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Full text of "Teresa de los Andes"

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ex 


https://archive.org/details/teresadelosandesOOinma 


hsí  m  luniffl  íERnñnoEz  solar 


De  estatura  muy  aventajada  era  alta 
entre  las  altas.  El  ruerpo  liien  trabado  y 
de  buenas  proporciones.  El  rostro  ova- 
lado, de  cutis  fino,  y  de  rolor  trigueño: 
el  pelo  castaño,  claro  casi  rubio;  la  fren- 
te despejada;  los  ojos  del  color  que  llaman 
"jacinto».  Sin  ser  muy  grandes,  tenian 
bonita  forma  y  estaban  cercados  de  tupi- 
das y  oscuras  pestañas,  que  le  daban  una 
belleza  particular.  La  mirada  babitual 
era  profunda;  parecía  que  veía  más  lejos 
que  los  demás:  pero  al  animarse  en  la 
conversación,  sus  ojos  centellaban  y  to- 
maban, a  veces,  una  expresión  inocente- 
mente picaresca.  Las  cejas  oscuras,  como 
hechas  a  pincel,  a  manera  de  decir.  La 
nariz  recta,  de  muy  buena  proporción, 
ligeramente  levantada:  la  boca  muy  bien 
delineada,  mis  bien  grande  que  pequeña, 
con  labios  delgados  y  rojos  que  descu- 
brían en  su  sonrisa  una  dentadura  fina, 
pareja  y  nacarada.  Al  sonreír,  se  le  hoya- 
ban las  mejillas,  dando  a  su  rostro  una 
gracia  encantadora.  Las  manos  bien  mo- 
deladas, llenas  y  proporcionadas  a  su  es- 
tatura. Su  andar  era  poco  común,  pues 
parecía  que  sus  pies  apenas  tocaban  al 
suelo...» 

«Su  belleza  angelical  revelaba  la  in- 
mensa pureza  de  su  alma,  y  se  despren- 
día de  todo  su  ser  una  fragancia  de  ino- 
cencia que  llevaba  a  Dios...»  (1) 

(1)  De  los  datos  recopilados  en  Un  /.¡rio  drl 
Carmelo. 


FRAY  JUAN  JOSÉ  DE  LA  INMACULADA 
O.  C.  D. 


TERESA 
DE LOS ANDES 


TERESA  DE  LOS  ANDES 


/ 

FRAY  JUAN  JOSÉ  DE  LA  INMACULADA 
O.  C.  D. 


TERESA 
DE  LOS  ANDES 


IMPRIMI  potest: 
Fr.  HIPPOL1TUS  A  S.  FAMILIA 
Provincialis. 

Victoriae.  4  augusti  anni  1940. 


mhil  obstat: 
Dr.  FRANCISCUS  PAJARES 
Censor. 


imprimatur: 
f&  JOSEPHUS 
Episcopus  santanderiensis. 

Santanderii,  24  martii  19ó0. 


ALDUS,  S.  A.  de  Artes  Gráficas.— Santander 


OBRAS  DEL  MISMO  AUTOR 


El  último  grado  del  Amor. 
Psicología  de  San  Juan  de  la  Cruz. 
Hacia  las  cumbres  del  Ideal. 
Cincuenta  años  de  apostolado. 
Cartas  de  un  esteta  a  un  teólogo. 
Por  un  solo  pensamiento. 


PROLOGO 


INVADIENDO  con  fiebre  de  construcción  la  planicie,  se  levanta 
anclada  sobre  mares  de  mieses  y  verdes  praderas,  la  capital  de 
Chile.  Su  valle,  dilatado  y  plano  como  la  superficie  de  una  mesa, 
se  desliza  entre  el  macizo  andino  y  la  negruzca  cordillera  de  la  costa, 
de  trazado  paralelo  a  la  anterior. 

Santiago  es  la  ciudad  madre  de  Chile.  Todo  Chile  está  en  San- 
tiago, dicen  con  mucha  verdad. 

Allí  están  concentrados  todos  los  poderes  gubernamentales  y 
políticos  que  algo  suponen  en  el  país;  sus  dos  Universidades  de 
fama  mundial,  e  innumerables  instituciones  de  alta  cultura.  Es 
además  la  plaza  militar  de  primer  orden,  y  uno  de  los  centros  fabri- 
les principales  de  América. 

Y  así  como  es  de  variado  el  conjunto  de  las  vivencias  que  encierra 
dentro  de  su  vasto  perímetro,  así  lo  es  de  heterogénea  su  construc- 
ción. Junto  a  la  casona  colonial,  de  saliente  cornisa  y  amplio  por- 
talón, se  levanta,  a  alturas  insultantes,  el  rascacielos  de  tipo  newyor- 
quino;  el  barrio  de  miserables  chamizos  limita  cotí  el  de  chalets 
pretenciosos,  y  junto  al  desalado  trolebiís  trotan  sufridos  caballejos 
esclavos  de  crueles  carromatos. 

Pero  Santiago  no  agobia  con  su  peso  de  gran  ciudad,  pues  el 
campo  chileno  con  todos  sus  encantos  acecha  a  sus  mismas  puertas. 


7 


Allí,  la  maquinaria  de  labor  más  moderna  alterna  con  las  parejas 
de  poderosos  caballos  aradores.  Ruge  el  tractor  y  aturde  la  gigantesca 
trilladora,  mientras  cabalga  el  «hit asm  guiando  su  ganado  hacia  la 
feria  por  entre  las  quebradas  del  macizo  andino,  cuyas  plateadas 
alturas  no  reconocen  más  competidor  que  el  soberbio  Himalaya. 


£l  riente  Cerro  de  Santa  Lucía,  bellísima  avanzada  de  Los 
Andes,  lo  fué  también  de  la  colonización  española.  En  su  cumbre 
ondeó  por  primera  vez  el  pendón  de  Castilla  agitado  por  brisas  chile- 
nas, mientras  el  capitán  don  Pedro  de  Valdivia  ideaba  el  trazado 
de  la  nueva  ciudad.  Y,  a  la  sombra  de  este  primitivo  fuerte,  surgió 
Santiago  en  1541. 

Los  restos  que  de  él  nos  quedan:  Santo  Domingo,  San  Francisco, 
la  Catedral,  recuerdan  a  la  actual  urbe,  enloquecida  en  su  movi- 
miento vertiginoso  y  ruido  ensordecedor,  su  cristiano  y  silencioso 
nacimiento  de  hace  cuatro  siglos. 

Afortunadamente  no  todo  es  recuerdo.  Hay  un  punto  de  blan- 
cura inmaculada,  adonde  convergen  cada  día  miles  de  miradas. 
Es  la  Virgen  de  San  Cristóbal,  que  desde  su  pedestal  cordillerano 
vela  para  que  la  Religión  no  sea  sólo  un  recuerdo  glorioso,  sino 
realidad  palpitante  en  la  moderna  capital  de  Chile. 

Y  en  efecto,  sus  iglesias  se  ven  repletas  de  fieles  en  esas  tardes 
poéticas  del  mes  de  María,  cuando  todo  Santiago  resuena  en  can- 
tares de  cielo,  haciendo  nobilísima  competencia  al  estruendo  de  la 
circulación. 

Las  manifestaciones  valientes  de  fervor,  que  ocupan  las  prin- 
cipales arterias  y  desvían  la  avalancha  de  vehículos,  para  dar  paso 
a  la  majestad  del  Señor  Sacramentado  o  a  la  imagen  coronada 
de  la  Virgen  del  Carmen,  arrancan  la  adhesión  de  los  más  escép- 
ticos. 

El  Congreso  Eucarístico  de  ig4i,  en  que  tuvo  parte  tan  desta- 
cada el  Embajador  de  España  Marqués  de  Luca  de  Tena,  y  la 
Colonia  Española  en  general,  produjo  en  el  país  una  intensa  con- 
moción piadosa. 


8 


En  años  sucesivos  ¡a  llama  fué  alimentada  por  el  Congreso 
Mariano  y  el  de  los  Sagrados  Corazones;  y  los  frutos  de  estos  acon- 
tecimientos todavía  se  palpan,  sostenidos  y  sistematizados  dentro 
de  los  más  modernos  moldes  de  la  Acción  Católica. 

No  se  trata  simplemente  de  piedad  de  relumbrón.  Las  pruebas 
son  satisfactorias.  Ahí  están  las  fundaciones  religiosas,  hospitales, 
clínicas,  dispensarios  y  Universidades  oficiales  y  populares,  en 
número  increíble,  que  demuestran  qué  bien  se  practica  en  Chile 
el  ^mandamiento  segundo*,  que  es  semejante  al  primero,  y  garantía 
humana  del  cumplimiento  de  aquél. 


El  cuadro  más  luminoso  tiene  también  sus  sombras,  en  gracia 
de  su  misma  luz.  Cierto  que,  en  Santiago,  como  fruto  de  doctrinas 
y  costumbres  sospechosas  importadas  de  todas  las  partes  del  mundo, 
ha  bajado  el  nivel  religioso  y  moral.  Pero  nos  consuela  el  ver,  frente 
a  la  mundial  invasión  de  Belial,  un  poderoso  contingente  de  juven- 
tudes en  pie,  dispuestas  a  librar  batalla  antes  que  permitir  la  victo- 
ria del  genio  del  mal. 

Hay  derecho  a  esperar  mucho,  pese  a  los  inevitables  vaive- 
nes políticos,  de  una  sociedad  cristiana  que  ha  sabido  destacar 
trescientas  jóvenes,  la  crema  de  la  sociedad  de  Santiago,  que  se 
han  puesto  al  servicio  del  Ministerio  de  Educación  para  expli- 
car gratuitamente  el  Catecismo  en  las  escuelas  en  que  estaba 
más  desatendido. 

Es  el  ejemplo  arrebatador  del  Cardenal  Arzobispo,  que  no  cree 
indigno  de  su  sagrada  púrpura  ni  impropio  de  su  avanzada  edad, 
explicar  todos  los  domingos  el  Evangelio  en  alguno  de  los  hospita- 
les de  Santiago. 

Es  mucho,  es  tanto  lo  bueno  que  hay  en  Santiago,  que  no  tene- 
mos derecho  a  alarmarnos  por  su  futuro  mientras  sean  tan  numero- 
sos los  buenos,  y  tan  activos  y  organizados  los  católicos  de  línea; 
y  mientras  arda  la  llama  de  la  fe  con  tan  vivos  reflejos  eucaristicos 
y  moríanos  como  en  Teresa  de  los  Andes. 


9 


JuANITA  Fernández  Solar  no  hace,  por  tanto,  excepción,  sino 
que  aflora  del  ambiente  piadoso  de  Santiago. 

Son  muchas  como  ella  las  jóvenes  que  salidas,  tanto  de  la  más 
humilde  clase  social  como  de  la  alta  aristocracia,  han  dejado  todo, 
lo  mucho  o  poco  que  tenían,  para  ver  marchitar  su  juventud  a  la 
cabecera  de  un  enfermo,  en  la  trabajosa  educación  de  la  niñez  o 
encerradas  para  siempre  tras  las  rejas  de  la  clausura. 

Juanita  es  hija  de  uno  de  esos  distinguidos  troncos  chilenos,  que 
alimentaron  mucho  tiempo  sits  raíces  en  España;  y  han  transmitido 
íntegras,  a  través  de  las  generaciones,  su  fe  junto  a  su  laboriosidad. 

Pertenece  la  joven  a  esa  clase,  que  no  se  ha  escudado  tras  la 
abundancia  para  vivir  en  fácil  holganza,  sino  que  con  su  trabajo 
ha  sostenido  y  acrecentado  la  herencia  de  sus  mayores. 

Sin  perder  la  proverbial  distinción  de  la  capital,  donde  tienen 
su  magnífica  residencia  y  cumplen  escrupidosamente  sus  deberes 
de  clase,  dirigen  y  vigilan  en  sus  haciendas  inmensas  el  trabajo 
y  la  producción. 

Allí  vemos  al  «patrón»,  jinete  en  soberbio  potro,  «media  sangre 
inglesa»,  impartir  órdenes  a  mayordomos  y  capataces,  que  cabalgan 
a  sus  lados  sobre  recios  bridones  de  corte  velazquiano,  luciendo 
atavíos  mtdticolores.  Inspeccionan  personalmente  los  trabajos  de  la 
trilla,  y  luego  el  estado  de  la  plantación;  y  trepan  cerros  y  se  desli- 
zan por  quebradas  para  informarse  de  la  conducta  y  de  la  salud 
de  sus  colonos. 

En  gran  nilmero  de  fundos  el  servicio  espiritual  está  encomen- 
dado a  capellanes;  en  otros  muchos  hay  bonitas  capillas,  donde 
se  congregan  los  habitantes  para  asistir  a  misa  y  oír  la  palabra 
de  Dios. 


£sTOS  fueron  los  campos  de  santificación  personal  y  de  acción 
apostólica  de  Juanita  Fernández  Solar,  antes  de  su  entrada  en  el 
Carmen;  Santiago  y  la  hacienda  Chacabuco. 

En  todas  partes,  y  aun  antes  del  uso  de  razón,  mostró  atractivo 
hacia  la  oración,  al  socorro  de  enfermos  y  pobres  y  a  la  instrucción 
religiosa  de  los  niños.  Por  el  contrario,  aun  en  su  dorada  juventud, 


10 


aborrecía  espectáculos  y  fiestas  adonde,  muy  contra  su  voluntad, 
debió  a  veces  asistir. 

Mas  no  nos  engañemos,  al  conocer  tan  felices  inclinaciones  de 
Juanita,  con  la  idea  de  que  fué  buena  porque  no  pudo  ser  mala. 

Si  se  considera  la  abundancia  y  regalo  en  que  pudo  vivir,  el 
porvenir  que  esperaba  a  su  belleza  y  a  su  fortuna,  no  menos  que  la 
fuerza  de  sugestión  de  las  fiestas  de  sociedad  a  que  asistió,  y  sus 
múltiples  expansiones  y  jiras  de  temporada,  se  habrá  de  concluir 
que  Juanita  fué  un  alma  templada  en  la  abnegación  de  si  misma. 

Además,  su  irascibilidad  y  una  sensiblería  extrema  de  que 
adoleció  en  su  niñez,  añadidas  a  una  rica  imaginación  y  al  innato 
deseo  de  agradar,  la  hacían  muy  apta,  en  un  ambiente  occidental, 
para  brillar  en  los  salones  o  en  la  «bóite»,  dispuesta  al  matrimonio 
descabellado,  o,  tal  vez,  a  la  aventura  amorosa. 

ATo  obstante,  y  como  resultado  de  la  tensión  de  espíritu  a  que  se 
sometió  para  no  permitirse  la  menor  falta,  y  sostenida  por  la  gracia 
divina,  llegó  a  ser  la  criatura  más  dulce  y  condescendiente,  a  la  vez, 
que  enérgica  e  inflexible.  Es  la  eterna  antinomia  de  los  santos. 

Añadamos  aún  su  lozanía  en  toda  la  gama  de  las  virtudes,  y  la 
familiar  y  del  todo  extraordinaria  amistad  que  tuvo  con  Jesús; 
manifestación  espléndida  para  el  mundo  egoísta  de  las  dulzuras 
del  Corazón  de  Dios.  Y  tendremos  una  prueba  más  de  que  la  santi- 
dad no  es  monopolio  exclusivo  de  ciertos  temperamentos  o  de  deter- 
minadas razas;  ni  ha  pasado  a  ser  patrimonio  histórico  de  la  Igle- 
sia, sino  realidad  en  todas  las  épocas. 


En  fin,  Juanita  Fernández  Solar  da  un  mentís  rotundo  al  mundo 
paganizado  y  al  catolicismo  claudicante,  que  siguen  juzgando  a 
la  vocación  religiosa  refugio  exclusivo  de  los  que  la  vida  ha  des- 
heredado de  sus  alegrías.  Y  lo  da,  no  sólo  cotí  su  ejemplo,  sino  con 
su  pluma  ardiente  y  delicada. 

Asi,  pues,  quien  quiera  conocer  todas  las  facetas  de  su  perso- 
nalidad de  santa,  debe  leer  sus  escritos  íntimos,  diario  y  cartas, 
que  aparecen  publicados  en  la  segunda  parte  de  esta  obra.  En  ellos 
verá  cómo  los  ardores  caballerescos,  heredados  de  Teresa  de  Avila, 
se  funden  con  la  gracia  exquisita  de  la  Virgen  de  Lisieux,  modida- 
dos  unos  y  otros  a  través  de  la  delicada  psicología  del  alma  chilena. 


11 


A  pesar  de  que  un  océano  nos  separa  de  la  cuna  de  Juanita, 
estamos  muy  íntimamente  vinculados  con  ella  por  los  lazos  de  la 
raza  que  resisten  el  roce  de  los  siglos,  pero  mucho  más  por  las  raíces 
de  su  espiritualidad. 

Los  escritos,  el  ejemplo,  de  proyección  secular,  el  ambiente  de 
Teresa  de  Ahumada,  cuidadosamente  conservado  en  los  Carmelos 
de  Chile,  fueron  el  molde  donde  se  vació  el  espíritu  de  Sor  Teresa 
de  Jesús. 

Su  espiritualidad,  como  podrá  observar  el  que  leyere  sus  escritos, 
es  netamente  teresiana.  Santa  Teresa  es  el  modelo  cuya  imitación 
obsesiona  a  la  chilena:  desde  muy  niña  se  enfrasca  en  sus  obras, 
vive  sus  ejemplos,  su  nombre  aflora  a  cada  paso  a  lo  largo  de  sus 
cartas.  Y  es  que  Sor  Teresa  de  Jesús  es  una  heredera  directa  del 
espíritu  de  la  gran  Madre  avilesa,  y  no  se  entretietie  con  espiritua- 
lidades de  segunda  mano. 

Más  aún,  esos  dignos  y  competentes  directores  espirituales,  que 
tan  bien  encauzaron  su  alma  por  las  difíciles  vías  de  la  Mística, 
fueron  españoles. 

En  una  palabra,  esta  moderna  Teresa  de  Jesús  es  un  capullo 
que,  mecido  por  las  brisas  españolas,  abrió  su  blanca  corola  bajo 
el  puro  cielo  de  Chile. 

Quiera  Dios  que  pronto,  y  para  estímulo  de  nuestra  tibieza, 
veamos  glorificada  en  la  tierra  a  la  Hermana  Teresa  de  Jesús; 
y  propuesta  como  modelo  de  virtudes  a  las  almas  modernas  por  el 
infalible  juicio  del  Vicario  de  Cristo  en  la  tierra. 

EL  AUTOR. 


12 


DECLARACIÓN 


En  conformidad  con  los  Decretos  del  Papa  Urbano  VIII, 
declaramos  que  no  pretendemos  dar  a  ninguno  de  los  hechos 
o  palabras  contenidas  en  estas  páginas,  más  autoridad  que  la 
que  les  dé  la  Santa  Iglesia,  a  cuya  decisión  y  fallo  nos  sometemos 
con  filial  sumisión. 

Igualmente  declaramos  que  el  título  de  Santos  que  se  aplica 
en  el  curso  de  esta  obra,  no  tiene  más  valor  que  el  puramente 
humano. 


13 


mí,  desde  chica,  me  decían  que  era  la 
más  bonita  de  mis  hermanos,  y  yo  no  me 
daba  cuenta  de  ello;  pero  estas  mismas  pala- 
bras me  las  repetían  cuando  era  más  gran- 
de, a  escondidas  de  mi  mamá,  que  no  le 
gustaba  que  me  lo  dijeran,  y  sólo  Dios 
sabe  lo  que  me  costó  desterrar  el  orgullo 
y  la  vanidad  que  se  apoderó  de  mi  co- 
razón.» 


I 


BRISAS  DE  AURORA 

N  o  lo  sabían  sus  padrinos,  cuando  el  15  de  julio  de  1900  se 
acercaban  jubilosos  con  su  sobrina  de  dos  días  al  baptisterio 
de  Santa  Ana.  Ni  lo  sospechaba  el  ministro  del  altar,  que  hizo 
deslizar  las  aguas  regeneradoras  sobre  la  cabeza  todavía  informe 
de  Juana  Enriqueta  Josefina. 

No  lo  adivinaron  sus  padres;  sólo  lo  supo  el  cielo.  Aquella 
criatura  venía  a  este  mundo  con  un  algo  que  envidiarían  los  ánge- 
les; un  algo  que  iba  a  desarrollarse  pujante  con  el  mismo  des- 
pertar de  la  razón,  para  alcanzar  su  total  desarrollo  y  madurez 
apenas  iniciada  la  juventud. 

Si  lo  hubieran  sabido  sus  buenos  padres,  don  Miguel  Fernán- 
dez y  Jaraquemada  y  doña  Luisa  Solar  Armstrong,  aquel  día 
hubiera  sido,  sin  duda,  el  más  feliz  de  su  vida. 

El  primero  y  obligado  paso  en  nuestro  viaje  de  retorno  a 
Dios  ya  está  dado,  en  brazos  de  sus  tíos  don  Salvador  Ruiz  Tagle 
y  doña  Rosa  Fernández  de  Ruiz  Tagle.  1  En  adelante,  sus  pasos 
cada  vez  más  presurosos  hacia  el  Señor,  los  va  a  dar  en  los  dulces 
brazos  de  la  Virgen  María. 

1  El  nombre  de  esta  virtuosa  dama  se  hizo  célebre  más  tarde,  por  la 
curación  instantánea  de  su  pie;  que  abrió  la  era  de  los  milagros  del  Xiño 
Jesús  de  Praga,  en  Santiago. 


Teresa  de  los  Andes.  2 


17 


Uno  de  los  rasgos  dominantes  de  su  carácter,  su  caridad  para 
con  los  pobres,  se  reveló  en  la  niña  antes  de  hablar.  Fué  el  len- 
guaje mudo  pero  expresivo  del  amor  fraterno. 

La  pequeña  Juanita  no  puede  dar  todavía  un  paso,  pero 
tiene  muy  despiertas  sus  facultades  para  observar.  Ha  visto 
con  cuánta  caridad  se  socorre  a  los  pobres  que  acuden  a  su 
casa. 

Un  día,  a  la  vista  de  uno  de  estos  mendigos,  se  inquieta,  quiere 
soltarse  de  los  brazos  que  la  sostienen;  y  alguien  ha  comprendido. 
Ponen  una  moneda  en  su  diminuta  mano,  y  ella  la  entrega  con 
alborozo  al  pobre. 

¡Qué  abrazo  y  qué  beso  más  merecido  le  darían  los  felices 
testigos  de  esta  escena  de  cieloJ 

El  gesto  de  Juanita  debió  dar  que  pensar.  Porque  estamos 
acostumbrados  a  oír  con  cierto  escepticismo  cómo,  en  muchos 
santos,  las  luces  de  la  gracia  prevenían  a  las  de  la  razón.  Pues 
bien,  no  hay  que  remontarse  a  siglos  heroicos,  ni  llegar  a  la  Tebai- 
da; aquí  tenemos  en  Juanita  el  hecho  clásico  que  arrebola  las 
cunas  de  los  santos. 

Con  la  edad  se  desarrolló  rápidamente  su  ingénita  genero- 
sidad; todos  los  de  la  casa  participarán  de  los  regalos  de  Juanita. 
Su  paquete  de  caramelos  es  para  sus  papás  y  también  para  sus 
hermanos,  sin  que  se  le  olvide  cada  una  de  las  muchachas  de 
servicio.  Si  después  del  reparto  queda  alguno,  le  basta.  Juanita 
lo  saborea  condimentado  con  el  placer  de  haber  dado  un  pequeño 
gusto  a  los  demás. 

Las  delicadezas  de  su  carácter  tienen  todavía  mayores  alcan- 
ces. La  enfermedad,  piedra  de  toque  de  la  virtud  de  niños  y  gran- 
des, es  en  la  niña  una  prueba  más  de  su  precioso  corazón. 

Muchas  veces  estuvo  enferma  Juanita;  en  ocasiones  a  la  muer- 
te. Y  siempre  procuró  con  exquisito  cuidado  no  molestar.  En 
ocasiones  en  que  quien  la  velaba  durante  la  noche  reposaba  a 
su  lado,  ella  hacía  muy  expresivos  gestos  a  los  que  entraban 
para  que  no  se  hiciera  ruido. 

Y  la  niña  no  tenía  más  que  tres  años. 


1.8 


Estos  pocos  rasgos  ya  revelan  un  espíritu  prematuramente 
sensible;  y  como  tal,  debió  pasar  por  un  período  de  lágrimas. 

No  confundamos  la  vulgar  niña  llorona  con  las  lágrimas  pro- 
fundas de  un  sentimentalismo  precoz.  Pasará  esa  crisis,  y  tendre- 
mos un  alma  aleccionada  por  penas  interiores,  fuerte  para  el 
sufrimiento,  comprensiva  del  dolor  ajeno,  tal  vez  heroica. 

Bien  puede  ser  también,  por  desgracia,  que  una  inadecuada 
formación  la  reduzca  a  la  nada  de  su  egoísmo;  y  tenemos  la  niña 
inútil,  que  no  sabe  sino  apoltronarse  en  su  diván  y  leer  novelas 
insustanciales,  mientras  la  radio  garabatea  un  fox. 

A  Juanita  le  sonríen  los  ángeles,  es  una  criatura  mimada 
de  Dios;  no  hay  que  temer  que  la  agosten  los  mimos  de  los  hom- 
bres. 

Aunque  era  excesivamente  tímida  en  sus  primeros  años,  y 
juguete  de  las  bromas  de  sus  hermanos  y  primos,  rara  vez  se 
impacientó.  Su  refugio  era  el  llanto  y  su  hermanita  menor,  con 
quien  tenía  todas  sus  confidencias  y  cariños. 

El  caso  es  que  un  espíritu  de  tan  profunda  psicología  no 
encuentra  fácilmente  el  alma  gemela  a  quien  confiarse.  Máxime 
en  los  momentos  finales  de  la  niñez,  cuando  las  expansiones  se 
celan,  y  nos  replegamos  hacia  el  interior. 

Juanita  se  refugia  en  su  diario.  Las  propias  confidencias 
hablan,  recuerdan,  contestan.  Son  otro  «Yo»,  y  éste  sí  que  nos 
comprende. 

Son  muchos  los  que  escriben  sus  impresiones  diarias  en  esa 
épcca  de  su  vida.  Mucho  menos  frecuente  es  escribir  con  la  varie- 
dad, profundidad  y  corrección  de  Juanita. 

Mejor  consoladora  aun  se  había  elegido;  puesto  que  al  abrir 
>us  ojos  para  el  cielo,  a  quien  primero  vió  fue  a  la  Virgen  llena 
de  gracia,  de  cuya  vista  no  se  debía  apartar  jamás. 

¡Quién  hubiera  inmortalizado  aquellos  cuadros  del  Mes  de 
María,  cuando  de  la  mano  con  su  hermanita,  era  llevada  al  atar- 
decer a  la  iglesia;  para  seguir  allí,  a  veces  hasta  tres  horas  muv 
junto  al  altar,  como  dos  lirios  más,  añadidos  al  jardín  de  flores, 
que  cuajan  en  esas  tardes  los  altares  de  la  Inmaculada! 


19 


Otro  de  sus  encantos  era  asistir  a  misa.  Allí,  entre  su  mamá 
y  su  tía  Juana,  devoraba  con  santo  placer  cada  una  de  las  expli- 
caciones que  oía  de  ella;  y  cuando  llegaba  la  comunión  sentía 
vivos  deseos  de  acercarse  con  los  suyos  a  comulgar.  Sin  embargo, 
no  había  cumplido  aún  los  cuatro  año-. 


Chacabuco  es  un  nombre  ce'lebre  en  la  historia  de  Chile.  En 
la  cuesta  de  su  nombre  se  trabó  una  batalla  decisiva  que  abrió 
el  camino  de  Santiago  al  ejército  expedicionario  argentino-chile- 
no. Allí  también  se  extienden  las  dilatadas  propiedades  de  don 
Eulogio  Solar,  abuelo  materno  de  Juanita:  25.000  hectáreas;  todo 
un  señorío. 

Chacabuco  fué  testigo  del  precoz  despertar  sobrenatural  de 
Juanita,  de  sus  inocentes  juegos,  y  más  tarde,  de  su  ferviente 
apostolado.  Durante  17  años  pasó  gran  parte  del  verano  en  él. 

Ahora  la  encontramos  allí  presa  de  celestiales  ardores  cuando 
todavía  no  fce  sostenía  sobre  sus  pies. 

El  amor  no  sufre  esperas.  Juanita  quiere  anticiparse  a  la 
comunión  sacramental,  haciendo  algo  que  se  le  parezca.  Mas, 
¡qué  feliz  hallazgo!;  ya  encontró  el  procedimiento.  A  fuerza  de 
preguntar  consigue  que  la  inicien  en  la  comunión  espiritual. 

Un  presbítero,  amigo  de  los  padres  de  Juanita,  don  Bernardo 
Aranguiz,  está  por  aquellos  días  en  Chacabuco;  y  a  él  acude  la 
niña,  exponiendo,  con  pocas  palabras  ciertamente,  sus  deseos  de 
comulgar.  El  buen  sacerdote,  emocionado  por  un  fervor  tan  cons- 
ciente, a  los  cuatro  años  de  edad,  explica  cómo  su  deseo  de  recibir 
al  Señor  la  ha  unido  a  Él,  y  tiene  a  Jesús  muy  adentro  en  su 
corazoncito. 

La  reacción  fué  inesperada.  La  niñita  se  transfigura;  cruza 
con  fuerza  sus  diminutas  manos  sobre  el  pecho,  y  exclama  admi- 
rada: «¿Entonces,  lo  tengo  aquí,  lo  tengo  aquí?»,  grita  a  su  her- 
mana Rebeca. 

En  cierta  ocasión,  ¿cuál  no  sería  la  sorpresa  de  Monseñor 
Aníbal  Carvajal,  cuando  ve  a  sus  pies  a  la  niña  de  cuatro  años 
pidiendo  confesión? 


•20 


Son*  estampas  de  cielo  los  coloquios  de  Juanita  con  un  re- 
ligioso Asuncionista,  en  la  hacienda  Chacabuco.  Confiesa  dicho 
Padre  que  las  preguntas  sobre  el  cielo  de  Juanita  le  llenaron  de 
admiración  y  le  hicieron  recordar  a  la  Virgen  niña,  consagrada 
a  Dios  en  el  templo. 

«Vámonos  al  cielo»,  le  dijo  un  día,  tomándole  la  mano  y  seña- 
lando con  la  otra  la  blanca  mole  de  Los  Andes. 

Y  así  no  perdía  ocasión  de  acercarse  a  los  sacerdotes  o  misio- 
neros que  pasaban  por  la  hacienda,  para  preguntar  cosas  del 
cielo,  sobre  la  vida  de  los  santos  o  de  Jesús  en  la  Eucaristía. 

Una  criatura  tan  ilustrada  por  Dios  a  sus  tres  años,  podía  saber 
a  los  seis,  sin  ambages,  su  doloroso  destino  en  este  mundo.  Parece 
como  que  Dios  le  dió  a  entender  lo  mucho  que  había  de  sufrir.  Más 
aún:  que  no  debería  buscar  otro  desahogo  que  en  Él  solo. 


En  1906  entró  en  el  externado  del  Sagrado  Corazón.  Fué  su 
primer  sufrimiento  moral,  seguido  de  molestos  lances  para  la 
colegiala  y  para  sus  padres. 

Sucedió  lo  que  tenía  que  suceder.  Un  alma  tan  marcada  de 
idealismo  como  la  de  la  nueva  alumna,  no  podía  menos  de  des- 
pertar a  un  extraño  mundo,  en  el  trato  y  convivencia  con  su^- 
compañeras.  Los  espíritus  selectos  no  se  hallan  bien  con  la  medio- 
cridad, dominante  en  todo  conjunto,  por  muy  depurado  que  sea. 

Juanita  tiene  un  concepto  ideal  de  todo,  muy  superior  cier- 
tamente a  sus  años.  La  menor  desafinación  hiere  en  esa  armonía 
íntima  de  su  alma;  y  empieza  a  ver  desencajarse  las  personas  y 
las  cosas  de  ese  estrado  ideal,  donde  las  ha  visto  colocadas  desde 
la  primera  luz  de  su  razón. 

¡Qué  pena  sería,  pues,  la  suya,  al  observar  las  faltitas  de  sus 
compañeras!;  ya  risitas  en  la  capilla  o  miradas  aburridas  a  la> 
vidrieras  de  color,  o  al  dorado  sol  de  la  Custodia,  más  que  a  la 
Realidad  divina  que  va  en  su  centro. 


21 


Aunque  la  mayoría  de  sus  compañeras  se  portaban  muy  bien 
ron  ella,  había  una  particularmente  molesta,  que  hasta  le  sacaba 
el  velo  en  la  capilla.  Esto  le  pareció  a  Juanita  intolerable. 

Vuelta  a  casa  no  pudo  menos  de  desahogarse  entre  los  bra- 
zos de  su  madre,  dándole  parte  de  sus  finísimas  observaciones. 

La  cosa  fué  adelante.  Como  la  señora  Lucía  Solar  juzgara 
hacer  alguna  observación  sobre  el  caso  a  las  personas  a  las  que 
le  atañía,  el  resultado  fué  triste  para  Juanita. 

Ella,  que  creyó  hacer  con  sus  avisos  un  valioso  servicio  a 
Jesús,  es  reprendida  y  castigada  por  ellos.  Doloroso  choque  de 
la  cruda  realidad  de  la  vida  en  un  corazoncito  que  ya.  tiene  un 
-entido  profundo  de  la  justicia.  Además,  a  la  niña  le  habían 
enseñado  a  dar  cuenta  de  todo  a  su  mamá. 

La  cosa  terminó  con  su  salida  del  colegio,  luego  de  un  mes 
escaso  de  asistencia.  El  cual  fué,  sin  embargo,  tan  bien  apro- 
vechado, que  le  bastó  para  aprender  a  leer. 

Como  resultado  de  estas  y  otras  muchas  confidencias  que 
Juanita  tuvo  con  su  madre,  comprendió  ésta  que  Dios  la  había 
dado  como  hija  una  criatura  predestinada,  a  la  que  era  necesa- 
rio prodigar  una  cuidadosa  formación. 


Jesús  invita  a  Juanita  a  subir  otro  escalón  más  en  la  escala 
del  dolor.  Gozaba  por  entonces  de  unos  días  de  vacación  en  Cha- 
■  abuco,  en  mayo  de  1907,  cuando  murió  su  abuelo  materno, 
don  Eulogio  Solar.  El  mismo  que  la  adoraba  y  había  sentido 
•  orno  ninguno  la  separación  de  sus  cortos  días  de  colegiala. 

Como  Juanita  correspondía  vivamente  a  su  amor,  estuvo  incon- 
-olable.  «Lloré  a  mares...  al  encontrar  su  pieza  vacía  me  hizo  una 
impresión  tan  grande,  que  me  parecía  que  todo  se  había  acabado.»1 

Apenas  repuesta  de  su  hondo  pesar,  vuelve  a  ingresar  en  el 
Sagrado  Corazón.  Allí  hizo  su  primera  confesión,  y  sintió  acre- 
centarse su  ternura  para  con  su  Madre  del  cielo. 

1  Si  no  se  expresa  lo  contrario,  todas  las  frases  que  vengan  entre 
omillas  en  adelante,  están  tomadas  literalmente  de  los  escritos  de  Sor 
Teresa,  recopilados  en  Un  Lirio  del  Carmelo. 


Ya  con  su  hermano  Luis  había  aprendido  a  rezar  el  Rosario 
en  su  casa.  Páreja  encantadora,  que  se  postra,  rosario  en  mano, 
al  pie  de  una  imagen  de  la  Virgen.  ¡Qué  evocación  más  viva  dt 
Gonzalo  y  Teresa  de  Ávila,  orando  ante  una  ermitüla  de  barro, 
en  el  huerto  de  su  hidalga  mansión!  También  la  historia  de  los 
santos  se  repite. 

No  se  contenta  Juanita  con  correr  las  cuentas  de  su  rosario, 
quiere  ofrecer  a  María  flores  de  virtudes.  Sobre  todo,  ahora  que 
se  acerca  la  fecha  de  su  Primera  Comunión. 

Xo  era  defecto  sino  algo  involuntario,  la  complacencia  en  su 
belleza.  ¿Cómo  no  iba  a  creerse  bella,  cuando  oía  constantemente, 
y  a  pesar  de  las  cautelas  en  contrario  de  su  mamá,  que  ella  era 
la  más  bonita  de  sus  hermanos? 

Pero,  dispuesta  a  segar  en  flor  esa  tentación  de  vanidad, 
declaró  la  guerra  al  espejo.  Comenzó  a  anotar  cuidadosamente 
las  veces  que  se  miraba;  y,  años  más  tarde,  en  su  dorada  juven- 
tud, cuando  indudablemente  se  habría  redoblado  su  íntima  com- 
placencia, lamenta  en  su  diario  el  haberse  mirado  en  el  espejo 
cinco  veces  en  un  mes. 


Su  carácter  ha  pasado  a  ser  vivo,  y  se  propuso  dominarle  sin 
compasión.  Su  hermana  Rebeca,  muy  decidida,  se  adelanta  a 
veces  en  opinar  o  impone  sus  gustos;  o  bien,  ocupa  el  puesto 
que  le  corresponde  a  Juanita,  por  ser  mayor.  Ésta  no  reclama 
sus  derechos,  y  aparenta  una  falta  de  voluntad  que  estaba  muy 
lejos  de  su  carácter  generoso. 

Jamás  dió  la  menor  señal  de  protesta;  por  el  contrario,  cuando 
creía  haber  cometido  la  falta  más  imaginaria,  pedía  perdón  con 
>incera  humildad. 

Rebeca  está  unida  a  su  hermana  Juanita  muy  estrechamente: 
poco  a  poco  va  ahondando  en  la  oculta  abnegación  que  observa 
en  ésta;  y  llena  de  admiración  se  propuso  imitarla. 

Sin  embargo,  no  muere  tan  pronto  ni  radicalmente  el  demo- 
nio de  la  ira.  El  carácter  de  Juanita  no  podía  ser  dominado  sin 
prolijo  combatir. 


23 


Así  fué  que,  después  de  cumplidos  sus  siete  años,  hubo  en 
ella  un  despertar  de  genio  que  le  obligó  a  redoblar  sus  vigilante> 
esfuerzos.  Y  no  debieron  contribuir  poco  a  ejercitarla  en  la  pacien- 
cia sus  hermanos  y  primos,  empeñados  en  el  no  muy  noble  empeño 
de  hacerla  rabiar. 

La  violencia  que  se  hacía  la  niña  para  no  exteriorizar  su  ira 
o  su  disgusto,  sólo  Dios  la  puede  estimar  en  su  valor.  Pero  llegó 
un  día  en  que  desbordó,  la  fuerza  de  la  ocasión,  todas  las  tácticas 
represivas  de  Juanita. 

Las  inseparables  Juanita  y  Rebeca  jugaban,  cuando  el 
juego  degeneró  en  apasionada  disputa.  De  la  palabra  se  pasó 
a  la  obra:  Rebeca  se  abalanzó  sobre  su  hermana  y  la  golpeó 
sin  compasión. 

La  ocasión  imprevista  es  la  más  traidora.  La  injuriada  quiere 
tomar  la  justicia  por  su  mano,  y  corre  tras  su  hermana,  que  buye 
a  la  carrera. 

Fué  un  momento,  nada  más,  de  ofuscación;  porque  en  el 
momento  de  alcanzar  a  Rebeca,  Juanita  siente  no  sé  qué  choque 
instantáneo  de  contrarios  impulsos  que  se  neutralizan,  y  en  lugar 
de  pegarla,  la  besa. 

Rebeca  no  ha  podido  seguir  la  rápida  reacción  de  su  hermana; 
no  comprende,  tal  vez,  el  mérito  de  aquella  victoria  moral,  y  pre- 
sa todavía  de  su  violento  enojo,  increpa  a  su  hermana,  diciéndole: 
«Retírate,  beso  de  Judas.» 

Juanita  baja  humildemente  su  rostro  encendido  por  la  emo- 
ción y  se  retira  en  silencio.  La  congoja  anuda  su  garganta;  ha 
sido  doblemente  víctima;  de  los  golpes  y  de  la  incomprensión. 

Momentos  después,  sola  con  Jesús,  abre  su  corazón,  mientras 
pausadamente  se  deslizan  ardientes  lágrimas  de  sus  ojos  de  cielo. 
Lágrimas  que  sólo  Dios  puede  enjugar. 


Se  comprende  que  la  violencia  que  se  hacía  constantemente 
para  no  exteriorizar  sus  impaciencias,  iba  acumulando  cargas 
afectivas  que  llegaban  a  su  punto  crítico.  Entonces  sí  que  se 
impacientaba  de  veras.  Y  de  la  misma  manera  se  humillaba. 


24 


volviendo  al  instante  al  trabajoso  proceso  de  callar  y  sufrir,  cada 
vez  más  cerca  de  la  perfecta  victoria  de  sí  misma. 

Esta  misma  represión  de  sentimientos  tenía  a  veces  el  escape 
natural  del  llanto. 

Mas  comprendió  que  también  esto  era  un  defecto  que  causaba 
desagrado  a  los  demás;  y  así  se  propuso  decididamente  suprimir 
las  lágrimas:  «Nunca  llorar — escribe  en  su  diario — si  no  es  por 
el  pecado  e  infidelidades  y  por  no  amar  a  Dios.»  Su  delicada 
introspección  se  revela  en  las  palabras  siguientes:  «Reprimir  el 
llanto  aunque  sea  por  la  nostalgia  del  cielo...*  ; Habla  una  niña 
de  diez  años  o  un  consumado  asceta? 

Tal  intensidad  en  el  ejercicio  de  las  virtudes  le  hizo  progre- 
sar rápidamente  en  su  perfección.  Sus  ojos  se  secaron.  Hubo 
tiempo  en  que  la  creyeron  fría  e  indiferente,  cuando  era  un  volcán 
de  afectos. 

Ahora  es  la  obediencia  pronta  la  que  se  hace  dolorosa.  Pues, 
a  obedecer  se  ha  dicho:  «Me  costaba  obedecer;  cuando  me  man- 
daban, por  flojera  no  quería  ir.  Entonces  me  dije  a  mí  misma, 
que  aunque  no  me  mandaran,  iría  corriendo  antes  que  los  otros.» 


Juanita  cultivaba  asiduamente  el  jardín  de  su  alma  para  re- 
cibir a  Jesús,  en  ese  día,  que  para  nadie  debería  tener  ocaso, 
de  la  Primera  Comunión. 

No  se  hartaba  de  pedir  permiso  a  su  madre  para  hacerla, 
y  concedido  éste,  se  preparó  durante  un  año  con  más  intenso 
ejercicio  de  virtudes.  Para  que  su  preparación  fuera  aún  más 
eficaz  encomendó  su  santificación  a  la  Virgen  Santísima;  y  bajo 
su  patrocinio  tan  eficaz,  «yo  modifiqué  mi  carácter  por  com- 
pleto». 

El  gran  día  se  acercaba.  Juanita,  como  si  vislumbrara  algo 
de  ese  inmenso  abismo  abierto  entre  el  Criador  y  la  criatura,  no 
está  todavía  satisfecha.  Quiere  recogerse  más,  y  para  ello,  pide 
y  consigue  el  permiso  para  comer  en  su  habitación. 

A  raíz  de  este  memorable  retiro  fué  consagrado  su  hogar  de 
Santiago  al  Corazón  de  Jesús,  por  el  Rvdo.  Padre  Mateo  Crawley. 


25 


Juanita  no  asistió  a  la  ceremonia,  mas  aunque  separada  laica- 
mente, estuvo  más  unida  que  nunca  con  los  suyos. 

Por  fin  llegó  el  día,  cuyas  emociones  nos  va  a  describir,  mejor 
que  nadie,  Juanita:  «El  día  de  mi  Primera  Comunión  fué  un  día 
sin  nubes  para  mí;  en  la  víspera,  después  de  mi  confesión  general, 
me  pusieron  un  velo  blanco,  y  en  la  tarde  pedí  perdón...  El  sol 
despedía  sus  rayos  que  llenaban  mi  alma  de  felicidad  y  de  acción 
de  gracias  para  el  Creador...  Llegó  por  fin  el  momento,  hicimos 
nuestra  entrada  en  la  capilla  de  dos  en  dos...  Todas  entramo- 
con  los  ojos  bajos,  sin  ver  a  nadie  y  nos  hincamos  en  los  recli- 
natorios cubiertos  de  gasa  blanca,  con  una  azucena  y  vela  al 
lado...  No  es  para  describir  lo  que  pasó  por  mi  alma  con  Jesú-. 
Le  pedí  mil  veces  que  me  llevara,  y  sentí  su  voz  querida  por  pri- 
mera vez...» 


Entre  todos  los  encantos  de  estas  páginas,  que  aquí  resumo, 
destacan  las  últimas  palabras,  que  son  la  primera  revelación  de 
sus  intimidades  con  Jesús. 

Es  indudable  que  no  se  refiere  a  interiores  mociones  o  senti- 
mientos espirituales.  ¡Los  había  tenido  tantos  para  entonces! 
Cuando  dice  que  «oyó  esa  voz  querida  por  primera  vez»,  se  refiere 
a  una  experiencia  del  todo  nueva  en  ella,  que  moduló  en  su  inte- 
rior la  voz  de  Jesús.  Y  desde  entonces  hasta  su  último  suspiro 
no  dejará  de  oírla  con  frecuencia. 

Se  trata  de  un  caso  raro,  aún  entre  las  biografías  de  los  santo- . 
Más  feliz,  Juanita,  que  la  Esposa  del  Cántico  Espiritual,  ya  no 
gemirá  preguntanda:  «¿Adonde  te  escondiste,  Amado?»  Xi  como 
el  alma  en  los  Cantares  tendrá  necesidad  de  suplicar:  «Suene 
tu  voz  en  mis  oídos.» 

«Desde  que  hice  mi  Primera  Comunión — continúa  Juanita — 
Nuestro  Señor  me  hablaba  después  de  comulgar.  Me  decía  cosa- 
que  iban  a  pasar  y  sucedían;  pero  yo  seguía  creyendo  que  a  todas 
las  personas  que  comulgaban  les  pasaba  igual...» 

Es  una  página  digna  de  un  detenido  estudio  psicológico. 
Convida  también  a  repasar  la  doctrina  copiosa  y  profunda  de 


■Jó 


San  Juan  de  la  Cruz.  Mas  una  obrita  como  ésta  no  tiene  tan  alta- 
pretensiones.  Yo  invito,  por  eso,  al  lector,  a  aceptar  sencilla- 
mente las  declaraciones  claras  y  terminantes  de  una  niña  de  diez 
años.  Ceda,  siquiera  una  vez,  nuestro  espíritu  morbosamente 
crítico,  ante  la  confesión  de  la  sinceridad  y  de  la  inocencia. 

Con  este  tesoro  de  gracias,  halló  preparada  su  alma,  el  Sacra- 
mento de  la  Confirmación  que  recibió  Juanita  en  este  mismo 
año  de  1910. 


27 


^^Jagos  fantasmas  excitaban  mi  imaginación 
en  la  hora  del  reposo;  inútil  me  había  sido 
conciliar  el  sueño;  la  fiesta  me  tenía  atur- 
dida todavía.  Ya  no  tenia  ante  mi  vista 
aquellas  diminutas  figuras  que  en  el  albor 
de  sus  años  anhelaban  vivir  la  vida,  ser 
objeto  de  tragedias  amorosas,  oír  palabras 
melosas  y  aduladoras;  ya  la  escena  había 
cambiado  y  me  encontraba  en  mi  oscura 
habitación  ...y  yo  me  preguntaba:  ¿Cómo 
he  podido  siquiera  sonreirme  en  esa  atmós- 
fera? Y  mi  alma  se  agitaba  y  sentía  hastío.» 


:: 


URGE  LA  CARIDAD  DE  CRISTO 


Tan  eficazmente  impulsada  por  su  amistad  con  Jesús,  empezó 
Juanita  a  bogar  a  velas  desplegadas  hacia  el  ideal  de  los  ideales, 
la  santidad. 

La  caridad  de  Cristo  la  urgía,  a  cada  instante,  a  hacer  el  bien 
en  su  derredor.  En  especial  sus  buenos  sentimientos  la  inclinaban 
a  socorrer  a  los  que  sufren,  y  a  disipar  las  tinieblas  de  los  igno- 
rantes. 

Rebeca  y  Juanita,  muy  niñas  las  dos,  fueron  sorprendidas 
en  una  ocasión,  en  el  noble  pero  difícil  intento  de  mover  a  con- 
trición perfecta  a  un  pobre  niño,  casi  sin  uso  de  razón.  Con  fer- 
vor apostólico  y  crucifijo  en  mano,  se  esforzaban  por  penetrarle 
del  amor  y  de  la  compasión  de  que  ellas  estaban  embriagadas. 

Vano  intento:  el  pequeño  posa  sus  negros  ojos  opacos  ya  en 
Juanita,  ya  en  Rebeca,  o  bien,  en  el  crucifijo.  La  cabeza  se  le 
cae  como  si  le  faltara  base.  No  entiende  una  palabra  de  todo  el 
sermón. 

Sabe  muy  bien  Juanita  que  no  basta  instruir  al  niño;  hay 
que  hacer  amable  la  instrucción  para  que  tenga  garantía  de 
duradera.  Y  en  este  sentido,  ningún  medio  tan  eficaz  como  la 
caridad. 


31 


Con  este  espíritu  de  apostolado  tomó  a  su  cargo  un  niño  de 
un  hogar  deshecho.  Le  cosía  su  pobre  ropa;  luego  rifó  un  reloj 
para  recaudar  fondos  por  su  propia  cuenta;  y,  sobre  todo,  le  cate- 
quizaba con  fervor.  Pero,  ni  por  esas. 

Nuestro  chico  estaba  colocado  como  dependiente  en  una  tien- 
da de  paños,  y  robó  una  pieza.  Parece  ser  que  las  enseñanzas 
de  moral  de  Juanita  despertaron  con  tal  ímpetu  que  quedó  ate- 
rrado de  su  acción.  Lástima  que  lo  único  que  se  le  ocurrió  fué 
suicidarse.  Dios  quiso  que  fuera  sorprendido  en  el  momento  que 
lo  intentaba. 

¿Se  desanimará  nuestra  joven  catequista?  Otra  cualquiera  lo 
hubiera  hecho.  Juanita,  no.  ¿No  espera  Dios  a  las  almas  hasta 
el  último  momento?  Por  lo  tanto,  ella  esperará  también. 

Volvió  con  más  unción  aún  a  su  catequizado,  y  consiguió 
persuadirle  de  la  fealdad  de  sus  acciones.  Compungido  el  joven- 
cito,  se  confesó;  y,  acompañado  de  su  protectora,  fué  a  devolver 
la  pieza  robada  y  pidió  perdón  a  sus  amos. 

Uno  de  los  mayores  gozos  de  Juanita  consistía  en  aliviar  los 
dolores  del  prójimo.  Los  enfermos  o  heridos  entre  los  habitantes- 
ele  Chacabuco  miraban  a  la  «patroncita»  como  a  su  ángel  protec- 
tor. Cualquiera  que  fuera  la  aflicción  de  esas  pobres  gentes,  acu- 
dían a  Juanita,  seguros  de  conseguir  algo. 

¿Quién  no  siente  compasión  por  el  que  sufre?  Mas,  por  lo  gene- 
ral, se  procura  aliviarlo  de  la  manera  más  cómoda;  porque  no 
llegamos  a  posesionarnos  de  la  realidad  trágica  del  dolor  ajeno. 
Porque  no  se  puede,  o  porque  no  se  quiere. 

Muy  al  contrario,  el  alma  buena  de  verdad  acude  al  prójimo 
en  su  necesidad  más  urgente;  se  le  ocurren  mil  modos  de  dismi- 
nuir su  dolor. 

Este  era  el  corazón  de  Juanita:  tan  distante  de  la  caridad 
estandarizada  de  nuestros  días  como  de  la  pasión  egoísta. 

En  una  ocasión  Juanita  atendió  a  un  niño  a  quien  se  le  había 
fracturado  el  cráneo  por  varias  partes.  El  cerebro  estaba  al  des- 
cubierto y  su  aspecto  horrible.  Pues  la  niña  lo  toma  en  brazos 
y  sostiene  la  cabeza  mientras  le  hicieron  la  cura. 

Otra  vez,  estando  ella  sola,  le  trajeron  el  presente  de  una 
chica  que  se  había  sumergido  en  lejía  hirviente.  La  joven  pali- 
dece; se  siente  desfallecer  y  quiere  retirarse...  Pero  no; reacciona 


virilmente,  y  socorre  aquel  despojo  humano,  con  ánimo  heroico 
pero  cuerpo  desencajado. 

El  mundo  europeo  no  sabe  de  este  socorro  de  iniciativa  pri- 
vada, porque  se  ha  echado  en  manos  de  la  atención  oficial.  Pero 
en  otros  países  más  aquejados  de  pauperismo  se  pone  a  prueba 
la  verdadera  caridad  del  cristiano. 

Cierto  que,  en  esta  prueba  de  sangre  salió  triunfante  Jua- 
nita. Como  es  natural,  actitud  tan  de  persona  mayor  en  una  chica 
de  doce  años,  la  rodea  de  una  aureola  de  prestigio,  al  mismo 
tiempo  que  atrae  a  todos  irresistiblemente. 

Tanto,  que  algunas  personas,  dolientes  de  enfermedades  mo- 
rales, se  acercan  y  le  descubren  sus  miserias,  como  lo  hubieran 
hecho  con  el  más  avezado  director  espiritual.  Y  no  tuvo  poco 
que  hacer  su  buena  madre  para  evitar  tan  peligrosas  confesiones. 


Uxa  criatura  tan  mimada  de  Dios  parecía  ya  madura  para 
el  cielo,  por  aquello  de  que  Dios  acostumbra  a  llevarse  lo  mejor. 
Ella,  por  su  parte,  no  suspiraba  por  otra  cosa  que  por  volar  adon- 
de su  Madre  la  Virgen.  Y  llegó  a  persuadirse  de  que  celebraría 
el  día  de  la  Inmaculada  en  el  cielo;  que,  cierto,  estuvo  en  peligro 
de  muerte,  y  en  vísperas  del  8  de  diciembre. 

Lo  más  curioso  es  que  se  repitió  ese  peligro,  y  por  la  misma 
fecha,  durante  cuatro  años  consecutivos. 

¡Qué  decepción  para  ella,  el  tener  que  contentarse  con  estos 
simulacros  de  vuelo  al  cielo,  para  entretener  sus  ansias  del  viaje 
definitivo  y  sin  retorno!  La  chica  queda  en  la  tierra,  y  cada  vez 
roza  más  con  el  mundo.  Las  ocasiones  se  multiplican:  bien  sea 
el  trato  ineludible  con  sus  primos,  cuando  no  el  intercambio 
social,  tan  intenso  en  un  país  como  Chile,  muy  sensible  a  la  amistad. 

Una  reunión  social,  tal  vez  la  primera  a  que  asistió  en  su 
vida,  dejó  profunda  huella  de  desilusión  en  su  alma. 

En  sillón  ricamente  amueblado,  y  a  la  luz  de  preciosas  ara- 
ñas; tal  vez  originarias  de  quién  sabe  que  chateau...,  vió  a  los 
galanes  hechos  mieles,  y  también  a  ellas  sentirse  heroínas  de 
novela. 


Teresa  de  los  Andes.  3 


33 


En  un  país  donde  todavía  se  rinde  culto  apasionado  y  caba- 
lleresco a  la  belleza,  estas  reuniones  sociales  son  alarde  de  finura 
y  distinción,  en  la  indumentaria,  en  el  gesto,  en  el  decir.  El  cuadro 
es  seductor  para  las  imaginaciones  jóvenes,  y  también  para  ]a> 
no  tan  jóvenes,  que  lo  contemplan  con  ganas  desesperadas  de 
volver  a  vivir... 

Para  Juanita  fué  repulsivo.  Tras  aquella  deslumbrante  apa- 
riencia de  sedas  festivas,  de  joyas  y  tocados  versallescos,  desveló 
a  la  descarada  ficción  y  al  egoísmo  brutal. 

En  sus  apuntes  privados,  y  bajo  el  título  de  «La  Felicidad», 
y  nota  sus  impresiones  de  la  fiesta.  Más  propias  de  un  sesudo 
filósofo  que  de  una  niña  de  catorce  años. 

«¿Cómo  he  podido  siquiera  sonreír? — se  pregunta  al  terminar — . 
Mi  alma  se  agitaba  y  sentía  hastío...  ¿Dónde  está,  pues,  ese  bien 
que  llamamos  felicidad?» 

Hay  que  advertir  que  el  ambiente  aristocrático  que  rodeaba 
a  Juanita,  la  había  familiarizado  desde  su  niñez  con  este  género 
de  fiestas. 

Lo  que  le  escandalizó  en  este  primer  baile,  a  que  asistió,  fué 
el  ver  en  él,  como  protagonistas,  a  niñas  casi  sin  uso  de  razón: 
«...  Aquellas  diminutas  figuras,  que  en  el  albor  de  sus  años  anhela- 
ban vivir  la  vida,  ser  objeto  de  tragedias  amorosas,  oír  palabras 
melosas  y  aduladoras...» 

Y  no  faltan  consejeros,  que  peinan  canas,  que  impulsen  a 
esas  damiselas  por  ese  camino  de  exhibicionismo  prematuro. 
;E1  resultado?...  Por  lo  menos,  la  pérdida  más  lamentable  de 
tiempo.  Tal  vez  un  noviazgo  intempestivo,  prolongado  indefini- 
damente, a  veces,  con  caracteres  de  «suplicio  de  Tántalo»;  y 
nunca  sin  peligro  y  dolorosas  crisis. 

Dios  descorrió  un  velo  ante  la  mente  de  Juanita,  y  sus  ojo.- 
se  abrieron  muy  grandes,  muy  claros  a  un  mundo  que  hasta  ahora 
sólo  entreveía:  «Di  gracias  a  Dios  por  el  rayo  de  luz  con  que  me 
había  iluminado;  conocí  la  ruta  de  la  vida  en  un  instante,  y  rogué 
por  aquellas  pobres  niñas  que  van  tras  seductores  espejismos: 
que  se  lanzan  a  vivir  en  la  mar  borrascosa  del  mundo  en  un  lige- 
ro esquife,  sin  brújula  ni  timón;  y  que  corren  en  pos  de  la  mari- 
posa, sin  mirar  el  abismo  que  amenaza  sepultarlas.  Viven  en 


34 


perpetuo  sueño.  ¿Qué  será  de  ellas  cuando  la  muerte  las  des- 
pierte? Sé  Tú,  ¡oh  María!,  su  estrella  tutelar;  sé  Tú  su  consuelo, 
su  alegría,  su  áncora  de  salvación...  ) 


Una  luz  celestial  inunda  el  alma  de  Juanita,  y  atisba  algo 
del  insondable  abismo  tendido  entre  lo  temporal  y  lo  eterno. 
Un  anhelo  de  superación,  de  ser  algo  más  que  vulgar  la  domina; 
y,  en  estos  momentos,  la  voz  del  llamamiento  divino  se  deja  sen- 
tir por  primera  vez  en  el  cielo  de  su  alma. 
Tenía  Juanita  catorce  años. 

Acontecimiento  de  tal  trascendencia  para  su  vida,  pasó  in- 
advertido al  exterior.  La  chica  acude  al  colegio,  estudia  y  juega 
como  las  otras  niñas. 

En  medio  de  una  amigable  conversación  entre  varias  cole- 
gialas, a  una  de  ellas  se  le  ocurrió  decir:  «Todas  éstas  serán  mon- 
jas menos  Juanita.» 

El  cielo,  sin  embargo,  la  miraba  como  suya.  Eníermedade^ 
providenciales  ejercitaban  su  paciencia,  y  la  mantenían  alejada 
de  fiestas  y  diversiones. 

Un  día  que  estaba  en  cama,  se  encontró  sola  en  su  cuarto 
a  la  hora  de  atardecer.  Los  muebles  y  los  objetos  iban  fundién- 
dose en  amable  penumbra  que  convida  a  divagar. 

La  melancolía  la  invadió  por  un  momento.  Sintió  una  amarga 
sensación  de  soledad:  sola  en  su  cuarto  pero  mucho  más  sola 
estaba  su  alma.  Sus  ojos  de  jacinto,  cuajados  de  lágrimas,  bus- 
caron compañía  en  la  imagen  del  Sagrado  Corazón:  «...  Y  sentí 
una  voz  muy  dulce  que  me  decía:  ¡Cómo!,  Yo  estoy  solo  en  el 
altar  por  tu  amor,  y  ¿tú  no  puedes  sufrir  un  momento  de  sole- 
dad? Desde  ese  día  comencé  a  gustar  de  estar  sola  y  pasaba  hora- 
enteras  conversando  con  Jesús.» 

En  el  mismo  candoroso  estilo  da  cuenta  de  sus  conversacio- 
nes con  la  Virgen:  «Un  día — dice — que  tenía  mucha  pena  por 
una  cosa,  le  conté  a  la  Virgen  y  le  rogué  por  la  conversión  de 


35 


un  pecador.  Ella  me  contestó,  y  desde  entonces,  cuando  la  llamo 
me  habla.» 

El  espíritu  del  mal  está  al  acecho.  Nunca  se  le  pasan  des- 
apercibidos los  santos.  Sea  que  los  ve  rodeados  de  ángeles  de 
gran  poder,  sea  que  observa  su  veloz  progreso  en  virtud,  los  des- 
cubre muy  pronto,  y  los  molesta  todo  lo  que  puede.  Mejor  dicho, 
todo  lo  que  Dios  le  permite. 

Continúa  Juanita:  «Una  vez  le  pregunté  (a  la  Virgen)  una 
duda  que  tenía  y  me  contestó  una  voz;  yo  me  dije:  ésta  no  es  la 
voz  de  mi  Madre,  porque  Ella  no  podría  decirme  esto.  La  llamé 
y  me  dijo  que  el  demonio  me  había  contestado.  Yo  tuve  miedo; 
entonces  la  Virgen  me  dijo  que  cuando  sintiera  la  voz  le  pregun- 
tara: ¿Eres  Tú,  Madre  mía?  Así  lo  hago  siempre.  Cada  vez  que 
quería  saber  alguna  cosa  le  preguntaba,  y  siempre  lo  que  me 
decía  salía  cierto.» 

Con  pocas  palabras  y  con  sencillez  infantil  resume  los  hechos 
más  sublimes:  las  palabras  de  la  Virgen,  a  veces  de  contenido 
profético;  la  zafia  voz  del  maligno,  que  ella,  con  agudo  instinto 
filial,  descubre  inmediatamente;  la  maternal  contraseña  que  no 
le  permite  equivocarse  más. 


Otra  prueba  exigió  Dios  a  su  corazón  virginal.  Prueba  des- 
conocida para  sujetos  vulgares  o  fogueados  a  la  olímpica,  lo  fué 
dolorosísima  para  Juanita. 

Una  vez  más  enfermó  en  vísperas  de  la  Inmaculada,  y,  de 
nuevo,  se  creyó  muy  cerca  de  la  eternidad.  La  operación  de  apen- 
dicitis  se  hizo  necesaria. 

Tan  persuadida  estaba  de  que  moriría,  que,  antes  de  ser 
llevada  a  la  clínica,  besó  ardorosamente  la  imagen  de  la  Virgen, 
con  quien  tenía  filiales  coloquios,  diciéndole:  «Luego  os  veré  cara 
a  cara.» 

Una  vez  colocada  sobre  la  mesa  de  operaciones,  le  acercan 
la  mascarilla  del  cloroformo,  pero  antes  estampa  un  sonoro  beso 
en  la  medalla  de  su  Primera  Comunión. 


3(3 


La  operación  transcurrió  sin  novedad;  y  la  que  creyó  desper- 
tar en  la  gloria,  abrió  los  ojos  y  se  encontró  presa  de  los  irre- 
mediables efectos  del  cloroformo;  sed  ardiente,  agudo  malestar, 
frecuentes  vómitos...  ¡Qué  diferente  panorama  al  del  cielo! 

Es  verdad,  que  la  rodeaban  las  sonrisas  y  los  cuidados  de 
sus  papas  y  hermanos.  Gran  alivio  moral,  pero  que  no  aminora 
las  angustias  físicas. 

Fué  larga  su  convalecencia.  N'o  acababa  de  recobrar  las  fuer- 
zas, a  pesar  de  que  la  llevaron  a  Chacabuco,  para  reponerse  con 
aires  puros  y  vida  sana. 

Ahora  su  debilidad  le  hizo  hipersensible.  Sus  victorias  en  ma- 
teria de  paciencia  estaban  a  punto  de  malograrse.  Renacieron  los 
ímpetus  de  ira,  y  de  nuevo  se  puso  a  prueba  su  temple  de  santa. 

A  pesar  de  sus  precauciones,  tuvo  una  rabieta  mayúscula, 
que  sirvió  no  poco  para  infundirle  nuevo  espíritu  de  humildad 
y  confusión. 

Fué  el  caso  que,  Juanita  con  sus  hermanas  se  disponían  a 
tomar  un  baño  de  natación.  La  mayor  y  una  prima  suya,  tuvie- 
ron a  menos  juntarse  con  Rebeca  y  Juanita,  por  esa  inocente 
altivez  que  mueve  a  los  niños  a  no  jugar  con  los  más  pequeños. 

Juanita  se  rebeló.  El  desprecio  ha  despertado  dormidos  fon- 
dos y  se  marcha.  Pero  su  mamá  no  tolera  esa  textura  y  la  manda 
a  bañarse  con  sus  hermanos.  Obligada  a  hacerlo,  ni  el  agua  la 
refrigera;  continúa  sin  apearse  de  su  altivez,  con  gran  disgusto 
de  su  madre. 

Luego  de  la  crisis,  fué  el  llorar  a  mares  3-  pedir  perdón  a  todos. 
Tan  avergonzada  estaba  de  su  acción  que  en  el  comedor  no  se 
atrevía  a  mirar  a  nadie.  «Yo  creo  que  de  este  pecado  he  tenido 
contrición  perfecta.» 


Su  vocación  a  la  vida  religiosa,  al  principio,  tal  vez,  no  definida, 
va  dibujando  perfiles  con  precisión:  «He  divisado  las  playas  del 
Carmelo.  Cuántas  veces  le  he  pedido  a  Dios  que  me  lleve  de  este 
mundo...  Pero  Jesús  me  ha  enseñado  que  no  debo  pedir  esto,  y  ha 
puesto  como  término  de  mi  viaje  el  bendito  puerto  del  Carmelo.» 


37 


Parece,  pues,  que  ahora  regrasaba  Juanita  al  colegio  después 
de  sus  vacaciones,  con  la  idea  madura  de  su  vocación  incrustada 
en  su  pecho;  pero  que  no  iba  a  descubrir  sino  muy  despacio  v  con 
cautela. 

No  obstante,  su  flaca  salud,  su  quebranto  físico  habitual,  le 
daba  tanto  que  temer.  Por  otra  parte,  con  tal  ahinco  se  esfor- 
zaba en  hacer  siempre  lo  más  perfecto,  que  llegó  a  agotarse  físi- 
camente. Apenas  le  quedaba  energía  para  estudiar;  y  así  brilló 
muy  poco  durante  algún  tiempo  en  sus  trabajos  escolares. 

Aquí  también  triunfó  el  espíritu  sobre  la  materia;  y  sacando 
fuerzas  de  flaqueza,  se  aplicó  al  estudio  en  tal  forma  que,  duran- 
te los  dos  últimos  años  de  colegio,  fué  siempre  la  primera  de  clase, 
y  resultó  una  acaparadora  de  premios. 

Su  entrada  como  alumna  interna  le  sirvió  de  entrenamiento 
para  comprobar  el  alcance  de  sus  arrestos,  con  miras  al  gran  paso 
que  se  proponía  dar. 

Los  primeros  días  de  este  santo  encierro  fueron  de  purgatorio. 
Se  comprende:  era  la  primera  vez  que  se  separaba  de  los  suyos. 

Sus  impresiones  escritas  de  estos  primeros  días  la  revelan  muy 
femenina  y  muy  varonil.  Sufre  angustias  de  agonía,  pero  las  agra- 
dece cordialmente  al  Señor.  Cree  no  poder  acostumbrarse  jamás 
a  la  privación  de  sus  seres  queridos,  y  se  abraza  desde  ahora 
con  la  cruz  de  la  separación,  porque  Dios  lo  quiere. 

«Creo  que  jamás  me  acostumbraré  a  vivir  separada  de  mi 
familia,  mi  padre,  mi  madre,  esos  seres  que  quiero  tanto...  ¡Ah, 
si  supieran  cómo  sufro,  se  compadecerían!  Sin  embargo,  me  debo 
consolar.  ¿Acaso  no  viviré  toda  la  vida  separada  de  ellos?  Bien 
quisiera  yo  pagarles  con  mis  cuidados  lo  que  han  hecho  por  mí. 
pero  la  voz  de  Dios  manda  más,  y  yo  debo  seguir  a  Jesús  al  fin 
del  mundo,  si  Él  lo  quiere.  En  Él  encuentro  todo;  Él  solo  ocupa 
mi  pensamiento,  y  todo  lo  demás,  fuera  de  Él,  es  sombra,  aflic- 
ción y  vanidad.  Por  Él  lo  dejaré  todo  para  irme  a  ocultar  tras 
las  rejas  del  Carmen,  si  es  su  voluntad,  y  vivir  sólo  para  ÉL  ¡Qué 
dicha!  Es  el  cielo  en  la  tierra.» 

También  sus  fuerzas  físicas  desfallecen,  y  esto  le  hace  temer. 
;  Podrá  resistir  una  vida  tan  austera  como  la  del  Carmen?  Jesús 
está  a  su  lada:  no  hay  que  temer. 


38 


La  primera  persona  que  recibió  las  confidencias  de  Juanita 
-obre  su  vocación  fué  una  religiosa  del  Sagrado  Corazón,  para 
la  cual  la  niña  guardaba  particular  cariño.  En  ella  depositaba 
-us  dudas  con  singular  confianza;  era  su  sostén  poderoso  en  los 
desalientos  inevitables  de  la  adolescencia. 

Y  Jesús,  que  acostumbra  Él  mismo  aparecer  y  esconderse 
a  los  suyos,  hace  aparecer  y  eclipsarse  a  los  que  amamos.  Así. 
también,  la  Madre  tuvo  que  cambiar  de  residencia,  con  la  con- 
siguiente pena  de  Juanita. 

Se  abusa  mucho  del  término  incomprendido.  Hay  muchos 
que  se  juzgan  así.  En  realidad  lo  es  una  alma  de  la  selección  de 
Juanita. 

La  riqueza  exuberante  de  su  psicología  y  de  su  virtud  des- 
borda del  frágil  vaso  de  su  estructura  femenina.  ¡Quién  enten 
derá  la  hondura  de  sus  pensamientos  y  la  profundidad  de  sus 
pesares!... 

Mas  la  cara  escodida  de  Jesús  se  muestra  otra  vez  radiante 
de  hermosura.  Juanita,  trasladada  de  colegio,  abraza  de  nuevo  a 
su  querida  maestra. 

Fué  memorable  la  conferencia  de  9  de  septiembre  de  1915 
con  esta  religiosa.  Con  candor  infantil  la  niña  le  abrió  de  par 
en  par  su  alma:  le  habló  de  sus  pecados  y  de  su  vocación.  Como 
era  de  esperar,  oyó  sapientísimos  consejos;  le  animó  a  ser  fiel 
a  Jesús,  para  quien  debía  adornar  su  alma  con  flores  de  todas  las 
virtudes. 

Sin  embargo,  no  todo  fué  del  agrado  de  la  candidata.  Muy 
lejos  de  eso,  oyó  palabras  que  golpearon  su  corazón.  Para  la 
prudente  Madre,  era  aventurado  entrar  en  una  Orden  austera 
con  tan  poca  salud.  «¡Ay! — exclama — ,  no  me  acuerdo  de  este 
cuerpo  miserable...  ¡Quisiera  volar,  y  él  no  puede!...  ¡Cuánto  te 
aborrezco,  vaso  de  corrupción,  que  te  opones  a  los  deseos  de  mi 
alma!» 

Aun  entonces  des  cansa  en  la  voluntad  de  Dios:  «Pero  mi  Jesú- 
hará  lo  que  quiera...  ¡Cúmplase  en  todo  su  santa  voluntad!* 


39 


Pasadas  alegremente  las  vacaciones  de  septiembre,  vuelve  al 
colegio,  y  siente  una  vez  más  la  dolorosa  ausencia  de  los  suyos; 
mas,  elevada  ya  sobre  su  sentir  natural,  estrecha  fuertemente 
la  cruz:  «Me  gusta  el  sufrimiento  por  dos  razones:  la  primera, 
porque  Jesús  prefirió  siempre  el  sufrimiento;...  y  la  segunda,  por- 
que en  el  yunque  del  dolor  se  labran  las  almas.»  Nadie  diría  que 
una  niña  de  quince  años  fuera  capaz  de  estos  pensamientos. 

Una  vez  más,  esa  voz  amada  y  misteriosa  suena  en  el  fondo 
de  su  alma-  «¿Acaso  no  eres  tú  la  que  me  buscas?...  Luego  ven 
conmigo  y  toma  la  cruz  con  amor  y  alegría.» 

Con  tales  palabras  de  aliento  llega  a  sentir  verdadero  frenesí 
por  el  dolor.  Y  como  no  encuentra  en  la  tierra  a  quien  confiar 
esa  lucha  titánica,  entre  el  natural  horror  al  sufrimiento  y  el 
ansia  de  sufrir,  se  dirige  con  las  siguientes  líneas  a  María  San- 
tísima: 

«Madre  casi  idolatrada,  te  escribo  para  desahogar  mi  corazón 
despedazado  por  el  dolor.  Madre  mía,  sufro,  pero  estoy  feliz  su- 
friendo; no  quiero  que  juntes  los  pedazos  de  mi  corazón,  sino 
que  mane,  que  destile  un  poco  de  sangre...» 

Dios  había  dado  a  Juanita  una  capacidad  enorme  de  sufri- 
miento; y  le  herían,  como  agudas  puntas,  sucesos  que  a  los  demás 
poco  impresionan. 


40 


oy,  8  de  diciembre  de  igis,  de  edad  de 
quince  años,  hago  el  voto  delante  de  la  San- 
tísima Trinidad  y  en  presencia  de  la  Vir- 
gen María  y  de  todos  los  santos  del  cielo, 
de  no  admitir  otro  esposo  sino  a  mi  Señor 
Jesucristo,  a  quien  amo  de  todo  corazón, 
y  a  quien  quiero  servir  hasta  el  último 
momento  de  mi  vida.n 


III 


LA  MÁS  PURA  OFRENDA 


Un  alma  tan  endiosada  ha  desgajado  del  cuerpo  todo  raigam- 
bre humano.  Nada  dicen  para  ella  jóvenes  galantes,  ni  apasio- 
nados sentimientos;  sueños  nupciales,  ni  retaños  lozanos. 

Tal  vez,  el  primer  despertar  consciente  de  su  pudor  fué  inme- 
diatamente seguido  de  su  voto  de  virginidad.  Fascinada,  como 
estaba  ya,  por  las  perfecciones  y  el  amor  de  Dios,  quiso  Juanita 
desconocer  su  cuerpo  para  mejor  conocer  y  amar  a  Él;  estrechan- 
do así  más  el  divino  epitalamio  que  revelan  sus  íntimos  escritos ; 
bella  realización  moderna  de  los  Cantares  de  Salomón. 

Todo  el  castillo  fantástico  que  suele  edificar  la  imaginación 
femenina  de  quince  años,  ella  lo  derriba  con  hábil  golpe,  y  lo  piso- 
tea con  horror. 

El  día  8  de  diciembre  de  1915  hizo  <el  voto  delante  de  la  San- 
tísima Trinidad  y  en  presencia  de  la  Virgen  María  y  de  todos 
los  santos  del  cielo,  de  no  admitir  otro  esposo  sino  a  mi  Señor 
Jesucristo...» 


La.  segunda  depositaría  del  secreto  de  su  vocación  fué  su  in- 
separable Rebeca. 

43 


15  de  abril  de  igió. 

«Querida  Rebeca:  Aprovecho  esta  ocasión  para  poderte  dar 
mil  felicidades  en  el  día  de  tu  cumpleaños... 

>En  pocas  palabras  te  confiaré  el  secreto  de  mi  vida.  Muy 
luego  nos  separaremos,  y  ese  deseo  que  abrigamos  en  la  niñez 
de  vivir  siempre  unidas,  va  a  ser  reemplazado  por  otro  ideal 
más  alto...  ¡Voy  a  ser  Carmelita!  ¿Qué  te  parece?  No  quisiera 
tener  en  mi  alma  ningún  pliegue  escondido  para  ti;  pero  tú  sabes 
que  no  puedo  decirte  de  palabra  todo  lo  que  siento,  y  por  eso, 
he  resuelto  hacerlo  por  escrito... 

»Sin  duda  que  tu  corazón  de  hermana  se  desgarrará  al  oírme 
hablar  de  separación,  al  oírme  murmurar  esa  palabra:  ¡Adiós 
para  siempre  en  la  tierra!,  para  irme  a  encerrar  en  el  Carmen. 
.Mas  no  temas,  hermanita  querida;  no  existirá  jamás  separación 
entre  nuestras  almas;  yo  viviré  en  Él  y  en  Él  me  encontrarás...» 

Tan  penetrada  estaba  ya  Juanita  de  lo  inminente  de  su  voca- 
ción, que  cada  día  se  daba  con  más  entusiasmo  a  la  virtud. 

La  medida  de  la  consecución  de  tan  inapreciable  tesoro  la 
da  el  grado  de  nuestra  violencia;  y  Juanita,  sabiéndolo,  empezó 
a  negarse  en  todo.  Aparte  de  que  sus  frecuentes  dolores  y  moles- 
tias le  brindaban  magníficas  ocasiones  para  saciar  su  sed  de 
sufrimiento. 

Se  le  presentaron  agudos  dolores  de  espalda,  cuyo  tratamiento 
era  muy  doloroso:  sentía  como  si  le  clavaran  alfileres;  pero  ella  se 
acordaba  de  Jesús  azotado,  y  sonreía  sin  el  menor  gesto  de  dolor. 

Cierto  día  ya  no  pudo  disimular  más;  vencida  del  dolor,  calló 
de  pronto,  y  se  fué  a  acostar.  Al  preguntarle  por  qué  lo  hacía 
contestó  sencillamente  que  tenía  sueño. 

A  la  niña,  el  acto  le  pareció  una  debilidad  que  había  que 
enmendar,  y  propone:  "Hoy,  cuando  me  hagan  los  remedios,  me 
voy  a  mostrar  alegre  por  Jesús.» 

Las  ausencias  del  colegio  provocadas  por  su  enfermedad, 
ponían  en  peligro  los  premios,  que  ya  veía  en  lontananza.  Hasta 
Rebeca  le  tentaba  el  amor  propio  para  que  se  hiciera  la  valiente 
y  fuera  al  colegio;  pero  ella  prefirió  obedecer. 

«Al  principio  lo  sentí;  pero  después  pensé  que  era  la  volun- 
tad de  Dios  que  enfermara,  y  qne  estaría  más  contenta  mi  Madre 
viéndome  resignada.» 


44 


Mayor  pena  que  los  dolores  de  espalda  le  daba  el  conocimiento, 
muy  superior  a  sus  años,  que  tenía  de  la  perdición  de  ciertas  almas ; 
por  las  cuales  no  cesaba  de  ofrecer  oraciones  y  sacrificios.  He 
aquí  sus  sentidos  acentos: 

♦Tengo  pena,  me  sangra  el  corazón.  ¡  Ah,  mil  vidas,  si  yo  pudie- 
ra, ofrecería  con  tal  que  ese  pecador  se  convirtiera!  Todos  los 
sufrimientos  que  queráis,  Dios  mío,  enviádmelos  y  dadme  gracia 
para  soportarlos,  pues  quiero  ofrecéroslo  por  él...» 

«Jesús  mío,  Tú  conoces  la  ofrenda  que  te  he  hecho  de  mí 
misma  por  la  conversión  de  las  personas  que  Tú  sabes.  Hoy  te 
ofrezco  no  sólo  mi  vida,  sino  también  la  muerte,  como  te  pluguiere 
dármela;  la  recibiré  con  gusto,  ya  sea  en  el  abandono  del  Calva- 
rio, ya  en  el  paraí?o  de  Nazareth.  .» 


IVIiguel,  uno  de  los  hermanos  de  Juanita,  está  cumpliendo 
el  servicio  militar.  Es  12  de  septiembre,  y  faltan  sólo  siete  días 
j.  ara  el  tradicional  despliegue  de  fuerzas  en  el  Parque  de  Cousiño, 
el  número  más  brillante  de  las  Fiestas  Patrias. 

«La  Parada  del  19»,  como  todos  la  llaman,  es  un  espectáculo 
militar  de  cuño  alemán,  alarde  de  disciplina  y  bizarría,  que  envi- 
diaría más  de  un  ejército  europeo.  Y,  como  es  natural,  todo  esto 
necesita  prolongada  preparación,  con  las  consabidas  encerronas 
de  los  reclutas. 

Hace  un  mes  que  Juanita  no  ve  a  su  hermano,  y  ahora  >e 
presenta  en  casa,  flamante  con  sus  galones  de  cabo  recién  pren- 
didos en  la  bocamanga.  Todos  le  rodean  alborozados,  Juanita 
tiene  un  ímpetu  de  júbilo. 

A  poco,  Miguel  y  Juanita  pasean  por  el  enarenado  paseo  que 
se  extiende  por  medio  de  la  avenida  O'Higgins,  una  de  las  arte- 
rias más  bellas  y  de  mayor  circulación  de  Santiago. 

Miguel  camina  gallardo  y  orgulloso  de  su  hermana,  mas  ésta 
va  ensimismada;  mirando,  no  ve.  Es  que  se  ha  apoderado  de  ella 
la  viva  aprehensión  de  que  Jesús  está  solo  en  medio  de  la  vorá- 
gine de  Santiago.  Veía  tanta  gente  discurrir  aprisa  en  todas 


45 


direcciones,  vehículos  de  las  más  diversas  especies  hendir  con 
estrépito  los  aires  y  los  oídos... 

Hizo  un  esfuerzo  supremo  para  abstraer  sus  sentidos  y  ofreció 
a  Jesús  su  pensamiento  y  su  purísimo  corazón,  como  una  isla 
florida  donde  poder  posar  sobre  el  torrente  humano,  que  se  des- 
peñaba ebrio  y  sin  Dios. 


No  eran  sólo  pensamientos  sino  obras  de  sólida  piedad,  su> 
ofrendas  para  Dios,  y  de  ferviente  apostolado. 

Con  ocasión  de  ser  recibida  entre  las  Hijas  de  María,  escribe 
así  a  una  compañera  suya  de  Congregación: 

«La  voluntad  de  Dios  es  que  seamos  virtuosas...  Lo  demos- 
traremos si  somos  obedientes...  Obedezcamos  sin  replicar  y  sin 
indagar  si  tienen  razón  o  no  al  mandarnos...  Seamos  puras  como 
los  ángeles...  Debemos  tratar  de  ser  caritativas;  no  hablar  mal 
del  prójimo;  defenderlo  en  cuanto  podamos,  o  desviar  la  conver- 
sación... Dios  es  amor;  ¿qué  busca  en  las  almas  sino  amor?... 
Seamos  amigos  los  tres..  En  su  corazón  nos  unimos;  en  Dios  no 
hay  separación...» 

¡Qué  sublime  sencillez!  Las  dos  cualidades  que  caracterizan 
los  genios. 

Sin  embargo,  le  dolía  en  el  alma  que  la  llamaran  «beata». 
Era  para  ella  un  título  que  denigra  la  verdadera  piedad. 

Hacía  oración,  se  sacrificaba  por  Dios  y  por  el  prójimo,  pero 
por  convencimiento,  con  ánimo  varonil;  todo  lo  cual  no  compren- 
de el  mundo,  al  emplear  el  común  denominador  de  «beata». 

Mas,  si  es  necesario  para  servir  a  Dios  soportar  ese  nuevo 
desprecio,  está  pronta;  no  dará  un  paso  atrás.  Lo  ofrece  por 
la  salvación  de  esas  almas,  por  las  que  está  obsesionada. 
«Cuánto  sufro  al  pensar  que  dentro  de  ellas  está  el  diablo  y  no 
Dios...» 

Su  perseverante  porfía  mereció  escuchar  la  divina  respuesta: 
«Nuestro  Señor  me  dijo  que...  concedería  la  conversión  de  e^as 
almas  dentro  de  un  tiempo  má*...» 


46 


Su  amistad  con  Jesús  la  tenía  muy  a  menudo  absorta;  y 
nada  le  parecía  más  natural  que  conversar  con  Él  y  escucharle. 

Un  gaje  más  del  favor  del  cielo  lo  recibió  aquel  año,  en  el 
santuario  de  Lourdes  de  Santiago. 

La  señora  Lucía  Solar,  acompañada  de  sus  hijas,  y  llevando 
en  brazos  a  su  hijito  enfermo,  fué  el  día  n  de  febrero,  a  pedir 
a  la  Virgen  la  salud  para  él. 

Pasaba  el  Señor,  llevado  en  triunfo  en  rica  custodia,  cuando 
la  señora  Lucía,  en  un  arranque  de  maternal  osadía,  alza  su 
niño  en  alto  hasta  muy  cerca  de  la  Sagrada  Forma;  y  éste,  alar- 
gando su  cabecita,  estampa  un  beso  en  pleno  viril.  La  escena  fué 
de  intensa  emoción. 

No  sabemos  qué  pasó  entonces  en  el  alma  de  Juanita,  pero 
algo  nos  da  a  entender  este  párrafo  de  su  diario:  No  creí  que 
existiera  la  felicidad  en  la  tierra,  pero  ayer  mi  corazón  sediento 
de  ella,  la  encontró...  Eres  Tú  la  que  me  hablabas,  y  tu  lenguaje 
de  Madre  era  tan  tierno,  era  de  cielo...  Dios  estaba  en  el  altar 
rodeado  de  Angeles,  y  Tú,  Madre  mía,  desde  la  concavidad  de 
la  roca,  le  presentabas  los  clamores  de  la  multitud  arrodillada...» 


El  director  espiritual  ha  representado  un  papel  importantí- 
simo en  las  vidas  de  los  santos.  Y  a  menudo  todos  experimen- 
tamos esa  necesidad  de  consejo,  de  apoyo  moral  en  el  sufri- 
miento, de  impulsos  y  alientos  durante  las  crisis  de  sequedad 
v  tentación. 

Juanita  se  entregó,  desde  muy  niña  y  sin  reservas,  a  una  cer- 
tera dirección  espiritual.  Abría  su  alma  de  par  en  par  y  obedecía 
puntualmente  a  sus  consejos.  Dos  condiciones  básicas  en  el  alma 
dirigida;  y  que,  por  su  incumplimiento,  queda  en  la  práctica  redu- 
cida, la  tan  decantada  dirección,  a  una  conversación  piadosa. 

«Gracias,  Dios  mío,  por  haberme  dado  un  director  que  guíe 
mi  alma  hacia  Ti...  Lo  que  más  consuelo  me  dió,  fué  que  me  dijo 
que  tenía  vocación  de  carmelita...» 

¿Qué  más  quería  Juanita  que  ver  corroborados  sus  deseos  por 
boca  del  ministro  del  Señor? 


47 


Ya  no  le  importará  su  salud,  ni  el  qué  dirán,  ni  oposición  ni 
lágrimas  de  los  suyos;  a  través  de  espadas,  si  fuere  necesario, 
entrará  en  el  Carmen. 

Las  vicisitudes  en  el  camino  de  la  perfección  son  desconcer- 
tantes. Ya  nos  parece  ver  a  Juanita  encumbrada  en  el  pináculo 
de  la  santidad,  cuando,  en  esto,  sale  con  sus  deslices,  muy  huma- 
nos y  muy  femeninos. 

Un  día,  en  el  colegio,  a  la  hora  de  comer,  las  niñas  de  la  mesa 
de  Juanita  están  un  poco  alborotadas.  Ella  las  tiene  a  cargo  y 
pierde  la  paciencia. 

Al  parecer,  había  celado  por  el  orden  que  se  le  encomendara, 
pero  le  vino  encima  la  reconvención  de  que,  por  su  culpa  se  fal- 
taba allí  al  orden. 

Juanita  no  pudo  callar  sus  excusas;  y  luego  lanzó  a  las  cul- 
pables un  despectivo  «antipáticas»,  que,  en  sus  labios,  era  rara 
novedad. 

Esta  falta  de  dominio  fué  para  ella  motivo  de  serias  reflexio- 
nes: «¿Habría  obrado  así  Jesús?  Claro  que  no.  Las  habría  repren- 
dido y  no  se  habría  disculpado  como  yo  lo  hice...  Estas  caídas 
me  sirven  para  reconocer  que  soy  muy  imperfecta  todavía...» 

Es  el  doloroso,  pero  realista,  camino  de  la  santidad.  Antes 
de  lograr  el  dominio  fácil  de  las  pasiones,  ¡qué  deslices  tan  ines- 
perados, cuando  ya  se  creía  en  posesión  de  la  humildad  y  de  la 
paciencia! 

Aquí,  en  estos  virajes  rápidos  hacia  la  ruta  perdida,  se  prue- 
ba la  verdadera  virtud  y  aumenta  el  convencimiento  de  la  propia 
miseria. 

Esta  humilde  fidelidad  era  el  encanto  del  cielo.  Lo  prueban 
las  siguientes  palabras,  tan  sencillas  y  desconcertantes:  «Mi  Jesús 
me  habló  mucho  esta  mañana,  me  apoyó  sobre  su  Corazón  y  me 
dijo  que  me  amaba.» 

Y  el  día  de  su  santo,  24  de  junio...:  «Esta  mañana,  al  desper- 
tar, la  Virgen,  mi  Madre,  me  felicitó;  fué  la  primera.  Jesús  me 
dijo  que  no  me  felicitaba  porque  entre  esposos  no  se  usa.  Sólo 
presentó  los  regalos.  ¡Tan  ideal  Jesús!» 

¿Dónde  encontraremos  más  dulces  requiebros  sino  en  los  Can- 
tares Divinos  o  en  el  epitelamio  de  San  Juan  de  la  Cruz? 


48 


En  los  ejercicios  espirituales  de  aquel  año  de  191 7,  experimentó 
profundos  sentimientos  de  compunción.  ¿Cómo  se  explica  esto? 

Según  el  testimonio  de  sus  confesores,  no  perdió  la  gracia 
bautismal;  y,  a  juicio  de  las  personas  que  la  conocieron,  apenas 
se  vio  en  ella  pecado  venial.  ¿Serán  aspavientos  de  escrupulosa? 
Xo  lo  fué  nunca. 

Aquí  no  hay  más  que  una  analogía  entre  el  espíritu  de 
Juanita  y  el  de  los  santos.  Al  acercarse  a  Dios,  al  penetrarse  de 
su  amor  y  de  la  deuda  que  con  Él  tenemos  contraída,  cualquier 
infidelidad  les  causa  gran  pesar. 

Mas  no  se  limita  esta  niña,  como  otras  almas,  a  vanos  lamen- 
tos, sino  que  anota  dos  medios,  tan  precisos  y  eficaces,  que  dicen 
mucho  de  su  claridad  de  juicio: 

«He  comprendido  que  lo  que  más  me  aparta  de  Dios  es  el 
orgullo...  La  humildad  nos  procura  la  semejanza  con  Cristo... 
Dos  son  los  medios  necesarios  para  alcanzarla:  r.°,  la  considera- 
ción de  los  motivos  que  tenemos  para  humillarnos;  2.0,  la  práctica 
frecuente  de  actos  de  humillación.» 

Los  sentimientos  de  terror  hicieron  su  aparición  en  aquello^ 
días,  alternando  con  los  de  inquebrantable  confianza:  «¡Oh  Jesús, 
estoy  confundida,  aterrada,  quisiera  anonadarme  en  vuestra  pre- 
sencia!...» 

Mas,  a  poco,  oye  de  labios  de  su  confesor  las  palabras  más 
dulces  de  su  vida:  «Usted,  por  la  gracia  de  Dios,  no  ha  tenido  la 
desgracia  de  cometer  ningún  pecado  mortal...»  Al  oír  esto  se 
abandona  confiada  en  la  Providencia;  porque  está  segura  de 
caer  en  buenas  manos:  «Un  esposo  tiene  compasión  de  su  esposa. 
Madre  mía,  spes  tínica,  cuando  comparezca  ante  mi  Juez,  dile 
que  soy  tu  hijita.» 

La  meditación  del  infierno  le  causó  espanto.  No  por  sí,  sino 
por  los  que  irán  allá.  Pensar  que  los  condenados  no  amarán  a 
Dios;  qué  digo  no  amarán,  van  a  odiar  eternamente  al  Amor 
de  los  amores...  Esta  consideración  sobresalta  su  corazoncito 
virginal.  Y  un  arranque  de  amor  le  hace  pedir  a  Jesús  lo  impo- 
sible: «Jesús  querido,  acabo  de  ver  lo  que  es  el  infierno...,  pero 


Teresa  de  los  Andes.  4 


40 


te  digo  que  preferiría  estar  en  él  por  toda  una  eternidad,  con 
tal  que  un  alma,  aunque  fuera  miserable  como  la  mía,  ahí  te 

amara...» 

En  vísperas  de  la  Asunción  de  la  Virgen  escribe  unos  propósi- 
tos, de  los  cuales  extraemos  las  siguientes  líneas,  que  dan  una 
idea  de  sus  avances  en  perfección:  (No  me  disculparé  jamá>. 
aunque  me  reprendan  injustamente...  Amaré  a  las  criaturas  por 
Dios,  en  Dios  y  para  Dios...  El  que  ama  se  sacrifica;  yo  quiero 
sacrificarme  en  todo,  no  me  quiero  dar  ningún  gusto;  quiero 
inmolarme  constantemente  para  parecerme  a  Aquel  que  sufre 
por  mí  y  me  ama.  El  amor  obedece  sin  réplica,  el  amor  es  fiel, 
el  amor  no  vacila,  el  amor  es  el  lazo  de  unión  de  dos  almas;  por  el 
amor  me  fundiré  en  Jesús.» 

Años  atrás  ya  anota  en  su  diario  el  propósito  de  azotarse 
con  permiso  del  confesor.  Ahora  ha  inventado  otro  modo:  «de 
mortificarme  antes  de  dormirme,  poniendo  los  pies  de  punta, 
apoyándose  los  dos  sobre  los  dedos;  me  duele  bastante». 


50 


i^r-J-quí  se  pasa  una  vida  deliciosa;  es  una 
costa  encantadora...  En  la  playa  se  ve  un 
grupo  de  sólo  cuatro  o  cinco  se fwras  y  de 
unas  once  niñas  que  se  reúnen  todas.  Nos 
bañamos  juntas  y  se  puede  andar  una  cita- 
dra  con  el  agua  al  cuello,  sin  tener  que 
evitar  las  olas,  ni  corrientes,  porque  no  las 
hay.  Se  puede  nadar  mejor  que  en  un  baño 
de  natación.* 


IV 


ASCETISMO  Y  DEPORTE 

EIl  título  parece  algo  desconcertante;  americanísimo.  Pero  no  se 
alarme  el  timorato  lector.  Las  eternas  características  de  la  santi- 
dad perseveran,  aun  bajo  las  modalidades  del  alma  americana. 

La  niña  conoce  las  austeridades  espeluznantes  de  los  santo», 
está  familiarizada  con  sus  ejemplos  devotos,  y  arde  en  deseos  de 
empuñar  las  armas  de  los  caballeros  de  Cristo:  «Los  rigores  de  la 
penitencia  me  atraen,  pues  siento  deseos  de  martirizar  mi  cuerpo, 
despedazarlo  con  los  azotes,  no  dándole  en  nada  gusto...» 

Los  azotes,  el  cilicio,  el  ayuno  son  palabras  que  aparecen 
con  frecuencia  en  sus  escritos  íntimos.  Algunas  veces  fueron 
palabras,  nada  más.  Sus  directores  fueron  parcos  en  concederle 
esos  permisos.  Por  otra  parte,  ¿qué  mayor  cilicio  quería  que  su 
enfermedad? 

Ciertamente  le  aquejaban  fatigas  y  dolores  de  pecho  y  espal- 
da; quebranto  general  del  cuerpo  que  la  obligaba  a  guardar  cama, 
con  detrimento  de  sus  estudios  y  con  peligro  de  su  vocación. 
Esto  último  era  lo  que  más  le  preocupaba. 

«Me  dijeron  hoy  que  me  iban  a  sacar  del  colegio;  y  como 
la  X. . .  daba  baile,  me  tenía  que  entrenar  en  ése.  ¡Me  causa  horror! 
Y  ver,  por  otro  lado,  que  no  podré  ser  Carmelita  por  mi  salud... 
Me  muero,  me  siento  morir...  Verdaderamente  ayer  ya  no  podía 


más  del  dolor  al  pecho,  me  estaba  ahogando,  no  podía  respirar... 
Todo  se  lo  ofrecía  a  Jesús  por  mis  pecados  y  por  los  pecadores...» 

Como  no  se  da  por  satisfecha  con  este  cilicio  que  su  Jesús 
le  elabora,  y  aplica  con  mano  firme,  ella  sale  en  busca  del  sufri- 
miento. 

Aunque  impedida  de  entregarse  a  grandes  austeridades,  no 
]X>r  eso  renuncia  del  todo  a  la  mortificación  voluntaria:  frena 
sus  ímpetus  y  se  somete  a  un  minucioso  sistema  de  privaciones 
y  molestias. 

Juanita  está  a  la  mesa  con  su  familia  durante  las  Misione» 
en  Chacabuco.  Su  modestia  la  baña  en  no  sé  qué  de  sobrenatural; 
bajo  formas  delicadas  oculta  meritorias  austeridades.  A  pesar 
de  eso,  cierto  observador  la  espía.  He  aquí  sus  impresiones. 

Si  puede  hacerlo  sin  llamar  la  atención,  se  priva  de  los  boca- 
dos más  delicados.  A  veces,  resiste  toda  la  comida  sin  probar 
el  agua;  o  bien  come  a  bocados  tan  diminutos  que  no  satisfacen 
el  apetito.  Al  mismo  tiempo,  a  todos  embelesa  con  su  celestial 
»onrisa  y  grata  conversación,  de  tal  modo  que,  sólo  una  mirada 
<le  lince  penetra  en  su  alto  espíritu  de  sacrificio. 

Todo  lo  logra  una  sostenida  porfía.  Por  fin,  le  fué  concedido 
el  cilicio  y  algunas  otras  penitencias  de  mayor  tomo.  Y,  a  poco, 
confiesa  que  ese  instrumento,  las  piedrecitas  en  los  zapatos,  etc., 
ya  no  le  causan  la  menor  molestia.  Pide  ceñirse  con  ramos  de  agu- 
das espinas... 

Durante  los  últimos  meses  que  estuvo  en  casa,  colocaba  ante» 
de  dormir  un  pedazo  de  madera  sobre  la  almohada.  Pero  un  día 
se  le  olvidó  retirarlo  a  tiempo,  y  fué  descubierto  por  la  muchacha 
que  entró  a  hacerle  la  cama. 


Su  más  grave  problema  era  el  de  las  fiestas  de  sociedad.  Tal 
repugnancia  sentía  hacia  esas  reuniones,  que,  de  buena  gana  se 
hubiera  escondido  en  el  último  rincón  de  la  casa,  antes  que 
presentarse  en  ellas. 

Pero  las  conveniencias  sociales  de  su  clase...,  todo  un  sistema 
de  vanidad  y  de  qué  dirán,  la  ha  aprisionado  en  sus  redes. 


54 


Sus  confesores  le  aconsejan  que  vaya.  ¿Qué  hará?  ¿Dejar-e 
arrastrar  a  ellas  o  desobedecer? 

Xo,  Juanita  obedecerá;  pero,  como  es  todo  ingenio  cuando 
se  trata  de  servir  a  Dios,  sabrá  escudar  su  cuerpo  que  ha  con- 
sagrado a  Jesús.  No  le  puede  traicionar  ella,  esposa  suya,  deján- 
dose mecer  en  brazos  de  hombres.  Irá  al  baile,  pero  no  bailará. 

Sus  estudios  de  piano,  su  delicado  gusto  musical  le  ofrecen 
la  vía  media,  y  más  perfecta  en  este  caso. 

De  espaldas  al  cuadro  seductor  toca  sin  parar;  y  no  hay  quien 
le  arranque  de  su  taburete,  hasta  que  se  retira  el  último  galán, 
v  se  oye  deslizar  sobre  la  alfombra  el  último  miriñaque. 

Juanita  ha  triunfado  una  vez  más  del  mundo  y  de  la  carne. 
Ha  tocado  el  piano  para  Jesús.  Como  otra  Cecilia,  funde  en  su 
corazón  las  armonías  del  alma  y  las  notas  del  pentagrama. 

Así  eludía  los  lazos  sedosos  del  mundo  un  alma  especialmente 
ilustrada  por  Dios,  que  previo  peligros  antes  de  experimentarlos, 
en  lances  en  que,  la  mayoría  de  los  cristianos,  demasiado  débiles 
ante  la  fuerza  de  las  costumbres,  no  ven  o  no  quieren  ver  escollos 
para  la  virtud. 

Cierto  que  Juanita  tenía  el  criterio  suficientemente  desarrolla- 
do para  distinguir  fiestas  de  fiestas  y  bailes  de  bailes.  Pero  ella, 
personalmente,  repudiaba  unos  y  otros  porque  había  elegido  la 
mejor  parte. 

El  cine,  sin  embargo,  la  dejaba  desconsolada.  Ese  espectáculo 
de  impudor  literalmente  olímpico,  a  que  se  han  habituado  los 
ojos  modernos,  era  inconcebible  para  un  corazón  como  el  de 
Juanita,  relicario  de  Jesús. 

«¡Qué  indecencia  tan  grande!  ¡Qué  pena  sentía  al  ver  a  esas 
mujeres  tan  sin  pudor!  ¡Cómo  se  ofende  a  Dios  allí!  Mi  alma  per- 
maneció unida  a  Él...  Xo  me  acordé  de  llevar  un  rosario  para 
rezarlo...  Luis  me  dice  que  se  ha  encontrado  uno...  y  yo  desenten- 
didamente me  quedé  con  él  y  después  lo  pude  rezar.» 

Y  no  crea  el  lector  que  Juanita  asistió  a  películas  clasificadas 
de  «Rechazables».  Xo  es  de  creer  que  sus  cristianísimos  padres 
la  llevaran  sino  a  cintas  excepcionalmente  recomendables.  Lo 
que  le  repugnaba  eran  esas  escenas  poco  felices  que  se  in- 
crustan, vengan  o  no  vengan,  aún  dentro  de  los  mejores  argu- 
mentos. 

55 


IVIuy  al  contrario,  Juanita  gozó  a  pulmón  lleno  del  campo 
y  del  mar.  Porque  no  era  niña  misantrópica,  y  comprendió  la 
necesidad  de  recrearse. 

En  la  playa  de  Algarrobo,  entonces  pueblacho  sin  aspiracio- 
nes y  hoy  bonita  estación  veraniega,  se  entrega  al  placer  de  la 
natación,  junto  con  un  grupo  de  amigas. 

Las  playas  de  Chile  son,  por  lo  general,  peligrosas  por  la  fuerte 
resaca  que  las  azota;  y  además  su  fondo  desciende  en  brusco 
declive,  que  aumenta  poderosamente  la  fuerza  de  arrastre  del 
agua.  No  así  la  playa  de  Algarrobo,  que,  suficientemente  prote- 
gida, presenta  una  mar  quieta,  donde  se  puede  nadar  sin  riesgo. 

Allí  se  zambulle  Juanita  con  otras  niñas,  mar  adentro,  demos- 
trando su  pericia  en  la  natación. 

No  estará  demás  advertir  que  la  playa  de  Algarrobo  era  soli- 
taria en  aquel  entonces;  sólo  Juanita  y  su  grupo  gozaban  a  sus 
anchas  de  la  mar;  además,  los  trajes  de  baño  en  1918  eran  má- 
decentes  que  los  que  hoy  se  ven  en  la  calle. 

Así  que  Juanita  es  un  modelo  de  nadadora,  que  nos  enseña 
cómo  se  puede  gozar  del  baño  de  mar,  de  sol  y  de  aire  sin  ^er 
objeto  del  baño  de  miradas. 

No  sabemos  cuál  hubiera  sido  su  actitud  ante  las  actuales 
playas;  reaparición  furtiva  del  nudismo  helénico.  Otras  belleza- 
más  sublimes  cautivaban  su  alma  contemplativa. 

Todas  las  criaturas  son  hechura  de  Dios,  y  tienen  por  fin  su 
gloria.  Ahora  bien,  esas  bellezas  de  todo  orden  que  pueblan  el 
mundo  y  el  firmamento  son  muertas;  no  pueden  conocer  y  mucho 
menos  alabar  a  su  Hacedor.  El  aparato  que  sintoniza  esas  belle- 
zas, y  que  se  mueve  a  alabar  por  ellas  a  Dios,  la  lira  hecha  para 
vibrar  con  esas  armonías,  es  el  hombre. 

Parece  como  si  los  seres  creados  no  tuvieran  otro  fin  que 
ofrecernos  rastros  de  las  perfecciones  divinas,  para  darnos  oca- 
sión de  cumplir  nuestro  sublime  destino  de  dar  gloria  a  Dios. 
Y  si  no  tuvieran  otro  fin,  este  mundo  y  esos  mundos  de  extensio- 
nes que  nos  aturden,  bien  creados  estaban;  porque:  «Un  solo  pen- 
samiento del  hombre  vale  más  que  todo  el  mundo...» 


56 


Cierto:  esos  azules  ilimitados  de  mar  y  cielo,  a  todos  gustan, 
pero  son  pocos  los  que  perciben  toda  la  delicadeza  de  sus  armo- 
nías. A  Juanita,  que  fué  del  número  de  esos  pocos,  podemos  apli- 
car las  palabras  de  San  Juan  de  la  Cruz:  'Echa  de  ver  el  alma 
una  admirable  conveniencia  y  disposición  de  la  sabiduría  de  Dios 
en  las  diferencias  de  todas  sus  criaturas  y  obras...;  en  que  cada 
una  en  su  manera  da  su  voz  de  lo  que  en  ella  es  Dios;  de  suerte 
que  le  parece  una  armonía  de  música  subidísima,  que  sobrepuja 
todos  los  saraos  y  melodías  del  mundo.  Y  llama  a  esta  música 
callada,  porque,  como  habernos  dicho,  es  inteligencia  sosegada  y 
quieta  sin  ruido  de  voces;  y  asi  se  goza  en  ella  la  suavidad  de  la 
música  y  la  quietud  del  silencio.»  1 

La  misma  digresión  nos  lleva  hasta  las  arenas  de  la  playa 
de  Algarrobo,  entibiadas  por  fresca  brisa,  donde  vemos  a  Juanita 
recostada. 

Los  últimos  resplandores  del  ocaso  la  acarician  con  rojizos 
toques;  su  cara  refleja  la  más  dulce  emoción. 

Días  después  escribe  a  una  amiga  suya,  entre  otras  muchas 
bellas  cosas: 

«¿No  te  pasaba  a  ti  que,  cuando  veías  el  mar,  sentías  verdade- 
ras ansias  por  lo  infinito?  Una  siente  en  el  alma  una  soledad  inex- 
plicable que  sólo  Dios  puede  llenar,  pues  todo  lo  demás  parece 
muy  pequeño...» 

Otro  día,  fué  desde  su  caballo,  internada  entre  montañas, 
que  se  le  descubrió  un  pedazo  de  cielo,  que  no  olvidará  jamá>: 
«Quebradas  inmensas  entre  dos  cerros  cubiertos  de  árboles,  y  al 
final  de  ellas  una  abertura  por  donde  se  veía  el  mar,  sobre  el 
cual  se  reflejaban  nubes  de  diversos  colores,  y  por  detrás  el  sol 
encubierto.  No  te  imaginas  cosa  más  bella,  ni  más  apropiada 
para  pensar  en  Dios  que  ha  creado  la  tierra  tan  hermosa,  a  pesar 
de  que  es  un  lugar  de  dolores.  ¿Qué  será  el  cielo,  me  pregunto 
muchas  veces  cuando  es  para  gozar?» 

En  cuanto  a  la  equitación,  Juanita  era  toda  una  amazona, 
por  americana  y  por  chilena.  tNo  dejaría  de  ser  una  vergüenza 
-i  no  lo  fuera...»,  confiesa  con  sencillez. 

En  Chile  se  ha  conservado  fresca,  desde  los  días  heroicos  de 


i    Cántico  Espiritual,  can.  XV,  v.  6. 


57 


la  conquista,  la  afición  al  caballo.  Y  nuestra  joven,  como  hija 
de  ricos  hacendados,  tenía  a  su  disposición  en  Chacabuco  finas 
jacas,  para  recorrer  los  campos  y  gozar  de  las  emociones  de  la 
equitación. 

Asentada  con  gentil  modestia  en  su  linda  hacanea,  nada  de 
presunción  ni  de  pose  cinematográfica  se  descubre  en  ella;  pero 
es,  precisamente,  su  sencillez  la  que  subyuga. 

Con  dominio  de  consumado  jinete,  erguida  «a  la  alta  escuela», 
pero  sin  aspavientos,  lanza  al  noble  bruto,  lo  detiene,  lo  vuelve 
y  lo  revuelve  a  placer.  O  bien,  acompañada  de  su  papá,  hermanos 
o  amigas,  que  cabalgan  a  su  vez,  goza  trepando  ásperas  pendien- 
tes o  galopando  en  el  llano. 

«El  otro  día — escribe  Juanita — gocé  a  caballo;  galopamos  con 
la  X...  desde  las  dos  de  la  tarde  hasta  las  cuatro  y  media,  y  como 
llovía,  salimos  ambas  con  grandes  mantas  1  con  las  que  nos 
veíamos  en  unas  fachas  cómicas.» 

Otras  veces,  al  final  de  una  larga  jornada  a  caballo,  cuando 
el  cosquilleo  del  hambre  se  dejaba  sentir,  descubrían  bajo  amena 
-ombra  el  suculento  almuerzo,  que  había  mandado  preparar  su 
buen  padre. 

A  pesar  de  todo,  la  nostalgia  de  Dios,  del  Carmen  mezcla 
unas  gotas  de  amargura  en  todas  sus  favoritas  expansiones:  «Te 
aseguro  que,  aunque  hacemos  muchos  paseos,  a  caballo  y  a  pie. 
me  estoy  aburriendo...  Por  todo  lo  que  he  visto  y  oído  en  este 
tiempo  me  ha  formado  una  idea  muy  poco  favorable  de  las  fies- 
tas sociales...» 


No  nos  adelantemos  a  los  tiempos.  Juanita  es  todavía  una 
colegiala  del  Sagrado  Corazón,  alegre,  y  cada  vez  más  fervorosa. 
Se  ha  repuesto  algo  de  sus  dolencias,  y  vuelve  a  asistir  a  clase; 
y  sobre  todo,  tiene  la  dicha  de  confesarse  y  de  exponer  al  minis- 
tro de  Dios  todas  las  vicisitudes  de  su  vocación. 


i  Especie  de  poncho  largo,  de  paño  negro,  grueso  y  peludo,  que 
suelen  usar  en  Chile  los  jinetes  en  invierno. 


58 


Jesús  iba  endiosando  aquella  alma  y  le  comunicaba  verdadera 
sed  de  almas. 

«Jesús...  me  dijo  que  salvara  aunas;  yo  se  lo  prometí.»  Y  lue- 
go añade:  «...  Dame  tu  cruz,  pero  dame  fortaleza  para  llevarla. 
Xo  importa  que  me  des  el  abandono  del  Calvario  o  el  goce  de 
Xazareth;  quiero  sólo  verte  contento  a  Ti.» 

Ya  en  estas  íntimas  comunicaciones  se  dibujan  algunos  rasgos 
de  la  futura  Carmelita:  «Quiero  pasar  mi  vida  sufriendo  para 
reparar  mis  pecados  y  los  de  los  pecadores;  y  para  que  se  santi- 
fiquen los  sacerdotes.» 

Con  la  misma  confianza  continúa  su  conversación  con  Jesús: 
«Hablé  hoy  bastante  con  Jesús.  Me  hizo  ver  la  necesidad  que 
tiene  la  Carmelita  de  vivir  siempre  al  pie  de  la  cruz  para  aprender 
allí  amar  y  sufrir...» 

Cierto  día  oye  la  misma  voz,  mas  se  le  ocurre  dudar  de  la 
realidad  de  esas  palabras.  ¡Es  tan  portentoso  el  hecho!  Su  misma 
confianza  allana  la  dificultad:  «Entonces  le  dije:  Si  Tú,  Señor, 
eres  el  que  me  hablas,  haz  que  tal  Madre  me  pregunte:  «¿Ama 
»usted  a  Cristo?...»  ¿Cuál  no  sería  mi  emoción  cuando  oigo  a  la 
Madre...  que  me  dice:  «¿Ama  usted  a  Cristo?...»  Me  fui  a  un  cuarto 
sola  y  lloré  de  agradecimiento  a  Nuestro  Señor.» 

Su  correspondencia  con  la  Madre  Priora  de  los  Andes  conti- 
núa. El  día  8  de  noviembre,  le  dice:  «Créame  que  en  todas  mis 
acciones  tengo  presente  el  fin  de  la  Carmelita:  los  pecadores  y 
los  sacerdotes.  Cada  día  que  pasa,  siento  nostalgia  de  ese  queri- 
do Carmen...» 

Entre  todas  las  gracias  extraordinarias  de  que  da  cuenta 
en  este  tiempo,  merece  citarse  la  que  consigna  en  su  Diario,  con 
fecha  16  de  noviembre  de  1917:  «Anoche  estuve  una  hora  con 
Jesús...  me  apoyó  sobre  su  Corazón...  me  mostró  que  por  mis 
oraciones  tenía  escrito  en  Él  el  nombre  de  mi  papá...» 


Volvieron"  a  reproducirse  .-us  fatigas.  Aunque  el  dictamen 
médico  no  veía  en  ellas  más  que  dolores  neurálgicos,  Juanita 
tiene  que  pasar  días  enteros  tendida,  sin  poder  moverse,  obliga- 


ra 


(la  a  la  inacción,  cuando  arde  de  deseos  de  estudiar,  de  asistir 
a  los  divinos  oficios,  de  sacrificarse  por  los  demás. 

Entonces  sentía  la  nostalgia  del  cielo  y  exclamaba:  «Morir... 
¡Qué  cosa  hay  más  ideal  que  vivir  en  Dios  por  una  eternidad 
gozar  en  Dios!...  Jesús  querido,  cada  vez  que  me  siento  mal,  sien- 
to nostalgia  de  Ti...» 

Pero  no  se  vaya  a  creer  que  todo  fué  miel  y  dulzura  en  la 
vida  interior  de  Juanita.  Cuanto  más  se  eleva  en  perfección  un 
alma,  más  la  prueba  Dios;  y  para  el  que  haya,  nada  má»  ojeado, 
las  Noches  de  San  Juan  de  la  Cmz,  no  serán  ninguna  revelación 
las  penas  interiores  de  la  joven. 

«Sufro,  pero  de  una  manera  horrible,  el  abandono.  Jesús  me 
ha  abandonado  porque  soy  infiel;  ya  no  oye  mis  oraciones  y  me 
deja  sin  su  gracia  para  vencerme...  He  sufrido  tanta  sequedad 
y  abandono,  que  ya  no  es  posible  describirlo;  sobre  todo  una  vez 
pasé  como  una  hora  y  media  en  una  angustia  terrible...  Sentía 
una  soledad  y  abandono  tan  grande,  y,  al  mismo  tiempo,  yo 
veía  que  no  tenía  a  quién  comunicárselo,  y  esto  me  hacía  más 
sufrir.» 

No  cuesta  creer  que  Juanita  careciera  de  guía  idóneo  en  este 
caso.  Como  lamenta  San  Juan  de  la  Cruz,  1  son  tan  raros  lo- 
que puedan  dirigir  por  vías  extraordinarias.  Pero  el  Señor  se 
encargade  apaciguar  la  tormenta.  <É1  dejó  oír  su  voz.  einmedia- 
tamente,  con  su  palabra,  la  tempe-tad  se  apaciguó.» 

i    Llama  de  Amor  Viva,  rano.  III. 


«0 


ienso  correr  con  la  casa,  tratando  de  liacerlo 
lo  mejor  posible,  ya  que  considero  que  ése 
es  el  papel  de  la  mujer,  y  que  no  hay  nada 
más  bonito  come  ver  a  una  joven  preocu- 
pada en  las  cosas  de  su  hogar,  trabajadora, 
no  teniendo  otro  pensamiento  que  el  de 
agradar  a  cuantos  la  rodean;  y  aprendien- 
do ahora  estas  cosas,  sabré'  cumplir  con 
mis  deberes.'- 


V 


DE  CARA  A  LOS  ANDES 


Juanita  es  muy  buena  hija,  es  la  felicidad  de  su  madre;  sin 
embargo,  aunque  parezca  increíble,  todavía  no  le  ha  dado  cuenta 
de  su  vocación. 

Y  no  hay  contradicción  ninguna.  Precisamente  por  ser  buena 
hija  se  la  celó  mucho  tiempo  por  no  darle  pena. 

Ya  no  puede  guardar  por  más  tiempo  eJ  secreto.  Una  mañana, 
vuelve  de  la  iglesia  del  brazo  de  su  madre.  Han  comulgado  las 
dos.  En  ambas  mora  Jesús.  ¡Qué  mejor  intermediario! 

Sin  preparación,  Juanita  expone  Jisa  y  llanamente:  «Mamá, 
¿sabe  que  voy  a  ser  Carmelita?» 

Su  madre  ya  lo  sabía,  lo  adivinaba.  Y  tiempo  ha,  ofreció  a  Dios 
el  sacrificio  de  su  hija.  Era  demasiado  preciosa  para  este  mundo. 

El  «sí»  de  la  señora  Solar  fué  decidido,  lleno  de  emoción  y  se 
fundió  en  un  sonoro  beso.  Solamenta  faltaba  ya  el  permiso  de 
su  padre. 


lLl  espíritu  de  Santa  Teresa  se  trasladó  pujante  a  Chile  con 
las  primeras  Carmelitas,  venidas  desde  Sucre  en  1690.  Desde 
entonces  acá  se  han  multiplicado  los  Carmelos,  y  en  todos  reina 


63 


el  mismo  espíritu  de  la  Madre  Fundadora;  las  mismas  observan- 
cias, desde  las  fundamentales  hasta  las  más  menudas,  vivida^ 
en  un  ambiente  de  optimismo  envidiable. 

Juanita  avanza  hacia  ese  paraíso  a  pasos  agigantados.  Se 
inicia,  ya  en  el  mundo,  en  una  vida  carmelitana.  A  la  vez,  man- 
tiene su  frecuente  correspondencia  con  la  Rvda.  Madre  Angélica, 
y  lee  ávidamente  el  Camino  de  Perfección  de  Santa  Teresa. 

Su  vocación  ha  sido  objeto  de  minucioso  estudio,  y  no  elec- 
ción caprichosa.  Así  expresa  a  una  amiga  suya  las  razones  que 
la  han  movido  para  ser  Carmelita: 

«Ahora  te  diré  por  qué  he  preferido  el  Carmen  a  todos  lo^ 
conventos  de  vida  activa:  porque  allí  se  vive  para  siempre 
retirada  del  mundo  y  solo  tratando  con  Dios;  y  como  el  ideal 
es  llegar  a  la  perfecta  unión  con  Dios,  ya  que  consiste  el  cielo 
en  poseer  a  Dios,  aquello  que  aquí  en  la  tierra  nos  lleve  má- 
rápidamente  a  esa  posesión,  eso  será  lo  más  perfecto.  Además, 
siendo  yo  muy  apegada  a  las  criaturas,  en  cualquier  otro  con- 
vento me  apegaría  a  ellas  y,  como  esto  impide  lo  otro,  creo  que 
el  Carmen  me  conviene  más...» 

•<¿Cómo  salva  las  almas  la  Carmelita?...  Pormedio  delasúpli- 
ca  de  la  oración,  del  sacrificio.  Además,  Jesucristo  dió  a  enten- 
der a  Magdalena  que  la  vida  contemplativa  es  la  mejor  parte 
que  pudiera  haber  escogido... 

»Sí,  en  el  Carmen  se  principia  lo  que  haremos  por  toda  una 
eternidad:  amar  y  cantar  las  alabanzas  del  Señor;  y  si  ésta  es  la 
ocupación  que  tendremos  en  el  cielo,  ¿no  será  acaso  la  más  per- 
fecta?...» 

¿Y  por  qué  en  los  Andes?  ¿Por  qué  no  entrar  en  alguno  de 
los  conventos  de  Carmelitas  de  Santiago,  llenos  de  tradición 
y  de  sabor  teresiano?:  «He  preferido  Los  Andes  por  ser  más 
apartado  de  las  grandes  ciudades,  lo  que  hace  más  dificulto- 
sa la  ida  a  ésta,  manteniéndose  completamente  separado  del 
mundo.» 

«Porque  ese  convento  es  muy  austero;  en  él  se  guarda  la  Regla 
con  mucha  perfección;  es  el  más  pobre  y  el  más  penitente,  y 
encuentro  que  si  se  es  monja,  no  se  debe  ser  a  medias.» 


«4 


La  Semana  Santa  de  191 8  la  sorprende  llevando  una  vida 
de  ascetismo  muy  mitigado.  En  esos  santos  días  ella  hubiera 
querido  castigarse  sin  piedad. 

En  Chile,  la  Semana  Santa  coincide  con  el  fin  del  verano.  Son 
las  últimas  jornadas  de  vacaciones  que  se  aprovechan  con  avidez, 
haciendo,  por  lo  general,  poco  caso  de  los  augustos  misterios  con- 
memorados. Razón  de  más  para  mortificarse.  Juanita  sabe  muy 
bien  esto  y  quiere  ofrecer  a  Jesús  una  expiación.  Sin  embargo... 

«En  cuanto  a  las  mortificaciones — escribe  a  su  director  espiri  - 
tual — no  he  hecho  ninguna,  porque  no  he  tenido  permiso;  sólo 
mortifico  la  voluntad.  Además,  me  pongo  en  posturas  incómoda? 
cuando  no  soy  vista,  y  el  Viernes  Santo  me  puse,  desde  la  una 
hasta  las  tres,  piedras  en  los  zapatos,  lo  que  me  incomodó  bas- 
tante, pero  creo  no  lo  podré  hacer,  pues  casi  no  puedo  andar  y 
me  lo  pueden  notar... 

♦También  el  Jueves  y  el  Viernes  no  bebí  agua;  no  comí  dulces 
en  toda  la  semana.  Pero  ahora  le  pido  permiso  para  hacer  algo 
más,  porque  creo  conveniente,  cuando  estoy  con  desaliento  y 
tedio,  hacer  alguna  mortificación,  como,  v.  gr.',  ponerme  cilicios, 
que  voy  a  comprar,  y  privarme  un  poco  de  la  comida.  Mas  todo 
quiero  someterlo  a  su  voluntad,  pues  sé  que  ésa  es  la  de  Dios...» 

Como  es  natural,  el  choque  de  sus  ardientes  deseos  de  ser 
Carmelita  contra  su  debilidad  crónica  la  tenía  en  zozobra.  Una 
vez  más,  la  voz  del  Señor  impuso  tranquilidad: 

«Jesús  me  dijo  que  cumpliera  su  voluntad  siempre  con  alegría 
a  pesar  del  abatimiento  que  sintiera;  que  no  mirara  el  porve- 
nir para  mantenerme  en  paz.  Quiero  tener  siempre  delante  esta 
máxima:  «Hoy  empiezo  la  obra  de  mi  santificación.» 


El  matrimonio  de  su  hermana  mayor  aceleró  su  salida  del 
colegio.  La  despedida  de  las  buenas  Madres,  de  las  amigas,  a  quie- 
nes quizá  no  volverá  a  ver,  hasta  de  los  mismos  muros  que  encua- 


Teresa  de  los  Ande». 


dran  tantos  recuerdos,  para  todos  es  sensible,  mucho  más  para 
un  corazón  como  el  de  Juanita. 

Por  otra  parte,  preveía  los  peligros  que  la  esperaban:  las 
pruebas  a  que  iba  a  estar  expuesta  su  vocación  de  Carmelita. 

Todo  lo  explica  con  filial  confianza  a  la  buena  Madre  Angé- 
lica. También  somete  a  su  aprobación  su  programa  de  vida.  Toda- 
vía es  más  explícita  con  el  Padre  Blanch: 

«Reverendo  Padre:  No  se  imagina  cuánto  bien  me  ha  hecho 
su  carta:  ella  llenó  de  paz  mi  alma,  disipando  las  dudas  acerca 
de  mi  vocación.  Sí,  yo  creo  que  mi  vocación  es  para  Carmelita 
y  sólo  pienso  en  adquirir  el  espíritu  de  Santa  Teresa. 

»Me  pregunta  si  no  querré  sufrir  por  Nuestro  Señor  toda 
clase  de  sufrimientos.  Créame,  reverendo  Padre,  que  no  sólo 
quiero,  sino  que  deseo.  Casualmente  ahora  estoy  sufriendo  mucho 
porque  ayer  trataron  de  sacarme  una  muela  y  el  dentista  tra- 
bajó tres  cuartos  de  hora  y  no  pudo.  Aunque  me  puso  inyeccio- 
nes sentí  el  dolor  más  horrible;  pero  lo  ofrecí  a  Nuestro  Señor 
por  los  pecadores  y  sacerdotes.  Hubo  un  rato  en  que  llegué  a 
perder  la  cabeza  de  dolor;  me  vine  a  la  casa  y,  aunque  sufro 
mucho,  lo  oculto;  y  tendré  que  ir  mañana  a  sacármela.  Me  estre- 
mezco sólo  de  pensarlo,  y  aunque  quieren  ponerme  cloroformo, 
yo  no  quiero,  pues  prefiero  sufrir...» 

En  la  tierna  niña  se  dibujan  ya  rasgos  de  santidad:  las  inex- 
plicables ansias  de  sufrir,  esa  intuición  arrebatadora  del  valor 
infinito  del  sufrimiento. 

Termina  presentando  a  la  aprobación  de  su  director  el  pro- 
grama diario  que  se  propone  seguir: 

«Pienso  llevar  en  mi  casa  una  vida  de  oración;  levantarme  a 
las  cinco  y  hacer  desde  las  seis  hasta  las  siete  meditación;  a  las 
once  y  media,  examen;  en  la  mitad  del  día,  lectura  espiritual  y  en 
la  tarde  una  hora  de  oración...» 

¡Cuántos  jóvenes  y  jovencitas  piadosos  han  ideado  progra- 
mas semejantes  de  espiritualidad!  Pero,  ¡qué  pocos  han  perseve- 
rado en  ellos!  Juanita  pertenece  a  estos  pocos. 

El  7  de  agosto  empezaba  el  último  retiro  que  habría  de  hacer 
en  el  colegio.  A  él  se  estaba  preparando  con  el  ejercicio  de  pacien- 
cia que  le  proporcionaba  su  rebelde  muela:  «...  pasé  dos  noches 
sin  dormir  y  ayer  gritaba  de  dolor,  pero  en  la  noche  me  propuse 


66 


no  llorar  para  ofrecérselo  a  Dios,  y  lo  aguanté  toda  la  noche  sin 
quejarme...». 

Alguno  dirá:  ¿Qué  tiene  de  extraordinario  todo  esto?  ;A  quién 
no  le  han  dolido  las  muelas?  Seguramente  el  que  así  piensa  es 
de  esos  espirituales  que  necesitan  contar  las  espinas  de  la  corona 
del  Señor  y  el  número  de  sus  azotes  para  moverse  a  compasión. 
Así  también  quieren  a  todos  los  santos  estilitas  y  desgarrados  a 
varillazos. 

No  hay  para  qué  sañar  en  esos  medios  de  santificación,  cuando 
tenemos  a  nuestro  alcance  el  dolor  de  muelas,  la  enfermedad 
y  el  mal  genio  de  la  vecina.  Porq\ie,  no  olvidemos  que  Dios  pone 
a  nuestro  alcance  las  ocasiones  suficientes  para  santificarnos. 
La  diferencia  está  en  que  la  mayoría  no  las  aprovecha,  llevándo- 
las a  regañadientes  o  desesperando;  y  sólo  unos  pocos,  como 
Juanita  Fernández,  están  al  acecho  de  la  menor  ocasión  para 
convertirla  en  incienso  para  Jesús,  colgándola  el  salvoconducto 
al  alcance  de  todos,  pero  alcanzado  por  muy  pocos,  de  la  resigna- 
ción cristiana. 


Su  despedida  de  la  Madre  Vicaria  fué  sentida  y  rica  en  con- 
sejos: 

«Que  fuera  humilde,  que  soportara  las  humillaciones;  que  no 
me  dejara  llevar  por  las  impresiones;  que  conservara  la  serenidad 
en  el  rostro,  a  pesar  de  las  contrariedades  y  penas.  Que  fuera 
muy  cariñosa  con  mi  mamá;  que  ahora  llegaba  el  tiempo  de  agra- 
decerle, no  sólo  de  palabra,  sino  de  obra,  todo  cuanto  ha  hecho 
por  mí;  que  la  ayudara  en  todo;  que  fuera  cariñosa  con  mi  papá 
y  con  mis  hermanos;  que  fuera  un  ángel  que  los  aconsejar? ;  que 
fuera  tan  virtuosa  y  abnegada  que  a  todos  hiciera  simpática  la 
virtud.  Que  estudiara,  porque  hoy,  más  que  nunca,  la  mujer 
debe  ser  instruida.» 

Con  un  pie  en  el  estribo,  prodigaba  aún  su  dulce  apostola- 
do entre  sus  amigas:  «Hablé  ayer  mucho  con  X...  pidiéndole 
que  fuera  más  piadosa.  Me  voy  a  proponer  cambiarla  entera- 
mente...» 

67 


Llegó  y  pasó  el  ansiado  retiro  con  rapidez  de  rayo,  dejando 
profundamente  maduros  en  Juanita  frutos  de  virtud  y  dolor: 
"Me  voy  del  colegio...  ¡Oh,  Dios  mío,  cómo  todo  pasa  y  concluye! 
; Cuánto  nos  apegamos  a  lo  transitorio! 

Antiguamente,  las  jovencitas  salían  del  colegio  con  toda  su 
inocencia,  después  de  haber  vivido  largos  años  dentro  de  las  rejas 
de  la  clausura.  Algunas,  recién  salidas,  colocaban,  todavía  albo- 
rozadas, sus  zapatos  en  el  balcón,  al  paso  de  los  Reyes  Magos, 
y  en  vísperas  del  matrimonio. 

La  emancipación  ha  sido  pavorosa.  Ahora  la  salida  del  cole- 
gio no  significa  nada;  porque  viviendo  dentro  de  él,  mantienen 
íntimo  contacto  con  el  mundo.  Para  un  gran  número,  el  cambio 
consiste  solamente  en  una  mayor  holganza;  más  diversiones  y 
menos  piedad. 

Juanita  no  puede  clasificarse  ni  entre  aquéllas  ni  con  éstas. 
Hemos  visto  cómo  sus  vacaciones  y  enfermedades  la  tenían  en 
continuo  roce  con  los  suyos.  Para  ella  la  salida  sólo  era  la  inten- 
sificación de  la  vida  de  familia. 

Quería  prodigar  a  sus  padres  y  a  sus  hermanos  todos  los  teso- 
ros de  su  ternura,  porque  ya  se  acercaba  la  hora  de  la  separación 
definitiva. 

Estudios  brillantes,  a  pesar  de  sus  muchas  ausencias,  habían 
ennoblecido  su  talento  poco  común.  Su  belleza  física  alcanzaba 
a  su  plenitud.  Era  llegada  su  hora.  La  de  brillar  y  conquistar 
o  la  de  dar  un  solemne  mentís  al  mundo.  Y  esta  vez  también  hizo 

las  dos  cosas. 

Brilló,  porque  no  pudo  menos  de  brillar.  Por  mucho  que  se 
ingeniaba  en  no  llamar  la  atención,  la  misma  sencillez  en  el  ves- 
tido y  tocado  parecía  realzar  más  sus  gracias.  Bien  se  dió  cuenta 
ella  cómo  llamaba  la  atención  en  su  alrededor,  y  tuvo  que  velar 
-obre  sus  primeros  movimientos  de  vanidad,  que  amenazaban 
despuntar. 

Sus  disposiciones  íntimas  frente  a  la  vida  de  hogar  van  bella- 
mente expresadas  en  una  carta  a  su  padre: 

«Mi  querido  papá:  Ayer  me  salí  del  colegio;  al  mismo  tiempo 
que  sentía  pena  de  dejar  a  la  Rebeca,  pues  jamás  nos  hemos  sepa- 
rado; de  dejar  a  las  Madres  que  eran  tan  cariñosas  conmigo,  y  a 
mis  amigas,  con  las  cuales  pasábamos  tan  unidas,  no  podía  menos 

68 


de  estar  contenta  al  pensar  que  volvería  a  la  vida  de  familia  y 
que  estaría  en  medio  de  los  míos,  a  quienes  tanto  quiero. 

»Desde  ahora,  papá,  empieza  para  mí  una  nueva  vida,  aíí  es 
que  yo  quiero  que  usted  cuente  para  todo  conmigo.  No  tengo 
otro  deseo  que  darle  gusto  en  todo,  acompañarlo  y  consolarlo: 
pues  sé  que,  en  la  vida  de  trabajo  que  usted  lleva  por  nosotro-. 
encuentra  muy  a  menudo  sufrimientos  que,  aunque  trata  de 
ocultarlos  por  el  mismo  cariño  que  nos  tiene,  es  imposible  no 
comprenderlo:-. 

»Pienso  correr  con  la  casa,  tratando  de  hacerlo  lo  mejor  posi- 
ble, ya  que  considero  que  ése  es  el  papel  de  la  mujer,  y  que  no 
hay  nada  más  bonito  como  ver  a  una  joven  preocupada  en  las 
cosas  de  su  hogar,  trabajadora,  no  teniendo  otro  pensamiento  que 
el  de  agradar  a  cuantos  le  rodean... 

♦Cuente,  pues,  papá,  conmigo;  ahora  ya  soy  grande.  Considé- 
reme como  hija  a  quien  puede  confiarle  sus  penas,  sabiendo  que 
ella  no  dirá  a  nadie  nada;  créame  que  me  haría  feliz  si  esto  coiv 
-iguiera...» 

Breves  líneas  pero  cargadas  de  significado.  Cuatro  pincelada?, 
eme  completan  por  sí  solas  el  autorretrato  de  Juanita  y  el  perenne 
modelo  de  la  joven  cristiana. 

Además,  aquí  se  revela  una  nueva  faceta  de  la  personalidad 
de  Juanita,  sin  la  cual  distaría  mucho  de  ser  un  modelo  de  joven 
cristiana. 

Si  sólo  viéramos  en  ella  la  hábil  deportista,  ¿qué  poca  cosa 
sería?  Si  se  hubiera  limitado  a  sus  cilicios,  a  sus  ayunos  y  auste- 
ridades, no  sería  aún  bastante.  Ni  aun  sus  obras  de  celo  y  caridad 
para  con  el  prójimo  brillarían  en  todo  su  esplendor  si  faltara  la 
••mujer  de  su  casa». 

Juanita  ha  dejado  de  ser  niña  y  se  da  cuenta  que  debe  empezar 
a  ser  útil  en  su  hogar.  Como  hija  de  ricos  hacendados,  no  tendrá 
necesidad  de  tomar  la  escoba,  ni  aun  de  inquietarse  lo  más  mínimo 
por  el  buen  orden  de  la  casa.  Sin  embargo,  quiere  ya  desde  su 
salida  del  colegio  «correr  con  la  casa»;  que  en  Chile  vale  tanto 
como  decir,  la  dirección  y  control  de  todas  las  actividades  domés- 
ticas: comedor,  cocina,  aseo,  etc.. 

Y,  tratándose  de  familia  de  alguna  etiqueta,  el  oficio  requiere 


69 


gusto  y  disposición.  Y  cuando  se  trata,  como  en  el  caso  de 
Juanita,  de  una  responsabilidad  tomada  sin  ninguna  obliga- 
ción y  sólo  por  el  deseo  de  ser  útil,  es  una  nota  muy  favora- 
ble para  ella. 


Hasta  ahora  la  correspondencia  con  la  Madre  Superiora  de 
Los  Andes  tenía  carácter  previo;  no  se  había  abordado  de  frente 
el  problema  de  la  admisión.  Había  que  hacerlo,  porque  Jesús 
la  urgía.  Y  feliz,  o  mejor  dicho,  divina  coincidencia:  la  ^-alud 
de  Juanita  había  mejorado  notablemente. 

Fortalecida  con  este  gaje  de  la  voluntad  de  Dios,  escribe  a 
Los  Andes,  solicitando  la  admisión:  «Reverenda  Madre,  ahora 
a  usted  le  voy  a  suplicar  que  me  admita  en  ese  «Palomarcito»...; 
le  pido  por  favor  que  me  diga  si  hay  un  «huequito». 

La  Madre  Priora  de  Los  Andes  accedió  muy  gustosa  a  los 
deseos  de  la  candidata,  y  la  dió  por  recibida.  A  lo  cual  contesta 
en  esto.5  términos  Juanita:  «¡Cuántas  gracias  le  di  a  mi  Señor 
desde  el  fondo  de  mi  alma,  cuando  leía  esas  líneas  que  me  traían 
la  más  feliz  noticia!» 

Continúa  dando  cuenta  a  su  futura  Superiora  de  los  esfuerzos 
que  hace  para  llevar  una  vida  de  Carmelita  en  el  mundo:  su  reco- 
gimiento, oración,  el  encierro  en  la  celda  de  su  alma. 

También  ingresó  en  la  Reparación  Sacerdotal,  que  vela  por 
la  santificación  de  los  ministros  del  Señor. 

Dios  aceptó  muy  gustoso  el  acto  de  Juanita  pero  le  exigió 
más  todavía:  «Me  pidió — son  sus  palabras — que  me  ofreciera 
come  víctima  para  expiar  los  abandonos  e  ingratitudes  que  sufre 
en  los  Sagrarios...»  Y  le  anunció  los  sufrimientos  de  todo  género 
en  que  iba  a  traducirse  su  inmolación. 


70 


(\,f*Q  que  principian  a  calcular  que  tengo 
vocación,  pues  quieren  que  frecuente  más  el 
mundo.  Asi  es  que  cada  dia  tengo  qiu 
disimularla  más,  porque  cuando  sepan,  me 
harán  una  gran  campaña  en  contra...  No 
diré  nada  hasta  que  no  tenga  el  permiso 
para  irme  y  todo  arreglado  para  el  viaje, 
pues  asi  se  libra  una  de  imüiles  comen- 
tarios.» 


VI 


LAS  ULTIMAS  CELADAS  DEL  MUNDO 


A  pesar  del  silencio  en  que  se  mantenía  aun  el  secreto  de  su 
vocación,  algo  se  empezó  a  sospechar  de  los  ocultos  designios  de 
Juanita.  Por  mucha  afabilidad  que  mostrara,  a  pesar  de  lo  que 
hacía  por  ocultar  sus  mortificaciones  y  actos  de  piedad  y  por 
pasar  en  todo  por  una  chica  corriente,  era  imposible  no  destacar. 
En  ella  se  juntaban  muchas  y  extraordinarias  cualidades,  que 
no  podía  eclipsar  por  mucho  que  lo  intentaba. 

Con  su  espíritu  de  observación  notó  Juanita  en  su  derredor 
más  interés  que  nunca  por  sacarla  al  mundo.  Por  su  parte,  sin 
omitir  nada  de  sus  ejercicios  acostumbrados,  procuró,  más  y  más, 
dorar  primorosamente  la  püdora  al  mundo,  resuelta  a  no  decla- 
rar su  vocación  hasta  tener  la  maleta  en  la  mano. 

Mas  Juanita  ha  conseguido  forjarse  ya  una  robusta  persona- 
lidad espiritual,  y  no  necesita  cerrar  los  ojos  y  tapar  los  oídos 
para  rezar.  Ni  se  le  cae  el  alma  a  los  pies  cuando  le  estropean  su 
meticuloso  horario. 

Así  que,  el  resultado  de  la  paliada  campaña  de  que  fué  objeto 
resultará  favorable  para  ella:  más  se  fortifica  su  voluntad  en  la 
abnegación. 


73 


«Créame — escribe  a  la  Madre  Angélica — que  no  tengo  ni  un 
instante;  ya  sea  una  cosa,  ya  sea  otra,  me  ocupan  incesantemente; 
en  fin,  doy  gracias  a  Dios  porque  es  señal  de  que  me  quiere,  cuan- 
do Él  dispone  que  lleve  una  vida  de  abnegación.  Créame,  Madre, 
que  basta  que  tenga  un  plan,  para  que  todo  salga  al  revés.  A  veces 
me  siento  desalentada;  quisiera  llorar  y  hacer  mi  voluntad,  pero 
me  diga:  ¿Es  este  el  papel  que  debe  hacer  una  Carmelita?  No; 
adelante,  es  preciso  el  sacrificio,  la  renuncia  de  nuestra  propia 
voluntad,  para  llegar  a  la  unión  completa  con  Nuestro  Señor.» 


El  mes  de  María  es  en  Chile  la  época  del  entusiasmo  mariano 
por  excelencia,  y  también  la  del  cumplimiento  con  la  Iglesia, 
para  gran  parte  de  los  católicos.  Empieza  el  8  de  noviembre  para 
acabar  el  gran  día  de  la  Inmaculada. 

No  hay  en  Chile  capilla  ni  rincón  perdido  que  no  resuene  al 
atardecer  con  el  «Venid  y  vamos  todos».  Las  gentes  se  congregan 
con  ramos  en  las  manos,  no  tanto  para  adornar,  como  para  llenar 
de  flores  los  altares  de  la  Virgen;  como  pletórica  manifestación 
del  entusiasmo  mariano  de  los  corazones. 

Juanita  gozó  de  este  despertar  unísono  de  la  naturaleza  y  del 
espíritu,  en  el  campo.  Allí,  su  más  fino  deleite  fué  el  de  prodigar 
a  Jesús  Sacramentado  sus  servicios  de  sacristana,  en  el  oratorio 
del  fundo. 

Como  fruto  de  la  exaltación  piadosa  de  Juanita  y  sus  ami- 
gas, despertaron  en  tal  forma  los  talentos  musicales  que  compu- 
sieron un  Ave  María.  Mas  el  estreno  comprobó,  una  vez  más, 
que  el  espíritu  estaba  pronto  pero  la  armonía  flaca. 

Aquello  fué  Troya  ..  Una  irresistible  tentación  de  risa  desarmó 
a  las  componentes  del  flamante  coro.  Menos  mal  que  estaban  en 
lugar  invisible  al  público;  y  éste  se  componía  de  gente  dispuesta 
a  escuchar  con  la  misma  benevolencia  el  original  Ave  que  la 
Cueca  chilena.  1 


i    Baile  popular  chileno. 

74 


Pero  el  cielo  de  Juanita  no  estaba  en  medio  de  las  oleadas 
del  entusiasmo  popular,  por  piadoso  que  sea,  sino  en  la  soledad 
del  Sagrario.  Eso  de  poder  renovar  varias  veces  al  día  la  lámpara 
del  fuego  sagrado,  era  un  placer  que  saboreaba.  Cuando  a  la  no- 
che se  despedía,  cuando  daba  el  último  adiós  del  día  a  Jesús 
Sacramentado,  no  se  resignaba  a  retirarse,  multiplicaba  sus  genu- 
flexiones; y  por  fin,  cerraba  lentamente  la  puerta,  con  los  ojos 
clavados  en  el  Sagrario. 


No  era  el  desdén  a  las  criaturas  solamente,  ni  su  natural  afi- 
ción a  la  soledad  y  silencio  lo  que  le  atraía  al  Carmen.  No,  estaba 
muy  lejos  de  Juanita  ese  espejismo  de  vocación  romántica,  que 
fomenta  cierto  género  de  poesía  y  novela. 

Más  aún,  tenía  un  conocimiento  precoz  de  la  vida  íntima  de 
la  Carmelita,  difícil  de  conseguir  sin  previa  experiencia.  Conoce 
que,  si  bien  el  silencio  y  abstracción  es,  a  veces,  sabroso  lenitivo; 
cuando  se  prolonga  por  toda  la  vida,  se  convierte  en  un  cruel  tor- 
mento, pues  la  naturaleza  está  hecha  para  el  trato,  para  moverse 
y  variar. 

Por  eso  es  fácil  envidiar  a  los  célicos  habitantes  de  la  Cartuja 
cuando  estamos  hartos  de  trabajo  y  de  sufrir  impertinencias.  Mas, 
¿los  envidiamos  igualmente  en  nuestros  momentos  de  expansión, 
o  cuando  gozamos  de  una  grata  amistad? 

El  solitario  debe  luchar  constantemente  contra  su  desinte- 
gración física  y  moral.  La  soledad  es  el  campo  donde  brotan  los 
abrojos  de  oculto  e  incomprensible  dolor. 

En  su  Diario  del  i.°  de  enero  de  191 9  hace  un  retrato  aca- 
bado del  Carmen,  de  sus  atractivos  y  de  sus  amarguras. 

La  sabrosa  amistad  con  Jesús,  y  también  sus  dolorosas  ausen- 
cias en  Noche  Oscura.  Luego  la  falta  de  distracciones,  de  pasa- 
tiempos que  puedan  mitigar  sus  penas;  la  pobreza  material  con 
su  doliente  cortejo  de  hambre,  sed  y  frío... 

Y  después  de  completar  un  prolijo  cuadro  cargado  de  som 
bras,  termina  con  un  rayo  de  luz  que,  súbitamente,  las  desgarra: 
«Pero,  ¿por  qué  ese  atractivo  por  sufrir  que  nace  desde  el  fondo 

75 


de  mi  alma?  ¡Ah,  es  porque  amo!  Mi  alma  desea  la  Cruz  porque 
en  ella  está  Jesús.  » 

Estas  consideraciones  la  revelan  iniciada  en  esos  íntimo- 
combates,  y  demuestran  en  Juanita  un  poder  de  introspección 
nada  común.  De  aquí  que  la  vida  del  claustro  íué  para  ella  tan 
sin  novedad;  ya  que  todo  se  lo  había  imaginado  más  de  lo  que  e<- 
en  realidad. 

Mascomo.no  cesaban  sus  dudas,  las  declara  a  la  Madre  Priora 
de  Los  Andes,  y  íué  Jesús  quien  contestó  a  esa  carta,  en  térmi- 
nos por  demás  gratos  a  Juanita,  con  una  inesperada  visita  a  su 
Monasterio. 

El  ii  de  enero  de  191 9,  el  papá  y  los  hermanos  de  Juanita 
están  ausentes.  Ella  arde  en  deseos  de  conocer  personalmente 
el  Monasterio  de  Los  Andes,  y  de  escuchar  de  labios  de  la  misma 
Madre  Angélica  palabras  de  luz  y  de  consuelo. 

Su  buena  madre  accede,  y  ambas  hacen  una  visita  relám- 
pago a  Los  Andes.  Su  alegría  sobrepasó  a  toda  ponderación.  Aquel 
conjunto  de  pobreza,  encerramiento  y  silencio;  la  pequeñez  y  oscu- 
ridad de  la  capilla,  que  para  otra  vocación  más  decidida  hubiera 
-ido  de  mal  efecto,  fué  para  Juanita  motivo  de  alegría. 

«Xo  hacía  un  segtmdo  que  estaba  allí  y  mi  alma  gozaba  de 
una  paz  inalterable.  Después  de  luchar  con  tantas  dudas  había 
encontrado  mi  puerto,  mi  cielo  en  la  tierra...  Oí  rezar  vísperas 
y  me  parecía  estar  en  el  cielo,  y,  al  final,  me  uní  a  mis  hermani- 
tas  para  rezar  las  letanías,  mi  primera  oración  en  comunidad...- 

En  el  locutorio  llegó  hasta  besar  las  rejas.  En  fin,  su  confe- 
rencia con  la  Madre  Angélica  disipó  por  completo  todas  sus  dudas. 
Almas  tan  elevadas  debieron  compenetrarse  en  aquellos  momen- 
tos con  palabras  inenarrables. 

Después  la  Comunidad  entera,  como  bando  de  bulliciosa- 
palomas,  invadió  el  locutorio  pletórica  de  alegría  y  de  afectos 
para  Juanita.  ¡Qué  gana  tenían  de  verla  un  día  consigo  la> 
novicias!  Todos  los  días  rezaban  una  Salve  por  el  feliz  éxito  de 
su  vocación. 

La  Comunidad  siguió  todo  el  tiempo  reglamentario  de  visi- 
ta, iluminando  el  fondo  semioscuro  del  locutorio  con  su  alegría 
franca  y  profunda;  admiración  de  muchos  profanos,  que  con- 
funden el  convento  de  clausura  con  una  cárcel  de  angustias. 


76 


Tan  engolosinada  quedó  Juanita  de  su  rincón  de  Los  Andes 
que  ahora  se  encuentra  desterrada  en  su  propia  casa.  Sentía  una 
nostalgia  terrible  del  Carmelo:  quería  ponerse  inmediatamente 
en  marcha. 


Todavía  preparaba  el  mundo  nuevos  tropiezos  a  su  vocación. 
Que  antes  se  desprende  de  cien  sujetos  mediocres  o  inútiles  que 
de  uno  solo  de  brillantes  prendas. 

Debió,  pues,  salir  a  vacaciones  con  su  familia  al  fundo  Lon- 
comilla.  Aunque  esa  temporada  tanto  dificultaba  los  planes  de 
Juanita,  se  mostró,  con  todo,  más  cariñosa  y  servicial  que  nunca. 
No  excluía  a  nadie  de  sus  servicios.  Lo  mismo  sus  padres  que  la 
cocinera  tenían  mucho  que  agradecerle  al  cabo  del  día. 

Gracias  que  podía  gozar  a  solas  algunos  ratos  con  su  confi- 
dente Rebeca.  Y  entonces  empezó  a  encontrar  los  ratos  familia- 
res más  gratos  que  nunca.  Las  sobremesas  y  veladas  nocturnas 
interminable^ .  el  Rosario  después  de  la  cena  removían  sus  más 
finos  sentimientos.  Y  todo  para  más  sufrir:  porque  el  mundo 
entero  no  le  haría  dar  un  paso  atrás. 

Por  su  parte,  el  buen  señor  Fernández  y  el  resto  de  sus  her- 
manos, excepción  hecha  de  Rebeca,  gozaban  de  la  presencia  de 
Juanita,  en  la  creencia  de  que  la  iban  a  tener  consigo  toda  la  vida. 


El  Espíritu  Santo  hacía  bogar  cada  vez  más  a  prisa  la  grácil 
barquilla  de  Juanita.  A  veces,  los  que  la  veían  reparaban  en  sus 
trasportes.  Rebeca  nos  cuenta  el  siguiente  episodio: 

«Una  vez  que,  después  de  la  oración  comenzó  a  hablar  de  las 
perfecciones  divinas,  tenía  el  rostro  muy  encendido,  y  a  medida 
que  hablaba,  más  se  animaba  y  más  se  encendía.  Mirando  al 
cielo  mientras  me  hablaba,  llegó  un  momento  en  que  soltándose 
de  mí,  sin  darse  cuenta,  apresuró  el  paso  como  quien  va  en  busca 
de  algo...  Yo  no  la  interrumpí  ni  una  sola  vez:  en  silencio  la  mi- 


raba,  comprendiendo  que  algo  extraordinario  pasaba  en  ella, 
y  me  decía  a  mí  misma:  «Jamás  oiré  hablar  como  lo  estoy  oyendo.» 

En  otra  ocasión,  durante  un  viaje  en  tren,  empezó  a  hablar 
a  un  grupo  de  amigas,  con  tal  unción,  de  la  Santísima  Trinidad, 
que  su  rostro  se  encendió,  dibujando  una  expresión  sublime.  Sus 
oyentes  estaban  embelesadas.  Una  de  ellas  cuchicheó  a  su  com- 
pañera: «Indudablemente  en  esta  criatura  hay  algo  de  extra- 
ordinario.» 

Basten  estos  breves  párrafos  de  su  epistolario  de  entonces, 
para  formarse  una  idea  del  grado  de  compenetración  con  Dios 
de  que  ya  gozaba: 

«Mi  oración  consiste  casi  siempre  en  una  íntima  conversación 
con  Nuestro  Señor;  me  figuro  que  estoy  como  Magdalena  a  sus 
pies  escuchándole.  Él  me  dice  qué  debo  hacer  para  serle  más  agra- 
dable. A  veces  me  ha  dicho  cosas  que  yo  no  sé,  otras  veces  me  dice 
cosas  que  no  han  pasado  y  que  después  suceden... 

»Veía  con  mucha  claridad  a  Nuestro  Señor  en  una  actitud 
de  orar,  como  yo  lo  había  visto  en  una  imagen;  pero  no  le  veía 
con  los  ojos  del  cuerpo,  sino  como  que  me  lo  representaba,  pero 
era  de  una  manera  muy  viva,  que,  aunque  a  veces  yo  antes  lo 
había  querido  representar,  no  había  podido;  lo  vi  de  esta  manera 
como  ocho  días  o  creo  más... 

Sentí  que  el  amor  crecía  en  mí,  de  tal  manera,  que  no 
pensaba  sino  en  Dios,  aunque  hiciera  otras  cosas;  y  me  sentía 
sin  fuerzas  como  desfallecida  y  como  si  no  estuviera  en  mí  mis- 
ma. Sentí  un  gran  impulso  por  ir  a  la  oración  e  hice  mi  comunión 
espiritual;  pero  al  dar  la  acción  de  gracias  me  dominaba  el  amor 
enteramente;  principié  a  ver  las  infinitas  perfecciones  de  Dios 
una  a  una.  Y  hubo  un  momento  que  no  supe  nada...  estaba  como 
en  Dios... 

»Después  quedé  que  no  sabía  cómo  tenía  la  cabeza;  estaba 
como  en  otra  parte  y  temía  me  vieran  y  notaran  algo  en  mí  espe- 
cial. Por  lo  que  le  rogaba  a  Nuestro  Señor  me  volviera  entera- 
mente...» 

Más  tarde  apunta  en  su  Diario:  «Todo  lo  que  hago  es  por  su 
amor,  vivo  en  una  continua  presencia  de  Dios.» 

En  otra  carta  desarrolla  también  las  características  de  sus 
elevadas  comunicaciones  con  Dios: 


78 


«Ese  conocimiento  no  me  lo  da  con  palabras,  sino  como  si  en 
lo  íntimo  del  alma  me  diera  la  luz  de  ellas,  y  en  un  instante  yo 
las  veo  muy  claro,  pero  es  de  una  manera  rápida  y  muy  íntima 
en  la  parte  superior  del  alma.» 

Parece  que  toda  esta  mística  era  de  buena  le}',  a  juzgar  por 
los  deseos  de  penitencia  y  humildad  que  la  acompañaban,  Ya 
no  le  satisfacen  sus  cilicios,  privaciones,  incomodidades  ávida- 
mente buscadas;  ni  su  celo  por  hacer  felices  a  los  demás. 

Tampoco  le  intimidan  sus  frecuentes  fatigas:  sabe  que,  a  me- 
nudo, sobrevienen  sensaciones  de  desfallecimiento,  sin  que,  en 
realidad,  exista  mayor  debilidad;  y  se  propone  sobreponerse  con 
el  esfuerzo  de  su  voluntad. 

Quiere  ceñirse  con  un  fuerte  nudo  corredizo,  desazonar  la 
comida  con  ajenjos,  ayunar  los  viernes  y  acostarse  sobre  tabla. 
También  quiere  interrumpir  su  sueño  con  una  hora  de  oración. 
Pide  asimismo  le  permitan  llevar  por  más  tiempo  el  cilicio. 

¡Qué  contraste  más  vivo  entre  la  vida  interior  y  las  aparien- 
cias exteriores  de  esta  joven!;  pues  Juanita  pasa  a  los  ojos  del 
mundo  por  una  de  tantas  bellezas  de  Santiago.  En  ella  sólo  echan 
de  ver  los  jóvenes  algo  de  timidez  y  retraimiento. 

Pero  bajo  esas  líneas  seductoras  hay  oculto  un  corazón  siem- 
pre sediento  de  sufrir  y  espiar.  Llega  a  idear  el  padecimiento 
que  más  puede  herir  su  sensibilidad:  quiere  ser  humillada,  con- 
trariada por  su  propia  madre;  y  así  se  lo  suplica  humildamente. 

Su  buena  madre,  emocionada,  no  puede  acceder.  ¡Le  falta- 
ban tan  pocos  días  para  la  separación  definitiva!  Era  tiempo  de 
regalarla  por  última  vez. 


J\  medida  que  la  hora  crítica  se  acerca,  sus  amados  padres 
y  hermanos  se  convierten  en  verdaderos  instrumentos  de  supli- 
cio: «Cuando  miro  a  los  míos  me  digo:  ¡me  falta  tan  poco  para 
dejarlos!  Y  me  parece  que  mi  ternura  por  ellos  crece  más  aún...» 

Por  otro  lado,  cada  vez  más  esclava  de  su  llamamiento,  se 
prepara  para  el  noviciado  con  frecuentes  cartas  a  Los  Andes, 
que  la  enfervorizan.  Ya  tiene  en  su  poder,  y  lee  ávidamente  las 


79 


Constituciones  de  la  Orden  y  las  obras  del  Príncipe  de  los  mís- 
ticos, San  Juan  de  la  Cruz. 

Dos  meses,  nada  más,  le  faltan  para  eclipsarse  tras  las  rejas 
de  Los  Andes;  y  hay  que  aprovechar  las  ocasiones  que  le  quedan 
para  hacer  el  bien  en  su  derredor.  La  joven  se  apresura  a  rendir 
a  Dios  y  a  las  almas  los  últimos  servicios  de  su  caridad  v  apos- 
tolado en  el  mundo. 

Se  ocupa  en  enseñar  a  los  niños,  no  ya  sólo  el  catecismo  y  las 
oraciones,  sino  las  primeras  letras.  Luego  emprende  una  eficaz 
campaña  a  favor  de  la  devoción  del  Sagrado  Corazón  de  Jesús, 
que  es  coronada  con  su  entronización  en  veinte  hogares. 

Y  no  le  basta  aún.  Sabe  cuán  peligroso  es  quedarse  con  la 
fórmula  y  la  ceremonia  y  nada  más.  Aquí  se  aplica  su  fervor  de 
catequista,  y  consigue  llevar  a  los  pies  del  confesor  y  hasta  el 
santo  tabernáculo  a  los  miembros  de  esas  familias. 

Ni  que  decir  tiene  que  en  la  ceremonia  ella  estaba  presente 
y  las  imágenes  entronizadas  eran  regalo  suyo. 

Tampoco  le  faltaron  ocasiones  de  socorrer  heridos  v  enfermos; 
su  deporte  favorito. 

Durante  estas  últimas  vacaciones,  una  pobre  madre  le  trajo 
a  su  hijo  de  siete  años  con  el  cráneo  destrozado.  El  cuero  cabe- 
lludo cuelga,  destapando  la  caja  huesosa,  sus  ojos  están  yertos, 
el  respirar  agónico... 

Creyendo  el  caso  desesperado,  la  señora  Solar,  que  está  pre- 
sente, remite  a  un  médico  a  la  madre  del  herido,  más  por  conso- 
larla que  por  otra  cosa. 

Mientras  tanto,  Juanita,  sobreponiéndose  a  su  natural  horror, 
va  juntando,  una  a  una,  las  piltrafas  de  piel  que  cuelgan  en  des- 
orden... a  continuación  entregó  a  su  madre  la  medalla  de  Hija 
de  María,  y  le  recomienda  la  tenga  siempre  sobre  la  cabeza  del 
niño. 

Pues,  bien,  contra  toda  esperanza,  en  solo  ocho  días,  y  sin 
auxilio  de  médico,  la  herida  cerró  completamente.  Hecho  que 
muchos  atribuyeron  a  un  verdadero  milagro. 

Otro  hecho,  realmente  extraordinario,  fué  el  que  les  sucedió 
en  estas  vacaciones,  al  llegar  a  Talca.  En  un  coche  de  caballos 


80 


dirigidos  por  un  auriga  «no  muy  primo»,  iban  a  la  estación  la 
señora  Solar  y  Juanita. 

Los  saltos  y  vaivenes  ponían  pavor.  Y,  al  llegar  al  fin  del 
trayecto,  el  coche  se  acostó  bruscamente  sobre  uno  de  sus  lados; 
se  le  había  desprendido  una  rueda.  El  tapón  que  remata  el  eje. 
e  impide  la  salida  de  la  rueda  fué  hallado  casi  tres  kilómetros 
atrás.  En  esas  condiciones  la  rueda  no  podía  haberse  sostenido 
en  tan  largo  trayecto,  si  no  es  por  un  auxilio  especial  del  cielo. 


Teresa  de  ios  Andes.  6 


51 


A 


o  habrá  separación  posible  entre  usted  y  su 
hija,  pues  los  seres  que  se  aman,  jamás 
se  separan;  por  eso,  cuando  usted...  se 
sienta  fatigado  y  solo,  y  sin  tener  en  quien 
descansar,  se  sienta  desfallecido,  entonces  le 
bastará  trasladarse  al  pie  del  altar,  allí 
encontrará  a  su  hija,  que  también  sola, 
ante  el  divino  Prisionero,  alza  suplicante 
su  voz  para  pedirle  acepte  el  sacrificio 
suyo  y  también  el  de  ella  y  que,  en  retorno 
le  dé  ánimo,  valor  en  los  trabajos  y  con- 
suelo en  el  dolor. » 


VII 


LA  SUERTE  ESTÁ  ECHADA 


D  e  regreso  a  Santiago,  una  vez  más  se  desbarató  el  plan  de 
Juanita,  pues  tuvo  que  salir,  junto  con  su  mamá  y  hermanos,  al 
fundo  de  su  tía  Rosa  Fernández  de  Ruiz  Tagle. 

Es  el  fundo  costero  «San  Enrique  de  Bucalemu»,  en  la  des-' 
embocadura  del  Rapel. 

Como  estaba  tan  cerca  la  fecha  señalada  para  su  entrada  en 
Los  Andes,  Juanita  hubiera  preferido  que  la  dejaran  ultimar 
tranquilamente  sus  preparativos.  Una  vez  más  demostró  ser 
hija  fidelísima,  acompañando  a  su  madre. 

Ella  conoce  muy  bien  el  programa  de  esos  días  de  holganza 
en  los  fundos:  paseos  y  más  paseos,  en  auto  o  en  coche,  a  caballo 
o  en  bote;  luego  sesiones  mterminables  de  parlanchinería  en  el 
«living». 

¡Y  pensar  que  ella  tenía  un  plan  minucioso  de  vida  recogida, 
y  había  tanto  que  hacer  en  Santiago! 

Pero  Juanita  no  se  ahoga  en  una  gota  de  agua;  para  algo  le 
sirve  su  pericia  en  la  natación.  Como  si  por  su  interior  nada  pasa- 
ra, seguirá  haciéndose  toda  a  todos  y  prodigando  sonrisas,  mien- 
tras siente  las  agudas  punzadas  de  su  cilicio,  y  oye  las  suaves 
llamadas  de  Jesús. 


85 


Desde  allí  escribe  a  su  papá  en  su  galano  estilo,  modelo  de 
carta  familiar;  se  informa  de  su  salud,  de  sus  cosechas,  etc.. 

Todo  esto  era  andar  por  las  ramas,  eludiendo  la  cuestión  de 
fondo  de  su  vocación.  Sin  embargo,  había  llegado  el  momento 
de  dar  este  paso  definitivo,  que  con  gran  cautela  había  dejado 
para  el  fin.  En  parte,  por  abreviar  la  pena  del  padre;  en  parte 
también,  para  hacerle  encarar  un  hecho  casi  consumado,  en  caso 
de  que  pusiera  alguna  dificultad. 

Así  se  juntaba  la  prudencia  de  la  serpiente  con  la  simplici- 
dad de  la  paloma,  en  esta  hija  del  Evangelio. 

El  día  24  de  marzo,  apenas  regresada  de  Bucalemu,  enco- 
mienda al  arcángel  Gabriel,  el  de  las  grandes  misiones,  la  carta 
para  su  padre.  Hincada  de  rodillas  toma  la  pluma  y  escribe: 

«Papá:  hace  mucho  tiempo  que  deseaba  confiarle  un  secreto, 
que  he  guardado  toda  mi  vida  en  lo  más  íntimo  de  mi  alma.  No 
sé  qué  temor  se  apoderaba  de  mi  alma  al  quererlo  revelar;  por 
eso  siempre  me  he  mostrado  muy  reservada  para  todos.  Mas 
ahora  quiero  confiárselo  con  la  plena  confianza  que  me  guardará 
la  más  completa  reserva. 

»He  tenido  ansias  de  ser  feliz,  y  he  buscado  la  felicidad  por 
todas  partes.  He  soñado  con  ser  muy  rica,  pero  he  visto  que  los 
ricos,  de  la  noche  a  la  mañana  se  tornan  pobres,  y  que,  aunque 
esto  a  veces  no  sucede,  se  ve  que,  por  un  lado,  reinan  las  riquezas, 
y,  por  otro,  reina  la  pobreza  de  la  afección  y  de  la  unión.  La  he 
buscado  en  la  posesión  del  cariño  de  un  joven  cumplido,  pero  la 
sola  idea  de  que  algún  día  pudiera  no  quererme  con  el  mismo 
entusiasmo,  o  que  pudiera  morir,  dejándome  sola  en  las  luchas 
de  la  vida,  me  hace  rechazar  el  pensamiento  de  que  casándome 
seré  feliz... 

»Entonces  comprendí  que  no  he  nacido  para  las  cosas  de 
la  tierra,  sino  para  las  de  la  eternidad.  ¿Para  qué  negarlo,  por 
más  tiempo?  Sólo  en  Dios  mi  corazón  ha  descansado;  con  Él 
mi  alma  se  ha  sentido  plenamente  satisfecha,  y  de  tal  manera, 
que  no  deseo  otra  cosa  en  este  mundo  que  el  pertenecerle  por 
completo... 

«Iluminada  por  la  luz  de  la  gracia  conprendí  que  el  mundo 
era  demasiado  pequeño  para  mi  alma  inmortal;  que  sólo  con  lo 
infinito  podría  saciarme,  porque  el  mundo  y  cuanto  él  encierra 


86 


es  limitado,  mientras  que,  siendo  para  Dios  mi  alma,  no  se  cansa- 
ría de  amarlo  y  contemplarlo,  porque  en  Él  los  horizontes  son 
infinitos... 

»;Cómo  he  de  dudar  que  dará  su  consentimiento  para  ser  de 
Dios,  cuando  de  ese  «sí»  de  su  corazón  de  padre  ha  de  brotar  la 
fuente  de  felicidad  para  su  pobre  hija?  No;  lo  conozco,  usted 
es  incapaz  de  negármelo,  porque  sé  que  nunca  ha  desechado 
ningún  sacrificio  por  la  felicidad  de  sus  hijos.  Comprendo  que 
le  va  a  costar;  para  un  padre  no  hay  nada  más  querido  sobre 
la  tierra  que  sus  hijos.  Sin  embargo,  papá,  es  Nuestro  Señor 
quien  me  reclama... 

»Xo  crea,  papá,  que  todo  lo  que  le  digo  no  desgarra  mi  cora- 
zón; usted  bien  me  conoce  y  sabe  que  soy  incapaz  de  ocasionarle 
voluntariamente  un  sufrimiento.  Pero,  aunque  el  corazón  mane 
sangre,  es  preciso  abandonar  a  aquellos  seres  a  quienes  el  alma 
se  halla  íntimamente  ligada,  para  ir  a  morar  con  el  Dios  de  amor 
que  sabe  recompensar  el  más  leve  sacrificio.  ¡Con  cuánta  más 
razón  premiará  los  grandes!  Es  necesario  que  su  hija  los  deje, 
pero  téngalo  presente,  que  no  es  por  un  hombre,  sino  por  Dios; 
que  por  nadie  lo  hubiera  hecho  sino  por  Él  que  tiene  derecho 
absoluto  sobre  nosotros... 

»La  Santísima  Virgen  ha  querido  que  perteneciera  a  esa  Orden 
del  Carmelo,  que  fué  la  primera  Comunidad  que  le  rindió  home- 
naje y  la  honró.  Ella  nunca  deja  de  favorecer  a  sus  hijas  Car- 
melitas. De  manera,  papá,  que  su  hija  ha  escogido  la  mejor  parte. 
Seré  toda  para  Dios  y  Él  será  todo  para  mí.  Xo  habrá  separación 
posible  entre  usted  y  su  hija,  pues  los  seres  que  se  aman,  jamás 
se  separan;  por  eso,  cuando  usted,  papá,  se  entregue  al  trabajo 
rudo  del  campo,  1  cuando  cansado  de  tanto  sacrificio  se  sienta 
fatigado  y  solo,  y,  sin  tener  en  quien  descansar  se  sienta  desfa- 
llecido, entonces  le  bastará  trasladarse  al  pie  del  altar,  allí  encon- 
trará a  su  hija,  que,  también  sola,  ante  el  divino  Prisionero,  alza 
suplicante  su  voz  para  pedirle  acepte  el  sacrificio  suyo  y  también 
el  de  ella,  y  que,  en  retorno  le  dé  ánimo,  valor  en  los  trabajos 
y  consuelo  en  su  dolor... 


-  El  señor  Fernández,  siguiendo  la  tradicción  chilena,  inspeccio- 
naba con  solicitud  las  faenas  agrícolas  de  su  gran  hacienda. 


87 


«Papá,  no  me  negará  el  permiso.  La  Santísima  Virgen  será 
mi  abogada,  Ella  sabrá  mejor  que  yo  hacerle  comprender  que  la 
vida  de  oración  y  de  penitencia  que  deseo  abrazar,  encierra  para 
mí  todo  el  ideal  de  felicidad  en  esta  vida  y  me  asegurará  la  de  la 
eternidad...» 

Los  más  apasionados  afectos  se  suceden,  como  una  cascada 
que  se  desliza  sobre  un  estilo  vivo  y  armonioso.  ¡Cómo  iba  el 
señor  Fernández  a  oponerse  a  una  petición  tan  justa  y  tan  bien 
hecha! 

Aunque  su  confianza  tenía  el  sólido  fundamento  de  la  pala- 
bra divina,  no  deja  ella  de  encomendar  a  la  Virgen  Santísima 
el  buen  suceso  de  su  anhelada  petición.  El  día  de  la  Anunciación 
comulgó  en  el  Santuario  de  Lourdes,  y  rezó  el  Rosario  con  los 
brazos  en  cruz. 

Fueron  los  días  de  más  zozobra  de  su  vida.  Su  Diario  de  3  de 
abril  refleja  su  dolorosa  incertidumbre.  Sabe,  sin  embargo,  que 
su  padre  ha  hablado  favorablemente  del  caso  con  su  madre;  pero 
añadiendo  un  inquietante  lo  pensaré... 

Estamos  a  4  de  abril  y  el  señor  Fernández  no  llega  aún.  La 
zozobra  del  corazón  de  Juanita  es  intensa,  Y  en  el  fondo  del 
navio  duerme  Jesús. 

Por  fin,  regresó  don  Miguel,  pero  mostró  tal  indiferencia  por 
el  asunto,  que  ni  en  sus  conversaciones  más  familiares  se  refirió 
a  él.  Tal  actitud  era  alarmante. 

Una  palabra  de  Jesús  en  el  fondo  del  alma  de  Juanita,  una 
sola  de  aquellas  que  en  otras  ocasiones  le  prodigaba,  hubiera 
bastado  para  tranquilizarla.  Pero,  una  vez  más,  Jesús  callaba. 

Como  si  no  bastara  tan  sospechoso  silencio,  debe  salir  de 
nuevo  al  fundo  de  otra  familia  estrechamente  relacionada  con  los 
señores  Fernández  Solar.  Es  el  movimiento  continuo  de  la  vida 
americana. 

Juanita  no  puede  dejar  Santiago  sin  conocer  la  voluntad  de 
su  padre.  Se  arma  de  todo  su  valor,  y  acercándose  a  él,  se  cuelga 
de  su  brazo,  y,  sin  más  preámbulos,  le  pide  licencia  para  ir  al 
Carmen. 

Su  buen  padre,  sin  titubear  también,  puesto  que  ya  ha  dado 
a  Dios  el  «sí»  en  su  corazón,  accede  resignado. 


88 


Juanita  es  presa  dé  la  emoción.  Por  otra  parte,  el  auto  la  espe- 
ra en  la  puerta...  Y  el  permiso  no  es  aún  completo.  Domina  sus 
nervios,  y  explica  cómo  ya  tiene  su  fecha  fijada  de  antemano. 
«Hazlo  como  tú  quieras»,  contesta  el  buen  patriarca. 

Pero  el  señor  Fernández  atraviesa  uno  de  esos  momentos 
infernales  de  la  vida.  Su  hija  lo  ve,  y  humildemente  le  pide  per- 
dón por  haberle  ocasionado  tan  mal  rato.  La  respuesta  de  su 
padre,  fundida  en  estrecho  abrazo,  es  todo  un  panegírico  de  Jua- 
nita: No  tengo  de  qué  perdonarte. 

Aunque  en  el  auto  esperaban  impacientados,  tuvo  nuestra 
joven  tiempo  para  comunicar  su  feliz  suceso  a  su  mamá  y  her- 
mana. Momentos  después,  subió  al  elegante  vehículo,  que  des- 
apareció veloz,  a  lo  largo  de  las  interminables  avenidas  de  la 
capital  de  Chile. 


Lo  primero  que  hizo  al  día  siguiente,  una  vez  en  el  fundo 
de  su  tío,  fué  escribir  a  su  padre,  temiendo  haber  agradecido  algo 
atropelladamente  su  condescendencia  el  día  anterior,  por  la  pre- 
mura del  tiempo. 

Cuando  don  Miguel  leyó  esta  carta  rompió  a  llorar  amarga- 
mente. Casualmente  llega  en  esos  momentos  Luis,  ignorante  del 
asunto.  No  se  podía  ocultar  ya  la  causa  de  tan  amargo  llanto. 

Así  que  Luis  conoció  la  resolución  de  su  hermana,  con  quien 
había  estado  tan  estrechamente  unido  desde  su  niñez,  se  rebeló 
indignado,  e  hizo  falta  toda  la  ponderación  de  su  padre  para 
calmarlo. 

Como  si  se  tratara  de  citas  cinematográficas,  se  le  ocurre 
acercarse  a  Miguel,  y  éste  también  oye  por  vez  primera  la  deter- 
minación de  su  hermana. 

La  reacción  de  Miguel  fué  totalmente  opuesta  a  la  de  Luis. 
En  tal  forma  le  impresionó  la  noticia,  que  quedó  pasmado  y  sin 
pronunciar  palabra.  La  nueva  se  extendió  en  pocos  momentos 
a  todo  el  resto  de  la  familia,  y  desde  entonces  el  dolor  reinó  en 
aquel  hogar.  Una  nube  de  tristeza  veló  las  caras  de  familiares 
y  criados.  ¡Qué  idolatrada  debía  ser  aquella  criatura! 


89 


A  poco,  Luis  escribió  a  su  hermana,  reprochándole  su  falta 
de  confianza,  y  recordándole  las  consideraciones  que  suele  hacer 
el  mundo,  en  esas  circunstancias,  a  los  que  están  a  punto  de 
dej  arlo. 

«Mi  querido  Luis:  Por  mi  mamá  he  sabido  que  ya  no  te  es 
desconocido  mi  secreto.  Perdóname  no  haya  tenido  el  valor  de 
confiártelo  antes,  pero  sabía  lo  mucho  que  te  iba  a  impresionar, 
y  quería  ahorrarte  lo  más  posible  la  pena  que  ibas  a  sentir  cuando 
estuvieras  al  corriente  de  todo. 

»Si  por  un  instante  pudieras  penetrar  en  lo  íntimo  de  mi  pobre 
corazón  y  presenciar  la  lucha  horrible  que  experimento,  al  dejar 
a  los  seres  que  idolatro,  me  compadecerías;  mas  Dios  lo  quiere 
y  aun  cuando  fuera  necesario  atravesar  el  fuego,  no  retrocedería, 
puesto  que  lo  que  con  tantas  ansias  anhelo,  no  sólo  me  propor- 
cionaría mi  felicidad  en  esta  vida,  sino  la  de  una  eternidad... 

»Me  dirás:  puedes  amar  a  Dios  viviendo  en  medio  de  los  tuyo- 
Xo,  mi  Luis  querido.  Nuestro  Señor  nada  suyo  reservó  para  sí. 
al  amarme  desde  el  madero  de  la  Cruz;  aun  dejó  su  cielo,  su  Divi- 
nidad la  eclipsó,  y  yo  ¿me  he  de  entregar  a  medias?  ¿Encontra- 
rías generoso  de  mi  parte  reservarle  aquellos  a  quienes  estoy  más 
ligada?  ¿Qué  le  ofrecería  entonces?  No,  el  amor  que  le  tengo. 
Luis  querido,  está  por  encima  de  todo  lo  creado;  y  aun  cuando 
pisoteara  mi  pobre  corazón,  despedazado  por  el  dolor,  no  dejaré 
de  decirles  adiós,  porque  lo  amo  a  Él  con  locura.  Si  un  hombre 
es  capaz  de  enamorar  a  una  mujer  hasta  el  punto  de  obligarla 
a  dejarlo  todo  por  él,  ¿no  crees  acaso  que  Dios  es  capaz  de  hacer 
irresistible  su  llamamiento?...» 

Profundo  pensamiento  que  pone  en  litigio  la  más  violenta 
inclinación  humana,  la  que  con  mayor  crueldad  esclaviza,  con 
los  derechos  mucho  mayores  de  Dios.  El  corazón  sentimental  de 
Luis  debió,  sin  duda,  sintonizar  esta  delicada  y  fuerte  onda  de 
comprensión,  lanzada  por  la  hábil  pluma  de  su  hermana. 

Y  ésta  prosigue  su  carta,  sin  dar  sosiego  a  su  pluma,  que. 
cierto,  parece  que  su  mano  se  deslizaba  irresistiblemente  sobre 
un  pliego  y  otro  pliego,  sin  que  ni  su  fuego  ni  la  alteza  del  pensa- 
miento decline. 

«Lo  he  pensado  mucho  y  reflexionado  y  no  quiero  volver 
atrás,  porque  siendo  Carmelita,  realizaré  el  ideal  de  felicidad 


90 


que  me  he  forjado.  Si  me  quedo  en  el  mundo,  no  haré  todo  el 
bien  que  tú  me  pintas;  porque  la  virtud  es  una  planta  cuya  savia 
es  la  gracia  de  Dios.  Sin  ella,  la  virtud  perece.  Y  dime  sinceramen- 
te: ¿crees  que  Dios  me  la  otorgará  si  yo  no  soy  fiel  en  seguirle? 
No;  si  Él  me  ha  dado  ya  el  valor  para  sacrificarlo  todo  por  su 
amor,  yo  no  debo  dejar  de  ser  generosa... 

»En  cuanto  a  lo  que  me  dices,  que  la  gloria  de  Dios  no  gana- 
ría nada  si  todos  se  entraran  en  los  conventos,  te  encuentro  razón; 
pero  debes  agregar  a  esto  que  no  todos  los  buenos  son  llamados 
por  Dios  para  ser  religiosos.  Hay  almas  a  las  que  les  infunde  el 
atractivo  de  la  perfección,  y  éstas  tales  faltan  si  no  se  entregan 
a  ella.  Es  cierto  que  en  el  mundo  se  necesitan  almas  virtuosas, 
y  hoy  más  que  nunca  es  de  absoluta  necesidad  el  buen  ejemplo, 
pero  para  permanecer  en  el  mundo,  es  indispensable  tener  espe- 
cial asistencia  de  Dios;  yo  me  considero  sin  fuerzas  para  ello, 
porque  Él  no  me  lo  pide.  Pero  mayor  aún  es  la  necesidad  de  almas 
que,  entregadas  completamente  al  servicio  de  Dios,  lo  alaben 
incesantemente  por  las  injurias  que  en  el  mundo  se  le  hacen; 
almas  que  le  amen  y  le  hagan  compañía  para  reparar  el  abandono 
en  que  lo  dejan  los  hombres;  almas  que  nieguen  y  clamen  perpe- 
tuamente por  los  crímenes  de  los  pecadores;  almas  que  se  inmo- 
len en  el  silencio,  sin  ninguna  ostentación  de  gloria,  en  el  fondo 
de  los  claustros,  por  la  humanidad  deicida...» 

¡Cuántos  sofismas,  que  maneja  el  mundo,  y  aun  algunos  con- 
sejeros prudentes,  destruye  este  inspirado  párrafo!  Y  ¡qué  cla- 
ramente veía  Juanita  la  eterna  actualidad  y  creciente  necesidad 
de  la  vida  claustral,  por  muchos  considerada  como  inútil! 


En  el  estado  de  ánimo  en  que  se  encontraba  la  futura  Car- 
melita, no  necesitamos  dar  detalles  de  los  fervores  que  reinaban 
en  su  corazón  durante  los  días  de  aquella  Semana  Santa. 

Su  dolor  moral  le  acercó  mucho  a  Jesús  en  el  huerto  y  en  la 
Cruz;  al  paso  que  la  alegría  de  la  Resurrección  sólo  pudo  rozar 
muy  al  exterior  su  corazón,  sin  aliviar  el  interior,  repleto  de 
amargura. 


91 


>fas,  ahora,  Juanita  ha  conseguido  un  raro  dominio  de  su 
sensibilidad.  Fortalecida  en  la  escuela  de  la  cruz,  ahoga  en  su 
pecho  el  dolor.  Las  lágrimas  ya  no  corren  por  su  rostro:  «No  quiero 
llorar  porque  encuentro  que  el  sacrificio  regado  con  lágrimas  ya 
no  es  sacrificio...» 


Un  último  tropiezo  le  reservaba  el  mundo  en  su  ruta  hacia 
el  Carmen;  y  esto  cuando  más  expedita  se  veía. 

Cierta  persona  de  la  familia  de  Juanita  quedó  muy  disgus- 
tada al  saber  su  determinación.  Creyó,  tal  vez,  en  una.  ilusión 
de  la  joven,  y  le  declaró,  lisa  y  llanamente,  que  no  le  convencía 
su  vocación  mientras  no  la  aprobara  un  sacerdote,  a  quien  ella 
le  encaminó. 

Juanita,  dispuesta  a  condescender  más  que  nunca  en  estos 
últimos  días  de  su  vida  de  fami'ia,  acudió,  con  aprobación  de  su 
confesor,  al  sacerdote  susodicho. 

El  inesperado  consejero  no  estuvo  muy  afortunado,  pues  se 
limitó  a  exponer  razones  humanas  contra  las  divinas,  que  impul- 
saban irresistiblemente  a  Juanita. 

Después  de  todo,  le  dijo  que,  cierto,  tenía  vocación,  pero 
debía  esperar  dos  meses.  Paradoja  poco  convincente.  No  se  con- 
tentó con  esto,  sino  que,  valiéndose  de  la  confianza  que  había 
depositado  en  él  su  confesor,  le  hizo  prometer  que  no  iría  a  Los 
Andes  antes  de  ese  plazo. 

A  la  joven  se  le  cayó  el  alma  a  los  pies...  y  la  conferencia  du- 
raba horas.  Por  fortuna,  la  señora  Solar,  sospechando  con  intui- 
ción de  madre,  el  trance  en  que  estaba  comprometida  su  hija, 
cortó  la  conferencia,  mandando  llamarla  con  el  pretexto  de  des- 
pedir a  su  padre. 

Su  mamá  la  tranquilizó;  y  su  confesor  debió  lamentar  la  Ucen- 
cia que  tan  fácilmente  había  concedido  a  su  dirigida,  pues  hubo 
de  desaprobar  los  consejos  que  había  recibido  en  aquella  confe- 
rencia... Ella  quedó  con  esto  plenamente  tranquila,  y  prepa- 
rando el  ánimo  para  las  inminentes  e  inacabables  despedidas. 


92 


Don  Miguel  Fernández  no  se  sintió  con  ánimos  para  despedir 
a  su  hija  y  partió  días  antes  a  Chacabuco. 

La  última  tarde  que  iba  a  pasar  en  su  casa  tuvo  Juanita  el 
rasgo  edificante  de  pedir  perdón  de  rodillas  a  toda  la  servidum- 
bre de  la  casa,  por  las  molestias  que  les  hubiera  causado;  y  a  cada 
una  le  regaló  un  crucifijo,  acompañando  el  recuerdo  de  sentidos 
consejos.  1 

Después  de  la  última  cena  nadie  se  resignaba  a  dar  por  ter- 
minada la  jornada.  Sospechaban  el  día  que  les  esperaba.  Uno 
de  esos  que,  humanamente  hablando,  no  debieran  amanecer 
?obre  la  tierra. 

Después  de  renovar  la  consagración  del  hogar  al  Sagrado 
Corazón,  que  se  había  hecho  a  raíz  de  la  primera  Comunión  de 
Juanita,  continuó  la  velada  familiar. 

A  las  dos  de  la  madrugada  la  joven  se  retiró  a  su  habitación, 
donde  todavía  la  persiguieron  los  abrazos  apasionados  de  su  madre 
y  hermanos. 

Entre  tanto,  afuera  silbaba  un  viento  huracanado.  El  infier- 
no parecía  desahogar  su  furor  revolucionando  los  elementos.  El 
viento  y  la  lluvia  azotaban  la  ciudad  en  forma  inusitada.  Los 
árboles  y  postes  caían  derribados,  con  lo  que  el  tráfico  quedó 
suspendido  en  varios  puntos  de  la  ciudad.  Luego  faltó  la  luz; 
era  toda  una  desolación,  que  se  anticipaba  a  la  soledad  del  hogar 
de  los  señores  Fernández  Solar. 

Un  doloroso  temor,  acompañado  del  más  puro  amor  de 
hermana,  revelan  sus  últimas  líneas  de  despedida  para  Luis.  Con 
su  penetrante  intuición  ha  adivinado  los  secretos  de  esa  alma: 

«Comprendo,  aunque  tú  nunca  me  lo  has  manifestado,  que 
sufres,  que  llevas  el  alma  destrozada.  Muchas  veces  he  querido 
penetrar  en  esa  herida,  pero  tu  carácter  reservado  me  la  ha  ocul- 
tado. ¿Qué  hacer  sino  callar  y  rezar  por  ti?  Si  tú  pudieras  com- 
prenderme oirías  todo  lo  que  mi  alma  te  querría  decir,  pero  qui- 
zás no  aceptarás  los  consejos  de  una  monja...  ¡Que  jamás,  her- 
mano querido,  pierdas  la  fe!  Prefiero  morir  y  ofrecer  la  vida  antes 
que  tu  alma  se  extravie.* 


i  En  la  casa  de  Juanita  llegó,  en  algún  tiempo,  el  número  de  sir- 
vientas a  16. 


r<3 


El  sol,  remontando  las  perpetuas  nieves  del  Tupungato,  derra- 
ma sobre  Santiago  sus  primeros  rayos,  tímidos,  colados  a  través 
de  nubes  de  plomo.  Por  fin  ha  llegado  el  7  de  mayo,  esperado 
y  temido  a  la  vez. 

El  expreso  de  Valparaíso  arrancó  para  siempre  el  más  pre- 
cioso fruto  al  añoso  tronco  Fernández- Solar. 

Luego  de  -atravesar  veloz  el  dilatado  valle  de  Santiago,  el 
ferrocarril  serpentea  por  las  laderas  de  la  cordillera  de  la  costa 
hasta  llegar  a  la  estación  de  Las  Vegas.  Allí  la  vía  férrea  se  bifurca 
a  la  derecha,  internándose  en  ameno  valle,  un  vergel  aprisio- 
nado por  ariscos  cerros. 

Pero  si  es  riente  el  panorama  eme  atraviesa  el  ferrocarril  en 
estos  momentos,  se  equivoca,  sin  embargo,  el  que  imagina  la 
gran  cordillera  que  lo  corta  al  fondo,  vestida  de  verdes  laderas 
o  cubierta  de  vegetación  gigantesca.  La  mayor  parte  de  Los 
Andes  chilenos,  son  roca  desnuda  o  tierra  volcánica  sin  un  pu- 
ñado de  verdor  que  recree  la  vista. 

Lo  que  impresiona  en  ellos  es  su  grandeza:  ese  laberinto  tan 
extenso  como  América  del  Sur,  y  con  anchura  media  de  más 
de  100  kilómetros.  Barrera  infranqueable,  si  no  es  por  rarísimos 
pasos,  suspendidos  sobre  valles,  que  más  parecen  simas,  por  la 
violencia  de  su  pendiente. 

A  enormes  alturas,  los  valles  se  convierten  en  lagos,  y  los 
volcanes  se  forran  de  helado  armiño,  como  para  refrigerar  sus 
caldeadas  entrañas. 

Los  Andes  son  el  reinado  de  la  grandeza,  del  silencio  y  de  la 
soledad  más  impresionante.  Ni  seres  humanos  lo  pueblan,  ni 
fauna  ni  flora. 

La  ciudad  que  lleva  el  mismo  nombre  está  empotrada  en 
los  primeros  contrafuertes  cordilleranos,  y  parece  quiere  subir 
a  las  cumbres  nevadas.  Lo  que  ella  no  puede  sino  evocar,  lle- 
vará a  la  realidad  muy  pronto  Juanita,  bajo  el  nombre  de  Te- 
resa de  Jesús. 

A  las  once  y  media  de  la  mañana  se  apeaban  los  viajeros  en 
la  estación  de  la  ciudad. 


94 


A  la  tarde,  la  candidata  esperaba  frente  a  la  puerta  reglar  el 
momento  definitivo. 

Se  oyó  cada  vez  más  distinta  la  salmodia  de  la  Comunidad, 
y  luego  de  un  preludio  de  sonoros  cerrojos,  la  puerta  se  abrió  de 
par  en  par.  Juanita,  arrodillada,  recibe  la  bendición  de  un  Padre 
Carmelita,  que  preside  la  ceremonia;  luego  la  de  su  madre,  y  des- 
pués, con  paso  firme  y  ademán  entero,  entra  a  tomar  su  puesto 
en  el  cuerpo  de  comunidad. 

Las  puertas  se  cerraron  tras  ella,  y  mientras  los  suyos  que- 
daban afuera  sumidos  en  mal  contenido  dolor,  las  religiosas  con- 
ducían al  coro  a  la  nueva  postulante,  cantando  el  himno  Oh 
Gloriosa  Domina;  y  allí  la  abrazaron  una  a  una,  quedando  reci- 
bida así  en  su  nueva  familia. 


95 


c^£-sí  pasamos  la  vida,  hermanita  querida, 
orando,  trabajando  y  riéndonos.  Ojalá  ten- 
gas la  dicha  algún  día  de  encontrarte  en 
este  cielo  anticipado,  donde  los  rumores 
y  agitación  del  mundo  no  llegan.  Dios  es 
amor  y  alegría  y  Él  nos  la  comunica.» 


VIII 


SILENCIO,  ALEGRIA  Y  APOSTOLADO 

Ci  ando  Juanita  entró  en  Los  Andes  ya  estaba  madura  para 
Dios.  El  intenso  ejercicio  de  virtudes,  a  que  se  había  dado,  triunfó 
plenamente  de  sus  más  inocentes  debilidades. 

Aquella  viveza  de  genio,  que  demostró  en  su  infancia,  fué 
haciendo  cada  vez  más  raras  explosiones;  ahora  es  de  un  carácter 
el  más  agradable.  Lo  mismo  diríamos  de  su  excesiva  sensibilidad, 
ya  bajo  el  completo  dominio  de  la  razón. 

No  le  había  dado  poco  que  hacer,  también,  como  lo  revela 
su  Diario,  su  incipiente  vanidad;  y  sobre  ella  consiguió  victorias 
heroicas.  De  este  grado  me  atrevo  a  calificar  la  humillación,  que 
un  día  buscó,  al  hacer  la  visita  a  sus  buenas  monjas  del  Sagrado 
Corazón,  cubierta  con  el  abrigo  de  su  uniforme,  mientras  las 
otras  antiguas  alumnas  lucían  sus  mejores  galas. 

Ya  hemos  visto  su  anhelo  de  renovar  en  su  cuerpo  las  aus- 
teridades de  los  anacoretas;  y  aunque  prudentemente  se  la  coartó, 
su  porfía  fué  consiguiendo  uno  y  otro  permiso,  hasta  el  punto 
que,  cuando  entró  en  el  Carmen,  estaba  familiarizada  ya  con 
toda  clase  de  penitencias. 

Mayor  vigilancia  puso  aún  en  practicar  la  mortificación  per- 
petua de  todas  sus  aficiones,  revelándose  hija  muy  aventajada 
de  San  Juan  de  la  Cruz. 


99 


En  su  rauda  ascensión  hacia  la  gloria,  el  Carmelo  es  el  último 
escalón,  un  pequeño  descanso;  otro  vuelo  más,  y  entrará  en 
el  cielo. 

Al  contrario  de  lo  que  comúnmente  sucede  a  los  novicios  en 
sus  primeras  semanas,  Juanita  se  encontró  en  el  Carmen  de  Los 
Andes  como  en  su  propia  casa.  Ni  revelan,  sus  primeros  escritos, 
melancolía  ni  nostalgia  por  los  suyos. 

Dios  la  hizo  pasar  por  todas  estas  crisis  antes  de  entrar,  así 
que,  se  encontró  en  el  claustro  aligerada  de  ellas  para  mejor  darse 
a  Dios.  Una  alegría  intensa  se  le  escapa  por  la  pluma.  «Estoy 
tan  feliz,  que  a  pesar  de  que  no  conocía  a  mis  Hermanitas,  me 
parece  que  siempre  hubiera  vivido  en  medio  de  ellas.»  Y  en  carta 
a  su  hermano  Luis  «¡Oh!,  ¡si  pudieras  por  un  instante  sentirte 
lleno  de  felicidad  como  yo  me  siento!  Créeme  que  me  pregunto 
a  cada  momento  si  estoy  en  el  cielo,  pues  me  veo  envuelta  en  una 
atmósfera  divina  de  paz,  de  amor,  de  luz  y  alegría  infinita.» 

A  pesar  de  que  las  Carmelitas  no  suelen  escribir  sino  muy 
raras  veces,  se  hizo  excepción  con  Juanita.  Una  pluma  tan  pri- 
vilegiada, y  movida  por  manos  de  serafín  no  podía  menos  de 
hacer  mucho  bien  a  las  almas. 

Siempre  solícita  por  los  suyos,  les  da  cuenta  de  todos  los 
pormenores  de  su  vida;  y  además  les  consuela  y  aconseja  con 
palabras  llenas  de  convicción. 

En  otra  de  sus  largas  cartas  a  su  hermano  Luis,  sale  al  paso 
a  cierta  expresión  suya,  muy  fraternal,  sin  duda,  pero  demasiado 
humana:  «Tú  dices,  que  serás  bueno  por  mí;  esto  no  te  lo  permito. 
Por  una  criatura  miserable,  jamás  hemos  de  obrar.  Ama  y  haz 
el  bien  por  poseer  eternamente  el  Bien  inmutable...» 


La  primera  noche  que  pasó  en  su  celda,  desprovista  de  todo 
cuanto  puede  agradar  a  los  ojos,  o  dar  la  más  leve  comodidad 
al  cuerpo,  le  llenó  de  alegría.  Eso  era  lo  que  ella  buscaba  desde 
años  atrás:  la  nada. 

Colgando  de  las  paredes  desnudas  una  cruz,  y,  sobre  unas 
tablas,  un  pobre  jergón  con  algunas  mantas.  ¡Qué  contraste  con 


100 


las  bien  guarnecidas  habitaciones  y  salones  de  su  casa!  Y  el  con- 
traste resultó  agradabilísimo  para  Juanita.  Precisamente  ella 
amaba  con  pasión  el  vacío,  la  aniquilación  de  todo  lo  que  no  es 
Dios. 

Repara  luego  en  que  la  almohada  es  dura  como  tabla.  Otro 
hallazgo,  por  tanto  tiempo  deseado.  Sin  embargo,  la  nada  le  per- 
sigue, aun  en  sus  deseos  más  negadores.  A  la  buena  Madre  le 
parece  la  almohada  un  objeto  demasiado  duro  para  la  primera 
noche,  y  se  la  manda  cambiar  por  otra. 

Cuando  de  la  celda  pasa  al  coro,  nuevos  motivos  de  alegría: 
«En  el  Oficio  me  figuro  estar  en  el  cielo»;  dice  a  su  mamá.  Cierto, 
tan  en  el  cielo,  que  había  que  despertarla  de  su  ensimismamien- 
to con  ligeros  tirones,  a  cargo  de  su  compañera,  para  que  se  aco- 
modara al  ceremonial. 

Como  los  primeros  días  no  le  dejaban  asistir  a  todo  el  Oficio 
coral,  rezaba  el  resto  en  la  celda;  con  muy  buena  voluntad,  aunque 
no  muy  ajustada  a  sus  diversas  partes.  Un  día  declaró  con  inge- 
nuidad que  se  le  había  olvidado  el  Te  Deum  en  Completas.  La  gra- 
cia de  este  olvido  sólo  podrán  comprenderla  los  habituados  al 
Oficio  Divino. 


A.  los  pocos  días  de  entrar,  celebraron  la  fiesta  de  la  Madre 
Priora.  Y  en  él,  nuevas  sorpresas  para  Juanita. 

¡Qué  alegría  en  medio  de  tanta  austeridad!  El  más  insignifi- 
cante detalle  toma,  en  Comunidad,  relieves  interesantes;  puede 
llegar  a  la  categoría  de  acontecimiento.  Cada  religiosa  ofrece 
su  regalito  a  la  Madre.  Y  con  este  motivo,  ¡qué  sorpresas  y  qué 
risotadas  infantiles!,  al  saberse  el  regalo  que  es  fruto  del  ingenio 
y  del  cariño  de  cada  una. 

La  postulante  no  cabía  en  sí  de  gozo.  Se  acordaba  de  las  feli- 
citaciones de  salón,  de  los  gestos  y  palabras  estereotipadas  en 
sonrisas  de  hielo,  que  enmascaran,  más  de  una  vez,  corazones- 
turbados  por  el  rencor  o  ahitos  de  agoísmo. 

¡Qué  diferentes  escenas!  Para  un  alma  sincera  como  la  de 
Juanita  no  hay  opción  entre  ellas. 


101 


El  convento  de  Los  Andes,  donde  vivió  y  murió  Juanita,  no 
era  tan  confortable  como  el  actual.  Simple  casona  colonial  de 
adobe,  con  sus  celdas  alineadas  bajo  una  galería  abierta,  cuyo 
alero  quita  mucha  luz  a  las  celdas.  No  era  ninguna  vivienda  de 
príncipes,  ni  la  capilla  tenía  mayor  atractivo. 

Mucho  menos  halagador  todavía  a  los  ojos  humanos  es  el 
horario  y  ocupaciones  de  las  postulantes.  En  pie  desde  las  seis 
menos  cuarto,  tienen  que  ajustar  sus  atavíos  a  marchas  forzadas, 
porque  a  las  seis  deben  estar  en  el  coro.  Allí  una  hora  de  oración 
mental  a  oscuras,  en  silencio,  a  solas  con  Dios.  Luego  el  rezo  de 
las  Horas  Menores  seguido  de  misa  y  comunión. 

Con  tan  sustanciosa  refección  de  espíritu,  la  Carmelita  arros- 
tra las  ocasiones  de  la  mañana  con  la  mente  fija  en  Dios;  y  esfor- 
zándose por  exprimir  de  cada  instante  temporal  un  fruto  eterno. 
¡Es  tan  precioso  el  tiempo  para  Dios! 

Nuestra  postulante  siente  avidez  de  tiempo;  sabe  que  una 
hora,  un  momento  tiene  trascendencia  eterna,  y  teme  que  ese 
precio  de  amor  y  de  vida  eterna  le  va  a  faltar  muy  pronto. 

Después  de  la  comida,  la  ilustre  damisela  Fernández  Solar 
lava  los  platos  de  la  Comunidad;  y  luego  participa  de  la  sana 
expansión  del  recreo,  en  compañía  de  todas  las  religiosas;  acto 
que  pone  en  comunicación  los  espíritus,  distanciados  desde  la 
mañana  por  el  silencio  más  riguroso,  estrecha  los  vínculos  de  la 
caridad  y  proporciona  el  necesario  solaz. 

El  rezo  de  Vísperas  excita  la  voluntad  de  ese  letargo  indefi- 
nido, que  titularon  los  ascetas  demonio  del  mediodía;  y  luego  viene 
la  quieta  y  sabrosa  lectura  espiritual.  Al  sonar  las  tres,  guardan 
un  religioso  recuerdo  del  Divino  Agonizante  del  Gólgota;  todas 
interrumpen  la  lectura  y  postradas  en  tierra  rezan  tres  Credos. 

Luego  hacen  una  visita  al  Santísimo  y  vuelven  a  trabajar 
en  sus  respectivas  celdas.  De  cinco  a  seis,  otra  hora  en  el  coro 
de  íntimo  coloquio  con  Dios.  Después  la  cena  y  un  rato  de  con- 
versación en  Comunidad.  Retiradas,  de  nuevo,  en  sus  celdas, 
trabajan  u  oran  hasta  el  rezo  de  Maitines. 


102 


La  jornada  no  cesa  para  la  Carmelita  hasta  las  once;  a  esa 
hora  su  cuerpo,  trabajado  por  la  disciplina,  goza  de  un  merecido 
descanso. 


El  complicado  ceremonial  del  Oficio  Divino  hace  pasar  apuros 
a  la  postulante.  Tiene  que  leer  las  lecciones  de  Maitines  en  pie. 
en  medio  del  coro,  mientras  la  Comunidad  sentada  escucha.  ¡Qué 
apuros,  la  primera  vez! 

Cuando  Juanita  leyó  sus  lecciones,  la  Madre  Superiora,  encar- 
gada del  ceremonial,  le  hizo  un  regalito;  como  premio,  y,  tal 
vez.  para  que  se  le  pasara  el  susto. 

«Así  pasamos  la  A-ida,  hermanita  querida — escribe  a  Rebeca — , 
orando,  trabajando  y  riéndonos.» 

Una  nota  característica  distingue  inconfundiblemente  el  esta- 
do de  ánimo  de  Juanita,  en  este  tiempo,  del  que  describe  Teresa 
de  Lisieux,  en  su  noviciado.  Para  ella  estaba  habitualmente 
velado  el  rostro  de  Dios.  Xo  sentía  felicidad  intensa,  sino  más 
bien  paz  resignada.  En  sus  poesías  canta,  no  lo  que  sentía,  sino 
lo  que  quería  sentir.  Por  el  contrario,  Juanita  comenzó  su  A-ida 
religiosa  bañada  de  alegría:  «Soy  feliz,  pero  la  criatura  más  feliz 
del  mundo;  estoy  comenzando  mi  A-ida  del  cielo...  Me  parece  que 
esto}*  en  la  eternidad,  porque  el  tiempo  no  se  siente  aquí  en  el 
Carmen.» 

Si  Juanita  había  encontrado  su  felicidad  entre  sus  Herma- 
nas, ellas,  por  su  parte,  sin  excepción,  amaban  y  admiraban  a 
la  nueva  postulante.  Su  carácter  disciplinado  y  su  natural  incli- 
nación a  servir  a  las  demás,  a  ser  útil  a  todos,  unido  a  su  belleza 
y  atractivo  personal,  la  granjearon  el  cariño  de  todas. 

Hasta  el  perro  Mozuk,  muy  agresivo  con  todos,  se  deja  acari- 
ciar meloso  por  Juanita.  Con  espontaneidad  teresiana,  exclamó, 
a  este  propósito,  una  Hermanita:  « Miren,  hasta  los  perros  tienen 
buen  gusto.» 

Su  felicidad  no  significa  que  no  sintiera  pesadumbres  mora- 
les y  debilidad  física.  Cierto  que,  sus  fatigas  crónicas  habían 
desaparecido,  pero  esto  no  excluye  que  su  delicada  constitución 


103 


no  sintiera  las  dentelladas  del  frío  y  los  embates  del  sueño  y  del 
desmayo. 

Y  hay  que  advertir  que  las  Carmelitas  de  Chile  no  se  han 
contentado  con  los  prolongados  ayunos  de  Regla,  sino  que  los 
han  aplicado  con  excesivo  rigorismo. 

Para  una  vocación  menos  decidida,  los  primeros  síntoma> 
de  fatiga  bastan  para  concluir  que  no  hay  salud  para  la  vida 
religiosa.  Paliada  cobardía,  por  regla  general,  que  desmiente  las 
vidas  de  los  santos  y  varones  de  Dios,  tanto  más  penitentes  cuan- 
to más  enfermos  y  extenuados. 


El  retiro  que  las  Carmelitas  hacen,  desde  el  día  de  la  Ascen- 
sión hasta  el  Domingo  de  Pentecostés,  afervoró  la  caridad  de 
Juanita.  Un  fenómeno  nuevo  para  ella  se  presenta  en  su  ora- 
ción: 

«Hace  tres  o  cuatro  días  que,  estando  en  oración,  he  sentido 
como  que  Dios  baja  a  mí  con  un  ímpetu  de  amor  tan  grande, 
que  creo  que  a  poco  más  no  podría  resistir,  pues  en  ese  instante 
mi  alma  tiende  a  salir  del  cuerpo.  Mi  corazón  late  con  tanta  vio- 
lencia que  es  horrible;  siento  que  todo  mi  ser  está  como  suspen- 
dido y  que  está  unido  a  Dios...  Hoy,  víspera  de  Pentocostés. 
he  sentido  un  arrebato  de  todo  mi  ser  en  Dios  con  mucha  vio- 
lencia sin  poderlo  disimular,  y  tres  veces  he  vuelto  y  después 
he  sido  de  nuevo  transportada...» 

Son  comunicaciones  altísimas  de  la  Divinidad,  con  que  Dios 
regala,  a  veces,  a  sus  siervos  fieles.  Brillantes  relieves,  y  de  inten- 
sa emoción,  algo  sublime,  mas  que  no  otorga  sino  a  los  que  lian 
hecho  ¡rente  a  la  prosa  y  a  la  tragedia  de  la  vida  con  constancia  v 
heroísmo. 

Parece  ser  que  se  repitieron  con  frecuencia  estos  arrobamien- 
tos en  ella,  pues  alude  a  estos  fenómenos  a  menudo: 

«He  pasado  todos  los  días  como  si  no  estuviera  en  mí:  hago 
las  cosas  pero  sin  darme  cuenta.  Después  estando  en  la  oración 
se  me  presentó  Dios,  e  inmediatamente  mi  alma  parecía  salir  de 
mí,  pero  con  una  violencia  tal,  que  casi  me  caí  al  suelo;  no  pierdo 


1.04 


los  sentidos,  pues  oigo  lo  que  pasa  a  mi  lado,  pero  no  me  distraigo 
de  Él.» 

Estas  últimas  líneas  nos  recuerdan  al  autor  de  la  Noche  Oscura: 
«Suele...  el  alma  verse,  sin  saber  cómo  es  aquello,  tan  apartada 
y  alejada  según  la  parte  espiritual  y  superior  de  la  porción  infe- 
rior y  sensitiva,  que  conoce  en  sí  dos  partes  tan  distintas  entre 
sí  que  le  parece  no  tiene  que  ver  la  una  con  la  otra...» 1 

La  oración  termina,  y  Sor  Teresa  no  puede  moverse.  Su  angus- 
tia es  insoportable;  quiere  seguir  a  sus  Hermanas  para  no  llamar 
la  atención,  mas  no  puede,  se  siente  clavada.  Ruega  y  suplica 
al  Señor  no  la  deje  en  evidencia...  y,  a  poco,  se  encuentra  aligera- 
da y  empieza  a  andar,  pero  como  con  cuerpo  prestado. 

Fué  en  estas  ocasiones  cuando,  para  impedir  el  éxtasis,  agi- 
taba los  pies  y  se  pellizcaba  rabiosamente.  Por  esta  causa  fué 
acusada  varias  veces  en  Capítulo  Conventual. 

¡Qué  lejos  estaban  de  conocer  la  verdadera  causa  de  esa  inquie- 
tud! Sólo  después  de  su  muerte  declaró  su  confesor  la  verdad. 
Se  trata  claramente  de  gracias  de  orden  místico. 

Un  alma  que  ha  llegado  a  estos  extremos  puede  decir  con 
verdad:  «La  vida  se  hace  un  suspiro  y  luego  nos  sumergimos  en 
la  eternidad.» 

El  día  del  Sagrado  Corazón  solicitó  y  obtuvo  permiso  para 
hacer  los  tres  votos  hasta  su  toma  de  hábito.  Por  su  parte,  el 
Señor  le  mostró  cuán  grata  le  era  esta  ofrenda  con  una  visión 
extraordinaria. 

«Se  me  presentó  Jesús  con  una  belleza  tal,  que  me  tenía  ente- 
ramente fuera  de  mí  misma...  Me  dijo  que  me  introducía  en  su 
Sagrado  Corazón  para  que  viviera  unida  a  Él.» 

El  cielo  y  la  tierra  cooperaban  en  la  obra  de  la  santificación 
de  esta  criatura  privilegiada.  Para  ella  se  adelantaban  los  tiem- 
pos. Jesús  quería  ver  pronto  ataviada  a  su  esposa  para  el  Juge 
Convivium  de  la  eternidad. 

La  Madre  Angélica,  como  obedeciendo  a  una  inspiración  divi- 
na, pidió  permiso  al  señor  Nuncio  para  adelantar,  en  un  mes, 
la  toma  de  hábito.  Nuevo  acicate  para  apresurar  el  avance  de  la 
postulante  hacia  la  perfección. 

i    Noche  Oscura  del  Espíritu,  cap.  XXIII. 


El  septiembre  chileno  es  el  mes  de  los  verdores  espléndido> 
v  de  las  flores  sin  medida.  Con  luces  polícromas  de  azul  y  plata 
andinos,  que  ofuscan  y  renuevan  el  ánimo,  ha  sentado,  la  prima- 
vera, sus  reales  en  la  huerta  de  Los  Andes.  Las  flores  han  com- 
pletado su  invasión. 

Inundadas  de  aromas,  en  un  rincón,  están  las  ermitülas,  tan 
recomendadas  por  la  Santa  Madre.  Juanita,  recogida  en  una  de 
ellas,  se  engolfa  en  Dios.  Recuerda  sus  oraciones  vespertinas  en 
los  campos  de  Chacabuco  y  de  San  Javier;  y  piensa  que  el  tiempo 
se  le  va  y,  pronto,  Santiago,  lo  mismo  que  Chacabuco  y  Los  An- 
des, se  fundirán  en  el  común  abismo  de  lo  pasado,  para  hacer 
camino  a  la  única  realidad,  que  es  la  eterna... 

Pero  su  felicidad  no  la  hace  egoísta;  no  se  olvida  de  los  suyo>. 
Más  que  nunca  se  siente  apóstol.  Sus  padres,  hermanos  y  amigas 
>nn  objeto  de  sus  más  fervorosas  plegarias. 

A  todos  quiere  santos.  A  la  oración  añade  el  apostolado  de 
-u  pluma;  no  se  cansa  de  exhortarlos  a  la  piedad,  al  amor  de  Dios; 
y  lamenta  no  poder  comunicarles  sus  sentimientos  de  felicidad. 

Así  a  su  hermana  Rebeca:  «Si  por  un  momento  pudiera  hacerte 
comprender  la  vida  de  unión  e  intimidad  con  Jesús  que,  día  por 
día  se  acrecienta  en  mi  alma,  lo  dejarías  todo.» 

Seguramente  que  acentos  tales  iban  ya  depositando  en  Rebeca 
los  gérmenes  de  la  vocación.  Sin  embargo,  mientras  esté  en  el 
mundo  debe  encarar  con  éxito  las  adversas  realidades:  «Cuando 
vayas  al  teatro — le  dice — ,  no  mires  mucho;  corta  el  argumento 
en  lo  más  importante;  adora  y  ama  a  Jesús.» 

Mas  antes  de  continuar  con  la  actividad  epistolar  de  Juanita 
digamos  algo  de  su  gran  día  de  la  toma  de  hábito. 


Llegó  el  14  de  octubre,  tanto  tiempo  deseado;  fecha  fijada  para 
la  ceremonia,  después  de  otorgada  la  licencia  para  abreviar  el 
postulantado. 


I'  10 


Los  padres  de  Juanita,  sus  hermanos  y  una  tía  fueron  los 
miembros  de  la  familia  que  se  trasladaron  a  Los  Andes  para  pre- 
senciar la  ceremonia. 

La  postulante  entró  en  el  coro  acompañada  por  la  Comuni- 
dad, tomando  colocación  sobre  el  paño  cercado  de  flores  que. 
para  ella,  se  reserva  en  el  centro.  Después  vino  la  plática  de 
circunstancias,  y  la  ceremonia  con  toda  su  emotiva  sencillez, 
que  acaba  con  el  abrazo  fraternal,  a  los  acordes  del  Ecce  quam 
bomum. 

Al  pie  de  las  rejas  del  coro  se  extinguían  las  esperanzas  que 
el  mundo  había  puesto  en  ella,  lo  mismo  que  sus  inolvidables 
ratos  de  vida  familiar. 

Allí  acabaron  sus  favoritas  diversiones.  Ya  no  hendirá  Jua- 
nita con  hábil  bracear  las  olas  del  Algarrobo.  Ahora  yace  des- 
montada la  gentil  amazona  de  San  Javier  y  Chacabuco,  para  no 
poner  más  su  pie  en  el  estribo. 

Juanita  Fernández  Solar  ha  muerto  bajo  la  simbólica  mor- 
taja; y  se  levanta  alegre,  triunfadora  de  la  muerte  Sor  Teresa  de 
Jesús. 

La  capa  blanca  del  Carmelo,  de  abolengo  milenario  y  de  pul- 
cro simbolismo,  cubre  ya  a  la  nueva  Esposa  de  Jesús. 

La  blancura  tiene  un  sello  de  divinidad:  blanco  fué  el  vestido 
de  reyes  y  sacerdotes  en  la  antigua  ley,  blancura  indescriptible 
vieron  los  atónitos  apóstoles  en  la  túnica  del  Señor  transfigurado; 
blanco  es  el  color  que  la  sagrada  liturgia  reserva  para  los  Miste- 
rios de  Dios...;  y  estas  dos  hileras  de  capas  blancas  que  vemos 
a  través  de  las  rejas  del  coro,  se  están  ejercitando  ya  en  el  oficio 
de  áulicos,  que  continuarán  un  día  en  el  cielo. 

Sor  Teresa  acaba  de  incorporarse  al  grupo  de  elección,  mas 
por  seis  meses,  nada  más.  No  bien  cumplidos  éstos,  y  adelántan- 
dose  a  todas  sus  Hermanas,  tomará  su  puesto  en  aquella  blanca 
comitiva  que,  como  dice  San  Juan.  «sigue  al  Cordero  Divino  a 
dondequiera  que  va». 

A  pesar  de  su  místico  morir  a  la  carne  y  sangre,  y  venciendo 
su  repugnancia,  tuvo,  después  de  la  ceremonia,  que  acudir  al 
locutorio.  Y  fué,  ciertamente,  para  mucho  bien  de  los  que  la 
vieron  tan  alegre  y,  al  mismo  tiempo,  tan  absorta  en  Dios. 


107 


Si  en  algún  caso  es  cierto  aquello  de  «El  hábito  no  hace  al 
fraile»,  verdaderamente  lo  es  en  el  caso  de  Sor  Teresa.  Ella 
había  sido,  mucho  tiempo  atrás,  Carmelita  sin  hábito.  El  há- 
bito no  pasaba  de  ser  un  símbolo  de  plenitud  de  vida  carme- 
litana, una  floración  exterior  del  espíritu  que  ya,  plenamente, 
le  vivificaba. 


Son  tan  íntimos,  tan  incomunicables  los  sentimientos  de  la 
vocación,  que  el  mundo  no  entiende  de  ellos  ni  una  palabra. 
No  sólo  el  mundo,  en  el  sentido  peyorativo  de  la  palabra,  pero 
aun  muchos  fervorosos  interpretan  desgraciadamente  las  emo- 
ciones, las  alegrías  y,  tal  vez,  las  lágrimas  de  la  religiosa. 

Si  una  joven  llora  en  el  mundo,  se  interpreta  de  mil  maneras 
>u  pena;  las  lágrimas  o  la  aparente  tristeza  de  la  religiosa  no  tiene 
otra  explicación  sino  que  quiere  volverse  a  casa.  Confesemos 
^quiera  que  la  vocación  sólo  la  conoce  el  que  la  tiene.  Y,  siendo 
esto  así,  ¿por  qué  se  encuentran  tantos  consejeros  seglares  en 
achaques  de  vida  religiosa? 

También  le  tocó  a  la  Hermana  Teresa  caer  bajo  los  juicios 
insipientes  del  mundo:  «Todavía  me  estoy  riendo — escribe — de 
lo  que  me  ha  dicho  nuestra  Madre  que  se  corre  en  el  mundo,  de 
esta  pobre  Carmelita.  ¿Por  qué  quieren  turbar  su  felicidad,  dicién- 
dole  que  estoy  triste,  que  lloro,  etc.?  ¿No  ve  que  es  envidia  del 
reposo,  de  la  paz,  de  la  felicidad  que  inunda  mi  alma?  Cuán  bien 
veo  que  los  que  inventan  semejantes  mentiras  no  saben  lo  que 
es  vivir  en  el  cielo  del  Carmelo,  y  lo  que  es  la  gracia  de  la  voca- 
ción.» 

Asomada  desde  las  alturas  del  Carmen,  ve,  allá  abajo,  a  los 
esclavos  de  la  humana  felicidad,  martirizados  por  esa  arpía  que 
se  vende  por  reina  de  belleza.  Y  la  Hermana  Teresa  se  compadece 
de  ellos. 

En  fin,  se  consuela  pensando  que  también  para  ellos  pasa 
pronto  el  agridulce  placer,  lo  mismo  que  la  noche  triste  del  des- 
engaño: «Yo,  cada  día  más  feliz;  ayer  hizo  un  mes  de  mi  toma  de 
hábito,  tiempo  que  ha  transcurrido  volando...  ¡Qué  sería  de  nos- 


108 


otros  si  no  pasara  así  la  vida!  Sobre  todo  sería  terrible  para  la 
gente  del  mundo,  para  la  cual  no  hay  dicha  cumplida,  ya  que 
para  una  Carmelita  existe  el  cielo  en  la  tierra.» 


A  los  seis  meses  de  vida  en  el  Carmen  la  sorprendemos  de 
nuevo  en  su  celdita,  escribiendo  sus  cartas  apostólicas.  Es  ahora 
su  amiga  Isabel  la  destinataria;  a  la  que  siempre  propone  como 
modelo  Sor  Isabel  de  la  Trinidad,  cuya  vida  y  doctrina  tuvo 
siempre  especial  atractivo  para  Sor  Teresa. 

A  otra  de  sus  amigas  le  da  cuenta  de  las  excelencias  de  la 
vida  contemplativa,  en  términos  tan  inspirados,  que  bien  mere- 
cían publicarse  a  los  cuatro  vientos,  para  conocimiento  de  las 
almas  que  se  sienten  llamadas  al  claustro,  pero  creen  impropia 
de  estos  tiempos  la  vida  contemplativa. 

La  realidad  es  muy  otra:  nunca  han  sido  más  necesarios  los 
contemplativos;  y  por  desgracia,  nunca  tan  pocos.  Por  una  parte, 
la  apostasía  general  pide  brazos  siempre  alzados  al  cielo;  por 
otra,  el  apóstol  necesita  oraciones,  para  que  su  alma  no  sucumba 
sofocada  por  las  obligadas  adherencias  materiales,  que  se  enros- 
can aún  en  el  más  puro  apostolado. 

Sin  poner  en  duda  la  necesidad  de  la  vida  activa,  preocupa 
a  Sor  Teresa  la  no  menor  necesidad  de  almas  exclusivamente 
consagradas  al  amor  de  Dios. 

Su  experiencia  de  la  vida  le  enseñó  que  el  apóstol  debe  rozar 
con  los  más  diversos  medios,  que  menoscaban  no  poco  su  crite- 
rio y  su  pureza  de  intención;  ante  lo  cual  debe  reaccionar  con 
meditación  asidua  y  vida  intensa  de  piedad,  so  pena  de  dar  en 
el  apostolado  de  oropel,  nulo  o  contraproducente  para  los  ver- 
daderos valores  del  espíritu. 

Sor  Teresa  de  Jesús  tiene  la  pluma: 

«Aunque  otros  digan  que  por  el  apostolado  y  la  oración  se 
salvan  las  almas,  yo  creo  que  es  mucho  más  difícil,  pues  esto  nece- 
sita una  gran  unión  con  el  Redentor,  ya  que  el  salvar  almas  no 
es  otra  cosa  que  darles  a  Jestts;  y  asi,  el  que  no  lo  posee  no  puede 
dar  nada.  Por  lo  general,  las  almas  en  la  vida  activa  llegan  más 


109 


difícilmente  a  unirse  enteramente  a  Dios,  ya  que  las  cosas  exte- 
riores y  el  trato  constante  con  el  mundo  las  hacen  distraerse  de 
ÉL  Además  me  parece  que  puede  mezclarse  el  amor  propio  cuando 
-e  palpan  los  triunfos.  Estos  peligros  la  Carmelita  no  los  tiene, 
ya  que  ignora  el  número  de  almas  que  salva  por  la  oración  y  el 
sacrificio.  Quizás  desde  su  celda  conquista,  al  par  de  los  misio- 
neros, millones  de  infieles  que  se  encuentran  en  los  confines  del 
mundo...» 

La  carta  es  interminable;  en  tal  forma  fluyen  ideas  y  las  más 
variadas  expresiones  a  la  pluma  de  Sor  Teresa  que  escribía  en 
muy  poco  tiempo  epístolas  verdaderamente  paulinas.  Al  fin  se 
da  cuenta  de  que  todo  tiene  su  límite.  «¡Por  Dios,  cuánto  me  he 
alargado!,  pero  perdóname,  hermanita;  cuando  hablo  de  mi  voca- 
ción de  Carmelita  y  de  Jesús,  no  puedo  detenerme...» 

De  modo  particular  también  se  interesó  por  acercar  las  alma- 
a  la  Sagrada  Eucaristía: 

«Sí,  mi  Lucita — escribe  a  su  hermanita — ,  es  preciso  que  pre- 
pares el  corazón  de  tu  Lucecita  para  que  sea  siempre  sagrario  de 
Jesús,  ahora  con  tus  oraciones,  más  tarde  con  las  enseñanza- 
la  vigilancia  y  el  ejemplo.» 

Y  a  Rebeca:  «En  esos  momentos  en  que  mi  alma  está  unida 
a  Dios,  cesa  todo  para  mí;  me  faltan  palabras,  hermanita,  para 
expresarte  la  dicha  divina  que  experimento.  Siento  al  Infinito, 
al  Eterno,  al  Santo,  al  Todopoderoso,  al  Sapientísimo  Dios  unido 
con  la  nada  pecadora...  Aprovecha,  hermanita,  esos  instantes 
para  hacerte  santa...  ¿Qué  te  podrá  negar  cuando  está  loco  de 
amor  por  ti,  ya  que  se  ha  reducido  a  Hostia,  y  nada  para  llegar 
hasta  ti? 

A  una  persona,  a  quien  frecuentemente  escribe,  le  reprocha 
su  negligencia:  «Para  mí  es  inconcebible  que  teniendo  ansian 
de  ser  feliz  no  busques  a  Jesús.  ;Por  qué  no  te  acercas  a  comulgar 
diariamente? 

«Procuren  ustedes  no  comulgar  como  lo  hacen  las  personas 
del  mundo.»  Fino  reproche  para  los  que  se  acercan  a  comulgar 
por  rutina,  por  hacer  un  acto  más  de  piedad  en  el  día.  Tal  vez 
por  egoísmo,  como  medio  heroico  a  que  se  acude,  solamente, 
cuando  se  han  frustrado  todas  las  perspectivas  humanas. 

110 


Para  que  así  no  sea  la  comunión,  se  impone  algo  de  vida  inte- 
rior, tal  como  la  fomenta  la  meditación;  práctica  que  aconseja 
a  renglón  seguido  Sor  Teresa  a  las  destinatarias  de  la  carta. 


J_#o  que  hace  solos  treinta  años  fué  un  arenal  inhóspito,  es 
hoy  el  San  Sebastián  de  Chile.  Cerros  ideales,  parques  y  paseos, 
avenidas  de  modernos  chalets,  suave  atmósfera  forman  un  am- 
biente idílico,  paradisíaco. 

La  Avenida  Libertad  presenta  a  ciertas  horas  un  aspecto 
deslumbrador:  belleza  y  elegancia  en  las  aceras,  y  en  el  centro 
continuo  deslizarse  de  silenciosos  y  deslumbrantes  automóviles. 
Luego  la  pista  se  prolonga,  doblando  frente  al  cuartel  de  los  Cora- 
ceros, para  bordear  la  costa,  serpenteando  sobre  playas  y  bravos 
acantilados.  Aquí  y  allá,  palacios  y  chalets  en  estratégica  posi- 
ción sobre  la  mar  o  en  las  mismas  arenas;  luz  polícroma,  brisa 
sedante,  mar  de  intenso  azul  forman  un  conjunto  voluptuoso  de 
irresistible  atractivo.. 

Durante  los  años  de  1912  y  1913  había  pasado  Sor  Teresa 
parte  del  verano  en  Viña  del  Mar.  Cierto  que  sus  residencias, 
tanto  en  Recreo  Alto  como  en  Echevers,  fueron  para  ella  santos 
retiros;  pero  un  alma  como  la  suya,  sensible  a  todo  lo  bello,  no 
podía  menos  de  experimentar  el  rudo  choque  de  la  seductora 
ciudad  con  sus  austeros  principios. 

Sor  Teresa  evoca  estas  escenas  para  detestarlas.  Le  repugna 
todo  cuanto  a  la  incauta  juventud  seduce;  y  gime  en  su  corazón 
al  ver  emboscarse  tanto  pecado  detrás  de  tanta  belleza. 

La  joven  postulante  quiere  que,  siquiera,  un  alma  entre  mil 
se  destaque  de  la  turba  sedienta  de  placer,  para  acordarse  del 
Prisionero  del  Sagrario.  El  espíritu  de  reparación  eucarística  du- 
rante esas  vacaciones,  donde  todos  cristianos  «vacan  al  demonio*, 
lo  aconseja  encarecidamente: 

«Te  recomiendo  en  Viña  del  Mar,  la  comunión  diaria  para 
reparar  y  consolar  a  Nuestro  Señor,  al  que  tanto  se  ofende  en  las 
vacaciones.» 


Otro  tópico  que  viene  con  frecuencia  a  su  pluma  es  el  del 
llamamiento  al  estado  religioso.  No  es  que  quisiera  hacer  mon- 
jas a  todas  sus  amigas,  pero  sí  que  conozcan  la  grandeza  de  esa 
divina  profesión. 

Discreción  e  imparcialidad  muestran  estos  términos:  «Me  dices 
te  diga  mi  opinión  acerca  de  tu  vocación;  me  río  al  ver  a  quién 
se  lo  preguntas...  Pero  en  fin...  te  diré  que  yo  creo  que  por  ahora 
tu  misión  está  en  el  seno  de  los  tuyos;  puedes  ser  entretanto 
Carmelita  en  el  mundo;  Dios  quiera  que  lo  seas...» 

¿Tendrá  esta  súplica  final  alguna  gota  de  escéptica  ironía - 
Como  ditiendo:  te  va  a  hacer  falta  Dios  y  ayuda;  porque  esto  es 
poco  menos  que  imposible. 

Nada  de  eso.  En  el  decurso  de  la  carta  va  puntualizando  las 
normas  que  deben  guiar  a  la  persona  que  trata  de  perfeccionarse 
en  medio  del  mundo. 

Sin  embargo,  Juanita  parece  más  convincente  cuando  ponde- 
ra el  estado  religioso,  pues,  a  pesar  de  su  prudencia  en  cuanto 
a  no  forzar  vocaciones  para  el  claustro,  seis  de  las  amigas  más 
favorecidas  con  sus  cartas  sobre  la  vocación  religiosa,  se  hicieron 
monjas.  Sin  hablar  de  su  hermana  Rebeca  que,  como  Juanita 
se  lo  anunció,  cayó  por  fin  en  las  redes  del  Divino  Pescador. 

Hagamos  constar,  por  último,  que  en  la  Hermana  Teresa 
jamás  se  advirtieron  humos  de  bachillera.  Tan  lejos  estaba  de 
hablar  y  escribir  ex  cátedra  que,  en  ninguna  ocasión  expuso  su 
criterio,  aun  en  cosas  muy  triviales,  sino  cuando  se  preguntaba 
y  entonces  con  mucha  humildad. 

Si  en  su  extenso  epistolario  habla,  a  veces,  con  cierta  auto- 
ridad, es  debido  a  una  expansión  muy  natural  de  sus  profundas 
convicciones. 


112 


n  Padre  a  quien  le  consulté  acerca  de  mi 
oración,  me  dijo  que  cuando  sintiera  ese 
arrobamiento  de  todo  mi  ser,  debía  recha- 
zar el  pensamiento  de  Dios.  Lo  hice  por 
obedecer,  pero  era  el  sufrimiento  más  horri- 
ble y  a  veces  no  lo  conseguía.  También 
me  dijo  que  debía  de  principiar  mi  oración 
por  meditar  en  Jesucristo;  y  yo  sentía  que 
no  podía,  pues  Dios  me  atraía  el  alma. 
Por  fin,  el  Padre  Avertano  del  Santísimo 
Sacramento,  Carmelita,  que  es  actualmente 
mi  confesor,  me  dijo  que  no  debía  resistir 
a  Dios,  sino  seguir  sus  inspiraciones.  Asi 
lo  he  hecho.» 


Teresa  de  'os  Andes,  s 


IX 


LUCES  Y  SOMBRAS  DEL  ALMA 


F^L  íin  de  la  Hermana  Teresa  se  acerca.  Aunque  gozaba  de 
buena  salud  y  se  sentía  más  alegre  que  nunca,  una  voz,  en  su 
centro,  le  decía  que  su  vida  mortal  se  iba  a  extinguir  muy  en 
breve.  Cuatro  meses  más,  y  el  último  destello  se  habrá  apagado. 

Había  conseguido  ya  una  constante  presencia  de  Dios.  Con 
eso  decimos  bastante  de  la  perfección  de  sus  virtudes,  en  espe- 
cial de  su  fe.  Y  esa  habitual  vida  de  fe  tenía  momentos  de  relieve 
en  el  decurso  de  cada  día. 

En  los  momentos  de  la  comunión  parecía  descorrerse,  para 
ella,  el  velo  del  misterio.  De  parecida  manera  sentía  intensa  la 
presencia  divina  en  sus  horas  de  oración,  o  cuando  visitaba  el 
Santísimo  Sacramento. 

«Cuando  pienso  que  antes  envidiaba  a  María  Magdalena  pór 
haber  tenido  a  Jesús  tantas  veces  en  su  casa,  por  haberle  hablado, 
me  avergüenzo,  pues  Él  no  ha  abandonado  la  tierra:  en  el  Sagra- 
rio está...  Me  parece  tal  como  lo  encontraba  María  Magdalena 
en  Betania.  Tan  presente  está  en  mi  alma  Jesús,  que  no  envidio 
a  los  que  vivieron  con  Él  en  la  tierra.» 

En  los  ejercicios  espirituales  de  1919,  los  últimos  de  su  vida, 
consigna  estos  bellos  pensamientos  sobre  la  fe:  «La  vida  de  fe 


110 


consiste  en  apreciar  y  juzgar  las  cosas  y  criaturas  según  el  juicio 
que  de  ellas  tiene  Dios.  La  fe  debe  ser  mi  guía  para  ir  a  Él.» 

Por  este  tiempo  sorprendemos  en  su  correspondencia  párrafos 
como  éstos: 

«Respiremos  por  decirlo  así  el  ambiente  en  que  vivimos;  Dios 
está  en  nosotros  y  en  cada  ser  creado;  adorémosle  con  fe;  todo 
cambia  cuando  se  mira  a  este  Ser  divino;  que  la  fe  sea  el  lente 
que  descubra  a  su  Creador...  es  preciso  no  examinar  los  medios 
exteriores,  hay  que  escudriñar  la  fuente  de  donde  nacen,  y  la 
fe  nos  lo  señala;  es  el  amor  de  Dios  el  que  nos  prueba,  acrisola 
v  purifica  el  alma.» 

Su  esperanza  en  Dios  se  confunde  con  una  confianza  ilimi- 
tada, del  todo  filial,  con  una  viva  aprehensión  de  esa  amorosa 
Providencia,  que  más  que  cooperar  parece  que  obra  en  nuestro 
lugar:  «Cuando  un  alma  se  entrega  así,  Jesús  lo  hace  todo,  por- 
que ve  que  esa  alma  es  miserable  e  incapaz  de  todo;  y  como  la 
ve  llena  de  buena  voluntad  y  desconfiada  de  sí  misma  se  conmue- 
ve su  amante  Corazón  y  la  toma  por  su  cuenta.» 

Así,  sentía  verdadera  ansia  porque  las  almas  busquen  a  Dios 
como  Padre;  sin  reparar  para  nada  en  sus  castigos,  sino  subyu- 
gados por  las  finezas  de  su  amor. 

Sentimientos  fáciles  de  brotar  de  un  corazón  puro  que  no 
conoció  ni  el  vaho  de  la  culpa;  pero  ¡qué  difíciles  para  el  alma 
presa  de  las  pasiones,  consciente  de  su  culpabilidad  ante  Dios! 

También  para  éstas  guarda  Sor  Teresa  palabras  de  consuelo: 
«Arrojémonos  con  nuestras  faltas  y  pecados  en  el  abismo,  en  el 
océano  de  su  misericordia;  Jesús  se  compadece  de  nuestras  mise- 
rias, conoce  a  fondo  nuestro  pobre  corazón...  En  cuanto  a  lo  que 
me  dices  que  crees  que  Jesús  te  mira  irritado  y  que  no  quiere 
perdonarte,  es  una  tentación  y  debes  esforzarte  en  hacer  actos 
de  confianza.» 

Tan  gran  fe  y  tal  esperanza  alimentaban  la  llama  de  una 
caridad  ardiente,  tanto  en  la  calidad  de  sus  obras  como  en  el 
afecto  intenso  que  la  bañaba. 

En  su  calidad  de  esposa  de  Jesucristo,  que  es  el  título  y  rea- 
lidad que  más  la  enciende  en  su  amor,  no  sabe  qué  regalo  ofrecer 
a  su  Amado.  ¡Le  ha  ofrecido  tantos! 


116 


El  amor  es  ingenioso  y  da  con  la  ofrenda  hermosa,  digna  de 
su  corazón.  El  día  de  la  Presentación  de  María  Santísima,  en  me- 
dio de  transportes  más  celestiales  que  humanos,  hace  el  voto 
de  siempre  hacer  lo  más  perfecto. 

La  persona  de  Jesús  era  el  objeto  dulcísimo  de  su  corazón: 
pero  el  misterio  de  la  Santísima  Trinidad  la  anonada.  Las  lec- 
turas que  contribuyeron  a  su  formación,  no  podían  ser,  a  fuer  de 
cabal  carmelita,  otras  que  Santa  Teresa  y  San  Juan  de  la  Cruz. 
En  su  Santa  Madre  aprendió  el  culto  filial  al  glorioso  San  José  y 
la  admiración  y  reverencia  al  gran  Padre  del  Carmelo,  San  Elias. 

Toda  esta  variedad  de  objetos  de  su  devoción  guardaban  en 
su  espíritu  un  perfecto  orden  jerárquico;  y  de  ellas  se  servía, 
como  celestiales  escalones,  para  ascender  sin  descanso  a  esa 
cúspide  dorada  de  la  Beatísima  Trinidad. 

Aun  antes  de  su  entrada  en  Religión  recibió  una  gracia  extra- 
ordinaria. Sintió  dentro  de  su  alma  a  la  Trinidad  Divina,  envuel- 
ta en  resplandores  del  todo  inefables;  y  allí  quedó  absorta  en  dulce 
contemplación. 

Desde  entonces,  cualquier  alusión  al  Misterio  de  los  miste- 
rios, la  deja  recogida  en  ese  centro  de  su  alma,  cuyo  tesoro  se  le 
había  tan  graciosamente  revelado. 

Alma  tan  adentrada  en  lo  divino  no  puede  menos  de  amar 
todo  lo  que  Dios  quiere  que  sea  amado.  Tiene  por  fuerza  que 
sentir  el  más  puro  amor  a  María.  La  vida  entera  de  Juanita  nos 
demuestra  sus  quilates  en  esta  devoción.  A  Ella  se  consagró  con 
voto  de  esclavitud  el  día  de  la  Inmaculada  de  1919. 

Algo  de  extraordinario  debió  de  experimentar  ese  día,  res- 
pecto a  su  Madre  del  cielo.  A  juzgar  por  los  términos  con  que 
lo  describe,  parece  se  repitió  la  escena  del  santuario  de  Lourdes. 

A  qué  grado  de  intensidad  habrían  llegado  estas  comunica- 
ciones cuando  ya  en  su  Diario  de  infancia  sorprendemos  esta 
nota  de  sabor  celestial:  «Hoy  contemplé  a  Mater  Admirabüis  en 
el  templo,  en  el  silencio  majestuoso  por  el  cual  se  unía  a  Dios 
con  toda  su  esencia;  así  permanecía  adorándolo  y  reconociendo 
su  nada  delante  de  Dios...»  Son  palabras  que  sólo  saben  modular 
las  almas  introducidas  en  ese  divino  silencio,  que  es  sabiduría 
divina  en  los  verdes  faldeos  del  Monte  de  la  Perfección,  y  sobre 
rocas  de  empinado  ascetismo. 


117 


Así  pudo  condensar  en  frase  feliz  su  unión  con  Dios:  «Su  esen- 
cia divina  es  mi  vida.» 

Y  como  amor  e  inmolación  son  inseparables.  Teresa  quiere 
expiar  en  su  cuerpo  y  en  su  espíritu  las  ofensas  que  hieren  al 
Divino  Corazón.  Por  lo  que  a  ella  se  refiere,  no  quiere  que  quede 
un  solo  pecador  sobre  la  tierra:  «Me  ofrecí  como  víctima,  para 
que  Nuestro  Señor  manifestara  a  las  almas  su  infinito  amor.» 


Bastante  se  ha  dicho  en  las  páginas  que  preceden  de  la  virtud 
angelical  de  Sor  Teresa;  pero  hay  que  insistir  en  que  ese  lirio  no 
floreció  sin  peligros,  ni  lo  conservó  sin  cercarlo  con  las  puntas 
de  su  cilicio. 

La  pureza  es  virtud  fácil  en  ciertas  edades  y  cuando  faltan 
tentaciones.  Teresa  estuvo  en  ambiente  muy  solicitador;  el  ero- 
tismo romántico  satura  las  auras  de  Chile,  y  recibió,  a  este  res- 
pecto, urgentes  avisos  del  cielo,  que  llaman  la  atención  por  lo 
precisos  y  terminantes. 

De  ahí  su  espíritu  de  mortificación.  Algo  hemos  apuntado 
sobre  la  santa  porfía  en  que  estuvo  empeñada,  dentro  y  fuera  del 
claustro,  para  conseguir  licencia  para  mortificarse.  Porfía  que 
consiguió,  si  no  satisfacer  sus  insaciables  deseos,  siquiera  darse 
a  una  moderada  penitencia  exterior. 

Pero  mucho  más  se  crucificó  con  su  espíritu  de  universal 
negación  de  sus  deseos,  pequeños  y  grandes,  que  hacen  de  ella 
una  discípula  muy  aventajada  de  San  Juan  de  la  Cruz. 

Así,  de  la  abnegación  interior  y  exterior  se  armó  como  de 
impenetrable  armadura  con  que  guarecer  todos  sus  miembros, 
y  especialmente  su  corazón,  sin  permitirse  sino  una  pequeña 
visera  para  mirar  al  cielo,  para  valerme  de  la  alegoría  de  San 
Pablo,  tan  bellamente  comentada  por  el  Doctor  Místico. 

En  el  convento,  su  placer  era  servir  a  las  demás,  tomando 
para  sí,  siempre  que  podía,  el  barrido,  lavado  de  ollas  y  los  más 
humildes  trabajos. 

El  criterio  superficial  del  mundo  no  puede  concebir  que  una 
mujer  de  un  corazón  y  de  una  belleza  capaces  de  hacer  la  felici- 


UB 


dad  de  un  hombre,  pierda  el  tiempo  barriendo  y  fregando.  Y  aun 
muchos  espirituales  no  comprenden  todo  el  valor  de  la  vida 
humilde  y  oculta. 

Así  pensaba  cierto  novicio  cuando  dijo:  «Para  barrer,  sobran 
brazos  en  el  mundo;  Dios  necesita  de  apóstoles  y  no  de  barren- 
deros.» Y  se  fué  a  su  casa  tan  tranquilo. 

Abundan  las  mentalidades  «máquina»,  absortas  en  su  mo- 
mento presente.  Es  el  tipo  psicológico  de  la  fregona,  con  el  alma 
en  el  estropajo,  que  estruja  con  rabia,  mientras  canta  a  pleno 
pulmón.  Alma  llena  de  su  canto  y  de  su  estropajo.  Y  cierto,  ¡ojalá 
abundaran  las  buenas  fregonas! 

Pero  quien  nació  con  alma  de  irradiaciones  amplísimas,  capa- 
ces de  llenar  con  su  fecundidad  roles  sociales,  humanitarios,  divi- 
nos, aunque  trabaje  como  siervo  es  un  alma  emperadora. 

¡Qué  diferencia  entre  la  ocupación  servil,  tomada  porque  no 
hay  más  remedio,  tal  vez,  maldiciendo  de  su  suerte,  y  el  trabajo 
de  Sor  Teresa! 

La  «obra  de  manos»  monástica  recibe  de  la  obediencia  y  de 
la  virtud  de  religión  un  valor  ritual.  Sor  Teresa,  escoba  en  mano, 
tiene  presente  a  la  Virgen  de  Xazareth,  que  también  barría;  a  Je- 
sús y  José,  martillo  y  sierra  en  ristre. 

Así  barre  Sor  Teresa,  y  así  lava  platos  con  nervio  y  alegría, 
penetrada  de  la  trascendencia  eterna  de  su  lavado  y  de  su 
barrido. 


Busca  luego  la  total  destrucción  de  su  «yo»  con  una  mortifi- 
cación interior  todavía  más  intensa  y  universal.  Poco  le  faltó 
para  pasar  por  tonta,  ella  de  tan  privilegiada  inteligencia  y  sólida 
instrucción. 

En  las  recreaciones,  que,  en  los  monasterios  de  clausura, 
suelen  ser  palenque  de  los  ingenios  y  de  los  salados  decires,  cual- 
quiera de  las  hermanas  legas  parecía  saber  más  que  Sor  Teresa. 

Ya  se  tratara  de  ciencias  y  artes,  ya  de  virtudes,  o  bien  de  las 
gracias  místicas,  de  que  se  sabía  era  ella  favorecida,  Teresa  no  se 
daba  por  aludida,  como  si  de  todo  eso  no  tuviera  la  menor  noticia. 


til 


Como  los  frascos  de  ricos  perfumes  se  tienen  siempre  cerrados 
para  que  no  pierdan  aroma,  así  guardaba  sellado  el  sagrario  de 
su  alma,  Teresa,  íntegro  para  su  Esposo. 

No  acabaríamos  de  citar  hechos  y  anécdotas  reveladoras  de 
su  humildad,  obediencia  y  virtudes  monásticas  pero  una  expo- 
sición más  completa  desborda  los  límites  de  esta  breve  noticia. 

Baste  el  juicio  autorizado  de  un  confesor  suyo:  «Por  lo  que 
toca  a  su  vida  religiosa,  tengo  la  conciencia  de  que  no  cometió 
con  deliberación  lo  que  juzgaba  imperfecto.» 


No  crea  el  lector  que  la  felicidad  que  desborda  Sor  Teresa  la 
impidió  sufrir.  A  medida  que  se  acerca  a  su  inmolación  suprema, 
el  Señor  la  ejercita  en  el  dolor.  Padeció  muchísimo,  pero,  según 
sentencia  suya:  «La  Carmelita,  aunque  sufra,  no  sufre.» 

Una  dolorosa  visión,  con  que  la  regaló  el  Señor  a  poco  de  su 
entrada  en  el  convento,  la  hizo  experimentar  una  especie  de 
agonía.  Vió  a  Jesús  moribundo,  demacrado,  caída  su  cabeza 
bajo  la  horrible  cofia,  tejida  de  espinas,  cabellos  y  sangre.  A  sus 
pies,  la  Virgen  Santísima  pedía  al  Padre  misericordia. 

La  impresión  fué  terrible:  un  sudor  copioso  y  helado  corrió  por 
todo  su  cuerpo;  el  pecho  se  negaba  a  respirar,  el  corazón  le  dolía. 

Hechos  místicos  de  este  tono  pedían  dirección  y  consejo  de 
los  experimentados;  por  eso,  Teresa  los  consultaba  y  comentaba 
largamente  con  la  Rda.  Madre  Priora. 

Mas,  he  aquí,  que  experimenta  en  tales  comunicaciones  una 
secreta  satisfacción  que  le  da  escrúpulo.  Lo  consulta  con  la  mis- 
ma Madre;  y,  desde  entonces,  contando  con  la  benevolencia  de 
ella,  dió  cuenta  de  sus  cosas  con  la  mayor  brevedad  posible,  para 
no  permitirse  ni  el  santo  placer  de  hablar  de  cosas  divinas. 

Así  tenemos  el  alma  de  Sor  Teresa  cargada  con  el  peso  de 
pesadumbres  e  inquietudes,  que  no  quiere  plenamente  desahogar 
sino  con  Jesús;  cuando  un  confesor,  que  no  conocía  bien  los  cami- 
nos por  donde  Dios  conduce  a  la  novicia,  la  aconseja  que  recha- 
zara esos  ensimismamientos  en  lo  divino,  como  si  se  tratara  de 
una  visionaria. 


120 


La  historia  se  repite:  es  la  misma  obediencia  que,  siglos  ha, 
impuso  a  Santa  Teresa  un  martirio  que  no  merecía. 

Por  fortuna,  el  Padre  Avertano  del  Santísimo  Sacramento, 
Carmelita  Descalzo,  confesor  por  aquel  entonces  de  nuestra  novi- 
cia, la  tranquilizó,  aconsejándola  se  dejara  llevar  confiadamente 
por  la  inspiración  del  Espíritu  Santo.  Con  esto  cesó  el  horrible 
martirio,  para  un  ser  enamorado  de  Dios,  de  rechazar  las  más 
delicadas  muestras  de  la  amistad  divina. 


El  rostro  del  Señor,  tan  plácido  hasta  ahora,  empezaba  a  ve- 
larse, a  medida  que  Teresa  se  acercaba  a  su  fin. 

Un  día  se  le  apareció  muy  triste...  Y  la  aprehensión  de  que 
fueran  pecados  suyos,  tal  vez  olvidados,  los  que  hubieran  ape- 
nado a  Jesús,  la  sumió  en  horrible  sufrimiento;  sólo  mensurable 
por  la  medida  de  su  amor  a  Dios.  Y  ese  codiciado  rostro  de  su 
Amor,  cada  vez  más  velado,  despareció  entre  espesas  tinieblas 
cuando  las  más  dolorosas  tentaciones  hicieron  presa  en  ella. 
Sintió  el  espanto  de  la  soledad. 

Ahora  sus  frecuentes  arrobamientos  se  le  ofrecieron  ilusiones 
demoníacas.  Sin  embargo,  no  estaba  abandonada  de  su  Amado, 
sino  más  cerca  que  nunca;  y,  de  vez  en  cuando,  en  un  acceso 
breve  de  amor,  su  voz  dulcísima  se  dejaba  oír  y  se  hacía  la  calma. 

Pero  este  momento  pasaba  como  relámpago,  dejando  de  nuevo 
sumida  a  Teresa  en  la  mayor  perplejidad.  A  tanto  llegó  su  turba- 
ción que  creyó  haber  consentido  en  pecado.  Y  hubo  de  dejar  la 
comunión  con  una  pena  que  le  partía  el  alma. 

Y  el  demonio  envalentonado  ante  el  aparente  desamparo  de 
Teresa,  ensayó  los  más  burdos  ataques  con  que  suele  turbar 
a  los  santos.  Una  noche,  hacia  las  tres  de  la  mañana,  se  despertó 
sobresaltada;  oía  un  ruido  espantoso,  como  del  revoloteo  de  un 
ave  gigantesca.  Sintió  la  temerosa  presencia  del  príncipe  de  las 
tinieblas  y  temió... 

Presa  del  pánico,  acudió  a  la  celda  de  la  Madre  Priora,  la  cual, 
luego  de  tranquilizarla,  la  envió  de  nuevo  a  su  celda.  Sor  Teresa 
obedeció  puntualmente,  sacando  fuerzas  de  flaqueza. 


121 


Otro  día  vió  la  Hermana  con  estupor,  junto  a  la  reja  del  coro, 
a  cierto  joven  que  había  conocido  en  el  mundo,  y  acto  seguido, 
fué  presa  su  espíritu  de  gran  inquietud. 

Como  luego  se  supo,  tal  persona  no  había  pisado  la  capilla. 
Son  las  consabidas  bravatas  del  demonio  contra  las  almas  que 
no  van  a  ser  para  él. 

Un  día  salió  de  la  ermitilla  del  huerto,  adonde  le  gustaba 
recogerse  en  oración,  con  una  tan  viva  expresión  de  dolor  que 
su  maestra,  impresionada,  le  preguntó  qué  le  sucedía:  «Padezco 
mucho — contestó — ,  pero  quiero  padecer  todavía  mucho  más. 
Quisiera  que  el  sufrimiento  me  triturara  interior  y  exteriormente  » 

Son  los  acentos  de  San  Juan  de  la  Cruz,  en  su  Noche  Oscura, 
mil  veces  repetidos  por  el  eco  de  las  almas  que  siguen  sus  pasos; 
pero  siempre  incomprendidos  por  los  que  no  conocen  las  profun- 
das vivencias  de  la  vida  interior. 


122 


ice  tres  o  cuatro  días  que,  estando  en  ora- 
ción, he  sentido  como  que  Dios  baja  a  mi 
con  un  ímpetu  de  amor  tan  grande,  que  creo 
que  a  poco  más  no  podría  resistir,  pues  en 
ese  instante  mi  alma  tiende  a  salir  del 
cuerpo.  Mi  corazón  ¡ate  con  tanta  violen- 
cia, que  es  horrible;  siento  que  todo  mi  ser 
está  como  suspendido  y  que  está  unido 
a  Dios  * 


SOBRE  LOS  ANDES,  EL  CIELO 


Sor  Teresa  manifestó  a  su  confesor,  el  Padre  Avertano,  Car- 
melita, con  persuasión  de  vidente,  que  le  faltaba  un  mes  para 
morir;  y  que  le  esperaban  sufrimientos  muy  grandes. 

Asimismo  pidió  permiso  para  solicitar  de  Dios  toda  clase  de 
dolores  y  tribulaciones;  para  sufrirlas  en  expiación  por  los  peca- 
dores. Su  confesor  le  indicó,  como  más  perfecto,  el  abandonarse 
confiadamente  en  manos  de  nuestro  Padre  común,  sin  pedir 
nada  sino  el  cumplimiento  perfecto  de  su  santísima  voluntad. 

Las  primeras  avanzadas  de  la  muerte  invadieron  su  organis- 
mo. Pero  la  fiebre  pertinaz  no  le  impidió  seguir  la  vida  ordinaria. 
Más  aún,  buscó  para  sí  las  mayores  molestias  en  el  blanqueo  de 
una  celda,  que,  junto  con  otra  Hermana,  tenían  encomendado. 

Como  es  natural,  la  fiebre  avanzaba  a  medida  de  la  falta  de 
cuidados;  pero  es  tal  su  espíritu  de  sacrificio  que  le  parece  que 
no  vale  la  pena  de  quejarse.  Un  desfallecimiento  más  en  la  vida 
¿qué  es?,  se  dice.  ¡Ella,  que  los  había  sufrido  tan  frecuentes  y 
penosos  en  su  niñez  y  adolescencia! 

La  Semana  Santa  le  prestó  ocasión  para  desahogar,  por  últi- 
ma vez  en  la  tierra,  sus  insaciables  deseos  de  martirio.  El  Jueves 
Santo,  después  de  haber  pasado  casi  el  día  entero  a  los  pies  del 


125 


Señor,  se  disciplinó  a  la  noche  con  tan  santo  ardor  que  salpicó 
de  sangre  las  paredes  y  el  suelo. 

Luego  tomó  su  parco  reposo  en  lo  que  llaman  «la  camilla), 
más  bien  instrumento  de  mortificación  que  de  descanso;  y  muy 
de  madrugada  ya  estaba  en  el  coro.  Probablemente  no  podría 
tenerse  en  pie,  dado  el  simbólico  reposo  que  tomó. 

Todo  el  Viernes  Santo  continuó  en  pie,  participando  de 
las  austeridades  de  la  Comunidad.  Pero,  después  de  las  Siete 
Palabras,  la  Madre  maestra  la  encontró  muy  mal,  y  la  obligó 
a  acostarse. 

Inmediatamente  la  rodearon  de  solícitos  cuidado-:  la  Her- 
mana enfermera  se  hizo  cargo  de  ella,  y  se  llamó  al  médico.  Al 
interrogarle  éste  cuánto  tiempo  sentía  la  fiebre,  contestó  la  enfer- 
ma que  un  mes. 

Como  la  Hermana  enfermera  la  reprendiera  por  haber  callado 
su  mal,  contestó:  «Xo  lia  sido  por  callar  que  no  lo  dije.» 

¿Habría  el  Señor  pedido  a  su  esposa,  en  uno  de  sus  íntimo- 
coloquios  esta  nueva  inmolación?  A  pesar  de  todo,  pidió  repeti- 
das veces  perdón,  cuando  la  maestra  le  reconvino  su  impru- 
dencia. 

El  lunes,  5  de  abril,  creyó  morir,  ^e  confesó  y  recibió  el  santo 
Viático,  permaneciendo  extática  durante  una  hora.  Al  día 
-iguiente  comulgó  también  y  ésta  fué  la  última  de  su  vida. 

Luego  de  salir  de  su  arrobo,  la  enferma  declaró  que  iba  a  mo- 
rir. Las  religiosas  le  procuraron  distraer  de  su  pensamiento.  En 
realidad,  no  había  síntomas  tan  alarmantes;  mas  ella,  una  y  otra 
vez,  afirmó  que  se  moría. 

En  la  noche  sufrió  un  -íncope,  y  entonces  sí  que  se  le  puso 
la  Extremaunción,  3-  se  le  aplicaron  los  sufragios  que  la  Orden  re- 
serva para  esos  casos.  Recuperó  el  sentido  a  medianoche;  y  ahora 
la  Madre,  justamente  alarmada,  dispuso  que  se  le  anticiparan 
les  votos. 

Con  voz  firme,  impropia  de  su  debilidad,  pronunció  la  fór- 
mula de  la  profesión. 

El  mal  avanzaba  con  rapidez.  El  miércoles.  7.  se  declaró  el 
tifus,  y  fué  sacada  del  Noviciado;  pero  salía  ya  con  el  velo  negro 
de  las  profesas,  que  acariciaba  con  satisfacción  infantil. 


126 


Una  nueva  cruz  le  reservaba  el  Señor.  La  Madre  Angélica, 
-u  mayor  consuelo  en  la  tierra,  cayó  enferma  y  debió  guardar 
cama,  privando  a  Sor  Teresa  de  su  confortante  compañía.  Deci- 
didamente Dios  la  trataba  como  fuerte.  A  su  vez.  las  inyecciones 
ponían  sus  brazos  como  una  criba;  y  le  sobrevino  una  inflamación 
de  garganta,  que  le  impedía  tragar  ni  siquiera  sorbos  de  líquido; 
-in  embargo,  lo  hacía  siempre  que  se  lo  ordenaban. 

Nada  rehusó,  ni  mostró  interés  ninguno  por  la  marcha  de  su 
enfermedad,  como  si  se  tratara  de  algo  que  no  le  atañía,  o,  mejor, 
porque  sabía  por  boca  del  Médico  divino,  que  aquella  era  su  últi- 
ma enfermedad. 

A  las  insistentes  preguntas  de  la  enfermera  sob/e  sus  moles- 
tias, no  tenía  otra  respuesta  sino:  «Estoy  muy  bien 

Otra  cosa  muy  distinta  le  decía  al  médico,  cuando  le  pregun- 
taba detalles  sobre  su  estado.  Entonces  se  creía,  en  conciencia, 
obligada  a  decir  la  verdad,  y  decía  las  verdades.  Así  se  supo,  qué 
terribles  dolores  sufría  en  silencio  y  con  rostro  ecuánime;  cosa 
que  no  pudo  menos  de  llenar  de  admiración  a  todos. 

Era  la  íntima  unión  con  Dios,  de  que  gozaba,  la  que  le  hacía 
olvidar  sus  dolores.  Aun  cuando  deliraba  parecía  conservar  su 
unión  con  Él.  A  ratos  decía  palabras  que  saben  a  vida  eterna. 
Xombró  también  la  persona  por  quien  se  había  entregado  como 
víctima  al  Señor. 

Y  aludiendo,  sin  duda,  a  su  próxima  muerte,  añadió:  «Cuando 
el  fruto  está  maduro  se  desprende  solo.  Ahora,  Él  lo  ha  tocado 
y  ha  caído.»  Bellísima  profecía  próxima  a  cumplirse;  mas  antes, 
ese  árbol  debía  ser  agitado  por  implacable  ventisca. 

Por  unos  momentos  perdió  su  sabroso  contacto  con  Dios. 
Era  la  última  prueba.  La  presencia  divina  se  eclipsó  en  su 
alma,  dejándola  sumida  en  espantosa  crisis  de  angustia  y  ten- 
taciones. 

El  sacerdote  la  animó  a  confiar  en  Dios,  mientras  asperjaba 
repetidas  veces  la  cama  y  la  celda  con  agua  bendita.  Entretanto, 
las  religiosas  sobrecogidas  redoblaban  sus  oraciones. 

Dios  había  aceptado  plenamente  su  ofrecimiento  de  víctima 
y  proyectaba  sobre  ella  las  sombras  del  huerto  y  de  la  cruz... 

Pero  las  tinieblas  se  disiparon  suavemente  y  la  tranquilidad 
volvió  a  reinar  en  su  alma.  Ya  se  avistaba  el  puerto. 


127 


El  sábado  y  el  domingo  los  pasó,  parte  aletargada,  otras 
veces  expansionando  sus  afectos  encendidos  con  Jesús. 

Y  llegó  el  lunes,  12  de  abril.  Muy  de  mañana,  el  capellán 
y  la  Comunidad  rodeaban  el  lecho,  recitando  las  preces  de  ritual, 
mientras  Sor  Teresa  se  extinguía  dulcemente.  Sin  agonía  parecía 
dormirse  en  Dios. 

A  las  siete  y  cuarto  abrió  los  ojos  y  los  clavó  con  expresiva 
mirada  en  el  capellán.  Era  la  última  mirada  del  navegante  hacia 
el  áncora  salvadora  de  la  Iglesia.  El  sacerdote  le  dió  inmediata- 
mente la  absolución,  y  en  el  mismo  momento,  Sor  Teresa  de 
Jesús  dejó  de  existir.  Digo  mal,  comenzó  a  vivir. 

Ahora  le  tocó  realizar  en  sí  misma  aquella  estrofa  del  Vate 
del  Carmelo,  cuyo  espiritual  dulzor  muchas  veces  había  sabo- 
reado en  su  vida: 

«Quédeme  y  olvídeme 
el  rostro  recliné  sobre  el  Amado. 
Cesó  todo,  y  dejéme 
dejando  mi  cuidado 
entre  las  azucenas  olvidado.»  1 

Una  vez  más,  las  inspiradas  palabras  del  Doctor  del  Carmelo, 
tenían  maravillosa  realización  en  una  de  sus  hijas:  «Es  condición 
de  Dios  llevar  antes  de  tiempo  consigo  las  almas  que  Él  mucho 
ama,  perfeccionando  en  ellas  en  breve  tiempo  por  medio  de  aquel 
amor,  lo  que  en  todo  suceso  por  su  ordinario  paso  pudieran  ir 
ganando...»  2 

Una  de  las  raras  almas,  para  quienes  la  Religión  es  algo  más 
que  un  buen  deseo,  ha  coronado  el  edificio  de  su  santidad.  Ya 
se  abren  ante  ella  las  puertas  de  los  cielos.  La  luz  polícroma  de 
la  gloria  inunda  a  torrentes  una  novísima  obra  de  arte  de  la  gra- 
cia de  Dios  y  del  Carmelo  teresiano. 

Consuelo  y  estímulo  para  la  mayoría  de  nosotros,  para  quie- 
nes la  perfección  es  un  anhelo.  Sólo  un  anhelo:  de  obras  de  cari- 
dad y  abnegación  que  nunca  llegan  a  realizarse;  de  vida  interior 
que,  apenas  se  comienza,  cuando  causa  hastío  y  se  deja;  de 


1  Noche  Oscura,  canc.  8. 

2  Llama  de  Amor  Viva,  stf.  I,  vrs.  ó. 


128 


buenos  deseos,  de  perdón  y  reconciliación,  que  rara  vez  se 
logran. 

Teresa  de  Los  Andes  nos  estimula  a  hacer  de  la  letra,  es- 
píritu; de  la  carne,  sustancia  angélica,  y  del  espíritu,  imagen 
de  Dios. 


La  Comunidad  rodeó  el  cadáver  con  lágrimas  de  dolor  y  de 
alegría.  Su  breve  paso  por  aquel  convento  fué  lleno  en  ejemplos 
para  las  Hermanas  y  en  méritos  para  el  cielo. 

Las  rosas  coronaron  su  frente.  Lluvia  de  flores  acarició  sus 
virginales  despojos. 

Luego  fué  instalado  el  cadáver  en  el  coro  bajo,  y  ante  él  des- 
filó gran  cantidad  de  fieles,  admirando  la  serena  majestad  de 
sus  facciones. 

El  miércoles,  14,  se  le  hicieron  los  funerales.  En  esta  ocasión 
los  lutos  no  traducían  los  sentimientos  de  aquella  concurrencia. 
El  dolor  negro  nada  tiene  que  ver  con  la  vestidura  nupcial  de  la 
inocencia. 

Muchos  opinaron  que  no  se  enlutara  la  capilla.  Pero  la  cos- 
tumbre se  impuso  una  vez  más. 

El  Rdo.  Padre  Vicario  Provincial  de  los  Carmelitas.  Fray 
Epifanio  de  la  Purificación,  asistido  por  el  Rdo.  Padre  Juan 
Cruz  de  la  Virgen  del  Carmen,  Superior  de  la  Comunidad  de  Val- 
paraíso, y  del  Padre  Blanch,  ofició  en  la  ceremonia,  con  asistencia 
de  gran  número  de  religiosos  Carmelitas,  Asuncionistas,  Pasio- 
nistas  y  Salesianos.  Postumo  homenaje  del  sacerdocio  a  la  que 
tanto  se  había  sacrificado  por  ellos. 

Apenas  cerraba  sus  ojos  al  mundo  Sor  Teresa,  cuando  ya 
se  divulgaba  su  fisonomía  espiritual  en  revistas  3-  periódicos; 
y  en  pláticas  y  ejercicios  se  la  proponía  como  modelo  de  joven 
cristiana. 

Su  inseparable  hermana  Rebeca  era  otro  de  los  frutos  de  su 
apostolado  Carmelitano.  Pocos  meses  después  de  la  muerte  de 
su  hermana,  fué  a  ocupar  su  estalo  vacío  en  el  coro  de  Los  Andes, 
bajo  el  nombre  de  Teresa  del  Divino  Corazón. 


Teres»  de  tos  Ande.  9 


129 


Su  camino  hacia  el  cielo  fué  más  largo:  veintidós  años  de  vida 
religiosa,  de  intenso  fervor  debieron  trascurrir  antes  de  juntarse 
definitivamente  las  dos  Teresas  en  el  Carmen  de  la  gloria. 

Poco  después  dieron  a  la  publicidad  las  religiosas  de  Los  Andes 
la  vida  de  Sor  Teresa,  que  fué  muy  bien  acogida,  no  sólo  en  Chile, 
-ino  en  muy  lejanas  tierras. 

De  Francia  y  de  Inglaterra  llegaron  peticiones  para  poder 
trasladar  la  obra  a  sus  respectivos  idiomas.  Y  jóvenes  entusias- 
madas con  su  lectura  han  acudido  desde  los  extremos  del  conti- 
nente americano,  para  vestir  el  hábito  de  Santa  Teresa  en  los 
Carmelos  de  Chile. 

Por  otra  parte  se  multiplicaban  los  hechos  milagrsoso  atri- 
buidos a  su  intercesión. 

Un  movimiento  tan  intenso  de  piedad  y  admiración  hacia 
esa  criatura  privilegiada,  movió  a  las  religiosas  de  Los  Andes 
a  solicitar  el  traslado  de  los  restos  a  un  lugar  más  digno.  No  era 
para  los  despojos  humanos  de  una  criatura  deificada  la  común 
fosa  y  el  común  olvido. 

La  Santa  Sede  concedió  benignamente  la  autorización.  Y  un 
día  de  1940  el  Excmo.  Sr.  Obispo  de  la  Diócesis,  don  Bernardino 
Berríos,  acompañado  del  Vicario  Provincial  de  los  Carmelitas  en 
Chile,  Fray  Sabino  de  Jesús  y  de  los  Padres  Carmelitas  Avertano 
del  Santísimo  Sacramento  y  Bernardo  de  la  Sagrada  Familia,  y  al- 
gunos familiares  de  Sor  Teresa  entraban  en  clausura  y  se  dirigieron 
hacia  el  antiguo  convento.  Ahora  abandonado  rincón,  sólo  valori- 
zado por  los  santos  recuerdos  de  las  religiosas  que  por  él  pasaron. 

La  comitiva,  en  busca  del  precioso  tesoro,  se  llegó«l  panteón 
de  la  Comunidad.  El  nicho  estaba  abierto. 

Con  la  emoción  que  es  de  suponer,  casi  conteniendo  el  aliento, 
>e  procedió  a  colocar  los  restos  en  una  preciosa  urna,  regalo  de 
los  familiares  de  Sor  Teresa. 

Luego  la  procesión  retornó,  haciendo  una  respetuosa  parada 
ante  la  puerta  de  la  que  fué  celda  de  la  sierva  de  Dios.  Llegados 
al  coro  de  la  Comunidad,  se  presentó  la  urna  algunos  instantes  al 
público  que  del  otro  lado  de  las  rejas,  se  agolpaba  lleno  de  cu- 
riosidad. 

Luego,  lentamente,  fué  depositado  en  la  cripta,  recién  cons- 
truida bajo  el  coro,  para  este  efecto. 


130 


El  movimiento  en  pro  de  la  glorificación  de  Sor  Teresa  se  hizo 
cada  vez  más  intenso.  Las  ediciones  de  Un  Lirio  del  Carmelo 
se  sucedieron,  mientras  la  Revista  de  los  Padres  Carmelitas  de 
Santiago  sostenía  una  constante  propaganda  a  su  favor. 

Uno  de  los  efectos  más  visibles  son  la  lluvia  de  cartas  que. 
desde  entonces,  se  reciben  diariamente  en  la  Comunidad  de  Los 
Andes;  ya  sea  dando  cuenta  de  gracias  recibidas,  ya  enviando 
limosnas  para  los  gastos  de  la  beatificación. 

Las  religiosas  de  Los  Andes,  a  su  vez,  designaron,  a  12  de 
abril  de  1943,  al  muy  Rdo.  Padre  Vicente  de  San  Paulino,  Pos- 
tulador  General  de  los  Carmelitas  Descalzos,  como  Postulador 
también  de  la  causa  de  Sor  Teresa.  Dicho  Padre  delegó  sus  pode- 
res en  el  Rdo.  Padre  Bernardo  de  la  Sagrada  Familia,  Carmelita 
en  Santiago. 

El  Excmo  Sr.  Obispo  de  San  Felipe  aceptó  el  nombramiento, 
y  designó  a  los  miembros  del  Tribunal  que,  reunidos  el  21  de 
marzo  de  1947,  iniciaron  sus  actividades  hacia  la  pronta  glori- 
ficación de  Sor  Teresa  de  Jesús. 


331 


TROZOS  ESCOGIDOS 


TROZOS  ESCOGIDOS  DE  LOS  ESCRITOS 
DE  SOR  TERESA  DE  JESÜS 


/  0D0  escrito  moderno  de  devoción  me  pone  en  guardia,  y,  sin 
embargo,  cuando  comencé  a  leer  estos  apuntes  de  la  dulce  y  piadosa 
chilena,  matando  su  lectura,  toda  prevención,  templó  mi  ánimo  en 
tal  forma,  que  se  me  vino  a  flor  de  labios  esta  sincera  exclamación: 
¡Así  hablaría  Teresa  ele  Ahumada  si  hoy  viviera!  Juanita  Fernán- 
dez es  fruto  de  selección  rarísima,  y  producto  de  una  educación  cris- 
tiana muy  cuidada,  injerta  en  un  alma  grande  y  profundamente 
piadosa,  en  un  corazón  cortado  a  la  medida  de  Dios,  en  una  inteli- 
gencia clarísima  para  entender  las  verdades  más  sublimes  de  la 
Religión  y  en  una  voluntad  formidablemente  tenaz  en  practicarlas. 
Su  corazón  hiñiendo  en  ardiente  lava,  fundía  en  los  talleres  de  su 
alma  los  más  sublimes  consejos  evangélicos  y  los  hacia  carne  de  su 
carne  y  sangre  de  su  sangre.  Un  espíritu  teresiano,  en  suma,  embe- 
llecido por  tres  siglos  de  civilización,  que  se  advierten  en  algunos 
matices  finísimos  de  su  importante  y  sugestionadora  corresponden- 
cia epistolar  y  en  su  Diario  incomparable.» 


Fr.  Silverio  de  Santa  Teresa, 
Prepósito  General  de  los  Carmelitas  Descalzos. 


135 


HUMILDAD  (i) 


*Durante  los  ejercicios  cspiriluti- 
les  que  hizo  en  el  Colegio  el  año 
igi6,  apunta,  entre  otras  muchas 
consideraciones,  estos  pensamientos, 
a  continuación  de.  la  meditación  de 
Magdalena  arrepentida.» 

¡A y,  Señor,  qué  grande  eres  en  tu  misericordia!  Yo  me  postro 
a  tus  pies  y  los  lavo  con  mi  llanto.  Sí,  Jesús  adorado;  yo  pequé, 
pero  Tú  me  has  salvado.  Vengo  a  humillarme  delante  de  tu  mi- 
nistro que  te  representa.  Sí,  Jesús;  Tú,  que  perdonaste  a  la  Mag- 
dalena, perdona  a  una  más  pecadora  que  ella.  Yo  te  he  amado 
toda  mi  vida  y  espero  amarte  hasta  el  fin.  ¡Perdóname,  Jesús, 
que  no  sabía  lo  que  hacía  al  ofenderte!  Quiero,  como  la  Magda- 
lena, retirarme  a  servirte  para  estar  siempre  junto  a  Ti;  no  quiero 
a  nadie  sino  a  Ti;  quiero  unirme  a  Ti  para  siempre,  porque  la 
felicidad  no  consiste  sino  en  amarte... 

Jesús  nos  invita  a  la  conquista  del  reinado  de  su  Sagrado 
Corazón  y  para  esto  debemos:  i.°  reformarnos  a  nosotras  misma> 
y  estar  dispuestas  a  todos  los  sufrimientos  para  gozar  después 
con  Él  en  el  cielo;  2.0  estar  dispuestas  a  seguir  a  Jesús  donde  Él 
quiera.  El  elige  la  pobreza,  las  humillaciones,  la  cruz  y  exige  para 
mí  todos  estos  dones.  ¿No  se  los  recibiré  gustosa,  después  que  Él 
me  creó,  prefiéndome  a  tantas  almas?  Él  me  conserva  la  vida, 
me  ha  librado  del  infierno;  más  aún,  ha  sufrido  durante  treinta 


(1)  Los  párrafos  originales  de  Sor  Teresa,  que  presentamos  al  lector, 
han  sido  seleccionados  de  sus  escritos  y  agrupados  por  temas. 


y  tres  años  toda  clase  de  trabajos,  y,  por  último,  muere  en  una 
cruz,  como  el  más  infame  de  los  hombres,  entre  dos  ladrones, 
mirado  como  hechicero,  traidor,  loco,  blasfemo;  y  yo  que  sov 
una  nada  criminal,  ;no  querré  sufrir  por  su  amor,  mientras  Él 
sufre  siendo  un  Dios  que  tiene  derecho  a  ser  adorado  y  servido 
por  sus  criaturas?...  ¡Oh  Jesús,  aquí  me  tienes  postrada  ante  tu 
divina  Majestad,  llena  de  vergüenza  y  confusión  al  ver  mi  peque- 
nez, mis  miserias  y  mis  muchos  pecados.  ¿Hasta  cuándo,  Jesús 
mío,  tendrás  piedad  de  esta  pecadora?  Desde  ahora  me  pongo 
en  tus  divinas  manos:  haz  de  mí  lo  que  quieras.  Sí,  estoy  dispuesta 
a  ser  humillada  para  castigar  mi  orgullo;  quiero,  Esposo  adorado, 
vivir  escondida,  desaparecer  en  Ti,  no  tener  otra  vida  sino  la  tuya, 
no  ocuparme  sino  de  Ti... 

haré  examen  particular;  2.0,  practicaré  el  tercer  grado  de 
humildad,  que  consiste  en  buscar  desprecios,  deshonras,  humilla- 
ciones con  alegría  y  por  amor  a  Jesucristo,  considerándome  indigna 
de  sufrir  algo  por  Él;  3.°  me  levantaré  con  presteza  y  me  impon- 
dré una  mortificación,  si  me  lo  permiten,  cada  vez  que  caiga. 

Jesús  mío,  ahora  he  visto  que  todo  lo  del  mundo  es  vanidad, 
que  sólo  una  cosa  es  necesaria,  la  de  amarte  y  servirte  con  fide- 
lidad. En  parecerme  y  asemejarme  toda  a  Ti  consistirá  toda  mi 
ambición.  Quiero  con  alegría  pasar  contigo  por  todas  las  afren- 
tas, y,  si  por  flaqueza  caigo,  Jesús  querido,  te  miraré  en  tu  subida 
al  Calvario  5',  ayudada  por  Ti,  me  levantaré.  Xo  permitas  que 
te  ofenda  ni  aún  levemente;  prefiero  mil  muertes  antes  de  darte 
la  más  ligera  pena.  ¡Madre  mía,  lirio  entre  espinas,  enséñame  el 
camino  del  Calvario,  guíame  de  la  mano  por  esa  senda!  ¡San  José, 
rustodio  de  vírgenes,  guárdame! 

*Al  siguiente  año  de  1917  vuelve 
a  anotar,  durante  sus  ejercicios, 
sentimientos  de  profunda  humildad 
y  compunción,  admirables  en  un 
corazón  tan  puro.* 

qué  ingrata  me  veo  con  mi  Dios!  Tengo  confusión,  ver- 
güenza, con  tantos  pecados  como  he  cometido!  ¡Dios  mío  per- 
dón! ¡Cuánto  te  he  ofendido  y  qué  bueno  eres  Tú  que  no  me  has 


138 


condenado!  Yo  detesto  el  pecado,  pues  Él  me  aparta  de  Ti  y  me 
hace  objeto  de  horror  a  tu  vista.  Señor,  perdón;  ¡ya  desde  ahora 
quiero  ser  santa!  Y  pensar  que  el  germen  de  todos  los  pecados 
es  la  soberbia  y  esa  es  mi  pasión  dominante. . .  ¿Qué  soy  sino  mi- 
seria, nada,  criminal?...  ¿Qué  tengo  yo.  Señor,  que  Tú  no  me 
lo  hayas  dado?  Señor,  quiero  ser  humilde,  despreciada,  aborre- 
cida para  acercarme  más  a  Ti,  para  no  amar  más  que  a  Ti...  Quie- 
ro sufrir  para  reparar  mis  pecados.  ¡Perdón,  Señor,  tened  pie- 
dad de  mí!... 

¡Oh  Jesús,  esto}'  confundida,  aterrada,  quisiera  anonadarme 
en  vuestra  presencia!...  Sí,  mi  Jesús,  qué  pena  tengo  de  haberos 
ofendido,  de  haber  afeado  mi  alma,  de  haber  desfigurado  tu 
divina  imagen  en  ella.  Quizás  ha  sido,  no  una  sino  muchas  veces, 
objeto  de  horror  a  tu  vista.  ¡Señor,  perdón;  quisiera  morir  antes 
que  haber  pecado!  ¡Yo,  una  criatura  que  casi  no  se  ve,  una  nada, 
más  aún,  una  nada  criminal,  que  me  levanté  contra  mi  Creador, 
ese  Ser  que  es  la  misma  Sabiduría,  el  mismo  Poder,  la  misma 
Bondad;  que  no  ha  hecho  sino  llenarme  de  favores  y  me  conserva 
la  vida!...  Señor,  mi  Padre,  mi  Esposo,  perdóname  mis  maldades, 
mis  ingratitudes;  Señor,  desde  ahora  quiero  ser  santa... 

Jesús  querido,  he  disipado  los  tesoros  de  gracia  con  que  me 
has  colmado,  he  sido  ingrata,  te  he  abandonado;  pequé,  Padre 
mío,  contra  Ti;  perdón,  Jesús  querido;  soy  indigna  de  tus  celes- 
tiales miradas;  no  quiero  que  me  mires,  pero  dame  sólo  un  refu- 
gio en  tu  divino  Corazón.  Allí  quiero  vivir,  purificándome  con 
tu  fuego  abrasador. 

¡Oh  María,  he  despreciado  a  tu  Hijo  por  darme  gusto,  por 
divertirme;  ¡oh,  perdón!  Desde  hoy  quiero  que  mi  inteligencia 
no  conozca  sino  a  Él,  que  mi  voluntad  no  se  incline  sino  a  Él, 
que  mi  corazón  y  todo  mi  ser  no  pertenezcan  sino  a  Él... 

Siento  tan  difícil  el  cumplimiento  de  mis  propósitos;  pero 
Jesús  me  ha  animado  poniendo  ante  mi  vista  su  rostro  despre- 
ciado, humillado.  Le  pido  que  me  de  fuerzas.  Quiero  desde  hoy 
ser  la  última  en  todo  lugar,  ocupar  el  último  puesto,  servir  a  los 
demás,  sacrificarme  siempre  y  en  todo  para  unirme  más  a  Aquel 
que,  siendo  Dios,  se  hizo  siervo  porque  nos  amaba... 


139 


«Continúa  el  tópico  de  la  humil- 
dad esmaltando  de  bellísimos  fer- 
vorinos  las  páginas  de  su  diario. 
La  misma  sequedad  espiritual  la 
atribuye  Juanita  a  su  supuesta 
infidelidad.  % 

Jesús  querido,  quiero  ser  pobre,  humilde,  obediente,  pura  como 
era  mi  Madre  y  Tú;  Jesús,  haz  de  tu  casita  un  palacio,  un  cielo. 
Anhelo  vivir  adorándote  como  los  ángeles,  sentir  mi  nada  en  tu 
presencia.  ¡Soy  tan  imperfecta!  Quiero  ser  pobre  como  Tú.  y  ya 
que  no  puedo  serlo,  quiero  no  amar  nada... 

¿Dios  mío,  por  qué  me  habe'is  abandonado?  Jesús  mío,  qui- 
zás he  sido  ingrata  para  Contigo.  Me  siento  insensible,  fría  como 
el  mármol,  sin  poder  ni  meditar,  ni  aún  comulgar  con  devoción. 
Jesús  mío,  te  lo  ofrezco  por  mis  pecados  y  por  los  pecadores, 
por  el  Santo  Padre  y  por  los  sacerdotes.  Me  uno  a  tu  abandono 
en  el  Calvario... 

He  comprendido  que  lo  que  más  me  aparta  de  Dios  es  el  orgu- 
llo. Desde  hoy  me  propongo  ser  humilde.  Sin  humildad,  las  otras 
virtudes  son  hipocresía;  sin  ella  las  gracias  de  Dios  son  daño 
v  ruina... 


"Meses  después  y  vestida  con  el 
santo  hábito,  da  cuenta  a  su  direc- 
tor espiritual  de  sus  esjuerzos  en  la  t 
lucha  por  esta  virtud.* 

Trato  de  adquirir  las  virtudes,  ser  obediente  hasta  en  lo  más 
mínimo,  caritativa  con  mis  hermanitas,  y  sobre  todo  ser  humilde. 
Para  esto  procuro  no  hablar  ni  en  pro  ni  en  contra  de  mí  misma 
y  sólo  humillarme  delante  de  nuestra  Madre.  Procuro  no  discul- 
parme, aunque  sin  razón  me  reprendan,  y  si  alguna  hermana 
me  humilla,  me  estimulo  en  servirla  y  en  ser  más  atenta  con  ella. 
Siempre  quiero  humillarme  y  renunciarme  en  todo  para  unirme 
más  a  Dios... 


140 


*V  llegó  un  dia  en  que,  maestra 
ya  de  la  humildad,  da  esta  hermosa 
lección  a  una  amiga  suya.» 

Al  principio  te  costará  recogerte,  pero  después  será  habitual 
en  ti  el  estar  con  Dios.  También  procurarás  ver  tu  nada  y  la  gran- 
deza de  Dios,  para  que,  conociéndolo  y  conociéndote,  te  despre- 
cies más  tú  y  ames  más  a  Dios.  Esta  es  la  base  de  la  humildad, 
la  que  se  llama  especulativa  porque  reside  en  el  entendimiento; 
de  ella  se  deriva  la  práctica,  porque  humillándonos  delante  de 
Dios,  al  ver  nuestra  bajeza,  nos  gusta  que  las  criaturas  nos  des- 
precien; nos  admiramos  de  que  no  lo  hagan  cuando  nos  vemo- 
tan  malas  para  con  Dios.  Hay  que  ser  muy  humildes,  porque  sin 
la  humildad  todas  las  demás  virtudes  son  hipocresía.  Para  adqui- 
rir la  humildad  tenemos  que  tratar:  de  no  hablar  ni  en  pro 
ni  en  contra  del  «yo»,  sino  despreciarlo;  2.0.  humillarnos  delante 
de  las  demás  personas  siempre  que  lo  creamos  conveniente;  para 
esto  hacer  cosas  que  nos  humillen:  como  sería  obedecer  a  una 
sirviente,  a  un  hermano  más  chico;  3.0,  cuando  seamos  humilla- 
das darle  gracias  a  Dios  y  decirle:  cEsto  y  mucho  más  merezco 
por  mis  pecados»,  y  seguir  siendo  muy  amable  con  la  persona 
que  nos  humilla;  4.0,  tratar  de  servir  a  aquellas  personas  que  nos 
son  antipáticas,  o  a  las  que  son  poco  cariñosas  con  nosotras,  para 
así  humillarnos... 


141 


ESPÍRITU  DE  SACRIFICIO 


iEm  las  siguientes  líneas  Sor 
Teresa  expresa  la  pena  que  experi- 
menta al  separarse  de  los  suyos 
para  volver  al  Colegio  después  de 
las  vacaciones  de  septiembre  de 
igj 5,  y  luego  su  incertidumbre  al 
sentirse  con  poca  salud  para  la  vida 
carmelita.» 

Hoy,  desde  que  me  levanté,  estoy  muy  triste;  parece  que,  de 
repente,  se  me  parte  el  corazón.  Jesús  me  dijo  que  quería  que 
sufriera  con  alegría.  Esto  cuesta  tanto;  pero  basta  que  Él  me 
lo  pida  para  que  yo  procure  hacerlo.  Me  gusta  el  sufrimiento  por 
dos  razones:  porque  Jesús  siempre  prefirió  el  sufrimiento,  desde 
su  nacimiento  hasta  morir  en  la  cruz;  luego  debe  de  ser  muy 
grande  para  que  el  Todopoderoso  busque  en  todo  el  sufrimiento; 
y  la  segunda,  porque  en  el  yunque  del  dolor  se  labran  las  almas 
y  porque  Jesús,  a  las  almas  que  más  quiere,  envía  este  regalo 
que  tanto  le  gustó  a  Él. 

Me  dijo  que  Él  había  subido  al  Calvario  y  se  había  acostado 
en  la  cruz  con  alegría  por  la  salvación  de  los  hombres.  «¿Acaso 
no  eres  tú  la  que  me  buscas  y  la  que  quieres  paree erte  a  Mí?  Luego 
ven  conmigo  y  toma  la  cruz  con  amor  y  alegría...» 

¡Ay,  no  me  acuerdo  de  este  cuerpo  miserable!...  ¡Quisiera 
volar,  y  él  no  puede!...  ¡Cuánto  te  aborrezco,  vaso  de  corrup- 

143 


ciún,  que  te  opones  a  los  deseos  de  mi  alma!  Eres  delicado,  te 
hacen  mal  las  austeridades  y  necesitas  que  te  regaloneen.  1  Pero 
mi  Jesús  hará  lo  que  quiera...  ¡Cúmplase  en  todo  su  santa  volun- 
tad! Esta  cruel  incertidumbre  es  una  especie  de  agonía  para  mi 
alma.  Mejor  así,  pues  puedo  unirme  más  a  mi  Jesús  en  el  Huerto 
y  consolarle  un  poco.  Es  el  cáliz  que  me  acerca  a  los  labios;  pero 
creo  que  no  me  lo  hará  apurar... 


«Por  una  parte,  sus  deseos  de 
mortificarse;  por  otra,  el  quebranto 
y  dolencias  físicas  que  su/rió  en  el 
año  1917,  sentidas  en  un  corazón 
enamorado  de  sufrimiento  han  entre- 
tejido el  siguiente  ramillete  de  pen- 
samientos.» 

Sufrí  bastante  ayer.  Me  hicieron  unos  remedios  que  me  dolían 
mucho,  pero  no  me  quejé.  Estaba  feliz  porque  sufría.  Sentía  que 
en  las  espaldas  me  enterraban  alfileres,  pero  me  acordaba  de  mi 
Jesús  cuando  lo  azotaban  y  estaba  muy  feliz,  sin  manifestar 
dolor.  Sin  embargo,  la  última  vez  no  hablaba  y  después  me  acos- 
té, por  lo  que  me  preguntaron  si  me  dolía;  yo  les  dije  que  tenía 
sueño;  y  no  mentía,  porque  era  cierto. 

La  Rebeca  me  dijo  que  iba  a  perder  los  puntos,  que  me  iban 
a  pasar  y  que  no  fuera  al  colegio.  Al  principio  lo  sentí;  pero  des- 
pués pensé  que  era  la  voluntad  de  Dios  que  me  enfermara,  y  que 
estaría  más  contenta  mi  Madre  viéndome  resignada.  Me  puse 
contenta,  y  dije  que  esa  era  la  voluntad  de  Dios,  y,  sobre  todo, 
que  3-0  le  he  pedido  el  premio  a  la  Virgen  y  espero  con  certeza 
me  lo  dará;  y  si  no,  me  dará  el  premio  eterno,  pues  lo  hago  por 
cumplir  mi  deber. 

Hoy,  cuando  me  hagan  los  remedios,  me  voy  a  mostrar  ale- 
gre por  Jesús... 

Xo  sé  lo  que  tengo,  pues  a  cada  instante  siento  fatigas.  Hoy 
varias  veces  he  tenido  que  poner  toda  mi  voluntad  para  no 

:    Que  te  mimen. 


144 


dejarme  llevar  de  la  tristeza.  Ayer  saqué  ese  propósito  de  la 
meditación,  de  mostrarme  alegre  todo  el  día  y  lo  he  cumplido. 
He  pasado  a  veces  de  tal  manera,  que  casi  no  podía  menearme 
del  agotamiento  de  ánimo  en  que  estoy.  Yo  creo  que  es  la  debi- 
lidad en  que  me  encuentro;  un  dolor  de  cabeza  constante  añá- 
dese a  este  dolor  de  espaldas.  Ya  no  sé  cómo  estoy,  pero  me  siento 
feliz,  porque  sufro,  y  sufro  con  Jesús  para  consolarlo  y  para 
reparar  mis  pecados  y  los  de  los  hombres.  A  todo  se  me  une  la 
tristeza  moral,  pero  diré  como  el  salmista:  «Cercado  estoy  por 
mis  enemigos,  pero  confío  en  el  Señor  que  ha  de  confundirlos...  » 

Ya  no  prefiero  sentir  el  fervor  a  no  sentirlo;  me  abandono 
a  lo  que  Jesús  quiera;  me  he  ofrecido  a  Él  como  víctima,  quiero 
ser  sacrificada.  Hoy  me  dijo  Jesús  que  sufriera;  que  porque  Él 
me  amaba,  me  hacía  sufrir,  que  me  olvidara  de  mí  misma;  que 
cumpliera  con  mi  deber.  Gracias  a  esos  consejos  y  a  la  gracia, 
he  sido  mejor.  Jesús  mío,  te  amo.  soy  toda  tuya;  me  entrego  por 
completo  a  tu  divina  voluntad.  Jesús,  dame  tu  cruz,  pero  dame 
fortaleza  para  llevarla.  Xo  importa  que  me  des  el  abandono  del 
Calvario  o  el  goce  de  Xazareth;  quiero  sólo  verte  contento  a  Ti. 
Nada  me  importa  no  sentir,  estar  insensible  como  una  piedra, 
porque  sé,  Jesús  mío,  que  Tú  sabes  que  te  amo.  Dame  la  cruz, 
quiero  sufrir  por  Ti,  pero  enséñame  a  sufrir,  amando  con  alegría, 
con  humildad. 

Señor,  si  a  Ti  te  place  que  se  tupan  más  las  tinieblas  de  mi 
alma,  que  no  te  vea,  no  importa,  porque  quiero  cumplir  tu  volun- 
tad. Quiero  pasar  mi  vida  sufriendo  para  reparar  mis  pecados  y  los 
de  los  pecadores  para  que  se  santifiquen  los  sacerdotes.  Xo  quiero 
ser  feliz  yo,  sino  que  Tú  seas  feliz.  Quiero  ser  soldado  para  que  dis- 
pongas a  cada  instante  de  mi  voluntad  y  gustos;  quiero  ser  animo- 
sa, fuerte,  generosa  en  servirte,  Señor  y  Esposo  de  mi  alma... 

En  fin,  estos  dos  meses  de  sufrimiento  han  sido  dos  meses 
de  cielo.  Pues,  aunque  no  me  he  unido  mucho  a  mi  Jesús,  a  causa 
de  mi  tibieza;  sin  embargo,  todo  se  lo  he  ofrecido  a  Él  y  le  he 
pedido  que  me  diera  su  cruz. 

Me  pidió  mucho  mi  Jesús,  lo  mismo  mi  Madre,  que  los  imi- 
tara en  el  «eclipsamiento»  de  la  persona;  es  decir,  que  viviera  muy 


Teresa  de  los  Andes.  10 


145 


oculta,  sólo  para  Él,  que  no  manifestara  mis  sentimientos  a  nadie 
sino  a  mi  confesor.  Así  lo  haré  con  la  ayuda  de  Dios. 

Saqué  ayer  como  resolución  la  de  vivir  hoy  muy  alegre  exte- 
riormente... 

Estoy  enferma.  No  puedo  comer...  ayuno...  tstoy  feliz.  ¡Qué 
bueno  es  mi  Jesús  que  me  da  su  cruz!  Soy  feliz;  así  le  demuestro 
mi  amor;  además  los  zapatos  me  lastiman  y  no  me  quejaré  para 
ofrecerlo  a  la  Virgen. 

Estoy  sola;  no  comulgo,  pero  estoy  en  la  cruz  y  en  ella  está 
Jesús.  Vivo,  pues,  en  permanente  comunión. 

Jesús,  te  doy  gracias  por  la  cruz;  cárgala  más;  pero  dame 
fuerzas  de  amor.  Sé  que  soy  indigna  de  sufrir  contigo.  Jesús:  per- 
dóname mis  ingratitudes,  apiádate  de  los  pecadores,  santifica 
a  los  sacerdotes... 

No  sé  qué  hacer  para  que  me  dejen  mortificarme.  Tengo  tan- 
tos deseos  de  ayunar,  de  ponerme  cilicios;  pues  veo  la  necesidad 
que  tengo  de  mortificar  no  sólo  mi  voluntad,  sino  también  mi 
cuerpo.  Jesús  mío,  dame  permiso  para  hacer  penitencia.  Madre 
mía,  inspírale  al  Padre  el  consentimiento. 

Mañana  es  viernes,  tengo  que  humillarme;  me  voy  a  mortifi- 
car en  guardar  silencio  y  en  mantenerme  en  una  postura  incó- 
moda; hoy  lo  hice  así  en  la  clase  de  francés... 


«En  junio  de  191$  se  dirige  a  su 
Director  Espiritual  dándole  cuenta 
de  sus  dudas,  temores  y  de  la  oscu- 
ridad que,  por  entonces,  envolvía  su 
espíritu.» 

Parece  que  Nuestro  Señor  ha  querido  probarme  en  el  trans- 
curso de  este  año,  porque  he  sufrido  bastante,  sin  tener  a  quién 
recurrir.  He  tenido  muchas  dudas  respecto  a  mi  vocación  de 
Carmelita,  dudas  también  respecto  de  la  fe;  de  tal  manera,  reve- 


14(5 


rendo  Padre,  que  a  veces  me  preguntaba  si  existía  Dios,  pue> 
me  sentía  completamente  abandonada  de  ÉL  Miraba  mi  cruci- 
fijo y  todo  me  parecía  una  quimera;  lloraba  e  imploraba  el  auxi- 
lio de  la  Virgen,  y  Ella  tampoco  me  socorría,  hasta  que  Nuestro 
Señor  se  compadeció  y  dejó  oír  su  voz  interiormente,  e  inmedia- 
tamente cesó  todo,  y  quedé  inundada  de  paz.  Mi  estado  habi- 
tual es  de  una  sequedad  espantosa;  muchas  veces  en  la  comunión 
paso  distraída;  no  siento  el  menor  fervor  sensible;  sin  embargo, 
aunque  no  siento  ese  atractivo,  no  he  dejado  de  comulgar.  El 
año  pasado  me  porté  perfectamente  en  el  colegio;  mas  este  año 
me  ha  sido  imposible,  aunque  todos  los  días  hago  resoluciones 
de  portarme  muy  bien;  además,  vivía  en  la  presencia  de  Diof. 
Es  cierto  que  ahora  invoco  a  Nuestro  Señor  antes  de  alguno^ 
ejercicios,  pero  vivo  tan  poco  recogida  dentro  de  mi  alma,  en  la 
noche  me  pregunto  dónde  ha  estado  mi  espíritu  todo  el  día  y  no 
sé  qué  contestarme ... 


•Consejos  que  dirige  desde  sil 
celda  de  Los  Andes  a  una  amiza 
suya.» 

BEiios  vivir  en  continua  mortificación,  ya  que.  al  preocupar- 
nos de  nuestra  comodidad,  desatenderemos  nuestra  alma;  pero, 
como  no  se  nos  permite  mucha  penitencia,  mortifiquemos  mies  - 
tros  sentidos,  de  modo  que  cuando  deseamos  mirar  algo  para  satis  - 
facer  nuestra  curiosidad,  no  lo  hagamos;  lo  mismo  de  los  otros  sen  - 
tidos,  en  particular  del  gusto.  No  comer  nada  a  deshora,  y  cuando 
comamos,  no  recrearnos  ni  complacernos  en  aquello  que  nos  agra- 
de; comerlo  ligero  sin  tomarle  el  gusto,  o  demoramos  harto,  para 
ir  en  contra  del  apetito.  En  lo  que  toca  a  las  funciones  del  cuerpo, 
hacerlo  todo  sencillamente  como  que  nos  es  necesario  para  la  vida, 
humillándonos  de  ver  nuestra  bajeza  y  levantando  nuestro  espíri  - 
tu  hacia  Dios.  Vivir  siempre  muy  alegres;  Dios  es  alegría  infinita. 
Seamos  muy  indulgentes  para  los  demás  y  con  nosotros  misma.- 
muy  estrictas.  El  otro  día  dijeron  a  este  respecto  un  pensamiento 
que  me  gustó  mucho:  Ser  topos  para  con  d  prójimo  y  linces  para 
tina  misma.  Es  decir,  no  ver  los  defectos  ajenos,  sino  los  propios ... 


147 


(■Ardiente  sed  de  sufrimientos  que 
refrigera  la  dulce  nostalgia  de  Dios." 


IVIuchas  preguntan:  ¿dónde  seguiré  a  Jesús?  La  medida  del 
amor  marcará  el  sitio  donde  deben  colocarse.  Esto  quiere  expli- 
car: ¿Cuál  es  lo  esencial  en  la  vida  religiosa?  La  unión,  o  sea  la 
semejanza  con  Jesús,  el  Esposo  del  alma.  Una  vez  que  el  alma 
entra  en  el  claustro,  Jesús  sale  a  recibirla;  pero  sale  con  su  cruz, 
porque  su  Esposo  debe  vivir  siempre  en  el  Calvario.  La  Carme- 
lita es  un  alma  crucificada,  y,  como  en  Jesús,  en  ella  no  hay 
nada  que  no  esté  llagado  y  mortificado... 

¡Oh  Jesús,  crucificadme!  Pero  dadme  vuestro  heroísmo  divino. 
Que  sufra  en  silencio  sin  que  las  criaturas  se  aperciban.  Crucifi- 
cadme en  todo  momento  y  de  todos  modos;  que  en  nada  encuen- 
tre satisfacción;  que  doquiera  que  vaya,  encuentre  la  cruz.  ¡Oh, 
Jesús  querido,  asemejadme  cada  vez  más  a  Vos!  Que  cumpla 
en  todos  los  instantes  de  mi  vida  vuestra  adorable  voluntad... 

Jesús,  sufro,  pero  deseo  sufrir  más.  Contemplo  mi  impoten- 
cia, mi  anonadamiento,  pero  a  pesar  de  que  me  siento  por  Ti 
rechazada,  de  que  me  dices  que  no  te  amo,  me  abandono  a  tu 
divino  Corazón.  De  allí  no  me  puedes  arrojar,  es  mi  asilo.  Tú  me 
lo  diste.  Así,  pues,  aunque  tus  miradas  están  llenas  de  enojo 
para  tu  pobre  nada  criminal,  tu  Corazón  no  sabe  sino  latir  lleno 
ternura  para  ella.  ¡Oh,  jamás  dejarás  de  ser  Jesús!  Perdóname 
que  tu  amor  no  haya  conseguido  romper  las  fibras  de  mi  pobre 
corazón... 

¡Morir!...  ¡Qué  cosa  hay  más  ideal  que  vivir  en  Dios  por  una 
eternidad,  gozar  en  Dios!  ¿Puede  haber  felicidad  más  grande? 
Jesús  querido,  cada  vez  que  me  siento  mal,  siento  nostalgia  de 
Ti,  de  ese  cielo  en  donde  no  te  ofenderé  más,  en  donde  serás  uno 
conmigo,  pues  he  de  estar  en  Ti  y  moverme  en  Ti... 


148 


MUNDO 


(¡Páginas  de  su  Diario:  los  más 
íntimos,  los  más  sinceros  desaho- 
.  gos  de  su  corazón.* 

^/i.E  dijeron  hoy  que  me  iban  a  sacar  del  colegio  y  como  la 
X...  daba  baile,  me  tenía  que  estrenar  en  ese.  ¡Me  causa  horror! 
Y  ver  por  otro  lado  que  no  podré  ser  Carmelita  por  mi  salud; 
todo  esto  me  hace  exclamar:  ¡Jesús  mío,  si  es  posible,  que  pase 
de  mí  este  cáliz;  mas  no  se  haga  mi  voluntad  sino  la  tuya!  Y  ver 
que  no  puedo  hacer  oración;  por  otra  parte,  cuando  estoy  con 
Jesús,  me  da  no  sé  qué  hablarle  de  mis  penas  en  vez  de  consolarlo 
cuando  Él  sufre  mucho  más;  me  callo  y  mi  pobre  corazón  sigue 
gimiendo  y  Jesús  me  mira  contento,  me  cuenta  sus...  (no  acabó 
la  frase). 

He  comprendido  que  sólo  en  Dios  puedo  encontrar  la  felici- 
dad, la  satisfacción  de  mis  aspiraciones,  la  posesión  de  todos  los 
bienes,  puesto  que  Él  es  la  Verdad,  el  Bien  Infinito...  Di  gracias 
a  Dios,  por  el  rayo  de  luz  con  que  me  había  iluminado;  conocí 
la  ruta  de  la  vida  en  un  instante,  y  rogué  por  aquellas  pobres 
niñas  que  van  tras  seductores  espejismos;  que  se  lanzan  a  vivir 
en  la  mar  borrascosa  del  mundo  en  un  ligero  esquife,  sin  brújula 
ni  timón;  y  que  corren  en  pos  de  la  mariposa,  sin  mirar  al  abismo 
que  amenaza  sepultarlas.  Viven  en  perpetuo  sueño.  ¿Qué  será 


149 


de  ellas  cuando  la  muerte  las  despierte?  Sé  Tú,  oh  María,  su  estre- 
lla tutelar;  sé  Tú  su  consuelo,  su  alegría,  su  áncora  de  salvación... 

(¡Desde  las  playas  serenas  de  Al- 
garrobo, en  vacaciones  de  1918,  se 
dirige  a  una  amiga  suya.» 

Te  aseguro  que,  aunque  hacemos  muchos  paseos,  a  caballo 
y  a  pie,  me  estoy  aburriendo,  pues,  como  tú  sabes,  me  cansa  esta 
vida  tan  agitada,  sobre  todo,  que  me  gusta  tener  mis  horas  inde- 
pendientes, y  aquí  no  hay  un  momento  libre  para  escribir  ni  para 
leer,  que,  como  te  lo  he  manifestado,  son  mis  gratas  ocu- 
paciones. 

Hoy  he  conseguido  con  mi  mamá  que  me  dejara  esta  tarde 
aquí,  en  la  casa,  porque  me  duele  la  cabeza,  y  la  aprovecho  para 
conversar  contigo  que,  aunque  estás  siempre  en  espíritu  a  mi 
lado,  te  echo  mucho  de  menos...  Desearía  que  ambas  disfrutára- 
mos a  nuestro  gusto  de  esta  vida  que,  por  otra  parte,  es  tranquila; 
de  poder  comunicar  lo  que  pienso,  y  de  tener  a  una  amiga  de  las 
mismas  inclinaciones;  en  fin,  no  te  quiero  decir  más,  ya  que  esto 
es  sueño  y  nunca  será  realidad,  pues,  como  siempre  hemos  dicho, 
es  demasiada  felicidad,  y  esta  no  existe  en  la  tierra... 

Por  todo  lo  que  he  visto  y  he  oído  (en  este  tiempo)  me  he 
formado  una  idea  muy  poco  favorable  de  las  fiestas  sociales;  y  me 
pregunto:  ¿Cómo  pueden  llamar  entretenidas  unas  reuniones  en 
donde  no  se  oyen  más  que  puras  frivolidades?  Mira,  te  aseguro 
que  cuando  pienso  que  tal  vez  tenga  que  asistir  en  Santiago 
a  tales  reuniones,  me  entran  ganas  de  llorar  y  más  que  nunca 
anhelo  el  rinconcito  donde  existe  la  soledad  y  donde  reside  la 
verdadera  felicidad,  pues  allí  poseeré  a  Dios,  principiando  así 
la  vida  del  cielo.  Entre  tanto  lo  busco  dentro  de  mi  alma,  y  cuando 
estoy  en  medio  de  la  gente,  pienso  que  tengo  a  Jesús  y  le  presento 
mi  corazón,  con  la  satisfacción  de  que,  aunque  es  tan  pobre  y  mi- 
serable, no  me  lo  ha  de  desdeñar  en  ese  sitio  en  donde  en  medio 
de  la  alegría,  nadie  lo  recuerda... 


150 


«Carta  a  su  Director  Espiritual 
del  2  de  abril  de  igi8.» 

Cada  día  que  pasa,  se  aumentan  mis  deseos  de  ser  Carmelita; 
me  escribió  la  Madre  Superiora  una  carta  llena  de  santos  conse- 
jos, donde  pinta  admirablemente  la  vida  de  la  Carmelita,  y  me 
dice  que  entre  tanto  procure  sólo  vivir  en  Dios,  por  Dios  y  para 
Dios.  Pero  la  realización  de  mis  deseos  la  veo  cada  día  más  difí- 
cil. Ya  principio  a  sentir  la  oposición  de  la  familia,  pues  desean 
que  salga  del  colegio  para  sacarme  a  las  fiestas  mundanas,  que 
son  lazos  para  perder  las  almas.  ¡Ah!  Reverendo  Padre,  ruegue 
por  mí,  para  que  salga  victoriosa  de  la  lucha  y  de  la  tempestad 
que  se  inicia;  que  pueda  pronto  llegar  al  puerto  del  Carmelo 
donde  espero  encontrar  el  cielo  en  la  tierra;  es  decir,  el  cielo  en 
el  sufrimiento  y  en  el  amor.  A  veces  siento  deseos  de  morir  antes 
que  sucedan  estas  cosas;  pero  digo  con  Nuestro  Señor:  «que  se 
haga  la  voluntad  de  Dios  y  no  la  mía»,  y  es  además  cobardía  no 
querer  el  combate;  entonces  le  pido  a  Cristo  que  me  dé  las  armas 
para  vencer.  También  Nuestro  Señor  me  dice  que  me  abandone 
a  Él;  y  ya  que  siempre  me  ha  auxiliado  y  me  ha  hecho  vencer, 
¿por  qué  desconfiar  ahora?... 

«Poco  antes  de  su  salida  del  Cole- 
gio escribe  a  la  Madre  Priora  de 
Los  Andes.» 

¡A.Y,  reverenda  Madre!,  rece  mucho  para  que  no  tenga  que 
salir  a  bailes  ni  a  ninguna  fiesta  mundana.  Por  este  año  no  saldré 
a  bailes,  pero  creo  que  para  el  otro,  sí.  Yo  voy  a  hacer  cuanto 
esté  de  mi  parte  por  ser  Carmelita,  sin  haber  conocido  esas  fies- 
tas. Mientras  tanto,  me  preparo  para  la  lucha  que  tendré  que 
sostener;  y  le  aseguro  que  a  veces  tiemblo, — mire  que  soy  co- 
barde—, pero  después  digo  a  Jesús  y  a  mi  Madre  que  confío  en 
Ellos,  pues  si  me  han  librado  de  tantos  peligros  hasta  ahora, 
¿me  abandonarán  en  el  momento  más  terrible?  No;  me  han  amado 
y  me  han  protegido  como  a  niña  mimada  toda  la  vida. 

Lo  que  trato  ahora  es  de  adquirir  ese  espíritu  de  recogimiento 
que  me  haga  vivir  abstraída  en  Jesús  de  cuanto  pasa  a  mi  alre- 


151 


dedor.  Mi  alma  ha  de  ser  mi  fortaleza;  en  ella  he  de  encontrar  a  mi 
divino  Huésped  y  allí  estaré  con  Él  sola,  porque  allí  nadie  podrá 
habitar... 

*Ante  las  rutas  desconocidas  del 
mundo;  y  por  primera  vez  en  el 
teatro.» 

¡Qué  impresiones  tan  diversas  he  sentido  de  pesar  por  dejar 
mi  colegio  tan  querido,  mis  Madres  y  compañeras  a  quienes  estoy 
tan  reconocida!  ¡Qué  buenas  para  mí  y  qué  cariño  me  demues- 
tran siendo  yo  tan  indigna  de  ella!  Cumplí  mi  sacrificio  sin  llorar. 
Verdaderamente,  sentía  una  fuerza  superior  a  las  mías.  Era 
Jesús,  quien  me  hacía  tener  valor  en  ese  instante.  Sentía  que  mi 
corazón  se  hacía  trizas  al  decir  el  adiós  a  mi  vida  de  colegio,  y,  sin 
embargo,  no  lloré,  pues  así  lo  había  prometido  a  Nuestro  Señor 
para  prepararme  al  gran  sacrificio  que  debo  realizar  dentro  de 
meses.  Por  otro  lado,  sentí  el  atractivo  del  hogar  que  abandoné 
cuando  era  tan  niña:  de  volver  al  seno  de  los  míos  para  hacer  el 
bien,  para  sacrificarme  por  cada  uno  de  ellos  a  cada  instante 
Mas  también  dejaba  a  la  Rebeca,  ¡era  la  primera  vez  que  nos 
íbamos  a  separar!;  era  el  preludio  de  nuestra  separación  aquí  en 
la  tierra;  mas  en  ello  veo  la  mano  cariñosa  de  mi  buen  Jesús, 
que  así  prepara  nuestros  corazones  para  el  sacrificio. 

Mi  corazón  estaba  también  preso  de  temor.  Se  abría  ante 
mis  ojos  senda  desconocida,  y  siempre  lo  desconocido  produce 
desconfianza;  además  iba  a  entrar  en  el  mundo,  en  ese  mundo 
tan  perverso;  me  iba  a  sumergir  en  la  atmósfera  fría,  glacial 
de  la  indiferencia  social.  ¿Sucumbiría  en  ella?  ¡Oh,  sólo  Dios 
sabe  lo  que  sufrí!  Añádase  a  esto  que  las  Madres  creían  que  salía 
porque  quería.  ¡Cuán  distante  estaba  yo  de  hacer  mi  voluntad 
Eran  las  circunstancias  las  que  me  obligaban  a  dejar  mi  amado 
colegio,  asilo  de  paz,  de  inocencia  y  alegría.  Era,  ante  todo,  la 
voluntad  de  Dios  que  me  llamaba  con  premura... 

Nuestro  Señor  me  libra  de  todos  los  paseos;  1  el  único  a  que 
he  asistido  ha  sido  al  teatro.  ¡Qué  impresión  me  produjo  la  pri- 

i  En  Chile  se  da  a  la  palabra  paseo  un  sentido  muy  variado.  Aquí 
significa  jiras,  excursiones  bulliciosas  de  amigos  y  amigas,  etc. 


152 


mera  vez!  ¡Qué  indecencia  tan  grande!  ¡Qué  pena  sentía  al  ver 
a  esas  mujeres  tan  sin  pudor!  ¡Cómo  se  ofende  a  Dios  allí!  Mi 
alma  permaneció  unida  a  Él,  y  la  Virgen  me  protegió  extraordi- 
nariamente. No  me  acordé  de  llevar  un  rosario  para  rezarlo, 
y  lamentaba  esto,  cuando  salgo  a  pasearme  en  el  «foyer»  y  Lucho  1 
me  dice  que  se  ha  encontrado  uno;  me  lo  muestra  y  yo  desenten- 
didamente me  quedé  con  él  y  después  lo  pude  rezar.  ¡Cuántas 
acciones  de  gracias  elevó  mi  alma  hacia  esa  Madre  celosa  de  la 
pureza  que  le  he  encomendado!... 


*Diez  días  antes  de  su  toma  de 
hábito  escribe  a  su  hermana  Rebeca.* 

¡Cuánto  rogaré  por  ti,  hermanita  querida  en  ese  día.  no  para 
que  seas  religiosa,  sino  para  que  seas  toda  de  Dios  cumpliendo 
su  divina  voluntad.  ¡Si  supieras  cómo  ruego  por  ti!  Te  diré  con 
franqueza  que  encuentro  que  el  mundo  te  entusiasma  y  que  toda- 
vía no  eres  insensible  a  sus  halagos.  Te  gustaría  brillar  en  él,  ¿no 
es  así?  Mas  no  creas  que  esto  te  pasa  sólo  a  ti;  es  innato  en  la 
criatura  el  deseo  de  sobresalir.  Pero  si  pensamos,  ¿de  qué  sirv  en 
esos  triunfos  sociales  que  de  la  noche  a  la  mañana  se  disipan? 
Esos  aplausos,  fingidos  las  más  de  las  veces,  ¿qué  son?  ¿Qué 
queda  de  provecho,  sino  un  orgullo  secreto  en  el  alma?  No,  nada 
de  eso  sirve,  pues  lo  único  que  vale  aquí  en  la  tierra  es  todo  aque- 
llo que  nos  lleve  más  a  Dios;  Él  es  el  único  que  podrá  llenar  y  satis- 
facer tu  alma.  Esto  tú  lo  dices;  sin  embargo,  en  la  práctica,  ¿estás 
convencida  de  ello? 

Si  por  un  momento  pudiera  hacerte  comprender  la  vida  de 
unión  e  intimidad  con  Jesús,  que,  día  por  día,  se  acrecienta  en 
mi  alma,  lo  dejarías  todo.  Este  Jesús  no  quiere  que  exista  nadie 
entre  Él  y  yo,  y,  manifestándose  a  mi  alma,  la  ha  enamorado 
de  tal  manera,  que  sólo  en  Él  puede  encontrar  reposo.  Tú,  her- 
manita querida,  por  mucho  que  pienses,  no  podrás  jamás  adivi- 
nar esa  corriente  divina  en  que  Él  me  sumerge;  y  créeme  que 
siento  hastío  por  todo  lo  que  no  es  Él.  o  no  se  refiere  a  Él.  ¡Oh, 

*    Diminutivo  familiar  de  Luis. 


153 


si  supieras  cómo  le  amo!;  es  mi  Dios,  mi  Padre,  Madre,  Hermano. 
Esposo:  es  mi  Jesús!... 


«El  mtDido  no  comprende  la  mis- 
teriosa alegría  de  las  lágrimas 
santas  » 

¡Alleluja,  alleluja,  alleluja! 

Que  Jesús  sea  con  mi  mamadla:  todavía  me  estoy  riendo  de 
lo  que  me  ha  dicho  nuestra  Madre  que  se  corre  en  el  mundo,  de 
esta  pobre  Carmelita.  ¿Por  qué  quieren  turbar,  mamacita,  su 
felicidad  diciéndole  que  estoy  triste,  que  lloro,  etc.?  ¿Por  qué 
el  mundo  pretende  despertar  a  los  muertos  para  él  y  encontrar 
tristezas  en  los  que  viven  en  los  brazos  de  Jesús?  ¿No  ve  que  es 
envidia  del  reposo,  de  la  paz,  de  la  felicidad  que  inunda  su  alma' 
¡Cuán  bien  veo  que  los  que  inventan  semejantes  mentiras  no 
saben  lo  que  es  vivir  en  el  cielo  del  Carmelo  y  lo  que  es  la  gracia 
de  la  vocación!  Además,  si  en  mis  cartas,  mamacita,  nota  usted 
alegría  y  felicidad,  ¿cómo  puede  creerme  tan  doble  para  expre- 
sar lo  contrario  de  lo  que  siento?  Miro  en  este  instante  a  mi  Jesús 
y  me  río  del  mundo  entero  con  Él.  ¡Déjenme  llorar  entre  sus  bra- 
zos todo  el  día,  mientras  los  demás  se  ríen  y  divierten,  que  poco 
me  importa  a  mí  llorar  mirando  a  la  Alegría  infinita,  gustar  la 
amargura  junto  a  la  dulzura  divina  de  Jesús!  Soy  feliz  y  jamás 
dejaré  de  serlo,  porque  pertenezco  a  mi  Dios;  en  él  encuentro 
a  cada  momento  mi  cielo  y  un  amor  eterno  e  inmutable.  Nada 
deseo  más  que  a  Él,  a  nadie  amo  más  que  a  Él,  y  este  amor  va 
creciendo  a  medida  que  me  voy  introduciendo  en  su  seno  divino 
de  amor  y  perfecciones  adorables.  Nada  de  la  tierra  puede  ser- 
virme ya  de  atractivo,  porque  he  conocido  la  Hermosura  divina, 
y,  en  caso  de  llorar,  mamacita  querida,  no  sería  por  tristezas 
fingidas,  sino  por  mis  muchos  pecados,  por  temor  de  ofender 
y  perder  a  Dios  y  por  no  amarlo  bastante.  En  cuanto  a  mi  salud, 
gracias  a  Dios  puedo  admirarme  de  lo  bien  que  estoy;  además 
nuestra  Madre  siempre  está  con  sus  maternales  ojos  fijos  para 
cuidarme... 


154 


«Atinados  consejos  a  una  joven 
para  bien  conducirse  en  el  mundo.* 

Vas  a  salir  a  nuevo  campo  de  batalla;  adiéstrate  para  luchar. 
Que  tu  divisa  sea  ésta:  «Dios  siempre  en  vista  y  el  «yo»  siempre 
en  sacrificio.»  Tus  armas  sean  la  comunión  y  la  oración;  tu  ali- 
mento, la  voluntad  de  Dios;  tu  Capitán,  Jesús;  la  bandera,  la 
humildad.  Es  preciso  que  te  sacrifiques  en  todo  momento.  La  vida 
de  familia,  para  que  sea  vida  de  unión,  ha  de  ser  un  sacrificio 
continuado;  considérate  la  última  de  todas,  y  aún  trata  de  ser- 
vir a  las  sirvientes.  Ayúdalas  cuando  están  enfermas  y  cuando 
están  en  cama  dales  por  tu  propia  mano  los  remedios;  cuando 
las  veas  de  mal  humor,  consuélalas  con  Nuestro  Señor;  léeles 
algún  libro  de  algún  santo  y  otro  libro  entretenido  para  no  can- 
sarlas. Así,  las  tratarás  y  las  llevarás  a  Dios.  Con  tus  hermanos 
chicos  sé  muy  cariñosa;  no  los  retes  1  sin  causa  justa;  juega  con 
ellos  y  enséñales  el  rezo,  a  leer,  a  escribir,  etc.,  y  hazte  respetar, 
dándoles  buen  ejemplo.  Que  no  te  vean  desobedeciendo  ni  de  mal 
humor  jamás.  En  cuanto  a  lo  que  debes  ser  con  tu  papá  y  mamá, 
sólo  te  digo  que  seas  un  ángel  de  consuelo,  que  seas,  ante  todo, 
muy  cariñosa,  ayudándoles  en  lo  que  puedas  y  obedeciéndoles 
ciegamente  en  todo,  pues  no  te  mandarán  hacer  una  cosa  me- 
nos buena. 

Vence  siempre  el  respeto  humano  en  sociedad;  ten  una  Opi- 
nión fija  y  no  cedas  cuando  los  demás  no  juzgan  rectamente.  En 
la  Iglesia  da  muy  buen  ejemplo,  estando  muy  recogida;  esto 
cuesta  cuando  se  asiste  a  matrimonios,  porque  por  lo  general 
todas  no  hacen  sino  mirar  y  hablar.  Comulga  todos  los  días  que 
puedas,  aun  cuando  no  sientas  devoción.  Todos  los  días,  apenas 
te  levantes,  reza  tus  oraciones  y  haz  un  cuarto  de  hora  de  medi- 
tación; penétrate  bien  con  quién  hablas  y  quién  es  la  que  habla. 
Ten  presencia  de  Dios,  ofrécelo  todo  a  Él  y  haz  muchos  actos 
de  amor.  Todos  los  días  haz  tu  examen  de  conciencia  a  los  pies 
de  la  Santísima  Virgen  y  pregúntale  con  sencillez  cómo  te  has 
portado  en  el  día;  pídele  perdón,  y  después  cuéntale  tanto  las 
penas  como  las  alegrías  y  oye  sus  consejos... 

i    No  les  riñas. 


155 


Quisiera  inculcar  en  tu  alma  el  amor  a  lo  eterno,  a  lo  que 
no  pasa;  es  necesario  vivir  siempre  pensando  que  una  eternidad 
nos  aguarda.  ¿Qué  nos  importaría  entonces  sufrir  y  sacrificarnos 
ochenta  años  cuando  así  mereceríamos  gozar  siempre? 

Continuamente  te  predico  en  mis  cartas,  pero  es  porque  quiero 
que  seas  muy  piadosa.  Necesita  tanto  el  mundo  de  niñas  que 
tengan  verdadera  piedad.  ¡Cuánto  bien  puedes  hacer  entre  los 
tuyos  si  eres  sacrificada  y  no  buscas  tu  comodidad,  sino  en  el 
bien  de  los  demás!  Cuando  sientas  el  grito  interior  del  egoí-mo, 
dirige  con  tu  pensamiento  una  mirada  a  Jesús;  y  por  su  amor, 
tendrás  fuerzas  para  vencerte.  Él  se  sacrificó  por  ti  desde  que 
nació,  hasta  el  Calvario;  y  al  ver  a  un  Dios  ensangrentado  que  te 
dice  que  te  venzas,  ¿podrías  no  hacerlo? 

Siempre  te  repetiré  que,  si  estás  en  sociedad,  debes  tratar  de 
agradar  primero  c  ue  a  nadie  a  tu  papá  y  mamá,  y  después  a  todos 
los  que  te  rodean.  Yo  pediré  mucho  para  que  así  te  portes;  hazlo 
por  Dios,  ahí  tienes  un  tesoro  para  comprar  el  cielo.  ¿No  te  agra- 
da el  mundo?  Pues  mejor;  tienes  ocasión  de  sacrificarte... 


156 


APOSTOLADO 


♦  ME  OFRECÍ  COMO  VÍCTIMA,  PARA  QUE  NUESTRO  SEÑOR 
MANIFESTARA  A  LAS  ALMAS  SU  INFINITO  AMOR» 


Xidele  por  mí.  hennanita;  necesito  oraciones;  veo  que  mi 
vocación  es  muy  grande:  salvar  almas,  dar  obreros  para  la  viña 
de  Cristo.  Todos  los  sacrificios  que  hagamos  son  pocos  en  com- 
paración del  valor  de  un  alma.  Dios  entregó  su  vida  por  ellas, 
y  nosotros,  ¡cuánto  descuidamos  su  salvación!  Yo,  como  su  pro- 
metida, tengo  que  tener  sed  de  almas;  ofrecer  a  mi  Amado  la  san- 
gre que  por  cada  una  de  ellas  ha  derramado. Y  ¿cuál  es  el  medio 
de  ganar  almas?  La  oración,  la  mortificación  y  el  sufrimiento. 
Él  viene  con  una  cruz,  y  sobre  ella  está  escrita  una  sola  palabra 
que  conmueve  mi  corazón  hasta  sus  más  íntimas  fibras:  ¡Amor! 
¡Oh  cuán  bello  se  ve  con  su  túnica  de  sangre!  Esa  sangre  vale 
para  mí  más  que  las  joyas  y  los  diamantes  de  toda  la  tierra.  Los 
que  se  aman  en  la  tierra,  hennanita  mía,  no  tratan  sino  de  tener 
una  sola  alma  y  un  solo  ideal:  mas  son  vanos  sus  esfuerzos,  pues 
las  criaturas  son  tan  impotentes.  Xo  pasa  así  en  nuestra  unión; 
Jesús  vive  ya  en  mi  corazón;  yo  trato  de  unirme,  asemejarme 
y  confundirme  en  Él.  Yo  soy  la  gota  de  agua  que  ha  de  perderse 


t Fragmento  de  la  carta  en  qu¿ 
descubre  a  su  hermana  Rebeca  ti 
secreto  de  su  vocación.* 


157 


en  el  Océano  infinito.  Mas  hay  un  abismo  que  la  gota  no  puede 
franquear;  pero  el  Océano  se  desborda  con  tal  que  la  gota  perma- 
nezca en  un  total  abandono  de  sí  misma,  con  tal  que  viva  en  un 
continuo  susurro  llamando  al  Océano  divino... 


«Su  alma  está  dolorida  por  los 
pecados  de  ciertas  personas,  segu- 
ramente muy  suyas;  y  su  sentida 
oración  arranca  del  cielo  una  con- 
soladora respuesta.» 

Tengo  pena,  me  sangra  el  corazón.  ¡Ah,  mil  vidas,  si  yo  pu- 
diera, ofrecería  con  tal  que  ese  pecador  se  convirtiera!  Todos  los 
-ufrimientos  que  queráis,  Dios  mío,  enviádmelos  y  dadme  gra- 
cia para  soportarlos,  pues  quiero  ofrecéroslo  por  ÉL 

Jesús  mío,  quiero  acompañarte  en  el  Huerto,  en  tu  agonía; 
quiero  consolarte  y  decir  contigo:  Señor,  si  es  posible,  que  pase 
de  mí  este  cáliz  amargo;  mas  no  se  haga  mi  voluntad,  sino  la 
tuya... 

Jesús  mío,  Tú  conoces  la  ofrenda  que  te  he  hecho  de  mí  misma 
por  la  conversión  de  las  personas  que  Tú  sabes.  Hoy  te  ofrezco 
no  sólo  mi  vida,  sino  también  la  muerte,  como  te  pluguiere  dár- 
mela; la  recibiré  con  gusto,  ya  sea  en  el  abandono  del  Calvario, 
ya  en  el  paraíso  de  Xazareth.  Además,  si  quieres,  dame  sufri- 
mientos, cruz,  humillaciones;  que  sea  pisoteada  para  castigar  mi 
orgullo  y  el  suyo...  ¡Oh  María,  que  jamás  has  desoído  los  ruegos 
que  te  he  dirigido  como  una  hija  le  pide  a  su  madre;  también 
pongo  en  tus  manos  maternales  esas  almas:  ¡óyeme!  Toda  mi 
vida  no  he  dejado  de  pedirte  por  ellas;  Madre  mía,  escúchame,  te 
lo  ruego  por  Jesús  y  por  tu  esposo  San  José,  a  quien  pido  inter- 
ceda por  esta  pobre  criatura ... 

Hoy  he  estado  unida  a  Nuestro  Señor.  Desde  que  tengo  el 
crucifijo,  vivo  en  mayor  unión  con  ÉL  ¡Oh,  cuánto  le  amo!  Me  he 
ofrecido  a  Él  por  la  conversión  de  esas  almas.  ¡Cuánto  sufro  al 
pensar  que  dentro  de  ellas  está  el  diablo  y  no  Dios;  que  Jesús 
las  llama  y  las  espera  en  el  Sagrario  y  ellas  permanecen  insensi- 


158 


bles!...  Jesús  mío.  Esposo  de  mi  alma,  me  ofrezco  a  Ti,  haz  de  mí 
lo  que  quieras. 

Hoy  me  he  vencido  mucho  para  no  impacientarme.  Dios 
mío.  Tú  me  has  ayudado,  gracias  te  doy... 

Nuestro  Señor  me  dijo  que  no  aceptaría  mi  ofrenda,  pero 
que  me  concedería  la  conversión  de  esas  almas  dentro  de  un 
tiempo  más.  Me  dijo  que  me  uniera  a  Él  crucificado,  que  me  que- 
ría ver  crucificada.  He  sufrido  tanto,  que  esta  mañana  lloré 
toda  la  Misa,  pero  mañana  ofreceré  aún  mis  lágrimas... 


*Párrajos  henchidos  del  más  puro 
amor  que  dirige  a  sus  seres  más 
queridos.» 

jQuE  jamás,  hermano  querido,  pierdas  la  fe!  Prefiero  morir 
y  ofrecer  la  vida  antes  que  tu  alma  se  extravíe.  Prométeme  que 
todos  los  días  vas  a  rezar  un  «Ave  María*  a  la  Santísima  Virgen 
para  que  te  dé  la  salvación,  y  que  ese  crucifijo  lo  conservarás 
y  lo  llevarás  siempre  contigo  hasta  la  muerte  como  recuerdo  de 
tu  hermana,  que  siempre  lo  ha  llevado  consigo. 

Siento  la  pena  más  inmensa  al  separarme,  pero  Dios  me  sos- 
tiene y  me  da  fuerzas  para  romper  los  lazos  más  estrechos  que 
existen  sobre  la  tierra.  Créeme  que  mi  vida  enterá  será  una  inmo- 
lación por  ti...  Acuérdate  de  tu  hermana  Carmelita;  ella,  al  pie 
del  santo  altar,  estará  pidiendo  por  ti.  Tras  las  rejas  de  su  claus- 
tro, someterá  su  cuerpo  a  las  más  rudas  penitencias.  Sí,  hermano 
mío,  te  quiero  con  locura;  y  si  es  necesario  que  yo  pierda  mi  vida 
por  tu  alma,  aquí  la  tiene  Dios,  y  aún  sufriría  el  martirio  con  tal 
que,  cuando  pasen  estos  cuatro  días  del  destierro,  nos  encontrá- 
remos reunidos  para  siempre  en  Dios... 

Amemos,  mamacita,  a  ese  Jesús  que  es  tan  aborrecido  y 
ofendido;  consolémosle  a  cada  segundo  diciéndole  que  le  amamos; 
le  gusta  tanto  ese  canto  no  interrumpido  de  amor.  Amémosle 
en  cada  uno  de  nuestros  actos,  haciéndolos  con  perfección  y  sólo 


159 


por  agradar  a  Él.  Amemos  su  adorable  voluntad  en  cada  una 
de  las  circunstancias  de  nuestra  vida.  Cuando  se  ama,  todo  es 
alegría;  la  cruz  no  pesa,  el  martirio  no  se  siente,  se  vive  más  en 
el  cielo  que  en  la  tierra.  La  vida  en  el  Carmelo  es  amar;  ésta  es 
nuestra  ocupación... 

Busque,  mamacita,  a  Dios  por  la  confianza  y  verá  que  Dios 
se  acercará  a  usted  y  la  arrojará  más  hondamente  en  el  océano 
infinito  de  su  amor.  Parece  que  a  Nuestro  Señor  le  agrada  mucho 
esto,  pues  hace  sentir  su  presencia  sensiblemente.  Abandonémos- 
lo todo,  mamacita  querida,  a  su  adorable  voluntad.  Él  lo  hará 
todo  porque  nos  ama  infinitamente. 

Lo  que  me  dice  respecto  a  aquella  alma,  me  ha  dado  mucha 
pena  y  rezo  muchísimo  por  ella.  Ya  sabe  que  he  venido  al  Carmen 
para  convertirla.  Suframos,  oremos  y  amemos;  ésta  ha  de  ser 
nuestra  consigna  para  conseguirlo... 

La  verdadera  amistad  consiste  en  perfeccionarse  mutuamente 
y  en  acercarse  más  a  Dios. 

Mi  querida  hermanita,  es  verdad  que  no  vivimos  juntas, 
pero  tú  vivirás  en  Dios  y  yo  también.  Nos  lleva  Dios  por  dife- 
rentes caminos,  pero  qué  importa  si  el  término  es  Él?  Tú,  mien- 
tras estamos  en  la  tierra,  serás  Marta,  salvarás  a  las  almas  inmo- 
lándote por  ellas;  servirás  a  Dios  en  la  persona  de  las  alumnas 
o  de  las  Hijas  de  María,  o  en  las  niñitas  pobres,  mientras  que  yo, 
como  Magdalena,  permaneceré  a  los  pies  de  Nuestro  Señor  con- 
templándolo, amándolo;  mi  vida  será  oración  y  sacrificio,  y  amor 
que  reúne  las  dos  cosas.  No  creas  que  porque  elegí  ser  Carmelita, 
no  considero  muy  perfectas  a  las  religiosas  del  Sagrado  Corazón... 


leo 


PROPOSITOS  Y  MÁXIMAS 


soluciones  para  mi  vida  entera: 
i.°   Xo  dejaré  jamás  mi  meditación,  ni  comunión  y  misa. 
2  °   Haré  examen  particular  y  rezaré  de  rodillas  mis  oracio- 
nes de  la  mañana  y  de  la  noche. 

3.0  Haré  lectura  espiritual  y  conservaré  en  mi  alma  un  reco- 
gimiento que  me  mantenga  unida  con  Jesús  y  separada  por  com- 
pleto del  mundo. 

4.0  Tendré  carácter.  Jamás  me  dejaré  llevar  por  el  senti- 
miento ni  por  el  corazón,  sino  por  la  razón  y  mi  conciencia. 

5.0  Cumpliré  la  voluntad  de  Dios  con  alegría,  tanto  en  las 
penas  como  en  los  goces,  sin  demostrar  jamás  en  mi  cara  lo  que 
pasa  en  mi  corazón.  No  llorar  jamás,  teniendo  presente  lo  de 
Santa  Teresa:  «Es  preciso  tener  corazón  de  hombre  y  no  de  mujer.» 

6.°  Xo  me  dejaré  llevar  jamás  del  respeto  humano,  tanto  en 
mi  manera  de  conducirme  como  en  mis  palabras... 

Hoy  Xuestro  Señor,  en  la  meditación,  me  hizo  ver  su  gran 
amor;  cómo  se  humilló,  se  rebajó  hasta  parecer  loco,  pecador, 
blasfemo,  ladrón.  Me  dijo  que,  para  llegar  a  unirse  a  Él  entera- 
mente, era  preciso  morir  a  mí  misma,  amarlo  a  Él  más  que  a  mí 
misma.  Me  enseñó  cómo  debía  morir:  buscando  las  humilla- 
ciones y  no  buscando  los  honores,  las  honras;  2.0,  cuando  me 
vengan  pensamientos  de  orgullo,  humillarme  delante  de  Xuestro 


Teresa  de  los  Andes.  11 


161 


Señor,  comparando  su  inteligencia  infinita  con  la  mía  pequeñí- 
sima, y  decir  disparates  para  ser  humillada  como  Cristo  que  pasó 
por  un  loco;  3.0,  mortificar  mi  voluntad  no  dándole  gusto  en  nada 
y  amando  las  humillaciones;  4.0,  viviendo  unida  a  Él  en  mi  alma 
y  ahí  amarle... 

Fiesta  de  mi  Madre  Santa  Teresa.  Escribí  al  Carmen.  ¡Cuánto 
he  pedido  a  Santa  Teresa  me  haga  celebrar  su  fiesta  para  el  otro 
año  en  el  Carmen! 

Hablé  ayer  con  Él;  me  dijo  que  para  llegar  a  la  unión  comple- 
ta eran  necesarias  tres  cosas: 

Conmigo  misma:  que  no  hablara  jamás  de  mí,  ni  diera 
mi  opinión  si  no  me  la  pedían;  2.0,  que  prefiriera  todos  a  mí;  yo 
la  última,  la  sierva  de  todos;  3.0,  que  considerara  lo  poco  que 
valía  y  me  humillara  interiormente,  viendo  lo  miserable  que 
era;  4.0,  que  no  tomara  jamás  gusto  en  nada  y  que  diera  gracias 
a  Él  cuando  se  me  pedía  algún  sacrificio. 

Con  el  prójimo:  que  tuviera  siempre  en  mi  trato  el  espí- 
ritu de  fe  viendo  en  el  prójimo  a  Dios;  2.0,  que  cuando  conversara 
con  algún  joven,  lo  tuviera  a  Él  presente  y  viera  su  hermo- 
sura. 

Con  Dios:  ser  humilde,  anonadada  delante  de  Él,  amando  y 
pidiendo  caridad... 

Para  llegar  a  vivir  en  Dios,  con  Dios  y  para  Dios,  que  es 
el  ideal  de  una  Carmelita,  y  de  una  Teresa  de  Jesús,  y  de  una 
hostia,  entiendo  son  cuatro  cosas  necesarias: 

i.°    Silencio,  tanto  interior  como  exterior;  silencio  en  todo 

ser.  Evitar  toda  palabra  inútil. 

2.0  Xo  hablar  de  mí  misma,  y  si  es  necesario  hacerlo  para 
divertir  a  las  demás,  ponerlo  en  tercera  persona.  Jamás  hablar 
de  la  familia. 

3.0  Negación  absoluta;  no  gustar  para  nada  el  gusto  e  incli- 
nación, para  tener  más  fácil  trato  con  Dios. 

4. 0  Ver  en  todas  las  criaturas  a  Dios,  ya  que  todo  se  encuen- 
tra en  su  inmensidad.  Me  examinaré  sobre  esto  todos  los  días... 


162 


1.  °  Vivir  sólo  para  Dios,  es  decir,  con  el  pensamiento  fijo 
en  Él,  rechazando  todo  lo  inútil.  Vivir,  completamente  eclipsada 
para  las  criaturas,  no  hablando  nada  de  mí  misma,  no  dando 
mi  opinión  en  nada,  si  no  me  la  preguntan;  no  llamando  la  aten- 
ción por  nada,  ni  en  el  modo  de  hablar,  ni  en  el  de  reír,  ni  en  la:- 
expresiones,  ni  aun  en  hablar  de  mí  misma,  para  humillarme; 
en  una  palabra,  que  la  nada  criminal  desaparezca. 

2.  °  Ser  fiel  en  todo  lo  que  me  pide  Jesús.  Ser  fiel  en  los  deta- 
lles, ser  fiel  para  practicar  lo  que  me  adviertan  y  en  hacer  las 
cosas  con  perfección. 

3.0  Entre  día  guardar  silencio  riguroso,  y  no  hablar,  ni  aíin 
con  Nuestra  Madre,  si  ella  primero  no  me  habla. 

4.0    Vivir  en  el  momento  presente  con  Jesús. 

5.0   Xo  reírme  ni  hacer  señas  a  mis  Hermanitas  entre  día. 

6.°  En  las  recreaciones  tener  mucho  dominio  de  mí  misma 
para  estar  siempre  alegre,  pero  sin  pasar  los  límites  de  la  modes- 
tia religiosa. 

j.°  Considerar  que  nuestra  Madre  es  como  una  Custodia 
donde  Jesús  está  expuesto;  y  que  mis  Hermanitas  son  hostias 
donde  Jesús  mora  escondido.  A  nuestra  Madre  la  amaré  porque 
ella  me  representa  la  autoridad  de  Dios  y  su  divina  voluntad. 
Amaré  a  mis  Hermanitas  porque  ellas  son  imágenes  de  mi  Dios 
y  porque  Jesús  me  dió  un  precepto. 

8  °  No  hablar  de  cosas  espirituales  y  hacer  como  que  nada 
sé  ni  entiendo. 

9.0  Xo  buscar  consuelo  en  nadie,  ni  aún  en  Jesús,  sino  pedirle 
fuerzas  para  sufrir  más. 

10.  Jamás  manifestar  que  sufro,  a  no  ser  que  nuestra  Madre 
me  lo  pregunte. 

11.  Considerarme  siempre  como  un  ser  despreciable,  tanto 
de  las  criaturas  como  de  Dios,  y  aceptar  alegremente  las  humilla- 
ciones y  los  olvidos  de  las  criaturas  y  aún  de  Jesús,  sin  abatirme. 

En  fin,  siempre  procuraré  obrar  lo  que  crea  más  perfecto... 


163 


EUCARISTIA 


M  E  acuerdo  que  mi  mamá  con  mi  tía  Juanita  nos  llevaban 
a  misa  y  siempre  nos  explicaban  todo,  y  cuando  llegaba  la  comu- 
nión, yo  me  encendía  en  deseos  de  recibir  a  Nuestro  Señor... 
Pedía  a  mi  mamá  este  favor...  Ella  y  mi  tía  Juanita  me  sentaban 
en  la  mesa  y  me  preguntaban  acerca  de  la  Eucaristía;  yo  con- 
testaba a  sus  preguntas,  pero  como  me  veían  muy  chica  (sólo 
tenía  tres  años),  no  me  dejaban  hacerla... 

Yo,  cada  día,  pedía  permiso  a  mi  mamá  para  hacer  mi  Pri- 
mera Comunión,  hasta  que  accedió  en  1910  y  empecé  mi  prepara- 
ción. Me  parecía  que  ese  día  no  llegaría  jamás  y  lloraba  de  deseos 
de  recibir  a  Nuestro  Señor.  Un  año  me  preparé  para  hacerla; 
durante  este  tiempo  la  Virgen  me  ayudó  a  limpiar  mi  corazón 
de  toda  imperfección.  En  el  mes  del  Sagrado  Corazón,  yo  modifi- 
qué mi  carácter  por  completo,  tanto  que  mi  mamá  estaba  feliz 
de  verme  preparar  tan  bien  para  mi  Primera  Comunión... 

*  Fervorines  eucarísticos  que  es- 
maltan las  diversas  anotaciov.es  de 
su  Diario.» 

Me  encuentro  en  el  campo,  ¡qué  felicidad!  He  tenido  la  dicha 
de  comulgar  hoy.  Me  sentía  tan  unida  a  Él,  lo  amaba  tanto,  que 
me  parecía  estar  en  el  cielo  y  he  continuado  en  esta  unión  durante 
todo  el  día.  ¡Jesús  mío.  no  te  separes  de  mí!... 


165 


Todas  las  noches  le  doy  un  beso,  en  el  que  le  envío  todo  mi 
ser.  Estoy  tan  cerca  de  su  altar,  una  puerta  nos  separa.  Enton- 
ces me  lo  figuro  prisionero  y  que  le  voy  a  abrir  su  prisión  y  lo 
traigo  a  mi  corazón... 

¡Hoy  no  he  comulgado!  Sin  unirme  a  Dios;  todo  por  este  cuer- 
po de  barro.  ¿Cuándo  se  acabará  esta  muerte  para  vivir  en  Dios? 
Jesús  mío,  Tú  eres  mi  vida;  sin  Ti  muero,  sin  Ti  desfallezco... 

Hoy  me  he  sentido  mal,  las  fatigas  no  me  dejan;  ¿qué  hacer 
si  es  la  voluntad  de  Dios?  Hoy,  sin  comunión,  he  metido  mí> 
aparato.  Silencio,  cuerpo;  quiero  que  sólo  el  alma  hable  con  Dios, 
para  que  tú  calles  a  las  criaturas. 

La  mirada  de  mi  crucifijo  me  sostiene.  Veo  todo  oscuro;  mi 
oración  se  acabó;  me  han  prohibido  que  la  haga  en  la  noche.  La 
comunión  me  la  han  negado,  pero  venzo,  porque  Jesús  lo  es  todo, 
y  Él  está  dentro  de  mi  alma.  ¡Qué  importa  todo!  No  quiero  mirar 
sino  el  presente;  es  decir,  mirar  a  Jesús;  Él  me  alumbra.  El  por- 
venir se  n  e  presenta  en  medio  de  tinieblas... 

Estoy  en  mi  casa;  me  tuve  que  venir  (del  colegio)  porque 
ya  no  podía  más.  ¡Qué  pena  sentí  al  tenerme  que  despedir  de 
las  niñas  y  de  las  Madres  y  de  mis  chicas!  ¡Las  quiero  tanto! 
Pero  que  se  haga  la  voluntad  de  Dios.  No  he  comulgado,  por  lo 
cual  llegué  a  llorar  anoche.  Tenía  hambre  de  Jesús.... 

«Durante  sus  obligadas  jiras  ve- 
raniegas alternan  sus  delicias  di 
sacristana  con  las  dolorosas  priva- 
ciones de  misa  y  comunión.* 

He  pasado  en  el  fundo  de  X...  veintiséis  días  y,  gracias  a 
Dios,  creo  que  no  hemos  dejado  de  tener  misa  sino  seis  días  en 
que  comulgamos  espiritualmente.  ¡Cuán  bueno  es  Nuestro  Señor 
con  aquellos  que  le  aman!  ¡Qué  días  de  cielo,  mi  querida  Madre, 
hemos  pasado  junto  al  Sagrario!  Cuando  al  pie  del  Tabernáculo 
tenía  la  felicidad  de  encontrarme  sola  junto  a  ese  Dios  infinito 
y  encarcelado  por  nuestro  amor,  le  pedí  muchas  gracias  y  ben- 
diciones para  usted,  mi  queridísima  Madre,  y  para  mis  Herma- 
nitas.  Le  pedí  que  ante  todo  les  diera  amor  para  que  de  e-te  modo 
se  dieran  más  completamente  a  Él. 


166 


Como  con  la  X. . .  éramos  las  sacristanas,  todas  las  tardes  íbamos 
a  arreglar  la  lamparita  y  a  dejarle  nuestros  corazones  toda  la 
noche.  Me  acuerdo  que  nos  costaba  mucho  dejarle  y  hacíamos 
como  cinco  veces  la  genuflexión,  sin  resolvernos  a  dejarlo  solo 
toda  la  noche.  ¡Oh,  cuán  bueno  es  Él!  ¡Cómo  se  acerca  y  se  revela 
a  un  alma  tan  miserable  como  la  mía;  cómo  me  hace  comprender 
en  un  momento  las  finezas  de  su  amante  Corazón!... 

¡Qué  bueno  es  mi  Dios!  Estamos  en  misiones,  con  el  Santísi- 
mo y  con  comunión  y  dos  misas  diarias.  Me  paso  a  sus  pies,  me 
siento  muchas  veces  desfallecida  de  amor;  me  anonado  en  su  pre- 
sencia al  verme  tan  miserable,  a  pesar  de  que  me  llena  de  favo- 
res... Todo  lo  que  hago  es  por  su  amor,  vivo  en  una  continua  pre- 
sencia de  Dios... 


\Hostia  por  Hostia.* 

El  día  del  Sagrado  Corazón  solicité  licencia  de  Nuestra  Ma- 
dre, para  hacer  los  tres  votos  hasta  mi  toma  de  hábito.  Mi  ideal 
de  Carmelita  es  ser  hostia,  ser  inmolada  constantemente  por  las 
almas,  y  mi  fin  principal  es  sacrificarme  para  que  el  amor  del 
Corazón  de  Jesús  sea  conocido...  No  sé  lo  que  me  pasa  al  contem- 
plar a  Nuestro  Señor  desterrado  en  los  Tabernáculos  por  amor 
de  sus  criaturas  que  le  ofenden  y  olvidan;  quisiera  vivir  hasta 
el  fin  del  mundo  sufriendo  junto  al  Divino  Prisionero... 


En  este  instante  siento  el  más  vivo  dolor  de  ver  cómo  Dios, 
en  su  Majestad  y  Grandeza,  se  preocupa  del  hombre,  desciende 
al  Tabernáculo  y  se  constituye  nuestro  amigo  íntimo,  nuestro 
médico  amoroso,  nuestro  Todo  adorado,  y,  sin  embargo,  perma- 
necer allí  cautivo,  sin  que  los  hombres  piensen  siquiera  en  Él, 
antes  al  contrario,  sólo  piensan  en  pecar.  ¡Qué  ingratitud  más 
execrable!...  No  seamos  ingratos  para  ese  Dios,  todo  Bondad, 
todo  Amor...;  la  ingratitud  es  propia  de  corazones  sin  sentimien- 
tos; y  si  nuestros  corazones  están  llenos  de  afectos,  ¿sólo  Jesús 
no  tendrá  siquiera  una  parte  en  ellos?... 


1*7 


Después  que  comulgo,  me  siento  en  el  cielo,  y  dominada 
por  el  amor  infinito  de  mi  Dios.  A  veces,  mi  único  consuelo  en 
este  destierro  es  la  comunión,  donde  me  uno  íntimamente  con 
Él.  Siento  ansias  de  morirme  por  poseerlo  sin  temor  de  perderlo 
por  el  pecado.  Este  deseo  me  hace  huir  de  las  menores  imper- 
fecciones, ya  que  ellas  me  separan  del  Ser  infinitamente  santo... 

«Desde  el  retiro  de  su  celda  esta 
humilde  Carmelita  se  convierte  en 
un  apóstol,  poniendo  su  caldeada 
pluma  al  servicio  de  la  causa  de  la 
comunión  frecuente  y  fervorosa.» 

Penétrense  bien,  a  quién  van  a  recibir.  Es  todo  un  Dios 
el  que  desciende  a  visitarnos.  ¡Cómo  quisiera  hacerles  compren- 
der lo  que  es  comulgar  aquí,  en  el  Carmen!  Para  una  Carmelita 
comulgar  es  un  cielo,  y  debía  serlo  para  toda  alma  creyente... 

Procura  cada  mañana,  cuando  tengas  la  dicha  de  comulgar, 
pedirle  a  Nuestro  Señor  que  permanezca  todo  el  día  allí  en  tu 
alma.  Así  vivirás  muy  unida  e  inundada  de  Dios.  Cuando  pienso 
que  antes  envidiaba  a  María  Magdalena  por  haber  tenido  a  Jesús 
tantas  veces  en  su  casa,  por  haberlo  hablado,  me  avergüenzo, 
pues  Él  no  ha  abandonado  la  tierra:  en  el  Sagrario  está.  Allí  le 
miro  por  la  fe  y  le  escucho,  y  no  sólo  recibo  su  visita  exterior- 
mente,  sino  que  mi  alma  está  compenetrada  por  Él.  ¡Qué  unión 
más  íntima  puede  existir  entre  Jesús  y  su  pobre  criatura!  Créeme 
que  cada  vez  que  voy  al  coro,  me  arrojo  en  su  divino  Corazón 
para  encontrar  en  Él  toda  la  ternura  de  una  madre,  de  un  esposo, 
en  fin,  esa  ternura  que  el  Evangelio  nos  da  a  conocer  en  Jesús 
al  Hombre-Dios.  Me  parece  encontrarlo  tal  como  lo  encontraba 
María  Magdalena  en  Bethania.  Tan  presente  está  en  mi  alma 
Jesús,  que  no  envidio  a  los  que  vivieron  con  Él  en  la  tierra... 

Él  (Jesús)  se  hizo  pan  para  unirse  con  nosotros:  ¿no  es  un 
colmo  de  amor?  Sin  embargo,  sólo  recibe  olvido,  desprecios,  inju- 
rias de  aquellos  a  quienes  tanto  ama.  Para  las  criaturas  que  nos 
aman  y  estiman  un  poquito,  tenemos  cariño  y  aprecio,  y  sólo 


168 


para  el  Bien  infinito,  para  el  Dios- Amor,  no  tenemos  sino  olvido 
y  desprecio.  ¡Ay!,  es  preciso  que  le  amemos  nosotras  tanto  para 
resarcirlo  algo  del  olvido  de  las  criaturas;  es  preciso  vivir  conti- 
nuamente al  pie  de  las  rejas  del  Divino  Prisionero,  cantándole 
arrullos  de  amor.  Lloremos  junto  con  Él;  sacrifiquémonos  al  par 
que  Jesús  por  las  almas. 

A  veces  siento  el  peso  de  esta  vida  miserable;  quisiera  verme 
libre  de  las  miserias  de  la  carne,  pero  después  miro  al  Tabernáculo, 
y,  al  ver  que  Jesús  vive  y  vivirá  hasta  el  fin  de  los  siglos  en  con- 
tinua agonía  y  abandono,  me  dan  deseos  de  constituirme  en  su 
compañera  del  destierro  a  que  por  nuestro  amor  se  ha  sometido; 
entonces  digo  con  Santa  María  Magdalena  de  Pazzis:  «Padecer 
y  no  morir.» 

Mi  ideal  de  Carmelita  es  ser  inmolada  constantemente  por 
las  almas,  y  mi  fin  principal  es  sacrificarme,  para  que  el  amor 
del  Sagrado  Corazón  de  Jesús  sea  conocido.  No  sé  lo  que  me  pasa 
al  contemplar  a  Nuestro  Señor  desterrado  en  los  Tabernáculos 
por  amor  a  sus  criaturas  que  le  ofenden  y  olvidan.  Quisiera  vivir 
hasta  el  fin  del  mundo  sufriendo  junto  al  Divino  Prisionero... 

...  ¡Ah,  papacito!,  cómo  se  transformaría  su  vida  si  fuera  a 
Él  (Jesús)  con  frecuencia  como  a  un  amigo.  ¿Cree  acaso  que  Jesús 
no  le  recibiría  como  a  tal?  Si  eso  pensara,  demostraría  que  no  lo 
conocía;  Él  es  todo  ternura,  todo  amor  para  sus  criaturas  peca- 
doras. Él  mora  en  el  Sagrario  con  el  Corazón  abierto  para  reci- 
birnos y  nos  aguarda  allí  para  consolarnos.  Papacito  mío,  cuán- 
tas veces  usted  mismo  me  ha  expresado  lo  feliz  que  se  ha  sentido 
al  comulgar.  Es  porque  entonces  su  alma,  Ubre  de  todo  peso, 
ha  sentido  la  presencia  de  su  Dios,  único  capaz  de  satisfacernos. 
Además,  ¿por  qué  temer  acercarse  a  Nuestro  Señor  cuando  Él 
mismo  dijo  que  era  el  Buen  Pastor  que  daba  su  vida  por  reco- 
brar la  oveja  perdida  y  que  venía  en  busca  de  pecadores?  Así, 
pues,  mi  papacito,  todos,  aunque  somos  pecadores,  podemo> 
acercarnos  a  Él;  somos  sus  hijos  que  debemos  confiar  en  sus  en- 
trañas llenas  de  ternura  paternal... 

...  Aprovechemos  para  enriquecernos  el  momento  de  la  comu- 
nión; bañémonos  en  esa  fuente  de  santidad  y  pidámosle  el  mundo 


169 


entero  de  las  almas  y  no  nos  sabrá  decir  que  no,  porque  su  Cora- 
zón está  latiendo  amorosamente  al  unísono  del  nuestro,  de  modo 
que  todos  nuestros  deseos  son  de  Él  y  Él  es  todopoderoso.  ¡Qué 
identificación  tan  grande!  Somos  en  esos  momentos  otro  Dios. 
Para  mí,  esos  momentos  son  de  cielo  sin  nada  de  destierro.  ¡Qué 
puedo  desear  ya  si  todo  un  Dios  es  mío!... 

Quisiera  consumirme  y  morir  muy  pronto  por  amarlo;  pero 
la  vista  del  mundo  pecador,  del  ambiente  glacial  que  reina  alrede- 
dor del  altar  me  detienen;  entonces  prefiero  «sufrir  y  no  morir». 
Sí,  sufrir  y  no  morir  para  llorar  junto  al  Divino  Prisionero  y  con- 
solarlo en  su  destierro.  Quisiera  hacer  comprender  a  las  almas 
que  la  Eucaristía  es  un  cielo  puesto  que  el  cielo  no  es  sitio  un 
Sagrario  sin  puertas,  una  Eucaristía  sin  velos,  una  comunión  sin 
termino.  1 

Sí,  mi  Lucita;  es  preciso  que  prepares  el  corazón  de  tu  Luce- 
cita  para  que  sea  siempre  Sagrario  de  Jesús,  ahora  en  tus  oracio- 
nes, más  tarde  con  las  enseñanzas,  la  vigilancia  y  el  ejemplo. 
Enséñale  a  amarlo  desde  chiquita,  háblale  siempre  que  hay  un 
Dios  que  la  ama  infinitamente  y  que  en  el  altar  vive  para  unirse 
a  nuestras  almas;  que  su  primera  palabra  sea  Jesús.  Yo,  desde 
mi  convento,  estoy  a  su  lado;  me  sentía  siempre  tan  dichosa  cuan- 
do la  tenía  en  mis  brazos;  veía  en  su  alma  a  la  Santísima  Trinidad. 
¡Qué  misterio  y  qué  contraste!  En  su  corazoncito  un  cielo  entero... 

...  Dios,  hermanita  querida,  en  su  grandeza,  no  se  olvida  de 
sus  criaturas  y  constantemente  obra  respecto  a  ellas,  con  amor 
y  paternal  solicitud.  Siendo  Dios,  espíritu  perfectísimo,  ha  toma- 
do la  forma  humana;  más  aún,  se  ha  rebajado  más  que  el  hombre 
y  ha  tomado  la  forma  de  cosa,  pan,  porque  encuentra  sus  delicias 
en  habitar  con  los  hijos  de  los  hombres.  ¿Y  que  nosotros  perma- 
nezcamos insensibles,  que  nos  olvidemos  de  su  amor,  que  no  le 
demos  todo  nuestro  ser,  no  es  una  monstruosa  ingratitud?  Y  Él 
lo  soporta  en  silencio  siendo  todopoderoso.  ¡Oh,  hermanita,  date 
a  Él,  ámale  y  sigúele!... 

i  Este  pensamiento  es  atribuido  al  Padre  Avertano,  del  Santísimo 
Sacramento,  O.  C.  D.,  en  Un  Lirio  del  Carmelo. 


1711 


Si  cada  mañana  al  comulgar  nos  preparásemos  un  poco  mejor, 
,cómo  nos  aprovecharíamos  de  nuestra  comunión,  cómo  pasaría- 
mos el  día  entero  en  éxtasis  de  amor  para  con  ese  Dios  inmenso, 
majestuoso,  hecho  alimento  de  nuestras  almas!  En  el  cielo,  herma- 
nita,  los  ángeles  lo  contemplan  faz  a  faz,  pero  nosotros,  los  hom- 
bres, lo  poseemos  cada  uno,  nos  identificamos  con  Él.  En  eso;, 
momentos  en  que  mi  alma  está  unida  a  Dios,  cesa  todo  para  mí; 
me  faltan  palabras,  hermanita,  para  expresarte  la  dicha  divina 
que  experimento.  Siento  al  Infinito,  al  Eterno,  al  Santo,  al  Todo- 
poderoso, al  Sapientísimo  Dios  unido  con  la  nada  pecadora; 
entonces  adoro,  y  más  amo.  Entonces  es  cuando  el  alma  se  siente 
pura  porque  está  en  la  fuente  de  la  Santidad.  Amémosle,  herma- 
nita, porque  su  bondad  y  misericordia  son  infinitas.  ¡Cómo  ante 
ese  amor  desaparece  el  nuestro  miserable,  que  no  sabe  hacer  el 
más  leve  sacrificio  por  nuestro  Dios,  después  que  Él  nada  nos 
ha  rehusado  desde  una  eternidad!  Aprovecha,  hermanita,  esos 
instantes  para  hacerte  santa.  Fíjate,  estamos  unidas  enteramente 
a  la  Santidad  infinita;  pídesela:  ¿qué  te  podrá  negar  cuando  está 
loco  de  amor  por  ti,  ya  que  se  ha  reducido  a  hostia,  y  nada,  para 
llegar  hasta  ti?  Pídele  que  le  conozcas  y  que  te  conozcas,  que 
cada  vez  comulgues  mejor,  pues  en  la  comunión  está  la  vida  del 
alma.  Pídele  por  todos,  porque  nada  te  negará.  Y  después,  en 
el  día,  estrecha  a  menudo  contra  tu  corazón  a  ese  Dios  y  con- 
tinúa dándole  gracias  y  suspirando  por  tu  próxima  comunión. 
Es  el  momento  de  cielo  en  nuestro  destierro;  suspiremos  por  él. 
Pídele  también  que  te  enseñe  a  vencerte,  a  hacer  morir  el  yo, 
para  que  seas  muy  humilde,  para  así  demostrarle  cuánto  le  ama;, 
pues  Él  dijo  que  nadie  amaba  tanto  a  su  amigo,  como  aquél 
que  da  su  vida  por  él.  Démosle  nuestra  vida  haciendo  morir  al 
hombre  viejo,  que  es  nuestra  naturaleza,  según  San  Pablo,  renun- 
ciando a  nosotras  mismas,  obrando,  no  por  lo  que  nos  gusta, 
sino  por  aquello  que  es  la  voluntad  de  Dios... 

...  Amemos  mucho  a  Nuestro  Señor;  tiene  sed  de  nuestro  amor, 
porque  no  le  basta  el  amor  de  los  ángeles;  y  después  que  Jesú> 
nos  ha  dado  a  su  Padre,  que  su  divinidad  la  ha  eclipsado,  y  no> 
ha  dado  a  su  Madre,  y  ha  sufrido  desde  Belén  hasta  el  Calvario, 


171 


y  se  ha  forjado  cadenas  para  vivir  en  el  Tabernáculo  junto  a  nos- 
otros, ¿no  tendremos  un  poquito  de  amor  para  ese  divino  Men- 
digo? Que  todo  lo  que  hagamos  sea  por  amor  y  vivamos  siempre 
al  pie  del  Sagrario,  aunque  sea  en  espíritu,  consolando  a  Nues- 
tro Señor  en  la  agonía.  Le  diré  más  aún:  viva  en  el  Corazón  de 
Jesús;  allí,  unida  a  la  oración  y  alabanza  de  Jesús,  ofrezca  sus 
obras,  tanto  perfectas  como  imperfectas,  a  la  Santísima  Trini- 
dad; sea  su  alma  una  hostia  de  alabanza,  una  hostia  de  amor 
que  se  santifique  perpetuamente  por  la  gloria  de  la  Santísima 
Trinidad  y  por  hacer  conocer  el  amor  y  misericordia  infinita  de 
Dios- Amor... 

...  Cómo  quisiera,  querida  amiga,  que  cada  una  de  mis  cartas 
te  llevara  una  centellita  de  amor  divino.  ¡Qué  feliz  sería  si  pudie- 
ra enamorarte  de  mi  Jesús!  Pídele  este  Viernes  al  Sagrado  Cora- 
zón que  te  haga  amarle  y  te  haga  ser  su  amiga.  ¡Qué  tesoros 
encontrarías  en  Él!  Está  noche  y  día  llamando  a  las  puertas  de 
tu  corazón,  pidiéndote  un  huequito,  un  poquito  de  tu  amor;  ¿y 
cómo  no  le  abrirás,  no  le  calentarás?  Él  te  llama  desde  el  Sagra- 
rio, y  desde  la  eternidad  está  deseando  que  lo  vayas  a  recibir 
todos  los  días  en  la  comunión;  y  es  un  Dios  que  no  tiene  ti.  ¿Y  tú 
no  irás  a  sacarlo  de  la  prisión  donde  Él  por  ti  se  ha  aprisionado?... 

...  Cuándo  tendré  el  gran  gusto  de  saber  que  mi  X...,  antes  de 
principiar  los  estudios  va  a  recibir  a  Nuestro  Señor  que  la  está 
esperando  desde  una  eternidad,  ya  que  Él  sabía  las  sagradas 
hostias  que  consumirías?  Ojalá  mis  palabras  no  caigan  en  terreno 
árido  y  en  tu  próxima  carta  me  digas  que  te  unes  a  mí  diariamente 
en  la  comunión. 

Para  mí  es  inconcebible  que  teniendo  ansias  de  ser  feliz  no 
busques  a  Jesús. 

Después  de  comulgar,  lo  tenemos  todo,  porque  tenemos  a 
Dios,  que  es  nuestro  cielo  en  el  destierro.  Me  dirás  que  tú  no  sien- 
tes nada  de  esa  felicidad,  pero  yo  te  pregunto:  ¿Cómo  te  has  pre- 
parado? ¿Te  penetraste  de  la  grandeza  de  Dios  y  del  amor  infini- 
to que  te  demuestra  al  reducirse  a  la  hostia?  Cuando  comulgues, 
reflexiona  lo  que  vas  a  hacer.  ¡Todo  un  Dios  eterno,  que  no  nece- 
sita de  ti  para  nada,  puesto  que  es  todopoderoso;  un  Ser  inmenso 
que  está  en  todo  lugar;  un  Ser  infinito  y  majestuoso  ante  el  cual 
los  ángeles  con  su  pureza  tiemblan,  viene  lleno  de  infinito  amor 


172 


a  ti,  pobre  criatura,  llena  de  pecado?  y  miserias!  Entre  tantas 
personas  que  viven  en  el  mundo  eres  honrada  tú  con  la  visita  de 
tan  gran  Rey;  más  aún,  para  que  te  acerques  a  recibirlo  deja  su 
esplendor  y  bajo  la  forma  de  pan.  del  más  sencillo  de  los  alimentos, 
se  une  a  una  pobre  criatura  para  hacerse  una  misma  cosa  con 
ella,  y,  mientras  Él  está  ardiendo  en  infinito  amor,  ella  permanece 
fría,  indiferente,  sin  agradecer  tan  señalado  favor. 

Perdóname  el  sermón,  pero  te  quiero  tanto  y  deseo  que  seas 
muy  buena,  y  para  esto  hay  que  comulgar.  Cuando  un  día  nos 
veamos  en  el  cielo,  que  por  la  misericordia  de  Dios  obtendremos, 
me  agradecerás  que  tanto  te  haya  pedido  la  comunión  diaria, 
porque  comprenderás  que  en  ella  reside  el  germen  de  la  vida 
eterna... 

...  ¡Cuánto  gocé  con  tu  cartita!  En  ella  vi  la  confianza  y  fide- 
lidad que  guardas  a  tu  pobre  amiga,  que  sabe  corresponder  con 
oraciones  a  tu  cariño.  Me  gusta  mucho  que  no  pierdas  tu  tiempo 
en  las  frivolidades  en  que  vive  la  gente  mundana,  y  más  me 
gusta  que  principies  tu  día  por  oír  la  Santa  Misa,  pero  no  me 
dices  nada  de  tu  comunión.  ¿Qué  significa  ese  silencio  acerca  de 
un  acto  con  el  cual  me  darás  tanto  gusto?  Te  conozco  demasiado 
y  sé  tu  intención  al  escribirme  de  ese  modo  ambiguo.  ¿Por  qué 
no  te  acercas  a  comulgar  diariamente?  Tú  misma  has  visto  que, 
cuando  te  acercas  a  comulgar,  eres  mejor;  si  no  sientes  fervor, 
cada  comunión  te  lo  irá  aumentando;  pídeselo  a  Nuestro  Señor, 
que  no  te  lo  negará.  ¡Cómo  me  apena  pensar  que  hay  tantas  almas 
que  no  saben  apreciar  lo  que  es  comulgar!;  y  más  lo  siento  por 
ti,  a  quien  tanto  quiero.  Créeme  que  cuando  comulgo  me  siento 
tan  feliz,  que  me  parece  no  estoy  en  la  tierra,  sino  en  el  cielo; 
nos  amamos  con  Jesús,  Él  infinitamente,  yo  con  todas  las  fuerzas 
de  mi  alma,  y  no  le  puedo  decir  sino  que  le  amo,  estrechando  su 
Corazón  de  Dios  con  el  mío  miserable.  Después  de  alimentarme 
con  esa  carne  divina,  ¿qué  desfallecimiento  puede  sentir  nuestra 
alma  en  el  camino  del  deber? 

¡Ay!,  ¡acércate  a  tu  Dios  prisionero  y  dale  en  tu  alma  un  asilo 
que  lo  guarde  de  sus  enemigos!  ¿Qué  más  quieres  puede  hacer 
Él  por  ti?  Para  todas  las  personas  que  te  quieren,  tienes  reserva- 
do tu  cariño,  ¿y  para  Jesús  no  tendrás  sino  ingratitud?  En  este 


173 


instante  en  que  me  encuentro  sola  con  Él,  lo  miro  al  ver  su  mira- 
da tan  triste  y  llena  de  inefable  amor,  lloro  porque  en  el  mundo 
hay  muy  pocas  almas  que  lo  quieran,  y  Jesús  ama  tanto  y  no 
sabe  sino  hacer  el  bien;  todo  lo  que  poseemos  Él  nos  lo  ha  dado: 
el  aire,  el  alimento,  etc.,  la  vida,  hasta  darse  Él  mismo  siendo 
Dios,  como  alimento  de  esas  criaturas  que  sólo  deben  ofenderlo. 
Mi  X.  querida,  en  estas  líneas  traspaso  a  tu  alma  algo  muy  pre- 
cioso de  la  mía,  el  amor  a  Jesús.  Él  es  mi  Esposo,  y  tú,  mi  amiga, 
mi  hermanita  querida,  ¿no  lo  amas?  Mucho  me  gustaría  hicieras, 
antes  de  principiar  a  estudiar,  a  pasear,  a  leer,  a  coser,  etc.,  un 
acto  de  amor  a  Jesús,  diciéndole  que  lo  vas  a  hacer  por  su  amor. 
.Quieres?... 

He  dado  gracias  a  Dios  desde  el  fondo  de  mi  corazón  porque 
se  acreciente  en  ti  la  piedad  tan  necesaria  para  el  alma  de  la  mujer. 
¿No  sientes  más  fervor  cuando  comulgas?  ¿No  sientes  más  paz 
y  menos  vacío  en  tu  corazón?  Sin  duda  que  sí,  pues  si  buscas  a 
Jesús,  Él  no  se  esconderá;  antes,  al  contrario,  te  llama  y  abre 
sus  brazos  divinos,  aunque  tú  no  le  hayas  correspondido  en  tanto 
tiempo. 

El  día  ii  de  este  mes  pensé  si  te  habrías  acordado  que  era  el 
aniversario  de  nuestra  Primera  Comunión,  y  yo  te  uní  a  mis 
pobres  oraciones.  ¡Qué  día  tan  sin  nubes  fué  aquél!  Nos  prepara- 
mos lo  mejor  que  pudimos.  ¿Te  acuerdas  cuando  apostábamo» 
a  quién  hacía  más  actos  por  Jesús?  Entonces,  pienso,  era  yo  muy 
pura,  mientras  ahora  tengo  el  alma  manchada  con  tantos  pecados, 
los  que,  si  pudiera,  lavaría  con  mi  propia  sangre.  Créeme  que  cuan- 
do pienso  que  he  ofendido  a  Dios,  que  ha  sido  y  es  la  bondad 
misma;  que  me  ha  dado  el  ser  y  todo  cuanto  poseo;  que  ha  muer- 
to por  mí  en  la  cruz,  y  que  se  ha  constituido  en  mi  alimento  en 
la  santa  Hostia,  no  puedo  menos  de  sentir  hondo  pesar;  quisiera 
siempre  haberlo  amado,  ya  que  Él  siempre  me  amó... 


...  Comulguen  fer vosamente,  que  Jesús  pueda  encontrar  en 
sus  almas  un  asilo  donde  descansar.  Prepárense  bien,  penetrán- 
dose a  quién  van  a  recibir.  Es  todo  un  Dios  el  que  desciende  a 
visitarnos;  Él,  que  endiosándonos,  nos  convierte  en  Él.  ¡Cómo 


174 


quisiera  hacerles  comprender  lo  que  es  comulgar  aquí  en  el  Car 
men!  Para  una  Carmelita  comulgar  es  un  cielo  y  debía  serlo  para 
toda  alma  creyente.  ¿Cómo  no  morirnos  de  amor  al  ver  que  a 
todo  un  Dios  no  basta  el  hacerse  Niño,  sujetarse  a  nuestras  mise- 
rias, tener  hambre,  sed,  sueño,  cansancio,  siendo  Dios;  no  le  basta 
pasar  por  un  pobre  artesano,  sino  que  se  humilla  hasta  la  muerte 
de  cruz,  muerte  de  criminal  en  aquel  tiempo?  No  le  basta  el  dar- 
nos gota  a  gota  su  sangre  divina;  quiere  más,  en  su  infinito  amor, 
y  cuando  el  hombre  prepara  su  muerte,  Él  se  hace  nuestro  ali- 
mento... pan  por  sus  criaturas.  ¿No  es  esto  para  hacernos  morir 
de  amor?  Y  pensar  que  comulgamos  sin  un  afecto  de  amor;  Jesús 
\-iene  lleno  de  infinito  amor  y  nosotras  lo  recibimos  frías,  y  sólo 
procuramos  hacer  peticiones  sin  adorarlo,  sin  llorar  de  agradeci- 
miento a  sus  divinos  pies;  viene  a  buscar  amor  y  no  encuentra 
nada.  Procuren  ustedes  no  comulgar  como  lo  hacen  la  mayoría 
de  las  personas  del  mundo. 

Otra  práctica  es  que  oigan  misa  todos  los  días,  y  en  ella,  si  no 
se  preparan  o  dan  gracias  por  la  comunión,  hagan  meditación. 
Traten  de  conocer  a  Jesús,  el  Amigo  íntimo  de  nuestras  almas; 
en  Él  encontrarán  las  ternuras  de  una  madre  en  grado  infinito; 
consuelo,  si  tienen  que  sufrir;  fuerzas  para  cumplir  con  sus  debe- 
res. Miren  a  Jesús  anonadado  en  el  pesebre,  en  la  cruz,  en  el  Sa- 
grario; de  allí  nos  dice  cuánto  nos  ha  amado... 

...  Amalo  mucho,  pero  conócelo;  en  la  Eucaristía  está.  Vive 
ese  Jesús  entre  nosotros.  Ese  Dios  que  lloró  y  gimió  y  se  compa- 
deció de  nuestras  miserias;  ese  Pan  tiene  un  Corazón  divino  con 
las  ternuras  de  Pastor,  de  Padre,  de  Madre,  de  Esposo  y  de  Dios. 
Escuchémosle,  pues  Él  dijo  que  era  la  Verdad;  mirémosle,  pues 
Él  es  la  fisonomía  del  Padre;  amémosle,  que  es  el  Amor  dándose 
a  las  criaturas;  Él  viene  a  nuestra  alma  para  que  desaparezca 
en  Él,  para  endiosarla.  ¡Qué  unión,  por  grande  que  sea,  puede 
ser  comparable  a  ésta!  Yo  como  a  Je¿ús,  Él  es  mi  alimento,  soy 
asimilada  por  Él.  ¡Qué  dicha  tan  inmensa  es  ésta!  ¡Estrecharle 
contra  nuestro  corazón,  siendo  Él  nuestro  Dios!  Comulga  bien 
y  penétrate  bien  de  la  visita  que  recibes,  del  amor  infinito,  de  la 
locura  divina  de  este  Dios  que  no  sólo  se  hizo  hombre  como  nos- 


175 


otros,  sino  pan.  Después  que  comulgues,  dile  a  Jesús,  a  ese  Dios 
que  tienes  prisionero  en  tu  alma,  que  se  quede  contigo  para  que 
todo  el  día  continúes  amándole  y  dándole  gracias.  Pídele  a  la 
Santísima  Virgen  te  prepare  con  fe,  humildad  y  amor  para  la 
comunión.  Que  en  todos  los  momentos  desocupados  pienses  en 
tu  Dios,  que  tienes  dentro  de  tu  alma... 


176 


VIRGEN  MARÍA 


LA  SANTÍSIMA  VIRGEN,  MI  MADRE,  FUÉ  UNA  PERFECTA 
CARMELITA,  VIVIÓ  SIEMPRE  CONTEMPLANDO  A  SU 
JESÚS,  SUFRIENDO  Y  AMANDO 

«Los  siguientes  líneas,  anotadas 
el  12  de  febrero  de  igi2,  parecen 
revelar  alguna  gracia  de  orden  mís- 
tico, que  recibiera  al  pie  de  la  gruta 
de  Lourdes  de  los  Padres  Asuncio- 
nistas  de  Santiago.* 

Lourdes!...  Esta  sola  palabra  hace  vibrar  las  cuerdas  más 
sensibles  del  corazón  humano.  ¿Quién  no  se  siente  conmovido  al 
pronunciarla?  Lourdes  significa  un  cielo  en  el  desierto,  todo  lo 
grande  que  es  capaz  de  sentir  un  corazón  católico...  No  creí  que 
existiera  la  felicidad  en  la  tierra,  pero  ayer  mi  corazón  sediento 
de  ella,  la  encontró... 

Mi  alma,  extasiada  a  tus  plantas  virginales,  te  escuchaba; 
eras  Tú  la  que  me  hablabas,  y  tu  lenguaje  de  Madre  era  tan  tier- 
no, era  de  cielo,  casi  divino... 

Dios  estaba  en  el  altar  rodeado  de  ángeles,  y  Tú,  Madre  mía, 
desde  la  concavidad  de  la  roca,  le  presentabas  los  clamores  de  la 
multitud  arrodillada  y  le  pedías  que  oyese  las  súplicas  de  los 
pobres  desterrados  en  este  valle  de  lágrimas,  que,  junto  con  sus 
cantos,  te  ofrecían  un  corazón  lleno  de  amor  y  gratitud... 


Teresa  de  lo9  Andes.  12 


177 


Hoy  viernes,  no  pude  comulgar,  porque  amaneció  llovien- 
do y  me  dejaron  en  cama.  ¡Qué  pena  he  tenido!  Sin  embargo,  he 
hablado  con  mi  Jesús.  ¡Ojalá  que  mañana,  día  de  la  Natividad  de 
mi  Madre,  pueda  comulgar!  Yaque  no  he  podido  ofrecerle  muchos 
actos  a  mi  Mariita,  voy  a  principiar  un  novenario,  pero  no  sé 
cómo  hacerlo,  pues  como  estoy  enferma,  me  doy  gusto  en  la  comi- 
da y  en  casi  todo.  Pero  desde  mañana  empezaré  a  festejar  a  mi 
niñita  María,  porque  es  mi  Madre  y  mi  todo  después  de  Jesús. 
Además,  renovaré  el  voto  de  virginidad  hasta  el  8  de  diciem- 
bre... 

Hoy  he  ejercido  mi  apostolado.  Una  niñita  a  quien  habían 
reprendido  mucho,  sacándole  a  cuento  la  banda,  1  estaba  tan 
desesperada  que  iba  a  decir  que  se  la  quitasen.  Yo  besé  a  la  San- 
tísima Virgen  y  recé  un  «Acordaos»  y  le  dije  todo  lo  que  me  inspi- 
ró Ella,  para  animarla  y  para  consolarla.  Le  hablé  de  la  Virgen; 
le  dije  que  le  contara  sus  penas,  que  le  pidiera  su  protección;  que 
si  sufría  con  paciencia,  tendría  un  premio  en  el  cielo. 

Hoy  contemplé  a  Mater  Admirabilis  en  el  templo,  en  el  silen- 
cio majestuoso  por  el  cual  se  unía  a  Dios  con  toda  su  esencia; 
así  permanecía  adorándolo  y  reconociendo  su  nada  delante  de 
Dios.  Traté  de  guardar  ese  recogimiento  y  pasé  cuanto  pude  con 
los  ojos  bajos  y  en  presencia  de  Jesús... 

Gracias,  Madre  mía,  por  haberme  librado  de  todos  los  peli- 
gros y  de  haberme  hecho  emplear  bien  en  las  vacaciones.  ¡Gracias, 
Madre  mía!  Quisiera  decirte  muchas  cosas,  pero  es  tan  pobre  mi 
lengua  que  sólo  te  sé  decir  que  te  amo.  Madre  mía,  quisiera  a  tus 
plantas  virginales  cantar  tus  alabanzas,  pero  mi  voz  es  tan  débil, 
que  sólo  formulo  una  plegaria... 

«En  carta  a  su  confesor,  de  27  de 
febrero  de  1919,  da  cuenta  de  la  lec- 
ción que  ha  escuchado  de  labios  de 
la  misma  Virgen  María.* 

Entonces  la  Santísima  Virgen  me  dijo  que  me  abría  su  Cora- 
zón maternal  para  que  leyera  en  él  hasta  dónde  llegó  su  pureza 

1    Equivale  a  que  «la  habían  amenazado  con  quitarle  la  banda». 


178 


virginal,  para  que,  imitando  esta  virtud,  pudiera  llegar  a  la  total 
unión  con  Dios.  Después  de  declararme  esto,  me  dijo  lo  que  debía 
tratar  de  hacer  para  ser  pura  enteramente  de  Dios:  que  recha- 
zara todo  pensamiento  que  no  estuviera  en  Dios,  para  que  así 
viviera  constantemente  en  su  presencia.  Que  evitara  todo  afecto 
a  las  criaturas,  para  que  nunca  éstas  me  perturbaran;  2.0,  que 
no  tuviera  otro  deseo  que  el  ser  cada  día  más  de  Dios;  que  deseara 
su  gloria,  la  santidad  y  perfección  en  todas  mis  obras.  Que  no 
deseara  ni  honras,  ni  alabanzas,  sino  desprecios,  humillación  y 
cumplir  la  voluntad  de  Dios;  que  no  deseara  las  comodidas,  ni 
nada  que  halague  a  mis  sentidos;  y  que,  tanto  el  dormir  como 
el  comer,  lo  hiciera  con  el  deseo  de  servir  mejor  a  Nuestro  Se- 
ñor; 3.°  ser  pura  en  mis  obras,  abstenerme  de  todo  aquello  que 
pueda  mancharme  en  lo  más  mínimo  y  sólo  hacer  aquello  que  sea 
del  agrado  de  Dios  que  quiere  mi  santificación,  y  hacerlo  todo 
por  Dios,  para  Dios  y  con  Dios.  Además  me  recomendó  que  en 
cuanto  fuera  posible,  en  mis  conversaciones  nombrara  a  Dios  y 
que  evitara  toda  palabra  que  no  fuera  dicha  para  la  gloria  de 
Dios.  Que  no  mirara  fijamente  a  nadie  y  que  cuando  lo  hiciera 
por  caridad,  contemplara  a  Dios  en  sus  criaturas.  Que  siempre  pen- 
sara que  Dios  me  mira.  Que  en  el  gusto  me  abstuviera  de  aquello 
que  me  agrada  y  que  si  tenía  que  comerlo,  lo  hiciera  sin  compla- 
cerme y  lo  ofreciera  a  Dios  y  se  la  agradeciera.  Que  el  tacto  lo 
mortificara  no  tocándome  sin  necesidad,  ni  a  ninguna  persona. 
En  una  palabra,  que  todo  mi  espíritu  estuviera  sumergido  en 
Dios  de  manera  que  me  hiciera  olvidarme  de  mi  cuerpo.  Me  dijo 
que  rezara  mucho  para  conseguirlo,  pues  así  en  mi  alma  se  refle- 
jaría el  Dios  santo.  Que,  Ella,  desde  que  nació,  vivió  así,  pero 
que  a  Ella  le  fué  más  fácil,  pues  no  tenía  la  culpa  original;  pero 
que  se  lo  pidiera  y  lo  conseguiría.  Después  quedé  muy  recogida, 
pero  no  he  sentido  fervor;  sin  embargo,  noto  que  Dios,  muy  inte- 
riormente, se  une  a  mi  alma  y  a  veces,  con  palabras  me  da  a  cono- 
cer su  voluntad... 

*De  la  carta  de  despedida  a  su 
hermano  Luis.» 

Además  la  que  puso  en  mi  alma  el  germen  de  la  vocación 
fué  la  Santísima  Virgen,  y  tú  fuiste  el  que  me  enseñaste  a  amar 


179 


a  esta  tierna  Madre,  que  jamás  ha  sido  en  vano  invocada  por  sus 
hijos;  Ella  me  amó,  y  no  encontrando  otro  tesoro  más  grande 
que  darme  en  prueba  de  su  singular  protección,  me  dió  el  fruto 
bendito  de  sus  entrañas,  su  divino  Hijo.  ¿Qué  más  me  pue- 
de dar? 

Lucho,  antes  de  partir  te  dejo  como  sello  de  nuestra  perpetua 
fraternidad,  la  estatua  de  la  Santísima  Virgen,  que  ha  sido  mi 
compañera  inseparable.  Ella  ha  sido  mi  confidente  íntima  desde 
los  más  tiernos  años  de  mi  vida;  Ella  ha  escuchado  la  relación  de 
mis  alegrías  y  de  mis  tristezas;  Ella  ha  confortado  mi  corazón 
tantas  veces  abatido  por  el  dolor.  Lucho  querido,  te  la  dejo  para 
que  me  reemplace  cerca  de  ti.  Háblale  como  lo  haces  conmigo, 
de  corazón  a  corazón.  Cuando  te  sientas  solo,  como  yo  muchas 
veces  me  he  sentido,  mírala  y  verás  que  sonriendo  te  dice:  «Tu 
Madre  jamás  te  deja  solo.»  Cuando  triste  y  desolado  no  halles  con 
quién  desahogarte,  corre  a  su  presencia  y  la  mirada  llorosa  de  tu 
Madre  que  te  dice:  «No  hay  dolor  semejante  a  mi  dolor»,  te  con- 
fortará, poniendo  en  tu  alma  la  gota  de  consuelo  que  cae  en  su 
dolorido  Corazón. 

Yo,  desde  mi  solitaria  celda,  rogaré  por  ti  a  esa  Virgen  casi 
idolatrada,  para  que  se  muestre  verdadera  Madre  con  aquel 
hermano  que  tanto  quiere.  Unidos  por  el  pensamiento  aquí  en  la 
tierra,  nuestras  almas  hermanas  se  encontrarán  un  día,  después 
de  esta  existencia  dolorosa,  reunidas  para  siempre  allá  en  el  cielo. 
Entonces  comprenderemos  el  mérito  de  la  separación  en  el  des- 
tierro que  nos  ha  granjeado  la  comunión  eterna  allá  en  la  patria 
en  donde  está  la  vida  verdadera... 

¿Qué  prácticas  estás  haciendo  en  el  Mes  de  María?  Hónrala 
mucho;  es  tu  Madre,  tan  tierna  y  cariñosa,  que  jamás  dejará  de 
velar  por  ti.  Ayer  no  más,  me  hizo  una  gran  gracia  esta  Madre 
de  mi  alma;  cuando  recurro  a  Ella  jamás  me  desatiende... 

Ten  siempre  como  modelo  a  la  Santísima  Virgen  y  pídele  te 
asemeje  a  Ella  que  siempre  permaneció  en  silencio  unida  a  su 
Dios,  y  se  consumió  en  el  amor  y  sacrificio  por  sus  hijos  pecado- 
res. Así,  su  vida  se  resume  en  dos  palabras  que  son  las  de  una 
Carmelita:  Sufrió  y  amó... 


180 


ORACION 


*Una  página  de  su  Diario  de 
colegiala  fechada  a  23  de  enero 
de  1917.» 

H  E  leído  en  la  vida  de  Santa  Teresa  que  esta  santa  recomienda 
a  aquellos  que  principian  a  tener  oración  figurarse  al  alma  como 
un  huerto  que  está  lleno  de  hierbas  dañinas  y  todo  muy  seco, 
en  el  cual,  al  empezar  a  tener  oración,  el  Señor  arranca  las  hier- 
bas y  pone  plantas  hermosas  que  nosotras  debemos  cuidar  de 
ellas  para  que  no  se  sequen.  Para  esto,  los  que  principian,  tienen 
que  sacar  agua  del  pozo,  lo  que  cuesta  por  las  dificultades  con 
que  cada  uno  tropieza  al  comenzar  la  oración. 

Para  mí  esta  dificultad  es  el  respeto  humano,  porque  me  vean 
y  me  digan  «beata*.  También  es  que  a  veces,  no  puedo  oír  la  voz 
del  Señor,  y  esto  me  hace  apartarme  de  la  oración;  pero  ahora 
estoy  resuelta,  cueste  lo  que  costare,  a  hacerla  todos  los  días... 


«Sus  primeros  entrenamientos 
para  una  futura  vida  contempla- 
tiva.» 

Pienso  hacer  un  reglamento  mientras  esté  en  el  mundo.  Me 
levantaré  temprano  para  tener  mi  hora  de  oración.  Madre,  esa 
hora  para  mí  a  veces  es  un  cielo;  pero  otras  veces  hay  tantas 
tinieblas  en  mi  alma,  que  no  descubro  en  ella  a  mi  Jesús.  Todo 
este  año,  con  excepción  de  algunos  días,  mi  oración  y  comunión 


15, 


han  sido  así;  tanto,  que  a  veces  no  quería  comulgar,  porque  me 
decía:  ¡qué  le  va  a  gustar  a  Jesús  estar  en  un  corazón  tan  insen- 
sible como  una  piedra!  Sin  embargo,  el  amor,  no  el  sensible,  sino 
aquel  que  reside  en  lo  más  íntimo  del  alma,  me  hacía  levantarme 
para  recibir  a  mi  Jesús.  Sí,  reverenda  Madre,  este  año  ha  sido  un 
año  de  pruebas,  pero  es  porque  yo  quiero  sufrir  esas  sequedades 
para  que  otras  almas  sientan  el  atractivo  por  la  comunión  y  la 
oración. 

En  esos  momentos  de  dudas  y  de  tinieblas,  me  preguntaba: 
¿qué  harás  cuando  seas  Carmelita,  la  cual  no  tiene  otra  ocupación 
que  la  oración?  Entonces  Dios  será  mi  fortaleza  y  lo  mismo  que 
me  ayuda  a  sufrir  ahora,  me  ayudará  después,  ¿no  es  verdad, 
reverenda  Madre?  Además,  todo  lo  merezco,  pues  soy  tan  ingrata 
para  con  Nuestro  Señor;  y  las  almas,  ¿no  valen  más?  ¿Qué  es  esto 
en  comparación  de  lo  que  sufrió  Cristo  por  ellas?... 

Muchas  veces  no  puedo  ni  hacer  oración  y  en  esto  consiste 
mi  mayor  pena,  pues  paso  constantemente  con  todos,  porque 
no  me  dejan  un  momento.  Ayer  estaba  desalentada,  pero  Nuestro 
Señor  me  consoló  diciéndome  que  me  debía  esforzar  en  dominar 
esa  tristeza  y  desaliento,  porque  si  no  me  vencía,  muchas  veces 
me  dominarían  después  ante  las  dificultades  para  ser  una  santa 
Carmelita.  Esto  bastó  para  alentarme  y  ponerme  muy  feliz  con 
la  voluntad  de  Dios.  ¡Gracias  a  Él! 

Es  cierto  que  a  veces  no  tengo  mi  oración,  pero  puedo  decir 
que  mi  vida  es  una  oración  continuada,  pues  todo  lo  que  hago, 
lo  hago  por  amor  a  mi  Jesús,  y  noto  que,  desde  que  estuve  allá, 
estoy  mucho  más  recogida.  Dígale  esto  a  mis  queridas  Hermani- 
tas,  pues  a  usted,  reverenda  Madre  mía  querida  y  a  ellas,  se  lo 
debo... 

«Convencida  de  que  en  la  ora- 
ción se  encierran  cuantos  bienes  se 
pueden  desear,  se  esfuerza  en  su 
epistolario  por  suscitar  almas  de 
oración.* 

Nada  me  dices  si  haces  oración.  No  pierdas,  hermanita.  el 
tiempo.  ¡Cuánto  me  pesa  a  mí  haberlo  perdido!  ¡Cómo  quisiera 
haberme  aplicado,  desde  que  tuve  uso  de  razón,  a  conocer  a  este 


182 


Dios  tan  bueno,  a  este  Ser  infinitamente  hermoso,  el  único  Ser 
digno  de  ser  conocido.  Amalo,  que  sólo  Él  merece  nuestro  amor; 
piensa  en  Él,  en  su  grandeza,  en  su  amor;  vive  en  Él  más  que 
en  ti.  Dios  está  más  en  nosotros  que  nosotros  mismos;  Dios  nos 
llena,  nos  traspasa  enteramente,  porque  es  inmenso  y  todas  las 
cosas  están  en  Él... 

Anoche,  como  era  jueves,  nuestra  Madre  me  permitió  hacer 
la  Hora  Santa  hasta  las  doce.  Sola  con  Jesús  a  esa  hora,  ¡qué 
cielo!  Entonces  aproveché  para  meterme  bien  adentro  de  su  Co- 
razón; no  me  olvido  de  nadie.  Todos  los  jueves  he  tenido  ese 
permiso,  porque  mi  Madree it a.  tan  buena,  no  me  lo  niega.  Él 
agoniza,  y  su  Teresa  con  Él... 

Quisiera,  mi  mamacita,  que  en  la  oración  muchas  veces 
pusiera  los  ojos  de  su  alma  en  Jesús  Crucificado.  Allí  encontrará 
no  sólo  alivio  en  el  dolor  (aunque  un  alma  generosa  no  debe  bus- 
car consuelos),  sino  también  aprenderá  a  sufrir  en  silencio,  sin 
murmurar  exterior  ni  interiormente;  a  sufrir  alegremente,  tenien- 
do en  cuenta  que  todo  es  poco  con  tal  de  salvar  las  almas  que 
tiene  a  su  cargo  como  madre  y  como  Carmelita.  Créame  que, 
a  lo  menos  para  mí,  la  Pasión  de  Jesucristo  es  lo  que  mejor  hace 
a  mi  alma.  Aumenta  en  mí  el  amor  al  ver  cuánto  sufrió  mi  Reden- 
tor: el  amor  al  sacrificio,  el  olvido  de  mí  misma;  me  sirve  para 
ser  menos  orgullosa  y  me  excita  a  la  confianza  en  ese  mi  Maestro 
adorado  que  sufrió  tanto  por  amarme... 

Me  preguntas  acerca  de  oración.  Medita  sobre  la  Pasión 
de  Nuestro  Señor;  te  voy  a.dar  un  ejemplo:  i.°  Ponte  en  la  pre- 
sencia de  Dios,  considera  a  Dios  dentro  de  tu  alma  allí  postrada 
delante  de  Él,  mira  su  grandeza  y  al  mismo  tiempo  piensa  que 
tú  eres  nada  y  que  no  puedes  nada  si  no  es  el  pecado.  Después 
de  haberte  humillado,  piensa  qué  vas  a  hacer.  Hablar  con  Dios. 
2.a  Pensarás  qué  es  lo  que  vas  a  meditar,  v.  gr..  Jesús  azotado 
en  la  columna.  Entonces  figúrate  que  lo  tienes  allí  en  tu  alma 
y  que  estás  muy  cerca  de  Él  para  recibir  su  sangre;  tú  eres  el 
verdugo  con  tus  pecados;  mira  cómo  sus  miradas  se  fijan  en  ti 
para  decirte:  *¿Cómo  quieres  que  te  demuestre  mi  amor?  ¿Tantos 


183 


favores  que  te  he  hecho  y  tú  con  esto  me  pagas?  Alma  ingrata, 
ven,  cúbrete  con  tus  lágrimas,  y  pídeme  perdón  y  prométeme 
que  nunca  más  lo  harás,  al  menos,  consuélame  tú  que  vas  a  ser 
mi  esposa.»  Arrójate  entonces  a  sus  pies  y  prométele  que  le  vas  a 
demostrar  tu  amor  aquel  día;  dile  que  ya  n  le  quieres  ofender, 
que  te  perdone;  abrázalo  para  que  su  sangre  divina  te  purifique. 
Después  le  pedirás  que  te  ayude  con  su  gracia  para  cumplir  lo 
prometido;  dile  que  todo  el  día  le  quieres  acompañar.  En  la  noche 
verás  si  cumpliste  tu  resolución,  y  si  no  la  has  cumplido,  haz 
alguna  mortificación  y  haz  lo  mismo  al  día  siguiente.  ¿No  ve> 
que  así  se  hace  la  meditación?  O  si  no,  hablando  con  Nuestro 
Señor,  preguntándole  qué  quiere  de  tu  alma,  qué  virtudes  desea 
encontrar  en  ella,  etc.  Dime  si  este  método  te  gusta,  si  te  da  de- 
voción... 

...Te  encargo  muy  especialmente  hagas  meditación.  Ella  con- 
siste en  mirar  a  Nuestro  Señor  cuando  andaba  aquí  en  la  tierra 
y  ver  cómo  obraba,  y  obrar  nosotras  conforme  a  Él.  Hay  otro 
modo  de  hacer  oración  que  encuentro  más  sencillo,  y  es  hablar 
con  Nuestro  Señor  como  quien  habla  con  un  amigo;  pedirle  su^ 
consejos,  prometerle  que  no  le  ofenderás,  decirle  que  le  amas,  etc. 
Fija  el  tiempo  de  oración,  ya  sea  diez  o  quince  minutos,  como 
quieras  tú,  pero  represéntate  siempre  a  Nuestro  Señor  allí  en  tu 
alma;  lo  mismo  cuando  comulgues.  Podrás  también  convidar 
a  tu  casita  a  la  Santísima  Virgen  y  a  Ella  le  contarás  todas  tus 
cosas;  y  le  pedirás  te  guarde  toda  para  Jesús.  Reza  por  mí,  que 
soy  muy  mala;  soy  una  hipócrita,  aconsejo  mucho,  pero  yo  no 
hago  todo  lo  que  aconsejo,  aunque  es  verdad  que  trato  de  hacerlo: 
pídele  sólo  para  mí  que  haga  la  voluntad  de  Dios.  Querámonos 
mucho,  pero  en  Dios;  Él  ante  todo... 

En  cuanto  a  lo  que  me  dices  de  tu  oración,  ¿lo  has  declarado? 
Yo  creo  que  tu  alma,  como  la  mía,  no  son  para  la  meditación; 
creo  que  convendría  otro  modo  de  oración...  No  te  desconsueles 
de  no  poder  discurrir  ni  saber  decir  nada  a  Nuestro  Señor.  Él 
sabe  mejor  lo  miserable  que  somos.  ¿Quién  sabrá  decir  algo  al 
Verbo,  a  la  Palabra  eterna,  a  la  Sabiduría  increada?  A  mí  me 
pasa  muchas  veces  lo  mismo  y  no  por  eso  creo  que  mi  oración 
es  mala,  pues  que  el  fin  de  nuestra  oración  es  inflamarnos  en  el 
amor  de  nuestro  Dios.  Si  el  estar  solo  en  su  presencia,  si  el  mirarle 


184 


sólo  nos  basta  para  amarle  y  estamos  tan  prendados  de  su  her- 
mosura, que  no  podemos  decirle  otra  cosa  sino  que  le  amamos, 
¿por  qué,  pues,  hermanita,  inquietarnos?  Nuestra  Santa  Madre 
recomienda  esta  mirada  amorosa  al  Esposo  de  nuestra  alma. 
Míralo  sin  cansarte  jamás  dentro  de  tu  cielito,  y  pídele  cuando 
le  mires  que  te  dé  las  virtudes  que  te  hagan  hermosa  a  sus  divi- 
nos ojos;  consuélalo  con  tus  lágrimas,  y  acaricíalo,  que  esto  a  Él 
le  encanta;  pídele  por  la  Iglesia,  por  los  sacerdotes  y  por  las  almas 
pecadoras;  sé  Carmelita  cuando  estés  con  Jesús,  y,  si  a  veces 
tienes  tu  corazón  insensible  que  no  sientes  amor  para  Él,  no  dejes 
la  oración,  no  pierdas  esos  momentos  de  cielo,  que  está  tu  alma 
sola  con  Él.  ¿Qué  importa  que  no  le  hables?  Estás  enferma  y  Él, 
que  es  tu  Esposo,  se  compadece  y  te  acompaña. 

Respecto  a  lo  que  me  preguntas  de  la  oración,  te  diré  primera- 
mente que  yo,  como  tú,  no  sabía  lo  que  era  contemplar,  y  aun 
creo  no  saberlo;  pero  no  me  importa,  pues  la  contemplación  es 
un  don  de  Dios  que  hace  a  ciertas  almas,  y  es  una  mirada  llena 
de  amor  a  Dios  o  a  Jesús.  Dios  les  descubre  en  esas  miradas  algu- 
nas de  sus  perfecciones  adorables,  y,  al  conocerlas  el  alma,  se  llena 
de  amor;  esto  es  lo  que  he  entendido  en  los  libros  que  tratan 
de  oración;  no  sé  si  me  equivoco.  Pero  para  ser  Carmelita,  no  se 
necesita  tener  contemplación,  pues  lo  esencial  en  ella  es  el  amor 
a  Jesús;  por  lo  tanto  en  ese  amor  se  encierra  el  deseo  ardiente 
de  conocerlo  y  asemejarse  a  Él,  y  el  único  medio  es  la  oración 
mental.  En  la  oración  hay  muchos  grados  y  modos  diversos  en 
los  cuales  el  alma,  conociendo  a  Dios,  se  une  a  Él.  El  primer  gra- 
do es  la  meditación,  que  consiste  en  reflexionar  sobre  una  ver- 
dad, y  eso  tú  lo  sabes  mejor.  Lo  esencial  en  la  oración  es  inflamar 
la  voluntad  en  amor  de  Dios,  pues  si  esto  se  consigue  se  tiene 
fuerzas  para  obrar  la  virtud... 

Hay  otros  modos  de  oración,  pero  sería  muy  largo  explicar. 
Lo  único  que  te  diré  es  que  cuando  un  alma  se  da  a  Dios  por  ente- 
ro, Él  se  le  manifiesta  de  tal  modo,  que  el  alma  va  descubriendo 
en  Él  horizontes  infinitos,  y  por  lo  tanto  amándolo  y  uniéndose 
más  a  Él.  Quiero  hablarte  del  Oficio  Divino.  Tú  sabes  que  es  el 
grito  incesante  que  la  Iglesia  eleva  a  Dios;  nosotras,  las  de  vida 
contemplativa,  somos  encargadas  de  clamar  por  el  mundo.  Cuan- 
do estamos  en  el  coro  somos  ángeles  que  alabamos  a  Dios,  forma- 


185 


mos  nosotras  parte  de  ese  concierto  angélico  y  nuestras  antífonas 
son  estrofas  de  esa  pura  y  divina  poesía.  ¿No  somos  en  esos  instan- 
tes los  ángeles  que  cantan  ante  el  Sagrario  para  consolar  a  Jesús 
en  su  triste  prisión?  Jesús  también  canta  con  sus  Carmelitas... 
Él  eleva  junto  con  sus  esposas  ese  clamor  puro  y  suplicante  por 
el  mundo  a  su  Eterno  Padre;  esos  mismos  salmos  son  los  que 
Jesús,  cuando  vivía  en  la  Judea,  salmodiaba  en  la  soledad.  Todos 
son  preciosos  y  son  un  grito  humilde  y  confiado  que  la  criatura 
dirige  a  su  Padre  del  cielo.  A  las  seis  de  la  mañana,  las  Carmeli- 
tas principian  sus  alabanzas  hasta  las  diez  y  media  P.  11 ;  a  esa- 
horas  que  en  el  mundo  nadie  se  acerca  a  Jesiís... 

nEn  las  vicisitudes  de  la  vida 
de  oración,  los  sabrosos  sentimientos 
alternan  con  involuntarias  y  moles- 
tas distracciones.* 

El  estado  de  mi  alma,  es  tal,  que  no  lo  puedo  definir;  un 
día  tinieblas,  distracciones,  y  la  voluntad  desea  amar,  causándome 
gran  pena  de  no  amar  a  Nuestro  Señor  y  de  no  poderlo  ver;  aquí 
no  puedo  retener  las  lágrimas  porque  llamo  a  mi  Jesús  con  ver- 
daderas congojas. 

Otro  día  puedo  recogerme  en  fe,  pero  no  siento  nada,  sólo 
puedo  meditar.  A  estas  tinieblas  sucede  un  poco  de  luz,  con  lo 
que  se  aumenta  mi  tormento.  También  siento  tanto  mi  miseria, 
mi  inconstancia,  que  me  odio  a  mí  misma  y  me  parece  que  nadie 
me  quiere,  lo  que  me  hace  sufrir,  pues  no  encuentro  ni  en  Dios, 
ni  en  las  criaturas,  consuelo  ni  paz.  Veo  el  amor  inmenso  de  mi 
Dios  y  me  siento  incapaz  de  amarlo  según  las  ansias  que  tengo. 
Deseo  sufrir,  pero  me  resigno  a  la  voluntad  de  Dios. 

No  quisiera  comunicar  a  nadie  mis  sufrimientos  para  sufrir 
más,  y  apenas  resuelvo  esto,  me  vienen  pensamientos  de  orgullo 
y  vanidad.  Veo  que  Jesús  quiere  que  viva  oculta  y,  si  no  le  digo 
a  nuestra  Madre  el  estado  de  mi  alma,  me  pongo  terriblemente 
orgullosa  e  independiente;  y  si  le  digo,  Nuestro  Señor  me  lo  repro- 
cha. ¿Qué  hacer?... 

Noto  que  mi  alma  está  como  adormecida.  A  veces  siento 
fervor  en  la  oración;  otras  veces  no,  y,  sin  embargo,  tengo  ansias 


186 


de  tener  oración,  pero  todos  estos  días  no  he  tenido;  mas  cuando 
quiero  meditar,  no  puedo  discurrir.  Parece  que  una  nube  espesa 
me  oculta  al  Amado  de  mi  corazón,  y  mi  alma  quisiera  sumirse 
en  la  contemplación  de  las  perfecciones  de  e^e  adorable  Ser  y  no 
puede.  Sufro  mucho;  lo  amo,  siento  ese  amor,  pero  no  encuentro 
consuelo  alguno.  Parece  que  mi  alma  anhela  suspenderse  sobre 
lo  de  la  tierra  y  como  que  se  siente  atraída  por  Dios  y  no  puede 
elevarse,  no  puede  contemplarle... 


187 


UNIO N  CON  DIOS 


UNA  CARMELITA  DEBE  VIVIR  SIEMPRE  EX  DIOS  POR  LA 
FE.  LA  ESPERANZA  Y  LA  CARIDAD 


v^ué  feliz  soy!  Te  convido  a  vivir  con  Jesús  en  el  fondo  de  tu 
alma.  He  leído  en  la  vida  de  Isabel  de  la  Trinidad  que  esta  san- 
tita  le  había  dicho  a  Nuestro  Señor  que  hiciera  de  su  alma  una 
casita.  Hagamos  nosotras  otro  tanto;  vivamos  con  Jesús  dentro 
de  nuestras  almas,  mi  hermanita  querida;  Él  nos  dirá  cosas  des- 
conocidas. ¡Es  tan  dulce  su  arrullo  de  amor!  Y  así  como  Isabel, 
encontraremos  el  cielo  en  la  tierra,  porque  Dios  es  el  cielo. 

Diremos  a  Jesús  en  la  comunión  que  edifique  en  nuestra  alma 
una  casita.  Nosotras  pondremos  el  material,  que  han  de  ser  nues- 
tros actos  de  vencimiento,  el  olvido  de  nosotras  mismas  y  la 
desaparición  del  yo,  que  es  el  dios  que  adoramos  interiormente. 
Esto  cuesta  y  nos  arrancará  gritos  de  dolor;  pero  Jesús  pide  este 
trono  y  hay  que  dárselo.  La  caridad  ha  de  ser  arma  para  matar 
este  ídolo.  Ocupémonos  del  prójimo,  de  servirlo,  aunque  nos 


*Los  siguientei  párrafos,  que  lle- 
van el  sello  de  un  avezado  maestro 
de  espíritu,  los  escribió  Juanita  a  los 
quince  años,  durante  sus  bulliciosos 
días  de  colegiala  del  Sagrado  Co- 
razón.* 


180 


cause  repugnancia  hacerlo,  y  de  esta  manera,  conseguiremos  que 
el  trono  de  nuestro  corazón  sea  ocupado  por  su  dueño,  por  Dios, 
nuestro  Creador.  Venzámonos;  obedezcamos  en  todo,  seamos 
humildes  y  puras  como  los  ángeles  y  tendremos  la  felicidad  de 
ver  que  Jesús,  que  es  un  buen  Arquitecto,  edificará  una  segunda 
casa  de  Bethania,  donde  tú  te  ocuparás  en  servirlo  en  la  persona 
de  tus  prójimos,  como  lo  hacía  Marta,  y  yo,  como  Magdalena, 
permaneceré  contemplándolo  y  oyendo  su  palabra  de  vida. 

Es  imposible  que  mientras  estemos  en  el  colegio,  Él  exija  de 
nosotras  esa  total  unión,  que  no  consiste  sino  en  ocuparse  de 
Él.  Peor  podemos  a  cada  hora  ofrecerle  un  ramillete  de  amor. 

Amemos  al  Divino  Niño  que  sufre  tanto,  sin  encontrar  con- 
suelo en  las  criaturas;  que  Él  encuentre  en  nuestras  almas  un 
refugio,  un  asilo  donde  guarecerse  en  medio  del  odio  de  sus  ene- 
migos, y  un  jardín  de  delicias  que  le  haga  olvidar  el  olvido  de  sus 
amigos... 

Dios  es  amor,  ¿qué  busca  en  las  almas  sino  Amor?  Antes  de 
cada  acción,  debemos  darle  una  mirada  y  pues  Él  está  en  nuestra 
alma,  ¿con  quién  debemos  estar  unidas?  Allí  ofrezcámosle  hacer 
aquella  acción  sin  ningún  interés,  sólo  porque  le  amamos.  ¡Cuánto 
lo  agradecerá  Él,  que  es  la  misma  bondad!  Si  nosotros  agradece- 
mos el  cariño  humano,  ¿qué  será  aquel  Corazón  lleno  de  ternuras 
que  dijo  que  quería  sólo  un  poco  de  amor?  ¡Oh,  démonos  a  Él! 
¿Qué  son  cincuenta  y  aun  cien  años  de  vida  comparados  con  una 
eternidad?  Sacrificio  aquí  en  el  destierro,  gloria  sin  fin  en  la  pa- 
tria... ¿Y  qué  es  el  sacrificio,  qué  es  la  cruz  sino  el  cielo,  cuando 
en  ella  está  Jesucristo?  Dale  tu  voluntad  de  tal  manera  que  ya 
no  pueda  decir:  «quiero  esto»,  sino  «lo  que  Dios  quiera». 

Adiós,  seamos  amigos  los  tres.  En  su  Corazón  nos  unimos; 
en  Dios  no  hay  separación.  Cuando  reces,  tenme  presente  como 
yo  te  tendré  a  ti.  Vivamos  en  la  cruz.  La  cruz  es  la  abnegación 
de  nuestra  voluntad.  En  la  cruz  está  el  cielo,  porque  allí  está 
Jesús... 


190 


•Después  de  Santa  Teresa,  los 
escritos  de  Isabel  de  la  Trinidad 
fascinan  a  Juanita,  especialmente 
por  ese  aroma  de  intimidad  con 
Dios  que  exhalan.* 

Estoy  leyendo  a  Isabel  de  la  Trinidad;  ¡me  encanta!  Su  alma 
es  parecida  a  la  mía,  aunque  ella  fué  una  santa;  pero  yo  la  imitaré 
y  seré  santa. 

Quiero  vivir  con  Jesús  en  lo  íntimo  de  mi  alma,  quiero  defen- 
derlo de  sus  enemigos,  quiero  vivir  una  vida  de  cielo,  así  como 
dice  Isabel,  siendo  una  alabanza  de  gloria.  Esto  lo  procuraré: 
i )  viviendo  una  vida  divina,  amando  con  un  amor  puro  a  Dios, 
entregándome  a  Él  sin  reserva,  viviendo  en  comunión  íntima 
con  el  Esposo  de  mi  alma;  2)  cumpliendo  en  todo  la  voluntad 
de  Dios.  Y  ¿cómo?;  haciendo  a  cada  instante  mi  deber  con  ale- 
gría. Nada  me  debe  turbar,  todo  debe  ser  paz,  como  es  la  que 
inunda  a  los  ángeles  en  el  cielo;  3)  viviendo  en  el  silencio,  porque 
así  el  Espíritu  Santo  sacará  de  mi  alma  sonidos  armónicos,  y  el 
Padre,  junto  con  el  Espíritu  Santo,  formarán  la  imagen  del  Ver- 
bo; 4)  sufriendo,  ya  que  Cristo  sufrió  toda  la  vida  y  fué  alabanza 
de  gloria  de  su  Padre.  Sufriré  con  alegría  por  mis  pecados  y  por 
los  pecadores;  5)  viviendo  una  vida  de  fe  mirando  todo  desde  el 
punto  sobrenatural,  reflejando  a  Cristo  en  mis  acciones,  como  en 
un  cristal;  6)  viviendo  en  un  continuo  hacimiento  de  gracias; 
que  mis  pensamientos,  deseos  y  actos  sean  una  acción  de  gracias 
perpetua;  7)  viviendo  en  una  continua  adoración  como  los  ánge- 
les, repitiendo:  Sanctus,  Sanctus,  Sanctus...  Ya  que  no  puedo 
estar  constantemente  en  oración,  al  menos  antes  de  cada  ejercicio 
renovaré  la  intención.  Así  seré  una  alabanza  de  gloria  y  viviré 
una  vida  de  cielo.  Cada  vez  debo  inflamarme  más  en  el  celo  de  la 
gloria  divina... 

Me  mantengo  lo  más  posible  unida  con  Nuestro  Señor  dentro 
de  la  casita  de  mi  alma,  así  es  que  esa  es,  entre  tanto,  mi  celdita. 
Cuando  voy  por  la  calle  y  estoy  en  el  biógrafo  1  o  paseos,  le  digo 
a  Nuestro  Señor:  Jesús  mío,  aquí  quizás  nadie  pensará  en  Ti; 

1  Cine. 


pero  aquí  tienes  mi  corazón  que  te  pertenece  enteramente;  te 
adoro,  te  amo;  haz  que  siempre  sea  tuya.  De  esa  manera  estoy 
recogida  y  ajena  a  lo  del  mundo,  y  con  una  amiga  nos  acompa- 
ñamos, cada  vez  que  tenemos  que  salir,  a  rezar  para  permanecer 
unidas  a  Nuestro  Señor  en  la  celda  de  nuestra  alma... 

Su  esencia  divina  es  mi  vida... 

Que  la  gracia  del  Espíritu  Santo  haya  descendido  con  todos 
sus  dones  en  el  alma  de  mi  mamacita  querida:  le  escribo  unas 
cuantas  líneas,  por  obedecer,  pues  el  tiempo  está  tan  escaso, 
que  aún  no  lo  he  tenido  para  leer  sus  cartas.  ¡Qué  cosa  más  rica 
así!  La  vida  se  hace  un  suspiro  y  luego  nos  sumergiremos  en  la 
eternidad.  ¡Qué  dicha,  mamacita,  cuando  estemos  sumidas  en  el 
océano  infinito  de  su  amor,  en  el  seno  de  nuestro  Padre,  en  el 
costado  de  nuestro  Esposo,  y  apresadas  eternamente  por  el  espí- 
ritu santificador!  Cuando  se  mira  este  horizonte,  cuando  se  pre- 
senta a  nuestra  vista  este  hermoso  panorama,  ¡qué  feo,  qué  vano 
se  encuentra  todo  lo  de  la  tierra!  Y  pensar  que  la  mayor  parte  de 
los  hombres  están  ciegos.  ¡Qué  pena  siente  entonces  el  corazón! 

He  pasado  estos  días  en  retiro.  ¡Qué  feliz  me  he  encontrado 
sola  con  Aquel  que  solo  vive!  Mamacita,  quisiera  hacerla  leer 
en  mi  alma  para  que  viera  todo  lo  que  en  ella  ha  escrito  Nuestro 
Señor  en  estos  días;  quisiera  que  la  viera  iluminada  con  los  des- 
tellos infinitos  del  Divino  Prisionero;  con  esa  escritura,  con  ese 
fuego  me  hace  comprender,  me  hace  ver  cosas  desconocidas, 
grandezas  nunca  vistas.  No  se  figura,  mamacita,  el  cambio  que 
percibo  en  mí.  Él  me  ha  transformado,  Él  va  descorriendo  los 
velos  que  lo  ocultaban  y  que,  estando  en  el  mundo  entre  tinieblas, 
es  imposible  percibir.  Cada  vez  me  parece  más  generoso,  más 
tierno,  cada  vez  más  loco.  No  tengo  otro  atractivo  que  conocerlo 
para  amarlo,  y  con  locura.  No  quiero  seguir,  porque  cuando 
principio  a  hablar  de  Nuestro  Señor,  la  pluma  no  se  detiene... 

La  vida  de  fe  consiste  en  apreciar  y  juzgar  las  cosas  y  criatu- 
ras según  el  juicio  que  de  ellas  tiene  Dios.  La  fe  debe  ser  mi  guía 
para  ir  a  Él.  Debo  desasirme  de  todos  los  consuelos  y  gozos  que 


192 


encuentro  en  la  oración;  debo  tratar  de  olvidar  los  favores  que 
Dios  me  hace,  fijando  mi  atención  en  el  amor  que  me  muestra 
en  la  cruz  y  en  el  Sagrario... 

Lo  encuentro  todo  en  Dios;  me  gozo  hasta  lo  íntimo  de  verlo 
tan  hermoso  y  sentirme  unida  a  Él.  Ya  que  Dios  es  inmenso  y 
está  en  todas  partes,  nadie  puede  separarme  de  Él;  su  esencia 
divina  es  mi  vida.  Dios,  en  cada  momento,  me  sostiene,  me  alien- 
ta, y  todo  cuanto  veo  me  habla  de  su  poderío  infinito  y  de  su 
amor.  Uniéndome  a  Dios,  me  santifico,  me  perfecciono,  me  divi- 
nizo... 

Qué  dicha  es,  mamacita,  el  ser  Carmelita!  No  puedo  expre- 
sarle el  himno  de  acción  de  gracias  que  se  eleva  incesantemente 
de  mi  corazón.  Dios  ha  sido  demasiado  bueno  con  su  pobre  hija, 
tan  indigna,  tan  pecadora.  Sólo  Él  ha  querido  apoderarse  de  mi 
ser,  a  pesar  de  que  tantas  veces  lo  he  olvidado;  Él  cuida  de  su 
Teresa  a  cada  instante  dándose  a  ella  por  entero.  En  este  momen- 
to estoy  perdida  en  su  Ser  infinito.  Él  me  ama  infinitamente, 
mientras  yo,  su  nada  criminal,  permanezco  amándole,  pues  cum- 
plo su  divina  voluntad.  ¡Qué  dulce  cosa  es  para  el  alma  vivir 
así  con  el  Ser  divino,  compenetrada,  unificada  por  el  amor  de 
Dios!  Así  pasa  su  destierro  la  Carmelita,  amando  para  que  la 
muerte  la  encuentre  convertida  en  Él... 

Terminaré  mi  carta  por  decirle  que  se  deje  invadir  por  Dios. 
Viva  en  Él  por  la  fe,  entréguese  a  Él  pasivamente;  no  dejará  de 
apoderarse  de  su  ser  entero.  Es  todo  amor,  y  para  su  infinita  bon- 
dad sólo  nosotros  existimos.  Cuando  sufra,  mire  a  Jesús  que  la 
está  mirando  con  ternura,  pues  le  está  participando  de  aquella 
cruz  que  llevó  en  su  Corazón,  desde  Belén  hasta  el  Calvario.  De- 
posítese a  sí  misma  con  todo  lo  que  la  rodea  en  ese  Corazón  de 
Jesús;  viva  abandonada  a  su  santa  voluntad;  de  ese  abandono 
nace  la  unión  con  Dios.... 

Te  convido,  pues,  a  entrar  en 
el  divino  Corazón... 

Estoy  con  Él  solo  en  mi  celdita;  todo  un  Dios  con  una  cria- 
tura; estoy  sumergida  en  Él,  perdida  en  su  inmensidad,  compe- 
netrada en  su  sabiduría,  viviendo  porque  Él  es  mi  principio  de 


Teresa  de  los  Andes.  13 


193 


vida,  mi  Todo.  Cada  día  que  pasa  comprendo  mejor,  hermanita. 
que  «sólo  Dios  basta»;  ésa  es  la  máxima  que  tengo  sobre  mi  cruz; 
que  también  sea  la  tuya.  Búscalo  a  Él  y  lo  encontrarás  todo; 
las  criaturas,  ¿qué  nos  pueden  dar  si  no  tienen  más  que  miserias"? 
Despréndete  de  ellas,  busca  a  Dios  allí  en  el  fondo  de  tu  alma, 
y  cuando  estés  triste  expénselo  todo  y  quedarás  alegre,  porque 
Él  dará  a  conocer  que,  siendo  Dios,  sufrió  más  por  ti  que  todo  lo 
que  los  hombres  han  sufrido,  y  no  sólo  esto,  sino  que  ha  sufrido 
infinitamente.  Obra  por  amor  a  Él,  no  busques  el  agrado  de  las 
criaturas;  se  equivocan  tanto  en  sus  juicios,  mientras  que  Dio:- 
penetra  a  cada  instante  cual  si  fueras  la  única  criatura  existente. 
Piensa  que  mientras  tú  duermes,  mientras  obras  y  vives,  hay  un 
Ser  infinito  que  se  ocupa  de  darte  vida,  de  amarte  con  un  amor 
eterno,  infinito...  ¡cómo  quisiera  penetrarte  de  estos  pensamien- 
tos que  hacen  que  todo  desaparezca  para  no  tener  ante  ti  sino 
a  Dios!  Entonces,  qué  paz,  qué  alegría  experimentamos;  y  esto 
se  comprende,  pues  nuestro  centro  es  Él;  entonces  vivimos  vida 
de  amor,  vida  de  cielo.  Para  esto,  hermanita,  hemos  sido  criadas, 
para  alabar  y  amar  a  Dios.  Todo  lo  demás  es  nada,  es  vanidad. . . 

¡Cada  día  reverencio,  admiro  y  amo  más  a  la  Santísima  Tri- 
nidad y  he  encontrado,  por  fin,  el  centro,  el  lugar  de  mi  descanso 
y  recogimiento!...  Vivamos  dentro  del  Corazón  de  Jesús  contem- 
plando el  gran  misterio  de  la  Santísima  Trinidad,  de  modo  que 
todas  nuestras  alabanzas  y  adoraciones  salgan  del  Corazón  de 
nuestro  Jesús  perfeccionadas  y  unidas  a  las  suyas.  Así  viviremo- 
unidas  a  la  Humanidad  de  Nuestro  Señor  y  abismadas  en  su  divi- 
nidad. Te  convido,  pues,  a  entrar  en  el  divino  Corazón;  allí  vivo 
sumergida,  respirando  sólo  lo  divino  y  sumiendo  mis  mucha? 
miserias  en  el  fuego  de  su  amor;  allí  vivo  contemplando  la  gran- 
deza de  su  divinidad.  Miro  primerea  Dios,  a  esa  Trinidad  incom- 
prensible; me  abismo  en  el  seno  de  mi  Padre,  de  mi  Esposo,  de 
mi  Santificador,  y  luego  miro  a  ese  Verbo  eterno  humanado, 
a  mi  divino  Jesús;  entonces  es  cuando  canto  mi  alabanza  de  gloria 
y  de  amor... 

A  medida  que  se  va  conociendo  a  este  Dios- Hombre,  se  le  va 
amando  con  locura.  La  Carmelita  vive  tan  familiarmente  unida 
a  Él,  que  para  ella  no  hay  diferencia  alguna  entre  el  tiempo  que 
vivió  en  la  tierra  y  la  vida  del  Sagrario;  allí  lo  encuentra,  y,  como 


194 


a  la  Magdalena,  escucha  sus  palabras  de  vida;  ¿y  cuáles  son  esa? 
palabras?  Las  del  Evangelio.  En  silencio  saborea  la  Carmelita 
esa  doctrina  tan  pura  y  llena  de  amor;  allí,  en  magníficos  cuadros, 
ve  representado  al  Salvador,  al  Verbo  encarnado;  ella  ve  a  su 
Dios  soportando  las  miserias  humanas,  sintiendo  el  frío,  allá  en 
la  cuna;  sufriendo  el  destierro  de  Egipto;  obedeciendo  a  sus  cria- 
turas Él,  que  es  todopoderoso.  Ve  llorar  a  ese  Niño  en  los  brazos 
de  su  pobre  Madre;  y  ese  llanto,  es  el  gemido  del  que  es  la  alegría 
infinita.  ¿Cómo  no  amar  a  ese  Jesús  con  toda  nuestra  alma?  Él. 
que  es  la  Sabiduría  eterna,  la  Belleza  increada;  Él,  la  Bondad,  la 
Vida,  el  Amor.  ¿Y  cómo  no  podrá  abrazarse  en  caridad  el  alma 
a  la  vista  de  ese  Dios  que  es  arrastrado  por  las  calles  de  Jerusalén 
con  la  cruz  sobre  los  hombros,  a  la  vista  de  ese  Dios,  constituyén- 
dose alimento  de  sus  criaturas,  haciéndose  pan  para  unirse  a  ellas, 
divinizándolas  y  convirtiéndolas  en  Él? 

Vengo  del  coro  donde  he  pasado  una  hora  dentro  de  su  Cora- 
zón; una  hora,  perdida  en  la  Fuente  del  amor:  ¡qué  vida  tan  deli- 
ciosa es  la  que  vivo!  Quisiera  hacerte  participar  de  mi  felicidad. 
Ya  no  vivo  sino  para  Dios  sólo;  todas  las  pequeñeces  de  la  vida 
han  desaparecido... 

Cuán  bien  experimento  que  Él  es  el  único  bien  que  nos  puede 
satisfacer,  el  único  ideal  que  nos  puede  enamorar  enteramente. 
Lo  encuentro  todo  en  Él;  me  gozo  hasta  lo  íntimo,  de  verlo  tan 
hermoso,  de  sentirme  siempre  unida  a  Él,  ya  que  Dios  es  inmenso 
y  está  en  todas  partes,  nadie  puede  separarme;  su  esencia  divina 
es  mi  vida.  Dios  en  cada  momento  me  sostiene,  me  alimenta; 
todo  cuanto  veo  me  habla  de  Él,  de  su  poderío  y  de  su  amor; 
uniéndome  a  su  Ser  divino  me  santifico,  me  perfecciono,  me  divi- 
nizo. Por  fin,  te  diré  que  es  inmutable,  que  no  cambia  y  que  su 
amor  para  mí  es  infinito,  amor  eterno,  amor  incomprensible  que 
lo  hizo  humanarse,  convertirse  en  pan  por  estar  junto  a  mí,  por 
sufrir  y  consolarme... 

Oh,  hermanita,  vivamos  amando  al  Amor,  seamos  hostia 
de  alabanza  de  la  Santísima  Trinidad.  Y  ¿cómo?  Cumpliendo 
a  cada  instante  la  voluntad  de  Dios.  Si  supieras  la  felicidad  que 
inunda  mi  alma  en  cada  momento  de  mi  vida  escondida  en  Dios, 
no  querrías  saber  ni  tratar  nada  que  no  fuera  Él.  Comprendo 


t95 


que  aun  no  lo  conozco  y  no  lo  amo  con  todas  las  fuerzas  de  mi 
alma;  ¿qué  será  cuando  Dios  se  descubre  a  un  alma  santa?  ¿cómo 
podrán  vivir  en  medio  de  las  miserias  de  este  destierro,  no  pudien 
do  contemplar  incesantemente  por  tener  la  naturaleza  necesida- 
des apremiantes?... 

Cuando  tenemos  un  amigo  en 
nuestra  casa,  no  le  dejamos  solo, 
sino  que,  si  estamos  ocupadas,  tra- 
tamos de  irle  a  hablar  de  vez  en 
cuando.  Así  lo  harás  con  Jesús... 

De  seguro  que  habrás  leído  en  el  Evangelio  de  San  Juan, 
(capítulo  XVII,  v.  23):  Aquel  que  me  ama  y  observa  mi  doctrina, 
mi  Padre  le  amará...  y  vendremos  a  él,  y  haremos  mansión  en  él. 
Pero  para  ser  mansión  de  Dios  es  necesario  cumplir  su  doctrina, 
practicar  las  virtudes.  La  primera  virtud  ha  de  ser  la  pureza; 
has  de  tratar  de  purificarte  lo  más  pronto  posible  de  tus  faltas, 
pidiéndole  inmediatamente  perdón  a  Nuestro  Señor;  además, 
debemos  tratar  constantemente  de  desarraigar  nuestros  defectos 
dominantes  por  los  actos  contrarios  a  esos  defectos,  aunque  es 
imposible  que  nos  veamos  libres  de  ellos  inmediatamente.  Dios 
ve  nuestros  deseos  y  se  contenta  con  que  queramos  purificarnos 
de  ello?.  Una  vez  formulado  este  deseo,  hermanita  querida,  digá- 
mosle a  Nuestro  Señor  que  venga  a  morar  en  nuestra  alma,  que 
aunque  es  muy  pobre  y  todavía  no  es  muy  pura,  haremos  lo  posi- 
ble por  tenerla  siempre  lo  más  agradable  a  sus  ojos.  Dile  en  segui- 
da que  se  la  das,  que  quieres  que  ella  sea  su  refugio,  su  asilo  contra 
-us  enemigos,  que  viva  allí  contigo,  que  aunque  muchas  veces  lo 
ofenderás,  nunca  será  con  la  voluntad,  sino  por  flaqueza;  que  tú 
le  amas  y  que  deseas  vivir  en  comunión  con  Él.  Cuando  teñímos 
un  amigo  en  nuestra  casa,  no  le  dejamos  solo,  sino  que,  si  estamos 
ocupadas,  tratamos  de  irle  a  hablar  de  vez  en  cuando.  Asi  lo  harás 
con  Jesús;  antes  de  empezar  cualquiera  obra  le  dirás  que  se  la 
ofreces  a  Él  sólo,  por  amor,  no  con  intención  de  que  las  criaturas 
te  vean,  sino  para  servirle  y  porque  le  amas.  Después,  le  adora- 
rás, le  dirás  que  le  amas,  que  te  perdone  tus  faltas,  y  en  seguida 
obrarás  junto  con  Él  como  si  estuvieras  en  Nazaret;  así  vivirás 
con  Dios  y  podrás  hablarle  sin  que  nadie  lo  sepa... 


196 


AMOR 


.El  infierno  me  hiela,  pero  por  una  cosa  me  causa  más  horror 
que  todo,  y  es  por  lo  que  dijo  Santa  Teresa:  «Los  condenados  no 
amarán.»  ¡Oh,  el  corazón  humano  cómo  sufriría  entonces,  pues 
Dios  lo  creó  para  Él!  Odiar  a  Dios  es  el  mayor  suplicio.  Jesús 
querido,  acabo  de  ver  lo  que  es  el  infierno,  lo  terrible  que  es; 
pero  te  digo  que  preferiría  estar  en  Él  por  toda  una  eternidad, 
con  tal  que  un  alma,  aunque  fuera  miserable  como  la  mía,  ahí 
te  amara.  Sí,  Madre  mía,  repíteselo  a  Jesús  a  cada  latido  de  mi 
corazón,  aunque  sé  que  ya  no  sería  infierno  sino  cielo,  pues  el 
amor  es  cielo... 

La  bella  niña  de  diez  y  seis  años 
se  ha  visto  rodeada  ae  corazones 
recién  abiertos  al  amor  y  ha  sido 
objeto  de  miradas  y  de  halagos.* 

ce  tiempo  que  no  escribo.  Pasaron  las  vacaciones  de  sep- 
tiembre y  ¡qué  feliz  me  encuentro  de  nuevo  en  el  colegio,  sin 
haber  dado  mi  corazón  a  nadie!  Todo  es  de  Jesús.  Quiero  que 
mis  acciones,  mis  deseos,  mis  pensamientos  lleven  este  sello: 
«Soy  de  Jesús»... 

¡Qué  placer  siento  al  vivir  otra  vez  en  la  casa  de  Jesús!  Lo 
tengo  tan  cerquita...  A  cada  instante  vuela  mi  espíritu  al  pie  del 
Tabernáculo... 


197 


Creo  que  tú  más  que  nadie  podrás  comprender  que  existe 
en  el  alma  una  sed  insaciable  de  felicidad.  No  sé  por  qué,  pero 
en  mí  la  encuentro  duplicada.  Desde  muy  chica  la  he  buscado, 
mas  en  vano,  porque  en  todas  partes  sólo  veo  su  sombra,  y  ésa 
-puede  satisfacerme?  No;  jamás,  me  parece,  me  ha  dejado  sedu- 
cir. Anhelo  amar,  pero  algo  infinito,  y  que  ese  ser  que  yo  ame 
no  varíe,  y  sea  yo  el  juguete  de  sus  pasiones,  de  las  circunstancias 
del  tiempo  y  de  la  vida.  Amar,  sí,  pero  al  Ser  inmutable,  a  Dios, 
que  me  ha  amado  infinitamente  desde  una  eternidad.  ¡Qué  abis- 
mo media  entre  ese  amor  puro,  desinteresado  e  inmutable  y  el 
que  me  puede  ofrecer  un  hombre!  ¿Cómo  amar  un  ser  lleno  de 
miserias  y  de  flaquezas?  ¿Qué  seguridad  puedo  encontrar  en  ese 
corazón?  Unir  mi  alma  a  otro  ser  que  no  me  perfeccione  con  su 
amor,  ¿encuentras  que  puede  serme  de  nobles  perspectivas?  No; 
en  Dios  hallo  todo  lo  que  en  las  criaturas  no  encuentro,  porque 
son  demasiado  pequeñas  para  que  puedan  saciarlas  aspiraciones, 
casi  infinitas,  de  mi  alma... 

*Se  refiere  en  estas  líneas  de  sus 
escritos  íntimos  a  la  escapada  fur- 
tiva que  hizo  al  Carmen  de  Los 
Andes  en  enero  de  igig,  aprove- 
chando la  ausencia  de  su  papá  y 
hermanos.» 

No  tengo  palabras  para  expresar  mi  agradecimiento  a  mi 
Jesús.  ¡Es  demasiado  bueno!  Yo  me  he  anonado  ante  sus  favores, 
me  abandono  en  sus  brazos,  me  dejo  guiar,  porque  soy  ciega 
y  Él  es  mi  luz...  Soy  soldado  que  sigo  a  mi  Capitán.  Donde  quiera 
que  Él  esté,  está  su  soldado;  yo  soy  nada,  Él  es  todo.  ¡Oh,  cómo 
el  alma  que  tiene  su  esperanza  puesta  en  Él,  no  tiene  que  temer, 
porque  todos  los  obstáculos  y  dificultades  Él  las  vence.  La  ida 
a  Los  Andes,  que  me  parecía  imposible,  se  la  había  confiado 
a  Nuestro  Señor;  si  Él  quería,  bueno;  y  si  no,  también  bueno. 
Cada  día  crecían  más  mis  dudas  y  estaba  en  una  turbación  muy 
grande,  que  ya  no  sabía  lo  que  me  pasaba;  cuando  he  aquí  que 
mis  hermanos  se  fueron  al  campo  con  mi  papá,  dándome  ocasión 
para  poder  ir  a  Los  Andes  con  mi  mamá,  que  tuvo  la  bondad 
de  llevarme... 


198 


¡Cómo  quisiera  traspasarte,  her- 
manito  de  mi  alma,  mis  sentimien- 
tos; cómo  desearía  hacerte  ver  el 
horizonte,  infinito,  hermosísimo,  in- 
creado que  vivo  contemplando...! 

Que  el  amor  de  Jesús  se  apodere  de  tu  alma.  No  creo  me  cul- 
parás por  no  contestar  inmediatamente  tus  dos  cartas,  pues  ya 
no  me  pertenezco.  Di  todo  cuanto  tenía,  hasta  mi  propia  libertad; 
tengo  que  cumplir  lo  que  Nuestro  Señor  me  ordena  en  cada  mo- 
mento, y  así  sólo  ahora  vengo  a  leer  tu  última  carta.  ¡Qué  feliz, 
qué  dichosa  me  encuentro  en  sacrificarlo  todo  por  Dios!  Todo  esto 
es  nada  en  comparación  de  lo  que  Nuestro  Salvador  se  sacrificó 
por  nosotros,  desde  la  cuna  hasta  la  Cruz,  desde  la  Cruz  hasta 
anonadarse  enteramente  bajo  la  forma  de  Pan;  Él,  todo  un  Dios, 
bajo  las  especies  de  pan,  y  hasta  la  consumación  de  los  siglos. 
;Oué  grandeza  de  amor  infinito!  Amor  no  conocido;  amor  no 
correspondido  por  la  mayoría  de  los  hombres.  Lucho  querido, 
todos  estos  días  te  he  tenido  conmigo  en  el  Cenáculo...  ¡Cómo 
quisiera  traspasarte,  hermaniio  de  mi  alma,  mis  sentimientos; 
cómo  desearía  hacerte  ver  el  horizonte,  infinito,  hermosísimo,  increa- 
do que  vivo  contemplando!  Amo  a  Dios  mil  veces  más  que 
antes,  porque  antes  no  lo  conocía.  Él,  se  revela  y  se  descubre 
cada  vez  más  al  alma  que  lo  busca  sinceramente  y  que  desea 
conocerlo  para  amarlo.  Lucho,  todo  lo  de  la  tierra  me  parece 
cada  vez  más  pequeño,  más  miserable,  ante  esa  Divinidad  que, 
cual  Sol  infinito,  va  iluminando  con  sus  rayos  mi  alma  misera- 
ble. ¡Oh,  si  por  un  instante  pudieras  penetrarme  hasta  lo  íntimo, 
me  verías  encadenada  por  esa  Belleza,  por  esa  Bondad  incom- 
prensible... Cómo  quisiera  atar  los  corazones  de  las  criaturas 
y  rendirlas  al  amor  divino!...  Tú  no  conoces  el  cielo  que  yo,  por 
la  misericordia  de  Dios,  poseo  en  mi  corazón.  Sí,  en  mi  alma 
tengo  un  cielo,  porque  Dios  está  en  mi  alma,  y  Dios  cielo  es... 

Déjame,  Lucho  querido,  hablarte  de  corazón  a  corazón.  Tu 
hermana  Carmelita  viene  hoy  a  mostrarte  cuál  es  el  móvil  de 
nuestra  vida,  el  fin  primordial  de  todo  hombre,  de  todo  cristia- 


199 


na:  «Conocer,  amar  y  servir  a  Dios  aquí  en  la  tierra  para  alcanzar 
el  cielo.»  ¿Qué  importa,  Lucho  querido,  todo  lo  de  la  tierra,  la 
ciencia,  la  gloria,  los  honores,  si  todo  esto  ha  de  concluir?  La 
muerte  todo  lo  disipa;  sólo  un  conocimiento,  una  verdad  no  se 
oscurece,  porque  está  basada  sobre  la  inmutable;  sólo  un  Bien, 
sólo  un  amor  no  se  destruye,  porque  es  eterno  e  infinito.  Todo 
pasa  en  la  vida,  menos  nuestras  obras  buenas.  Lucho,  nosotros 
también  pasamos,  sólo  un  Ser  queda  siempre  el  mismo:  Dios. 
Amémosle,  pero  antes  conozcámosle,  sólo  Él  vale  la  pena  de  ser 
conocido,  porque  es  infinito.  Lucho  querido,  ¿por  qué  no  buscar 
a  ese  Ser,  el  único  necesario?  Amémosle  a  Él  y  seremos  felices, 
por  cuanto  Dios  es  el  objeto  de  nuestro  entendimiento  y  volun- 
tad. Lucho,  el  medio  para  conocer  a  Dios  es  la  humildad.  «Dios 
dice  la  Imitación  de  Cristo,  no  se  revela  a  los  soberbios.»  Humi- 
llémonos delante  de  Él,  pidámosle  con  el  corazón  que  se  mani- 
fieste a  nuestras  almas.  Él  no  nos  despreciará,  porque  Dios  ama 
a  las  almas  infinitamente.  Busquémosle  por  medio  de  la  oración, 
aunque  no  sintamos  atractivo  por  ella,  nuestro  entendimiento  ha 
de  ver  de  cuánto  provecho  le  sirve  ese  conocimiento,  y  nuestra 
voluntad  ha  de  querer  los  medios  para  llegar  a  Él.  El  atractivo 
sensitivo  no  se  ha  de  tener  en  cuenta,  sino  hasta  cierto  punto, 
pues  las  facultades  superiores  son  las  que  gobiernan  al  hombre. 
Busquémosle  por  medio  de  los  Sacramentos.  Nuestro  Señor,  nos 
los  dejó  para  unirnos  más  a  su  divina  Persona;  comulguemos  lo 
más  a  menudo  posible  para  amarlo  más;  quien  se  acerca  al  fuego, 
calienta.  Lucho  querido,  a  pesar  de  que  la  distancia  nos  separa, 
mi  alma  siempre  está  muy  unida  a  la  tuya;  ambas,  no  forman 
sino  una  sola;  ¿no  es  verdad?  Pues  bien,  yo  ya  estoy  sumida  en 
Dios,  su  amor  es  la  vida  de  mi  alma;  quiero  elevarte  hasta  Él, 
quiero  comunicarte,  hermanito  mío,  un  poco  del  fuego  en  que 
me  abraso,  quiero  calentarte  con  ese  calor  infinito  para  que  ten- 
gas vida.  Sólo  quisiera  de  ti  la  buena  voluntad.  Déjame,  Lucho 
mío,  ser  tu  guía:  ¿quién  puede  desearte  mejor  y  mayor  bien  que 
tu  Carmelita?... 

¡Oh!  si  pudieras  por  un  instante  sentirte  lleno  de  felicidad, 
como  yo  me  siento!  Créeme  que  me  pregunto  a  cada  momento 
si  estoy  en  el  cielo,  pues  me  veo  envuelta  en  una  atmósfera  divina 
de  paz,  de  amor,  de  luz  y  alegría  infinita.  No  creas  que  por  eso 


200 


ya  te  olvido;  sería  un  egoísmo  de  mi  parte.  Cuando  me  encuentro 
sola  en  mi  celda  o  en  el  coro,  le  abro  mi  corazón  al  Buen  Jesús, 
le  presento  los  seres  que  amo  y  nada  más  le  digo,  porque  Él  lo 
sabe  todo,  y  Él  me  ama.  No  llores;  soy  feliz.  A  la  Santísima  Vir- 
gen le  he  encargado  que  te  consuele.  Ella  sufrió  más  que  nadie, 
por  lo  tanto,  nadie  mejor  que  Ella  puede  poner  en  las  heridas 
del  alma  la  gota  del  consuelo.  Le  pido  que  en  ese  hueco  que  he 
dejado  al  separarnos  introduzca  a  mi  Jesús.  Él  encierra  todas  las 
bondades,  todos  los  atractivos  para  enamorar  tu  corazón. 

Los  sacrificios  a  que  me  someto  no  son  sacrificios;  el  amor 
lo  endulza  y  aligera  todo.  Amo  y  en  amor  deseo  vivir  toda  mi  vida; 
¿qué  importa  mortificar  la  carne,  hacerla  morir,  si  de  esta  muer- 
te nace  la  vida  del  alma  y  la  unión  con  Dios?... 

Me  pregunto  muchas  veces  cómo  no  nos  volvemos  locas  de 
amor  por  nuestro  Dios?  Se  señalan  en  los  siglos  una  que  otra 
alma  con  la  locura  del  amor:  Nuestra  Santa  Madre  Teresa,  Mag- 
dalena de  Pazzis,  Santa  Margarita  María  y  otras  pocas.  En  millo- 
nes de  afinas  sólo  éstas  han  tenido  corazón  grande  y  generoso, 
¡qué  vergüenza!  ¡Qué  miserables  somos,  incapaces  de  amar  al 
Único  objeto  verdadero  y  bueno! 

Pidámosle  al  divino  Corazón  en  su  día  esa  locura,  para  vivir 
junto  a  Él  cantando  sus  misericordias,  llorando  su  soledad.  Al 
menos  nosotras,  que  le  conocemos,  y  a  quienes  con  su  palabra 
divina,  con  su  hermosura  arrebatadora,  con  su  bondad  infinita, 
nos  ha  atraído  a  amarle;  al  menos  nosotras  no  le  seamos  ingra- 
tas; seámosle  esposas  fieles  y  constantes.  Subamos  con  Él  al  Cal- 
vario, quitémosle  la  cruz,  la  corona,  la  hiél  y  vinagre.  Seamos 
crucificadas,  seamos  hostias  por  el  amor. 

Principiemos  las  dos,  desde  el  día  del  Sagrado  Corazón,  a  ne- 
garnos en  todo  y  por  todo.  Yo  debía  haberlo  principiado  desde 
que  entré  a  esta  santa  mansión,  ¡pero  soy  tan  miserable!  Sin  em- 
bargo, me  consuelo,  porque  así  Nuestro  Señor  me  consuela  y  me 
ayuda  más.  Él  ve  que  deseo  amarlo,  pero  todavía  no  tengo  en 
mi  afina  bastante  capacidad  para  poseer  ese  amor  fuerte  como 
la  muerte.  Isabel,  nuestro  Jesús  es  todo  Corazón.  En  este  ins- 
tante estoy  presa  por  Él,  me  tiene  encarcelada  en  el  horno  del 
amor;  vivo  en  Él,  mi  hermanita  querida... 


201 


Isabel,  la  Carmelita  es  hostia,  como  ya  te  lo  he  dicho.  Jesús, 
en  la  Hostia  del  altar,  se  oculta  aparentemente;  no  ve,  ni  oye. 
ni  habla,  no  se  queja.  Del  mismo  modo  si  queremos  ser  hostias, 
debemos  ocultarnos  en  Dios;  es  decir,  obrar  siempre,  no  por 
buscar  el  agrado  o  acarrearnos  el  cariño  y  la  simpatía  de  las  cria- 
turas, sino  tener  siempre  a  Dios  por  testigo  y  objeto  de  nues- 
tros actos. 

La  Hostia  no  tiene  voluntad;  obedece  sin  replicar;  así  debe- 
mos obedecer  aún  en  aquello  que  nos  parece  contrario  a  nuestro 
juicio,  callándolo  por  Dios;  obedecer  a  Él,  obedecer  sin  mostrar 
que  nos  cuesta,  ni  que  nos  desagrada  lo  que  se  nos  ordena.  La 
santa  Hostia  está  en  un  estrecho  copón,  y  nosotras,  hostias,  debe- 
mos buscar  la  pobreza  eligiendo  todo  lo  peor,  sin  que  los  demá- 
se  den  cuenta.  Buscar  lo  que  nos  incomoda  en  todo  y  por  todo. 
La  santa  Hostia  es  pura,  nosotras  debemos  huir  del  afecto  de 
las  criaturas.  Nuestro  corazón  ha  de  ser  sólo  para  Él.  Debemos 
huir  del  apego  a  las  vanidades,  ser  mortificadas,  y  cuando  el 
cuerpo  busque  lo  que  le  acomode  o  regale,  darle  lo  contrario. 
La  santa  Hostia  se  da  a  los  cristianos,  nosotras  también  debemos 
darnos  por  entero,  o  mejor  prestarnos  (pues  no  conviene  darse), 
a  cuantos  nos  rodean.  Esto  nos  hará  ser  caritativas,  pero  mirando 
siempre  en  el  prójimo  a  Jesús.  Propongámonos  esto,  mi  Isabelita 
querida;  hagamos  un  desafío  para  ver  quién  lo  consigue  primero. 

El  día  del  Sagrado  Corazón,  a  las  tres,  P.  M.,  renovaremor- 
las  dos  el  voto  de  castidad.  A  esa  hora  en  que  Longinos  atravesó 
el  costado  de  Jesús  nos  introduciremos  ambas  en  esa  herida  sal- 
vadora. Ofrezcámonos  como  apóstoles  de  la  misericordia  del 
divino  Corazón,  ¿no?,  y  muramos  a  las  tres  para  siempre  en  Él. 

¡Adiós!  No  tengo  más  que  decirte,  Jesús  no  me  dice  más. 
¡Cuán  cerquita  y  unida  estoy  a  mi  único  Jesús!... 


202 


A  veces  me  pregunto  cuál  es  la 
causa  de  que  Dios  me  haya  conce- 
dido ya  aquí,  en  la  tierra,  la  felici- 
dad por  la  que  tanto  he  anhelado. 
Yo  no  encuentro  la  respuesta  sino 
en  su  amor  infinito. 

Ya  más  de  seis  meses  en  el  Carmen;  seis  meses  de  cielo  que 
no  ha  sido  turbado  por  nadie  de  la  tierra;  seis  meses  viviendo 
escondida  en  mi  Verbo  adorado,  escuchando  su  palabra  de  vida, 
contemplando  su  hermosura  infinita.  Si  pudiera  hacerte  compren- 
der el  vacío  inmenso  en  que  vivo  respecto  de  todo  lo  del  mundo, 
me  envidiarías.  Es  Jesús,  mi  Isabel,  el  único  atractivo  de  mi 
vida;  es  Él,  con  sus  encantos  y  suavidad,  lo  que  me  hace  olvi- 
darlo todo.  Sin  embargo,  hay  momentos,  créeme,  en  que  se  sufre 
(y  no  son  sufrimientos  de  cualquier  especie  los  de  una  Carme- 
lita), mas  sufriendo  es  como  se  goza;  ¿no  es  verdad,  mi  herma- 
nita?  Sobre  todo  cuando  es  Jesús  el  mismo  que  la  crucifica,  que 
la  despedaza,  se  siente  una  feliz  en  ser  su  juguete  de  amor.  Tú 
demasiado  comprendes  el  lenguaje  de  la  Cruz,  por  eso  no  nece- 
sito decirte  que  la  ames,  que  es  en  ella  donde  se  efectúa  la  trans- 
formación del  alma  en  Dios.  Mas  no  creas  por  esto  que  yo  sufro; 
eso  sí,  que  deseo  sufrir  mucho,  pero  lo  mejor  es  amar  la  voluntad 
de  Dios.  Allí  encontraremos  la  cruz  mejor  que  en  ninguna  parte; 
allí  crece  ese  árbol  rectarnente,  sin  impedimento,  pues  es  sin  la 
elección  nuestra,  sin  satisfacción  alguna.  ¿Sientes  ese  amor  a  la 
divina  voluntad?  Trata  de  sentirlo,  ya  que  tu  nombre,  Isabel  de 
la  Trinidad,  o  sea.  «Casita  de  Dios»,  debe  estar  tan  llena  de  ella; 
que  por  todos  sus  ámbitos  (es  decir,  en  sus  facultades  y  operacio- 
nes), resuene  siempre  el  eco  de  la  palabra  eterna  del  divino  que- 
rer. Sí,  mi  Isabelita,  podemos  vivir  en  comunión  perpetua  con 
el  amor,  uniéndonos  a  su  voluntad.  Que  no  encuentre  resistencia 
en  nuestra  alma,  que  ella  sea  como  una  participación  de  Él.  Dios 
en  sí  obra  siempre  lo  que  quiere;  que  nosotras,  perdidas  como 
nadas  en  su  inmensidad,  obremos  también  lo  que  Él  quiere. 
¿Cómo  seremos  más  semejantes  a  Él?  Cumpliendo  su  divina  vo- 
luntad. Al  quererla  y  al  abrazarnos  con  ella,  queremos  y  prac- 
ticamos un  bien  querido  infinitamente  por  Dios;  un  bien  que  lleva 


203 


en  sí  la  razón  eterna;  un  bien  en  que  existe  la  sabiduría  eterna; 
un  bien  en  que  existe  un  poder  infinito;  un  bien  en  el  que  existe 
concentrado  todo  el  amor,  la  santidad  de  nuestro  Dios.  Al  eje- 
cutar ese  bien,  ¿acaso  no  obramos  conforme  a  Dios?,  y  al  obrar 
conforme  a  Dios  somas,  en  cierto  modo,  otro  Dios.  Para  esto  es 
necesario  soportarlo  todo  y  amarlo  todo  como  la  expresión  de  la 
voluntad  de  Dios,  que  quiere  santificarnos,  ya  que  Jesucristo 
dijo  que  la  voluntad  de  Dios  era  que  fuéramos  santos.  Y  creo 
que  lo  mejor  y  lo  más  conveniente  a  nuestra  miseria  es  sólo  mirar 
el  presente;  vivir,  como  dice  Latidem  gloriac,  «en  un  eterno  pre- 
sente»; es  decir,  que  en  cada  hora  hagamos  la  resolución  de  cum- 
plir perfectamente  la  voluntad  de  Dios,  de  aceptar  todo  lo  que 
nos  envíe,  sea  próspero  o  adverso,  proceda  de  nosotros  mismos 
o  de  las  circunstancias  que  nos  rodean,  o  de  parte  de  las  cria- 
turas. 

Quisiera  hablarte  de  mi  Jesús,  quisiera  encenderte  en  su 
amor,  ya  que  no  lo  amo  lo  bastante,  pero  soy  incapaz  de  ello. 
Quisiera,  hermanita,  que  vieras  en  Jesús,  en  el  Verbo,  el  amor 
que  nos  ha  demostrado;  pero  no  me  atrevo  a  franquear  ese  abis- 
mo infinito  en  el  que  me  pierdo;  sobre  todo,  que  tú  lo  has  son- 
deado mejor  que  yo.  No  miremos  en  Él  más  que  amor;  el  amor 
es  su  esencia;  en  el  amor  se  hallan  todas  sus  perfecciones  infi- 
nitas... 

Quisiera  hacerte  leer  en  ella  la  Verdad  eme  a  raudales  ha  bebi- 
do en  el  Corazón  de  su  Dios;  quisiera  que  conocieras  en  mi  alma 
que  existe  un  Dios  que  es  todo  amor  para  sus  criaturas  misera- 
bles; amor  que  parece  locura,  y  que,  sin  embargo,  lo  experimen- 
tamos en  cada  momento  de  nuestra  existencia.  A  veces  me  pre- 
gunto cuál  es  la  causa  de  que  Dios  me  haya  concedido  ya  aquí  en 
la  tierra  la  felicidad  por  la  que  tanto  he  anhelado.  Y  no  encuen- 
tro la  respuesta  sino  en  su  amor  infinito.  En  ciertos  momentos 
he  experimentado  en  mi  alma  un  goce  inmenso  que,  para  descri- 
bírtelo, no  encuentro  palabras,  porque  no  es  ya  del  destierro 
sino  del  cielo.  Y  esos  instantes  son  aquellos  en  que  el  alma  se 
encuentra  en  el  seno  de  su  Dios.  ¿Cómo  dudar  de  su  existencia? 

Cuando  leo  los  Santos  Evangelios,  mi  alma  no  puede  menos 
de  conmoverse  ante  el  espectáculo  que  nos  ofrece  un  Dios-Hom- 


204 


bre,  tan  tierno  y  compasivo  con  ese  pueblo  que  sabía  que  un  día 
le  crucificaría.  ¡Con  qué  autoridad  enseña,  con  qué  majestad  se 
impone,  con  qué  dignidad  abate  a  sus  enemigos!  Cuando  al  leer 
estos  pasajes,  únicos  en  la  historia  del  mundo,  en  que  Jesús  apa- 
rece con  su  aureola  divina,  pienso  que  hay  tantas  almas  que  no 
ven  la  luz,  que  no  descubren  el  camino,  que  mueren  porque  no 
se  acercan  a  beber  en  la  fuente  de  Vida  que  brota  del  Corazón 
de  nuestro  Dios  humanado  y  no  puedo  menos  de  sacrificarme 
para  que  le  conozcan... 

...  es  hambre,  es  sed  insaciable  la  que  siento  porque  las  almas 
busquen  a  Dios,  pero  que  lo  busquen  no  por  el  temor,  sino  por  la 
confianza  ilimitada  en  su  divino  amor.  Cuando  un  alma  se  entre- 
ga así,  Jesús  lo  hace  todo,  porque  ve  que  esa  alma  es  miserable 
e  incapaz  de  todo;  y  como  la  ve  llena  de  buena  voluntad  y  des- 
confiada de  sí  misma,  se  conmueve  su  amante  Corazón  y  la  toma 
por  su  cuenta. 

La  confianza  es  lo  que  más  le  agrada  a  Jesús.  Si  confiamos 
en  el  corazón  de  un  amigo  que  nos  ama,  ¡cómo  no  confiar  en  el 
Corazón  de  un  Dios  donde  reside  la  bondad  infinita,  de  la  cual 
la  bondad  de  las  criaturas  es  una  pálida  sombra!  Desconfiar  del 
Corazón  de  un  Dios  que  se  hizo  hombre,  que  murió  como  mal- 
hechor en  una  cruz,  que  se  da  en  alimento  a  nuestras  almas  dia- 
riamente para  hacerse  uno  con  sus  cristuras,  ¿no  es  un  crimen? 
Tengamos  nosotros  temor  filial  para  no  ofenderlo,  lo  mismo  que 
un  hijo  con  su  padre  teme  disgustarle,  no  por  el  castigo,  sino 
porque  sabe  que  su  padre  le  ama  y  sufrirá.  Arrojémonos  con 
nuestras  faltas  y  pecados  en  el  abismo,  en  el  océano  de  su  mise- 
ricordia; Jesús  se  compadece  de  nuestras  miserias,  conoce  a  fondo 
nuestro  pobre  corazón.  Así,  pues,  mamacita.  no  tema,  que  el 
temor  seca  el  amor... 


En  cuanto  a  lo  que  me  dices  que 
crees  que  Jesús  te  mira  irritado  y 
que  no  quiere  perdonarte,  es  una 
tentación  y  debes  esforzarte  en  hacer 
actes  de  confianza. 

Te  pido  que  no  des  entrada  al  desaliento...  Llorar  mucho  por 
las  faltas  que  se  cometen  no  es  humildad,  más  aún  si  son  involun- 
tarias. Debes,  inmediatamente  que  caigas,  pedir  perdón  a  Jesús, 
y  en  seguida,  como  un  niño  con  su  madre,  recostarte  en  su  Cora- 
zón, confiada  en  que  no  sólo  te  las  perdonó,  sino  que  las  olvidó. 
Somos  miserables,  que  caemos  a  cada  paso;  somos  niños  que  aún 
no  sabemos  andar.  ¿Cómo  Jesús  se  va  a  enojar  por  caídas  que 
tienen  por  causa  nuestra  ignorancia,  nuestra  debilidad?  Evita 
siempre  todas  las  faltas  voluntarias,  y  para  esto  pide  a  Jesús 
que  te  libre  de  ellas;  y  si  cayeres,  inmediatamente  arrójate  en  el 
abismo  de  su  amor  y  Él  las  borrará  y  consumirá  según  el  peso 
que  estas  faltas  le  lleven;  es  decir,  que  con  nuestra  mayor  con- 
fianza y  arrepentimiento,  tanto  más  adentro  las  introducirá 
en  ese  océano  de  caridad,  y,  por  lo  tanto,  más  bañadas  serán 
por  el  amor.  En  cuanto  a  lo  que  me  dices  que  crees  que  Jesús  te 
mira  irritado  y  que  no  quiere  perdonarte,  es  una  tentación  y 
debes  esforzarte  en  hacer  actos  de  confianza.  ¿Por  qué  temer 
que  Jesús  te  rechace?  ¿Una  madre  rechazará  a  una  hija  que, 
desobedeciéndola,  fuera  después  a  pedirle  perdón?  No;  la  estre- 
charía contra  su  corazón.  ¿Por  qué  pensar  que  pueda  hacer  eso 
Jesús  con  nosotras  miserables,  cuando  Él  encierra,  no  una  ter- 
nura de  madre,  sino  una  ternura  que  no  conoce  término,  porque 
es  infinita?... 

Amemos  al  Amor  eterno,  al  Amor  infinito,  inmutable;  amemos 
locamente  a  Dios,  ya  que  Él  en  su  eternidad  nos  amó.  Sin  nece- 
sidad de  nosotros  nos  creó;  toda  la  obra  de  su  poder  fué  dirigida 
para  el  hombre,  todo  lo  puso  a  disposición  de  nosotros;  conti- 
nuamente nos  sostiene  y  alimenta;  y  para  no  separarse  de  nos- 
otros en  la  eternidad,  nos  dió  a  su  Unigénito  Hijo;  Dios  se  hizo 
criatura,  padeció  y  murió  por  nosotros:  Dios  se  hizo  alimento 


206 


por  sus  criaturas.  ¿Has  profundizado  alguna  vez  esta  locura 
infinita  de  amor?  Créeme  que  yo  siento  mi  alma  deshecha  de 
gratitud  y  amor.  Mi  vida  la  paso  contemplando  esa  bondad  incom- 
prensible y  me  duele  el  alma  al  ver  que  el  amor  no  es  conocido. 
Me  abismo  en  su  grandeza,  en  su  sabiduría,  pero  cuando  pienso 
en  su  bondad,  mi  corazón  no  puede  decir  nada...,  lo  adoro... 

Una  verdadera  esposa  ama  a  su  esposo  y  no  lo  contraría  en 
nada,  antes  busca  en  todo  el  agradarle.  Cumplamos,  pues,  nos- 
otras la  voluntad  de  Dios  en  todo,  aunque  a  veces  se  presente 
de  una  manera  mortificante;  aunque  a  veces  se  presente  con- 
trariando nuestro  parecer  y  juicio.  Esto  es  amar  a  Dios,  esto  es 
vivir  correspondiendo  a  ese  amor  infinito,  divino.  Cuando  tro- 
pieces con  alguna  dificultad  en  el  camino  del  deber,  piensa  que 
Dios  te  mira  y  ve  tu  repugnancia  por  obrar,  midiendo  tu  amor, 
para  recompensártelo  después;  piensa  que  Dios  te  está  amando 
en  ese  momento  infinitamente;  que  se  está  ocupando  de  ti  como 
si  no  hubiera  en  el  mundo  criatura  alguna;  que  te  está  sosteniendo 
para  que  vivas.  ¿Y  podrás  dejar  de  obrar  ante  la  consideración 
de  semejante  bondad?... 

Quién  pudiera  decirte  y  darte  algo  de  lo  que  encierra  mi  con- 
ventito,  la  paz,  la  dicha  de  que  disfruta  mi  alma  perteneciendo 
por  completo  a  Jesús!...  Cuando  vienen  a  verme  de  casa  y  se  van 
dejándome  en  mi  conventito,  me  siento  feliz  de  que  Él  sea  el 
dueño  absoluto  de  mi  ser,  de  haberle  dado  todo,  hasta  mi  pro- 
pia voluntad.  Mas  no  creas  que  no  siento  el  sacrificio,  pues  la 
separación  siempre  se  siente  intensamente,  pero  ahí  está  el  mé- 
rito. ¿Acaso  no  se  muestra  el  amor  en  el  sacrificio?  Además  pienso 
en  el  amor  de  Jesús  y  entonces  todo  lo  que  pueda  ofenderle  me 
parece  poco...  Al  verlo  en  la  cuna  en  pobres  pajas,  calentado  por 
animales,  desechado  de  los  hombres,  llorando  de  frío,  ¿podré 
tomar  en  cuenta  todos  los  sacrificios  del  mundo?  Amemos  a  Jesús 
que  tanto  nos  ha  amado,  rodeemos  su  Sagrario  muchas  veces  al 
día  con  el  pensamiento.  El  siempre  nos  mira  y  ansia  que  le  ame- 
mos, a  pesar  de  que  es  Dios.  Él  vive  allí  más  pobre  que  en  Belén, 
más  impotente  está  que  cuando  era  niño,  no  se  puede  valer  por 
sí  mismo  y  Él  es  la  vida  misma... 


207 


EXPERIENCIAS  MÍSTICAS 


«Juanita  en  íntima  conversación 
con  Jesús.» 

H  E  cumplido  mi  resolución  de  mortificarme  lo  más  posible. 
Xo  he  negado  nada  a  Nuestro  Señor. 

Mañana,  día  de  San  Luis  Gonzaga,  voy  a  hacer  el  voto  de 
no  cometer  ningún  pecado  voluntario.  Jesús  mío,  ayúdame  para 
cumplirlo.  Mi  meditación  fué  buena;  hice  lo  que  mi  confesor  me 
recomendó.  Mi  Jesús  me  habló  mucho  esta  mañana,  me  apoyó 
sobre  su  Corazón  y  me  dijo  que  me  amaba.  Su  voz  es  dulce...  ¡Lo 
amo  tanto,  soy  toda  de  Él!  Me  dijo  que  apuntara  los  actos  de 
virtud  que  hacía  y  que  lo  imitara... 

Me  he  fijado  en  no  mirarme,  en  no  hablar  de  mí  misma.  Cuesta 
bastante,  pero  lo  hago  por  Jesús  para  consolarlo.  Anoche  me  dijo 
que  sufría  mucho  y  se  reclinó  sobre  mi  corazón  y  allí  lloró,  y  yo 
con  Él.  Me  dijo  que  una  nueva  persecución  se  tramaba  contra 
Él,  y  que  amaba  tanto  a  los  hombres  que  no  podía  vivir 
sin  ellos... 

Hoy  he  estado  más  unida  a  Jesús.  ¡Le  amo!  Esta  mañana 
tocó  mi  corazón  y  me  resucitó  de  mi  letargo.  ¡Oh,  le  amo!...  Me 
pidió  tres  cosas:  1.a,  que  guardara  silencio;  2.a,  que  viviera  con 
el  espíritu  de  fe;  3.a,  que  diera  gracias  por  la  comunión  en  la  ma- 
ñana, y  en  la  tarde  me  preparara  para  la  obra.  Lo  primero  lo 
cumplí.  Perdón,  Jesús,  mañana  seré  más  fiel... 


Teresa  de  los  Andes.  U 


209 


Jesús  me  pide  que  sea  santa,  que  haga  con  perfección  todo- 
mis  deberes.  El  deber,  me  dijo,  es  la  cruz;  y  en  la  cruz  está  Jesú;-. 
Quiero  ser  crucificada.  Me  dijo  que  salvara  almas;  yo  se  lo  pro- 
metí. También  me  dijo  que  lo  consolara;  que  se  sentía  abando- 
nado. Me  acerqué  a  su  corazón.  Siento  que  se  apodera  de  mi  ser... 

Anoche  estuve  una  hora  con  Jesús;  hablamos  íntimamente. 
Me  reprochó  el  que  no  acudiera  como  antes  en  mis  dudas  y  pena- 
a  su  Corazón;  que  Él  me  quería  virgen,  sin  que  ninguna  criatura 
me  tocara,  pues  debía  ser  toda  para  Él.  Me  apoyó  sobre  su  Cora- 
zón. Después  me  habló  de  la  pobreza;  cómo  salí  de  Él  sin  nada, 
que  todo  es  de  Él,  que  todo  pasa,  que  todo  es  vanidad.  Despué- 
me  habló  de  la  humildad  de  pensamiento,  de  acción,  de  ciencia 
vana;  en  fin,  me  abrió  su  Corazón  y  me  mostró  que  por  mis  ora- 
ciones tenía  escrito  en  Él  el  nombre  de  mi  papá.  Me  dijo  que  me 
resignara  a  no  ver  el  fruto  de  ellas,  más  que  lo  alcanzaría  todo. 
Después  me  reveló  su  amor,  pero  de  tal  manera  que  lloré...  Me 
mostró  su  grandeza  y  mi  nada,  y  me  dijo  que  me  había  escogido 
como  víctima,  que  subiera  con  Él  al  Calvario,  que  emprendiéra- 
mos juntos  la  conquista  de  las  almas;  Él,  Capitán;  yo  soldado; 
nuestra  arma,  la  Cruz;  la  divisa,  el  amor.  Me  dijo  sufriera  con 
alegría,  con  amor;  que  todos  los  días  sacara  una  espina  de  su  Cora- 
zón; que  amara;  que  sería  Carmelita,  que  no  desconfiara,  que  no 
lo  dijera,  porque  tratarían  de  disuadirme  de  ello.  En  fin.  que  no 
fuera  sino  de  Él,  virgen,  intacta,  pura... 

«El  alma  mística  experimenta  lo 
sed,  el  frenesí  del  sufrimiento.  Es 
que  en  él  descubre  con  penetrante 
intuición,  progreso  rápido,  imita- 
ción de  Cristo,  expiación...* 

¡Sufrir!  Esta  palabra  es  el  grito  de  mi  corazón,  pero  ahora 
sufro  como  nunca;  son  penas  del  alma;  es  preciso  morir  a  sí  misma 
para  vivir  escondida  en  Cristo.  No  tengo  gusto  ni  por  la  oración 
ni  por  la  comunión,  y.  sin  embargo,  son  grandes  los  deseos  que 
siento  en  mi  alma  de  unirme  a  Él;  no  oigo  ni  su  voz,  estoy  en  tinie- 
blas. No  puedo  meditar  ni  hacer  nada.  Nuestro  Señor  me  pidió 
que  me  ofreciera  como  víctima  para  expiar  los  abandonos  c  ingra- 


•210 


titudes  que  sufre  en  los  Sagrarios.  Me  dijo  que  me  haría  sufrir 
desprecios,  ingratitudes,  humillaciones,  sequedades;  en  fin,  que 
quería  que  sufriera.  Ese  es  sólo  mi  deseo.  Quiero  sufrir  y  aún 
cuando  sufro,  tengo  ansias  de  sufrir  más  para  unirme  a  Nuestro 
Señor... 

-El  cielo  negro  de  la  noche  mís- 
tica se  entreabre  a  luces  y  senti- 
mientos de  inebriante  felicidad.* 

Ex  la  oración  tengo  más  fervor,  de  modo  que  a  veces  paso 
veinte  minutos  completamente  abstraída  en  Él,  contemplando 
sus  infinitas  perfecciones  y  dándole  gracias  por  sus  infinitas  mise- 
ricordias con  una  miserable  criatura  como  yo.  A  veces,  me  figuro 
estar  sumergida  en  Él,  como  en  un  inmenso  abismo  en  el  cual 
me  pierdo,  y  otras,  como  atraída  por  su  inmensidad.  Entonces 
siento  grandes  deseos  de  unirme  a  Él.  ¡Oh,  qué  bueno  es  nuestro 
Señor!  A  cada  instante  me  parece  que  lo  palpo  y  lo  estrecho  con- 
tra mi  corazón.  Tan  cerca  lo  siento,  que,  a  veces,  estando  con 
los  ojos  cerrados,  se  me  figura  que  abriéndolos  lo  veré... 

*En  carta  de  29  de  enero  de  igig 
expone  sus  dudas  y  modo  de  ora- 
ción a  su  confesor.  Con  gran  rea- 
lismo retrata  sus  primeros  arroba- 
mientos. Es  que  la  gracia  divina  ha 
llegado  a  ser  tan  pujante  en  su  alma 
que  conmueve  y  trasmite  sus  sobre- 
naturales vibraciones  al  cuerpo.» 

3VIi  oración  consiste  casi  siempre  en  una  íntima  conversación 
con  nuestro  Señor;  me  figuro  que  estoy  como  Magdalena  a  sus 
pies  escuchándole.  Él  me  dice  qué  debo  hacer  para  serle  más 
agradable.  A  veces  me  ha  dicho  cosas  que  yo  no  sé,  otras  me  dice 
cosas  que  no  han  pasado  y  que  después  suceden,  pero  esto  es  en 
raros  casos.  Me  ha  dicho  que  seré  Carmelita,  y  que  en  mayo  de 
1919,  me  iré;  esto  me  lo  dijo  de  este  modo:  «Le  pregunté  que  de 
qué  edad  me  iría;  entonces  me  dijo  que  de  dieciocho  años  y  que 
me  faltaban  cinco  meses  y  sería  en  mayo;  todo  esto  me  lo  dió 


2U 


a  entender  rápidamente,  sin  que  yo  tuviera  tiempo  para  sacar 
la  cuenta  de  que  el  quinto  mes  era  mayo,  después  la  saqué  y  vi 
que,  efectivamente,  para  mayo  faltaban  cinco  meses;  por  esto 
vi  que  no  era  yo  la  que  me  hablaba.  Otras  veces  me  dice  cosas 
que  yo  no  recuerdo,  y  que,  aunque  quiero,  no  puedo  hacerlo. 
Pero  me  ha  pasado,  creo  dos  veces,  que,  preguntándole  yo  una 
cosa,  Él  me  la  ha  dicho  y  después  no  ha  sucedido,  por  lo  que  yo 
temo  ser  engañada.  Otra  vez  estaba  delante  del  Santísimo  en 
oración  con  mucho  fervor  y  humildad;  entonces  me  dijo  que 
quería  que  tuviera  una  vida  más  íntima  con  Él,  que  tendría  mu- 
cho que  syfrir  y  otras  cosas  que  no  recuerdo.  Desde  entonces 
quedé  más  recogida,  y  veía  con  mucha  claridad  a  Nuestro  Señor 
en  una  actitud  de  orar  como  yo  lo  había  visto  en  una  imagen; 
pero  no  le  veía  con  los  ojos  del  cuerpo,  sino  como  que  me  lo  repre- 
sentaba, pero  era  de  una  manera  muy  viva  que,  aunque  a  veces 
yo  antes  lo  había  querido  representar,  no  había  podido;  lo  vi 
de  esta  manera  como  ocho  días  o  creo  más  y  después  ya  no,  y 
ahora  tampoco  lo  puedo  hacer.  He  tenido  a  veces  en  la  oración 
mucho  recogimiento,  y  he  estado  completamente  absorta  con- 
templando las  perfecciones  infinitas  de  Dios,  sobre  todo  aquellas 
que  se  manifiestan  en  el  misterio  de  la  Encarnación.  El  otro  día 
me  pasó  algo  que  no  había  experimentado.  Nuestro  Señor  me 
dió  a  entender  una  noche  su  grandeza  y  al  propio  tiempo  mi 
nada;  desde  entonces  siento  ganas  de  morir,  ser  reducida  a  la 
nada,  para  no  ofenderlo  y  no  serle  infiel.  A  veces  deseo  sufrir  las 
penas  del  infierno,  con  tal  que,  sufriendo  esa  pena,  le  pagara  sus 
gracias  de  algún  modo  y  le  demostrara  mi  amor,  pues  encuentro 
que  no  lo  amo;  en  esto  consiste  mi  mayor  tormento.  Esto  pensé 
en  la  noche,  antes  de  dormirme,  y  en  la  mañana  amanecí  con 
mucho  amor,  recé  mis  oraciones  y  leí  la  Suma  Espiritual  de  San 
Juan  de  la  Cruz,  en  que  expone  los  grados  de  amor  a  Dios  y  habla 
de  oración  y  contemplación.  Con  esto  sentí  que  el  amor  crecía 
en  mí,  de  tal  manera,  que  no  pensaba  sino  en  Dios,  aunque  hicie- 
ra otras  cosas;  y  me  sentía  sin  fuerzas  como  desfallecida  y  como 
si  no  estuviera  en  mí  misma.  Sentí  un  gran  impulso  por  ir  a  la 
oración  e  hice  mi  comunión  espiritual;  pero  al  dar  la  acción  de 
gracias,  me  dominaba  el  amor  enteramente;  principié  a  ver  las 
infinitas  perfecciones  de  Dios  una  a  una.  Y  hubo  un  momento 


.'12 


que  no  supe  nada:  estaba  como  en  Dios.  Cuando  contemplé  la 
justicia  de  Dios,  hubiera  querido  huir  o  entregarme  a  su  justicia: 
contemplé  el  infierno,  cuyo  fuego  enciende  la  cólera  de  Dios, 
y  me  estremecí  (lo  que  nunca,  pues  no  sé  por  qué  jamás  me  ha 
inspirado  ese  terror);  hubiera  querido  anonadarme,  pues  veía 
a  Dios  irritado.  Entonces,  haciendo  un  gran  esfuerzo,  le  pedí 
desde  el  fondo  de  mi  alma  misericordia.  Vi  lo  horrible  que  es  el 
pecado,  y  quiero  morir  antes  que  cometerlo.  Me  dijo  tratara  de 
ser  perfecta,  y  cada  perfección  suya  me  la  explicó  prácticamente 
Que  obrara  con  perfección,  pues  así  habría  unión  entre  Él  y  yo. 
pues  Él  obraba  siempre  con  perfección.  Estuve  más  de  una  hora 
sin  saberlo,  pero  no  todo  el  tiempo  en  gran  recogimiento.  Después, 
quedé  que  no  sabía  cómo  tenía  la  cabeza;  estaba  como  en  otra 
parte  y  temía  que  me  vieran  y  notaran  algo  en  mí  especial.  Por 
lo  que  le  rogaba  a  Nuestro  Señor  me  volviera  enteramente.  En 
la  oración  de  la  tarde  estuve  menos  recogida,  pero  sentía  amor, 
aunque  no  tanto.  Todo  ese  día  estuve  muy  recogida  y  me  pidió 
Dios  no  mirara  fijamente  a  nadie,  y  si  de  vez  en  cuando  tenía 
que  mirar,  lo  viera  siempre  a  Él  en  sus  criaturas,  porque,  para 
llegar  a  unirme  con  Él,  necesitaba  mucha  pureza;  ni  aún  quiere 
que  toque  a  nadie  sin  necesidad.  Después  de  ese  día  he  quedado 
en  grandes  sequedades.. 

Todo  esto  que  le  digo,  se  lo  digo  con  toda  verdad,  aunque 
me  parece  que  todo  es  engaño,  y  me  cuesta  mucho  decírselo; 
por  lo  mismo,  pues,  me  parece  que  son  exageraciones  mías.  Usted, 
reverendo  Padre,  por  favor,  me  dirá  qué  debo  hacer.  No  sé  cómo 
agradecerle  a  Nuestro  Señor  tantos  favores,  pues  veo  cuán  indigna 
y  miserable  soy.  Dígame  cómo  debo  hacer  mi  oración  y  en  qué 
debo  meditar.. 

*A   la  luz  de  ¡a  contemplación 
mística.» 

Me  dice,  reverendo  Padre,  que  le  explique  cómo  es  el  conoci- 
miento que  Dios  me  infunde  de  sus  perfecciones;  pero  le  diré  con 
llaneza  que  no  lo  puedo  explicar,  porque  ese  conocimiento  Dios 
no  me  lo  da  con  palabras,  sino  como  que  en  lo  íntimo  del  alma 
me  diera  la  luz  de  ellas,  y  en  un  instante  yo  las  veo  muy  claro. 


813 


pero  es  de  una  manera  rápida  y  muy  íntima  en  la  parte  syperior 
de  mi  alma.  El  otro  día  fué  sobre  la  esencia  de  Dios,  cómo  Dio- 
tiene  la  vida  en  sí  mismo  y  no  necesita  de  nadie,  de  sus  opera- 
ciones, y  de  ese  silencio  infinito  en  que  está  abismado.  También 
de  la  unión  que  existe  entre  las  tres  divinas  personas  y  de  la  gene- 
ración. Yo  no  puedo  explicar,  reverendo  Padre,  todo  esto  por  la 
razón  que  le  digo.  Por  lo  general,  de  mi  oración  siempre  saco 
humildad,  confusión  por  mis  pecados,  y  de  ser  cada  día  más  de 
Dios  y  mucho  agradecimiento... 

Otras  veces  no  siento  la  voz  de  Dios  ni  fervor,  pero  sí  consuelo 
de  estar  con  Él,  y  no  sé  cómo;  pero  siempre  me  declara  una  ver- 
dad en  el  fondo  de  mi  alma  que  me  sostiene  y  enfervoriza  para 
todo  el  día.  El  otro  día  me  manifestó  en  qué  consiste  la  pobreza 
verdadera:  en  no  poseer  ni  aún  nuestra  voluntad,  en  estar  despe- 
gada de  nuestro  propio  juicio.  Me  dió  a  entender  que  yo  estaba 
apegada  a  los  consuelos  sensibles  de  la  divina  unión  y  que  ésta 
no  consistía  sino  en  identificarse  con  Él  por  la  más  perfecta  imi- 
tación desús  perfecciones  y  en  unirse  a  Él  por  el  sufrimiento... 


«y  el  alma  se  adentra  más  y  más 
en  la  espesura  de  la  divina  inti- 
midad.* 

Antes  comulgué  espiritualmente  y  Nuestro  Señor  me  dijo 
quería  viviera  con  Él  en  una  comunión  perpetua,  porque  me 
amaba  mucho.  Yo  le  dije  que  si  Él  lo  quería,  lo  podría,  pues  era 
Todopoderoso.  Después  me  dijo  que  la  Santísima  Trinidad  estaba 
en  mi  alma;  que  la  adorara.  Inmediatamente  quedé  muy  reco- 
gida; la  contemplaba  y  me  parecía  estaba  llena  de  luz;  mi  alma 
se  sentía  anonadada;  veía  su  grandeza  infinita  y  cómo  bajaba 
para  unirse  a  mí,  nada  miserable,  Él,  la  Inmensidad,  con  la  pe- 
quenez; la  Sabiduría,  con  la  ignorancia;  Él,  eterno,  con  la  cria- 
tura limitada;  pero,  sobre  todo,  la  Belleza  con  la  fealdad;  la  San- 
tidad con  el  pecado;  entonces,  en  lo  íntimo  de  mi  alma,  de  una 
manera  rápida,  me  hizo  comprender  el  amor  que  lo  hacía  salir 
de  Sí  mismo  para  buscarme;  pero  esto  fué  sin  palabras  y  me  en- 
cendió en  el  amor  de  Dios. 


214 


Después  medité  cómo  Dios  me  llamó,  prefiriéndome  a  tantas 
almas  que  nunca  le  habían  ofendido  y  habrían  correspondido 
a  su  amor  siendo  santas,  mientras  que  yo  no  correspondo  a  sus 
favores.  Entonces  le  pregunté  ¿por  qué  me  amaba?  Y  me  dijo 
que  Él  había  hecho  mi  alma  y  sabia  todo  lo  que  yo  debía  hacer, 
cómo  lo  debía  hacer,  y  que  vió  cómo  le  correspondería  ingrata- 
mente, y,  a  pesar  de  esto,  Él  me  amó  y  se  quiere  unir  a  mí.  T7 
que  ni  aún  con  los  ángeles  se  une,  y,  sin  embargo,  con  una  criatura 
tan  miserable  se  quiere  unir,  quiere  identificarla  con  su  propio  Ser 1, 
sacándola  de  sus  miserias  para  divinizarla,  de  tal  manera,  que  llegue 
a  poseer  sus  perfecciones  infinitas.  Todo  esto  me  hace  como  salir  de 
mí,  y  cuando  abro  los  ojos,  me  parece  que  vuelvo  de  otra  parte. 

Le  pregunté  qué  quería  y  cómo  correspondería  a  su  amor. 
Me  dijo  que  evitando  todo  pecado  y  obedeciendo  a  sus  inspira- 
ciones. Me  ofrecí  para  consolarlo,  pero  me  dijo:  ¿de  qué  consuelo 
puedo  servir  a  Dios  yo  que  soy  nada?  Pero  Él  me  dijo  que  me 
amaba,  que  se  preocupaba  de  mí  y  que  ese  deseo  le  agradaba. 
Entonces  uní  mis  deseos  de  reparación  a  los  de  Nuestro  Señor, 
a  los  de  la  Santísima  Virgen  y  a  los  de  los  éngeles  y  santos. 

En  la  tarde  medité  en  la  oración  del  Huerto.  Nuestro  Señor 
me  acercó,  a  Él  vi  su  rostro  moribundo,  lo  sentí  helado.  Él  rogó 
por  mí  a  su  Padre  para  que,  al  menos,  yo  no  lo  abandonara  y  le 
fuera  fiel.  Sentí  fervor  y  dolor  de  ofenderlo. 

Sufro  al  ver  que  Nuestro  Señor  para  atraerme  me  da  consue- 
los. ¡Cuán  miserable  me  ha  de  encontrar!...  Sufro  porque  no  hago 
nada  por  Dios. 

También  me  dió  a  entender  que  no  en  ese  recogimiento  inte- 
rior estaba  la  unión  divina,  sino  en  la  perfección  de  mi  alma,  en 
imitarlo  y  sufrir  por  Él;  no  en  las  locuciones,  pues  de  éstas  no 
debía  hacer  caso,  sino  en  ser  verdaderamente  santa,  teniendo 
sus  perfecciones... 

tLos  éxtasis  aparecen  tan  vigoro- 
sos que  aynenazan  con  separar  su 
alma  del  cuerpo.* 

Ya  no  sensible  al  amor  que  siento,  es  mucho  más  interior- 
En  la  oración  me  sucede  lo  que  nunca  me  había  pasado.  Me  quedo 

1  Esa  identificación  se  refiere,  como  es  natural,  a  la  unión  de  las  dos 
voluntades,  divina  y  humana,  en  la  unión  mística. 


215 


completamente  penetrada  de  Dios,  no  puedo  reflexionar,  sino 
como  que  me  duermo  en  Dios.  Así  siento  su  grandeza  y  es  tal  el 
gozo  que  expirimento  en  el  alma,  como  que  es  Dios.  Me  parece 
que  me  encuentro  penetrada  toda  de  la  divinidad. 

Hace  tres  o  cuatro  días  que,  estando  en  oración,  he  sentido 
como  que  Dios  baja  a  mí  con  un  ímpetu  de  amor  tan  grande, 
que  creo  que  a  poco  más  no  podría  resistir,  pues  en  ese  instante 
mi  alma  tiende  a  salir  del  cuerpo.  Mi  corazón  late  con  tanta  vio- 
lencia, que  es  horrible;  siento  que  todo  mi  ser  está  como  suspen- 
dido y  que  está  unido  a  Dios. 

Una  vez  terminó  la  hora  de  oración  y  no  lo  sentí.  Vi  que  mi- 
hermanitas  novicias  salían  e  intenté  seguirlas,  pero  no  me  pude 
mover,  porque  estaba  como  clavada  en  el  suelo,  hasta  que  casi 
llorando  le  pedí  a  Nuestro  Señor  que  pudiera  salir,  pues  todas 
lo  iban  a  notar.  Entonces  pude,  pero  mi  alma  estaba  como  en 
otra  parte. 

Hoy,  víspera  de  Pentecostés,  he  sentido  un  arrebato  de  todo 
mi  ser  en  Dios  con  mucha  violencia,  sin  poderlo  disimular,  y  tres 
veces  he  vuelto,  y  después  he  sido  de  nuevo  transportada.  Sufro 
mucho,  pues  no  sé  si  son  ilusiones  y  no  tengo  con  quién  consul- 
tarme. En  fin,  me  abandono  a  la  voluntad  de  Dios;  Él  es  mi  Pa- 
dre, mi  Esposo,  mi  santificador;  Él  me  ama  y  quiere  mi  bien... 

El  día  del  Sagrado  Corazón  se  me  presentó  Jesús  con  una 
belleza  tal,  que  me  tenía  enteramente  fuera  de  mí  misma.  Este 
día  me  hizo  muchas  gracias;  entre  otras,  me  dijo  que  me  intro- 
ducía en  su  Sagrado  Corazón  para  que  viviera  unida  a  Él;  que 
uniera  mis  alabanzas  a  la  Santísima  Trinidad  junto  con  las  suya-; 
que  todo  lo  imperfecto  Él  lo  purificaría... 

Nuestro  Señor  me  dijo  que  quería  que  viviera  con  Él  en  una 
comunión  perpetua,  porque  me  amaba  mucho.  Yo  le  dije  que  si 
Él  lo  quería,  lo  podría,  pues  era  Todopoderoso.  Después  me  dijo 
que  la  Santísima  Trinidad  estaba  en  mi  alma,  que  la  adorara. 
Inmediatamente  quedé  muy  recogida,  la  contemplaba  y  me  pa- 
recía estaba  llena  de  luz...;  me  sentía  anonadada.  Veía  su  grandeza 
infinita,  y  cómo  bajaba  para  unirse  a  mi  nada  miserable.  Él,  la 
Inmensidad,  con  la  pequeñez;  la  Sabiduría  con  la  ignorancia;  el 


216 


Eterno  con  la  criatura  limitada;  pero,  sobre  todo,  la  Belleza  con 
la  fealdad,  la  Santidad  con  el  pecado,  entonces,  en  lo  íntimo  de 
mi  alma,  de  una  manera  rápida,  me  hizo  comprender  el  amor 
que  lo  hizo  salir  fuera  de  sí  mismo,  para  buscarme;  pero  esto  fué 
sin  palabras  y  me  encendió  en  amor  de  Dios... 


«Una  discípulo,  bien  aprovechada 
de  la  lección  de  San  Juan  de  la 
Cruz.» 

Casualmente  he  leído  en  San  Juan  de  la  Cruz  este  modo  de 
oración,  pero  no  me  atrevo  a  decirte  nada...  Lo  único  que  te  acon- 
sejo es  que  te  humilles  mucho,  que  no  creas  que,  porque  eres 
buena,  Dios  te  hace  este  favor,  pues  puede  ser  que  sólo  sea  por- 
que te  ve  muy  imperfecta  y  te  quiere  traer  a  mayor  unión  con  Él. 
Xo  hagas  ningún  caso  de  estas  palabras,  pues  no  sabes  si  eres  tú 
misma  o  Dios;  dile  a  tu  confesor  lo  que  oyes  y  qué  efectos  produ- 
cen en  tu  alma.  Fíjate  si  después  quedas  acordándote  de  Dios, 
si  tienes  dolor  de  haberlo  ofendido;  si  tienes  más  fuerzas  para 
vencerte,  si  te  humillas,  en  una  palabra;  si  notas  tú  que  esas 
palabras  te  hacen  mejor,  y  esto  lo  dirás  al  confesor  sin  ocultarle 
nada.  Yo  sé  por  experiencia  propia  cuánto  cuesta  decir  al  con- 
fesor todo  esto,  pues  a  veces  se  nos  figura  que  es  una  lesera  l,  una 
ilusión,  una  cosa  que  no  vale  la  pena  de  ser  contada;  pero  esto 
en  el  fondo  es  orgullo,  son  tentaciones  del  demonio  que  quiere 
hacernos  perder;  te  ruego  por  la  Santísima  Virgen  que  lo  digas 
todo,  pues  eso  sirve  para  humillarte,  y  Dios  quiere  que  seamos 
guiadas  por  el  confesor  para  ir  a  Él.  Eso  sí  que  te  pido  que  las 
cosas  que  pasan  por  tu  alma  no  las  digas  a  nadie  fuera  del  con- 
fesor, porque  todo  lo  que  se  dice  se  evapora:  ni  digas  a  nadie 
los  favores  que  te  hace  Nuestro  Señor,  pues  podrían  darte  vani- 
dad o  podrías  perder  el  consuelo  y  paz  que  proporcionan,  y 
traerte  desaliento  o  turbación,  y  Nuestro  Señor  muchas  veces 
abandona.  Ten  todo  lo  que  te  digo  muy  en  cuenta,  pues  esto  te 
-ervirá  para  toda  la  vida:  son  consejos  que  me  los  han  dado  a  mí... 


i  Tontería. 


217 


«Visiones  de  dolor  que  ponen 
a  prueba  la  fe  y  la  confianza  del 
alma  esposa.» 

No  todo  ha  sido  gozo.  Hace  tres  días  que  estoy  sumida  en  la 
agonía  de  Nuestro  Señor.  Se  me  presenta  a  cada  instante  mori- 
bundo, con  el  rostro  en  el  suelo,  con  los  cabellos  rojos  de  sangre, 
los  ojos  amoratados,  sin  facciones,  pálido,  demacrado...  Tiene  la 
túnica  hasta  la  mitad  del  cuerpo  y  las  espaldas  están  cubiertas 
de  una  multitud  de  lancetas  (que  entiendo  son  los  pecados)  que 
le  duelen  horriblemente.  Por  ambos  lados  corre  la  sangre  a  torren- 
tes e  inunda  todo  el  suelo.  La  Santísima  Virgen  está  a  su  lado 
de  pie  llorando  y  pidiendo  al  Padre  misericordia... 

Esta  imagen  la  veo  con  una  viveza  tal  que  me  produce  una 
especie  de  agonía.  No  puedo  llorar,  pero  me  cubro  entera  de 
transpiración  \  y  las  manos  se  me  hielan,  y  el  corazón  me  duele, 
y  aún  se  me  corta  la  respiración.  Con  esta  visión  todo  se  me  hace 
amargo  y  no  siento  gusto  en  nada,  sino  en  estar  acompañando 
a  Nuestro  Señor.  Pero  me  parece  más  perfecto  hacerlo  todo  sin 
demostrar  exteriormente  ninguna  pena... 

Al  día  siguiente,  se  me  presentó  Nuestro  Señor,  no  ya  en 
agonía,  sino  con  el  rostro  muy  triste;  le  pregunté  qué  tenía,  pero 
no  me  contestó,  dándome  a  entender  que  estaba  enojado  con- 
migo... Me  dijo  en  un  momento  todos  los  pecados  de  mi  vida, 
y  siguió  muy  triste...  Quedé  con  una  pena  negra  y  confusa  con 
mis  pecados;  pero  no  podía  creer  que  estuviera  enojado,  pues  Él 
me  ha  dicho  que  me  ha  perdonado,  y  además  Él  es  todo  bondad 
y  misericordia... 

Después  de  una  oración  de  Comunidad  en  que  me  sentí  infla- 
mada y  transportada  en  Dios  sin  poderme  mover,  se  me  vino  el 
pensamiento  de  que  todo  esto  era  engaño  del  demonio,  y  la  prueba 
estaba  en  que  no  había  obedecido  a  la  campana  (levantándome 
inmediatamente).  Fueron  las  tinieblas  más  horribles,  pues  me 
creí  desamparada  de  Dios. 

Después  de  estas  oscuridades.  Dios  se  comunica  más  a  mi 


i  Sudor. 


218 


alma.  Ayer  ya  no  sabía  dónde  estaba,  aún  después  de  la  oración, 
y  aunque  mi  pensamiento  no  estaba  permanentemente  en  Dios, 
me  siento  muy  unida  a  Él,  y,  apenas  pienso  en  Él,  mi  alma  se 
siente  fuertemente  atraída.  Yo  no  sé  si  esto  es  ilusión,  lo  único 
que  veo  es  que  ando  con  mucho  recogimiento,  sé  mortificarme  y 
vencerme  más,  y  soy  más  humilde.  Dios  es  demasiado  bueno  con 
esta  infeliz  pecadora,  que,  a  pesar  de  que  tanto  lo  ofende,  no  deja 
de  amarla... 

«£7  vuelo  del  espirita  se  presenta 
como  vigoroso  aleteo  que  ejercita  ai 
alma  para  la  definitiva  partida  que 
ya  se  avecina.» 

Hace  seis  días  estando  en  la  acción  de  gracias  después  de  la 
Comunión,  sentí  un  amor  tan  grande  por  Nuestro  Señor,  que 
me  parecía  que  mi  corazón  no  podía  resistir,  y  al  mismo  tiempo... 
(créame,  reverendo  Padre,  que  no  sé  decirle  lo  que  pasó,  pues 
quedé  atontada).  He  pasado  todos  los  días  como  si  no  estuviera 
en  mí;  hago  las  cosas,  pero  sin  darme  cuenta.  Después,  estando 
en  la  oración,  se  me  presentó  Dios,  e  inmediatamente  mi  alma 
parecía  salir  de  mí,  pero  con  una  violencia  tal,  que  casi  me  caí 
al  suelo;  no  pierdo  los  sentidos,  pues  oigo  lo  que  pasa  a  mi  lado, 
pero  no  me  distraigo  de  Él;  sobre  todo  cuando  el  espíritu  sube 
más,  entonces  no  me  doy  cuenta  de  nada  (esto  creo  es  por  espa- 
cio de  minutos),  pero  paso  la  hora  casi  entera  en  este  levanta- 
miento de  espíritu;  eso  sí  que  con  interrupciones,  aunque  en  estas 
interrupciones  no  vuelvo  bien  en  mí.  Después,  mi  cuerpo  queda 
todo  dolorido  y  sin  fuerzas,  casi  no  puedo  tenerme  en  pie...  Hoy 
estoy  llena  de  dudas...  Pienso  que,  cómo  siendo  yo  pecadora  y 
que  hace  tan  poco  tiempo  que  me  doy  a  la  oración,  Dios  se  va 
a  unir  a  mí.  Sin  embargo,  Él  me  dijo  que  yo  sufriría  la  purifica- 
ción por  medio  del  amor,  pues  quería  hacerme  muy  suya... 

Para  que  se  dé  un  tanto  cuenta  de  la  unión  que  Dios  se  ha 
dignado  concederme  en  su  misericordia,  le  diré  que  en  la  noche 
soñaba  con  Jesús  y  cuando  a  veces  despertaba,  me  encontraba 


219 


en  sueños  en  contemplación  en  Dios.  Dos  veces  me  acaeció  e->to. 
pero  el  soñar  con  Él  es  casi  «iempre;  ahora  rara  vez. 

Una  vez  que  sentia  un  deseo  horrible  de  morirme  para  ver 
a  Nuestro  Señor  y  siendo  hora  de  dormir,  no  podía  hacerlo,  por- 
que lloraba  sin  poderme  contener,  cuando  de  repente  sentí  a  Nues- 
tro Señor  a  mi  lado,  llenándome  de  suavidad  y  de  paz,  e  inme- 
diatamente me  sentí  consolada.  Estuve  un  rato  con  Él  y  después 
como  que  se  fué  y  dejé  de  sentir  esa  suavidad... 

Él  sólo  es  hermoso,  Él  sólo  puede  hacerme  gozar.  Lo  llamo, 
le  lloro,  le  busco  dentro  de  mi  alma,  estoy  hambrienta  de  comul- 
gar, pero  no  se  me  manifiesta.  Sin  embargo,  reconozco  que  todo 
esto  lo  merezco  por  mis  pecados  y  quiero  sufrir,  quiero  que  Jesú- 
me  triture  interiormente,  para  ser  Hostia  pura  donde  Él  pueda 
descansar;  quiero  estar  sedienta  de  amor,  para  que  otras  almas 
posean  ese  amor  que  esta  pobre  Carmelita  tanto  de=ea... 


VOCACION  RELIGIOSA 


Dime,  ¿hay  algo  más  grande  sobre 
la  tierra,  que  el  que  Dios  eterno,  in- 
mutable, Todopoderoso,  busque  en  la 
tierra  un  alma  para  hacerla  su  es- 
posa; busque  un  corazón  humano 
para  unirlo  a  su  Corazón  divino 
y  hacer  en  el  amor  la  fusión  más 
completa? 

El  año  pasado  estuve  a  la  muerte  y  Nuestro  Señor  me  dió 
la  vida.  ¿Qué  he  hecho  yo  de  mi  parte  para  merecer  favor  tan 
grande?  ¿Para  qué  me  ha  dado  la  vida  dos  veces?...  El  porve- 
nir no  se  me  ha  revelado,  pero  Jesús  ha  descorrido  algo  la  cor- 
tina y  he  divisado  las  hermosas  playas  del  Carmelo.  «¡Cuántas 
veces  le  he  pedido  a  Dios  que  me  lleve  de  este  mundo!...  Pero 
Jesús  me  ha  enseñado  que  no  debo  pedir  esto  y  ha  puesto  como 
término  de  mi  viaje  el  bendito  puerto  del  Carmelo.  Tomando 
el  mando  de  mi  barquilla,  la  ha  apartado  del  encuentro  de  otras 
naves  y  la  ha  mantenido  solitaria,  y,  en  medio  del  oleaje  del 
Océano,  no  ha  permitido  que  naufrague.  Jesús  me  alimenta  coti- 
dianamente con  su  carne  adorable,  y  junto  con  darme  este  man- 
jar, me  hace  oír  su  voz  dulce  y  suave  como  los  ecos  del  cielo; 
esta  voz  es  la  que  me  guía,  la  que  gobierna  el  barco  de  mi  alma... 
Por  eso  yo,  conociendo  a  mi  Piloto,  he  quedado  cautiva  de 
su  amor... 


221 


La  luz  de  la  vocación  alumbró  para  mí  a  los  catorce  años, 
y  me  propuso  el  camino  que  debía  seguir,  y  hoy  vengo  a  hacerte 
confidencia  de  los  proyectos  e  ideales  que  me  he  forjado... 

El  divino  Maestro  se  ha  compadecido  de  mí  y  acercándose 
me  ha  dicho  muy  bajito:  ^Deja  a  tu  padre  y  a  tu  madre  y  todo 
cuanto  tienes,  y  sigúeme...  ¿Quién  podrá  rehusar  la  Mano  del 
Todopoderoso,  que  se  abaja  a  la  más  indigna  de  las  criaturas? 

¡Qué  feliz  soy,  hermanita  querida!  He  sido  cautivada  en  las 
redes  amorosas  del  divino  Pescador;  quisiera  hacerte  comprender 
esta  felicidad.  Yo  puedo  decir  con  certeza  que  soy  su  prometida 
y  que  muy  luego  celebraremos  nuestros  desposorios  en  el  Carmen... 

Me  he  entregado  a  Él:  el  8  de  diciembre  me  comprometí. 
Todo  lo  que  lo  quiero  me  es  imposible  decírtelo.  Mi  pensamiento 
no  se  ocupa  sino  de  Él.  ¡Es  mi  ideal,  un  ideal  infinito!  Suspiro 
por  el  día  de  ir  al  Carmen,  para  no  ocuparme  sino  de  Él,  para 
(  onfundirme  en  Él  y  para  no  vivir  sino  la  vida  de  El:  amar  y  su- 
frir para  salvar  las  almas.  Sí,  estoy  sedienta  de  ellas,  porque  sé 
que  es  lo  que  más  quiere  mi  Jesús.  ¡Oh,  le  amo  tanto!  Quisiera 
inflamarme  en  ese  amor!  ¡Qué  dicha  la  mía  si  pudiera  darte  a  Él! 
Yo  nunca  tengo  necesidad  de  nadie,  porque  en  Jesús  encuentro 
todo  lo  que  busco.  Él  jamás  me  abandona,  jamás  disminuye.  ¡Es 
tan  puro,  es  tan  bello,  es  la  bondad  misma!... 


Jesús  me  dijo  que  obedeciera  a  mi  confesor;  que  me  pusiera 
en  sus  divinas  Manos,  que  no  me  inquietara  por  nada,  pues  Él 
ya  me  dijo  de  dónde  sería.  Examiné  lo  que  me  llevaba  al  Car- 
men y  lo  principal  es  porque  allí  viviré  como  en  el  cielo,  pues 
ya  no  me  separaré  de  Dios  un  instante;  lo  alabaré  y  cantaré  sus 
misericordias  constantemente  sin  mezclarme  para  nada  con  el 
mundo.  Por  otra  parte,  los  rigores  de  la  penitencia  me  atraen, 
pues  siento  deseos  de  martirizar  mi  cuerpo,  despedazarlo  con  los 
azotes,  no  dándole  en  nada  gusto  para  reparar  las  veces  que  le 
di  a  Él  y  se  los  negué  a  mi  alma.  Me  gustan  las  Carmelitas,  porque 
son  tan  sencillas,  tan  alegres  y  Jesús  debió  ser  así.  Pero  vi  tam- 
bién que  la  vida  de  la  Carmelita  consiste  en  sufrir,  amar  y  rezar. 
Pero  cuando  los  consuelos  de  la  oración  me  sean  negados,  ¿qué 


222 


será  de  mi  alma?...  Temblé,  mas  Jesús  me  dijo:  ¿Crees  que  te 
abandonaré?... 

El  Carmen  se  me  presenta  con  todos  los  atractivos  para  lle- 
nar mi  alma;  además  el  Señor  me  ha  manifestado  tantas  veces 
que  sea  Carmelita;  y  cuando  estoy  en  la  oración,  Nuestro  Señor 
me  dice  que  me  ha  escogido  a  esa  vida  tan  perfecta  y  de  tanta 
anión  con  Él  porque  me  ama  mucho  entre  las  escogidas  de  su 
divino  Conrazón.  A  Magdalena  le  dijo  que  había  escogido  la 
mejor  parte,  «aunque  Marta  le  servía  con  amor».  La  Santísima 
Virgen,  mi  Madre,  fué  una  perfecta  Carmelita,  vivió  siempre 
contemplando  a  su  Jesús,  sufriendo  y  amando.  Nuestro  Señor 
vivió  treinta  años  de  su  vida  en  el  silencio  y  en  la  oración,  y  sólo 
los  tres  últimos  los  dedicó  a  evangelizar.  La  vida  de  la  Carmelita 
consiste  en  amar,  contemplar  y  sufrir.  Vive  sola  con  su  Dios; 
entre  ella  y  Él  no  hay  criaturas,  no  hay  mundo,  no  hay  nada, 
pues  su  alma  alcanza  la  plenitud  del  amor,  se  funde  en  la  divini- 
dad, alcanza  la  perfección  por  la  contemplación  y  el  sufrimiento. 
Contempla  sólo  a  Dios  y,  como  los  ángeles  en  el  cielo,  entona  las 
alabanzas  del  Ser  por  excelencia.  La  soledad,  el  aislamiento  de 
todo  lo  de  la  tierra,  la  pobreza  en  que  vive,  son  medios  poderosos 
que  favorecen  la  contemplación  del  Dios- Amor.  Por  fin,  el  sufri- 
miento la  purifica  intensamente.  La  Carmelita  sufre  en  silencio 
angustias  del  espíritu  que  quizás  sean  más  horribles  que  las  del 
cuerpo.  Jesucristo  en  su  Pasión  no  se  quejó  ni  una  sola  vez.  pero 
cuando  su  alma  sintió  el  peso  de  la  pasión,  no  pudo  menos  de 
decir:  «Triste  está  mi  alma  hasta  la  muerte...  Padre  mío  si,  es 
posible  pase  de  mí  este  cáliz,  mas  no  se  haga  mi  voluntad  sino 
la  tuya.»  ¿Cuál  será  el  dolor  que  se  experimenta  cuando  el  dolor 
tiene  su  sufrimiento,  que  el  Varón  de  dolores  dijo  que  eso  sólo 
bastaba  para  hacerlo  morir?...  Otra  vez,  desde  la  Cruz.  Jesús 
exclamó:  «Padre  mío,  ¿por  qué  me  habéis  desamparado?» 

La  Carmelita  muchas  veces  se  ve  rodeada  de  tinieblas  que  le 
ocultan  a  su  Amado,  se  ve  desechada,  desamparada:  ¿hay  acaso 
mayor  sufrimiento  para  un  alma  que  todo  lo  ha  abandonado 
por  seguir  al  Dios  que  ama.  que  verse  sola  sin  Él? 

La  Carmelita  no  tiene  distracciones  que  puedan  sacarla  de  su 
dolor;  vive  para  Él  y  nadie  puede  hacerla  olvidar  por  un  instante 

223 


su  pena;  ¡está  en  la  soledad!  Sufre  en  la  voluntad,  trata  de  des- 
pojarse de  sí  misma  para  divinizarse;  no  tiene  querer,  porque 
nunca  más  hará  lo  que  le  gusta.  Ha  dejado  por  Dios  los  seres 
que  más  amó  en  la  vida,  ya  nunca  los  podrá  acariciar,  porque  la> 
rejas  la  mantienen  separada. 

Sufre  en  el  cuerpo  por  las  austeridades  a  que  se  somete;  sufre 
el  hambre  y  el  frío,  y  muchas  veces  se  ofrece  a  Dios  como  víctima 
por  las  almas,  y  Dios  la  acepta  haciéndola  sufrir  enfermedades 
horribles  que  nadie  puede  remediar.  Mas,  ¡qué  alegría  expresa 
en  su  semblante,  qué  paz  se  trasluce  en  sus  actos!  Es  que  está 
sumergida  en  la  atmósfera  divina  y  aun  cuando  se  siente  débil 
por  las  penitencias,  cuando  se  siente  agobiada  por  esa  vida  tan 
llena  de  sacrificios  y  de  soledad,  sigue  su  Regla  con  gozo.  Ella 
lo  supo  antes  de  ingresar  al  claustro,  y  prefirió,  sin  embargo, 
la  cruz. 

La  Carmelita  es  pobre,  no  posee  nada;  tiene  que  trabajar 
para  vivir.  Su  lecho  es  un  jergón,  su  túnica  es  áspera;  no  tiene 
ni  una  silla  dónde  sentarse;  su  alimento  es  grosero  y  escaso;  pero 
ama,  y  el  amor  la  enriquece  y  le  da  a  su  Dios. 

Pero,  ¿por  qué  ese  atractivo  por  sufrir  que  nace  desde  el  fondo 
de  mi  alma?  ¡Ah,  es  porque  amo!  Mi  alma  desea  la  cruz,  porque 
en  ella  está  Jesús... 

«De  su  abundante  corresponden- 
cia con  la  Madre  Priora  de  Los 
Andes.* 

Créame  que  en  todas  mis  acciones  tengo  presente  el  fin  de  la 
Carmelita:  los  pecadores,  los  sacerdotes.  Cada  día  que  pasa,  siento 
nostalgia  de  ese  querido  Carmen,  y  ardo  en  deseos  de  verme 
encerrada  en  ese  palomarcito,  para  ser  enteramente  de  Jesús, 
porque  mientras  se  vive  en  el  mundo,  es  imposible  ser  entera- 
mente de  Él,  pues  considero  que  para  pertenecerle  es  necesario 
que  sean  de  Él  nuestros  pensamientos  nuestras  obras  por  medio 
de  la  recta  intención.  Esto  se  puede  hacer,  pero  lo  difícil,  reve- 
renda Madre,  es  desprenderse  de  las  criaturas  y  de  las  comodi- 
dades, estando  en  el  mundo.  Yo  hago  lo  que  puedo  por  despren- 
derme de  ellas.  No  tengo,  respecto  de  las  criaturas,  amor  desorde- 


224 


nado;  pero  tengo  ese  deseo  de  parecer  bien,  de  ser  querida,  y  yo 
considero  que  a  Jesús  no  le  gusta  esto,  pues  Él  buscó  lo  contrario; 
amó  siempre  la  pobreza  y  buscó  el  amor  de  su  Padre.  Como  usted 
ve.  reverenda  Madre,  le  manifiesto,  enteramente,  como  una  hija, 
todas  las  pequeñeces  de  mi  pobre  alma.  Le  ruego,  pues,  me  indi- 
que la  manera  de  ser  enteramente  de  Jesús,  ya  que,  hasta  que  no 
modere  mi  amor  y  gusto  con  los  del  Corazón  de  mi  Maestro,  no 
podré  llegar  a  la  unión  con  Dios  dentro  de  mi  alma,  pues  me 
distraeré  en  las  vanidades  de  este  mundo  miserable... 


Cada  día,  reverenda  Madre,  pienso  más  en  el  Carmen  y  deseo 
más  ardientemente  irme  a  encerrar  en  ese  cielito.  Ahora  que  tengo 
que  tratar  con  gentes  del  mundo,  he  visto  que  la  felicidad  no 
existe  en  él,  y  siempre  su  trato  me  deja  un  vacío  que  lo  llena  por 
completo  Nuestro  Señor  cuando  estoy  con  Él  en  la  Iglesia.  Todo 
lo  que  veo,  reverenda  Madre,  me  lleva  a  Dios.  El  mar  en  su  inmen- 
sidad me  hace  pensar  en  Él,  en  su  infinita  grandeza.  Siento  enton- 
ces sed  de  lo  infinito.  Al  pensar  que  cuando  sea  Carmelita,  si 
Dios  lo  quiere,  tengo  que  abandonar  todo  esto,  le  digo  a  Nuestro 
Señor  que  toda  la  belleza,  todo  lo  grande,  lo  encuentro  en  Él. 
En  cambio,  en  el  mundo  todo  es  pequeño,  pasajero  y  nada 
quiero  sino  a  Jesús. 

Estoy  leyendo  la  vida  de  Santa  Teresa.  ¡Cuánto  me  enseña, 
cuántos  horizontes  me  descubre!  ¡Qué  bien  pinta  la  vocación  de 
la  Carmelita  para  aquellas  que  la  siguen!... 

Veo,  mi  querida  Madre,  que  cuando  el  amor  de  Dios  se  apo- 
dera de  un  corazón,  hace  que  el  amor  humano,  aquel  que  se  siente 
aún  por  sus  padres,  se  transforme,  se  divinice,  por  decirlo  así. 
Yo  creo,  mi  reverenda  Madre,  que  antes  no  habría  podido  sepa- 
rarme de  los  míos  ni  por  un  día;  en  cambio  hoy,  aunque  los  quiero 
mil  veces  más,  estando  con  Él,  me  encuentro  satisfecha  y  en  Él 
encuentro  a  los  que  quiero.  Yo  antes  me  preguntaba  cómo  las 
monjas  podían  querer  tanto  a  Nuestro  Señor  y  ser  tan  felices 
cuando  no  recibían  ninguna  muestra  de  cariño  exterior.  Mas 
hoy  lo  comprendo  admirablemente  y  quisiera  dárselo  a  entender 


Teresa  de  los  Andes.  15 


225 


a  mi  hermana  Rebeca,  que  siempre  me  dice  lo  mismo,  aunque 
mil  veces  le  repito  que  Dio»  muestra  su  amor  mucho  má;  que 
todas  las  criaturas,  y  a  cada  instante  se  reciben  muestras  de  ese 
amor  infinito.  Es  verdad  que  no  le  vemos  con  los  sentidos,  pero 
lo  palpamos  intensamente  dentro  de  nuestro  corazón;  de  modo 
que  no  hay  separación,  sino  fusión  de  nuestra  alma  pequeñísima 
con  un  Dios  infinito.  Sí  rece.  Madre  querida,  para  que  me  con- 
tunda en  el  Corazón  de  mi  adorado  Jesús,  para  que  no  tenga 
otra  vida  que  Él.  y  para  esto  sufrir,  mi  reverenda  Madre.  Pídale 
que  me  dé  su  cruz,  aunque  soy  indigna  de  vivir  en  ella,  donde 
mi  Jesús  ha  vivido  por  amarme.  Créame  que  mi  único  ideal 
aquí  en  la  tierra  es  ser  Carmelita  para  sufrir  y  amar.  Esa  fué  la 
vida  de  Cristo  aquí  en  la  tierra  y  continúa  siéndola  en  el  Santí- 
simo Sacramento. 

¡De  cuántas  gracias  no  las  habrá  colmado  en  estos  días  de 
retiro  Nuestro  Señor,  cuando  Él  se  complace  en  derramar  los 
tesoros  de  su  Corazón,  más  aún  en  aquellas  almas  que,  por 
seguirlo  lo  han  abandonado  todo  y  han  hecho  el  vacío  en  su  cora- 
zón de  todo  lo  de  la  tierra  para  poder  contener  al  Verbo!  ¡Qué 
felices  son  mis  hermanitas  de  no  tener  ya  en  la  tierra  nada  que 
las  preocupe  y  siempre  el  corazón  levantado  al  cielo!  ¡De  qué 
paz  disfrutarán  unidas  a  Él  que  es  el  Inmutable!  Dígales  que 
recen  por  mí  para  que  sea  por  ahora — pero  nada  más  que  por  esos 
pocos  meses — .  Carmelita  en  el  mundo;  que  nada  interrumpa  el 
silencio  de  la  celda  de  mi  corazón;  que  allí  viva  con  mi  Jesús  en 
una  continua  adoración  y  reparación  amorosa,  en  un  continuo 
nacimiento  de  gracias... 

Entré  en  una  asociación  que  se  llama  ia  «Reparación  Sacerdo- 
tal», en  que  se  reza  por  los  sacerdotes  que  tanto  lo  necesitan 
para  su  santificación.  Esta  es  una  devoción  carmelitana,  pues 
la  Carmelita  se  sacrifica  por  los  sacerdotes,  y  esto  fué  lo  que  me 
movió  a  ingresar  en  ella... 

Le  mostré  mi  libreta  a  la  Madre  L..  y  le  llamó  la  atención 
el  fin  que  tenía  en  mis  acciones  por  la  santificación  de  los  sacer- 
dotes. No  sabía  que  el  fin  de  la  Carmelita  es  rogar  por  los  sacer- 
dotes, ya  que  ella  es  también  sacerdote.  Siempre  al  pie  del  altar 


ha  de  recibir  la  sangre  de  Jesús  y  derramarla  con  sus  oraciones 
a  todo  el  mundo... 

Mucho  le  agradecería  me  enviara  una  amplia  explicación  de 
la  Reparación  Sacerdotal,  pues,  aunque  yo  pertenezco  a  ella,  sin 
embargo,  no  me  lo  han  explicado  muy  bien,  y  como  deseo  ser  Car- 
melita, la  cual  se  propone  rogar  por  los  sacerdotes,  tengo  verdade- 
ros deseos  de  llenarme  por  completo  del  espíritu  de  reparación... 

Sólo  me  restan  diecisiete  días  para  permanecer  en  el  mundo; 
me  parecen  ya  las  cosas  tan  pequeñas,  que  no  tengo  cómo  agra- 
decer su  llamamiento.  Pocos  días  más,  y  viviré,  porque  la  vida  del 
mundo  es  muerte.  Viviré  abscondita  in  Ckristo.  ¡Qué  vida  más 
ideal,  reverenda  Madre,  es  la  que  Nuestro  Señor  me  dará!  Ya 
todo  el  mundo  desaparecerá  para  mí,  para  encontrar  tras  las  rejas 
de  mi  Carmelo  horizontes  sin  límites  que  el  mundo  no  comprende. 
Pero  no  crea  que  voy  en  busca  del  Tabor,  sino  del  Calvario.  Por 
la  gracia  de  Dios,  he  comprendido  que  la  vida  de  la  Carmelita  es 
una  abnegación  continua,  no  sólo  de  la  carne,  sino  de  la  voluntad 
y  del  juicio.  Y  aunque  a  veces  esto  me  hace  estremecer,  sin  em- 
bargo, no  quiero  otra  cosa  que  la  cruz.  Antes  me  parecía  que 
Dios  daría  a  las  almas  que  se  entregan  a  Él  los  goces  y  dulzuras 
de  la  oración,  y  que  sólo  por  sentirlas  era  de  encerrarse  en  el  con- 
vento; pero  ahora  he  comprendido  que  eso  no  es  buscar  a  Dios, 
sino  a  «sí  misma»,  y  me  preparo  no  para  regalos,  sino  para  seque- 
dades y  abandonos;  en  una  palabra,  para  cumplir  la  voluntad 
de  Dios. 

Le  aseguro  que  no  sé  qué  daría  por  predicar  al  mundo  entero 
el  abandono  ciego  en  manos  de  Dios.  Créame  que  lo  he  palpado 
en  mis  asuntos,  pues  no  le  he  pedido  nada,  sino  lo  que  Él  quiera 
y  nada  más;  y  le  he  dicho  a  mi  Jesús  que  Él  sea  mi  Capitán,  que 
ordene,  que  su  soldado  le  seguirá  hasta  la  muerte,  pero  siempre 
que  le  ayude  con  su  gracia. 

Mi  Madre  tan  querida,  desde  ahora  me  pongo  en  sus  manos 
para  que  vaya  formando  a  esta  indigna  Carmelita.  Quiero  ser 
una  santa,  y  sería  una  locura  que,  después  de  sacrificarlo  todo, 
no  fuera  una  Carmelita,  según  el  ideal  de  mi  Madre  Santa  Tere- 
sa y  que  mi  Jesús  no  pudiera  decirme  que  era  totalmente  de  Él 

227 


¡Qué  feliz  estoy,  porque  luego  ya  no  tendré  que  estar  disimu- 
lando que  soy  del  buen  Jesús!  Ahora  no  tengo  un  momento  para 
estar  tranquila  con  Nuestro  Señor  y  sin  preocupaciones.  Desde 
el  7,  ya  no  habrá  nadie  entre  Dios  v  su  sierva  Teresa:  ¡qué  feli- 
cidad!... 

*Vibrantes  ecos  de  su  furtiva  vi- 
sita al  Carinen  de  Los  Andes.* 

Querida  hermanita:  No  te  extrañes  de  mi  estilo,  pues  estoy 
ebria  de  felicidad.  ¡Bendito  sea  Dios!  Cuánto  tiempo  hace  que 
no  nos  vemos,  pero  nuestras  almas  siempre  se  encuentran  en 
Jesús.  ¡Qué  dicha  más  grande  la  nuestra  al  ser  amigas  como  lo 
somos,  amándonos  en  Jesús,  por  Jesús  y  para  Jesús.  Si  supieras 
por  un  instante  el  gran  favor  que  Nuestro  Señor  me  ha  dispen- 
sado, le  darías  gracias  por  mí,  pues  yo  ni  dar  gracias  sé;  Él  es 
demasiado  bueno  para  conmigo. 

Ayer  se  cumplieron,  por  fin,  los  deseos  que  abrigaba  desde 
hace  cuatro  años.  ¡Conocí  mi  amado  palomarcito...  La  Madre 
Angélica  nos  estaba  esperando,  pero  antes  fuimos  a  almorzar  al 
hotel,  y  a  la  una  y  tres  cuartos  estaba  golpeando  la  puerta.  Her- 
manita querida,  lloro  en  este  instante  al  pensar  en  la  felicidad 
que  sentí  ayer,  cuando  oí  por  primera  vez  la  voz  de  la  hermanita 
tornera,  y  después  la  de  mi  madrecita. 

No  hacía  un  segundo  que  estaba  allí  y  mi  alma  gozaba  de  una 
paz  inalterable.  Después  de  luchar  con  tantas  dudas,  había  en- 
contrado mi  puerto,  mi  cielo  en  la  tierra.  Sólo  Dios  que  veía  mi 
corazón  podía  comprender  mi  felicidad... 

Oí  rezar  Vísperas,  y  me  parecía  estar  en  el  cielo,  y.  al  final, 
me  uní  con  mis  hermanitas  para  rezar  las  letanías,  mi  primera 
oración  en  comunidad.  La  capillita  es  chica,  un  poco  oscura 
y  muy  recogida.  Yo  no  sabía  de  mí,  pero  Jesús  estaba  allí,  lo  con- 
templaba con  el  rostro  sonriente.  Rara  vez  lo  he  -visto  así.  pues 
por  lo  general  lo  contemplo  siempre  triste;  pero  allí  oía  el  canto 
de  sus  esposas,  y  mi  Jesús  sonreía  complacido  con  el  susurro  de 
amor  de  esas  almas  puras  que  todo  lo  han  dejado  por  amarlo... 


228 


Mi  querida  C...:  ¡Cuántas  cosas  tengo  que  contarte  respecto 
a  mi  viaje;  pero  por  mucho  que  te  lo  pinte  de  encantador,  sólo 
será  un  ligero  bosquejo  de  cómo  lo  fué  en  realidad! 

¡Qué  impresión  tan  grata  sentí  cuando  vi  mi  conventito! 
Tiene  un  aspecto  muy  pobre,  no  parece  convento,  sino  una  casa 
antigua;  pero  su  pobreza  habla  muy  bien  a  su  favor;  apenas  lo 
vi,  me  encantó  y  me  sedujo... 

Cuando  entré  en  locutorio,  no  sabía  lo  que  me  pasaba,  sentí 
una  felicidad  que  aumentó  cuando  hablé  con  la  Madre  Angélica. 
Al  ver  esas  rejas,  las  besaba,  y  hubiera  llorado...  ¡Tanta  era  la 
alegría  que  me  inundaba!  Mi  mamá  me  dejó  sola  con  la  Madre 
Angélica  y  se  fué  a  conversar  con  la  hermanita  tornera;  estuve 
ahí  hasta  las  dos,  hora  en  que  la  Madre  fué  a  rezar  Vísperas,  a  las 
que  asistí  en  la  capilla.  Me  figuraba  oír  el  canto  de  los  ángeles 
en  el  cielo,  y  tuve  el  gusto  de  rezar  por  primera  vez  con  mis  her- 
~manitas  las  letanías  de  la  Virgen. 

Después  volví  de  nuevo  al  locutorio  y  he  estado  allí  desde  las 
tres  hasta  las  cinco  y  media.  Le  expuse  todas  las  dudas  a  la  Madre 
y  me  dijo  que  de  todas  podría  dudar  menos  de  mí,  porque  yo 
había  nacido  Carmelita.  Me  habló  del  Oficio  divino,  que  lo  rezan 
varias  horas  al  día.  El  alma  hace  allí  el  oficio  de  ángel  cantando 
las  alabanzas  del  Señor.  ¿No  es  ese  el  fin  para  que  nos  creó  Dios? 
Este  oficio  contiene  todos  los  salmos,  es  precioso,  e  inflama  el 
alma  en  el  divino  amor. 

La  Carmelita  tiene  su  celda  aparte;  allí  es  donde  penetra 
como  en  un  templo  a  sacrificarse;  en  ella  hay  una  gran  cruz  de 
madera,  sin  Cristo;  esa  es  la  cruz  donde  ella  debe  morir.  En  ese 
templo  sólo  penetra  ella.  Está  reservado  sólo  para  Dios  y  el  alma. 
Allí  vive  en  un  completo  aislamiento  de  las  criaturas  y  ocupada 
sólo  del  Señor.  Todo  en  el  Carmen  es  silencio,  salvo  en  las  horas 
de  récreo. 

Me  habló  de  la  humildad;  me  dijo  que  cuando  me  humilla- 
ran, fuera  la  primera  en  humillarme  más,  diciéndome:  «Todo  es 
poco  en  comparación  de  lo  que  merezco;  mucho  más  podía  ser. 
pues  soy  tan  miserable.  Que  reconociera  mi  nada  ante  Dios,  que 
considerara  su  grandeza  y  en  seguida  mi  impotencia.»  ¿Qué  puedo 
yo  sin  Dios?  Él  a  cada  instante  me  sostiene  para  que  viva.  Si 
hago  una  cosa  buena,  es  porque  Dios  me  da  su  fuerza  para  hacerla; 


229 


si  correspondo  a  su  gracia,  es  porque  Él  me  hace  la  gracia  mavor 
para  que  le  corresponda.  Todos  estos  argumentos  son  muv  útiles 
para  ver  nuestra  nada. 

Me  habló  del  amor  de  Dios,  pero  de  una  manera  sublime. 
;Cuánto  nos  ama  Dios!  ¡Y  nosotras  le  pagamos  tan  mal!  Ofensas 
e  ingratitudes  es  nuestra  moneda  corriente,  y,  sin  embargo,  Dios 
nos  da  la  vida,  comodidades,  educación  cristiana,  en  fin,  nos  da 
todo,  hasta  Él  mismo  con  la  Eucaristía.  Allí  vive  solo,  sin  que 
nadie  piense  en  el  gran  amor  que  nos  demuestra  a  cada  hora  ese 
Dios  Todopoderoso,  que  es  adorado  y  admirado  en  éxtasis  por 
los  ángeles... 

Ahora  te  seguiré  contando  lo  que  pasó.  A  mi  mamá  la  llama- 
ron a  tomar  once,  1  pero  yo  no  tenía  ganas,  y  la  Madre  Angélica 
me  dejó.  Entonces  llegó  la  hermanita  tornera  y  le  dijo  si  no  sería 
la  hora  para  la  visita  de  visitas.  La  Madre  contestó  que  sí  y  la 
tornera  se  lanzó  por  el  convento  para  llamarlas  a  todas,  y  cuando 
llegaron  descorrieron  el  velo  de  la  reja  y  pude  verlas  cara  a  cara. 
Para  qué  expresarte  mi  emoción.  Me  hinqué,  pues  me  conside- 
raba indigna  de  estar  de  pie  delante  de  tantas  santas.  Ellas  se 
echaron  el  velo  hacia  atrás  y  me  fueron  a  saludar  junto  a  la  reja. 
Cada  una  me  decía  una  palabra  de  cariño.  Eran  dieciseis  y  dieci- 
ocho con  dos  hermanitas  conversas.  Hablamos  como  si  siempre 
nos  hubiéramos  conocido.  ¡Qué  sencillez,  qué  confianza  e  intimi- 
dad hay  entre  ellas!,  y  esto  desde  la  postulante  hasta  la  Madre 
Angélica!  Me  cantó  una,  bien  desentonada  por  reírse,  y  todas  la 
embromaban...  Estuvimos  media  hora  conversando,  y  después 
cada  una  se  retiró. 

Son  encantadoras,  tan  alegres,  tan  sin  etiquetas.  Yo,  al  prin- 
cipio, estaba  con  una  emoción  intensa  y  un  poco  avergonzada, 
pero  después  nada;  era  una  cotorra. 

Fíjate  que  me  dijeron  las  novicias  que  todos  los  días  rezaban 
una  «Salve»  a  la  Santísima  Virgen  para  que  fuera,  y  Dios  las  oyó. 
Xada  de  etiquetas  con  la  Madre  Angélica:  ¿no  es  ideal  esto? 

A  las  cinco  me  mandó  la  Madre  a  tomar  once  y  fui.  Mi  mamá 
conversó  con  ella  sola  y  luego  nos  despedimos  con  una  pena 
más  grande  que  el  mundo.  Pero  yo  salía  del  lado  de  esos  ángeles 

i  Merienda. 


230 


completamente  cambiada.  Por  fin,  conocía  con  certeza  la  volun- 
tad de  Dios,  y  la  paz  más  celestial  inundaba  mi  alma.  ¡Qué  bueno 
es  Dios!  No  hay  nada  como  abandonarse  a  Él,  ¿no  es  cierto5 

Mi  nombre  será  Teresa  de  Jesús;  yo  soy  indigna  de  él. 

Ama  a  mi  Jesús,  sé  su  amiga,  consuélalo,  no  le  niegues  nada. 
Dale  todo  lo  que  puedas,  imítalo,  y,  sobre  todo,  vive  con  Él  en 
lo  íntimo  de  tu  alma.  Adóralo  allí.  Haz  tu  oración  todos  los  días 
y  lo  mismo  tu  examen,  y  reza  por  mí  para  que  cumpla  la  volun- 
tad de  Dios. 

Adiós.  En  su  divino  Corazón  te  doy  cita;  amémonos  los  «Tres». . . 

Le  diré  ahora  las  razones  que  tengo  para  querer  ser  Car- 
melita: 

-  La  primera,  es  por  la  vida  de  oración  que  allí  se  vive,  vida 
de  íntima  unión  con  Dios,  nada  de  trato  con  el  mundo  ni  de  crea- 
turas:  la  Carmelita  vive  en  Dios,  por  Dios  y  para  Dios.  Creo 
que  la  oración  no  me  cansará  (así  lo  espero),  pues  mi  alma  siente 
cada  día  la  necesidad  más  apremiante  de  orar,  de  unirse  a  Dios, 
de  tal  manera,  reverendo  Padre,  que  ahora  paso  constantemente 
en  oración,  lo  adoro  allí  en  el  fondo  de  mi  alma  a  mi  Jesús  y  todo 
lo  que  hago,  lo  hago  con  Él  y  por  su  amor.  Todos  los  días  tengo 
una  hora  de  oración  por  la  mañana  y  media  hora  en  la  tarde; 
esas  horas  son  para  mí  un  momento  de  cielo  a  pesar  de  que  a  veces 
no  puedo  recogerme. 

2.  a  La  soledad:  muchas  veces  siento  verdaderas  ansias  de 
estar  sola,  el  trato  con  las  criaturas  me  hastía,  me  siento  feliz 
cuando  estoy  sola,  porque  estoy  con  Dios. 

3.  a  La  pobreza  del  Carmen  me  encanta,  pues  no  teniendo 
nada,  el  corazón  permanece  puro,  sólo  para  Dios.  Además,  sien- 
do pobre,  me  pareceré  más  a  Aquel  que  no  encontró  donde  recli- 
nar la  cabeza. 

4.  a  La  penitencia  me  atrae,  castigar  el  cuerpo  que  tantas 
veces  es  causa  de  pecados,  hacerlo  padecer  a  ejemplo  de  Cristo. 
Además,  teniendo  el  cuerpo  sufriendo,  hace  que  se  le  someta  al 
alma. 

5.  a  El  sacrificio  de  esta  vida  tiene  atractivos  especiales  para 
mí  y  más  aún  cuanto  que  todo  lo  que  sufre  en  su  espíritu  y  en  su 


233 


corazón  permanece  en  el  silencio,  sin  que  ninguna  criatura  lo 
comprenda;  sólo  lo  sabe  Dios. 

6.a  El  fin  de  la  Carmelita  es  rezar  por  los  sacerdotes  para 
que  se  santifiquen,  y  por  los  pecadores  para  que  se  conviertan; 
no  puede  ser  mejor.  La  Carmelita  se  santifica  a  sí  misma  para 
santificar  a  todos  los  miembros  de  la  Iglesia:  ;qué  fin  más  noble 
puede  procurarse? 

Yo  sé  que  encontraré  mücbas  dificultades  por  parte  de  los 
míos  para  irme;  pues,  siendo  una  Orden  cuyos  fines  se  descono- 
cen y  no  se  comprenden,  es  calificada  por  el  mundo  como  inútil; 
mas  por  todo  quiero  pasar  con  tal  de  cumplir  la  voluntad  de  Dio?. 
El  será  mi  apoyo  y  fortaleza. 

He  preferido  Los  Andes  por  ser  más  apartado  de  las  grandes 
ciudades,  lo  que  hace  más  dificultosa  la  ida  a  ésa,  manteniéndose 
completamente  separado  del  mundo.  También,  porque  creo  son 
muy  austeras  y  muy  observantes  de  su  Regla  y  tiene  muv  arraiga- 
do el  espíritu  de  Santa  Teresa... 

«Las  últimas  semanas  de  su  per- 
manencia en  el  hogar  fueron  fecun- 
das en  emociones  que  se  reflejan  en 
las  siguientes  cartas  y  escritos  ín- 
timos.» 

Sólo  me  faltan  dos  meses...  ¡Qué  agonía  experimento  por  un 
lado,  y  por  otro,  cuántos  deseos  tengo  de  que  llegue  ese  día!  Enton- 
ces ya  descansaré.  Creo  que  voy  a  morir  de  felicidad  cuando  cam- 
bie todo  lo  que  tengo  por  Nuestro  Señor;  no  tener  otro  apoyo, 
otra  luz,  otro  vivir,  sino  Él.  No  te  puedes  imaginar  lo  que  expe- 
rimento cuando  veo  que  ya  nada  nos  separará,  que  de  nadie  me 
tendré  que  ocultar  para  amarlo  y  para  estar  con  Él.  Muy  pronto 
dejaré  el  mundo  para  volar  al  cielo;  el  Carmen  para  mí  es  un 
cielo... 

No  sé  lo  que  me  pasa;  ya  es  una  agonía  intensísima  la  que 
experimento;  todo  se  presenta  a  mi  vista  como  si  ya  estuviera  a 
punto  de  morir;  veo  las  cosas  y  las  criaturas  tan  pequeñas,  que 
no  comprendo  cómo  he  perdido  el  tiempo  en  preocuparme  de 
ellas.  ¡Qué  miserias  y  bajezas  encierran,  qué  grande  e  inmenso 


me  parece  Dios,  qué  Suma  de  infinitas  perfecciones  encierra  el 
Ser  que  es  mi  todo  adorado!  ¡Qué  tarde  he  conocido  a  Dios,  es 
decir,  qué  tarde  lo  he  amado!  Lo  he  ofendido  tanto,  que  me  ad- 
miro que  Dios  pueda  soportar  un  monstruo  de  ingratitud  igual. 
Él  nos  ama  con  infinito  amor  y  nosotros  correspondemos  con 
ofensas  a  sü  Divina  Majestad... 

Querida  E...:  todavía  esto}7  gozando  con  nuestra  conversa- 
ción. ¡Cuánto  vale  una  buena  amiga!  Sentía  verdaderamente  la 
necesidad  de  expansionarme  con  alguien  que  me  comprendiera 
y  sintiera  lo  mismo  que  yo  siento.  ¡Cuánto  bien  me  has  hecho! 
Te  lo  agradezco  de  todo  corazón. 

He  hablado  con  la  que  lleva  esta  libreta  (Rebeca).  ¡Pobrecita! 
Te  aseguro  que  me  parte  el  alma  ver  cómo  sufre  y  soy  yo  todavía 
la  causa  de  sus  sufrimientos.  La  idea  de  la  separación  la  preocupa 
demasiado,  pues,  como  te  he  dicho,  ella  lo  sabe  todo. 

No  te  puedes  imaginar  lo  que  siento  en  este  instante.  La  Rebe- 
ca me  ha  pedido  que  por  favor  te  cuente  todo  a  ti...  Como  esta 
separación  es  sü  constante  preocupación,  quiere  tener  una  con- 
fidente que  sepa  lo  mío,  y  ese  ángel  de  consuelo  vas  a  ser  tú... 
Lo  único  que  te  pido  es  que  la  alientes.  Ve  demasiado  cerca  la 
separación  definitiva,  pues  pienso  realizarla  en  mayo  (pero  no 
lo  digas  a  nadie  ,por  favor).  Ella  lo  sabe  y  duda  si  salirse  del 
colegio.  ¿Qué  te  parece? 

En  este  instante  te  aseguro  que  siento  más  grande  que  nunca 
su  cariño.  Al  dejar  lo  que  se  quiere,  parece  que  se  siente  el  cora- 
zón más  apegado;  pero,  en  fin,  mi  ideal  es  grande  y  lo  voy  a  cum- 
plir de  todas  maneras.  Pide  a  Dios  por  mí  para  que  salga  triun- 
fante de  la  lucha.  Así  es  la  vida;  una  continua  tempestad  que 
nos  pone  a  cada  instante  en  peligro  de  zozobrar...  ¡Cuánto cuesta 
arribar  al  puerto!... 

Me  siento  de  Él  y  en  este  instante  lo  estrecho  contra  mi 
corazón,  pidiéndole  que  te  dé  a  conocer  las  finezas  de  su  amor. 
No  hay  separación  entre  nosotros;  donde  yo  voy,  Él  está  conmi- 
go dentro  de  mi  pobre  corazón;  es  su  casita  donde  habitamos; 


233 


es  un  cielo  aquí  en  la  tierra.  Vivo  con  Él,  y  a  pesar  de  estar  en 
los  paseos,  ambos  conversamos,  sin  que  nadie  nos  sorprenda,  ni 
pueda  interrumpirnos.  Si  tú  lo  conocieras  lo  bastante,  lo  amarías. 
Si  estuvieras  con  Él  una  hora  de  oración,  podrías  saber  lo  que  es 
el  cielo  en  la  tierra. 

Ahora  te  diré  por  qué  he  preferido  el  Carmen  a  todos  los  demás 
conventos  de  vida  activa: 

1)  Porque  allí  se  vive  para  siempre  retirada  del  mundo  y 
sólo  tratando  con  Dios;  y  como  el  ideal  es  llegar  a  la  unión  con 
Dios,  ya  que  consiste  el  cielo  en  poseer  a  Dios,  aquello  que  aquí 
en  la  tierra  nos  lleve  más  rápidamente  a  esa  posesión,  eso  será 
lo  más  perfecto.  Además,  siendo  muy  apegada  a  las  criaturas, 
en  cualquier  otro  convento  me  apegaría  a  ellas  y,  como  esto  im- 
pide lo  otro,  creo  que  el  Carmen  me  conviene  más. 

2)  Porque  ese  convento  es  muy  austero;  en  él  se  guarda  la 
Regla  con  mucha  perfección;  es  el  más  pobre  y  el  más  penitente, 
y  encuentro  que  si  se  es  monja,  no  se  debe  ser  a  medias. 

3)  Porque  allí  se  vive  en  una  oración  continua;  es  decir, 
en  trato  con  Dios  permanente  y  eso  es  lo  que  más  me  encanta. 
Si  tú  supieras  por  un  instante  lo  que  es  oración,  me  comprende- 
rías. Créeme,  que  por  una  hora  de  oración  no  sé  qué  daría. 

Por  otra  parte,  el  fin  de  la  Carmelita  me  entusiasma;  rogar 
por  los  pecadores;  pasar  la  vida  entera  sacrificándose,  sin  ver 
jamás  el  fruto  de  la  oración  y  del  sacrificio;  unirse  a  Dios  para 
que  así  circule  en  ella  la  Sangre  redentora,  y  comunicarla  a  la 
Iglesia,  a  sus  miembros,  para  que  así  se  santifiquen.  Además, 
su  lema  me  entusiasma:  Sufrir  y  amar.  ¿No  fué  esto  lo  que  hizo 
constantemente  la  Santísima  Virgen,  el  modelo  más  perfecto 
de  nuestro  sexo?  ¿No  vivió  Ella  siempre  en  una  continua  oración, 
en  el  silencio,  en  el  olvido  de  lo  de  la  tierra?... 

Estoy  sufriendo  una  verdadera  agonía,  pues  hoy  mandaré 
a  mi  papá  la  carta  en  que  solicito  su  permiso  para  ser  Carmelita, 
para  que  la  reciba  el  sábado,  día  de  la  Santísima  Virgen.  Apenas 
llegué  a  ésta,  se  han  renovado  en  mí  el  inmenso  dolor  que  experi- 
mento al  pensar  que  los  voy  a  dej  ar.  Fué  una  lucha  la  que  sostuve 
en  contra  de  mi  propia  naturaleza,  cuando  escribí  la  carta  y  todo 

2b4 


el  entusiasmo  sensible  que  sentía  hacia  el  Carmen,  ha  desapare- 
cido. Me  parece  que  es  una  locura  lo  que  voy  a  hacer;  que  es 
ilusión;  pero  está  ya  muy  pensado  y  mi  voluntad  lo  desea  como 
un  bien  verdadero.  Doy  gracias  a  Dios  de  esta  repugnancia  natu- 
ral que  experimento,  pues  así  la  cruz  que  abrazaré  será  más  pesa- 
da y  podré  manifestar  al  buen  Jesús  más  mi  amor,  ya  que  iré 
en  busca  de  Él  sin  consuelo  alguno.  En  mi  oración  no  encuentro 
gusto  ni  aún  en  la  comunión.  A  veces  pienso  que  sería  mejor  no 
comulgar  para  hacerlo  tan  mal;  pero  no  puedo,  no  está  en  mí 
dejar  de  hacerlo,  pues  Nuestro  Señor,  a  pesar  de  que  ve  mi  cora- 
zón de  piedra,  me  comunica  fuerza,  luz;  en  una  palabra,  vida. 
He  notado  que  estoy  menos  mortificada  y  recogida,  pero  ya  le 
he  prometido  a  Nuestro  Señor  volver  con  todo  ahinco  a  negarme 
en  todo  y  a  vivir  sólo  para  Él. 

Me  tengo  que  preparar  para  el  favor  tan  grande  que  Él  me  va 
a  dispensar,  y,  sin  embargo,  cada  día  me  encuentro  más  misera- 
ble. Rece  por  mí,  que  tanto  lo  necesito.  Si  Nuestro  Señor  no  me 
encuentra  preparada,  no  moverá  el  corazón  de  mi  papá  a  darme 
el  consentimiento,  y  entonces,  no  podría  ya  este  año  ser  Carme- 
lita. No  le  pido  a  Dios  nada  más  sino  que  se  cumpla  su  divina 
voluntad.  A  ella  me  abandono  y  digo  con  mi  Madre  Santa  Teresa: 
«Él  todo  lo  sabe  y  Él  me  ama.»  No  me  preocupo  de  nada  porque 
sé  que  mi  Jesús  arreglará  todo  para  su  pequeña  esposa.  Le  ruego, 
reverendo  Padre,  rece  mucho  por  una  persona  extraviada  del 
buen  camino  y  que  se  aparta  cada  vez  más  de  él.  No  se  imagina 
lo  que  sufro  al  pensar  que  esta  alma  no  ama  a  Dios  y  le  ofende 
tanto.  He  ofrecido  mi  vida  por  ella;  el  Señor  no  la  ha  aceptado, 
pero,  cuando  sea  Carmelita,  me  inmolaré  toda  la  vida  por  esta 
alma  que  tanto  quiero... 

Comprendo  que  la  sociedad  entera  reprobará  mi  resolución, 
pero  es  porque  sus  ojos  están  cerrados  a  la  luz  de  la  fe.  Las  almas 
que  ella  llama  desgraciadas  son  las  únicas  que  se  precian  de  ser 
felices  porque  en  Dios  lo  encuentran  todo.  Siempre  en  el  mundo 
hay  sufrimientos  horribles  y  nadie  puede  decir  sinceramente: 
«Yo  soy  feliz.»  Mas  al  penetrar  en  los  claustros,  desde  cada  celda 
brotan  estas  palabras  que  son  sinceras,  pues  ellas,  su  soledad 


235 


y  el  género  de  vida  que  abrazan,  no  lo  trocarían  por  nada  en  la 
vida.  Prueba  de  ello  es  que  permanecen  siempre  en  los  convento-. 
Y  se  comprende,  ya  que  en  el  mundo  todo  es  egoísmo,  inconstan- 
cia e  hipocresía.  Y  de  esto  usted,  papacito,  tiene  experiencia; 
y,  ¿qué  cosa  mejor  se  puede  esperar  de  criaturas  tan  miserables?... 


Mi  papacito  tan  querido:  ayer,  me  parece,  no  le  agradecí 
bastante  sü  generoso  consentimiento,  pero  fué  por  la  pena  inten- 
sa que  sentía,  la  cual  me  impidió  manifestarle  todo  lo  que  por 
mi  alma  pasó  en  ese  instante. 

Mi  papacito,  que  Dios  mil  veces  se  lo  pague,  es  lo  único  que 
puedo  decirle,  porque  me  faltan  las  palabras  para  agradecérselo. 
Sentía  en  ese  momento  la  pena  más  grande  de  mi  vida,  al  ver 
que,  por  la  primera  vez,  era  yo  la  causa  de  sus  lágrimas,  y,  sin 
embargo,  tuve  las  fuerzas  necesarias  para  soportarlo.  Dios,  papa- 
cito  mío,  es  el  que  da  energía  a  nuestros  corazones  para  hacer 
el  sacrificio  más  costoso  de  esta  vida;  tal  es  el  que  usted  va  a 
ofrecer. 

A  pesar  de  la  inmensa  pena  que  le  agobia,  estoy  segura  que 
sentirá  en  lo  íntimo  de  su  alma  la  satisfacción  más  grande  al 
pensar  que  ya  me  ha  dado  a  Dios  y  que  ha  asegurado  la  felicidad 
de  su  hija.  Sí,  no  se  inquiete  por  creer  qüe  no  seré  feliz;  en  todo 
caso,  si  no  lo  soy,  las  puertas  del  convento  se  abrirán  de  nuevo 
para  mí,  pero  tendría  que  cambiar  enteramente,  pues  desde  chica 
he  deseado  abrazar  ese  género  de  vida,  que,  aunque  es  austero, 
considero  que  todo  es  poco  para  lo  que  le  debemos  dar  a  Dios. 
Además,  papacito,  no  considere  usted  que,  por  mucho  que  uno 
se  sacrifique  en  esta  vida,  es  nada  en  comparación  de  la  felicidad 
que  disfrutaremos  en  la  eternidad?  ¡Cuán  poco  sacrificio,  y  una 
eternidad  de  gozo! 

Ya  se  acercan  los  últimos  días  que  viviremos  juntos  en  la 
tierra,  pero  seguiré  en  medio  de  todos  con  el  pensamiento,  rogan- 
do porque  todos  nos  encontremos  reunidos  en  el  cielo.  Entonces, 
¡qué  pequeño  nos  parecerá  todo  lo  de  esta  existencia  pasajera! 

¡Adiós,  papacit;-!  Que  la  Santísima  Virgen  lo  consuele,  que 
Ella  me  reemplace  cerca  de  usted.  ¡Cuánto  no  daría  por  verlo 


feliz!  Eso  es  lo  que  voy  a  pedir  a  Nuestro  Señor.  Que  él  lo  bendi- 
ga y  le  dé  su  recompensa...  Le  repito  de  nueva:  ¡Dios  se  lo  pague!... 


«Una  vez  en  su  celda  de  Carme- 
lita su  pluma  vende  felicidad  y 
anhela  ardientemente  trasmitirla  a 
los  demás.* 

Si  es  verdad  que  ayer  me  separé  de  los  míos  con  el  corazón 
desgarrado,  hoy  gozo  de  una  paz  inalterable.  No  se  imagina, 
mi  papacito,  el  cariño  y  solicitud  verdaderamente  maternal  de 
nuestra  Madre,  lo  mismo  de  cada  Hermanita;  no  tengo  cómo 
agradecérselo  bastante.  Ahora  le  escribo  desde  mi  celdita  que, 
aunque  bastante  pobre,  no  la  cambiaría  por  ningún  aposento 
de  los  más  ricos  del  mundo.  Me  siento  feliz  en  medio  de  tanta 
pobreza,  porque  tengo  a  Dios  y  Él  sólo  me  basta.  He  principiado 
ya  mi  misión  de  rogar  constantemente  por  los  míos;  no  los  olvido 
un  momento  en  mis  oraciones.  Quiera  Nuestro  Señor  recibírmelas 
y  darles  cuanto  necesitan... 

No  hay  lengua  humana  que  pueda  reproducir  los  sentimien- 
tos divinos  en  que  mi  alma  se  halla  sumergida.  Lo  he  dado  todo, 
es  verdad;  pero  he  llegado  a  poseer  al  Todo... 

No  ha  dejado  de  dolerme  hasta  lo  más  íntimo  del  alma.  Sin 
embargo,  al  separarme  de  los  míos,  al  arrancarme  de  los  brazos 
de  mí  madre,  sentí  que  Jesús  me  habría  los  suyos  y  me  estrechaba 
contra  su  divino  Corazón... 

Mi  hermanita  muy  querida  en  el  Corazón  de  Jesús:  aunque 
sea  unas  cuantas  líneas  te  quiero  escribir  para  consolarte.  ¿Por 
qué  te  encuentras  sola?  ¿No  estamos  muy  unidas  siempre  en  el 
divino  Maestro?  ¿Acaso  crees  que  la  Carmelita  ya  no  tiene  cora- 
zón para  querer  a  aquella  que  forma  parte  de  su  propio  ser? 
Siempre  vas  conmigo  a  todas  partes;  siempre  seguimos  obrando 
juntas.  No  temas  que  te  olvide;  te  he  querido  demasiado  para 
olvidarte  tan  ligero.  Mucho  más  que  antes  te  quiero,  porque  el 
amor  no  sólo  está  en  las  palabras,  sino  en  las  obras.  Ahora  obro. 


237 


ahora  me  sacrifico  por  ti,  para  que  conozcas  la  voluntad  de  Dios. 
Ojalá,  hermanita  querida,  que  ese  corazón  que  siempre  traigo 
junto  a  mí,  no  lata  sino  para  Jesús.  Que  nuestro  amor  sea  el  mis- 
mo; que  no  pertenezca  sino  a  nuestro  Dueño  soberano.  Él  es  el 
único  capaz  de  saciarnos;  su  amor  es  infinito,  no  tiene  límites. 
¡Oh,  si  pudieras  por  un  momento  ver  cómo  me  ama  mi  Jesús! 
Parece  que  no  existiera  otra  criatura  en  el  mundo  a  quien  amar, 
pues  su  amor  se  me  manifiesta  hasta  en  los  menores  detalles, 
¡cómo  quisiera  que  lo  amaras!  ¡Quién  pudiera  abrir  los  ojos  de 
tu  alma  para  que  vieras  su  infinita  belleza  que  arrebata,  para 
que  comprendieras  su  amor  infinito  que  extasía!  Todo  un  Dios 
mendigando  el  amor  de  criaturas  miserables,  de  nadas  crimi- 
nales! 

Medita,  hermanita,  todos  los  días,  ya  sea  en  la  Pasión,  ya 
sea  en  el  Santísimo  Sacramento,  o  en  los  inmensos  beneficios 
con  que  Dios  te  ha  favorecido.  Pidámosle  juntas  que  te  dé  su 
divino  amor,  y  pueda  ser  que,  antes  de  la  muerte  nos  dé  la  vida 
verdadera,  podamos  abrazarnos  y  cantar  unidas  las  misericor- 
dias divinas,  tras  estas  rejas  queridas  de  mi  Carmelo,  y  después 
morir  e  ir  al  cielo  a  entonar  el  cántico  de  las  vírgenes,  siguiendo 
al  Cordero.  ¡Qué  dicha,  hermanita  querida,  cuando  ya  los  velos 
de  la  fe  hayan  caído  y  contemplemos  sin  cesar  la  Faz  del  Dios- 
Amor!  ¿Qué  importa  sufrir  y  morir  aquí  en  la  tierra  si  amamos?... 

Magníficat  anima  mea  Dominum.  Estas  son  las  únicas  pala- 
bras que  brotan  de  mi  corazón  al  ponerlo  en  contacto  con  el  tuyo, 
mi  hermanita  tan  querida:  En  este  momento  siento  mi  alma  des- 
bordante de  gratitud  para  con  mi  Dios.  ¿Con  qué  le  pagaré,  her- 
manita mía?  Hoy  hace  ocho  días  que  morí  para  el  mundo,  para 
vivir  escondida  en  el  divino  Corazón  de  Jesús.  Soy  feüz,  pero  la 
criatura  más  feliz  del  mundo;  estoy  comenzando  mi  vida  del 
cielo,  vida  de  adoración,  de  alabanza,  de  amor  continuo.  Me 
parece  que  estoy  ya  en  la  eternidad,  porque  el  tiempo  no  se  sien- 
te aquí,  en  el  Carmen;  estamos  sumergidas  en  el  seno  de  Dios 
inmutable.  Mi  Isabelita  querida,  quiera  Dios  concederte  algún 
día  el  ser  Carmelita.  Por  mucho  que  idealicemos  este  nombre, 
sólo  será  tu  pensamiento  una  vaga  sombra  de  lo  que  es  realmente; 


yo  así  lo  he  palpado,  hermanita  querida.  Lo  único  que  me  pre- 
gunto es  ¿por  qué  a  mí,  que  soy  tan  perversa  y  miserable,  Dio- 
me  ha  elegido  para  estar  unida  a  Él,  mientras  que  a  ti  te  dejó 
en  el  mundo  siendo  mejor  que  esta  tu  infeliz  hermana?  Isabel, 
el  amor  de  Dios  es  infinito  y  por  lo  tanto  incomprensible.  Anona- 
démonos ante  sus  designios... 

Parece  increíble  que  hayan  pasado  cinco  meses  desde  mi 
llegada  a  este  conventito.  Créeme  que  no  nos  damos  cuenta  del 
transcurso  del  tiempo  y  es  porque  vivimos  sin  otra  preocupación 
que  Dios.  Soy  tan  feliz  como  ya  no  es  posible  imaginar;  es  una 
paz,  una  alegría  tan  íntima  la  que  experimento,  que  me  digo 
que  si  vieran  esta  felicidad  los  del  mundo,  todos  correrían  a  ence- 
rrarse en  los  conventos. 

¡Ah,  esta  idea  la  deseo  tanto  para  ti!,  pues  me  parece  que  encon- 
traría tu  alma  la  plena  satisfacción  de  tus  deseos.  ¡Si  supieras  cómo 
la  mía  ha  encontrado  horizontes  infinitos,  desconocidos  hasta 
ahora!  ¡Si  supieras  la  vida  de  unión  íntima  que  vive  la  Carmelita 
con  Jesús!  Él  lo  es  todo  para  ella.  ¡Cuántas  horas  pasa  en  el  coro, 
junto  a  la  reja,  mirando  esa  Hermosura  increada,  oyendo  lo  que 
la  Sabiduría  infinita  le  enseña  y,  sobre  todo,  sintiendo  los  latidos 
del  Corazón  de  su  Dios!  Xada  puede  separarla  de  Él;  Jesús  la 
arrancó  del  mundo,  de  los  suyos,  para  traerla  a  la  soledad  donde 
Él  descansa,  para  tenerla  siempre  junto  a  su  Sagrario.  Quiere 
que  la  Carmelita  sea  su  hostia;  en  ella  vive  y  sobre  su  Corazón 
la  sacrifica  y  la  ofrece  a  su  Eterno  Padre  por  el  mundo  pecador, 
en  silencio,  como  Él,  convertido  en  hostia,  se  inmola  ocultamente. 
¡Ah,  qué  bueno  ha  sido  Nuestro  Señor  conmigo  al  traerme  a  esta 
antesala  del  cielo,  teniendo  a  solo  Él  por  mi  Todo! 

Yo  quisiera  unirte  más  a  Él,  y  para  esto  es  necesario  la  ora- 
ción. Procura  cada  mañana,  cuando  tengas  la  dicha  de  comulgar, 
pedirle  que  permanezca  todo  el  día  allí  en  tu  alma;  así  Añvirás 
unida  a  Él  e  inundada  de  Dios... 

Yo  cada  día  más  feliz;  ayer  hizo  un  mes  de  mi  toma  de  hábi- 
to, tiempo  que  ha  transcurrido  volando.  Así  pasa  la  vida  en  el 
Carmen  y  luego  nos  encontraremos  en  la  eternidad,  mirando 
desde  allá  la  vida  como  un  punto  que  se  pasó  sin  darnos  cuenta. 


¿Qué  sería  de  nosotros  si  no  pasara  la  vida  así?  Sobre  todo,  sería 
terrible  para  la  gente  del  mundo,  para  la  cual  no  hay  dicha  cum- 
plida, ya  que  para  una  Carmelita  existe  el  cielo  en  la  tierra,  pues 
posee  a  su  Dios  y  con  Él  todo  lo  tiene. 

Supongo  que  habrás  aprovechado  estos  días  para  estar  bien 
cerquita  de  Jesús,  viviendo  con  Él  bajo  un  mismo  techo.  Créeme 
que  las  envidio  porque  pueden  acercarse  a  toda  hora  a  su  pri- 
sión. Sin  embargo,  por  otro  lado  pienso  que  es  sólo  por  algunos 
días,  mientras  que  yo,  estando  prisionera  también  y  encadenada 
por  su  amor,  permanezco  siempre  junto  al  aliar,  sufriendo  y 
amando. 

Este  es  mi  ideal,  pues  así  la  Carmelita  recoge  la  sangre  que 
mana  el  sacri  icio  de  Jesús  para  derramarla  en  las  almas.  Asóciate 
a  mí,  hermanita,  obrando  todo  por  amor,  aceptando  todos  los 
sufrimientos  con  alegría  para  consolar  al  Hombre-Dios.  Al  mirar 
mi  celdita  tan  pobre,  no  puedo  menos  de  sentirme  tan  dichosa 
de  haber  renunciado  todo  lo  supérfluo  por  poseer  a  Dios.  Él  es 
mi  riqueza  infinita,  mi  beatitud,  mi  cielo.  Ámalo  tú  también, 
mi  hermanita,  para  que  seas  dichosa... 

Me  encantaría  verte,  sobre  todo  para  que  presenciaras  la 
felicidad  de  ser  Carmelita,  la  cual  para  mí  toma  cada  día  mayo- 
res proporciones.  Si  antes  consideraba  mi  vocación  por  encima 
de  todas,  ahora  la  aprecio  el  doble  más,  pues  he  visto  y  me  he 
cerciorado  que  el  ideal  de  santidad  de  una  Carmelita  es  mayor 
que  el  de  cualquiera  otra  religiosa.  Vivimos  sólo  para  Jesús  y  así 
como  los  ángeles  en  el  cielo  cantan  incesantemente  las  alabanzas 
divinas,  la  Carmelita  los  secunda  aquí  en  la  tierra,  ya  sea  cerca 
del  Sagrario  donde  está  prisionero  el  Dios- Amor,  ya  en  lo  íntimo 
del  cielo  de  su  alma  donde  la  fe  dice  que  Dios  mora  en  ella.  La 
vocación  nuestra  tiene  por  objeto  el  amor,  que  es  lo  más  grande 
que  posee  el  corazón  del  hombre.  Ese  amor  reside  dentro  del  alma 
desde  el  día  en  que  puso  Jesús  en  ella  el  germen  de  la  vocación; 
es  una  hoguera  donde  el  alma  se  consume,  se  funde  en  su  Dios; 
y  esa  hoguera  no  deja  nada  a  su  paso,  todo  lo  hace  desaparecer, 
aún  las  criaturas,  para  irse  a  unir  al  fuego  infinito,  del  amor, 
que  es  Dios;  y  por  eso  busca  la  soledad,  para  que  nada  le  impida 


240 


la  unión  con  Aquel  por  quien  todo  lo  deja.  Un  alma  cuando  ama 
verdaderamente  (aun  esto  se  ve  en  los  cariños  humanos),  no  quie- 
re estar  sino  con  la  persona  amada,  mirarla  siempre,  expresar 
aquello  que  pasa  en  los  corazones  y  estrecharse  más  y  más. 

Por  eso  es  que  nosotras,  amando  a  Jesús  con  toda  nuestra 
alma,  sólo  deseamos  contemplarle  y  hablarle  a  solas  para  cambiar 
con  sus  ideas  y  sentimientos  divinos  los  nuestros  miserables. 
¡Qué  cosa  más  rica  es  para  el  alma  que  ama,  pasar  la  vida  junto 
al  Sagrario!  Él  prisionero  por  su  amor  y  ella  también.  Nada  los 
separa,  ninguna  preocupación;  sólo  deben  amarse  y  perderse  la 
criatura  en  su  Bien  infinito.  Él  le  abre  su  Corazón  y  allí  le  hace 
vivir  olvidada  de  todo  el  mundo,  porque  le  revela  sus  encantos 
infinitos,  a  la  vista  de  los  cuales,  todo  lo  demás  es  vanidad.  Él 
la  estrecha  y  la  une  a  Sí,  y  el  alma,  perdida  y  enloquecida  ante 
la  ternura  de  todo  un  Dios,  desprecia  a  las  criaturas  y  sólo  quiere 
vivir  con  el  Amor.  ¡Ay,  hermanita  querida!;  dichosa  nosotras 
que  hemos  sido  elegidas  para  ser  las  esposas  predilectas  de  Jesús, 
sin  las  cuales  Él  no  puede  pasar,  pues  encuentra  en  ellas  amor 
verdadero,  ya  que  la  Carmelita  le  hace  la  más  completa  dona- 
ción... Nada  la  saca  de  allí;  ella  comprende  que  al  contacto  de 
Jesús  se  diviniza,  y  por  eso  se  sumerge  en  Él  para  transformarse 
en  Él.  A  medida  que  se  engolfa  en  Jesús,  va  descubriendo  en  Él 
tesoros  infinitos  de  amor  y  de  bondad;  va  reconociendo,  poco 
a  poco,  al  Verbo  humanado.  Entonces  es  cuando  comprende, 
más  que  nunca,  la  obra  redentora  del  Salvador,  el  valor  de  esa 
Sangre  divina;  y,  consumida  por  el  amor,  siente  sed,  sí,  sed  de 
la  sangre  de  su  Dios  derramada  por  las  almas  pecadoras.  Ir  en 
pos  de  ellas  para  salvarlas,  no  puede;  está  ciega  si  se  aparta  del 
Foco  de  la  luz  que  es  el  Verbo;  entonces,  como  ya  no  forma  con 
Jesús  sino  una  sola  persona  y  una  sola  voluntad,  dice  que  tiene 
sed  de  sangre,  y  Él  no  puede  menos  que  sentir  lo  mismo,  y.  echan- 
do a  raudales  su  sangre  sobre  las  almas,  las  salva. 

Una  alma,  unida  e  identificada  con  Jesús,  lo  puede  todo, 
y  me  parece  que  sólo  por  la  oración  se  puede  alcanzar  esto.  Aunque 
otros  digan  que  por  el  apostolado  y  la  oración  se  salvan  las  almas, 
yo  creo  que  es  mucho  mas  difícil,  pues  esto  necesita  una  gran 
unión  con  el  Redentor,  ya  que  el  salvar  almas  no  es  otra  cosa 
que  darles  a  Jesús;  y  así,  el  que  no  lo  posee,  no  puede  dar  nada. 


Teresa  de  los  Andes.  16 


211 


Por  lo  general,  las  almas  en  la  vida  activa  llegan  más  difícilmente 
a  unirse  a  Dios,  ya  que  las  cosas  exteriores  y  el  trato  constante 
con  el  mundo  las  hacen  distraerse  de  Él.  Además,  me  parece  que 
puede  mezclase  el  amor  propio  cuando  se  palpan  los  triunfos. 
Estos  peligros  la  Carmelita  no  los  tiene,  ya  que  ignora  el  número 
de  almas  que  salva  por  la  oración  y  el  sacrificio.  Quizás  desde  su 
celda  conquista,  al  par  de  los  misioneros,  millones  de  infieles  que 
se  encuentran  en  los  confines  del  mundo. 

¡Qué  hermosa  es  nuestra  vocación,  querida  hermanita!  Somos 
redentores  de  almas  en  unión  con  Nuestro  Salvador;  somos  las 
hostias  donde  Jesús  mora.  En  ellas  vive,  ora  y  sufre  por  el  mundo 
pecador.  ¿No  fué  ésta  la  vida  de  la  más  perfecta  de  las  criaturas, 
la  Santísima  Virgen?  Ella  llevó  al  Verbo  en  el  silencio;  Ella  siem- 
pre oró  y  sufrió.  ¿No  fué  ésta  la  vida  de  oración  y  sacrificio  que 
practicó  Jesús  por  espacio  de  treinta  años?  Sólo  tres  años  los 
empleó  en  la  predicación.  ¿No  es  ésta  la  vida  de  Jesús  en  el  Sagra- 
ría? ¡Ah,  hermanita  querida!,  pues  la  Carmelita  sólo  trata  de 
Dios.  Pídele  a  Él  que  te  traiga  muy  pronto,  ven  luego  a  perderte 
entre  los  brazos  divinos;  ven  luego  para  que  Jesús  encuentre  una 
hostia  más  que  presentar  a  su  Eterno  Padre  por  las  almas.  Que 
nada  te  haga  vacilar.  Míralo  a  Él,  te  espera  lleno  de  amor  infini- 
to y  te  va  a  hacer  su  esposa;  quiere  efectuar  contigo  la  unión 
más  íntima.  Él  te  va  a  hacer  divina,  compenetrándose  contigo. 
Vas  a  vivir  en  la  dulzura  infinita,  en  Jesús,  en  la  pureza,  en  la 
cantidad,  en  la  bondad,  en  el  amor  de  un  Dios. 

¡Oh,  si  supieras  las  ternuras  que  encierra  su  adorable  Cora- 
zón! Es  Dios  y  se  acerca  a  sus  nadas  criminales,  a  esas  criaturas 
que  un  tiempo  atrás  sólo  sabían  ofenderle,  y  que  todavía  sólo 
le  corresponden  ingratamente.  ¡Cómo  no  amarlo  hasta  el  delirio, 
cómo  no  despreciarlo  todo  ante  el  espectáculo  de  sus  encantos 
y  bellezas  infinitas!  Él  reúne  todas  las  bellezas  de  las  criaturas, 
tanto  las  físicas  como  las  intelectuales,  y  las  bellezas  del  corazón 
elevadas  a  un  grado  infinito.  ¿Qué  se  puede  buscar  que  no  esté 
en  Jesús? 

¡Por  Dios,  cuánto  me  he  extendida!,  pero  perdóname,  herma- 
nita; cuando  hablo  de  mi  vocación  de  Carmelita  y  de  Jesús,  no 
puedo  detenerme,  y,  sin  embargo,  hay  frases  y  expresiones  del 
alma  que  no  se  pueden  escribir. 


¡Qué  feliz  se  siente  el  alma  cuando  se  ve  libre  de  todo  lo  del 
mundo  y  de  las  criaturas!  Esta  felicidad  se  compra  al  precio  de 
la  sangre  del  corazón,  pues  no  te  niego  que  el  romper  los  lazo- 
de  la  familia  cuesta  mucho.  Sin  embargo,  créeme  que  si  posible 
fuera  volver  atrás  y  tuviera  de  nuevo  que  hacer  el  sacrificio, 
aunque  fuera  menester  pasar  por  el  fuego,  lo  haría,  pues  nada 
son  los  sacrificios  efectuados  por  la  dicha  de  ser  Carmelita.  Por 
eso  quiero  pre\enirte  para  la  lucha  que  tienes  que  sostener  en 
contra  de  lo  que  te  pide  la  naturaleza  y  el  corazón.  Créeme  que 
para  llegar  a  este  cielito,  hay  que  dejar  a  un  lado  lo  que  se  siente 
y  seguir  el  impulso  de  la  fe.  Reflexiona  así:  Yo  tengo  vocación 
para  Carmelita,  en  serlo  está  mi  felicidad,  pues  sólo  en  Dios  se 
encuentra  la  satisfacción  de  mi  alma;  por  consiguiente,  quiero 
ser  Carmelita.  Quiero  ser  sola  para  Jesús,  cueste  lo  que  costare. 
Así,  el  alma  fortalecida,  no  sucumbirá  cuando  la  vida  de  la  fami- 
lia, las  comodidades  del  mundo  se  le  presenten  y  cuando  todas 
las  personas  instan  en  que  te  vas  a  enterrar  viva  y  tan  chiquilla: 
cuando  te  digan  que  esperes  un  poco  más,  que  examines  si  tienes 
verdadera  vocación  conociendo  el  mundo,  etc.;  cuando  el  demo- 
nio te  pinte  las  horribles  austeridades  del  Carmen  y  la  falta  de 
salud;  en  fin,  todo  le  dice  a  una:  <no  te  vayas»,  pero  si  existe  amor 
en  el  alma,  nada  la  detendrá.  Jesús  la  espera,  quiere  poseerla  por 
completo,  quiere  encontrar  en  ella  su  descanso  y  su  consuelo 
haciéndola  su  hostia. 

Créeme,  X.,  que  ahora  me  río  de  todo  lo  que  el  demonio  me 
presentó  antes  de  venirme;  hasta  hacerme  dudar  de  mi  vocación 
de  Carmelita,  cuando  toda  mi  vida  no  deseé  otra  cosa,  pero, 
gracias  a  Jesús,  que  me  dió  luz  para  conocer  las  tentaciones, 
estoy  aquí.  ¡Qué  turbaciones  y  desasosiegos  no  se  sufren!  Enton- 
ces es  cuando  ha}-  que  tomar  el  crucifijo  y  decirle:  «Jesús,  sólo 
por  Ti  lo  dejaré  todo...» 

*El  cielo  en  la  tierra.» 

1\^e  dices  te  diga  mi  opinión  acerca  de  tu  vocación;  me  río 
al  ver  a  quién  se  lo  preguntas.  ¿Qué  confianza,  hermanita  mía, 
puedes  tener  en  mí?  Pero  en  fin,  ya  que  me  lo  preguntas,  te  diré 
que  yo  creo  que  ahora  tu  misión  está  en  el  seno  de  los  tuyos; 


243 


puedes  ser  entre  tanto  Carmelita  en  el  mundo;  Dios  quiere  que 
Jo  seas,  Él  te  dará  las  fuerzas  y  gracias  que  necesitas  para  serlo. 
En  este  desierto  de  amor,  Jesús  encuentra  un  oasis  en  su  Isabe- 
Hta  de  la  Trinidad.  Que  en  esas  tinieblas  del  mundo  encuentre  el 
foco  de  amor  de  tu  corazón  puro.  ¡Qué  grande  es  tu  misión,  her- 
manita!  Pero  también  es  una  misión  de  lucha  continua.  Abrázate 
con  toda  tu  alma  a  la  cruz  que  tu  divino  Esposo  pone  sobre  tus 
hombros;  te  considera  fuerte,  varonil,  ya  que  te  la  da,  y  bien  pesa- 
da por  cierto;  pero  es  que  te  ama  infinitamente;  agradécele  tanto 
bien. 

Mi  hermanita  querida,  seamos  Carmelitas  en  toda  la  exten- 
sión de  la  palabra.  Es  la  vocación  más  grande;  ya  nuestro  divino 
Maestro  le  dijo  a  la  Magdalena:  «Has  escogido  la  mejor  parte.» 
La  Santísima  Virgen  fué  una  perfecta  Carmelita.  Nuestro  Señor 
pasó  treinta  años  de  su  vida  en  el  recogmmiento  y  oración,  y  sólo 
tres  los  empleó  en  evangelizar;  en  el  Santísimo  Sacramento  con- 
tinúa en  esa  oración  no  interrumpida;  en  el  cielo  la  ocupación 
de  las  almas  será  adorar  y  amar.  Ensayemos  en  la  tierra  lo  que 
haremos  por  una  eternidad. 

La  Carmelita,  tal  como  yo  la  concibo,  es  una  victima  adorante. 
Seamos  víctimas  seamos  hostias,  pero  muy  puras.  Vivamos  com- 
pletamente sumidas  en  Dios.  Yo  te  diré  lo  que  hago  para  esto: 
considero  mi  alma  como  un  cielo  donde  reside  la  Santísima  Tri- 
nidad a  quien  no  puedo  compenetrar,  ni  mirar,  porque  la  consi- 
dero como  un  foco  inmenso  de  luz,  y  muy  cerca  de  ese  foco  me 
represento  a  la  Santísima  Virgen  inundada  de  luz  y  de  amor; 
cerca  de  la  Santísima  Virgen,  a  mi  Padre  San  José,  y  después 
a  todos  los  ángeles  y  santos,  cada  uno  en  su  lugar  correspondien- 
te, y  más  abajo,  la  última,  me  veo  yo  como  un  punto  negro  en 
esa  aureola  y  torrente  de  luz.  Allí  vivo  adorando  y  contemplando 
a  ese  Ser  perfectísimo.  La  cuestión  es  no  interrumpir  interior- 
mente esa  alabanza  de  gloria;  aunque  estemos  ocupadas  exterior- 
mente,  guardamos  ese  silencio  interior,  es  decir,  no  admitir  ningún 
pensamiento  ajeno  a  esta  adoración,  rechazando  aun  aquellos 
que  sean  de  nuestra  propia  persona,  porque  ya  podríamos  tener 
pensamientos  de  vanidad  o  cualquier  otro  que  nos  inquietara. 
Vivamos  siempre  en  presencia  de  Dios  rechazando  el  pensamien- 


244 


to  de  las  criaturas.  Cuando  tengamos  que  tratarlas,  miremos  en 
ellas  a  Dios  y  tratémoslas  con  deferencia,  considerándonos  como 
esclavas  de  ellas  y  sacrificándonos  por  ellas.  No  tengamos,  Isabe- 
lita,  otro  deseo  que  el  de  glorificar  a  Dios,  cumpliendo  en  todo 
su  divina  voluntad,  y  pensemos,  con  alegría,  en  cada  momento 
que  la  estamos  cumpliendo,  y  adoremos  esa  divina  voluntad. 
Que  nuestras  obras  sean  hechas  como  que  Dios  las  examina: 
así  obraremos  con  perfección  y  hagámoslo  todo  como  tú  me  reco- 
miendas, por  amor  y  siempre  con  la  intención  de  agradar  a  Dios, 
y  no  porque  nos  vean  las  criaturas. 

Te  parece  a  ti  que  el  matrimonio  con  un  joven  que  sea  un 
ventajoso  partido,  con  el  que  puedas  formar  un  hogar  cristiano, 
te  atraiga?  ¿Xo  te  gustaría  más  ser  de  Dios,  vivir  despreciada  y 
desconocida  del  mundo,  en  un  convento,  formando  miles  de  cora- 
zones cristianos,  siendo  madre  de  esas  almas,  convirtiéndolas  y 
llevándolas  a  Dios? 

¿Qué  importa  ser  alabada,  ser  despreciada  por  las  criaturas 
cuando  éstas  son  nada?  ¿Qué  importa  sacrificarse  en  el  destierro 
por  pocos  años,  si  se  ha  de  demostrar  en  esos  años  el  amor  a  un 
Dios  que  nos  amó  eternamente?  Morir  sufriendo,  por  las  almas 
que  costaron  la  sangre  de  un  Dios  infinito:  ¿encuentras  que  es 
mucho?  ¿Quién  como  Nuestro  Señor  podrá  querernos?  Nadie 
en  el  mundo,  ni  aún  nuestras  propias  madres;  su  amor  es  infinito. 
Si  amamos  a  aquellos  que  nos  aman,  si  se  entregan  muchas  a 
aquellos  que  más  las  aman,  ¿no  es  natural  que  nosotras,  que  hemos 
comprendido  el  amor  de  un  Dios,  nos  entreguemos  a  Él,  que  supe- 
ra a  todas  las  criaturas,  en  hermosura,  en  bondad,  en  sabiduría, 
en  santidad,  en  poder,  en  justicia,  en  amor?  Si  amamos  a  los 
seres  que  tienen  cualidades  extraordinarias,  ¿por  qué  no  amarlo 
a  Él,  que  las  reúne  todas  con  infinita  perfección?  Hermanita. 
piensa  en  todo  esto  y  si  sientes  que  eres  capaz  de  renunciar  a  todas 
las  comodidades  por  vivir  con  Él,  si  sientes  que  serás  capaz  para 
ser  la  esposa  del  Divino  Crucificado  (claro,  ayudada  por  Él),  es 
porque  Dios  te  quiere  para  Sí,  pues  te  da  el  valor  para  renunciar 
a  todo  y  te  da  amor  para  que  lo  sigas  al  Calvario.  Sí,  ser  esposa 
de  Cristo  es  ser  crucificada;  pues  así  como  las  esposas  comparten 


las  alegrías  y  penas,  las  riquezas  y  las  pobrezas  del  esposo,  así 
también  la  que  es  esposa  del  Crucificado,  del  obediente  hasta  la 
muerte,  del  que  no  tiene  dónde  reclinar  la  cabeza,  no  debe  ser 
crucificada  por  el  mundo,  no  debe  ser  obediente  hasta  morir  sin 
voluntad,  no  debe  ser  pobre  para  no  tener  sino  a  Jesús,  para  recli- 
nar sobre  su  pecho  la  cabeza?  La  vida  religiosa,  hermanita  mía, 
no  es  sino  vida  de  sacrificio;  el  alma  que  se  ha  dado  a  Dios  debe 
darse  enteramente,  pues  el  amor  no  deja  nada  para  sí,  todo  lo 
consume  para  que  de  esas  cenizas  se  levante  una  sola  persona: 
Cristo.  La  criatura  se  anegó  en  la  divinidad.  Ella  no  tiene  otra 
voluntad  que  la  que  diga  Jesús  por  sus  superiores;  si  la  manda 
trabajar,  aunque  esté  enferma,  lo  debe  hacer;  si  le  ordena  rezar 
y  después  dejar  ese  rezo  e  irse  a  servir  a  sus  hermanas,  lo  debe 
hacer,  y  esto  sin  decir  palabra.  Jesús  obedeció  en  silencio;  el  espí- 
ritu y  el  corazón  de  la  criatura  deben  someterse  en  silencio;  Cris- 
to era  superior  a  las  criaturas,  veía  el  mal  que  le  causaban  los 
judíos  al  darle  muerte,  y,  sin  embargo,  se  sometió  enteramente 
sin  murmurar.  La  religiosa  sufre  en  vencerse  a  sí  misma,  en  des- 
preciarse y  humillarse,  en  vencer  sus  defectos  y  adquirir  las  vir- 
tudes para  ser  perfecta,  en  amar  y  servir  con  alegría  y  caridad 
a  aquéllas  de  sus  hermanas  que  no  tienen  buena  voluntad  para 
con  ella.  Sufre  mortificando  su  cuerpo,  viviendo  en  continua 
austeridad;  negándose  toda  comodidad,  y  eso  por  toda  la  vida. 
¿Mas,  qué  importa,  si  Dios  está  con  ella? 

Todavía  hay,  hermanita,  otros  sufrimientos  aún  mayores, 
que  no  sé  si  los  comprenderás.  Éstos  son  las  sequedades  del  espí- 
ritu, que  consisten  en  verse  abandonada  enteramente  de  Dios; 
en  no  sentir  ningún  fervor  en  la  oración,  pues  como  somos  tan 
miserables,  nos  apegamos  al  fervor  sensible,  a  sentir  el  amor  de 
Dios  sensiblemente,  y  vamos  muchas  veces  a  la  oración  a  buscar 
los  consuelos  de  Dios,  pero  no  a  Dios.  Esto  es  imperfección,  y 
Nuestro  Señor  purga  a  veces  a  las  almas  que  quiere,  dándoles 
esas  sequedades;  y  sólo  cuando  ya  no  les  importa  sentir  que  sentir 
el  fervor  sensible,  entonces  las  regala  y  las  consuela.  Este  es  el 
mayor  sufrimiento,  porque  es  del  alma  que  se  ve  abandonada  a 
sus  fuerzas,  separada  de  Dios  a  quien  tanto  ama,  y  cercada  de 
tentaciones,  llena  de  flaquezas.  ¿Cómo  será  ese  sufrimiento,  que 
Nuestro  Señor,  que  no  se  quejó  durante  toda  su  Pasión,  al  verse 


246 


abandonado  de  Dios,  lo  llamó  con  gran  angustia:  «Dios  mío,  por 
qué  me  habéis  abandonado»?  Cuando  en  el  Huerto  se  sintió  débil 
al  ver  lo  que  iba  a  sufrir  y  experimentó  en  su  alma  el  dolor  de  la 
Pasión,  dijo:  «Padre,  si  es  posible,  pase  de  mí  este  cáliz,  mas  no 
se  haga  mi  voluntad,  sino  la  tuya.»  ¡Cuánto  mayor,  pues,  será 
para  el  alma  verse  sola  sin  Aquel  por  quien  lo  dejó  todo!  }<la.> 
Dios  la  dejó  sólo  aparentemente,  ya  que  Él  está  a  su  lado  invisi- 
blemente con  su  gracia,  y  puede  sacar  de  esa  prueba  mayor  humil- 
dad, al  ver  qué  poco  puede  por  sí  misma;  y  mayor  amor,  al  ver 
que,  a  pesar  de  ser  tan  miserable,  Dios  la  ha  llamado  y  amado 
más  que  a  otras  criaturas. 

Me  dices  que  quieres  ser  la  casita  de  Dios;  me  alegro  mucho 
de  ello,  pues  veo  en  eso  que  lo  amas.  Sor  Isabel  de  la  Trinidad, 
decía:  «Dios  es  el  cielo  y  Dios  está  en  mi  alma»;  luego  tenemos  el 
cielo  en  nuestra  alma.  Ahora  bien,  ¿qué  se  hace  en  el  cielo?  «Amar, 
contemplar  a  Dios  y  glorificarle.»  He  aquí  lo  que  trataremos  de 
hacer;  amarlo  antes  que  a  nadie.  El  que  ama,  siempre  piensa 
en  el  amado;  nosotros  pensemos  constantemente  en  Él;  pero  ya 
que  es  esto  imposible,  al  menos  pensemos  muy  a  menudo.  Con- 
templémosle allí  en  el  fondo  de  nuestras  almas  unido  a  nosotras; 
contemplémosle  orando  a  su  Eterno  Padre  por  las  almas,  y  por 
los  pecadores,  y  unámonos  a  esa  divina  oración.  Contemplémosle 
trabajando  a  nuestro  lado.  Ahora,  escribiendo,  lo  miro,  y  me 
uno  a  Él;  contemplémosle,  dice  Santa  Teresa,  «alegre  como  en  el 
Tabor,  si  estamos  alegres;  triste  como  en  el  Huerto,  si  estamos 
tristes»,  y  así  en  todo.  Contemplémosle  en  las  criaturas;  así  nos 
será  más  fácil  tener  caridad.  Si  somos  humilladas,  seámoslo  por 
Él;  si  servimos,  sirvamos  a  Él;  y  así  en  todo.  De  esta  manera  el 
alma  queda  simplificada,  unida  a  Él,  siempre  piensa  y  ve  a  Él. 
Por  último,  en  el  cielo  se  cantan  sus  alabanzas  y  se  le  glorifica 
por  sus  obras;  seamos,  pues,  como  Isabel  de  la  Trinidad,  «alaban- 
za de  su  gloria».  Es  decir,  obremos  todo  por  amor  y  siempre  lo 
más  perfecto;  propongámonos  en  todo  lo  que  hacemos  la  gloria 
de  Dios  y  todo  por  amor  a  Él  y  de  esta  manera  nuestras  obras 
serán  con  pureza,  ya  que  obraremos  con  Él,  por  Él  y  para  Él. 
Si  nuestras  obras  son  puras,  nosotras  también  lo  seremos  y  Nues- 
tro Señor  estará  contento  de  nuestras  almas.  Viviendo  así,  vivire- 
mos vida  de  cielo  aquí  en  la  tierra;  y,  ¿cómo  podremos  demos- 


247 


trarle  más  nuestro  amor  a  Dios  que  haciéndole  encontrar  el  cielo 
en  la  tierra?  Dios  va  a  ser,  pues,  el  dueño  de  nuestra  alma,  de 
nuestra  casita.  El  dueño  de  la  casa  es  el  que  manda  y  vela  por 
la  casa,  y  todos  le  obedecen  y  se  guían  por  su  parecer.  Hagámoslo 
así  también  nosotras.  En  el  cielo  se  hace  siempre  la  voluntad  de 
Dios,  pues  Nuestro  Señor  nos  enseñó  a  decir:  «Hágase  tu  volun- 
tad así  en  la  tierra  como  en  el  cielo.»  ¿Quieres  que  te  diga  con 
franqueza  lo  que  sé  por  experiencia?  Es  que  si  hay  algo  que  le 
guste  a  Dios,  es  que  nos  abandonemos,  pero  completamente,  a 
-u  divina  voluntad,  y  de  tal  manera,  mi  querida  hermanita,  que 
no  podamos  decir  quiero,  porque  le  hemos  dado  nuestro  querer 
a  Dios.  No  le  pediremos  nada,  sino  digámosle:  «Dame,  Señor, 
lo  que  Tú  quieras  y  no  lo  que  yo  quiero...» 

La  vocación  es  el  favor  más  grande  que  Dios  hace  a  la  cria- 
tura. El  te  va  a  hacer  su  esposa:  ¡tú  serás  la  esposa  de  un  Dios! 
Ese  Ser  infinito  va  a  unirse  con  un  ser  finito;  ese  Ser  eterno,  con 
un  ser  limitado,  un  ser  impotente,  un  ser  que  ha  sido  sacado  de 
la  nada.  ¿Qué  somos  si  no  nada?;  ¿Qué  podemos  por  nosotras 
mismas?  Nada.  Si  Dios  no  obra  en  nosotras,  no  podemos  obrar; 
<i  no  nos  da  la  vida,  no  podemos  vivir.  Él  es  todo,  nosotros  somos 
nada;  mas  Él  se  baja  a  nosotros,  dice  que  quiere  nuestro  amor; 
a  Él,  que  es  todopoderoso,  ¿de  qué  le  sirve  que  le  amen  criaturas 
tan  miserables  como  nosotras?  X.,  piensa  que,  a  pesar  del  amor 
que  nos  demuestra,  nosotros  le  ofendemos,  nos  rebelamos  en 
contra  de  sus  mandatos,  y  Dios,  a  pesar  de  esto,  nos  ama,  nos 
elige  como  a  esposas  suyas.  ¿No  es  esto  para  morir  de  amor? 
Te  aseguro  que  a  veces  deseo  morir;  porque  la  vida  para  mí  es 
insoportable;  al  ver  que  Él  me  ama  y  yo  le  ofendo.  No  parece  que 
le  amo,  pues  el  amor  se  manifiesta  en  obras  y  Él  dijo:  «Aquel 
que  me  ama  verdaderamente,  ese  tal  cumple  mi  palabra.»  Es 
cierto  que  le  amamos  más  que  otros,  al  menos  deseamos  amarlo, 
y  Él  se  contenta  con  nuestros  deseos;  ¡mas  hay  tantos  que  no 
sólo  lo  olvidan,  sino  que  lo  aborrecen!  Así,  pues,  consolémoslo 
y  para  esto  vivamos  íntimamente  unidas  a  Él,  ya  que  aquel  que 
ama  tiende  a  unirse  con  el  objeto  amado.  La  fusión  de  dos  almas 
se  hace  por  medio  del  amor.  Que  el  fuego  del  amor  consuma  en 


248 


mi  X,  todas  las  imperfecciones,  para  que  así  pueda  formarse  en 
ella  la  imagen  de  su  Cristo;  es  preciso  que  la  creatura  sea  consumi- 
da, para  que  sólo  quede  Dios.  Tú  amas,  luego  tu  fin  es  la  unión. 
Para  esto  te  diré  lo  que  yo  creo  conveniente,  aunque  no  sé  >i 
yerro;  pero,  en  fin,  a  mí  me  ha  dado  buen  resultado... 

Mis  esfuerzos  todos  se  dirigen  a  ser  una  santa  Carmelita  y 
creo  que  lo  que  Dios  quiere  de  mí  para  alcanzar  esta  santidad  es 
un  recogimiento  continuo,  que  nada  ni  nadie  puede  distraerme 
de  él.  No  me  pide  nada  más  que  eso,  porque  allí,  en  esa  unión 
íntima  de  mi  alma  con  mi  Dios,  se  encuentra  para  mí  el  ejercicio 
de  todas  las  virtudes;  primero  que  todo,  encuentra  la  renuncia 
completa  de  todo  mi  ser,  pues  cuanto  más  me  aisle  de  mí  misma; 
más  me  internaré  en  Él;  trato,  pues,  de  negarme  en  todo  para 
llegar  a  poseer  el  Todo,  según  nos  enseña  Nuestro  Padre  San  Juan 
de  la  Cruz.  Hay  días  que  consigo  vivir  enteramente  para  Dios, 
entonces  es  cuando  me  siento  en  el  cielo;  entonces  es  cuando 
comprendo  que  sólo  Dios  nos  basta.  Fuera  de  Él,  no  hay  felici- 
dad posible;  no  se  imagina,  reverendo  Padre,  lo  que  Nuestro  Señor 
se  revela  a  mi  alma,  a  pesar  de  ser  tan  miserable,  y  no  compren- 
do cómo  he  amado  a  Nuestro  Señor  sin  conocerlo;  tanta  es  la  di— 
tancia  que  tengo  y  que  tenía  de  Dios... 


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INDICE  DE  CAPITULOS 


Prólogo   7 

I.    Brisas  de  aurora   17 

II.    Urge  la  caridad  de  Cristo   31 

III.  La  más  pura  ofrenda   43 

IV.  Ascetismo  y  deporte   53 

V.    De  cara  a  los  Andes   63 

VI.    Las  últimas  celada";  del  mundo   -3 

VII.    La  suerte  está  echada   85 

VIII.    Silencio,  alegría  y  apostolado   99 

IX.    Luces  y  sombras  del  alma   115 

X.    Sobre  los  Andes  el  cielo   125 

TROZOS  ESCOGIDOS 

Humildad   137 

Espíritu  de  sacrificio   143 

Mundo   1  ¿9 

Apostolado   157 

Propósitos  y  máximas   161 

Eucaristía   165 

Virgen  María   1 77 

Oración   181 

Unión  con  Dios   189 

Amor   197 

Experiencias  mística*   209 

Vocación  religiosa   221 


251 


OBRAS 
DEL  MISMO  AUTOR 


El  último  grado  del 
Amor. 

Z¿<Ti 

Psicología  de  San  Juan 
de  la  Cruz. 

Hacia  las  cumbres  del 
Ideal. 

Cincuenta  años  de  apos- 
tolado. 

Cartas  de  un  esteta  a 
un  teólogo. 

Por  un  solo  pensa- 
miento.