecial, que  por  su  poder  temporal  no  es  más  que  un 
monarca  de  cuarta  o  quinta  clase;  en  cambio,  por  su  po- 
der espiritual,  goza  de  una  soberanía  que  no  tiene  equi- 
valente en  el  mundo  entero.  Cada  país  que  tiene  sub- 
ditos católicos  romanos  tiene  interés  en  la  situación  de 
los  Estados  Romanos  y  todos  estos  Estados  deben  velar 
para  que  el  Papa  pueda  ejercer  su  autoridad  sin  que 
le  sea  impuesta  traba  alguna  por  parte  de  ninguna  in- 
fluencia temporal  que  pueda  cohibir  su  poder  espiri- 
tual". 

Hubo  ofertas  por  parte  de  varios  países  para  que 
se  trasladara  a  uno  de  ellos  la  sede  de  la  Iglesia.  La  que 
estimó  más  favorable  Pío  IX  fue  la  oferta  española  que 
ofrecía  una  de  las  islas  Baleares.  Sin  embargo,  la  aco- 
gida que  encontró  en  Gaeta  y  el  apoyo  del  rey  de  Ná-i 
poles  demoraron  su  resolución;  mientras  tanto  el  des- 
arrollo de  los  acontecimientos  produjo  un  cambio  total. 
Los  triunfos  austríacos  hicieron  ver  que  la  revolución 
sería  muy  pronto  dominada. 

El  Papa  había  encontrado  en  el  cardenal  Antonelli 
el  hombre  de  talento  capaz  de  seguir  una  política  acer- 
tada en  tan  difíciles  momentos.  No  convenía  que  in- 
terviniera en  Italia  en  favor  de  la  Santa  Sede  solamen- 
te el  Austria,  lo  que  además  de  crear  una  dependencia 
respecto  de  esa  nación,  aseguraba  nuevamente  el  domi- 
nio sobre  Italia.  Fue  una  hábil  medida  el  aceptar  la  in- 
tervención de  las  otras  tres  naciones  católicas  que  de- 


43 


scaban  hacerlo:  Francia,  España  y  Nápoles.  Los  austría- 
cos después  de  someter  Lombardía  y  Venecia,  penetra- 
ron en  los  Estados  Pontificios.  Una  división  española  de 
ocho  mil  hombres  desembarcó  en  Italia,  lo  mismo  había 
hecho  un  pequeño  ejército  francés  que  al  avanzar  hacia 
Roma  fue  rechazado  por  las  tropas  de  Mazzini  y  del  gue- 
rrillero Garibaldi.  Esto  fue  considerado  como  una  afren- 
ta inflingida  al  ejército  francés.  Los  franceses,  fuerte- 
mente reforzados  al  mando  del  general  Oudinot,  pene- 
traron en  Roma  y  pusieron  fin  a  la  república  de  Maz- 
zini . 

El  rey  de  Nápoles  y  los  duques  de  Toscana  y  Par- 
ma  abolieron  las  constituciones  que  se  habían  visto  obli- 
gados a  conceder  y  el  Papa  antes  de  regresar  a  Roma 
declaró  caducado  el  estatuto  promulgado  antes  de  la  re- 
volución. Esto  motivó  protestas,  especialmente  en  Fran- 
cia. Cuando  Luis  Napoleón  era  candidato  a  la  presiden- 
cia y  necesitaba  el  apoyo  del  partido  católico,  había  di- 
rigido una  carta  al  nuncio  en  Francia,  la  que  fue  pu- 
blicada- en  el  diario  L'Univers  de  Veuillot;  en  una  de 
sus  partes  decía: 

"El  mantenimiento  de  la  soberanía  temporal  del  Ve- 
nerable Jefe  de  la  Iglesia  está  tan  íntimamente  ligado 
con  el  espíritu  del  catolicismo  como  con  la  libertad  y 
la  independencia  de  Italia". 

Una  vez  ya  elegido  presidente  cambió  sensiblemen- 
te el  tono,  como  se  ve  en  la  siguiente  carta  dirigida  al 
coronel  Ney  que  estaba  en  el  ejército  destacado  en  Ro- 
ma: 

"Mi  querido  Edgardo: 

La  República  no  ha  enviado  un  ejército  a  Roma 
para  sofocar  la  libertad  italiana,  sino  para  preservarla 
contra  sus  propios  excesos  y  darle  una  sólida  base  al  re- 
poner en  el  trono  pontificio  al  príncipe  que  antes  se 
anticipó  a  todas  las  reformas  útiles.  Me  da  pena  ver  que 
las  benévolas  intenciones  del  Santo  Padre,  así  también 
como  nuestra  acción,  resultan  estériles  a  consecuencia  de 


las  influencias  y  pasiones  hostiles.  Se  pretende  dar  por 
base  a  la  vnelta  del  Papa  la  proscripción  y  la  tiranía. 

Comunicad  de  mi  parte  al  general  Postolan  que  no 
debe  permitir  que  a  la  sombra  de  la  bandera  tricolor  se 
cometan  actos  que  puedan  alterar  la  naturaleza  de  nues- 
tra intervención.  Así  entiendo  yo  el  restablecimiento  del 
poder  temporal  del  Papa:  anmistía  general,  seculariza- 
ción de  la  administración,  código  napoleónico  y  gobier- 
no liberal". 

El  Papa  respondió  ante  estas  manifestaciones  que 
como  monarca  tenía  derecho  a  regular  la  administración 
del  Estado,  y  esto  fue  dicho  en  una  forma  tal  que  en- 
cerraba veladamente  el  peligro  de  que  se  apoyase  sólo 
en  el  Auslria.  Ante  esto  cesaron  las  indicaciones  france- 
sas. Poco  después  Pío  IX  regresó  a  Roma  y  se  inició  la 
última  etapa  de  la  agonía  del  poder  temporal  comen- 
zada cincuenta  años  antes  al  ocupar  los  franceses  a  Ro- 
ma y  llevar  prisionero  a  Pío  VI.  Estos  últimos  veinte 
años  del  dominio  temporal  están  íntimamente  entrela- 
zados con  la  unidad  italiana. 

2) 

Fue  enorme  la  sorpresa  que  causó  el  príncipe  Luis 
Napoleón  cuando  se  presentó  a  la  Asamblea  Legislativa 
para  jurar  como  presidente  electo  y  tomar  posesión  de 
su  alto  cargo.  Era  otro  hombre,  muv  distinto  al  que  ha- 
bían conocido  como  diputado.  En  forma  digna,  de  as- 
pecto majestuoso,  habló  sin  vacilar,  correctamente  y  los 
que  lo  trataron  de  cerca  no  pudieron  descubrir  en  la 
mirada  de  sus  ojos  semicerrados  nada  que  pudiera  in- 
dicarles cuáles  eran  sus  intenciones,  sus  pensamientos. 
Los  congresales  comprendieron  muy  bien  que  se  había 
elegido  a  un  hombre  que  iba  a  mandar  y  al  que  segu- 
ramente se  debería  obedecer. 


45 


La  frase  de  Thiers  "Es  un  cretino  fácil  de  mane- 
jar" era  una  prueba  de  que  este  hábil  político  se  había 
engañado  por  completo  y  que  al  apoyar  su  elección  y 
darle  consejos  que  el  príncipe  había  oído  con  toda  cor- 
tesía había  cometido  un  error  del  cual  muy  pronto,  se- 
guramente, debería  arrepentirse. 

El  presidente  formó  un  ministerio  de  acuerdo  con 
los  partidos  que  lo  habían  llevado  al  poder  por  lo  cual 
debía  haber  contado  con  una  fuerte  mayoría  parlamen- 
taria, más  con  demasiada  rapidez  comenzaron  las  desave- 
nencias. El  presidente  tenía  una  política  propia  y  esta- 
ba dispuesto  a  seguirla  e  imponerla.  En  la  cuestión  ro- 
mana, o  sea  en  la  intervención  en  Italia  para  restable- 
cer el  dominio  temporal  del  Papado,  se  pudo  apreciar 
cuánto  había  cambiado  en  su  modo  de  pensar  el  prín- 
cipe al  llegar  al  poder. 

Según  algunos,  Luis  Napoleón  al  darse  cuenta  que 
en  un  período  de  cuatro  años  como  presidente  no  po- 
día desarrollar  su  vasto  plan  de  reformas,  deseó  ser  re- 
elegido, lo  que  sólo  era  posible  si  se  reformaba  la  cons- 
titución que  prohibía  la  reelección,  y  cuando  compren- 
dió la  imposibilidad  de  conseguirlo  optó  por  dar  un 
golpe  de  Estado  que  prolongara  su  mandato.  Según 
otros,  y  esto  es  lo  más  probable,  el  príncipe  siempre  ha- 
bía pensado  en  la  restauración  del  Imperio;  la  presiden- 
cia era  sólo  una  etapa  del  camino  a  seguir. 

Luis  Napoleón  era  el  heredero  del  gran  Emperador 
y  como  tal  tenía  la  firme  convicción  de  que  estaba  des- 
tinado a  restaurar  la  monarquía  imperial  y  la  gloriosa 
posición  de  Francia  entre  las  otras  naciones.  Su  carácter 
soñador  le  hacía  cultivar  sus  proyectos  sin  llevarlos  a  la 
práctica  hasta  que  algunos  de  sus  allegados  les  daban 
el  impulso  necesario.  El  número  de  sus  acompañantes 
aumentó  considerablemente  al  ser  presidente  y  muchos 
de  ellos  estaban  dispuesto  a  emprender  una  aventura 
por  demás  peligrosa. 


46 


Junto  a  Persigny,  audaz,  enérgico,  de  procedimien- 
tos brutales  y  de  una  fidelidad  inquebrantable  hacia  su 
ideal  del  Imperio  napoleónico,  estaba  el  personaje  deci- 
sivo: Morny.  El  conde  Augusto  de  Morny  era  hijo  de  la 
reina  Hortensia  y  del  conde  de  Flahaut  que  había  ac- 
tuado durante  el  Imperio  y  la  Restauración;  era  nieto 
de  Talleyrand  y  de  Mme.  Tencin,  que  se  decía  hija  de 
Luis  XV.  Morny  heredó  de  su  abuelo  el  príncipe  Talley- 
rand el  encanto  del  trato  personal,  una  tranquila  auda- 
cia, un  perfecto  disimulo  y  una  completa  amoralidad. 
Era  un  jugador  capaz  de  confiar  a  la  suerte  toda  su  for- 
tuna y  tenía  un  instinto  político  que  le  permitía  apre- 
ciar con  certeza  el  pro  y  el  contra  de  obtener  el  triun* 
fo  de  un  plan.  Varias  veces  dijo  a  sus  íntimos  refirién- 
dose a  Luis  Napoleón:  "Aunque  él  no  lo  quiera,  lo  ha- 
remos Emperador". 

Cuando  el  príncipe  conoció  a  Morny,  al  principio 
no  le  agradó,  mas  cuando  supo  que  era  hijo  de  la  ex 
reina  de  Holanda,  su  madre,  de  lo  que  Morny  bacía  os- 
tentación al  usar  una  pequeña  flor  de  hortensia  en  la 
solapa  de  su  casaca,  que  era  su  hermano  por  parte  de 
madre,  cambió  de  parecer.  En  entrevistas  sucesivas  Mor- 
ny cautivó  al  príncipe  con  su  brillante  ingenio  y  llegó 
a  ser  su  principal  consejero. 

La  Asamblea  Legislativa,  temerosa  del  elemento 
obrero,  socialista  en  su  mayor  parte,  resolvió  restringir 
el  derecho  de  voto  y  como  no  se  atrevió  a  volver  al  su- 
fragio censatario,  pues  el  abolir  el  sufragio  universal  sig- 
nificaba traicionar  el  espíritu  de  la  revolución  de  1848, 
se  valió  de  un  subterfugio.  Se  estableció  que  para  ejeri 
cer  su  derecho  el  votante  debía  residir  un  mínimun  de 
tres  años  en  la  comuna  que  le  correspondía  votar.  Con 
esta  medida  se  disminuyó  considerablemente  el  número 
de  electores,  disminución  que  afectaba  casi  totalmente  al 
elemento  izquierdista. 

La  Cámara,  compuesta  en  su  mayoría  por  diputa- 
dos monárquicos,  entró  en  una  franca  oposición  al  pre- 


41 


sidente,  a  quien  no  le  quedó  más  camino  que  ir  a  un 
golpe  de  Estado  o  resignarse  a  regresar  a  la  vida  priva- 
da, a  una  completa  pobreza,  pues  ya  no  tenía  más  que 
deudas. 


3) 

El  jefe  militar  de  París,  el  general  Changarnier,  era 
enemigo  del  príncipe  y  un  decidido  opositor  a  las 
ambiciones  de  éste  que  presentía  con  toda  razón.  Se  ex- 
presaba del  presidente  en  forma  insolente,  en  la  creencia 
de  que  no  se  atrevería  a  tomar  ninguna  medida  contra 
él.  Fue  grande  la  sorpresa  cuando  el  presidente  exigió 
la  renuncia  a  Changarnier  y  cambió  el  ministerio  por 
otro  en  que  figuraban  sus  más  decididos  partidarios, 
como  Morny  que  pasó  a  ser  Ministro  del  Interior.  Mi- 
nistro de  guerra  fue  nombrado  el  general  Saint  Arnaud, 
quien,  como  coronel  en  Argelia,  había  emprendido  una 
expedición  punitiva  contra  tribus  del  interior,  con  gran 
éxito,  el  que  fue  especialmente  alabado  por  la  prensa 
oficial;  como  premio  se  le  ascendió  a  general. 

El  gobierno  había  preparado  el  camino  para  llevar 
a  Saint  Arnaud  al  poder;  era  el  militar  que  necesitaba. 
Valiente,  enérgico,  audaz,  era  el  hombre  capaz  de  jugar 
todo  su  porvenir  por  el  triunfo  de  su  partido.  Hubo 
varios  observadores  políticos  que  al  saber  el  nombra- 
miento de  Saint  Arnaud  comprendieron  que  el  golpe 
de  estado  era  algo  ya  resuelto.  En  cambio,  los  que  se 
creían  más  hábiles  entre  los  defensores  de  la  república 
estimaban  imposible  que  el  príncipe  se  atreviera  a  tomar 
una  decisión  violenta. 

Curzio  Malaparte,  escritor  italiano,  en  su  obra  "La 
Técnica  del  Golpe  de  Estado",  cita  el  del  2  de  diciem- 
bre de  1852  como  uno  de  los  complots  mejor  preparados 
que  puede  servir  de  modelo  en  su  género.  No  hay  duda 
que  la  conspiración  fue  cuidadosamente  estudiada  y  eje- 


48 


cutada  con  suma  destreza  y  precisión.  Se  tomó  muy  en 
cuenta  lo  acontecido  el  18  del  Brumario;  pero  no  hay 
que  olvidar  que  se  trataba  de  un  golpe  dado  de  adentro 
hacia  afuera.  Era  el  poder  ejecutivo,  que  disponía  de 
la  fuerza,  el  que  arrebataba  su  autoridad  al  legislativo, 
que  sólo  disponía  para  su  defensa  de  la  opinión  pública 
y  la  posibilidad  de  lanzar  las  masas  obreras  en  su  apoyo. 
Es  muy  distinto  el  caso  del  golpe  de  afuera  hacia  adentro, 
en  que  los  complotados  deben  luchar  contra  la  fuerza 
de  que  dispone  el  ejecutivo. 

El  carácter  fatalista  de  Luis  Napoleón  lo  indujo  a 
elegir  el  2  de  diciembre  para  dar  el  golpe  de  estado.  El 
2  de  diciembre  era  una  fecha  clásica  en  los  fastos  glo- 
riosos del  primer  Imperio.  Un  2  de  diciembre  había 
sido  coronado  emperador  Napoleón  I;  en  igual  fecha 
había  obtenido  su  victoria  más  espectacular,  la  batalla 
de  Austerlitz,  y  años  después  en  ese  día,  en  las  llanuras 
rusas  en  Borodino,  derrotó  al  ejército  que  defendía  Mos- 
cow.  Había  pasado  a  ser  el  2  de  diciembre  una  fecha 
tradicional  en  la  historia  napoleónica. 

Empujado  principalmente  por  Morny  y  Persigny,  el 
príncipe  presidente  se  resolvió  a  dar  el  golpe  de  estado. 
Se  decretó  la  suspensión  de  la  Asamblea  Legislativa,  el 
restablecimiento  del  sufragio  universal  y  la  convocación 
a  un  plebiscito  para  aprobar  o  rechazar  la  constitución 
que  se  proponía.  Las  proclamas  impresas  en  el  más  com- 
pleto secreto  fueron  fijadas  en  la  mañana  del  2  de  di- 
ciembre en  diferentes  partes  donde  fueran  más  visibles. 
Fue  ocupado  por  las  fuerzas  armadas  el  recinto  de  la 
Asamblea  y  todos  los  puntos  claves  de  la  ciudad  y  se 
apresó  en  la  noche,  antes  de  la  madrugada  a  todas  las 
personalidades  que  podían  encabezar  un  movimiento  de 
resistencia.  El  ejército  controló  toda  la  ciudad  para  evi- 
tar se  formaran  barricadas  como  en  las  anteriores  revo- 
luciones. 

A  pesar  de  las  medidas  tomadas,  hubo  un  principio 
de  resistencia  que  fue  rápidamente  sofocado,  lo  que  costó 


49 


varias  vidas.  Todo  se  había  desarrollado  en  un  orden, 
aparente  y  la  oposición  se  habría  robustecido  si  no  hu- 
bieran estallado  en  Lyon  y  en  otras  ciudades,  movimien- 
tos socialistas  con  tal  furia  que  alarmó  a  la  burguesía, 
la  que  vio  en  Luis  Napoleón  un  salvador  del  orden  social 
existente. 

La  nueva  constitución  fue  aprobada  por  gran  ma- 
yoría de  votos;  entregaba  el  poder  ejecutivo  a  un  presi- 
dente elegido  por  diez  años  y  el  poder  legislativo  a  un 
Senado,  a  una  Cámara  de  Diputados  y  a  un  Consejo  de 
Estado;  todas  las  iniciativas  quedaban  en  manos  del  pre- 
sidente. Se  establecía  un  régimen  similar  al  del  Consu- 
lado. Luis  Napoleón,  conocedor  del  manejo  de  las  so- 
ciedades secretas,  trató  de  transformarlas  en  instrumentos 
del  gobierno;  así  la  Masonería  se  vio  obligada  a  elegir 
como  jefe  al  general  Magnan,  que  extraño  a  ella,  tuvo 
que  recibir  todos  los  grados  y  títulos  correspondientes  a 
su  alto  cargo. 

4) 

Fueron  muchos  los  políticos  franceses  que  aprecia- 
ron debidamente  lo  que  en  realidad  significaba  lo  acon- 
tecido el  2  de  diciembre  de  1852;  se  dijo:  "El  Imperio  es 
un  hecho".  Sin  embargo  Luis  Napoleón  parecía  vacilar; 
contaba  con  gran  popularidad,  se  había  atraído  a  los 
católicos  al  hacer  concesiones  al  clero  y  al  hablar  sobre 
la  libertad  de  enseñanza  y  sobre  todo  tenía  un  firme 
apoyo  en  el  ejército  cuya  adhesión  quedó  asegurada  al 
eliminar  a  todos  los  jefes  que  no  le  eran  afectos. 

Emprendió  un  viaje  por  las  provincias  donde  fue 
aclamado  y  ya  en  algunas  revistas  militares  se  dio  el 
grito  de  "Viva  el  Emperador".  Al  fin  en  un  discurso 
pronunciado  en  Burdeos  expresó  que  Napoleón  se  había 
visto  obligado  a  emprender  guerras  que  ahora  no  tenían 
razón  de  ser.  Francia  era  un  país  rico  que  un  gobierno 


50 


fuerte  y  hábil  podía  administrar  en  forma  que  se  nive- 
laran las  diferencias  sociales  y  hubiera  trabajo  abundan- 
te, base  de  toda  prosperidad  y  terminó  con  una  frase  que 
encerraba  todo  un  programa:  "El  Imperio  es  la  paz". 

Poco  después  por  un  Senado  Consulto  se  proclamó 
al  príncipe  Luis  Napoleón,  Emperador,  dignidad  here- 
ditaria en  su  familia.  Tomó  el  nombre  de  Napoleón  III; 
manera  de  equiparar  a  los  Bonaparte  con  los  Borbones; 
estos  habían  reconocido  como  rey  a  Luis  XVII,  que  pri- 
sionero en  el  Temple  no  pudo  gobernar;  los  otros  acep- 
taban como  Napoleón  II  al  duque  de  Reichstadt  que 
tampoco  había  gobernado.  No  hubo  inconvenientes  por 
parte  de  las  naciones  para  reconocer  el  nuevo  gobierno 
francés.  El  que  hubiera  en  Francia  un  soberano  enérgico 
sin  las  ambiciones  del  primer  Emperador  era  una  ga- 
rantía que  adquiría  especial  valor  al  recordar  la  anar- 
quía que  se  produjo  después  de  la  revolución  de  1848. 
Inglaterra  aceptó  complacida  lo  sucedido.  El  nuevo  Em- 
perador era  una  figura  conocida  en  el  país  y  se  sabía  que 
su  política  exterior  se  iba  a  basar  en  un  acercamiento 
al  gobierno  inglés.  El  único  que  actuó  en  forma  desco- 
medida fue  el  zar  Nicolás  que  no  dio  a  Napoleón  III 
el  título  de  hermano,  como  era  corriente  hacerlo  según 
el  protocolo,  sino  que  lo  llamó  querido  amigo.  La  pro- 
testa de  la  cancillería  francesa  fue  aceptada;  pero  quedó 
un  resabio  de  disgusto  que  muy  pronto  se  manifestó  en 
las  nuevas  combinaciones  de  la  política  internacional. 

El  gobierno  francés  inició  negociaciones  con  el  Va- 
ticano para  conseguir  que  el  Papa  fuera  a  coronar  a  Na- 
poleón como  Emperador.  El  hecho  que  las  tropas  fran- 
cesas habían  restaurado  la  soberanía  papal  en  Roma  y 
sobre  todo  el  decidido  apoyo  que  los  católicos  prestaban 
al  régimen  imperial,  daban  base  a  estos  deseos  cuya  rea- 
lización habría  creado  una  situación  especial  al  Empera- 
dor entre  los  monarcas  católicos.  Aunque  estas  conversa- 
ciones se  mantenían  en  secreto,  algo  supo  la  cancillería 
austríaca.  Pío  IX  se  había  dejado  llevar  por  su  corazón 


51 


generoso  y  acogió  con  agrado  las  insinuaciones  france- 
sas; pero  el  cardenal  Antonelli  apreció  el  problema  en 
todo  su  conjunto  e  hizo  ver  la  trascendencia  que  podía 
tener  un  acto  de  esa  naturaleza  y  que  había  que  recordar 
lo  acontecido  a  Pío  VII. 

Hubo  una  tentativa  de  entendimiento  de  Napoleón 
III  con  Austria,  cuyo  gobierno  miraba  con  simpatía  que 
hubiera  en  Francia  un  gobierno  autoritario,  mas  a  nada 
se  llegó  porque  instintivamente  la  diplomacia  austríaca 
desconfiaba  del  nuevo  monarca  francés.  Hay  que  admirar 
la  sagacidad  de  los  consejeros  de  Francisco  José,  los  que 
no  podían  confiar  en  Napoleón  III;  presentían  que  iba 
a  seguir  una  política  tortuosa  cuyo  objetivo  no  podían 
precisar. 

La  contestación  final  de  la  cui>ia  romana  fue  muy 
hábil.  Expresó  el  temor  de  que  los  otros  soberanos  cató- 
ticos  se  disgustaran  y  se  consideraran  empequeñecidos 
ante  una  deferencia  tan  notoria  de  parte  del  Papado 
respecto  del  nuevo  Imperio  francés  y  se  concluía  invo- 
cando el  caso  de  Carlomagno  que  había  sido  coronado  en 
Roma;  al  mismo  tiempo  se  hablaba  de  introducir  refor- 
mas en  el  concordato,  lo  que  hizo  comprender  al  gobier- 
no francés  que  era  mejor  olvidar  lo  propuesto. 

Como  el  Imperio  se  había  declarado  hereditario 
preocupaba  el  problema  de  la  sucesión  al  trono.  El  más 
próximo  heredero  era  el  príncipe  Jerónimo  Bonaparte, 
hijo  del  ex  rey  de  Westfalia.  Hombre  de  carácter  impe- 
tuoso, que  hacía  gala  de  un  excesivo  radicalismo  en  sus 
ideas,  especialmente  en  las  religiosas,  era  inaceptable 
para  los  partidos  que  apoyaban  al  Imperio.  Por  este  mo- 
tivo fue  recibida  con  suma  satisfacción  la  noticia  de  la 
próxima  boda  del  Emperador.  Napoleón  III  había  pasado 
los  cuarenta  y  cinco  años  de  edad.  Su  vida  amorosa  hacía 
temer  que  prolongara  su  estado  de  soltería,  cuando  la 
consolidación  de  la  dinastía  exigía  un  heredero  legítimo. 
Los  ministros  estudiaron  los  posibles  enlaces  con  algunas 


52 


de  las  princesas  de  las  familias  reinantes;  hubo  fracasos 
que  no  tuvieron  importancia,  cuando  se  supo  que  el  Em- 
perador se  había  enamorado  de  una  dama  española, 
noble,  de  rara  belleza  y  reconocida  virtud. 

Napoleón  III  anunció  su  matrimonio  en  un  discur- 
so pronunciado  ante  los  miembros  de  las  Cámaras  y  de 
los  altos  dignatarios.  Fue  un  discurso  original  y  es  digno 
de  conocer  algunas  de  sus  partes  por  la  noble  sencillez 
como  explica  que  es  el  amor  el  que  lo  ha  guiado  en  su 
elección: 

"La  que  ha  acabado  por  ser  objeto  de  mi  preferencia 
es  de  elevada  alcurnia;  francesa  por  su  corazón,  por  su 
educación  y  por  el  recuerdo  de  la  sangre  que  por  la 
causa  del  Imperio  derramó  su  padre;  tiene,  por  su  cali- 
dad de  española,  la  ventaja  de  no  tener  familia  a  la  que 
haya  que  dar  honores  y  dignidades.  Dotada  de  todas  las 
buenas  cualidades  morales,  será  adorno  del  trono,  de 
igual  modo  que  en  el  día  de  peligro  será  uno  de  sus  va- 
lerosos apoyos;  católica  y  piadosa,  elevará  al  cielo  las 
mismas  preces  que  yo  por  la  felicidad  de  Francia:  gracio- 
sa y  buena,  hará  revivir  en  la  misma  posición,  seguro 
estoy  de  ello,  las  virtudes  de  la  emperatriz  Josefina.  Por 
consiguiente,  señores,  digo  a  Francia:  he  preferido  una 
mujer  a  quien  amo  y  respeto,  a  otra  desconocida  cuya 
alianza  habría  reportado  ventajas  mezcladas  con  sacrifi- 
cios. Muy  pronto  al  encaminarme  hacia  Nuestra  Señora 
presentaré  la  Emperatriz  al  pueblo  y  al  ejército;  la  con 
fianza  que  estos  tienen  en  mí  asegura  su  simpatía  a  la 
esposa  por  mí  elegida.  Y  vosotros,  señores,  cuando  la 
conozcáis;  os  convenceréis  de  que  también  esta  vez  me 
ha  inspirado  la  Providencia". 

La  elección  fue  bien  recibida  por  la  clase  media  y 
por  el  pueblo.  El  que  la  futura  Emperatriz  fuera  fervien- 
te católica  era  un  motivo  de  seguridad  para  el  clero  y 
para  el  partido  católico. 


53 


CAPITULO  IV 


1)  El  emperador  Francisco  José  de  Austria—  2)  Fin  de  la 
rebelión  en  Italia  y  en  Hungría.—  3)  La  revolución  en  Ale- 
mania— 4)  El  zar  Nicolás  I—  5)  Los  partidos  eslavista  y 
revolucionarios  en  Rusia.—  6)  Dostoiewski. 

Fue  una  carga  abrumadora  la  que  tuvo  que  sopor- 
tar el  joven  archiduque  Francisco  cuando  al  ceñir  la  co- 
rona imperial  pasó  a  ser  el  emperador  Francisco  José, 
tercer  emperador  del  Imperio  austríaco,  que  estaba  con- 
vulsionado por  una  revolución  que  se  extendía  por  todo 
su  territorio.  El  primer  Emperador  de  Austria,  que  a  su 
vez  fue  el  último  Emperador  del  Sacro  Imperio  Romano 
Germánico,  decía  que  el  hetereogéneo  Imperio  austríaco 
tenía  la  ventaja  sobre  las  monarquías  homogéneas,  como 
Francia,  que  al  sublevarse  París  la  rebelión  se  extendía 
a  todo  el  país;  en  cambio  cuando  estallaba  una  revolu- 
ción en  uno  de  los  pueblos  del  Imperio,  los  otros  conti- 
nuaban tranquilos.  Así,  si  se  sublevaban  los  dominios 
italianos,  se  encargaban  los  húngaros  de  reducirlos  y 
cuando  estos  se  inquietaban  eran  los  checos  o  cualquier 
otro  pueblo  eslavo  el  que  se  encargaba,  con  placer,  de 
someter  a  la  obediencia  a  Hungría. 


55 


En  1848  falló  por  completo  este  principio  político; 
la  revolución  fue  total  entre  los  veintinueve  países  o  con- 
glomerados que  constituían  el  dominio  austríaco.  Estalló 
con  furia  la  revolución  en  Viena,  como  ya  lo  hemos 
visto,  es  decir  en  la  parte  germana,  igual  que  pasó  en 
toda  Alemania. 

Francisco  José  había  sido  educado  en  forma  rígida; 
se  le  había  inculcado  el  principio  del  cumplimiento  del 
deber  y  una  austeridad  de  vida  que  conservó  durante 
todo  su  largo  reinado.  Carecía  de  imaginación  y  por 
esto  era  reacio  a  toda  clase  de  reformas.  La  herencia  de 
los  Habsburgos,  que  había  primado  sobre  la  ascendencia 
de  los  Lorena,  se  manifestaba  especialmente  en  el  con- 
cepto que  tenía  acerca  del  origen  divino  de  su  autoridad. 
Creía  que  el  Imperio  debía  apoyarse  en  las  tres  colum- 
nas que  hasta  entonces  lo  habían  sostenido:  la  dinas- 
tía, el  Ejército  y  la  burocracia.  No  comprendió  el  cam- 
bio profundo  del  sentir  popular;  desdeñó  fatalmente  las 
ideas  liberales  y  la  posibilidad  de  transformar  la  estruc- 
tura del  Imperio  dando  cabida  a  las  aspiraciones  racia- 
les. 

En  este  Imperio  dominaban  los  alemanes  que  eran 
nueve  millones  de  habitantes  en  un  total  de  treinta  y 
cinco;  es  decir  un  26%  de  la  población  dirigía  a  dieci- 
siete millones  de  eslavos,  tres  de  rumanos,  seis  de  hún- 
garos, sin  contar  los  italianos  de  Lombardía  y  Venecia. 
No  había  unidad  religiosa;  se  estimaba  que  había  vein- 
titrés millones  de  católicos,  siete  millones  de  ortodoxos 
de  diferentes  obediencias  y  tres  y  medio  millones  de  pro- 
testantes de  variadas  confesiones.  Predominaban  políti- 
camente después  de  los  alemanes,  los  checos  y  los  hún- 
garos. En  cuanto  al  aspecto  geográfico,  el  Imperio  tenía 
en  su  mayor  parte  fronteras  artificiales;  Bohemia  con 
su  cuadrilátero  montañoso  y  los  Alpes  de  Transilvania 
eran  las  únicas  barreras  naturales. 

Además  de  las  constituciones  o  conatos  de  leyes 
constitucionales  que  la  corona  se  había  visto  obligada 


56 


a  conceder,  se  había  reunido  un  parlamento  con  repre- 
sentantes de  todo  el  Imperio,  donde  se  trataba  de  dar 
alguna  libertad  a  los  diferentes  grupos  nacionales. 
Tanto  los  bohemios  o  checos  como  los  húngaros  y  otros 
pueblos  aceptaban  el  dominio  austríaco  porque  los  de- 
fendía de  imperialismos  más  temibles  y  opresores,  como 
eran  el  ruso  y  el  alemán  encabezado  por  Prusia.  Por 
eso  uno  de  los  más  brillantes  paladines  del  nacionalis- 
mo checo  dijo  en  el  Parlamento: 

"A  fe  mía  si  el  Imperio  austríaco  no  existiera  desde 
tan  largo  tiempo,  habría  que  apresurarse  a  crearlo  en 
interés  de  Europa,  en  interés  de  la  humanidad"  y  lue- 
go se  hace  la  siguiente  pregunta: 

"¿Por  qué  este  estado,  reconocido  como  necesario, 
es  sin  embargo  una  fuente  de  continuo  descontento 
para  los  pueblos  que  alberga?  ¿Por  qué  está  tan  falto  de 
vitalidad?"  —y  responde—  "Porque  durante  demasiado 
tiempo  y  con  una  obcecación  lamentable,  ha  descono- 
cido y  negado  la  verdadera  base  jurídica  de  su  propia 
existencia;  el  principio  de  la  entera  igualdad  de  todas 
las  nacionalidades  y  confesiones  reunidas  bajo  su  cetro. 
La  naturaleza  no  reconoce  pueblos  soberanos  ni  pueblos 
servidores". 

2) 

La  juventud  e  inexperiencia  política  de  Francisco 
José,  contribuyeron  a  que  se  atuviera  a  los  consejos  de 
las  personas  que  supieron  ganar  su  confianza.  Tres  fue- 
ron las  más  influyentes:  primero,  su  madre  la  archidu- 
quesa Sofía,  a  quien  debía  la  corona.  Esta  princesa,  cuyas 
dos  hermanas  eran  reinas  de  Prusia  y  de  Sajonia,  hijas 
del  rey  de  Baviera,  instintivamente  seguía  una  tendencia 
favorable  hacia  Alemania.  La  segunda  fue  el  influyente 
ministro  Kubeck,  de  origen  plebeyo,  hijo  de  un  sastre. 
Tenía  setenta  años  de  edad;  su  profundo  conocimiento 


57 


de  la  administración  tuvo  gran  influencia  sobre  el  Em- 
perador, sobre  todo  porque  le  hablaba  de  acuerdo  con 
la  tendencia  ancestral  de  los  Habsburgos  hacia  el  absolu- 
tismo; tras  un  barniz  liberal  tenía  un  absoluto  despre- 
cio por  los  Parlamentos,  invento  anglo-francés.  Según 
él,  el  Estado  es  uno  y  los  poderes  clasificados  por  la 
nueva  ideología  residen  en  el  Emperador.  ¿Cómo  podría 
existir  una  indivisibilidad  del  poder  si  se  establece  que 
los  ministros  son  responsables  ante  el  Parlamento?  Es- 
tas ideas  caen  muy  bien,  son  del  agrado  del  soberano; 
de  acuerdo  con  sus  consejos,  el  Parlamento  que  funcio- 
naba en  Viena  es  trasladado  a  Kremsier,  cerca  de  Ol- 
mutz. 

El  tercero,  el  ministro  más  importante,  fue  el  prín- 
cipe Félix  Schwarzemberg,  que  se  acerca  a  los  cincuenta 
años  de  edad.  Tiene  junto  a  la  experiencia  de  los  años, 
un  empuje  juvenil  en  cuanto  a  realizar  sus  ideas.  Se- 
ductor y  gran  enamorado  como  Metternich,  tiene  más 
talento  y  más  elasticidad  ideológica  que  este;  nacido 
en  Bohemia,  ve  el  Imperio  como  un  austríaco  y  no  como 
un  alemán,  como  fue  el  caso  de  Metternich.  Tiene  fe 
inquebrantable  sobre  el  porvenir  del  Austria  y  cree  que 
está  llamada  a  ejercer  la  preponderancia  sobre  Europa. 
Francisco  José  acoge  con  entusiasmo  las  ideas  de  su  mi- 
nistro, el  último  gran  estadista  que  tuvo  el  Imperio,  y 
está  dispuesto  a  seguirlas,  prestándole  todo  su  apoyo. 

Desgraciadamente  el  Emperador  resolvió  clausurar  el 
Parlamento  de  Kremsier  y  destruyó  así  la  posibilidad  de 
llegar  a  un  principio  de  igualdad  entre  los  diferentes 
pueblos  del  Imperio.  No  dio  oído  a  ninguna  protesta  y 
algunas  fueron  expresadas  en  forma  bastante  dura  e  in- 
sultante, como  la  publicada  en  un  panfleto  en  que  se 
hacía  decir  a  Kübeck  dirigiéndose  al  príncipe  Schwar- 
zemberg: "Alteza,  uno  de  mis  parientes,  y  del  que  no  me 
avergüenzo,  es  carpintero,  y  huele  a  cola;  otro  es  zapa- 
tero, y  huele  a  pez;  sin  embargo  vos  sois  demasiado  mala 
compañía  para  mí,  pues  oléis  a  sangre". 


58 


Se  referían  en  todo  esto  a  las  terribles  represiones  en 
Italia  y  en  Hungría.  Los  triunfos  obtenidos  en  Lombar- 
día,  que  aseguraron  el  dominio  austríaco,  fueron  segui- 
dos de  sangrientas  venganzas  que  terminaron  de  ahon- 
dar las  diferencias  entre  los  súbditos  italianos  y  el  Im- 
perio. Hasta  antes  de  Mazzini,  el  movimiento  italiano 
radicaba  más  en  la  nobleza  y  en  la  alta  burgesía  que  en 
el  pueblo;  después  fue  totalmente  popular.  Uno  de  los 
generales  austríacos,  Haynau,  fue  llamado  "el  tigre  de 
Brescia".  La  indignación  contra  el  gobierno  austríaco 
culminó  cuando  en  Milán  fueron  condenadas  varias  mu- 
jeres a  ser  azotadas  por  cantar  canciones  patrióticas. 

La  guerra  en  Hungría  fue  aún  más  dura  que  la  ita- 
liana; contribuyó  a  esto  la  mala  dirección  de  las  opera- 
ciones bélicas  por  parte  de  los  austríacos  y,  pór  la  otra 
parte,  el  valor  heroico  de  los  húngaros  al  defender  su 
independencia,  desplegado  no  sólo  por  los  magnates  feu- 
dales sino  también  por  el  pueblo  enfurecido  ante  la  fe- 
rocidad con  que  se  le  reprimía.  A  pesar  de  haber  llevado 
a  Hungría  la  mayor  parte  del  ejército  vencedor  en  No- 
vara, llegó  un  momento  en  que  se  vio  la  imposibilidad 
de  dominar  la  rebelión.  La  cancillería  austríaca  contaba 
con  dos  ofertas  de  auxilio:  la  prusiana  o  la  rusa.  Schwar- 
zemberg,  no  aceptó  la  primera  pues  significaba  abando- 
nar la  preminencia  austríaca  en  Alemania;  se  decidió  por 
la  ayuda  del  zar  Nicolás. 

Rusia  se  aprovechó  de  la  revolución  de  1848  para 
ocupar  los  principados  danubianos:  Moldavia  y  Vala- 
quia,  o  sea  Rumania.  El  triunfo  de  la  revolución  húnga- 
ra no  podía  ser  aceptado  por  el  gobierno  ruso,  pues  sig- 
nificaba una  excitación  al  vehemente  nacionalismo  po- 
laco, que  a  pesar  de  la  terrible  severidad  del  dominio 
zarista,  sólo  esperaba  un  momento  favorable  para  volver 
a  sublevarse. 

Un  ejército  ruso  atravesó  las  montañas  y  penetró 
en  la  Transilvania,  mientras  el  grueso  de  las  fuerzas 
rusas  pasaron  los  Cárpatos  y  encerraron  a  los  húngaros 

59 


entre  ellos  y  los  austríacos.  Los  húngaros  prefirieron  ren- 
dirse a  los  rusos,  lo  que  hicieron  en  la  capitulación  de 
Villagos,  Paskievich,  el  general  ruso,  pudo  anunciar  al 
Zar:  "Hungría  está  a  los  pies  de  su  Majestad"  Los  rusos 
se  retiraron  y  entregaron  a  los  austríacos  todos  los  terri- 
torios que  les  pertenecían  y  entonces  se  inició  como  en 
Italia,  una  feroz  represión. 

3) 

La  Revolución  Francesa  y  las  guerras  napoleónicas 
desorganizaron  la  estructura  del  Imperio  Germánico. 
Primero  por  el  tratado  de  Luneville  se  suprimieron  los 
feudos  eclesiásticos,  lo  que  significaba  destruir  la  base 
electoral  imperial;  después  por  la  paz  de  Presburgo, 
Francisco  II  renunció  como  emperador  del  Santo  Im- 
perio Romano  Germánico  y  tomó  el  título  de  empera- 
dor de  Austria.  El  congreso  de  Viena  no  abordó  el  pro- 
blema alemán  sino  que  sancionó  lo  hecho  y  redujo  el 
número  de  estados  alemanes  a  treinta  y  cinco,  entre  los 
que  se  incluía  a  Prusia  y  Austria. 

Las  guerras  napoleónicas  despertaron  el  nacionalismo 
alemán;  los  pueblos  vivían  tranquilos  bajo  el  gobierno 
paternal  de  sus  príncipes,  más  al  pasar  Alemania  a  ser 
el  campo  de  batalla  de  Europa,  invadida  por  ejércitos 
extranjeros,  se  produjo  la  desolación  y  la  ruina  carac- 
terística de  las  guerras  y,  lo  más  odioso,  que  luchaban 
alemanes  con  alemanes;  todo  esto  despertó  el  sentimien- 
to de  la  nacionalidad  con  ferviente  entusiasmo  entre  la 
juventud. 

Había  dos  potencias  que  no  aceptaban  la  unificación 
alemana,  que  era  muy  difícil  de  conseguir,  y  contribu- 
yeron a  aumentar  las  dificultades  que  impedían  llevar- 
la a  un  feliz  término;  eran  Francia  y  Rusia.  Francia 
aspiraba  a  posesionarse  de  la  orilla  izquierda  del  Rhin, 
lo  que  había  conseguido  durante  el  período  napoleó- 


60 


nico  y  además  desde  la  época  de  Richelieu  era  política 
tradicional  el  evitar  la  unidad  alemana,  que  iba  a  for- 
mar un  potente  estado,  temible  porque  trataría  de  re- 
cobrar los  territorios  que  lentamente  había  conquistado 
Francia.  Rusia  aspiraba  a  dominar  Europa;  después  de 
apoderarse  de  la  mayor  parte  de  Polonia,  ejercía  sobre 
la  Alemania  dividida  una  especie  de  tutela;  había  sal- 
vado a  Prusia  del  dominio  napoleónico  y  apoyaba  su 
engrandecimiento  para  colocarla  frente  al  Austria  y  fa- 
vorecer una  rivalidad  que  le  aseguraba  el  papel  de 
factor  decisivo  en  cualquier  conflicto.  Los  zares  rusos  ca- 
saban con  princesas  alemanas  y  habían  creado  una  red 
de  parentescos  que  los  hacía  aparecer  como  un  jefe  de 
familia  entre  varios  de  los  pequeños  principados  ale- 
manes. 

En  el  congreso  de  Viena  se  cometieron  graves  erro- 
rres  políticos,  algo  que  es  una  característica  de  esta  cla- 
se de  reuniones,  en  que  para  conseguir  determinado  ob- 
jetivo, hav  que  hacer  concesiones  que  al  final  se  tradu- 
cen en  factores  de  futuros  conflictos.  Quedó  en  suspenso 
el  problema  alemán,  ante  un  movimiento  ya  popular 
que  no  era  posible  desconocer.  Después  de  varias  tenta- 
tivas estalló  en  1848  la  revolución,  que  tuvo  un  carácter 
liberal  en  cuanto  se  consiguió  que  se  establecieran  go- 
biernos constitucionales,  aun  en  Prusia,  monarquía  mi- 
litar; el  rey  Federico  Guillermo  IV  se  vio  obligado  a  dar 
una  constitución. 

El  movimiento  revolucionario  iba  encaminado  a  rea- 
lizar la  unidad  alemana.  Con  este  objeto  se  reunió  en 
Francfort  un  Parlamento  en  que  se  discutía  la  forma 
de  la  unidad  alemana,  sin  fijarse  que  existía  un  grave 
inconveniente:  la  rivalidad  entre  Austria  y  Prusia;  la 
exclusión  del  Austria  significaba  la  pérdida  de  tan  vas- 
tos dominios. 

Prusia  actuó  en  forma  decidida  para  agrupar  a  su 
alrededor  a  los  diferentes  estados  y  estuvo  a  punto  de 
conseguirlo  cuando  se  acordó  ofrecerle  al  rey  de  Prusia 


61 


la  corona  imperial.  Con  suma  habilidad  el  ministro 

austríaco  Schwarzemberg  había  seguido  el  desarrollo  de 
los  acontecimientos;  fuerte  con  el  apoyo  de  Rusia  y  to- 
davía con  la  alianza  de  los  reinos  de  Wurtemberg  y  Ba- 
viera,  dio  a  Prusia  un  ultimátum  que  esta  tuvo  que 
aceptar. 

El  rey  de  Prusia  se  vio  obligado  a  rehusar  la  co- 
rona imperial  y  la  reacción  triunfante  en  Austria  pasó  a 
Alemania.  Se  disolvió  el  Parlamento  de  Francfort  y  la 
situación  quedó  como  antes;  es  decir  un  problema  laten- 
te que  necesariamente  debería  agravarse. 

4) 

El  zar  Nicolás  I  no  tenía  más  talento  que  su  herma- 
no Alejandro;  pero  lo  superaba  por  la  continuidad  de 
su  carácter;  no  tuvo  ninguna  veleidad  liberal,  sino,  al 
contrario,  odio  a  toda  innovación  en  este  sentido.  Fue 
un  autócrata  convencido  del  origen  divino  de  su  poder 
y  consideró  siempre  como  un  deber  sagrado  el  no  per- 
mitir nada  en  desmedro  de  la  autoridad  imperial;  fue 
un  Papa  y  un  Emperador,  un  verdadero  exponente  del 
cesaropapismo. 

Al  llegar  al  trono,  la  revolución  de  diciembre  y  el 
conjunto  de  complots  que  se  habían  urdido  contra  Ale- 
jandro I,  le  hicieron  comprender  lo  que  era  realmente 
el  Imperio  ruso.  No  se  podía  confiar  en  la  nobleza, 
siempre  levantisca,  y  por  lo  tanto  en  la  oficialidad  del 
ejército  que  procedía  de  esa  clase  social,  infestada  por 
las  ideas  revolucionarias  que  habían  conocido  en  los  países 
en  que  tuvieron  que  luchar.  En  el  último  complot,  se 
habló  de  recluir  en  una  prisión  al  Zar  y  a  su  familia  y 
proclamar  la  república. 

Tras  la  nobleza  venía  la  inmensa  masa  rural,  los  mu- 
jiks,  sometidos  a  una  dura  servidémbre,  que  en  reali- 
dad era  una  forma  de  esclavitud.  Ya  desde  antes  se  agita- 


62 


ban  las  masas  campesinas  y  se  producían  sublevaciones 
cuyo  número  aumentaba  en  una  forma  alarmante.  Al 
comenzar  el  reinado  de  Nicolás  I,  estallaban  diez  revuel- 
tas por  año;  al  terminar  eran  cincuenta  anuales.  El  Zar 
pensó  en  hacer  una  reforma  agraria  aue  aboliera  la  ser- 
vidumbre; sin  embargo  no  pudo  encontrar  una  fórmula 
que  evitara  el  peligro  de  que  el  .nuevo  orden  no  afectara 
la  estructura  social. 

Nicolás  I  creyó  encontrar  apoyo  en  una  burocracia 
seleccionada  y  adicta  y  en  una  gendarmería  bien  organi- 
zada y,  como  base  de  su  poder,  una  policía  secreta  que 
debía  realizar  un  espionaje  completo  de  tal  modo  que 
nada  escapara  al  control  del  soberano.  Su  jefe,  el  gene- 
ral Beckendorf,  pronto  adquirió  terrible  fama  por  la 
rapidez,  precisión  y  extremada  crueldad  para  reprimir 
los  complots  y  a  veces  las  posibles  conspiraciones. 

Lentamente  se  había  ido  formando  una  clase,  entre 
la  nobleza  y  la  burguesía,  que  tomó  un  aspecto  intelec- 
tual por  contar  principalmente  con  la  juventud  univer- 
sitaria y  el  apoyo  de  las  sociedades  secretas,  entre  las  que 
se  contaba  la  Masonería.  Sus  componentes  tenían  un 
modo  de  pensar  propio  de  la  cultura  rusa,  diferente  del 
pensamiento  occidental.  Al  mismo  tiempo  se  desarrolla 
un  inusitado  movimiento  literario,  que  es  el  principio 
del  siglo  de  oro  de  la  literatura  rusa,  cuyo  estudio  y  co- 
nocimiento nos  da  una  prueba  de  cuan  diferente  es  la 
psicología  del  oriente  ruso  respecto  del  occidente  euro- 
peo. Los  poetas  y  escritores  como  Puchkin,  Lermontov  y 
el  incomparable  Dostoiewski  son  los  iniciadores  de  esta 
grandiosa  época  literaria. 

Hay  una  trilogía  de  revolucionarios  que  encabezan 
el  movimiento  que  al  cabo  de  ochenta  años  derribará  al 
zarismo,  y  que  tendrá  una  influencia  fatal  en  la  cultura 
divergente  occidental.  Uno  es  Alejandro  Herzen,  hijo 
natural  de  un  gran  señor  ruso  y  de  una  alemana  judía. 
Su  padre  le  dejó  una  cuantiosa  herencia  que  liquidó 
para  trasladarse  al  extranjero;  vivió  principalmente  en 


63 


Londres,  donde  imprimía  un  periódico  revolucionario 
en  que  exponía  las  nuevas  ideas  y  atacaba  al  gobierno 
de  los  zares.  "Kolokol"  ("La  Campana"),  Se  distribuía 
clandestinamente  en  Rusia  sin  que  le  fuera  posible  a 
la  policía  evitarlo,  a  pesar  de  las  terribles  penas  que 
recaían  sobre  los  que  eran  sorprendidos  con  algún 
ejemplar. 

El  segundo  miembro  del  trío  es  Miguel  Bakunin. 
Pertenecía  a  la  nobleza;  era  un  hombre  hermoso,  de 
talla  gigantesca,  animado  por  un  espíritu  de  un  fanatis- 
mo frío,  inaccesible  a  cualquier  cambio.  Para  él  el  Es- 
tado estaba  corrompido  y  había  que  terminar  con  él 
para  conseguir  la  libertad  de  los  hombres.  Dice: 

"Nosotros  no  tenemos  otra  patria  que  la  revolución 
universal.  La  libertad  de  las  masas  exige  la  destrucción 
de  las  instituciones  políticas,  religiosas,  civiles  y  sociales, 
sobre  las  cuales  reposa  el  mundo  actual.  Es  necesario  des- 
truir el  Estado,  la  Iglesia,  los  tribunales,  los  bancos,  la 
administración,  la  policía,  el  ejército  que  no  son  otra 
cosa  que  fortalezas  levantadas  por  el  privilegio  contra  el 
proletariado.  No  basta  con  destruirlos  en  sólo  un  Estado, 
hay  que  destruirlos  en  todos  los  países,  pues  existe  en- 
tre todas  estas  instituciones,  y  por  sobre  todas  las  fron- 
teras, una  solidaridad  poderosa.  La  revolución  total  no 
puede  cumplirse  sino  empleando  la  carnicería  que  so- 
brepase en  horror  a  todo  lo  que  la  Historia  ha  visto, 
todo  lo  que  el  Occidente  puede  imaginar". 

"Hay  que  destruir  el  Estado;  en  su  lugar  se  instala- 
rán unidades  autónomas,  municipios,  corporaciones  que 
establecerán  pactos  voluntarios  entre  sí.  Los  criminales 
serán  castigados  por  la  censura  de  la  opinión  pública". 

Este  eíra  el  programa  anarquista  de  Bakunin  que 
tan  nefasta  influencia  va  a  tener  no  sólo  en  Rusia  sino 
también  en  Europa.  Parece  que  la  nostalgia  de  la  vida 
campesina  en  la  inmensa  llanura  rusa,  algo  que  él  cono- 
ció en  su  juventud,  tuvo  gran  influencia  en  la  ideología 
revolucionaria  de  Bakunin.  En  la  revolución  de  1848, 


64 


Bakunin  se  lanzó  a  la  lucha  y  cayó  prisionero  de  los  aus- 
tríacos en  Bohemia;  reclamado  por  el  Zar  fue  encarcela- 
do en  las  húmedas  y  tétricas  prisiones  Schlusselburgo, 
a  orillas  del  lago  Ladoga,  y  ahí  se  fue  consumiendo  su 
fuerte  vitalidad  debido  al  encierro  a  que  fue  sometido. 
Su  familia  consiguió  que  fuera  trasladado  a  Siberia,  de 
donde  logró  fugarse  ayudado  por  una  hermosa  joven 
hija  del  gobernador,  con  la  cual  casó,  sin  que  fuera  real- 
mente su  mujer,  iniciando  así  el  grupo  romántico  de  las 
esposas  vírgenes  de  los  revolucionarios. 

5) 

Fedor  Dostoiewski  es  el  tercer  hombre  del  trío  revo- 
lucionario; es  el  genial  novelista  que  ha  logrado  analizar 
el  alma  rusa  en  sus  más  recónditos  detalles  y  la  ha  pre- 
sentado en  tal  forma,  que  sólo  los  hombres  de  esa  cultu- 
ra pueden  comprender  el  valor  real  de  sus  admirables 
creaciones.  Joven  fue  aprehendido  por  la  policía  por 
participar  en  reuniones  clandestinas.  Condenado  a  muer- 
te, es  indultado  cuando  iba  a  ser  ejecutado;  se  le  envió 
a  uno  de  los  presidios  de  Siberia;  después  de  varios  años 
de  cárcel,  vuelve  transformado  en  cuanto  a  sus  ideas  po- 
líticas. Una  tras  otras  van  apareciendo  sus  novelas  que 
causan  asombro  no  sólo  en  Rusia  sino  también  en  el 
extranjero,  por  el  conocimiento  profundo  del  carácter 
humano  y  la  forma  increíble  como  detalla  y  desmenuza 
hasta  los  sentimientos  más  íntimos,  con  gran  belleza  de 
estilo,  basada  en  la  sencillez  de  la  expresión.  Estudia  el 
alma  rusa  sin  que  nada  escape  a  su  pluma  incomparable. 

Los  literatos  sólo  ven  en  Dostoiewski  su  inmenso 
talento,  su  genio  y  no  se  detienen  a  considerar  sus  per- 
sonajes tan  distintos  de  los  tratados  por  los  autores  oc- 
cidentales. Los  que  lean  estas  líneas  seguramente  cono- 
cen y  les  ha  llamado  la  atención,  algunas  de  las  obras 
del  gran  escritor  ruso;  pueden  compararlos  con  los  ca- 


3.— Teocracia. 


65 


racteres  estudiados  por  Balzac,  o  remontándose  más 
atrás,  con  los  de  Shakespeare.  El  gran  poeta  inglés  estu- 
dió concienzudamente  todas  las  pasiones  humanas,  ha- 
ciendo resaltar  su  efecto  en  el  carácter  de  los  hombres. 
Puede  decirse  que  Shakespeare  y  Dostoiewski  nos  indi- 
can, sin  quererlo,  la  diferencia  entre  el  alma  de  la  cul- 
tura occidental  y  la  rusa.  Nosotros  pertenecemos  a  un 
pueblo  extraño,  a  una  cultura  especial,  naciente,  ta  his- 
pano-americana;  podemos  analizar  las  actuales  culturas 
con  más  imparcialidad  y  precisión  que  los  que  pertene- 
cen a  las  que  en  este  tiempo  están  en  abierta  o  velada 
rivalidad  y  así  podemos  comparar  sus  literaturas,  con  la 
ya  tan  desarrollada  de  Estados  Unidos,  para  aprecia;, 
no  su  estilo  y  el  arte  de  expresar,  sino  la  forma  de  in- 
terpretar la  vida,  el  alma  humana. 

Lentamente  fueron  apareciendo  en  Rusia  dos  par- 
tidos extremos,  uno  de  derecha,  conservador,  ultra  na- 
cionalista, el  eslavista  o  eslavófilo,  y  el  otro  de  izquierda, 
el  revolucionario.  Los  eslavistas  consideraban  a  Rusia 
como  el  pueblo  elegido  por  Dios,  la  santa  Rusia  llamada 
a  dirigir  a  los  demás  pueblos  eslavos  y  a  dominar  a  los 
otros;  era  la  más  pura  expresión  del  imperialismo  ruso, 
que  es  la  característica  de  esa  cultura.  Moscow  era  la 
tercera  y  última  Roma.  Roma,  Bizancio,  Moscow  era 
una  fórmula  sagrada.  Consideraban  a  Pedro  el  Grande 
como  el  gran  enemigo  del  genio  ruso  que  había  tratado 
de  aplastarlo  bajo  el  peso  de  las  ideas  occidentales.  Para 
dar  una  idea  de  la  ideología  eslavista  conviene  leer  lo 
escrito  por  uno  de  sus  apóstoles,  Constantino  Aksakov. 
Dice  en  algunas  partes: 

"El  pueblo  ruso  es  el  elegido,  de  Dios.  La  historia 
de  Rusia  tiene  el  valor  de  una  historia  sagrada.  La  Igle- 
sia Ortodoxa  es  la  única  detentadora  de  la  verdad  cris- 
tiana. La  vía  del  Occidente  es  falsa  y  es  una  vergüenza 
seguir  por  ella,  Pedro  el  Grande  ¡el  gran  genio,  hombre 
de  sangre!  ha  desconocido  a  Rusia  y  a  su  vida  anterior. 
Sobre  tu  obra  desmensurada  está  impreso  el  sello  de  la 


66 


maldición  divina.  Haz  repudiado  a  Moscow,  la  Santa, 
de  manera  abominable.  Y  alejándote  de  tu  pueblo  ruso 
construíste  una  ciudad  solitaria,  pues  no  era  posible 
vivir  junto  a  él,  Rusia  por  y  para  los  rusos". 

Toda  cultura  céntrica  tiene  el  carácter  de  un  pueblo 
dominador;  se  diferencia  de  estos  en  que  trata  de  ab- 
solver a  los  países  que  domina  y  no  sólo  explotarlos  y 
en  que  demuestra  tener  un  alma  que  se  manifiesta  en 
su  manera  de  concebir  el  arte  y  la  ciencia  y  la  impone 
a  los  dominados,  no  sólo  por  la  fuerza,  sino  por  la  po- 
tencia intelectual.  Esta  característica  es  más  acentuada 
en  las  culturas  céntricas  que  en  las  divergentes.  Es  fácil 
notar  en  la  cultura  romana  su  especial  concepción  del 
derecho;  en  la  bizantina  su  absorción  de  la  Iglesia,  es 
decir  su  cesaropapismo,  que  le  da  a  sus  divergencias  inte- 
riores ese  aspecto  místico  religioso,  en  que  se  lucha  apa- 
rentemente por  ideas,  por  conceptos  teológicos  y  no  por 
cuestiones  civiles.  En  la  rusa,  desde  su  nacimiento  se 
manifiesta  el  sentido  imperialista  en  todos  sus  períodos, 
en  las  etapas  zaristas  de  Moscow  y  de  San  Petersburgo 
y  la  actual  comunista  de  Moscow. 

6)  W^tiítrf  U'*o 

Es  Dostoiewski  uno  de  los  principales  escritores  que 
ha  expuesto  con  precisión  y  claridad  el  ideal  eslavista. 
Los  protagonistas  de  sus  novelas  expresan  nítidamente 
el  alma  rusa.  Los  críticos  consideran  los  hechos  y  lo  que 
dicen  como  propio  de  hombres  atormentados  por  taras 
mentales,  cuando  en  realidad  revelan  el  fondo  destructor 
del  espíritu  ruso.  En  "La  casa  de  los  muertos",  en  "Ofen- 
didos y  humillados",  en  "Los  hermanos  Karamasof"  y  en 
tantas  otras  de  sus  obras,  flota  v  se  desprende  la  idea 
de  un  sentido  especial  de  concebir  la  vida.  Dice  en  una 
parte:  •  ■  i 


67 


"El  alma  rusa  está  siempre  lista  para  someterse  a 
las  experiencias  radicales  para  las  cuales  sería  incapaz 
el  alma  extranjera.  —  Lo  que  más  llama  la  atención  en 
el  ruso  es  que  siempre  tiene  necesidad  de  saltar  por  sobre 
la  medida,  de  llegar  al  precipicio,  de  inclinarse  hacia  su 
fondo,  para  explorar  sus  entrañas,  y,  frecuentemente  para 
arrojarse  allí  como  un  loco;  lo  que  más  impresiona  en 
él  es  la  necesidad  de  la  negación  que  tiene,  a  pesar  de 
ser  el  hombre  más  creyente;  la  negación  de  todo,  la  ne- 
gación de  los  sentimientos  más  sagrados,  el  ideal  más 
elevado,  de  las  cosas  más  santas,  como  la  patria". 

Toma  a  veces  un  sentido  profético:  "Partiendo  de 
la  libertad  ilimitada  se  llegará  al  depotismo  ilimitado". 
Del  anarquismo  de  Bakunin  se  llega  al  depotismo  ilimi- 
tado del  comunismo  ruso.  Es  muy  interesante  conocer 
el  pensamiento  del  escritor  porque  sólo  traduce  el  sentir 
del  ruso.  Así  en  el  elogio  de  Puchkin,  en  la  universidad 
de  Moscow  dice:  "Sólo  el  pueblo  ruso  es  capaz  de  res- 
taurar el  cristianismo  caído  y  de  realizar  la  paz  del 
mundo.  El  pueblo  ruso  está  predestinado  a  decir  la  pa- 
labra nueva,  pues  lleva  en  sí  a  la  divinidad".  Siente  ho- 
rror por  el  catolicismo;  según  él  "es  una  religión  anti- 
cristiana. El  catolicismo  es  peor  oue  el  ateísmo,  pues  el 
ateísmo  se  limita  a  hablar  de  la  nada;  pero  el  catolicis- 
mo va  más  lejos;  habla  de»un  Cristo  desfigurado,  de  un 
Cristo  a  quien  calumnia  y  ultraja,  de  un  Cristo  que  es 
lo  contrario  del  verdadero  Cristo". 

El  zar  Nicolás  I  comprendió  muy  bien  la  realidad 
de  la  situación  interior  rusa;  pudo  apreciar  la  inestabi- 
lidad de  su  aparente  inmenso  poder  sobre  una  masa 
humana  que  oscilaba  entre  un  exagerado  nacionalismo 
y  un  partido  revolucionario  destructor.  Pensó  que  había 
que  distraer  la  atención  pública  guiándola  hacia  un  ob- 
jetivo nacionalista  que  satisfacía  las  ansias  de  conquista. 
Había  que  llegar  a  Bizancio  y  era  el  momento  propicio 
para  aprovechar  el  trabajo  diplomático  y  guerrero  que 
se  había  hecho  con  este  fin. 


68 


CAPITULO  V 


])  Verdadeia  importancia  de  la  guerra  de  Crimea—  2) 
Ongcn  de  la  guerra  de  Crimea  —  3)  Guerra  de  Crimea  - 
4)    Ca\our  —   r>)    El    Piamonte   entra   en   la   guerra  ¿e 
Crimea. 


1) 

Al  hablar  de  la  guerra  de  Crimea,  sus  causas  y  su 
desarrollo,  es  frecuente  llegar  a  la  conclusión  de  que 
fue  una  guerra  sin  motivo  justificado;  más  que  todo 
una  acción  dirigida  a  influir  sobre  una  determinada 
política  interior.  Es  esta  una  impresión  más  que  todo 
francesa  y  por  eso  un  autor  de  esta  nacionalidad  dice: 
"La  guerra  de  Crimea  es  notable  por  el  contraste  entre 
la  futilidad  de  sus  orígenes  y  la  gravedad  de  sus  conse- 
cuencias".       '"'  '3  j'l!HI'J'*'  Bmnq  3up  pnie  ojnsj 

Para  acercarse  a  una  interpertación  real  de  por 
qué  est?(lló  esta  guerra  dura  y  sangrienta,  cuyos  moti- 
vos eran  fútiles  en  apariencia,  hay  que  considerarla 
como  un  episodio  de  la  lucha  de  dos  culturas:  la  cén- 
trica rusa  y  la  divergente  occidental.  Como  ya  hemos 
visto,  Napoleón  inició  la  primera  etapa  de  esta  lucha, 
que  no  tenía  otra  solución  definitiva  que  la  que  él  trató 
de  darle:  el  repeler  el  poderío  ruso  hacia  los  Urales.  La 


69 


segunda  etapa,  comienza  en  forma  pacífica,  diplomáti- 
ca y  es  dirigida  por  Inglaterra,  como  nación  prepon- 
derante en  la  cultura  occidental.  Son  conocidos  los  en- 
tretelones  de  los  congresos  de  Viena  y  de  Verona  v  a 
continuación  los  incidentes  del  año  30  y  48.  Se  evitaba 
la  guerra;  pero  el  problema  seguía  latente,  eran  sólo 
calmantes  sin  resultado-,  definitivos,  hasta  que  llegó  un 
momento  en  que  fue  imposible  no  ir  a  un  conflicto 
guerrero. 

En  cuanto  a  la  política  francesa,  primó  el  deseo 
de  Napoleón  III  de  aparecer  como  el  arbitro  de  Euro- 
pa; necesitaba  satisfacer  el  orgullo  francés  para  con- 
servar su  popularidad  y  con  ello  contentaba  especial- 
mente al  partido  católico;  pero  el  precio  fue  demasiado 
alto;  cien  mil  franceses  murieron  por  algo  que  no  pro- 
dujo ningún  beneficio  a  Francia;  al  contrario,  fue  el 
germen  de  futuras  desdichas. 

Napoleón  III  está  convencido  de  que  el  gran  error 
del  emperador  Napoleón  I  había  sido  el  no  marchar 
de  acuerdo  con  Inglaterra.  Conocedor  del  pueblo  inglés, 
estimó  que  una  de  las  primeras  normas  de  su  política 
internacional  debería  ser  la  alianza  o  un  entendimiento 
con  el  gobierno  inglés;  por  ningún  motivo  ir  contra  esta 
nación.  En  la  guerra  de  Crimea  vio  el  momento  propi- 
cio para  una  alianza,  mas  olvidó  el  carácter  práctico  del 
inglés  y  no  consideró  que  en  política  no  existe  el  agra- 
decimiento, sino  que  prima  siempre  el  interés.  Para  des- 
gracia de  Francia  no  hubo  un  ministro  que  tuviera  la 
capacidad  necesaria  para  abarcar  la  política  total  y  po- 
der demostrar  al  soberano  el  límite  hasta  el  cual  podía 
llegarse.  Tuvo  ministros  a  quienes  apreció  relativamente, 
pues  a  espaldas  de  ellos  seguía  una  política  personal 
guiado  por  sus  ensueños,  en  la  convicción  de  que  no 
perjudicaba  el  interés  nacional,  porque  no  los  haría 
efectivos;  pero  sucedió  que  algunos  cancilleres  extran- 


70 


jeros  tuvieron  la  perspicacia  de  calcular  los  secretos 
deseos  del  Emperador  y  lo  envolvieron  en  una  red  tal. 
que  los  ministros  franceses  quedaban  al  margen;  es  el 
caso  de  Cavour  y  después  de  Bismarck. 

Es  de  gran  interés  que  los  hombres  que  dirigen  las 
relaciones  de  un  país  conozcan  a  fondo  la  Historia  para 
medir  con  exactitud  las  posibles  consecuencias  de  sus 
resoluciones,  comparándolas  con  lo  pasado  otras  veces. 
Este  conocimiento  puede  dar  una  apreciación  de  la 
psicología  de  las  naciones,  y  aún  más,  una  psicología  de 
las  culturas  que  en  el  caso  de  las  divergentes,  es  de  muy 
dilicil  estimación.  Desgraciadamente  ocurre  con  fre- 
cuencia que  los  hombres  que  llegan  al  poder,  reúnen 
poi  lo  general,  cualidades  distintas,  que  son  las  necesa- 
rias para  escalar  el  poder;  pero  no  para  hacer  un  uso 
adecuado  de  él. 

Si  meditamos  sobre  lo  sucedido  en  estos  últimos 
años,  vemos  cuan  real  es  esta  observación.  Nos  encon- 
iiamos  en  los  momentos  en  que  la  lucha  entre  dos  cul- 
turas céntricas,  las  más  poderosas  de  la  actualidad,  es 
cada  vez  más  intensa  y  fatalmente  deberá  llegar  a  un 
resultado.  Por  un  laclo,  la  cultura  rusa,  que  ya  ha  de- 
vorado  parte  de  los  territorios  de  la  cultura  occidental, 
y  por  otro,  la  cultura  norteamericana  que  ha  absorbido 
c  n  gran  parte  la  economía  occidental;  y  entre  las  dos, 
la  rusa  y  la  norteamericana,  han  obligado  a  la  cultura 
occidental  a  liquidar  su  inmenso  imperio  colonial.  Es- 
tados Unidos  en  su  lucha  contra  Rusia,  debe  apoyarse 
cada  vez  más  en  la  América  Latina.  En  ella  existen  dos 
culturas  nacientes:  una  divergente,  la  hispanamerica- 
na,  lormada  por  diecinueve  estados,  y  la  otra  céntrica, 
la  brasilera.  La  diplomacia  norteamericana  ha  tratado 
de  dominarlas  por  el  dinero,  produciendo  en  ellas  una 
asfixia  económica  cuyas  graves  consecuencias  políticas 
sólo  últimamente  comienza  a  tomar  en  cuenta. 


71 


2) 


Los  católicos  residentes  en  el  Imperio  turco  se  con- 
sideraban protegidos  por  Francia,  más  desde  el  período 
revolucionario  de  1789  el  gobierno  francés  no  se  preocu- 
pó de  esta  especie  de  protectorado  en  Oriente.  Los  sa- 
cerdotes que  vivían  en  Jerusalén  habían  aceptado  que 
los  griegos  ortodoxos  tuviesen  participación  en  el  culto 
en  los  sitios  consagrados  por  el  recuerdo  de  Cristo;  pero 
llegó  un  momento  en  que  estos  se  consideraron  los  due- 
ños y  trataron  de  expulsar  a  los  católicos.  No  hay  duda 
que  tras  todo  esto  se  desarrollaba  una  intriga  política 
dirigida  por  el  gobierno  ruso.  Los  católicos  resolvieron 
pedir  auxilio  a  Francia  y  así  la  hicieron.  Napoleón  III. 
que  deseaba  restablecer  el  prestigio  del  poder  francés, 
intervino  en  forma  diplomática.  Los  turcos,  dueños  de 
Palestina,  tenían  buen  cuidado  de  no  intervenir,  pues 
comprendían  que  este  asunto  en  apariencia  sin  impor- 
tancia, ocultaba  la  acción  rusa  cada  día  más  exigente  y 
temible.  Se  cambiaron  notas  diplomáticas  encaminadas  a 
llegar  a  un  acuerdo,  muy  fácil  de  obtener  siempre  que 
no  se  disimulara  otro  propósito. 

Era  embajador  de  Inglaterra  en  San  Petersburgo  sir 
Hamilton  Seymour,  diplomático  sagaz  que  conocía  muy 
bien  la  situación  internacional.  En  una  reunión  sochl 
a  la  que  asistió  el  Zar,  este  llevó  aparte  al  embajador 
inglés  y  entabló  con  él  una  larga  conversación  sobre  el 
tema  de  que  cuando  un  hombre  estaba  enfermo,  próxi- 
mo a  la  muerte,  los  herederos  deberían  acordar  la  forma 
en  ciue  se  repartirían  la  herencia;  para  llegar  finalmente 
a  la  conclusión  de  que  el  hombre  en  tal  situación  era 
el  Imperio  turco  y  que  era  conveniente  llegar  a  un  acuer- 
do para  su  repartición.  Parece  que  el  embajador,  con 
toda  habilidad,  logró  en  entrevistas  sucesivas,  que  Ni- 
colás I  expresara  descarnadamente  sus  pretensiones  que 
consistían  en  que  Inglaterra  se  apoderara  de  Egipto  y 


72 


(  ida  v  dejara  las  manos  libre  a  Rusia  para  el  resto  de 
la  herencia. 

Llama  la  atención  la  falta  de  tacto  del  Zar  y  la 
creencia  absurda  de  que  el  gobierno  inglés  se  iba  a 
satisfacer  con  la  posesión  del  Egipto  como  una  compen- 
sación del  aumento  tan  considerable  de  poder  que  iba 
a  obtener  Rusia  al  controlar  los  estrechos  que  unen  el 
mar  Negro  con  el  Mediterráneo,  y  amenazar  el  dominio 
de  este  mar,  algo  que  los  ingleses  consideraban  como 
propio  por  ser  dueños  de  Gibraltar  y  Malta.  Es  posible 
que  el  monarca  ruso  considerase  que  Inglaterra,  ante  la 
imposibilidad  de  defender  el  Imperio  turco,  prefiriese 
aceptar  lo  ofrecido. 

Sir  Hamilton  Seymour  avisó  a  su  gobierno  lo  que 
pasaba  y  lo  que  él  pensaba;  este  trató  de  no  responder 
a  lo  que  podía  considerarse  como  una  conversación  in- 
formal. El  gobierno  inglés  relacionó  lo  ocurrido  con  el 
asunto  de  los  Santos  Lugares,  como  se  denominaba  a  la 
región  de  Jerusalén.  El  embajador  inglés  en  Constanti- 
nopla  era  Strafford  de  Redclife,  que  había  permane- 
cido en  ese  puesto  durante  varios  años.  Profundo  cono- 
cedor de  los  asuntos  turcos,  pueblo  al  que  había  llegado 
a  tomar  cariño,  presentía  la  tempestad  que  se  avecinaba 
y  trató  de  hacer  ver  a  su  gobierno  lo  grave  que  era  para 
los  intereses  de  Inglaterra  el  aceptar  que  Rusia  poloni- 
zara  a  Turquía  para  quedarse,  por  supuesto,  con  la 
parte  del  león;  esto  iba  contra  la  política  inglesa  desa- 
rrollada en  los  congresos  de  Viena  y  Verona,  dirigida 
a  evitar  el  aumento  del  poderío  ruso. 

Existían  además  otros  antecedentes  que  contribuían 
a  despertar  los  temores  del  gobierno  respecto  de  las 
verdaderas  intenciones  rusas.  El  Zar  Nicolás  había  ata- 
cado a  Persia,  que  se  vio  obligada  a  cederle  dos  pro- 
vincias; después  emprendió  la  conquista  del  Cáucaso. 
Inglaterra  secretamente  ayudaba  a  resistir  a  los  emires 
caucasianos  ante  el  temor  de  que  Rusia  dominara  a 
Persia,  lo  que  era  un  peligro  para  el  dominio  inglés  en 


73 


la  India,  La  más  rica  de  las  posesiones  inglesas,  que  había 
que  defender  ante  todo.  Se  sabía  que  agentes  rusos 
habían  visitado  a  los  príncipes  hindúes  y  que  a  su  vez 
representantes  de  estos  habían  estado  en  Rusia. 

Esta  larga  explicación  tiene  por  objeto  hacer  ver 
que  la  víctima  señalada  era  Turquía  y  que  la  nación 
más  interesada  en  su  defensa  era  Inglaterra;  que  el  in- 
terés de  Francia  era  relativo:  mucho  antes  estaba  el 
austríaco.  Los  rusos  al  ocupar  los  principados  danubia- 
nos, se  adueñaban  del  curso  inferior  del  río  y  por  lo  tanto 
iban  a  controlar  la  desembocadura  del  Danubio,  que  era 
la  gran  arteria  fluvial  del  sur  de  Alemania  y  de  Hungría. 
Si  se  escalonaban  los  intereses  de  las  potencias  en  este  asun- 
to, estaba  en  primer  lugar  Inglaterra,  después  Austria 
y  Prusia  y  por  último  Francia.  Esto  nos  hace  ver  el 
error  de  Napoleón  III  al  comprometer  a  su  patria  en 
un  conflicto,  fácil  de  evitar  por  medio  de  una  diplo- 
macia hábil,  que  hubiera  dejado  que  se  comprometieran 
los  realmente  interesados  primero  para  recoger  después 
los  frutos  de  la  victoria. 

3) 

El  gobierno  ruso  anunció  al  Sultán  de  Turquía  el 
envío  de  un  embajador  especial,  el  príncipe  Menschi- 
coff,  el  que  llegó  a  bordo  de  un  buque  de  la  escuadra 
rusa,  lo  que  contribuía  a  darle  un  aspecto  inusitado  a 
esta  embajada.  Menschicoff  procedió,  desde  su  arribo  a 
Constantinopla,  a  no  respetar  ningún  protocolo  diplo- 
mático; daba  la  impresión  del  enviado  de  un  amo  a  un 
príncipe  de  inferior  categoría.  Más  que  pedir  exigió 
una  audiencia  del  Sultán,  sin  tomar  en  cuenta  para  nada 
a  la  cancillería  turca  y  al  ministro  correspondiente.  Dio 
a  conocer  las  imposiciones  del  Zar,  que  se  concretaban 
a  establecer  el  protectorado  ruso  sobre  los  súbditos  cris- 

74 


ríanos  ortodoxos  del  Sultán;  en  realidad  se  lijaba  la  de- 
pendencia de  Turquía  respecto  de  Rusia. 

El  gobierno  turco  se  sintió  anonadado;  pero  tanto 
el  embajador  inglés  como  el  francés  lo  alentaron  para 
que  resistiera.  El  Sultán,  viendo  que  estaba  apoyado  por 
dos  grandes  potencias,  en  forma  diplomática  trató  de 
alargar  las  negociaciones,  no  dando  una  respuesta  cate- 
górica a  la  exigencia  rusa;  pero  la  situación  se  agravó, 
al  retirarse  el  príncipe  Menschicoff  y  penetrar  el  ejérci- 
to ruso  en  los  principados  danubianos.  Poco  después,  la 
escuadra  rusa  del  mar  Negro  atacó  y  destruyó  a  la  turca 
en  Sínope.  Con  este  motivo,  las  ecuadras  anglo-francesas 
penetraron  en  el  mar  Negro  y  la  rusa  tuvo  que  retirarse 
a  la  base  naval  de  Sebastopol  en  Crimea.  Todo  esto  pro- 
dujo la  guerra  de  Rusia  contra  Francia,  Inglaterra  y 
Turquía. 

En  verdad  Inglaterra  se  vio  comprometida  en  un 
conflicto  que  no  había  deseado  emprender.  Hubo  dis- 
crepancias en  el  modo  de  proceder  entre  los  ministros 
Aberdeen  y  Palmerston;  el  primero,  que  conoda  y  apre- 
ciaba al  Zar,  estimaba  que  por  negociaciones  se  podía 
llegar  a  una  solución  aceptable;  el  segundo,  según  su 
carácter,  pensó  que  podía  impresionar  al  soberano  ruso 
demostrando  una  actitud  resuelta.  En  esta  política  in- 
decisa, actuó  sir  Strafford  que  era  el  único  que  veía  cla- 
ramente que  no  había  otra  solución  que  la  guerra. 

La  gran  dificultad  estaba  en  la  imposibilidad  de 
atacar  a  Rusia  en  tal  forma  que  se  le  pudiera  obligar 
a  aceptar  las  condiciones  que  garantizaran  la  existencia 
de  Turquía.  La  escuadra  inglesa  atacó  las  islas  Aland  en 
el  mar  Báltico  sin  resultado.  Se  envió  entonces  un  cuer- 
po expedicionario  franco-inglés  para  que  en  unión  del 
ejército  turco  atacara  a  los  rusos  en  el  Danubio  inferior. 
La  deficiente  organización  militar,  especialmente  en  los 
servicios  de  aprovisionamiento,  paralizaron  esta  tentati- 
'vá.  Se  resolvió,  entonces,  atacar  el  puerto  de  Sebasto- 
pol, en  la  península  de  Crirrieá,  en  la  creencia  de  que 


la  acción  combinada  de  las  escuadras  y  de  las  tropas 
de  desembarco  harían  fácil  la  toma  y  destrucción  de 
esta  base  naval.  La  equivocación  fue  muy  grande.  El 
príncipe  Menschicoff,  que  dirigía  la  defensa,  disponía 
de  un  fuerte  ejército  y  además  hizo  hundir  la  escua- 
dra rusa  a  la  entrada  del  puerto  para  impedir  el  acceso 
de  la  flota  enemiga. 

Al  avanzar  el  ejército  invasor  tuvo  que  trabar  una 
reñida  batalla  en  Alma  contra  los  rusos;  salió  vence- 
dor y  después  de  varias  batallas,  cuando  pudo  atacar 
por  tierra  a  Sebastotol,  se  encontró  con  un  vasto  campo 
atrincherado.  El  ingeniero  militar  ruso  Tottleben  se 
había  revelado  como  un  genio  en  su  ramo  al  proyectar 
y  construir  una  red  de  defensas  hábilmente  dispuestas. 

Una  de  las  causas  del  fracaso  de  la  expedición  de 
Napoleón  a  Rusia  había  sido  la  deficiente  organización 
de  los  abastecimientos  y  el  pésimo  estado  sanitario;  el 
tifus  y  la  difteria  causaron  más  bajas  al  ejército  francés 
que  los  ataques  de  los  cosacos.  Cuarenta  años  después, 
en  esta  nueva  campaña,  se  repiten  estas  deficiencias  en 
mayor  escala.  El  sitio  de  Sebastopol  se  prolongó  larga- 
mente, y  al  fin  su  caída  decidió  al  nuevo  Zar,  Alejandro 
II  sucesor,  de  su  padre  Nicolás  I  que  había  muerto,  a 
entablar  negociaciones  de  paz: 

.erroirg  &l  aup  nóbuíoz  sao  eidsá  oa  aup  am^nisi 
oh  bübilidíaoqoti  al  «a  r,dsm  bGifuoiitb  nsTg  fiJ 

IB^ÍIdo  KT3Íbljq  3l  32  3Up  Bítnoi  [El   II)  BUUSI  £  TOSlK 

Camilo  Benso,  conde  de  Cavour,  es  uno  de  los  tres  es- 
tadistas más  geniales  que  ha  producido  la  cultura  occiden- 
tal: Richelieu,  Cavour  y  Bismarck.  Nacido  en  Turín  en 
1810,  era  hijo  de  una  familia  noble.  Se  le  consideró  como 
un  niño  y  desoués  como  un  joven  extraño;  daba  mues- 
tras de  gran  talento,  pero  desordenado  en  sus  gustos  y 
actividades.  Apasionado  por  la  lectura,  estaba  también 
afectado  por  apetitos  y  ardores  materiales  que  inquic- 

9é 


taban  a  sus  padres  por  su  porvenir.  El  marqués  de  Ca- 
vour,  su  padre,  escribe  una  vez  a  su  esposa  lo  siguiente: 

"Nuestro  hijo  es  un  extraño  original.  Comió  prime- 
ro muy  dignamente,  un  plato  de  sopa,  dos  hermosas  y 
suculentas  chuletas,  carne  cocida,  una  becacina  que  le 
traje  de  los  arrozales,  arroz  de  Leri,  papas,  fréjoles,  uvas, 
café;  no  hubo  forma  de  hacerle  tomar  otra  cosa.  Después 
de  esto  me  recitó  varios  cantos  del  Dante,  sonetos  de 
Petrarca,  la  gramática  de  Corticelli,  algo  de  Alfieri,  de 
Jacopo  Ortiz  y  todo  esto  paseándose  a  grandes  pasos,  en 
bata  y  con  las  manos  en  los  bolsillos". 

Estudia  en  la  Academia  Militar,  viaja  y  regresa  para 
dedicarse  a  la  explotación  agrícola  de  sus  propiedades. 
Tiene  un  carácter  que  lo  impele  a  fuertes  pasiones  amo- 
rosas; demuestra  audacia,  y  es  un  jugador  capaz  de  arries- 
gar su  fortuna  a  una  carta  cuando  tiene  el  presentimien- 
to del  triunfo;  se  da  cuenta  perfecta  que  el  gran  campo 
para  desplegar  su  actividad  es  la  política,  que  ha  nacido 
para  esto;  pero  no  ha  llegado  su  momento. 

Muy  luego  el  problema  de  la  unidad  italiana  apa- 
siona a  Cavour.  En  Turín  discute  v  estudia  las  ideas  de 
Máximo  d'Azeglio,  de  Balvo,  de  Mazzini,  de  Gioberti  y 
de  Rosmini.  Su  espíritu  lúcido  ve  la  dificultad  que  pro- 
viene de  las  diferentes  modalidades  de  las  regiones  de 
Italia  separadas  por  ríos  y  montañas.  Hay  una  falta  de 
unidad  geográfica  que  da  un  carácter  distinto  al  napo- 
litano del  romano  y  del  toscano;  el  veneciano  aprecia  las 
cosas  en  distinta  forma  que  el  milanés;  el  habitante  de 
Génova  se  considera  más  afín  del  marsellés  que  del  pia- 
montés.  La  técnica  moderna  proporciona  la  gran  solu- 
ción: el  medio  de  comunicación  fácil,  seguro  y  rápido; 
este  es  el  ferrocarril. 

Cavour  se  disfraza  de  hombre  de  negocios  al  hablar 
de  la  construcción  de  un  ferrocarril  entre  Turín  y  Gé- 
nova y  propone  la  multiplicación  de  estas  vías  de  trans- 
porte. Todo  esto  es  sólo  aparente,  en  el  fondo  trata  de 
acercar  a  los  italianos,  unos  a  otros,  para  poder  realizar 


71 


la  unidad  nacional.  El  rey  Carlos  Alberto,  de  criterio 
estrecho,  llega  a  considerar  a  Cavour  como  un  hombre 
sumamente  peligroso. 

Elegido  diputado  por  Turín,  se  lanza  al  campo  de 
la  política.  El  desastre  de  Novara  cambia  totalmente  la 
situación.  El  nuevo  rey,  Víctor  Manuel  II,  es  en  todo 
diferente  a  su  padre,  hasta  en  el  aspecto  físico.  De  peque- 
ña estatura,  es  fuerte,  robusto,  de  gustos  ordinarios,  goza 
con  las  comidas  populares;  cazador  incansable,  es  un 
hombre  sensual,  sin  refinamientos.  Se  llega  a  decir  que 
es  el  hijo  de  una  campesina  y  que  recién  nacido  fue  cam- 
biado por  el  verdadero  príncipe.  Es  un  rey  no  demó- 
crata, sino  de  gustos  plebeyos;  tiene  dos  grandes  cuali- 
dades: buen  criterio  para  elegir  a  sus  icolaboradores  y 
un  profundo  patriotismo  italiano  dirigido  a  conseguir 
la  independencia  y  la  unidad  de  Italia. 

Víctor  Manuel  II  tiene  el  acierto  de  no  proceder 
como  los  otros  príncipes  italianos;  mantiene  la  consti- 
tución y  hace  aparecer  al  Piamonte  como  un  oasis  de 
libertad  en  una  Italia  oprimida.  Su  primer  Ministro 
d'Azeglio,  gran  escritor  y  patriota  italiano,  trata  de  lle- 
var al  ministerio  a  Cavour,  en  el  que  ve  las  cualidades 
de  un  estadista.  El  rey,  con  cierta  sorna,  le  advierte  que 
si  lleva  a  Cavour  éste  pronto  ocupará  varios  ministerios 
y  por  último  será  el  amo.  Efectivamente  al  cabo  de  poco 
tiempo  Cavour  pasa  a  ser  el  jefe  del  ministerio. 

Cavour  considera  ilusorias  las  ideas  de  Gioberti  y 
no  acepta  la  república  de  Mazzini,  ni  su  ateísmo;  es  mo- 
nárquico y  católico.  La  "Italia  fara  da  se"  de  Carlos  Al- 
berto, es  un  imposible.  La  unidad  de  Italia  debe  for- 
marse alrededor  de  una  monarquía  italiana,  fuerte  y  de 
tendencia  moderna,  es  decir  •  liberal;  debe  apoyarse  en 
una  i  gran  potencia  y¡  esta  necesariamente  es  Francia;  es 


7S 


la  única  solución  posible,  y  a  conseguir  la  alianza  fran- 
cesa se  encamina  toda  su  política. 

La  mente  genial  de  Cavour,  apreció  en  su  debida 
forma  las  palabras  de  Pío  IX:  "¡Bendecid,  Gran  Dios,  a 
Italia  y  conservad  para  ella  siempre,  este  don  más  pre- 
ciado que  ningún  otro:  la  fe!"  Comprende  que  Juan 
Mana  Mastai,  el  varón  que  ha  llegado  a  ocupar  la  dig- 
nidad más  excelsa  que  existe  en  la  tierra,  ama  a  Italia 
y  habla,  no  como  un  príncipe  de  un  pequeño  dominio 
italiano,  sino  como  el  Vicario  de  Cristo,  y  puntualiza  la 
ventaja  inmensa  que  significa  para  Italia  el  ser  la  sede 
del  Papado,  y  así  llega  a  la  fórmula:  "Iglesia  libre  en 
libre  Estado",  que  es  contraria  al  axioma  político  de 
que  la  Iglesia  necesita  un  dominio  temporal  para  poder 
actuar  con  libertad.  Quiso  la  fatalidad  que  Cavour  mu- 
riera en  plena  actividad  sin  poder  dejar  terminada  su 
obra.  Si  hubiera  vivido  más  el  tratado  de  Letrán  se  ha- 
bría adelantado  sesenta  años. 

Como  primer  ministro  de  Víctor  Manuel  II,  Ca- 
vour desplegó  una  energ.a  y  una  actividad  admirables; 
muy  luego  el  pequeño  reino  del  Piamonte  se  convirtió 
en  un  modelo  de  administración  efectiva.  La  falta  de 
medios  económicos  lo  llevó  a  usar  los  bienes  eclesiásti- 
ticos,  lo  que  le  atrajo  la  enemistad  y  la  excomunión  de 
Roma.  Pronto  el  Piamonte  contó  con  un  ejército  bien 
preparado,  una  naciente  escuadra  y  una  hábil  diploma- 
cia dirigida  hacia  un  fin  preciso. 

La  guerra  de  Crimea  proporcionó  el  momento  in- 
ternacional que  se  necesitaba.  La  opinión  general  juz- 
gó a  Cavour  como  un  necio  farsante  cuando  propuso  la 
alianza  de  Piamonte,  pequeñísimo,  con  poderosas  po- 
tencias como  Francia  e  Inglaterra,  contra  el  colosal  Im- 
perio Ruso,  para  defender  a  Turquía,  algo  que  en  nada 
importaba  a  los  piamonteses.  Víctor  Manuel  II  compren- 
dió el  juego  de  Cavour  y  lo  apoyó  decididamente. 


79 


Convidado  a  visitar  Francia  e  Inglaterra,  Víctor  Ma- 
nuel II  acompañado  de  Cavour  se  dirigió  a  París;  era  la 
época  radiante  del  segundo  Imperio  y  mientras  el  rey 
causaba  sensación  en  el  elemento  femenino  de  la  corte 
de  las  Tullerías,  Cavour  observaba  y  captaba  con  increí- 
ble precisión  la  psicología  de  los  diferentes  personajes; 
sobre  todo  supo  interpretar  el  carácter,  las  secretas  as- 
piraciones, de  aquel  a  quien  muchos  consideraban  como 
la  indescifrable  esfinge  de  las  Tullerías,  el  emperador 
Napoleón  III.  ¿Qué  pensaba,  qué  deseaba,  qué  oculta- 
ba tras  esa  mirada  aparentemente  vaga  a  pesar  de  su 
brillantez?  Cavour  supo  apreciar  en  su  verdadero  valor 
la  influencia  de  la  emperatriz  Eugenia  y  las  ideas  po- 
líticas del  ministro  Walewski.  En  igual  forma,  sondeó 
el  ambiente  de  la  corte  inglesa  y  calculó  muy  bien  cuan- 
to podía  esperar  de  la  reina  Victoria  y  de  sus  ministros. 

De  regreso  de  Inglaterra,  a  su  paso  por  París,  ob- 
tuvo un  primer  resultado  halagador,  en  una  conversa- 
ción con  Napoleón  III;  sin  relación  con  lo  que  se  trata- 
ba, el  Emperador  le  dijo:  "Escribid  confidencialmente  a 
Walewski  acerca  de  lo  que  creéis  se  puede  hacer  por  el 
Piamonte  y  por  Italia". 


80 


CAPITULO    V  I 


1)  Actitud  de]  Austria  ante  la  guerra  de  Crimea.—  2)  Con- 
greso de  París—  3)  Cavour  y  Napoleón  III—  4)  Cavour 
y  la  unidad  italiana.—  S)  Atentado  de  Orsini.—  6)  Napo- 
león III  se  decide  a  intervenir  en  Italia. 


1) 

La  expedición  a  Crimea  no  dio  los  resultados  espera- 
dos. Se  había  pensado  en  un  ataque  rápido,  cuyo  obje- 
tivo era  la  destrucción  de  la  base  naval  rusa  de  Sebas- 
topol, y  en  cambio  hubo  que  vencer  a  varios  ejércitos 
rusos  y  organizar  un  asedio  con  todas  las  reglas  del  arte 
militar.  A  pesar  de  su  empuje,  valor  y  eficiencia,  los  sol- 
dados rusos  no  pudieron  arrojar  al  mar  a  los  invasores; 
ni  estos  lograr,  sino  después  de  un  largo  sitio,  apoderar- 
se de  los  fuertes  principales  de  Sebastopol. 

Los  gobiernos  de  Francia  e  Iglaterra,  al  estudiar  la 
situación  producida,  vieron  algo  que  debían  haber  con- 
siderado mucho  antes.  Aun  tomada  Sebastopol,  Rusia 
no  estaba  vencida  y  era  imposible  imponerle  una  paz, 
en  la  forma  que  se  estaba  procediendo.  La  única  mane- 
ra de  conseguir  un  triunfo  total,  consistía  en  obtener  el 
apoyo  de  las  dos  potencias  centrales:  Prusia  y  Austria. 
La  primera  estaba  dominada  desde  la  época  napoleóni- 
ca por  los  zares,  y  la  segunda  acababa  de  ser  ayudada 


81 


por  los  ejércitos  rusos  para  someter  a  los  húngaros  su- 
blevados. 

Se  ha  reprochado  al  príncipe  Schwarzemberg  su  in- 
gratitud al  dar  oído  en  Viena  a  Inglaterra  y  Francia  que 
le  proponían  un  ataque  a  Rusia.  La  gratitud  es  un  sen- 
timiento que  no  ha  tenido  cabida  en  la  política;  se 
ejerce  si  hay  conveniencia  en  hacerlo  y  se  olvida  en  caso 
contrario,  y  un  político  hábil,  fácilmente  encuentra  los 
argumentos  necesarios  para  justificar  que  la  acción  por 
la  cual  se  reclama  agradecimiento,  sólo  es  algo  que  va 
a  producir  beneficio  o  evitar  mayores  males  al  que  la 
hace  que  al  que  la  recibe.  Schwarzemberg  procedió  co- 
mo un  gran  político;  desgraciadamente  para  el  Austria 
y  para  la  cultura  occidental,  murió  y  el  sucesor,  Buot, 
no  era  el  hombre  capaz  de  solucionar  la  difícil  situación 
que  le  correspondía  afrontar. 

Reunidos  en  Viena  los  representantes  de  Francia  e 
Inglaterra  con  el  canciller  austríaco,  redactaron  una  no- 
ta que  fijaba  las  condiciones  necesarias  para  la  protec- 
ción de  Turquía.  Estas  eran: 

a)  Protectorado  del  Austria  sobre  los  principados 
danubianos,  Moldavia  y  Valaquía.  En  adelante  Rusia 
no  tendría  intervención  en  las  relaciones  de  estos  prin- 
cipados con  Turquía. 

b)  Libertad  de  navegación  en  el  Danubio. 

c)  Completa  idependencia  de  Turquía. 

d)  Abandono  de  Rusia  del  protectorado  que  pre- 
tendía ejercer  sobre  los  subditos  cristianos  del  Imperio 
Turco. 

Las  dos  primeras  condiciones  favorecían  francamen- 
te al  Austria,  y  los  aliados  Francia,  Inglaterra  y  Turquía 
esperaban  que  esta  nación  se  decidiera  a  entrar  en  la 
contienda.  El  nuevo  canciller  austríaco,  el  conde  de 
Buol  Schauenstein,  había  sido  durante  varios  años  em- 
bajador en  San  Petersburgo;  debería  haber  conocido  a 
fondo  el  sentir  ruso.  Sin  embargo,  parece  que  fue  un 
discreto  diplomático;  pero  un  mediocre  hombre  de  es- 


82 


tádó  v  que  desgraciadamente  se  estimaba  muchísimo  más 
de  lo  que  en  realidad  valía.  De  él  dice  Bismarck:  "Yo 
quisiera  ser  solamente  una  hora  en  mi  vida  el  gran  hom- 
bre que  Buol  cree  ser  todos  los  días,  y  mi  gloria  estaría 
establecida  para  siempre  ante  Dios  y  ante  los  hombres". 
Lo  comparaba  con  una  locomotora  que  hace  mucho  rui- 
do y  no  sabe  adonde  va. 

El  emperador  Francisco  José,  confiaba  mucho  en  sus 
ministros  y  tuvo  la  desgracia  de  que  la  mayor  parte  de 
ellos  no  correspondían  al  difícil  trabajo  que  requería  el 
dirigir  un  estado  tan  complicado  como  el  austríaco,  que 
exigía  una  política  internacional  de  suma  habilidad; 
cualquier  traspié  podía  producir  un  desastre  fatal.  Un 
país  de  una  vigorosa  nacionalidad  como  Francia,  Espa- 
ña o  Inglaterra,  podían  soportar  reveses,  pero  el  Aus- 
tria, conjunto  heterogéneo,  no;  si  no  se  detenía  a  tiem- 
po, podía  ser  el  fin  del  Imperio.  Buol  perdió  el  tiempo 
en  estériles  discusiones;  dejó  pasar  las  ocasiones  favora- 
bles, disgustó  a  Rusia  al  querer  aparecer  como  protector 
de  Turquía  y  fue  el  blanco  de  las  burlas  por  su  indeci- 
sión en  Francia  y  en  Inglaterra.  Palmerston,  el  ministro 
inglés,  dice  con  bastante  ironía,  en  la  Cámara  de  los  Co- 
munes: 

"Austria  está  con  nosotros...  hasta  cierto  punto. 
Ella  está  con  nosotros...  moralmente". 

En  Francia  Napoleón  III  en  el  discurso  de  apertura 
del  Cuerpo  Legislativo  dice:  "Estamos  esperando  que 
Austria  cumpla  sus  compromisos". 

La  noticia  de  que  el  Piamonte  ha  firmado  un  trata- 
do de  alianza  con  Francia  e  Inglaterra  y  que  va  enviar 
un  ejército  a  Crimea,  causó  en  Viena  gran  disgusto.  No 
se  supo  analizar  tranquilamente  la  situación  y  se  aceptó 
dejar  que  Francia  se  implicara  en  el  problema  italiano 
•cuando. ya  era  tarde  para  volver  hacia  Rusia. 


S3 


2) 


Las  sangrientas  batallas  de  Alma  y  Traktir,  la  cé- 
lebre carga  de  la  caballería  inglesa  en  Balaklava  y,'  por 
último,  la  toma  del  fuerte  de  Malakoí,  por  los  france- 
ses causaron  entusiasmos;  pero  hicieron  ver,  sobre  todo 
en  Francia,  que  se  estaba  gastando  más  de  lo  que  se  de- 
bía la  fuerza  del  país,  para  no  conseguir  ninguna  ven- 
taja que  compensara  materialmente  este  desgaste.  Por 
otra  parte,  el  nuevo  zar  Alejandro  II  comprendió  que 
había  que  terminar  una  guerra  que  agravaba  cada  vez 
más  el  problema  interior  ruso;  no  estaba  afectado  su 
amor  propio  como  en  el  caso  del  Zar  fallecido  y  resol- 
vió aceptar  una  paz  honorable. 

Napoleón  III  logró  realizar  uno  de  sus  mayores 
deseos:  el  reunir  un  congreso  internacional  que  fuera 
la  contra  partida  del  celebrado  en  Viena.  El  congreso 
que  va  a  sesionar  en  París,  está  bajo  la  custodia  de  un 
Napoleón  y  se  va  a  volver  al  esplendor  del  primer  Im- 
perio. Uno  de  los  problemas  que  luego  se  presenta  es 
el  de  la  admisión  del  Piamonte;  según  muchos  es  un 
Estado  insignificante  que  no  debe  participar  en  las  dis- 
cusiones de  alta  política  de  las  grandes  potencias.  Aquí 
actúa  con  toda  su  eficiencia  la  diplomacia  de  Cavour; 
él  sabe  muy  bien  que  el  secreto  de  su  triunfo  está  en 
las  Tullerías  y  ya  psicológicamente  domina  a  Napo- 
león III.  El  Emperador,  que  es  el  dueño  de  casa  en  esta 
reunión,  impone  la  aceptación  del  Piamonte  y  llega  a  un 
acuerdo  secreto  con  Cavour  sobre  la  forma  en  que  se  van 
a  desarrollar  los  debates  para  conseguir  algo  favorable 
para  la  unidad  italiana. 

Napoleón  III  se  comportó  generosamente  con  Rusia; 
no  hay  pendiente  ningún  problema  territorial;  trata  de 
hacer  olvidar  lo  pasado  y  ganar  el  afecto  del  Zar.  Ale- 
jandro II  ha  aceptado  las  condiciones  fijadas  para  la 
paz;  con  muy  buen  criterio  espera  que  el  tiempo  va  a 
destruir  todos  los  obstáculos  impuestos  al  avance  ruso; 


sabe  esperar.  Se  establece  la  neutralidad  del  mar  Negro, 
lo  que  impide  que  Rusia  tenga  una  escuadra  de  guerra 
y  bases  navales  correspondientes  en  este  mar.  Se  espera 
que  así  se  garantice  la  seguridad  de  Turquía. 

La  actuación  de  Cavour  en  el  Congreso  ha  sido  la 
de  un  observador;  ha  intervenido  en  los  debates  cuando 
adelanta  alguna  solución;  ha  dado  muestras  de  gran  pru- 
dencia y  de  mucha  lucidez.  Al  final  estalla  la  bomba. 
El  presidente  del  Congreso  era  el  ministro  francés  Ale- 
jandro Walewski.  Hijo  de  Napoleón  I  y  de  la  princesa 
polaca  María  Walewska,  es  el  retrato  del  gran  Empera- 
dor en  cuanto  a  su  fisonomía;  no  así  a  su  genio.  Tran- 
quilo, reposado,  de  ideas  conservadoras,  ha  sido  nombra- 
do ministro  de  Relaciones  de  Francia,  más  que  todo  por 
su  ascendencia.  No  tiene  sobre  Napoleón  III  ninguna  in- 
fluencia en  cuanto  a  la  política  internacional  y  no  se  le 
escapa  que  a  sus  espaldas  el  Emperador  toma  medidas, 
ac  uerdos  de  suma  importancia,  que  él  ni  siquiera  conoce. 
Recibe  órdenes  de  su  amo  imperial  y  las  cumple.  Da  la 
impresión  de  que  comprende  la  gravedad  de  ellas,  más 
ante  el  temor  de  tener  que  dejar  su  puesto,  prefiere  no 
hablar  y  que  su  responsabilidad  sobre  lo  hecho  quede 
en  la  penumbra. 

No  hay  duda  que  Walewski  era  partidario  de  la 
alian/a  austríaca,  que  era  enemigo  de  favorecer  la  uni- 
dad italiana,  que  sabía  el  significado  de  la  intervención 
de  Cavour;  sin  embargo  al  terminar  el  Congreso  propu- 
so sesiones  libres  para  debatir  la  situación  de  Europa,  y 
entonces,  ante  la  indignac  ón  de  Buol,  ministro  austría- 
co, empezó  una  requisitoria  de  Lord  Claredon,  represen- 
tante de  Inglaterra,  contra  los  varios  gobiernos  tiránicos 
de  los  principados  italianos,  insistiendo  con  especial  inte- 
rés en  la  administración  eclesiástica  de  los  Estados  Pon- 
tificios. 

A  continuación  tomó  la  palabra  Cavour  e  hizo  una 
espléndida  exposición  del  problema  italiano;  habló  del 
absurdo  gobierno  austríaco  que  no  permitía  ninguna 

85 


libertad  en  tina  dé  las  regiones  más  civilizadas  del  mun- 
do. Insistió  en  el  anticuado  concepto  administrativo  que 
dominaba  en  la  península  para  terminar  diciendo  que 
no  podría  existir  una  paz  estable  en  Europa  si  no  se  daba 
libertad  a  Italia. 

•  3) 

Cavour  regresa  contento  a  Turín;  sabe  que  ha  re- 
corrido gran  parte  del  camino  necesario  para  llegar  al 
fin  propuesto.  Al  partir,  Napoleón  III  le  ha  dicho  una 
frase,  tal  vez  para  muchos  sin  importancia,  pero  que  él 
la  ha  comprendido  ampliamente:  "Tengo  el  presenti- 
miento de  que  la  paz  actual  no  durará  mucho  tiempo". 
Es  recibido  fríamente  y  atacado  por  la  oposición.  ¿Cómo 
es  posible  que  el  Piamonte  haya  derrochado  dinero  y 
la  sangre  de  sus  soldados,  para  no  conseguir  ninguna 
compensación?  En  la  guerra  han  muerto  127  hombres  en 
un  total  de  18.000  que  formaban  el  cuerpo  expediciona- 
rio. Era  una  baja  equivalente  al  0,7%  en  cambio  Fran- 
cia había  perdido  100.000  hombres. 

El  ministro  se  desentendió  de  todas  las  críticas  por- 
que contaba  con  el  apoyo  del  rey  y  ha  llegado  a  la  con- 
clusión de  que  cuenta  con  tres  factores  de  triunfo:  1? 
El  odio,  la  sed  de  venganza  del  Zar  hacia  el  Austria; 
2°  El  interés  de  Inglaterra  en  que  se  forme  un  estado 
italiano  fuerte,  que  necesariamente  con  el  tiempo  se 
opondrá  a  Francia  y  contribuirá  a  detener  la  expansión 
francesa  en  Argelia  y  en  el  Mediterráneo;  y  3?,  el  más 
efectivo,  ha  adivinado  el  amor  secreto  de  Napoleón  que 
es  como  pasa  con  muchos  amores,  algo  cuyos  motivos  son 
inexplicables,  es  sí  un  amor  de  juventud,  un  ensueño; 
Italia.  El  Emperador  finge  no  ver  el  perjuicio  que  puede 
causar  a  su  patria,  ni  aún  que  está  jugando  su  porvenir 
y  el  de  su  dinastía;  sin  embargo  continúa  tratando  de 
'que  se  realice  su  secretó  anhelo  y  desgraciadamente  para 


8% 


Francia  y  para  él  ha  encontrado,  él,  Fausto,  el  Mefistó- 
íeles  tentador  que  le  va  a  allanar  el  camino  hacia  la  rea- 
lización de  sus  deseos. 

Cavour  sabe  muy  bien  que  en  la  corte  de  las  Tulle- 
rías  tiene  enemigos  formidables  de  su  política;  ante  todo 
la  Emperatriz,  después  el  ministro  Walewski  y  muchos 
grandes  dignatarios  del  Imperio.  Uno  de  ellos,  Persigny, 
embajador  en  Londres,  uno  de  los  hacedores  del  Impe- 
rio, llega  a  decir,  sin  pensar  siquiera  que  sus  palabras 
encierran  una  profecía: 

"Lamentaría  que  germinara  en  la  cabeza  del  Empe- 
rador, la  idea  de  cambiar  la  faz  de  Europa.  La  dinas- 
tía no  tiene  necesidad  de  gloria,  sino  de  tiempo,  y  el 
tiempo  no  puede  ser  reemplazado  por  nada.  Si,  por  lo 
tanto,  viese  a  Francia  lanzada  en  un  sistema  de  grandes 
acciones,  lo  lamentaría;  porque  la  acción  más  bella  del 
mundo  nada  puede  agregar  a  la  gloria  napoleónica  ni 
mucho  menos  dar  veinte  años  al  heredero  del  Imperio: 
¡Qué  el  Emperador  se  cuide  de  tocar  la  gran  espada,  por- 
que no  sabe  manejarla,  y  se  cortaría  los  dedos...!  La 
dinastía  imperial  no  tiene  sino  una  probabilidad  de 
de  ruina:  la  guerra". 

¡Qué  exacta  visión  del  futuro!  Magenta  y  Solferino 
son  el  principio  de  una  aventura  que  terminará  en  Se- 
dán. Se  ha  dicho  con  cierta  razón  que  la  desgracia  de 
Francia  fue  que  Napoleón  III  no  muriera  después  de 
la  guerra  de  Crimea.  Si  esto  hubiera  sucedido,  habría 
pasado  a  la  Historia  como  un  hombre  hábil  y  astuto  y 
como  un  gran  estadista  que  supo  apreciar  la  evolución  so- 
cial al  preocuparse  especialmente  de  las  clases  obreras. 

4) 

La  imaginación  fecunda  de  Cavour  ideó  pronto  la 
forma  de  agrupar  a  los  jefes  italianos  de  la,s  diferentes 
tendencias  políticas  que  trabajaban  por  la  libertad  de 
Italia.  Consiguió  que  Mazzini,  el  siciliano  La  Fariña  y  el 


87 


incansable  revolucionario  José  Garibaldi,  que  después 
de  servir  a  la  efímera  república  Romana  había  estado 
en  América,  luchando  en  el  Brasil,  se  purieran  de  acuer- 
do con  él.  Era  Garibaldi  una  reencarnación  de  los  con- 
dotieri  italianos,  sentía  el  ansia  de  la  guerra  en  forma 
independiente,  sujetándose  sólo  condicionalmente  a  una 
autoridad;  además  de  su  pasión  patriótica  por  la  liber- 
tad de  Italia,  lo  animaba  un  odio  feroz  a  todo  lo  ecle- 
siástico. 

Todos  estos  hombres  eran  republicanos  y  detesta- 
ban la  monarquía  piamontesa;  sin  embargo  supo  Cavour 
convencerlos  hábilmente  de  que  la  única  esperanza  de 
conseguir  la  unidad  italiana  era  si  trabajaban  en  con- 
junto. El  Piamonte  era  sólo  un  peldaño  de  la  escala 
que  había  que  subir  para  llegar  a  la  cima:  Roma,  que 
debía  ser  la  magnífica  capital  de  Italia  unida.  En  un  ab- 
soluto secreto  se  llegó  a  un  acuerdo,  en  el  que,  por  lo 
demás,  ambas  partes  procedían  de  mala  fe;  los  inspiraba 
la  técnica  política  de  Maquiavelo.  Cavour  pensaba  que 
una  vez  que  se  hubiera  servido  de  estos  revolucionarios, 
había  que  dejarlos  a  un  lado  y  aislarlos  como  elementos 
peligrosos,  y  ellos  llegaban  a  la  conclusión  de  que  una 
vez  terminada  la  unidad  italiana,  les  sería  fácil  derribar 
la  monarquía.  Muy  pronto  se  desarrolló  sobre  toda  Ita- 
lia una  red  de  agentes  que  preparaban  sincronizadamen- 
te  la  revuelta  contra  los  príncipes  reinantes. 

Gran  conocedor  de  las  debilidades  humanas,  Cavour 
había  observado  cómo  se  podría  explotar  el  instinto 
amoroso  de  Napoleón  III.  Había  advertido  que  el  amor 
del  Emperador  hacia  la  emperatriz  Eugenia,  se  había 
convertido  en  el  afecto  hacia  una  esposa  que  había  dado 
un  heredero  a  la  corona  imperial;  pero  que  el  deseo  de 
aventuras  con  bellas  mujeres  lo  asediaba  continuamente. 
Se  valió  de  una  joven  considerada  como  la  más  hermosa 
de  Europa,  la  condesa  de  Castiglione.  Casada  por  conve- 
niencia, había  dejado  a  un  lado  a  su  marido  para  em- 
prender cualquier  aventura  lucrativa;  se  decía  que  ha- 


bía  sido  amante  de  Víctor  Manuel.  Cavour  la  enroló  al 
servicio  secreto  de  la  diplomacia  y  la  envió  a  París  con 
esta  consigna: 

"Triunfad,  prima  mía,  por  los  medios  que  os  plaz- 
can; pero  triunfad". 

La  dama  italiana  causó  sensación  en  la  corte  impe- 
rial no  sólo  por  su  singular  hermosura,  sino  también 
por  su  aire  provocativo  y  su  poco  recato  en  el  vestir; 
pronto  se  dijo  que  era  la  querida  del  Emperador.  La 
importancia  de  los  servicios  prestados  a  la  causa  italiana 
por  la  condesa  de  Castiglione  han  sido  exagerados.  Como 
ya  lo  hemos  visto,  Napoleón  estaba  seducido  por  el  amor 
a  Italia  y  trabaja  con  más  ansia  y  honradez  por  ella  que 
la  Castiglione,  quien  era  fría  y  falta  del  ingenio  necesa- 
rio para  desarrollar  la  intriga  que  se  le  había  confiado. 
Muy  luego  el  Emperador  se  aburrió  de  lo  que  sólo  fue 
un  capricho  pasajero  y  volvió  a  sus  aventuras  de  costum- 
bre, olvidándose  de  su  edad  y  no  tomando  en  cuenta  la 
forma  en  que  agotaba  sus  energías,  lo  que  en  gran  parte 
contribuía  a  que  se  dejara  llevar  por  ensueños  tan  en 
desacuerdo  con  el  interés  nacional  y  dinástico. 

5) 

Los  acontecimientos  casuales  son  a  veces  factores  de- 
cisivos en  los  cambios  políticos.  Sin  el  atentado  de  Or- 
sini,  Napoleón  III  hubiera  continuado  su  actitud  pasi- 
va tan  propia  de  su  carácter;  el  gozar  con  una  idea, 
con  un  proyecto,  sin  resolverse  a  realizarlo. 

El  italiano  Félix  Orsini,  amargado  vivió  por  una 
juventud  en  que  vio  a  su  padre,  oficial  del  ejército 
napoleónico  que  había  luchado  en  Wagran  y  en  Rusia, 
tener  que  huir  por  conspirar  contra  el  gobierno  pon- 
tificio, y  llevar  una  vida  de  miseria  y  aventura.  El  hijo 
siguió  igual  camino;  expulsado  de  los  dominios  del 
Papa,  escapó  milagrosamente  de  las  prisiones  austría- 

89 


cas  y  fue  a  refugiarse  en  Londres.  Ahí  encontró  cuatro 
aventureros  de  diferentes  partes  de  Italia,  dispuestos 
como  él  a  conspirar  en  pro  de  un  movimiento  que  diera 
la  libertad  a  Italia.  Aceptaron  la  idea  de  Orsini  de  que 
la  única  manera  de  conseguir  el  fin  perseguido,  consis- 
tía en  provocar  una  revolución  en  Francia,  fácil  de  pro- 
ducirla si  se  asesinaba  al  Emperador. 

Con  diferentes  pretextos  hicieron  fundir  esferas 
huecas  de  h  erro  para  llenarlas  con  metralla  y 
explosivos.  Vacías  consiguieron  pasarlas  a  Francia,  por 
la  frontera  belga,  como  artefactos  para  el  gas  de  alum- 
brado. Una  vez  en  París  procedieron  a  colocarles  la  car- 
ga y  lanzarlas  al  paso  de  los  carruajes  imperiales,  cuando 
Napoleón  se  dirigía  a  la  Opera.  Los  cuatro  acompañan- 
tes no  tuvieron  el  fanatismo  ni  la  fría  resolución  de  Or- 
sini: hubo  dudas,  lo  que  contribuyó  a  que  el  atentado 
fracasara.  Las  bombas  lanzadas  explotaron  e  hicieron 
numerosas  víctimas;  pero  los  soberanos  nada  sufrieron. 

La  indignación  producida  por  el  atentado  de  Orsi- 
ni fue  tal,  que  Cavour  pensó  que  todo  su  trabajo  estaba 
perdido,  mas  muy  luego  se  produjo  una  inesperada  reac- 
ción. Los  cinco  conspiradores  cayeron  en  manos  de  la 
policía  y  fueron  sometidos  a  un  proceso.  El  desarrollo 
de  este  acto  jurídico  hizo  variar  por  completo  el  aspecto 
odioso  del  crimen  cometido,  para  convertirlo  en  un  acto 
de  exaltado  patriotismo,  gracias  a  la  elocuencia  del  abo- 
gado defensor,  Julio  Favre,  político  contrario  al  Impe- 
rio. 

¿Comprendió  Julio  Favre  que  con  su  extraordina- 
rio alegato  iba  a  producir  el  ambiente  que  faltaba  a  Na- 
poleón III  para  lanzar  a  Francia  en  la  aventura  italia- 
na? El  gran  talento  de  un  político  tan  hábil  como  él 
nos  hace  creer  que  lo  vio;  pero  al  considerar  su  profundo 
nacionalismo  francés  se  puede  llegar  a  la  conclusión  que 
Favre  sólo  actuó  como  abogado  y  como  gran  orador} 
trató  de  producir  una  pieza  de  oratoria  jurídica  nota- 

90 


ble,  que  incribiera  su  nombre  entre  los  príncipes  de  su 
arte.  No  tomó  en  cuenta  las  consecuencias  políticas  tan 
funestas  para  Francia. 

La  oratoria  de  Favre  convirtió  a  Orsini  en  un  mátir- 
de  la  libertad;  en  él  sólo  vibraban  los  gritos  de  dolor 
de  Italia  oprimida;  su  vida  nada  importaba;  la  sacrifi- 
ca gustoso  por  uno  de  los  más  nobles  ideales  que  pueden 
dominar  el  alma  humana:  el  patriotismo.  Es  verdad  que 
ha  derramado  sangre,  que  ha  cometido  un  crimen;  por 
eso  ofrece  como  expiación  su  vida  que  no  pretende  sal- 
var; sólo  pide  que  la  intención  nobilísima  que  lo  ha  im- 
pulsado sea  tomada  en  cuenta  y  se  haga  algo  por  la 
libertad  de  Italia.  A  continuación  lee  Favre  la  carta  que 
Félix  Orsini  ha  dirigido  al  Emperador. 

"Las  declaraciones  que  he  hecho  contra  mí  mismo 
bastan  para  enviarme  a  la  muerte;  la  sufriré  sin  pedir 
gracias,  porque  no  me  humillaré  jamás  ante  aquel  que 
ha  dado  muerte  a  la  libertad  naciente  de  mi  desgraciada 
patria.  Quiero,  sin  embargo,  intentar  un  último  esfuer- 
zo para  ir  en  ayuda  de  Italia.  Conjuro  a  Vuestra  Ma- 
jestad que  le  devuelva  la  independencia  que  perdió  en 
1848  por  culpa  de  los  franceses.  ¡Qué  Vuestra  Majestad 
recuerde  que  mientras  la  Italia  no  sea  independiente  la 
tranquilidad  de  Vuestra  Majestad  y  la  de  Europa  no 
serán  más  que  una  quimera!  ¡Qué  Vuestra  Majestad  no 
rechace,  pues,  el  ruego  supremo  de  un  patriota  en  las 
gradas  del  cadalso;  que  emancipe  a  Italia,  mi  patria,  y 
las  bendiciones  de  veinticinco  millones  de  ciudadanos  le 
seguirán  en  la  posteridad!" 

La  figura  de  Orsini,  su  arrogancia  novelesca,  el 
sutil  encanto  de  la  palabra  de  Favre,  de  verdadera  be- 
lleza artística  en  cuanto  a  la  redacción  v  a  la  flexible 
modulación  de  la  voz,  causaron  un  efecto  mágico.  El 
Emperador  tuvo  que  luchar  ante  los  pedidos  de  clemen- 
cia que  la  misma  emperatriz  Eugenia  llegó  a  apoyar; 
costó  evitar  que  esta  fuera  a  ver  a  su  prisión  a  Orsini, 


91 


y  cuando  se  supo  que  al  subir  al  patíbulo  había  gritado 
"Viva  Italia"  el  oscuro  conspirador  pasó  a  ser  el  már- 
tir de  la  libertad  italiana. 

Jamás  soñó  Cavour  cuánto  le  iba  a  servir  el  aten- 
tado de  Orsini,  que  él  había  estimado  fatal  para  sus  in- 
tereses políticos;  mas  cuando  secretamente  recibió  de 
parte  de  Napoleón  III  el  pedido  de  que  se  publicaran 
en  los  diarios  de  Turín  dos  cartas  de  Orsini,  una  de 
las  cuales  ya  vimos,  y  otra  en  que  reconoce  su  error  y 
cree  que  Napoleón  puede  dar  la  libertad  a  Italia,  cam- 
bió su  modo  de  pensar.  Las  cartas  no  podían  ser  de 
Orsini;  un  hombre  tan  sagaz  como  Cavour  lo  compren- 
dió inmediatamente;  que  habían  sido  escritas  por  él  no 
había  duda;  pero  no  la  redacción,  la  forma  hábil  de 
presentar  lo  sucedido  hacia  un  determinado  fin.  El 
conspirador  ejecutado  sólo  las  había  copiado  y  firma- 
do; la  redacción  provenía  de  las  altas  esferas  y  por  lo 
tanto  el  Emperador  estaba  resuelto  a  intervenir.  Sólo 
quedaba  esperar  y  prepararse. 

¿Quién  había  escrito  las  cartas  de  Orsini?  No  fue 
Julio  Favre;  es  lo  más  seguro  que  Pietri,  el  jefe  de  la 
policía,  que  tuvo  largas  conferencias  con  Orsini  en  su 
prisión,  lo  haya  convencido  y  que  por  orden  del  Empe- 
rador le  haya  revelado  el  anhelo  de  éste  en  cuanto  al 
problema  italiano  se  refería.  No  hay  duda  que  el  texto 
de  las  cartas  era  conocido  y  aprobado  por  Napoleón. 

6) 

Los  seis  primeros  años  del  segundo  Imperio  corres- 
ponden al  período  brillante  de  los  dieciocho  años  que 
duró  este  régimen.  Un  gobierno  autoritario  que  mante- 
nía el  orden  y  permitía  un  trabajo  tranquilo  y  fomen- 
taba la  industria  y  el  comercio  manifestando  al  mismo 


92 


tiempo  inquietud  intelectual,  especialmente  en  el  avan- 
ce científico;  una  política  internacional  que  había  de- 
vuelto a  Francia  su  categoría  de  gran  potencia,  contri- 
buían a  dar  la  impresión  de  que  se  había  consolidado 
la  monarquía  imperial.  Después  del  atentado  de  Orsi- 
ni,  comienza  con  la  aventura  italiana  una  serie  de  erro- 
res en  cuanto  a  política  internacional,  inexplicables,  que 
complican  la  política  interna,  restando  al  régimen  las 
fuer/as  más  poderosas  que  lo  sostenían  y  así  se  continuó 
hasta  llegar  al  desastre  de  Sedán. 

Se  ha  dicho  que  el  temor  a  que  se  repitieran  los 
atentados  como  el  de  Orsini  indujo  a  Napoleón  III  a 
intervenir  en  Italia.  Esta  opinión  es  errónea;  el  Empe- 
rador era  valiente,  sabía  cuan  expuesta  estaba  la  vida  de 
los  soberanos  y  ya  antes  había  habido  atentados;  no  es 
posible  aceptar  la  idea  de  que  por  temor,  cuando  había 
dado  pruebas  de  un  tranquilo  valor,  fuera  a  iniciar  un 
período  de  resoluciones  de  imprevisibles  consecuencias. 

El  secreto  está  en  el  carácter  de  Luis  Napoleón;  ex- 
celente conspirador,  mediocre  hombre  de  estado,  gran 
señor  lucubrador  de  innumerables  proyectos  que  no  le 
preocupan,  por  tener  el  íntimo  convencimiento  de  que 
no  se  resolverá  a  llevarlos  a  cabo.  No  tiene  a  su  alrede- 
dor ningún  ministro  de  gran  capacidad  y  tiene  que  en- 
frentarse con  dos  hombres  geniales:  Cavour  y  Bismarck. 
Ambos  captan  muy  bien  la  psicología  del  Emperador  y 
comprenden  que  el  hombre  que  trate  de  dar  vida  a  sus 
ensueños  podrá  dirigir  indirectamente  la  política  de 
Francia  en  beneficio  de  lo  que  desee  realizar. 

El  ministro  inglés  lord  Palmerston  dijo  una  vez: 
"La  cabeza  de  Napoleón  III  se  asemeja  a  una  conejera; 
las  ideas  se  producen  allí  continuamente,  como  conejos". 
De  una  instrucción  deficiente,  conoce  la  Historia  en  for- 
ma superficial,  sin  profundizar  ni  deducir  ninguna  en- 
señanza tan  necesaria  en  un  soberano  autoritario.  Hay 


93 


en  su  "Historia  de  César"  un  párrafo  que  nos  indica  su 
modo  de  pensar: 

"Cuando  la  Providencia  suscita  hombres  tales  corrió 
César,  Carlomagno  o  Napoleón,  es  para  trazar  a  los  pue- 
blos la  ruta  que  deben  seguir.  ¡Felices  los  pueblos  que 
los  comprenden  y  los  siguen!  ¡Malditos  aquellos  que  los 
desconocen  y  los  combaten!" 

Se  deduce  que  el  autor  cree  que  Napoleón  y  des- 
pués él  están  predestinados  para  llevar  a  su  término  la 
transformación  de  Europa  y  considera  el  Memorial  de 
Santa  Elena  como  un  evangelio  político.  Se  debe  reali- 
zar la  agrupación  de  los  pueblos  por  nacionalidades, 
como  único  medio  de  llegar  a  una  paz  constante.  Olvida 
que  Napoleón  trató'  de  independizar  los  pueblos 
pero  no  de  unirlos,  y  ante  todo  subordinarlos  a  un  es- 
lado  potente  que  era  el  Imperio  Francés,  el  que  debía 
mantener  el  orden.  No  recuerda  que  el  gran  Emperador 
independizó  relativamente,  sólo  una  parte  de  Italia;  no 
la  unió;  al  contrario  anexó  a  Francia  el  Piamonte,  Ge- 
nova y  después  los  Estados  Pontificios.  Y  lo  más  grave 
está  en  que  no  supo  apreciar  la  política  de  Richelieu  y 
olvidó  que  este  hombre  genial  estableció  como  principio 
básico  el  evitar  una  Alemania  fuerte,  unida,  y  el  consi- 
derar a  Italia,  tal  como  lo  planteó  siglos  después  Metter- 
nich,  como  una  expresión  geográfica,  no  como  una  na- 
ción. 

La  idea  de  que  constituidos  en  naciones  los  diferen- 
tes pueblos  de  Europa  iban  a  vivir  en  paz  era  propio  de 
una  mente  soñadora  ausente  de  todo  espíritu  práctico, 
que  no  comprendía  la  realidad,  el  verdadero  sentido  de 
la  Historia  y  que  no  estudiaba,  en  el  gran  libro  del  pa- 
sado, lo  que  inexorablemente  debería  suceder. 

Napoleón  III  se  entrevistó  en  Stuttgart  con  el  zar 
Alejandro  II;  fue  una  reproducción  de  la  entrevista  de 
Erfurt  de  Napoleón  I  con  Alejandro  I,  con  menor  re- 
sultado. A  continuación  el  Zar  y  su  ministro  Gorchacof, 


9t 


visitaron .  al  emperador  de  Austria  Francisco  José.  A 
pesar  de  esto,  parece  que  Napoleón  llegó  a  la  conclu- 
sión de  que  Rusia  nada  haría  para  impedir  un  ataque 
al  Austria  y  aún  más,  evitaría  que  Prusia  interviniera  en 
su  favor.  Causa  extrañeza  el  considerar  las  posibles  de- 
ducciones políticas  a  que  llegó  Napoleón  III  después  de 
conversar  con  el  Zar.  Era  lógico  pensar  que  los  rusos  mi- 
raban con  fastidio,  con  odio,  a  la  monarquía  austríaca; 
pero  no  había  que  olvidar  la  guerra  de  Crimea  y  que  el 
Zar  consideraba  la  obligatoria  neutralidad  del  mar  Ne- 
gro como  algo  que  debería  suprimirse.  La  ruina  del  po- 
derío francés  era  algo  que  interesaba  especialmente  a  la 
política  rusa. 


95 


CAPITULO  VII 


1)  Guerra  franco-austríaca.—  2)  Primera  parte  de  la  uni- 
ficación italiana  -  3)  Muerte  de  Cavour  —  4)  Juicio  sobre 
Ca\our.—  5)  Cultura  hispanoamericana  —  6)  Guerra  entre 
Estados  Unidos  y  Méjico—  7)  y  8)  Causas  de  la  guerra 
de  Secesión. 


1) 

En  secreto  recibió  Cavour  la  noticia  de  que  Napoleón 
III  se  dirigía  a  las  termas  de  Plombieres  y  que  el  Empe- 
rador deseaba  estudiar  con  él,  en  completa  reserva,  la 
situación  política.  El  ministro  piamontés  anunció  que 
tomaría  unos  días  de  descanso,  los  que  pasaría  en  Suiza. 
Así  lo  hizo,  pero  con  otro  nombre  se  trasladó  a  Plom- 
bieres y  secretamente  llegó  a  un  acuerdo  completo  con 
Napoleón  III.  De  esto  nada  sabía  Walewski,  ministro 
de  Relaciones  de  Francia. 

Parece  que  Napoleón  III  no  estudió  debidamente 
a  Maquiavelo  y  estimó  que  las  ideas  políticas  que  desa- 
rrolló el  pensador  florentino  era  algo  propio  de  la  época 
renacentista,  algo  completamente  anticuado;  ahora  de- 
bería seguirse  una  política  de  franqueza,  y  así  puso  las 
cartas  de  su  juego  sobre  la  mesa  a  la  vista  del  astuto 
Cavour,  maestro  en  el  arte  desdeñado  por  el  Empera- 


4.— Teocracia. 


97 


dor.  Consiguió  todo  lo  que  deseaba,  dejando  la  impre- 
sión de  que  se  había  limitado  a  aceptar  las  imposicio- 
nes del  soberano  francés.  En  resumen  se  acordó  los  si- 
guiente: 

1)  Francia  se  aliaba  con  el  Piamonte  para  luchar 
contra  Austria  hasta  conseguir  la  libertad  de  Lombar- 
día  y  Venecia,  que  unidas  al  Piamonte  formarían  el  rei- 
no de  Italia. 

2)  El  nuevo  reino,  junto  con  los  demás  estados  ita- 
lianos, constituiría  una  confederación  cuya  presidencia 
ejercería  el  Papa,  soberano  de  los  estados  temporales, 
cuya  administración  sería  modernizada. 

3)  Piamonte  cedería  a  Francia,  Saboya  y  Niza.  Fran- 
cia quedaba  separada  del  reino  de  Italia  por  el  límite 
natural  de  los  Alpes. 

Además  se  decidió  una  unión  de  familia;  el  prín- 
cipe Jerónimo  Napoleón,  hijo  del  ex  rey  Jerónimo  Bo- 
naparte,  casaría  con  la  princesa  Clotilde,  hija  del  rey 
Víctor  Manuel  y  algo  se  insinuó  sobre  la  posibilidad  de 
que  recibirían  el  ducado  de  Toscana. 

La  forma  como  se  provocaría  la  guerra  era  algo  que 
Cavour  tenía  muy  bien  estudiado;  sus  agentes  multipli- 
caron los  atentados  y  el  descontento  contra  la  domina- 
ción austríaca  en  el  Lombardo  Véneto.  El  gobierno  del 
Piamonte  no  podía  quedar  sordo  ante  el  grito  de  dolor 
de  los  patriotas  italianos;  la  prensa  de  Turín  atacó  con 
virulencia  al  gobierno  austríaco;  al  mismo  tiempo  se 
denunciaban  supuestos  refuerzos  de  los  ejércitos  situa- 
dos a  las  orillas  del  río  Tesino,  que  separaba  la  Lombar- 
día  del  Piamonte.  Ante  estas  noticias,  el  gobierno  pia- 
montés  se  veía  obligado  a  aumentar  sus  ejércitos  y  así 
efectivamente  los  austríacos  tuvieron  que  reforzar  los 
suyos. 

En  Francia,  el  Emperador  llamaba  la  atención  al 
embajador  austríaco  sobre  lo  que  pasaba,  y  esto  lo  hacía 
con  tono  amenazador,  aunque  a  continuación  le  pedía 


9S 


que  comunicara  a  Francisco  José,  que  cualquiera  que 
fuera  la  situación  que  se  produjera,  ella  no  afectaría 
la  amistad  y  buenos  deseos  que  hacia  él  sentía  el  Em- 
perador de  los  franceses. 

Las  noticias  filtradas  a  través  de  la  prensa  sobre  la 
entrevista  de  Plombieres,  el  casamiento  del  príncipe  Je- 
rónimo con  la  princesa  Clotilde  de  Savoya  y,  por  últi- 
mo, la  aparición  de  un  folleto,  "Napoleón  y  la  Italia", 
confirmaron  la  creencia  en  el  estallido  a  corto  plazo  de 
la  guerra  con  Austria.  La  condenación  de  esta  política 
partió  de  todos  los  sectores,  aun  de  los  mismos  partida- 
rios del  Emperador.  La  emperatriz  Eugenia,  Morny, 
Maupas,  Persigny  y  otros,  unánimemente,  sólo  vieron 
enceste  probable  conflicto  un  error  político  que  podía 
causar  innumerables  males.  En  el  extranjero,  especial- 
mente en  Inglaterra,  la  opinión  llegó  hasta  ser  insultan- 
te. El  diplomático  inglés  Greville,  se  atrevió  a  escribir 
en  los  siguientes  términos: 

";Xo  es  acaso  sublevante  pensar  que  la  paz  del  mun- 
do y  la  suerte  de  una  gran  parte  de  la  humanidad  se 
encuentren  en  manos  de  un  aventurero  sin  escrúpulos, 
sin  fe,  sin  honor,  que  sólo  persigue  fines  egoístas  y  que, 
desgraciadamente,  dispone  de  un  poder  enorme?" 

Los  más  alarmados  fueron  los  católicos  franceses. 
El  arzobispo  de  Rúan,  Bonnechose,  en  quien  la  Empe- 
ratriz depositaba  su  confianza,  después  de  una  entrevista 
con  el  soberano  dijo  las  siguientes  palabras,  que  tuvieron 
un  carácter  profético: 

""El  Emperador  lleva  a  Francia  fuera  de  su  vía.  De 
protectora  del  Papa  se  convierte  en  auxiliar  de  sus  ene- 
migos. Es  un  delirio.  Conjuro  a  Dios  para  que  tenga 
piedad  de  nosotros  y  nos  evite  los  males  que  nos  amena- 
zan, al  amenazar  al  Vicario  de  Cristo". 

Ante  tanta  oposición,  Napoleón  III  trató  de  retirar- 
se y  entonces  atacó  Cavour.  Este  se  trasladó  a  París  y 
tuvo  una  larga  entrevista  con  el  Emperador.  No  se  sabe 
qué  medios  empleó  para  obligar  a  Napolenó  III  a  se- 


99 


guir  su  política  italiana.  El  hecho  es  que  el  Emperador 
estuvo  enfermo  varios  días  y  Cavour  regresó  tranquilo 
en  cuanto  a  la  prosecución  de  sus  planes.  Vino  en  su 
ayuda  para  precipitar  el  resultado,  la  torpeza  de  la  can- 
cillería de  Viena.  El  ministro  Buol  perdió  la  paciencia 
en  esta  guerra  de  nervios  e  hizo  lo  que  Cavour  deseaba: 
Se  mandó  un  ultimátum  a  Turín  para  que  en  el  plazo 
de  días  redujera  su  ejército.  El  gobierno  del  Piamonte 
rechazó  el  ultimátum  y  las  tropas  austríacas  atravesaron 
el  Tesino,  lo  que  produjo  la  guerra  con  Francia. 

El  ministro  Walewski,  a  cuyas  espaldas  Napoleón 
desarrolló  toda  su  política,  cuando  éste  le  comunicó  los 
compromisos  contraídos  resolvió  renunciar  a  su  cargo; 
a  pedido  del  Emperador  continuó  en  su  puesto,  opo- 
niéndose tenazmente  a  la  guerra,  llegando  a  veces  a  tener 
violentos  altercados.  En  un  consejo  en  que  el  príncipe 
Jerónimo  le  dijo  groseramente:  "sois  un  imbécil",  res- 
pondió Walewski:  "El  ministro  de  Argelia  —cargo  que  de- 
sempeñaba el  príncipe—  es  un  insolente,  dicho  esto  con 
el  mayor  respeto  para  el  príncipe  Jerónimo  Napoleón." 

2)  . 

En  la  guerra  franco-austríaca  se  pudo  apreciar  que 
los  soldados  de  ambos  ejércitos  eran  valerosos  y  eficien- 
tes; pero  los  generales  ineptos.  En  la  corte  de  Viena  era 
tradicional  el  tener  poca  confianza  en  la  capacidad  de 
los  jefes  militares;  ni  los  triunfos  obtenidos  por  Radetzki 
en  Italia  habían  logrado  disipar  ese  ya  arraigado  pesi- 
mismo. Se  cuenta  que  el  emperador  Francisco  I,  en  la 
batalla  de  Wagran,  que  presenciaba  desde  lejos,  había 
dicho:  "En  el  ala  izquierda  manda  Rosemberg  y  eso  me 
basta;  ahí  nos  irá  mal";  y  al  nombrar  después  de  la  de- 
rrota a  Radetzki,  jefe  del  estado  mayor  le  dice:  "Su  ca- 
rácter me  garantiza  que  no  cometerá  tonterías  intencio- 


100 


rudamente,  en  cuanto  a  las  tonterías  corrientes,  estoy 
acostumbrado  a  ellas". 

El  general  en  jefe  de  los  ejércitos  austríacos,  Giu- 
lay,  a  pesar  de  contar  con  fuerzas  muy  superiores  a  las 
piamontesas,  no  desarrolló  una  ofensiva  que  hubiera  po- 
dido aniquilar  a  estas  antes  que  llegara  el  ejército  fran- 
cés; perdió  el  tiempo  estérilmente  y  no  trató  de  impedir 
la  unión  de  ambos  ejércitos. 

Las  fuerzas  francesas  más  las  piamontesas  iban  a 
ser  mandadas  por  el  Emperador;  muy  pronto  los  gene- 
rales franceses  pudieron  apreciar  que  el  genio  militar 
no  era  hereditario  en  la  familia  Bonaparte.  Napoleón 
III  no  tenía  aptitudes  ni  conocimiento  alguno  para  ejer- 
cer el  mando.  El  ejército  francés  estaba  mal  organizado, 
carecía  de  muchos  elementos  necesarios  y  entre  sus  jefes 
los  había,  valientes,  buenos  soldados,  buenos  generales 
para  acometer  determinada  acción;  pero  igual  que  los 
austríacos,  incapaces  de  a'barcar  un  conjunto  estratégico. 
El  espíritu  napoleónico  había  desaparecido  y  los  genera- 
les, igual  que  la  mayor  parte  de  los  mariscales  del  gran 
Emperador,  debían  ser  dirigidos  para  triunfar.  Y  por  esto 
sucede  que  al  estudiar  el  desarrollo  de  esta  guerra,  da 
la  impresión  de  dos  boxeadores  que  pelean  con  los  ojos 
vendados  y  cuando  llegan  a  encontrarse  se  golpean  du- 
ramente sin  saber  dónde  ni  cómo. 

En  las  dos  grandes  batallas,  Magenta  y  Solferino, 
triunfaron  los  franceses  gracias  a  lo  que  con  tanto  acier- 
to Federico  II  llamó  "  Su  majestad  el  azar".  La  última 
batalla,  la  más  sangrienta,  horrorizó  a  Napoleón  III, 
cuya  alma  sensible  no  podía  soportar  el  pensamiento  de 
mandar  la  muerte  a  tanta  gente  por  algo  que  ya  veía 
claramente,  era  imposible  llevar  a  feliz  término,  a  una 
solución  rápida  como  lo  había  creído.  Al  saber  que  Pru- 
sia  concentraba  tropas  a  las  orillas  del  Rhin  y  recibir  el 
aviso  del  Zar  de  que  él  nada  podía  hacer  para  contener 
a  los  prusianos,  vio  que  era  necesario  terminar.  Lo  deci- 
dió la  actitud  inquietante  de  Inglaterra,  que  temía  que 

101 


i 


Napoleón  llegara  a  dominar  en  Italia  y  formara  un  gran 
imperio;  sólo  el  ministro  Palmerston  presentía  lo  que 
iba  a  pasar:  se  iba  a  formar  un  estado  italiano  que  ser- 
viría a  los  ingleses  para  contrapesar  el  poderío  francés. 

Napoleón  III  resolvió  no  dejar  agravarse  la  situa- 
ción internacional;  en  una  entrevista  que  tuvo  con  Fran- 
cisco José,  en  Villafranca,  acordó  un  armisticio  mientras 
se  firmaba  la  paz.  Austria  cedió  a  Francia  la  Lombar- 
día,  que  esta  entregaría  al  Piamonte  para  formar  el  rei- 
no de  Italia.  Venecia  continuaba  en  poder  del  Austria 
que  no  intervendría  en  los  asuntos  italianos. 

Grande  fue  el  furor  de  Cavour  al  saber  que  había 
tei  minado  la  guerra,  no  tan  sólo  contra  el  Emperador  sino 
contra  Víctor  Manuel,  a  quien  quince  días  antes  Napo- 
león le  había  comunicado  sus  intenciones  y  el  rey  nada 
había  dicho  a  su  ministro.  Con  esos  días  disponibles  Ca- 
vour estaba  seguro  que  habría  evitado  se  firmara  la  paz. 
Presentó  la  renuncia  de  su  cargo  y  se  retiró  al  campo, 
donde  pronto  recobró  la  tranquilidad  y  pudo  analizar 
fríamente  los  hechos  producidos  y  pensar  lo  que  se  po- 
día hacer  a  continuación. 

"Bendita  sea  la  entrevista  de  Villafranca",  fue  una 
de  las  exclamaciones  de  Cavour,  cuando  vio  cuánto  par- 
tido podía  sacar  de  la  situación  existente  en  Italia  ante 
la  seguridad  de  que  Austria  no  intervendría.  Los  agentes 
italianos  provocaron  tumultos,  sublevaciones  y  toda  clase 
de  complicaciones  en  los  ducados  de  Parma,  Módena 
y  en  el  gran  ducado  de  Toscana  y  en  los  Estados  Pon- 
tificios. Los  soberanos  de  los  ducados  tuvieron  que 
huir;  la  única  fuerza  capaz  de  restablecer  el  orden  e 
impedir  que  se  establecieran  repúblicas  parciales  y 
anárquicas  era  el  ejército  piamontés;  hubo  necesidad  de 
que  interviniera  y  así  se  hizo.  Cavour  volvió  al  poder  y  de 
acuerdo  con  Napoleón  III  se  produjo  la  anexión  a  Fran- 
cia de  Saboya  y  Niza,  y  al  Piamonte  se  unió  la  Lom- 
bardía  y  la  mayor  parte  de  la  Italia  central. 

102 


I 


No  se  ha  podido  demostrar  la  intervención  del  go- 
bierno de  Turín  en  la  expedición  de  los  mil,  que  par- 
tió de  Genova  al  mando  de  José  Garibaldi,  para  invadir 
y  sublevar  Sicilia,  ya  previamente  preparada.  El  que  las 
autoridades  nada  hicieran  por  impedirlo  y  el  que  la  es- 
cuadra de  Víctor  Manuel  vigilara  la  expedición,  más  con 
el  carácter  de  ayudarla  que  de  impedirla,  da  la  impresión 
de  una  de  esas  jugadas  maestras  de  que  nos  habla  Ma- 
quiavelo. 

Sicilia  cayó  en  poder  de  los  garibaldinos,  que  atra- 
vesaron el  estrecho  de  Mesina  y  marcharon  hacia  Nápo- 
ies  sin  encontrar  resistencia.  Ante  el  peligro  de  que  Ga- 
ribaldi, al  apoderarse  de  Nápoles  proclamara  la  repú- 
blica italiana,  Cavour  resolvió  intervenir  rápidamente. 
Con  la  aprobación  tácita  de  Napoleón  y  de  Inglaterra, 
el  ejército  piamontés  penetró  en  los  Estados  Pontifi- 
cios y  derrotó  a  las  escasas  fuerzas  papales  en  Castel- 
fidard,  que  trataron  de  oponerse;  siguieron  hacia  Ná- 
poles donde  llegaron  a  tiempo  para  impedir  la  realiza- 
ción de  los  propósitos  de  Garibaldi,  el  que  tuvo  que 
recibir  a  Víctor  Manuel  como  rey  de  Italia. 

El  tratado  de  Zurich  que  había  ratificado  los 
acuerdos  de  Villafranca,  había  sido  violado,  mas  no  con- 
venía recordarlo.  Fue  reconocido  el  nuevo  reino  de  Italia, 
que  comprendía  toda  la  península,  más  Sicilia  y  Cerdeña; 
faltaba  sólo  Venecia,  en  poder  de  Austria,  y  Roma, 
donde  continuaba  el  Papa  protegido  por  una  guarnición 
francesa  y  un  pequeño  ejército  pontificio. 

3) 

Par»  completar  la  unidad  italiana  faltaba  adquirir 
el  Véneto  y  Roma.  Ya  no  se  ocultaba  que  el  tener  a 
Roma  como  capital  era  el  deseo  de  los  italianos  y  Cavour 
lo  hizo  saber  al  Emperador  de  los  franceses: 


103 


"Nuestra  estrella  ¡Oh  Señor!,  os  lo  declaro  abierta- 
mente, es  hacer  que  la  Ciudad  Eterna,  en  la  que  veinti- 
cinco siglos  han  acumulado  toda  clase  de  gloria,  sea  la 
espléndida  capital  del  Reino  Itálico".. 

Para  Cavour  el  problema  es  aparentemente  muy  sen- 
cillo, el  poder  temporal  debe  desaparecer: 

"Una  vez  que  haya  desaparecido  la  irritante  cues- 
tión del  poder  temporal,  el  Papa  será  más  poderoso  en 
Roma  de  lo  que  fueron  sus  predecesores,  ya  que  Italia 
será  celosa  y  devota  guardiana  del  Papado,  como  de  la 
más  espléndida  institución  nacional". 

Olvida  Cavour  que  Napoleón  I  nada  pudo  conse- 
guir en  este  sentido  y  que  Pío  VII  no  había  aceptado  el 
ser  el  capellán  del  gran  Emperador;  Pío  IX,  con  mayor 
razón,  no  querría  serlo  del  rey  Víctor  Manuel.  El  axio- 
ma político,  ya  milenario,  de  que  el  Papa,  para  actuar 
libremente,  debería  ser  el  soberano  de  un  Estado  inde- 
pendiente, era  muy  difícil  cambiarlo.  Sin  embargo  ya  se 
pensaba  en  la  posibilidad  de  hacerlo.  El  gran  ministro 
italiano  entró  en  relaciones  con  un  grupo  de  cardenales 
para  llegar  a  un  acuerdo  directo  con  el  Papa.  El  25  de 
mayo  de  1861  pronunció  un  gran  discurso  en  el  Parla- 
mento; en  una  parte  dice: 

"La  unión  de  Roma  al  reino  de  Italia  no  debe  ser 
interpretada  por  la  gran  masa  de  católicos  de  Italia  y 
de  fuera  de  ella,  como  la  señal  de  la  servidumbre  de  la 
Iglesia.  Nunca  será  propio  de  nosotros  llegar  a  Roma 
como  conquistadores.  A  riesgo  de  ser  acusado  de  dejarme 
llevar  por  utopías,  tengo  confianza  en  que  se  podrá  cum- 
plir el  mayor  acto  que  jamás  pueblo  alguno  haya  cum- 
plido. Y  así  será  reconocida  a  la  misma  generación  ha- 
ber resucitado  una  nación  y  haber  hecho  una  cosa  más 
grande  todavía,  más  sublime:  haber  reconciliado  el  Pa- 
pado con  la  autoridad  civil;  haber  firmado  la  paz  entre 
la  Iglesia  y  el  Estado;  entre  el  espíritu  de  la  religión  y 
los  grandes  principios  de  la  libertad". 


104 


Por  desgracia  el  conde  Camilo  Benzo  de  Cavour,  es- 
taba marcado  por  la  muerte.  El  29  de  mayo  de  ese  año 
cayó  fulminado  por  un  ataque  de  apoplegía  que  se  re- 
pitió cuatro  días  después.  Ya  moribundo  fue  auxiliado 
por  el  padre  Jacobo  de  Poirino,  su  amigo.  A  pesar  de 
la  excomunión  que  sobre  él  pesaba,  según  dijo  Cavour  a 
Fariña:  "Me  he  confesado  y  he  obtenido  la  absolución. 
Más  tarde  me  traerán  la  comunión.  Quiero  que  el  buen 
pueblo  turinés  sepa  que  muero  como  un  buen  cristiano. 
Estoy  tranquilo,  no  he  hecho  mal  a  nadie". 

Antes  de  morir  susurró  al  sacerdote:  "Hermano, 
hermano,  la  Iglesia  libre,  en  un  libre  Estado". 

Cavour  fué  juzgado  apasionadamente  por  sus  com- 
temporáneos.  Para  los  italianos  monárquicos,  fue  el  ha- 
cedor de  la  unidad  italiana;  para  los  republicanos  que 
siguieron  a  Mazzini  y  Garibaldi,  era  el  escamoteador 
de  un  triunfo  que  debía  a  ellos,  en  beneficio  de  una  di- 
nastía aborrecida.  En  el  extranjero,  los  católicos  vieron 
en  él  al  expoliador  del  Papado  y  al  causante  de  la  ruina 
del  poder  temporal;  especialmente  se  manifestó  este  sen- 
timiento en  Francia.  El  ilustre  político  y  gran  orador 
Montalembert,  uno  de  los  jefes  de  los  católicos  france- 
ses, al  referirse  a  Cavour  dice: 

"Con  dolor  antes  que  movido  por  la  ira,  te  digo 
abiertamente  que  eres  un  gran  culpable;  más  grande  que 
Mazzini,  porque  este  ejerce  su  oficio  de  conspirador  y 
regicida,  mientras  que  tú  faltas  a  la  misión  de  estadista, 
de  gran  ciudadano  y  ministro.  Eres  más  culpable  que 
Garibaldi;  porque  Garibaldi  es  un  malvado,  pero  no 
engaña,  dice  francamente  que  el  Papado  es  un  cáncer  y 
que  aspira  a  una  Italia  protestante;  no  simula  servir  a 
los  intereses  verdaderos  y  perchantes  del  catolicismo". 

¡Cuanto  puede  la  pasión  política!  Era  Montalem- 
bert un  hombre  de  gran  talento  y  uno  de  los  dirigentes 
de  la  tendencia  liberal  del  catolicismo,  y  sin  embargo  sus 
palabras  respiran  una  incompresión  impropia  de  una 
mente  tan  esclarecida! 


105 


En  Cambio,  Carlos  Boncompagni,  que  conoció  inti- 
mamente a  Cavour  y  pudo  apreciar  su  pensamiento,  se 

expresa  así: 

"Embebido  desde  sus  más  tiernos  años  en  los  prin- 
cipios de  una  educación  católica,  Cavour  no  fue  nunca 
irreverente  con  la  religión.  Poco  propenso  a  ocuparse  de 
materias  abstractas,  su  pensamiento  no  se  había  fijado 
tanto  en  los  problemas  que  el  cristianismo  ofrece  a  la 
meditación  del  filósofo,  cuanto  en  la  gran  influencia  de 
la  religión  y  de  la  Iglesia  sobre  las  condiciones  de  la  so- 
ciedad humana.  Desde  los  primeros  tiempos  que  tuve 
amistad  con  él,  lo  encontré  asqueado  del  sistema  que, 
por  amor  a  la  libertad,  combate  sistemáticamente  a  la 
Iglesia.  Cierta  vez  que  pronuncié  un  discurso  sobre  esa 
opinión,  me  estrechó  entre  sus  brazos  y  con  una  emoción 
que  no  era  habitual  me  dijo:  —Tiene  razón;  la  concilia- 
ción de  la  religión  con  la  libertad  es  el  problema  más 
importante  de  este  siglo". 

4) 

Han  trascurrido  cien  años;  ahora  es  posible  anali- 
zar detenidamente,  sin  prejuicios  partidistas,  la  persona- 
lidad de  Cavour.  Fue  un  hombre  de  un  talento  político 
extraordinario  unido  a  un  gran  carácter,  a  un  ingenio 
rápido  para  elaborar  el  plan  necesario  y  una  asombrosa 
perspicacia  psicológica  que  le  permitía  comprender  con 
exactitud  a  las  personas  y  saber  tocar  los  resortes  nece- 
sarios para  inclinar  su  voluntad  hacia  el  punto  propues- 
to. 

Nacido  en  un  estado  italiano  enclavado  en  los  Alpes, 
desde  joven  tuvo  la  intuición  de  estar  destinado  a  rea- 
lizar algo.  El  dolor  de  Italia,  vencida  en  1848,  la  deses- 
peración de  los  habitantes  que  estaban  sometidos  al  yugo 
extranjero,  fueron  los  rayos  de  luz  que  disiparon  las  ti- 
nieblas de  su  porvenir.  Su  genio  político  lo  llevó  muy 


106 


pronto  a  encontrar  el  camino  intermedio  entre  el  idea- 
lismo neo  güelfo  de  Gioberti  y  el  radicalismo  destructor 
de  Mazzini.  La  unidad  italiana  sólo  se  podría  conseguir 
agrupándose  alrededor  de  una  monarquía  de  tinte  libe- 
ral y  de  añejas  tradiciones  italianas;  esta  era  la  monar- 
quía de  la  Casa  de  Saboya.  Era  necesario  el  auxilio  de 
Francia  y  el  éxito  estribaba  en  que  se  pudiera  interpre- 
tar el  pensamiento  de  la  esfinge  que  reinaba  en  las  Tu- 
nerías y  conseguir  su  apoyo. 

Triunfó  ampliamente  al  obtener  la  intervención  de 
Napoleón  III,  y  que  éste  siguiera  una  política  contraria 
a  los  intereses  nacionales  franceses  según  el  parecer  de 
los  políticos  de  esta  nación,  y  así  llegó  a  realizar  la  uni- 
dad de  la  mayor  parte  de  Italia;  sólo  faltaban  Venecia 
y  Roma. 

Cavour  fue  católico;  educado  en  esta  religión  con- 
servó sus  creencias  hasta  su  muerte.  Pero  no  sólo  estaba 
alejado  de  las  prácticas  religiosas,  sino  que  se  encontró  co- 
locado por  las  circunstancias  políticas  en  un  campo 
opuesto  a  la  Iglesia.  Excomulgado  por  las  autoridades 
eclesiásticas,  como  lo  fueron  tantos  otros  políticos  de 
antaño,  conservó  su  fe  en  Cristo,  siempre  con  la  esperan- 
za de  llegar  a  un  acuerdo  que  le  permitiera  el  ideal 
de  su  vida  y  de  millones  de  italianos:  la  unidad  de 
Italia  de  acuerdo  con  la  Iglesia. 

"Bendecid  a  Italia  !Oh  Gran  Dios!"  dice  Pío  IX. 
"Roma  capital  de  Italia"  expresa  Cavour.  Ambos  desean 
en  el  fondo  lo  mismo;  pero  no  pueden  encontrar  la  fór- 
mula que  consagre  algo  que  debe  producirse.  Pío  IX  no 
puede  renunciar  al  poder  temporal  que  ha  recibido  en 
custodia  al  ser  elegido  Papa.  Cavour  cree  poder  llegar 
a  una  solución  cuando  la  muerte  lo  sorprende. 

El  gran  historiador  César  Cantu,  profundo  conoce- 
dor de  estos  problemas,  que  vio  actuar  a  Pío  IX  y  a 
Cavour,  emitió  un  juicio  que  encerraba  la  verdad  de  lo 
que  iba  a  acontecer.  Dice  en  resumen:  "La  Cuestión  Ro- 
mana que  se  plantea  en  un  siglo  se  resolverá  en  otro". 


107 


Tras  Pío  IX  y  Cavour,  este  ilustre  conocedor  de  la  His- 
toria, presentía  a  Pío  XI  y  a  Mussolini. 

Se  dice  que  la  gran  obra  de  Cavour  £ue  el  realizar 
la  unidad  italiana  y  se  olvidan  que  planteó  la  fórmula 
que  aún  en  trance  de  muerte  volvió  a  recordar:  "Chiesa 
libera  in  libero  Stato".  Deducida  de  las  palabras  de  Cris- 
to: "Dad  a  Dios  lo  que  es  de  Dios  y  al  César  lo  que  es 
del  César".  Trataba  de  reemplazar  el  axioma  político 
de  que  la  Iglesia  necesita  una  soberanía  temporal  para 
poder  ser  libre.  Entre  el  Estado  Teocrático  de  Bonifa- 
cio VII  y  el  sueño  cesaropapista  del  Dante  que  trataron 
de  llevar  a  la  realidad  Felipe  II  y  Napoleón,  Cavour 
llega  a  una  fórmula  que  corresponde  a  la  aceptada  en 
la  nueva  etapa  de  la  historia  de  la  Iglesia.  Va  terminar 
el  Imperio  Teocrático  que  ha  durado  ochocientos  años 
para  dar  principio  al  Imperio  Espiritual. 

La  fórmula  "Iglesia  libre  en  Estado  libre"  es  elás- 
tica y  se  presta  a  innumerables  interpretaciones  que  per- 
miten al  Papado  llegar  a  acuerdos  con  las  diferentes  nacio- 
nes según  las  modalidades  de  cada  una  de  ellas.  Cavour 
no  tuvo  el  tiempo  necesario  para  que  su  especial  genio 
político  vislumbrara  que  al  realizar  la  unidad  italiana 
iba  a  dar  un  impulso  decisivo  al  problema  alemán  que 
era  semejante.  Al  formarse  las  dos  nuevas  nacionalida- 
des que  iban  a  completar  la  cultura  divergente  occiden- 
tal se  inicia  la  etapa  final  de  su  brillante  existencia; 
después  vendrá  la  inexorable  decadencia  que  comienza 
con  la  primera  guerra  mundial  del  año  1914. 

La  independencia  de  las  colonias  españolas  en 
América  dio  origen  a  una  nueva  cultura:  la  cultura  his- 
panoamericana que  puede  clasificarse  como  una  cultu- 
ra divergente  similar  a  la  griega  y  a  la  occidental.  Está 
compuesta  por  naciones  que  corresponden  a  la  división 


108 


administrativa  de  la  América  española,  excepto  en  la 
América  Central,  en  que  después  de  un  tiempo  se  han 
establecido  seis  repúblicas. 

Los  diferentes  estados  independientes,  naciones  li- 
bres, que  forman  la  cultura  hispanoamericana  están 
unidos  por  tres  fuertes  lazos:  la  raza,  el  idioma  y  la 
religión.  El  primero  es  el  más  variable  en  su  conjunto; 
está  formado  por  los  criollos,  o  sea  los  descendientes 
de  los  blancos;  los  mestizos,  mezcla  de  blancos  e  indíge- 
nas v  los  indígenas.  Según  la  proporción  de  estos  tres 
grupos  ha  sido  el  carácter  y  el  desarrollo  político  de  cada 
una  de  estas  naciones.  En  la  parte  austral  de  la  Amé- 
rica se  encuentran  las  tres  repúblicas  en  que  predomina 
ampliamente  la  raza  blanca,  es  decir  Uruguay,  Ar- 
gentina y  Chile.  La  primera  nació  del  choque  entre  Ar- 
gentina y  el  imperio  del  Brasil  que  se  disputaban  el 
dominio  del  estuario  del  Plata.  Después  de  la  guerra 
entre  ambas  naciones,  se  llegó  al  acuerdo  de  reconocer 
la  "Banda  Oriental"  como  se  llamaba  esta  región  como 
una  república  independiente:  la  república  del  Uruguay, 
cuya  capital  sería  Montevideo. 

Buenos  Aires,  capital  del  que  había  sido  Virreinato 
del  Plata,  era  una  ciudad  de  población  blanca  que  domi- 
nó las  provincias  que  formaron  la  república  federal  de 
Argentina;  no  se  daba  todavía  ninguna  importancia  a 
la  región  sur,  la  Patagonia. 

La  Capitanía  General  de  Chile  o  el  reino  de  Chile, 
como  se  llamaba  en  tiempos  de  la  colonia  a  lo  que  es 
hoy  día  la  república  de  Chile,  es  una  angosta  y  larguí- 
sima faja  de  terreno,  situada  entre  la  alta  cordillera 
de  los  Andes  y  el  profundo  e  inmenso  océano  Pacífico, 
el  más  grande  del  globo.  Esta  región  con  tierras  fértiles 
en  algunas  partes,  ásperas  y  duras  en  otras,  requiere  un 
pueblo  fuerte  y  esforzado  capaz  de  trabajarlas;  ha  sido 
el  crisol  en  que  se  han  fundido  razas  y  pueblos  invasores 
que  han  dado  origen  al  pueblo  chileno,  que  por  varios 

109 


motivos  puede  clasificarse  como  un  pueblo  extraño  den- 
tro de  la  cultura  hispanoamericana. 

Uno  de  los  pueblos  más  belicosos  entre  los  indíge- 
nas del  Nuevo  Mundo  fueron  los  araucanos;;  parece  que 
procedentes  de  la  Patagonia  atravesaron  los  Andes  y  se 
establecieron  en  Chile  al  sur  del  río  Maule.  Resistieron 
a  los  conquistadores  españoles  en  forma  tan  heroica  y 
tenaz  que  fue  imposible  someterlos;  durante  todo  el 
período  colonial,  más  de  doscientos  años.  España  mantu- 
vo uno  de  los  ejércitos  más  numerosos  que  necesitaba 
para  la  defensa  de  sus  posesiones  en  América.  Cerca  de 
dos  mil  hombres  defendían  la  frontera  del  Laja  y  del 
Bío  Bío.  Esto  contribuyó  a  que  llegara  a  esta  apartada 
región  gente  esforzada  que  se  había  distinguido  en  las 
guerras  europeas.  La  pobreza  del  país  en  cuanto  a  la 
producción  minera  de  plata  y  oro,  tan  codiciada  en 
ese  tiempo,  sólo  atrajo  a  la  gente  empeñosa  dispuesta 
a  trabajar  la  tierra;  una  inmigración  de  vascos  y  es- 
pañoles de  Castilla  la  Vieja  concluyó  por  formar  una 
clase  criolla  selecta  que  fue  la  base  de  un  "gobierno 
en  forma",  único  en  la  América  Española.  Después  de 
un  período  de  veinte  años  que  duró  la  guerra  de  la 
independencia  y  la  anarquía  gubernativa  que  la  siguió, 
un  nombre  de  talento  de  estadista  y  de  un  carácter 
extraordinario,  don  Diego  Portales,  como  ministro  del 
presidente  don  Joaquín  Prieto,  organizó  el  gobierno 
basado  en  la  constitución  de  1833.  El  congreso,  que 
eiercía  el  poder  legislativo,  ocupa  el  tercer  lugar  en  an- 
tigüedad en  los  regímenes  de  esta  naturaleza;  primero 
el  inglés,  al  que  se  le  puede  atribuir  hoy  ochocientos 
años  de  existencia;  después  el  norteamericano,  con 
ciento  ochenta  años;  y  a  continuación  el  chileno  con  cien- 
to treinta  años. 

En  forma  inteligente  y  constante  se  fueron  educan- 
do e  incorporando  a  la  clase  gobernante  nuevos  ciudada- 
nos que  han  mantenido  como  un  culto  las  ideas  de  liber- 
tad e  igualdad  dentro  del  respeto  a  las  leyes  existentes. 


110 


6) 


Se  ha  comparado  despectivamente  las  repúblicas  de 
la  cultura  hispanoamericana  con  la  de  los  Estados  Uni- 
dos. Al  hacer  estas  comparaciones  se  olvida  que  la  co- 
lonización inglesa  se  hizo  excluyendo  por  completo  el 
elemento  indígena  y  que  la  española  no  trató  de  exter- 
minarlos sino,  al  contrario,  cristianizarlos,  lo  que  signi- 
ficaba civilizarlos;  debido  a  esta  causa  se  produjo  la  exis- 
tencia de  una  población  de  tres  grupos  raciales  diferen- 
tes con  sus  respectivas  tendencias  divergentes.  Aun  así, 
el  gobierno  de  Estados  Unidos  no  fue  como  se  cree  vul- 
garmente algo  que  siguiese  a  la  independencia.  Hubo 
un  largo  período  de  indecisión,  de  una  relativa  anar- 
quía, aunque  no  existiese  ninguna  diferencia  racial, 
excepto  los  esclavos  negros  en  el  sur  a  los  que  no  se  to- 
maba en  cuenta. 

La  mayor  parte  de  los  Estados  Hispanoamericanos 
han  vivido  afectados  por  continuos  cambios  gubernati- 
vos; han  pasado  de  dictaduras  a  gobiernos  constituciona- 
les de  corta  duración,  para  ser  estos  reemplazados  por 
francas  o  disimuladas  dictaduras. 

Méjico,  la  colonia  más  rica  y  extensa  de  España,  al 
proclamar  su  independencia  se  constituyó  en  un  Impe- 
rio cuyo  primer  emperador  fue  Agustín  Iturbide,  uno 
de  los  generales  que  había  dirigido  finalmente  el  movi- 
miento que  dio  libertad  a  su  patria.  Agustín  I  fue  luego 
derrocado  por  varios  de  los  generales  sus  compañeros  de 
armas  y  como  tratara  de  recuperar  el  trono  fue  fusilado. 
En  el  corto  plazo  de  treinta  y  seis  años,  desde  1821  a 
1857,  hubo  seis  constituciones  distintas  y  dosciento  cin- 
cuenta golpes  de  estado.  Uno  de  los  dictadores  que  más 
tiempo  se  mantuvo  en  el  poder  fue  su  Alteza  Serenísi- 
ma López  de  Santa  Ana. 

Los  Estados  Unidos  al  declarar  su  independencia, 
además  del  territorio  que  comprendían  los  trece  estados 
situados  entre  los  montes  Apalaches  y  el  océano  Atlán- 


111 


tico  adquirieron  la  vasta  región  del  Oeste,  entre  los 
Apalaches  y  el  río  Misisipi.  El  comprar  después  la  Lui- 
siana  y  la  Florida  a  Francia  y  España  respectivamente, 
despertó  un  espíritu  imperialista;  se  mandaron  expedi- 
ciones de  reconocimiento  que  llegaron  hasta  las  costas 
del  Océano  Pacífico. 

La  región  que  se  extiende  al  oeste  del  Misisipi  a  lo 
largo  de  las  costas  del  golfo  de  Méjico,  formaba  el  esta- 
do mejicano  de  Texas;  en  él  se  habían  establecido  nu- 
merosos colonos  norteamericanos.  Ante  la  anarquía  rei- 
nanie  en  Méjico,  estos  pobladores  sufrían  continuos 
atropellos  por  parte  de  los  caudillos  triunfantes.  Se  fue 
generando  un  movimiento  separatista  que  en  el  fondo 
se  encaminaba  a  conseguir  la  unión  de  Texas  a  los  Esta- 
dos Unidos.  Finalmente  se  produjo  la  inevitable  ruptu- 
ra entre  las  dos  naciones.  Un  ejército  norteamericano 
ocupó  a  Texas  e  invadió  a  Méjico  por  el  norte  y  otro 
desembarcó  en  Veracruz  y  ocupó  la  capital,  la  ciudad  de 
Méjico.  La  república  mejicana  se  vio  obligada  a  firmar 
la  paz;  por  el  tratado  de  Guadalupe  Hidalgo,  Méjico 
tuvo  que  ceder  Texas,  Nueva  Méjico  y  Califormia,  en 
conjunto  un  territorio  casi  tan  vasto  como  la  actual  re- 
pública de  Méjico.  Los  Estados  Unidos  pasaron  a  limi- 
tar por  el  oeste  con  el  Pacífico. 

El  imperialismo  norteamericano  pensó  continuar 
sus  conquistas  hacia  el  norte,  por  el  Canadá,  y  se  habló 
de  llegar  hasta  Alaska,  península  ocupada  por  rusos  que 
el  zar  Alejandro  II  vendió  a  Estados  Unidos  en  1868. 
Se  impuso  el  deseo  de  no  romper  con  Inglaterra  y  se 
fijó  una  frontera  artificial  que  es  la  que  separa  actual- 
mente el  Canadá  de  Estados  Unidos. 

La  vida  independiente  del  estado  norteamericano 
favoreció  el  desarrollo  del  catolicismo.  De  los  trece  es- 
tados que  proclamaron  la  independencia  sólo  uno  era 
católico,  Maryland,  cuya  colonización  había  sido  inicia- 
da por  Lord  Baltimore,  católico.  El  gobierno  anglicano 
había  puesto  toda  clase  de  inconvenientes  a  la  difusión 


112 


del  catolicismo  y  había  logrado  limitarlo  a  una  parte 
del  Maryland;  pero  al  proclamarse  la  independencia  se 
estableció  en  la  constitución  la  libertad  religiosa  lo  que 
hizo  cambiar  por  completo  la  situación.  La  acción  cató- 
lica se  vio  robustecida  por  la  llegada  de  numerosos  sa- 
cerdotes franceses  que  huían  de  la  Revolución.  Poco  des- 
pués, la  anexión  de  la  Luisiana  y  de  la  Florida,  de  po- 
blación de  origen  francés  y  español,  aumentó  considera- 
blemente el  número  de  católicos;  al  mismo  tiempo,  la 
gran  emigración  de  irlandeses  contribuyó  a  aumentar  el 
número  de  fieles  de  la  Iglesia  Romana,  de  tal  manera 
que  en  la  primera  mitad  del  siglo  XIX  la  jerarquía  nor- 
teamericana contaba  con  veintisiete  obispos. 

7) 

Cuando  se  acercaba  a  un  siglo  de  existencia  la  cul- 
tura norteamericana  sufrió  la  crisis  más  grave  de  su  his- 
toria, próxima  ahora  a  cumplir  doscientos  años  de  vida. 
Se  ha  llamado  guerra  abolicionista,  guerra  anti  esclavis- 
ta, guerra  separatista,  guerra  de  Secesión  a  la  lucha  del 
norte  contra  el  sur;  a  la  guerra  civil  que  durante  cinco 
años  convulsionó  la  parte  occidental  de  los  Estados  Uni- 
dos. El  nombre  más  apropiado  es  el  de  guerra  de  la 
Secesión,  porque  esta  palabra  encierra  el  verdadero  sig- 
nificado de  esta  lucha. 

Se  presenta  generalmente  la  guerra  de  Secesión  co- 
mo una  lucha  para  terminar  con  la  esclavitud  de  los 
negros  en  Estados  Unidos,  cuya  miserable  condición  de 
vida  se  exageraba  por  medio  de  una  literatura  que  tuvo 
resonancia  mundial.  Un  ejemplo  de  esto  es  la  famosa 
novela  "La  cabaña  del  tío  Tom";  aún  popular.  Se  ha 
hecho  aparecer  esta  lucha  civil  como  una  especie  de 
cruzada  de  los  idealistas  del  norte  contra  los  egoístas  del 
sur  que  no  aceptaban  menoscabar  sus  intereses  abolien- 
do la  esclavitud.  Esto  no  fue  así;  el  problema  de  la  es- 


113 


clavitud  sólo  fue  uno  de  los  factores  que  determinaron 
esta  cruenta  guerra  interna  y  no  fue  el  más  importante. 

Después  de  haber  pasado,  ya,  cerca  de  cien  años, 
se  puede  hacer  un  análisis  desapasionado  de  las  causas 
que  motivaron  esta  guerra;  pueden  reducirse  a  cuatro. 
La  última  sólo  tiene  un  valor  interpretativo  de  la  His- 
toria. Serían  las  siguientes: 

a)  Problema  de  la  esclavitud. 

b)  Diferencias  sociales  y  económicas. 

c)  Proteccionismo  y  comercio  libre. 

d)  Crisis  característica  de  una  cultura  céntrica. 

a)  Problema  de  la  esclavitud.  Al  nacer  la  cultura 
norteamericana,  es  decir  al  declararse  la  independencia, 
como  ya  lo  hemos  visto,  existían  diferencias  de  origen 
entre  los  estados  del  norte  y  los  del  sur.  Por  la  naturale- 
za del  cultivo  de  las  tierras  del  sur,  les  convenía  en,  esa 
época  a  los  colonos  tener  esclavos  negros.  En  1774  había 
cerca  de  setecientos  mil  esclavos  en  una  población  pró- 
xima a  los  cinco  millones  de  habitantes;  cien  mil  escla- 
vos correspondían  a  los  estados  del  norte  y  seiscientos 
mil  a  los  del  sur.  Se  hizo  cada  día  más  odiosa  la  esclavi- 
tud para  los  del  norte;  no  la  necesitaban  y,  de  acuerdo 
con  la  ideología  reinante,  consideraban  una  vergüenza 
el  tener  que  aceptarla;  para  los  del  sur,  económicamen- 
te era  una  necesidad  fundamental.  Al  prohibirse  el  co- 
mercio de  esclavos,  es  decir  su  importación,  condenada 
por  las  potencias  europeas,  continuó  como  un  artículo 
de  contrabando,  y  sobre  todo  se  desarrolló  la  industria 
de  la  crianza  de  negros  esclavos  que  llegó  a  ser  un  ne- 
gocio brillante. 

Hubo  un  momento  en  que  al  sur  le  interesaba  más, 
según  lo  declaraban,  la  existencia  de  la  esclavitud,  que 
mantener  una  unión  que  les  iba  a  causar  un  gran  per- 
juicio económico.  En  el  Senado,  donde  debería  aprobar- 
se la  reforma  constitucional  necesaria  para  abolir  la  es- 


114 


clavitud,  se  mantenía  cuidadosamente  el  número  de 
senadores  correspondiente  a  los  estados  esclavistas  igual 
al  de  los  abolicionistas.  Al  incorporarse  a  la  Unión  nue- 
vos estados  se  exigía  paridad  entre  las  dos  tendencias 
respecto  de  los  estados  admitidos;  todo  esto  había  crea- 
do un  equilibrio  político  inestable. 

b)  Diferencias  sociales  y  económicas.  La  diferencia 
de  actividades  y  de  posición  social  se  acentuó  cada  vez 
más  entre  el  norte  burgués  e  industrial  y  el  sur  agrícola 
y  señorial.  Aunque  el  sur  contaba  con  una  población 
equivalente  a  la  mitad  de  la  del  norte,  su  mayor  rique- 
za, los  espléndidos  negocios  hechos  por  los  terratenientes 
y  el  mayor  contacto  comercial  con  las  potencias  euro- 
peas, se  consideraban  factores  que  aseguraban  sus  preten- 
siones. 

c)  Proteccionismo  y  comercio  libre.  La  diferencia 
más  importante  que  existía  entre  el  norte  y  el  sur,  radi- 
caba en  el  sistema  proteccionista  que  favorecía  la  na- 
ciente y  ya  vigorosa  industria  del  norte;  y  perjudicaba 
al  sur  productor  de  materias  primas  que  podía  vender 
fácilmente  al  extranjero  y  comprar  los  productos  ma- 
nufacturados a  precios  muy  convenientes,  si  no  hubie- 
ran existido  los  derechos  aduaneros. 

La  industria  en  el  norte  progresaba  cada  día  más; 
no  sólo  se  trataba  del  trabajo  textil.  El  descubrimiento 
de  grandes  yacimientos  de  fierro  y  de  minas  de  carbón 
había  hecho  posible  establecer  la  industria  siderúrgica 
con  una  no  pensada  intensidad.  En  la  región  de  los  gran- 
dés  lagos,  las  facilidades  de  transportes  aumentadas  con 
la  construcción  de  canales  como  vías  fluviales  hicieron, 
tanto  de  esta  zona  como  de  la  del  río  Hudson,  centros 
de  actividad  fabril.  Es  interesante  notar  que  ya  antes 
de  1810,  navegaban  por  estos  canales  buques  movidos 
a  vapor,  según  el  invento  de  Fulton,  no  apreciado  en 
Europa.  Esto  nos  hace  ver  una  de  las  característica  de 
la  cultura  norteamericana:  la  inventiva  práctica  que 


115 


trata  de  aprovechar  todos  los  conocimientos  humanos, 
no  en  especulaciones  intelectuales,  sino  con  el  fin  de 
mejorar  las  condiciones  de  vida. 

El  aspecto  económico  de  la  esclavitud  y  del  pro- 
blema aduanero  fueron  los  dos  factores  más  importan- 
tes que  decidieron  el  ir  a  la  guerra.  Al  sur  le  convenía 
la  separación  y  creía  poder  mantenerla  gracias  al  apo- 
yo de  Francia  e  Iglaterra,  algo  que  era  una  lógica  con- 
secuencia de  la  interdependencia  de  las  economías.  Da- 
da su  menor  población,  problema  que  se  agravaba  por 
la  existencia  de  la  esclavitud,  no  podía  medirse  con  el 
norte,  sobre  todo  por  la  parte  marítima.  Se  había  de- 
sarrollado una  poderosa  flota  mercante  y  para  protejer- 
la  se  comenzó  a  equipar  otra  de  guerra  que  fue  pode- 
rosamente reforzada  al  construirse  barcos  de  acero  en 
vez  de  madera. 

El  sur  contaba  con  las  condiciones  y  aptitudes  más 
bélicas  de  sus  habitantes,  comparadas  con  los  del  norte, 
cuya  principal  actividad  era  el  trabajo  y  los  negocios. 
Las  probabilidades  de  triunfo  se  fundaban  en  un  ataque 
rápido  y  decisivo  y  después  con  el  apoyo  extranjero. 

8) 

d)  Hemos  indicado  que  además  de  los  factores  ex- 
puestos como  causas  de  la  guerra  de  Secesión,  existía 
otro  de  carácter  interpretativo.  Esto  se  refiere  a  que 
parece  ser  una  de  las  características  de  las  culturas  cén- 
tricas, el  estallido  de  un  movimiento  separatista  que  a 
veces  ha  terminado  en  una  guerra  civil  sangrienta. 

Si  estudiamos  las  culturas  céntricas  de  historia  com- 
pleta, es  decir  aquellas  que  ya  dejaron  de  existir,  como 
son  la  egipcia,  la  caldea,  la  de  Roma  y  la  bizantina,  en- 
contramos en  una  u  otra  forma  este  fenómeno  político 
que  adquiere  para  el  observador  el  carácter  de  una  con- 
dición inherente  al  desarrollo  de  ese  tipo  de  culturas. 


116 


Hay  que  notar  que  la  diferencia  entre  una  cultura  cén- 
trica y  un  pueblo  dominador,  está  en  que  este  último 
explota  a  los  países  sometidos  sin  crear  ni  desarrollar  un 
alma  que  se  manifiesta  en  la  religión,  en  la  organiza- 
ción política  y  en  un  modo  especial  de  interpretar  el 
arte  y  avanzar  en  el  conocimiento  de  las  ciencias;  en 
cambio  en  las  culturas  céntricas  habrá  un  pueblo  que  al 
dominar  exige  y  crea  un  espíritu  nacional. 

La  fracción  dominadora,  en  algunas  culturas  céntri- 
cas, aplasta  el  movimiento  separatista  e  impone  su  moda- 
lidad, su  concepto  de  la  vida.  En  otras  cambia  de  centro 
para  continuar  la  unión  y  el  alma  nacional.  Así  vemos 
cómo  la  cultura  egipcia  traslada  su  centro  de  Menfis  a 
Tebas  y  por  último  a  Sais.  En  la  cultura  caldea  encon- 
tramos el  dominio  alternativo  de  Babilonia  y  Nínive 
para  terminar  finalmente  en  Babilonia.  No  pasa  así  en 
la  cultura  romana;  se  logra,  diplomáticamente  y  por 
medio  de  hábiles  reformas,  solucionar  el  descontento  de 
los  plebeyos  al  comenzar  la  existencia  cultural;  pero  es- 
talla en  forma  sangrienta  la  rebelión  de  los  itálicos, 
está  la  cultura  romana  en  su  segundo  período  y  es  sofo- 
cada por  las  armas  y  aceptando  poco  a  poco  sus  recla- 
maciones. 

En  la  cultura  bizantina  estalla  con  creciente  furor 
la  lucha  de  los  iconoclastas,  los  que  vencedores  durante 
un  tiempo,  son  al  fin  derrotados.  Como  lo  hemos  visto 
en  el  prime  volumen  de  este  ensayo,  en  el  fondo  se  tra- 
taba de  la  lucha  entre  una  teocracia  indirecta  v  el  ce- 
saropapismo  que  fue  el  vencedor;  la  disputa  por  las 
imágenes  era  sólo  un  disfraz. 

Si  pasamos  a  las  culturas  céntricas  existentes,  pode- 
mos considerar  tres:  la  rusa,  la  norteamericana  y  la  bra- 
silera. La  rusa  está  en  su  tercera  etapa;  la  norteameri- 
cana, en  la  segunda;  y  la  brasilera,  parece,  al  finalizar 
su  período  naciente.  La  cultura  rusa  sufre  una  defor- 
mación al  querer  el  zar  Pedro  el  Grande  occidentalizar 
su  imperio.  No  comprende  el  espíritu  ruso  e,  ignorante 


117 


de  la  Historia,  no  es  capaz  de  apreciar  lo  que  puedo 
ser  el  desarrollo  de  un  pueblo;  así  vemos  que  abando- 
na Moscow.  La  ciudad  santa  de  los  rusos  pasa  a  segun- 
do término  al  instalarse  los  zares  en  una  nueva  capital, 
San  Petersburgo. 

La  cultura  norteamericana  sufre  un  fuerte  impac- 
to al  estallar  la  guerra  de  la  Secesión,  en  que  el  norte 
aplasta  al  sur;  ya  tenía  entonces  cien  años  de  vida  y 
continúa  su  brillante  existencia.  Las  culturas  céntricas 
como  las  de  Roma  o  la  de  Bizancio  han  durado  alrede- 
dor de  mil  años.  La  rapidez  del  desarrollo  de  la  norte- 
americana puede  ser  el  presagio  de  una  existencia  más 
corta.  De  la  brasilera  sólo  se  puede  observar  la  rivali- 
dad entre  Bahía,  Río  Janeiro  y  Sao  Pablo,  complicada 
ahora  por  la  fundación  de  Brasilia. 


118 


CAPITULO  VIII 


1)  y  2)  La  guerra  de  Secesión.-  3)  Fin  de  la  guerra.-  4) 
Méjico  y  Juárez.—  5)  Causas  de  la  expedición  francesa  a 
Méjico.—  6)  Maximiliano  emperador  de  Méjico  —  7)  Ernes- 
to Renán. 


1) 

El  partido  demócrata  norteamericano,  asegurado 
con  la  reforma  electoral  que  instauró  el  sufragio  univer- 
sal, logró  elegir  sucesivamente  varios  presidentes  que 
siguieron  el  "sistema  de  los  despojos",  que  consistía  en 
despedir  a  los  empleados  de  la  anterior  administración 
para  reemplazarlos  por  sus  partidarios.  Se  transformó 
la  actividad  política  en  una  profesión  lucrativa  y  se  ro- 
busteció cada  vez  más  el  poder  presidencial. 

En  las  elecciones  de  1860  el  candidato  del  partido 
republicano  venció  gracias  a  que  los  demócratas  se  pre- 
sentaron divididos.  El  presidente  elegido  fue  Abraham 
Lincoln,  una  de  las  más  grandes  figuras  de  la  cultura 
norteamericana.  De  elevada  estatura,  tenía  un  rostro  que 
a  pesar  de  su  fealdad  daba  la  impresión  de  inteligencia, 
energía  y  bondad.  Y  eran  estas  las  cualidades  de  Lincoln, 
que  debía  su  situación  a  su  propio  esfuerzo.  Por  su  ex- 
tremada pobreza,  trabajó  desde  niño  y  con  su  firme 


119 


constancia  llegó  a  obtener  el  título  de  abogado.  Mezcla- 
do en  política,  causó  impresión  por  su  conocida  honra- 
dez, la  convicción  de  sus  ideas  y  la  forma  de  expresarlas 
en  frases  cortas,  sencillas,  a  veces  hasta  humorísticas;  pero 
siempre  profundas  y  dirigidas  a  un  determinado  fin. 

Una  de  las  bases  de  su  plataforma  electoral  fue  el 
ataque  a  la  esclavitud;  pero  el  odio  que  sentía  hacia  una 
institución  que  consideraba  indigna  del  carácter  humano, 
no  lo  llevaba  a  proponer  su  abolición  total,  que  conside- 
raba no  podía  hacerse  en  forma  precipitada,  pues  po- 
drían producirse  incalculables  males;  era  necesario  ha- 
cerla en  una  forma  pausada  hasta  que  desapareciera 
completamente. 

La  elección  de  Lincoln  no  precipitó  el  estallido  de 
la  guerra  civil.  La  secesión  o  separación  de  los  estados 
sudistas  era  algo  ya  resuelto,  a  no  ser  que  pudieran  estos 
seguir  controlando  la  política  del  norte,  lo  que  era  im- 
posible. La  guerra  era  un  acontecimiento  que  fatalmen- 
te debería  producirse  dada  la  forma  en  que  se  había  de- 
sarrollado la  cultura  norteamericana.  Un  incidente  la 
hizo  estallar,  o  en  términos  precisos,  un  incidente  debería 
hacerla  estallar. 

A  la  entrada  del  puerto  de  Charleston,  en  el  estado 
de  Carolina  del  Sur,  había  varios  islotes  y  en  uno  de 
ellos  una  pequeña  guarnición  que  era  abastecida  por 
mar  sin  dificultad  ninguna.  Al  declarar  Carolina  del  Sur 
que  se  retiraba  de  la  Unión,  medida  que  fue  seguida 
por  otros  estados  sudistas,  se  decidió  elegir  un  presiden- 
te que  fue  Jefferson  Davis  y  se  designó  la  ciudad  de 
Richmond  por  nueva  capital.  Washington  distaba  ciento 
veinte  km.  de  Richmond.  La  guarnición  del  islote  temió 
verse  atacada  y  se  retiró  al  fuerte  Sumter,  que  era  una 
torre  de  ladrillo  situada  en  uno  de  los  islotes  interiores. 
Cuando  arribó  el  buque  nordista  encargado  de  abaste- 
cerla, no  pudo  hacerlo  como  antes,  pues  debía  internarse 
•en  la  desembocadura  del  río  Achley,  lo  que  los  sudistas 


120 


impidieron  con  su  artillería;  después  de  lo  cual  atacaron 
el  tuerte,  que  tuvo  que  rendirse. 

El  incidente  del  fuerte  Sunter  fue  el  hecho  decisivo 
que  dio  comienzo  a  la  gerra.  El  sur  llegó  a  poner  sobre 
las  armas  a  cerca  de  ochocientos  mil  hombres  y  el  norte 
a  más  de  dos  millones.  Era  algo  de  capital  importancia 
la  fuerza  naval,  y  esta  era  nordista;  los  del  sur  sólo  pu- 
dieron organizar  una  guerra  de  corso. 

2) 

La  guerra  más  interesante,  después  de  las  napoleó- 
nicas, en  el  siglo  XIX,  es  la  de  Secesión,  no  sólo  por  su 
aspecto  guerrero  sino  por  la  forma  característica  de  lu- 
char, propia  de  una  cultura  nueva,  en  que  el  ingenio  y 
el  espíritu  inventivo  tuvo  ancho  campo  de  aplicación. 
Tanto  los  soldados  como  los  generales  fueron  improvisa- 
dos y  a  pesar  de  que  los  militares  profesionales  europeos 
miraron  el  desarrollo  de  esta  contienda  como  algo  de 
aficionados  que  no  tenía  la  disciplina  ni  la  técnica  gue- 
rrera de  ellos,  pudieron  observar  muchos  aspecto  del 
arte  militar  como  cosas  nuevas,  a  lo  que  no  dieron  la  de- 
bida importancia;  ochenta  años  después  van  a  poder 
apreciar  el  error  cometido. 

La  lucha  en  el  mar  fue  igualmente  encarnizada  e 
interesante;  a  pesar  de  que  los  unionistas,  o  sea  los  del 
norte,  tenían  superioridad  de  fuerzas,  no  alcanzaban  a 
establecer  un  bloqueo  completo  de  las  costas  sudistas 
como  lo  deseaban.  Los  del  sur  armaron  buques  corsarios 
causando  enormes  perjuicios  a  los  nordistas;  en  estos 
combates  navales  se  usaron  por  primera  vez  buques  me- 
tálicos blindados. 

Conociendo  muy  bien  los  del  sur  que  sus  probabili- 
dades de  triunfo  dependían  principalmente  de  la  cele- 
ridad del  ataque,  pues  mientras  más  tiempo  pasaba  más 
aumentaban  las  fuerzas  enemigas  debido  a  su  mayor  po- 


121 


blación  y  a  sus  grandes  recursos  industriales,  organiza- 
ron rápidamente  sus  ejércitos  y  atacaron  hacia  el  norte 
para  apoderarse  de  Washington  y  Nueva  York.  Al  man- 
do de  Roberto  Lee,  el  más  notable  de  los  generales  de 
esta  guerra,  después  de  obtener  varios  triunfos,  se  dio 
la  gran  batalla  de  Gettisburg  que  duró  tres  días;  fue  la 
centésima  duodécima  batalla  de  esta  guerra.  Sesenta  y 
cinco  mil  sudistas  trataron  de  romper  las  líneas  atrin- 
cheradas defendidas  por  cien  mil  soldados  del  norte,  y 
fracasaron. 

La  gran  batalla  de  Gettisburg  marca  el  punto  deci- 
sivo de  la  guerra.  Los  sudistas  pasaron  de  la  ofensiva  a 
la  defensiva  y  además  no  consiguieron  el  ser  reconoci- 
dos como  beligerantes  por  las  potencias  europeas,  lo  que 
era  de  capital  importancia  para  ellos.  El  norte,  que  ha- 
bía llegado  a  equipar  novecientos  mil  soldados,  inició 
una  ofensiva  indirecta  por  el  Misisipi  y  al  apoderarse 
del  fuerte  Vicksburg,  que  era  el  baluarte  de  los  sudistas, 
pudo  dominar  en  toda  la  Luisiana. 

El  norte  encontró  un  buen  general  en  Ulises  Grant, 
que  obtuvo  grandes  triunfos;  al  derrotar  en  Chottanoo- 
ga,  en  el  estado  de  Tenesee,  a  los  del  sur,  recibió  el 
mando  supremo  de  los  ejércitos  unionistas  y  comenzó 
por  el  norte  el  avance  hacia  Richmond.  Lee  se  retiró 
hasta  las  líneas  fortificadas  de  Petersburgo,  donde  a  pe- 
sar de  su  inferioridad  numérica  resistió  diez  meses  y 
sólo  capituló  ante  la  ofensiva  indirecta  de  los  nordistas 
del  general  Sherman,  que  avanzó  a  través  de  la  Georgia  y 
después  de  apoderarse  de  Atlanta  y  de  Savannah,  en  la 
costa  del  Atlántico,  siguió  hacia  el  norte  para  reunirse 
con  Grant.  Esta  maniobra  estratégica,  ejecutada  en  for- 
ma magistral,  obligó  a  los  del  sur  a  rendirse. 

3) 

A  pesar  del  tiempo  que  ha  pasado,  no  es  posible  de- 
cir si  fue  acertada  o  no  la  política  seguida  por  Francia 


122 


e  Inglaterra  respecto  de  Estados  Unidos  en  cuanto  a  la 
guerra  de  Secesión.  La  medida  más  inmediata  y  más  in- 
dicada habría  sido  reconocer  como  beligerantes  a  los  Es- 
lados  del  sur;  sobre  todo  cuando  la  industria  textil,  es- 
pecialmente la  inglesa,  necesitaba  el  algodón  que  era 
uno  de  los  principales  artículos  de  exportación  del  sur. 
La  libertad  de  comercio  era  necesaria  y  el  norte  la  impi- 
dió para  evitar  el  suministro  de  armamentos  a  los  sudis- 
tas  y  arruinar  su  economía.  El  bloqueo  establecido  por 
el  norte  era  en  realidad  simulado,  pues  carecía  de  las 
fuerzas  navales  necesarias  para  hacerlo  efectivo. 

Napoleón  III  fue  partidario  de  ayudar  al  sur  y  tra- 
tó de  ponerse  de  acuerdo  con  el  gobierno  inglés  para 
reconocer  la  Unión  de  estados  del  sur.  Inglaterra  vaciló 
y  finalmente  no  aceptó;  influyó  especialmente  en  esta 
política  el  principe  Alberto  de  Coburgo,  esposo  de  la 
reina  Victoria;  el  mismo  redactó  los  borradores  de  las 
notas  dirigidas  a  Washington,  para  tratar  de  disminuir 
el  clima  anti-inglés  que  se  manifestaba  en  el  norte  por 
creer  que  se  favorecía  al  sur.  No  hay  duda  que  se  temía 
un  rompimiento  con  Washington. 

¿Por  que  el  gobierno  inglés  tomó  esta  actitud?  Pa- 
rece que  se  vio  la  posibilidad  de  una  agresión  contra  In- 
glaterra, cuyo  objetivo  sería  la  invasión  del  Canadá,  y 
se  creyó  en  la  posibilidad  de  un  acuerdo  en  que  se  acep- 
tara la  separación  de  los  Estados  del  sur  y  se  procediera 
a  la  anexión  del  Canadá  como  una  compensación.  El 
peligro  era  digno  de  considerarse,  pues  los  ingleses  per- 
dían una  colonia  riquísima  y  se  creaba  un  estado  más 
fuerte  que  el  anterior,  con  el  agravante  de  que  tarde 
que  temprano  volvería  a  unirse  el  norte  con  el  sur  y  se 
formaría  una  potencia  tan  formidable,  que  Inglaterra 
sería  incapaz  de  superar. 

El  presidente  Lincoln  fue  asesinado  antes  de  termi- 
nar la  guerra;  ya  se  veía  la  completa  victoria  de  la  Unión. 
El  problema  de  la  esclavitud  había  sido  parcialmente 
tratado  por  diferentes  leyes  hasta  que  el  congreso  nor- 


123 


teamericano,  por  una  enmienda  constitucional,  abolió 
totalmente  la  esclavitud  en  todo  el  territorio  de  lof 
Estados  Unidos.  Se  terminó  el  problema  de  la  esclavi- 
tud, no  así  el  racial  que  tomó  especial  virulencia;  el  ex- 
clusivismo racial  característico  de  los  norteamericanos 
respecto  de  las  razas  no  blancas,  se  manifestó  con  espe- 
cial vigor,  sobre  todo  al  considerar  que  los  negros  de- 
berían ser  ciudadanos  en  iguales  condiciones  que  los 
blancos. 

Es  interesante  considerar  la  actitud  política  de  las 
potencias  europeas  ante  la  guerra  de  Secesión.  Tanto 
la  reina  Victoria  como  sus  ministros  pensaron  en  for- 
ma típicamente  inglesa:  ante  todo,  la  conveniencia  na- 
cional inmediata;  en  cambio,  Napoleón  III  pensaba 
como  un  europeo  antes  que  como  un  francés;  parece 
que  sentía,  igual  que  el  gran  Emperador,  los  peligros 
y  las  conveniencias  en  el  porvenir  de  la  cultura  oc- 
cidental. 

4) 

Después  del  tratado  de  Guadalupe  Hidalgo,  se 
acentuó  cada  vez  más  la  anarquía  en  Méjico;  antes  de 
1855  se  contaron  cuarenta  revoluciones  o  golpes  de  es- 
tado para  llegar  al  poder.  Existían  dos  partidos  carac- 
terizados en  sus  nombres  por  las  diferencias  existentes 
entre  los  logias  masónicas:  los  escoceses  y  los  yorkinos 
que  con  el  tiempo  se  tranformaron  en  conservadores  y 
liberales. 

Los  criollos  constituían  una  aristocracia  que  tenía 
su  más  firme  apoyo  en  la  Iglesia,  dueña  de  casi  un  ter- 
cio de  la  tierra  que  era  explotada  en  su  mayor  parte  en 
beneficio  de  ellos.  Formaban  el  núcleo  del  partido 
conservador  y  creían  en  la  posibilidad  de  establecer 
una  monarquía  o  por  lo  menos  un  gobierno  autorita- 
rio, estable,  que  mantuviera  el  orden  y  les  asegurara 


124 


sus  privilegios.  Los  liberales  deseaban  un  gobierno  fe- 
deral, sugestionados  por  los  ideales  de  libertad  domi- 
nantes en  Europa  y  en  Estados  Unidos;  no  tomaban  en 
cuenta  el  conjunto  heterogéneo  racial,  social  y  cultural 
de  los  habitantes. 

A  fines  de  la  primera  mitad  del  siglo  XIX  fue  ele- 
gido presidente  Benito  Juárez,  de  origen  indígena;  era 
un  hombre  que  se  había  formado  por  su  trabajo,  por 
sus  méritos.  Lo  dominaba  el  afán  de  intruirse;  reunía 
a  un  talento  especial,  carácter,  energía  y  una  extraor- 
dinaria tenacidad;  sin  ninguna  flexibilidad,  no  cono- 
cía la  piedad  y  era  inexorable  en  sus  decisiones,  por 
crueles  que  fueran.  Da  la  impresión  de  que  reunía  la 
fuerza  y  el  espíritu  combativo  y  dominador  de  los  an- 
tiguos aztecas. 

Las  continuas  revueltas  habían  llevado  a  Méjico, 
país  de  fabulosa  riqueza,  a  una  increíble  miseria  eco- 
nómica. Los  gobiernos  anteriores  habían  contraído  em- 
préstitos con  los  países  capitalistas  europeos,  cuyos  in- 
tereses Juárez  se  encontró  ante  la  imposibilidad  de  ser- 
vir. Los  elementos  conservadores  que  habían  podido 
huir,  se  refugiaron  en  Europa  y  organizaron  una  cam- 
paña sistemática  encaminada  a  conseguir  la  interven- 
ción de  una  o  de  varias  potencias,  especialmente  de  las 
acreedoras  o  de  aquellas  como  España  y  Francia  que 
tenían  gran  número  de  subditos  que  explotaban  las  ri- 
quezas mejicanas.  Inglaterra  no  se  encontraba  tan 
afectada  por  el  motivo  anterior;  pero  sí  por  los  présta- 
mos hechos  y  por  diferentes  factores  económicos. 

La  expropiación  de  los  bienes  eclesiásticos  exacer- 
bó la  campaña  contra  el  gobierno  mejicano  hasta  con- 
seguir la  intervención  de  España,  Francia  e  Inglaterra. 
Buques  de  guerra  de  estas  tres  naciones  desembarcaron 
tropas  en  Veracruz,  el  puerto  principal  mejicano  en  el 
golfo  de  Méjico.  Muy  pronto,  los  jefes  de  las  fuerzas 
españolas  e  inglesas  pudieron  notar  que  los  franceses 
tenían  planes  mucho  más  amplios  que  el  de  conseguir 


125 


el  pago  del  servicio  de  las  deudas  y  de  la  protección  de 
los  intereses  de  sus  connacionales.  En  vista  de  esto,  de 
acuerdo  con  sus  respectivos  gobiernos,  se  retiraron  que- 
dando sólo  la  expedición  francesa. 

Deseosos  los  franceses  de  salir  de  la  zona  baja  de 
las  tierras  calientes,  fatal  para  los  europeos,  avanzaron 
hacia  la  parte  alta,  hacia  la  meseta  de  Anahuac,  y  tra- 
taron de  apoderarse  de  Puebla.  Fue  una  torpeza  increí- 
ble del  general  francés,  que  no  tomó  en  cuenta  que 
disponía  de  escasas  fuerzas  y  subestimó  el  valor  com- 
bativo de  los  mejicanos.  Sufrió  una  completa  derrota; 
por  este  motivo  se  consideró  afectado  el  prestigio  del 
ejército  francés  y  se  resolvió  enviar  un  ejército  fuerte, 
capaz  de  dominar  la  resistencia  mejicana. 

5) 

Li  expedición  francesa  a  Méjico,  o  la  aventura 
mejicana  como  la  han  llamado  varios  historiadores,  dio 
margen  a  una  abundante  literatura.  La  mayor  parte  de 
los  autores  que  han  estudiado  este  acontecimiento  his- 
tórico, lo  han  juzgado  como  uno  de  los  más  grandes 
errores  de  la  política  del  segundo  Imperio.  Al  estudiar 
las  causas  que  motivaron  la  expedición,  generalmente 
se  llega  a  conclusiones  erróneas  debidas  al  apasionamien- 
to político  con  que  han  sido  apreciadas  por  los  contem- 
poráneos. Estas  causas,  para  una  fácil  comprensión, 
podrían  agruparse  en  la  siguiente  forma: 

a)  El  fundar  un  Imperio  latino  en  la  América  Cen- 
tral era  uno  de  los  varios  sueños  de  Napoleón  III;  la 
expedición  a  Méjico  era  el  comienzo  de  su  realización. 
Cuando  Luis  Napoleón  fue  deportado,  después  de  la 
tentativa  de  Estrasburgo,  conoció  Brasil  y  estuvo  en, 
Estados  Unidos.  En  los  años  que  pasó  prisionero  en  el 
castillo  de  Ham,  desarrolló  el  tema  de  crear  un  estado 
latino  en  América  que  equilibrara  el  poderío  sajón  de 


126 


los  Estados  Unidos.  Es  muy  probable  que  el  príncipe 
Luis  Napoleón  conoció  las  ideas  de  Ouvrad  sobre  este 
tópico. 

b)  Los  sucesos  acaecidos  en  Italia  habían  causado 
gran  malestar  entre  los  católicos  franceses.  Los  que  an- 
tes apoyaban  al  Emperador,  ahora  lo  consideraban  co- 
mo un  enemigo.  Creyó  Napoleón  III  que  la  expedi- 
ción a  Méjico,  a  la  que  se  trató  de  dar  el  aspecto  de 
una  cruzada  para  libertar  a  los  católicos  mejicanos  y 
devolver  a  la  Iglesia  lo  que  le  había  sido  arrebatado, 
le  iba  a  granjear  de  nuevo  el  apoyo  del  partido  cató- 
lico. 

Los  emigrados  mejicanos,  entre  ellos  varios  eclesiás- 
ticos, lograron  interesar  en  estos  asuntos  a  la  empera- 
triz Eugenia,  la  que  apoyó  decididamente  la  idea  de 
crear  una  monarquía  en  Méjico. 

c)  Un  banquero  suizo,  Jecker,  había  adquirido  los 
bonos  de  un  empréstito  hecho  a  Méjico  durante  el  go- 
bierno del  general  Miramón;  había  sido  colocado  en 
Francia  por  intermedio  del  presidente  del  Banco  de 
Francia.  Juárez  se  negó  a  reconocer  dicha  deuda  por 
ser  de  dudosa  legalidad  y  por  la  aflictiva  situación  del 
erario  mejicano. 

Jecker  se  valió  del  duque  de  Morny,  a  quien  ofre- 
ció el  30%  de  los  beneficios  después  de  cancelarle  a  él 
catorce  millones  de  francos  que  decía  haber  gastado  en 
adquirir  los  bonos  (sólo  le  habían  costado  cerca  de  cua- 
tro millones).  La  deuda  total  ascendía  a  setenta  y  cinco 
millones,  por  lo  tanto  el  negocio  podía  dejar  una  bri- 
llante utilidad.  Con  la  protección  ele  Morny,  Jecker  fue 
nacionalizado  francés  y  la  embajada  en  Méjico  declaró 
a  los  acreedores,  en  nombre  del  gobierno  de  Francia, 
que  serían  satisfechas  sus  reclamaciones. 

Este  negocio  de  los  "bonos  Jecker"  fue  uno  de  los 
factores  indirectos  que  produjo  la  intervención  france- 
sa. ¿Supo  Napoleón  III  la  especulación  en  que  Morny 
se  había  comprometido?  Seguramente  sí;  pero  no  podía 


127 


disgustar  a  uno  de  sus  más  líeles  y  hábiles  partidarios. 
Morny  en  esta  clase  de  maniobras  se  demostraba  digno 
nieto  de  su  abuelo  el  príncipe  Talleyrand,  y  parece  que 
el  Emperador  consideró  este  negociado  como  un  deta- 
lle sin  importancia  que  sin  embargo  facilitaba  el  apo- 
yo a  su  proyecto  por  los  intereses  económicos  compro- 
metidos. 

IVIorny  presidía  la  Cámara  de  Diputados  cuando 
se  votaron  los  créditos  para  la  expedición;  tomó  la  pa- 
labra Julio  Favre,  que  figuraba  en  la  oposición.  Favre 
no  era  sólo  un  buen  orador  forense;  daba  muestra  de 
ser  un  experto  político  y  un  formidable  orador  en  esta 
actividad.  Culto,  tranquilo,  elegante  en  el  decir,  era 
más  temible  por  lo  que  callaba,  por  lo  que  insinuaba, 
que  por  lo  que  decía;  pero  sus  insinuaciones  eran  tan 
bien  calculadas,  que  de  nada  se  le  podía  culpar,  pues 
sólo  repetía  aquello  que  constaba  haberse  dicho  o  es- 
crito en  otra  parte.  Habló  sorprendido  de  que  la  pren- 
sa inglesa  se  refiriera  a  los  "bonos  Jecker".  ¿Qué  era 
esto?  ¿Existían?  ¿Qué  significaban? 

Morny  había  heredado  de  su  abuelo,  junto  con  la 
desvergüenza,  la  completa  serenidad  propia  de  un  gran 
señor.  Oyó  tranquilo,  miró  impasible  las  sonrisas  bur- 
lonas de  los  diputados  ya  no  sólo  de  la  oposición;  sin- 
tió el  toser,  el  carraspeo  irónico,  sin  dar  ninguna  mues- 
tra de  sentirse  afectado.  Era  sabido  y  comentado  el 
asunto  Jecker.  Contestó  el  ministro  que  le  correspon- 
día; explicó  todo  lo  que  se  refería  a  la  expedición  a  Mé- 
jico, mas  no  se  dio  por  aludido  ni  mencionó  para  nada 
el  asunto  de  los  "bonos  Jecker". 

d)  La  aventura  mejicana  tenía  para  el  Emperador 
un  gran  objetivo  político.  Hacía  poco  Francia  había 
intervenido  en  Siria  y,  en  unión  con  Iglaterra,  en  Chi- 
na; se  trataba  de  mantener  el  puesto  de  gran  potencia 
y  este  era  en  apariencia  el  fin  de  la  expedición  a  Mé- 
jico; pero  había  otro.  El  imperio  latino  que  se  trataba 
de  fundar  iba  a  tener  como  emperador  al  archiduque 


128 


Maximiliano,  hermano  del  emperador  de  Austria.  Se 
creía  que  en  esta  forma  se  afirmaría  el  acercamiento 
hacia  el  emperador  Francisco  José. 

6) 

Con  los  continuos  refuerzos  de  tropas  llegadas  de 
Francia,  se  reunió  un  fuerte  ejército  en  Méjico,  que  des- 
pués de  ocupar  la  capital  tomó  posesión  de  casi  todo 
el  país.  El  partido  conservador  triunfaba  con  el  apoyo 
francés;  se  acordó  establecer  la  monarquía  y  una  dele- 
gación partió  hacia  Europa  para  ofrecer  la  corona  im- 
perial al  archiduque  Maximiliano  de  Austria. 

Maximiliano,  casado  con  Carlota  de  Coburgo,  hi- 
ja del  rey  Leopoldo  de  Bélgica,  había  sido  virrey  en 
Italia  durante  un  tiempo  y  después,  dedicado  a  la  ma- 
rina, vivía  en  el  castillo  de  Miramar,  en  Trieste.  La 
corona  de  Méjico  no  le  seducía;  comprendía  muy  bien 
las  múltiples  dificultades  que  tendría  que  vencer  para 
estabilizar  la  monarquía  en  un  país  tan  convulsión:1  'o 
por  continuas  revueltas.  El  deseo  de  Carlota  de  reinar  y  las 
seguridades  dadas  por  Napoleón  III  en  cuanto  a  man- 
tener un  ejército  francés  en  Méjico  mientras  fuera  ne- 
cesario, lo  decidieron  a  aceptar. 

El  general  en  jefe  del  ejército  francés  en  Méjico 
era  el  mariscal  Bazaine  que  se  había  distinguido  en  la 
guerra  de  Italia,  especialmente  en  la  batalla  de  Solfe- 
rino. Hombre  lleno  de  ambiciones,  consideró  su  man- 
do como  el  poder  decisivo  y  muchas  veces  trató  de  im- 
poner su  autoridad  sobre  la  del  novel  Emperador. 
Juárez,  derrotado  por  las  tropas  francesas,  se  retiró  a 
la  frontera  con  Estados  Unidos,  de  donde  recibió  au- 
xilio para  continuar  la  resistencia. 

La  intervención  francesa  en  Méjico  había  sido  po- 
sible gracias  a  la  guerra  de  Secesión,  que  impedía  a  Es- 
tados Unidos  invocar  la  doctrina  Monroe.  El  gobierno 


5.— Teocracia. 


129 


de  Washington  nada  dijo;  sabía  que  tanto  Inglaterra 
como  Francia  miraban  con  simpatía  la  causa  separa- 
tista, no  se  atrevía  a  protestar  por  lo  sucedido;  esperó 
el  momento  favorable.  Una  vez  asegurado  el  triunfo, 
los  norteamericanos  se  manifestaron  cada  vez  más  hos- 
tiles al  nuevo  Imperio.  Estados  Unidos  se  negó  a  reco- 
nocer a  Maximiliano  y  se  aumentó  el  apoyo  a  Juárez. 

7) 

La  política  de  Napoleón  III  respecto  de  Italia  pro- 
dujo el  distanciamiento  de  los  católicos  y  del  partido 
conservador,  que  ya  no  confió  en  el  Emperador  con  la 
seguridad  de  antes.  El  Ministro  del  Interior,  Persigny, 
hombre  ladino  y  desconfiado,  creyó  ver  en  algunas  ins- 
tituciones católicas  como  las  "Conferencias  de  San  Vi- 
cente" un  objetivo  político  disimulado  tras  las  aparien- 
cias de  caridad.  Estudió  detenidamente  la  organización 
y  la  directiva  de  esa  sociedad  para  llegar  a  la  curiosa 
conclusión  de  que  formaba  una  masonería  católica,  por 
supuesto  con  fines  políticos.  No  se  explicaba  por  qué 
su  dirección  actuaba  secretamente,  según  él,  para  algo 
tan  noble  que  debía  conocerse  ampliamente,  como  era 
el  socorrer  y  ayudar  al  prójimo.  Con  la  energía  y  cons- 
tancia que  le  eran  características,  el  Ministro  se  dedicó 
a  buscar  el  modo  de  controlar  esta  institución. 

Incidentalmente,  en  esta  situación  tensa,  apareció 
un  libro  que  podía  interpretarse  como  un  disimulado 
ataque  del  gobierno  hacia  la  oposición  católica.  Ernes- 
to Renán,  nacido  en  Bretaña  y  educado  en  un  semina- 
rio, no  sólo  se  había  alejado  de  las  prácticas  de  la  re- 
ligión católica,  sino  que  había  llegado  a  un  total  es- 
cepticismo religioso  en  el  que  muchos  veían  el  disfraz 
de  un  espíritu  anti  católico.  Había  publicado  varias 
obras  que  llamaron  la  atención,  porque  al  lado  de  una 
aparente  precisión  histórica,  de  una  crítica  filosófica! 


130 


basada  en  lógicos  argumentos,  aparecían  opiniones  que 
revelaban  gran  imaginación  y  misticismo,  produciendo 
una  extraña  mezcla  de  singular  atracción.  Un  estilo  de 
primer  orden,  de  gran  belleza,  daba  a  estos  estudios  un 
especial  interés  y  conducía  a  los  lectores  a  un  escepti- 
cismo, pues  se  hacía  ver  ante  todo  la  ilusión  y  la  inuti- 
lidad de  la  fe  dogmática. 

Después  de  un  viaje  a  Fenicia  y  Palestina  en  que 
Ernesto  Renán  recorrió  con  singular  interés  los  parajes 
en  que  Tesús  vivió  y  predicó,  al  volver  a  Francia  escri- 
bió su  libro  "Vida  de  Jesús".  Poco  tiempo  antes,  un 
escritor  y  teólogo  alemán,  David  Strauss,  había  publi- 
cado una  "Vida  de  Jesús"  en  que  trataba  de  negar  la 
divinidad  de  Cristo.  El  libro,  en  que  se  hacía  gala  de 
gran  erudición,  era  de  un  estilo  pesado  de  difícil  lec- 
tura: no  había  peligro  de  que  se  divulgara.  En  cambio 
la  "Vida  de  Jesús"  de  Renán,  tenía  un  especial  encan- 
to; la  forma  amena  de  las  descripciones  producían  un 
atractivo  tal,  que  el  lector  no  se,  daba  cuenta  como  con 
calma,  con  lentitud,  se  iba  despojando  a  Cristo  de  todo 
carácter  sobrenatural  para  convertirlo  en  sólo  un  hombre; 
un  hombre  excepcional,  el  más  notable  de  los  que  han 
existido;  pero  sólo  un  hombre,  y  esto  se  expresaba  con 
pena,  como  algo  que  abrumaba  el  espíritu  al  perder 
una  irreemplazable  ilusión. 

La  impresión  causada  por  esta  obra  fue  enorme  y 
produjo  inesperadas  complicaciones.  Ya  no  se  trataba 
de  discutir  y  negar  derechos  eclesiásticos  o  criticar  la 
estructura  de  la  Iglesia.  De  una  manera  apacible,  tran- 
quila, en  cierto  modo  dolorida,  se  negaba  la  divinidad 
de  Cristo  y  se  le  reducía  a  la  categoría  de  uno  de  los 
varios  fundadores  de  una  religión  que  habían  existido; 
es  decir  se  iba  a  la  destrucción  del  cristianismo. 

¿Quién  era  Renán;  qué  pretendía?  Cuando  se  supo 
que  estaba  afiliado  a  las  logias  masónicas,  los  católicos1 
vieron  en  su  libro  una  refinada  hipocresía,  más  temi- 


131 


ble  que  la  destructora  ironía  de  Voltaire.  Renán  no 
respondió  a  ningún  ataque;  se  contentó  con  lanzar  otra 
edición,  un  libro  de  pequeño  formato,  como  un  libro 
de  oraciones.  Dice  en  el  prefacio: 

"Ofrezco  esta  imagen  de  Jesús,  a  los  pobres,  a  I09 
tristes  de  este  mundo,  a  los  que  Jesús  amó  más.  Mi 
libro  compuesto  con  la  frialdad  absoluta  del  historia- 
dor, no  podía  menos  de  causar  por  su  franqueza,  algu- 
nas mortificaciones  a  tantas  almas  excelentes  que  el  cris- 
tianismo eleva  y  nutre.  Creo  al  menos  que  muchos  de 
los  verdaderos  cristianos  no  encontrarán  en  este  peque- 
ño volumen  nada  que  les  pueda  lastimar". 

¿Cómo  explicar  estas  palabras?  ¿Obedecían  a  un 
calculado  y  exasperante  cinismo  o  existía  honradez  al 
escribirlas?  A  la  condenación  de  la  obra  por  parte  de 
los  obispos,  el  repudio  de  ella  hecha  por  los  católicos, 
se  unió  la  del  Emperador  expresada  en  una  carta  diri- 
gida al  obispo  de  Arras.  Al  notar  Renán  un  principio 
de  persecución,  renunció  a  la  cátedra  que  profesaba 
en  el  Colegio  de  Francia. 

Al  leer  las  memorias  de  Renán  se  puede  aventurar 
un  juicio  sobre  él.  En  forma  conmovedora,  en  páginas 
de  extraordinaria  belleza,  llenas  de  melancolía,  cuenta 
cómo  desapareció  su  fe  y  recuerda  la  leyenda  bretona 
de  la  catedral  sumergida,  que  desapareció  lentamente 
bajo  las  aguas.  Llevado  por  el  orgullo  producido  por 
sus  triunfos,  creyó  en  la  omnipotencia  de  la  inteligen- 
cia humana;  todo  podía  explicarse;  hay  en  él  una  es- 
pecie de  reencarnación  del  espíritu  de  Abelardo.  Sin 
embargo  el  subconsciente  sigue  creyendo,  como  puede 
apreciarse  en  el  final  del  capítulo  sobre  la  muerte  de 
Jesús,  de  una  admirable  belleza  literaria.  Dice  así: 

"¡Reposa  en  tu  gloria  noble  iniciador  de  la  más 
sublime  doctrina!  Tu  obra  se  haya  concluida,  tu  divi- 
nidad queda  fundada.  No  temas  ya  que  una  falta  ven- 


132 


ga  a  echar  por  tierra  el  edificio  de  tus  esfuerzos.  Lejos 
del  alcance  de  la  fragilidad  humana,  en  adelante  asis- 
tirás desde  el  seno  de  la  paz  divina  a  las  infinitas  con' 
secuencias  de  tus  actos.  A  costa  de  algunas  horas  de 
sufrimientos,  que  ni  siquiera  pudieron  abatir  la  gran- 
deza de  tu  alma,  has  conseguido  la  más  completa  in- 
mortalidad. ¡Tu  nombre,  gloria  y  orgullo  del  mundo, 
va  a  exaltarse  durante  millones  de  años!  Lábaro  de 
nuestras  contradiciones,  tú  serás  la  bandera  a  cuyo  al- 
rededor se  librarán  las  más  ardientes  de  todas  las  ba- 
tallas. Y  mil  veces,  más  vivo,  más  amado  después  de 
tu  muerte  que  mientras  cruzaste  por  este  valle  de  lá- 
grimas, llegarás  a  ser  de  tal  modo  la  piedra  angular5 
de  la  humanidad,  que  borrar  tu  nombre  de  los  anales 
del  mundo  sería  conmoverle  hasta  en  sus  cimientos. 
Entre  Dios  y  tú  ya  no  se  hará  distinción  ninguna.  ¡To- 
ma, pues  posesión  de  tu  reino,  sublime  vencedor  de  la 
muerte,  de  ese  reino  a  donde  te  seguirán  por  la  ancha 
vía  que  trazaste,  siglos  de  adoradores!". 

¿Cómo  interpretar  el  pensamiento  del  autor  de 
este  sublime  final?  ¿Corresponde  al  frío  autor  que  él 
supone  ser?  ¿Se  encuentra  por  ventura  en  este  trozo  la 
recia  lógica  del  filósofo  que  analiza  los  orígenes  del 
cristianismo  y  después  la  filosofía  árabe?  ¿Es  esta  la 
expresión  del  artista  del  bello  decir,  que  más  se  preo- 
cupa de  la  armonía,  del  encanto  de  la  frase  que  de  su 
significado?  No,  es  la  realidad  del  sentimiento  del  jo- 
ven bretón  que  creía,  amaba,  sentía  y  comprendía  toda 
la  belleza  sin  igual  del  cristianismo. 


CAPITULO  IX 


1)  Consideraciones  sobre  el  problema  de  la  unidad  alema- 
na.- 2)  Otón  de  Bismarck.-  3)  Política  de  Bismarck.—  4) 
Guerra  de  los  ducados.—  5)  Guerra  austro-prusiana.—  6) 
Consecuencias  del  triunfo  de  Prusia. 

El  problema  de  la  unidad  alemana,  igual  que  el  de 
la  italiana,  tuvo  su  origen  en  los  cambios  introducidos 
por  las  guerras  napoleónicas  en  las  estructuras  políti- 
cas de  estos  dos  países.  Un  autor  ha  dicho  que  el  día 
que  guillotinaron  a  Luis  XVI,  Francia  se  suicidó.  Esta 
frase  que  muchos  estimaran  como  el  producto  de  un 
exagerado  fanatismo  político,  encierra  sin  embargo 
mucho  de  cierto.  Los  reyes  Capetos  fueron  los  creado- 
res de  la  nacionalidad  francesa;  no  hubo  entre  ellos 
ningún  genio,  varios  fueron  monarcas  mediocres  y  aun 
incapaces;  pero  tenían  un  instinto  familiar  identificado 
con  el  interés  nacional. 

Napoleón  nació  legalmente  francés,  mas  era  real- 
mente corso  y  pensó  no  como  francés  sino  como  un  eu- 
ropeo occidental.  Según  el  "Memorial  de  Santa  Elena" 
dijo  una  vez: 

"¿  En  qué  ha  consistido  que  ningún  príncipe  ale 
mán  ha  sabido  apreciar  las  disposiciones  de  su  nación 

m 


o  no  ha  podido  aprovecharse  de  ellas?  Seguramente 
que  si  el  cielo  me  hubiese  dado  una  cuna  de  príncipe 
alemán,  en  medio  de  las  innumerables  crisis  de  nues- 
tros días,  infaliblemente  hubiera  gobernado  los  treinta 
millones  de  alemanes  reunidos;  y  por  lo  que  creo  cono- 
cer de  su  carácter,  todavía  pienso  que  si  una  vez  me 
hubiesen  elegido  y  proclamado,  no  me  hubieran  aban- 
donado nunca,  y  no  estaría  aquí". 

Es  muy  difícil  que  un  francés,  un  francés  neto, 
impregnado  de  una  idea  nacionalista,  se  hubiese  ex- 
presado así.  A  esto  se  debe  que  Napoleón  no  compren- 
diera, o  dejara  a  un  lado  la  política  tradicional  fran- 
cesa de  los  Capetos,  tan  genialmente  realizada  por  Ri- 
chelieu:  Italia  debía  ser  controlada  o  dominada  por1 
Francia;  jamás  debería  permitirse  la  unión  de  Alema- 
nia. Una  Italia  dominada  por  Francia  y  una  Alemania 
débil  por  la  desunión  y  la  intervención  extranjera, 
eran  las  dos  premisas  básicas  de  la  política  nacionalista 
francesa. 

No  hay  que  olvidar  que  los  reyes  franceses,  por 
muy  escasos  los  méritos  que  hayan  tenido,  lograron 
agrandar  su  territorio;  Luis  XV,  considerado  errónea- 
mente  como  un  vividor  despreocupado  de  todo  lo  que 
no  fuera  realizar  una  vida  de  placer,  unió  a  Francia 
Lorena  y  Córcega.  Carlos  X,  último  rey  Capeto  legíti- 
mo, dentro  de  su  reconocida  tosudez,  pudo,  poco  antes 
de  su  caída,  iniciar  la  conquista  de  Argelia,  esa  gran 
adquisición  hoy  perdida. 

Por  los  tratados  de  Campo  Formio  y  Luneville, 
Francia  se  anexó  la  orilla  izquierda  del  Rhin;  pero  no 
lomó  en  cuenta  que  se  destruía  el  feudalismo  eclesiás- 
tico alemán,  constituido  por  ricos  territorios  que  no  re- 
presentaban ningún  peligro  militar  para  Francia  y  en 
cambio  daban  al  Imperio  Germánico  la  fisonomía  que 
la  hábil  política  de  Richelieu  había  tratado  de  acen- 
tuar; alejar  todo  peligro  guerrero.  Se  cometió  el  error 
de  disminuir  el  número  de  principados  germánicos  y 


136 


engrandecer  a  otros,  despertando  futuras  ambiciones. 
Napoleón  terminó  de  exagerar  este  error,  error  en  cuan- 
to a  la  política  de  la  cultura  occidental,  al  elevar  a  la 
categoría  de  reinos  los  electorados  de  Baviera,  Wurtem- 
berg  y  después  Sajonia,  aumentando  su  extensión  te- 
rritorial y  formando  núcleos  nacionales.  Se  completó 
está  funesta  política,  volvemos  a  repetirlo,  bajo  el  as- 
pecto nacionalista  francés,  después  de  Tilsit  al  no  des- 
truir la  monarquía  prusiana. 

El  congreso  de  Viena  creó  un  sistema  inestable. 
Alemania  era  un  gigante  fraccionado  que  tenía  dos  ca- 
bezas: Prusia  y  Austria.  Astutamente,  el  zar  Alejandro  I 
ayudó  a  realizar  esta  política  que  anulaba  el  único 
obstáculo  que  podía  oponerse  a  su  avance  hacia  el  oc- 
cidente. Se  establecían  dentro  del  Imperio  germánico 
dos  potencias  rivales  y  entre  ellas  una  serie  de  estados 
menores  afectos  a  Rusia,  ya  sea  por  lazos  familiares  o 
por  intereses  políticos. 

Llama  la  atención  el  considerar  cómo  los  grandes 
congresos  internacionales  han  incubado  futuras  gue- 
rras. Se  dice  que  de  la  discusión  nace  la  luz;  pero  así 
ocurre  cuando  hay  una  autoridad  o  un  sano  y  honesto 
propósito  de  llegar  a  la  verdad;  mas  en  las  reuniones 
internacionales  se  discute  mucho;  pero  todo  está  sub- 
ordinado a  los  intereses  de  cada  uno  de  los  miembros 
de  la  reunión  y  por  último  se  llega  a  combinaciones  de 
fuerzas  que  imponen,  bajo  un  aparente  equilibrio,  sus 
conveniencias  particulares. 

El  congreso  de  Viena  generó  una  serie  de  conflic- 
tos que  crearon  una  situación  inestable  terminada  en 
el  más  sangriento  de  ellos:  la  guerra  de  Crimea.  El 
congreso  de  París  preparó  la  guerra  franco-austríaca, 
seguida  por  la  austro-prusiana,  la  franco-alemana  y  por 
último  la  ruso-turca.  El  de  Berlín  no  fue  mejor;  incu- 
bó una  serie  de  pequeñas  guerras  que  produjeron  la 
primera  guerra  mundial  que  inició  la  liquidación  de  la 
cultura  occidental. 


137 


2) 


Prusia  fracasó  totalmente  cuando  en  1848  trató  de 
aprovechar  el  movimiento  revolucionario  para  realizar 
la  unidad  alemana  alrededor  de  Prusia,  que  con  el 
tiempo  absorbería  el  control  total  de  los  estados  ale- 
manes. La  oposición,  más  aún,  la  amenaza  del  Austria 
y  el  no  disimulado  disgusto  de  Rusia  ante  un  posible 
triunfo  de  la  revolución  en  Alemania,  destruyó  por  com- 
pleto la  ilusión  prusiana. 

Pasado  un  tiempo  el  rey  Federico  Guillermo  IV, 
sin  hijos,  tuvo  que  abandonar  el  poder  a  causa  de  una 
enfermedad  que  afectó  sus  facultades  mentales.  Asu- 
mió primero  la  regencia  y  después  la  corona  su  hermano 
Guillermo  I.  El  nuevo  monarca  trató  de  robustecer  el 
ejército,  base  de  la  monarquía  prusiana,  pero  se  encon- 
tró ante  la  oposición  del  Parlamento  que  sólo  accedía 
a  conceder  los  fondos  necesarios  por  un  año.  El  rey, 
que  hasta  pensó  en  abdicar,  llamó  como  canciller  a 
Bismarck. 

Otón  de  Bismarck  Sondehausen  era  un  prusiano 
neto,  dueño  de  propiedades  en  la  Pomerania.  De  ideas 
conservadoras,  estimaba  que  el  rey,  el  ejército  y  la  re- 
ligión luterana  eran  las  bases  del  estado  prusiano.  En 
plena  revolución,  organizó  a  los  campesinos  dispuestos 
a  combatir  la  aburguesía  revolucionaria  de  las  ciudades. 
Fue  a  Berlín  a  ofrecer  su  concurso  al  rey.  Elegido  di- 
putado a  la  Cámara  prusiana,  se  dio  a  conocer  por  un 
carácter  violento  y  por  la  forma  enérgica  en  que  expre- 
saba sus  ideas  autoritarias.  La  violencia  de  su  carácter 
era  sólo  aparente;  lo  hacía  aparecer  como  un  enemigo 
terrible,  cuando  en  realidad  era  profundamente  pensa- 
dor v  sólo  procedía  después  de  un  maduro  examen. 
Causó  enorme  impresión  cuando  en  uno  de  sus  discur- 
sos se  atrevió  a  decir  los  siguiente: 


138 


"Nuestra  desgracia  consiste  en  mirarnos  siempre  en 
el  espejo  de  Inglaterra,  como  si  fuese  posible  imitarle 
inmediatamente.  Pues  bien,  señores  diputados;  dennos 
Uds.  todo  lo  que  es  inglés  y  que  nosotros  no  tenemos, 
por  ahora.  Dennos  Uds.  el  respeto  a  la  ley  de  los  inJ 
gleses,  toda  la  historia  inglesa,  todas  las  circunstancias, 
y  condiciones  de  la  propiedad  territorial  inglesa,  la  ri- 
queza de  Inglaterra  y  el  sentido  inglés  del  bien  de  la 
comunidad;  dennos  Uds.  —y  perdónenme—  una  Cámara 
inglesa  de  diputados;  en  fin  dennos  todo  lo  que  no  te- 
nemos, y  entonces  les  diré  que  nos  gobiernen  Uds.  a  la 
manera  inglesa". 

Es  conveniente  hacer  notar  estas  valientes  palabras, 
cuando  es  corriente  hablar  de  imitar  organizaciones  o 
instituciones  de  otros  países  más  ricos  y  prósperos  que 
el  afectado,  olvidándose  que  las  riquezas  y  prosperida- 
des no  son  el  producto  de  esas  instituciones,  sino  que 
ellas  son  el  resultado  de  un  conjunto  de  condiciones, 
propias  y  especiales  para  cada  cultura  o  para  cada  na- 
ción. 

Bismarck  presiente  cuál  debe  ser  el  papel  del 
Austria  dentro  de  una  gran  Germania:  una  avanzada 
de  ella;  debe  dejársela  independiente  y  ayudarla;  llega 
a  decir,  cuando  nadie  imaginaba  lo  que  el  porvenir 
iba  a  deparar: 

"Habiendo  oído,  si  no  me  engaño,  calificar  desde 
esta  tribuna  al  Austria  como  país  extranjero,  quisiera 
que  alguien  me  dijese  por  qué  razón  Uds.  no  califican 
también  a  Hesse  y  a  Holstein  de  extranjeros...  Es  un 
misterio  muy  singular  que  muchos  no  puedan  decidir- 
se a  tener  al  Austria  por  una  potencia  alemana.  .  .  Yo 
no  puedo  admitir  que  si  hay  eslavos  y  rutenos  someti- 
dos al  Austria,  sean  estos  representantes  del  Imperio 
Austríaco,  del  cual  vendrían  a  ser  los  alemanes  sólo  un 
accesorio...  Yo  reconozco  en  Austria  a  la  representan- 
te y  heredera  de  un  antiguo  poder  alemán  que  con  fre- 
cuencia ha  blandido  la  espada  con  gloria". 


139 


Agregado  a  la  representación  prusiana  de  la  Dieta 
de  Francfort,  pasa  después  a  asumir  toda  la  responsabi- 
lidad. El  estudio  de  este  mecanismo  político  tan  com- 
plicado y  tan  inoperante  le  va  a  servir  decididamente 
para  desarrollar  un  futuro  que  ya  imagina.  Nombrado 
embajador  en  San  Petersburgo  y  después  en  París,  co-> 
noce  y  aprecia  en  su  debido  valor  las  principales  figu- 
ras política  de  ambas  potencias.  Finalmente  el  rey  Gui- 
llermo lo  llama  y  lo  nombra  canciller. 

Se  cuenta  que  un  político  francés,  cuando  supo 
que  Bismarck  había  sido  nombrado  embajador  en  Ru- 
sia, dijo  que  este  nombramiento  era  como  meter  un 
toro  en  un  bazar  de  porcelanas  finas.  Esta  opinión  era 
debida  al  conocimiento  superficial  del  carácter  y  del 
talento  de  Bismarck;  no  era  un  toro  sino  un  espléndi- 
do torero,  que  dio  muerte  al  toro  que  lidiaba,  sin  cau- 
sar ningún  destrozo  en  la  fina  porcelana  del  bazar. 

Fue  Otón  de  Bismarck  el  político  más  genial  que  ha 
producido  Alemania.  En  algunos  aspecto  recuerda  a  los 
grandes  emperadores  Staufen.  De  la  copiosa  literatura 
dedicada  a  estudiar  sus  hechos  y  su  carácter,  tan  ala- 
bado y  tan  denigrado,  se  puede  deducir  lo  siguiente 
sobre  su  extraordinaria  personalidad: 

.  Primero.— Tenía  un  formidable  poder  de  análisis 
de  los  problemas  políticos  internacionales;  no  se  le  es- 
capaba ni  el  más  mínimo  detalle  y  sabía  apreciarlos  en 
su  justo  valor. 

Segundo.— Poseía  una  inteligencia  genial  para  com- 
binar sus  planes  sin  que  le  preocupara  lo  más  mínimo 
ningún  concepto  moral  o  jurídico;  sólo  le  gustaba  el  ob- 
tener su  realización;  todo  esto  disfrazado  con  un  ma- 
quiavelismo estupendo,  imposible  de  percibir  sino  des- 
pués de  ver  sus  resultados. 

Tercero.— Una  voluntad,  un  carácter  inexorable  en 
cuanto  a  llegar  al  fin  propuesto,  sin  dar  ninguna  im- 
portancia a  la  destrucción  o  ruina  de  lo  que  se  oponía 
a  conseguir  el  objetivo  trazado. 


140 


3) 


Además  de  Bismarck,  Guillermo  I  contó  con  otros 
dos  colaboradores  de  un  valor  excepcional:  los  genera- 
les Roon  y  Moltke.  El  primero,  gran  organizador;  el 
segundo,  no  era  prusiano  sino  alemán  originario  del 
Mecklemburgo,  había  servido  antes  en  el  ejército  danés 
y  después  en  Turquía.  Era  Moltke  el  tipo  del  general 
moderno;  tenaz  y  estudioso,  consideraba  la  guerra  en 
un  aspecto  científico,  dedicando  a  ella  todos  los  ade- 
lantos modernos.  No  tenía  un  gran  talento  estratégico; 
pero  sí  una  rara  capacidad  para  organizar  las  campañas 
guiado  por  el  principio  de  que  el  triunfo  lo  obtenía 
el  más  fuerte;  por  lo  tanto,  la  ciencia  militar  consistía 
en  reunir  en  el  campo  de  batalla  más  fuerzas  que  las 
del  enemigo  y  mejor  armadas.  Las  combinaciones  ge- 
niales, el  cálculo  psicológico  del  comando  contrario,  no 
tenía  importancia  al  lado  material  de  ser  el  más  pode- 
roso en  el  momento  decisivo. 

El  rey  de  Prusia  aumentó  el  ejército  a  cuatrocien- 
tos cincuenta  mil  hombres,  número  de  soldados  exorbi- 
tante comparado  con  la  población  prusiana  y  con  las 
fuerzas  de  los  otros  países.  Bismarck  encontró  la  mana- 
ra de  financiar  los  gastos  que  exigía  este  aumento,  sin 
prescindir  del  Parlamento;  en  realidad  gobernó  en  for- 
ma autoritaria,  sin  tomar  en  cuenta  la  constitución. 

En  la  misma  forma  que  Cavour,  dio  como  base  a 
la  política  encaminada  a  conseguir  la  unidad  alemana, 
principios  de  acuerdo  con  la  realidad  existente.  Esta 
unidad  debería  hacerse  en  torno  de  un  Estado  fuerte 
que  dispusiera  de  un  poderoso  ejército  y  este  era  el 
Estado  prusiano.  Había  que  excluir  de  esta  unión  al 
Austria,  sin  destruirla,  al  contrario,  robusteciéndola  y 
transformándola  en  un  seguro  aliado,  para  que  fuera 
una  avanzada  del  gran  Imperio  Germánico.  La  Alema- 
nia unida,  debido  a  su  posesión  geográfica  debía  evi- 


141 


tar  una  guerra  simultánea  en  los  frentes  oriental  y  oc- 
cidental que  podía  serle  fatal.  Toda  la  política  inter- 
nacional alemana  debería  partir  de  la  amistad  o  neutra- 
lidad de  Rusia. 

Atento  a  las  variaciones  políticas  que  se  producían, 
esperaba  el  momento  propicio  para  iniciar  el  plan  que 
se  había  trazado  y  este  momento  se  presentó  ante  la 
sublevación  de  Polonia.  Se  envió  a  San  Petersburgo  al 
conde  de  Alvensleven  para  manifestar  al  Zar  que  podía 
contar  con  el  completo  apoyo  de  Prusia  y  que  el  ejér- 
cito que  se  acantonaría  a  lo  largo  de  la  frontera  polaca, 
tenía  por  objeto  impedir  el  paso  de  cualquier  auxilio 
en  favor  de  los  sublevados  y  no  admitir  refugiados.  Al 
lado  de  la  abierta  hostilidad  de  la  prensa  francesa  e 
inglesa,  partidaria  de  Polonia;  de  la  actitud  inquietan- 
te de  Napoleón  III  y  aún  del  gobierno  inglés,  resaltaba 
especialmente  la  generosidad  prusiana  que  nada  pedía, 
sólo  daba  un  apoyo  de  una  importancia  decisiva. 

4) 

El  asunto  de  los  ducados,  o  la  cuestión  danesa 
como  también  se  le  ha  llamado  a  este  problema  políti- 
co, fue  aprovechado  magistralmente  por  Bismarck  para 
separar  al  Austria  de  la  unidad  alemana.  El  rey  Federi- 
co VII  de  Dinamarca  había  recibido,  al  perder  Norue- 
ga, los  ducados  de  Schleswig,  Holstein  y  Lauemburgo  a 
título  personal;  es  decir  el  congreso  de  Viena  se  los  en- 
tregó a  él,  no  a  Dinamarca.  Pasado  los  años,  ante  el 
desarrollo  de  las  ideas  liberales  triunfantes  en  1848,  el 
rey  resolvió  arreglar  esta  situación  tomando  en  cuenta 
que  el  límite  entre  Alemania  y  Dinamarca  era  el  Ei-< 
der,  que  separaba  el  ducado  de  Schleswig,  situado  en 
r  ti  ¡torio  danés,  poblado  por  daneses  con  una  minoría 
alemana,  del  ducado  de  Holstein  que  era,  como  el  de 
Lauemburgo,  alemán. 

m 


Preocupaba  al  gobierno  danés  el  hecho  de  que  Fe 
derico  VII  no  tenía  hijos  y  se  acordó  aceptar  como  he- 
redero al  pariente  más  próximo,  Cristián  de  Gluksbur- 
go,  y  anexa  a  Dinamarca  el  ducado  de  Schleswig,  que 
tenía  mayoría  de  población  danesa.  Para  evitar  dificul- 
tades en  cuanto  a  los  otros  dos  ducados,  se  entró  en 
arreglos  con  el  duque  de  Agustemburgo  que  decía  tener 
derechos  hereditarios,  los  que  cedió  mediante  el  pago 
de  una  cuantiosa  suma  de  dinero. 

Murió  en  1863  Federico  VII  y  subió  al  trono  Cris- 
tián IX.  Bismarck,  experto  conocedor  de  los  asuntos  de 
la  Confederación  Alemana,  indirectamente  fomentó  las 
protestas  nacionalistas  en  el  sentido  de  que  los  tres  du- 
cados formaban  parte  de  Alemania  y  apoyó  las  pre- 
tensiones del  duque  de  Agustemburgo,  cuyo  padre  ha- 
bía renunciado,  a  sus  derechos,  como  ya  lo  hemos  visto. 
El  canciller  austríaco  no  estaba  a  la  altura  de  Bismarck 
v  creyó  que  el  Austria  debía  apoyar  cualquier  acción 
contra  Dinamarca  para  no  dejar  a  Prusia  como  la  úni- 
ca protectora  de  los  derechos  alemanes.  Por  otra  parte, 
los  daneses  estimaron  segura  la  protección  de  Inglate- 
rra y  de  Francia;  jamás  estas  dos  potencias  aceptarían 
que  la  fuerza  se  impusiera  al  derecho.  Se  equivocaron 
plenamente;  como  pasa  siempre,  la  discusión  jurídica 
de  un  problema  internacional  sigue  el  rumbo  de  las 
conveniencias  políticas.  La  Confederación  Alemana  in- 
cluyendo en  ella  a  las  dos  grandes  potencias,  Prusia  y 
Austria,  declaró  la  guerra  a  la  pequeña  Dinamarca  y  un 
ejército  austro-prusiano  invadió  el  país  y  la  obligó  a 
firmar  una  paz  por  la  que  perdía  dos  quintas  partes 
de  su  territorio. 

La  gran  jugada  de  Bismarck  estaba  en  la  partición 
de  los  territorios  conquistados.  Lo  más  justo  hubiera 
sido  entregar  los  ducados  a  la  Confederación.  No  pasó 
así;  fue  grande  la  sorpresa  del  duque  de  Agustemburgo 
cuando  Bismarck,  después  de  felicitarlo  por  haber  ob- 
tenido el  triunfo  de  sus  derechos  hereditarios,  le  ad- 


143 


virtió  que  como  los  ducados  eran  territorios  fronterizos 
se  hacía  necesario  mantener  en  ellos  el  ejército  prusia- 
no; como  había  una  bahía,  la  de  Kiel,  de  excepcionales 
condiciones,  y  proyectaba  abrir  un  canal  que  comuni- 
cara el  Báltico  con  el  mar  del  Norte,  todo  esto  debería 
quedar  bajo  el  control  del  gobierno  prusiano.  Agregó 
que  debido  al  desarrollo  que  habían  tomado  los  servi- 
cios postales  y  la  unión  aduanera,  el  Zolverein  alemán 
y  la  administración  de  la  hacienda,  era  necesario  que 
Prusia  dirigiera  estos  organismos.  En  total,  el  príncipe 
obtenía  el  triunfo  que  le  daba  el  título  y  los  territo- 
rios pasaban  al  poder  prusiano. 

Primero  se  estableció  un  condominio:  Prusia  se 
anexaba  el  Lauemburgo  y  administraba  el  Schleswig  y 
Austria  el  Holstein.  Bismarck  mantenía  una  fuente  de 
rozamientos  que  debería  proporcionarle  la  causa  de  un 
futuro  conflicto  en  el  momento  elegido  por  él. 

En  una  posible  guerra  contra  Austria,  Bismarck 
contaba  con  la  neutralidad  rusa  y  aun  con  su  ayuda  en 
caso  que  se  produjeran  complicaciones;  pero  quedaba 
la  incógnita  más  grave:  la  actitud  de  Francia;  recordó 
la  entrevista  de  Plombieres  y  resolvió  seguir  el  camino 
señalado  por  Cavour.  Se  dirigió  a  Biarritz  donde  pasa- 
ba una  temporada  de  verano  Napoleón  HE 

La  entrevista  de  Biarritz  entre  el  Emperador  fran- 
cés y  el  Canciller  alemán  fue  larga  y  en  ella  se  hizo 
un  detenido  análisis  de  la  situación  internacional.  Bis- 
marck, con  suma  habilidad,  representó  el  papel  de  un 
a'umno  ante  un  maestro  de  la  política;  dejó  hablar  y 
escuchó  atentamente  e  insinuó  disimuladamente  los 
temas  que  le  interesaban.  En  esta  reunión,  que  fue  fatal 
para  Francia,  aparece  Bismarck  como  el  Mefistófeles 
alemán  que  reemplaza  al  italiano,  para  tentar  al  Fausto 


144 


imperial,  y  muy  luego  pudo  ciarse  cuenta  cuál  era  la 
Margarita  soñada  y  los  territorios  apetecidos. 

Varias  veces  manifestó  Napoleón  III  su  inquietud 
por  la  fuerte  oposición  que  iba  a  despertar  en  Francia 
la  unidad  alemana,  e  imprudentemente  habló  de  la  ne- 
cesidad que  había  de  encontrar  una  compensación,  tal 
como  el  caso  de  Niza  y  Saboya  en  el  asunto  italiano; 
era  la  única  manera  de  satisfacer  las  protestas  del  pue- 
blo francés;  propuso  la  anexión  de  la  orilla  izquierda 
del  Rhin  y  aún  se  comprometió  más  al  insinuar  la 
posibilidad  de  incorporar  Bélgica  al  Imperio  francés; 
un  tiempo  había  formado  parte  de  él  y  hablaban  sus 
habitantes  la  lengua  francesa.  Bismarck  comprendió 
que  el  deseo  predilecto  de  Napoleón  III  era  que  Vene- 
cia  se  uniera  al  reino  de  Italia.  La  segunda  parte,  las 
compensaciones  territoriales,  era  algo  que  podía  mos- 
trársele, para  dejarlas  después  sin  efecto;  aún  más,  era 
un  cebo  espléndido  para  llevar  al  gobierno  imperial  de 
Francia  a  una  situación  tal  que  los  Estados  alemanes 
vieran  el  peligro  de  las  ambiciones  francesas;  la  defen- 
sa estaba  en  la  unión  a  Prusia. 

Después  de  Biarritz,  la  política  prusiana  se  enca- 
minó a  conseguir  la  alianza  de  Italia  contra  el  Austria. 
Se  cumplió  ampliamente  algo  que  Cavour  había  insi- 
nuado cuando  el  gobierno  prusiano  protestó  por  las 
anexiones  italianas.  El  Piamonte  mostraba  el  camino 
que  tarde  o  temprano  iba  a  seguir  Prusia. 

Una  misión  diplomática  y  militar  italiana  discutió 
en  Berlín  una  alianza  para  ir  a  la  guerra  contra  el 
Austria.  El  punto  más  grave,  la  dificultad  mayor,  esta- 
ba en  acordar  quién  debería  tomar  la  iniciativa  de  pro- 
vocar la  guerra.  Los  prusianos  se  negaban  a  hacerlo, 
pues  veían  seguro  que  Italia  aceptaría  Venecia  y  deja- 
ría que  Austria  se  resarciera  de  lo  perdido  con  algún 
territorio  prusiano;  seguramente  la  rica  Silesia,  antiguo 
dominio  de  los  Habsburgos,  nunca  olvidado.  En  cambio 
si  era  Italia  la  que  iniciaba  la  contienda,  los  hábiles  po- 


145 


líticos  italianos  calculaban  la  posibilidad  de  que  Austria 
se  entendiera  con  Prusia,  dejándole  las  manos  libres  en 
Alemania  e  indemnizándose  con  los  tan  codiciados  te- 
rritorios lombardos,  y  así  se  llegó  a  un  punto  muerto 
que  Bismarck  venció  al  conseguir  que  el  rey  Guillermo 
aceptara  declarar  la  guerra  al  Austria. 

Hay  que  admirar  la  absoluta  seguridad  que  Bis- 
marck tenía  sobre  lo  que  valía  el  ejército  prusiano; 
años  después  declarará  que  es  la  primera  de  las  tres 
instituciones  que  él  considera  perfectamente  organiza- 
das: el  Estado  Mayor  del  ejército  alemán.  Tenía  razón 
al  confiar  en  un  triunfo  seguro.  La  guerra  se  iba  a  de- 
cidir en  Bohemia;  el  plan  de  Moltke  consistía  en  atra- 
vesar la  cadena  montañosa  que  separa  Sajonia  de  Bo- 
hemia, aprovechando  caminos  y  ferrocarriles  para  con- 
centrar rápidamente  doscientos  sesenta  mil  soldados, 
antes  que  los  austríacos  defendieran  los  pasos  que  eran 
de  difícil  acceso.  Y  aquí  viene  el  caso  curioso;  como  la 
concentración  no  se  pudiera  efectuar  con  la  celeridad 
prevista,  hubo  que  aceptar  que  el  ejército  se  dividiera 
en  dos,  y  la  segunda  parte,  al  mando  del  príncipe  he- 
redero Federico,  se  reuniera  en  Silesia  y  atravesara  las 
montañas  que  la  separan  de  Bohemia.  Esta  maniobra, 
que  transformó  la  ofensiva  directa  proyectada  por  Mol- 
tke en  una  indirecta,  fue  una  de  las  causas,  la  principal, 
del  triunfo  fulminante  de  los  prusianos  en  Sadowa  o 
Keniggraetz,  como  la  han  llamado  los  alemanes. 

El  ejército  austríaco,  equivalente  en  número  al  pru- 
siano, estaba  dirigido  por  Benedeck,  general  convencido 
de  que  iba  a  ser  derrotado;  tanto  que  telegrafió,  antes 
de  la  batalla,  al  emperador  Francisco  José  para  pedirle 
que  iniciara  negociaciones  de  paz.  Las  tropas  austríacas 
no  tenían  la  preparación  de  las  prusianas  y  su  armamen- 
to era  inferior.  Los  prusianos  estaban  equipados  con  el 
fusil  de  aguja  que  se  cargaba  por  la  recámara  y  no  por 
la  boca  del  cañón,  lo  que  le  permitía  disparar  con  mayor 
rapidez  y  con  mayor  alcance.  Atacado  Benedeck  de  fren- 


146 


te  pudo  defenderse,  pero  el  ataque  de  flanco  efectuado 
por  el  ejército  del  Príncipe  Federico  lo  obligó  a  retirarse. 

Antes  de  comensar  las  hostilidades,  Francisco  José 
cedió  Venecia  a  Napoleón  III  para  que  este  la  traspasa- 
ra a  Italia  y  conseguir  así  la  neutralidad  italiana;  el  go- 
bierno de  esta  nación  no  aceptó  recibir  sucesivos  favores 
de  Francia  y  estimó  que  era  necesario  ir  a  .la  guerra  y 
obtener  una  victoria  que  diera  prestigio  al  nuevo  reino. 
El  resultado  fue  desastroso;  el  archiduque  Alberto,  al 
mando  del  ejército  austríaco,  derrotó  al  italiano  en  Cus- 
tozza  y  cuando  la  escuadra  italiana,  dirigida  por  el  al- 
mirante Persano,  atacó  a  la  austríaca  en  Lissa,  sufrió  un 
completo  fracaso.  De  nada  sirvieron  al  Austria  estas 
victorias.  La  guerra  se  había  decidido  en  Sadowa. 

Bismarck  temía  la  intervención  francesa  y  las  posibles 
complicaciones  que  podrían  producirse;  para  evitarlas, 
aconsejó  firmar  la  paz  con  Austria  sin  exigirle  ninguna 
cesión  territorial,  solamente  debería  abandonar  toda 
ingerencia  en  los  asuntos  alemanes.  El  rey  de  Prusia 
y  su  corte,  que  tanto  se  habían  opuesto  a  ir  a  la  gue- 
rra, eran  después  del  triunfo  partidarios  de  continuar- 
la y  destruir  el  Imperio  austríaco.  Bismarck  amenazó 
con  su  renuncia  hasta  que  consiguió  finalmente  impo- 
ner su  política,  que  veía  en  el  Austria  un  futuro  aliado. 

Prusia  se  anexó  varios  de  los  estados  alemanes  si- 
tuados al  norte  del  río  Mein,  afluente  del  Rhin,  y  con 
los  restantes  formó  la  Confederación  de  Alemania  del 
Norte.  Los  del  sur  se  unieron  igualmente  en  otra  Con- 
federación. El  Austria  nada  tenía  que  ver  en  los  asun- 
tos de  ambas  Confederaciones. 

6) 

La  batalla  de  Sadowa  fue  considerada  en  Francia 
como  un  desastre  nacional.  El  espíritu  nacionalista 
francés  comprendió  claramente  el  peligro  que  signifi- 
caba una  Alemania  unida  dirigida  por  Prusia  que  ha- 


147 


bía  demostrado  un  impensado  poderío  militar.  Fue 
aplaudido  un  discurso  de  Thiers  en  la  Cámara  de  Di- 
putados, poco  antes  de  Sadowa,  en  que  manifestó  la 
necesidad  que  había  de  la  intervención  francesa  para 
restablecer  en  Europa  los  principios  del  derecho  inter- 
nacional, de  un  espíritu  de  justicia,  no  dejar  todo  en- 
tregado a  la  brutalidad  del  más  poderoso.  Terminó  su 
alocución  con  un  final  impresionante: 

"Prusia,  si  la  guerra  le  es  propicia,  conservará  una 
parte  de  Alemania  bajo  su  autoridad  directa  y  otra 
bajo  su  autoridad  indirecta,  y  sólo  admitirá  al  Austria 
en  el  nuevo  orden  de  cosas,  como  protegida;  pero  esa 
Prusia  engrandecida,  y  sobre  todo  asociada  a  Italia,  es 
la  resurrección  del  Austria  de  otros  tiempos  asociada 
a  España,  es  la  reconstitución  del  Imperio  de  Carlos  V". 

De  las  palabras  de  Thiers  emanaba  una  profecía 
política  que  desgraciadamente  para  Francia  se  cumplió. 
Para  emitirla  no  se  necesitaba  una  inspiración  proféti- 
ca;  bastaba  el  conocimiento  de  la  Historia  y  un  tran-i 
quilo  análisis  de  lo  que  había  y  estaba  sucediendo. 

La  reacción  de  Napoleón  III  fue  todo  lo  contrario 
de  lo  que  el  orador  esperaba.  Se  tradujo  en  una  terri- 
ble y  silenciosa  cólera  que  lo  llevó  a  continuar  por  la 
senda  equivocada  que  convenía  a  Bismarck.  Producida 
la  derrota  austríaca,  creyó  Napoleón  que  podía  justi- 
ficar su  política  obteniendo  una  compensación  para 
Francia  por  el  engrandecimiento  de  Prusia,  y  torpe- 
mente planteó  el  problema  que  Bismarck  llamó  des- 
pectivamente la  política  de  las  propinas. 

Las  negociaciones  diplomáticas  seguidas  por  el  go- 
bierno imperial  francés,  no  tienen  más  justificación  que 
el  hecho  de  que  el  Emperador  se  encontraba  enfermo 
y  que  tenía  su  mente  oscurecida  por  el  dolor  físico; 
pero  no  hay  manera  de  explicar  la  increíble  torpeza 
con  que  actuaron  sus  ministros  y  colaboradores.  Era 
embajador  francés  en  Berlín  Benedetti,  de  fatal  actua- 
ción hasta  el  final.  Si  Bismarck  hubiera  debido  elegir 


148 


un  embajador  francés,  que  el  pudiera  dirigir  indirecta- 
mente en  provecho  de  su  política,  seguramente  habría 
designado  a  Benedetti. 

Primeramente  se  planteó  el  pedido  del  gobierno 
francés  de  anexarse  parte  de  la  orilla  izquierda  del 
Rhin,  hasta  Maguncia  inclusive.  Esto  sirvió  a  Bismarck 
para  publicar  una  terminante  declaración  de  que  ja- 
más cedería  un  territorio  alemán;  se  trataba  ante  todo 
de  unir  a  los  alemanes  para  su  defensa.  Hizo  ver  a  los 
Estados  alemanes  del  sur  cómo  Francia  codiciaba  sus 
territorios  y  cuál  era  la  manera  de  evitar  su  pérdida; 
y  así  se  llegó  a  un  pacto  secreto  que  unía  a  toda  Ale- 
mania en  caso  de  una  guerra.  El  gran  Canciller  pru- 
siano sacó  aún  más  provecho.  El  zar  Alejandro  II  no 
había  mirado  con  buenos  ojos  el  engrandecimiento  ex- 
cesivo de  Prusia  y  el  que  escaparan  al  control  ruso  los 
pequeños  principados  alemanes.  El  enviado  especial  de 
Bismarck  mostró  al  Zar  las  pruebas  de  las  ambiciones 
francesas  y  demostró  que  Francia  no  trabajaba  desinte- 
resadamente en  este  asunto.  Se  consiguió  de  la  política 
rusa  un  alejamiento  respecto  de  Francia,  encaminado 
todo  a  aislar  a  Napoleón  III,  tal  como  Bismarck  lo 
proyectaba. 

Quedaba  todavía  una  jugada  diplomática  de  capi- 
tal importancia:  privar  o  alejar  a  Francia  del  apoyo 
de  Inglaterra.  El  embajador  Benedetti,  por  orden  de  su 
gobierno,  con  un  inconcebible  descuido,  impropio  en 
un  diplomático  de  carrera,  manifestó  a  Bismarck  que 
Francia  no  insistía  en  adquirir  territorios  alemanes,  pero 
aceptaría  la  anexión  del  ducado  de  Luxemburgo  y  ha- 
cer con  Prusia  un  convenio  secreto  por  el  cual  esta  po- 
tencia no  intervendría  en  caso  que  Francia  ocupara  a 
Bélgica;  en  este  caso,  para  no  afectar  los  intereses  de 
Inglaterra,  quedaría  Amberes  como  ciudad  libre. 

La  conversación  se  desarrolló  en  forma  amistosa  y 
entre  Bismarck  y  Benedetti  se  esbozaron  los  artículos 


149 


principales  de  este  convenio  secreto.  Finalmente  Bis- 
marck  rogó  a  Benedetti  que  pusiera  en  limpio  lo  que 
se  había  redactado  en  borrador.  Con  un  candor  increí- 
ble, el  embajador  francés  tomó  la  pluma  y  escribió  todo 
el  acuerdo  que  Bismarck  leyó  y,  cada  vez  más  amable, 
continuó  la  conversación  mientras  guardaba  en  su  es- 
critorio un  documento  que  era  imposible  desmentir, 
pues  estaba  hecho  de  puño  y  letra  de  Benedetti.  Este 
documento  servirá  a  Bismarck  para  demostrar  a  Ingla- 
terra cuáles  son  las  intenciones  francesas  y  hará  que  el 
gobierno  inglés  no  intervenga  en  el  futuro  conflicto 
que  se  prepara. 


150 


CAPITULO  X 


1)  Períodos  políticos  del  segundo  Imperio  francés.—  2)  Re- 
tirad ade  los  franceses  en  Méjico.—  3)  La  Bula  "Quanta 
cura"  y  el  Syllabus.—  4)  y  5)  Concilio  del  Vaticano—  6) 
Gobierno  y  caída  de  Isabel  II  de  España.—  7)  El  general 
Prim. 


1) 

El  segundo  imperio  francés  duró  dieciocho  años; 
en  los  primeros  seis  años  se  mantuvo  dentro  de  sus  prin- 
cipios básicos:  un  gobierno  autoritario  apoyado  princi- 
palmente por  los  católicos.  La  fórmula  inicial  "El  Im- 
perio es  la  paz",  había  quedado  a  un  lado  con  la  gue- 
rra de  Crimea;  pero  el  hecho  de  haber  colocado  a 
Francia  nuevamente  entre  las  grandes  potencias  y  el 
congreso  de  París  dieron  gran  prestigio  al  gobierno  im- 
perial. 

El  primer  error  fue  la  guerra  de  Italia;  a  pesar 
del  triunfo  militar  obtenido,  el  resultado  fue  un  desas- 
tre, un  inmenso  desastre.  El  partido  católico  manifestó 
su  oposición  y  el  Emperador  continuó  su  política  funes- 
ta y  buscó  el  apoyo  de  los  liberales.  Esto  significaba 
disminuir  el  poder  autoritario,  lo  que  se  hizo  dándole 
mayores  atribuciones  a  las  Cámaras.  Se  ha  llamado  a  este 
período  el  "Imperio  liberal".  Nuevos  errores,  sobre 
todo  en  política  internacional,  como  la  desgraciada  ex- 


752 


pedición  a  Méjico  y  después  el  hecho  fatal  de  habei] 
permitido  la  formación  de  la  unidad  alemana  en  torno 
de  Prusia,  aumentaron  la  oposición  que  en  su  extrema 
izquierda  era  republicana. 

Creyó  Napoleón  III  poder  asegurar  la  estabilidad 
de  su  gobierno,  dando  más  libertades  y  llegó  así  al  ter- 
cero y  último  período:  el  "Imperio  parlamentario".  Los 
ministros  deberían  contar  con  la  mayoría  del  Parla- 
mento. Desgraciadamente,  una  especie  de  fatalidad 
acumulaba  errores  y  acontecimientos  desfavorables.  Si 
se  medita  sobre  la  política  internacional  seguida,  es  im- 
posible entenderla,  si  se  quiere  apreciarla  en  una  for- 
ma lógica.  Hay  que  llegar  a  la  conclusión  de  que  el 
Emperador  carecía  de  criterio  político,  y  lo  dominaba 
el  afán  de  producir  situaciones  espectaculares,  y  de  que 
el  desgaste  físico  influyó  en  la  falta  de  carácter  para 
imponer  una  autoridad  necesaria. 

Se  ha  reprochado  a  la  emperatriz  Eugenia  su  inter- 
vención política  en  los  problemas  más  difíciles.  Excep- 
to la  aventura  mejicana,  en  lo  demás  demostró  mayor 
criterio  que  Napoleón  III.  Católica  y  madre,  quería 
asegurar  la  corona  para  su  hijo  y  parece  que  llegó  a  íii, 
conclusión  de  que  en  su  esposo  predominaba  el  espí- 
ritu aventurero,  tanto  en  política  como  en  el  amor;  no 
podía  seguir  una  línea  recta;  le  gustaba  el  cambio,  lo 
variable,  novedad;  en  resumen,  siempre  la  aventura. 

Después  de  Sadowa,  el  mantener  un  ejército  en  Mé- 
jico era  imposible  ante  la  necesidad  de  concentrar  las, 
fuerzas  francesas  en  la  frontera  alemana,  y  de  evitar  un 
conflicto  con  Estados  Unidos,  cuyas  consecuencias  po- 
dían ser  desastrosas.  El  Imperio  de  Maximiliano  no 
podía  continuar  sin  el  apoyo  de  las  tropas  francesas; 
el  poder  de  Juárez  aumentaba  y  contaba  con  la  deci- 
dida protección  del  gobierno  norteamericano. 

Una  vez  terminada  la  guerra  de  Secesión,  el  emba- 
jador de  Estados  Unidos  en  París  preguntó,  no  en  tér- 
minos muy  suaves,  que  cuándo  se  retirarían  las  tropas 


152 


francesas   de   Méjico.   Esta   pregunta  encerraba  clara- 
mente una  exigencia  diplomática  que  luego  se  trans- 
**    formó  en  una  abierta  amenaza,  que  obligó  a  Napoleón 
III  a  fijar  una  fecha  para  evacuar  el  país. 

2) 

Estados  Unidos  había  demostrado  ser  una  gran 
potencia.  Durante  la  guerra  civil  había  organizado 
ejércitos  superiores  en  número  a  los  europeos;  los  mi- 
litares profesionales  trataron  de  mirarlos  como  algó 
improvisado;  sin  embargo  los  observadores  imparciales 
pudieron  apreciar  un  espíritu  de  inventiva  y  un  empu- 
je notables  Al  comparar  la  campaña  de  la  guerra  aus- 
tro-prusiana, considerada  como  un  modelo  de  estrate- 
gia, con  la  desarrollada  en  América,  varios  críticos  pu- 
dieron apreciar  cuánta  razón  tenía  Federico  II  de  Pru- 
sia  al  hablar  de  "su  majestad  el  azar"  y  trataron  de 
valorizar  el  factor  casualidad,  en  lo  que  se  trataba  de 
valorizar  como  el  producto  de  una  directiva  perfecta. 

El  hecho  fue  que  Francia  tuvo  que  abandonar  el 
proyecto  mejicano,  mejor  dicho  tuvo  que  aceptar  su 
completo  fracaso.  No  hubo  por  parte  de  Napoleón  III 
mala  voluntad  ni  falta  de  deseo  para  ayudar  a  Maxi- 
miliano; se  encontró  ante  una  desagradable  imposición 
que  era  necesario  cumplir.  En  Méjico  no  se  podía 
apreciar  en  su  justo  valor  el  momento  internacional 
europeo;  la  emperatriz  Carlota  partió  hacia  Francia 
para  exigir  al  Emperador  el  cumplimiento  de  lo  que 
había  prometido  en  cuanto  a  mantener  un  ejército 
francés  en  Méjico.  Algo  debe  haber  fallado  en  su  sa- 
lud; no  puede  atribuirse  sólo  al  fracasó  de  su  misión, 
el  haber  caído  en  una  incurable  locura  que  obligó  a 
recluirla. 

Al  retirarse  las  fuerzas  francesas  de  Méjico,  no  le 
quedaba  a  Maximiliano  otra  solución  que  el  abdicar) 


153 


y  regresar  a  Europa.  Las  medidas  represivas  tomadas 
por  imposición  del  general  francés,  mariscal  Bazaine, 
había  transformado  la  guerra  civil  en  una  lucha  feroz, 
sanguinaria.  El  emperador  Maximiliano,  bueno,  débil 
de  carácter,  incapaz  de  mantener  una  lucha  enérgica, 
se  dejó  llevar  por  los  jefes  mejicanos  comprometidos 
en  una  lucha  a  muerte  y  resolvió  quedarse.  Muy  luego 
fue  vencido  y  tomado  prisionero  en  Querétaro;  fue  fu- 
silado junto  a  dos  generales  mejicanos  vencidos,  por 
orden  de  Juárez. 

El  trágico  fin  de  Maximiliano  fue  un  golpe  terri- 
ble para  el  prestigio  de  Napoleón  III.  Si  se  unía  esto 
a  los  repetidos  fracasos  en  la  política  internacional,  se 
podía  prever  a  corto  plazo  la  caída  del  régimen  im- 
perial. Se  trató  de  recuperar  el  crédito  tan  disminuido, 
y  en  forma  inteligente  se  quiso  hacer  ver  el  desarrollo' 
de  la  riqueza  en  Francia  gracias  a  los  aciertos  del  go- 
bierno del  Emperador.  La  Exposición  Universal  de 
París  en  1867  fue  un  acontecimiento  notable  por  la 
increíble  riqueza  de  producción  expuesta  y  por  el  gran 
número  de  visitantes,  entre  los  que  figuraban  los  prin- 
cipales monarcas. 

Una  noticia  trágica  y  un  atentado  enturbiaron  la 
alegría  de  los  festejos  de  la  Exposición.  La  noticia  futí 
la  del  triste  fin  del  emperador  Maximiliano  de  Méjico, 
y  el  atentado,  el  del  polaco  Berozowski  que  disparq 
contra  el  zar  Alejandro  II  que  iba  en  carruaje  acompa- 
ñado de  Napoleón  III.  La  tentativa  de  asesinar  al  zar 
causó  molestias  y  tuvo  graves  consecuencias  políticas, 
por  haber  despertado  el  joven  polaco  gran  simpatía 
por  su  fanatismo  nacionalista,  en  tal  forma  que  el  ju- 
rado correspondiente  lo  condenó  sólo  a  trabajos  forza- 
dos y  no  a  la  pena  capital  como  lo  deseaba  el  gobierno 
ruso  para  dar  ocasión  a  que  el  Zar  pidiera  su  indulto; 
todo  esto  contribuyó  a  distanciar  más  a  Rusia  de  Fran- 
cia. 

154 


La  fatalidad  se  ensañaba  con  el  segundo  imperio 
francés.  Se  había  llegado  a  un  acuerdo  con  el  gobierno 
italiano  para  que  este  respetara  la  existencia  del  pe- 
queño Estado  romano,  resto  del  dominio  temporal  de 
la  Santa  Sede,  lo  que  permitía  el  retiro  de  las  fuerza^ 
francesas  que  defendían  a  Roma.  Sucedió  que  Garibal- 
di,  que  residía  en  Caprea,  vigilado  por  el  gobierno  ita- 
liano, se  escapó  y  se  puso  al  frente  de  un  improvisado 
ejército  revolucionario  que  invadió  los  dominios  del, 
Papa  y  trató  de  ocupar  Roma.  El  gobierno  imperial 
francés  resolvió  rápidamente  la  intervención.  Tropas 
francesas  unidas  a  las  pontificias  derrotaron  en  Menta- 
ría a  los  garibaldinos. 

La  noticia  de  haberse  salvado  el  Estado  Pontificio 
fue  muy  bien  recibida  y  aplaudida  en  Francia,  sobre 
todo  la  presuntuosa  declaración  del  ministro  Rohuer 
en  la  Cámara  de  Diputados  en  el  sentido  de  que  jamás 
Francia  permitiría  que  Roma  fuese  ocupada  por  los 
italianos.  Esta  imprudencia  destruyó  las  esperanzas  que 
había  de  llegar  a  una  alianza  franco-italiana  ante  un 
ataque  alemán. 

3) 

Al  ser  ocupados  los  dominios  temporales  de  la 
Iglesia  por  las  tropas  italianas,  sólo  quedó  bajo  la  auto- 
ridad del  Papa  Roma  y  sus  alrededores,  y  esto  era  mo- 
mentáneo pues  se  debía  a  la  protección  de  las  fuerzas 
francesas.  Las  pontificias  eran  incapaces  de  resistir  al 
ejército  italiano.  En  realidad  puede  decirse  que  había 
desaparecido  el  Imperio  Teocrático  y  había  comenzado 
el  período  de  la  historia  de  la  Iglesia  que  hemos  desig- 
nado como  el  Imperio  Espiritual.  Da  la  impresión  jde 
que  el  papa  Pío  IX,  libre  de  las  preocupaciones  de  un 
gobierno  material,  se  dedica  ampliamente  a  los  asuntos 
espirituales. 


155 


El  8  de  Diciembre  de  1864,  el  Papa  dio  a  conocer 
la  encíclica  "Quanta  cura",  que  llevaba  como  anexo  el 
Syllabus.  Han  pasado  cien  años  de  esta  fecha  y  todavía 
es  difícil  explicarse  el  efecto  causado  por  este  doa> 
mentó.  Al  leer  lo  que  entonces  se  dijo  y  la  forma  en 
que  fue  criticado,  cuesta  poder  colocarse  en  esa  época 
y  poder  impregnarse  de  su  ideología  para  justificar  el 
apasionamiento  con  que  fue  apreciado.  Si  se  habla  en 
los  términos  hoy  acostumbrados,  se  podría  decir  que  el 
efecto  causado  por  el  Syllabus  fue  como  si  el  Vaticano 
hubiera  hecho  estallar  una  bomba  atómica  ideológica. 
Y  ahora  podemos  apreciar  cuanta  verdad,  cuanto  acier- 
to, cuanta  clarovidencia  había  en  las  observaciones  he- 
chas por  la  autoridad  pontificia,  si  sólo  se  estiman  en 
su  aspecto  político  y  social,  prescindiendo  de  las  creen- 
cias religiosas. 

La  encíclica  censuraba  especialmente  la  idea  de 
que  los  regímenes  republicanos  no  debían  hacer  distin- 
ciones entre  los  diferentes  credos  religiosos  ni  que  los 
ciudadanos  gozaran  de  una  libertad  absoluta  respecto 
de  la  autoridad  civil  o  eclesiástica.  A  continuación,  cla- 
sificadas en  diez  grupos,  se  enumeraban  las  proposicio- 
nes que  la  Iglesia  condenaba.  En  realidad  el  Syllabus 
era  una  lista,  un  índice  de  todo  lo  que  la  Iglesia  había 
condenado  o  condenaba. 

En  el  grupo  cuarto  aparecían  el  comunismo,  el  so- 
cialismo, las  sociedades  secretas  (masonería),  las  asocia- 
ciones bíblicas  y  las  sociedades  clérico-liberales.  El  gru- 
po octavo  se  refiere  al  matrimonio  de  los  cristianos. 
Termina  condenando  como  última  proposición,  la  si- 
guiente: 

"El  Romano  Pontífice  puede  y  debe  conciliarse  y 
ponerse  de  acuerdo  con  el  progreso,  con  el  liberalismo 
y  la  cultura  moderna". 

Es  fácil  ver  cuan  lógica  era  esta  condenación,  pues 
la  proposición  afectada  encierra  la  idea  de  que  el  Pontí- 


156 


fice  debe  marchar  de  acuerdo  con  la  razón  antes  que  con 
la  fe. 

En  resumen,  el  Syllabus,  era  la  condenación  termi- 
nante de  la  ideología  moderna  liberal.  El  concepto  li- 
beralismo englobaba  todas  las  ideas  referentes  a  lo  que 
podría  llamarse  liberalismo  filosófico,  liberalismo  po- 
lítico, social  y  económico.  El  documento  pontificio  es- 
pecificaba con  precisión  cuales  ideas  eran  contrarias  al 
espíritu  de  la  Iglesia  y  dejaba  libertad  para  aceptar  las 
otras.  De  la  encíclica  '"Quanta  cura",  se  deduce  el  prin- 
cipio de  oue  el  catolicismo  es  una  religión  independien- 
te de  los  tiempos,  de  las  culturas  y  de  los  pueblos;  está 
sobre  ellos  y  no  se  liga  a  ningún  orden  político,  lo  que 
es  función  de  su  época. 

Hubo  razón  para  que  varios  gobiernos,  especial- 
mente el  francés,  se  consideraran  atacados  por  esta  úl- 
tima encíclica;  en  ella  se  hacía  ver  el  vacío  de  los  "Prin- 
cipios inmortales  de  la  Revolución  Francesa".  Se  ha- 
bía llegado  al  dogma  del  valor  de  la  voluntad  popular 
expresada  en  los  plebiscitos  o  en  las  elecciones  parla- 
mentarias, forma  en  que  la  burguesía  ejercía  el  poder. 
Al  establecerse  el  sufragio  universal,  era  fácil  ver  que 
aún  este  sistema  no  representaba  con  exactitud  el  sen- 
tir popular.  Napoleón  III  había  empleado  el  recurso 
de  los  plebiscitos;  pero  muy  bien  sabía  que  el  éxito 
de  ellos  dependía  en  gran  parte  de  disponer  de  pre- 
fectos capaces  de  dirigir  la  máquina  electoral. 

Las  consideraciones  anteriores  explican  en  gran 
parte  la  indignación,  el  furor  del  gobierno  imperial 
francés  contra  la  Encíclica  y  el  Syllabus.  El  Ministro 
de  Instrucción  G.  Baroche  prohibió  a  los  obispos  que 
publicaran  el  Syllabus  y  parte  de  la  Encíclica,  por  ata- 
car la  base  del  gobierno  imperial;  y  como  algunos 
obispos,  entre  ellos  el  cardenal  Mathieu,  arzobispo  de 
Bezanzon  y  Drieuz  Brize,  obispo  de  Moulins,  la  leye- 
ran en  el  púlpito,  fueron  condenados  por  el  Consejo  de 
Estado  por  abuso  de  autoridad.  Se  decía  que  el  Sylla- 


157 


bus  iba  en  contra  de  la  libertad  de  creencias,  el  Con- 
cordato y  el  sufragio  universal. 

Un  análisis  desapasionado  hace  ver  que  la  Encícli- 
ca no  atacaba  ningún  régimen  de  gobierno,  ni  mo- 
nárquico ni  republicano;  aceptaba  la  democracia;  pero 
establecía  claramente  que  el  poder  venía  de  Dios  y  no 
del  pueblo,  se  trasmitía  a  éste,  mas  en  ninguna  forma 
primaba  sobre  la  autoridad  divina.  La  Iglesia  que  ha- 
bía combatido  siempre  el  cesaropapismo,  no  aceptaría 
tampoco  el  estadopapismo. 

4) 

No  se  había  disipado  aún  la  tempestad  produci- 
da por  el  Syllabus,  cuando  Pío  IX,  por  la  Bula  "Aeterni 
Patris  Unigenitus",  convocaba  a  un  Concilio  ecuméni- 
co para  el  9  de  Diciembre  de  1869.  Habían  pasado  ya 
más  de  trescientos  años,  desde  el  Concilio  de  Trento, 
que  no  se  había  reunido  otro.  Desde  los  Concilios  de 
Constanza  y  los  de  Basilea  y  Ferrara,  que  pueden  con- 
siderarse como  una  continuación  del  primero,  la  Santa 
Sede  había  preferido  evitar  estas  reuniones  en  que  ya 
se  había  tratado  de  establecer,  como  lo  hemos  visto,  la 
superioridad  de  los  Concilios  sobre  el  Pontificado;  es, 
decir  transformar  el  gobierno  autoritario  del  Papado 
en  otro  parlamentario. 

Roma  se  vio  obligada  por  el  desarrollo  de  la  Re- 
forma y  la  exigencia  del  emperador  Carlos  V,  a  con- 
vocar al  Concilio  de  Trento  y  hubo  que  desplegar  una 
gran  habilidad  y  mucha  diplomacia  para  obtener  un 
resultado  que  sólo  redundara  en  beneficio  de  la  relii 
gión.  Esto  era  debido  a  que  los  miembros  del  Concilio 
en  gran  parte  eran  eclesiásticos  a  quienes  preocupaba 
ante  todo  sus  intereses  particulares;  otro  grupo  de  mu- 
cha influencia  estaba  formado  por  los  embajadores  de 
los  soberanos,  que  procuraban  que  los  factores  políti- 
cos primaran  sobre  los  religiosos. 


158 


La  situación  había  cambiado  totalmente.  Al  con- 
vocar a  un  nuevo  concilio,  Pío  IX  dio  otro  paso  trans-. 
cendental  en  la  transformación  del  Imperio  Teocráti- 
co en  Imperio  Espiritual.  La  Revolución  había  barri- 
do con  el  clero  aristocrático  de  Francia  y  con  los  po- 
derosos señores  feudales  eclesiásticos  alemanes.  Los  go- 
biernos constitucionales  en  que  la  burguesía  había  des- 
plazado a  la  nobleza  ya  no  tenían  la  influencia  de  los 
antiguos  monarcas  de  un  decidido  cesaropapismo.  Ha- 
bía llegado  el  momento  en  que  no  existía  el  peligro  de 
antes,  y  al  contrario,  un  Concilio  podía  reforzar  el  ab- 
solutismo papal. 

Gregorio  VII  había  fijado  en  el  punto  22  del  "Dic- 
tatus  Papae"  lo  siguiente:  "La  Iglesia  Católica  no  ha 
errado  ni  errará  jamás",  y  es  curioso  que  sea  el  último 
Papa  del  Imperio  Teocrático  el  que  pueda  hacer  de- 
finir como  dogma  la  infabilidad  pontificia  planteada 
por  el  primero. 

Los  nuevos  gobiernos  constitucionales  no  tenían  el 
carácter  ni  las  ambiciones  cesaropapistas  de  los  mo- 
narcas de  antes,  que  se  derivaba  de  sus  derechos  herej 
ditarios  al  trono,  y  así  pasó  que  en  el  nuevo  Concilio 
formado  sólo  por  eclesiásticos,  no  hubo  embajadores  de 
los  gobiernos;  sólo  fueron  invitados  represetantes  de, 
las  Iglesias  ortodoxas  y  protestantes. 

Sin  ninguna  clase  de  eufemismos,  la  prensa  cató- 
lica dio  a  conocer  el  objetivo  del  Concilio.  La  "Civilta 
Cattolica"  dijo: 

"El  gobierno  francés  teme  que  el  Concilio  procla- 
me las  doctrinas  contenidas  en  el  Syllabus  y  defina  el 
dogma  de  la  infabilidad  pontificia,  considerando  estas 
doctrinas  contrarias  a  la  constitución  del  Estado.  Seme- 
jantes temores  son  compartidos  por  católicos  liberales, 
mientras  que  los  incrédulos,  los  racionalistas  y  los  aca- 
tólicos consideran  la  convocación  del  Concilio  como 
una  declaración  de  guerra  contra  el  progreso,  la  liber- 
tad y  las  demás  ideas  modernas.  Los  obispos  franceses 


159 


no  están  en  desacuerdo  en  nada  con  el  resto  del  epis-. 
copado  católico  en  lo  que  se  refiere  a  la  doctrina  del 
Syllabus  y  al  dogma  de  la  infabilidad,  y  si  hay  alguna, 
no  merece  tanta  importancia  como  el  alboroto  que  se 
arma.  Los  católicos  desean  ardientemente  la  confirma- 
ción positiva  de  las  doctrinas  del  Syllabus  y  la  procla- 
mación de  la  infabilidad,  a  fin  de  sepultar  definitiva- 
mente la  infeliz  declaración  de  1682  que  fue  la  inspi- 
radora del  galicanismo.  Al  no  tener  que  partir  del  Pon- 
tífice mismo  la  definición  de  la  infabilidad,  hay  que 
creer  que  los  Padres  del  Concilio  pedirán  por  aclama- 
ción la  definición  del  dogma.  Un  gran  número  de  ca- 
tólicos clama  por  una  confirmación  dogmática  de  la 
Asunción  de  María  Santísima". 

5) 

Donde  se  produjo  con  mayor  intensidad  la  oposi- 
ción a  definir  el  dogma  de  la  infabilidad  pontificia  fue 
en  Francia  y  en  Alemania.  Católicos  como  Montalem- 
bert  y  obispos  de  gran  fama  como  Dupanloup,  habla-! 
ron  de  la  inoportunidad  de  tal  medida;  en  cambio  en 
Alemania  Dóllinger  no  la  aceptó.  Lo  más  importante 
era  la  actitud  que  podían  tomar  los  gobiernos,  y  por 
esto  fueron  muy  bien  recibidas  en  Roma  las  palabras' 
que  pronunció  el  Ministro  Emilio  Ollivier  en  el  Parla- 
mento francés: 

"La  Iglesia  por  primera  vez  en  la  Historia,  por 
medio  de  su  primer  Pastor,  dice  al  mundo  laico  y  a  los, 
poderes  laicos:  quiero  ser,  quiero  actuar,  moverme,  de- 
sarrollarme, afirmarme,  extenderme  fuera  de  vosotros 
y  sin  necesidad  de  vosotros;  tengo  mi  vida  propia,  que 
no  debo  a  ninguno  de  los  poderes  humanos,  y  la  tengo 
por  mi  origen  divino  y  por  mi  tradición  secular.  Esta, 
vida  es  suficiente  para  mí.  No  os  pido  nada  más  quei 
el  derecho  de  gobernarme  como  me  plazca". 


160 


Estas  frases  encerraban  todo  un  futuro  que  el  po- 
lítico francés,  parece,  no  apreció  en  su  verdadera  mag- 
nitud. Buen  orador,  seducido  por  el  ritmo  armonioso 
de  sus  palabras,  es  posible  que  no  calculara  que,  sin 
quererlo,  trazara  todo  un  programa  del  futuro.  La  falta 
de  visión  política  que  Ollivier  demostró  después  como 
primer  Ministro,  nos  lleva  a  emitir  este  juicio. 

La  Masonería  Francesa  reaccionó  ante  el  Concilio. 
Se  pidió  al  Gran  Oriente  la  reunión  de  un  anti-concilio 
masónico  lo  que  no  fue  aceptado  por  la  mayoría  de  las 
logias.  Un  anti-concilio  se  reunió  en  Nápoles  con  in- 
tervención de  masones  de  otros  países;  pero  al  ver  que 
tomaba  acuerdos  políticos  que  afectaban  a  Napoleón 
III,  el  gobierno  italiano  lo  disolvió.  Es  curioso  notar 
que  el  día  que  se  inauguró  el  Concilio,  José  Carducci, 
publicó  en  el  diario  "El  Popólo"  de  Bolonia  su  himno 
a  Satanás. 

El  concilio  del  Vaticano  fue  el  tercero  en  cuanto 
al  número  de  asistentes;  doscientos  noventa  y  siete 
obispos  de  Europa,  setenta  y  tres  de  América,  cuaren- 
ta y  seis  de  Asia,  nueve  de  Africa  y  trece  de  Australia. 
El  no  haber  representantes  de  los  gobiernos  produjo 
una  completa  libertad  en  los  debates,  libres  de  toda  in- 
fluencia política.  El  estallido  de  la  guerra  franco-ale- 
mana y  la  ya  segura  caída  de  Roma  en  pc/der  de  los 
italianos,  en  cuanto  se  retirara  la  guarnición  francesa,' 
decidió  a  la  mayor  parte  de  los  Padres  del  Concilio,  que 
no  aceptaban  se  definiera  el  dogma  de  la  infabilidad, 
a  no  negar  su  aprobación.  La  Iglesia  perdía  sus  domi- 
nios temporales;  era  por  lo  tanto  necesario  robustecer 
la  autoridad  del  Pontífice. 

Cincuenta  y  seis  prelados  se  retiraron  del  Concilio 
antes  de  la  votación  en  que  debía  aprobarse  el  dogma; 
advirtieron  su  veneración  por  el  Papa,  pero  como  se- 
guían firmes  en  sus  convicciones,  no  querían  perturbar 
la  votación  con  sus  votos  en  contra.  Por  quinientos 
treinta  y  tres  contra  dos,  uno  de  un  prelado  italiano  y 


6.— Teocracia. 


161 


otro  de  uno  norteamericano,  fue  aprobado  el  dogma 
de  la  infabilidad. 

Hoy  nos  admira  especialmente  la  forma  apasionada 
y  la  falta  de  compresión  de  la  evolución  histórica  de 
la  estructura  de  la  Iglesia,  que  ha  llevado  a  ilustres 
historiadores  del  siglo  pasado  y  de  los  principios  del 
presente,  a  emitir  juicios  como  el  que  daremos,  a  modo 
de  ejemplo,  de  F.  A.  Faukes  de  la  Universidad  de  Ox- 
ford: Dice  el  autor  al  referirse  al  carácter  reaccionario 
y  fanático  que  le  atribuye  al  Papa  Pío  IX: 

"A  muchos,  y  tal  vez  al  mayor  número,  les  pareció 
que  el  Pontífice  al  mirar  el  mundo  desde  las  ventanas 
del  Vaticano,  lo  veía  como  através  de  un  instrumento 
mal  enfocado.  No  comprendió  que  hablaba  a  una  so- 
ciedad viva  en  un  lenguaje  muerto;  y  creyó  en  la  po- 
sibilidad de  retornar,  si  no  por  medio  de  la  reflexión, 
por  una  especie  de  milagro,  a  los  ideales  y  creencias!  de 
un  pasado  que  había  muerto  y  desaparecido  de  la  me- 
moria de  los  hombres".  , 

Es  interesante  considerar  cómo  juzgan  los  aconte- 
cimientos eminentes  historiadores,  que  se  han  dejado 
guiar  por  la  ilusión  del  progreso  indefinido  del  hom- 
bre o  por  el  materialismo  histórico  que  explica  pon 
qué  se  han  producido  algunos  acontecimientos;  pero 
falla  totalmente  al  querer  explicar  otros  y  sobre  todo, 
lo  más  importante,  al  apreciar  el  conjunto. 

6)  ^  , 

El  reinado  de  Isabel  II  de  España  fue  tan  acciden- 
tado como  el  período  de  la  regencia  de  su  madre,  la 
reina  María  Cristina.  A  pesar  de  haber  terminado  la 
guerra  carlista,  la  política  española  era  inestable  y  tur- 
bulenta. Un  pueblo  monárquico  y  católico,  una  bur- 
guesía sugestionada  por  un  liberalismo  vago  e  impreci- 
so y  una  nobleza  que  nada  había  aprendido  con  los 


162 


acontecimientos  pasados,  no  podían  dar  base  a  un  go- 
bierno estable;  y  lo  que  era  más  grave,  las  logias  ma- 
sónicas habían  penetrado  en  la  oficialidad  del  ejército 
destruyendo  su  disciplina  y  creando  un  caudillismo 
anárquico. 

España  ha  necesitado  siempre  un  gobierno  fuerte 
autoritario,  y  desgraciadamente  iba  a  ser  gobernada  por 
una  joven  cuyo  nombre  recordaba  a  la  gran  reina  Isa- 
bel, con  la  cual  no  tuvo  ningún  parecido  moral  ni  po- 
lítico y  que  no  comprendió  la  grandeza  del  principio 
que  representaba.  Se  vio  obligada  a  casar  con  un  hom 
bre  a  quien  no  amaba  ni  respetaba,  y  que  demostró  ser 
más  incapaz  que  ella  de  mantener  el  sentido  verdadero 
de  la  dignidad  real. 

En  política  existía  un  centro  liberal  dividido  en 
partido  moderado  y  progresista,  una  izquierda  en  for- 
mación de  tinte  republicano  y  una  extrema  derecha 
reaccionaria.  El  gobierno  real  se  mantuvo  mientras  fue? 
dirigido  por  jefes  militares  capaces.  Baldomero  Esparte- 
ro, a  quien  se  le  había  dado  el  retumbante  título  de 
duque  de  la  Victoria,  por  su  triunfo  sobre  los  carlis- 
tas, más  debido  a  arreglos  y  combinaciones  que  a  los 
méritos  militares,  no  poseía  condiciones  políticas;  en 
cambio  sí  las  tenía  don  Ramón  Narváez,  duque  de  Va- 
lencia, y  el  general  Leopoldo  O'Donnell,  duque  de 
Tetuán;  estos  dos  eran  monárquicos  y  leales  a  la  reina. 
Mientras  ellos  vivieron  lucharon  y  se  alternaron  en  e! 
poder,  dando  la  sensación  de  una  España  poderosa.  Se 
intervino  en  Méjico,  en  Sud  América,  en  Marruecos  y 
en  Italia  en  defensa  del  poder  temporal  del  Papado. 

A  la  muerte  de  estos  dos  generales,  la  reina  Isabel 
II  cuyo  gobierno  estaba  completamente  desacreditado, 
tuvo  en  oposición  a  las  dos  figuras  principales  del 
ejército,  mezclado  por  completo  en  la  política:  los  ge- 
nerales Francisco  Serrano,  duque  de  la  Torre,  y  Juan 
Prim,  ambos  partidarios  de  una  monarquía  constitu- 
cional; pero  convencidos  de  la  imposibilidad  de  que 


163 


pudiera  haber  un  gobierno  eficaz  con  Isabel  II  y  aun 
con  cualquier  príncipe  Borbón  por  ser  de  tendencias 
absolutistas;  era  necesario  buscar  otro  rey.  No  aceptaban 
ni  siquiera  al  hijo  de  la  reina,  el  futuro  Alfonso  XII, 
por  creer  que  seguramente  iba  a  ser  influenciado  por 
su  madre. 

En  1868  estalló  uno  de  los  ya  acostumbrados  pro- 
nunciamientos; esta  vez  fue  la  escuadra  la  que  inició 
el  movimiento,  al  mando  del  almirante  Topete.  Luego 
se  adhirió  la  mayor  parte  del  ejército  y  la  reina  tuvo 
que  huir  a  Francia. 

Se  ofreció  la  corona  de  España  al  príncipe  Leopol- 
do de  Hohenzollern,  católico,  casado  con  una  princesa 
portuguesa;  esto  dio  origen  al  conflicto  que  produjo  la 
guerra  franco-alemana.  Por  último  se  consiguió  que  el 
príncipe  italiano  Amadeo  de  Saboya  aceptara  el  trono. 
Al  desembarcar  en  Cartagena  supo  Amadeo  que  Prim 
había  sido  asesinado. 

7) 

El  general  don  Juan  Prim,  Conde  de  Reus  y  mar- 
qués de  los  Castillejos,  es  una  de  las  figuras  más  inte- 
resantes de  la  turbulenta  política  española  del  siglo  XIX; 
es  el  tipo  del  militar  político  que  dominó  en  España 
después  de  la  invasión  napoleónica.  Demostró  ser  un 
buen  militar  y  un  hábil  diplomático;  debía  haber  sido 
el  continuador  de  Narváez  y  de  O'Donnell;  pero  im- 
pregnado de  un  exagerado  liberalismo,  no  comprendió 
el  verdadero  sentir  español.  Apoyado  por  las  logias,  con 
inagotable  paciencia  organizó  uno  tras  otro  pronuncia- 
mientos y  revueltas,  hasta  que  logró  derribar  a  Isabel 
II.  Estimaba  de  absoluta  necesidad  el  cambio  de  dinas- 
tía y  entronizar  un  nuevo  rey  que  debiera  su  corona  a 
los  principios  liberales. 


164 


Hay  en  la  actuación  de  Prim  tres  puntos  oscuros; 
que  es  interesante  analizar.  El  primero  se  refiere  a  su 
oferta  del  trono  de  España  al  príncipe  Leopoldo  de 
Hohenzollern.  ¿Es  posible  aceptar  que  Prim,  hábil  po- 
lítico, no  viera  la  imposibilidad  de  que  Francia  acep- 
tara que  un  monarca  alemán  gobernara  a  España,  en, 
los  momentos  en  que  la  mayor  preocupación  del  go- 
bierno francés  era  que  no  aumentara  el  poderío  pru- 
siano, tan  amenazador  después  de  Sadowa?  ¿Fue  ésta 
una  maniobra  dirigida  por  Bismarck  para  provocar  la 
guerra  por  parte  de  Francia? 

Después  de  analizar  mucho  de  lo  que  sobre  este 
punto  se  ha  escrito,  se  puede  llegar  a  una  conclusión 
un  tanto  despectiva  para  los  orgullosos  estadistas  que 
han  gobernado  o  gobiernan  en  las  diferentes  naciones. 
Se  les  atribuye  un  talento,  una  perspicacia,  que  no  co- 
rresponde a  la  realidad  y  es  también  imposible  saber 
qué  reacciones  psicológicas  experimentan  cuando  to- 
man determinadas  resoluciones.  La  vida  de  los  grandes 
hombres,  estudiada  honradamente,  nos  hace  ver  quei 
está  llena  de  errores  y  que  la  mayor  parte  de  los  éxitos 
obtenidos  son  debidos  a  circunstancias  casuales,  si  bien 
tanto  ellos  como  los  escritores  afectos,  se  encargan  de 
presentarlas  como  algo  inteligentemente  previsto.  Es  lo 
más  probable  que  Prim  no  tomó  en  cuenta  la  gravedad 
de  lo  que  podía  producirse  y  que  tuvo  la  convicción; 
de  que  ante  una  situación  de  hecho,  todo  se  arreglaría'. 
En  cambio  Bismarck  aprovechó  la  situación  producida, 
pero  no  hubo  confabulación  previa. 

El  segundo  punto  que  llama  la  atención  es  el  que 
Prim  haya  creído  posible  que  España  aceptara  al  prín- 
cipe Amadeo  de  Saboya  como  rey.  La  elección  estaba 
bien  hecha  en  cuanto  a  las  cualidades  que  adornaban 
al  príncipe  italiano,  sobre  todo  a  su  varonil  honradez, 
que  aseguraba,  como  pasó,  su  abdicación  antes  que  te- 
ner que  atropellar  una  constitución  que  había  jurado 
respetar.  Era  imposible  que  el  pueblo  español,  profun- 


165 


clámente  orgulloso,  aceptara  que  se  saliera  a  buscar  o 
a  mendigar,  como  se  llegó  a  decir,  un  rey,  como  si  Es- 
paña fuera  un  pequeño  y  naciente  estado  balkánico; 
esto  era  algo  insoportable.  Prim  no  era  castellano,  era 
catalán  y  estaba  ofuscado  por  el  odio,  por  el  fanatismo 
contra  la  monarquía  absoluta  y  la  había  identificado 
con  la  dinastía  de  los  Borbones.  Es  posible  que  este  apa- 
sionamiento obscureciera  su  mente  y  no  viera  la  impo- 
sibilidad de  hacer  aceptar  como  rey  a  un  príncipe  ex- 
tranjero. Y  más  aún  lo  que  para  Prim  era  un  dato  fa- 
vorable: el  ser  su  candidato  hijo  del  rey  de  Italia,  rey 
de  ideas  liberales,  respetuoso  de  la  constitución,  quo 
aceptaba  la  libertad  de  cultos,  era  en  cambio  para  los 
españoles  el  hijo  del  monarca  expoliador  de  la  Santa 
Sede. 

El  tercer  punto,  el  asesinato  de  Prim,  tiene  como 
parte  misteriosa  el  que  no  se  tratara  de  encontrar  a 
los  asesinos.  Se  sabe  que  seis  individuos,  armados  de 
trabucos,  asaltaron  el  coche  en  que  iba  el  general  y 
después  de  romper  los  vidrios  del  carruaje  dispararon 
sobre  Prim,  dejándole  tan  gravemente  herido  que  mu- 
rió a  poco  de  llegar  a  su  casa.  En  un  asesinato  en  que 
se  ha  constatado  la  presencia  de  seis  hechores,  no  pa- 
rece que  hubiera  sido  difícil  identificar  a  alguno  de 
ellos.  No  hay  duda  de  que  fue  un  crimen  político  que 
ha  quedado  hasta  ahora  en  el  misterio. 


1 66 


CAPITULO  XI 


1)  Se  ofrece  la  corona  de  España  al  príncipe  Leopoldo  de 
Hohenzollerns  —  2,  3)  y  4)  Guerra  franco-alemana.—  5)  Caí- 
da del  segundo  Imperio  francés.—  6)  Tratado  de  Francfort. 

1) 

Las  guerras  austro-prusiana  y  franco-alemana  de 
1870  fueron  preparadas  y  provocadas  por  Bismarck  para 
realizar  la  gran  obra  de  su  vida:  la  unidad  alemana,  o 
sea  la  creación  del  segundo  Imperio  Alemán,  el  "Se- 
gundo Reich".  Bien  pudo  decir  un  día,  ya  bastante 
anciano: 

"En  mi  larga  vida  no  he  hecho  feliz  a  nadie... 
¡Y  he  hecho  daño!  He  sido  la  causa  de  tres  grandes 
guerras;  soy  yo  quien  sobre  los  campos  de  batalla  he 
hecho  matar  a  ochenta  mil  hombres,  a  los  que  todavía 
lloran  sus  madres,  hermanos,  hermanas  y  viudas.  Todo 
esto  es  cuestión  entre  Dios  y  yo". 

Cuando  César  Borgia  logró  por  el  engaño  apresar 
y  dar  muerte  a  los  jefes  condotieri,  sublevados  contra, 
él,  Maquiavelo  se  entusiasma  ante  el  arte  y  la  astucia 
del  duque  de  Valentinois.  ¡Cuál  habría  sido  su  admi- 
ración si  el  ilustre  florentino  hubiera  vivido  en  el  siglo 
XIX  y  hubiera  podido  conocer  el  arte  maquiavélico  de 


167 


Bismarck,  su  diplomacia  astuta,  su  admirable  conoci- 
miento de  la  psicología  del  pueblo  francés  y  de  sus  go- 
bernantes! Hay  que  admirar,  también,  cómo  logró  ven- 
cer la  enemistad  de  la  reina  Augusta  de  Prusia,  que 
veía  en  él  un  espíritu  diabólico,  y  cómo  obtuvo  que 
Guillermo  I  accediera  ir  sucesivamente  a  tres  guerras, 
algo  que  detestaba  este  rey  de  carácter  pacífico.  Su  tra- 
bajo más  fino  fue  el  conseguir  que  fuera  Francia  la 
que  declarara  la  guerra  a  Prusia. 

Bismarck  partió  de  dos  puntos  fijos:  la  convicción 
profunda  sobre  el  triunfo  alemán  y  la  necesidad  de 
una  guerra  de  carácter  nacional  para  conseguir  la  toda- 
vía dudosa  unidad  alemana.  Había  observado  con  exac- 
titud el  ambiente  francés  mientras  estuvo  de  embaja- 
dor en  París.  Sabía  que  toda  Francia  creía  en  la  com- 
pleta superioridad  del  ejército  francés,  que  vencería  a 
cualquier  otro  ejército.  Los  vencedores  de  Sebastopol, 
de  Magenta  y  Solferino,  los  soldados  que  habían  ven- 
cido en  Africa  y  en  Méjico,  eran  invencibles.  Y  esta 
creencia  era  la  de  la  corte  y  aun  la  de  la  oposición,  que 
estimaban  que  una  guerra  iba  a  robustecer  el  régimen 
imperial  por  las  victorias  obtenidas.  Conocía  el  carác- 
ter francés,  lo  fácil  que  era  excitarlo  para  llevarlo  al 
error.  Sólo  había  que  esperar  el  momento  propicio  y 
este  se  presentó  cuando  Prim  ofreció  la  corona  de  Es- 
paña al  príncipe  Leopoldo  de  Hohenzollern. 

La  noticia  de  la  posibilidad  de  que  llegara  a  ser 
rey  de  España  un  príncipe  alemán  causó  inquietud  al 
gobierno  francés;  no  había  duda  que  era  algo  que  no 
podía  aceptarse.  El  problema  estaba  en  la  forma  de 
evitar  que  esto  sucediera.  La  inquietud  aumentó  cuan- 
do la  prensa,  sobre  todo  la  de  un  exaltado  nacionalisJ 
mo,  empezó  a  opinar  sobre  la  situación  producida.  Ha- 
bía una  manera  lógica  de  solucionar,  o  mejor  dicho  im- 
pedir el  conflicto;  era  el  dirigirse  al  gobierno  provisio- 
nal español  y  advertirle  que  Francia  no  aceptaría  que 
las  Cortes  proclamaran  un  rey  extranjero;  no  había 


168 


para  qué  insistir  en  su  nacionalidad  prusiana;  debía 
generalizarse  la  oposición.  No  era  esto  una  novedad;  el 
tímido  gobierno  de  Luis  Felipe  vetó  cualquier  matri- 
monio de  la  reina  Isabel  II  con  un  príncipe  extranjero 
que  no  fuera  uno  de  sus  hijos.  En  forma  parecida  pro- 
cedió el  gobierno  inglés  y  no  se  consideró  una  muestra 
de  temor  el  presionar  al  débil  y  no  al  fuerte.  ¿Fue  este 
solo  sentimiento  el  que  guió  a  la  cancillería  francesa 
a  proceder  en  una  forma  tan  peligrosa  sin  necesidad  de 
hacerlo? 

La  pregunta  anterior  se  puede  contestar  si  se  con- 
sidera el  ambiente  que  reinaba  entre  los  partidarios  del 
régimen  imperial  francés.  A  pesar  de  que  en  el  último 
plebiscito  hecho  con  motivo  de  los  acontecimientos 
acaecidos  después  de  Sadowa  y  de  la  instauración  del 
sistema  parlamentario,  el  triunfo  del  bonapartismo  ha- 
bía sido  amplio,  era  fácil  notar  que  mayor  había  sido 
el  crecimiento  de  la  oposición,  sobre  todo  de  la  tenden- 
cia republicana.  Se  estimaba  que  una  guerra  victoriosa 
consolidaría  el  Imperio;  no  se  dudaba  de  que  se  iba  a 
triunfar.  Participaba  especialmente  de  esta  opinión  la 
emperatriz  Eugenia. 

Napoleón  III  había  envejecido  prematuramente  y 
estaba  gravemente  enfermo  de  cálculos  a  la  vejiga,  en- 
fermedad que  le  producía  terribles  dolores.  Estoica- 
mente disimulaba  su  triste  estado  y  no  había  permiti- 
do que  sus  médicos  comunicaran  a  la  Emperatriz  su  en- 
fermedad. Maquillado  para  dar  la  impresión  de  salud, 
engañó  a  sus  más  cercanos  colaboradores;  pocos  sabían 
que  el  montar  a  caballo  le  producía  terribles  complica- 
ciones y  que  era  necesario  lo  acompañara  un  cirujano 
listo  para  operar  en  caso  necesario.  Su  enfermedad,  co- 
mo era  lógico,  iba  debilitando  su  carácter,  de  por  sí  in- 
deciso, y  en  los  momentos  por  que  atravesaba,  los  más 
críticos  de  su  reinado,  era  en  cierto  modo  un  juguete 
de  los  acontecimientos. 


169 


El  Emperador  tuvo  el  buen  criterio  de  saber  apre- 
ciar las  deficiencias  del  ejército  francés.  Comprendía  la 
necesidad  de  una  reforma  militar  y  sabía  que  esto  sig- 
nificaba años  de  preparación.  En  cambio  sus  ministros, 
tanto  Emilio  Ollivier,  jefe  del  gabinete  ministerial,  co- 
mo los  ministros  de  Relaciones  y  de  Guerra,  vivían  en 
un  increíble  optimismo.  Granmont,  Ministro  de  Rela- 
cionas, había  sido  embajador  en  Viena  y  estaba  impreg- 
nado del  ambiente  de  revancha  existente  después  de 
Sadowa.  Tomó  parte  en  los  sondeos  que  se  hicieron  para 
llegar  a  una  triple  alianza  entre  Francia,  Austria  e  Ita- 
lia y  quedó  convencido  de  la  posibilidad  de  llegar  a  un 
acuerdo,  sin  tomar  en  cuenta  los  factores  negativos.  Es 
raro  el  caso  de  un  diplomático  como  el  conde  de  Gran- 
mont, que  no  tomaba  en  cuenta  que  al  declarar  el  go- 
bierno francés  que  jamás  permitiría  que  Italia  ocupara 
Roma,  impedía  toda  alianza  con  esta  nación.  Es  tam- 
bién curioso  considerar  cómo  durante  su  estada  en 
Viena,  no  se  dio  cuenta  de  la  influencia  que  Bismarck 
ejercía  sobre  los  asuntos  húngaros  y  cómo  el  Canciller 
prusiano  había  en  cierto  modo  envuelto  al  gobierno 
austríaco. 

Más  extravagante  es  el  caso  del  Ministro  de  Guerra, 
mariscal  Leboeuf.  Ignora  el  estado  en  que  se  encuentra 
el  ejército;  no  se  da  cuenta  de  la  superioridad  que  ha 
alcanzado  la  artillería  prusiana  respecto  de  la  francesa  y 
lleva,  no  su  audacia,  sino  su  inconciencia  en  un  momen- 
to decisivo,  a  declarar  en  las  Cámaras  que  el  ejército 
francés  esta  perfectamente  preparado. 

2) 

El  embajador  francés  en  Berlín.  Benedetti,  recibió 
orden  de  tratar  el  asunto  de  la  oferta  hecha  al  príncipe 
Leopoldo  de  Hohenzollern.  El  rey  Guillermo  de  Prusia 
se  encontraba  en  las  termas  de  Ems.  Hacia  allá  se  diri- 


770 


gió  Benedetti;  pero  visitó  antes  a  la  reina  Augusta,  que 
siempre  lo  recibía  con  especial  benevolencia.  Benedett/ 
creyó  haber  triunfado  cuando  el  rey  Guillermo  le  anun- 
ció que  no  había  problema,  pues  la  oferta  había  sido 
rechazada,  y  así  lo  comunicó  a  París. 

Napoleón  III  respiró  tranquilo;  se  alejaba  un  peli- 
gro que  él  instintivamente  apreciaba  en  toda  su  grave- 
dad; pero  no  contó  con  las  complicaciones  sugeridas  por 
el  carácter  francés.  Los  políticos  y  la  prensa  emprendie- 
ron una  campaña  en  el  sentido  de  que  debía  exigirse  a 
Prusia  que  se  comprometiera  a  no  aceptar  que  ningún 
príncipe  de  la  familia  real  aceptara  la  corona  española. 
Fue  inútil  discutir.  Vencido  el  Emperador,  se  ordenó  a 
Benedetti  que  pidiera  al  rey  de  Prusia  una  declaración 
en  este  sentido. 

No  es  posible  aceptar  tanta  torpeza  en  la  diploma- 
cia francesa;  sólo  queda  el  creer  que  existía  el  presenti- 
miento de  que  fatalmente  la  unidad  alemana  se  comple- 
taría, con  lo  que  iba  a  superar  al  poder  francés  y  a  qui- 
tar a  Francia  su  importancia  de  potencia  árbitro  de  la 
política  internacional,  calidad  que  sus  gobernantes  le 
otorgaban.  El  embajador  Benedetti,  ante  la  orden  re- 
cibida, comprendió  la  imposibilidad  de  conseguir  algo 
que  en  realidad  era  una  imposición.  Una  potencia  vic- 
toriosa sucesivamente  en  dos  guerras,  que  había  demos- 
trado poseer  un  formidable  poder,  no  iba  a  permitir 
que  se  le  obligara  a  hacer  semejante  declaración;  esto 
era  algo  tan  absurdo  que  cualquier  diplomático  lo  en- 
tendía así,  a  no  ser  que  se  deseara  provocar  un  con- 
flicto. 

Benedetti  trató  largamente  el  asunto  en  Ems  con 
el  rey,  quien  en  forma  muy  cortés,  le  hizo  ver  la  impo- 
sibilidad de  acceder  a  lo  pedido,  más  todavía  cuando 
ya  no  había  necesidad  de  hacerlo;  además  le  dio  a  en- 
tender el  soberano,  que  recordara  que  tras  todo  esto 
estaba  su  terrible  Canciller,  que  podría  aprovechar  lo 
sucedido  en  beneficio  de  su  ya  no  disimulado  objetivo. 

171 


Ante  una  nueva  orden  de  París,  Benedetti  volvió 
a  pedir  una  audiencia  que  el  rey  Guillermo,  cansado 
de  tener  que  seguir  negando  lo  que  se  le  pedía,  con- 
testó por  intermedio  de  uno  de  sus  edecanes,  que  no 
podía  concederla;  todo  esto  en  una  forma  correcta.  Hu- 
bo firmeza,  sequedad,  para  evitar  tan  exagerada  insis- 
tencia; pero  no  descortesía,  ni  en  ninguna  forma  nada 
insultante. 

Bismarck  había  sufrido  intensamente  al  ver  cómo 
se  le  escapaba  tan  magnífica  ocasión  de  hacer  que  Fran- 
cia provocara  la  guerra,  para  poder  dar  la  impresión 
de  que  Alemania  entera  se  revelaba  ante  la  humilla- 
ción que  se  trataba  de  imponerle.  Estaba  en  Berlín 
reunido  con  los  generales  Roon  y  Molke  —los  tres  desa- 
nimados— cuando  recibió  de  Ems  un  telegrama  cifrado 
en  que  se  le  relataba  lo  sucedido  entre  el  Rey  y  el  emba- 
jador francés.  La  última  parte  de  la  comunicación  de- 
cía lo  siguiente: 

"Como  su  Majestad  había  dicho  al  conde  Benedetti 
que  esperaba  noticias  del  príncipe,  ha  resuelto  no  vol- 
ver a  recibir  al  conde  Benedetti  a  causa  de  su  preten- 
sión, y  mandarle  a  decir  simplemente,  por  un  ayudan- 
te de  campo,  que  su  Majestad  había  recibido  del  prín- 
cipe (príncipe  Antonio  de  Hohenzollern,  padre  de  Leo- 
poldo) la  confirmación  de  la  noticia  ya  enviada  a  Pa- 
rís; de  modo  que  nada  tenía  que  decir  al  embajador. 
"Su  Majestad  deja  a  Vuestra  Excelencia  el  cuidado  de 
decidir  si  la  nueva  exigencia  de  Benedetti  y  1?.  negativa 
que  se  le  ha  opuesto  debe  ser  comunicada  a  los  em- 
bajadores y  a  los  periódicos" 

El  ingenio  fecundo  de  Bismarck  vio  muy  pronto  en 
la  parte  final  del  telegrama  (subrayado)  la  solución  del 
problema  por  resolver.  Se  le  autorizaba  para  dar  o  no 
publicidad  a  lo  ocurrido.  Después  de  oír  a  los  dos  ge- 
nerales que  le  acompañaban  que  tenían  seguridad  de 
estar  preparados  para  la  guerra,  y  que  era  el  momento 
propicio  para  ir  a  ella,  redactó  un  comunicado  tanto 

172 


para  Embajadores  como  para  la  prensa.  Dirá  después: 
"No  añadí  ni  quité  nada;  pero  hice  algunas  supresio- 
nes". Sin  embargo  a  Moltke  y  a  Roon  les  hace  el  si- 
guíente  comentario:  "Esto  producirá  allá  (en  Francia), 
en  el  toro  galo,  el  efecto  de  la  capa  encarnada".  La  co- 
municación redactada  por  Bismarck  era  la  siguiente: 

"La  noticia  de  la  renuncia  del  príncipe  heredero 
de  Hohenzollern  ha  sido  oficialmente  comunicada  al 
gobieno  imperial  francés  por  el  gobierno  real  español. 
Luego,  el  embajador  francés  ha  pedido  en  Ems  a  su 
Majestad  el  rey,  que  le  autorizase  a  telegrafiar  a  París 
que  Su  Majestad  el  rey  se  comprometía  para  siempre 
a  no  permitir  la  renovación  de  la  candidatura.  En  cuan- 
to, a  esto,  Su  Majestad  el  Rey  se  ha  negado  a  volver  a 
recibir  al  Embajador  y  le  ha  mandado  decir  por  el 
ayudante  de  campo  de  servicio,  que  no  tenía  ya  nada; 
que  comunicarle". 

La  comunicación  fue  publicada  por  "La  Gaceta  de 
la  Alemania  del  Norte";  a  ella  se  agregaba  el  comen" 
tario  periodístico  de  lo  que  podía  interpretarse  tanto 
como  que  el  Embajador  francés  había  insultado  al  Rey, 
como  que  el  Rey  había  insultado  al  Embajador.  La  no- 
ticia llegó  a  París  por  vía  periodística,  de  tal  modo  que 
un  gobierno  sereno  debería  haber  pedido  una  confirma- 
ción oficial. 

3) 

Los  cálculos  políticos  de  Bismarck  fueron  exac- 
tos; el  tumulto  producido  en  Berlín  no  fue  nada  com- 
parado con  el  furor  patriótico  que  estalló  en  París.  Ante 
un  Emperador  sin  voluntad  de  resistir,  debido  a  la  do- 
lorosa  enfermedad  que  le  aquejaba,  cuya  gravedad  era 
ignorada;  ante  un  conjunto  de  ministros  pretensiosos  e 
incapaces  de  meditar  y  resolver  con  frialdad  lo  que  de 


173 


bía  hacerse  ante  una  situación  de  tanta  gravedad,  los 
acontecimientos  se  desarrollaron  sin  ningún  control. 

Ya  en  ese  tiempo  era  muy  grande  la  influencia  de 
la  prensa  y,  por  lo  tanto,  considerable  su  responsabi- 
lidad. El  periodista  tiene  el  arte  especial  de  dar  las 
noticias  o  hacer  sus  comentarios  con  las  palabras  y  la 
forma  que  agradan  al  público.  Desgraciadamente  al- 
gunos se  dejan  llevar  por  el  orgullo  profesional  de  ser 
leídos,  sacrificando  muchas  veces  sus  convicciones  ínti- 
mas; como  también  tratan  con  ánimo  ligero  problemas 
de  suma  gravedad,  cuyas  soluciones  pueden  producir  in- 
calculables consecuencias.  En  esta  ocasión  la  prensa  exa- 
cerbó aún  más  la  pasión  patriótica  y  contribuyó  a  que 
se  realizaran  los  planes  de  Bismarck. 

Fueron  inútiles  las  reflexiones  hechas  por  Thiers, 
en  la  Cámara  de  Diputados,  en  un  espléndido  discurso; 
"t  i<*ual  forma,  Julio  Favre  y  varios  otros  hicieron  ver 
la  aberración  que  significaba  proceder  sin  que  hubiera 
ninguna  confirmación  de  lo  sucedido,  sin  saber  si  lo  di- 
cho por  la  prensa  era  verdad  o  no.  Bajo  el  fatídico  ar- 
gumento de  que  estaba  en  juego  el  honor  nacional,  se 
fue  a  la  guerra. 

El  resultado  desastroso  para  Francia,  inexplicable 
para  la  mayoría  en  el  extranjero,  que  creía  igual  que 
los  franceses,  en  la  superioridad  de  sus  ejércitos,  se  de- 
bió principalmente  a  tres  causas: 

a)  La  aplastante  superioridad  numérica  del  ejército 
alemán  sobre  el  francés. 

b)  El  hecho  de  que  la  artillería  alemana  era  de  ma- 
yor alcance  y  más  numerosa  que  la  francesa. 

c)  A  los  factores  políticos.  El  gobierno  imperial  no 
podía  resistir  una  derrota.  Los  torpes  movimientos  de 
su  ejército  fueron  debidos  a  circunstancias  políticas.  Y 
lo  más  grave  fue  la  actitud  de  muchos  jefes,  que  al  pre* 
sentir  un  cambio  de  poder,  se  colocaron  en  una  posición 
pasiva  en  espera  de  los  acontecimientos,  lo  que  facilitó  la 
victoria  del  enemigo. 


174 


Al  comenzar  las  hostilidades  los  alemanes  pusieron 
en  el  frente  de  batalla  trescientos  sesenta  mil  hombres 
y  los  franceses  no  alcanzaron  a  reunir  doscientos  setenta 
mil.  Hav  abundancia  de  obras  acerca  de  la  guerra  de 
1870;  historias,  memorias,  estudios  técnicos  que  nos  per- 
miten apreciar  en  forma  clara  el  conjunto  de  las  opera- 
ciones bélicas.  Se  admira  generalmente  el  plan  de  ataque 
y  la  forma  en  que  fue  realizado,  hasta  llegar  a  conside- 
rarlo como  la  obra  maestra  del  Estado  Mayor  alemán 
y  de  su  jefe  el  mariscal  Moltke.  Hay  en  la  mayor  parte 
de  estos  juicios  un  error  debido  tanto  a  no  tomar  en 
cuenta  la  época  histórica,  como  a  la  seducción  produci 
da  por  el  deslumbrante  triunfo  alemán. 

4) 

Para  poder  apreciar  en  forma  rápida  y  sencilla  el 
desarrollo  de  las  operaciones  militares  de  la  guerra  fran- 
co-alemana, es  conveniente  imaginar  un  esquema  que 
permita  al  lector  darse  cuenta  de  cómo  se  desplazaron 
los  ejércitos  en  lucha  y  cuáles  eran  sus  objetivos.  No 
hay  que  olvidar  que  el  ejército  alemán  estaba  dirigido 
por  un  Estado  Mayor  que  debía  cumplir  un  plan  am  • 
pliamente  estudiado  que  las  circunstancias  hicieron  va- 
riar, mientras  que  el  francés  no  tuvo  en  realidad  una 
verdadera  directiva  y  sus  acciones  decisivas  obedecie 
ron  a  factores  políticos,  sin  tomar  en  cuenta  que  téc- 
nicamente, en  el  aspecto  militar,  eran  desastrosas. 

Las  dos  provincias  fronterizas  de  Francia  con  Ale- 
mania eran  Alsacia  y  Lorena.  La  primera  seguía  una 
línea  divisoria  a  lo  largo  del  Rhin,  desde  la  frontera 
con  Suiza  hasta  poco  más  allá  de  Estrasburgo.  La  divi- 
sión entre  Lorena  y  el  territorio  alemán  (prusiano): 
podemos  considerarla  como  una  línea  que  se  extendía 
hasta  la  frontera  del  ducado  de  Luxemburgo  y  de  Bél- 
gica. En  forma  simplista  puede  decirse  que  la  fronte- 


175 


ra  franco-alemana  estaba  constituida  por  dos  rectas  que 
formaban  un  ángulo  de  cerca  de  noventa  grados;  una 
paralela  al  Rhin  (Alsacia)  y  casi  perpendicular  a  esta, 
la  otra  (Lorena);  ambas  rectas  tenían  una  longitud  pa- 
recida. Si  tomamos  la  dirección  del  Rhin,  la  recta  co- 
rrespondiente a  Lorena  se  extendía  hacia  el  lado  iz- 
quierdo y  tras  ella  se  concentraron  las  fuerzas  alemanas 
agrupadas  en  tres  ejércitos:  el  1,  el  II  y  el  III,  numera- 
dos de  izquierda  a  derecha.  La  línea  de  Alsacia  iba  a 
ser  defendida  por  las  reservas. 

Frente  al  plan  alemán  de  tres  ejércitos  poderosos 
que  iban  a  emprender  una  ofensiva  sincronizada,  los 
franceses  oponían  ejércitos  más  pequeños  formados 
por  soldados  valientes,  capaces  de  cualquier  sacrificio, 
pero  mal  dirigidos.  No  existió  un  plan  estudiado  y  de- 
cidido; se  concentró  el  ejército  más  fuerte  en  Metz 
(Lorena)  y  los  demás  fueron  escalonados  a  lo  largo  de 
la  recta  Alsacia;  primero  se  habló  de  siete  ejércitos, 
después  de  cinco  y  a  los  primeros  fracasos  se  llegó  a  tres. 
Todo  se  basaba  en  ilusiones  políticas  que  vistas  ahora  a 
la  distancia  de  tantos  años,  hacen  difícil  comprender 
cómo  hombres  inteligentes  pudieron  ofuscarse  hasta  tal 
extremo. 

Se  partía  de  la  posibilidad  de  una  invasión  en  la 
Amania  del  Sur,  con  la  esperanza  de  que  los  Estados 
de  esta  Confederación  recibieran  con  agrado  la  interven- 
ción francesa,  y  lo  más  increíble  aún,  se  esperaba  que 
a  los  ejércitos  franceses  se  iban  unir  los  austríacos  y  uno 
italiano  que  atravesaría  los  Alpes  por  Brenner.  Los  ge- 
nerales franceses  eran  del  tipo  de  los  mariscales  de  Na- 
poleón; valientes  en  el  combate,  firmes  en  sus  puestos, 
incapaces  de  retroceder;  pero  necesitaban  un  hombre 
capaz  de  dirigirlos  y  Napoleón  III,  que  tomó  como  Em- 
perador el  mando  supremo,  ya  había  demostrado  en  la 
guerra  franco-austríaca  su  completa  ineptitud  como  jefe 
militar.  Tomó  al  mariscal  Leboeuf  como  jefe  de  Estado 


176 


Mayor;  mal  Ministro  de  Guerra,  carecía  de  cualidades 
para  desempeñar  su  nuevo  cargo. 

Muy  luego  se  vieron  los  tristes  resultados:  El  III 
ejército  alemán  avanzó  por  Alsacia  y  encontró  en  Wis- 
semburgo  a  una  división  francesa  que  fue  aplastada  por 
la  enorme  superioridad  numérica;  al  continuar  su  avan- 
ce, atacó  a  uno  de  los  ejércitos  franceses  mandados  por 
el  mariscal  Mac  Mahon. 

Mac  Mahon,  hecho  duque  de  Magenta  por  Napo- 
león III,  en  premio  por  haber  decidido  el  triunfo  fran- 
cés en  la  batalla  de  ese  nombre,  era  el  tipo  del  general; 
estilo  Ney  o  Lannes,  espléndidos  para  atacar  o  resistir 
con  absoluto  desprecio  del  peligro,  pero  incapaces  de 
analizar  la  influencia  de  su  acción  en  el  conjunto  de 
operaciones  guerreras;  gran  efecto  psicológico  por  el  valor 
y  el  heroísmo  desplegado,  desastroso  por  el  resultado  ge- 
neral. Atacado  en  Woerth  por  el  III  ejército  alemán,  de 
mayor  fueza  y  con  una  artillería  superior  en  número  y 
de  mayor  alcance,  en  vez  de  retirarse  resistió  tenazmen- 
te; tal  vez  recordó  el  caso  de  Davoust  en  Awerstaedt, 
más  olvidó  que  Napoleón  III  no  era  el  gran  Emperador. 
Ante  el  peligro  de  ser  envuelto,  emprendió  la  retirada. 
Esta  batalla  costó  la  pérdida  de  Alsacia  y,  lo  más  grave, 
el  derrumbe  de  todas  las  ilusiones  francesas. 

En  Chalons,  cerca  de  París,  se  concentró  el  ejército 
vencido  en  Woerth,  aumentado  con  las  reservas  reuni- 
das con  el  objeto  de  formar  una  fuerza  capaz  de  resguar- 
dar la  capital,  y  aquí  intervino  fatalmente  la  cuestión 
política.  Las  derrotas  francesas  produjeron  una  furiosa 
ofensiva  por  parte  de  los  enemigos  del  Imperio;  en  pri- 
mera fila  actuaba  el  partido  republicano.  El  ministerio 
de  Ollivier  se  vio  obligado  a  renunciar,  ante  lo  cual  la 
Emperatriz  Eugenia,  que  gobernaba  como  regente,  or- 
ganizó otro  dirigido  por  el  general  Coussin  Montauban 
conocido  con  el  exótico  título  de  conde  Palikao,  obteni- 
do por  haber  comandado  las  tropas  francesas  que  junto 


177 


con  las  inglesas  invadieron  China  en  la  llamada  guerra 
del  opio. 

Eugenia  era  valiente  y  tenaz  en  la  defensa  de  la 
corona  imperial,  que  era  la  herencia  de  su  hijo;  pero 
no  era  capaz  de  apreciar  la  verdadera  situación  políti- 
ca; cometió  el  error  de  impedir  que  el  Emperador  re- 
gresara a  París  e  impulsara  el  avance  francés  hacia 
Metz  para  evitar  que  el  ejército  de  Bazaine  se  viera 
encerrado  por  los  alemanes. 

El  mariscal  Francisco  Bazaine  había  servido  en  el 
ejército  desde  soldado  hasta  llegar  por  sus  méritos  al  " 
más  alto  grado.  Se  había  distinguido  en  Africa,  en  Cri- 
mea y  en  Italia;  había  decidido  el  triunfo  al  apoderar- 
se de  Solferino  en  un  sangriento  ataque.  Enviado  a 
Méjico,  su  actuación  como  militar  sólo  mereció  elogios. 
Todo  esto  contribuyó  a  que  se  le  considerara  como  el 
mejor  de  los  generales  franceses;  su  popularidad  era 
tal  que  se  le  llamaba  "nuestro  glorioso  Bazaine".  Se  le 
confió  el  mando  del  principal  ejército  con  centro  en 
Metz  y,  después  de  Woerth,  se  le  dio  nominalmente  el 
mando  en  jefe  de  todo  el  ejército,  nominal  por  estar  ya 
casi  aislado  por  los  alemanes. 

Era  Bazaine,  como  Mac  Mahon,  un  jefe  apropiado 
para  ser  dirigido,  no  para  dirigir  grandes  ejércitos.  Sin 
estudios,  no  conocía  la  guerra  moderna;  acostumbrado 
a  mandar,  en  Africa  y  después  en  Méjico,  cuerpos  de 
ejército  con  determinado  objetivo,  era  incapaz  de  aten- 
der la  dirección  de  ejércitos  numerosos  constituidos 
por  diferentes  cuerpos.  A  pesar  de  ser  inteligente,  de. 
poseer  excelente  memoria  que  le  permitía  recordar  la 
ubicación,  el  número  de  soldados  y  de  armas  disponi- 
bles, no  le  daba  ninguna  importancia  a  tener  un  Es- 
tado Mayor  eficiente  y  a  que  éste  le  completara  los  da- 
tos que  necesariamente  deberían  escapársele.  En  resu- 
men, Bazaine  era  el  valor  inverso  de  Moltke  en  cuan- 
to a  dirigir  técnicamente  un  ejército  como  lo  exigían 
las  circunstancias.  Cuando  llegó  a  Metz,  ya  estaba  afee-. 


178 


tado  por  un  pesimismo  lógico  al  observar  la  forma  en 
que  se  había  verificado  la  movilización  francesa,  com- 
parada con  la  alemana. 

Al  principiar  la  guerra,  Bazaine  mandaba  sólo  el 
ejército  de  Metz.  El  I  ejército  alemán  derrotó  a  uno 
de  los  franceses  en  Forbach  y  después  atacó  furiosa- 
mente a  Bazaine  en  Borny.  Nombrado  el  mariscal  ge- 
neral en  jefe,  trató  de  retirarse  hacia  Chalons,  pasan- 
do por  Verdun;  el  II  ejército  le  atacó  en  Rezonville  y. 
Saint  Privat.  Bazaine  fue  obligado  a  retroceder  hacia 
Metz,  donde  quedó  cercado  por  el  II  ejército  alemán. 

En  vista  del  clamor  general  que  reclamaba  porque 
no  se  auxiliaba  a  Bazaine,  Mac  Mahon,  acompañado 
de  Napoleón  III,  cada  vez  más  desanimado  y  enfermo, 
marchó  hacia  Sedán  para  bordear  la  frontera  belga 
y  unirse  así  al  ejército  de  Metz.  Los  alemanes  manio- 
braron con  los  ejércitos  I  y  II  y  lograron  cercar  al  ejér- 
cito francés  en  Sedán,  en  tal  forma  que  si  no  se  rendía 
podía  ser  aniquilado  por  la  artillería  alemana,  la  que 
hacía  imposible  todo  ataque  francés. 

Le  rendición  de  Sedán,  es  la  página  más  triste  del 
reinado  de  Napoleón  III,  si  bien  se  pudo  apreciar  su 
verdadera  bondad,  su  grandeza  de  alma,  que  ante  el 
sacrificio  de  millares  de  vidas,  lo  que  habría  creado  un 
nimbo  de  gloria,  un  heroico  final,  prefirió  aceptar  una 
humillante  rendición  con  tal  de  salvar  a  tantos  seres. 
Años  después  dirá  el  Emperador  en  su  destierro: 

"Han  supuesto  algunos  que  sepultándonos  bajo  las 
ruinas  de  Sedán  habríamos  servido  mejor  a  mi  nombre 
y  a  mi  dinastía;  es  posible,  pero  tener  en  la  mano  la 
vida  de  millares  de  hombres  y  no  hacer  un  signo  para 
salvarlos  era  cosa  superior  a  mis  fuerzas.  Mi  corazón 
rechaza  estas  siniestras  grandezas". 


179 


5) 


La  noticia  de  la  rendición  de  Sedán  produjo  la  re- 
volución en  París,  que  derribó  el  Segundo  Imperio.  Se 
nombró  un  Gobierno  de  Defensa  Nacional  presidido 
por  el  general  Trochó,  gobernador  militar  de  París,  en 
quien  equivocadamente  había  depositado  toda  su  con- 
fianza la  Emperatriz.  Afortunadamente,  Eugenia  alcan- 
zó a  huir  a  Inglaterra. 

Uno  de  los  políticos  más  audaces  entre  los  oposito- 
res al  régimen  imperial  había  sido  León  Gambetta.  Na- 
cido en  Cahors  de  madre  francesa  y  padre  italiano,  has- 
ta los  treinta  años  había  sido  un  desconocido  entre  los 
elementos  revolucionarios  de  París.  Sucedió  que  con 
objeto  de  atacar  al  gobierno,  se  recordó  la  muerte  del 
diputado  Boudín  en  la  jornada  del  2  de  Diciembre.  Se 
hicieron  una  serie  de  manifestaciones  que  dieron  oca- 
sión al  gobierno  para  acusar  ante  los  tribunales  a  un 
grupo  de  dirigentes  republicanos.  Uno  de  los  abogados 
defensores  fue  Gambetta  e  hizo  una  defensa  que  nadie 
esperaba.  De  defensor  ante  el  Gobierno,  se  cambió  en 
acusador  de  él  al  plantear  la  tesis  de  cómo  debía  actuar 
un  ciudadano  ante  los  que  trataban  de.  derribar  al  go- 
bierno legítimo.  En  suma,  hizo  la  acusación  del  Empe- 
rador, que  como  príncipe  presidente  había  violado  su 
juramento  de  respetar  la  constitución  que  estaba  en- 
cargado de  defender.  La  oratoria  no  era  elegante,  no 
tenía  atracción  literaria;  pero  la  forma  audaz,  apasiona- 
da, la  extrema  violencia  de  la  expresión,  causó  sensación 
y  desde  entonces  fue  considerado  como  uno  de  los  prin- 
cipales jefes  republicanos. 

La  gran  obra  de  Gambetta  fue  dirigir  la  defensa 
nacional,  para  lo  que  encontró  un  gran  organizador  en 
el  ingeniero  Carlos  Freycinet.  Ni  Gambetta  ni  Freycinet, 
tenían  el  talento  del  primer  Carnot.  El  uno  sólo  aporta- 
ba su  dinamismo  y  su  energía;  el  otro  sus  admirables 
dotes  para  organizar  la  industria  de  armamentos;  pero 


180 


no  había  un  jefe  capaz  de  coordinar  y  dirigir  en  forma 
estratégica  la  defensa. 

6) 

La  segunda  parte  de  la  guerra  franco-alemana,  de- 
signado por  este  nombre  el  período  que  viene  después 
de  la  caída  del  régimen  imperial,  se  extiende  hasta  la 
terminación  de  la  guerra  por  el  tratado  de  Francfort.  No 
tenía  Francia  ninguna  probabilidad  de  triunfo,  a  pesar 
del  patriotismo  francés  y  de  su  heroica  resistencia  a  la 
invasión;  había  que  luchar  contra  un  ejército  profesio 
nal,  preparado  en  todo  sentido,  y  se  le  iba  a  oponer  sol 
dados  improvisados,  mal  equipados,  sin  contarse  con  una 
oficialidad  capaz;  la  mayor  parte  de  los  oficiales  france- 
ses estaban  prisioneros  después  de  Sedán  y  de  la  rendi- 
ción de  Bazaine  en  Metz. 

Predominaba  el  recuerdo  de  la  revolución  de  1789 
y  la  idea  errada  de  que  los  heroicos  republicanos  habían 
resistido  y  vencido  a  toda  la  Europa  coaligada  contra 
ellos.  Los  historiadores,  los  novelistas  y  los  poetas  fran- 
ceses habían  creado  una  injustificada  leyenda.  Si  Fran- 
cia no  fue  vencida  en  1793,  fue  debido  a  que  a  las  po- 
tencias que  luchaban  no  les  interesaba  como  fin  princi- 
pal la  invasión  de  Francia.  En  Valmy  los  prusianos  pu- 
dieron derrotar  a  los  franceses,  pero  prefirieron  retirar- 
se al  encontrar  resistencia.  La  única  nación  que  en  esa 
guerra  peleaba  desinteresadamente  era  España,  que  no 
tenía  elementos  para  constituir  un  peligro  militar  efec- 
tivo. 

Igualmente  existía  la  superstición  francesa  de  que 
mientras  París  no  cayera  en  poder  del  enemigo,  Francia 
podía  vencer.  Se  olvidaba  de  que  la  primera  coalición 
fue  derrotada  cuando  los  ejércitos  franceses,  después  de 
años  de  lucha,  se  habían  transformado  en  ejércitos  efi- 
cientes y  sólo  se  peleaba  contra  el  ejército  austríaco  y  la 


181 


marina  inglesa.  El  olvido  más  fatal  fue  el  no  recordar 
el  peligro  inmenso  que  significaba  el  armar  a  la  pobla- 
ción proletaria  de  carácter  anarquista,  tan  numerosa  en 
París. 

Thiers,  que  no  formaba  parte  del  gobierno,  encar- 
gado por  éste  recorrió  las  cortes  europeas  donde  espe- 
raba encontrar  apoyo.  Nada 'consiguió  y  equivocó  el  ca- 
mino al  seguir  el  consejo  ruso  de  entenderse  directamen- 
te con  Bismarck.  No  hubo  acuerdo,  por  considerar  que 
las  exigencias  alemanas  eran  excesivas.  Unos  cuantos  éxi- 
tos militares  dieron  mayores  esperanzas;  pero  muy  pron 
to  se  vio  que  el  triunfo  francés  era  imposible.  Nuevas 
victorias  alemanas  y  la  próxima  rendición  de  París  obli- 
garon al  gobierno  francés  a  entablar  nuevas  negociacio- 
nes de  paz.  Se  aceptó  un  armisticio  para  que  se  pudiera 
elegir  una  Asamblea  Nacional,  que  se  reunió  en  Bur- 
deos. Thiers  y  Favre  discutieron  con  Bismarck  el  trata- 
do de  Francfort.  Se  obligaba  a  Francia  a  ceder  las  pro- 
vincias de  Alsacia  y  Lorena  y  a  pagar  una  indemnización 
de  guerra  de  cinco  mil  millones  de  francos.  Mientras 
se  cancelaba  esta  suma,  quedaban  ocupados  por  las 
fuerzas  alemanas  varios  departamentos  de  Francia. 


182 


CAPITULO  XII 


1)  El  segundo  Imperio  alemán.—  2)  Pío  IX  se  retira  al  Va- 
ticano.— 3)  y  4)  El  Imperio  Espiritual.—  5)  Insurrección  de 
París.—  6)   Gobierno  de  Thiers.—  7)    Proceso  de  Bazaine. 

1) 

En  enero  de  1871  fue  proclamado  en  Versalles  el 
segundo  Imperio  alemán,  y  el  rey  Guillermo  de  Prusia 
como  el  emperador  Guillermo  I.  Fueron  los  príncipes 
alemanes  confederados  los  que  efectuaron  la  proclama- 
ción. Los  territorios  conquistados:  Schleswig,  Alsacia  y 
Lorena  pasaron  a  ser  territorios  del  Imperio  Federal. 

Nacía  el  segundo  Imperio  alemán  cuando  perecía 
el  segundo  Imperio  francés,  que  alcanzó  a  vivir  diecio- 
cho años.  El  nuevo  Imperio  alemán  durará  cuarenta  y 
seis  años  y  al  caer  arrastrará  a  todas  las  monarquías  ale- 
manas. Con  la  proclamación  del  Imperio  terminaba  de 
constituirse  la  unidad  alemana;  igualmente  pasó  con 
la  italiana;  al  tener  Francia  que  retirar  su  guarnición  de 
Roma,  el  ejército  italiano  se  apoderó  de  la  ciudad  que 
fue,  como  lo  había  pensado  Cavour,  la  capital  de  Italia. 
El  Papa  Pío  IX  ordenó  a  las  tropas  pontificias  no  opo- 
ner resistencia  y  él  se  retiró  al  Vaticano. 

No  se  escapaba  a  Bismarck  el  peligro  que  corría  el 
nuevo  Estado  alemán  victorioso  sucesivamente  en  tres 

183 


guerras.  Toda  su  política  se  encaminó  a  evitar  se  forma- 
ra una  coalición  contra  Alemania;  tal  como  había  pasado 
otras  veces  cuando  se  constituía  alguna  potencia  dema- 
siado poderosa  en  Europa  continental.  En  esta  política  se 
pueden  notar  cuatro  puntos  principales: 

a)  Robustecer  y  perfeccionar  el  ejército. 

b)  Conservar  la  amistad  rusa. 

c)  Convertir  al  Austria  de  un  rival  en  un  aliado; 
con  este  objeto  había  que  cultivar  las  simpatías  húnga- 
ras. 

d)  Debilitar  a  Francia;  si  fuera  posible  destruirla  co- 
mo potencia  militar.  El  orgullo  francés  no  iba  a  aceptar, 
no  sólo  la  derrota,  sino  el  haber  perdido  dos  provincias 
que  después  de  doscientos  años  de  lucha  habían  llegado 
a  ser  genuinamente  francesas. 

e)  No  despertar  las  inquietudes  de  Inglaterra.  Ale- 
mania era  sólo  una  gran  potencia  militar  que  no  pre- 
tendía la  hegemonía  del  continente  sino  que  trataba  de 
mantener  el  equilibrio  europeo.  No  se  interesaba  por 
el  dominio  de  los  mares. 

Es  digno  de  observar  cómo  la  pasión  política  ofus- 
ca a  los  hombres,  aun  a  los  de  claro  y  honrado  senti- 
miento del  deber,  ante  una  determinada  tendencia  po- 
lítica. El  derribar  el  Imperio  el  4  de  septiembre  en 
Francia,  fue  un  error  que  contribuyó  a  acelerar  y  au- 
mentar él  desastre  francés.  Los  políticos  que  destruyeron 
el  Imperio  fueron  los  mejores  aliados  indirectos  que 
tuvo  Bismarck;  el  caos  político  y  administrativo  que 
sobrevino  impidió  una  resistencia  organizada  o  el  ha- 
ber llegado  a  una  paz  en  muy  distintas  condiciones  a 
la  de  Francfort. 

El  gran  canciller  alemán  estimaba  la  monarquía 
autoritaria,  y  sobre  todo  basada  en  un  fuerte  ejército, 
como  el  régimen  más  conveniente;  así  trató  en  lo  posi- 
ble de  que  en  Francia  se  instaurara  un  gobierno  liber- 
tario, que  le  impidiera  recuperar  su  lugar  de  gran  po- 


184 


tencia.  Caído  el  gobierno  imperial,  el  nuevo,  republi- 
cano, tenía  que  afrontar  una  situación  muy  dura,  de- 
bida a  la  paz  que  mutilaba  el  territorio  francés  y  a  la 
abrumadora  contribución  de  guerra  que  iba  a  agobiai 
la  economía  de  Francia.  La  frase  de  Thiers:  "El  Impe- 
rio nos  arruina  y  la  República  nos  impide  recuperar- 
nos",' era  en  el  fondo  la  idea  política  de  Bismarck,  res- 
pecto de  la  nación  francesa. 

2) 

Se  ha  fijado  la  entrada  de  las  tropas  italianas  en 
Roma  como  el  fin  del  poder  temporal  de  la  Iglesia.  En 
realidad  esto  es  más  aparente  que  real.  Los  Estados 
Pontilicios,  o  séa  los  dominios  temporales  de  la  Iglesia, 
terminaron  cuando  los  ejércitos  franceses,  a  fines  del 
siglo  XVIII,  penetraron  en  Roma  y  enviaron  prisione- 
ro a  Francia  al  papa  Pío  VI.  Al  ser  derrotados  los  fran- 
ceses en  Italia  en  tiempos  del  Directorio,  el  nuevo  papa 
Pío  VII  entró  en  Roma  y  recibió  parte  de  los  antiguos 
dominios  del  Papado,  fijados  por  un  acuerdo  c"on  el 
Primer  Cónsul.  Estos  acontecimientos  fueron  momentá- 
neos, pertenecen  a  un  período  de  transición  que  dura 
setenta  años;  la  Iglesia  pierde  sus  dominios,  recupera 
parte  de  ellos  por  corto  tiempo,  para  perderlos  y  volver 
a  adquirirlos  momentáneamente.  Napoleón  no  tiene  el 
pensamiento  de  restaurar  el  poder  temporal;  proyecta 
someter  la  Iglesia  al  Estado,  desea  un  cesaropapismo 
idéntico  al  bizantino  y  aparecer  como  un  nuevo  Cons- 
tantino. 

Es  interesante  considerar  cómo  se  encuentran  sepa- 
radas las  diferentes  etapas  de  la  historia  de  la  Iglesia. 
La  Iglesia  Protegida  del  Alto  Imperio  Teocrático,  este 
del  Bajo  Imperio  Teocrático  y  a  su  vez  el  último  del 
actual  Imperio  Espiritual.  Ya  hemos  visto  en  el  primer 
volumen  de  este  ensayo,  el  largo  período  de  gestación  de 


185 


lo  que  hemos  llamado  Alto  Imperio  Teocrático,  defini- 
do e  instaurado  por  Gregorio  VII.  El  gran  cisma  separa 
el  Alto  del  Bajo  Imperio  y  en  el  siglo  XIX  este  espacio 
de  setenta  años  de  revoluciones,  movimientos  de  unida- 
des, pone  fin  al  Imperio  Teocrático,  termina  con  el  po- 
der temporal  y  deja  a  la  Iglesia  libre  de  trabas  materia- 
les para  resurgir  en  pleno  vigor  en  el  mundo  espiritual. 

Hay  una  clara  división  en  el  pontificado  de  Pío  IX 
marcado  por  la  revolución  de  1848  y  la  fuga  del  Papa 
a  Gaeta.  Se  ha  falseado  completamente  la  figura  de  este 
gran  Pontífice  al  presentarlo  primero,  antes  de  Gaeta, 
como  un  monarca  inspirado  en  el  liberalismo  dominan- 
te para  después  convertirlo  en  un  sacerdote  retrogado, 
guiado  por  un  espíritu  visionario  que  antes  no  se  le  ha- 
bía notado.  Estos  juicios  son  falsos  y  lo  más  grave  está 
en  que  la  mayoría  de  los  datos  han  sido  intencionalmen- 
te  falseados. 

Juan  María  Mastai  Ferretti,  jamás  tuvo  ideas  libe- 
rales; era  un  gran  caballero  de  hermoso  semblante, 
animado  por  una  innata  bondad,  lleno  de  simpatía  por 
los  infortunados,  a  quienes  trataba  de  ayudar.  De  ca- 
rácter flexible,  observaba  la  cada  vez  más  exagerada 
ideología  liberal  dominante,  estando  dispuesto  a  intro- 
ducir las  reformas  administrativas  que  estimaba  nece- 
sarias y  aun  a  ensayar  aquellas  de  dudosa  eficacia.  El 
liberalismo  filosófico,  político,  económico  y  social  no 
tenía  cabida  en  su  espíritu;  con  razón  decía  uno  de  sus 
hermanos  la  frase  citada  en  |  un  capítulo  anterior:  "Si 
despedazan  a  mi  hermano,  en  cada  pedazo  sólo  encon- 
trarán un  cura". 

Tenía  el  sentimiento,  el  amor  de  la  tierra  en  que 
había  nacido  y  veía  con  simpatía  la  libertad  italiana, 
la  libertad  del  dominio  extranjero;  pero  dueña  de  dar 
a  cada  una  de  sus  partes  las  instituciones  convenientes. 
Cuando  ve  el  atropello  revolucionario,  la  forma  en  que 
se  prescinde  de  todos  los  derechos  adquiridos,  ya  de 
carácter  secular,  exclama: 


186 


"Han  dicho  que  yo  odiaba  a  Italia  ¡Y  tánto  que 
la  he  amado  siempre!  He  deseado  su  felicidad  y  Dios 
sabe  cuánto  he  rogado  y  ruego  por  esta  desgraciada  na- 
ción. Xo  puede  llamarse  unidad  la  que  se  funda  en  el 
egoísmo;  no  puede  ser  bendita  la  unidad  que  destruye 
la  caridad  y  la  justicia,  que  pisotea  los  derechos  de  los 
ministros  de  Dios,  de  los  buenos  fieles,  de  todos". 

A  la  muerte  de  Cavour  se  acentúa  la  campaña  an- 
ti-católica;  se  desarrolla  con  violencia.  Garibaldi  habla 
de  "Dar  el  último  puntapié  a  aquella  canalla,  a  derri- 
bar aquel  santuario  de  idolatría  e  impostura,  esa  reli- 
gión y  esos  sacerdotes  que  dividen  la  familia  humana 
y  condenan  una  gran  parte  de  ella  a  las  llamas  eter- 
nas". 

Dentro  de  su  carácter  amable,  deseoso  siempre  de 
evitar  los  medios  violentos,  cuando  tomaba  una  resolu- 
ción era  inflexible  en  su  propósito  de  realizarla.  En 
la  segunda  etapa  de  su  pontificado,  es  decir  después 
de  Gaeta,  convencido  de  la  imposibilidad  de  encauzar 
el  sentimiento  revolucionario,  toma  una  actitud  firme 
en  que  pausadamente  va  instaurando  el  Imperio  Es- 
piritual y  abandonando  todo  lo  que  puede  ligar  a  la 
Santa  Sede  con  la  parte  material. 

Entre  los  varios  acontecimientos  que  se  producen 
en  este  sentido,  hay  tres  muy  importantes  que  ofrecen 
un  extraño  escalonamiento  que  hay  que  admirar  al  con- 
siderar que  aparentan  no  obedecer  a  un  plan  medita- 
do. Ellos  son: 

a)  Definición  del  dogma  de  la  Inmaculada  Concep- 
ción. 

b)  La  Encíclica  "Quanta  Cura"  y  el  Syllabus. 

c)  El  Concilio  del  Vaticano  y  la  definición  del  dog- 
ma de  La  infabilidad  del  Papa. 

Se  puede  estimar  que  con  este  último  aconteci- 
miento se  inicia  el  Imperio  Espiritual. 


187 


3) 


Se  ha  dicho  que  la  definición  del  dogma  de  la  In- 
maculada Concepción  fue  un  acto  de  depotismo  papal 
en  el  aspecto  religioso.  No  es  verdad  que  la  idea  par- 
tiera sólo  del  Papa;  hacía  mucho  tiempo  que  entre  los 
fieles  se  deseaba  una  declaración  a  este  respecto  v  an 
tes  de  hacerla  fueron  consultados  todos  los  obispos  ca- 
tólicos y  algunos  de  los  más  entusiastas  en  aprobarla 
fueron  los  franceses. 

El  acto  solemne  de  la  declaración  fue  una  decidi- 
da manifestación  de  la  unidad  de  la  Iglesia  alrededor 
de  su  jefe  el  Papa.  A  esto  siguió  el  8  de  diciembre  de 
1864  la  publicación  de  la  Encíclica  "Quanta  cura"  y  el 
Syllabus,  que,  como  ya  hemos  visto,  era  un  catálogo  de 
los  errores  que  la  Iglesia  había  condenado  y  condenaba. 
Se  refería  principalmente  a  condenar  la  herejía  inte- 
lectual iniciada  por  la  ilustración,  que  iba  hacia  un  ra- 
cionalismo ateo  y  panteísta;  después  a  la  estatolatría,  a 
esa  adoración  del  Estado  que  la  Iglesia  tanto  había 
combatido  en  el  cesaropapismo  y,  por  último,  la  ten- 
dencia a  crear  una  separación  entre  la  Iglesia  y  la  cien- 
cia y  una  nueva  organización  social  que  trataba  de; 
conseguir  el  aumento  de  la  fortuna  y  de  los  goces  ma- 
teriales por  cualquier  medio,  sin  tomar  en  cuenta  el 
mal  que  se  hacía. 

4) 

Para  poder  explicar  el  estallido  de  furor  con  que 
fue  recibida  la  Encíclica  "Quanta  cura"  y.  el  Syllabus, 
es  necesario  retroceder  imaginariamente  cien  años  y 
considerar  el  caso  de  una  cultura  que  se  encuentra  en 
la  primera  etapa  de  su  período  de  ancianidad,  o  sea  el 
último  de  su  existencia.  Está  poseída  de  un  orgullo  sa- 


188 


tánico  que  no  reconoce  límites;  cree  en  el  progreso  in- 
definido del  hombre  como  lo  prueba  el  admirable  de- 
sarrollo de  la  ciencia,  del  arte  y  de  la  técnica.  La  bur- 
guesía triunfante  estima  haber  conseguido  indefinida- 
mente el  poder  por  la  implantación  de  leyes  constitu- 
cionales y  trata  de  desarrollar  una  especie  de  mística 
de  la  legalidad.  No  toma  en  cuenta  que  al  vencer  a  la 
nobleza  no  ha  hecho  desaparecer  las  diferencias  socia- 
les y  cree  que  ha  convencido  a  los  desheredados  de  la 
fortuna,  que  con  las  consultas  populares  forman  parte 
del  gobierno  al  dar  su  voto. 

En  esos  momentos  de  euforia  del  liberalismo,  se 
atreve  un  anciano,  que  carece  de  todo  poder  material, 
a  decir  que  hay  errores  grandes,  que  se  parte  y  se  di- 
rige a  un  fin  equivocado.  Da  la  impresión  del  esclavo 
romano  que  debe  advertir  al  triunfador:  "Acuérdate 
que  eres  hombre". 

Hoy,  al  contemplar  las  postrimerías  de  la  más  bri- 
llante cultura  que  se  ha  producido  en  la  trayectoria 
de  la  humanidad,  podemos  apreciar  cuánta  verdad,  qué 
instinto  profético  o  qué  visión  del"  futuro,  guió  o  hizo 
ver  la  necesidad  de  advertir  que  se  iba  por  un  camino 
errado  que  conducía  a  un  fatal  desenlace.  Es  interesan 
te  conocer  cómo  a  fines  del  siglo  pasado  se  condenó  el 
Syllabus.  Un  ilustre  historiador  alemán,  Guillermo  On 
cken,  dice  en  una  de  sus  obras:  "Epoca  del  Emperador 
Guillermo  I": 

"La  Encíclica  del  8  de  diciembre  de  1864  y  el  Sy- 
llabus han  desenvainado  la  espada  flamígera  de  esta 
guerra  contra  el  mundo  moderno  a  la  vista  de  todos, 
y  el  Concilio  de  1870  del  Vaticano  ha  utilizado  todos 
los  grandes  pertrechos  de  la  Iglesia  romana  para  esta 
guerra  en  obediencia  muda  a  un  jefe  infalible,  contra 
el  trabajo  intelectual  de  muchos  siglos,  contra  naciones 
v  Estados,  contra  derechos  y  leyes,  contra  las  ciencias 
y  las  conciencias,  contra  toda  la  libertad,  aunque  sea 
la  más  modesta,  que  necesita  para  vivir  la  humanidad 


189 


moderna,  para  hacer  la  guerra,  en  fin,  a  todo  lo  que  no 
puede  el  Papado  en  una  Iglesia  condenada  a  la  más  ab- 
soluta esterilidad  y  muerta  interiormente". 

El  mismo  autor  hace  un  resumen  del  contenido  del 
Syllabus  en  la  siguiente  forma: 

"La  Iglesia  de  Roma  y  el  poder  pontificio  que  se 
halla  a  su  cabeza  no  reconocen  ningún  límite,  y  contra 
ellos  no  valen  ningún  poder,  ningún  derecho,  ninguna 
constitución  ni  ninguna  ley,  ningún  tratado,  ninguna  re- 
gla eclesiástica  ni  civil  que  no  haya  sido  creada  por  el 
Papa  y  la  Iglesia  de  Roma  y  que  no  se  someta  servil- 
mente a  su  voluntad". 

Estas  apreciaciones  fueron  escritas  en  la  época  vic- 
toriosa, de  creciente  esplendor  del  segundo  Imperio  ale 
mán;  reflejan  en  gran  parte  el  sentir  de  la  ideología  li- 
beral afectada  por  el  orgullo  germánico,  que  nos  hace 
recordar  el  tiempo  de  la  lucha  entre  el  Sacerdocio  y  el 
Imperio;  hay  reminiscencias  de  los  ataques  de  Federico 
Barbarroja  y  de  Federico  II  contra  el  Papado.  El  autor, 
catedrático  de  la  Universidad  de  Giesen,  jamás  imaginó 
que  en  dos  o  tres  décadas  más  el  soberbio  Imperio  iba 
a  desaparecer,  y  junto  con  él  todas  las  monarquías  ale- 
manas. Hay  una  profunda  realidad  en  las  palabras  de 
Osvaldo  Spengler  cuando  dice  que  hay  diferencia  entre 
saber  historia  y  sentir  la  Historia.  Se  refiere  a  que  hay 
historiadores  de  gran  talento  investigador  y  otros  esplén- 
didos y  amenos  narradorres;  pero  no  saben,  no  compren- 
den la  ubicación  y  significado  de  los  acontecimientos  en 
la  evolución  de  los  ciclos,  lo  que  puede  servir  de  base 
para  explicar  el  acontecer  de  los  sucesos  humanos. 

El  tercer  acontecimiento  es  el  Concilio  del  Vaticano, 
cuyo  acto  más  importante,  como  hemos  visto,  fue  la  de- 
claración como  dogma  de  fe  la  infabilidad  del  Papa  en 
cuanto  a  cuestiones  de  moral  y  de  fe.  El  Imperio  Espi- 
ritual ha  comenzado,  poco  después,  la  reclusión  del  Pa- 
pa en  el  Vaticano  lo  separa  de  todo  asunto  de  adminis- 


190 


tración  temporal;  es  ahora  sólo  el  jefe  espiritual  de  los 
millones  de  católicos  que  están  esparcidos  por  la  tierra. 

El  primer  rey  de  la  Italia  unida,  Víctor  Manuel  II, 
al  recibir  el  resultado  del  plebiscito  efectuado  en  Roma 
declaró:  "Como  Rey  y  como  católico  abrigo  al  proclamar 
la  unidad  de  Italia,  el  firme  propósito  de  asegurar  la 
libertad  de  la  Iglesia  y  la  independencia  del  Soberano 
Pontífice,  y  con  esta  declaración  solemne,  acepto  el  ple- 
biscito de  Roma  y  lo  presento  a  los  italianos,  que  sabrán 
rodear  de  reverencia  a  la  sede  de  aquel  Imperio  espiri- 
tual que  plantó  sus  pacíficas  enseñas  allí  donde  no  habían 
llegado  las  águilas  romanas". 

Víctor  Manuel  era  católico  y  creía  sinceramente  lo 
que  declaraba;  pero  era  un  rey  constitucional  en  un 
reino  convulsionado  por  diferencias  seculares  de  las  dis- 
tintas regiones  en  que  había  estado  dividida  Italia,  que 
iba  a  ser  presionado  por  los  políticos,  inspirados  en 
gran  parte  por  el  espíritu  de  las  logias  latinas,  afecta- 
das por  un  ateísmo  sectario  que  creía  era  fácil  termi- 
nar con  la  Iglesia.  Se  multiplicaron  las  escuelas  anti- 
católicas y  se  trató  de  combatir  en  lo  posible  el  sentir 
de  un  pueblo  profundamente  católico. 

5) 

A  través  de  su  larga  historia,  París  había  sufrido 
terribles  revoluciones  como  la  que  estalló  en  la  época 
de  la  guerra  de  cien  años  y  la  de  "La  liga"  en  tiempos 
de  las  guerras  de  la  religión.  En  1789  empezó  el  pe- 
ríodo revolucionario  que  dio  origen  a  la  primera  Re? 
pública,  seguida  después  por  el  Consulado  y  el  Impe- 
rio. En  1830  se  produjo  la  revolución  de  julio  y  en 
1848  la  de  febrero,  que  generó  la  segunda  República. 

En  estas  últimas  revoluciones,  la  burguesía  se  ha- 
bía valido  del  proletariado  para  llegar  al  poder  v  dejar 
a  un  lado  a  los  que  le  habían  servido  de  instrumento 


191 


revolucionario;  pero  en  1848  se  vio  el  peligro  que  se 
creaba  al  lanzar  a  la  lucha  las  clases  obreras,  ya  pode- 
rosas; dominarlas  después  era  algo  difícil,  costoso  y 
sangriento. 

La  revolución  del  4  de  septiembre  de  1871  tuvo 
un  principio  parecido  a  las  anteriores:  los  republicanos 
enemigos  del  Imperio  no  vacilaron  en  instigar  contra 
el  gobierno  al  elemento  obrero  de  París.  Acusaban  al 
Emperador  de  inepto  y  de  traidor  al  ser  derrotado^  los 
ejércitos  franceses  en  esa  guerra,  que  el  gobierno  im- 
perial había  provocado  invocado  un  mal  entendido  pa- 
triotismo sin  considerar  el  estado  físico  de  Napoleón  III, 
abrumado  por  su  enfermedad.  La  revolución,  al  derro- 
car al  Imperio,  aseguró  el  triunfo  alemán  y  hubo  que 
aceptar  después  una  paz  desastrosa.  Y  lo  que  es  más  gra- 
ve, al  caer  el  gobierno  en  manos  de  un  demagogo  vio- 
lentó como  era  Gambetta,  se  cometió  el  grave  error  de 
armar  al  pueblo  de  París.  Al  capitular  París,  por  orgu- 
llo nacional  se  evitó  que  los  alemanes  ocuparan  por  un 
tiempo  la  cuidad  y  desarmaran  a  la  población.  Los  ele- 
mentos revolucionarios,  de  un  marcado  carácter  comu- 
nista, con  influencias  anarquistas  y  armados,  no  estaban 
dispuestos  a  dejarse  mandar  por  la  burguesía  como  ha- 
bía pasado  en  casos  anteriores. 

La  rápida  elección  de  una  Asamblea  Nacional  fue 
una  gran  sorpresa  en  cuanto  resultó  elegida  una  enorme 
mayoría  derechista,  en  su  mayor  parte  monárquica.  Reu- 
nida en  Burdeos,  eligió  como  jefe  del  Poder  Ejecutivo 
a  Adolfo  Thiers;  no  se  quiso  usar  la  palabra  república 
y  se  le  confió  una  autoridad  indefinida  que  podía  fis- 
calizar ampliamente  la  Asamblea. 

Al  firmarse  la  paz  con  Alemania  quedaba  el  pro- 
blema de  París;  evacuado  por  las  fuerzas  alemanas,  que 
ocuparon  algunas  partes  vecinas,  el  gobierno  de  la  ciu- 
dad quedó  en  manos  de  los  revolucionarios,  llenos  de 
odio  y  furor  por  la  elección  de  Thiers,  burgués  mo- 
nárquico detestado  por  la  izquierda.  Thiers,  político  y 


192 


gran  historiador,  que  había  sabido  exaltar  en  páginas, 
a  veces  admirables,  las  glorias  de  la  Revolución  y  el  he- 
roísmo del  soldado  francés,  estaba  convencido  de  que 
era  imposible  someter  a  los  sublevados  en  la  íorma  que 
lo  hizo  el  general  Bonaparte  o  Cavaignac,  en  la  segun- 
da República.  Encontró  más  seguro  el  método  seguido 
por  el  general  austríaco,  principe  Windischgraetz  en 
Praga  y  en  Viena;  retirarse  y  sitiar  la  ciudad. 

Se  nombró  general  en  jefe  al  mariscal  Mac  Mahon, 
quien  herido  gravemente,  tuvo  la  suerte  de  no  verse 
obligado,  gracias  a  su  estado,  a  firmar  la  capitulación 
de  Sedán.  Se  pidió  a  Bismarck  que  apresurara  el  regre- 
so de  los  soldados  y  oficiales  prisioneros  en  Alemania 
\  con  ellos  se  pudo  organizar  un  ejército  disciplinado, 
ya  que  los  combatientes,  improvisados  de  la  Defensa 
Nacional  no  habían  adquirido  todavía  las  condiciones 
necesarias. 

El  avance  hacia  el  interior  de  París  se  hizo  en  for- 
ma metódica;  pero  la  lucha  adquirió  un  carácter  feroz; 
(odo  el  que  caía  en  poder  de  las  fuerzas  del  gobierno 
era  fusilado,  y  los  comunistas  —llamados  así  los  su- 
blevados que  se  defendían  dentro  de  París—  después  de 
hacer  terribles  matanzas,  tomaron  en  calidad  de  rehe- 
nes a  cuanta  persona  consideraron  de  importancia;  se 
exacerbó  especialmente  la  persecución  contra  los  sacer- 
dotes y  religiosos,  y  después  de  asesinar  a  los  detenidos, 
se  dio  comienzo  a  ia  destrucción  de  los  principales  edi- 
ficios de  la  ciudad. 

Se  calcula  que  en  1789,  en  la  época  del  terror,  hubo 
menos  víctimas  que  en  esta  represión  de  París;  se  esti- 
ma en  veinte  mil  el  número  de  muertos  entre  los  ven- 
cidos y  en  cerca  de  mil  los  del  ejército  vencedor.  La 
última  semana  sangrienta,  como  se  le  ha  llamado,  fue 
la  más  terrible.  Dice  Mac  Mahon:  "Parecían  haber 
pensado  que  defendían  una  causa  sagrada,  la  indepen- 
dencia de  París".  Sólo  consiguieron  crear  una  leyenda 
de  fiereza. 


y.— Teocracia. 


193 


6) 


El  problema  más  grave  para  Francia  radicaba  en 
la  elección  de  un  nuevo  tipo  de  gobierno.  La  gran  ma- 
yoría, no  sólo  en  la  Asamblea,  que  al  cabo  reflejaba  el 
pensamiento  del  país,  sino  en  toda  Francia,  era  monár- 
quica; pero  estaba  dividida  en  tres  grupos:  los  legiti- 
mistas  que  reconocían  como  futuro  rey  al  conde  de 
Chambord,  nieto  de  Carlos  X;  los  orleanistas  que  te- 
nían como  pretendiente  al  trono  al  conde  de  París,  nie- 
to de  Luis  Felipe,  y  en  tercer  lugar  los  bonapartistas. 
Napoleón  III  residía  en  Inglaterra.  De  vuelta  de  su  cau- 
tiverio en  Alemania,  se  estableció  en  Chisleshurt  y  trató 
de  curar  su  enfermedad  para  regresar  a  Francia,  donde 
sus  partidarios  y  gran  parte  del  pueblo  no  olvidaban 
los  días  de  prosperidad  que  habían  disfrutado  durante 
su  gobierno. 

Los  dos  primeros  grupos  monárquicos  se  pusieron 
de  acuerdo  por  no  tener  el  conde  de  Chambord  hijos 
de  su  matrimonio  y  ser,  por  lo  tanto,  su  legítimo  here- 
dero el  conde  de  París.  Bastaba  una  resolución  de  la 
Asamblea  para  llamar  al  trono  al  conde  de  Chambord, 
que  debía  haber  sido  Enquire  V;  sólo  se  oponía  la  te- 
naz negativa  de  éste  de  aceptar  la  bandera  nacional  tri- 
color; exigía  restaurar  la  bandera  blanca  con  flor  de 
lis,  la  bandera  de  los  reyes,  tradicional  como  la  insignia 
de  la  Nación. 

Causa  admiración  hasta  dónde  puede  llegar  la  ter- 
quedad de  un  hombre;  era  el  último  descendiente  de 
una  serie  de  monarcas  que  a  través  de  tantas  centurias 
habían  creado  la  nacionalidal  francesa  y  no  trepidaba 
en  abstenerse  de  dar  a  su  patria  el  gobierno  que  desea- 
ba, por  algo  que  en  realidad  no  tenía  importancia. 
Después  de  cien  años  llenos  de  gloriosos  recuerdos  bé- 
licos, los  franceses  no  reconocían  otra  bandera  que  la 
tricolor.  El  conde  de  Chambord  debió  recordar  que  el 
más  popular  de  los  reyes  Borbones  aceptó  cambiar  de 


194 


religión  para  ceñir  la  corona.  Nos  referimos  a  Enrique 
IV,  que  abjuró  su  religión  calvinista  y  se  hizo  católico. 
Es  muy  probable  que  el  conde  heredó  de  su  abuelo 
Carlos  X  el  carácter  intransigente  y  el  fanatismo  polí- 
tico; pero  es  muy  posible  que  haya  habido  otros  moti 
vos  que  justifiquen  una  resolución  que  influyó  en  una 
forma  decisiva  en  el  porvenir  de  Francia. 

Al  leer  y  criticar  las  obras  históricas  de  Thiers: 
"La  Revolución  Francesa"  y  "El  Consulado  y  el  Impe- 
rio" da  la  impresión  de  que  el  autor  se  cree  un  Napo- 
león, como  crítico  en  el  aspecto  militar;  pero  especial- 
mente en  el  político,  y  que  espera  obtener  grandes  vic- 
torias en  el  Parlamento  gracias  a  su  hábil  estrategia  y 
a  sus  dotes  oratorios.  Encontró  en  Bismarck  un  aliado 
indirecto.  El  Canciller  alemán  estimaba  que  era  un  pe- 
ligro para  el  nuevo  Imperio  alemán  el  que  Francia  tu- 
viera un  gobierno  monárquico  fuerte,  que  seguramen- 
te trataría  de  restaurar  su  poder  militar;  en  cambio  un 
régimen  republicano  lo  estimaba  lleno  de  ambiciones 
e  intrigas  personales  que  iban  a  postergar  el  restableci- 
miento del  prestigio  nacional,  al  choque  de  intereses  polí- 
ticos. Apoyó  a  Thiers  y  contribuyó  a  evitar  cualquier 
restauración  monárquica.  Un  rey  de  Francia  se  enten- 
dería directamente  con  el  emperador  Guillermo  y  él 
tendría  que  rehacer  el  trabajo  de  antes  para  imponer 
sus  ideas  políticas. 

Para  los  políticos  franceses,  Thiers  era  una  necesi- 
dad momentánea,  que  se  iba  a  dejar  a  un  lado  en  cuan- 
to las  circunstancias  lo  permitieran.  Sin  embargo,  este 
hombre  tan  hábil  creyó  hasta  el  último  momento  que 
él  era  un  hombre  indispensable,  y  esto  es  algo  tan  hu- 
mano; sólo  comprendió  su  error  cuando  se  vio  obliga- 
do a  renunciar  ante  un  acuerdo  de  la  Asamblea  toma- 
do en  su  contra. 

La  indecisión  de  los  monárquicos  produjo  un 
avance  del  partido  republicano,  lo  que  se  vio  claramen- 
te en  las  elecciones  complementarias  que  hubo  que  rea- 


195 


lizar.  La  noticia  de  la  muerte  de  Napoleón  III  avivó  el 
temor  de  un  resurgimiento  del  bonapartismo;  el  prín- 
cipe heredero  imperial,  menor  de  edad,  era  una  figura 
simpática  y  romántica;  bajo  su  nombre,  sus  partidarios 
se  lanzaron  a  la  lucha  política.  Temerosos  los  monár- 
quicos al  ver  que  no  podían  vencer  la  resistencia  del 
conde  de  Chambord,  optaron  por  aceptar  una  repúbli- 
ca provisional.  Sólo  por  un  voto  de  mayoría,  se  acordó 
fijar  por  leyes  las  atribuciones  del  poder  ejecutivo  y 
legislativo.  No  hubo  una  Asamblea  Constituyente;  se 
acordó  que  diputados  y  senadores  unidos  elegieran  un 
Presidente  por  un  período  de  siete  años;  este  iba  a  ser 
una  especie  de  rey  de  Inglaterra:  iba  a  presidir;  pero 
no  a  gobernar. 

7) 

Al  terminar  la  guerra  franco-alemana,  el  mariscal 
Bazaine  regresó  a  Francia  y  pidió  que  su  actuación  fue- 
ra juzgada.  Thiers  le  dio  la  razón  y  aunque  encontró 
que  aun  cuando  no  existía  delito,  para  evitar  falsas  in- 
terpretaciones era  mejor  someterlo  al  veredicto  de  un 
tribunal  militar.  La  mejor  prueba  de  la  inocencia  del 
mariscal  en  cuanto  a  un  delito  de  alta  traición,  estaba 
en  su  ingenuidad  de  creer  que  se  le  iba  a  juzgar  impar- 
cialmente  en  los  momentos  de  mayor  pasión  política, 
cuando  era  necesario  encontrar  culpables. 

Francisco  Aquiles  Bazaine,  que  de  soldado  había 
llegado  por  méritos  al  más  alto  grado  militar,  fue  acu- 
sado de  haber  traicionado  a  su  patria.  Fue  juzgado  por 
una  corte  militar  presidida  por  el  duque  de  Aumale, 
uno  dé  los  hijos  del  rey  Luis  Felipe.  Príncipe  militar, 
de  ideas,  según  se  creía,  liberales  y  aun  de  tendencia 
republicana,  veía  en  Bazaine  sólo  un  bonapartista  am- 
bicioso que  había  pospuesto  el  interés  de  Francia  ante 
las  expectativas  de  llegar  al  poder.  Bazaine  no  fue  un 


196 


traidor;  al  contrario,  permaneció  fiel  al  Emperador  y 
si  no  aceptó  el  gobierno  revolucionario  de  París,  fue 
por  lealtad  a  su  soberano  que  representaba  la  nación. 

El  gran  delito  del  mariscal  Bazaine  era  el  haber 
sido  transformado  para  los  franceses  en  un  jefe  ideal: 
"nuestro  glorioso  Bazaine",  el  haberle  atribuido  cuali- 
dades que  no  correspondían  a  sus  méritos.  Valiente, 
tenaz,  sabía  mandar,  sabía  hacerse  obedecer,  era  capaz 
de  dirigir  con  éxito,  como  jefe,  una  expedición  como 
las  de  Argelia  o  Méjico,  mandar  impávido  ante  el  peli- 
gro de  terribles  ataques,  como  el  de  Solferino;  pero  no  era 
el  militar  moderno  necesario,  el  hombre  de  estudio  que 
pudiera  abarcar  el  conjunto  de  difíciles  problemas  que 
significa  el  dirigir  grandes  ejércitos.  En  Gravelote  y 
Saint  Privat,  demostró  energía  y  valor;  pero  fue  inca- 
paz de  darse  cuenta  del  conjunto  de  la  batalla.  Era  es- 
pecial para  desempeñar  determinada  misión;  pero  no 
para  mandar  un  gran  ejército  moderno. 

Se  ha  hablado  mucho  del  maquiavelismo  de  Bazai- 
ne; se  le  ha  culpado  del  fracaso  de  Maximiliano  en 
Méjico,  producido  por  su  desorbitada  ambición;  se  ha 
dicho  que  permaneció  en  Metz  con  la  esperanza  de  ser 
después  el  factor  decisivo  al  mando  de  su  ejército.  El 
tiempo,  el  estudio  de  sus  diferentes  actuaciones,  de 
muestran  lo  contrario;  es  fácil  encontrar  en  él  cierta  in- 
genuidad política.  Bazaine  pasó  a  ser  el  chivo  expiato- 
rio que  había  que  sacrificar  a  los  dioses  infernales,  en 
este  caso  representados  por  el  orgullo  francés,  por  el 
deseo  de  encontrar  alguien  a  quien  culpar  de  la  derrota 
y  por  la  necesidad  de  desviar  hacia  uno  el  furor  nacio- 
nal y  hacer  olvidar  la  torpeza  de  otros  que  había  que 
prestigiar  por  razones  políticas. 

El  mariscal  Mac  Mahon,  llegado  a  la  presidencia 
de  la  República,  era  un  jefe,  como  militar,  inferior  en 
méritos  a  Bazaine.  Debido  a  su  torpe  tenacidad  se  dejó 
derrotar  en  Woerth,  en  vez  de  retirarse  y  tratar  de 
conservar  un  ejército  que  debía  haber  sido  el  núcleo 


197 


de  la  defensa.  Su  marcha  hacia  el  norte  hasta  caer  en 
la  trampa  de  Sedán,  no  se  le  tomaba  en  cuenta  por 
haber  quedado  herido  gravemente;  de  lo  contrario  él, 
debería  haber  capitulado  ante  los  alemanes.  Si  Bazaine 
hubiera  sido  igualmente  herido  en  Gravelote  o  en  Saint 
Privat  habría  sido  el  héroe  nacional  de  Francia;  en 
cambio,  el  tribunal  lo  condenó  a  muerte,  pidiendo  cle- 
mencia al  Presidente,  ahora  Mac  Mahon. 

Fue  conmutada  la  pena  de  muerte  por  veinte  años 
de  presidio,  es  decir  por  el  resto  de  su  vida.  Hay  tal  vez 
una  involutaria  ironía  en  la  carta  en  que  Bazaine  agra- 
dece a  Mac  Mahon  el  haberle  perdonado  la  vida;  le 
dice  que  cree  que  el  Presidente  se  ha  dejado  llevar  por 
sus  buenos  sentimientos. 

Encerrado  en  la  isla  de  Santa  Margarita,  logró  fu- 
garse gracias  a  su  esposa,  y  vivió  el  resto  de  su  vida  en 
España,  respetado  y  siempre  apreciado  por  la  ex-reina 
Isabel  II  y  por  la  corte  española,  e  igualmente  por  la 
emperatriz  Eugenia.  La  pobreza  en  que  tuvo  que  man- 
tenerse es  el  mejor  desmentido  a  las  acusaciones  de  ha- 
berse vendido  a  los  alemanes. 

Este  episodio  de  la  historia  francesa,  referente  al 
mariscal  Bazaine,  es  interesante  conocerlo;  sententa 
años  después  se  va  a  repetir  en  forma  similar  y  nos 
hace  pensar  sobre  la  injusticia  que  se  comete  al  juzgar 
a  los  hombres  en  un  momento  en  que  dominan  las  pa- 
siones políticas.  La  frase  del  jefe  galo  a  los  vencidos 
romanos:  "¡Hay  de  los  vencidos!"  es  algo  que  se  sigue 
repitendo  a  través  del  tiempo. 


19S 


CAPITULO  XIII 


1)   El  zar  Alejandro  II.—  2)   El  nihilismo.—  3)  Libración 
de  los  siervos.—  4)  Bismarck  y  los  católicos  alemanes.—  5) 
y  6)  El  Kulturkampf. 

Alejandro  II  ciñó  la  corona  de  los  zares  en  mo- 
mentos bastantes  desfavorables.  Tuvo  que  firmar  el 
tratado  de  París  que  ponía  fin  a  la  guerra  detCrimea, 

10  que  significaba  el  confesar  la  derrota  de  Rusia,  algo 
que  tenia  influencia  de  capital  importancia  en  un  pue- 
blo como  el  ruso,  en  una  cultura  en  que  una  de  sus 
característica  es  la  tendencia  imperialista,  que  la  man- 
tiene en  una  continuada  política  agresiva  hacia  los  ve- 
cinos cuyos  territorios  codicia  y  trata  de  conquistar. 

Alejandro  II,  ha  sido  idealizado;  es  el  Zar  liberta- 
dor. Contrbuyó  a  ello  su  arrogante  figura,  sus  román- 
ticos amores  y  su  trágico  fin.  No  tenía  la  dureza  de  su 
padre  Nicolás  I;  era  bondadoso,  de  carácter  indeciso, 
y  tuvo  el  gran  defecto  de  no  saber  apreciar  en  su  debi- 
do valor  el  carácter  ruso.  Y  esto  se  debió  a  que  predo- 
minaba en  él  su  ascendencia  alemana.  Si  consideramos 
a  su  abuelo  Pablo  I  como  un  ruso  auténtico,  Alejandro 

11  tenía  tres  cuartos  de  sangre  alemana  y  uno  de  ruso. 


199 


Era  más  occidental  que  ruso,  y  tal  vez  se  debe  a  este 
motivo  su  simpatía  al  liberalismo  que  dominaba  en  el 
occidente.  No  comprendió,  como  Catalina  II,  que  de- 
bía fomentarlo  en  los  países  occidentales,  pero  no  en 
Rusia;  en  esta  se  debían  hacer  las  reformas  más  estric- 
tamente necesarias  y  pausadamente,  con  gran  modera- 
ción. 

Nicolás  I  se  había  apoyado  en  la  burocracia,  en  e! 
ejército  y,  sobre  todo,  en  la  policía  secreta  que  trataba 
de  perfeccionar  cada  vez  más.  Ante  la  derrota  sufrida 
en  la  guerra  de  Crimea,  Alejandro  II  sólo  contaba  con 
un  ejército  desanimado  frente  a  los  elementos  campe- 
sinos, cuya  inquietud  aumentaba,  y  a  la  oposición  de 
los  intelectuales;  había  nacido  y  crecido  el  partido  te- 
rrorista o  sea  el  nihilismo. 

Mucho  se  ha  escrito  sobre  el  nihilismo,  padre  del 
actual  comunismo  ruso.  Después  de  leer  obras  sobre 
este  tema,  se  llega  a  la  conclusión  de  que  los  sabios  au- 
tores que  lo  han  tratado,  en  realidad  no  han  entendido 
claramente  la  ideología  nihilista.  Y  esto  parece  lógico 
si  se  consideran  las  observaciones  de  Nicolás  Danilews- 
ki,  que  tvivió  en  la  época  a  que  nos  referimos,  Sostiene 
este  notable  pensador  ruso  que  la  cultura  rusa  es  dis- 
tinta de  la  occidental,  y  que  la  interpretación  de  las 
ideas  de  la  una  por  la  otra  son  enteramente  erróneas, 
por  tener  un  modo  de  pensar  diferente.  Si  se  exagera, 
hace  el  efecto  de  una  discusión  sobre  un  mismo  asunto 
por  dos  personas  que  hablan  deferente  idioma,  sin  en- 
tender el  uno  el  del  otro. 

El  nihilismo  es  un  estado  ideológico  del  intelec- 
tualismo  ruso,  propio  de  esta  cultura,  y  no  comprendi- 
do fuera  de  ella  en  la  forma  que  esta  lo  ha  concebido. 
No  es  esto  un  acontecimiento  extraño  dentro  de  la 
Historia;  es  algo  propio  de  cada  cultura;  así  podemos 
decir  que  ha  sido  imposible  apreciar  en  su  verdadero 
significado  lo  que  se  ha  llamado  herejías  en  Bizancio1; 
el  movimiento  monofisita,  el  pauliciano,  etc.  se  han  to- 


200 


mado  sólo  como  fenómenos  propios  de  las  creencias  re- 
ligiosas, en  circunstancias  que  la  realidad  es  que  han 
sido  la  expresión  del  sentir  de  esa  cultura,  no  siendo 
difícil  notar  que  en  ellas  hay  a  veces  más  factores  po- 
líticos que  religiosos;  pero  ante  la  imposibilidad  de 
entenderlos,  se  les  ha  clasificado  de  acuerdo  con  la 
cultura  que  trata  de  explicarlos. 

Estos  estados  ideológicos  también  se  desarrollan  en 
las  culturas  divergentes;  pero  en  estas  toman  el  carác- 
ter propio  de  sus  respectivas  nacionalidades;  son  com- 
prendidas por  las  otras,  mas  no  pueden  adaptarlos.  Pasa 
así  con  el  puritanismo  inglés,  con  el  jacobinismo  fran- 
cés, el  Eacismo  italiano  y  el  nazismo  alemán;  al  estudiar- 
los hay  que  tomar  en  cuenta  la  edad  de  la  cultura 
cuando  se  desarrollaron.  Es  interesante  considerar  al- 
gunos aspectos  de  este  problema  en  la  cultura  norte- 
americana; el  mormonismo  es  uno  de  ellos. 

2) 

t!  estudio  completo  de  la  Historia  abarca  cuatro 
puntos  importantes:  1?  Investigación  de  la  veracidad  de 
los  acontecimientos.  2?  Narración  de  lo  sucedido.  3*? 
Estudio  de  las  causas  que  generaron  los  hechos  y  Jas 
consecuencias  que  se  produjeron.  4?  Interpretación  del 
significado  de  lo  acontecido  dentro  del  conjunto  gene- 
ral de  la  historia  de  la  humanidad. 

Nosotros  los  chilenos  no  pertenecemos  a  la  cultu- 
ra occidental  ni  a  la  rusa;  formamos  parte  de  una  cul- 
tura naciente:  la  hispanoamericana,  originarios  de  un 
país  que  podemos  decir  es  extraño  dentro  de  esta  cul- 
tura, tal  como  los  vascos  y  los  irlandeses  dentro  de  la 
cultura  occidental.  Esto  es  debido  al  origen  racial  y 
social  y  a  la  posición  geográfica,  al  estar  situado  en  el 
extremo  más  alejado  del  continente  americano,  en  un 
larguísimo  cordón  limitado  por  una  alta  cordillera  y 


201 


por  el  más  grande  de  los  océanos;  gozamos  de  un  am- 
plio criterio  que  no  permite  ninguna  clase  de  extre- 
mismos y  que  ha  desarrollado  un  especial  sentido  rea- 
lista de  la  vida.  Es  curioso  que  en  un  país  de  tan  escasa 
población  se  haya  formado  una  vigorosa  intelectuali- 
dad, en  la  que  el  estudio  de  la  Historia  ha  tenido  una 
notable  posición;  ha  habido  espléndidos  investigado- 
res como  don  Jósé  Toribio  Medina,  notables  historia- 
dores como  don  Diego  Barros  Arana  y  don  Francisco 
Encina  y  un  autor  que  ha  poseído  la  cualidad  de  sentir 
la  Historia,  don  Alberto  Edwards.  Se  puede  decir  que 
el  chileno  tiene  la  imparcialidad  necesaria  y  el  senti- 
do de  lo  real,  que  le  permite  realizar  algo  que  el  gran 
filósofo  de  la  Historia:  Osvaldo  Spengler  definió  al  decir 
que  ia  Historia  hay  que  comprenderla  y  sentirla. 

La  mejor  manera  de  apreciar  el  nihilismo  consis- 
te en  leer  la  literatura  correspondiente  al  período  de 
su  desarrollo.  Turguenef,  novelista  ruso  con  cierta  in- 
fluencia francesa,  hace  definir  el  nihilismo  a  uno  de 
los  personajes  de  una  novela;  dice: 

"El  nihilista  es  un  hombre  que  no  se  inclina  ante 
ninguna  autoridad,  que  no  acepta  en  palabras  ningún 
principio.  Debemos  actuar  en  virtud  de  los  que  nos 
parece  útil.  Pues  bien;  en  la  actualidad  lo  que  es  más 
útil  es  negar:  neguemos,  pues.  No  hav  ninguna  insti- 
tución en  nuestro  país  que  no  merezca  ser  destruida". 

La  palabra  nihilismo  parece  haber  tenido  su  ori- 
gen en  el  latín:  nihil  significa  nada.  Dostoiewski  en  sus 
"Endemoniados",  se  refiere  a  los  nihilistas  y  es  de  él  la 
célebre  frase:  "si  el  nihilismo  ha  nacido  en  Rusia  es 
por  que  todos  nosotros  somos  nihilistas". 

Turguenef,  Dostoiewski  y  otros  deben  formar  la* 
primera  etapa  de  lecturas  para  el  que  se  interese  por 
el  problema  "nihilismo".  La  segunda  corresponde  a  la 
literatura  plenamente  nihilista.  Estrictamente  prohibi- 
da en  Rusia,  a  pesar  de  que  costaba  por  lo  menos  el 
destierro  a  Siberia  el  ser  sorprendido  con  algunos  de 


202 


estos  libros,  circulaban  entre  los  estudiantes  secreta- 
mente en  las  escuelas  y  Universidades. 

Hay  alguno  de  estos  autores  como  Tchernychewíki 
que  extremaron  ese  algo  misterioso  e  incomprensible 
para  los  hombres  de  otra  cultura,  del  alma  rusa.  En  su 
novela  "¿Qué  Hacer?",  de  escaso  mérito  literario,  expu- 
so lo  que  era  el  nihilismo;  el  libro  llegó  a  ser  una  es- 
pecie de  Biblia  revolucionaria.  Interesante  y  mejor  es- 
crita es  otra  novela  de  S.  Stepniak  Kravchesky:  "La 
novela  de  un  terrorista".  Fue  una  obra  de  especial  in- 
terés entre  la  juventud  estudiantil  rusa  de  esa  época. 
Causa  impresión  leerla;  respiran  sus  páginas  un  fana- 
tismo rígido,  duro,  implacable  y  a  la  vez  extraño;  pro- 
duce una  sensación  de  terror  que  no  se  puede  expli- 
car. Es  algo  parecido  al  efecto  causado  por  la  lectura 
de  algunas  de  las  obras  literarias  del  llamado  comunis- 
mo ruso.  ¿Cómo  explicar  un  fanatismo  que  para  noso- 
tros no  tiene  base,  que  es  ilógico?  No  puede  haber  más 
que  una  explicación;  es  algo  que  no  podemos  entender 
y  al  querer  hacerlo  le  damos  una  interpretación  que 
no  corresponde  a  la  realidad. 

3) 

Alejandro  II  estaba  resuelto  a  emprender  grandes 
reformas,  sobre  todo  las  que  se  referían  a  la  servidum- 
bre del  campesinado.  Los  campesinos  en  Rusia,  como 
siervos,  formaban  cerca  del  ochenta  por  ciento  de  la 
población.  En  la  antigua  Rusia  la  población  rural  se 
dividía  en  tres  clases:  la  inferior  la  constituyeron  los 
prisioneros  de  guerra,  los  deudores  insolventes  y  algu- 
nos criminales;  fueron  los  primitivos  siervos.  Después 
venían  los  trabajadores  del  campo/  que  se  ocupaban 
donde  había  trabajo,  y  la  clase  más  alta  era  la  de  los 
labradores  libres  que  cultivaban  los  campos,  ya  como 
propietarios  o  como  arrendadores. 


203 


Las  continuas  reformas  emprendidas  en  el  siglo 
XVI II  hicieron  desaparecer  estas  diferencias  y  redujeron 
a  la  clase  de  siervos  de  la  corona  o  de  la  nobleza  a  las 
tres  clases  que  existían  anteriormente.  En  un  úkase 
(decreto)  de  Catalina  II  se  encuentra  lo  siguiente: 

"Los  propietarios  de  las  fincas  no  solamente  ven- 
den a  sus  labradores  y  criados  por  familias,  sino  que 
también  sueltos  como  -ganado,  como  sucede  en  cual 
quier  otra  parte  del  mundo,  cuya  costumbre  causa  mu- 
cha pena". 

Es  de  interés  ver  cómo  ya  se  acostubraba  hacer  no- 
tar que  lo  malo  en  Rusia,  era  algo  usual  en  otras  partes. 

En  otro  úkase  se  priva  de  todo  derecho  a  los  sier- 
vos y  se  castiga  con  el  knut  (instrumento  para  azotar), 
o  se  les  envía  a  las  minas  de  Siberia,  a  todos  los  siervos 
que  se  atreven  a  presentar  una  queja  contra  su  amo. 

El  zar  Alejandro  se  dirigió  a  Moscow,  después  de 
firmar  el  tratado  de  París;  a  los  jefes  de  la  noble/a  les 
dijo: 

'"Para  desvanecer  rumores  infundados,  creo  conve- 
niente declarar  que  por  el  momento  no  tengo  intencio- 
nes de  abolir  la  servidumbre;  pero  como  Uds.  mismos 
saben,  no  puede  continuar  sin  modificaciones  la  mane- 
ra actual  de  la  posesión  de  los  siervos.  Es  preferible  su- 
primir la  servidumbre  desde  arriba,  que  aguardar  que 
se  empiece  a  suprimir  desde  abajo.  Suplico  a  Uds.,  se- 
ñores, que  reflexionen  cómo  puede  hacerse  esto  y  que 
comuniquen  mis  palabras  a  la  nobleza  para  que  las 
medite". 

Después  de  largos  estudios,  en  1861  se  decretó  la 
libertad  de  los  siervos  de  la  corona,  con  repartición  de 
las  tierras  que  cultivaban.  A  esto  siguió  necesariamen- 
te la  libertad  de  los  siervos  de  la  nobleza,  a  los  que  se 
entregó  parte  de  la  tierra,  pero  con  obligación  de  in- 
demnizar a  los  propietarios. 

Estas  medidas  eran  de  muy  difícil  aplicación  y 
causaron  profundo  disgusto  tanto  entre  la  nobleza  per- 


204 


judíetela,  como  entre  los  campesinos  beneficiados.  Los 
primeros  estimaron  que  habían  sido  expoliados.  La  fra- 
se de  un  noble,  citada  por  un  autor  inglés,  nos  explica 
el  estado  de  ánimo  de  ellos:  "Antes  de  la  emancipación 
bebíamos  champaña  y  no  llevábamos  cuenta  de  nues- 
tros gastos;  desde  la  emancipación,  llevamos  esas  cuen- 
tas y  bebemos  cerveza". 

Los  segundos,  los  campesinos  beneficiados,  no  lo 
estimaron  así,  pues  creían  que  la  tierra  era  de  ellos  y 
no  comprendían  por  qué  deberían  pagar  hasta  com- 
prarla. Ellos  decían  a  los  nobles:  "Somos  propiedad 
vuestra;  pero  el  país  es  propiedad  nuestra". 

Alejandro  II  continuó  haciendo  nuevas  reformas 
administrativas  que  no  fueron  apreciadas  en  su  valor, 
de  modo  que,  lejos  de  tomarse  en  cuenta  la  intención 
noble  y  bondadosa  del  Zar,  se  produjo  un  malestar 
cada  vez  más  intenso.  ¿A  qué  se  debía?  Hay  que  volver 
a  lo  anteriormente  dicho;  Alejandro  II  era  más  occi- 
dental que  rusOf  comprendía  y  admiraba  el  espíritu  li- 
beral de  la  cultura  occidental  y  no  procedía  como  Ale- 
jandro I,  que  admiraba  el  liberalismo  pero  con  un  mo- 
do de  pensar  ruso,  y  lo  aplicaba  como  un  instrumento 
político  para  desarrollar  sus  planes  imperialistas.  Su 
hermano  Nicolás  I,  con  sus  mismas  ideas  políticas  y  a 
pesar  de  su  menor  astucia,  procedía  como  un  ruso  y 
no  transigía  con  ninguna  idea  libertaria  del  occidente. 
El  pueblo  ruso  debía  ser  gobernado  despóticamente  y 
con  mano  de  hierro. 

$■ 

Después  de  tres  guerras,  se  había  logrado  realizar 
la  unidad  alemana;  era  la  obra  grandiosa  de  Bismarck. 
Como  príncipe  y  Canciller  del  Imperio,  le  tocaba  lle- 
var a  cabo  otra  obra  tan  difícil  como  la  primera;  go- 
bernar y  unir  Estados  que  por  tradición  secular  cuida- 


205 


ban  celosamente  su  independencia,  su  individualidad-  \ 
existia  otro  peligro  temible:  la  formación  de  una  posi- 
ble coalición  que  destruyera  lo  que  tanto  había  costado 
establecer. 

Bismarck  era  un  hombre  genial  del  tipo  de  Riche- 
lieu  y  de  Cavour,  de  esos  que  se  dedican  enteramente 
a  realizar  su  ideal  de  lo  que  debe  ser  el  Estado,  no  guia- 
dos por  la  ambición  personal  del  poder,  pues  dan  el 
ejemplo  de  respeto  hacia  el  que  representa  la  autori- 
dad, el  monarca.  Saben  que  son  superiores  a  él  en  ca- 
pacidad y  talento;  pero  ellos  son  los  designados  por 
Dios  para  representar  el  Estado.  Jamás  tratarán  de  atre- 
pellar esa  autoridad,  lo  que  fácilmente  podrían  hacer 
en  provecho  propio.  En  Chile  hemos  tenido  un  hom- 
bre de  esa  categoría:  don  Diego  Portales. 

Al  encontrar  oposición,  sobre  todo  incomprensión 
en  el  Parlamento  prusiano  respecto  de  los  gastos  de- 
mandados para  aumentar  el  ejército,  Bismarck  en  rea- 
lidad prescindió  de  la  constitución  y  gobernó  en  forma 
autoritaria.  Los  triunfos  obtenidos,  el  espléndido  resul- 
tado final,  hicieron  olvidar  esta  ilegalidad,  en  la  que 
ningún  otro  ministro  se  había  atrevido  a  incurrir.  Des- 
pués de  la  formación  del  segundo  Reich  en  Versalles, 
Bismarck,  ahora  el  príncipe  Canciller,  debía  gobernar 
con  el  Parlamento  alemán  y  lo  hizo  siguiendo  un  correc- 
to procedimiento  constitucional.  Procuró  obtener  una 
mayoría  apoyado  principalmente  en  los  elementos  con- 
servadores. 

Era  Bismarck  hombre  de  grandes  odiosidades:  pero 
jamás  se  dejaba  llevar  por  ellas  cuando  veía  que  no 
convenía  a  sus  planes  políticos;  sabía  con  sumo  arte 
cambiar  lentamente,  en  tal  forma  que  no  aparecía  como 
derrotado,  sino  al  contrario  como  que  él  había  apro- 
vechado fuerzas  necesarias;  que  otros  factores  lo  habían 
obligado  a  combatir.  Esto  pasó  con  la  Iglesia  católica. 

Descendiente  de  prusianos,  cuyo  Estado  tuvo  su 
origen  en  la  Reforma,  veía  en  el  protestantismo  lutera- 


206 


no  la  Iglesia  ideal  como  un  instrumento  de  la  monar- 
quía y  sentía  odio  hacia  el  catolicismo,  que  identificaba 
con  la  monarquía  austríaca,  el  gran  enemigo  que  hubo 
que  vencer  para  conseguir  la  unidad  alemana. 

Un  tercio  de  la  población  del  Estado  prusiano  era 
católica;  jamás  Bismarck  demostró  mala  voluntad  a  esa 
religión;  políticamente  le  convenía  contar  con  el  apo- 
yo de  los  obispos  católicos;  mas  al  proclamarse  el  Im- 
perio el  problema  cambió  totalmente:  los  católicos  pru- 
sianos unidos  a  los  de  la  Alemania  del  sur  formaban 
un  fuerza  política  formidable. 

Ya  en  Versalles,  Bismarck  recibió  una  carta  del 
obispo  de  Maguncia,  Ketteler,  que  en  resumen  le  pe- 
día que  en  la  constitución  del  nuevo  Imperio  se  esta- 
bleciera la  libertad  religiosa,  lo  que  iba  a  permitir  a 
los  católicos  seguir  libremente  los  preceptos  de  su  reli- 
gión. Observaba  que  muchos  entendían  el  triunfo  ale- 
mán como  una  victoria  del  protestantismo  sobre  el  ca- 
tolicismo, lo  que  no  era  efectivo,  y  que  ante  el  hecho 
de  que  los  pobladores  de  los  territorios  por  anexar  de 
Alsacia  y  Lorena  eran  católicos,  convenía  darles  la  se- 
guridad legal  de  que  gozarían  de  una  completa  libertad 
religiosa,  contrariamente  a  lo  que  ocurría  con  el  siste- 
ma vigente,  fundado  en  la  sabiduría  de  los  gobernantes 
que  con  el  tiempo  podía  cambiar. 

A  lo  anterior  se  unió  la  exposición  del  conde  Le> 
dochowski,  obispo  de  Posen.  En  ella  pedía  la  interven- 
ción alemana  para  restaurar  el  poder  temporal  de  la 
Iglesia.  Hacía  ver  que  el  territorio  pontificio  no  era 
propiedad  italiana  sino  de  todos  los  católicos  del  mun- 
do y  que  el  rey  Guillermo,  futuro  Emperador  debía 
apoyar  a  los  millones  de  católicos  que  vivían  bajo  su 
glorioso  cetro. 

Al  reunirse  el  primer  Parlamento  del  segundo  Im- 
perio alemán,  el  Emperador  manifestó,  en  su  discurso 
inaugural,  que  el  Imperio  alemán  sólo  deseaba  vivir  en 
paz  y  prosperar  pacíficamente.  Pronto  se  vio  cómo  se 


207 


formaba  un  partido  católico  de  centro  que  trataba  de 
imponer  las  ideas  ya  enunciadas  por  los  obispos  Ke- 
tteler  y  Lodochowski,  que  correspondían  al  sentir  ca- 
tólico. 

5) 

Los  católicos  alemanes  esperaron  que  el  segundo 
Imperio  alemán  fuera  una  resurrección  del  Santo  Im- 
perio, y  creyeron  se  deberían  restaurar  las  conexiones 
que  habían  existido  con  el  Papado.  Bismarck  preten- 
día todo  lo  contrario;  estimaba  como  una  página  som- 
bría ele  la  historia  alemana  la  lucha  entre  el  Sacerdo- 
cio y  el  Imperio.  Ahora  la  situación  era  muy  dife- 
rente; el  Papado  no  tenía  ningún  poder  material  y  ha- 
bía llegado  el  momento  de  reducir  la  Iglesia  católica 
en  Alemania  a  una  condición  igual  a  la  que  tenía  la 
luterana;  es  decir  debía  depender  por  completo  del 
Estado. 

La  gran  equivocación  de  Bismarck  fue  el  conside- 
rar la  Iglesia  como  una  institución  decrépita  que  era 
fácil  subyugar.  Había  que  encontrar  motivos  para  ini- 
ciar el  ataque;  muy  pronto  halló  dos:  El  primero  se 
refería  a  la  existencia  de  concordatos  entre  algunos 
Estados  alemanes  y  el  Papado  que  deberían  caducar 
ante  la  existencia  del  nuevo  Imperio  y  la  desaparición 
del  poder  temporal.  El  segundo  se  generó  por  las  pro- 
testas de  algunos  grupos  de  católicos,  por  la  declaración 
del  dogma  de  la  infabilidad  del  Papa. 

Hubo  protestas  en  algunos  sectores  católicos  tanto 
de  Francia  como  de  Alemania  por  haber  definido  el 
dogma  de  la  infabilidad  el  Concilio  del  Vaticano.  Los 
franceses,  que  veían  en  el  liberalismo  el  futuro  de  la 
humanidad  y  estaban  molestos  i:>or  la  Encíclica  "Quan- 
ta  cura"  y  el  Syllabus,  discutieron  y  atacaron  la  posi- 
ble aceptación  del  dogma  de  la  infabilidad;  pero  una 


208 


vez  que  el  Concilio  lo  aprobó  se  sometieron;  no  pasó 
así  en  Alemania.  En  el  sur  existía  una  sociedad.  "Los 
viejos  católicos",  que  discutió  apasionadamente  el  dog- 
ma hasta  llegar  una  parte  de  ellos  a  no  acatar  lo  re- 
suelto por  el  Concilio;  aparecía  como  dirigente  de  esta 
oposición  Ignacio  Dóllinger,  profesor  de  Historia  y  de 
derecho  eclesiástico  en  Munich;  ante  las  censuras  de 
¡as  autoridades  eclesiásticas  por  su  rebeldía  pidió  auxi- 
lio al  gobierno  imperial. 

En  la  extensa  exposición  presentada  por  Dóllin- 
ger al  gobierno,  había  partes  que  servían  de  base  para 
poder  desarrollar  una  campaña  cesaropapista  tal  como 
la  deseaba  Bismarck,  que  comprendía  muy  bien  la  de- 
bilidad interior  del  Imperio  federal  y  la  necesidad  de 
fortalecer  la  unidad.  No  podía  aceptarse  una  autoridad 
religiosa  exterior;  por  lo  tanto,  era  preciso  someter  el 
catolicismo  a  una  Iglesia  nacional.  El  filósofo  alemán 
Hegel,  expone  las  bases  de  este  modo  de  pensar  cuando 
dice: 

"El  Estado  es  el  Dios  presente,  el  Dios  real;  es  la 
voluntad  divina  manifiesta  de  una  manera  sensible;  el 
espíritu  divino  que  se  desarrolla  bajo  una  forma  real. 
Es  lo  divino  y  lo  humano;  es  eternamente  el  fin  propio 
para  sí  mismo.  tiene  todos  los  derechos  a  todos  sus 
individuos.  El  pueblo  organizado  en  sociedad  es  el  po- 
der absoluto  sobre  la  tierra". 

Dóllinger  invoca  recuerdos  históricos  destinados  a 
exacerbar  él  nacionalismo  alemán,  exaltado  por  las 
grandes  victorias  obtenidas;  dice  así: 

"Como  cristiano,  como  teólogo,  como  perito  en  la 
historia  y  como  ciudadano,  no  puedo  aceptar  esta  doc- 
trina (dogma  de  la  infabilidad).  Como  cristiano,  no  la 
puedo  aceptar  porque  es  incompatible  con  el  espíritu 
del  Evangelio  y  con  las  expresiones  claras  de  Cristo  y 
de  los  apóstoles,  porque  quiere  fundar  el  imperior  de 
este  mundo  que  Cristo  rehuyó,  quiere  el  dominio  so- 
bre las  comunidades  que  San  Pedro  se  prohibió  a  sí 


209 


mismo  y  a  los  demás;  no  puedo  aceptarla  como  teólo- 
go, porque  se  le  opone  en  absoluto  toda  la  tradición 
genuina  de  la  Iglesia.  No  puedo  aceptarla  como  perito 
en  historia,  porque  como  tal  perito  sé  que  ha  costado 
ríos  de  sangre  a  Europa  la  tenaz  tendencia  a  realizar 
esta  teoría  del  dominio  universal,  que  ha  introducido 
la  confusión  en  varios  países  y  los  ha  arruinado,  que 
ha  conmovido  y  descompuesto  el  hermoso  edificio  de 
la  organización  de  la  Iglesia  antigua  y  que  ha  produ- 
cido, fomentado  y  sostenido  los  peores  abusos  en  la  Igle- 
sia, entre  los  eclesiásticos  y  los  laicos,  con  sus  preten- 
siones de  exigir  la  sumisión  de  los  Estados,  de  los  so- 
beranos y  de  todo  el  orden  político  al  poder  pontificio, 
y  por  la  situación  privilegiada  que  pide  para  el  clero. 
Yo  no  puedo  ocultarme  que  esta  doctrina,  a  consecuen- 
cia de  la  cual  pereció  el  antiguo  imperio  alemán,  lleva 
también  al  nuevo  imperio  el  germen  morboso,  incura- 
ble, si  llegara  a  ser  dominante  en  la  parte  católica  de 
la  nación  alemana". 

Al  leer  estas  líneas  tantos  años  después  de  ser  es- 
critas y  al  reflexionar  sobre  lo  acontecido  a  continua- 
ción, hay  que  pensar  a  qué  extremos  lleva  la  soberbia 
sobre  la  creencia  de  la  sabiduría  humana,  y  cóm-o  los 
sabios  que  estudian  las  ciencias,  olvidan  cuan  frágil  es 
la  inteligencia  de  los  hombres  y  cuantos  errores  se  co- 
meten por  la  presunción  de  sentirse  poseedor  de  la 
verdad. 

6) 

El  cisma  producido  entre  los  católicos  de  Baviera, 
hizo  estallar  la  contienda  que  esperaba  aprovechar  Bis- 
marck,  para  incluir  en  el  cesaropapismo  'ejercido  sobre 
las  iglesias  protestantes,  a  la  católica.  No  tomó  en  cuen- 
ta el  movimiento  ultramontano  y  que  su  fuerza  aumen- 
taba con  la  pérdida  del  poder  temporal.  Igual  que 


210 


Napoleón,  cometió  el  error  de  creer  en  la  ruina  de  Ja 
Iglesia  católica,  como  algo  que  ya  era  evidente;  el  Con- 
cilio del  Vaticano  no  tenía  importancia  al  lado  de  la 
perdida  del  poder  temporal  que  significaba  el  término 
de  su  independencia.  Había  llegado  el  momento  de  re- 
ducir el  clero  católico  a  la  misma  servidumbre  estatal 
que  soportaba  el  protestante. 

Como  una  consecuencia  de  varios  incidentes  pro- 
ducidos, se  dictó  la  ley  llamada  Kanselparagraph;  esta 
prohibía  y  castigaba  el  tratar  en  el  pulpito  los  asuntos 
públicos  en  forma  que  efectara  la  paz  interna.  Después 
el  ministro  Adalberto  Falk  inició  la  promulgación  de 
una  serie  de  leyes,  las  primeras  leyes  de  mayo,  cuyo 
objetivo  era  establecer  el  control  del  Estado  en  la  vida 
de  la  Iglesia.  Se  dispuso  la  dirección  de  la  enseñan/a 
y  el  obligar  a  los  estudiantes  de  Teología  a  cursar  tres 
años  en  las  Universidades  del  Estado. 

Como  el  Papa  no  aceptara  al  cardenal  Hobenlohc 
como  embajador  alemán  en  el  Vaticano,  fue  suprimi- 
da la  embajada  y  empezó  una  abierta  lucha.  Entonces 
Bismarck  pronunció  su  frase  famosa:  "No  iremos  a  Ca- 
nosa, ni  en  espíritu  ni  en  carne".  Los  jesuítas  preocu- 
paban especialmente  al  Canciller;  creía  que  fomentaban 
la  resistencia  polaca  y  que  algo  semejante  iba  a  pasar 
en  Alsacia  y  Lorena;  terminó  por  expulsarlos  de  Ale- 
mania. Se  entabló  lo  que  los  alemanes  han  llamado  el 
Kulturkampf,  o  sea  la  lucha  por  la  cultura. 

Han  creído  ver  en  Bismarck,  especialmente  los 
autores  alemanes  y  franceses,  un  fanatismo  religioso,  el 
odio  del  protestante  hacia  el  católico,  acentuado  aún 
más  por  el  factor  político  que  identificaba-  el  Austria 
católica  como  el  mayor  enemigo  de  la  unidad  alemana. 
Pasados  los  años,  al  estudiar  desapasionadamente  su  vi- 
da y  su  actuación  política,  se  le  puede  considerar  como 
un  genial  hombre  de  estado,  que  no  tuvo  ningún  fa- 
natismo sino  el  deseo  vehemente  de  realizar  su  concep- 


211 


ción  de  gobierno  autoritario,  encarnado  en  la  persona 
del  soberano,  no  como  hombre,  sino  como  un  símbolo 
de  la  nación. 

Si  hubiera  tenido  el  fanatismo  anti-católico  que  se 
le  supone,  habría  continuado  su  campaña  pro  Kultur- 
kampf.  Veremos  como  la  dejó  a  un  lado  cuando  vio 
que  se  equivocaba  ante  el  valor  de  la  fuerza  religiosa  y 
que  existía,  para  su  ideal  de  Estado,  un  peligro  mucho 
mayor.  Igualmente  no  fue  anti-austríaco;  lo  demostró 
al  desarrollar  después  una  política  pro-Austria.  Bismarck 
era  uno  de  esos  hombres  raros  que  sienten  la  Historia 
y  comprendió  que  el  Austria  era  la  avanzada  del  ger- 
manismo en  los  Balkanes,  llamada  a  completar  la  ba- 
rrera para  detener  el  avance  ruso  que  amenazaba  aho- 
gar la  cultura  'occidental. 


212 


CAPITULO  XIV 


1)   Consideraciones  sobre  el  carácter  ruso.—  2)   El  paneslavis- 
mo.— 3)    Guerra  ruso-turca.—  4)    El  Congreso  de  Berlín.— 
5)    Muerte  del  zar  Alejandro  II. 

1) 

Cada  cultura  tiene  sus  características  propias,  que 
La  diferencian  de  las  otras  y  acentúan  su  personalidad. 
Una  de  estas  características  en  la  cultura  rusa  es  el  im- 
perialismo, ese  afán  de  expansión  que  si  no  es  satis- 
fecho por  sus  gobernantes  produce  graves  trastornos, 
que  en  repetidas  ocasiones  han  sido  considerados  como 
el  producto  de  circunstancias  casuales  sin  tomar  en 
cuenta  la  causa  última  y  verdadera.  Es  curioso  consi- 
derar que  esta  tendencia  a  la  expansión  es  decidida 
mente  dirigida  hacia  el  occidente  y  aprecia  como  algo 
secundario  las  enormes  conquistas  de  territorios  orien- 
tales. 

Rusia  se  ha  extendido  y  adquirido  un  inmenso 
imperio  en  Siberia  y  en  las  regiones  asiáticas,  y  sin  em- 
bargo para  el  pueblo  ruso  estas  valiosas  adquisiciones 
no  tienen  la  importancia  que  él  atribuye  a  las  anexio- 
nes hechas  en  territorios  europeos.  Cuando  los  zares 
como  Alejandro  I,  Nicolás  I  o  Alejandro  II  incorpora- 
ron al  Imperio  nuevos  territorios  siberianos,  regiones 


213 


en  el  Turquestán  o  hacia  el  Cáucaso,  no  se  les  dio  la 
importancia  atribuida  a  la  Besarabia  o  a  cualquier  re- 
gión limítrofe  con  el  occidente.  Esta  observación  trae 
a  la  mente  el  caso  de  Carlos  V;  sabe  que  Hernán  Cortés 
le  ha  conquistado  un  imperio  más  grande  que  el  pro- 
pio y  mira  esta  hazaña  como  algo  sin  importancia  al 
lado  de  la  conquista  de  Túnez  o  Argel  o  cualquier  nido 
de  piratas  africanos. 

La  realidad  se  nos  presenta  al  pensar  que  una  de 
las  características  de  la  cultura  rusa  no  es  sólo  el  impe- 
rialismo, tal  vez  común  a  las  culturas  céntricas,  sino  el 
expansionismo  agresivo  hacia  el  occidente.  Cuando  los 
monarcas  rusos  han  contrariado  este  deseo  instintivo 
del  alma  rusa,  si  han  fracasado  al  querer  satisfacerlo, 
han  tenido  que  sufrir  graves  complicaciones,  termina- 
das a  veces  por  el  fin  trágico  de  su  reinado  o  por  una 
dudosa  terminación.  Conviene  mirar  hacia  atrás  y  ana- 
lizar algo  de  lo  sucedido. 

Isabel,  hija  de  Pedro  el  Grande,  verdadero  'Zar  de 
Rusia,  comprendió  la  extraña  psicología  de  su  pueblo 
e  instintivamente  satisfizo  el  sentir  popular  con  sus  pro- 
cedimientos atrabiliarios  y  crueles.  La  guerra  ele  Siete 
Años,  las  victorias  obtenidas  sobre  Federico  II,  hacían 
olvidar  las  derrotas  al  ver  que  los  ejércitos  rusos  se 
apoderaban  de  la  Prusia  Oriental,  saqueaban  a  Berlín  y 
recorrían  la  Pomerania  y  Posen;  todo  esto  permitió  a 
Isabel  gobernar  caprichosamente  hasta  su  muerte.  No 
pasó  así  con  su  heredero  Pedro  III,  quien  llevado  por 
una  increíble  admiración  por  el  rey  prusiano,  firmó  la 
paz  y  le  abandonó  los  territorios  conquistados  como  si 
hubiera  sido  un  príncipe  vencido  y  no  el  vencedor.  Dis- 
gustó al  ejército  y,  lo  que  es  peor,  se  creó  un  ambiente 
anti  popular,  es  decir  anti-ruso,  lo  que  cauzó  su  terrible 
y  trágico  fin. 

Catalina  II,  princesa  alemana  muy  inteligente, 
captó  el  sentir  ruso  y  satisfizo  ampliamente  su  instinto 
agresivo  hacia  el  occidente,  en  tal  forma  que  no  se  le 


214 


reprochó  el  infame  asesinato  de  su  esposo  Pedro  III  ni 
la  inmoralidad  amorosa  de  su  vida,  ni  que  aceptara 
como  amantes  a  los  asesinos  del  Zar.  Da  la  impresión 
de  que  comprendió  el  alma  rusa,  que  sq  identificó  con 
ella  o  fingió  hacerlo  para  asegurar  su  corona. 

Pablo  I  fue  un  ruso  auténtico;  se  lanzó  a  la  lucha 
contra  el  occidente,  mas  llevado  por  su  carácter  maniá- 
tico, hizo  la  paz  y  se  convirtió  en  un  admirador  del 
Primer  Cónsul,  se  desencadenó  contra  él  la  conspira- 
ción que  lo  llevó  a  la  muerte.  Alejandro  I  sabe  muy 
bien  el  camino  que  debe  seguir;  su  lucha  contra  Fran- 
cia, a  pesar  de  sus  primeras  derrotas,  aparece  en  Tilsit 
como  que  ha  hecho  a  Rusia  dueña  de  la  mitad  del 
mundo  y  que  aspira  astutamente  al  dominio  de  la  otra 
mitad. 

El  congreso  de  Viena,  la  no  anexión  total  de  Po- 
lonia, produjo  en  Rusia  la  sensación  de  que  el  Zar 
había  fracasado.  Las  primeras  conspiraciones  militares, 
su  estado  psicológico,  llevaron  a  Alejandro  a  la  muerte 
o  a  fingirla.  Su  hermano  empuña  con  mano  firme  el 
cetro;  la  terrible  represión  de  Polonia,  los  ataques  a 
Turquía,  el  aplastamiento  de  la  sublevación  húngara, 
hacen  aparecer  al  Zar  ante  el  pueblo  ruso  como  el  mo- 
narca necesario  que,  látigo  en  mano,  castiga  a  los  pue- 
blos que  se  atreven  a  discutir  sus  decisiones. 

Viene  la  guerra  de  Crimea;  es  imposible  disimular 
la  derrota;  Nicolás  I  sabe  que  si  acepta  una  paz  impues- 
ta va  a  provocar  una  revuelta,  que  si  hasta  ahora  ha  po- 
dido evitarla  ha  sido  gracias  a  la  creencia  que,  con  or- 
gullo, sustentan  sus  subditos  en  su  potente  autoridad 
que  se  extiende  más  allá  de  las  fronteras.  Sigue  el  ca- 
mino de  su  hermano  Alejandro  I;  son  varios  los  autores 
que  sostienen  que  el  Zar  provocó  la  enfermedad  que  rá- 
pidamente lo  llevó  a  la  tumba.  Lo  cierto  es  que  murió 
sin  sufrir  la  humillación  de  reconocer  su  derrota. 


215 


2) 


Hemos  visto  que  a  Alejandro  II  se  le  puede  con- 
siderar más  occidental  que  ruso;  que  a  esto  se  debe  el 
error  de  creer  que  podía  aplacar  el  descontento  popu- 
lar, agudizado  por  la  derrota  de  Crimea,  por  medio  de 
reformas  administrativas  y  dando  libertad  a  los  siervos. 
Dejó  descontenta  a  la  nobleza  y  también  al  pueblo,  que 
trataba  de  beneficiar.  El  aumento  del  nihilismo,  el 
conjunto  de  misticismo  y  de  anarquismo  del  alma  rusa, 
no  era  entendido  por  el  Zar.  Sus  románticos  amores  con 
la  joven  y  hermosa  princesa  Catalina  Dolgoruki,  a  la 
que  hizo  su  esposa  morganática  al  enviudar,  con  la  in- 
tención de  elevarla  al  trono,  lo  que  la  muerte  le  impi- 
dió hacer,  fue  uno  de  los  factores  que  hicieron  cambiar 
el  pensamiento  de  Alejandro  II  y  comprender  el  sen- 
tido real  de  las  aspiraciones  del  pueblo  ruso.  Es  intere- 
sante hacer  notar  que  Catalina  Dolgoruki  ejerció  sobre 
Alejandro  una  influencia  similir  a  la  de  Gregorio  Po- 
temkin  sobre  Catalina  II. 

El  exceso  del  movimiento  nihilista  produjo  el  pa- 
neslavismo, que  se  basaba  en  el  sentimiento  místico  de 
los  rusos,  en  una  especie  de  mesianismo  que  los  lleva 
a  creerse  el  pueblo  elegido  por  Dios  para  dominar  en 
la  tierra.  Es  conveniente  recordar  que  la  primera  reac- 
ción paneslavista  se  produce  en  Moscow,  la  ciudad  san- 
ta dejada  a  un  lado  por  los  zares  para  residir  en  San 
Petersburgo.  Mocow,  según  ellos,  es  la  tercera  Roma 
y  existe  el  deber  de  libertar  la  segunda:  Bizancio,  Cons- 
tan tinopla;  hay  que  hacer  ondear  en  Santa  Sofía  los  es- 
tandartes  con  el  águila  bicéfala,  insignia  de  los  Paleó- 
logos, últimos  emperadores  de  Bizancio  de  cuyo  paren- 
tesco se  jactan  los  Romanof. 

Se  produjo  un  intenso  y  fervoroso  movimiento  en- 
caminado a  libertar  a  los  pueblos  balkánicos  del  yugo 
turco.  Los  paneslavistas  olvidaban  que  tanto  los  búlga- 


216 


ros  como  los  rumanos  y  otros  grupos  de  habitantes  de 
la  península  de  los  Balkanes,  no  tenían  nada  de  esla- 
vos *y  al  querer  emprender  una  cruzada  para  libertar 
pueblos  que  no  eran  eslavos,  no  se  fijaban  que  opri- 
mían tiránicamente  a  otros  que  lo  eran  como  pasaba  con 
Polonia . 

La  derrota  de  Francia  en  1870  privaba  a  Inglate- 
rra de  la  aliada  con  la  que  podía  asegurar  el  cumpli- 
miento del  tratado  de  París;  ahora  se  podía  volver  a 
restablecer  el  dominio  ruso  sobre  el  mar  Negro  e  inten- 
tar una  vez  más  el  avance  hacia  Constantinopla.  Bis- 
marck  se  decidió  a  llevar  a  la  práctica  su  deseo  de  pro- 
vocar una  nueva  guerra  contra  Francia,  con  el  objeto  de 
destruir  definitivamente  su  poder,  ante  el  temor  que  le 
produjo  la  rehabilitación  económica  tan  rápida  de  esta 
nación  —que  desmostró  su  riqueza  y  vitalidad  incalcu- 
lables—, así  como  ante  la  reorganización  del  ejército 
francés  y  ante  la  posibilidad  de  que  Francia  volviera  a 
la  monarquía.  El  Zar  vio  el  peligro  que  significaba  la 
omnipotencia  alemana  y  resolvió  oponerse.  Se  trasladó  a 
Berlín,  donde  en  una  entrevista  con  el  emperador  Gui- 
llermo y  en  otra  ulterior  con  Bismarck,  dio  a  conocer 
su  pensamiento:  se  oponía  decididamente  a  permitir 
una  nueva  guerra. 

La  oposición  rusa  y  las  advertencias  de  Inglaterra, 
Austria  e  Italia  hicieron  fracasar  el  plan  fraguado  por 
Bismarck;  fue  su  primera  derrota  diplomática.  Estadis 
ta  buen  calculador,  esperó  el  momento  propicio  para 
hacer  pagar  a  Rusia  el  que  hubiera  contrariado  su  po- 
lítica en  forma  tan  efectiva. 

Ante  la  noticia  de  la  insurrección  de  los  búlgaros 
y  servios  y  la  terrible  represión  turca,  estalló  con  más 
vigor  el  movimiento  paneslavista,  cuyo  centro  era  Mos- 
cow.  Aksacow  y  Katsow  aparecieron  como  los  profetas 
directores  de  una  cruzada  de  caracteres  místicos,  enca- 
minada a  que  Rusia  cumpliera  la  misión  sagrada  a  la 
cual  Dios  la  había  destinado.  Se  hablaba  de  la  guerra 


217 


contra  Turquía  no  en  el  sentido  de  satisfacer  un  deseo 
de  nuevas  conquistas,  sino  como  la  realización  de  un 
deber  santo. 

En  1869  apareció  en  la  revista  Zaria,  una  serie  de 
artículos  escritos  por  Nicolás  Danilewski,  funcionario 
del  gobierno  ruso,  uno  de  los  más  brillantes  pensado- 
res ele  la  Filosofía  de  la  Historia;  junto  con  Juan  Bau- 
tista Vico  y  Osvaldo  Spengler  forman  la  trinidad  fun- 
dadora de  la  ciencia  de  interpretar  la  Historia.  El  au- 
tor hacía  notar  y  quería  explicar  la  natural  antipatía 
existente  entre  Rusia  y  el  occidente  europeo.  Sostiene 
que  hay  una  completa  diversidad  de  culturas.  La  una, 
la  rusa,  no  es  europea,  es  rusa;  la  otra,  la  occidental  es 
romano-germánica;  no  hay  entre  una  y  otra  ninguna 
conexión  en  el  modo  de  pensar;  hay  sólo  una  especie 
de  repulsión  por  ser  la  rusa  más  joven  v  vigorosa  qüe 
la  occidental,  ya  anciana.  Esta  distancia  oculta  en  el 
fondo  la  envidia  de  una  cultura  envejecida  respecto  de 
otra.  La  rusa  llamada  a  dominar  sobre  toda  la  Europa, 
una  vez  que  haya  vencido  finalmente  a  las  caducas  na- 
cionalidades occidentales. 

Danilewski  interpretó  el  verdadero  sentir  ruso  de 
esa  época;  años  después,  ante  el  fracaso  de  varias  de  las 
tentativas  agresivas  de  la  política  rusa,  otro  notable  es- 
critor, Dimitri  Merescowski  da  una  admirable  interpre- 
tación del  alma  rusa.  Es  de  especial  interés  para  el  que 
se  interese  por  esta  clase  de  estudios,  el  conocer  algunas 
de  las  obras  de  este  autor,  porque  sin  quererlo,  nos  da 
a  conocer  el  pensamiento  ruso  respecto  de  otras  cultu- 
ras. En  su  novela  "La  muerte  de  los  dioses"  nos  descri- 
be el  reinado  de  Juliano  el  Apóstata,  es  decir,  nos  da 
su  opinión  de  como  él  considera  lo  que  cree  es  el  final 
de  la  orgullosa  cultura  greco-romana.  Después  "La  re- 
surrección de  los  dioses"  nos  indica  su  pensamiento 
acerca  del  Renacimiento,  tal  como  lo  aprecia.  Y  por 
último  en  ''El  misterio  de  Alejandro  I"  nos  muestra 
el  ambiente  ruso. 


275 


En  1908  publicó  en  Florencia  un  estudio  que  en 
una  de  sus  partes  dice: 

"No  basta  viajar  por  Europa,  hay  que  vivir  en  ella 
para  comprender  las  diferencias  que  nos  separan  de  los 
occidentales;  diferencias  no  sólo  de  ideas  y  de  senti- 
mientos, sino  aun  de  sensaciones  primordiales,  de  una 
física  que  viene  a  ser  fundamento  de  toda  metafísica. 
Podemos  mostrarnos  a  ellos  y  acercarnos  más  o  menos 
de  acuerdo  con  su  manera  de  ver  las  cosas,  pero  antes] 
o  después  llega  el  momento  en  que  cesan  de  compren- 
dernos y  nos  consideran  como  habitantes  de  otro  pla- 
neta". 

"Digo  esto  sin  orgullo,  antes  al  contrario,  con  pe- 
na, porque  es  mucho  lo  que  de  ellos  tenemos  que  apren- 
der, y  muchos  los  aspectos  en  que  tenemos  que  pedir: 
les  ayuda;  en  tanto  que  tengo  serias  dudas  de  que  no- 
sotros, a  la  recíproca,  podamos  serles  útiles  en  nada. 
Sea  como  fuere,  al  menos  por  el  momento,  ellos  no  nos 
necesitan  de  modo  consciente  o  sin  saberlo,  ellos  no  ven 
la  suerte  futura  de  Europa  ligada  a  nuestra  propia  suer- 
te. Si  Rusia  desapareciera,  ellos  seguirían  viviendo;  pero 
si  desapareciera  Europa,  todo  acabó  para  nosotros. 

"Es  difícil,  por  no  decir  imposible,  formular  de 
modo  preciso  una  comparación  entre  el  alma  rusa  y  el 
alma  occidental,  pero  hay  detalles  que  saltan  a  la  vista. 
Ellos  se  han  individualizado;  nosotros  seguimos  siendo 
una  masa  informe.  Pero  el  punto  más  patente  de  nues- 
tra disparidad  con  Europa  y  a  la  vez  el  más  difícil  de 
definir,  es  la  característica  religiosa.  Limitarnos  a  decir 
"nosotros  tenemos  una  religión  y  ellos  no",  sería  inmo- 
destia y  quizás  también  mentira.  Todos  nosotros,  cre- 
yentes o  no,  podríamos  decir  de  cada  uno,  en  grado 
mayor  o  menor;  lo  que  de  sí  mismo  decía  un  ruso  de- 
cadente: "Deseo  algo  que  no  existe  en  el  mundo.  Lo 
que  yo  deseo  no  existe  todavía  en  el  mundo".  Los  eu- 
ropeos no  dirían  tal  cosa,  ellos  desean  lo  que  existe  en 
el  mundo.  Están  en  contacto  con  el  mundo  tal  como 


219 


es;  nosotros  con  un  mundo  que  todavía  tiene  que  venir 
Ellos  aun  creyendo,  teniendo  fe,  no  se  privan  del  co- 
nocimiento; nosotros  atin  sabiendo  y  conociendo  no 
dejamos  de  creer.  He  aquí  por  qué  en  las  fórmulas  úl- 
timas  de  la  negación,  nosotros  parecemos  a  ellos  mís- 
ticos; y  ellos  en  las  formas  más  extremadas  de  la  fe,  nos 
parecen  a  nosotros  escépticos". 

3> 

Las  insinuaciones  de  Bismarck  hacia  un  reparto 
,de  la  influencia  en  los  Balkanes  entre  Rusia  y  Austria 
y  la  situación  interior,  decidieron  al  zar  Alejandro  II 
a  emprender  el  ataque  contra  Turquía.  El  detestaba  la 
guerra,  pero  vio  la  necesidad  de  hacerla  y  de  colocarse 
al  frente  de  su  ejército.  Privadamente  advirtió  a  Ingla- 
terra que  no  eran  las  intenciones  rusas  el  apoderarse 
de  Constantinopla;  sólo  lo  guiaba  el  fin  noble  de  liber- 
tar pueblos  hermanos  oprimidos  por  un  yugo  oprobio- 
so. Hay  cierta  ingenuidad  en  pensar  que  el  gobierno 
inglés  iba  a  esperar  tranquilamente  que  el  vencedor 
cumpliera  lo  ofrecido. 

Se  concentraron  dos  ejércitos  rusos  contra  Turquía; 
el  principal,  de  cerca  de  doscientos  cincuenta  mil  hom- 
bres, en  Besarabia,  al  mando  del  gran  duque  Nicolás, 
y  otro  en  la  frontera  del  Cáucaso  para  invadir  Arme- 
nia, al  mando  del  gran  duque  Miguel.  Se  esperaba  una 
victoria  rápida  y  aplastante  por  parte  de  los  rusos;  se 
trataba  de  vencer  a  un  hombre  enfermo  (Turquía),  el 
desengaño  fue  muy  grande.  Pronto  se  vio  la  falta-  de 
una  organización  eficiente  en  el  ejército  ruso;  a  esto 
se  unió  el  haber  continuado  en  la  región  danubiana  un 
período  de  lluvias  torrenciales  que  dificultaron  el 
avance  ruso  y  la  travesía  del  Danubio.  Cuando  se  ven- 
cieron estos  inconvenientes  y  se  lanzaron  las  avanzadas 
rusas  hacia  los  pasos  de  los  montes  Balkanes,  se  encon- 


220 


traron  con  que  el  ejército  turco  concentrado  en  Plewna 
oponía  una  inesperada  resistencia. 

Días  más  tarde,  al  atacar  los  rusos  uno  de  los  pun- 
tos fortificados  de  Plewna,  fueron  derrotados  y  poco 
después  los  turcos  obtuvieron  una  segunda  victoria  de 
tal  magnitud  que  se  creyó  necesario  estudiar  una  reti- 
rada total  del  ejército  ruso  hacia  el  Danubio,  lo  que  se 
evitó  aceptando  el  auxilio  del  ejército  rumano.  Al  ser 
también  derrotados  los  rusos  en  Armenia,  se  desencade- 
nó una  tempestad  de  protestas  contra  el  gobierno  y  los 
jefes  militares,  a  los  que  se  acusaba  de  incompetencia, 
pues  no  se  dudaba  de  las  cualidades  guerreras  del  sol- 
dado ruso. 

Al  caer  Plewna,  que  resistió  diez  meses  de  asedio, 
el  ejército  ruso  pasó  los  Balkanes  y  se  apoderó  de  Adria- 
nópolis  y  amenazó  Constantinopla;  los  turcos  se  vie- 
ron obligados  a  firmar  el  tratado  de  San  Estéfano.  Se 
estipulaba  la  independencia  de  Servia,  Montenegro,  Ru- 
mania y  la  gran  Bulgaria,  cuyo  territorio  se  extendía 
del  mar  Negro  al  Egeo.  Además  Rusia  se  anexaba  parte 
de  Armenia  y  Trebizonda  en  las  costas  del  Asia  Menor. 

4) 

El  tratado  de  San  Estéfano  hacía  dueña  a  Rusia 
de  los  Balkanes;  los  nuevos  Estados  libres  iban  a  ser 
satélites  del  Imperio  ruso  y  por  intermedio  de  la  gran 
Bulgaria  llegaba  a  las  costas  del  Egeo.  El  dominio  tur- 
co en  Europa  quedaba  anulado  y  era  cuestión  de  poco 
tiempo  para  que  los  zares  entraran  en  Constantinopla; 
además  la  anexión  de  parte  de  las  costas  Ponto  conver- 
tía el  mar  Negro  en  un  mar  ruso.  Todo  esto  era  ina- 
ceptable por  parte  de  Inglaterra;  ya  no  podía  contar 
con  la  ayuda  francesa,  pero  podía  encontrar  indirecta- 
mente un  aliado  más  efectivo  por  su  poder  militar  y 
por  limitar  con  Rusia.  Este  posible  aliado  era  el  Im- 
perio alemán. 


221 


Dirigía  la  política  inglesa  Benjamín  Disraeli,  polí- 
tico hábil  y  sagaz  que  unía  al  espíritu  positivista  del  im- 
perialismo inglés  la  fantasía  y  la  astucia  de  su  ascenden- 
cia semita.  Secretamente  ya  estaba  de  acuerdo  con  Bis- 
marck y  se  había  fijado  con  Turquía  el  precio  de  la  in- 
tervención inglesa:  la  isla  de  Chipre.  El  gobierno  inglés 
protestó  por  el  avance  ruso  y  la  escuadra  inglesa  ancló 
en  el  Bosforo.  La  actitud  amenazadora  de  Inglaterra,  la 
incertidumbre  sobre  la  neutralidad  alemana  y  la  mani- 
fiesta inquietud  en  Viena  obligaron  al  zar  Alejandro  a 
aceptar  que  se  reuniera  un  congreso  en  Berlín,  lo  que 
equivalía  a  declarar  sin  efecto  el  tratado  de  San  Estéfano. 

Hay  cierta  analogía  entre  el  congreso  de  París  y  el 
de  Berlín;  entre  la  situación  de  Napoleón  III  y  la  del 
zar  Alejandro  II.  Ambos  Emperadores  fueron  cercados 
por  la  incalculable  astucia  de  hombres  muy  superiores 
en  el  juego  diplomático  y  en  la  hábil  forma  de  realizar 
sus  planes.  Napoleón  III  fue  una  víctima  de  la  astucia 
política  de  Cavour  y  de  Bismarck  después.  Alejandro  II 
pasó  a  ser  juguete  en  las  manos  de  Bismarck  y  Disraeli. 
El  congreso  de  París  incubó  las  futuras  guerras  franco- 
austríaca,  austro-prusiana  y  la  franco-alemana;  el  de  Ber- 
lín creó  el  campo  propicio  para  algo  peor:  ta  gran  gue- 
rra mundial  de  1914. 

El  congreso  de  Berlín  acordó  que  Rusia  adquiriera 
la  Besarabia,  perdida  en  el  congreso  de  París,  una  peque- 
ña parte  de  la  Armenia  turca  y  nada  más.  Se  reconocía 
como  estados  soberanos  a  Rumania,  Servia  y  Montenegro; 
una  parte  de  Bulgaria  quedaba  como  vasalla  de  Tur- 
quía y  la  otra  bajo  el  gobierno  directo  del  Sultán  turco. 
En  resumen,  Turquía  quedaba  dueña  en  los  Balkanes 
de  un  territorio  que  se  extendía  desde  el  Adriático  al 
mar  Negro.  Y  ahora  viene  la  parte  curiosa:  se  entregaba 
a  la  administración  austríaca  la  Bosnia  y  la  Herzegovi- 
na, territorios  poblados  por  eslavos  del  sur,  algunos  ca- 
tólicos, otros  ortodoxos  y  muchos  musulmanes.  Así  el 
Austria,  sin  haber  entrado  a  la  guerra,  recibía  una  sur 


222 


culenta  indemnización  que  la  resarcía  de  sus  pérdidas 
anteriores  en  Italia  y  en  Alemania.  Inglaterra  adquiría 
la  isla  *de  Chipre,  que  estratégicamente  le  permitía  do- 
minar el  Mediterráneo  oriental  y  el  canal  de  Suez, 
abierto  hacía  poco  tiempo  para  comunicar  el  Medite- 
rráneo con  el  mar  Rojo  y  el  océano  Indico. 

Con  razón  el  anciano  ministro  ruso  Gorchacof,  lle- 
no de  pena  exclamó:  "Para  esto  hemos  sacrificado  cien 
mil  hombres  y  tanto  dinero". 

5) 

Nadie  imaginó,  ni  el  mismo  zar  Alejandro  II,  que 
al  aceptar  los  acuerdos  de  Berlín,  había  firmado  su 
sentencia  de  muerte.  Los  primeros  fracasos  en  Plewna 
y  en  Armenia  habían  demostrado  los  defectos  de  la  ad- 
ministración zarista;  por  poco  tiempo  la  marcha  victo- 
riosa hacia  Bizancio  reafirmó  el  ideal  paneslavista.  El 
resultado  del  congreso  de  Berlín  fue  la  negación  de  las 
esperanzas  que  se  fundaban  en  el  carácter  místico  del 
zarismo. 

En  realidad,  los  hechos  demostraban  que  el  Impe- 
rio alemán  unido  al  austríaco  más  el  apoyo  de  Ingla- 
terra habían  formado  una  barrera  que  hacía  imposible 
el  avance  ruso  hacia  el  occidente.  Aún,  más,  al  arreba- 
tar la  Besarabia  a  la  futura  monarquía  rumana,  la  em- 
pujaron hacia  una  alianza  con  los  Imperios  centrales; 
a  esto  contribuía  el  estar  gobernada  por  un  príncipe 
alemán.  Había  una  posibilidad  más  peligrosa  y  era  el 
que  esta  barrera  defensiva  se  transformara  en  un  con- 
junto conquistador.  No  era  aventurado  el  suponer  que 
los  estados  bálticos,  colonizados  por  las  órdenes  mili- 
tares germánicas  y  en  cuyas  poblaciones  se  mantenían 
todavía  la  tradición  de  su  origen,  miraran  con  simpatía 
su  unión  a  la  gran  Alemania.  El  mismo  estado  polaco, 
por  mucho  que  se  le  recordara  que  era  de  origen  eslavo, 


223 


prefería  mil  veces  su  unión  al  Imperio  de  los  Habs- 
burgos  y  no  seguir  bajo  el  terrible  dominio  moscovita. 

La  desilusión  producida  por  la  imposibilidad  de 
realizar  el  ideal  paneslavista  hizo  recrudecer  el  movi- 
miento nihilista.  Ante  la  feroz  represión  de  la  policía 
política,  la  tercera  sección  como  se  le  llamaba,  comen- 
zaron los  atentados  terroristas. 

En  1876  Vera  Sasulich  disparó  dos  tiros  de  revólver 
contra  el  general  Trepof.  La  joven  pertencía  a  la  no- 
ble/a y  quiso  vengar  a  su  novio,  nihilista  que  habíia 
sido  a/otado  por  orden  de  Trepof.  El  general  quedó 
gravemente  herido  y  el  jurado  que  juzgó  a  Vera,  la  de- 
claró no  culpable.  El  fallo  de  absolución  dio  lugar  a 
manifestaciones  que  fueron  reprimidas  por  el  ejército. 
Siguieron  numerosos  atentados  contra  diferentes  funcio- 
narios; el  año  1879  Alejandro  Solovierf,  disparó  contra 
el  Zar  cuatro  balas  de  su  revólver  sin  lograr  herirlo.  De- 
claró haber  hecho  el  sacrificio  de  su  vida  por  la  causa  y 
que  si  algo  revelaba  sobre  los  terrorista  sería  asesinado 
en  la  cárcel  por  sus  mismos  cómplices. 

Se  pudo  averiguar  que  los  nihilista  habían  acordado 
la  muerte  del  Zar.  Aunque  le  repugnaban  a  Alejandro 
las  medidas  extremas,  se  estableció  un  estado  de  sitio  es- 
pecial; se  nombraron  seis  gobernadores  militares  con  po- 
deres dictatoriales  para  las  ciudades  más  afectadas.  A  pe- 
sar de  todas  las  medidas  de  seguridad  tomadas,  hubo  un 
atentado  contra  el  tren  imperial  en  que  viajaba  el  Zar 
y  poco  después  estalló  una  bomba  en  el  comedor  del  pa- 
lacio imperial. 

Hasta  entonces  el  Zar  había  escapado  milagrosamen- 
te y,  a  pesar  de  todo,  pensaba  promulgar  una  constitu- 
ción cuando  pereció  en  1880.  Al  pasar  en  su  carruaje 
después  de  revistar  la  guardia,  le  lanzaron  una  bomba 
que  al  estallar  produjo  diferentes  víctimas  sin  afectar  al 
Zar;  pero  al  bajar  este  para  socorrer  a  los  heridos,  reci- 
bió una  segunda  bomba  que  le  produjo  terribles  heridas. 
Se  alcanzó  a  trasladarlo  al  palacio  imperial  donde  murió. 


224 


CAPITULO  XV 


1)  Clasificación  de  las  culturas  en  divergentes  y  céntricas.— 

2)  Forma  de  separar  los  períodos  de  cada  cultura.—  Cultu- 
ras griegas,  romanas,  bizantinas  y  musulmana.—  4)  Culturas 
occidental,  rusa  y  norteamericana.—  5)  Esquema  de  algunas 

culturas. 


1) 

A  través  de  esta  larga  narración  de  diecinueve  si- 
glos de  historia  se  ha  tratado  de  insinuar  la  idea  de  in- 
terpretar la  evolución  de  la  humanidad  aceptando  la 
hipótesis  de  la  existencia  de  culturas.  En  el  capítulo 
XI  del  tercer  volumen  de  este  ensayo  se  quiso  dar  una 
breve  explicación  de  algo  que,  sin  decirlo,  se  ha  ido 
aplicando  a  lo  largo  de  este  relato. 

Se  entiende  por  cultura  un  conjunto  de  pueblos,  a 
veces  de  distinto  origen  racial,  que  se  encuentran  uni- 
dos por  un  mismo  modo  de  pensar  en  cuanto  al  senti- 
do de  la  vida,  que  los  lleva  a  interpretar  el  arte  y  la 
ciencia  en  una  forma  original,  propia  de  cada  una  de 
estas  agrupaciones,  y  que  no  es  comprendida  de  la  mis- 
ma manera  por  otras  similares.  Hemos  llamado  culturas 
divergentes  a  aquellas  en  que  se  manifiesta  un  naciona- 
lismo fuerte  que  impide  a  los  pueblos  o  naciones  que 
la  componen,  una  unión  política  entre  ellos  y  aun  los 


8.— Teocracia. 


225 


lleva  a  pactar  aliarlas  con  otras  culturas  extrañas,  ene- 
migas que  tratan  de  fomentar  esa  desunión  con  fines  de 
conquista  y  de  explotación.  En  cambio,  las  culturas 
céntricas  se  han  formado  alrededor  de  un  núcleo  domi- 
nante y  forman  un  Estado  compacto  políticamente. 

Al  lado  de  estas  dos  clases  de  culturas  aparecen  los 
pueblos  que  se  han  designado  como  pueblos  "domina- 
dores". Son  aquellos  que  no  han  generado  ninguna  for- 
ma de  apreciar  el  fin  de  la  vida  y  sólo  se  han  preocu- 
pado del  sentido  material;  de  aprovechar  y  explotar  a 
los  pueblos  sometidos  a  su  poder  guerrero.  Todo  pue- 
blo dominador  ha  creado  un  ambiente  deletéreo,  letal, 
asfixiante  en  cuanto  al  aspecto  intelectual. 

Las  culturas  divergentes  o  céntricas  aparecen  como 
pueblos  dominadores  al  someter  forzadamente  a  otros 
a  su  dominio.  La  diferencia  está  en  que  trataron  de  in- 
corporarlos a  su  cultura  y  fracasaron;  en  cambio  a  los 
otros  sólo  los  ha  guiado  el  deseo  de  explotarlos  y;  trans- 
formarlos en  pueblos  esclavos.  Hoy  día  se  emplea  en 
forma  errada  la  palabra  colonialismo  al  indicar  con  ella 
a  pueblos  sometidos  a  una  cultura  que  no  pudo  trans- 
mitirles su  propio  sentir.  Es  el  caso  de  la  cultura  roma- 
na respecto  del  oriente;  pudo  incorporar  y  formar  un 
alma  propia  con  el  occidente;  en  el  oriente  sólo  pudo 
dominar.  En  nuestros  días  lo  vemos  en  el  caso  ruso  res- 
pecto de  Polonia,  las  regiones  bálticas  y  otras.  Pasó  lo 
mismo  con  los  países  de  la  cultura  occidental;  Inglate- 
rra, Francia,  Italia...  han  dominado  en  varias  parte  de 
Asia  y  Africa  y  sin  poder  unir  estas  regiones  a  su  culi 
tura. 

Con  la  palabra  caos  o  estado  caótico  entendemos 
el  conjunto  de  pueblos,  de  cualquier  grado  de  civiliza- 
ción, que  viven  separados  en  continua  rivalidad,  inte- 
resados sólo  por  el  aspecto  vegetativo  sin  que  los  preo- 
cupe ningún  problema  espiritual. 

Toda  cultura  sigue  Ja  ley  inexorable  de  la  vida: 
nace,  vive  y  muere.  Nace  de  un  conjunto  caótico  y  mue- 


226 


re,  a  veces  asesinada  por  otra  cultura  o  por  un  pueblo 
dominador,  o  se  disgrega  por  haber  terminado  su  fuer- 
za vital  y  pasa  a  formar  parte  del  caos  para  después 
dar  origen  a  otra  cultura.  Se  pueden  distinguir  en  las 
culturas  tres  períodos:  Nacimiento  y  juventud,  edad  ma- 
dura, ancianidad  y  muerte.  Para  simplificar  los  llama- 
remos períodos  X,  Y  y  Z;  el  significado  de  incógnita  que 
representan  estas  letras  se  refiere  a  la  duración  por  de- 
terminar de  cada  una  de  estas  tres  etapas  de  la  vida  de 
una  cultura.  Existe  además  un  período  pre-cultural,  o 
sea  el  de  gestación  de  la  cultura  por  aparecer  y  otro  post- 
cultural,  en  algunas,  o  sea  su  existencia  en  el  estado  caó- 
tico en  que  han  degenerado;  no  tienen  la  importancia 
de  los  períodos  X,  Y  y  Z,  que  son  los  decisivos  dentro 
de  la  evolución  de  la  historia  humana. 

2) 

En  la  Historia  clásica  aceptamos  la  división  entre 
Antigüedad,  Edad  Media,  Edad  Moderna  y  Edad  Con- 
temporánea. ¿Qué  separa  la  Antigüedad  de  la  Edad  Me- 
dia? Se  contesta  que  las  invasiones;  extenso  período  en 
que  es  muy  difícil  fijar  su  principio  y  su  fin.  Para  poder 
estudiar  claramente  las  épocas  respectivas  se  acepta  co- 
mo separación  el  año  395,  fecha  de  la  muerte  del  empe- 
rador Teodosio  y  división  definitiva  del  Imperio  Ro- 
mano. 

Si  hacemos  igual  pregunta  respecto  de  la  Edad  Me- 
dia y  la  Edad  Moderna,  se  nos  dice  que  las  separa  la 
época  de  los  descubrimientos  geográficos  y  en  parte  el 
Renacimiento;  pero  no  se  puede  fijar  su  comienzo  ni 
su  fin.  Se  adopta  entonces  la  fecha  de  un  gran  aconteci- 
miento, 1453,  caída  de  Constantinopla  en  poder  de  los 
turcos.  De  igual  modo  dividimos  la  época  Moderna  de 
la  Contemporánea,  1789,  año  en  que  se  inicia  la  Revo- 
lución Francesa;  lo  que  es  fácil  ver  es  algo  completa- 
mente convencional  y  arbitrario. 


227 


En  forma  similar  hay  que  proceder  al  fijar  el  na- 
cimiento de  una  cultura  y  la  separación  entre  sus  tres 
etapas.  Para  fijar  la  duración  de  cada  período  usare- 
mos como  unidad  el  siglo  aproximando  a  valores  ente- 
ros. El  tiempo,  o  sea  el  número  de  siglos  vividos  poc 
cada  uno  de  los  períodos  X  -  Y  -  Z,  nos  va  a  dar  una 
especie  de  fórmula,  que  puede  aproximar  una  idea  so- 
bre su  importancia  dentro  de  la  Historia.  Las  conclu- 
siones a  que  vamos  a  llegar  al  estudiar  diferentes  cul- 
turas no  tienen  ningún  carácter  dogmático,  son  simples 
aproximaciones  fijadas  con  un  criterio  personal,  sin  au- 
toridad ninguna.  Tienen  por  objeto  incitar  la  curiosidad 
de  los  lectores  y  despertar  su  interés  por  un  estudio  que 
es  apasionante  y  que  nos  puede  llevar,  tal  vez,  a  en- 
contrar la  manera  exacta  de  interpretar  el  acontecer 
histórico.  Creemos  que  la  teoría  de  la  existencia  de  las 
culturas  nos  acerca  a  la  realidad.  El  concepto  del  ma- 
terialismo histórico  nos  conduce  a  un  error  igual  al 
producido  por  la  idea  del  progreso  indefinido  del  hom- 
bre. No  hay  duda  que  la  ciencia  y  el  arte  han  avanzado 
en  forma  maravillosa;  pero  no  se  puede  negar  que  am- 
bas son  y  han  sido  interpretadas  en  formas  diferentes 
en  distintas  épocas  y  aun  ha  habido  períodos  en  que 
han  desaparecido  casi  en  su  totalidad. 

Estudiaremos  en  forma  esquemática,  aplicando  lo 
dicho  anteriormente,  siete  culturas;  cuatro  ya  desapa- 
recidas: griega,  romana,  bizantina  y  musulmana,  y  tres 
en  diferentes  etapas  de  su  desarrollo:  la  occidental,  la 
rusa  y  la  norteamericana. 

3) 

a)  Cultura  griega.  Una  de  sus  característica  es  el 
orgullo  racial,  el  sentir  la  superioridad  del  origen  helé- 
nico, de  la  raza  helénica,  sobre  los  demás  pueblos  exis- 
tentes en  esa  época.  Otra  es  el  instinto  de  discutir  y  de 
filosofar,  demorando  las  realizaciones  concretas  ante  el 


228 


imperioso  deseo  de  analizar,  desmenuzar  todo  para  a  i 
veces  llegar  a  conclusiones  erradas. 

Se  puede  aceptar  como  nacimiento  de  la  cultura 
griega  la  guerra  de  Troya;  fue  un  acontecimiento  que 
unió  a  los  helenos  y  aparece  como  el  punto  de  partida, 
de  un  conjunto  de  pueblos  del  mismo  origen  que  jamás 
van  aceptar  unirse  en  un  solo  Estado;  que  lucharon 
unos  contra  otros;  pero  siempre  sintiéndose  helenos,  aun 
cuando  acepten  alinearse  con  países  distintos  para  com- 
batir a  uno  de  la  familia  griega.  Es  el  tipo  de  una  cul- 
tura divergente.  Podemos  fijar  como  punto  de  partida 
de  la  guerra  de  Troya  el  siglo  XIII;  la  cifra  trece  co- 
rresponde, entonces  al  comienzo  del  períodoi  X,  naci- 
miento y  juventud.  Entre  los  períodos  X  e  Y  hay  un 
espacio  de  tiempo  en  que  se  establecen  las  primeras  le- 
gislaciones, las  más  interesantes  son  las  de  Esparta  y 
Atenas;  entre  Licurgo  y  Solón,  los  dos  legisladores  más 
conocidos,  tomaremos  como  fecha  divisoria,  la  de  la 
creación  del  Arcontado  en  Atenas,  año  700.  El  paso  al 
tercer  y  último  período,  el  Z,  ancianidad  y  muerte,  se 
caracteriza  en  todas  las  culturas  por  una  época  de  con- 
quistas, un  recrudecimiento  del  imperialismo.  Elegire- 
mos como  acontecimiento  decisivo  la  batalla  de  Iso  en 
que  se  divide  definitivamente  el  Imperio  de  Alejandro, 
año  300.  Se  puede  estimar  como  hecho  final  de  la  culi- 
tura  griega  la  toma  de  Corinto  por  los  romanos,  año 
146;  Grecia,  con  el  nombre  de  Acaya  pasa  a  ser  una  pro- 
vincia romana.  Los  demás  Estados  semi  helénicos  vuel- 
ven al  caos  hasta  que  Roma  los  domina. 

Las  cuatro  fechas  -1300,  700,  300,  150-  nos  indi- 
can la  fórmula  esquemática  X  -  Y  -  Z,  que  caracteriza 
la  cultura  griega;  en  este  caso:  6  -  4  -  1,5. 

b)  La  cultura  romana  sobresale  por  el  vigoroso 
sentido  romano  de  su  poder;  por  la  idea  de  la  ley,-  no 
como  un  mandato  divino  sino  como  una  fuerza  social, 
cuyo  respeto  es  la  base  del  Estado.  No  existe  el  afán  de 
las  especulaciones  filosóficas  del  griego  sino  el  espíritu 


.229 


#  práctico  de  realizar  lo  necesario.  Según  la  tradición  ro- 
mana, Roma  fue  fundada  en  el  año  753  antes  de  Cristo 
y  el  gobierno  monárquico  duró  doscientos  cincuenta 
años.  Podemos  aceptar  como  fecha  de  partida  en  700; 
la  juventud,  período  X  termina  con  la  invasión  de  Ita- 
lia por  Aníbal,  segunda  guerra  púnica;  fecha  divisoria, 
año  200.  El  fin  de  la  República  puede  fijarse  como  algo 
definitivo  después  de  la  batalla  de  Actium,  año  I  de 
la  era  cristiana.  El  Imperio,  o  sea  el  período  Z,  fue  una 
ancianidad  robusta  y  conquistadora,  mas  al  estudiar  su 
historia  luego  se  perciben  las  fallas  que  debían  llevarlo 
a  la  tumba;  se  puede  decir  que  este  período  termina  a 
la  muerte  del  emperador  Marco  Aurelio  y  fijar  el  año 
200  como  fecha  final  de  la  cultura  romana.  Los  años 
700  -  200  antes  de  Cristo  y  los  años  1  y  200  de  la  era 
cristiana  nos  dan  la  fórmula  correspondiente:  5-2-2. 

La  historia  clásica  nos  dice  que  Roma  fue  la  con- 
tinuación de  la  cultura  helénica  y  no  analiza  las  profun- 
das diferencias  que  hay  en  el  modo  de  pensar  de  ambas 
culturas.  Spengler  en  su  obra  "La  Decadencia  del  Oc- 
cidente", supone  una  sola  cultura,  la  greco-romana,  que 
en  uno  de  esos  destellos  geniales  que  revela  en  varias 
de  sus  interpretaciones  de  la  Historia,  la  llama  "Cul- 
tura Apolínea".  No  es  posible  aceptar  esta  idea;  su 
equivocación  se  aprecia  al  estudiar  las  diferencias  bá- 
sicas que  existen  entre  el  sentir  filosófico  griego  y  el 
sentir  jurídico  romano;  y  menos  aún  se  puede  suponer 
que  el  uno  es  continuación  del  otro. 

c)  El  esquema  correspondiente  a  la  cultura  bizan- 
tina es  mucho  más  discutible  que  los  dos  anteriores. 
Siempre  se  ha  sostenido  que  el  Imperio  Bizantino  sólo 
fue  una  continuación  del  Imperio  de  Oriente,  uno  de 
los  dos  en  que  se  dividió  el  Imperio  Romano.  Montes- 
quieu  en  su  "Grandeza  y  Decadencia  de  los  Romanos", 
hace  terminar  la  historia  de  Roma  con  la  caída  de  Cons- 
tantinopla. 


230 


Spengler  observa  la  evolución  de  Bizancio,  compren- 
de y  ve  la  absoluta  diferencia  que  hay  entre  Roma  y  Bi- 
zancio; cómo  en  la  última  continúan  debilitándose  has- 
ta pasar  al  olvido  los  orígenes  latinos  y  se  robustece  el 
espíritu  griego.  Soluciona  el  problema  imaginando  una 
cultura  que  él  llama  ""Cultura  Mágica",  en  la  que  los 
árabes  o  mulsulmanes  constituyen  una  variante  debi- 
da al  tiempo  transcurrido. 

Se  puede  pensar  en  otra  forma  y  sostener  la  tesis 
de  que  Bizancio  es  una  unidad  cultural,  y  tal  vez  una 
de  las  más  compactas  y  exclusivistas  de  las  que  han  exis- 
tido. 

A  la  muerte  del  emperador  Marco  Aurelio,  último 
emperador  de  la  dinastía  de  los  Antoninos,  puede  de- 
cirse que  dejó  de  existir  el  Imperio  Romano;  sobrevie- 
ne el  caos,  el  período  llamado  Anarquía  Militar,  en  que 
los  Emperadores  eran  proclamados  por  los  soldados, 
uno  o  varios  a  la  vez.  Esta  época  caótica  se  nota  espe- 
cialmente en  oriente,  donde  Roma  pudo  dominar;  pero 
no  absorber  a  los  Estados  semi-helénicos  derivados  de 
la  ancianidad  de  la  cultura  griega,  que  vuelven  al  caos 
al  perecer  el  dominio  romano. 

Hay  un  grupo  de  emperadores,  llamados  los  empe- 
radores ilíricos  por  ser  oriundos  de  Iliria;  trataron  de 
restaurar  el  Estado  romano,  lo  que  era  una  ilusión  pues 
este  había  muerto.  El  más  célebre  de  estos  emperado- 
res, Diocleciano,  organiza  la  Tetrarquía.  La  realización 
de  esta  idea  es  una  prueba  de  la  desaparición  de  la  cul- 
tura romana.  Roma  ya  no  es  la  capital;  el  concepto  del 
Emperador  es  algo  muy  distinto  del  aceptado  por  los 
romanos;  es  algo  que  se  asemeja  a  las  monarquías  orien- 
tales; es  algo  que  obedece  al  naciente  pensamiento  de 
una  nueva  cultura. 

Las  continuas  luchas  por  el  poder,  la  inseguridad 
de  la  creación  de  Diocleciano,  termina  con  el  triunfo  de 
Constantino,  que  vence  a  sus  colegas  y  rivales  hasta  que- 
dar como  Emperador  único.  Este  gran  hombre  siente  la 


231 


Historia,  tiene  el  instinto,  la  intuición  de  lo  que  va  a 
seguir  y  funda  sobre  las  ruinas  de  la  antigua  colonia 
griega  de  Bizancio  la  ciudad  de  Constantinopla,  que  será 
el  centro  de  una  nueva  cultura:  la  bizantina.  Tomare- 
mos como  fecha  de  partida  de  la  cultura  bizantina  el 
año  300.  El  año  329  se  había  trasladado  la  sede  del  Iml 
perio  a  la  nueva  capital. 

Como  fecha  final  del  primer  período,  el  período  X, 
tomaremos  el  año  700,  cercano  a  la  subida  al  trono  del 
Emperador  León  el  Isáurico,  durante  cuyo  reinado,  co- 
mo veremos  al  estudiar  esta  cultura,  se  produce  un  cam- 
bio transcendental.  El  período  Y  va  a  terminar  al  co- 
menzar con  el  Emperador  Alejo  el  reinado  de  la  dinas- 
tía de  los  Connenos;  se  puede  aceptar  como  división  el 
año  1100.  El  tercer  período,  el  Z,  tiene  un  brusco  final 
al  caer  Constantinopla  en  poder  de  los  turcos  en  el  año 
1453.  Se  deduce  que  las  fechas  claves  serían:  años  300, 
700,  1100  y  1450,  que  nos  darían  como  fórmula  esque- 
mática de  la  cultura  bizantina,  4  —  4  —  3,5.  La  cultura 
bizantina  es  una  cultura  céntrica  y  sus  características 
principales  serían:  Un  concepto  semi  oriental  del  poder; 
todo  él  reside  en  el  Emperador,  el  Autócrator,  el  Basi- 
lio, que  gobierna  por  medio  de  una  poderosa  burocra- 
cia; el  sentido  romano  de  la  ley  se  transforma  en  un 
precepto  divino;  no  existe  la  libertad  política  tal  como 
la  conciben  las  culturas  anteriormente  tratadas;  toda 
idea  de  este  orden  está  basada  en  un  concepto  religio- 
so que  da  lugar  a  herejías  derivadas  de  una  Teología 
inexplicable  para  el  occidente. 

d)  Bizancio,  como  ha  pasado  con  las  culturas  cén- 
tricas, dominó  vastos  territorios  cuyas  poblaciones  no 
pudo  absorber;  esto  pasó  en  el  norte  de  Africa  en  Siria 
y  en  Palestina;  por  este  motivo  sus  habitantes  recibie- 
ron como  libertadores  a  los  guerreros  árabes,  aceptaron 
la  religión  islámica  y  se  desarrolló  en  estas  regiones  una 
cultura:  la  musulmana,  que  se  extendió  a  Persia  y  ha- 
cia la  India  y  el  Turquestán.  En  sus  principios  tuvo  un 


232 


aspecto  religioso  en  cuanto  a  la  aceptación  del  fatalis- 
mo, o  sea  el  Islam,  resignación  a  la  voluntad  divina  y 
a  los  preceptos  de  El  Corán. 

En  los  Estados  caóticos,  restos  de  la  cultura  helé- 
nicas, no  absorbidos  por  la  cultura  romana;  prendió 
la  musulmana,  cultura  divergente;  sus  características 
serían:  idea  oriental  del  poder  del  soberano  como  re- 
presentante de  la  voluntad  divina;  concepüo  de  las  le- 
ves como  una  derivación  religiosa;  amplio  sentido  de 
la  crítica  filosófica  y  científica;  concepto  limitado  del 
sentido  artístico. 

Consideraremos  como  fechas  básicas:  la  Egira,  año 
622;  la  batalla  de  Poitiers  y  los  triunfos  obtenidos  por 
el  emperador  León  el  Isáurico  que  ponen  fin  a  la  mar- 
cha victoriosa  del  Islam,  año  732;  caída  de  Bagdad  en 
poder  de  los  mongoles,  acontecimiento  que  pone  fin  al 
califato,  o  sea  a  la  idea  cesaropapista  musulmana  de: 
un  César  y  Papa  único,  año  1227;  y  como  fin,  la  con- 
quista por  el  sultán  turco  Solimán  de  los  Estados  mu- 
sulmanes del  Mediterráneo,  año  1450,  aproximándose 
al  año  1500.  Estas  consideraciones  nos  darían  las  siguien- 
tes fechas:  600,  750,  1200  y  1500  y  una  fórmula:  1,5  - 
4,5  —  3.  Los  Estados  musulmanes  existentes  en  el  Irán, 
India  y  otros  lugares  pasaron  a  formar  parte  del  caos. 

4) 

Hemos  visto  los  esquemas  probables  de  cuatro  cul- 
turas completas,  ya  desaparecidas.  Ahora  estudiaremos 
tres  de  las  acualmente  existentes:  la  occidental,  la  rusa 
y  la  norteamericana.  Para  precisar  más  su  desarrollo  nos 
colocaremos  en  el  año  1963,  a  pesar  de  que  hemos  al- 
canzado sólo  al  año  1900  en  los  capítulos  anteriores  de 
este  ensayo. 

a)  La  cultura  occidental,  rriagistralmente  llamada 
por  Spengler  "Cultura  faústica",  nace  del  caos  existen- 


233 


te  en  la  Europa  occidental  al  quedar  destruido  el  Im- 
perio romano  por  las  invasiones  germánicas.  La  iglesia 
católica  convirtió  a  los  bárbaros  al  catolicismo  y  del 
conjunto  del  romanismo,  o  sea  de  las  ideas  de  la  cul- 
tura romana  y  del  germanismo  aglutinado  por  el  ca- 
tolicismo, se  fue  formando  una  nueva  cultura. 

Acontecimientos  casuales  impidieron  que  naciera 
como  una  cultura  céntrica;  habría  sido  la  continuación 
del  Imperio  de  Carlomagno.  El  feudalismo,  régimen 
propio  de  esta  cultura,  que  algunos  autores  consideran 
como  un  período  inherente  a  toda  cultura,  fue  la  base 
política  de  la  cultura  occidental.  ¿Cuándo  nació?  Se 
puede  fijar  el  Concilio  de  Clermont,  acontecimiento 
que  demostró  la  unidad  existente,  hacia  un  mismo  ideal, 
de  los  diferentes  estados  feudales  correspondientes  al 
conjunto  caótico  del  occidente. 

Como  término  del  primer  período  podemos  tomar 
el  Concilio  de  Constanza;  el  paso  del  régimen  feudal 
a  la  monarquía  nacionalizada  ya  es  un  hecho.  El  final 
del  segundo  período  está  entre  el  comienzo  de  la  Re- 
volución Francesa  y  la  revolución  de  1848.  Por  las  com- 
binaciones políticas  y  la  forma  como  se  trata  de  dete- 
ner la  evolución  en  marcha  se  puede  aceptar  como  lí- 
mite el  congreso  de  Viena  de  1815.  Las  fechas  que  deJ 
terminarían  la  duración  de  X  e  Y  serían:  1100  —  1400 
y  1800;  después  viene  el  período  actual  de  ancianidad 
de  esta  cultura,  es  decir  el  período  Z.  Según  esto,  la  fór- 
mula correspondiente  sería  3  -  4  -  Z.  Las  características 
de  la  cultura  occidental,  la  más  brillante  que  ha  existi- 
do, están  determinadas  por  un  amplio  sentido  de  la  li- 
bertad humana,  una  aceptación  del  arte  y  de  la  ciencia 
antigua  interpretada  según  un  modo  original  de  pensar 
que  ha  generado  una  filosofía  distinta  y  ha  dado,  ba- 
sándose no  sólo  en  la  especulación  sino  principalmente 
en  la  observación,  un  vuelo  nunca  alcanzado  anterior- 
mente al  arte  y  a  la  ciencia.  La  palabra  faústica  apli- 


234 


cada  a  esta  cultura,  es  la  síntesis  del  espíritu  de  supe- 
ración que  la  ha  distinguido. 

b)  En  la  gran  llanura  comprendida  entre  el  río 
Vístula,  los  montes  Cárpatos  y  los  Urales,  habitado  en 
su  mayor  parte  por  pueblos  de  origen  eslavo,  cristiani- 
zados por  monjes  bizantinos,  se  desarrolló  en  ese  con- 
junto caótico,  el  principio  de  una  cultura  que  fue  aho- 
gada por  los  mongoles  o  tártaros  que  destruyeron  flo- 
recientes ciudades  y  sometieron  a  un  duro  vasallaje  a 
estos  pueblos. 

Los  pueblos  dominadores  como  los  hunos,  los  tár- 
taros y  los  turcos  han  ejercido  un  efecto  asfixiante  erí 
las  culturas  nacientes  o  las  han  destruido.  Los  hunos 
ahogaron  toda  posibilidad  de  que  en  occidente  hubie- 
ra nacido  una  cultura  semejante  a  la  bizantina,  la  que 
fue  destruida  por  los  turcos;  estos  y  los  tártaros  ahoga- 
ron la  cultura  musulmana. 

La  cultura  rusa  se  formó  alrededor  de  Moscow  y 
puede  tomarse  como  fecha  inicial  de  su  nacimiento  el 
año  1500;  Iván  III,  gran  duque  de  Moscow,  niega  el 
vasallaje  a  los  tártaros  y  logra  vencerlos.  Este  período 
X  termina  el  año  1700  con  el  zar  Pedro  el  Grande  y  la 
fundación  de  San  Petersburgo;  esta  ciudad  será  la  ca- 
pital del  Imperio  durante  todo  el  segundo  período  que 
concluye  con  la  revolución  rusa  de  1917.  Recobra  la 
preeminencia  Moscow  y  se  inicia  el  último  período,  el 
Z,  la  ancianidad;  tal  como  lo  hemos  hecho  anteriormen- 
te simplificaremos  las  fechas  y  tomaremos  el  año  1900. 

La  fórmula  correspondiente  a  la  cultura  rusa  que- 
daría similar  a  la  dfe  la  cultura  occidental,  con  el  últi- 
mo período  incógnito;  sería:  2  —  2  —  Z.  Como  caracte- 
rísticas consideraremos:  una  ausencia  del  sentido  de  li- 
bertad, completa  falta  del  individualismo,  tan  notable 
en  las  culturas  griega,  romana  y  occidental.  Un  concep- 
to de  la  autoridad  similar  a  los  de  las  culturas  bizanti- 
na y  musulmana,  una  idea  oriental,  una  vasta  inteli- 
gencia para  el  estudio  científico  y  un  arte  encaminado 


235 


hacia  una  literatura  y  una  música  original  y  magnífi- 
ca. Llama  especialmente  la  atención  en  el  alma  de  la 
cultura  rusa  el  afán  imperialista,  el  vencer  y  dominar. 
Todo  gobierno  ruso  que  retrocede  en  la  marcha  con- 
quistadora se  encamina  hacia  la  ruina.  No  hay  ninguna 
diferencia  en  cuanto  a  la  idea  de  libertad  y  de  los  de- 
rechos del  hombre  entre  el  zarismo  y  el  actual  régimen 
llamado  comunista,  como  no  existe  diferencia  entre  el 
imperialismo  de  los  Zares  y  el  actual. 

c)  Una  de  las  culturas  más  nuevas  es  la  norteame- 
ricana. Como  parece  lógico,  tomaremos  como  punto  de 
partida  para  ella  la  declaración  de  su  independencia; 
simplificando,  aceptamos  el  año  1870  como  nacimiento 
y  principio  del  período  X.  Como  división  entre  X  e  Y 
se  puede  estimar  el  tratado  de  Versalles,  1920.  Estados 
Unidos  pasa  a  ser  una  potencia  mundial  de  primer  or- 
den. Según  lo  dicho,  la  cultura  norteamericana  está  en 
el  segundo  período  de  su  existencia  y  su  fórmula  sería: 
1,5  -  Y  -  Z. 

No  es  posible  fijar  las  características  de  una  cul- 
tura que  lleva  sólo  un  poco  más  de  un  tercio  de  lo  que 
será  su  existencia  y  es  lo  más  probable  que  menos  de  él. 
Es  notable  por  su  espíritu  práctico,  por  el  saber  apro- 
vechar los  grandes  descubrimientos  científicos,  los  es- 
tudios de  todo  orden  para  llegar  a  conclusiones  enca- 
minadas a  aplicar  en  forma  útil  a  la  humanidad  lo 
conseguido.  Se  ha  reprochado  al  norteamericano  el 
sentido  materialista  de  su  espíritu,  lo  que  no  es  así;  se 
confunde  el  sentido  materialista  con  la  tendencia  prac- 
ticista  que  rehuye  las  grandes  lucubraciones  para  diri- 
girse siempre  a  realidades. 

La  cultura  norteamericana  es  una  cultura  céntrica 
y  ha  tenido  un  gobierno  democrático.  ¿Qué  es  una  de- 
mocracia? Con  la  palabra  democracia  se  quiere  indicar 
un  tipo  de  gobierno;  pero  a  ella  se  le  ha  dado  tal  elas- 
ticidad que  encierra  en  su  aplicación  muchísimas  varie- 
dades; en  algunos  casos  se  contradicen  unas  con  otras; 


236 


así  tenemos  el  caso  de  las  democracias  populares,  que 
son  en  realidad  sanguinarias  tiranías.  Uno  de  los  gran- 
des hombres  de  Estados  Unidos  definió  la  democracia 
como  el  gobierno  del  pueblo  por  el  pueblo  y  para  el 
pueblo.  La  cultura  norteamericana  ha  procurado  en  la 
forma  de  gobernarse,  atenerse  a  esta  definición. 

5) 

De  las  siete  culturas  cuyo  desarrollo  hemos  estudia- 
do esquemáticamente  se  puede  obtener  el  cuadro  si- 
guiente: 


Divergentes: 

Griega 

Musulmana 

Occidental 


6-4-1,5 
1,5  -  4,5  -  3 
3  -  4  -  Z 


dura  1150  años 
"      900  " 


Céntricas: 

Romana  5-2-2  "        900  " 

Bizántina  4-4-3,5  "      1150  " 

Rusa  2  -  2  -  Z 

Norteamericana  1,5  —  Y  —  Z 

Las  cifras  obtenidas  son  el  producto  de  un  criterio 
personal;  sólo  tienen,  por  lo  tanto,  un  valor  en  cuanto 
a  insinuar  un  método  de  estudio  que  puede  llevar  a  ob- 
tener inesperados  resultados.  Se  deduce  de  la  somera  ex- 
posición hecha  en  este  capítulo  que  hay  un  extraño  pa- 
ralelismo entre  las  culturas  griega  y  occidental,  entre 
la  romana  y  la  norteamericana  y  entre  la  bizantina  y  la 
rusa.  Haciendo  comparaciones  puede  suponerse  que  el 
período  z  de  la  cultura  occidental  durará  cerca  de  300 
años,  es  decir  que  le  quedan  150  años  de  existencia;  y 
que  el  de  la  rusa  durará  400  años,  faltándole  350  años  de 
vida.  Danilewski  estimaba  una  diferencia  de  500  años,  150 
más  de  lo  deducido  anteriormente,  respecto  de  la  cultu- 
ra occidental. 


257 


CAPITULO  XVI 


1)  Muerte  de  Pío  IX.-  2)  y  3)  Juicio  sobre  Pío  IX.-  4) 
Elección  de  León  XIII.—  5)  El  cardenal  Joaquín  Pecci. 


1) 

Al  llegar  a  Roma  las  primeras  noticias  de  las  derro- 
tas francesas  en  la  guerra  franco-alemana,  se  pudo  fácil- 
mente anunciar  la  próxima  retirada  de  la  guarnición  en- 
viada por  Napoleón  III,  que  impedía  la  entrada  del 
ejército  italiano.  El  papa  Pío  IX  pensó  y  discutió  con  sus 
consejeros  el  camino  que  debía  seguir:  salir  de  Roma  o 
permanecer  en  ella.  Pidió  su  opinión  a  Juan  Bosco,  con- 
siderado ya  como  un  santo,  y  este  contesto:  "El  Centine- 
la, el  Angel  de  Israel,  permanezca  en  su  sitio  y  guarde 
la  Roca  de  Dios  y  el  Arca  Santa". 

Pío  IX  decidió  continuar  en  Roma.  El  ejército  ita- 
liano de  cincuenta  mil  hombres,  al  mando  de  Rafael  Ca 
dorna,  avanzó  contra  la  ciudad  eterna  defendida  por 
trece  mil  soldados  pontificios.  El  Papa  dio  orden  de  no 
resistir  sino  hacer  ver  que  había  violencia  por  una  parte 
y  se  quería  evitar  un  inútil  derramamiento  de  sangre 
por  la  otra.  Roma  fue  ocupada  y  celebrado  un  plebiscito 
que  por  ciento  cuarenta  y  cuatro  mil  votos  a  favor  y 
1500  en  contra  aceptaba  la  unión  al  reino  de  Italia. 


239 


El  Papa  recluido  en  el  palacio  del  Vaticano  no  acep- 
tó la  ley  de  las  garantías  aprobada  por  el  Parlamento 
italiano  y  dirigió  una  sentida  carta  al  rey  Víctor  Manuel; 
en  algunas  de  sus  partes  le  decía: 

'¡Majestad!  No  se  maraville  Vuestra  Majestad  de 
leer  unas  líneas  mías.  Las  circunstancias  me  lo  han 
aconsejado  y  a  ello  me  obliga  la  situación  a  que  Roma 
ha  sido  empujada.  Dicen  que  esta  metrópolis  está  des- 
tinada a  capital  de  Italia;  pero  como  quiera  que  yo  no 
conozca  otra  Roma  que  la  que  pertenece  a  la  Santa  Sede 
y  es  la  capital  del  orbe  católico,  me  parece  que  la  obra 
de  la  revolución  ha  hecho  de  esta  gran  ciudad  no  la 
capital  de  Italia  sino  la  capital  del  desorden,  de  la  con- 
fusión y  de  la  impiedad.  Todos  los  días  se  ejerce  opre- 
sión sobre  los  buenos,  opresión  material  y  moral;  ni  se 
limita  la  opresión  a  las  calles  públicas,  sino  que  se  ejer- 
ce también  en  las  casas.  La  ocupación  de  los  conventos, 
las  vejaciones  y  amenazas  contra  las  vírgenes  esposas  de 
Jesucristo  en  sus  sagrados  retiros,  son  actos  de  pésimo 
instinto  que  en  estos  días  han  tomado  proporciones  gi- 
gantescas". Hay  al  final  de  esta  carta  frases  proféticas: 
"Majestad,  me  duele  decirlo;  pero  esté  seguro  de  que 
después  de  haber  gritado:  ¡Muera  el  Papa!  se  gritará 
¡Muera  el  Rey!".  Por  mi  parte  estoy  tranquilo  y  me 
pongo  en  las  manos  de  Dios.  ¿Puede  decir  Vuestra  Ma- 
jestad que  está  igualmente  tranquilo?" 

El  fin  del  dominio  temporal  de  la  Santa  Sede  puso 
término  a  la  teocracia  directa  que  ejercían  los  pontífi- 
ces; libres  de  toda  preocupación  administrativa  mate- 
rial sólo  se  dedicaron  en  adelante  a  la  parte  espiritual. 
Las  potencias  vieron  en  lo  que  había  sucedido  algo  ya 
previsto:  la  ruina  del  Papado  que  lentamente  debería 
desaparecer  ante  el  potente  avance  de  una  civilización 
¡ruto  del  progreso  que  se  creía  indefinido  por  estar  di- 
rigido por  la  razón.  Varios  gobiernos  dejaron  a  un  lado 
los  concordatos  celebrados  cuando  el  Papado  era  un  Es- 
tado temporal;  varios  retiraron  sus  embajadores  y  pa- 


240 


recia  que  cada  vez  disminuía  más  la  influencia  de  la 
Roma  pontificia. 

El  mismo  Pío  IX  reconocía  su  aislamiento,  la  sole- 
dad a  que  se  ve  reducido  en  cuanto  a  las  relaciones  con 
las  potencias.  Con  motivo  de  visitarlo  algunos  diplomá- 
ticos para  manifestarle  su  pesar,  el  Papa  les  dice  con 
tono  humorístico: 

"Bixio,  el  famoso  Bixio,  está  aquí  a  nuestras  puer- 
tas, apoyado  por  un  ejército  italiano,  él  es  ahora  un  ge- 
neral del  rey.  Años  atrás,  cuando  era  un  simple  repu- 
blicano, prometió  que  si  algún  día  penetraba  en  los 
muros  de  Roma  me  tiraría  al  Tíber.  .  ." 

Poco  después  estalló  el  conflicto  del  Kulturkamf  y 
la  Santa  Sede  se  encontró  que  un  poderoso  enemigo,  di- 
simulado antes,  se  convertía  en  un  franco  adversario. 
Bismarck,  fue  uno  de  los  estadistas  que  estimó  que  el 
Papado  había  entrado  en  un  período  de  rápida  liquida- 
ción; continuaría  el  catolicismo  agrupado  en  Iglesias 
nacionales  que  iban  a  ser  fieles  servidoras  del  Estado. 

En  1887,  al  saber  Pío  IX  que  el  rey  Víctor  Manuel 
II  estaba  moribundo,  dejó  a  un  lado  todo  lo  sucedido  y 
sólo  se  preocupó  por  el  alma  del  que  había  sido  su 
vencedor  material;  envió  a  un  sacerdote  a  entrevistarse 
con  el  Rey.  No  fue  admitido  por  el  temor  de  que  el 
soberano  firmara  alguna  retractación.  A  pesar  de  todo 
murió  cristianamente;  recibió  los  sacramentos  adminis- 
trados por  el  capellán  del  palacio  real. 

Un  mes  después  murió  Pío  IX,  anciano  de  más  de 
ochenta  y  cinco  años  de  edad.  Su  pontificado  había  sido 
el  más  largo  del  ejercido  por  los  sucesores  de  San  Pe- 
dro; reinó  cerca  de  treinta  y  dos  años. 

2) 

El  Papa  Pío  IX  ha  sido  juzgado  con  pasión  no  sólo 
por  sus  contemporáneos,  sino  por  los  historiadores  has- 
ta después  de  cincuenta  años  de  su  muerte.  Esto  ha  sido 


241 


debido  a  la  creencia  del  triunfo  del  liberalismo  político 
y  económico,  que  contenía  las  verdades  que  habían 
hecho  progresar  la  humanidad  cada  vez  más.  El  año 
1914  fue  el  primer  anuncio  del  fracaso  de  la  gran  ilu- 
sión que  tenía  como  base  las  ideas  liberales. 

Sin  tomar  en  cuenta  los  autores  que  han  denigra- 
do o  han  exaltado  exageradamente  la  personalidad  de 
Pío  IX  se  puede  estimar  que  los  que  han  estudiado 
desapasionadamente  a  este  Papa,  lo  han  hecho  en  una 
forma  equivocada,  al  no  colocarlo  en  el  lugar  que  le 
corresponde  en  la  historia  del  Papado  ni  tampoco  en 
el  sitio  especial  de  la  evolución  de  las  culturas  existen- 
tes en  su  época;  al  hacerlo  se  puede  apreciar  con  más 
claridad  su  brillante  figura  y  el  doloroso  camino  que  le 
tocó  seguir. 

La  transición  del  Imperio  Teocrático  al  Espiritual 
parte  de  un  acontecimiento  inicial  característico:  la  en- 
trada del  ejército  francés  en  Roma  y  la  prisión  del  Papa 
Pío  VI.  En  la  época  que  hemos  llamado  Bajo  Imperio 
Teocrático  se  produjo  la  Reforma  que  estableció  las 
Iglesias  protestantes  de  carácter  nacional  dominadas 
por  los  soberanos.  Las  naciones  católicas  aspiraron  igual- 
mente a  subordinar  el  Papado  a  su  autoridad;  lo  que 
hizo  que  lentamente  se;  fuera  produciendo  la  decaden- 
cia de  su  influencia  política.  En  este  aspecto  es  inte- 
resante recordar  dos  acontecimientos  que  hacen  ver 
cuánto  había  disminuido  la  autoridad  de  los  Papas. 
Ellos  son:  la  supresión  de  los  jesuítas  decretada  por 
Clemente  XIV  bajo  la  amenaza  de  las  naciones  católi- 
cas de  organizar  iglesias  nacionales  y  la  otra  es  el  viaje 
de  Pío  VI  a  Viena,  con  razón  llamado  "el  anti-Cánosa 
del  Papado".  El  Papa  sólo  consiguió  poner  en  eviden- 
cia cuánto  había  decaído  la  autoridad  de  la  Santa  Sede. 

Hay  una  rara  similitud  entre  Gregorio  VII  y  Pío 
IX.  Ambos  Pontífices  ponen  fin  a  un  período  histórico 
y  dan  principio  a  otro.  Con  el  primero  termina  la 
Iglesia  Protegida  y  empieza  el  Imperio  Teocrático;  el 


242 


segundo  pone  fin  al  Imperio  Teocrático  y  lo  transfor- 
ma en  Imperio  Espiritual.  La  diferencia  personal  está 
en  que  uno  es  un  luchador  de  acuerdo  con  su  tiempo, 
muere  en  el  destierro  sin  ver  el  triunfo  de  su  causa; 
el  otro,  paciente  y  bondadoso,  se  constituye  en  un  pri- 
sionero, se  resigna,  pues  presiente  el  triunfo  de  los  que 
le  van  a  seguir.  Hay  rasgos,  hay  hechos  de  un  notable 
parecido.  El  Dictatus  Papae  de  Gregorio  VII  plantea 
la  infabilidad  pontificia.  Dice  en  el  N?  7  de  este  docu- 
mento: "Sólo  el  Papa  puede  llevar  las  insignias  impe- 
riales". En  este  y  en  los  demás  artículos  está  contenido 
el  germen  del  futuro  dogma  de  la  infabilidad. 

Pío  IX,  después  de  restablecer  la  jerarquía  católi- 
ca en  Inglaterra,  Escocia,  Holanda  y  Grecia  y  erigir 
ciento  treinta  y  dos  nuevas  diócesis  y  vicariatos  en  Chi- 
na y  Japón,  al  despedir  a  cinco  obispos,  con  un  ade- 
mán que  recuerda  a  Gregorio  VII,  les  dice: 

"El  mundo  me  disputa  este  granito  de  arena  sobre 
el  que  estoy  sentado;  pero  trabajan  en  vano.  La  Tierra 
es  mía;  Jesucristo  me  la  ha  dado;  a  El  sólo  habré  de 
devolverla  y  el  mundo  jamás  podrá  arrebatármela.  Vos 
arzobispo  de  Zaragoza,  llevad  a  España,  actualmente  en 
revolución,  palabras  de  paz  y  de  verdad;  yo  os  lo  man- 
do. Vos  id  a  Méjico,  id  a  pacificar  aquel  país  y  a  sos- 
tener derechos  desconocidos;  os  lo  mando  en  nombre 
de  Jesucristo.  Obispo  de  Edimburgo,  id  a  acabar  de 
conquistar  Inglaterra  para  Jesucristo.  Vos  vais  a  mara- 
villar a  Prusia  con  toda  clase  de  virtudes.  Cuanto  a  vos, 
hermano  e  hijo  mío,  pues  yo  mismo  os  he  consagrado, 
id  a  ganarme  aquella  Ginebra  que  no  teme  llamarse 
la  Roma  protestante..." 

Es  fácil  ver  como  Pío  IX,  encerrado  en  el  Vatica- 
no, comprende  muy  bien  que  la  Iglesia  está  sobre  las 
naciones,  sobre  las  culturas:  ya  no  se  trata  sólo  de  los 
países  católicos  de  Europa;  es  al  mundo  al  que  rige. 

'   N  f 

243 


3) 


El  liberalismo  de  Pío  IX  sólo  fue  una  leyenda. 
En  ese  tiempo  se  estimaba  como  un  signo  de  inteligen- 
cia el  estar  de  acuerdo  con  el  progreso  y  el  tener  ideas 
liberales;  ante  el  espíritu  caritativo,  la  profunda  bon- 
dad revelada  por  el  nuevo  Papa  al  indultar  a  los  presos 
políticos,  se  le  atribuyó,  muchos  por  gratitud  y  otras  por 
comprometerlo,  el  aceptar  la  ideología  de  actualidad. 
Error  profundo;  jamás,  Juan  María  Mastai  tuvo  las 
ideas  liberales  de  esa  época.  Vio  la  imposibilidad  de 
oponerse  tenazmente  a  una  evolución  en  marcha  que 
no  podía  detenerse;  había  que  aceptar  todo  lo  que  es- 
tuviera de  acuerdo  con  el  ideal  cristiano  y  resistir  a  lo 
que  a  él  se  opusiera. 

Siente  la  necesidad  de  la  unidad  italiana,  libre  de 
la  opresión  extranjera;  pero  esto  no  significa  el  entre- 
gar territorios  que  ha  recibido  en  depósito  para  tras- 
pasarlo a  sus  sucesores  y  tiene  esa  exclamación  que  re- 
fleja todo  el  anhelo  de  su  alma:  "¡Oh!  Por  esto  bende- 
cid, Gran  Dios,  a  Italia  y  conservad  siempre  para  ella 
este  don  más  precioso  que  ningún  otro:  la  fe". 

Cuando  •  después  de  su  fuga  a  Gaeta  ve  la  imposi- 
bildiad  de  armonizar  las  tendencias  revolucionarias  y 
comprende  que  el  poder  temporal  de  la  Santa  Sede  ha 
terminado,  comienza  la  organización  del  Imperio  Es- 
piritual. La  definición  del  dogma  de  la  Virgen  Inma- 
culada, la  Encíclica  "Quanta  cura"  y  el  dogma  de  la 
infabilidad  pontificia  son  las  bases  de  esta  nueva  etapa 
de  la  historia  de  la  Iglesia.  Esto  desata  sobre  Pío  IX 
todo  un  vendaval  de  protestas  y  ataques:  consciente  por 
parte  de  los  que  ven  en  el  catolicismo  el  gran  enemigo, 
e  inconsciente  por  parte  de  los  católicos  que  lo  acusan 
de  oponerse  al  gran  adelanto  de  la  ideología  humana: 
el  liberalismo,  tanto  político  como  económico. 

Aun  autores  eclesiásticos  llegaron  a  emitir  juicios 
como  el  siguiente:  "Pío  IX  no  fue  un  hábil  político,  ni 


244 


siquiera  en  su  mejor  época".  Es  muy  corriente  calificar 
la  mayor  o  menor  destreza  política  por  el  resultado  ob- 
tenido, sin  fijarse  que  a  veces  los  éxitos  conseguidos  se 
deben  a  circunstancias  casuales  y  no  a  una  premeditada 
actuación.  Se  ha  considerado  un  fracaso  la  pérdida  del 
poder  temporal,  la  ruptura  de  relaciones  con  algunas 
potencias  y  el  aislamiento  progresivo  del  Papado,  sin 
tomar  en  cuenta  que  la  disminución  del  poder  temporal 
se  traduce  en  una  expansión  del  poder  espiritual.  Co- 
mo lo  veremos  luego,  el  segundo  Papa  del  Imperio  es- 
piritual elevó  en  alto  grado  la  influencia  del  Vaticano; 
los  triunfos  obtenidos  se  debieron  a  su  especial  talento 
diplomático;  pero  no  hay  que  olvidar  que  su  antecesor 
htbía  preparado  el  terreno. 

La  furia  contra  Pío  IX  no  se  detuvo  ante  el  em- 
buste y  la  calumnia.  Se  dijo  que  el  Papa  había  srido 
masón  y  que  existían  logias  que  llevaban  su  nombre. 
La  Masonería  noblemente  desmiente  tales  falsedades;  a 
pesar  de  esto,  cuando  sus  restos  debieron  ser  trasladados 
a  la  iglesia  de  San  Lorenzo,  fuera  de  Roma,  tal  como 
él  lo  había  pedido,  las  logias  italianas,  en  que  predo- 
minaba un  ateísmo  sectario,  olvidando  el  principio  de 
tolerancia,  fundamental  en  su  institución,  provocaron 
una  repugnante  manifestación  que  atacó  el  cortejo  fú- 
nebre, hecho  en  la  noche  para  evitar  complicaciones. 
Al  grito  de  "Al  río,  al  río",  se  trató  de  profanar  el  ca- 
dáver del  que  ha  sido  uno  de  los  grandes  papas  de  la 
Iglesia. 

El  tiempo  ha  demostrado  cuán  grande  fue  la  obra 
de  Pío  IX,  que  junto  con  Gregorio  VII  marcan  nuevos 
períodos  en  la  milenaria  historia  de  la  Iglesia  fundada 
a  orillas  del  lago  Tiberíades. 

4) 

La  muerte  de  Pío  IX  produjo  una  situación  de 
angustiosa   incertidumbre  en  el   Vaticano.  ¿Iba  el  go- 


245 


bierno  italiano  a  tomar  posesión  del  recinto  en  que  se 
había  recluido  el  último  Papa?  Cuando  murió  en  su 
prisión  Pío  VI  se  trató  de  impedir  la  reunión  del  Cón- 
clave, que  finalmente  pudo  hacerlo  en  Venecia  bajo  la 
protección  del  Austria.  ¿Pasaría  ahora  algo  semejante? 
El  Rey  y  toda  la  familia  real  de  Italia  eran  católicos;  pero 
el  gobierno  estaba  influido  por  una  corriente,  no  sólo 
anti-católica  sino  abiertamente  atea.  En  las  logias  ita- 
lianas dominaban  los  elementos  mazzinianos  y  garibal- 
dinos  que  hacían  ostentación  de  su  odio  al  catolicismo 
y  de  lo  conveniente  que  sería  destruir  el  Papado. 

Al  penetrar  el  cardenal  Camarlengo  Joaquín  Pecci, 
en  la  cámara  mortuoria  de  Pío  IX  para  constatar  su 
muerte  causó  una  inexplicable  impresión.  El  anciano 
prelado  de  cara  delgada,  de  ojos  de  penetrante  mirar, 
de  amplia  frente,  aparecía  como  un  místico  de  tranqui- 
la dignidad,  que  seguramente  además  de  talento  poseía 
la  energía  y  la  capacidad  para  llevar  con  rapidez  a  la 
realidad  sus  decisiones.  Se  acercó  al  lecho  mortuorio  y 
con  voz  emocionada  dijo  al  tocar  tres  veces  sucesivas 
las  sienes  del  difunto:  ¡Juan  María  Mastai  Ferretti!  y 
a  continuación  agregó:  "El  Papa  está  verdaderamente 
muerto". 

Desde  ese  momento  la  responsabilidad  de  guardar 
el  poder  pontificio  estaba  en  sus  manos  y  los  presentes 
comprendieron  que  Pío  IX  había  tenido  una  inspira- 
ción divina  al  designar,  poco  antes  de  su  muerte,  como 
cardenal  Camarlengo  al  cardenal  Joaquín  Pecci.  Con 
suma  habilidad,  tacto  y  diplomacia,  obtuvo  del  primer 
ministro  italiano  Crispí  la  completa  seguridad  de  que 
tropas  del  ejército  velarían  porque  ninguna  manifesta- 
ción hostil  perturbara  el  duelo  del  Vaticano  y  que  se 
respetaría  completamente  la  libertad  del  Cónclave  y  se 
darían  todas  las  facilidades  posibles  para  la  moviliza- 
ción y  estada  de  los  cardenales  asistentes. 

Se  llegó  a  decir  que  la  elección,  como  en  el  caso  de 
Pío  VII,  se  debería  hacer  fuera  de  Roma;  se  comentó 


246 


que  el  cardenal  inglés  Roberto  Maning,  había  propuesto 
que  el  Cónclave  se  reuniera  en  Malta.  Nada  de  esto 
pasó;  el  cardenal  Pecci  desplegó  una  increíble  actividad 
y  a  los  doce  días  de  haber  fallecido  Pío  IX  se  reunió  el 
Cónclave,  que  a  la  tercera  votación  eligió  como  Papa 
al  cardenal  Joaquín  Pecci  que  tomó  el  nombre  de 
León  XIII. 

No  fueron  muy  favorables  los  augurios  de  la  pren- 
sa; el  "London  Spectator"  con  tono  profético  publicó 
lo  siguiente:  "La  consecuencia  de  la  vida  de  Pío  IX  ha 
sido  depositar  sobre  los  hombros  de  su  sucesor  una 
carga  que  pocos  hombres  podrían  soportar,  y  bajo  cuyo 
peso,  no  solamente  el  trono  espiritual,  sino  también  la 
Iglesia  sobre  la  que  descansa,  podrían  comenzar  a  hun 
dirse". 

Fue  una  sorpresa  que  el  nuevo  Papa  innovara  la 
costumbre  tradicional  de  dar  su  primera  bendición  des- 
de una  ventana  en  la  plaza  de  San  Pedro,  frente  a 
Roma.  La  dio  desde  un  balcón  situado  al  interior  del 
Vaticano  y  su  coronación  se  verificó  en  la  capilla  Six- 
tina  ante  un  reducido  público.  Se  trató  de  evitar  cual- 
quier pretexto  que  pudiera  dar  origen  a  un  incidente 
enojoso  y  se  hizo  ver  que  la  bendición  se  daba  a  los 
católicos  del  mundo,  no  a  los  habitantes  de  Roma.  Era 
una  muestra  clara  de  que  se  continuaba  la  política  dt 
Pío  IX  en  cuanto  al  problema  italiano  y  que  había  co 
menzado  el  reinado  del  segundo  Pontífice  del  Imperio 
Espiritual. 

5) 

León  XIII,  Joaquín  Vicente  Pecci,  nació  en  1810 
en  Carpineto,  pequeñísimo  pueblo  enclavado  en  las 
montañas  de  la  provincia  de  Sabina,  en  los  Estados 
Pontificios;  se  decía  que  su  padre,  el  conde  Ludovico 
Pecci,  había  sido  coronel  en  los  ejércitos  napoleónicos. 


247 


Joaquín  estudió  en  el  colegio  jesuíta  de  Viterbo  y  dio 
muestras  de  poseer  talento,  carácter  y  profunda  piedad. 
En  1837  recibió  órdenes  sacerdotales. 

Gregorio  XVI  lo  nombró  gobernador  de  Beneven- 
to,  Espoleto  y  Perusa,  donde  a  pesar  de  su  juventud 
demostró  ser  un  gobernante  experto,  enérgico  y  de 
gran  talento.  Consagrado  arzobispo  de  Damieta  fue  en 
viado  como  nuncio  a  Bélgica,  donde  se  dio  a  conocer 
como  un  espléndido  diplomático;  supo  ganarse  el  afec- 
to del  rey  Leopoldo  y  de  la  familia  real. 

El  primer  rey  de  Bélgica  era  conocido  como  un 
monarca  de  talento  y  un  verdadero  hombre  de  estado; 
es  por  esto  importante  conocer  el  juicio  que  tenía  acer- 
ca del  futuro  León  XIII.  En  una  comunicación  le  di- 
ce: "Realmente,  monseñor,  Ud.  es  tan  buen  político 
como  excelente  hombre  de  Iglesia"  y  al  ser  llamado  a 
Roma  monseñor  Pecci,  el  Rey  le  entrega  una  carta  para 
el  Papa  en  que  le  dice: 

"Me  siento  obligado  a  recomendar  al  arzobispo 
Pecci,  a  la  amable  protección  de  Vuestra  Santidad;  la 
merece  bajo  todos  los  aspectos,  pues  he  podido  obser- 
var raramente  una  mayor  dedicación  al  deber,  más  ele- 
vadas intenciones  y  más  recta  conducta...". 

Al  despedirse  Leopoldo  I,  con  todo  afecto,  le  dice: 
"Siento  que  no  pueda  Ud.  convertirme;  pero  es  Ud.  un 
teólogo  tan  eminente  que  pediré  al  Papa  le  conceda  el 
capelo  de  cardenal". 

Cuando  monseñor  Pecci  regresó  a  Roma,  Gregorio 
XVI  iba  a  morir.  No  se  sabe  si  Pío  IX  no  apreció  en 
su  debida  forma  lo  que  valía  Pecci;  pasó  como  obispo 
de  Perusa  treinta  y  dos  años,  dedicado  al  estudio  y  a 
desempeñar  en  forma  admirable  sus  deberes  episcopa- 
les. Dio  especial  importancia  a  la  educación,  particu- 
larmente la  de  los  futuros  sacerdotes.  Llama  la  atención 
al  clero  de  su  diócesis  al  decirles: 

"La  conducta  moral  del  sacerdote  es  el  espejo  en 
que  se  mira  el  pueblo  para  hallar  un  modelo  para  su 


248 


propia  conducta.  Cada  sombra  y  toda  mancha  son  per- 
cibidas por  el  ojo  del  vulgo,  y  la  mera  sospecha  de  im- 
perfección es  suficiente  para  hacer  perder  al  pueblo  su 
estimación  de  la  valía  del  sacerdote". 

En  1853  fue  nombrado  Joaquín  Pecci,  cardenal; 
muy  luego  tuvo  que  afrontar  todas  las  complicaciones 
surgidas  al  ocupar  el  ejército  italiano  la  mayor  parte 
de  los  Estados  Pontificios;  tuvo  que  defender  los  dere- 
chos de  la  Iglesia  en  circunstancias  desfavorables  y  se 
llegó  hasta  citarle  ante  los  tribunales.  Al  morir  el  car- 
denal De  Angelis,  Camarlengo  del  Sacro  Colegio,  fue 
llamado  el  cardenal  Pecci  a  Roma  a  reemplazarlo  en 
ese  puesto.  Este  nombramiento  fue  algo  inesperado; 
Pío  IX  había  llegado  a  una  avanzada  edad  y  era  muy 
probable  su  próximo  fin,  de  modo  que  el  Camarlengo 
debía  asumir  la  autoridad  papal  hasta  una  nueva  elec 
ción. 

La  certera  visión  política  de  León  XIII,  le  permi 
tió  apreciar  la  verdadera  situación  de  la  Iglesia  y  actuar 
de  acuerdo  con  la  realidad;  el  Papa  era  un  soberano 
espiritual,  libre  de  toda  complicación  en  cuanto  a  la 
administración  de  bienes  temporales.  Había  cuatro  pro- 
blemas que  él  estimó  de  capital  importancia:  el  pro 
blema  alemán,  el  francés,  el  norteamericano  y  el  italia- 
no. Pronto  veremos  la  forma  magistral  con  que  abordó 
el  primer  problema,  el  alemán;  la  tranquila  diplomacia 
que  empleó  dio  tiempo  al  tiempo  para  llegar  a  una  solu- 
ción en  que  no  había  vencido  ni  vencedores  y  no  daba 
lugar  al  gobierno  o  al  gobernante  afectado  a  serftirse  mo- 
lesto; antes  al  contrario  se  desarrolló  un  mutuo  aprecio. 


249 


CAPITULO  XVII 


1)  Hegel,  Engels  y  Marx.—  2)   Importancia  de  Marx.—  3) 
Fin  del  kulturkampf. 


1) 

La  ideología  del  siglo  XVIII,  la  época  de  la  Ilus- 
tración, fue  condensada,  principalmente,  por  dos  plu- 
mas magníficas:  las  de  Montesquieu  y  la  Rousseau, 
que  en  cuanto  al  aspecto  político  supieron  exponer  en 
forma  atractiva  y  convincente  el  pensamiento  dominan- 
te en  ese  tiempo.  "El  Espíritu  de  las  Leyes"  y  "Grande- 
sa  y  Decadencia  de  los  Romanos"  encerraban  la  inter- 
pretación errónea  de  un  gran  período  histórico;  pero 
hecha  en  tal  forma,  que  se  les  ha  considerado  como 
obras  de  un  valor  inapreciable.  "El  Contrato  Social", 
dio  vida  a  ideas  ya  expuestas,  de  tal  manera  que  apare- 
cían como  algo  original  y  como  el  camino  que  debería 
seguir  la  humanidad  en  su  constante  progreso. 

Estos  libros,  de  un  espléndido  valor  literario,  fue- 
ron los  evangelios  del  movimiento  revolucionario,  que 
iniciado  en  1789  vino  a  terminar  en  1848  y  que  dio  a 
la  burguesía  el  poder  arrebatado  a  la  nobleza;  esta  len- 
tamente, ya  vencida,  trató  de  incorporarse  a  la  clase  do- 
minante y  formar  ya  sea  por  el  dinero  o  por  el  talento, 


251 


un  grupo  disimuladamente  directivo.  La  burguesía,  en 
su  lucha  contra  la  nobleza  y  el  poder  absoluto,  se  apo- 
yó en  las  clases  desheredadas  de  la  fortuna  para  des- 
pués recoger  el  fruto  de  la  victoria  y  dejarlas  olvidadas, 
igual  o  peor  que  antes. 

En  el  siglo  XIX  nos  encontramos  con  un  movi- 
miento parecido  tanto  en  Inglaterra  como  en  Francia; 
aparece  como  una  ideología  socialista  con  acentuados 
ribetes  comunistas;  pero  se  trata  en  su  mayor  parte  de 
un  pensamiento  teórico,  idealista  que  no  adquiere  una 
forma  práctica.  Una  tentativa  de  realizar  algo  efectivo 
fue  la  creación  de  los  talleres  nacionales  acordada  por 
el  gobierno  revolucionario  francés  de  1848;  pero  cuan- 
do la  burguesía  se  consideró  firme  en  el  poder  reprimió 
con  mano  enérgica  y  en  forma  sangrienta  toda  posibi- 
lidad de  un  socialismo  de  estado. 

El  lugar  de  los  intelectuales  franceses  del  siglo  an- 
terior lo  ocuparon  los  alemanes  y  puede  considerarse 
como  los  exponentes  de  una  nueva  ideología  a  Hegel, 
Engels  y  Marx.  El  primero.  Jorge  Guillermo  Hegel,  es 
un  idealista  que  desarrolla  una  filosofía  difícil  de  in- 
terpretar y  capaz  de  dar  origen  a  ideas  exageradas,  con- 
secuencias del  gran  influjo  que  tuvo  entre  sus  admira- 
dores. Seguramente  jamás  imaginó  Hegel  la  influencia 
que  iba  a  tener  sobre  Marx  y  las  deducciones  que  este 
iba  a  sacar  de  sus  enseñanzas. 

Carlos  Marx,  nació  en  Tréveris  en  1818,  hijo  de 
una  familia  judía;  su  padre  fue  rabino.  Marx  trató 
siempre  de  hacer  olvidar  su  origen  judaico  que  aborre- 
cía, sin  fijarse  que  varias  de  sus  principales  cualidades 
las  debía  a  su  ascendencia  racial.  Al  leer  sus  obras  se 
nota  pronto  el  sentido  mesiánico,  la  inspiración  profé- 
tica  propia  del  carácter  hebraico.  Estudió  en  Berlín  y 
en  Jena  y  la  filosofía  de  Hegel  le  causó  profunda  im- 
presión. Contrajo  matrimonio  con  una  dama  de  la  alta 
sociedad  prusiana,  Jenny  Westphalen  y  se  estableció  en 
Londres  dedicándose  a  los  estudios  que  le  interesaban, 


252 


sin  preocuparse  de  la  parte  económica,  a  la  que  atendía 
su  amigo  Engels.  En  una  de  las  cartas  que  dirige  Marx 
a  Engels,  encontramos  partes  que  nos  dan  una  idea  de 
la  poca  importancia  que  Marx  daba  a  la  forma  de  ga- 
narse el  sustento: 

"Mi  querido  Fred:  Mi  largo  silencio,  como  proba- 
blemente ya  habrás  adivinado,  ha  sido  motivado  por 
causas  desagradables. 

"Hace  dos  meses  que  vivo  gracias  a  la  Casa  de  Em- 
peños y  las  reclamaciones  que  se  acumulan  sobre  mí 
son  casi  insostenibles.  Ellas  no  habrán  de  sorprenderte, 
si  consideras  que  durante  este  período  no  he  ganado 
ningún  dinero.  .  .  Te  aseguro  que  habría  preferido 
perder  un  dedo  a  tener  que  escribir  esta  carta.  Es  terri- 
ble tener  que  depender  de  alguien  durante  la  mitad  de 
mi  vida.  El  único  pensamiento  que  me  sostiene  es  el 
de  que  gracias  a  nuestra  asociación  puedo  dedicar  mi 
tiempo  a  la  labor  teórica  y  al  partido.  Vivo  bastante 
por  ecima  de  mis  medios  y  además  este  año  hemos  vi- 
vido mejor  que  de  ordinario". 

Sólo  le  preocupaba  el  estudio  de  la  Economía  Po- 
lítica en  el  que  creyó  encontrar  todo  el  secreto  de  la 
marcha  de  la  evolución  de  la  humanidad.  El  estudio 
y  el  desarrollo  del  partido  adquirieron  tal  poder  sobre 
sus  sentimientos  que  llegó  a  manifestar  algo  increíble 
sobre  el  amor  filial.  Al  comunicarle  Engels  la  muerte 
de  su  esposa  María,  le  responde  Marx: 

"La  noticia  de  la  muerte  de  María  me  consternó. 
Era  buena,  ocurrente  y  te  quería.  Mis  visitas  a  Francia 
y  Alemania  para  encontrar  dinero  fueron  infructuosas 
y  como  es  natural,  con  tus  setenta  y  cinco  dólares  no 
puede  ir  más  lejos.  ¿Por  qué  no  pudo  ser  mi  madre,  que 
ha  vivido  ya  toda  una  vida  y  se  halla  aquejada  de  toda 
clase  de  dolencias,  en  vez  de  María  la  que  murió? ..." 
Los  editores  de  la  correspondencia  de  Marx  suprimie- 
ron este  último  párrafo.  Con  razón  el  ruso  Bakunin  es- 
cribió una  vez: 


253 


"Personalmente  Marx  es  un  loco.  Habla  de  sus 
ideas  sin  querer  entender  que  las  ideas  no  pertenecen 
a  nadie,  que  las  grandes  ideas  siempre  han  sido  el  re- 
sultado del  esfuerzo  de  todos". 

2) 

La  gran  importancia  de  Marx  estriba  en  que  logró 
demostrar  a  las  clases  desheredadas  que  organizándose 
formarían  una  fuerza  potente,  llamada  a  destruir  a  la 
burgesía  y  a  reemplazarla  de  igual  manera  que  esta 
había  procedido  con  la  nobleza. 

Del  estudio  de  la  Economía  Política,  Marx  llegó  a 
la  conclusión  que  los  factores  materiales,  los  factores 
económicos,  eran  los  que  regían  la  humanidad  y  por 
esto  dice: 

"Todos  los  actos  del  hombre,  todos  sus  pensamien- 
tos y  deseos,  las  formas  sociales  y  el  progreso  histórico, 
todo  depende  de  los  factores  económicos. 

"La  Ley,  la  Moral,  el  Arte,  la  Ciencia,  la  Religión, 
no  son  más  que  superestructuras  ideológicas  de  las  cir 
cunstancias  económicas". 

Del  idealismo  de  Hegel,  Marx  llegó  a  una  conclu- 
sión inversa,  a  un  completo  materialismo  y  esto  lo  ex- 
tendió al  materialismo  histórico,  es  decir,  a  interpretar 
la  evolución  de  la  historia  humana  bajo  el  aspecto  de 
los  factores  materiales  y  tratar  de  encontrar  ahí  la  cau- 
sa y  aun  la  ley  de  todo  el  acontecer  sucedido  y  por  su- 
ceder. 

Con  su  dialéctica  y  espíritu  de  análisis  formidables, 
Marx  solasya  y  evita  el  comentar  los  sucesos  difíciles  de 
explicar  bajo  el  aspecto  material;  o  los  trata  en  tal  for- 
ma que  da  la  impresión  de  un  movimiento  de  flanqueo 
para  salvar  la  dificultad  o  para  disimuladamente  de 
jarlos  a  un  lado. 

El  materialismo  histórico  parte  de  un  error  básico 
para  los  no  materialistas;  es  el  no  aceptar  la  existencia 


254 


del  espíritu  o  el  considerar  a  éste  como  una  expresión 
material;  pero  hay  otro  aspecto  que  lo  convierte  en 
una  mera  interpretación  hipotética:  es  el  considerar  un 
progreso  indefinido  de  la  humanidad.  Es  imposible  jus- 
tificar la  caída  y  el  fin  de  las  grandes  culturas  sólo  por 
el  factor  económico,  aun  en  la  forma  tan  brillante  co- 
mo lo  ha  tratado  de  hacer  Marx.  Ha  habido  momentos 
netamente  espirituales  que  escapan  por  completo  a  la 
posibilidad  de  una  explicación  basada  en  meros  fac- 
tores económicos.  Hay  cierta  similitud  entre  esto  y  la 
tendencia  de  subordinar  la  Iglesia  Católica  al  desarrollo 
de  algunas  culturas  (Spengler);  no  queda  otra  interpre- 
tación lógica  que  el  suponerla  independiente,  sobre  las 
culturas. 

Marx  divide  a  los  seres  humanos  en  dos  grupos:  el 
proletariado,  es  decir  los  que  no  poseen  nada  más  que 
su  prole,  y  los  burgueses;  los  explotados  y  los  explota- 
dores; entre  éstos  están  incluidos  los  judíos.  En  una 
parte  del  "Manifiesto  Comunista",  redactado  de  acuer- 
do con  Engels  en  1847,  dice: 

"Las  diferencias  de  edad  y  sexo  no  cuentan  para 
la  clase  trabajadora.  Todos  son  instrumentos  de  traba- 
jo, más  o  menos  caros  de  acuerdo  con  su  edad. 

"Quienes  ocupan  las  gradas  inferiores  de  la  clase 
media  —el  pequeño  comerciante,  el  tendero,  el  opera- 
rio y  el  granjero—  van  cayendo  gradualmente  dentro 
de  la  masa  del  proletariado;  en  parte  debido  a  que  su 
pequeño  capital  no  alcanza  la  magnitud  requerida  para 
la  industria  moderna  y  no  pueden  competir  con  los 
grandes  capitalistas,  y  en  parte  por  que  su  oficio  ha 
quedado  anticuado  ante  los  nuevos  medios  de  produc- 
ción. De  esta  manera  el  proletariado  se  recluta  entre 
todas  las  clases  de  la  sociedad. 

El  proletario  no  posee  bienes;  sus  relaciones  con 
su  mujer  e  hijos  nada  tienen  que  ver  con  las  que  ligan 
a  una  familia  burguesa.  La  industria  moderna,  la  mo- 
derna sujeción  al  capital,  lo  mismo  en  Inglaterra  que 


255 


en  Francia,  en  América  que  en  Alemania,  le  ha  despo- 
jado de  toda  característica  nacional.  La  ley,  la  morali- 
dad, la  religión,  no  son  más  que  prejuicios  burgueses 
detrás  de  los  que  se  esconden  otros  tantos  intereses 
burgueses". 

Según  Engels,  el  materialismo  histórico  y  la  teo- 
ría de  las  plusvalía  fueron  los  grandes  descubrimientos 
de  Marx.  Cien  años  después  vemos  cuán  discutidos  son 
estos  descubrimientos,  cuántos  errores  contienen;  y  so- 
bre todo,  el  tiempo  ha  demostrado  que  el  espíritu  pro- 
fético  de  Marx  estaba  completamente  equivocado.  El 
gran  valor  de  un  pensador  como  Marx  está,  como  se 
dijo  al  principio,  en  que  puso  en  movimiento  fuerzas 
dormidas,  lo  que  va  a  cambiar  una  fase  de  la  cultura 
occidental  en  la  última  etapa  de  su  existencia. 

«)'  '  '  ''^ti..,  ;.V.'V  ,      \  r,£. 

Las  leyes  de  Mayo  del  ministro  Falk,  produjeron 
en  Alemania  lo  que  el  gobierno  llamó  la  "Rebelión  de 
los  obispos".  Habían  declarado  al  gobierno  el  conjunto 
de  obispos  católicos  que  en  las  nuevas  leyes  existían 
artículos  que  no  podían  acatar  por  estar  en  contradic- 
ción con  sus  ideas  religiosas. 

Bismarck  estimó  que  esta  declaración  quería  de- 
cir que  los  obispos  se  colocaban  fuera  de  la  ley  y  por 
lo  tanto  caían  dentro  de  las  sanciones  penales  estable 
cidas  para  estos  casos.  Con  su  acostumbrada  energía, 
procedió  con  todo  rigor,  en  la  creencia  de  que  por  fin 
aplastaría  toda  resistencia  y  podría  crear  finalmente  una 
iglesia  nacional.  No  recordó  la  tradición  de  resistencia 
pasiva  del  catolicismo  y  no  se  fijó  que  al  emplear  la  vio- 
lencia y  la  persecución,  concluía  por  hacer  simpática  la 
causa  que  el  gobierno  atacaba  con  tanto  rigor. 

Pronto  ingresaron  a  la  cárcel  obispos  y  sacerdotes 
y  el  Vaticano  procedió  a  nombrar  obispos  para  las  sedes 


256 


vacantes,  nombramientos  que  el  gobierno  alemán  no 
reconoció.  Hubo  numerosas  parroquias  sin  curas  y  dió- 
cesis sin  obispos;  en  apariencia  nada  resistía  al  poder 
del  omnipotente  Canciller;  pero  éste  pudo  notar  cómo 
se  robustecía  el  partido  católico,  que  contaba  en  el 
Parlamento  con  un  grupo  de  disciplinados  representan- 
tes, dirigidos  por  un  experto  y  hábil  político,  Wind- 
horst.  Esta  oposición  parlamentaria  era  débil;  pero  igual 
que  la  irlandesa  en  la  Cámara  de  los  Comunes  en  In- 
glaterra; esperaba  el  momento  propicio  para  atacar  al 
gobierno. 

El  partido  socialista  alemán  que  era  anterior  al  de 
el  año  1848,  se  encontró  reforzado,  bajo  la  dirección  de 
Fernando  Lasalle,  con  la  nueva  ideología  de  Marx.  El 
instinto  de  organización  tan  característico  entre  los  ale- 
manes, transformó  al  partido  socialista,  tan  sin  impor- 
tancia, en  una  fuerza  potente  reforzada  por  el  aumen- 
to de  la  clase  obrera  debido  al  desarrollo  de  la  indus- 
tria. Se  formó  el  partido  social-democrático  que  tuvo 
un  éxito  abrumador.  En  1871  hubo  en  el  Reichstag,  o 
sea  en  el  parlamento  imperial,  un  sólo  diputado  socia- 
lista; treinta  años  después  había  ochenta  y  uno.  Este 
avance  alarmó  profundamente  a  Bismarck  y  como  se 
produjeran  dos  atentados  contra  la  vida  del  emperador 
Guillermo,  a  pesar  de  que  en  esto  nada  tenía  que  ven 
el  nuevo  partido,  y  esto  bien  lo  sabía  el  canciller,  se 
aprovechó  de  lo  sucedido  para  atacar  al  socialismo  con 
todo  el  rigor  acostumbrado.  Se  dictaron  varias  leyes  de 
excepción  contra  los  socialistas  y  se  llegó  a  establecer 
un  estado  de  sitio  moderado. 

Toda  la  furia  desplegada  contra  el  catolicismo  en 
el  Kulturkampf,  se  dirigió  contra  el  socialismo;  pero 
Bismarck  era  uno  de  esos  hombres  hábiles  que  saben 
dejar  a  un  lado,  olvidar  cuando  les  conviene  lo  dicho 
o  hecho,  ante  la  conveniencia  política,  cuyo  fin  es  go- 
bernar en  forma  acertada.  Comprendió  que  la  campa- 
ña anti-católica  producía  funestos  resultados  y  existía  el 


9.— Teocracia. 


257 


peligro  que  afectara  totalmente  su  estrategia  parlamen- 
taria. La  posible  unión  en  el  Reichstag  de  los  socialis- 
tas y  católicos  significaba  la  derrota  del  gobierno.  La 
frase  famosa  "No  iremos  a  Canosa",  era  algo  que  había 
que  hacer  olvidar,  pues  entre  dos  enemigos  había  que 
pactar  con  el  menos  peligrosos  y  este  era  el  católico. 

Ocupaba  la  Silla  de  San  Pedro  un  nuevo  Papa, 
León  XIII.  La  misma  noche  del  día  de  su  elección,  el 
nuevo  Pontífice  comenzó  a  redactar  una  comunicación 
dirigida  al  emperador  Guillermo.  En  lugar  de  la  nota 
protocolaria  en  que  se  acostumbraba  anunciar  el  haber 
ceñido  la  tiara,  se  enviaba  una  comunicación  en  que 
se  exponía  la  situación  de  la  Iglesia  en  Alemania,  los 
peligros  que  este  estado  de  cosas  encerraba  y  el  sincero 
deseo  de  terminar  con  todo  lo  que  era  anormal. 

Bismarck  vio  con  sumo  agrado  lo  que  pasaba  y 
trató  de  aprovechar  la  posibilidad  de  entablar  relaciones 
con  el  Vaticano,  lo  que  le  permitiría  separar  el  partido 
católico  de  la  oposición  y  conseguir  que  apoyara  al  go- 
bierno, conservando  este  su  autoridad  sobre  la  Iglesia. 
Luego  comprendió  que  el  nuevo  Papa  era  un  hábil  po- 
lítico al  cual  no  se  podía  engañar  y  entonces  cambió 
abiertamente  de  táctica.  Se  entablaron  negociaciones  y 
en  la  disputa  surgida  con  España  por  la  posesión  de  las 
islas  Carolinas  en  Oceanía,  propuso  el  arbitraje  del 
Papa,  lo  que  fue  aceptado  por  España. 

Con  sumo  tacto  y  diplomacia  procedió  la  Curia 
Pontificia.  No  se  exigió  nada  que  significara  una  hu- 
millación o  una  retractación  espectacular  de  lo  pasado; 
nada  que  demostrara  la  completa  derrota  del  Canciller 
de  Hierro;  fue  una  ida  a  Canosa  espiritual;  pero  de  un 
valor  mucho  más  efectivo  que  la  de  ochocientos  años 
atrás.  Las  leyes  de  Mayo  no  se  derogaron;  pero  se  apro- 
baron otras  que  reemplazaban  a  estas  y  satisfacían  los 
deseos  del  Vaticano;  propuestas  por  Bismarck  y  defen- 
didas por  él  en  una  elocuente  exposición  ante  el  Reich- 
stag, fueron  aprobadas.  A  fines  del  siglo  pasado  se  ha- 


25S 


bía  llegado  a  un  completo  entendimiento  entre  el  Se- 
gundo Reich  y  el  Vaticano. 

Una  clara  manifestación  de  cuál  era  el  pensamien- 
to de  León  XIII  fue  el  haber  conferido  a  Bismarck  la 
Orden  Suprema  de  Cristo  en  el  grado  de  Caballero, 
enviándole  la  placa  correspondiente  adornada  con  bri- 
llantes. "El  nuevo  Atila"  de  antes  se  convertía  en  "Ca 
ballero  de  Cristo".  "El  Papa  es  un  hombre  prudente  y 
moderado",  dice  Bismarck  y  no  pierde  ocasión  de  en- 
altecer sus  méritos  cada  vez  que  puede  hacerlo.  El  jui- 
cio más  exacto  de  la  situación  conseguida  lo  expresa 
el  ministro  ruso  Iswolski  cuando  dice: 

"Una  serie  de  éxitos  han  coronado  la  autoridad  del 
Papa  en  relación  con  los  poderes  europeos,  especial- 
mente en  lo  que  concierne  a  Alemania,  que  ha  reanuda- 
do sus  relaciones  con  la  Santa  Sede,  moderando  su  le- 
gislación anti-católica  y  dando  al  Papa  la  satisfacción 
de  asumir  el  papel  de  mediador  en  una  cuestión  de  im- 
portancia internacional". 


259 


CAPITULO  XVIII 


J)  Presidencia  de  Mac  Mahon  y  Grevy.—  2)  El  boulangeris- 
mo.—  3)  y  4)  León  XIII  y  la  política  francesa.—  5)  El  es- 
cándalo del  canal  de  Panamá.—  6)   El  anti  semitismo  en 
Francia. 


1) 

La  presidencia  del  mariscal  Mac  Mahon,  significó 
en  la  política  francesa  un  período  de  transición  para 
volver  a  la  monarquía  tradicional.  Cuando  fracasó  la 
tentativa  monárquica  y  se  estableció  la  tercera  repúbli- 
ca, Mac  Mahon  dejó  de  ser  el  hombre  necesario;  un 
desacuerdo  con  las  Cámaras  lo  obligó  a  renunciar,  tal 
como  le  había  pasado  a  Thiers.  Fue  elegido  por  las  Cá- 
maras reunidas,  Julio  Grevy. 

Thiers  fue  una  gran  figura  política;  Mac  Mahon 
tenía,  como  militar,  el  prestigio  de  haber  triunfado  en 
Malacoff  y  Magenta;  se  conocía  su  valentía  y  su  tran- 
quila tenacidad  en  los  campos  de  batalla;  pero  tam- 
bién era  conocida  su  incapacidad  como  general  en  jefe 
y  como  político.  El  segundo  presidente  de  la  tercera 
república  había  sido  políticamente  muy  inferior  al  pri- 
mero; con  el  tercero  bajó  el  nivel,  Grevy  no  era  más 
que  uno  de  los  muchos  políticos  que  no  podían  com- 
pararse a  Gambetta  ni  a  Freycinet,  en  cuanto  a  la  per- 
sonalidad como  políticos  audaces  y  de  empuje.  Se  le 


261 


elegía  por  no  ser  un  peligro  para  nadie,  y  esta  será  una 
de  las  cualidades  que  se  tomará  muy  en  cuenta  en  las 
elecciones  presidenciales  francesas,  lo  que  contribuyó  a 
que  se  robusteciera  el  poder  parlamentario  y  disminu- 
yera el  presidencial  hasta  llegar  a  transformar  al  Pre- 
sidente de  la  República  en  una  figura  decorativa.  El 
Rey  reina,  pero  no  gobierna,  se  decía  en  Inglaterra; 
pero  el  monarca  encarnaba  a  la  nación  y  tenía  el  pres- 
tigio secular  de  sus  antepasados.  En  Francia,  el  Presi- 
dente era  un  caballero  que  por  siete  años  representaba 
a  la  nación  para  ingresar  después  en  el  olvido. 

Durante  la  presidencia  de  Grevy  gobernaron  los 
ministros;  el  jefe  del  gabinete  organizaba  el  ministerio 
y  era  el  verdadero  gobernante;  pero  como  los  partidos 
políticos  dominantes  se  dividieran,  no  fue  posible  que 
uno  solo  gobernara  y  hubo  que  formar  combinaciones 
de  ellos,  cada  vez  de  más  corta  vida.  Lentamente  el 
partido  republicano  se  había  impuesto  mientras  se  man- 
tuvo unido,  dirigido  por  su  jefe  más  autorizado,  León 
Gambetta,  al  cual  el  presidente  Grevy  miraba  con  te- 
mor y  antipatía;  debido  a  esto  sólo  pudo  ser  primer 
ministro  por  poco  tiempo.  La  política  francesa  tomó  un 
aspecto  de  lucha  religiosa;  los  católicos  eran  monárqui- 
cos, tanto  los  realistas  como  los  bonapartistas,  lo  que 
hizo  que  el  partido  republicano  considerara  a  la  Iglesia 
como  su  mayor  enemigo. 

Durante  el  gobierno  del  ministro  Freycinet,  Julio 
Ferry,  ministro  de  Instrucción  Pública,  emprendió  una 
campaña  semejante  a  la  del  ministro  Falk  en  Alema 
nia.  Ferry  era  un  sincero  y  honrado  político  de  ideas 
arreligiosas  que  estaba  convencido  de  que  había  que 
impedir  que  el  clero  interviniera  en  la  enseñanza;  ésta 
debería  ser  laica  y  estar  en  manos  del  Estado.  Con  este 
fin  se  promulgaron  las  leyes  Ferry,  para  establecer  la 
enseñanza  laica,  gratuita  y  obligatoria.  Con  este  pre- 
texto se  atacó  la  existencia  de  las  comunidades  religio- 
sas; se  decretó  la  disolución  de  varias  de  ellas  y  se  privó 


262 


a  otras  de  la  situación  adquirida  dentro  de  las  activida- 
des educacionales.  Por  supuesto  que  los  primeros  afec- 
tados fueron  los  jesuítas. 

*) 

El  carácter  francés,  su  apasionado  patriotismo,  su 
movilidad  y  sed  de  gloria,  no  podían  estar  satisfechos 
con  un  gobierno  que  consideraban  opaco  y  apagado  a 
pesar  de  contar  a  su  haber  la  reconstrucción  del  país 
de  1871;  pero  el  haber  considerado  la  derrota  como  un 
hecho  consumado,  como  algo  inconmovible,  el  aceptar 
que  Francia  apareciera  en  el  congreso  de  Berlín  como 
una  potencia  secundaria,  no  era  posible  olvidarlo.  El 
espíritu  de  la  revancha,  de  vengar  la  derrota  del  70, 
latía  en  el  alma  francesa.  Con  razón  Bismarck  lo  temía 
y  por  eso  apoyaba  un  gobierno  débil  y  no  sólo  trató 
de  evitar  sino  que  consiguió  no  se  volviera  a  la  monar- 
quía. Que  en  Francia  hubiera  un  gobierno  burgués 
parlamentario,  siempre  inestable,  era  lo  que  más  con- 
venía a  la  política  alemana. 

No  había  aparecido  todavía  el  hombre  que  pudie- 
ra encarnar  el  ansia  existente  de  que  Francia  recupe-. 
rara  su  papel  de  gran  potencia  y  cuando  se  destacó  uno 
que  parecía  reunir  cualidades  de  político  y  caudillo,  el 
favor  popular  y  el  afán  de  los  políticos  profesionales 
que  deseaban  cambios  productivos,  le  atribuyeron  to- 
das las  virtudes  necesarias  y  lo  convirtieron  en  un  nue- 
vo general  Bonaparte,  en  un  presunto  Emperador. 

En  uno  de  los  varios  ministerios  que  hubo  duran- 
te la  presidencia  de  Grevy,  fue  ministro  de  Guerra  el 
general  Boulanger.  Había  combatido  en  las  colonias  y 
en  la  defensa  de  París;  de  ideas  republicanas,  radicales, 
inició  una  serie  de  reformas  encaminadas  a  colocar  el 
ejército  francés  a  la  altura  del  alemán  en  cuanto  a  su 
preparación  bélica.  Adquirió   tal   popularidad   que  se 


263 


transformó  en  el  general  de  la  revancha;  era  un  enga- 
ño, carecía  de  audacia,  indeciso,  nunca  se  atrevió  a  po- 
nerse al  frente  de  sus  innumerables  partidarios  que  es- 
peraban un  nuevo  18  de  Brumario.  Tuvo  que  retirarse 
a  Bélgica  y  ahí  se  suicidó  ante  la  tumba  de  su  amada 
fallecida  poco  antes. 

La  muerte  de  Boulanger  puso  fin  al  boulangeris- 
mo  que  fue  la  primera  crisis  peligrosa  de  la  tercera  re- 
pública. Grevy  comprometido  por  su  yerno,  Daniel 
Wilson,  en  un  escándalo  financiero  que  se  disimulaba 
tras  el  reparto  de  condecoraciones,  se  vio  obligado  a  di- 
mitir. Las  grandes  figuras  republicanas  como  Gambe- 
íta,  Freycinet  y  otros  carecían  de  la  inocuidad  necesaria 
para  llegar  a  la  presidencia.  Se  siguió  en  cierto  modo 
el  consejo  de  Jorge  Clemenceau,  político  enérgico  y 
audaz:  ¡Votad  por  el  más  estúpido!  Fue  elegido  Sadi 
Carnot,  ingeniero  distinguido,  pero  que  como  político 
sólo  contaba  con  el  recuerdo  de  su  abuelo. 

3) 

Para  sus  contemporáneos,  León  XIII  tuvo  un  gra- 
ve defecto  que  en  realidad  era  una  gran  cualidad:  fue 
un  hombre  que  se  adelantó  a  su  tiempo;  poseía  una  cla- 
rovidencia que  le  permitía  sondear  el  futuro  y  tomar 
las  medidas  necesarias  para  evitar  los  males  que  iban 
a  venir;  pero  como  estas  medidas  perjudicaban  mo- 
mentáneamente a  personas  que  sólo  trataban  de  con- 
servar la  situación  adquirida  y  no  veía  la  imposibili- 
dad de  mantenerlas  indefinidamente,  no  comprendían 
la  natural  movilidad  de  la  sociedad  humana. 

El  Papa  había  observado  con  atención  la  marcha 
de  la  política  francesa;  sabía  así  que  al  llegar  la  tercera 
república  a  sus  dieciséis  años  de  existencia  en  1886,  es- 
taba alcanzando  al  límite  máximo  de  la  duración  de 
los  gobiernos  franceses  después  de  1789.  Pudo  muy  bien 

264 


notar  que  la  monarquía,  ya  fuera  legitimista  o  bona- 
partista,  estaba  completamente  derrotada;  que  se  redu- 
cía cada  vez  más  el  número  de  sus  partidarios,  mientras 
aumentaba  el  de  los  adherentes  a  la  idea  republicana. 

Los  últimos  escándalos  y  el  movimiento  boulange- 
rista  hicieron  vacilar  a  León  XIII  y  esperó  el  resultado 
de  estos  acontecimientos.  El  que  la  República  saliera 
vencedora  de  estas  pruebas  lo  convenció  de  la  necesi- 
dad de  hacer  lo  posible  por  llegar  a  un  acercamiento 
entre  la  Santa  Sede  y  el  gobierno  francés.  Era  inconve- 
niente que  la  Iglesia  en  Francia  se  hubiera  identificado 
con  la  monarquía  en  tal  modo  que  se  consideraba  exis- 
tía incompatibilidad  entre  ser  republicano  y  ser  católico. 

Las  leyes  de  Ferry  eran  sólo  el  anuncio  de  la  per- 
secución que  probablemente  iba  a  estallar  cuando  el 
poder  del  partido  republicano  fuera  completo.  La  Igle 
sia  estaba  sobre  todos  los  partidos  políticos  siempre  que 
no  afectaran  los  derechos  de  ella.  León  XIII,  con  su 
política  de  un  generoso  olvido  de  todo  acto  odioso  y 
de  procurar  un  sincero  entendimiento,  estimó  que  ha- 
bía llegado  el  momento  de  intervenir  en  Francia. 

Para  iniciar  el  acercamiento  hacia  la  República 
eligió  a  una  de  las  figuras  más  notables  de  la  Iglesia 
de  Francia:  el  cardenal  Lavigerie,  arzobispo  de  Argel 
y  de  Cartago,  prelado  de  fama  internacional  por  su 
obra  en  Africa  para  terminar  con  la  trata  de  esclavos 
y  por  la  fundación  de  los  "Padres  Blancos".  Había  sido 
bonapartista  primero  y  después  entusiasta  legitimista. 
Los  acontecimientos  lo  llevaron  a  las  mismas  conclusio- 
nes que  el  Papa  y  debido  a  esto  se  le  encargó  iniciara 
una  nueva  política  de  acercamiento  de  la  Iglesia  hacia 
el  gobierno  republicano. 

Con  motivo  de  haber  visitado  la  escuadra  francesa 
el  puerto  de  Argel,  se  dio  un  banquete  para  agasajar  a 
los  marinos  y  le  correspondió  al  cardenal,  como  la  au- 
toridad más  alta,  ofrecer  la  manifestación.  Con  asom- 
bro general  el  cardenal  llegó  a  decir:  "Cuando  la  vo- 


265 


luntad  de  un  pueblo  se  ha  expresado  claramente,  cuan- 
do la  forma  de  gobierno  no  tiene  nada  en  sí  contrario 
a  los  únicos  principios  con  arreglo  a  los  cuales  pueden 
vivir  las  naciones  cristianas  y  civilizadas".  Era  un  deber 
de  los  ciudadanos  aceptar  la  forma  de  gobierno  cual- 
quiera que  fuera  el  sacrificio  que  ello  pudiera  suponer 
para  sus  sentimientos  personales  y  concluyó  con  un  viva 
a  la  República. 

4) 

Las  palabras  del  cardenal  Lavigerie  causaron  un 
verdadero  escándalo,  no  sólo  entre  los  monárquicos, 
sino  también  en  el  clero  especialmente  entre  los  obis- 
pos. Las  "liebres  mitradas"  como  las  llamó  Lavigerie. 
Muy  pocos  se  atrevieron  a  expresar  algo  que  ya  sentían; 
pero  que  políticamente  estimaban  era  un  error  con- 
fesar. Así  el  obispo  de  Annecy  dice: 

"Para  la  gran  mayoría  de  los  franceses  el  cura 
ama  el  antiguo  régimen,  y  este  antiguo  régimen  aterra 
al  pueblo.  Murió  con  Luis  XVI.  La  monarquía  ha  de- 
saparecido para  siempre.  Era  adecuada  para  un  estado 
de  opinión  que  sólo  sobrevive  en  el  recuerdo  de  las  gen- 
tes educadas;  pero  del  que  la  gran  masa  de  electores  no 
tiene  idea". 

Algunos  periodistas  monárquicos  lanzaron  toda  cla- 
se de  injuirias  contra  el  cardenal  Lavigerie  que  no  po- 
día decir  que  era  el  Papa  el  que  le  había  insinuado  si- 
guiera esta  nueva  línea  política.  Paul  de  Casagnac,  vio- 
lento exbonarpartista  que  llamaba  "la  mendiga"  a  la 
República,  escribió  un  artículo  periodístico  en  que  se 
encuentra  el  siguiente  párrafo: 

"En  el  pasado  hubo  en  Cartago  una  fe  que  todavía 
es  famosa;  se  la  llamó  la  fe  púnica.  Sería  lamentable 
que  el  cardenal  Lavigerie  no  estuviera  inspirado  sino 
por  esa  falsa  virtud  teológica". 


266 


En  varias  encíclicas  el  Papa  dio  a  conocer  su  pen- 
samiento. La  Iglesia  aceptaba  y  leconocía  todo  gobier- 
no elegido,  la  autoridad  sólo  venía  de  Dios.  Está  de 
acuerdo  con  toda  libertad  honesta,  ni  aun  no  condena 
a  los  gobiernos  que  se  ven  obligados  a  dar  libertad  de 
cultos.  Finalmente  en  una  entrevista  concedida  a  un 
reportero  del  "Petit  Journal"  de  París,  dice: 

"Mi  convicción  es  que  todos  los  franceses  deberían 
unirse  en  los  fundamentos  constitucionales.  Cada  uno, 
naturalmente  puede  guardar  sus  propias  preferencias; 
pero  cuando  de  acción  política  se  trata  sólo  existe  el  go- 
bierno que  Francia  se  ha  dado  a  sí  misma.  La  libertad  < 
es  la  base  verdadera  y  el  fundamento  de  las  relaciones 
entre  la  autoridad  civil  y  la  conciencia  religiosa". 

Tiempo  después  recibió  el  Papa  a  Blowtz,  conoci- 
do corresponsal  del  "Times"  y  este  felicitó  a  León  XIII 
por  su  política  francesa  y  le  dijo:  "Yo  conozco  perfecta- 
mente a  Francia,  es  democrática  a  fondo.  Sus  antiguas 
dinastías  no  representan  nada  para  ella.  Créame,  Santo 
Padre,  la  reyecía  francesa  no  sólo  ha  terminado,  ha 
muerto". 

"Esa  es  también  mi  opinión",  replicó  León  XIII, 
y  por  esta  razón  aconsejo  a  los  católicos  franceses  que 
se  incorporen  sinceramente  a  la  República.  Al  hablar- 
les así  me  fundo  en  la  autoridad  de  todo  mis  predece- 
sores. En  el  transcurso  de  los  siglos,  la  Iglesia  no  se 
aferró  nunca  sino  a  un  solo  cadáver ..."  Al  de  aquel 
que  Ud.  ve  allí,  sobre  la  cruz". 

Se  ha  dicho  que  la  política  francesa  del  Papa  fue 
un  fracaso;  no  fue  así.  El  método  para  solucionar  el 
problema  fue  lento,  tal  como  lo  exigían  las  circunstan- 
cias, y  se  consiguió  en  su  mayor  parte  el  fin  perseguido: 
separar  el  catolicismo  de  la  lucha  política  interna;  im- 
pedir que  determinada  tendencia,  la  monárquía,  explo- 
tara la  religión  como  algo  propio  de  ella;  la  Iglesia 
está  sobre  la  política,  más  arriba  que  ella,  tanto  en  el 
aspecto  interno  como  en  el  internacional.  En  todo  esto 


267 


se  triunfó;  que  las  variaciones  sobrevenidas  años  después 
que  agravaran  el  problema  de  las  relaciones  entre  la 
Iglesia  y  el  Estado  fue  algo  ajeno  al  asunto  que  se  ven- 
tilaba. 

La  actitud  de  la  Santa  Sede  causó  muy  buena  im- 
presión al  gobierno  francés;  sobre  todo  en  los  momen- 
tos en  que  debía  enfrentarse  a  las  complicaciones  pro- 
ducidas por  una  serie  de  nuevos  escándalos.  El  partido 
republicano,  ya  dueño  del  poder,  se  dividió  y  se  for- 
mó, además,  una  extrema  izquierda  socialista  que  im- 
pulsaba al  radicalismo  republicano  hacia  una  política 
•  de  centro  que  le  restaba  popularidad.  A  esto  se  agregó 
un  recrudecimiento  del  anarquismo,  lo  que  hacía  recor- 
dar los  días  tétricos  de  la  "Comune"  en  París.  Una  se- 
rie de  atentados  terroristas  produjeron  alarma.  Fue 
condenado  a  muerte  el  anarquista  Ravachol,  culpable 
de  varios  atentados  en  que  hubo  muertos  y  heridos;  al 
subir  al  patíbulo  cantó  la  nueva  canción  revoluciona- 
ria; en  una  de  sus  estrofas  dice  así: 

Para  ser  feliz,  ¡Nombre  de  Dios! 
Hay  que  colgar  los  propietarios 
Para  ser  feliz,  ¡Nombre  de  Dios 
Hay  que  partir  los  curas  en  dos. 

La  burguesía  dominante  supo  apreciar  lo  que  pa- 
saba; comprendió  bien  el  problema.  La  frase  de  un  pe- 
riodista de  izquierda  que  decía:  "El  estado  laico  cierra 
las  puertas  del  cielo;  pero  no  abre  las  de  las  panade- 
rías" tenía  un  hondo  contenido.  Hasta  políticos  como 
Julio  Ferry,  anti-clerical,  ateo;  pero  ante  todo  hombre 
de  honradas  convicciones,  vio  con  espanto  que  la  en- 
señanza laica,  exageradamente  laica,  causaba  graves  per- 
juicios cuyos  efectos  ya  se  estaban  palpando.  Era  ne- 
cesario reaccionar  y  así  se  hizo;  se  inició  un  período  de 
política  distinta  en  que  se  trató  de  mantener  buenas 
relaciones  con  el  Vaticano. 


26S 


Desgraciadamente  la  Masonería  francesa,  que  ha- 
bía estado  sometida  al  Estado  durante  la  época  napo- 
leónica v  el  segundo  Imperio,  tomó  una  actitud  comba- 
tiva, anti-clerical,  fanáticamente  anti<atólica,  igual  a  lo 
que  pasaba  entre  las  logias  italianas;  mas  a  pesar  de 
que  la  mavoria  de  los  políticos  que  gobernaban  salían 
de  las  logias,  tuvieron  el  suficiente  tino  para  producir 
un  ambiente  de  calma,  decisivo  ante  el  cúmulo  de  es- 
cándalos que  amenazó  la  existencia  de  la  república  bur 
guesa. 

5) 

Durante  la  presidencia  de  Sadi  Carnot  estalló  el 
más  formidable  de  los  escándalos  que  afectaron  a  la  ter 
cera  República;  el  asunto  del  canal  de  Panamá. 

Fernando  Lesseps,  el  "gran  francés",  como  lo  llamé 
Gambetta,  era  un  hombre  de  un  extraordinario  opti- 
mismo unido  a  una  igual  energía  y  tenacidad;  cuando 
emprendía  una  obra  que  consideraba  buena,  útil  y  no 
sible  de  ejecutar,  lo  haría  convencido  que  nadie  ni  nada 
podría  detenerlo.  Como  dijo  el  representante  pontif: 
ció  en  la  ceremonia  de  la  apertura  del  canal  de  Suez: 
"Tiene  una  fe  sobrehumana  en  la  realización  de  esta 
gigantesca  obra". 

Lesseps  no  era  ingeniero,  concibió  como  hombre 
emprendedor  la  idea  de  abrir  el  canal  de  Suez,  que  ya 
en  tiempos  antiguos  había  sido  habilitado.  Respaldado 
por  el  segundo  Imperio  francés  —era  pariente  de  la  em- 
peratriz Eugenia—  formó  una  compañía  y  obtuvo  las 
concesiones  necesarias  del  gobierno  egipcio  y  se  lanzó  a 
construir  el  canal.  El  éxito  obtenido  lo  desvaneció  en 
cuanto  a  las  posibilidades  de  emprender  otra  obra  que 
^1  consideraba  semejante:  ei  canal  de  Panamá,  algo  que 
se  había  discutido;  era  uno  de  los  muchos  provectos 
en  que  se  había  fijado  la  mente  soñadora  de  Napoleón 

ni. 


269 


El  no  tener  los  conocimientos  de  ingeniería  nece- 
sarios le  impedia  a  Lessepes  ver  la  diferencia  inmensa 
que  había  entre  abrir  un  canal  en  Suez  o  en  Panamá. 
Uno  de  los  asesores  técnicos  que  tuvo  en  el  proyecto 
del  canal  de  Panamá,  Bunau  Varilla,  describe  la  cor- 
tesía e  incredulidad  con  que  Lesseps  escuchaba  las  ob- 
jeciones ingeníenles  que  se  le  hacían  y  dice:  "Era  evi- 
dente que  no  veía  en  ellas  sino  otras  de  aquellas  ideas 
de  los  ingenieros  que  tanto  le  habían  estorbado  en  Suez 
y  que  había  superado  abriendo  paso  a  la  naturaleza  y 
al  sentido  común". 

Lesseps  escuchaba;  pero  no  tomaba  en  cuenta  nin- 
guna razón  técnica  y  se  mantuvo  firme  en  la  idea  de 
que  el  canal  de  Panamá  podía  abrirse  a  nivel  como  el 
de  Suez;  no  apreció  la  dificultad  de  los  cortes  en  la  ca- 
dena de  montañas  que  continúa  de  los  Andes  hacia  la 
América  Central.  El  construir  esclusas,  como  se  le  pro- 
ponía, lo  consideró  como  algo  innecesario.  Además  par- 
tió de  otra  grave  equivocación  en  cuanto  al  capital  ne- 
cesario y  sólo  aceptó  trescientos  millones  de  francos. 
Tenía  sesenta  y  cuatro  años  de  edad  cuando  inició  esta 
aventura  que  iba  a  ser  fatal,  que  iba  a  amargar  los  úl- 
timos años  de  su  gloriosa  existencia. 

Las  enormes  dificultades  para  ejecutar  el  trabajo 
unidas  al  clima  tropical,  fatal  para  el  europeo,  prolon- 
garon la  ejecución  de  la  obra  cada  vez  más  y  gastaron 
el  optimismo  inicial  de  los  inversionistas.  Comenzó  la 
explotación  ejercida  por  la  prensa;  hubo  que  pagar  a 
los  periodistas  para  que  no  dijeran  nada  desfavorable  y 
por  último  para  que  ocultaran  el  verdadero  fracaso 
producido;  hasta  los  periódicos  más  pequeños  tomaron 
parte  en  este  reparto  forzado  de  dinero.  Cuando  el  go- 
bierno francés  quiso  tener  una  idea  cabal  de  lo  que 
pasaba,  envió  al  ingeniero  Rousseau  que  estudió  dete- 
nidamente el  problema  y  no  se  atrevió  a  dar  un  infor- 
me claro  sobre  lo  que  pasaba;  sólo  en  privado  dijo  algo 
que  luego  trascendió  y  entonces  hubo  que  pagar  más 


270 


a  la  prensa  para  conservar  el  silencio  que  era  indispen- 
sable mantener. 

Luego  entraron  a  participar  en  el  festín  del  repar- 
to de  dinero,  los  políticos.  Era  ministro  de  Obras  Pú- 
blicas Baihaut,  ingeniero  distinguido,  republicano,  ora- 
dor moralista,  cuya  fama  quedó  destrozada  cuando  se 
supo  que  había  sacado  su  parte  en  Panamá.  Pidió  un  mi- 
llón de  francos  por  su  silencio;  sólo  alcanzó  a  recibir 
trescientos  setenta  y  cinco  mil  antes  de  la  catástrofe. 
Apareció  financiando  la  Compañía  la  figura  más  bri- 
llante de  la  banca,  el  barón  Santiago  Reinach,  judío 
alemán,  naturalizado  francés.  A  su  Jado  figuraba  el 
Dr.  Cornelius  Herz,  nacido  francés,  hijo  de  padres  ju- 
díos; hombre  hábil,  caballero  de  la  Legión  de  Honor; 
este  movía  los  negocios  apoyado,  entre  varios,  por  un 
político  de  primera  línea,  famoso  como  polemista  y  te- 
mible duelista,  Jorge  Clemenceau.  Consiguieron  que 
las  Cámaras  autorizaran  un  empréstito  por  setecientos 
veinte  millones  cuya  colocación  fue  el  fracaso  final,  sólo 
se  cubrieron  doscientos  cincuenta  y  cuatro  millones.  Era 
el  desastre  total,  comenzaron  las  protestas  de  los  accio- 
nistas y  la  prensa,  ya  no  pagada,  se  lanzó  al  ataque. 

6) 

El  anti-semitismo  existía  en  Francia  desde  antes  de 
la  época  napoleónica;  al  darles  a  los  judíos  franceses 
igualdad  de  derechos  que  a  los  demás  ciudadanos  co- 
menzaron a  tomar  gran  importancia  especialmente  en 
la  banca.  Se  formó  un  conjunto  internacional  de  ban- 
queros judíos  que  comenzó  a  ejercer,  gracias  al  for- 
midable poder  financiero  que  poseían,  una  influencia 
indirecta  política  que  aun  llegaba  a  usar  el  soborno, 
fácil  de  emplear  en  regímenes  como  el  de  la  tercera 
República. 

Uno  de  los  grupos  más  conocidos  era  el  de  los 
Rothschild.  Procedentes  del  getho  de  Francfort,  Natán 


Rothschild  y  sus  hermanos  llegaron  a  reunir  una  cuan- 
tiosa fortuna  durante  la  época  de  las  guerras  napoleó- 
nicas. El  margrave  de  Hesse  era  un  príncipe  avaro.  Ha- 
bía ganado  enormes  sumas  de  dinero  arrendando  los 
regimientos  de  su  ejército  a  Inglaterra  y  cuando  su 
principado  fue  ocupado  por  los  franceses  huyó  y  dejó 
oculto  en  su  castillo  de  Cassel  gran  cantidad  de  oro  y 
entregó  a  uno  de  sus  secretarios,  en  quien  tenía  gran 
confianza,  la  administración  de  los  bienes  que  no  pudo 
llevar  a  Inglaterra,  donde  se  había  refugiado.  Natán 
Rothschild,  que  era  el  talento  financiero  de  la  familia, 
se  puso  de  acuerdo  con  el  secretario  y,  sin  que  el  mar- 
grave  lo  sospechara,  emprendieron  lucrativos  negocios 
con  los  bienes  de  este  último.  Uno  de  estos  negocios  fue 
el  comprar  las  letras  que  el  gobierno  inglés  enviaba  al 
duque  de  Wellington  para  mantener  el  ejército  que  com- 
batía en  España.  No  se  podía  enviar  el  dinero  en  efecti- 
vo por  las  dificultades  de  la  guerra;  Wellington  nego- 
ciaba estas  letras  con  comerciantes  griegos  que  las  acep- 
taban exigiéndole  un  enorme  descuento,  para  después 
cambiarlas  en  Londres. 

Natán  organizó  con  sus  hermanos  un  servicio  secre- 
to para  abastecer  de  numerario  al  ejército  inglés.  Uno 
de  los  Rothschild  estaba  destacado  en  España,  otro  via- 
jaba a  través  de  Francia  y  un  tercero  establecido  en 
Holanda  recibía  y  entregaba  el  oro  proveniente  de  las 
letras  inglesas  que  Natán  cobraba  en  Inglaterra  con  una 
ganancia  cuantiosa  que  recompensaba  más  que  genero- 
samente los  peligros  que  este  comercio  encerraba.  Al 
terminar  el  Imperio  de  Napoleón,  los  Rothschild,  insta- 
lados en  Londres,  París,  Amsterdan  y  Francfort,  dueños 
ya  de  un  enorme  capital,  supieron  ganar  el  apoyo  de  los 
políticos  que  actuaban  en  el  congreso  de  Viena,  entre 
ellos  Metternich.  Federico  Gentz  se  sabe  que  recibió  nu- 
merosos préstamos;  se  ignora  si  fueron  cancelados. 

Al  adquirir  importancia,  los  Rothschild  pagaron  es- 
critores que  crearon  una  leyenda  laudatoria  acerca  del 


272 


origen  de  tan  gran  fortuna  y  de  la  influencia  política 
cada  vez  mayor,  adquirida  por  la  familia.  Supieron  man- 
tenerse unidos  y  conservar  la  pureza  racial  y  aun  fami- 
liar prefiriendo  los  matrimonios  dentro  de  la  parentela. 

El  anti-semitismo  encontró  en  Eduardo  Drumont 
un  formidable  periodista.  Fundó  el  diario  "La  Libre 
Parole",  que  tenía  por  lema  "Francia  para  los  france- 
ses"; junto  con  atacar  a  los  emigrantes  se  especializó  en 
el  ataque  hacia  los  judíos,  ya  fueran  de  origen  francés 
o  extranjero.  En  1886  publicó  un  libro  que  le  dio  gran 
fama:  "La  Francia  Judía".  Su  publicación  dio  origen  a 
un  duelo  con  uno  de  los  más  conocidos  periodistas  fran- 
ceses; judío,  que  dirigía  un  periódico  de  la  burguesía  ele- 
gante. Arturo  Níeyer,  el  que  no  observó  las  reglas  due- 
iisticas  e  hirió  gravemente  con  su  espada  a  Drumont; 
esto  contribuyó  a  que  aumentara  la  popularidad  de  és- 
te último. 

Las  enconadas  protestas  de  los  perjudicados  con  el 
asunto  de  Panamá  reforzaron  la  campaña  anti-semita 
que  hizo  crisis  cuando  se  supo  la  muerte  del  banquero 
Reinach.  Se  dijo  que  se  había  suicidado  o  que  había  sido 
envenenado  y  ante  la  quiebra  de  la  Compañía  del  Canal, 
fue  imposible  evitar  que  la  Cámara  tuviera  que  nombrar 
una  comisión  investigadora.  Eran  de  todos  conocidos 
los  nombres  de  los  senadores,  diputados,  ministros  y  po- 
líticos que  habían  lucrado  con  este  asunto.  Como  pasa 
generalmente  en  estos  casos,  la  comisión  dio  largas  al 
asunto  para  al  final  verse  obligada  a  dar  los  nombres 
de  algunos  culpables.  Lo  triste  fue  que  los  que  habían 
procedido  honradamente,  como  los  Lesseps,  padre  e  hi- 
jo, fueron  procesados  y  condenados. 

La  campaña  anti-semita  se  descargó  con  más  furia 
en  el  asunto  Dreyfus.  El  capitán  Alfredo  Dreyfus,  fran- 
cés de  familia  judía,  fue  acusado  de  vender  secretos  del 
ejército  a  ios  alemanes.  La  acusación  fue  equivocada 
y  Dreyfus,  injustamente  condenado  y  después  de  largo 
tiempo  rehabilitado. 


273 


CAPITULO  XIX 


1)  E]  emperador  Guillermo  II.—  2)  Política  internacional 
de  Bismarck.—  3)  Bismarck  tiene  que  retirarse.—  Bulow.— 
4)    La  reina  Victoria  de  Inglaterra.—  5)    Síntesis  final. 

1) 

A  la  edad  de  noventa  años  murió  Guillermo  I,  el 
primer  Emperador  del  segundo  Imperio,  del  segundo 
Reich.  A  pesar  de  que  duró  cuarenta  y  ocho  años,  el 
segundo  Imperio  alemán  corrió  igual  suerte  que  el 
segundo  Imperio  francés;  su  mayor  duración  se  debió  a 
Bismarck.  Por  desgracia  para  Alemania,  el  nuevo  Em- 
perador, Federico  III,  cuando  subió  al  trono  padecía  de 
un  cáncer  a  la  garganta,  ya  mortal.  Alcanzó  a  reinar 
tres  meses  y  pasó  a  ser  el  tercer  Emperador  su  hijo 
Guillermo  II,  joven  inteligente,  pero  sin  criterio,  de  un 
carácter  voluble,  neurótico,  con  raptos  apasionados.  No 
supo  medir  sus  palabras  ni  apreciar  en  su  justo  valor 
a  sus  ministros. 

Los  historiadores  alemanes  de  antes  de  la  primera 
guerra  mundial,  llevados  por  un  exagerado  orgullo  na- 
cional, llamaron  a  Guillermo  I,  Guillermo  el  Grande. 
Monarca  bondadoso,  de  vida  correcta,  su  gran  mérito 
fue  el  comprender  la  necesidad  de  entregar  la  dirección 
política  a  un  hombre  capaz  y  mantenerlo  en  el  poder, 
a  pesar  de  los  odios  profundos  que  este  ministro,  Bis- 


275 


marck,  despertó  no  sólo  en  la  corte,  sino  en  la  misma 
familia  imperial.  Guillermo  I  tiene  cierto  parecido  con 
el  rey  Luis  XIII  de  Francia,  con  la  diferencia  que  Ri- 
chelieu,  tal  vez  debido  a  su  mala  salud,  buscara  un  co- 
laborador capaz  de  continuar  su  obra  y  Bismarck  no 
lo  hizo. 

El  Canciller  de  Hierro,  hombre  autoritario  y  ab- 
sorvente,  trató  de  alejar  a  los  que  pudieran  hacer  som- 
bra a  su  talento  político.  Parece  que  pensó  que  su  hijo 
mayor  Herberto,  lo  heredara,  que  la  Cancillería  pasara 
a  ser  algo  como  la  Mayordomía  del  Palacio  de  los  reyes 
Merovingios,  fuera  hereditaria  en  su  familia.  Todo  es- 
to fracasó  al  llegar  al  poder  el  Kaiser  Guillermo  II. 
Muy  pronto  el  cortejo  de  aduladores  que  rodeaba  al 
nuevo  monarca  le  hizo  ver  que  un  hombre  dotado  de 
un  indiscutible  talento  como  era  él,  no  sólo  político 
sino  también  militar,  nunca  sería  nada  mientras  tuvie- 
ra un  ministro  como  Bismarck,  que  lo  hacía  todo  y  al 
cual  se  dirigía  toda  la  burocracia  administrativa.  Esto 
fue  fatal;  se  molestó  a  Bismarck  hasta  que  se  vio  obli- 
gado a  retirarse  del  poder. 

Guillermo  II  tenía  la  ingenuidad  de  creer  que  el 
talento  político  era  un  don  que  Dios  daba  a  los  mo- 
narcas y  vio  en  Bismarck  el  obstáculo  que  se  oponía  a 
que  siguiera  una  política  propia;  nunca  pudo  analizar 
la  versatilidad  de  su  pensamiento.  Es  lo  más  probable 
que  Bismarck  no  conociera  las  ideas  de  Vico  acerca  de 
la  evolución  de  la  Historia;  ni  tampoco  que  conociera 
las  teorías  de  Danilewski  sobre  las  diferencias  de  las 
culturas  y  la  absoluta  separación  existente  entre  la  ideo- 
logía rusa  y  la  occidental,  mas  su  extraordinario  talen- 
to político  le  hizo  apreciar  en  su  exacto  valor  la  situa- 
ción creada  al  nuevo  Imperio  alemán. 

El  que  Rusia  hubiera  aceptado  que  Prusia  derro- 
tara al  Austria  y  formara  la  Confederación  de  Alema- 
nia del  Norte,  era  para  los  prusianos  un  motivo  de  agra- 
decimiento hacia  el  Zar,  una  continuación  de  la  ya  tra- 


276 


dicional  amistad  ruso-prusiana.  Bismarck  no  lo  estimaba 
así;  Rusia  tuvo  motivos  para  permitir  que  estallara  la 
guerra:  una  venganza  hacia  el  Austria  por  su  comporta- 
miento durante  la  guerra  de  Crimea  y  la  convicción  de 
que  las  dos  potencias  se  destrozarían  tal  como  le  intere- 
saba a  la  política  rusa.  La  victoria  prusiana  en  Sadowa 
fue  una  revelación  del  posible  valor  del  ejército  prusiano 
y  la  paz  con  Austria,  exigida  por  Bismarck  al  rey  Gui- 
llermo, evitó  las  complicaciones  que  Rusia  iba  a  pro- 
vocar. 

El  único  que  en  la  corte  prusiana  veía  con  nitidez 
la  política  a  seguir  era  Bismarck  y  logró  imponer  su 
voluntad.  La  segunda  victoria,  el  aplastamiento  de 
Francia,  fue,  igualmente,  una  nueva  equivocación  del 
zar  Alejandro  II.  El  monarca  ruso  creyó  en  un  triunfo 
francés,  o  en  una  guerra  tan  prolongada,  que  iba  a 
entregar  Prusia  a  la  protección  rusa  e  iba  a  eliminar 
las  restricciones  impuestas  en  París  después  de  la  gue- 
rra de  Crimea.  Si  Bismarck  aceptó  firmar  la  paz  de 
Francfort  y  no  terminó  de  destrozar  a  Francia,  como 
era  su  deseo,  fue  por  el  temor  de  entrar  en  complica- 
ciones con  Rusia.  El  Zar  vio  con  temor  que  la  nación 
protegida  se  transformaba  en  una  potencia  de  primer 
orden.  El  ideal  ruso  de  dominar  toda  Polonia  y  dejar 
una  Alemania  disgregada  dependiente  de  su  voluntad 
desaparecía.  Al  poco  tiempo,  al  ver  Bismarck  la  forma 
rápida  en  que  Francia  resurgía  y  ante  la  seguridad  de 
que  sería  un  enemigo  implacable  de  Alemania,  trató  de 
volver  a  invadir  Francia  y  no  lo  hizo  ante  la  aposición 
de  Inglaterra,  Austria  y  especialmente  del  Zar. 

2)  • 

Bismarck  había  entrado  en  contacto  con  los  húnga- 
ros enemigos  del  dominio  austríaco,  antes  de  que  esta- 
llara la  guerra  austro-prusiana;  después  de  firmada  la 


277 


paz  continuó  estas  relaciones  que  le  servían  de  apoyo 
para  su  política  de  acercamiento  hacia  el  Austria.  La 
alianza  de  los  tres  emperadores,  el  ruso,  el  alemán  y  el 
austríaco  francasó  con  la  guerra  ruso-turca  y  Rusia  tuvo 
que  ceder  ante  la  actitud  amenazadora  de  Alemania  y 
Austria  en  el  Congreso  de  Berlín.  Desde  entonces  fue 
posible  para  Alemania  el  tener  que  encontrarse  ante 
una  guerra  en  dos  frentes;  toda  la  diplomacia  de  Bis- 
marck se  encaminó  a  evitar  este  peligro  para  el  nuevo 
Imperio.  Había  comprendido  que  el  expansionismo  ruso 
hacia  el  occidente  obedecía,  no  sólo  a  una  ambición  de 
conquista,  sino  en  cierto  modo  a  una  necesidad  fisioló- 
gica del  Imperio  ruso,  que  al  no  satisfacerla  peligraba 
en  su  estabilidad  interior. 

Inició  un  sistema  de  tratados,  uno  con  Austria  en 
el  cual  se  comprometían  a  defenderse  mutuamente  las 
dos  potencias  ante  el  ataque  de  otra  nación,  y  otro  con 
Rusia  que  establecía  la  neutralidad  rusa  si  Alemania 
era  atacada  por  Francia  y  la  del  Imperio  alemán  si  Rusia 
se  veía  atacada  por  Austria.  Así  impedía  la  posibilidad 
de  una  guerra  entre  Austria  y  Rusia  y  formaba  un  blo- 
que defensivo  entre  los  dos  imperios  germánicos  que 
imposibilitaba  el  avance  ruso  en  la  Europa  occidental. 
No  se  hacía  ilusiones  Bismarck  acerca  del  valor  efec- 
tivo de  los  tratados;  como  lo  declaró  imprudentemente 
uno  de  sus  sucesores,  eran  sólo  un  pedazo  de  papel, 
si  los  intereses  que  los  generaban  se  invertían.  Bismarck 
sabía  muy  bien  que  el  derecho  internacional  sólo  tiene 
valor  real  si  hay  una  fuerza  que  obligue  a  respetarlo; 
por  este  motivo  trató  de  mantener  y  perfeccionar  el 
poder  militar  alemán  y  al  mismo  tiempo  debilitar  a  la 
nación  que  consideraba  como  un  seguro  adversario  en 
el  caso  de  cualquier  conflicto  bélico:  Francia.  Al  no  po- 
der anularla  con  una  nueva  guerra,  procuró  evitar  que 
tuviera  un  gobierno  fuerte;  impidió  indirectamente  la 
restauración  monárquica  y  apoyó  la  República,  que  él 
consideraba  como  el  gobierno  de  un  consorcio  de  ex- 


plotación  burguesa  que  no  se  preocuparía  de  crear  un 
eficaz  poder  militar. 

El  sistema  de  política  internacional  de  Bismarck 
procura  estabilizar  un  régimen  que  detenga  la  segura 
tentativa  rusa  de  un  avance  hacia  Constantinopla  o  ha- 
cia el  occidente;  esto  se  completaría  si  consiguiera  la 
alianza  inglesa;  comprende  cuán  necesario  es  no  des- 
pertar el  temor  de  Inglaterra,  no  afectar  en  ninguna 
forma  su  poder  marítimo  ni  oponerse  a  sus  intereses 
coloniales.  Tiende  sus  redes  hasta  conseguir  secretamen- 
te el  apoyo  inglés;  procura  que  Francia  se  apodere  de 
Túnez,  algo  que  él  ha  preparado  reservadamente  con 
el  acuerdo  inglés.  Italia  se  disgusta  por  considerar  este 
territorio  africano  como  un  complemento  de  la  nacio- 
nalidad italiana.  Bismarck  consigue  que  Italia  entre  a 
formar  la  Triple  Alianza  con  Austria  y  Alemania. 

Se  ha  creído  ver  una  falla  del  talento  político  de 
Bismarck  al  organizar  esta  alianza  insegura,  pues  para 
Italia  el  gran  enemigo  era  Austria,  que  poseía  territo- 
rios poblados  por  italianos  y  era  difícil  que  estos  quisie- 
ran combatir  contra  Francia.  El  objetivo  que  guiaba 
al  Canciller  alemán  era  muy  diferente:  Inglaterra  tra- 
taba de  mantener  el  mar  Mediterráneo  bajo  su  control 
y  miraba  con  simpatía  a  Italia  como  rival  de  Francia 
en  el  dominio  de  este  mar  y,  por  lo  tanto,  un  aliado 
ante  la  ambición  francesa.  Es  decir,  la  alianza  con  Ita- 
lia atraía  hacia  el  bloque  central  el  apoyo  inglés  y  con 
esto  quedaba  asegurada  la  paz  en  Europa  y  se  afianzaba 
la  estabilidad  del  Imperio  alemán. 

Al  ocupar  el  trono  imperial  Guillermo  II,  todo 
cambió.  Su  carácter  versátil,  su  completa  falta  de  crite- 
rio, lo  inducían  a  pronunciar  brillantes  discursos,  a  co- 
locar anotaciones  en  los  documentos  de  la  cancillería 
para  satisfacer  su  afán  histriónico,  sin  tomar  en  cuenta 


279 


que  las  palabras  imperiales  eran  tomadas  necesariamen- 
te en  serio  y  la  incoherencia  del  sentido  político  de  ellas 
llegaría  a  ser  fatal.  Bismarck  se  permitió  observar  al 
Emperador  que  no  hiciera  sus  observaciones  en  los  do- 
cumentos oficiales,  pues  esto  introducía  perturbaciones 
en  la  política  seguida  por  la  Cancillería. 

La  acción  constante  del  cortejo  de  aduladores  del 
Kaiser  completó  su  creencia  en  la  existencia  de  una  in- 
teligencia superior  de  los  monarcas,  herencia  de  un  de- 
recho divino  y  le  hizo  ver  la  necesidad  de  alejar  al 
gran  obstáculo  que  era  Bismarck.  El  alejamiento  del 
gran  ministro  fue  un  desastre;  en  su  lugar  nombró  a 
Caprivi  y  después  al  príncipe  Hohenlohe;  el  primero 
un  general  obediente  y  el  segundo  un  príncipe  anciano 
que  aceptaba  un  cargo,  que  no  deseaba,  sólo  por  el  sen- 
tido del  deber. 

Como  primer  resultado  del  alejamiento  de  Bismarck, 
se  produjo  la  no  renovación  del  tratado  con  Rusia.  Al 
terminar  el  plazo  de  vigencia  de  este  tratado,  el  Zar 
quiso  renovarlo,  mas  al  saber  que  ya  no  se  iba  a  tratar 
con  Bismarck  y  al  ver  que  el  gobierno  alemán  miraba 
este  acuerdo  como  una  solicitud  rusa  que  se  debía  es- 
tudiar largamente,  lo  dejó  en  nada,  y  Rusia  ante  su  ais- 
lamiento comenzó  a  mirar  con  simpatía  la  amistad  fran- 
cesa y  se  produjo  lo  que  Bismarck  había  tratado  de  evi- 
tar; el  comprendía  algo  que  el  nuevo  gobierno  alemán 
estimaba  imposible;  una  alianza  entre  un  estado  auto- 
crático  y  otro  republicano.  El  Canciller  de  Hierro  sabía 
que  en  política  no  hay  nada  imposible;  todo  depende  de 
los  intereses  puestos  en  juego.  Ya  había  sucedido  que 
los  príncipes  cristianos  se  aliaran  con  sus  peores  enemi- 
gos, los  turcos,  cuando  les  convenía  hacerlo. 

Alarmado  Bismarck,  aunque  ya  ha  dejado  el  mi- 
nisterio, al  ver  cómo  se  destruía  su  obra  en  forma  tan 
inconsciente,  trata  de  aconsejar  a  Caprivi  sobre  el  tra- 
tado ruso  y  éste  le  responde:  "Un  hombre  como  Ud. 
puede  jugar  con  cinco  pelotas  a  la  vez,  mientras  que 


2S0 


otras  gentes  hacen  bien  en  limitarse  a  jugar  con  una 
o  dos  '. 

El  distanciamiento  del  emperador  Guillermo  II  res- 
pecto de  su  madre,  la  emperatriz  Victoria,  hija  de  la  rei- 
na Victoria  de  Inglaterra,  se  tradujo  en  un  odio  entre  el 
principe  de  Gales,  futuro  Eduardo  VII,  y  su  sobrino  el 
Emperador  alemán,  y  esto  dio  motivos  a  que  se  agria- 
ran cada  día  más  los  ánimos  de  los  dirigentes  ingleses 
respecto  de  Alemania.  Al  comparar  a  su  tío  Eduardo 
con  un  pavo  real,  hizo  que  este  otro  dijera  que  su  so- 
brino el  Kaiser  era  el  más  brillante  fracasado  de  la  His- 
toria . 

El  único  ministro  capaz  que  tuvo  Guillermo  II  des- 
pués de  Bismarck,  fue  el  príncipe  Bülow;  por  desgracia 
éste  creía  asegurar  su  poder  adulando  al  Kaiser,  a  veces 
desvergonzadamente.  En  una  carta  dirigida  al  principe 
Eulemburgo,  íntimo  amigo  de  ambos,  con  el  objeto  de 
que  la  viera  Guillermo  II,  le  dice  en  una  parte: 

"'Mi  corazón  se  entrega  cada  vez  más  al  Empera- 
dor. ¡Es  tan  extraordinario!  Indudablemente  con  el 
Gran  Rey  (Federico  II)  y  el  Gran  Elector,  es  el  más 
extraordinario  de  todos  los  Hohenzollern,  pasados  y 
presentes.  En  él  se  reúnen  en  una  forma  que  nunca 
he  visto  hasta  ahora,  la  verdadera  e  innata  genialidad, 
con  la  más  clara  de  las  comprensiones.  Tiene  una  fan- 
tasía que  con  vuelo  de  águila,  se  eleva  por  encima  de 
todas  las  pequeneces  y,  junto  a  esto,  la  fría  mirada  que 
calcula  lo  posible  y  asequible;  pero  sobre  todo  ¡qué 
fuerza  de  acción,  qué  memoria,  qué  seguridad  y  rapi- 
dez de  comprensión!" 

Era  imposible  que  un  hombre  del  carácter  del  Kai- 
ser pudiera  resistir  a  una  adulación  así:  y  esta  cita  es 
sólo  una  muestra  de  la  constante  loa  que  se  cantaba  en 
honor  del  Emperador.  De  suma  gravedad  fue  la  actua- 
ción del  Kaiser  en  el  ejército.  Este  organismo,  tan  per- 
feccionado, se  encontró  ante  un  Emperador,  jefe  supre- 
mo, que  sin  experiencia  ninguna  se  creía  un  gran  ge- 


281 


neral  y  tomaba  el  mando  en  las  maniobras,  de  tal  modo 
que  el  problema  por  resolver  de  los  generales  era  procu- 
rar que  el  Kaiser  triunfara  sin  tomar  en  cuenta  todos 
los  errores  que  cometía.  Esta  situación  creó  en  el  Estado 
Mayor  gran  descontento  y  desilusión  entre  los  jefes  estu- 
diosos y  preparados.  Al  ser  nombrado  para  la  jefatura 
suprema  Moltke,  sobrino  del  gran  mariscal,  tuvo  la  en- 
tereza de  decir  al  Emperador: 

"Vuestra  Majestad  sabe  que  los  ejércitos  por  Vues- 
tra Majestad  dirigidos,  envuelven  con  precisión  matemá- 
tica al  enemigo  y  deciden  así  de  un  golpe  la  guerra.  Este 
modo  de  jugar  a  la  guerra  en  que  el  enemigo,  por  decir- 
lo así,  le  es  librado  a  Vuestra  Majestad  con  las  manos 
atadas,  despierta  falsas  ideas,  que  tienen  que  ser  perju- 
diciales, si  la  guerra  llega  de  verdad". 

Estas  palabras  causaron  excelente  resultado;  en  ade- 
lante el  Emperador  sólo  intervenía  en  la  crítica  de  las 
maniobras  y  lo  más  honroso  fue  que  mantuvo  en  su 
puesto  a  Moltke  y  jamás  dio  muestras  de  no  haber  agra- 
decido su  franqueza.  De  esto  se  deduce  que  fue  una  gran 
desgracia  para  Alemania  que  en  el  gobierno  no  hubiera 
habido  políticos  valientes  y  capaces  de  decir  la  verdad, 
como  Moltke,  y  no  de  tratar  sólo  de  adular. 

4) 

Los  sesenta  años  que  duró  el  reinado  de  la  reina 
Victoria  y  los  nueve  que  siguieron  de  su  hijo  Eduardo 
VII  forman  el  período  más  glorioso  de  la  monarquía  in- 
glesa. 

Tuvo  la  reina  Victoria  la  suerte  de  encontrar  una 
serie  de  estadistas  de  notables  cualidades.  Después  de 
Peel  y  de  Palmerston  aparecieron  en  la  escena  política 
Gladstone  y  Disraeli,  liberal  el  primero,  conservador  el 
segundo.  El  fenómeno  político  más  curioso  es  la  trans- 
formación del  gobierno  inglés;  el  paso  de  una  oligar- 
quía burguesa,  plutocrática,  que  gobernaba  por  medio 


2S2 


del  Parlamento,  a  una  democracia,  por  la  lenta  incor- 
poración de  la  población  al  régimen  electoral.  En  Fran- 
cia se  instauró  el  sufragio  universal  en  1848;  setenta 
años  después  se  estableció  en  Inglaterra;  pero  durante 
este  lapso  se  habían  disminuido  las  exigencias  para  te- 
ner la  calidad  de  elector  paulatinamente.  Los  partidos 
tradicionales,  los  conservadores  y  liberales  se  encontra- 
ron con  un  nuevo  rival;  .el  partido  laborista,  formado  a 
base  de  los  elementos  obreros  que  se  habían  incorpora- 
do al  electorado  británico.  Con  igual  sentido  de  la  rea- 
lidad se  procedió  en  cuanto  a  las  leyes  que  gravaban  la 
importación  de  granos  produciendo  carestía  en  la  ali- 
mentación; fueron  modificadas  hasta  llegar  por  un  tiem- 
po a  una  política  libre  cambista. 

Uno  de  los  problemas  más  graves  que  afectaban  a 
la  monarquía  inglesa,  era  el  de  Irlanda.  A  la  clasifica- 
ción hecha  anteriormente  de  culturas  divergentes  y  cul- 
turas céntricas,  agregamos  la  de  pueblos  dominadores  y 
por  último  la  de  pueblos  extraños.  En  este  grupo  el  más 
curioso  es  el  pueblo  judío,  por  su  persistente  creencia 
de  ser  un  pueblo  elegido;  lo  que  le  ha  hecho  mantener 
un  extraordinario  exclusivismo  racial,  y  lo  más  notable 
es  que  se  ha  podido  mantener  así  en  forma  milenaria 
hasta  llegar  a  ser  un  pueblo  internacional  que  ha  conser- 
vado la  pureza  racial.  Hay  otros  pueblos  que  por  sus  ca- 
racterísticas especiales  caben  en  esta  clasificación  de 
pueblos  extraños;  uno  de  ellos  es  el  vasco  y  otro,  con 
cierto  parecido,  el  irlandés. 

Los  irlandeses  han  pasado  a  través  de  varios  domi- 
nios y  culturas  sin  perder  jamás  su  carácter  propio.  De 
raza  celta,  poblaban  la  verde  Erin.  No  llegó  hasta  ellos 
la  cultura  romana.  El  cristianismo  penetró  en  la  isla  que 
se  transformó  en  un  centro  de  la  nueva  religión.  Se  ha 
llamado  a  Irlanda  la  isla  de  los  santos;  expuesta  a  las 
invasiones  normandas  sólo  vino  a  caer  en  poder  de  In- 
glaterra en  tiempos  de  Enrique  Q,  el  rey  normando  fran- 
cés. La  Reforma  alteró  por  completo  la  paz  en  Irlanda. 

283 


Cuando  estalló  la  guerra  civil  en  Inglaterra,  ya  hemos 
visto  cómo  se  produjo  la  invasión  de  Cromwell  y  sus 
tristes  resultados:  creó  entre  los  irlandeses  hacia  Ingla- 
terra un  odio  inextinguible  que  los  siglos  no  han  po- 
dido disipar,  a  lo  que  se  unió  la  diferencia  religiosa; 
los  irlandeses  continuaron  católicos,  ya  no  sólo  por  una 
profunda  convicción  religiosa  sino  también  como  un 
signo  de  patriotismo. 

En  capítulos  anteriores  vimos  cómo  los  diputados 
irlandeses  formaron  un  grupo  que  dirigido  por  O'Con- 
nell  pasó  a  ser  una  fuerza  que  el  gobierno  inglés  tuvo 
que  tomar  en  cuenta  para  asegurar  una  mayoría  en  el 
Parlamento.  Los  irlandeses  se  encaminaban  hacia  una 
solución  radical:  Irlanda  independiente.  Con  el  nom- 
bre de  Home  Rule  el  gobierno  proponía  una  solución 
intermedia  que  consistía  en  conceder  a  Irlanda  un  Par- 
lamento propio;  Gladstone  no  pudo  solucionar  el  pro- 
blema irlandés;  el  hambre  y  la  pobreza  produjeron  una 
gran  emigración  hacia  Estados  Unidos,  donde  los  ir- 
landeses y  sus  descendientes  no  olvidaron  el  ideal  de 
Irlanda. 

El  escollo  para  cualquier  solución  de  la  cuestión 
irlandesa  estaba  en  la  parte  de  la  isla  en  que  Cromwell 
había  instalado  colonos  ingleses  protestantes:  los  ha- 
bitantes de  esta  región  no  aceptaban  separarse  de  In- 
glaterra y  esta  oposición  produjo  una  guerra  clandes- 
tina. 

El  clero  de  la  Iglesia  anglicana  había  llevado  una 
vida  tranquila,  apacible,  sin  mayores  problemas;  eran 
realmente  funcionarios  del  Estado,  como  en  todo  go- 
bierno cesaropapista,  que  dependía  de  una  burguesía 
acaudalada  que  gobernaba  hábilmente  bajo  la  impre- 
sión de  dar  una  completa  libertad  que  de  hecho  no 
existía.  El  papel  del  cura  rural  era  consolar  a  los  po- 
bres con  la  esperanza  de  un  más  allá  promisor  y  pro- 
curar que  los  ricos  continuaran  el  goce  tranquilo  de 


284 


sus  bienes  y  la  explotación  de  la  miseria  del  proleta- 
riado. 

La  Revolución  Francesa  afectó  considerablemente  el 
modo  de  pensar  de  las  clases  bajas.  A  pesar  de  que  se 
combatió  tenazmente  a  Francia,  fue  imposible  evitar 
que  se  conociera  cuánto  puede  cambiar  la  organización 
social  un  movimiento  como  el  francés.  Hubo  que  em- 
prender reformas,  las  que  necesariamente  tuvieron  que 
afectar  la  organización  eclesiástica.  La  emancipación  de 
los  católicos  produjo  imprevistos  resultados  dentro  del 
clero  anglicano,  que  miraba  con  estupor  la  aparición 
de  nuevas  sectas  que  dividían  cada  vez  más  el  protes- 
tantismo. 

En  la  Universidad  de  Oxford,  un  grupo  de  hom- 
bres estudiosos  inició  una  crítica  detenida  de  la  situa- 
ción de  la  Iglesia  anglicana;  partían  de  un  odio  acen- 
tuado hacia  la  Iglesia  romana  y,  sin  embargo,  la  lectu- 
ra y  el  estudio  de  los  Padres  de  la  Iglesia  y  de  la  his- 
toria de  la  religión,  llevó  a  varios  al  catolicismo.  Una 
de  las  figuras  más  caracterizadas  de  este  movimiento  fue 
Juan  Enrique  Newman,  clérigo  anglicano  que  abjuró  pa- 
ra hacerse  sacerdote  católico;  tiempo  después  el  Papa 
León  XIII  lo  hizo  cardenal. 

Al  restablecer  Pío  IX  la  jerarquía  católica  en  In- 
glaterra, creó  el  arzobispado  de  Westminster  y  nombró 
como  primer  arzobispo  y  primado  de  Inglaterra  a  Ni- 
colás Wiseman,  elevado  al  cardenalato.  Los  temores  que 
el  gobierno  inglés  tuvo,  al  considerar  el  acuerdo  del  Pa- 
pa como  una  intromisión  de  este  en  los  asuntos  ingleses, 
fue  luego  disipada  por  la  brillante  actuación  del  carde- 
nal Wiseman.  A  su  muerte  fue  reemplazado  por  Enri- 
que Eduardo  Manning.  Manning,  cura  y  dignatario 
de  la  Iglesia  anglicana,  antes  de  su  conversión  al  cato- 
licismo, es  uno  de  los  hombres  más  notables  de  Ingla- 
terra de  esa  época;  él  y  Gladstone  figuran  entre  el  gru- 
po más  selecto  de  los  políticos  Victorianos.  Pío  IX  dijo 
que  al  nombrarlo  como  cardenal  primado  de  Inglaterra 


2S5 


había  obedecido  a  una  voz  que  le  decía:  "Ponle  allí,  pon- 
le  allí".  Su  actuación  superó  las  esperanzas  que  en  él  se 
habían  fundado. 

5) 

Una  síntesis  de  lo  tratado  en  este  volumen,  el  quin- 
to de  "Teocracia  Católica",  podría  reducirse  a  indicar 
los  tres  acontecimientos  más  transcendentales  sucedidos 
en  este  período  de  cerca  de  cincuenta  años,  correspon- 
dientes a  la  segunda  mitad  del  siglo  XIX.  Estos  serían: 

a)  Fin  del  poder  temporal  de  la  Iglesia  católica  y 
transformación  del  Imperio  Teocrático  en  Imperio  Es- 
piritual. 

b)  En  las  varias  naciones  que  forman  la  cultura 
occidental,  el  poder  es  ejercido  por  la  burguesía  por  in- 
termedio de  los  Parlamentos,  tanto  en  los  regímenes 
monánquicos  como  en  los  republicanos. 

c)  Dentro  de  la  cultura  occidental,  se  logra  formar 
un  bloque  que  impide  el  avance  del  dominio  ruso  ha- 
cia el  occidente.  La  alianza  anglo-francesa  logra  en  la 
guerra  de  Crimea  hacer  retroceder  el  imperialismo  de 
la  cultura  rusa.  En  el  Congreso  de  Berlín,  Rusia  se  en- 
cuentra ante  la  unión  de  las  principales  potencias  oc- 
cidentales y  se  ve  obligada  a  ceder. 

En  el  siguiente  volumen,  el  sexto,  veremos  cómo 
la  cultura  occidental,  envanecida  por  el  prodigioso  avan- 
ce de  la  ciencia,  del  saber  humano,  no  se  dio  cuenta  de 
la  realidad;  sus  políticos  no  sintieron  que  se  marchaba 
inexorablemente  hacia  la  ruina,  si  se  continuaba  la  po- 
lítica ya  característica  de  las  culturas  divergentes. 

La  primera  guerra  mundial  fue  un  primer  aviso  de 
lo  que  podía  suceder;  desgraciadamente  no  se  interpre- 


286 


tó  asi.  El  imperialismo  occidental  aumenta  y  llega  a  su 
apogeo;  la  caída  del  zarismo  hace  creer  que  el  problema 
ruso  está  solucionado,  que  ya  no  es  un  peligro.  La  si- 
guiente guerra  mundial,  como  lo  veremos,  marca  el  fin 
del  poderío  de  la  cultura  occidental  para  dar  paso  a 
una  decadencia,  que  podría  clasificarse  como  una  deses- 
perada senilidad. 

El  Imperio  Espiritual  se  robustece  cada  vez  más 
hasta  llegar  a  considerarse  el  Vaticano  como  una  poten- 
cia mundial.  A  pesar  de  que  el  soberano,  el  Papa,  es 
sólo  dueño  de  unas  cuantas  hectáreas,  su  poder,  sola- 
mente espiritual,  abarca  el  mundo  sin  limitaciones  ma- 
teriales de  razas,  costumbres,  idiomas  o  culturas. 


287 


INDICE 


PROLOGO 


CAPITULO  I   

1)  España,  regencia  de  la  reina  Cristina.—  2)  Isabel  II, 
reina  de  España.—  3)  Caída  de  Luis  Felipe,  rey  de  los 
franceses.-  4)  Caída  de  Metternich.-  5)  El  sentido  del 
problema  de  la  unidad  italiana  y  alemana  —  6)  La  re- 
volución de  1848  en  Roma.-  7)  Fuga  de  Pío  IX  a  Gae- 
ta. 


CAPITULO  II   

1)  Austria  aplasta  la  revolución  en  Venecia  y  en  Lom- 
bardía.  2)  La  segunda  República  en  Francia.—  3)  y  4) 
El  príncipe  Luis  Napoleón.—  5)  Luis  Napoleón  presi- 
dente de  Francia. 


CAPITULO  III   

1)  Pío  IX  regresa  a  Roma.—  2)  y  3)  El  golpe  de  Esta- 
do del  2  de  diciembre  en  Francia.—  4)  El  segundo  Im- 
perio francés. 


CAPITULO  IV 


I)  El  emperador  Francisco  José  de  Austria.—  2)  Fin  de 
la  rebelión  en  Italia  y  en  Hungría.—  3)  La  revolución 
en  Alemania.—  4)  El  zar  Nicolás  I.—  5)  Los  partidos  es- 
lavistas y  revolucionarios  en  Rusia.—  6)  Dostoiewski. 

CAPITULO  V   

1)  Verdadera  importancia  de  la  guerra  de  Crimea  —  2) 
Origen  de  la  guerra  de  Crimea.—  3)  Guerra  de  Cri- 
mea.— 4)  Cavour.—  5)  El  Piamonte  entra  a  la  guerra 
de  Crimea. 


CAPITULO  VI     

1)  Actitud  del  Austria  ante  la  guerra  de  Crimea.—  2) 
Congreso  de  París.—  3)  Cavour  y  Napoleón  III.—  4)  Ca- 
vour y  la  unidad  italiana.—  5)  Atentado  de  Orsini.—  6) 
Napoleón  III  se  decide  a  intervenir  en  Italia. 

CAPITULO  VII   

1)  Guerra  franco-austríaca.—  2)  Primera  parte  de  la  uni- 
ficación italiana.  3)  Muerte  de  Cavour.—  4)  Juicio  so- 
bre Cavour.—  5)  Cultura  hispanoamericana.—  6)  Guerra 
entre  Estados  Unidos  y  Méjico.—  7)  y  8)  Causas  de  la 
guerra  de  Secesión. 

CAPITULO  VIII    :  

1)  y  2)  La  guerra  de  Secesión.—  3)  Fin  de  la  guerra.— 
4)  Méjico  y  Juárez.—  5)  Causas  de  la  expedición  fran- 


cesa  a  Méjico.—  6)  Maximiliano  emperador  de  Méjico.— 
7)  Ernesto  Renán. 


CAPITULO  IX   

I)  Consideraciones  sobre  el  problema  de  la  unidad 
alemana—  2)  Oión  de  Bismarck  —  3)  Política  de  Bis- 
marck.— 4)  Guerra  de  los  ducados  —  5)  Guerra  austro- 
prusiana.—  6)  Consecuencias  del  triunfo  de  Prusia. 

CAPITULO  X   

1)  Períodos  políticos  del  segundo  Imperio  francés.—  2) 
Retirada  de  los  franceses  en  Méjico  —  3)  La  Bula  "Quan- 
ta  cura"  y  el  Syllabus.—  4)  y  5)  Concilio  del  Vaticano  — 
6)  Gobierno  y  caída  de  Isabel  II  de  España  —  7)  El  ge- 
neral Prim. 


CAPITULO  XI   

1)  Se  ofrece  la  corona  de  España  al  príncipe  Leopoldo 
de  Hohenzollern.—  2) ,  3)  y  4)  Guerra  franco-alemana.— 
5)  Caída  del  segundo  Imperio  francés.—  6)  Tratado  de 
Francfort. 


CAPITULO  XII   

1)  El  segundo  Imperio  alemán.—  2)  Pío  IX  se  retira  al 
Vaticano.—  3)  y  4)  El  Imperio  Espiritual.—  5)  Insurrec- 
ción de  París.—  6)  Gobierno  de  Thiers.—  7  Proceso  de 
Bazaine. 


CAPITULO  XIII 


199 


1)  El  zar  Alejandro  II.-  2)  El  nihilismo.-  3)  Liberación 
de  los  siervos.—  4)  Bismarck  y  los  católicos  alemanes.— 
5)  y  6)  El  Kulturkampf. 


CAPITULO  XIV     

1)  Consideraciones  sobre  el  carácter  ruso.—  2)  El  panes- 
lavismo— 3)  Guerra  ruso-turca.—  4)  Congreso  de  Ber- 
lín.— 5)  Muerte  del  zar  Alejandro  II. 

CAPITULO  XV   

1)  Clasificación  de  las  culturas  en  divergentes  y  céntri- 
cas.— 2)  Forma  de  separar  los  períodos  de  cada  cultu- 
ra.— 3)  Culturas  griega,  romana,  bizantina  y  musulma- 
na.— 4)  Culturas  occidental,  rusa  y  norteamericana.—  5) 
Esquemas  de  algunas  culturas. 


CAPITULO  XVI    239 

1)  Muerte  de  Pío  IX.-  2)  y  3)  Juicio  sobre.  Pío  IX- 
4)  Elección  de  León  XIII.—  5)  El  cardenal  Joaquín  Pec- 


CAPITULO  XVII 


1)  Hegel,  Engels  y  Marx.—  2)  Importancia  de  Marx.— 
3)  Fin  del  kulturkampf. 


CAPITULO  XVIII 


261 


1)  Presidencia  de  Mac  Mahon  y  Grevy.—  2)  El  boulan- 
gerismo  —  3)  y  4)  León  XIII  y  la  política  francesa.—  5) 
El  escándalo  del  canal  de  Panamá.—  6)  El  anti  semitis- 
mo en  Francia. 


CAPITULO  XIX    275 

1)  El  emperador  Guillermo  II.—  2)  Política  internacio- 
nal de  Bismarck  —  3)  Bismarck  tiene  que  retirarse.— 
Bulow.—  4)  La  reina  Victoria  de  Inglaterra.—  5)  Sínte- 
sis final. 


TEOCRACIA  CATOLICA 


(Volumen  V) 
por  Julio  Tapia  Cabezas 

se  terminó  de  imprimir  el  día  30  de  abril 
de  1964,  en  los  talleres  de  la  Editorial 
del  Pacífico,  S.  A.,  Alonso  Ovalle  766, 
Santiago  de  Chile. 


presenta  los  perfiles  auténticos  de  todos 
los  personajes  que  en  ellos  participaron, 
Al  estudiarse  la  revolución  de  1818,  la 
Segunda  República  y  el  Segundo  Impe- 
rio de  Francia,  la  unificación  de  Italia 
y  la  de  Alemania,  la  guerra  franco-ale- 
mana, la  libertad  de  los  siervos  en  Ru- 
sia y  la  guerra  ruso-turca,  se  analizan 
las  interesantes  y  discutidas  personalida- 
des de  Napoleón  III,  Cavour  Bismarck 
el  Kaiser  Guillermo  II  y  el  Zar  Alejan- 
dro II,  destacando  aspectos  que  no  siem- 
pre han  sido  considerados  por  biógrafos 
e  historiadores. 

Se  otorga  especial  importancia  a  la 
guerra  de  Crimea,  por  ser  la  primera 
oportunidad  en  que  las  naciones  occi- 
dentales procuran  detener  el  avance  ru- 
so hacia  occidente.  Cabe  destacar  a  este 
respecto  que,  a  través  de  todo  este  en- 
sayo, al  estudiar  hechos  relacionados  con 
Rusia,  el  autor  ha  ido  demostrando  su 
premisa  de  que  la  tendencia  imperialis- 
ta, conquistadora,  es  característica  de  la 
cultura  rusa,  y  de  que  se  han  equivoca- 
do todos  los  estadistas  que  han  querido 
aplicar  a  esta  nación  el  mismo  cartabón 
que  a  las  de  la  cultura  occidental. 

Precisamente  la  novedosa  tesis  del  Pro- 
fesor Tapia  Cabe/as  de  la  clasificación 
de  las  culturas  en  divergentes  y  céntricas, 
ya  expuesta  en  los  tomos  anteriores  y 
que  constituye  el  plan  de  su  obra,  es  má- 
senle volumen,  en  que  plantea  un  inte- 
resante procedimiento  para  interpretar 
la  Historia. 

EDITORIAL    DEL   PACIFICO,    S.  A. 
Alonso  Ovallc  /fifi  —  Casilla  3547 
Santiago  de  Chi